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Louis, un muchacho de 12 años, era ciego desde los 3.

Estudiaba en una
escuela para invidentes en París, donde por las mañanas aprendía gramática,
geografía, historia, aritmética y música, y por las tardes comercio. Pero en
1820 el único sistema que tenían los ciegos para leer era usando sus dedos
para reconocer las formas de las letras en relieve de casi un centímetro de
grosor. Era un proceso laborioso: las letras eran fáciles de confundir y tan
grandes que sólo cabían unas pocas en una página. Había muy pocos libros de
este tipo porque resultaban muy caros de fabricar. Pero Louis aprendió un
sistema con puntos en relieve que era utilizado por los soldados para enviar
mensajes en la oscuridad. Muy a su pesar, se dio cuenta de que este sistema
era lento y rudimentario y tan complicado que algunas palabras requerían casi
cien puntos. Sin embargo, Louis estaba decidido. Durante tres años pasó todo
su tiempo libre aprendiendo este sistema, utilizando un afilado punzón para
percibir los puntos en relieve sobre el grueso y pesado papel. Nada parecía
funcionar. De pronto, un día tuvo una inspiración. Decidió pasar de un sistema
basado en los sonidos del lenguaje a otro basado en el alfabeto.

Empleando una célula de seis puntos numerados, diseñó un patrón lógico y


sencillo para representar todas las letras. A los 15 años, Louis había resuelto un
problema que había desconcertado a la gente durante siglos (Davidson, 1971).
Había inventado un método sencillo para que los ciegos pudieran aprender a
escribir fácilmente y que hiciera posible que se pudieran imprimir libros en ese
sistema sin que resultaran caros. Las celdillas de seis puntos también podían
emplearse como números y notas musicales. Podían representar el idioma
inglés, español o italiano con la misma facilidad que el francés. El nuevo
sistema, que se llamó Braille, tomando el nombre de su inventor, abrió el
mundo de la comunicación escrita para los ciegos. El ejemplo de Louis Braille
demuestra de modo contundente que algunos adolescentes poseen habilidades
cognitivas altamente desarrolladas, así como la motivación necesaria para
hacer contribuciones importantes a la sociedad.

En este capítulo se traza el desarrollo del razonamiento y el pensamiento que


distingue la adolescencia de la niñez y vemos de qué modo estos cambios
cognitivos afectan diversos campos de la vida. Empezaremos comparando
brevemente el pensamiento abstracto del adolescente con el pensamiento
concreto del niño. Luego examinaremos el punto de vista de Piaget sobre el
pensamiento y el desarrollo del razonamiento formal en la adolescencia. La
cognición social, donde en parte encontramos cambios debido a las nuevas
capacidades cognitivas y en parte cambios debidos a las experiencias. Luego
veremos la inteligencia práctica, investigaremos los cambios en el modo en
que se resuelven los problemas en la adolescencia, se hacen planes para el
futuro y toman decisiones. A continuación investigaremos las posibles bases de
los cambios en el razonamiento y en la forma de resolver conflictos: desarrollo
del cerebro, cambios hormonales en la pubertad y experiencias sociales y
educacionales. El capítulo termina con una discusión sobre la escolarización,
enfocándonos en el efecto de la transición al instituto, cambios en la
motivación para conseguir objetivos y el papel que juegan las expectativas y
creencias de otras personas.

EL DESARROLLO DEL PENSAMIENTO ABSTRACTO


La adolescencia marca una transición en el pensamiento que se desarrolla tan
discretamente que puede no percibirse. Esta nueva forma de pensar incluye
una serie de habilidades separadas que empiezan a desarrollarse unos pocos
años antes, pero que al principio sólo pueden utilizarse aisladamente (Neimark,
1982). Éstas no llegan a coordinarse hasta la adolescencia, de modo que el
joven pueda aplicarlas en conjunto. Cuando sucede esto, por primera vez
pueden tratar con lo posible, lo hipotético, el futuro, lo remoto. Esta nueva
capacidad permite a los jóvenes ver el mundo y a la gente que habita en él,
incluyéndose a sí mismos de una forma distinta. Especulan sobre lo que podría
ser en vez de aceptar lo que es. Tales cambios afectan su razonamiento
científico, su visión de la sociedad y su comprensión de las otras personas
(véase Tabla 14.1).

Pensar en las posibilidades

Aunque los niños y niñas mayores pueden percibir más allá de los pequeños
cambios en la apariencia externa y su pensamiento ya no se encuentra
encerrado en un solo aspecto del problema, siguen estando básicamente
limitados a pensar sobre lo que es. En cambio, los adolescentes pueden pensar
en posibles consecuencias antes de que sucedan o en situaciones que no han
ocurrido nunca. Puesto que no están limitados por las barreras de su propia
experiencia, pueden imaginar otras formas de organizar el mundo y su
sociedad. Pueden preguntar “¿y qué pasaría si...?” : ¿Qué pasaría si fuera tan
fácil de tratar como Sandy? ¿Qué pasaría si la gente viviera siempre? ¿Qué
pasaría si se acabara el petróleo en el mundo? ¿Qué hubiera pasado si la
Confederación hubiera ganado la guerra? Luego pueden pensar en las
implicaciones de tales posibilidades de un modo sistemático. Por supuesto,
muchos niños y niñas tienen una vívida imaginación, pero enfocan los
problemas justo al revés. En lugar de ver la realidad como una porción de un
mundo de posibilidades mucho más amplio, como hacen los adolescentes,
empiezan aferrándose con firmeza a la realidad. Sólo a partir de ahí pueden
pasar a otras opciones, con cautela y de un modo inconsistente, de sus
fundamentos seguros a la posibilidad (Flavell, 1985).

El pensamiento abstracto

Los niños y niñas piensan en su situación actual y acontecimientos concretos


que tienen lugar en la misma hasta que cumplen 11 o 12 años. A medida que
desarrollan la habilidad de generar posibilidades libre y sistemáticamente, los
adolescentes empiezan a reflexionar sobre el futuro y consideran los conceptos
abstractos e ideas. Piensan en la educación, la moralidad, la religión, la justicia
y la verdad; incluso hasta en la propia naturaleza de la existencia (R. Siegler,
1991). Las contradicciones y la aparente hipocresía que ahora detectan en el
mundo y que a menudo les conduce a discutir sobre ideales y a luchar por una
causa, la clarificación de los valores y actitudes que siguen al pensamiento
abstracto, es parte del proceso de identidad que se vio en el Capítulo 13.

Pensar por medio de hipótesis

Al encontrarse frente a un problema, los niños pueden considerar alternativas


al azar, omitiendo posibles soluciones y aferrándose a otras que claramente no
son provechosas. Han de «probar y ver» si una solución funciona. Los
adolescentes pueden emplear el razonamiento lógico para resolver problemas
de un modo distinto; pueden formular hipótesis y probarlas de modo
sistemático. Puesto que no están atados a una situación específica, pueden
traducir el conflicto en imágenes, proposiciones y otras representaciones
mentales (Bullinger y Chatillon, 1983). Con el empleo de la deducción y la
inducción, pueden razonar de las premisas a las conclusiones de una manera
lógica.

La capacidad de separar el fondo del contenido libera a los adolescentes de


forma drástica. En un experimento clásico, los investigadores demostraron esta
sorprendente diferencia entre el pensamiento en la niñez y en la adolescencia
(Osherson y Markman, 1975). Los investigadores cogieron una ficha de parchís,
la sostenían de modo que el joven pudiera verla y decían «la ficha que tengo
en la mano es roja o no es roja». Cuando era roja, los de 10 años respondían
invariablemente «verdad»; sin embargo, cuando era azul, decían «falso». (Si no
la tenían a la vista, los de 10 años decían «no lo sé».) Los adolescentes, que
sabían que la pregunta nada tenía que ver con el color de las fichas sino con la
lógica de la afirmación, decían «verdad», sin importar el color de la ficha que el
investigador tuviera en las manos. De igual modo, si éste la escondía y decía
«la ficha que tengo en la mano es roja y no es roja», el niño responde a una
exigencia de averiguar el color de la ficha escondida y dice «no lo sé». El
adolescente responde «falso» al razonamiento lógico.

Pensar sobre el pensamiento

Otro importante cambio cognitivo en los adolescentes es la capacidad de


pensar acerca de sus propios pensamientos, lo que refleja un sofisticado nivel
de metacognición. La mayoría entiende la naturaleza recursiva del
pensamiento, como lo hicieron los adolescentes que señalaron « me encontré
pensando sobre el futuro y entonces empecé a pensar porqué estaba pensando
en mi futuro». Casi la mitad de los niños y niñas de 12 años pueden entender
las recursiones en un solo sentido («El está pensando que ella piensa en él»),
pero sólo unos cuantos pueden entender las recursiones en dos sentidos («El
piensa que ella piensa que él piensa en ella»). La capacidad para pensar de
este modo surge paulatinamente a lo largo de la adolescencia, por lo que las
menciones de este tipo de pensamiento suelen aparecer en las conversaciones
de los jóvenes de 16 años («No me había dado cuenta de que tu pensabas que
yo realmente quería decir eso cuando lo dije») (Flavell, 1985).

Una vez que los adolescentes empiezan a pensar recursivamente, se dan


cuenta de que las otras personas pueden adivinar sus intenciones. Este tipo de
conciencia recursiva les permite actuar deliberadamente para poder ocultar
sus intenciones (Shultz, 1980). Tales acciones demuestran la habilidad de
pensar en los pensamientos de los demás, aspecto importante de la cognición
social y que está relacionado con la capacidad de entender el punto de vista de
otra persona.

Considerar la visión de los demás

Este nuevo orden de pensamiento en los adolescentes les permite explicar el


punto de vista del otro. Como vimos en el Capítulo 11, los niños desde que
tenían 5 años han entendido que los intereses, conocimientos y motivaciones
de los demás son distintos de los suyos. En ese sentido no son egocéntricos.
Aunque todavía no pueden entender de qué modo la perspectiva de una
persona puede afectar a la de otra. El avance importante en el pensamiento
del adolescente es que puede explicar y asumir los puntos de vista psicológicos
de otras personas. Esto les permite comprender cómo les ven los demás y
también que cuando los otros reflexionan sobre sus acciones e intenciones, la
visión que tienen de ellos puede cambiar (Selman, 1976, 1980).

No obstante, esta ampliación de la capacidad cognitiva puede involucrar a los


adolescentes en un tipo de egocentrismo diferente. Según David Elkind (1985),
los adolescentes que pueden deducir lo que piensan otras personas, tienden a
centrarse más en sus deducciones que en lo que los otros piensan de ellos.
Este nuevo tipo de egocentrismo es una característica de la primera etapa de
la adolescencia. Cuando los jóvenes tienen unos 15 o 16 años ya empieza a
desvanecerse. Mientras dura, los adolescentes suelen pensar en términos de lo
que Elking denominó la «audiencia imaginaria» y creer en la « fábula
personal».

El término audiencia imaginaria se refiere a la creencia del adolescente de que


las otras personas comparten sus propias preocupaciones sobre ellos mismos y
creen que están pendientes de su aspecto, conducta y acciones. Se vuelve
muy consciente de sí mismo y constantemente actúa para una audiencia
imaginaria. El público es el que él o ella crea en su mente logro que está fuera
de su alcance en la niñez . Al peinarse delante de un espejo, por ejemplo, el
joven de 14 años se preocupa más por si sus compañeros le admirarán que por
su propia satisfacción (Elkind, 1985).

El término fábula personal se refiere al sentimiento del adolescente de que es


indestructible y único. Este sentimiento de indestructibilidad se ve reflejado en
la queja de una madre exasperada con su hijo de 15 años:

Según él, puede beberse dos cajas de seis cervezas sin emborracharse,
conducir sin carnet o sin haber aprendido a hacerlo, volar sin alas.
Probablemente también cree que puede fumar, esnifar, inhalar, tragar o
inyectarse cualquier substancia sin tomar una sobredosis o hacerse adicto sin
perder el control... Su respuesta a todo es: ¡Ya lo sé, ya lo sé!» (Krash, 1987,
pág 23).

La fábula personal puede influir en los embarazos en la adolescencia, ya que,


como veremos en el Capítulo 15, las adolescentes están convencidas de que
ellas nunca se quedarán embarazadas.

El sentido de creerse únicos les conduce a la convicción de que sus opiniones y


sentimientos son totalmente distintos de los otros. Nadie ha experimentado el
mundo de la forma que él o ella lo experimenta ahora (Harten 1983). Nadie ha
amado tan profundamente, ha sido tan mal herido o ha visto las motivaciones
de los demás con tanta claridad como el joven adolescente. La mayor parte de
los padres están familiarizados con sus lamentaciones «¡pero no sabéis cómo
se siente uno!».

Elkind cree que el egocentrismo del adolescente es el resultado de empezar a


captar el pensamiento abstracto o científico, pero otros investigadores se han
cuestionado esta explicación. Algunos estudios han demostrado que los
jóvenes que entienden el pensamiento abstracto están menos preocupados
con la audiencia imaginaria (Gray y Hudson, 1984; Riley, Adams y Nielsen,
1984), mientras que otros han visto que no existe una correlación consistente
entre el egocentrismo en la adolescencia y el pensamiento abstracto científico
entre los alumnos de sexto a duodécimo curso (Lapsley et al., 1986). Puesto
que este tipo de pensamiento egocéntrico tiende a desaparecer hacia la mitad
de la adolescencia, puede que refleje la etapa de adoptar roles mutuos, en la
que entran muchos niños antes de entender el pensamiento abstracto (Lapsley
y Murphy, 1985). Según esto, a medida que los muchachos pasan a la etapa
más avanzada de adoptar papeles, que trataremos en nuestra exposición sobre
la cognición social, la audiencia imaginaria pierde su poder y la fábula personal
se desmorona.

El egocentrismo en la adolescencia también refleja la búsqueda del joven de su


identidad. En un estudio no se encontró ninguna conexión entre el
pensamiento abstracto y el egocentrismo; sin embargo, la audiencia imaginaria
y el creer en la fábula personal era lo más normal entre jóvenes que: 1) habían
conseguido una identidad personal y estaban buscando una meta profesional e
ideológica, 0 2) se encontraban en un estado de moratoria y se preocupaban
por los temas de la identidad (O'Connor y Nikolic, 1990). Si la identidad es el
factor crucial, entonces la preocupación acerca de las impresiones de los
demás y el sentirse invencible son aspectos del desarrollo social y de la
personalidad.

LA TEORÍA DE PIAGET Y EL PERÍODO DE OPERACIONES FORMALES

Piaget (1952) describió la habilidad de tratar con las posibilidades lógicas y


abstractas en la etapa de las operaciones formales y lo consideró como la
culminación del desarrollo cognitivo. La mayoría de las exploraciones de Piaget
sobre el pensamiento formal operacional se centraron en el razonamiento
científico, con el que los niños resolvían problemas que requerían una
explicación de conceptos como el de fuerza, inercia y aceleración. Cuando a un
joven se le pide que hable de algún efecto físico, si ha adquirido pensamiento
formal, puede aislar los elementos del problema y explorar sistemáticamente
todas las soluciones posibles. Sin embargo, un niño en la fase operacional
concreta es fácil que olvide probar algunas soluciones o seguir comprobando
otras que han fracasado. Las diferencias entre estas formas de resolver
problemas se ven claramente en el experimento del péndulo que llevaron a
cabo Barbel Inhelder y Piaget (1958).

Los dos investigadores dieron a los jóvenes cordeles de diferentes longitudes y


objetos de distintos pesos que debían atar a una vara de modo que se
balancearan como péndulos (véase Gráfico 14.1). Cada péndulo oscilaba en su
arco a distinta velocidad. La tarea del niño consistía en determinar el factor o
factores que influían en la velocidad del péndulo. Las cuatro causas posibles
son: 1) el peso del objeto; 2) la longitud del cordel; 3) la altura desde la que se
hace oscilar al objeto, y 4) la fuerza de empuje inicial. Sólo la longitud del
cordel afecta en la velocidad del péndulo. El niño puede descubrirlo a partir de
hacer pruebas metódicamente de todas las posibles combinaciones de factores
(variando un solo factor en cada prueba) o imaginando las pruebas de todas las
combinaciones. Según Piaget, cualquiera de ambos métodos requería
operaciones formales.

Entre los niños a quienes Piaget e Inhelder hicieron pruebas, sólo los de 14 y 15
años pudieron resolver los problemas por sí mismos. Los más jóvenes, que
aparentemente se encontraban en la etapa preoperacional, no abordaban el
problema de modo sistemático. No podían variar los factores por separado y
ninguna de las pruebas podía convencerlos de que su propio empuje inicial no
tenía relación alguna con la velocidad del péndulo. Los que se encontraban
entre los 8 y 13 años, aparentemente en la etapa operacional concreta,
variaron algunos factores pero les resultó difícil excluir alguno. Descubrieron
que la longitud del cordel tenía algo que ver con la respuesta pero no
comprendieron que ése era el único factor. Los de 14 y 15 años, que se
encontraban en el período operacional formal, previeron todas las posibles
combinaciones, las probaron experimentalmente y dedujeron que era la
longitud del cordel lo que influía en la velocidad del péndulo y que todos los
otros factores eran irrelevantes.

El pensamiento abstracto, científico, de operaciones formales se desarrolla


lentamente en la adolescencia; en un estudio, sólo el 32 por 100 de los jóvenes
de 15 años y el 34 por 100 de los de 18 empleaban operaciones formales para
resolver un problema (Blasi y Hoeffel, 1974). La mayoría de los de 13 años, que
están en el umbral del pensamiento formal, pueden razonar sobre situaciones
hipotéticas, pero sólo si éstas le permiten utilizar el conocimiento del mundo
real para generar posibilidades (Markovits y Vachon, 1990). Puede que
empleen el pensamiento formal en algunas situaciones, pero no en todas. Los
adolescentes se van familiarizando cada vez más con las abstracciones, pero
aun cuando aparece el razonamiento formal, su desarrollo no se completa
hasta finales de la adolescencia.

Existen amplias diferencias individuales en la velocidad con la que se


desenvuelven las operaciones formales y su desarrollo generalmente puede
estar amparado o entorpecido por el entorno social (Piaget, 1972). Gran parte
de los estudios indican que el surgir de las operaciones formales depende de la
experiencia en la educación. Sin embargo, algunas personas de sociedades sin
escolarización también desarrollan el pensamiento abstracto. Pueden razonar
abstracta y sistemáticamente sobre situaciones familiares y acontecimientos
que tienen algún significado en su cultura (Cole y Scribner, 1974). El
pensamiento formal tampoco es un asunto de todo o nada. Las personas
suelen alcanzar esta forma de pensamiento en algunos campos, pero no en
todos.

Una vez alcanzado el pensamiento formal, los adolescentes (y adultos) no lo


usan de forma consistente. El tipo de razonamiento lógico que se necesita en la
vida cotidiana raramente hace uso del pensamiento formal. Los adolescentes,
aun cuando dejan de emplearlo, retienen gran parte de su capacidad para
usarlo. De no ser así no podrían desenvolverse correctamente. Hacia los 16
años, casi todos los adolescentes pueden pensar en abstracciones, han
desarrollado un sentido de comunidad, alguna idea sobre lo correcto, alguna
habilidad para darse cuenta de las consecuencias futuras y un sentido de los
múltiples determinantes de una acción. Aunque puede que no apliquen estas
habilidades uniformemente, especialmente en situaciones poco familiares o de
estrés.

COGNICIÓN SOCIAL

Cuando los adolescentes aplican sus sofisticadas habilidades cognitivas en el


mundo social, se ven a sí mismos y a los demás en términos mucho menos
simplistas que los niños. Los adolescentes se describen a sí mismos según sus
ambiciones, expectativas, miedos, deseos, creencias, actitudes y valores y
comparándose con los demás. Su comprensión de los otros sigue el mismo
curso general que para entenderse a sí mismos, y su conocimiento de la
motivación humana mejora notablemente a lo largo de la adolescencia, así
como el entendimiento de los principios políticos, su magnitud y limitaciones.

Entenderse a sí mismo y a los demás

Cuando los adolescentes examinan su concepto de yo, observan un despliegue


de distintos atributos que dependen de si están con la familia, los amigos, los
compañeros de clase, sus parejas sentimentales, o de si están actuando como
estudiantes, empleados o atletas. En un estudio que trazaba el desarrollo del
propio concepto entre los 13 y los 18 años (Harter y Monsour, 1992), los
investigadores observaron que los jóvenes se describían a sí mismos en
términos de «comprensivos» con la familia y «desconsiderados» con los
amigos, pero no podían comparar los atributos y estaban muy preocupados por
la disonancia. En la mitad de la adolescencia, los jóvenes son conscientes de
ello y eso los afecta. Pueden estar confundidos sobre cuál de esos
comportamientos es el «verdadero» yo. Hacia finales de la adolescencia ya han
desarrollado las habilidades cognitivas requeridas para integrar las aparentes
contradicciones dentro de su concepto de yo. Se dan cuenta de que es
comprensible e incluso aconsejable actuar de modo distinto según las
diferentes situaciones sociales.

La capacidad de los adolescentes para analizar e interpretar la conducta de los


demás va a la par con la capacidad para hacer lo mismo respecto a su propio
comportamiento. Hacia la mitad de la adolescencia, la mayor parte de los
jóvenes, como hemos dicho antes, han llegado a la etapa de adoptar roles
mutuamente. Saben que tanto ellos mismos como un amigo pueden considerar
sus propias opiniones, así como las del otro, a un mismo tiempo. También
comprenden de qué modo una tercera persona puede interpretar su
interacción con otro (Selman, 1980).

A los 16 o 17 años, algunos han progresado aún más en la comprensión de las


demás personas. Han entrado en la última etapa de adopción de roles y
pueden considerar el punto de vista de la sociedad, así como el punto de vista
de los individuos. En este punto comprenden el hecho de que los pensamientos
y acciones de una persona pueden estar bajo la influencia de factores de los
que ésta no es consciente y por tanto que los otros (así como ellos mismos)
puede que no siempre entiendan sus propias motivaciones. Las acciones que
se realizan en una situación específica pueden tener la influencia tanto de
experiencias pasadas como de la propia situación y su contexto. Los
adolescentes más mayores también pueden entender que la gente pueda
llegar a entender los puntos de vista del otro y no estar de acuerdo. En un
estudio, el 57 por 100 de los jóvenes de 16 años habían alcanzado esta etapa
avanzada (Byrne, 1973). Casi todos los adolescentes, a medida que van
llegando a la etapa adulta, alcanzan este nivel final de comprensión (Selman,
1980).

Los factores culturales y socioeconómicos también pueden influir en la


velocidad con las que los adolescentes atraviesan estas etapas. Un estudio
longitudinal indicaba que el status socioeconómico y el género determinaban la
rapidez con la que progresaban los jóvenes islandeses (Keller y Wood, 1989). A
los 15 años, las chicas y chicos de familias de nivel alto eran los que solían
alcanzar la etapa de adoptar roles mutuos y podían ver cómo una tercera
persona podía interpretar sus interacciones con un amigo. Las chicas de clase
baja progresaban más despacio y los chicos de la misma clase eran los que
más lento lo hacían. Muchos de estos quinceañeros todavía estaban en la
etapa de asumir papeles autorreflexivos y no podían considerar los papeles
propios y los del amigo a un mismo tiempo. Según los investigadores, los
padres de clase baja de Islandia no enfatizan los procesos emocionales y
comunicativos durante la socialización, lo que posiblemente restrinja las
oportunidades de los niños de adoptar papeles.

A pesar de estos cambios en la capacidad de asumir roles, los adolescentes no


aplican su comprensión al razonamiento de los conflictos familiares (Smetana,
1989). Entienden que sus progenitores interpretan los conflictos familiares de
acuerdo con su implicación en las metas educativas de poner orden en la casa,
mantener la autoridad y defender unas reglas convenientes. Sin embargo, los
jóvenes dejan a un lado su comprensión y reinterpretan los conflictos familiares
en términos de su implicación por su propia autonomía o como un asunto de
elección personal.

Entender las instituciones sociales

La comprensión de los niños acerca del gobierno y la ley también pasa de lo


concreto a lo abstracto a medida que van atravesando la adolescencia. Cuando
Joseph Adelson (1983; Adelson y Hall, 1987) y sus colaboradores entrevistaron
en Estados Unidos, Inglaterra y Alemania a más de 300 jóvenes de edades
entre los 10 y 18 años, descubrieron una gran consistencia en el desarrollo del
pensamiento. El preadolescente no puede responder con coherencia a
preguntas sobre el propósito del gobierno o la ley, no puede conceptualizar
«sociedad» o «comunidad» y sólo puede pensar en las instituciones en
términos personales. Cuando se les preguntó «¿Cuál es el propósito del
gobierno?», la respuesta típica de los de 11 años fue «que las cosas no vayan
mal en el país. Quieren tener un gobierno porque le respetan y creen que es un
buen hombre» (Adelson, 1983, pág. 158). Al igual que este joven, los
preadolescentes se enfocan en lo concreto, hablan de personas específicas,
acontecimientos y objetos. Para ellos la educación significa profesor; ley quiere
decir juez o policía. No parecen comprender la relación entre el individuo y la
sociedad. Por ello evalúan todas las acciones sin respetar las necesidades
comunes. A medida que el pensamiento se va volviendo más abstracto, los
adolescentes empiezan a entender la red invisible de normas y obligaciones
que relacionan a los ciudadanos. Todos los jóvenes de 18 años tienen alguna
idea de lo abstracto y casi tres cuartas partes piensan con un alto nivel de
abstracción.

Este cambio tan extraordinario en el modo en que los adolescentes reorganizan


su percepción de la sociedad también puede observarse en su forma de pensar
acerca de la política, la ley y los principios. Hasta que los niños no tienen 15
años, ven la ley y otras instituciones sociales básicamente como medios para
reprimir la conducta díscola. Los niños que están a punto de llegar a la
adolescencia tienden a contemplar al gobierno y la ley como puramente
restrictivos. Poco a poco su actitud autoritaria y punitiva va dando paso a la
noción de que el propósito de la ley y el estado es proteger y beneficiar a los
ciudadanos. Cuando tienen 18 años consideran las leyes como beneficiosas
(«para proteger a la gente y ayudarles») y como una ayuda para la comunidad
(«para que el país se convierta en un lugar mejor para vivir»).

Ese mismo giro de lo concreto a lo abstracto es lo que les permite emplear los
principios morales y políticos sobre los temas sociales. Cuando a escolares de
11 años se les pide que juzguen algún tema social, puede que con mucha
«labia» pronuncien alguna frase como «libertad de religión» o « el poder para
el pueblo», pero los sondeos muestran que no entienden los principios. Un
joven de 12 años que aboga por la «libertad de expresión», por ejemplo, puede
que exija el encarcelamiento de algún personaje impopular, o alguno que diga
«el poder para el pueblo» puede continuar con un comentario como «que el
más inteligente es el que ha de tomar las decisiones». Al cabo de unos tres
años, la mayoría de estos muchachos serán capaces de comprender los
principios sociales básicos y entender su aplicación.

El entendimiento de tales principios es, por supuesto, necesario antes de que


un individuo pueda empezar a razonar sobre temas morales a nivel de
principios. Algunas evidencias indican que sólo después de que ha surgido el
pensamiento formal puede desarrollarse un alto nivel de razonamiento moral.
En un estudio, una mayoría (60 por 100) de personas mayores de 16 años
dieron muestras de pensamiento formal avanzado, pero. sólo una pequeña
proporción (10 por 100) razonaba también a nivel de principios (Kohlberg y
Gilligan, 1971). De hecho, pocas personas alcanzan este estado del desarrollo
moral antes de la primera etapa adulta. En el Capítulo 11 vimos que el
razonamiento premoral de la escala de Kohlberg decrece tras cumplir los 10
años y que los adolescentes tienden a razonar a nivel convencional (Colby et
al., 1983). A lo largo de la adolescencia, los muchachos de este estudio original
tendieron paulatinamente a definir las acciones morales en términos de evitar
rupturas en el sistema social y eran menos proclives a justificar actos que les
hicieran aparentar ser buenas personas ante sus propios ojos o los de los
demás.

Algunos investigadores, como vimos en el Capítulo 2, creen que las principales


teorías del razonamiento moral favorecen a las mujeres (Gilligan, 1982). Las
que definen el desarrollo moral en términos de aceptación de la justicia como
principio absoluto y los problemas morales como derechos en conflicto pueden
favorecer la socialización tradicional masculina. Por otra parte, las chicas son
socializadas tradicionalmente para enfocarse a ayudar a los demás y ver los
problemas morales en términos de responsabilidades en conflicto. Sin
embargo, los estudios han encontrado pocas diferencias entre sexos en las
interpretaciones que hacen los adolescentes de los problemas morales. Entre
los de primero de BUP, por ejemplo, ambos sexos tenían en cuenta las
relaciones interpersonales, así como la justicia, al decidir sobre situaciones que
suponían mentir, robar y romper las reglas (Smetana, Killen y Turiel, 1991). Sus
justificaciones dependían de la situación y no había diferencia de géneros a la
hora de reconocer los conflictos entre la justicia y las relaciones
interpersonales. Del mismo modo, en otro estudio, las jóvenes de secundaria
consideraban sin hacer distinciones tanto la moralidad de la justicia como la
del afecto cuando hablaban de sus propios conflictos morales (Lyons, 1990).

Comprensión del mundo del trabajo y el empleo

Los adolescentes necesitan desarrollar otro aspecto de la cognición social para


poder seguir carreras con éxito como adultos: la comprensión del mundo
laboral. En el Capítulo 13 vimos que la mayor parte de los adolescentes
americanos poseen algún tipo de experiencia laboral formal, pero ésta suele
ser en trabajos no cualificados y mal pagados, que a menudo nada tienen que
ver con sus futuras obligaciones. ¿Les proporciona esta experiencia el
conocimiento y comprensión del mundo laboral que necesitan, o ese
entendimiento depende del razonamiento formal?

Los estudios indican que la conciencia y comprensión de los jóvenes sobre los
detalles del mundo laboral de los adultos aumentan gradualmente entre los 12
y 18 años, pero es la expansión de la experiencia social más que el
razonamiento lógico la que parece ser responsable de tal desarrollo (Santili y
Furth, 1987). La percepción de las cualidades requeridas para tener empleos
con éxito cambiaron de la forma esperada, los de 12 años se centraban en las
habilidades profesionales (experiencia laboral, formación) y los de 18 en los
rasgos personales (cooperador, digno de confianza y amistoso). Los
adolescentes más jóvenes tendían a dar explicaciones únicas, globales y a
veces inocentes, que indicaban que tenían un conocimiento general de una
habilidad o rasgo específico, pero no comprendían la relación entre esa
habilidad o rasgo y el rendimiento laboral. Por ejemplo, preguntamos a un
muchacho de 15 años por qué creía que la responsabilidad era importante y
respondió que los trabajadores debían ser responsables en su trabajo. Los
adolescentes más mayores tendían a ser más específicos y a dar múltiples
explicaciones, como el joven de 17 años que dijo que tener confianza en uno
mismo era importante, «porque si una persona no cree en sí misma o en sus
habilidades, no puede trabajar bien, no se preocupa por su trabajo» (Santili y
Furth, 1987, pág. 38). Este aumento de respuestas avanzadas relacionadas con
la edad tenía lugar tanto si los adolescentes mostraban habilidad en
razonamiento lógico como si no.

Cuando se les preguntó sobre las causas generales del desempleo, la mayoría
(66 por 100) se centró en los problemas económicos globales, como la
inflación, la competencia extranjera o el aumento de la tecnología, en vez de
en causas individuales, como la pereza o la falta de estudios o formación (que
sólo mencionó el 19 por 100). Un 15 por 100 dio respuestas combinadas que
ponían el mismo énfasis en la sociedad y en el individuo. No había diferencia
de edades en las descripciones del desempleo, pero una vez más las
explicaciones de los más jóvenes mostraban una cierta concienciación, sin
llegar a la comprensión de los más adultos. Una respuesta típica de un joven
de 15 años era que el desempleo tiene lugar «porque no hay trabajos»,
mientras que uno de 17 dijo «los avances tecnológicos (ya no) proporcionan
trabajo. (La gente) no está bastante preparada para los trabajos» (Santili y
Furth, 1987, pág. 42). Las explicaciones sobre los efectos del desempleo tenían
una misma tendencia, de un conocimiento global sobre los efectos que
produce, a una comprensión sobre cómo esa situación cambia las condiciones
materiales y las conductas de las personas. Sin embargo, esta vez el
razonamiento lógico estaba relacionado con la comprensión. Los que carecían
de este tipo de razonamiento tenían poco entendimiento, independientemente
de su edad. Pero el razonamiento lógico sin la experiencia no servía de mucho;
los de 12 años que razonaban con lógica eran incapaces de explicar sus
respuestas. Aparentemente, el razonamiento lógico es necesario, pero no basta
para el desarrollo de la comprensión.

LA INTELIGENCIA PRÁCTICA

Otro modo de observar el cambio cognitivo en la adolescencia es a través de


un examen de inteligencia práctica, que es la actividad mental que se encarga
de resolver los problemas de la vida diaria. La inteligencia práctica se relaciona
con el aspecto contextual de la inteligencia triárquica (INVESTIGAR) o los
aspectos sociales y prácticos de la misma. Ésta aparece en las interacciones
diarias de la persona y supone adaptarse al entorno, a fin de que encaje con
las necesidades personales o bien buscar otro que cumpla mejor esa función
(Sternberg, 1985). La inteligencia práctica es bastante diferente de la
académica que se mide en los tests de CI, que se centra en la capacidad para
manipular los hechos que han sido separados de su contexto.

La inteligencia práctica proviene de la experiencia en actividades socialmente


estructuradas, en las que los niños desarrollan estrategias para cumplir con las
exigencias de la sociedad y asumir estos procesos y prácticas. Por tanto, el
desarrollo de este tipo de inteligencia está guiado por las oportunidades que
ofrece una cultura para aprender y practicar diversas habilidades (Rogoff,
Gauvain y Ellis, 1984). La actividad socialmente estructurada fomenta la
adquisición de nuevas habilidades y conocimientos, que son posteriormente
transformadas por una actividad práctica (Rizzo y Corsaro, 1988; Vygotsky,
1978). Nuestra discusión anterior sobre cognición social examinaba algunas
facetas de la inteligencia práctica. En esta sección exploramos algunos
aspectos más: la capacidad del adolescente para resolver problemas comunes,
hacer planes para el futuro y tomar decisiones.

Resolver problemas comunes

Los adolescentes encuentran en sus vidas diarias una gran variedad de


problemas. Estos problemas incluyen negociar los cambios en las normas de
casa, cuidar a los animales domésticos, tener compañía inesperada, hacer
nuevos amigos, resolver conflictos con los amigos, adaptarse a una escuela
nueva y tener los deberes hechos a tiempo. Los que tienen una gran
inteligencia práctica tienden a desarrollar una serie de estrategias efectivas
que aplican a esos problemas. Son buenos generando soluciones, considerando
las consecuencias inmediatas y a largo plazo de las distintas soluciones,
prediciendo los obstáculos con los que se van a encontrar y planificando una
serie de acciones que les capacitará para llevar a cabo la acción (Spivack y
Shure, 1982). Si no tienen suficiente información, buscarán más antes de
decidir lo que van a hacer. ¿Qué fomenta el desarrollo de estas habilidades
para resolver problemas?

El conocimiento de las estrategias para resolver problemas aumenta a lo largo


de la niñez y la adolescencia, pero los estudios indican que las experiencias
con situaciones problemáticas no pueden considerarse para explicar ese
aumento. No existe relación entre la frecuencia con la que los jóvenes se
encuentran con distintos problemas y su conocimiento de las estrategias
apropiadas para tratar con ellos (Berg, 1989). Es posible que los adolescentes
que son buenos resolviendo problemas aprendan rápidamente de sus
experiencias a evitar meterse en líos. Este tipo de conocimiento nada tiene que
ver con las notas académicas, lo que indica que la inteligencia práctica
consiste en habilidades distintas de las requeridas para los tests de
rendimiento.

Las estrategias que usan los adolescentes para afrontar los problemas de la
vida empiezan a desarrollarse en la etapa preescolar. Entre los de clase media,
su habilidad para retrasar la gratificación cuando tenían 4 años estaba
relacionada con la de afrontar la frustración y el estrés a los 14 (Shoda, Mischel
y Peake, 1990). Los preescolares que resistían con éxito la tentación de los
deliciosos dulces que se les estaba mostrando (cogiendo un solo dulce cuando
se les decía, para poder conseguir dos posteriormente) se convirtieron en
adolescentes con gran capacidad de control y un buen afrontamiento de las
situaciones frustrantes. Diez años más tarde de haber sabido resistir la
tentación, estos jóvenes eran calificados por sus padres como atentos,
inteligentes, capaces de concentrarse, de resistir la tentación y esperar por las
cosas que desean, con pocas probabilidades de que se desmoronen en
situaciones de presión o pierdan el control cuando se sienten frustrados y con
facilidad para ser previsores. Los preescolares que no habían podido aguantar
la tentación de los dulces se convirtieron en adolescentes cuyos padres les
daban una calificación mucho más baja en todas estas facetas.

Aunque la capacidad para hacer frente a la frustración y el estrés no forma


parte de la inteligencia académica, el autocontrol que requiere el retrasar la
gratificación puede aumentar la habilidad de los adolescentes de aplicarse en
clase. Entre estos mismos jóvenes, la capacidad de retrasar la gratificación
cuando eran preescolares estaba correlacionada en 0,42 con sus puntuaciones
orales en el Test de Aptitud Escolar (SAT) y 0,57 en las puntuaciones
cuantitativas (Shoda, Mischel y Peake, 1990).

Puede que el autocontrol ante la tentación facilite a los niños el convertirse en


buenos estudiantes, con una gran motivación, con capacidad para aprender y
para adaptarse a las situaciones (véase Capítulo 12).,, Su autocontrol puede
fomentar el desarrollo de una gama de estrategias que ayuden a controlar su
atención, reducir la angustia y emoción y procesar la información
correctamente (París y Newman, 1990). Han desarrollado tácticas específicas y
generales para hacer deducciones y dirigir su propia comprensión. Puede que
hayan aprendido a apartarse del ruido excesivo, a tomarse algunos minutos de
descanso cuando estudian, a controlar sus emociones a través de un diálogo
interno positivo (por ejemplo, diciéndose a sí mismos «ahora no puedo
preocuparme de esto») y a controlar su entorno, quizá marchándose a otra
habitación cuando en el lugar que se encuentran haya demasido ruido o
personas que alborotan e impidan el estudio.

Planificar el futuro

Planificar un futuro que a veces resulta incierto es una de las mayores


preocupaciones de los adolescentes y es imperioso a medida que se aproxima
el momento de terminar los estudios del instituto. Nuket Curran, de 17 años,
espera seguir la carrera de artista, pero sus planes aún han de tomar una
forma definida:

El futuro todavía está algo dudoso. Aún me queda un año de instituto. Voy a
tomármelo con calma. No tengo ninguna prisa. Es decir, claro que me
encantaría terminar, ir a la universidad y ser independiente. Pero el hecho es
que tengo un miedo de muerte. ¿Qué pasará si no me va bien en la
universidad?... También me gustaría tener éxito, conseguir un buen trabajo,
hacer mi discurso de graduación. La meta es tratar de hacerlo todo (Kotre y
Hall, 1990, pág. 182).

En todas las culturas que he estudiado, las metas e intereses de los


adolescentes se centran en el futuro: sus estudios, profesiones, la familia y los
aspectos materiales de su vida (Nurmi, 1991). La mayoría de los adolescentes
consideran conscientemente estas metas y esperan alcanzarlas hacia finales
de su adolescencia o a principio de los 20 años. El enfoque de un joven es el
mismo, tanto si tiene 13 o 17 años, los más jóvenes piensan más en el futuro
que los más mayores. En Finlandia, por ejemplo, los jóvenes esperan completar
su formación a los 18 años, a los 22 conseguir sus metas profesionales y a los
25 tener familia y propiedades (Nurmi, 1989). Casi ninguno piensa en fines
remotos que no pueden alcanzarse hasta después de los 30 años.

El interés en el futuro aumenta con la edad, así como el conocimiento de las


posibilidades, por lo que los planes de los adolescentes más adultos son más
realistas. Éstos también se preocupan acerca de las oportunidades
profesionales y saben más sobre las distintas carreras. Aunque los que son más
inteligentes planifiquen mejor que los demás (Osipow, 1983), parece haber
muy poca relación entre el nivel de las habilidades cognitivas del adolescente y
sus planes para el futuro (Nurmi, 1991). En vez de ello, el interés en el mañana
parece estar relacionado con las oportunidades de planificar que presentan los
acontecimientos de la vida, como ir al instituto, graduarse, enamorarse y
trabajar.

El nivel socioeconómico afecta los planes para el futuro, los jóvenes de clase
obrera se centran en metas ocupacionales y los de clase media en los estudios,
la carrera y actividades de ocio. Los planes de los jóvenes de clase media
también suelen ser más detallados y consideran más el futuro (Nurmi, 1991).
Esta diferencia no es sorprendente, puesto que los planes de los adolescentes
de clase media generalmente incluyen la universidad y una entrada más tardía
en el mundo laboral.
A medida que los jóvenes atraviesan la adolescencia, los planes de los
muchachos para el futuro son más optimistas, pero a las chicas les sucede lo
contrario. Esta diferencia puede ser debida al conflicto que experimentan a
causa de las presiones familiares para que tengan un alto rendimiento
académico y profesional (Nurmi, 1991). El género y la cultura interactúan de
modo que afectan la visión de futuro del adolescente de varias formas. Cuanto
más urbanizada está una sociedad, menor es la diferencia entre géneros
respecto a la importancia de un puesto de trabajo y los miedos y esperanzas
que conlleva. Por tanto, las diferencias de género son relativamente grandes
entre los adolescentes de la India y Suazilandia, pero las diferencias entre los
americanos, austríacos, ingleses, finlandeses, franceses, alemanes y escoceses
son ínfimas o inexistentes (Bentley, 1983; Cartron Guerin y Levy, 1982; Gillies,
Elmwood y Hawtin, 1985; Soltanaus, 1987; Sundberg, Poole y Tyler, 1983;
Trommsdorff et al., 1978).

Aunque no hay diferencias de género en el reconocimiento de los adolescentes


sobre la importancia de una profesión en la vida, las chicas en las culturas
occidentales tienden a centrarse en la importancia de la familia y en contribuir
a la sociedad, mientras que los chicos se centran en la riqueza, el status y en
«fanfarronear». Por lo que no es de extrañar que las chicas tengan una visión
más estructurada de la futura familia, mientras que ellos lo tienen de los
aspectos materiales de la vida. La cultura afecta a ambos sexos en el grado en
que éstos toman decisiones sobre el futuro por cuenta propia.

En las sociedades occidentales son los propios adolescentes los que planifican
sus vidas, pero en las tradicionales toda la familia participa en esos planes
(Nurmi, 1991).

Tomar decisiones

Los adolescentes, a fin de poner en práctica sus planes para el futuro, han de
tomar decisiones que les permitan conseguir metas. Las consecuencias de
muchas de las decisiones tomadas antes de la primera etapa adulta duran el
resto de la vida: tanto si es dejar la escuela, ir a la universidad, tener
relaciones sexuales, tomar drogas, irse de casa, etc. Tomar decisiones requiere
las mismas habilidades que se necesitan para resolver problemas: han de
generar opciones, considerar las consecuencias, prever los obstáculos y
planificar cómo ejecutar su decisión.

No obstante, la capacidad para tomar decisiones competentes sobre el futuro


requiere algo más que saber resolver los problemas con creatividad (Mann,
Harmoni y Power, 1989). Primero, los adolescentes han de querer tomar la
decisión; a menos que crean que tienen algún grado de control sobre sus vidas,
tienden a aparcar los temas. Si creen que no tienen poder para tomar
decisiones o que éstas han de tomarlas los adultos, sus vidas serán controladas
por los demás. Segundo, han de estar preparados para adquirir compromisos.
Sus ideales puede que no siempre sean alcanzables y necesitan tener la
habilidad para comprender otro punto de vista y negociar un tipo de acción que
sea aceptable para ambas partes. Tercero, han de procesar la información
respecto a la decisión de una manera lógica y competente, de modo que ésta
sea lo más correcta posible. Cuarto, necesitan saber valorar la credibilidad de
sus diversas fuentes de información, a fin de detectar los intereses de quienes
ofrecen consejo. Quinto, han de establecer algún tipo de patrón consistente en
sus decisiones, de modo que las más importantes no estén sujetas a cambios
de estado de ánimo, entusiasmo o presiones sociales. Por último, han de seguir
hasta el final. La decisión de convertirse en biólogo/a molecular significa poco
si el adolescente no sigue los pasos matriculándose en el instituto apropiado
para ciencias y matemáticas.

Las habilidades para tomar decisiones aumentan rápidamente en la primera


adolescencia, y muchas de ellas muestran un patrón de desarrollo similar al del
razonamiento lógico en la cognición académica y social (D. Keating, en
imprenta). Aunque los niños de 12 y 13 años toman decisiones mejor que los
otros más pequeños, todavía no son muy hábiles. Suelen ser conformistas y a
confiar en la intuición más que en las estrategias racionales. Usan las
estrategias de forma inflexible y toman decisiones sin considerar los riesgos y
beneficios de sus elecciones. Parecen incapaces de reconocer los posibles
intereses creados y a menudo fracasan en llevar a término sus decisiones. A los
15 años la mayoría de los adolescentes han mejorado notablemente y en
algunos aspectos de la toma de decisiones son casi tan capaces como los
adultos. Por ejemplo, utilizan las estrategias racionales con flexibilidad. No
obstante, a esa edad aún les queda un largo camino por recorrer. Tienden a ser
conformistas, y aunque empiezan a considerar los riesgos y consecuencias, son
menos competentes que otros adolescentes más mayores. Es fácil que no
reconozcan los intereses creados, y al igual que otros más jóvenes, a menudo
fracasan en acabar lo que han empezado (Mann, Harmoni y Power, 1989).

Algunos derechos legales, como la elección en las disputas de custodia y


permisos para intervenciones quirúrgicas, se han extendido a los menores a lo
largo de esta última década. También ha aumentado el reconocimiento de la
naturaleza crítica de algunas decisiones tomadas por los adolescentes, como el
tomar drogas, dejar los estudios o tener relaciones sexuales. Los estudios
suelen indicar que los adolescentes jóvenes son más capaces de lo que indica
su actuación y que si recibieran la formación adecuada podrían tomar
decisiones con mayor competencia (Mann et al., 1988). Como resultado, los
investigadores han diseñado cursos para enseñar a los jóvenes la teoría y
principios de tomar decisiones importantes (véase el recuadro «Enseñar a los
adolescentes a tomar decisiones correctas»).

Pocos institutos ofrecen cursos para saber tomar decisiones y algunos


tribunales asumen que los adolescentes no son capaces de emitir juicios
profundos respecto a las decisiones, incluyendo la necesidad de tratamiento
médico o cuidados hospitalarios (Parham v. J. R., 1979). A pesar de esta
opinión, varios estados han dictado leyes que permiten a los adolescentes
decidir en asuntos como la anticoncepción, el aborto, tratamiento psicológico y
hospitalización por enfermedad mental. Parece probable que si los
adolescentes han alcanzado el pensamiento lógico, han de ser capaces de
tomar decisiones correctas en asuntos en los que no se requiere una larga
experiencia.

Cuando Lois Weithorn y Susan Campbell (1982) trazaron el desarrollo de la


toma de decisiones desde los 9 años hasta la etapa adulta, descubrieron que a
los 14 los adolescentes tomaban decisiones casi idénticas a los adultos
respecto a cuidados médicos o tratamientos psiquiátricos. Los dilemas de
muestra describían tratamientos alternativos para dos problemas médicos (la
epilepsia y la diabetes) y dos de orden psicológico (la depresión y el orinarse
en la cama). Todos los niños eran de clase media y con altos coeficientes. Los
investigadores describieron en cada caso el problema, los tratamientos
alternativos, los beneficios que se esperaban y los riesgos de cada uno, y las
consecuencias posibles si no se daba el tratamiento. Tras describir los casos,
hicieron preguntas a los jóvenes para asegurarse de que los habían entendido,
preguntándoles cosas como (para la diabetes) « ¿qué pasa si una persona que
toma insulina deja de darse una inyección?», y (para la epilepsia) «¿cuáles son
las desventajas (para los de 9 años «cosas malas») del fenobarbital?» Otras
preguntas servían para que demostraran que podían apreciar las
consecuencias. Con la epilepsia, por ejemplo, la pregunta era «¿qué pasaría si
a Fred/Fran le da un ataque cuando está en clase?» (pág. 1593). Incluso hasta
los de 9 años parecían comprender los problemas y expresar preferencias
claras y sensatas respecto a tratamientos particulares. Sin embargo, los de 9
años no supieron considerar todos los factores importantes, especialmente las
desventajas de los distintos tratamientos, y dieron pocas razones para apoyar
sus decisiones. La competencia de los de 14 era similar a la de los adultos en
cuatro criterios que forman parte de los tests legales de competencia:
expresión de preferencia; selección de una opción razonable; razones
racionales o lógicas de su elección; y una comprensión de los riesgos,
beneficios y tratamientos alternativos.

Sin embargo, la competencia y la acción a menudo están muy separados, tal


como vimos en el Capítulo 11. Los adolescentes que dan muestras de una
competencia similar a la de los adultos para razonar sobre decisiones críticas
pueden sentir que les falta el poder para tomarlas. Debido a que el rol de los
adolescentes en la familia y la sociedad está restringido, muchos jóvenes
sienten que las decisiones importantes no son responsabibdad suya (C. Lewis,
1987). Tal como hemos visto, un aspecto de tomar decisiones correctas es la
predisposición y el sentimiento de que se tiene poder para hacerlo. Además,
cuando los jóvenes se enfrentan a decisiones críticas, el estrés debido al factor
tiempo o de las relaciones emocionales puede levarles a confiar en el impulso y
las respuestas automáticas, en vez de en los poderes cognitivos recientemente
desarrollados (D. Keating, en imprenta).

¿QUÉ PROVOCA LOS CAMBIOS EN EL RAZONAMIENTO DEL ADOLESCENTE Y EN


SU FORMA DE SOLVENTAR SUS PROBLEMAS?

En la adolescencia se razona con más lógica y resuelven los problemas con


mayor eficiencia que en la niñez. La forma de pensar mejora de forma tan
radical que algunos teóricos lo consideran diferencias tanto en clase como en
contenido. Los tremendos cambios psicológicos que conlleva la pubertad nos
tientan a pensar que el auge del razonamiento m la adolescencia y la
capacidad para resolver problemas son resultado de algún cambio biológico.
¿Se debe a los períodos de crecimiento y desarrollo del cerebro? ¿A los
cambios hormonales? ¿A la acumulación de experiencia a nivel social y
educativo? Todos estos factores pueden jugar un papel importante en el
cambio.

Crecimiento y desarrollo del cerebro

Hace casi veinte años un psicólogo del desarrollo propuso que los adelantos en
el pensamiento del adolescente eran causados por las rachas en el crecimiento
del cerebro, una de ellas teniendo lugar entre los 10 y 11 años y la segunda
entre los 14 y 15 (Espeten, 1974). Defendía que el tamaño de la cabeza del
niño aumentaba en estas épocas, al igual que a los 3 años y luego a los 6 y los
7. Puesto que el tamaño de la cabeza y la masa cerebral estaban muy
correlacionadas, conjeturó que los avances en el pensamiento que
caracterizaban las etapas de la teoría de Piaget del desarrollo intelectual tenían
una base psicológica. No obstante, un análisis subsiguiente indicó que los
datos originales sobre la circunferencia de la cabeza no encajaban en esta
teoría (Marzo, 1985) y otros investigadores no han podido establecer ningún
otro vínculo semejante.

En vez de observar el crecimiento global del cerebro, otros investigadores se


centraron en la actividad eléctrica de los hemisferios cerebrales (Thatcher,
Walker, Giudice, 1987). Tras corregir el tamaño de la cabeza y los CI,
encontraron continuos cambios en el poder y la coherencia de las ondas
cerebrales, que progresaban a distinta velocidad en cada uno de los
hemisferios, lo que relacionaron con conexiones entre las neuronas. También
hallaron aumentos súbitos en el índice de crecimiento: desde el nacimiento
hasta los 3 años, entre los 4 y los 6 años y entre los 8 y los 10. En la primera
etapa de la adolescencia (11 a 13 años) y en la mitad (16 años) descubrieron
una evidente consistencia de períodos de crecimiento débiles, aunque no
siempre signifcativos. No obstante, como vimos en el Capítulo 5, cualquier
relación entre el crecimiento del cerebro y la cognición es probable que actúe
en la dirección opuesta: la experiencia estimula el desarrollo de nuevas
conexiones entre las neuronas (Greenough, Black y Wallace, 1987). Puesto que
los adolescentes están continuamente aprendiendo cosas nuevas y teniendo
nuevas experiencias, deberíamos esperar aumentos en las conexiones
neuronales. Tales aumentos no indican necesariamente una reestructuración
en el cerebro.

Cambios hormonales en la pubertad

Otros psicólogos del desarrollo, en vez de centrarse sólo en los cambios del
cerebro, sugirieron que la hormona mediadora del crecimiento en la pubertad
podía ser responsable de los adelantos cognitivos. Si esto fuera cierto, los que
maduran temprano tendrían una ventaja cognitiva durante los primeros años
de la adolescencia (Tanner, 1962). Las revisiones de las investigaciones indican
que los que maduran pronto tienen efectivamente una pequeña ventaja
cognitiva, pero no existe un repentino aumento en la pubertad. La ventaja, en
la forma de un rendimiento académico y puntuaciones de CI algo mayores, se
encuentra presente tanto en la niñez como en la adolescencia y continúa hasta
finales de la misma y principios de la etapa adulta (Newcombe y Baenninger,
1989). El “efecto de la pubertad” en los CI puede tener una base social que
refleje la respuesta de los padres, profesores y compañeros al aspecto físico de
los niños que han madurado pronto, puesto que es probable que sean más
altos y pesen más que los demás antes de la pubertad. Puesto que parecen
más mayores, es posible que también les traten de ese modo, por lo que están
expuestos a una conversación más sofisticada, a juegos y juguetes más
avanzados y a demandas para comportarse de una forma más madura.

Deborah Waber (1977) realizó otro intento de conectar la cognición con la


pubertad, propuso que el efecto de las células sexuales en el cerebro en el
momento de la pubertad explicaba la superioridad de los varones en general
en tareas espaciales. En el Capítulo 9 vimos que los chicos solían tener una
habilidad superior en matemáticas y en tareas espaciales y las chicas eran
superiores en las habilidades orales. Waber creía que el aumento de las
hormonas en la pubertad detenía el proceso de la lateralización del cerebro
(véase Capítulo 5), lo que daba una menor especialización de las habilidades
en los hemisferios cerebrales. Los muchachos solían alcanzar la madurez
sexual más tarde que las chicas, y Waber sugirió que estos dos años de retraso
eran los responsables de esa superioridad espacial. Descubrió que los que
maduraban más tarde en ambos sexos eran mejores en las tareas espaciales
que los que habían madurado temprano. Sin embargo, estudios posteriores
indicaban que las diferencias de género en este tipo de habilidades se
encontraban ya antes de la pubertad, y que a pesar de que en algunos
estudios los que maduraban tarde aventajaban a los demás, los primeros no
daban muestras de mayor lateralización (Linn y Petersen, 1985). Además,
como se mencionó en el Capítulo 5, la mayoría de las investigaciones indican
que los hemisferios ya están especializados en el nacimiento debido a distintos
tipos de procesamiento (Witelson, 1987).Las diferencias de género en las
habilidades espaciales son relativamente pequeñas, pero aparecen
consistentemente, aunque algunas chicas lo hacen mejor que los chicos
corrientes y algunos muchachos lo hacen peor que las muchachas normales.
Las diferencias son más pronunciadas en la habilidad para hacer girar
mentalmente un objeto en el espacio, con muchas menos en la percepción
espacial (determinar las relaciones espaciales en relación con el propio cuerpo)
y con diferencias mínimas en la visualización (determinando el efecto en las
formas de una serie de manipulaciones) (Linn y Petersen, 1985). Los
investigadores todavía no han podido determinar la razón de estas diferencias;
algunos piensan en la influencia de hormonas prenatales, otros sugieren un
gen espacial recesivo en el cromosoma X y otros apuntan hacia una propensión
de las chicas a seleccionar y usar con menor eficacia las estrategias para
solucionar las tareas espaciales (Linn y Petersen, 1985; Newcombe y
Baenninger, 1989). Una posibilidad es que los chicos y los que maduran tarde
empleen estrategias no verbales en las tareas espaciales, mientras que las
chicas y los que maduran pronto tienden a favorecer las habilidades orales
(Newcombe y Baenninger, 1989). Esta opinión está apoyada por las
investigaciones que indican que la actuación de las chicas en tareas espaciales
se relacionan con las puntuaciones de sus CI orales, mientras que las de los
chicos no muestran ninguna relación (Ozer, 1987). O quizá la diferencia sea
resultado de la experiencia; los chicos suelen obtener más Cl a la hora de
manipular objetos que las chicas. En el Capítulo 9 vimos que los juguetes
estereotipados de un sexo tienden a fomentar las habilidades matemáticas y
espaciales en los niños. En un estudio con adolescentes, las chicas que
maduraban tarde poseían habilidades espaciales superiores, pero también
tendían a las actividades típicas masculinas, como construir trenes,
aeromodelismo y los go carts; hacían dibujo mecánico y carpintería; y
utilizaban el compás (Newcombe y Bandura, 1983).

Aunque también existen las diferencias de género en las habilidades


matemáticas (chicos normales y chicas sobresalientes) y las orales (chicas
normales y chicos sobresalientes), los investigadores no han encontrado
ninguna evidencia convincente de que las hormonas o la lateralización del
cerebro sean la causa.

Experiencias sociales y educacionales

Puesto que ni el crecimiento del cerebro ni las hormonas puberales pueden


explicar del todo los adelantos de los adolescentes a la hora de razonar y
resolver problemas, quizá las experiencias sociales y educativas sean la causa.
Los adolescentes aprenden más cada año sobre el mundo físico y social. A
medida que su almacén de conocimiento sobre el mundo va creciendo, les
resulta más fácil relacionar la información nueva con la antigua y la experiencia
les proporciona la habilidad para procesarla. Pueden reconocer la información,
extraerla de la memoria y compararla con otras con mayor rapidez que los
niños más jóvenes y menos experimentados. Los procesos que son laboriosos
para los niños más jóvenes se vuelven automáticos en los adolescentes.

Puesto que éstos no han de dedicar tanta energía a los procesamientos


básicos, son capaces de retener en la mente de una sola vez varias ideas
complejas. Esta destreza promueve el pensamiento lógico, puesto que permite
comparar las hipótesis con la evidencia, especialmente en situaciones donde
están familiarizados con el contenido de la hipótesis o con la tarea que se está
desarrollando (D. Keating, en imprenta). Puesto que el conocimiento y
procesamiento de habilidades se desarrolla lentamente, la destreza en el
razonamiento lógico mejora gradualmente a lo largo de la adolescencia.

La educación juega un papel muy importante en este desarrollo. Tal como ya


hemos visto, la educación formal puede resultar necesaria para el desarrollo
del pensamiento formal. La habilidad para razonar y resolver problemas puede
depender del desarrollo y la maestría en un campo en particular y sin práctica
pueden perderse. Los adultos que nunca han ido a la universidad razonan con
mayor lógica que los alumnos de sexto, pero en algunas áreas no superan a los
de primero de BUP (Kuhn, Amsel y O'Loughlin, 1988). Aparentemente, una vez
que los adultos han abandonado la escuela, donde se exige el razonamiento
lógico, esta capacidad disminuye.

ESCOLARIZACIÓN

Si la educación formal juega un papel tan importante en desarrollar y mantener


el pensamiento lógico, podemos comprender porqué los psicólogos del
desarrollo se han interesado más en la escolaridad en el transcurso de estos
últimos años. A lo largo de la historia, la cultura y la clase social han
determinado si los adolescentes tendrán la oportunidad de seguir en la
escuela, si eligen cursos de ciencias y matemáticas, si van a escoger carreras
que les conduzcan al pensamiento crítico. Entre los adolescentes de hoy en día
en las sociedades tecnológicas, la escuela probablemente sea tan importante
en sus vidas como la profesión lo es para los adultos.

Transición y adaptación a la escuela

La transición de la escuela de enseñanza básica a la secundaria es un


acontecimiento capital de la primera etapa de la adolescencia. Acostumbrados
a pasar el día con un solo profesor en una sola clase, de pronto se encuentran
yendo de una aula a otra y tratando con un profesor distinto para cada
asignatura. El alumno veterano, de los cursos más avanzados de la escuela de
básica, se convierte en un novato al que los otros compañeros miran por
encima del hombro. Candy Reed recuerda su primer día de instituto:

Algunos alumnos de cursos más avanzados nos ponían apodos. «¡Oh ; mira a
los pequeños de séptimo, esos pequeños imbéciles que atraviesan la entrada.»
Era duro que te llamaran «los de séptimo» (Kotre y Hall, 1990, pág. 141).

Junto a este desconcertante cambio se encuentra la aparición de la presión


competitiva de la adolescencia. Ahora la popularidad social es importante.
Aunque el cambio académico más fuerte es cuando se empieza a ir al instituto,
a finales de la enseñanza secundaria también puede sentirse. Los jóvenes se
dividen entre sí (o en la escuela) en grupos de los que van a ir a la universidad
y los que no van a ir. Cada año que pasa, los alumnos de los distintos grupos se
van distanciando más. La respuesta típica a estos cambios es un bajón
temporal en la autoestima en la primera parte del séptimo curso, seguido de
una recuperación en la segunda parte del año escolar (Wigfield et al., 1991).

A algunos adolescentes les sienta muy bien este nuevo entorno. Se convierten
en estrellas del atletismo o en el campo académico o son muy populares con
sus compañeros. Otros pueden responder a estos cambios alejándose de la
competición. Se ven incapaces de adaptarse a los requerimientos cambiantes y
a las nuevas exigencias académicas. Si fracasan se desaniman, y ello les
conduce a mayores fracasos. Algunos de los que con grandes problemas han
conseguido salir adelante en la secundaria, puede que hayan desarrollado la
desesperanza aprendida. Un adolescente que ha sido despedido del equipo de
baloncesto a pesar de muchas horas de entrenamiento o que suspende en
álgebra aunque estudie duro, puede sentir que sus esfuerzos son inútiles y
abandonar.

La naturaleza de la transición afecta la reacción de los adolescentes respecto a


la escuela, siendo la transición a la tradicional escuela de enseñanza
secundaria, especialmente en un entorno urbano, la que tiene un impacto más
fuerte en la autoestima, las actitudes y notas, que el paso de octavo al instituto
(en una escuela K 8)* (Eccles et al., 1993). Cuantos más cambios se encuentra
un alumno, menos probabilidades hay de que tenga un buen rendimiento en la
escuela. En un estudio longitudinal entre alumnos de sexto y octavo se vio que
las notas de la mayoría solían descender en la enseñanza secundaria, quizá
debido a los cambios en el contenido académico o porque el nivel de
puntuación era más alto (Crockett et al., 1989; Schulenberg, Asp y Petersen,
1984). Sin embargo, el descenso era más agudo entre los que pasaban a una
escuela de enseñanza secundaria superior (de 12 a 14 años) y luego volvían de
nuevo a la escuela secundaria para hacer séptimo. La doble transición puede
haber intensificado la dificultad de su adaptación.

Los investigadores de este estudio preguntaron a los alumnos de escuelas


secundarias si preferían ser estrellas del deporte, un alumno de matrícula o el
más popular de la clase. La mayoría respondió «un alumno de matrícula»,
aunque en octavo las chicas empezaban a ver la popularidad como más
importante que el rendimiento académico. Casi tantas chicas como chicos
dijeron que les gustaría ser estrellas del deporte, pero en ambos sexos el
esplendor de la vida atlética disminuía entre sexto y octavo curso. Sin
embargo, la gran parte de los estudiantes prefirieron el atletismo a la música o
los estudios acerca del gobierno de la nación como actividad extracurricular
opcional.

Motivación para alcanzar metas

Cuando los adolescentes entran en la escuela secundaria, su motivación sufre


un descenso, se debilita, y tienden a no estar seguros de las razones de sus
éxitos o fracasos. En los dos años siguientes, sus actitudes respecto a las
asignaturas que estudian y la escuela en sí van decreciendo paulatinamente
(Eccles et al., 1993). Cada vez son más los adolescentes que cuando se les
pregunta que por qué van a la escuela responden «porque tengo que ir». Para
muchos de ellos los temas académicos pueden ser menos importantes, ya que
están más preocupados por el asunto de la independencia, intimidad o
identidad (Elmen, 1991). No obstante, éste es un momento en el que las
consecuencias del rendimiento académico pueden afectar las decisiones
críticas respecto al futuro del adolescente.

Su motivación para alcanzar metas se ve afectada por el valor que dan a lo que
aprenden en la escuela y a sus propias expectativas de éxito en clase (Feather,
1988). Entre los alumnos de séptimo de una escuela secundaria de una
pequeña ciudad, las expectativas de éxito predecían mejor las notas de
matemáticas y lengua que el valor que otorgaban a la escolarización (Berndt y
Miller, 1990). No obstante, las expectativas y los valores estaban relacionados,
indicando que los alumnos que confiaban en su éxito académico estaban más
interesados en la escuela y la valoraban más. El inconveniente es que los
investigadores no están seguros de si los alumnos que no esperan tener mucho
éxito en la escuela, la desvalorizan, o si la influencia va en dirección contraria;
quizás aquellos que creen que ésta no es importante no se esfuerzan mucho y
por tanto sus expectativas son bajas. Entre chicos y chicas no había diferencia
en su visión de su propia competencia académica o su tendencia a atribuir el
éxito en clase a la habilidad, pero las mujeres estaban más involucradas en la
escuela y valoraban más lo que hacían que los varones.

Cuando los adolescentes hacen la transición a la escuela secundaria, la visión


de su competencia académica en general no varía, pero en temas específicos
tiende a disminuir. Algunos investigadores creen que el abandono de los
estudios se debe a cambios regresivos del desarrollo en el entorno educativo
(Eccles y Midgley, 1990). Muchos estudiantes encuentran en sus nuevas
escuelas: 1) una atmósfera competitiva que exhorta a la comparación social y
la evaluación de las habilidades en una etapa en la que los adolescentes
todavía están centrados en sí mismos; 2) menor autonomía del alumno y
mayor control del profesor, en un momento en el que sienten que necesitan
más autonomía, y 3) una interrupción de sus redes sociales, cuando están
especialmente preocupados con las relaciones con los compañeros. Además,
aunque los profesores sean más estrictos a la hora de puntuar, en el trabajo en
clase (especialmente en matemáticas) se utiliza un nivel de habilidad cognitiva
más bajo que el exigido en las clases de sexto. Los estudios indican que la
mayoría de las clases en la secundaria, el recitar de memoria, reconocer las
respuestas correctas y copiar respuestas en las hojas de trabajo, dejan de lado
procesos como la comprensión, el aplicar los principios y buscar las
consecuencias. Por tanto, el entorno no ayuda a las necesidades que se están
desarrollando en la primera etapa de la adolescencia. Los estudiantes suelen
responder perdiendo el interés en aprender matemáticas y tienen menos
confianza en su propia capacidad para esa asignatura y la de lengua, aunque a
medida que va pasando el tiempo muchos estudiantes recobran la seguridad
en su habilidad para la gramática. También disminuye la proporción de jóvenes
que prefieren los retos al trabajo fácil.

Entre jóvenes de doce escuelas secundarias de la región central de Estados


Unidos, las diferencias en sus concepciones acerca de su propia capacidad para
las matemáticas tendían a acercarse: entre los de séptimo, la confianza en su
gran capacidad descendía, mientras que la creencia en su poca habilidad
aumentaba (Wigheld et al., 1991). Esto parecía ser resultado de pasar de un
grupo de clase heterogéneo, en el que los alumnos de todo tipo aprendían
juntos, al sistema de división del alumnado según el nivel académico que se
realiza en los institutos. La comparación social de los grupos cambiaba, cuando
los alumnos sobresalientes ya no se encontraban destacando sobre el resto de
la clase y los menos brillantes se veían compitiendo más o menos a la misma
altura.

En los dos años siguientes, las expectativas de éxito continúan siendo el medio
principal para predecir las notas en matemáticas, siendo las que hacen prever
mejor los resultados que las notas del año anterior (Meece, Wigfield y Eccles,
1990). En primero de BUP, la visión del muchacho acerca del valor de estudiar
matemáticas puede empezar a predecir las intenciones de los estudiantes de
tomar cursos opcionales de esa asignatura.

Otra forma de prever las notas es el tiempo que dedican a los deberes. Aunque
no existe relación entre el tiempo que pasan haciendo el trabajo de clase y las
notas, los que sacan un promedio bajo son los que menos tiempo pasan
haciendo deberes y los que lo tienen alto los que más. Los estudios que se han
realizado empleando los buscapersonas (como los descritos en el Capítulo 13)
indican que el tiempo que pasan haciendo deberes desciende a partir del
quinto curso hasta primero de BUP, excepto en los alumnos sobresalientes, que
son más propensos a hacer parte de su trabajo en compañía de uno de los
padres u otro miembro de la familia (Leone y Richards, 1989). Los buenos
alumnos no parecen trabajar más duro porque disfruten haciéndolo; es fácil
que sean tan desdichados, perezosos y desinteresados a la hora de hacer los
deberes como los demás. Las notas también están asociadas a una dedicación
a las normas de la clase.
Expectativas y creencias de los demás

Los sentimientos de los adolescentes sobre la escuela, sus metas y los cursos
se desarrollan dentro de una red de relaciones sociales. Independientemente
de sus sentimientos sobre los cursos específicos, la visión de los adolescentes
sobre el valor de la educación suele coincidir con la de sus padres. En 1990,
más del 86 por 100 de los alumnos de COU dijeron que tanto ellos como sus
padres mantenían puntos de vista similares, y sólo un 16 por 100 dijo que eran
diferentes (Bachman, 1991). Las expectativas de los padres y los demás
afectan a los adolescentes cuando han de elegir los estudios y su nivel de
rendimiento. Quizá las creencias populares, pero sin fundamento, sobre la
menor capacidad de las chicas para las matemáticas y las ciencias explican
porqué las muchachas suelen evitar las carreras de ciencias.

Al cambiar a las escuelas secundarias, los adolescentes son tratados de un


modo más impersonal. También les coloca ante profesores cuya visión del
alumnado es muy distinta de la de los profesores de enseñanza básica. Los
profesores de matemáticas de las escuelas secundarias son especialistas en la
materia que trabajan con muchos alumnos durante mucho menos tiempo al
día. Esta diferencia, junto con la aceptación del profesor de los estereotipos
culturales, puede ser la causa de alguno de los cambios en la motivación para
alcanzar metas de las que hemos hablado antes (Eccles y Midgley, 1990). Los
profesores de secundaria ponen más énfasis en controlar la clase e imponer
disciplina. También confían menos en sus alumnos. Por ejemplo, suelen creer
que éstos malgastarán el tiempo si no se les da algo para hacer y que no se
puede confiar en que trabajen juntos o corrijan sus propios exámenes. También
creen que no se debería permitir a los estudiantes que contradijeran a los
profesores, ya que este tipo de alumno a menudo se comporta de ese modo
para hacer quedar mal al profesor y que algunos sencillamente son
problemáticos. A pesar de su especializado currículum, los profesores de
matemáticas de instituto se sienten mucho menos seguros que los de sexto
respecto a su capacidad para tratar con alumnos difíciles, ayudar a los
estudiantes a que tengan un nivel alto o propiciar un cambio en sus vidas
(Eccles et al., 1993).

La respuesta inmediata de los alumnos es ver a sus profesores más


desvinculados, menos afectuosos y justos que los de sexto. También le dan
menos importancia a esa asignatura que un año atrás. Pero esta
desvalorización de la asignatura no es inevitable. En las clases donde hay
profesores que se sienten seguros sobre su habilidad para tratar con los
alumnos y ayudarles a alcanzar un nivel alto, los adolescentes dan más
importancia a las matemáticas que el año anterior (Eccles y Midgley, 1990).

A la par que los estudiantes empiezan a desvalorizar las matemáticas, las


chicas se decepcionan más de las escuelas. Los consejeros y profesores instan
a los chicos a seguir con las matemáticas y les recalcan su importancia para el
futuro, pero desaniman a las chicas a que tomen cursos avanzados de dicha
asignatura (Kavrell y Petersen, 1984). Esto es reforzado por la actitud de los
padres, que suelen creer que esa materia es para los chicos.
Las creencias de los progenitores sobre las habilidades generales de los
hombres y las mujeres suelen influir en su fe sobre la capacidad de sus hijos y
su probable éxito en distintas áreas, incluyendo la lengua, los deportes y las
matemáticas (Eccles, Jacobs y Harold, en imprenta). Por tanto, los padres con
una visión estereotípica sobre el género suelen creer que sus hijas tendrán
notas bajas en matemáticas o al menos que su éxito se debe a que se
esfuerzan mucho y que sus hijos lo harán bien gracias a su capacidad. Piensan
que esto es cierto incluso cuando las chicas son tan buenas como los chicos en
matemáticas o en los tests estándar. Estas convicciones paternas, que florecen
cuando sus hijos llegan a sexto, tienen un efecto directo en la opinión que
éstos tendrán sobre su propia capacidad, en su interés para llegar a dominar la
asignatura, en si tendrán sentimientos positivos o negativos en cuanto a
participar en actividades que impliquen las destrezas matemáticas, y por tanto
en la cantidad de tiempo y esfuerzo que dedicarán a esta asignatura.

Las creencias de los padres pueden ayudar a explicar el porqué la angustia por
las matemáticas, que es el pánico a la asignatura y el nerviosismo o miedo a la
hora de los exámenes, es mayor en las chicas que en los chicos (Mcece,
Wigfield y Eccles, 1990). Un nivel moderado de angustia por las matemáticas
puede llevar a los alumnos a esforzarse más, pero demasiado tiende a
bloquear las habilidades de prestar atención y resolver problemas. Esta
angustia sólo tiene efectos indirectos en la posterior actuación de los
muchachos y en sus intenciones de seguir con las ciencias, pero sí tiene
repercusiones directas en la concepción de su propia habilidad, que a su vez
afectará en su rendimiento.

El desagrado de las chicas respecto a las matemáticas sucede gradualmente.


Entre las alumnas de primero de BUP de la región central, a las muchachas les
gustaba tanto la materia como a los chicos y la veían como un terreno neutral
para los géneros. A pesar de su mismo agrado, el concepto de las chicas sobre
su habilidad era más bajo que el de los chicos (Wigfield et al., 1991). Tal como
vimos en el Capítulo 12, a medida que las chicas progresan en el instituto, su
agrado por la materia disminuye y cada vez están más convencidas de que es
más útil para los chicos (Eccles, 1985a). Aunque ambos sexos obtengan notas
similares, las chicas esperan sacar menos nota y tener que esforzarse más.
Parece que las causas de que las chicas tiendan a evitar los cursos avanzados
de matemáticas son la baja estima respecto a su capacidad y su convicción de
que esa asignatura no va a serles especialmente útil en sus carreras.

Los padres que tienen opiniones tradicionales sobre los roles de género pueden
influir en la orientación de metas de otras formas. Cuando los niños llegan a la
adolescencia, este tipo de padres suelen cambiar su forma de responder a la
conducta y objetivos de sus hijos. Restringen la libertad de las hijas y la animan
a que sea dócil, práctica que generalmente es incompatible con una alta
motivación para alcanzar objetivos. Al mismo tiempo, se vuelven cada vez más
tolerantes con la independencia de sus hijos varones, les desalientan en sus
juegos sentimentales, pero les exhortan a hacer conquistas sexuales, lo que les
ayuda a conseguir sus metas (Elmen, 1991).

¿Influyen los compañeros en el esfuerzo e interés de un adolescente en el


colegio? Cuando se les pregunta suelen responder que sus compañeros les
presionan para sacar buenas notas (Brown, Clasen y Eicher, 1986), pero
algunos estudios indican que las actitudes de los amigos relacionadas con la
escuela tienden a parecerse a lo largo del año escolar (Kandel, 1978). Un
estudio con alumnos de escuelas secundarias de la región central de Estados
Unidos indicaba que los amigos ejercen influencia en la motivación de los
adolescentes y que ésta no ha de ser necesariamente negativa (Berndt,
Layhack y Park, 1990). Los de octavo escucharon una serie de dilemas
relacionados con sus valores académicos, como si irían a un concierto de rock
la noche antes de un examen importante o si se quedarían más tiempo en el
gimnasio o se marcharían para poder estudiar más. Cada uno describió sus
elecciones y luego discutía los dilemas con un amigo. Una vez la pareja había
tomado decisiones conjuntas, cada uno respondía a los dilemas
individualmente. Las discusiones breves reducían las diferencias entre ellos
sobre las decisiones anteriores, pero sólo sí el amigo había aportado
información nueva sobre el tema. Las decisiones individuales finales no
mostraron ningún patrón de cambio que sugiriera una menor motivación
académica, por lo que los temores a la influencia negativa de los compañeros
puede que sean un tanto exagerados.

Sin embargo, éstos pueden desempeñar algún papel en la decisión de


abandonar la escuela. Cuando los investigadores observaron a tres clases de
séptimo a través de los años, descubrieron que los alumnos que habían dejado
la escuela antes de COU solían tener amigos que también lo habían hecho
(Cairns, Cairns y Neckerman, 1989). Otros factores, sin embargo, demostraron
ser más importantes. Los alumnos de séptimo que eran muy agresivos y que
tenían notas bajas eran los más propensos a abandonar antes de acabar el
instituto. La tendencia a abandonar la escuela estaba relacionada con el nivel
socioeconómico (los que pertenecían a familias pobres tenían más tendencia a
abandonar), la raza (las muchachas afroamericanas que suspendían un curso
era menos probable que abandonaran la escuela que las jóvenes blancas en la
misma situación) y la naturaleza del grupo de amigos. Por lo que las bajas más
frecuentes se daban entre los blancos más agresivos de familias pobres que
habían suspendido cursos y cuyo grupo contenía a otros que también corrían el
riesgo de abandonar. Los estudiantes de este estudio pertenecían a zonas
rurales y suburbanas del Sur, por tanto los resultados no pueden generalizarse
a los jóvenes de los barrios bajos de la ciudad. Aislar las causas principales que
conducen a dejar la escuela es importante, porque casi el 27 por 100 de los
estudiantes en Estados Unidos abandonan antes de acabar los estudios
secundarios (Noah, 1988).

La mayoría de los adolescentes no dejan los estudios y son capaces de


enfrentarse a los tremendos cambios de sus vidas. Sin embargo, en cada
cultura siempre hay quienes no son capaces de hacer frente a las nuevas
exigencias que se les presentan. En el próximo capítulo investigaremos los
problemas que surgen cuando los acontecimientos sobrepasan los recursos de
los adolescentes.
Ray, un joven adolescente de 14 años, decía continuamente a los demás que
iba a suicidarse. «La vida es un asco», repetía, y a menudo preguntaba a los
demás cuál era la mejor forma de suicidarse. Intentó hacerlo en tres ocasiones,
pero cada vez había alguien cerca que le frenaba. Una vez preguntó a su
madre si ponerse una pistola «en la boca o en la sien» era el medio más eficaz
para suicidarse. La tarde siguiente cogió del cajón de la mesilla de noche de su
madre una Magnum 357 cargada, se la puso en la sien y apretó el gatillo
(Berman y Jobes, 1991).

Los informes de los artículos de periódico, las revistas semanales y las noticias
de televisión locales aterrorizan a los padres pensando en su implicación de
que cualquier adolescente corre un alto riesgo de suicidio. Aunque el índice de
suicidios entre adolescentes, que se encuentra en un 10,3 por 100.000, se ha
triplicado desde 1957, la situación de Ray no es muy común. No era un chico
«normal», que simplemente decidió acabar con su vida. Si el suicidio no es
muy frecuente, ¿es la agitación emocional o la conducta antisocial algo que
«normalmente» conlleva la adolescencia? La respuesta a esta pregunta es un
no rotundo. Tal como veremos en este capítulo, la adolescencia puede
conllevar una serie de presiones, pero la gran mayoría de los jóvenes se lo
toman con calma. Para la mayor parte de los jóvenes, la adolescencia no es el
tormentoso esfuerzo que describen los libros o los vídeos, sino un momento
para los retos y el cambio.

En este capítulo, tras recordar los cambios de la adolescencia, exploraremos el


tipo de presiones que sufren. Luego haremos desvanecer los mitos de la
agitación en la adolescencia, de los trastornos autolimitados, el mito del
conflicto con los padres y del abismo generacional. Para una minoría, el estrés
es demasiado fuerte y veremos las seis formas principales en las que éstos no
pueden tolerar la presión: tomar drogas, delincuencia, irse de casa, suicidio,
embarazo y trastornos en el comer. Para concluir, veremos las razones de los
últimos aumentos en los problemas de la adolescencia y la teoría que intenta
predecir su curso.

CAMBIO Y ESTRÉS

La adolescencia es casi por definición un período de transición, el puente ente


la última fase de la niñez y la primera juventud. Su característica principal es el
cambio, el cambio en cada aspecto de la vida, tal como ya vimos en los
Capítulos 13 y 14. A medida que la pubertad les empuja a la adolescencia, los
jóvenes ven que han pasado a una etapa en la que se les trata de forma
diferente. Ahora, en vez de considerarlos según sus antecedentes como niños,
se les considera según el adulto en que van a convertirse. Los jóvenes, con una
nueva visión del tiempo, empiezan a pensar en los años de adulto que tienen
por delante.

Una forma de contemplar la adolescencia es verla como una preparación para


partir (Douvan y Adelson, 1966). Antes de llegar a los 20, los jóvenes se
preparan para cortar su apego con sus padres y el hogar y estar preparados
para establecerse como personas independientes. El ritmo con el que hacen
estos preparativos varía ampliamente. Algunos se independizan muy pronto,
otros más despacio, otros no lo hacen nunca. Para la gran mayoría, la
adolescencia es la plataforma de lanzamiento a la autosuficiencia, un período
en el que aprenden y practican las destrezas académicas, sociales y
económicas, que les conducirán a ser adultos eficientes.

¿Qué significa para los jóvenes esta larga preparación? Para algunos hay
muchas oportunidades y el horizonte está básicamente limitado por su
imaginación y capacidades. Pero las deslumbrantes promesas requieren una
serie de elecciones. Primero han de decidir qué cursos tomar, luego a qué
universidades hacer las solicitudes y cuál aceptar, más tarde para qué carrera
prepararse. Al mismo tiempo, están tomando otras decisiones cruciales sobre
salir con alguien, mantener una relación formal, tener relaciones sexuales y
cosas por el estilo. Otros no tienen tantas oportunidades, y el horizonte es tan
estrecho a causa de las realidades socioeconómicas que pueden sentir que sus
elecciones se limitan al aspecto sexual. Otros pueden descubrir que la
universidad está fuera de su alcance y otros que sus posibilidades de pasar a
tener trabajos fijos al acabar los estudios en el instituto son escasas
(Flannagan, 1990). Especialmente en épocas de gran desempleo, algunos
jóvenes de las ciudades pueden vislumbrar un futuro sin trabajo ante sus vidas,
situación que conlleva la insatisfacción, la impotencia y la baja autoestima
(Bowman, 1990). En algunas sociedades, todas las elecciones están
determinadas por el status o la procedencia del joven. Se espera de éste que
asuma una profesión en concreto o se case con una persona determinada -o al
menos alguien de un grupo específico-. Los adolescentes de las sociedades
tecnológicas poseen una mayor libertad de elección, pero incluso hasta los que
tienen horizontes ilimitados encuentran que esa libertad tiene un precio. Sufren
una mayor incertidumbre y angustia en el período de elección.

Todos los elementos -la duración de la adolescencia, los muchos cambios, la


incertidumbre sobre el futuro, la angustia sobre la opciones- hacen de la
adolescencia un período de estrés. Todos los aspectos de la vida parecen
cambiar o desestabilizarse. El cuerpo y el yo son inestables. Cualquier pregunta
supone una incertidumbre sobre quién y qué va a ser el adolescente. En este
contexto, los juicios hechos por los demás -otros jóvenes, profesores, padres e
incluso las pruebas de acceso a la universidad- parecen ensombrecer el futuro.
Un adolescente tímido al que le cuesta hacer amistades, que no parece ser
sexualmente atractivo para sus compañeros, que saca notas bajas, llega a
creer que la situación actual se mantendrá igual en el futuro. Un adolescente
así puede estar convencido de que está predestinado para siempre a no ser
querido, ser rechazado o inadecuado. Debido a que las decepciones y temores
momentáneos se ven como permanentes, éstas se multiplican.

El estrés también se puede producir en la familia. Puede haber tensión entre el


joven y sus progenitores respecto a la libertad que le van a conceder. Las
negociaciones sobre las normas y reglas pueden conducir al adolescente a
probar los límites del control de sus padres. Este tipo de discusiones supone
una gran oportunidad para generar conflictos y amargura en ambas partes.
Mientras se está debatiendo con estos temas, también se encuentra ante las
tentaciones y riesgos de la etapa adulta -el sexo, la bebida, las drogas-. Las
opciones que antes no estaban a su alcance, ahora se le presentan «en
bandeja».

Acuciados por todos estos factores, parece que los adolescentes han de vivir
toda una década de turbulencias. La gente está tan convencida de esto que la
mayoría ve esta etapa como una época de problemas, trastornos y estrés. Esta
visión de la adolescencia ha llevado a la creación de cuatro mitos que se
encuentran en la mayoría de los informes sobre creencias privadas y
populares.

Mito 1. La adolescencia es un período marcado por inestabilidad emocional,


que a menudo es bastante intensa. Ésta se desarrolla cuando el adolescente se
encuentra desbordado por los cambios y problemas que acabamos de discutir.

Mito 2. Cualquier trastorno que aparece en esta etapa está autolimitado y no


continúa cuando se llega a adulto. La mayoría de las tormentas emocionales
que afectan a los adolescentes desaparecen tan pronto alcanzan la etapa
adulta.

Mito 3. El resultado normal de la necesidad de los jóvenes de separarse de los


padres supone un período de conflictos intensos y declarada hostilidad.

Mito 4. Existe invariablemente un abismo generacional entre adolescentes y


padres, que se desarrolla a medida que éstos aceptan retos y abandonan las
opiniones y los apreciados valores de sus padres.

El problema de estos mitos es que no describen a la mayoría de los


adolescentes.

ADOLESCENTES NORMALES Y PATOLÓGICOS


No es sorprendente que gran parte de la gente piense en la adolescencia como
en un período de tormentas y en el que casi todos los jóvenes están
emocionalmente distorsionados y viven en la lejana orilla del abismo
generacional. La mayoría de los profesionales de la salud mental opinan de
modo similar. Hace una década, Daniel Offer, Eric Ostrov y Kenneth Howard
(1981b) pidieron a un grupo de psiquiatras, psicólogos y asistentes sociales
que imaginaran que eran adolescentes y rellenaran un test diseñado para esa
edad. Luego Offer y sus colaboradores compararon las respuestas con las que
daban los adolescentes normales, los delincuentes y los que padecían serios
trastornos. A los ojos de estos expertos, los adolescentes normales estaban en
peor situación que los delincuentes o los seriamente trastocados que estaban
recluidos en sanatorios. Las respuestas de los profesionales «normales»
describían a los adolescentes mentalmente sanos como personas infelices, con
baja autoestima, a quienes les costaba sobrellevar sus estados de ánimo, tratar
con la familia y sus amigos, y que estaban confundidos sobre sus metas
educacionales y profesionales. Los adolescentes normales sencillamente no se
sentían así.

Cuando los profesionales de salud mental se adhieren a la mayor parte de los


mitos de la adolescencia, no es de extrañar que la prensa y el público también
los hayan adoptado. Sin embargo, ninguno de los retratos de los adolescentes
que han surgido de la investigación sistemática apoya alguno de estos mitos.

El mito del adolescente turbulento

El mayor mito de la adolescencia -de que es un período marcado por una gran
inestabilidad emocional- se desmorona tan sólo con detenerse un momento a
contemplar la evidencia. En general, el nivel de inestabilidad entre los
adolescentes es el mismo que entre los adultos. En ambas poblaciones, casi un
20 por 100 da muestras de sentimientos de tristeza y parecen estar lo bastante
trastornados como para necesitar atención profesional. Todo estudio
sistemático que se ha llevado a cabo confirma la visión de que ocho de cada
diez adolescentes ni son rebeldes ni son emocionalmente inestables.

El primer sondeo de adolescentes a nivel nacional, dirigido por Elizabeth


Douvan y Joseph Adelson (1966), mostraba que la mayoría tenía una visión
realista acerca de sí mismos, no tenían problemas importantes con la disciplina
de sus padres o los valores y mantenían ambiciones convencionales y realistas
respecto a su futura vocación y metas familiares. Estudios posteriores dieron
resultados semejantes, siendo la proporción de jóvenes trastornados de un 20
por 100 en cada caso (Weiner, 1982). Entre un grupo de alumnos de un
instituto de Chicago elegido al azar, Offer, Ostrov y Howard (1984) hallaron que
el 17 por 100 de los chicos y el 22 por 100 de las chicas daban muestras de
problemas emocionales.
El mito de los trastornos limitados a este período

El segundo mito de la adolescencia -que los problemas de la adolescencia se


desvanecen al llegar a adulto- es muy engañoso. Los adolescentes que tienen
problemas no es probable que mejoren sin ayuda. Los estudios longitudinales
de adolescentes angustiados indican que sus problemas no disminuyen o
desaparecen con el mero paso del tiempo. El adolescente con problemas
emocionales se convierte generalmente en un adulto angustiado, y cuanto más
agudos son los síntomas, más fácil es que los trastornos sean graves o
provoquen incapacitación (Adelson, 1985). Una de las razones de que la
angustia se arrastre hasta la etapa adulta es que los aspectos de la familia, la
comunidad y el grupo de compañeros que contribuyen a ella es probable que
continúen influyendo en los sentimientos y conducta de los mismos a medida
que van creciendo (Dishion et al., 1991). Otra razón es que incluso cuando una
conducta anormal (drogas, correr riesgos, sexo) es transitoria, puede tener
efectos duraderos. Las drogas pueden crear adicción o conducir al SIDA; el sexo
puede acabar en embarazo o SIDA; correr riesgos puede desembocar en una
muerte accidental o una lesión permanente.

Una última razón es que más de la mitad de los jóvenes con problemas no
obtienen la intervención que podría ayudarles a superarlos. En el estudio entre
los alumnos de instituto de Chicago, más de la mitad de los jóvenes
trastocados no habían recibido ayuda profesional (Offer, Ostrov y Howard,
1984). Las autoridades de las escuelas no eran conscientes de sus graves
conflictos. Sin embargo, las visiones de estos adolescentes sobre sí mismos
eran muy similares a las de aquellos que estaban hospitalizados por trastornos
emocionales. Hay en Estados Unidos 18 millones de estudiantes de instituto, y
por tanto probablemente 3,6 millones (20 por 100) con problemas. Si los
estudiantes de Chicago pueden considerarse típicos, 1,8 millones de los que
necesitan ayuda no la están recibiendo.

Había más chicos que chicas que habían visitado a algún profesional. Sólo un
tercio de los muchachos, pero dos tercios de las chicas con problemas no
habían recibido ninguna ayuda profesional. ¿Por qué los chicos obtenían más
ayuda que las chicas? Los muchachos con problemas emocionales tienen más
tendencia que las chicas a involucrarse en actividades antisociales. Casi el 65
por 100 de los muchachos cometían serios actos delictivos o habían sido
arrestados por la policía, por lo que es fácil que llamen la atención de la
autoridad. Pero el 62 por 100 de las chicas sufre más o menos en silencio y
nunca actúan de modo que llamen la atención.

El mito del conflicto con los padres

El tercer mito de la adolescencia -que la hostilidad y el conflicto entre padres e


hijos son casi inevitables- también se rompe ante la evidencia. La mayoría de
los adolescentes dicen tener buenas relaciones con sus padres. Les buscan y
piden consejo para los asuntos importantes. Tanto si los adolescentes
responden a los cuestionarios o toman parte en las entrevistas clínicas, los
resultados de los estudios son similares. En el Gallup Youth Survey nacional
(una encuesta sobre la juventud a nivel nacional), chicos y chicas de ambos
sexos de edades entre 13 y 18 años demostraron en las encuestas que el 60
por 100 se llevaba bien con sus padres, el 82 por 100 que la disciplina era
«casi correcta» y el 77 por 100 consultaría a sus padres en vez de a sus amigos
al tener que tomar una decisión importante (Adelson, 1985).

El mito del abismo generacional

El último mito -que padres y adolescentes difieren mucho en los valores y


temas importantes también tiene poca base. Hay pocas muestras de que
existan diferencias significativas entre las generaciones sobre los asuntos
importantes, tal como ya se dijo en el Capítulo 13. Actualmente, esto no sólo es
cierto, sino que también lo fue en los años sesenta, cuando el activismo de
algunos estudiantes y la sensacionalista contracultura que se desarrolló en
algunas universidades de elite del país condujo a una percepción de un abismo
exagerado entre padres e hijos (Feather, 1980).

Las influencias de los padres sobre los adolescentes siguen siendo estables y
fuertes durante la adolescencia y la juventud. En 1990, entre los alumnos de
COU, el 78 por 100 dijo que adoptaban los valores de sus padres en los asuntos
importantes (Bachman, 1991) y que, tal como vimos en el Capítulo 13, sus
opiniones en materias como el valor de la educación, qué hacer en la vida, el
papel de la mujer, los temas raciales y la religión solían ser semejantes a los de
sus progenitores. Casi la mitad está de acuerdo con ellos respecto a la política.
Cuando los investigadores comparan las respuestas a las preguntas sobre este
tema que se hacen a los adolescentes, a sus padres y a sus amigos, es
evidente que los padres tienen una mayor influencia en las creencias políticas
de sus hijos que sus compañeros (Jennings y Niemi, 1981).

¿En qué punto se separan los padres y sus hijos adolescentes? Las principales
diferencias aparecen en asuntos relativamente irrelevantes relacionados con el
estilo, la música, las aficiones en tiempo de ocio y cosas por el estilo. Suelen
estar en desacuerdo en temas como el que los chicos lleven un pendiente, el
estilo de pelo punk o la música rap. Aun así, cuando ya son preuniversitarios, el
62 por 100 suele estar de acuerdo con sus padres respecto a la ropa que han
de llevar (Bachman, 1991). Los desacuerdos también pueden surgir en cuanto
a sexo se refiere, pero los valores de padres y adolescentes raramente se
encuentran en los extremos opuestos del espectro. Entre los adolescentes, el
53 por 100 dice que su opinión sobre la bebida es parecida a la de sus padres,
el 71 por 100 está de acuerdo con ellos respecto a la marihuana y el 77 por
100 también les da la razón sobre «otras drogas» (Bachman, 1991).
En cada escrutinio, los adolescentes no encarnaban la imagen de la prensa. Sin
embargo, no todo son buenas noticias. Los jóvenes de hoy en día tienen más
problemas que los de los años cincuenta. En los últimos treinta años ha habido
un claro y a menudo elevado aumento en algunas medidas tomadas por los
adolescentes con trastornos.

ÁREAS DE ESTRÉS DEL ADOLESCENTE

Los titulares de los periódicos y los artículos de las revistas semanales nos
recuerdan que tratar con las tareas y presiones de la adolescencia es
demasiado para algunos jóvenes. Su falta de experiencia puede hacer que no
se encuentren preparados para enfrentarse a las tentaciones y oportunidades
que se presentan en su camino. Cuando las atracciones son demasiado fuertes,
el premio potencial no llega, o la angustia es demasiado intensa, los
adolescentes pueden caer en el consumo de drogas o la delincuencia. Algunos
tienen problemas con la comida. Otras pueden quedarse embarazadas, y unos
pocos que no pueden soportar las exigencias del mundo llegan al suicidio.

Drogadicción en la adolescencia

Hacia la mitad del siglo el consumo de drogas era muy poco común en los
adolescentes. El alcohol era una tentación, pero pocos tenían la oportunidad de
probar la marihuana -o incluso de saber quién la vendía-. La cocaína y otras
drogas eran prácticamente desconocidas en la mayor parte del país. A medida
que las drogas ilegales se fueron poniendo al alcance, los jóvenes se
enfrentaron a una nueva forma de estrés -la presión de los compañeros para
que tomen drogas-. En las últimas décadas los niños han empezado a tomar
drogas a edades cada vez más tempranas, muchos cuando todavía están en la
enseñanza básica.

Patrones de uso

El tabaco y el alcohol siguen siendo las drogas más populares: más de la mitad
de los adolescentes jóvenes han probado el alcohol. La primera bebida los
chicos suelen tomarla hacia los 12 años y las chicas algo más tarde. En COU el
90 por 100 ha probado el alcohol y el 64 por 100 el tabaco. Casi una cuarta
parte de los jóvenes adolescentes y casi dos quintos de los de COU han
probado la marihuana (Bachman, 1991; M. Newcomb y Bentler, 1989). La
cocaína ha sido menos popular; en 1990 la habían probado un 9 por 100 de los
alumnos de COU. La cocaína barata de base libre (crack), a pesar de ser muy
fácil de conseguir, ha causado pocos estragos entre los jóvenes -sólo la han
probado un 3,5 por 100 de los alumnos de COU (Bachman, 1991).
El alcohol solía considerarse la droga de «entrada», porque suele preceder a
las otras. A principios de los ochenta, los estudiantes raramente fumaban
marihuana y otras drogas ilegales, a menos que antes hubieran tomado alcohol
(Welte y Barnes, 1985). A finales de la década la marihuana también fue
considerada como una droga de inicio (M. Newcomb y Bentler, 1989). Los
adolescentes que toman alcohol o fuman marihuana no pasan necesariamente
a las drogas duras, pero a menos que hayan empezado probando alguna de
estas drogas -o ambas-, es poco probable que tomen otras ilegales.

Cuando hay más adolescentes que toman drogas que los que se abstienen de
hacerlo, algún tipo de uso de las mismas se convierte en «normal». Los
adolescentes que no han experimentado con el alcohol, el tabaco o la
marihuana al menos una vez antes de acabar los estudios en el instituto, lo
más probable es que sus compañeros les consideren «anormales». El grupo de
compañeros juega un papel importante en el uso de drogas. Casi un tercio dice
que la toma porque sus compañeros lo hacen. El alcohol y otras drogas sirven
con frecuencia para un fin comunal. Refuerzan los lazos sociales, proporcionan
relajación y tranquilidad e inician a los jóvenes en los rituales de los
adolescentes. Entre casi 500 estudiantes de instituto de Filadelfia, la mayoría
no estaba tratando de escapar de la realidad, controlar su ira o encontrar un
modo para expresar sus sentimientos, aunque casi un tercio dijo que las drogas
les hacían sentir «menos tensos o nerviosos» (Kovach y Glickman, 1986). Pero
los jóvenes que experimentan con drogas a una temprana edad puede que
necesiten ayuda. Los alumnos de séptimo que las toman suelen tener una baja
autoestima, estar angustiados emocionalmente o correr riesgos (Bettes et al.,
1990). A ninguna edad el abuso del alcohol o las drogas supone una fase de
desarrollo normal. Los que toman en gran cantidad son adolescentes con
problemas.

El uso excesivo de drogas o alcohol suele ir asociado con un bajo rendimiento


escolar, una ruptura en la vida familiar y conducta antisocial. Entre los
estudiantes de Filadelfia, los que tomaban drogas al menos semanalmente
eran los que solían haber tenido que repetir algún curso, habían sido
expulsados de la escuela o tenían conflictos con sus profesores (Kovach y
Glickman, 1986). Tenían más crisis en sus familias y conflictos con sus padres.
Rara vez participaban en las actividades familiares o ayudaban en caso de
emergencia. También solían tener más problemas con la ley. El uso de
substancias duras es una advertencia de problemas en el futuro, generalmente
de tipo antisocial o autodestructivo. De hecho, la mayoría de los tipos de
alcoholismo en la etapa adulta provienen de beber en exceso en la
adolescencia (Zucker, 1987).

Los antecedentes del uso de drogas

Las drogas y el alcohol están al alcance de todos los adolescentes, pero


algunos las toman en gran cantidad, otros no las toman jamás y otros
ocasionalmente. En un estudio realizado entre los jóvenes californianos, los que
tomaban drogas o alcohol a nivel experimental u ocasionalmente (un canuto o
no más de 6,00 cl de alcohol menos de una vez a la semana) eran tan
competentes cognitiva y socialmente como los que no tomaban nada y
también eran más independientes, mientras que los que tomaban marihuana
eran más gregarios que los demás (Baumrind, 1991a). Los que tomaban
grandes cantidades de alcohol o drogas duras (dos canutos o al menos más de
un litro de alcohol varias veces al mes), o se convertían en drogodependientes
o eran menos competentes en todas las áreas.

Se han asociado muchos factores al uso de drogas, incluyendo la condición


socioeconómica (tomar drogas es más común en los grupos marginales); los
antecedentes familiares (hay un mayor índice de uso de drogas en las familias
con problemas, donde los adultos también las toman o en las que no existe
ningún compromiso religioso); el rendimiento escolar (su uso también es más
elevado entre los jóvenes que sacan malas notas); factores psicológicos (el
consumo de drogas es mayor entre los jóvenes que tienen poca autoestima);
actitudes (los que no tienen puntos de vista tradicionales también suelen
tomar más drogas); conducta (entre los que violan la ley en otros aspectos); y
factores relacionados con los trastornos emocionales (entre los que están
deprimidos o angustiados y cuya vida está repleta de acontecimientos vitales)
(M. Newcomb y Bentler, 1989) (véase Tabla 15.1).

Los adolescentes de diferentes grupos étnicos están expuestos de forma


distinta a varias drogas. Los jóvenes angloamericanos, por ejemplo, toman más
alcohol que los afroamericanos o los hispanos. Pero cuando los hispanos lo
toman tienden más a desarrollar una dependencia y a tener otros problemas
relacionados con el alcohol. Dentro del grupo de hispanos, los adolescentes
puertorriqueños toman menos que los dominicanos (Bettes et al., 1990). Los
adolescentes de Puerto Rico, cuyas familias suelen conservar fuertes vínculos
con su tierra y van de visita de vez en cuando, parecen desarrollar una gran
identidad étnica. Los dominicanos, cuyos padres generalmente han cortado
más sus contactos, tienen menos tendencia a desarrollar esta fuerte identidad
étnica. En el Capítulo 13 vimos que la identidad étnica tiende a ensalzar la
autoestima entre los grupos minoritarios y quizá les protege de la droga.

Cuando los psicólogos compararon las personalidades de los jóvenes durante la


niñez con el uso de drogas ocho años más tarde, descubrieron que ciertos
factores de las mismas en su infancia denotaban el riesgo de abusar de las
drogas en la adolescencia (Brook et al., 1986a). Los niños que solían enfadarse
y perder el control, que tenían un bajo rendimiento, a menudo estaban
deprimidos y tenían problemas con la comida, eran los más propensos a tomar
drogas en la adolescencia. Pero esto no era inevitable. Cuando los jóvenes en
peligro aprendían a dominar su temperamento, pasaban a tener un alto
rendimiento, desarrollaban altas aspiraciones en sus estudios y parecían estar
protegidos contra la misma.
Los factores familiares también son importantes. Entre los niños blancos de
clase media del estudio longitudinal de Diana Baumrind (1991a) (véanse
Capítulos 10 y 13), entre los que tenían padres democráticos, que exigían
mucho y eran muy receptivos, se daban pocos casos: no era probable que se
convirtieran en drogodependientes o alcohólicos. Entre los de familias
autoritarias, con padres que eran exigentes, restrictivos, no receptivos, aunque
no entrometidos, era donde existía el menor índice de drogadicción de todos
los grupos. Entre los hijos de padres autoritarios que también eran
entrometidos y tendían a socavar su independencia, había niveles
relativamente altos de alcoholismo y niveles medios de uso de marihuana. Los
niveles más altos de alcoholismo y toxicomanía se encontraban entre los hijos
de padres que los rechazaban y eran negligentes.

En este estudio (Baumrind, 1991a), las madres de los adolescentes que eran
drogodependientes o alcohólicos solían ser poco convencionales, no apoyaban
a sus hijos y no ejercían control alguno sobre ellos. La mayoría estaban
divorciadas y con frecuencia ambos padres habían tomado alcohol. Las madres
de los adolescentes que tomaban muchas drogas o alcohol, pero no eran
dependientes, también solían ser poco convencionales, aunque menos que las
anteriores, y ejercían menos control sobre sus hijos que los padres cuyos hijos
las tomaban sólo ocasionalmente o no las tomaban en absoluto. Al padre
parecía faltarle autoconciencia y confianza en sí mismo y había sido alcohólico.
El índice de divorcios dentro de este grupo era normal. Otros investigadores
han observado que cuando los padres sea un mal modelo, corno se manifiesta
en el caso del alcoholismo, la conducta antisocial, el cinismo o la falta de
confianza, sus adolescentes pueden pasar peligrosamente al alcoholismo.
(Zucker, 1987).

Tendencias nacionales en el uso de drogas

Las normas sociales también afectan en el uso de drogas. Durante la última


década el consumo de alcohol ha ido descendiendo entre todos los grupos de
edad de Estados Unidos. Durante los años ochenta, el consumo de cerveza
descendió un 7 por 100, el de vino un 14 por 100 y el de licores un 23 por 100
(T. Hall, 1989). Probablemente hay varios factores que contribuyen a este
hecho: 1) menor tolerancia de la embriaguez y el alcohol en los puestos de
trabajo y en las autopistas; 2) mayor sensibilidad a los peligros del alcohol; 3)
la búsqueda de la salud física, y 4) el hecho de que las generaciones que se
van haciendo mayores suelen ser los que consumen más whisky. Las
tendencias del consumo de alcohol entre los adolescentes han seguido las
mismas que la sociedad. En la última década la proporción de alumnos de COU
que habían tomado alcohol el mes anterior había disminuido del 72 por 100 en
1980 al 57 por 100 en 1990 (Bachman, 1991). El uso diario bajó de un 7 por
100 en 1979 a menos del 4 por 100 en 1990. Uno de los resultados ha sido una
notable disminución en la proporción de muertes por accidentes con vehículos
de motor a causa de la embriaguez: del 62 por 100 en 1982 al 49 por 100 en
1987 (Zill, 1989).

El uso de la marihuana también ha descendido. Desde 1978 la proporción de


alumnos de COU que había fumado marihuana el mes anterior descendió del
37 al 14 por 100. En ese mismo período el uso diario de la marihuana bajó casi
del 11 por 100 a sólo el 2 por 100 (véase Gráfico 15.1). Incluso el uso de la
cocaína, que continuó ascendiendo hasta 1985, cuando casi el 7 por 100 de los
adolescentes mayores la habían tomado el mes anterior, había disminuido a un
2 por 100 (incluyendo el crack), bajando también el uso diario de un 0,4 a un
0,1 por 100 (véase Gráfico 15.2). El uso de drogas ha descendido en general
(véase Tabla 15.2). En 1979 el 54 por 100 de los alumnos de COU dijeron haber
tomado algún tipo de droga ilegal durante el año anterior; en 1990 sólo el 33
por 100 confesó haberlas tomado (Bachman, 1991).

Estas favorables estadísticas restan importancia a un grave problema.


Describen sólo a los adolescentes que todavía van a la escuela. No tenemos
datos exactos del consumo de drogas entre los que han abandonado los
estudios, pero estos jóvenes es probable que hubieran tenido dificultades en la
escuela y pertenecieran a grupos marginales, por lo que tienen mayor riesgo
de caer en su consumo que un adolescente común. Los investigadores han
descubierto una gran concentración de adolescentes adictos al crack en las
unidades de viviendas del ayuntamiento de Bayview en San Francisco, de la
zona Hunter's Point (B. Bowser, Fullilove y Fullilove, 1990). Muchos de estos
adolescentes afroamericanos también vendían crack. Casi el 10 por 100 de los
adolescentes que toman crack en esta deteriorada zona dicen que también se
inyectan y comparten jeringuillas. Los adictos al crack dijeron a los
investigadores que estaban enganchados a la droga, que a menudo
intercambiaban sexo por drogas y que pocas veces usaban preservativos. Las
enfermedades de transmisión sexual estaban muy difundidas entre estos
jóvenes y corrían un gran riesgo de contraer el SIDA.

Delincuencia juvenil

La edad es la que mejor puede predecir la delincuencia; el 57 por 100 de todos


los actos delictivos graves son cometidos por jóvenes menores de 25 años. Los
menores de 18 años, que suponen el 18 por 100 de la población, cometen casi
la mitad de los crímenes contra la propiedad (asaltos, robos, incendios). Los
jóvenes de edades comprendidas entre los 18 y los 24 años, que son un 11 por
100 de la población, cometen un tercio de todos los crímenes violentos
(homicidio, violación, atracos) (Oficina del Censo de Estados Unidos, 1990). Las
cifras permanecen relativamente altas durante el resto de la etapa de los 20
años y luego descienden en picado durante el resto de la etapa adulta (véase
Tabla 15.3) ¿Por qué han de ser tan altos los índices de criminalidad entre los
jóvenes? Nadie está seguro al respecto, pero la susceptibilidad a caer en la
delincuencia puede estar relacionada con la naturaleza de la adolescencia
-período en el que el control de los padres se afloja pero en el que todavía las
responsabilidades de adulto no han empezado a restringir su conducta.

La delincuencia es a cualquier edad y en cualquier país casi exclusivamente


masculina, los varones tienden más a tener problemas con la justicia que las
mujeres. En Estados Unidos, entre los que han sufrido arrestos por delitos
graves, ocho de cada diez eran hombres (Oficina del Censo de Estados Unidos,
1990). En un estudio clásico, Marvin Wolfgang (1973) observó a casi 1.000
muchachos de Filadelfia hasta que cumplieron 26 años. Entre estos jóvenes
nacidos en 1945, el 35 por 100 había sido arrestado alguna vez cuando tenía
18 años. Estas cifras son frecuentes. En Inglaterra, el 20 por 100 de los chicos
de un estudio de gran magnitud habían sido condenados por delitos graves
hacia los 17 años y el 31 por 100 hacia los 20 (Farrington, 1979).

Las víctimas de crímenes violentos también suelen ser jóvenes. Los


adolescentes entre 16 y 19 años son los principales objetivos para los robos,
atracos y violaciones, pero hasta los de 12 a 15 años son más propicios a ser
víctimas que los adultos (Oficina de Investigación y Mejora de la Educación,
1988). Muchas de estas jóvenes víctimas no tienen hogar o han huido de él, tal
como veremos en la próxima sección (Whitbeck y Simons, 1990). Los varones
son más propensos que las mujeres a ser las víctimas, y entre ellos los
muchachos afroamericanos los que más. La situación de los afroamericanos es
acuciante. Aunque los accidentes con vehículos de motor son la causa principal
de muerte entre todos los adolescentes (34 muertes por 100.000 personas
entre 15 y 24 años), la principal causa entre los varones afroamericanos es el
homicidio (40 muertes por cada 100.000 jóvenes de edades comprendidas
entre los 15 y 24 años) (Oficina de Investigación y Mejora de la Educación,
1988).

¿Qué significan las cifras de arrestos?

Ni las cifras de arrestos ni los informes sobre los crímenes son fiables para
indicar el nivel actual de delincuencia, porque no se informa de todos los actos
delictivos o se informa de algunos que no pueden considerarse como tales. Hay
muchos de los que no se tiene conocimiento, de otros se informa pero no se
coge a los culpables, o si se les coge no se les arresta. El que un arresto tenga
lugar depende de la discreción del agente de la autoridad. Algunos creen que
la delincuencia entre los adolescentes de clase media es mayor de lo que
indican las estadísticas, porque es más fácil que se deje libres a estos jóvenes
con una simple advertencia en situaciones en las que a otros de clase baja se
los encarcelaría. Nadie está seguro del grado de discrepancia entre arrestos y
ofensas. Un grupo de investigadores cree que sólo aproximadamente un tercio
de los crímenes son denunciados a la policía (Krisberg et al., 1986). Y para
algunos tipos de casos denunciados, sólo se realizan muy pocos arrestos.
Probablemente hay setenta y cinco casos de asalto con agravantes tras cada
detención de un muchacho adolescente y veinticinco casos de violación por
cada uno que arrestan acusado de este delito (Elliot, Huizinga y Morse, 1985).

El informar en exceso de actos delictivos sucede porque muchas actividades


que pueden incluir a un adolescente en los índices de delincuencia no son
considerados como crímenes si los cometen adultos. Actos de esta categoría
los constituyen las llamadas condiciones delictivas, que incluyen el beber
alcohol en la escuela, marcharse de casa, abandonar la escuela, desafiar la
autoridad de los padres y cosas por el estilo. A medida que los estados han ido
despenalizando muchos de estos actos, un número cada vez mayor de jóvenes
que anteriormente habrían sido recluidos en correccionales son enviados a que
hagan terapia. Muchos jóvenes que se encuentran en una condición delictiva
nunca llegan a entrar en colisión con la ley. De hecho, si se condenara a todos
los jóvenes que se encuentran en esta condición, pocos se escaparían de ser
etiquetados como «delincuentes».

Caminos que conducen a la delincuencia

Qué tipo de antecedentes caracterizan a los jóvenes cometen delitos graves?


Casi cualquier factor negativo que a uno se le pueda ocurrir está do con la
delincuencia, desde la pobreza, el divorcio, la disciplina física y el abuso de
menores. La delincuencia, al igual que otras consecuencias, resulta de la
interacción de muchas variables, presenta algunas en el propio niño, otras en
la familia y otras en la sociedad.

La mayor parte de los delincuentes suelen tener problemas graves en la


escuela y muchos tienen una media baja de CI. Les falta autocontrol, son
impuIsivos, muy agresivos, les gusta correr riesgos y buscan emociones
fuertes. La mayoría toma alcohol y otras drogas. Muchas de estas
características también están vinculadas a la calidad de su vida familiar. Ésta
puede verse afectada tanto por los padres como por los hijos. El temperamento
de niño puede ayudar a determinar cómo será tratado por sus padres. Sin
embargo, cualquier vínculo genético que exista es trivial comparado con la
fluencia de la familia y la sociedad.

Algunos psicólogos del desarrollo creen que el modelo interaccional social es el


que mejor explica delincuencia en la adolescencia. Según este punto de vista,
el primer paso hacia la misma es un patrón de interacción padres-hijos que
modele una conducta bajo coacción, bien recompensando o castigando
erróneamente. El segundo paso tiene lugar cuando el comportamiento
antisocial del niño interfiere en sus estudios y la escuela, y le conduce a ser
rechazado por el grupo de compañeros (véase Capítulo 10). El tercer paso, el
niño antisocial, que no agrada, se encamina hacia entornos sociales que
refuerzan más esta actitud -la compañía de otros compañeros antisociales-. Por
último, el nuevo grupo de compañeros refuerza aún más esta conducta y
exhorta al desarrollo de nuevas formas de problemas de comportamiento
(Patrson, Reid y Dishion, en prensa). Algunas investigaciones apoyan esta
visión interaccional-social. Entre los jóvenes blancos de las clases obreras
existía un fuerte vínculo entre las prácticas educativas cuando tenían 10 años
(coacción, disciplina del poder de la fuerza y falta de dirección por parte de los
padres) y la asociación con compañeros antisociales a los 12 años (Dishion et
al., 1991). Entre los adolescentes de familias uniparentales, con la madre como
cabeza de familia, los que habían sido arrestados por asalto con agravantes
solían tener madres autoritarias, pocos valores morales y tenían compañeros
asociales (Blaske et. al., 1989).

Los niños que crecen en hogares caóticos donde hay disputas, cuyos padres
son fríos y la disciplina que aplican es arbitraria o relajada, suelen desarrollar
unos débiles vínculos emocionales con sus progenitores. Fracasa la última
etapa de apego (véase Capítulo 8), que ha de durar el resto de la vida. Los
lazos con los padres son flojos, mientras que con los amigos que también van
por mal camino son muy fuertes (Balske et al., 1989). Estos niños no tienen
mucho interés en conseguir la aprobación de sus padres, ni la certeza de que
su buen comportamiento les ayudará a conseguirla. Cuando fracasan en
desarrollar el autocontrol o en asumir las normas de sus progenitores, se
encuentran ante un gran riesgo de caer en la delincuencia.

La disciplina arbitraria y del poder de la fuerza de padres fríos, como vimos en


el Capítulo 9, también suele producir jóvenes altamente agresivos, que es otra
característica de la delincuencia. En un estudio sobre los jóvenes
afroamericanos e hispanos (Graham, Hudley y Williams, 1992), los
investigadores observaron una continuación en el patrón descrito en el Capítulo
10. Los muchachos y muchachas muy agresivos que estaban cursando
estudios secundarios y que eran rechazados por sus compañeros tenían mayor
tendencia que los no agresivos y que eran aceptados a enfadarse con las
acciones de los demás, atribuir intenciones hostiles al causante y a responder
inmediatamente del mismo modo. Tales tendencias ayudan a explicar el
vínculo entre agresividad y delincuencia.

En la adolescencia, los delincuentes ya no comparten los valores relacionados


con la familia que caracterizan a la mayoría de los jóvenes. Cuando los
investigadores dieron un cuestionario sobre su propia imagen a jóvenes
delincuentes y no delincuentes, la ausencia de apego que mostraban los
primeros respecto a sus familias era lo que distinguía a ambos grupos (Offer,
Ostrov y Howard, 1982). Los sentimientos de los no delincuentes, tanto si eran
de clase media u obrera, respecto a sus familias eran positivos, pero los otros
afirmaban cosas como “mis padres casi siempre están del lado de cualquier
otro”. Los factores sociales también están implicados de un modo indirecto. Los
estudios han puesto de manifiesto un efecto indirecto de la influencia de los
problemas económicos de la familia en la vida familiar (Conger et al., 1992). La
fuerte presión económica (bajos ingresos o desempleo) de las familias de
muchachos adolescentes está asociada con estilos educativos de rechazo y
negligencia, hostilidad de los padres hacia sus hijos y conducta antisocial y
agresiva por parte del joven; situación que otros investigadores (por ejemplo
Dishion et al., 1991) han vinculado con la delincuencia.

El desempleo está directamente asociado con los crímenes contra la propiedad:


robo, hurto y robo de coches (Schapiro y Ahlburg, 1986). Los bajos ingresos
potencian la delincuencia. Los adolescentes que crecen observando el lujoso
mundo retratado en la televisión, pero carecen de medios legales para obtener
esos bienes, simplemente se dedican a cogerlos. La presión de los compañeros,
como ya hemos visto, puede suponer una influencia importante, aunque
tampoco significa que los adolescentes «puros» sucumban a las persuasiones
de las «malas» compañías. Las bandas de adolescentes pueden instituir la
delincuencia como una norma para sus miembros. El robo, la violencia y la
venta de drogas en la calle son parte de la vida cotidiana de los miembros de
las bandas. En este contexto, la imposibilidad de los adolescentes
afroamericanos que viven en los bajos fondos de la ciudad de encontrar un
trabajo puede conducirles a la venta de drogas, el proxenetismo o el robo como
alternativa razonable (Ogbu, 1985).

La delincuencia no aparece de pronto en la adolescencia. Cuando los futuros


delincuentes tienen 8 o 9 años ya tienen problemas en la escuela o han
acudido a una clínica de atención para jóvenes. A esa edad los problemas no
son siempre de índole antisocial, pero abarcan una amplia variedad de
conductas agresivas y de ruptura. En un estudio longitudinal, los altos niveles
de agresividad entre los muchachos de primero estaban asociados con la
delincuencia y el alcoholismo a los 16 años (Ensminger, 1990). En el Capítulo
10 vimos que los niños de guardería impulsivos e impacientes, que desafiaban,
interrumpían y desobedecían las normas de clase, corrían un gran riesgo de
tener problemas con la ley en la adolescencia (Spivack, Marcus y Swift, 1986).

Escaparse de casa

Los índices de un alto grado de delincuencia y las desafortunadas experiencias


escolares son típicas en los adolescentes que huyen de sus casas. Pero los que
están fuera más de tres meses huyen generalmente de familias que no
funcionan, que se caracterizan por los malos tratos o abusos sexuales, el
rechazo de los padres, falta de orientación de las actividades de los jóvenes por
parte de los mismos y la percepción de éstos de que sus progenitores
favorecen más a un hermano que a otro (Whitbeck y Simons, 1990). Algunos
adolescentes sin hogar no es que hayan huido, sino que les han “echado”: sus
padres les han exhortado a marcharse o les han prohibido volver a casa.
Los que han huido son difíciles de estudiar, puesto que sólo están al alcance de
los investigadores los que han llegado a tener algún cobijo (menos de la
mitad). En los estudios se ha descubierto que sólo aproximadamente un 20 por
100 abandonó el hogar por crisis pasajeras (divorcio, enfermedad, muerte o
problemas escolares), el 44 por 100 lo hizo a causa de crisis graves a largo
plazo (padres drogadictos o alcohólicos, o crisis con familias adoptivas), el 36
por 100 era debido a malos tratos físicos o abuso sexual. Entre los que acuden
a refugios de emergencia, casi un 70 por 100 ha recibido palizas o abusos
sexuales (Hersch, 1988) (véase Tabla 15.4)

Una vez en la calle, los que han escapado tienden a congregarse en zonas
urbanas, donde aprenden a valerse por sí solos. Puede que se dediquen a
mendigar, a buscar comida en las basuras, roben en las tiendas, vendan
drogas o se dediquen a la prostitución. Muchos empiezan tomando drogas y los
que sobreviven dispensando favores sexuales corren un alto riesgo de contraer
el SIDA. Los que huyen de casa con frecuencia se encuentran con que la
violencia de la que huían es reemplazada por su victimización en las calles de
la ciudad. Entre los jóvenes sin hogar de las ciudades de la región central de
Estados Unidos, el 41 por 100 había recibido palizas, el 24 por 100 había sido
víctima de robo, el 26 por 100 sufrido violaciones, el 43 por 100 amenazado
con arma blanca y el 30 por 100 atracado con arma blanca. Los chicos eran
más asaltados con arma blanca que las chicas (51 por 100) y éstas habían
sufrido más violaciones que los chicos (43 por 100) (Whitbeck y Simons, 1990).
En comparación con otros adolescentes, los que han huido de casa tienen altos
índices de depresión, consumo de drogas y problemas mentales. También
tienen un alto riesgo de suicidio. Entre los jóvenes que habían escapado de
casa de la zona de San Luis, el 30 por 100 había intentado suicidarse al menos
una vez (Stiffman, 1989). Pero el problema del suicidio no está confinado a este
tipo de jóvenes.

Suicidio en la adolescencia

El suicidio, que en otro tiempo fue causa poco frecuente de fallecimiento entre
los jóvenes, ahora se ha convertido en la segunda que conduce a la muerte
entre los adolescentes, superada tan sólo por los accidentes de tráfico. ¿Qué
conduce a un joven a ver la vida tan falta de esperanza que el suicidio se
convierte en la única solución? ¿Se debe a que se exige demasiado a los
jóvenes de hoy en día? ¿A que las normas no son realistas? Al igual que con los
otros trastornos de los adolescentes, no existe una respuesta simple a este
grave problema.

La raza y el género tienen mucho peso a la hora de que un joven cometa


suicidio. Los blancos se suicidan más que los afroamericanos; se suicidan más
americanos nativos que blancos, y más chicos que chicas. Las chicas
aparentemente realizan tantos intentos como los chicos, pero suelen fracasar.
Los muchachos y los hombres suelen tener éxito. ¿A qué se debe esta
diferencia? En primer lugar, los chicos emplean medios más letales. La gran
mayoría emplea armas de fuego; las chicas suelen utilizar venenos siete veces
más que los chicos (Berman y Jobes, 1991). En segundo lugar, éstas
generalmente desean ser rescatadas; el intento de suicidio es una forma de
enviar un mensaje. El típico intento de la chica, por ejemplo, es tomar pastillas
delante de la familia tras haber tenido una discusión. Los chicos no están tan
dispuestos a pedir ayuda, incluso después de haber hecho un intento sin éxito.
En tercer lugar, las muchachas tienen mejores sistemas de apoyo que los
chicos. En el Capítulo 13 vimos que las amistades de las chicas eran más
íntimas que las de los chicos e intercambiaban más las confidencias
emocionales, pero los varones tienden a considerar a los amigos sólo para
divertirse. Cuando los adolescentes hablan de suicidio, las chicas suelen verlo
como una solución a los problemas emocionales; los chicos lo ven como una
respuesta a problemas laborales (Simons y Murphy, 1985).

Los adolescentes que tienden a cometer intentos de suicidio suelen tener


antecedentes de este tipo en su familia. Por lo general han tenido cambios en
la familia -o cambios que suponen una amenaza-. A menudo sus padres se han
divorciado o separado; cuando éste no es el caso, suele ser porque hay muchos
conflictos en el hogar o se sienten rechazados por uno o ambos progenitores.
Casi la mitad de los adolescentes que intentaron acabar con sus vidas dijeron
que era a causa de problemas familiares. Entre los jóvenes varones blancos, el
vivir en la pobreza también se asocia con este acto (MeCall, 1991), y entre los
americanos nativos, las dificultades parecen relacionarse con el fracaso en
desarrollar una sólida identidad étnica y la pérdida de relaciones (LaFromboise
y Bigfoot, 1988).

Los antecedentes familiares de actos de suicidio no son un buen presagio. En


un estudio, un tercio de los adolescentes que acabó con sus vidas había tenido
algún pariente que se había suicidado o lo había intentado (Holden, 1986). En
las familias de los adolescentes americanos nativos, por ejemplo, los suicidios
suelen darse en las fechas en las que se cumple el aniversario en que algún
pariente lo hizo (LaFromboise y Bigfoot 1988). Un intento de suicidio por parte
de algún miembro de la familia parece presentar esta opción como algo
razonable en los adolescentes de todas las razas. ¿Por qué? El tabú contra el
suicidio es un poderoso disuasorio. Cuando la familia o la cultura que la rodea
lo contempla como algo horrible, es poco probable que los jóvenes lo cometan.
Sin embargo, el intento de suicidio por parte de un familiar lo convierte en una
opción no desechable. Este permiso para suicidarse afecta a cualquier edad.
Cada vez que algún famoso lo hace, aumenta el índice nacional de suicidios
durante los siguientes días (Berman y Jobes, 1991).

Hay veces que parece que una ola de suicidios arrasa entre los jóvenes de una
comunidad. En Omaha, Nebraska, se suicidaron tres adolescentes en cinco días
y otros cuatro lo intentaron infructuosamente., Los jóvenes muertos se
conocían entre sí, aunque superficialmente (Leo, 1986). En Plano, una pequeña
ciudad de Texas al norte de Dallas, se suicidaron siete adolescentes en un año.
En la escasamente poblada zona rural del norte de la ciudad de Nueva York
cinco jóvenes acabaron con sus vidas en un mes. En tales casos, el primer
suicidio probablemente rompe el tabú de la comunidad contra tales actos y
hace posible que otros adolescentes lo consideren como una solución a sus
problemas.

El adolescente que resuelve sus problemas con una pistola, una cuerda o una
sobredosis de barbitúricos no es un niño «normal» que un día cuando vuelve a
casa decide suicidarse. Los investigadores han descubierto que sólo una
proporción muy pequeña de víctimas de suicidio (menos del 10 por 100)
carecía de síntomas psiquiátricos antes de su muerte. Muchos chicos que se
suicidan tienen un historial de depresión, impulsividad, drogas, alcoholismo,
agresión y conducta antisocial, o bien son unos perfeccionistas tan rígidos que
tienden a aislarse de la sociedad (Berman y Jobes, 1991; Shafii et al., 1985).
Aunque sólo uno de cada 660 jóvenes deprimidos acaba con su vida, las
víctimas de suicidio de ambos sexos suelen tener un historial de depresión
(Shaffer y Bacon, 1989). Los adolescentes deprimidos que se suicidan difieren
en distintas formas de los otros que aunque también padezcan esta
enfermedad no lo intentan. Los suicidas suelen tener relaciones familiares
difíciles, sienten que no tienen mucho control sobre su entorno y carecen de
habilidades para resolver problemas, por lo que no pueden generar tantas
soluciones cuando los conflictos les sobrepasan (Berman y Jobes, 1991). Los
acontecimientos particulares que conducen a un joven al suicidio varían de una
persona a otra. A menudo es a causa de una ruptura en una relación. No
obstante, cualquier experiencia que produzca vergüenza, culpabilidad y
humillación puede precipitar al intento de suicidio. El ser arrestado, golpeado o
violado suele preceder a este acto. Sin embargo, el incidente no tiene por qué
ser violento. Un muchacho puede sentir que la vida no vale la pena cuando
rechazan su solicitud de admisión en Harvard.

En una serie de comunidades, los padres alarmados, profesores y cargos


públicos han establecido programas educativos para difundir entre los
adolescentes, padres, profesores y clero las causas y efectos del suicidio. El
programa escolar típico suele intentar concienciar acerca del problema del
suicidio en la adolescencia, presentar los hechos y desenmascarar los mitos
sobre el mismo, aumentar la sensibilidad para reconocer a los jóvenes que
están en peligro, cambiar las actitudes y animar a !os adolescentes con
problemas a que pidan ayuda (Berman y Jobes, 1991). Sin embargo, cuando los
investigadores evaluaron tres de estos programas, descubrieron que los
alumnos en peligro podían sentirse desconectados a causa de los mismos, pero
en el aspecto positivo, muchos estudiantes sintieron que los programas les
dieron más confianza en su capacidad para ayudar a otros compañeros
(Shaffer, Garland y Whittle, 1988). Los investigadores están de acuerdo en que
hay que tomarse en serio a los adolescentes que hablan de suicidio. En un
estudio de suicidios de adolescentes, el 85 por 100 había hablado de su intento
y el 40 por 100 lo había intentado anteriormente sin éxito (Shafii et al., 1985).
Embarazo en la adolescencia

Cada año nacen en Estados Unidos más de medio millón de bebés de


muchachas adolescentes, siendo el 67 por 100 solteras. El 55 por 100 de las
jóvenes blancas que dan a luz no están casadas; entre las hispanas (que
pueden ser blancas o de color) el 54 por 100 y entre las afroamericanas el 92
por 100 son madres solteras (Child Trends, 1992). Cada año el 24 por 100 de
las adolescentes con actividad sexual se quedan embarazadas. El embarazo se
suma a las decisiones cruciales que han de tomar los adolescentes y éstas
cambiarán el curso de sus vidas.

Los riesgos del embarazo en la adolescencia

Los riesgos físicos económicos y sociales que corren las madres embarazadas y
sus bebés preocupan a muchos investigadores. Estas jóvenes madres sufren un
tremendo aumento de todo tipo de complicaciones. Cuando una madre es
menor de 16 años, su riesgo de perder la vida durante el embarazo o el parto
es cinco veces mayor que la media nacional (Bolton, 1980). Las madres muy
jóvenes se enfrentan a mayores riesgos, debido a que su pelvis no está bien
desarrollada. Con frecuencia, la cabeza del feto no puede pasar con seguridad
a través de la misma, por lo que las adolescentes suelen tener problemas en el
parto y necesitar cesáreas (McCluskey, Killarney y Papini, 1983).

En comparación con otros embarazos a una edad más adulta, se dan más
casos de bebés muertos al nacer, prematuros, bebés bajos de peso, síndrome
de distress respiratorio y defectos neurológicos (Bolton, 1990). La mayoría de
las complicaciones son innecesarias y nada tienen que ver con la edad de la
madre. Tienen lugar porque muchas chicas rechazan los cuidados médicos
prenatales y sólo ven a un especialista en la última etapa del embarazo, si es
que van a visitarlo. Puesto que la mayoría de las adolescentes no saben mucho
de nutrición o desarrollo prenatal, es probable que no coman bien, que
expongan al feto a peligros como el alcohol, las drogas o el tabaco. Las
adolescentes más mayores, que tienen buenos cuidados médicos desde el
primer trimestre de embarazo, están bien alimentadas y no fuman, no toman
drogas ni beben, tienen bebés tan sanos como las mujeres que ya están en los
veinte.

Las adolescentes afrontan mayores riesgos si dan de mamar a sus bebés.


Puesto que todavía están creciendo, las exigencias simultáneas de producir
leche y el crecimiento de los huesos dificultan que puedan tomar el suficiente
calcio y fósforo para cubrir las necesidades de su cuerpo. Incluso las que toman
suplementos alimenticios suelen perder grandes dosis de calcio y otros
minerales de sus huesos (Chan et al., 1982). Esta pérdida no sólo debilita los
huesos, sino que les hace correr el riesgo de tener osteoporosis cuando sean
adultas. Estos riesgos físicos probablemente no excedan a los de índole social y
económico a que se han de enfrentar las madres adolescentes. A medida que
la sociedad ha ido aceptando a las madres solteras, menos adolescentes han
dado a sus hijos en adopción. Los estudios han probado que el 90 por 100 de
las madres adolescentes se queda con sus hijos (Unger y Wandersman, 1988).
¿Qué les pasa a estas jóvenes madres? Su futuro parece depender de las
decisiones que tomen. Las que se quedan en casa con sus padres y completan
su educación son las que a la larga tienen más suerte (Furstenberg,
Brooks-Gunn y Chase-Lansdale, 1989). Las que dejan los estudios tienen
menos probabilidades de encontrar trabajos estables y bien pagados y es más
fácil que tengan que recurrir a la beneficencia que las que han acabado el
instituto. Las que abandonan los estudios carecen de las habilidades que les
permiten obtener trabajos y tienen la carga de la responsabilidad emocional y
económica de cuidar a un bebé. Los cuidados generalmente suponen mucho
más de lo que imaginaban. El bebé sonriente, dulce y tierno que habían
imaginado durante el embarazo, se convierte en un colérico llorón mojado, que
huele a leche agria, necesita cuidados continuos y no deja dormir por las
noches. Algunos estudios han puesto de manifiesto que al cabo de dos años
muchas madres adolescentes -incluso las que decían que no querían tener más
hijos- vuelven a estar embarazadas, lo que no hace más que agravar el
problema (ScottJones y Turner, 1990).

Las que “resuelven” el problema casándose, al principio puede que tengan


ventaja a nivel económico sobre las demás, pero ésta no es permanente.
Generalmente abandonan los estudios y muchas se encuentran divorciadas al
cabo de unos años y sin conocimientos laborales (K. Moore, 1985). Entre un
grupo de madres con bajos ingresos de Carolina del Sur, casi la mitad ya no
estaba con el padre de su hijo cuando éste tenía tan sólo 8 meses (Unger y
Wandersman, 1988). (El recuadro «Cuando las adolescentes se convierten en
madres» describe los problemas a los que se enfrentan los hijos de éstas.)

Algunas madres adolescentes finalmente tienen buena suerte. Las que


terminan los estudios controlan su fertilidad y acaban teniendo matrimonios
estables, no se diferencian de las mujeres del mismo nivel socioeconómico que
posponen quedarse embarazadas (Furstenberg, Brooks-Gunn y
Chase-Lansdale, 1989; Scott-Jones y Turner, 1990). La clave del éxito parece
ser el apoyo social, a menudo procedente de los padres u otros miembros de la
familia, que las ayudan económicamente y en los cuidados del bebé,
permitiéndole regresar a la escuela. Entre los adolescentes de un estudio, las
madres afroamericanas tenían mayor apoyo de sus familias que las hispanas
(Wasserman et al., 1990). Las madres afroamericanas también tenían mayor
autoestima. El apoyo social amortigua los efectos del embarazo en la
adolescencia.
¿Por qué hay tantos embarazos?

Aunque la actividad sexual ha aumentado entre los adolescentes, ello no


justifica esta oleada de embarazos. En Suecia, una sociedad más permisiva que
la americana, el índice de embarazos en la adolescencia es tan sólo un tercio
de los embarazos en Estados Unidos. Las jóvenes americanas se quedan
embarazadas a un ritmo del doble que en Canadá, Gran Bretaña o Francia;
siete veces más que en Holanda y dieciocho veces más que en Japón (Leavitt,
1986).

La mayoría no lo hacen intencionadamente. Más bien no parecen tener


motivación para evitar el embarazo (K. Moore, 1985). En general, la falta de
motivación es lo que caracteriza a las muchachas que se quedan embarazadas.
No tienen mucho interés en los estudios y la mayoría tiene notas bajas que no
les conducen a ninguna parte (Furstenberg, Brooks-Gunn y Morgan, 1987).
Algunas se quedan embarazadas intencionadamente. Entre las que no tienen
trabajo ni esperanzas de ir a la universidad, el embarazo puede convertirse en
un símbolo de status que las promueve a la etapa adulta (L. Hoffman y Manis,
1978).

Las tendencias sociales también desempeñan su papel en los embarazos y


partos en la adolescencia. A medida que los embarazos entre las jóvenes se
han vuelto más frecuentes y han aparecido modelos de madres solteras entre
los personajes célebres y mujeres con carrera, el estigma que una vez estuvo
relacionado con los embarazos en la soltería ha desaparecido casi por
completo. Cuando en 1986 Madonna grabó «Papa Don't Preach», los
funcionarios de los centros de planificación familiar se llevaron las manos a la
cabeza. «El mensaje», dijo el director ejecutivo, «es que quedarse embarazada
es normal y que tener el bebé no es malo y que no escuches a tus padres, la
escuela, ni a nadie que te diga lo contrario» (Dullea, 1986). Según su opinión,
Madonna estaba abriendo a las adolescentes una puerta hacia la pobreza
permanente.

El caso de los anticonceptivos

La razón más inmediata de los embarazos en la adolescencia es el uso


incorrecto de anticonceptivos, el empleo esporádico o el no utilizarlos en
absoluto. La mayoría de las adolescentes sexualmente activas saben que
existen y la proporción de las que los usan se duplicó desde 1980 a 1988.
Hacia finales de la década, dos tercios de adolescentes los usaban durante su
primera relación, generalmente preservativos (Child Trends, 1990). Muchos de
ellos, sin embargo, juegan a arriesgarse y sólo los usan a veces. Quizá debido
al poder de la fábula personal, muchas no parecen darse cuenta de que puede
pasarles a ellas. En un estudio de adolescentes embarazadas,
independientemente de cuánto supiera la joven sobre los mismos y el riesgo de
las relaciones sexuales sin protección, se había sorprendido al saber que
estaba embarazada (P. Smith et al., 1982). Otro factor es el sentimiento de
culpa o la ambivalencia sobre la actividad sexual (Rosen y Hall, 1984). Las
chicas que creen que las relaciones prematrimoniales no son buenas tienden a
excusar su actividad sexual si se sienten “arrastradas” por sus emociones.
Llevar anticonceptivos o tomar pastillas denota la intención de tener relaciones
sexuales, lo que las clasifica como «malas» chicas ante sus propios ojos.

Algunas jóvenes simplemente no están bien informadas. En un estudio entre


afroamericanas de 15 a 19 años, muchas sólo tenían un vago conocimiento del
proceso de reproducción y al menos la mitad de las jóvenes había estado
sexualmente activa antes de haber recibido clases de educación sexual que
proporcionaran información sobre los métodos anticonceptivos (Scott-Jones y
Turner, 1990). Las jóvenes con ese vago conocimiento pueden pensar que si se
toman una de las píldoras de su madre antes de tener una relación estarán
protegidas; o que si lo hacen en según qué posturas no hay «peligro»; o que
han de tener un orgasmo para poder concebir. Seis de cada diez adolescentes
no están seguras de en qué momento del mes tienen más probabilidades de
quedarse embarazadas (Hevesi, 1986). Algunas tienen temores exagerados
respecto a los efectos secundarios de los anticonceptivos. Otras tienen miedo
de que si van a una clínica sus padres se enteren de que tienen relaciones
sexuales.

Las que los emplean de forma esporádica o incorrecta difieren de las que los
usan correctamente en varios sentidos. Las que los emplean de forma irregular
suelen pertenecer a familias de clase socioeconómica baja, pertenecer a
iglesias protestantes fundamentalistas, tener pocas aspiraciones a nivel de
estudios o metas, comunicarse poco con sus padres, tener amigos que ya son
padres, tener relaciones sexuales de forma irregular y carecer de un
compañero estable (Brooks-Gunn y Furstenberg, 1989). Sus personalidades
también son distintas. Su autoestima suele ser baja, están angustiadas, se
sienten alienadas e impotentes. Entre las chicas de una clínica para
adolescentes, las que los usan esporádicamente tenían dificultad en pensar en
su futuro. Bien no tenían metas o éstas no eran realistas y no tenían relación
alguna con sus actividades. Raramente pensaban en las cosas antes de actuar
(Spain, 1980). Las que los utilizaban correctamente pensaban en el mañana y
se daban cuenta de que su conducta actual tendría consecuencias más
adelante, podían visualizar sus carreras y situaciones familiares.

Reducir los embarazos en la adolescencia

Una de cada cinco jóvenes activas sexualmente no emplea ninguna forma de


control de natalidad. Entre las pobres, una de cada cuatro no pone ningún
medio preventivo (Forrest y Singh, 1990). En los últimos veinte años, el número
de nacimientos en la adolescencia había disminuido, pero las últimas
estadísticas han despertado nuevamente la preocupación sobre el tema. En
1970, mientras la generación del baby-boom absorbía a la sección de la
población de adolescentes, éstas dieron a luz a 644.700 niños. En 1986 el
número descendió a 472.081, para volver a aumentar en los tres años
siguientes. En 1988 nacieron de madres adolescentes 517.989 bebés (Child
Trends, 1992). Tras descender la cifra a principios de los ochenta, el índice de
nacimientos también aumentó el 19 por 100 entre las chicas más jóvenes (15 a
17 años) -de 30,6 nacimientos por cada 1.000 en 1986 a 36,5 por cada 1.000
en 1989.

Los investigadores creen que el aumento se debe a una mayor actividad


sexual, porque el número de abortos en las adolescentes ha permanecido
estable. Los esfuerzos para evitar los embarazos en la adolescencia han
adoptado tres enfoques: 1) cursos de educación sexual que incluyan
información sobre la anticoncepción; 2) intentos de cambiar las actitudes de los
adolescentes respecto a la actividad sexual a una temprana edad; 3)
proporcionar anticonceptivos y servicios de planificación familiar (Furstenberg,
Brooks-Gunn y Chase-Lansdale, 1989). Todavía no se ha llegado a una
conclusión sobre los efectos en la actividad sexual y el uso de anticonceptivos
de este tipo de educación, y los intentos de retrasar las relaciones íntimas
todavía son muy recientes. La mayoría de los estudios, sin embargo, indican
que los servicios de planificación familiar y los anticonceptivos es muy
probable que reduzcan el índice de embarazos, especialmente entre las
jóvenes afroamericanas (Hofferth, 1987).

Cuando los institutos de St. Paul, Minnesota, empezaron a proporcionar


anticonceptivos como parte de los servicios de salud generales, la natalidad
entre las alumnas de instituto descendió de 59 por 1.000 en 1977 a 37 por
1.000 en 1985 (Leavitt, 1986). Cuando algunos institutos de Baltimore
empezaron a ofrecer servicios de control de natalidad, el índice de embarazos
entre las estudiantes bajó a 22,5 por 100 en un momento en que el índice de
embarazos en otros institutos de Baltimore había ascendido al 39,5 por 100
(Perlez, 1986). La presencia de los servicios clínicos también pareció ayudar a
retrasar el momento en que los alumnos empezaban a estar sexualmente
activos. Tras la instauración de las clínicas, los alumnos de esos institutos
tendían a posponer su primera relación sexual unos seis meses. En la mayor
parte de los sitios, estos servicios han levantado controversias. De hecho, los
propios estudiantes decían que preferirían acudir a estas clínicas fuera del
ámbito de la escuela, especialmente porque temen que el personal de las
mismas notifique sus visitas a los dirigentes del instituto. No hay ningún
programa que pueda evitar los embarazos en la adolescencia, pero los que
tienen más éxito en reducir su índice son los que ofrecen a la joven una
motivación para evitarlo.

Trastornos en el comer

Ultimamente los trastornos en el comer se han convertido en un problema


común en la adolescencia. Hace tan sólo veinte años, los términos anorexia y
bulimia eran casi desconocidos, excepto en el campo de la psicología y
psiquiatría clínica, y la mayoría de los especialistas sólo los conocía por
haberlos leído en los libros de texto. Actualmente, estos trastornos son tan
frecuentes que muchos colegios universitarios y universidades ofrecen
programas de asesoramiento o terapia especialmente diseñados para los
alumnos que padecen dichas enfermedades. Los trastornos en el comer se
clasifican en tres grupos: obesidad, anorexia nerviosa y bulimia. A pesar de lo
diferente que pueda ser la definición en realidad, pueden superponerse de
alguna manera: un adolescente con anorexia también puede ser bulímico, uno
que una vez fue obeso puede convertirse en anoréxico y un joven con bulimia
también puede ser obeso.

El rasgo común en todos estos trastornos se puede encontrar en la moda del


momento que puede exigir que las mujeres y las adolescentes estén delgadas.
El ideal de cuerpo femenino es mucho más delgado de lo que es la figura
natural de la mujer y la discrepancia ha crecido desde mitades de siglo. Entre
1959 y 1979, el peso y la estatura de la modelo central de la revista Playboy y
las concursantes para miss América descendieron considerablemente, y desde
1970 las ganadoras del concurso han venido siendo mucho más delgadas que
las otras concursantes (Garner et al., 1980). Puesto que el concepto que las
chicas tienen sobre sí mismas está tan relacionado con la percepción de su
atractivo, estos cambios culturales han aumentado la presión para ser esbelta,
especialmente entre las jóvenes de familias adineradas. Aunque no es muy
probable que los chicos, independientemente de la clase socioeconómica a la
que pertenezcan, deseen un cuerpo delgado, a menos que sean obesos, entre
las chicas el querer estar delgadas sí está correlacionado con el nivel social
(Dornbusch et al., 1984). Las chicas de las familias con pocos ingresos sólo
están descontentas cuando están más gordas de lo normal, pero las de familias
adineradas desean estar delgadas, sin importarles si su peso es el correcto.
Este tipo de situaciones son las que crean en las jóvenes los trastornos en el
comer.

Los resultados de un estudio longitudinal confirman lo anterior. Entre las


adolescentes no obesas de clase media de una escuela privada de enseñanza
secundaria de la ciudad de Nueva York, la grasa del cuerpo que aparece en la
pubertad y que es perfectamente normal parecía ser lo que desencadenaba los
problemas en el comer (Attie y Brooks-Gunn, 1989). Estas jóvenes no eran
bulímicas o anoréxicas, pero estaban preocupadas con la delgadez, su
preocupación por evitar comer grasas era casi patológica, el miedo a pensar en
comida y la tendencia a atiborrarse en algunas ocasiones era similar a la de las
jóvenes con anorexia o bulimia. Cuanto más negativa se sentía acerca de su
cuerpo a principios de la adolescencia, mayor era la tendencia a tener
trastornos en el comer en los dos años siguientes. Por ello la imagen del cuerpo
es un buen modo de predecir los problemas compulsivos en el comer durante
la adolescencia.
La obesidad

Casi un 15 por 100 de adolescentes americanos son obesos; su peso excede


del peso ideal para su estatura en al menos un 20 por 100 (Maloney y Klykylo,
1983). Las chicas están mucho más preocupadas por la obesidad que los
chicos. Las jóvenes obesas (y las que no lo están pero creen que pesan más de
lo que debieran) suelen tener una baja autoestima y una imagen distorsionada
de sus cuerpos (se ven más gordas de lo que realmente están) y se sienten
frustradas e impotentes cuando sus dietas no surten efecto. Están
avergonzadas de su peso y de su apetito por la comida. Algunas están tan
decepcionadas con su peso e insatisfechas con su cuerpo que se deprimen
(Rodin, Silberstein y Striegel-Moore, 1985).

No existe una sola causa para la obesidad. Como vimos en el Capítulo 5, en su


desarrollo pueden estar implicados los genes, el metabolismo, los hábitos
alimenticios, la inactividad y una acentuada respuesta a los estímulos
ambientales. Existen algunos indicios de que los intentos de las jóvenes para
adelgazar pueden hacer que vencer la obesidad sea más difícil. En la pubertad
el aumento de los niveles de estrógeno y progesterona promueven el desarrollo
de las células adiposas y el almacenamiento de la grasa en el cuerpo. Estos
depósitos de grasa normales conducen a las chicas a dietas severas. Las
investigaciones indican que hacer dieta en esta etapa cuando se está
estableciendo la producción hormonal puede interrumpir el proceso natural de
regulación de peso (Rodin, Silberstein y Striegel-Moore, 1985).

La obesidad tiene efectos negativos en el futuro de una chica, pero es menos


peligrosa en un chico. En un estudio antiguo, el 52 por 100 de las jóvenes no
obesas iban a la universidad, mientras que sólo el 32 por 100 de las obesas
que finalizaban el instituto continuaban estudiando una carrera. Entre los
chicos, el 53 por 100 de los no obesos y el 50 por 100 de los obesos iba a la
universidad (Canning y Mayer, 1966). Puesto que los estudios universitarios
son un importante determinante del nivel socioeconómico, estos patrones
pueden tener un efecto permanente y pueden explicar porqué las mujeres
obesas -aunque no los hombres en la misma condición- suelen descender a un
nivel inferior al de sus padres. Parte de esta diferencia de sexo puede ser a
consecuencia de la discriminación de las secretarías de admisión de las
universidades (Goldblatt, Moore y Strunkard, 1965). En algunas jóvenes, los
esfuerzos por luchar contra la obesidad pueden conducir a trastornos más
serios.

Anorexia nerviosa

La anorexia nerviosa es un patrón de autoinanición causado por seguir


fanáticamente una dieta. Un diagnóstico de anorexia implica el haber perdido
más de un 25 por 100 del peso original del cuerpo sin que la causa sea una
enfermedad médica o psiquiátrica (Sorosky, 1986). Las jóvenes a veces
aceleran su pérdida de peso empleando laxantes, diuréticos y pastillas que
quitan el hambre. Su objetivo inicial puede ser conseguir un cuerpo «perfecto»
eliminando unos cuantos kilos, pero cuando alcanzan esa meta se proponen
otra nueva, consiguiendo una reducción de peso aún mayor. Este patrón
continúa mientras la joven va adelgazando cada vez más (casi el 95 por 100 de
la anorexia se produce en las mujeres). Si no se interrumpe el proceso, ésta
acaba pareciendo un esqueleto: las costillas le sobresalen, su cara parece una
calavera y sus manos parecen garras. En la mayor parte de los casos parece
estar contenta con esa pérdida adicional de peso y niega estar flaca. Sin
embargo, a menudo está tan desnutrida que ha de ser hospitalizada y forzada
a comer. La anorexia nerviosa, si no se trata, es un trastorno
extraordinariamente peligroso. La víctima puede dejarse morir de inanición o
morir a causa de complicaciones médicas provocadas por la desnutrición.

La anorexia surge por el miedo que la enferma comparte con las otras
adolescentes: el miedo a estar gordas. Cuando los investigadores compararon
a las muchachas anoréxicas con las que estaban sanas, descubrieron que
ambos grupos estaban siempre a “dieta”, continuamente empleaban la fuerza
de voluntad para evitar comer y consideraban que tenían un hambre
exagerada y obscena (M. Thompson y Schwartz, 1982).

La anorexia es más común entre las jóvenes acomodadas y con una buena
educación de los países desarrollados, donde la presión para estar delgada y
esbelta es muy fuerte. Sin embargo, parece haber algún otro factor adicional
en los historiales de las muchachas anoréxicas, o en el hecho de que la mayor
parte de las chicas ricas contraigan esta enfermedad. Por una parte, la mayoría
llene metas muy, altas. La muchacha anoréxica ha luchado por conseguir el
éxito desde que era muy pequeña, intentando ser una estudiante de
sobresalientes, una «niña perfecta». Una joven así, en la universidad, coge
veinte unidades de trabajo de curso cada semestre, tiene un trabajo fijo, es
capitana del equipo de atletismo, es tutora de niños más atrasados y hace
ejercicio hasta agotarse al menos durante dos horas al día.

Algunos médicos creen que el miedo a la sexualidad es una de las principales


causas de la anorexia (Maloney y Klykylo, 1983). La pérdida de peso exagerada
interrumpe la menstruación, encoge pechos y caderas hasta que no puede ser
reconocida como mujer. La anorexia elimina toda posibilidad de embarazo. De
hecho, devuelve a la joven a la etapa prepubertal, en la que no tenía
responsabilidades de adulto. Otros creen que la anorexia es síntoma de una
familia con muchos problemas que no funciona bien, en la que la autoinanición
de la muchacha mantiene la estabilidad. Según esta visión, los padres se
centran en proteger o culpar a la joven, ardid que les permite ignorar sus
propios conflictos y ver a la hija como el principal problema de la familia (Hsu,
1983). Si, por otra parte, la joven se siente impotente, el dejar de comer puede
ofrecerle un medio de controlar un área de su vida. También hay otros
investigadores que creen que existe un componente genético y que el
hipotálamo (que regula el comer) no funciona correctamente.

Bulimia

La joven anoréxica ejerce un rígido control en lo que come hasta el punto de


llegar a la inanición. Por el contrario, en el caso de la bulimia, llamado a veces
el «síndrome de atiborrarse y purgarse», la joven atraviesa distintos episodios
en los que su hábito de comer está fuera de control. Durante sus atracones
periódicos consume grandes cantidades de alimentos con muchas calorías
-varias barras de chocolate o quizá varias pizzas de tamaño grande- en una o
dos horas. En un intento de controlar su peso, puede provocarse el vómito tras
cada comilona o se entrena para hacerlo después de cada comida. Algunas
bulímicas, en vez de vomitar, emplean grandes dosis de laxantes para
controlar el peso. Otras emplean diuréticos o rigurosas dietas entre los
períodos de comilonas. Las que se purgan regularmente corren el riesgo de
tener graves problemas médicos y dentales.

A diferencia de las anoréxicas, las bulímicas son conscientes de que sus


comilonas no son normales y temen que un día no puedan parar de comer, se
sienten avergonzadas y deprimidas tras cada episodio. Aunque por definición
las anoréxicas están por debajo del peso normal, muchas bulímicas están en el
peso medio o un poco por encima de éste. Pero atiborrarse de golpe no está
reservado sólo a las adolescentes con bulimia. Entre un grupo de 1.000 chicas
de instituto, casi el 17 por 100 de las jóvenes no bulímicas < normales» se
daban comilonas al menos una vez a la semana y el 9 por 100 vomitaba al
menos una vez al mes para controlar el peso (C. Johnson et al., 1984).

Las chicas bulímicas difieren de varias formas de las adolescentes < normales»
que se preocupan por su peso. Los factores genéticos, familiares y de a
personalidad también parecen estar en interacción (DeAngelis, 1990). A1 igual
que las anoréxicas, las que padecen bulimia tienen una autoestima baja y
pueden haber crecido en el seno de familias con problemas. Sin embargo, las
bulímicas a menudo tienen problemas en controlar su conducta. Muchas tienen
síntomas de depresión y también sufren graves problemas afectivos (entre
ellos la depresión) (J. Hudson et al., 1983). Una vez que se ha conseguido
reducir el peso hasta un cierto punto, los trastornos producidos por la anorexia
no pueden disimularse. Pero en el caso de la bulimia se puede comer y comer y
purgarse secretamente durante años sin ser descubierto. El tratamiento para la
anorexia y la bulimia depende del terapeuta. Ambos han sido tratados con
psicoanálisis, terapia familiar, terapia conductista, terapia cognitiva, terapia de
grupo y métodos bioquímicos. A menudo el terapeuta combina dos tipos de
tratamiento, como es la terapia cognitiva y los antidepresivos. Cada uno de
éstos métodos ha conseguido buenos resultados.
EL FUTURO DEL ESTRÉS Y LA ANGUSTIA EN LA ADOLESCENCIA

¿La descripción de los trastornos de la adolescencia que se ha hecho en este


capítulo es un retrato sólido y duradero, o simplemente una instantánea de los
problemas que han acosado a los jóvenes en los últimos veinticinco años? Se
han producido grandes cambios en la visión de los psicólogos del desarrollo
sobre la experiencia de la adolescencia. No hace tanto tiempo nuestros
conocimientos procedían de estudios (principalmente de chicos) que no hacían
ningún esfuerzo por enmarcar sus conclusiones bajo una perspectiva histórica
(G. H. Elder, 1980). Actualmente los investigadores, por lo general, tratan de
considerar de qué modo las influencias sociales e históricas afectan en el modo
en que maduran los jóvenes.

Tras casi veinte años de un aumento estable en los trastornos de la


adolescencia, las cifras daban la vuelta y en muchos casos empezaban a
descender. El empleo de drogas llegó a la cumbre en 1979. La delincuencia
juvenil alcanzó la cima en 1980. El suicidio en 1977. Los embarazos de madres
solteras en 1980. Luego, después de 1985, algunas cifras empezaron a
ascender de nuevo. El consumo de drogas todavía está bajando -al menos
entre los adolescentes que aún van a la escuela-, pero no han decrecido todos
los otros trastornos. El índice de criminalidad y de embarazos ha vuelto a
iniciar la escalada, al igual que el índice de suicidios entre los 15 y 19 años,
mientras esta tendencia continúa disminuyendo entre los jóvenes que están en
los 20 (Berman y Jobes, 1991).

Una interesante teoría explica el ascenso y subsiguiente descenso entre 1960 y


1985, principalmente como el efecto del baby-boom que produjo una
generación récord de niños entre 1946 y 1964 (Easterlin, 1980). Esta teoría del
nacimiento en una cohorte sostiene que existe una estrecha relación entre la
«gran cantidad de gente» de una generación y la cantidad de problemas que
experimentan sus miembros. Los que nacieron durante el babyboom tienen
más tendencia a los problemas emocionales que los que nacieron durante un
«descenso de la natalidad», cuando hay menos jóvenes en relación con el total
de la población.

Los que han nacido en una generación muy numerosa se encuentran


compitiendo entre sí por unos recursos limitados. En cada una de las carreras
de la vida -por las notas, la admisión en las mejores universidades, los trabajos,
las promociones- hay más corredores que eliminar. Los que sienten que se
quedan atrás o que es fácil que les suceda suelen reaccionar con sentimientos
de desprecio y culpa respecto a sí mismos. Los individuos que reaccionan con
resentimiento suelen cometer actos delictivos; los que se desvalorizan tienden
a deprimirse o a suicidarse. A medida que se acumulan actos destructivos o
autodestructivos, se produce un acentuado aumento en los actos de este tipo
no sólo en el número, sino también en el espacio de tiempo en que acontecen.
Los efectos prácticos pueden ser dramáticos. Si el número de jóvenes nacidos
en un año concreto se duplica y si el índice de un determinado acto se triplica,
existe un 600 por 100 de aumento. Esto es lo que pasó exactamente entre
1960 y 1980 en el caso de los suicidios entre jóvenes varones blancos.

Estudios anteriores apoyan la teoría del nacimiento en una cohorte. Cuando se


compararon las cohortes desde 1933 hasta 1976, los suicidios estaban
correlacionados en 0,46 con el tamaño de la misma y los homicidios en 0,52
(Offer y Holinger, 1983). Con el resto de los crímenes se observó un patrón
similar, que empezaba a aumentar cuando la primera hornada de los
pertenecientes al babyboom llegaba a la adolescencia y continuó hasta 1980,
cuando los miembros de esta generación pasaron a la etapa de los 30. El
número de delitos aumentó debido a que existía una mayor proporción de
personas (hombres jóvenes entre 15 y 29 años) que podían cometer delitos.
Además, el índice de criminalidad per cápita aumentó: cada 1.000 jóvenes
varones cometió más delitos que 1.000 jóvenes en los años sesenta. A medida
que las oportunidades laborales y los ingresos disminuían entre los de esta
generación, encontraron cada vez más difícil equipararse a la posición
económica de sus padres. Muchos sólo podían encontrar puestos con salarios
bajos o no encontraban trabajo. El estrés psicológico aumentó y con ello la
conducta antisocial. Los jóvenes que corrían el riesgo de caer en la
delincuencia (debido a los antecedentes familiares y a su carácter) se
inclinaron más hacia la delincuencia (Schapiro y Ahlburg, 1986).

Tal como predijo la teoría del nacimiento en una cohorte, los índices de
problemas en la adolescencia empezaron a descender en 1980. El descenso
continuó durante varios años. Luego sucedía algo y las cifras empezaban a
subir. El índice de criminalidad, por ejemplo, aumentó de 104,6 arrestos por
cada 1.000 adolescentes en 1984 a 118,6 arrestos en 1985 (Oficina de
Investigación y Mejora Educacional, 1988). Esta tendencia no continuó: la
proporción de delitos cometidos por adolescentes descendió ligeramente -del
17 por 100 en 1985 al 16 por 100 en 1988 (Oficina del Censo de Estados
Unidos, 1990). La teoría del nacimiento en una cohorte no explica claramente
todos los cambios. Las fluctuaciones económicas también parecen tener
relación. Durante finales de los años ochenta la recesión destruyó muchos
recursos que estaban al alcance de los adolescentes. El estrés económico y la
transición a una economía de servicios (que eliminaba puestos de obrero no
cualificado) tuvo una fuerte repercusión entre los jóvenes de esa clase, que no
podían esperar pasar del instituto a un trabajo bien pagado en una fábrica.
Entre 1970 y 1985, la proporción de familias americanas de niveles
socioeconómicos bajos aumentó del 21,9 al 23,5 por 100 (Koepp, 1986;
McLoyd, 1989). La combinación de los cambios demográficos, que son el foco
de la teoría del nacimiento en una cohorte, y las fluctuaciones económicas
quizá puedan explicar mejor las fluctuaciones en el índice de los problemas en
la adolescencia.
Si miramos hacia el futuro, esta teoría predice una nueva ola de problemas en
la adolescencia hacia finales de esta década. Actualmente los hijos de los del
baby-boom están llegando a la pubertad. Cada año aumentará su número
hasta 1995, cuando existirán casi dos millones más de jóvenes entre 15 y 19
años que en 1990; para el año 2000 la población de adolescentes habrá
aumentado en otros dos millones y será mayor que en 1980 (División de
Población de las Naciones Unidas, 1976). La competición entre individuos de la
misma edad y la consecuente eliminación de los que sean menos atractivos,
capaces o afortunados aumentará con toda probabilidad. No obstante, también
hay otros factores que pueden acelerar o sofocar el estrés que sientan los
adolescentes. Hay pocos factores sociales que tengan una sola causa y las
predicciones sobre los jóvenes adolescentes del año 2000 todavía son
inciertas.

SUMARIO

CAMBIO Y ESTRÉS

Los años de la adolescencia se pasan preparándose para abandonar el hogar


familiar. La mayor duración de este período en las sociedades contemporáneas,
la incertidumbre de los jóvenes sobre el futuro y su angustia por las elecciones
que han de realizar pueden causar estrés.

ADOLESCENTES NORMALES Y PATOLOGICOS

Se han creado cuatro mitos sobre la adolescencia, pero ninguno ha recibido el


apoyo de las investigaciones. La adolescencia no es un período de inusuales
tormentas emocionales. Cuando surgen problemas de este tipo en esta etapa,
no desaparecen cuando la persona llega a la etapa adulta. La hostilidad y el
conflicto entre padres y adolescentes no son inevitables. Un abismo
generacional no separa al adolescente de sus padres.

ÁREAS DE ESTRÉS DEL ADOLESCENTE

La mayoría de los adolescentes consumen drogas alguna vez, pero los que
consumen regularmente son jóvenes con problemas. El abuso de las drogas o
el alcohol está asociado con un bajo rendimiento escolar, la interrupción de la
vida familiar y la conducta antisocial. El alcohol y la marihuana son las drogas
de entrada; los adolescentes casi siempre toman una u otra antes de pasar a
otras más duras.

A través de las sociedades y a los largo de los períodos históricos, el índice de


criminalidad siempre ha sido mayor entre los jóvenes varones; en Estados
Unidos, los índices de crímenes violentos y delitos contra la propiedad alcanzan
la cumbre en la adolescencia. Los índices de criminalidad están inflados por la
condición delictiva, puesto que estos delitos no son considerados como tales si
los realiza una persona adulta. La delincuencia se produce por una interacción
de factores -algunos dentro del propio chico, otros en la familia y otros en la
sociedad-. Los futuros delincuentes generalmente tienen problemas en la
escuela o han tenido en casa conflictos lo bastante graves como para haber
tenido que recibir ayuda en clínicas especiales para niños con problemas a la
edad de 8 o 9 años.

Los adolescentes que se escapan de casa tienden a estar deprimidos, tener


problemas emocionales y consumir drogas. Una gran proporción ha sufrido
malos tratos físicos o abusos sexuales.

El suicidio es la segunda causa de muerte entre los adolescentes, excepto en


los afroamericanos varones, y se concentra principalmente entre los grupos de
varones blancos y americanos nativos. Las chicas intentan suicidarse tanto
como los chicos, pero éstos emplean métodos más letales, intentan realmente
matarse en vez de que ese acto suponga una forma de pedir ayuda, y poseen
menos sistemas de apoyo social que las mujeres. La mayoría de los jóvenes
que se suicidan proceden de familias en las que hay mucho estrés; bien tienen
graves problemas de conducta o son perfeccionistas, ambiciosos y tensos.

Las adolescentes que se quedan embarazadas corren mayores riesgos de tener


complicaciones y de muerte, tanto ellas como sus bebés. La mayor parte de los
riesgos se deben a la falta de cuidados prenatales, pero para las que son más
jóvenes el mayor riesgo, se debe a que su pelvis todavía no está bien formada.
Las que se quedan con sus bebés también se enfrentan a problemas sociales y
emocionales; tienen la carga de la responsabilidad de un niño y carecen de
formación profesional. El alto índice de embarazos en la adolescencia parece
deberse a la falta de motivación para evitarlos y a la aceptación social de tener
hijos sin estar casada. Las adolescentes que no usan anticonceptivos suelen
creer que nunca se quedarán embarazadas, se sienten culpables o tienen una
postura ambivalente frente a las relaciones prematrimoniales, les falta
información sobre los mecanismos de la concepción, tienen miedo de los
efectos secundarios de los anticonceptivos o de que sus padres descubran su
actividad sexual.

La mayor parte de las adolescentes que padecen trastornos en el comer


pertenecen a la clase media y éstos tienen lugar en gran parte debido al
antinatural modelo cultural de delgadez femenina ideal. Las adolescentes
obesas suelen tener baja autoestima, creer que pesan mucho más de lo que en
realidad pesan y sentirse frustradas e impotentes acerca de sus fracasos para
perder peso. La anorexia nerviosa es más común entre las que tienen metas
altas, mientras que la bulimia está asociada con la depresión y la falta de
autocontrol.

EL FUTURO DEL ESTRÉS Y LA ANGUSTIA EN LA ADOLESCENCIA

Los trastornos relacionados con el estrés entre los adolescentes aumentaron


durante veinte años, luego descendieron durante algunos más, para volver a
subir de nuevo. Según la teoría del nacimiento en una cohorte, este patrón es
el resultado de un aumento del estrés en los miembros pertenecientes a la
generación del baby-boom. Sin embargo, los últimos aumentos en la mayor
parte de los problemas de conducta de los jóvenes sugieren que las
fluctuaciones económicas también afectan los niveles de estrés.

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