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OCT 5

Borrador para una pedagogía vampira

valeria flores

Entre contaminaciones sexuales y mordeduras textuales

Este trabajo surge de mordeduras y contaminaciones múltiples:


de fluídos placenteros, del tacto secreto, de lecturas
eclécticas, de obscenidades imaginadas, de imágenes
pornográficas, de prácticas sexuales no reproductivas, de
amores múltiples, de experiencias políticas como tortillera,
de la memoria de la injuria, de sufrimientos propios y ajenos,
de la sangre derramada, de las violencias indecibles, de
derrames eróticos, de afectos deshechos, de momentos
vulnerables. Reúne las preocupaciones emergentes de mi
práctica pedagógica en una escuela pública como maestra
lesbiana en contextos de pobreza, y los planteamientos
surgidos de las teorías feministas y queer y sus implicancias
en la pedagogía.

Como trabajadora cultural y política precarizada con una


identidad sexual disidente y una expresión de género
inadecuada para los parámetros femeninos vigentes, que está en
permanente disputa por los sentidos de lo educativo, de lo que
significa hacer escuela en el siglo XXI, en tensión con las
políticas y estéticas de normalización sexo-genèrica y
constreñida por los modos en que las docentes se hacen
inteligibles, intento ejercitarme en la experimentación de un
pensamiento que articule: por un lado, la posibilidad de
ensayar una pedagogía queer que no se ocupe de definir
identidades ni representarlas como un objetivo en sí mismo,
sino que se resista a las prácticas normales y a las prácticas
de la normalidad, reflexionando y alterando los códigos de los
procesos de normalización no sólo sexo-génerica, sino también
racial, corporal, nacional, etc. Y por otro, las condiciones
de la escuela contemporánea, las cuales pueden ser definidas
como de desfondamiento de su sentido histórico o de pérdida de
su poder fundante de la subjetividad en tanto institución
estatal [1] así como de destitución de la institución escolar,
y en general, de un modo de vivir, producir y pensar la
experiencia escolar.
“Articular es significar. Es unir cosas, cosas espeluznantes,
cosas arriesgadas, cosas contingentes. Quiero vivir en un
mundo articulado. Articulamos, luego existimos”, nos dice
Haraway (1999). En este sentido, es que promuevo la
introducción de la figura del vampiro y su práctica de morder,
chupar y contagiar como modo de articulación del pensamiento
en torno a las sexualidades, los géneros, los deseos y los
cuerpos en el campo educativo.

Si el trabajo docente es una tarea apasionada de construcción


de trayectos vitales y mapas provisionales del mundo, de esas
pasiones no se sale indemne, llevo mis propias cicatrices del
sistema escolar. Provengo, tanto como lesbiana así como
disidente cultural, de historias de silenciamientos y de
sanciones (asientos en el cuaderno de actuación, rechazos de
aportes a mi legajo docente, etc.), algunas más formales e
institucionales y otras más sutiles. En términos de
identidades, me suelo encontrar en una paradoja incesante en
cuanto al colectivo docente, un dilema que me somete a
importantes contradicciones. Vivo la cotidianeidad escolar y
corporal en un doble proceso. Por un lado, de identificación:
en términos de clase, de trabajadora, de reclamos por las
condiciones de trabajo y condiciones laborales; por otro, de
extrañamiento y des-identificación: de las mandatos
disciplinadores, de los modelos de comportamiento asexuado,
heterosexualizantes y moralizantes, de la lógica jerárquica y
de obediencia institucional.

Estimulada por la arriesgada y heteroglósica escritura de


Haraway, para quien la figura no inocente del vampiro es “la
que contamina linajes en la noche de bodas; la que afecta las
transformaciones de categorías a través de pasajes ilegítimos
de sustancias; la que bebe y hace infusiones de sangre en un
acto paradigmático que consiste en infectar todo lo que se
presenta como puro; la que evita el oficio del sol, haciendo
su trabajo por la noche; la que es animada, no natural, y
perversamente incorruptible” (2004;246), la propuesta consiste
en promover, a partir de esta figura ficcional, un
desplazamiento capaz de problematizar ciertas certezas que
rápidamente sedimentan como inalterables, específicamente, en
el campo de la educación sexual. Se persigue hacer colapsar
los presupuestos de aquellos modelos de educación sexual que
insisten en constreñir los modos de intervención pedagógica
bajo el paradigma de cierta inmunidad, que continúa
estabilizando y fijando identidades, porque siguen operando
con distinciones como dentro/fuera que provocan nuevas formas
de nosotros/ellos.

Si las figuraciones son imágenes performativas que pueden ser


habitadas tanto como son mapas condensados de mundos
discutibles, la figura del vampiro con sus cualidades de
nocturnidad, contagio, mutación, errancia, indeterminación,
piel, puede decirnos algo más acerca de los modos en que
podemos imaginar nuestros cuerpos y deseos en el aula.

Toda figura diseña universos de conocimiento, práctica y


poder, entonces, ¿qué puede significar pensar prácticas
vampiras como morder y chupar, que involucran directamente los
cuerpos y fluídos, en el ambiente pretendidamente aséptico de
la escuela? ¿Qué riesgos implica usar una figura polémica como
el vampiro que fue estigma de las sexualidades no
heteronormativas y lugar de emplazamiento de un deseo sexual
incontrolable para pensar una pedagogía que visibilice las
exclusiones de los cuerpos y deseos no hegemónicos? ¿No podría
pensarse como la inversión de la injuria a la manera en que
lesbianas, gays, travestis y trans nos reapropiamos del
insulto para relanzarlo con nuevas significaciones? ¿Acaso sus
prácticas de contagio no se resisten a las oposiciones
binarias que construyen la economía de los estereotipos?

Siguiendo la inquietud de la investigadora Debora Britzman,


para quien “cualquier docente debe considerar la dinámica de
la sexualidad como algo central en la capacidad humana para la
curiosidad, para vivir una vida social e intelectual, y para
nuestra capacidad por ilusionarnos apasionadamente por el
conocimiento, con otras personas, con proyectos vitales”
(2005; 55), la pedagogía vampira parte de entender la
sexualidad como un proyecto para toda la vida o lo que Michel
Foucault (1988) denominó “cuidado del yo”.

Por eso, asuntos de sexualidades y géneros no pueden terminar


reducidos a la incorporación de ciertos contenidos al
currículum, que quedan atrapados en una lógica ”desencarnada”,
escolarizada del conocimiento, como una nueva cápsula a
consumir. Así, se hace prioritario activar líneas de
pensamiento desde pedagogías feministas, queer, de la
interculturalidad, que cuestionen las retóricas de la
tolerancia y de la diversidad que aceleradamente impregnan las
prácticas educativas y tienden a la despolitización de las
diferencias.

Aquí quisiera resaltar tres aspectos a considerar al momento


de pensar una pedagogía vampira:

1- la centralidad de las prácticas

Siguiendo a Foucault, “son las prácticas entendidas como modos


de actuar y a la vez de pensar las que dan la clave de
inteligibilidad para la constitución correlativa del sujeto…”
(2008; 32). De este modo, y en concordancia con el planteo de
Butler acerca del género como ficción performativa, los modos
de hacer más o menos regulados, más o menos reflexionados son
fundamentales al momento de una propuesta pedagógica porque es
a través de esos modos en que nos convertimos en sujetos
inteligibles o no para la cultura. A su vez, Britzman afirma
que “nuestra conducta sexual es una práctica y no una ventana
a través de la cual estaríamos limitadas a descubrir nuestra
verdadera y racional identidad”, cuestionando así la
perspectiva normativa sobre la sexualidad que intenta fijar
ciertas identidades sexuales a través del saber. Entonces, las
prácticas [2] como acciones, ejercicios, actividades que se
hacen revisten una singular relevancia en la construcción de
la corporalidad, de la identidad genérica y sexual así como de
las situaciones pedagógicas.

2- la importancia de las narrativas en primera persona


Las narrativas del yo pueden ser una estrategia
política/textual para dar voz a las/os propias/os docentes –
siempre presas/os del discurso “experto”-, como participantes
de la realidad educativa; voces que ponen de manifiesto un
relato de la contingencia histórica en la que ejercitamos
nuestra tarea. Entendida como práctica crítica, nos posibilita
reconocer nuestra propia tecnología semiótica de construcción
de significados, sostenida desde una mirada corporizada, desde
un cuerpo marcado que pretende dar cuenta de esas marcas,
deshacerse de ellas, problematizarlas, desplazarlas,
analizando la red de relaciones en las que se significan y los
poderes que suscitan. Como bien dicen Suárez, Dávila y De la
Fuente acerca de las narrativas de las/os docentes (2007), “el
saber experto y burocrático ocluye la posibilidad de llevar a
cabo prácticas con carácter transformador, en tanto no
reconoce otro modo de nombrar lo que sucede en las escuelas
que no sea el propio. Lejos de ello, limita la sensibilidad y
la imaginación pedagógicas de los docentes, pretende
colonizarlas, reducirlas a las formalizaciones técnicas
requeridas por la administración instrumental del aparato
escolar”.

Así como en el ámbito social y político las narrativas en


primera persona permiten denunciar la condición opresiva de
vivir en el silencio y lo inhóspito que resulta el lugar de la
abyección, en el ámbito educativo permitiría desprivatizar el
saber de la experiencia docente.

3- el estímulo de la creatividad erótica

En los modos de hacer más insospechados y menos previsibles se


crean relaciones eróticas que movilizan nuestra capacidad para
aprender. Podemos considerar el “erotismo” (Bataille, 1986)
como una cierta práctica subjetiva que posibilita el
cuestionamiento de las formas de pensamiento tradicionales
sobre la sexualidad. Lo erótico es una energía vital, una
fuerza que produce imágenes, textos, rituales, lenguajes,
vinculando conocimiento y emoción.

Pensar las teorías de la sexualidad como movimiento, como algo


dinámico e integral a la forma en que cada una de nosotras
deambula por el mundo, a la forma como vemos a los otros y
como los otros nos ven (Britzman, 2001) permite entender,
entonces, que la curiosidad, el placer y la vulnerabilidad
estimulan prácticas de conocimiento que hacen y deshacen
posibilidades para crear identidades y prácticas sexuales,
configurando una forma erótica de pensar.

Cultura escolar y dispositivo inmunitario

En la cultura escolar los modos autoritarios de interacción


social impiden o dificultan la posibilidad de nuevas prácticas
y no estimulan el desarrollo de la curiosidad. La escuela
tiene pasión por fijar, fijar contenidos, fijar identidades,
fijar sentidos, fijar hábitos, y esto constituye un problema
en el trabajo con los cuerpos, las sexualidades, los géneros,
porque fijar implica detener, evitar el movimiento, paralizar.
Estos movimientos rígidos y austeros, esta inmovilidad
promulgada en una institución disciplinaria de prácticas
cristalizadas y sedimentadas, se fusiona con una política
oficial de confinamiento de las prácticas y el pensamiento en
las convenciones de la burocracia estatal. Como resultado, los
sentidos únicos y unívocos han anudado la práctica docente,
volviéndola obediente y hasta, en ocasiones, obsecuente.

“Todo ello hace que las cuestiones de la sexualidad sean


relegadas al espacio de las respuestas correctas o
equivocadas” (Britzman, 2001). Así, el conocimiento dominante
de la sexualidad está preso y constituido por los discursos
del pánico moral [3], por la supuesta protección de criaturas
inocentes, por los impulsos de la normalización, por los
peligros de las representaciones explícitas de la sexualidad,
por la pregnancia de los discursos moralizantes, religiosos y
neoconservadores, que estrechan las fronteras de la conducta
sexual aceptable.

De este modo, cuando la sexualidad se hace presente en la


escuela de forma explícita suele hacerlo bajo los criterios
del discurso del peligro, como algo incontrolable o
amenazante, asociado en la mayoría de los casos a la violencia
y el abuso. Es en este sentido que el paradigma inmunitario se
instala, casi de forma imperceptible, como referencia en el
abordaje de estas temáticas.
Así como el virus infecta los sistemas informáticos, la
sexualidad contamina a los transeúntes de la institución
escolar, por lo tanto, hay que buscar una forma preventiva
para evitar el contagio. Para Haraway, “el sistema inmunitario
es un plan para una acción encaminada a la construcción y al
mantenimiento de los límites de lo que cuenta como sí mismo y
como otro en los ámbitos cruciales de lo normal y lo
patológico” (1995; 137). La inmunidad es un proceso que
constantemente produce el yo y lo otro (Espósito, 2005; 240),
así como otras formas binarias de entender el mundo, que
establecen fronteras y límites entre los sujetos, entre
prácticas, entre modos de vida, entre cuerpos.

El contagio como infección, corrupción, intrusión, amenaza,


perjuicio, rompe cualquier equilibrio y todo lo vuelve impuro
o despreciable. Alguien o algo penetra en un cuerpo –
individual o colectivo- y lo altera, lo transforma, lo
corrompe. Se activa una mecánica disolutiva en la que “lo que
antes era sano, seguro, idéntico a sí mismo, ahora está
expuesto a una contaminación que lo pone en riesgo de ser
devastado” (Espósito, 2005; 10): una adolescente embarazada,
un niño afeminado, una maestra lesbiana, una profesora
travesti, un joven conviviente con hiv, una adolescente
promiscua, un niño con madres lesbianas, etc.

Teoria queer y pedagogía vampira

Este trabajo está orientado por algunas operaciones creadas en


la teoría queer [4] como: tomar partido por los objetos
menospreciados, establecer relaciones impertinentes,
considerar el juego ambivalente en la constitución de la
experiencia (Britzman, 2005; 55), entre otras [5], y se
propone como un ejercicio de pensar la pedagogía en términos
de un compromiso que pueda resistir la curiosidad por nuestra
propia otredad, nuestros deseos y negaciones.
En este sentido, Britzman señala que “la teoría queer no es
una afirmación sino un compromiso. Sus molestos y descarados
principios son explícitamente transgresores, perversos y
políticos: transgresores porque ponen en duda las regulaciones
y los efectos de los condicionamientos categóricos binarios
tales como lo público y lo privado, el interior y el exterior,
lo normal y lo raro, y lo cotidiano y lo perturbador;
perversos porque rechazan la utilidad a la vez que reclama la
desviación como un ámbito de interés, y políticos porque
intentan desestabilizar las leyes y prácticas instituidas
situando las representaciones subversivas en sus propios
términos cotidianos” (2002; 202-203).

Es así que podemos entender la sexualidad como una tecnología


de gobierno del cuerpo y, a su vez, también pensar que la
sexualidad está estructurada por un modo de pensamiento
llamado “curiosidad” que rechaza la certeza. Por eso, Britzman
(2001) proyecta un modelo de educación sexual que se vincula a
las experiencias de la lectura de libros de ficción y poesía,
de ver películas y del involucrarse en discusiones
sorprendentes e interesantes, porque son actividades que
suponen un desafío a nuestra imaginación. Es aquí donde emerge
la figuración vampírica. Porque estas formas de arte
(literatura, cine, música, fotografía, etc) están atravesadas
por la incerteza, no se preocupan por estabilizar el
conocimiento ni las identidades, sino que estimulan la
exploración de sus fisuras, sus insuficiencias, sus
traiciones, sus ilusiones.

Procedente de la cultura popular, un espacio significativo de


sexualidad y de economías del deseo, el vampiro causa tanta
ansiedad y miedo como la incerteza. En permanente errancia, su
práctica de morder y chupar supone el contagio, la
contaminación, una mutación de lo considerado hasta ese
momento normal. De su capacidad para hacer contacto y por los
modos de afectación en los que se constituye como tal, deviene
la potencialidad de esta figura ambigua y perturbadora para
pensar la pedagogía, en especial una pedagogía de la
sexualidad.

Desde su deambular hambriento, sin territorio propio, como


quien se da a la pregunta incesante, los vampiros son vectores
de transformación de categorías en un inconsciente
racializado, histórico y nacional.

Para Haraway, la figura del vampiro es la “que promete el


mestizaje racial y sexual, al mismo tiempo que lo amenaza, el
vampiro se alimenta del humano normalizado; el monstruo
encuentra nutritiva esta comida contaminada. El vampiro
también insiste en la pesadilla de la violencia racial que
está detrás de la fantasía de la pureza en los rituales de
parentesco. Desde su moderna popularización en las narraciones
europeas de finales del siglo dieciocho, los relatos de lo
animado, profundamente configurados por ideologías
sanguinarias -en particular el racismo, el sexismo y la
homofobia-, exceden, a la vez que invierten, cada uno de esos
sistemas de discriminación, para mostrar la violencia que
infecta la vida y la naturaleza supuestamente íntegras y la
reanimadora promesa de lo que se supone como decadente y
antinatural. Justo en el momento en que una se sienta segura
al condenar las dentudas violaciones del monstruo a la
integridad del cuerpo y la comunidad, la historia la fuerza a
recordar que el vampiro es la figura del judío acusado del
crimen sanguinario de contaminar las fuentes del germen plasma
europeo, trayendo la epidemia del cuerpo y la decadencia
nacional; o de que es la figura de la prostituta morbosa, o de
quien pervierte el género, o de los extranjeros y viajeros de
todo tipo que arrojan dudas sobre las certezas de los auto-
idénticos y bien-enraizados con derechos naturales y hogares
estables. Los vampiros son las personas inmigrantes, las
desubicadas, acusadas de chupar la sangre de los auténticos
poseedores de la tierra, y de violar a la virgen que debe
encarnar la pureza de raza y cultura. Por tanto, en una orgía
de solidaridad con todas las oprimidas, una se identifica
firmemente con quienes están fuera de la ley, que han sido
vampiros en las ardientes imaginaciones de destacados miembros
de las comunidades íntegras, naturales, verdaderamente humanas
y orgánicas. Pero entonces, una se ve forzada a recordar que
el vampiro es también la figura saqueadora del capital criado
de manera no natural, que penetra en cada ser íntegro,
chupándole hasta dejarle seco, en la lozana producción y la
acumulación tan desigual de la riqueza” (2004; 246-247).
Con la mordedura del vampiro, el propio sentido de lo idéntico
se deshace. Toda estabilidad y centralidad se vuelven
vulnerables con las prácticas de estas criaturas, que fueron
humanos mortales, pero cuya existencia transcurre en un estado
no exactamente vivo pero tampoco muerto. En este sentido, “el
vampiro es trans”[6]. (Preciado) y nos obliga a reinventar las
propias preguntas y a desistir de todo procedimiento pensado a
priori que nos devuelve la ilusión del descanso en la
planificación, como distancia y seguridad frente a la
contingencia.

La práctica de mutación es rectora de la pedagogía vampira,


que insiste en una pedagogía de la sexualidad o modelo de
educación sexual como “tecnología del yo”. Lo que Foucault
denominó como tecnologías que “permiten a los individuos
efectuar, por cuenta propia o con ayuda de otros, cierto
número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos,
conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una
transformación de sí mismos con el fin de alcanzar cierto
estado de felicidad…” (2008; 48), o, podríamos decir, de
cuidado de sí. No se trata de descubrir en sí la verdad de su
sexo, sino de usar la sexualidad para acceder a una
multiplicidad de relaciones y posibilidades, de inventarse un
modo de ser aún improbable.

La pedagogía vampira se traduce como un impulso de


reapropiación de un saber de la anomalía [7], para denunciar
la violencia que soporta la institución de todo estatuto de lo
normal. “Es necesario morder o ser mordido para saber. Ser
testigo de su propia mutación. Tomar el riesgo de la
alquimia”, dice Preciado.

Frente a los crucifijos de sesgo fundamentalista que se


levantaron y se siguen alzando para oponerse a la educación
sexual así como a otras manifestaciones de la disidencia
sexual y genérica, qué más profano que la amenaza vampírica
ocupando las instituciones del saber-poder.

En esta invención que he denominado pedagogía vampira, hay dos


prácticas que me sugieren afinidades con la posibilidad de
comprender la sexualidad como movimiento y, a su vez, con la
urgencia de pensar las formas de la escuela contemporánea, que
son: la errancia y la actividad configurante. Para ello, voy a
seguir las líneas de trabajo planteadas por Silvia Duschatzky
[8] así como por el Colectivo Situaciones [9].

1- la práctica de la errancia

“Errar es un sumergimiento en los olores y los sabores, en las


sensaciones de la ciudad. El cuerpo que yerra "conoce" en/con
su desplazamiento. Conoce con el cuerpo, diríamos a la manera
de Castañeda. Ese "conocimiento" […] pasa por lo sensible. Una
"cartografía sentimental' (Suely Rolnik). Ella involucra al
cuerpo "invisible", "vibrátil", entrando en conexión casi
mediúmnica con las vibraciones de lo urbano […]. Pensar (o tal
vez delirar) la ciudad no podrá limitarse a las construcciones
físicas que conforman su espacio, ni a una sociología
convencional de sus poblaciones; habrá necesariamente que
disponerse a captar las tramas sensibles que la urden y
escanden, las "condensaciones instantáneas" que entretejen el
(corto) circuito emocional. Los climas, las atmósferas, los
afectos, los sentimientos” (1997; 144). De este modo,
Perlongher nos señala que errar es una forma de conocer, que
implica un uso del cuerpo en la percepción del mundo y en la
forma de estar en él.

A su vez, Silvia Duschatzky elabora el concepto de errancia al


referirse a maestras/os de escuela que han desencadenado un
proceso de liberación respecto de un sinnúmero de
restricciones sobre los modos y alcances de su labor,
constatando el desfondamiento de toneladas de saberes
vencidos. Al respecto afirma, que “en tanto hipótesis, la
errancia procura ayudarnos a transitar la vida en y más allá
de las escuelas. Crea ficción, abre posibilidades sociales, da
inicio –y luego se deja arrastrar- a situaciones
inverosímiles. La errancia es también el movimiento de quien
se anticipa a los saberes de los que aún no se dispone, sin
más orientación que la que entregan los signos emitidos por la
situación, interrogados a la luz de la decisión (tomada cada
vez) de convertir cada dilema que se presenta en ocasión de
aprendizaje” (2007; 17).
Se trata de un protagonismo fundado en las distancias cortas,
el estar presente, el gesto a la mano, la habilidad para
habitar un tiempo discontinuo, para recrear la confianza y la
proximidad una y otra vez, sin exceso de protocolo [10].
Como práctica de movilidad, la errancia implica un estar al
acecho –como el vampiro- y un perseguirse a uno mismo en las
propias comodidades mentales.

A diferencia del nomadismo que opera como práctica de


alteración y de ruptura frente al sedentarismo de la norma de
las sociedades disciplinarias, la errancia enfrenta
problemáticas muy distintas. En lugar de un mundo saturado de
ordenamientos, la errancia tiene que vérselas con intemperies,
con los desiertos que la operatoria del mercado deja tras su
paso, con condiciones de dispersión que operan como amenaza de
desconfiguración (Ingrassia, 2006).

La potencia específica de la errancia radica en su capacidad


de generar encuentros que devengan ocasión para la composición
social frente a la deriva aleatoria de la dispersión.

2- la actividad configurante

La apertura a distintos flujos de intensidades, de afectos y


percepciones en la intemperie es la que permite imaginar,
junto a otras/os, composiciones. La actividad configurante,
como práctica de producción de subjetividad, implica imaginar
un lazo, conectar elementos previamente dispersos. Componer es
un trabajo de experimentación, en el que se trata de imaginar
lo que se podría hacer con lo que hay. Podríamos decir que la
práctica configurante es la que apuesta a la producción de
situaciones pedagógicas en tiempos y lugares imprevisibles,
para construir otras formas de vida capaces de habitar la
intemperie. Y es en el marco de esa apuesta que se despliega
la dimensión artesanal de la actividad configurante: se trata
de composiciones singulares, producidas una a una,
experiencias sin modelo que requieren que las operaciones de
composición se reinventen cada vez. Por eso, quien se ejercita
en esta práctica sale a recorrer la intemperie para ver qué
puede armar, sale al encuentro de ocasiones de composición, de
chances de instituir experiencia común, así como el vampiro
sale a merodear en busca de su nutritiva pasión.

En el mismo proceso en que el o la educadora intenta acompañar


a quienes deseen vivir de otro modo, también se inventa otra
vida de educador/a [11].

Morder como práctica del devenir

La propia cualidad de borrador de este trabajo anuncia hasta


qué punto la vida misma -así como la sexualidad- no pasa de
ser un borroneo obsesivo, un manojo de intentos, reintegrando
de esta manera la práctica de pensar al movimiento vital en la
que encuentra su sentido.

Una gramática de la disidencia sexo-política en la educación


no puede escribirse con las mismas reglas que soportan la
heteronormatividad, sino a través de ellas, dentro de ellas,
contra ellas, más allá de ellas, estando atentas a las formas
en que las prácticas pedagógicas inscriben los códigos de la
normalización en los cuerpos.
La pedagogía vampira supone invertir nuestra energía emocional
y política en implicarse en un proceso de construcción de
dispositivos de autoalteración de la vida en los que podamos
decidir/planear/fantasear cómo queremos vivir nuestros
cuerpos, nuestras sexualidades, nuestros géneros.

Si “el género funciona como un programa operativo a través del


cual se producen percepciones sensoriales que toman la forma
de afectos, deseos, acciones, creencias, identidades”
(Preciado, 2008; 89), de alguna forma, la pedagogía vampira
pretende oponerse/resistirse/desplazarse del conjunto de
tecnologías de domesticación del cuerpo que producen la
ficción somaticopolítica de ser hombre o mujer.

En este sentido, la pedagogía vampira no parte de una


definición de identidad -aunque haya que insistir en
afirmarlas en situaciones que implican vulnerabilidad
política- porque de lo que se trata no es de decir “tenemos
derecho a esto porque somos aquello”, sino “tenemos derecho a
esto para devenir otra cosa” (Lazzarato, 2006; 189).
Notas:

[1] Ver Cristina Corea e Ignacio Lewkowicz “Pedagogía del


aburrido” (Paidós, 2004) y Silvia Duschatzky “Maestros
errantes. Experimentaciones sociales en la intemperie”
(Paidós, 2007)
[2] Cabe mencionar que no estoy oponiendo teoría a práctica,
porque como dice Haraway “la teoría es corporal, no es algo
distante del cuerpo vivido; sino al contrario. La teoría es
cualquier cosa menos desencarnada” (1999)

[3] En este sentido, el comportamiento homosexual ha sido un


elemento significativo para que el pánico moral se exprese,
que canaliza y da forma a temores o ansiedades sociales y que
hace uso de aspectos de la sexualidad (homosexualidad,
prostitución, enfermedades de transmisión sexual) o de formas
de la adicción (drogadicción, alcoholismo) para lograr ciertos
efectos políticos. Por ello, el estilo de los discursos, en su
carácter de ejemplificadores, se despliega señalando figuras,
casos, comportamientos tipificados, para marcarlos como
estigmatizados, con el fin de reordenar y reorganizar lo
social de acuerdo a los cánones tradicionales dominantes.

[4] “Por definición queer es todo aquello que se opone a lo


normal, lo legítimo, lo dominante. No hay nada en particular a
lo que se refiera necesariamente. Es una identidad sin
esencia... En cualquier caso, queer no designa una clase de
patologías o perversiones ya objetivadas, sino que describe un
horizonte de posibilidad cuyo alcance preciso y su
heterogeneidad no pueden delimitarse de antemano. Desde la
posición excéntrica ocupada por el sujeto queer se puede
llegar a englobar una variedad de posibilidades con vistas a
una reorganización de las relaciones entre actos sexuales,
identidades eróticas, construcciones de género, formas de
conocimiento, regímenes de enunciación, lógicas de
representación, modelos de constitución de sí y prácticas
comunitarias, es decir, con vistas a una reconstrucción de las
relaciones entre poder, verdad y deseo” (David Halperin, en
San Foucault. Para una hagiografía gay, El Cuenco de Plata,
2004).
[5] Afirma Britzman: “Me ha sido muy útil leer acerca de la
teoría queer no como un conjunto de contenidos que haya que
aplicar, sino como un conjunto de reglas y dinámicas
metodológicas útiles para leer, pensar e implicarse en lo
físico y lo social de la vida diaria. En la antología de Sue
Golding (1997), los autores ofrecen ocho tecnologías de la
otredad o las estrategias cotidianas utilizadas para crear
relaciones y singularidades: curiosidad, ruido, crueldad,
apetito, piel, nomadismo, contaminación y vivienda”. (2005;
55). Las otras reglas que menciona son: prestar atención a las
condiciones que permiten que la normalidad ejerza control,
comenzar en las líneas erróneas de las ideas para encontrar
dónde rompe el sentido, se desafía a su objeto e
inconscientemente invierte sus intenciones, y suponer el juego
de la diferencia, la división y la alteridad de las prácticas
de lectura.
[6] Al emplazar al sujeto del saber situado en el vampiro,
Preciado nos dice que “El saber_vampiro es una tecnología de
traducción entre y a través de una multiplicidad de lenguas
que se levantan contra la sobre-codificación de todas las
lenguas en un lenguaje único”. (Saberes_vampiros@War)

[7] La condición de impureza disciplinaria que se desprende de


la práctica vampira es un modo herético de pensar las
relaciones entre las sexualidades los géneros, los deseos, los
cuerpos y las pedagogías. A pesar de la pretensión de
monolingüismo del saber dominante, no hay lenguaje que no sea
producto de la traducción, de la contaminación, del tráfico.
Al respecto, Preciado y Boucier afirman: “…si hay contrabando
es no sólo porque hay límites, estigmatización y prohibición,
sino (y sobre todo) porque hay complicidad, transferencia,
dependencia mutua […] Las disciplinas son performativas en la
medida en que construyen el objeto que pretenden describir. De
hecho, sería posible, aunque sobrepasa los límites de este
artículo, analizar las disciplinas académicas como estructuras
de identidad y por tanto sometidas a las mismas lógicas de la
hegemonía, la normalización y la naturalización. Se trataría
no tanto de abogar por una pluridisciplinariedad enciclopédica
sino de provocar una total promiscuidad entre disciplinas que
evite la construcción sistémica de silencios” (2001; 33)
[8] “Maestros errantes. Experimentaciones sociales en la
intemperie” (Paidós, 2007)

[9] “Un elefante en la escuela. Pibes y maestros del


conurbano”, por Taller de los sábados (Tinta Limón, 2008)

[10] También Duschatzky nos advierte que “el errante es una


figura aún impensada en su productividad social, cargada de
una invalorable información afectiva”. Al respecto señala:
“Aun cuando en su entorno se gestan modos sociales inéditos,
el maestro errante -paradójicamente- experimenta un tipo
peculiar de soledad: aún no se instituyen los conceptos, los
recursos y los escenarios para un pleno reconocimiento de
estas prácticas. Esta impensabilidad de la errancia es
doblemente limitativa. Desconocida en sus dimensiones
socialmente productivas, se ve reducida con frecuencia a un
activismo aislado y, por lo mismo, desgastante. Menospreciada
en sus posibilidades configurantes, sus procedimientos y
saberes permanecen sumergidos, privados de toda elaboración
pública”.

[11] Aquí podemos destacar cierta similitud entre el planteo


de una práctica pedagógica configurante y la práctica del
activismo político propuesta por Lazzarato en la que “el
militante no es el que detenta la inteligencia del movimiento,
que condensa sus fuerzas, que anticipa sus elecciones, que
extrae legitimidad de su capacidad para leer e interpretar las
evoluciones del poder, sino que es, de manera más simple, el
que introduce una discontinuidad en lo que existe. El
militante hace bifurcar los flujos de las palabras, de los
deseos y de las imágenes para ponerlos al servicio de la
potencia de agenciamiento de la multiplicidad; reúne
situaciones singulares sin ubicarlas en un punto de vista
superior y totalizante. Es un experimentador”. (2006; 205)

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