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Acerca de la distinción
entre «al^o» y «alguien»
Robert Spaemai
¿Qué queremos decir cuando llamamos "personas" a los hombres?
Desde Desearles, la filosofía se ha ocupado preferentemente de sujetos
y objetos. Pero las personas son, evidentemente, ambas cosas a la vez.
¿Cómo es eso posible? Recientemente se ha negado, con consecuencias
prácticas de gran alcance, que todos los hombres sean personas.
Spaemann interviene en el debate y aporta los fundamentos teóricos
largamente esperados.
ISBN 8 4 -3 1 3 -1 7 0 9 -4
I
788431 317096
II
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tablecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la
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PERSONAS
ACERCA DE LA DISTINCIÓ N ENTRE «ALG O » Y «A LG U IEN »
^ ROBERT SPAEMANN
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PERSONAS
ACERCA DE LA DISTINCIÓN
ENTRE «ALGO» Y «ALGUIEN»
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Consejo Editorial
Director: Prof. Dr. Angel Luis González
Vocal: Prof. Dra. Lourdes Flamariqüe Zarátiegui
Secretario: Prof Dr. Juan Femando Sellés Dauder
Título original: Personen. Versuche über den Unterschied zwischen «etwas» und «jemand»
ISBN: 84-313-1709-4
Depósito legal: NA 662-2000
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ÍNDICE
9
I n t r o d u c c ió n
TEORÍA PRÁCTICA DE LA PERSONA
1. Cfr. I. Falg ueras , Hombre y destino, EUNSA, Pamplona 1998. También L. P olo , Antropología tras
cendental, I, EUNSA, Pamplona 1999 y La persona humana y su crecimiento, 2.a ed., EUNSA, Pamplona 1999.
11
PERSONAS
Ese golpe de timón dado a la idea de persona, semejante al del marino que
quisiera corregir el buen rumbo de la nave para llevarla al abismo, ha causado un
estropicio de rompimiento con ruido: dividir la humanidad en dos grupos anta
gónicos — los hombres y las personas— que ni se apoyan, ni se sufren, ni se tra
gan, ni se aguantan. De estos bandos desiguales sólo el de primera clase, o sea,
el de las personas, es titular de derechos. Frente a él, el de los hombres, en su
nueva condición de minucia sin valor, o al menos sin más valor que el chinche,
la garrapata u otra especie biológica, es material disponible que se usa sin mira
mientos según sean las circunstancias. Si antes «persona» era un manto de cobi
2. R. S pa em a n n , Personen. Versuche über den Unterschied zwischen «etwas» und «jemand», Klett-
Cotta, Stuttgart 1996, p. 10.
3. Ibid.
12
INTRODUCCIÓN
jo universal que cubría a todos los hombres sin salvedad ni distingo y dábales
dignidad como fuente de derechos, ahora es un serio peligro. Los hombres que
queden fuera de ese amparo como escudo — locos, viejos con el mal que causa
el transcurrir de los años, enfermos sin esperanza inconscientes e insensibles en
el umbral de la muerte, niños para siempre niños con el síndrome de.-JDowny no
nacidos y dormidos— deben echarse a temblar. No a temblar como metáforay ese
temblar de ventanas que el viento causa en la mar, sino a temblar de verdad.
Yo retiemblo cuando oigo decir fríamente a Engelhardt que no está justifi
cado gastar el dinero en niños con el síndrome de Down que podríamos emplear
en salvar a otras especies en peligro de extinción. Yo retiemblo cuando Singer, un
hombre tan delicado como un primor en el fango, piensa en los derechos que tie
nen los animales y dice que el infanticidio — y el aborto no digamos— no es una
acción criminal, pues los niños muy pequeños, a los que nos suele unir una emo
ción de ternura totalmente irracional, no son todavía personas. Les falta algo im
prescindible: conciencia del propio yo. Yo retiemblo cuando Parfit, que lleva has
ta el desvarío la idea de que la persona es el hombre con conciencia, dice que un
hombre dormido o que ha sufrido un mareo es tan sólo un ejemplar de una espe
cie biológica lo mismo que las demás, pues dormido o mareado carece del atri
buto sin el que nadie es persona, y ninguna fechoría cometería el que impidiera
que volviera a despertar. Ser un hombre, todo un hombre, es un gran desvali
miento, como completa orfandad. Hasta aquí llega el peligro que a los hombres
ha traído la nueva idea de persona.
Ante este hostil panorama de acoso sin tregua al hombre, como una belige
rancia de reiterados desaires, se han adoptado actitudes de resistencia y ataque.
H. Lübbe recomienda una postura de aguante. Cuando el hombre y la persona se
sitúen frente a frente como bandos enemigos, haciendo tambalearse los valores
culturales de respeto inviolable al menor vislumbre humano, recomienda levan
tar barricadas en el alma para no rendirse al pasmo. Resistencia al estupor ( Ver-
blüffungsresistenz), como freno para el susto que causa ensalzar lo inicuo, es la
estrategia que Lübbe recomienda para el caso. Férrea coraza de bronce y dura ca
llosidad que convierta al corazón en una insensible piedra, y apatía como corte
za que aísle del exterior, hay sin duda que tener para escuchar lo inaudito sin sen
tir escalofríos. Pero no basta con eso. Cuando evidencias de luz se rechazan
como engendros, hay que descubrir razones para lo que no hace falta. (Es una in
moralidad precisar una razón para oponerse con rabia al holocausto judío, y es
otra inmoralidad, como inmundicia en el alma, necesitar argumentos para otor
gar a unos hombres la condición de persona y privar de ella a otros).
Más intrépida que Lübbe, Elisabeth Anscombe dice que si alguien en su
presencia habla alto de la persona, le dan ganas de sacar de la funda una pistola.
Como atisbo de amenaza hay que sentir la persona para acudir a las armas por el
hecho de nombrarla. Terrible amenaza es, como la intimidación de un puñal en
la garganta, cuando «persona» designa un privilegio especial que unos tienen y
13
PERSONAS
otros no. Si sólo unos pocos hombres, los completos, como muestras sin imper
fección ni tara, son realmente personas con derechos inviolables, y los demás
sólo miembros de una especie biológica sin un valor especial ni dignidad ni de
rechos, yo haría lo mismo que Anscombe: sacaría una pistola por temor a que
unos jueces de amañados veredictos me excluyeran de la clase de las personas
humanas cuando esté desprevenido (cuando duerma o me maree o haya perdido
el sentido) y meitraten como a tigres, elefantes o ballenas. (Eso si tengo la suerte
de que ninguno de ellos se halle en vías de extinción).
Para evitar que «persona» siga siendo una amenaza, que es algo así como
dar poder mortal a los pétalos inermes en la corola, no basta con levantar muros
contra el estupor ni con sacar la pistola. Elevar a la persona al rango que le co
rresponde y recuperar su fuero hace algún tiempo perdido, exige al menos dos
cosas: pensarla como es debido y empeñarse en defenderla y dar la cara por ella
cuando se encuentre en peligro. Ese elevado propósito como cúspide que invita
es el que persigue Spaemann. Para lograrlo propone una teoría práctica. «La teo
ría de la persona de la que aquí nos ocupamos, no es fenómeno lógico-filosófica,
sino una teoría práctica que quiere cambiar directamente la praxis»4.
Una teoría práctica no es una contradicción. Tampoco es extravagancia de
quien se cree singular y necesita poner las cosas patas arriba recurriendo a la ra
reza. Sería ambas cosas a un tiempo, absurda excentricidad, si descuidara un ins
tante la profundidad teórica y se diera por contenta consiguiendo su objetivo de
la manera que fuera. Eso sería un pragmatismo de entrega n las conveniencias
que la teoría no aguanta. Una teoría práctica es como una doble visión: la teóri
ca que indaga y la práctica que cambia. Las dos tienen que ser plenas, como el
resplandor del sol en el vértice del cielo, para cumplir la tarea de hallar la unidad
perdida entre el hombre y la persona. Pensamiento de dos filos se requiere para
ello. Con el primero se corta la espesura de la sombra que rodea a la persona para
verla sin obstáculos. Con el segundo se aboga por su dignidad de cúpula y se de
fiende de ofensas. Con uno se pone en claro su intimidad de excepción que se
abre con cortesía hacia dentro y hacia fuera, como voz de doble eco: el que re
suena a lo lejos y el que trona en lo interior. Con otro se reivindica que cualquier
hombre es persona, sin que para ello deba cumplir ningún requisito, con un valor
no venal como insobornable amor que no se rinde al dinero. Con el uno se cono
ce el alto ser personal, como alcor que sobresale, y con el otro se cambia una pra
xis perniciosa.
14
INTRODUCCIÓN
Una tarea ineludible, como encargo que se jura, se ha de cumplir sin demora:
mostrar con la claridad de una razón como luz que todo hombre es persona. Un
hombre puede perder muchos de los atributos que lo adornaron un día — la inteli
gencia, el valor, la robustez, la belleza— ; ser la sombra de sí mismo como el bal
buceo del ebrio es burla de la palabra; recordar muy vagamente al que fuera en
otros tiempos; haberse hundido en el pozo de la infamia y la vileza en que el cora
zón humano se vuelve entraña de fiera (o elevarse como un rezo hasta una altura
de astros donde un murmullo de ángeles sofoca el tráfago humano); ser un residuo,
una nada, un crepuscular poniente, un ocaso que declina. A un hombre puede fal
tarle, como a una planta clorótica verdores de lozanía, ciertas regias cualidades
— el habla, el entendimiento, la autonomía, la conciencia— que poseen otros
miembros de la especie normalmente constituidos cuando se han desarrollado y al
canzan la madurez; perderlas por algún tiempo o perderlas para siempre o no ha
ber gozado nunca de su poderío de gestas, como la furia enjaulada de un león en
tre barrotes que le impiden como un veto ser rey de la amplia pradera. Un hombre
puede ignorar, por empezar y acabar su existencia fugitiva y breve como un suspi
ro en el vientre de su madre, el chillón mundo de fuera profuso de maravillas y
deslumbrantes bellezas, o haber perdido hace años todo contacto con él, como
náufrago apartado por la galerna del tiempo, desde que la enfermedad lo aisló en
su propio dolor y lo privó para siempre de la conciencia, el sentido, la emoción, la
inteligencia. Un hombre puede perder o ganar lo que se quiera, pero nunca dejará
de ser un quién con una grandeza como una sed de infinito, cuyo valor deja en
sombras los tesoros de la tierra, es decir, una persona. Que ni un sólo hombre hay
que no sea persona humana, cuya hostil separación representa una amenaza, es la
meta que persigue una teoría práctica de la persona.
Tenga este hombre unos talentos como opulencia de ingenio y camino a los
misterios, que lo eleven por encima del común de los mortales y le permitan ha
cer obras de supremacía que causen convulso asombro: sonatas de violín como
melodías en gracia, ecuaciones matemáticas de sorprendentes incógnitas, bonda
des jamás oídas que a todos lavan y limpian. Tenga este otro escaso genio y cor
ta capacidad para entender los problemas, y sean sus obras sin brillo como dra
ma sin aplausos, grises, insignificantes, en las que nadie repara. Sea éste, en fin,
un deficiente con la inteligencia presa (aunque en su limpia mirada de alma ex
hibida en el rostro relumbre la dignidad como espejo de inocencia) e incapaz de
hacer alardes de los que el mundo valora. Por diferente que sea la magnitud de
sus gestas los tres tienen en común la misma naturaleza. Por aquí no se distin
guen de manera radical, como a menudo se cree en nuestra cultura ebria de dis
frute y producción, cuyo patrón de medida sirve para lo que se tiene, no para lo
que se es. Para ver que cada uno es singular y distinto como ejemplo irrepetible
hay que fijarse en su ser. Vistos desde lo que son (pues en común tienen todos la
misma naturaleza) cada uno es cada uno. Tendrán mucho, poco o nada; sus obras
serán magníficas, mediocres o inexistentes, pero el ser de todos ellos es superior
a sus obras. Cada hombre es irreductible aunque comparta con otros la misma
PERSONAS
naturaleza. Ser único (no solo, sino sin par) es ser persona. «La persona es irre
ductible»5. El ser personal es alguien, es el ser que es cada uno, «es el “quién” o
“cada quién”... Nadie es la persona de otro ... las personas coexisten en íntima
coherencia con su distinción»6. Mostrar esto claramente, con trasparencia de es
pejo no velado por el vaho, como el cielo transparente permite ver las estrellas
parpadeando en lo alto, es el fin primordial de la teoría práctica sobre el ser de la
persona que ofrece Robert Spaemann.
El buscar un resultado — que todo hombre es persona— no hace de esta te
oría un parecer caprichoso como parodia de ideas que si hace falta se mofa del ri
gor de la verdad con tal de lograr la meta. Una teoría práctica no es ni arbitraria
ni absurda ni extravagante ni aérea ni irreal ni caprichosa. Tampoco es un arreba
to de una mente apasionada por ardores indulgentes. Ni un pronto voluntarista
como la rabia del mar que tras la tormenta pasa. Sería todas esas cosas si negara
que la teoría es el capitán que acaudilla, o que dirige el pensar directamente ha
cia el blanco, y la práctica el soldado. Sin una buena teoría, como mirada de sima
avezada en contemplar lo esencial de cada cosa, y oculto en ella a la espera de un
talento como luz que ilumine su sigilo, sería miope la práctica. Una teoría prác
tica, como la que forja Spaemann para atrapar en su red el núcleo de la persona,
no renuncia lo más mínimo a la teoría de altura, como la música pura del violín
de Arthur Grumiaux no desciende de su cielo porque un preceptor la emplee para
educar sentimientos, pero tampoco le agrada encerrarse en un escriño como al
haja que se exhibe y no sirve para nada, sino que quiere ayudar, prestar servicio,
rendir. Quiere que la luz que arroja sirva para caminar, no sólo para arrebatar otro
pedazo a la sombra.
16
INTRODUCCIÓN
9. Ibid., p. 13.
17
PERSONAS
siempre alerta observa un cuerpo flotando, aguzará aún más la vista para ver de
qué se trata, y preguntará a su experiencia curtida por mil miradas: ¿qué es aque
llo que se mueve a merced de la corriente? Y, después de aproximarse para verlo
más de cerca sin el velo de la niebla, responderá que es un hombre o un tablón o
una cuaderna maestra rota por la tempestad u otros restos de un naufragio^ Pero
no contestará: es una persona humana. Para dar esta respuesta (y para saber si es
preciso lanzarse en seguida al agua para rescatar al náufrago o virar a sotavento
para evitar el escollo), hay que saber previamente si el objeto que se m ece acu
nado por las olas es una cosa o un hombre. Tras inspeccionar despacio la incier
ta m ole avanzando a la deriva en el agua y ver que es un ser humano, el serviola
de mirada como filo de clarines vencerá las reticencias del capitán de la nave,
que ve con preocupación acercarse la tormenta y teme que lo sorprenda si no
continua su rumbo, con esta frase sencilla, concluyente y persuasiva como una
mano tendida: no se debe abandonar a una persona en apuros. Con la claridad de
siempre expresa Spaemann la idea: «Es preciso saber ya de antemano si es un
hombre o una lámpara para saber si es una persona»,0. Se puede decir lo mismo
de manera más sencilla. Con «persona» no es posible identificar a un ser como
un ser determinado, sino decir algo de él (que es alguien irreductible a cualquie
ra otro del mundo) cuando se ha identificado de una manera precisa, en concre
to, como hombre.
El sustantivo «persona» no es tampoco un predicado. Al llamar «persona»
a un hombre, o sea, a un ser particular perfectamente identificado como miem
bro de una especie, no estamos atribuyéndole una cierta cualidad, como cuando
le decimos que es alto, listo o moreno, pues ninguna de las cualidades de las que
adornan al hombre se llama «ser personal». Pasa todo lo contrario, que en virtud
de ciertos rasgos y precisas cualidades, y que en conjunto reciben el nombre de
esencia humana, decimos de ciertos seres que son seres personales o, simple
mente, personas.
¿Añade algo llamar «persona» a un ser de esas cualidades? ¿Qué agrega a
su esencia humana? Más que algo le añade todo, como la vida al sonido (una
vida aprisionada entre ritmos y cadencias y suavidad y armonía), que hace que
ya no sea ruido sino deleitosa música. Le añade ser alguien único. Ser persona es
realizar la esencia humana común como total novedad. Realmente hablar de
hombres que no sean también personas es algo tan imposible como imaginar un
monte sin laderas ni vertientes. Siempre que la esencia humana empieza a andar
por la historia lo hace con un nuevo rostro de nunca vistos matices. Lo hace
como un yo inaudito, como alguien irrepetible, no como un caso indistinto en
cuyo pecho bulleran sentimientos de cualquiera, no los de su corazón. El ser del
hombre y su esencia son cosas muy diferentes.
18
INTRODUCCIÓN
He ahí la diferencia interna, que se insinúa como el talle tras el ceñido ropa
je en el uso del lenguaje. Spaemann lo expresa así: «Persona sería alguien que es
lo que es de otro modo a como las demás cosas y seres son lo que son» " ¿Y cuál
es ese otro modo? Daré respuesta en seguida a esta pregunta crucial, decisiva,
terminante, sin la que la solución de nuestro problema queda, como los planes
que traman los ánimos indecisos, perpetuamente a la espera. Pero aún conviene
abundar en la diferencia interna que el hombre alberga en su ser. El hombre no
sólo vive, como la cebra o el oso, cuya cima existencial es esa satisfacción del ca
tálogo de instintos llamada supervivencia (un mero sobrevivir o saciedad incolo
ra de los impulsos orgánicos), sino que además dirige y timonea su vida como el
nauta el gobernalle de la nave, que entre brumas conduce hacia su destino. Eso
le obliga a ejercer un raro desdoblamiento. La vida «se parte» en dos: en la vida
que dirige y en la vida dirigida. Los demás seres del mundo, meros casos de su
especie cuya ausencia no es vacío imposible de llenar (ni causan cuando se van
desgarramiento de lágrimas), exclusivamente viven, y no pueden realizar esa ex
celsa esquizofrenia por la que el hombre se lleva a sí mismo de la mano andando
por la existencia. El hombre es lo que es de una manera especial. «Evidentemen
te el hombre no es hombre del mismo modo a como el perro es perro, es decir,
como caso inmediato de su concepto específico» u.
Está manera especial, singular como las fechas que se dan sólo una vez, de
ser lo que el hombre es, se percibe en la manera de usar el pronombre «yo». La
referencia de «yo» es puramente numérica. «Yo» alude a quien dice yo al mar
gen de cualidades, atributos, propiedades, ornamentos, prendas, dotes, méritos o
carácter. Sean cuales sean los dones del que emplea la palabra, «yo» nombra al
que la pronuncia. Autoidentificarse es un acto gratuito, como favor que derrama
un corazón altruista, pues no exige como precio tener ciertas cualidades ni estar
privado de ellas. «Lo que importa es que no definimos la identidad personal por
sus rasgos cualitativos» u. Cuando digo «yo» no ignoro, pues cometería el disla
te de imputar un yo a nadie, que te n g o un determinado ser con sus luces y sus
sombras, tal vez noble o tal vez vil, pero dispar y distinto del que tienen los de
más. Sé que te n g o un ser sin par que inmediatamente no soy. No ser el ser que se
tiene es otra forma de hablar de la diferencia interna, y esa manera de ser, que
nos distingue de todos los demás seres del mundo como una luz primordial de
sus múltiples reflejos, es la que permite hablar del hombre como persona. «El
hombre no es lo que es del mismo modo que las demás cosas con las que nos en
contramos. Hablar de «personas» tiene algo que ver con este fenómeno»11234.
19
PERSONAS
20
INTRODUCCIÓN
van como medio hacia el ansiado objetivo, jamás podrán reemplazarlo. Llegados
a estas alturas, cuando ya se ha recorrido el camino que separa del recinto del te
soro, es preciso entrar en él y valorar bien sus fondos.
¿Qué es la diferencia interna? ¿En qué consiste ese rasgo, esa distancia de
empeño en agotar lo posible, ese trecho siempre abierto entre el ser que el hom
bre es y el que está llamado a ser, ese intervalo que hace del hombre el ser exclu
sivo con una naturaleza que gestiona como un rol? ¿Qué es la diferencia interna
que permite hablar de él como de un ser personal? Esa diferencia alude al reto
que el hombre tiene de llegar a ser quien es. El hombre se halla en camino, como
mendigo de rumbos, hacia infinidad de sitios, pero sobre todo sigue una senda
hacia sí mismo. No es fácil en esta vida de travesía y singladura recorrerla total
mente. Lo normal es que haya trechos todavía por recorrer, pues la distancia de
mí hasta la cima de mí es la más larga del mundo, más larga que la carrera de las
estrellas fugaces en su errancia por el orbe, y por eso el hombre está continumen-
te en camino, continuamente creciendo. Justamente la distancia «entre lo que un
ser vivo es “verdaderamente” y lo que es fácticamente» 15 es la diferencia interna.
Todos los seres que tienden, que tienen inclinaciones y ambicionan ciertas cosas
que pueden satisfacer, como el árbol en la selva con apetencia de soles, manifies
tan a su modo cierta diferencia interna. Pero tan sólo en el hombre es algo cons
titutivo que lo distingue del resto de seres sobre la tierra. Ese es el sino del hom
bre, del que sólo él es consciente, como del mal y la vida, la bondad y la muerte
(ya que sólo en él se escucha el eco de la verdad en medio del sueño yerto de la
inconsciencia del orbe).
El dolor es buena prueba de la diferencia interna. «En el dolor, por ejemplo,
los hombres pueden ver algo distinto del mero perjuicio para la vida. El rechazo
y las estrategias para evitarlo no son sus únicas reacciones posibles. Pueden ex
ponerse conscientemente al dolor, o pueden considerar la vida misma como con
dición del sufrimiento y negarla. Finalmente pueden, en una especie de “nega
ción resuelta”, distanciarse de determinadas cualidades, deseos, impulsos» l6.
Que hay voliciones así se ve en el hecho sencillo de que podemos querer no que
rer lo que queremos, tener por vil un deseo y luchar por expulsarlo lejos de la vo
luntad, y, en general, adoptar una actitud y establecer relaciones con nuestros
propios deseos, gustos, voliciones, sueños, intereses, ambiciones, apetitos y pa
siones, bien para ovacionarlos, bien para rechazarlos. Hasta la ética atestigua la
residencia en el hombre de una diferencia interna y su testimonio es digno de
21
PERSONAS
enajenada atención, pues, como fiel pregonera de la realidad humana que habita
en zonas profundas, manifiesta este hecho oculto: la moral es la manera de reco
rrer la existencia sin que el tiempo debilite. Y eso, que es difícil como andar con
un peso cuesta arriba, sólo puede hacerlo el hombre. Ser moral requiere un arte
(o un poder de extrañamiento denegado al animal) de alejarse de uno mismo, o
adoptar eso que Plessner llama «posición excéntrica», y verse objetivamente, con
los ojos de los otros, como si fuéramos otros. «Esta capacidad de autoobjetiva-
ción y, consecuentemente, de autorrelativización es lo que hace posible la mora
lidad» 17. Esa autoobjetivación, que hace de mí un juez ecuánime hasta en mis
propios asuntos, me libera del soborno de mis gratos intereses, haciéndome lle
vadera la tarea de valorarlos como los de los demás y de intentar que en el mun
do sople ese chorro d e brisa, de brisa inocente y limpia como vaharadas de mar,
que se suele llamar ética.
ra que posee talento para el lenguaje (debe de faltarle poco para ser diestro pro
sista imaginador de párrafos con que expresar la emoción del latir del universo);
si su conducta no es un azar disparatado, sino un curso razonable de comporta
miento en regla, la razón es que dispone de chispas de inteligencia que, con el
paso del tiempo, se cambiarán en hoguera con la que iluminarán las sombras que
no ha auyentado ni aún el hombre. Incluso la libertad, las alas sin resistencia que
otorgan soltura al alma, se ha considerado un rasgo peculiar del animal. Pues no.
N o hay libertad animal, y el vuelo como un triángulo de las aves migratorias en
bandadas de canoas con los remos ondulados surcando la mar del cielo, que a la
fantasía sugiere la idea de libertad redimida por la altura, es cumplir sin rechistar
una orden del instinto que constriñe a emigrar hacia un lugar concreto en el mo
mento preciso. La sujeción a las leyes y decretos de la especie se debe a que el
animal es su naturaleza y no se distingue de ella. Por eso no «se desdobla» en su
jeto, al que compete las funciones de gobierno, y naturaleza, que oye las órdenes
y las sigue (o no hace caso de ellas).
En el hombre, ser de destino y razón ante cuyas llamaradas palidecen las es
trellas, las cosas son de otro modo. El hombre es el ser que tiene su propia natu
raleza. Con ella se relaciona como con sus pertenencias, la dirige hacia su fin, la
gestiona como el amo gestiona su propiedad para acumularla, conservarla, o re
ducirla, la orienta como el auriga, que espolea o frena al caballo para ganar la ca
rrera, la conduce, la gobierna. Su naturaleza es algo que el hombre tiene a su car
go, como el padre la enseñanza y educación de su hijo, con el encargo de hacer
que dé de sí lo que pueda y se perfeccione y crezca en continuo escalamiento ha
cia alturas más pobladas de verdad y de belleza. «La mayoría de nuestras facul
tades — dice el nostálgico Proust— , están adormecidas porque descansan en la
costumbre, que ya sabe lo que hay que hacer y no las necesita». Eso que Proust
denomina nuestras facultades también se podría llamar nuestra peculiaridad o
nuestra naturaleza, que, aunque puede estar dormida y languidecer de olvido
como flor que no se riega, también puede despertar y granar igual que el trigo en
una buena cosecha. Las dos cosas son posibles porque hay un ser que la tiene,
«se trata» con ella y establece relaciones de entrañable dirección, como la de un
lazarillo con el que padece ceguera, para que no se detenga, sino que puje, pros
pere, medre, se acreciente, crezca. Así es de especial el hombre. Y esa peculiari
dad, única sobre la tierra, es la que permite decir de él que es persona, o sea, se
res que tienen su naturaleza19.
Ante el hombre nos hallamos sobrecogidos de asombro. Por más vueltas
que le demos, y a pesar del aspaviento de un prurito igualador que no quiere re
conocer diferencias esenciales entre el animal y el hombre, el ser humano reba
sa los patrones de medida con los que, mal que bien, conseguimos evaluar el se
19. «...als Personen, also al Wesen, die sich zu ihrer jeweiligen qualitativen Besonderheit so verhalten,
dass si si haben».
23
PERSONAS
creto de las cosas, y humilla ese afán miope de explicar lo original como si hie
ra corriente: las miradas que confiesan heridas del corazón de las que vierte el
instinto deseoso de la presa, el gesto de estrago y calma de una batalla interior
del rostro fiero qué acecha, una frágil voz dispuesta para el don de la palabra de
otra que sirve de cauce a la anatomía del grito. En el hombre hay mil aspectos
que no tienen parangón y se agitan y protestan, como torrentes enormes contra
las cuencas pequeñas, cuando su ser singular se compara con otro cualquiera.
Uno de los más fantásticos, más que el museo de sorpresas del cielo, el mar y la
tierra, es la diferencia interna entre el ser que el hombre es y su naturaleza, o en
tre el ser y el tener.
¿Dónde se halla la persona? ¿Dónde hay que buscar su sede como sol que
comunica su luz personal a todo? Sin duda alguna* en el ser. Tener es muy impor
tante, muy profundo y muy humano. Es algo propio del hombre como la risa y el
llanto. Uno puede poseer las cosas físicamente, en el pensar las ideas y profunda
e íntimamente las virtudes y los hábitos. Spaemann dice, además, que el hombre
es el ser que tiene su propia naturaleza. Sean cuales sean las maneras de tener,
nada de lo que se tiene es una persona humana. La persona se derrama como un
aroma que empapa por todas sus pertenenecias, pero no es ninguna de ellas. Por
eso el habla, los gestos, la mirada, el sentimiento, la manera de pensar, la liber
tad, el estilo, la conciencia, el temple, el temperamento, la legión de «propieda
des» que el hombre puede tener, poseen ese aire común de ramas del mismo
tronco que les da el ser personal. Sería una extraña locura de alterado por la luna
decir que soy mi conciencia (u otra cualidad cualquiera de las muchas que me
adornan). Mi ser personal, la persona que yo soy, no es ninguna pertenencia, sino
el ser incomparable (como lo es toda persona) que las tiene todas ellas. Para ser
persona humana sin una sombra de duda, como es hermosa la perla aunque no
adornara nunca, no es preciso disfrutar de una esencia sin defectos. Aunque una
naturaleza estuviera mutilada y careciera de prendas que otras tienen a lo gran
de, la persona que la tiene sería una persona humana. No afecta al ser personal,
a ese ser de cada uno tan singular y distinto que no tiene sustituto y deja cuando
sucumbe en triste orfandad al mundo, que la naturaleza que tiene sea fértil de
cualidades como esas vegas feraces donde agarra fácilmente toda clase de culti
vos, o esté carente de ellas, O de pocas o de muchas, y sea un racimo de ausen
cias donde falte la conciencia, la razón, la autonomía u otro aributo cualquiera.
El ser personal no mengua por más que tenga muy poco, igual que no disminu
ye el parpadeo de estrellas sobre el silencio del cielo cuando el velo de las nubes
nos impide contemplarlas. La persona es siempre rica (su riqueza no venal reba
sa las magnitudes con que se miden las cosas) aunque sea pobre en tenencias. La
persona sigue siendo la novedad en la historia con un lugar exclusivo en el gran
24
INTRODUCCIÓN
hogar del mundo, en la gran familia humana, aunque se halle desvalida, lisiada
de cuerpo y alma y tenga una esencia tranca dolorida de indigencias. El ser per
sonal no deja de ser un ser personal, tan digno, tan respetable, tan precioso y tan
persona que tenga las prendas que tenga, igual que el surco de un río sigue traza
do en el mapq aunque un severo estiaje le deje el cauce vacío, cuando su natura
leza, que tiene como un encargo que ha de hacer en la existencia, sea un mues
trario de pobreza, un suspiro que se exhala, una súplica, una lágrima. Ojalá toda
persona tuviera una esencia entera. Pero en la errancia en la tierra las personas
somos frágiles como el cristal que se quiebra, y vicisitudes varias y el mismo
paso del tiempo con su filuda guadaña rompen la naturaleza, dejando al ser que
la tiene (o sea, a la persona humana) en situación de indigencia. Pero tenga lo
que tenga seguirá siendo persona. Ésa es la alegre conclusión, como pregón invi
tando a una ecuménica fiesta, de la teoría práctica sobre la persona humana que
ofrece Robert Spaemann: todos los hombres son personas.
Aquel hombre que habla solo y anda de aquí para allá con la mirada perdi
da a causa de una desgracia que no pudo soportar, el dolor, la enfermedad u otro
trance de la vida, del que los niños se burlan y los mayores desprecian y da berri
dos de angustia que hacen retemblar su celda, es un loco sin remedio con la ca
beza alienada. Su naturaleza enferma ha perdido la razón, ya no tiene inteligen
cia, pero es un ser personal, es una persona humana.
Aquel enfermo sin ánimo en el lecho del dolor para el que no hay esperan
za, con el que no pueden nada ni la ciencia ni la técnica y con su silencio pide
una mano entrelazada que le alivie y dé consuelo en la última jomada, tuvo en un
tiempo pasado ingenio, penetración, libertad, autonomía (y dominaba el lengua
je como un creador de rimas), cualidades que ha perdido. A su naturaleza enfer
ma a punto ya de expirar no le queda apenas nada de lo que antes tema, lo ha per
dido casi todo, pero es un ser personal, es una persona humana.
Aquel hombre aún no nacido a la existencia de fuera, que vive en un mun
do amable, en ese mundo interino que es el vientre de la madre, creciendo conti
nuamente como espiga que prospera hasta el día del gran preámbulo en que em
pezará a tejer su peculiar biografía, no tiene razón madura para descifrar
enigmas, ni sentidos entrenados para distinguir matices de la pintura y la músi
ca, ni libertad como el vuelo ágil de la fantasía para tomar decisiones (aunque
todo lo tendrá con el paso de los años si una mano sin escrúpulos no lo arroja de
su mundo). Su tierna naturaleza como brote que se estrena está aún desprotegi
da, y tiene muy pocas prendas, pero es un ser personal, es una persona humana.
Aquel anciano al que un día los hombres llamaban sabio por sus atinados
juicios, y fuerte por el poder de sus musculosos brazos como dos aspas de roble,
25
PERSONAS
y libre porque rompía las cadenas que oprimieran su voz o la de los otros, hoy
desvaría sin tino y actúa sin ton ni son, está débil y extenuado, para caminar pre
cisa el apoyo de otra mano y está preso en la prisión que han ido haciendo los
años con muros de enfermedad, de vejez y deterioro. Su naturaleza rota por el
embate del tiempo es como un cuadro olvidado del que el polvo y la carcoma im
pidieran apreciar su original colorido. Nada tiene apenas ya de las pretéritas do
tes (aunque eso no significa que su vida que declina sea vida indigna de vida que
es preciso apuntillar con una inyección letal). Nada tiene apenas ya de aquellas
dotes pretéritas que todos vitoreaban, pero es un ser personal, es una persona hu
mana.
A otras cosas se podría privar de su identidad sin que nos temblara el pulso,
aunque hiriéramos su esencia yendo contra su verdad, pero al ser del hombre no.
Al hombre no es posible, ni a uno solo, arrebatarle a traición su condición de per
sona sin cometer el expolio más repugnante del mundo, el expolio de sí mismo
que reduce al que lo sufre a una nada impersonal, pues no hay ninguna razón
para dech que utiós hombres son personas y otros no. Ésta es la gran enseñanza
de la teoría práctica acerca de la persona que ofrece Robert Spaemann.
26
POR QUÉ HABLAMOS DE PERSONAS
27
PERSONAS
1. Gal 2,6.
28
POR QUÉ HABLAMOS DE PERSONAS
29
PERSONAS
II
Las paradojas mencionadas hasta ahora son las primeras indicaciones sobre
un fenómeno por cuya virtud, a los ejemplares de la especie homo sapiens sa
piens', no los designamos solamente con su concepto específico, es decir, «hom
bres», sino que además los llamamos «personas».
Hoy día distinguimos por lo general entre hombres y animales. Pero «hom
bre» es, en principio, el concepto de una especie biológica, y la filosofía antigua
y medieval incluyó al hombre entre los animalia, o sea, los animales. El hombre
es un animal rationale. Como en alemán la palabra «animal», igual que la pala
bra «bestia» en latín, tiene desde el principio connotaciones no humanas, sole
mos emplear para animal, cuando la usamos como término que engloba a anima
les y a hombres, el neologismo «ser vivo», y no llamamos al hombre «bestia
racional», sino «animal racional». En esto se manifiesta de nuevo la conciencia
de que el modo como el hombre es ejemplar de su especie se distigue de la for
ma como otros individuos lo son de la suya.
Podemos aclarar esta peculiaridad observando cómo nos referimos a noso
tros mismos con ayuda del pronombre personal «yo». Cuando decimos «yo», no
nos referimos a un «yo», que es una ficción filosófica, sino a un ser vivo deter
minado, a un hombre concreto en el mundo: al mismo hombre al que los demás
nombran con un nombre propio determinado. Con «yo» designa cada uno al
hombre que él, el hablante, es. Sin embargo, este pronombre personal es un caso
particular en un doble sentido.
En primer lugar, es indudable que ese término se refiere de hecho a algo real,
lo cual no ocurre con los términos «él», «ella», «ello», «éste», «ése», y ni siquiera
con «tú». Todos ellos pueden referirse en ciertos casos a objetos imaginarios. Quien
dice «yo», existe. En ese hecho descansa el conocido cogito, ergo sum cartesiano.
30
POR QUÉ HABLAMOS DE PERSONAS
Pero ¿qué significa «existe»? ¿Quién es el que dice «yo» y existe, y qué cla
se de individuo es? Es posible que el que dice «yo» no lo sepa o que se engañe al
respecto. Y ésta es la segunda particularidad de este pronombre personal. Sólo se
puede identificar algo, como hemos visto ya, cuando se identifica como un ser
con tales y cuales características, como un ser determiando cualitativamente:
como un ser que incluimos en una especie determinada mediante una expresión
específica. No es asi como se realiza la identificación mediante el pronombre
persónál «yo». Alguien se puede muy bien engañar sobre quién es y qué clase de
individuo es. Puede asimismo ignorar cuál es su situación espacio-temporal. Tras
un accidénte, en el que ha perdido la memoria y la vista, puede preguntar: ¿quién
soy?, ¿dónde estoy? Puede incluso haber olvidado que es un hombre. Sin embar
go, la referencia del «yo» no tiene ninguna indeterminación, pues es una referen
cia puramente numérica, independiente de toda determinación cualitativa. «Yo»
se refiere al que dice «yo», independientemente de lo que sea.
Esto no se debe entender en el sentido de que «yo» aluda a una res cogitans,
o a una existencia sin realidad, que, de nada, por así decir, se hace algo determi
nado, real. Esto es una errónea interpretación del fenómeno. No es casual que el
que padece amnesia pregunte: «¿quién soy?, ¿dónde estoy?» Supone, pues, que
no es «un yo», sino un alguien constituido de una manera determinada que se ha
lla en algún lugar en el mundo. Por tener conciencia sabe que no es solamente
conciencia. Pero el saber que le hace saber que es precede a su conocimiento
acerca de quién es y dónde está. Su autoidentificación no se la proporciona nin
guna determinación cualitativa. Sé que tengo una esencia determinada de algún
modo y constituida de un modo preciso. Pero yo no soy inmediatamente esa
esencia, y la expresión «soy» no es equivalente con la localización en unas coor
denadas espacio-temporales, sino que exige una localización semejante. El hom
bre no es lo que es del mismo modo que las demás cosas con las que nos encon
tramos. Hablar de «personas» tiene algo que ver con este fenómeno.
La misma dirección sigue la idea de metamorfosis, difundida por toda la hu
manidad. En la novela de Kafka La metamorfosis un hombre se transforma en un
insecto enorme. Los cuentos y los mitos están llenos de historias de metamorfo
sis, como las conocidas del «rey rana» o de «los hermanitos y hermanitas». En
su Metamorfosis, Ovidio describe mitos de transformaciones. De la literatura ac
tual se puede mencionar especialmente la narración Mi tío el jaguar, de Guima-
raes Rosa, un monólogo que nos permite presenciar, desde la perspectiva interior
del jaguar, la trasformación paulatina del hablante en un jaguar. ¿Qué es lo que
tiene lugar en estas historias?
No se trata de lo que Aristóteles llama cambio sustancial mediante genera
ción y corrupción. El cambio sustancial consiste en que una cosa deja de ser y en
que otra surge del substrato material de la anterior. Una muere y la otra nace. A
lo constante entre ambas llama Aristóteles hyle, materia. Tan sólo ella, el substra
to de donde proceden sucesivamente las dos sustancias, permanece. En la natu-
31
PERSONAS
III
32
POR QUÉ HABLAMOS DE PERSONAS
sentido estricto esto sólo es cierto en el caso de la realidad física. En las plantas
y los animales se da ya lo que llamamos «degenerar». Los animales no son sim
plemente lo que son. Hasta cierto punto pueden malograr lo que son, pues lo que
son no coincide exactamente con lo que manifiestan. El animal, más bien, está
definido esencialmente como un «dentro», en el sentido de un tender en busca de
algo. Sólo cuando lo interpretamos así lo percibimos como ser vivo. Habitual
mente interpretamos este tender como impulso de conservación del individuo y
de la especie, aunque no en el sentido de que estos fines estuvieran presentes,
como representación, en el animal. Como representación en el animal están pre
sentes el alimento, la hembra (o el macho), la presa, el peligro. Somos nosotros,
los observadores, los que interpretamos estos «impulsos» desde el punto de vista
de la función que desempeñan en el sistema, y los explicamos desde el punto de
vista de la teoría evolutiva. Pero, sea buena o mala esta interpretación, allí donde
hay un tender, una constitución teleológica, allí existe también la posibilidad de
que se malogre. En el ámbito de lo físico no hay yerros, salvo aquellos en los que
el físico incurre. En ese terreno la naturaleza no yerra. Sólo lo que tiende puede
no encontrar aquello a lo que tiende. Por eso una liebre con tres patas es una lie
bre malformada o malograda. Una liebre con tres patas no se desvía sólo estadís
ticamente de la mayoría de las liebres, sino que, además, esta desviación signifi
ca que se adapta peor a su nicho ecológico que la que tiene cuatro patas, así como
que no se halla tan bien y que sus posibilidades de supervivencia son menores.
Tender a algo, sentirse bien, sentirse mal: todo esto son expresiones que desig
nan una diferencia interna entre lo que un ser vivo es «verdaderamente» y lo que
es fácticamente. En los hombres, en tanto que seres vivos, también existe esta di
ferencia, de la que Aristóteles dice que es característica de todos los seres vivos
superiores: la diferencia entre zen y eu zen , entre vida y vida buena6. Los hom
bres son probablemente los únicos conscientes de esta diferencia como diferen
cia. De los animales sólo podemos hablar por analogía con la experiencia propia,
o por analogía con las máquinas, o sea, con sistemas que sólo para nosotros son
sistemas. Eso significa que el fenómeno del tender, con la diferencia que le es
propia, y que se constituye mediante el instinto, se le abre sólo al ser que está por
encima de esta diferencia y que puede conducirse de un modo o de otro con ella,
es decir, con la forma de la propia vida. En el dolor, por ejemplo, los hombres
pueden ver algo distinto del mero perjuicio para la vida. El rechazo y las estrate
gias para evitarlo no son sus únicas reacciones posibles. Pueden exponerse cons
cientemente al dolor, o pueden considerar la vida misma como condición del su
frimiento y negarla. Finalmente pueden, en una especie de «negación resuelta»,
distanciarse de determinadas cualidades, deseos, impulsos. Pueden lamentar ser
como son. Pueden querer cambiar. Y cuando decimos que deberíamos aprender
a aceptamos a nosotros mismos, no queremos decir que haya que suprimir esta
33
PERSONAS
7. H. F rankfurt, «Freedom o f the Will and the Concept o f a Person», en The Journal o f Philosophy
68 (1971), pp. 5-20. Version alemana en Analitysche Philosophie des Geistes, Hrsg, von P. Bieri, Königstein
1981, pp. 287-302.
8. Homero, Odisea, canto 12.
9. P laton, Leyes I. 648 a-c.
34
POR QUÉ HABLAMOS DE PERSONAS
10. Cfr. H. P lessner , Die Stufen des Organischen und der Mensch (Gesammelte Schriften IV), Frank
furt 1, Aufl. 1981, pp. 360 y ss.
11. Cfr. R. S paemann, Glück und Wohlwollen, Stuttgart 1989, pp. 86 y 119.
35
PERSONAS
36
POR QUÉ LLAMAMOS «PERSONAS» A LAS PERSONAS
37
PERSONAS
tra de los reyes y los oficiales, y considerar que hay que abolir el título de ciuda
dano de honor. En cambio, el que no quiere respetar a los hombres como perso
nas les niega el título de personas, o considera el concepto de persona como su-
perfluo e inadecuado para caracterizar algo. El empleo del concepto «persona»
es idéntico a un acto de aceptación de determinados deberes frente al que deno
minamos así. La elección de aquéllos a los que denominamos así depende, cier
tamente, de determinados rasgos que se definen descriptivamente. La personali
dad se relaciona con esos rasgos, pero no es un rasgo específico, sino un estatus,
el único que no nos puede conceder nadie, sino que se posee naturalmente, sin
que eso signifique que sea algo «natural». También el hombre es un ser hablante
«por naturaleza», pero el lenguaje no es nada «natural».
Como «persona» no es un término descriptivo, no se puede definir ni osten
sivamente, es decir, mediante la indicación de una cualidad simple, como el co
lor, ni narrativamente, o sea, medíante la narración de una historia de lo que se
designa con una expresión como, por ejemplo, «batalla de Hermann». Esta ex
presión encierra una historia entera, y el que signifique algo real depende de que
la historia sea verdadera. Con las especies naturales ocurre, en principio, lo mis
mo. Tras ellas hay también una historia. La teoría de la evolución, por ejemplo,
es un intento de contar esta historia. Distintas son las cosas con los conceptos que
encierran una exigencia normativa. También en este caso debemos contar una
historia para entender su sentido, pero no la historia del objeto al que nos referi
mos con el concepto, sino la historia del concepto mismo.
A la luz de estas reflexiones, parece natural incluir el concepto de persona
entre los conceptos normativos. De hecho, como veremos más tarde, pertenece a
una tercera clase de conceptos. Pero de momento basta con que comprobemos
que el empleo de este concepto tiene una implicación normativa. El uso del con
cepto, en el explícito sentido temático de que hablamos aquí, es más que la cons
tatación de un caso de algo. Se trata, más bien, de plantear una exigencia. Y para
entenderla, es necesario ver cómo se ha realizado.
La historia del concepto de persona es la historia de un rodeo, cuya exposi
ción nos introduce momentáneamente en el núcleo de la teología cristiana. Lo
que hoy denominamos «persona», sin la teología cristiana, hubiera quedado sin
nombrar, y no hubiera estado presente en el mundo (las personas no son simple
mente acontecimientos naturales). Esto no significa que el empleo del concepto
«persona» tenga sentido solamente bajo determinados supuestos teológicos, aun
que se puede pensar que la desaparición de la dimensión teológica provocaría a
la larga lá desaparición del concepto de persona.
N i siquiera Platón pensó lo que nosotros pensamos con este concepto. Cier
tamente el hombre ya no es para él, como para Homero, el escenario de la acción
de unos poderes contra los que nada puede hacer. Esta concepción es precisa
mente la causa de que Homero tenga que dejar su lugar como educador en la ciu
38
POR QUÉ LLAMAMOS «PERSONAS» A LAS PERSONAS
dad platónica. Pero la lucha del Platón socrático contra la retórica es también una
lucha por la autonomía del hombre. En su Elogio de Helena, Gorgias había im
pugnado la autonomía y, con ella, la idea de responsabilidad. Ya no son poderes
sobrehumanos los que se han apoderado de Helena, sino palabras, las palabras
irresistibles de París. Helena no es libre para seguirlas o no seguirlas'. También
Platón sabe que hay palabras a las que no se puede sino seguir, pero son palabras
que hacen sabios. Quien las sigue no sigue al que las pronuncia, sino a la verdad,
a la que también sigue el orador. Esta es la verdad de la que se puede decir que
hace libre. Quien la sigue hace lo que quiere. La retórica es el arte de producir
una apariencia de verdad y, de ese modo, mover a los hombres a lo que no que
rrían si conocieran la verdad, o sea, a algo que realmente no quieren. Y cuando
Platón expulsa de su ciudad a los poetas entusiasmados, lo hace porque, aun
cuando digan la verdad, no hablan como sabios, sino por estar poseídos por un
poder y no disponer de criterio para juzgar adonde los llevará. Puesto que lo que
dicen no es suyo , sus palabras tampoco se pueden exponer al agua fuerte del diá
logo socrático, que las examina por su contenido de verdad.
Libre es, para Platón, el sabio, pues sólo él hace lo que quiere, y además no
lo hace casualmente, sino por ser él mismo el fundamento de su acción. ¿Qué
significa la expresión «él mismo»?
Se trata indudablemente del recorrido del pensamiento hacia la idea de per
sona. Pero es asimismo claro que lo específico de esta idea no es pensado toda
vía por Platón. El que el hombre se gobierne a sí mismo significa para Platón que
gobierna en él la parte del alma que puede instruirlo (la única que puede instruir
lo), o sea, que puede hacerle sabio sobre qué es deseable para el hombre. Esta
parte del alma es la razón. Autonomía significa señorío de la razón. La razón
es lo común, el órgano de la verdad común para todos. Lo singular, lo particular
— en la medida en que se oponga a lo general, a la idea— es lo inesencial, lo fu-
til. Existe para realizar y representar lo esencial, la idea. Por eso, en el Estado las
categorías inferiores son las únicas que tienen como fin su propia individualidad:
matrimonio, riquezas, placeres. Participan de la verdad dejándose gobernar por
quienes han renunciado a lo individual y atienden sólo a lo general, sin vínculos
personales, sin familia, sin posesiones, atentos sólo a instaurar la idea de justicia
en el Estado. La exigencia de señorío de la filosofía en el Estado es idéntica en
Platón al rechazo de cualquier forma de dominio del hombre por el hombre. El
dominio de la filosofía no es dominio de hombres, sino dominio de la idea, de
igual forma que no es dominio personal de Pitágoras el que los hombres se hu
millen ante el teorema de Pitágoras.1
1. G eorgias de L eo n t in o , Reden, Fragmente und Testimonien, Hrsg, von Th. Buchheim, Hamburg
1989, pp. 3 y ss.
39
PERSONAS
II
2. Ioh 3,19.
3. Ioh 16,9.
40
POR QUÉ LLAMAMOS «PERSONAS» A LAS PERSONAS
y decide asimismo por quién quiere dejarse gobernar. ¿En qué se apoya para de
cidir? ¿En su modo de ser, en su naturaleza, frente a los que nada puede? No. El
corazón, según este modo de entenderlo, no es naturaleza. No hay ningún modo
de ser, ninguna determinación cualitativa, que pudiera ser fundamento para evi
tar el bien, para amar las tinieblas. El corazón es fundamento sin fundamento, en
un sentido del que en el pensamiento antiguo no hay ningún equivalente intelec
tual ni conceptual. La identidad del corazón se halla en un lugar más profundo
que el de cualquier determinación cualitativa. Lo que con esto se expresa es un
descubrimiento antropológico, pues responde a una experiencia. Agradecemos
efectivamente a un hombre el que sea como es, y reprochamos a otro, o a noso
tros mismos, que sea como es. En el Nuevo Testamento el mal también se halla
vinculado estrechamente, sin duda, con la ignorancia. Pero en el Nuevo Testa
mento es él, el mal, el fundamento de la ignorancia, mientras que para el Sócra
tes platónico ocurre al revés. Así se explica también el duro lenguaje de Jesús
frente a sus adversarios y el amable e irónico de Sócrates.
Este concepto de corazón es el que se halla en la base del concepto poste
rior de persona. Significa el descubrimiento de la persona. Esto es subrayado por
el hecho de que, decidirse por el bien o por el mal, por la luz o por las tinieblas,
no es decidirse por una idea, sino por una persona, que es la revelación auténtica
de la verdad, de suerte que Cristo, en el Evangelio de San Juan, considera que el
único pecado es que «no creyeron en mí», y en otro pasaje dice: «Si no hubiera
venido..., no tendrían pecado»4. El conocimiento de la verdad es pensado como
un acto personal de «fe». La verdad no se presenta como lo general supraindivi-
dual, sino como el rostro concreto de un otro individual.
III
4. Ioh 15,22.
41
PERSONAS
5. S éneca , De clementia 1 ,1,6: «Nadie puede quejarse de representar un papel. Lo ficiticio se integra
pronto en su naturaleza».
6. C icerón, De finibus 1 ,1.
7. Cfr. M. F uhrmann, artículo «Person», en R itter-G ründer, Historiches Wörterbuch der Philosop
hie, Bd.7, Basel 1989, 269-283; y B. K ible , artículo «Person», ibid., 283-300.
8. G aius, Institutiones I, 10 y ss.; I, 48; I, 142.
42
POR QUÉ LLAMAMOS «PERSONAS» A LAS PERSONAS
IV
9. Ioh 10,30.
10. Ioh 14,9.
11. Ioh 15,26.
43
PERSONAS
mos ante la tarea de pensar la unicidad de Dios de forma que se pudiera poner de
acuerdó con la diferencia entre Padre, Hijo y Pneuma como una diferencia inter
na a Dios mismo. Para ello proporcionaron ayuda algunas palabras de Jesús en el
Evangelio de San Juan, como: «antes que Abraham naciese, era y o » 12. Este «yo»
de Jesús se identifica en el Prólogo del mismo Evangelio con el Logos, del que
se dice: «Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era
D ios»1314.Luego se dirá de este Verbo que «se hizo carne» M.
Este texto, o en todo caso su recepción en el mundo helenístico — el Nuevo
Testamento pertenece al mundo helenístico— hay que verlo naturalmente en co
nexión con el neoplatonismo, con la doctrina de Plotino de las emanaciones de
lo originariamente Uno. De él, del Uno, procede la razón, el nous, y de éste el
alma del mundo. A la idea de una emanación eterna de lo Uno se refieren eviden
temente los pensadores cristianos, sobre todo los del oriente griego, Orígenes y
los capadocios. Pero en otros intentos, siempre nuevos, el esfuerzo llega al extre
mo de modificar profundamente esta idea, de manera que se establece una cesu
ra radical entre las dos primeras emanaciones y todas las siguientes hasta la ma
teria. Todas las siguientes no se entienden ya como emanaciones, que proceden
con necesidad lógica y ontológica de las otras, sino que ahora son designadas, en
el sentido de la génesis bíblica, «creación». Proceden de una decisón libre, con
tingente, de Dios. El Absoluto, lo Uno, se ha decidido en libertad, aunque desde
la eternidad. La metáfora de la emanación, del dimanar de la divinidad, es susti
tuida por la de llamar desde la nada. La divinidad, para poder ser pensada como
sujeto de algo, como una resolución libre, no puede ser entendida como un Uno
que no encierre dentro de sí alguna automediación. Siempre que se piense así,
todo lo que no sea el Uno procederá inmediata y necesariamente de él. El Logos
es la primera emanación, que permite conocer a lo Uno como lo Uno. Sin ella, el
Uno no puede saber de sí mismo. Sin embargo, según Plotino, el Uno no se co
noce en absoluto. El conocimiento de sí queda fuera de él. Los pensadores cris
tianos piensan al Uno como Dios, es decir, lo piensan de un modo que tiene en sí
mismo la mediación, que se conoce a sí mismo, y que se afirma a sí mismo. Pero
esto significa que no piensan las dos primeras emanaciones, las cuales no pose
en el carácter de posición libre, sino el de automediación necesaria, como des
censo a realidades respectivamente más pequeñas, sino a realidades en las que lo
Uno permanece perfectamente consigo, puesto que tiene en sí mismo a lo distin
to de sí. Logos y Pneuma son una vez más el mismo Uno de algún modo, es de
cir, no casos del concepto más amplio Dios, del que ahora hubiera tres ejempla
res, es decir, tres dioses. Esto estaría en contradicción con el monoteísmo bíblico
y anularía el concepto de Uno. Además, según la concepción platónica y la aris
44
POR QUÉ LLAMAMOS «PERSONAS» A LAS PERSONAS
15. G regorio de N icea , «Rede über die Göttlichkeit des Sohnes und des Heiligen Geistes», en M igne,
Patrología Graeca, Bd. 46, 151.
16. T ertuliano, Ad. Praxean 1,4: «¿Quién habla? ¿De quién se habla? ¿A quién se habla?».
45
PERSONAS
mera persona, bien en segunda o en tercera, se hable. Las personas son distintas
exclusivamente por la posición relativa que ocupan en una situación de habla.
Pero la situación de habla, como paradigma del acontecimiento de la autoconsti-
tución de Dios, fue sugerida por las palabras de San Juan sobre el Logos divino.
«Una naturaleza y tres personas», será finalmente la fórmula cristiana orto
doxa. En esta fórmula no se habla de «naturaleza» en el sentido de la «segunda
usia» de Aristóteles, es decir, en el sentido de una esencia general con diversos
casos, indiferente ante sus casos y el número de éstos, sino en el de «primera
usia», de una única esencia individual, que existe de tal manera que las personas
que la realizan la entregan, a la esencia, en un orden determinado, y en este pro
ceso de «darse y recibirse» tienen su realidad: La diferencia que las personas
mantienen con su naturaleza, con su esencia^ está inmediatamente relacionada
con el hecho de que una persona entendida de ese modo sólo se puede pensar en
relación con otras personas, o sea, en plural. La posterior doctrina escolástica
acerca de que la «razón natural» podría llegar a la idea de un Dios unipersonal es
incompatible con la de libre creación. Un Dios unipersonal tendría como corre
lato necesario personas finitas.
Por segunda vez sirvió el concepto de persona a la teología cristiana pára re
solver una paradoja, que la conciencia creyente planteó al pensamiento, es decir,
la conciencia de pensar a Jesucristo como encamación del eterno Logos divino
y, simultáneamente, como hombre en el sentido auténtico y verdadero, o sea, no
como un ser mixto perteneciente a una tercera clase. También ahora, las dramá
ticas disputas teológicas tanto tiempo prolongadas terminaron cuando el Conci
lio de Calcedonia hizo suya la fórmula preparada por los Padres de la Iglesia
gríégós, según la cual Jesucristo tiene dos «naturalezas», la divina y la humana.
La unión individual de ambas naturalezas no consiste en la m ezcla de las dos,
sino en que ambas son «tenidas» por una persona. Esta persona es la divina, pre
cisamente aquella que se conduce con la esencia divina de una manera que con
siste en que la «tiene»17. Precisamente por eso la persona divina es pensada de tal
forma que, con respecto a una naturaleza creada y finita, se puede conducir en la
forma de tenerla. Como el nombre propio «Jesús» no designa como titular suyo
una esencia, sino a «alguien», se puede decir que Jesús es Dios y, contra la pro
testa de los Monofisitas, que María es Theotokos, madre de D io s18. Pues no nace
algo, sino alguien, que se nombra con un nombre propio o con un pronombre
personal. Sólo así es posible que, en el Evangelio de San Juan, Jesús diga de sí
mismo: «Antes de que fuera Abraham soy yo». Fue el concepto de persona,
como equivalente del concepto griego de hypostasis, el que permitió entender el
empleo del pronombre personal en esa frase de tal manera que no convirtiera a
46
POR QUÉ LLAMAMOS «PERSONAS» A LAS PERSONAS
Jesús en una teofanía disfrazada con figura humana. Esto tuvo una importancia
decisiva para el cristianismo primitivo, pues evitaba estrictamente cualquier con
tacto con la mitología antigua, así como tomar préstamos de ella, para aclarar la
propia fe. Zeus aparece como hombre, como nube, como cisne, pero no es todas
estas cosas. Cuando, como cisne, posee a Leda, engendra a un semidiós. Jesús,
en cambio, no fue adorado nunca como semidiós. El que es verdadero hombre,
con alma humana, espíritu humano y voluntad humana, se expresa ahora dicien
do que posee una «naturaleza» humana. Al concepto de esencia — la usía en la
doctrina trinitaria— , complementario del concepto de persona, corresponde en la
ciistología el concepto de naturaleza, de physis.
Physis es la usia, la esencia de las cosas finitas, es decir, de aquellas cosas
sujetas a generación y corrupción. Ciertamente physis será usado pronto de for
ma no estricta, como sinónimo de cualquier concepto que responda a la pregun
ta «¿qué es esto?». Cicerón escribió un libro titulado De natura deorum y, análo
gamente, los textos cristianos, sobre todo en la cristología, hablan de la
«naturaleza divina». El sentido original de physis , como principio del crecimien
to, la generación y la corrupción, se ha equiparado ya aquí con un concepto de
naturaleza, que ahora significa todo aquéllo, que, a diferencia de lo que pasa con
las «cosas artificiales», es por sí mismo lo que es. En el siglo VI, en el contexto
de una controversia cristológica, Boecio enumera los diversos significados del
término «natura». Boecio distingue cuatro conceptos de naturaleza. En primer
lugar, naturaleza significa cualquier realidad inteligible, todo aquéllo con lo que
respondemos a la pregunta «qué es esto?», independientemente de que se pre
gunte por una substancia o por una cualidad. Se puede hablar también de la «na
turaleza de un color». En un segundo sentido, el concepto de naturaleza se apli
ca sólo a las cosas, a las substancias materiales e inmateriales. En tercer lugar, de
forma aún más específica, se usa para referirse a los cuerpos no artificiales. En
cuarto lugar, por último, «natura» designa no la cosa concreta, sino la forma ge
neral o esencia, mediante la cual se determina la diferencia específica de un tipo
de substancias frente a todas las demás. El último significado sirve a Boecio para
su definición del concepto de persona, que sería determinante durante un siglo, y
según la cual la personalidad es el modo específico de las «naturalezas raciona
les» de concretarse individualmente» Persona est naturae rationabilis individua
substantia 19. La palabra «substantia» es la traducción latina de la «usia» griega.
Otra traducción es la que la vierte por «essentia», esencia. No es posible distin
guir claramente el sentido de estas dos expresiones. El empleo es vacilante, y con
frecuencia sólo se puede comprender traduciéndolo de nuevo al griego. Mientras
que en el marco de la doctrina de la Trinidad substantia y essentia son sinónimas,
y se trata de una «substancia divina» en tres hypostasis o personas, Boecio em
plea «substantia» con el sentido de «hypostasis», frente a esencia, a la que deno-
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PERSONAS
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POR QUÉ LLAMAMOS «PERSONAS» A LAS PERSONAS
22. Th. N agel , «What 1st It Like to Be a Bat?», en The Philosophical Review 83 (1974), 435-450. Ver
sion alemana en Analytische Philosophie des Geistes, Hrsg, von P. Bieri, pp. 261-275.
23. A ristoteles , De anima II, 4; 4 1 5b 13.
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PERSONAS
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POR QUÉ LLAMAMOS «PERSONAS» A LAS PERSONAS
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ACERCA DE LA IDENTIFICACIÓN DE LAS PERSONAS
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PERSONAS
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ACERCA DE LA IDENTIFICACIÓN DE PERSONAS
II
III
El fenómeno del doble o del yo escindido nos lleva a una nueva considera
ción. Lo característico de dos yoes distintos entre sí es ser siempre distintos. Si
no lo fueran, serían idénticos. En ese caso valdría el principio leibniziano de la
identias indiscernibilium, de la identidad de lo que no es cualitativamente distin
to. La diferencia numérica de ambos yoes no es más que una función de su hete-
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PERSONAS
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ACERCA DE LA IDENTIFICACIÓN DE PERSONAS
igualdad como personas, es decir, como seres que mantienen una relación con su
respectiva particularidad cualitativa que consiste en tenerla. En tenerla son todas
iguales. Esta igualdad no es esencialmente nada empírico. Todo lo que podemos
constatar empíricamente es desigual, y es un gran error creer que, para preservar
la dignidad humana, hay que disimular los conocimientos sobre la desigualdad
del hombre. Esos conocimientos no afectan en absoluto a la dignidad de la per
sona, pues la igualdad de los hombres como personas no es objeto de conoci
miento, sino de aceptación. Al significado de la palabra «persona» como modas
existendi se puede aplicar lo que Kant dice sobre la existencia: no es un «predi
cado real», es decir, objetivo3. Cuando decimos de alguien que es una persona,
decimos que es «alguien», o sea, un individuo y alguien único, que no puede ser
entendido como consecuencia casual de uno o de la totalidad de sus predicados.
Sea un hombre lo que sea, lo decisivo es que eso no determina quién es ese hom
bre. Lo que el hombre es se nos ofrece intuitiva y conceptualmente, pero quién
es ese hombre nos resulta accesible exclusivamente en el acto de aceptación de
lo que se sustrae definitivamente a nuestras posibilidades de alcanzarlo. Y no
sólo se sustrae, como le sucede a todo acontecimiento psíquico, a la percepción
externa, sino también a la percepción interna, pues la percepción interna accede
exclusivamente, como la externa, a «predicados reales», o sea, a determinaciones
objetivas. En la percepción interna nos vemos también, como vio Kant, exclusi
vamente como fenómenos. Pero este fenómeno contiene asimismo el hecho de
que nuestras cualidades y disposiciones nos han sido dadas, no así la consuma
ción de nuestro tenerlas, de ese tenerlas que constituye nuestra identidad. El
hombre se sustrae tanto a la percepción interna como a la externa. Nadie se co
noce a sí mismo, necesaria y absolutamente, mejor de lo que lo conocen los de
más, por más que cada uno se conozca a sí mismo «por dentro». La persona es
tanto dentro como fuera. Trasciende la diferencia, constitutiva de lo psíquico, en
tre dentro y fuera. Para el reconocimiento, o la reidintificación de personas, la
percepción exterior, o sea, la corporalidad, resulta decisiva, pues permite la loca
lización de la persona en relación con todos los demás entes. La identidad pura
mente numérica sólo se puede captar topológicamente. Por eso el solipsismo es
incompatible con el concepto de persona. Una única persona en el mundo es algo
que no se puede pensar. Lo que constituye la identidad de una persona sólo pue
de existir una única vez. Precisamente por ello, la personalidad sólo puede exis
tir como una pluralidad de personas. De ahí que el monoteísmo filosófico sea
siempre ambivalente. Si no se hace trinitario, tiende necesariamente al panteís
mo, pues la idea de una única divinidad unipersonal descansa en un concepto de
persona que no advierte sus propios supuestos históricos. De Dios como persona
se empezó a hablar cuando se empezó a hablar de tres personas divinas.
3. I. K ant, Der einzig mögliche Beweisgrund zu einer Demonstration des Daseins Gottes, Akademie
ausgabe Bd. II, 73.
57
LO NEGATIVO
Las personas no son sencillamente lo que son. Las personas se definen por
mantener una diferencia con lo que son, por tener un momento de negatividad.
La negatividad sirve para distinguir a los seres vivientes de los no vivientes. En
la persona, la negatividad alcanza su más alta elevación. Las personas no sólo
sienten, ni tan sólo piensan, sino que piensan un más allá del pensar: piensan la
idea «ser». Esta idea no tiene ningún contenido propio, ningún contenido inten
cional. Sólo logra su determinación gracias a una doble negación: la negación de
la inanidad del mero ser pensado.
Los pensamientos se definen también por su diferencia con lo que mera
mente es. Esta diferencia no se puede establecer a partir de lo que meramente es,
la negatividad no se puede alcanzar a partir de la positividad, aunque la suponga.
Por eso no pueden pensar las máquinas. La diferencia con lo que meramente es
no se puede alcanzar mediante una simulación que no la suponga ya. Todo lo que
las máquinas producen sin hechos positivos en el mundo, que los seres vivos in
terpretan como signos y pueden transformarlos en contenidos de pensamientos.
El signo «-», lo mismo que el signo «+», es un acontecimiento en el mundo. Sólo
cuando un ser vivo le da un significado determinado, tiene lugar la negatividad.
¿Pero tiene realmente lugar? ¿No es también «no» exclusivamente un signo? ¿Y
no significa «entender» exclusivamente traducir un símbolo desconocido a otro
conocido? ¿Hay un más allá del símbolo? Si no lo hay, los símbolos no simboli
zan nada, o sea, no son símbolos, sino tan sólo cosas en el mundo. Como cosas
en el mundo dispone de ellos el ordenador. Si esto significa «entender», entonces
el ordenador entiende.
Es vano pronosticar lo que los ordenadores podrán o no podrán, qué «pres
taciones intelectuales» no realizarán nunca. Hoy día superan ya a las realizacio
nes intelectuales humanas en muchos aspectos. Si, pese a todo, decimos «el or
denador no piensa», lo que esa frase significa es que no sabe que piensa. «No
59
PERSONAS
sabe» significa, por su parte, que no vive el pensar. En la máquina no hay espíri
tu. Saber es un modo de vivir. Pero en toda vivencia hay algo enjuego. Tender,
impulso, es la estructura fundamental del vivenciar. Gracias al impulso se cons
tituye una doble diferencia, la diferencia dentro-fuera, por un lado, o sea, la dife
rencia que fundamenta la percepción espacial, y, por otro, la diferencia entre ya
y todavía no, entre anticipación y lo anticipado en la anticipación, que fundamen
ta la percepción temporal.
La diferencia dentro-fuera es por lo general el rasgo fundamental de los sis
temas, y, por eso, no parece la específica de la vida. Los organismos vivos son
desde este punto de vista un caso especial de sistema. Sin embargo, realmente
ocurre lo contrario. Los sistemas son simulaciones de la vida, solamente son sis
temas para los seres vivos, que los perciben como tales. El termostato es una dis
posición de elementos materiales, que accionan unos sobre otros de acuerdo con
las leyes físicas, y que están en interacción con otros elementos materiales que
no forman parte del termostato. El que el calor de una habitación se mantenga es
table gracias a está interacción sólo es real para un ser que relaciona sus estados
en diferentes momentos, pues se interesa porque sean uniformes. Sólo los orga
nismos vivos son seres de ese tipo. Los termostatos sólo son termóstatos, es de
cir, «sistemas», mientras haya (y en la medida que los haya) organismos que
tiendan y, en consecuencia, tengan interés porque la situación de la temperatura
sea una determinada. La diferencia dentro fuera de semejantes sistemas es tan
sólo una diferencia como proyección de la diferencia dentro-fuera constitutiva
para nosotros, y gracias a la cual somos individuos. «En sí», lo interior y el mun
do exterior de los sistemas no vivos forman un continuo. Quien atribuyera a ta
les sistemas el ser, en sentido de identidad, les atribuiría algo que nadie, per de-
finitionem , puede haber «hecho», pues identidad significa emancipación de las
condiciones genéticas. Semejante emancipación sólo puede ser pensada como
instantánea, como la génesis aristotélica frente a la alloiosis, la génesis frente al
cambio. En este contexto se habla de «cualidades emergentes», o sea, de cuali
dades cuya génesis resulta regularmente de ciertas aglutinaciones materiales, sin
que ello signifique que se pueda entender como mera combinación de las cuali
dades del material agregado. Las cualidades son siempre cualidades de algo. La
génesis de algo nuevo, o sea, la individuación, no puede ser descrita como una
cualidad emergente. Así pues, si el impulso, la tendencia individúa el vivenciar,
la vida no se puede entender como una cualidad de un ente, sino como su ser.
«La vida es el ser del viviente»'. Las personas son seres vivos. Su ser es vida, y
su individuación es la de un organismo vivo.
La vida es el ser de aquellos vivientes para los que ser significa algo deter
minado «¿Qué significa ser un murciélago?», se pregunta Thomas Nagel, y res-1
60
LO NEGATIVO
ponde que eso es algo que no podemos saber. Daniel Dennet ha respondido a eso
que, de la conducta no verbal de los murciélagos, podemos conocer sobre aque
llo a lo que tienden, y de qué tienen conciencia y de qué no. Comparada con nues
tra conciencia, la de estas criaturas está, sin duda, «fuertemente mutilada» 2. Y así
podríamos, finalmente, aprender algo de la conciencia de los ordenadores, en
caso de que lograran tener algo así. ¿Cuál es la diferencia entre el tender de un
murciélago o el de un hombre y la simulación del tender de ambos en el ordena
dor? ¿Qué significa decir que, para alguien o para un animal, «ser significa algo»?
II
2. D.C. D ennet, Conscioussness Explained, Boston 1992. Versión alemana: Philosphie des menschli
chen Bewusstseins, Hamburg 1994, 565.
61
PERSONAS
les una análoga función del dolor. Pero el dolor no se puede definir por esa fun
ción. El dolor puede continuar aunque su función de señal se haya hecho super
flua. El dolor puede ser «excesivo»^ y los biólogos también pueden explicar por
qué. La funcionalidad de la naturaleza no equivale a teleología. Y el dolor es en
todos los casos lo que es, y lo que es, su cualidad específica, no mantiene rela
ción alguna con la fimcionalidad; Esa cualidad específica es esencialmente nega-
tividad, y, por eso, el dolor, que se evade de la naturaleza, puede incluso ser bus
cado. No por cansa de , sino a pesar de su funcionalidad, que apunta a la
supresión. La curiosidad, el placer de ampliar la experiencia, de aumentar la sen
sación de vida, e, incluso, el deseo de solidaridad, la necesidad de castigarse a sí
mismo, el deseo de despertar compasión o una inclinación masoquista pueden
llevar a buscar el dolor. En todos esos casos es buscado, naturalmente, como do
lor. No se convierte en placer, sino que es la misma negatividad, puesta de algún
modo entre paréntesis y provista de augurios positivos. Todo esto es posible so
lamente para las personas, o sea, para seres que no son simplemente lo que son,
sino que pueden distanciarse de lo que son, de su determinación cualitativa, es
decir, ponerla entre paréntesis y a veces proveerlas con otros «augurios».
III
62
LO NEGATIVO
63
PERSONAS
vado a nada, para el que no hay nada enjuego, no encuentra razón ninguna para
querer algo ni para plantearse ciertos fines, a no ser que se sienta la apatía como
sufrimiento, y este sentimiento sea capaz de moverlo a superarla. En este caso,
nos hallamos de nuevo ante una diferencia interna y ante la negatividad que le
sirve de base, la cual precede al querer.
El querer consciente tiene un doble supuesto. El primero es la vida como
tender, como impulso. El segundo es el estar abierto desde siempre a una dimen
sión de generalidad racional. E igual que la forma del tender como tal no se debe
a un acto de libre decisión, tampoco se debe a un acto así la forma de justifica
ción universal, con la que la acción de los seres racionales cuenta desde siempre.
Para un ser racional, dar de comer al hambriento necesita tan poca justificación
como comer uno mismo. Hasta cierto grado, aunque no del todo, las personas
pueden eludir esta forma. En ciertos casos puede actuar de forma injustificada,
pueden proporcionar justificaciones aparentes, que sirve tan sólo para un interés
que no se puede generalizar. Pero no pueden renunciar a las reglas de la acción
universalizable, sin eclipsarse como personas, disfrazar sus acciones como accio
nes y, como consecuencia, excluirse de la comunidad de acogida de las personas
humanas. La estructura lingüística, comunicativa, de la razón tiene abierta desde
siempre esta dimensión del querer racional. La razón es una forma de la vida.
64
INTENCIONALIDAD
Las personas son seres que tienen un «lado interior», es decir, que «viven-
cian». Además de vivencias hablamos también de «estados mentales». La pre
gunta por el estatuto ontológico de los estados mentales agita a la filosofía m o
derna desde Descartes. Por razones que más tarde explicaremos, con Descartes
empieza una reflexión sobre los estatutos, esencialmente inconmensurables, de
lo psíquico, o sea, de lo vivenciado por dentro, y de lo físico que percibimos por
fuera. El dolor, por ejemplo, es un estado que, por su propia esencia, sólo puede
experimentar alguien que lo tenga como un estado suyo. Los demás, apoyándo
se en determinadas percepciones exteriores, pueden extraer la conclusión de que
alguien se halla en un estado semejante a aquél en que ellos se hallan cuando di
cen que tienen dolor. La percepción exterior puede consistir también, sin duda,
en oír decir a alguien que tiene dolor, y nosotros no tenemos razón para no cre
erle. Pero una percepción directa del dolor ajeno no existe.
¿Cuál es la importancia de esta inconmensurabilidad? El dualismo de lo
psíquico y lo físico entraña un desafío para el empeño en superarlo monística-
mente. Hoy sabemos que los estados mentales se corresponden con determina
dos estados del cerebro, es decir, que ambos aparecen siempre de forma simultá
nea. ¿Cómo hay que entender esta correspondencia? Los intentos de superar el
dualismo han seguido tres direcciones. Para el idealismo los hechos exteriores
son epifenómenos de acontecimientos mentales, para el materialismo ocurre lo
contrario, y para el monismo radical de Espinoza las dos series de fenómenos son
modos de manifestación del automovimiento de una substancia absoluta, los úni
cos accesibles a nuestra experiencia de una multiplicidad infinita que no es inac
cesible. En la discusión filosófica actual predomina el monismo materialista, que
se presenta como alternativa al dualismo. Es importante darse cuenta de que el
monismo, en cualquiera de sus formas, hace que el dualismo afirme el modo de
describir el fenómeno y formular el problema. Como el dualismo, parte de que
hay dos «ámbitos» claramente distintos desde el punto de vista conceptual y vi-
65
PERSONAS
1. Cfr. D.C. Dennet, Philosophie des menschlichen Bewustsseins, ed. cit., p. 58.
66
INTENCIONALIDAD
2. Cfr. K. P o p p e r - J . E c c l e s , The Seif and Its Brain, Berlin 1977. Version alemana, Das Ich und sein
Gehirn, München 1989, 130 y ss.
67
PERSONAS
68
INTENCIONALIDAD
der por qué postulamos esta conexión, por qué postulamos algo, y qué significa
afirmar algo, por ejemplo, una conexión causal cerrada, pues al hacer estas cosas
nos movemos en la esfera, declarada previamente como ontológicamente irrele
vante, de lo meramente mental.
II
69
PERSONAS
Sin embargo, hay una conexión entre intencionalidad y vida psíquica, que permi
te arrojar luz sobre la última. En cierto sentido la intencionalidad pertenece a la
vivencia (o sea, a lo psíquico) en la medida en que puede ser manipulada, como
los estados anímicos, por influencia psíquica. Pero, ciertamente, sólo de modo
negativo, es decir, puede ser desconectada. No puede ser positivamente inducida
mediante influjos psíquicos. El conocimiento del hecho de que César fue asesi
nado no se puede producir por estimulación cerebral ni se puede descubrir a par
tir de la observación de los estados del cerebro. Y lo mismo se puede decir acer
ca de hechos que deseamos producir con la acción o acerca de aquellos otros que
deseamos que se produzcan sin nuestra intervención. La intención práctica se
distingue de la teórica, ante todo, en que en la primera no sólo se piensa la dife
rencia entre el objeto y el estado del sujeto, sino que es expresamente contenido
temático del acto. Querer algo significa querer que no se quede en quererlo. Un
querer o un desear que no quisiera ó deseara eso no sería en absoluto querer o de
sear. Y, asimismo, un pensar que se considera un estado subjetivo no es en abso
luto pensar, sino, en todo caso, representar. Lo que separa a ambos casos es que,
en el pensar, frente a lo que ocurre en el querer, esta diferencia no es un elemen
to explícito del acto. Con todo, los actos intencionales y las actitudes intenciona
les son algo «en el alma» en el sentido de que su ejecución es algo que se viven
cia. La actitud proposicional, o sea, el conocimiento habitual de un estado de
cosas, tiene en común con las disposiciones psíquicas el poder influir directa
mente en la disposición anímica del cognoscente, y el que pueden ser «apaga
das» mediante influjos externos. Los mecanismos puramente físicos también
pueden llevar a una cancelación así, es decir, a olvidarlos o a reprimirlos.
Desde otro punto de vista se puede aclarar también la conexión entre inten
cionalidad y estados psíquicos. Sólo conocemos aquellos estados psíquicos de
los que tenemos conciencia como estados anímicos. Esto parece trivial, pues asi
mismo sólo conocemos aquellas gallinas de las que tenemos conciencia que son
gallinas.
La diferencia entre esos dos casos es la siguiente. Si nosotros sabemos que
hay gallinas en el corral, conocemos un hecho, la existencia de las gallinas en el
corral, como algo independiente de nuestro conocimiento. Es algo extrínseco al
hecho el que sea conocido por éste o por aquél. La conciencia que tenemos de
nuestros estados psíquicos es distinta. En este caso el saber es algo en los estados
psíquicos miSnios. Posteriormente podemos descubrir, sin duda, que teníamos
hambre o dolor de cabeza antes de ser conscientes de ello. Pero ser consciente
del hambre es algo que pertenece al hambre misma. No se descubre como un ob
jetó en él mundo* sino como algo que yo tengo. Y el hecho de tenerla se actuali
za al ser consciente de ella. ¿Es que no era antes mi hambre un hambre que yo tu
viera? Sería erróneo responder afirmativamente. La razón está en que, al tomar
conciencia de que tengo hambre, no descubro un hambre que después hago mía,
como hago que una gallina cualquiera sea la gallina vista por mí, sino que descu
70
INTENCIONALIDAD
bro que soy yo el que tenía hambre, antes incluso de ser consciente de ello. Sólo
del hambre que era mía desde el principio puedo llegar a tener conciencia. ¿Qué
significa que el hambre es mía? Esto es exactamente lo que no se puede decir. Lo
único que podemos decir es que hay un hambre, que, cuando tomo conciencia de
ella, tomo conciencia de ella como mía. La vida consciente es para nosotros el
paradigma insuperable de la vida y de la vivencia. La intencionalidad no se diri
ge a la vivencia no intencional como a un objeto exterior a ella, al que es indife
rente el ser conocido, sino que es la forma más intensa de vivencia. Sólo toma
mos conciencia de nuestras vivencias cuando tienen un determinado grado de
intensidad. Pero tomar conciencia es una cualidad de la misma vivencia. Pode
mos decir «tomaré conciencia de mis vivencias». Pero con el mismo derecho po
demos afirmar «mi vivencia tomará conciencia de sí misma como vivencia mía».
Todo ello arroja nueva luz sobre el problema del estatuto ontológico de los
estados psíquicos. El intento del reduccionismo de tratarlos como fantasmas on-
tológicos, que se ven sin creer que se vea algo, fracasa si no hay una línea divi
soria clara entre los estados psíquicos y la conciencia de los estados psíquicos.
Ciertamente no sabemos qué son unos estados psíquicos de los que nadie es
consciente. Tan sólo sabemos que tomar conciencia de los estados psíquicos, que
es algo a lo que no podemos negar un estatuto ontológicamente irreductible, es
algo que forma parte de los estados psíquicos mismos. La intencionalidad no es
algo «psíquico», pero lo psíquico es algo potencialmente intelectual, y no se pue
de decir que es en sí mismo sin referirse a esta potencialidad.
Lo explicaremos recurriendo al fenómeno de la tendencia y el instinto. Lo
viviente se caracteriza por ordenarse a algo, «por tender», por los impulsos. Si
queremos aclarar qué significa tender a algo, tenemos que hablar del querer y el
obrar conscientes. De ese hecho han inferido algunos la idea de que dirigirse a un
fin sólo es posible como querer consciente y fijación consciente de fines. Fuera
de eso, el modo teleológico de hablar no estaría justificado, o habría que enten
derlo exclusivamente en sentido metafórico. Esto no es acertado porque sólo po
demos querer experimentando en nosotros una tendencia originaria como la se
ñalada. Sin ella, el mundo nos sería indiferente, y no hallaríamos ninguna razón
para querer una cosa en vez de otra. Si ahora queremos describir qué es este ten
der, tenemos que recurrir a palabras que proceden del ámbito del querer cons
ciente, y a continuación eliminar, en el uso de esas palabras, el momento de in
tencionalidad. La objeción de que, procediendo así, anularíamos sencillamente
el significado de las palabras, lo cual significaría, a la postre, lo mismo que no
haber dicho nada, no es correcta. Para verlo basta con reparar en que el querer
consciente descubre en sí una tendencia, a la cual pertenece como fenómeno el
preceder a la conciencia de la tendencia y el «volver en sí» cuando se toma con
ciencia de ella. Expresar lo que es antes de ser consciente de ella significaría ex
plicar de un modo determinado algo que sólo se puede precisar expresándolo.
Nicolai Hartmann, como Heidegger, ha defendido la tesis de que no disponemos
71
PERSONAS
III
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INTENCIONALIDAD
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PERSONAS
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INTENCIONALIDAD
9. Cfr. M. S cheler , «Liebe und Erkenntnis», en Gesammelte Werke, Bd. 6, Bonn 1986.
75
TRASCENDENCIA
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PERSONAS
1. Para lo que sigue cfr. R. S paemann, «Das “ sum” im “cogito sum” », en Zeitschrift für philosophis
che Forschung 41 (1987), 373-382.
78
TRASCENDENCIA
La palabra «ser» tiene para las personas otro significado distinto del que
tiene para «el animal racional», o sea, el de «algo en general». Sólo así es posible la
duda cartesiana. Con relación a algo en general como contenido de nuestra con
ciencia no tendría sentido hablar de un engaño posible. De ahí que lo caracterís
tico del método de Husserl sea excluir este nuevo significado de ser y suspender
este sentido de trascendencia. Para hacer del contenido intencional de la concien
cia un dato indudable hace falta suspender aquello que para Descartes constitu
ye el fundamento de la duda en la evidencia, la «posición del ser». La sospecha
cartesiana de una total idiosincrasia se apoya en una trascendencia como esa, en
la auscultación de un espacio que no coincide con el de la conciencia, y en el que
ésta es un ente que puede equivocarse. La sospecha supone un realismo con re
lación al ámbito de lo «psíquico». Lo psíquico lo «hay», y los contenidos inten
cionales son tal vez exclusivamente cualidades de esta entidad psíquica. Husserl
abandona también la posición del ser. La epoché fenomenológica significa la
anulación de la trascendencia de la conciencia, con el fin de tematizar el dato
ofrecido en la evidencia exclusivamente como el dato en cuestión. Con ello la
trascendencia suspendida, como es natural, no desaparece. La pregunta por la
«clase de ser», por el estatuto ontológico de la conciencia trascendental, tenía
que romper el ímpetu metódico de la fenomenología. Podría ser, sin duda, que la
anulación de la trascendencia originaria de la persona significara que la «pura»
objetividad alcanzada de ese modo fuera exclusivamente un «modo deficiente»
de lo originariamente dado. Así lo ha entendido Heidegger.
II
2. Cfr. G.W. F. Hegel , Phänomenologie des Geistes, ed. Glöckner (Jubiläumsausgabe) Bd. II, 68.
79
PERSONAS
por eso parace conducir a nowhere. Más allá del pensamiento no hay nada que
pensar, más allá del ver nada que ver. We never really advancea step beyond our-
selves, dice Hume3. Pero entonces ¿cómo puede pensar Descartes que todos los
contenidos intencionales de nuestra conciencia podrían ser engaños? Como eso
que son, son , y en esa medida no son engaños. Nada puede engañar sobre lo que
es, sino sólo sobre aquéllo a lo que remite y que no se manifiesta como es en sí
mismo. La objetividad remite desde sí — eso es lo característico del fenómeno—
a algo que se oculta, a algo que se contiene en sí mismo, o sea, a algo que se ma
nifiesta pero que no se agota en manifestarse, sino que existe como algo en sí.
Cuando sueño con haber subido con un amigo a la montaña^donde nos hospeda
mos en una cabaña de paja con el tejado gris en el que estaban posadas cuatro
chovas, no puedo equivocarme acerca de lo que he visto. Sería absurdo que al
guien quisiera corregir la situación diciendo que no se trataba de este amigo, sino
de aquel otro, que el tejado era rojo, y que eran seis, no cuatro, las chovas posadas
en él. Soy yo el que ha vivido el sueño, y nadie puede decirme cómo fueron las co
sas. Sólo hay una circunstancia sobre la que me he equivocado en el sueño, y que
se me aclara tan pronto como despierto: Yo no creía sólo que había hecho una ca
minata con mi amigo, sino también que él la había hecho conmigo. Y el dueño de
la cabaña en la que nos hospedamos sería alguien que habría conocido a dos hués
pedes. Es cierto que yo oí en sueños la voz de mi amigo. Pero él no habló.
Esta diferencia no és fehomenológica, es decir, no se halla en el plano del
objeto intencional. La identidad no es, per definitionem, un objeto intencional.
Para determinar si el diálogo por la mañana con mi amigo, en el que me asegura
que en modo alguno hizo la caminata conmigo, fue también soñado, no hay nin
gún tipo de criterio. El único que lo puede saber es precisamente mi amigo. Ser
como identidad significa que el ser es esencialmente plural. No hay continuidad
entre el saber de uno y el de otro, como no la hay del dolor de uno al dolor de
otro. Pero sí existe el saber, que alguien tiene, de que esto es así. Se sabe que
existe el otro como otro. Yo sé que soy el otro del otro y que mi ser no se limita
a ser sabido por el otro. Además, la forma como yo me manifiesto al otro no es
un mero cambio de estado, causado en él por mí y que como tal no puede ser ni
verdadero ni falso, sino que soy yo el que se manifiesta al otro y el que, por con
siguiente es el criterio para determinar la adecuación de la manifestación. Sobre
el juicio, acertado o erróneo, que hace al afirmar que tengo un dolor, no decide la
coherencia, por perfecta que sea, de lo que se le manifiesta, sino exclusivamente
mi dolor, es decir el dolor que yo tengo. Esto lo sabemos los dos. Su juicio sobre
mi dolor solo puede ser verificado, a la postre, por mí.
«La cosa en sí» de Kant, considerada de forma puramente teorética, es una
pura X, un lugar vacío producido por la reflexión sobre la objetividad del objeto.
80
TRASCENDENCIA
III
81
PERSONAS
contenidos intencionales, pues ellos mismos son un más allá semejante, es decir,
son libres. La reflexión cartesiana encierra la estructura de tener, que es caracte
rística del ser délas personas, y se dirige a la totalidad de la esencia. La persona
abre una distancia entró sí misma como sujeto y todos sus contenidos de concien
cia. La duda puede activar una discrepancia entre los contenidos, por un lado, y
el sujeto que los tienen, por otro. El sujeto no puede desembarazarse de los con
tenidos sin aniquilarlos, pues su ser consiste exclusivamente en tenerlos. Pero en
la medida en que no los es, sino que su ser consiste en tenerlos, se halla más allá
de todas estas determinaciones. Puede pensar que son idiosincrasias engañosas.
Si así fuera, él mismo se convertiría en una entidad absurda, que es algo que no
se puede pensar tratándose de una criatura de Dios. Pero, en todo caso, si podría
— eso es lo principal del cogito cartesiano— podría afirmar su pura identidad nu
mérica como este pensante. Las personas forman un espacio como entidades abs
tractas de ese tipo. Las personas no tienen el ser personal en común como los
hombres tienen el ser hombres. «Persona» no es un rasgo de la esencia, sino que
designa a un individuum vagum, es decir, la respectiva singularidad de una vida
individual. «Persona» es, como «ser», un concepto análogo. Las personas se lla
man «personas» como los miembros de la familia llevan los mismos apellidos.
Para cada uno de ellos el mismo apellido significa algo distinto: para el padre, la
madre, la hija, el hijo, el hermano. No quedan incluidos en el mismo nombre
como en un concepto general, que es indiferente a las diferencias de los sujetos
que engloba. El apellido, siendo el mismo, asigna a cada uno de los que lo lleva
un lugar determinado dentro de la estructura familiar. Por eso cada persona tiene
para siempre su propio lugar, definido por ella, en la comunidad de personas.
Sólo hay personas juntamente con su lugar, y el lugar lo hay por ellas. No se tra
ta;, pues, de un espacio vacío — newtoniano— cuyos lugares son indiferentes al
objeto que los ocupa. En el espacio al que nos referimos no hay espacios vacíos,
y por tanto no hay «personas posibles». Las personas no pertenecen a un ámbito
de «esencias» que pueden existir o no existir. No hay «idea» de persona. Sólo
hay personas reales. El hombre con el que yo estaba en sueños sigue siendo tras
el sueño lo que era, a saber, un hombre. Pero, tal como se manifestaba, no era una
persona.
Podríamos decir asimismo que no estaba vivo, pues la vida es el ser del vi
viente y, por tanto, también del hombre. Las personas son hombres vivos. El ser
propio de la persona no es distinto del del hombre, no es, pues, un ser que con
sista, por ejemplo, en pensar o en determinados estados de conciencia. Como no
hay personas meramente posibles, la existencia no puede ser algo que pueda co
rresponder o no a una persona. El pensar efectivo se distingue del pensar simula
do —del pensar de una máquina— en que es vivido como pensar. La vida perso
nal conscientemente vivida es el paradigma de vida. Sólo podemos entender lo
que es la vida no personal por analogía con la vida personal, es decir, por subs
tracción.
82
TRASCENDENCIA
También de los seres no personales se puede decir que no son simples casos
de un concepto. Tampoco ellos son «meros casos de...». En los seres vivos el es
tatuto de caso es reemplazado por la relación de ascendencia, dentro de la cual
ocupan un lugar determinado. El estatuto de caso, de ser «mero caso de...», sólo
conviene, en sentido estricto, a las cosas inanimadas. Ahora se plantean dos pre
guntas:
1. ¿En qué se diferencia la comunidad de personas, el espacio personal, del
espacio de relaciones de las especies biológicas naturales? Las relaciones madre,
padre, hijo, etc., son primariamente relaciones biológicas.
2. Si el ser de las personas es la vida del hombre, ¿qué sentido tiene decir
que el hombre que aparecía en mis sueños era un hombre pero que no estaba
vivo? Ciertamente no era un muerto. El león que aparece en el cine está eviden
temente vivo, si bien no es real. ¿No pertenece la vida al ámbito del fenómeno?
¿No podemos establecer, también en relación con la vida, la distinción entre vida
posible y vida real?
Respuesta a l : Las relaciones personales pueden «basarse» en relaciones
biológicas, de igual modo que las funciones biológicas del hombre, como la re
lación sexual o comer y beber, se convierten frecuentemente en actos personales.
Lo mismo se puede decir de las relaciones fundamentales de parentesco, como
se puede ver fácilmente en el hecho de que duran toda la vida (el que sean cor
diales o no es indiferente al respecto). La madre es siempre madre. En los anima
les no es así. Con la desaparición de la función biológica desaparece la relación,
que pasa a ser una conducta igual a la que se tiene con cualquier otro individuo
de la especie. Esto se ve especialmente claro en el tabú del incesto, que evita que
las diferentes relaciones pierdan su exclusividad personal. En muchas culturas,
por ejemplo, en la Rusia del siglo XIX, no se permitía que el cuñado y la cuñada
se casaran, aunque entre ellos no existía consanguinidad. Por eso, la procreación,
en lo que toca a su significación personal, puede ser sustituida por la adopción.
La relación personal como tal no es una relación genealógica. Las personas,
como los seres vivos no humanos, no pueden ser consideradas como ramas de un
árbol común, sino como lugares abstractos de un espacio físico. Y estos lugares
son siempre reales.
Respuesta a 2: Los vivientes no son siempre reales. ¿Son vivos siempre?
¿Es constitutivo de la esencia de un viviente, que se nos da como fenómeno, es
tar vivo? ¿Es, como piensa Aristóteles, «el ser del viviente»5? A Aristóteles no se
le había planteado aún nuestro problema, pues no disponía del concepto de con
tingencia, o sea, de la diferencia ontológica entre esencia y existencia. La «sus
tancia primera», o sea, la cosa individual, es, para Aristóteles, el existente en sen
tido propio. La «forma», que hace que sea lo que es, hace asimismo que sea. «La
83
PERSONAS
forma da el ser»6, dice Santo Tomás de Aquino. Ser significa, como en Platón,
ser estructurado conforme a la esencia, participación en la idea. El demiurgo pla
tónico no es un creador, sino un organizador. Convierte el caos en formas orde
nadas. El que un individuo^ determinado completamente de una cierta manera,
siga manteniendo una diferencia interna con su ser, o sea, que pueda ser o no ser,
es una idea que resulta posible únicamente gracias a la idea de creación de la
nada. A la creación sigue, en un segundo paso, el traslado de la potencialidad del
«caos» a la forma y la determinación. El principio forma dat esse es puesto de al
gún modo entre paréntesis. El todo compuesto de materia y forma sigue siendo
para Santo Tomás ideal, una esencia individual. Todo individuo posee una estruc
tura ideal semejante, que se comporta indiferentemente respecto del ser y del no
ser. A ello se debe el que, para Santo Tomás, cada ser individual esté conforme
con una idea divina. Esta idea es la idea de un hombre, no la de una persona, pues
nosotros llamamos «persona» al hombre que existe fuera de Dios, extra causam.
La existencia tiene un momento de insuperable facticidad, que, cuando se piensa
como creada, obliga a pensar a Dios como libertad.
La respuesta a la pregunta acerca de si la vida forma parte de la esencia del
viviente, o si significa el existir de esta esencia, es decisiva para determinar la ver
dad de la proposición según la cual la vida es el ser de la persona. La perplejidad
que nos asalta cuando preguntamos si el león que aparece en nuestros sueños o en
el cine está vivo tiene su origen en esta respuesta. Surge porque la vida como tal
es un suceso único, un acontecimiento, no una forma, cuya existencia puede ocu
rrir o no ocurrir. La vida es el ser acrecentado, o, mejor, el ser originario y para
digmático. Ser es un derivado de vida. Nosotros alcanzamos el concepto de ser
substrayendo del de vida, igual que el de vida lo alcanzamos substrayendo del de
vida vivida y consciente. Vida consciente es ser pleno. Qui non intelligit, noñper-
fecte vivit7, dice Santo Tomás. Análogamente se podría decir: Qui non vivit, non
perfecte existit. Sin embargo, sólo hay vida como el ser de un viviente determina
do. Todo viviente pertenece a una especie y tiene una forma. Las especies bioló
gicas son «tipos» de vida, de igual modó que, en general, las esencias, las formas
esenciales, son tipos del ser. Estos tipos no se pueden abstraer de su consumación
ni pensar como esencias ideales, que pueden realizarse o no realizarse, como si
fueran «tipos» musicales, que son independientes de su ejecución efectiva y pue
den ser fijados y reproducidos por escrito. Los tipos de ser son posibilidades, el
ser es realidad. Un animal soñado o representado en un película es un tipo de vida,
respecto de la cuál podemos preguntamos si es realmente vivida. La vida forma
parte de su concepto, pero de este concepto no podemos derivar el hecho de que
Sea efectivamente vivida. Un león determinado, como tipo de vida, también pue
de parecer que vive. La vida como tal no puede ser o no ser. Es ser.
84
TRASCENDENCIA
IV
85
PERSONAS
10. Cfr. M. S c h e l e r , Die Stellung des Menschen im Kosmos, en Gesammelte Werke, Bd. 9, Bern
1976, 112 e Idealismus-Realismus, ibid, p. 214.
86
TRASCENDENCIA
v
La actitud teórica está situada dentro de un contexto vital en el que siempre
hay algo en juego, es decir, en el que «tendemos a algo». ¿A qué tendemos?
¿Qué es, en última instancia, lo que hay enjuego? ¿Cuál es el objeto supremo de
nuestras intenciones prácticas? Debe haber algo de lo que queramos la realidad,
no la apariencia. Platón llama a eso «el bien». Pero, ¿no podría por su parte ser
el bien algo «exclusivamente subjetivo», un estado determinado del sujeto, que
puede ser producido por una apariencia benéfica?
El reto para la filosofía se halla desde el principio en la respuesta sofística:
aquello de lo que no queremos la apariencia, sino la realidad, es el placer, «sen
tirse bien». Esta respuesta es paradójica. Sólo puede aplicarse al hombre. Pero si
el hombre se entiende a sí mismo de este modo, malogra aquello que lo distingue
como hombre, lo que hace de él una persona. Para el tigre hay siempre enjuego
una cosa u otra, la presa, el calor, el apareamiento. Nosotros, que observamos al
animal, podemos interpretar su conducta y decir que lo que único que persigue
es alcanzar determinados estados homeostáticos. Los fines que persigue están
ocultos para él, son meros medios para el logro de estos estados. La prueba de
que es así se halla en el hecho de que podemos producir esos estados en los ani
males omitiendo los fines «naturales», en cuyo caso los animales no parecen
echar nada de menos. Aquello de lo cual no buscan nunca la apariencia, sino el
ser, es evidentemente su propio «bienestar» (algo que, por lo demás, no coincide
con el placer físico). En ciertas especies animales hay algo semejante al autosa-
crificio. Los pájaros alimentan a sus polluelos hasta la extenuación. En este caso,
el autosacrificio es la condición del estado homeostático, y el animal no se sien
te bien si no se «sacrifica». El fin por el que se esfuerza puede simularse. En re
lación con él la diferencia entre ser y apariencia no tiene sentido. Si la simulación
tiene éxito, pues tiene éxito.
La personas son seres que reflexionan expresamente sobre la diferencia en
tre «para mí» y «en sí». Al tematizar el «para mí», se hallan más allá de él, lo
trascienden en dirección al «en sí». Sin duda pueden revocar conscientemente
esta trascendencia, pueden elegir la apariencia, el autoengaño consciente, el pla
cer y el sentirse bien en lugar de la alegría, que es siempre alegría por algo. Na
die puede ser consecuente con eso sin renunciar a su humanidad. Epicuro, que
calificó el placer de único y supremo bien, lo ha puesto de manifiesto de forma
ejemplar. No hay vida placentera, escribió, sin buenos amigos. Para tener buenos
amigos, uno mismo tiene que ser un buen amigo. Para ser un buen amigo, es pre
ciso estar dispuesto, si fuera necesario, a ofrecer la vida por el am igo11. Ésta es la
dialéctica del hedonismo. Un hombre no pervertido podría tener verdaderos ami-1
87
PERSONAS
gos. No le basta con imaginarse que los tiene. Nadie quisiera permanecer incons
ciente en la cama durante toda su vida en un estado de euforia artificial. La uto
pía antihumana de una Completa «realidad virtual» avanza amenazadoramente
favorecida por una antifilosofía que se hace pasar por filosofía. Pero no será tan
fácil abolir al hombre. Si alguien, postrado en el lecho de muerte, se entera de
que sus hijos han sido salvados de un naufragio, querrá saber si es verdad. El
«para mí» sólo es un «para mí» en la medida en que tengo éxito en considerarlo
como un «en sí». Querer ser engañado es siempre una expresión de desespera
ción: expresión del sentimiento de que la realidad es tal que no podemos compe
tir con ella. Donde más claro se ve esto es en el hombre con la apariencia adivi
nada de ser amado, en tanto que la verdadera alegría aparece cuando sabemos o
estamos convencidos de que el afecto del otro es expresión de su verdadero sen
timiento, no una simulación, aun cuando esto último no tuviera para nosotros
ninguna consecuencia en el futuro. Y lo mismo se puede decir del propio amor:
amor extasim fa c itu. El amor no se dirige a un objeto intencional, cuyo estatuto
ontológico puede quedar en suspenso, sino a otro ser que no nos es dado como
objeto intencional, sino como identidad más allá de toda objetivación posible.
Los objetos intencionales se definen siempre por su esencia. Su identidad es
siempre identidad cualitativa. El amor, en cambio, se dirige al otro, a su identi
dad numérica. En él no existe indeterminación de la referencia. En el caso de que
un perfecto doble ocupara el lugar de la persona amada, un doble que dispusiera
de toda la información acerca de los recuerdos en común, es posible que no no
táramos el engaño. Pero si llegáramos a saber que es un engaño, y que el pasado
de la otra persona no es el mío, nos sentiríamos defraudados. Dejaría de ser la
persona amada, a menos que comenzáramos a amarla. Pero en ese caso se trata
ría de otro amor.
Entendemos lo que esto quiere decir cuando se habla del amor en sentido
«extático». Pero no sabemos si tiene su plena realidad sólo en las palabras que
hablan de él. Sentimos que sólo vivimos plenamente cuando amamos. Pero pre
cisamente por ello reflexionamos sobre el éxtasis dél amor, y podemos amar a
una persona porque amamos el amor. La trascendencia pura no sería consciente
de sí misma. Una persona se nos revela a través de un conjunto de cualidades no
singulares. El verdadero amor no se dirige a esas cualidades, sino al otro, a su
identidad numérica, también cuando cambia. Pero la capacidad de perseverar en
el objeto de la «referencia» cuando se dan cambios cualitativos no es ilimitada.
Sólo ama, ciertamente, aquel que no puede dar «razones» de su amor que se ha
llen en las cualidades concretas del amado. Sin embargo, si el cambio de cuali
dades eá muy radical, ocurre como si la persona amada se volviera invisible. La
razón de esa invisibilidad puede residir en el amante. Mientras amaba, le resulta
ba evidente que por su propia naturaleza el amor, cuando ha encontrado efectiva-12
88
TRASCENDENCIA
mente la realidad del amado, no puede terminar. Pero si, con todo, termina, sen
timos que no habíamos alcanzado realmente el ser del otro. Así es como el m ís
tico se une con la divinidad en la experiencia extática y entra en la eternidad. Se
hace uno con aquello que por su naturaleza no termina. Pero la unión termina, y
el que reza «vuelve de nuevo a sí».
Pero, cuando la considera retrospectivamente, el estado de unión mística no
se convierte en ilusión, pues regresa a la situación de aquel que sigue perseveran
do en la realidad que experimentó en el éxtasis. Entonces hablamos de «fe», que
en latín —-fides— es sinónimo de fidelidad. Así pues, existe también la «forma
normal» de la trascendencia humana, en el que el ser del otro no se da inmedia
tamente en la vivencia, pero que, no obstante, tampoco desaparece. El modo
como la identidad de cada hombre reclama ser real para los demás es la acepta
ción. Para ser capaz de aceptar al otro, hace falta seguramente experimentar in
mediatamente la identidad del otro, es decir, sentir amor y haber amado. El resto
se llama fidelidad. La forma elemental de semejante experiencia «absoluta» de
la realidad es la mirada del otro, que se cruza con la mía. Soy mirado. Cuando
esta mirada no es objetivadora, escrutadora, devaluadora o meramente codiciosa,
sino encuentro con la propia mirada en reciprocidad, se constituye para la viven
cia de ambas lo que llamamos ser personal. Sólo en pluml hay personas. En prin
cipio la mirada del otro también puede ser simulada. El otro no se da nunca,
como el fenómeno, de una forma inmediata y constrictiva. Tener al otro como un
ser real, no como una simulación, entraña un momento de libertad. El acto fun
damental de la libertad es la renuncia a apoderarse de lo otro, que es una tenden
cia viviente. Positivamente la renuncia significa dejar ser. Dejar ser es el acto de
la trascendencia que constituye el signo auténtico de la personalidad. Las perso
nas son seres para los que otra identidad deviene real, y cuya identidad deviene
real para los otros.V
I
VI
89
PERSONAS
soy para ella como ella es para mí, y a mí me resulta evidente que yo soy para
ella y que ella sabe que es para mí. En esta reciprocidad se funda el realismo me-
tafísico, el cual es constitutivo de la persona y una condición necesaria de la in
tencionalidad, aunque no reductible a ella.
Cuando la identidad se manifiesta, lo hace necesariamente en determinadas
cualidades, ante todo en la mirada. Todo aquello en lo que se manifiesta es sus
ceptible en principio de simulación. Todo lo cualitativo, todo lo fenoménico, se
puede simular. La personalidad se constituye renunciando a tener al otro por una
simulación o por un sueño, es decir, por «algo» que es esencialmente para mí, sin
que yo sea, simultáneamente para él.
El amor y la aceptación implican esta renuncia. Ambos son incompatibles
con la duda en la realidad del otro, o sea, con el solipsismo, y también con la re
ducción del realismo a la condición de hipótesis. En Nietzsche podemos obser
var cómo la negación de la relación con la realidad coincide con la disolución de
la persona y la negación de su unidad. Si no soy alguien que pueda ser «pensa
do» como tal, entonces no soy nadie en absoluto, sino exclusivamente algo. Pero
como algo no poseo un principio de necesaria unidad interna. Si no soy un «tú»,
tampoco puedo ser un «yo», sino que soy un conglomerado de estados de nadie,
soy el «placer de ser el sueño de nadie bajo abundancia de párpados»,3.
El «realismo inetafísico», que caracteriza nuestra relación con los demás,
no se puede reducir a esta relación. Es, más bien, lo que distingue esencialmente
el modo humano de estar en el mundo del modo animal. No se refiere sólo a las
personas, sino a todos los seres, al menos a los vivientes. Para el hombre no exis
ten en absoluto puras relaciones sujeto-objeto. La relación con la realidad es si
multáneamente una relación de «co-existencia». Nietzsche ha puesto de ma
nifiesto que nuestra relación con las cosas como unidades sustanciales está
orientada por el paradigma de nuestra relación con las personas, y por eso surge
y muere con ella. Esto resulta obvio para nuestro trato con los animales. La reac
ción espontánea ffénte a un animal que sufre supone que su dolor es real en al
gún sentido, que no significa exclusivamente la «realidad» de un fenómeno «para
nosotros», pues, para nosotros, este dolor no es en modo alguno un fenómeno.
Son más bien los fenómenos los que nos permiten concluir la existencia de ese
dolor, el cual no puede ser para nosotros nunca un fenómeno, pues es similar de
algún modo al dolor que experimentamos en nosotros. Pero no hay ningún limi
té «hacia abajo», más allá del cual el ente tuviera para nosotros exclusivamente
el modo de ser dé la objetividad. «El realismo metafísico» no prejuzga ninguna
concreta teoría del conocimiento. No prejuzga la relación entre la «cosa en sí» y
el fenómeno ni el estatuto ontológico de las categorías con las que comprende
mos el mundo. Lo que afirma es exclusivamente que sin trascender el fenómeno 13
13. R.M. R il k e , Rose, oh reiner Widerspruch. Sämtliche Werke 2, Bd., Wiesbaden 1957, 185.
90
TRASCENDENCIA
91
¡I
m
FICCIÓN
Nemo potest diu ferre. Ficta cito in naturam suam r e c id u n t escribió Séne
ca. «Persona» significa aquí máscara. No se puede llevar puesta mucho tiempo.
«Todo lo fingido recupera rápidamente su naturaleza». En el segundo capítulo
hemos seguido el cambio de significado de la relación entre «naturaleza» y «per
sona». La producción humana, la ficción y el nomos son secundarios frente a la
naturaleza, pero son posibles por ella, tienen en ella su medida y retoman a ella.
Ésta es la visión de la antigüedad.
Desde este punto de vista la praxis humana no se distingue de la actividad
de los animales, de la constmcción de los nidos por las aves o de la lucha ritual
de las hormigas por el lugar que les corresponde en la jerarquía social. Forman
parte de la naturaleza. «Naturaleza» es uno de esos conceptos que incluye su
contrario. Es propio de la naturaleza del hombre hablar un lenguaje, pero no hay
ningún «lenguaje natural».
Lo característico del hombre es que lo artificial, lo ficticio, no está integra
do, como función suya, en la praxis vital natural enderezada a la autoconserva-
ción o a la conservación de la especie, sino que forma, frente a esa «realidad»,
una dimensión autónoma de la vida. En ello se compmeba de modo especial
mente claro la no-identidad con la propia naturaleza que nos obliga a llamar a los
hombres «personas».
En los animales existe también una belleza superflua, un exceso de mani
festación de vida que no se puede derivar fiincionalmente de los fines biológicos.
Los animales juegan. El canto de los pájaros tiene ciertamente una función bio
lógica, pero esa misma función se cumpliría de forma natural mediante algún
otro mido menos encantador para nosotros. Lo mismo se puede decir sobre la $1
93
PERSONAS
manifestación visible de los animales. Los dibujos exteriores de los pájaros, pe
ces y reptiles, por ejemplo, con sus elegantes modelos cromáticos, llama la aten
ción de las hembras y sirve para la selección. Pero no existe ninguna conexión
causal apreciable entre las cualidades, ventajosas y útiles para la reproducción y
supervivencia, de determinados animales, y la belleza de su decoración. Además,
y es lo más importante, referirse a la ventaja para la selección de las formas ex
teriores lo único que hace, como ha observado Adolf Portmann, es aplazar el pro
blema2, pues lo que ahora precisa explicación es que las hembras otorguen sus
favores por criterios estéticos. Es evidentemente la naturaleza la que «juega».
Sus manifestaciones de vida no siguen estrictamente las exigencias de la funcio
nalidad biológica. Evidentemente el exceso lúdico puede interpretarse de nuevo
fimcionalmente, al menos cuando se trata de actividad lúdica. Sirve como entre
tenimiento, favorece la movilidad y la flexibilidad para adaptarse a las condicio
nes cambiantes del medio y para ensayar nuevas posibilidades de acción.
Los juegos del hombre no admiten una interpretación así, y sus fiestas tam
poco. Ambas cosas, las fiestas y los juegos, son filies en sí mismos hasta el pun
to de que, vistos biológicamente, exigen un gasto desproporcionado y absurdo de
energía, esfuerzo, recursos materiales y tiempo. El juego se convierte, compara
do con la vida, en una actividad más elevada. Huizinga se plantea la pregunta so
bre «hasta qué punto la acción sagrada cae siempre dentro del juego»34.Lo sacro,
como el juego, se sale del círculo funcional del bios, hasta el punto de que la pra
xis vital normal del hombre se puede entender, desde la esfera de lo sagrado, in
versamente, como juego. Así es como Platón define de una forma nueva la rela
ción entre el juego y lo serio. Cuando se opone expresamente a «lo que ahora
pensamos»*', esto, «lo que ahora pensamos», no es lo que un europeo moderno
piensa! a saber, que el juego está subordinado a la seriedad de la vida, sino esto
otro: «que las cosas serias se deben hacer por el juego». En la antigüedad existía
consenso sobre el hecho de que el ocio es el fin del trabajo tanto como la paz lo
es del potencial bélico. Platón no invierte esa jerarquía, pero define lo «serio» de
forma nueva. Lo serio es el juego . La vida buena ño debe servir al juego, sino que
tiene que ser, en conjunto, juego. «Quiero decir que lo serio se debe aproximar a
lo serio, no a cosas que no son serias. Por naturaleza, Dios es lo que merece ante
todo toda nuestra sagrada seriedad y el hombre es el mecanismo dispuesto artís
ticamente por Dios y, de hecho, él es su mejor obra. De acuerdo con esta cuali
dad el hombre y la mujer no deben hacer otra cosa durante toda su vida que fes
tejar los más bellos juegos, o sea, lo contrario de lo que nosotros pensamos
ahora»5.
94
FICCIÓN
La idea de la vida como juego fue retomada y continuada por la Stoa, cuan
do enseña que hay que vivir la propia vida como el actor de teatro interpreta su
papel, o sea, indirectamente. «Sólo queda que los que tienen mujer vivan como
si no la tuvieran; los que lloran como si no llorasen; los que se alegran, como si
no se alegrasen; los que compran como si no poseyesen...»6. Esta recomendación
del apóstol Pablo está en la misma dirección, al final de la cual está el estafador
Félix Krulls con su adhesión a «la vida en metáfora» y su desprecio de las «rela
ciones burdamente positivas»7. Para San Pablo y para los estoicos ocurre al re
vés: «las relaciones burdamente positivas» no le pueden hacer nada a la libertad
si ellas mismas son tomadas como metáforas y la vida es vivida como la inter
pretación de un papel.
La interpretación, las máscaras animales y humanas, son propias de todos
los grupos humanos conocidos. Disfrazarse es un juego infantil ampliamente ex
tendido. Imitar a determinadas personas es uno de los métodos más seguros de
entretener y hacer reír a los seres humanos. En tales casos a todos los hombres
les resulta evidente lo que, referido a los esquizofrénicos, se llama «doble conta
bilidad»: sabemos que el actor sólo interpreta y que es «verdaderamente» otro,
pero suspendemos este saber. Sabemos, pero como si no supiéramos, y nos aban
donamos a la apariencia. Nos entregamos conscientemente al miedo y a la com
pasión. Gozamos llorando porque se trata de un llanto «como si no lloráramos».
El primero que se admiró públicamente de ello fue San Agustín cuando relata
cómo lloró al leer la «Aeneis» sobre Dido, «porque se mató por amor»8. El re
ceptor de la ficción artística tiene que desarrollar una no-identidad análoga a la
del que finge. No se engaña para después destruir el engaño con alguna explica
ción, sino que acepta la interpretación, o sea, acepta tener a los actores por aque
llo por lo que se hacen pasar, aunque sabe que no lo «son».
II
6. 1 Cor 7, 29.
7. Th. M a n n , «Bekenntnisse des Hochstaplers Felix Krull», en Gesammelte Werke 7, Band, Frankfurt
a. M. 1960,372.
8 . S a n A g u s t í n , Confesiones I, XIII, 20 y s s .
95
PERSONAS
no, sino el camino mismo, la biografía entera, cuya identidad esencial, por otra
parte, está asegurada biológicamente. Las personas no son roles, pero sólo son lo
que son interpretando alguno, es decir, estilizándose de algún modo.
La estilización se mueve dentro de un marco culturalmente configurado. El
debilitamiento de este marco, la depotenciación de la tradición hace que surja por
doquier la necesidad de «encontrarse a sí mismo», de la «experiencia de sí m is
mo» y cosas semejantes, así como la necesidad de adaptarse a los totalitarismos
democráticos o dictatoriales. La melodía del habla individual es exclusivamente
la variación personal de la melodía del habla dada de antemano en un espacio lin
güístico, y por eso sólo puede ser interpretada cuando se conoce. No es, como los
ojos de los caracteres tipográficos, ni el producto manifiesto de una consciente
voluntad de estilo, ni expresión inmediata de la «naturaleza» del hablante, sino
las dos cosas a la vez.
Para los hombres no hay inmediatez, salvo en los raros momentos de espon
taneidad inconsciente, o en estados de profunda tristeza, en las depresiones, en
las que parece que nada vale la pena e incluso la voluntad de escenificarse a sí
mismo desaparece. Los seres humanos no son su naturaleza. Y la afirmación del
Salmo «el hombre es un mentiroso»9 nó se puede refutar señalando ejemplos de
sinceridad aparentemente indudable.
Tanto las Confesiones de San Agustín como las Confessions de Rousseau
son, en gran medida, una estilización de sus respectivos autores, aunque induda
blemente con una intención opuesta.
San Agustín es consciente del carácter mediado de su confesión. Lo que él
expone no es la búsqueda de sí mismo, sino la búsqueda de Dios. La manifesta
ción de sí mismo es tan sólo el reflejo de las experiencias consigo mismo en su
camino hacia el Absoluto, camino que San Agustín entiende como camino desde
el autoengaño habitual y constitutivo hasta la verdad. Unicamente la verdad ab
soluta revela al hombre este autoengaño, y, a la vez, la verdad sobre sí mismo. El
des-engaño, a través de la distancia radical, es decir, a través del arrepentimien
to, conduce a uno a sí mismo. Su fin no es el rechazo de todo rol, sino la adop
ción del único rol verdadero, «revestirse de Cristo»101. La manifestación de sí
mismo en forma de libro es una doble fractura. Debe hacer escuchar al lector
cómo el autor confiesa a Dios lo que Dios le ha hecho ver. La intención de todo
ello es llevar al lector al mismo camino, pues la verdad, a cuya luz San Agustín
se descubre, no es su verdad, sino la verdad del bien, que según palabras de Pla
tón es «común a todos» ", y ante la que todos somos mentirosos.
96
FICCIÓN
12. J.-J. R ousseau, Les Confessions. Oeuvres Complètes III, Paris 1959, 86.
13. Ibid., 5.
14. J.-J. Rousseau, Emile. Oeuvres Complètes IV, Paris 1969, 250.
97
PERSONAS
III
98
FICCIÓN
obstante, algo común, es porque las palabras, siempre y desde el principio, apun
tan a e llo 1819. Sólo así es comprensible que en el libro del Génesis se pronuncien
las palabras «Hágase la luz» el primer día de la creación, aun cuando el sol, la
luna y las estrellas fueron creados el tercer d ía,9. El uso poético de las palabras
es primario frente a aquel otro que, mediante definiciones, elimina los matices
sugeridos, no expresados, para lograr la univocidad. «Poéticamente habita el
hombre» significa que la representación artística con palabras custodia la liber
tad de una relación con el mundo que es esencialmente histórica y no natural, y
en la que la univocidad representa solamente un caso límite interesado en el do
minio de la naturaleza.
Un mundo simbólico, que no se alimenta por lo general de la dimensión se
mántica de los símbolos, sino que es indiferente frente a la realidad, es la músi
ca. La música puede convertirse en vehículo de expresión anímica, sin que eso
sea constitutivo de ella. En la música añadimos algo al mundo, una sucesión de
sonidos, que no obedecen ni a leyes físicas ni a la casualidad, sino que están or
ganizados, como el lenguaje, por su importancia, una importancia que no signi
fica nada fuera de ellos mismos. La composición de mundos de significado puro
se halla sin duda al final de un largo desarrollo cultural, que en sus cimas es eu
ropeo, y que ahora parece llegar al final.
IV
99
PERSONAS
100
FICCIÓN
101
η
RELIGIÓN
103
PERSONAS
104
RELIGIÓN
II
105
PERSONAS
III
106
RELIGIÓN
derado como mero ser natural, excedería toda medida. Sólo si es más que natu
raleza, y algo distinto de naturaleza, puede acordarse de la naturaleza como nor
ma. Sólo como religiosos, no como naturales, pueden los límites ser obligatorios
para el hombre. Pero los límites que la religión pone no son otros que los natura
les, si hubiera límites naturales para las personas. No como naturaleza, sino como
creación divina, es la naturaleza numinosa para el hombre. «Obra como si la má
xima de tu voluntad debiera convertirse por tu voluntad en ley natural universal»,
dice la segunda formulación kantiana del imperativo categórico4. No podemos
querer algo así porque significaría el fin de la libertad y, en consecuencia, la au-
toanulación de todo imperativo. Pero podemos preguntar si sería imaginable y
deseable una naturaleza en la que ocurriera siempre lo que está conforme con las
máximas presentes de nuestra acción. En el obrar moral nos imaginamos como
creadores de la naturaleza. Pero no nos consideramos realmente como tales, sino
que la acción moral es el intento de vemos desde la perspectiva del creador y de
preguntar por qué tendría que querer que queramos el obrar moral. Esa pregunta
sólo se puede responder si existe un medio de cuya fundamental estructura cate-
gorial resulte algo sobre lo correcto y lo incorrecto. Sólo en el ámbito de lo vi
viente encontramos semejantes estructuras. De la legalidad física de la naturale
za inanimada, en tanto que no está en relación con lo viviente, no resulta nada
correcto o incorrecto, nada bueno o malo. Tan pronto como entran enjuego es
tructuras teleológicas comienza a existir lo falso, o sea, malograr los fines. A par
tir de aquí la naturaleza se convierte en moralmente relevante, un ámbito posible
de responsabilidad y un «texto legible», que puede encerrar orientaciones para la
acción de las personas. Espontáneamente estamos inclinados a poner derecho al
escarabajo que encontramos boca arriba. Pero independientemente por completo
de que tengamos tales inclinaciones, aprobamos determinadas acciones y deter
minadas inclinaciones y desaprobamos otras por ser «benéficas» o dañinas. Y be
néficas o dañinas sólo pueden serlo si existen tendencias naturales: unas propias,
de las que nos apropiamos conscientemente, y otras extrañas, con las que trata
mos de identificamos. La voluntad de las personas no procede de la nada. Con
siste siempre en la apropiación, rechazo o transformación de impulsos naturales.
La religión permite al hombre entenderse como ser natural sin tener que anular
se como persona, o, con otras palabras, de entenderse como sujeto sin tener que
desaprobar su condición natural como adiaphoron. Sólo hay obrar responsable
cuando se da una descarga de responsabilidad. La responsabilidad universal anu
la el concepto de responsabilidad. Para poder valorar el curso del mundo como
un todo y compararlo con otros mmbos alternativos nos falta, en primer lugar, sa
ber, y, en segudo lugar, criterios de análisis. La responsabilidad de un cierto ám
bito vital durante un tiempo determinado supone que el agente no tiene derecho
a sacrificar al resto del mundo al objeto de su responsabilidad, aunque sí lo tiene
4. I. Kant, Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, Akademieausgabe Bd. IV, 421.
107
PERSONAS
IV
108
RELIGIÓN
r-
f
8. Ps 103,5.
9. H. D i e l s , Die Fragmente der Vorsokratiker, Hrsg, von W. Kranz, Hildesheim 18. Aufl. 1989, frg. 1.
109
TIEMPO
111
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TIEMPO
3. J. Locke, An Essay concerning Human Understanding II, 27, § 16, ed. by P.H. Nidditch, Oxford
1975,335.
113
PERSONAS
11
114
TIEMPO
A los demás nos manifestamos como personas gracias a aquello por lo que
nos manifestanos como personas a nosotros mismos, o sea, gracias a una «natu
raleza». La persona no es un yo más allá de una naturaleza, entendida como
esencia cualitativa, sino que su ser no es otra cosa que tener una naturaleza seme
jante y disponer de ella. Sólo en virtud de una estabilidad cualitativa así puede
haber algo semejante a una «corriente de vivencias», la cual excluye que los mo
mentos inmediatos e instantáneos de la conciencia coincidan, por el hecho de que
no se puedan distinguir entre sí, en un único ahora vacío.
La exteñorización de la subjetividad como temporalidad es la condición de
la intersubjetividad esencial a las personas. Guando queremos pensar la intersub
jetividad, nos enfrentamos con el problema de que la intimidad ajena se nos da
exclusivamente en representación simbólica, es decir, en forma de determinacio
nes naturales, pero, justamente por ello, no como subjetividad. Todo lo que otro
me puede presentar es siempre un lado exterior. El abismo sería insuperable si
los sujetos finitos existieran de forma exclusivamente instantánea, como aconte
cimientos individuales de conciencia. Estos acontecimientos no podrían tener un
lado exterior. El lado exterior sería, más bien, lo contrario de cualquier forma de
«dentro». La palabra «representación» sería un término con el que encubriríamos
que el abismo es insalvable. La subjetividad sólo podría ser mía y para mí, o bien
no sería subjetividad. Como quiera que nadie tiene mi dolor, nadie podría saber
tampoco lo que tengo cuando tengo dolor. Pero la temporalidad significa que la
subjetividad tiende a lo que todavía no es, se dirige a ello, deviene sin interrup
ción pasado, algo exterior. Pero este algo exterior no es del tipo de la objetividad
sin sujeto, sino algo interior que deviene exterior, o, incluso, algo «interior exter
no». El hambre recordada, de la que puedo hablar a los demás y a mí mismo, se
guirá siempre siendo mi hambre, aunque ahora, cuando me acuerdo de ella, no
tenga hambre. Gracias a la objetivación de lo subjetivo como subjetivo, gracias
al proceso por el que se convierte en algo ya sido, resulta posible que los sujetos
puedan ser objetivos como sujetos también para otros, y esto significa que son
personas.
El concepto de subjetividad o de interioridad como tal no implica la tempo
ralidad. Descansa, precisamente, en la abstracción del tiempo. Pero el que los su
jetos se puedan pensar a sí mismos como siendo, como posibles semejantes de
otros sujetos, supone que, como sujetos, son siempre objetivos para sí mismos, o
sea, que se han vuelto algo exterior que es interiorizado de nuevo. Esto es lo que
entendemos por recuerdo. En la intentio obliqua del recuerdo la determinación
vivida se convierte en una determinación del vivenciar. Para nosotros mismos de
venimos, como sujetos, una realidad determinada de forma precisa. Sólo así es
posible que para los demás estemos determinados de forma precisa sin perder,
por ello, nuestro estatuto de sujeto. Puesto que, en el recuerdo, nos convertimos,
como subjetividad, en objetos para nosotros mismos, podemos serlo también
para los otros.
115
PERSONAS
116
TIEMPO
III
117
PERSONAS
frente a la «felicidad sin más», que se nos presenta inevitablemente como mode
lo y que, precisamente porque somos hombres, nos está vedada9. La idea de una
unidad así, real, es decir, intemporal, de la persona, entendida como unidad de
interioridad y exterioridad, es propia ineludiblemente del hombre. Sobre el fon
do de esta idea es como tomamos conciencia del tiempo y de su carácter genui-
namente «aniquilador».
Platón piensa la intemporalidad a partir de la objetividad, de la forma. Las
ideas son intemporales, y lo finito es real en tanto que participa en las ideas.
Dado que por sí mismo es lo nulo, la participación es una participación que trans
curre constantemente, y, por eso, sólo es real como búsqueda incesante de la par
ticipación. Lo individual como tal no es ideal y, en consecuencia, no es objeto de
conocimiento. Por eso las proposiciones verdaderas sobre lo contingente no son
intemporalmente verdaderas. Sobre el desenlace de la batalla naval de mañana,
no podemos saber nada hoy, según-Aristóteles, y, además, las proposiciones so
bre el particular no pueden ser verdaderas ni falsas10. Para la lógica moderna el
asunto es de otro modo. Ha eliminado la temporalidad de la predicación. No uti
liza las palabras «es», «fue» y «será», sino sólo un intemporal «es», que, por eso,
no pierde su verdad con el transcurso del tiempo, porque al mismo predicado se
añade un índice temporal. La proposición «tengo dolor» puede ser verdadera
ahora y falsa mañana. La proposición «Jürgen Klinsmann tiene dolor el 28 de
marzo de 1996» parece ser intemporalmente verdadera. Es sin duda un engaño,
pues, bien mirado, la indicación de la fecha sólo adquiere significado cuando nos
referimos al ahora de un algún hablante. Sólo si aceptamos que hay un cognos
cente intemporal, pero cuyo conocimiento tiene como contenido lo temporal y lo
contingente, podemos suponer que el conocimiento mismo es intemporal. Pero
esto sólo ocurre cuando lo absoluto es pensado como persona. Si Dios sabe siem
pre cuál será el desenlace de la batalla naval de mañana, puesto que para Él no es
mañana, podemos decir que la verdad en cuestión es intemporal, y las proposi
ciones al respecto son verdaderas independientemente del momento en que son
fonnuladas.
En la idea de uti Dios personal — lo cual significa pensarlo trinitariamen-
te— se piensa una intimidad que no se escapa incesantamente al objetivarla, sino
que su ser, como intimidad, tiene en sí la posibilidad de que la intimidad se ena
jene del ser y se contemple «en otro distinto de sí mismo» y sea contemplado por
él. Gracias a esta idea, la idea de una intemporalidad indiferente al tiempo se
transforma en eternidad, que San Agustín define como «duradero ahora». La in
diferencia frente al tiempo, es reemplazada por la simultaneidad con el presente
vivido de los seres finitos, o sea, con su intimidad real. Ésta no pierde realidad
para Dios por ser objetivada, sino que es conocida estrictamente como intimidad,
118
TIEMPO
pues, como dice de nuevo San Agustín, «Dios es más íntimo para nosotros de lo
que nosotros lo somos para nosotros m ism os»11. Este conocimiento real de la
subjetividad, conocimiento que no «transcurre» como ellos, es el ideal trascen
dente de todo esfuerzo cognoscitivo, ideal que San Pablo expresa con la sencilla
fórmula «conoceré como soy conocido»,2.
IV
119
PERSONAS
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MUERTE Y FUTURUM EXACTUM
Con el hombre vino la muerte al mundo. Sólo las personas mueren. Inútil
fue el empeño de Epicuro de alejar la muerte razonando. Epicuro recomendaba
pensar así: La muerte no existe. Mientras vivimos no estamos muertos. Cuando
estamos muertos ya no somos. Estar muerto no es, pues, una cualidad de nadie'.
Sin embargo, no podemos evitar saber que alguna vez no seremos, sino que
habremos sido. Este conocimiento hace de la muerte una realidad. Anticipamos
una mirada retrospectiva sobre nosotros, mismos que no será nuestra mirada re
trospectiva. En esto se distingue el conocimiento de la muerte del futurum exac
tum constitutivo de toda conciencia personal en el tiempo. Nos exteriorizamos en
cada momento y anticipamos el haber sido. Pero, al propio tiempo, nos apropia
mos continuamente de nuestro pasado como pasado nuestro e integramos lo sig
nificativo evanescente en nuevos contextos significativos. Al conocer nuestra
muerte anticipamos una exteriorización radical, que no permite el intento de la
propia integración mediante la producción de una significatividad continua. No
es casual que el cristianismo, de modo semejante a otras religiones antiguas de
misterios, interprete la conversión y el bautismo como muerte, como «morir con
Cristo». El tertium comparationis es aquí la radical discontinuidad de las estruc
turas significativas. La vida anterior aparece ahora como la de otro hombre.
La muerte de los demás existe también para los vivientes no personales, en
concreto, como cambio de la propia vida, sea como pérdida, sea como liberación.
La vida misma continúa. Da miedo lo que objetivamente amenaza la propia vida.
Los anímales perciben esta amenaza, y huyen o le hacen frente. Pero estas reac
ciones instintivas no obedecen a que conozcan el propio fin. Las señales de peli
gro perturban la homeostasis y provocan una conducta capaz: de restablecerla.
Por lo general, es una conducta apta para favorecer la supervivencia. El «progra-1
121
PERSONAS
122
MUERTE Y FUTURUM EXACTUM
123
PERSONAS
es la del «punto de vista de la razón», para el que la vida sigue. En cambio, cuan
do se trata del sentido personal de la propia vida, las reflexiones probabilísticas
sobre su duración carecen de sentido. Tenemos irrevocablemente una sola vida.
Normalmente no sabemos nada definitivo sobre su duración. Pero sólo puede ha
ber una única duración, por más que estadísticamente sea probable o improbable.
El punto de vista de la probabilidad no tiene lugar respecto de lo único.
Los animales no pueden considerar la vida propia desde un punto de vista
comparativo. Los animales, mientras viven, están siempre en medio de su mun
do, y no anticipan el hecho de que alguna vez ya no serán. El punto de vista de la
razón hace conmensurable la propia vida con la de los demás. El descubrimiento
de la persona equivale a descubrir la inconmesurabilidad de la propia vida perso
nal y la de los demás. Cuando no tienen lugar los puntos de vista de la probabili
dad, la ignorancia del momento de la propia Muerte adquiere plena relevancia.
Eso significa que el conocimiento de la propia muerte «tiñe» de igual modo cada
uno de los momentos de la vida. Sólo puede ser sentido el sentido presente. La
totalización de la vida no es una consumación imaginaria desde cierto punto de
vista exterior, sino que ocurre en medio de la vida cuando la persona se conduce
de un modo determinado con su vida. Rousseau escribió que nunca se debería
obligar a los niños a seguir una forma de vida que sólo tendrá sentido cuando al
cance una determinada edad2. No sabemos cuando moriremos. Tenemos que po
der morir sin que se deba decir que hemos muerto demasiado pronto. Nadie mue
re demasiado pronto . Ese modo de hablar, referido a la muerte demasiado
prematura ele un hombre, procede de una falsa analogía entre la vida y las empre
sas que no tienen su fin en sí mismas.
III
124
MUERTE Y FUTURUM EXACTUM
seo se extingue asimismo el deseo, de suerte que no parece haberse perdido nada.
Dentro de la vida las cosas tienen una explicación. La vida misma, como Heide-
gger ha mostrado, no la tiene. La característica vivencia del sin sentido que resul
ta de este descubrimiento fue expuesta por primera vez por Schopenhauer. El
apego a la vida, como la persecución de los fines sexuales instintivos, es para
Schopenhauer un esclavizador absurdo sin libertad que distingue a cualquier for
ma de vida.
Sin embargó, este ámbito de horizontes de importancia vital, que en conjun
to parece no tener importancia, hace que suija un nuevo horizonte más allá de los
vitales, un horizonte que se puede llamar «ámbito de sentido», y que existe sólo
para seres que, por su conocimiento de la muerte, han descubierto la finitud de lo
finito. ¿Qué significa que el ámbito de relevancia vital se experimente como ab
surdo? El que la relevancia vital lo sea bajo la condición de que exista la vida, y
el que la vida como totalidad no tenga una explicación, en el sentido de que la
vida misma podría tener una vez más relevancia vital, es una intelección lógica
mente forzosa. Pero, ¿de qué tipo es la vivencia del absurdo unida con esta inte
lección? No resulta necesariamente de ella. Cuando no buscamos un sentido no
echamos en falta ninguno.
La idea de absurdo pertenece a una dimensión distinta de la de un ámbito de
relevancia vital. No se puede derivar de éste, ni siquiera en el sentido de vivencia
de frustración. La liberación de la tendencia instintiva, que posibilita el hundi
miento del ámbito de relevancia vital, abre paso a otro ámbito oculto por el pri
mero. La sensación de absurdo pertenece a este otro ámbito, que llamamos «ám
bito de sentido». Sin embargo, frente a la opinión de Schopenhauer, este nuevo
ámbito puede integrar al anterior. En la conciencia de la finitud es donde el senti
do tiene relevancia fraguada. Y por «fraguada» entiendo la autoafirmación, y en
consecuencia su valor intemporal, de algo relevante frente a la muerte. El encuen
tro con un amigo, una cena con él en algún lugar en un hermoso paisáje, con una
botella de vino, satisface un buen número de necesidades elementales. Gozo para
los ojos y el paladar, proximidad a una persona amiga, raudales de pensamientos.
La relevancia de lo que satisface estas necesidades es relativa a ellas mismas, y,
por lo mismo, es radicalmente contingente. Supongamos que friera una comida
de despedida antes de la muerte. La vida sucumbe y con ella la relevancia del
acontecimiento. En algún momento todo será como si no hubiera sido. Ningún
recuerdo quedará. Podremos decir: en conjunto «no merece la pena». La concien
cia de la cercana destrucción de todo lo que da relevancia al acontecimiento des
truye, ya ahora, la relevancia. La comida del verdugo se nos atraganta, a no ser
que alguien viva hasta el final tan sujeto a la tendencia instintiva que se complaz
ca sencillamente en ella, y el absurdo no le contraríe.
Pero existe otra posibilidad. En la vivencia de que se trata del último en
cuentro puede esconderse la sensación un gran valor que elimina la contingencia
del acontecimiento. Un sentimiento de que «está bien así», que no se ve amena
125
PERSONAS
zado por el inminente fin de la vida — ni tampoco por el entero ámbito de rele
vancia relativo en comparación con la vida— , sino que es despertado por él. No
se quiere decir que «esto sea bueno ahora para mí, pero que, al desaparecer yo,
desaparecerá también definitivamente esa bondad», sino que «es bueno y segui
rá siendo bueno que se diera este momento fugaz y que se manifieste su relevan
cia». Ahora, la relevancia y lo que la hizo posible son privados de contingencia y
colocados en la dimensión intemporal del sentido. Y el que la comida y el vino
gusten a los amigos no se debe a que se satisfaga un instinto, sino a que la nece
sidad y su satisfacción han sido exoneradas de relatividad. El que fiiera bueno
para mí no será lo que haga que se convierta en «bueno sin más», sino que el
acontecimiento entero, con sus dos componentes mútuamente relativos, aparece
como algo que es bueno, y lo será siempre que haya ocurrido. La inanidad de lo
que desaparece en el tiempo se transforma en preciosidad. Lo que ocurre en este
caso tiene su analogía, en el plano lógico, en la transformación de las expresio
nes del presente, el pasado y el futuro en expresiones intemporales añadiendo un
índice temporal. Si transformamos el «ahora» en «el 17 de marzo a las 10», la
verdad o falsedad de la proposición se vuelve intemporal. Pero ya en el tiempo y
de modo temporal podemos expresar la participación del «ahora» en la intempo
ralidad, a saber, mediante el futurum exactum. Una expresión verdadera con
«ahora es...» deja de séí Verdadera mañana. Pero el «habrá sido», seguirá siendo
verdad siempre si «el ahora» lo fue una vez.
El surgimiento de la dimensión del sentido no está unido exclusivamente
con la vivencia de consumación vital, sino también con la de fracaso. En el pla
no de la relevancia vital es absurdo que un hombre trate de salvar a otro de la
muerte y que sólo consiga morir cón él. Con el fracaso, su acción pierde toda re
levancia positiva en el plano de lo relativo, de lo «bueno para mí». No fue útil
para nadie. Sin embargo, si elogiamos la acción y respetamos su memoria, es
porque el hecho sucedido tiene sentido en sí mismo. La acción ha sido bella, y
pertenece a la clase de cosas que justifican el mundo. Siempre será bueno que
ocurra. El tránsito de la relevancia vital al sentido es el tránsito del presente al
futurum exactum. El futurum exactüfn es la forma de la perpetuación. En la me
dida en que todo lo presente es tal que alguna vez habrá sido — eternamente y
para siempre— pertenece ya a la dimensión de lo intemporal. Como futuro de
viene presente, como presente deviene pasado, pero como pasado permanecerá
durante todo el futuro. Un acontecimiento presente, del que tuviéramos que de
cir que alguna vez no será, perdería realidad ya ahora como presente. La mera
relevancia es finita; Algo que es relevante ahora no dejará de ser relevante, tam
poco «habrá sido siempre relevante», pues la relevancia no es un ser absoluto,
sino méfamente relativo a un existente. Cuando desaparece la relación, no que
da el que la relevancia haya sido, sino el que lo haya sido la relación. Si la rela
ción ha sido indiferente, la relevancia desaparece. Pero si en la relación distin
guimos algo lleno de sentido, este sentido será siempre e, indirectamente, como
elemento de la estructura de sentido, también será siempre la relevancia. La an
126
MUERTE Y FUTURUM EXACTUM
IV
Sólo la vida que se tiene se puede ofrecer. Morir, entendido como acto de
entrega de la vida, es un acto esencialmente personal. En sentido literal no le está
permitido a todo el mundo. Las formas de extrema prolongación artificial de la
vida, que hoy se han convertido en algo rutinario, convierten la muerte, con ma
yor frecuencia cada vez, en un «sucumbir». El acto de morir existe ahora tanto
como antes. Cómo es interpretado por el moribundo mismo, depende en buena
medida de las convicciones que se ha formado durante su vida. Pero la descrip
ción del fenómeno como tal puede separarse de ello. El deseo, expresado hoy día
con mucha frecuencia, de caerse súbitamente muerto, está en contradicción con
el deseo de vivir la muerte como un acto personal, tal como se declara en la vie
ja petición cristiana de privamos de una muerte repentina e imprevista. Los ritos
de muerte de las religiones, la meditatio mortis como ejercitarse en morir, supo
ne que la terminación de la vida no es para el hombre sencillamente una extin
ción, sino un final que se le exige a él que ponga. La paradoja que eso supone
pone de manifiesto, como ninguna otra, qué significa ser persona. De todo movi
miento, y por tanto también de la vida, se puede decir lo que Aristóteles señala:
el fin del movimiento no pertenece al movimiento. En eso se basaba también la
interpretación de la vida que hace Epicuro. Si el fin de la vida humana se entien
de también como acto, es porque la persona adopta una actitud respecto de su
vida. El fin del movimiento no pertenece al movimiento, pero la terminación de
un movimiento por el que mueve es desde luego una acción, un acto. Hay una
127
PERSONAS
128
INDEPENDENCIA DEL CONTEXTO
129
PERSONAS
130
INDEPENDENCIA DEL CONTEXTO
nuestros fines, no debemos nunca, como dice Kant, utilizar su humanidad exclu
sivamente como medio1. Eso significa que el otro sigue siendo esencialmente el
mismo más allá de cualquier contexto desde el que uno entienda a la persona con
la que se encuentra, más allá de las «condiciones de posibilidad de la experien
cia» 2 o, como dice Lévinas, au delà de l ‘être 3. Sin embargo, esta formula es
equívoca. Es una traducción del epekeina tes usías («más allá del ser»4) platóni
co, lo cual significa más allá de la realidad estructurada categorialmente. Pero si
no entendemos el ser como la abstracción más alta de «algo en general», sino
como «posición absoluta»5, por usar de nuevo una expresión de Kant, o como
actus essendi anterior a cualquier esencia de posible objetividad, entonces ha de
significar precisamente este epekeina tes usías, este más allá del ser del que ha
bla Lévinas. Y la inconmensurabilidad de la persona no es otra cosa que la in
conmensurabilidad como «posición absoluta». Como ser idéntico, cuya identi
dad no se puede equiparar con ninguna determinación cualitativa, se substrae a
cualquier definición por el contexto. Esa es asimismo la razón por la que el «no
matarás» que, como escribe Emmanuel Lévinas, nos sale al encuentro imperati
vamente desde el rostro de todo hombre6, carece de contexto, es decir, es incon
dicionado, no está sujeto ni al cálculo de optimación ni a ponderación de dife
rentes bienes. Esta incondicionalidad es esencialmente negativa. Señala un
límite de nuestra responsabilidad y de nuestra posibilidad de acción. La activi
dad del hombre sólo es posible como actividad condicionada. «Toda actividad
incondicionada lleva al final a la bancarrota»7, dice Goethe. Cuando se trata de
salvar vidas humanas, o existe riesgo para la vida humana, debemos tomar deci
siones referidas al contexto, es decir, ponderar las cosas desde el punto de vista
de la cantidad, e incluso de la calidad, de la vida. Como hombres somos partes
de totalidades. Cuando el hombre convierte en contenido de su obrar una totali
dad supraindividual, trasciende cualquier relevancia subjetiva y vital en direc
ción a un sentido esencialmente supraindividual, desde el cual se define. D e esa
forma deja de ser meramente parte y se convierte en totalidad, que no se puede
integrar en un contexto más abarcante. Obra como persona. Pero como quiera
que el ser de la persona es tener su vida, ningún hombre puede disponer de nin
gún otro hasta el punto de tratarlo exclusivamente como parte de un contexto por
el cual él mismo no se puede definir, ni se le puede exigir, como animal racional,
que se defina por él. Salvar otras vidas puede justificar el sacrificio de la propia,
1.1. Kant, Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, ed. cit., p. 429.
2. 1. K ant, Kritik der reinen Vernunft, B 626/A 598.
3. Cfr. E. L évinas, Autrement qu 'être ou au-delà de l ’essence, Le Haye 1974.
4. P latón, Rep. 509 b.
5. I. K ant , D er einzig Mögliche Beweisgrund zu einer Demonstration des Daseins Gottes, ed. cit.,
p. 73.
6. E. L évinas, Totalité et Infini, La Haye 1961, 173.
7. J.W. von G oethe , «Maximen und Reflexionen», nr. 1081, en Werke, ed. E. Trunz, Bd. XII, Ham
burg 1953, p. 517.
131
PERSONAS
II
La peculiar independencia del contexto; que está unido, sea cuál sea el con
texto que sirve de mediación, con la percepción de la persona, caracteriza asimis
mo la estructura y el sentido de sus manifestaciones, su modo de hablar y de
obrar. El valor de verdad del hablar humano y la cualidad moral de las acciones
humanas son independientes del contexto, razón por la cual representan inmedia
tamente a la persona que habla y obra.
El habla humana está, sin duda, siempre en contextos que es preciso cono
cer para descubir su sentido semántico y su sentido performativo. Por lo demás
los contextos no son siempre unívocos. Se cruzan entre sí. Una misma m anifes
tación puede ser entendida en diferente sentido, y con la misma manifestación se
pueden intentar cosas distintas. El contenido esencial de una larga exposición pue
de no ser entendido si no se expone hasta el final o si uno no se entera de ella has
ta el fondo. Pero, aparte de todo esto, la peculiaridad del lenguaje humano reside
en constar de proposiciones separadas, las cuales poseen por lo general un valor
de verdad totalmente independiente de la verdad de las demás proposiciones.
«César fue asesinado por Bruto en los Idus de marzo» es una proposición cuya
comprensión exige muchos supuestos de índole lingüística e histórica. Pero, en
el caso de que su sentido sea claro, la proposición es verdadera o falsa, y su va
lor de verdad no varía en ningún contexto al que se la traslade. Si es falsa, segui
rá siendo falsa, y además hace que sea falsa cualquier proposición de una oración
de la que forme parte. Las proposiciones verdaderas sólo pueden comenzar cuan
do la oración, una de cuyas partes es una proposición falsa, ha concluido. Las
proposiciones falsas no se convierten en verdaderas porque asuman la función
de apoyo de una proposición verdadera. Quien, para librarse de la sospecha de
asesinato, hace una declaración falsa sobre el lugar en que se encontraba en el
momento del asesinato, no puede invocar que se ha considerado aisladamente su
declaración si, en otro contexto, se pone de manifiesto la falsedad del dato. Cier
tamente no ha cometido el asesinato, y ha querido subrayarlo con su coartada.
Para juzgar la verdad de esa coartada es perjudicial el que llegara a conocerse
que se refería a un contexto determinado, pero que no se podía hacer uso de ella
en otro. Las proposiciones falsas son estrictamente contextúales, y quien afirma
su verdad debe tener en cuenta este contexto en todo lo que ulteriormente diga
para que no resulte ninguna incoherencia. Quien miente precisa buena memoria
y sangre fría. Quien dice la verdad no precisa nada semejante. Una proposición
verdadera es compatible con cualquier otra proposición verdadera.
132
1
INDEPENDENCIA DEL CONTEXTO
i
133
i
PERSONAS
III
8. Le. 15,7.
134
INDEPENDENCIA DEL CONTEXTO
9. Cfr. T omás de A quino, S. Th. I, 18,4 ad 3; I, 18, 11; I, 19,7 ad 3. Cfr. T omás de A quino, La mora
lidad de la acción (S. Th. I-II q. 18-21). Introducción de R. Spaemann. Traducción y comentario de R. Schön
berger (Collegia. Philosophische Texte), Weinheim 1990.
i 0. G.W.F. Hegel , Philosophie der Geschichte, ed. Glöckner (Jubiläumsausgabe) Bd. 11, p. 64.
135
PERSONAS
está totalmente apartado del tumulto sonoro de la historia universal y de los cam
bio, de los externos y temporales tanto como de los que trae consigo la absoluta
necesidad del concepto de libertad»11. Esto significa que la región del ser perso
nal no es definida por ningún contexto abarcante y que no puede ser privada de
su incondicionalidad por ninguno. Más bien es el ser personal el que constituye
un contexto de aceptación por encima del tiempo y de cualquier contexto histó
rico. Este Contexto apriórico es esencialmente infinito. Toda persona, tanto si los
demás la conocen como si no, pertenece a él. Los criterios de lo verdadero y de
lo bueno suponen este horizonte infinito. Precisamente porque ni lo verdadero ni
lo bueno se pueden definir por ningún contexto finito, califican en cualquier con
texto posible a las proposiciones verdaderas y a las acciones buenas. N i lo ver
dadero ni lo bueno es debilitado por ningún contexto finito. En cambio, las pro
posiciones y acciones que se agotan en su funcionalidad para un contexto
determinado pierden, por eso precisamente, su calificación, sin que el cambio de
su significación personal se pueda trasladar a cualquier contexto.1
136
EL SER DE LOS SUJETOS
Las personas tienen una historia que les permite manifestarse mutuamente
como personas. Las personas son mutuamente personas. Sólo hay personas en
plural. Las personas son por tener, como naturaleza, lo que son. Tener supone
temporalidad. Es apropiación de lo que ya eran. La naturaleza, cuya subsistencia
es la persona, es la naturaleza de un viviente orgánico. Las personas son seres vi
vos. Las personas anticipan su propia muerte. Todos estos enunciados se han
vuelto ininteligibles en el marco de la renovación de la filosofía realizada por
Descartes, y precisan una «reconstrucción». Las personas son hombres. Pero
Descartes tiene que reconstruir a los hombres con esfuerzo. Él no habla realmen
te de hombres, sino de sujetos y objetos como substancias esencialmente diferen
tes, e incluso, inconmensurables. El sujeto, «la cosa pensante», se define por la
conciencia. La cosa pensante no tiene historia, y no se ocupa de si las hay en plu
ral, aunque, como hemos visto, la posibilidad de semejante pluralidad es la con
dición de que los sujetos se puedan entender como siendo. En cualquier caso el
cogito no tiene extensión. És sólo autoconciencia instantánea. Todo lo que la
conciencia sabe sobre sus propios contenidos se puede referir sólo al pasado re
cordado, el cual no es su ser inmediato, sino lo que tiene. Por eso, Descartes la
separa ante todo de sí misma. Descartes separa la tradición, todas las plausibili-
dades, todo el recuerdo, toda esencia a la que la conciencia se pueda referir cuan
do se refiere a sí misma. El fin de este modo de proceder es la certeza, es decir,
la estabilización del sujeto frente a todo lo que no sea indéntico con él, para des
pués apropiarse de forma duradera de ello y convertir al «hombre en señor y po
seedor de la naturaleza»
Precisamente porque Descartes separa la totalidad de la esencia — todo lo
que el hombre es por tenerlo— de la subjetividad y la contrapone a ella, pone de1
137
PERSONAS
2. G.W. L eibniz, Animadversiones, Philosophische Schriften, ed. Gebhardt, Bd. IV, 357.
3. R. D escartes , Carta al Marqués de Newcastle, octubre 1645; en Oeuvres et Lettres, Ed. A. Bri
doux, París 1953, 1219.
4. R. D escartes, Carta a Elisabeth, 18 de agosto de 1645; en Oeuvres et Lettres, ed. cit., 1199.
5. A ristóteles, De anima II, 4; 415 b 13: «vivere viventibus est esse».
138
EL SER DE LOS SUJETOS
gía con el nuestro. La conciencia es vida plena y elevada. Qui non intelligit no
perfecte vivit sed habet dimium vitae6. El concepto de vida, concepto mediador
que une el ser y la conciencia, sucumbe al veredicto cartesiano de no ser una idea
clara y distinta. Para vivir es preciso dejar de pensar, escribe Descartes a la prin
cesa Elisabefh7. La historia de la destrucción del concepto de persona es la his
toria de la destrucción del concepto de vida, la cual, a su vez, está estrechamente
relacionada con la destrucción de la idea de teleología natural.
El primer motivo de esta destrucción procedía de la teología cristiana. Su
argumento anticipó el de muchos autores del siglo XX. Dirigirse a fines signifi
ca anticipación. La anticipación supone conciencia. Por eso, el fin de la flecha no
está en la flecha, sino en el arquero. Siempre que nos topamos con el fenómeno
de la finalidad, tenemos que buscar al arquero. El hallazgo de estructuras finales
en el mundo se convierte en fundamento de una demostración de la existencia de
Dios, y no sólo en el sentido de Aristóteles, para el que Dios es el fin último, el
telos último, sino en el sentido de que Dios es también el cazador, o el ingeniero,
que ha organizado convenientemente las máquinas. Considerar los fines como
algo inherente a los vivientes, y a éstos como «fines en sí mismos», es conside
rado desde el siglo XV al XVIII, desde Sturmius a Malebranche, como idolatría
supersticiosa. Todavía Tomás de Aquino entendía la imagen de la flecha de for
ma análoga y cum grano salis. La creación es distinta a la construcción de una
máquina. Dios, a diferencia de lo que hace el homo faber, funda en lo creado un
telos como telos propio de lo creado. Eso significa que Dios puede crear la vida
como identidad. Pero esto es precisamente lo que a los posteriores no les parece
rá una idea clara. ¿Qué crea Dios cuando crea vida? ¿Crea cosas que anticipan
una situación futura y, gracias a ello, son activas? En ese caso se trata per defini
tionem de seres conscientes. ¿O crea cosas que se comportan teleológicamente
sin conocer el fin?
¿Qué otra cosa puede significar esto sino que son máquinas? Aristóteles ha
bía usado el ejemplo del flautista que toca sin reflexionar. Pero podemos pregun
tar, ¿cómo ha penetrado el arte en el flautista? Si interpretamos la vida a partir
del paradigma de la vida consciente, y después le substraemos la conciencia,
¿qué hemos ganado? ¿No somos otra vez tan ignorantes como antes?
No lo somos, pues la vida consciente no es primero consciente de sí como
conciencia, sino como vida, y eso significa como impulso, del cual es propio
existir antes de ser consciente, para, posteriormente, tomar conciencia de sí mis
mo. Per definitionem no podemos saber qué significa tener hambre inconsciente
mente. Y sin embargo, cuando somos conscientes del hambre, sabemos que el
hambre consciente es sólo la continuación intensificada del hambre previamente
no consciente.
6. T omäs de A quino, In Et. Arist. ad Nie., lib. IX, lectio 11, nr. 1902.
7. R. D escartes, Carta a Elisabeth, de 28 de junio de 1643; en Oeuvres et Lettres, ed. cit., 1157.
139
PERSONAS
III
Eso es lo que John Locke vio y formuló por primera vez de forma ejemplar.
Las discusiones sobre el concepto de persona en el ámbito anglosajón, que han
tenido lugar en los últimos años y que está unidas con los nombres de Derek Par-
fit y, a conveniente distancia, de Peter Singer, se fundan inmediatamente en las
ideas de Locke. Uno puede sorprenderse de este largo «tiempo de incubación».
Supuestamente el causante del retraso fue Kant. Locke trató el tema en el capítu
lo 17 del Tratado sobre el entendimiento humano. En él presenta la génesis de
los conceptos «identidad» y «diferencia». No se trata del principio de identidad
de la lógica, o sea, de la tautología A=A, sino del problema de reidentificar una
entidad cuando ha pasado el tiempo. Las cosas que se hallan en distintos lugares
al mismo tiempo son distintas. Las cosas que en diferentes momentos se hallan
en sitios distintos pueden ser distintas o idénticas; Son idénticas si tienen un úni
co comienzo que no tienen en común con ninguna otra cosa8. Pero ¿no puede
«algo» en el curso del tiempo cambiar de tal manera que, a pesar del comienzo
común, no sea la misma identidad? Contra esto se puede objetar que, en ese caso,
las dos entidades no tienen el mismo comienzo. Si una entidad reemplaza a otra,
se trata de un nuevo comienzo. Pero esta objeción no es definitiva, pues determi
nar si se trata de un nuevo comienzo, es algo que sólo se puede determinar cuan
do sepamos si se trata de una nueva entidad. Por tanto, no es el comienzo nuevo
o el común lo que permite decidir la cuestión. Sin embargo, Locke no piensa de
hecho en entidades que trasciendan el tiempo. El principio empirista, que sólo
acepta como ontologicamente originarios los datos atómicos de los sentidos, y
que considera toda síntesis como ingrediente constructivo del contemplador, no
permite pensar la identidad como unidad abarcante de un proceso de movimien
to. Locke escribe: «Sólo de cosas cuya existencia consiste en una sucesión, por
ejemplo de actividades de los seres finitos como el movimiento y el pensar, que
140
EL SER DE LOS SUJETOS
9. Ibid., § 2.
10. Cfr. A r i s t ó t e l e s , Física III, 3.
11. J. Locke, op. cit., § 5.
141
PERSONAS
12. Ibid., § 7.
13. Ibid., §9 .
14. Ibid., § 10.
15. Ibid., §9 .
16. Ibid.,§ 16.
142
EL SER DE LOS SUJETOS
17. Th. R e i d , Essays on the Intellectual Powers o f Man (1785), Ed. B . B r o d y , London/Cambridge
(Mass.) 1969, 357 y ss. Un argumente parecido se encuentra en G. B e r k e l e y , Alciphron, or The Minute Phi
losopher ( 1732).
18. G.W. L e i b n i z , Nouveaux Essais sur l 'Entendement. Philosophische Schriften, Ed. Gebhardt, Bd.
V, 219.
143
PERSONAS
III
144
EL SER DE LOS SUJETOS
son distintas y distinguibles unas de otras. Nosotros las unimos sincrónica y dia-
crónicamente, y, apoyándonos en observaciones, llegamos al conocimiento de
uniones constantes. N o hay razón para pensar con este fin una substancia en el
que las percepciones inhieran. «Nosotros unimos», dice Hume. ¿Quién es este
«nosotros»? ¿No podemos, si renunciamos aúna substancia en las que las cuali
dades inhieran, renunciar también a un sujeto que una las representaciones? ¿No
son las representaciones que yo uno, desde el principio, mis representaciones, las
cuales se distinguen de las representaciones de otro, que yo no puedo unir por no
serme accesibles? ¿Qué significan mis representaciones? Hume discute este pro
blema en el capítulo sobre la identidad personal.
¿Hay una representación que se corresponda con el «yo» que supuestamen
te persevera en todas las percepciones? Hume responde: no. Lo único que hay
son percepciones. El yo no es una percepción. Aparte de algunos metafísicos,
«que creen gozar de un yo», los demás hombres son solamente «un haz o una
reunión de percepciones», que se suceden con gran rapidez21. La misma concien
cia instantánea es un conjuto de diferentes percepciones. La identidad es una re
presentación que resulta de tres clases de relaciones: semejanza, contigüidad y
causalidad. Las relaciones no son nada real. N o se corresponden con ninguna
percepción. Tampoco hay una relación entre percepciones, sino tan sólo de la re
presentación de una relación. Surge cuando reflexionamos sobre las percepcio
nes. La persona es una relación de ese tipo, una relación meramente representa
da. La base de la representación es el recuerdo. El recuerdo es, según Hume, la
«fuente de la identidad personal». Nada distinto de lo que dice Locke.
Sin embargo, el «débil» concepto de identidad permite a Hume, a diferen
cia de lo que ocurría en el caso de Locke, ensanchar, mediante deducciones cau
sales, la identidad más allá de lo recordado. Ciertamente las relaciones causales,
como todas las relaciones, son sólo ficciones. Pero con ayuda de estas ficciones
podemos reconstruir un pasado del que ni siquiera nosotros nos acordamos inme
diatamente. Asimismo podemos servimos de lo que los demás nos cuentan sobre
nosotros para conocemos a nosotros mismos. D e ahí que Hume, después de ha
ber declarado que es una ficción, acerque el concepto de persona al common sen-
se. La identidad de la persona es un problema tan convencional como el de la
identidad de la nave de Teseo, cuyos tablones fueron cambiados sin excepción a
lo largo del tiempo. La disputa sobre la identidad numérica, se dice al final del
capítulo, es una disputa de palabras, y la disputa sobre la identidad personal «es
más un .problema gramatical que filosófico»22.
Hume añadió posteriormente al Tratado, con su característica ingenuidad,
una breve Retractatio, que radicaliza todavía más el resultado escéptico y expre-
21. D. Hume, A Treatise O f Human Nature, Book I, part IV, sect. VI.
22. Ibid.
145
PERSONAS
146
EL SER DE LOS SUJETOS
tes recordadas. Pero, ante todo, el que sean más débiles no define el que sean an
teriores. Esto queda excluido jorque las impresiones presentes, en tanto que an
teriores, tienen que ser más débiles que las que se espera tener en el futuro, lo
cual contradice sin dúda la concepción de Hume. La verdad es que la experien
cia del cambio no tiene nada que ver con la diferencia de intensidad. Lo decisivo
del recuerdo es que las representaciones anteriores son reproducidas como ante
riores. De otro modo, el cambio de una representación en relación con otra no se
podría experimentar en modo alguno como cambio. Si el recuerdo ha de ser equi
valente a la constitución de la persona, esta constitución es equivalente al origen
del tiempo como un orden de antes y después. Esta constitución es, como hemos
visto ya, la condición de la unidad entre distancia de sí y apropiación de sí que
constituye el ser de la persona. La síntesis de antes y después se halla en la base
de las posteriores síntesis. No es un «ingrediente» de nuestras percepciones ató
micas, sino que éstas se presentan desde el principio como percepciones que se
siguen temporalmente unas a otras. Al referimos, mediante el recuerdo, a repre
sentaciones pasadas, nos trascendemos a nosotros mismos. La razón está en que
el recuerdo de representaciones pasadas tiene que ser necesariamente algo distin
to que la representación presente de representaciones. Es representación de re
presentaciones que una vez fueron reales. Con motivo o sin él nos «fiamos de la
memoria». La seguridad del recuerdo no es un contenido de certeza inmediata.
Sin embargo, la idea de que el recuerdo podría engañar supone que es más que la
mera representación de representaciones, que como tal es lo que es y no podría
engañar. Pero para poder apropiamos de nosotros como personas mediante el re
cuerdo, tendríamos que «salir de nosotros». Y esto precisamente es lo que, según
Hume, no es posible: We never really advance a step beyond ourselves24.
Hume escribe esto en conexión con el problema del realismo, es decir, del
problema de la existencia exterior de las cosas. Hume busca la idea de una exis
tencia semejante, y no la encuentra. La existencia no es, como después dirá Kant,
«un predicado real», o sea, objetivo25. Para entender lo que queremos decir con
su afirmación, tenemos que hacer exactamente aquello que, según Hume, no po
demos hacer: advance beyond ourselves. La única respuesta que le queda a
Hume es la de que la idea de existencia de una cosa allende nuestra percepción
de ella no es más que un determinado grado de intensidad de la idea de esta cosa.
Distinguir las representaciones pasadas, que hemos tenido realmente y que recor
damos, de los recuerdos meramente imaginados sólo puede significar que distin
guimos las representaciones más intensas de las menos intensa^. En cualquier
caso, cuando hablamos de realidad de representaciones pasadas, se trata en el
fondo exclusivamente de la presente conciencia instantánea de algo así como un
pasado. Hume tampoco tiene en consideración, por ejemplo, que otra persona
147
PERSONAS
puede informar también sobre una representación pasada de la que yo, por mi
parte, he informado. El solipsismo es simultáneamente «instantaneismo». El re
chazo de la idea de trascendencia del sujeto implica el rechazo de la realidad del
tiempo y hace imposible la idea de identidad personal como autoobjetivación.
Sin embargo, esto significa que la idea de identidad personal es incompati
ble con el ideal cartesiano de certeza como inmediato estar consigo. La verdad
en sentido no trivial estriba siempre en «fiarse» de algo, de alguien o de sí m is
mo. La idea de persona es la idea de un ser que se puede fiar porque lo tiene. No
es casual que Leibniz, que defendió el concepto de persona frente a Locke, con
sidere el ideal de certeza como e l proton pseudos de la filosofía cartesiana. He-
gel lo recogió posteriormente en la fórmula: «lo que se denomina miedo al error
se manifiesta más bien como miedo a la verdad»26.
149
PERSONAS
2. Mt. 6,6.
150
ALMAS
II
3. Meister E ckhardt, «Predigt» 14, en Deutsche Predigten und Traktate, ed. cit., 221.
4 . A ristoteles, De anima II, 1; 4 12 a 20.
151
PERSONAS
152
ALMAS
otro ser animado. Su intelecto, una vez liberado de la materia, su principio de in
dividuación, se identifica de nuevo con el intelecto de todos los demás hombres,
pues hay exclusivamente un único intelecto humano.
A esta idea hicieron frente, con una pasión poco común, los aristotélicos
cristianos, especialmente Santo Tomás de Aquino, y se opusieron a la tesis de
que el intelecto humano, como intelecto individual, sea mortal. El alma humana
individual, individuada por la materia, no existe como una especie del alma ani
mal, más acá o por debajo del intelecto. El alma humana es esencialmente un
alma espiritual, es decir, espíritu, que es principio de la vida material y diferen
cia desde sí las funciones animales y vegetativas. Por eso, el alma humana ente
ra participa de la inmortalidad del espíritu. Separadas del cuerpo, las funciones
materiales, desde la nutrición hasta la percepción sensible, permanecen «laten
tes», por así decir, hasta la «resurrección de la carne»8.
El Concilio de Constantinopla se guió por un motivo similar cuando insis
tió en la unidad del alma y el intelecto. En esta ocasión se trataba de la polémica
con una docrina teológica9 que afirmaba que Jesús había tenido ciertamente alma
humana, pero que su intelecto no había sido humano, sino el intelecto del mismo
Dios. El concilio vio en esta doctrina una amenaza para el contenido de la fe se
gún el cual Jesús no es sólo verdadero Dios, sino también, y desde todos los pun
tos de vista, verdadero hombre. Pero un hombre así, se argumentaba, sólo es
hombre si posee un intelecto humano. El que la razón, como decía Aristóteles,
viene al hombre thyraten, «desde fuera»101, sólo puede significar que no se puede
entender como función vital del alma. En la medida en que la razón es una parte
del alma, puede hacer de la existencia humana en conjunto una existencia racio
nal. Este episodio hubiera desaparecido probablemente hace mucho tiempo de la
conciencia histórica formada si Rudolf Steiner no la hubiera estilizado hasta ha
cer de ella una «abolición del espíritu»11 significativa desde el punto de vista de
la historia universal. El contexto, la fijación del problema del concilio, nos ense
ña que se trató, de hecho, de lo contrario, o sea, de definir al hombre — es decir,
el alma humana— a través del intelecto.
Esta confusión de los conceptos de intelecto y vida fue favorecida por la
idea bíblica, especialmente neotestamentaria, de Dios, al que se unía siempre la
idea de vida. «En El estaba la vida, y la vida era la luz del hombre», se dice del
Logos divino en el Evangelio de San Juan12. «Vida eterna» es la esencia de lo que
8. Cfi·. T omás de A quíno, De unitate intellectus contra Averroistas (Leonina-Ausgabe Bd. 43), Roma
1976,289.
9. T. Damasi; cír. DS, 159.
10. A ristóteles, De gen. an 736 b.
11. Cír., entre otros, B.R. S teiner , Wie wirkt man für den Impuls der Dreigliedening des sozialen Or
ganismus?, Dörnach 1986, 289.
12. loh 1,4.
153
PERSONAS
Cristo ha traído. «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a tí, único Dios verda
dero» 13. Así como la vida es verdadero ser, así es el conocimiento verdadera vida.
En la comprensión del Dios trinitario la noesis noeseos aristotélica, el pensar que
se piensa a sí mismo, es concebida como una conmoción interna real, cuyo «cen
tro» se denomina pneuma , «hálito». Eso significa que el Absoluto es pensado
como intelecto, que se experimenta y quiere como intelecto, que es pensado
como subjetividad. Pero la subjetividad no se puede separar de la vida. Pensar el
alma como intelecto sería posible si se pensara el intelecto como vida. La lengua
griega favorece esta tendencia, pues dispone de dos palabras, zoe y bios, que no
sotros traducimos por «vida».
La decisión del concilio tuvo efectivamente graves consecuencias, pero en
una dirección completamente distinta de la que supuso Rudolf Steiner. Vista his
tóricamente, no fue el antecedente de la abolición del intelecto, sino más bien de
la «abolición del alma». A l alma se le dio el golpe de gracia, valga la expresión,
por dos lados. Por un lado estaba la enorme importancia que la tradición cristia
na daba a la espiritualidad del alma y a su inmortalidad. Hablar de alma de los
animales se convirtió casi en algo casi equívoco, mientras que para Aristóteles
eran precisamente las almas lo que unía al hombre y al animal. Sin embargo, en
el siglo XVI, también por parte de la nueva ciencia de la naturaleza y de la filo
sofía natural, se eliminó como superstición la idea de aceptar un alma animal.
Para entender cómo funcionan los organismos vivos, se decía, no hacen falta
«principios formales» de tipo aristotélico. Los organismos tienen que ser conce
bidos y explicados como máquinas. Sólo los hombres tienen alma. Pero tampo
co en ellos es la fuerza formal de la construcción de su organismo, sino exclusi
vamente el substrato de su vivir consciente: res cogitans.
III
154
ALMAS
los seres vivos, entiende por forma aquello que hace que una cosa sea lo que es,
aquello que la hace identificable como la cosa que es y determina su modo de
comportamiento. La palabra «hace» se usa en este contexto en sentido figurado.
En sentido auténtico supone un existente independiente que es la causa de algu
na otra cosa. Dries há entendido el alma, la «entelequia», como un agente así, el
cual influye en los procesos orgánicos. Popper y Eccles entienden el «yo» como
un agente a sí,4. La causalidad formal aristotélica, en cambio, no es un hacer de
ese tipo. Es «hacer» sólo en un sentido análogo, un sentido que tenemos presen
te cuando preguntamos»: ¿qué es lo que hace tan inolvidable esta melodía? Con
esa pregunta no preguntamos por el poeta o el compositor, sino por el rasgo es
tructural del verso o la canción. La «forma» aristotélica no es sobreañadida, no
es una superestructura sobre una unidad ya existente o sobre una pluralidad de
unidades semejantes que las une en una unidad accidental más elevada, como los
miembros de una sociedad se unen en una sociedad. La forma es, más bien, el
principio estructural de una unidad viva, y ésta es una realidad elemental cuyas
partes existen exclusivamente como partes. Las partes son tan sólo entiaper se,
entes independientes, virtuales. Llegarán a serlo de forma no virtual cuando se
disuelva la unidad viva, es decir, cuando desaparezca el «alma».
La «forma» de una cosa no es un principio explicativo en sentido científico,
pero sí en el sentido del lenguaje coloquial y en el del mundo de la vida. A la pre
gunta «¿ por qué crees que el pájaro que se suspende en el aire ve el ratón sobre el
prado?», una respuesta racional dice así: «el pájaro es un halcón, y los halcones
ven desde esa distancia los ratones que se mueven». En la mayor parte de los ca
sos esta respuesta es suficiente. Puede ocurrir ciertamente que alguien siga pregun
tando acerca de por qué los halcones ven desde tan lejos. En ese caso hay que de
cir algo sobre la constitución de los ojos de los halcones. Esta explicación basta
casi siempre. Sin embargo, hay casos en los que alguien quisiera todavía saber por
qué los halcones tiene ojos semejantes. Esta pregunta equivale a preguntar por qué
hay halcones. Esta pregunta sólo se puede responder con una historia hipotética so
bre el origen de los halcones en el curso de la evolución. También a esta respuesta
cabría seguir haciéndole nuevas preguntas. ¿Qué es lo que distingue la primera res
puesta — «los halcones pueden ver a mucha distancia»— de las demás? ¿Por qué
en la mayoría de los casos basta con ella? Porque los seres naturales no son sim
plemente estadios de un continuo procesual, cada uno de los cuales no es más que
la mediación de las condiciones antecedentes acumuladas para el siguiente estadio,
sino «algo» que se ha emancipado de las condiciones originarias precisamente por
que el «sí mismo» es algo. Un sí mismo puede ser algo sólo si es una esencia de
terminada, es decir, si pertenece a una especie. Y para nuestro trato con el mundo
basta, por lo general, saber lo suficiente sobre las especies naturales como para co
nocer cómo se comporta un ser cuando sabemos a qué especie pertenece.14
14. Cfr. J. Eccles-K. Popper, The Self and its Brain, ed. cit.
155
PERSONAS
Esto vale también para los artefactos. Si sé que este objeto es un avión, sé
que en breve se elevará del suelo y volará en el aire. Los artefactos, de igual for
ma que las cosas naturales, son considerados por nosotros como entidades que se
han emancipado de sus condiciones originarias. En las cosas referidas, la eman
cipación que las lleva a ser un «algo» propio se basa en que esta aglomeración
material determinada representa para nosotros un tipo. El tipo surge porque ha
sido construido según una finalidad típica determinada. Si la cosa no es conside
rada de acuerdo con esa finalidad, deja de ser tal cosa. El que un coche necesite
cambio de aceite y reparaciones es cierto mientras que consideramos como un
coche este montón de chapa y lo ponemos en relación con fines humanos. Cuan
do decimos «este hombre o este perro necesitan algo para beber», no queremos
decir que lo necesiten mientras nosotros los consideremos como hombre o como
perro. Ambos lo precisan independientemente de que los percibamos como lo
que son. El que precisan algo se abre paso en ellos y por ellos mismos: tienen
sed.
El que algo sea «algo» en sí mismo, algo determinado de una manera preci
sa, significa, en términos aristotélicos, que tiene uña forma substancial. Y si este
algo es un sistema autopoiético, cuya diferencia dentro-fuera no existe sólo res
pecto de un observador exterior, sino en sí misma y por sí misma, lo llamamos
sistema «vivo», y a su «forma substancial» la llamamos «alma». El alma es aque
lla estructura teleológica, aquel plan de construcción intemo, que, a diferencia de
lo que ocurre con los artefactos, no permanece siempre ontológicamente relativo
a un observador o a un usuario que lo descubre y a través de él descubre el arte
facto como «algo». El plan de construcción intemo hace que algo sea un nuevo
centro de un «medio», dentro del cual otras cosas pueden ser importantes para
esta entidad viva o existir de forma ontológicamente relativa a ella. Si algo tiene
hambre, significa que está animado. Con ello no se ha decidido nada acerca de si
el alma puede explicar algún comportamiento que no se pueda explicar sin refe
rirse a ella. Aquel al que, para explicar que el perro corre hacia el comedero, no
le basta el hecho de que tenga hambre, se ve remitido a un largo camino, que tan
to Aristóteles como Kant consideran infinito, y, que en consecuencia, no consi
deran realmente un camino de explicación. Sin embargo, este camino es la cien
cia. En principio nada se sustrae a su explicación, salvo el propio experimentar.
Aún cuando se dé a éste una interpretación funcional, se explicará en todo caso
la selección del fenómeno por su utilidad para la superviviencia, pero no su na
cimiento. Palabras como «fulguración», «emergencia», etc., son exclusivamente
cifras de algo esencialmente inexplicable. Encubren que el cambio de categorías
que tiene lugar al pasar del discurso sobre los objetos al discurso sobre los suje
tos es forzado por los fenómenos, si bien esta «coacción» no es física. No es tam
poco tal que, cuando nos sustraemos a ella, quedemos incapacitados para hablar
sobre objetos localizables. Sin embargo, nos impide entendemos dentro del mun
do con nuestras alegrías y sufrimientos, nuestros placeres y dolores. Y dejamos
de considerar a los seres vivos que no son idénticos a nosotros como auténticas
156
r
ALMAS
entidades idénticas a sí mismas. Todo será soledad alrededor de los sujetos que
somos. Pero esta soledad es producida por sí misma. La «coacción» a aceptar se
res animados es semejante a la obligación moral, es decir, al deber, el cual tam
poco constriñe físicamente, y tampoco psíquicamente, sino que reclama nuestra
libertad, pero la reclama de tal manera que algo posible físicamente (e, incluso,
psíquicamente) nos aparece como imposible «espiritualmente», es decir, moral
mente. La coacción a aceptar lo viviente, es decir, las almas, se asemeja a la exi
gencia moral que parte de las personas, pero no se identifica con ella. Es una exi
gencia peculiar, que no podemos separar de la moral, al igual que sólo por la vía
de la substracción y la analogía, y partiendo de la experiencia propia de la vida
consciente, podemos lograr la descripción y aprehensión conceptual de lo que
llamamos vida. Lo que significa ser viviente es algo que sabemos por experien
cia propia. Lo que significa el que los seres vivos se muevan a sí mismos es algo
que sabemos porque nosotros nos movemos a nosotros mismos. Pero lo que es
el movimiento es algo que no sabemos realmente. Cuando intentamos pensar el
movimiento físico, tenemos que despojar al movimiento de su carácter de movi
miento (disolverlo, para así poder calcularlo, en una serie de situaciones estacio
narias de brevedad infinitesimal), o entenderlo por analogía con «el tender» del
viviente, usando conceptos como «impulso» e incluir en la descripción del esta
do presente la anticipación de otro futuro. En el momento final del movimiento
lo movido ya no se mueve más, de igual modo que en el momento final de la
vida estamos muertos. El alma se ha retirado, y la estructura restante es sólo
forma para la percepción exterior: la forma de un cadáver. Los procesos que se
inician ahora no son los de autoconstitución, sino los de descomposición de la
forma.
Experimentamos lo que es la vida experimentando la vida como nuestro
ser , es decir, como el ser de las personas. Pero, como quiera que el ser de la per
sona es tener un cuerpo animado, no se destruye con la destrucción del cuerpo.
Esto precisamente, poder arriesgar la vida y «entregarla» por algo es el rasgo
más importante de la persona, y llevarlo a cabo realmente es lo que acarrea al
hombre el más alto reconocimiento como persona. Quien puede «abstraer» de la
propia vida es «señor», como ha puesto de manifiesto Hegel en su famoso capí
tulo sobre «Señor y esclavo». Quien se aferra a la vida es esclavo,s. Siendo el ser
de la persona un tener, e incluyendo el tener la posibilidad de soltar, sólo tiene su
vida quien también puede soltarla. Eso significa que las personas están «más allá
del ser». Las personas no son, como el viviente no personal, «tender al ser». Su
mismo fender al ser es algo que tienen y con respecto a lo cual pueden adoptar
una actitud determinada. Las personas no son su vivenciar, sino el sujeto de su
vivenciar. La relación consigo es una relación mediada subjetivamente con una
vivencia subjetiva.15
157
PERSONAS
IV
158
ALMAS
en textos arcaicos, «hablar con su alma». Quien habla en estos casos no es una
entidad más allá del cuerpo y el alma, sino el hombre mismo, que puede adoptar
una actitud respecto de lo que es. También ocurre lo contrario: los actos espiri
tuales de la persona existen exclusivamente en la medida en que son vivenciados,
o sea, en la medida en que son fenómenos anímicos. Los actos intencionales,
contemplados de acuerdo con su esencia, son intemporales. Considerados de
acuerdo con su existencia anímica son fenómenos en el tiempo.
La idea de inmortalidad del alma descansa en estos dos fenómenos. Por un
lado, en el hecho de que el alma, como toda alma, en tanto que estructura de un
cuerpo orgánico, no sólo asegura a éste su identidad. La identidad del alma,
como identidad del vivenciar, se halla hiera de toda conexión interna o lógica
con fenómenos materiales. La vivencia puede ser, sin duda, inducida causalmen
te a través de esos fenómenos, pero lo causado o eliminado de ese modo pertene
ce a un orden enteramente distinto de aquel al que pertenece la causa. Y hasta
hoy no existe el más mínimo indicio de ensayo convincente de aclarar esta cone
xión. Probablemente un ensayo así esté condenado a priori, o sea por razones ló
gicas, al fracaso.
El segundo fenómeno lleva más allá del primero: la vivencia anímica de ac
tos intencionales. Los actos intencionales, como, por ejemplo, un descubrimiento
histórico o matemático, no son sólo lógicamente independientes de fenómenos fí
sicos — salvo de aquellos a los que se dirigen— , sino que además no pueden ser
pensados como inducidos causalmente de Un modo o de otro por ellos, toda vez
que no pueden ser coordinados claramente con ningún estado determinado del
cerebro. No sabemos ciertamente nada sobre la posibilidad de actos intenciona
les sin actividad cerebral. Por eso parece concebible que con la desaparición de la
vida orgánica no se vivencien más acontecimientos esencialmente intemporales,
que el alma muera con el cuerpo animado, como el alma de todos los seres orgá
nicos.
En el capítulo sobre la muerte hemos visto que, para las personas finitas, el
fin, o sea, la muerte, es la condición para la constitución de un sentido supratem-
poral. Pero para que el sentido sea supratemporal, no es preciso pensar a la per
sona humana como interminable. Basta con pensar el Absoluto como la custodia
de este sentido, o sea, como Dios. Y hay religiones, como la veterotestamentaria,
a las que les basta con que Dios sea. Se podría decir que el postulado de la in
mortalidad del alma es más forzoso para cualquier forma de ateísmo no-nihilista
que para la religión, pues el sentido es relativo ontológicamente a la conciencia.
La idea de desaparición completa de la conciencia equivaldría a la desaparición
de la dimensión del haber sido, del futurum exaction. Sin embargo, esto es algo
que no podemos pensar. Aniquilamos la realidad del presente si tratamos de pen
sar que lo que ahora ocurre dejará un día de haber ocurrido. La idea de la inmor
talidad del alma es la idea de que tampoco la participación finita en el bien, o sea
la trascendencia, que no es una función de la autoconservación orgánica, sucum-
159
PERSONAS
be con ésta. Las personas, en tanto que seres capaces de trascendencia, se pien
san, por un lado, como necesariamente mortales. Sin embargo, no pueden pen
sarse ni a sí mismas ni a otras personas, que se les manifiestan en la específica
«evidencia del tú», como seres que se extinguen sin más con el fin temporal,
pues su realidad no estaba en absoluto «en el tiempo». Es imposible tratar con
una persona a la que amamos, hablar con ella, intercambiar miradas y, simultá
neamente, pensar que dentro de poco esa persona simplemente no será más.
Como sabemos que el propósito de nuestro consumación vital no se puede enten
der como función de la autoconservación de nuestra vida orgánica, podemos
pensar su persistencia tras la muerte. Nuestra naturaleza, en tanto que exteriori
dad estructurada, es decir, en tanto que materialidad, se queda sin la estructura
del alma y es víctima de la entropía. La percepción y la sensación sin la materia
lidad del que percibe son tan imposibles de pensar como, según Aristóteles, «la
forma curva de la nariz» sin nariz 'L Tienen que hallarse, por así decir, en el m is
mo nivel que lo percibido. La intencionalidad, en cambio, es pura estructura. En
un capítulo anterior hemos definido la persona como sujeto idéntico de diferen
tes formas de intencionalidad. Unos sujetos así no pueden ser exclusivamente
momentos estructurales de los actos intencionales, puesto que realizan diferen
tes actos de los suyos. Debido al carácter contingente de la unión de semejantes
actos con una base neuronal carecemos de toda posibilidad de decir algo con pre
tensión científica sobre su separabilidad o inseparabilidad de esa base, y, como
consecuencia, sobre la mortalidad o inmortalidad del alma. La ciencia es per de-
finitionem investigación condicional. La emancipación de un existente de sus
condiciones originarias no es tema de la ciencia. No puede alcanzar la idea de in
mortalidad del alma ni rechazarla. Esa idea es rechazada por un determinado
common sense, que finge que su interpretación del mundo procede esencialmen
te de las ciencias, y que considera que sólo es real lo que es objeto posible de tra
tamiento científico. Este common sense científico es, visto desde el punto de vis
ta de la humanidad, un fenómeno excepcional. Los que lo poseen abren un
abismo entre ellos y la humanidad histórica, la cual se caracteriza, desde los co
mienzos de su existencia por la fe en la existencia después de la muerte, y con re
laciones correspondientes con los muertos.
El que la idea de que una persona ya no exista más se nos presente como
irrealizable no se debe a la estructura intencional de la vida del alma personal.
Esto sólo hace posible la idea de la inmortalidad. El que la realidad de esta posi
bilidad se convierta en un postulado deriva de la trascendencia de la persona y de
la constitución comunicativa, relacionada con ella, de la existencia personal. El
«lugar» de la persona en este espacio de comunicación se halla, como hemos vis-
toi én una relación apriórica con todos los demás lugares. En ese espacio toda
persona ocupa un lugar, el cual está definido para siempre por él. Se podría in-16
160
ALMAS
cluso pensar que, también los hombres que «han sido», constituyen ese lugar
mientras siga vivo su recuerdo. Pero no son las personas ya existentes las que
asignan un lugar a los que se incorporan a la existencia. Y tampoco son las que
las recuerdan las que ulteriormente se lo conceden. Para ese ámbito de reconoci
miento es esencial que cada uno, por sí mismo, ocupe un lugar en la comunidad
universal de personas. La piedad con los muertos no es un acto de misericordia,
un opus supererogatorium, sino el cumplimiento de una exigencia. Pero, ¿puede
haber una exigencia cuando el titular de la misma ya no existe?
La relación entre personas, en el nivel más elemental, es la acogida, y en el
plano personal en más alto sentido es el amor. El amor es la autotrascendencia
existencial en la que intelecto y alma, universalidad y vivencia, se ponen de
acuerdo. La trascendencia transforma la propia vivencia. Ya no es definida por la
función vital de la autoconservación. En el amor el alma misma deviene realidad
del espíritu. El amor, por su esencia, no tiene fin. La absoluta afirmación del otro,
si es conforme con su esencia, no puede «acabar». Las innumerables refutacio
nes empíricas no enmudecen el juramento siempre nuevo de los amantes. La
muerte del amante, como la del amado, es inevitable, y sin la finitud no se podría
dar en absoluto un amor humano. Pero la finitud del hombre no es la finitud del
amor. El que los amantes no puedan aceptar que la muerte del amado signifique
su fin puede ser interpretado como debilidad. Sin embargo, no querer pensar ni
aceptar el fin del propio amor no es debilidad, sino que está en armonía con la
esencia de la autotrascendencia, la cual tiene en sí misma de algún modo la
muerte como momento interno de su vivencia. «Fuerte es el amor como la muer
te» 17, se dice en el Cantar de los Cantares de Salomón, y en el llamado Cantar
de los Cantares de amor del apóstol Pablo, se dice «la caridad jamás decae»l8.
La inmortalidad del alma es un postulado del amor y un postulado respecto
del amor, que no quiere pensar su propio fin, porque no lo puede pensar sin des
truir su propia idea. Ninguna filosofía puede afirmar irrefutablemente que ha
cumplido este postulado, que es tan viejo como el hombre. La filosofía sólo pue
de explicar su sentido y destruir la idea de que es imposible cumplirlo. La filoso
fía puede aligerar la liberación de un common sense científico que no se apoya
en argumentos científicos. Para lograrlo tiene a su lado el peso de la tradición
universal de la humanidad. Es preciso añadir ciertamente que esta idea gana en
armonía y plausibilidad interna si se une con la de la resurrección de los muer
tos, es decir, con la idea de que, como «pura forma», continúa estando referida al
restablecimiento de la existencia de la persona, en la que la vida que sigue exis
tiendo como pura intencionalidad se convierte de nuevo en la forma de una con
sumación pluridimensional de la vida, una consumación que no estará ya bajo el
dictado de la inquietud por la propia conservación, o sea, que ya no se puede in
161
PERSONAS
19. Act 17 ,3 2 .
20. Platón, Fedón, 1 1 5 a.
162
LA CONCIENCIA MORAL
A los hombres los llamamos personas porque son lo que son de forma dis
tinta que los demás seres que existen. Lo que son se compone de cualidades que,
en la mayoría de los casos, comparten con otros. La combinación individual de
estas cualidades será probablemente siempre singular. Pero lo que hace que la
persona sea persona no es su singularidad, sino el ser única. Ser único no es una
mera consecuencia de la singularidad, sino algo que sólo se define indexicalmen-
te por el lugar espacio-temporal que ocupa. Las personas son los puntos arquidé-
micos desde los que es posible identificar los lugares espacio-temporales, puesto
que sólo a través de ella son definibles el «aquí» y el «ahora». Aquí y ahora exis
ten sólo para personas, para vivientes que forman un centro vital del que resulta
una perspectiva, y que, sin embargo, conocen esta perspectividad y la relatividad
del centro, por lo cual pueden hablar de «aquí», como algo distinto de «en otro
sitio», y de «ahora» como algo distinto de «antes» o «después».
La acción humana también está condicionada perspectivistamente. La ac
ción humana forma ciertamente un factor del paralelogramo de fuerzas que
constituyen el proceso cósmico. Pero no es ésta la perspectiva del agente. Su
perspectiva es limitada. Los agentes obran por fines. Los fines son recortes de la
totalidad del acontecer futuro, en cuya configuración el agente interviene. El
agente separa determinados acontecimientos como «fines de la acción» y desde
ña otros como consecuencias irrelevantes. Esta abstracción va precedida por la
caracterización de la propia actividad como «causa» frente a las demás condicio
nes de un acontecimiento consideradas como meras condiciones marginales.
Esta doble abstracción perspectivística es constitutiva del agente. También los
animales «abstraen», de forma similar, bajo la perspectiva de sus intereses vita
les. Sin embargo, los hombres saben por lo general que abstraen, y como respon
sables de sus acciones sólo consideramos a aquellos que, al obrar, permiten per
cibir que lo saben.
163
PERSONAS
Gracias a este saber, los agentes pueden incluir en los fines que persiguen
otras perspectivas de intereses distintas de las propias, o limitar la persecución de
sus actuales fines por no ser compatibles con otros fines. Estos otros fines pue
den ser los propios fines a largo plazo, que entran en colisión con los fines a cor
to plazo. Pero también pueden ser los intereses de otros, que entran en conflicto
con los propios. Y puede ser, finalmente, un interés que sólo se puede entender
por la peculiaridad de la persona, por la responsabilidad para consigo mismo, o
sea un interés en la «autorrealización», en el sentido de un logro objetivo de la
propia vida.
El «logro objetivo» de la propia vida no significa un sentimiento subjetivo,
actual o a largo plazo, de satisfacción. Responsabilidad por la propia vida supone
que las personas tienen su vida, aunque no en el sentido de que sean una entidad
propia más allá de este tener. Por eso tampoco pueden ser la instancia ante la que
han de ser responsables. Una responsabilidad ante sí mismo, en sentido estricto,
no puede existir, porque en ese caso uno podría dispensarse a sí mismo de ella.
El logro de mi vida puede serme indiferente. La sensación de una indiferencia
así, la sensación de tedio, es a menudo el resultado de la impotencia, que puede
tener rasgos enfermizos. La acedía, como estado afectivo al que el hombre se en
tregaba libremente, se consideraba en la tradición espiritual clásica del cristia
nismo como uno de los pecados capitales. La razón es que el hombre no tiene
que responder por la persecución de sus fines sólo ante los demás, y porque para
él no existen sólo reglas prudenciales, cuyo criterio son los propios intereses a
largo plazo, sino porque tiene que tiene que justificar los propios intereses tam
bién bajo el aspecto de una responsabilidad objetiva consigo mismo, de una res
ponsabilidad de «vivir rectamente». Las reglas de la vida recta derivan de una
consideración de la naturaleza humana, de las leyes de la convivencia humana y
de los deberes dados históricamente de antemano. Pero el carácter de obligación
mismo, para una persona, no deriva de ninguno de estos contenidos. De todos
ellos se puede distanciar reflexivamente. De ninguno de estos contenidos deriva
una coacción instintiva. Somos nosotros los que creamos semejante coacción re
nunciando a la reflexión distanciadora y reconociendo una resposabiíidad para
con nosotros mismos. En la idea de responsabilidad para consigo mismo la per
sona se realiza de modo ejemplar. La renuncia a la reflexión distanciadora no es
una recaída en la inmediatez natural, sino una inmediatez nueva, que es posible
porque el hombre se distancia de todos los intereses, de los propios como de los
de los demás, que valen inmediatamente para él. La razón está en que eso signi
fica hacerse responsable de la propia vida como un todo, por tanto, también de
los propios intereses y los impulsos que dirigen la acción. En principio, la refle
xión se orienta también por estos intereses. Posteriormente, bajo el punto de vis
ta de la «vida recta», los propios intereses se convierten en objetos de la respon
sabilidad. Pierden su inmediatez. El hecho de ser como soy deja de ser un
argumento definitivo, pues también de ello soy responsable. Los intereses, su in
mediatez, dejan de ser los criterios que orientan la reflexión. La «voz» que dis-
LA CONCIENCIA MORAL
tancia incluso la reflexión primaria orientada por los intereses, y que solemos
llamar «conciencia», no pone en juego un nuevo contenido o un nuevo interés
que entre en colisión con los demás. Entenderla así sería naturalistic fallacy. Se
trata de «una voz de ningún sitio», que se corresponde con el view from nowhe-
re característico de la persona. Su contenido pueden proporcionarlo diferentes
fuentes. Puede proceder del super yo de que habla la psicología. Sin embargo,
solamente se puede hablar de conciencia cuando las propias exigencias del su
per yo pertenecen al inventario que se distancia y que queda sujeto a justificación
y responsabilidad. La instancia ante la que la responsabilidad ha de responder no
puede ser uno mismo. De serlo, la responsabilidad sería tan sólo una façon de
parler. La instancia ante la que la responsabilidad ha de responder no sería real
mente más que una imagen que yo he proyectado de mí mismo. Pero yo podría
revisar esta imagen. ¿De dónde procede esta imagen? Son, de nuevo, intereses
ocultos los que me impulsan a producirla. Y liberarme, bajo la arremetida de la
pasión, por ejemplo, de la imagen proyectada por mí mismo, podría suponer un
despertar a mí mismo. La instancia ante la que se es responsable de la vida como
un todo no puede ser una parte de la vida misma: un interés, una pasión, otra
persona o un ideal propio.
II
165
PERSONAS
1. H. von Kleist, «Überdas Marionettentheater», 509, en Gesammelte Werke in zwei Bänden, Hrsg,
von B. v. Heiseier. d. Bd., Gütersloh 1956, 501-509.
2. J.P. Sartre, Cahiers pour une morale, Paris 1983.
166
LA CONCIENCIA MORAL
167
PERSONAS
III
168
LA CONCIENCIA MORAL
169
PERSONAS
IV
5. Cfr. S. Kierkegaard, Furcht und Zittern (Gesammelte Werke III), Jena 1923, 7 y ss.
LA CONCIENCIA MORAL
171
PERSONAS
7. D. Diderot, Articulo «Droit naturel», Encyclopédie III, en Oeuvres complètes VII, Paris 1976, 28.
173
PERSONAS
es sencillamente algo objetivo y absoluto: no algo que nos parezca bueno sólo a
nosotros, sino lo bueno en sí que hemos de hacer aquí y ahora, y lo malo que hay
que evitar. El juicio de la conciencia exige validez absoluta. Como acto del jui
cio moral puede, ciertamente, defender su exigencia con argumentos, pero no lo
puede fundamentar de manera concluyente. Cuando los hombres o las comuni
dades son afectados por las acciones u omisiones de otros, da lo mismo que
como legitimación de estos desmanes se aduzca que se trata de «autores que
obran movidos por su conciencia». En primer lugar, no hay ningún criterio que
permita a los demás determinar si alguien estima una obligación de conciencia
hacer u omitir algo. En segundo lugar, es esencial a las reivindicaciones legítimas
el no estar a disposición del gusto o la conciencia de otros. El que un Estado
acepte que no se cumplan determinados derechos ciudadanos «por razones de
conciencia» es una tolerancia cuyo consentimiento tiene que depender de la
magnitud del daño que causa. Ningún Estado puede tolerar acciones sugeridas
por la conciencia que sean incompatibles con la ley. Es, más bien, un criterio de
que los actos proceden de la conciencia el soportar la pena prevista para ellos en
la ley. Como la conciencia no se puede entender como idiosincrasia, sino como
voz de la razón práctica, el disidente que obra movido por su conciencia debe
considerar injustas las leyes que lo juzgan y equivocados a los legisladores. Y
ello no porque éstos no respeten al disidente, sino porque consideran justas las
leyes que el disidente considera injustas. El disidente que obra movido por moti
vos de conciencia no puede querer tolerancia, sino que lo que él considera justo
se convierta en fundamento de la ley general. El respeto al santuario de la perso
na, a su conciencia, no excluye que se mande a un hombre obrar contra su con
ciencia. Cuando consideremos sus acciones y omisiones objetivamente falsas,
hemos de tratar de inducirle a hacer lo justo y a omitir lo injusto sin preguntar
qué opina su conciencia. Hemos de tratar de impedir que un terrorista cometa un
atentado incluso sobornándolo, e incluso hemos de inducirle mediante amenazas
a que delate a sus cómplices. Siempre cabe esperar que su conciencia, para la que
per definitionem está enjuego el bien, se desprenda del error o de lo que noso
tros consideramos por tal. Son las acciones las que interesan recíprocamente. La
conciencia del otro permanece siempre oculta.
Hay ciertamente una clase de acción que el respeto a la persona la convierte
en imposible. Se trata de la tortura física que aspira a destruir al otro como sujeto
de acciones y obligarle a realizar acciones que ya no se podrán llamar libres. La
amenaza de muerte no destruye la libertad. A todo hombre se le debe poder exi
gir que omita determinadas acciones aún al precio de vida. Y, al revés, la disposi
ción a arrostrar la muerte ha sido siempre un criterio de que alguien sigue su con
ciencia. Pero la tortura no pone la libertad a prueba, sino que aspira a destruirla.
Esto es incompatible con la relación que existe apriori entre las personas.
Por lo demás, el respeto a la conciencia del otro en caso de conflicto tiene
sobre todo un carácter simbólico. Un caso de conflicto es la lucha. La lucha pue
174
LA CONCIENCIA MORAL
de ser a vida o muerte. En esta lucha la conciencia recta está convencida de que
el derecho está de su lado. Pero la ejecución de este derecho no significa que el
poder espiritual del derecho se procure validez a sí mismo. Eso sólo podría ocu
rrir si el adversario se convenciera o uno mismo se informara de algo mejor. La
lucha política, que puede degenerar en una medición de las fuerzas físicas, co
mienza cuando el poder espiritual, el poder sin violencia de la verdad, no basta
para procurarse validez. Sin embargo, la violencia física es indiferente a los con
tenidos de la conciencia, a lo justo y lo injusto. En la lucha física rige la ley del
más fuerte, y es algo contingente el que el más fuerte sea también el mejor. El
que desenvaina la espada puede morir a espada. Para que la lucha pueda ser tam
bién una forma de relación personal es necesario que las armas físicas no se con
fundan con las morales. La posible destrucción física del adversario no debe as
pirar a ser también su destrucción moral. Moralmente sólo debemos destruir al
que no destruimos físicamente. La destrucción moral de Caín, el primer fratrici
da, está conforme con el mandamiento: «Si alguien matare a Caín, será siete ve
ces juzgado»8. La lucha física sólo es digna del hombre cuando está conforme
con el respeto recíproco de los adversarios, los cuales conceden recíprocamente
seguir su conciencia cuando se exponen a los riesgos de la lucha. En otro caso el
combatiente se transforma en verdugo.
8. Gen. 4,15.
175
RECONOCIMIENTO
La forma como las personas tratan a las personas resulta del modo como las
personas se dan unas a otras. Entender este modo de darse no es posible si trata
mos de hacerlo siguiendo el paradigma del conocimiento de las cosas naturales.
Es, inversamente, el modo recíproco de darse las personas el que hace de para
digma para el modo como las cosas se nos dan, y que consiste en no quedar ab
sorbidas por el modo como se dan, y que, en consecuencia, su ser no es equiva
lente a su percipi, sea cual sea el modo de entender este más. Las escuelas se
separan unas de otras por el modo de entenderlo. La interpretación del más como
identidad, como intimidad, que se sustrae esencialmente a la objetivación, resul
ta evidente para todos cuando tratamos con los vivientes, de un modo especial
con los animales superiores. «Al gusano le fue dada la voluptuosidad y el queru
bín está en la presencia de Dios», según la fórmula de Schiller para expresar la
alegría de la vida en todos los n iv e le sH a b la r en este contexto de todos los ni
veles es ciertamente paradójico, pues lo característico del viviente es precisa
mente su delimitación monádica de todo lo demás. El instinto y el placer o dolor
que le acompañan constituyen un recinto interior impenetrable. A todo el que no
sea este viviente le resultará imposible percibir su dolor o sus deseos, pues per
cibirlos significaría tenerlos. Por eso pudieron negar los cartesianos que los ani
males sintieran. Si bien, basándonos en el comportamiento de los animales, nos
puede parecer razonable una conclusión analógica, es imposible obligamos a
aceptarla. La interioridad, que une a los vivientes con el hombre y al hombre con
los vivientes, es simultáneamente lo que les permite aislarse de la comunidad de
los vivientes y considerar y tratar a los animales como meros objetos. El recono
cimiento de la identidad es siempre un acto de libertad.
En un sentido enteramente nuevo desde el punto de vista cualitativo esto es
válido con relación a las personas. El ser personal puede ser entendido cierta-1
177
PERSONAS
mente como forma acrecentada de interioridad, como reflexión, por cuya virtud
los hombres pueden adoptar una actitud determinada con respecto a su propia in
terioridad vital. Pero no es adecuado definir este modo de autocomprensión de
nuevo como interioridad, o, expresado con la terminología hegeliana, como «ser
para sí». El que la persona sepa que es ser para sí significa que ser para sí es para
ella algo «en sí». La persona da el paso desde el cogito al sum. Y, por otro lado,
el que el ser de la persona es para los demás (o sea, el que tienen una dimensión
externa), es también para ella, es decir, es consciente de ello. Es imposible atri
buir la percepción de la diferencia dentro-fuera, que está en la base del lenguaje
humano, sencillamente al mundo interior, y lo mismo se puede decir de la estruc
tura del lenguaje. El reconocimiento de la persona como «alguien» no es una
conclusión analógica o la certeza subjetiva de algo sólo objetivamente probable,
como es la certeza de que los animales están determinados por el instinto y de
que sienten dolor. En ambos casos se trata de la libre adjudicación de cualidades
que están o no están presentes, aunque no tengamos ningún modo de «desmos
trar» ninguna de esas dos cosas. Si nosotros, los hombres, preguntamos si los
hombres sienten dolor — y los hombres pueden hacer esa pregunta— , también
podemos informar al respecto. Cada uno tiene un acceso privilegiado a su propia
interioridad.
No ocurre lo mismo en relación con el ser personal. Ser persona no es un
acontecimiento objetivo como la capacidad de sentir dolor. Y tampoco hay un ac
ceso privilegiado al propio ser personal. Sobre si alguien tiene dolor sólo el que
lo siente puede informar con seguridad. En cambio, sobre si entiende correcta
mente la palabra «dolor», no puede juzgar él solo, sino él y los que con él inter
vienen en el diálogo. Unos y otros deberán observar si pueden ponerse de acuer
do con palabras sobre el dolor. Y lo mismo ocurre en relación con el problema de
si un ser tiene capacidad de reflexión, es decir, de establecer una distancia inter
na con su propia esencia, lo cual es característico de la persona, y de si este ser
es sujeto de actos intencionales. Estos actos, como hemos visto, no son aconteci
mientos psíquicos que podamos constatar objetivamente. Sólo podemos percibir
los ejerciéndolos. Y la pregunta sobre si un ser tiene capacidad de reflexión no se
puede responder con un «sí» o con un «no», sino que la respuesta depende de
que se haya entendido la pregunta y de que se haya notado que es una pregunta
absurda.
Ser persona no es, pues, algo que se suponga y después, cuando la sospecha
sea más fuerte, se reconozca jurídicamente, por así decir. Ocurre, más bien, que
el ser personal se da solamente en el acto de reconocimiento. Este reconocimien
to no es una conclusión analógica, como la conclusión que hacemos del dolor de
los vivientes a partir del propio. En realidad el propio ser personal no se nos da
antes que el de los demás. Nosotros no sabemos si entendemos una lengua antes
de saber si otros la entienden. Ser persona es ocupar un lugar que no existe sin un
espacio en que otras personas tienen el suyo. El ocupar este lugar no se debe a
178
RECONOCIMIENTO
una asignación que hagan otros que existían antes de nosotros. Todo hombre ocu
pa este lugar como miembro nacido, por derecho propio. No es que se halle em
píricamente en él, sino que el espacio que ocupa la persona se percibe exclusiva
mente en la forma de aceptación y reconocimiento. Por eso, como indiqué al
principio, la proposición que asigna el ser personal a un hombre no es una pro
posición a la que se pueda añadir que uno respeta tan poco a las personas como
a los reyes. El otorgamiento del estatuto de persona es ya expresión de respeto
como modo específico de darse recíprocamente las personas. Esto encierra una
paradoja. Respeto y reconocimiento son formas de actividad. Parece, pues, que
deben ir precedidas de una receptividad que permita que las personas se perciban
como personas. Cuando se trata de la percepción de la identidad, parece especial
mente clara la necesidad de que el que percibe se comporte receptivamente. Pero
no es precisamente esto lo que ocurre, y no lo es por razones comprensibles. La
principal es que la identidad no se da per definitionem como fenómeno.
Como fenómenos se dan las cualidades objetivas. Pero los actos que se di
rigen a ellas no se nos dan asimismo objetivamente. Sólo se nos dan en la medi
da en que los ejercemos activamente. La misma vida ajena se nos da exclusiva
mente en una cierta consumación simpatética. La vida sólo puede ser percibida
por el viviente. Pero esta consumación tiene lugar en un resonar incosciente que
sólo se puede llamar libre en la medida en que seamos capaces de distanciamos
intelectualmente de él. El modo de darse las personas es distinto. La reducción
de las personas a mera objetividad es también un acto personal con la cualidad
específica de la maldad. Yo sólo me puedo definir a mí mismo como persona en
relación con todas las demás personas. Las personas son seres con los que otras
personas pueden hablar. Reducirlas al estatuto de cosas sobre las que se puede
hablar no da resultado sin más. La mirada del otro me toca, y no es posible re
chazarla sin una frialdad que humilla al otro, frialdad que también tiene cualidad
personal.
Lo contrario de la humillación que acabamos de señalar es el reconocimien
to de la identidad. El reconocimiento supone un pasivo darse. El otro se me debe
dar en la experiencia sensible como viviente «hombre», en la forma específica en
que se nos da lo vivo. Sin embargo, su ser persona no es nunca algo dado, sino
algo percibido en un acto de reconocimiento libre. El doble sentido de la palabra
«percibir» tiene efecto en este caso. Decimos que percibimos los intereses de una
persona si los hacemos nuestros y los representamos ante terceros. Sólo en este
sentido son «percibidas» las personas. El deber se fundamenta en esa percepción.
No es el imperativo o la norma lo que nos manda tratar a las personas de una ma
nera determinada. Frente a cualquier imperativo podemos plantear la pregunta
sobre la razón por la que tenemos que obedecerlo. Y todas las fundamentaciones
últimas, que siguen teniendo la forma del deber, exigen la misma pregunta. Y las
fundamentaciones que derivan el deber de un principio de coherencia lógica, fra
casan también cuando la coherencia se presenta como exigencia, como deber. La
179
PERSONAS
voz divina que percibe Caín tras el fratricidio no pregunta si Caín ha vulnerado
una norma ética, la que prohíbe el asesinato, sino esto otro: «¿Dónde está tu her
mano Abel?». La voz exige a Caín que sepa dónde está su hermano. Su respues
ta, «¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?»2, rechaza esta exigencia. No co
nocer el lugar del otro equivale en el relato a confesar el asesinato.
II
Todos los deberes para con las personas se reducen al deber de percibirlas
como personas. Sin embargo, no es adecuado formular esta percepción como de
ber, pues los deberes necesitan fundamentación, mientras que la percepción de
las personas es la fundamentación última de los deberes. Existen valores extra
personales. La acción puede ser mejor o peor, puede ser moral o inmoral; según
que se ajuste o no a ellos. Pero de deberes hablamos sólo en relación con la per
sona.
Decimos que las personas tienen derechos frente a otras personas. Esto es
otra forma de decir que las personas tienen deberes para con las personas. Estas
dos expresiones son estrictamente recíprocas. No tiene sentido hablar de dere
chos de un hombre si no se puede nombrar a nadie que tenga el deber correspon
diente para con él, incluso cuando se trate exclusivamente de un deber de omi
sión. En caso contrario valdrían las palabras de Grillparzer: «Derecho del
hombre es sentir hambre, amigo, y sufrir»3. Los deberes de las personas para con
otras personas derivan de la percepción acogedora de éstas. No se pueden funda
mentar en una experiencia del deber que las preceda. Es propiamente la expe
riencia del deber la que se funda en la percepción de la persona, percepción es
idéntica al acto de reconocimiento de la misma como «semejante». Con todo, el
reconocimiento no es una posición tal que el ser persona se debiera al reconoci
miento de otras personas. El reconocimiento se sabe reconocimiento debido, si
bien este saber no precede al acto de reconocimiento, sino que coincide de nue
vo con él.
El reconocimiento de un hombre como semejante puede ser mal interpreta
do de dos formas. Puede ser entendido como pertenencia a la misma especie
homo sapiens. Si el reconocimiento no significara nada más que esto, el reproche
de «especiesismo» estaría justificado. Un reconocimiento así sería parcialidad
con la propia especie. El reconocimiento de un hombre como persona significa
algo distinto, aun cuando réconozcamos por principio a todo hombre como per
sona, sin exigirles ulteriores cualificaciones, y asimismo en el caso de que el con-
cepto de persona coincida éxtensionalmente con el de hombre. La pertenencia a
2. Gen. 4,9.
3. F. G rillparzer, «Ein Bruderzwist in Habsburg», en Werke II, München 1971,327.
RECONOCIMIENTO
181
PERSONAS
III
182
RECONOCIMIENTO
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PERSONAS
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RECONOCIMIENTO
IV
185
PERSONAS
ser reconocido quede sustraído al capricho del que reconoce, o sea, de forma que
sea obligatorio. El carácter forzoso del orden jurídico se pone de manifiesto en
que los que viven en él se quieren reconocer realmente unos a otros y y no quie
ren limitarse a portarse bien con ellos. Quien se reserva el derecho a retirar el re
conocimiento, no ha reconocido en absoluto.
Los teóricos del siglo XVIII opusieron la situación de derecho al «estado
natural»8, y fue el concepto de persona el que privó al tránsito de su resabio mi
tológico. Es ese concepto asimismo el que permite comprender que el estado de
naturaleza, en forma debilitada, continúe en el marco de la situación de derecho.
De este persistente dualismo responden los conceptos de «Estado» y «Socie
dad». Las teorías liberales y las totalitarias coinciden a menudo en considerar al
Estado exclusivamente como agencia ejecutora de las fuerzas sociales y — en el
caso del totalitarismo— en considerar a la sociedad como administración estatal
total. Pero si los hombres son personas, y si ser persona significa aquella íntima
estructura en la que un hombre posee su naturaleza, su esencia humana y se po
see a sí mismo, entenderemos cómo se reproduce esta estructura en el llamado
dualismo. El orden de reconocimiento es esencialmente un orden formal de
igualdad, el cual sólo se convierte en real, o sea, vivo, por el despliegue de la vida
humana dentro de él, despliegue que tendrá siempre el carácter de competencia
y conflicto, incluyendo aquellas competencias y conflictos que se remiten al or
den jurídico básico para ser dirimidos, pues el orden básico, sea cual sea la for
ma dé estar constituido, tiene consecuencias para el desenvolvimiento de los pro
cesos sociales. La misma paz no está más allá de los conflictos, pero su forma es
controvertida.
Esa es la razón por la que ningún orden jurídico es algo así como un reino
de Dios, en el que se hayan superado todas las contradicciones y que, en conse
cuencia, tenga el carácter de la indestructibilidad. Ningún orden jurídico puede
garantizar que será definitivo, pues lo común, que adquiere forma en él, es con
tenido de la conciencia de cada miembro individual del orden jurídico, de suerte
que cada uno de ellos puede cuestionar esa forma, y puede convertir en asunto
conflictivo las reglas para dirimir los conflictos. La cizaña que hubiera crecido
contra ella podría abolir el ser personal y transformar a los hombres en animales
racionales. Las personas son y seguirán siendo peligrosas.
8. Cfr. R. Spaemann, Rousseau-Bürger ohne Vaterland. Von der Polis zur Natur, München 1980 (2.
Aufl. 1992).
186
RECONOCIMIENTO
rantizado jurídicamente por el hecho de que este orden es su única forma? ¿Sig
nifica que la lucha es un suceso impersonal? No es nada de eso. Todo conflicto
real entre hombres es la interrupción de la relación de comunicación real en la
que nos exigimos recíprocamente tan sólo aquello que el respectivo afectado
acepta. Tener que ver con personas no significa que, en caso de conflicto, no de
bamos plantear la pregunta sobre lo exigible, o sea, sobre la justicia. Significa ex
clusivamente que tenemos que responderla subjetivamente y en solitario. Cuan
do se da un conflicto de intereses privados, el reconocimiento ininterrumpido de
la persona significa que, en la persecución de estos intereses, nos movemos en el
marco de la reglas jurídicas. Pero cuando se trata de conflictos sobre cuestiones
fundamentales, en los que el fracaso del empeño del adversario es el sentido au
téntico dé la lucha, las personas necesitan estar convencidas de que su empeño es
el justo, es decir, de que las consecuencias que acarree el logro de los fines pro
pios se les pueden exigir, desde un punto de vista imparcial, a todos los afecta
dos. El criterio para determinar lo que se debe exigir no puede ser el consenti
miento real. Y ello por dos razones. En primer lugar, porque todos podríamos
sustraemos arbitrariamente, negándonos a darle nuestro consentimiento, a cual
quier exigencia justa. En segundo lugar, porque los hombres, por debilidad o ig
norancia, podemos consentir en algo que no se nos puede exigir. El deber de jus
ticia, como todos los deberes, es ante todo un deber de la persona para consigo
misma. Por lo demás, la comunicación suspendida se mantiene potencialmente
mientras se esté dispuesto, cosa que ha de hacer el que piense rectamente, a dar
cuenta públicamente, y también al adversario, de la lucha que se mantiene con
tra él. Esto significa escuchar y ponderar siempre los posibles contraargumentos
nuevos. D e ello deriva .ciertamente una paradoja. Para interrumpir la comunica
ción y «recurrir a otros medios» hace falta una convicción especialmente firme.
Y es algo que forma parte de la lógica de la lucha, que el suscitar dudas sobre la
justicia de la propia causa es perjudicial para el éxito de la lucha. Pero, por otro
lado, nunca es más evidente la duda que en esta situación, pues, cuando se inte
rrumpe la comunicación, no tiene lugar el examen continuado sobre la justicia.
Por eso es natural acallar la duda mediante un stetpro ratione voluntas o median
te un right or wrong, my country.
Por todo eso significó un gran progreso que el derecho internacional moder
no relativizara jurídicamente la idea de «causa justa» — aunque tanto antes como
ahora sea reconocida como exigencia moral— mediante la idea de «enemigo jus
to», al que se le supone buena fe al juzgar la justicia de su causa. De ahí que la
guerra no se pueda considerar esencialmente como acción de castigo, sino que
tiene lugar entre iguales. (Eso explica el interés de los violadores de la paz en ser
reconocidos como partes beligerantes).
Un último criterio de la relación de respeto es el trato con los muertos, tam
bién, y de modo especial, con el enemigo muerto. En la muerte cesa todo lo
«cualitativo» que levanta a unos hombres contra otros. La honra que se tributa a
los muertos, a todos los muertos, va dirigida a su identidad numérica, a ellos
187
PERSONAS
VI
188
RECONOCIMIENTO
189
PERSONAS
anuncios y en ordenadores, se nos desea que nos vaya bien; por doquier, aumen
tados con altavoces, se nos dan a conocer prescripciones cuya observancia se nos
agradece de antemano. Todos los niños ven que la amabilidad, la bondad, la de
ferencia, el interés en el bienestar de los demás, el agradecimiento y otras actitu
des parecidas, son ante todo aceite lubrificante para el funcionamiento de proce
sos que no tienen casi nada que ver con la relación entre personas. El retomo a
un vocabulario impersonal, objetivamente correcto, sería el respeto que las per
sonas podrían exigir de los programadores del sistema. Sólo así logra su valor la
sonrisa amable de la cajera al cliente que se halla realmente frente a ella, y lo lo
graría aun cuando la empresa se beneficiara de la amabilidad de sus trabajadores.
No por eso deja de ser suya la sonrisa de la cajera, y el agradecimiento del clien
te se dirige a la mujer, no a la empresa.
Las instituciones que ejercen poder material o espiritual tendrían que poner
de manifiesto su carácter político. Deberían de hacerlo sobre todo cuando exigen
lealtad o incluso consentimiento moral. La segunda condición es el carácter jurí
dico fundamental de la institución. Por tal cosa no entiendo ante todo la observa
ción de las reglas de procedimiento, sino la protección real del estatuto personal
de cada hombre que se encuentra en el ámbito del poder de esa institución, es de
cir, del Estado. Del carácter universal del espacio personal de relaciones deriva
el no conceder carácter personal a alguien, aunque sea sólo a uno, hace que
desaparezca el carácter personal del sistema entero. Negar carácter personal a al
guien es algo que ocurre, como veremos en un capítulo posterior, cuando se exi
ge, además de la pura pertenencia al género humano, algún otro criterio cualita
tivo, por cuya virtud alguien es reconocido como alguien y cooptado para la
comunidad de personas. Cualquier sistema político que haga eso pierde su carác
ter legítimo y el derecho a la lealtad de las personas. El comportamiento frente a
un sistema así sólo puede estar dictado por reglas de astucia. Los Estados son li
bres para conceder el derecho de ciudadanía a quien quieran. Aquí no existe un
deber de dar igual trato a todos ni está prohibido ser arbitrario. Pero el derecho
de ciudadanía de un Estado sólo tiene valor si los derechos humanos -—ante todo
el derecho a la vida— gozan en él de protección sin limitaciones, para ofrecer la
cual basta con el poder del Estado correspondiente.
190
LIBERTAD
191
PERSONAS
cia» de un cuerpo a caer hacia abajo, una tendencia a la que se le puede oponer
resistencia. Es propio de la libertad la posibilidad de desplegarse de acuerdo con
la propia especie. Una golondrina en el agua y una trucha en la orilla no son li-
I bres.
Sin embargo, no es verdad que la posibilidad de despliegue de cualquier
tendencia signifique libertad. La manía, por ejemplo, es una tendencia, pero se
guirla esclaviza. ¿Por qué? Porque no es natural. ¿Por qué la llamamos «antina
tural»? Sólo pueden ser libres o esclavos aquellos seres que poseen una naturale
za, o sea, que tienen, según la definición de Aristóteles, el «principio del
movimiento y el reposo»1, seres que por sí mismos tienden a algo: en principio y
sobre todo a mantenerse en el ser. Pero la naturaleza del hombre es considerable
mente plástica y posee un amplio abanico de posibles «movimientos». La liber
tad de movimientos es estructurada por la educación, el lenguaje, los usos y las
costumbres, es decir, por lo que llamamos «segunda naturaleza». Poder vivir de
acuerdo con la segunda naturaleza, o sea, con la costumbre, equivalía para los
griegos del siglo VI antes de Cristo a eleutheria, a libertad. Tirano era aquél que
podía impedírselo al hombre. No fue el viejo mandamiento de enterrar al herma
no el que privó a Antigona de libertad, sino la reciente prohibición por parte de
Creón de hacerlo.
Con los sofistas surge una nueva reflexión emancipatoria, que después es
profundizada por Platón, a saber, la idea de que también las costumbres pueden
esclavizar* en concreto cuando la segunda naturaleza se opone a la primera. Y
esto es así aun cuando un hombre haya interiorizado la tendencia de la segunda
naturaleza hasta el punto de no percibir ya la primera. Precisamente entonces es
cuando es internamente esclavo, no cuando se hace libre. Para ser libre uno tie
ne que ser capaz de hacer lo que quiere. Pero para poder hacer lo que se quiere,
es preciso saber lo que se quiere. La falta de libertad no consiste necesariamen
te en la determinación extraña. Puede tratarse del querer «impropio» de uno m is
mo, como, por ejemplo, en el toxicómano. El fundamento de un querer impro
pio es siempre, según Platón, una percepción deformada de la realidad y de lo
deseable.
El criterio para valorar diferentes costumbres, es decir, para percibirlas
como lo que realmente me pertenece, se llama entre los griegos «naturaleza». Lo
natural, entendido como «lo que está conforme con el hombre», posibilita una
comprensión emancipatoria de la libertad. Posibilita que la primera naturaleza se
emancipe de la segunda, o al menos, como ocurre en Aristóteles, juzgar la segun
da naturaleza por su armonía con las condiciones marco de la primera.
¿No es absurdo un examen semejante? Si tiene algún sentido hablar de algo
como naturaleza del hombre, ¿no designará «naturaleza» aquello que se impone
192
LIBERTAD
por sí mismo frente a las costumbres y motivos secundarios? Los sistemas secun
darios — el software— sólo pueden establecerse y mantenerse, al parecer, si són
compatibles con la naturaleza plástica del hombre — el hardware— .
La objeción no es correcta porque la naturaleza de los seres vivos superio
res no se halla frente a la alternativa de rechazar lo nocivo o ser víctima de él. Los
seres vivos superiores se caracterizan, como dice Aristóteles, por la diferencia
entre mera vida y vida buena2. Se da en ellos una disminución de la vida que no
equivale a inmediata destrucción. El toxicómano vive, pero vive mal. Su salud
sufre, sus intereses se estrechan, su dependencia aumenta. Frente a las costum
bres que llamamos virtudes, son vicios, es decir, «malas costumbres», aquellas
que no nos capacitan (sino que nos impiden) para hacer lo que por nosotros mis
m os, independientemente de esta costumbre, por intelección propia, haríamos
gustosamente. Como es evidente, la «segunda naturaleza» puede mantener con
la primera una relación armónica o desarmónica. «Libres» podemos denominar
a aquellos hombres en los que la relación es armónica, en los que la primera na
turaleza no es subyugada por la segunda, sino disciplinada de tal forma que pue
de desplegarse de acuerdo con la propia intelección y alcazar una determinada
forma histórica.
Lo mismo se puede decir del nomos social. Para un concepto «naturalista»
de lo natural, todo orden social debe ser siempre natural, puesto que es siempre
el resultado de un «paralelogramo de fuerzas» natural, o sea, expresión del afán
de poder de los más fuertes, los cuales se sirven de los más débiles o los elimi
nan. Para el antílope, ser devorado por el león no es una muerte natural, sino vio
lenta. Pero para el león es natural devorar al antílope. Llamamos asimismo «na
tural» al sistema ecológico en que los leones devoran a los antílopes. Las
relaciones de dominación son tan naturales, al parecer, como su subversión. Na
turaleza es el modo «como todo se comporta»3.
Es esencial a la naturaleza del hombre poder entrar en relación con el modo
como todo se comporta — considerar fenómenos naturales como devorar y ser
devorado tanto desde el punto de vista del león como desde el del antílope— , y,
finalmente, cuando atañe al hombre como agente, establecer los criterios de lo
justo. Esta capacidad resulta de la propiedad de la persona de entrar en relación
con su propia naturaleza, con su propio modo de ser, una relación a la que hemos
definido como «tener». Pero la naturaleza propia y el propio modo de ser no se
puede definir sin relación con todo lo demás que es como es. De ahí que relacio
narse con la propia naturaleza signifique relacionarse con el mundo como un
todo. Los estoicos consideraron la identificación con el cosmos como solución
del problema de la libertad. Aceptar lo que en todo caso ha de ocurrir libera al
193
PERSONAS
4. lC o r l3 ,2 y s s .
5. Cfr. Col 3,3.
194
LIBERTAD
del todo. Conocen la obra en la que tienen que representar un papel y pueden re
presentarlo conscientemente como papel. Al hacerlo son más que meras partes.
Se identifican con el logos del todo.
La cosa cambia cuando el todo es pensado como realidad contingente,
como producto de un acto creador libre. Frente a él no hay algo así como pene
tración intelectual en la necesidad. Ahora son posibles actitudes como la pregun
ta, el ruego, la gratitud, la sorpresa, el descontento, la obstinación o el amor y la
confianza. No hay ahora una oikeiosis universal, una identificación del yo con la
totalidad del mundo, sino una relación con un Otro inalterable. Esta relación tie
ne dos posibilidades, ninguna de las cuales se puede reducir a la otra: la autoafir-
mación y la autotrascendencia. En el primer caso el hombre afirma su posición
central, a partir de la cual se pueden derivar funcionalmente todas las estructuras
de relevancia. En el segundo, el hombre reconoce que hay otro, otros muchos
centros de referencia que no se pueden integrar en los demás, y con los que pue
de entrar en una relación tan afirmativa como consigo mismo.
Cuando se acepta un centro de relevancia «absoluto», es decir, divino, se
percibe que de él parte la exigencia de una afirmación incondicionada, frente a la
que la autoafirmación capitula. San Agustín habla de amor Dei usque ad con
temptum sui, del amor a Dios hasta el menosprecio de sí m ism o6. La percepción
de otra persona finita no lleva ciertamente al menosprecio, sino a la relativización
de sí mismo. El hombre debe «amarla como a sí mismo». Esto significa ante todo
que entra en una relación de justicia con ella, en la que los intereses propios no
deciden a priori la importancia de los suyos. Sólo existe justicia allí donde hay
tendencias e intereses que se pueden equilibrar. Pero, asimismo, sólo la hay allí
donde la acción del individuo no es sencillamente expresión de los propios inte
reses, sino que tiene en cuenta los intereses de los afectados por ella hasta el pun
to de que pueda ser «justificada» por ellos. Hasta cierto punto el tener presente
los intereses de los demás forma parte de nuestra dotación natural, o sea, de
nuestros intereses naturales. Las relaciones de pertenencia y de simpatía son re
laciones «naturales». Es propio de la persona el poder sobrepasar lo natural en
dos direcciones distintas. La persona puede emanciparse de todas las diferencias
y vínculos naturales, y optar por un egoísmo ilimitado, radical. Para ello no tiene
que renunciar en modo alguno a toda relación que se base en la simpatía. Pero
puede considerar toda relación de este tipo exclusivamente desde el punto de vis
ta de su beneficio emocional, psíquico o material. Ni siquiera en el delirio de la
pasión está enjuego realmente una tarea de este punto de vista. Desde él el otro
es precisamente en función de aquella satisfacción que la persona siente al expe
rimentar la pasión. No es en absoluto el otro, al cual se dirige el frui, el que es el
contenido de la alegría, sino que el verdadero telos es el gozo de la propia pasión.
195
PERSONAS
La experiencia enseña que una simpatía como esa puede convertirse repentina
mente en brutalidad.
En esta emancipación reflexiva de la inmediatez de la actitud natural se echa
de ver que la persona no es sencillamente su naturaleza, sino que la tiene. Los seres
meramente naturales viven siempre en la inocencia de la intentio recta. Esta inten
ción está extrovertida. Se dirige al otro, pero no al otro como otro. El otro resulta
apropiado en una oikeiosis originaria y recibe su importancia en el contexto vital
del ser al que se dirige. La reflexión sobre la vivencia propia, y la degradación del
otro a mera función de esta vivencia, sólo es posible para un ser que sabe del otro
como otro y de sí mismo como distinto de él, y que se vuelve reflexivamente sobre
sí mismo como motivo último. La tradición agustiniana habla de curvatio in se ip-
sum, de «corazón encorvado sobre sí mismo». Sólo las personas pueden ser egoís
tas radicales. Pero también son las personas, gracias a una reflexión que percibe al
otro como otro, no como algo definido por mi contexto vital, las que pueden expre
samente amarlo, respetarlo y quererlo tal como es, y relativizar la propia perpectiva
a la condición de una entre otras. Las personas son capaces de benevolencia desin
teresada, empezando por la que es su nivel más bajo y fundamental, la justicia.
Decidirse por una u otra de estas dos motivaciones es algo realmente «in
fundado» en el sentido de que la decisión que se adopte tiene que apoyarse por
su parte en una decisión aún más fundamental. No hay parámetros comunes que
puedan poñér de manifiesto cuál de esos lados es más importante. El que quiere
el bien sabe ciertamente por qué lo quiere, a saber, porque es el bien. Pero el que
eso sea una razón para él no se puede fundamentar de ningún otro modo. Cual
quier otra fundamentación debilitaría esa razón. En la naturaleza humana hay,
ciertamente, a priori una disposición a percibir la evidencia del carácter de re
querimiento de lo moral. Existe la simpatía espontánea, y existe una sensación
igualmente espontánea de los seres racionales que se comunican entre sí lingüís
ticamente y que les permite percibir los requisitos elementales de la reciprocidad.
El egoísmo radical no es primario ni espontáneo. El empeño de la filosofía des
de Platón ha sido poner de manifiesto la identidad de lo bueno en sí y lo bueno
para mí. Las promesas de la religiones siguen la misma dirección, aunque la idea
de recompensa parecía apuntar de entrada a convertir a Dios en una función del
amor propio. Cuando la idea de recompensa va acompañada por las palabras di
vinas «Yo seré tu recompensa»7, desaparece esa sospecha. Aquel para el que la
justicia y el amor no sean motivaciones por sí mismas, esta recompensa, que ya
supone el amor de Dios, carecerá de fuerza de atracción. La tarea radical del
egoísmo no es el autoideal de la persona, sino su verdadera autorealización. La
promesa de recompensa debe suprimir el miedo del salto a lo desconocido, pues
se trata realmente de un salto. Como seres racionales lo hemos dado «realmen
7. Gen. 15,1.
196
LIBERTAD
te» ya. Estamos ya en «la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a
todo hombre» \ Pero también estamos ya alejados de ella, con la inquietud de
que pueda escapársenos si nos soltamos.
La decisión fundamental sobre cuál de esos dos momentos debemos seguir
no es una «elección». Para elegir hace falta una razón. Poder elegir con razones
es lo característico de la libertad que distingue al hombre como «animal racio
nal», no como persona. Aristóteles ha descrito esta libertad89. Consiste en que los
hombres no están programados para realizar instintivamente aquellas actividades
cuya fruición biológica les está oculta. Los hombres conocen la función biológi
ca del hambre y del impulso sexual. Saben por qué construyen una casa. Y por
que lo saben pueden elegir entre diferentes acciones. La elección de los medios
para un fin no deriva sencillamente de una clara función útil, pues, debido a la es
casez de recursos, de fuerza y de tiempo, cualquier actividad afecta a todos los
demás fines. Por eso la ponderación, la reflexión, la deliberación tienen raramen
te el carácter de una deducción de la que resulte necesariamente un imperativo
para la acción. En una ulterior reflexión cada uno de estos fines se pueden enten
der como medios para otros fines. La totalidad a la que tendemos no se puede re
presentar como fin en relación con el cual las acciones individuales tengan el ca
rácter de medios, pues las acciones individuales, reunidas, son la totalidad de
nuestra vida. La totalidad es el paradigma de todas las actividades y sólo se pue
de aprehender con un concepto indeterminado como el de «vida lograda». Los
griegos hablaron de eudaimonia. Este concepto, lejos de posibilitar una clara
función útil, designa un problema: ¿en qué consiste semejante logro?
La tradición antigua, que seguía viva en la Edad Media, situó el ámbito de
la libertad de elección, del libemm arbitrium, en el espacio que abre la capaci
dad de querer fines referentes a medios. La eudaimonia era entendida como «fin
último», el cual no era objeto de una elección. Es, más bien, un fin que queremos
«naturalmente». Sin embargo, abre un espacio que no puede limitar ninguna fun
ción útil, puesto que, en este caso, la elección de los «medios» y la interpretación
del fin coinciden. En esta elección determinamos también quiénes somos. ¿O de
beríamos decir que en ella se manifiesta quiénes somos?
La filosofía antigua no se planteó nunca claramente esta pregunta, pues
planteársela conduce más allá del concepto de physis como algo otológicam en
te primero. Platón percibió claramente que el modo de ser de un hombre se deja
ver en lo que se le manifiesta como felicidad. Qualis unusquisque est, talis finís
videtur eí, dice Santo Tomás en este sentido. «Lo que a alguien se le manifieste
como fin depende de quién sea»l0. Pero, ¿por qué es alguien como es? Agere se-
8. Ioh. 1,9.
9. Cfr. A ristóteles, Ética a Nicómaco III, 1-5.
10. T omás de A quino, Quaestiones disp. de malo 2, 3 ad 9.
197
PERSONAS
quitur esse, «el obrar sigue al ser», dice otro adagio m edieval11. Pero, ¿no ocurre
lo contrario en las personas? ¿No repercute su acción en lo que son? También
esto era conocido en la antigüedad, pues se sabía que las virtudes, como disposi
ciones para la acción, como actitudes que se han convertido en costumbres, se
ejercitan con las acciones. Pero, ¿por qué las ejercita uno y otro no? La respues
ta, bien contrastada empíricamente, dice así: porque uno perdura en ella y otro
no, y porque uno está mejor constituido que el otro. Educación y herencia son los
dos factores responsables del ser que precede a la acción. Sin embargo, el que se
responsabilice de sus acciones buenas y malas al hombre mismo, no a sus proge
nitores ni a sus educadores, era tan familiar para Aristóteles como lo es para no
sotros, si bien en la antigüedad no hay ninguna fundamentación teórica de este
hecho. Y la falta de fundamentación no hace de punto de partida de una nueva re
flexión.
San Agustín es el primero en expresar claramente que, más allá de ambos
amores, no hay un tercero, a partir del cual se pueda derivar la decisión entre las
dos direcciones de la voluntad. San Agustín persevera ciertamente en el concep
to antiguo de eudaimonia, y le resulta asimismo claro que sólo el amor Dei, no
el amor sui, conduce a la bienaventuranza. «Tú has dispuesto las cosas de tal ma
nera que todo espíritu desordenado se convierta en castigo para sí mismo», se
dice en Las confesiones12. Los intereses reconocidos no pueden justificar el «des
precio de Dios», y puesto que la curvado in se ipsum no hace feliz y el hijo per
dido aterriza en las artesas de cerdos, hay un motivo poderoso para la conversión.
Pero a quien «entrega toda su fortuna a los pobres» sólo por amor propio no le
sirve de nada el amor. La conversión del corazón no se debe a un «desarrollo or
gánico», sino que en ella se decide sobre la dirección de un desarrollo posible.
Atañe al plano de las secondary volitions, o sea, al tipo de relación que estable
cemos con aquello que en concreto queremos.
II
Dos preguntas plantean las secondary volitions, a las que yo prefiero llamar
querer «primario»:
1. ¿Es libre este querer? ¿Cómo hay que entender su libertad?
2. ¿Tiene este querer un influjo real en el querer concreto, o se trata de una
reflexión tal vez libre pero ineficaz, es decir, un deseo impotente?
Aristóteles considera que este querer primario del hombre no es libre en el
sentido de poder ser de otro modo. La «metavoluntad» de ser feliz no significa 12
198
LIBERTAD
14. Cfr. J. E c c l e s , H ow the Self Governs Its Brain. Versión alemana, Wie das Selbst sein Gehirn steuert,
München 1994.
200
LIBERTAD
deliberación no conduce a ningún resultado claro. Por lo general estos casos su
ceden cuando las decisiones no tiene apenas consecuencias considerables, y en
las que se trata exclusivamente de lo que en «un momento determinado me pro
duce placer», o bien son casos en los que las consecuencias son importantes para
toda la vida ulterior, pero que, debido a que son consecuencias a largo plazo, no
se pueden estimar. En este caso debemos decidir intuitivamente y aceptar los
riesgos. Estas últimas decisiones pueden ir acompañadas, a veces, por la sensa
ción cierta (una sensación refutable) de haber hecho lo correcto, y otras, en cam
bio, por la sensación de incapacidad de encontrar buenas razones. Las decisiones
de este tipo significan realmente la resolución de abandonarse a un generador de
casualidad, que después puede reemplazar un mecanismo casual exterior, como,
por ejemplo, arrojar una moneda. Aquí no es la decisión objetiva la que merece
ser llamada «libre», sino, en todo caso, la decisión fundada de tomar una deci
sión infundada. Pero también esto puede ser una decisión casual cuando somos
obligados a decidir de una u otra nanera sin posibilidad de abstenerse.
La tesis del determinismo afirma que todas nuestras decisiones intuitivas, y
asimismo los resultados de nuestra reflexión y ponderación, están determinados
unívocamente por procesos neurofisiológicos. Establece, asimismo, que si hubie
ra realmente un espacio para la casualidad, se trataría en esas decisiones precisa
mente de casualidadades, y sería casual también el caso en que algo nos parece
fundado de manera irrefutable. Como es natural, el moderno determinismo tiene
en cuenta el hecho de que hay determinación por información. Pero en este aca
so aprovecha la ambigüedad del concepto de información, que es entendido, por
un lado, de manera puramente física como entropía negativa, mientras que la in
formación se equipara a su transporte digital, y por otro, lo que se transporta es
un cierto tipo de «sentido», y sólo puede ser interpretado semánticamente. La de
terminación por razones, o sea, por sentido, es para el determinismo «realmente»
causalidad física. La libertad es una autointerpretación alcanzada de este modo,
la cual sólo se puede afirmar mientras no se comprenda.I
III
201
PERSONAS
15. Cfr. D.C. D ennet, op. cit. Dennet afirma: «En la redacción de este libro me someto a este dogma:
evitar el dualismo a cualquier precio. No dispongo de ningún argumento que lo refute contundentemente».
202
LIBERTAD
16. Cfr. especialmente el capítulo III «Von der Organisation der Bewusstseinszustände. Die Freiheit»,
en H. B e r g so n , Zeit und Freiheit, ed. cit.
PERSONAS
204
LIBERTAD
IV
205
PERSONAS
206
LIBERTAD
2G7
PERSONAS
208
LIBERTAD
209
PERSONAS
como de nuevo escribe James, con ayuda de ninguna ciencia empírica ni de nin
guna reflexión psicológica. Sin embargo, como hemos visto, la filosofía puede
poner de manifiesto que todo se derrumba cuando se abandona esa convicción.
Desaparecen también las razones que hacían que el hombre se esforzara en de
rribar esa convicción.
La unión de libertad y atención se ajusta en nuestra reflexión al concepto de
persona. El «querer primario» no se halla, como supone H. Frankfurt, ante la al
ternativa de influir inmediatamente sobre el querer concreto o de limitarse a ob
servarlo y juzgarlo sin consecuencia alguna 25. Pero tampoco puede apartar el
querer concreto ni tomar una decisión contraria a ese querer, es decir, asumir el
papel del querer concreto. A lo sumo puede compararse con la relación de una
instancia de casación con el tribunal que dicta la sentencia. La instancia de casa
ción puede anular la sentencia del tribunal inferior, pero no la puede sustituir por
una sentencia propia, sino tan sólo remitir la causa al tribunal inferior y, al hacer
lo, llamará la atención sobre los puntos de vista que, según el tribunal de casa
ción, no han sido tenidos suficientemente en cuenta. Esto es lo que puede hacer
el tribunal de casación de las secondaiy volitions. Y esto es lo que normalmente
entendemos por «libre albedrío». El que sea realmente la libertad en el sentido
radical del que hablamos en este capítulo depende del tipo de ideas al que dirija
mos nuestra atención. Si alguien, estando enamorado, se esfuerza por estar aten
to al cambio bursátil, es porque está interesado en aumentar o conservar su for
tuna. Este interés es tan «natural» como el interés que arrastra los pensamientos
hacia la amada. Es menos urgente, pero no por eso es, en este hombre, más dé
bil. Es propio de los intereses a largo plazo el poder lograr fuerza para realizarse
exclusivamente con ayuda de la razón. La razón, por su parte, está en estos casos
al servicio de la naturaleza, que no es transformada por ella, sino que permanece
completamente en su egocentrismo vital.
De otro tipo son las ideas que no expresan un interés natural subjetivo, sino
que ellas mismas son el fundamento de la atención que se les presta. La atención
no se puede derivar de intereses vitales. No se funda en los intereses del hombre,
sino sólo en aquello que está en juego, en la idea misma. ¿Qué tipo de interés es
el que tenemos en que no se extingan los últimos tigres en Rusia, tigres que en
todo caso no veremos nunca? ¿Qué tipo de interés es el que mueve a un artista,
sm hacer caso del esfuerzo ni del tiempo, a trabajar en la perfección de una obra
que acaso no la perciba apenas nadie? ¿Qué tipo de interés es el que mueve a una
persona a mantener la fidelidad prometida a otra, aun después de abrírsele una al
ternativa con prometedoras perspectivas a la que nada se opone excepto, precisa
mente, la promesa y la confianza del otro? ¿Qué tipo de interés es, en fin, el que
mueve a un hombre a preferir saber una verdad desconsoladora a ser consolado
210
LIBERTAD
con una mentira piadosa, incluso cuando el engaño se produce estando en el le
cho de muerte, es decir, cuando ya no tendrá consecuencias?
En todos estos casos, el interés que nos mueve a dirigir la atención a una
idea está fundado en la verdad de esta idea. Someterse a sus exigencias significa
estar emancipado de uno mismo, es decir, haber renunciado a la exigencia natu
ral de autonomía. Esto es lo que llena el concepto de libertad personal.
211
PROMESA Y PERDÓN
Las personas son seres que pueden prometer. Eso significa que pueden es
tablecer una vinculación con otras personas que fundamenta la esperanza y el de
recho de la persona a la que se hace la promesa a que se cumpla lo prometido.
También los animales tienen expectativas. Y también nosotros tenemos expecta
tivas frente a los animales y frente a las cosas naturales y artificiales. Estas ex
pectativas, como la de que mañana saldrá el sol, están fundadas en la experien
cia, y en el supuesto de que la regularidad del mundo no cambiará de repente.
Las expectativas se basan en la regularidad universal de la naturaleza y en la pe
culiar cualidad específica de determinadas cosas. Cuando nuestras expectativas
se ven defraudadas, tenemos que buscar la razón en nosotros mismos. Nuestro
cálculo debe haber tenido álgún error, o bien somos conscientes de que corría
mos un riesgo y de que hemos tenido mala suerte. En todo caso no teníamos de
recho al cumplimiento de la promesa. Es un signo de madurez haber aprendido
que el mundo no está obligado a satisfacer nuestras expectaivas. Y los animales
tampoco. El único sentido del «castigo» a los animales es condicionamiento de
un ser capaz de aprender.
La expectativa que funda una promesa contiene asimismo componentes em
píricos. No contaremos con que se cumpla una promesa en la que, de acuerdo
con la experiencia, se promete algo imposible. Tampoco confiaremos en alguien
del que sabemos por experiencia que no suele cumplir sus promesas. Nada cam
bia al respecto el que el verdadero fundamento de la expectativa de una promesa
sea precisamente la promesa misma. Las promesas fundamentan y justifican una
expectativa prima facie , porque fundamentan un derecho. Y cuando es fácil cum
plir la promesa, confiamos incluso en la promesa de un extraño y le damos, por
ejemplo, una carta para que la eche en el próximo buzón de correos, sin que ten
ga ningún otro motivo para hacerlo que el habérnoslo prometido. No es probable,
ciertamente, que se la demos si la carta es muy importante, a no ser que el extra
ño nos hubiera producido la impresión de ser una persona de confianza. El dere
213
PERSONAS
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PROMESA Y PERDÓN
II
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PERSONAS
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PROMESA Y PERDÓN
217
PERSONAS
III
218
PROMESA Y PERDÓN
sólo la puede realizar de ese modo, como una composición para dos voces sólo
se puede realizar a dúo, incluso cuando se trata de una improvisación en la que
los dos músicos producen una forma específica oyéndose recíprocamente. N in
guna de las dos voces, independiente de la otra, sonaría como suenan juntas. Na
turalmente esto es sólo una metáfora. La cooperación de los músicos que ejecu
tan una pieza determinada puede romperse. Pero lo esencial del matrimonio
consiste en que en él se unen mutuamente dos vidas o dos biografías de tal ma
nera que de ellas resulta una historia.
El matrimonio supone la capacidad personal de dar a la propia vida, inde
pendientemente de cuálquier suceso imprevisible, una estructura que resuelva de
antemano de una vez por todas el modo de tratar con esos sucesos y, de ese modo,
se independice de la casualidad. Esto vale también para el voto religioso. En el
matrimonio hay que añadir la actualización de la capacidad personal de realizar
la realidad del otro en tanto que otro, haciendo que la relevancia de la propia vida
para la vida de otro se convierta en un elemento estructural central de ella. Cuan
do esto ocurre conscientemente, y es afirmado emocional y voluntariamente, ha
blamos de amor. El amor no es constitutivo del matrimonio, pero sólo realiza su
sentido por él.
Todo lo dicho hasta ahora se puede aplicar fundamentalmente a cualquier
forma de relación de amistad. Pero no toda relación de amistad es un matrimo
nio. No es un elemento esencial de las relaciones de amistad constituir una co
munidad de destinos de por vida. La unidad específica de la comunidad matrimo
nial se expresa en el Nuevo Testamento diciendo que los dos son «una sola
carne». El carácter perpetuo de esta comunidad, y el que los cónyuges se presen
ten hacia fuera como una persona jurídica, esta relacionado con la diversidad de
sexos y con la complemetariedad natural, fundada en ella, de dos personas. Su
relación incluye la relación sexual y la ordenación apriórica a objetivar la unidad
en los hijos. La relación paternal y maternal con los mismos hijos significa obje
tivamente una relación perenne entre un hombre y una mujer, y redunda apriori
en interés de los hijos el que esta relación tenga una forma que se corresponda
con la identidad personal de los hijos. La peculiaridad de la promesa de matrimo
nio sólo es posible por la complementariedad específica de personas de distinto
sexo, y se basa en la transmisión de la vida y en la conservación del género hu
mano. El ser personal reside en tener una naturaleza humana, pero en tener una
naturaleza masculina o femenina, es decir, una naturaleza que incluye la ordena
ción a la persona del otro sexo. La persona como tal no es sexual. Sólo está refe
rida a priori a otra persona. Pero la peculiar unión exclusiva entre personas por
una promesa, que crea una nueva unidad duradera de ambas sin ningún género
de posibilidad de sustitución, supone la relación sexual entre individuos de dis
tinto sexo. Personas del mismo sexo pueden sentir atracción erótica recíproca.
Pero su relación sexual es un «asunto privado». Dura mientras guste a cada una
de ellas. No crea una nueva unidad objetiva. No se vuelven «una sola carne».
219
PERSONAS
Desde cierto punto de vista las relaciones sexuales es lo más impersonal que
existe. Tienen un elemento de desindividualización, de inmersión en una corrien
te de vida prepersonal. De ahí procede un cierto desprecio de la esfera sexual por
parte de una tradición filosófica orientada por un ideal de autonomía. La mutua
atracción de los sexos produce evidentemente una debilitación de la autonomía
del individuo, y el enamoramiento es como se sabe un estado de extrema debili
dad y «desmayo». Sin embargo, esta debilidad tiene sentido como supuesto de la
nueva y fuerte unidad que surge de la unión física y personal. La comunidad per
sonal de vida, creada en libertad por una promesa, abre un ámbito dentro del cual
dos personas pueden «abandonarse» sin perderse, puesto que puede definitiva
mente «confiar la una en la otra». En este marco el caos puede convertirse en
caos fecundo, en fuente de un orden vivo.
La promesa de fidelidad conyugal es esencialmente una promesa de exclu
sividad sexual. El sentido de esta exclusividad es garantizar a los hijos el espacio
seguro de una familia y la irrepetibilidad de la relación materna y paterna de cada
uno de los hijos, sobre la que descansa por su parte la univocidad de la relación
fraternal. Ademas de éste, su sentido es asimismo excluir una cierta amenaza
para el matrimonio, pues una relación amorosa digan de las personas, relación
que lleva a la unión sexual, entraña una tendencia a la exclusividad, a la perma
nencia y unión de los destinos. Los juramentos de los amantes van en esa direc
ción. De la relación tienen conocimiento generalmente los amigos, y, por eso, la
relación extramatrimonial se oculta por lo general a los cónyuges. En alemán ha
blamos de «ruptura matrimonial» *, aunque no siempre el adulterio rompa el ma
trimonio. Cuando el adulterio no es secreto, sino que los cónyuges convienen in
cluso en la recíproca libertad sexual, la cosa es ciertamente distinta, pero no
mejor. O no se trata, en absoluto, de matrimonio en el sentido de una comunidad
de destino y de vida para siempre, o el acuerdo llega hasta el punto de configurar
asimétricamente las demás relaciones, lo cual significa no entenderlas en abso
luto como relaciones personales o recibir más de lo que se da y engañar a las de
más relaciones. De ahí que la promesa de exclusividad sexual, por difícil que sea
cumplirla y por mucha que sea la frecuencia con que se rompa, sea un elemento
esencial de la promesa matrimonial, una promesa que expresa como ninguna otra
el ser de «las personas naturales».
IV
220
PROMESA Y PERDÓN
Concedemos al otro un derecho sobre nosotros. Sin embargo, sólo así nos libra
mos de una situación que consiste en estar entregados a nuestros estados natura
les. Wittgenstein ha puesto de manifiesto la imposibilidad de observar una regla
puramente privada. Pero, sólo gracias a las reglas, nos elevamos sobre nuestro es
tar entregados a las reglas heterónomas de la pura naturalidad. Sólo por el esta
blecimiento de relaciones de vida, las cuales se constituyen mediante derechos
recíprocos, la libertad da derechos que nosotros hemos reconocido o creado.
El modelo de la seguridad en la observancia de tales reglas es la seguridad
de la legalidad natural. Una fórmula del imperativo categórico kantiano dice así:
«Obra como si la máxima de tu acción debiera convertirse por tu voluntad en una
ley natural general»2. A diferencia de la primera fórmula, más conocida, aquí se
habla de un «como si». En la primera fórmula se dice que debemos actuar de tal
manera que podamos querer la máxima de nuestro obrar como máxima de una
legislación general. Que esta legislación general sea una nueva legalidad natural
es algo que no podemos querer, pues sabemos que es imposible. No podemos de
searlo porque significaría que la libertad, que se manifiesta en la observancia de
una regla, desaparecería inmediatamente con la transformación de esta regla en
una ley natural. La máxima no se debe convertir en ley de la naturaleza, sino que
debe ser, en lo que atañe a su seguridad, lo más semejante posible a ella. La ley
de la naturaleza debe ser el modelo de la máxima.
La semejanza con el modelo, o sea, la seguridad, que se funda en la prome
sa, tiene una doble raíz:
Su raíz propia y específica es la confianza personal, la fe en la palabra dada
y en la libre auto vinculación del que la ha dado. El objeto de confianza es la li
bertad del otro, y la confianza es tanto más pura y firme cuanto más claramente
está detrás de ella la fe en que la otra persona se ha liberado realmente de la in
clinación instintiva y es «señor de sí mismo» independientemente de las determi
naciones naturales. Eso significa que cuanto más independiente de la «naturale
za» sea la voluntad, tanto más exactamente puede armonizar con el modelo de la
legalidad natural.
La segunda raíz es exactamente opuesta a la primera. Se basa en una evalua
ción realista, o sea escéptica, de la libertad de autodeterminación humana. Por
eso consiste en una confianza en la naturaleza de la persona que promete, en el
supuesto de que la promesa es tan opuesta a las inclinaciones naturales de quien
la hace que observarla le ocasiona más molestias y causa tensiones duraderas a
su natufaleza. Confiamos tanto más fácilmenete en la palabra dada cuanto menos
se opone el mantenerla a los intereses del que la ha dado. Es verdad que este
modo de fiarse no merece propiamente el nombre de confianza. No es específi
camente de naturaleza personal, sino que, más bien, compesa la desconfianza,
221
PERSONAS
alimentada por la experiencia, que todos tenemos, y que tiene su expresión más
sencilla en las palabras del Salmo que San Pablo cita en la Carta a los romanos:
«todo hombre es un mentiroso»3.
Sidera inclinant, non necessitant. De esta vieja sabiduría astrológica infirió
Santo Tomás que la astrología permite hacer enunciados estadísticos, puesto que
la mayoría de los hombres siguen sus inclinaciones, pero no predicciones segu
ras de casos singulares, puesto que nadie está forzado a seguir sus inclinaciones4.
El que hace una promesa también debe saber esto y desconfiar de sí mismo.
Cuando promete, debe estar dispuesto a cultivar la inclinación que favorece el
cumplimiento de la promesa. Y, además, consentirá en las sanciones jurídicas que
le acarree la ruptura de la promesa. Si no tiene la intención de romperla, el daño
no le alcanzará en modo alguno. Pero el que pudiera alcanzarle, le facilita hacer
aquello que, por la promesa, tiene intención de hacer. En esto se pone de mani
fiesto también que el ser de la persona tiene que ser descrito como tener una na
turaleza, no como una entidad independiente de la naturaleza humana. La liber
tad es un modo determinado de relacionarse con la propia naturaleza, no una
autorrealización más allá y fuera de ella.
Es esencial a la promesa el poder ser cumplida. Lo que funda no es nunca
naturaleza, aunque el ideal es que sea lo más parecido a ella. En la ruptura de la
promesa reside el fracaso de la creación de la identidad personal, el triunfo de la
etitropía sobre la libertad. ¿Cómo es posible un triunfo así? Si la debilidad no
fuera en última instancia una debilidad «autoculpable», es decir, si no derivara de
la libertad, no sería posible algo como una promesa, pero tampoco sería posible
aquel acto que sólo cabe entre personas: el perdón.
El perdón supone culpa, es decir, libertad de una persona que es «ella m is
ma», no un modo de ser dado de antemano, el fundamento de un obrar determi
nado. El perdón supone asimismo que la persona no ha revelado su esencia defi
nitiva con su decisión. Soy, ciertamente, el que hizo tal cosa, y lo seguiré siendo.
La identidad personal no es un más allá en relación con los predicados innatos y
adquiridos. Es la totalidad del hombre la que tiene estos predicados como deter
minaciones suyas. Pero el significado de estas determinaciones para el hombre
entero, o sea, para el ser de la persona, no es definitivo. La persona es siempre
más que la suma de sus predicados. No puede hacer que lo ocurrido no haya ocu
rrido. Debe tener en cuenta aquello que ha llegado a ser. Pero depende de ella
222
PROMESA Y PERDÓN
6. Lc. 23,34.
7. Cfr. R. Spaemann, Glück und Wohlwollen. Versuch über Ethik, Stuttgart 1989, 242.
224
PROMESA Y PERDÓN
damos la promesa que como persona somos. Eso significa que no podemos «ha
cer justicia» de igual modo a todos. El que tengamos que prometer algo para que
se pueda confiar en nosotros en ciertos casos tiene su fundamento en que no bas
ta que seamos para que se confíe en nosotros. La «promesa ontológica» que so
mos sólo sirve de fundamento para fiarse de la promesa que hacemos. El «per
dón ontológico» es el reconocimiento de la finitud del otro, finitud que explica
que no nos pueda, esencialmente, hacer justicia. Esa es la razón de que las per
sonas naturales, finitas, necesiten indulgencia. El perdón moral «por adelantado»
es el tránsito del perdón trascendental al categorial, del del ontológico al moral.
El perdón sólo alcanza plenamente su fin con la reconciliación. Y cesa cuando
ésta ha tenido lugar. Hace desaparecer la asimetría, que es su supuesto, y resta
blece la igualdad de la aceptación recíproca. La igualdad puede restablecerse
porque no fue destruida totalmente. Mientras viva, nadie puede, sea cual sea su
comportamiento, desaparecer completa y definitivamente como persona, conver
tirse en «algo impersonal» y hacer que desaparezca la diferencia entre su identi
dad personal y su esencia. De ahí que, mientras viva, seguirá siendo alguien al
que es posible perdonar. Pero, por otro lado, nadie es absoluta libertad, pura sub
jetividad, de suerte que haya superado todas las perspectivas naturales y finitas.
Nadie sabe completamente lo que hace cuando hace el mal. Por eso el perdón no
se puede aplazar hasta que nuestras perspectivas coincidan y haya desaparecido
el diferente modo de ver las cosas. Como a todos nos atañe esta perspectividad,
la intransigencia es mala, pues significa negarse a la trascendencia. Significa, en
última instancia, recluirse en la propia finitud y, con ello, volverse incapaz de
perdonarse a sí mismo. No es, pues, casual que en el Padre Nuestro la petición de
perdón de las propias deudas esté unida a nuestra propia capacidad de perdonar.
El perdón es el signo de la persona complementario a la promesa. Ambos esta
blecen una diferencia entre la identidad personal y la esencia fáctica en el tiem
po. La promesa permite a la identidad independizarse de su sujeción a la factici-
dad. El perdón vuelve a realizar contrafácticamente la independencia. Es un acto
creador en un sentido eminente.
225
¿TODOS LOS: HOMBRES SON PERSONAS?
1. Cfr. P. S inger , Praktische Ethik, ed. cit.; N. Hörster , Neugeborene und das Recht auf Leben,
Frankfurt a. M. 1995.
227
PERSONAS
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¿ TODOS LOS HOMBRES SON PERSONAS?
II
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230
¿ TODOS LOS HOMBRES SON PERSONAS?
231
PERSONAS
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¿ TODOS LOS HOMBRES SON PERSONAS?
como algo distinto de una silla, sino justamente como una silla defectuosa, al
hombre que no es capaz de manifestaciones personales, o sea, de manifestaciones
de intencionalidad, lo consideramos como enfermo que precisa ayuda. Buscamos
el medio de curarlo, si podemos, o sea, buscamos medios que ayuden a su «natu
raleza» y le permitan ocupar el lugar en la comunidad personal reservado para él
hasta su muerte. Los enfermos mentales no coinciden, como los animales, con su
naturaleza, con su esencia. También ellos tienen una naturaleza. Pero como su na
turaleza está enferma, lo está también el tenerla. No sabemos qué significa ser un
hombre así. No conocemos su modus essendi. Tampoco sabemos qué significa
ser un murciélago. Pero percibimos inmediatamente que los disminuidos no es
tán reintegrados en el reino animal. En tiempos arcaicos estas personas eran ve
neradas como seres numinosos, porque no existía ninguna otra categoría que pu
diera orientar el trato con ellos. En nuestro trato con ellos se revela si tenemos un
acceso adecuado a lo que significa persona. La existencia de estos seres es la más
dura de la humanidad. Son hombres. Son seres de una especie cuya naturaleza
exige ser «tenida», no solamente «ser». El hombre, en tanto que ser que tiene su
naturaleza, es siempre un misterio. Nunca es simplemente la suma de sus predi
cados. En casos de afasia no tenemos acceso a su pensamiento. Si además no es
capaz de moverse, no hay indicios de una vida interior intencional. Y, sin embar
go, suponemos el resto de su existencia. No sabemos qué es lo que tenemos que
suponer en el caso de los disminuidos psíquicos. Pero como lo propio de la natu
raleza humana es ser tenida de modo personal, no tenemos ninguna razón para
considerarla de otro modo cuando está gravemente deformada.
Podemos hacer fácilmente la contraprueba. Imaginémonos a un ser engen
drado por seres humanos, pero muy distinto de los demás hombres. Imaginémo
nos que su comportamiento no diera indicios de intencionalidad teórica y práctica,
independientes entre sí. E imaginémonos, finalmente, que este ser nos pareciera
completamente sano. Se movería normalmente en el mundo, sería un animal
equipado con los instintos necesarios para la supervivencia, cuya falta es uno de
los signos característicos del hombre. No precisaría ayuda extraña para sobrevi
vir. No tendería a comunicarse con los demás hombres, y tampoco sería capaz de
hacerlo. Un ser así, al que no percibimos como enfermo, tendría que parecemos
un animal de una especie nueva desconocida hasta ahora. No sería persona. No
pertenecería a la humanidad. Los disminuidos pertenecen a ella como seres que,
en la comunidad universal de personas, son sólo receptores de beneficios físicos
y psíquicos, sin ser capaces de reconocerlo ni de percibir todo lo que deriva de
ello.
La verdad es que dan más de lo que reciben. Lo que reciben son ayudas en
el plano vital. Pero el que la parte sana de la humanidad dé estas ayudas tiene
para ella una significación más fundamental. Permite que luzca el sentido más
profundo de una comunidad personal. El amor a un hombre, o su aceptación, va
dirigido, como hemos visto, a él, no a sus cualidades. Ciertamente sólo lo perci
233
PERSONAS
235
PERSONAS
6. Gfr. D. W igins, Sameness and Substance, Oxford 1980, p. 188: «Una persona es cualquier animal
tal que la estructura física de cuya especie constituye a los miembros típicos de la misma como seres inteli
gentes y pensantes con razón y reflexión, y que les permite considerarse típicamente a sí mismos como sien
do las mismas cosas pensantes en diferentes tiempos y lugares».
236
PUBLICACIONES DE LA FACULTAD DE FILOSOFÍA Y
LETRAS DE LA UNIVERSIDAD DE NAVARRA
COLECCIÓN FILOSÓFICA
1. Leonardo Polo: E videncia y realidad en D escartes (2.a ed.).
2. K laus M. B ecker: Z ur A porie d e r geschichtlichen Wahrheit (agotado).
3. J oaquín F errer A rellano: Filosofía de las relaciones ju ríd ica s (La relación en s í misma, las
relaciones sociales, las relaciones de D erecho) (agotado).
4. F rederik D. W ilhelmsen: El problem a de la trascendencia en la m etafísica actual (agotado).
5. L eonardo Polo: E l A cceso al s e r (agotado).
6. J osé M iguel P ero-S anz E lorz: E l conocim iento p o r con n atu ralidad (La a fectividad en la
gn oseo lo g ía tom ista) (agotado).
7. Leonardo Polo: E l s e r (Tomo I: La existencia extram ental) (2.a ed.).
8. W olfgang Strobl: La realidad científica y su crítica filo só fica (agotado).
9. J uan C ruz: F ilosofía de la Estructura (2.a ed.) (agotado).
10. J esús G arcía López: D octrina de Santo Tomás sobre la verdad (agotado).
11. H einrich B eck: E l s e r com o acto.
12. James G. Colbert, J r .: La evolución de la ló g ica sim bólica y su s im plicaciones filo só fic a s
(agotado).
13. F ritz J oachim von Rintelen: Valúes in European Thought (agotado).
14. A ntonio L ivi: Etienne G ilson: Filosofía cristiana e idea d e l lím ite crítico (prólogo de Etienne
G ilson) (agotado).
15. A gustín R iera M atute: La articulación d e l conocim iento sen sible (agotado).
16. Jorge Yarce: La com unicación p erso n a l (Análisis de una teoría existencial de ¡a intersubjeti
vidad) (agotado).
17. J. Luis F ernández Rodríguez: E l ente d e razón en Francisco d e A raujo (agotado).
18. A lejandro L lano C ifuentes: Fenómeno y trascendencia en K ant (agotado).
19. E milio D íaz Estévez: E l teorem a d e G ódel (Exposición y crítica) (agotado).
20. A utores Varios: «Veritas e t sapientia». En el Vil centenario de Santo Tomás de Aquino.
21 . Ignacio Falgueras Salinas: La «res cogitans» en Espinosa (agotado).
22. J esús G arcía López: E l conocim iento d e D ios en D escartes (agotado).
23. J esús G arcía López: E studios d e m etafísica tom ista (agotado).
24. W olfgang Ród: La filo so fía d ialéctica m oderna (agotado).
25. J uan José Sanguineti: L a filo so fía d e la ciencia según Santo Tomás (agotado).
26. F annie A. S imonpietri M onefeldt : L o individual y sus relaciones internas en A lfred North
Whitehead.
27. Jacinto C hoza: Conciencia y afectividad (Aristóteles, N ietzsche, Freud) (2.a ed.).
28. C ornelio FabRo : Percepción y pensam iento.
29. Etienne G ilson: E l tom ism o (2.a ed.).
30. Rafael A lvira: La noción de fin a lid a d (agotado).
31 . A ngel L uis G onzález: Ser y Participación (Estudio sobre la cuarta vía de Tomás de Aquino)
(2.a ed.).
32. Etienne G ilson: E l se r y ¡os filó so fo s (3.a ed.).
33. Raúl Echauri: E l pensam iento de Etienne Gilson (agotado).
34. Luis C lavell: El nom bre propio de D ios, según Santo Tomás de Aquino (agotado).
35. C. Fabro, F. Ocáriz, C. Vansteeniciste, A. Livi: Tomás de Aquino, tam bién hoy (2.a ed.).
36. M aría José P into C antista: Sentido y s e r en M erleau-Ponty (agotado).
37. J uan C ruz C ruz: H om bre e historia en Vico. (La barbarie de la reflexión. Idea de la historia en
Vico. Editado en la C olección NT) (agotado).
38. Tomás M elendo: O ntología de los opuestos (agotado).
39. J uan C ruz Cruz: Intelecto y razón. Las coordenadas del pensam iento clásico (agotado).
40. J orge V icente A rregui: A cción y sentido en Wittgenstein (agotado).
41. Leonardo Polo: Curso de teoría d el conocim iento (Tomo I) (2.a ed.).
42. A lejandro L lano : M etafísica y lenguaje (2.a ed.).
43. J aime N ubiola : E l com prom iso esen cialista d e la lógica m odal. Estudio de Q uine y Kripke
(2.a ed.).
44. T omás A lvira: N aturaleza y libertad (Estudio de los conceptos tomistas de voluntas ut natura
y voluntas u t ratio) (agotado).
45. Leonardo Polo: Curso de teoría d el conocim iento (Tomo II) (3.a ed.).
46. Daniel Innerarity: P raxis e intersubjetividad (La teoría crítica de Jürgen H aberm as) (agotado).
47. R ichard C. J effrey : L ógica fo rm a l: Su alcance y sus lím ites (2.a ed.).
48. J uan Cruz C ruz: E xistencia y nihilismo. Introducción a la filo so fía d e Jacobi (agotado).
49. A lfredo C ruz Prados: La so c ied a d com o artificio. El pensam ien to p o lítico de H obbes (2.a ed.).
50. J esús de G aray: L o s sen tidos de la fo rm a en A ristóteles.
51. A lice Ramos: «Signum»: D e la sem iótica universal a la m etafísica d e l signo.
52. Leonardo P olo: Curso d e teoría d e l conocim iento (Tomo III).(2.a ed.).
53. M aría J esús Soto Bruna: Individuo y unidad. La su bstancia individual según Leibniz.
54. R afael A lvira: Reivindicación d e la voluntad.
55. José María O rtiz Ibarz: E l origen radical d e las cosas. M etafísica leibniciana d e la creación.
56. Luís F ernando M úgica: Tradición y revolución. Filosofía y so c ie d a d en e l pensam ien to de
Louis de Bonald.
57. V íctor Sanz: La teoría d e la p o sib ilid a d en Francisco Suárez.
58. M ariano A rtigas: F ilo so fa de la ciencia experim ental (3.a ed.).
59. A lfonso G arcía M arqués: N ecesidad y su bstancia (Averroes y su proyección en Tomás de
A quino).
60. M aría E lton B ulnes : A m or y reflexión. La teo ría d e l a m or puro d é Fénélon en e l contexto d e l
pensam ien to m oderno.
61. M iquel Bastons: C onocim iento y libertad. La teoría kantiana d e la acción.
62. Leonor G ómez C abranes: E l p o d e r y lo posible. Sus sen tidos en A ristóteles.
63. A malia Q uevedo : «Ens p e r accidens». C ontingencia y determ inación en A ristóteles.
64. A lejandro N avas: La teoría so ciológica de Niklas Luhmann.
65. M aría A ntonia L abrada : B elleza y racionalidad: K ant y Hegel.
66. A licia G arcía-N avarro: P sicología d e l razonam iento.
67. Patrizia B onagura: E xterioridad e interioridad: La tensión filo só fico -ed u ca tiva d e algunas
p á g in a s platón icas.
68. Lourdes F lamarique: N ecesidad y conocim iento. Fundam entos d e la teoría crítica d e I. Kant.
69. B eatriz C ipriani T horne: A cción so c ia l y mundo de la vida. E studio d e Schütz y Weber.
70. C armen S egura: La dim ensión reflexiva de la verdad. Una interpretación d e Tomás d e Aquino.
71. M aría G arcía A milburu: La existencia en Kierkegaard.
72. A lejo G. Sisón: La virtud: sín tesis d e tiem po y eternidad. La ética en la escuela d e Atenas.
73. J osé M aría A guilar L ópez : Trascendencia y alteridad. Estudio sobre E. Lévinas.
14. C oncepción N aval D uran: Educación, retórica y poética. Tratado de la educación en A ristóteles.
75. F ernando H aya Segovia: Tomás d e Aquino ante la crítica. La articu lación trascen den tal de
conocim iento y ser.
76. M ariano A rtigas: L a in teligibilidad d e la naturaleza (2.a ed.).
77. José M iguel O dero: La f e en Kant.
78. M aría del C armen D olby M úgica : E l hom bre es imagen d e D ios. Visión antropológica d e San
Agustín.
79. R icardo Y epes Stork: La doctrin a d e l acto en A ristóteles.
80. Pablo G arcía Ruiz : P oder y sociedad. La sociología p o lítica en Talcott Parsons.
81 . H iginio M arín P edreño : L a antropología a ristotélica com o filo so fia d e la cultura.
82. M anuel F ontán del J unco : El significado de lo estético. La «C rítica d e l Juicio» y la filo so fia
d e Kant.
83. José A ngel G arcía C uadrado: H acia una sem ántica realista. La filo so fia d e l lenguaje de San
Vicente Ferrer.
84. M aría P ía C hirinos: Intencionalidad y verdad en e l ju icio. Una propu esta d e Brentano.
85. Ignacio M iralbell: E l dinam icism o voluntarista de D uns Escoto. Una transform ación d e l
aristotelism o.
86. L eonardo P olo : Curso de teoría d e l conocim iento (Tomo IV/Primera parte).
87. Patricia Moya Cañas: El p rin cipio d e l conocim iento en Tomás d e Aquino.
88. M ariano A rtigas: E l desafio d e la racionalidad (2.a ed.).
89. N icolás de C usa: La visión d e D io s (3.a ed.). Traducción e introducción de A ngel Luis
G onzález.
90. Javier V illanueva: N oología y reología: una relectura d e X a vier Zubiri.
91. Leonardo Polo: Introducción a la Filosofía (2.a ed.).
92. J uan F ernando S elles Dauder: C onocer y amar. Estudio de ¡os objetos y operacion es del
entendim iento y d e la voluntad según Tomás d e Aquino.
93. M arina M artínez: E l pensam ien to po lítico d e Sam uel Taylor C oleridge.
94. M iguel P érez de Laborda: La razón fren te a l insensato. D ialéctica y f e en e l argum ento d e l
Proslogion d e San Anselm o.
95. C oncepción N aval: E du car ciudadanos. La p o lém ica liberal-com u nitarista en educación.
96. C armen Innerarity G rau: Teoría kantiana d e la acción. La fu n dam en tación trascen den tal
d e la m oralidad.
97. J esús G arcía López: Lecciones d e m etafísica tomista. Ontología. N ociones comunes.
98. J esús G arcía López: E l conocim iento filosófico de D ios.
99. J uan C ruz C ruz (editor): M etafísica d e la fam ilia.
100. M aría J esús Soto Bruna: La recom posición d e l espejo. A nálisis histórico-filosófico d e la idea
de expresión.
1 0 1 . J osep C orc Ó JuviÑÁ: N ovedades en el universo. La cosm ovisión em ergentista de K a rl R. Popper.
102. J orge M ario P osada: La fís ic a d e cau sas en L eonardo Polo. La congru en cia d e la f ís ic a f ilo
sófica y su distin ción y c o m p a tib ilid a d con la fís ic a m atem ática.
103. Enrique R. Moros C laramunt: M odalidad y esencia. La m etafísica de Alvin Plantinga.
104. F rancisco Conesa: D ios y e l mal. La defensa d e l teísm o fre n te a l problem a d e l m al según
Alvin P lantinga.
105. A na M arta González: N aturaleza y dignidad. Un estudio d esd e R obert Spaem ann.
106. María José F ranquet: Persona, acción y libertad. Las claves d e la antropología en K arol
Wojtyla.
107. F rancisco Javier P érez G uerrero: La creación com o asim ilación a D ios. Un estudio desde
Tomás d e A quino.
108. Sergio Sánchez-M igallón G ranados: La ética de Franz Brentano.
109. Leonardo Polo: Curso de teoría d e l conocim iento (Tomo 1V/Segunda parte).
110. C oncepción N aval D urán : Educación com o praxis. E lem entos filosófico-edu cativos.
111. M.a Elvira M artínez Acuña: La articulación de los prin cip io s en e l sistem a crítico kantiano.
C oncordancia y fin alidad.
112. L eonardo Polo: Sobre la existencia cristiana.
113. L eonardo P olo: La person a humana y su crecim iento (2.a ed.).
114. Yolanda Espiña: La razón m usical en Hegel.
115. Á n g el Luis G onzález (editor): Las pru eb a s d el absoluto según Leibniz.
116. Javier A ranguren Echevarría: E l lugar d el hom bre en e l universo. «Anim a fo rm a corporis»
en e l pensam ien to de Santo Tomás de Aquino.
117. F ernando Haya Segovia: El se r personal. D e Tomás de Aquino a la m etafísica d e l don.
118. Mónica C odina: E l sigilo de la memoria. Tradición y nihilismo en la narrativa d e D ostoyevski.
119. J esús García López: L ecciones de m etafísica tomista. G noseología. P rin cipios gn oseológicos
básicos.
120. Montserrat H errero López: El nom os y lo p olítico: la filo so fia p o lític a de C ari Schmitt.
121. L eonardo P olo : Nom inalismo, idealism o y realismo.
122. M ig u el A lejandro G a rcía J a r a m il lo : La cogitativa en Tomás d e Aquino y su s fuentes.
123. C ristó ba l O rrego S á n ch ez : H.L.A. Hart. A bogado del positivism o ju ríd ico .
124. C arlos Cardona: O lvido y m em oria d el ser.
125. C arlos Augusto Casanova G uerra: Verdad escatológica y acción intram undana. La teoría
p o lítica de Eric Voegelin.
126. C arlos Rodríguez L lu e sm a : L o s m o d a l e s d e l a p a s i ó n . A dam Smith y la so c ie d a d com ercial.
127. A lvaro P ezoa B issiéres: P olítica y econom ía en el pensam ien to d e John Locke.
128. T omás de Aquino: C uestiones disputadas sobre el mal. Presentación, traducción y notas por
David Ezequiel T éllez Maqueo.
129. Beatriz S ierra y A rizmendiarrieta: D os fo rm a s de lib erta d en J.J. Rousseau.
130. Enrique R. Moros: E l argumento ontológico m odal d e Alvin P lantinga.
131. J uan A. G arcía G onzález: Teoría d el conocim iento humano.
132. José Ignacio M urillo: Operación, hábito y reflexión. El conocim iento com o clave antropoló
g ica en Tomás de Aquino.
133. A na M arta González: M oral, razón y naturaleza. Una investigación sobre Tomás de Aquino.
134. Pablo B lanco Sarto: H acer arte, interpretar el arte. E stética y herm enéutica en Luigi Parey-
son (1914-1991).
135. M aría Cerezo: Lenguaje y lógica en el Tractatus d e Wittgenstein. C rítica interna y problem as
de interpretación.
136. M ariano A rtigas: L ógica y ética én K a rl Popper. (Se incluyen unos com entarios inéditos de
P opper sobre B artley y e l racionalism o crítico).
137. J oaquín F errer A rellano: M etafísica de la relación y de la alteridad. Persona y R elación
138. M aría Antonia Labrada: E stética
139. R icardo Y epes S tork y Javier A ranguren E cheverría : F u n dam en tos de A n tropología.
Un id ea l d e la excelen cia hum ana (4.a ed.).
140. Ignacio F algueras Salinas: H om bre y destino.
141 . Leonardo Polo: A ntropología trascendental. Tomo I. La p e rso n a humana.
142. Jaime A raos San M artín: L a fü o so fia aristotélica d el lenguaje.
143. M ariano A rtigas: La m ente d e l universo.
144. Rafael A lvira, N icolás Grimaldi y Montserrat H errero (editores): S ociedad civil. La
dem ocracia y su destino.
145. M odesto S antos: En defensa d e la razón. E studios de ética.
146. Lourdes F lamarique: Schleiermacher. La Filosofía fre n te a l enigm a d e l hombre.
147: L eonardo P olo : H egel y e l posthegelianism o.
148. M.a A lejandra C arrasco Barraza: Consecuencialism o. P or qué no.
149. L idia F igueiredo : La filo so fía narrativa de A la sd a ir M aclntyre.
150. Tomás M elendo: D ig n id a d humana y bioética.
151. JOSEP Ignasi Saranyana: H istoria de la Filosofía M edieval (3.a ed.).
152. A lfredo C ruz P rados : Ethos y Polis. Bases p a ra una reconstrucción d e la filo so fía política.
153. C laudia Ruiz A rrióla: Tradición, U niversidad y Virtud. Filosofía d e la educación su p erio r
en A la sd a ir M aclntyre.
154. F rancisco A ltarejos M asota y C oncepción N aval Duran: Filosofía d e la Educación.
155. R obert S paemann: Personas. A cerca de la distinción entre «algo» y «alguien».
IN IC IA C IÓ N F IL O S Ó F IC A