Está en la página 1de 113

El regalo de virgo

Marianino
El regalo de virgo
Primera Edición
Mansalva. Colección Poesía y Ficción Latinoamericana
Buenos Aires, 2017

ISBN 978-987-3728-50-1
1. Narrativa Argentina. 2. Relatos. I. Título.
CDD A863

© Marianino, 2017
© Mansalva, 2017
Padilla 865 - (CP 1414)
Buenos Aires, Argentina

Dirección: Francisco Garamona


Arte: Javier Barilaro
Coordinación: Nicolás Moguilevsky
Prensa y comunicación: Juan Pablo Correa
Relacionador público: Roberto Papateodosio

Ninguna parte de esta publicación,


incluido el diseño de la cubierta,
puede ser reproducida, almacenada
o transmitida en manera alguna
ni por ningún medio, ya sea eléctrico,
químico, mecánico, óptico, informático,
de grabación o de fotocopia, sin
permiso previo del director.

editorialmansalva@gmail.com
www.mansalva.com.ar
Marianino
El regalo de virgo
I

10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1... Los números se encadenaban en un


conteo metálico, amplificados por un eco que les daba la sensualidad
de la voz de los robots. El arranque de la nave era inminente; la
tripulación chequeaba los últimos detalles mientras los pasajeros
adoptaban el modo operativo, presuroso y diligente de quien se cree
ante el fin de un estado y el comienzo de otro. Los que no se ajustaban
los cinturones, ordenaban sus bolsos y bultos o dejaban listas sus
computadoras para asegurarse la dosis de entretenimiento de rigor
contra el tedio del viaje. Por mi parte, echado y desprovisto de todo
entusiasmo, me entregaba a un derrotero mental incierto: el conteo
descendente insinuaba una cascada de video clips, todos creados por
las divas con inclinaciones futuristas que en mis años mozos habían
hecho explotar la discoteca.
Nuestra sección de la nave era como un camarín, con sillas
enormes observando una distancia respetable, cubiertas de cuero
marrón y respaldos que no llegábamos a superar ni en puntas de
pie. Éramos 8; 9 contando a la bebé. Un número áureo, no exento
de magia, que Milton, adorado joven en un mundo de adultos,
había roto al sumar a tres desconocidos a nuestra comodidad.
Era imperdonable. Habíamos reservado ese camarote espacioso y
“exclusivo” para estar solos, tranquilos y despatarrados entre amigos
íntimos. Ese es el problema de los grupos: siempre pueden expandirse
al infinito siguiendo la lógica del “amigo de mi amigo”, que es la
línea de menor resistencia. Milton había invitado a tres exaltados,
dos chicos y una chica, todos igualmente imposibles. La chica era
especialmente molesta. Nadie le prestaba demasiada atención pero
eso no le impedía moverse de asiento en asiento como si fuera una
quinceañera recorriendo mesas en su agasajo. Te increpaba a los
gritos, mechando términos “para entendidos” cada dos palabras y
parecía haber quedado anclada en una performance patética que
consistía en quedarse en tetas y preguntar “¿Qué pasa? ¿Te caliento?”.
Demás está aclarar que no calentaba a nadie. Milton sólo tenía ojos
para su mujer y para su bebé, o para las modelos de 17 años con las
que convivía en el mundo de la publicidad. Esta chica ya arañaba
los 30 y parecía atascada en el look “sexy por dos pesos” que había

7
anegado las pistas a principios de los 2000. Sin mercado en el mundo
heterosexual, creía haber descubierto su público entre los maricones, a
los que se proponía conquistar a fuerza de obscenidades, desparpajo e
incorrección. O eso es lo que me hacía pensar su asedio constante, sus
múltiples intentos de entablar conversación conmigo.
Yo la quería fuera de mi ángulo visual y de mi campo auditivo, y le
expliqué a Milton que tenía que deshacerse de tamaña indeseable. Me
miró reprobando la mala onda que acompañaba a mi pedido. Sostuve
la mirada, y la mala onda, y le insistí: “FUERA!”. El bote estaba por
arrancar; no quedaba mucho tiempo. Y si él no se prestaba a la dura
tarea de expulsar a la mamarracha y sus secuaces, un azafato de azul y
botones dorados los llevaría de mala manera a su sitio original entre la
plebe en cuestión de minutos.
La intervención de la autoridad no fue necesaria porque Milton
cedió a la racionalidad prístina de mi deseo. ¿8 personas, más una
bebé recién nacida, su hija por cierto, que habían pagado para estar
cómodas y aisladas, condenadas al asalto de mosca de dos muertos
de hambre y una trola de circo? NO WAY. Les comunicó entonces
que tenían que irse. Les dijo algo de la bebé y de la necesidad de
dormir. Podría haberles dicho cualquier cosa en realidad. Milton
tiene la capacidad admirable de decir lo justo y lo caprichoso sin
ofender a nadie, un superpoder que claramente no me fue concedido.
Son incontables las veces en que mi torpeza produjo tensiones y
cortocircuitos allí donde la justicia de mis planteos era diáfana.
Siempre le sumo a mis mensajes una pizca de nerviosismo o temor
que los vuelve inexplicablemente violentos, casi abusivos. En parte
por eso le asigné la tarea de barrido a él. Y porque en definitiva eran
sus amiguitos, especímenes de “su generación”, sus contemporáneos
en edad, en gustos, en lenguaje. Como sea, los escoltó hasta el sector
común del bote, que era una especie de salón de usos múltiples en
el que se amontonaban hippies, estudiantes de teatro, drogadictos y
amantes de la moda formando una masa triste y sedienta de estímulos.
Antes de irse, Milton me dejó a la bebé, que no llegaba al mes.
Cecilia, la madre, se había ido al freeshop con Silvanita y todavía no
había vuelto. Victoria y Alina no estaban, y no habían dado señales de
su destino. Martín y Agustín se babeaban en sus respectivas butacas
después de haberse clavado las pastillas reglamentarias. Me tocaba la
bebé entonces. Una transacción más que justa: me hacía cargo de la

8
criatura y su padre se hacía cargo de desaparecer a las mostras. Lo vi
irse con el trío de payasas, él siempre elegante y placentero a la vista,
de estricto negro, jeans que parecían calzas y unas botitas YSL que no
se había sacado en tres años. Las había comprado en su último viaje a
Europa, el último posible antes del desastre. Por eso ahora estábamos
viajando al norte en bote de tierra. Del país no se podía salir y las
vacaciones debían planearse en el cuadrilátero hiper-familiar del suelo
argentino. Los bosques del Sur y el paisaje rojizo del Norte eran los
destinos preferidos por quienes podían viajar. A nosotros nos tiraba
el clima seco y más cálido de la frontera con Bolivia. Viajábamos a
celebrar mi cumpleaños número 50 en uno de los establecimientos
decentes que quedaban en la zona: un viejo hotel a la vera de un
río reconvertido en spa de lujo con todo tipo de comodidades y
entretenimientos: microcines bajo los árboles, fuentes con aguas
danzantes y shows de luces, servicio de bailarines en el dormitorio,
camas de cuatro plazas, dermatólogos y cosmetólogas on demand,
piscinas con música subacuática, etc. En suma: todo lo que se necesita
para desconectar y olvidar la tragedia del paso del tiempo.
La bebé estaba en su cochecito. Como el avance del bote producía
un vibrato bastante intenso, me pareció mejor cargarla. La acomodé
entre mi brazo izquierdo y el pectoral correspondiente. Se dejó hacer
sin pestañear. En realidad estaba dormida, aunque era difícil saberlo
porque no se le veían los ojos: era diminuta, del tamaño de una uva.
De lejos, alguien la podía haber confundido con un moretón color
piel, o con una ampolla. De hecho tenía forma de gota o embudo.
Cecilia la había parido, pero era posible que esta nena aún no hubiera
nacido. Lo único que tenía de vivo era un movimiento en cámara
lenta que podía interpretarse como respiración. Era una aguaviva en
miniatura, expandiéndose y replegándose a ritmo regular de pulmón
rosado. Había que estarle encima permanentemente a la nubecita.
Yo era su padrino y me correspondía protegerla más allá de toda
rareza. Además, quién era yo para hacer juicio sobre lo normal y lo
patológico, y para decidir sobre la vida y la muerte. Los padres le
habían puesto un nombre, la vestían (le improvisaban falditas con
unas pulseras de colores que guardaban de décadas más gloriosas,
del tipo“precinto de boliche”), la alimentaban (como no se le veía la
boca, la posaban sobre un plato con leche hasta que milagrosamente la
absorbía toda), la presentaban en sociedad, ¡hasta la llevaban de viaje!

9
La nena tenía además un DNI (tamaño dedal) en el que se leía con
lupa: Kasia Mann. Es decir que había sido reconocida por el Estado,
la única autoridad sobre la humanidad de los seres y sobre su derecho
a la vida.
No estaba claro cómo habían determinado que se trataba de una
nena. No había rastros de ojos ni boca, pero tampoco de sexo. Es verdad
que no se percibían protuberancias o salientes (lo que descartaba la
existencia de un pene) y que de algún modo absorbía la leche con la
que se alimentaba (lo que probaba la existencia de algún tipo de orificio
o poro). Se dirá que esto es muy poco para determinar el sexo de un
bebé (y el destino de una vida), pero no es mucho menos que un pitito
o una vaginita visibles, que poco indican de los traviesos movimientos
futuros de una criatura recién nacida. En definitiva, el sexo de un bebé
es siempre un acto de voluntad, y de arrojo, de sus padres. Y mis amigos
estaban convencidos, al menos lo suficientemente convencidos como
para intentar convencer al mundo de ello, de que la nubecita era una
nena. Y Kasia parecía estar satisfecha. Al menos no protestaba cuando le
ponían las falditas. Para el viaje le habían clavado una pulsera amarilla
que brillaba en la oscuridad, por miedo a perderla entre las butacas y
los bolsos. Yo llevaba un buzo azul océano. La nena era prácticamente
invisible pero la pulserita resplandecía sobre ese fondo como un único
anillo olímpico.
En verdad el resplandor era tal que me ayudaba a moverme por
nuestro camarín sin tropezarme con nada. El bote había arrancado
y se habían apagado las luces preventivamente porque los motores
consumían toda la energía disponible. La escasez de combustible
había llevado a medidas desesperadas, no exentas de lirismo. El bote
avanzaba a oscuras por una ruta que hacía meses estaba sumida en una
noche acampanada y el fulgor fluo de la faldita olímpica flotaba como
si fuera la única luz del universo. Aprovechando el resplandor, empecé
a recorrer el camarín para ayudar a la bebé a dormirse. Mi corta
experiencia con criaturas me había enseñado que el movimiento las
sedaba, lo mismo que hablarles al oído. Esto último era en este caso
imposible, pero de todas formas me puse a ronronear una canción
intrascendente mientras daba vueltas alrededor de las butacas y miraba
a los chicos babearse. El paseo en círculo resultó demasiado corto para
contener mi ansiedad; llevado por un impulso abrí la puerta que había
quedado cerrada desde la partida de Milton.

10
La oscuridad al otro lado era total, más densa que la del camarín.
El brillo de la pulserita dibujaba una aureola que no alumbraba más
allá de mis pasos. Me alejé del camarín avanzando por un pasillo
atestado de cuerpos que parecía interminable. Tropecé más de una
vez (una vez por cuerpo para ser exacto) y temí por la salud de la
bebé. Tenía que extremar los cuidados. La cambié de posición para
aprovechar al máximo la potencia de la pulserita: la elevé como quien
sostiene un trofeo, o como si estuviera presentándole el niño Jesús a
los Reyes Magos. Así quedaba protegida en caso de una eventual caída
y además desde lo alto funcionaba mejor como faro. Me sentía Moisés
partiendo las sombras a mi paso. Algunos desprevenidos que sin duda
se habían cansado de la seguridad que les ofrecía el suelo comenzaron
a seguirme. Se constituyó una procesión improvisada, y pronto todos
estábamos ronroneando al unísono la misma canción de cuna que
había inventado minutos antes. La marcha no duró mucho. A la
derecha, el sonido de las cajas abriéndose y cerrándose indicaba que
el freeshop estaba cerca. Mis seguidores se desbandaron, desesperados
por la promesa de chocolates, cigarrillos, perfumes o whisky.
Las ventas de freeshop habían alcanzado números records desde
que los viajes se hacían a oscuras. La compañía a cargo del bote había
descubierto las bondades de la tecnología darkroom. El consumo a
oscuras orillaba el desenfreno: jubilados que habían ahorrado toda
su vida a fuerza de pasar hambre llegaban a destino con tres plasmas
que habían comprado tanteando cajas de cartón; mujeres adineradas
se atrevían a perfumes que en su vida diurna habrían descartado por
vulgares; jóvenes de todos los sexos amontonaban botellas de alcohol
en carritos que permanecían invisibles para todo el universo pero no
para los sensores que debían indicar su precio… Era una orgía de la
compra, el sueño salvaje de un mercado que se había liberado de su
última traba: la vergüenza.

Una mano me tocó el hombro y cortó mi ensoñación como una


sierra. Me di vuelta y comprobé con sorpresa que conocía a su dueño.
Era Héctor, una loca que se había esforzado hasta pasados los 40 por ser
moderno y estar à la page. Tanto se había esforzado que tenía arrugas
prematuras y ya a los 35 parecía tener unos tristes 50. Los que lo veían
bailar en los clubes “de onda” por primera vez pensaban que era un
viejo gagá que había llegado ahí por error. Su ocupación primordial era

11
intentar levantarse pendejos de 25 que parecían de 15, y que entonces
agigantaban por contraste su vejez. Rendido, en los últimos años se había
volcado al comercio de drogas raras, tan raras que ni siquiera eran ilegales:
miau miau, rododendrush, mozartina. Evidentemente estaba en el bote
camino a alguno de los balnearios del norte. Desde hacía un tiempo
hacía la temporada, juntando lo que necesitaba para vivir todo el año.
Había encontrado un modo inteligente de sobrevivir, pero seguía siendo
desagradable. Lo poco que veía de él gracias al fulgor de la pulsera fluo
revelaba que seguía usando arito y que llevaba puesta una remera rockera.

–¡Mariano! ¿Qué hacés puto?


–Hola Héctor, ¿qué tal? Acá ando. Estoy cuidando el bebé de unos
amigos.
–Uy, mirá. ¿Y adónde estás yendo? ¿Vas a alguno de los balnearios?
Yo voy al último, el que está casi en el límite con Paraguay… Hay
unos machos nena… Típico lugar de hétero que quiere probar… Y yo
les doy mis cositas, ¿viste? Se ponen re locos y en algún momento algo
largan. Los más pendejos son los más zarpados y siempre hay uno que
entrega la cola… Igual yo con chuparles la pija estoy hecho. Es lo más
mi business, me mantiene en carrera.
–Qué bien que encontraste tu camino, Héctor. Me alegro. Yo
estoy más tranquilo. Vamos a un spa sobre el río a pasar dos semanas.
Naturaleza, silencio, respiración honda, lectura… Va más por ahí
nuestra onda. Más ahora que hay un bebé en el grupo.
–Claro.
–Sí, la estaba paseando pobrecita. Ahora vi que ahí en el fondo hay
un cuarto menos oscuro. ¿Vos sabés qué es?
–Sí, boludo, es el sauna. ¿No sabías que este bote tenía sauna?
¡Yo me tomo este por eso! ¡Siempre algún pendejo descuidado me
como! Sobre todo ahora con todo este asunto de la luz. Es un sauna
a oscuras, le ponen música de los 80s y los 90s, onda Aspen, muy
arriba.
–Ah mirá. Siempre me copó el vapor. Es relajante y te limpia. Lo
que pasa es que ahora con la bebé…
–¿Qué bebé?
–¿Cómo qué bebé? Esta que tengo encima…. No sé si da entrar al
sauna… Quien sabe el calor le hace mal.
–¿Eso es un bebé? Pensé que era una tetilla de goma, o un flancito.

12
–Es que es muy chiquita pobre. Se llama Kasia y le pusieron esta
faldita.
–Sí, la veo. Es piola la faldita, y el color divino. No le veo los ojos
igual. ¿Es linda?
–Y… todavía no sabemos bien. Pero es re tranquila, no llora,
no hace escándalo… Está todo el tiempo quieta. Es una bendición
realmente para los padres, que pueden dormir, no tienen que
despertarse a cada rato… Además no les ocupa lugar, es fácil de
transportar, casi no caga ni mea… Alimentarla es re fácil y barato…
Te diría que es el bebe ideal.
–Y bueno, visto así sí. Pero no creo que el vapor le haga mal. Pensá
que pasó 9 meses en una panza, casi asfixiada.
–Es verdad. Igual pasó menos porque nació a los 5 meses. Quién
sabe por eso es tan chiquita…
–Será.
–Puedo ir un ratito y ver cómo reacciona. Si veo que se queda
tranquila me puedo tirar un rato. ¿Hay toallas y todo?
–¡Sí, claro! Es un sauna re pro. Quién sabe hasta tienen guardería
para que dejes al bebé y te despreocupás… Porque con el bebé mucha
acción no vas a tener jaja.
–Jaja igual no estoy buscando acción si no relajarme así después
vuelvo a mi butaca y me duermo. Además no puedo estar mucho
tiempo porque los padres se pueden preocupar si no me ven.
–Ok, como quieras.

Ahí estaba la entrada del sauna. No había luces, como en todo el


bote, pero el vapor y el mármol blanquísimo de las paredes de algún
modo disolvían la oscuridad, llevándola a un tono gris en el que se
podían reconocer las caras (de muy cerca, eso sí). El sauna en efecto
era impecable. La recepción era palaciega, una verdadera tormenta de
columnas romanas y cortinas de satén blanco con bordes dorados, un
desquicio que seguramente buscaba recrear la corte de un emperador
sangriento pero dado a las artes (o, más bien, el set en el que se había
filmado su caída). El recinto formaba un cilindro de techo a piso: las
cortinas oficiaban de cielo, las columnas comunicaban con la tierra,
y a sus pies se desparramaba un zigzag de bancos alargados, mesas de
mármol con frutas apiñadas en bandejas de cristal, lámparas doradas
que simulaban palmeras, vasijas enormes con motivos mitológicos y

13
épicos… no sé, MEGA. Los recepcionistas llevaban obedientemente
una suerte de uniforme: largas togas blanquísimas, laureles en la frente
y, en la mano derecha, ostentosos relojes dorados que reproducían
en miniatura el enorme reloj de pared que oficiaba de mascarón de
proa del establecimiento. El reloj insignia tenía números romanos en
negro hinchados como gotas; en su centro, vibraba en mayúsculas lo
que parecía ser el nombre del sauna: EL OJO DE APOLO. En breve: nos
tiraban la antigüedad clásica por la cabeza en versión Versace goes to
Hollywood.
Los recepcionistas eran de una amabilidad rayana en lo servil que
tenía algo del furor sumiso del masoquista. Bastó que pusiéramos
un pie en la recepción para que cuatro brazos nos sentaran sin
mayores preámbulos en un banco con almohadones y procedieran
a reemplazar nuestro calzado (zapatillas, en mi caso; borceguíes con
visos punk, en el de Héctor) por una sandalias doradas con alas
dignas de Hermes (una licencia poética de la gerencia, imagino). De
inmediato, montaron una suerte de tienda que nos protegía de las
miradas indiscretas (al parecer la oscuridad no había modificado las
prevenciones atávicas del oficio) y nos envolvieron en unas togas de
toalla mientras guardaban cuidadosamente nuestras pertenencias en
unas cestas. Antes de desarmar la tienda y despedirse, nos entregaron
sendas monedas distinguidas por números:

–Con esto pueden reclamar sus prendas cuando estén listos para
irse.

La nena se acurrucaba ahora en mi axila. Se había desplazado sola


o como resultado de las maniobras de los empleados del sauna. Parecía
seguir durmiendo; su respiración de fuelle bebé no se había alterado
en lo más mínimo. Como todo se veía tan profesional, me atreví a
preguntar si podían hacerse cargo de la nena mientras yo usaba los
baños.

–No podemos hacernos cargo de ese tipo de nenas. No tenemos


problemas en admitirla. Puede hacer uso de las instalaciones con
usted. Pero no contamos con servicio de niñera especializado por el
momento.

14
La respuesta me intrigó un poco. No entendía bien en qué clase
de nenas estaba incluida Kasia, ni cuál era la lógica detrás de esa
taxonomía apenas insinuada. Tampoco tenía tiempo para razonarla,
sobre todo porque detrás de mí crecía la fila de los que intentaban
dejar sus pertenencias e ingresar a los baños.

Pensé que podía empezar por los baños húmedos, teniendo


cuidado de elegir los menos tórridos. A Héctor ya lo había perdido
de vista (lo que, en las circunstancia del caso, no era decir mucho).
Me imaginé que estaría dirigiéndose a los baños más cálidos, donde la
voluntad flaquea y las manos y las lenguas desconocidas son en general
bienvenidas. Llevaba colgado del cuello un amuleto que sin dudas
guardaba dosis microscópicas de las drogas que solía vender.

Me llevó unos minutos decidir cuál era la mejor manera de cargar


a la nena. En la axila no podía dejarla. El sauna me haría transpirar
en cantidades; podía desprenderse, caer, y morir pisoteada; o, peor,
podía quedarse agarrada, como una garrapata bebé, y confundir la
transpiración con alimento, absorberla como absorbía la leche, y morir
por exceso de tóxicos y de sal. No podía correr ese riesgo por unos
minutos de vapor. Pensé en posarla en mi hombro, jugar al pirata con
una tucancita imperceptible, pero de ahí también podía resbalarse y
caer al suelo, desde una altura que como mínimo la dejaría paralítica.
Lo más conveniente era llevarla en la palma de la mano: en general
esa zona no mostraba rastros de sudor, era una superficie rugosa por
los años de tenis y levantamiento de pesas, y podía controlar sus
movimientos con facilidad. Además, desde esa ubicación seguiría
cumpliendo su función de faro, ideal para navegar esos vapores
procelosos sin temor a tropezar o golpearme la cara contra la pared.
Envuelto en la toga y blandiendo la bebé me interné en el primer
baño de todos. El sauna seguía la lógica descendente del infierno:
a mayor distancia de la entrada, mayor calor y densidad. El mapa
que nos habían entregado con la toga reproducía un laberinto de
habitaciones bastante complicado, en el que alternaban baños secos y
baños húmedos, fantasías turcas y duchas escocesas, delirios orientales
y precisión finlandesa. La única constante era el aumento gradual de
la temperatura de ambiente en ambiente, que iba acompañado de
un descenso en altura: el último baño, seteado en 100 grados, era el

15
equivalente a un sótano o una mazmorra; caer ahí debía significar la
muerte o la deformidad por derretimiento. Era más que probable que
Héctor se encontrara en las antecámaras de ese horno nebuloso. Por
mi parte, no pensaba pasar de los 30 o 40 grados, siempre atento a la
evolución de la bebé que iluminaba mi camino.
La puerta que conducía a los baños era de un cristal opaco. Tras
ella se abría un pasillo larguísimo, flanqueado a la derecha por saunas
y a la izquierda por duchas. El primer baño de vapor era pequeño y
tibio, apenas unos grados por encima de la temperatura ambiente. La
luz que despedía la faldita no era tan potente como para ofrecerme
un cuadro completo, pero al parecer estaba vacío. Fui tanteando las
paredes hasta encontrar donde sentarme y a los pocos pasos di con
un frío de mármol o cerámica. Me dejé caer apoyando la espalda en
la pared y me quedé inmóvil mientras se me relajaban los músculos.
Inicié un ciclo de respiraciones conscientes, en postura de meditación,
abriendo los pulmones a las corrientes de vapor que se arremolinaban
lentas e invisibles en la punta de mi nariz. En cuestión de minutos,
una película de gotas de sudor me cubría la piel. Recordé que tenía
un bebé que cuidar y me acerqué la nena a la cara. Todo seguía igual:
la montañita almibarada respiraba serenamente, la faldita seguía
titilando como un faro en el ártico. El silencio en el cubículo era total,
lo que volvía a la oscuridad más impenetrable. Las salas debían estar
sonorizadas para que de una a otra no se escucharan las barbaridades
que hacían los concurrentes.
El sauna estaba realmente muy logrado. A la salida de cada baño
había una ducha en la que limpiarse la transpiración y refrescarse. El
agua salía helada y no resultaba nada fácil maniobrar bajo esa cascada
sin ver y con un brazo extendido. A la bebé no podía caerle ni una
gota. Absorbía todo lo que la tocaba, y nunca se sabía cómo le podía
caer un elemento desconocido. Los padres sólo le habían dado agua
mineral y leche de almendras. Tardé más de 15 minutos en sacarme la
bata y volvérmela a poner, todo con una sola mano. La otra ya tenía
vida propia, se había convertido en la alfombra mágica de la criatura
luminosa y se suspendía en el aire en una parálisis refulgente.
Envalentonado por la experiencia del primer cubículo, me permití
seguir avanzando: probaría el de 45 grados. Sabía que no estaba vacío
porque había intuido ciertos movimientos, y porque al abrirse una
puerta me había llegado el eco de un diálogo entre susurros. Entré

16
cautelosamente, repitiendo la técnica que me había dado éxito en
el anterior. Me senté en un rincón, lejos de las voces cada vez más
distinguibles que hablaban de las inminentes vacaciones y de las
desquiciadas ofertas que acababan de aprovechar en el freeshop.
Inicié nuevamente mi rutina de respiraciones y en pocos minutos
llegué a abstraerme por completo de lo que me rodeaba. De pronto
estaba en un serrallo dieciochesco. Un ejército de sultanes me daba de
comer corazones de membrillo en la boca. Dos negros potentes me
abanicaban con hojas de palmeras. Un bardo relataba la suerte de mis
últimas tres batallas. El sabio de la corte me presentaba dos ejemplares
de tigre de bengala, fruto de nuestras incansables guerras de conquista.
Un batallón de odaliscas danzaba imitando el éxtasis de las serpientes.
Detrás de un muro troquelado por estrellas exactas se adivinaba
un patio y más allá un sinfín de jardines y laberintos, establos y
gineceos, zoológicos y cocinas, herrerías y herbolarios, saunas y baños.
Atravesando las flores, los bojes, los caballos, las yeguas, las princesas
y los monos, los hervores y los martillazos, los gozos y las faenas, me
llegaba el sonido de decenas de fuentes rebosando de agua cristalina,
vino, leche, miel….
Me despertó una cacofonía de gritos. Los dos maricones invisibles
con los que compartía cubículo decían algo en otro idioma. Al volver
en mí me di cuenta de que no tenía a la bebé. Se me había caído al
caer rendido al sueño. Empecé a buscarla desesperado, temiendo lo
peor: uno de los maricones debía haberla pisado y tan luego, alterado
por este contacto cercano del tercer tipo, se había puesto a gritar. Me
fui al suelo como una tromba y empecé a buscar el débil destello de
la nena por todo el cubículo. Cuando mi tanteo me acercó a los dos
maricones finalmente la vi y respiré aliviado: estaba viva. Al acercarme
noté que había dejado caer su faldita. Su resplandor se había vuelto
débil y lejos de la nena parecía un espejismo. La inspección me
arrancó del alivio: la nena estaba cambiada. Algo ocurría con su
tamaño y con su respiración. Los resoplidos se volvían más potentes
y más rápidos, y, a medida que se aceleraban, el volumen de la nena
parecía aumentar. No, no parecía, aumentaba. A los pocos segundos
ya me llegaba a la rodilla. Sin perder su forma redondeada, sin dejar
ver todavía ojos, boca o sexo, la bebé continuaba un proceso de
maduración que ganaba en velocidad a cada segundo. Me desesperé
y pensé en sacarla del vapor, del calor, pero para cuando llegué a

17
tocarla ya era un huevo que me llegaba a la cintura. Su textura, por
otra parte, también había cambiado. De la suavidad impalpable de la
nube había pasado a una erupción viscosa, en la que parecían agitarse
mil fuegos. A un tiempo frágil y dura, ofrecía a la vista la paradoja de
una esclerosis hiperbólica. Virando a lo inerte, no caía sin embargo
en el rigor de la muerte: en su superficie se dibujaban los pliegues
imprecisos de plantas, espinas, flores, soles y sudarios. Pero el caos
inicial se iba calmando, como si el huevo buscara alcanzar una forma,
una estructura. Tras el ardiente instante de su génesis, se convertía
en álgebra, vértigo y orden. Serena como el hielo profundo de los
cristales, la nena era ahora una especie de roca que se remontaba no
sólo más allá de lo humano, sino también de la vida misma, para
alcanzar el principio de las edades y convertirse en contemporánea de
lo inmemorial.
El proceso parecía haberse detenido. Nada quedaba ya de la pasita
de uva tierna, porosa, permeable. La nena era ahora una piedra
ovalada y ligeramente amarillenta que brillaba con una palidez de
estatua. Había crecido más allá de mi frente. Su tamaño le daba
potencia como para iluminar toda la sala. Las vibraciones del bote
dejaban adivinar en su interior, apenas perceptible, un ruido de
líquido, un líquido anterior al agua y oculto ahí desde la aurora del
planeta.
El vapor seguía fluyendo. El calor se mantenía estable. Por primera
vez pude ver a los dos maricones y comprobé que eran dignos de
atención. Altos, bien formados, fuertes de hombros y amplios de
pecho, con piernas potentes y manos plenas de promesas. Tenían
el tono de piel preciso, ojos marrones, pelo al ras y en composé,
y todo un estero de vello en el torso que dibujaba una V deliciosa
desde el esternón hasta las clavículas. Perdido en ese bosque castaño,
recorriéndolo con los ojos y anticipando los múltiples viajes de la
lengua, tardé unos minutos en darme cuenta de que compartían
altura, peso, músculos, distribución del vello y facciones. Eran
gemelos. Nos miramos con inocultable deseo, pero a la vez paralizados
por la nueva forma que había asumido la bebé. Yo estaba tan sorpresa
como ellos: mi conocimiento del fenómeno era mínimo. Nunca
había terminado de comprender a la bebé en su forma nubecita.
Menos comprendía cómo había pasado de ese estado encantador a
este decididamente inquietante. Los tres apoyamos la espalda en la

18
pared más cercana y nos quedamos contemplando el espectáculo.
Instintivamente, nos dimos las manos. Me tranquilizó la aspereza de
la palma de uno de los gemelos, el calor que contagiaba, y comprobar
la reacción de todos mis órganos al estímulo. El deseo seguía allí,
anclándonos en la humanidad o en su hermana tímida, la salud
mental. Lamentablemente, también el huevo seguía allí: inmóvil,
luminoso, amarillento, frío, rígido, enorme. Parecía una forma venida
de otra estrella, la astilla de un planeta helado esperándonos en esa sala
desde antes de la llegada del hombre. Vivos, temerosos, paralizados
frente a esa forma inexplicable, nos dominaba la sensación de ser
intrusos, tres locas coladas en la fiesta grave del universo.

La incomodidad frente a lo inapelablemente serio duró unos


minutos interminables, en los que batallé furiosamente contra
mi deseo de intimar con ambos gemelos, pero también contra
mi intención de salir corriendo y alertar a las autoridades del
establecimiento. Después de todo, las personas que me habían
recibido en toga habían hablado de la bebé con cierto conocimiento
de causa, y me habían dicho expresamente que podía ingresar con ella
a los baños. Les hice un gesto a los gemelos para que me siguieran. Sin
soltarnos las manos, empezamos a avanzar hacia la puerta del cubículo
en puntas de pie. No llegamos a hacer tres pasos cuando sentimos un
CRAC doloroso. Nos dimos vuelta y notamos que el huevo se había
partido. Como una falla geológica, la fractura se extendía por toda su
superficie siguiendo una línea irregular. Una vez más, parálisis: nos
quedamos los tres contemplando esa evolución como si asistiéramos
al nacimiento de un nuevo orden. El proceso de resquebrajamiento se
detuvo. El huevo se apagó. Volvió a reinar la oscuridad, interrumpida
tímidamente por la pulserita, que seguía tirada en el piso. Notamos
entonces un olor indefinible: un perfume que era mezcla de jazmines,
manteca y almendras. Penetrante, nos obligó a rascarnos las narices.
A los pocos segundos, el huevo se abrió y nos regaló la visión más
fantástica que el hombre haya tenido jamás: completamente formado
de la punta de los pies hasta el último de sus cabellos de ángel se
erguía donde estaba o había estado el huevo un chongo épico que
parecía haberse teletransportado desde la guerra de Troya; un Aquiles
de ensueño, plenamente adulto y potente, pero claramente anclado
en la primavera de la vida. Era un caballo de unos veinticuatro

19
años, de mirada inocente, miembros ágiles y fuertes, piel dorada,
pelo castaño por las orejas, y una pija importante, notable, digna de
adoración. Apenas nos habíamos recobrado de esta sorpresa cuando
los dos maricones me hicieron notar por medio de señas algo que
en realidad era obvio: si se atravesaba su juventud y su esplendor,
la tonicidad elástica de los brazos y la vivacidad de la mirada, si se
pasaba por encima de todo lo que lo volvía un semidiós, se veía que
el chongo se me parecía muchísimo. Me acerqué a examinarlo y
efectivamente ciertos rasgos nos acercaban, nos hermanaban. ¿Acaso
había encontrado a mi gemelo perdido? Nonsense. Nuestra realidad
no admitía semejante giro de telenovela. Pero además estaba el tema
de la edad. Yo estaba en mis 40s. Esta aparición no superaba los
primeros 20. La conclusión necesaria, la única posible, conclusión
que abonaban los maricones con gestos que reunían la inquietud y
la afirmación, era que el chongo era mi hijo. Yo había tenido un hijo
en un huevo. O también: Kasia era mi hijo. La bebé que había estado
cargando hace horas (¿o días?) era mi hijo.
Estábamos entregados a estas y otras conjeturas (y a las fantasías
sexuales del caso) cuando sentimos el ruido de miles de pasos.
Se aproximaba a velocidad crucero lo que parecía un ejército de
exterminadores. Se escuchaban gritos, golpes, empujones, explosiones,
vidrios rotos. Cuando su cercanía nos permitió identificar algunas
palabras, entendimos que nos estaban buscando. En un primer
momento pensamos que estaban detrás de los tres maricones
encerrados en un cubículo. Atrapados en una juventud eterna,
creíamos seguir viviendo en la época de la persecución de las
minorías. Imaginamos que venían a expulsarnos del establecimiento
por indecentes. Pero los gritos cada vez más claros nos sacaron de
nuestro sueño dogmático: no nos buscaban a nosotros; lo que les
interesaba era el bebé. Teníamos pocos segundos para actuar. Tras
el reglamentario golpe en la puerta, llegó la advertencia: “Señores,
o entregan al bebé o terminan todos muertos”. Rápidos de reflejos,
hicimos desaparecer todos los trozos de cáscara por la rejilla por
la que se escapaba el agua. Lo poco que quedaba lo ocultamos en
nuestras batas. Acto seguido, espoleados por la atávica astucia marica,
nos tomamos de la mano, nos arrojamos sobre el chongo neonato
e improvisamos en menos de un segundo una típica posición de
fiestita. Los gemelos tenían visible experiencia en la materia, aun en

20
condiciones de oscuridad casi total, y digitaron la treta a la perfección.
Inicialmente bosquejamos una ronda en la que cada uno le chupaba
la pija al otro. Pero la simetría de la figura comunicaba una voluntad
de orden que podía entorpecer nuestros propósitos: la sencillez
geométrica del círculo era harto sospechosa, llegaron a susurrar los
gemelos, había que complicar la posición para que pareciera fruto
del esfuerzo y del tiempo, es decir, del aburrimiento. En menos de
un segundo uno de ellos se sentó en el piso y me obligó a sentarme
sobre su pija como si estuviéramos cogiendo. El otro se paró detrás
de su hermano y me obligó a abrir la boca. Y a la vez, se las ingenió
para sentar al chongo neonato detrás de mí. El pobre recién nacido
se dejaba, y hacía todo con una sonrisa que tenía tanto de inocente
como de imbécil. Cerrando una fila india de dos, el recién nacido
tenía que acariciarme los pectorales y apoyarme su tremenda pija en
la espalda. Formando ese perturbador retablo nos encontró el ejército
de rufianes que venía por el huevo. Eran los hombres que nos habían
recibido amablemente en toga, pero con un nuevo atuendo: el verde
oliva y las insignias plateadas hacían pensar en las múltiples variantes
del uniforme militar alemán. Tras el portazo de rigor entraron de
a docenas en el cubículo. Tenían armas largas y negras dotadas de
linternas, con las que rastrearon cada centímetro del cuarto. Los
gemelos me hicieron entender de algún modo que debíamos seguir en
la nuestra. Las luces cruzadas me permitieron ser testigo intermitente
de mi propio goce: tenía una pija en el culo, otra en la boca y otra
en la espalda, todas soberbias y potentes. Realmente, y a pesar de
la tensión, o a causa de ella, estaba a punto de acabar. Los gemelos
parecían indicarme a pijazos que eso sería conveniente para nuestros
fines. Los soldados continuaban con su inspección, y no prestaban
atención a nuestros quehaceres. Segundos antes de que mi biología
diera por terminada la función, el jefe de la banda rompió el silencio:
“Disculpen señores. Pueden seguir disfrutando las instalaciones.
Pasen a recibir a la salida una compensación por los inconvenientes
causados”. Salieron de a uno a velocidad de avión y cerraron la puerta
con delicadeza. Los escuchamos irse en pelotón, y perturbar la paz de
los otros usuarios de los baños. Cuando estuvieron lo suficientemente
lejos, nos ganó la serenidad. Al destrabarnos, notamos con cierta
alegría que todos habíamos acabado. Había leche por todos lados
pero la más llamativa era la del neonato, que regaba mi espalda. Era,

21
no podía caber duda, la primera vez que derramaba semen. Pensamos
que eso explicaba el color rosado, el perfume a manteca, jazmines y
almendras, y los destellos intermitentes, como de purpurina. La leche
virgen de quien parecía ser mi hijo me corría por la espalda y regaba
el suelo, para volverse vapor a los pocos segundos y llenar de brillitos
fatuos la oscuridad brumosa del sauna.

22
II

El placer se nos despegaba de la piel, pero era difícil despegar los


miembros del suelo. El ciclo entrópico que llevaba la transpiración y
la leche a punto vapor no se detenía y nos invitaba a retomar nuestros
amores. Era la fiesta de nunca acabar. Dos pares de gemelos: el
primero un tanto irregular pero bendecido por la juventud radiante
de su miembro más joven; el otro, experimentado hasta la sabiduría
en las lides del atletismo amoroso, experto en las posiciones más
indicadas para economizar aire, agua, calentura y fluidos. Estábamos
listos para entregarnos a una eternidad en la que el cielo y el infierno
celebrarían sus bodas cíclicamente. Podríamos haber trabado el
cubículo desde adentro con alguna de las llaves y morir mil veces en
esa delicia empañada. Pero ni la promesa de un goce sin fin podía
hacernos olvidar que acabábamos de presenciar una revelación
trascendental. O dos. Había nacido un bebé de Troya capaz de llevar
la industria del porno a alturas olímpicas. De un huevo. Un huevo
que había sabido ser una bebé que yo había arrullado como si fuera
mía durante horas (¿o minutos? ¿o días?). Una bebé que era hija de
mis amigos. Y que mis amigos me habían encargado cuidar (¿¿¿Qué
iban a decir los padres???). Pero además, habíamos descubierto, casi
sin querer, que ese bebé, o la nena, o el huevo, ese ser en alguno de
sus estadios, aunque no en el estadio de plena potencia y rabiosa
inocencia que nos interesaba a nosotros y que tanto placer nos había
dado, era buscado por un ejército. Era un bebé valioso, digno de los
afanes de una organización secreta que hasta tenía tiempo y recursos
para montar un negocio pantalla (El sauna. A menos que la pantalla
fuera el bote de tierra en su conjunto…. Pero…. si estaban detrás
del bote de tierra, ¿no podían estar a su vez detrás de la tragedia que
asolaba al país, que lo había aislado del mundo, condenado a ser un
islote anegado, con energía y combustibles racionados, y escasez de
todos los bienes que el resto de las sociedades descartaba por hastío?).
Eran muchas las preguntas. Y podían multiplicarse en el tiempo y en
el espacio. Pero todas se arremolinaban alrededor del cuerpo excesivo y
dulce de mi hijo, el chongo ático nacido de un huevo.
Sosteniendo el cetro del misterio con radiante inocencia, el personaje
antes conocido como la nena seguía sentado en el suelo con las piernas

23
en V. Se tocaba la pija admirando los rastros de semen en la punta;
los olía y se los llevaba a la boca como si fueran gotas de caramelo.
Pensé que en circunstancias menos apremiantes podría haber iniciado
la educación sensual del caballito, indicándole el momento justo de
enlecharse los labios. Pero el peligro imponía celeridad y determinación.
Debíamos salir del cubículo y del sauna (y acaso del bote, ¡y del país!)
antes de que el ejército de rufianes se diera cuenta de que el bebé que
buscaban agresivamente como chacales tras cachorros de león se había
convertido primero en huevo y tan luego en chongo.
Los tres adultos nos pusimos de pie y ayudamos al bebé a erguirse.
Era más alto y más fuerte de lo que me había parecido a primera vista.
Y no había rastros de torpeza en sus primeros movimientos: había
venido al mundo con el apto físico aprobado. Nos aprestábamos
para salir cuando tomamos conciencia de nuestro primer obstáculo.
El chongo había salido del huevo sin bata y no teníamos una extra
para darle. Las togas de toalla se entregaban rigurosamente en la
entrada del sauna, contra entrega de la ropa del visitante, y estaban
acompañadas de la llave numerada que me había llamado la atención.
Evidentemente, se trataba de un sistema de control: el cuerpo que
apareciese desnudo era un cuerpo que seguramente no había pasado
por la recepción de El OJO DE APOLO. No teníamos mucho tiempo.
Uno de los gemelos sugirió que nos adentráramos en el laberinto de
cubículos, siguiendo de cerca los pasos del ejército, y tomáramos la
primera bata que se nos cruzara en el camino. “Los putos se ponen
a coger y en lo último en que piensan es en cómo se van a cubrir
una vez que terminen de hacer sus guarradas”, decía uno. “Nada
más despistado que una loca calentona”, decía otro. Esa idea me
dio esperanzas. Les pedí que me esperaran en nuestro nidito de
amor sin moverse y comencé a avanzar. Más adelante, pero como
a diez cuadras, se escuchaban los golpes y los gritos del ejército. El
laberinto del sauna parecía interminable pero el incremento del
calor era abrupto: a los pocos pasos ya se había vuelto agobiante y
tuve que volver a sacarme la bata. La oscuridad se hacía más y más
impenetrable, y rápidamente lamenté no haber traído la pulserita
de la nena conmigo. Acelerado por el temor al ejército, que seguía
marchando a lo lejos, inspeccioné uno a uno los cubículos que se
abrían a mi paso. En todos había amontonamientos de maricones, lo
que explicaba el incesante coro de gemidos y exclamaciones. A falta

24
de luz, estaba obligado a dar con una bata utilizando el tacto. Pasé por
varios cubículos sin éxito, posando las manos alternativamente sobre
culos, envases de lubricante, calvas, consoladores, frasquitos de aceites
esenciales, bolsas de cocaína, ojotas, penes erectos, penes fláccidos,
frutas de distintos tamaños y formas y un ratoncito atorrante haciendo
nido en un rincón. Finalmente, en un cubículo en el que el calor
arañaba el umbral de lo humanamente aguantable, palpé la superficie
rugosa de una toalla y exhalé aliviado. Salí con la bata y me la puse
sobre la mía para no despertar sospechas, no fuera a ser que el ejército
de rufianes pegara la vuelta y me viera cargando una prenda extra. En
unos pocos pasos afiebrados llegué al cubículo en el que me esperaban
el bebé y los gemelos. Me saqué la bata exterior y se la di al chongo
ático. Dignamente entogados, apenas rociados por gotas en las que
hacían causa común el calor y los nervios, componíamos un cuarteto
espejado. Parecíamos un grupo de cumbia temático, a punto de salir
al escenario; o también, la reversión grecorromana del horror de
Village People. Procedimos a examinarnos, en parte para regodearnos
en nuestro descaro, en parte para estar seguros de no cargar restos de
cáscara de huevo en los pliegues húmedos de las togas. Mezclando
en dosis exactas gusto por el escándalo e instinto de supervivencia,
avanzamos hacia la recepción como quien domina una pasarela.
Nos enfrentábamos una vez más a EL OJO DE APOLO, pero todo
lo que rodeaba al impertérrito reloj se había trastocado. El mármol
había virado a un plata acerado, como si las paredes, los cortinados
y las columnas se hubieran desprendido de un vestidito de harina.
Ya no había bancos alargados, ni vasijas, ni fuentes con frutas; los
pocos empleados que quedaban en la recepción lucían una variante
del uniforme germánico que habíamos observado en el ejército de
rufianes: el mismo verde bosque, pero sin las barras de plata que
parecían indicar inscripción en una jerarquía militar. Las marcas de
rango habían sido remplazadas por prendedores que aludían a las
distintas funciones cumplidas. Había íconos de euros (administración,
finanzas), ollas y cubiertos (cocina), enchufes (electricidad), flores
(jardinería), jeringas (medicina o narcóticos) y hasta una tabla
astrológica con todos los signos del zodiaco (evidentemente contaban
con un experto en cartas natales, revoluciones solares, ascendentes
y lunas). Era difícil saber qué hacía toda esta gente porque no los
encontrábamos en su funcionamiento normal. Médicos, cocineros,

25
jardineros, financistas y el astrólogo corrían de un lado al otro
con visible nerviosismo, dándole las últimas puntadas a la tarea de
aniquilar la fachada romana del lugar. El establecimiento se parecía
cada vez más al comando central de una nave interestelar, aunque no
se veían aún tableros, máquinas o motores.
El trastorno nos detuvo unos minutos en el umbral de lo que había
sabido ser la recepción. Afortunadamente, los empleados estaban muy
ocupados como para prestarnos atención. Teníamos que aprovechar
la confusión para salir del sauna y volver a la parte del bote que,
esperábamos, aún no había sido tomada. Buscamos con la mirada el
prendedor más inofensivo, el más alejado del escalafón militar. Uno
que replicaba una flor nos pareció el más amistoso. Todo indicaba
que era un jardinero o un botánico, y confiamos en el pacifismo
adjudicado convencionalmente a esos oficios. La flor de plata que
llevaba prendida en el uniforme era rara, casi inhallable en nuestras
latitudes. Era una flor de cactus, de esas que con su sola aparición
devuelven la fe en los designios de la naturaleza. Las recordaba rojas
o amarillas, explotando en el momento más intolerable del verano,
invadiendo los miembros erizados del cactus como un sarpullido
benigno. ¿Dónde las había visto? ¿No había sido en la casa de la
señora de Castro, la exiliada cubana que se había esforzado por recrear
un interior colonial en las afueras de la ciudad? ¿No era en ese parque
planificado hasta el menor detalle, francés en su racionalidad ridícula,
que había admirado esas flores? Creía incluso recordar la intención
fallida de hacerme con un trozo de cactus para reproducir esa alegría
en el hogar, y los consejos de mis amigos entendidos sobre cómo
cortarlo, transportarlo, mimarlo…
Ajenos a estos sondeos, los gemelos ya se dirigían al botánico, que
consultaba una computadora en lo que todavía parecía una mostrador
de atención al cliente. Maquillada por la luz polar de la pantalla, su
expresión era severa y taimada, se diría mefistofélica.

–Disculpe, lamentamos molestarlo, ¿podríamos entregarle las


batas y recibir nuestras prendas personales? Dicen que muchas horas
de vapor pueden ser perjudiciales, y además queremos pasar por el
freeshop y volver a nuestros asientos…

26
Los gemelos se esforzaban por sonar frívolos y cabeza hueca, es
decir, por mostrarse tal como eran. Ese esfuerzo por ser ellos mismos,
un desafío digno de actores de raza, claramente los extenuaba.
De a poco, los nervios empezaron a traicionarlos: agitaban las
manos, les flaqueaba la voz, los cubría una capa de transpiración.
Afortunadamente, el jardinero parecía capturado por menesteres más
urgentes. Sin levantar la vista de la máquina, alzó una mano y señaló
con el índice el otro extremo de la sala, al tiempo que vociferaba lo
que parecía una orden en una lengua que se asemejaba al alemán
como un bisabuelo a su bisnieto. Arrastrados por el grito, miramos
hacia donde señalaba: un púber rubísimo custodiaba una montaña
de pantalones, camisas, carteras, bermudas y bultos indiferenciados.
En esa confusión, era evidente, se hallaban nuestras cosas. Nada
me importaba menos que la ropa en ese momento, pero nuestra
huida no tenía posibilidad alguna de éxito si se hacía a las apuradas
y sin respetar las reglas del establecimiento. Ciertamente este ya
no funcionaba normalmente, pero mantenía las formas a pesar del
caos de la renovación y habían asignado a uno de los suyos la tarea
claramente menor de devolverles las prendas a los clientes. Avanzamos
hacia el revuelto de posesiones con cierta lentitud. Estaba la cuestión
de las prendas del personaje antes conocido como la bebé. Huérfano
de atuendo propio, llevaba alegremente la pulserita en su muñeca
izquierda. Evidentemente la había rescatado del piso del sauna
mientras yo le buscaba una bata. Uno a uno fuimos entregándole
al púber nuestras llaves numeradas y recibiendo a cambio, y en
perfecto estado, nuestras mudas y pertenencias. El rubio sondeaba el
amasijo de ropas y objetos con la avidez y la precisión de un buitre
experimentado. Cuando llegó el turno del bebé me preparé para
aducir toda clase de excusas. Después de todo, no era descabellado
que las llaves se hubieran caído en medio de alguna de las piruetas
porno que eran usuales bajo el manto de vapor. Me adelanté para
dar las explicaciones del caso, pero el bebé ya estaba entregándole al
púber un llavero húmedo que había sacado del bolsillo de su bata.
Respiré aliviado pero al segundo me helé de horror cuando vi que le
entregaban las pertenencias de Héctor. Lo estábamos condenando. Si
bien no había en el universo cosa más importante que la seguridad de
mi hijo, me daba pena hacer leña de la loca caída. Imaginé formas de
ayudarlo a escapar, pero mis pensamientos se dirigieron rápidamente

27
a un terreno menos esforzado: casi sin quererlo, me convencí de que
Héctor sabría zafar. Después de todo, era experto en enredar policías
provinciales en juegos de acertijos cuando un descuido amenazaba
sus negociados. Lo visualicé haciendo lo propio con esta pandilla de
robocops y volví a concentrarme en nuestro vertiginoso presente.
Nos cambiamos sin perder la compostura pero imprimiéndole
cierta rapidez a nuestros movimientos. El bebé era el más tranquilo.
No entendía bien cómo ponerse la ropa pero la situación le resultaba
más cómica que desesperante. Después de todo, recién había nacido.
Poca idea podía tener de lo que eran el peligro, la violencia o la
muerte. Los borcegos de Héctor le quedaban bien. En realidad, toda
su ropa le quedaba bien porque Héctor usaba ropa más apropiada
para un putito de 20 que para un maricón de 45. El único detalle
incongruente era la remera, que le quedaba un poco estrecha. Le
marcaba mucho los pectorales, le aprisionaba un toque los brazos
y, detalle importante, le llegaba apenas por encima del ombligo,
dejándole media panza al aire. Por suerte tenía una tabla de lavar. La
pupera le daba un twist a las pretensiones rockeras de Héctor: el bebé
era la versión pre-narcóticos de Iggy Pop,el equilibrio soñado entre un
punk y un surfer, un animal mitológico muy común en Los Ángeles.
Vestidos, irresistibles, formando nuestro propio ejército marica,
marchamos aliviados hacia la puerta de salida. Estábamos a punto
de cruzarla cuando un reconocible alboroto de gritos, pasos y golpes
nos paró en seco. La patota de rufianes volvía de su excursión de
reconocimiento. Creían haber encontrado el huevo. Y tenían agarrado
de los pelos a su propietario.
Desnudo, a los gritos, con la cara desencajada y la lengua afuera,
revoleando los ojos y largando espuma por la boca, en suma, sin
una pizca de dignidad, Héctor exigía ser liberado. Lo rodeaban diez
guardias que se afanaban por inmovilizarlo y parecían esperar órdenes
de algún superior. Uno de ellos ofrecía a la vista del conjunto, y de
todos los presentes, el amuleto que Héctor llevaba siempre en el cuello
para guardar las pastillas que vendía. Tintineaba la cadena de plata
barata, brillaba a coro con el acero que nos rodeaba. Y se me revelaba,
como si se tratara de una verdad venida desde el fondo de los tiempos,
la realidad lacerante de que el amuleto tenía forma de huevo. Un
perfecto huevo esmaltado; el primo lejano, y muerto de hambre, de
un Fabergé.

28
Era difícil entender cómo los soldados podían confundir un
claro producto de la artesanía (o de la pereza hippie) con un huevo
orgánico, capaz de cobijar y alimentar a un ser vivo. Me pregunté
entonces si en efecto sabían lo que estaban buscando. Evidentemente
esos rufianes estaban en el último escalón de la jerarquía de esa
organización, y su ignorancia sobre el huevo y sus propiedades era
prácticamente absoluta. Si esto era así, Héctor estaba a salvo, y
nosotros no teníamos si no unos minutos para huir. Cruzamos la
puerta hacia el pasillo. Antes de irme me di vuelta y vi que el soldado
que tenía el huevo se separaba del grupo para llevárselo al botánico.
Nuestros cálculos sobre el funcionamiento de las jerarquías no podían
haber sido más errados. Este giro de los acontecimientos insinuaba
que el botánico bien podía ser el jefe supremo de la organización
que estaba detrás del falso sauna y que quería apoderarse del bebé de
Troya.

Caminamos por el pasillo a oscuras. El resto del bote seguía


funcionando con absoluta normalidad (es decir, sin luz, y avanzando
por una ruta de tierra que era una de las pocas habilitadas en ese
momento en el país). La pulserita fluo nos servía de faro una vez más.
El bebé la llevaba en la muñeca, a la altura exacta de los rostros de los
que se amontonaban en el pasillo como si fueran mendigos. Vimos
parejas de adolescentes comiendo pochoclo. Ancianos acurrucados
como en una cuna. Mujeres jugando a la canasta sin ver los colores
de las cartas. Niños durmiendo. Futbolistas masturbándose. El
universo se desplegaba en todo su caos deslumbrante, absolutamente
despreocupado de regímenes éticos o estéticos. A cada paso ofrecía
una nueva versión de la caída del hombre. Nosotros formábamos una
cadena: tomados de la mano, liderados por el bebé que no sabía bien
adónde debía dirigirse, marchábamos confiados y sintiéndonos fuera
de peligro. En pocos minutos estábamos delante de nuestro camarote
privado. La puerta estaba cerrada. Hice un ademán para que el grupo
se detuviera. Había que hablar con los padres de la bebé: Cecilia y
Milton tenían que saber que su hija era un chongo.
¿Cómo decírselos? ¿Qué palabras utilizar? ¿Convenía que lo
vieran? ¿O era preferible hablar primero, tratar de explicarles,
ayudarlos a hacerse la idea, para después coronar la revelación con
la figura radiante de su hijo? Pero, ¿no era mi hijo? ¿Por qué lo

29
perseguían? ¿Qué había pasado en el sauna? ¿Alguien iba a creer en
la metamorfosis? Tenía, es verdad, dos testigos. Pero tres maricones
que aparecen de la mano no suelen ser confiables. Siempre se
sospecha un motivo espurio, y quiero decir uno solo: esta gente está
diciendo cualquier cosa porque se ha calentado; han intercambiado
declaraciones por un polvo en el baño. Un ruido seco me arrancó de
estos dilemas; el chongo de Troya había abierto la puerta y entrado a
la habitación.

30
III

Cecilia y Silvanita habían vuelto del freeshop cargadas de bolsas


inservibles. Acostumbradas a comprar chucherías sofisticadas sin
ningún tipo de criterio, vivían la compra a oscuras como un paso
más en su resignado descenso al infierno. Las bolsas se amontonaban
a su alrededor y de a poco se iba formando una montaña de objetos,
ropa, comida, revistas… Comprobaban ahora, en la oscuridad menos
densa del camarote, que no les interesaba ni la mitad de lo que habían
adquirido, y lo iban tirando con subrayada indolencia, imaginando el
bien que le harían a la gente encargada de limpiar el bote y, por qué
no, a la humanidad. Algunos de los objetos, sin embargo, quedaban
en los asientos. Eran los que sobrevivían al proceso de selección y
tanteo. A primera vista reconocí zapatitos y vestiditos de bebé o de
nena. Se me heló la sangre: para Cecilia la bebé seguía existiendo, era
todavía la nuez que escondía el árbol de un futuro menos alienado.
Dedicadas a la dura tarea de enjuiciar y desechar, las chicas no nos
prestaron atención. Acostumbradas a verme desfilar con hombres y no tan
hombres de todas las razas, edades y preferencias, no parecían sorprendidas
por la aparición de nuestro cuarteto espejado. Evidentemente, las fantasías
de la simetría y sus posibles quiebres no entraban dentro de su menú de
experiencias estéticas. Mucho más importante era maldecir los productos
nacionales que habían embolsado por error o admirar algún que otro
tesoro que habían adquirido sin saberlo.

–¿¿¿Y este vestiducho??? –exclamaron a coro


–¡Al piso ya mismo! Yo te dije Ceci que no valía un peso. ¡Y
compramos como 8!
–¡Es que no se veía nada! Me lo calcé encima y se sentía bien, el
largo justo, y se notaba que era oscuro, entre negro y gris que son los
colores que uso…
–Sí, beba, pero al tacto era una lija; se notaba que iba a ser una
decepción. Te dije que me hicieras caso. Imagináte que hago este viaje
dos o tres veces por año: ya estoy entrenada, no necesito los ojos para
encontrar lo que necesito… Y lo que necesitás vos también.
–Bueno, tan entrenada no estás beba porque el piso está lleno de
prendas de cuarta…

31
–Es que compro demás porque sé que a alguien le van a servir. Lo
que no me cierra a mí perfectamente le puede alegrar el día a las chicas
que trabajan en casa. O a Marian, que todos los años tiene fiestas de
disfraces. Marian, ¿por qué no te agarrás algo de lo que quedó ahí
tirado? Hay una camisa que da para un look Carmen Miranda que
creo que te calzaría justa. O si no dásela a tu amigo que veo que le
gusta mostrar la panza. ¿Cómo te llamás bebé?

Silvanita había detectado la presencia del chongo ático. Su pregunta


hizo que todo el camarote girara su cabeza y por primera vez notara su
presencia. Algunos acababan de despertarse, otros levantaban la vista de
sus lecturas. Cecilia y Silvanita miraban sin dejar de sacar trapos de las
bolsas que ocupaban una hilera entera de asientos. Los demás se acercaban
con curiosidad, incluso con cierto interés. Presentar un chongo nuevo
no era algo de todos los días, mucho menos en los últimos años. Tenía
algo de acontecimiento, sobre todo para este grupo de heterosexuales
que, presionado por una realidad nacional turbulenta, había decidido
que la vida privada sería un refugio y un remanso. Había pasado por
lo menos una década desde que mis amigos habían tenido su último
coqueteo con el riesgo. Sus aventuras eran sobre todo virtuales, y la
cuota de efervescencia la cubrían las películas y series que miraban en sus
microcines personales. Habían sido jóvenes dados a la experimentación
sexual y química y a largos viajes por destinos exóticos y tradicionales,
viajes modelados por un manejo experto de todo un repertorio de saberes
reservados, exclusivos. Eso hasta los 35. Desde entonces, la crisis y el
aislamiento del país les habían vedado las excursiones a lo más vibrante
del globo. Extenuados por los vaivenes dramáticos del día a día nacional,
habían renunciado también a los viajes químicos, prefiriendo el calor
manso del hogar familiar. Mi presencia en sus viajes de cabotaje y en
sus fiestas les suministraba la dosis de descontrol que podían tolerar.
Invariablemente me colocaban en el centro de sus reuniones y procedían
a interrogarme en busca de respiros a sus vidas burguesas, y de puentes de
plata a un pasado más glorioso, a sus vidas jóvenes burbujeantes de locura
bien medida y derrapes sofisticados. Claro que a esa altura yo era tanto o
más burgués que ellos. Lo único que me arrancaba del desierto de hastío
que compartíamos era mi apetito sexual, que no había mermado con los
años. Y es así que mis chongos, en vivo y en directo o mediados por un
relato, les hacían agua las orejas. Siempre querían escuchar más.

32
–¡Marian otra vez cazando clones! Desde ese profesor de filosofía
que era su calco que no puede dejar de buscarse dobles… Y ahora este
que es un bebote, ¡ni que fuera su hijo!
–Presentálo hijo de puta. ¿De dónde lo sacaste?
–¿Y los otros dos? ¿De dónde vienen? ¿De un concurso de gemelos?
–Es increíble: hasta en un barco enterrado en una ruta de tierra te
las ingeniás para asegurarte un clon…
–Jajajajaaaaaa. Una cosa, ¿dónde dejaste a Kasia?

Estaba esperando la pregunta hacía horas. Se podría decir que había


nacido para esa pregunta. Sin embargo, no estaba listo para responderla.
No sabía por dónde empezar. Ensayé distintas respuestas en mi cabeza.
Todas imposibles, ridículas, increíbles. Lo que quería era tranquilizar a los
padres, ganar tiempo e ir lubricando su acceso a la verdad.

“Bueno, Kasia decidió interrumpir el viaje y nos dejó una notita


para dar cuenta de su cambio de planes, pero es tan chiquitita que no
puedo descifrarla”. NO.

“¿Kasia? La dejé en el freeshop en una tacita de porcelana. Nadie


compra porcelana en el freeshop así que va a estar segura”. MENOS!

“¿Kasia? ¿Qué Kasia? No conozco a ninguna Kasia”. IMPOSIBLE!!!!!

Mientras repasaba estas opciones, una peor que la otra, la acción


se desplazaba hacia otro cuadrante. El bebé de Troya se acercaba a
Cecilia dando amplias zancadas. En pocos segundos estaba saltando
a los brazos de su madre, que poco pudo hacer para recibirlo
dignamente. Ambos, bebé y madre, se fueron al piso en un estruendo
que multiplicó la confusión y dejó estupefacto a todo el grupo. ¿Qué
hacía ese maricón atlético buscando un upa tan improbable como
asesino en los brazos finísimos de nuestra pequeña amiga? El derrape
sólo era lógico para mí, único guardián del secreto de la identidad
del chongo. Mis amigos se amontonaron para rescatar a Cecilia de
la masa de músculos que la aprisionaba, mientras me hacían gestos
de impaciencia no exenta de enojo para que me ocupara de quien
consideraban con toda lógica mi amante.

33
Agarré al chongo de un brazo y me lo llevé a un rincón.
Quería darle instrucciones, guiarlo en una farsa que crecía en
inverosimilitud al tiempo que se volvía imperiosa. El problema
era que el bebé no sabía hablar. En sus pocos meses de vida, Kasia
apenas había aprendido a balbucear “Babau” y “Mamá”. Claro
que su transformación abrupta hacía pensar en la posibilidad de
una incorporación súbita del lenguaje, o al menos en el desarrollo
acelerado de una rudimentaria capacidad de comunicación verbal. En
rigor de verdad ni yo ni los gemelos habíamos intentado establecer
un diálogo con él. Nos limitamos a hacerle gestos, y a zarandearlo
para explicarle lo que necesitábamos. Todo había pasado rapidísimo,
tironeado por la inminencia de un peligro de muerte. Y no nos había
dado tiempo a hablar ni entre nosotros. Tenía ahora unos pocos
minutos, o segundos, para hacer la prueba del verbo:

–¿Kasia? ¿Hablás?
–Yo no soy Kasia. Kasia desapareció. Para siempre. En realidad
nunca existió.
–¿Cómo? ¿Quién sos?
–Todavía no me han dado un nombre.
–¿No? Yo te vengo nombrando en secreto. Bebé de Troya, chongo
ático, bomba…
–Bomba me agrada.
–Bueno, digámosle a todo el mundo que te llamás Bomba
entonces. Pocas veces un nombre le calzó tan bien a alguien.
–No es necesario que me adules. Hasta resulta extemporáneo. Hay
una madre desesperada que cree que perdió a su hija y un ejército que
nos persigue y está dispuesto a eliminarnos con tal de saber qué pasó
conmigo.
–No entiendo. ¿Cuándo aprendiste a hablar?
–Nunca aprendí; hablo. Me hicieron así, parlante.
–¿Cómo te hicieron? ¿Quién te hizo? ¿Dónde? ¿Por qué somos
parecidos?
–No tengo respuestas para todo. Y tampoco hay tiempo ahora de
intentar ensayarlas. Ya hablaremos tranquilos. Vamos a ir resolviendo
todo de a poco. Ahora déjame encargarme de los padres de Kasia. Vos
seguíme la corriente.

34
Todo este aparte lo habíamos hecho medio a los arrumacos,
como para disimular. Cuando desarmamos nuestro lazo había un
semicírculo de fiscales a nuestro alrededor: Alina, Victoria, Martín,
Silvanita, Agustín, Milton, Cecilia y los gemelos nos miraban
expectantes, armando una paleta de rostros que iba del rojo furia al
blanco terror. Nadie entendía nada. Yo tampoco. Cecilia se adelantó
como un peón miniatura. Tenía las mechas rubias revueltas y las
venas del cuello hinchadas. Estaba decidida a iniciar un escándalo,
haciendo equilibrio entre la preocupación y el enojo. Los demás no
se veían mucho más amigables. Los gemelos parecían especialmente
irritados. No era para menos. Persiguiendo lo que creían sería una
orgía interminable, sus 120 días de Sodoma, su propia escuela del
libertinaje a bordo, habían terminado envueltos en una novela familiar
neurótica y algo truculenta, que involucraba bebés desaparecidos y un
chongo loco que se arrojaba a los brazos de la primera mujer que se
le aparecía. Todo estaba a punto de volar por el aire cuando Bomba
caminó hasta el centro de la escena para detener el avance de Cecilia.
Erguido en todo su esplendor brillaba como un desafío y parecía estar
dando testimonio de la existencia de una raza superior, ya extinguida
o aún no nacida. A su lado, Cecilia parecía la uva de vino blanco que
él había sabido ser. Corajuda, el espectáculo no la detenía, y ya alzaba
un dedo para comenzar su acusación. Bomba interceptó la mano
alzada y se la bajó con dulzura. Agarrándola con firmeza de las dos
muñecas, la miró a los ojos durante un par de minutos hipnóticos y
la amansó. Sedándola, sedó a todo el camarote. La tormenta de dudas
pareció amainarse. Reinaba una quietud apenas interrumpida por el
rumor del bote sobre la ruta de tierra. En absoluto silencio, todos nos
sentíamos mejores personas. Bomba finalmente abrió los labios:
–Acá estoy mamá. Vine a salvarte.

35
IV

Se había formado una ronda alrededor del chongo que recordaba nuestros
años de fogón. Bomba era un foco de belleza que amansaba en olas de luz
como las de la película Cocoon. Cecilia pegaba sus rodillitas a las de él, que
estaban envueltas en una hinchazón de músculos. Al llamarla “mamá”,
la había domado. Y podía entonces dedicarse a la tarea más compleja de
serenar a aquellos no ablandados por lazos de sangre o parentesco. Su belleza
homicida lo había hecho rey de nuestros corazones, pero ahora le tocaba
conquistar mentes. Tenía que argumentar, explicar y convencer. Me senté
a cierta distancia y me dispuse a observar como si me hubieran extendido
un tazón de pochoclos. Sabía que me esperaba un espectáculo. Pero me
preguntaba si Bomba se revelaría como un atleta de la retórica o como un
campeón de la ficción, si optaría por engalanar la verdad o por ignorarla.
Sin anestesia, el chongo nos sometió a un rap sobre el origen de las
especies y la historia del hombre. Era todo un profesorcito: cambiaba el
tono de voz en los momentos claves de su argumento, introducía giros
repentinos e inesperados, escogía interlocutores en su audiencia para
mirarlos directamente y forzarlos a prestar atención. De a poco, envolvía
a su público en un relato de ciencia ficción que doblegaba incluso a los
apegados al realismo, y convencía hasta a los más escépticos a reconocerle
espesura delirante a lo que llamamos realidad.

–¿Pero entonces Kasia era un varón? –se escuchó una voz.


–Sí, siempre fui un varón, una miniatura de varón. Entiendo que era
muy difícil determinar mi sexo porque era recién nacido, y entiendo que
hicieron una apuesta. Es típico de los padres hacer estas apuestas cuando
tienen hijos, ¿no? Los padres sueñan que sus hijos van a ser ingenieros,
abogadas, modelos, empresarias… También les imaginan, les desean, una
personalidad decidida, capacidades para el trabajo responsable, ambición,
valentía, generosidad… Y, ¿por qué no?, cierta belleza, atractivo
para encontrar compañeros sexuales y afectivos, “onda”, carisma,
magnetismo… Después los chicos crecen y son lo que pueden ser, y casi
siempre terminan siendo algo que los padres no previeron ni soñaron. En
mi caso me desearon nena, me desearon chiquita, blanquita, una pompa
de algodón. Pero bueno, la realidad es que soy un joven hecho y derecho,
con mis virtudes y mis defectos, pero bastante bien logrado.

36
–Es verdad, no hay de qué quejarse – reconoció una voz maternal
–Pero, ¿cómo creciste tan rápido?
–Bueno, no sé si crecí tan rápido. ¿Qué es “rápido” en el mundo
del desarrollo orgánico, la gestación y la maduración? Hay moscas
que viven un solo día, y que por lo tanto en 24 horas nacen, son bebé,
son niña, son adolescente, se aparean, se reproducen, cuidan a sus
niñas, envejecen y mueren. ¿Eso es rápido? Hay mamíferos que viven
100 años y que gestan a sus crías durante 10 meses. Después las crías
nacen y en 2 semanas están caminando… Hay de todo en la viña del
señor, sobre todo en términos de ritmos y aceleraciones, velocidades
y demoras, germinaciones y reproducción. Si lo piensan así, no crecí
tan rápido. En cada segundo que pasó desde que era una gota hasta
que llegué a mi forma actual pudieron haberse producido miles de
acontecimientos cruciales: un minuto puede contener el inicio de
una epidemia, el lanzamiento de una bomba atómica, la esperada
llegada de la lluvia que no nos visita hace meses… Hay religiones
enteras sostenidas en la creencia de que cada segundo es una pequeña
puerta por la que podría entrar el Mesías. A cada tic del reloj el curso
del universo puede dar un giro completo, y con él transformarse
drásticamente lo que entendemos por tiempo y espacio, por pasado,
presente, futuro, aquí, allá…

Increíblemente, la explicación funcionaba. No quiero decir


que funcionara desde un punto de vista argumentativo o lógico;
funcionaba para su audiencia, lo que es mucho más importante. En
sus cortas horas de vida, Bomba había llegado a manejar una de las
propiedades más elusivas e inalcanzables del discurso humano: la
verosimilitud. Y esta hazaña, sumada a la maravilla que constituía
su mera existencia, abonaban la teoría de que cada instante contenía
toda la historia de la humanidad, una idea afín a la fantasía china, que
todos conocían de oídas, de que el universo cabe en un minúsculo
grano de arroz.
Los presentes recibían la explicación en un estado de éxtasis que
bordeaba la estupidez, paralizados como ante la revelación de un profeta.
En sus cabezas se producía un fenómeno mágico pero cotidiano: las
preguntas incómodas, la suspicacia crítica y la desconfianza perdían
color frente al fulgor del bienestar que producían las palabras fantásticas
de Bomba. En breve: asistíamos al milagro de la negación. Era harto

37
preferible vivir al calor de las fabulosas mentiras que irradiaba un ser
superior que emperrarse en cuestionarlo y arriesgarse a dar con verdades
desagradables, dolorosas, con capacidad de opacar su grandeza, una
grandeza que nadie quería disminuir. Por otro lado, ¿en nombre de qué?
La verdad nunca le había regalado nada a nadie en ese círculo (ni en
ninguno podría añadirse). ¿Quién iba a querer sacrificar la posibilidad
de someterse al pie de la letra al delirio convincente y reparador de un
semidiós para preservar el imperio de una serie de hechos y datos oscuros,
pequeños, mediocres, que sin duda no le darían alegría a nadie? Todos en
ese círculo (y en el círculo del universo) habían experimentado las delicias
de la suspensión de la incredulidad en la publicidad, en el shopping, en
el cine, en la pornografía… ¿Había motivos valederos para reavivar la
sospecha una vez que la vida misma, por fuera de las fuerzas del mercado
y los horrores de la política, les daba la chance de aceptar la evidencia de
lo imposible?
Nada de esto pasaba por la cabeza de quienes formaban la ronda de
atentos escuchas. Pero el lento proceso que los convencía del carácter
indiscutible de la maravilla se producía de todos modos, implacable y
eficaz, feroz en su tenacidad. A los pocos minutos, o segundos (¿cómo
contar el tiempo después de la eficacia de este discurso?) todos en el
camarote se habían transformado en soldados de una causa que apenas
intuían, que no podían explicar con la palabra ni con la razón, pero
que estaban dispuestos a defender con sus cuerpos. La revelación había
operado sobre todos del mismo modo: sin entender bien quién, cómo,
dónde ni por qué empezábamos a percibir que se cernía sobre el bebé
heroico, y sobre todos nosotros, un peligro brumoso pero no por eso
menos real y acuciante. Vivíamos el exceso de buenaventura como un
desbalance en el equilibrio del universo, y como contraparte se volvía
en nosotros más sólida la absoluta certeza de que su fin era inminente:
no era posible que esa maravilla bebé refulgiera exclusivamente para
un grupo reducido, que cabía en el camarote de un barco. Así, la causa
de Bomba tenía de pronto acólitos más aguerridos que su primer
defensor (este narrador) y de a poco se vislumbraban ordenamientos,
jerarquías, toda una organización. Se había formado una suerte de
ejército ardoroso, que tenía más de Corte de los Milagros que de
fuerza de choque, pero que estaba totalmente listo para el ataque
furioso o la defensa a muerte. Su generala era Cecilia, “la madre”, que
no se despegaba de quien de algún modo seguía siendo su vástago; lo

38
miraba embobada, formando una suerte de anillo pretoriano de una
sola persona. Yo entendía perfectamente la agitación general. La había
sentido segundos antes, cuando me había entregado al goce de ese
cuerpo sin mácula. El placer se confundía con la sensación de estar
recibiendo un exceso de bien. ¿Por qué iba a quedar confinada esta
magia al señorío de mi boca, mis manos, mis ojos? Está inscripto en
el esplendor un principio expansivo, de crecimiento y diseminación,
como si lo más alto que han soñado los dioses no pudiera mantenerse
en secreto y debiera sufrir sucesivas oleadas democráticas, una
elongación hacia las masas, que parecen desear, merecer y aspirar a
un pedazo de todo lo que brilla, aunque en el proceso lo que brilla se
despedace y se extinga.
En eso estaba, comprobando cómo se extendía a los demás la
certeza de estar frente a un tesoro demasiado preciado, cuando la
puerta de entrada al camarote comenzó a vibrar, perturbada por lo
que parecían golpes impacientes. Dedicados a la contemplación de
Bomba, y a los divagues especulativos que su belleza sobrehumana
había alentado hasta en los menos reflexivos, nos habíamos olvidado
de los peligros reales que podían comprometer nuestro presente
inmediato. De haber estado alertas, habríamos sentido con antelación
los pasos, los golpes en los pasillos, los gritos de dolor, de socorro,
de muerte. Volábamos en cambio al ras de la piel del chongo y nos
empantanábamos en nociones que ya habían sido descubiertas y
descartadas por las religiones y la filosofía en distintos momentos de
la historia. Como suele suceder, nuestra sensibilidad estética nos había
jugado una mala pasada. La debilidad ante la belleza es una afirmación
de la vida, sí; pero hay sobrados ejemplos de que entorpece la lucha
por la supervivencia.
En lo que a nosotros respecta, de no ser por la violencia de las
órdenes que llegaban del otro lado de la puerta, proferidas en un
español con acerado acento nórdico, hubiéramos seguido dulcemente
suspendidos en nuestro sueño dogmático inmovilizador.

–Abran esa puerta, los tenemos rodeados.

El bienestar que dominaba la escena se trocó rápidamente en


pánico. En los instantes previos, entregados a la eventualidad de la
pérdida, los soldados de Bomba no habían imaginado que sería tan

39
súbita, ni que asumiría una forma tan terrorífica. Los golpes y los
gritos habían transformado el miedo impreciso en un problema real,
palpable. Teníamos que enfrentarlo. Todos juntos.
Inquietos, con las cabezas gachas para evitar todo cruce de miradas,
nos preguntábamos en estricto silencio qué hacer.

40
V

La contundencia creciente de los golpes había vuelto todos los


corazones de nieve. El grupo humano temblaba, poseído. Lo que
primaba no era el instinto de supervivencia, sino la vocación de
proteger a Bomba. A fuerza de carisma, el chongo prodigio se había
transformado en conductor de un pequeño movimiento enardecido.
Sus adoradores lo rodeábamos cerrándonos en un escudo pleno de
buenas intenciones y de flaquezas. Bomba estaba en la suya. Había
cerrado los ojos tras los primeros golpes y respiraba como sumido
en una meditación sin fondo. El nerviosismo crecía; expectantes,
asumíamos que debía ser él el encargado de darnos un curso de
acción, una línea de conducta, un plan de ataque.
No necesito explicarle al lector avezado que la situación era
compleja como una ecuación con 24 incógnitas. Estábamos en un
camarote completamente sellado en un barco en movimiento. Las
ventanas estaban herméticamente blindadas y no podían abrirse.
La única salida, en breve, era la que en este momento bloqueaban
los malvados, intercalando golpes y gritos. Lo primero que pensé es
que no teníamos otra opción que entregarnos a una batalla campal.
Nosotros éramos once. 4 mujeres, 3 heterosexuales sin ningún tipo
de entrenamiento ni aptitud para la guerra, 3 maricones modelados
según las técnicas de fitness del ejército israelí pero sin grandes dosis
de coraje, y, por último, una especie de héroe que a los músculos
y al tamaño le sumaba una determinación zen que prometía abrir
los océanos a su paso. Del otro lado, un ejército organizado,
probablemente numeroso (ya los empleados del sauna sumaban
unos 40 y a esta altura había que descontar que todos los empleados
del bote eran parte activa de la conspiración), y, detalle importante,
equipado con la última tecnología en armas. La idea de trabarse en
una batalla me pareció de pronto imprudente, suicida.
Revisé entonces un abecedario de planes: el plan B era echarse
a dormir, el C improvisar otra orgía, el D fingir demencia, el
E comernos a Bomba como si fuéramos un culto satánico, el F
entregarnos… Ninguno tenía sentido ni probabilidades de éxito,
pero mi cabeza seguía contándolos como si fueran ovejitas que me
llevarían al sueño de la libertad. Y del amor apasionado. Porque yo no

41
dejaba de pensar en el chongo y en la trenza en la que había quedado
amarrado mi deseo tras unos minutos de contacto con su piel. ¿Era
esto amor? Habían pasado tantos años desde la última vez que alguien
me había conmovido… Ya ni sabía cómo medir las vibraciones de
mis miembros, el despuntar de la ansiedad, la espera dulce pero
tortuosa… Esos y otros signos tampoco habían tenido espacio para
desarrollarse. Nuestra historia contaba con tres o cuatro episodios,
o quizás dos. El más íntimo y definitivo había sido compartido con
otras dos personas y presenciado por el ejército que ahora quería
capturarnos. En realidad no habíamos tenido momentos a solas. Pero
era posible, en algún rincón de la realidad era posible, que las semanas
que había pasado posado como una gota bebé sobre mi hombro, bajo
mi axila, en mi mano, junto a mis orejas, nos hubieran predispuesto al
amor, generándolo como por ósmosis, o por contagio.
Por enésima vez me ausentaba de una realidad que mientras tanto
se modificaba. La escena del camarote se había transformado por
completo. El grupo entero estaba dedicado a apilar sillas, paquetes,
las compras del shopping, zapatos, bolsos, floreros, y todo lo que se
encontrara a mano para erigir una suerte de pira inclasificable. El
objetivo era hacerla funcionar como escalera para alcanzar la hendija
por donde entraba la ventilación. Imaginábamos, imaginaban,
imaginaba Bomba, que esa hendija era la puerta que nos, los, lo
llevaría a un laberinto de pasillos y conductos, y que ese sería nuestro,
su, modo de escape. Había que actuar rápido porque los golpes del
otro lado indicaban que el objetivo había dejado de ser llamar nuestra
atención y había pasado a ser derribar la puerta. Bomba nos reunió en
una ronda diminuta alejada de la puerta y nos instruyó:
–Somos cuatro los que tenemos que dejar el camarote. Yo, porque
me buscan a mí; los dos gemelos, porque nada tienen que hacer
aquí, y Mariano, porque él es quien estaba conmigo en el sauna
y pueden llegar a torturarlo en busca de información. Los demás
pueden quedarse aquí y hacerles frente a nuestros perseguidores. No
tienen nada que temer si siguen mis instrucciones. Apenas subamos
al conducto de ventilación y dejemos cerrada la ventana, ustedes van
a iniciar un fuego en la pira. El humo va a crear confusión y nos va
a dar tiempo. También será la excusa perfecta para que todos ustedes
finjan estar desmayados cuando finalmente estos brutos derriben la
puerta. Cuando logren reanimarlos dirán que no saben nada, que

42
sólo me vieron pasar y que iniciamos un fuego y desaparecimos.
Yo voy a dejar colgado en la muñeca de mamá mi último vestidito,
que volverá a ser una pulserita brillante. Ellos se precipitarán sobre
ella porque recordarán que era la prenda que usaba cuando entré al
sauna. Cuando la tengan en su poder encontrarán un mensaje que
he encriptado en la pulsera y que los mantendrá a salvo. Nosotros
mientras tanto iniciaremos una investigación. Tenemos que saber
adónde vamos, qué ha pasado con el resto de los pasajeros, por qué
me buscan y tenemos que estudiar sus planes para desbaratarlos antes
de que salgamos lastimados. Sé que les estoy pidiendo un salto a la
aventura más arrojado que el que dieron al nacer. Una locura. Pero
sepan que la salvación, hoy y siempre, se esconde allí donde está el
peligro.

Nadie necesitaba esta arenga, ni las justificaciones que cerraron


la parrafada. Todos parecían dispuestos a seguir a Bomba al suicidio
masivo, a entregarse a la gesta entrópica de los lemmings. Todas las
palabras que salían de su boca se transformaban de inmediato en una
orden. Y estas lo fueron de modo inapelable.
Bomba se sacó la pulserita de un bolsillo. El último vestidito de
Kasia relampagueó dorado antes de abrazar la muñeca de Cecilia. Un
sentido apretón de manos bastó como despedida. Los cuatro elegidos
ya subíamos uno a uno la montaña de rejuntes y desarmábamos la
portezuela de la ventilación. Subieron primero los dos gemelos. Nos
indicaron irguiendo un pulgar que el conducto era apto para humanos
y chongos. Bomba subió último y tuvo a su cargo volver a colocar
la rejilla. Para cuando terminó de atornillarla, el humo de la pira
nos alcanzaba, negro y espeso, tóxico. Echamos una última mirada
fraccionada a la escena. Entre las barras de la rejilla vi los cuerpos de
nuestros amigos, desparramados como si hubieran sufrido cuatro días
de fiesta. Vi también un arremolinarse de llamas. El estallido de la
puerta. Y el verde de los soldados invadiendo el camarote y llenándolo
de luz agresiva.

43
VI

Avanzábamos por los conductos de ventilación apoyados en


los codos y en las rodillas como si estuviéramos en el sotobosque
vietnamita. En realidad estábamos rodeados de aluminio en un
conducto que no debía tener más de 90 cm de diámetro. Las
condiciones distaban de ser óptimas, pero el avance tenía que ser
celerísimo y certero. No había margen para el error. La marcha la
encabezaba Bomba, que había nacido anatómicamente equipado
para sobresalir en proezas de este tipo. Además, parecía saber hacia
donde dirigirse, como si su confección hubiera incluido un mapa
de los peligros y las trampas de ese barco y del universo. Los otros
tres lo seguíamos a corta distancia, entrenados como estábamos para
sobrevivir a cualquier desastre. Desde hacía décadas la condición
de gay incluía la obligatoria asistencia a centros de artes marciales,
entrenamiento militar o musculación de superhéroe. La vieja figura
del homosexual debilucho, flaco y amanerado había sido arrasada
de la faz de la tierra por un ejército de adictos a los anabólicos, los
esteroides y las hormonas; por un reguero de cuerpos tallados como
para representar en la comedia musical los dramas del Olimpo. No
éramos la excepción a esta uniformidad que hubiera fascinado a los
fascismos del siglo XX. Estábamos ya entrados en años, pero la fuerza
de nuestros bíceps seguía intacta y no nos faltaba práctica en el arte de
la fuga bajo presión: todos habíamos estado en alguna situación turbia
tratando de escondernos o escapar de amantes, maridos, esposas o de
la misma policía. Esto parecía un poco más grave, “de vida o muerte”,
pero lo que debíamos hacer era lo mismo: avanzar, correr hacia
delante, dejar atrás los peligros.
Y a los amigos. Porque a todo esto el escape había sido tan raudo
que ni siquiera había habido tiempo de comprobar que todo el resto
del grupo hubiera podido proceder de acuerdo con lo planeado.
Sólo quedaba imaginar la sucesión de los acontecimientos. Era eso
exactamente lo que hacía mientras avanzaba con rumbo desconocido
por conductos cada vez más fríos, oscuros y angostos. Aunque me
costaba, aunque iba contra mis disposiciones fundamentales, dirigía
mis esfuerzos a dibujarme el mejor escenario posible. Me figuraba la
puerta del camarote cediendo finalmente a los arietes improvisados de
los soldados. El humo desenroscándose en una nube densísima, llena
de partículas tóxicas e inestables. Un corazón de lenguas de fuego en
el centro del camarote, que los bomberos logran extinguir en cuestión
de segundos. El negro tapizado de chispas disolviéndose en un gris
ceniza templado que cae sobre los cuerpos desparramados por el suelo.
Son 7 cuerpos: 4 son mujeres, 3 son hombres. Y no hay señales del
objetivo. El humo va perdiendo espesura y los soldados comprueban
que el camarote quedó destrozado por el desastre. El fuego devoró
los decorados, calcinó los asientos, hizo estallar los vidrios y llevó a
los pasajeros al desvanecimiento. Todos respiran. Mueven una mano.
Cecilia se despierta. Se ha arreglado el pelo en una trenza rubia que
le dibuja una corona de trigo en la cabeza. Los ojos marrones hacen
pensar en una lágrima castaña que se ha acostado a dormir la siesta.
Con una mano llena de ceniza se limpia la ceniza del pelo y la cara.
Apoya una mano en el suelo lleno de ceniza y se sienta con las rodillas
plegadas. Mira a los agresores como si continuara soñando. Parece
tranquila. Se hace la tonta. Le pregunta al soldado que parece más
autorizado dónde está, quién es, si sabe dónde está su hija. El batallón
limpia todo el camarote, enciende las luces de emergencia y chequea
que todos los desvanecidos se encuentren bien. Los hidratan y los
acercan a las paredes para que se sienten apoyando las espaldas. De
a poco todos y todas recobran la conciencia y miran a los soldados
extrañados, con cierta reverencia.
Al no ver rastros del objetivo, la tropa se impacienta y se pone
un poco violenta; empieza a maltratar a los pasajeros que sin darse
cuenta ya son prisioneros, cautivos. Cecilia los mira desafiante, como
si contara con el respaldo de dioses desconocidos y vengativos. La
zamarrean a preguntas que nadie entiende, ni quienes las formulan,
pero ella no baja la mirada. La tropa arma una ronda de prisioneros,
todos sentados en círculo alrededor de lo que quedó del camarote.
Comienza el inevitable interrogatorio. El bloque de silencio flota
sobre los prisioneros como un cubo de nube. Cecilia lo corta con su
brazo izquierdo. Su brazo blanco, corto, delgado, fuerte. Justo antes
de la muñeca tiene un tatuaje muy sencillo, un poco borroneado y
decididamente iluso: AMOR dice en una imprenta negra raquítica.
Arriba la mano saluda, baila, da vueltas. ¿Qué es lo que quiere decir?
¿Hará una pregunta, como los niños en la escuela? Los soldados
se quedan mirando y sólo tras unos minutos ven a la altura de

45
la muñeca, justo justo por encima del AMOR, bloqueando por
momentos el AMOR, acariciando de a ratos la base de la palma de
la mano, una pulsera brillante, una pulserita relampagueante, una
pulserita fluo, que brilla más allá de la ceniza, a través del frío y el
silencio, que los llama porque es la pulsera que llevaba Bomba cuando
todavía no había sufrido su metamorfosis, cuando ingresó al sauna
conmigo.
Cecilia se saca la pulserita y se la ofrenda al superior. El soldado
la mira del derecho y del revés y al tomarla con más fuerza siente
un pinchazo. Pasa el dedo por la circunferencia exterior y percibe
una cordillera de espinas muy pequeñas e irregulares. Son espinas
añadidas, pequeñas incrustaciones que no parecen tener una función
defensiva porque no hieren, sólo molestan. Lo que más llama la
atención es su irregularidad, que parece calculada. El soldado entiende
que encierra algún tipo de mensaje, que la sucesión de espinas es
un código. Llama al criptógrafo del grupo, un soldado raso que
ha estudiado en las mejores universidades militares de los países
germánicos, y le pasa la pulsera. La examina concentrado. Pasa la
palma de su mano por la cordillera de espinas una y otra vez, de
adelante hacia atrás. Cierra los ojos y mueve la boca al compás de los
movimientos de su mano. Está descifrando el mensaje. Y comienza a
traducirlo, como si recordara una canción de cuna antigua. “Sé que
me buscan. Ya he mutado. Me entregaré cuando lo crea conveniente.
Y si compruebo que todos los pasajeros del camarote están a salvo.
No se pasen de atrevidos. Todos tienen que estar con vida. Y sanos.
En breve recibirán nuevos mensajes. Cambio y fuera”. El mensaje
no puede ser fabricado. Sólo puede provenir de Bomba. ¿Quién
más podría hablar de una mutación? La pulserita les confirma que
el objetivo ha sufrido su metamorfosis, y que comienza a entender
su destino. Los soldados vuelven al comando central con cierta
información relevante. Piensan que sus superiores estarán satisfechos.
Cargan consigo a mis siete amigos como si se fueran un botín.
Qué mísero botín, se lamentan. Recuerdan que en guerras no tan
lejanas entraban a las casas como hordas de dragones y terminaban
empachados de monedas de oro, joyas de la familia y cadenas de plata.

46
VII

–Amor.

Volví en mí. Sin darme cuenta, entregado a la reconstrucción de


otros hechos, había continuado reptando unas dos horas. Al parecer
habíamos llegado a destino (¿a dónde?) y Bomba me sacaba del
ensimismamiento con ternura.

Pero quisiera detenerme un instante:

¿Amor?

¿Él me decía Amor? ¿Podía haber una dicha mayor sobre la


tierra? ¿Cómo era posible tamaña fortuna? ¿Ese hombre olímpico,
que apenas superaba la veintena, me miraba con cariño y elegía ese
epíteto para bautizarme, en el que de alguna manera estaba contenido
todo lo que sentía por mí? Había tenido ya otras relaciones y me
habían llamado de múltiples maneras. Bebé, Rey, Bello, Ensoñación,
Miamorcito, Cielo, Dulce, Gordo, Lindo, Bombón. Todos habían
surtido su efecto, y habían aparecido en momentos específicos; venían
a subrayar emociones que ya estaban claras, a confirmarlas o a hacerlas
aparecer con nitidez en la superficie. Pero Amor…., que me dijera
Amor. Había algo nuevo ahí. Ni siquiera era “Mi amor”, era AMOR a
secas, como el dios romano. ¿Me daba él el otro nombre de Cupido
y entonces sugería que lo había flechado y que lo que pasaba entre
nosotros era eso, era amor, o AMOR, y que estaríamos juntos, unidos,
luchando contra el mal y contra todos los que quisieran volvernos
uno contra el otro, contra los que nos atacaran o amenazaran nuestra
belleza y la de todo lo que nos rodeaba?

–Amor, tenemos que concentrarnos en el ahora. Volvé por favor.


Te necesitamos.

Ok, introducía un plural bochornoso, pero me seguía llamando


“Amor”. Volví en mí aunque no me era nada fácil. Flotaba. Me
encontraba encerrado en una canción alegre, suspendido en un vapor

47
rosa. Volvían a hacerme efecto todas las drogas que había tomado a
lo largo de mi vida. Me sentía lleno de energía. Valiente. Dispuesto a
todo. Expandido. Levemente psicótico. Enfebrecido. Más soldado de
Bomba que nunca. Su soldado número uno. Su cómplice y todo.

–Esta es la situación –nos explicaba mi bomba–. Ahora estamos a


salvo. Y todos los demás también. Estamos en un punto del barco muy
alejado del camarote. Estamos de hecho, cerca del sauna. ¿No sienten
el calor? Tenemos que seguir escondidos y transformarnos en espías.
Escuchar, mirar, tomar nota. Necesitamos información. Saber qué
quieren, por qué, para qué. Qué han hecho. Casi no escuchamos ruidos
en nuestro camino. Eso quiere decir que los pasajeros que no estaban
en el camarote fueron desalojados del barco. O algo peor. Es crucial
que seamos cuidadosos, que no hagamos tonterías, y que logremos
obtener respuestas antes de que nos encuentren. Lo que propongo
es que nos separemos en grupos de dos. Los gemelos irán hacia la
derecha, hacia la zona del shopping. Nosotros seguiremos avanzando
hacia el sauna. Hay que parar la oreja. Y, si vemos que no resulta muy
arriesgado, entrar en contacto con alguno de ellos. El que parezca más
inofensivo. Acaso podamos secuestrar temporariamente a alguno e
interrogarlo. Cada grupo verá lo que puede hacer. Qué datos puede
obtener. Recuerden que no hay en este punto información irrelevante.
En 4 horas nos volvemos a encontrar acá mismo. Noten que el aluminio
está desgarrado a esta altura. Y noten este signo que es como una estrella
señalando este punto exacto. Presten atención. Dejen, de ser necesario,
un camino de piedritas o miguitas o lo que sea que tengan con ustedes.
Usen la inteligencia y también la intuición.

Nos despedimos de los gemelos con sendos chupones que disfruté


a medias. Seguían estando re buenos, pero lo que yo quería era
estar a solas con mi bomba. No me inquietaba que esos minutos los
empleáramos en una misión suicida. Después de todo, cualquier
ocasión era buena para hacer crecer nuestro amor. Y hasta era probable
que no hubiera mejor situación que esta: miles de historias remotas y
recientes nos enseñan que pocos combustibles son tan potentes como
el peligro a la hora de avivar las pasiones. La tensión de la fuga, el
horizonte ominoso de una posible captura, la muerte siempre presente
como una sombra, la impaciencia de la tarea de espionaje… todo

48
conspiraría para tonificar la corriente de atracción que nos electrizaba.
Por lo pronto, había que retomar el avance y el arrastre, el ejercicio
de codos y rodillas que nos había llevado hasta ese punto. Lo que
no había notado antes se hacía ahora evidente: el piso se ponía cada
vez más caliente y se colaban por las ínfimas rendijas pequeñas
nubecitas de vapor. Estábamos, como había sugerido Bomba, cerca
de los baños, acaso sobrevolándolos a medida que dejábamos atrás
más y más metros de ese riñón de metal. Asumí que nuestro norte
era el salón de recepción, donde estaban las computadoras y donde
habíamos detectado hacía horas una actividad febril y cierto conato
de organización y de jerarquía. Imaginé que el objetivo de Bomba
era llegar a hablar con uno de los uniformados distinguidos con un
ícono. De a poco se me aparecían como una suerte de abecedario:
la hojita plateada, que probablemente indicaba dedicación a la
botánica; la pluma, que sin duda identificaba a una suerte de
escribano o escriba; el librito abierto en dos, que debía pertenecer al
bibliotecario; la constelación refulgente, que marcaba la presencia de
un astrólogo residente; el globo terráqueo del geógrafo; el puma del
zoólogo o veterinario; la píldora del farmacéutico; el centímetro de
plata del sastre ¿Tendría Bomba alguna preferencia, alguna teoría? ¿O
trataríamos, simplemente, de abordar al más desprevenido?
Paramos la marcha para descansar después de casi una hora de
avance. Cada metro conquistado era un verdadero triunfo de la
voluntad y el arrojo. El camino se volvía por momentos empinado y
nos obligaba a practicar un alpinismo para boas para el que ningún
cuerpo humano estaba preparado. Por si esto fuera poco, estábamos
prácticamente atenazados por las paredes y debíamos ser cautelosos
para no dar patadas o golpes que pudieran provocar ruidos. Exhaustos,
nos detuvimos cuando llegamos a una intersección de conductos que
formaba un cuadrilátero un poco más ancho y más alto. Ahí podíamos
descansar sentados, estirar las piernas, apoyar las cabezas contra los
rincones. O la una contra la otra. Por primera vez en su corta vida
Bomba estaba a solas conmigo. A ver, había estado conmigo cuando
no era más que una gota bebé; había pasado horas, días, semanas
sobre mi hombro y en contacto con mi piel. Pero en esta, su nueva
encarnación, propiamente humana, o divina, Bomba se me había
manifestado siempre en grupo, acompañado de un decorado: primero,
en el sauna, con el par de gemelos; después, en el camarote, con sus

49
padres y todos mis amigos; en la posterior fuga, por último, de nuevo
escoltado por los dos maricones que nos habían ayudado a improvisar
una distracción sexual. En ese recodo de nuestro recorrido heroico
estábamos al fin solos. Comprobarlo me hizo temblar de alegría, y
me produjo un sacudón ansioso. Ahí lo tenía, todo para mí. Todavía
llevaba el mini-short de Héctor, y la remera corta que le dejaba ver
el ombligo. Sus anchos hombros descansaban contra la pared, igual
que su cabeza, que estaba inclinada en 45 grados hacia el techo. Tenía
los ojos cerrados, la boca entreabierta, la punta húmeda de la lengua
asomando. Perlitas de sudor le cubrían la frente, las mejillas, el cuello.
Era un cuello ancho, potente como el de un caballo. El quiebre de
la nuez de Adán se erguía con autoridad, inapelable. El ritmo de la
respiración sumía a la nuez en un vaivén hipnótico. Yo había apoyado
la cabeza sobre su pecho. Estábamos uno al lado del otro; su brazo
izquierdo me rodeaba. Desde mi atalaya seguía los movimientos de la
nuez y la deseaba con ardor de colegial. Una vez asegurado el descanso
cambié de posición y le atrapé la nuez con la boca. Salió de su sueño
diurno con cierta brusquedad pero manteniendo la dulzura. Me miró
encantado y frunció los labios marrones en un botón de caramelo.
Nos trenzamos en un beso furioso y explosivo que destapó ahí mismo
la cocacola de mi calentura intolerable. Las cosas se sucedieron con
rapidez, como si obedecieran el inicio de un programa de lanzamiento
nuclear. Yo seguía apoyado en Bomba, con mi espalda contra su
pecho. Él me besaba desde arriba, reclinando el rostro y dejando caer
gotas de saliva en mi boca y en mis cachetes. Su elevación parcial
representaba cabalmente lo que yo sentía: que él era mi dios, mi
amor, y que yo debía someterme para servirlo. La sumisión nunca me
había parecido tan dulce. Y Bomba se comportó como un rey justo,
misericordioso.
Con manotazos firmes me había sacado la remera y me la había
atado alrededor de los ojos, dejándome a oscuras. Estaba totalmente
entregado, servido, a su merced. El rojo sol del deseo y la desesperación
(las dos cosas que crean un mundo viviente) estaba finalmente
entronado en mi carta. Yo seguía contenido entre sus piernas y sus
brazos torneados. Ya no lo veía, pero sentía cada centímetro de su
piel dulce de leche. Y recordaba de memoria su pelo castaño, el lunar
diminuto manchando su labio inferior, la forma exacta de su pecho
abultado, de un tono más blanco, el carácter de sus cejas, la potencia

50
de sus piernas, atravesadas por pelos que llegaban hasta su pubis.
Recordaba también su pija, oscura, hermosa, desbordante de energía.
La recordaba y la sentía en la cintura mientras Bomba me acariciaba
los pezones y me daba besos en el pelo, en el cuello, en la boca, en las
orejas. De pronto me hablaba, me decía barbaridades humedecidas, me
cogía el oído con la lengua y con las guarradas que ya sabía me pondrían
al palo. Una de sus manos dejó de pellizcarme las tetillas para agarrarme
la pija como una tenaza a través del pantalón. La sacó y empezó a
bañarla de gotitas de saliva y transpiración desde arriba, dándome
un goce intermitente, sincopado, que mi cuerpo esperaba como una
revelación. Ahora me masturbaba abiertamente. Me había bajado el
pantalón hasta las rodillas y se las había arreglado para sentarme sobre
su pija. Tenía el short puesto pero yo ya la sentía adentro. Era un short
de última generación, de esos que los atletas usan para correr, son más
livianos que el aire y se secan en menos de diez segundos. De modo que
se sentía suave, casi transparente, como un forro de éter. Bomba notó
que estar vestido no le impedía nada y me empezó a coger a través del
tejido. No era fácil comerse ese trapo, pero la transpiración creciente
funcionaba como lubricante. Y subía mil grados la calentura mutua,
retroalimentada, en polinización cruzada. Lamentaba un poco no verlo,
no tener su boca delante de la mía para entregarme a su respiración y
absorber cada uno de sus olores y dolores, sus gemidos y ronroneos, las
palabras que exclamaba al azar, jeroglíficos de su dulce deseo. Pero gozar
en las sombras tenía lo suyo, y él se las arreglaba para redoblar mi placer
tironeando de la remera que me tapaba los ojos, susurrándome ardores
en la oreja, frotándome alternativamente la pija y el pecho. Creo que
acabamos una dos tres mil veces. Me embargaba la extraña sensación
de que empezaba a vivir en un mundo completamente nuevo, un loco
mundo de ensueño, en el que todo me estaba permitido, y nada podía
lastimarme. Si mi felicidad hubiera podido manifestarse, habría llenado
el bote con un rugido ensordecedor.

No sé cuántas horas pasamos en esa posición y en todas las que


nos dictaba el apasionamiento. Las regiones apacibles y vagas en las
que retozaba nuestra inconciencia eran el patrimonio de los poetas,
no el acechante terreno de los novios respetables. Creo recordar
que exploramos figuras orientales, griegas, semitas, siguiendo de
cerca el manual de nuestro fantaseo autóctono. Volví a la realidad,

51
una realidad que en ese tiempo había cambiado para siempre,
apoyado sobre el pecho desnudo de Bomba. La remera que hasta
hace poco lo ajustaba coronaba un montón de ropa húmeda que
parecía estar custodiándonos desde un rincón. Estábamos casi
desnudos. Bomba dormía otra vez. Su facilidad para dejar la vigilia
y entregarse a resoplidos de cabrito me tenía fascinado. Y satisfecho.
Porque podía aprovechar para tantearle la cola deliciosa como un
budín de naranja y hasta para meterle un dedito en el culo y sacarlo
mojado de transpiración, oliendo a su rincón más secreto. Con
la boca le daba besitos en los pezones, en el plexo, en los bordes
de las tetas. Entretenido con esas y otras delicias tardé en notar
una transformación importante, decisiva. El torso hasta entonces
inmaculado de Bomba empezaba a estar poblado de pelitos. Un río
de vello castaño le corría desde el pubis hasta el esternón y ahí se
ensanchaba en una especie de desembocadura boscosa que estallaba
en la parte superior del pecho. Eran pelos muy finos, y cortitos,
pero ya podía adivinarse el futuro de fauno de mi bebé, su destino
de caballo digno de la pluma de Tom de Finlandia. La perspectiva
de tener entre mis manos un macho cabrío en ciernes tuvo efectos
inmediatos sobre mis órganos. Mis dedos se volvieron más insistentes
en sus exploraciones, y pronto entraban y salían de su culo con
ritmo frenético. Su cola también había sido víctima de esta última
mutación. Los cachetes tenían ahora vellos finitos e imperceptibles,
pero la raya había ganado en oscuridad gracias a un nuevo remolino
de pelos exactos que parecían estar protegiendo el centro oscuro
de su divinidad. Me las arreglé para llevar mi lengua a ese orto que
anhelaba como si encerrara mi salvación. Se lo chupé con amor,
sediento, deseando en algún rincón de mi mente que mi lengua fuera
el sésamo de un sueño formidable y arrebatador: entrar en ese cuerpo
y habitarlo, guarecerme en él. Los sonidos que empezó a proferir
indicaban que estaba despierto, y que asentía. Su invitación a seguir
propulsó mi locura hasta su límite. Me sentía de pronto el lobo feroz
bebiendo con el hocico del corazón de Caperucita. Gruñía y abría la
boca más y más, tragándome el aire y el calor de ese culo que se me
abría como una flor. Cuando la excitación me nublaba la vista me
acomodé para metérsela. Mi pija latía, rabiosa y desbordante de amor.
Era pura humedad, energía, agresión de la buena. Se la clave con
facilidad, acoplando su deseo al mío. Éramos una tormenta eléctrica,
un torbellino. Hacíamos el amor por todos los poros mientras se
abrían mil ojos desorbitados en nuestra sangre palpitante, que se
aprestaba a un intercambio esencial. El rapto terminó con un mar de
leche fuera y dentro de su cuerpo, con mi pija acompañando el latido
de su culo herido, con mi boca contra la suya, nuestros ojos cerrados,
y con el reflejo del sol vespertino, un deslumbrante diamante blanco
con destellos anaranjados, sobre nuestros cuerpos.

Pasado el dulce trance nos entregamos a las ternuras del caso.


Intercambio de terrones de azúcar. Piropos y tonterías. Bebé. Vos sos
mi bebé. No, vos. Amor. Amor bebé. Bebé cachetón. Sos mi bebe
te amo. ¿Nos vamos a casar? ¿Quién es mi papi violador? Vamos a
estar juntos siempre, siempre. ¿Vamos a viajar no? Hasta podríamos
tener un hijo. No, vos sos mi hijo. Soy tu papi, ¿o no? Vivamos, mi
AMOR, y amemos, y a los rumores de los viejos más severos démosles
el valor de un centavo. Los soles morir y volver pueden: a nosotros,
cuando se nos muere nuestra breve luz, noche hay perpetua, una,
para dormirla. Dame mil besos, después cien, después mil otros,
después cien más, después sin cesar otros mil, después cien, y después,
cuando miles muchos nos hayamos dado, rompamos el ábaco, para
que nadie calcule el número, o para que ningún malvado envidiarlos
pueda cuando sepa que son tantos.

Intercambiábamos esta catarata de epítetos irreproducibles


mientras nos mirábamos a los ojos, nos tirábamos de las orejas,
nos sumergíamos en el pecho o en la boca del otro, y perdíamos
toda noción del paso de las horas. Y del sistema métrico. Porque
el escenario de toda esta fantasía amorosa no era una amplia cama
de hotel o un pedazo de paño extendido sobre una pradera verde
salpicada de dientes de león. Estábamos encajonados en un conducto
de ventilación, que apenas nos contenía sentados. ¡Qué deslumbrantes
distorsiones y deformidades les propina el pícaro Amor a nuestra vieja
madre Espacio y a nuestro anciano padre Tiempo!

53
VIII

Estábamos suspendidos sobre lo que parecía un salón de reuniones


supersecretas. Era un ambiente ovalado con paredes de madera y
techos bajos, tapizados con ese material que recuerda las cajas de
huevo y que, dice la ciencia, sirve para aislar el sonido. En el centro
del salón había una mesa alargada con 8 sillas con rueditas; cada una
de ellas enfrentaba un micrófono de ultimísima tecnología. Detrás de
las sillas y contra las paredes había una serie de monitores y pantallas
livianas en las que debían transmitirse en vivo los acontecimientos que
conmovían a la organización. Ahora estaban apagados, al igual que las
luces. Lo único encendido parecía ser el equipo de aire acondicionado,
delatado por un rumor templado que provocaba tranquilidad y sopor.
Era un cuarto durmiendo la siesta. No había rastros de actividades
recientes. No se veían tazas de café, biromes, hojas A4 o caramelos de
cortesía. La única huella de humanidad por fuera del diseño era un
pequeño cuaderno en el borde de la mesa que más alejado estaba de
nuestra posición. Bomba, dotado de múltiples talentos, podía ver el
cuaderno como si lo tuviera en la palma de la mano. Me comunicó
entonces que era verde, y que en el ángulo derecho superior tenía
un sticker plateado con forma de flor. Inmediatamente pensé en las
insignias que marcaban los uniformes de los soldados, e intuí que se
trataba del cuaderno del botánico.

–Bomba, tenemos que agarrar ese cuaderno.


–Amor, ¿te parece? Debe estar lleno de anotaciones en otro idioma,
probablemente nada trascendentes.
–No, amor, acordáte de lo que vimos al dejar el sauna: los soldados
reportaban al botánico. Es probable que, contra todos los pronósticos,
sea alguien bien encumbrado en la jerarquía de este ejército. Y su
prendedor representaba una flor como la que vos estás viendo en el
cuaderno. Es muy posible que sea de él. En cuanto a la lengua: es más
que probable que vos sepas hablar alemán o lo que sea que esta gente
hable…
–Tenés razón. Bueno, no va a ser difícil apoderarse del cuadernito.
Vos ayúdame a bajar. Desde acá arriba es apenas un salto hasta la
mesa. Busco el cuaderno y me ayudás a subir.

54
Dicho y hecho. Bomba se movía como una pantera. Antes de que
pasara un minuto ya estaba de nuevo conmigo, sin mostrar signos
de cansancio o de inquietud. Me pasó el cuaderno para que yo lo
examinara, siguiendo, probablemente, un código de respeto a los
mayores que me honraba y me hundía a la vez. En este caso, por otro
lado, era absolutamente inconducente: mi alemán era pobrísimo,
nunca había pasado de las primeras clases en mis múltiples intentos de
aprenderlo.
Abrimos el cuaderno y nos detuvimos en una página al azar. Estaba
escrito a mano y seguía esmeradamente la caligrafía gótica “fraktur”,
que alguna vez había visto reproducida en tapas de discos de bandas
con tendencias germanófilas o en graffitis de pandillas de barrio en
Villa Ballester. Bomba no parecía tener problema en decodificarla y
comenzó a traducir fragmentos salteados.
–Mirá las comillas. Son citas de algún libro de botánica
–“Todos los cactus son americanos en origen. Los cactus que se
presentan fuera de América (sobre todo en la Europa del Sur y en el
Cercano Oriente) fueron introducidos por el hombre (en Australia
algunas opuntias significaron la ruina de la agricultura) o por pájaros
(ejemplo, la diseminación del Rhipsalis en África y en Asia gracias a su
fruta pegajosa)”.
–Pero pará, Bomba, justo abajo hay una parte sin comillas. Parece
que fue copiando fragmentos al cuaderno y comentándolos, ¿no? ¿Por
qué no lees lo que dice justo abajo de lo que acabás de leer?
–OK. Dice: “¿Es por esto que estamos acá no? Vinimos a América
buscando el origen, el punto de partida. Y estamos yendo al desierto,
queremos internarnos en ese grado cero de la naturaleza. No estamos
yendo a la selva. La selva es ya una sofisticación de lo natural, como
si lo natural hubiera escalado a la cultura. El desierto es lo natural en
estado liso, aplanado; lo natural no tentado. Lo natural pegado a la
nada, al vacío. Y es ahí que se gestan las formas más puras, más bellas,
más resistentes. Las formas peligrosas que esconden nuestra salvación”.
Raro.
–Sí, rarísimo. ¿Armaron todo este lío para encontrar unos
cactus? Esta bien que son plantas especiales, fuertes, incluso nobles,
que se sobreponen a la intemperie, a la falta de agua y cuidado.
Son la representación botánica de la lucha por la supervivencia,

55
la tenacidad… Y también es cierto que parecen haber estado acá
antes que nosotros, que tienen algo de dinosaurios, de habitantes
originales, de legítimos dueños de la tierra, en la que reinarán muchos
años después de nuestra desaparición… Pero todo eso no explica
la violencia, el uso de la fuerza contra nosotros, su desesperación al
perderte o al no saber de vos… Bueno, nos estamos apurando un
poco, ¿no? Apenas leímos un párrafo. Lee un poco más a ver.
–Este párrafo está subrayado: “El agua es esencial para todas las
plantas, y esto es cierto para los cactus también, aunque se las hayan
arreglado para manejarse con un mínimo. No sólo son los cactus
capaces de absorber el agua muy rápidamente, sino que además son
capaces de hacerlo usando fuentes muy exiguas y de almacenarla
de modo que dure tanto como sea posible. En esto son maestros
insuperables. Así, por ejemplo, los cactus del árido desierto del norte
de Chile que yacen en la arena son capaces de preservar una chispa
de vida aun si no cae agua de lluvia durante años. Es por esto que
todos los órganos vitales se adaptan para volver al cactus resistente a
la sequía. Entre estos se destacan las partes que están por encima del
suelo, a saber, el tallo o el cuerpo, tal como lo llaman los cultivadores
de cactus. La piel exterior del tallo es en general gruesa y a menudo
tiene una capa de cera. Las estomas, necesarias para el proceso vital
de toda planta, se presentan espaciadas y deprimidas, como para
ralentizar el proceso de evaporación todo lo posible. Los cactus
gigantes parecen columnas altas con apretados manojos de ramas
o esparcidas coronas similares a las de los árboles. La superficie del
tallo rara vez es suave. Como regla, es nervada o tuberculada, lo que
le permite a la planta encogerse en períodos secos y resistir así una
pérdida de peso de un tercio del peso total”.
–Hmmm. ¿Y está comentado?
–Sí. Dice: “Estas plantas son maestras insuperables en el arte de
la supervivencia. Y lo que enseñan es una verdad amarga: a veces
para sobrevivir hay que darle la espalda a la vida, guarecerse de ella.
Los cactus se cierran como un caparazón para aislarse del mundo y
proteger el biodrama en cámara lenta que se despliega silencioso en
su interior. Esa vida tímida, débil, resulta para ellos más preciosa que
todos los espectáculos cósmicos del universo. Contra ellos, el cactus
se vuelve bunker. Se acerca a la dureza de sus hermanas las piedras,
simula la hostilidad del puercoespín, la indiferencia del reptil. Y

56
así reduce al mínimo la evaporación, el uso de agua y nutrientes;
detiene ese gasto incesante que llamamos vida. Y puede pasar años
quieto, haciéndose el muertito, teniendo como único deleite el que le
proporciona el ardor del sol”.
–Bueno, estamos ante un loco. ¿A qué viene esta poesía de la
inmovilidad y la parálisis? Está bien que es botánico, pero en todo
caso, ¿no debería medirse en su pasión por su objeto? Es como un
zoofílico pero con las plantas el tipo… ¿Cómo se llamará eso? ¿Existe?
¿Alguien que se caliente con las flores, los tallos y las espinas y se le de
por cogerse helechos?
–Jajaja no seas tonto. Esperá que acá hay otro que parece
importante porque en el comentario habla de “experimento”: “Las
raíces se adaptan a la forma del cactus, al tipo de suelo y a la necesidad
de absorber tanta humedad como sea posible durante la temporada de
lluvias, que usualmente consiste en unos pocos chubascos. Se localizan
cerca de la superficie del suelo y se extienden a largas distancias; los
cactus con forma de columna están además equipados con raíces
gruesas, redondas y perpendiculares que les proporcionan anclaje en
el suelo. Algunos cactus tienen raíces parecidas al nabo que a menudo
son más largas que el tallo; estas sirven como depósitos subterráneos
de agua y a veces arrastran a la planta casi enteramente bajo la
superficie para que resista mejor la presión de la tierra dura y fruncida.
A veces los tallos de los cactus procumbentes desarrollan raíces desde
las areolas inferiores y brotes desde las superiores”.
–¿Procumqué? ¿Areolas? ¿No ves que acá hay algo lascivo dando
vueltas?
–Esperá, dejáme traducir el comentario: “La pregunta que me hago
es precisamente qué va a pasar con las raíces en nuestro experimento.
Hemos pensado alternativas pero ninguna es enteramente satisfactoria.
Sobre todo en términos de desplazamiento. ¿Raíces retráctiles o
plegables? ¿Serán compatibles las alternativas de este modo ancestral
de recibir nutrientes con el deseo más moderno de movimiento y
alteración? La ingesta de alimentos por vía oral o intravenosa no
puede rivalizar con la potencia de la nutrición microcelular, obra de
millones de nano-organismos interactuando en una cópula frenética
en la que no hay dadores y receptores, sino un proceso riquísimo de
ida y vuelta sin paralelo en la naturaleza. Este es, sin duda, uno de los
puntos oscuros de nuestro proyecto. La respuesta la tendremos cuando

57
termine de desarrollarse, cuando alcance su forma plena y pueda
ordenar de manera inteligente su propia reproducción”.
–Bueno, tenía razón. Habla de cópula, de reproducción. Entiendo
que está preocupado por la supervivencia de esta especie de cáctus
o algo así, pero las palabras que usa están un poco cargadas, como
calientes. Buscá las partes en que se vuelva a hablar del experimento a
ver si averiguamos algo más.
–Ahora busco. Primero te leo este párrafo que te va a alegrar.
Vas a sentir que tenés razón: “La mayor atracción de los cactus, sin
embargo, son sus magníficas flores que son tan variadas y coloridas
como las espinas; pimpollos brillantes que seducen a los insectos
diurnos (incluso colibríes a veces) o las enormes flores blancas
nocturnas que con su olor atraen a los polinizadores nocturnos
(polillas y murciélagos). Estas últimas se abren al anochecer y duran
hasta el amanecer. Los colores abarcan todos los tonos del espectro
y sus combinaciones, con la excepción del azul puro. Las flores
aparecen en los puntos de crecimiento y en la mayoría de los casos son
pimpollos solitarios, no racimos. A menudo las producen las areolas
más jóvenes en la punta del tallo, pero también crecen en otros puntos
a los costados del tallo. Los puntos en los que aparecen flores se
distinguen aun antes de que aparezca todo trazo de floración porque
usualmente brotan de ellos lana o espinas para proteger el pimpollo
y la flor incipiente. Esta lana más adelante desaparece”. ¿Sexy, no?
Y mirá lo que agrega él: “Con las flores los cactus participan de los
universales juegos de la seducción. Se endomingan para atraer a las
bestias de carga de sus semillas. El cactus es en este sentido versátil;
está abierto a todo. No se limita al convencional escarceo inter-especie
con los insectos. Cautiva colibríes y murciélagos. Estos últimos
atraviesan la noche llevando florecitas de todos los colores – pero
nunca el azul puro- en sus lenguas rojas y en sus garras dedal. Estos
principitos del asco se convierten así en operarios a tiempo parcial
de una raza milenaria; trabajan el turno noche en la reproducción
ampliada del imperio de las cactáceas. Me pregunto dónde dormirán
los murciélagos en este desierto. O si en este desierto los murciélagos
serán remplazados por otra clase de alimaña, menos necesitada de
refugio diurno”. ¡Es un romántico al final el jardinero! ¡Mirá cómo lo
preocupan los amores, el turno noche y los juegos de seducción entre
las plantitas y los insectos!
–¡Más que un romántico es un degenerado Bomba! Al tipo le
deben haber confiado una tarea auxiliar pero seria: el estudio de la
flora del lugar al que se dirigía la misión o algo así. Este ejército debe
querer conocer hasta el más mínimo detalle, como es natural, el
ecosistema en el que le va a tocar actuar. Algo deben querer encontrar
en el Norte de Argentina o en Bolivia, vaya uno a saber, y para eso
han estudiado todos los aspectos de nuestra geografía, nuestro clima
y nuestra sociedad. ¿Te acordás de que en el sauna había soldados
llevando distintas insignias? Como si cada uno tuviera a su cargo
dominar un aspecto de la realidad para someterla a sus planes. Pero
este pervertidito en vez de ocuparse de lo que le ordenaron dedicó
su tiempo (tiempo por el que le pagan, porque en este tipo de
organizaciones no existe el ocio, así que este es una suerte de esclavo
y todas sus horas son horas de la organización), dedicó su tiempo
te decía, a estudiar lo que a él le calentaba: la forma de un cactus, el
color de sus flores, las estrategias de seducción de insectos, los líquidos
que brotan de sus poros… Este chico transformó la botánica en una
rama de la pornografía. ¡Flor de descarado!
–Jaja. A mí me divierte. Además no estoy tan seguro de que todo
lo que dice acá se conecte exclusivamente con su calentura. Que está
algo caliente te lo concedo. O, para ser más justo, que su tema de
investigación lo apasiona y lo excita. Pero es posible que este sea uno
de esos casos rarísimos en el mundo en los que el deber y el placer
se conjugan de manera virtuosa, produciendo un acople fecundo de
profesión y vocación. Mirá lo que dice acá. Primero, una vez más,
cita: “También eran sudamericanas las especies mejor conocidas de
Echinopsis, algunas de las cuales se extendieron tanto en Europa en la
primera mitad del siglo XIX que ahora son comunes en los alfeizares
que conocen incluso los que no tienen ningún interés en los cactus.
En esa época, en establecimientos de horticultura estas echinopsis
atravesaron una era de experimentación en hibridización de modo
que las plantas que crecen hoy están muy diversificadas. Una de las
ventajas de esta hibridización es la completa aclimatación de estas
plantas, que a veces viene con una creciente habilidad de dar flores”.
Y comenta: “Y sí, fueron las certezas propias de lo familiar las que
alentaron experimentos para alejarse de lo familiar. Estos cactus
que se daban de manera tan natural dieron inicio a la era de los
híbridos. Empezamos a probar combinaciones. A producir hijos de

59
la mezcla más fuertes y resistentes, más aptos para la supervivencia.
Más sintonizados con las peculiaridades de nuestro clima. Y como
respuesta vital, afirmativa, comenzaron a multiplicar su producción de
flores”.
–Ajá, ahí sí parece haber un plan. Un plan absolutamente alemán
por cierto: ese pueblo no puede dejar de pensar en domesticar la
naturaleza. Junto con los escandinavos, parecen haber venido al
mundo para probar que se puede organizar la libertad. Claro que en
el camino lo embarran todo, y lo que consiguen es poblar el mundo
de monstruos como los del Dr. Frankenstein. Siempre me acuerdo del
ovejero alemán de una familia amiga. Pobre perro. Pobre raza, bah.
Sabés que la inventó un capitán de caballería del ejército, Maximilian
von Stephanitz. Me sé la historia de memoria porque tuve un novio
que estudiaba veterinaria y me repetía estas historias cada vez que se
cortaba la luz y no podíamos mirar tele o escuchar música. Lo crearon
a fines del siglo XIX visualizando un perro pastor, que protegería
a los carneros y las ovejas de los lobos. Von Stephanitz hizo todo
un cruce selectivo de perros y lobos hasta llegar al primer ejemplar
convincente, “Jack”, un animal que a esta altura tiene dimensiones
mitológicas, como la perrita Laika o Snoopy. Imaginate la cantidad
de fracasos que deben haber tapizado el camino que llevó hasta
Jack. Perros de tres patas, perros demasiado agresivos que se comían
a las ovejitas que tenían que proteger, perros incapaces de seguir
órdenes, perros demasiado mansos, o de colores estridentes…. Como
sea, finalmente llegaron a Jack. Per cuando la sociedad alemana se
convirtió definitivamente en una sociedad industrial, a comienzos del
siglo XX, el ovejero alemán perdió mucha de su utilidad y su padre,
desesperado, persuadió al gobierno para que empleara a la raza en
trabajos de policía. De ahí el sobrenombre que le dan los niños en
todo el mundo: perro policía. Pobrecito, asociado sin voz ni voto
con la yuta… Pero eso no es lo peor: cuando dejó de ser tan útil
económicamente y se convirtió en auxiliar de una fuerza central pero
siempre mal paga y con problemas de presupuesto empezó también
el descontrol en las cruzas y se multiplicaron las enfermedades
congénitas del bicho. Todos estos perros tarde o temprano padecen
displasia de cadera, un horror que les hace doler muchísimo y que
además los puede dejar inmóviles… En fin, son divinos de cachorritos
y tienen un porte excelente, que impone respeto. Como todo lo

60
alemán, tiene un buen lejos. Cuando te acercás demás y rascás un
poquito la superficie brillante, te topas con algo espantosos.
–Jajaj. Sos un exagerado. Por supuesto, nunca he visto ni uno solo
de esos perritos, pero algo me hace pensar que la historia que me
contás está muy condimentada y virada al drama… Ya te conozco un
poquito, mascarita.
–¡Otro más! Todos mis novios tarde o temprano me tratan como
si no fuera de fiar. La verdad, me ofende. ¡Me conocés hace menos de
una hora!
–Calláte tonto. Te conozco desde que nací y te amo. No te vuelvas
loquita.
–Andate a cagar.
–Dame un beso
–Una piña te voy a dar
–No, un beso. Mirá
–Ok. Dos mejor. Cómo me podés, sos un atorrante.
–Obvio que te puedo, viejito. Mirá la fuerza que tengo.
–Sos cruel
–No soy cruel. Te amo.
–Yo también.
–Bueno, dejáme leer un fragmento más y seguimos camino.
Hasta ahora, no es mucho lo que sacamos en limpio de este asalto a
la privacidad. Dejáme leerte una página que esté cerca del final: “El
continente sudamericano, que durante mucho tiempo se mantuvo
prácticamente desconocido, fue investigado más acabadamente no
por coleccionistas sino por expertos que residían permanentemente
allí, como el Profesor Cárdenas de Cochabamba y el Profesor F. Ritter.
Áreas enteras fueron rastreadas tan sistemáticamente que ni siquiera las
plantas más pequeñas fueron pasadas por alto. Se descubrieron muchas
nuevas especies y subespecies. Viejos géneros como el Gymnocalycium,
la Copiapoa, la Matucana y la Parodia se han vuelto muy numerosos,
comprendiendo a veces unas cien especies con un gran número de
variedades y formas, aunque hasta hace no mucho sólo se conocían
unas pocas. Sudamérica es hogar de cactus enormes cuyas espinas son
a veces más grandes y más largas que las de las especies mexicanas, pero
también es hogar de muchos géneros de cactus enanos. Las especies del
altiplano de algunas Rebutias y Lobivias son prácticamente imposibles
de encontrar entre las bromelias y el suelo pedregoso. Se cuentan entre

61
ellos los cactus más pequeños del mundo (los del género Blossfeldia)
cuyos tallos miden menos que un centímetro. La mayoría de los cactus
sudamericanos requieren suelos neutrales o apenas ácidos y mayor
humedad durante la temporada de crecimiento. El crecimiento, que en
Europa comienza en la primavera, se detiene, especialmente en el caso
de las especies de montañas, durante los calurosos meses del verano,
pero se renueva hacia el fin del verano y algunas plantas producen
incluso las espinas más largas y más fuertes en otoño. Las especies
de montaña requieren más luz del sol, que también necesitan mayor
ventilación, y los cactus que crecen al oeste de los Andes también
necesitarán más sol pero menos agua y un suelo menos rico”. Es larga
la cita, pero habla de Sudamérica y de las montañas de Sudamérica. Y
al toque comenta: “Me cautiva la abundancia muda del Sur. El arco
de especies va de lo gigante a lo diminuto, pero de tan moderado llega
a pasarse por alto. Cactus de una sola espina. Cactus con flores rosas
y largas espinas. Gymnocalycias especialmente hermosas. Parodias.
Lobivias. Es una explosión que se propaga sin hacer ruido, con énfasis
especial en lo enano, en lo que no se ve. Es posible que sea en las
pequeñísimas rebutias que hayamos descubierto la potencia de lo
micro, de lo que se pierde entre las piedras. ¡En el Norte del Sur están
los cactus más pequeños del mundo! ¡Sus tallos miden menos de un
centímetro! ¡Y han encontrado en esa pequeñez desafiante una llave
para la supervivencia! Es por eso que apuntamos a un cactus del Norte
del Sur. O del Oeste de los Andes. Una planta entregada a la heliofanía
pero astuta, lista para prosperar sin agua en un suelo no muy dotado de
nutrientes. El cactus del futuro”.
–¡Wow! ¡El cactus del futuro! Me encanta como título de algo.
Pero me vuelvo a preguntar, ¿toda esta organización, este ejército,
este bote de tierra, y toda la fachada que armaron para producir el
cáctus del futuro? ¿Querrán comercializarlo a gran escala ahora que
el agua escasea, venderlo como la planta de hogar ideal, incluso como
la mascota ideal? Tal vez encuentren el modo de reproducir el cactus
a escala industrial y se transforma en un nuevo producto made in
Germany, ahora que la industria tradicional está en baja y la posta son
los desarrollos en biotecnología y genética…
–Quién sabe. Todo eso, de todos modos, no nos explica mi
existencia. ¿Qué pito toco en esta cancioncita?
–El mío, bebé.

62
–¿Ahora?
–Cuando quieras, si sabés que es tuyo.
–Qué insaciable. Aprendamos de los cactus y conservemos en
nuestro interior la satisfacción que nos dieron los polvos recientes.
Podemos alimentarnos de esos orgasmos horas, días, meses…
–¡Qué meses! Te mato
–Jajaja. Era un chiste. Pero en serio, acordáte de que teníamos una
misión. El cuaderno no nos fue de gran ayuda. Tenemos que tratar de
hablar con alguien; quiero decir, de forzar a alguien a hablar.
–Es verdad. Dame un beso y pongámonos en marcha.

Seguimos avanzando con dificultad un poco más de una hora.


Paramos a descansar y reavivar la calentura que nos encadenaba.
Esta vez la acción no se prolongó demasiado: al rato nos arrancó de
nuestro furor mimoso el repiquetear de unos pasos. Bajo nuestros
pies, y bajo el conducto que los sostenía, se abría el segmento final
del pasillo central. Desde nuestro cubículo podíamos ver la entrada
al sauna, que coronaba de vapores la proa. La colocación central del
sauna debía haberme movido a sospechar. ¿Cómo es que el bote estaba
diseñado de modo de darle tamaño cartel a una “amenity” que en el
mejor de los casos tenía presencia lateral en edificios, hoteles y demás
establecimientos? Por otro lado, y pensando ahora en la superficie
que ocupaba, era claro que los laberintos de baños y la pomposa
recepción tomaban casi la mitad de la nave… ¿Cómo no me había
dado cuenta? ¿Cómo no lo había pensado? ¡Maldita ceguera! ¡Infinita
estupidez! Bomba me rescató de lo que hubiera sido un pozo de
amargos cuestionamientos. Su sentido práctico, y las circunstancias,
me obligaban a estar alerta, a pensar en el presente y en lo que cada
instante nos exigía. Por otro lado, la historia no había terminado.
¿Qué elementos tenía yo, o cualquier otro, para decidir si mi ceguera
había sido calamitosa o providencial? Después de todo, el sauna
había detonado una bomba de amor que me había devuelto a la vida,
despertándome a las delicias de la piel.

63
IX

Desde las alturas que dominábamos, la entrada del sauna no


parecía excesivamente custodiada. Un solo soldado se paseaba de
un lado a otro, dando por momentos vueltas en círculo. Se lo veía
inquieto, desasosegado. Sus pasos eran rápidos y no sacaba los ojos
de una Piedra de Rosetta digital que sostenía en las manos . No
podíamos ver qué era lo que consultaba ansiosamente en ese aparato,
pero su lenguaje corporal indicaba que era sumamente importante,
vital. Lo estudiamos con atención. Debíamos determinar si estaba
acompañado, si contaba con refuerzos a pasos de distancia, si llevaba
armas. Podía llegar a ser nuestra presa, y debíamos asegurarnos de que
todo saliera bien.
De lejos no era posible distinguirlo de todos los otros soldados.
Mismo uniforme oliva, misma altura, misma complexión física. Debía
medir casi 1m 90cm, era reglamentariamente rubio, blanquísimo y
se notaba que era atlético sin desbordar de músculos ni curvas. Entre
Bomba y yo podíamos dominarlo fácilmente. Avanzamos unos metros
para tener una perspectiva diferente, para inspeccionarlo desde otro
ángulo. No cabían dudas de que estaba solo. No se escuchaban pasos
en los alrededores y nada en sus movimientos denunciaba la presencia
de un colega o secuaz en las cercanías. El modo en que manipulaba esa
especie de tableta inteligente nos hizo pensar que la estaba utilizando
para comunicarse con su comando, o con otros soldados apostados en
otros puntos clave. Si queríamos capturarlo teníamos que encontrar
el modo de interceptarlo en un recodo del pasillo, no visible desde el
interior del sauna (la recepción era amplia y larga, y bien podía suceder
que hacia el fondo, en los escritorios en los que según recordábamos
había computadoras, hubiera otros soldados trabajando). Debíamos
ser pacientes. Esperar a que su nerviosismo lo llevara a la curva más
cercana del pasillo. Una vez allí descender, inmovilizarlo, impedirle
gritar. No parecía cargar armas salvo la tableta. Claro que no podíamos
confiarnos. De ningún modo. Esa tableta podía esconder perfectamente
una luz mortífera, algún tipo de ultrasonido desestabilizante y hasta un
detonador virtual. Idealmente debíamos repartirnos la tarea del asalto:
Bomba, que era el más fuerte y ágil de los dos, se encargaría del soldado;
a mí me tocaba hacerme de la tableta.

64
Nos desplazamos hacia la siguiente abertura en el conducto, que
se suspendía sobre un rincón del pasillo que no podía verse desde el
sauna. Retiramos la rejilla cuidadosamente y nos dispusimos a esperar
el momento justo para el salto. El rubio nos lo hizo bastante fácil.
Con la atención capturada por los jeroglíficos de luz que despedía
la tableta, caminaba de espaldas en nuestra dirección. Cuando se
encontró exactamente bajo nuestros pies nos dejamos caer juntos
sobre él. La tableta voló por el aire y alcancé a tomarla justo antes de
que se estrellara contra el piso. La tenía en mi poder. Bomba se las
había arreglado para contener la sorpresa y el terror del soldado. Lo
tenía trabado en un tremendo abrazo de osito y le había fabricado una
mordaza con la remera, que todavía tenía manchas de transpiración.
Nuestro éxito era por ahora parcial. En cualquier momento podía
aparecer una tropilla de soldados, un batallón armado dispuesto a
liquidarnos. Tanteando las paredes descubrimos una puerta de servicio
que escondía un cuartito de los que se usan para guardar elementos
de limpieza. Era pequeño pero entrábamos los tres de pie. Era nuestra
mejor opción. Nos encerramos ahí con el rubio y con la tableta.
La identidad del soldado tuvo una confirmación doble apenas
entramos al cubículo. Bomba me señaló la constelación plateada
que hacía las veces de su insignia en el momento exacto en que yo
entendía que el holograma que crepitaba sobre la tableta era una
carta natal. El rubio era el astrólogo, lo cual explicaba su gesto de
reconocimiento al vernos. Nos había visto en nuestra primera visita
al sauna, cuando Bomba era todavía una gota bebé. Era probable
que hubiera entendido la situación en un instante: ese joven
impresionante, despampanante, heroico, con pelos cada vez más
pronunciados en el torso y en las piernas, era su objetivo, el sujeto que
estaban buscando. Pero poco importaban el tren de su razonamiento y
sus dudas. El interrogatorio correría por nuestra cuenta.
–¿Cuál es tu nombre? –comenzó Bomba
–Franz.
–¿Y cuál es tu función en esta organización?
–Soy astrónomo y astrólogo.
–¿Para qué querría un astrólogo un ejército?
–Ante todo soy astrónomo. Puedo ser de mucha utilidad en
un ejército. Pero mi organización no es un ejército. Veo que están
desorientados.

65
–Para eso te tenemos acá, y estamos dispuestos a usar la fuerza para
que nos orientes.
–Lamento decepcionarlos pero la información que manejo es muy
limitada. Mi organización es muy sofisticada y se las ha ingeniado para
distribuir los datos y el conocimiento en más de 15 cabezas. No hay
un cerebro máximo, ni siquiera un centro de comando. Hay, si me
permiten la analogía, una suerte de operadora (u operador) recibiendo
múltiples cables y llamadas y coordinando una especie de mensaje
unificado, un rumbo. De modo que no es mucho lo que podré
decirles sobre los objetivos de mi organización.
–Eso lo decidiremos nosotros a su tiempo. ¿Qué tipo de utilidad
tiene tu trabajo? ¿Para qué te contrataron?
–Kronprinzessin, a mí no me contrataron. No somos mercenarios.
Somos una organización que busca vencer el tiempo.
–No me trates de princesa, no aceleres la llegada de la violencia.
–Bueno, bueno, no te hagas el ofendido que ya corrió la bola de lo
qué estuvieron haciendo en el sauna… No tienen nada que ocultar.
A nosotros las preferencias sexuales y las opiniones políticas de los
sujetos nos tienen sin cuidado.
–Como sea, no nos explicaste qué rol cumplís en tu organización. Si
no están en esto a cambio de un sueldo son como una secta entonces.
–Bueno, es un poco reductiva la imagen, pero se acerca a algo así.
En realidad somos un movimiento histórico; también una necesidad.
Pero necesitaría horas para aproximarlos a nuestros contornos.
–No estamos para una clase de historia. Repito: ¿cuál es tu papel
en este circo?
–Esto no es un circo Schatz, es más bien un drama barroco. Como
sea, les dije que soy astrónomo. Trabajo junto con el meteorólogo
y el botánico. Nos toca trabajar en la predicción del clima, en el
mapeo de los movimientos del sol y en sus efectos sobre el paisaje
y sobre la flora. Como deben haber oído, el sol está cada vez más
cerca de la tierra. El desplazamiento es milimétrico pero ya está
teniendo consecuencias devastadoras. La sequía se extiende de modo
cada vez más terrible, destructor. Y nos toca estar al tanto de esas
transformaciones, y de otras que se están produciendo en los cielos.
–Pero esta tableta sigue otro registro, muy distinto –intervine yo.
Esto es claramente una carta natal. Acá estabas estudiando variables
astrológicas, no astronómicas

66
–Bueno, Schnuki, el divorcio de la astronomía y la astrología es
muy reciente. Las dos ciencias se complementan. De todos modos esa
carta natal no tiene que ver con los movimientos del macrocosmos
sino con otro de nuestros intereses: los tránsitos y las oposiciones de
uno de ustedes.
–¿Cómo?
–Esto no debe sorprenderlos. Saben que estamos detrás de este
ejemplar único desde que escaparon del sauna. En ese momento nos
tomaron desprevenidos. Deberíamos haberlos interceptado antes de
que volvieran al camarote.
–¿Para qué? ¿Para matarlo?
–Schatz, auf keinen Fall! ¿Cómo querríamos matar a nuestra propia
creación?
–¡Un momento! – lo interrumpí, con dramatismo apenas
excesivo– Vas a pensar, sin duda, que he perdido todo sentido de la
oportunidad. Y vas a abrir los ojos como platos, ya los están abriendo.
Pero, bebé, dejáme hablar. Este hombre guarda secretos de múltiples
procedencias, conoce cosas sobre vos que ni vos mismo ni tus padres
conocen. Es claro que puede decirnos más, mucho más, sobre este
bote, sobre la persecución que estás sufriendo, sobre el modo de salir
de acá… Pero también es claro que te conoce en un sentido profundo,
babilónico, que guarda las llaves de un mapa de tu potencia, tus
límites, tus recursos secretos. Este hombre, Bomba, puede revelarnos
los contornos de tu futuro.
–¿?
–Esa tableta tiene tu carta natal; podemos observar ahí la posición
exacta de los planetas, las estrellas y las constelaciones oscuras en el
momento de tu nacimiento. Lo que es más: el rubio sabe leer esos
signos, puede informarnos sobre tu signo solar, tu ascendente, tu
Luna; decirnos dónde tenés a Venus, a Marte, a Plutón…
–Ajá.
–Bomba, sos muy chico para entender la trascendencia que puede
tener todo esto. Para tu vida en general, para el trance que atravesamos
ahora. Pero además, si todo esto te tiene sin cuidado, para el destino de
nuestro amor. Hay compatibilidades secretas, tendencias que se agudizan
con los años y que es mejor conocer desde un primer momento, cuando
son la nuez de lo que llegarán a ser… No me quiero llevar sorpresas con
vos amor. Quiero saber que vamos a estar juntos y bien.

67
–¿Amor, te parece? ¿En este momento? Si estamos juntos en esto,
aventurados, ¿por qué necesitás la confirmación de los astros?
–Disculpen que interrumpa. La carta de Bomba (¡vaya nombre
han elegido para nuestra creación!) la tengo super estudiada. Puedo
resolverles las dudas que tienen sobre el asunto con sólo encender
la tableta. Se activará un holograma interactivo que es básicamente
una foto del estado de la galaxia en el momento del nacimiento
de Bomba. Déjenme decirles que manejamos una astrología super
sofisticada, de punta. No nos contentamos con estudiar la influencia
de los planetas del sistema solar. Penetramos gracias a nuestros
satélites en las partículas más elementales y distantes del universo
y sopesamos su influencia sobre las vidas de los mortales, por más
ligera que sea. Nuestras lecturas tienen entonces una precisión
milimétrica. Mucha gente desconfía de la astrología. Con razón.
Porque se suele decir “Lucio es Sagitario”, “Sylvia es Virgo” como si
de ese modo se explicaran los vericuetos de un carácter. Para nosotros
esas afirmaciones son tan poco específicas que ni siquiera podemos
tacharlas de falsas. Cuando trabajamos una carta solar manejamos
como mínimo 10 variables: “Daniel tiene el sol en Acuario, el
ascendente en Tauro, la Luna en Piscis; su Venus está colocado en
Escorpio, Marte está entronado en Sagitario. Plutón está en la Casa
IV. Y un agujero negro estremecía la casa X cuando su madre dio a
luz”. El holograma tiene la virtud de codificar todos estos datos y
procesarlos para revelarnos el punto exacto en el que confluyen todos
los haces de energía con capacidad de condicionar y potenciar. Este
saber no cancela de ningún modo el libre albedrío. Por el contrario,
le proporciona al libre albedrío un terreno seguro sobre el que ejercer
su imperio, un conocimiento básico de los bueyes celestes con los que
tendrá que arar.
–¡Fascinante!

Bomba se mostraba renuente a participar de la conversación, y


del entusiasmo reinante. Intuía, bien, que esta sorpresiva afinidad
me estaba llevando a simpatizar con quien hasta hace minutos era el
enemigo. Temía tal vez que me vendiera, que bajara la guardia o que
olvidara mi norte. Percibí esta intranquilidad y me le acerqué al oído
para devolverle la calma en susurros prácticamente inaudibles:

68
–Amor, así como percibís mi infantil inclinación a la fantasía y
al olvido, podés percibir también que mi primera lealtad es hacia
esto que pasa entre nosotros. No hay amigo, familiar, enemigo o
astro que pueda hacer tambalear esa certeza. Vamos a estar juntos y
nos encargaremos de cuestionar a este prusiano una vez que me de
la alegría que busco, una vez que me confirme que esta unión está
sancionada por las constelaciones.

La reacción fue inmediata:

–De acuerdo, vamos a asistir a la revelación de mi carta. Pero la


tableta la voy a manejar yo. No vaya a ser que quiera utilizarla para
comunicar un mensaje, detonar una bomba o activar un mecanismo
de asfixia por gas.

El prusiano no se resistió a esta sugerencia. Le paso la tableta a


Bomba y comenzó a explicarle qué botones tenías que presionar.
Cuando comprobó que Bomba había seguido sus instrucciones de
manera impecable (¿cómo podía ser de otra manera, corazón mío?) le
indicó que lo mejor era colocar la tableta en el piso, de modo que el
holograma tuviera más espacio para desplegarse y abrirse en un ángulo
de luz. Dicho y hecho. A los pocos segundos, el cuartucho se llenó
de auroras boreales. Haces de luz de colores pálidos se posaban sobre
Bomba refractándose en cientos de arcoíris monocromos. Un estrépito
de chispas silenciosas ascendía el camino que iba de la tableta al techo del
cubículo, coronando la temblorosa bóveda celeste de heladas estrellas.
Cintas doradas cruzaban el inminente dibujo, indicando seguramente
conexiones esenciales, invisibles para los no iniciados, estruendosas para
los entendidos. El holograma adquiría de a poco su forma definitiva y se
erguía como un dios despiadado, bañando de luz el entero volumen del
cuarto de limpieza. Hipnotizado por el espectáculo, yo no dejaba de mirar
a mi bebé, que respiraba radiante bajo una lámina de hielo esmeralda.
Empezamos a oír de a poco una voz metálica, como de robot. Claramente
salía del centro de esa trenza de luz clara, pero su coloratura era de
fantasma, obra probable de la teletransportación:

Un regalo de Virgo. Nacerá bajo el sol de este signo y caerá entonces


bajo el dominio de su naturaleza terrenal, mudable, selectiva y crítica.

69
(La naturaleza mudable ya la ha mostrado: era una gota bebé,
ahora es un chongo que arrasa.)

Intentaremos que haga honor a su símbolo, la virgen que sostiene una


espiga de trigo.
Regido por Mercurio, el mensajero de los dioses, su intelecto tendrá un
desarrollo excepcional, y no será tan vacilante e inquieto como su pariente
de planeta, Géminis.
Claro que Virgo es un signo contradictorio; es el más terreno y
pasivo de los tres signos de la tierra, y hay que tener en cuenta que la
tradición astrológica describe al regente de Virgo como “la cara negativa
de Mercurio”. Mercurio es en todos los sentidos el opuesto absoluto de
la tierra, porque es mudable, móvil, ligero, inquieto, mutante; y esta
antinomia no es fácil de resolver. Por lo tanto, también es extremadamente
difícil encontrar nacidos en Virgo cuya apariencia no haya sido
modificada por factores planetarios.

(–Lo de mudable, cambiante, bueno, ¿quién puede ponerlo en


duda? Esperemos que se limite a la apariencia, ¿no? No me gusta eso
de mutante, puede implicar volatilidad, falta de compromiso. Bomba
quién sabe una noche me decís te quiero, mi amor, y a la mañana me
despertás con un beso frío, seco, de cactus.
–Amor, por favor. ¿Nos vamos a pelear por lo que este mapa
supuestamente sabe de mí? ¿Qué es esto? ¿Me acusás de un crimen
para el que supuestamente estoy predestinado? El astrólogo aclaró que
estos datos no cancelan el libre albedrío.)

Apostamos al desarrollo de ciertos rasgos morfológicos característicos: el


Virgo terreno tiene una cabeza grande, que a veces es demasiado grande en
proporción al cuerpo. El rostro es generalmente prosaico, con una tendencia a
la nariz prominente, las narinas amplias, y una apariencia algo agresiva, que
puede llegar a ser autoritaria, dominante. Los ojos suelen ser pequeños pero
transparentes, y con frecuencia tienen una expresión de astucia; pocas veces son
simpáticos. La boca es pequeña pero suelen aparecer labios abultados.

(–Bueno no sé. ¿Cabeza grande? ¿Qué cabeza? Lo del rostro


prosaico lo tomo, y celebro lo de tu nariz, una nariz dura como un
puñetazo, viril, que te invade la cara, se sabe firme, y de tan grande
está apenas separada de tu labio de arriba, y a mí esa pequeña zanja, y
el territorio que la contiene, el pico abultado de la nariz y el contorno
marrón e inflado de tu labio, toda esa zona, su fuerza, me vuelven
loco, me atraen hacia vos, no puedo dejar de besarte esa zanjita, de
comerte la nariz con la lengua y de imaginarme que con esa nariz y
ese labio que nunca te tiembla me comés el culo a la distancia. Y sí,
tenés una expresión autoritaria, dominante, que me encanta, como de
general que sabe que tiene la batalla ganada y mira a su enemigo con
cierto desprecio. Me calienta tu mirada agresiva, y me gusta cuando te
me acercás y terminás cuidándome, como si fueras Aquiles que revela
sus costados más débiles cuando ha dejado su armadura, y a mí me
toca gozar de tu bajada de guardia, y de tus labios abultados, con ese
lunarcito ahí abajo mi amor me volvés loco te cojo todo).

Punto clave: su salud. Virgo suele evitar la mayoría de los problemas


que suelen causar el mal manejo o la auto-indulgencia. Son moderados,
y no sienten la tentación de abusar de los placeres. Les gusta llevar vidas
tranquilas, regulares y activas, y, como regla, no necesitan un ejercicio
violento para mantenerse en forma. Están naturalmente inclinados a la
delgadez más que a la gordura. Las tentaciones de los sentidos no tiene
una fuerte atracción para esta gente. Se sienten cómodos en la vida simple.

(–Me inquieta que te resistas a las tentaciones de los sentidos


porque no quiero dejar de disfrutarte pero la comodidad en la vida
simple me copa. Yo quiero una vida simple, bebé. Estoy cansado de la
sofisticación, de la complejidad por la complejidad misma. Pienso en
una casita en la playa, un ranchito en los médanos, todo de madera,
en una playa del sur, o uruguaya, una playa de pueblo, y un ranchito
austero pero distinguido, con dos o tres ambientes cómodos, una gran
biblioteca y una linda cocinita para hacernos guisos en invierno y
rabas en el verano).

Clave: longevidad. Es uno de los signos que vive mucho, sobre todo si se
evitan los peligros de la infancia temprana. Las convulsiones y la diarrea
infantil son los peligros principales en el comienzo de la vida. Después de esta
etapa, es probable que los nacidos en Virgo desconozcan lo que es estar enfermo
hasta que llega el momento de las oscuras enfermedades degenerativas.

71
(–Para cuando te llegue ese momento la ciencia será capaz de
ahorrarnos toda oscuridad, y toda degeneración. Y en mi corazón,
bebé, siempre vas a ser un monumento, y te voy a adorar como si
fueras el Apolo que se manifestó ante mí en el sauna).

Clave: no al delirio, no al sueño improductivo. El nativo de Virgo es


extremadamente práctico, y sus fines están en general influenciados por
algún tipo de ventaja material. Su actitud puede llegar a ser mezquina y
su razón estar obstaculizada por la intrusión perpetua del punto de vista
pragmático. Es, por lo tanto, prácticamente incapaz de producir algo
insuflado del fuego del verdadero genio, y por más talentoso que sea, no
puede ocultar que en todo lo que hace tiene un interés personal.

(–Creo que esto me deprime un poco bebé. ¿O no? Estoy


acostumbrado a ahogarme en un mar de dudas y vacilaciones, a
discutir horas con mis novios sin ningún norte, hasta el cansancio,
sólo por el placer de discutir y elaborar teorías, perspectivas, puntos
de vista. Es verdad que en las pocas horas que llevamos juntos me has
cortado las mechas con precisión en el momento exacto, cuando mis
vueltas nos conducían al naufragio).

La principal fuente de error de Virgo es que el nativo de este signo no


puede entender la pasión humana irracional. La falta de humanidad y
empatía es característica de Virgo, que habitualmente aplica el intelecto
al costado material de cada problema. La gente que nace bajo este signo
debería intentar establecer un lazo entre el corazón y la mente.

(–Sí, amor, esto es muy importante. Yo te voy a ayudar igual, con


mimos y cuidados te voy a acercar de a poco a la pasión humana
irracional, como la que me ata a vos. Vas a terminar entendiendo, vas
a terminar sintonizando con esas frecuencias un poco vergonzosas
pero que son fuente de gozo una vez que las aceptamos. Como yo,
bebé, de a poco vas a reconciliarte con el hecho de ser humano
–Bueno, no realmente –intervino Franz.
–¿Cómo no realmente? ¿Qué querés decir?
–Este a quien llamás tu amor no es humano ni podrá serlo. Está
más allá de la humanidad y esa es su potencia.

72
–Momentito, explicáte mejor a ver.
–Esperemos a que termine la lectura de la carta)

En el amor, Virgo es un compañero imposible para la gente


temperamental. No es apasionado y tampoco especialmente afectuoso.
Suele asociarse a este signo con Narciso, y en efecto este personaje constituye
un símbolo excelente de Virgo. Es frío porque está muy centrado en sí
mismo; no tiene concepción alguna del secreto más íntimo del amor, el
abandono mutuo del yo por el amado, que resulta en una verdadera
fusión espiritual en una unidad divina. En efecto, la división del ego y
lo que es ego es la quintaesencia del dolor, pero Virgo es absolutamente
inconsciente de esto. Detesta la idea de entrega. Tampoco lo seduce
demasiado la idea de conquista, y por eso no logra despertar verdadero
entusiasmo, ni en sí mismo ni en los demás. Podría decirse que es incapaz
de amar. Paradójicamente, o no, esto lo vuelve popular con la enorme
cantidad de gente que adora jugar al amor. Los hombres Virgo suelen ser
exitosos en el amor en el sentido más ligero del término, allí donde los
tipos más nobles fracasan por la simple razón de que no quieren “jugar”
ese juego.
Horribles amantes, los Virgo son compañeros excelentes en el
matrimonio o en los negocios; se ocupan de las pequeñas comodidades y
del confort en ambos planos. Los flirteos no tendrán trascendencia; no
ocurrirá nada que amenace el hogar.

(–Esto de poco apasionado es totalmente inexacto


–Yo te dije que no confiaba en esto. En todo caso concentrémonos
en lo que nos anuncia bienestar: no soy un ser de amoríos; me gusta
el matrimonio, el hogar, la rutina. Le huyo a los flirteos. Ya sabés, ya
sabías, que esto que sucede entre nosotros tiene raíces profundas.
–Me encanta amor. Voy a pensar en eso)

Al nativo de Virgo no lo impacientan especialmente los límites, la


restricción. Los siente pero poco. Hamlet lo expresa muy bien: “Podría estar
encerrado en una cáscara de nuez y sentirme rey de un espacio infinito”.
Virgo no tiene pesadillas. Le parece natural que todas las cosas están
arregladas de acuerdo con un orden menor, y no se le ocurre protestar.

(–Amor ya te lo dije: sos el rey de mi espacio infinito y de todas sus


nueces.

73
–Creo que con esto tenemos suficiente, ¿no?
–Sí, gracias amor. Pero quisiera que me hablaran un poco de
nuestra compatibilidad. Yo tengo el sol en Cáncer.
–Como gusten)

Cuando Cáncer y Virgo se flechan, el resultado es una relación fuerte,


duradera y con los pies sobre la tierra. Es una relación con gran potencial
de mejorar cada vez más a lo largo de los años. Tanto Cáncer como Virgo
son disciplinados y orientados a cumplir objetivos. Son sinceros, están
dedicados el uno al otro y comparten un fuerte sentido de propósito. Este
no es un amor ligero: ¡estos dos no están hechos para las aventuras! Cáncer
y Virgo se admiran profundamente: Virgo respeta la fuerza calma y la
dedicación de Cáncer; Cáncer aprecia la adaptabilidad entusiasta y la
inteligencia de Virgo.

(–Bueno, es lindo esto. En realidad yo estuve dedicado a las


aventuras hasta hace muy poco. En los últimos años me calmé sí,
como si te estuviera esperando. Ahora pienso en una casita de los dos,
en cocinarnos y en mirar juntos la tele y me parece un sueño. Antes
esa falta de movimiento me hubiera sofocado)

Es posible que este amorío tenga un arranque lento, a causa de


cuestiones de confianza y de la necesidad de análisis. A Cáncer le
cuesta abrirse, y Virgo tiene que analizar todo todo antes de hacer un
movimiento. Ambos tienden a preocuparse de más, pero Virgo reconocerá
este rasgo en su amante Cáncer y estará atento. Cáncer por su parte le
brindará su apoyo a Virgo y lograrán atravesar cualquier obstáculo.
La Luna (la emoción) rige a Cáncer; y Mercurio (la comunicación)
rige a Virgo. Aunque son planetas muy distintos, ambos están cerca del Sol
y por lo tanto siempre se encuentran en vecindarios cercanos. La Luna es
una influencia maternal; tiene que ver con el refinamiento y el estímulo
al crecimiento, ambas preocupaciones centrales para Cáncer. Mercurio
es el planeta de la comunicación, y su energía es andrógina: Virgo se
adaptará y asumirá la forma que escoja, el aspecto que mejor se ajusta a la
situación.

–Esto es bastante claro, ¿no? –exclamó Franz– Él ha mutado y esa


mutación lo ha acercado a tu ideal de hombre, o a vos mismo. Nos

74
interesaba germinar un Virgo justamente por esta cualidad mudable,
por su capacidad de transformación y adaptación. Hasta ahora viene
demostrando ser un ejemplar intachable en este sentido.
–Creo que llegó el momento de ponerle pausa a la lectura – se
impuso Bomba- Detengámosla. Quisiera que me expliques quién
soy, o mejor, qué soy. Entiendo que es bastante extraño que, en el
curso de unos minutos, haya pasado de ser una bebé indistinguible a
ser un hombre de músculos hinchados. También es extraño, aunque
no lo cuestiono, mi apego inmediato a Mariano: desde que mi piel
entró en contacto con la suya me sentí en casa y supe que me unía
a él algo indestructible. Como si hubiera nacido programado para
desearlo, amarlo y defenderlo. ¿Y cómo explicar que pueda hablar a
la perfección no uno sino cuatro idiomas (porque he descubierto que
puedo comunicarme en alemán, en francés y en latín), que maneje
códigos secretos, que tenga una intuición de cómo funciona esta nave
y hacia dónde va? Por último, mi transformación se ha vuelto más
lenta pero no se ha detenido. Hace minutos, notamos que mi piel se
cubría de una capa de vellos finísimos, promisorios. Ahora me veo en
el reflejo del holograma y compruebo que los pelos cubren todo mi
pecho, mis antebrazos y mis piernas; que se han vuelto más largos,
más espesos y más oscuros.
–Es cierto, ¡se está convirtiendo en una fantasía porno! Mientras
hablábamos, dejó de ser un atleta ático para convertirse en un
ejemplar del exceso: ahora podría ser un barman de verano de Fire
Island, un modelo del calendario de mecánicos en apuros, la versión
anabolizada de los hombres hirsutos que dominaban Hollywood en
los 70. Una metamorfosis notable, amor. Cada vez te cojo más. O me
dejo coger una, cien, mil veces por minuto.
–Como les dije, no es tanto lo que puedo decirles. La información
que yo manejo es escasa, pero se las daré de todos modos. Bomba es
en gran medida nuestra creación. No podría precisarles con exactitud
qué quiere decir esta frase. No sé cómo es que lo creamos, ni qué
grado de responsabilidad señala el “en gran medida”. Sé que de algún
modo lo diseñamos, lo planeamos, lo programamos. Pero como deben
saber, no existe la generación espontánea, de modo que lo creamos a
partir de otra cosa, de materiales existentes, disponibles, comunes. El
parecido que observo entre ustedes, y la atracción incontenible que
los une, me lleva a pensar que Mariano debe tener una participación

75
en esta creación. Dicho de otro modo: Bomba es un producto que
trajimos al mundo utilizando de algunos de los materiales que ofrecía
Mariano. ¿Qué materiales? Estimo que sus células, sus códigos
esenciales, su información genética. Puedo aventurar, aunque no lo sé
a ciencia cierta porque no he sido iniciado esa rama del conocimiento
y de la técnica, que Bomba es una suerte de clon de Mariano. Repito:
estas son conjeturas. Lo que sí sé es que se me pidió que calculara
cuál era el mejor momento para traer esta creación al mundo. Se me
indicó explícitamente: las fuerzas del cosmos tienen que alinearse
para que nazca en un momento propicio para las mudanzas, las
transformaciones, las metamorfosis. La respuesta fue fácil: les dije
a los responsable de las oscuridades de la biología que el bebé debía
manifestarse en la tierra bajo el sol de Virgo, con ascendente en
Géminis y Luna en Tauro. Añadí a eso otros detalles microscópicos,
sugerí días y horas pensando en la ubicación potencial de soles
lejanos, anillos de esteroides, partículas invisibles. Gracias a mi tarea
colocamos a los astros al servicio de nuestro objetivo, pusimos a las
galaxias de nuestro lado, sumamos a la vía láctea a nuestra causa. Los
resultados están a la vista: Bomba ha sufrido varias metamorfosis
sucesivas, y todo parece indicar, su flamante aspecto imponente parece
indicar, que mi participación ha sido un triunfo.
–La explicación es bastante clara. ¿Pero para qué crearon este ser
perfecto, que se ha ido acomodando gradualmente a mis fantasías?
¿Para qué darme este juguete inagotable, que a cada segundo me
ofrece una novedad, una sorpresa, un truco inesperado, como para
que no me agote nunca y esté seguro de amarlo por los siglos de los
siglos?
–No te confundas Mariano: las mutaciones que está sufriendo
Bomba, que no son otra cosa que adaptaciones aceleradas, no te están
dedicadas. Digamos que tu placer, tu goce, tu satisfacción infinita,
son efectos colaterales, consecuencias no deseadas, de un proyecto
mayor, nuclear. Nuestra organización no ha gastado casi todos sus
recursos para regalarte una apoteosis porno. De hecho ya estás grande
para creer en el Príncipe Azul, ¿no te parece? No nos oponemos a
que disfrutes de Bomba mientras puedas y mientras quieran, pero su
creación obedece designios mucho más altos, un plan trascendental en
el que las reverberaciones de tu deseo son como las onditas minúsculas
que agitan la orilla de un lago.
–Todo muy lindo –intervino Bomba–, pero deberías decirme qué
es exactamente lo que se propusieron hacer conmigo, qué quieren
lograr. No termina de quedarme claro porque idearían un clon, por
qué darle mis características; menos claro me queda para qué quieren
usarme y por qué no les comunicaron este designio mayor a mis
padres.
–Bomba, mein Schatz, sos tremendamente ingenuo. Ningún padre
quiere que su hijo sea un experimento. Ningún padre quiere que su
hijo sufra mutaciones tan drásticas. Y ningún padre quiere ser parte de
un trato en el que la infancia más tierna de su crío, sus años bebé, le
es arrebatada como por arte de magia. El esplendor de Bomba habrá
ahogado los reproches pero los que se creían sus padres no deben
estar contentos: distintos estudios demuestran que los primeros cinco
años de vida del hijo, amén de ser los más exigentes, son los que más
satisfacciones les dan a los ilusos que se embarcan en la aventura de la
paternidad. A partir del quinto año todo se vuelve más denso, más duro,
con momentos de zozobra y riesgos de desborde en la pre-adolescencia
y en la juventud. Es una suerte que esta metamorfosis le haya ahorrado
a los padres de Bomba las primeras erecciones, los primeros granos, las
primeras pajas, todo el arco bobo de la “edad del pavo”, un verdadero
dolor de ovarios que toda madre quisiera ahorrarse… Sin embargo, creo
que esto no llega a compensar haberse perdido los primeros pasitos, las
primeras palabras, el famoso “ajó”, el esperado “mamá”, el tiernísimo
“babau”. Todo eso suele atesorarse como lo más preciado que ofrece
un bebé (vaya a saber uno por qué; tampoco he sido iniciado en los
principios de ese saber) y en el caso de un experimento como Bomba eso
les ha sido literalmente robado. En cuanto a los objetivos mayores de este
experimento; permítanme repetirles: los desconozco. Si sé que falta poco
para llegar a destino, que nuestro plan era hacer llegar el bote al Noroeste,
al desierto salteño, y operar allí el cambiazo. El plan era aprovechar algún
momento de distracción para trocar la gotita que era Bomba por un
bebé un poco más normal que tenemos guardado por ahí. Los padres se
hubieran sorprendido, sí, pero hubiera sido una sorpresa menor si se la
compara con la que les deparó la manifestación de Bomba. Y nosotros
nos hubiéramos apropiado de la gota, la hubiéramos germinado con
paciencia: planeábamos ser testigos de cada una de las etapas de su
metamorfosis, acompañarlas extremando los cuidados, prestando especial
atención al desarrollo físico y psíquico del bebe, ofreciéndole explicaciones
allí donde fueran necesarias y posibles. No contamos con la lascivia de
este humano débil, que no dudo en llevar a un bebé a un establecimiento
de dudosa moral, y no previó las consecuencias fatales de exponerlo a
los vapores brumosos y cálidos del sauna. Voy a decir en su defensa que
mi entendimiento del caso tampoco permitía adivinar este desenlace.
Por eso cuando los recibí en el sauna los dejé pasar sin mayores trámites,
limitándome a indicarle el paradero del objetivo a mis superiores. Claro
que apenas entraron en conocimiento de la situación se organizaron para
rescatar al objetivo de la humedad, el vapor y los distintos fluidos que
podían ponerlo en riesgo.
–Creo que el astrólogo es honesto. Podemos confiar en él. No nos
queda mucho que hacer más que esperar. ¿Faltará mucho para llegar a
destino?
–No, unos treinta minutos. Cuando lleguemos al desierto
salteño la nave se detendrá y la gran mayoría de los pasajeros será
transbordada a otro barco para seguir su ruta. Ni van a darse cuenta
porque los hemos dormido hace horas. Calculo que la familia de
Bomba no habrá sufrido esa suerte: al no haberlo encontrado en el
camarote, la tropa de asalto debe haber mantenido a todos sus amigos
como rehenes y prendas de negociación. Cuando lleguemos y el barco
se detenga podremos iniciar una conversación civilizada. Nadie tiene
que salir lastimado, mientras se cumplan nuestras reglas y la familia,
los amigos y Mariano entiendan que si pedimos que nos restituyan a
Bomba es por razones de fuerza mayor, o, mejor, de fuerzas mayores
–Esto ya lo veremos. Yo no me voy a ningún lado sin mi Bomba.
–Yo tampoco quiero separarme de Mariano.
–Enfrentaremos su destino juntos. No importa qué represente, ni
qué papel le toque jugar; yo quiero quedarme con él, acompañarlo,
cuidarlo, mimarlo. Mi destino está sellado al de él. Es lo que anunció
la carta, por otro lado.
–Eso es cierto, y si quieren podemos terminar de escucharla
mientras llegamos.
–¿Hay más?
–Sí, amor, no seas impaciente. Veamos qué más nos auspician los
astros.

Cáncer es un signo de agua, y Virgo es un signo de tierra. Los signos


de tierra, fieles a su nombre, tienen los pies sobre la ídem, pero también
pueden ser materialistas y estar preocupados por la adquisición de bienes.
A los amantes Cáncer-Virgo les gusta rodearse de cosas cómodas y bien
hechas. Los signos de agua confían en el sentimiento y en la intuición, lo
que hace de Cáncer la fuerza emotiva detrás de esta relación, al modo
sutil de Cáncer, por supuesto. Junto con su deseo de prosperidad, su amor
por una vida de hogar sofisticada asegura que esta pareja trabajará duro
para alcanzar su meta compartida. Por otro lado, son una pareja práctica,
y la posibilidad de perder el control nunca aparece en el horizonte.

(–Agua y tierra, los elementos primordiales –exclamó Franz–. Pero


noten que agua es lo que falta, lo que no tenemos en abundancia
desde hace un tiempo. Mariano vos tenés mucho que darle a Bomba
al parecer)

En cuanto al sexo, Cáncer puede ser dominante o sumiso en la cama. El


sexo está lleno de variedad y vitalidad. Los Virgo aman el sexo. Están abiertos
a nuevas ideas y Cáncer le proporciona sugerencias exóticas y divertidas.
Este dúo sexual es apasionado y sumamente compatible en la cama. Ambos
disfrutan todo lo que seduce los sentidos. Cáncer adorará revelarle su costado
sensual a Virgo. Virgo aportará cierto excentricismo al sexo.

(–Esto no necesitaba que me lo dijeran los astros. Desde que


nació se me agarró como una garrapata. Y su piel se abre a mi tacto
como un claro de lluvia, sin resistencias, sin fricciones. No hemos
tenido tantos encuentros sexuales, pero todos han sido memorables,
transformadores, efervescentes. Y sí, Bomba aportó el excentricismo
de sus transformaciones. Bebé! Nunca antes besé un pecho que se
fuera llenando de pelos mientras lo besaba; nunca antes me abrazaron
dos brazos que segundo a segundo se volvieran más fuertes, más
duros, más abultados, más viriles. Cuando empezamos a hacer el
amor en el conducto, yo descansaba en el pecho de un joven potente.
Cuando la calentura se apagó, cuando lo que nos unía ya no eran solo
las ganas sino también el cansancio, la transpiración y el pegoteo, me
vi envuelto en el abrazo de un hombre cabrío, un caballo maduro, que
bien podía marcarme el ritmo, llevarme a trotar, indicarme con fiereza
cuando dar cada paso. La excentricidad fue haber consumado, en un
lapso brevísimo, más breve que la vida de una mosca, una fantasía
femenina atávica: pude exclamar, entre orgulloso y sorprendido, “vos
te hiciste hombre a mi lado”.

79
–Debo confesarles que su historia me conmueve. Creo que mis
superiores no la aprueban del todo, pero veremos qué tienen para
decir cuando nos pongamos a hablar civilizadamente. Por cierto,
estamos llegando. Noten que la velocidad de la nave disminuye y la
claridad aumenta. Estamos sin dudas ingresando al desierto salteño
y es el sol inclemente del mediodía el que se cuela por los vidrios
semipolarizados. Prepárense para el calor intenso del verano y para
los temblores de la negociación. No puedo prometerles nada, pero
intentaré inclinar la balanza para su lado. Bomba no puede tener una
vida libre como la de los humanos. Eso, creo, es inmodificable. Pero es
posible que te permitan, Mariano, acompañarlo en su servidumbre).

80
X

La nave se había detenido por completo. Nos dispusimos a salir


del cuartito, entregados a lo que nos tenían preparado los dioses,
pero afirmados en una atracción que en unas pocas horas se había
revelado necesaria e indisoluble. Franz encabezaba la marcha. Su
amabilidad había terminado por ganarme y le tenía cierta simpatía.
Confiaba en sus palabras, en sus buenas intenciones. Ése había sido
siempre mi problema: interiormente no creía en dobleces; cualquier
palabra de aliento, cualquier gesto amigable, significaba para mí
una declaración de amor y de fidelidad. Eso pese a que a lo largo
de mi vida me habían traicionado innumerables veces. Novios que
me decían “Te quiero” para darse vuelta y acostarse con mis mejores
amigos (“mejores amigos”). Desconocidos que se acercaban con una
sonrisa para obtener información y hacerla circular por donde más
me dolería. Podría abultar los ejemplos. Nada había conmovido mi fe
en la humanidad. Y ahora me encontraba escoltando a un espécimen
prusiano, confiado en su versión de los hechos y en su solución a
nuestros problemas. Muchas opciones no teníamos: era improbable
que cuatro maricones, por más tuneados y duplicados que estuvieran,
fueran capaces de doblegar a un ejército organizado, dispuesto
a todo con tal de alcanzar sus objetivos. A todo esto, mi Bomba
seguía mutando. Último en la procesión, lo miraba desde atrás. Su
espalda hasta hace poco inmaculada empezaba a mostrar signos de
hirsutismo. Eran leves, por ahora, apenas visibles como una sombra
en la franja de piel que separa los lumbares, y en la cordillera que
une el cuello con los omóplatos. Nubes de vello que no perturbaban
su lugar en el Olimpo de los hombres. Tal como estaban dispuestas,
le añadían una dosis de bestialidad que lo volvían todavía más
cogible. O amenazante. La transformación viraba progresivamente
hacia lo porno animal. A medida que pasaban las horas, Bomba
dejaba las tiernas praderas del sex appeal pop para internarse en la
oscuridad densa de los calabozos S&M. Su maduración me prometía
placeres inconfesables, y la concreción de múltiples fantasías, pero
no dejaba de inquietarme. ¿Adónde iba esto? La velocidad de los
acontecimientos capilares era realmente pasmosa. ¿Tendríamos, en
cuestión de horas, un ejemplar vernáculo del temido Lobizón? ¿Una

81
suerte de Chewbacca esbelto, esculpido por las técnicas más avanzadas
del culturismo o la genética? Me desesperaba un poco. No había dudas
de que lo amaba, y de que nuestros futuros estaban sellados. Lo sabía,
lo sentía, lo anhelaba. Su forma exacta actual, la que caminaba delante
de mí, era el colmo de mis sueños eróticos, el non plus ultra de lo que
quería de un hombre. Pero ese ejemplar, detenido en el borde mismo
de la animalidad, paso a paso se transformaba en otra cosa, en algo
que no iba a rechazar pero que, no podía engañarme, se alejaba de
mis preferencias. A medida que esta certeza me ganaba por completo,
mis deseos de disfrutarlo una vez más se acentuaban. Varias veces se
me presentaron, clarísimas, las ganas de arrancarlo de ese camino al
patíbulo y pegarle una buena cogida en esa, su forma perfecta. Pero
las circunstancias conspiraban contra ese tipo de impulsos, y me
imponían cierta contención, cierta cordura. Debía ser responsable,
debía poder esperar, aunque esperar significara perderlo. Triunfó,
finalmente, la responsabilidad, el deber. Supe en ese momento que yo
también mutaba; que alcanzaba una madurez que, por serme esquiva,
siempre había despreciado.
En la entrada de lo que había sabido ser el sauna se amontonaba
la plana mayor del ejército oliva. Todo parecía indicar que la escena la
dominaba el botánico: los soldados se acercaban en grupos de a dos o
tres para hacerle consultas; tenía en sus manos dos o tres tabletas que
consultaba frenéticamente; escudriñaba todo como desde una altura
indefinible. Nos vio acercarnos sin perder la calma, sin dejar de hacer lo
que hacía. Se limitó a mirar al astrólogo y a hacerle un gesto con la cabeza.
Ingresamos al centro de operaciones esperando que se nos
prestara atención. Para ser un tesoro de la genética y la astrología,
Bomba estaba recibiendo poquísima. Pieza clave de un plan maestro,
caminaba por entre los soldados como una loca vista mil veces en un
boliche de pueblo. Yo había fantaseado con otro recibimiento. Una
bienvenida más en tono ópera. Trompetas, ajetreo, una alfombra, un
púlpito para que diera un discurso, una sala de operaciones… no sé.
Todo se veía como business as usual más allá de lo enredado de toda
la situación. Era posible que al verlo vivito y coleando se hubieran
calmado todas sus ansiedades. Que al saberse en control de la
situación, dueños de nuestras vidas, hubieran pasado a ocuparse de la
siguiente urgencia, o de lo inmediato, que era hacernos descender en
destino. A nosotros y a todos los pasajeros.

82
Se veían camillas y redes tipo mediomundo llenas de cuerpos
dormidos. Los soldados más fornidos se ocupaban de trasladar los cuerpos
de un lado a otro, hacia un destino incierto. El hecho de que estuvieran
dormidos, y el orden especial que observaban los cuerpos, daba cierta
tranquilidad. No estábamos ante el amontonamiento bárbaro que uno
asocia con el exterminio en masa, las fosas comunes, los vuelos de la
muerte. Claro que los alemanes siempre habían sido elegantes para
todo, hasta para la solución final. Pero el cuidado que los soldaditos le
dedicaban a los durmientes; la delicadeza con la que disponían el tetris
de brazos, piernas, cabezas y cuellos; las caricias que de vez en cuando
le regalaban a las cabezas más rubias; el furtivo beso que, a todas luces,
no habían podido contener, todo eso volvía imposible la hipótesis
del genocidio. La explicación que había anticipado Franz parecía más
probable: estaban trasladando a los pasajeros a otro bote, a otra nave, para
que continuaran en él el viaje que creían haber iniciado. Todo se hacía con
suavidad, en el mayor de los silencios, sin contramarchas, como siguiendo
una partitura. De tan mecánico, el orden de los movimientos se volvía
orgánico, y volvía verosímil hasta para los más descreídos el concepto
mitológico de sistema.
Entre las miles de cabezas distinguimos de pronto la trenza
color trigo de Cecilia. Nos acercamos a la red en la que descansaba
y comprobamos con alivio que apoyaba su cabeza en el torso de
pajarito de Milton. Las bocas estaban cerca, insinuando un contacto.
Respiraban hondo y pausado, dormían en paz. Tardamos más en
descubrir un detalle que nos llenaría de tranquilidad: en el hueco
minúsculo que se abría entre el cuerpo de Cecilia y el de Milton,
ambos delgados y en estricto negro, se acurrucaba una bebita
diminuta pero no tan chiquita como la que habían tenido. Era
una nueva Kasia, una Kasia salida de no sabemos dónde. Acaso la
Kasia que ellos estaban destinados a concebir y que el proyecto de
los prusianos les había arrebatado de las manos. Era posible que esa
fuera en efecto su bebita, y que el tan temido plan maestro no fuera
más que la intención de restablecer el orden cósmico. Mientras me
dejaba ganar por estas ensoñaciones, la red se alejaba de nuestro
campo visual. Por efecto de la distancia creciente, Kasia volvía a ser
la gota diminuta que yo había conocido y que había aprendido a
proteger. Algo la distinguía de su anterior encarnación, de la semillita
de chongo que había sido mi ahijada: aun desde lejos se le adivinaba

83
una sonrisa flotante, amplia y serena como la de un gato de fábula.
Tras la boquita de Cheshire vimos desaparecer uno a uno los rostros
de mis amigos. Todos dormían el sueño de los justos, mientras se
los transportaba a una nueva realidad de la que nosotros seríamos
borrados. Era claro, o necesario, que en el proceso de dormirlos y
hacerlos despertar en un nuevo bote los someterían a algún tipo
de cirugía de la memoria. No podían recordar que el bote se había
detenido, no podían recordar que los habían dormido, no podían
recordar que habían tenido una hijita tamaño uva, no podían recordar
que había habido un amigo llamado Mariano, ni que un grupo
de soldados germanos habían entrado a su camarote a las patadas.
O quizás sí, quizás estas eran mis aprensiones; quizás los alemanes
sólo estaban preocupados por asegurarse un traspaso de cuerpos
sin complicaciones y no tenían tiempo para ocuparse de posibles
desórdenes psíquicos. Su plan parecía planear muy alto, llegar a
alturas desde las que los avatares de la novela familiar no merecen más
consideración que los conflictos internos de una colonia de hormigas.
Era difícil saberlo. Hacían todo con una elegancia que provocaba
respeto y llamaba al silencio.
Un poco decepcionados por la falta de atención nos sentamos
en uno de los bancos del centro de operaciones. Bomba ya tenía
una barba de algunos días, y el vello de su pecho crecía inocultable
más allá del cuello de la remerita de Héctor. Nos disponíamos a
comentar la situación cuando vimos entrar a los otros gemelos.
Al parecer acababan de encontrarlos, y, por razones que nos eran
desconocidas, no recibían el mismo tratamiento que el resto de los
pasajeros. Se acercaron a nuestro sitio de descanso y se sentaron
junto a nosotros. Casi instintivamente unimos nuestras espaldas y
pasamos nuestros brazos por encima de los hombros del que teníamos
al lado. Volvimos a formar un cuarteto; era, esta vez, un cuarteto
amansado. Retornábamos sin planearlo a la tranquilidad post coito
que merecíamos después de nuestra primera orgía en el sauna y que las
circunstancias apremiantes habían aplazado.
–¿Nos derrotaron? –preguntó uno de ellos.
–Sí y no –se me ocurrió contestar –En el plano de nuestros planes
sí, estamos derrotados. Pero de un modo extraño al perder, hemos
ganado. Nuestros planes tenían fallas de origen; se basaban en ideas
erradas sobre qué era y qué quería este ejército, al que transformamos

84
en enemigo acaso demasiado rápido. No podía ser de otro modo:
irrumpieron en nuestra existencia a los golpes, blandiendo armas,
profiriendo órdenes e insultos en un idioma que atávicamente
asociamos con el terror. Pero al parecer se está definiendo acá un giro
decisivo de la historia. Todo indica que el triunfo de estos prusianos
puede ser el triunfo de la humanidad. Su agresividad elegante, su
crueldad, su alineamiento clarísimo con los fulgores del mal, parecen
ser otras tantas exclamaciones de la astucia taimada de la razón.–Esto
es lo que yo puedo reconstruir –acotó Bomba– basado en lo que nos
tocó ver hasta ahora, pero también en la información que parecen
haber inscripto en mis células. Porque así como nací al mundo dotado
de músculos y órganos en pleno funcionamiento, tengo dosis nada
desdeñables de información útil, y un cúmulo de saberes de alcances
babélicos que ni he llegado a utilizar. Soy, así lo estimo, producto de
un experimento. Recuerden que cuando hicieron la inspección del
sauna, cuando nos encontraron pegoteados y retozando, no pudieron
reconocerme. Es decir que ellos no sabían bien qué pasaría conmigo.
Proyectaron, quiero creer, que en algún momento alcanzaría este
grado de maduración. Pero fíjense que “este” es un término que puedo
sólo usar entre comillas: a medida que hablo mi forma continúa su
mutación incesante, los vellos ya me cubren todo el pecho, siento los
pies en intimidad con el suelo, no transpiro a pesar del calor creciente.
Los prusianos diseñaron un tesoro, no sé bien para qué, de acuerdo
con ciertas claves genéticas que nos son del todo desconocidas salvo
por el detalle saliente de que tengo algo de Mariano. El resto de mi
información debe haber venido de otros hombres y mujeres, acaso
de otras especies, que bien pueden ser animales o extraterrestres.
Ellos no me reconocieron en ese momento: sabían que iba a mutar,
lo esperaban. Pero no tenían claro ni cuando ni en qué dirección.
Digamos que soy una suerte de prueba piloto, un prototipo, tal vez el
primer ejemplar (aunque esto no podemos saberlo a ciencia cierta) de
una forma de vida hasta ahora desconocida.
–Si me lo permiten, puedo cerrar el cuadro
El que hablaba era el botánico. Se había acercado a nuestro
grupo sin que lo notáramos, enfrascados como estábamos en la
elaboración de una teoría de la evolución. Cuando levantamos la
vista para escucharlo, notamos que a nuestro alrededor las cosas se
habían calmado. Todo indicaba que el traslado de pasajeros había

85
terminado. Los soldados descansaban en un costado, mientras que
los que parecían ser oficiales o mandos técnicos consultaban con aire
preocupado las tabletas que tenían en sus manos. A lo lejos paseaba
Franz, el astrólogo, envuelto en un holograma esmeralda de alta
complejidad. Las órbitas de luz que le cruzaban la cara lo volvían un
personaje superior, casi inaccesible. Se conducía como si estuviera
leyendo en esas estelas de fantasía y en esos cometas apenas más
grandes que una mosca los secretos más esenciales del hiperespacio.
Las compuertas del bote estaban abiertas al infinito del desierto
salteño. Desde nuestros bancos la realidad exterior era una bandera
africana: un rojo terroso y pulsante, apenas volatilizado por el calor,
contrastaba de modo drástico con el celeste de un cielo matutino.
Unos pocos cactus achaparrados le daban una pizca de realismo
a un cuadro que de otro modo hubiera parecido obra del diseño
gráfico. No se oía nada. Al parecer no había vida animal ni humana
inquietando la paz severa de esa franja de tierra. El bote y su actividad
eran lo único que perturbaba la serenidad del desierto, que se extendía
inmóvil como un espejo rígido e impecable.
–Hemos llegado a destino –continuó el botánico, con la calma
del que no tiene que decir nada nuevo para tener cautiva a su
audiencia– Hicimos este viaje para llegar a este punto exacto: las altas
montañas que hace prácticamente un siglo descubrió para la botánica
el maravilloso Fric. Fue aquí que vio por primera vez especies que
atesoraría como las más distinguidas de su colección: Gymnocalycium,
Copiapoum, Matucanum y Parodium. A este punto queríamos volver, a
esta altura y esta latitud en la que esos cactus tienen su desarrollo más
potente, en las que alcanzan su forma ideal.
–A ver si entiendo, ¿todo este lío para hacerse de unos cactus? –
preguntó escandalizado uno de los gemelos.
–No, nadie vino acá a buscar cactus. Ni a estudiarlos. Ni a
clasificarlos. Ni a salvarlos. No estábamos interesados en los cactus,
sino en el ambiente que aquí se respira, que es el que permite que
nazcan, maduren y se desarrollen. Nuestro objetivo, entonces, no era
sacar nada de acá. Por el contrario, nos proponíamos traer algo para
dejarlo en el desierto, como un regalo a estas tierras pero también a la
humanidad entera.
–¿O sea que la idea era hacer una suerte de sacrificio? ¿Un ritual de
adoración a la Pacha Mama?
–Bueno, sí y no. Había algo de sacrificial en lo que íbamos a
hacer. Y había algo de adoración de fuerzas superiores, como en todo
sacrificio. Pero éste debía ser un sacrificio orientado por la ciencia, por
el saber, por el desarrollo de nuestro conocimiento. Y por lo tanto un
sacrificio que tendría efectos, que no sería en vano. Por otro lado, se
trataba de un sacrificio a medias: nadie iba a morir en sentido estricto.
Lo que iba a producirse, más bien, era una metamorfosis.
–Me pregunto por qué se habla en pasado. ¿Ya no va a ocurrir el
sacrificio?
–No, lamentablemente hemos fracasado.
–A ver, Mariano, vos dijiste que ellos habían ganado!!! Estoy
perdido.
–Bueno, es que sí, ¡tienen a Bomba en su poder! ¿No es eso lo que
querían?
–Sí, en efecto. Era eso lo que buscábamos. Bomba debía llegar
al fin de su viaje sano y salvo. Y quedar en nuestro poder. Bomba
iba a ser el cordero de los dioses. Iba. Algo pasó en el medio que lo
malogró.
–Bueno, bueno. Ojito que estamos hablando de mi amor. Está un
poco más velludo, se le ensancharon las patas, pero sigue siendo una
bestia hermosa.
–Nosotros no lo evaluamos en esos términos. Seguramente Bomba
sigue siendo un ejemplar Premium en el mercado de la carne que
ustedes llaman libertad sexual. Imagino que si le tocara pasearse por
un boliche produciría una multitud de ansiedades y erecciones, las
mismas que produjo en ustedes apenas nacido. No lo pongo en duda.
Pero se ha malogrado para nuestros propósitos, y no podrá cumplir
con la misión para la que fue creado. Es triste pero es así.
–Bueno, imagino que debe ser muy triste para ustedes, sobre todo
después de la inversión, los cuidados, el tiempo que emplearon en
esconderlo. Para mí es una bendición, porque esto quiere decir que
se quedará conmigo y que podremos consumar nuestra unión que
sentimos definitiva.
–Bueno, eso también está por verse. Bomba se ha malogrado
de un modo que hace difícil, sino impensable, la unión de la que
estás hablando. Lo siento, pero desde hace unas horas, Bomba ya no
pertenece a la comunidad de los humanos.
–Para mí nunca perteneció a la comunidad de los humanos. Por

87
eso lo llamé, casi sin pensarlo, Bomba. Cuando lo vi salir de ese
huevo, cuando lo tuve detrás en el retablo que improvisamos con
los gemelos, cuando me empaché de la cantidad de cogidas que nos
pegamos en el conducto de respiración, nunca nunca sentí que estaba
en presencia de uno de nosotros. Para mí siempre fue un héroe, un
semidios, un olímpico, o acaso un compuesto inestable, un explosivo,
algo que desciende sobre una vida para conmoverla para siempre.
–Bueno, entiendo. Y es posible que todo esto que sentís, y lo que
parecen haber sentido los gemelos y también los otros que entraron
en contacto con él, tenga una explicación “científica”. Quiero decir:
esto tiene un fundamento en lo que Bomba es y en lo que puede ser
gracias a sus elementos esenciales, a la mezcla que ideamos. A la vez,
esa explicación, de poder formularse, sería tan compleja, requeriría
de tantos matices, detalles, consideraciones y notas al pie, que sería
ilegible, un argumento que demandaría miles de años para ser
proferido. Porque en definitiva de lo que estamos hablando es de las
condiciones que tiene una forma de vida para inspirar amor en los
demás. Esto es algo sobre lo que han reflexionado todos los filósofos
y todas las estrellas pop. Y en realidad la ciencia no tiene mucho para
decir sobre esto. No porque la ciencia en su frialdad se oponga al
calor de los “sentimientos”. No vamos a reproducir y a confirmar esa
oposición barata. Es más bien porque la ciencia no piensa, o porque
no quiere pensar: la ciencia es vaga. La ciencia se afana por alcanzar
una cima que en rigor de verdad no es tan alta: todos sus trabajos
tienen como techo el cielo de las causas. El problema es que cuando
se trata de algo tan dependiente de la más mínima de las partículas
y de la estabilidad de sus electrones como la atracción, la fe en la
causa se encuentra desarmada. Se necesita otro tipo de abordaje, más
sensible, más delicado, atento a cada recodo, a cada chispazo, a cada
entibiamiento de la intensidad. Es pensable, entonces, que alguna vez
entendamos qué produce y ha producido Bomba en los humanos,
pero aún si lo entendiéramos, lo que podría consumir el trabajo de
generaciones de estudiosos, es dudoso que podamos figurarlo en
forma legible, presentable, transmisible.
–Ustedes sigan enfrascados en cuestiones que la humanidad, su
humanidad, no ha sido capaz de resolver en siglos. Mientras tanto yo
sigo sin entender del todo qué soy, cuál es mi destino, en qué me estoy
convirtiendo.

88
Bomba interrumpía nuestras ensoñaciones con cierta violencia.
Noté entonces que no le había prestado atención durante largos
minutos. ¿Cómo pudo ser? ¿No era él mi amor, mi objeto de deseo,
mi todo en este universo? Sí, él era todo eso, y más; simplemente yo
había caído en una paradoja que los que aman conocen al dedillo:
había preferido hablar de él, teorizar sobre él, reconstruir en mi cabeza
sus múltiples formas posibles, antes que disfrutarlo en su presencia,
en su realidad de carne y hueso. Al volvernos a él al unísono, como
fans que se reencuentran con su estrella tras un explosivo comeback,
notamos que la metamorfosis se había profundizado. Bomba no
estaba más velludo, no. De hecho, el crecimiento de los pelos se había
detenido en un punto que ni siquiera lo habilitaba a presentarse
como un oso en la comunidad de los homosexuales. Entendí que lo
que me había llamado la atención antes no era la cantidad de vello,
sino la velocidad con la que se había propagado por su cuerpo de
animal mitológico. De una hora a otra había pasado de Adonis inflado
a Fauno cabrío, en un giro inesperado en la realidad pero que mi
fantasía había recorrido innumerables veces con amantes y novios:
ojalá esto dure hasta que éste se me vuelva un chongo. Con Bomba,
este sueño hirviente se había cumplido con creces: los efectos sobre su
cuerpo hacían pensar en un tratamiento con anabólicos absolutamente
irresponsable pero fabuloso, propio de jóvenes provincianos que
dejan en el camino hasta la salud de sus órganos con tal de arrasar
a las pocas semanas de llegar a la gran ciudad. Como fuera, Bomba
había alcanzado un nivel de pilosidad óptimo, que lo alejaba del twink
hipertrofiado para acercarlo al daddy violador. Lo nuevo entonces no
era la propagación del vello, sino su consistencia. Los pelos parecían
a la vista un poco más largos y firmes, y habían perdido algo de su
color tostado inicial. El contacto con la palma de las manos revelaba
un inocultable endurecimiento, y me bastó una inspección rápida
para comprobar que algunos de ellos terminaban en una punta
amenazante. A la altura del abultado pecho y de la panza siempre
dura y potente, Bomba había adquirido la tersura de un puercoespín.
Los pelos no llegaban a lastimar, ni a producir heridas, pero tampoco
tenían la aspereza típica del vello depilado y vuelto a crecer: acá
había pasado algo más. El botánico se nos acercó y me miró como
pidiéndome permiso. Asentí con la cabeza y recién entonces procedió

89
a acariciarle suavemente la panza a Bomba. La inspección fue breve
pero intensa, mezclando en dosis exactas sensualidad y amor por el
saber.
–Bueno, esto confirma nuestras sospechas. Como les decía: Bomba
se ha malogrado.
–¿No estaremos exagerando? Conozco miles de locas que recurren
a la depilación definitiva láser frente a situaciones mucho menos
comprometidas que ésta… Entiendo que pueda ser un poco molesto
al contacto, pero puedo tolerarlo. Y si llega a volverse más intenso, sé
que puedo encontrar placer en este dolor. Después de todo, todos los
homosexuales atravesamos un trance similar cuando nos iniciamos en
las delicias del sexo anal.
–No, no. Otra vez no me entienden. No estoy hablando de que
Bomba se haya malogrado como espécimen para el consumo sexual,
erótico o visual. Lo que pasa con él es mucho más complejo y
definitivo. Si me dejan hablar unos minutos sin interrumpirme, puedo
intentar explicarles qué está pasando, aunque aún para mí esto es en
gran medida un misterio. Bomba es el fruto de los esfuerzos de un
equipo de científicos, estudiosos y sabios. Nuestra organización, que se
propone vencer al tiempo, lo viene proyectando desde hace décadas,
desde antes incluso de que algunos de sus ideales fueran usurpados por
el nazismo. No voy a darles ahora una clase de historia. Sería tedioso e
improcedente. Déjenme sí decirles que se empezó a pensar en Bomba
a principios del siglo XX, en los años que sucedieron a las excursiones
botánicas a América del Sur. Estoy siendo inexacto, no se pensó en
Bomba, se pensó por primera vez en esos años en aprovechar las
propiedades de ciertas especies de plantas para mejorar la calidad de la
vida humana y extenderla todo lo posible. No puedo negar que en un
principio el proyecto buscaba mejorar la aptitud física de nuestros
ciudadanos, sobre todo de nuestros soldados. Y que, sí, tiene sus raíces
en el expansionismo prusiano y en la fantasía de una gran Prusia
administrando con puño de hierro los recursos y la potencia de todo
un continente para transformarlo en el macho alfa del globo. Pero
deben admitir que el capricho imperial esconde un momento utópico:
en la carrera por el dominio se juega la posibilidad de dar nacimiento a
un organismo de dimensiones planetarias, un entramado expansivo en
el mejor sentido del término; un entramado universal, auténticamente

90
global, que sólo necesita de un golpe de dados dialéctico para devenir
la realización concreta de lo humano. Imperio y humanidad son, o
podían ser, dos momentos de la evolución, dos escalones sucesivos en
el progreso de la especie…. Como sea, era una deriva posible de un
sueño hoy enterrado. Circunstancias por todos conocidas nos
obligaron a recuperar nuestra condición de organización subterránea y
a dejar de fantasear con la conquista inmediata del poder político.
Desde entonces, hemos dedicado todos nuestros esfuerzos a crear una
forma de vida no necesariamente superior a la humana pero sí más
resistente y más longeva. Y como pueden ver, este afán no tiene una
inspiración nacional ni racial. De hecho, el experimento lo hicimos en
Argentina y con material genético que incluía ciudadanos de todo el
mundo, siendo el principal aportante de genes, como a esta altura es
obvio, Mariano. Se preguntarán por qué un botánico está a cargo de
explicarles todas estas cosas. Se lo preguntarán y ya no tanto porque
pueden darse ustedes mismos las respuestas que están buscando. El
deseo prusiano de extender su forma de vida es atávico, ancestral, pero
fueron los descubrimientos de Schikendantz, Backeberg y A. V. Fric
los que permitieron atar la botánica al carro de la voluntad de poder.
Ellos no lo sabían, claro está. Se limitaron a cumplir con sus tareas de
recolectores e informantes. Los imperios, desde Babilonia y Asiria en
adelante, siempre emplearon a los sabios de la hora para hacer del
dominio territorial un dominio del conocimiento. Los primeros
zoológicos aparecieron en Medio Oriente: en Egipto, en Asiria, en
Persépolis, donde Darío instaló un recordatorio viviente de su derrame
geográfico. El tercer rey del Imperio Aqueménida se paseaba por entre
los tigres, los osos, los pavos reales y las nutrias como si sus rugidos,
aleteos y perezas le comunicaran en un idioma más certero que el
humano lo grandioso de su empresa. En los tiempos modernos, no
hubo proyecto imperial que no tuviera un anexo zoológico, botánico y
artístico. Todos los países del globo fueron saqueados para que las
metrópolis imperiales tuvieran su dosis de entretenimiento
administrada por el Estado. Las tareas de Backeberg, Schikendantz y
Fric se sostenían en esa trama material e ideológica. La ambición
imperial fue su sustento. Pero ellos llevaron a cabo su misión con celo
militante, más devotos de sus objetos que del mandato racial. Amantes
de los cactus, los buscaron en los rincones más remotos y salvajes de la
tierra. Y fue en el Sur, más precisamente en el Norte de la Argentina,

91
donde encontraron las especies que más los cautivaron. Entre ellas, y
ocupando un lugar de privilegio, se destacó el Rebutia senilis, que crece
aquí mismo, en Salta, y que es un cactus bajo, rechoncho, con espinas
no tan punzantes, que crece en grupos y ofrece como recompensa para
los más pacientes un estallido de flores rojas y naranjas. El Rebutia se
transformó en el tesoro y en la obsesión de Backeberg, que empezó a
estudiarlo día y noche y llevó de vuelta a Alemania miles de semillas
con el fin de iniciar una colonización inversa. La tierra sudamericana,
sus códigos genéticos más ancestrales, echando raíz en las frías planicies
de Europa, y en miles de macetas y macetitas en los balcones
proletarios de Berlín, Munich, Viena y Leipzig. La tarea de Backeberg
nos dejó cientos de cactus plenamente desarrollados, cactus florecidos
que se convertirían en los padres, los abuelos y los bisabuelos de lo que
tenemos aún hoy en Alemania. Pero nos dejó más, mucho más, nos
dejó cientos de notas sobre esta especie, notas eruditas e inspiradas por
el amor que detallaban al milímetro sus características en términos de
hábitat, tamaño, temporada de floración, formas de germinación, etc.
etc. Esas son las notas que nuestros científicos desenterraron décadas
más tarde cuando empezaron a concebir la posibilidad de producir
especies híbridas. Ya no híbridos de cactus, práctica en la que el propio
Backeberg había descollado, sino híbridos de cactus y animales...
Ustedes dirán: ¡ridiculez supina! ¿quién querría crear formas de vida
que multipliquen la desgracia del puercoespín? Y al entregarse a
exclamaciones y censuras estarán olvidando que si el cactus tiene
espinas es porque a lo largo de milenios fue perfeccionando su
condición de máquina de guerra, preparándose para las batallas por la
supervivencia que impondría la escasez de agua. Lo saben: los cactus
son los seres vivos que más tiempo pueden aguantar sin recibir agua
fresca, los que mejor la almacenan y más preparados están para
sobrevivir a una sequía. Y no es un secreto de especialistas que el
calentamiento global está resecando la corteza terrestre. La aridez
violenta que se despliega ahora mismo ante nosotros es una foto de lo
que le espera a tres cuartas partes de la tierra en menos de dos décadas.
Ya a principios del siglo XX, enamorados de la quebrada salteña,
Backeberg y Fric comprendieron que ese paisaje insinuaba el futuro de
la humanidad. Los cactus fueron para ellos no sólo suvenires de esa
región que les había llenado la boca de tierra, sino también los
primeros signos de lo que vendría. Esa certeza le dio cierta urgencia a
sus estudios botánicos, y acaso haya sido esa intuición, nunca del todo

92
explicitada, la que llevó a sus discípulos a ligar la supervivencia de lo
humano a la tenacidad de estas plantas maravillosas. A partir de
entonces, y en nuestro círculo, estudiar los secretos de la botánica y
diseñar un porvenir más promisorio para la humanidad pasaron a ser
una y la misma cosa. Los primeros ensayos fueron por supuesto
calamitosos. Los iniciamos en la década del 60, una vez que se había
disuelto la estela ominosa de la experimentación con los prisioneros de
los campos. El proyecto se mantuvo en estado secreto y clasificado.
Trabajábamos en el Jardín Botánico de Berlín, un lugar amado por
algunos turistas sensibles, visitado mayormente por jóvenes dados a las
drogas alucinógenas y por ancianos que paso a paso acercan su ritmo al
de las plantas y las piedras. Ahí mismo, en los sótanos de los
invernaderos, entre plantas carnívoras y especies insólitas de suculentas,
íbamos probando combinaciones, ajustando detalles, tomándole el
gustito a los peligros de la experimentación. Los primeros híbridos con
animales se produjeron naturalmente a partir del cruce con ratas.
Rebajadas por el lenguaje y por la historia de las artes, imágenes
vivientes del insulto y del desprecio, las ratas han sido tradicionalmente
las primeras víctimas sacrificiales del avance científico. Nuestra cultura
nos ha entrenado para no sentir por ellas ningún tipo de compasión, a
exterminarlas sin misericordia cuando está en juego la evolución de
nuestra raza. A las despreciadas ratas les siguieron los conejos, un poco
mejor aspectados por la remota asociación con las Pascuas, los huevitos
de colores y la ternura infantil. Y tras los conejos vinieron los lémures,
las mulitas, los zorros, las ovejas y los caballos. En cada uno de estos
estadios, pasos que consumieron años de prueba y error, nos acercamos
más y más al éxito, hasta arañarlo con elegancia. El cactus equinus fue
particularmente grandioso. Quedó del lado del fracaso, del error, sí,
pero alcanzó un pico de belleza, de potencia y de adaptabilidad con el
que pocas formas de vida han siquiera soñado. Tuvo una vida breve,
pero ardiente, como la de un cometa. Vino al mundo hecho un
potrillo efervescente, de pelambre erizada en tonos maíz. La crin rubia
le flameaba rabiosa en el cuello, como a punto de electrocutarse. Y en
cierto sentido fue eso lo que sucedió: su dermis vivía en hiperactividad
constante, todo el tiempo al borde de la combustión, hasta que un día
sufrió una suerte de sequía irreversible. Lo conservamos en el
laboratorio como si fuera un unicornio, el ejemplar más vistoso de un
bosque petrificado. Nuestras pruebas con humanos empezaron al
tiempo. Técnicamente no eran pruebas con humanos: trabajamos con

93
material genético humano, pero no sobre un ser humano vivo, de
carne y hueso, con personalidad, sueños y deseos. No, no. La figura
humana es todavía muy sagrada para nosotros como para operar
directamente sobre ella. En cierto sentido, los botánicos (pero lo
mismo podría decirse de los biólogos, los zoólogos o los químicos) son
científicos que se han detenido antes de alcanzar el umbral de lo
humano, como si fuera una frontera en guerra. Como sea, para ese
entonces ya estaban disponibles los primeros ejercicios de clonación y
eso nos dio nuestra oportunidad. Podíamos crear humanos en un
frasquito, con la misma aplicación y el mismo desapego con los que se
germina un poroto. Y eso hicimos; empezamos a germinar una
humanidad a la medida de nuestros sueños. Suculentas con hojas
abultadas como bíceps. Margaritas con sonrisas en medio de la corola.
Rosas con pestañas en lugar de sus espinas. Jazmines de leche con
cierta capacidad articulatoria, como dotados de dedos. Fresias
cantarinas. Lotos contemplativos, con ojos escondidos detrás de los
pétalos… En definitiva, agotamos todas las fantasías de la sinestesia y
todos los lugares comunes de la poesía infantil. Recién entonces nos
sentimos listos para tareas más serias, biológicamente más atrevidas.
Empezamos a diseñar seres que con el concurso de la botánica se
volvieran más fuertes, más ágiles y más resistentes. Jóvenes con piernas
de roble. Ancianos duros como el lapacho. Niñas gráciles como los
juncos. Todo esto no era sino un test, una preparación para lo que
desde un principio aparecía para nuestra organización como el
horizonte último: la creación de una forma de vida capaz de vivir
cientos de años sin necesidad de cantidades significativas de agua.
Bomba es el prototipo más avanzado de esta línea de investigación.
Hubo antes de él otros, similares pero más rústicos. Todos productos
de cócteles en los que el adn humano se trenza con moléculas de
distintas plantas y flores. Con Bomba creímos tener el éxito asegurado.
Su mezcla contiene dosis altas, esperanzadoras, de uno de los cactus
más robustos y hermosos: el Rebutia senilis. Lo imaginamos potente,
resistente, bien plantado, preparado para echar raíces en las superficies
más áridas y en los ambientes más inhóspitos, pero también flexible y
grácil como las flores naranjas que distinguen a esta especie, y con
capacidad para la mudanza, el cambio, la adaptación, como todos los
nacidos bajo el sol de Virgo. Sabíamos que tendría que atravesar
metamorfosis de distintos órdenes, pasar de bebé a joven planta, de
joven planta a humano mutante, superior a sus congéneres y pleno de

94
secretos. Y queríamos, además, que la alteración de su forma fuera una
de sus habilidades esenciales, que tuviera en su código madre la
tendencia al cambio y la movilidad, justamente porque lo que más se
iba a exigir de él sería adaptabilidad, disposición a la mímesis,
superpoderes como los del camaleón. Todo esto en cierto sentido tuvo
lugar, sucedió, ocurrió, y ustedes han visto los resultados. Fueron los
testigos privilegiados de la primera mutación, la que lo hizo pasar de
gota bebé a caballito humano. Testigos oculares y carnales, como ya es
sabido por todos los presentes. Y Mariano sintió en sus propias manos
el despuntar de lo que tenía que ser la fase final de su transformación:
los pelos que empezaron a cubrirle el torso y los antebrazos debieron
haber quedado ahí, en ese estado anterior a lo hirsuto, y jamás invadir
su cara, sus manos y su espalda como lo están haciendo en este
momento. Tampoco debían perder su consistencia pilosa, la suavidad
que es propia del vello humano, ni adquirir esa dureza acerada de la
espina, su inclinación a la punta y al aguijoneo. Cuando desde lejos vi
llegar a Bomba, y una vez superada la admiración enternecida que uno
siente por su propia obra, comprendí que algo había salido mal: eran
claros los signos de degeneración, o, mejor, de mutación excesiva.
Bomba no se ha quedado del lado de lo humano. En pocas horas
estará más cerca de sus hermanos cactus que de nosotros, y pasará a
engrosar el catálogo de fantasías botánicas, a ocupar un lugar en esa
historia de la ciencia que su existencia prometía suspender. Porque,
¿qué más le quedaba a nuestra ciencia si descubría el modo de
prolongar nuestra vida y de quebrar su dependencia respecto del agua
y la lluvia? Estábamos seguros de haberlo logrado. Bomba tenía que ser
el primero de una nueva estirpe, el Adán de una humanidad
potenciada. Es difícil saber qué provocó este nuevo fracaso, pero me
inclino a pensar que los minutos que pasó rodeado de vapor en el
sauna pueden haber afectado su desarrollo. El Bomba bebé tenía
adrede un tamaño diminuto, de partícula. Lo diseñamos así para que
sus padres no pudieran sobre-hidratarlo, y para que no cayeran en la
tentación hippie de amamantarlo. Lo programamos para que estuviera
a salvo de la leche y del exceso de agua. Pero no contamos con las
extravagancias del “tío gay”, a pesar de que la figura se ha vuelto un
hito rutinario del paisaje burgués. Ahora veo que podríamos habernos
ahorrado el problema si no hubiéramos recortado los fondos
reservados a los investigadores en Sociología y Ciencias Humanas…
Cualquier estudiante de Antropología podría habernos advertido que

95
las estructuras elementales de parentesco están en vertiginosa
volatilidad desde hace años. Que a la consabida dupla mamá y papá
había que añadirle toda una serie de figuras entre decorativas y
auxiliares que constituían el “teatro de la familia” en nuestro presente.
Podríamos haber avizorado, entonces, que nuestro experimento,
nuestra preciada gota, podía terminar al cuidado de un ser más tentado
por el consumo de experiencias que por la reproducción de formatos…
O saber, directamente, que el consumo de experiencias se ha
transformado en uno de los formatos más reproducidos a escala global!
Realmente no era inimaginable que un desviado, si me permiten la
palabra, se hiciera cargo de la bebé mientras visitaba un dungeon, un
sex club o algo peor. Bastaba con tener apostados en los antros más
sofisticados de Berlín a un par de entendidos para saber que aun el más
burgués de los padres en una pareja heterosexual hecha y derecha
podía pasar varias horas de la noche de un viernes haciéndose orinar
por desconocidos mientras sometía el carrito de su retoño a una
oscilación soporífera. Sufrimos, como tantas otras organizaciones, las
consecuencias de la desconfianza en las Humanidades. Creímos, con
fundadas razones, que la nuez de nuestra cuestión se hallaba en los
secretos del universo biológico, botánico, celular, y que serían los
detalles de ese microcosmos de códigos, partículas y electrones, el que
decidiría el futuro de la humanidad. Hoy veo que nos equivocamos:
fuimos derrotados por una nadería como la conducta de un individuo,
conducta que si bien escapa a las redes de la familia occidental y
cristiana está tan atrapada en regulaciones y normas como el amor
maternal. Pues bien, el tío gay fue nuestro cisne negro. ¿Pueden
creerlo? ¡A esta altura de los acontecimientos! El tío gay llevó a la gotita
al sauna. Y en el sauna la gotita absorbió más agua de la que
necesitaban sus órganos en desarrollo. Eso aceleró la llegada del
espécimen humano acabado que ustedes disfrutaron, pero también
inclinó la balanza, de modo definitivo, hacia el mundo de los cactus.
La humanidad de Bomba fue gloriosa, pero duró un suspiro. A las
pocas horas iniciaba el derrotero que ya no va a detenerse, y que
terminará con su incorporación prácticamente plena al reino de las
plantas. A lo sumo le sobrevivirán los dedos, los ojos, la nariz o la boca.
Será un cactus con detalles humanos; ya no un humano mejorado
gracias a la participación subordinada del orden de los vegetales.

96
El silencio era total. Nos dolía la espalda, el cuello, la cintura.
¿Cuándo había sido la última vez que me había sentado a escuchar
a alguien hablar? ¿A los 18, en la facultad, antes de la irrupción
demoníaca de los celulares en las horas productivas de la gente? Mi
cuerpo no estaba acostumbrado a la postura atenta, ni a la recepción
privada de réplica. Pero el botánico había hecho bien en pedirnos
silencio, en ordenarnos que no interrumpiéramos. Había algo en
la exposición continua de un hilo de pensamiento que lo volvía
más claro, poderoso, convincente. Y hacer foco en una sola cosa,
concentrarse, propiciaba la irrupción de algo antiguo y casi caído
en desuso: la realidad. De pronto, el universo parecía tener sentido;
asistíamos a algo milagroso, increíble, hasta se diría mítico: la
capacidad del lenguaje de decir la verdad. Entendíamos por primera
vez todas las locuras que habíamos vivido; ubicábamos en un sistema
coherente, consistente, verosímil, cada una de nuestras aventuras y
ansiedades. El efecto bálsamo de este discurso había sido tal que hasta
me había olvidado de lo que más me importaba en el mundo: Bomba,
mi amor que iba a volverse planta de un momento a otro y de manera
definitiva.
La suerte estaba de mi lado. La metamorfosis era menos rápida
de lo que insinuaban las palabras del botánico. Bomba seguía ahí,
radiante en su humanidad potenciada, todo músculos, pelos y
confianza. La revelación de su destino no parecía haberlo entristecido.
Su mirada había ganado cierta profundidad, tocada por primera
vez por la reflexión. Desde fuera, parecía estar recordando tiempos
mejores, o entregado a la más serena de las meditaciones. El relato
del biólogo nos había transformado a todos; pero a él le había dado
el tesoro inestimable de la interioridad. Auto-consciente por primera
vez, avispado de su propia finitud, le había sumado a su aspecto de
héroe el talante sensible y la serenidad honda de un Orfeo. Ahora sí
era el hombre de mi vida.
Lo admiraba a pocos centímetros cuando acercó sus labios a mi
oído. Acepté mansamente los dolorosos pinchazos de su barba erizada
para no dejar escapar ni una gota de su mensaje.
–Se terminó, Mariano. Llegamos al final. Es lamentable pero no
hay nada que hacer. Ya escuchaste al botánico. Lo que dice no forma
parte de un plan, ni es fruto de sentimientos negativos hacia nosotros,
que no existen. Nos ha dicho las cosas como son, como serán. No

97
creo que podamos hacer nada para torcer mi suerte. Y realmente no
quiero que caigas conmigo, no quiero arrastrarte en mi descenso. No
podemos seguir juntos sabiendo que en breve perderé toda movilidad,
seré intocable, no tendrás ganas de darme besos ni de abrazarme, ni
hablar de tener sexo… Lo nuestro se ha vuelto imposible y lo tenemos
que aceptar. Es duro, pero no veo otra opción.
–¡Momento Bomba! – exclamé exaltado. Sometido hasta al
hartazgo a las innumerables versiones del infame “No sos vos, soy yo”,
no pensaba rendirme ante este argumento de primerizo. Por supuesto
que todavía podíamos pelear. Y sobre todo yo podía pelear, e iba a
pelear, contra un nuevo desplante justificado en “mis propios rollos”.
Envalentonado, o desesperado, continué - El que tiene que decidir si
sigue o no en estas condiciones soy yo. Entiendo que son inapelables,
y entiendo que elegir seguir con vos sería condenarme al displacer
o la infelicidad a futuro. Lo entiendo y no me importa. Dejame
explicarme. Lo que nos espera no es distinto a lo que sufren tarde o
temprano todos los matrimonios, de cualquier género e inclinación.
Después de 10 años, ¿quién quiere besar al novio, chuparle la verga,
abrazarlo, mimarlo? A los 75 años de vida, ¿qué ser se mueve, se
desplaza, viaja, experimenta? Tu inmovilidad y tu repelencia no me
asustan. Están inscriptas en el futuro de toda pareja. Ese futuro nos
ha llegado a nosotros antes, es verdad. Pero bueno, así ha sido nuestro
amor: intenso, acelerado, a toda máquina, quemador de etapas. Le
doy la bienvenida a ese futuro si significa que voy a estar con vos para
siempre, aunque más no sea como tu personal gardener.
–Amor, ¿de verdad? ¿Harías eso por mí?
–Claro, tonto, te amo. Te lo dije una y cien veces. Y debo admitir
que para mis celos, que a veces me consumen y me enloquecen, no
hay mejor horizonte que verte caer progresivamente en la inmovilidad,
incapacitado de correr detrás de otros chongos, de entregarte a lo que
tu belleza implacable provoca y merece…
–Si me dejan interrumpirlos puedo ofrecerles una variante al
contrato que están por firmar – interrumpió el botánico antes de que
se lo permitiéramos. - Miren, la realidad es que Bomba está a punto
de ingresar al reino vegetal de una vez y para siempre. No hay forma
de revertir esa evolución, tampoco de bajarle el ritmo. En pocas horas
nos iremos de esta quebrada y vamos a tener que dejarlo aquí. Es en
este desierto de altura donde puede echar raíz, desplegarse, alcanzar

98
su plenitud. Es probable que en cuestión de días quede fijado al suelo,
alcance su forma peculiar de super-cactus y de inicio a un contrato
centenario con el sol, el viento y los elementos. Será uno más entre
los miles que salpican este desierto crocante, dándole un respiro a
los ojos de los viajeros. Y ni los viajeros ni los pocos moradores lo
notarán. Estará escondido entre sus antepasados, camuflado; será
acaso señalado como una rareza, o una deformidad, pero a nadie se le
ocurrirá sacarlo de la comunidad de las cactáceas. Entonces, Mariano,
la pregunta es qué querés hacer frente a este panorama. Podés, sí,
aquerenciarte en uno de los poblados cercanos, venir día a día en
peregrinación, y ser testigo de cómo Bomba muta lentamente, de
cómo le crecen más y más espinas, de cómo le cambia el color y la
tersura de la piel, de cómo poco a poco pierde todo rastro humano.
Y es probable, casi seguro, que conserve algo de esta, su actual
encarnación, que tal vez bajo tierra se escondan sus pies, o que en
algún rincón del potente tronco puedas ver sus ojos cerrados, o sus
mejillas. Podés elegir este futuro de adorador silencioso, de cuidador.
Venir día a día y observarlo, estudiarlo, ayudarlo a crecer mejor y más
fuerte; mimarlo para que le broten las flores más salvajes, titilantes,
sensuales. O podés, y este es el camino que me atrevo a proponerles,
elegir compartir su destino, seguir vos también la senda del cactus,
iniciar junto a él una metamorfosis y sumarte a lo que podría ser un
monumento botánico al amor y la lealtad. Podemos inyectarte una
dosis alta de la solución que dio origen a Bomba. La interacción con
tu ADN va a ser simple y vertiginosa, diría explosiva. Recuerden que
el ADN de Bomba y el de Mariano comparten largas secciones de
sus cadenas. No hay riesgo de incompatibilidad. En breve Mariano
iniciará el camino que inició Bomba hace unos días: verá que su
cuerpo reverdece, que se tonifica, que de a poco le crecen pelos… Y en
menos de una semana estarán en un mismo estadio, listos para elegir
un hito en la quebrada, alinearse, y disponerse para un abrazo que será
definitivo.

Tardé en darle una respuesta. No porque no supiera qué responder.


Lo tenía clarísimo desde que sus palabras habían empezado a insinuar
una idea. Tardé en responderle porque su relato le había asestado un
golpe durísimo a una de mis zonas más sensibles: el futuro. Estaban

99
ahí trazados mis pasos inmediatos, mis próximas horas y días, pero
también, y esto era lo que más impresionaba, mi porvenir remoto
y mis momentos últimos, que dejaban ahora de ser una nebulosa
indefinida para cobrar una forma exacta, duradera, definitiva. Estuve
en silencio algunos minutos, suspendido en la contemplación de ese
momento que le adhería una coda a mi finitud; una ramificación,
una excrecencia, un suplemento natural. Perdía mi forma humana
pero prolongaba mi vida; dejaba morir mi figura, pero le concedía
horas extras a mi idilio con Bomba. El “vamos a estar juntos siempre”,
esa mentira involuntaria de rigor en el discurso de los enamorados,
proferida en el estado gaseoso propio de los picos de pasión, iba a
sufrir en nosotros una aproximación a la solidez, a la permanencia.
Malogrados para las aventuras y las tentaciones que le dan su sal a la
vida, forzados a la inmovilidad y la convivencia, elegíamos la condena
de interpretar el matrimonio perfecto por décadas, de acuerdo con un
género de la performance que hasta entonces no se había manifestado
en la tierra: el teatro de lo inmóvil.
–Rey, no. No hay forma de que te permita someterte a esto. Vos
apenas superás tu cuarta década. Es mucho lo que te queda por
delante. Entiendo que me amás, con pasión. Pero hasta las pasiones
más incandescentes pierden su ardor después de un tiempo. Y vos
podés tener una vida después de mí, seguir adelante, conquistar
nuevas metas, relanzar tu carrera… Para no hablar de todos los
corazones que todavía podés romper a pesar de tus canas y tus arrugas.
Te amo tonto, y voy a extrañarte, pero no puedo dejarte dar este paso
que no tiene vuelta atrás y que te va a perder.
–Bomba, sí. No hay forma de que puedas impedírmelo. Vos apenas
superás tu segunda década, ¡qué digo!, apenas superás los meses de
vida. No entendés cómo funciona el amor, las pasiones, el apego.
Pero menos aún entendés cómo funciona la vida de un homosexual
promedio. Hasta los 30 la cosa es una mezcla inestable pero potente
de placeres y dramas: descubrimos lo que puede nuestro cuerpo,
lo mimamos, lo fortalecemos, le damos todo lo que nos pide; le
regalamos dosis altísimas de sexo desenfrenado, experimentamos
con drogas, bailamos hasta el amanecer todos los fines de semana,
aprendemos sobre moda, sobre música, sobre literatura, sobre cine.
Hacemos de nuestro cuerpo una máquina de recibir información,
químicos, pijas, lenguas, estímulos. Todo eso es muy lindo.

100
Liberador. Crecemos. Alcanzamos nuestra estatura máxima. Nos
agotamos pero hemos recorrido distancias que ni los héroes han
fatigado. Vivimos con la sensación de que somos plásticos, flexibles
y adaptables más allá de lo normal. Hasta que nos acercamos a mi
edad e intuimos que las cosas que nos hicieron gozar 15 o 20 años
ya no tienen el mismo efecto. Descubrimos que no nos satisface la
experimentación continua, pero que tampoco estamos contentos en
la convencionalidad burguesa. Empezamos a desesperar. Y volvemos
a algunas de nuestras viejas prácticas buscando resultados nuevos,
esperando encontrar ya no un cúmulo de placeres volátiles, sino algo
más apacible, estable, verdadero. Caemos, en suma, en la ilusión del
amor, nos agarramos de ese disparate, y lo buscamos en los mismos
lugares en los que antes buscábamos perdernos y desaparecer. El
resultado, como podrás imaginar, es un círculo de sufrimiento y
miseria, un desierto de hastío salpicado de oasis de horror.
–No entiendo ni la mitad de lo que decís
–Y con razón Bomba, con razón. Y es mejor que no lo entiendas.
Tenés que confiar en mí: esto es lo mejor que me puede pasar.
Entrelazarme con vos. Volverme otro, una cosa espinosa y florida,
brotada. Tenerte de compañero de aquí al infinito y más allá. Verme
obligado a la contemplación y a la calma… Lo que estoy por vivir es
casi una bendición zen. Disculpe –le dije al botánico – estoy listo para
proceder. ¿Cuándo podemos iniciar el tratamiento?
–Ahora mismo. De hecho, no deberíamos perder ni un minuto
más. Nosotros tenemos que volver el bote a su base y regresar cuanto
antes a Europa para continuar con nuestros testeos. Cada minuto
que pasa es un minuto perdido en la lucha contra la desertificación
definitiva de la Tierra.
–¡Un momento! – exclamaron al unísono los gemelos –¿Qué va a
pasar con nosotros?

¡Los gemelos! Todos nos habíamos olvidado de ellos, se diría que


aun ellos mismos, concentrados como estábamos en las revelaciones
que acababan de hacernos sobre la verdadera naturaleza de Bomba y en
la inminencia de mi transformación. Era mucha la información vital
que habíamos absorbido en poquísimo tiempo; nuestras neuronas ya
no podían ocuparse del mundo exterior. Bomba estaba ensimismado,
acaso preparando internamente su próxima migración al dominio de las

101
cactáceas. El botánico había empezado a preparar sus compuestos y a
mezclar soluciones. Yo me encontraba atravesado por sueños y fantasías
de futuro que iban de lo dulce a lo terrorífico en cuestión de segundos.
El resto del universo había desaparecido, no sólo los gemelos. Ellos eran
entonces los candidatos naturales a preocuparse por sí mismos. Y después
de unos minutos dedicados al relato fantástico que explicaba los hechos
milagrosos que nos habían transformado, es decir, a la biología, habían
vuelto sobre sí y comprendían que no había aún un final escrito para ellos
en esta historia. Los conmovía, intuyo, la perspectiva de una mutación
que implicaba un compromiso eterno. El sacrificio que yo estaba a punto
de realizar. El tinte dramático de toda la situación. Pero no querían formar
parte de este final, ni condenarse a semejante existencia al ras de la tierra.
–Bomba, Mariano. Los admiramos, y celebramos esta coronación
de su historia de amor. Es un final digno de todo lo que han vivido
en tan corto tiempo, y tiene pasta de leyenda, es un cierre que
seguramente va a ser engalanado, exagerado, y citado mil veces en las
antologías futuras de los amores que vencen a la muerte. Aclaramos
esto para que no tomen nuestra decisión como un juicio negativo.
Nada de eso. Nosotros queremos seguir nuestras vidas de meros
humanos, dedicar nuestras horas al gimnasio, los tratamientos de
belleza, las charlas con amigos, la visita ocasional a la discoteca, el
shopping, la música pop… Todo lo que hace una vida homosexual
más o menos tolerable en estos días. Es poco, pero es todo lo que
conocemos, y no nos atrevemos a dar un salto como el que van a
dar ustedes, un salto de especie, de reino, de dominio de la vida….
Sabemos que la historia lo juzgará como un acto de cobardía, pero
preferimos quedarnos de este lado, tomar el bote de vuelta con esta
gente y reincorporarnos a nuestra vida burguesa en Buenos Aires.

No habían terminado su soliloquio cuando notamos que


estábamos rodeados de oficiales y soldados de la organización. No
veíamos al botánico en el grupo que se había acercado, tampoco al
astrólogo. Sin demasiados preámbulos, los más fornidos nos sentaron
en unas camillas e iniciaron una marcha sincronizada. Las camillas
en que estábamos Bomba y yo iban casi pegadas. Las de los gemelos,
unos pasos más atrás. Al tiempo sentimos que las filas se abrían. Las
camillas que llevaban a los gemelos tomaban otra dirección. Se los
llevaban fuera de la nave, y de a poco el conjunto al que pertenecían

102
se internaba en la quebrada. A nosotros nos conducían hacia un sector
de la nave que aún no habíamos visto, o que tal vez ya habíamos
visto pero bajo algún tipo de disfraz. Quise darme vuelta para echar
un último vistazo a quienes habían sido mis compañeros de orgía y
aventuras, pero la brusquedad de los movimientos me lo impidió.
No entendí bien qué iba a ser de los gemelos. Me parecía extraño
que los dejaran volver mansamente a sus actividades cargados de
conocimiento militar y científico ultrasecreto. El botánico y el
astrólogo no parecían dados al exterminio, pero no quedaban dudas
de que su organización estaba dispuesta a todo. El eco amplificado de
dos disparos en la hondonada me arrancó de mis ilusiones humanistas.
Evidentemente esta gente no estaba dispuesta a correr riesgos. No
tuvimos tiempo de comprobar si los disparos iban dirigidos a nuestros
amigos; mucho menos de protestar o de preguntar. Ya estábamos
boca arriba en dos camas de metal como las que se utilizan para hacer
radiografías. Bomba y yo, casi gemelos también, mirábamos el techo y
los aparatos que nos circundaban tomados de la mano. Temblábamos
ligeramente, aunque nos templaba la certeza de que estábamos dando
un paso en la dirección correcta.
Como ya no quedaba en stock el complejo de ADN con el que
habían germinado a Bomba, el botánico se vio obligado a concebir un
plan de último minuto. La solución era simple: había que retroceder
unas décadas en el progreso de la ciencia y recurrir a una práctica
que se había vuelto obsoleta: la transfusión de sangre. Imagino
que la disposición de las camillas, que nos acercaba al punto de
permitirnos acariciarnos con los codos, le había sugerido esta opción.
Nuestros brazos se acercaban como si en efecto uno (el mío, el más
delgado) estuviera a punto de recibir algo del otro (el de Bomba, más
explotado). Yo miraba ese brazo desde mi horizontalidad, cubierto
ahora de una capa de pelos, y sólo pensaba en besarlo y en morderlo,
en dejarle una huella dentada como marca de nuestra pasión. Cuando
la aguja hizo la primera incisión en esa carne sagrada, pensé en los
años de inyecciones de esteroides que se necesitaban para llegar a un
cuerpo como el de Bomba. Pensé en el tiempo en que me dedicaba a
perseguir hombres musculosos y barbudos, del tipo “papi”, hinchados
de hormonas y anabólicos, excitados por la perspectiva de crecer de
tamaño y por el proceso mismo de volverse mutantes. Y muchos
de estos maricones habían hecho de esa práctica subterránea una

103
herramienta de seducción más: les excitaba saberse potenciados
hormonalmente, afectados en sus niveles químicos. Y hacían fiestas en
las que entre batidos de proteína e ingestas de pastillas, se inyectaban
testosterona en las colas como paso previo a la penetración. Parecían
decirse: te convierto en el macho alfa que quiero que seas antes de
que me cojas; o, te doy este suero de animalidad recargada para que
cojamos como dos bestias. Comparadas con las orgías que mezclaban
cocaína, cristal y otras drogas más o menos mortíferas, las “steroid
parties” no tenían méritos para suscitar un pánico moral. Y por lo
tanto habían permanecido casi invisibles, entretenimiento exótico de
una subcultura.
El primer pinchazo me devolvió a mi condición actual. Los
enfermeros no daban con mi vena, y tuvieron que herirme más de
una vez hasta que lograron enchufarme con Bomba. La transfusión
comenzó lenta e imperceptible, como todas. Gotas de sangre
híbrida pasaban de un cuerpo a otro como si siguieran las órdenes
de un segundero. El proceso era lento pero irreversible, y los efectos
no tardaron en notarse. Mi sangre bullía, animada por la fuerza
desesperada de la evolución. Volvía a recibir mis componentes
esenciales, energizados por el concurso de genes antiquísimos,
excitados por la inminente fusión con un organismo más avanzado. Se
producía una especie de Toma de la Bastilla: las moléculas primitivas
soñaban con tener el control de ese sistema sofisticado de órganos
y ponerlo a su merced. El resultado era una agitación general en mi
cuerpo, y un aumento considerable de su energía y de su potencia.
Seguía acostado, miraba el techo, le sostenía la mano a Bomba como
si fuéramos sobrevivientes de un accidente, pero me sentía listo para
saltar hacia delante como un puma en celo.
La operación fue relativamente corta. En menos de una hora ya
estábamos erguidos y listos para dejar la nave para siempre. El botánico le
recomendó a Bomba que sólo llevara puesta una sunga: la metamorfosis
final tendría lugar de un momento a otro, y era mejor estar preparado
para ese sacudón. La ropa podía obstaculizar el pleno desarrollo de las
espinas, o entrometerse en el crecimiento de las flores. Yo podía quedarme
vestido un tiempo más; todo indicaba que mi transformación ocurriría en
unos días, aunque era difícil calcular con exactitud cuándo.
El botánico y el astrólogo nos acompañaron hasta la puerta de
la nave. Un puente plateado descendía ligero hasta el desierto. Nos

104
despedimos de la organización secreta como si se tratara de un grupo
entrañable de amigos. Claramente no lo eran, pero hay que admitir
que dadas las circunstancias se habían ocupado de hacer el tránsito
hacia el final lo más agradable posible. Habían propiciado, después
de todo, la gestación de un verdadero amor eterno; habían empujado
a dos personas a permanecer juntas para siempre, en un abrazo que
las debilidades de la voluntad y la volatilidad del deseo no podrían
conmover. En breve: acaso sin saberlo habían hecho algo grande y
hermoso para la humanidad, algo que las generaciones por venir
podían admirar e intentar emular.
Cuando la nave arrancó y nos dejó solos en el desierto me arrojé
a los brazos de Bomba. La diferencia de peso y de fuerza ya no era
tan grande, pero él seguía teniendo el cuerpo cantante. Me estrujó
entre su pecho y sus brazos y pude sentir cómo me raspaban las
espinas que le salían del cuello, la panza y los hombros. Me separé
para contemplarlo por última vez en esa forma todavía humana. Se
erguía como un sol. Todo en él era potencia y desafío. Alto, con los
músculos tensos, las patas duras como estacas y la mirada clavada
en el horizonte, parecía estar más cerca de levantar vuelo que de
echar raíces. La sunga negra le cortaba el cuerpo en dos, y era una
suerte de Meca de dos caras, en la que estaban custodiados sus dos
grandes tesoros. Me preguntaba cuán peludas y carnosas estarían sus
nalgas. Cuánto de la raya de la cola estaría escondido bajo la maleza.
Qué dibujo se había formado en la selva de su pubis. ¿Y la verga?
¿Seguiría tan dura y potente como la recordaba? ¿O acaso el avance
de los pinches la había obligado a bajar la cabeza? De lejos su color
no era estable; vibraba. La multiplicación de las espinas le daban un
tono que pasaba del rosado al verde en cuestión de segundos. A la
altura de la barba había una concentración especial de espinas, un
amontonamiento que por momentos le daba el aspecto de un vikingo.
No cabían dudas: seguía siendo mi Dios Supremo, el rostro más
brillante de mi deseo.
La copa de la noche se iba volcando de a poco sobre el atardecer.
El cielo perdía colores y las formas a nuestro alrededor se confundían
con las sombras. Todo indicaba que no iba a ser una noche fría, pero
teníamos que pensar donde dormir. Bomba no parecía preocupado
por el asunto. Sugirió, de hecho, que durmiéramos ahí mismo, en
el suelo, que pronto sería todo el cobijo que tendríamos. Creía que

105
teníamos que ir acostumbrándonos de a poco. Agregó además que
le empezaba a costar moverse, que sus patotas cada vez más fuertes
tenían una tendencia imparable a fijarse en el piso. Lo convencí de
caminar unos metros, hasta un pequeño monte que se divisaba a
la distancia. Él podía estar casi listo, pero en mí todavía reinaba la
necesidad, aunque más no fuera psicológica, de encontrar un refugio.
El monte estaba casi enteramente compuesto por cactus y
suculentas. Los verdes se habían dado cita en un rincón del mundo en
el que reinaban el terracota y el naranja. Cactus de todos los tamaños
se arremolinaban en ese punto, rodeados de piedritas, algunos fósiles,
insectos y unos pocos charcos aislados. Los cactus más pequeños eran
una delicia rococó. Formaban conjuntitos que hacían pensar en un
ajuar ecológico. De esas ternuras se pasaba a las plantas medianas y de
ahí a cactus verdaderamente altísimos y corpulentos. Eran los osos o
los toros de su reino. Y rápidamente entendí que entre esas bestias se
hallaban los antepasados de Bomba.
Yo estaba agotado. Los acontecimientos de los últimos días no
me habían dejado pegar un ojo. Y además todo había sido rapidísimo,
excitante, dramático. Ningún organismo, ni siquiera uno mutante,
podía resistir tamaña cascada de estímulos. Estaba listo para descansar.
Bomba me acompañó al sector del monte que se veía más despejado.
Me ayudó a barrer del suelo los cactus más pequeños y me improvisó
una almohada con las suculentas más carnosas. Al acostarme sentí
que me besaban las orejas y la nuca con sus pieles suaves y templadas.
Antes de cerrar los ojos pude ver a Bomba pararse a cierta distancia de
mi improvisada cama. Era probable que se propusiera custodiarme,
oficiar de guardián nocturno. Pero también era probable que ya no
pudiera retrasar su momento de enraizamiento: sus patas debían
pedirle inmovilidad, firmeza. Tenía que elegir un lugar, su lugar, y
prepararse para su evolución definitiva. Antes de cerrar los ojos tuve
una última visión de su humanidad soberbia. De espaldas, con la
sunga llena de tierra, seguía siendo todo lo que un maricón puede
pedir. La suciedad y el desorden vegetal que empezaba a desdibujarlo
le añadían el encanto de lo indomable.
Me despertaron los pasitos de una hormiga sobre mi mejilla.
El sol me daba de lleno en la cara, inclemente: era claramente el
mediodía. Al sentarme noté que tenía los brazos llenos de pelos.
Me saqué la remera y noté que los vellos del pecho ya empezaban

106
a volverse espinas. Mi evolución había comenzado antes de lo
imaginado. Me di vuelta para buscar a Bomba y entendí que la suya
estaba a punto de llegar a su clímax. Bomba seguía de espaldas. Ya
no se le distinguían las piernas, que se habían unido bajo un tallo
verde esmeralda. Una protuberancia poco armónica denunciaba la
previa existencia de un ortazo. Y la apertura en V que sucedía a esa
protuberancia marcaba la amplitud explosiva de esa espalda, que yo
no había cesado de adorar. Me acerqué rápido a mi amor para ver si
seguía vivo. Di una vuelta a su alrededor y me encontré con su carita,
asediada por la materia viscosa que terminaría sepultándola. Todos
sus rasgos seguían allí, potenciados en su esplendor por constituir el
último vestigio de su antiguo ser. Los ojos negrazos y chispeantes.
La nariz que se imponía como un puñetazo. Los labios oscuros y
abultados, para comerte mejor. Las cejas bien tupidas, con carácter.
La sonrisa clara, invencible. El conjunto estaba coronado ahora
por una adición mutante: a la altura de sus orejas se erguía una flor
perfectamente formada, estallada en tonos de rojo y rosado. En otras
circunstancias hubiera creído que Bomba había tenido un rapto
juvenil, y que había decidido hacerle una ofrenda a la primavera
llevando uno de sus emblemas en su sien, como tantos estudiantes,
artistas y militantes han hecho a lo largo de los últimos siglos. Pero en
este caso era posible lo que en el otro habría que haber descartado por
delirante: ésa era su primer flor, la primer flor que el cactus Bomba
le daba al mundo. La miré enternecido, enamorado, me la llevé a
los labios, y al minuto desplacé mi boca hasta la de mi amor que me
esperaba sediento. Le di de beber mi saliva. Le di también de beber
mi sangre, porque arrastraba heridas en los labios, heridas provocadas
por sus espinas. Lo bese durante largos minutos. Con los labios. Con
la lengua. Con los dientes. Lo mordí en toda la extensión de su cara.
Le lamí los cachetes. Le besé los ojos y la nariz. Estaba conmovido,
movilizado, extasiado. Bomba no profería palabra pero me miraba
con los ojos llenos de lágrimas. Yo le devolvía la mirada y reconocía
en esos ojos que me hacían de espejo la vibración quemante del amor.
Ese amor que no se puede fingir, como sí pueden fingirse la calentura,
el deseo o la simpatía. Lo miraba mirarme y sabía con absoluta certeza
que ahí había amor. Esos ojos sonreían a través de las lágrimas y me
decían: “Sí, acá estoy, todo esto es tuyo, Yo soy tuyo, agarrame amor y
llevame con vos”.

107
En ese momento entendí que ya no nos despegaríamos.
Comenzaba el acople final. Llevado por algún reflejo cultivado quién
sabe cuándo me puse a meditar. Repetía para mi interior un mantra
que siempre me había asistido en horas de zozobra, y de a poco subía
el volumen de mi voz para hacérselo llegar a Bomba también. Apenas
acababa mi plegaria cuando un pesado entorpecimiento se apoderó
de mis miembros; mis formas iban siendo envueltas por una delgada
corteza, mis cabellos se acortaban transformándose en espinas, mis
brazos en protuberancias del tallo; mis pies, que siempre habían sido
tan veloces, se inmovilizaban en raíces fijas; un cono verde poblado
de espinas iridiscentes ocupaba el lugar de mi cabeza. Lo único que
quedaba de mí era mi cara, que muchos habían celebrado por su
belleza. Aun en ese estado, seguía amándolo, y acercando mi tronco
al suyo pude percibir cómo temblaba aún el potente pecho de Bomba
por debajo del tallo; y estrechando en mis nuevos miembros su
tronco, como si aún fuera un torso, besé esa piel carnosa y acerqué
mi boca a la suya, para seguir susurrándole mi fidelidad, y alguna que
otra guarrada de las que habían ardido en nuestros oídos no hacía
mucho tiempo.
Pudimos sentir entonces la potencia del amor en su punto
más alto: un amor no enturbiado por la moral, pero tampoco por el
deseo, la calentura o el miedo. Era el amor tal como se sentía al ras
de la tierra, tal como lo ejercían las células y los microorganismos,
los gérmenes y las bacterias, los líquenes y los insectos, las plantas y
hasta cierto punto los animales. Entrelazados, asistíamos a nuestra
propia reproducción ampliada. Nuestras espinas se erizaban y hacían
vibrar sus puntas hasta voltearnos de placer. Nuestros tallos se
enroscaban en un abrazo sofocante. Nuestras bocas seguían fundidas.
Por lo bajo, nuestras raíces colaboraban en la tarea vital de absorber
agua y nutrientes. Por lo alto, las luciérnagas y los abejorros traían
y llevaban montoncitos de polen, brillitos de estambre, canastitas
llenas de gérmenes que le darían un nuevo envión a la vida en su
eterno reinventarse. Pero nosotros seguíamos ahí, presentes en ese
coito botánico, conservando un resto de nosotros mismos en medio
de esa polinización cruzada. Nuestras lenguas seguían propagando
nuestra saliva. Los choques de nuestras espinas producían heridas que
escupían savia pero también sangre. El centro de nuestros troncos
era un tambo que no había detenido su producción de semen. Y así,

108
rebosantes de leche, savia, sangre y saliva, nos fecundamos una y otra
vez, con violencia y con ardor, durante horas, durante largas noches
tibias, renovando nuestros votos y multiplicando nuestras fuerzas.

Me es imposible precisar cuánto tiempo pasó. Cuando todo este


tumulto gozoso llegó a un punto (seguido), Bomba ya era un cactus
enteramente formado y de primer orden, con una única huella de su
pasado humano: el pequeño lunar que solía marcarle el labio moreno
seguía ahí, a la misma altura, dulce punto marrón en un paisaje
enteramente verde. Por lo demás, lo reconocía por los ritmos de su
respiración, por esos resoplidos de caballito que siempre me habían
sublevado y que de a ratos hinchaban su contorno como un fuelle. Yo
debía estar en un estado anterior de la metamorfosis; todavía podía
ver.
De esos últimos minutos, apenas retengo algunas visiones aisladas.
Una, la más significativa, la visión de un monte ampliado, extendido,
llenos de cactus nuevos, cactus marcados por su intimidad con los
fluidos humanos, dotados algunos de pestañas, otros de labios, otros
más de ojos. Se había producido así la diseminación de una nueva
forma de vida, lista para resistir la sequía inminente, y dotada de cierta
conciencia para registrarla. Pero la visión más potente, la que más me
persigue en mi encierro verde, es la del arrebato de flores que coronaba
la cabeza de quien seguía siendo, sigue siendo, el Rey de mi universo.
Flores coloradas, flores naranjas, flores rosadas, flores color leche.
Guirnaldas de flores que enjoyan el esplendor de mi amado. Rabiosas
de vida y de deseos de propagarla. Frágiles pero festivas. Adolescentes.
Despreocupadas de su finitud. Entregadas al amor del sol que las
visita cada mañana, y al coqueteo inconstante con abejas, mosquitas y
colibríes que esparce el secreto de nuestra especie.

109
Índice

I ... 7

II ... 23

III ... 31

IV ... 36

V ... 41

VI ... 44

VII ...47

VIII ... 54

IX ...64

X ...81
Un regalo de virgo
de Marianino
se terminó de imprimir
en Buenos Aires
el 19 de abril de 2017
con una tirada
de 1000 ejemplares.

También podría gustarte