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Mayo es un mes marcado por una historia, una tradición de lucha que arrancó un primero de

mayo de 1886 allá en Chicago, cuando un grupo de trabajadores organizó una movilización
popular en reclamo de la jornada de ocho horas en una época en que lo “natural” era trabajar
entre 12 y 16 horas por día. La mayor democracia del mundo respondió brutalmente y,
fraguando un atentado, encarceló a un grupo de militantes populares en los que intentó
escarmentar a toda la clase trabajadora de los Estados Unidos y por qué no, de todo el mundo.
Tras un proceso plagado de irregularidades, fueron detenidos los dirigentes anarquistas Adolph
Fisher, Augusto Spies, Albert Parsons, George Engel, Louis Lingg, Michael Schwab, Samuel
Fielden y Oscar Neebe. Los cuatro primeros fueron ahorcados el 11 de noviembre de 1887.
Lingg prefirió suicidarse con una bomba que él mismo había preparado en la cárcel antes de
padecer la “justicia del sistema”. Miguel Schwab y Samuel Fielden fueron condenados a prisión
perpetua y Oscar Neebe a 15 años cárcel.
Miguel Schawb dijo al escuchar su condena que no reconocía a aquel tribunal ninguna
autoridad y que su lucha y la de sus compañeros era de una justicia tan evidente que no había
nada que demostrar y que ellos luchaban por las 8 horas de trabajo pero que: “Cuatro horas de
trabajo por día serían suficientes para producir todo lo necesario para una vida confortable, con
arreglo a las estadísticas. Sobraría, pues, tiempo para dedicarse a las ciencias y el arte".
Porque, claro, las ciencias y el arte deben ser para todos.
Pasaron 121 años de aquellos crímenes de Chicago y pasó mucha agua y mucha sangre bajo
el puente. Los obreros de todo el mundo eligieron el primero de mayo como jornada de lucha,
de recuerdo de sus compañeros y de lucha por sus derechos, de ratificación de su condición de
ciudadanos libres, con plenos derechos, según decían las propias constituciones burguesas
que regían la mayoría de los Estados modernos.
Hoy, en nuestro país conmemoramos el día del trabajo pero un hecho reciente enluta esta
fecha.
Hace muy pocos días, en una protesta por mejores salarios, Carlos Fuentealba, un trabajador
como cualquiera de nosotros, como cualquiera de sus padres, fue acribillado mientras
pacíficamente se desplazaba en un automóvil. Mucho se ha escrito sobre la personalidad de
este docente neuquino y no es mi propósito ahondar en ello pero sí me gustaría detenerme un
poco en lo que este acto bárbaro significa.
No lo conocí a Carlos, no puedo hablar de su íntima e intransferible personalidad, pero creo no
equivocarme al evocar la vida de un hombre que desde la adolescencia supo que en la vida
todo lo debía conquistar con esfuerzo. Para estudiar tuvo que trabajar y trabajar duro; la cultura
la conquistó, no se la regalaron.
En el mundo de las necesidades, en el áspero universo de la calle, en los rigores de la lucha
diaria por sobrevivir se aprenden algunas verdades, tal vez las más esenciales. A las austeras
lecciones del coraje, Carlos no las aprendió en los libros, las aprendió viviendo.
Carlos pertenece al linaje de los que le dieron un sentido a su existencia aferrándose a algunas
verdades sencillas pero exigentes, esas verdades que dieron significado a una vida y le otorgan
una particular estatura a su muerte. Los hombres no deciden todas las circunstancias de su
vida, pero los valientes se ocupan de hacer suyos algunos valores que definen su condición
humana. Son los que a la resignación le oponen la rebeldía, al egoísmo la generosidad y a la
ignorancia la inteligencia.
Carlos -para decirlo de una manera directa- aprendió que la única verdad que le otorgaba
trascendencia a todos sus esfuerzos tenía el nombre de solidaridad y que, como le hubiera
gustado decir a Sartre, “la conquista de la libertad no se realiza contra los otros sino con los
otros”, es decir, con sus compañeros, con los que compartía horas de trabajo, esperanzas y
alegrías.
Trágica burla del destino. Carlos Fuentealba muere, es asesinado, por participar en un piquete
que, a juzgar por la información de los cronistas, era una medida de lucha que no compartía
por considerar que era inapropiada y que iba a conducir a los maestros a una trampa. Carlos
planteó sus objeciones y perdió la votación. Disciplinado, acató la decisión de sus compañeros
y el miércoles 4 de abril a la tarde estaba con ellos en la zona del conflicto sin saber que la
trampa efectivamente existía y que él iba a ser la víctima.
En la Argentina el Estado ha matado mucha gente, por lo tanto a nadie le debería llamar la
atención que la memoria de la sociedad reaccione con furia, con dolor cuando alguien muere
en esas condiciones. La muerte es el límite de la violencia estatal. Esta verdad hoy está
consagrada por las leyes y por el sentido común, pero está reforzada por nuestra reciente
experiencia histórica. Tal vez el rasgo más evidente de salud moral de nuestra sociedad se
exprese a través de esta respuesta solidaria, humana, a favor de la vida y en contra de la
muerte.
Los errores se pagan, pero los costos no son los mismos. El error de Sobisch es muy probable
que le cueste su carrera política: pero ni las ambiciones demolidas de Sobisch ni la cárcel del
policía que mató a Fuentealba, le devolverán la vida a Carlos, ni borrarán las marcas de las
lágrimas en el rostro de sus dos hijos y su esposa.
Mucha gente fue a despedir a Carlos: políticos, sindicalistas, vecinos. Nadie faltó a la cita.
Algunos con bronca, otros con lágrimas en los ojos, muchos con flores en las manos, pero en
un costado, sin decir una palabra, ajenos a las fotos y al bullicio, casi con timidez y vergüenza,
estaban sus alumnos, sus muchachos, los chicos que lo querían porque en sus clases
aprendieron las primeras lecciones de química, pero también de la mano del maestro
descubrieron las nociones invisibles pero consistentes y efectivas de solidaridad.
Habría que preguntarse por qué suelen ser los mejores los que mueren, por qué siempre son
los buenos tipos los que caen.
Rehúyo el sentimentalismo y las lágrimas livianas. Además Carlos no se merece nada de eso.
Tampoco, claro está, se merece las justificaciones banales de Sobisch y las especulaciones
oportunistas de Filmus y Fernández, todos salpicados no tanto por la muerte como por el
pecado de querer evaluar una muerte según las mediciones de las encuestas.
Carlos Fuente alba murió por luchar por una sociedad más justa, pero por sobre todas las
cosas su muerte es la consecuencia más o menos previsible de una sociedad que está
ingresando por el plano inclinado, resbaladizo y viscoso, de la violencia.
Hablo de la violencia de un Estado que confunde autoridad con discrecionalidad y que como
consecuencia de esa fatal confusión es incapaz de garantizar la libertad y de asegurar el orden;
hablo de una policía venal, mafiosa, sumisa con los poderosos y brutal con los débiles; hablo
de la mayoría de una clase política -oficialismo y oposición- a veces cínica, a veces hipócrita y
en todos los casos oportunista; hablo de dirigentes sociales irresponsables, que por pequeñas
y mezquinas ambiciones conducen a sus afiliados a callejones sin salida; hablo de una derecha
insensible, autoritaria, que supone que todo se resuelve con un baño de sangre; hablo de una
izquierda delirante y fundamentalista, que sigue creyendo en el lema perverso de que "cuanto
peor, mejor" y, por último, hablo de una sociedad que se moviliza con convulsiones histéricas y
un día pide represión y al otro día llora una muerte.

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