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TEMA 1

CAPÍTULO PRIMERO EL MUNDO CLÁSICO

SUMARIO: A. GRECIA: LA CIUDAD ESTADO.– I. LA COMUNIDAD POLÍTICA.– II. LA COMUNIDAD


CULTURAL.– III. EL INDIVIDUO Y LA COMUNIDAD.- B. ROMA: LA CIUDAD ECUMÉNICA.– I. LA
COMUNIDAD POLÍTICA.– II. LA COMUNIDAD CULTURAL.– III. EL INDIVIDUO Y LA
COMUNIDAD.

A. GRECIA: LA CIUDAD ESTADO.

I. LA COMUNIDAD POLÍTICA

La ciudad, en la Grecia clásica, es la organización política perfecta. Aristóteles la define como


la comunidad de familias y aldeas en una vida perfecta y suficiente, y ésta es la vida feliz y buena; por
tanto, el fin de la comunidad política son las buenas acciones y no la convivencia. La ciudad no es un
lugar, ni un recinto amurallado, ni tampoco una ley o convenio de mutua ayuda, pues esto, en todo caso,
sería una alianza, no una ciudad. En el pensamiento aristotélico la ciudad es una empresa común.
Pero, ¿qué es lo que identifica a esa comunidad, a esa empresa común, y la distingue de las
demás?
Lo que caracteriza a la polis como organización política es su suficiencia o autarquía, lo que
permite que el hombre pueda desarrollarse dentro de la comunidad de un modo pleno, pues «en ella se
encuentran todas las instituciones que ofrecen al ciudadano la posibilidad de perfeccionar su
personalidad en todas sus facetas sociales (arte, política, religión, derecho, ciencia, etc.). Es la única
Comunidad total, la más perfecta y, por tanto, independiente». Lo que dará forma a esa convivencia
para convertirla en ciudad (es decir, en la organización política perfecta) es la politeia.
La politeia es el régimen; la Constitución, aquello que da forma a la comunidad y la constituye.
La constitución, por tanto, es lo que identifica a la ciudad, es el principio rector de la ciudad, su forma
de vida. La Constitución es la organización del poder, pero no sólo eso; es también aquello en que se
apoya la organización y que procede del pasado como un legado de la tradición: creencias, costumbres,
leyes, instituciones. Es, en definitiva, la comunidad cultural que se caracteriza por su perduración en el
tiempo y su procedencia de los antepasados, es decir una forma de vida legada por los antepasados.
Este substrato constitucional lo identifica JENILLEK con la comunidad de cultura. La polis
descansa siempre en la unidad inquebrantable de lo que en un mundo moderno ha sido separado: Estado
e Iglesia. “Esta vinculación explica las exigencias del Estado helénico para con sus ciudadanos,
reflejadas en las doctrinas de los grandes pensadores griegos, para quienes «la educación del ciudadano
para la virtud es el fin último del Estado, y la conducta moral, el deber supremo del ciudadano»".
Para el constitucionalista alemán estas exigencias son las consecuencias naturales de «una
concepción del Estado cuyas raíces proceden de la antigua convicción del pueblo que ve en el Estado la
obra de Dio la morada y la permanente del mismo, cuya veneración era el deber primero y sumo del
ciudadano».

II. LA COMUNIDAD CULTURAL

La comunidad política, regida por una Constitución y expresión de una forma de vida, se asienta
en la existencia de una comunidad cultural.

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La ciudad griega, tal como nos ha sido descrita, especialmente por ARISTÓTELES, es una
comunidad política autárquica cuyo fin son las buenas acciones y no la convivencia. Esas buenas
acciones, que impregnan el substrato más profundo de la política, constituyen el fin de la política y se
fundamentan en las creencias religiosas, los principios éticos y la educación.
La historia de la religión griega se vincula de manera indisoluble con la historia de la ciudad, de
la polis. El origen de la religión de la Grecia histórica coincide con la aparición de la ciudad como
realidad política alrededor del siglo VII a. C.
La identificación entre ciudad y religión encuentra su más significativa expresión en la
existencia de un dios protector de la ciudad. «Un caso ejemplar lo ofrece Atenas
Su templo, el Partenón, es el símbolo de la ciudad, su fiesta principal, panateneas, el espejo en
el que la ciudad se muestra ante los demás. La divinidad simboliza la fuerza y la majestad de Atenas, y
los templos son el modo de materializarlo; la imagen de la diosa o su símbolo (la lechuza) aparece en
las monedas, su nombre encabeza los pactos y los tratados: la identidad de Atenas es su diosa. Cada
ciudad tiene su divinidad paliada, su mitología propia, sus cultos, que explican el mundo en una clave
en la que ella es el centro».
Aparte de ello numerosas obras literarias de pensadores y filósofos fueron los testimonios que
desvelaron creencias populares y al mismo tiempo ofrecieron su gran difusión y su amplio
conocimiento por parte de todas las capas populares lo que permitió la consolidación social de un
cuerpo de creencias, cuyos creadores y portavoces no son sacerdotes o teólogos, sino poetas inspirados
por las musas. Se elaboró así una religión que sintonizaba directamente con el pensamiento de los
grupos sociales a los que iba dirigido.
Lo más característico, sin embargo, de la religión griega es su dimensión política, la religión es
en la ciudad un asunto de todos, de la comunidad como tal grupo organizado.
Las cuestiones religiosas son discutidas y aprobadas en asamblea popular o por el consejo de la
ciudad. De ahí se deriva también el carácter político de las instituciones y manifestaciones religiosas:
los sacerdotes son magistrados elegidos por la comunidad, el culto público es una obligación ciudadana;
el templo, situado en un lugar relevante, es un edificio público, construido y conservado a expensas del
erario público.
Las creencias religiosas, por otra parte, contienen también un contenido moral que, aun sin
formar un cuerpo normativo sistemático, ha tenido la fuerza suficiente para imponer un orden moral en
la ciudad.
Siendo el fin de la vida la felicidad, ARISTÓTELES solo cree que es posible lograr una
felicidad plena, en la polis, pero eso exige practicar la virtud, y por tanto, requiere educar en el
ejercicio de las virtudes mediante la adquisición de los hábitos necesarios para que surja espontánea la
práctica de la virtud.
Platón y Aristóteles otorgan, por ese motivo, gran importancia a la educación y la consideran
como una tarea propia del Estado. Desde esta perspectiva la educación es ante todo una educación
moral para ser un buen ciudadano, un buen soldado y un buen gobernante. Porque «la única garantía
autentica de la estabilidad y prosperidad del Estado es la bondad moral y la integridad de sus
ciudadanos, y a la inversa, solamente sí el Estado es bueno y si el sistema educativo es racional, moral y
sano, llegarán a ser buenos los ciudadanos».

III. EL INDIVIDUO Y LA COMUNIDAD.

La cultura que subyace en la comunidad política griega y que se expresa a través de creencias,
principios éticos, gestos colectivos, rituales religiosos, discursos míticos, etc., constituye el soporte de la

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Constitución que regula la organización de los poderes y de las instituciones.
Se trata, en definitiva, de un «sistema que tiene como meta regular en el seno de una
colectividad, de un pueblo, de una nación, de un Estado las relaciones que los individuos mantienen con
los suyos, con los hombres extranjeros, con la naturaleza, con lo imaginario, con lo simbólico, los
dioses, las esperanzas, la vida y la muerte».
Esta ideología identifica a la ciudad y vincula a todos sus miembros. Para Platón el núcleo de
esta concepción de la vida ciudadana se encuentra en la religión, de tal modo que el pensamiento
político se puede calificar como totalitarismo teocrático «Los dioses son la medida de todas las cosas, y
las leyes, por tanto, tienen un origen divino. Su intolerancia es total y el ateísmo es el más grave de los
delitos. Nadie es digno de gobernar si no cree en los dioses, en la providencia y en la inmortalidad del
alma. Las leyes religiosas son las más importantes, porque son las más próximas al orden espiritual, que
es modélico para el temporal. La ortodoxia religiosa obliga a todos los ciudadanos a conocer y obedecer
ciegamente a sus dioses, asegurando así una comunidad unida en la fe y en la oración.
Este radicalismo religioso no constituye una excepción en el mundo griego. Así, la libertad
individual queda absorbida por la dimensión comunitaria y la libertad de creencias por la religión de la
Polis. En efecto, «como partícipe de una comunidad ciudadana, el individuo se encuentra también
indisolublemente unido a la religión de su ciudad. No existe una libertad individual para la elección de
los dioses, sino que el ciudadano está obligado a celebrar los cultos de esa ciudad.
Un pecado de impiedad para con los dioses tenía la cualificación de crimen cívico, pues en
virtud del principio de solidaridad que existe entre os ciudadanos podía comprometer a toda la
comunidad».
Esta falta de libertad constituye una auténtica paradoja si se tiene en cuenta que precisamente la
libertad de la democracia ateniense se ha convertido en modelo para la civilización occidental. La
libertad es lo que distingue a un griego de un bárbaro.
La diferencia con los modernos; para éstos la libertad radica en la seguridad de sus goces
privados. La independencia individual es la primera necesidad de los modernos. El hombre moderno no
ejerce su libertad política directamente – como hacían los atenienses –, sino por representación; en
cambio, disfruta de una libertad individual desconocida para los antiguos.
La comunidad cultural es, en cambio, para los antiguos, un patrimonio de la ciudad, cuyo
disfrute – como derecho y como deber – corresponde a los ciudadanos. Los extranjeros, aunque residan
en el mismo territorio, se distinguen de los ciudadanos porque pertenecen a una comunidad cultural
distinta y, por tanto, ni disfrutan de los derechos ni tienen las obligaciones propias de los ciudadanos; en
cuanto a los esclavos, carecen de la ciudadanía y, por tanto, de los derechos y deberes específicos de los
ciudadanos.
El ciudadano debe obedecer a la ley; Todos le deben obediencia porque, entre otras razones,
toda le es una invención y un don de los dioses al mismo tiempo que una prescripción e hombres sabios,
el contrato de una ciudad al que todos deben adaptar su manera de vivir.
La ley es divina y establece las reglas de la ciudad que deben ser obedecidas por los ciudadanos,
que enajenan su libertad en el cumplimiento de este deber cívico. Pero, ¿todas las leyes son divinas? Se
ha distinguido entre:
a) Los Tesmoi antiguas reglas de derecho público, de naturaleza esencialmente religiosa, tan
antiguas que fácilmente se las creería divinas y eternas, nacidas de la justicia eterna del genos
y supervivientes cuando éstas se fundieron en la ciudad.
b) Y los Nomoi, fruto de la legislación humana y que llevaba fecha y a menudo firma.

Está distinción planteaba, sin embargo, una cuestión de conciencia: ese debe extender la

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obediencia debida a las leyes divinas también a las leyes humanas? Dos casos históricos relevantes
suscitan esta cuestión con resultados diversos: la condena de Antígona y el juicio de Sócrates.
Como conclusión se puede afirmar que en el mundo griego no existe una libertad individual tal
como la conocemos en la actualidad, ni tan siquiera en el ámbito estrictamente privado; por eso, el
ciudadano carece de libertad de creencias está obligado a asumir las creencias y el culto propio de la
ciudad.

B. ROMA: LACIUDADECUMÉNICA.

I. LA COMUNIDAD POLÍTICA

Para la cultura occidental Atenas es el arquetipo de la polis griega –símbolo de la ciudad griega–
representando el modelo clásico de la democracia política.
Los escritos de Platón y Aristóteles describen una ciudad ideal, forja a más en el pensamiento de
los filósofos que en los senderos de la realidad. No se puede olvidar que la democracia ateniense fue un
modelo político transitorio, precedido y sustituido por otros regímenes: monárquicos, tiránicos y
oligárquicos.
Una situación similar se puede advertir en la influencia cultural que a lo largo de la historia ha
ejercido Roma 'º. Al igual que Atenas, en Roma se han sucedido regímenes políticos diversos bajo una
misma constitución: monarquía, república, imperio. La trascendencia de Roma y su proyección a la
posteridad no se encuentra, sin embargo, en su organización política democrática – como en el caso de
Atenas –, sino en la propia evolución de la ciudad, que rompiendo sus límites naturales se proyecta
hacia fuera (el exterior) con auténtica vocación universal.
Frente a la ciudad griega que Aristóteles define como organización política perfecta, autárquica
y con límites precisos, la ciudad de Roma rompe esos moldes clásicos y, sin dejar de ser una ciudad
(urbe), se hace ecuménica (orbe). Esta aspiración universalista se basa, sin embargo, en una ideología
imperialista que, bajo el régimen político republicano, pretende imponer el nombre de Roma en el
mundo y a los amigos y aliados del pueblo romano en una versión tranquilizadora y ajena a cualquier
racismo oficial.
Será, sin embargo, con el imperio cuando está vocación ecuménica encuentre una sólida base
ideológica. Probablemente, y a su pesar, el republicano Cicerón va a poner los cimientos de esta nueva
ideología en su descripción del Princeps como guía (rector), administrador (gubernator) y piloto
(moderator), investido de un carácter cuasi sacerdotal. Otro fundamento ideológico importante ha sido
la obra literaria de Virgilio.
En la Eneida, al describir la fundación de Roma y a su héroe Eneas, clara figuración de Augusto,
convierte a la tierra romana en un espacio universal que abarca desde oriente a occidente y le atribuye el
carácter de lugar común de los hombres y de los dioses.
En el siglo II esta ideología ecuménica está ampliamente difundida. Roma ha hecho realidad el
viejo adagio, tantas veces repetido, según el cual la tierra es la madre la patria comunes de todos los
hombres. Cualquier ciudadano, ya sea griego o bárbaro, puede ir a donde le plazca sin dificultades,
como si pasara de una patria a otra. Esta dimensión ecuménica será subrayada por Adriano, quien
afirmó que el ideal helenístico de la ciudad del mundo profesado por Zenón y la doctrina del Pórtico
estaba por fin realizado en el imperio romano por el paso de la polis a la cosmópolis.

II. LA COMUNIDAD CULTURAL

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Las creencias del pueblo romano son las transmitidas por anteriores generaciones, apoyadas en
la fuerza de la tradición. En Roma se conocen con el nombre de mores maiorum, las costumbres de los
ante asados que rigen las conductas de los ciudadanos entre así y con los dioses. Estas normas de
conducta van acompañadas de formas solemnes y rituales. De la observancia de estas formalidades
dependerá que el acto sea justo.
En los mores maiorum aparecen confundidos inicialmente los ritos religiosos, los preceptos
éticos y las normas jurídicas. La interpretación de estas costumbres y, en su caso, la sanción por su
inobservancia corresponde al colegio de los pontífices. Colegio sacerdotal, integrado al principio por
tres pontífices, y cuya obligación principal es la supervisión de la religión pública en cualquiera de sus
manifestaciones.
Asisten técnicamente al magistrado cuando actúa como representante de la comunidad ante los
dioses, pero su función más relevante consiste en ser depositarios e intérpretes de las tradiciones y
del derecho divino, conservan o as fórmulas y los rituales y velando por su pureza. Esta prerrogativa
desborda ampliamente el ámbito meramente religioso y les convierte en dirigentes de la comunidad:
poseen el conocimiento de las fórmulas para iniciar una acción judicial, sancionan solemnemente los
actos jurídicos (matrimonio, adopción, testamentos, etc.) y disponen de archivos que conservan los
documentos jurisprudenciales y los primeros registros de Roma.
Entre los pontífices se elegía uno que gozaba de una posición superior: el pontifex maximus.
Durante la República se le considera el heredero religioso del monarca, y además de relevantes
funciones sacerdotales desempeña importantes funciones políticas propias e los magistrados, tales
Como el auspicium(facultad para Consultar Con los dioses Sobre un acto público), y probablemente el
imperium, (autoridad suprema de mando).
El proceso de secularización, que se inicia a fines del siglo IV y principios del siglo ni a. C.,
permite proceder paulatinamente al deslinde de la religión el derecho y la moral.
La interpretación de los mores maiorum por los pontífices en aquellas cuestiones que hacen
relación a los ciudadanos dará lugar al ius civile. Se distinguirá así del ius divinum, que contiene las
prescripciones pertinentes a los ritos religiosos y de cuya interpretatio continuarán ocupándose los
pontífices, mientras que la interpretación del ius civile será realizada por los iuris prudentes.
Ius significa lo justo, es decir, el orden socialmente admitido, formulado por los jurisprudentes.
Se distingue del fas, que conserva un significado más religioso y se refiere a todo acto humano no
prohibido.
Así, el ius se refiere a lo lícito civil, mientras que el fas a lo lícito religioso. «Como en las
relaciones que afectan a la divinidad hay más prohibiciones que mandamientos, toda conducta contraria
al fas se considera nefasta, es decir, sinónima de pecado». A estas normas religiosas y jurídicas se
añaden las normas morales (boni mores).
El monopolio de los pontífices en la interpretación de los mores maiores se quiebra así con la
secularización y la separación del ius sacrum y del ius civile.
La interpretatio del ius civile pasa a ser un cometido de los jurisprudentes, cuya función consiste
en respondere una función basada en la auctoritas y no en la potestas y que tiene también un origen
religioso que conservará todavía en el ejercicio habitual de los jurisprudentes.
La auspicatio consiste en la consulta de los signos de los dioses y en la verificación acerca de si
una decisión política o una batalla que va a empezar tiene buenos auspicios, es decir, goza del favor de
los dioses.
Esta función, junto con la auguratio – acción ritual que confiere a una persona o cosa un poder
mítico que predispone a la divinidad a su favor – correspondía al colegio de los augures que constituían
una corporación pública. Esta expresión va a tener una gran influencia en la terminología política y

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jurídica de Roma, pues de ella derivan las palabras auctoritas y Augustus.
La laicización del derecho y la creación del ius civile coincidirá con un proceso de
secularización social que provocará el alejamiento progresivo de la sociedad romana de las creencias de
los mayores. La pie ad de los romanos, que había llamado la atención de los griegos, sorprendidos por
la actitud de los generales romanos que, antes de iniciar la batalla, no hacían más que orar y ofrecer
sacrificios como si fuesen sacerdotes ”, se va perdiendo paulatinamente, convirtiéndose la religión
tradicional en una religión formal, sin la adecuada vivencia social.
Ante el decaimiento de la antigua fe nacional se va a intensificar el fortalecimiento político de la
religión y su consideración como institución política. Ciertamente, como ocurriera en Grecia, la
tradicional religión romana se había renovado y desarrollado en íntima unión con la ciudad y sus
instituciones políticas, que eran reflejo de la piedad ciudadana. Los procesos revolucionarios, la caída
de las instituciones públicas y del sistema político arrastró consigo la caída de la religión.
Al nacer las nuevas instituciones políticas se debilitan las antiguas creencias populares; surge la
incredulidad al lado de la nueva religión oficial, del helenismo, la superstición, las sectas y los nuevos
cultos orientales.
La revolución política produce la correspondiente revolución religiosa.
La influencia helenística, con su concepción antropomórfica de los dioses y su escepticismo
religioso, van a influir decisivamente en esta renovación de la religión romana. La penetración en Roma
de las escuelas filosóficas griegas constituirá un factor indispensable de esta renovación religiosa.
Aunque la mayoría de estas escuelas filosóficas se mostraron abiertamente críticas con la religión, sin
embargo la filosofía del Pórtico se mantuvo al lado de la religión local, acomodando la doctrina
filosófica a la doctrina religiosa hasta donde es posible que se entiendan la ciencia y la fe.
Esta influencia se observará también en el campo de la moral, donde las tendencias casuísticas
del estoicismo y sus métodos racionales causaron una grata impresión a los romanos.
El momento culminante de la filosofía del Pórtico se sitúa en la incorporación a la misma de dos
personajes de indudable resonancia pública: Esquilón, a quien atribuye la condición de fundador de la
filosofía romana, y a M. Quinto Escévola, fundador de la jurisprudencia; estas incorporaciones
producen la fusión de la filosofía estoica y la religión de los romanos, originando así una filosofía y una
religión de Estado.
La vocación ecuménica de Roma se va a manifestar también en el campo religioso mediante la
institución de la evocatio; sin renunciar a sus creencias y cultos tradicionales, incorporaron a las
divinidades extranjeras cuyos territorios querían conquistar. Consistía en persuadir a los dioses de los
pueblos enemigos que los abandonasen antes de la batalla prometiéndoles la construcción de nuevos
templos y darles culto en Roma.
La religión romana añadirá a este sincretismo religioso una nueva dimensión a partir del
Principado, con la creación del culto al emperador. En efecto, tras la batalla de Actium y la victoria
sobre Marco Antonio, Octavio se convierte en el único titular del poder; sin embargo, con una gran
habilidad política, devuelve los poderes al Senado, manifestando su deseo de retirarse de la vida
pública. Ante el ruego de los senadores, Octavio acepta el mando (imperium) sobre las provincias no
pacificadas, así como el título de Augusto, mediante el cual se le reconoce la máxima auctoritas. Título
de su agrado y que le permitirá decir en su testamento que nadie ha tenido tanta autoridad como él,
siendo igual en poder a las demás magistraturas.
Entre los títulos recibidos se hará también con los de carácter religioso, uniendo al poder político
el poder religioso. Después de recibir el título de Augusto, heredero de los augures, asume también el
de gran pontífice (Pontifex maximus).
Octavio va a llevar a la práctica las ideas ciceronianas de renovación y fortalecimiento de la

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República y las ensoñaciones poéticas de Virgilio, que conducen inexorablemente a la exaltación del
Príncipe y de su poder personal. Su título principal y por el que e conocerá a posteridad, Augusto,
significa que posee los mejores augurios, que goza del favor de los dioses y que goza de autoridad para
interpretar la voluntad divina, siendo su interpretatio la más acertada.
Concentrados en su persona el poder político, el militar y el religioso, Augusto convierte el culto
imperial en «la nueva ideología, que coloca al emperador en la cúspide de la jerarquía y lo convierte en
el garante innegable de la unidad romana, merced al numen que lo habita, es decir, la marca divina».
Augusto, divinizado después de su muerte, supone el punto de referencia de una vinculación
entre emperador y religión, lo que supone una nueva concepción de aquella tradicional relación entre el
pueblo romano y los mores maiorum, de los que formaban parte las creencias religiosas y el culto a los
dioses, legado de sus antepasados. Esta relación, sin embargo, ofrece una nueva dimensión en el culto
imperial, que se convierte en el pilar de la nueva ideología romana.
El culto imperial no es tan sólo un deber ciudadano; se transforma en una adhesión voluntaria
del pueblo al emperador, que, a la postre, se convierte en un acto de fe en la aeternitas de Roma.
Bajo los Antoninos y los Severos (siglos II y III) prosigue la divinización del emperador, su
entronización en el panteón romano y, si cabe, una mayor sacralización.
En estas circunstancias resultan sorprendentes los acontecimientos que se van a producir en el
siglo IV, cuando la religión tradicional pagana, politeísta e imperial es sustituida, en su condición de
religión oficial de imperio, por la religión cristiana.
El emperador Galerío, en el año 311, promulga el llamado Edicto de tolerancia ut denuo sint
christiani, en el que se proclama «que vivan de nuevo los cristianos y que puedan reconstruir los
lugares en los cuales acostumbran a reunirse, con la condición de que nada hagan que pueda perturbar el
orden». Esta medida de tolerancia pone fin a las persecuciones de que fueron objeto los cristianos por
parte del Imperio.
Dos años más tarde, en 313, el emperador Constantino promulga el Edicto de Milán, en el que
dispone que se debe dar a los cristianos y a todos los otros «libre oportunidad para profesar la religión
que cada uno desee.
La libertad concedida a los cristianos no se va a limitar al ámbito religioso; permitirá que de una
manera progresiva los cristianos puedan acceder a las magistraturas púbhcas, preparando de este modo
la conversión del cristianismo en religión oficial del imperio.
En efecto, el emperador Teodosio, en el año 380, mediante el Edicto Cunctos populos, decretará
que «todos los pueblos que son gobernados por a administración de nuestra clemencia profesen la
religión que el divino Pedro dio a los romanos... Ordenamos que los que sigan esta regla sean llamados
cristianos católicos. Los demás, empero, a los cuales juzgamos estar dementes y locos, sufrirán la
infamia de los dogmas heréticos; sus lugares de reunión no se denominarán con el nombre de iglesias y
serán destruidos en primer lugar por la venganza divina y después por la retribución de nuestra
iniciativa, que tomaremos de acuerdo con el juicio divino».
Fueron suficientes setenta años para que una religión ilegal, perseguida y menospreciada como
una secta, se convirtiera en la religión oficial del Imperio romano. Una religión monoteísta, en clara
contradicción con el politeísmo pagano ¿Qué había ocurrido en Roma para que se pudiera producir este
singular cambio cualitativo en la política romana?
El paso del politeísmo al monoteísmo se produjo de una manera paulatina como consecuencia de
la propia evolución interna de la religión pagana. En este proceso ejercerán una notable influencia las
doctrinas filosóficas especialmente el estoicismo, el platonismo y el hermetismo. Estas doctrinas
coinciden en la existencia de un Dios único y supremo, siendo las demás divinidades accidentes de esa
sustancia eterna. Esta evolución hacia el monoteísmo se intensifica con el relieve social y político

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adquirido por la teología solar.
Coinciden en este punto el culto al sol, el platonismo, el estoicismo y el pitagorismo, pero el
éxito popular de la religión de Mitra, la principal religión que difunde el culto solar, tendrá su
reconocimiento oficial cuando el emperador Aureliano, en el año 274, convierte el culto al Sol Invicto
en culto oficial del imperio.
Se ha interpretado precisamente que este culto solar ha podido servir de puente entre el
paganismo y el cristianismo. Constantino hizo del Sol Invicto su divinidad suprema, de tal manera que
«su conversión del paganismo al cristianismo no se produjo bruscamente, sino descubriendo que ese
dios supremo (el sol o Apolo solar) era el dios de los cristianos». De ahí que su política religiosa tuviera
un tono conciliador, en la que procuró, en un ambiente de libertad de cultos, resaltar los puntos
comunes entre ambas religiones, marginando las cuestiones conflictivas.

III. EL INDIVIDUO Y LA COMUNIDAD

La ciudad en Roma, igual que en Grecia, no es un territorio o un recinto amurallado, sino una
asociación de hombres unidos por unas creencias, unas instituciones y unas leyes.
Los ciudadanos disfrutan de los derechos y deberes, tanto políticos como civiles, propios de la
ciudad. La condición de ciudadano no se adquiere por residir en el territorio de a ciudad, sino por nacer
libre (ingenuo) dentro de una familia romana o por concesión. Así, ni todos los habitantes de Roma
tienen la condición de ciudadanos, ni todos los residentes fuera de la ciudad de Roma son extranjeros,
pues entre ellos hay ciudadanos romanos de pleno derecho. La extensión de la ciudadanía a todos los
súbditos del Imperio se va a producir en el año con a promulgación de la Constitutio antoniana del
emperador Caracalla.
La libertad política propia de la democracia ateniense tampoco es aplicable directamente a
Roma. El carácter mixto de la Constitución de Roma, expresado en la fórmula Senatus populusgue
romanus, produce un reparto de las funciones políticas entre:
a) El Senado, aristocrático y titular de la auctoritas política;
b) El Populus, titular de la majestas y que actúa a través de los comicios,
Y los magistrados (colegiados, elegibles y temporales), que ejercen el imperium y la potestas.
Por lo que se refiere al ámbito religioso, la política romana fue generalmente tolerante en esta
materia, permitiendo la difusión y el culto de religiones extranjeras. Su vocación ecuménica y su
capacidad para el sincretismo explican suficientemente la existencia y la práctica de ese talante político
tolerante. Sin embargo, en diversas ocasiones ese clima de tolerancia se transformó en rígida
intolerancia, especialmente cuando se consideró que la expansión de doctrinas filosóficas o de cultos
religiosos ajenos ponía en grave peligro el orden público romano o la tradicional religión romana. Así
ocurrió con la prohibición de las bacanales (culto a Baco) y del culto de los druidas o, como antes se ha
señalado, con la expulsión de los filósofos y retóricos extranjeros.
La intolerancia romana alcanza, sin embargo, su actitud más extrema en su confrontación con
los judíos y cristianos. El carácter monoteísta de estas religiones chocaba frontalmente con una sociedad
politeísta; pero esta confrontación se hacía mucho más tensa cuando las discrepancias alcanzaban los
postulados políticos del imperio.
Los judíos se negaban a pagar impuestos al imperio; los cristianos se negaban a dar culto al
emperador, lo que suponía atentar contra uno de los pilares políticos del principado, en el que el
reconocimiento del carácter divino del emperador constituía una expresión de acatamiento al poder
romano. «Ambas actitudes que partían de presupuestos religiosos (no caer en la idolatría o no aceptar
más impuestos que los que se debían al Dios de Israel), eran interpretadas por las autoridades romanas

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como un ataque contra el sistema y se desencadenaba una brutal persecución (se ponía en marcha el
mecanismo militar intolerante de autodefensa del Estado romano)».
La actitud del Imperio respecto a los judíos y cristianos no fue ni constante ni uniforme. Aunque
ambos fueron considerados ateos por su negativa a reconocer a los dioses paganos, los romanos
excusaron a los judíos porque, de acuerdo con un principio generalmente admitido en la antigüedad, al
practicar la religión de sus padres no hacían otra cosa que cumplir con el deber de todos los hombres y,
por tanto, a pesar de su monoteísmo, no eran motivo de repulsa, sino de respeto.
El caso de los cristianos era distinto, máxime si se tiene en cuenta que siendo judíos eran
considerados herejes por los propios judíos, al no observar las leyes de la religión judía.
Durante los rimeros años del cristianismo la actitud de los poderes públicos romanos fue más
bien indiferente hacia el cristianismo y sus disputas con los judíos. Hasta la persecución de Nerón (a.
64) y, posteriormente, de Domiciano (a. 81-96), los cristianos vivieron en el clima de la tolerancia
religiosa que caracterizó al imperio romano. Las causas de estas persecuciones parecen claras en el caso
de Nerón, que responsabilizó a los cristianos del incendio de Roma; pero en general no hay pruebas
suficientes de las verdaderas causas de estas persecuciones. Se afirma que «tan pronto se reconoció que
el cristianismo era distinto del judaísmo, la negativa de los cristianos a tomar parte en los cultos
oficiales, cívicos y familiares haría que aparecieran como una pandilla de indeseables, merecedores de
castigo porque repudiaban un elemento esencial de la “forma de vida” romana y, por tanto, amenazaban
hasta los cimientos de la sociedad y se constituían en enemigos del Estado».
Durante este período las persecuciones tienen el carácter de episódicas, se dirigen contra
cristianos singulares y no contra la religión cristiana organizada, y el procedimiento jurídico es el
común de las causas criminales, pero sin precisar la causa jurídica. Una muestra de la incertidumbre
jurídica en que se desenvolvía la actitud persecutoria imperial se encuentra en la correspondencia entre
el emperador Trajano y Plinio el Joven, gobernador de una provincia del Asia Menor.
El gobernador Plinio comunica sus dudas respecto a los juicios contra los cristianos, pues
desconoce «cuál es el delito o hasta qué punto es costumbre castigar o hacer pesquisas». Basándose en
este motivo, plantea tres dudas: a) si en estos procesos se debe tener en cuenta la edad del acusado; b) si
debe perdonarse a los arrepentidos (apóstatas); c) si debe castigarse sólo por el nombre, es decir, por
profesar el cristianismo o deber alegarse Flagitia (delitos de carácter ignominioso o detestable, tales
como canibalismo e incesto, de los cuales se acusó, al parecer, a los primitivos cristianos).
La respuesta del emperador fue suficientemente clara, aunque obvie la primera pregunta, que
deja a criterio del gobernador. Pero respecto a las otras cuestiones centrales, se pronuncia con claridad:
todos los culpables de ser cristianos deben ser castigados con la pena de la decapitación, salvo que el
juez acuerde conmutar la pena por otra más leve.
El delito, por tanto, se tipifica por el nombre –ser cristiano– y no por la flagitia (abominaciones).
No se persigue una conducta abominable, sino el hecho de ser cristiano. En consecuencia, «quien quiera
que niegue ser cristiano y lo demuestre invocando a nuestros dioses, sea perdonado en razón de su
arrepentimiento, por muy dudosa que haya sido su conducta pasada». El que confiese ser cristiano debe
ser condenado; el que niegue ser cristiano debe ser absuelto.
Además de este principio, tan claro como evidente, el emperador prohíbe que se busque de
oficio a los cristianos y dispone que, para iniciar el procedimiento judicial contra un cristiano, es
necesario que exista una denuncia formal, no admitiéndose las denuncias anónimas o las que carezcan
de fundamento.
La resolución de Trajano supone un cambio importante en la política religiosa romana ya que
nunca se había contemplado el delito de pertenecer a una religión (delito por el nombre), sino por la
práctica de actos o costumbres abominables (flagitia). La explicación de este cambio tan radical se basa,

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según el propio emperador, en la necesidad de luchar contra una superstición extranjera que ponía en
peligro la pax deorum. Ello se debía a que los cristianos eran ateos recalcitrantes, que rechazaban y
menospreciaban todas las formas de la religión grecorromana y se negaban a tomar parte en el culto
pagano, actitud que ponía en peligro la pax deorum, las buenas relaciones con los dioses, y amenazaba
con provocar la ira de aquéllos contra toda a sociedad, siendo así que la prosperidad del Estado depende
del favor dispensado por las divinidades».
Un cambio importante en la política religiosa imperial se va a iniciar con el emperador Septimio
Severo (a. 193-211). La persecución se dirige no sólo a los cristianos, sino también a la organización
eclesiástica.
Esta política se recrudece con el emperador Decio, que mediante un edicto general de 250
impuso a todos los habitantes del Imperio la obligación de hacer una ofrenda a los dioses y participar en
el banquete del sacrificio. Del cumplimiento de esta obligación debían obtener un certificado como
prueba.
Esta disposición supone un cambio importante respecto a la política de Trajano, que había
prohibido la investigación de oficio de los cristianos.
Con estas medidas, Decio desencadenó una persecución en la que fueron condenados los
cristianos que no pudieron acreditar la realización de la ofrenda. Se produjo también una situación de
tensión interna en el seno de las comunidades cristianas al conseguir algunos cristianos el
correspondiente certificado sin haber realizado la ofrenda. En algunas comunidades se intentó el
repudio de estos cristianos, al haber adoptado una actitud que se alejaba netamente de la mantenida por
los confesores y mártires.
Los ataques contra la propia organización eclesiástica se harán más intensos con los
emperadores Valeriano (253-260), Diocleciano (284-305) y Galerio. Se obligará a los obispos,
sacerdotes y diáconos que reconozcan la religión del Estado romano, bajo pena de exilio; se prohibirán
las reu-niones de culto y los entierros en cementerios cristianos, bajo pena de muerte. Bajo Diocleciano
dio inicio la primera persecución general contra los cristianos, asaltando y destruyendo las iglesias y los
edificios eclesiásticos, los libros sagrados y litúrgicos. Finalmente, Galerio, después de una implacable
persecución, dictó el Edicto de Tolerancia (311), ya comentado, que permitió de nuevo el culto de los
cristianos.
Con Constantino se inicia el período de mayor libertad para los cristianos y para los demás
cultos con la promulgación de Edicto de Milán (313); sin embargo, cuando en el año 380 el cristianismo
se convierte en religión oficial del Imperio (Edicto Cunctos Populos de Teodosio), concluye esta época
de libertad religiosa y se prohibirá la práctica de los demás cultos. Esta decisión imperial provocará una
grave convulsión dentro de la comunidad cristiana, ya que los cristianos aunque consideran que Dios es
el Dios de todos los hombres, se abstendrán de forzar a nadie que le adore y no nos enfurecemos contra
quienes no lo hacen. Sólo en la religión anida la libertad, pues ante todo atañe al libre albedrío».

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