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EL HIJO DEL HOMBRE


“…no tenía donde reclinar la cabeza”

Nació en un establo.
No tenía en donde descansar la cabeza.
Murió en una cruz, escarnecido y humillado.
Tal es la historia conmovedora y bella, sublime e incomprendida del
Cristo de Dios.
De aquel que estaba en el mundo, el mundo fue hecho por intermedio
de Él, pero el mundo no lo conoció.
La lección es, innegablemente, profunda.
Del establo al Calvario, su vida fue un cántico de misericordia y amor,
simplicidad y comprensión, indulgencia y grandeza.
En el establo, nació entre pacíficos animales y sencillos pastores.
En el mundo, vivió entre mujeres, niños y hombres infelices.
En la Cruz, murió entre vulgares ladrones, escribiendo, con todo en el
Gólgota, la más deslumbrante epopeya que la Humanidad haya presenciado.
Muchos hombres nacieron en “cuna de oro”, mas encarnaron
existencias insignificantes.
Pasaron por el mundo cercados de honras, ostentando títulos y
pomposos galardones, disputando laureles y consideraciones, pero vieron sus
nombres olvidados tan luego descendieran a la tumba.
Tuvieron sus cuerpos guardados en féretros espléndidos, mas a pesar de
las fastuosas pompas fúnebres con que les honraron, nada hicieron para que el
mundo les perpetuase el nombre, la obra y la memoria.
El hombre no vale por la casa, ni por la cuna en donde nació.
No importan las consideraciones de que fue objeto, espontáneas o
provocadas.
No tiene valor intrínseco la majestuosidad del mausoleo que le recogió
los despojos carnales, en el debido tiempo.
No tuvieron los padres de Jesús una tradición de aristocracia
genealógica que le facilitase los pasos en la caminata por el mundo y que le
favoreciese el triunfo y la gloria, el poder y el mando.
Nada que le preservase de la malicia y de la crueldad, ni del escarnio,
ni del oprobio del populacho inconsciente, desvariado y perverso.

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José, su padre, carpintero anónimo de Nazaret, no disfrutaba del
prestigio temporal.
De la mañana a la noche, manejando el hacha y el formón, ganaba, con
el sudor de su frente, el alimento de cada día.
No era de familia noble, según la conceptuación humana; no conocía
los Altos Círculos de su tiempo, pero era rico en cualidades superiores, en
bienes espirituales.
Su vida y su programa era sencillo; el templo, el taller y el hogar
humilde y honrado.
María, su madre, era una mujer sin renombre social, mas virtuosa y
pura, inmaculada y santa.
Su mundo era el hogar.
Su felicidad, su esposo y su hijo.
Si su hogar era su santuario, la sinagoga era el paraíso.
En el hogar y en la sinagoga conversaba con Dios, diariamente, en
silencio y divina comunión.
Como se ve, no vale el hombre por la riqueza de la cuna en que durmió
el primer sueño; por la opulencia en que vivió; ni por la suntuosidad con que lo
enterraron.
Vale el hombre (y de eso da ejemplo la vida del Señor) por la
Valorización que faculta el saber dar a los minutos, a las horas, y finalmente, a
la existencia.

El Maestro no tenía donde descansar la cabeza.
“Las fieras, aseveraba Él, tenían sus cubiles”.
“Las aves, continuaba, tienen sus nidos”.
“Mas el Hijo del Hombre, concluía, no tiene en donde reclinar su
cabeza”.
El Cristo de Dios, el Salvador del Mundo, no tenía en donde reposar su
augusta cabeza.
El Redentor de la Humanidad, la Luz de todos los Siglos, no conocía
una mínima comodidad.
A pesar de eso, el Farol que encendió en la cima del Calvario, cuando
parecía derrotado y vencido, continúa iluminando los eternos caminos de la
Humanidad planetaria.

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Los hombre, todavía engañados, buscan la fortuna y el poder, en la
dulce ilusión de que el poder y la fortuna pueden asegurar, en la vida espiritual,
la gloria que no se extingue.
Quien no busca, ávidamente y a cualquier precio, inclusive la propia
dignidad, la riqueza y la seguridad, es categorizado, en el mundo, en el nivel de
insensato, soñador y fantasioso.
El mundo no comprende al hombre que se limita a obtener lo
indispensable al sustento de quienes constituyen su grupo familiar.
Así como Él vino “a lo que era suyo”, y “los suyos no lo recibieron”, la
mentalidad humana no puede entender a aquel que no se obstina en acumular
tesoros que la polilla consume, el ladrón roba y el tiempo destruye.
Hoy es admirado el hombre que sabe amasar fortuna, aunque la vida de
ese hombre sea inocua, vacía, egoísta. El Cristo, evidentemente, no fue un
mendigo, pero tampoco fue un millonario de bienes terrenos.
Los tesoros de Dios estaban en su corazón.
Tesoros que distribuía en abundancia, a la saciedad, pródigamente en el
consuelo a los desalentados y en el esclarecimiento a los ignorantes.
El Cristo, el “médium de Dios” según Kardec y Emmanuel, no tenía en
donde reclinar su cabeza.
Aquella cabeza que supervisara, desde los Celestes Espacios, la
formación de la Tierra.
Empleando sencillas sandalias, recorría incansablemente, las calles de
la Palestina, las Playa del Tiberíades. Vistiendo simplemente una túnica
desprovista de cualquier ornamento que revelase superficialidad, podía,
entretanto, ofrecer a los hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, las monedas
de la Fe y de la Esperanza en la Vida que no Muere.
Señalaba el valor de los patrimonios espirituales, repitiendo,
innumerables veces: “Tu Fe te ha salvado”.
Recuerda el peligro de los bienes perecibles, advirtiendo: “no os
fatiguéis por poseer oro, o plata, o cualquier otra moneda en vuestros bolsos”.
A Judas, el discípulo inestable, recomendaba: “…la bolsa es pequeñita,
con todo, permita Dios que nunca sucumbas a su peso”.
Si deseamos la Gloria de la Vida Inmortal, lo que nos compete, es sin
duda, el cumplimiento de todos los deberes que la vida nos sugiere, dado a que
igualmente, no tengamos en donde reclinar nuestra cabeza.
La Gloria se obtiene en la vivencia Cristiana, escribiendo,
incesantemente, en el Libro de la Vida, las obligaciones que aseguren el

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nuestro, y el equilibrio de cuantos evolucionan con nosotros, en busca de la
perfección con Jesús.

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