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Orden jerárquico

(De Eduardo Goligorsky, en Asesinos de papel, Calicanto, 1977.)

A Carlos y María Elena

Abáscal lo perdió de vista, sorpresivamente, entre las sombras de la calle solitaria. Ya


era casi de madrugada, y unos jirones de niebla espesa se adherían a los portales
oscuros. Sin embargo, no se inquietó. A él, a Abáscal, nunca se le había escapado nadie.
Ese infeliz no sería el primero. Correcto. El Cholo reapareció en la esquina, allí donde
las corrientes de aire hacían danzar remolinos de bruma. Lo alumbraba el cono de luz
amarillenta de un farol.

El Cholo caminaba excesivamente erguido, tieso, con la rigidez artificial de los


borrachos que tratan de disimular su condición. Y no hacía ningún esfuerzo por
ocultarse. Se sentía seguro.

Abáscal había empezado a seguirlo a las ocho de la noche. Lo vio bajar, primero, al
sórdido subsuelo de la Galería Güemes, de cuyas entrañas brotaba una música gangosa.
Los carteles multicolores prometían un espectáculo estimulante, y desgranaban los
apodos exóticos de las coristas. Él también debió sumergirse, por fuerza, en la
penumbra cómplice, para asistir a un monótono desfile de hembras aburridas. Las
carnes fláccidas, ajadas, que los reflectores acribillaban sin piedad, bastaban, a juicio de
Abáscal, para sofocar cualquier atisbo de excitación. Por si eso fuera poco, un tufo en el
que se mezclaban el sudor, la mugre y la felpa apolillada, impregnaba al aire rancio,
adhiriéndose a la piel y las ropas.

Se preguntó qué atractivo podía encontrar el Cholo en ese lugar. Y la respuesta surgió,
implacable, en el preciso momento en que terminaba de formularse el interrogante.

El Cholo se encuadraba en otra categoría humana, cuyos gustos y placeres él jamás


lograría entender. Vivía en una pensión de Retiro, un conventillo, mejor dicho,
compartiendo una píeza minúscula con varios comprovincianos recién llegados a la
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ciudad. Vestía miserablemente, incluso cuando tenía los bolsillos bien forrados: camisa
deshilachada, saco y pantalón andrajoso, mocasines trajinados y cortajeados. Era,
apenas, un cuchillero sin ambiciones, o con una imagen ridícula de la ambición. Útil en
su hora, pero peligroso, por lo que sabía, desde el instante en que había ejecutado su
último trabajo, en una emergencia, cuando todos los expertos de confianza y
responsables, como él, como Abáscal, se hallaban fuera del país. Porque últimamente
las operaciones se realizaban, cada vez más, en escala internacional, y los viajes estaban
a la orden del día.

Recurrir al Cholo había sido, de todos modos, una imprudencia. Con plata en el bolsillo,
ese atorrante no sabía ser discreto. Abáscal lo había seguido del teatrito subterráneo a un
piringundín de la 25 de Mayo, y después a otro, y a otro, y lo vio tomar todas las
porquerías que le sirvieron, y manosear a las coperas, y darse importancia hablando de
lo que nadie debía hablar. No mencionó nombres, afortunadamente, ni se refirió a los
hechos concretos, identificables, porque si lo hubiera hecho, Abáscal, que lo vigilaba
con el oído atento, desde el taburete vecino, habría tenido que rematarlo ahí nomás, a la
vista de todos, con la temeridad de un principiante.

No era sensato arriesgar así una organización que tanto había costado montar,
amenazando, de paso, la doble vida que él, Abáscal, un verdadero técnico, siempre
había protegido con tanto celo. Es que él estaba en otra cosa, se movía en otros
ambientes. Sus modelos, aquellos cuyos refinamientos procuraba copiar, los había
encontrado en las recepciones de las embajadas, en los grandes casinos, en los salones
de los ministerios, en las convenciones empresarias. Cuidaba, sobre todo, las aparien-
cias: ropa bien cortada, restaurantes escogidos, starlets trepadoras, licores finos, autos
deportivos, vuelos en cabinas de primera clase. Por ejemplo, ya llevaba encima,
mientras se deslizaba por la calle de Retiro, siguiendo al Cholo, el pasaje que lo
transportaría, pocas horas más tarde, a Caracas. Lejos del cadáver del Cholo y de las
suspicacias que su eliminación podría generar en algunos círculos.

En eso, el Doctor había sido terminante. Matar y esfumarse. El número del vuelo,
estampado en el pasaje, ponía un límite estricto a su margen de maniobra. Lástima que
el Doctor, tan exigente con él, hubiera cometido el error garrafal de contratar, en
ausencia de los auténticos profesionales, a un rata como el Cholo. Ahora, como de

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costumbre, él tenía que jugarse el pellejo para sacarles las castañas del fuego a los
demás. Aunque eso también iba a cambiar, algún día. Él apuntaba alto, muy alto, en la
organización.

Abáscal deslizó la mano por la abertura del saco, en dirección al correaje que le ceñía el
hombro y la axila. Al hacerlo rozó, sin querer, el cuadernillo de los pasajes. Sonrió.
Luego, sus dedos encontraron las cachas estriadas de la Luger, las acariciaron, casi
sensualmente, y se cerraron con fuerza, apretando la culata.

El orden jerárquico también se manifestaba en las armas. Él había visto, hacía mucho
tiempo, la herramienta predilecta del Cholo. Un puñal de fabricación casera, cuya hoja
se había encogido tras infinitos contactos con la piedra de afilar. Dos sunchos apretaban
el mango de madera, incipientemente resquebrajado y pulido por el manipuleo. Por
supuesto, al Cholo había usado ese cuchillo en el último trabajo, dejando un sello
peculiar, inconfundible. Otra razón para romper allí, en el eslabón más débil, la cadena
que trepaba hasta cúpulas innombrables.

En cambio, la pistola de Abáscal llevaba impresa, sobre el acero azul, la nobleza de su


linaje. Cuando la desarmaba, y cuando la aceitaba, prolijamente, pieza por pieza, se
complacía en fantasear sobre la personalidad de sus anteriores propietarios. ¿Un
gallardo “junker”[1] prusiano, que había preferido dispararse un tiro en la sien antes que
admitir la derrota en un suburbio de Leningrado? ¿O un lugarteniente del mariscal
Rommel, muerto en las tórridas arenas de El Alamein? Él había comprado la Luger,
justamente, en un zoco de Tánger donde los mercachifles remataban su botín de cascos
de acero, cruces gamadas y otros trofeos arrebatados a la inmensidad del desierto.

Eso sí, la Luger tampoco colmaba sus ambiciones. Conocía la existencia de una
artillería más perfeccionada, más mortífera, cuyo manejo estaba reservado a otras
instancias del orden jerárquico, hasta el punto de haberse convertido en una especie de
símbolo de status. A medida que él ascendiera, como sin duda iba a ascender, también
tendría acceso a ese arsenal legendario, patrimonio exclusivo de los poderosos.

Curiosamente, el orden jerárquico tenía, para Abáscal, otra cara. No se trataba sólo de la
forma de matar, sino, paralelamente, de la forma de morir. Lo espantaba la posibilidad
de que un arma improvisada, bastarda, como la del Cholo, le hurgara las tripas. A la

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vez, el chicotazo de la Luger enaltecería al Cholo, pero tampoco sería suficiente para él,
para Abáscal, cuando llegara a su apogeo. La regla del juego estaba cantada y él,
fatalista por convicción, la aceptaba: no iba a morir en la cama. Lo único que pedía era
que, cuando le tocara el tumo, sus verdugos no fueran chapuceros y supiesen elegir
instrumentos nobles.

La brusca detención de su presa, en la bocacalle siguiente, le cortó el hilo de los


pensamientos. Probablemente el instinto del Cholo, afinado en los montes de Orán y en
las emboscadas de un Buenos Aires traicionero, le había advertido algo. Unas pisadas
demasiado persistentes en la calle despoblada. Una vibración intrusa en la atmósfera. La
conciencia del peligro acechante lo había ayudado a despejar la borrachera y giró en
redondo, agazapándose. El cuchillo tajeó la bruma, haciendo firuletes, súbitamente
convertido en la prolongación natural de la mano que lo empuñaba.

Abáscal terminó de desenfundar la Luger. Disparó desde una distancia segura, una sola
vez, y la bala perforó un orificio de bordes nítidos en la frente del Cholo.

Misión cumplida.

El tableteo de las máquinas de escribir llegaba vagamente a la oficina, venciendo la


barrera de aislación acústica. Por el ventanal panorámico se divisaba un horizonte de
hormigón y, más lejos, donde las moles dejaban algunos resquicios, asomaban las
parcelas leonadas del Río de la Plata. El smog formaba un colchón sobre la ciudad y las
aguas.

El Doctor tomó, en primer lugar, el cable fechado en Caracas que su secretaria acababa
de depositar sobre el escritorio, junto a la foto de una mujer rubia, de facciones finas,
aristocráticas, flanqueada, en un jardín, por dos criaturas igualmente rubias. Conocía, de
antemano, el texto del cable: “Firmamos contrato”. No podía ser de otra manera. La
organización funcionaba como una maquinaria bien sincronizada. En eso residía la
clave del éxito.

“Firmamos contrato”, leyó, efectivamente. O sea que alguien -no importaba quién-
había cercenado el último cabo suelto, producto de una operación desgraciada.

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Primero había sido necesario recurrir al Cholo, un malevito marginado, venal, que no
ofrecía ninguna garantía para el futuro. Después, lógicamente, había sido indispensable
silenciar al Cholo. Y ahora el círculo acababa de cerrarse. “Firmamos contrato”
significaba que Abáscal había sido recibido en el aeropuerto de Caracas, en la escalerilla
misma del avión, por un proyectil de un rifle Browning calibre 30, equipado con mira
telescópica Leupold M8-100. Un fusil, se dijo el Doctor, que Abáscal habría respetado y
admirado, en razón de su proverbial entusiasmo por el orden jerárquico de las armas. La
liquidación en el aeropuerto, con ese rifle y no otro, era, en verdad, el método favorito
de la filial Caracas, tradicionalmente partidaria de ganar tiempo y evitar sobresaltos
inútiles.

Una pérdida sensible, reflexionó el Doctor, dejando caer el cable sobre el escritorio.
Abáscal siempre había sido muy eficiente, pero su intervención, obligada, en ese caso,
lo había condenado irremisiblemente. La orden recibida de arriba había sido inapelable:
no dejar rastros, ni nexos delatores. Aunque, desde luego, resultaba imposible extirpar
todos, absolutamente todos, los nexos. Él, el Doctor, era, en última instancia, otro de
ellos.

A continuación, el Doctor recogió el voluminoso sobre de papel manila que su


secretaria le había entregado junto con el cable. El matasellos era de Nueva York, el
membrete era el de la firma que servía de fachada a la organización. Habitualmente, la
llegada de uno de esos sobres marcaba el comienzo de otra operación. El código para
descifrar las instrucciones descansaba en el fondo de su caja fuerte.

El Doctor metió la punta del cortapapeles debajo de la solapa del sobre. La hoja se
deslizó hasta tropezar, brevemente, con un obstáculo. La inercia determinó que siguiera
avanzando. El Doctor comprendió que para descifrar el mensaje no necesitaría ayuda. Y
le sorprendió descubrir que en ese trance no pensaba en su mujer y sus hijos, sino en
Abáscal y en su culto por el orden jerárquico de las armas. Luego, la carga explosiva,
activada por el tirón del cortapapeles sobre el hilo del detonador, transformó todo ese
piso del edificio en un campo de escombros.

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