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Paulina Cabrera Rodríguez

Taller de novela I
Francisco Estrada Medina
19/09/23

αιώνια (Eonia)

—Deberíamos irnos.

Atenea abrió los ojos poco a poco, alzando su brazo para poder ocultar la luz solar de su

visión.

—¿Qué?

—Deberíamos irnos.

La morena levantó su cabeza para poder ver los ojos verdosos directamente.

—¿Qué?

—Cariño, no me hagas repetirlo una tercera vez —comentó con una sonrisa cansada. Ambas

estaban agotadas.

—¿A dónde quieres ir?

—A cualquier lugar. A cualquier lugar, contigo —comentó mientras tomaba una de las

manos de Atenea para besarla repetidamente.

—Si sabes que no podemos escapar, ¿verdad?, no podemos escapar de… —ambas sabían

que les costaba decir su nombre. Ambas lo estaban traicionando. —Tu esposo.

—He investigado sobre el mystikí pýli y él nos puede llevar al panteón divino, allá en lo que

ellos llaman México. Al otro lado de los mares…

—¿Para qué quieres viajar al otro lado de los reinos de Poseidón?

Hera soltó la mano de la morena y trataba de no mirar directamente a los ojos frente a los

suyos.

Hasta que la mujer tomó el rostro de la rubia obligándola a verla directamente.

—Quiero morir…

—¿Qué?

La rubia pensó en una broma, pero sabía que no era el momento indicado para decirla.

1
—Me gustaría morir —sus ojos comenzaron a cristalizarse, mientras sentía como un nudo se

le formaba en la garganta. Insegura, asustada—. Quiero dejar de sufrir.

Ambas se quedaron en completo silencio, sin saber qué decir y esperando a que la otra

hablara.

Atenea alzó la mano y acarició su mejilla, obligando a Hera a verla directamente.

—Si sabes que te amo, ¿verdad?

Atenea mantenía la mirada fija en el suelo, en completo silencio y sintiendo como ambos

brazos comenzaban a hormiguear. Trataba de cerrar los ojos para poder descansar unos segundos,

hasta que escuchó pisadas, qué comenzaban a acercarse.

Cuando los volvió a abrir, sus ojos se toparon con esos zapatos “Dolce & Gabbana” y la

punta de aquel pedazo de cuero marrón. También podía notar el charco de agua dorada qué se

comenzaba a formar al lado de esos zapatos.

—¿Ahora si vas a contar lo que sabes?

Ella levantó la cabeza

—Se lo he dicho una y otra vez. No tengo la menor idea de donde este.

—¿Tú crees que soy tonto? —Atenea no contestó; sabía que eso podía hacerlo enojar, así

que no le sorprendió cuando el hombre tomó su quijada con fuerza y la obligó a levantar la cabeza,

para que pudiera encontrar los ojos que comenzaban a olvidar su color verdoso para reemplazarlo

por un rojo intenso—. Te hice una pregunta, ¡¿crees que soy tonto?!

—No, señor.

—Si estás consciente de que estoy completamente cuerdo, ¿por qué no cooperas conmigo?

—Atenea volvió a guardar silencio—. Bueno, no me dejas otra elección.

Un latigazo volvió a tocar la espalda de la morena, haciendo que gritara de dolor.

2
Sabía que su espalda estaba llena de heridas abiertas, e incluso, sabía que algunas ya podían

llegar a estar infectadas por el ardor qué tenía, completamente diferente al de los cortes nuevos.

Sus muñecas ya sangraban de los constantes cortes, qué se ocasionaba cuando contraía los

brazos por los golpes, pero eso no impidió que el rey de los dioses tomara una entre sus manos.

—Mira, que hermosos y largos dedos tienes, niña. ¿Estos son los dedos con los que te

follabas a mi esposa? —Zeus trataba de buscar la mirada de la diosa, pero esta cada vez bajaba la

cabeza más y más. —¿Estos son los dedos de los cuales mi esposa está enamorada?, sería una

verdadera lástima que alguno de ellos se fuera.

De la nada, Zeus materializó lo que parecía un cuchillo de carnicero, así que, rápidamente,

Atenea cerró la mano lo más fuerte que pudo, mientras que sus piernas, con la poca fuerza que aún

mantenían, trataban de levantar su peso para poder intentar escapar, otra vez.

—¡Abre la puta mano! —el hombre dejó caer el cuchillo para forcejear con el puño de la

morena.

—¡Mi señor, le juro que no sé a dónde pudo haber escapado Hera, yo no tengo nada que

ocultar!, ¡No me haga esto por favor!

—Eres una puta mentirosa…

—Se lo juro señor… —la diosa comenzó a llorar—. Hera nunca me dijo a donde iría, solo

me dijo que ella quería huir.

—Entonces, sí tienes información y no querías decírsela a tu rey.

Zeus pudo mantener el dedo índice completamente estirado, así que, con su mano izquierda

y sin apartar los ojos de la figura de la mujer, trató de tomar el cuchillo del suelo. Cuando lo tuvo en

su mano, no tardó ni unos míseros segundos en ponerlo al lado de la carne de la diosa.

—¡Se lo ruego mi señor!, nosotras no hicimos nada…

El cuchillo comenzó a hacer presión, haciendo que aquel líquido dorado característico

comenzara a escurrir por los dedos de ambos.

—¡Señor!

3
Ambos voltearon a ver a Hermes que estaba horrorizado en el marco de la puerta.

—¿Qué quieres?

—La encontramos. Está en un lugar llamado México.

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