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Personas

Acerca de la distinción
entre «al^o» y «alguien»

Robert Spaemai
¿Qué queremos decir cuando llamamos "personas" a los hombres?
Desde Desearles, la filosofía se ha ocupado preferentemente de sujetos
y objetos. Pero las personas son, evidentemente, ambas cosas a la vez.
¿Cómo es eso posible? Recientemente se ha negado, con consecuencias
prácticas de gran alcance, que todos los hombres sean personas.
Spaemann interviene en el debate y aporta los fundamentos teóricos
largamente esperados.

Robert Spaemann (Berlín, 1927). Profesor Emérito de Filosofía de


la Universidad de Munich y Honorar-professor de la Universidad de
Salzburgo. Figura internacional en temas éticos y de fundamentación
de la política (derechos humanos, dignidad del hombre).

ISBN 8 4 -3 1 3 -1 7 0 9 -4

I
788431 317096
II
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tablecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la
reprografla y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
PERSONAS
ACERCA DE LA DISTINCIÓ N ENTRE «ALG O » Y «A LG U IEN »
^ ROBERT SPAEMANN
V

PERSONAS
ACERCA DE LA DISTINCIÓN
ENTRE «ALGO» Y «ALGUIEN»

Traducción y estudio introductorio


José Luis del Barco

EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A.


PAMPLONA
COLECCIÓN FILOSÓFICA NÚM. 155

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS


UNIVERSIDAD DE NAVARRA

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Consejo Editorial
Director: Prof. Dr. Angel Luis González
Vocal: Prof. Dra. Lourdes Flamariqüe Zarátiegui
Secretario: Prof Dr. Juan Femando Sellés Dauder

Título original: Personen. Versuche über den Unterschied zwischen «etwas» und «jemand»

Primera edición: Febrero: 2000


© Klett-Cotta. J.G. Cotta’sehe Buchhandlung Nachfolger GmbH, gegr. 1659. Stuttgart 1996

© 2000. Traducción y estudio introductorio: José Luis del Barco


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Plaza de los Sauces, 1 y 2. 31010 Barañáin (Navarra) - España
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E-mail: eunsaedi@abc.ibemet.com

ISBN: 84-313-1709-4
Depósito legal: NA 662-2000

Tratamiento: P retexto . Pamplona

Imprime: L ine G rafio , S.A. Hnos. Noáin, 1 1 . Ansoáin (Navarra)

Printed in Spain - Impreso en España


A la memoria de Carlos König
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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN. TEORÍA PRÁCTICA DE LA PERSONA ............................... 11


POR QUÉ HABLAMOS DE PERSONAS ............................................................. 27
POR QUÉ LLAMAMOS «PERSONAS» A LAS PERSONAS ............................ 37
ACERCA DE LA IDENTIFICACIÓN DE LAS PERSONAS.............................. 53
LO NEGATIVO........................................................................................................ 59
INTENCIONALIDAD.............................................................................................. 65
TRASCENDENCIA..................................... 77
FICCIÓN ................................................................................................................... 93
RELIGIÓN ......................................................................................................... ...... 103
TIEMPO ...................................................................................................................... 111
MUERTE Y FUTURUMEXACTUM ........................................................................ 121
INDEPENDENCIA DEL CONTEXTO .................................................................. 129
EL SER DE LOS SUJETOS.................................................................................... 137
ALMAS ................................................................................. 149
CONCIENCIA MORAL ............................................................................................ 163
RECONOCIMIENTO .............................................................................................. 177
LIBERTAD .................................................................................................................. 191
PROMESA Y PERDÓN ............................................................................................. 213
¿TODOS LOS HOMBRES SON PERSONAS?.................................................... 227

9
I n t r o d u c c ió n
TEORÍA PRÁCTICA DE LA PERSONA

En este fin de milenio cansado de tantas cosas la persona no ha dejado de


despertar interés '. Su indescifrable misterio sigue retando al pensar a continuar
el combate que entabla desde hace tiempo con un enigma aún en sombras para
tratar de aclararlo. La persona es una fuente de imperecedero asombro. Nunca se
entienden del todo sus íntimos entresijos. Siempre cabrá alumbrar más su arcana
profundidad. Feliz pasmo reiterado y caudal de admiración, como ojos de par en
par viendo la luz germinar en su venero divino, causa el ser de la persona. Es
eterno manantial de maravilla y sorpresa. Su desafío sigue en pie cuando el pen­
sar posmodemo y su conciencia de cierre anuncian como un estruendo que todo
se ha derrumbado. No se ha derrumbado nada, ni esto es el fin de la historia ni ya
no hay metarrelatos. Ahí sigue la realidad como filón a la espera de mineros que
arrebaten el oro a los yacimientos. Ahí siguen firmes el bien, la verdad y la belle­
za irradiando rayos nuevos y sordos al paso del tiempo, esperando que lo encar­
nen, que la amen, que la canten. Y ahí sigue, sobre todo, desafiante la persona
como tañer que llamándonos nos convoca a indagarla.
La llamada, sin demora, que nos hace la persona es antigua e inmemorial.
Nos invita, desde siempre, a descubrir las razones de su grandeza de cima con la
que nada en el mundo se puede parangonar, como belleza de cielo ante la que se
arrodilla vergonzosa la del arte, para honrar su dignidad con un respeto más
grande que el del marino a los mares. Pero hoy suena más dolida. Hoy tiene un
aire de queja, de queja de desconsuelo por los agravios sufridos, con la que quie­
re movemos a seguir como hasta ahora usando la inteligencia para demostrar su
altura, y a poner el corazón cuando haya que defenderla. Hasta hace muy poco
tiempo sólo nombrar la persona provocaba en el oyente una actitud de respeto1

1. Cfr. I. Falg ueras , Hombre y destino, EUNSA, Pamplona 1998. También L. P olo , Antropología tras­
cendental, I, EUNSA, Pamplona 1999 y La persona humana y su crecimiento, 2.a ed., EUNSA, Pamplona 1999.

11
PERSONAS

como la de un grupo en corro oyendo en silencio a un viejo. Hasta el aire que


acogía ese nomen dignitatis retumbaba de fervor. Ser persona era un honor que
el ser humano tenía. Era el emblema del hombre, su título de nobleza, la garan­
tía de su fuero totalmente improfanable, un escudo protector como muralla invi­
sible contra extrañas violaciones. «El empeño intelectual en aclarar el concepto
de persona parecía ser hasta ahora un interés más bien teórico-académico»2. En
una situación así bastaba la teoría. Sólo había que demostrar con razones como
postes y porqués como cimientos la excelencia sin reservas que de manera es­
pontánea ya se le reconocía. Con una entrega de amante que no busca recompen­
sa emprendieron la tarea ciertos profundos filósofos que vieron en la persona a
un ser que rebasa el mundo. Ahondando con el pensar en las entrañas del hom­
bre descubrieron poco a poco su condición personal, su novedad singular total­
mente irrepetible sin copia ni parangón en todo lo ancho del tiempo, y después
nos lo anunciaron como emisarios qüe siembran.
Hoy resulta insuficiente el mero estudio teórico. Naturalmente es preciso
seguir sin darse una tregua arrojando claridad con la luz de la razón sobre el ser
de la persona. Pero ya no es suficiente el brazo de la teoría. Ahora hacen falta los
dos: el teórico y el práctico. Aquél para dar razón de la altura de su origen y su
encumbrada nobleza, éste para detener la avalancha de desaires que, a menudo,
se le hace. Con razón señala Spaemann que la función que cumplía el concepto
de persona sé ha invertido últimamente. «El concepto de persona ha empezado
súbitamente a desempeñar un papel fundamental en la destrucción de la idea de
que los hombres, por el hecho de ser hombres, tengan derechos frente a sus se­
mejantes. No todos los hombres, ni en todas las fases de su vida, ni en cualquier
situación de su conciencia, se nos dice, son personas»3.

Ese golpe de timón dado a la idea de persona, semejante al del marino que
quisiera corregir el buen rumbo de la nave para llevarla al abismo, ha causado un
estropicio de rompimiento con ruido: dividir la humanidad en dos grupos anta­
gónicos — los hombres y las personas— que ni se apoyan, ni se sufren, ni se tra­
gan, ni se aguantan. De estos bandos desiguales sólo el de primera clase, o sea,
el de las personas, es titular de derechos. Frente a él, el de los hombres, en su
nueva condición de minucia sin valor, o al menos sin más valor que el chinche,
la garrapata u otra especie biológica, es material disponible que se usa sin mira­
mientos según sean las circunstancias. Si antes «persona» era un manto de cobi­

2. R. S pa em a n n , Personen. Versuche über den Unterschied zwischen «etwas» und «jemand», Klett-
Cotta, Stuttgart 1996, p. 10.
3. Ibid.

12
INTRODUCCIÓN

jo universal que cubría a todos los hombres sin salvedad ni distingo y dábales
dignidad como fuente de derechos, ahora es un serio peligro. Los hombres que
queden fuera de ese amparo como escudo — locos, viejos con el mal que causa
el transcurrir de los años, enfermos sin esperanza inconscientes e insensibles en
el umbral de la muerte, niños para siempre niños con el síndrome de.-JDowny no
nacidos y dormidos— deben echarse a temblar. No a temblar como metáforay ese
temblar de ventanas que el viento causa en la mar, sino a temblar de verdad.
Yo retiemblo cuando oigo decir fríamente a Engelhardt que no está justifi­
cado gastar el dinero en niños con el síndrome de Down que podríamos emplear
en salvar a otras especies en peligro de extinción. Yo retiemblo cuando Singer, un
hombre tan delicado como un primor en el fango, piensa en los derechos que tie­
nen los animales y dice que el infanticidio — y el aborto no digamos— no es una
acción criminal, pues los niños muy pequeños, a los que nos suele unir una emo­
ción de ternura totalmente irracional, no son todavía personas. Les falta algo im­
prescindible: conciencia del propio yo. Yo retiemblo cuando Parfit, que lleva has­
ta el desvarío la idea de que la persona es el hombre con conciencia, dice que un
hombre dormido o que ha sufrido un mareo es tan sólo un ejemplar de una espe­
cie biológica lo mismo que las demás, pues dormido o mareado carece del atri­
buto sin el que nadie es persona, y ninguna fechoría cometería el que impidiera
que volviera a despertar. Ser un hombre, todo un hombre, es un gran desvali­
miento, como completa orfandad. Hasta aquí llega el peligro que a los hombres
ha traído la nueva idea de persona.
Ante este hostil panorama de acoso sin tregua al hombre, como una belige­
rancia de reiterados desaires, se han adoptado actitudes de resistencia y ataque.
H. Lübbe recomienda una postura de aguante. Cuando el hombre y la persona se
sitúen frente a frente como bandos enemigos, haciendo tambalearse los valores
culturales de respeto inviolable al menor vislumbre humano, recomienda levan­
tar barricadas en el alma para no rendirse al pasmo. Resistencia al estupor ( Ver-
blüffungsresistenz), como freno para el susto que causa ensalzar lo inicuo, es la
estrategia que Lübbe recomienda para el caso. Férrea coraza de bronce y dura ca­
llosidad que convierta al corazón en una insensible piedra, y apatía como corte­
za que aísle del exterior, hay sin duda que tener para escuchar lo inaudito sin sen­
tir escalofríos. Pero no basta con eso. Cuando evidencias de luz se rechazan
como engendros, hay que descubrir razones para lo que no hace falta. (Es una in­
moralidad precisar una razón para oponerse con rabia al holocausto judío, y es
otra inmoralidad, como inmundicia en el alma, necesitar argumentos para otor­
gar a unos hombres la condición de persona y privar de ella a otros).
Más intrépida que Lübbe, Elisabeth Anscombe dice que si alguien en su
presencia habla alto de la persona, le dan ganas de sacar de la funda una pistola.
Como atisbo de amenaza hay que sentir la persona para acudir a las armas por el
hecho de nombrarla. Terrible amenaza es, como la intimidación de un puñal en
la garganta, cuando «persona» designa un privilegio especial que unos tienen y

13
PERSONAS

otros no. Si sólo unos pocos hombres, los completos, como muestras sin imper­
fección ni tara, son realmente personas con derechos inviolables, y los demás
sólo miembros de una especie biológica sin un valor especial ni dignidad ni de­
rechos, yo haría lo mismo que Anscombe: sacaría una pistola por temor a que
unos jueces de amañados veredictos me excluyeran de la clase de las personas
humanas cuando esté desprevenido (cuando duerma o me maree o haya perdido
el sentido) y meitraten como a tigres, elefantes o ballenas. (Eso si tengo la suerte
de que ninguno de ellos se halle en vías de extinción).

Para evitar que «persona» siga siendo una amenaza, que es algo así como
dar poder mortal a los pétalos inermes en la corola, no basta con levantar muros
contra el estupor ni con sacar la pistola. Elevar a la persona al rango que le co­
rresponde y recuperar su fuero hace algún tiempo perdido, exige al menos dos
cosas: pensarla como es debido y empeñarse en defenderla y dar la cara por ella
cuando se encuentre en peligro. Ese elevado propósito como cúspide que invita
es el que persigue Spaemann. Para lograrlo propone una teoría práctica. «La teo­
ría de la persona de la que aquí nos ocupamos, no es fenómeno lógico-filosófica,
sino una teoría práctica que quiere cambiar directamente la praxis»4.
Una teoría práctica no es una contradicción. Tampoco es extravagancia de
quien se cree singular y necesita poner las cosas patas arriba recurriendo a la ra­
reza. Sería ambas cosas a un tiempo, absurda excentricidad, si descuidara un ins­
tante la profundidad teórica y se diera por contenta consiguiendo su objetivo de
la manera que fuera. Eso sería un pragmatismo de entrega n las conveniencias
que la teoría no aguanta. Una teoría práctica es como una doble visión: la teóri­
ca que indaga y la práctica que cambia. Las dos tienen que ser plenas, como el
resplandor del sol en el vértice del cielo, para cumplir la tarea de hallar la unidad
perdida entre el hombre y la persona. Pensamiento de dos filos se requiere para
ello. Con el primero se corta la espesura de la sombra que rodea a la persona para
verla sin obstáculos. Con el segundo se aboga por su dignidad de cúpula y se de­
fiende de ofensas. Con uno se pone en claro su intimidad de excepción que se
abre con cortesía hacia dentro y hacia fuera, como voz de doble eco: el que re­
suena a lo lejos y el que trona en lo interior. Con otro se reivindica que cualquier
hombre es persona, sin que para ello deba cumplir ningún requisito, con un valor
no venal como insobornable amor que no se rinde al dinero. Con el uno se cono­
ce el alto ser personal, como alcor que sobresale, y con el otro se cambia una pra­
xis perniciosa.

4. Ibid., p. 257. Ed. española, p. 231.

14
INTRODUCCIÓN

Una tarea ineludible, como encargo que se jura, se ha de cumplir sin demora:
mostrar con la claridad de una razón como luz que todo hombre es persona. Un
hombre puede perder muchos de los atributos que lo adornaron un día — la inteli­
gencia, el valor, la robustez, la belleza— ; ser la sombra de sí mismo como el bal­
buceo del ebrio es burla de la palabra; recordar muy vagamente al que fuera en
otros tiempos; haberse hundido en el pozo de la infamia y la vileza en que el cora­
zón humano se vuelve entraña de fiera (o elevarse como un rezo hasta una altura
de astros donde un murmullo de ángeles sofoca el tráfago humano); ser un residuo,
una nada, un crepuscular poniente, un ocaso que declina. A un hombre puede fal­
tarle, como a una planta clorótica verdores de lozanía, ciertas regias cualidades
— el habla, el entendimiento, la autonomía, la conciencia— que poseen otros
miembros de la especie normalmente constituidos cuando se han desarrollado y al­
canzan la madurez; perderlas por algún tiempo o perderlas para siempre o no ha­
ber gozado nunca de su poderío de gestas, como la furia enjaulada de un león en­
tre barrotes que le impiden como un veto ser rey de la amplia pradera. Un hombre
puede ignorar, por empezar y acabar su existencia fugitiva y breve como un suspi­
ro en el vientre de su madre, el chillón mundo de fuera profuso de maravillas y
deslumbrantes bellezas, o haber perdido hace años todo contacto con él, como
náufrago apartado por la galerna del tiempo, desde que la enfermedad lo aisló en
su propio dolor y lo privó para siempre de la conciencia, el sentido, la emoción, la
inteligencia. Un hombre puede perder o ganar lo que se quiera, pero nunca dejará
de ser un quién con una grandeza como una sed de infinito, cuyo valor deja en
sombras los tesoros de la tierra, es decir, una persona. Que ni un sólo hombre hay
que no sea persona humana, cuya hostil separación representa una amenaza, es la
meta que persigue una teoría práctica de la persona.
Tenga este hombre unos talentos como opulencia de ingenio y camino a los
misterios, que lo eleven por encima del común de los mortales y le permitan ha­
cer obras de supremacía que causen convulso asombro: sonatas de violín como
melodías en gracia, ecuaciones matemáticas de sorprendentes incógnitas, bonda­
des jamás oídas que a todos lavan y limpian. Tenga este otro escaso genio y cor­
ta capacidad para entender los problemas, y sean sus obras sin brillo como dra­
ma sin aplausos, grises, insignificantes, en las que nadie repara. Sea éste, en fin,
un deficiente con la inteligencia presa (aunque en su limpia mirada de alma ex­
hibida en el rostro relumbre la dignidad como espejo de inocencia) e incapaz de
hacer alardes de los que el mundo valora. Por diferente que sea la magnitud de
sus gestas los tres tienen en común la misma naturaleza. Por aquí no se distin­
guen de manera radical, como a menudo se cree en nuestra cultura ebria de dis­
frute y producción, cuyo patrón de medida sirve para lo que se tiene, no para lo
que se es. Para ver que cada uno es singular y distinto como ejemplo irrepetible
hay que fijarse en su ser. Vistos desde lo que son (pues en común tienen todos la
misma naturaleza) cada uno es cada uno. Tendrán mucho, poco o nada; sus obras
serán magníficas, mediocres o inexistentes, pero el ser de todos ellos es superior
a sus obras. Cada hombre es irreductible aunque comparta con otros la misma
PERSONAS

naturaleza. Ser único (no solo, sino sin par) es ser persona. «La persona es irre­
ductible»5. El ser personal es alguien, es el ser que es cada uno, «es el “quién” o
“cada quién”... Nadie es la persona de otro ... las personas coexisten en íntima
coherencia con su distinción»6. Mostrar esto claramente, con trasparencia de es­
pejo no velado por el vaho, como el cielo transparente permite ver las estrellas
parpadeando en lo alto, es el fin primordial de la teoría práctica sobre el ser de la
persona que ofrece Robert Spaemann.
El buscar un resultado — que todo hombre es persona— no hace de esta te­
oría un parecer caprichoso como parodia de ideas que si hace falta se mofa del ri­
gor de la verdad con tal de lograr la meta. Una teoría práctica no es ni arbitraria
ni absurda ni extravagante ni aérea ni irreal ni caprichosa. Tampoco es un arreba­
to de una mente apasionada por ardores indulgentes. Ni un pronto voluntarista
como la rabia del mar que tras la tormenta pasa. Sería todas esas cosas si negara
que la teoría es el capitán que acaudilla, o que dirige el pensar directamente ha­
cia el blanco, y la práctica el soldado. Sin una buena teoría, como mirada de sima
avezada en contemplar lo esencial de cada cosa, y oculto en ella a la espera de un
talento como luz que ilumine su sigilo, sería miope la práctica. Una teoría prác­
tica, como la que forja Spaemann para atrapar en su red el núcleo de la persona,
no renuncia lo más mínimo a la teoría de altura, como la música pura del violín
de Arthur Grumiaux no desciende de su cielo porque un preceptor la emplee para
educar sentimientos, pero tampoco le agrada encerrarse en un escriño como al­
haja que se exhibe y no sirve para nada, sino que quiere ayudar, prestar servicio,
rendir. Quiere que la luz que arroja sirva para caminar, no sólo para arrebatar otro
pedazo a la sombra.

La idea fundamental en la que Spaemann apoya su teoría de la persona se


expresa con dos palabras: diferencia interna. Indagar en qué consiste es la tarea
que aguarda. Hay diferentes maneras de percatarse de ella, como la huella de un
genio que marcó toda una época se percibe dondequiera, pues no es un rasgo ac­
cesorio sin apenas importancia, sino propio, cardinal, definitorio, esencial, que
permite conceptuar al hombre como persona. Habrá que fijarse en todas para
comprenderlo bien, como sediento de mares que sigue todos los rumbos, aunque
todas desembocan en idéntico estuario y ofrecen el mismo hallazgo: la esencia y
el ser del hombre se distinguen netamente. «Nadie es pura y simplemente lo que
es» 7. «Quiénes somos no se identifica evidentemente con lo que som os»8.

5. L. P olo , Antropología trascendental I, ed. cit., p. 92.


6. Ibid., p. 89.
7. R. S paem ann , op. cit., p. 21.
8. Ibid., p. 19.

16
INTRODUCCIÓN

La primera indicación de la diferencia interna constitutiva del hombre, que


abre un abismo entre él y los demás seres del mundo, la proporciona el lenguaje.
El lenguaje es como un arca de un saber extraordinario que se va depositando en
su subsuelo sin fondo con el transcurso del tiempo. Quien excava en él encuen­
tra, como gemas enterradas, maravillas a la espera de ser desembarazadas de su
cortejo de sombras y sacadas a la luz. Spaemann lo ha inspeccionado con la au­
dacia con que el rayo entra a fondo en la tiniebla, y ha advertido con sorpresa
vestigios como presagios de la diferencia interna. El sustantivo «persona» tiene
un sentido voluble, dependiente del contexto. Por lo general se usa para designar
al hombre. Guando se emplea sin prejuicios, como el mirar de los niños aún lim­
pio de conveniencias, con la palabra «persona» se nombra sin más al hombre.
«La mayoría de las veces con personas aludimos a los seres humanos»9. «Es una
persona triste», «es una mala persona sin piedad en las entrañas», «hacer eso a
una persona es tratarla como a un perro», y otras muchas expresiones de la vida
cotidiana en que el lenguaje se emplea sin barreras ni artificios, como el habla de
los labios en que late el corazón, hablan del ser personal de una manera numéri­
ca o, aunque suene a paradoja, de manera impersonal, como hablamos de las pie­
dras para declarar que todas tienen pareja dureza. Este hablar impersonal, que
apunta imprecisamente a un «diseño único» que distingue a cada ser, no es un
hablar desdeñoso en que las palabras hacen de desagüe del desprecio, sino tácito
asentir a esa idea como homenaje que ve en todo ser humano, cualquiera indis­
tintamente, al margen de cuáles sean sus prendas y cualidades (o aunque carezca
de ellas), a una persona completa sin mengua, sin menoscabo, sin tacha.
Otras veces el lenguaje, que es ubérrimo de oficios como los rostros de ges­
tos, usa el término «persona» para nombrar «personaje», o sea, figura notable por
la valía de sus hechos o actor que inventa el artista en la ficción literaria. Otras
para designar el puesto que a cada cual le corresponde en el habla, como cuando
mencionamos la primera, la segunda, o la tercera persona para nombrar al que
habla, a aquel con el que se habla o aquel del que se habla. Otras, en fin, usamos
el sustantivo de forma predicativa, para decir de unos seres, que hemos identifi­
cado de una manera precisa por poseer ciertos rasgos, que son personas. Este uso
predicativo merece más atención. Al usar «persona» así, o sea, al decir «A es per­
sona», estamos usando el término como nomen dignitatis y atribuyéndole un ran­
go más alto que los luceros. Que ese empleo es axiológico, y busca dejar muy
claro el valor de la persona, se ve cuando se repara en que «persona» no es una
expresión específica ni tampoco un predicado. No hay que derrochar ingenio
para entender ambas cosas. Una expresión específica sirve para definir cuál es la
índole de algo, su entraña o modo de ser, calificarla fielmente de una manera o
de otra, la que convenga a su esencia, y para identificarla. Para nada de eso sirve
el sustantivo «persona». Si, vigilante en la vela del mastelero mayor, el gaviero

9. Ibid., p. 13.

17
PERSONAS

siempre alerta observa un cuerpo flotando, aguzará aún más la vista para ver de
qué se trata, y preguntará a su experiencia curtida por mil miradas: ¿qué es aque­
llo que se mueve a merced de la corriente? Y, después de aproximarse para verlo
más de cerca sin el velo de la niebla, responderá que es un hombre o un tablón o
una cuaderna maestra rota por la tempestad u otros restos de un naufragio^ Pero
no contestará: es una persona humana. Para dar esta respuesta (y para saber si es
preciso lanzarse en seguida al agua para rescatar al náufrago o virar a sotavento
para evitar el escollo), hay que saber previamente si el objeto que se m ece acu­
nado por las olas es una cosa o un hombre. Tras inspeccionar despacio la incier­
ta m ole avanzando a la deriva en el agua y ver que es un ser humano, el serviola
de mirada como filo de clarines vencerá las reticencias del capitán de la nave,
que ve con preocupación acercarse la tormenta y teme que lo sorprenda si no
continua su rumbo, con esta frase sencilla, concluyente y persuasiva como una
mano tendida: no se debe abandonar a una persona en apuros. Con la claridad de
siempre expresa Spaemann la idea: «Es preciso saber ya de antemano si es un
hombre o una lámpara para saber si es una persona»,0. Se puede decir lo mismo
de manera más sencilla. Con «persona» no es posible identificar a un ser como
un ser determinado, sino decir algo de él (que es alguien irreductible a cualquie­
ra otro del mundo) cuando se ha identificado de una manera precisa, en concre­
to, como hombre.
El sustantivo «persona» no es tampoco un predicado. Al llamar «persona»
a un hombre, o sea, a un ser particular perfectamente identificado como miem­
bro de una especie, no estamos atribuyéndole una cierta cualidad, como cuando
le decimos que es alto, listo o moreno, pues ninguna de las cualidades de las que
adornan al hombre se llama «ser personal». Pasa todo lo contrario, que en virtud
de ciertos rasgos y precisas cualidades, y que en conjunto reciben el nombre de
esencia humana, decimos de ciertos seres que son seres personales o, simple­
mente, personas.
¿Añade algo llamar «persona» a un ser de esas cualidades? ¿Qué agrega a
su esencia humana? Más que algo le añade todo, como la vida al sonido (una
vida aprisionada entre ritmos y cadencias y suavidad y armonía), que hace que
ya no sea ruido sino deleitosa música. Le añade ser alguien único. Ser persona es
realizar la esencia humana común como total novedad. Realmente hablar de
hombres que no sean también personas es algo tan imposible como imaginar un
monte sin laderas ni vertientes. Siempre que la esencia humana empieza a andar
por la historia lo hace con un nuevo rostro de nunca vistos matices. Lo hace
como un yo inaudito, como alguien irrepetible, no como un caso indistinto en
cuyo pecho bulleran sentimientos de cualquiera, no los de su corazón. El ser del
hombre y su esencia son cosas muy diferentes.

10. Ibid., p. 14.

18
INTRODUCCIÓN

He ahí la diferencia interna, que se insinúa como el talle tras el ceñido ropa­
je en el uso del lenguaje. Spaemann lo expresa así: «Persona sería alguien que es
lo que es de otro modo a como las demás cosas y seres son lo que son» " ¿Y cuál
es ese otro modo? Daré respuesta en seguida a esta pregunta crucial, decisiva,
terminante, sin la que la solución de nuestro problema queda, como los planes
que traman los ánimos indecisos, perpetuamente a la espera. Pero aún conviene
abundar en la diferencia interna que el hombre alberga en su ser. El hombre no
sólo vive, como la cebra o el oso, cuya cima existencial es esa satisfacción del ca­
tálogo de instintos llamada supervivencia (un mero sobrevivir o saciedad incolo­
ra de los impulsos orgánicos), sino que además dirige y timonea su vida como el
nauta el gobernalle de la nave, que entre brumas conduce hacia su destino. Eso
le obliga a ejercer un raro desdoblamiento. La vida «se parte» en dos: en la vida
que dirige y en la vida dirigida. Los demás seres del mundo, meros casos de su
especie cuya ausencia no es vacío imposible de llenar (ni causan cuando se van
desgarramiento de lágrimas), exclusivamente viven, y no pueden realizar esa ex­
celsa esquizofrenia por la que el hombre se lleva a sí mismo de la mano andando
por la existencia. El hombre es lo que es de una manera especial. «Evidentemen­
te el hombre no es hombre del mismo modo a como el perro es perro, es decir,
como caso inmediato de su concepto específico» u.
Está manera especial, singular como las fechas que se dan sólo una vez, de
ser lo que el hombre es, se percibe en la manera de usar el pronombre «yo». La
referencia de «yo» es puramente numérica. «Yo» alude a quien dice yo al mar­
gen de cualidades, atributos, propiedades, ornamentos, prendas, dotes, méritos o
carácter. Sean cuales sean los dones del que emplea la palabra, «yo» nombra al
que la pronuncia. Autoidentificarse es un acto gratuito, como favor que derrama
un corazón altruista, pues no exige como precio tener ciertas cualidades ni estar
privado de ellas. «Lo que importa es que no definimos la identidad personal por
sus rasgos cualitativos» u. Cuando digo «yo» no ignoro, pues cometería el disla­
te de imputar un yo a nadie, que te n g o un determinado ser con sus luces y sus
sombras, tal vez noble o tal vez vil, pero dispar y distinto del que tienen los de­
más. Sé que te n g o un ser sin par que inmediatamente no soy. No ser el ser que se
tiene es otra forma de hablar de la diferencia interna, y esa manera de ser, que
nos distingue de todos los demás seres del mundo como una luz primordial de
sus múltiples reflejos, es la que permite hablar del hombre como persona. «El
hombre no es lo que es del mismo modo que las demás cosas con las que nos en­
contramos. Hablar de «personas» tiene algo que ver con este fenómeno»11234.

11. Ibid., p. 15.


12. Ibid., p. 16.
13. Ibid., p. 19.
14. Ibid., p. 18.

19
PERSONAS

La idea de metamorfosis, o atracción del avatar sobre el hombre y la cultu­


ra, que ha llevado a fabular preciosos cuentos de hadas y princesas encantadas,
ilumina hermosamente, con ese estremecimiento que causa en el corazón una
historia bien contada, la idea de diferencia interna. La literatura ofrece metamor­
fosis sin cuento. Por obra de encantamiento, la princesa de ojos negros y cabellos
como el sol, que enloquecía sin remedio al que intentaba admirar el alba de su
mirada, queda convertida en rana, hasta que el beso de un príncipe como amor
indestructible que en los labios pone el alma, le haga recuperar la ideiltidad ex­
traviada. En el mundo de la fábula un hombre puede volverse jaguar, león, tigre
o ciervo, e incluso un árbol inmóvil, que llama desesperado con aspaviento de ra­
mas a alguien que venga a «salvarlo». Da igual en qué se conviertan en las fábu­
las los hombres. En toda metamorfosis permanece inalterable, como desnudez de
un rostro desprovisto de disfraces, la identidad personal. El mundo de la ficción
indica de forma estética que el ser del hombre es distinto de su aspecto y cuali­
dades, que es lo que se reconquista (no el ser, que ese se tiene de manera durade­
ra) con el desencantamiento. N i la fábula ha osado, como pretenden hacer antro­
pologías encizañadoras que siembran enemistad entre el hombre y la persona,
identificar el ser que cada hombre tiene con su inventario de dotes, repertorio de
atributos o elenco de cualidades.
En la fascinante historia de la palabra «persona» se percibe algún vestigio
de la diferencia interna. Es una historia con algo de novela policiaca por la com­
plicada trama, la intriga y el desenlace. Cuenta con tensión dramática las peripe­
cias de un término, de la palabra «persona», desde su origen oscuro en el mundo
del teatro hasta su etapa madura, época en que se convierte en palabra irreempla­
zable, como una voz sin rodeos para nombrar lo esencial, con que expresar cla­
ramente el descubrimiento inmenso que supone la persona. A l principio con
«persona» se designaba el papel del actor en el teatro. Era algo secundario frente
a la naturaleza, o sea, al sujeto, lo realmente primario, que lo encama o represen­
ta. A l final, con el interludio breve del antiguo estoicismo, un cambio de perspec­
tiva, obra de la teología especulativa cristiana, invirtió esta relación. «Persona»
dejó de ser algo de orden secundario* como afluente que se seca, y se convirtió
en lo central: en el ser de cada cual, el ser que cada hombre tiene, que se relacio­
na con su naturaleza como con un rol.
Muchísimas formas hay de adentrarse en el recinto de la diferencia intema
y vislumbrar su perfil, manifiesto y sigiloso como inundación de luz, que no im­
pone su presencia al que no le abre los ojos. Todas pueden ayudamos a descubrir
a su modo, con asombro de sediento ante un súbito venero que la piedad de la tie­
rra ha hecho brotar en las peñas, la distinción indudable, cuya singularidad con­
vierte en rutina siempre igual, en melodía antes oída que guarda con la anterior
un visible parentesco, lo más nuevo de este mundo. La justa luz de los soles se
derramaría aburrida, en su eterno caldear como don de beatitud, sobre lo mismo
de siempre si no existieran personas. Pero ya está bien de vueltas, que aunque sir­

20
INTRODUCCIÓN

van como medio hacia el ansiado objetivo, jamás podrán reemplazarlo. Llegados
a estas alturas, cuando ya se ha recorrido el camino que separa del recinto del te­
soro, es preciso entrar en él y valorar bien sus fondos.

¿Qué es la diferencia interna? ¿En qué consiste ese rasgo, esa distancia de
empeño en agotar lo posible, ese trecho siempre abierto entre el ser que el hom­
bre es y el que está llamado a ser, ese intervalo que hace del hombre el ser exclu­
sivo con una naturaleza que gestiona como un rol? ¿Qué es la diferencia interna
que permite hablar de él como de un ser personal? Esa diferencia alude al reto
que el hombre tiene de llegar a ser quien es. El hombre se halla en camino, como
mendigo de rumbos, hacia infinidad de sitios, pero sobre todo sigue una senda
hacia sí mismo. No es fácil en esta vida de travesía y singladura recorrerla total­
mente. Lo normal es que haya trechos todavía por recorrer, pues la distancia de
mí hasta la cima de mí es la más larga del mundo, más larga que la carrera de las
estrellas fugaces en su errancia por el orbe, y por eso el hombre está continumen-
te en camino, continuamente creciendo. Justamente la distancia «entre lo que un
ser vivo es “verdaderamente” y lo que es fácticamente» 15 es la diferencia interna.
Todos los seres que tienden, que tienen inclinaciones y ambicionan ciertas cosas
que pueden satisfacer, como el árbol en la selva con apetencia de soles, manifies­
tan a su modo cierta diferencia interna. Pero tan sólo en el hombre es algo cons­
titutivo que lo distingue del resto de seres sobre la tierra. Ese es el sino del hom­
bre, del que sólo él es consciente, como del mal y la vida, la bondad y la muerte
(ya que sólo en él se escucha el eco de la verdad en medio del sueño yerto de la
inconsciencia del orbe).
El dolor es buena prueba de la diferencia interna. «En el dolor, por ejemplo,
los hombres pueden ver algo distinto del mero perjuicio para la vida. El rechazo
y las estrategias para evitarlo no son sus únicas reacciones posibles. Pueden ex­
ponerse conscientemente al dolor, o pueden considerar la vida misma como con­
dición del sufrimiento y negarla. Finalmente pueden, en una especie de “nega­
ción resuelta”, distanciarse de determinadas cualidades, deseos, impulsos» l6.
Que hay voliciones así se ve en el hecho sencillo de que podemos querer no que­
rer lo que queremos, tener por vil un deseo y luchar por expulsarlo lejos de la vo­
luntad, y, en general, adoptar una actitud y establecer relaciones con nuestros
propios deseos, gustos, voliciones, sueños, intereses, ambiciones, apetitos y pa­
siones, bien para ovacionarlos, bien para rechazarlos. Hasta la ética atestigua la
residencia en el hombre de una diferencia interna y su testimonio es digno de

15. ¡bid., p. 20.


16. Ibid., p. 21.

21
PERSONAS

enajenada atención, pues, como fiel pregonera de la realidad humana que habita
en zonas profundas, manifiesta este hecho oculto: la moral es la manera de reco­
rrer la existencia sin que el tiempo debilite. Y eso, que es difícil como andar con
un peso cuesta arriba, sólo puede hacerlo el hombre. Ser moral requiere un arte
(o un poder de extrañamiento denegado al animal) de alejarse de uno mismo, o
adoptar eso que Plessner llama «posición excéntrica», y verse objetivamente, con
los ojos de los otros, como si fuéramos otros. «Esta capacidad de autoobjetiva-
ción y, consecuentemente, de autorrelativización es lo que hace posible la mora­
lidad» 17. Esa autoobjetivación, que hace de mí un juez ecuánime hasta en mis
propios asuntos, me libera del soborno de mis gratos intereses, haciéndome lle­
vadera la tarea de valorarlos como los de los demás y de intentar que en el mun­
do sople ese chorro d e brisa, de brisa inocente y limpia como vaharadas de mar,
que se suele llamar ética.

No es razonable dudar de la diferencia interna. Es tan tajante y tan clara que


sin ella no se entiende (y tampoco son posibles) fenómenos tan humanos como
el lenguaje y la ética. Ese es un signo del hombre, otro más entre los muchos que
hacen de él algo especial, como sorpresa que altera la fuerza de la costumbre o
voz que prorrumpe a gritos en el silencio del orbe, del que sólo él es consciente.
La distancia que media entre el hombre y su naturaleza es la que autoriza a ha­
blar de él como persona18.
Extraña pero palmaria, como ver surcar el aire con agilidad de alondra la
mole de un aeroplano, es la diferencia entre el ser del hombre y su naturaleza.
Seguramente convenga mirar el mundo animal con ánimo ilustrativo, igual que
en una metáfora uno busca el magisterio del alma de lo real, para comprender
mejor la constitución humana. Un animal, como un astro, que da vueltas en su
órbita por toda la eternidad sin preocuparse por ello (pues la sabia providencia se
ha ocupado de guardar el orden del universo con las leyes naturales que las cosas
obedecen sin oponer resistencia), es puntual cumplidor de las leyes de la especie.
Un necio antropomorfismo corriente en nuestra cultura atribuye al animal, tal vez
para compensar la manía devaluadora de aprovisionar al hombre de atributos ani­
males, disposiciones humanas. Si, satisfecho en la jaula se tumba a dormir la
siesta, se dice que está aburrido; si tiene húmedos los ojos, es porque lo han in­
vadido ramalazos de tristeza (¿llorará al caer la tarde con los ocasos de pena?); si
un terco investigador le enseña a reconocer cierto número de símbolos, se asegu­

17. Ibid., p.23.


18. «Und es ist nun umgekehrt gerade dieses System, es ist die Sprache, die in uns erst jene Differenz,
jene Selbstdistanz entstehen lässt, aufgrund deren wir von Personen sprechen». Ibid., p. 23.
INTRODUCCIÓN

ra que posee talento para el lenguaje (debe de faltarle poco para ser diestro pro­
sista imaginador de párrafos con que expresar la emoción del latir del universo);
si su conducta no es un azar disparatado, sino un curso razonable de comporta­
miento en regla, la razón es que dispone de chispas de inteligencia que, con el
paso del tiempo, se cambiarán en hoguera con la que iluminarán las sombras que
no ha auyentado ni aún el hombre. Incluso la libertad, las alas sin resistencia que
otorgan soltura al alma, se ha considerado un rasgo peculiar del animal. Pues no.
N o hay libertad animal, y el vuelo como un triángulo de las aves migratorias en
bandadas de canoas con los remos ondulados surcando la mar del cielo, que a la
fantasía sugiere la idea de libertad redimida por la altura, es cumplir sin rechistar
una orden del instinto que constriñe a emigrar hacia un lugar concreto en el mo­
mento preciso. La sujeción a las leyes y decretos de la especie se debe a que el
animal es su naturaleza y no se distingue de ella. Por eso no «se desdobla» en su­
jeto, al que compete las funciones de gobierno, y naturaleza, que oye las órdenes
y las sigue (o no hace caso de ellas).
En el hombre, ser de destino y razón ante cuyas llamaradas palidecen las es­
trellas, las cosas son de otro modo. El hombre es el ser que tiene su propia natu­
raleza. Con ella se relaciona como con sus pertenencias, la dirige hacia su fin, la
gestiona como el amo gestiona su propiedad para acumularla, conservarla, o re­
ducirla, la orienta como el auriga, que espolea o frena al caballo para ganar la ca­
rrera, la conduce, la gobierna. Su naturaleza es algo que el hombre tiene a su car­
go, como el padre la enseñanza y educación de su hijo, con el encargo de hacer
que dé de sí lo que pueda y se perfeccione y crezca en continuo escalamiento ha­
cia alturas más pobladas de verdad y de belleza. «La mayoría de nuestras facul­
tades — dice el nostálgico Proust— , están adormecidas porque descansan en la
costumbre, que ya sabe lo que hay que hacer y no las necesita». Eso que Proust
denomina nuestras facultades también se podría llamar nuestra peculiaridad o
nuestra naturaleza, que, aunque puede estar dormida y languidecer de olvido
como flor que no se riega, también puede despertar y granar igual que el trigo en
una buena cosecha. Las dos cosas son posibles porque hay un ser que la tiene,
«se trata» con ella y establece relaciones de entrañable dirección, como la de un
lazarillo con el que padece ceguera, para que no se detenga, sino que puje, pros­
pere, medre, se acreciente, crezca. Así es de especial el hombre. Y esa peculiari­
dad, única sobre la tierra, es la que permite decir de él que es persona, o sea, se­
res que tienen su naturaleza19.
Ante el hombre nos hallamos sobrecogidos de asombro. Por más vueltas
que le demos, y a pesar del aspaviento de un prurito igualador que no quiere re­
conocer diferencias esenciales entre el animal y el hombre, el ser humano reba­
sa los patrones de medida con los que, mal que bien, conseguimos evaluar el se­

19. «...als Personen, also al Wesen, die sich zu ihrer jeweiligen qualitativen Besonderheit so verhalten,
dass si si haben».

23
PERSONAS

creto de las cosas, y humilla ese afán miope de explicar lo original como si hie­
ra corriente: las miradas que confiesan heridas del corazón de las que vierte el
instinto deseoso de la presa, el gesto de estrago y calma de una batalla interior
del rostro fiero qué acecha, una frágil voz dispuesta para el don de la palabra de
otra que sirve de cauce a la anatomía del grito. En el hombre hay mil aspectos
que no tienen parangón y se agitan y protestan, como torrentes enormes contra
las cuencas pequeñas, cuando su ser singular se compara con otro cualquiera.
Uno de los más fantásticos, más que el museo de sorpresas del cielo, el mar y la
tierra, es la diferencia interna entre el ser que el hombre es y su naturaleza, o en­
tre el ser y el tener.

¿Dónde se halla la persona? ¿Dónde hay que buscar su sede como sol que
comunica su luz personal a todo? Sin duda alguna* en el ser. Tener es muy impor­
tante, muy profundo y muy humano. Es algo propio del hombre como la risa y el
llanto. Uno puede poseer las cosas físicamente, en el pensar las ideas y profunda
e íntimamente las virtudes y los hábitos. Spaemann dice, además, que el hombre
es el ser que tiene su propia naturaleza. Sean cuales sean las maneras de tener,
nada de lo que se tiene es una persona humana. La persona se derrama como un
aroma que empapa por todas sus pertenenecias, pero no es ninguna de ellas. Por
eso el habla, los gestos, la mirada, el sentimiento, la manera de pensar, la liber­
tad, el estilo, la conciencia, el temple, el temperamento, la legión de «propieda­
des» que el hombre puede tener, poseen ese aire común de ramas del mismo
tronco que les da el ser personal. Sería una extraña locura de alterado por la luna
decir que soy mi conciencia (u otra cualidad cualquiera de las muchas que me
adornan). Mi ser personal, la persona que yo soy, no es ninguna pertenencia, sino
el ser incomparable (como lo es toda persona) que las tiene todas ellas. Para ser
persona humana sin una sombra de duda, como es hermosa la perla aunque no
adornara nunca, no es preciso disfrutar de una esencia sin defectos. Aunque una
naturaleza estuviera mutilada y careciera de prendas que otras tienen a lo gran­
de, la persona que la tiene sería una persona humana. No afecta al ser personal,
a ese ser de cada uno tan singular y distinto que no tiene sustituto y deja cuando
sucumbe en triste orfandad al mundo, que la naturaleza que tiene sea fértil de
cualidades como esas vegas feraces donde agarra fácilmente toda clase de culti­
vos, o esté carente de ellas, O de pocas o de muchas, y sea un racimo de ausen­
cias donde falte la conciencia, la razón, la autonomía u otro aributo cualquiera.
El ser personal no mengua por más que tenga muy poco, igual que no disminu­
ye el parpadeo de estrellas sobre el silencio del cielo cuando el velo de las nubes
nos impide contemplarlas. La persona es siempre rica (su riqueza no venal reba­
sa las magnitudes con que se miden las cosas) aunque sea pobre en tenencias. La
persona sigue siendo la novedad en la historia con un lugar exclusivo en el gran

24
INTRODUCCIÓN

hogar del mundo, en la gran familia humana, aunque se halle desvalida, lisiada
de cuerpo y alma y tenga una esencia tranca dolorida de indigencias. El ser per­
sonal no deja de ser un ser personal, tan digno, tan respetable, tan precioso y tan
persona que tenga las prendas que tenga, igual que el surco de un río sigue traza­
do en el mapq aunque un severo estiaje le deje el cauce vacío, cuando su natura­
leza, que tiene como un encargo que ha de hacer en la existencia, sea un mues­
trario de pobreza, un suspiro que se exhala, una súplica, una lágrima. Ojalá toda
persona tuviera una esencia entera. Pero en la errancia en la tierra las personas
somos frágiles como el cristal que se quiebra, y vicisitudes varias y el mismo
paso del tiempo con su filuda guadaña rompen la naturaleza, dejando al ser que
la tiene (o sea, a la persona humana) en situación de indigencia. Pero tenga lo
que tenga seguirá siendo persona. Ésa es la alegre conclusión, como pregón invi­
tando a una ecuménica fiesta, de la teoría práctica sobre la persona humana que
ofrece Robert Spaemann: todos los hombres son personas.

Aquel hombre que habla solo y anda de aquí para allá con la mirada perdi­
da a causa de una desgracia que no pudo soportar, el dolor, la enfermedad u otro
trance de la vida, del que los niños se burlan y los mayores desprecian y da berri­
dos de angustia que hacen retemblar su celda, es un loco sin remedio con la ca­
beza alienada. Su naturaleza enferma ha perdido la razón, ya no tiene inteligen­
cia, pero es un ser personal, es una persona humana.
Aquel enfermo sin ánimo en el lecho del dolor para el que no hay esperan­
za, con el que no pueden nada ni la ciencia ni la técnica y con su silencio pide
una mano entrelazada que le alivie y dé consuelo en la última jomada, tuvo en un
tiempo pasado ingenio, penetración, libertad, autonomía (y dominaba el lengua­
je como un creador de rimas), cualidades que ha perdido. A su naturaleza enfer­
ma a punto ya de expirar no le queda apenas nada de lo que antes tema, lo ha per­
dido casi todo, pero es un ser personal, es una persona humana.
Aquel hombre aún no nacido a la existencia de fuera, que vive en un mun­
do amable, en ese mundo interino que es el vientre de la madre, creciendo conti­
nuamente como espiga que prospera hasta el día del gran preámbulo en que em­
pezará a tejer su peculiar biografía, no tiene razón madura para descifrar
enigmas, ni sentidos entrenados para distinguir matices de la pintura y la músi­
ca, ni libertad como el vuelo ágil de la fantasía para tomar decisiones (aunque
todo lo tendrá con el paso de los años si una mano sin escrúpulos no lo arroja de
su mundo). Su tierna naturaleza como brote que se estrena está aún desprotegi­
da, y tiene muy pocas prendas, pero es un ser personal, es una persona humana.
Aquel anciano al que un día los hombres llamaban sabio por sus atinados
juicios, y fuerte por el poder de sus musculosos brazos como dos aspas de roble,

25
PERSONAS

y libre porque rompía las cadenas que oprimieran su voz o la de los otros, hoy
desvaría sin tino y actúa sin ton ni son, está débil y extenuado, para caminar pre­
cisa el apoyo de otra mano y está preso en la prisión que han ido haciendo los
años con muros de enfermedad, de vejez y deterioro. Su naturaleza rota por el
embate del tiempo es como un cuadro olvidado del que el polvo y la carcoma im­
pidieran apreciar su original colorido. Nada tiene apenas ya de las pretéritas do­
tes (aunque eso no significa que su vida que declina sea vida indigna de vida que
es preciso apuntillar con una inyección letal). Nada tiene apenas ya de aquellas
dotes pretéritas que todos vitoreaban, pero es un ser personal, es una persona hu­
mana.
A otras cosas se podría privar de su identidad sin que nos temblara el pulso,
aunque hiriéramos su esencia yendo contra su verdad, pero al ser del hombre no.
Al hombre no es posible, ni a uno solo, arrebatarle a traición su condición de per­
sona sin cometer el expolio más repugnante del mundo, el expolio de sí mismo
que reduce al que lo sufre a una nada impersonal, pues no hay ninguna razón
para dech que utiós hombres son personas y otros no. Ésta es la gran enseñanza
de la teoría práctica acerca de la persona que ofrece Robert Spaemann.

26
POR QUÉ HABLAMOS DE PERSONAS

El sentido de la palabra «persona» depende, más que el de cualquier otra


palabra, del contexto. La mayoría de las veces con «personas» aludimos a los se­
res humanos. «Hoy contamos con ocho personas para cenar». En esta frase la pa­
labra «persona» no es en modo alguno un término enfático. Todo lo contrario.
«Esperamos a ocho seres humanos» sonaría rebuscado y un tanto ceremonioso.
«Ocho personas», en cambio, suena más abstracta e impersonalmente. De perso­
nas se habla para referimos a ellas de manera puramente numérica. Y no nos pa­
recería despreciativo, sino más bien hinchado, que alguien, en lugar de «rasgos
personales», hablara de «rasgos humanos». Y cuando decimos «esta persona»
empleamos de nuevo una expresión particularmente impersonal. Si no es un
modo oficial de hablar, es despectivo.
En otros contextos ocurre exactamente lo contrario, especialmente cuando
la palabra «persona» se usa predicativamente, es decir, cuando de un ser defini­
do ya de otro modo, decimos expresamente que es una persona. Cuando recien­
temente se ha propuesto substituir la expresión «derechos del hombre» por «de­
rechos de la persona», se ha pretendido apoyar la propuesta en cierto uso del
lenguaje, según el cual sólo son personas los hombres adornados con determina­
das cualidades. Y quien, frente a ello, insiste en que todos los hombres son per­
sonas, utiliza asimismo «persona» como nomen dignitatis. Incluir a alguien no
sólo en el registro civil, sino además atribuirle expresamente condición personal,
significa reconocerle como alguien que puede exigir que se le trate de una forma
determinada.
Como vestigio de un empleo completamente distinto y más antiguo, encon­
tramos la palabra en los programas de teatro, en los que «personas» no son pre­
cisamente personas, es decir, hombres, sino papeles, que se distinguen de sus in­
térpretes. Aproximadamente el mismo sentido tiene en Pablo cuando escribe:

27
PERSONAS

«Dios no hace acepción de p e r s o n a s » S i siguiéramos preguntando que qué es


lo que Dios tiene en cuenta, ésta sería la respuesta: Dios tiene en cuenta precisa­
mente lo que hoy llamamos «persona». Finalmente, y no sólo por ser exhausti­
vos, es preciso pensar en la expresión gramatical «primera, segunda, tercera per­
sona», que, indirectamente, ha tenido una importancia decisiva para el actual
concepto de persona.
En lo que sigue trataremos sobre todo del significado de la palabra «perso­
na» que empleamos cuando usamos temáticamente la palabra como predicado,
como cuando se dice que este o aquel ser es «persona». Eso arrojará luz sobre la
posibilidad de utilizar la palabra para una identificación puramente numérica, to­
talmente «impersonal».
La palabra «persona» no es una expresión específica con la que califique­
mos algo como constituido de una .manera determinada, y, de ese modo, lo iden­
tifiquemos. A la pregunta «¿qué es esto?», no respondemos: es una persona,
como diríamos «es un hombre» o «es una lámpara». Es preciso saber ya de ante­
mano si es un hombre o una lámpara para saber si es una persona. El concepto de
persona no sirve para identificar algo como algo, sino que afirma algo sobre un
ser determinado de una manera precisa. Pero, por otro lado, tampoco se trata de
un predicado, que atribuya una cualidad adicional determinada a un ser califica­
do ya dentro de su género. No existe ninguna cualidad que signifique «ser perso­
nal». Lo que ocurre es, más bien, que de algunos seres, debido a ciertas cualida­
des que hemos identificado previamente, decimos que son personas.
¿Cuáles son estas cualidades y qué añade predicar de alguien el ser perso­
nal a la constatación de esas cualidades? Comenzaré con un conjunto de indica­
ciones provisionales y asistemáticas. ¿Qué noción preliminar nos puede guiar en
nuestra búsqueda inicial? La respuesta deriva de lo que ya hemos hallado: de la
singularidad del uso de la palabra. Por un lado, atribuimos una especial dignidad
a aquel al que designamos de ese modo; pero, por otro, la palabra sirve para una
designación puramente numérica, que hace abstracción de cualquier ulterior pre­
cisión. Por un lado, no es una expresión específica con la que identificamos algo
como algo de tal o cual especie; pero, por otro lado, no es tampoco una cualidad.
Designa, más bien, al titular de determinadas cualidades. Si no consideramos que
los dos modos de emplear la palabra son meramente equívocos, y nos fijamos en
su analogía, obtendremos una primera indicación de la dirección en la que debe­
mos buscar. Persona sería alguien que es lo que es de otro modo a como las de­
más cosas y seres vivos son lo que son. ¿Cuál es este otro modo? Una frase de La
fláúta mágica nos puede proporcionar tal vez una nueva ayuda. La conocida aria
de Sarastro «En estos sagrados recintos no se conoce la venganza» — una procla­
mación filantrópica— termina con unas palabras extrañas y, a la vez, claras para1

1. Gal 2,6.

28
POR QUÉ HABLAMOS DE PERSONAS

todo el mundo: «Quien no reciba alegrías de estas enseñanzas no merece ser


hombre»2 . Ser hombre aparece aquí como un privilegio, como algo que alguien
puede perder. Ciertamente entendemos lo que significa que un hombre no merez­
ca ser príncipe. Pero quién es ese alguien que puede merecer o río merecer ser
hombre. «Hombre» es un término de los denominados específicos, con el que se
identifica ante todo a alguien que puede merecer o no merecer algo. Aristóteles
hablaba de expresiones substanciales, que se caracterizan porque no se predican
de algo, sino que identifican algo de lo que ulteriormente se predica lo que sea3.
Se puede aclarar la diferencia entre ambas expresiones tomando el ejemplo
de un perro, que unas veces es un ser vivo que ladra y otras un ser vivo que no la­
dra. Cuando no ladra sigue existiendo. Pero en el momento en que deja de ser un
perro, decimos que ya no es. Podríamos argüir lo siguiente: ya no es un perro, en
efecto, lo mismo que cuando deja de ladrar deja de ser un animal ladrador. Cuan­
do deja de ser un perro, no se ha disuelto en la nada, sino que se ha transforma­
do en algo distinto, en un cadáver, y más tarde en humus. Lo que queda es un
substrato material, del que una vez se afirmó que era un perro y, más tarde, hu­
mus.
Ésta es precisamente la idea que rechaza Aristóteles, y con razón, cuando
distingue dos tipos de «alteraciones»: generación y corrupción, por un lado, y
cambio, por otro4. Cuando un hombre muere, no decimos precisamente que haya
cambiado de estado, y se haya convertido en un trozo de materia localizado es­
pacial y temporalmente, sino que alguien, un hombre, ha dejado de existir. Cuan­
do identificamos una cosa, de la que decimos esto y aquello, el término específi­
co es aquel concepto con el que identificamos esta cosa. Y aquello de lo que la
cosa consta, en principio sólo es identificable como aquello de lo que consta esta
cosa, no como aquello de lo que predicamos algo. Cuando Sarastro dice «quien
no reciba alegría de estas enseñanzas no merece ser hombre», no quiere decir, de
un trozo de materia espacio-temporal, que se ha vuelto indigno de ser hombre,
como un hombre se puede volver indigno de ser príncipe. ¿Cómo podría un tro­
zo de materia merecer o ser indigno de algo? Lo que dice Sarastro es algo para­
dójico. El hombre puede merecer o ser hombre o ser indigno de serlo. Pero para
ello, necesita ser. Si, pese a todo, entendemos de algún modo, intuitivamente, es­
tas palabras, es porque entendemos la relación del hombre con su ser de otro
modo a como entendemos la del perro con el suyo. En el caso del hombre pensa­
mos en una relación, o sea, en una diferencia interna que no pensamos en los de­
más casos, en los que identificamos a un individuo como ejemplar de una espe­
cie. Evidentemente el hombre no es hombre del mismo modo a como el perro es
perro, es decir, como caso inmediato de su concepto específico.

2. W.A. Mozart, «Die Zauberflöte», 2 Aufzug, 13. Auftritt.


3. A ristóteles, 1017b, 10.
4. A ristóteles, De gen. etcorr . 314a.

29
PERSONAS

Lo veremos más claramente considerando el uso de conceptos como «hu­


mano» y «personal». En cierto sentido «humano» es precisamente lo que los
hombres hacen. Por tanto, esas terribles atrocidades, de las que ningún animales
capaz, son «humanas». Pero así no usamos la palabra. La empleamos, más bien,
normativamente, para distinguir ciertas acciones, que aprobamos, de otras que
desaprobamos. Sin embargo, hay ocasiones en que el uso del lenguaje se invier­
te extrañamente. Llamamos «humanas» a ciertas conductas, que desaprobamos
ligeramente, pero que quisiéramos disculpar. «Errar es humano». Se trata siem­
pre de casos en que, por debilidad, nos apartamos de la norma. Si esa desviación
se hiciera por maldad, no utilizaríamos la palabra «humano», aunque la maldad
sea característica del hombre. A las formas de maldad especialmente perversas
las llamamos precisamente «inhumanas». Lo «inhumano» es, evidentemente,
algo que pertenece específicamente, al hombre.

II

Las paradojas mencionadas hasta ahora son las primeras indicaciones sobre
un fenómeno por cuya virtud, a los ejemplares de la especie homo sapiens sa­
piens', no los designamos solamente con su concepto específico, es decir, «hom­
bres», sino que además los llamamos «personas».
Hoy día distinguimos por lo general entre hombres y animales. Pero «hom­
bre» es, en principio, el concepto de una especie biológica, y la filosofía antigua
y medieval incluyó al hombre entre los animalia, o sea, los animales. El hombre
es un animal rationale. Como en alemán la palabra «animal», igual que la pala­
bra «bestia» en latín, tiene desde el principio connotaciones no humanas, sole­
mos emplear para animal, cuando la usamos como término que engloba a anima­
les y a hombres, el neologismo «ser vivo», y no llamamos al hombre «bestia
racional», sino «animal racional». En esto se manifiesta de nuevo la conciencia
de que el modo como el hombre es ejemplar de su especie se distigue de la for­
ma como otros individuos lo son de la suya.
Podemos aclarar esta peculiaridad observando cómo nos referimos a noso­
tros mismos con ayuda del pronombre personal «yo». Cuando decimos «yo», no
nos referimos a un «yo», que es una ficción filosófica, sino a un ser vivo deter­
minado, a un hombre concreto en el mundo: al mismo hombre al que los demás
nombran con un nombre propio determinado. Con «yo» designa cada uno al
hombre que él, el hablante, es. Sin embargo, este pronombre personal es un caso
particular en un doble sentido.
En primer lugar, es indudable que ese término se refiere de hecho a algo real,
lo cual no ocurre con los términos «él», «ella», «ello», «éste», «ése», y ni siquiera
con «tú». Todos ellos pueden referirse en ciertos casos a objetos imaginarios. Quien
dice «yo», existe. En ese hecho descansa el conocido cogito, ergo sum cartesiano.

30
POR QUÉ HABLAMOS DE PERSONAS

Pero ¿qué significa «existe»? ¿Quién es el que dice «yo» y existe, y qué cla­
se de individuo es? Es posible que el que dice «yo» no lo sepa o que se engañe al
respecto. Y ésta es la segunda particularidad de este pronombre personal. Sólo se
puede identificar algo, como hemos visto ya, cuando se identifica como un ser
con tales y cuales características, como un ser determiando cualitativamente:
como un ser que incluimos en una especie determinada mediante una expresión
específica. No es asi como se realiza la identificación mediante el pronombre
persónál «yo». Alguien se puede muy bien engañar sobre quién es y qué clase de
individuo es. Puede asimismo ignorar cuál es su situación espacio-temporal. Tras
un accidénte, en el que ha perdido la memoria y la vista, puede preguntar: ¿quién
soy?, ¿dónde estoy? Puede incluso haber olvidado que es un hombre. Sin embar­
go, la referencia del «yo» no tiene ninguna indeterminación, pues es una referen­
cia puramente numérica, independiente de toda determinación cualitativa. «Yo»
se refiere al que dice «yo», independientemente de lo que sea.
Esto no se debe entender en el sentido de que «yo» aluda a una res cogitans,
o a una existencia sin realidad, que, de nada, por así decir, se hace algo determi­
nado, real. Esto es una errónea interpretación del fenómeno. No es casual que el
que padece amnesia pregunte: «¿quién soy?, ¿dónde estoy?» Supone, pues, que
no es «un yo», sino un alguien constituido de una manera determinada que se ha­
lla en algún lugar en el mundo. Por tener conciencia sabe que no es solamente
conciencia. Pero el saber que le hace saber que es precede a su conocimiento
acerca de quién es y dónde está. Su autoidentificación no se la proporciona nin­
guna determinación cualitativa. Sé que tengo una esencia determinada de algún
modo y constituida de un modo preciso. Pero yo no soy inmediatamente esa
esencia, y la expresión «soy» no es equivalente con la localización en unas coor­
denadas espacio-temporales, sino que exige una localización semejante. El hom­
bre no es lo que es del mismo modo que las demás cosas con las que nos encon­
tramos. Hablar de «personas» tiene algo que ver con este fenómeno.
La misma dirección sigue la idea de metamorfosis, difundida por toda la hu­
manidad. En la novela de Kafka La metamorfosis un hombre se transforma en un
insecto enorme. Los cuentos y los mitos están llenos de historias de metamorfo­
sis, como las conocidas del «rey rana» o de «los hermanitos y hermanitas». En
su Metamorfosis, Ovidio describe mitos de transformaciones. De la literatura ac­
tual se puede mencionar especialmente la narración Mi tío el jaguar, de Guima-
raes Rosa, un monólogo que nos permite presenciar, desde la perspectiva interior
del jaguar, la trasformación paulatina del hablante en un jaguar. ¿Qué es lo que
tiene lugar en estas historias?
No se trata de lo que Aristóteles llama cambio sustancial mediante genera­
ción y corrupción. El cambio sustancial consiste en que una cosa deja de ser y en
que otra surge del substrato material de la anterior. Una muere y la otra nace. A
lo constante entre ambas llama Aristóteles hyle, materia. Tan sólo ella, el substra­
to de donde proceden sucesivamente las dos sustancias, permanece. En la natu-

31
PERSONAS

raleza presenciamos constantemente cambios así. El organismo se descompone,


se convierte en humus, el cual se transforma de nuevo en material de nuevos or­
ganismos. Nada de esto constituye el objeto de las pesadillas, los mitos o las fic­
ciones literarias.
Frente a esto, lo característico de las metamorfosis consiste en que lo que
permanece en el cambio no es un substrato material, sino el sujeto mismo, que en
principio existe como hombre y dice «yo». A continuación existe como insecto,
como rana, como corzo o jaguar, o incluso, como ocurre en Ovidio, como árbol.
Es interesante al respecto que son siempre hombres, su identidad numérica, los
que perduran en semejantes metamorfosis de la esencia específica, los cuales en
ocasiones pueden recuperar su forma primitiva y ser «salvados». Los animales
no se convierten nunca en hombres, salvo que previamente lo fueran. Una iden­
tidad numérica abstracta semejante aparece también en los sueños, en los que nos
encontramos a un hombre que es alguien determinado, con el que, tal como no­
sotros lo conocemos, no mantiene, sin embargo, ninguna semejanza. Sabemos
solamente que es él. Pero ¿qué es lo que sabemos? ¿Qué significa decir es él, el
hombre al que nosotros conocemos por su nombre, y que, sin embargo, no tiene
nada en común con la imagen onírica? En este caso abstraemos también la iden­
tidad numérica de cualquier semejanza cualitativa. El que en todos estos ejem­
plos se trate de ficciones no cambia la cosa. Lo que importa es que no definimos
la identidad personal por sus rasgos cualitativos, aunque sean rasgos cualitativos
de la especie hombre los que nos permiten hacer esta abstracción. Quiénes so­
mos no se identifica evidentemente con lo que somos.
Por lo demás la misma noción de metamorfosis está presente en cualquier
idea de reencarnación, con más fuerza, como es lógico, cuando sostiene que los
hombres vuelven a nacer convertidos en animales. En las doctrinas occidentales
de la reencarnación, el hombre vuelve a nacer como otro hombre, el cual sigue
conservando aquellos rasgos que nos permiten separar la identidad cualitativa de
la numérica, mientras que en la doctrina hindú la frase de Sarastro se entiende li­
teralmente: alguien no merece seguir siendo hombre, y se transforma en algo dis­
tinto del hombre, sin dejar, no obstante, de ser él mismo.

III

Finalmente quisiera abordar el fenómeno de la diferencia interna del hom­


bre consigo mismo desde una tercera perspectiva.
Una entidad natural muestra lo que es a través de lo que hace, según el
modo como se manifiesta. Agere sequitur esse, dice un adagio escolástico5 . En

5. T om ás de A q uin o , Summa contra gentes III, 69.

32
POR QUÉ HABLAMOS DE PERSONAS

sentido estricto esto sólo es cierto en el caso de la realidad física. En las plantas
y los animales se da ya lo que llamamos «degenerar». Los animales no son sim­
plemente lo que son. Hasta cierto punto pueden malograr lo que son, pues lo que
son no coincide exactamente con lo que manifiestan. El animal, más bien, está
definido esencialmente como un «dentro», en el sentido de un tender en busca de
algo. Sólo cuando lo interpretamos así lo percibimos como ser vivo. Habitual­
mente interpretamos este tender como impulso de conservación del individuo y
de la especie, aunque no en el sentido de que estos fines estuvieran presentes,
como representación, en el animal. Como representación en el animal están pre­
sentes el alimento, la hembra (o el macho), la presa, el peligro. Somos nosotros,
los observadores, los que interpretamos estos «impulsos» desde el punto de vista
de la función que desempeñan en el sistema, y los explicamos desde el punto de
vista de la teoría evolutiva. Pero, sea buena o mala esta interpretación, allí donde
hay un tender, una constitución teleológica, allí existe también la posibilidad de
que se malogre. En el ámbito de lo físico no hay yerros, salvo aquellos en los que
el físico incurre. En ese terreno la naturaleza no yerra. Sólo lo que tiende puede
no encontrar aquello a lo que tiende. Por eso una liebre con tres patas es una lie­
bre malformada o malograda. Una liebre con tres patas no se desvía sólo estadís­
ticamente de la mayoría de las liebres, sino que, además, esta desviación signifi­
ca que se adapta peor a su nicho ecológico que la que tiene cuatro patas, así como
que no se halla tan bien y que sus posibilidades de supervivencia son menores.
Tender a algo, sentirse bien, sentirse mal: todo esto son expresiones que desig­
nan una diferencia interna entre lo que un ser vivo es «verdaderamente» y lo que
es fácticamente. En los hombres, en tanto que seres vivos, también existe esta di­
ferencia, de la que Aristóteles dice que es característica de todos los seres vivos
superiores: la diferencia entre zen y eu zen , entre vida y vida buena6. Los hom­
bres son probablemente los únicos conscientes de esta diferencia como diferen­
cia. De los animales sólo podemos hablar por analogía con la experiencia propia,
o por analogía con las máquinas, o sea, con sistemas que sólo para nosotros son
sistemas. Eso significa que el fenómeno del tender, con la diferencia que le es
propia, y que se constituye mediante el instinto, se le abre sólo al ser que está por
encima de esta diferencia y que puede conducirse de un modo o de otro con ella,
es decir, con la forma de la propia vida. En el dolor, por ejemplo, los hombres
pueden ver algo distinto del mero perjuicio para la vida. El rechazo y las estrate­
gias para evitarlo no son sus únicas reacciones posibles. Pueden exponerse cons­
cientemente al dolor, o pueden considerar la vida misma como condición del su­
frimiento y negarla. Finalmente pueden, en una especie de «negación resuelta»,
distanciarse de determinadas cualidades, deseos, impulsos. Pueden lamentar ser
como son. Pueden querer cambiar. Y cuando decimos que deberíamos aprender
a aceptamos a nosotros mismos, no queremos decir que haya que suprimir esta

6. A ristóteles , De anima 4 3 4 b , 21.

33
PERSONAS

diferencia y que debamos autoafirmamos insensiblemente, o sea, no queremos


dar esta respuesta petulante: «así soy yo», soy ese al que se reprocha un compor­
tamiento desconsiderado. La expresión «así soy yo» es compañera de otra, «así
eres tú», con la que hacemos responsable a alguien de su modo de ser, que se ha
puesto de manifiesto en su comportamiento, y con la que le privamos de la posi­
bilidad de manifestarse como un ser distinto: una posibilidad que el perdón abre.
Nadie es lisa y llanamente lo que es. La aceptación de sí mismo es un proceso
que supone la identidad, y que puede ser entendido como apropiación conscien­
te de lo no idéntico, como «integración» (C. G. Jung).
Harry Frankfurt, en su trabajo Libertad de la voluntad y concepto de perso­
na1, ha desarrollado una idea semejante hablando de «voliciones de segundo ni­
vel». Se trata del fenómeno de que podemos conducimos de una u otra forma res­
pecto de nuestros deseos y actos de la voluntad. Podemos desear tener o no tener
determinados deseos. No sólo valoramos las cosas de acuerdo con nuestros dese­
os, sino que también valoramos nuestros deseos. Si logramos armonizar nuestros
deseos con la valoración que hacemos de ellos, nos sentimos libres; de lo contra­
rio nos sentimos impotentes, como los toxicómanos o los que obran impulsiva­
mente, que no quieren lo que quieren. Se puede desear incluso tener un determi­
nado deseo, para sentir la experiencia de un deseo así, pero sin querer que se haga
realidad. Ulises toma esmeradas precauciones para escuchar las sirenas y experi­
mentar la nostalgia que su canto despierta, pero, al propio tiempo, para no ser víc-
tima de esa nostalgia, hace que sus compañeros, a los que previamente ha tapona­
do los oídos, lo aten al mástil del barco con los oídos destapados78. En Las leyes,
Platón propone que a los jóvenes, si fuera posible, habría que administrarles dro­
gas que produjeran sensaciones de miedo para que pudieran ejercitarse en la va­
lentía, es decir, en la facultad de realizar, sin hacer caso al miedo, lo que reconoce­
mos que es bello y recto9. Las «voliciones de segundo nivel» no son los impulsos
más fiiertes, aquellos que se imponen en un paralelogramo de fuerzas. En absolu­
to se imponen siempre. Cuando no lo consiguen, podemos intentar manipular el
paralelogramo de fuerzas, organizando un sistema de premios y castigos para no­
sotros mismos, de manera que, en caso de conflicto, el impulso primario deseado,
pero demasiado débil, sea fortalecido por otro impulso primario. El daño para la
salud que supone fumar no es, por lo general, un motivo suficiente para anular el
deseo actual de fumar. En lugar de eso, es posible encontrar un arreglo que premie
la renuncia al tabaco con una recompensa, gracias a la cual la idea de dejar de fu­
mar se alcanza efectivamente. En este caso nos conducimos con nosotros mismos
como con otro hombre al que tratamos de manipular.

7. H. F rankfurt, «Freedom o f the Will and the Concept o f a Person», en The Journal o f Philosophy
68 (1971), pp. 5-20. Version alemana en Analitysche Philosophie des Geistes, Hrsg, von P. Bieri, Königstein
1981, pp. 287-302.
8. Homero, Odisea, canto 12.
9. P laton, Leyes I. 648 a-c.

34
POR QUÉ HABLAMOS DE PERSONAS

En este modo de proceder topamos con un límite infranqueable. La direc­


ción fundamental de la influencia sobre nosotros mismos no depende de nuestra
intervención. En caso contrario surgiría el problema de una repetición infinita del
querer querer. La significación de este primer impulso espontáneo, que no se
puede objetivar, no se puede poner de manifiesto en el estadio actual de nuestras
reflexiones. Lo que interesa, ante todo, es mostrar la diferencia interna del hom­
bre con su propio modo de ser, que, según parece, se halla en la base del trata­
miento de la persona.
Esta diferencia nos resulta familiar bajo el título de «reflexión». Pero la re­
flexión es sólo una de las formas en que se manifiesta. La diferencia define nues­
tra existencia aún cuando no reflexionemos. Ella hace posible la reflexión, no se
basa en ella. La reflexión es volver sobre sí. Pero la diferencia se puede descri­
bir asimismo como salir de sí, o «posición excéntrica»101, como la ha denomina­
do Plessner. Lo característico de esta posición no es tanto decir yo, como hablar
de sí mismo en tercera persona. Los niños pequeños hablan habitualmente de sí
mismos de ese modo, lo cual es hasta cierto punto más sorprendente que decir
yo. Hablar de sí mismo en tercera persona saca al hombre del lugar central que
todo ser vivo ocupa en relación con su medio, viéndose a sí mismo con los ojos
de los demás como un acontecimiento en el mundo ". Para verse así, debe situar­
se en un lugar fuera de sí mismo, fuera de su centro orgánico. Esta capacidad de
autoobjetivación y, consecuentemente, de autorelativización es lo que hace po­
sible la moralidad. Y sólo así es posible él lenguaje. Hablar se distingue de cual­
quier manifestación vital puramente natural en que, al hablar, se anticipa el pun­
to de vista del destinatario, o sea, que escucha la palabra hablada. Decir «tengo
un dolor» no es la continuación del grito por otros medios. Es preciso, más bien,
reprimir la expresión inmediata del dolor para comunicar el propio dolor como
un acontecimiento en el mundo, y hacerlo de una forma que el otro lo entienda.
Para tal fin, en lugar de «expresamos» inmediatamente, debemos aceptar un sis­
tema de reglas dado de antemano, que es lo único que hace posible la comunica­
ción. Precisamente este sistema, el lenguaje, es el que hace que suija en nosotros
aquella diferencia, aquella distancia intema, por cuya virtud hablamos de perso­
nas.
El hombre siente, dirigida a él, la mirada de lo otro, la mirada de los otros,
la mirada de cualquier otra cosa posible, la mirada desde ninguna parte. El que el
hombre experimente esta mirada, sepa o crea saber de ella, impide entenderlo
como mero sistema orgánico, que constituye un medio en el que todo lo impor­
tante que sucede está instalado relativamente a las propias necesidades sistémi-
cas. Los hombres, fuera de su centro orgánico, están en una dimensión en la que

10. Cfr. H. P lessner , Die Stufen des Organischen und der Mensch (Gesammelte Schriften IV), Frank­
furt 1, Aufl. 1981, pp. 360 y ss.
11. Cfr. R. S paemann, Glück und Wohlwollen, Stuttgart 1989, pp. 86 y 119.

35
PERSONAS

no se decide «por naturaleza» qué es lo que tiene importancia ni en qué es en lo


que consiste la importancia medio de comunicación al respecto no es tampo­
co un medio natural. Mo hay ningún lenguaje humano natural. Pero tampoco lo
inventamos nosotros. Está supuesto ya cuando los hombres entran en comunica­
ción, mediante la cual se realizan como lo que son, como personas. ¿Por qué
«personas»?

36
POR QUÉ LLAMAMOS «PERSONAS» A LAS PERSONAS

En una primera aproximación hemos reunido algunas peculiaridades, que


permiten entender por qué a los hombres, es decir, a los seres que nosotros m is­
mos somos, no nos limitamos a incluirlos en una determinada especie biológica
de mamíferos, sino además en una clase completamente distinta, en la clase de
las personas.
Pero ¿forman las personas una clase? La pregunta es desconcertante. Es
desconcertante porque, por una parte, el concepto de persona funciona como los
demás conceptos, mediante los cuales incluimos a un individuo en una clase. Po­
demos preguntar qué individuos, y en virtud de qué rasgos, pertenecen a la clase
de las personas, si los hombres son los únicos elementos de la clase e, igualmen­
te, si todos los hombres pertenecen a ella. Sin embargo, por otra parte, no es ade­
cuado hablar de la clase de las personas, por dos razones.
La primera se puede explicar como sigue. Cuando a determinados indivi­
duos los designamos como personas, no lo hacemos porque pertenezcan a una
determinada clase o porque sean caso de un concepto general. Con esta palabra
queremos decir, más bien, que los hombres se conducen respecto de lo que son
(o de su clase o especie) de manera distinta a como se conducen normalmente los
individuos de una clase respecto de ésta, los cuales se limitan a quedar incluidos
dentro de ella. Las personas pertenecen siempre a una especie natural determina­
da, pero pertenecen a ella de otro modo a como otros individuos pertenecen a su
especie.
La segunda razón por la que hablar de la clase de las personas, aunque ló­
gicamente correcto, es ontológicamente inadecuado, consiste en el hecho de que,
con la aplicación del concepto de persona a unos individuos, concedemos a éstos
un estatus determinado, el estatus de la «inviolabilidad». Con la concesión de
este estatus contraemos el deber de aceptar su relevancia. Podemos decir de al­
guien que es rey o ciudadano de honor u oficial y, simultáneamente, estar en con­

37
PERSONAS

tra de los reyes y los oficiales, y considerar que hay que abolir el título de ciuda­
dano de honor. En cambio, el que no quiere respetar a los hombres como perso­
nas les niega el título de personas, o considera el concepto de persona como su-
perfluo e inadecuado para caracterizar algo. El empleo del concepto «persona»
es idéntico a un acto de aceptación de determinados deberes frente al que deno­
minamos así. La elección de aquéllos a los que denominamos así depende, cier­
tamente, de determinados rasgos que se definen descriptivamente. La personali­
dad se relaciona con esos rasgos, pero no es un rasgo específico, sino un estatus,
el único que no nos puede conceder nadie, sino que se posee naturalmente, sin
que eso signifique que sea algo «natural». También el hombre es un ser hablante
«por naturaleza», pero el lenguaje no es nada «natural».
Como «persona» no es un término descriptivo, no se puede definir ni osten­
sivamente, es decir, mediante la indicación de una cualidad simple, como el co­
lor, ni narrativamente, o sea, medíante la narración de una historia de lo que se
designa con una expresión como, por ejemplo, «batalla de Hermann». Esta ex­
presión encierra una historia entera, y el que signifique algo real depende de que
la historia sea verdadera. Con las especies naturales ocurre, en principio, lo mis­
mo. Tras ellas hay también una historia. La teoría de la evolución, por ejemplo,
es un intento de contar esta historia. Distintas son las cosas con los conceptos que
encierran una exigencia normativa. También en este caso debemos contar una
historia para entender su sentido, pero no la historia del objeto al que nos referi­
mos con el concepto, sino la historia del concepto mismo.
A la luz de estas reflexiones, parece natural incluir el concepto de persona
entre los conceptos normativos. De hecho, como veremos más tarde, pertenece a
una tercera clase de conceptos. Pero de momento basta con que comprobemos
que el empleo de este concepto tiene una implicación normativa. El uso del con­
cepto, en el explícito sentido temático de que hablamos aquí, es más que la cons­
tatación de un caso de algo. Se trata, más bien, de plantear una exigencia. Y para
entenderla, es necesario ver cómo se ha realizado.
La historia del concepto de persona es la historia de un rodeo, cuya exposi­
ción nos introduce momentáneamente en el núcleo de la teología cristiana. Lo
que hoy denominamos «persona», sin la teología cristiana, hubiera quedado sin
nombrar, y no hubiera estado presente en el mundo (las personas no son simple­
mente acontecimientos naturales). Esto no significa que el empleo del concepto
«persona» tenga sentido solamente bajo determinados supuestos teológicos, aun­
que se puede pensar que la desaparición de la dimensión teológica provocaría a
la larga lá desaparición del concepto de persona.
N i siquiera Platón pensó lo que nosotros pensamos con este concepto. Cier­
tamente el hombre ya no es para él, como para Homero, el escenario de la acción
de unos poderes contra los que nada puede hacer. Esta concepción es precisa­
mente la causa de que Homero tenga que dejar su lugar como educador en la ciu­

38
POR QUÉ LLAMAMOS «PERSONAS» A LAS PERSONAS

dad platónica. Pero la lucha del Platón socrático contra la retórica es también una
lucha por la autonomía del hombre. En su Elogio de Helena, Gorgias había im­
pugnado la autonomía y, con ella, la idea de responsabilidad. Ya no son poderes
sobrehumanos los que se han apoderado de Helena, sino palabras, las palabras
irresistibles de París. Helena no es libre para seguirlas o no seguirlas'. También
Platón sabe que hay palabras a las que no se puede sino seguir, pero son palabras
que hacen sabios. Quien las sigue no sigue al que las pronuncia, sino a la verdad,
a la que también sigue el orador. Esta es la verdad de la que se puede decir que
hace libre. Quien la sigue hace lo que quiere. La retórica es el arte de producir
una apariencia de verdad y, de ese modo, mover a los hombres a lo que no que­
rrían si conocieran la verdad, o sea, a algo que realmente no quieren. Y cuando
Platón expulsa de su ciudad a los poetas entusiasmados, lo hace porque, aun
cuando digan la verdad, no hablan como sabios, sino por estar poseídos por un
poder y no disponer de criterio para juzgar adonde los llevará. Puesto que lo que
dicen no es suyo , sus palabras tampoco se pueden exponer al agua fuerte del diá­
logo socrático, que las examina por su contenido de verdad.
Libre es, para Platón, el sabio, pues sólo él hace lo que quiere, y además no
lo hace casualmente, sino por ser él mismo el fundamento de su acción. ¿Qué
significa la expresión «él mismo»?
Se trata indudablemente del recorrido del pensamiento hacia la idea de per­
sona. Pero es asimismo claro que lo específico de esta idea no es pensado toda­
vía por Platón. El que el hombre se gobierne a sí mismo significa para Platón que
gobierna en él la parte del alma que puede instruirlo (la única que puede instruir­
lo), o sea, que puede hacerle sabio sobre qué es deseable para el hombre. Esta
parte del alma es la razón. Autonomía significa señorío de la razón. La razón
es lo común, el órgano de la verdad común para todos. Lo singular, lo particular
— en la medida en que se oponga a lo general, a la idea— es lo inesencial, lo fu-
til. Existe para realizar y representar lo esencial, la idea. Por eso, en el Estado las
categorías inferiores son las únicas que tienen como fin su propia individualidad:
matrimonio, riquezas, placeres. Participan de la verdad dejándose gobernar por
quienes han renunciado a lo individual y atienden sólo a lo general, sin vínculos
personales, sin familia, sin posesiones, atentos sólo a instaurar la idea de justicia
en el Estado. La exigencia de señorío de la filosofía en el Estado es idéntica en
Platón al rechazo de cualquier forma de dominio del hombre por el hombre. El
dominio de la filosofía no es dominio de hombres, sino dominio de la idea, de
igual forma que no es dominio personal de Pitágoras el que los hombres se hu­
millen ante el teorema de Pitágoras.1

1. G eorgias de L eo n t in o , Reden, Fragmente und Testimonien, Hrsg, von Th. Buchheim, Hamburg
1989, pp. 3 y ss.

39
PERSONAS

II

La oposición generalidad-individualidad, o clase-elemento, abre al hombre


individual, según Platón, la posibilidad de elevarse por encima de su mera indivi­
dualidad, de su condición de «mero elemento de una clase». Puede pensar la esen­
cia, lo general y, al hacerlo, superar su particularidad. Lo que Platón no piensa es
que el que «se hace a sí mismo general» alcanza un modo de ser más alto que el de
lo general. La justicia concretada y realizada en un hombre es más que la idea de
justicia, y el hombre que muere por su patria es más que su patria. Como indivi­
duo es sólo parte de su pueblo. Pero en la medida en que realiza esa parte que él
es, es una totalidad, frente a la cual el pueblo sólo es una abstracción. Para expre­
sar esta idea Hegel se sirve del concepto de «singular», el cual, al absorber y reali­
zar en sí lo general, se halla por encima de la oposición entre lo particular y lo ge­
neral. Las personas son individuos^ Pero no en el sentido de que sean «casos» de
algo general, sino en el de que, como los respectivos individuos que son, son de
modo individual y exclusivo lo general mismo. No son partes de una totalidad
abarcante, sino totalidades, en relación con las cuales todo es parte.
Ésa es la razón por la que, para las personas, la autodeterminación no signi­
fica que lo verdadero, su validez supraindividual, se imponga en ellos como lo
eséncial frente a la insignificante individualidad definida de forma exclusivamen­
te sensible. Así ocurre en Platón. La razón es el órgano de lo general. Donde ella
gobierna, el hombre es libre. Pero, ¿por qué en muchos hombres no gobierna,
siendo así que existe para gobernar? La respuesta «porque el hombre no quiere»
carece de sentido para Platón. Todos los hombres quieren lo bueno para ellos. Y
lo bueno para el hombre es el «bien en sí mismo». Cuando los hombres no lo
quieren, es porque no lo conocen. ¿Por qué no lo conocen? Aquí la filosofía an­
tigua empieza a moverse en círculos.
La respuesta del Nuevo Testamento será: los hombres no conocen el bien
porque no lo quieren conocer, porque amaron «más las tinieblas que la luz»2. La
primera revelación del Espíritu muestra, según el Evangelio de San Juan, que el
pecado consiste en que «no creyeron en m í»3. Este modo de hablar es completa­
mente antisocrático. Pero, precisamente en él, se halla el origen del descubri­
miento de la persona. Lo que se piensa en él es que no es asunto de un destino na­
tural, ni es asunto de genes o de educación, el que la exigencia incondicional de
lo bueno, en tanto que lo racional, se imponga en el hombre, sino que la razón
para que lo haga se halla, de nuevo, en el hombre. El Nuevo Testamento, y des­
pués el cristianismo, llaman a este fundamento «corazón». A diferencia de lo que
ocurre con la razón, que es per definitionem racional, aunque a veces no es sufi­
cientemente clara y demasiado débil para dominar, el corazón gobierna siempre,

2. Ioh 3,19.
3. Ioh 16,9.

40
POR QUÉ LLAMAMOS «PERSONAS» A LAS PERSONAS

y decide asimismo por quién quiere dejarse gobernar. ¿En qué se apoya para de­
cidir? ¿En su modo de ser, en su naturaleza, frente a los que nada puede? No. El
corazón, según este modo de entenderlo, no es naturaleza. No hay ningún modo
de ser, ninguna determinación cualitativa, que pudiera ser fundamento para evi­
tar el bien, para amar las tinieblas. El corazón es fundamento sin fundamento, en
un sentido del que en el pensamiento antiguo no hay ningún equivalente intelec­
tual ni conceptual. La identidad del corazón se halla en un lugar más profundo
que el de cualquier determinación cualitativa. Lo que con esto se expresa es un
descubrimiento antropológico, pues responde a una experiencia. Agradecemos
efectivamente a un hombre el que sea como es, y reprochamos a otro, o a noso­
tros mismos, que sea como es. En el Nuevo Testamento el mal también se halla
vinculado estrechamente, sin duda, con la ignorancia. Pero en el Nuevo Testa­
mento es él, el mal, el fundamento de la ignorancia, mientras que para el Sócra­
tes platónico ocurre al revés. Así se explica también el duro lenguaje de Jesús
frente a sus adversarios y el amable e irónico de Sócrates.
Este concepto de corazón es el que se halla en la base del concepto poste­
rior de persona. Significa el descubrimiento de la persona. Esto es subrayado por
el hecho de que, decidirse por el bien o por el mal, por la luz o por las tinieblas,
no es decidirse por una idea, sino por una persona, que es la revelación auténtica
de la verdad, de suerte que Cristo, en el Evangelio de San Juan, considera que el
único pecado es que «no creyeron en mí», y en otro pasaje dice: «Si no hubiera
venido..., no tendrían pecado»4. El conocimiento de la verdad es pensado como
un acto personal de «fe». La verdad no se presenta como lo general supraindivi-
dual, sino como el rostro concreto de un otro individual.

III

Fueron necesarios varios siglos para recoger intelectualmente la experien­


cia que se expresa en el Nuevo Testamento e integrarla, con los medios concep­
tuales del pensamiento antiguo, en un nuevo concepto.
¿Por qué desempeña al respecto la palabra latina persona una función cla­
ve? La palabra latina persona — lo mismo que el análogo concepto griego proso-
pon — pertenece en principio al mundo del teatro, y significa el papel, como algo
diferente del que lo interpreta. Es exactamente el concepto que todavía hoy se
emplea en los programas de teatro: «los personajes y sus intérpretes». «Persona»
era en principio simplemente la máscara a través de la que resonaba la voz del
actor. Después, en sentido figurado, pasó a significar el rol en la sociedad, el es­
tatus social. En todo ello encontramos ya un elemento estructural de nuestro ac­

4. Ioh 15,22.

41
PERSONAS

tual concepto de persona, el momento de la no identidad. El actor es intérprete,


no es lo que interpreta. Pero frente a lo que ocurre en nuestro uso del lenguaje,
«persona» no designaba en principio al que se esconde detrás del rol y hace po­
sible la interpretación, sino el rol mismo. Lo que se esconde tras él se llama «na­
turaleza». La antigüedad no conoce ninguna forma que permita al hombre poner­
se detrás de su naturaleza, ningún modo de objetivar la naturaleza. La naturaleza
es algo último, en sentido fáctico y en sentido normativo. «Persona» es, pues, lo
secundario, lo puesto, una segunda identidad, y, por tanto, más débil que la pri­
mera. Por eso puede escribir Séneca: Nemo potestpersonara diu ferre. Ficta cito
in naturam suam recidunt5. De esta identidad de roles secundaria cada uno es un
poco culpable. El actor tiene que interpretar debidamente su papel, y los estoicos
compararon el modo correcto de vivir con una buena representación de un papel
teatral. Con ello han favorecido una relación indirecta del hombre con sus fines
primarios. El hombre es un ser vivo orgánico y, como tal, tiene fines primarios,
vitales. Pero como ser racional tiene un fin propio: hacer lo indicado por la natu­
raleza de forma hermosa, o sea, como lo racional. También Cicerón habla de que
somos en parte culpables de la persona, de la identidad de los roles6. Existen
«obligaciones de cargo», y en nuestro concepto de «magistrado» sigue presente
asimismo el viej o concepto de persona.
Al concepto de persona como rol recurrió la filología alejandrina cuando
designó como primera, segunda y terceraprosopon los tres roles gramaticales del
hablante. Los gramáticos latinos adoptaron después la misma terminología, pues
hablan de la triplex natura personarum , de la persona que habla, de la persona a
la que se habla, y de la persona sobre la que se habla, en la segunda de las cua­
les, pero sobre todo en la tercera, otros seres vivos, o incluso cosas, pueden re­
emplazar a las personas78.Finalmente hay que mencionar, como tercer testimo­
nio, el concepto de persona de la jurisprudencia romana de la época imperial. En
ella encontramos, por un lado, una equiparación de hombre y persona. Con «per­
sona» se designa el estatus especial del libre frente al esclavo, o el del hombre
frente a las demás entidades. Entre los juristas la palabra homo se emplea gene­
ralmente para referirse al esclavo, o sea, para alguien que pertenece a la especie
humana sólo biológicamente, pero cuyo estatus no queda definido de ese modo.
Pefo, por otro lado, existe también la diferencia entre personas y cosas, según la
cual todos los hombres, también los esclavos, son personas. Los esclavos son
personae alieno juri subjectae, frente a las personae sui juris%.

5. S éneca , De clementia 1 ,1,6: «Nadie puede quejarse de representar un papel. Lo ficiticio se integra
pronto en su naturaleza».
6. C icerón, De finibus 1 ,1.
7. Cfr. M. F uhrmann, artículo «Person», en R itter-G ründer, Historiches Wörterbuch der Philosop­
hie, Bd.7, Basel 1989, 269-283; y B. K ible , artículo «Person», ibid., 283-300.
8. G aius, Institutiones I, 10 y ss.; I, 48; I, 142.

42
POR QUÉ LLAMAMOS «PERSONAS» A LAS PERSONAS

Todos los usos antiguos de la palabra «persona» tienen en común el referir^


se al hombre, a veces incluso a todos los hombres, y el no calificar al hombre
como ejemplar de una especie o como caso de un concepto, sino como portador
de un rol social en el más amplio sentido o como titular de un estatuto jurídico.
Tras ese rol, como su supuesto y soporte, se halla siempre una «naturaleza» hu­
mana. En la Stoa se abre paso efectivamente una concepción, según la cual la re­
alización de la naturaleza humana se entiende por analogía con la representación
de un papel. Quién es el sujeto de esa representación es algo que queda a obscu­
ras. No parece ciertamente haber ningún sujeto, pues el determinismo y el fata­
lismo de la Stoa hace depender finalmente del destino el que la representación se
logre o no, y la sabiduría no es, a la postre, otra cosa que aceptar sin resistencias
este sino universal.

IV

Para entender el cambio de perspectiva, por cuya virtud se denomina «per­


sona» precisamente al ser que se conduce con su naturaleza como con un rol, es
preciso tener presente la función que el concepto de persona desempeñó en la in­
terpretación especulativa de la doctrina cristiana en los primeros siglos después
de Cristo. Por dos veces sirvió el concepto para resolver paradojas, que resulta­
ban del intento de expresar conceptualmente expresiones del Nuevo Testamento
y la interpretación de la Iglesia.
La primera paradoja resultaba del empeño en hacer compatible el estricto
monoteísmo judío con ciertas expresiones del Nuevo Testamento, en las que Je­
sús dice de sí mismo que Él y el Padre son una «sola cosa»9, o en las que dice a
los discípulos «El que me ha visto a mí ha visto al Padre»,0. El prólogo del Evan­
gelio de San Juan llama al Logos, que se hizo carne en Jesús, directamente
«Dios». Por otro lado, Jesús habla de Dios como de «su Padre». En la oración se
dirige al Padre. De esa forma quedaba prohibido entender a Jesús, por analogía
con las antiguas mitologías, como teofanía, como manifestación terrena del Dios
Padre.
Además el Nuevo Testamento habla del «pneuma» de Dios, que por medio
de Cristo se derrama sobre los hombres, de manera que el pneuma, el spiritus, es
«hipostasiado» como realidad distinta del Padre y el Hijo. En el Evangelio de
San Juan Cristo habla del «Parácleto», del «espíritu de la verdad», que el Padre
enviará en su nombre — en nombre de Cristo— y que «dará testimonio de mí» ".
Los primeros teólogos cristianos eran totalmente monoteístas. Se veían a sí mis-

9. Ioh 10,30.
10. Ioh 14,9.
11. Ioh 15,26.

43
PERSONAS

mos ante la tarea de pensar la unicidad de Dios de forma que se pudiera poner de
acuerdó con la diferencia entre Padre, Hijo y Pneuma como una diferencia inter­
na a Dios mismo. Para ello proporcionaron ayuda algunas palabras de Jesús en el
Evangelio de San Juan, como: «antes que Abraham naciese, era y o » 12. Este «yo»
de Jesús se identifica en el Prólogo del mismo Evangelio con el Logos, del que
se dice: «Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era
D ios»1314.Luego se dirá de este Verbo que «se hizo carne» M.
Este texto, o en todo caso su recepción en el mundo helenístico — el Nuevo
Testamento pertenece al mundo helenístico— hay que verlo naturalmente en co­
nexión con el neoplatonismo, con la doctrina de Plotino de las emanaciones de
lo originariamente Uno. De él, del Uno, procede la razón, el nous, y de éste el
alma del mundo. A la idea de una emanación eterna de lo Uno se refieren eviden­
temente los pensadores cristianos, sobre todo los del oriente griego, Orígenes y
los capadocios. Pero en otros intentos, siempre nuevos, el esfuerzo llega al extre­
mo de modificar profundamente esta idea, de manera que se establece una cesu­
ra radical entre las dos primeras emanaciones y todas las siguientes hasta la ma­
teria. Todas las siguientes no se entienden ya como emanaciones, que proceden
con necesidad lógica y ontológica de las otras, sino que ahora son designadas, en
el sentido de la génesis bíblica, «creación». Proceden de una decisón libre, con­
tingente, de Dios. El Absoluto, lo Uno, se ha decidido en libertad, aunque desde
la eternidad. La metáfora de la emanación, del dimanar de la divinidad, es susti­
tuida por la de llamar desde la nada. La divinidad, para poder ser pensada como
sujeto de algo, como una resolución libre, no puede ser entendida como un Uno
que no encierre dentro de sí alguna automediación. Siempre que se piense así,
todo lo que no sea el Uno procederá inmediata y necesariamente de él. El Logos
es la primera emanación, que permite conocer a lo Uno como lo Uno. Sin ella, el
Uno no puede saber de sí mismo. Sin embargo, según Plotino, el Uno no se co­
noce en absoluto. El conocimiento de sí queda fuera de él. Los pensadores cris­
tianos piensan al Uno como Dios, es decir, lo piensan de un modo que tiene en sí
mismo la mediación, que se conoce a sí mismo, y que se afirma a sí mismo. Pero
esto significa que no piensan las dos primeras emanaciones, las cuales no pose­
en el carácter de posición libre, sino el de automediación necesaria, como des­
censo a realidades respectivamente más pequeñas, sino a realidades en las que lo
Uno permanece perfectamente consigo, puesto que tiene en sí mismo a lo distin­
to de sí. Logos y Pneuma son una vez más el mismo Uno de algún modo, es de­
cir, no casos del concepto más amplio Dios, del que ahora hubiera tres ejempla­
res, es decir, tres dioses. Esto estaría en contradicción con el monoteísmo bíblico
y anularía el concepto de Uno. Además, según la concepción platónica y la aris­

12. Ioh 8, 58.


13. Ioh 1,1.
14. Ioh 1,14.

44
POR QUÉ LLAMAMOS «PERSONAS» A LAS PERSONAS

totélica (e, incluso, según la neoplatónica), las multiplicaciones suponen siempre


un medio, que se debe distinguir del eidos que se multiplica, y que de algún
modo representa el espacio en el que lo mismo se puede multiplicar. (Leibniz,
que abandonó la idea de una materia indiferente, negó también la posibilidad de
diversos individuos, que sólo son distintos numéricamente, pero no diversos cua­
litativamente).
Sin embargo, las tres «hipóstasis» de la divinidad, como las llamaban los
griegos, deberían ser distintas desde el punto de vista meramente númerico. El
infinito espesor del Uno no permite multiplicación alguna, sino tan sólo una in­
terna diferenciación, por cuya virtud esta unidad es pensada ahora como proceso
de automediación, como eterno acontecimiento de unificación, o, con otras pala­
bras, como vida. Lo Uno no es lo inexpresable, que ya tiene que haber dejado de
ser lo Uno, cuando es expresado. Ahora es pensado como expresándose a sí mis­
mo. Esta interna diferenciación no debe ser interpretada cualitativamente, como
si las hipóstasis fueran distintas entre sí. De ser así, el origen no se podría reco­
nocer ni expresar adecuadamente en el Logos. El Logos sería de algún modo dis­
tinto de aquello de lo que es Logos. En la concepción cristiana no es distinto,
sino solamente otro, distinto del Padre exclusivamente por la asimetría de la re­
lación: el Padre engendra al Hijo, no el Hijo al Padre. Por lo demás, la diferencia
es puramente numérica. Es preciso tener presente que estas distinciones altamen­
te especulativas tenían tan en ascuas, durante los siglos IV y V, a los habitantes
de Constantinopla, que, según informa San Gregorio de Nicea, en las panaderías
o en las herrerías uno se enredaba en discusiones sobre la igualdad o desigualdad
esencial entre el Padre y el Hijo en la Divinidad antes de tener la oportunidad de
pedir pan o herraduras1S.
¿Cómo se puede pensar la diferencia puramente numérica de las emanacio­
nes entre sí, y entre ellas y su origen, sin disponer de la idea de una separación
espacial? Los teólogos griegos recurrieron al concepto abstracto de hipóstasis,
que significa tanto como «ser que existe independientemente». Los teólogos oc­
cidentales, comenzando por el africano Tertuliano, recurrieron al análisis que ha­
cían los gramáticos del fenómeno lingüístico, y al concepto de persona que em­
pleaban. En la exégesis del Antiguo Testamento, especialmente de los Salmos, en
los que frecuentemente no está claro, a primera vista, quién habla con la forma
yo. Tertuliano, siguiendo completamente la forma de los gramáticos, pregunta:
¿Quis loquitur? ¿De quo loquitur? ¿Ad quem loquitur? 16Y es también Tertulia­
no el que sustituye el concepto de hipóstasis por el menos abstracto y especu­
lativo de persona. El concepto de persona de los gramáticos prescinde de toda
diferencia entre las personas. Puede ser del mismo hombre del que, bien en pri­

15. G regorio de N icea , «Rede über die Göttlichkeit des Sohnes und des Heiligen Geistes», en M igne,
Patrología Graeca, Bd. 46, 151.
16. T ertuliano, Ad. Praxean 1,4: «¿Quién habla? ¿De quién se habla? ¿A quién se habla?».

45
PERSONAS

mera persona, bien en segunda o en tercera, se hable. Las personas son distintas
exclusivamente por la posición relativa que ocupan en una situación de habla.
Pero la situación de habla, como paradigma del acontecimiento de la autoconsti-
tución de Dios, fue sugerida por las palabras de San Juan sobre el Logos divino.
«Una naturaleza y tres personas», será finalmente la fórmula cristiana orto­
doxa. En esta fórmula no se habla de «naturaleza» en el sentido de la «segunda
usia» de Aristóteles, es decir, en el sentido de una esencia general con diversos
casos, indiferente ante sus casos y el número de éstos, sino en el de «primera
usia», de una única esencia individual, que existe de tal manera que las personas
que la realizan la entregan, a la esencia, en un orden determinado, y en este pro­
ceso de «darse y recibirse» tienen su realidad: La diferencia que las personas
mantienen con su naturaleza, con su esencia^ está inmediatamente relacionada
con el hecho de que una persona entendida de ese modo sólo se puede pensar en
relación con otras personas, o sea, en plural. La posterior doctrina escolástica
acerca de que la «razón natural» podría llegar a la idea de un Dios unipersonal es
incompatible con la de libre creación. Un Dios unipersonal tendría como corre­
lato necesario personas finitas.
Por segunda vez sirvió el concepto de persona a la teología cristiana pára re­
solver una paradoja, que la conciencia creyente planteó al pensamiento, es decir,
la conciencia de pensar a Jesucristo como encamación del eterno Logos divino
y, simultáneamente, como hombre en el sentido auténtico y verdadero, o sea, no
como un ser mixto perteneciente a una tercera clase. También ahora, las dramá­
ticas disputas teológicas tanto tiempo prolongadas terminaron cuando el Conci­
lio de Calcedonia hizo suya la fórmula preparada por los Padres de la Iglesia
gríégós, según la cual Jesucristo tiene dos «naturalezas», la divina y la humana.
La unión individual de ambas naturalezas no consiste en la m ezcla de las dos,
sino en que ambas son «tenidas» por una persona. Esta persona es la divina, pre­
cisamente aquella que se conduce con la esencia divina de una manera que con­
siste en que la «tiene»17. Precisamente por eso la persona divina es pensada de tal
forma que, con respecto a una naturaleza creada y finita, se puede conducir en la
forma de tenerla. Como el nombre propio «Jesús» no designa como titular suyo
una esencia, sino a «alguien», se puede decir que Jesús es Dios y, contra la pro­
testa de los Monofisitas, que María es Theotokos, madre de D io s18. Pues no nace
algo, sino alguien, que se nombra con un nombre propio o con un pronombre
personal. Sólo así es posible que, en el Evangelio de San Juan, Jesús diga de sí
mismo: «Antes de que fuera Abraham soy yo». Fue el concepto de persona,
como equivalente del concepto griego de hypostasis, el que permitió entender el
empleo del pronombre personal en esa frase de tal manera que no convirtiera a

17. «Symbolon Chalcedonense», en H. D enzinger, A. S chónmetzer, Enchiridion Symbolorum (=


DS), Barcelona-Freiburg-Rom, 36, Aufl. 1976, 300-303.
18. DS, 250.

46
POR QUÉ LLAMAMOS «PERSONAS» A LAS PERSONAS

Jesús en una teofanía disfrazada con figura humana. Esto tuvo una importancia
decisiva para el cristianismo primitivo, pues evitaba estrictamente cualquier con­
tacto con la mitología antigua, así como tomar préstamos de ella, para aclarar la
propia fe. Zeus aparece como hombre, como nube, como cisne, pero no es todas
estas cosas. Cuando, como cisne, posee a Leda, engendra a un semidiós. Jesús,
en cambio, no fue adorado nunca como semidiós. El que es verdadero hombre,
con alma humana, espíritu humano y voluntad humana, se expresa ahora dicien­
do que posee una «naturaleza» humana. Al concepto de esencia — la usía en la
doctrina trinitaria— , complementario del concepto de persona, corresponde en la
ciistología el concepto de naturaleza, de physis.
Physis es la usia, la esencia de las cosas finitas, es decir, de aquellas cosas
sujetas a generación y corrupción. Ciertamente physis será usado pronto de for­
ma no estricta, como sinónimo de cualquier concepto que responda a la pregun­
ta «¿qué es esto?». Cicerón escribió un libro titulado De natura deorum y, análo­
gamente, los textos cristianos, sobre todo en la cristología, hablan de la
«naturaleza divina». El sentido original de physis , como principio del crecimien­
to, la generación y la corrupción, se ha equiparado ya aquí con un concepto de
naturaleza, que ahora significa todo aquéllo, que, a diferencia de lo que pasa con
las «cosas artificiales», es por sí mismo lo que es. En el siglo VI, en el contexto
de una controversia cristológica, Boecio enumera los diversos significados del
término «natura». Boecio distingue cuatro conceptos de naturaleza. En primer
lugar, naturaleza significa cualquier realidad inteligible, todo aquéllo con lo que
respondemos a la pregunta «qué es esto?», independientemente de que se pre­
gunte por una substancia o por una cualidad. Se puede hablar también de la «na­
turaleza de un color». En un segundo sentido, el concepto de naturaleza se apli­
ca sólo a las cosas, a las substancias materiales e inmateriales. En tercer lugar, de
forma aún más específica, se usa para referirse a los cuerpos no artificiales. En
cuarto lugar, por último, «natura» designa no la cosa concreta, sino la forma ge­
neral o esencia, mediante la cual se determina la diferencia específica de un tipo
de substancias frente a todas las demás. El último significado sirve a Boecio para
su definición del concepto de persona, que sería determinante durante un siglo, y
según la cual la personalidad es el modo específico de las «naturalezas raciona­
les» de concretarse individualmente» Persona est naturae rationabilis individua
substantia 19. La palabra «substantia» es la traducción latina de la «usia» griega.
Otra traducción es la que la vierte por «essentia», esencia. No es posible distin­
guir claramente el sentido de estas dos expresiones. El empleo es vacilante, y con
frecuencia sólo se puede comprender traduciéndolo de nuevo al griego. Mientras
que en el marco de la doctrina de la Trinidad substantia y essentia son sinónimas,
y se trata de una «substancia divina» en tres hypostasis o personas, Boecio em­
plea «substantia» con el sentido de «hypostasis», frente a esencia, a la que deno-

19. A.M.S. B oethius, passim.

47
PERSONAS

mina «natura». Lo que entiende por substancia, se explica en el mismo texto, en


el que, dos páginas más adelante, sustituye «substantia» por «subsistentia» en la
misma definición. Yeto subsistentia es sinónimo de hypostasis.

¿Qué significa que las «naturalezas raciónales» existan como personas?


Ciertamente persona es también un nomen dignitatis. Las naturalezas racionales
pueden exigir una clase determinada de respeto. Sin embargo, el sentido primero
de la definición de Boecio es ontológico. La naturaleza racional existe como
identidad. Eso significa que el individuo que existe así no se puede describir ade­
cuadamente con ninguna descripción posible. Con otras palabras: su denomina­
ción no puede ser sustituida por ninguna descripción. La persona es alguien , no
algo, no un mero caso de una esencia indiferente frente a él.
La definición de Boecio sirve de base a las discusiones medievales del con­
cepto de persona, aunque eso no significa que se considere incuestionable. En el
debate se trata ante todo de la relación entre identidad cualitativa y numérica, en­
tre descripción y denominación. Como crítico de Boecio mencionaré a Ricardo de
San Víctor. Su crítica consiste, en realidad, en ahondar en la intención de Boecio.
Protesta contra el empleo del concepto «substancia», sin reparar en que el propio
Boecio lo sustituye por el concepto de subsistencia. Persona, escribe Ricardo de
San Víctor, no puede ser substancia, sino titular de una substancia. En este punto
recurre al uso canónico del lenguaje del dogma de la Trinidad, en el que las tres
personas divinas se distinguen de la substancia divina única. Substancia — conti­
núa Ricardo de San Víctor— , designa siempre algo, un quid, un ser con una esen­
cia determinada, que, en principio, puede ser la esencia de diferentes casos concre­
tos. Persona, en cambio, designa una proprietas qui non convenit nisi uni soli20,
una cualidad que no conviene sino a uno solo. Lo que no forma parte esencialmen­
te de una descripción, sea ésta como sea, sino que, per definitionem, sólo puede
corresponder en cada caso a un único individuo, es lo que significa «persona». Ri­
cardo de San Víctor, por su parte, define la persona como sigue: Existens per se so-
lumjuxta singularem quamdam rationalis existentiae modum21, existente que exis­
te por sí mismo en la forma singular de existencia racional. Personalidad es, pues,
un modo de existencia, un modus existentiae, no un inventario cualitativo, sino su
específica realización individual. Existencia, no esencia.
Es sabido que la distinción de esencia y existencia de la filosofía medieval
sirvió para la definición de contingencia. La base fenoménica de esta distinción

20. R. de San V íctor, De trinitate 4,6.


21. Ibid., 4,24.

48
POR QUÉ LLAMAMOS «PERSONAS» A LAS PERSONAS

es la experiencia que la persona tiene de sí misma. Un conocido texto de Thomas


Nagel dice así: ¿Qué significa ser un murciélago? 22. Nadie preguntaría qué sig­
nifica ser un coche. No hay un significado especial de ser auto, porque un coche
no existe en ningún otro sentido que en el lógico. La esencia mencionada con el
concepto «coche» está ejemplificada en un lugar determinado del espacio y
el tiempo, y sólo para nosotros, que a una determinada disposición de metales la
consideramos como coche. Los seres naturales existen de un modo enteramente
distinto que el meramente lógico. En todos ellos, ser significa algo determinado.
Realmente nunca podremos saber qué significa ser un murciélago, sólo per ana­
logiam podemos entender el sentido de la pregunta, pues sabemos qué significa
ser un hombre, o con más precisión, este hombre. Nosotros distinguimos además
nuestra realización del existir del que existe. Hablamos de que alguien tiene difi­
cultades en la vida, o de que se ha quitado la vida. Y, en determinados momen­
tos, el mero existir nos parece molesto. Todas estas formas de hablar son cierta­
mente paradójicas. Hablan del existir como si fuera una actividad que es ejercida
por los sujetos. Sin embargo, para ejercer una actividad, debe existir ya un suje­
to. En la «actividad» de existir parece ocurrir más bien que es el existente el que
hace que ella sea, y así podríamos decir, más bien, que lo que existe es un modo
de ser. En el caso del murciélago, el ser, el viviente, parece sumergido completa­
mente en ese modo de ser, absorbido completamente en él. Los hombres, en
cambio, existen distinguiendo su ser de su modo determinado de ser, o sea, de
una determinada «naturaleza». Los hombres no son simplemente su naturaleza,
su naturaleza es algo que ellos tienen. Y este tener es su ser. El ser personal es el
existir de «naturalezas racionales».
El ser, en el sentido de existencia, se dice diferentemente de distintos seres.
Aristóteles escribe: «Vivir para el viviente es ser»23. Un león no existe y, además,
vive, sino que existe en la medida en que vive y mientras vive. No disponemos de
una palabra análoga al del ser de la persona, y si quisiéramos introducirlo, el inten­
to nos llevaría inmediatamente a una situación controvertida.
Existe una escuela — la escuela de Locke— que separa e independiza el ser
de las personas del ser de los seres vivos, de igual modo que nosotros independi­
zamos el ser del viviente vivo, o sea, su vida, de la mera existencia del cadáver.
Más tarde trataremos de esto. En este momento nos detenemos en la tesis de Ri­
cardo de San Víctor, según la cual la personalidad es la forma de existencia de
una naturaleza racional, y cuyo rasgo característico es definirse singulamente, no
mediante una esencia determinada, que, en principio, podría encontrarse en múl­
tiples realizaciones.

22. Th. N agel , «What 1st It Like to Be a Bat?», en The Philosophical Review 83 (1974), 435-450. Ver­
sion alemana en Analytische Philosophie des Geistes, Hrsg, von P. Bieri, pp. 261-275.
23. A ristoteles , De anima II, 4; 4 1 5b 13.

49
PERSONAS

La misma dirección, aunque con más precisión y claridad todavía, siguen


las explicaciones de Santo Tomás sobre este tema. Santo Tomás acepta la defini­
ción de Boecio, y califica a la persona de substancia, pero de substantia prima,
de primera usía en el sentido de Aristóteles, es decir, de individuo concreto.
Mientras que la palabra «hombre» designa una especie, una clase natural, defini­
da por diferentes predicados de sus elementos, «persona» no alude a la clase,
sino esencialmente al elemento de una clase, pero no en tanto que es elemento de
esta clase, sino en tanto que es individuo. La persona no es, escribe Santo Tomás,
un nomen intentionis, sino un nomen rei. Eso significa que persona no es propia­
mente un concepto, sino un nombre, el nombre de un individuum vagum, un in­
dividuo indeterminado. La expresión «un hombre determinado» conviene a mu­
chos hombres, pero no alude a todos los hombres, sino sólo a uno, sin decir cuál.
Todo hombre es naturalmente «un hombre determinado». Pero a los hombres po­
demos designarlos desde el punto-de vista de su condición de hombres, o desde
el punto de vista de que cada uno de ellos por separado es único, de que cada uno
de ellos podría ser nombrado con un nombre propio. La palabra «persona» de­
signa al hombre en tanto que titular de un nombre propio. En este sentido Santo
Tomás escribe: «“Un cierto hombre” (aliquis homo) designa la naturaleza con el
modo de existencia que corresponde al ser singular. En cambio el nombre “per­
sona” no se emplea para designar a un individuo por su naturaleza, sino a una
cosa que subsiste en esa naturaleza»24. «Persona» no es, pues, un concepto de
clase, sino un «nombre propio general».
¿Por qué disponemos de nombre propio general sólo para individuos de na­
tura rationalisl Porque los individuos que tienen una naturaleza semejante man­
tienen con su naturaleza una relación distinta que otros individuos. No son mera­
mente «casos de...».
En eso estriba la diferencia, dice Santo Tomás, cuando escribe que las per­
sonas son individuos que existen «per se» y tienen dominium sui actus, dominio
de sus propias acciones25. Sus acciones no resultan simplemente de su naturale­
za. De ellas se puede decir, más bien: Non solum aguntur, sicut alia, sed per se
aguntur2627.No sólo actúan como las demás cosas, sino que obran por sí mismas.
Es decir, son libres.
Son «principio del movimiento y el reposo» de forma distinta a como, se­
gún Aristóteles, lo es la naturaleza de otra cosa cualquiera. Las substancias natu­
rales también tienen en sí un comienzo, un principio, semejante. Aristóteles lla­
ma a este principio physis21. En ese sentido, se podría decir incluso que sólo las

24. T omás de A quino, S. Th. 1,30,4.


25. Ibid.
26. S'. Th. I, 29, 2.
27. A ristóteles, Física II, 1.

50
POR QUÉ LLAMAMOS «PERSONAS» A LAS PERSONAS

personas satisfacen plenamente el concepto de las substancias naturales. Y, de he­


cho, Aristóteles obtuvo su concepto de substancia del paradigma del hombre. Sin
embargo, cuando Santo Tomás dice de las cosas naturales que «aguntur», que
son movidas, que algo ocurre a través de ellas, lo hace por dos razones: en pri­
mer lugar, porque la naturaleza de un ser es inducida siempre desde fuera, es de­
cir, se transmite por lo general mediante la generación, y, en segundo, porque
esta naturaleza, cuyo origen no somos nosotros, organiza de antemano las reac­
ciones específicas de un ser ante los influjos exteriores. Un animal de una espe­
cie reacciona agresivamente, mientras que uno de otra huye. La naturaleza es un
principio de reacción específica. En el concepto de persona pensamos un origen
más originario aún que el de individuo singular. No en el sentido de que tales in­
dividuos no tuvieran naturaleza alguna, y tuvieran que decidir libremente lo que
son. Pero sí es cierto que pueden conducirse respecto de su naturaleza. Pueden
apropiarse en libertad las leyes de su esencia o atentar contra ellas y «degenerar».
Como seres pensantes, no se nombran sólo como miembros pertenecientes a una
especie, sino como individuos que «existen en una naturaleza semejante». Es de­
cir: existen como personas.

51
ACERCA DE LA IDENTIFICACIÓN DE LAS PERSONAS

Las palabras con que designamos determinadas clases de cosas se denomi­


nan «expresiones específicas». Cuando utilizamos expresiones así, podemos ha­
cerlo por dos motivos. Podemos querer designar una cosa singular perteneciente
a una clase, por ejemplo, una manzana determinada, o aquello que hace que esta
cosa sea lo que es. En un caso decimos «esta manzana» o «allí hay una manza­
na». En el otro, «esto es una manzana» o «lo que hay allí es una manzana». La
moderna lógica ha eliminado esta ambigüedad reduciendo la primera expresión
a la segunda. En lugar de «esta manzana es roja», ahora se dice «esto es una
manzana y esto es rojo». Esto tiene la ventaja de que el supuesto tácito de que se
trata de una manzana, supuesto que se da en la proposición «esta manzana es
roja», se expresa ahora explícitamente. De este modo, la afirmación «esta man­
zana es roja», en lugar de una afirmación sin sentido, pasa a ser simplemente fal­
sa, si se trata en realidad de una pera.
Pero ahora surge una nueva dificultad. ¿Qué significa la expresión «ésta»
cuando no se quiere decir «esta manzana»? Podemos, sin duda, entender al que lo
dice, señalando una manzana, tal como si se refiriera a las manchas rojas de la su­
perficie, o a la forma redonda, o al hecho de que se la han regalado, en cuyo caso
manzana significaría «regalo». Lo que significa «esto», se aclarará cuando yo
sepa que se refiere a una manzana o a una fruta. Podemos decir, por ejemplo:
«Esta fruta es una manzana». El lógico traduciría esta proposición así: «Esto es
una fruta y esto es una manzana», con la cual el problema comenzaría de nuevo.
Lo que Quine ha denominado la «indeterminación de la referencia» está relacio­
nado con el hecho de que, en los actos originarios de designación, no podemos al
parecer identificar claramente el objeto concreto, este objeto de ahí, que se quiere
nombrar. Todo enunciado del tipo Fx parece ser circular, pues, para poder afirmar
algo sobre algo, necesitamos saber qué es este algo. Además debemos saber quién
habla del objeto concreto, de este objeto de ahí, para saber de qué habla. «Ese ob­
jeto de ahí» funda una relación con el que lo señala. Incluso a sus gestos es preci­

53
PERSONAS

so prestar atención para comprenderle. Lo singular sólo se puede indentificar en


relación con alguien, que lo identifica como algo con una esencia determinada.
No ocurre lo mismo con el que lo señala. Él se halla en una situación peculiar, que
consiste en poder designarse con claridad sin incluirse en una especie, y sin tener
que determinar su posición por relación a la posición de los otros. «Yo» se refiere
a un individuo sin necesidad de un «sentido», es decir, sin necesidad de determi­
nar su contenido. Las personas son individuos de una forma incomparable. De ul­
tima sdlitudo, últiiná soledad, hablaba Duns Escoto', de incommunicabilitas, in­
comunicabilidad, Santo Tomás12. Sin embargo, la identificación de sí mismo no es
posible de forma solipsista, sino que incluye necesariamente, como mostraremos
más adelañte, la existencia de otros y un dato posible para ellos.
El que se recupera de un desmayo pregunta a los demás que dónde está, qué
hora es e, incluso, que quién es. Uno de los errores, que se remonta a Locke, con­
siste en decir que la identidad personal se constituye exclusivamente por la con­
ciencia y el recuerdo propios. Sin embargo, determinar si fui yo el que hizo o
dejó de hacer esto o aquello no depende sólo de mí. Pero ¿cuál es el criterio de
los demás para determinar mi identidad? Es un criterio exterior, a saber, la iden­
tidad de mi cuerpo como existencia continua en el espacio y el tiempo.
La pregunta por la identidad personal resulta especialmente crítica en los
casos de la llamada esquizofrenia. Hay casos en que dos sujetos se comunican
efectivamente entre sí en un solo cuerpo. Alguien se experimenta como dos per­
sonas. ¿Son dos personas? Nadie lo cree. En casos así hablamos de una enferme­
dad, que tratamos de curar, y si un día lo conseguimos, no pensamos que hemos
logrado finalmente destruir a una de ellas. El propio enfermo se da cuenta en
ocasiones de esta perspectiva exterior. Por eso va al médico. Si la perspectiva ex­
terior fuera insignificante para la identidad, no tendríamos derecho a decir que el
psicótico es un psicótico que se imagina cualquier cosa. Para el animal es indife­
rente cómo es descrito desde fuera, de igual forma que, por otro lado, es imposi­
ble saber desde fuera qué significa ser este animal o un animal de esta especie.
Los hombres hablan sobre otro hombre con él, y sobre sí mismos con otros. La
perspectiva exterior es relevante"para la perspectiva interior, y la modifica, así
como, a la inversa, para la perspectiva exterior, especialmente la del médico, es
imprescindible recibir información sobre la perspectiva interior. Para la psiquia­
tría se trata de algo esencial. Lo que la perspectiva exterior proporciona y objeti­
va es la perspectiva interior.

1. J. D uns S cotus, Rep Paris, I, d 25, qu. 2, n. 14.


2. T omás de A quino, 2 Sent. 3,1,2.

54
ACERCA DE LA IDENTIFICACIÓN DE PERSONAS

II

La identificación de la identidad personal con la conciencia de la identidad


personal desconoce, además, el hecho de que nosotros nos identificamos como
siendo nosotros mismos a través del tiempo sin ser conscientes de todos nuestros
estadios anteriores. El psicótico evoca sus estados como suyos, igual que nosotros
evocamos nuestros sueños como nuestros, aunque no exista continuidad subjetiva
entre la conciencia del sueño y la conciencia de vela. Ciertamente recordamos
nuestro sueño, pero lo recordamos como sueño. Sólo así podemos integrarlo en
nuestra biografía como sueño nuestro, aunque, mientras lo soñábamos, no lo vivié­
ramos como sueño. Lá filosofía de la subjetividad desde Descartes hasta la philo-
sophy o f mind, que se apoya en la evidencia inmediata de sí mismo como criterio
de la identidad del yo, tiene que aceptar las evidencias actuales de sí mismo como
algo último e inequívoco, y el pasado y el futuro exclusivamente como «éxtasis»
del presente. El solipsismo metódico es asimismo, sin excepción, un aislamiento
del presente actual. Ya Descartes tenía conciencia de ello cuando, para garantizar
la unidad de la conciencia a través del tiempo, tuvo que recurrir a la veracidad di­
vina, que no tolera que nuestro recuerdo se engañe sistemáticamente. Es propio del
concepto de persona, en cambio, superar desde el principio el solipsismo metódi­
co, así como el «moméntaneísmo» metódico. La soledad de la persona, de la que
habla Duns Escoto, está estrechamente relacionada con el hecho de que es «incon­
mensurable». La persona no es algo definido por alguna cualidad para la que, en
última instancia, fiiera accidental existir una sola vez, sino un ser que se define por
un «lugar» en el universo que sólo él ocupa. Este lugar está determinado, a su vez,
por su posición respecto de otros lugares, y la persona por su relación a todo lo de­
más, que no puede ser jamás ella misma. Esto no es considerado así sólamente des­
de fuera, sino que la propia persona sabe la irrepetibilidad de su lugar, de su incon­
fundible relación con todo lo demás, y, por todo ello, conoce su propia singularidad
esencial. Como se trata, pues, de la irrepetibilidad de la relación, no cabe pensarla
sin la perspectiva exterior de la persona. La perspectiva exterior la proporciona,
ante todo, el cuerpo. El cuerpo de un hombre con «el yo dividido» no está dividi­
do, salvo en los casos de brainsplit, que es un problema del que no podemos tratar
aquí. Por eso, la escisión de la llamada personalidad múltiple no es la enfermedad
de uno de los dos yoes, sino la enfermedad de una persona.I

III

El fenómeno del doble o del yo escindido nos lleva a una nueva considera­
ción. Lo característico de dos yoes distintos entre sí es ser siempre distintos. Si
no lo fueran, serían idénticos. En ese caso valdría el principio leibniziano de la
identias indiscernibilium, de la identidad de lo que no es cualitativamente distin­
to. La diferencia numérica de ambos yoes no es más que una función de su hete-

55
PERSONAS

rogeneidad cualitativa. Dentro de la persona tiene lugar un drama. Lo que a no­


sotros, dentro de este drama, nos parece esencialmente distinto son, en realidad,
exclusivamente partes tan dispares cualitativamente que su integración parece im­
posible por el momento. Pero esa integración es precisamente la tarea que hay
que realizar. Toda diferencia cualitativa puede ser pensada como complementa-
riedad. En el debate de la cristología hemos visto que en Cristo se piensa una uni­
dad personal que integra dos naturalezas. Estas naturalezas tienen que ser pensa­
das como distintas. Si fueran iguales, no tendría sentido pensarlas como dos.
Siempre que dos partes de un yo separadas entre sí son distintas cualita­
tivamente, el fenómeno de la escisión puede ser entendido siempre como una
dificultad para la constitución de una unidad substancialmente afirmada. Las
cualitativamente distintas pueden existir unas al lado de otras sin mantener rela­
ciones, pero también pueden establecer relaciones entre sí y ser integradas en
una unidad, que las reduce a la cohdición de momentos particulares. La relación
de las personas entre sí es de otro tipo. Por de pronto existe siempre. Cada per­
sona mantiene a priori con las demás una relación. La indiferencia ante un
hombre tampoco es ausencia de relación, sino una relación de un tipo especial.
Es una relación que no resulta de diferencias cualitativas que se rechacen o se
complementen entre sí. Existe repulsión e integración entre personas que se fun­
da en diferencias cualitativas. Pero estas diferencias se basan en una relación
fundamental de reconocimiento — o de reconocimiento recusado— , que prece­
de a toda simpatía y antipatía, a toda «afinidad electiva» y repulsión. Las perso­
nas, gracias a sus peculiaridades cualitativas, pueden pasar a forma parte de uni­
dades superiores, de sociedades e instituciones. Pero, como personas, no pueden
ser «integradas» nunca en sentido estricto, o sea, rebajadas a la condición de
partes de una totalidad más amplia. Los hombres son en muchos sentidos partes
de una totalidad más amplia. Saben que lo son y pueden quererlo. En dos senti­
dos no son partes: ni en el de que sus impulsos naturales estén programados ex­
clusivamente para esa función parcial, ni en el de que su organización individual
sea objetivamente tan sólo una función de la totalidad. Las personas pueden,
más bien, conducirse libremente con ella. Pueden rechazarla, y pueden, a la in­
versa, hacer del servicio a la totalidad superior un elemento integrante de su
propia identidad. Pueden ofrecer su vida por ella. Pero, precisamente por ello,
no son meramente parte, sino totalidad que se opone a toda mediatización.
El antagonismo y la «complementariedad», la complementariedad entre
personas descansa siempre en diferencias cualitativas. De ahí que la comunidad
más íntima entre personas, el matrimonio, suponga la diferencia de sexos. Las
personas del mismo sexo pueden formar diferentes tipos de comunidad. Pero no
pueden ser «una sola carne», que es como Pablo entiende la unión sexual. No es
casual que el mito andrógino interprete esta comunidad a partir de una identidad
originaria. En cambio, personas distintas no pueden ser pensadas como origina­
riamente idénticas. Su diferencia numérica les es constitutiva, igual que lo es su

56
ACERCA DE LA IDENTIFICACIÓN DE PERSONAS

igualdad como personas, es decir, como seres que mantienen una relación con su
respectiva particularidad cualitativa que consiste en tenerla. En tenerla son todas
iguales. Esta igualdad no es esencialmente nada empírico. Todo lo que podemos
constatar empíricamente es desigual, y es un gran error creer que, para preservar
la dignidad humana, hay que disimular los conocimientos sobre la desigualdad
del hombre. Esos conocimientos no afectan en absoluto a la dignidad de la per­
sona, pues la igualdad de los hombres como personas no es objeto de conoci­
miento, sino de aceptación. Al significado de la palabra «persona» como modas
existendi se puede aplicar lo que Kant dice sobre la existencia: no es un «predi­
cado real», es decir, objetivo3. Cuando decimos de alguien que es una persona,
decimos que es «alguien», o sea, un individuo y alguien único, que no puede ser
entendido como consecuencia casual de uno o de la totalidad de sus predicados.
Sea un hombre lo que sea, lo decisivo es que eso no determina quién es ese hom­
bre. Lo que el hombre es se nos ofrece intuitiva y conceptualmente, pero quién
es ese hombre nos resulta accesible exclusivamente en el acto de aceptación de
lo que se sustrae definitivamente a nuestras posibilidades de alcanzarlo. Y no
sólo se sustrae, como le sucede a todo acontecimiento psíquico, a la percepción
externa, sino también a la percepción interna, pues la percepción interna accede
exclusivamente, como la externa, a «predicados reales», o sea, a determinaciones
objetivas. En la percepción interna nos vemos también, como vio Kant, exclusi­
vamente como fenómenos. Pero este fenómeno contiene asimismo el hecho de
que nuestras cualidades y disposiciones nos han sido dadas, no así la consuma­
ción de nuestro tenerlas, de ese tenerlas que constituye nuestra identidad. El
hombre se sustrae tanto a la percepción interna como a la externa. Nadie se co­
noce a sí mismo, necesaria y absolutamente, mejor de lo que lo conocen los de­
más, por más que cada uno se conozca a sí mismo «por dentro». La persona es
tanto dentro como fuera. Trasciende la diferencia, constitutiva de lo psíquico, en­
tre dentro y fuera. Para el reconocimiento, o la reidintificación de personas, la
percepción exterior, o sea, la corporalidad, resulta decisiva, pues permite la loca­
lización de la persona en relación con todos los demás entes. La identidad pura­
mente numérica sólo se puede captar topológicamente. Por eso el solipsismo es
incompatible con el concepto de persona. Una única persona en el mundo es algo
que no se puede pensar. Lo que constituye la identidad de una persona sólo pue­
de existir una única vez. Precisamente por ello, la personalidad sólo puede exis­
tir como una pluralidad de personas. De ahí que el monoteísmo filosófico sea
siempre ambivalente. Si no se hace trinitario, tiende necesariamente al panteís­
mo, pues la idea de una única divinidad unipersonal descansa en un concepto de
persona que no advierte sus propios supuestos históricos. De Dios como persona
se empezó a hablar cuando se empezó a hablar de tres personas divinas.

3. I. K ant, Der einzig mögliche Beweisgrund zu einer Demonstration des Daseins Gottes, Akademie­
ausgabe Bd. II, 73.

57
LO NEGATIVO

Las personas no son sencillamente lo que son. Las personas se definen por
mantener una diferencia con lo que son, por tener un momento de negatividad.
La negatividad sirve para distinguir a los seres vivientes de los no vivientes. En
la persona, la negatividad alcanza su más alta elevación. Las personas no sólo
sienten, ni tan sólo piensan, sino que piensan un más allá del pensar: piensan la
idea «ser». Esta idea no tiene ningún contenido propio, ningún contenido inten­
cional. Sólo logra su determinación gracias a una doble negación: la negación de
la inanidad del mero ser pensado.
Los pensamientos se definen también por su diferencia con lo que mera­
mente es. Esta diferencia no se puede establecer a partir de lo que meramente es,
la negatividad no se puede alcanzar a partir de la positividad, aunque la suponga.
Por eso no pueden pensar las máquinas. La diferencia con lo que meramente es
no se puede alcanzar mediante una simulación que no la suponga ya. Todo lo que
las máquinas producen sin hechos positivos en el mundo, que los seres vivos in­
terpretan como signos y pueden transformarlos en contenidos de pensamientos.
El signo «-», lo mismo que el signo «+», es un acontecimiento en el mundo. Sólo
cuando un ser vivo le da un significado determinado, tiene lugar la negatividad.
¿Pero tiene realmente lugar? ¿No es también «no» exclusivamente un signo? ¿Y
no significa «entender» exclusivamente traducir un símbolo desconocido a otro
conocido? ¿Hay un más allá del símbolo? Si no lo hay, los símbolos no simboli­
zan nada, o sea, no son símbolos, sino tan sólo cosas en el mundo. Como cosas
en el mundo dispone de ellos el ordenador. Si esto significa «entender», entonces
el ordenador entiende.
Es vano pronosticar lo que los ordenadores podrán o no podrán, qué «pres­
taciones intelectuales» no realizarán nunca. Hoy día superan ya a las realizacio­
nes intelectuales humanas en muchos aspectos. Si, pese a todo, decimos «el or­
denador no piensa», lo que esa frase significa es que no sabe que piensa. «No

59
PERSONAS

sabe» significa, por su parte, que no vive el pensar. En la máquina no hay espíri­
tu. Saber es un modo de vivir. Pero en toda vivencia hay algo enjuego. Tender,
impulso, es la estructura fundamental del vivenciar. Gracias al impulso se cons­
tituye una doble diferencia, la diferencia dentro-fuera, por un lado, o sea, la dife­
rencia que fundamenta la percepción espacial, y, por otro, la diferencia entre ya
y todavía no, entre anticipación y lo anticipado en la anticipación, que fundamen­
ta la percepción temporal.
La diferencia dentro-fuera es por lo general el rasgo fundamental de los sis­
temas, y, por eso, no parece la específica de la vida. Los organismos vivos son
desde este punto de vista un caso especial de sistema. Sin embargo, realmente
ocurre lo contrario. Los sistemas son simulaciones de la vida, solamente son sis­
temas para los seres vivos, que los perciben como tales. El termostato es una dis­
posición de elementos materiales, que accionan unos sobre otros de acuerdo con
las leyes físicas, y que están en interacción con otros elementos materiales que
no forman parte del termostato. El que el calor de una habitación se mantenga es­
table gracias a está interacción sólo es real para un ser que relaciona sus estados
en diferentes momentos, pues se interesa porque sean uniformes. Sólo los orga­
nismos vivos son seres de ese tipo. Los termostatos sólo son termóstatos, es de­
cir, «sistemas», mientras haya (y en la medida que los haya) organismos que
tiendan y, en consecuencia, tengan interés porque la situación de la temperatura
sea una determinada. La diferencia dentro fuera de semejantes sistemas es tan
sólo una diferencia como proyección de la diferencia dentro-fuera constitutiva
para nosotros, y gracias a la cual somos individuos. «En sí», lo interior y el mun­
do exterior de los sistemas no vivos forman un continuo. Quien atribuyera a ta­
les sistemas el ser, en sentido de identidad, les atribuiría algo que nadie, per de-
finitionem , puede haber «hecho», pues identidad significa emancipación de las
condiciones genéticas. Semejante emancipación sólo puede ser pensada como
instantánea, como la génesis aristotélica frente a la alloiosis, la génesis frente al
cambio. En este contexto se habla de «cualidades emergentes», o sea, de cuali­
dades cuya génesis resulta regularmente de ciertas aglutinaciones materiales, sin
que ello signifique que se pueda entender como mera combinación de las cuali­
dades del material agregado. Las cualidades son siempre cualidades de algo. La
génesis de algo nuevo, o sea, la individuación, no puede ser descrita como una
cualidad emergente. Así pues, si el impulso, la tendencia individúa el vivenciar,
la vida no se puede entender como una cualidad de un ente, sino como su ser.
«La vida es el ser del viviente»'. Las personas son seres vivos. Su ser es vida, y
su individuación es la de un organismo vivo.
La vida es el ser de aquellos vivientes para los que ser significa algo deter­
minado «¿Qué significa ser un murciélago?», se pregunta Thomas Nagel, y res-1

1. A ristóteles, De anima II, 4; 415b 13.

60
LO NEGATIVO

ponde que eso es algo que no podemos saber. Daniel Dennet ha respondido a eso
que, de la conducta no verbal de los murciélagos, podemos conocer sobre aque­
llo a lo que tienden, y de qué tienen conciencia y de qué no. Comparada con nues­
tra conciencia, la de estas criaturas está, sin duda, «fuertemente mutilada» 2. Y así
podríamos, finalmente, aprender algo de la conciencia de los ordenadores, en
caso de que lograran tener algo así. ¿Cuál es la diferencia entre el tender de un
murciélago o el de un hombre y la simulación del tender de ambos en el ordena­
dor? ¿Qué significa decir que, para alguien o para un animal, «ser significa algo»?

II

¿Qué significa «vivenciar»? Heidegger ha mostrado el camino al señalar


como fenómeno fundamental de la existencia el «estar predispuesto», gracias a
lo cual hay un mundo para nosotros y nosotros estamos en el mundo. Estar pre­
dispuesto no es un efecto, y tampoco un suceso distinto, sino algo que precede a
todo ello. Conciencia, aspirar, querer, saber, sólo son lo que son cuando se inclu­
yen en ese estar predispuesto y son impregnados por él. Un ordenador no tiene
conciencia, no piensa, no aspira a nada y no sabe nada, porque no existe un
«modo determinado de ser ordenador». Y porque no existe tal cosa, la diferencia
dentro- fuera de un computador no es tampoco una diferencia real.
Esta diferencia sólo es real para los seres vivos no personales en la medida
en que es traducida a una diferencia interior, o sea, vivenciada, y la complejidad
exterior en una complejidad interior. Hay algo no idéntico con la vivencia, que es
para ella, y que tiene para ella una significación determinada positiva o negativa.
Lo no idéntico sólo existe para ella en tanto que tiene significado. El significado
se halla indicado ya en la estructura tendencial del individuo vivo y en la diferen­
cia entre aspiración y satisfacción, que es un rasgo esencial de esa estructura. La
doble diferencia significa que la negatividad deviene un momento intemo del vi­
venciar. Aspirar es, sin duda, una condición necesaria, pero no suficiente, de la
satisfacción, pues la aspiración necesita, para satisfacerse, algo que no se identi­
fica con ella, es decir, su satisfacción es contingente. El vívente necesita la «com­
placencia», es esencialmente menesteroso. Y, como quiera que la satisfacción no
es el simple clímax de un paroxismo, que forme esencialmente parte de él, pre­
cisa una complacencia siempre incierta, y, además, tiene un precio en gasto, es­
fuerzo e incluso dolor, un precio que supera la medida normal. En el dolor lo ne­
gativo irrumpe en el mundo como lo opuesto al mero ser, convirtiéndose en la
determinación inmediata de la vivencia. Naturalmente es posible mostrar la fun­
ción del dolor para la conservación, e intentar incorporar a los sistemas artificia­

2. D.C. D ennet, Conscioussness Explained, Boston 1992. Versión alemana: Philosphie des menschli­
chen Bewusstseins, Hamburg 1994, 565.

61
PERSONAS

les una análoga función del dolor. Pero el dolor no se puede definir por esa fun­
ción. El dolor puede continuar aunque su función de señal se haya hecho super­
flua. El dolor puede ser «excesivo»^ y los biólogos también pueden explicar por
qué. La funcionalidad de la naturaleza no equivale a teleología. Y el dolor es en
todos los casos lo que es, y lo que es, su cualidad específica, no mantiene rela­
ción alguna con la fimcionalidad; Esa cualidad específica es esencialmente nega-
tividad, y, por eso, el dolor, que se evade de la naturaleza, puede incluso ser bus­
cado. No por cansa de , sino a pesar de su funcionalidad, que apunta a la
supresión. La curiosidad, el placer de ampliar la experiencia, de aumentar la sen­
sación de vida, e, incluso, el deseo de solidaridad, la necesidad de castigarse a sí
mismo, el deseo de despertar compasión o una inclinación masoquista pueden
llevar a buscar el dolor. En todos esos casos es buscado, naturalmente, como do­
lor. No se convierte en placer, sino que es la misma negatividad, puesta de algún
modo entre paréntesis y provista de augurios positivos. Todo esto es posible so­
lamente para las personas, o sea, para seres que no son simplemente lo que son,
sino que pueden distanciarse de lo que son, de su determinación cualitativa, es
decir, ponerla entre paréntesis y a veces proveerlas con otros «augurios».

III

En los seres vivos no personales la satisfacción no está unida per definitio­


nem., analíticamente, con la aspiración. La unión no está tampoco regida por una
ley natural. Es contingente. Sin embargo no es casual. Las perspectivas de satis-
fación y frustración no son simétricas. La satisfacción es lo «normal». Normali­
dad equivale biológicamente a «legalidad». Las especies biológicas son en sí
mismas formas de normalidad, formas normales de lo viviente. Son resultado de
la instalación en «nichos ecológicos», que garantizan la satisfacción de ciertas
expectativas y la conservación de una especie. La aspiración específica de cada
especie está unida con una actitud de expectativa determinada, que considera
normal el logro de lo que espera, y no lograrlo una desviación, es decir, lo anor­
mal. No hay ninguna clase de vida, tampoco vida humana, sin una normalidad de
ese tipo, que estructure de antemano sus expectativas. La desviación de la nor­
malidad «hacia arriba», es decir una «complacencia» intensa e inesperada, a la
que los hombres responden con una especial sensación de felicidad y con agra­
decimiento, entraña un peligro tanto para los seres humanos como para los ani­
males. La disposición y la capacidad de esfuerzo y de sacrificio de energías nor­
males pueden disminuir rápidamente, con lo que la conservación en condiciones
normales se pone en peligro. Ese problema no parece existir cuando el regreso a
la antigua normalidad no sea algo que temer, debido a que la abundancia se ha
convertido en la nueva normalidad. Con todo, esto sólo sería válido si el cambio
de patrón se realizara imperceptiblemente durante un amplio espacio de tiempo,
puesto que el gasto de energía y el esfuerzo, en el marco de lo «normal» para una

62
LO NEGATIVO

determinada especie, no hay que asentarlos como costes en el cómputo de las


pérdidas, sino como esfuerzo y gasto de energía necesarios para conservar la pro­
pia dotación natural y para lograr el propio bienestar. Esa es la razón por la que
los hombres hacen deporte, aun cuando ya no necesiten moverse ni realizar es­
fuerzos físicos para conservar su existencia. Cierta dosis de negatividad, en el
sentido de esfuerzo, forma parte de la normalidad del viviente. Lo no placentero
de la ascensión a una montaña es parte del gozo que proporciona. Quien lo cono­
ce no se cambiaría por un gondolero, para el que son agradables todos los m o­
mentos de su trabajo, y que, justamente por ello, difícilmente se puede imaginar
la extraordinaria alegría que produce subir a una montaña.
El dolor es algo irrevocablemente negativo, pues es esencialmente lo anó­
malo. Seguiría siéndolo aunque fuera lo estadísticamente normal. Aunque el 90
por ciento de una población padeciera crónicamente cefalea, nadie se esforzaría
porque el 10 por ciento restante se ajustara a la norma estadística, sino al revés.
Lo propio del dolor, independientemente de relaciones estadísticas, es no ser lo
normal. La normalidad no se revela como concepto cuantitativo y estadístico,
sino como concepto simultáneamente descriptivo y normativo. La afirmación de
Hume de que el ser y el deber pertenecen a dos ámbitos inconmensurables 3 reve­
la su falsedad frente al dolor, a no ser que tengamos un concepto puramente «po­
sitivo» del ser en el sentido de existencia, de presencia objetiva en el «mundo ex­
terior», de forma que el dolor, en tanto que negatividad, no pertenecería al ser.
Sin embargo, normalmente tomamos la afirmación «siento dolor», igual que ha­
cemos con la afirmación «tengo hambre», como el enunciado de un aconteci­
miento en el mundo con contenido informativo. De ahí que, ante el ruego «ayú­
deme, siento dolor» o ante la súplica «déme algo de comer, que tengo hambre»,
nadie responda con esta pregunta: «¿Por qué tengo yo que librarlo del dolor o
apaciguar su hambre?». El necesitado tal vez respondería: «Porque duele», lo
cual no sería más que una repetición de la afirmación de que tiene dolor. No hay
ninguna otra razón más para invitar a actuar.
Lo propio del dolor es que se trata de algo que no se quiere. Hay, sin duda,
razones por las que una persona se niegue a comer a pesar de tener hambre. El
hambre es sólo una razón prima facie. Pero de ello deriva una distribución del
deber de argumentación. Para el que tiene hambre, lo que precisa fundamenta-
ción no es el comer, sino el no comer, y tampoco la precisa el que se dé de comer
al hambriento, sino el que se rehúse hacerlo. Negatividad, lo opuesto al mero ser,
existe sólo donde hay vida, o sea, donde hay algo enjuego, y además «siempre»,
o sea, no como consecuencia de una elección, de haber fijado un fin o de un que­
rer consciente. Elección, fijar fines, querer de forma consciente suponen ya un
tender originario. Quien, en situaciones de patológica apatía, no se siente moti-

3. D. Hume, A Treatise O f Human Nature, Book III, part I, sect. I.

63
PERSONAS

vado a nada, para el que no hay nada enjuego, no encuentra razón ninguna para
querer algo ni para plantearse ciertos fines, a no ser que se sienta la apatía como
sufrimiento, y este sentimiento sea capaz de moverlo a superarla. En este caso,
nos hallamos de nuevo ante una diferencia interna y ante la negatividad que le
sirve de base, la cual precede al querer.
El querer consciente tiene un doble supuesto. El primero es la vida como
tender, como impulso. El segundo es el estar abierto desde siempre a una dimen­
sión de generalidad racional. E igual que la forma del tender como tal no se debe
a un acto de libre decisión, tampoco se debe a un acto así la forma de justifica­
ción universal, con la que la acción de los seres racionales cuenta desde siempre.
Para un ser racional, dar de comer al hambriento necesita tan poca justificación
como comer uno mismo. Hasta cierto grado, aunque no del todo, las personas
pueden eludir esta forma. En ciertos casos puede actuar de forma injustificada,
pueden proporcionar justificaciones aparentes, que sirve tan sólo para un interés
que no se puede generalizar. Pero no pueden renunciar a las reglas de la acción
universalizable, sin eclipsarse como personas, disfrazar sus acciones como accio­
nes y, como consecuencia, excluirse de la comunidad de acogida de las personas
humanas. La estructura lingüística, comunicativa, de la razón tiene abierta desde
siempre esta dimensión del querer racional. La razón es una forma de la vida.

64
INTENCIONALIDAD

Las personas son seres que tienen un «lado interior», es decir, que «viven-
cian». Además de vivencias hablamos también de «estados mentales». La pre­
gunta por el estatuto ontológico de los estados mentales agita a la filosofía m o­
derna desde Descartes. Por razones que más tarde explicaremos, con Descartes
empieza una reflexión sobre los estatutos, esencialmente inconmensurables, de
lo psíquico, o sea, de lo vivenciado por dentro, y de lo físico que percibimos por
fuera. El dolor, por ejemplo, es un estado que, por su propia esencia, sólo puede
experimentar alguien que lo tenga como un estado suyo. Los demás, apoyándo­
se en determinadas percepciones exteriores, pueden extraer la conclusión de que
alguien se halla en un estado semejante a aquél en que ellos se hallan cuando di­
cen que tienen dolor. La percepción exterior puede consistir también, sin duda,
en oír decir a alguien que tiene dolor, y nosotros no tenemos razón para no cre­
erle. Pero una percepción directa del dolor ajeno no existe.
¿Cuál es la importancia de esta inconmensurabilidad? El dualismo de lo
psíquico y lo físico entraña un desafío para el empeño en superarlo monística-
mente. Hoy sabemos que los estados mentales se corresponden con determina­
dos estados del cerebro, es decir, que ambos aparecen siempre de forma simultá­
nea. ¿Cómo hay que entender esta correspondencia? Los intentos de superar el
dualismo han seguido tres direcciones. Para el idealismo los hechos exteriores
son epifenómenos de acontecimientos mentales, para el materialismo ocurre lo
contrario, y para el monismo radical de Espinoza las dos series de fenómenos son
modos de manifestación del automovimiento de una substancia absoluta, los úni­
cos accesibles a nuestra experiencia de una multiplicidad infinita que no es inac­
cesible. En la discusión filosófica actual predomina el monismo materialista, que
se presenta como alternativa al dualismo. Es importante darse cuenta de que el
monismo, en cualquiera de sus formas, hace que el dualismo afirme el modo de
describir el fenómeno y formular el problema. Como el dualismo, parte de que
hay dos «ámbitos» claramente distintos desde el punto de vista conceptual y vi-

65
PERSONAS

vencial. La controversia está tan sólo en la interpretación ontológica de esa dife­


rencia. Para el dualismo se trata de dos entidades independientes entre sí en inte­
racción recíproca Para el materialismo, lo mental es meramente un epifenóme­
no de procesos materiales, que como tal se distingue claramente del fénomeno
que le sirve de base. Esto parece de algún modo incontrovertible: el miedo vivi­
do y los fenómenos neurológicos correspondientes parecen estar separados por
un abismo insalvable. No los podemos describir con el mismo lenguaje. Quien
ve el cerebro no ve el miedo, como no ve tampoco la idea de que Carlomagno fue
coronado como emperador el 25 de diciembre del año 800. La seguridad de que
lo uno sea exclusivamente lo otro es siempre débil. La seguridad descansa mani­
fiestamente en un dogma monista que no se puede justificar argumentativamen­
t e 1. Sin embargo, este dogma se nutre del dualismo que rechaza. N i el dualismo
ni el materialismo es capaz de pensar la unidad de lo inconmensurable. El dua­
lismo debe renunciar a la inconmensurabilidad al aceptar una interacción entre la
vivencia y los fenómenos físicos. La relación causal se da sólo entre lo homogé­
neo. El monismo, por su parte, es dualismo sin quererlo. Como quiera que tam­
poco puede pensar una unidad de vivencia y materia, degrada la primera a la con­
dición de epifenómeno de la segunda, con lo cual el hombre se cancela de algún
modo a sí mismo: lo que a él le importa no significa nada, pues realmente no hay
absolutamente nada enjuego. Lo que «verdaderamente es» es algo de lo que nos
instruye la física.
Es verdad, sin duda, que en el cerebro no podemos ver cosas como el m ie­
do o el pensamiento. ¿Significa eso que no podemos ver en modo alguno el mie­
do? Percibimos indudablemente el miedo en un rostro. Vemos cuando alguien lu­
cha mucho en la vida. Vemos actuar al hombre. En cambio, los movimientos
físicos sólo son acciones cuando expresan una intención, o sea, algo «anímico».
¿Y no podemos oír el pensamiento? ¿Qué otra cosa si no oímos cuando oímos
hablar a alguien? Naturalmente podemos interpretar erróneamente las palabras y
las acciones. No experimentamos la vivencia de otro, pero la vivencia del otro se
manifiesta, y nosotros entendemos su manifestación. Entender palabras significa
que provocan en nosotros los mismos pénsamientos que expresan. El dualismo
descompone la percepción del obrar en dos elementos distintos: en la percepción
de un fenómeno físico, por un lado, y en la interpretación de esa percepción
como resultado, expresión o fenómeno concomitante de los procesos mentales,
por otro. Pero ni los procesos mentales ni los fenómenos físicos son acciones. Lo
fundamental es ésto: el estado mental, que se encuentra en la base de la acción,
no puede en absoluto ser descrito ni definido independientemente de la acción
que inicia. El propósito de tomar el tren a las 10.45 y, por consiguiente, de correr
a toda velocidad, no se puede describir sin hablar del tren, de la hora de salida y
de la prisa, y el «estado mental» consistente en pensar en la coronación como

1. Cfr. D.C. Dennet, Philosophie des menschlichen Bewustsseins, ed. cit., p. 58.

66
INTENCIONALIDAD

emperador de Carlomagno no se puede describir sin hacer referencia a esa cere­


monia. Una definición o descripción semejante, independiente de su objeto, de
estados intencionales, sería, sin embargo, la condición de una interpretación ma­
terialista y monista de ellos como estados del cerebro. La intención respectiva, o
el respectivo pensamiento, tendría que poder ser coordinado claramente con los
estados del cerebro, de forma que, en principio, debería ser posible descubrir en
el cerebro de un matemático el contenido de la matemática, y en el de un histo­
riador la historia de la Guerra de los 30 años.
El monismo materialista no insiste en la unidad «teleológica» de lo interior
y lo exterior de la acción completa. Más bien supone ambas esferas como tales,
las cuales se pueden definir de forma independiente, para después interpretar la
esfera mental como función de la psíquica. Sin embargo, sólo puede haber una
función así si no queda definida por su relación intencional con fenómenos físi­
cos.
El dualismo fenoménico es condición del monismo ontológico, una condi­
ción necesaria, no suficiente, pues el dualismo no tiene que ser superado monis­
tamente, y muchas objeciones de peso hablan contra semejante superación. El
que sea posible y razonable es algo que, en gran parte, decide la experiencia.
Una descripción dualista es adecuada cuando tenemos que habérnoslas con
estados psíquicos no intencionales ni proposicionales, por ejemplo, el dolor, es­
tados de ánimo o difusas situaciones estimulares de carácter emocional. Todos es­
tos estados se pueden definir sin hacer referencia a sucesos físicos. Están separa­
dos semánticamente de ellos por un abismo insalvable. Pero, precisamente por
ello, no es absurdo apriori interpretarlos, como hizo Espinoza, como el lado sub­
jetivo de procesos físicos objetivos. Es conocido, por lo demás, que están acom­
pañados por tales procesos, y que pueden ser causados e inhibidos por ellos. La
discusión sobre el estatuto ontológico de semejantes estados, o sea, sobre el pro­
blema de si la esfera de lo mental es un ens per se, no se puede definir en este pla­
no de modo definitivo. Derivar del empate discursivo un triunfó, del materialismo
no está justificado, pues descansa en una petitio principii sobre la carga de la
prueba que está enjuego. Como el monismo materialista, en cualquiera de sus va­
riantes, es contraintuitivo, y tiene que interpretar la comprensión que de sí mismo
tiene el que experimenta la vivencia como autocomprensión sistemática, él sólo
lleva enteramente la carga de la prueba. La mera referencia al hecho de que la po­
sibilidad de una interpretación física no entra en consideración, y que la imposi­
bilidad no se demuestra, no puede servir como sustitución de la demostración.
Popper ha llamado con razón al actual materialismo «materialismo de pagaré»2.
Existe la idea de que una interpretación reduccionista de la vivencia subjetiva, es

2. Cfr. K. P o p p e r - J . E c c l e s , The Seif and Its Brain, Berlin 1977. Version alemana, Das Ich und sein
Gehirn, München 1989, 130 y ss.

67
PERSONAS

decir, de los «estados mentales», es imposible a priori por razones lingüísticas.


Si esto significa que no podemos traducir, sin pérdida de lo esencial, enunciados
sobre la vivencia subjetiva en un lenguaje, sobre lo objetivamente observable, hay
que decir que es indudablemente cierto. Se podría introducir un nuevo giro, y de­
cir «mis fibras C se disparan» en lugar de «siento dolor», pero si un fisiólogo di­
jera a alguien que tiene dolor «no puedo verificar con mi investigación que las fi­
bras C se disparen», el que sufre el dolor diría: «sin embargo me duele». A no ser
que «mis fibras C se disparan» fuera la expresión introducida para decir que se
tiene dolor. En ese caso, la expresión dejaría de ser ya expresión del lenguaje de
la observación, y, en consecuencia, no se podría corregir con ninguna observa­
ción. La conclusión sería que habría que introducir nuevas expresiones para los
fenómenos objetivos observables que corresponden al dolor.
La imposibilidad de ajustar el lenguaje subjetivo y el objetivo no significa to­
davía el fracaso definitivo del reduccionismo. Una vivencia subjetiva,perdefinitio-
nem, no se puede reconstruir ni simular objetivamente. Pero eso no le importa al re­
duccionismo. Lo que le importa es que la vivencia subjetiva es ontológicamente
irrelevante, es decir, que al cogito no corresponde ningún sum. La vivencia subjeti­
va, esa es la tesis del epifenomenismo, se halla en una relación estricta de uno a uno
con los procesos neuronales objetivamente observables. Esta relación es asimétri­
ca. Los procesos neuronales influyen en la vivencia. La vivencia no influye después
sobre los procesos. Es irrelevante para los acontecimientos físicos del mundo, pero
tampoco forma un reino propio y autónomo de sucesos, pues es exclusivamente un
fenómeno acompañante, sin consecuencias, de los fenómenos físicos.
Cabe preguntarse por el interés que se esconde tras el empeño reduccionis­
ta3. Se trata del interés en una conexión causal física completamente cerrada, que
contiene y explica todo lo que «hay». ¿De dónde procede este interés? La totali­
dad cerrada de esta conexión no es resultado de la experiencia, sino un postula­
do. El interés que se oculta tras él es el interés en el continuo aumento de nues­
tro dominio de la naturaleza y nuestras posibilidades de intervenir en ella. El
descubrimiento de la dependencia de los estados psíquicos respecto de los pro­
cesos físicos abre la posibilidad de manipular los primeros. El dolor no es, cier­
tamente, un proceso neurológico, pero se puede coordinar con él como su efecto
inmediato. De este conocimiento resultan posibilidades crecientes de combatir el
dolor. Ciertamente la voluntad de combatir el dolor es asimismo absurda adop­
tando el supuesto del reduccionismo. La totalidad causal cerrada de la realidad
física abre a la acción crecientes posibilidades de intervención, pero al mismo
tiempo destruye el concepto de acción. Si el mismo obrar pertenece a la conexión
causal física completamente cerrada, entonces resulta que no se puede compren-

3. Cfr. R. R o r t y , «Mind-Body, Identity, Privacy and categories», en Review o f Metaphysics 19(1965)


24-54. Versión alemana, Analytische Philosophie des Geistes, Hrsg, von P. Bieri, pp. 93-120. Cfr. también I.
K a n t , «Von dem Interesse der Vernunft bei diesem ihrem Widerstreite», en Kritik der reinen Vernunft, B 490.

68
INTENCIONALIDAD

der por qué postulamos esta conexión, por qué postulamos algo, y qué significa
afirmar algo, por ejemplo, una conexión causal cerrada, pues al hacer estas cosas
nos movemos en la esfera, declarada previamente como ontológicamente irrele­
vante, de lo meramente mental.

II

No es difícil ver la necesidad de introducir una diferencia en esa esfera, la


diferencia entre estados psíquicos y actos intencionales. En relación con aqué­
llos, con los estados no intencionales, tenemos que ocupamos primero de un em­
pate teórico a propósito de su estatuto ontológico. El reduccionismo no se puede
reinterpretar conceptualmente hasta el punto de poder hablar de él en un lengua­
je físico. Pero, sin embargo, se puede sin contradicción perseverar en la tesis de
que todo lo que no se puede traducir en este lenguaje no es algo que «haya».
Pero la tesis fracasa cuando se extiende a los actos de pensar, conocer, juz­
gar y querer, pues el mundo físico objetivo se nos da exclusivamente en actos de
pensar. Si éstos se rebajan a la condición de epifenómenos insignificantes, el pro­
pio mundo objetivo desaparece, que sólo en virtud de esos actos se nos hace pre­
sente. Algo análogo vale para los actos de preferir y tender conscientes. Si esos
actos son meramente el lado subjetivo de procesos neurologicos en sí mismos in­
diferentes, la tesis misma se vuelve indiferente. Si nada importa, tampoco impor­
ta la diferencia entre verdaderas y falsas afirmaciones, entre teorías mejores y pe­
ores. A las palabras valorativas utilizadas aquí corresponde ciertamente algo en
el mundo, pero lo que se corresponde con ellas no tiene nada que ver con valora­
ciones. El signo «-», a diferencia del signo «+», significa para nosotros una ne­
gación. Pero, en el mundo «objetivo», el signo «-» es un acontecimiento tan «po­
sitivo» como el signo «+». Cuando entra en juego la intencionalidad teórica o
práctica, el reduccionismo materialista, en cualquiera de sus formas, se vuelve
internamente contradictorio. La intencionalidad no se puede describir adecuada­
mente como estado físico. De su definición forma parte lo que se piensa o se pro­
yecta en el estado intencional. El significado de la fórmula «Vi 6 = - 4» no es sólo
un estado del cerebro, y tampoco es un estado psíquico o una situación subjeti­
va. Para entender esa fórmula, no hay que compenetrarse per analogiam con la
vida psíquica ajena, sino exclusivamente entender de números. Entendemos un
acto intencional cuando dirigimos nuestra intención al mismo objeto. La refuta­
ción husserliana del psicologismo en la lógica es uno de los pocos resultados fi­
losóficos que han cancelado definitivamente un debate.
La intencionalidad no es algo psíquico, sino intelectual. No pertenece ni al
mundo interior de los sujetos ni al exterior. Establece una view from nowhere 4.

4. Ése es el título de un libro de Th. Nagel.

69
PERSONAS

Sin embargo, hay una conexión entre intencionalidad y vida psíquica, que permi­
te arrojar luz sobre la última. En cierto sentido la intencionalidad pertenece a la
vivencia (o sea, a lo psíquico) en la medida en que puede ser manipulada, como
los estados anímicos, por influencia psíquica. Pero, ciertamente, sólo de modo
negativo, es decir, puede ser desconectada. No puede ser positivamente inducida
mediante influjos psíquicos. El conocimiento del hecho de que César fue asesi­
nado no se puede producir por estimulación cerebral ni se puede descubrir a par­
tir de la observación de los estados del cerebro. Y lo mismo se puede decir acer­
ca de hechos que deseamos producir con la acción o acerca de aquellos otros que
deseamos que se produzcan sin nuestra intervención. La intención práctica se
distingue de la teórica, ante todo, en que en la primera no sólo se piensa la dife­
rencia entre el objeto y el estado del sujeto, sino que es expresamente contenido
temático del acto. Querer algo significa querer que no se quede en quererlo. Un
querer o un desear que no quisiera ó deseara eso no sería en absoluto querer o de­
sear. Y, asimismo, un pensar que se considera un estado subjetivo no es en abso­
luto pensar, sino, en todo caso, representar. Lo que separa a ambos casos es que,
en el pensar, frente a lo que ocurre en el querer, esta diferencia no es un elemen­
to explícito del acto. Con todo, los actos intencionales y las actitudes intenciona­
les son algo «en el alma» en el sentido de que su ejecución es algo que se viven­
cia. La actitud proposicional, o sea, el conocimiento habitual de un estado de
cosas, tiene en común con las disposiciones psíquicas el poder influir directa­
mente en la disposición anímica del cognoscente, y el que pueden ser «apaga­
das» mediante influjos externos. Los mecanismos puramente físicos también
pueden llevar a una cancelación así, es decir, a olvidarlos o a reprimirlos.
Desde otro punto de vista se puede aclarar también la conexión entre inten­
cionalidad y estados psíquicos. Sólo conocemos aquellos estados psíquicos de
los que tenemos conciencia como estados anímicos. Esto parece trivial, pues asi­
mismo sólo conocemos aquellas gallinas de las que tenemos conciencia que son
gallinas.
La diferencia entre esos dos casos es la siguiente. Si nosotros sabemos que
hay gallinas en el corral, conocemos un hecho, la existencia de las gallinas en el
corral, como algo independiente de nuestro conocimiento. Es algo extrínseco al
hecho el que sea conocido por éste o por aquél. La conciencia que tenemos de
nuestros estados psíquicos es distinta. En este caso el saber es algo en los estados
psíquicos miSnios. Posteriormente podemos descubrir, sin duda, que teníamos
hambre o dolor de cabeza antes de ser conscientes de ello. Pero ser consciente
del hambre es algo que pertenece al hambre misma. No se descubre como un ob­
jetó en él mundo* sino como algo que yo tengo. Y el hecho de tenerla se actuali­
za al ser consciente de ella. ¿Es que no era antes mi hambre un hambre que yo tu­
viera? Sería erróneo responder afirmativamente. La razón está en que, al tomar
conciencia de que tengo hambre, no descubro un hambre que después hago mía,
como hago que una gallina cualquiera sea la gallina vista por mí, sino que descu­

70
INTENCIONALIDAD

bro que soy yo el que tenía hambre, antes incluso de ser consciente de ello. Sólo
del hambre que era mía desde el principio puedo llegar a tener conciencia. ¿Qué
significa que el hambre es mía? Esto es exactamente lo que no se puede decir. Lo
único que podemos decir es que hay un hambre, que, cuando tomo conciencia de
ella, tomo conciencia de ella como mía. La vida consciente es para nosotros el
paradigma insuperable de la vida y de la vivencia. La intencionalidad no se diri­
ge a la vivencia no intencional como a un objeto exterior a ella, al que es indife­
rente el ser conocido, sino que es la forma más intensa de vivencia. Sólo toma­
mos conciencia de nuestras vivencias cuando tienen un determinado grado de
intensidad. Pero tomar conciencia es una cualidad de la misma vivencia. Pode­
mos decir «tomaré conciencia de mis vivencias». Pero con el mismo derecho po­
demos afirmar «mi vivencia tomará conciencia de sí misma como vivencia mía».
Todo ello arroja nueva luz sobre el problema del estatuto ontológico de los
estados psíquicos. El intento del reduccionismo de tratarlos como fantasmas on-
tológicos, que se ven sin creer que se vea algo, fracasa si no hay una línea divi­
soria clara entre los estados psíquicos y la conciencia de los estados psíquicos.
Ciertamente no sabemos qué son unos estados psíquicos de los que nadie es
consciente. Tan sólo sabemos que tomar conciencia de los estados psíquicos, que
es algo a lo que no podemos negar un estatuto ontológicamente irreductible, es
algo que forma parte de los estados psíquicos mismos. La intencionalidad no es
algo «psíquico», pero lo psíquico es algo potencialmente intelectual, y no se pue­
de decir que es en sí mismo sin referirse a esta potencialidad.
Lo explicaremos recurriendo al fenómeno de la tendencia y el instinto. Lo
viviente se caracteriza por ordenarse a algo, «por tender», por los impulsos. Si
queremos aclarar qué significa tender a algo, tenemos que hablar del querer y el
obrar conscientes. De ese hecho han inferido algunos la idea de que dirigirse a un
fin sólo es posible como querer consciente y fijación consciente de fines. Fuera
de eso, el modo teleológico de hablar no estaría justificado, o habría que enten­
derlo exclusivamente en sentido metafórico. Esto no es acertado porque sólo po­
demos querer experimentando en nosotros una tendencia originaria como la se­
ñalada. Sin ella, el mundo nos sería indiferente, y no hallaríamos ninguna razón
para querer una cosa en vez de otra. Si ahora queremos describir qué es este ten­
der, tenemos que recurrir a palabras que proceden del ámbito del querer cons­
ciente, y a continuación eliminar, en el uso de esas palabras, el momento de in­
tencionalidad. La objeción de que, procediendo así, anularíamos sencillamente
el significado de las palabras, lo cual significaría, a la postre, lo mismo que no
haber dicho nada, no es correcta. Para verlo basta con reparar en que el querer
consciente descubre en sí una tendencia, a la cual pertenece como fenómeno el
preceder a la conciencia de la tendencia y el «volver en sí» cuando se toma con­
ciencia de ella. Expresar lo que es antes de ser consciente de ella significaría ex­
plicar de un modo determinado algo que sólo se puede precisar expresándolo.
Nicolai Hartmann, como Heidegger, ha defendido la tesis de que no disponemos

71
PERSONAS

de categorías para hablar adecuadamente de la vida5. El dualismo entre la res co-


gitans y la res extensa está relacionado con el hecho de que la vida no es una cla­
ra et distincta perceptio, sino algo que sólo se puede definir a partir de la vida
consciente. A eso hay que añadir que la filosofía moderna más temprana trató de
eliminar, con el de finalidad, el concepto de pontecialidad. Sin embargo, sólo po­
demos hablar adecuadamente de la vida si con «vida» nos referimos a la vida po­
tencialmente consciente, y con vivencia a la intencionalidad potencial.

III

Todo ello me parece a mí que es también la solución del antagonismo entre


Husserl y Brentano sobre el problema de la intencionalidad. Para Brentano la in­
tencionalidad es el rasgo distintivo de lo psíquico6. Para Husserl es exclusiva­
mente una clase determinada de vivencias7. Realmente hay, como hemos visto,
estados psíquicos y vivencias que no tienen carácter intencional. Pero, entonces
¿en qué se distinguen de los acontecimientos psíquicos? Sencillamente en que
podemos percibir que son los nuestros de forma inmediata, desde dentro por así
decir. Pero si los percibimos efectivamente así, entonces son contenidos de actos
intencionales, aunque no son contenidos de actos intencionales en el mismo sen­
tido en que lo son los objetos exteriores, sino de manera que, al serlo, adquieren
una nueva cualidad. Se convierten en vivencias conscientes tales que toman con­
ciencia de sí mismas como las propias en cada caso. En ese sentido se puede de­
cir de todos los acontecimientos psíquicos que son potencialmente intencionales.
Por otro lado, sólo son actos intencionales mía clase de vivencias psíquicas. Se
podría incluso dudar de que pertenezcan al ámbito de lo psíquico. Pero nos fal­
tan las categorías específicas de lo psíquico y de la vida. Y, sin embargo, no po­
demos por menos de hablar de lo psíquico y de la vivencia como de un ámbito
central, sin el que caeríamos en el mito dél «espíritu en la máquina», un mito que
ya Leibniz consideraba incompatible con nuestra experiencia.
Hablar de personas adquiere importancia teórica en relación con la intencio­
nalidad, con los actos intencionales. Esos actos no permiten considerar a aquél
del que son exclusivamente como un objeto viviente animado, capaz de estados
psíquicos, como, por ejemplo, sentir dolor, al que tal vez por eso debemos tratar
con cuidado, pero con el que no podemos mantener una relación de intercambio
sobre algo, no digamos sobre sus dolores. Las personas no se nos dan en modo
alguno de este modo. Solamente se nos dan junto con un mundo común, de tal
manera que sólo las entendemos «mirando en la misma dirección que ellas», es

5. Cfr. N. Hartmann, Philosophie der Natur, Berlin 1956, pp. 29 y ss.


6. Cfr. F.V. B rentano, Psychologie vom empiriscyhen Standpunkt, Hamburg 3. Aufl. 1955, 124.
7. Cfr. E. Husserl , Logische Untersuchungen II. B., Halle a. d. Saale 1901, V, 321 y ss.

72
INTENCIONALIDAD

decir, haciendo nuestra su intención. Si esta descripción fuera suficiente, ensan­


charía el concepto de persona y el de comunicación personal más allá del marco
habitual. La construcción de un nido por parte del pájaro también la entendemos
exclusivamente cuando la entendemos como construcción de un nido* o sea* te-
leológicamente. Pero «ideológicam ente» no significa intencional. El pájaro no
necesita tener una representación del nido que construye. De ahí que no podamos
entrar en comunicación con él sobre el fin que persigue y sobre los medios ade­
cuados para alcanzarlo. Y otros pájaros tampoco pueden hacerlo. Con los perros
y los caballos, y más aún con los primates, son posibles formas de comunicación
más intensas. Pero en esta comunicación se trata exclusivamente de hechos que
pueden y deben ser definidos en el contexto de la situación «subjetiva» del ani­
mal. Los objetos intencionales no se destacan puramente como tales, de tal for­
ma que el concepto de intención sólo se puede emplear aquí per analogiam. En
los animales superiores hay ciertamente algo parecido a la actitud proposicional.
Un perro «cree» que su dueño ha tomado un camino determinado, y lo busca en
un lugar determinado. Lo que nosotros observamos es únicamente que el perro
corre en una dirección determinada, en la que no correría si no hubiera visto sa­
lir de casa a su dueño. Si esto lo interpretamos como «creeD>, como «tender a»,
adoptamos un esquema característico de las personas, y que no se puede trasla­
dar a otros vivientes. Es ciertamente característico de las personas ser sujetos de
distintos tipos de actos claramente separados entre sí. Especialmente los actos de
pensar, de preferir y de querer son, en el hombre, variables mutuamente indepen­
dientes. Tal vez sea éste el rasgo más claro de la personalidad.
Imaginémonos a un ser con una sola clase de actos, por ejemplo, la del pen­
samiento teórico. Ese pensamiento tendría, sin duda, un sujeto, «un centro de ac­
tos». Pero este sujeto no sería nada más que un elemento del acto mismo. El co­
gitare exclusivamente teórico tendría, sin duda, la forma del cogito. Pero, en ese
caso, la lengua latina se aproximaría más al fenómeno si «absorbiera», por así
decir, el ego en el verbo. El yo pertenecería al acto de la cogitatio mientras ésta
durara. Frente a él no tendría independencia ni «substancialidad». Comenzaría
con el acto y terminaría con él. No habría razón para hablar de persona.
¿No es distinta la cosa ya en los animales? Los animales parecen querer
algo, y parecen asimismo tener creencias acerca de cómo está constituido el
mundo, por cuanto que depende de ello el camino que tienen que tomar para al­
canzar lo que desean. Lo que los distingue de los seres humanos es que, para
ellos, el pensar y el querer no son variables independientes entre sí. Siempre es
en una situación general en la que el animal «cree» en algo relacionado con el lo­
gro de sus fines o la evitación de algo que «quisiera» evitar. Su tendencia se man­
tiene asimismo dentro del marco de aquello a lo que su dotación natural le «pres­
cribe» que tienda, y no trasciende la conditio animalis dada. Sus «creencias»
sobre el mundo se refieren de forma estrictamente funcional a las condiciones
para alcanzar lo deseado. Por eso, tampoco está justificado hablar de «actos in-

73
PERSONAS

teneionales» para referirse a la intencionalidad animal, por más que la expresión


«actitudes preposicionales» sí pueda ser acertada. Los actos intencionales apun­
tan a objetos, independientemente de la situación del sujeto. A ello se debe que
los hombres tengan historia. Ellos pueden desear por encima de toda conditio hu­
mana. Pueden tener una idea de felicidad que Aristóteles llamó «felicidad sin
más»,, y que distingue expresamente de la «felicidad humana»8. Pueden soñar
con volar. Sin embargo, el que un día comenzaran efectivamente a volar no fue
sencillamente consecuencia de un sueño, sino del hecho de que los hombres se
forman ideas sobre la constitución del mundo totalmente independientes de los
fines prácticos. Debido a que la formación de esa idea no es mera función de una
situación definida por la tendencia, sino una variable independiente, puede el
hombre hacer progresos enormes cuando descubre la constitución del mundo. De
estas enseñanzas resulta un día incluso la posibilidad de volar. Si las abejas obre­
ras fueran personas, habrían descubierto hace tiempo que son todas reinas a las
que se les impide serlo. Alterar estas relaciones acarrearía el ocaso inmediato de
la colmena. La modificación continua de las condiciones de nuestra vida y nues­
tro obrar, que es lo que caracteriza a la historia humana, supone la independen­
cia recíproca de las intenciones prácticas y las teóricas.
Esta independencia es asimismo la razón que permite hablar de las personas
como centros ininterrumpidos de actos. Un sujeto de una sola clase de actos se­
ría exclusivamente una función de esos actos. Y si los actos surgieran en el fluir
de la corriente de uña conciencia, el sujeto debería ser pensado, en caso de ser ca­
paz de recuerdo y previsión?' como sujeto ininterrumpido de esta corriente. En
todo caso, «sujeto» no significaría un comienzo y un principio libres y espontá­
neos, sino una función integradora, pues para ser comienzo libre, el sujeto ten­
dría que tender a algo y querer algo, cosas que hemos excluido en nuestro expe­
rimento mental. Si, por el contrario, el sujeto solamente quisiera, sin poder al
mismo tiempo reflexionar teóricamente ni poseer intencionalidad teórica, sería
un impulso ciego, como la voluntad de Schopenhauer, pero no una espontanei­
dad libre. Pero si es el mismo sujeto el que piensa y el que quiere; si es capaz de
intencionalidad teórica y práctica (y, como algo que las precede, también de
amor, o sea de una intencionalidad del preferir y el posponer); y si estos actos se
presentan como variables independientes, el sujeto de estos actos debe ser inde­
pendiente de ellos, lo cual excluye concebirlo exclusivamente como función
suya. Tiene que ser pensado como comienzo espontáneo y como identidad. Un
sujeto así se hace accesible a través de sus actos, pero de tal manera que no se
identifica con ninguno de ellos. Puede, incluso, distanciarse de ellos en un senti­
do muy específico, puesto que puede referirse a unos actos con la ayuda de otros.
Puede percibir su querer actual. Puede, incluso, aprobar o desaprobar este que­
rer. Puede querer alcanzar o evitar un conocimiento.

8. A ristóteles, Ética a Nicómaco, 1101 a 20.

74
INTENCIONALIDAD

En la Edad Media hubo una larga discusión, no cerrada, sobre si la prima­


cía correspondía al querer o al conocer, y que ha continuado en la Modernidad.
La Tesis de Scheler acerca de la primacía de la intencionalidad del amor, que se
encuentra en la base y precede tanto a los actos teóricos como a la intencionali­
dad del proyectar y el querer, no ha sido examinada a fondo ni comprobada teó­
ricamente9. En el concepto de Scheler de un amor que sirve de fundamento a
nuestros actos se encuentra, al parecer, el punto de unión entre esa situación fun­
damental, que Heidegger describe como «disposición de ánimo», y los actos in­
tencionales de los que se ocupa la fenomenología de Husserl. Sólo un ser perso­
nal, que está presente en cada uno de sus actos sin estar tan indisolublemente
unido con ninguno como para fundirse con él, permite diferenciar distintas cla­
ses de actos.

9. Cfr. M. S cheler , «Liebe und Erkenntnis», en Gesammelte Werke, Bd. 6, Bonn 1986.

75
TRASCENDENCIA

Es preciso atribuir intencionalidad, en el sentido de actitudes preposiciona­


les, a los seres vivos superiores si queremos entender sus actividades. El perro
que corre por la casa hasta el comedero, quiere obviamente comer, y tiene una
«idea» determinada de dónde se encuentra el comedero. La generalización me­
diante la formación de conceptos tiene formas inferiores en la percepción de la
semejanza y la generalización práctica de los animales. De la experiencia animal
del mundo forman parte támbién, sin duda, relaciones entre los objetos. La mile­
naria definición del hombre como «animal racional», como caracterización bio­
lógica, sigue siendo válida todavía hoy. La organización racional de la vida, la
separación de fines y medios, el lenguaje y la formación abstracta de conceptos
son rasgos esenciales del homo sapiens. Pero, sobre todo, lo son los actos inten­
cionales frente a las «actitudes proposicionales». Los actos intencionales no es­
tán, como las actitudes proposicionales, indisolublemente entretejidos con la pra­
xis, y se caracterizan por la posibilidad de aislar los actos de intención teórica y
los actos de intención práctica y por presentarse como variables independientes.
Sólo cuando esto ocurre, tenemos que pensar el sujeto de esta intencionalidad
como no siendo exclusivamente elemento integrante del acto intencional, sino
como sujeto que permanece él mismo como sujeto idéntico de una pluralidad de
actos. Esto significa que la persona, aunque presente entera en cada uno de sus
actos, se distancia simultáneamente de cada uno de ellos. La persona puede re­
flexionar sobre la objetividad de sus objetos, y, al hacerlo, trascenderlos. Tras­
cendencia significa, en principio, una ampliación gradual del horizonte de la in­
tencionalidad mediante la abstracción conceptual.
El nivel más abstracto es la forma de pensar que llamamos filosofía, enten­
dida como «la ciencia de los conceptos». La filosofía indaga la constitución
apriórica de los contenidos intencionales, la aplicación de esquemas a priori a la
experiencia y su eventual origen en ella. En el marco de esa ciencia de los con­
ceptos, la palabra «ser» es el más abstracto de todos los conceptos, el más exten-

77
PERSONAS

so y vacío. Significa «algo en general» y abarca todo lo que es objeto posible de


una intención. Los hombres, como vivientes racionales, son capaces de este gra­
do superior de abstracción, e, incluso, son capaces de incluirse ellos mismos den­
tro de la generalidad del «ser».
El horizonte del ser, en el sentido en que lo hemos utilizado, es asimismo
objeto de un acto intencional, que termina en un dato fenoménico, en una «idea
clara y distinta». Descartes, uno de los fundadores de la filosofía a partir de pu­
ros conceptos, percibió también agudamente sus límites y alcance, y despejó el
camino para una comprensión de la trascendencia totalmente distinta. Descartes
tomó conciencia de la posibilidad de que la evidencia insuperable de la clara et
distincta perceptio también pueda inducir a error. Toda evidencia es y seguirá
siendo irrevocablemente en cada caso la propia evidencia, el propio estado. Fue­
ra de la evidencia no hay ciertamente caminos del espíritu transitables. La reduc­
tio ad absurdum es un cataclismo, pero no da seguridad de lo contrario.
¿Cómo es eso?
¿Qué más podemos esperar que la evidencia de ideas claras y la conexión
armónica de unas con otras y con los datos de la experiencia? ¿De qué duda re­
almente una duda de la que en absoluto se puede decir cómo se podría solventar,
pues los medios con los que eventualmente se podría hacer se han puesto previa­
mente en duda?1La duda de Descartes descansa en una consideración que tras­
ciende al animal rationale, el ámbito de la intencionalidad, a saber: la considera­
ción de que nuestros pensamientos podrían ser solamente pensamientos, y los
contenidos de estos pensamientos sólo contenidos de estos pensamientos. Esta
idea supone que somos conscientes de un espacio que nuestra conciencia no lle­
na, y en relación con el cual la conciencia se relativiza a sí misma y se considera
como «sólo conciencia». Descartes llama a este espació lo infinitó. Es un más
allá de toda posible idea y de todo contenido intencional. Eso no significa que los
contenidos de la conciencia sean sencillamente acontecimientos en ese espacio,
pero sin llegar a ellos. De ser así no tendría ningún sentido hablar de un engaño
posible. Como contenidos de mi pensamiento, los contenidos son lo que son. Los
estados de la garrapata, que definen su medio, no son tampoco ilusiones si la ga­
rrapata, a causa de esos estados, reacciona frente a la complejidad exterior de for­
ma que favorece la conservación de la especie. Además, la palabra «verdad» no
tiene sentido referida a esos estados. El animal no reflexiona sobre el hecho de
que su medio es sólo su medio, el relativo exclusivamente a su organización es­
pecífica, pues no piensa un más allá del medio, o sea, un mundo en el que él m is­
mo figura como parte del medio de otro viviente, como portador de significados
que no son los suyos.1

1. Para lo que sigue cfr. R. S paemann, «Das “ sum” im “cogito sum” », en Zeitschrift für philosophis­
che Forschung 41 (1987), 373-382.

78
TRASCENDENCIA

La palabra «ser» tiene para las personas otro significado distinto del que
tiene para «el animal racional», o sea, el de «algo en general». Sólo así es posible la
duda cartesiana. Con relación a algo en general como contenido de nuestra con­
ciencia no tendría sentido hablar de un engaño posible. De ahí que lo caracterís­
tico del método de Husserl sea excluir este nuevo significado de ser y suspender
este sentido de trascendencia. Para hacer del contenido intencional de la concien­
cia un dato indudable hace falta suspender aquello que para Descartes constitu­
ye el fundamento de la duda en la evidencia, la «posición del ser». La sospecha
cartesiana de una total idiosincrasia se apoya en una trascendencia como esa, en
la auscultación de un espacio que no coincide con el de la conciencia, y en el que
ésta es un ente que puede equivocarse. La sospecha supone un realismo con re­
lación al ámbito de lo «psíquico». Lo psíquico lo «hay», y los contenidos inten­
cionales son tal vez exclusivamente cualidades de esta entidad psíquica. Husserl
abandona también la posición del ser. La epoché fenomenológica significa la
anulación de la trascendencia de la conciencia, con el fin de tematizar el dato
ofrecido en la evidencia exclusivamente como el dato en cuestión. Con ello la
trascendencia suspendida, como es natural, no desaparece. La pregunta por la
«clase de ser», por el estatuto ontológico de la conciencia trascendental, tenía
que romper el ímpetu metódico de la fenomenología. Podría ser, sin duda, que la
anulación de la trascendencia originaria de la persona significara que la «pura»
objetividad alcanzada de ese modo fuera exclusivamente un «modo deficiente»
de lo originariamente dado. Así lo ha entendido Heidegger.

II

Descartes consideraba la apertura de la dimensión del ser, en tanto que ab­


soluta e infinita, como algo a la vez incontestable e inderivable. Como quiera que,
gracias a esta dimensión, es posible sospechar del cáracter idiosincrásico de to­
dos los pensamientos, la apertura misma no se puede entender como idiosincra­
sia. Para Descartes tiene que ser entendida exclusivamente como presencia inme­
diata de esta dimensión, es decir, como presencia de Dios. Hegel también piensa
así cuando, en la introducción a la Fenomenología del espíritu, entiende la idea
de absoluto como el estar junto a nosotros y el querer estar junto a nosotros del
absoluto2. En la idea de «querer estar junto a nosotros» se expresa la inderivabi-
lidad y contingencia de esta noción de absoluto. La capacidad de la conciencia de
trascender más allá de sí misma parece llevar al vacío: a una reflexión vacía so­
bre la tautología de que los objetos de la conciencia son objetos de la conciencia.
La perspectiva, desde la que se puede pensar y conocer tal cosa, no parece ser la
perspectiva idiosincrásica del sujeto, sino una view from nowhere. Pero también

2. Cfr. G.W. F. Hegel , Phänomenologie des Geistes, ed. Glöckner (Jubiläumsausgabe) Bd. II, 68.

79
PERSONAS

por eso parace conducir a nowhere. Más allá del pensamiento no hay nada que
pensar, más allá del ver nada que ver. We never really advancea step beyond our-
selves, dice Hume3. Pero entonces ¿cómo puede pensar Descartes que todos los
contenidos intencionales de nuestra conciencia podrían ser engaños? Como eso
que son, son , y en esa medida no son engaños. Nada puede engañar sobre lo que
es, sino sólo sobre aquéllo a lo que remite y que no se manifiesta como es en sí
mismo. La objetividad remite desde sí — eso es lo característico del fenómeno—
a algo que se oculta, a algo que se contiene en sí mismo, o sea, a algo que se ma­
nifiesta pero que no se agota en manifestarse, sino que existe como algo en sí.
Cuando sueño con haber subido con un amigo a la montaña^donde nos hospeda­
mos en una cabaña de paja con el tejado gris en el que estaban posadas cuatro
chovas, no puedo equivocarme acerca de lo que he visto. Sería absurdo que al­
guien quisiera corregir la situación diciendo que no se trataba de este amigo, sino
de aquel otro, que el tejado era rojo, y que eran seis, no cuatro, las chovas posadas
en él. Soy yo el que ha vivido el sueño, y nadie puede decirme cómo fueron las co­
sas. Sólo hay una circunstancia sobre la que me he equivocado en el sueño, y que
se me aclara tan pronto como despierto: Yo no creía sólo que había hecho una ca­
minata con mi amigo, sino también que él la había hecho conmigo. Y el dueño de
la cabaña en la que nos hospedamos sería alguien que habría conocido a dos hués­
pedes. Es cierto que yo oí en sueños la voz de mi amigo. Pero él no habló.
Esta diferencia no és fehomenológica, es decir, no se halla en el plano del
objeto intencional. La identidad no es, per definitionem, un objeto intencional.
Para determinar si el diálogo por la mañana con mi amigo, en el que me asegura
que en modo alguno hizo la caminata conmigo, fue también soñado, no hay nin­
gún tipo de criterio. El único que lo puede saber es precisamente mi amigo. Ser
como identidad significa que el ser es esencialmente plural. No hay continuidad
entre el saber de uno y el de otro, como no la hay del dolor de uno al dolor de
otro. Pero sí existe el saber, que alguien tiene, de que esto es así. Se sabe que
existe el otro como otro. Yo sé que soy el otro del otro y que mi ser no se limita
a ser sabido por el otro. Además, la forma como yo me manifiesto al otro no es
un mero cambio de estado, causado en él por mí y que como tal no puede ser ni
verdadero ni falso, sino que soy yo el que se manifiesta al otro y el que, por con­
siguiente es el criterio para determinar la adecuación de la manifestación. Sobre
el juicio, acertado o erróneo, que hace al afirmar que tengo un dolor, no decide la
coherencia, por perfecta que sea, de lo que se le manifiesta, sino exclusivamente
mi dolor, es decir el dolor que yo tengo. Esto lo sabemos los dos. Su juicio sobre
mi dolor solo puede ser verificado, a la postre, por mí.
«La cosa en sí» de Kant, considerada de forma puramente teorética, es una
pura X, un lugar vacío producido por la reflexión sobre la objetividad del objeto.

3. D. Hume, op. cit., Book I, part. II, sect. VI.

80
TRASCENDENCIA

Este lugar vacío se convierte en fundamento de un realismo metafísico cuando


nos experimentamos a nosotros mismos como identidad, y, en consecuencia,
como alguien que llena ese lugar vacío. Kant llena el vacío ontológico, la cosa en
sí, con la experiencia de la libertad humana. De ahí que la relación de las perso­
nas entre sí sólo pueda ser la relación de un realismo metafísico. El otro es real
en un sentido que no se desvanece en su objetividad para él o para mí. Para mí es
real que él es real como tal, como para él es real que yo soy real como tal.

III

La personalidad es el paradigma del ser, siempre que el ser no signifique la


abstracción «algo en general», sino el hacia dónde al que apunta la trascendencia
de la objetividad: la identidad. Esto no significa que cada cual, de modo solipsis-
ta , se entienda a sí mismo como siendo y después traslade el carácter absoluto
de la experiencia de sí mismo a otros objetos de experiencia, a otros hombres, a
los animales y, finalmente, a otras entidades naturales. La experiencia del otro
es igualmente originaria que la experiencia de sí, y además es el supuesto que
permite pasar del cogito al sum. Una conciencia solipsista, que ocupe todo el es­
pacio de lo real, no alcanzaría a pensarse como siendo, pues este ser sería asimis­
mo un pensamiento exclusivamente. Un cogito semejante tendría que ser descri­
to como un «pienso que pienso que pienso...». Tan sólo la idea de otro pensar, la
idea de Dios o del genius malignus, permite a Descartes detener esta reflexión in­
finita4, pues sólo otro puede entender pensar como algo distinto de sus meros
pensamientos, pues yo no soy meramente su pensamiento. Pero tampoco puede
pensar, ateniéndose a la verdad, que sólo exista su pensar. Debe aceptar o que yo
pienso o que él se equivoca. En relación con él, mi pensar se transforma en ser.
Somos existentes el uno para el otro. Por eso el sum no es ni una mera conclusión
del cogito — algo que Descartes subraya enérgicamente— ni una tautología. Pero
no es una tautología porque, como posibilidad, hay muchos pensantes, y porque
«él piensa que yo pienso» no significa lo mismo que «yo pienso que pienso».
Con la idea de ser se piensa que la conciencia trasciende sus contenidos intencio­
nales, o sea, a sí misma. La noesis noeseos, la conciencia divina de la que habla
Aristóteles, estaría, como solitario «Uno», más allá del ser, igual que el bien pla­
tónico. Pensar a Dios como ser absoluto significa que tiene en sí mismo el mo­
mento de ser otro (pero no de ser de otro modo); significa pensarlo trinitariamen-
te como un espacio abierto de recíproco dejar ser.
Las personas son seres que se hallan en un espacio así. Son seres que acce­
den a la idea de ser como un más allá de todo pensamiento objetivo dirigido a

4. R. D e sc a r t e s , «Respuesta a las segundas objeciones», 375; en Oeuvres et Le!tres, Ed. A. Bridoux,


París 1953.

81
PERSONAS

contenidos intencionales, pues ellos mismos son un más allá semejante, es decir,
son libres. La reflexión cartesiana encierra la estructura de tener, que es caracte­
rística del ser délas personas, y se dirige a la totalidad de la esencia. La persona
abre una distancia entró sí misma como sujeto y todos sus contenidos de concien­
cia. La duda puede activar una discrepancia entre los contenidos, por un lado, y
el sujeto que los tienen, por otro. El sujeto no puede desembarazarse de los con­
tenidos sin aniquilarlos, pues su ser consiste exclusivamente en tenerlos. Pero en
la medida en que no los es, sino que su ser consiste en tenerlos, se halla más allá
de todas estas determinaciones. Puede pensar que son idiosincrasias engañosas.
Si así fuera, él mismo se convertiría en una entidad absurda, que es algo que no
se puede pensar tratándose de una criatura de Dios. Pero, en todo caso, si podría
— eso es lo principal del cogito cartesiano— podría afirmar su pura identidad nu­
mérica como este pensante. Las personas forman un espacio como entidades abs­
tractas de ese tipo. Las personas no tienen el ser personal en común como los
hombres tienen el ser hombres. «Persona» no es un rasgo de la esencia, sino que
designa a un individuum vagum, es decir, la respectiva singularidad de una vida
individual. «Persona» es, como «ser», un concepto análogo. Las personas se lla­
man «personas» como los miembros de la familia llevan los mismos apellidos.
Para cada uno de ellos el mismo apellido significa algo distinto: para el padre, la
madre, la hija, el hijo, el hermano. No quedan incluidos en el mismo nombre
como en un concepto general, que es indiferente a las diferencias de los sujetos
que engloba. El apellido, siendo el mismo, asigna a cada uno de los que lo lleva
un lugar determinado dentro de la estructura familiar. Por eso cada persona tiene
para siempre su propio lugar, definido por ella, en la comunidad de personas.
Sólo hay personas juntamente con su lugar, y el lugar lo hay por ellas. No se tra­
ta;, pues, de un espacio vacío — newtoniano— cuyos lugares son indiferentes al
objeto que los ocupa. En el espacio al que nos referimos no hay espacios vacíos,
y por tanto no hay «personas posibles». Las personas no pertenecen a un ámbito
de «esencias» que pueden existir o no existir. No hay «idea» de persona. Sólo
hay personas reales. El hombre con el que yo estaba en sueños sigue siendo tras
el sueño lo que era, a saber, un hombre. Pero, tal como se manifestaba, no era una
persona.
Podríamos decir asimismo que no estaba vivo, pues la vida es el ser del vi­
viente y, por tanto, también del hombre. Las personas son hombres vivos. El ser
propio de la persona no es distinto del del hombre, no es, pues, un ser que con­
sista, por ejemplo, en pensar o en determinados estados de conciencia. Como no
hay personas meramente posibles, la existencia no puede ser algo que pueda co­
rresponder o no a una persona. El pensar efectivo se distingue del pensar simula­
do —del pensar de una máquina— en que es vivido como pensar. La vida perso­
nal conscientemente vivida es el paradigma de vida. Sólo podemos entender lo
que es la vida no personal por analogía con la vida personal, es decir, por subs­
tracción.

82
TRASCENDENCIA

También de los seres no personales se puede decir que no son simples casos
de un concepto. Tampoco ellos son «meros casos de...». En los seres vivos el es­
tatuto de caso es reemplazado por la relación de ascendencia, dentro de la cual
ocupan un lugar determinado. El estatuto de caso, de ser «mero caso de...», sólo
conviene, en sentido estricto, a las cosas inanimadas. Ahora se plantean dos pre­
guntas:
1. ¿En qué se diferencia la comunidad de personas, el espacio personal, del
espacio de relaciones de las especies biológicas naturales? Las relaciones madre,
padre, hijo, etc., son primariamente relaciones biológicas.
2. Si el ser de las personas es la vida del hombre, ¿qué sentido tiene decir
que el hombre que aparecía en mis sueños era un hombre pero que no estaba
vivo? Ciertamente no era un muerto. El león que aparece en el cine está eviden­
temente vivo, si bien no es real. ¿No pertenece la vida al ámbito del fenómeno?
¿No podemos establecer, también en relación con la vida, la distinción entre vida
posible y vida real?
Respuesta a l : Las relaciones personales pueden «basarse» en relaciones
biológicas, de igual modo que las funciones biológicas del hombre, como la re­
lación sexual o comer y beber, se convierten frecuentemente en actos personales.
Lo mismo se puede decir de las relaciones fundamentales de parentesco, como
se puede ver fácilmente en el hecho de que duran toda la vida (el que sean cor­
diales o no es indiferente al respecto). La madre es siempre madre. En los anima­
les no es así. Con la desaparición de la función biológica desaparece la relación,
que pasa a ser una conducta igual a la que se tiene con cualquier otro individuo
de la especie. Esto se ve especialmente claro en el tabú del incesto, que evita que
las diferentes relaciones pierdan su exclusividad personal. En muchas culturas,
por ejemplo, en la Rusia del siglo XIX, no se permitía que el cuñado y la cuñada
se casaran, aunque entre ellos no existía consanguinidad. Por eso, la procreación,
en lo que toca a su significación personal, puede ser sustituida por la adopción.
La relación personal como tal no es una relación genealógica. Las personas,
como los seres vivos no humanos, no pueden ser consideradas como ramas de un
árbol común, sino como lugares abstractos de un espacio físico. Y estos lugares
son siempre reales.
Respuesta a 2: Los vivientes no son siempre reales. ¿Son vivos siempre?
¿Es constitutivo de la esencia de un viviente, que se nos da como fenómeno, es­
tar vivo? ¿Es, como piensa Aristóteles, «el ser del viviente»5? A Aristóteles no se
le había planteado aún nuestro problema, pues no disponía del concepto de con­
tingencia, o sea, de la diferencia ontológica entre esencia y existencia. La «sus­
tancia primera», o sea, la cosa individual, es, para Aristóteles, el existente en sen­
tido propio. La «forma», que hace que sea lo que es, hace asimismo que sea. «La

5. «vivere viventibus est esse». De anima II, 4; 415b 13.

83
PERSONAS

forma da el ser»6, dice Santo Tomás de Aquino. Ser significa, como en Platón,
ser estructurado conforme a la esencia, participación en la idea. El demiurgo pla­
tónico no es un creador, sino un organizador. Convierte el caos en formas orde­
nadas. El que un individuo^ determinado completamente de una cierta manera,
siga manteniendo una diferencia interna con su ser, o sea, que pueda ser o no ser,
es una idea que resulta posible únicamente gracias a la idea de creación de la
nada. A la creación sigue, en un segundo paso, el traslado de la potencialidad del
«caos» a la forma y la determinación. El principio forma dat esse es puesto de al­
gún modo entre paréntesis. El todo compuesto de materia y forma sigue siendo
para Santo Tomás ideal, una esencia individual. Todo individuo posee una estruc­
tura ideal semejante, que se comporta indiferentemente respecto del ser y del no
ser. A ello se debe el que, para Santo Tomás, cada ser individual esté conforme
con una idea divina. Esta idea es la idea de un hombre, no la de una persona, pues
nosotros llamamos «persona» al hombre que existe fuera de Dios, extra causam.
La existencia tiene un momento de insuperable facticidad, que, cuando se piensa
como creada, obliga a pensar a Dios como libertad.
La respuesta a la pregunta acerca de si la vida forma parte de la esencia del
viviente, o si significa el existir de esta esencia, es decisiva para determinar la ver­
dad de la proposición según la cual la vida es el ser de la persona. La perplejidad
que nos asalta cuando preguntamos si el león que aparece en nuestros sueños o en
el cine está vivo tiene su origen en esta respuesta. Surge porque la vida como tal
es un suceso único, un acontecimiento, no una forma, cuya existencia puede ocu­
rrir o no ocurrir. La vida es el ser acrecentado, o, mejor, el ser originario y para­
digmático. Ser es un derivado de vida. Nosotros alcanzamos el concepto de ser
substrayendo del de vida, igual que el de vida lo alcanzamos substrayendo del de
vida vivida y consciente. Vida consciente es ser pleno. Qui non intelligit, noñper-
fecte vivit7, dice Santo Tomás. Análogamente se podría decir: Qui non vivit, non
perfecte existit. Sin embargo, sólo hay vida como el ser de un viviente determina­
do. Todo viviente pertenece a una especie y tiene una forma. Las especies bioló­
gicas son «tipos» de vida, de igual modó que, en general, las esencias, las formas
esenciales, son tipos del ser. Estos tipos no se pueden abstraer de su consumación
ni pensar como esencias ideales, que pueden realizarse o no realizarse, como si
fueran «tipos» musicales, que son independientes de su ejecución efectiva y pue­
den ser fijados y reproducidos por escrito. Los tipos de ser son posibilidades, el
ser es realidad. Un animal soñado o representado en un película es un tipo de vida,
respecto de la cuál podemos preguntamos si es realmente vivida. La vida forma
parte de su concepto, pero de este concepto no podemos derivar el hecho de que
Sea efectivamente vivida. Un león determinado, como tipo de vida, también pue­
de parecer que vive. La vida como tal no puede ser o no ser. Es ser.

6. «Forma dat esse». T omAs d e A quino, S. Th. I. 30,4.


7. T omAs d e A q u i n o , In Eth. ad Nic. lib. IX, lect. 1 1 , nr. 1902.

84
TRASCENDENCIA

IV

La vida personal se distingue de la vida no personal porque no podemos


describirla como «tipo de vida». Las personas son porque tienen una naturaleza
— la naturaleza humana— como un modo de ser. No son aquello que le sirve a
Meister Eckhardt para calificar a la divinidad: «ser irrestricto»8. Pero tampoco
son su modo de ser, sino que se conducen respecto de él, lo aceptan y consuman
o lo rechazan. Eso es lo que queremos decir cuando afirmamos que las personas
no son algo, sino alguien. Este alguien o existe o no es realmente nadie, sino
algo. Una de las peculiaridades del pronombre personal «yo» es que nadie se re­
fiere con él, salvo que lo utilice in intentione recta, a un individuo imaginario. El
pronombre tiene siempre un referente. Y el ser efectivo de la persona es siempre
vida. La relación de la persona consigo misma es origen y paradigma de la idea
de contingencia, que el filósofo islámico Avicena articuló por primera vez como
diferencia de esencia y existencia. Hasta ahora sólo hemos considerado esta vi­
vencia desde el punto de vista de que las personas mantienen una distancia con
lo que son, o sea, con su esencia. Tienen su esencia, no están absorbidas en su
«modo de ser». Frente a ello la contingencia se entiende, en general, como con­
tingencia de la existencia. Las esencias, en tanto que ideales, son formas necesa­
rias; son lo que son. No es necesario que existan. La vivencia personal de la con­
tingencia sigue ambas direcciones, la de la admiración y el contento o la
extrañeza sobre la propia esencia, y la del asombro porque soy. Matthias Clau­
dius expresa este doble asombro con un verso: «Doy gracias a Dios y me alegro
// como un niño ante el regalo de la Navidad // porque soy, ¡soy!, y porque para
tí // tengo hermoso rostro humano»9.
¿Quién es el que se asombra de existir? ¿Es el sujeto de la vivencia una
«esencia» que se encuentra por sorpresa existiendo? ¿Qué sería esa esencia an­
tes de ser? ¿Tenemos que aceptar un «ser de la esencia» anterior a la existencia,
o sea, una existencia antes de la existencia? La idea de ser como acto, que corres­
ponde a un ser, entraña la dificultad lógica de suponer la realidad de aquello cuyo
acto es el ser. Por eso somos llevados a pensar, inversamente, las esencias como
«modos de ser». El ser finito es sólo como modo de ser. El modo no tiene ser,
sino que el ser tiene un modo.
El ser no personal está «absorbido» en el modo, de manera que sólo pode­
mos concebir esas entidades desde fuera como contingentes. Sólo las personas
conocen su contingencia, y si se conciben como dependientes a través del mun­
do como un todo, también conocen la contingencia del mundo. Pero el lugar des-

8. Meister E c k h a r d t , Predigt 5, en Meister E c k h a r d t , Deutsche Predigten und Traktate, Hrs. von J.


Quint. München 3. Aufl. 1969, 176 y ss. Cfr asimismo Predigt 6, p. 180 y Predigt 37, p. 334.
9. M. C l a u d i u s , «Täglich z u singen». Cfr., por ejemplo, la edición: M. Claudius: Worauf es ankommt.
Ausgewählte Werke nach gattungen geordnet, Gerlingen 1995,429 y ss.

85
PERSONAS

de el que perciben esta contingencia no puede ser coordinado ni a la esencia ni a


la existencia. Las personas no son esencias que se asombren de existir. No son
esencias, sino que se comportan de cierto modo respecto de su esencia, la cual
experimentan como contingente; Pero tampoco son «el ser mismo» que se ena­
jena en formas finitas de ser; no son el absoluto, puesto que solamente son en
tanto que tienen un ser, una esencia finita, una naturaleza. Su experiencia de la
contingencia es una mirada desde ningún sitio, la personalidad, un balanceo en­
tre el ser y la esencia, entre lo absoluto y lo finito. Este punto de indiferencia es
lo que llamamos libertad, es decir, no estar determinado por la totalidad de lo
que alguien es y, por lo mismo, la posibilidad de distanciarse nuevamente de todo
lo que se ha convertido en «modo», o sea, de la propia historia entera, si bien no
por la fuerza del propio potencial de energía o de la propia estructura, de las que
resultarían preferencias distintas de las trazadas en la propia naturaleza. D e no
ser así, la libertad sería una naturaleza anterior a la naturaleza, una esencia, que
toma decisiones por propio poder. El punto de indiferencia de la libertad perso­
nal es el lugar personal desde el que, en principio, parece posible que el pensar y
el querer propios fueran sólo el propio querer y pensar como idiosincrasia. Sólo
unida a esta conciencia, se mantiene la trascendencia en el movimiento que lleva
al ser como un más allá del pensamiento.
Pensar el ser en el sentido de identidad significa pensar un más allá del pen­
samiento, que abarca el pensar y lo pensado. Cómo quiera que este pensamiento
sigue siendo un pensamiento, queda necesariamente a la zaga de lo pensado. El
pensamiento de un más allá dél pensamiento no es este más allá. Esto es algo que
ya objetó Santo Tomás frente al argumento ontológico de San Anselmo. En sue­
ños podemos tener una conciencia reflexiva de que lo que soñamos no es soñado,
sino real. Podemos tener una vivencia de oposición, que para Scheler debe ser el
criterio de realidad10. No es así, pues cuando despertamos, descubrimos que nos
habíamos engañado y que la oposición también era soñada. Y como Hegel pone
de manifiesto en la introducción a la Fenomenología del espíritu, la diferencia en­
tre la inmanencia del pensar y la idea de un más allá de esta inmanencia ocurre a
su vez en el pensar. De ahí que esa idea no halle nunca «cumplimiento» en la ac­
titud teórica. El ser no es un objeto intencional, y, en consecuencia, la idea de ser
no se puede consumar haciendo que el ser se manifieste como tal, como sí m is­
mo, pues mostrarse significa justamente hacerse objeto del ver o del pensar de
aquel al que se muestra. Pero, ¿cómo puede devenir el contenido del pensamien­
to que es pensado como más allá del pensar? En la actitud puramente teorética
nos mantenemos necesariamente en el ámbito de la «apariencia», de una aparien­
cia, ciertamente, que remite a algo que aparece y que, en su aparecer, simultá­
neamente se oculta.

10. Cfr. M. S c h e l e r , Die Stellung des Menschen im Kosmos, en Gesammelte Werke, Bd. 9, Bern
1976, 112 e Idealismus-Realismus, ibid, p. 214.

86
TRASCENDENCIA

v
La actitud teórica está situada dentro de un contexto vital en el que siempre
hay algo en juego, es decir, en el que «tendemos a algo». ¿A qué tendemos?
¿Qué es, en última instancia, lo que hay enjuego? ¿Cuál es el objeto supremo de
nuestras intenciones prácticas? Debe haber algo de lo que queramos la realidad,
no la apariencia. Platón llama a eso «el bien». Pero, ¿no podría por su parte ser
el bien algo «exclusivamente subjetivo», un estado determinado del sujeto, que
puede ser producido por una apariencia benéfica?
El reto para la filosofía se halla desde el principio en la respuesta sofística:
aquello de lo que no queremos la apariencia, sino la realidad, es el placer, «sen­
tirse bien». Esta respuesta es paradójica. Sólo puede aplicarse al hombre. Pero si
el hombre se entiende a sí mismo de este modo, malogra aquello que lo distingue
como hombre, lo que hace de él una persona. Para el tigre hay siempre enjuego
una cosa u otra, la presa, el calor, el apareamiento. Nosotros, que observamos al
animal, podemos interpretar su conducta y decir que lo que único que persigue
es alcanzar determinados estados homeostáticos. Los fines que persigue están
ocultos para él, son meros medios para el logro de estos estados. La prueba de
que es así se halla en el hecho de que podemos producir esos estados en los ani­
males omitiendo los fines «naturales», en cuyo caso los animales no parecen
echar nada de menos. Aquello de lo cual no buscan nunca la apariencia, sino el
ser, es evidentemente su propio «bienestar» (algo que, por lo demás, no coincide
con el placer físico). En ciertas especies animales hay algo semejante al autosa-
crificio. Los pájaros alimentan a sus polluelos hasta la extenuación. En este caso,
el autosacrificio es la condición del estado homeostático, y el animal no se sien­
te bien si no se «sacrifica». El fin por el que se esfuerza puede simularse. En re­
lación con él la diferencia entre ser y apariencia no tiene sentido. Si la simulación
tiene éxito, pues tiene éxito.
La personas son seres que reflexionan expresamente sobre la diferencia en­
tre «para mí» y «en sí». Al tematizar el «para mí», se hallan más allá de él, lo
trascienden en dirección al «en sí». Sin duda pueden revocar conscientemente
esta trascendencia, pueden elegir la apariencia, el autoengaño consciente, el pla­
cer y el sentirse bien en lugar de la alegría, que es siempre alegría por algo. Na­
die puede ser consecuente con eso sin renunciar a su humanidad. Epicuro, que
calificó el placer de único y supremo bien, lo ha puesto de manifiesto de forma
ejemplar. No hay vida placentera, escribió, sin buenos amigos. Para tener buenos
amigos, uno mismo tiene que ser un buen amigo. Para ser un buen amigo, es pre­
ciso estar dispuesto, si fuera necesario, a ofrecer la vida por el am igo11. Ésta es la
dialéctica del hedonismo. Un hombre no pervertido podría tener verdaderos ami-1

11. Cfr. E p ic u r o , Fragmente, Diogenes Laercio: X 121, F. 590 Ms.

87
PERSONAS

gos. No le basta con imaginarse que los tiene. Nadie quisiera permanecer incons­
ciente en la cama durante toda su vida en un estado de euforia artificial. La uto­
pía antihumana de una Completa «realidad virtual» avanza amenazadoramente
favorecida por una antifilosofía que se hace pasar por filosofía. Pero no será tan
fácil abolir al hombre. Si alguien, postrado en el lecho de muerte, se entera de
que sus hijos han sido salvados de un naufragio, querrá saber si es verdad. El
«para mí» sólo es un «para mí» en la medida en que tengo éxito en considerarlo
como un «en sí». Querer ser engañado es siempre una expresión de desespera­
ción: expresión del sentimiento de que la realidad es tal que no podemos compe­
tir con ella. Donde más claro se ve esto es en el hombre con la apariencia adivi­
nada de ser amado, en tanto que la verdadera alegría aparece cuando sabemos o
estamos convencidos de que el afecto del otro es expresión de su verdadero sen­
timiento, no una simulación, aun cuando esto último no tuviera para nosotros
ninguna consecuencia en el futuro. Y lo mismo se puede decir del propio amor:
amor extasim fa c itu. El amor no se dirige a un objeto intencional, cuyo estatuto
ontológico puede quedar en suspenso, sino a otro ser que no nos es dado como
objeto intencional, sino como identidad más allá de toda objetivación posible.
Los objetos intencionales se definen siempre por su esencia. Su identidad es
siempre identidad cualitativa. El amor, en cambio, se dirige al otro, a su identi­
dad numérica. En él no existe indeterminación de la referencia. En el caso de que
un perfecto doble ocupara el lugar de la persona amada, un doble que dispusiera
de toda la información acerca de los recuerdos en común, es posible que no no­
táramos el engaño. Pero si llegáramos a saber que es un engaño, y que el pasado
de la otra persona no es el mío, nos sentiríamos defraudados. Dejaría de ser la
persona amada, a menos que comenzáramos a amarla. Pero en ese caso se trata­
ría de otro amor.
Entendemos lo que esto quiere decir cuando se habla del amor en sentido
«extático». Pero no sabemos si tiene su plena realidad sólo en las palabras que
hablan de él. Sentimos que sólo vivimos plenamente cuando amamos. Pero pre­
cisamente por ello reflexionamos sobre el éxtasis dél amor, y podemos amar a
una persona porque amamos el amor. La trascendencia pura no sería consciente
de sí misma. Una persona se nos revela a través de un conjunto de cualidades no
singulares. El verdadero amor no se dirige a esas cualidades, sino al otro, a su
identidad numérica, también cuando cambia. Pero la capacidad de perseverar en
el objeto de la «referencia» cuando se dan cambios cualitativos no es ilimitada.
Sólo ama, ciertamente, aquel que no puede dar «razones» de su amor que se ha­
llen en las cualidades concretas del amado. Sin embargo, si el cambio de cuali­
dades eá muy radical, ocurre como si la persona amada se volviera invisible. La
razón de esa invisibilidad puede residir en el amante. Mientras amaba, le resulta­
ba evidente que por su propia naturaleza el amor, cuando ha encontrado efectiva-12

12. Pseudo Dionisio A r e o p a g it a , De divinis nominibus, § 13; PG 3,712.

88
TRASCENDENCIA

mente la realidad del amado, no puede terminar. Pero si, con todo, termina, sen­
timos que no habíamos alcanzado realmente el ser del otro. Así es como el m ís­
tico se une con la divinidad en la experiencia extática y entra en la eternidad. Se
hace uno con aquello que por su naturaleza no termina. Pero la unión termina, y
el que reza «vuelve de nuevo a sí».
Pero, cuando la considera retrospectivamente, el estado de unión mística no
se convierte en ilusión, pues regresa a la situación de aquel que sigue perseveran­
do en la realidad que experimentó en el éxtasis. Entonces hablamos de «fe», que
en latín —-fides— es sinónimo de fidelidad. Así pues, existe también la «forma
normal» de la trascendencia humana, en el que el ser del otro no se da inmedia­
tamente en la vivencia, pero que, no obstante, tampoco desaparece. El modo
como la identidad de cada hombre reclama ser real para los demás es la acepta­
ción. Para ser capaz de aceptar al otro, hace falta seguramente experimentar in­
mediatamente la identidad del otro, es decir, sentir amor y haber amado. El resto
se llama fidelidad. La forma elemental de semejante experiencia «absoluta» de
la realidad es la mirada del otro, que se cruza con la mía. Soy mirado. Cuando
esta mirada no es objetivadora, escrutadora, devaluadora o meramente codiciosa,
sino encuentro con la propia mirada en reciprocidad, se constituye para la viven­
cia de ambas lo que llamamos ser personal. Sólo en pluml hay personas. En prin­
cipio la mirada del otro también puede ser simulada. El otro no se da nunca,
como el fenómeno, de una forma inmediata y constrictiva. Tener al otro como un
ser real, no como una simulación, entraña un momento de libertad. El acto fun­
damental de la libertad es la renuncia a apoderarse de lo otro, que es una tenden­
cia viviente. Positivamente la renuncia significa dejar ser. Dejar ser es el acto de
la trascendencia que constituye el signo auténtico de la personalidad. Las perso­
nas son seres para los que otra identidad deviene real, y cuya identidad deviene
real para los otros.V
I

VI

Hay una tendencia en la ciencia moderna a reconstruir lo vivo mediante si­


mulación para entender su esencia. Lo que podemos simular es siempre algo ex­
clusivamente cualitativo y cuantitativo. Cuando la identidad es sólo identidad
cualitativa, es indiferente frente a la realidad o a la irrealidad. La identidad como
identidad numérica no es susceptible de simulación. No se da en modo alguno
como objeto de actos teoréticos intencionales. Es un objeto de aceptación, y un
objeto de fe que acompaña a la aceptación. Sólo de este modo hay seguridad de
la referencia. Los objetos son tenidos por mí.
El ser de los objetos intencionales consiste en ser tenidos por los sujetos. La
identidad hacia la que trascendemos, la otra persona, se halla con nosotros en una
relación de reciprocidad. Yo soy parte de su mundo como ella lo es del mío, yo

89
PERSONAS

soy para ella como ella es para mí, y a mí me resulta evidente que yo soy para
ella y que ella sabe que es para mí. En esta reciprocidad se funda el realismo me-
tafísico, el cual es constitutivo de la persona y una condición necesaria de la in­
tencionalidad, aunque no reductible a ella.
Cuando la identidad se manifiesta, lo hace necesariamente en determinadas
cualidades, ante todo en la mirada. Todo aquello en lo que se manifiesta es sus­
ceptible en principio de simulación. Todo lo cualitativo, todo lo fenoménico, se
puede simular. La personalidad se constituye renunciando a tener al otro por una
simulación o por un sueño, es decir, por «algo» que es esencialmente para mí, sin
que yo sea, simultáneamente para él.
El amor y la aceptación implican esta renuncia. Ambos son incompatibles
con la duda en la realidad del otro, o sea, con el solipsismo, y también con la re­
ducción del realismo a la condición de hipótesis. En Nietzsche podemos obser­
var cómo la negación de la relación con la realidad coincide con la disolución de
la persona y la negación de su unidad. Si no soy alguien que pueda ser «pensa­
do» como tal, entonces no soy nadie en absoluto, sino exclusivamente algo. Pero
como algo no poseo un principio de necesaria unidad interna. Si no soy un «tú»,
tampoco puedo ser un «yo», sino que soy un conglomerado de estados de nadie,
soy el «placer de ser el sueño de nadie bajo abundancia de párpados»,3.
El «realismo inetafísico», que caracteriza nuestra relación con los demás,
no se puede reducir a esta relación. Es, más bien, lo que distingue esencialmente
el modo humano de estar en el mundo del modo animal. No se refiere sólo a las
personas, sino a todos los seres, al menos a los vivientes. Para el hombre no exis­
ten en absoluto puras relaciones sujeto-objeto. La relación con la realidad es si­
multáneamente una relación de «co-existencia». Nietzsche ha puesto de ma­
nifiesto que nuestra relación con las cosas como unidades sustanciales está
orientada por el paradigma de nuestra relación con las personas, y por eso surge
y muere con ella. Esto resulta obvio para nuestro trato con los animales. La reac­
ción espontánea ffénte a un animal que sufre supone que su dolor es real en al­
gún sentido, que no significa exclusivamente la «realidad» de un fenómeno «para
nosotros», pues, para nosotros, este dolor no es en modo alguno un fenómeno.
Son más bien los fenómenos los que nos permiten concluir la existencia de ese
dolor, el cual no puede ser para nosotros nunca un fenómeno, pues es similar de
algún modo al dolor que experimentamos en nosotros. Pero no hay ningún limi­
té «hacia abajo», más allá del cual el ente tuviera para nosotros exclusivamente
el modo de ser dé la objetividad. «El realismo metafísico» no prejuzga ninguna
concreta teoría del conocimiento. No prejuzga la relación entre la «cosa en sí» y
el fenómeno ni el estatuto ontológico de las categorías con las que comprende­
mos el mundo. Lo que afirma es exclusivamente que sin trascender el fenómeno 13

13. R.M. R il k e , Rose, oh reiner Widerspruch. Sämtliche Werke 2, Bd., Wiesbaden 1957, 185.

90
TRASCENDENCIA

en dirección al ser, que simultáneamente se manifiesta y oculta, no hay persona,


pues las personas son asimismo seres que se manifiestan y ocultan. No son sim­
plemente sujetos en la «relación sujeto-objeto», pues lo esencial de ellas consis­
te, más bien, en ser simultáneamente sujeto y objeto. Son existentes que se hallan
en el mundo, y en principio se pueden reducir metodológicamente al estatuto de
los puros objetos, a veces por su propio bien, como en el caso de intervenciones
quirúrgicas. En esa situación se elimina temporalmente, mediante anestesia, el
carácter de sujeto, sin que por ello se elimine la personalidad, que sigue estando
presente durante todo el proceso. Esto es especialmente ilustrativo porque mues­
tra que lo que convierte una relación en relación personal no se puede reproducir
en determinados momentos o cortos periodos de tiempo. La continuidad de la
conciencia está unida en cada momento a la conciencia actual, en cambio la con­
tinuidad de la persona lo está a la continuidad de un organismo que se encuentra
en el mundo, y que los demás pueden identificar como el de una persona deter­
minada.
La interrupción pasajera de la subjetividad, es decir, de la conciencia, hecha
con el fin de restablecer la integridad física de la persona, tiene como perverso
contraste la objetivación sádica de la persona, en la que la subjetividad no es in­
terrumpida, sino convertida, como subjetividad, en objeto. El sentido de ese
modo de proceder reside en que la víctima experimente la objetivación a que es
sometida como medio para la satisfacción de otra subjetividad. En esta perver­
sión se revela de nuevo lo característico del ser personal. La subjetividad es ex­
clusivamente uno de sus momentos. El ser personal tiene un ser propio que los
demás experimentan así, y tiene experiencia de que los demás tienen un ser pro­
pio. Como la corporalidad es el medio gracias al cual la persona es ser para los
demás, se trata de algo que le pertenece esencialmente. La corporalidad encierra
la posibilidad de que los demás puedan objetivarla de modo radical. Pero de nue­
vo es característico de la personalidad percibir en el cuerpo del otro el encubri­
miento y la revelación de otra identidad, lo cual le permite salir de esa posición
central que es constitutiva de los vivientes no personales.

91
¡I
m

FICCIÓN

Nemo potest diu ferre. Ficta cito in naturam suam r e c id u n t escribió Séne­
ca. «Persona» significa aquí máscara. No se puede llevar puesta mucho tiempo.
«Todo lo fingido recupera rápidamente su naturaleza». En el segundo capítulo
hemos seguido el cambio de significado de la relación entre «naturaleza» y «per­
sona». La producción humana, la ficción y el nomos son secundarios frente a la
naturaleza, pero son posibles por ella, tienen en ella su medida y retoman a ella.
Ésta es la visión de la antigüedad.
Desde este punto de vista la praxis humana no se distingue de la actividad
de los animales, de la constmcción de los nidos por las aves o de la lucha ritual
de las hormigas por el lugar que les corresponde en la jerarquía social. Forman
parte de la naturaleza. «Naturaleza» es uno de esos conceptos que incluye su
contrario. Es propio de la naturaleza del hombre hablar un lenguaje, pero no hay
ningún «lenguaje natural».
Lo característico del hombre es que lo artificial, lo ficticio, no está integra­
do, como función suya, en la praxis vital natural enderezada a la autoconserva-
ción o a la conservación de la especie, sino que forma, frente a esa «realidad»,
una dimensión autónoma de la vida. En ello se compmeba de modo especial­
mente claro la no-identidad con la propia naturaleza que nos obliga a llamar a los
hombres «personas».
En los animales existe también una belleza superflua, un exceso de mani­
festación de vida que no se puede derivar fiincionalmente de los fines biológicos.
Los animales juegan. El canto de los pájaros tiene ciertamente una función bio­
lógica, pero esa misma función se cumpliría de forma natural mediante algún
otro mido menos encantador para nosotros. Lo mismo se puede decir sobre la $1

1. S éneca, De clementia I, 1,6.

93
PERSONAS

manifestación visible de los animales. Los dibujos exteriores de los pájaros, pe­
ces y reptiles, por ejemplo, con sus elegantes modelos cromáticos, llama la aten­
ción de las hembras y sirve para la selección. Pero no existe ninguna conexión
causal apreciable entre las cualidades, ventajosas y útiles para la reproducción y
supervivencia, de determinados animales, y la belleza de su decoración. Además,
y es lo más importante, referirse a la ventaja para la selección de las formas ex­
teriores lo único que hace, como ha observado Adolf Portmann, es aplazar el pro­
blema2, pues lo que ahora precisa explicación es que las hembras otorguen sus
favores por criterios estéticos. Es evidentemente la naturaleza la que «juega».
Sus manifestaciones de vida no siguen estrictamente las exigencias de la funcio­
nalidad biológica. Evidentemente el exceso lúdico puede interpretarse de nuevo
fimcionalmente, al menos cuando se trata de actividad lúdica. Sirve como entre­
tenimiento, favorece la movilidad y la flexibilidad para adaptarse a las condicio­
nes cambiantes del medio y para ensayar nuevas posibilidades de acción.
Los juegos del hombre no admiten una interpretación así, y sus fiestas tam­
poco. Ambas cosas, las fiestas y los juegos, son filies en sí mismos hasta el pun­
to de que, vistos biológicamente, exigen un gasto desproporcionado y absurdo de
energía, esfuerzo, recursos materiales y tiempo. El juego se convierte, compara­
do con la vida, en una actividad más elevada. Huizinga se plantea la pregunta so­
bre «hasta qué punto la acción sagrada cae siempre dentro del juego»34.Lo sacro,
como el juego, se sale del círculo funcional del bios, hasta el punto de que la pra­
xis vital normal del hombre se puede entender, desde la esfera de lo sagrado, in­
versamente, como juego. Así es como Platón define de una forma nueva la rela­
ción entre el juego y lo serio. Cuando se opone expresamente a «lo que ahora
pensamos»*', esto, «lo que ahora pensamos», no es lo que un europeo moderno
piensa! a saber, que el juego está subordinado a la seriedad de la vida, sino esto
otro: «que las cosas serias se deben hacer por el juego». En la antigüedad existía
consenso sobre el hecho de que el ocio es el fin del trabajo tanto como la paz lo
es del potencial bélico. Platón no invierte esa jerarquía, pero define lo «serio» de
forma nueva. Lo serio es el juego . La vida buena ño debe servir al juego, sino que
tiene que ser, en conjunto, juego. «Quiero decir que lo serio se debe aproximar a
lo serio, no a cosas que no son serias. Por naturaleza, Dios es lo que merece ante
todo toda nuestra sagrada seriedad y el hombre es el mecanismo dispuesto artís­
ticamente por Dios y, de hecho, él es su mejor obra. De acuerdo con esta cuali­
dad el hombre y la mujer no deben hacer otra cosa durante toda su vida que fes­
tejar los más bellos juegos, o sea, lo contrario de lo que nosotros pensamos
ahora»5.

2. Cfr. A. P o r t m a n n , Neue Wege der Biologie, München 1996, p. 166.


3. J. H u i z i n g a , Homo Indens, Vom Ursprung der Kultur im Spiel, Reinbek 1987.
4. P l a t o n , Leyes 803 c.
5. Ibid.

94
FICCIÓN

La idea de la vida como juego fue retomada y continuada por la Stoa, cuan­
do enseña que hay que vivir la propia vida como el actor de teatro interpreta su
papel, o sea, indirectamente. «Sólo queda que los que tienen mujer vivan como
si no la tuvieran; los que lloran como si no llorasen; los que se alegran, como si
no se alegrasen; los que compran como si no poseyesen...»6. Esta recomendación
del apóstol Pablo está en la misma dirección, al final de la cual está el estafador
Félix Krulls con su adhesión a «la vida en metáfora» y su desprecio de las «rela­
ciones burdamente positivas»7. Para San Pablo y para los estoicos ocurre al re­
vés: «las relaciones burdamente positivas» no le pueden hacer nada a la libertad
si ellas mismas son tomadas como metáforas y la vida es vivida como la inter­
pretación de un papel.
La interpretación, las máscaras animales y humanas, son propias de todos
los grupos humanos conocidos. Disfrazarse es un juego infantil ampliamente ex­
tendido. Imitar a determinadas personas es uno de los métodos más seguros de
entretener y hacer reír a los seres humanos. En tales casos a todos los hombres
les resulta evidente lo que, referido a los esquizofrénicos, se llama «doble conta­
bilidad»: sabemos que el actor sólo interpreta y que es «verdaderamente» otro,
pero suspendemos este saber. Sabemos, pero como si no supiéramos, y nos aban­
donamos a la apariencia. Nos entregamos conscientemente al miedo y a la com­
pasión. Gozamos llorando porque se trata de un llanto «como si no lloráramos».
El primero que se admiró públicamente de ello fue San Agustín cuando relata
cómo lloró al leer la «Aeneis» sobre Dido, «porque se mató por amor»8. El re­
ceptor de la ficción artística tiene que desarrollar una no-identidad análoga a la
del que finge. No se engaña para después destruir el engaño con alguna explica­
ción, sino que acepta la interpretación, o sea, acepta tener a los actores por aque­
llo por lo que se hacen pasar, aunque sabe que no lo «son».

II

Pero, ¿somos alguna vez lo que somos? La posibilidad de la interpretación


descansa en el hecho de que nosotros, como personas, representamos siempre un
papel. La identidad de una persona es, por una parte, la de una cosa natural, la de
un organismo. Como tal es en todo momento reidentificable desde fuera. Pero
esta identidad natural básica encierra sólo un indicio para el camino de la búque-
da de una identidad que, simultáneamente, tiene el carácter de fundación de una
identidad. La persona no es el resultado de esa fundación, ni el final de ese cami-

6. 1 Cor 7, 29.
7. Th. M a n n , «Bekenntnisse des Hochstaplers Felix Krull», en Gesammelte Werke 7, Band, Frankfurt
a. M. 1960,372.
8 . S a n A g u s t í n , Confesiones I, XIII, 20 y s s .

95
PERSONAS

no, sino el camino mismo, la biografía entera, cuya identidad esencial, por otra
parte, está asegurada biológicamente. Las personas no son roles, pero sólo son lo
que son interpretando alguno, es decir, estilizándose de algún modo.
La estilización se mueve dentro de un marco culturalmente configurado. El
debilitamiento de este marco, la depotenciación de la tradición hace que surja por
doquier la necesidad de «encontrarse a sí mismo», de la «experiencia de sí m is­
mo» y cosas semejantes, así como la necesidad de adaptarse a los totalitarismos
democráticos o dictatoriales. La melodía del habla individual es exclusivamente
la variación personal de la melodía del habla dada de antemano en un espacio lin­
güístico, y por eso sólo puede ser interpretada cuando se conoce. No es, como los
ojos de los caracteres tipográficos, ni el producto manifiesto de una consciente
voluntad de estilo, ni expresión inmediata de la «naturaleza» del hablante, sino
las dos cosas a la vez.
Para los hombres no hay inmediatez, salvo en los raros momentos de espon­
taneidad inconsciente, o en estados de profunda tristeza, en las depresiones, en
las que parece que nada vale la pena e incluso la voluntad de escenificarse a sí
mismo desaparece. Los seres humanos no son su naturaleza. Y la afirmación del
Salmo «el hombre es un mentiroso»9 nó se puede refutar señalando ejemplos de
sinceridad aparentemente indudable.
Tanto las Confesiones de San Agustín como las Confessions de Rousseau
son, en gran medida, una estilización de sus respectivos autores, aunque induda­
blemente con una intención opuesta.
San Agustín es consciente del carácter mediado de su confesión. Lo que él
expone no es la búsqueda de sí mismo, sino la búsqueda de Dios. La manifesta­
ción de sí mismo es tan sólo el reflejo de las experiencias consigo mismo en su
camino hacia el Absoluto, camino que San Agustín entiende como camino desde
el autoengaño habitual y constitutivo hasta la verdad. Unicamente la verdad ab­
soluta revela al hombre este autoengaño, y, a la vez, la verdad sobre sí mismo. El
des-engaño, a través de la distancia radical, es decir, a través del arrepentimien­
to, conduce a uno a sí mismo. Su fin no es el rechazo de todo rol, sino la adop­
ción del único rol verdadero, «revestirse de Cristo»101. La manifestación de sí
mismo en forma de libro es una doble fractura. Debe hacer escuchar al lector
cómo el autor confiesa a Dios lo que Dios le ha hecho ver. La intención de todo
ello es llevar al lector al mismo camino, pues la verdad, a cuya luz San Agustín
se descubre, no es su verdad, sino la verdad del bien, que según palabras de Pla­
tón es «común a todos» ", y ante la que todos somos mentirosos.

9. Ps 116, 11; Rom 3 ,4 .


10. San A gustín, op. cit., VIH, 29.
11. P latón, Gorgias 505 e.

96
FICCIÓN

La estilización que Rousseau hace de sí mismo es paradójica. Rousseau se


estiliza como un pobre salvaje apartado en la ciudad, como homme naturel que
durante el último tiempo ha tratado inútilmente de interpretar con los demás el
juego social de las convenciones, que después ha ensayado con el rol de ciuda­
dano inspirado en el ideal de la antigua Roma, para, finalmente, resignarse y
presentarse ante el mundo como lo que realmente es y ha sido, «en la entera
verdad de la naturaleza». «Nunca fui menos malo», escribe después indicar
cómo en casa del patrono acusa a la criada de un robo que él ha cometido, y
presencia cómo la muchacha es expulsada de la casa entre insultos,2. E l pathos
de Rousseau es el de la sinceridad: «Así apareceré ante el Juez Supremo... Así
fui. ¿Y quién se atreverá a decir “yo fui mejor que ese hombre”?» u. De ahí ex­
trae Rousseau el rol de no representar ningún rol más. Es significativo que
Rousseau entienda a los hombres naturales como homínidos sin lenguaje ni
arte. La humanización equivale a extrañamiento, puesto que, con el lenguaje y
la división del trabajo, los hombres, por los distintos roles que desempeñan, se
oponen entre sí en lugar de ser transparentes los unos para los otros.
El problema es por qué Rousseau escribe sus Confesiones. El pobre Jean-Jac-
ques es indudablemente un rol como los demás, pero es nuevo, pues documenta
por primera vez la renuncia programática a la estilización de sí, que es caracterís­
tica de los seres personales. El hombre «en la entera verdad de la naturaleza» es el
hombre al que el ser personal se le ha vuelto molesto, y que, justamente por ello,
extrae de él un nuevo rol. Trata de conseguir, y consigue, de una academia de las
artes y las ciencias el premio, de la renuncia de su época a las artes y las ciencias,
pues la academia esperaba precisamente una renuncia semejante.
La opción crítico-cultural de Rousseau es ambivalente. El hombre debe ser
o bien ciudadano con uñas y dientes, y desde la juventud no conocer nada más
que lo que es la patria y el Estado, o bien, cuando «no haya una patria»12134que exi­
ja todo a los hombres, debe convertirse en «salvaje en las ciudades» dentro de la
civilización, convertirse en homme naturel, cuya patria no es ya el aprecio de sus
conciudadanos, sino él mismo. La aversión de Rousseau hacia los hombres de su
tiempo es la aversión al homme donble, que no está totalmente alienado ni en
completa armonía consigo, sino que realiza su singularidad en roles que son sólo
relumbre social.
Pero la persona es el homme donble. Tiene su ser en una apariencia que tra­
ta de alcanzar, a menos que se hunda en el cinismo, que es también, naturalmen­
te, un rol, aunque anticivilizador. El rango humano de la civilización se manifies­
ta en que en ella crece la hipocresía, en «la reverencia del vicio a la virtud»,
como se decía a comienzos del siglo XVIII.

12. J.-J. R ousseau, Les Confessions. Oeuvres Complètes III, Paris 1959, 86.
13. Ibid., 5.
14. J.-J. Rousseau, Emile. Oeuvres Complètes IV, Paris 1969, 250.

97
PERSONAS

En el arte el hombre pone la apariencia como apariencia, la representación


como representación. Substrae la construcción del mundo al control de la reali­
dad. Proyecta mundos posibles, entre los que el real es uno más que se vuelve
asimismo extraño. Así consideró Montesquieu la Francia de su tiempo con los
ojos de un viajero persa, y enseñó a ver lo evidente como extrañol5. Pero esto
sólo es posible para seres que ocupan siempre una «posición excéntrica», para
llamar por su nombre la idea de Plessner, tan semejante con la aquí desarrolla­
da 16. El arte muestra lo que las personas son. «Poéticamente habita el hombre la
tierra». Hölderlin ha encontrado para este hecho una palabra que es asimismo po­
ética17.

III

La relación del hombre con el mundo está mediada simbólicamente. Vivi­


mos en un mundo interpretado, y lo seguimos interpretando continuamente.
También los animales viven en un mundo «interpretado», en su medio. Pero los
animales no trascienden su interpretación para llegar a una identidad que les per­
mita relativizarla, es decir, reflexionar sobre la interpretación como interpreta­
ción. Los hombres se manifiestan como personas en que distinguen el mundo de
los signos de lo designado, lo cual les permite disponer de ellos con más liber­
tad de la que tienen para disponer de las cosas, las cuales son lo que son sin no­
sotros.
Esto no quiere decir quedos signos tengan vida propia que pueda manifes­
tarse sin la dimensión semántica. Las palabras no pueden hacerlo de ningún
modo, o sea, no puede hacerlo el arte poética. Las palabras no son moldes que se
ponen sobre una realidad amorfa. Las palabras son productos de una simbiosis
inmemorial de mundo y persona, y cuanto más impregnadas están de experien­
cia, cuanto más ricas de connotaciones y asociaciones, tanto más adecuadas son
para construir un mundo poético propio, en el que la metáfora puede desplegar
su fuerza característica alumbradora de mundos. El uso metafórico de las pala­
bras no es un uso adicional, secundario e impropio, sino que corresponde a la
función primitiva del lenguaje. Las metáforas de la luz, por ejemplo, hablar de
que algo es «evidente», de «claridad» intelectual, de «esclarecimientos» o de
«inteligir», no sería posible, ni sería comprensible desde el principio a cualquier
niño, si la palabra «luz» significara exclusivamente un fenómeno físico u óptico.
Los llamados sentidos figurados no tienen nada que ver con el fenómeno físico,
si lo consideramos exclusivamente tal como lo describe la física. Pero si hay, no

15. Cfr. M ontesquieu, Lettres persanes, Ed. P. Vernière, Paris 1963.


16. Cfr. H. Plessner , op. cit.
17. F. Hölderlin, «In lieblicher Bläue...», en Sämtliche Werke II, 1, Stuttgart 19 5 1,3 7 2 .

98
FICCIÓN

obstante, algo común, es porque las palabras, siempre y desde el principio, apun­
tan a e llo 1819. Sólo así es comprensible que en el libro del Génesis se pronuncien
las palabras «Hágase la luz» el primer día de la creación, aun cuando el sol, la
luna y las estrellas fueron creados el tercer d ía,9. El uso poético de las palabras
es primario frente a aquel otro que, mediante definiciones, elimina los matices
sugeridos, no expresados, para lograr la univocidad. «Poéticamente habita el
hombre» significa que la representación artística con palabras custodia la liber­
tad de una relación con el mundo que es esencialmente histórica y no natural, y
en la que la univocidad representa solamente un caso límite interesado en el do­
minio de la naturaleza.
Un mundo simbólico, que no se alimenta por lo general de la dimensión se­
mántica de los símbolos, sino que es indiferente frente a la realidad, es la músi­
ca. La música puede convertirse en vehículo de expresión anímica, sin que eso
sea constitutivo de ella. En la música añadimos algo al mundo, una sucesión de
sonidos, que no obedecen ni a leyes físicas ni a la casualidad, sino que están or­
ganizados, como el lenguaje, por su importancia, una importancia que no signi­
fica nada fuera de ellos mismos. La composición de mundos de significado puro
se halla sin duda al final de un largo desarrollo cultural, que en sus cimas es eu­
ropeo, y que ahora parece llegar al final.

IV

Actualmente se perfila la inversión de una tendencia, que sólo se puede ca­


racterizar con el gastado concepto de dialéctica, y que permite echar una mirada
a los peligros específicos a los que el viviente natural hombre está expuesto por
su condición de ser personal. El arte y la naturaleza forman en común el mundo
humano. No podemos separar claramente nuestra realidad, tal como nos la repre­
sentamos, de la realidad que somos. Por eso es asimismo inútil querer distinguir
una realidad en sí de nuestra interpretación de ella. Cualquier distinción de ese
tipo que hagamos lleva a una nueva interpretación. La verdad es que las cosas su­
ceden al revés: cuanto más pobres, impersonales y abstractos sean los esquemas
de nuestra interpretación del mundo, tanto menos nos manifiestan lo que es. Un
procedimiento psicológico neutral controlable intersubjetivamente, en el que se
separan todos los factores subjetivos del director del ensayo, nos proporciona, sin
duda, resultados exactos, pero declaran poco sobre lo que el hombre es realmen­
te. La personalidad de un hombre se revela, en toda su profundidad y riqueza, ex­
clusivamente al que invierte algo de sí mismo en la experiencia. No la más im­
personal, sino la más personal, es la percepción que más nos revela lo que la

18. Cfr. H. L i p p s , Untersuchungen zu einer hermeneutischen Logik, Frankfurt a. M. 2. Aufl. 1959.


19. Gen. 1,3 y 1,14-18.

99
PERSONAS

realidad es en sí. Uno de los prejuicios, todavía no superados, del pensamiento


moderno es creer que algo es tanto más objetivo cuanto menos subjetivo es.
El muiido subjetivo simbólico de las artes imaginativas tiene un significado
que, simultáneamente, encubre y manifiesta la realidad. El arte nos enseña a ver,
oír y entender lo que es. Nunca es la realidad para nosotros sencillamente lo que
es. Es siempre más o menos. O bien se halla en una luz cromática, que le llega de
fuera y la ilumina desde una u otra perspectiva, o se halla en la oscuridad y per­
manece oculta. Lo característico de la trascendencia de la persona es que traspa­
sa siempre los propios esquemas de interpretación del mundo y apunta a un más
allá de ellos. Al hacerlo, reflexiona simultáneamente sobre los esquemas y los
emancipa de la unión indisoluble con su función inmediata. Así es como pueden
formar un ámbito propio, en el que la imaginación gobierna soberanamente y en
el que los esquemas de interpretación del mundo cambian libremente. Este he­
cho es la condición de la «historia». N o es casual que Platón considerara las in­
novaciones musicales como la causa más importante de las formas de vida y de
la constitución de la polis20. El arte, a diferencia de la «re-flexión» filosóficay es
manifestación de lo venidero. En todo caso eso fue durante el largo periodo de
desarrollo como libre representación de la imaginación.
Esta época parece ir llegando a su término y otra parece reemplazarla. Por
primera vez la personalidad del hombre parece levantarse contra el ser del hom­
bre. Las personas, como hemos visto, rebasan la objetividad intencional y apun­
tan a un en sí. La trascendencia permite reflexionar sobre la subjetividad de la
objetividad intencional. Es, de algún modo, la otra cara de esta reflexión. Pero
ella misma puede referirse a la trascendencia, y enredarse de algún modo como
un estado meramente subjetivo. El amor puede ser considerado también como
mero sentimiento con objetos ocasionales e intercambiables21, y «ser» como
mera palabra o como objeto intencional de un «acto de pensar el ser», aunque
este acto de pensar piense algo que se halla más allá de todo pensamiento. El al­
cance de la reflexión es proporcional al alcance de la trascendencia. Sea lo que
sea lo que pensamos, podemos reflexionar sobre el hecho de que lo pensado es
pensado, o de que lo visto es visto, y podemos entender la realidad como «ima­
gen». El pensamiento moderno ha dado pasos decisivos en esta dirección. Hei-
degger habló de «Época de la imagen del mundo», y vio cómo el proceso comen­
zaba ya en Platón22.
La «teoría del conocimiento naturalista» cree haber descubierto los meca­
nismos de construcción de esas imágenes y su función biológica. Este desarrollo
está vinculado con una característica ausencia de conciencia, pues los cerebros

20. Platón, Leyes 797 a.


21. Cfr. M.G. von Hohenlohe-Waldenburg , Zwischen Frauen und Pfauen, Novela, Stuttgart 1996.
22. M. Heidegger, «Die Zeit des Weltbildes», en Holzwege, GA I, 5, Frankfurt a. M. 1977, 75 y ss.

100
FICCIÓN

son, como es lógico, también imágenes, y, en consecuencia, no pueden explicar


el carácter de imagen. La teoría del conocimiento naturalista se mueve en imáge­
nes, pero muy peculiares, pues no son imágenes de nada ni de nadie. Para nues­
tro problema lo que importa es que las personas finitas, que son capaces de per­
cibir la diferencia entre lo que es «en sí» y lo que es «para mí», pueden aislar
esencial y programáticamente lo que es para mí como lo único decisivo para no­
sotros. La filosofía griega desde Protágoras hasta Epicuro avanzó mucho en esta
dirección. Pero es la técnica moderna, y la estimulación de la conciencia que ha
posibilitado, la que nos ha puesto en condiciones por vez primera de reconstruir
sistemáticamente la realidad como imagen. La expresión que se ha introducido
para denominar el hecho es «realidad virtual». La realidad virtual no consiste ya
en jugar conscientemente, ni siquiera en entender la vida misma como juego.
Son más bien los juegos los que están tan perfectamente escenificados que son
realidad «para nosotros». La visión leibniziana de mónadas sin ventanas se rea­
liza técnicamente. Cada cual está solo con las imaginaciones, con las imágenes
de todos los demás. Y, si la simulación es perfecta, no le falta nada. Para Leibniz,
el mundo que se manifestaba al sujeto no se podía copiar ni manipular. Tenía que
ser la copia exacta de la realidad, y por eso tema que deberse a la armonía prees­
tablecida garantizada por Dios. Ahora el mundo real es reducido a la condición
de proveedor de materias primas de chips y de superficie útil para cámaras, que
muestran la «imagen del mundo» que cada cual quiere o debe tener, incluido el
cibersexo, que mobiliza sentimientos sin tener en cuenta a quién van dirigidos, y
ahorrándose esfuerzo y frustraciones, que acompañan siempre a las relaciones
con hombres reales.
Como es lógico, todo esto es en buena medida ciencia-ficción. Tan fácil­
mente no puede el hombre abolirse a sí mismo. Lo que hoy día sabemos nos
permite decir que los niños no pueden hacerse hombres normales sin comuni­
cación con hombres reales. Y si los adultos pueden contentarse, e incluso pre­
ferir, con hombres y mujeres simulados como «compañeros de comunicación»
— Rousseau prefería mujeres imaginarias a relaciones amorosas reales— , no
pueden hacerlo en asuntos relacionados con la comida y la bebida. Para procu­
rárnoslas hacen falta hombres reales. Virtual reality no puede, en efecto, supri­
mir la relidad. Lo que puede suprimir es el arte como ficción de algo distinto de
la realidad. Puede ser reemplazado por una realidad simulada que debe ser v i­
vida como realidad, pues mucho tiempo antes la realidad, o sea, la vida, se en­
tendió tecnológicamente, es decir, de acuerdo con el modelo que la convierte en
algo simulado. Esta nueva forma de ficción entiende al hombre de forma radi­
calmente objetiva, o sea, como animal que no vive abierto al mundo, sino en el
centro de su medio, enteramente referido a él. El hombre parece haberse nega­
do a sí mismo como ser de trascendencia. Pero incluso una automutilación
como esa muestra lo que el hombre es. No es irrevocablemente lo que es. Y eso
significa que es persona.

101
η
RELIGIÓN

El equilibrio entre trascendencia y reflexión es inestable. Cada uno de esos


dos movimientos expulsa de sí al otro como complementario. Ir más allá de lo
dado hacia algo que se da, de lo objetivo hacia lo que se manifiesta y simultáne­
amente se oculta, sólo es posible en la medida en que se reflexiona al mismo
tiempo sobre la objetividad de lo dado, sobre su ser para mí. Cada uno de esos
dos movimientos tiene, no obstante, la tendencia a afirmarse frente al comple­
mentario como lo ontológicamente fundamental, y a abolir al otro e integrarlo en
sí como simple momento. La trascendencia parece ser la verdad de la reflexión.
La reflexión sobre el carácter que para mí tiene lo dado se halla bajo la suposi­
ción formal del ser. Si la conciencia no trascendiera a un espacio no definido por
ella, o sea, limitado, no tendría sentido, por tautológica y trivial, la reflexión so­
bre el ser que para mí tiene lo dado. Si no hay un ser más allá de lo que se mani­
fiesta, entonces todo es tal y como se manifiesta, y toda reflexión es vacía. Justa­
mente por reflexionar sobre la objetividad de lo dado, trascendemos siempre
hacia un espacio limitado semejante.
Por otro lado, la trascendencia parece ser un momento vacío meramente
formal de la propia reflexión, y parece que se puede dejar nuevamente atrás me­
diante una nueva reflexión. La idea de un más allá del pensamiento es también
un pensamiento. Hegel convirtió este proceso en principio constructivo de La fe ­
nomenología del espíritu. Creía poder mostrar que la dialéctica entre lo en sí y lo
para mí se detendría en un absoluto en sí y para sí.
La dialéctica de Hegel se puede entender como una dinamización del con­
cepto de persona. El tener-se que caracteriza a la persona se entiende en ese caso
como proceso de apropiación de lo que ya es, al final del cual está la idea espe­
culativa, en la que trascendencia y reflexión aparecen y desaparecen por igual. La
conciencia no precisa ya salir de sí para hallar su verdad. Estando consigo está
con lo absoluto, pero única y exclusivamente porque lo absoluto fue siempre su

103
PERSONAS

verdad, y el proceso de búsqueda de lo absoluto es su inderivable forma de au­


sencia. Si el absoluto, «en sí y para sí no quisiera estar y no estuviera ya junto a
nosotros», escribe Hegel, se burlaría de la astucia de querer apoderarse de él
como de un pájaro con la vareta1.
El absoluto está presente siempre, y se tiene conciencia de su presencia, en
la religión. No es asunto nuestro el que sea posible solicitar su presencia median­
te la idea y, en consecuencia, eliminar la diferencia entre pensar el ser y el ser.
Como es sabido, Schelling trató ya de mostrar que semejante eliminación anula
inevitablemente en la mera idea la intención del pensamiento del ser, o sea, la
trascendencia. El ser permanece siendo siempre «inmemorial». Pero como inme­
morial está presente en el pensamiento de Dios. Descartes, que fue el primero
que consideró la filosofía como reflexión sóbre la subjetividad, sólo pudo cercio­
rarse de la realidad de la subjetividad recurriendo a la idea de Dios, que está pre­
sente siempre en la religión. Así cómo, en el arte, la subjetividad se da una esfe­
ra que protege a la apariencia reflejada como apariencia frente a la dialéctica de
la trascendencia, o sea, contra la anulación en el ser, en la religión, y sólo en la
religión, se da realidad, substancialidad, sin tener que anularse como subjetivi­
dad. (Tal vez esto no sea así en toda clase de religión. Yo partó aquí del paradig­
ma de la cristiana). En la idea de Dios y del ser creado por Dios la reflexión se
detiene, pues se entiende a sí misma como ser, aunque no como en el monismo
materialista, que explica que la comprensión de nosotros mismos como subjeti­
vidad es algo sobrevenido, ontológicamente secundario, y, en definitiva, un error
que se puede explicar evolutivamente. En esta perspectiva la trascendencia es la
salida hacia al ser, una repetición impotente que es dejada atrás por la reflexión
sobre su carácter condicionado, para después volver a «reducir» naturalística­
mente esta reflexión. Si la subjetividad se entiende religiosamente, puede ser en­
tendida como persona, o sea, como existente que es «pensado» originariamente
como subjetividad, y que se debe a que es pensado de ese modo. El carácter in-
meniorial del ser no destruye la intención del pensar la verdad, el descubrimien­
to del ser, bajo la condición de que lo inmemorial mismo sea pensado como sub­
jetividad, o sea, personalmente.
En primer lugar, hemos hablado de la dialéctica, característica de nuestra
época; entre naturalismo y esplritualismo. Se podría hablar también de una refle­
xión sin trascendencia y de una trascendencia no reflexiva, o de una subjetividad
que desautoriza su naturalidad y de una naturaleza a la que no se atribuye ningu­
na dimensión espiritual. La religión es, en cambio, antidialéctica. La unidad ori­
ginaria de ser y pensar, de poder y sentido, no es pensada primariamente en ella,
sino venerada como aquéllo que nosotros no somos, pero que, en tanto que so­
mos sujetos, suponemos. El pensamiento puede disolver esa unidad, y la disuel-

1. G.W.F. H e g e l , Phänomenologie des Geistes, ed. cit., p. 69.

104
RELIGIÓN

ve necesariamente. Pero el pensar desemboca en la inconsciencia, en el olvido


de lo que es, si olvida este supuesto de su actividad. Sólo con una huida hacia
delante, con la utopía, puede compensar el olvido. El materialismo consumado
es una utopía igual que lo es el idealismo consumado. Ambos equivaldrían a la
abolición del hombre y a la desaparición de la persona. Ha habido intentos de
consumar el idealismo, y los intentos son posibles, pues el idealismo se realiza
en el ámbito del pensar puro. La refutación de todos ellos la ofece el hecho de
que no han alcanzado nunca el estatuto intersubjetivamente constrictivo que, de
acuerdo con el modo de entenderse a sí mismos, les correspondía. Cada pensa­
dor se ha ocupado de «revisar» lo aparentemente no revisable, y el hundimiento
del idealismo fue, en realidad, resultado de su consumación. El materialismo, en
cambio, no se puede, por esencia, consumar; es, como lo ha llamado Popper,
postulatoriamente «materialismo de pagaré»2. Tenemos que olvidarlo mientras
hablemos unos con otros, y las teorías materialistas suponen también que, mien­
tras las estudiamos, olvidamos el materialismo, pues, de lo contrario, las propo­
siciones perderían su sentido.

II

La personas pueden ser, por convicción o por antipatía, antirreligiosas. El que


la dimensión religiosa forme parte del ámbito de la posibilidad humana es consti­
tutivo del carácter personal del hombre. El hombre tiene naturaleza. No es la natu­
raleza la que lo tiene a él. Su obrar no está prefigurado en su organización instinti­
va. Justamente por eso, lo natural puede no tener para él ningún sentido normativo.
La llamada a la responsabilidad frente a la supervivencia de la especie, con que
terminan los manuales que se ocupan de la evolución biológica, no derivan en nin­
gún caso del contenido de esos libros. La razón está en que, después de instruimos
acerca de que el comportamiento de las especies naturales, en virtud de la selec­
ción evolutiva, cumple funciones al servicio de la supervivencia, se nos dice súbi­
tamente que, aunque esto ya no sea así en el hombre, deberíamos admitir cons­
cientemente estas normas. Pero para ello no hay en la naturaleza el menor indicio
de fundamento. Si el hombre es el «emancipado de la naturaleza»3, ¿cómo es que
debe dejarse capturar de forma voluntaria precisamente por ella?
La religión da respuesta a la pregunta cuando entiende la naturaleza en su
conjunto no como algo último irrevocable, sino como algo «tenido», como crea­
ción, en cuyas estructuras teleológicas se puede comprobar la voluntad del crea­
dor para el hombre. Sólo una voluntad personal así puede ser para el hombre ori-

2. Cfr. la nota 2 del capítulo «Intencionalidad».


3. J.G. v o n H e r d e r , Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menscheit, 1. Teil. Sämtliche Werke,
hrsg. von B. Suphan, Bd. XIII, 146.

105
PERSONAS

gen de la normatividad de «lo recto por naturaleza». La afirmación de Dos-


toiewski, alterada por Wittgenstein, según la cual si Dios no existe todo está per­
mitido, sigue siendo verdad, aun cuando el contenido de lo moral se alcance in­
dependientemente de cualquier convicción religiosa. Lo que sigue sin entenderse
sin esa convicción es por qué debemos hacer lo que consideramos mejor para to­
dos cuando importantes intereses personales se oponen a ello. No se entiende, a
fin de cuentas, qué significa tener un deber. La intelección de los valores tampo­
co puede obligar a las personas a someterse a ellos.
Como seres que tenemos una naturaleza, disponemos de la nuestra propia y
de la naturaleza en su conjunto. Pero como este tener es nuestro ser, disponemos
de nosotros mismos, lo cual plantea el problema de si puede existir alguna nor­
ma que nos oriente al respecto. ¿Existe responsabilidad para consigo mismo? Pa­
rece inconcebible si no hay instancia ante la que ser responsable. Si cada cual es
la instancia ante la que se es reponsable, podemos dispensamos siempre de res­
ponsabilidad. O, lo que viene a ser lo mismo: si el destinatario de la responsabi­
lidad es el mismo agente, éste puede definir libremente en qué consiste la respon­
sabilidad y cuándo se ha cumplido con ella.

III

Unicamente no es vacío el concepto de reponsabilidad frente a uno mismo


cuando se entiende como concepto religioso, o sea, cuando la instancia ante la
que se es responsable no se reduce a aquello dé lo que se es responsable. Enten­
dida de este modo, el contenido del obrar responsable pierde toda arbitrariedad,
y conceptos como «ley moral natural» o «derecho natural» adquieren un sentido
racional. Si ser persona es tener una naturaleza, la integridad de esta naturaleza
es esencial para la persona. Tanto el acosmismo como el naturalismo son posibi­
lidades específicamente personales del «olvido de la persona». Esos dos extre­
mos, aparentemente opuestos, se tocan directamente. La tesis de los «personalis­
tas» acó smistas, según la cual no hay obligación que pueda proceder de su
naturaleza ni de la naturaleza de las cosas, obliga a plantear la pregunta sobre de
dónde vienen los contenidos de su querer y los fines hacia donde apunta su do­
minio de la naturaleza. La respuesta sólo puede ser ésta: son naturales. Cuando
la naturaleza no tiene para él implicaciones normativas, es precisamente cuando
hay que explicar naturalísticamente lo que quiere y hace. La idea según la cual se
puede disponer caprichosa e ilimitadamente de la naturaleza convierte al mismo
hombre en su ser hátural, pues un rasgo característico del viviente es convertir
aquello con lo que se encuentra en mera función de la afirmación de sí mismo.
Todo viviente es expansivo, y los límites de la expansión le son puestos única­
mente por su physis y por la relación natural de fuerzas. Si tenemos en cuenta
esta relación de fuerzas, habría que decir que la expansividad del hombre, consi-

106
RELIGIÓN

derado como mero ser natural, excedería toda medida. Sólo si es más que natu­
raleza, y algo distinto de naturaleza, puede acordarse de la naturaleza como nor­
ma. Sólo como religiosos, no como naturales, pueden los límites ser obligatorios
para el hombre. Pero los límites que la religión pone no son otros que los natura­
les, si hubiera límites naturales para las personas. No como naturaleza, sino como
creación divina, es la naturaleza numinosa para el hombre. «Obra como si la má­
xima de tu voluntad debiera convertirse por tu voluntad en ley natural universal»,
dice la segunda formulación kantiana del imperativo categórico4. No podemos
querer algo así porque significaría el fin de la libertad y, en consecuencia, la au-
toanulación de todo imperativo. Pero podemos preguntar si sería imaginable y
deseable una naturaleza en la que ocurriera siempre lo que está conforme con las
máximas presentes de nuestra acción. En el obrar moral nos imaginamos como
creadores de la naturaleza. Pero no nos consideramos realmente como tales, sino
que la acción moral es el intento de vemos desde la perspectiva del creador y de
preguntar por qué tendría que querer que queramos el obrar moral. Esa pregunta
sólo se puede responder si existe un medio de cuya fundamental estructura cate-
gorial resulte algo sobre lo correcto y lo incorrecto. Sólo en el ámbito de lo vi­
viente encontramos semejantes estructuras. De la legalidad física de la naturale­
za inanimada, en tanto que no está en relación con lo viviente, no resulta nada
correcto o incorrecto, nada bueno o malo. Tan pronto como entran enjuego es­
tructuras teleológicas comienza a existir lo falso, o sea, malograr los fines. A par­
tir de aquí la naturaleza se convierte en moralmente relevante, un ámbito posible
de responsabilidad y un «texto legible», que puede encerrar orientaciones para la
acción de las personas. Espontáneamente estamos inclinados a poner derecho al
escarabajo que encontramos boca arriba. Pero independientemente por completo
de que tengamos tales inclinaciones, aprobamos determinadas acciones y deter­
minadas inclinaciones y desaprobamos otras por ser «benéficas» o dañinas. Y be­
néficas o dañinas sólo pueden serlo si existen tendencias naturales: unas propias,
de las que nos apropiamos conscientemente, y otras extrañas, con las que trata­
mos de identificamos. La voluntad de las personas no procede de la nada. Con­
siste siempre en la apropiación, rechazo o transformación de impulsos naturales.
La religión permite al hombre entenderse como ser natural sin tener que anular­
se como persona, o, con otras palabras, de entenderse como sujeto sin tener que
desaprobar su condición natural como adiaphoron. Sólo hay obrar responsable
cuando se da una descarga de responsabilidad. La responsabilidad universal anu­
la el concepto de responsabilidad. Para poder valorar el curso del mundo como
un todo y compararlo con otros mmbos alternativos nos falta, en primer lugar, sa­
ber, y, en segudo lugar, criterios de análisis. La responsabilidad de un cierto ám­
bito vital durante un tiempo determinado supone que el agente no tiene derecho
a sacrificar al resto del mundo al objeto de su responsabilidad, aunque sí lo tiene

4. I. Kant, Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, Akademieausgabe Bd. IV, 421.

107
PERSONAS

a enfocar la mirada y distinguir entre consecuencias pretendidas y consecuencias


secundarias. Esta diferencia es constitutiva del obrar. Obrar se distingue del mero
acontecer natural por el hecho de que determinados efectos, que produce el agen­
te, son fines frente a los que los demás efectos son efectos secundarios. Este es el
sentido de la palabra «fin». La función selectiva de los fines, que hacen posible
estas acciones, es incompatible con la idea de responsabilidad universal. El hom­
bre comparte con los demás vivientes la selectividad de los fines. Pero, al propio
tiempo, el hombre, como ser racional, se halla en un horizonte universal que pa­
rece prohibirle la selección de lo importante para él. De ahí que el utilitarismo
considere inmoral cualquier ordo amoris particular. El utilitarismo pide al hom­
bre que se niegue como ser natural en interés de un universalismo radical, mien­
tras que, simultáneamente, le exije que debe considerar a los hombres afectados
por su acción, en tanto que seres puramente naturales, desde el punto de vista de
su bienestar subjetivo, que hay que favorecer. Si ser persona significa tener una
naturaleza y la correspondiente relación consigo, para el utilitarismo no son per­
sonas ni el agente ni el que es afectado por su acción.
La idea de responsabilidad universal no sólo anula las condiciones del
obrar, sino que además es, en sentido estricto, utópico. Comparar posibles proce­
sos alternativos del mundo, que tendríamos que evaluar, nos resulta imposible, y
nos faltan criterios para la evaluación. Al menos tendríamos que aceptar que las
consecuencias beneficiosas a corto y medio plazo de nuestro obrar son un indi­
cio de cursos deseables a largo plazo del mundo. G. E. Moore ha señalado que es
preciso aceptar tal cosa, pero que no es posible fundamentar su probabilidad5. Si
no tenemos derecho a admitir que la percepción de una responsabilidad limitada
y abarcable será útil en conjunto, y en ningún caso nociva, no puede haber en ab­
soluto acción moral. Pero esto es precisamente una hipótesis religiósa. Por esta
razón calificó Fichte la «fe en un gobierno divino del mundo» de condición de la
posibilidad de la acción moral6. Si la regla «haz lo justo sólo en tus asuntos y lo
demás se hará por sí m ism o»7 es sistemáticamente errónea, no podremos saber
qué es lo que tiene sentido hacer. La responsabilidad necesita de la exoneración
de la reponsabilidad universal. Esta exoneración se llama «religión».

IV

En otro sentido permite la religión obrar por exoneración. La religión deja


entrever, bajo diferentes condiciones según la particularidad que tenga, el per-

5. G.E. M o o r e , Principici ethica, Stuttgart 1970, 216.


6. J.G. F i c h t e , «Uber der Grund unseres Glaubens an eine götliche Weltregierung», en Werke (Akade­
mieausgabe) Bd. V, 347-357.
7. J.W. v o n G o e t h e , «Sprüche», nr. 61, en Werke, ed. E. Trunz, Bd. I, Hamburg 1948, 314.

108
RELIGIÓN

dón, la exoneración de la culpa y el fracaso objetivos. La conciencia de culpa


puede ser de tal clase que destruya la esperanza del hombre de invertir, con las
siguientes acciones, el balance global de su vida para que sea positivo. En pági­
nas anteriores hemos visto que la idea de un balance global semejante supone
una objetivación de la propia vida, objetivación que no se corresponde con la pre­
sencia de la persona en todos los momentos de la vida y en cada una de sus ac­
ciones. Pero es precisamente la falsedad de la vida, la culpa, la que nos enreda en
contextos que adquieren preponderancia sobre la libertad de la persona de estar
presente, independientemente del contexto, o sea, directamente, en cada una de
sus acciones. Sólo la conciencia del perdón rompe estos contextos, y «hace que
mi juventud sea nueva como la de un águila»8, es decir, permite a la persona dar
de nuevo sentido originario a sus acciones sin quedar paralizada por el pasado.
El arrepentimiento por sí solo no puede procurar esa liberación, pues la culpa es
un ámbito objetivo de opresión que no puede ser eliminado por el sujeto culpa­
ble. La idea de ámbito de opresión no es religiosa, ni en el sentido de Anaximan­
dro, según el cual las cosas, con su ocaso, «se pagan unas a otras el tributo de la
justicia»9, ni en el de la idea hindú de karma. Lo religioso es la fe o la esperanza
en que las súplicas son atendidas y los pecados perdonados. La seguridad del
perdón sólo puede ser transmitida por una determinada tradición religiosa. Pero
la idea de que es posible y, en consecuencia, de que lo es la religión, es esencial
para la persona, pues esta posibilidad coincide con la posibilidad de poder afir­
marse como persona a través del tiempo. El perdón es opuesto a la entropía. La
religión es la esperanza en que el segundo principio de la termodinámica no es la
última palabra sobre la realidad.

r-
f

8. Ps 103,5.
9. H. D i e l s , Die Fragmente der Vorsokratiker, Hrsg, von W. Kranz, Hildesheim 18. Aufl. 1989, frg. 1.

109
TIEMPO

«Pienso, soy». La primera parte de la famosa proposición cartesiana dice


algo sobre la estructura de la conciencia. Lichtenberg pensaba que nuestra prime­
ra certeza se debería formular, más bien, así: «Se piensa»'. Ya Avicena pensaba
lo m ism o12: Un hombre que, ciego y sin poder tocarse a sí mismo, flotara en el es­
pacio, a falta de toda experiencia sensible, sólo podría pensar cogitatur. Descar­
tes supone que la conciencia tiene siempre la forma de conciencia de sí, o sea,
que se conoce a fondo a sí misma. Sin embargo, no es claro en absoluto qué sig­
nifica la expresión «de sí». Indudablemente no significa que la conciencia vaya
unida siempre con un conocimiento del individuo al que la conciencia pertenece.
El significado del «yo» en el cogito cartesiano es, ante todo, el de upa forma
pura. A diferencia de lo que ocurre con la mayoría de las lenguas vivas europeas,
la primera persona del verbo latino no nombra expresamente a su sujeto. Está
oculto en la forma del verbo. Y si la conciencia constara exclusivamente de una
única clase de actos intencionales, o incluso de un solo acto intencional, se man­
tendría en esta estructura puramente formal. La conciencia sería consciente de sí
como conciencia sin que tuviera sentido extrapolar de ella algún sujeto. Más im­
portancia adquiere el «de sí», ya que somos conscientes de nosotros mismos
como seres que, simultáneamente, sienten, piensan y tienden, de tal suerte que es
«el mismo» el que tiene hambre, es consciente de su hambre como hambre suya
y el que desea calmar su hambre comiendo. La subjetividad no puede ser pensa­
da exclusivamente como un momento estructural de actos intencionales, sino
como independiente frente a ellos.

1. G. Chr. L i c h t e n b e r g , «Sudelbücher II», Heft K 76 (1793-1796), en Schriften und Briefe, 2. Bd.,


MünchenAVien 1971,412: «Se debería decir “se piensa”, de igual forma que se dice “relampaguea”. Decir “co­
gito” es decir demasiado si se traduce por “yo pienso”. Aceptar y postular el yo es una necesidad práctica».
2. Cfr. A v i c e n a , De anima 1,1. Ed. S. van Riet, Bd, I, Löwen 1972, 36 y ss.

111
PERSONAS

Sin embargo, como se ha indicado más arriba, para pasar de la constata­


ción de que el sujeto de diferentes actos es el mismo en todos ellos a la afirma­
ción del «ser» del sujeto en cuestión, o sea, del «pienso» al «soy», es necesario
un paso ulterior. Con el pensamiento «soy», he traspasado la dimensión del
«para mí», ante todo por la sencilla razón de que la pienso expresamente. Pen­
sarla expresamente significa distinguirla de un «en sí», aunque sólo sea en el
sentido formal de que es en sí que hay un para mí. El espacio de la diferencia
entre lo para mí y lo en sí es idéntico a la posibilidad de ser alguien para otros.
Pero yo sólo puedo ser para otros, si no soy exclusivamente conciencia, es de­
cir, si tengo «un lado exterior», una naturaleza, que a los demás se les da como
«algo». Pero, por otro lado, esta naturaleza tiene que ser tal que en ella se ma­
nifieste una subjetividad. En caso contrario, lo que el otro percibe no soy yo. El
tendría que ser yo para para poder percibir mi yo. En representación simbólica
es posible, sin embargo, que «alguien» sea visible para otro alguien. Esta posi­
bilidad es constitutiva, no de la subjetividad como instantánea intimidad consi­
go, sino de toda autoidentificación, o sea, de la conciencia de ser el mismo, y,
en consecuencia, del carácter personal. Es un rasgo esencial dé la persona no
ser sólo conciencia, sino tener una naturaleza. Las personas no son exclusiva­
mente sujetos conscientes, sino sujetos concientes tales que, simultáneamente,
se conocen como cosas naturales en el mundo, aunque tienen que saber necesa­
riamente cuál es su naturaleza.
Las personas son, por ejemplo, los hombres. La subjetividad es solamente
la abstracción de un momento reflexivo característico de la persona. Al reflexio­
nar sobre sí mismas como sujetos, las personas son eo ipso más que subjetividad.
Los animales viven tan sólo «subjetivamente». Viven por completo en su mundo
interno, desde el que se determina la importancia de todo lo que encuentran en el
medio. De ahí que su mundo interno permanezca oculto para ellos como mundo
interno, lo mismo que permanece oculto su ser y el ser en general. Las personas
trascienden la diferencia dentro-fuera, puesto que la conocen. Y la conocen debi­
do a su temporalidad. Es la temporalidad la que hace que suija esta diferencia
dentro de la subjetividad, y a través de ella se constituye la relación de las perso­
nas consigo. La subjetividad como tal es instantánea. El «yo pienso» sólo es es­
trictamente inmediato y evidente como presente. «Pensé» o «pensaré», el pasa­
do y el futuro, no se dan nunca inmediatamente como tales, sino sólo como
éxtasis del presente, como retención y protensión. El recuerdo que va más allá de
la resonancia del pasado inmediato es sólo saber mediato y, en consecuencia,
puede engañar. Pese a todo, no es otra cosa, sino yo mismo, aquello cuya situa­
ción, vivencia, pensar y querer se me da en el recuerdo mediato. Y todo aquello
que, por lo demás, recuerdo, lo recuerdo como algo que yo he vivido, experimen­
tado, pensado. En el recuerdo la intentio recta dirigida a contenidos intenciona­
les se convierte en intentio obliqua. Al recordar mi vivencia, recuerdo, a la vez,
y primariamente, lo vivido.

112
TIEMPO

Para Descartes lo recordado no es cogitatio, sino cogitatum, no conciencia,


sino objeto, cuya realidad sólo es garantizada esencialmente y de forma induda­
ble por la veracidad de Dios. La subjetividad es algo esencialmente presente, y
sólo así es inmediatamente consciente de sí misma. Como el tema de Descartes
es la subjetividad, no la persona, no reflexiona sobre el hecho de que es la m is­
ma cogitatio la que deviene constantemente cogitatum. Lo recordado, inmediato
y de realidad incierta, no pertenece, justamente por ello, al ámbito del «mundo
exterior». Permanece siendo conciencia, vivencia, e incluso mi conciencia, mi vi­
vencia. No es cierto en modo alguno que mi propia vivencia se me dé siempre en
una evidencia inmediata. No lo es para la mayor parte de mi vivencia, a saber, de
la recordada. Es mi propia subjetividad la que, en el transcurso del tiempo, devie­
ne continuamente exterior para mí, pero de forma que continúa siendo la mía,
pues sólo como mía la recuerdo.
Locke propuso definir la identidad de la persona por la continuidad del re­
cuerdo. Sólo se me puede imputar lo que recuerdo, y sólo de ello soy responsa­
b le3. Esta propuesta de Locke es contradictoria e inconsecuente. Hume la recha­
zaría pronto, pero con el rechazo renunció simultáneamente a la idea de
continuidad de la persona. A diferencia de lo que hizo Descartes, Locke temati-
zó, por un lado, el problema de la identidad de la persona más allá de la presen­
cia inmediata de la conciencia actual. Pero, por otro lado, reduce la identidad,
que se mantiene a lo largo del tiempo, a la inmediatez de una vivencia, en con­
creto, del recuerdo. El recuerdo aparece,.pues, como la forma en que el yo se da
inmediatamente a sí mismo. Sin embargo, eso es precisamente lo que el recuer­
do no es. El recuerdo supone la enajenación de la propia subjetividad, la exterio-
rización de la propia interioridad. El recuerdo, «va en busca», solemos decir, del
yo pasado, y se une con él. Pero esta unión no es una nueva inmediatez. La iden­
tidad de la persona es siempre una identidad mediata. El dolor de muelas que re­
cuerdo, aunque fue mío y me acuerdo de él ahora, no es mi actual dolor de mue­
las. Ese dolor no me duele ahora. Por eso puedo tanto imaginarme dolores
pasados como olvidarlos. No se convierten en mis dolores por imaginármelos
— mientras que los dolores actuales imaginados son siempre dolores reales— , y
los dolores recordados no dejan de haber sido los míos. Como dolores suprimi­
dos pueden incluso desplegar un efecto actual, más intenso que el efecto de do­
lores que, gracias al recuerdo, se tienen simultáneamente presentes y distantes.
La identidad de la conciencia no es, como supone Locke, igual que conciencia de
la identidad. El recuerdo no es conocimiento, sino imaginación. De ahí que la se­
guridad de mi recuerdo pueda ser comprobada por el recuerdo de los demás,
también cuando los recuerdos se refieren a mí mismo.

3. J. Locke, An Essay concerning Human Understanding II, 27, § 16, ed. by P.H. Nidditch, Oxford
1975,335.

113
PERSONAS

11

La constitución de la identidad personal es inseparable del proceso de exte-


riorización, del proceso de autoexpropiación a través del tiempo. Esta expropia­
ción no sucedería a un sujeto que estuviera originariamente apropiado de sí. El
originario e inmediato estar Cohsigo, o conocerse a fondo a sí mismo, no tiene el
carácter de posesión de sí, no es autoconciencia. N o existe autoconciencia de
otro modo que como enajenarse. Yo sólo puedo poseer lo separado de mí, igual
que, a la inversa, puedo dar lo que poseo. El sujeto que reflexionando se cerciora
de sí, y de esa forma realiza su ser personal, sólo puede hacer estas cosas repre­
sentándose como pasado. Sin embargo, esta representación induce al error, pues
parte de un yo primitivo inmediatamente presente, el cual se «enajena» debido a
la temporalidad y deviene persona. En una salida así del «sujeto» está enjuego
la reconstrucción de una realidad que, de hecho, precede siempre a la subjetivi­
dad. El cogito instantáneo es una abstracción de esta realidad. La posibilidad de
esta abstracción se fundamenta en la singularidad de la persona. Como ya hemos
visto, es característico de la persona, por una parte, el que su identidad numérica
sea inequívoca, y, por otra parte, que no sea definible por ninguna determinación
cualitativa, es decir, que no se pueda identificar mediante ninguna descripción.
Es natural el empeño en hipostasiar como entidad, y llamarla «yo», a esta identi­
dad abstracta que se distancia de todas las determinaciones cualitativas. Pero si
el yo fuera una entidad a la que no se pudiera atribuir ninguna causalidad respec­
to del cerebro, esta entidad tendría que ser, por su parte, algo definido cualitati­
vamente de uno u otro modo, o sea, poseer una naturaleza, que, nuevamente, es
«tenida» por un yo. La idea de yo procede precisamente de la cualidad que tiene
la naturaleza humana de ser tenida. Lo que la tiene no es una cualidad indepen­
diente más allá de la naturaleza humana, sino el hombre mismo, que, como todo
organismo, no sólo es más que la suma de sus partes, sino también más que la es­
tructura y el orden de las partes, o sea, que es «alguien».
El «yo», considerado como punto de identidad numérica, es un concepto
completamente vacío. No permite distinguir los sujetos individuales entre sí.
Tampoco permite pensar los sujetos de otro modo que como acontecimientos de
la conciencia instantáneos, atómicos y fugaces. La unión, mediante el recuerdo,
de estos acontecimientos en la totalidad de una biografía sería, nuevamente, un
acontecimiento instantáneo de la conciencia dentro de un proceso que no puede
ser conocido en absoluto como la totalidad del sujeto. La razón está en que el su­
jeto se halla siempre en un lugar determindo de este proceso, no más allá de él, o
sea, no se puede considerar desde un punto de vista desde el cual el proceso pu­
diera aparecer como una totalidad. Los puntos de vista así, desde fuera, son los
puntos de vista de todos los demás. Tan sólo la anticipación de estos puntos de
vista suprime la abstracción de una subjetividad pura y permite que aparezca la
persona, el hombre como persona.

114
TIEMPO

A los demás nos manifestamos como personas gracias a aquello por lo que
nos manifestanos como personas a nosotros mismos, o sea, gracias a una «natu­
raleza». La persona no es un yo más allá de una naturaleza, entendida como
esencia cualitativa, sino que su ser no es otra cosa que tener una naturaleza seme­
jante y disponer de ella. Sólo en virtud de una estabilidad cualitativa así puede
haber algo semejante a una «corriente de vivencias», la cual excluye que los mo­
mentos inmediatos e instantáneos de la conciencia coincidan, por el hecho de que
no se puedan distinguir entre sí, en un único ahora vacío.
La exteñorización de la subjetividad como temporalidad es la condición de
la intersubjetividad esencial a las personas. Guando queremos pensar la intersub­
jetividad, nos enfrentamos con el problema de que la intimidad ajena se nos da
exclusivamente en representación simbólica, es decir, en forma de determinacio­
nes naturales, pero, justamente por ello, no como subjetividad. Todo lo que otro
me puede presentar es siempre un lado exterior. El abismo sería insuperable si
los sujetos finitos existieran de forma exclusivamente instantánea, como aconte­
cimientos individuales de conciencia. Estos acontecimientos no podrían tener un
lado exterior. El lado exterior sería, más bien, lo contrario de cualquier forma de
«dentro». La palabra «representación» sería un término con el que encubriríamos
que el abismo es insalvable. La subjetividad sólo podría ser mía y para mí, o bien
no sería subjetividad. Como quiera que nadie tiene mi dolor, nadie podría saber
tampoco lo que tengo cuando tengo dolor. Pero la temporalidad significa que la
subjetividad tiende a lo que todavía no es, se dirige a ello, deviene sin interrup­
ción pasado, algo exterior. Pero este algo exterior no es del tipo de la objetividad
sin sujeto, sino algo interior que deviene exterior, o, incluso, algo «interior exter­
no». El hambre recordada, de la que puedo hablar a los demás y a mí mismo, se­
guirá siempre siendo mi hambre, aunque ahora, cuando me acuerdo de ella, no
tenga hambre. Gracias a la objetivación de lo subjetivo como subjetivo, gracias
al proceso por el que se convierte en algo ya sido, resulta posible que los sujetos
puedan ser objetivos como sujetos también para otros, y esto significa que son
personas.
El concepto de subjetividad o de interioridad como tal no implica la tempo­
ralidad. Descansa, precisamente, en la abstracción del tiempo. Pero el que los su­
jetos se puedan pensar a sí mismos como siendo, como posibles semejantes de
otros sujetos, supone que, como sujetos, son siempre objetivos para sí mismos, o
sea, que se han vuelto algo exterior que es interiorizado de nuevo. Esto es lo que
entendemos por recuerdo. En la intentio obliqua del recuerdo la determinación
vivida se convierte en una determinación del vivenciar. Para nosotros mismos de­
venimos, como sujetos, una realidad determinada de forma precisa. Sólo así es
posible que para los demás estemos determinados de forma precisa sin perder,
por ello, nuestro estatuto de sujeto. Puesto que, en el recuerdo, nos convertimos,
como subjetividad, en objetos para nosotros mismos, podemos serlo también
para los otros.

115
PERSONAS

Por el recuerdo nos descubrimos a nosotros mismos. La idea de subjetivi­


dad instantánea es un mero concepto límite. El nunc stans es reservado por San
Agustín a la divinidad, la cual es pensada como determinación infinita, pero de
tal forma que la relación exterior constituye su interior. La divinidad subsiste
como tres personas. Según Santo Tomás no puede tener relaciones reales hacia
fuera* o sea, con las criaturas, puesto que sería incompatible con su infinitud. La
relación con la creación está contenida virtualmente en la relación del Padre con
el Hijo. (Eodem verbo, dice Santo Tomás, se. filio pater dicit se et creaturam) 4
En la misma palabra, o sea, en el Hijo, se manifiesta el Padre y la criatura.
La subjetividad finita no es determinación infinita, sino «indigencia de s c d >,
estar en busca del ser. El tiempo surge porque la subjetividad se apropia del ser,
porque los sujetos devienen lo que son, es decir, lo que son por naturaleza. Las
personas no son inmediatamente su naturaleza. Las personas tienen que conse­
guir de continuo tener una naturalezá. En estados depresivos esto puede ser vivi­
do como exigencia excesiva, de tal forma que el ir en busca del ser se extinga. La
persona puede incluso desembarazarse de su ser, que tiene como su naturaleza.
Pero, como quiera que su ser mismo es tener una naturaleza, sólo puede desem­
barazarse de su naturaleza haciéndose desaparecer a sí misma. La persona no
persiste cuando el hombre desaparece.
Las personas sólo son conscientes de sí mismas cuando lo son de aquello de
lo que se han apropiado, es decir, de su pasado. Sólo son seres cómo seres que
han sido. No es casual que el concepto aristotélico de esencia — to ti en einai, «lo
que era el ser»—- contenga el momento del pretérito. «Los sujetos» sólo pueden
referirse unos a otros como a sujetos que sondo mismo que ya eran, o sea, como
sujetos que poseen úna ncttiifa naturata, una esencia «desarrollada», que permi­
te identificarlos y reidéntificáflasi Este origen ontológico del tiempo lo hace irre­
versible. Por eso, como Bérgsón observó, la línea, sobre la que se puede ir y vol­
ver, no es una metáfora adecuada del tiem po5. Trazar una línea no es una línea.
Leibniz representó el tiempo como extender una parábola, cuya «fórmula» es la
mónada como pura subjetividad. Es el punto que contiene en sí la fórmula de la
parábola como una célula contiene el programa genético entero de un organismo.
Pero la fórmula no es perfectible desde fuera sin concluir la parábola, sin exten­
der la línea. Extenderla es lo único que da realidad a la línea. Las personas son
sujetos reales, y, como tales, existen los unos para los otros. Por eso no son me­
ramente sujetos.

4. T o m á s d e A q u i n o , Pot. 9, 9 ad 13; cfr. 5. Th. I, 34, 2 y 1, 37, 2.


5. H. B e r g s o n , Essai sur ¡es donnés immédiates de la conscience, Paris, Alcan 1989. Version alemana
Zeit und Freiheit, Jena 1920, p. 136.

116
TIEMPO

III

Entender el tiempo y la propia temporalidad, saber de qué se trata en ambos


casos, ha sido desde siempre objeto de asombro y esfuerzo para los hombres.
Son famosas las palabras de San Agustín según las cuales sabe lo que es el tiem­
po si no se lo preguntan, pero, si se lo preguntan, no puede decir qué e s6. El tiem­
po no es evidentemente forma de nuestra existencia de una forma tal que no po­
damos percibirla en absoluto. El tiempo no puede permanecer oculto para los
seres pensantes, porque, como vivientes, lo tienen continuamente como adversa­
rio. Su ser es tender al ser. Tienen que tender al ser porque se les escapa ininte­
rrumpidamente de las manos. La representación de existentes substanciales, cuya
existencia es razón suficiente de su existencia ulterior, es una abstracción al esti­
lo de las de Demócrito, que aceptaba bloquecitos reales no contingentes. El tiem­
po ha sido siempre un motivo para que los hombres se quejen de la conditio hu­
mana, como si pudieran imaginarse otra forma de existencia. Hemos visto que el
tiempo es la condición de la objetivación de la interioridad, y, en consecuencia,
de la personalidad finita. Pero la objetivación de la interioridad significa asimis­
mo que devienen irreales. Pasado, presente y futuro no son equivalentes desde el
punto de vista de su estatuto ontológico. Lo que ha sido no es más, lo futuro no
es todavía. Lo que es es lo presente, que tiende al ser futuro porque transcurre in­
cesantemente. Lo pasado es lo que ha dejado de ser. El que objetivar la interiori­
dad equivalga a hacerla irreal, se expresa en la siguiente proposición griega: «A
nadie hay que cosiderar dichoso antes de su muerte»7. Si eudaimonia significa el
logro de la vida como un todo, resulta que sólo es feliz la vida que ha acabado.
Un edificio sólo se puede apreciar cuando está terminado, pero, en el caso del
edificio, estar terminado no significa ser algo pasado, pues la única realidad de
un edificio es la objetividad.
La temporalidad de la persona significa que la interioridad deviene objetiva
al «transcurrir». Pero el transcurrir mismo sólo es vivido por una interioridad vi­
viente mientras el ser de esta interioridad tienda al ser, se dirija al ser que le sale
al encuentro.
Aristóteles interpretó la tendencia del viviente al ser como afán de «partici­
par en lo eterno»8. Es naturalmente una interpretación desde el punto de vista de
la razón, para la que la reflexión sobre el tiempo está unida con una vivencia de
frustración. Si el logro objetivo de la vida, o sea, la «bienaventuranza», exige
como condición el que la vida sea pasada, la felicidad experimentada tiene que
ser siempre imperfecta. La misma felicidad perfecta es todavía imperfecta, pues
no es vivida. Por eso habla Arisóteles de «la felicidad exclusivamente humana»

6. S a n A g u s t í n , Conf XI, 14,17.

7. A ristóteles, Ética a Nicómaco 1 , 1 1 1100 a.


8. A ristóteles, De anima 4 1 5 a 26-b.

117
PERSONAS

frente a la «felicidad sin más», que se nos presenta inevitablemente como mode­
lo y que, precisamente porque somos hombres, nos está vedada9. La idea de una
unidad así, real, es decir, intemporal, de la persona, entendida como unidad de
interioridad y exterioridad, es propia ineludiblemente del hombre. Sobre el fon­
do de esta idea es como tomamos conciencia del tiempo y de su carácter genui-
namente «aniquilador».
Platón piensa la intemporalidad a partir de la objetividad, de la forma. Las
ideas son intemporales, y lo finito es real en tanto que participa en las ideas.
Dado que por sí mismo es lo nulo, la participación es una participación que trans­
curre constantemente, y, por eso, sólo es real como búsqueda incesante de la par­
ticipación. Lo individual como tal no es ideal y, en consecuencia, no es objeto de
conocimiento. Por eso las proposiciones verdaderas sobre lo contingente no son
intemporalmente verdaderas. Sobre el desenlace de la batalla naval de mañana,
no podemos saber nada hoy, según-Aristóteles, y, además, las proposiciones so­
bre el particular no pueden ser verdaderas ni falsas10. Para la lógica moderna el
asunto es de otro modo. Ha eliminado la temporalidad de la predicación. No uti­
liza las palabras «es», «fue» y «será», sino sólo un intemporal «es», que, por eso,
no pierde su verdad con el transcurso del tiempo, porque al mismo predicado se
añade un índice temporal. La proposición «tengo dolor» puede ser verdadera
ahora y falsa mañana. La proposición «Jürgen Klinsmann tiene dolor el 28 de
marzo de 1996» parece ser intemporalmente verdadera. Es sin duda un engaño,
pues, bien mirado, la indicación de la fecha sólo adquiere significado cuando nos
referimos al ahora de un algún hablante. Sólo si aceptamos que hay un cognos­
cente intemporal, pero cuyo conocimiento tiene como contenido lo temporal y lo
contingente, podemos suponer que el conocimiento mismo es intemporal. Pero
esto sólo ocurre cuando lo absoluto es pensado como persona. Si Dios sabe siem­
pre cuál será el desenlace de la batalla naval de mañana, puesto que para Él no es
mañana, podemos decir que la verdad en cuestión es intemporal, y las proposi­
ciones al respecto son verdaderas independientemente del momento en que son
fonnuladas.
En la idea de uti Dios personal — lo cual significa pensarlo trinitariamen-
te— se piensa una intimidad que no se escapa incesantamente al objetivarla, sino
que su ser, como intimidad, tiene en sí la posibilidad de que la intimidad se ena­
jene del ser y se contemple «en otro distinto de sí mismo» y sea contemplado por
él. Gracias a esta idea, la idea de una intemporalidad indiferente al tiempo se
transforma en eternidad, que San Agustín define como «duradero ahora». La in­
diferencia frente al tiempo, es reemplazada por la simultaneidad con el presente
vivido de los seres finitos, o sea, con su intimidad real. Ésta no pierde realidad
para Dios por ser objetivada, sino que es conocida estrictamente como intimidad,

9. A ristóteles, Ética a Nicómaco 1 1 01 a 20.


10. A ristóteles, De interpr. 19 a 30.

118
TIEMPO

pues, como dice de nuevo San Agustín, «Dios es más íntimo para nosotros de lo
que nosotros lo somos para nosotros m ism os»11. Este conocimiento real de la
subjetividad, conocimiento que no «transcurre» como ellos, es el ideal trascen­
dente de todo esfuerzo cognoscitivo, ideal que San Pablo expresa con la sencilla
fórmula «conoceré como soy conocido»,2.

IV

La idea de una conciencia no temporal de lo temporal, así como de la simul-


tanieidad de la eternidad con cada momento, tiene extraordinarias consecuencias
para la concepción del tiempo. Pierde inevitablemente su realidad ontológica.
Boecio indica que hablar de la «previsión» de Dios es una metáfora que tempo­
raliza inadmisiblemente a Dios. Dios no sabe hoy lo que ocurrirá mañana, sino
que para El todo es presencia por igual. Sin embargo, Boecio usa una imagen que
también induce a error cuando habla de los caminantes que no ven todavía el ca­
mino que tienen delante, el cual es visible ya desde lo alto de una torre,3. Aquí se
produce una espacialización del tiempo, cuyo engañoso carácter Bergson ha
puesto de m anifiesto11234. Si el pasado y el futuro sub specie Dei son presentes por
igual, la generación y la corrupción son los modos como las personas finitas vi­
ven su ser, pero que en sentido absoluto es sólo lo absoluto. La idea de simulta­
neidad de todos los momentos con el mmc stans significa que la diferencia de los
momentos entre sí es relativa a la existencia, relativa a la vivencia de las perso­
nas finitas.
Si la diferencia entre los momentos fuera efectivamente insignificante y el
tiempo un puro alejarse del ser, el respectivo presente no estaría lleno de conte­
nido. No es «el tiempo» el que fluye, sino la vivencia, de ánimo cambiante y con­
tenidos distintos. Las personas no están entregadas a la búsqueda del ser que se
escapa incesantemente, sino que pueden referir recíprocamente los contenidos
mencionados de forma que resulte una configuración del tiempo. El tiempo neu­
tral como flujo infinito e infinitamente divisible es mera abstracción. La realidad
consta de contenidos vividos de duración variable. La personas, que refieren esos
contenidos unos a otros, son en sí mismas configuraciones del tiempo. El para­
digma de configuración temporal es la música. Los elementos de una obra musi­
cal no son notas aisladas, sino pequeñas series de notas, cuya duración se man­
tiene dentro de la retención inmediata, y que, en consecuencia, son como un
presente extendido. La pieza entera, como configuración, sólo puede ser realiza­

11. S a n A g u s t í n , Conf III, 6. 11: «Deus interior intimo meo».


12. 1 Cor 13, 12.
13. B oecio, Philosophiae consolatio V, Prosa 6.
14. Cfr. H . B e r g s o n , Zeit und Freiheit, ed. cit., especialmente cap. II.

119
PERSONAS

da como recuerdo consciente y referencia recíproca de los elementos entre sí. A


menudo se requieren varias repeticiones y tal vez hasta ocuparse teóricamente de
la obra. Lo que en la obra se realiza en el tiempo es algo completamente «ideal»,
intemporal que^ sin embargo, no se puede pensar sin tiempo, pues la configura­
ción temporal descansa en que los momentos separados no son simultáneos ni
iguales. La situación es paradójica. Cuanto más indistintos los momentos, cuan­
to más igual la diferencia, tanto más molesto se vuelve la nulidad del mero trans­
currir. «Matar el tiempo» significa dejarse matar por él. Tomar en serio el tiem­
po, utilizarlo, poder esperar, reconocer lo importante, el kairos, ver cuándo «es
tiempo» de algo, significa vencer el tiempo convirtiéndolo en medio de una con­
figuración. Hasta lamentarse de la fugacidad puede adoptar una forma que es en
sí misma una respuesta a la queja. Las personas viven entre la conciencia de ser
aniquiladas constantemente por el tiempo y la conciencia de la inanidad del tiem­
po, cuando es visto sobre el fondo de la idea de un nunc stans. Situadas inmedia­
tamente la una frente a la otra, estas dos ideas se destruyen mutuamente, sin que
de la doble negación resulte algún sentido. La respuesta de Platón al «todo flu­
ye» de Heráclito y al «todo es uno» de Parménides fue el descubrimiento de la
idea, de la forma, la cual se mantiene siendo la misma en el flujo del «no ser» y
a la que nos referimos en el conocimiento. La idea de persona es la idea de en­
tender la propia existencia como forma que no se mantiene en el tiempo como
objeto invariable de saber intemporal, sino que es en sí misma una forma de
1lempo: configuración del tiempo.

120
MUERTE Y FUTURUM EXACTUM

Con el hombre vino la muerte al mundo. Sólo las personas mueren. Inútil
fue el empeño de Epicuro de alejar la muerte razonando. Epicuro recomendaba
pensar así: La muerte no existe. Mientras vivimos no estamos muertos. Cuando
estamos muertos ya no somos. Estar muerto no es, pues, una cualidad de nadie'.
Sin embargo, no podemos evitar saber que alguna vez no seremos, sino que
habremos sido. Este conocimiento hace de la muerte una realidad. Anticipamos
una mirada retrospectiva sobre nosotros, mismos que no será nuestra mirada re­
trospectiva. En esto se distingue el conocimiento de la muerte del futurum exac­
tum constitutivo de toda conciencia personal en el tiempo. Nos exteriorizamos en
cada momento y anticipamos el haber sido. Pero, al propio tiempo, nos apropia­
mos continuamente de nuestro pasado como pasado nuestro e integramos lo sig­
nificativo evanescente en nuevos contextos significativos. Al conocer nuestra
muerte anticipamos una exteriorización radical, que no permite el intento de la
propia integración mediante la producción de una significatividad continua. No
es casual que el cristianismo, de modo semejante a otras religiones antiguas de
misterios, interprete la conversión y el bautismo como muerte, como «morir con
Cristo». El tertium comparationis es aquí la radical discontinuidad de las estruc­
turas significativas. La vida anterior aparece ahora como la de otro hombre.
La muerte de los demás existe también para los vivientes no personales, en
concreto, como cambio de la propia vida, sea como pérdida, sea como liberación.
La vida misma continúa. Da miedo lo que objetivamente amenaza la propia vida.
Los anímales perciben esta amenaza, y huyen o le hacen frente. Pero estas reac­
ciones instintivas no obedecen a que conozcan el propio fin. Las señales de peli­
gro perturban la homeostasis y provocan una conducta capaz: de restablecerla.
Por lo general, es una conducta apta para favorecer la supervivencia. El «progra-1

1. Cfr. E p ic u r o , Carta a Meneceo, 125.

121
PERSONAS

ma» al respecto apunta, ante todo, a la supervivencia de la especie o a la protec­


ción de la propia descendencia o de la propia familia. La abeja pica cuando sien­
te un peligro, y el zángano se aparea con la reina, aunque al hacerlo sucumba.
Los animales tienden a alcanzar, conservar o cambiar determinados estados.
Sólo para las personas está enjuego ser o no ser. Las personas, con visión
retrospectiva 0 previsiva, conocen un mundo en el que ellas mismas no han sido
o no serán. También esto es un cambio, aunque no un cambio propio, sino del
mundo. Poder pensar así supone que nos pensamos como partes del mundo de
los otros en consecuencia, nos representamos el mundo como proceso conti­
nuo que sigue sin nosotros en una forma ligeramente cambiada. Esta «mirada
desde ningún sitio» es la mirada de la razón. Vista desde aquí, la propia indivi­
dualidad viva no es más importante que las demás. La propia muerte es sólo un
suceso accidental. El que yo muera no es más que la confirmación de la regla de
que los hombres mueren.
Pero, como hemos visto, ser persona significa que el individuo racional no
es sólo un «caso de...» y sabe que no lo es, es decir, que no es un ser vivo que, su­
plementariamente, tiene una cualidad, la racionalidad, separada de la propia
vida. La razón es, más bien, la «forma» de nuestra vida. Nuestra vida no está,
como las vidas no personales, centrada en sí misma. No se define por la tenden­
cia a la auto conservación y a la conservación de la especie. Su rasgo distintivo
esencial es la autotrascendencia, cuya forma más elevada se llama amor. La indi­
vidualidad racional, como tal, es lo general, y lo general tiene realidad como plu­
ralidad de personas individuales. Considerada de este modo, la idea «la vida si­
gue» es un engaño sobre lo que la propia muerte significa: fin del mundo, pues el
mundo existe sólo como mundo de alguien. Como mundo mío se acaba. Existe
el mundo de los otros que es asimismo finito. N o existe un continuo que senci­
llamente siga. Con la idea de persona, la muerte adquiere una dimensión que
cuestiona toda significatividad vital.

El conocimiento de la propia muerte no es un conocimiento entre otros. No


es una información que podamos incluir en un contexto lleno de sentido que nos
permita una dirección racional de la vida. Este conocimiento es inconmensura­
ble con los demás conocimientos. Mientras entendamos la «planificación de
la vida» por analogía con la planificación de otras empresas limitadas cuales­
quiera, y la basemos en un concepto análogo de racionalidad, rehuiremos del ca­
rácter personal de la vida. Las empresas de ese tipo forman el marco de nuestra
racionalidad «normal». Tienen fines definidos para los que hay que elegir racio­
nalmente los medios. Los fines pueden ser supraindividuales y exceder la dura­
ción de una vida.

122
MUERTE Y FUTURUM EXACTUM

Es propio de una racionalidad como la mencionada una evaluación racional


del lapso de tiempo del que se dispone en cada caso. A veces, los límites de este
tiempo están definidos por una probabilidad más o menos grande de la duración
de la vida. El engaño, la descaminada «huida a lo general», comienza cuando
consideramos la vida como una empresa de ese tipo, cuya configuración llena de
sentido nos está encomendada. Esto supondría que disponemos de un marco de
significatividad que nos permite hacer una especie de balance de la vida como un
todo. El llamado «suicidio de balance» es propio de este modo de pensar y es re­
almente una acción fácil de explicar, especialmente si uno considera que, desde
un punto de vista «racional», el balance empeorará progresivamente a partir de
cierta edad y que queda incluido en la ley de la utilidad marginal decreciente.
El carácter iluso de semejante balance descansa en la ficción de que dispo­
nemos de un criterio para juzgar la vida como un todo, que este todo nos es dado
de algún modo, como sí estuviéramos fuera de nuestra propia vida. Esta ficción,
por un lado, sólo les es posible a las personas, pero, por otro, disfraza lo propio
de la vida personal. Lo propio es realmente que la persona tiene su vida. Por eso
puede también «entregarla». Pero lo que la persona entrega es su misma perso­
na. Su ser es tener su vida y no una entidad más allá de la vida. Por eso no hay
ninguna regla con la que pudiera determinar definitivamente su vida como llena
de sentido o como sin sentido. Esta ficción desgarra la viewfrom nowhere de la
razón y la individualidad viviente como si fueran dos entidades diferentes. De
esta huida de la personal identidad forma parte asimismo la aplicación del cálcu­
lo de probabilidad a la duración de la vida. Esta aplicación puede tener sentido
cuando planeamos determinadas empresas y nos preguntamos, dado que con
toda probabilidad disponemos sólo de determinado lapso de tiempo, si es razo­
nable comenzarlas. Sabemos, sin duda, que lo improbable puede suceder tam­
bién, pero, como quiera que omitir una acción determinada significa otro modo
de actuar, cuya racionalidad incluye por su parte consideraciones probabilísticas,
es más razonable, mientras se tiene alternativas, partir de lo probable que de lo
improbable. Bajo determinadas circunstancias esto es válido asimismo para
aquellos casos en que hemos de sometemos a determinadas intervenciones mé­
dicas. En estas situaciones no es irracional preguntar por las probabilidades de
éxito.
Pero en estos casos nos acercamos al límite. Cuando está en juego la vida
como un todo, no se puede afirmar que sea razonable negarse a conceder un sitio
a reflexiones probabilísticas. Cuanto más nos acerquemos a lo que constituye el
sentido de la vida como un todo, tanto menos aceptable será que la idea de pro­
babilidad desempeñe un papel. La razón es la siguiente: la probabilidad es un
concepto estadístico. El «valor efectivo» del concepto de probabilidad, por decir­
lo con palabras de William James, atañe exclusivamente a lo repetible. Se refiere
a la distribución de la abundancia. Cuando se aplica a la propia vida como un
todo, ésta es considerada desde fuera, como una entre otras. Esta consideración

123
PERSONAS

es la del «punto de vista de la razón», para el que la vida sigue. En cambio, cuan­
do se trata del sentido personal de la propia vida, las reflexiones probabilísticas
sobre su duración carecen de sentido. Tenemos irrevocablemente una sola vida.
Normalmente no sabemos nada definitivo sobre su duración. Pero sólo puede ha­
ber una única duración, por más que estadísticamente sea probable o improbable.
El punto de vista de la probabilidad no tiene lugar respecto de lo único.
Los animales no pueden considerar la vida propia desde un punto de vista
comparativo. Los animales, mientras viven, están siempre en medio de su mun­
do, y no anticipan el hecho de que alguna vez ya no serán. El punto de vista de la
razón hace conmensurable la propia vida con la de los demás. El descubrimiento
de la persona equivale a descubrir la inconmesurabilidad de la propia vida perso­
nal y la de los demás. Cuando no tienen lugar los puntos de vista de la probabili­
dad, la ignorancia del momento de la propia Muerte adquiere plena relevancia.
Eso significa que el conocimiento de la propia muerte «tiñe» de igual modo cada
uno de los momentos de la vida. Sólo puede ser sentido el sentido presente. La
totalización de la vida no es una consumación imaginaria desde cierto punto de
vista exterior, sino que ocurre en medio de la vida cuando la persona se conduce
de un modo determinado con su vida. Rousseau escribió que nunca se debería
obligar a los niños a seguir una forma de vida que sólo tendrá sentido cuando al­
cance una determinada edad2. No sabemos cuando moriremos. Tenemos que po­
der morir sin que se deba decir que hemos muerto demasiado pronto. Nadie mue­
re demasiado pronto . Ese modo de hablar, referido a la muerte demasiado
prematura ele un hombre, procede de una falsa analogía entre la vida y las empre­
sas que no tienen su fin en sí mismas.

III

La presencia de la muerte en la vida — media in vita in morte sumas— no


se acomoda, como hemos dicho, a ningún ámbito de significatividad dado de an­
temano, sino que los cuestiona todos. Los fines instintivos de la vida se mantie­
nen a pesar de ese conocimiento, y fundan ámbitos de importancia vital mientras
nos abandonamos al fin instintivo, pero no resisten la reflexión. La fecundación
de la reina al precio de la muerte es deseable para el zángano porque no sabe
nada del precio. La reflexión sobre la muerte pone de manifiesto el carácter rela­
tivo de los ámbitos de importancia vital. Cualquier ámbito de importancia vital
existe sólo a condición de que exista la vida, y, por tanto, no pueden servir para
la vida misma. La conservación de la vida es, sin duda, un fin instintivo del hom­
bre, pero el interés, definido por este fin, es asimismo un fin meramente relativo
a una vida ya existente, que se desea conservar. Con el no-cumplimiento del de­

2. J.-J. R o u sse a u , Emite, ed. cit., p. 423.

124
MUERTE Y FUTURUM EXACTUM

seo se extingue asimismo el deseo, de suerte que no parece haberse perdido nada.
Dentro de la vida las cosas tienen una explicación. La vida misma, como Heide-
gger ha mostrado, no la tiene. La característica vivencia del sin sentido que resul­
ta de este descubrimiento fue expuesta por primera vez por Schopenhauer. El
apego a la vida, como la persecución de los fines sexuales instintivos, es para
Schopenhauer un esclavizador absurdo sin libertad que distingue a cualquier for­
ma de vida.
Sin embargó, este ámbito de horizontes de importancia vital, que en conjun­
to parece no tener importancia, hace que suija un nuevo horizonte más allá de los
vitales, un horizonte que se puede llamar «ámbito de sentido», y que existe sólo
para seres que, por su conocimiento de la muerte, han descubierto la finitud de lo
finito. ¿Qué significa que el ámbito de relevancia vital se experimente como ab­
surdo? El que la relevancia vital lo sea bajo la condición de que exista la vida, y
el que la vida como totalidad no tenga una explicación, en el sentido de que la
vida misma podría tener una vez más relevancia vital, es una intelección lógica­
mente forzosa. Pero, ¿de qué tipo es la vivencia del absurdo unida con esta inte­
lección? No resulta necesariamente de ella. Cuando no buscamos un sentido no
echamos en falta ninguno.
La idea de absurdo pertenece a una dimensión distinta de la de un ámbito de
relevancia vital. No se puede derivar de éste, ni siquiera en el sentido de vivencia
de frustración. La liberación de la tendencia instintiva, que posibilita el hundi­
miento del ámbito de relevancia vital, abre paso a otro ámbito oculto por el pri­
mero. La sensación de absurdo pertenece a este otro ámbito, que llamamos «ám­
bito de sentido». Sin embargo, frente a la opinión de Schopenhauer, este nuevo
ámbito puede integrar al anterior. En la conciencia de la finitud es donde el senti­
do tiene relevancia fraguada. Y por «fraguada» entiendo la autoafirmación, y en
consecuencia su valor intemporal, de algo relevante frente a la muerte. El encuen­
tro con un amigo, una cena con él en algún lugar en un hermoso paisáje, con una
botella de vino, satisface un buen número de necesidades elementales. Gozo para
los ojos y el paladar, proximidad a una persona amiga, raudales de pensamientos.
La relevancia de lo que satisface estas necesidades es relativa a ellas mismas, y,
por lo mismo, es radicalmente contingente. Supongamos que friera una comida
de despedida antes de la muerte. La vida sucumbe y con ella la relevancia del
acontecimiento. En algún momento todo será como si no hubiera sido. Ningún
recuerdo quedará. Podremos decir: en conjunto «no merece la pena». La concien­
cia de la cercana destrucción de todo lo que da relevancia al acontecimiento des­
truye, ya ahora, la relevancia. La comida del verdugo se nos atraganta, a no ser
que alguien viva hasta el final tan sujeto a la tendencia instintiva que se complaz­
ca sencillamente en ella, y el absurdo no le contraríe.
Pero existe otra posibilidad. En la vivencia de que se trata del último en­
cuentro puede esconderse la sensación un gran valor que elimina la contingencia
del acontecimiento. Un sentimiento de que «está bien así», que no se ve amena­

125
PERSONAS

zado por el inminente fin de la vida — ni tampoco por el entero ámbito de rele­
vancia relativo en comparación con la vida— , sino que es despertado por él. No
se quiere decir que «esto sea bueno ahora para mí, pero que, al desaparecer yo,
desaparecerá también definitivamente esa bondad», sino que «es bueno y segui­
rá siendo bueno que se diera este momento fugaz y que se manifieste su relevan­
cia». Ahora, la relevancia y lo que la hizo posible son privados de contingencia y
colocados en la dimensión intemporal del sentido. Y el que la comida y el vino
gusten a los amigos no se debe a que se satisfaga un instinto, sino a que la nece­
sidad y su satisfacción han sido exoneradas de relatividad. El que fiiera bueno
para mí no será lo que haga que se convierta en «bueno sin más», sino que el
acontecimiento entero, con sus dos componentes mútuamente relativos, aparece
como algo que es bueno, y lo será siempre que haya ocurrido. La inanidad de lo
que desaparece en el tiempo se transforma en preciosidad. Lo que ocurre en este
caso tiene su analogía, en el plano lógico, en la transformación de las expresio­
nes del presente, el pasado y el futuro en expresiones intemporales añadiendo un
índice temporal. Si transformamos el «ahora» en «el 17 de marzo a las 10», la
verdad o falsedad de la proposición se vuelve intemporal. Pero ya en el tiempo y
de modo temporal podemos expresar la participación del «ahora» en la intempo­
ralidad, a saber, mediante el futurum exactum. Una expresión verdadera con
«ahora es...» deja de séí Verdadera mañana. Pero el «habrá sido», seguirá siendo
verdad siempre si «el ahora» lo fue una vez.
El surgimiento de la dimensión del sentido no está unido exclusivamente
con la vivencia de consumación vital, sino también con la de fracaso. En el pla­
no de la relevancia vital es absurdo que un hombre trate de salvar a otro de la
muerte y que sólo consiga morir cón él. Con el fracaso, su acción pierde toda re­
levancia positiva en el plano de lo relativo, de lo «bueno para mí». No fue útil
para nadie. Sin embargo, si elogiamos la acción y respetamos su memoria, es
porque el hecho sucedido tiene sentido en sí mismo. La acción ha sido bella, y
pertenece a la clase de cosas que justifican el mundo. Siempre será bueno que
ocurra. El tránsito de la relevancia vital al sentido es el tránsito del presente al
futurum exactum. El futurum exactüfn es la forma de la perpetuación. En la me­
dida en que todo lo presente es tal que alguna vez habrá sido — eternamente y
para siempre— pertenece ya a la dimensión de lo intemporal. Como futuro de­
viene presente, como presente deviene pasado, pero como pasado permanecerá
durante todo el futuro. Un acontecimiento presente, del que tuviéramos que de­
cir que alguna vez no será, perdería realidad ya ahora como presente. La mera
relevancia es finita; Algo que es relevante ahora no dejará de ser relevante, tam­
poco «habrá sido siempre relevante», pues la relevancia no es un ser absoluto,
sino méfamente relativo a un existente. Cuando desaparece la relación, no que­
da el que la relevancia haya sido, sino el que lo haya sido la relación. Si la rela­
ción ha sido indiferente, la relevancia desaparece. Pero si en la relación distin­
guimos algo lleno de sentido, este sentido será siempre e, indirectamente, como
elemento de la estructura de sentido, también será siempre la relevancia. La an­

126
MUERTE Y FUTURUM EXACTUM

ticipación de la muerte acerca la vida como un todo a la dimensión intemporal


del futurum exactum. Habrá sido para siempre, y, por eso, es sujeto de predicad-
dos como «sentido» o «absurdo». Así es como deja de ser mero objeto de un de­
seo ciego de conservación, que es en sí mismo exclusivamente la expresión de
un impulso instintivo. La conciencia de su finitud no lo convierte eo ipso en ab­
surda, sino que es la condición de que se viva como valiosa. Las personas son en
la medida en que pueden tener la vida como algo que para ellas tiene sentido y,
por ello, es valiosa.
La anticipación del fin penetra en lo más íntimo de la vida. Permite la expe­
riencia del sentido. La peor infinitud de una vida que continuara ininterrumpida­
mente en el tiempo destruiría esta experiencia. Todo lo que ocurre se volvería sin
sentido, puesto que perdería el valor. Todo lo que se puede hacer podría seguir
haciéndose siempre. La anticipación de la infinitud sofocaría, ya en su nacimien­
to, cualquier relación humana, en tanto que relación de seres finitos. No sería po­
sible hacer promesas «para siempre», es decir, no sería posible hacer promesas si
«para siempre» no significara «hasta la muerte». La anticipación de la muerte
posibilita que adoptemos una actitud respecto de nuestra vida como un todo. Per­
mite tener la vida, que es el ser de la persona.

IV

Sólo la vida que se tiene se puede ofrecer. Morir, entendido como acto de
entrega de la vida, es un acto esencialmente personal. En sentido literal no le está
permitido a todo el mundo. Las formas de extrema prolongación artificial de la
vida, que hoy se han convertido en algo rutinario, convierten la muerte, con ma­
yor frecuencia cada vez, en un «sucumbir». El acto de morir existe ahora tanto
como antes. Cómo es interpretado por el moribundo mismo, depende en buena
medida de las convicciones que se ha formado durante su vida. Pero la descrip­
ción del fenómeno como tal puede separarse de ello. El deseo, expresado hoy día
con mucha frecuencia, de caerse súbitamente muerto, está en contradicción con
el deseo de vivir la muerte como un acto personal, tal como se declara en la vie­
ja petición cristiana de privamos de una muerte repentina e imprevista. Los ritos
de muerte de las religiones, la meditatio mortis como ejercitarse en morir, supo­
ne que la terminación de la vida no es para el hombre sencillamente una extin­
ción, sino un final que se le exige a él que ponga. La paradoja que eso supone
pone de manifiesto, como ninguna otra, qué significa ser persona. De todo movi­
miento, y por tanto también de la vida, se puede decir lo que Aristóteles señala:
el fin del movimiento no pertenece al movimiento. En eso se basaba también la
interpretación de la vida que hace Epicuro. Si el fin de la vida humana se entien­
de también como acto, es porque la persona adopta una actitud respecto de su
vida. El fin del movimiento no pertenece al movimiento, pero la terminación de
un movimiento por el que mueve es desde luego una acción, un acto. Hay una

127
PERSONAS

forma de morir, el suicidio, en el que se es efectivamente el que mueve, es decir,


autor. Pero, precisamente por ello, no es el paradigma de la muerte personal. Au­
tor y víctima son aquí uno y el mismo hombre. Pero los papeles no convienen en­
tre sí en ningún momento. Matar no es morir y ser matado no es matar. El suici­
dio es la forma extrema de inidentidad humana. Por eso, y suponiendo que se
hiciera libre y premeditadamente, Wittgenstein lo consideró como el pecado sin
m ás3. Al suicidarse no se ofrece la vida, sino que uno «se la quita». En el morir
personal, actividad y pasividad no se apartan como extremos, sino que es la pa­
sividad, el padecer la muerte, lo que se realiza como acto.
Padecer como acto, que es la estructura del morir, se corresponde con la es­
tructura específica de la vida personal. Los hombres tienen su vida, pero la tie­
nen como receptores que no han sido preguntados, pues son exclusivamente en
tanto que han recibido la vida. «Vida significa para el viviente ser». El ser es para
el hombre algo que les sucede, pero de tal manera que tienen que realizarlo, pues
mientras viven les ocurre que están abiertos al ser. Aquí no es el padecer, como
en el morir, lo que hay que realizar, sino que el tener que hacer es «padecido», en
un sentido enteramente neutral del concepto «padecer», que incluye también el
recibir agradecido. Pero el carácter de la vida en el tiempo no es sólo un tener
que hacer padecido, sino también y siempre morir en el sentido de tener que de­
volver. El tiempo nos arrebata constantemente el mundo. Y a nosotros mismos.
La despedida es un rasgo fundamental de la vida consciente, es decir, de una vida
que no se basa esencialmente en el olvido. La vida encerrada en sí misma, que no
se «tiene», no tiene tampoco su pasado. Las personas tienen también vida pasa­
da. Pero la «tienen» «como si no la tuvieran». Les es arrebatada, pero la tienen
corno arrebatada, y, como tal no les puede ser arrebatada de nuevo. Pero al morir
no tenemos que entregar sólo la vida presente, que es algo que hemos hecho
siempre y por tanto hemos practicado ya, sino también la pasada, que sólo es te­
nida en el recuerdo de los que siguen viviendo y se transforma poco a poco en la
memoria colectiva de una comunidad de hombres. A sí como dar es la verdadera
preservación del tener, morir es el actus humanus por antonomasia. Y la antici­
pación del morir, saber que tenemos inevitablemente que entregar la vida, que es
algo que la penetra y la estrucura por completo, lo que hace de ella una vida per­
sonal. La afirmación del futurum exactum es lo único que hace que lo presente
devenga real en sentido pleno.

3. L. W ittgenstein, «Tagebücher 1914-1916», en Schriften 1, Frankfurt a. M. 1960, 185.

128
INDEPENDENCIA DEL CONTEXTO

Todo lo que se nos da en la experiencia está en un contexto, en un marco ca-


tegorial de objetos posibles de la experiencia. Con otros acontecimientos ocurre
algo parecido. El acontecimiento tiene explicación. Es portador de significativi-
dad, aun cuando sea incomprensible o indiferente. No hay hechos sin relevancia.
También, por ejemplo, el número de átomos del universo. Ese hecho tiene signi­
ficación para nuestra imagen coherente del mundo físico. Quitar una piedrecita
de la luna del manojo de llaves del bolsillo de mi pantalón se convierte en un he­
cho distinto por haberlo elegido aquí como ejemplo de algo indiferente a lo que,
por eso mismo, le doy relevancia. El empeño en nombrar todo aquello con lo que
nos encontramos es el empeño en incluir todo aquello con lo que nos encontra­
mos, basándonos en ciertas semejanzas relevantes, en el presente contexto del
mundo y, de ese modo, identificarlo. Una cosa es identificable exclusivamente
como algo constituido de cierta forma, o sea, en virtud de una esencia que hace
que sea conmensurable con todo lo demás. Lo viviente se sustrae de alguna ma­
nera a la integración en un contexto dado de antemano. La vida es identidad y no
se desvanece cuando es objetivada. Con la aparición del instinto aparecen centros
monódicos del ser que no son primariamente portadores de relevancia, sino que
la fundan. Conocer que algo con lo que nos encontramos es un viviente significa
conocerlo como coexistente, que no se agota en ser para mí. Ese conocimiento
supone algo más que vida individual, o sea, centralidad. Supone que un viviente
trasciende su centralidad. Eso significa que las personas se conocen a sí mismas
como intimidad viva junto a otra intimidad viva que funda, por su parte, un con­
texto de experiencia propio. No podemos penetrar en ese contexto. No podemos
saber qué significa ser un murciélago. La intimidad del animal mantiene para no­
sotros un carácter enigmático, no en el sentido de un problema que resolver, sino
en el de obscuridad definitiva y esencial. Para entender qué significa sentir algo
tenemos que sentirlo. «Desde fuera» no se puede saber de verdad. Pero como so­
mos capaces de objetivar nuestra propia intimidad y nuestra propia vivencia

129
PERSONAS

como recuerdo, podemos compararla con otra vivencia y, en consecuencia, con


la vivencia de otro ser. Las palabras «dolor» y «placer», aplicadas a otros seres,
no son puros equívocos. Determinadas formas de comportamiento de los otros
seres nos resultan más fáciles de entender con ayuda de estos conceptos que de
cualquier otro modo.
El fundamento de la semejanza del vivenciar se halla en la universal cone­
xión genealógica de todos los vivientes entre sí. Aislar a uno de otro por el ins­
tinto es simultáneamente la separación constante de una corriente de vida en la
que el instinto vuelve siempre como instinto social. Esta diferenciación puede in­
terpretarse incluso como forma especialmente eficaz de perpetuar la corriente en
cuestión. El lado subjetivo de la vivencia aparece como epifenómeno de una fun­
cionalidad objetiva. La funcionalidad objetiva de lo subjetivo no es razón sufi­
ciente para que nos apropiemos, obrando, de su telos. Los vivientes fundan una
explicación, pero ellos mismos no tienen ninguna, pues la funcionalidad objetiva
del instinto les está oculta. De la explicación no deriva un «sentido». Precisamen­
te por eso podemos incluir a los animales en nuestro círculo, servimos de ellos y
aprovechar su conducta para nuestros fines. El instinto animal, orientado a la au-
toconservación y a la conservación de la especie, no puede ser la razón de que, a
veces, respetemos su vida como límite de nuestra acción. El que la vida adopte
la forma de intimidad como instinto no basta para darle un sentido, pues este te­
los no es tal que califique a la subjetividad animal. La subjetividad animal es irre­
flexiva. No anticipa un no ser posible y, por tanto, tampoco conoce el ser. Con la
desaparición del ser vivo desaparece también el instinto, y con el instinto la rele­
vancia del medio del ser vivo. El que la subjetividad animal se sustraiga a la in­
tegración en contextos relevantes para nosotros no significa que el animal mismo
lo haga también y que no deban no ser instmmentalizados por nosotros. La res­
ponsabilidad frente a un animal particular se dirige a su interioridad más que a su
existencia. Se dirige a la cualidad de su vivencia subjetiva. De ahí que el verda­
dero punto de vista ético en el trato con la vida no personal sea evitarle dolor.
Aquí tiene su sitio legítimo el cálculo hedonista. Una consecuencia totalmente
razonable de este cálculo puede ser aniquilar a un ser que sufre para aniquilar su
sufrimiento. También se puede disponer de su vida para fines extemos. El con­
texto de las relevancias no está objetivamente excluido. No se transforma en sen­
tido. Por eso, la vida no personal puede ser material para nuevos contextos, que
son «ciegos» para los primordiales. Los fines a los que sirven las abejas o los pe­
rros lazarillo no tienen nada que ver con los «fines» básicos de estos animales,
aunque se aprovechan de ellos. Como no tienen trascendencia, no le adeudamos
la verdad, y el cuidado que le debemos, cuando se hallan en nuestro poder, se li­
mita a procurarles un bienestar subjetivo.
Las cosas son de otro modo con el rostro humano de una persona. Sean los
que sean los contextos en los que tengamos que ver con otros hombres, y por di­
ferentes que sean los modos en que los utilicemos también como medios para

130
INDEPENDENCIA DEL CONTEXTO

nuestros fines, no debemos nunca, como dice Kant, utilizar su humanidad exclu­
sivamente como medio1. Eso significa que el otro sigue siendo esencialmente el
mismo más allá de cualquier contexto desde el que uno entienda a la persona con
la que se encuentra, más allá de las «condiciones de posibilidad de la experien­
cia» 2 o, como dice Lévinas, au delà de l ‘être 3. Sin embargo, esta formula es
equívoca. Es una traducción del epekeina tes usías («más allá del ser»4) platóni­
co, lo cual significa más allá de la realidad estructurada categorialmente. Pero si
no entendemos el ser como la abstracción más alta de «algo en general», sino
como «posición absoluta»5, por usar de nuevo una expresión de Kant, o como
actus essendi anterior a cualquier esencia de posible objetividad, entonces ha de
significar precisamente este epekeina tes usías, este más allá del ser del que ha­
bla Lévinas. Y la inconmensurabilidad de la persona no es otra cosa que la in­
conmensurabilidad como «posición absoluta». Como ser idéntico, cuya identi­
dad no se puede equiparar con ninguna determinación cualitativa, se substrae a
cualquier definición por el contexto. Esa es asimismo la razón por la que el «no
matarás» que, como escribe Emmanuel Lévinas, nos sale al encuentro imperati­
vamente desde el rostro de todo hombre6, carece de contexto, es decir, es incon­
dicionado, no está sujeto ni al cálculo de optimación ni a ponderación de dife­
rentes bienes. Esta incondicionalidad es esencialmente negativa. Señala un
límite de nuestra responsabilidad y de nuestra posibilidad de acción. La activi­
dad del hombre sólo es posible como actividad condicionada. «Toda actividad
incondicionada lleva al final a la bancarrota»7, dice Goethe. Cuando se trata de
salvar vidas humanas, o existe riesgo para la vida humana, debemos tomar deci­
siones referidas al contexto, es decir, ponderar las cosas desde el punto de vista
de la cantidad, e incluso de la calidad, de la vida. Como hombres somos partes
de totalidades. Cuando el hombre convierte en contenido de su obrar una totali­
dad supraindividual, trasciende cualquier relevancia subjetiva y vital en direc­
ción a un sentido esencialmente supraindividual, desde el cual se define. D e esa
forma deja de ser meramente parte y se convierte en totalidad, que no se puede
integrar en un contexto más abarcante. Obra como persona. Pero como quiera
que el ser de la persona es tener su vida, ningún hombre puede disponer de nin­
gún otro hasta el punto de tratarlo exclusivamente como parte de un contexto por
el cual él mismo no se puede definir, ni se le puede exigir, como animal racional,
que se defina por él. Salvar otras vidas puede justificar el sacrificio de la propia,

1.1. Kant, Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, ed. cit., p. 429.
2. 1. K ant, Kritik der reinen Vernunft, B 626/A 598.
3. Cfr. E. L évinas, Autrement qu 'être ou au-delà de l ’essence, Le Haye 1974.
4. P latón, Rep. 509 b.
5. I. K ant , D er einzig Mögliche Beweisgrund zu einer Demonstration des Daseins Gottes, ed. cit.,
p. 73.
6. E. L évinas, Totalité et Infini, La Haye 1961, 173.
7. J.W. von G oethe , «Maximen und Reflexionen», nr. 1081, en Werke, ed. E. Trunz, Bd. XII, Ham­
burg 1953, p. 517.

131
PERSONAS

pero no el homicidio intencionado de un inocente. La incondicionalidad de la


persona señala los límites de nuestra responsabilidad frente a cualquier totalidad
más abarcante.

II

La peculiar independencia del contexto; que está unido, sea cuál sea el con­
texto que sirve de mediación, con la percepción de la persona, caracteriza asimis­
mo la estructura y el sentido de sus manifestaciones, su modo de hablar y de
obrar. El valor de verdad del hablar humano y la cualidad moral de las acciones
humanas son independientes del contexto, razón por la cual representan inmedia­
tamente a la persona que habla y obra.
El habla humana está, sin duda, siempre en contextos que es preciso cono­
cer para descubir su sentido semántico y su sentido performativo. Por lo demás
los contextos no son siempre unívocos. Se cruzan entre sí. Una misma m anifes­
tación puede ser entendida en diferente sentido, y con la misma manifestación se
pueden intentar cosas distintas. El contenido esencial de una larga exposición pue­
de no ser entendido si no se expone hasta el final o si uno no se entera de ella has­
ta el fondo. Pero, aparte de todo esto, la peculiaridad del lenguaje humano reside
en constar de proposiciones separadas, las cuales poseen por lo general un valor
de verdad totalmente independiente de la verdad de las demás proposiciones.
«César fue asesinado por Bruto en los Idus de marzo» es una proposición cuya
comprensión exige muchos supuestos de índole lingüística e histórica. Pero, en
el caso de que su sentido sea claro, la proposición es verdadera o falsa, y su va­
lor de verdad no varía en ningún contexto al que se la traslade. Si es falsa, segui­
rá siendo falsa, y además hace que sea falsa cualquier proposición de una oración
de la que forme parte. Las proposiciones verdaderas sólo pueden comenzar cuan­
do la oración, una de cuyas partes es una proposición falsa, ha concluido. Las
proposiciones falsas no se convierten en verdaderas porque asuman la función
de apoyo de una proposición verdadera. Quien, para librarse de la sospecha de
asesinato, hace una declaración falsa sobre el lugar en que se encontraba en el
momento del asesinato, no puede invocar que se ha considerado aisladamente su
declaración si, en otro contexto, se pone de manifiesto la falsedad del dato. Cier­
tamente no ha cometido el asesinato, y ha querido subrayarlo con su coartada.
Para juzgar la verdad de esa coartada es perjudicial el que llegara a conocerse
que se refería a un contexto determinado, pero que no se podía hacer uso de ella
en otro. Las proposiciones falsas son estrictamente contextúales, y quien afirma
su verdad debe tener en cuenta este contexto en todo lo que ulteriormente diga
para que no resulte ninguna incoherencia. Quien miente precisa buena memoria
y sangre fría. Quien dice la verdad no precisa nada semejante. Una proposición
verdadera es compatible con cualquier otra proposición verdadera.

132
1
INDEPENDENCIA DEL CONTEXTO

Los exegetas bíblicos se sirven, a veces, del concepto de «fin de la narra­


ción». La descripción de la tumba vacía del Nuevo Testamento tiene evidente­
mente el sentido de respaldar la credibilidad de la noticia de la resurrección de
Jesús. Si esta comunicación es definida sólo por el fin de la narración y no es ver­
dadera en cualquier otro contexto, entonces se podría decir de ella lo mismo que
de la coartada descubierta: el «fin de la narración» queda incluido en la incredi­
bilidad de la historia mediante la cual se debe respaldar. Estricta contextualidad
se da sólo en el marco de la ficción literaria. La ficción literaria sólo tiene verdad
en conjunto, y las distintas oraciones tienen un estatuto estrictamente funcional
dentro del conjunto.
La independencia del contexto de los valores de verdad de proposiciones de
un lenguaje referido a la realidad tiene que ver tanto con la naturaleza del mun­
do como con el ser de las personas. El mundo debe estar estructurado interna­
mente de tal manera que haga que sean falsos o verdaderos los distintos enuncia­
dos sobre cómo son las cosas. Las teorías de la coherencia de la verdad sólo
pueden ser adecuadas si la coherencia llega al extremo de que los datos empíri­
cos puedan falsificar una afirmación. Sin embargo, la persona, al hablar, tiene
que ser capaz de presentarse siempre como ser capaz de verdad. Si el hablar fue­
ra un continuo abierto, que sólo tendría sentido cuando fuera uná totalidad que
ya no se puede completar o no necesita ser completada, la persona, al hablar, no
estaría en absoluto presente como totalidad. De igual modo que la proposición,
interpretada por un cierto contenido de sentido, se refiere a «lo verdadero» o a
«lo falso», por decirlo con Frege, la persona, en cualquier parte de un discurso
cerrado como proposición, está presente como ser capaz de verdad y referido a
la verdad. A toda proposición corresponde un acto intencional propio en el que
la persona está presente como un todo.
Esta «parcelación del sentido» es la condición de la intersubjetividad perso­
nal, la condición del diálogo que persigue la verdad. El diálogo sólo es posible si
nadie tiene que «hablar sin parar», en el sentido estricto de la palabra, para decir
algo verdadero. En caso contrario tendríamos que esperar toda la vida para poder
juzgar lo que decía. Pero en ese caso no habría comunicación sobre la verdad. Es
propio del ser personal una comunicación así. De ahí que la capacidad de verdad
del discurso deba ser parcelada. La unidad veritativa más pequeña es la proposi­
ción. Mientras no se niegue la verdad de las proposiciones singulares manifesta­
das, puede ser necesario esperar a que se enuncien una serie de proposiciones
para comprender la idea que expone el que habla. Cuando, al construir una tota­
lidad de sentido, se enuncia una proposición falsa en un lugar esencial, el desti­
natario tiene derecho, además de la ocasión, de interrumpir al hablante, puesto
que todo lo que diga ulteriormente, como se basa en estas falsas premisas, será
igualmente falso. No tiene sentido que el hablante exija que se le deje «hablar
hasta el final», alegando que sólo al final se verá lo que pretende. Cada proposi­
ción, independientemente de la conexión en que se halle, pretende algo. Sólo
bajo este supuesto es posible la comunicación veritativa.

i
133
i
PERSONAS

III

El carácter de totalidad independiente del contexto lo volvemos a encontrar


en la acción moral. Así como el hablar humano consta de proposiciones cuyo va­
lor de verdad es independiente del contexto en el que se insertan, la praxis vital
humana no es tampoco un sencillo continuo que sólo se podría juzgar desde el fi­
nal, sino que consta de acciones individuales, que tienen en sí mismo un sentido
acabado.
La vieja proposición acerca de que a nadie hay que considerar dichoso an­
tes de su muerte, se refiere a lo que podemos denominar el logro de la vida. Este
aspecto de la eudaimonia tiene que ver con la totalidad de la biografía. Visto des­
de este aspecto, el significado de las acciones individuales no está determinado
de una vez por todas, sino que permanece como función de un contexto abierto
hasta el final. N i siquiera con la muerte acaba este contexto. Si alguien dedicó su
vida a una gran obra supraindividual, el éxito de la obra o las consecuencias para
los descendientes no son insignificantes para determinar si podemos denominar­
la vida lograda, o sea, «feliz», en el sentido clásico de la palabra.
Las cosas son de otro modo con el aspecto moral, específicamente personal,
de la acción. El juicio moral del obrar se refiere a acciones individuales, y es po­
sible hacerlo sin referirse a ningún contexto que no esté incluido ya en la moti­
vación de la acción. Posteriormente las acciones pueden, sin duda, pasar a formar
parte, como material, de nuevos contextos, e incluso adquirir en ellos una fun­
ción moral opuesta a su carácter moral originario. Arrepentirse de una acción
mala puede poseer una fuerza transformadora. En el Nuevo Testamento se dice
que en el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga penitencia que por
noventa y nueye justos que no necesitan de penitencia8. Y, por otro lado, existe la
mirada retrospectiva presumida, que hace ulteriormente ineficaz para la cualidad
moral de la persona, e incluso la reduce, el significado de acciones morales au­
ténticas. Esto no cambia la cualidad moral de la acción particular, como tampo­
co cambia la verdad de una proposición el que alguien la enuncie para hacerse
acreedor de confianza y así, a continuación, poder mentir.
Para la acción moral vale de modo eminente la idea de que la persona está
presente en ella como totalidad. Y así como es falsa toda oración que incluya
como parte suya una oración falsa, la acción se vuelve mala si uno de sus mo­
mentos constitutivos no es bueno: el lugar equivocado, el tiempo erróneo, no con­
siderar suficientemente las circunstancias, un motivo inmoral, o incluso un tipo
de acción es malo como tal, de suerte que no hay ningún contexto que pueda ha­
cer buena la acción. Bonnm ex integra causa, malum ex quocumque defectu. Esta
proposición de Boecio, citada más de cincuenta veces por Santo Tomás, resume

8. Le. 15,7.

134
INDEPENDENCIA DEL CONTEXTO

adecuadamente la idea9. Existe una asimetría entre acciones buenas y malas. El


que un tipo de acción, es decir, «en sí», sea buena no significa que no se pueda
pervertir por el contexto, en la medida en que este contexto forma parte positiva
o negativamente, o sea, por consideración o por no consideración culpable, de la
motivación de la acción. La razón está en que un contexto sólo pude influir en el
carácter moral de la acción como momento interior suyo. Pero la acción intrínse­
camente mala no se vuelve buena por ningún contexto, por ningún motivo, por
ninguna circunstancia. Es inadecuada para representar a la persona moral. Per­
vierte el contexto íntimo que constituye una acción.
En la medida en que la acción integra como momento íntimo cualquier con­
texto moralmente relevante, su cualidad moral se substrae a cualquier mediatiza-
ción por contextos externos a ella. El juicio moral que se hace de ella no tiene
contexto. Sólo puede ser juzgada como ella misma. Hay ciertamente criterios no
morales para juzgar la acción, pero ninguno de ellos puede exigir que se suspen­
da el punto de vista moral en favor de un contexto de superior autoridad. O bien
el contexto tiene también relevancia ética, en cuyo caso considerarlo o desesti­
marlo es un momento intrínseco de la motivación moral, o es irrelevante al res­
pecto. El punto de vista moral no aguanta la relativización que afecte a la orien­
tación de la acción. Cosa distinta es la reflexión ulterior sobre las consecuencias
beneficiosas de las acciones inmorales. En este caso el agente es considerado
posteriormente como puro medio para un fin, y este modo de reflexionar es legí­
timo, pues no «utiliza» al agente, por decirlo con Kant, como medio para un fin,
sino que se limita a reflexionar. Una consideración histórico-filosófica como la
hegeliana es amoral, pero, en la medida en que sea estrictamente retrospectiva y
renuncie a orientar la acción, no es antimoral. La consideración hegeliana refiere
los individuos a un contexto que los abarca, a una totalidad de la que son sólo
partes y para la que son medios. Pero asimismo abstrae de su carácter personal,
que es lo que hace que se substraigan a toda forma de mediatización. «Si quisié­
ramos», dice Hegel en la introducción a la Filosofía de la historia, «[...] conside­
rar a los individuos bajo la categoría de los medios, habría que vacilar en conce­
bir una dimensión suya, aunque supusiera enfrentarse a lo más alto, desde este
punto de vista exclusivamente, porque no es algo subordinado, sino algo divino,
eterno en sí mismo, que está en ellos. Esta dimensión es la moralidad, la eticidad,
la religiosidad»10.
«Este centro íntimo, la región de los derechos de la libertad subjetiva, el ho­
gar del querer, la decisión y el querer, el contenido abstracto de la conciencia, el
recinto en que está encerrado la culpa y el valor del individuo, es inviolable, y

9. Cfr. T omás de A quino, S. Th. I, 18,4 ad 3; I, 18, 11; I, 19,7 ad 3. Cfr. T omás de A quino, La mora­
lidad de la acción (S. Th. I-II q. 18-21). Introducción de R. Spaemann. Traducción y comentario de R. Schön­
berger (Collegia. Philosophische Texte), Weinheim 1990.
i 0. G.W.F. Hegel , Philosophie der Geschichte, ed. Glöckner (Jubiläumsausgabe) Bd. 11, p. 64.

135
PERSONAS

está totalmente apartado del tumulto sonoro de la historia universal y de los cam­
bio, de los externos y temporales tanto como de los que trae consigo la absoluta
necesidad del concepto de libertad»11. Esto significa que la región del ser perso­
nal no es definida por ningún contexto abarcante y que no puede ser privada de
su incondicionalidad por ninguno. Más bien es el ser personal el que constituye
un contexto de aceptación por encima del tiempo y de cualquier contexto histó­
rico. Este Contexto apriórico es esencialmente infinito. Toda persona, tanto si los
demás la conocen como si no, pertenece a él. Los criterios de lo verdadero y de
lo bueno suponen este horizonte infinito. Precisamente porque ni lo verdadero ni
lo bueno se pueden definir por ningún contexto finito, califican en cualquier con­
texto posible a las proposiciones verdaderas y a las acciones buenas. N i lo ver­
dadero ni lo bueno es debilitado por ningún contexto finito. En cambio, las pro­
posiciones y acciones que se agotan en su funcionalidad para un contexto
determinado pierden, por eso precisamente, su calificación, sin que el cambio de
su significación personal se pueda trasladar a cualquier contexto.1

11. Op.cit., p. 68.

136
EL SER DE LOS SUJETOS

Las personas tienen una historia que les permite manifestarse mutuamente
como personas. Las personas son mutuamente personas. Sólo hay personas en
plural. Las personas son por tener, como naturaleza, lo que son. Tener supone
temporalidad. Es apropiación de lo que ya eran. La naturaleza, cuya subsistencia
es la persona, es la naturaleza de un viviente orgánico. Las personas son seres vi­
vos. Las personas anticipan su propia muerte. Todos estos enunciados se han
vuelto ininteligibles en el marco de la renovación de la filosofía realizada por
Descartes, y precisan una «reconstrucción». Las personas son hombres. Pero
Descartes tiene que reconstruir a los hombres con esfuerzo. Él no habla realmen­
te de hombres, sino de sujetos y objetos como substancias esencialmente diferen­
tes, e incluso, inconmensurables. El sujeto, «la cosa pensante», se define por la
conciencia. La cosa pensante no tiene historia, y no se ocupa de si las hay en plu­
ral, aunque, como hemos visto, la posibilidad de semejante pluralidad es la con­
dición de que los sujetos se puedan entender como siendo. En cualquier caso el
cogito no tiene extensión. És sólo autoconciencia instantánea. Todo lo que la
conciencia sabe sobre sus propios contenidos se puede referir sólo al pasado re­
cordado, el cual no es su ser inmediato, sino lo que tiene. Por eso, Descartes la
separa ante todo de sí misma. Descartes separa la tradición, todas las plausibili-
dades, todo el recuerdo, toda esencia a la que la conciencia se pueda referir cuan­
do se refiere a sí misma. El fin de este modo de proceder es la certeza, es decir,
la estabilización del sujeto frente a todo lo que no sea indéntico con él, para des­
pués apropiarse de forma duradera de ello y convertir al «hombre en señor y po­
seedor de la naturaleza»
Precisamente porque Descartes separa la totalidad de la esencia — todo lo
que el hombre es por tenerlo— de la subjetividad y la contrapone a ella, pone de1

1. R. D escartes, Discours de la méthode, 6, Teil. AT VI, 62.

137
PERSONAS

manifiesto el rasgo decisivo de lo que significa el ser personal y, simultáneamen­


te, lo oculta. Lo que dice y lo que pone de manifiesto al decirlo se separan. Tener
la propia naturaleza es definido por Descartes como dominio. El fin del distan-
ciamiento es, por un lado, la definitiva estabilización, como autocerteza, del su­
jeto del dominio, y, por otro, el dominio sobre la naturaleza. La conciencia no de­
viene substancia propia como la conciencia de una persona, pues el ser de las
personas es tener una naturaleza y, en consecuencia, no puede alcanzar la estabi­
lidad autárquica, que era la idea directriz tanto de la filosofía cartesiana como de
la estoica. Leibniz vio todo esto con claridad cuando escribió que el cogito no es
un comienzo autárquico, sino el resultado de una reflexión ulterior, que supone
siempre el primordial varia a me cogitatur2.
De la naturaleza objetiva, entendida como objeto de dominio, forma parte
también la naturaleza propia, tanto la física como la psíquica. También ella per­
tenece, como los instrumentos del dominio de la naturaleza, al mundo exterior.
El propio cuerpo es el primer instrumento de dominio de la naturaleza. Conser­
varlo intacto es el más importante interés humano. En una carta al Marqués de
Newcastle, de 1645, escribía Descartes: «La conservación de la salud ha sido
siempre el fin principal de mis esfuerzos»3. A eso se debe el que la idea de eudai-
monia, o sea, de vida lograda, sea substituido por el de satisfacción. La satisfac­
ción, a diferencia de lo que ocurre con la «bienaventuranza», nos independiza de
todas las condiciones que no están en nuestras manos. «La vida», que puede lo­
grarse o no lograrse, no pertenece según Descartes a la subjetividad cuya autar­
quía está enjuego, sino al mundo objetivo. El concepto de beatitud, beatitudo, es
incluido también en el mundo objetivo y transformado en prototipo de bienestar
humano. «Todas las perfecciones de que es capaz la naturaleza humana» es la
nueva definición4. A ello puede contribuir el individuo cultivando la ciencia, y de
ello puede obtener satisfacción. La racionalidad objetiva dirigida al logro de fi­
nes, por un lado, y la autarquía íntima del sujeto, por otro, son los membra dis­
jecta de la persona irrepetible, para la cual se trata sencillamente de vivir hermo­
samente su vida, delineada en su naturaleza, entre sus semejantes y realizar en
ello un sentido que trasciende toda relevancia biológica.
La crisis del concepto de persona procede del dualismo cartesiano y de la
imposibilidad de pensar la vida dentro de él. Desde Platón, y especialmente des­
de el neoplatonismo, la tríada ser-vida-pensar, ha sido determinante. En ella la
vida era el verdadero conocimiento paradigmático. «La vida es el ser del vivien­
te», escribe Aristóteles5. Sólo podemos pensar el ser de lo no viviente por analo­

2. G.W. L eibniz, Animadversiones, Philosophische Schriften, ed. Gebhardt, Bd. IV, 357.
3. R. D escartes , Carta al Marqués de Newcastle, octubre 1645; en Oeuvres et Lettres, Ed. A. Bri­
doux, París 1953, 1219.
4. R. D escartes, Carta a Elisabeth, 18 de agosto de 1645; en Oeuvres et Lettres, ed. cit., 1199.
5. A ristóteles, De anima II, 4; 415 b 13: «vivere viventibus est esse».

138
EL SER DE LOS SUJETOS

gía con el nuestro. La conciencia es vida plena y elevada. Qui non intelligit no
perfecte vivit sed habet dimium vitae6. El concepto de vida, concepto mediador
que une el ser y la conciencia, sucumbe al veredicto cartesiano de no ser una idea
clara y distinta. Para vivir es preciso dejar de pensar, escribe Descartes a la prin­
cesa Elisabefh7. La historia de la destrucción del concepto de persona es la his­
toria de la destrucción del concepto de vida, la cual, a su vez, está estrechamente
relacionada con la destrucción de la idea de teleología natural.
El primer motivo de esta destrucción procedía de la teología cristiana. Su
argumento anticipó el de muchos autores del siglo XX. Dirigirse a fines signifi­
ca anticipación. La anticipación supone conciencia. Por eso, el fin de la flecha no
está en la flecha, sino en el arquero. Siempre que nos topamos con el fenómeno
de la finalidad, tenemos que buscar al arquero. El hallazgo de estructuras finales
en el mundo se convierte en fundamento de una demostración de la existencia de
Dios, y no sólo en el sentido de Aristóteles, para el que Dios es el fin último, el
telos último, sino en el sentido de que Dios es también el cazador, o el ingeniero,
que ha organizado convenientemente las máquinas. Considerar los fines como
algo inherente a los vivientes, y a éstos como «fines en sí mismos», es conside­
rado desde el siglo XV al XVIII, desde Sturmius a Malebranche, como idolatría
supersticiosa. Todavía Tomás de Aquino entendía la imagen de la flecha de for­
ma análoga y cum grano salis. La creación es distinta a la construcción de una
máquina. Dios, a diferencia de lo que hace el homo faber, funda en lo creado un
telos como telos propio de lo creado. Eso significa que Dios puede crear la vida
como identidad. Pero esto es precisamente lo que a los posteriores no les parece­
rá una idea clara. ¿Qué crea Dios cuando crea vida? ¿Crea cosas que anticipan
una situación futura y, gracias a ello, son activas? En ese caso se trata per defini­
tionem de seres conscientes. ¿O crea cosas que se comportan teleológicamente
sin conocer el fin?
¿Qué otra cosa puede significar esto sino que son máquinas? Aristóteles ha­
bía usado el ejemplo del flautista que toca sin reflexionar. Pero podemos pregun­
tar, ¿cómo ha penetrado el arte en el flautista? Si interpretamos la vida a partir
del paradigma de la vida consciente, y después le substraemos la conciencia,
¿qué hemos ganado? ¿No somos otra vez tan ignorantes como antes?
No lo somos, pues la vida consciente no es primero consciente de sí como
conciencia, sino como vida, y eso significa como impulso, del cual es propio
existir antes de ser consciente, para, posteriormente, tomar conciencia de sí mis­
mo. Per definitionem no podemos saber qué significa tener hambre inconsciente­
mente. Y sin embargo, cuando somos conscientes del hambre, sabemos que el
hambre consciente es sólo la continuación intensificada del hambre previamente
no consciente.

6. T omäs de A quino, In Et. Arist. ad Nie., lib. IX, lectio 11, nr. 1902.
7. R. D escartes, Carta a Elisabeth, de 28 de junio de 1643; en Oeuvres et Lettres, ed. cit., 1157.

139
PERSONAS

Con ello se abre para Descartes un abismo insalvable. Como consciente, el


instinto pertenece a la res cogitans; como no consciente, es exclusivamente la in­
terpretación inadmisible de un proceso mecánico. No hay continuidad de uno a
otro. Ciertamente,, como Leibniz vio, esta continuidad es muy importante cuan­
do está enjuego lo que llamamos «personas». Cuando la idea de vida se vuelve
impensable, se vuelve impensable asimismo a fortiori la idea de persona, pues
las personas son seres vivos. La identidad de una persona es la identidad de un
ser vivo. Cuando la conciencia y la materia se definen independientemente la una
de la otra y se contraponen entre sí como esferas inconmensurables, se separan
los criterios de identidad de los hombres y las personas.

III

Eso es lo que John Locke vio y formuló por primera vez de forma ejemplar.
Las discusiones sobre el concepto de persona en el ámbito anglosajón, que han
tenido lugar en los últimos años y que está unidas con los nombres de Derek Par-
fit y, a conveniente distancia, de Peter Singer, se fundan inmediatamente en las
ideas de Locke. Uno puede sorprenderse de este largo «tiempo de incubación».
Supuestamente el causante del retraso fue Kant. Locke trató el tema en el capítu­
lo 17 del Tratado sobre el entendimiento humano. En él presenta la génesis de
los conceptos «identidad» y «diferencia». No se trata del principio de identidad
de la lógica, o sea, de la tautología A=A, sino del problema de reidentificar una
entidad cuando ha pasado el tiempo. Las cosas que se hallan en distintos lugares
al mismo tiempo son distintas. Las cosas que en diferentes momentos se hallan
en sitios distintos pueden ser distintas o idénticas; Son idénticas si tienen un úni­
co comienzo que no tienen en común con ninguna otra cosa8. Pero ¿no puede
«algo» en el curso del tiempo cambiar de tal manera que, a pesar del comienzo
común, no sea la misma identidad? Contra esto se puede objetar que, en ese caso,
las dos entidades no tienen el mismo comienzo. Si una entidad reemplaza a otra,
se trata de un nuevo comienzo. Pero esta objeción no es definitiva, pues determi­
nar si se trata de un nuevo comienzo, es algo que sólo se puede determinar cuan­
do sepamos si se trata de una nueva entidad. Por tanto, no es el comienzo nuevo
o el común lo que permite decidir la cuestión. Sin embargo, Locke no piensa de
hecho en entidades que trasciendan el tiempo. El principio empirista, que sólo
acepta como ontologicamente originarios los datos atómicos de los sentidos, y
que considera toda síntesis como ingrediente constructivo del contemplador, no
permite pensar la identidad como unidad abarcante de un proceso de movimien­
to. Locke escribe: «Sólo de cosas cuya existencia consiste en una sucesión, por
ejemplo de actividades de los seres finitos como el movimiento y el pensar, que

8. J. L ocke, An Essay on Human Understanding II, 27, § 1.

140
EL SER DE LOS SUJETOS

consisten en una sucesión continua, no puede haber, en lo que atañe a su diferen­


cia, ninguna duda. La razón está en que, como cada una de estas actividades ter­
mina en el momento en que comienzan, no son cosas que puedan existir en dis­
tintos lugares en distintos momentos. Los seres que tienen continuidad sí pueden
encontrarse en distintos lugares en diferentes momentos. Sin embargo, las ideas
y los moviiñientos no pueden ser nunca idénticos (consigo), pues la existencia de
cada una de sus partes comienza en un momento distinto»9. Cuando Locke escri­
be que todo movimiento termina en el momento en que comienza, no piensa el
movimiento como Aristóteles, como «acto de lo posible»101, sino en el sentido de
su reconstrucción matemática mediante el cálculo infinitesimal, es decir, no pien­
sa en él como movimiento, sino como sucesión de sucesos discretos infinitamen­
te breves, cada uno de los cuales se halla en un lugar concreto en un momento
determinado. El movimiento como movimiento es inaccesible, como sabía Aris­
tóteles, al tratamiento matemático. Leibniz, que descubrió este método de tratar­
lo, también lo sabía. El movimiento sólo se puede concebir con ayuda de concep­
tos como potencia y anticipación, que proceden de la esfera de la acción.
Considerar una cosa como movida significa dejar sin determinar su lugar exacto
en un momento determinado. Locke invierte la cosa. Locke no entiende el movi­
miento a partir de la acción, sino la acción a partir del movimiento, y éste a par­
tir de la ficción de unos datos de los sentidos objetivos y discretos ". De ese modo
disuelve su unidad en una sucesión de infinitos sucesos separados e instantáne­
os. Algo movido sólo puede ser idéntico consigo si en sí mismo no es movido, o
sea, si es inalterable. Y, para Locke, esto sólo es posible, por su absoluta simpli­
cidad, en el caso de los átomos.
Con ello desaparece el ser del viviente. La vida es movimiento, aquel m o­
vimiento en el que se basan nuestras acciones. Si la vida es el ser del viviente, no
existe este ser. Solamente hay situaciones discretas y separadas de organismos.
La vida no es, pues, el ser de estos organismos. La invarianza de una estructura,
que permanece invariable con el intercambio de partes materiales, es lo único
que constituye su identidad. Las máquinas poseen también una estructura de ese
tipo. Lo único que distingue a los animales de las máquinas es el hecho de que
las máquinas sólo se ponen en marcha cuando los dispositivos están terminados,
mientras que en los animales la organización teleológica y el movimiento co­
mienzan simultáneamente. Por lo que se refiere a la persona, no hay diferencia,
escribe Locke, entre entender su unidad como la de una máquina o como la de un
ser animado.
És preciso tener presente estas ideas para entender el nuevo concepto de
persona de Locke. Si la vida no es el ser del viviente, el ser de la persona no pue­

9. Ibid., § 2.
10. Cfr. A r i s t ó t e l e s , Física III, 3.
11. J. Locke, op. cit., § 5.

141
PERSONAS

de ser idéntico a la vida de un hombre. «Persona, hombre y substancia son deno­


minaciones para designar tres ideas distintas»l2. Las condiciones de identidad de
los hombres y de las personas no son las mismas. La definición que Locke da de
persona no tiene, en principio, nada extraño y parece sumarse a la definición tra­
dicional de Boecio: «A mi juicio, la palabra persona designa a un ser pensante e
inteligente que posee razón y reflexióh y puede reflexionar sobre sí mismo. Eso
significa que se considera a sí mismo como la misma cosa que piensa en distin­
tos momentos y diferentes lugares»13. Es la conciencia, continúa, lo que hace
aquello que cada cual llama su ser, y es asimismo aquello por lo que se distingue
de los demás seres pensantes. La identidad de la persona es la invariabilidad de
un ser racional.
La ruptura con la concepción clásica de la persona se pone de manifiesto te­
niendo en cuenta el cambio de dos premisas de esta concepción. La primera es la
atomización del movimiento, y con ella, la de la idea de vida y la de la idea de
pensamiento. La vida no puede ser ya el ser del viviente y el pensamiento no
puede ser la culminación de la vida. El segundo cambio es el abandono del con­
cepto de potencia. Si las personas son seres pensantes, tienen que ser siempre en­
tidades actualmente pesantes. No lo son, por tanto, los hombres dormidos o in­
conscientes, y tampoco todos los hombres en tanto que miembros de una especie
cuyos ejemplares adultos normales tienen conciencia y autoconciencia. En la au-
toconciencia actual el ser vivo no toma conciencia de su identidad, sino que, ante
todo, se manifiesta su identidad como identidad personal. «La conciencia», es­
cribe Locke, «reúne las acciones separadas en una y la misma persona»1415.Todas
las acciones reunidas en una conciencia (pero sólo ellas) son acciones de esa per­
sona. «Hasta donde retrospectivamente la conciencia se pueda extender, a los he­
chos y pensamientos pasados a los que alcance, se extiende la identidad de una
persona»,5. Para Locke, como hemos visto, las acciones forman una cadena de
sucesos discretos e instantáneos. Las personas también son sucesos instantáneos
de ese tipo, o sea, estados de conciencia instantáneos, cuya peculiaridad consiste
en haber heredado el contenido de estados de conciencia anteriores, es decir, re­
cordarlos, en concreto como sus propios estados de conciencia, con los que la
conciencia actual se une formando la unidad de una persona. «Lo que posee con­
ciencia de acciones presentes y futuras es la persona, a la que ambas pertene­
cen» 16. Identidad de la conciencia no es, pues, sino conciencia de la identidad.
Thomas Reid ha llamado la atención sobre las consecuencias contraintuiti­
vas de esta idea. Reid narra la historia de un general que adquirió fama por una

12. Ibid., § 7.
13. Ibid., §9 .
14. Ibid., § 10.
15. Ibid., §9 .
16. Ibid.,§ 16.

142
EL SER DE LOS SUJETOS

valerosa acción bélica. El general se acuerda, naturalmenta de ella. Lo que no re­


cuerda es el acontecimiento que sirvió de base a la hazaña, a saber, la humilla­
ción que sufrió siendo niño y que borró definitivamente con la gesta. ¿Cómo pue­
de ser este hombre, se pregunta Reid, la misma persona que realizó la acción
heroica, si no es al mismo tiempo la persona que sufrió la humillación como
compensación de la cual fue pensada la hazaña? Llamemos a los tres estadios de
este hombre A, B y C. Como C, el hombre se acuerda de B, y se identifica con él.
Siendo B se acordaba de A, y sabía que era el mismo en ambas situaciones.
¿Cómo puede ser C idéntico a B si no es idéntico a aquello a lo que B, según el
testimonio del recuerdo, era idéntico, o sea, a A? Hay indudablemente una con­
tinuidad de la conciencia que no es conciencia de la continuidad. El solapamien-
to parcial sólo es verificable desde fuera, pero a la conciencia no le es dado. Lo
continuo tiene evidentemente el carácter de una identidad idéntica consigo que
es más que mera conciencia. Reid escribe: «Mi identidad personal implica la
existencia continua de esta cosa individual que denomino mi yo. Sea este yo lo
que sea, es algo que piensa, reflexiona, opta, actúa, sufre. Yo no soy una idea, no
soy una acción, no soy un sentimiento. Yo soy algo que piensa, actúa y siente»,7.
Leibniz percibió, inmediatamente después de leer el Tratado de Locke, la
conexión entre la definición de persona como un fenómeno consciente y la re­
nuncia a la idea de vida. «Si el hombre fuera una máquina con conciencia», es­
cribe en sus Nouveaux Essais, compartiría su opinión, señor, pero estimo que eso
es im posible»1718. Leibniz considera determinante el problema que Locke había
desdeñado como irrelevante. Si la conciencia es el volver en sí de un ser con au­
téntica identidad — y eso sólo lo es un viviente— el yo al que la autoconciencia
se refiere no se define como autocienciencia, sino que es precisamente este ser
vivo. Entre las percepciones inconscientes de este ser y su apercepción conscien­
te existe continuidad.
Podemos designar a Leibniz como el descubridor de lo inconsciente. Lla­
mamos inconscientes a aquellos fenómenos de un viviente que no son conscien­
tes, pero que pueden serlo, si bien no en el sentido de una posible percepción ex­
terior, como cuando nos tomamos con una mano el pulso en la muñeca de la otra,
sino de manera que estos fenómenos puedan ingresar inmediatamente en nuestra
conciencia. En virtud de esta continuidad, la continuidad del hombre vivo es la
continuidad de la persona. Es la misma persona la que se percibe y la que es per­
cibida desde fuera, e igualmente como persona. Leibniz aduce al respecto la ob­
jetividad de la esfera jurídica y pone como ejemplo la propiedad. La propiedad

17. Th. R e i d , Essays on the Intellectual Powers o f Man (1785), Ed. B . B r o d y , London/Cambridge
(Mass.) 1969, 357 y ss. Un argumente parecido se encuentra en G. B e r k e l e y , Alciphron, or The Minute Phi­
losopher ( 1732).
18. G.W. L e i b n i z , Nouveaux Essais sur l 'Entendement. Philosophische Schriften, Ed. Gebhardt, Bd.
V, 219.

143
PERSONAS

es una dimensión esencial de la persona. A diferencia de lo que ocurre con la po­


sesión meramente fáctica, de la que los animales también disponen, la propiedad
es una relación espiritual, de la que forma parte esencialmente la recíproca acep­
tación. Por ello precisamente esta relación es independiente de la respectiva con­
ciencia actual del propietario. Puede haber olvidado lo que le pertenece. Puede
ser otro el que le demuestre que algo es propiedad suya, mostrándole, por ejem­
plo, un contrato de venta o la inscripción en el registro de la propiedad.
Si ser persona fuera un fenómeno consciente, el recuerdo de la persona no
podría ser corregido desde fuera. El elogio y la censura, el premio y el castigo,
no podrían aplicarse a un hombre vivo, sino a una conciencia que se sintiera cul­
pable o digna de mérito. La esperanza de premio o castigo, argumenta Locke,
puede motivar exclusivamente a una autoconciencia. La probabilidad de un su­
frimiento cualquiera no despertaría temor en nosotros si sólo fuera afectado por
él el viviente que ahora somos, y que en el futuro tal vez no seamos, como ocurri­
ría, según Locke, en el caso de que la conciencia del ser futuro no estuviera vin­
culada con nuestra autoconciencia presente gracias a la continuidad del recuerdo.
En el caso — así podríamos modificar la idea— de que alguien nos dijera que el
hombre que somos sufrirá terribles dolores durante una operación, pero que
la anestesia impedirá la continuidad de la conciencia, y especialmente el recuer­
do del dolor tras despertar de la anestesia, ¿tendríamos miedo? Derek Parfit ha
llevado reflexiones de este tipo hasta regiones fantásticas, aunque ha admitido re­
alistamente que, a pesar de todo, tendríamos miedo. Gomo fiel discípulo de Loc­
ke se esfuerza por mostrar que este temor no tiene fundamento y que es irracio­
nal. Sencillamente no es la misma persona, escribe, la que ahora sufre y la que
después no se acuerda del sufrimiento19. Algo semejante afirmaba Locke: «Es in­
dudable que el Sócrates dormido y el Sócrates despierto no son la misma perso­
na»20. Por eso, el miedo a volverse loco, carece para él también de fundamento,
pues el loco sería una persona distinta de la que ahora tiene miedo.

III

Las consecuencias de esta concepción de Locke las extrajo David Hume. Al


capítulo sobre la inmaterialidad del alma del Tratado sobre la naturaleza huma­
na se une otro «Sobre la personal identidad», que retoma el tema de Locke. En
el capítulo sobre el alma se elimina la idea cartesiana de res cogitans, de substan­
cia pensante. No sólo es superflua, sino además incomprensible, puesto que la
idea de substancia, también de substancia material, es incomprensible. No hay
impresiones sensibles de las que derive esa idea. Todas nuestras percepciones

19. Cfr. D. Parfit, Reasons and Persons, ed. cit.


20. J. L o c k e , op. cit., § 18.

144
EL SER DE LOS SUJETOS

son distintas y distinguibles unas de otras. Nosotros las unimos sincrónica y dia-
crónicamente, y, apoyándonos en observaciones, llegamos al conocimiento de
uniones constantes. N o hay razón para pensar con este fin una substancia en el
que las percepciones inhieran. «Nosotros unimos», dice Hume. ¿Quién es este
«nosotros»? ¿No podemos, si renunciamos aúna substancia en las que las cuali­
dades inhieran, renunciar también a un sujeto que una las representaciones? ¿No
son las representaciones que yo uno, desde el principio, mis representaciones, las
cuales se distinguen de las representaciones de otro, que yo no puedo unir por no
serme accesibles? ¿Qué significan mis representaciones? Hume discute este pro­
blema en el capítulo sobre la identidad personal.
¿Hay una representación que se corresponda con el «yo» que supuestamen­
te persevera en todas las percepciones? Hume responde: no. Lo único que hay
son percepciones. El yo no es una percepción. Aparte de algunos metafísicos,
«que creen gozar de un yo», los demás hombres son solamente «un haz o una
reunión de percepciones», que se suceden con gran rapidez21. La misma concien­
cia instantánea es un conjuto de diferentes percepciones. La identidad es una re­
presentación que resulta de tres clases de relaciones: semejanza, contigüidad y
causalidad. Las relaciones no son nada real. N o se corresponden con ninguna
percepción. Tampoco hay una relación entre percepciones, sino tan sólo de la re­
presentación de una relación. Surge cuando reflexionamos sobre las percepcio­
nes. La persona es una relación de ese tipo, una relación meramente representa­
da. La base de la representación es el recuerdo. El recuerdo es, según Hume, la
«fuente de la identidad personal». Nada distinto de lo que dice Locke.
Sin embargo, el «débil» concepto de identidad permite a Hume, a diferen­
cia de lo que ocurría en el caso de Locke, ensanchar, mediante deducciones cau­
sales, la identidad más allá de lo recordado. Ciertamente las relaciones causales,
como todas las relaciones, son sólo ficciones. Pero con ayuda de estas ficciones
podemos reconstruir un pasado del que ni siquiera nosotros nos acordamos inme­
diatamente. Asimismo podemos servimos de lo que los demás nos cuentan sobre
nosotros para conocemos a nosotros mismos. D e ahí que Hume, después de ha­
ber declarado que es una ficción, acerque el concepto de persona al common sen-
se. La identidad de la persona es un problema tan convencional como el de la
identidad de la nave de Teseo, cuyos tablones fueron cambiados sin excepción a
lo largo del tiempo. La disputa sobre la identidad numérica, se dice al final del
capítulo, es una disputa de palabras, y la disputa sobre la identidad personal «es
más un .problema gramatical que filosófico»22.
Hume añadió posteriormente al Tratado, con su característica ingenuidad,
una breve Retractatio, que radicaliza todavía más el resultado escéptico y expre-

21. D. Hume, A Treatise O f Human Nature, Book I, part IV, sect. VI.
22. Ibid.

145
PERSONAS

sa la propia perplejidad sobre el tema. ¿Qué significa unir representaciones? Las


representaciones cuyos objetos son distintos pueden permanecer separadas. No
podemos conocer las relaciones reales entre algo que exista separadamente. Las
representaciones no incluyen en sí una estructura de remitencia. Son tan extrañas
a nosotros como las cosas exteriores. La interpretación que les damos es siempre
un añadido posterior que no tiene nada que ver con ellas mismas, pues el que
sean siempre mis representaciones, supone un significado de la palabra «mío».
Supone que el ser de las percepciones consiste en ser tenidas por una persona, su­
puesto que rompe la decisión previa del empirismo. La identidad personal, para
ser real, tendría que ser ella misma una percepción. La unión de esta percepción
con las demás, no obstante, liaría aparecer de nuevo el problema. Si las propias
relaciones fueran entidades distintas, surgiría la pregunta sobre la relación entre
una cosa y la que se relaciona con ella, y así sucesivamente hasta el infinito. Si el
tener no es el ser de la persona, sino que como percepción pertenece ella misma
a lo tenido, nos quedamos a oscuras.
Como es natural, cuando habla sobre estas cosas, Hume no puede arreglár­
selas sin la representación de un sujeto de las representaciones, de un sujeto que
une e interpreta sus representaciones. En ese caso habla de «espíritu», o utiliza la
imagen del teatro en el que las representaciones tienen lugar. Pero estos concep­
tos son, por así decir, escaleras que arrojamos después de haberlas usado. Esta fa­
mosa metáfora de Wittgenstein es, no obstante, problemática. En el pensamien­
to, arriba y abajo se distinguen sólo gracias a la escalera por la que se asciende.
Si la retiramos, desaparece la diferencia, y descubrimos que estamos de nuevo
abajo. El resultado de Hume es también una capitulación: «La identidad perso­
nal es una tarea demasiado dura para m í»23.
Si no se está dispuesto a abandonar las premisas, la tarea no es sólo muy
dura, sino per definitionem insoluble. La premisa central es la de que las percep­
ciones y representaciones existen independientemente de su enlace y que sólo
posteriormente se unen entre sí de acuerdo con la semejanza, la contigüidad y la
causalidad. Además, que la causalidad supone la semejanza. Cuando lo semejan­
te sigue repetidamente a lo semejante, llamamos a lo anterior causa y a lo poste­
rior efecto. Pero ¿qué significa «anterior» y «posterior»? ¿Qué significa «suceder-
se»? La unión temporal está evidentemente dada de antemano. ¿Cómo se forma
la representación del tiempo? Según Hume, gracias a que los cambios son expe­
rimentados. Pero ¿cómo pueden ser experimentados los cambios si sólo hay re­
presentaciones aisladas? La experiencia del tiempo supone el recuerdo. Sin em­
bargo, para Hume, el recuerdo es la reproducción debilitada de representaciones
anteriores. Se muestran como anteriores porque son más débiles. Esto es dudo­
so. Impresiones presentes causales pueden ser más débiles que impresiones fuer­

23. Ibid., Appendix.

146
EL SER DE LOS SUJETOS

tes recordadas. Pero, ante todo, el que sean más débiles no define el que sean an­
teriores. Esto queda excluido jorque las impresiones presentes, en tanto que an­
teriores, tienen que ser más débiles que las que se espera tener en el futuro, lo
cual contradice sin dúda la concepción de Hume. La verdad es que la experien­
cia del cambio no tiene nada que ver con la diferencia de intensidad. Lo decisivo
del recuerdo es que las representaciones anteriores son reproducidas como ante­
riores. De otro modo, el cambio de una representación en relación con otra no se
podría experimentar en modo alguno como cambio. Si el recuerdo ha de ser equi­
valente a la constitución de la persona, esta constitución es equivalente al origen
del tiempo como un orden de antes y después. Esta constitución es, como hemos
visto ya, la condición de la unidad entre distancia de sí y apropiación de sí que
constituye el ser de la persona. La síntesis de antes y después se halla en la base
de las posteriores síntesis. No es un «ingrediente» de nuestras percepciones ató­
micas, sino que éstas se presentan desde el principio como percepciones que se
siguen temporalmente unas a otras. Al referimos, mediante el recuerdo, a repre­
sentaciones pasadas, nos trascendemos a nosotros mismos. La razón está en que
el recuerdo de representaciones pasadas tiene que ser necesariamente algo distin­
to que la representación presente de representaciones. Es representación de re­
presentaciones que una vez fueron reales. Con motivo o sin él nos «fiamos de la
memoria». La seguridad del recuerdo no es un contenido de certeza inmediata.
Sin embargo, la idea de que el recuerdo podría engañar supone que es más que la
mera representación de representaciones, que como tal es lo que es y no podría
engañar. Pero para poder apropiamos de nosotros como personas mediante el re­
cuerdo, tendríamos que «salir de nosotros». Y esto precisamente es lo que, según
Hume, no es posible: We never really advance a step beyond ourselves24.
Hume escribe esto en conexión con el problema del realismo, es decir, del
problema de la existencia exterior de las cosas. Hume busca la idea de una exis­
tencia semejante, y no la encuentra. La existencia no es, como después dirá Kant,
«un predicado real», o sea, objetivo25. Para entender lo que queremos decir con
su afirmación, tenemos que hacer exactamente aquello que, según Hume, no po­
demos hacer: advance beyond ourselves. La única respuesta que le queda a
Hume es la de que la idea de existencia de una cosa allende nuestra percepción
de ella no es más que un determinado grado de intensidad de la idea de esta cosa.
Distinguir las representaciones pasadas, que hemos tenido realmente y que recor­
damos, de los recuerdos meramente imaginados sólo puede significar que distin­
guimos las representaciones más intensas de las menos intensa^. En cualquier
caso, cuando hablamos de realidad de representaciones pasadas, se trata en el
fondo exclusivamente de la presente conciencia instantánea de algo así como un
pasado. Hume tampoco tiene en consideración, por ejemplo, que otra persona

24. Ibid., Book I, Part II, sect. VI.


25. I. K ant, Der einzig mögliche Beweisgrund zu einer demonstration des Daseins Gottes, ed. cit.

147
PERSONAS

puede informar también sobre una representación pasada de la que yo, por mi
parte, he informado. El solipsismo es simultáneamente «instantaneismo». El re­
chazo de la idea de trascendencia del sujeto implica el rechazo de la realidad del
tiempo y hace imposible la idea de identidad personal como autoobjetivación.
Sin embargo, esto significa que la idea de identidad personal es incompati­
ble con el ideal cartesiano de certeza como inmediato estar consigo. La verdad
en sentido no trivial estriba siempre en «fiarse» de algo, de alguien o de sí m is­
mo. La idea de persona es la idea de un ser que se puede fiar porque lo tiene. No
es casual que Leibniz, que defendió el concepto de persona frente a Locke, con­
sidere el ideal de certeza como e l proton pseudos de la filosofía cartesiana. He-
gel lo recogió posteriormente en la fórmula: «lo que se denomina miedo al error
se manifiesta más bien como miedo a la verdad»26.

26. G.W.F. Hegel, Phänomenologie des Geistes, ed. cit., p. 69.


ALMAS

Hablar de personas es usual. Hablar de las almas ha caldo en descrédito. El


materialismo, tanto el reduccionista como el no reduccionista, intenta suprimir
las almas y trata de mostrar que las situaciones y actividades que se les atribuyen
son fisiológicas. La teología cristiana renuncia más o menos claramente a defen­
der el alma. Por un lado, no quiere contraer obligaciones ontológicas que la apar­
ten de las de sus contemporáneos. La Teología se inclina hoy día cada vez más
hacia un oportunismo justificado pastoralmente a costa tanto de su carácter cien­
tífico como de su substancia religiosa. Por otro lado, no quisiera obscurecer la
noticia específicamente evangélica sobre la resurrección de la carne con doctri­
nas filosóficas sobre la inmortalidad. La pregunta acerca de si se puede pensar la
identidad del cuerpo resucitado con el cuerpo terrenal de otra forma que media­
da por la continuidad de un alma apenas se plantea.
El precario estatuto filosófico del alma se debe, ante todo, a la hipostatiza-
ción, realizada por Descartes, de una substancia intelectual independiente, que
está unida de un modo difícil de explicar con una substancia corporal, y con la
que debe constituir al hombre. Kant criticó como «paralogismo», y con argu­
mentos decisivos, la idea de semejante substancia intelectual. Esta crítica, junto
con el argumento de Hume referido a la imposibilidad de experimentar una subs­
tancia así, ha privado de respetabilidad a la actitud de perseverar en ella dentro
de la filosofía. Kant la reemplazó por la «apercepción trascendental», por el «yo
pienso, que tiene que poder acompañar a todas mi representaciones»'. Este «yo»
es irrenunciable para la constitución de la conciencia, sin que ello signifique que
hubiera que imputar a su función transcendental el estatuto ontológico de una en­
tidad independiente. La interpretación ontológica puede ser sustituida por otra te-
órico-sistémica: la emergencia de una conciencia del yo como la forma más es-1

1. I. K ant , Kritik der reinen Vernunft, B 1 3 1 .

149
PERSONAS

tricta de establecer la diferencia dentro-fuera constitutiva de las creaciones sisté-


micas.
Esta forma no es la más estable. En ella se pone de manifiesto la dialéctica
del cambio repentino característica de la lógica de los extremos. La delimitación
definitiva de lo interior y lo exterior no se produce con la autoconciencia, sino
mucho antes, con lo que llamamos «instinto». Gracias al instinto es interrumpi­
da la continuidad material que podría relativizar la diferencia dentro-fuera. Con
la aparición del instinto la identidad de un sistema deviene ontológica, o sea,
identidad de una susbtancia en sentido aristotélico. El sistema que se constituye
mediante el instinto ya no se puede inteipretar como sistema exclusivamente
desde fuera, relativamente a la perspectiva de un observador. En cambio, la con­
ciencia del yo, que parece confirmar esta diferencia reflexionando sobre ella,
la suprime de algún modo. Está por encima de ella. Como conciencia es partici­
pación en una estructura supraindMdual mediada lingüísticamente, lo cual sig­
nifica intersubjetivamente. El contenido de sus actos intencionales no está rela­
cionado ontológicamente con los sujetos individuales, sino con algo como la
conciencia en general. «Dentro» no son ideas por su contenido, sino por ser ex­
perimentadas, es decir, por estar ancladas en la estructura vital. Pero, cuando se
reflexiona sobre los pensamientos como pensamientos, es decir, sobre sus con­
tenidos, los pensamientos parecen ser indiferentes frente a los sujetos que los
piensan. El sujeto de la intencionalidad constitutiva del mundo no es, ni para
Kant ni para Husserl, una persona individual, sino un «ego trascendental», que
no es individual. El ego trascendental procede exactamente así: como yo puro,
que separa de sí todo lo cualitativo, no se puede distinguir lingüísticamente de
otros «yoes». En la medida en que la persona expresa este punto extremo de su
individualidad dice algo que no es, en absoluto, distintivo e individual, a saber:
«yo». Este vocablo adquiere la fuerza para distinguir a alguien de otro exclusi­
vamente en el contexto intersubjetivo de un lenguaje, como todas las expresio­
nes lexicales.
La inefable sensación de expresar con «yo» algo singular, pero por su sin­
gularidad inefable e incomunicable, es una de las fuentes más importantes de la
religión. La razón está en que la convicción de la realidad de algo que a nadie se
le puede dar objetivamente es una convicción religiosa, a saber, la convicción de
que «Dios ve en lo oculto»2. La idea de que «el vértice del alma» toca a la divi­
nidad es una experiencia que goza de diferentes interpretaciones en las distintas
religiones y, en consecuencia, es vivida de formas distintas. Una de ellas es la
identidad inmediata de la persona con el fundamento de todo ser. Pero esto sig­
nifica que, en el vértice mencionado, el yo, la individualidad, desaparece «como
las gotas en el mar». Esta experiencia encuentra su expresión en la mística budis­

2. Mt. 6,6.

150
ALMAS

ta y, además de en ella, en Schopenhauer, por ejemplo. El Meister Eckhardt dice:.


«Hay algo en el alma, que, si el alma constara enteramente de ello, eso significa­
ría que el alma sería D ios»3· Ésta es la prudente expresión de un místico cristia­
no, pero no específicamente cristiano. La interpretación específicamente cristia­
na de esta experiencia sigue otra dirección, en concreto una que lleva a vivenciar
precisamente en la dimensión religioso-metafísica de la experiencia del yo una
confirmación absoluta de la singularidad de toda persona. Los nombres con los
que; es nombrada la persona significan ese ser singular, pero no pueden decir lo
que significan. Ningún nombre es esencialmente único, y nuestro acceso a una
persona está siempre mediado cualitativamente. A pesar de la univocidad de
nuestra intención, no conocemos, de hecho, realmente a alguien, sino sólo a «al­
guien determinado», o sea, a un hombre al que, en principio, podríamos confun­
dir. Lo que el hombre «toca» cuando, en la conciencia del yo, toca la divinidad,
no es un mar en el que él desaparece como individualidad, sino el lugar en el que
se piensa inconfundiblemente el hombre que es y como el hombre que es. Esto
se expresa en la metáfora bíblica del nombre que cada uno tiene y que sólo Dios
conoce. Esta interpretación «personalista» se halla estrechamente conectada con
la comprensión del propio Absoluto como comunidad trinitaria de personas.
La experiencia del espíritu como sujeto de actos intencionales y como yo
«más allá de la esencia» — epekeina tes usías— , es decir, más allá de toda deter­
minación cualitativa, no es la experiencia de lo que entendemos por «alma». La
identificación cartesiana de la res cogitans con el alma tuvo graves consecuen­
cias para el concepto de alma. De hecho, Descartes no usó en absoluto el concep­
to clásico de alma. En la tradición aristotélica el alma era la «forma», es decir, el
principio de los organismos vivos. Descartes desconoce la existencia de semejan­
te principio, puesto que los organismos vivos son máquinas. Para la conciencia,
que existe «en» estas máquinas de una forma difícil de entender, utiliza el térmi­
no, que ha quedado desocupado, de «alma», que de ese modo se convierte en una
entidad propia.

II

El que esto fuera posible tiene un antecedente. Aristóteles había hecho un


corte ontológicamente radical entre alma y espíritu. D ios es para él puro espíri­
tu, pero el ser del espíritu es vida. Alma, en cambio, es el principio de una forma
baja de vida, a saber, de la vida de los cuerpos materiales4. Hay una clase de se­
res animados que también poseen espíritu, a saber: los hombres. Su espíritu no
se puede entender como cualidad de su alma. El alma es el principio de la vida

3. Meister E ckhardt, «Predigt» 14, en Deutsche Predigten und Traktate, ed. cit., 221.
4 . A ristoteles, De anima II, 1; 4 12 a 20.

151
PERSONAS

esencialmente egocéntrico y teleológico, es decir, instintivo. El alma constituye


una substancia separada de toda otra realidad. El espíritu, cuando se piensa a la
luz de lo general y eterno, está por encima de la diferencia dentro-fuera consti­
tuida por el alma. Es participación en lo divino. Pero, al mismo tiempo, es el
principio que orienta nuestra vida. Para ello el alma tiene que ser dispuesta ade­
cuadamente. Esta disposición para obrar conforme a la razón se llama «virtud».
Pero cuando la razón está en su propio elemento, deja rezagada a la virtud. «No
es propiamente humana» 5. Uno recuerda la proposición del Meister Eckhardt ci­
tada más arriba.
Bajo la influencia del cristianismo desapareció la oposición entre alma y es­
píritu. La propia vida humana debe hacerse «divina». Para ello hay dos momen­
tos principales. Ambos están relacionados con el «descubrimiento de la persona»
ya expuesto y con el concepto, decisivo en este contexto, de «corazón». El espí­
ritu es per definitionem la facultad y el lugar de la verdad, de la participación en
lo divino. La tendencia instintiva y egocéntrica opuesta al espíritu se llama en el
lenguaje del Nuevo Testamento «carne». Pero el lugar donde se decide entre el
espíritu y la carne, el lugar donde se decide si el espíritu no se queda en espíritu,
sino que llega a ser la realidad determinante del hombre, es el «corazón». El acto
del corazón, cuando se expone a la «luz», es decir, al espíritu, se llama amor. Y
el primer mandaíniento del cristianismo, como del judaismo, dice así: «Amarás
al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con todo tu ánimo, con todas tus fuer­
zas» 6. Con todo el corazón, con todo el ánimo, con todas las fuerzas significa
conversión del vivir, del sentir y del querer, es decir, del alma. El corazón es lo
que convierte el alma del hombre en alma espiritual. El amor es el acto específi­
co del alma espiritual, o sea, del aliña personal. Esa es la razón por la que el aris-
totelismo medieval hablaba de un alma humana que cumplía simultáneamente
funciones vegetativas, animales e intelectuales — es decir, inmateriales— y que,
en la medida en que desempeña tales funciones, es espíritu7.
El segundo motivo para superar la oposición entre alma y espíritu fue el in­
terés en la individualidad del espíritu, por un lado, y en la espiritualidad, y con­
siguientemente inmortalidad, del alma individual, por otro. Para la tradición aris­
totélica el principio de individuación de una forma era la materia, es decir,
espacio y tiempo. El espíritu humano es inmaterial, y eso significa que no es in­
dividual por sí mismo. Y, de hecho, los contenidos de los actos espirituales no
son ontológicamente relativos a una perspectiva particular, condicionada por los
intereses, de los seres vivos. D e ahí que Averroes, el aristotélico árabe, enseñara
que el mtelecto, que según su esencia es inmortal, no debe ser entendido como
intelecto individual. Según Averroes, el individuo humano muere como cualquier

5. A r i s t ó t e l e s , Ética a Nicómaco 1177b 26.


6. Le. 10,27; par. Mt. 22,37. Me. 12,30. (Dt. 6,5, Lev. 19,18).
7. Cfr. T omás d e A quino, S. Th. 1 , 4 2,2.

152
ALMAS

otro ser animado. Su intelecto, una vez liberado de la materia, su principio de in­
dividuación, se identifica de nuevo con el intelecto de todos los demás hombres,
pues hay exclusivamente un único intelecto humano.
A esta idea hicieron frente, con una pasión poco común, los aristotélicos
cristianos, especialmente Santo Tomás de Aquino, y se opusieron a la tesis de
que el intelecto humano, como intelecto individual, sea mortal. El alma humana
individual, individuada por la materia, no existe como una especie del alma ani­
mal, más acá o por debajo del intelecto. El alma humana es esencialmente un
alma espiritual, es decir, espíritu, que es principio de la vida material y diferen­
cia desde sí las funciones animales y vegetativas. Por eso, el alma humana ente­
ra participa de la inmortalidad del espíritu. Separadas del cuerpo, las funciones
materiales, desde la nutrición hasta la percepción sensible, permanecen «laten­
tes», por así decir, hasta la «resurrección de la carne»8.
El Concilio de Constantinopla se guió por un motivo similar cuando insis­
tió en la unidad del alma y el intelecto. En esta ocasión se trataba de la polémica
con una docrina teológica9 que afirmaba que Jesús había tenido ciertamente alma
humana, pero que su intelecto no había sido humano, sino el intelecto del mismo
Dios. El concilio vio en esta doctrina una amenaza para el contenido de la fe se­
gún el cual Jesús no es sólo verdadero Dios, sino también, y desde todos los pun­
tos de vista, verdadero hombre. Pero un hombre así, se argumentaba, sólo es
hombre si posee un intelecto humano. El que la razón, como decía Aristóteles,
viene al hombre thyraten, «desde fuera»101, sólo puede significar que no se puede
entender como función vital del alma. En la medida en que la razón es una parte
del alma, puede hacer de la existencia humana en conjunto una existencia racio­
nal. Este episodio hubiera desaparecido probablemente hace mucho tiempo de la
conciencia histórica formada si Rudolf Steiner no la hubiera estilizado hasta ha­
cer de ella una «abolición del espíritu»11 significativa desde el punto de vista de
la historia universal. El contexto, la fijación del problema del concilio, nos ense­
ña que se trató, de hecho, de lo contrario, o sea, de definir al hombre — es decir,
el alma humana— a través del intelecto.
Esta confusión de los conceptos de intelecto y vida fue favorecida por la
idea bíblica, especialmente neotestamentaria, de Dios, al que se unía siempre la
idea de vida. «En El estaba la vida, y la vida era la luz del hombre», se dice del
Logos divino en el Evangelio de San Juan12. «Vida eterna» es la esencia de lo que

8. Cfi·. T omás de A quíno, De unitate intellectus contra Averroistas (Leonina-Ausgabe Bd. 43), Roma
1976,289.
9. T. Damasi; cír. DS, 159.
10. A ristóteles, De gen. an 736 b.
11. Cír., entre otros, B.R. S teiner , Wie wirkt man für den Impuls der Dreigliedening des sozialen Or­
ganismus?, Dörnach 1986, 289.
12. loh 1,4.

153
PERSONAS

Cristo ha traído. «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a tí, único Dios verda­
dero» 13. Así como la vida es verdadero ser, así es el conocimiento verdadera vida.
En la comprensión del Dios trinitario la noesis noeseos aristotélica, el pensar que
se piensa a sí mismo, es concebida como una conmoción interna real, cuyo «cen­
tro» se denomina pneuma , «hálito». Eso significa que el Absoluto es pensado
como intelecto, que se experimenta y quiere como intelecto, que es pensado
como subjetividad. Pero la subjetividad no se puede separar de la vida. Pensar el
alma como intelecto sería posible si se pensara el intelecto como vida. La lengua
griega favorece esta tendencia, pues dispone de dos palabras, zoe y bios, que no­
sotros traducimos por «vida».
La decisión del concilio tuvo efectivamente graves consecuencias, pero en
una dirección completamente distinta de la que supuso Rudolf Steiner. Vista his­
tóricamente, no fue el antecedente de la abolición del intelecto, sino más bien de
la «abolición del alma». A l alma se le dio el golpe de gracia, valga la expresión,
por dos lados. Por un lado estaba la enorme importancia que la tradición cristia­
na daba a la espiritualidad del alma y a su inmortalidad. Hablar de alma de los
animales se convirtió casi en algo casi equívoco, mientras que para Aristóteles
eran precisamente las almas lo que unía al hombre y al animal. Sin embargo, en
el siglo XVI, también por parte de la nueva ciencia de la naturaleza y de la filo­
sofía natural, se eliminó como superstición la idea de aceptar un alma animal.
Para entender cómo funcionan los organismos vivos, se decía, no hacen falta
«principios formales» de tipo aristotélico. Los organismos tienen que ser conce­
bidos y explicados como máquinas. Sólo los hombres tienen alma. Pero tampo­
co en ellos es la fuerza formal de la construcción de su organismo, sino exclusi­
vamente el substrato de su vivir consciente: res cogitans.

III

Para entender el viejo concepto, el concepto «clásico» de alma, es preciso


entender qué significa el que un sistema no sea solamente relativo a un observa­
dor exterior, sino que sea, tal como es en sí mismo, una unidad distinta. Esto es
lo que ocurre en todo caso cuando el sistema se constituye mediante lo que no­
sotros mismos experimentamos como «instinto». En ese caso lo llamamos siste­
ma vivo. Los sistemas vivos son autopoiéticos, sistemas que se organizan a sí
mismos. El concepto de autoorganización parece encerrar una contradicción ló­
gica. Para organizarse hay que suponer algo previamente. Mientras no haya un
«algo» distinto, no podrá organizarse sino mediante fuerzas que no son las suyas,
pues ¿qué podría significar «las suyas» si aún no hay nada a lo que se refiera el
pronombre posesivo? Cuando Aristóteles denomina al alma como «forma» de

13. Ioh 17,3.

154
ALMAS

los seres vivos, entiende por forma aquello que hace que una cosa sea lo que es,
aquello que la hace identificable como la cosa que es y determina su modo de
comportamiento. La palabra «hace» se usa en este contexto en sentido figurado.
En sentido auténtico supone un existente independiente que es la causa de algu­
na otra cosa. Dries há entendido el alma, la «entelequia», como un agente así, el
cual influye en los procesos orgánicos. Popper y Eccles entienden el «yo» como
un agente a sí,4. La causalidad formal aristotélica, en cambio, no es un hacer de
ese tipo. Es «hacer» sólo en un sentido análogo, un sentido que tenemos presen­
te cuando preguntamos»: ¿qué es lo que hace tan inolvidable esta melodía? Con
esa pregunta no preguntamos por el poeta o el compositor, sino por el rasgo es­
tructural del verso o la canción. La «forma» aristotélica no es sobreañadida, no
es una superestructura sobre una unidad ya existente o sobre una pluralidad de
unidades semejantes que las une en una unidad accidental más elevada, como los
miembros de una sociedad se unen en una sociedad. La forma es, más bien, el
principio estructural de una unidad viva, y ésta es una realidad elemental cuyas
partes existen exclusivamente como partes. Las partes son tan sólo entiaper se,
entes independientes, virtuales. Llegarán a serlo de forma no virtual cuando se
disuelva la unidad viva, es decir, cuando desaparezca el «alma».
La «forma» de una cosa no es un principio explicativo en sentido científico,
pero sí en el sentido del lenguaje coloquial y en el del mundo de la vida. A la pre­
gunta «¿ por qué crees que el pájaro que se suspende en el aire ve el ratón sobre el
prado?», una respuesta racional dice así: «el pájaro es un halcón, y los halcones
ven desde esa distancia los ratones que se mueven». En la mayor parte de los ca­
sos esta respuesta es suficiente. Puede ocurrir ciertamente que alguien siga pregun­
tando acerca de por qué los halcones ven desde tan lejos. En ese caso hay que de­
cir algo sobre la constitución de los ojos de los halcones. Esta explicación basta
casi siempre. Sin embargo, hay casos en los que alguien quisiera todavía saber por
qué los halcones tiene ojos semejantes. Esta pregunta equivale a preguntar por qué
hay halcones. Esta pregunta sólo se puede responder con una historia hipotética so­
bre el origen de los halcones en el curso de la evolución. También a esta respuesta
cabría seguir haciéndole nuevas preguntas. ¿Qué es lo que distingue la primera res­
puesta — «los halcones pueden ver a mucha distancia»— de las demás? ¿Por qué
en la mayoría de los casos basta con ella? Porque los seres naturales no son sim­
plemente estadios de un continuo procesual, cada uno de los cuales no es más que
la mediación de las condiciones antecedentes acumuladas para el siguiente estadio,
sino «algo» que se ha emancipado de las condiciones originarias precisamente por­
que el «sí mismo» es algo. Un sí mismo puede ser algo sólo si es una esencia de­
terminada, es decir, si pertenece a una especie. Y para nuestro trato con el mundo
basta, por lo general, saber lo suficiente sobre las especies naturales como para co­
nocer cómo se comporta un ser cuando sabemos a qué especie pertenece.14

14. Cfr. J. Eccles-K. Popper, The Self and its Brain, ed. cit.

155
PERSONAS

Esto vale también para los artefactos. Si sé que este objeto es un avión, sé
que en breve se elevará del suelo y volará en el aire. Los artefactos, de igual for­
ma que las cosas naturales, son considerados por nosotros como entidades que se
han emancipado de sus condiciones originarias. En las cosas referidas, la eman­
cipación que las lleva a ser un «algo» propio se basa en que esta aglomeración
material determinada representa para nosotros un tipo. El tipo surge porque ha
sido construido según una finalidad típica determinada. Si la cosa no es conside­
rada de acuerdo con esa finalidad, deja de ser tal cosa. El que un coche necesite
cambio de aceite y reparaciones es cierto mientras que consideramos como un
coche este montón de chapa y lo ponemos en relación con fines humanos. Cuan­
do decimos «este hombre o este perro necesitan algo para beber», no queremos
decir que lo necesiten mientras nosotros los consideremos como hombre o como
perro. Ambos lo precisan independientemente de que los percibamos como lo
que son. El que precisan algo se abre paso en ellos y por ellos mismos: tienen
sed.
El que algo sea «algo» en sí mismo, algo determinado de una manera preci­
sa, significa, en términos aristotélicos, que tiene uña forma substancial. Y si este
algo es un sistema autopoiético, cuya diferencia dentro-fuera no existe sólo res­
pecto de un observador exterior, sino en sí misma y por sí misma, lo llamamos
sistema «vivo», y a su «forma substancial» la llamamos «alma». El alma es aque­
lla estructura teleológica, aquel plan de construcción intemo, que, a diferencia de
lo que ocurre con los artefactos, no permanece siempre ontológicamente relativo
a un observador o a un usuario que lo descubre y a través de él descubre el arte­
facto como «algo». El plan de construcción intemo hace que algo sea un nuevo
centro de un «medio», dentro del cual otras cosas pueden ser importantes para
esta entidad viva o existir de forma ontológicamente relativa a ella. Si algo tiene
hambre, significa que está animado. Con ello no se ha decidido nada acerca de si
el alma puede explicar algún comportamiento que no se pueda explicar sin refe­
rirse a ella. Aquel al que, para explicar que el perro corre hacia el comedero, no
le basta el hecho de que tenga hambre, se ve remitido a un largo camino, que tan­
to Aristóteles como Kant consideran infinito, y, que en consecuencia, no consi­
deran realmente un camino de explicación. Sin embargo, este camino es la cien­
cia. En principio nada se sustrae a su explicación, salvo el propio experimentar.
Aún cuando se dé a éste una interpretación funcional, se explicará en todo caso
la selección del fenómeno por su utilidad para la superviviencia, pero no su na­
cimiento. Palabras como «fulguración», «emergencia», etc., son exclusivamente
cifras de algo esencialmente inexplicable. Encubren que el cambio de categorías
que tiene lugar al pasar del discurso sobre los objetos al discurso sobre los suje­
tos es forzado por los fenómenos, si bien esta «coacción» no es física. No es tam­
poco tal que, cuando nos sustraemos a ella, quedemos incapacitados para hablar
sobre objetos localizables. Sin embargo, nos impide entendemos dentro del mun­
do con nuestras alegrías y sufrimientos, nuestros placeres y dolores. Y dejamos
de considerar a los seres vivos que no son idénticos a nosotros como auténticas

156
r

ALMAS

entidades idénticas a sí mismas. Todo será soledad alrededor de los sujetos que
somos. Pero esta soledad es producida por sí misma. La «coacción» a aceptar se­
res animados es semejante a la obligación moral, es decir, al deber, el cual tam­
poco constriñe físicamente, y tampoco psíquicamente, sino que reclama nuestra
libertad, pero la reclama de tal manera que algo posible físicamente (e, incluso,
psíquicamente) nos aparece como imposible «espiritualmente», es decir, moral­
mente. La coacción a aceptar lo viviente, es decir, las almas, se asemeja a la exi­
gencia moral que parte de las personas, pero no se identifica con ella. Es una exi­
gencia peculiar, que no podemos separar de la moral, al igual que sólo por la vía
de la substracción y la analogía, y partiendo de la experiencia propia de la vida
consciente, podemos lograr la descripción y aprehensión conceptual de lo que
llamamos vida. Lo que significa ser viviente es algo que sabemos por experien­
cia propia. Lo que significa el que los seres vivos se muevan a sí mismos es algo
que sabemos porque nosotros nos movemos a nosotros mismos. Pero lo que es
el movimiento es algo que no sabemos realmente. Cuando intentamos pensar el
movimiento físico, tenemos que despojar al movimiento de su carácter de movi­
miento (disolverlo, para así poder calcularlo, en una serie de situaciones estacio­
narias de brevedad infinitesimal), o entenderlo por analogía con «el tender» del
viviente, usando conceptos como «impulso» e incluir en la descripción del esta­
do presente la anticipación de otro futuro. En el momento final del movimiento
lo movido ya no se mueve más, de igual modo que en el momento final de la
vida estamos muertos. El alma se ha retirado, y la estructura restante es sólo
forma para la percepción exterior: la forma de un cadáver. Los procesos que se
inician ahora no son los de autoconstitución, sino los de descomposición de la
forma.
Experimentamos lo que es la vida experimentando la vida como nuestro
ser , es decir, como el ser de las personas. Pero, como quiera que el ser de la per­
sona es tener un cuerpo animado, no se destruye con la destrucción del cuerpo.
Esto precisamente, poder arriesgar la vida y «entregarla» por algo es el rasgo
más importante de la persona, y llevarlo a cabo realmente es lo que acarrea al
hombre el más alto reconocimiento como persona. Quien puede «abstraer» de la
propia vida es «señor», como ha puesto de manifiesto Hegel en su famoso capí­
tulo sobre «Señor y esclavo». Quien se aferra a la vida es esclavo,s. Siendo el ser
de la persona un tener, e incluyendo el tener la posibilidad de soltar, sólo tiene su
vida quien también puede soltarla. Eso significa que las personas están «más allá
del ser». Las personas no son, como el viviente no personal, «tender al ser». Su
mismo fender al ser es algo que tienen y con respecto a lo cual pueden adoptar
una actitud determinada. Las personas no son su vivenciar, sino el sujeto de su
vivenciar. La relación consigo es una relación mediada subjetivamente con una
vivencia subjetiva.15

15. G.W.F., Phänomenologie des Geistes, ed. cit., 153 y ss.

157
PERSONAS

IV

En lo que atañe a la génesis de la relación consigo, hoy tenemos que ocupar­


nos básicamente de dos escuelas. La una parte del hecho de la intersubjetividad, y
pretende hacer derivar, como fenómeno secundario, la subjetividad de ella. La
otra considera esto imposible. La subjetividad y la conciencia son para ella la con­
dición última de cualquier clase de relación interpersonal. Esta escuela trata ante
todo de reconstruir solipsistamente la autoconciencia. La polémica, a mi juicio,
sólo se puede soslayar si distinguimos entre un ser interno entendido como viven­
cia, por un lado, y una conciencia reflexiva de sí mismo, por otro. Es decir, sólo se
puede soslayar si entendemos que la vida y la conciencia forman un continuo.
Este originario ser intemo, junto con la apertura de un medio significativo, es
un fenómeno originario, y en modo alguno está constituido subjetivamente. El ser
intemo es algo distinto de la autocociencia, es decir, el giro centrípeto de la subje­
tividad sobre sí misma. El viraje hacia el descubrimiento del sí mismo comienza
aprendiendo a vemos con los ojos de los demás. Antes de que los niños aprendan a
decir «yo», hablan de sí en tercera persona. Este giro es más fundamental que de­
cir «yo», pues en él el hombre abandona el sencillo esquema sistema-medio. Sale
de la perspectiva central, y se percibe por vez primera a sí mismo como uno entre
los demás. Sólo así puede lograr una relación consigo. Pero ¿cómo aprendemos a
identificar al ser, al que por de pronto nombramos con el nombre propio con que lo
nombran los demás, con el ser cuyo vivenciar nos es directamente accesible, o sea,
con nosotros mismos? ¿Cómo aprendemos a usar para este ser el pronombre per­
sonal «yo», el cual es usado por todo el que lo utiliza para una única persona exclu­
sivamente, a saber, para el que dice yo? El niño experimenta que es mirado. Se ex­
perimenta cono destinatario de las palabras de los demás, y lo hace percibiendo que
usan un nombre propio determinado o el pronombre personal «tú» cuando se trata
del conjunto vivencial experimentado como el propio. Expresado de forpa más
precisa: este conjunto vivencial es experimentado como el propio cuando es deno­
minado con un nombre propio o un pronombre personal. Sólo así aprendej el niño
a entender su vivenciar como suyo y a sí mismo como sujeto de este vivenciar. De
igual modo que reconoce a los hombres y a las cosas identificándolos, a sí mismo
se experimenta como alguien reconocible e identificable. El vivenciar, con el que
hasta entonces se identificaba, se convierte ahora en su vivenciar. Sólo cuando el
hombre deja de identificarse inmediatamente con su vivenciar, se vuelve «idéntico
consigo». Sólo cuando deja de ser meramente algo animado, adquiere su alma una
unidad intema propia, la unidad de mi vivenciar, «de mi alma».V

Así es como el «tener», que constituye el ser de la persona, se extiende tam­


bién al alma. Los hombres tienen un alma. Pueden, como ocurre con frecuencia

158
ALMAS

en textos arcaicos, «hablar con su alma». Quien habla en estos casos no es una
entidad más allá del cuerpo y el alma, sino el hombre mismo, que puede adoptar
una actitud respecto de lo que es. También ocurre lo contrario: los actos espiri­
tuales de la persona existen exclusivamente en la medida en que son vivenciados,
o sea, en la medida en que son fenómenos anímicos. Los actos intencionales,
contemplados de acuerdo con su esencia, son intemporales. Considerados de
acuerdo con su existencia anímica son fenómenos en el tiempo.
La idea de inmortalidad del alma descansa en estos dos fenómenos. Por un
lado, en el hecho de que el alma, como toda alma, en tanto que estructura de un
cuerpo orgánico, no sólo asegura a éste su identidad. La identidad del alma,
como identidad del vivenciar, se halla hiera de toda conexión interna o lógica
con fenómenos materiales. La vivencia puede ser, sin duda, inducida causalmen­
te a través de esos fenómenos, pero lo causado o eliminado de ese modo pertene­
ce a un orden enteramente distinto de aquel al que pertenece la causa. Y hasta
hoy no existe el más mínimo indicio de ensayo convincente de aclarar esta cone­
xión. Probablemente un ensayo así esté condenado a priori, o sea por razones ló­
gicas, al fracaso.
El segundo fenómeno lleva más allá del primero: la vivencia anímica de ac­
tos intencionales. Los actos intencionales, como, por ejemplo, un descubrimiento
histórico o matemático, no son sólo lógicamente independientes de fenómenos fí­
sicos — salvo de aquellos a los que se dirigen— , sino que además no pueden ser
pensados como inducidos causalmente de Un modo o de otro por ellos, toda vez
que no pueden ser coordinados claramente con ningún estado determinado del
cerebro. No sabemos ciertamente nada sobre la posibilidad de actos intenciona­
les sin actividad cerebral. Por eso parece concebible que con la desaparición de la
vida orgánica no se vivencien más acontecimientos esencialmente intemporales,
que el alma muera con el cuerpo animado, como el alma de todos los seres orgá­
nicos.
En el capítulo sobre la muerte hemos visto que, para las personas finitas, el
fin, o sea, la muerte, es la condición para la constitución de un sentido supratem-
poral. Pero para que el sentido sea supratemporal, no es preciso pensar a la per­
sona humana como interminable. Basta con pensar el Absoluto como la custodia
de este sentido, o sea, como Dios. Y hay religiones, como la veterotestamentaria,
a las que les basta con que Dios sea. Se podría decir que el postulado de la in­
mortalidad del alma es más forzoso para cualquier forma de ateísmo no-nihilista
que para la religión, pues el sentido es relativo ontológicamente a la conciencia.
La idea de desaparición completa de la conciencia equivaldría a la desaparición
de la dimensión del haber sido, del futurum exaction. Sin embargo, esto es algo
que no podemos pensar. Aniquilamos la realidad del presente si tratamos de pen­
sar que lo que ahora ocurre dejará un día de haber ocurrido. La idea de la inmor­
talidad del alma es la idea de que tampoco la participación finita en el bien, o sea
la trascendencia, que no es una función de la autoconservación orgánica, sucum-

159
PERSONAS

be con ésta. Las personas, en tanto que seres capaces de trascendencia, se pien­
san, por un lado, como necesariamente mortales. Sin embargo, no pueden pen­
sarse ni a sí mismas ni a otras personas, que se les manifiestan en la específica
«evidencia del tú», como seres que se extinguen sin más con el fin temporal,
pues su realidad no estaba en absoluto «en el tiempo». Es imposible tratar con
una persona a la que amamos, hablar con ella, intercambiar miradas y, simultá­
neamente, pensar que dentro de poco esa persona simplemente no será más.
Como sabemos que el propósito de nuestro consumación vital no se puede enten­
der como función de la autoconservación de nuestra vida orgánica, podemos
pensar su persistencia tras la muerte. Nuestra naturaleza, en tanto que exteriori­
dad estructurada, es decir, en tanto que materialidad, se queda sin la estructura
del alma y es víctima de la entropía. La percepción y la sensación sin la materia­
lidad del que percibe son tan imposibles de pensar como, según Aristóteles, «la
forma curva de la nariz» sin nariz 'L Tienen que hallarse, por así decir, en el m is­
mo nivel que lo percibido. La intencionalidad, en cambio, es pura estructura. En
un capítulo anterior hemos definido la persona como sujeto idéntico de diferen­
tes formas de intencionalidad. Unos sujetos así no pueden ser exclusivamente
momentos estructurales de los actos intencionales, puesto que realizan diferen­
tes actos de los suyos. Debido al carácter contingente de la unión de semejantes
actos con una base neuronal carecemos de toda posibilidad de decir algo con pre­
tensión científica sobre su separabilidad o inseparabilidad de esa base, y, como
consecuencia, sobre la mortalidad o inmortalidad del alma. La ciencia es per de-
finitionem investigación condicional. La emancipación de un existente de sus
condiciones originarias no es tema de la ciencia. No puede alcanzar la idea de in­
mortalidad del alma ni rechazarla. Esa idea es rechazada por un determinado
common sense, que finge que su interpretación del mundo procede esencialmen­
te de las ciencias, y que considera que sólo es real lo que es objeto posible de tra­
tamiento científico. Este common sense científico es, visto desde el punto de vis­
ta de la humanidad, un fenómeno excepcional. Los que lo poseen abren un
abismo entre ellos y la humanidad histórica, la cual se caracteriza, desde los co­
mienzos de su existencia por la fe en la existencia después de la muerte, y con re­
laciones correspondientes con los muertos.
El que la idea de que una persona ya no exista más se nos presente como
irrealizable no se debe a la estructura intencional de la vida del alma personal.
Esto sólo hace posible la idea de la inmortalidad. El que la realidad de esta posi­
bilidad se convierta en un postulado deriva de la trascendencia de la persona y de
la constitución comunicativa, relacionada con ella, de la existencia personal. El
«lugar» de la persona en este espacio de comunicación se halla, como hemos vis-
toi én una relación apriórica con todos los demás lugares. En ese espacio toda
persona ocupa un lugar, el cual está definido para siempre por él. Se podría in-16

16. A ristóteles , De anima III, 4; 4 2 9 b 19.

160
ALMAS

cluso pensar que, también los hombres que «han sido», constituyen ese lugar
mientras siga vivo su recuerdo. Pero no son las personas ya existentes las que
asignan un lugar a los que se incorporan a la existencia. Y tampoco son las que
las recuerdan las que ulteriormente se lo conceden. Para ese ámbito de reconoci­
miento es esencial que cada uno, por sí mismo, ocupe un lugar en la comunidad
universal de personas. La piedad con los muertos no es un acto de misericordia,
un opus supererogatorium, sino el cumplimiento de una exigencia. Pero, ¿puede
haber una exigencia cuando el titular de la misma ya no existe?
La relación entre personas, en el nivel más elemental, es la acogida, y en el
plano personal en más alto sentido es el amor. El amor es la autotrascendencia
existencial en la que intelecto y alma, universalidad y vivencia, se ponen de
acuerdo. La trascendencia transforma la propia vivencia. Ya no es definida por la
función vital de la autoconservación. En el amor el alma misma deviene realidad
del espíritu. El amor, por su esencia, no tiene fin. La absoluta afirmación del otro,
si es conforme con su esencia, no puede «acabar». Las innumerables refutacio­
nes empíricas no enmudecen el juramento siempre nuevo de los amantes. La
muerte del amante, como la del amado, es inevitable, y sin la finitud no se podría
dar en absoluto un amor humano. Pero la finitud del hombre no es la finitud del
amor. El que los amantes no puedan aceptar que la muerte del amado signifique
su fin puede ser interpretado como debilidad. Sin embargo, no querer pensar ni
aceptar el fin del propio amor no es debilidad, sino que está en armonía con la
esencia de la autotrascendencia, la cual tiene en sí misma de algún modo la
muerte como momento interno de su vivencia. «Fuerte es el amor como la muer­
te» 17, se dice en el Cantar de los Cantares de Salomón, y en el llamado Cantar
de los Cantares de amor del apóstol Pablo, se dice «la caridad jamás decae»l8.
La inmortalidad del alma es un postulado del amor y un postulado respecto
del amor, que no quiere pensar su propio fin, porque no lo puede pensar sin des­
truir su propia idea. Ninguna filosofía puede afirmar irrefutablemente que ha
cumplido este postulado, que es tan viejo como el hombre. La filosofía sólo pue­
de explicar su sentido y destruir la idea de que es imposible cumplirlo. La filoso­
fía puede aligerar la liberación de un common sense científico que no se apoya
en argumentos científicos. Para lograrlo tiene a su lado el peso de la tradición
universal de la humanidad. Es preciso añadir ciertamente que esta idea gana en
armonía y plausibilidad interna si se une con la de la resurrección de los muer­
tos, es decir, con la idea de que, como «pura forma», continúa estando referida al
restablecimiento de la existencia de la persona, en la que la vida que sigue exis­
tiendo como pura intencionalidad se convierte de nuevo en la forma de una con­
sumación pluridimensional de la vida, una consumación que no estará ya bajo el
dictado de la inquietud por la propia conservación, o sea, que ya no se puede in­

17. Cantar de los Cantares 8,6.


18. 1 Cor 13,8.

161
PERSONAS

terpretar desde el punto de vista de la teoría sistemática. Zoé en lugar de bios.


Cuando los aeropagitas oían hablar de ello al apóstol Pablo lo cumplimentaban
amablemente con esta observación: «Te oiremos sobre esto otra ve z » l9.
La filosofía tiene que darse por satisfecha con el postulado de la inmortali­
dad del alma, y tiene que conformarse con decir con Sócrates: «Merece la pena
atreverse a creer en ello. Se trata de una bella hazaña, y de hazañas así uno tiene
que tratar consigo»20.

19. Act 17 ,3 2 .
20. Platón, Fedón, 1 1 5 a.

162
LA CONCIENCIA MORAL

A los hombres los llamamos personas porque son lo que son de forma dis­
tinta que los demás seres que existen. Lo que son se compone de cualidades que,
en la mayoría de los casos, comparten con otros. La combinación individual de
estas cualidades será probablemente siempre singular. Pero lo que hace que la
persona sea persona no es su singularidad, sino el ser única. Ser único no es una
mera consecuencia de la singularidad, sino algo que sólo se define indexicalmen-
te por el lugar espacio-temporal que ocupa. Las personas son los puntos arquidé-
micos desde los que es posible identificar los lugares espacio-temporales, puesto
que sólo a través de ella son definibles el «aquí» y el «ahora». Aquí y ahora exis­
ten sólo para personas, para vivientes que forman un centro vital del que resulta
una perspectiva, y que, sin embargo, conocen esta perspectividad y la relatividad
del centro, por lo cual pueden hablar de «aquí», como algo distinto de «en otro
sitio», y de «ahora» como algo distinto de «antes» o «después».
La acción humana también está condicionada perspectivistamente. La ac­
ción humana forma ciertamente un factor del paralelogramo de fuerzas que
constituyen el proceso cósmico. Pero no es ésta la perspectiva del agente. Su
perspectiva es limitada. Los agentes obran por fines. Los fines son recortes de la
totalidad del acontecer futuro, en cuya configuración el agente interviene. El
agente separa determinados acontecimientos como «fines de la acción» y desde­
ña otros como consecuencias irrelevantes. Esta abstracción va precedida por la
caracterización de la propia actividad como «causa» frente a las demás condicio­
nes de un acontecimiento consideradas como meras condiciones marginales.
Esta doble abstracción perspectivística es constitutiva del agente. También los
animales «abstraen», de forma similar, bajo la perspectiva de sus intereses vita­
les. Sin embargo, los hombres saben por lo general que abstraen, y como respon­
sables de sus acciones sólo consideramos a aquellos que, al obrar, permiten per­
cibir que lo saben.

163
PERSONAS

Gracias a este saber, los agentes pueden incluir en los fines que persiguen
otras perspectivas de intereses distintas de las propias, o limitar la persecución de
sus actuales fines por no ser compatibles con otros fines. Estos otros fines pue­
den ser los propios fines a largo plazo, que entran en colisión con los fines a cor­
to plazo. Pero también pueden ser los intereses de otros, que entran en conflicto
con los propios. Y puede ser, finalmente, un interés que sólo se puede entender
por la peculiaridad de la persona, por la responsabilidad para consigo mismo, o
sea un interés en la «autorrealización», en el sentido de un logro objetivo de la
propia vida.
El «logro objetivo» de la propia vida no significa un sentimiento subjetivo,
actual o a largo plazo, de satisfacción. Responsabilidad por la propia vida supone
que las personas tienen su vida, aunque no en el sentido de que sean una entidad
propia más allá de este tener. Por eso tampoco pueden ser la instancia ante la que
han de ser responsables. Una responsabilidad ante sí mismo, en sentido estricto,
no puede existir, porque en ese caso uno podría dispensarse a sí mismo de ella.
El logro de mi vida puede serme indiferente. La sensación de una indiferencia
así, la sensación de tedio, es a menudo el resultado de la impotencia, que puede
tener rasgos enfermizos. La acedía, como estado afectivo al que el hombre se en­
tregaba libremente, se consideraba en la tradición espiritual clásica del cristia­
nismo como uno de los pecados capitales. La razón es que el hombre no tiene
que responder por la persecución de sus fines sólo ante los demás, y porque para
él no existen sólo reglas prudenciales, cuyo criterio son los propios intereses a
largo plazo, sino porque tiene que tiene que justificar los propios intereses tam­
bién bajo el aspecto de una responsabilidad objetiva consigo mismo, de una res­
ponsabilidad de «vivir rectamente». Las reglas de la vida recta derivan de una
consideración de la naturaleza humana, de las leyes de la convivencia humana y
de los deberes dados históricamente de antemano. Pero el carácter de obligación
mismo, para una persona, no deriva de ninguno de estos contenidos. De todos
ellos se puede distanciar reflexivamente. De ninguno de estos contenidos deriva
una coacción instintiva. Somos nosotros los que creamos semejante coacción re­
nunciando a la reflexión distanciadora y reconociendo una resposabiíidad para
con nosotros mismos. En la idea de responsabilidad para consigo mismo la per­
sona se realiza de modo ejemplar. La renuncia a la reflexión distanciadora no es
una recaída en la inmediatez natural, sino una inmediatez nueva, que es posible
porque el hombre se distancia de todos los intereses, de los propios como de los
de los demás, que valen inmediatamente para él. La razón está en que eso signi­
fica hacerse responsable de la propia vida como un todo, por tanto, también de
los propios intereses y los impulsos que dirigen la acción. En principio, la refle­
xión se orienta también por estos intereses. Posteriormente, bajo el punto de vis­
ta de la «vida recta», los propios intereses se convierten en objetos de la respon­
sabilidad. Pierden su inmediatez. El hecho de ser como soy deja de ser un
argumento definitivo, pues también de ello soy responsable. Los intereses, su in­
mediatez, dejan de ser los criterios que orientan la reflexión. La «voz» que dis-
LA CONCIENCIA MORAL

tancia incluso la reflexión primaria orientada por los intereses, y que solemos
llamar «conciencia», no pone en juego un nuevo contenido o un nuevo interés
que entre en colisión con los demás. Entenderla así sería naturalistic fallacy. Se
trata de «una voz de ningún sitio», que se corresponde con el view from nowhe-
re característico de la persona. Su contenido pueden proporcionarlo diferentes
fuentes. Puede proceder del super yo de que habla la psicología. Sin embargo,
solamente se puede hablar de conciencia cuando las propias exigencias del su­
per yo pertenecen al inventario que se distancia y que queda sujeto a justificación
y responsabilidad. La instancia ante la que la responsabilidad ha de responder no
puede ser uno mismo. De serlo, la responsabilidad sería tan sólo una façon de
parler. La instancia ante la que la responsabilidad ha de responder no sería real­
mente más que una imagen que yo he proyectado de mí mismo. Pero yo podría
revisar esta imagen. ¿De dónde procede esta imagen? Son, de nuevo, intereses
ocultos los que me impulsan a producirla. Y liberarme, bajo la arremetida de la
pasión, por ejemplo, de la imagen proyectada por mí mismo, podría suponer un
despertar a mí mismo. La instancia ante la que se es responsable de la vida como
un todo no puede ser una parte de la vida misma: un interés, una pasión, otra
persona o un ideal propio.

II

La conciencia, como fenómeno, es independiente de interpretaciones meta­


físicas. Sin embargo, las interpretaciones pueden estar más o menos conformes
con el fenómeno. Esa es la razón por la que son susceptibles de verdad, y una in­
terpretación que no esté conforme con el fenómeno puede perjudicarlo y debili­
tar la eficacia de la conciencia.
Tener conciencia es el signo más terminante de la persona. La conciencia
separa al hombre radicalmente y al mismo tiempo lo aparta de cualquier forma
de individualismo egocéntrico. La conciencia separa porque sitúa los vínculos y
las obligaciones, las responsabilidades y solidaridades, bajo la responsabilidad
que cada uno tiene de sí mismo. La idea de que los hombres tendrían primaria­
mente responsabildad de sí mismo ha sido calificada de fariseísmo y de egoísmo
moral. Sin embargo, esta concepción desconoce la inevitabilidad de esa idea y su
carácter puramente formal.
ES inevitable porque es exclusivamente el lado práctico de la reflexión so­
bre la reflexión que nos saca de la inmediatez respecto de los contenidos finitos,
incluidos los «valores». Max Scheler ha puesto de manifiesto que la felicidad no
es algo a lo que se pueda tender directamente. Uno de sus grandes errores, que
fueron muy pocos, consistió en admitir que la misma idea es válida en el terreno
de la moralidad, la cual sólo podría consistir en el autoolvido de las respuestas
inmediatas al valor. Scheler desconoce la diferencia entre inmediatez primaria y

165
PERSONAS

natural, que ya hemos perdido y cuyo culto desemboca siempre en falsedad, y


una segunda inmediatez, que, con palabras de Kleist, «ha recorrido un infinito»1.
Se trata de la inmediatez de una reflexión abolida por la conciencia moral. En
ella está en juego siempre uno mismo de un modo que no se puede calificar de
«egoísmo» moral, sino de «responsabilidad que se tiene de sí mismo». Y eso sig­
nifica el fin de todo egoísmo, también de aquel que se oculta en la inocencia apa­
rente del autoolvido natural.
En sus postumos Cahiers pour une morale, lean Paul Sartre ha hecho ob­
servar que negarse a hacerse culpable por servir al mejoramiento del mundo no
es egoísmo moral si la negativa está motivada por la idea de una responsabilidad
que cada cual tiene de sí mismo. La razón está en que en ese caso no se trata de
un interés propio, ni tampoco de complacerse a sí mismo, sino de vivir mi vida
«bellamente», es decir, de reflejar en ella la gloria de su creador. Para los creyen­
tes, escribe Sartre, el cuidado del alma propia no es una acción egoísta. Tan sólo
el ateo está obligado al utilitarismo, pues ningún dios le dispensa de la responsa­
bilidad que se tiene del mundo. Bajo supuestos ateos no tiene, según Sartre, nin­
gún sentido decir que uno tiene ante todo una responsabilidad de sí mismo, pues­
to que no existe ninguna instancia ante la que dar cuentas de ella, una instancia
que obligue a la vez que alivia12.
El carácter formal de la conciencia significa que no es un oráculo que influ­
ya en el juicio moral o lo prejuzgue mediante puntos de vista particulares. La
conciencia no influye sobre el juicio moral, es ese juicio. La conciencia hace que
desoigamos el antojo y las responsabilidades ficticias que hacen que los hombres
eludan la responsabilidad que tienen de sí mismos. La separación radical de la
persona que proporciona esa forma de experiencia de sí que llamamos «concien­
cia», se extiende también a los criterios de lo malo y lo bueno, de lo bello y de lo
feo, por los que se orienta la responsabilidad. También de ellos debe hacerse res­
ponsable, en última instancia, la persona. Decidirse por estos criterios es también
una parte de la vida responsable. Esto parece llevar a un circulus vitiosus. N ece­
sitamos un criterio para esta decisión, y así hasta el infinito, o, en caso contrario,
la decisión parece ser ciega y arbitraria. En ese caso, todo lo que resulta de ella
estará afectado por esa arbitrariedad fundamental.
Así sería de hecho si la responsabilidad del criterio de nuestra acción tuvie­
ra la forma de una elección. De serlo surgiría el problema de una iteración infi­
nita. Sin embargo, no se trata de una elección en la que el que elige no sepa por
qué ha hecho una elección en vez de otra ni por qué este o aquel fundamento era
para él el verdadero.

1. H. von Kleist, «Überdas Marionettentheater», 509, en Gesammelte Werke in zwei Bänden, Hrsg,
von B. v. Heiseier. d. Bd., Gütersloh 1956, 501-509.
2. J.P. Sartre, Cahiers pour une morale, Paris 1983.

166
LA CONCIENCIA MORAL

Consideremos como ejemplo a un hombre que puede lograr una posición


social lucrativa eliminando mediante una calumnia a un competidor que, además,
le resulta antipático. Hay una razón para hacer lo que hace y una razón para no
hacerlo. La razón para hacerlo es el interés en asegurarse un modo de vida aco­
modado. Los intereses no precisan de ninguna razón ulterior para mover a la ac­
ción. Son como tales razones prima facie suficientes. Pero, en el caso que nos
ocupa, la razón prima facie puede ser derrocada por una razón opuesta, que
prohibe a una persona calumniar a otra. ¿De qué clase es esta segunda razón?
¿Cómo se hace valer? Para fundamentar por qué el hombre de nuestro ejemplo
no debe calumniar a su oponente, puede bastar con decir que «no es bello» (e, in­
cluso, que es malo) hacer algo así, que uno mismo tampoco quisiera ser objeto
de Calumnia, que uno no quisiera ser el tipo de persona que hace esas cosas, que
á uno no le produciría alegría un trabajo conseguido de ese modo. Tal vez se po­
dría añadir con sentimiento de pesar que uno tiene desgraciadamente un talante
d una educación que le impide no sentir esos escrúpulos. Otros tal vez no tendrí­
an ese problema. El hombre de nuestro ejemplo podría decir incluso que no quie­
re poner enjuego su salvación eterna o su carrera cármica. Todas estas razones
desembocan a la postre en la primera: no es hermoso hacer una cosa así. Sólo por
no querer ser el tipo de persona que hace cosas como esas alguien pone enjuego
su salvación eterna al hacerlas, o por lo que no se siente bien después de haber­
las hecho. Lo «moralmente feo», es decir, lo malo, coincide con las razones vita­
les en ser por sí mismo una razón suficiente para omitirlo. A la pregunta «¿por
qué no quieres hacer algo que es malo?», sólo se puede responder: «porque es
malo».
De la razón vital primera se distingue la razón moral por no ser una razón
prima facie que, en determinada circunstancias, tenga que ser relegada ante
otras, sino al revés: quien percibe la razón moral de algo la percibe como una
razón cuyo rasgo distintivo consiste en que es decisiva. Quien pospone su inte­
rés en el éxito profesional, cuando sólo puede alcanzarlo mediante traición, no
vulnera su interés, ni tiene que sacrificar su inteligencia ni su integridad. Las ra­
zones prima facie tienen en ocasiones que retroceder ante otras razones sin por
eso dejar de ser razones prima facie. La cosa es totalmente distinta cuando «re­
nunciamos» a seguir el criterio de lo moralmente bello. Este fundamento de la
acción no tolera ser postergado. O es el decisivo, o el agente, por obrar contra
la mejor razón, vulnera algo de sí mismo. No hace falta una tercera razón para
elegir entre los dos motivos de la acción. La razón moral no es una razón que
entre en competencia con otros motivos, cuya resolución exigiera la interven­
ción de un árbitro. La razón moral es el motivo decisivo o desaparece. Cuando
un motivo moral se presenta en conflicto con nuestros intereses, hablamos de
conciencia.

167
PERSONAS

III

La conciencia representa la dignidad de la persona porque convierte al hom­


bre en juez inapelable en causa propia. Ciertamente la persona tiene que ser ca­
paz de percibir lo ético, tiene que disponer, pues, de razón práctica. La concien­
cia no es un oráculo irracional que pueda sustituir a la razón, aunque
frecuentemente el juicio de la razón es anticipado mediante certeza intuitiva. La
razón es indiferente al hecho de quién sea el que hace uso dé ella. En tanto que
objetos racionales, los hombres pueden ser sustituidos unos por otros. Y si el in­
terés particular y momentáneo del individuo no fuera capaz de turbar su juicio,
cada cual podría ser siempre, efectivamente, juez en todas las causas, incluidas
las propias. Esta ofuscación, y el hecho de que la mayoría de las cosas tengan
muchos aspectos, hace que sea un signo de sinceridad moral el estar dispuesto a
desconfiar del juicio sobre los propios asuntos y, en caso de duda, a examinarlo
en diálogo con los demás. La razón está en que, por la indiferencia personal de
la razón, no hay ningún motivo para considerar el propio juicio mejor y más se­
guro que el de los demás. Lo probable es, más bien, que, por muy razonable que
sea un hombre, siempre haya otro que lo sea más. La idea platónica de gobernan­
te-filósofo descansa en esta idea: la razón es la que debe dominar, no el hombre
sobre el hombre. Y que un hombre domine sobre sí mismo sólo puede significar
para Platón que la razón domine sobre él. De ahí que para el ignorante sea mejor
ser gobernado por el sabio que por él mismo, es decir, por impulsos irracionales.
El descubrimiento de la conciencia es el descubrimiento de que las personas no
son casos mejores o peores de una razón indiferente frente al individuo, sino que
la razón misma es concreta. La razón termina en juicios sobre lo singular. La
subsunción de lo particular en lo general es, como Kánt ha puesto de manifiesto,
una obra que no resulta espontáneamente de penetrar intelectualmente en las es­
tructuras de lo general. Kant atribuye esta obra al «juicio». Sus obras no son neu­
trales frente a la persona, aunque reivindiquen el mismo grado de verdad que las
proposiciones universales. De aquí que sea, cuando se trata de problemas de la
razón práctica, propensa al engaño.
El problema del ofuscamiento del juicio provocado por la parcialidad, sea
la de los propios intereses momentáneos frente a los intereses a largo plazo, sea
la de los intereses propios frente a los de los demás, no es tanto un problema de
conocimiento de las normas morales como de subsunción. Por lo general resol­
vemos con más justicia los conflictos de intereses de los demás que aquellos en
los que estamos implicados nosotros mismos. Esto es especialmente así cuando
los conflictos de intereses de los demás no tienen semejanzas peligrosas con
aquellos en los que nosotros estamos implicados. La mayoría de las veces la par­
cialidad consiste en formular las leyes de una forma tan estrecha que sólo se ajus­
ta realmente al propio caso, o en formularla de una manera tan amplia que el caso
propio se considera un «caso especial» que no queda incluido en la regla. Esa es

168
LA CONCIENCIA MORAL

la razón por la que John Rawls imaginó el «velo de la ignorancia»3. Ya el profe­


ta Natán lo había utilizado. Sólo después de contar al rey David la historia del de­
predador dueño de un aprisco e inducirlo a dictar sentencia de muerte contra él,
el profeta hace, con ayuda de un esquema analógico, la subsunción aniquiladora:
«Tú eres el hombre»4. Sin embargo, lo que importa de esta historia es que con es­
tas palabras despierta efectivamente la conciencia del rey David: el rey David
consiente en la subsunción. Y esto precisamente sólo puede hacerlo él. A sí es al
menos en este caso, pues él es el rey y podría decir: «A mí me gusta de otra ma­
nera».
El fallo juicio de la conciencia se puede reconstruir como subsunción de la
propia acción en una regla de la razón moral, la cual se fundamenta por su parte
en una intelección de los valores, y, más en concreto, como una subsunción uni­
da a una invitación, a una «voz». Sobre este particular, lo más importante es que
la «voz» no se refiere sólamente a seguir el juicio de subsunción, ahora también
en la acción, sino al juicio mismo. El juicio general de valor y la norma ética ge­
neral son asuntos de la razón y la inteligencia, y en su nacimiento pueden inter­
venir muchos factores. Para ello no se requiere todavía la conciencia. Pero la sub­
sunción, el juicio acerca de que esta acción mía cae bajo esta regla, no sobre
aquella (eso que Kant califica como obra del juicio), es ya asunto de la concien­
cia. Aunque se funda en la razón, la conciencia es, no obstante, lo que pone fin a
todo «sutilizar». Lo que la conciencia dice es: «Tú eres el hombre». Por eso ha­
blamos con buen sentido de un «juicio de la conciencia». En cambio la expresión
«decisión de conciencia» induce a error. Las decisiones pueden estar de acuerdo
o en desacuerdo con la conciencia. Pero el que estén de acuerdo no significa que
«la conciencia haya tomado la decisión», sino que el hombre que ha decidido lo
ha hecho siguiendo el juicio de la conciencia.
Hablar de subsunción es ciertamente una reconstrucción posterior. Habi­
tualmente conocemos lo recto antes de conocer las reglas de las que se puede de­
rivar. A menudo lo sabemos con más seguridad incluso que aquellos que se refie­
ren a la universalidad de las reglas. Que yo no debo decir esta mentira es algo
más cierto para mí que el que nadie deba decirla jamás. Sin embargo, en última
instancia la conciencia se refiere siempre a un «éste» como algo constituido de
manera determinada. Es ciertamente la conciencia la que nos prohibe interpretar
erróneamente nuestra condición de ser único con nuestra particularidad y evitar
que subsumamos nuestras acciones en algo general. La persona realiza su singu­
laridad siendo rationabilis natura de modo personal e irrepetible. Por eso, no
participa en lo general meramente como caso inconsciente, sino como colabora­
ción consciente en lo común. Si rehuimos lo general y nos negamos a orientar
nuestra acción por él, degeneramos en mera naturalidad y nos convertimos en

3. Cfr. J. Ra w ls , A Theory o f Justice. Versión alemana, Frankfurt a. M. 1975.


4. 2 Sam 12,7.

169
PERSONAS

mero «caso de...». En el individualismo no se expresa lo que constituye a la per­


sona. Las personas se manifiestan como incommunicabilis en que no exigen ser
excepciones. Cualquiera podría ser excepción.
Sólo hay una forma legítima de excepción, aquella de la que se ocupó Kier-
kegaard5. Pero esta excepción es un concepto límite, que sólo se puede interpre­
tar religiosamente: la voz que pide a Abraham que sacrifique a su hijo no es ni la
voz de la conciencia ni la de la propia naturaleza individual, sino la voz que,
como creadora de la naturaleza y como origen de la conciencia, las trasciende a
ambas. Esta voz no se puede reconstruir como juicio que se subsume en reglas.
No se somete a ningún criterio de si es la voz de Dios. D e ahí que el que la sigue
no se distinga exteriormente de un loco. La excepción en este sentido sobrepasa
lo moral llamando la atención sobre su origen, con lo cual conduce a radical so­
ledad. Sin embargo, un elemento esencial de la historia de Abraham consiste en
que la voz que le pide que esté dispuesto a sacrificar a su hijo es la misma que al
final le prohibe que lo haga y la que restablece lo moral y sanciona la regla como
excepción virtual. Gracias a esta sanción la regla, indiferente frente al individuo,
se vuelve constitutiva para la persona. Las personas, frente a los individuos, no
son partes nunca de una totalidad abarcante. Cada persona es en sí misma una to­
talidad que lo abarca todo. El carácter absoluto de la conciencia no tiene nada
que ver con una exigencia objetiva de aceptación, como si el juicio de la concien­
cia fuera siempre justo. El carácter absoluto de la conciencia significa solamente
que nadie puede imponer a otro el acto de subsunción de sí mismo en algo gene­
ral, pues el juicio de subsunción no se puede derivar por su parte de una regla,
pues, de serlo, se produciría una iteración infinita. La regla que nos prescribe un
determinado comportamiento de subsunción precisa un juicio que decida que se
trata de un caso de aplicación de este comportamiento, y así sucesivamente. De
ahí que el juicio no sea nunca sencillamente observar una regla.

IV

El que el carácter absoluto de la conciencia sea puramente formal significa


que, de la «autonomía» de la conciencia, no se infieren consecuencias con con­
tenido tales que esta autonomía excluya la obediencia o la subordinación en las
decisiones éticamente relevantes. Alguien puede estar convencido de que una au­
toridad determinada está bien fundada y de que es legítima y de que, en conse­
cuencia, obedecerla es algo moralmente indicado. En este caso la conciencia no
sólo no prohíbe la obediencia, sino que la manda, salvo que el subordinado lle­
gara a la convicción de que el que detenta la autoridad ha rebasado los límites de
su autoridad y manda algo contradictorio con las normas morales que legitiman

5. Cfr. S. Kierkegaard, Furcht und Zittern (Gesammelte Werke III), Jena 1923, 7 y ss.
LA CONCIENCIA MORAL

su autoridad. En el segundo caso está permitida la desobediencia, en el segundo


es un deber de conciencia.
Un caso especial aparece cuando el juicio propio sobre lo moralmente iiidi-
cado no se halla en contradicción con la orden de otra persona, sino con su jui­
cio. El carácter absoluto de la voz de la conciencia se debe al carácter absoluto
de la persona, la cual representa por sí misma la totalidad. Sin embargo, la repre­
senta exclusivamente en la medida en que se puede relativizar a sí misma como
individuó; No hay ninguna razón pará preferir apriori, en los problemas morales,
el propio juicio prima facie al juicio de otro. A menudo hay razones, incluso,
pará postergarlo, bien porque yo mismo soy parte y, en consecuencia, tengo mo­
tivos para desconfiar de mí mismo, bien porque, según mi experiencia, el otro es
más sabio que yo. El que, por alguna de estas razones, siga su juicio en lugar del
mío no significa que yo obre contra mi conciencia obrando según la suya. Signi­
fica más bien que considero que su juicio es más digno de confianza que el mío.
Es precisamente mi conciencia la que me lleva a seguir su juicio. Si estoy con­
vencido de que se equivoca no debo, naturalmente, seguirlo.
La conciencia es absoluta en el sentido de que ninguna vida, que pueda va­
ler como representación de la persona, es posible frente a ella o contra ella. Pero
no es absoluta en el sentido de que siempre sea una vida buena la vida que se
conduce de acuerdo con la conciencia. Contra la conciencia no hay nada bueno,
pero no todo lo que la conciencia ofrece o permite es, por eso mismo, bueno. La
conciencia, en tanto que voz que es indistintamente voz de ningún sitio, voz de
Dios y voz de la propia razón, estimula al hombre a alcanzar la unidad consigo,
una unidad que es también totalidad, es decir, que no tiene nada fuera de sí de lo
que sea solamente parte o función, nada que relativice su horizonte de sentido
cuando se considera desde ello. Hacer esto aquí y ahora, según el juicio de la
conciencia, debe ser «bueno» en un sentido incuestionable que no cabe relativi­
zar. Sin embargo, ¿garantiza la conciencia que es eso realmente? Si dijéramos
«lo que está conforme con la conciencia, sea lo que sea, es bueno», equivocaría­
mos completamente la esencia de la conciencia, pues desconoceríamos que la
conciencia, como voz de la razón práctica, aspira a una totalidad de sentido y
que, precisamente por ello, no «se atiene sencillamente a sí misma». Precisamen­
te porque tiende a la verdad puede equivocarse. Como mero e inmediato atener­
se a sí misma la voz de la conciencia no se podría distinguir en absoluto de los
caprichosos deseos individuales. Pero estos deseos chocan enseguida con otros
deseos*y con los deseos de otros, con los que entran en una natural relación de
competencia y forman un paralelogramo de fuerzas que abarca a los individuos.
Como seres racionales, nosotros pensamos este paralelogramo. Relativizamos
nuestros propios deseos. Podemos intentar ser justos. A l relativizamos como in­
dividuos, somos más que individuos particulares: somos seres racionales. Como
tales entramos en un discurso con resultado abierto. Pero no nos entregamos in­
condicionalmente a este discurso. Determinar si hemos de confiar a ese resulta­

171
PERSONAS

do la decisión definitiva sobre nuestra acción, o si hemos de anticipar un resulta­


do bajo nuestra responsabilidad, compete siempre a la propia decisión, lo mismo
que hacer esto o aquéllo, en esta «metadecisión», la conciencia nos invita
siempre a seguir la propia inteligencia. La inteligencia no es resultado de la in­
trospección, sino de una intuición que se alcanza al final de consideraciones ra­
cionales o las anticipa. Como quiera que la conciencia juzga con pretensión de
validez, puede juzgar erróneamente. Existe la opinión de que una conciencia
errónea obliga igual que la no errónea, y que quien la sigue, obra siempre bien.
Si fuera así, el juicio de la conciencia no sería en absoluto un juicio sobre «bue­
no» y «malo» como magnitud independiente de ella misma. Sería una opaca
idiosincrasia, que, como tal, no tendría nada que ver con la personalidad y no po­
seería «dignidad». Se trataría en todo caso de un juicio falible sobre lo correcto
y lo incorrecto en un sentido de algún modo extramoral. Asimismo, «bueno» se­
ría toda acción que sigue al propio-juicio sobre lo correcto, independientemente
de que el juicio sea correcto o equivocado. Sin embargo, las palabras «correcto»
e «incorrecto» son ambiguas. Los criterios de lo correcto y lo incorrecto son in­
numerables. Un asesinato también se pueda ejecutar correcta o incorrectamente.
Sin embargo, lo éticamente correcto e incorrecto es precisamente lo que denomi­
namos bien y mal. Si el juicio sobre ambos es verdadero per definitionem, no es
en absoluto un juicio. Y si es «bueno» seguir el propio juicio en todos los casos,
el bien no puede ser simultáneamente objeto de un juicio que puede ser falso.
Además hemos visto ya que es malo siempre contravenir el propio juicio de
la conciencia. Aquel cuya conciencia se equivoque no puede obrar bien. Su situa­
ción, por utilizar el lenguaje de la escolástica, es «perpleja». El error de la con­
ciencia tiene que ser, pues, un defecto moral, no meramente intelectual6. Y así es,
en efecto. Un hombre cuya conciencia «despierta», y que percibe súbitamente
que durante años ha tratado injustamente a otro hombre, no estima que su previo
modo de obrar sea inocente por no haber sido consciente hasta ahora de la injus­
ticia que entrañaba. Considera más bien culpa suya no haber sido consciente de
ello. De no ser así no habría ninguna razón para examinar la propia conciencia ni
para ayudar a otro a aclarar su conciencia ni para pedirle ayuda para aclarar la
nuestra. Lo mejor sería que evitásemos, a nosotros y a los demás, los conflictos
que resultan de ello. Todos seríamos buenos hombres con tal de que tuviéramos
la cóhciéñcia tranquila de las injusticias que cometemos. Esto es una especie de
«hedonismo moral». Lo único que importaría sería sentirse bien, lo cual signifi­
ca en este baso: tener la conciencia tranquila. Es evidente que esto no se corres­
ponde con lo que entendemos por conciencia. Y es asimismo incompatible con
la forma de trato que debemos a las personas. Dejamos abandonados con nues­
tra propia conciencia, o dejar a los demás abandonados con la suya, independien-

6. Cfr. R . S c h e n k , «Perplexus supposito quodam. Notizen zu einem vergessenen Schlüsselbegriff...»,


en Recherches de Théologie ancienne et médiévale, Bd. 57, Loewen 1990, pp. 63 y ss.
LA CONCIENCIA MORAL

teniente de lo que la conciencia diga, significa no respetar al hombre en su aspi­


ración a la realidad, o sea, como ser de trascendencia, sino considerarlo como ser
idiosincrático, es decir, esencialmente irresponsable de sus acciones. Eso signifi­
ca suponer que al hombre no le importa la verdad, sino exclusivamente conten­
tarse consigo mismo.
Queda el problema de cómo se puede liberar el hombre del error de con­
ciencia. Mientras es víctima de él, no ve el error como error, y por tanto tampo­
co ve razones para esforzarse en liberarse de él. La posibilidad de una autolibe-
ración como esa supone que el error de la conciencia es un defecto moral y que
el hombre, que es víctima de él, no está conforme consigo ni está dispuesto en
principio a vencer la confusión que lo ata a perspectivas condicionadas por los
intereses.
Para el error de conciencia vale lo mismo que para el error teorético. El ca­
mino socrático de aclaración teórica parte de que no hay ningún error verdadera­
mente consistente y coherente. El que yerra está en contradicción con la expe­
riencia o consigo mismo, puesto que no está dispuesto a asumir todas las
consecuencias que resultan de su error. Sócrates hace que su interlocutor descu­
bra esta contradicción. Algo parecido ocurre con el error de conciencia. Su cau­
sa más frecuente consiste en no preguntar realmente — «en el silencio de las pa­
siones»7 — a la conciencia. Junto a eso, a menudo se debe al hecho de que, en
principio, el hombre contraviene su conciencia, y luego la reduce poco a poco a
silencio o la endereza. La conciencia errónea tiende a alejar cada vez más al
hombre de lo que la razón práctica manda. Sin embargo, mientras esté vivo como
persona, existirá la posibilidad de que descubra la dirección escarpada en la que
se mueve y «se convierta». Pero el modo más seguro de liberarse de los errores
de la conciencia consiste en seguir a la conciencia — lo que creemos haber per­
cibido como bueno— tan «escrupulosamente» como sea posible. Cuando se hace
eso, la conciencia despliega una dinámica propia de autoaclaración. El hombre
aprende a descubrir el propio error de conciencia como defecto ético, o sea,
como obstáculo en el camino que nos hace ser persona. Un elemento esencial de
la escrupulosidad es la disposición a examinar las propias convicciones dialogan­
do con los demás, especialmente con aquellos que no nos adulan, o sea, con los
cómplices, sino con amigos a toda prueba.

La conciencia es una paradoja. En ella se expresa, como en ninguna otra


cosa, lo que distingue a la persona. Aquello a lo que en la conciencia tendemos

7. D. Diderot, Articulo «Droit naturel», Encyclopédie III, en Oeuvres complètes VII, Paris 1976, 28.

173
PERSONAS

es sencillamente algo objetivo y absoluto: no algo que nos parezca bueno sólo a
nosotros, sino lo bueno en sí que hemos de hacer aquí y ahora, y lo malo que hay
que evitar. El juicio de la conciencia exige validez absoluta. Como acto del jui­
cio moral puede, ciertamente, defender su exigencia con argumentos, pero no lo
puede fundamentar de manera concluyente. Cuando los hombres o las comuni­
dades son afectados por las acciones u omisiones de otros, da lo mismo que
como legitimación de estos desmanes se aduzca que se trata de «autores que
obran movidos por su conciencia». En primer lugar, no hay ningún criterio que
permita a los demás determinar si alguien estima una obligación de conciencia
hacer u omitir algo. En segundo lugar, es esencial a las reivindicaciones legítimas
el no estar a disposición del gusto o la conciencia de otros. El que un Estado
acepte que no se cumplan determinados derechos ciudadanos «por razones de
conciencia» es una tolerancia cuyo consentimiento tiene que depender de la
magnitud del daño que causa. Ningún Estado puede tolerar acciones sugeridas
por la conciencia que sean incompatibles con la ley. Es, más bien, un criterio de
que los actos proceden de la conciencia el soportar la pena prevista para ellos en
la ley. Como la conciencia no se puede entender como idiosincrasia, sino como
voz de la razón práctica, el disidente que obra movido por su conciencia debe
considerar injustas las leyes que lo juzgan y equivocados a los legisladores. Y
ello no porque éstos no respeten al disidente, sino porque consideran justas las
leyes que el disidente considera injustas. El disidente que obra movido por moti­
vos de conciencia no puede querer tolerancia, sino que lo que él considera justo
se convierta en fundamento de la ley general. El respeto al santuario de la perso­
na, a su conciencia, no excluye que se mande a un hombre obrar contra su con­
ciencia. Cuando consideremos sus acciones y omisiones objetivamente falsas,
hemos de tratar de inducirle a hacer lo justo y a omitir lo injusto sin preguntar
qué opina su conciencia. Hemos de tratar de impedir que un terrorista cometa un
atentado incluso sobornándolo, e incluso hemos de inducirle mediante amenazas
a que delate a sus cómplices. Siempre cabe esperar que su conciencia, para la que
per definitionem está enjuego el bien, se desprenda del error o de lo que noso­
tros consideramos por tal. Son las acciones las que interesan recíprocamente. La
conciencia del otro permanece siempre oculta.
Hay ciertamente una clase de acción que el respeto a la persona la convierte
en imposible. Se trata de la tortura física que aspira a destruir al otro como sujeto
de acciones y obligarle a realizar acciones que ya no se podrán llamar libres. La
amenaza de muerte no destruye la libertad. A todo hombre se le debe poder exi­
gir que omita determinadas acciones aún al precio de vida. Y, al revés, la disposi­
ción a arrostrar la muerte ha sido siempre un criterio de que alguien sigue su con­
ciencia. Pero la tortura no pone la libertad a prueba, sino que aspira a destruirla.
Esto es incompatible con la relación que existe apriori entre las personas.
Por lo demás, el respeto a la conciencia del otro en caso de conflicto tiene
sobre todo un carácter simbólico. Un caso de conflicto es la lucha. La lucha pue­

174
LA CONCIENCIA MORAL

de ser a vida o muerte. En esta lucha la conciencia recta está convencida de que
el derecho está de su lado. Pero la ejecución de este derecho no significa que el
poder espiritual del derecho se procure validez a sí mismo. Eso sólo podría ocu­
rrir si el adversario se convenciera o uno mismo se informara de algo mejor. La
lucha política, que puede degenerar en una medición de las fuerzas físicas, co­
mienza cuando el poder espiritual, el poder sin violencia de la verdad, no basta
para procurarse validez. Sin embargo, la violencia física es indiferente a los con­
tenidos de la conciencia, a lo justo y lo injusto. En la lucha física rige la ley del
más fuerte, y es algo contingente el que el más fuerte sea también el mejor. El
que desenvaina la espada puede morir a espada. Para que la lucha pueda ser tam­
bién una forma de relación personal es necesario que las armas físicas no se con­
fundan con las morales. La posible destrucción física del adversario no debe as­
pirar a ser también su destrucción moral. Moralmente sólo debemos destruir al
que no destruimos físicamente. La destrucción moral de Caín, el primer fratrici­
da, está conforme con el mandamiento: «Si alguien matare a Caín, será siete ve­
ces juzgado»8. La lucha física sólo es digna del hombre cuando está conforme
con el respeto recíproco de los adversarios, los cuales conceden recíprocamente
seguir su conciencia cuando se exponen a los riesgos de la lucha. En otro caso el
combatiente se transforma en verdugo.

8. Gen. 4,15.

175
RECONOCIMIENTO

La forma como las personas tratan a las personas resulta del modo como las
personas se dan unas a otras. Entender este modo de darse no es posible si trata­
mos de hacerlo siguiendo el paradigma del conocimiento de las cosas naturales.
Es, inversamente, el modo recíproco de darse las personas el que hace de para­
digma para el modo como las cosas se nos dan, y que consiste en no quedar ab­
sorbidas por el modo como se dan, y que, en consecuencia, su ser no es equiva­
lente a su percipi, sea cual sea el modo de entender este más. Las escuelas se
separan unas de otras por el modo de entenderlo. La interpretación del más como
identidad, como intimidad, que se sustrae esencialmente a la objetivación, resul­
ta evidente para todos cuando tratamos con los vivientes, de un modo especial
con los animales superiores. «Al gusano le fue dada la voluptuosidad y el queru­
bín está en la presencia de Dios», según la fórmula de Schiller para expresar la
alegría de la vida en todos los n iv e le sH a b la r en este contexto de todos los ni­
veles es ciertamente paradójico, pues lo característico del viviente es precisa­
mente su delimitación monádica de todo lo demás. El instinto y el placer o dolor
que le acompañan constituyen un recinto interior impenetrable. A todo el que no
sea este viviente le resultará imposible percibir su dolor o sus deseos, pues per­
cibirlos significaría tenerlos. Por eso pudieron negar los cartesianos que los ani­
males sintieran. Si bien, basándonos en el comportamiento de los animales, nos
puede parecer razonable una conclusión analógica, es imposible obligamos a
aceptarla. La interioridad, que une a los vivientes con el hombre y al hombre con
los vivientes, es simultáneamente lo que les permite aislarse de la comunidad de
los vivientes y considerar y tratar a los animales como meros objetos. El recono­
cimiento de la identidad es siempre un acto de libertad.
En un sentido enteramente nuevo desde el punto de vista cualitativo esto es
válido con relación a las personas. El ser personal puede ser entendido cierta-1

1. F. Schiller, An die Freude. Werke (Nationalausgabe) II/l, 185.

177
PERSONAS

mente como forma acrecentada de interioridad, como reflexión, por cuya virtud
los hombres pueden adoptar una actitud determinada con respecto a su propia in­
terioridad vital. Pero no es adecuado definir este modo de autocomprensión de
nuevo como interioridad, o, expresado con la terminología hegeliana, como «ser
para sí». El que la persona sepa que es ser para sí significa que ser para sí es para
ella algo «en sí». La persona da el paso desde el cogito al sum. Y, por otro lado,
el que el ser de la persona es para los demás (o sea, el que tienen una dimensión
externa), es también para ella, es decir, es consciente de ello. Es imposible atri­
buir la percepción de la diferencia dentro-fuera, que está en la base del lenguaje
humano, sencillamente al mundo interior, y lo mismo se puede decir de la estruc­
tura del lenguaje. El reconocimiento de la persona como «alguien» no es una
conclusión analógica o la certeza subjetiva de algo sólo objetivamente probable,
como es la certeza de que los animales están determinados por el instinto y de
que sienten dolor. En ambos casos se trata de la libre adjudicación de cualidades
que están o no están presentes, aunque no tengamos ningún modo de «desmos­
trar» ninguna de esas dos cosas. Si nosotros, los hombres, preguntamos si los
hombres sienten dolor — y los hombres pueden hacer esa pregunta— , también
podemos informar al respecto. Cada uno tiene un acceso privilegiado a su propia
interioridad.
No ocurre lo mismo en relación con el ser personal. Ser persona no es un
acontecimiento objetivo como la capacidad de sentir dolor. Y tampoco hay un ac­
ceso privilegiado al propio ser personal. Sobre si alguien tiene dolor sólo el que
lo siente puede informar con seguridad. En cambio, sobre si entiende correcta­
mente la palabra «dolor», no puede juzgar él solo, sino él y los que con él inter­
vienen en el diálogo. Unos y otros deberán observar si pueden ponerse de acuer­
do con palabras sobre el dolor. Y lo mismo ocurre en relación con el problema de
si un ser tiene capacidad de reflexión, es decir, de establecer una distancia inter­
na con su propia esencia, lo cual es característico de la persona, y de si este ser
es sujeto de actos intencionales. Estos actos, como hemos visto, no son aconteci­
mientos psíquicos que podamos constatar objetivamente. Sólo podemos percibir­
los ejerciéndolos. Y la pregunta sobre si un ser tiene capacidad de reflexión no se
puede responder con un «sí» o con un «no», sino que la respuesta depende de
que se haya entendido la pregunta y de que se haya notado que es una pregunta
absurda.
Ser persona no es, pues, algo que se suponga y después, cuando la sospecha
sea más fuerte, se reconozca jurídicamente, por así decir. Ocurre, más bien, que
el ser personal se da solamente en el acto de reconocimiento. Este reconocimien­
to no es una conclusión analógica, como la conclusión que hacemos del dolor de
los vivientes a partir del propio. En realidad el propio ser personal no se nos da
antes que el de los demás. Nosotros no sabemos si entendemos una lengua antes
de saber si otros la entienden. Ser persona es ocupar un lugar que no existe sin un
espacio en que otras personas tienen el suyo. El ocupar este lugar no se debe a

178
RECONOCIMIENTO

una asignación que hagan otros que existían antes de nosotros. Todo hombre ocu­
pa este lugar como miembro nacido, por derecho propio. No es que se halle em­
píricamente en él, sino que el espacio que ocupa la persona se percibe exclusiva­
mente en la forma de aceptación y reconocimiento. Por eso, como indiqué al
principio, la proposición que asigna el ser personal a un hombre no es una pro­
posición a la que se pueda añadir que uno respeta tan poco a las personas como
a los reyes. El otorgamiento del estatuto de persona es ya expresión de respeto
como modo específico de darse recíprocamente las personas. Esto encierra una
paradoja. Respeto y reconocimiento son formas de actividad. Parece, pues, que
deben ir precedidas de una receptividad que permita que las personas se perciban
como personas. Cuando se trata de la percepción de la identidad, parece especial­
mente clara la necesidad de que el que percibe se comporte receptivamente. Pero
no es precisamente esto lo que ocurre, y no lo es por razones comprensibles. La
principal es que la identidad no se da per definitionem como fenómeno.
Como fenómenos se dan las cualidades objetivas. Pero los actos que se di­
rigen a ellas no se nos dan asimismo objetivamente. Sólo se nos dan en la medi­
da en que los ejercemos activamente. La misma vida ajena se nos da exclusiva­
mente en una cierta consumación simpatética. La vida sólo puede ser percibida
por el viviente. Pero esta consumación tiene lugar en un resonar incosciente que
sólo se puede llamar libre en la medida en que seamos capaces de distanciamos
intelectualmente de él. El modo de darse las personas es distinto. La reducción
de las personas a mera objetividad es también un acto personal con la cualidad
específica de la maldad. Yo sólo me puedo definir a mí mismo como persona en
relación con todas las demás personas. Las personas son seres con los que otras
personas pueden hablar. Reducirlas al estatuto de cosas sobre las que se puede
hablar no da resultado sin más. La mirada del otro me toca, y no es posible re­
chazarla sin una frialdad que humilla al otro, frialdad que también tiene cualidad
personal.
Lo contrario de la humillación que acabamos de señalar es el reconocimien­
to de la identidad. El reconocimiento supone un pasivo darse. El otro se me debe
dar en la experiencia sensible como viviente «hombre», en la forma específica en
que se nos da lo vivo. Sin embargo, su ser persona no es nunca algo dado, sino
algo percibido en un acto de reconocimiento libre. El doble sentido de la palabra
«percibir» tiene efecto en este caso. Decimos que percibimos los intereses de una
persona si los hacemos nuestros y los representamos ante terceros. Sólo en este
sentido son «percibidas» las personas. El deber se fundamenta en esa percepción.
No es el imperativo o la norma lo que nos manda tratar a las personas de una ma­
nera determinada. Frente a cualquier imperativo podemos plantear la pregunta
sobre la razón por la que tenemos que obedecerlo. Y todas las fundamentaciones
últimas, que siguen teniendo la forma del deber, exigen la misma pregunta. Y las
fundamentaciones que derivan el deber de un principio de coherencia lógica, fra­
casan también cuando la coherencia se presenta como exigencia, como deber. La

179
PERSONAS

voz divina que percibe Caín tras el fratricidio no pregunta si Caín ha vulnerado
una norma ética, la que prohíbe el asesinato, sino esto otro: «¿Dónde está tu her­
mano Abel?». La voz exige a Caín que sepa dónde está su hermano. Su respues­
ta, «¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?»2, rechaza esta exigencia. No co­
nocer el lugar del otro equivale en el relato a confesar el asesinato.

II

Todos los deberes para con las personas se reducen al deber de percibirlas
como personas. Sin embargo, no es adecuado formular esta percepción como de­
ber, pues los deberes necesitan fundamentación, mientras que la percepción de
las personas es la fundamentación última de los deberes. Existen valores extra­
personales. La acción puede ser mejor o peor, puede ser moral o inmoral; según
que se ajuste o no a ellos. Pero de deberes hablamos sólo en relación con la per­
sona.
Decimos que las personas tienen derechos frente a otras personas. Esto es
otra forma de decir que las personas tienen deberes para con las personas. Estas
dos expresiones son estrictamente recíprocas. No tiene sentido hablar de dere­
chos de un hombre si no se puede nombrar a nadie que tenga el deber correspon­
diente para con él, incluso cuando se trate exclusivamente de un deber de omi­
sión. En caso contrario valdrían las palabras de Grillparzer: «Derecho del
hombre es sentir hambre, amigo, y sufrir»3. Los deberes de las personas para con
otras personas derivan de la percepción acogedora de éstas. No se pueden funda­
mentar en una experiencia del deber que las preceda. Es propiamente la expe­
riencia del deber la que se funda en la percepción de la persona, percepción es
idéntica al acto de reconocimiento de la misma como «semejante». Con todo, el
reconocimiento no es una posición tal que el ser persona se debiera al reconoci­
miento de otras personas. El reconocimiento se sabe reconocimiento debido, si
bien este saber no precede al acto de reconocimiento, sino que coincide de nue­
vo con él.
El reconocimiento de un hombre como semejante puede ser mal interpreta­
do de dos formas. Puede ser entendido como pertenencia a la misma especie
homo sapiens. Si el reconocimiento no significara nada más que esto, el reproche
de «especiesismo» estaría justificado. Un reconocimiento así sería parcialidad
con la propia especie. El reconocimiento de un hombre como persona significa
algo distinto, aun cuando réconozcamos por principio a todo hombre como per­
sona, sin exigirles ulteriores cualificaciones, y asimismo en el caso de que el con-
cepto de persona coincida éxtensionalmente con el de hombre. La pertenencia a

2. Gen. 4,9.
3. F. G rillparzer, «Ein Bruderzwist in Habsburg», en Werke II, München 1971,327.
RECONOCIMIENTO

la misma especie fundamenta una especie de solidaridad inespecífica frente al


resto del mundo, pero no fundamenta por qué debemos un reconocimiento a cada
persona singular que nos prohibe sacrificarla al interés de la especie. De esta
prohibición no se sigue que el valor del hombre sea más grande que el de los de­
más seres vivos, sino del hecho de que el hombre es inconmensurable, también
respecto de los demás hombres. Esa es la razón por la que no hablamos de valor
del hombre, sino de dignidad. Por más que el valor de la vida de diez hombres
pueda ser más grande que el de la de uno solo, la dignidad de diez hombres no
significa más que la de un único hombre. Las personas no son magnitudes que se
puedan sumar. Entre todas forman un sistema de referencia que señala a cada una
un lugar único en relación con todas las demás.
La segunda forma de posible errónea interpretación del reconocimiento
como «semejante» reside precisamente en el desconocimiento de esta relación.
«Semejante» tiene en este contexto de hecho un sentido paradójico. Esa palabra
no resalta la semejanza del otro conmigo, sino que ambos somos igualmente in­
comparables y únicos. Los hombres son más o menos semejantes como hom­
bres. Como personas no son semejantes, sino iguales, y lo son en el sentido de
que cada una es única y su dignidad es inconmensurable. La palabra «semejan­
te» pueden ser mal interpretada hasta el punto de creer que primero nos percibi­
mos a nosotros mismos como persona y, después, per analogiam, a los demás
hombres. Pero si «persona» significa el que ocupa un lugar único en un espacio
de relaciones constituido por personas, dé nuevo es uno acto la percepción de no­
sotros mismos y de los demás como poseedores de ese lugar. Percibir a los hom­
bres como personas significa percibir el espacio de relaciones a priori constitui­
do por la personalidad. Sólo percibiendo este espacio de relaciones nos
descubrimos a nosotros mismos como personas.
Kant ha expresado lo que significa el ingreso en este espacio en la segunda
fórmula del imperativo categórico: «Obra de modo que no uses nunca a la huma­
nidad, ni en tu persona ni en la de los demás, meramente como medio, sino si­
multáneamente siempre como fin»4. La exigencia que estas palabras expresan es
la exigencia de autolimitación debida a un cambio de perspectiva. El animal, y el
hombre en tanto que animal, constituye un medio, característico de la especie a la
que pertenece, en cuyo centro se halla él mismo. La importancia de todo aquello
con lo que se encuentra está indicada por la organización de los instintos del vi­
viente y determinada por su función en el marco de su programa sistémico. Los
hombres son seres vivos. Ellos constituyen también medios propios dentro de los
cuales son equivalentes importancia y funcionalidad, la cual se define a su vez
por los intereses del respectivo individuo. En modo alguno tienen que interpretar­
se estos intereses de forma puramente egoísta. La conservación de la especie o las

4. I. K a n t , Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, e d . c it., 4 2 9 .

181
PERSONAS

posibilidades de propagación de los propios genes están anclados en la estructura


de los impulsos, pero son asimismo una especie de solidaridad con los que están
vinculados con nosotros por vínculos familiares y culturales o por simpatía es­
pontánea, e, incluso, en un sentido débil, con todos los miembros de la especie.
Hasta cierto grado, nuestro bienestar no es de hecho independiente del suyo. El
ingreso en el espacio personal es una metabasis eis alio genos, es decir, un paso
hacia una forma completamente nueva de relación. Esto no debe significar que el
paso en cuestión tenga el carácter de un puente. N i siquiera el egocentrismo na­
tural es egoísta, sino que entraña una tendencia a la superación del propio yo. El
amor benevolentiae puede desarrollarse a partir del amor concupiscentiae, de tal
forma que resulte una impresión de continuidad.
El mejor modo de poner de manifiesto la novedad de las relaciones perso­
nales es percibir una situación en la que no exista esa continuidad, es decir, cuan­
do las relaciones personales se presentan bajo la forma fundamental de la justi­
cia: cuando el abandono de la propia centralidad no se apoya en ningún motivo
«patológico» en sentido kantiano, es decir, en ninguna forma de simpatía?. Acep­
tación de la persona significa en principio sencillamente repliegue dé la propia
tendencia expansiva, que en principio es ilimitada, renuncia a ver al otro exclusi­
vamente por la importancia que tenga para mi propio contexto vital, profesarle
respeto como alguien que nunca se puede convertir objetivamente para mí en me­
dio dentro del propio ámbito de importancia.

III

Pero, ¿que significa esa clase de respeto? No es fácil determinar su relevan­


cia práctica. La mayoría de los intentos conducen a exagerar su importancia o a
disminuirla. Según como lo interpretemos, la exigencia de respetar a la persona
como fin en sí mismo — es decir, como sujeto de fines— parece ser casi vacía y
no limitar el campo de juego de la acción, o limitarlo hasta el extremo de que la
limitación resulte incompatible con la autoafirmación de la propia vida.
¿Qué significa «respetar a la persona como un fin en sí mismo»? ¿Significa
permitirle y posibilitarle la persecución de sus propios fines? Esto es algo que ha-
cemos también con los animales útiles, al menos mientras no los matamos. Sin
alimentación dejarían de sernos útiles, y sin actividad sexual se extinguirían.
¿Significa «respeto», más bien, no servirse de las actividades de otro para
los fines propios, o sea, no «instrumentalizarlo»? En estas circunstancias la vida
humana no sería posible. La razón está en que las personas humanas existen te­
niendo una naturaleza. Y esta naturaleza, como cualquier otra, es tal que vive a5

5. Cfr. I. K ant, Kritik der praktischen Vernunft, A 133.

182
RECONOCIMIENTO

costa de otras, también de otros seres de idéntica naturaleza. Siempre ha habido


un ideal de pura cooperación, es decir, se ha pensado que los hombres, por la ne­
cesidad que unos tienen de otros, deberían organizar la cooperación de forma que
entendieran sus intereses como interés común y, en consecuencia, no se instru-
mentalizasen ni compitieran entre sí, sino que, tras un acuerdo discursivo, co­
laboraran tan efectivamente como les fuera posible en beneficio del interés co­
mún. Los intentos de realizar este ideal han fracasado una y otra vez. Y cuando
se entiende lo que significa persona, se entiende que el intento seguirá fracasan­
do. Ésto se toma completamente evidente por el hecho de que es precisamente
el ideal de comunidad el que levanta como ninguna otra cosa a unos hombres
contra otros. En nombre de este ideal se deniega el reconocimiento como perso­
nas a los adversarios de este ideal. «Quien no siente alegría con estas enseñanzas
no merece ser hombre»6. Ninguno de los habituales conflictos de intereses priva­
dos ha exigido una hecatombe de víctimas como el que ha exigido el ideal de su­
peración de esos conflictos. Se trata del ideal de superar la naturaleza humana
mediante lo que en ella es específico: mediante la razón. La razón se considera
desde Platón como lo koinon, lo común indiferente frente a los intereses indivi­
duales. Los hombres, como seres racionales, tienen que ser capaces de interpre­
tar sus intereses como intereses comunes. «Lo bueno, cuando se descubre, es co­
mún a todos» se dice en el Gorgias7. Pero las personas, precisamente porque
cada una de ellas como tal piensa lo común, son individuos en sentido eminente.
Y justamente el modo, en cada caso individual, de entender lo común las levanta
recíprocamente unas contra otras con más fuerza que sus intereses individuales.
A esto se añade que sus intereses individuales cooperan de modo incomprensi­
ble en la respectiva concepción de lo común. Ese es el tema de la crítica de las
ideologías. Los conflictos entre grandes campos políticos de la historia se fundan
en sus contrapuestos universalismos.
¿Qué puede significar en tales conflictos «reconocimiento de la persona»?
No, evidentemente, la disposición a posibilitar que el otro alcance sus fines tal y
como mismo alcanza los propios. No es así por la sencilla razón de que, en estos
casos, el logro de los fines de unos excluye per definicionem el logro de los fines
de otros. El Estado constitucional moderno reconoció la legitimidad de la lucha
política, pero, al hacerlo, la domesticó. Le dio unas reglas de juego y convirtió la
aceptación de las reglas de juego en condición para participar en ella. La acepta­
ción y observación de las reglas de juego es la forma institucionalizada del reco­
nocimiento de la persona dentro de la lucha política, pues ésta significa que, fren­
te a la dimensión de la razón, se descubre una dimensión todavía más profunda:
la de la persona. La razón, que Platón y el siglo XVIII entendieron como medio
de entendimiento universal y de neutralización de todos los antagonismos, se

6. W.A. Mozart, Die Zauberflóte, ed. cit.


7. P latón, Gorgias 505 e.

183
PERSONAS

convirtió en la época de las guerras mundiales en el medio del disenso. El univer­


salismo en nombre de la razón se enfrenta a otro universalismo, que también se
presenta en nombre de la razón. En esta situación formula el Estado constitucional
moderno simultáneamente los derechos fundamentales y las reglas procesales para
dirimir los conflictos. Ambos deben verse en estrecha conexión. Cuando las reglas
procesales se entienden de forma puramente pragmática, se malentienden. No se
trata de sustituir el problema de la justicia por reglas procesales neutrales desde
el punto de vista del contenido. Se trata del reconocimiento de las personas im­
plicadas en toda la lucha por la justicia, las cuales tienen derecho a defender su
modo de entender la justicia frente a otros modos de entenderla y a procurar rea­
lizarla en el marco de las reglas de juego establecidas.
Ello supone naturalmente un cierto agravio para las visiones universalistas,
las cuales son puestas en analogía con los intereses individuales, completamen­
te en oposición con que significan en sí mismas. Pero no puede ser de otro
modo. La idea de que la naturaleza racional del hombre debería superar los inte­
reses antagónicos de los hombres, y convertir a éstos, como pensaba Marx, en
puros «seres genéricos», descansa en el desconocimiento del ser personal. Las
personas — precisamente porque cada una de ellas aisladamente no sólo repre­
senta sus intereses particulares, sino también una visión de lo general y co­
mún— son «individuos» en una medida incomparablemente más alta que todos
los demás seres vivos. El antagonismo de los intereses particulares se reproduce
de nuevo en ellas en el plano de la definición de lo común, pues esta definición
no es general. Y cuando, como ocurre en los Estados constitucionales, lo es de
algún modo, ello se debe a que el Estado constitucional no pretende superar el
antagonismo de los universalismos, sino que lo reconoce y domestica. En este
Estado las personas son reconocidas como seres que tienen (que no son simple­
mente esas cosas) su perspectividad y particularidad naturales. Por eso pueden
comportarse con su particularidad como con algo que se tiene. Pueden tener
convicciones incompatibles con las de los demás, y, sin cuestionar de sus con­
vicciones, respetar las convicciones que consideran erróneas en el sentido de
respetar al que las tiene, puesto que éste tampoco es idéntico a todo lo que tiene.
Depeiide de su voluntad determinar en qué medida quiere identificarse con algu­
no de estos contenidos. Quien se identifica con cada una de sus opiniones se
hace tan imperceptible como persona como el que no usa su libertad para iden­
tificarse existencialmente con algo por no gastarla.
Cuando están en juego decisiones existenciales últimas se acaba natural­
mente el respeto a las reglas de juego. Eso no vale sólo para aquéllos cuyas deci­
siones existenciales son incompatibles con ellas, sino también para aquéllos que
las defienden. Las reglas deben domesticar el conflicto y asignar a éste un rango
menor en comparación con el del respeto a la persona. Pero esto no significa que
quede excluida la lucha a vida y muerte. La razón está en que, frente a un ataque
enérgico al Estado constitucional, a sus partidarios no les queda a veces otra al-

184
RECONOCIMIENTO

temativa que renunciar a este sistema de reconocimiento de la persona o enfren­


tarse con violencia a la violencia de sus adversarios, hasta matarlos si fuera ne­
cesario.
¿Termina con ello el reconocimiento de la persona? ¿Tiene que capitular fi­
nalmente ante los antagonismos naturales? ¿Es sólo un reconocimiento condicio­
nado, en el que la condición es que la persona a quien hay que respetar tenga un
determinado comportamiento correcto, o se atenga al menos al principio de la re­
ciprocidad? Es de gran importancia percibir que no es así. No utilizar nunca a la
«humanidad», ni en mí ni en los demás, solamente como medio o es la fórmula de
un reconocimiento que coincide esencialmente con la percepción de la persona, o
es una fórmula contradictoria. Hacerla depender de condiciones significa conside­
rar al otro no como fin en sí mismo, sino como un ser que en última instancia es
considerado desde el punto de vista de la compatibilidad de sus manifestaciones
vitales y volitivas con las mías, es decir, que es subordinado a mis fines. ¿Pero no
es forzoso que haya situaciones en las que la lucha sea inevitable? Si el reconoci­
miento de la persona debe ser incondicionado, tiene que ser compatible con la lu­
cha a vida y muerte. De ahí que no sea segura ninguna teoría de la persona que ig­
nore la posibilidad de esta lucha o que sólo pueda condenarla.

IV

El nombre de la relación específica entre personas es «paz». El saludo se­


mita «la paz contigo» tiene un doble sentido: «concertar» la paz con el otro y de­
searle que «esté en paz». La palabra paz es un concepto reflexivo. No hay situa­
ción o relación que, sin relación a un contraste, se pueda describir como «paz».
Paz significa ausencia de guerra, de querella, de lucha. Pero no es pura ausencia
de esas cosas por causa de la indiferencia o el agotamiento, sino fin expreso y ac­
tivo de la lucha, o sea, paz «concertada». Conclusión de la paz significa recono­
cimiento recíproco de lo que las personas tienen de tal manera que en ello ponen
su ser, y de lo que no están dispuestos a separarse. Si el ser de la persona es te­
ner, la persona sólo puede ser reconocida reconociendo lo que tiene, su vida, su
cuerpo, su fama, su propiedad y la libertad de movimiento que reclama para su
autodespliegue. El alcance de esta reclamación es, en principio, indeterminado,
y puede entrar en colisión con las reclamaciones de otras personas. La paz «con­
certada» es lo que llamamos situación jurídica. Cuando limita nuestras reclama­
ciones, fas transforma en derechos. Transforma la posesión en propiedad. El es­
pacio apriórico, en el que cada persona ocupa un lugar definido sólo por él y que
sólo a él corresponde, exige como tal convertirse en situación jurídica, en la que
la inconmensurabilidad de cada persona adopte la forma de igual derecho de to­
dos a cambiar. La razón está en que reconocimiento significa ver al otro como al­
guien que no me debe a mí su identidad, como yo no le debo a él la mía. El ver­
dadero reconocimiento consiste en asegurar esta independencia de forma que el

185
PERSONAS

ser reconocido quede sustraído al capricho del que reconoce, o sea, de forma que
sea obligatorio. El carácter forzoso del orden jurídico se pone de manifiesto en
que los que viven en él se quieren reconocer realmente unos a otros y y no quie­
ren limitarse a portarse bien con ellos. Quien se reserva el derecho a retirar el re­
conocimiento, no ha reconocido en absoluto.
Los teóricos del siglo XVIII opusieron la situación de derecho al «estado
natural»8, y fue el concepto de persona el que privó al tránsito de su resabio mi­
tológico. Es ese concepto asimismo el que permite comprender que el estado de
naturaleza, en forma debilitada, continúe en el marco de la situación de derecho.
De este persistente dualismo responden los conceptos de «Estado» y «Socie­
dad». Las teorías liberales y las totalitarias coinciden a menudo en considerar al
Estado exclusivamente como agencia ejecutora de las fuerzas sociales y — en el
caso del totalitarismo— en considerar a la sociedad como administración estatal
total. Pero si los hombres son personas, y si ser persona significa aquella íntima
estructura en la que un hombre posee su naturaleza, su esencia humana y se po­
see a sí mismo, entenderemos cómo se reproduce esta estructura en el llamado
dualismo. El orden de reconocimiento es esencialmente un orden formal de
igualdad, el cual sólo se convierte en real, o sea, vivo, por el despliegue de la vida
humana dentro de él, despliegue que tendrá siempre el carácter de competencia
y conflicto, incluyendo aquellas competencias y conflictos que se remiten al or­
den jurídico básico para ser dirimidos, pues el orden básico, sea cual sea la for­
ma dé estar constituido, tiene consecuencias para el desenvolvimiento de los pro­
cesos sociales. La misma paz no está más allá de los conflictos, pero su forma es
controvertida.
Esa es la razón por la que ningún orden jurídico es algo así como un reino
de Dios, en el que se hayan superado todas las contradicciones y que, en conse­
cuencia, tenga el carácter de la indestructibilidad. Ningún orden jurídico puede
garantizar que será definitivo, pues lo común, que adquiere forma en él, es con­
tenido de la conciencia de cada miembro individual del orden jurídico, de suerte
que cada uno de ellos puede cuestionar esa forma, y puede convertir en asunto
conflictivo las reglas para dirimir los conflictos. La cizaña que hubiera crecido
contra ella podría abolir el ser personal y transformar a los hombres en animales
racionales. Las personas son y seguirán siendo peligrosas.

¿Significa esto, retomando de nuevo la pregunta, que el reconocimiento de


la persona, es decir, la percepción de la misma, cesa más allá del orden de paz ga­

8. Cfr. R. Spaemann, Rousseau-Bürger ohne Vaterland. Von der Polis zur Natur, München 1980 (2.
Aufl. 1992).

186
RECONOCIMIENTO

rantizado jurídicamente por el hecho de que este orden es su única forma? ¿Sig­
nifica que la lucha es un suceso impersonal? No es nada de eso. Todo conflicto
real entre hombres es la interrupción de la relación de comunicación real en la
que nos exigimos recíprocamente tan sólo aquello que el respectivo afectado
acepta. Tener que ver con personas no significa que, en caso de conflicto, no de­
bamos plantear la pregunta sobre lo exigible, o sea, sobre la justicia. Significa ex­
clusivamente que tenemos que responderla subjetivamente y en solitario. Cuan­
do se da un conflicto de intereses privados, el reconocimiento ininterrumpido de
la persona significa que, en la persecución de estos intereses, nos movemos en el
marco de la reglas jurídicas. Pero cuando se trata de conflictos sobre cuestiones
fundamentales, en los que el fracaso del empeño del adversario es el sentido au­
téntico dé la lucha, las personas necesitan estar convencidas de que su empeño es
el justo, es decir, de que las consecuencias que acarree el logro de los fines pro­
pios se les pueden exigir, desde un punto de vista imparcial, a todos los afecta­
dos. El criterio para determinar lo que se debe exigir no puede ser el consenti­
miento real. Y ello por dos razones. En primer lugar, porque todos podríamos
sustraemos arbitrariamente, negándonos a darle nuestro consentimiento, a cual­
quier exigencia justa. En segundo lugar, porque los hombres, por debilidad o ig­
norancia, podemos consentir en algo que no se nos puede exigir. El deber de jus­
ticia, como todos los deberes, es ante todo un deber de la persona para consigo
misma. Por lo demás, la comunicación suspendida se mantiene potencialmente
mientras se esté dispuesto, cosa que ha de hacer el que piense rectamente, a dar
cuenta públicamente, y también al adversario, de la lucha que se mantiene con­
tra él. Esto significa escuchar y ponderar siempre los posibles contraargumentos
nuevos. D e ello deriva .ciertamente una paradoja. Para interrumpir la comunica­
ción y «recurrir a otros medios» hace falta una convicción especialmente firme.
Y es algo que forma parte de la lógica de la lucha, que el suscitar dudas sobre la
justicia de la propia causa es perjudicial para el éxito de la lucha. Pero, por otro
lado, nunca es más evidente la duda que en esta situación, pues, cuando se inte­
rrumpe la comunicación, no tiene lugar el examen continuado sobre la justicia.
Por eso es natural acallar la duda mediante un stetpro ratione voluntas o median­
te un right or wrong, my country.
Por todo eso significó un gran progreso que el derecho internacional moder­
no relativizara jurídicamente la idea de «causa justa» — aunque tanto antes como
ahora sea reconocida como exigencia moral— mediante la idea de «enemigo jus­
to», al que se le supone buena fe al juzgar la justicia de su causa. De ahí que la
guerra no se pueda considerar esencialmente como acción de castigo, sino que
tiene lugar entre iguales. (Eso explica el interés de los violadores de la paz en ser
reconocidos como partes beligerantes).
Un último criterio de la relación de respeto es el trato con los muertos, tam­
bién, y de modo especial, con el enemigo muerto. En la muerte cesa todo lo
«cualitativo» que levanta a unos hombres contra otros. La honra que se tributa a
los muertos, a todos los muertos, va dirigida a su identidad numérica, a ellos

187
PERSONAS

como personas. La capacidad de hacer esta abstracción es aquello mediante lo


cual el que sale airoso se da a conocer a sí mismo como persona.

VI

En nuestra situación histórica, las reflexiones de este capítulo parecen tener


un cierto aire irreal. El orden de la paz intraestatal es considerado como una es­
tructura de la interpersonalidad; los conflictos entre Estados y el empleo de la
violencia política son considerados como si se tratara de luchas arcaicas en las
que las personas se miden con personas. Se trata de Caín y Abel, y de Creón y
Antígona, mientras que en el mundo moderno hace tiempo que las instituciones
se han independizado de un modo que hace difícil ver cómo su relación con los
individuos y las relaciones entre los individuos mediadas institucionalmente se
puede comprender con categorías personales. Las relaciones recíprocas de las
unidades políticas obedecen siempre a una lógica, la cual se podía interpretar de
todos modos personalmente en el plano de los protagonistas. Hoy ya no ocurre
así. El que las personas gobernantes «puedan unos con otros» o no es un factor
del que depende un funcionamiento con menos fricciones de los procesos sisté-
micos, pero los datos esenciales, que marcan la dirección de estos procesos, no
dependen de ello. La globalización de los mercados significa un nuevo impulso
a la despersonalización. Lo político es también una categoría personal, puesto
que hace posible la identificación personal y pone barreras a la lógica objetiva
definida económicamente. Con el derrumbe de los sistemas marxistas han caído
estas barreras. Lo que ocurre en gran escala parece no ser responsabilidad de na­
die y adopta el carácter de suceso natural. Parece anacrónico hablar de grandes
instituciones en un libro sobre la persona. Es como si habláramos de física por­
que las personas son hombres y están sujetos como tales a las leyes de la física
igual que las cosas materiales del mundo.
En relación con las personas hablamos efectivamente de física, y en ámbitos
centrales, como, por ejemplo, cuando se plantea el problema de cómo compatibi-
lizar la autodeterminación con los principios de la conservación, es decir, con el
postulado de un campo de actividad física cerrado. Si las instituciones fueran for­
maciones con una legalidad propia indiferente a la personalidad, significarían cla­
ramente un desafío a todas las teorías de la persona. La razón está en que se com­
portarían con las personas como con partes materiales, cuyo comportamiento
regular o casual forma exclusivamente el material de un suceso que es indiferen­
te a las tendencias inmanentes de las partes. ¿Significa esto la refutación de la au-
tocompresión de la persona? Eso no puede ser, puesto que la persona no se funde
con lo que sucede, o sea, con una determinada disposición de las cosas, de tal for­
ma que desaparezca cuando deja de ser dueña de la situación. Ser dueño de la si­
tuación es una tendencia de todo lo vivo. Las personas pueden comportarse libre­
mente con ella porque no la son. Este comportamiento puede adoptar muchas, e

188
RECONOCIMIENTO

incluso contrapuestas, formas. Puede consistir en resignación, en romántica glo­


rificación de lo que ocurre, en resistencia anarquista o en paciente esfuerzo en de­
fender lo «político», entendido aquí como lo personal, frente a las coacciones ob­
jetivas, y en mantener despierta la conciencia acerca de que las coacciones
objetivas ejercidas sobre las personas no pueden ser más que cuasi coacciones ob­
jetivas, porque en la base de las mismas se hallan siempre opciones fundamenta­
les. Las opciones mayoritarias inexpresadas y su sistemático encubrimiento tie­
nen, desde luego, para el individuo el carácter de un destino contra el que nada
puede. Lamera supervivencia bajo condiciones dadas de antemano, y recurrien­
do a los medios de superviencia que el sistema ofrece, puede parecerle que es
consentimiento. Sin embargo, nadie puede obligar a las personas a aceptar esta
interpretación. Las modernas civilizaciones, que han eliminado el estado natural
y han socializado las posibilidades de supervivencia, no pueden en principio dis­
criminar el comportamiento parasitario, o en todo caso no pueden esperar que las
personas afectadas interioricen esa discriminación.
N o son las prestaciones sociales de las grandes instituciones las que exigen
lealtad a la persona, sino el carácter político y jurídico de las mismas. Las insti­
tuciones son políticas mientras las normalizaciones que parten de ellas son
expresión de una voluntad personal, trátese de la voluntad colectiva de una co­
munidad histórica, trátese de la voluntad de una autoridad legítima. La manifes­
tación de esta voluntad puede manifestarse como tal y expresar claramente el re­
chazo de las alternativas. Un país puede, por ejemplo, abrir discrecionalmente
sus fronteras, puede decidirse por una sociedad multicultural. Pero cuando no se
toman decisiones como esas, de carácter fundamental, sino que se supone «su­
brepticiamente» que se aprueban, se erosiona el derecho de lealtad. Niklas Luh-
mann ha indicado como ventaja de los Estados modernos el que no simbolizan el
derecho de legitimidad en las personas que representan ese derecho, sino que la
derivan de la corrección de las reglas de procedimiento acordadas9. Por lo que
atañe a la estabilidad del sistema esto es ciertamente así. La adaptación es una
forma de disciplina más segura que la obediencia. Ello es así porque la obedien­
cia es un acto personal que puede ser denegado en cualquier momento. Para ello
basta con percibir con claridad que la estabilidad que de ese modo se alcanza no
equivale a legitimidad, sino a su desaparición. La legitimidad es una categoría
personal que permite exigir lealtad de las personas. La despersonalización renun­
cia a esta exigencia, apoyándose en la esperanza fundada de que, de ese modo,
seguirá funcionando, e, incluso, mejor.
Un fenómeno es especialmente doloroso en esta situación, un fenómeno
adecuado para privar de expresión a la dimensión de lo personal, a saber, el pe­
netrante vocabulario personalista que nos inunda por todos lados. Por doquier, en

9. Cfr. N. Luhmann, Legitimitát durch Vetfahren, Frankfiirt 1963.

189
PERSONAS

anuncios y en ordenadores, se nos desea que nos vaya bien; por doquier, aumen­
tados con altavoces, se nos dan a conocer prescripciones cuya observancia se nos
agradece de antemano. Todos los niños ven que la amabilidad, la bondad, la de­
ferencia, el interés en el bienestar de los demás, el agradecimiento y otras actitu­
des parecidas, son ante todo aceite lubrificante para el funcionamiento de proce­
sos que no tienen casi nada que ver con la relación entre personas. El retomo a
un vocabulario impersonal, objetivamente correcto, sería el respeto que las per­
sonas podrían exigir de los programadores del sistema. Sólo así logra su valor la
sonrisa amable de la cajera al cliente que se halla realmente frente a ella, y lo lo­
graría aun cuando la empresa se beneficiara de la amabilidad de sus trabajadores.
No por eso deja de ser suya la sonrisa de la cajera, y el agradecimiento del clien­
te se dirige a la mujer, no a la empresa.
Las instituciones que ejercen poder material o espiritual tendrían que poner
de manifiesto su carácter político. Deberían de hacerlo sobre todo cuando exigen
lealtad o incluso consentimiento moral. La segunda condición es el carácter jurí­
dico fundamental de la institución. Por tal cosa no entiendo ante todo la observa­
ción de las reglas de procedimiento, sino la protección real del estatuto personal
de cada hombre que se encuentra en el ámbito del poder de esa institución, es de­
cir, del Estado. Del carácter universal del espacio personal de relaciones deriva
el no conceder carácter personal a alguien, aunque sea sólo a uno, hace que
desaparezca el carácter personal del sistema entero. Negar carácter personal a al­
guien es algo que ocurre, como veremos en un capítulo posterior, cuando se exi­
ge, además de la pura pertenencia al género humano, algún otro criterio cualita­
tivo, por cuya virtud alguien es reconocido como alguien y cooptado para la
comunidad de personas. Cualquier sistema político que haga eso pierde su carác­
ter legítimo y el derecho a la lealtad de las personas. El comportamiento frente a
un sistema así sólo puede estar dictado por reglas de astucia. Los Estados son li­
bres para conceder el derecho de ciudadanía a quien quieran. Aquí no existe un
deber de dar igual trato a todos ni está prohibido ser arbitrario. Pero el derecho
de ciudadanía de un Estado sólo tiene valor si los derechos humanos -—ante todo
el derecho a la vida— gozan en él de protección sin limitaciones, para ofrecer la
cual basta con el poder del Estado correspondiente.

190
LIBERTAD

La idea de persona y la de libertad están estrechamente unidas. Dicho con


más precisión: el concepto de persona da una nueva dimensión al de libertad
cuya legitimidad ha sido negada repetidamente, a saber, la dimensión del «libre
albedrío». Quien asigna libre albedrío al hombre afirma que el hombre es el fun­
damento de que su obrar sea de una manera y no de otra. Y ello no sólo en el sen­
tido de que la acción sea la consecuencia necesaria de condiciones antecedentes,
que quedan fuera de la propia por precederla, sino en el de que el propio hombre
es el responsable de su modo de ser, en la medida en que está impregnado por las
propias acciones, y porque determinadas decisiones de la acción son, a la vez,
decisiones sobre la clase de hombre que alguien quiere ser. Para entender y valo­
rar esta radicalización del concepto de libertad, tenemos que preguntamos, ante
todo, que es lo que queremos decir cuando hablamos de libertad. «Libertad» es
un concepto reflexivo. No designa un estado de cosas que se pueda mostrar po­
sitivamente, sino que reflexiona sobre la ausencia de un estado así, generalmen­
te sobre la ausencia de una reducción. Un hombre se ha librado de la fiebre, o de
una adicción, una región se ha librado de la malaria, un pueblo se ha librado de
la dominación extranjera o de un tirano. Para percibir expresamente una ausen­
cia así es preciso vivir como posibilidad real lo que perjudica. Hace falta que
haya existido previamente, o que se manifieste como amenaza, o percibido como
realidad en otros, en otros con los que se comparan los no perjudicados. Llama­
mos correctamente «libre de chinchillas» a una habitación cuando no hay chin­
chillas en la región. «De personas libres» se habla en relación con sociedades en
las que hay servidumbre o esclavitud. Libertad significa siempre «estar libre de»
algo. En otro caso es una palabra vacía.
Perjuicios, así como la reflexión sobre su ausencia, es algo que se da sólo en
seres que tienden por sí mismos a algo. De ahí que la libertad sea siempre liber­
tad de despliegue de una tendencia propia. Para los animales hay «sendas libres».
Hablar de «caída libre» es un modo aristotélico de hablar que supone la «tenden-

191
PERSONAS

cia» de un cuerpo a caer hacia abajo, una tendencia a la que se le puede oponer
resistencia. Es propio de la libertad la posibilidad de desplegarse de acuerdo con
la propia especie. Una golondrina en el agua y una trucha en la orilla no son li-
I bres.
Sin embargo, no es verdad que la posibilidad de despliegue de cualquier
tendencia signifique libertad. La manía, por ejemplo, es una tendencia, pero se­
guirla esclaviza. ¿Por qué? Porque no es natural. ¿Por qué la llamamos «antina­
tural»? Sólo pueden ser libres o esclavos aquellos seres que poseen una naturale­
za, o sea, que tienen, según la definición de Aristóteles, el «principio del
movimiento y el reposo»1, seres que por sí mismos tienden a algo: en principio y
sobre todo a mantenerse en el ser. Pero la naturaleza del hombre es considerable­
mente plástica y posee un amplio abanico de posibles «movimientos». La liber­
tad de movimientos es estructurada por la educación, el lenguaje, los usos y las
costumbres, es decir, por lo que llamamos «segunda naturaleza». Poder vivir de
acuerdo con la segunda naturaleza, o sea, con la costumbre, equivalía para los
griegos del siglo VI antes de Cristo a eleutheria, a libertad. Tirano era aquél que
podía impedírselo al hombre. No fue el viejo mandamiento de enterrar al herma­
no el que privó a Antigona de libertad, sino la reciente prohibición por parte de
Creón de hacerlo.
Con los sofistas surge una nueva reflexión emancipatoria, que después es
profundizada por Platón, a saber, la idea de que también las costumbres pueden
esclavizar* en concreto cuando la segunda naturaleza se opone a la primera. Y
esto es así aun cuando un hombre haya interiorizado la tendencia de la segunda
naturaleza hasta el punto de no percibir ya la primera. Precisamente entonces es
cuando es internamente esclavo, no cuando se hace libre. Para ser libre uno tie­
ne que ser capaz de hacer lo que quiere. Pero para poder hacer lo que se quiere,
es preciso saber lo que se quiere. La falta de libertad no consiste necesariamen­
te en la determinación extraña. Puede tratarse del querer «impropio» de uno m is­
mo, como, por ejemplo, en el toxicómano. El fundamento de un querer impro­
pio es siempre, según Platón, una percepción deformada de la realidad y de lo
deseable.
El criterio para valorar diferentes costumbres, es decir, para percibirlas
como lo que realmente me pertenece, se llama entre los griegos «naturaleza». Lo
natural, entendido como «lo que está conforme con el hombre», posibilita una
comprensión emancipatoria de la libertad. Posibilita que la primera naturaleza se
emancipe de la segunda, o al menos, como ocurre en Aristóteles, juzgar la segun­
da naturaleza por su armonía con las condiciones marco de la primera.
¿No es absurdo un examen semejante? Si tiene algún sentido hablar de algo
como naturaleza del hombre, ¿no designará «naturaleza» aquello que se impone

1. A ristóteles, Física II, 1; 192b 13-15.

192
LIBERTAD

por sí mismo frente a las costumbres y motivos secundarios? Los sistemas secun­
darios — el software— sólo pueden establecerse y mantenerse, al parecer, si són
compatibles con la naturaleza plástica del hombre — el hardware— .
La objeción no es correcta porque la naturaleza de los seres vivos superio­
res no se halla frente a la alternativa de rechazar lo nocivo o ser víctima de él. Los
seres vivos superiores se caracterizan, como dice Aristóteles, por la diferencia
entre mera vida y vida buena2. Se da en ellos una disminución de la vida que no
equivale a inmediata destrucción. El toxicómano vive, pero vive mal. Su salud
sufre, sus intereses se estrechan, su dependencia aumenta. Frente a las costum­
bres que llamamos virtudes, son vicios, es decir, «malas costumbres», aquellas
que no nos capacitan (sino que nos impiden) para hacer lo que por nosotros mis­
m os, independientemente de esta costumbre, por intelección propia, haríamos
gustosamente. Como es evidente, la «segunda naturaleza» puede mantener con
la primera una relación armónica o desarmónica. «Libres» podemos denominar
a aquellos hombres en los que la relación es armónica, en los que la primera na­
turaleza no es subyugada por la segunda, sino disciplinada de tal forma que pue­
de desplegarse de acuerdo con la propia intelección y alcazar una determinada
forma histórica.
Lo mismo se puede decir del nomos social. Para un concepto «naturalista»
de lo natural, todo orden social debe ser siempre natural, puesto que es siempre
el resultado de un «paralelogramo de fuerzas» natural, o sea, expresión del afán
de poder de los más fuertes, los cuales se sirven de los más débiles o los elimi­
nan. Para el antílope, ser devorado por el león no es una muerte natural, sino vio­
lenta. Pero para el león es natural devorar al antílope. Llamamos asimismo «na­
tural» al sistema ecológico en que los leones devoran a los antílopes. Las
relaciones de dominación son tan naturales, al parecer, como su subversión. Na­
turaleza es el modo «como todo se comporta»3.
Es esencial a la naturaleza del hombre poder entrar en relación con el modo
como todo se comporta — considerar fenómenos naturales como devorar y ser
devorado tanto desde el punto de vista del león como desde el del antílope— , y,
finalmente, cuando atañe al hombre como agente, establecer los criterios de lo
justo. Esta capacidad resulta de la propiedad de la persona de entrar en relación
con su propia naturaleza, con su propio modo de ser, una relación a la que hemos
definido como «tener». Pero la naturaleza propia y el propio modo de ser no se
puede definir sin relación con todo lo demás que es como es. De ahí que relacio­
narse con la propia naturaleza signifique relacionarse con el mundo como un
todo. Los estoicos consideraron la identificación con el cosmos como solución
del problema de la libertad. Aceptar lo que en todo caso ha de ocurrir libera al

2. Cfr. A r i s t o t e l e s , De a n i m a 434b 21.


3. C f r . R. S p a e m a n n , Das Natürliche und das Vernünftige, München 1987.

193
PERSONAS

hombre de su papel de víctima. El verdadero interés del sabio consiste en el éxi­


to de la obra en su conjunto ¿Si concilio mi voluntad con el destino y extiendo mi
interés natural en la conservación al todo, cuya integridad en ningún caso peli­
gra, nada ocurrirá contra mi voluntad.
La liberación estoica de la particularidad de los propios límites naturales no
es un acto de libertad, sino consecuencia de un conocimiento: el conocimiento de
la necesidad, o sea, «sabiduría». El sabio, sólo el sabio, alcanza la libertad. La li­
bertad no es, pues, resultado de una decisión, que sea asimismo libre. No la liber­
tad personal, sino la razón tan sólo, es la condición de la posibilidad de la libera­
ción.
Con el cristianismo aparece por vez primera la idea de una conversión, que
no es consecuencia de un conocimiento nuevo, sino condición suya. San Pablo
dirige esta idea expresamente contra la sabiduría estoica. « Y si teniendo el don
de profecía», escribe, «y conociendo todos los misterios y toda la ciencia...Y si
repartiere toda mi hacienda y entregare mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad,
nada me aprovecha»4. El estoico está pronto para todo aquello para lo que lo está
el cristiano. Para ello no necesita una conversión fundamental de la voluntad. La
voluntad natural de autoafirmación, gobernada por la razón, es la que conduce a
la postre a la dilatación cósmica del yo, a la superación de la particularidad de la
propia naturaleza. Por el contrario el amor, en el sentido del Nuevo Testamento,
de agape, no significa una dilatación cósmica del yo, o una apropiación del mun­
do por el yo, sino un cambió radical del punto de vista que San Pablo designa con
el concepto de «m orh»5. Ese cambio significa que el otro, como otro — es decir,
no como «parte de mi mundo»— se convierte en un ser tan real e importante para
mí como lo soy yo para mí mismo. Con ello surge la posibilidad de un conflicto.
La actitud cristiana se distingue de la del sabio estoico porque los cristianos rue­
gan, pero no se empeñan en la realización del ruego. El sabio estoico no pide que
se le aparte de un destino adverso. Sencillamente no pide. Ha vencido el miedo.
No teme la muerte, y evita una muerte dolorosa mediante el suicidio. No renun­
cia a su voluntad por la voluntad de otro, sino que se anticipa a ella si es más po­
derosa, y, considerando la inutilidad de ofrecrle resistencia, accede a sus deman­
das como si fueran de la propia. Para ello no necesita ni resolución ni amor, sino
exclusivamente razón.
"W4É1 fundamento de esta diferencia es fácil de percibir. Realmente para los es­
toicos no se trata en absoluto de una voluntad divina, puesto que no piensa lo di­
vino como persona y, en consecuencia, no considera el mundo como realidad
contingente, como obra de una voluntad. El todo no puede ser distinto de como
es. Una parte del todo soy yo mismo. Los seres racionales saben que son partes

4. lC o r l3 ,2 y s s .
5. Cfr. Col 3,3.

194
LIBERTAD

del todo. Conocen la obra en la que tienen que representar un papel y pueden re­
presentarlo conscientemente como papel. Al hacerlo son más que meras partes.
Se identifican con el logos del todo.
La cosa cambia cuando el todo es pensado como realidad contingente,
como producto de un acto creador libre. Frente a él no hay algo así como pene­
tración intelectual en la necesidad. Ahora son posibles actitudes como la pregun­
ta, el ruego, la gratitud, la sorpresa, el descontento, la obstinación o el amor y la
confianza. No hay ahora una oikeiosis universal, una identificación del yo con la
totalidad del mundo, sino una relación con un Otro inalterable. Esta relación tie­
ne dos posibilidades, ninguna de las cuales se puede reducir a la otra: la autoafir-
mación y la autotrascendencia. En el primer caso el hombre afirma su posición
central, a partir de la cual se pueden derivar funcionalmente todas las estructuras
de relevancia. En el segundo, el hombre reconoce que hay otro, otros muchos
centros de referencia que no se pueden integrar en los demás, y con los que pue­
de entrar en una relación tan afirmativa como consigo mismo.
Cuando se acepta un centro de relevancia «absoluto», es decir, divino, se
percibe que de él parte la exigencia de una afirmación incondicionada, frente a la
que la autoafirmación capitula. San Agustín habla de amor Dei usque ad con­
temptum sui, del amor a Dios hasta el menosprecio de sí m ism o6. La percepción
de otra persona finita no lleva ciertamente al menosprecio, sino a la relativización
de sí mismo. El hombre debe «amarla como a sí mismo». Esto significa ante todo
que entra en una relación de justicia con ella, en la que los intereses propios no
deciden a priori la importancia de los suyos. Sólo existe justicia allí donde hay
tendencias e intereses que se pueden equilibrar. Pero, asimismo, sólo la hay allí
donde la acción del individuo no es sencillamente expresión de los propios inte­
reses, sino que tiene en cuenta los intereses de los afectados por ella hasta el pun­
to de que pueda ser «justificada» por ellos. Hasta cierto punto el tener presente
los intereses de los demás forma parte de nuestra dotación natural, o sea, de
nuestros intereses naturales. Las relaciones de pertenencia y de simpatía son re­
laciones «naturales». Es propio de la persona el poder sobrepasar lo natural en
dos direcciones distintas. La persona puede emanciparse de todas las diferencias
y vínculos naturales, y optar por un egoísmo ilimitado, radical. Para ello no tiene
que renunciar en modo alguno a toda relación que se base en la simpatía. Pero
puede considerar toda relación de este tipo exclusivamente desde el punto de vis­
ta de su beneficio emocional, psíquico o material. Ni siquiera en el delirio de la
pasión está enjuego realmente una tarea de este punto de vista. Desde él el otro
es precisamente en función de aquella satisfacción que la persona siente al expe­
rimentar la pasión. No es en absoluto el otro, al cual se dirige el frui, el que es el
contenido de la alegría, sino que el verdadero telos es el gozo de la propia pasión.

6. San Agustín, De civitate Dei XIV, 28.

195
PERSONAS

La experiencia enseña que una simpatía como esa puede convertirse repentina­
mente en brutalidad.
En esta emancipación reflexiva de la inmediatez de la actitud natural se echa
de ver que la persona no es sencillamente su naturaleza, sino que la tiene. Los seres
meramente naturales viven siempre en la inocencia de la intentio recta. Esta inten­
ción está extrovertida. Se dirige al otro, pero no al otro como otro. El otro resulta
apropiado en una oikeiosis originaria y recibe su importancia en el contexto vital
del ser al que se dirige. La reflexión sobre la vivencia propia, y la degradación del
otro a mera función de esta vivencia, sólo es posible para un ser que sabe del otro
como otro y de sí mismo como distinto de él, y que se vuelve reflexivamente sobre
sí mismo como motivo último. La tradición agustiniana habla de curvatio in se ip-
sum, de «corazón encorvado sobre sí mismo». Sólo las personas pueden ser egoís­
tas radicales. Pero también son las personas, gracias a una reflexión que percibe al
otro como otro, no como algo definido por mi contexto vital, las que pueden expre­
samente amarlo, respetarlo y quererlo tal como es, y relativizar la propia perpectiva
a la condición de una entre otras. Las personas son capaces de benevolencia desin­
teresada, empezando por la que es su nivel más bajo y fundamental, la justicia.
Decidirse por una u otra de estas dos motivaciones es algo realmente «in­
fundado» en el sentido de que la decisión que se adopte tiene que apoyarse por
su parte en una decisión aún más fundamental. No hay parámetros comunes que
puedan poñér de manifiesto cuál de esos lados es más importante. El que quiere
el bien sabe ciertamente por qué lo quiere, a saber, porque es el bien. Pero el que
eso sea una razón para él no se puede fundamentar de ningún otro modo. Cual­
quier otra fundamentación debilitaría esa razón. En la naturaleza humana hay,
ciertamente, a priori una disposición a percibir la evidencia del carácter de re­
querimiento de lo moral. Existe la simpatía espontánea, y existe una sensación
igualmente espontánea de los seres racionales que se comunican entre sí lingüís­
ticamente y que les permite percibir los requisitos elementales de la reciprocidad.
El egoísmo radical no es primario ni espontáneo. El empeño de la filosofía des­
de Platón ha sido poner de manifiesto la identidad de lo bueno en sí y lo bueno
para mí. Las promesas de la religiones siguen la misma dirección, aunque la idea
de recompensa parecía apuntar de entrada a convertir a Dios en una función del
amor propio. Cuando la idea de recompensa va acompañada por las palabras di­
vinas «Yo seré tu recompensa»7, desaparece esa sospecha. Aquel para el que la
justicia y el amor no sean motivaciones por sí mismas, esta recompensa, que ya
supone el amor de Dios, carecerá de fuerza de atracción. La tarea radical del
egoísmo no es el autoideal de la persona, sino su verdadera autorealización. La
promesa de recompensa debe suprimir el miedo del salto a lo desconocido, pues
se trata realmente de un salto. Como seres racionales lo hemos dado «realmen­

7. Gen. 15,1.

196
LIBERTAD

te» ya. Estamos ya en «la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a
todo hombre» \ Pero también estamos ya alejados de ella, con la inquietud de
que pueda escapársenos si nos soltamos.
La decisión fundamental sobre cuál de esos dos momentos debemos seguir
no es una «elección». Para elegir hace falta una razón. Poder elegir con razones
es lo característico de la libertad que distingue al hombre como «animal racio­
nal», no como persona. Aristóteles ha descrito esta libertad89. Consiste en que los
hombres no están programados para realizar instintivamente aquellas actividades
cuya fruición biológica les está oculta. Los hombres conocen la función biológi­
ca del hambre y del impulso sexual. Saben por qué construyen una casa. Y por­
que lo saben pueden elegir entre diferentes acciones. La elección de los medios
para un fin no deriva sencillamente de una clara función útil, pues, debido a la es­
casez de recursos, de fuerza y de tiempo, cualquier actividad afecta a todos los
demás fines. Por eso la ponderación, la reflexión, la deliberación tienen raramen­
te el carácter de una deducción de la que resulte necesariamente un imperativo
para la acción. En una ulterior reflexión cada uno de estos fines se pueden enten­
der como medios para otros fines. La totalidad a la que tendemos no se puede re­
presentar como fin en relación con el cual las acciones individuales tengan el ca­
rácter de medios, pues las acciones individuales, reunidas, son la totalidad de
nuestra vida. La totalidad es el paradigma de todas las actividades y sólo se pue­
de aprehender con un concepto indeterminado como el de «vida lograda». Los
griegos hablaron de eudaimonia. Este concepto, lejos de posibilitar una clara
función útil, designa un problema: ¿en qué consiste semejante logro?
La tradición antigua, que seguía viva en la Edad Media, situó el ámbito de
la libertad de elección, del libemm arbitrium, en el espacio que abre la capaci­
dad de querer fines referentes a medios. La eudaimonia era entendida como «fin
último», el cual no era objeto de una elección. Es, más bien, un fin que queremos
«naturalmente». Sin embargo, abre un espacio que no puede limitar ninguna fun­
ción útil, puesto que, en este caso, la elección de los «medios» y la interpretación
del fin coinciden. En esta elección determinamos también quiénes somos. ¿O de­
beríamos decir que en ella se manifiesta quiénes somos?
La filosofía antigua no se planteó nunca claramente esta pregunta, pues
planteársela conduce más allá del concepto de physis como algo otológicam en­
te primero. Platón percibió claramente que el modo de ser de un hombre se deja
ver en lo que se le manifiesta como felicidad. Qualis unusquisque est, talis finís
videtur eí, dice Santo Tomás en este sentido. «Lo que a alguien se le manifieste
como fin depende de quién sea»l0. Pero, ¿por qué es alguien como es? Agere se-

8. Ioh. 1,9.
9. Cfr. A ristóteles, Ética a Nicómaco III, 1-5.
10. T omás de A quino, Quaestiones disp. de malo 2, 3 ad 9.

197
PERSONAS

quitur esse, «el obrar sigue al ser», dice otro adagio m edieval11. Pero, ¿no ocurre
lo contrario en las personas? ¿No repercute su acción en lo que son? También
esto era conocido en la antigüedad, pues se sabía que las virtudes, como disposi­
ciones para la acción, como actitudes que se han convertido en costumbres, se
ejercitan con las acciones. Pero, ¿por qué las ejercita uno y otro no? La respues­
ta, bien contrastada empíricamente, dice así: porque uno perdura en ella y otro
no, y porque uno está mejor constituido que el otro. Educación y herencia son los
dos factores responsables del ser que precede a la acción. Sin embargo, el que se
responsabilice de sus acciones buenas y malas al hombre mismo, no a sus proge­
nitores ni a sus educadores, era tan familiar para Aristóteles como lo es para no­
sotros, si bien en la antigüedad no hay ninguna fundamentación teórica de este
hecho. Y la falta de fundamentación no hace de punto de partida de una nueva re­
flexión.
San Agustín es el primero en expresar claramente que, más allá de ambos
amores, no hay un tercero, a partir del cual se pueda derivar la decisión entre las
dos direcciones de la voluntad. San Agustín persevera ciertamente en el concep­
to antiguo de eudaimonia, y le resulta asimismo claro que sólo el amor Dei, no
el amor sui, conduce a la bienaventuranza. «Tú has dispuesto las cosas de tal ma­
nera que todo espíritu desordenado se convierta en castigo para sí mismo», se
dice en Las confesiones12. Los intereses reconocidos no pueden justificar el «des­
precio de Dios», y puesto que la curvado in se ipsum no hace feliz y el hijo per­
dido aterriza en las artesas de cerdos, hay un motivo poderoso para la conversión.
Pero a quien «entrega toda su fortuna a los pobres» sólo por amor propio no le
sirve de nada el amor. La conversión del corazón no se debe a un «desarrollo or­
gánico», sino que en ella se decide sobre la dirección de un desarrollo posible.
Atañe al plano de las secondary volitions, o sea, al tipo de relación que estable­
cemos con aquello que en concreto queremos.

II

Dos preguntas plantean las secondary volitions, a las que yo prefiero llamar
querer «primario»:
1. ¿Es libre este querer? ¿Cómo hay que entender su libertad?
2. ¿Tiene este querer un influjo real en el querer concreto, o se trata de una
reflexión tal vez libre pero ineficaz, es decir, un deseo impotente?
Aristóteles considera que este querer primario del hombre no es libre en el
sentido de poder ser de otro modo. La «metavoluntad» de ser feliz no significa 12

1 1 . Cfr. T omás de A quino, Summa contra gentiles III, 69.


12. S an A gustín, Confesiones I, 12, 19.

198
LIBERTAD

ciertamente una fijación de determinadas acciones concretas y actos de la volun­


tad. Las ideas de felicidad siguen diferentes direcciones según los diferentes
hombres, y, además, la razón abre al hombre, como hemos visto más arriba, un
espacio de deliberación. Determinarse a acciones que estén en armonía con nues­
tro querer fundamental dirigido a la felicidad no es asunto de la inteligencia ar­
gumentativa, sino dél juicio práctico unido con fuerza resolutoria. El que lo haga
no es razón para no llamar «libres» a tales acciones. La determinación a la acción
deriva habitüálmélité del resultado de la deliberación, aunque no siempre, pues
podemos obrar en contra de él. Y podemos hacerlo a su vez de dos modos: por
debilidad, o sea, por una inclinación que nos impide seguir la intelección alcan­
zada, o porque el propio querer fundamental se haga valer instintivamente. Pue­
de apartar el resultado de la reflexión creyendo, al principio de forma sólo intui­
tiva, que hay algo erróneo en ella y que, al final, otra decisión se revelará como
la correcta por razones que sólo después traspasarán el umbral de la conciencia.
N o hay ninguna razón para no llamar libres a las acciones que concuerdan con
nuestras convicciones, sea cual sea el modo como las hemos logrado, aun cuan­
do se comparta la opinión aristotélica según la cual nuestro querer fundamental
o «metaquerer» no es libre, sino physei, «natural».
A la vista de las discusiones centenarias como las que han tenido lugar en
tomo a la existencia o no existencia de la libertad de la voluntad — discusiones
en las que el intercambio de argumentos ha terminado finalmente en empate— ,
hay que suponer que la pregunta se ha formulado mal. Presumiblemente no se ha
definido bien el objeto de cuya existencia o inexistencia se trata. Nadie pone en
duda que a menudo hacemos algo porque queremos hacerlo. Tampoco pone en
duda nadie que a menúdo somos responsables de haber querido y haber hecho
una cosa en lugar de otra. A la pregunta acerca de por qué hemos hecho esto o
aquello, respondemos señalando las razones que nos han llevado a ello, no indi­
cando las causas por las que estas razones fueron razones para nosotros. ¿Signi­
fica eso que excluimos semejantes causas? y ¿qué significa decir que nosotros
«mismos» somos responsables?
Hay dos posibilidades de interpretación. Podemos, como hacen John Eccles
y Karl Popper, suponer un «yo» como entidad que es responsable de las decisio­
nes y que está en interacción con el cerebro del hombre,3. Pero podemos asimis­
mo considerar al hombre en su conjunto como una entidad que, como cualquier
ser dotado de instinto, no forma un continuo con sus condiciones de aparición,
sino que-se ha emancipado de ellas. El dualismo, es decir, el aislamiento de esta
entidad «emancipada» y su localización en el hombre en vez de su identificación
con él como totalidad corporal y anímica, no ofrece ninguna ventaja para resol­
ver el problema de la libertad. La razón está en que, lo mismo que para el hom­
bre como totalidad que para este «sí mismo», este «yo» o este «espíritu», se plan­

13. Cfr. J. E c c l e s - K . P o pper , o p . c it .


PERSONAS

tean las preguntas acerca de lo puede significar realmente semejante autodeter­


minación emancipada de las condiciones de aparición y acerca de cómo hay que
pensarla.
El que la libertad no sea compatible con el determinismo no significa que el
indeterminismo y la aceptación de un espacio de casualidad sean razones sufi­
cientes de la libertad. Las decisiones casuales son exactamente lo contrario de las
decisiones libres. Pero tampoco se puede llamar libre la decisión que procede ne­
cesariamente del ser del agente, ser que, por su parte, es consecuencia necesaria
de sus condiciones de aparición o casual. Para entender lo que llamamos libertad
no supone ninguna ganancia aceptar un interaccionismo dualista, pues lo único
que se hace es desplazar la pregunta, que ahora se formula así: ¿qué significa que
un «yo» semejante se determina a sí mismo? El más importante argumento de
Eccles se puede trasladar a un contexto holístico. La comprobación de que, sin
violentar el principio de conservación de la energía, se puede decidir la dirección
de los procesos neuronales mediante una determinación «espiritual», no física,
sigue siendo importante aun cuando esta determinación no se deba a un «yo»
como factor causal suplementario, sino exclusivamente al hecho de que estos
procesos, justamente en tanto que temporales, forman parte esencial de la pleni­
tud vital de un hombre y que, en consecuencia, no son exclusivamente aconteci­
mientos. En términos aristotélicos habría que decir que se trata de una causalidad
formal, no de una causalidad eficiente. Las reflexiones de mecánica cuántica que
hace Eccles podrían adquirir en esto una importancia todavía mayor, puesto que,
aun sin suponer una entidad suplementaria, abren la posibilidad de que se pueda
pensar — y se pueda hacer compatible con los principios de conservación de la
Física— semejante causalidad formal de un todo frente a sus partes M.
Pero, como ya hemos dicho, el hecho de que la mecánica cuántica permita
esa posibilidad no decide nada sobre la realidad de un fenómeno como el de la
autodeterminación, entendido como determinación de un hombre por un «yo», o
determinación del hombre por «sí mismo».
El concepto de autodeterminación, es decir, de libertad de la voluntad, tie­
ne, de hecho, dos significados diferentes, según que pensemos en aquellas deci­
siones que Aristóteles tenía presente, o sea, las que son resultado de la delibera­
ción, o en aquellas otras decisiones que ponen enjuego el bien y el mal, y que
son tanto más convincentes cuanto menos precisa deliberar el agente.
Empecemos considerando las primeras. En ellas no se decide sobre la es­
tructura de la motivación por el hecho de que se apoye en ella. Pero de ella pue­
den derivarse los criterios de decisión y una posible jerarquía de los mismos. En
bastantes casos la jerarquía conduce a claras determinaciones. En otros casos, la

14. Cfr. J. E c c l e s , H ow the Self Governs Its Brain. Versión alemana, Wie das Selbst sein Gehirn steuert,
München 1994.

200
LIBERTAD

deliberación no conduce a ningún resultado claro. Por lo general estos casos su­
ceden cuando las decisiones no tiene apenas consecuencias considerables, y en
las que se trata exclusivamente de lo que en «un momento determinado me pro­
duce placer», o bien son casos en los que las consecuencias son importantes para
toda la vida ulterior, pero que, debido a que son consecuencias a largo plazo, no
se pueden estimar. En este caso debemos decidir intuitivamente y aceptar los
riesgos. Estas últimas decisiones pueden ir acompañadas, a veces, por la sensa­
ción cierta (una sensación refutable) de haber hecho lo correcto, y otras, en cam­
bio, por la sensación de incapacidad de encontrar buenas razones. Las decisiones
de este tipo significan realmente la resolución de abandonarse a un generador de
casualidad, que después puede reemplazar un mecanismo casual exterior, como,
por ejemplo, arrojar una moneda. Aquí no es la decisión objetiva la que merece
ser llamada «libre», sino, en todo caso, la decisión fundada de tomar una deci­
sión infundada. Pero también esto puede ser una decisión casual cuando somos
obligados a decidir de una u otra nanera sin posibilidad de abstenerse.
La tesis del determinismo afirma que todas nuestras decisiones intuitivas, y
asimismo los resultados de nuestra reflexión y ponderación, están determinados
unívocamente por procesos neurofisiológicos. Establece, asimismo, que si hubie­
ra realmente un espacio para la casualidad, se trataría en esas decisiones precisa­
mente de casualidadades, y sería casual también el caso en que algo nos parece
fundado de manera irrefutable. Como es natural, el moderno determinismo tiene
en cuenta el hecho de que hay determinación por información. Pero en este aca­
so aprovecha la ambigüedad del concepto de información, que es entendido, por
un lado, de manera puramente física como entropía negativa, mientras que la in­
formación se equipara a su transporte digital, y por otro, lo que se transporta es
un cierto tipo de «sentido», y sólo puede ser interpretado semánticamente. La de­
terminación por razones, o sea, por sentido, es para el determinismo «realmente»
causalidad física. La libertad es una autointerpretación alcanzada de este modo,
la cual sólo se puede afirmar mientras no se comprenda.I

III

Tres argumentos hablan en contra de la interpretación determinista, también


de la interpretación determinista de la praxis vital normal para la que no se pue­
de reivindicar en absoluto un concepto radical de autodeterminación.
El primer argumento dice así: Si tener una convicción, y realizar una acción
fundada en ella, fuera el resultado necesario de los procesos que la han produci­
do — de los que forman parte los factores determinantes del modo de ser del
agente— , la misma teoría determinista sería exclusivamente la expresión del
modo de ser del que la defiende, y no podría reclamar ningún derecho a la ver­
dad, pues la exigencia de verdad no sería lo que este concepto significa, sino ex-

201
PERSONAS

elusivamente un hecho del que nos enteramos empíricamente como información


sobre el que afirma que es verdad. Y esta misma información es sólo un proceso
digital, que se interpreta mal semánticamente, y así sucesivamente. La controver­
sia argumentativa entre exigencias de verdad en conflicto sería en realidad una
controversia física entre dos sistemas electrónicos. Incluso hablar de sistema es
algo que sólo tiene sentido en relación con seres vivos que pueden considerar de­
terminados procesos físicos como sistemas y, asimismo, desde el punto de vista
de su semejanza con organismos. Por eso la reductio ad absurdum del determi-
nismo materialista no lleva a la desaparición total de esta posición, debido a la
dogmática voluntad de unidad de una imagen física del mundo, como ha admiti­
do expresamente no hace mucho tiempo uno de sus protagonistas, D. C. Den-
net,s. La posición antideterminista es tan débil porque no puede competir nunca
con la exigencia de aclaración del materialismo. El que esta reivindicación expli­
cativa sea en sí misma utópica, y no se pueda cumplir nunca, no se considera, por
extraño que parezca, de forma decisiva.
No existe sólo la variante materialista del determinismo. También podemos
pensar de forma estrictamente determinista la motivación psíquica. La delibera­
ción se puede considerar como un proceso en el que los motivos, sobre la base de
estructuras de preferencia fundamentales, entran en un paralelogramo de fuerzas,
al final del cual hay una decisión clara. Y cuando la estimación de los motivos no
produce una claridad así, nos entregamos a la «casualidad», siendo indiferente si
lo que sigue siendo casualidad en el plano de los motivos está determinado uní­
vocamente en el plano de la «infraestructura» neuronal o se confía por su parte a
reacciones casuales. En cualquier caso es superfluo reivindicar un sujeto perso­
nal que decida sobre la estimación de los motivos. Así es la representación. Este
determinismo psíquico no lleva, como el materialista, directamente al absurdo,
pero es tan utópico como él: una promesa que, por razones de principio, no se
puede cumplir nunca.
El segundo argumento se formula así: Es una falsa representación pensar las
ideas y los deseos como «motivos» eficaces en un paralelogramo físico de fuer­
zas. Los motivos no son motivos antes de que motiven. Sopesar los motivos de la
acción no es en absoluto una «lucha de motivos». Hay sin duda deseos que en­
tran en conflicto entre sí, y este conflicto puede ser vivido como «lucha». Pero,
antes de que uno de los deseos se imponga, no tiene sentido decir que es el «mo­
tivo más fuerte». Puede ocurrir que un argumento racional apuntale un deseo fí­
sicamente más débil y haga que se convierta en el motivo determinante. El cum­
plimiento de la promesa determinista tendría lugar si pudiéramos observar los
motivos, antes de motivar, como variables independientes y, después, predecir el
resultado de Su interacción. Pero precisamente esto es imposible, y no por razo-15

15. Cfr. D.C. D ennet, op. cit. Dennet afirma: «En la redacción de este libro me someto a este dogma:
evitar el dualismo a cualquier precio. No dispongo de ningún argumento que lo refute contundentemente».

202
LIBERTAD

nes contingentes, debidas a la limitación de nuestra capacidad cognoscitiva, sino


por razones esenciales, que están relacionadas con la peculiaridad de nuestra
vida anímica, en concreto con su temporalidad. Todo enunciado causal monoló-
gico supone que los factores son identificables como casos de «clases» intempo­
rales o invariables temporalmente. Los enunciados legales no se pueden enunciar
de otro modo. Pero la corriente de la vida anímica humana es tal que en en ella
se revelan estructuras temporalmente invariantes, las cuales son sólo abstraccio­
nes de un proceso que, en conjunto, es único, y cuyos estadios, también en con­
junto, son irrepetibles. Toda repetición de un sentimiento, una idea o una acción
previas es distinta, como fenómeno anímico, del «fenómeno originario repe­
tido». La razón de que sean fenómenos distintos es la temporalidad de la vida
anímica, es decir, el hecho de que lo anterior es recordado o determina, como ol­
vidado o desbancado, la cualidad del presente. Siendo lo anterior así, codetermi­
nado por el pasado, lo presente no puede ser nunca lo mismo que lo pasado.
Como su modo de ser está codeterminado por el pasado, no puede ser definido
independientemente de éste, como requeriría el «efecto» de una «causa». Si no
se ha dado todavía nunca antes la octava repetición de una reacción determinada
de una persona determinada, cualquier enunciado determinista sobre tal octava
repetición es imposible, pues las repeticiones anteriores no son la «octava repeti­
ción». Por lo demás, los casos precedentes semejantes pueden engendrar tanto
costumbre como tedio.
Este argumento, en lo esencial, ha sido elaborado cuidadosamente por
Bergson16. Ciertamente Bergson se equivoca al creer que con él ha suministrado
una demostración de la libertad. Lo que el argumento contra el determinismo de­
fiende no es la libertad en sentido de autodeterminación, sino la espontaneidad de
un acontecimiento que fluye, sin que se puedan aislar sus diferentes momentos
unos de otros de tal suerte que hubiera una conexión causal según leyes de los fe­
nómenos de una clase con los fenómenos de otra clase. Las situaciones anímicas
totales, como situaciones únicas, no se pueden incluir en una clase. Y esto vale a
fortiori para los estados anímicos de personas, las cuales, por el simple hecho de
reflexionar sobre el carácter repetible de sus estados, hacen que sean incompara­
bles con estados anteriores o posteriores. La deliberación implica precisamente
una reflexión así, y por eso significa emancipación de todo determinismo, inclu­
so del «determinismo» de una autodeterminación libre considerada el «comien­
zo» por antonomasia. Cuando deliberamos no comenzamos, sino que nos move­
mos en un horizonte caracterizado por tender a algo. Siempre está enjuego algo,
sin que ef «motivo» haya sido puesto voluntariamente por nosotros. Nosotros nos
limitamos a ocupar voluntariamente un ámbito. Nos parece factible esto o aque­
llo bajo la condición de que nosotros seamos quienes somos. La pregunta acerca

16. Cfr. especialmente el capítulo III «Von der Organisation der Bewusstseinszustände. Die Freiheit»,
en H. B e r g so n , Zeit und Freiheit, ed. cit.
PERSONAS

de si es necesario o no el resultado de los procesos, que han llevado a determina­


das decisiones, está mal planteada
Con esto llego al tercer argumento. El determinismo supone el concepto de
necesidad, y éste, por su parte, el de posibilidad, pues la necesidad equivale a la
negación de una posibilidad alternativa. Pero, cuando se trata del problema del
obrar libre, la negación esencial de una posibilidad que no devenga real carece de
sentido. Por posible entendemos algo que, sin ser real, puede ser real. Los megá-
ricos objetaron contra este concepto que posible es sólo aquello para cuya reali­
zación efectiva se cumplen todas las condiciones. Sin embargo, si se cumplen to­
das las condiciones, la realización no puede demorarse, y, por tanto, el fenómeno
es necesario. Hay, no obstante, una experiencia de posibilidad distinta, a saber:
la vivencia de poder. Somos conscientes de que podemos realizar determinadas
acciones si queremos. Este poder no se puede describir como una cualidad real,
y tampoco se puede definir independientemente de la acción que podemos reali­
zar. Es posibilidad. La afirmación del pianista «sé tocar el piano» no es refutada
porque no pueda tocarlo ahora que no hay ningún piano. Naturalmente es cierto
que solo podrá tocar cuando disponga de un piano. Pero esto no cambia el hecho
de que «poder» es aquella clase de posibilidad que abre una posibilidad alterna­
tiva, a saber, la de la no realización. De cualquier condición de un acontecimien­
to se puede decir que, mientras no se cumplan todas las necesarias, deja abierta
alternativas. Pero las acciones no son ciertas condiciones de sucesos, y no son
definidas por el hecho de que éstos tengan lugar. El propio suceso es una parte de
la acción, y querer esta acción no es, por su parte, una condición entre otras de la
realización de la acción, sino su «comienzo» inmediato. «Poder», frente a «tener
que» significa que, si se dan todas las condiciones, depende de nosotros obrar o
no obrar. Las personas tienen conciencia de poder más de lo que actualmente ha­
cen. Este concepto de posibilidad contrafáctica se encuentra, de forma oculta, en
la base de todos los enunciados sobre la necesidad causal. ¿Cuál es la diferencia
entre el enunciado «el suceso B sigue fácticamente al suceso A» y el que estable­
ce que «A es causa o concausa de B, y B la consecuencia necesaria de A + B? La
diferencia reside en que con la segunda afirmación decimos que B no habría su­
cedido si no hubiera ocurrido A. Pero ¿qué sentido puede tener este principio
condicional si todo lo que ocurre es eo ipso necesario? Si las cosas son así, la
proposición «¿qué ocurriría si...?» pierde todo sentido. Sin embargo, esa pregun­
ta es indispensable puesto que, como agentes, no podemos por menos de hacér­
nosla. Nos preguntamos, en efecto, que ocurrirá si hacemos esto o aquello, y qué
ocurrirá si no lo hacemos. Para poder obrar tenemos que pensamos como causas
de acontecimientos. Y sólo podemos hacerlo si no nos pensamos como eslabones
de una cadena de acontecimientos necesarios, sino como comienzo de la cadena.
Por lo demás el propio determinismo supone esta perspectiva pragmática. El de­
terminismo reflexiona sobre las condiciones de la eficiencia de nuestra interven­
ción activa en el curso de las cosas. Aplicado a nuestro propio obrar, el determi­
nismo destmye los supuestos del obrar para cuya eficiencia él mismo se ha de

204
LIBERTAD

llevar a cabo. El deterninismo objetiva el obrar y lo convierte en un campo de in­


tervención activa de otros, con lo que no consigue sino desplazar el problema,
pues ¿qué ocurre con el obrar de estos otros?
El resultado de las reflexiones anteriores es que el obrar humano no se pue­
de entender con categorías naturalistas. El obrar humano no se puede entender
como efecto, determinado por leyes, de algo antecedente. El conocimiento de las
causas no puede ser efecto de estas causas. Y el conocimiento de las causas del
querer privaría inmediatamente a las causas de su carácter de causas. Podríamos
establecer alguna relación con ellas. Y establecer una relación con una causa no
es algo que pueda ser causado por ella.

IV

Volvamos al concepto radical de libertad de la voluntad y de autodetermi­


nación, cuyo origen hay que situar en el cristianismo primitivo. Hemos visto que
para interpretar nuestro cotidiano obrar no tenemos necesidad de un concepto de
libertad radical como ése. Basta con analizar la acción libre como una acción que
se debe a razones, que no está determinada por causas, en la que los motivos o
razones derivan su carácter de un tender fundamental que no se debe a una deci­
sión libre, sino que forma el horizonte, dado de antemano, de la deliberación.
Hacemos lo que, desde puntos de vista dados de antemano, nos parece mejor. Y
nos parece así porque somos como somos.
La pregunta sobre la libertad, en el sentido radical de autodeterminación, se
plantea cuando, al decidir hacer u omitir esta o aquella acción, decidimos tam­
bién quiénes somos y qué «queremos en el fondo», o sea, cuando decidimos, o
decidimos nuevamente, sobre las secondary volitions, a las que yo llamo «querer
primario». En esta decisión el hombre se manifiesta realmente como persona, ra­
zón por la cual la antigüedad no conocía tampoco ese tipo de decisión. Estos ac­
tos se distinguen de la decisiones cotidianas, que tienen el carácter de elección de
acuerdo con criterios dados, por tres razones:
1. No son momentos en el continuo de la corriente de la vida y de la con­
ciencia, sino que en ellos se decide sobre la dirección del sentido de la vida como
un todo. Se decide sobre si el hombre se realiza como persona apropiándose de
la vida de tal manera que trascienda a un mundo que no es definido como el me­
dio propio, o recae en el tipo de vida centrada en sí misma que caracteriza a la
mera vida no personal.
2. Estos actos, en los que se decide sobre la totalidad de la propia vida,
crean cesuras dentro del continuo de la vida que tienen el carácter de comienzos.
Cuando se trata de «conversión», de un cambio de dirección, el carácter de co­
mienzo es evidente. Cuando se produce una recaída en el tipo de vida centrada
en sí misma, en la curvatio in se ipsum, no se trata realmente de un nuevo co­

205
PERSONAS

mienzo, sino de una recaída en un continuo natural. Conversión significa tam­


bién perseverar en una resolución adoptada mucho tiempo antes, mantenerse en
una dimensión que tiene siempre el carácter de «comienzo», o sea, de novedad
frente al continuo natural, El fundamento para «perseverar en el amor» no es
nunca la ley de la negligencia, sino la contraria.
3. La decisión que determina la dirección fundamental del querer no tiene
el carácter de acto de la voluntad. Esto ya lo vio acertadamente Aristóteles. Un
acto de la voluntad precisa un motivo. Pero ¿qué motivo podría guiar la decisión
acerca de qué es motivo para mí? Esto nos llevaría a un regreso al infinito. La di­
rección del querer no está determinado por un acto de la voluntad, sino por una
actitud que, siguiendo a Max Scheler, podemos describir como amor y odio. Ya
San Agustín habló de ambas direcciones del amor, mediante las que se decide so­
bre el sentido de toda persona, humana o no humana. «Allí donde está tu tesoro,
allí está tu corazón», dice el Nuevo Testamentol7. El querer no decide sobre lo
que amamos, pero el amor decide sobre lo que queremos. Kant consideraba el
amor, justamente porque está sustraído a la voluntad, como un sentimiento no li­
bre y, en consecuencia, éticamente irrelevante. Con todo, no dejó de ver que no
puede haber un querer-querer, y que, en consecuencia, se precisa una actitud an­
terior al querer, un «sentimiento», como lo llamaba Kant, para motivar a la vo­
luntad. Como consideraba el amor como irracional, lo sustituyó por el «senti­
miento oriundo de la razón» de «respeto a la ley»18. El sentimiento de respeto se
diferencia de los demás sentimientos, a los que Kant consideraba como estados
subjetivos, porque «suprime toda vanidad»19 (diferencia que pone de manifiesto
asimismo su origen racional), como hace en San Agustín el ordo amorís, que lle­
ga «hasta el menosprecio de sí m ism o»20. A diferencia del respeto a la ley, el
amor no es expresión de la «naturaleza racional» del hombre, sino de su carácter
personal. Es la apertura de la persona afirmando espontáneamente a todos los de­
más miembros de la universal comunidad apriórica de personas. Esta apertura
precede a todos los demás actos de la voluntad. N o tiene el carácter del querer,
sino que califica esencialmente el ser de la persona del que procede todo querer.
En el contexto de las situaciones concretas — ante todo en aquellas en que los in­
tereses de diferentes personas colisionan— se plantea la alternativa entre ambas
direcciones del amor. En su artículo Sobre los límites necesarios en el uso de las
formas bellas, Schiller declara que es necesario, al menos una vez, el conflicto
entre «deber e inclinación» para que el hombre pueda descubrirse como ser libre
y percatarse de la «dignidad de su destino»21.

17. Mt. 6,21.


18. Cfr. 1. Kant, Kritik der praktischen Vernunft, A 136.
19. I. Kant, op. cit., 130.
20. San Agustín, De civitate Dei XIV, 28.
21. F. Schiller, «Über die notwendigen Grenzen beim Gebrauch schöner Formen», 432, en Werke
(Nationalausgabe) XXI, 27.

206
LIBERTAD

Pero si el amor, que precede a toda voluntad, no tiene el carácter de querer,


¿cómo podemos llamarlo «libre» a él y a la persona respecto de la dirección fun­
damental de su «corazón»? El concepto de libertad parece reducirse a su modes­
to sentido aristotélico. No parece significar una responsabilidad del hombre dé lo
que indica la dirección fundamental del querer, a saber: la estructura fundamen­
tal de sus motivaciones. La idea de autonomía de la persona parece incurrir en
contradicciones. No amamos porque queramos amar, sino que nos encontramos
de antemano amando o no amando. El amor, cuando es auténtico, se presenta a
sí mismo como respuesta espontánea a la existencia y al modo de ser del otro. Es
al otro, no a mí, al que experimento como fundamento de mi amor. Asimismo,
cuando somos amados, tampoco nos experimentamos como fundamento necesa­
rio del amor del otro. Si pensáramos eso y lo manifestáramos, haríamos imposi­
ble su amor. Estaríamos agradecidos por su amor como por un regalo, aunque (o
sería mejor decir porque) no aceptemos que sólo nos ama porque quiere amar­
nos. Estamos agradecidos porque nuestro ser despierta amor en el otro.
La libertad que aquí suponemos no es «libre arbitrio». Tampoco se puede
entender como autonomía. La libertad, como hemos visto al principio, es ante
todo libertad de algo. ¿De qué es libre la persona? Es libre de su propia naturale­
za. La persona tiene su naturaleza, no la es. Puede relacionarse libremente con
ella. Pero eso no ló puede hacer por sí misma, sino por el encuentro con otra per­
sona. La afirmación de otra identidad — como reconocimiento, justicia, amor—
nos permite la autodistancia y la autoapropiación que es constitutiva de las per­
sonas, o sea, la «libertad de nosotros mismos». Esta libertad se vive a sí misma
como regalo. Es exclusivamente el lado emocional y práctico de la manifesta­
ción, del «claro» en el que la persona se ve situada, y en el que aquello con lo que
se encuentra se le manifiesta como en sí mismo es, no como elemento de un me­
dio definido por la funcionalidad del propio organismo y de los propios intere­
ses. La capacidad de verdad del hombre es también lo contrario de la autonomía.
Es el paso hacia lo abierto, «hacia lo libre», hacia la región en que lo que es se
nos manifiesta como es.
El que en este contexto se haya puesto enjuego el concepto de autonomía
como sinónimo de libertad, se debe a que forma parte esencial de ese tipo de li­
bertad el poder rehusarla. El poder de lo abierto no es coacción. Podemos, si que­
remos, reconocer a un viviente con el que nos encontramos como ser que vive y
siente. Podemos, análogamente a como podemos simularlos, considerarlo como
máquina y tratarlo de forma correspondiente. Podemos — si logramos el uso de
la razón y se rompe nuestra originaria unidad simbiótica con lo real— negamos
a reconocer otra identidad que se nos manifiesta, y recluimos en la curvatio in se
ipsum. Como podemos hacer todo esto, puede parecer que estamos de algún
modo por encima del bien y del mal, y que tenemos que elegir o decidir «autó­
nomamente» entre los dos. Pero para esa decisión no parece que no puede haber
motivo.

2G7
PERSONAS

Pero se trata de un engaño, y a él se debe la mayoría de las antinomias en


las que incurre el concepto de libre albedrío. No nos abrimos a la realidad por
una decisión. Vivenciamos que ella se nos abre, y esta vivencia es el comienzo
del amor. Pero existe la posibilidad de negarse a esa experiencia. Nos encontra­
mos en lo abierto de antemano, pero también tenemos una tendencia a rehusar
y a recluimos en nosotros mismos. Se podría decir que es nuestra naturaleza la
que nos insta a la negación, pues nuestra naturaleza, como toda naturaleza viva,
está centrada en sí misma, es «egoísta». Pero el «egoísm o» natural es como tal
algo totalmente inocente y moralmente indiferente. Se halla junto al egoísmo
natural de todos los demás hombres, y, como personas, lo consideramos, junto
con éste, como un dato que no prejuzga lo que realmente queremos y hacemos.
Nuestra naturaleza se defiende, ciertamente, de esta «neutralización», y crea un
motivo que se opone al del amor. No es un motivo «racional», pues no hay nin­
gún fundamento racional para considerarse a sí mismo más importante que los
demás. Hay buenas razones, ciertamente, para favorecerse a sí mismo y a nues­
tros allegados, pues eso es una parte de la autorrealización de la naturaleza que
nosotros, a causa del ordo amoris, concedemos a todos los demás. A veces tras­
pasamos los límites de lo justificable, porque nos consideramos, también en el
plano de las secondary volitions , realmente más importante que los demás. El
fundamento de que los traspasemos no reside en la naturaleza, sino en una vo­
luntad que vuelve a conceder a la naturaleza aquel lugar central que, sin embar­
go, es relativizado por el espacio abierto de la comunidad de persona. Esta vo­
luntad de querer ser meramente natural, no es natural, sino infundado, y, por
tanto, malo.
Esa es la razón por la que todas las «aclaraciones» del amor son circulares
o aclaran sólo la posibilidad del mal, pero no su realización. Puede haber razo­
nes para que un hombre haga el mal. Incluso hay siempre razones para ello, pues
el mal consiste precisamente en abandonar el fundamento y recluirse en el mun­
do de las causas. Pero para esto ya no puede haber una razón. Si hay para ello
verdaderamente una causa determinante, ya no hablamos de mal, sino que con­
sideramos a este hombre como irresponsable, es decir, como incapaz de manifes­
tarse como persona. Como el mal es algo infundado, es también algo que no se
puede entender. Lo que podemos entender del mal es lo que en él no es malo. En
este sentido no hay nada que sea sólo malo. Todo el mundo se propone algo ape­
tecible que le lleva a sacrificar a ello lo más deseable todavía. La libertad como
autonoñiía es la libertad de negarse infundadamente a salir a un ámbito libre.
Puesto que existe esta posiblidad, el paso hacia lo libre puede estar asociado tam­
bién con la autonomía. Quien lo da lo experimenta exactamente al revés, como
lo experimentó Platón, o sea, como despertar a la luz. Pero uno no puede desper­
tarse a sí mismo.

208
LIBERTAD

Ahora podemos localizar con más exactitud el problema específico de la


«libertad de albedrío». No se trata de un permanente acto deliberado de elección
propiciado por motivaciones dadas, ni una decisión sobre las motivaciones fun­
damentales mismas. Se trata del problema de si nuestro querer primario — las se­
condary volitions de H. Frankfurts— son capaces efectivamente de determinar
nuestro querer concreto, o de si se trata tan sólo de una reflexión y un deseo im­
potentes referidos a este querer concreto. ¿Somos capaces de querer lo que que­
remos? ¿Significa la distancia de la persona consigo misma, con su esencia, que
se tiene realmente a sí misma, o significa tan sólo que se puede distanciar de todo
lo que quiere y hace? La mayoría de las veces nos experimentamos como «seres
libres» cuando nos podemos identificar con nosotros mismos de tal forma que la
posibilidad de distanciarse queda rebajada a la condición de posibilidad remota
completamente abstracta. Hay asimismo situaciones de no identidad, que se ex­
perimentan como esclavitud, que el apóstol Pablo expresó en la fórmula clásica:
«No hago lo que quiero, sino que odio lo que hago»22. Y añade: «No lo hago yo,
sino el pecado que habita en m í»23. La debilidad del querer primario para moti­
var efectivamente a la acción se llama también «falta de voluntad», aunque esta
expresión plantea más enigmas de los que resuelve, pues la pregunta que hay que
responder es la de si «amamos» realmente cuando el amor no motiva nuestro
querer concreto. Precisamente por eso consideramos esta falta de voluntad como
culpa cuando nosotros, o ella, hemos olvidado hacer algo importante. No lo hici­
mos intencionadamente, pero al hacerlo se pone de manifiesto que «no era dema­
siado importante para nosotros».
El problema de la libertad de albedrío, en el sentido en que aquí lo discuti­
mos, es probablemente un problema de dirección de la atención. La persona no
dispone de un potencial de energía propio que pueda activar frente al potencial
«natural» y lo pueda poner con él en la balanza. Lo que sí puede, independiente­
mente de necesidades vitales, es dirigir la atención a un objeto como contenido
de una idea o de una representación y demorarse en su consideración, como se
demoraría contemplándolo involuntariamente. «Es una idea en la que se instala
nuestra voluntad, una idea que se desvanecería si la soltáramos, pero no quere­
mos soltarla. Consentir que esta idea esté totalmente presente es lo único que
consigue el esfuerzo de la voluntad»24. Esta tesis de William James es lo más cla­
ro que sejDuede decir sobre el tema de la libertad de albedrío. La convicción de
que, en un momento determinado, podríamos haber hecho un esfuerzo de aten­
ción más grande del que hemos hecho no se puede examinar, confirmar o refutar,

22. Rom. 7,15.


23. Rom. 7,17.
24. Cfr. W. James, Psychologies Leipzig 1909,453.

209
PERSONAS

como de nuevo escribe James, con ayuda de ninguna ciencia empírica ni de nin­
guna reflexión psicológica. Sin embargo, como hemos visto, la filosofía puede
poner de manifiesto que todo se derrumba cuando se abandona esa convicción.
Desaparecen también las razones que hacían que el hombre se esforzara en de­
rribar esa convicción.
La unión de libertad y atención se ajusta en nuestra reflexión al concepto de
persona. El «querer primario» no se halla, como supone H. Frankfurt, ante la al­
ternativa de influir inmediatamente sobre el querer concreto o de limitarse a ob­
servarlo y juzgarlo sin consecuencia alguna 25. Pero tampoco puede apartar el
querer concreto ni tomar una decisión contraria a ese querer, es decir, asumir el
papel del querer concreto. A lo sumo puede compararse con la relación de una
instancia de casación con el tribunal que dicta la sentencia. La instancia de casa­
ción puede anular la sentencia del tribunal inferior, pero no la puede sustituir por
una sentencia propia, sino tan sólo remitir la causa al tribunal inferior y, al hacer­
lo, llamará la atención sobre los puntos de vista que, según el tribunal de casa­
ción, no han sido tenidos suficientemente en cuenta. Esto es lo que puede hacer
el tribunal de casación de las secondaiy volitions. Y esto es lo que normalmente
entendemos por «libre albedrío». El que sea realmente la libertad en el sentido
radical del que hablamos en este capítulo depende del tipo de ideas al que dirija­
mos nuestra atención. Si alguien, estando enamorado, se esfuerza por estar aten­
to al cambio bursátil, es porque está interesado en aumentar o conservar su for­
tuna. Este interés es tan «natural» como el interés que arrastra los pensamientos
hacia la amada. Es menos urgente, pero no por eso es, en este hombre, más dé­
bil. Es propio de los intereses a largo plazo el poder lograr fuerza para realizarse
exclusivamente con ayuda de la razón. La razón, por su parte, está en estos casos
al servicio de la naturaleza, que no es transformada por ella, sino que permanece
completamente en su egocentrismo vital.
De otro tipo son las ideas que no expresan un interés natural subjetivo, sino
que ellas mismas son el fundamento de la atención que se les presta. La atención
no se puede derivar de intereses vitales. No se funda en los intereses del hombre,
sino sólo en aquello que está en juego, en la idea misma. ¿Qué tipo de interés es
el que tenemos en que no se extingan los últimos tigres en Rusia, tigres que en
todo caso no veremos nunca? ¿Qué tipo de interés es el que mueve a un artista,
sm hacer caso del esfuerzo ni del tiempo, a trabajar en la perfección de una obra
que acaso no la perciba apenas nadie? ¿Qué tipo de interés es el que mueve a una
persona a mantener la fidelidad prometida a otra, aun después de abrírsele una al­
ternativa con prometedoras perspectivas a la que nada se opone excepto, precisa­
mente, la promesa y la confianza del otro? ¿Qué tipo de interés es, en fin, el que
mueve a un hombre a preferir saber una verdad desconsoladora a ser consolado

25. Cfr. H. F rankfurt , op. cit.

210
LIBERTAD

con una mentira piadosa, incluso cuando el engaño se produce estando en el le­
cho de muerte, es decir, cuando ya no tendrá consecuencias?
En todos estos casos, el interés que nos mueve a dirigir la atención a una
idea está fundado en la verdad de esta idea. Someterse a sus exigencias significa
estar emancipado de uno mismo, es decir, haber renunciado a la exigencia natu­
ral de autonomía. Esto es lo que llena el concepto de libertad personal.

211
PROMESA Y PERDÓN

Las personas son seres que pueden prometer. Eso significa que pueden es­
tablecer una vinculación con otras personas que fundamenta la esperanza y el de­
recho de la persona a la que se hace la promesa a que se cumpla lo prometido.
También los animales tienen expectativas. Y también nosotros tenemos expecta­
tivas frente a los animales y frente a las cosas naturales y artificiales. Estas ex­
pectativas, como la de que mañana saldrá el sol, están fundadas en la experien­
cia, y en el supuesto de que la regularidad del mundo no cambiará de repente.
Las expectativas se basan en la regularidad universal de la naturaleza y en la pe­
culiar cualidad específica de determinadas cosas. Cuando nuestras expectativas
se ven defraudadas, tenemos que buscar la razón en nosotros mismos. Nuestro
cálculo debe haber tenido álgún error, o bien somos conscientes de que corría­
mos un riesgo y de que hemos tenido mala suerte. En todo caso no teníamos de­
recho al cumplimiento de la promesa. Es un signo de madurez haber aprendido
que el mundo no está obligado a satisfacer nuestras expectaivas. Y los animales
tampoco. El único sentido del «castigo» a los animales es condicionamiento de
un ser capaz de aprender.
La expectativa que funda una promesa contiene asimismo componentes em­
píricos. No contaremos con que se cumpla una promesa en la que, de acuerdo
con la experiencia, se promete algo imposible. Tampoco confiaremos en alguien
del que sabemos por experiencia que no suele cumplir sus promesas. Nada cam­
bia al respecto el que el verdadero fundamento de la expectativa de una promesa
sea precisamente la promesa misma. Las promesas fundamentan y justifican una
expectativa prima facie , porque fundamentan un derecho. Y cuando es fácil cum­
plir la promesa, confiamos incluso en la promesa de un extraño y le damos, por
ejemplo, una carta para que la eche en el próximo buzón de correos, sin que ten­
ga ningún otro motivo para hacerlo que el habérnoslo prometido. No es probable,
ciertamente, que se la demos si la carta es muy importante, a no ser que el extra­
ño nos hubiera producido la impresión de ser una persona de confianza. El dere­

213
PERSONAS

cho que se fundamenta en una promesa tiene una incondicionalidad propia. El


que la expectativa de que se pueda cumplir ese derecho no sea igualmente incon­
dicionado se debe a que no sabemos qué actitud adoptará un hombre determina­
do ante esta clase de incondicionalidad. La obligación moral no es una coacción
física. El que sea tan fuerte como la física depende de quién haya contraido la
obligación.
¿Qué significa que «depende de él»? Depende de qué clase de hombre sea.
¿Significa eso que tenemos que aceptar como disculpa del incumplimiento de una
promesa la constatación de que «uno es precisamente así»? Evidentemente no.
Más bien solemos pensar que «uno no debería ser así». Es decir, suponemos que
los hombres son responsables de que están en condiciones de hacer una promesa,
o al menos de que sólo prometen cuando están en condiciones de cumplir lo pro­
metido, es decir, cuando son de tal manera que pueden confiar en sí mismos. Las
promesas fundan derechos especiales. El derecho a no ser engañado por la prome­
sa es un derecho que tiene toda persona frente a toda otra, puesto que es constitu­
tivo de la relación recíproca de las personas entre sí. Y ya hemos visto que toda
persona se halla a priori ante cualquier otra persona en una relación de comuni­
dad. Esta comunidad se caracteriza, entre otras cosas, por el hecho de que toda
persona puede prometer algo a cualquier otra, sin que por eso se plantee una ite­
ración infinita del tipo: «Prometo cumplir la promesa de que cumpliré mi prome­
sa...». Esta serie de «metapromesas» no puede continuar hasta el infinito. Al final
nos encontraremos siempre con una promesa cuyo cumplimiento no ha prometi­
do el que la hace, y de la que podría decir: «He hecho una promesa, ciertamente,
pero yo no creo que haya razón para cumplir las promesas». La respuesta de que
la promesa equivale al compromiso de cumplirla podría rechazarla con un gesto
semejante. «Naturalmente que he prometido cumplirla. Pero yo he hecho la pro­
mesa exclusivamente por razones de conveniencia. No me siento obligado por
ella». ¿Qué es lo que nos resulta insatisfactorio de la respuesta? ¿Dónde está el
error de esta construcción que incurre en un regreso al infinito? ¿Por qué obliga
una promesa sin necesidad de la promesa ulterior de cumplirla? Y, por otro lado,
¿cómo es posible, sin embargo, exigir una iteración infinita semejante, y, puesto
que es imposible, cómo es que consideramos que la promesa no es obligatoria?
Lo característico de la obligación moral parece consistir precisamente en
que no tolera una determinada reflexión, a pesar de que sea posible hacerla, una
reflexión que permitiera a las personas desvincularse de toda obligatoriedad. La
renuncia a este tipo de reflexión parece ser el cato genuinamente moral. En esta
renuncia el hombre se realiza a sí mismo como persona, es decir como condición
última de la reflexión misma. Acepta la promesa que, como persona, él mismo
es. Al hablar y al procurar ser entendido, se ha situado en la relación personal su­
puesta en toda promesa concreta. Ya no se plantea más la pregunta por una «fun-
damentación última». La renuncia a esta pregunta es la fúndamentación última,
y la renuncia se hace siempre que los hombres se aceptan recíprocamente como

214
PROMESA Y PERDÓN

personas o reivindican esa aceptación. La persona es una promesa. Ser persona


significa ocupar un lugar en la comunidad de todas las personas. Los seres racio­
nales no pueden elegir si quieren o no quieren ocupar ese lugar junto con las obli­
gaciones y derechos que entraña. No pueden ni renunciar a los derechos ni negar­
se a las obligaciones. La autonomía de la persona no es origen autónomo ni está
sujeta a su propio parecer autónomo. Nuestro orden jurídico considera sin valor
un contrato en que alguien renuncia frente a otro a todos sus derechos civiles y a
todos sus derechos naturales. Y, como es natural, tampoco puede nadie desemba­
razarse de sus deberes. El ingreso en la comunidad de personas, es decir, en la
comunidad de los seres libres, no es en modo alguno libre. El beneplácito se su­
pone sin más. Y se supone igualmente sin más el consentimiento de todos los de­
más de aceptar como un semejante a todo nuevo hombre que se incorpore a ella.
N o se da aquí un acto de cooptación. Cada cual ocupa su lugar en esta comuni­
dad como «miembro nato». Se trata de un rasgo importantísimo del que ya he­
mos hablado en otro contexto: la comunidad no «natural» de personas sólo se re­
aliza y se perpetúa de modo natural. Aquella promesa originaria que permite
hacer promesas es última porque no es, en absoluto, una acción libre que nazca
en el tiempo, sino una «acción inteligible», que equivale a nuestro estar en la co­
munidad de comunicación de todas las personas.

II

El fenómeno de la promesa arroja una luz especialmente clara sobre lo que


llamamos «persona». La imposibilidad de localizar en el tiempo la «promesa ori­
ginaria» indica que los hombres se consideran recíprocamente personas apoyán­
dose en determinadas cualidades, ninguna de las cuales es la persona, sino que
ésta se piensa como algo que las precede y que sólo se da aceptándola. Sin em­
bargo, por otro lado, cuando prometen, los hombres se elevan por encima de su
inmersión natural en la corriente del tiempo. No entregan lo que piensan hacer en
un momento del futuro al curso de las cosas ni a sus estados subjetivos, a la siua-
ción de la conciencia, ni a los deseos ni prioridades que tendrán en ese momen­
to, sino que se adelantan al tiempo al decidir ahora lo que harán u omitirán des­
pués, y lo deciden de tal forma que resulta moralmente imposible revisar
posteriormente lo que se decide ahora: al establecer que otro tiene derecho a que
se cumpla la decisión, renuncian a revisarla. El contrato es un caso especial de
promesa·, especialmente cuando el otro ha ofrecido ya una contraprestación que
fortalece el derecho a lo prometido. Pero nada de esto afecta al núcleo del asun­
to. Hay también promesas unilaterales que adoptan la forma de contrato, como
por ejemplo contratos de donación o pactos sucesorios. Se distinguen de la pro­
mesas normales porque en ellas se otorga al otro no sólo un derecho moral, sino
también un derecho jurídico. El que promete añade a este derecho ciertas sancio­
nes que obligan al cumplimiento de la promesa.

215
PERSONAS

D e ese modo da a la perspectiva de que cumplirá la promesa un anclaje fí­


sico y psíquico en la estructura causal de la realidad, tanto en la realidad de su
propia «naturaleza», como en la del mundo. Si abstraemos en principio de los
contratos que van acompañados de sanciones, la realidad que se crea a través de
un contrato, no es en absoluto fácil de describir. El que alguien espere algo deter­
minado de mí puede ser un motivo, cuando es una persona próxima, para que yo
haga algo que de otro modo no haría. Pero las expectativas de ese tipo pueden
proceder también de otro origen que las promesas. Pueden proceder, por ejem-
plo, de que yo suela ser especialmente amable con otra persona. Cierta regulari­
dad del obrar crea inevitablemente, como todas las regularidades, determinadas
expectativas.
La promesa crea, no obstante, algo distinto, a saber, un derecho a que se sa­
tisfaga la expectativa. La categoría de derecho, como la de obligación, pertene­
ce a un orden completamente distinto. No es de naturaleza psicológica, sino m o­
ral. Una obligación y un derecho son válidos independentemente de que las
personas afectadas sean conscientes de ellos en un momento. El olvido de una
promesa no anula la obligación de cumplirla. La promesa es algo que uno no de­
bería haber olvidado. Y un derecho no desaparece cuando el poseedor del dere­
cho no lo recuerda.
Pese a odo, la obligación actúa exclusivamente en virtud de determinados
impulsos psíquicos. Kant habla en este contexto del «respeto» como un «sen­
timiento oriundo de la razón»1. No se trata primariamente, como quiere el utili­
tarismo, de una responsabilidad frente a un número indeterminado de personas
— yo entre ellas— que se aprovechan de la seguridad de la convención de «cum­
plir las promesas». Se trata de una relación personal con un hombre determina­
do, establecida por la promesa, y que en determinadas circunstancias puede in­
terferir en mis deseos, necesidades y preferencias. Pero es precisamente esto lo
que distingue a la persona, que se relaciona con su realidad natural en el modo de
tenerla. Esta no es una relación puramente formal o transcendental, que deje ina­
fectada a la naturaleza tenida, tal como algunos filósofos y teólogos piensan la
relación de Dios y el mundo, o sea, de tal manera que Dios no puede influir en el
mundo nunca «categorialmente». La voluntad de cumplir una promesa se refiere
a un incondicionado, por más que ella sea una voluntad completamente limitada
y condicionada por la educación, las disposiciones e incluso por momentáneos
estados de ánimo, y todo eso es así a pesar de que lo esencial de cumplir una pro­
mesa es trascender el estado del ánimo en un momento determinado. La concien­
cia de estar obligado por una promesa es uno de los factores que influye dentro
de la estructura condicional anímica, igual que la conciencia de ser en tanto que
persona una promesa originaria, o sea, igual que la conciencia moral.

1. I. K a n t , Kritik der praktischen Vernunft, A 136.

216
PROMESA Y PERDÓN

Hacer que la conciencia moral sea, dentro de esta estructura condicional, un


factor seguro y, en caso de conflicto, determinante, es una tarea que sólo se pue­
den proponer seres que disponen de secondary volitions, es decir, las personas,
las cuales pueden establecer una relación con el conjunto de sus impulsos. El fin
de este esfuerzo es lo que significa la palabra «virtud»: un condicionamiento de
la propia naturaleza dirigida a conseguir una autodeterminación segura, una in­
tegración de los impulsos parciales que permita poder hacer realmente lo que se
quiere. Se trata de poder fiarse de sí mismo. La inmediatez de la identidad de la
conciencia reunida consigo, como hemos visto ya, es exclusivamente instantá­
nea, carece de duración temporal. Nuestra propia intimidad se vuelve algo exte­
rior cuando es recordada, si bien es exterior como intimidad. Podemos constatar
que entretanto nos hemos transformado de algún modo. Y, con relación a la con­
ciencia, podemos entender el habernos transformado de algún modo como «ha-
bermos hecho otro distinto». Con ello, ciertamente, desapareceríamos como per­
sonas para las otras personas, pues, para todas ellas, sólo somos identificables de
esa forma, como lo son las demás cosas y seres vivos en el espacio y el tiempo.
Todas esas cosas cambian también constantemente. Se transforman. Y así cam­
bian también las personas.
La promesa revoca la determinación de cambiar (eso es lo que una prome­
sa expresa) al conceder a otro el derecho a confiar en que la determinación se
mantendrá, es decir, el derecho a incluirla como dato firme en sus propios pro­
yectos prácticos. ¿Qué es lo que permite sustraerse al cambio que el tiempo en­
traña, incluso en aquellos casos en que los contratos jurídicos no nos privan de la
posibilidad física de contravenir la promesa? Eso se vuelve para nosotros algo
«moralmente imposible». ¿Qué significa eso? Significa que unimos inmediata­
mente el contenido de la promesa con la promesa que somos en tanto que perso­
nas. Para romper aquella tenemos que romper ésta. Si lo hago desaparezco como
persona. El refrán que afirma que «al que miente una vez no se le cree ni siquie­
ra cuando dice la verdad» expresa esta verdad de forma «típicamente ideal», si
bien es cierto que no tiene en cuenta la posibilidad de arrepentimiento y conver­
sión. Pero, ¿tomaríamos en serio la promesa de un hombre que no deplora haber
roto su anterior promesa y que a nosotros nos asegura exclusivamente que esta
vez la cumplirá? A lo sumo podríamos especular sobre si sus intereses en esta
ocasión son otros.
No quiero entrar aquí en la casuística de la promesa. Naturalmente hay pro­
mesas de cuyo cumplimiento nos dispensamos, porque situaciones críticas y ur­
gentes entrañan para nosotros una obligación práctica que entra en colisión con
el cumplimiento de la promesa. En casos así estamos autorizados a suponer que
el otro tampoco insistiría en que la cumpliéramos. Pero nunca es una razón para
no cumplirla constatar que entre tanto hemos cambiado de opinión, pues esto es
precisamente lo que excluye el sentido de la promesa. El que al prometer la per­
sona se concreta de un modo específico resulta especialmente claro en las pro­

217
PERSONAS

mesas que hacemos a los moribundos. Después de la muerte, los moribundos no


reclaman ningún derecho. Pero precisamente por eso somos nosotros los respon­
sables de cumplirla. De no ser así, nuestra promesa habría sido una medida pa­
liativa que no respeta al otro como persona ni como ser de trascendencia, sino
que lo trata exclusivamente como un ser natural necesitado de ayuda y depen­
diente de su humor. Sólo si actualizamos la persona que somos podemos recono­
cer la que son los demás. Y también al revés: sólo reconociendo a las personas
nos realizamos nosotros mismos como personas.

III

Un caso único, y a la vez ejemplar de promesa, es la promesa de matrimo­


nio. En ella no se promete solamente una determinada obra, que uno puede pro­
ducir si no le contraría y si sigue teniendo las preferencias que le llevaron a ha­
cerla. En la promesa de matrimonio dos personas unen sus destinos de un modo
que, según la intención de la promesa, es irrevocable. Es difícil cumplir esta pro­
mesa si el que la hace ha cambiado realmente de opinión. Sólo es posible cum­
plirla si incluye que no se cambiará de opinión. Pero, ¿es posible algo así? Sólo
es posible gracias a la peculiaridad de la persona de relacionarse con la propia
esencia, con la propia «naturaleza». Por eso «evolución» no es algo que ocurra a
la persona, sino algo que le ocurre en la medida en que se expone a ese ocurrir.
Sin embargo, la evolución es algo propio de la naturaleza de un ser vivo. Y,
como el ser de la persona consiste en tener una naturaleza, no se puede sustraer
a esta ley de la naturaleza. Pero sí puede relacionarse con ella en el sentido de
privar a la evolución de su naturalidad y someterla a la ley superior de la identi­
dad personal. La promesa de matrimonio es la promesa de no entender la evolu­
ción de la propia personalidad — de la propia individualidad personal— como
variable independiente, que acaso sea compatible de algún modo con la evolu­
ción de la personalidad de la otra persona, pero acaso no. En caso contrario la po­
sibilidad duradera de una comunidad de destinos es cosa de suerte y de la casua­
lidad. De ser así no se podría prometer nada.
Sin embargo, es posible afirmar en libertad la compatibilidad de la propia
evolución con la de otra persona, y que la propia evolución se mantiene dentro de
la de ella. Cuando ocurre así, cada paso de la evolución propia tiene lugar con
plena conciencia del significado que tiene para la otra persona y para su evolu­
ción. Esta es una gran limitación del campo de juego. Pero no es una «limitación
de la libertad», pues en todo caso no podemos agotar las posibilidades de todo el
campo de juego, y con cada posibilidad que elegimos anulamos definitivamente
otras. Quien no quiere pagar este precio no puede realizar verdaderamente ningu­
na posibilidad, es decir, no puede realizar verdaderamente su libertad. La prome­
sa de matrimonio anula una gran cantidad de posibilidades. Pero la que realiza

218
PROMESA Y PERDÓN

sólo la puede realizar de ese modo, como una composición para dos voces sólo
se puede realizar a dúo, incluso cuando se trata de una improvisación en la que
los dos músicos producen una forma específica oyéndose recíprocamente. N in­
guna de las dos voces, independiente de la otra, sonaría como suenan juntas. Na­
turalmente esto es sólo una metáfora. La cooperación de los músicos que ejecu­
tan una pieza determinada puede romperse. Pero lo esencial del matrimonio
consiste en que en él se unen mutuamente dos vidas o dos biografías de tal ma­
nera que de ellas resulta una historia.
El matrimonio supone la capacidad personal de dar a la propia vida, inde­
pendientemente de cuálquier suceso imprevisible, una estructura que resuelva de
antemano de una vez por todas el modo de tratar con esos sucesos y, de ese modo,
se independice de la casualidad. Esto vale también para el voto religioso. En el
matrimonio hay que añadir la actualización de la capacidad personal de realizar
la realidad del otro en tanto que otro, haciendo que la relevancia de la propia vida
para la vida de otro se convierta en un elemento estructural central de ella. Cuan­
do esto ocurre conscientemente, y es afirmado emocional y voluntariamente, ha­
blamos de amor. El amor no es constitutivo del matrimonio, pero sólo realiza su
sentido por él.
Todo lo dicho hasta ahora se puede aplicar fundamentalmente a cualquier
forma de relación de amistad. Pero no toda relación de amistad es un matrimo­
nio. No es un elemento esencial de las relaciones de amistad constituir una co­
munidad de destinos de por vida. La unidad específica de la comunidad matrimo­
nial se expresa en el Nuevo Testamento diciendo que los dos son «una sola
carne». El carácter perpetuo de esta comunidad, y el que los cónyuges se presen­
ten hacia fuera como una persona jurídica, esta relacionado con la diversidad de
sexos y con la complemetariedad natural, fundada en ella, de dos personas. Su
relación incluye la relación sexual y la ordenación apriórica a objetivar la unidad
en los hijos. La relación paternal y maternal con los mismos hijos significa obje­
tivamente una relación perenne entre un hombre y una mujer, y redunda apriori
en interés de los hijos el que esta relación tenga una forma que se corresponda
con la identidad personal de los hijos. La peculiaridad de la promesa de matrimo­
nio sólo es posible por la complementariedad específica de personas de distinto
sexo, y se basa en la transmisión de la vida y en la conservación del género hu­
mano. El ser personal reside en tener una naturaleza humana, pero en tener una
naturaleza masculina o femenina, es decir, una naturaleza que incluye la ordena­
ción a la persona del otro sexo. La persona como tal no es sexual. Sólo está refe­
rida a priori a otra persona. Pero la peculiar unión exclusiva entre personas por
una promesa, que crea una nueva unidad duradera de ambas sin ningún género
de posibilidad de sustitución, supone la relación sexual entre individuos de dis­
tinto sexo. Personas del mismo sexo pueden sentir atracción erótica recíproca.
Pero su relación sexual es un «asunto privado». Dura mientras guste a cada una
de ellas. No crea una nueva unidad objetiva. No se vuelven «una sola carne».

219
PERSONAS

Desde cierto punto de vista las relaciones sexuales es lo más impersonal que
existe. Tienen un elemento de desindividualización, de inmersión en una corrien­
te de vida prepersonal. De ahí procede un cierto desprecio de la esfera sexual por
parte de una tradición filosófica orientada por un ideal de autonomía. La mutua
atracción de los sexos produce evidentemente una debilitación de la autonomía
del individuo, y el enamoramiento es como se sabe un estado de extrema debili­
dad y «desmayo». Sin embargo, esta debilidad tiene sentido como supuesto de la
nueva y fuerte unidad que surge de la unión física y personal. La comunidad per­
sonal de vida, creada en libertad por una promesa, abre un ámbito dentro del cual
dos personas pueden «abandonarse» sin perderse, puesto que puede definitiva­
mente «confiar la una en la otra». En este marco el caos puede convertirse en
caos fecundo, en fuente de un orden vivo.
La promesa de fidelidad conyugal es esencialmente una promesa de exclu­
sividad sexual. El sentido de esta exclusividad es garantizar a los hijos el espacio
seguro de una familia y la irrepetibilidad de la relación materna y paterna de cada
uno de los hijos, sobre la que descansa por su parte la univocidad de la relación
fraternal. Ademas de éste, su sentido es asimismo excluir una cierta amenaza
para el matrimonio, pues una relación amorosa digan de las personas, relación
que lleva a la unión sexual, entraña una tendencia a la exclusividad, a la perma­
nencia y unión de los destinos. Los juramentos de los amantes van en esa direc­
ción. De la relación tienen conocimiento generalmente los amigos, y, por eso, la
relación extramatrimonial se oculta por lo general a los cónyuges. En alemán ha­
blamos de «ruptura matrimonial» *, aunque no siempre el adulterio rompa el ma­
trimonio. Cuando el adulterio no es secreto, sino que los cónyuges convienen in­
cluso en la recíproca libertad sexual, la cosa es ciertamente distinta, pero no
mejor. O no se trata, en absoluto, de matrimonio en el sentido de una comunidad
de destino y de vida para siempre, o el acuerdo llega hasta el punto de configurar
asimétricamente las demás relaciones, lo cual significa no entenderlas en abso­
luto como relaciones personales o recibir más de lo que se da y engañar a las de­
más relaciones. De ahí que la promesa de exclusividad sexual, por difícil que sea
cumplirla y por mucha que sea la frecuencia con que se rompa, sea un elemento
esencial de la promesa matrimonial, una promesa que expresa como ninguna otra
el ser de «las personas naturales».

IV

No es casualidad que la autoposesión de la persona sea simultáneamente


una autoenajenación. Cuando prometemos, renunciamos a una parte de nosotros.

* En alemán «Ehe» significa matrimonio; «Ehebruch» significa adulterio. Etimológicamente la Ehe-


Bruch (ruptura) (Nota del Editor).

220
PROMESA Y PERDÓN

Concedemos al otro un derecho sobre nosotros. Sin embargo, sólo así nos libra­
mos de una situación que consiste en estar entregados a nuestros estados natura­
les. Wittgenstein ha puesto de manifiesto la imposibilidad de observar una regla
puramente privada. Pero, sólo gracias a las reglas, nos elevamos sobre nuestro es­
tar entregados a las reglas heterónomas de la pura naturalidad. Sólo por el esta­
blecimiento de relaciones de vida, las cuales se constituyen mediante derechos
recíprocos, la libertad da derechos que nosotros hemos reconocido o creado.
El modelo de la seguridad en la observancia de tales reglas es la seguridad
de la legalidad natural. Una fórmula del imperativo categórico kantiano dice así:
«Obra como si la máxima de tu acción debiera convertirse por tu voluntad en una
ley natural general»2. A diferencia de la primera fórmula, más conocida, aquí se
habla de un «como si». En la primera fórmula se dice que debemos actuar de tal
manera que podamos querer la máxima de nuestro obrar como máxima de una
legislación general. Que esta legislación general sea una nueva legalidad natural
es algo que no podemos querer, pues sabemos que es imposible. No podemos de­
searlo porque significaría que la libertad, que se manifiesta en la observancia de
una regla, desaparecería inmediatamente con la transformación de esta regla en
una ley natural. La máxima no se debe convertir en ley de la naturaleza, sino que
debe ser, en lo que atañe a su seguridad, lo más semejante posible a ella. La ley
de la naturaleza debe ser el modelo de la máxima.
La semejanza con el modelo, o sea, la seguridad, que se funda en la prome­
sa, tiene una doble raíz:
Su raíz propia y específica es la confianza personal, la fe en la palabra dada
y en la libre auto vinculación del que la ha dado. El objeto de confianza es la li­
bertad del otro, y la confianza es tanto más pura y firme cuanto más claramente
está detrás de ella la fe en que la otra persona se ha liberado realmente de la in­
clinación instintiva y es «señor de sí mismo» independientemente de las determi­
naciones naturales. Eso significa que cuanto más independiente de la «naturale­
za» sea la voluntad, tanto más exactamente puede armonizar con el modelo de la
legalidad natural.
La segunda raíz es exactamente opuesta a la primera. Se basa en una evalua­
ción realista, o sea escéptica, de la libertad de autodeterminación humana. Por
eso consiste en una confianza en la naturaleza de la persona que promete, en el
supuesto de que la promesa es tan opuesta a las inclinaciones naturales de quien
la hace que observarla le ocasiona más molestias y causa tensiones duraderas a
su natufaleza. Confiamos tanto más fácilmenete en la palabra dada cuanto menos
se opone el mantenerla a los intereses del que la ha dado. Es verdad que este
modo de fiarse no merece propiamente el nombre de confianza. No es específi­
camente de naturaleza personal, sino que, más bien, compesa la desconfianza,

2. I. Kant, Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, ed. cit., p. 421.

221
PERSONAS

alimentada por la experiencia, que todos tenemos, y que tiene su expresión más
sencilla en las palabras del Salmo que San Pablo cita en la Carta a los romanos:
«todo hombre es un mentiroso»3.
Sidera inclinant, non necessitant. De esta vieja sabiduría astrológica infirió
Santo Tomás que la astrología permite hacer enunciados estadísticos, puesto que
la mayoría de los hombres siguen sus inclinaciones, pero no predicciones segu­
ras de casos singulares, puesto que nadie está forzado a seguir sus inclinaciones4.
El que hace una promesa también debe saber esto y desconfiar de sí mismo.
Cuando promete, debe estar dispuesto a cultivar la inclinación que favorece el
cumplimiento de la promesa. Y, además, consentirá en las sanciones jurídicas que
le acarree la ruptura de la promesa. Si no tiene la intención de romperla, el daño
no le alcanzará en modo alguno. Pero el que pudiera alcanzarle, le facilita hacer
aquello que, por la promesa, tiene intención de hacer. En esto se pone de mani­
fiesto también que el ser de la persona tiene que ser descrito como tener una na­
turaleza, no como una entidad independiente de la naturaleza humana. La liber­
tad es un modo determinado de relacionarse con la propia naturaleza, no una
autorrealización más allá y fuera de ella.
Es esencial a la promesa el poder ser cumplida. Lo que funda no es nunca
naturaleza, aunque el ideal es que sea lo más parecido a ella. En la ruptura de la
promesa reside el fracaso de la creación de la identidad personal, el triunfo de la
etitropía sobre la libertad. ¿Cómo es posible un triunfo así? Si la debilidad no
fuera en última instancia una debilidad «autoculpable», es decir, si no derivara de
la libertad, no sería posible algo como una promesa, pero tampoco sería posible
aquel acto que sólo cabe entre personas: el perdón.

El perdón supone culpa, es decir, libertad de una persona que es «ella m is­
ma», no un modo de ser dado de antemano, el fundamento de un obrar determi­
nado. El perdón supone asimismo que la persona no ha revelado su esencia defi­
nitiva con su decisión. Soy, ciertamente, el que hizo tal cosa, y lo seguiré siendo.
La identidad personal no es un más allá en relación con los predicados innatos y
adquiridos. Es la totalidad del hombre la que tiene estos predicados como deter­
minaciones suyas. Pero el significado de estas determinaciones para el hombre
entero, o sea, para el ser de la persona, no es definitivo. La persona es siempre
más que la suma de sus predicados. No puede hacer que lo ocurrido no haya ocu­
rrido. Debe tener en cuenta aquello que ha llegado a ser. Pero depende de ella

3. Rom. 3,4. EI salmo citado es 116,11.


4. Cfr. T om as de A q uin o , S. Th. 1 ,115, Sc G 111, 8 2 -8 7 ; De judiciis astrorum; De sortibus, cap. 4.

222
PROMESA Y PERDÓN

cómo llega a serlo. El rechazo de la propia acción, el arrepentimiento, es también


un modo de integrar nuevamente lo ocurrido a través de una «revalorización».
La autotrascendencia a otras personas es, como hemos visto, aquello me­
diante lo cual las personas se hacen reales. La autotrascendencia, la superación
de la centralidad vital del yo, es posible porque el hombre se siente aceptado por
los otros. Sólo en plural hay personas. Y esto se aplica también a la recuperación
del «camino» en el que las personas se hallan mientras viven, y que es interrum­
pido por la curvatio in se ipsum, es decir, por la culpa. Para descartar esta inte­
rrupción se requiere ayuda de fuera. La ayuda consiste en la disposición de otros
-—de todos aquellos a los que atañe la culpa— a no identificar al culpable con su
fáetico modo de ser, y permitirle definirse de nuevo en relación con lo que ha he­
cho. A este permiso le llamamos perdón. El perdón tiene que ser pedido. Aquí
nos encontramos con una asimetría característica, es decir, con un deber de per­
donar que no se corresponde con un derecho análogo al perdón. El culpable no
tiene derecho al perdón. Sólo puede pedirlo. Sin embargo, el «creyente» tiene el
deber de responder a esta petición. Cuando no lo hace, incurre en curvatio, la
cual no permite que se manifieste el ser personal. Identificar definitivamente a
una persona con cualquiera de sus predicados significa negarse a aceptarla como
persona, es decir, como ser que es libre frente a todos sus predicados. Para la re­
alización de esta libertad, la persona culpable precisa, y en eso consiste su casti­
go, la aprobación de otros. Pero cuando se rehúsa esta aprobación, se excluye a
la persona a la que se le rehúsa de la comunidad de personas, que es esencial­
mente infinita.
El perdón puede entrañar condiciones, por ejemplo, la reparación del daño
infligido. Cuando el daño atañe a la comunidad estatal, la reparación consiste, en
determinadas circunstancias, en recibir un castigo, cuyo cumplimiento es un me­
dio para evitar actos criminales parecidos, un medio de disuasión. Pero el casti­
go es, como escribe Hegel, «el homenaje del malhechor», en concreto, el home­
naje como persona5. Tras el cumplimiento del castigo vuelve a ser un miembro,
con los mismos derechos, de la comunidad estatal de personas. La culpa se ha
«saldado». Incluso la cadena perpetua se entiende en principio como «pago de la
culpa» que se exige a la persona como persona, no como mera medida con la que
se dispone de ella como si fuera una cosa. Su condición de sujeto no se suprime.
En las antiguas espadas de la justicia se pueden leer estas palabras: «Cuando
hago levantar la espada, deseo al pobre pecador la vida eterna».
Eñ sentido genuino una institución no puede perdonar. Sólo puede confor­
mar su modo de proceder de forma que permanezca transparente para la posibi­
lidad del perdón, es decir, el modo de proceder tiene que permitir y posibilitar al
hombre que establezca una distancia con sus actos.

5. W.F. Hegel , Rechtsphilosophie {Sämtliche Werke, Bd.7), pp. 155 y ss.


PERSONAS

La pregunta sigue en pie: ¿Precede la aprobación temporalmente al distan-


ciamiento interno, o es éste el supuesto de aquélla? Las dos cosas parecen ser
ciertas. A quien experimenta que es definido inapelablemente por los demás
hombres como el que hizo tal o tal cosa, no le queda más remedio que poner su
orgullo en definirse, por su parte, a sí mismo, es decir, como se suele decir, «jus­
tificar sus actos». No puede pedir continuamente que se le reconozca como el
que quisiera ser, sin que eso signifique que pueda exigir ese reconocimiento. Él
es ciertamente el que ha hecho determinadas acciones, y no puede obligar a na­
die a que lo valore de otro modo, a que haga esa nueva valoración que él mismo
haría si se le permitiera. Por otro lado, ¿cómo se puede llevar a cabo semejante
nueva valoración respecto de él si él mismo no la hace? ¿Cómo puedo perdonar
una ofensa mientras continúe? ¿Cómo se puede perdonar a alguien que no pide
el perdón?
El tránsito que aquí hay, el cual permite sustraerse a la paradoja de una prio­
ridad recíproca, está estrechamente relacionado con la naturaleza del mal de que
hemos tratado. Como hemos tenido ocasión de ver, el mal no se funda en una ig­
norancia no culpable. Lo que resulta de una ignorancia así no puede ser nunca
malo. Con todo, el mal adolece siempre de una especie de ignorancia, que entur­
bia la mirada clara del agente. Este hecho es precisamente el que permite una
conversión, puesto que la conversión equivale a un camino hacia la claridad y
porque una fuerza de atracción natural influye en su dirección. Esto es asimismo
lo que hace posible el primer movimiento inicial de disposición al perdón y del
perdón mismo: «Perdónalos porque no saben lo que hacen»67.El «intelectualis-
ta» socrático no tiene nada que perdonar, pues para él el mal es sólo error. El que
demoniza el mal no puede perdonar, pues el mal que se quiere como mal no se
puede perdonar, y tampoco cabe conversión respecto de él. Pero la ceguera cul­
pable, que es como el mal se presenta en lo finito, contiene siempre un momento
cautivador. Liberarse de ella es posible en el supuesto de que sea «permitido» a
alguien, puesto que el afectado está dispuesto a aceptarle como a alguien distin­
tó del que hizo esto o aquello, es decir, es perdonado. El que perdona renuncia a
ver al otro como lo ha conocido inmediatamente, con lo que le da la oportunidad
de verse a Sí mismo de otro modo. Hasta que se acepta esta oportunidad el per­
dón es un intento revocable, pues la afirmación «sé que no eres tú» se vuelve inú­
til si aquel al que se dirige aclara: «te equivocas, soy yo y lo seguiré siendo». En
este caso el perdón cae en el vacío.
El que el perdón preceda al cambio de intención y lo haga posible se funda
en lo que he llamado «perdón oñtológico» en Felicidad y Benevolencia \ El per­
dón ontológico Se funda en que nosotros, como seres finitos y naturales, defrau­

6. Lc. 23,34.
7. Cfr. R. Spaemann, Glück und Wohlwollen. Versuch über Ethik, Stuttgart 1989, 242.

224
PROMESA Y PERDÓN

damos la promesa que como persona somos. Eso significa que no podemos «ha­
cer justicia» de igual modo a todos. El que tengamos que prometer algo para que
se pueda confiar en nosotros en ciertos casos tiene su fundamento en que no bas­
ta que seamos para que se confíe en nosotros. La «promesa ontológica» que so­
mos sólo sirve de fundamento para fiarse de la promesa que hacemos. El «per­
dón ontológico» es el reconocimiento de la finitud del otro, finitud que explica
que no nos pueda, esencialmente, hacer justicia. Esa es la razón de que las per­
sonas naturales, finitas, necesiten indulgencia. El perdón moral «por adelantado»
es el tránsito del perdón trascendental al categorial, del del ontológico al moral.
El perdón sólo alcanza plenamente su fin con la reconciliación. Y cesa cuando
ésta ha tenido lugar. Hace desaparecer la asimetría, que es su supuesto, y resta­
blece la igualdad de la aceptación recíproca. La igualdad puede restablecerse
porque no fue destruida totalmente. Mientras viva, nadie puede, sea cual sea su
comportamiento, desaparecer completa y definitivamente como persona, conver­
tirse en «algo impersonal» y hacer que desaparezca la diferencia entre su identi­
dad personal y su esencia. De ahí que, mientras viva, seguirá siendo alguien al
que es posible perdonar. Pero, por otro lado, nadie es absoluta libertad, pura sub­
jetividad, de suerte que haya superado todas las perspectivas naturales y finitas.
Nadie sabe completamente lo que hace cuando hace el mal. Por eso el perdón no
se puede aplazar hasta que nuestras perspectivas coincidan y haya desaparecido
el diferente modo de ver las cosas. Como a todos nos atañe esta perspectividad,
la intransigencia es mala, pues significa negarse a la trascendencia. Significa, en
última instancia, recluirse en la propia finitud y, con ello, volverse incapaz de
perdonarse a sí mismo. No es, pues, casual que en el Padre Nuestro la petición de
perdón de las propias deudas esté unida a nuestra propia capacidad de perdonar.
El perdón es el signo de la persona complementario a la promesa. Ambos esta­
blecen una diferencia entre la identidad personal y la esencia fáctica en el tiem­
po. La promesa permite a la identidad independizarse de su sujeción a la factici-
dad. El perdón vuelve a realizar contrafácticamente la independencia. Es un acto
creador en un sentido eminente.

225
¿TODOS LOS: HOMBRES SON PERSONAS?

Los hombres poseen determinadas cualidades que nos mueven a llamarlos


«personas». Pero a lo que nosotros llamamos personas no es a estas cualidades,
sino a su portador. Por lo demás, hay, como es evidente, hombres que no dispo­
nen de esas cualidades. Podría parecer, pues, que esos hombres no son personas,
y no pueden invocar ningún derecho a que se los acoja como personas. Esta es la
tesis, que tiene su origen en Locke, de Peter Singer y Norbert Hörster1. Si las per­
sonas son los portadores individuales de una «naturaleza racional», parece que
no son personas aquellos hombres que todavía no disponen, o no disponen ya, o
no dispondrán nunca más, de racionalidad e intencionalidad, como por ejemplo,
los niños pequeños, los disminuidos profundos, o los que duermen. Si el ser per­
sonal no significa qué se es un caso de un concepto o un elemento de una clase,
sino que se es miembro de una comunidad de acogimiento, surge la pregunta so­
bre cómo se entra en esa comunidad. Y es natural pensar que el estatuto de per­
sona es algo que se realiza mediante la acogida en ella. De hecho, el niño sólo
desarrolla los rasgos característicos de la persona si es acogido y experimenta
una entrega acorde con ello. La entrega parece estar al principio, y el ser perso­
nal parece deberse a ella. Negarla no precisaría en absoluto de justificación, pues
justificación es algo que debemos sólo a las personas. Pero sólo la acogida crea
la personalidad.
Esta opinión ignora lo que significa «acogida». La acogida es, ciertamente, un
acto de la libre espontaneidad. Uno puede negarse a ella. Pero el que acoge no en­
tiende la acogida como una posición arbitraria, sino como la respuesta adecuada.
Así ocurre cuando aceptamos un argumento. La aceptación no es constric­
tiva nunca. El que no quiere no aceptará ni el argumento más «concluyente». Y

1. Cfr. P. S inger , Praktische Ethik, ed. cit.; N. Hörster , Neugeborene und das Recht auf Leben,
Frankfurt a. M. 1995.

227
PERSONAS

se da, a la inversa, la capitulación, en la cual, por cansancio, miedo o deferencia,


se desiste de poner objeciones. La auténtica aceptación es la que se entiende
como respuesta a un derecho que parte de un argumento. Se le da voluntariamen­
te la razón a alguien porque la tiene.
Lo mismo ocurre con el reconocimiento de personas, el cual consiste en
aceptar que tienen derecho a un lugar en la comunidad de personas ya existente,
no en cooptación de acuerdo con determinados criterios definidos por los ya re­
conocidos.
¿Quién puede reclamar ese derecho o para quién se puede reclamar? ¿Qué
cualidades debe poseer alguien para tener derecho a ser reconocido como perso­
na? La pregunta está mal planteada, puesto que al formularla se emplea la pala­
bra «alguien». Si «algo» es «alguien» es que es una persona. La pregunta es,
pues, ésta»: ¿Cuándo es algo «alguien»? D e nuevo está mal formulada. Alguien
no es nunca «algo». «Ser alguien» no es una cualidad de una cosa ni de un ser
vivo que prediquemos de algo previamente identificado. D e antemano lo identi­
ficamos como «alguien» o como «algo». Cuando oímos un ruido solemos decir
«¿hay alguien?», o también : «¿quién hay?». Y cuando nos damos cuenta de que
era el viento que sacudía las contraventanas, o el perro que arañaba la puerta,
comprendemos que la primera pregunta tenemos que responderla con un «no»,
y que la segunda estaba mal planteada, pues preguntaba «quién», no «qué». En
el caso del perro nos vemos en un apuro. Un perro no es alguien, pero tampoco
algo. N os pertenece de una manera que precisa una investigación propia. Si el
ser personal es un modus existendi, no existe un concepto categorial superior, un
genus proximum, que sea especificado por el concepto «persona». ¿Pero no po­
demos decir, entonces: «algunos seres vivos son personas»? Esta proposición es
equívoca, pues porque en ella el ser personal aparece como una especie dentro
de lili género, una especie que es caracterizada por una dijferentia specifica. Eso
no es Correcto en el caso de la persona. La especie que nosotros atribuimos a las
personas se llama «hombre», sin que eso signifique excluir que pueda haber
otras personas ademas de los hombres. La pregunta se formula ahora así: «¿To­
dos los hombres son personas?». ¿Los derechos del hombre son también dere­
chos de la persona o tenemos que excluir a una parte de los hombres del círculo
de las personas y, de ese modo, excluir la expresión «derechos humanos», como
en los últimos tiempos se ha propuesto? El fiindamento de esta propuesta se ex­
presa así: Si la racionalidad y la autoconciencia son las cualidades por cuya vir­
tud designamos a algunos seres como personas, no es razonable denominar
«personas», y acogerlos como tales, a aquellos hombres que no disponen de
ellas.
Respecto de las especies naturales esta objeción es nominalista. El argu­
mento acepta, ciertamente, que predicados como «autoconsciente» y «racional»
son universales, y exige que el concepto persona tenga un significado igualmen­
te universal. Lo que niega la objeción, sin embargo, es que haya algo así como un

228
¿ TODOS LOS HOMBRES SON PERSONAS?

concepto general de la «naturaleza del hombre» que tenga un contenido distinto


del de una conexión genealógica con otros individuos* la mayoría de los cuales
se caracterizan, cuando son adultos, por aquellos rasgos que nos llevan a deno­
minarlos «personas». Pero esta conexión genealógica carece de relevancia para
los que son como individuos. No debe ser esta conexión la que proporcione el
fundamento de la comunidad de personas que habitualmente llamamos «huma­
nidad». En esta comunidad no se debe entrar por procreación o por nacimiento,
sino por tener aütoconciencia o por cooptación realizada por otros miembros de
la comunidad.
En las páginas que siguen quisiera enumerar seis razones que ponen de ma­
nifiesto lo insostenible de esta opinión, y, simultáneamente, seis razones para po­
ner de manifiesto la verdad de nuestra convicción intuitiva de que todos los hom­
bres son personas.

II

1. El concepto de especie natural no significa lo mismo respecto de los ob-


jetos físicos y artefactos que de los seres vivos. Los objetos inanimados están
unidos éntre sí, por razones de semejanza, como ejemplares de una especie. La
relación de semejanza es paratáctica. No une lo semejante con lo semejante de
forma directa, sino indirectamente. O bien lo hace por medio de una autocon-
ciencia que uno despierta el recuerdo en otro, y de ese modo es reunido con él en
una unidad, o considerando platónicamente al individuo, al token, como caso de
algo general e incluido como elemento, con los demás casos del mismo general,
en una clase. Para ello no es necesario que los elementos mantengan entre sí re­
lación alguna. Para un ejemplar es indiferente el que haya otros y cuántos son si
los hay.
La cosa cambia en las especies de vivientes. Los ejemplares de estas espe­
cies se hallan entre sí en una relación de parentesco, en una relación genealógi­
ca. Para ellos esta relación es constitutiva. No existiría un ejemplar singular de la
especie si no hubiera otros, y si no se hallara con ellos en una determinada rela­
ción de parentesco. Entre los seres vivos superiores esa relación es también se­
xual. La comunidad de la especie es también comunidad de reproducción. En re­
lación con eso la semejanza fenotípica es secundaria.
Esto vale también para los hombres. Todos los hombres están emparentados
entre sí, y lo están en mayor medida de lo que permiten suponer los hallazgos pa­
leontológicos. Según los hallazgos de la genética los hombres actuales son todos
descendientes de una mujer, que vivió hace unos 200.000 años. ¿Significa esto
algo para nuestros intereses? ¿No se trata de un hecho puramente biológico, sin
relevancia para el problema del estatuto personal de todo hombre?

229
PERSONAS

Esta separación de lo biológico y lo personal desconoce que el ser de las


personas consiste en la vida de los hombres. Las relaciones y funciones biológi­
cas fundamentales no son en el hombre algo apersonal, sino relaciones y funcio­
nes específicamente personales. Comer y beber son actos personales, actus hu-
mani, no sólo actus hominis, como decían los escolásticos2. Están incluidos en
rituales, forman el medio de muchas formas de vida comunitaria, están en el cen­
tro de muchos actos de culto. Lo mismo se puede decir de las relaciones sexua­
les. También aquí la función biológica se integra en un contexto personal, a me­
nudo como la más alta forma de expresión de una relación personal. Las
relaciones de parentesco de las madres y los padres con los hijos y las hijas, de
los abuelos y tíos, de los hermanos y los parientes más lejanos, no son meros da­
tos biológicos, sino relaciones personales típicas, relaciones que, por lo general,
duran toda la vida. La personalidad del hombre no es algo más allá de su anima­
lidad. La animalidad humana no es mera animalidad, sino el medio de realiza­
ción de la persona. Y las relaciones de proximidad y lejanía que mantiene el
hombre tienen relevancia personal, es decir, ética.
En el desconocimiento de este hecho se apoya la opinión de ciertos utilita­
ristas extremos, como Peter Singer, según el cual habría que excluir las relacio­
nes de proximidad fundamentadas en el parentesco como criterio moral para de­
cidir a qué hombres se debería ayudar en caso de escasez de recursos3. En la
misma lógica se apoya su crítica de privilegiar al hombre como hombre, para la
que emplea el santo y seña de «especismo». Los miembros de la especie homo
sapiens sapiens no son sólo ejemplares de una especie. Además son parientes y
se hallan desde el principio en una recíproca relación personal. «Humanidad» no
es, como «animalidad», tan sólo un concepto abstracto para designar un género,
sino simultáneamente el nombre de una concreta comunidad personal, a la que
no se pertenece por poseer determinadas cualidades constatadles fácticamente,
sino por mantener una vinculación genealógica con la «familia humana». Toda­
vía en Kant «humanidad» significa ambas cosas: la familia del hombre y lo que
convierte al hombre en persona: «la humanidad en tu persona y en la persona de
cualquier otro...». Para pertenecer a la familia humana no importan las cualida­
des empíricas. O bien esta familia es, desde el principio, una comunidad perso­
nal, o bien el concepto de persona como un «alguien» por derecho propio no se
descubre en absoluto o se olvida. En la Roma pagana el padre tenía derecho a de­
cidir si reconocía a un hijo recién nacido el estatuto jurídico de hijo propio, y con
él el estatuto de hombre. Pero este hecho pone de manifiesto exclusivamente que
los romanos no habían descubierto la comunidad personal, y que nadie debe sus
derechos a otros, sino que los tiene sui juris, lo cual sólo puede significar que es
miembro nato de la comunidad personal.

2. Cfr. T omás de A quino, S. Th. I-II, 1, 3 c; 17,4.


3. P. S inger, op. cit.

230
¿ TODOS LOS HOMBRES SON PERSONAS?

2. El reconocimiento de la persona no puede ser la reacción a la posesión de


cualidades específicamente personales, puesto que estas cualidades se presentan,
el niño experimenta la entrega que brindamos a las personas. Para hacer que sea
posible una reciprocidad personal elemental, se presenta en la madre una cierta
regresión, espontánea, pero no involuntaria, gracias a la cual es capaz de situarse
en el mismo nivel del niño. La madre, o quien ocupe su lugar, trata desde el prin­
cipio al niño como una persona igual que ella, no como un objeto que se puede
manipular o como un organismo vivo que se puede condicionar. Enseña a su hijo
a hablar no sólo hablándole, cuando está presente, de algo que tiene delante de
sí, sino también hablándole a él. Se ha intentado inútilmente enseñar a hablar a
hijos de padres sordomudos mediante videoprogramas. Entender las palabras, es
decir, concebirlas como palabras es algo que no se puede enseñar. N o se puede
explicar lo que significa que «algo signifique algo». Entender el símbolo es algo
que precede a toda explicación. Tenemos que admitir contrafácticamente este su­
puesto, como cuando hablamos con un lactante, para que sea superado fáctica-
mente. En esta situación la madre no tiene conciencia de simular nada, o sea, de
hacer como si viera algo delante de ella que en realidad quiere provocar en ese
momento. Jamás tenemos conciencia de que hacemos a las personas. El ser per­
sonal es, más bien, ser origen en sentido eminente del propio existir y sustraído
a cualquier forma de producción desde fuera. Eso significa que, para que el niño
crezca psíquicamente sano, la relación de la madre con su hijo debe y tiene que
ser auténtica. Así pues, si fuera verdadera la teoría de que las personas nacen gra­
cias a que se las acepta, habría que procurar que aquellos de quienes debe partir
la aceptación no supieran nada de esta teoría, pues, de otro modo, peligraría la
autenticidad y espontaneidad de la aceptación.
Contra todo esto se podría objetar que es sólo un argumento pragmático. La
filosofía supone la ruptura con la actitud natural.
Pero la ruptura con la actitud natural sólo es inofensiva cuando, gracias a
ella, se abre un nuevo nivel de la teoría previamente desconocido, un «metani-
vel», cuya conquista no modifica en ningún caso lo que ocurre y ha ocurrido en
la actitud natural. La teoría de la persona, de la que aquí nos ocupamos, no es fe-
nomenológico-filosófica, sino una teoría práctica que quiere cambiar directa­
mente la praxis. No reflexiona sobre la actitud natural de la espontaneidad y cre­
atividad supuestamente ocultas de la aceptación, sino que describe el acto de
aceptación falso y quiere enseñar que se puede entender de otro modo y que se
tiene que practicar de otro modo a como se hace habitualmente. Esta teoría sigue
moviéndose, pues, en el terreno de la actitud natural y quiere hacer que desapa­
rezca en su propio terreno.
Podemos resumir nuestra objeción como sigue: No existe un tránsito paula­
tino desde «algo» a «alguien». Solamente porque no tratamos a los hombres,
desde el principio, como algo, sino como alguien, la mayoría de ellos desarrollan
las cualidades que justifican posteriormente este trato.

231
PERSONAS

3. Podemos, ciertamente, alcanzar una certeza indudable sobre la existencia


de intencionalidad siempre que entramos en comunicación personal inmediata.
Pero no podemos determinar con igual certidumbre cuándo no existe. Se puede
mostrar que la atribución de racionalidad, o sea, la interpretación de la acción
como acción, entraña siempre un elemento de valoración4. Suponer que alguien
obra racionalmente, o sea, que obra sin más, significa estar de acuerdo con algu­
nas de las opiniones que se le suponen. Sólo podemos conocer la intencionalidad
de las acciones gracias a su racionalidad, total o parcial. Pero es posible de hecho
que alguien obre racionalmente sin que el observador pueda percibirlo. Puede
ocurrir, por ejemplo, que sus actitudes proposicionales — sus hipótesis sobre lo
que tiene que ocurrir para que se produzca un efecto deseado— sean todas erró­
neas. En este caso no podemos saber en absoluto qué efecto quiere alcanzar ni si
quiere alcanzar algún efecto. Pero, pese a todo, puede haber obrado intencional­
mente. Responsabilidad y conciencia de las acciones son dos cosas, como ha se­
ñalado Scheler, que deben separarse claramente5. Es posible que no identifique­
mos en absoluto el significado que un loco da a mia acción, y, en consecuencia,
no imputarle el resultado. Sus intenciones prácticas y teóricas, sus propósitos y
opiniones sobre la constitución del mundo, son tales que no podemos derivar los
unos de las otras. Pero precisamente por eso tal vez tenga su propia racionalidad
de la acción, e incluso sea capaz de distinguir claramente el bien del mal, y sea
responsable — no ante los hombres, pero sí ante Dios— del mismo modo que los
hombres «razonables».
4. ¿Pero qué pasa con aquellos hombres disminuidos psíquicos que no son
capaces de coordenar movimientos, o con los lactantes, que no lo son todavía?
¿Tenemos algún íundamento razonable para considéralos y tratarlos como «al­
guien», actitudes que entrañan más esfuerzo y sacrificios que disponer de ellos
desde un punto de vista utilitarista? El estar dispuesto prima facie a semejantes
sacrificios es denominado por Peter Singer «especiesismo», es decir, parcialidad
infundada por los seres que pertenecen de forma puramente biológica a nuestra
especie.
Consideremos primeramente el problema de los disminuidos psíquicos.
¿Cómo los percibimos? ¿Cómo cosas? ¿Cómo animales de una especie peculiar?
La verdad es que no. Los percibimos como enfermos. Si no fueran «alguien»,
sino una cosa, tendrían que poseer una normalidad específica, un modo de ser
distinto del modo de ser de las personas, un «nicho ecológico» propio en el mun­
do. Pero los disminuidos, con los que no podemos entrar en comunicación per­
sonal recíproca, son considerados inevitablemente por nosotros como seres no
«normales», sino enfermos. Así como no consideramos una silla defectuosa

4. D. Davidson, Essays on Actions and Events, Oxford 1980, pp. 83 y ss.


5. Cfr. M. S cheler , Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, ed. cit., p. 478.

232
¿ TODOS LOS HOMBRES SON PERSONAS?

como algo distinto de una silla, sino justamente como una silla defectuosa, al
hombre que no es capaz de manifestaciones personales, o sea, de manifestaciones
de intencionalidad, lo consideramos como enfermo que precisa ayuda. Buscamos
el medio de curarlo, si podemos, o sea, buscamos medios que ayuden a su «natu­
raleza» y le permitan ocupar el lugar en la comunidad personal reservado para él
hasta su muerte. Los enfermos mentales no coinciden, como los animales, con su
naturaleza, con su esencia. También ellos tienen una naturaleza. Pero como su na­
turaleza está enferma, lo está también el tenerla. No sabemos qué significa ser un
hombre así. No conocemos su modus essendi. Tampoco sabemos qué significa
ser un murciélago. Pero percibimos inmediatamente que los disminuidos no es­
tán reintegrados en el reino animal. En tiempos arcaicos estas personas eran ve­
neradas como seres numinosos, porque no existía ninguna otra categoría que pu­
diera orientar el trato con ellos. En nuestro trato con ellos se revela si tenemos un
acceso adecuado a lo que significa persona. La existencia de estos seres es la más
dura de la humanidad. Son hombres. Son seres de una especie cuya naturaleza
exige ser «tenida», no solamente «ser». El hombre, en tanto que ser que tiene su
naturaleza, es siempre un misterio. Nunca es simplemente la suma de sus predi­
cados. En casos de afasia no tenemos acceso a su pensamiento. Si además no es
capaz de moverse, no hay indicios de una vida interior intencional. Y, sin embar­
go, suponemos el resto de su existencia. No sabemos qué es lo que tenemos que
suponer en el caso de los disminuidos psíquicos. Pero como lo propio de la natu­
raleza humana es ser tenida de modo personal, no tenemos ninguna razón para
considerarla de otro modo cuando está gravemente deformada.
Podemos hacer fácilmente la contraprueba. Imaginémonos a un ser engen­
drado por seres humanos, pero muy distinto de los demás hombres. Imaginémo­
nos que su comportamiento no diera indicios de intencionalidad teórica y práctica,
independientes entre sí. E imaginémonos, finalmente, que este ser nos pareciera
completamente sano. Se movería normalmente en el mundo, sería un animal
equipado con los instintos necesarios para la supervivencia, cuya falta es uno de
los signos característicos del hombre. No precisaría ayuda extraña para sobrevi­
vir. No tendería a comunicarse con los demás hombres, y tampoco sería capaz de
hacerlo. Un ser así, al que no percibimos como enfermo, tendría que parecemos
un animal de una especie nueva desconocida hasta ahora. No sería persona. No
pertenecería a la humanidad. Los disminuidos pertenecen a ella como seres que,
en la comunidad universal de personas, son sólo receptores de beneficios físicos
y psíquicos, sin ser capaces de reconocerlo ni de percibir todo lo que deriva de
ello.
La verdad es que dan más de lo que reciben. Lo que reciben son ayudas en
el plano vital. Pero el que la parte sana de la humanidad dé estas ayudas tiene
para ella una significación más fundamental. Permite que luzca el sentido más
profundo de una comunidad personal. El amor a un hombre, o su aceptación, va
dirigido, como hemos visto, a él, no a sus cualidades. Ciertamente sólo lo perci­

233
PERSONAS

bimos a través de sus cualidades. Especialmente el amor de amistad o el amor


erótico no surgiría sin que el amante tuviera especiales cualidades. Un deficiente
mental no las tiene. El que en la comunidad de acogida de la humanidad lo que
verdaderamente está enjuego es el reconocimiento de la identidad, no la aprecia­
ción de cualidades útiles o agradables, se aprecia con claridad en el trato con los
que no las tienen en absoluto. Ellos suscitan lo mejor del hombre, el verdadero
fimdamento del respeto a sí mismo. Lo que de este modo, aceptándolos, dan a la
humanidad es más que lo que ellos reciben.
5. En relación con los niños, el argumento del nominalismo dice que son
sólo personas potenciales. Precisan ser cooptados por la comunidad de acogida
para convertirse en personas. A una parte del argumento he respondido ya: la
acogida supone al ser al que hay que acoger. De algo no deviene alguien. Si el ser
persona fuera un estado, podría surgir poco a poco. Pero si persona es alguien
que pasa por diferentes estados, entonces los supone todos. No es el resultado de
un cambio, sino de una generación, como la substancia según Aristóteles. La per­
sona es substancia porque es el modo como es el hombre. No comienza a existir
después del hombre ni se extingue antes que él. El hombre comienza a decir
«yo» tras un largo periodo de tiempo. Pero aquel al que se refiere con «yo» no es
un «yo», sino precisamente el hombre que dice «yo». Nosotros decimos «nací tal
y tal día», e incluso «fui engendrado tal y tal día», aunque el ser que fue engen­
drado o nació en el momento en cuestión no decía en ese instante «yo». Pero no
por eso decimos, sin embargo, «aquel día nació algo de lo que procedo yo». Ese
ser era yo. El ser personal no es resultado de un desarrollo, sino la estructura ca­
racterística de un desarrollo. Como las personas no son absorbidas por sus res­
pectivos estados actuales, pueden entender su propio desarrollo como desarrollo
y a sí mismos como una unidad a través del tiempo. Esta unidad es la persona.
Hablar de personas potenciales carece asimismo de sentido porque el con­
cepto de potencialidad sólo puede surgir suponiendo el ser personal. Las perso­
nas son la condición trascendental de posibilidades. Llamar posible a algo que
realmente no lo es ha sido criticado repetidamente desde los megáricos. A lo me­
ramente posible le falta, al parecer, una condición para ser real. Pero, en esa m e­
dida es, justamente, imposible. Algo es posible cuando se dan todas las condicio­
nes. Pero, en ese caso, también es real.
Contra esta argumentación hay sólo un contraejemplo: la conciencia de la
libertad. Yo sólo tengo de hecho la libertad de hacer algo si me es posible asimis­
mo omitirlo. Lo que esto significa sólo se puede definir circularmente, es decir,
apelando de nuevo a la conciencia de la libertad. Pero aquello cuyo concepto se
encuentra en la base de la posibilidad como condición suya no puede ser pensa­
do como mera potencialidad. Las personas son o no son. Pero si son, son siem­
pre actuales, semper in actu. Son, como la substancia aristotélica, prote energeia,
realidad primera que encierra en sí la posibilidad de diferentes actualizaciones
ulteriores. Hablar de intencionalidad posible y de intencionalidad naciente tiene,
¿ TODOS LOS HOMBRES SON PERSONAS?

desde luego, sentido. Los actos intencionales pueden emerger de la conciencia y


adoptar poco a poco la estructura proposicional por virtud de la cual se convier­
ten más tarde en unidades atómicas distintas. Siempre que se habla de intencio­
nalidad potencial, suponemos a personas reales.
6. El reconocimiento del ser personal es el reconocimiento de una demanda
absoluta. La incondicionalidad de la demanda sería ilusoria si, siendo incondi­
cionada como tal, su existencia efectiva dependiera de condiciones empíricas,
que son siempre hipotéticas.
En contextos teóricos ocurre esto efectivamente. Hay proposiciones que, si
son verdaderas, lo son lógicamente, o sea, necesariamente. Todas las proposicio­
nes de la aritmética son así. Pero determinar si una proposición pertenece al gru­
po de las proposiciones necesariamente verdaderas puede ser discutible.
N o ocurre lo mismo en el caso de las proposiciones prácticas. N o pueden
ser apodicticas, su apodicticidad es incierta. Siempre es posible conocer un con­
creto deber moral. Si no lo podemos conocer con seguridad, tampoco puede obli­
gar en concreto, es decir, aquí y ahora. En situaciones de incertidumbre objetiva
tiene que haber reglas para tratar con ella que no sean asimismo inciertas. «La
moral provisional» de Descartes es un compendio de tales reglas. La obligación
de reconocer incondicionalmente a las personas sería, como hemos dicho, iluso­
ria si fuera arbitrario reconocer que un hombre determinado es una persona, bien
porque la aceptación de los criterios del ser personal hiera controvertida, bien
porque existieran dudas de que, en un momento determinado, se han cumplido
los criterios. La palabra «incondicionalidad» sería una mera façon de parler.
•Pero no es verdad en modo alguno que exista primero la regla general de
respetar incondicionalmente a las personas, luego una aplicación de esta regla a
los casos individuales, una aplicación que puede ser dudosa siempre. La deman­
da de las personas de respeto incondicionado se percibe, más bien, en principio
y fundamentalmente, como demanda que procede de una persona determinada o
de varias personas determinadas. La percepción de la demanda como incondicio­
nal coincide con la convicción de que éste es un caso de incondicionalidad. La
incondiconalidad del «no matarás» parte en cado caso de un determinado rostro
humano. Que no debo matar ni a éste ni a aquél ni a aquel otro es más cierto que
la prohibición de no matar a nadie. La persona no es un concepto específico, sino
el modo como son los individuos de la especie «hombre». Son de tal manera que
cada uno de ellos ocupa un lugar irrepetible en la comunidad de personas que lla­
mamos "«humanidad», y sólo como titulares de ese lugar son percibidos como
personas por alguien que ocupa asimismo un lugar semejante. Si hacemos de­
pender la concesión del lugar del previo cumplimiento de determinadas propie­
dades cualitativas, destruimos la incondicionalidad de la demanda. Quien ocupa
ese lugar lo ocupa como miembro engendrado, no cooptado, de la humanidad.
Los derechos humanos no son prestados ni concedidos, sino exigidos con igual
derecho por todos. «Por todos» significa: al menos por todos los hombres. Los

235
PERSONAS

derechos de la persona sólo son derechos incondicionados si no se hacen depen­


der del cumplimiento de ciertas condiciones cualitativas sobre cuya existencia
deciden aquellos que ya son miembros de la comunidad jurídica. La humanidad
no puede ser una comunidad jurídica como closed shop, pues de serlo así hasta
la proposición pacta sunt servanda valdría sólo respecto de aquellos que son re­
conocidos por la mayoría como sujetos de derecho.
Para la condición de ser personal sólo puede y debe haber un criterio: la per­
tenencia biológica al género humano6. De ahí que tampoco se pueda separar el
comienzo y el fin de la existencia de la persona del comienzo y el fin de la vida
humana. Si existe «alguien», existe desde que existe un organismo humano indi­
vidual, y seguirá existiendo mientras el organismo esté vivo. El ser de la persona
es la vida de un hombre. Por eso no tiene sentido decir, por ejemplo, que la muer­
te cerebral acaso no sea la muerte del hombre, pero sí la de la persona, pues la
persona es el hombre, no una cualidad del hombre. Por eso no puede la persona
morir antes que el hombre. De ahí que sean competentes en el problema acerca
del comienzo y el fin de la persona aquellos que son competentes en el problema
del comienzo y el fin biológicos de la vida humana.
Los derechos de la persona son derechos del hombre, y si en el universo hu­
biera otras especies naturales de vivientes que poseyeran una interioridad capaz
de sentir y cuyos ejemplares maduros dispusieran comúnmente de racionalidad
y autoconciencia, deberíamos reconocer como personas a todos los ejemplares
de esta especie, no sólo a los que dispusieran de esas cualidades, o sea, por ejem­
plo, pongamos por caso, a todos los delfines.

6. Gfr. D. W igins, Sameness and Substance, Oxford 1980, p. 188: «Una persona es cualquier animal
tal que la estructura física de cuya especie constituye a los miembros típicos de la misma como seres inteli­
gentes y pensantes con razón y reflexión, y que les permite considerarse típicamente a sí mismos como sien­
do las mismas cosas pensantes en diferentes tiempos y lugares».

236
PUBLICACIONES DE LA FACULTAD DE FILOSOFÍA Y
LETRAS DE LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA

COLECCIÓN FILOSÓFICA
1. Leonardo Polo: E videncia y realidad en D escartes (2.a ed.).
2. K laus M. B ecker: Z ur A porie d e r geschichtlichen Wahrheit (agotado).
3. J oaquín F errer A rellano: Filosofía de las relaciones ju ríd ica s (La relación en s í misma, las
relaciones sociales, las relaciones de D erecho) (agotado).
4. F rederik D. W ilhelmsen: El problem a de la trascendencia en la m etafísica actual (agotado).
5. L eonardo Polo: E l A cceso al s e r (agotado).
6. J osé M iguel P ero-S anz E lorz: E l conocim iento p o r con n atu ralidad (La a fectividad en la
gn oseo lo g ía tom ista) (agotado).
7. Leonardo Polo: E l s e r (Tomo I: La existencia extram ental) (2.a ed.).
8. W olfgang Strobl: La realidad científica y su crítica filo só fica (agotado).
9. J uan C ruz: F ilosofía de la Estructura (2.a ed.) (agotado).
10. J esús G arcía López: D octrina de Santo Tomás sobre la verdad (agotado).
11. H einrich B eck: E l s e r com o acto.
12. James G. Colbert, J r .: La evolución de la ló g ica sim bólica y su s im plicaciones filo só fic a s
(agotado).
13. F ritz J oachim von Rintelen: Valúes in European Thought (agotado).
14. A ntonio L ivi: Etienne G ilson: Filosofía cristiana e idea d e l lím ite crítico (prólogo de Etienne
G ilson) (agotado).
15. A gustín R iera M atute: La articulación d e l conocim iento sen sible (agotado).
16. Jorge Yarce: La com unicación p erso n a l (Análisis de una teoría existencial de ¡a intersubjeti­
vidad) (agotado).
17. J. Luis F ernández Rodríguez: E l ente d e razón en Francisco d e A raujo (agotado).
18. A lejandro L lano C ifuentes: Fenómeno y trascendencia en K ant (agotado).
19. E milio D íaz Estévez: E l teorem a d e G ódel (Exposición y crítica) (agotado).
20. A utores Varios: «Veritas e t sapientia». En el Vil centenario de Santo Tomás de Aquino.
21 . Ignacio Falgueras Salinas: La «res cogitans» en Espinosa (agotado).
22. J esús G arcía López: E l conocim iento d e D ios en D escartes (agotado).
23. J esús G arcía López: E studios d e m etafísica tom ista (agotado).
24. W olfgang Ród: La filo so fía d ialéctica m oderna (agotado).
25. J uan José Sanguineti: L a filo so fía d e la ciencia según Santo Tomás (agotado).
26. F annie A. S imonpietri M onefeldt : L o individual y sus relaciones internas en A lfred North
Whitehead.
27. Jacinto C hoza: Conciencia y afectividad (Aristóteles, N ietzsche, Freud) (2.a ed.).
28. C ornelio FabRo : Percepción y pensam iento.
29. Etienne G ilson: E l tom ism o (2.a ed.).
30. Rafael A lvira: La noción de fin a lid a d (agotado).
31 . A ngel L uis G onzález: Ser y Participación (Estudio sobre la cuarta vía de Tomás de Aquino)
(2.a ed.).
32. Etienne G ilson: E l se r y ¡os filó so fo s (3.a ed.).
33. Raúl Echauri: E l pensam iento de Etienne Gilson (agotado).
34. Luis C lavell: El nom bre propio de D ios, según Santo Tomás de Aquino (agotado).
35. C. Fabro, F. Ocáriz, C. Vansteeniciste, A. Livi: Tomás de Aquino, tam bién hoy (2.a ed.).
36. M aría José P into C antista: Sentido y s e r en M erleau-Ponty (agotado).
37. J uan C ruz C ruz: H om bre e historia en Vico. (La barbarie de la reflexión. Idea de la historia en
Vico. Editado en la C olección NT) (agotado).
38. Tomás M elendo: O ntología de los opuestos (agotado).
39. J uan C ruz Cruz: Intelecto y razón. Las coordenadas del pensam iento clásico (agotado).
40. J orge V icente A rregui: A cción y sentido en Wittgenstein (agotado).
41. Leonardo Polo: Curso de teoría d el conocim iento (Tomo I) (2.a ed.).
42. A lejandro L lano : M etafísica y lenguaje (2.a ed.).
43. J aime N ubiola : E l com prom iso esen cialista d e la lógica m odal. Estudio de Q uine y Kripke
(2.a ed.).
44. T omás A lvira: N aturaleza y libertad (Estudio de los conceptos tomistas de voluntas ut natura
y voluntas u t ratio) (agotado).
45. Leonardo Polo: Curso de teoría d el conocim iento (Tomo II) (3.a ed.).
46. Daniel Innerarity: P raxis e intersubjetividad (La teoría crítica de Jürgen H aberm as) (agotado).
47. R ichard C. J effrey : L ógica fo rm a l: Su alcance y sus lím ites (2.a ed.).
48. J uan Cruz C ruz: E xistencia y nihilismo. Introducción a la filo so fía d e Jacobi (agotado).
49. A lfredo C ruz Prados: La so c ied a d com o artificio. El pensam ien to p o lítico de H obbes (2.a ed.).
50. J esús de G aray: L o s sen tidos de la fo rm a en A ristóteles.
51. A lice Ramos: «Signum»: D e la sem iótica universal a la m etafísica d e l signo.
52. Leonardo P olo: Curso d e teoría d e l conocim iento (Tomo III).(2.a ed.).
53. M aría J esús Soto Bruna: Individuo y unidad. La su bstancia individual según Leibniz.
54. R afael A lvira: Reivindicación d e la voluntad.
55. José María O rtiz Ibarz: E l origen radical d e las cosas. M etafísica leibniciana d e la creación.
56. Luís F ernando M úgica: Tradición y revolución. Filosofía y so c ie d a d en e l pensam ien to de
Louis de Bonald.
57. V íctor Sanz: La teoría d e la p o sib ilid a d en Francisco Suárez.
58. M ariano A rtigas: F ilo so fa de la ciencia experim ental (3.a ed.).
59. A lfonso G arcía M arqués: N ecesidad y su bstancia (Averroes y su proyección en Tomás de
A quino).
60. M aría E lton B ulnes : A m or y reflexión. La teo ría d e l a m or puro d é Fénélon en e l contexto d e l
pensam ien to m oderno.
61. M iquel Bastons: C onocim iento y libertad. La teoría kantiana d e la acción.
62. Leonor G ómez C abranes: E l p o d e r y lo posible. Sus sen tidos en A ristóteles.
63. A malia Q uevedo : «Ens p e r accidens». C ontingencia y determ inación en A ristóteles.
64. A lejandro N avas: La teoría so ciológica de Niklas Luhmann.
65. M aría A ntonia L abrada : B elleza y racionalidad: K ant y Hegel.
66. A licia G arcía-N avarro: P sicología d e l razonam iento.
67. Patrizia B onagura: E xterioridad e interioridad: La tensión filo só fico -ed u ca tiva d e algunas
p á g in a s platón icas.
68. Lourdes F lamarique: N ecesidad y conocim iento. Fundam entos d e la teoría crítica d e I. Kant.
69. B eatriz C ipriani T horne: A cción so c ia l y mundo de la vida. E studio d e Schütz y Weber.
70. C armen S egura: La dim ensión reflexiva de la verdad. Una interpretación d e Tomás d e Aquino.
71. M aría G arcía A milburu: La existencia en Kierkegaard.
72. A lejo G. Sisón: La virtud: sín tesis d e tiem po y eternidad. La ética en la escuela d e Atenas.
73. J osé M aría A guilar L ópez : Trascendencia y alteridad. Estudio sobre E. Lévinas.
14. C oncepción N aval D uran: Educación, retórica y poética. Tratado de la educación en A ristóteles.
75. F ernando H aya Segovia: Tomás d e Aquino ante la crítica. La articu lación trascen den tal de
conocim iento y ser.
76. M ariano A rtigas: L a in teligibilidad d e la naturaleza (2.a ed.).
77. José M iguel O dero: La f e en Kant.
78. M aría del C armen D olby M úgica : E l hom bre es imagen d e D ios. Visión antropológica d e San
Agustín.
79. R icardo Y epes Stork: La doctrin a d e l acto en A ristóteles.
80. Pablo G arcía Ruiz : P oder y sociedad. La sociología p o lítica en Talcott Parsons.
81 . H iginio M arín P edreño : L a antropología a ristotélica com o filo so fia d e la cultura.
82. M anuel F ontán del J unco : El significado de lo estético. La «C rítica d e l Juicio» y la filo so fia
d e Kant.
83. José A ngel G arcía C uadrado: H acia una sem ántica realista. La filo so fia d e l lenguaje de San
Vicente Ferrer.
84. M aría P ía C hirinos: Intencionalidad y verdad en e l ju icio. Una propu esta d e Brentano.
85. Ignacio M iralbell: E l dinam icism o voluntarista de D uns Escoto. Una transform ación d e l
aristotelism o.
86. L eonardo P olo : Curso de teoría d e l conocim iento (Tomo IV/Primera parte).
87. Patricia Moya Cañas: El p rin cipio d e l conocim iento en Tomás d e Aquino.
88. M ariano A rtigas: E l desafio d e la racionalidad (2.a ed.).
89. N icolás de C usa: La visión d e D io s (3.a ed.). Traducción e introducción de A ngel Luis
G onzález.
90. Javier V illanueva: N oología y reología: una relectura d e X a vier Zubiri.
91. Leonardo Polo: Introducción a la Filosofía (2.a ed.).
92. J uan F ernando S elles Dauder: C onocer y amar. Estudio de ¡os objetos y operacion es del
entendim iento y d e la voluntad según Tomás d e Aquino.
93. M arina M artínez: E l pensam ien to po lítico d e Sam uel Taylor C oleridge.
94. M iguel P érez de Laborda: La razón fren te a l insensato. D ialéctica y f e en e l argum ento d e l
Proslogion d e San Anselm o.
95. C oncepción N aval: E du car ciudadanos. La p o lém ica liberal-com u nitarista en educación.
96. C armen Innerarity G rau: Teoría kantiana d e la acción. La fu n dam en tación trascen den tal
d e la m oralidad.
97. J esús G arcía López: Lecciones d e m etafísica tomista. Ontología. N ociones comunes.
98. J esús G arcía López: E l conocim iento filosófico de D ios.
99. J uan C ruz C ruz (editor): M etafísica d e la fam ilia.
100. M aría J esús Soto Bruna: La recom posición d e l espejo. A nálisis histórico-filosófico d e la idea
de expresión.
1 0 1 . J osep C orc Ó JuviÑÁ: N ovedades en el universo. La cosm ovisión em ergentista de K a rl R. Popper.
102. J orge M ario P osada: La fís ic a d e cau sas en L eonardo Polo. La congru en cia d e la f ís ic a f ilo ­
sófica y su distin ción y c o m p a tib ilid a d con la fís ic a m atem ática.
103. Enrique R. Moros C laramunt: M odalidad y esencia. La m etafísica de Alvin Plantinga.
104. F rancisco Conesa: D ios y e l mal. La defensa d e l teísm o fre n te a l problem a d e l m al según
Alvin P lantinga.
105. A na M arta González: N aturaleza y dignidad. Un estudio d esd e R obert Spaem ann.
106. María José F ranquet: Persona, acción y libertad. Las claves d e la antropología en K arol
Wojtyla.
107. F rancisco Javier P érez G uerrero: La creación com o asim ilación a D ios. Un estudio desde
Tomás d e A quino.
108. Sergio Sánchez-M igallón G ranados: La ética de Franz Brentano.
109. Leonardo Polo: Curso de teoría d e l conocim iento (Tomo 1V/Segunda parte).
110. C oncepción N aval D urán : Educación com o praxis. E lem entos filosófico-edu cativos.
111. M.a Elvira M artínez Acuña: La articulación de los prin cip io s en e l sistem a crítico kantiano.
C oncordancia y fin alidad.
112. L eonardo Polo: Sobre la existencia cristiana.
113. L eonardo P olo: La person a humana y su crecim iento (2.a ed.).
114. Yolanda Espiña: La razón m usical en Hegel.
115. Á n g el Luis G onzález (editor): Las pru eb a s d el absoluto según Leibniz.
116. Javier A ranguren Echevarría: E l lugar d el hom bre en e l universo. «Anim a fo rm a corporis»
en e l pensam ien to de Santo Tomás de Aquino.
117. F ernando Haya Segovia: El se r personal. D e Tomás de Aquino a la m etafísica d e l don.
118. Mónica C odina: E l sigilo de la memoria. Tradición y nihilismo en la narrativa d e D ostoyevski.
119. J esús García López: L ecciones de m etafísica tomista. G noseología. P rin cipios gn oseológicos
básicos.
120. Montserrat H errero López: El nom os y lo p olítico: la filo so fia p o lític a de C ari Schmitt.
121. L eonardo P olo : Nom inalismo, idealism o y realismo.
122. M ig u el A lejandro G a rcía J a r a m il lo : La cogitativa en Tomás d e Aquino y su s fuentes.
123. C ristó ba l O rrego S á n ch ez : H.L.A. Hart. A bogado del positivism o ju ríd ico .
124. C arlos Cardona: O lvido y m em oria d el ser.
125. C arlos Augusto Casanova G uerra: Verdad escatológica y acción intram undana. La teoría
p o lítica de Eric Voegelin.
126. C arlos Rodríguez L lu e sm a : L o s m o d a l e s d e l a p a s i ó n . A dam Smith y la so c ie d a d com ercial.
127. A lvaro P ezoa B issiéres: P olítica y econom ía en el pensam ien to d e John Locke.
128. T omás de Aquino: C uestiones disputadas sobre el mal. Presentación, traducción y notas por
David Ezequiel T éllez Maqueo.
129. Beatriz S ierra y A rizmendiarrieta: D os fo rm a s de lib erta d en J.J. Rousseau.
130. Enrique R. Moros: E l argumento ontológico m odal d e Alvin P lantinga.
131. J uan A. G arcía G onzález: Teoría d el conocim iento humano.
132. José Ignacio M urillo: Operación, hábito y reflexión. El conocim iento com o clave antropoló­
g ica en Tomás de Aquino.
133. A na M arta González: M oral, razón y naturaleza. Una investigación sobre Tomás de Aquino.
134. Pablo B lanco Sarto: H acer arte, interpretar el arte. E stética y herm enéutica en Luigi Parey-
son (1914-1991).
135. M aría Cerezo: Lenguaje y lógica en el Tractatus d e Wittgenstein. C rítica interna y problem as
de interpretación.
136. M ariano A rtigas: L ógica y ética én K a rl Popper. (Se incluyen unos com entarios inéditos de
P opper sobre B artley y e l racionalism o crítico).
137. J oaquín F errer A rellano: M etafísica de la relación y de la alteridad. Persona y R elación
138. M aría Antonia Labrada: E stética
139. R icardo Y epes S tork y Javier A ranguren E cheverría : F u n dam en tos de A n tropología.
Un id ea l d e la excelen cia hum ana (4.a ed.).
140. Ignacio F algueras Salinas: H om bre y destino.
141 . Leonardo Polo: A ntropología trascendental. Tomo I. La p e rso n a humana.
142. Jaime A raos San M artín: L a fü o so fia aristotélica d el lenguaje.
143. M ariano A rtigas: La m ente d e l universo.
144. Rafael A lvira, N icolás Grimaldi y Montserrat H errero (editores): S ociedad civil. La
dem ocracia y su destino.
145. M odesto S antos: En defensa d e la razón. E studios de ética.
146. Lourdes F lamarique: Schleiermacher. La Filosofía fre n te a l enigm a d e l hombre.
147: L eonardo P olo : H egel y e l posthegelianism o.
148. M.a A lejandra C arrasco Barraza: Consecuencialism o. P or qué no.
149. L idia F igueiredo : La filo so fía narrativa de A la sd a ir M aclntyre.
150. Tomás M elendo: D ig n id a d humana y bioética.
151. JOSEP Ignasi Saranyana: H istoria de la Filosofía M edieval (3.a ed.).
152. A lfredo C ruz P rados : Ethos y Polis. Bases p a ra una reconstrucción d e la filo so fía política.
153. C laudia Ruiz A rrióla: Tradición, U niversidad y Virtud. Filosofía d e la educación su p erio r
en A la sd a ir M aclntyre.
154. F rancisco A ltarejos M asota y C oncepción N aval Duran: Filosofía d e la Educación.
155. R obert S paemann: Personas. A cerca de la distinción entre «algo» y «alguien».
IN IC IA C IÓ N F IL O S Ó F IC A

1. T o m á s A l v ir a , L u is C l a v e l l , T o m á s M e l e n d o : M etafísica (7.a ed.).


2. J uan José Sanguineti: Lógica (4.a ed.).
3. Á ngel Rodríguez Luño: É tica (5.a ed.).
4. A lejandro Llano: G n oseología (4.a ed.).
5. Iñaki Yarza: H istoria d e la F ilosofía Antigua (3.a ed.).
6. M ariano A rtigas: F ilosofía de la N aturaleza (4.a ed.).
7. M ariano A rtigas: Introducción a la Filosofía (5.a ed.).
8. José Ignacio Saranyana: H istoria d e la Filosofía M edieval (2.a ed.).
9. Á ngel Luis G onzález: Teología N atural (3.a ed.).
10. A lfredo C ruz Prados: H istoria d e la F ilosofía Contem poránea (2.a ed.).
11. Á ngel Rodríguez Luño: É tica g en eral (3.a ed.).
12. V íctor Sanz Santacruz: H istoria d e la F ilo so fa M oderna (2.a ed.).
13. J u a n C r u z C r u z : F ilo s o fa d e la historia.
14. R ic a r d o Y e p e s S to r ic : F undam entos d e A ntropología. Un id e a l d e la excelen cia hum ana
(agotado).
15. G a b r ie l C h a l m e t a : E tica especial. El orden id ea l d e la vida buena.
16. Jo s é P é r e z A d á n : Sociología. C oncepto y usos.
17. R a f a e l C o r a z ó n G o n z á l e z : A gnosticism o. Raíces, actitudes y consecuencias.
18. M ariano A rtigas: F ilo so fa de la ciencia.

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