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· Sociologías de la

violencia
Estructuras, sujetos,
interacciones y acción simbólica

Nelson Arteaga Botella


Javier Arzuaga Magnoni

ID
FLACSO
MIÉXICC>
303.6
A786p Arreaga Bocello, Ndson, 1969-
Sociologfu de la violencia : eattucturaa, sujetos, interacciones y
acción simbólica / Nelson Arteaga Borello,Javier Arzuaga Magnoni.
•• Mwco : FLACSO Mi!xico, 2017.
141 páginas : gráficas : 23 cm.

ISBN: 978-607-8517-07-7

l. Violencia•· Aspecroa Sociales 2. Sociologla•· Te<>rlas


3. Poder (Ciencias Socialea) l. t. 11. Arzuaga,Javier, autor

Primera edición: febrero de 2017


D.R. © 2017, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Sede México
Carretera al Ajusco 377, Héroes de Padiema, Tialpan, 14200 Ciudad de México
I
www.flacso.edu.mx public@flacso.edu.mx

ISBN 978-607-8517-07-7

Este libro fue sometido a un proceso de dictaminación por parte de académicos externos na•
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Impreso y hecho en México. Printed and made in Mexico.


Índice

Introducción • • .. • ......................... • .....7

Primera parte. El orden normativo y estructural de la violencia

l.Asimetrías del poder y mitologías de la violencia. .... 23


La fuerza vital de la violencia..... ... 24
Violencia mítica y divina ............. ... 29
Violencia y libertad ................ ... 33
El carácter instrumental de la violencia .... ... 37

2.Estructuras sociales y simbólicas de la violencia . 47


Violencia y sentimientos colectivos .. • . . 48
Violencia y comunidad política ........ . 54
La violencia: la base simbólica del poder ... . 61
Las funciones sociales de la violencia ...... .. 64

3.La violencia en el pensamiento social clásico ... ... 69

Segunda parte. Sujeto, interacción y acción simbólica

4.Violencia: sujetos, actores, interacciones. ... 75


El sujeto desgarrado.. • ........ ... 75
La creatividad situada del sujeto .... ............. 81
El campo de tensión y miedo confrontacional .. 87
Repertorios de la violencia contenciosa ..... . 94

5. Más allá del sujeto y la interacción .... 101


El laberinto del debate ......... 101
La violencia en tanto acción simbólica 109
A manera de ilustración: la muerte de un joven radical . . . . 121
Violencia y democracia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 124

Conclusiones . . 129

Referencias . . . 135
Introducción

En esta obra se analizan las aproximaciones más relevantes al estudio


de la violencia desde la reflexión teórica en las ciencias sociales, en par­
ticular desde la sociología. 1 Es, por tanto, una revisión de las fórmulas
generales o las declaraciones abstractas -no sujetas al escrutinio de ca­
sos particulares o concretos- que ordenan los discursos racionalmente
estructurados y de alcance científico que tratan de comprender y expli­
car la violencia. En tanto abstracciones, las teorías sociológicas se cons­
truyen a partir de presuposiciones generales sobre aquello que hace que
las personas actúen, pero también apuntan a esclarecer por qué el or­
den social se mantiene y cómo es posible que cambie (Alexander, 2005;
Joas y Knobl, 2010). 2 Dichas presuposiciones se caracterizan por fungir
como principios a priori que operan organizando la estructura y funcio­
namiento teóricos y pocas veces se les cuestiona en su validez. Alexander

Nos referimos al término de violencia en su sentido más estrecho: aquellas acciones


que producen un daño 6sico al cuerpo humano y a las cosas por el uso de la fuerza 6-
sica (Giddens, 1987). Esta definición es la que usan los autores que se revisan en este
texto, los cuales dejan fuera el análisis de otras formas de entender la violencia, como la
simbólica (Bourdieu y Passeron, 1977), o la estructural y cultural (Galtung. 2003). El
fundamento de esta exclusión radica en que son conceptos tan amplios que se prestan
a la ambigüedad y la imprecisión, a tal punto que, sin darse cuenta, cualquier persona
es, al mismo tiempo y al igual que cualquier proceso social, objeto y sujeto de la violen­
cia. En esa medida son términos no con&ontacionales, redundantes y sin contingencia
(Addi, 2002; Cpllins, 2008;Joas y Knobl, 2013).
Alexander entiende por presuposiciones generales las afirmaciones que se consideran
verdaderas en cada teoría y que no son puestas en duda. Afirmaciones que están por
arriba de cualquier modelo, concepto, definición, clasificación, ley, presuposición, co­
rrelación y método (Alexander, 1982).

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Sociologías de la violencia

(1982) sugiere que los presupuestos generales o apriorísticos en el dis­


curso sociológico tienden a generar dos tipos de explicación de la ac­
ción: aquellos que oponen subjetivismo versus objetivismo, y libertad
versus constreñimiento; lo que en última instancia puede resumirse en
la dicotomía orden normativo/orden estructural. 3 En el primero esta­
rían los componentes no racionales, normativos y afectivos de la acción,
en el segundo, las vías instrumentales y racionales de la acción. Por eso
Alexander (1982) considera que el primero abre los senderos de ciertos
pensamientos idealistas, y el segundo, los de carácter materialista del
pensamiento sociológico. El primero da pauta a las explicaciones de la
acción y el orden centradas en los aspectos normativos, el segundo, a
la estructura colectiva que se expresa por medio de las lógicas materia­
les y externas que funcionan presionando la acción y el mantenimiento
del orden. Como sugiere Joas (1993), Alexander entiende este conflic­
to entre aproximaciones sociológicas como una oposición entre teorías
centradas en la estructura -que incluyen a toda la familia de aproxima­
ciones economicistas, utilitarias, hedonistas y behavioristas- y aque­
llas de naturaleza normativa.4

Si se toma como criterio de organización analítica la propuesta de


Alexander, a reserva de las críticas que se le han formulado, podremos
observar que una parte importante de los trabajos sobre la violencia, de­
sarrollados sobre todo a finales del siglo x1x y durante buena parte del
xx, estuvieron marcados por distintos esfuerzos por explicarla y hacerla

Alexander define en su Theoretical Logic in Sociology este conjunto de relaciones bina­


rias, mismas que Joas ( 1993) critica porque, a su parecer, introducen una discusión que
en verdad no se encuentra en la sociología, y que más bien Alexander imputa desde la
filoso6a a la sociología -en particular la disputa entre la visión kantiana y la utilitaria
de la moral-, lo cual no es un elemento menor que debe tomarse en consideración
para futuros análisis.
Joas ha hecho una crítica sustancial a esta postura de Alexander, no porque la sociolo­
gía no pueda ser interpretada a partir de la dicotomía orden normativo versus orden
estructural o social, sino porque estas son pensadas por Alexander como oposiciones
epistemológicas, cuando en verdad son, segúnjoas (1993), meras posiciones de apro­
ximación interpretativa.

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Introducción

comprensible tanto desde el orden normativo como desde el estructural.


Los análisis pioneros enmarcados desde cierta perspectiva de la filoso­
fía social, como los de Georges Sorel, Walter Benjamín y Frantz Fanon,
apuntaron a considerar que la violencia en las sociedades modernas te­
nía un origen estructural -la sociedad capitalista moderna- y norma­
tivo -los mitos y las narrativas sobre la violencia sedimentados en sus
clases sociales-. Y autores como Émile Durkheim y Max Weber, des­
de una narrativa sociológica, pensaron la violencia como un fenómeno
ligado a las lógicas de la estructura social y sus normas. Para el prime­
ro, era indispensable entender las lógicas de los sentimientos colectivos
-relacionados en gran parte a las estructuras de solidaridad mecánica
y orgánica- a fin de comprender la producción de la violencia. Para el
segundo, los sentimientos y referentes simbólicos de las comunidades
políticas y el ejercicio del poder eran el punto de partida que explicaba
las formas de la violencia en las sociedades tradicionales y en las moder­
nas. En la revisión funcionalista que Talcott Parsons hizo de estos auto­
res, la violencia será vista, en tanto expresión de las lógicas del sistema
social, como una reserva estructural y normativa del poder cuando los
sistemas sociales se encuentran en crisis. Incluso, para algunas perspec­
tivas críticas dentro del propio funcionalismo, como la de Lewis Coser,
la violencia será también un reservorio de orden estructural y normativo
que poseen los sistemas para su mantenimiento y reproducción.
Aun cuando las perspectivas filosóficas y sociológicas definieron un
orden normativo y otro estructural de la violencia, carecieron de un plan­
teamiento que mostrara cómo se articulaban el uno con el otro. Lo mis­
mo habría de suceder con otros campos de la sociología, pues no será
posible, pese a distintos esfuerzos, articular adecuadamente los determi­
nantes subjetivos y objetivos de la acción violenta. Así, los posicionamien­
tos de Sorel, Benjamín y Fanon se harán siempre en un plano filosófico
que no es proclive al desarrollo de un aparato analítico cuyo propósito
fuera enlazar los planos subjetivos y objetivos de la acción. Por otra par­
te, la sociología dirigió su interpretación de la violencia hacia la vía uni­
dimensional. Durkheim, por ejemplo, dio mayor peso a la subjetividad
colectiva, y Weber no acabará de definir claramente una visión multidi­
mensional. De acuerdo a Alexander (1983), será Parsons el primero que
planteará seriamente, como programa de trabajo, la construcción de una
perspectiva sociológica multidimensional. Sin embargo, sus esfuerzos no

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Sociologías de la violencia

dieron los frutos esperados puesto que terminó por dar un peso mayor
a la estructura y al sistema frente a la acción social. A decir de Alexan­
der, el fracaso de la sociología clásica y del propio Parsons se debió a que
ninguno pudo reconocer que acción y orden, objetivismo y subjetivismo,
libertad y constreñimiento, así como los órdenes normativo y estructu­
ral, son esferas autónomas; es decir, que son sistemas que funcionan bajo
lógicas distintas y, por consecuencia, no pueden ser suscritas a relaciones
de determinación -aunque esto no significa que no establezcan vasos y
fronteras de comunicación.
A finales del siglo xx, gracias a las perspectivas centradas en el ac­
tor y la interacción, surgieron otras propuestas que reorientaron la dis­
cusión sobre la violencia, dando menos peso a los órdenes estructural y
normativo y explorando más los procesos de construcción de la violencia
en función de sus actores y sus situaciones concretas. La primera de estas
perspectivas dará un papel significativo a los procesos de subjetivación y
desubjetivación. Michel Wieviorka y Hans Joas son los más representa­
tivos de esta corriente centrada en el sujeto. Wieviorka apuesta por en­
tender la violencia como el resultado de un trabajo de los sujetos sobre sí
cuando no pueden definirse como actores en una sociedad determinada.
En la teoría de Joas, la violencia es el resultado de un proceso de creativi­
dad limitada de los sujetos para hacer frente a situaciones muy definidas.
Por otro lado, desde la perspectiva interaccionista, los análisis se enfocan
en el peso de las situaciones cuando emerge la violencia. Randall Collins
afirmará, como se verá más adelante, que los seres humanos evitan cons­
tantemente la violencia y que, en consecuencia, en sus interacciones tien­
den siempre a crear mecanismos simbólicos para contenerla, y habrá de
aparecer cuando los involucrados en la interacción sean incapaces de evi­
tarla. Charles Tilly, por el contrario, advierte que la violencia es una ex­
presión, entre otras, de las formas de protesta política y que se recurre a
ella cuando las alternativas pacíficas son estratégicamente inadecuadas.
Como en otros ámbitos de investigación, este giro hacia el actor y
la interacción significó, en buena parte, un traslado de las perspectivas
de los órdenes normativo y estructural a una esfera de análisis distin­
to, en la que el actor se transformó, por un lado, en un crisol donde las
normas se procesaban, interpretaban y creaban para inhibir o generar la
violencia y donde, por otro, las interacciones se transformaron en la mi­
croestructura social que era necesario examinar para explicar cómo la so-

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Introducción

ciedad produce la violencia (Alexander, 1998). Se repetía así, aunque en


otra escala, la dicotomía orden normativo/orden estructural, a tal grado
que la discusión entre una y otra posición también se ha polarizado. Las
perspectivas microsociológicas del sujeto y la interacción enfatizarían,
entonces, la contingencia del orden social y la centralidad de la negocia­
ción individual. Para Alexander (1998), estos dos movimientos teóricos
se encuentran limitados porque imponen líneas de trabajo que sustentan
de nuevo posiciones centradas en una sola esfera, y que han fracasado
porque ambos soslayan que se han construido con distintos referentes
de la acción: internos en un caso, externos en el otro. En este sentido, la
discusión solo puso al día la oposición entre enfoques individualistas y
colectivistas, así como racionales y normativos. De esta forma, las pers­
pectivas centradas en el sujeto igualan el actor con una entidad creativa,
reflexiva y rebelde, y la interacción, con un patrón que existe fuera del ac­
tor y que de alguna manera le impone sus reglas.

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Resulta interesante observar que en la discusión entre sujeto e interacción


ambas posiciones comparten la idea de que la violencia expresa una falla
o un quiebre en la construcción de sentido de ciertas relaciones socia­
les o en el sujeto mismo como actor. Este aparente acuerdo que subyace
como principio apriorístico del análisis permite detectar que comparten
un mínimo común denominador: la violencia se interpreta como la im­
posibilidad de los sujetos para transformarse en actores o como las in­
teracciones para evitar la emergencia de la violencia. Este libro propone
que la violencia no es únicamente esto y no puede ser reducida a prin­
cipios generales o apriorísticos con los que hasta ahora se ha intentado
comprenderla y que la simplifican a tres posibles interpretaciones: a) la
violencia es el producto de la influencia de un conjunto de estructuras
normativas y sociales que se imponen sobre el actor; b) la violencia de­
riva de las capacidades autorreflexivas o creativas de ciertos actores que
ven en ella una forma de acción válida frente a algunos contextos, y e)
la violencia es el resultado de procesos concretos de interacción fallidos.
En cada una de estas explicaciones los actores aparecen a) como si fue­
ran objeto de fuerzas externas -las grandes estructuras normativas y

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Sociologías de la violencia

sociales, y determinados procesos de interacción-, y b) como si actua­


ran por fuera y contra el orden normativo y estructural. El objetivo de
este libro es mostrar que más allá de estos principios, la violencia -si­
guiendo la interpretación de la acción de Alexander ( 1992 )- es un pro­
ceso de ejercicio de la agencia que interpreta el orden normativo y no va
en contra de él. En la medida en que las personas actúan en ese orden, su
acción no es mimética o una simple reproducción internalizada de am­
bientes simbólicos. La acción involucra un proceso de externalización o
representación agéntica. La violencia, en esta dirección, puede ser pensa­
da como acción representacional; es decir, como acción expresiva inserta
en una red de interpretación, localizada en marcos de sentidos sociales
y, por tanto, como acción simbólica.
Consideramos que una vía que se puede explorar involucra el pro­
grama fuerte de la sociología cultural. 5 Pensar la violencia como acción
simbólica implica reflexionada como un acto que expresa sentidos y sig­
nificados sujetos a interpretación. Es decir, que pone de manifiesto un
proceso por el cual los actores, individual o colectivamente, despliegan
hacia otros sus capacidades de hacer daño a una persona o cosa -por
medio de la fuerza-, expresando con esto lo que significa para ellos su
situación social, consciente o inconscientemente. En otras palabras, la vio­
lencia es un peiformance. Esto significa que su ambiente es el sistema cul­
tural. No es, en esta lógica, un epifenómeno del mundo de la economía y
la política.6 Considerar la violencia de este modo implica que debe prestar-

La idea de construir un programa fuerte de la sociología deriva de la analogía que hace


Alexander (2000) de ciertos estudios de la ciencia, los cuales señalan que el funciona­
miento de un programa de investigación se define por las convenciones culturales y
lingüísticas que comparte un grupo de investigadores y no, como sugieren las perspec­
tivas positivistas, por un número determinado de condicionantes "objetivos" o "reales''.
Un programa fuerte de la sociología implica que existe la convención entre un conjun­
to de sociólogos de que la esfera cultural es autónoma con respecto al ámbito político
y el económico.
En múltiples ocasiones destaca Alexander la centralidad de este objetivo en su proyec­
to académico. Al respecto, dicho autor ha señalado que el desplazamiento de la mirada
sociológica a la cultura es una oportunidad para"desarrollar una verdadera teoría mul­
tidimensional" (1998: 195), lo cual no significa que la cultura lo determina todo, sino
que apuesta por una perspectiva multidimensional. El propio Alexander ha dicho que,
desde su Theoretical Logic in Sociology, ha tratado de desafiar el tipo de afirmaciones
que apunta a fusionar en una esfera las determinantes de los fenómenos sociales. Su
apuesta es que analizar la cultura no implica dejar de lado las contingencias, intereses,

12
Introducción

se atención a las narrativas y símbolos que se ponen en operación en tor­


no suyo en un momento determinado, es decir, dar cuenta de los distintos
sentidos que adquiere la violencia en el conjunto de la sociedad.
Esto introduce una reflexión particular sobre los actores de la violen­
cia, sus víctimas y sus espectadores, tanto por parte de quienes la criti­
can como por quienes la justifican. Mientras que las perspectivas clásicas
-sociológicas y filosóficas- la conciben como el efecto de amplios pro­
cesos ligados al orden moral o social, y las perspectivas centradas en el
actor la consideran como una falla del mismo actor o de sus interaccio­
nes, la aproximación a la violencia como acción simbólica evita juzgar
a los actores como entidades trágicas -incapaces de escapar de la vio­
lencia- o heroicas -capaces de evitar la violencia gracias a sus apti­
tudes de reflexionar y su esfuerzo subjetivo-. Apuesta a interpretar la
violencia como un acto que se expresa mediante un ambiente cultural y,
por ello, su presencia tiene un sentido para el conjunto de la sociedad,
particularmente en el orden de sus instituciones de comunicación -los
medios de comunicación y las asociaciones sociales- y las instituciones
reguladoras -instancias gubernamentales y legislativas-. En la medida
en que se considere la violencia como una acción simbólica será posible
pensarla como una fuerza de sentido que se crea y se recrea dentro de la
sociedad, y no solo como un proceso que responde a las fuerzas imperso­
nales de los órdenes normativo y estructural, o a las fracturas de los suje­
tos y sus interacciones.

111

El argumento del presente libro se desarrolla mediante el análisis de au­


tores clave para la comprensión, desde una perspectiva sociológica, de la
violencia. En consecuencia, se han retomado a los sociólogos que com­
parten, para usar un concepto de Reed (2011), un sistema de sentido
relacionado con la comprensión y explicación de la violencia. Por tal mo­
tivo, no se revisa el universo completo de autores que, directa o indirec­
tamente, han tocado el tema, sino solo a aquellos que se han constituido

movimientos, organizaciones, instituciones y poderes. Véase particularmente Alexan­


der (2015: 186-188).

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Sociologías de la violencia

en un campo de discusión y confrontación en dicha disciplina. En los


intentos recientes por construir una teoría de la violencia se reconoce,
por ejemplo, el peso de las reflexiones de quienes se inscriben en la fi­
losofía social -Georges Sorel, Walter Benjamin, Frantz Fanon-, los
cuales establecieron las pautas sobre las que se reflexiona la violencia
como un proceso característico de las sociedades modernas y no tan­
to como una anomalía en su funcionamiento. De igual manera, ya en
el ámbito más acotado de la sociología clásica, los trabajos de Émile
Durkheim, Max Weber, Talcott Parsons y Lewis Coser, son relevantes
porque suscriben la importancia de las condicionantes estructurales y
morales para comprender la violencia. Si como sugieren algunos teó­
ricos contemporáneos de la sociología, los componentes del sistema de
sentido del discurso de esa disciplina se establecen entre 1890 y 1920,
marcando desde entonces las matrices del debate (Alexander, 2005;Joas
y Knobl, 2010; Martuccelli, 1999), podríamos decir que dichos elemen­
tos están presentes en la discusión sobre la violencia.7 Las perspectivas
centradas en el sujeto y la interacción, como las que impulsan Michel
Wieviorka, Randall Collins, Hans Joas y Charles Tilly, discuten inten­
samente con los supuestos teóricos de estos clásicos, pero también con
los itinerarios de reflexión de la filosofía social.
En este marco, los autores que se abordan en este libro definen un
espacio de discusión en el que establecen puntos de acuerdo y tensión
(Arteaga, 2007), los cuales se examinan a partir del contexto sociohistó­
rico en el que se producen; una práctica ampliamente aceptada en la so­
ciología. Esta idea sugiere que las teorías no surgen en el vacío, sino que
son productos elaborados por personas inmersas en un contexto políti­
co, social, cultural y disciplinar específico; y que conforme este se haga
explícito, la teoría y el debate que genera a su alrededor adquieren volu­
men, sustancia y sentido, que por sí mismos no tendrían. Sin embargo,
resulta difícil distinguir hasta qué punto un planteamiento teórico debe

Hay que señalar que es notoria la ausencia dentro del sistema de sentido construido
en la teoría sociológica de la violencia de autores como Marx (1949), Engels (1968) o
Elias (1994). Quizás esto se deba a que, en el caso de los dos primeros, la violencia de­
pende de las lógicas de producción económica (Joas y Knobl, 2013; Bottomore, 1991).
En el caso del tercero, es probable que haya pensado la violencia más bien como un
recurso para entender cómo los gobernantes "inventan'' mecanismos, como el Estado,
para monopolizarla.

14
Introducción

su emergencia a los marcos referenciales del mundo del sociólogo -por


no señalar, además, que la contextualización de las disputas teóricas no
explica por qué un mismo contexto histórico produce interpretaciones
teóricas distintas y enfrentadas sobre la realidad-. Por tal causa, sería
inadecuado recuperar en este ejercicio perspectivas de análisis y tradicio­
nes de pensamiento con las que los autores estudiados no se propusieron
interactuar -por acción, omisión o desconocimiento-. Aquello que se
desconoce no puede ser un elemento constitutivo del marco de referencia
para la reflexión de estos autores. Como sugiere Joas (1990), es imposi­
ble analizar y juzgar adecuadamente las construcciones teóricas cuando
se les reduce a un reflejo de la realidad, a las dinámicas 'en última instan­
ciá' de un contexto concreto, o como un diagnóstico de su tiempo. Por el
contrario, hay que situarse en el cómo una teoría se produce y transforma
a partir de los desafíos y retos que se originan en las estructuras y lógicas
del debate teórico. Esto obliga a explorar el modo de plantearse los desa­
fíos teóricos en términos de los supuestos centrales sobre la acción huma­
na y el orden social. Precisamente, este libro construye su argumentación
a partir del análisis de dichos supuestos.

IV

Aunque el propósito de este libro es examinar cómo la violencia adquie­


re un rostro distinto si se le mira desde el crisol de la cultura, esto no es
novedoso. Distintas tradiciones en la disciplina de la historia han bus­
cado comprender la construcción del ser humano a partir de su cultura
(Muchembled, 2010; Delumeau, 1989; Chesnais, 1982), y en la antro­
pología una añeja tradición ha explorado los rituales de la violencia, su
carácter ambivalente entre lo sagrado puro e impuro, y las 'culturas de
la violenciá' (Díaz, 2014; Ehrenreich, 2000; Girard, 1985; Nordstrom,
1997). 8 No obstante, en sociología la cultura se ha entendido regular-

Existe una importante literatura en la historia y antropología relativa a la relación en­


tre violencia y cultura -a lo que habría que sumar las recientes aportaciones de la
ciencia política (por ejemplo, Besteman, 2002 y Chandhoke, 2015) y la filosofla políti­
ca (sobre todo los trabajos de Zizek, 2008 e Eagleton, 2011). En este libro no se tiene
la intención de explorar cómo se ha discutido el vínculo cultura-violencia desde cada

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Sociologías de la violencia

mente como "una variable dependienté; algo que debe ser explicado por
procesos materiales que provienen de la esfera económica, política o de
la creatividad de la acción y de los sujetos. Siguiendo la propuesta de la
sociología cultural (Alexander, 2000), nosotros partimos del supuesto
de que la cultura es una variable independiente con relativa autonomía
cuando da forma a las acciones humanas y a las instituciones. Por tal he­
cho, analizar la violencia como proceso cultural implica conceptualizarla
como una acción simbólica inserta en una red de sentido que puede ser
entendida por la cultura misma y no en función de elementos no cultu­
rales. La violencia, en tanto acción simbólica no es violencia simbólica, es
decir, la expresión de un poder que logra imponer significaciones como
legítimas disimulando u ocultando las relaciones de fuerza (Bourdieu
y Passeron, 1977; Bourdieu, 1981). Pero tampoco es violencia cultural,
como afirma Galtung (2003): expresión de un marco legitimador que
se materializa en acciones concretas.9 Nuestro análisis se enfoca sobre
todo a explorar cómo la violencia -en el sentido acotado que se defi­
ne aquí- ha sido abordada de manera distinta, ya sea como expresión
constitutiva de un orden social o de su crisis, ya como expresión de un
tipo particular de acción. Es por esto que la exploración de las diver­
sas posiciones sobre la violencia que cruzan la disciplina sociológica nos
obliga a hablar, siguiendo una propuesta cara a Martuccelli (1999), más
que de sociología, de sociologías de la violencia: un análisis sobre las
diversas matrices discursivas clásicas y contemporáneas que buscan ex­
plicar y comprender la presencia de la violencia hacia las personas o las
cosas en las sociedades modernas. Cabe mencionar, sin embargo, que la
aplicabilidad teórica no es un objetivo de este texto, ya que eso implica­
ría desarrollar un marco metodológico para el estudio de un caso parti­
cular. En la medida en que este libro se centra en el análisis de la lógica
teorética de los principios generales sobre los cuales se explica y com­
prende la violencia, está centrado en los elementos apriorísticos de la
teoría social, es decir, en los elementos no empíricos que la constituyen.

una de las ciencias sociales y las humanidades, su esfuerzo se limita al mundo de la


teoría sociológica.
Como se tratará de mostrar, la propuesta de comprender la violencia en tanto acción
simbólica representa un giro teórico relevante que apenas se encuentra en ciernes en el
programa de la sociología cultural en América Latina.

16
Introducción

L a obra está dividida en dos grandes partes. La primera analiza los ante­
cedentes del pensamiento filosófico contemporáneo que enmarcaron el
pensamiento sociológico clásico sobre la violencia y las referencias que
constituyeron a este último. Este apartado abre con un capítulo donde
se examinan las interpretaciones de la violencia desde cierto pensamien­
to clave de la filosofía del siglo xx, en particular del de Sorel, Benjamín
y Fanon. Las aportaciones de estos autores fueron relevantes para tras­
ladar la violencia al centro del trabajo intelectual, cuando señalaron que
no era un fenómeno transitorio o excepcional -que poco a poco des­
aparecería conforme se consolidaran la modernización económica, po­
lítica y cultural-, sino que era un elemento constitutivo central en las
sociedades contemporáneas; por un lado, inscrito en el orden social de
las sociedades capitalistas; por el otro, en las estructuras normativas de
los grupos que las componen -en sus ideologías, mitologías y narra­
tivas-. Desde la filosofía se orientaron esfuerzos destinados a sentar
las bases de una interpretación normativa de la violencia con el fin de
distinguir en qué momento es la manifestación de un proceso de sub­
versión de las relaciones de dominación y explotación, o un medio para
garantizar el mantenimiento de las relaciones asimétricas de poder. En
este orden de ideas, los filósofos referidos desarrollaron una perspectiva
de la violencia que pretendía distinguir el momento en que representa­
ba la pureza de la rebeldía -por tanto, una violencia buena o pertinente,
pese a sus consecuencias- y cuándo estaba marcada por la impureza
de la dominación y la explotación social. Una lógica de pensamiento
que, como se verá, fue objeto de una dura crítica por parte de Hannah
Arendt, quien siempre sostuvo, a contrapelo de dichos autores, que la
violencia no era más que un instrumento, carente de cualquier capaci­
dad para generar, por sí misma, tanto la libertad de los hombres como el
dominio de los poderosos.
El segundo capítulo de este libro muestra cómo la filosofía y la so­
ci ología se distancian entre sí cuando la segunda renuncia a establecer un
posicionamiento moral respecto de la violencia para tratar de estructu­
rar una interpretación comprensiva y causal de esta. La sociología deja
de lado cualquier intento de construir un discurso moralizante en tor­
no a la violencia -aunque no llega al extremo de considerarla como una

17
Sociologías de la violencia

herramienta o instrumento como lo propuso Arendt-. Esta disciplina


se abocó a determinar cómo el armazón de los órdenes estructural y nor­
mativo modelaban las expresiones de la violencia. Así, Durkheim rastreó
los fundamentos de la violencia en las lógicas de los sentimientos colec­
tivos. Mientras que Weber ubicó los orígenes de la violencia tanto en los
símbolos, como en el pathos y las formas de dominación de las comu­
nidades políticas, introdujo la necesidad de considerar las implicaciones
éticas de su uso. Por su parte, Parsons y Coser vieron en la violencia un
componente central del funcionamiento de los sistemas de poder de las
sociedades contemporáneas. En este sentido, cada uno de estos sociólo­
gos abordó la violencia como un proceso donde el orden normativo y el
estructural apuntaban a producir un cierto equilibrio social, lo que no
significa necesariamente que ello estuviera dirigido a conservar una jerar­
quía social específica.
En la segunda parte de esta obra, examinamos las perspectivas con­
temporáneas de la sociología que centran su análisis de la violencia en los
actores. Este apartado comienza con un capítulo donde se revisan cua­
tro propuestas teóricas de la violencia que se construyen a distancia del
pensamiento clásico y contraponiéndose a él, puesto que centran su in­
terés en la acción y no en la caracterización normativa o la comprensión
del orden social de la violencia. Las propuestas teóricas analizadas se vin­
culan a los trabajos de Wieviorka, Joas, Collins y Tilly. 10 Cada uno de
ellos ha desarrollado un proyecto dirigido a entender la violencia desde
una herencia y tradición teórica particular. Joas se encuentra muy ligado
al pragmatismo americano -William James, John Dewey, George Her­
bert Mead-, Michel Wieviorka, por su parte, plantea su teoría desde la
tradición de la sociología del sujeto impulsada por Alain Touraine. Tilly
construye una perspectiva histórico-política que le permite introducir
elementos de larga duración en su modelo comprehensivo de la violencia.
Finalmente, Collins recupera la tradición microinteraccionista relaciona­
da con el pensamiento de Erving Goffinan, incorporándole las perspecti­
vas de Weber, Marx y, sobre todo, las de Durkheim.

10
Valga una aclaración sobre el repaso de las propuestas de los autores que aquí se traba­
jan. La exposición no pretende mostrar a detalle el proyecto teórico general y amplio
de ellos. El capítulo más bien destaca su diagnóstico de las teorías sociológicas clásicas
de la violencia y, desde allí, cómo construyen su propia apuesta teórica centrada en ella.

18
Introducción

Cada una de estas propuestas sociológicas contemporáneas permite


ap reciar la diversidad de las corrientes teóricas que alimentan una mirada
a la violencia centrada en la acción, desde la cual se construye una crítica
a las aproximaciones clásicas que subrayaban los factores estructurales,
funcionales y disfuncionales, así como culturales y utilitarios, en las inter­
pre taciones de ese fenómeno. Pero sobre todo, dicha diversidad permite
apreciar las variantes que cada autor asigna al sentido de la acción mis­
ma. Estos posicionamientos se han confrontado de manera visible en la
discusión entre Wieviorka (2011, 2013, 2014) y Collins (2011a, 2011b),
la cual se caracteriza por la recriminación recíproca de no dejar atrás, de
forma satisfactoria, los modelos estructurales y normativos. Más allá del
desacuerdo, el debate evidencia que, en cualquier caso, la violencia termi­
na siendo para ellos la consecuencia de una falla en los procesos de cons­
trucción de la subjetividad o de las interacciones. Lo que sugiere, por un
lado, que los sujetos son incapaces de construirse a sí mismos y, por otro,
que son inhábiles para garantizar la estabilidad de sus interacciones.
Como se pretende mostrar en el último capítulo de este libro, con­
sideramos que ese reproche mutuo se debe a que las teorías en pugna
cargan con las contradicciones propias de aquellas cimentadas en la dico­
tomía actores/estructuras o en el vínculo micro-macro. Para superar esta
tensión, en ese ulterior capítulo se examinan las implicaciones de consi­
derar la violencia en tanto que acción simbólica: agencia intrínsecamen­
te conectada a la cultura, y no como proceso que se define por oposición
a ella. Esto significa que la violencia no puede ser vista como la conse­
cuencia de las externalidades estructurales y normativas, sino que debe
visualizarse como acción representacional sujeta a interpretación. En
consecuencia, es una acción inscrita en una red de sentido culturalmente
definido por quienes presencian su ejercicio: las víctimas y los victima­
rios. Es por ello que la violencia es un performance, una escenificación en
la que se pone en juego un conjunto compartido de representaciones co­
lectivas donde los actores, individual o colectivamente, despliegan de for­
ma creativa, e inteligible para otros, sus capacidades de hacer daño a una
persona o cosa -con el uso convincente de la fuerza-, por medio de lo
cual expresan el sentido consciente o inconsciente de su situación social.
La violencia, en tanto performance, implica que está sujeta a interpreta­
ciones diferenciadas que proyectan aspiraciones y temores colectivos por
parte de los actores involucrados y de un conjunto amplio de especta-

19
Sociologías de la violencia

dores. Cada uno de esos participantes pone sobre la mesa una serie de
valores, ideales y construcciones morales particulares con respecto a su
significado que se enmarca en las instituciones comunicativas y regula­
doras de la esfera civil: este universo propicia al mismo tiempo la crítica y
la integración social democrática.

20
Primera parte
El orden normativo y estructural de la violencia
1 . Asimetrías del poder y mitologías de la violencia

La violencia tiene un peso relevante en la filosofía política de principios


del siglo xx. Comprendida como un factor central en la construcción de
la sociedad capitalista, se la entiende como una fuerza inmanente inscri­
ta en el modelado de las sociedades contemporáneas. Pero también se la
percibe como un valor en el conjunto de las estructuras normativas de
ciertos grupos o clases sociales que ven en ella el camino a la libertad y el
fin de la opresión. La violencia es considerada como una fuerza objetiva
y subjetiva de la sociedad. Esta doble característica de la violencia per­
mitió a un cierto grupo de filósofos fundar una crítica de las estructuras
sociales capitalistas y coloniales, al mismo tiempo que posibilitó pensar­
la -en tanto manifestación política- como una vía justificable desde lo
moral de la que pueden echar mano determinados grupos sociales con el
fin de subvertir un orden social que valoran como injusto. Pero la vio­
lencia que cuestiona al orden social no necesariamente debía circunscri­
birse a una lógica política. En muchos casos, el incremento de los hechos
criminales -ligados a la figura de las 'clases peligrosas" o el 'gran cri­
minal" - fue interpretado como expresiones prepolíticas que contenían
las semillas del cambio social, con independencia de la intencionalidad
de los ejecutantes. Con todo, no cualquier acción violenta tendría efec­
tos desencadenantes de cambios sociales ni podría ser reconocida como
moralmente legítima.
Georges Sorel es el filósofo que abre este tipo de reflexión e inspirará
a Walter Benjamin y a Frantz Fanon. Cada uno de estos autores hace un
esfuerzo relevante por pensar ciertas formas de la violencia en términos
tanto de una fuerza que moviliza el orden social capitalista de manera

23
Sociologías de la violencia

inmanente, como de una fuerza normativa que inspira la transformación


del orden social. Por ello, las reflexiones de los tres fecundarán el pensa­
miento crítico y servirán como telón de fondo para justificar el uso de la
violencia en la acción política -por ejemplo, durante las revueltas que
impulsaban la descolonización o los movimientos estudiantiles de los
años sesenta-. Una tradición de pensamiento filosófico que encontrará
en Hannah Arendt una de sus mayores críticas.

La fuerza vital de la violencia

Georges Sorel fue uno de los primeros pensadores que reflexionó de forma
sistemática sobre el papel de la violencia en la conformación de las socie­
dades modernas. Desde su perspectiva, la violencia constituye un determi­
nante central de cambio social, ya sea como manifestación prepolítica del
desorden social inherente a las sociedades modernas, o como expresión
política de la lucha contra la injusticia que estas sociedades reproducen.
La burguesía cree haber eliminado -despojando de sus privilegios a
la aristocracia a partir de un proceso violento- todas las razones que
justificaban la acción violenta. Sin embargo, desde el punto de vista de
Sorel, la violencia no puede entenderse si se parte del prejuicio de que
es un mero residuo del pasado que pesa sobre las sociedades moder­
nas, o que se trata de una presencia pasajera que la razón inspirada en
los principios de la Ilustración exorcizará con el tiempo. Sorel dedica el
apartado II del primer capítulo de su libro Reflexiones sobre la violencia
a tratar de mostrar que esos prejuicios representan "ilusiones relativas a
la desaparición de la violenciá' (Sorel, 2005: 114). Cuestiona la afirma­
ción que sugiere que "la violencia es un residuo de la barbarie y que está
llamada a desaparecer bajo la influencia del progreso de la ilustración''
(Sorel, 2005: 126). 1 Cree firmemente que la violencia subyace como
principio fundamental de la propia sociedad moderna, en tanto que sus
instituciones han sido fundadas por actos de violencia. Esta acusación,

Suscribe este autor en otro momento de su texto: "Los códigos toman tantas precau­
ciones contra la violencia, y la educación está orientada a atenuar tanto nuestra pro­
clividad a la violencia, que por instinto nos vemos llevados a pensar que todo acto de
violencia es la manifestación de un retroceso hacia la barbarie" (Sord, 2005: 239).

24
l. Asimetrías del poder y mitologías de la violencia

sin embargo, no la hace con el fin de minar la legitimidad del orden so­
cial capitalista, sino que le ayuda a argumentar que ha sido gracias a la
violencia que la sociedad burguesa ha podido construir la actual socie­
dad occidental moderna. En este sentido, la violencia estaría ligada al
progreso, y así como su utilización fue vital para el impulso de la socie­
dad moderna lo será también para su superación. El motivo por el que la
burguesía buscaría eliminar la violencia estaría vinculado a la intención
de detener el cambio y conservar sus privilegios.
Sorel simpatiza entonces con la tesis de que la violencia desplegada
por la burguesía contra el antiguo régimen permitió revolucionar tanto
la estructura económica y política, como las artes y la moral. No obstan­
te, le recrimina a esa misma burguesía que ahora esté obsesionada por la
paz, la inmovilidad social y se aterre ante la manifestación de algún tipo
de violencia. A Sorel le incomoda que la burguesía apele a la búsqueda
constante de acuerdos con el fin de evitar la violencia y la presencia de
cualquier conflicto. Este adormecimiento lo interpreta Sorel como un
agotamiento de las capacidades creativas de una clase y, desafortunada­
mente, una expresión de decadencia de la civilización occidental. Afirma
que el mejoramiento generalizado de las condiciones de vida de amplios
grupos sociales ha contribuido a que el miedo a la violencia y al conflic­
to se expanda al resto de la sociedad. De seguir esa tendencia, Sorel teme
que la vitalidad de la sociedad acabe por agotarse. La violencia cotidiana,
e incluso criminal, sería entonces motor del cambio por ser un síntoma,
porque cuestiona, aunque sea inconsciente de ello.
La única vía que Sorel ve para revitalizar a la sociedad consiste en
someterla a un periodo de violencia, ya sea mediante la guerra o la revo­
lución proletaria. Desde su punto de vista, se necesita una confrontación
entre Estados-nación o una revolución social para reanimar a las socie­
dades occidentales. Esa es la única manera, afirma, para poner de pie al
burgués guerrero oculto y adormecido en las instituciones democráticas.
Sin embargo, para Sorel la guerra entre naciones es cada vez más difícil,
ya que el espíritu pacifista se expande como un virus por el planeta. La
opción factible que él ve a corto plazo es la guerra revolucionaria. Esta
proporcionaría a la sociedad una energía renovadora.2 El papel histórico

Al respecto, véase Sorel (2005: 1 39-141).

25
Sociologías de la violencia

del proletariado es, en consecuencia, mantener con su lucha violenta el


proyecto de la civilización occidental.3
Sorel ve entonces en la violencia una fuerza inmanente del desarro­
llo de las sociedades capitalistas, y también una fuerza normativa vital
inscrita en sus clases sociales: antes en la burguesía y ahora en el proleta­
riado. Así, cada clase social tendría un potencial de cambio que se expre­
sará violentando el orden social vigente y que se agotará según consiga
sus objetivos y se gesten nuevas transformaciones; de allí que esa fuer­
za normativa vital -vinculada a la justicia- pase de una clase social a
otra. La violencia responde a los principios ideológicos y mitológicos que
cada clase social construye en su conciencia colectiva. Una expresión de
esta fuerza moral vital puede visualizarse claramente, según Sorel, en el
análisis de la diferencia entre la huelga política y la general. A diferencia
de las huelgas jurídicamente reguladas que están diseñadas para reducir
los efectos de la explotación, la huelga general, afirma Sorel, llama a una
transformación radical de las formas de dominación y del ejercicio del
poder en las sociedades modernas. La huelga política, por el contrario,
"brinda la inmensa ventaja de que no entraña grave peligro para las va­
liosas vidas de los políticos" (Sorel, 2005: 211), ya que genera un levan­
tamiento popular que tiene "por objetivo hacer que pase el poder de un
grupo de políticos a otro grupo de políticos, y el pueblo seguirá siendo la
sufrida acémila que lleva la carga'' (Sorel, 2005: 213). Esta clase de huelga
-y la violencia que la acompaña- es incitada de cuando en cuando por
los políticos reformistas para asegurar los cambios necesarios que permi­
ten mejorar las condiciones de vida de la población, a cambio de garan­
tizar la permanencia de las formas generales de explotación. La huelga
general expresa, por el contrario, una violencia que tiende a la destruc­
ción del orden (Sorel, 2005: 231). En ella, el proletariado "se organiza
para la batalla, separándose debidamente de las demás partes de la na­
ción, considerándose como el gran motor de la historia, y subordinando
cualquier otra consideración social a la de la lucha [ . . . ] confía en expul-

"La violencia proletaria, ejercida como una pura y simple manifestación del sentimien­
to de lucha de clases, aparece así como algo muy serio y muy heroico; está al servicio
de los intereses primordiales de la civilización; no será quizá el método más apropiado
para obtener mejoras materiales inmediatas, pero puede salvar al mundo de la barba­
rie" (Sorel, 2005: 148).

26
l. Asimetrías del poder y mitologías de la violencia

sar a los capitalistas del campo de producción para retomar luego al lu­
gar que ocupa en el taller creado por el capitalismo" (Sorel, 2005: 226).
No obstante, la diferencia sustancial entre violencia política y la huel­
ga general se halla en la lógica de la estructura normativa que ambas tie­
nen detrás y no tanto en los fines que persiguen alcanzar. La violencia
política pretende, en última instancia, la mejora de las condiciones de
vida a cambio de mantener las lógicas de dominación, mientras que la
h uelga general está impulsada por la fuerza mágica que construye "un
porvenir determinado en el tiempo" (Sorel, 2005: 178). La huelga ge­
neral tiene su sustento en las construcciones míticas que proyectan los
sueños, esperanzas y voluntades de un pueblo. Duermen o habitan clan­
destina y secretamente en el transcurrir de los días, alimentando poco
a poco y de modo imperceptible los mitos apocalípticos de la destruc­
ción del sistema de dominación y la utopía de un futuro mejor. Son estas
construcciones míticas las que permiten proyectar los distintos escena­
rios de una sociedad sin dominación. Su presencia permite al proleta­
riado seguir viviendo en el presente: contando con que el destino es una
puerta que puede forjarse a partir de la violencia, y cuando esos mitos
y sueños toman forma en la conciencia colectiva de manera amplia dan
paso a la emergencia de la huelga general.
Por eso, el mito de la huelga general es, para Sorel, el sustento que da
la vitalidad al movimiento obrero. Sorel recurre aquí a Durkheim para
señalar que son los mitos y las ideas sobre lo sagrado aquello que alimen­
ta la moral de la clase obrera, lo que le da sustento a su voluntad y con­
vicción para actuar de forma violenta. Son estos mitos los que anteceden
a la proyección de los cálculos y a las estrategias de la acción. De esta ma­
nera, la convicción para actuar no está sujeta en ningún caso a la razón,
sino a las narrativas míticas que proporcionan y dan forma a los campos
de batalla y visiones épicas. Esto es lo que proporciona la fuerza mágica a
la huelga general, sobre todo porque es la única capaz de enfrentar lo que
sustenta el orden de la sociedad burguesa: el mito del Estado.
Por tanto, para Sorel la lucha entre el proletariado y la burguesía se
ali menta de dos fuerzas normativas que se cristalizan en figuras míticas
distintas que al colisionar adquieren la forma de un drama social: pro­
yecta a los actores involucrados en una representación específica de dos
mitos en pugna. Un drama que solo tiene una posible interpretación: es
la lucha entre el mito del futuro versus la mitología del orden del Estado

27
Sociologías de la violencia

burgués. Estos mitos hacen creer a los combatientes que cada uno for­
ma parte del "[ • • • ] Ejército de la Verdad llamado a combatir los Ejércitos
del Mal" (Sorel, 2005: 273). El resorte que los mueve es la convicción de
una idea sagrada y moral.4 De esta manera, los obreros que se lanzan a la
huelga general lo hacen "( • • • ] sabiendo que [ella] es un mito, [obrando)
de la misma manera que el físico moderno que tiene plena confianza en
su ciencia, aun sabiendo que el futuro la considerará anticuada" (Sorel,
2005: 207). Por eso la violencia condensa las aspiraciones vitales de los
colectivos sociales y se presenta como un drama social en el que se repre­
sentan los miedos y las aspiraciones de cada uno de los contendientes.
La violencia es entonces una expresión creativa y destructiva. Dilu­
ye las formas tradicionales de organización social e impulsa nuevas re­
laciones sociales e institucionales. Es una fuerza impersonal suscrita en
el orden social, pero también una fuerza normativa alimentada por las
creencias míticas que se forjan en cada uno de los grupos que confor­
man una sociedad. La relación entre el tipo de grupo social y sus mitos
define la pureza o impureza de la violencia que se despliega. Si el pro­
letariado está inspirado por las narrativas de un futuro en el que se su­
peran las condiciones de dominación social, la violencia tiene un aura
sagrada particular. Por el contrario, si es la burguesía y su mito del or­
den detrás del Estado burgués lo que subyace a la violencia, lo que se
tiene es un aire de impureza en esta última. Esta distinción no excluye
que, cuando una u otra se presentan, se movilizan las fuerzas vitales de
la sociedad del orden normativo y estructural que define a las socieda­
des contemporáneas.
La misma crítica que Sorel hace de la pretensión burguesa de des­
aparición de la violencia podría aplicarse al concepto de huelga general.
Si la violencia es una fuerza moral vital, la única manera de conseguir su
desaparición sería eliminando las inmoralidades que la movilizan. No
habría por qué suponer que el potencial de cambio del proletariado se­
ría inagotable, en todo caso esto requeriría de una teoría de las clases
sociales con la que no se cuenta. De este modo, o se supone que la vio­
lencia es una forma de acción que estará siempre presente o se explica

4
Sorel (2005 : 269} respalda esta reflexión en un trabajo que, según él, Durkheim pre­
sentó en la Sociedad Francesa de Filoso6a en febrero de 1906. Heilbron (2015) apun­
ta que el texto al que Sorel se refiere sería "La détermination du fait moral''.

28
l. Asimetrías del poder y mitologías de la violencia

por qué habría de detenerse el cambio social y por qué esa pretensión
del fin de la historia es superior o diferente al que suponía haber encon­
trado la burguesía.

Violencia mítica y divina

La reflexión de Sorel sobre la violencia encontró un eco particular en


el trabajo de Walter Benjamin titulado Hacia una crítica de la violencia.
En él se establece que la violencia caracteriza los procesos de emergen­
cia de la sociedad y del Estado capitalistas, pero también se inscribe en
la estructura de los valores normativos de las clases trabajadoras que
ven en la violencia una forma de subvertir las relaciones de explotación
y dominación social que viven. Este enfoque del problema deja de lado
la violencia cotidiana presente en las relaciones sociales y la violencia
criminal regular, excepto cuando estas -sobre todo la última- tienen
consecuencias subversivas respecto del orden político y social, aunque
son inherentes a estos órdenes. En este sentido Benjamin, al igual que
Sorel, parte de la idea de que el capitalismo y su Estado son resulta­
do de un acto violento que la misma sociedad burguesa trata de negar,
entre otras cosas, al apelar constantemente a la necesidad de encauzar
cualquier conflicto mediante el derecho. De hecho, el cuerpo del dere­
cho positivo trata de enmascarar por medios formales y racionales la
estructura violenta de la sociedad capitalista. A diferencia del derecho
natural que evalúa el ejercicio de la violencia con base en el concepto
de justicia, el derecho positivo lo hace desde la noción de legitimidad,
lo que le permite juzgarla con criterios que definen quién, cuándo y de
qué manera la ejerce y a establecer en qué momento o situación histó­
ric a deb e o no ser sancionada. En esta dirección, el interés del derecho
positivo radica en que

la monopolización de la violencia frente a las personas individuales no se


expli [ca] mediante la distinción de salvaguardar los fines jurídicos, sino,
antes bien, mediante la intención de salvaguardar el derecho como tal,
pues la violencia, si no se encuentra en manos del derecho, lo pone en
peligro, no mediante los fines que persiga, sino ya por el hecho de su mera
existencia externa al derecho (Benjamin, 2007: 187).

29
Sociologías de la violencia

La historia del derecho occidental se presenta entonces como un


proceso en el que se expropia a las personas de la capacidad de ejercer
la violencia. Este ejercicio debe recaer exclusivamente en una autoridad
legítima, sin embargo, el derecho positivo no ve "[ • • . ] en la violencia en
manos de las personas individuales un peligro para el ordenamiento jurí­
dicó' (Benjamin, 2007: 186), lo que le preocupa es que exista alguien que
ejerza la violencia fuera de él, porque eso cuestiona al derecho en cuanto
a derecho mismo, pero, sobre todo, porque implica reconocer que la vio­
lencia funda derecho. La definición de autoridad "autorizada'' para ejercer
la violencia es el resultado de la expropiación violenta que padecen otros
que así se vuelven ilegítimos para su ejercicio a consecuencia de su derrota.
Benjamin (2007) considera que la guerra entre Estados, la popularidad
entre amplios segmentos sociales del 'gran criminal" y la huelga política
son tres ejemplos que ilustran cómo el derecho está preocupado por evi­
tar que ciertos actores se abroguen el uso de la violencia.
El primero de los ejemplos resulta el prototipo claro de la instaura­
ción del derecho. Cuando se firma un armisticio en el que un Estado se
impone sobre otro después de una guerra, la paz significa "[ • • • ] la sanción
de la victoria necesaria e independiente de todas las situaciones jurídicas
restantes'' (Benjamin, 2007: 189). Quiere decir que un orden legal -el del
vencedor- se impone y disuelve otro orden legal -el del vencido-. El
segundo ejemplo, el de la violencia ligada al 'gran criminal" -admirado
por el pueblo aun cuando sus fines sean cuestionables-, representa para
el derecho el mayor de los peligros, no porque su comportamiento rom­
pa reglas, sino porque la violencia que ejerce sucede fuera de la esfera del
derecho. La expropiación de la violencia que ha hecho el Estado moderno
a las personas se cuestiona por parte de la población cuando el 'gran cri­
minal" logra escapar de la fuerza del Estado, y por eso él obtiene, según
Benjamin (2007), amplio respaldo popular. Finalmente, la huelga política
tiene para Benjamin la misma connotación que para Sorel la violencia po­
lítica: es un medio para alcanzar no solo la satisfacción de necesidades in­
mediatas a costa de mantener el sistema de dominación intacto, sino que
permite las reformas necesarias que garantizan el fortalecimiento del Es­
tado, de sus organismos y, sobre todo, de sus élites políticas.
Estas tres figuras de la violencia ilustran, según Benjamin, el cómo
ella forma parte del orden en las sociedades capitalistas. Son violencias
que resultan incapaces en sí mismas de fracturar las lógicas de domina-

30
l. Asimetrías del poder y mitologías de la violencia

ción y explotación social. Para que la violencia pueda subvertir ese orden
social se requiere que vaya acompañada de una fuerza moral capaz de
romper con los mecanismos de dominación del derecho positivo bur­
gués. Para Benjamín, esa violencia solo puede emanar de la huelga gene­
ral planteada en la reflexión de Sorel. El reconocimiento del derecho de
huelga en las sociedades capitalistas implica la posibilidad legal de una
ruptura de las relaciones entre el trabajador y la empresa. Esto quiere de­
cir que se encuentra regulada la omisión de una acción o de una obliga­
ción por parte de los trabajadores para hacerse llegar ciertos beneficios en
el corto tiempo. Sin embargo, cuando la omisión se ejerce en un contexto
o en condiciones que no tienen nada que ver con la relación para la que
fue diseñada, lo que sucede es que emerge una violencia, porque se ejerce
un derecho fuera de los fines para los que fue pensado. Esto es precisa­
mente lo que ocurre con la huelga general.
En tanto que el derecho de huelga no está diseñado para ejercerse
de ese modo, el Estado considera que 'el ejercicio simultáneo de la huel­
ga en todas las empresas es ilegal dado que no tiene en cada una el mo­
tivo particular que ha presupuesto el legislador" (Benjamín, 2007: 188).
La huelga regulada en el mundo de los contratos laborales es, en cierta
medida, una violencia sancionada. Cuando se lleva a cabo de forma gene­
ralizada, fundamenta y modifica el entorno jurídico establecido y tiene
repercusiones en el sentido del derecho, no solamente en su aplicación y
normatividad. La huelga general, en contraposición a la violencia política,
busca establecer justicia y no derecho, no pretende beneficios materiales
sino transformar la condición misma en las que se da el trabajo. Así, la
huelga política no escapa del derecho, sugiere Benjamín (2007), mientras
que la huelga general es anarquista: es un medio en sí mismo.
Para distinguir entre el tipo de violencia ligado a la huelga política y
a la general, Benjamín recurre a dos referentes narrativos, uno lo recoge
de la mitología griega, el otro, de la Biblia. La primera narración la re­
fiere a lo que llama la violencia mítica -que instaura derecho- y la
s egunda, a la violencia divina -porque implanta justicia-. Benjamín
(2007) explica ambos tipos de violencia recurriendo, respectivamente, al
mito de Níobe y a un episodio de la vida de Moisés. La primera es una
diosa que se burlaba de su hermana Leto porque esta solo tenía dos hi­
jos: Apolo y Artemisa, procreados con Zeus, mientras que Níobe go­
zaba de una abundante descendencia, causa por la que además exigía

31
Sociologías de la violencia

que Leto no fuera igual de venerada que ella. Como escarmiento, Apo­
lo y Artemisa mataron a todos los hijos de Níobe, excepto a dos, quie­
nes, aunque quisieron vengarse terminaron muertos o enviados al exilio.
La violencia de Artemisa y Apolo es considerada por Benjamin (2007)
como una forma de establecer un orden -en este caso, equilibrar el
poder de Leto frente a Níobe acabando con la descendencia de esta úl­
tima-. En este marco, es una violencia que instaura un derecho "por­
que no pune (sic] a causa de la transgresión de un derecho ya existenté'
(Benjamin, 2007: 201), y no renuncia a ejercerlo posteriormente, por
lo que "la instauración del derecho es sin duda alguna instauración de
poder y, por tanto, es un acto de manifestación inmediata de violenciá'
(Benjamin, 2007: 201).
Para ejemplificar la violencia divina, Benjamin (2007) recoge un
pasaje bíblico en el que la tribu de Korah cuestiona la autoridad que Je­
hová delega en Moisés y Aarón, quienes impulsan una reorganización
de la estructura de la comunidad. Dicha tribu organiza una conspira­
ción que termina cuando el mismo Jehová abre la tierra para tragarse
a los que apoyaban la rebelión y destruye con fuego fulminante a los
sacerdotes que cuestionaron su autoridad delegada. Esta es una vio­
lencia divina, según Benjamin, porque transforma de golpe la organi­
zación de la sociedad: no instaura derecho sino justicia, se trata de un
acto de purificación.
De modo semejante, la huelga política -al igual que el derecho que
deriva de la guerra o del orden social establecido por el 'gran criminal"-
está destinada a crear un orden de dominio, aun cuando genere mejores
condiciones de vida. La huelga general, por el contrario, apunta a dejar
atrás el orden del derecho para garantizar el establecimiento de una so­
ciedad moralmente justa en todo sentido. De esta forma, la violencia tie­
ne dos rostros, uno puro y otro impuro. Si la violencia libera y suspende
las formas de dominación, adquiere un aura de pureza; si culmina solo
reformando el conjunto de las relaciones de dominación, el aura adqui­
rida será de impureza. En términos de Benjamin, la violencia mítica ins­
taura derecho, impone límites, inculpa y expía, amenaza, es sangrienta
y letal, tanto para la vida como para el alma. Mientras que la violencia
pura o sagrada busca establecer justicia y no derecho: aniquila el dere­
cho existente, destruye ilimitadamente, redime, golpea, es letal en forma
incruenta, es, en una palabra, educadora, representa en este sentido una

32
l. Asimetrías del poder y mitologías de la violencia

dramatización clara y simple de la lucha de clases.5 Así, Benjamín plantea


en términos muy similares la lógica de la violencia en las sociedades capi­
talistas: instaura un orden social injusto y excluyente, pero tiene un tras­
fondo moral cuando se encuentra ligado a las clases sociales dominadas.
Cuando la violencia es impulsada por estas últimas resulta una potencia
central de cambio que invierte la lógica de estructuración violenta que ca­
racteriza el orden en las sociedades modernas.

Violencia y libertad

Este mismo tratamiento de la violencia se puede encontrar en el traba­


jo que Fanon desarrolla en su texto Los condenados de la tierra. Al igual
que los autores antes revisados, la violencia para Fanon no es necesaria­
mente lo contrario del derecho. El orden colonial está basado en amplios
procesos y dinámicas de violencia: los cañones, las bayonetas y las balas
que organizan el mundo colonial perviven en las formas jurídicas y mo­
rales que regulan la vida del colonizado. La estructura colonial trata al
colonizado como a un animal que debe ser disciplinado y domesticado,
al que se le debe enseñar a pensarse como una entidad individual y no
colectiva, al tiempo que se autoconciba como un alma y un cuerpo que
funcionan en el tiempo que el colonizador establece. El colonizado vive
este proceso como una cesura respecto a su pasado precolonial. Incluso
en el uso del tiempo libre, sugiere Fanon (1969), el cuerpo tiende a ser
controlado, obligando al colonizado a bailar. La danza es para Fanon
una forma de control del cuerpo, ya que la "orgía muscular de la danzá'

Benjamín (2007: 203) señala: "La violencia divina no se manifiesta solamente en las
tradiciones religiosas, sino que también se encuentra al menos en una manifestación
bien consagrada de la vida actual. Y una de sus formas de aparición se halla en su
forma consumada en tanto que violencia educadora fuera del derecho. Por tanto, las
formas de aparición que resultan ser propias de la violencia divina no pueden defi­
nirse por el hecho de que Dios las ejecute inmediatamente en milagros, sino por esos
momentos de consumación incruenta, consumación fulminante y redentora. Y, final­
mente, por la ausencia de toda posible instauración del derecho. Por consigu iente hay
buenas razones para considerar destructiva esta violencia; pero lo es sólo relativamen­
te, en relación con los bienes, el derecho o la vida ( . . . ], no absolutamente, en relación
con el alma de lo vivó'.

33
Sociologías de la violencia

y el trance que conlleva, permite escamotear la violencia y agresividad


contenida por la opresión colonial.
Sin embargo, la constante violencia de la que es objeto el coloniza­
do hace que genere mecanismos de resistencia que no necesariamente
derivan, en una primera instancia, en reclamos articulados e institu­
cionalizados. La idea de la decolonización es, para Fanon (1969), un
proceso que se forma a lo largo del tiempo, marcado por actos de re­
beldía que forjan poco a poco la conciencia del colonizado. Es posible
observar, a decir de Fanon (1969), cómo se conforma esa conciencia en
ciertos acontecimientos que una mirada poco atenta vería como aisla­
dos. Las peleas de fin de semana en bares y salones de baile, así como
el crecimiento de los delitos expresan, de forma prepolítica, la necesidad
que el colonizado tiene de encontrar un lugar en la sociedad colonial.
Estas explosiones de violencia deben leerse, según Fanon (1969), como
una manifestación de rebeldía contra el derecho colonial. Otros aconte­
cimientos que anuncian la formación de la conciencia decolonial se en­
cuentran en el incremento de las luchas tribales. Estas son interpretadas
por Fanon (1969) como ejercicios que liberan la tensión muscular del
colonizado. Finalmente, está la presencia del 'gran bandido': Este se pre­
senta generalmente a los ojos de la sociedad como un héroe que se en­
frenta al orden colonial y permite dar cuerpo a la intuición "que tienen
las masas colonizadas de que su liberación debe hacerse, y no puede ha­
cerse más que por la fuerzá' (Fanon, 1969: 65).
La violencia deviene para Fanon (1969) en un medio construido por
el poder colonial, por el cual la 'cosá' y el "animal" se transforman en un
hombre nuevo. Es lo que le permite recuperar su antigua religión, rein­
sertarse en su colectividad perdida, descubrir su pertenencia a la aldea y
a la comunidad a tal punto que sus sueños y músculos se metamorfoseen
en sueños de agresión y acción -y no solo en el cuerpo para la danza-.
Son esos los músculos donde se encuentra sedimentada su agresividad
que da soporte a su rebelión. El colonizado articula todo esto y lo trans­
forma 'en el movimiento de su praxis, en el ejercicio de la violencia, en su
proyecto de liberación'' (Fanon, 1969: 51). Esta es la fuerza que genera
los cambios en la naturaleza del hombre y el mundo social. Esa es la cau­
sa por la cual la pugna entre colonizado y colono no depende de una con­
frontación racional, es la "afirmación desenfrenada de una originalidad
formulada como absolutá' (Fanon, 1969: 35). Es así que el orden norma-

34
l. Asimetrías del poder y mitologías de la violencia

tivo que se construye poco a poco en la conciencia del colonizado da pau­


ta a la idea de que la violencia es un elemento central en el proceso, que
no es solo subversión del orden colonial sino que permite al colonizado
devenir en un ser humano.
El poder colonial intenta frenar esta fuerza mediante la creación de
partidos políticos, intermediarios étnicos y, en el mundo de la cultura,
dando voz a los intelectuales locales. De igual forma, fomenta el creci­
miento de la burguesía comercial e impulsa reformas políticas y sociales
que alivian la dureza de la dominación que vive el colonizado. No obs­
tante, estos procesos son para Fanon (1969) simples paliativos a los que
recurre el colonizador para tratar de ocultar la violencia en las formas
del derecho que él ha impuesto, como una manera de soterrar la vio­
lencia del colonizado que califica de bárbara y primitiva. Estas estrata­
gemas no terminan jamás por restablecer el orden colonial, sobre todo
porque las reformas terminan por convertirse en la ventana a través de
la cual el colonizado identifica a su enemigo, le da un nombre a sus des­
gracias, e incrementa su odio y cólera.
El colonizado termina por comprender que las reformas institucio­
nales no sirven lo suficiente; se da cuenta de que el colonialismo no es
una máquina hecha para pensar o razonar, sino que se trata de un orga­
nismo u orden social violento. Vienen a su mente ciertos episodios épi­
cos y míticos que dan sentido a su vida colectiva frente al colono, pero
sobre todo llega a comprender que la violencia es la única forma con
la cual puede reintegrarse a la comunidad, que es la manera de volver
al hogar y una mediación real con la que el hombre se libera y le da un
sentido y un fin a su vida.6 De este modo, la violencia descolonizadora
ti ene las características de la violencia divina de Benjamin y de la huel­
ga general de Sorel. Es una violencia que libera, que alimenta las espe­
ranzas de una vida mejor: es por tanto pura o sagrada en la medida en
que hace posible que los dominados adquieran un sentido de sí mismos
y proyecten con ello un nuevo orden social. Por tanto, su despliegue se

Fanon (1969: 35) apunta: " La violencia que ha presidido la constitución del mundo
colonial, que ha ritmado incansablemente la destrucción de las formas sociales autóc­
tonas, que ha demolido sin restricciones los sistemas de referencias de la economía, los
modos de apariencia, la ropa, será reivindicada y asumida por el colonizado desde el
momento en que, decidida a convertirse en la historia en acción, la masa colonizada
penetre violentamente en las ciudades prohibidas''.

35
Sociologías de la violencia

justifica, se considera necesario porque pone en juego los mitos y narra­


tivas de su añorada liberación. Así es como se despliega una violencia
como drama social:

Las autoridades toman, en efecto medidas espectaculares, arrestan a uno o


dos dirigentes, organizan desfiles militares, maniobras, incursiones aéreas.
Las demostraciones, los ejércitos bélicos, el olor a pólvora que carga ahora
la atmósfera no hace retroceder al pueblo. Esas bayonetas y esos cañona­
zos fortalecen su agresividad. Una atmósfera dramática se instala, cada
cual quiere probar que está dispuesto a todo (Fanon, 1969: 53).

La visión de Fanon cierra una tradición de pensamiento que consi­


dera la violencia como un elemento sustancial en la constitución de las
sociedades capitalistas y coloniales, que funciona como una especie de
fuerza que transforma las sociedades tradicionales y que instituye una
forma particular de derecho. Mientras que para Sorel y Benjamín la im­
posición de una forma particular del derecho es producto del poder de
una clase que se erige sobre otra con el objeto de superar el orden social
y crear uno nuevo superior que elimine las contradicciones fundamen­
tales que lo hacen opresivo, para Fanon significa la restauración de un
orden anterior perdido por acción de otros. Para los tres se trata de opo­
ner a la violencia mítica de la burguesía la violencia divina de los opri­
midos. Por otro lado, la violencia es una fuerza normativa inscrita en
ciertos sectores sociales, localizados la mayoría de ellos en posiciones
de subordinación que se alimenta de las utopías, mitos y creencias so­
bre la justicia social. La violencia aparece entonces como una marca de
las dinámicas estructurales del orden social y como una reserva moral
pura, sagrada o divina que corre a la par de la construcción de los hom­
bres libres. Esta dicotomía de la violencia, como factor estructurante de
un orden social injusto y, al mismo tiempo, como mitología inscrita en
la moral y en la conciencia colectiva de ciertos sectores sociales, care­
ce, sin embargo, de los vasos comunicantes que permitan comprender
cómo uno y otro extremo se determinan o conectan. (Cómo es posible
que un orden social que se caracteriza por su violencia estructural gene­
re las condiciones que hacen pensar a un grupo social dominado que la
violencia es la vía para su liberación? (Cómo se construye una mitología
y una narrativa utópica o, en otros términos, una subjetividad o morali-

36
l. Asimetrías del poder y mitologías de la violencia

dad donde la violencia resulta la llave maestra para transformar el orden


social violento que caracteriza a las sociedades capitalistas o coloniales?
La forma de Sorel, Benjamin y Fanon de definir ese espacio moral en
el que se gesta la violencia unas veces parece determinado por la propia
condición de opresión del orden social, pero en otras parece que existe
una cierta autonomía del orden normativo que permite la institución de
la violencia como una opción de liberación. Y cide qué manera la violen­
cia que busca superar un orden social opresivo da sitio a otro definitivo
que no habrá de producir violencia, si la violencia es el motor del cam­
bio? Frente a esta contradicción, Hannah Arendt planteará una salida
particular: la violencia no está inscrita en el orden estructural ni en el or­
den normativo, es un simple instrumento, carente de cualquier capacidad
en sí misma para liberar u oprimir al hombre.

El carácter instrumental de la violencia

El análisis que Arendt (2012) desarrolla en su reflexión sobre la violen­


cia toma distancia de los trabajos de Sorel, Benjamin y Fanon.7 Para esta
autora la violencia no es capaz de producir, por sí misma, derecho y or­
den social ni es tampoco catalizadora de la libertad de una clase social
o de la humanidad en su conjunto. Afirma que la creencia de que la vio­
lencia funda derecho o contribuye a la libertad humana se gestó de cier­
ta imaginería decimonónica que idealizó la guerra como creadora de los
Estados-nación europeos y después fue traducida a la figura del radical
de izqt,iierda en el siglo xx -tanto en su versión de la nueva izquierda
europea y norteamericana, como la de los descolonizadores inspirados
en Fanon-. 8 Sin embargo, considera que el carácter central que se le ha
dado a la violencia radica, de hecho, en una confusión que la mezcla con
otros conceptos aparentemente cercanos, pero distintos, tales como po­
der, potencia, fuerza y autoridad. 9

Para la discusión directa de Arendt (2012) con Fanon (1969: 26, 33-35, 88, 98). Para
la discusión directa con Sorel (2005: 48, 91-95).
Con respecto a su crítica a la nueva izquierda, véase Arendt (2012: 35-38).
Arendt (2012: 48-76) desarrolla cada uno de estos conceptos a fin de diferenciarlos
del de violencia.

37
Sociologías de la violencia

El poder se ha concebido erróneamente, según Arendt, como la capa­


cidad de obtener la obediencia a partir de un acto de violencia, por ejem­
plo, cuando un ladrón blande amenazadoramente un cuchillo a alguien
para despojarlo de una pertenencia o cuando usa un revólver para robar
un banco. Estos actos de violencia no sirven para comprender la comple­
ja trama del funcionamiento social ya que, por ejemplo, las instituciones
de un país funcionan sobre todo a partir del apoyo que reciben de la so­
ciedad los distintos mecanismos representativos. Para Arendt (2012), los
ordenamientos institucionales no pueden ser entendidos como la mera
cristalización de la violencia -a la manera que sugiere Benjamín-, por­
que dependen del apoyo de una sociedad que se comporta más allá de las
relaciones mando-obediencia. En un gobierno representativo, el pueblo
domina a quienes lo gobiernan por medio de la opinión -señala Arendt,
siguiendo a Madison-. La fuerza de esta última da cuerpo al poder del
gobierno "[ . . . ] depende del número; se halla en 'proporción de los que
con él están asociados' y la tiranía [ . . . ] es por eso la más violenta y me­
nos poderosa de las formas de gobierno" (Arendt, 2012: 57). Este razo­
namiento permite a la filósofa alemana distinguir entre violencia y poder,
en la medida en que este último precisa del número, mientras que la pri­
mera no puede prescindir del poder en tanto que es fundamentalmente
un instrumento. Además, si el poder refiere a la capacidad humana para
actuar de manera coordinada, entonces no pertenece a un individuo, sino
a un grupo, y dura en la medida en que ese grupo se mantenga unido.
Más aún, en tanto que la violencia es un instrumento necesita ser justifi­
cada, argumentando los fines que se propone alcanzar con ella, y, según
Arendt, si algo requiere justificación no puede ser la esencia de nada. 10 En
cambio el poder no necesita justificación, lo que requiere es legitimidad.
Es solo el poder el que, al ser un fin en sí mismo, establece la condición
de pensar la violencia en términos de medios-fin.

El poder no necesita justificación, siendo como es inherente a la verdadera


existencia de las comunidades políticas; lo que necesita es legitimidad. El
empleo de estas dos palabras como sinónimo no es menos desorientador

10
Arendt (2012: 69) apunta: "La violencia es, por naturaleza, instrumental: como todos
los medios, siempre precisa de una guía y una justificación hasta lograr el fin que per­
sigue. Y lo que necesita justificación por algo, no puede ser la esencia de nada''.

38
l. Asimetrías del poder y mitologías de la violencia

y perturbador que la corriente ecuación de obediencia y apoyo. El poder


surge allí donde las personas se juntan y actúan concertadamente, pero
deriva su legitimidad de la reunión inicial más que de cualquier acción que
pueda seguir ésta [ . . . ] . La violencia puede ser justificable, pero nunca será
legítima. La justificación pierde plausibilidad cuando más se aleja en el
futuro el fin propuesto (Arendt, 2012: 71).

Por eso para Arendt la fascinación social que ejerce el "gran crimi­
nal" -y que resulta central para Benjamin y Fanon- no puede produ­
cir nada, ni comunidad, ni hermandad y mucho menos lazos colectivos,
solo puede producir daño y muerte, y esta última es para Arendt la ex­
periencia más antipolítica que pueda existir: la muerte implica aisla­
miento y por tanto no puede generar poder. En este sentido, Arendt
(2012) sugiere que las revoluciones, contrario a lo que se cree, no ter­
minan con el poder sino hasta que este ha perdido su autoridad, cuan­
do sus órdenes ya no se obedecen y los medios de violencia con los que
cuenta ya no tienen ninguna utilidad o sentido, porque se ha perdido su
legitimidad.U La revolución es posible en tanto el poder se ha desinte­
grado, cuando colapsa el orden social y su derecho: "El repentino y dra­
mático derrumbamiento de poder que anuncia las revoluciones revela
en un relámpago cómo la obediencia civil -a las leyes, los dirigentes
y las instituciones- no es nada más que la manifestación exterior de
apoyo y asentamiento" (Arendt, 2012: 66). No obstante, al momento en
que arriba ese colapso, el poder despliega la violencia porque se ve ame­
nazado y esgrime la puesta en marcha de esta última como un medio
justificable para su permanencia.
Aquí es donde la violencia puede adquirir su carácter más destructi­
vo. Si las fuerzas en disputa incrementan su capacidad de violencia pue­
den destruir cualquier tipo de poder y, en la medida en que la primera
no puede producir al segundo, el dominio se establece a partir de la pura
violencia. En este punto toda la sociedad pierde, incluso las fuerzas en
combate, porque se invierte la relación entre medios y fines. Los primeros
determinan los últimos con la consecuencia de que eso socava cualquier

11
Ciertamente, sugiere Arendt (2012), la violencia está próxima a la potencia, aunque
sea en términos fenomenológicos, porque como todo instrumento se usa para incre­
mentar las capacidades de la potencia, e incluso puede en algunos casos sustituirla.

39
Sociologías de la violencia

intento de restaurar el poder. Aquí Arendt expresa sin duda el temor de


que la tentación de recurrir a la violencia tanto por las instituciones como
por la sociedad derive en una apología de la violencia como medio para
instaurar poder. Incluso por quienes llaman a blandir la violencia para fi­
nes justos, esto representa un reto en el que se juega al aprendiz de mago,
una potencia que se sale de control, que se sustrae de las manos de víc­
timas y victimarios de la violencia. Cuando esto sucede la violencia, dice
Arendt (2012), destruye la propia naturaleza de la política.12
Frente a esta visión de conjunto, Arendt da a la violencia, pese a
todo, un papel no menor en la sociedad. Su presencia puede interpre­
tarse como una expresión de las asimetrías sociales que se vuelven cada
vez más insoportables en cierto contexto social y político, apareciendo
con ello la necesidad de restablecer el equilibrio en la balanza de la jus­
ticia. La violencia es un instrumento que si bien no "promueve causas,
ni la historia ni la revolución, ni el progreso ni la reacción, puede ser­
vir para dramatizar agravios y llevarlos a la opinión públicá' (Arendt,
2012: 104). Un camino para alcanzar la moderación del abuso del po­
der. Así, la violencia puede ser una herramienta para impulsar cambios
y reformas, no tanto la revolución -aunque la distinción entre poten­
cial reformista y revolucionario no queda explicada-, y su uso puede
hacer patente la presencia de dinámicas acrecentadas de reducción de
poder de ciertos grupos sociales.
Para Arendt, la violencia tiene su sentido positivo sobre todo en la
esfera de las necesidades, esto es, en las actividades relacionadas con
la pura supervivencia y marcadas por el trabajo-fabricación. Cuanto más
apremiantes sean las necesidades que enfrentan los seres humanos, ello
derivará en el uso de medios de trabajo y fabricación marcados por la
violencia -como se pudo observar en particular en las sociedades pre­
modernas-. La necesidad es un fenómeno prepolítico, "la fuerza y la
violencia se justifican en esta esfera porque son los únicos medios para

12
Arendt es enfática: "Políticamente hablando, es insuficiente decir que poder y violen­
cia no son la misma cosa: el poder y la violencia son opuestos; donde uno domina ab­
solutamente falta el otro. La violencia aparece donde el poder está en peligro pero,
confiada a su propio impulso, acaba por hacer desaparecer al poder. Esto implica que
no es correcto pensar que lo opuesto de la violencia es la no violencia; hablar de un po­
der no violento constituye en realidad una redundancia. La violencia puede destruir al
poder; es absolutamente incapaz de crearlo" (Arendt, 2012: 76).

40
l. Asimetrías del poder y micologías de la violencia

dominar la necesidad [ . . . ] y llegar a ser libres" (Arendt, 2005: 57). En


consecuencia, la violencia es también prepolítica puesto que expresa una
situación en la que los hombres están sujetos a la necesidad. Para Arendt
(2005), prepolítico no significa estadio de naturaleza; en la historia de
la humanidad, la esfera privada sujeta a la necesidad ha estado acompa­
ñada de una esfera pública en la que los hombres actúan y hablan como
iguales sin que se requiera ejercer la violencia. No obstante, las socie­
dades modernas permiten la emergencia de una esfera social en la que
las necesidades y la mutua dependencia adquieren un significado públi­
co, "donde las actividades relacionadas con la supervivencia se permiten
aparecer en público" (Arendt, 2005: 68), o en otras palabras, donde el
trabajo-fabricación deja los muros de la esfera privada. Con las esferas
social, privada y pública se completa el rostro de las sociedades moder­
nas en el que es posible distinguir la compleja relación entre trabajo (el
mundo de la necesidad), producción (la esfera social) y acción (la esfera
de la vida dedicada a los asuntos públicos). Una relación tensa entre es­
tas esferas genera a veces que las lógicas de las esferas del trabajo-pro­
ducción invadan a la esfera pública, propiciando que los principios de la
necesidad y la violencia colonicen la de los asuntos públicos, desplazan­
do a un segundo término las capacidades de los hombres para hablar y
actuar entre iguales, minando así el poder de su palabra y la libertad hu­
mana para actuar de manera coordinada. 1 3
Para Arendt, esta invasión de la esfera de los asuntos públicos ad­
quiere su cristalización teórica en el trabajo de Marx, y que se retoma en
el pensamiento de Sorel, Benjamin y Fanon. Según la filósofa alemana,
Marx justifica la colonización de la esfera pública por la del trabajo y la
producción en primera porque interpreta los problemas de la producción
en la esfera social en términos políticos, señalando que la pobreza y la ex­
clusión social son el resultado de la opresión y la explotación. Para luego
leer la dominación política en términos económicos: las formas de explo­
tación son el resultado de la necesidad vital de la sociedad, y esta última
constituye el bien más relevante y central de la actividad humana.

lJ
D e alguna manera, para Arendc l a violencia queda fuera del espectro de l a reflexión
polícica: "la teoría política tiene muy poco que decir acerca del fenómeno de la violen­
cia y debemos dejar su análisis a los técnicos" (Arendt, 2014: 26).

41
Sociologías de la violencia

De acuerdo con Arendt (2014: 96), la contribución más "explosivá'


y "original" de Marx 'consistió en interpretar las necesidades apremiantes
de las masas de los pobres en términos políticos, como una insurrección
no solo en busca de pan o trigo, sino también en busca de libertad': Para
Marx, según esta autora, la pobreza y las relaciones que se construyen al
interior de la esfera de la producción social son el producto '<ie la explo­
tación operada por una clase gobemanté que posee los instrumentos de
la violenciá' (Arendt, 2014: 97). Al reducir "las relaciones de propiedad a
las antiguas relaciones que la violencia, y no la necesidad, establecen entre
los hombres, Marx apelaba a un espíritu de rebeldía que solo responde
a la violencia, sin que sea afectado por la necesidad" (Arendt, 2014: 98).
Desde este argumento, Marx logró concebir la pobreza como un fenó­
meno político no natural, resultado no de la escasez, sino de la violencia
y la usurpación de unos hombres sobre otros. Así, según Arendt (2014),
Marx derivó que la miseria debía ser traducida de condicionantes econó­
micos a factores políticos y explicarla entonces en términos políticos. A
decir de dicha autora, Marx se basó en la figura de la esclavitud en Grecia
para construir su modelo de sociedad de la explotación, donde una clase
gobernante se había "apoderado de los instrumentos con que forzar a una
clase sometida a soportar, en beneficio de aquella, las penalidades y las
cargas de la vidá' (Arendt, 2014: 98). Sin embargo, Marx agregó al mo­
delo las condiciones de la sociedad capitalista. En lugar de esclavos, Marx
vio trabajadores que carecían ya de la protección que implica depender de
un amo. Estaban libres en el mercado solo con su fuerza de trabajo, por lo
tanto su situación era la de un estadio de necesidad completo. Esta domi­
nación era más constrictiva que la violencia. Por ende, Marx derivó la ex­
pectativa de libertad de los trabajadores directamente dé sus condiciones
de necesidad. Sin embargo, en un segundo tiempo, Marx

identificó la necesidad con las urgencias perentorias del proceso vital [ • . . ],


la idea de que la vida constituye el bien más alto y que el proceso vital de la
sociedad constituye el bien más alto de la actividad humana. De esta forma,
el objetivo de la revolución cesó de ser la liberación de los hombres de sus
semejantes, y mucho menos la fundación de la libertad, para convertirse en
la liberación del proceso vital de la sociedad de las cadenas de la escasez, a
fin de que pudiera crecer .en una corriente de abundancia. El objetivo de la
revolución era ahora la abundancia, no la libertad (Arendt, 2014: 99).

42
l. Asimetrías del poder y mitologías de la violencia

Estos dos momentos interpretativos en Marx son el resultado, se­


gún Arendt, de una forma particular del pensamiento hegeliano, en la
que, argumentada la relación entre violencia y necesidad, Marx constru­
ye la violencia como necesidad, considerando así que la opresión provenía
de factores económicos. Sin negar que la violencia puede comprender­
se como la deriva de necesidades subyacentes, Arendt (1988: 66) afirma
que, pese a todo, la necesidad "nunca puede ser reducida sin más a la vio­
lencia y la usurpación ni ser absorbida completamente por éstas': Eso sig­
nifica la capitulación de los principios de igualdad y libertad que rigen la
esfera pública en los brazos de la necesidad, con las implicaciones de que
la violencia se presenta no como la relación entre oprimidos y opresores,
sino entre pobres y ricos, la cual se nutre no por un sentido de libertad
política, sino por la necesidad de la misma fuerza biológica. Esto es un
error, a decir de Arendt, porque no se puede intentar liberar a la sociedad
de la pobreza, o acabar con la esfera de la necesidad, con medios políti­
cos, ello requiere medios técnicos: precisamente para ella el mayor peli­
gro que la sociedad enfrenta estriba en la invasión de la necesidad en el
campo de la política, un campo en el que los hombres se mueven por otro
cipo de principios, los de la igualdad y la libertad.
De esta forma, Arendt coloca la violencia plenamente como un me­
dio, limitando así el aura vitalista con la que fue investida en los trabajos
de Sorel, Benjamin y Fanon, pero, además, la vacía de cualquier capa­
cidad constituyente del orden estructural y normativo. 14 La envía a la
caja de herramientas del poder, cualquiera que sea el grupo que lo ejer­
za, en donde puede ser utilizada para destruir, mantener o dramatizar

14
Cabe destacar en este punto la critica vitalista inspirada en Sorel que Arendt identifi­
ca en Fanon y en cierta medida en Benjamin: "Nos interesa principalmente la extraña
resurrección de las filoso6as vitalistas de Bergson y Nietzsche en su versión soreleana.
Todos sabemos hasta qué punto esta antigua combinación de violencia, vida y creati­
vidad figura en el rebelde estado mental de la actual generación. No hay duda de que el
énfasis prestado al puro hecho de vivir, y por eso a hacer el amor como manifestación
más gloriosa de la vida, es una respuesta a la posibilidad real de la construcción de una
máquina de Juicio Final que destruya toda la vida en la Tierra. Pero no son nuevas las
categorías en las que se incluyen a sí mismos los nuevos glorificadores de la vida. Ver la
productividad de la sociedad en la imagen de la creatividad' de la vida es por lo menos
tan viejo como Marx, creer en la violencia como una fuerza promotora de la vida es por
lo menos tan viejo como Nietzsche y juzgar a la creatividad como el más elevado bien
del hombre es por lo menos tan viejo como Bergson'' (Arendt, 2012: 97).

43
Sociologías de la violencia

las relaciones de poder. Con ello la filósofa alemana extrae la violencia de


cualquier debate ontológico sobre su carácter puro e impuro y lo lleva al
marco de una discusión que tiene que ver con su uso legítimo o ilegítimo,
de acuerdo con las convenciones legales establecidas por consenso -ya
sea para el mantenimiento del orden y la paz pública, o como arma para
el cambio social-. En este sentido introduce un elemento clave para
pensar la violencia no como un objeto en sí mismo, sino en el contexto de
la producción del poder. De hecho la propia Arendt señala que "una teo­
ría de la guerra y la revolución sólo pueden ocuparse, por consiguiente,
de la justificación de la violencia, en cuanto esta justificación constituye
su limitación política; si en vez de eso, llega a formular una glorificación
o justificación de la violencia en cuanto tal, ya no es política, sino antipo­
líticá' (Arendt, 2014: 27).
La violencia política adquiere desde entonces en el pensamiento po­
lítico, como apunta Chandhoke (2015), un carácter ambivalente y solo
puede entenderse y justificarse en un conjunto de circunstancias especí­
ficas en las que, por ejemplo, se sobreponen formas de injusticia que aten­
tan contra los presupuestos básicos de un Estado democrático.
Esto no significa que se deba defender la violencia de forma incon­
dicional, más bien abre la puerta para pensar que la violencia no nece­
sariamente debe quedar fuera de la democracia, ya que puede ser un
mecanismo que incluso permita garantizar su permanencia. El gran
aporte de Arendt fue que la violencia no podía ser un concepto explicati­
vo, descriptivo y normativo al mismo tiempo, sino que debía ser analiza­
do como un catalizador dramático de agravios sociales hacia la opinión
pública. En ese sentido establece un vaso comunicante con los autores
que critica, quienes pensaron la violencia como una expresión de ciertos
dramas sociales, aunque a diferencia de Sorel, Benjamín y Fanon, Arendt
dio un paso adelante para pensar la violencia como un hecho teatral.
Es necesario notar que existe un amplio debate sobre la importancia
que Arendt da a la metáfora del teatro en la esfera pública (Benhabib,
1992; D'Entreves, 1994). Dicha metáfora tiene sentido para la filóso­
fa alemana cuando la esfera pública está marcada por una teatralidad
social que se compone de actores que movilizan hechos y palabras es­
trechamente vinculados, en la cual las palabras descubren y crean rea­
lidades y relaciones, y no las destruyen. Para ello la esfera pública debe
reconocer a sus ciudadanos como actores en virtud de que se les exige

44
l. Asimetrías del poder y mitologías de la violencia

representar su papel en tanto personas libres e iguales. La metáfora no


tiene sentido, por el contrario, cuando en las esfera pública se cree que
[os ciudadanos son actores que solo juegan con su personalidad e ima,
gen por encima de aquello que dicen o hacen, y en donde lo que importa
es legitimar o desenmascarar la autenticidad que los actores proyectan.
Cuando este tipo de teatralidad es la que impera, sugiere Arendt (2014),
la consecuencia es que los actores se ven a sí mismos como hipócritas,
envenenados por sus intereses personales. Así, si la violencia se da en un
sociedad en la que existe un poder y una esfera pública en la que la tea,
tralidad es una especie de segunda naturaleza (Villa, 1999), entonces
puede tener éxito en dramatizar agravios, ponerlos en la opinión públi,
ca e impulsar por ello cambios y reformas. Si no se cuenta con una esfe,
ra pública teatralizada, la violencia disuelve la propia esfera pública, en
tanto que sus actores considerarán que la política no es más que la are,
na en la que se confronta la hipocresía y los intereses personales de sus
miembros: la manera a través de la cual se descarga la rabia contra aque,
llos que, se considera, ponen por delante la fachada de la imagen para es,
conder sus verdaderas intenciones. 15 Por eso la violencia como expresión
dramática solo tiene sentido en una sociedad en donde existe una esfera
pública teatralizada, en caso contrario, se constituye en un mecanismo
de antipolítica porque "la violencia en sí misma no tiene la capacidad de
la palabrá' (Arendt, 2014: 26).

15
E n este punto e s necesario recordar que, para Arendt (2014), n o es posible investigar
la búsqueda de motivos, ni las causas de la agencia tanto para aquellos que observan la
acción de los actores como para quienes actúan políticamente.

45
2. Estructuras sociales y simbólicas de la violencia

A diferencia de la filosofía, la sociología desarrolla un interés menos


claro por comprender la violencia (Walby, 2013). Émile Durkheim,
Max Weber, Talcott Parsons y Lewis Coser son de los pocos autores
interesados por entender la violencia desde la sociología, aunque no
como un tema central, sino más bien periférico, pero relevante para en­
tender las condiciones de cambio y orden social. 1 Estos autores dejan
de lado cualquier intento por moralizarla y se concentran en compren­
derla a partir de las lógicas de la estructura social y normativa de una
sociedad. Así por ejemplo, Durkheim ve la violencia como el resultado
de una compleja red de sentimientos y creencias colectivas que deri­
van de procesos de diferenciación de la sociedad. Weber, por su parte,
la entenderá como un pathos específico que define la construcción de
las comunidades políticas. Talcott Parsons tratará de explicarla como
un recurso de los sistemas de poder para garantizar su permanencia.
Mientras que para Coser significará un mecanismo funcional que ope­
ra para garantizar el equilibrio y el orden social. De esta forma, la socio­
logía interpretará la violencia como el resultado de procesos simbólicos

Que la violencia se encuentre localizada en la periferia del pensamiento sociológico clá­


sico no significa que sea una categoría residual o se considere en un"estado latenté'. Esta
conclusión solo puede derivar de una interpretación funcionalista de la sociología clási­
ca. Se dice que es periférica porque se inscribe en el marco de comprensión de otros pro­
cesos. Por ejemplo, en el caso de Durkheim, de la religión y el casri_go, en Weber, como la
base simbólica de la comunidad política y en Parsons, del poder. Unicamente con Coser
la violencia se comprende en términos funcionalistas, ya sea porque permite la estruc­
turación del orden o porque propicia la solidaridad y la cohesión social.

47
Sociologías de la violencia

y sociales, normativos y estructurales, para mantener el orden social,


dejando de lado las discusiones sobre la supuesta potencia moral de la
violencia para transformar dicho orden y sin caer en la visión de la ins­
trumentalización a la que llegó Arendt.

Violencia y sentimientos colectivos

Uno de los primeros esfuerzos por entender los resortes de la violen­


cia desde la sociología, se encuentra plasmado en las explicaciones de
Durkheim en La división del trabajo social y en Las formas elementa­
les de la vida religiosa. En ambos textos, aunque con diferente énfasis,
Durkheim sugiere que la violencia es, muchas veces, el resultado de un
proceso colectivo que expresa la defensa de una convicción o una idea
que se considera sagrada. Este autor asegura que la vida social se mueve
a partir de las representaciones, creencias y sentimientos que las per­
sonas comparten colectivamente y que aprecian como sagradas en un
registro moral particular. Son estas representaciones en la conciencia
colectiva las que proporcionan vitalidad a las relaciones e institucio­
nes sociales. Por tanto, "todo lo que tiende a debilitarla [ a la conciencia
colectiva] nos disminuye y nos deprime; trae como consecuencia una
impresión de perturbación y malestar" (Durkheim, 1992: 106). Por
eso las personas, ya sea de forma colectiva o individual, tienden a ac­
tuar enérgicamente contra aquello que consideran una amenaza a la
integridad de sus creencias y sentimientos colectivos. Así, una repre­
sentación contraria a la nuestra suscita un t�rbellino de fenómenos or­
gánicos y sociales: "es como si hubiera entrado en nuestra concienciá'
(Durkheim, 1992: 107), para contraponerse a nuestras propias repre­
sentaciones, minando una parte de nuestra energía y desordenando
nuestros sentimientos.
Dichas intrusiones, sugiere Durkheim, no siempre son profundas y
dolorosas, pero en ocasiones terminan por afectamos de manera intensa
y generalizada, propiciando así un gran dolor -sobre todo cuando afec­
tan creencias y sentimientos muy hondos-. Es aquí cuando se suscita
"una reacción emocional, más o menos violenta, que se vuelve contra el
ofensor ( . . . ] Todas esas emociones violentas constituyen, en realidad, un
llamamiento de fuerzas suplementarias que vienen a dar al sentimien-

48
2. Estructuras sociales y simbólicas de la violencia

co atacado la energía que le proporciona la contradicción'' (Durkheim,


1992: 108). 2
Los actos de furia e ira violenta son interpretados por este autor
como fuerzas que ayudan al sentimiento personal y colectivo a enfrentar
los peligros y amenazas contra las representaciones que comparte una so­
ciedad. La energía que estas últimas movilizan para defenderse generan
a nivel colectivo un grado tal de solidaridad y sentimiento de pertenen­
cia que puede desencadenar una enorme violencia. Por eso en las grandes
asambleas, sugiere Durkheim, una emoción colectiva puede adquirir una
violencia tal que se distribuye en la conciencia de sus miembros de mane­
ra rápida. Más aún, continúa este autor, si algo perturba nuestra concien­
cia, no solo en términos de representación sino por la acción de otros, "un
simple poner las cosas en la situación de orden perturbada no nos basta:
necesitamos una satisfacción más violentá' (Durkheim, 1992: 109). Esto
se debe a que aquello sobre lo que se ejerce violencia, a decir de Durkheim,
ha ofendido algo que se considera sagrado por fuera y por encima de no­
sotros. Aunque es claro que lo que se considera sagrado varía en cada so­
ciedad, siempre refiere a ideas u objetos que forman parte de un marco
normativo que obliga a la realización de deberes que se cristalizan en la
figura de los antepasados, la divinidad o algo trascendental.
Durkheim señala que dicha sacralidad se encuentra en nuestra con­
ciencia colectiva y adquiere un peso tal que nos domina, nos liga y nos
proporciona una fuerza al mismo tiempo externa y superior: representa
la propia fuerza de la sociedad, semejante a una experiencia religiosa. La
fuerza de la conciencia colectiva se encuentra determinada, para este au­
tor, por las estructuras de solidaridad social de la que existen dos tipos: la
mecánica y la orgánica, cada una vinculada a formas específicas de la di­
visión social del trabajo. En tanto una sociedad presente una división so­
cial del trabajo menos compleja, la conciencia colectiva prácticamente es
la misma en la conciencia de las personas; en este sentido, se desarrollan
lazos de solidaridad mecánicos. Sin embargo, si una sociedad presenta
una división del trabajo más compleja, la conciencia colectiva es más abs­
tracta, por lo que no se impregna en la conciencia individual de manera

Durkheim señala que no todas las representaciones antagónicas terminan en violen­


cia, a veces las lógicas de empatía generan grados más o menos amplios de tolerancia,
como sucedió, según Durkheim, con las guerras de religión.

49
Sociologías de la violencia

generalizada, lo que crea lazos más débiles, pero de un carácter más orgá­
nico, debido a que la cohesión social depende de la diferenciación de las
múltiples conciencias que conviven en una colectividad. Las estructuras
de solidaridad, por un lado, y la conciencia colectiva, por el otro, deter­
minan la forma en cómo se produce la violencia. Durkheim toma como
referente para explicar el funcionamiento de esta relación los fenómenos
de la venganza y los rituales en las sociedades tradicionales, así como el
papel del derecho positivo en las sociedades contemporáneas. Con estos
ejemplos trata de mostrar cómo es que la violencia está anclada a senti­
mientos de ofensa con respecto a creencias, sentimientos y representa­
ciones compartidos por colectividades que poseen diferentes grados de
solidaridad y conciencia colectiva.
El crimen y su castigo se definen en función de las lesiones que afec­
tan a objetos, bienes y relaciones, así como de la "ofensa contra una au­
toridad en cierto modo trascendente" (Durkheim, 1992: 95), sagrada y
superior. Así, el peso de la ofensa se establece con relación a la pena que
se ha creado para castigarla. 3 La pena es una reacción emocional -pa­
sional, sugiere el sociólogo francés- que atraviesa tanto a las socieda­
des tradicionales como a las modernas, aunque de forma diferenciada.
En las primeras, la venganza es la manera de castigar al culpable de un
delito, infringiéndole algún tipo de sufrimiento. La reacción emocional
implicada en la venganza de hecho no se frena, dice Durkheim, has­
ta que se agota la pasión que lo impulsa. Eso explica en cierta forma el
diseño de los más exquisitos suplicios para satisfacer el sentimiento de
agravio en las sociedades tradicionales. La .venganza constituye un acto
de defensa ya que

No nos vengamos sino de lo que nos ha ocasionado un mal, y lo que nos


ha causado un mal es siempre un peligro. El instinto de la venganza no
es, en suma, más que el instinto de conservación exagerado por el peligro.
Está muy lejos de haber tenido la venganza, en la historia de la humani­
dad, el papel negativo y estéril que se le atribuye. Es un arma defensiva

Durkheim ( 1992: 95) advierte: "Existe por lo demás, una manera de fiscalizar el resul­
tado a que acabamos de llegar. Lo que caracteriza al crimen es que determina la pena.
Si nuestra definición, pues, del crimen es exacta, debe darnos cuenta de todas las ca­
racterísticas de la pena:•

50
2. Estructuras sociales y simbólicas de la violencia

que tiene su valor; solo que es un arma grosera. Como no tiene concien­
cia de los servicios que automáticamente presta, no puede regularse en
consecuencia; todo lo contrario, se extiende un poco al azar, dando gus­
to a causas ciegas que la empujan y sin que nada modere sus arrebatos
(Durkheim, 1992: 97).

Los castigos que se imponen a los crímenes en las sociedades moder­


nas, por el contrario, se distinguen porque, según Durkheim, son pro­
tecciones sociales más conscientes y eficaces. Con todo, los elementos
esenciales de la pena en el derecho positivo son los mismos ahora que an­
tes: "un acto de venganza [donde] nosotros vengamos, lo que el criminal
expía, en el ultraje hecho a la moral" (Durkheim, 1992: 99). Por eso, con­
sidera Durkheim, la pena tiene un origen de carácter religioso que pro­
yecta con intensidad graduad.a una reacción pasional.
La sociedad reacciona de forma violenta no solo contra el crimen,
sino contra las acciones que cualquiera de sus miembros, de forma indi­
vidual o colectiva, llevan a cabo para dividirla o fracturarla (Durkheim,
2008). Cuando esto sucede se apela a la fuerza moral para defender la
unid.ad social, sobre todo mediante rituales de castigo que permiten ge­
nerar un ambiente de comunicación sensorial y afectiva produciendo una
especie de electricidad que conduce a las personas a un nivel de excita­
ción para enaltecer la certidumbre sobre la creencia, los sentimientos y las
representaciones que se defienden. Esta defensa se realiza regularmente
echando mano de la violencia, sobre todo contra las tentativas de disi­
dencia. Es así que la violencia refuerza las creencias y sentimientos socia­
les. En estos rituales

[ . • . ] el hombre ya no se conoce. Sintiéndose dominado y arrastrado por


una especie de poder externo que le hace pensar y obrar de forma distinta
a la normal, tiene naturalmente la impresión de no ser ya él mismo. Le
parece haberse convertido en un ser nuevo [ • . . ] Y como también todos sus
compañeros se sienten transfigurados en el mismo momento y de la mis­
ma manera, y traducen sus sentimientos en gritos, gestos y actitudes, es
como si realmente hubiera sido llevado a un mundo especial, enteramente
distinto de aquel en el que vive habitualmente, a un mundo poblado por
fuerzas excepcionalmente intensas, que lo invaden y abren en él una meta­
morfosis (Durkheim, 2008: 346).

51
Sociologías de la violencia

Es precisamente esa violencia la que permite dar cuenta de la intensi­


dad con la que una sociedad defiende creencias y sentimientos colectivos.
Baste ver, como sugiere Durkheim, cómo se trata de restablecer, cuan­
do han sido profanados, el orden sacro que representan los símbolos de
una colectividad: signos, tótems, íconos, o cualquier otra representación
material de la conciencia colectiva y sus representaciones consideradas
sagradas -banderas, insignias, escudos, textos, entre otros-. La inten­
sidad de la violencia desplegad.a contra quienes han ofendido esos símbo­
los depende del grado de sacralidad que poseen, es ese "dolor común, otra
prueba más de que, en aquel momento, la sociedad está más viva y activa
que nuncá' (Durkheim, 2008: 606). El ofensor es entonces perseguido
como si poseyera una enfermedad contagiosa capaz de difundirse a otros
símbolos sagrados. Dicho sujeto aparece como una entidad peligrosa, la
cual posee una fuerza nociva que "amenaza todo lo que se aproxime, y así
inspira el rechazo y repugnancia, está marcado por una tara o una man­
chá' (Durkheim, 2008: 622). Es través de la violencia que se expresa tan­
to la necesidad de resarcir la ofensa como de comulgar en la tristeza del
duelo con respeto a los símbolos y códigos profanados.
Es en este marco que Durkheim coloca la violencia en el cruce entre
las particularidades de los órdenes estructural y normativo. Su posición
trata de mostrar en qué medida la violencia responde a las formas de so­
lidaridad y a los diferentes tipos de conciencia colectiva. Un esfuerzo que
sin duda toma distancia de la tradición filosófica que abreva de las re­
flexiones de Sorel con respecto a la violencia, en cuando menos dos sen­
tidos. El primero es que Durkheim no la considera como una presencia
ligada necesariamente a los procesos de explotación y dominación de la
estructura social, sino que se encuentra inscrita en los tipos de solidari­
dad que definen el perfil de una sociedad. El segundo es que Durkheim
no atribuye a la violencia ningún contenido teleológico, por tanto, no es
una fuerza moral que mueve a una clase social contra sus opresores o ex­
plotadores -sean estos el burgués o el colonizador-, más bien es el re­
sultado de un sentimiento como consecuencia de la ofensa a los objetos o
ideas que una comunidad considera como sagrados.
Así, para Durkheim, la pugna entre los defensores del capitalismo y
del socialismo en el siglo x1x, por ejemplo, la cual alimentó buena parte
de la violencia política de ese momento, estaba fundada en los objetos e
ideas que cada uno considera como sagrados. Los socialistas consideran

52
2. Estructuras sociales y simbólicas de la violencia

que el capitalismo, como fuerza social impersonal, ofende la sacralidad de


la humanidad, ya que "constituye una desviación del estado normal, pro­
ducida por la violencia y el artifició' (Durkheim, 2000: 149). En tanto
que los defensores del capitalismo consideran que defienden la sacralidad
de la individualidad frente a la intención de los socialistas de imponer
sobre ella una supuesta sacralidad de lo colectivo. Para Durkheim, esta
disputa política estaba sustentada en una pasión que se presentaba racio­
nalizada a través de discursos que pasaban por científicos -cuya figura
representativa era, a decir de ese autor, Marx-, mientras que los defen­
sores del capitalismo hurgaban en las reflexiones filosóficas de la indivi­
dualidad para dar sustento a sus posiciones.4
En efecto, las ideas políticas pueden ser la pauta para impulsar cam­
bios sociales violentos. Según Durkheim (2008), los grupos políticos,
económicos y confesionales procuran periódicamente reuniones en las
que sus seguidores dan vida a la fe común que comparten. No obstante,
hay encuentros más duraderos en los que esa fe se hace sentir con más
continuidad, así que

Hay periodos históricos en los que, por influencia de alguna gran sacrali­
dad colectiva, las interacciones sociales se vuelven mucho más frecuentes
y activas. Los individuos se buscan y se reúnen más. Resulta de ello una
efervescencia general, característica de las épocas revolucionarias o creado­
ras. Y esta mayor afectividad tiene como efecto un estímulo general de las
fuerzas individuales (Durkheim, 2008: 335).

De esta forma, el sociólogo francés resumió la crítica a los intentos


de la filosofía de Sorel, Benjamin y Fanon por establecer la presencia
de una violencia sagrada en manos de la clase trabajadora, frente a una
profana, encabezada por la burguesía o las fuerzas de colonización. Para
Durkheim toda violencia sería en última instancia una expresión de una
sacralidad venerada que ha sido vulnerada, sería, así, reactiva -aunque
esto no implica solo conservación sino puede serlo también en sentido
creativo, como sucede en las revoluciones-. Desde esta perspectiva se
establecería una distancia crítica con la visión instrumental de la violen-

Sobre esta discusión, véase Durkheim ( 1993 : 36-37).

53
Sociologías de la violencia

cia que defiende Arendt. Si la violencia es expresión de un cierto orden


normativo y estructural entonces no es una mera herramienta, dice algo
más sobre la manera en que los hombres construyen aquello que consi­
deran sagrado.

Violencia y comunidad política

Weber aborda el tema de la violencia desde dos perspectivas. Por un


lado, como una estrategia centrada en obtener ventajas comparativas en
las relaciones sociales de lucha y, por otro, como un elemento simbólico
clave de la conformación de las comunidades políticas. De este modo,
la violencia es vista desde una perspectiva dicotómica como un compo­
nente del orden social en situaciones de confrontación estratégica entre
actores, pero también como un referente normativo. Y en tanto cate­
goría de análisis de la estructura social, la violencia es la relación social
de lucha que se orienta con 'el propósito de imponer la propia voluntad
contra la resistencia de la otra u otras partes" (Weber, 1977: 31) a través
de la fuerza física efectiva: 5 la "delimitación conceptual de la lucha vio­
lenta se justifica por la peculiaridad de sus medios normales y por las
consecuencias sociológicas particulares que, por esta razón, acarrea su
presenciá' (Weber, 1977: 31).
Si bien de pronto, en el trabajo de Weber, la violencia parece que­
dar englobada en el concepto de coerción -la cual puede ser física o
psicológica-, y en otros momentos parece referirse a ambos términos
como sinónimos, lo cierto es que son muy distintos.6 La coerción puede
consistir en la amenaza inmediata de violencia física o de otros daños,
por ejemplo, perder los medios de vida o el honor.7 Mientras que con la
violencia se hace uso de la fuerza física efectiva y sus efectos pueden ser
diversos: la ganancia en la guerra -tanto por la obtención de botines
como la construcción de una economía de guerra-, o el lucro mediante

Weber ( 1977: 31) señala: "Debe entenderse que una relación social es de lucha cuando
la acción se orienta por el propósito de imponer la propia voluntad contra la resistencia
de la otra u otras partes. Se denominan 'pacíficos' aquellos medios de lucha en donde
no hay una violencia flsica efectivá'.
Sobre esta discusión véase Swedberg (2005: 38-39, 292-293).
Véase Weber (1977: 120-123).

54
2. Estructuras sociales y simbólicas de la violencia

la ruptura del orden legal penal.8 El uso de la violencia, sin embargo, no


es extraño a las sociedades donde se regulan los conflictos mediante un
orden legal. Como sugiere Weber (1977), en las sociedades democráti­
cas algunos conflictos se pueden resolver usando la violencia más allá de
las normas que se consideran válidas e incluso sobre los propios medios
de la jurisprudencia.
La violencia, en tanto estrategia centrada en obtener ventajas com­
parativas en las relaciones sociales de lucha, adquiere su rostro más defi­
nido en el ámbito de la política, en particular porque el medio decisivo
de la política es la violencia. Para Weber (1979), detrás del ejercicio
del poder está la violencia. Para el sociólogo alemán, bolcheviques,
anarquistas, socialistas radicales y dictadores militares usan la violen­
cia como instrumento de la política. Cierto, cada uno de ellos esgrime
que la usa para alcanzar objetivos distintos, pero siempre en nombre
de una sociedad mejor. Por eso asombra, según Weber (1979), que so­
cialistas y anarquistas critiquen, por ejemplo, los medios de violencia
a la mano del ancien rég ime, pero apelan a la violencia si ella se entien­
de como un medio legítimo para alcanzar la igu aldad y libertad del
proletariado. Esto significa, a decir de Weber (1979), que el uso de
la violencia en la política se encuentra éticamente orientada por dos
máximas: por la ética de la convicción -la cual ordena el uso de la
violencia en nombre de una prescripción normativa que se considera
sagrada y necesaria sin considerar los efectos- y por la ética de la res­
ponsabilidad -la cual sí toma en cuenta las consecuencias previsibles
de la acción violenta.
En tanto que el medio decisivo de la política es la violencia, ningún
actor político puede escapar de la disyuntiva de ambas posiciones éti­
cas. De hecho, advierte el propio Weber (1979), quien accede a utilizar
el poder y la violencia como medios "ha sellado un pacto con el diabló:
porque a veces para alcanzar objetivos buenos tendrá que usar medios
malos y a veces ocurrirá lo opuesto. Argumenta, siguiendo este orden
de ideas, que quienes santifican la violencia como un mecanismo nece­
sario e inevitable para alcanzar un ideal social utópico, en general termi­
nan por comprender que con el tiempo se quiebra cualquier moral de la

Véase Weber (1977: 1 1 3-1 15, 169).

55
Sociologías de la violencia

convicción considerada pura o sagrada. Según el sociólogo alemán, esto


no se debe más que a un proceso ligado a la propia operación y aplica-
ción de la violencia y no a razones atribuibles a un cambio en las inten­
ciones de los actores. Cuando alguien quiere imponer la justicia social
absoluta precisa de un aparato humano al que debe garantizar premios
-diríamos hoy: incentivos- internos y externos para que actúe ade­
cuadamente. Los primeros permiten satisfacer el odio y el deseo de ven­
ganza de clase; los segundos, garantizar el deseo de aventura, triunfo,
botín, poder y prebendas. Ninguno de estos incentivos tiene que ver con
la causa sagrada por la que se lucha, pero son necesarios para impul­
sar los motivos del aparato humano de la revolución o la revuelta. De
tal manera que dicho aparato desde un inicio se moviliza de forma in­
dependiente a los ideales de la causa, estos últimos que poco a poco se
convierten en una mera legitimación discursiva que permite el desplie­
gu e de la violencia.
No obstante, a veces la violencia, según Weber (1979), es posible
que sirva para impulsar cambios sociales importantes o garantizar las li­
bertades ciudadanas, la democracia o, como sucede con la guerra, defen­
derse de una amenaza externa. De hecho en este caso el propio Weber
esgrime este argumento para respaldar el papel beligerante de Alemania
en la Gran Guerra, particularmente cuando advierte que "sería una ver­
güenza eterna no haber tenido el valor [ de luchar en la guerra] y dejar
que el mundo fuera dominado por la barbarie rusa, la monotonía inglesa
y el parloteo francés" (Weber, 2015: 88). De este modo, la "singularidad
de todos los problemas éticos de la política está determinada sola y exclu­
sivamente por su medio específico, la violencia legítima en manos de las
asociaciones humanas" (Weber, 1979: 171).
Sin embargo, Weber afirma que la presencia de las éticas de la con­
vicción y de la responsabilidad anteceden a las sociedades modernas. Las
religiones parecen haber planteado de alguna manera una disputa entre
ambos tipos de ética. Por ejemplo, varias religiones han argumentado la
necesidad de la violencia como medio para combatir el pecado y las he­
rejías, protegiendo así el alma de la comunidad de fieles. Los actores po­
líticos modernos deben reconocer que si se dedican a la política tienen
que enfrentar de algún modo y en cierto momento la disyuntiva que pre­
sentan las éticas de la convicción y de la responsabilidad. No obstante,
Weber (1979) adara que ambas éticas no son opuestas del todo y que

56
2. Estructuras sociales y simbólicas de la violencia

aunque son diferentes son también complementarias. En la medida en


que los actores políticos las hagan confluir en su reflexión pueden formar
al "hombre de vocación políticá:
Por otro lado, desde una perspectiva normativa, la violencia tiene un
peso central para Weber puesto que atañe a la conformación de las co­
munidades políticas, en particular al Estado-nación moderno. La violen­
cia aparece en la obra de este autor como el último árbitro al que tanto
la comunidad política como el Estado llaman cuando está en juego su
supervivencia (Swedberg, 2005). De hecho, cualquier forma de domi­
nación -carismática, tradicional y racional- tiene en la violencia un
referente de base para el caso extremo de que se encuentre en riesgo. Por
comunidad política Weber entiende un espacio o ámbito de dominio or­
denado sobre un territorio, la posesión de un poder físico para sostener­
lo, la capacidad de acción comunitaria entre sus miembros más allá de lo
meramente económico, la posibilidad de regular las relaciones entre los
hombres en el interior y, sobre todo, la capacidad de producir violencia
para garantizar el dominio sobre los territorios que se tienen.9 Entre los
ejemplos de comunidades políticas, Weber cita los imperios, las naciones
y los Estados, cuya acción puede ejercerse hacia dentro -contra asocia­
ciones, instituciones y personas que la conforman- o hacia fuera -con­
tra otras comunidades políticas. 10
Lo que caracteriza a cualquier comunidad política es la capacidad de
ejercer dominio sobre un espacio físico determinado, lo cual se vincula
a la disposición del uso de la violencia. Como contrapartida, clanes, co­
munidades religiosas, estamentales, deportivas, así como la 'camorrá' o
comunidades criminales que despliegan cualquier tipo de violencia para
hacerse de recursos económicos ajenos, no pueden ser considerados, se­
gún Weber, como comunidades políticas porque carecen del carácter"es­
pecialmente persistente y notorio en tanto que poder de disponer de un

Weber (1977: 662) anota: "Para la constitución de una comunidad 'política' especial
basta, a nuestro entender, un 'ámbitó o dominio, la posesión de poder físico para afir­
marlo y una acción comunitaria que no se agote en d esfuerzo económico para la satis­
facción de las comunes necesidades, sino que regule asimismo las rdaciones entre los
hombres que lo habitan''.
10
Roth (1988) señala que d concepto de comunidad política que se usa aquí es una pri­
mera formulación de la organización política territorial y de Estado que Weber define
en la primera parte de Economía y sociedad.

57
Sociologías de la violencia

territorio o de una zona marítima'' (Weber, 1977: 662). La razón estri­


ba en el hecho de que estas últimas establecen una serie de exigencias a
sus miembros que estos cumplen, en parte, porque existe la probabili­
dad de que sean sometidos a una coacción física. Pero además, conside­
ra Weber, que

[ . . . ) la comunidad política forma parte de aquellas agrupaciones cuya ac­


ción comunitaria supone, por lo menos normalmente, la presión destinada
a amena.zar y aniquilar la vida y la libertad de movimientos tanto de los
extranjeros como de los partícipes. Es la seriedad de la muerte la ,que aquí
se introduce con el fin de proteger eventualmente los intereses de la co­
munidad. Tal circunstancia introduce en la comunidad política su pathos
específico. También produce sus fundamentos emotivos permanentes. El
destino político común, es decir, ante todo las luchas políticas comunes a la
vida y a la muerte forman comunidades basadas en el recuerdo, las cuales
son con frecuencia más sólidas que los vínculos basados en la comunidad
de cultura, de lengua o de origen [ ... ) es lo único que caracteriza decisiva­
mente la conciencia de la nacionalidad' (Weber, 1977: 662).

La capacidad de evocación emocional o pathos que genera la violen­


cia juega entonces un papel central que da sentido a la comunidad po­
lítica, ya que permite imponer a sus miembros un prestigio que se basa
en el poder que se le atribuye para disponer de la vida y la muerte. Esto
es lo que constituye el consenso acerca de la legitimidad de la comu­
nidad política. En las sociedades modernas es�a legitimidad recae en la
figura del Estado. Este es considerado como la única institución polí­
tica capaz de ejercer la violencia y de autorizar a ciertos grupos a usarla.
Al interior del Estado existen así una serie de ordenamientos y regíme­
nes de autoridad que están orientados y racionalmente regu lados para
normar y ejercer la violencia. 1 1 Weber apunta al respecto:

11
''.Así, para e l desempeño y ejercicio d e este poder existe e n las comunidades políticas
enteramente desarrolladas un sistema de ordenaciones casuísticas a las que se atri­
buye tal 'legitimidad' específica. Se trata del 'ordenamiento jurídico, cuya creación se
atribuye hoy de un modo exclusivo a la comunidad política, porque ésta ha llegado,
en efecto, a ejercer normalmente el monopolio consistente en dar vigor, mediante la
coacción 6sica, a tal sistema de normas" (Weber, 1977: 663).

58
2. Estructuras sociales y simbólicas de la violencia

El rango de que modernamente disfrutan las asociaciones políticas se debe


al prestigio que impone en el ánimo de sus componentes la creencia espe­
cífica, muy extendida, en un especial carácter sagrado -la "legitimidad"
de la acción comunitaria por ellas establecida-, inclusive y justamente
cuando incluye en su seno la coacción física y el poder de disponer de la
vida y la muerte (Weber, 1977: 663).

Los ordenamientos jurídicos con los cuales se regula el ejercicio de


la violencia tienen entonces su fundamento en una norma que se con­
sidera más allá de toda racionalidad, en un principio simbólico y emo­
cional específico fundado en la idea de comunidad política, que tiene
como base normativa el carácter sagrado de disponer sobre la vida de
sus miembros. 1 2 Este pathos que se encuentra, según Weber, en la base
constituyente de las primeras comunidades políticas, tiene un eco par­
ticular en las sociedades modernas, y quizás por ello el sociólogo alemán
considera relevante dejar claro cómo ello está en el centro de las socieda­
des más antiguas y permanece en la forma del actual Estado moderno. 1 3
En otras palabras, las sociedades primitivas parten de la constitución de
una comunidad política mediante la violencia, la cual se transmite hasta
las sociedades modernas. En dicho desarrollo, Weber trata de mostrar
cómo las primeras comunidades políticas pasan del dominio de los gue­
rreros al establecimiento de un orden jurídico que regula el ejercicio de
la violencia en las sociedades burocráticas.

Como ocurre efectivamente en la época moderna, esta creencia en la


"legitimidad" específica de todas las acciones emprendidas por tal tipo
de comunidad puede incrementar en tan gran medida, que ciertas co­
munidades políticas (llamadas "Estados") se consideran como únicas

12
Hay que recordar que para Weber la idea de comunidad se refiere "a una relación so­
cial que se inspira en el sentimiento subjetivo (afectivo o tradicional) de los partícipes
de constituir un todo" (Weber, 1977: 33). Se distingue de la sociedad en tanto que
esta última se mueve en función de una compensación de intereses por motivos ra­
cionales o unión de intereses comunes. La idea de Weber es que las relaciones sociales
participan en parte en comunidad y parte en sociedad. Véase Weber (1977: 33-35).
13
En el segmento § 2 denominado "Las fases de desarrollo en la formación de las comu­
nidades políticas'; Weber trata de mostrar este desarrollo desde las comunidades pri­
mitivas hasta el Estado y los imperios.

59
Sociologías de la violencia

capacitadas para permitir o conceder una autorización para que las de­
más comunidades en general usen "legítimamente" la coacción física. Esto
constituye el consenso específico entre sus miembros acerca de su legiti­
midad (Weber, 1977: 663).

De esta manera, la violencia entra como punto clave en el aparato u


orden normativo de la sociedad que, al igual que la aparición del merca­
do, se monopoliza de forma legítima en el Estado con un aparato claro
de normas destinadas a su aplicación. No obstante, hay factores fuera de
estas normas que juegan un papel central en el despliegue de la violencia
por parte de la comunidad política como, por ejemplo, la búsqueda del
prestigio y el honor. Incluso las asociaciones políticas al interior de la co­
munidad pueden considerar en cierto momento que la violencia puede
ser una vía para alcanzar el poder. 14 En este punto se puede fijar la im­
portancia del concepto de violencia dentro de las relaciones de lucha que
establece Weber, en la medida en que funciona para extender su peso re­
lativo como medio para enfrentar a los adversarios en el interior y el exte­
rior de la comunidad política.
Weber trata de mantener una doble lógica de la violencia, como re­
curso inscrito en la lucha social, y, por tanto, como parte del orden social,
pero también reflexiona la violencia como fuente del poder normativo.
Entre el carácter estratégico y simbólico de la violencia -sobre todo ins­
crito en el ámbito de la comunidad política, pero también en el juego del
honor y el prestigio- Weber abre una importante reflexión que invita
a pensar la violencia más allá de un mero efecto de los procesos de dife­
renciación social a la manera de Durkheim, y a abordar de otra manera
el carácter simbólico y sagrado de la violencia. Esta, por un lado, no es un
mero efecto impersonal de los procesos de una diferenciación social que
confronta sacralidades diversas y formas específicas para compartirlas,
sino que es otra manera de definir las relaciones sociales de lucha. Aque­
llas que determinan la búsqueda de beneficios particulares. Por otro lado,
como referente simbólico no solo se encuentra vinculada al mundo de los
objetos e ideas sagrados, sino también como fundamento de las formas
diferenciadas de dominación que pueden llegar a tener las distintas co­
munidades políticas.

14
Sobre la violencia y búsqueda de prestigio, véase Weber (1977: 678).

60
2. Estructuras sociales y simbólicas de la violencia

La violencia: la base simbólica del poder

La distinción que establece Weber entre la violencia como componente


del orden social y del orden normativo del poder.será retomada y reela­
borada por Talcott Parsons en el texto Algunas re.flexiones sobre el lugar de
lafuerza en el proceso social. 15 Un trabajo donde el concepto de violencia se
sustituye por el de fuerza -"un término que yo prefiero, en general, al de
violenciá: refiere el autor (Parsons, 1967: 265)- para resaltar de forma
única las dinámicas de equilibrio y orden social (Coser, 1966). Parsons
establece que la referencia primaria al concepto de fuerza es un aspecto
que forma parte de las relaciones e interacciones sociales. La fuerza es
una forma, aunque no siempre un medio, de control físico en el que una
persona o una colectividad, en un sistema social de interacción, actúa so­
bre otro con el objetivo de que haga algo que desea, ya sea para castigar a
alguien por haber hecho o dejado de hacer algo, o para demostrar la capa­
cidad simbólica de que se puede controlar una situación. Parsons (1967)
entiende por uso de la fuerza una acción o amenaza que está orientada
contra una persona o colectivo y de la que se espera un impacto en su
comportamiento. Desde esta perspectiva, el concepto de fuerza es intrín­
secamente negativo para la persona contra la que se despliega, debido a
que está orientada contra ella de manera intencional.

Es la intención del actor cuando la usa o cuando amenaza en usar la fuer­


za lo que representan nuestro criterio central, y nosotros clasificamos esa
intención en tres tipos: como disuasión de las acciones no deseadas; como
castigo por los actos efectivamente comprometidos valorados negativa­
mente; y como demostración simbólica de la capacidad de actuar sin una
orientación hacia contextos específicos de disuasión o intención de casti­
gar (Parsons, 1967: 266). (Cursivas en el original.]

Los dos primeros tipos hacen clara referencia al peso de la violencia


en la construcción de un cierto orden social, el tercero, por el contrario,

15
El texto se publicó por primera vez en 1964 como parte del libro colectivo Interna!
War: Basic Problems and Approaches, editado por Harry Eckstein. En 1967 aparece en
Sociological Theory and Modern Society (1967) de Parsons conservando el título origi­
nal. Esta última versión es la que aquí se usa.

61
Sociologías de la violencia

apela a las lógicas normativas que permiten el despliegue de la violencia.


El objetivo de la fuerza como disuasión es minar la posibilidad de que
una persona o colectivo consideren real o posible llevar a cabo alguna ac­
ción. Esto implica aplicar coacción -por ejemplo, sugiere el propio Par­
sons (1967), cuando se arresta o encarcela a un delincuente por el temor
a que cometa otro crimen en el futuro-. La acción alternativa a la coac­
ción es la coerción, la cual tiene por objetivo amenazar con el uso de la
fuerza a alguien si pretende realizar un acto que otras personas conside­
ran como indeseable o impropio. Si de todos modos los medios de coer­
ción no funcionan y una persona o colectivo ejecuta la acción que no se
esperaba de ella, existe la posibilidad de castigarla. Esto puede servir de
advertencia para disuadir a otros de efectuar la misma acción. Finalmen­
te, el uso de la fuerza como demostración simbólica entraña dar cuenta
de esta, no tanto con el sentido de disuadir, castigar o amenazar con un
objetivo definido, sino más bien de advertir de manera genérica, más allá
de este fin, sobre la capacidad de la fuerza que es posible movilizar. Para
Parsons (1967), estos tres tipos de uso de la fuerza tienen como principio
común el control social.
No obstante, el uso de la fuerza no implica necesariamente, según
Parsons, que esta se despliegue a cada momento y en todo tiempo en las
sociedades organizadas políticamente, en la medida en que los miembros
de una sociedad, al funcionar como una comunidad normativa, compar­
ten un conjunto de valores morales en una trama cultural determinada.
Las sociedades no descansan, por tanto, enteramente en el uso de la fuer­
za pero sí en su incorporación a la trama cultu�al, por lo que pueden ser
estables durante un periodo considerable de tiempo sin recurrir a ella.
Es por ello que el poder se ejerce bajo otros mecanismos que aseguran la
efectividad de la acción colectiva, como el respeto a las normas y a los va­
lores compartidos: mecanismos que permiten la observación y el acata­
miento de las leyes y las regulaciones sociales en general. De esta forma,
la fuerza es para Parsons (1967) otra manera particular de aceptación y
obediencia a dichas leyes, así como de garantizar el funcionamiento re­
gular de la sociedad.
La fuerza es, concluye Parsons, en su sentido más ambiguo, la base
del poder, de la misma forma en que "el valor del dinero [ se basa] en las
reservas de oró' (1967: 277). Es decir, según se desgasta el valor de la co­
munidad moral, se dejan de compartir normas, valores y cultura, y es por

62
2. Estructuras sociales y simbólicas de la violencia

lo que los distintos sistemas de poder tienden a recurrir más a la fuerza.


De esta forma, "el uso de la fuerza ocupa un lugar en el sistema de poder
paralelo al que ocupa el oro en los sistemas monetarios'' (Parsons, 1967:
278). Esto es cierto para Parsons pues el poder es una forma de control
de la acción a través de las ataduras de la obligación. En este sentido, el
poder no debe ser considerado igual que el castigo, la coacción y la coer­
ción. Estos últimos en su conjunto se aplican solo en casos y condiciones
excepcionales donde el sistema de poder tiene capacidad para garantizar
el orden mediante el respeto de normas y valores. Sin embargo, si una so­
ciedad avanza en su capacidad de organización, los sistemas políticos son
más estables y se convierten en garantía del monopolio del control como
efecto de los instrumentos de la fuerza de forma legítima y las excepcio­
nalidades, y las situaciones que abren la puerta al uso de la fuerza se re­
ducen significativamente en el tiempo.
Cuando la legitimidad del sistema de poder es alta, no se requiere el
uso de la fuerza, pero conforme ella disminuye ciertos grupos consideran
que están en el derecho de echar mano de la fuerza para mantener la es­
tabilidad del sistema de poder. Parsons ve la legitimidad del sistema polí­
tico como una especie de "banco de poder" que, ante una presión extrema
y el cuestionamiento sobre su legitimidad -cuya base es la continui­
dad de los compromisos establecidos-, responde con el despliegue de la
fuerza. 16 Una crisis de confianza se centra en la falla en el cumplimiento
de las obligaciones ya asumidas, y, usando un paralelismo con el caso eco­
nómico, se extiende también a las tasas de aceptación esperada de nuevas
obligaciones: "Este es un factor entre otros más, que llevan a la erupción
de la violencia [ . • • ) que nos gustaría señalar como un camino que se ex­
tiende desde el equilibrio de la autoridad y las relaciones de poder hasta
las condiciones de su mantenimiento:' (Parsons, 1967: 291).
Si las alteraciones a este equilibrio se escalan de manera rápida y sin
control, producen un daño severo en las condiciones normativas que re­
gulan la sociedad y la violencia se convierte en una alternativa tanto para
los grupos en el poder como para los grupos políticos que le son antagó­
nicos. La fuerza física aparece entonces como el último instrumento de
coacción o coerción, con el principal objetivo de generar miedo o disua-

16 Sobre este aspecto véase a Parsons ( 1 967: 278-289) .

63
Sociologías de la violencia

sión. Es el momento en que los sistemas de poder usan la fuerza como


una"reservá' real y simbólica con la que se cuenta para hacer frente a cier­
tas emergencias y con ello garantizar la estabilidad del sistema. Por tanto,
la fuerza es la base última de la seguridad del poder. Así como detrás del
dinero está el oro, para Parsons detrás del poder está la fuerza física. 17 De
esta forma establece un vínculo entre el ejercicio del poder en los sistemas
políticos con el referente simbólico que representa la violencia. De alguna
manera, con ello trata de construir un nexo entre el orden estructural y el
normativo que Weber solo logró sugerir en términos de una relación en­
tre el ejercicio de la violencia en las luchas sociales y el pathos que genera
la lógica simbólica en las comunidades políticas y sus formas de domina­
ción. Sin embargo, la apuesta de Parsons, a diferencia de Weber, está en
tratar de encontrar cómo ello permite o garantiza el mantenimiento del
equilibrio en el interior de los sistemas políticos, un posicionamiento sis­
témico y funcional que será criticado desde la perspectiva funcionalista
del conflicto desarrollado, entre otros, por Lewis Coser.

Las funciones sociales de la violencia

Si para el pensamiento funcionalista de corte parsoniano la violencia es el


último recurso del poder para mantener el equilibrio de los sistemas polí­
ticos, para las perspectivas centradas en el conflicto la violencia se entiende
como un mecanismo funcional del sistema que permite su equilibrio de
forma positiva. En el trabajo Algunas funciones de la violencia de Lewis
Coser se establece el carácter positivo de la violencia, considerándola algo
más que un mero instrumento de poder. De hecho, Coser (1966) acusa
al funcionalismo tradicional, ligado al trabajo de Parsons, de concebir la
violencia como un mero incidente del carácter elemental de las estructu­
ras y procesos sociales; cuando es claro, afirma Coser, que la violencia es

17
"Por lo tanto consideramos el poder como un medio generalizado de control social ( ... ]
Tiene en común con el dinero que es esencialmente un modo de comunicación pres­
criptivo. Su eficacia no depende principalmente de cualquier base en particular, sino
más bien de la confianza, que a su vez depende de muchos otros factores en el cumpli­
miento de las expectativas de interacción. Hay, sin embargo, una base simbólica última
de seguridad del valor del medio. En el caso del dinero, es el metal que lo respalda; en
el poder, la fuerza flsica:' (Parsons, 1967: 296).

64
2. Estructuras sociales y simbólicas de la violencia

parte consustancial de las estructuras y funciones sociales. Es más, con­


sidera que la violencia debería formar parte de un campo más estrecho,
pero no por ello menos relevante, del análisis del conflicto social (Coser,
1961; 1966). La violencia debe ser entendida, según Coser, en su efecto
funcional para el sistema social en general. Al respecto, el sociólogo nor­
teamericano considera que la violencia cumple tres funciones relevantes:
es un medio para alcanzar un objetivo, es un signo de peligro (una señal
de alerta de que la sociedad alcanza niveles intolerables de explotación y
exclusión social), y un catalizador social.
La primera función de la violencia se encuentra ligada a los medios
de ascenso social cuando los mecanismos institucionales y legítimos para
ello se encuentran bloqueados. Esto es independiente del tipo de acti­
vidad que se realice: no importa si son actividades legítimas -como la
competencia por acceder a puestos relevantes en las grandes empresas­
º ilegítimas -como buscar un lugar destacado en las estructuras de po­
der en el mundo criminal-. Sin embargo, la violencia también sirve para
explicar cómo ciertos grupos sociales llegan a competir, por ejemplo, por
el espacio en la ciudad -cuando distintas pandillas contienden por el
mismo territorio-, por el reconocimiento profesional o por el acceso a
servicios. En todos estos escenarios, en un cierto momento muy específi­
co, el "revólver se convierte en un efectivo ecualizador" (Coser, 1966: 10).
De esta forma, cuando "un estatus social no puede alcanzarse a través de
los canales socioeconómicos, puede lograrse en las demostraciones de la
violencia sobre los pares" (Coser, 1966: 11). Una fórmula que el propio
autor usa tanto para entender el ascenso en la estructura social, como
para restaurar las relaciones de género mermadas en la familia, y que ex­
plicaría en parte la presencia de la violencia intrafamiliar: el hombre com­
pensa su baja autoestima como proveedor y su posición marginal en la
estructura de estatus familiar golpeando a los miembros de su familia.
Desde la perspectiva de Coser esto tiene sentido también en el ámbi­
to de la política, cuya expresión más clara es la violencia revolucionaria o
los movimientos de liberación anticolonialistas: "La participación en este
tipo de violencia ofrece la oportunidad a los oprimidos y dominados de
afirmar su identidad y de reclamar el reconocimiento de su humanidad
negada por los poderes que le dominan'' (Coser, 1966: 11). La violencia
no solo confirma el compromiso de los revolucionarios con la causa de la
liberación, marca al actor, a su entorno social inmediato y a su decisión

65
Sociologías de la violencia

de rechazar el poder que lo oprime. De esta forma, Coser recupera las re­
flexiones que Fanon suscribe en Los condenados de la tierra, al entender la
violencia como la encarnación absoluta de la praxis que rompe los lazos
del colonizado con su anterior vida y que le permiten renacer en un nue­
vo hombre. La violencia ecualiza y permite, a los que en ella participan, el
acceso a logros personales y expectativas colectivas que estaban bloquea­
das y negadas por la estructura social colonial.
La segunda función de la violencia, según Coser, es que opera como
una señal de alerta que expresa la presencia de un riesgo particular que
la sociedad enfrenta y que requiere de atención inmediata. Coser se re­
fiere a situaciones de extrema frustración social y ansiedad, que derivan
del sometimiento que viven ciertas personas y grupos, y que se convierte
para ellos en una enorme presión social. Esto significa que la violencia es
una especie de dolor social que sirve de mecanismo de defensa ante un de­
terminado conjunto de problemas latentes. Siguiendo a Merton, Coser
( 1966: 13) observa que "es tarea del sociólogo hacer manifiestos las pro­
blemas sociales latentes': La violencia es un indicador de estos problemas
que deben ser atendidos porque reflejan las condiciones de asimetría de
poder en que viven ciertos sectores de la población, o la situación into­
lerable de pobreza y marginación de ciertos grupos sociales. Cuando la
violencia se hace patente a través de estos escenarios, su aparición puede
propiciar el impulso de proyectos de mejora de carácter legislativo o po­
lítico; además, puede servir para hacer manifiestas ante las élites políticas
las condiciones mediante las cuales se construyen las relaciones de domi­
nación, y convencerlas de la necesidad de_ emprender una reconstrucción
"en defensa del edificio social sobre el cual quieren mantener el control"
(Coser, 1966: 15).
Finalmente, Coser considera que la tercera función social de la vio­
lencia es la de servir como catalizador de la solidaridad en una comu­
nidad. Sin embargo, no se refiere a la violencia criminal que genera, a
la manera de Durkheim, la construcción de un sentido de ofensa de la
conciencia colectiva. Coser habla aquí más en términos de la solidaridad
que se genera cuando la violencia se lleva a cabo de manera extralegal por
las propias fuerzas del orden -concretamente, la policía y el ejército-.
"El uso de la violencia extralegal por estos oficiales puede, en ciertas cir­
cunstancias, permitir el levantamiento de la comunidad y una repugnan­
cia a esos métodos en los que descansa la aplicación de esa fuerza por

66
2. Estructuras sociales y simbólicas de la violencia

los acuerdos societales" (Coser, 1966: 15). Regularmente la aplicación


de la fuerza extralegal es una práctica tradicional que en general permi­
te la producción y reproducción de cierto orden social, pero conforme la
presencia y peso de los medios de comunicación de masas hacen posible
la transmisión de dichas imágenes, la indignación pública se hace mayor,
cuestionando la legitimidad del poder gubernamental. Incluso el senti­
miento de injusticia que produce esta violencia, advierte Coser, beneficia
a las víctimas -sobre todo cuando son evidentes los excesos de la policía
o ejército en el uso de la fuerza- porque pone en el foco de la opinión
pública las condiciones de injusticia en la que viven y que les han obliga­
do a movilizarse.
En su conjunto, las dos primeras funciones de la violencia están liga­
das a los procesos estructurantes del orden social, en tanto que se define
como un medio estratégico de los actores para alcanzar un fin y como un
síntoma de procesos de opresión y dominación. La tercera función, por
otra parte, refiere a los efectos de la violencia en el marco del orden nor­
mativo de la sociedad, en particular en la construcción de solidaridad y
cohesión social. Así, las tres funciones que Coser atribuye a la violencia
sintetizan los planteamientos de la sociología clásica de que hay una re­
lación entre solidaridad y emociones con la violencia, que es un elemen­
to a considerar desde la perspectiva de la racionalidad estratégica y que
es, por último, un síntoma del mal funcionamiento de un sistema social.
Con estas tres funciones de la violencia Coser trata de establecer una po­
sición crítica respecto a las perspectivas que acentúan la estructura social
y el equilibrio de los sistemas políticos, que, en su opinión, se deben com­
plementar con el análisis tanto del conflicto como de la violencia: ambos
no deben ser examinados como elementos negativos desde un punto de
vista normativo, dado que cumplen 'cliversas funciones societales que re­
sultan, a la postre, positivas" (Coser, 1970). Así, la violencia permite dar
cuenta de las dinámicas de privación relativa que sufren personas y colec­
tivos sociales. 1 8 Para Coser, la violencia tiene en última instancia efectos

18
Acerca de ello, Coser señala que l a afirmación d e Sorel sobre e l papel d e l a violencia en
la sociedad industrial tendría sentido si se piensa en términos de la teoría del conflicto:
" Lo que es importante para nosotros es la idea de que el conflicto ( que Sorel llama vio­
lencia, usando el término en un sentido muy especial) evita la osificación del sistema
social forzando la innovación y la creatividad" (Coser, 1970: 25).

67
Sociologlas de la violencia

positivos en la sociedad -más allá de sus daros efectos negativos a corto


plazo-, y el objetivo de la sociología sería el de mostrar cómo resolver
las tensiones sociales que están detrás de ella.

68
3. La violencia en el pensamiento social clásico

La filosofía política y la sociología han analizado y caracterizado la


violencia desde distintos posicionamientos, pero coincidiendo, hasta
cierto punto, en que es el producto de procesos ligados a las estructu•
ras sociales y normativas. Ella expresa, sobre todo para la filosofía, las
dinámicas de una estructura social de dominio y explotación, al mismo
tiempo que está localizada en un orden normativo que le proporciona
un valor moral particular en función de la clase social que la desplie•
ga. Para Sorel, Benjamín y Fanon la violencia adquiere un aura sagrada
en la medida en que sea puesta en marcha por los grupos explotados o
dominados, como la clase obrera o las sociedades sometidas a procesos
de colonización. Por el contrario, la violencia resulta impura cuando la
ponen en marcha los sectores sociales dominantes. Para cada uno de los
filósofos revisados, el carácter normativo de la violencia se encuentra
localizado en las narrativas y mitologías que cada uno de esos actores
considera como ciertas y verdaderas, como aquellas que impulsan las
utopías ligadas a la revolución -en el caso del movimiento obrero- o
las vinculadas a defender el mito del Estado -como sucede con la bur•
guesía-. La visión dicotómica de la violencia -cristalización de una
estructura social desigual y un orden normativo específico- centra su
mirada sobre todo en grandes mecanismos y procesos, y se despreocu•
pan por examinar cómo dichos mecanismos se engarzan y articulan, y
también dejan de lado el análisis de los procesos puntales con los que la
violencia se construye desde los propios actores.
La sociología hará un esfuerzo por pensar analíticamente los órdenes
estructural y normativo que se encuentran detrás de la violencia -aun•

69
Sociologías de la violencia

que no prestarán atención al problema de la acción violenta-. Tratará


de entender la violencia en las lógicas del orden estructural a través de los
procesos de la diferenciación y lucha sociales, la coerción y las asimetrías
de poder. Mientras, desde el orden normativo, la violencia se entenderá
como una expresión de la conciencia colectiva, como el pathos comunita­
rio y el carácter simbólico del poder. Para los sociólogos revisados aquí
cada uno de esos órdenes tiene una conexión específica, la cual propor­
ciona una explicación sobre la causalidad y el sentido de la violencia. Sin
embargo, con estos intentos de interpretación, la violencia aparece como
el resultado de procesos macroestructurales donde los actores sociales
aparecen solo como minúsculas piezas de un amplio engranaje social.
No obstante, esta aparente limitación teórica ha dejado atrás las dis­
cusiones moralizantes en torno a la violencia (Coser, 1966), y ha opta­
do por dar cuenta de ella como la deriva de procesos normativos que se
definen a partir de tres marcos de referencia: el que tiene que ver con las
creencias y sentimientos compartidos; el que está relacionado con la cons­
titución de las comunidades políticas, y el vinculado con las lógicas de
funcionamiento de los sistemas sociales. Cada una de estas referencias
proporciona a la violencia un sentido particular. Durkheim considera, por
ejemplo, que ella expresa la forma con que una comunidad despliega los
castigos -por medio de la venganza, el sistema penal o los rituales­
contra quienes se considera han ofendido los símbolos, tótems, sentimien­
tos y creencias compartidos que se sienten y perciben como sagrados. La
violencia es, en consecuencia, una respuesta a la profanación que hacen
personas o grupos -tanto internos comQ externos- a la comunidad.
Weber, por su parte, concluye que la violencia tiene un sustrato colectivo
que se suscribe en el nacimiento de la comunidad política. Y que es esta úl­
tima la que resguarda, desde sus formas más antiguas a las más modernas,
la capacidad sagrada para disponer de la vida y la muerte. Si bien la vio­
lencia no es, como apunta Weber, el único elemento que da forma y vida
a la comunidad política -ya que se encuentra mediada por tipos especí­
ficos de dominación y autoridad-, lo cierto es que inscribe un pathos en
el ejercicio del poder de las comunidades políticas. Parsons, por otro lado,
va a tratar de entender la violencia en el marco de los sistemas de poder. Él
prefiere llamarla fuerza y es el último recurso al que recurren dichos sis­
temas cuando enfrentan un desequilibrio en la reproducción de los refe­
rentes de autoridad. Desde la perspectiva de Parsons, la violencia debe ser

70
3. La violencia en el pensamiento social clásico

considerada entonces como la reserva mediante la cual se genera coacción


o coerción con el objetivo de producir miedo o disuadir a quienes atentan
contra el equilibrio social. También desde una perspectiva que privilegia
los sistemas sociales, Coser entenderá la violencia como el resultado de un
proceso en el que juegan un papel central las condiciones de privación re­
lativa, las asimetrías de poder, y las relaciones de explotación económica y
dominación social. De esta forma, Coser trata de establecer en qué medi­
da la violencia puede entenderse como un mecanismo funcional para me­
jorar las condiciones de los sistemas sociales.
En su conjunto, las perspectivas aquí revisadas permiten observar
la constitución en el pensamiento sociológico clásico de tres marcos de
referencia analíticos alrededor de la violencia. El primero subraya las
condiciones culturales de la violencia, que se expresan en las reflexiones
que enfatizan el peso de las creencias, sentimientos y referentes comu­
nitarios. El segundo explora la violencia como un recurso o herramien­
ta de poder de los desposeídos y explotados. Y el tercero presta atención
a la violencia como un problema de funcionalidad o disfuncionalidad en
el equilibrio de los sistemas sociales. Con este tipo de aproximaciones, la
sociología clásica logró, a diferencia de los acercamientos filosóficos, de­
sontologizar la violencia y subrayar los procesos funcionales, sistémicos
y racionales que están detrás de ella. Sin embargo, esto derivó en dejar
de lado un elemento clave que apenas logró enunciar la filosofía: que
la violencia es también una dramatización social, es decir, una acción
que tiene un sentido sujeto a interpretación en el entramado social. Este
vaciamiento del sentido de la acción violenta es algo que la sociología
contemporánea tratará de reconstruir. No obstante, no lo hará ontologi­
zándola de nuevo -interpretándola como la posible cristalización de la
libertad o la opresión-, sino trayendo al centro de la discusión al actor
o al sujeto de la acción violenta. Como se verá a continuación, la socio­
logía contemporánea tratará de colocar la violencia precisamente como
un fenómeno que puede explicarse por el sentido de la acción que llevan
a cabo actores individuales y colectivos. Sobre estos caminos es que se
construirá la crítica de la sociología contemporánea al pensamiento clá­
sico: priorizando el peso de los actores y la agencia en la construcción
de la violencia, bajo el argumento de que si bien las perspectivas cultu­
rales, sistémicas y utilitarias dicen algo sobre ella, oscurecen la forma en
cómo se define como un espacio de significación social.
Segunda parte
Sujeto, interacción y acción simbólica
4 . Violencia: sujetos, actores, interacciones

E 1 presente capítulo explora la diversidad en la interpretación de los


sentidos de la acción violenta. Muestra cómo algunas propuestas teóri­
cas dan relevancia al sujeto de la acción -a sus procesos de subjetivación
y desubjetivación-, otras más a la interacción microsituacional de la ac­
ción, mientras que existen posicionamientos que de alguna forma consi­
deran ambos elementos. Pese a estas diferencias, las teorías centradas en
el actor y la interacción coinciden en señalar que el análisis de la violencia
debe llevarse a cabo tomando distancia de las teorías de corte normativo
y estructural, así como de aquellas de inspiración utilitaria o que están
ligadas a la elección racional. La violencia es interpretada en cada caso
como el resultado de la imposibilidad de los sujetos para transformar­
se en actores, o la imposibilidad de los procesos de interacción social
para exorcizar su emergencia. Desafortunadamente estas propuestas no
pueden ser analizadas como un rompecabezas para armar, como si la di­
versidad de teorías pudieran articularse en una interpretación general
de la violencia (Bienen, 1968; Rule, 1988; Shoemaker, 1990), porque
eso ocultaría las oposiciones, contradicciones y desniveles entre cada
una de ellas.

El sujeto desagarrado

Durante más de tres décadas el sociólogo francés Michel Wieviorka


ha hecho aportes significativos para entender las distintas expresiones
de la violencia. Su trabajo se ha enfocado a comprender el rostro de

75
Sociologías de la violencia

la violencia física que ponen en operación individuos y colectivos por


medio de la delincuencia, el crimen, las revoluciones, los asesinatos en
masa, las revueltas urbanas y el terrorismo (Wieviorka, 2004a), lo que
representa un importante esfuerzo por construir una teoría sociológica
orientada a comprender las distintas aristas de la violencia. Vinculado a
Alain Touraine en su programa y equipo de investigación sobre la socio­
logía de la intervención, Wieviorka ha desarrollado un proyecto propio
en el que la violencia resulta un marco adecuado para comprender cómo
individuos y colectivos presentan dificultades para constituirse como ac­
tores, es decir, como personas capaces de controlar su historicidad, su vida
y convertirse con ello en agentes de cambio. En la medida en la que su
perspectiva se encuentra centrada en el sujeto (Arteaga, 2003), una parte
de su trabajo se ha dirigido a la crítica de lo que afirma son las tres teorías
clásicas que han marcado las rutas de investigación de la violencia.
La primera teoría que Wieviorka critica entiende la violencia como
el efecto de ciertos procesos de crisis en la estructura social o normativa
de una sociedad -es decir, de carácter económico, político o cultural,
que producen algún tipo de frustración en los individuos y colectivi­
dades (Wieviorka, 2004a) -. La segu nda explica la violencia como un
medio útil al que se recurre para hacerse de recursos materiales -eco­
nómicos y territoriales, por ejemplo- o inmateriales -por señalar solo
dos: poder y prestigio- cuando son pocas las probabilidades de hacerse
de ellos por los medios socialmente aceptados como válidos o legítimos.
Finalmente, la tercera teoría que Wieviorka cuestiona tiende a explicar
la violencia, de acuerdo con este autor, por el peso específico que la cul­
tura tiene en la definición de la personalidad individual y colectiva en
una sociedad. Para Wieviorka (2004a), el primer modelo explora cómo
las conductas violentas buscan superar o resolver los efectos perniciosos
que enfrentan algu nos sujetos en momentos de crisis o cambio social.
Desde esta perspectiva, la violencia se explica "por el estado de un sis­
tema, su funcionamiento y su disfuncionalidad, sus transformaciones,
más que por el actor, el cual en todo caso será visualizado subrayando
sus frustraciones" (Wieviorka, 2004a: 145). El segu ndo modelo, en con­
traste, se "centra en el actor y asimila la violencia como un recurso que
moviliza para alcanzar sus fines; este análisis subraya los cálculos, las
estrategias y la racionalidad de la violencia instrumental" (Wierviorka,
2004a: 145). Por último, el tercer modelo remite la violencia a una cul-

76
4. Violencia: sujetos, actores, interacciones

cura que gracias a los procesos de socialización se inscribe en la perso­


nalidad individual y colectiva de una sociedad, que imprime una cierta
naturaleza violenta a una sociedad, un grupo o una clase social.
Cada una de estas interpretaciones de la violencia tiene, según Wie­
viorka (2004a), un referente teórico de base. La primera de ellas tiene
un fuerte vínculo con las perspectivas sistémico-estructurales, la segunda
con las corrientes de la elección racional o el individualismo metodológi­
co, y la tercera con las interpretaciones culturalistas. En la consideración
de este autor, cada una de estas teorías permite apreciar algunos aspectos
ligados a la violencia, pero dejan fuera el papel del actor. En las perspec­
tivas sistémico-estructurales, el actor parece que desarrolla su acción en
función de las condiciones de su entorno, mientras que, en el caso de la
perspectiva instrumental, es reducido a una variante del horno economicus,
limitado a sus cálculos, estrategias e intereses (Wieviorka, 2004a). Esto
no significa que no sea posible encontrar en la violencia lógicas estructu­
rales o racionalidades estratégicas -afirma Wieviorka (2004b)-, sin
embargo, considera que aquello que se extraña en esas teorías es un es­
fuerzo por entender el sentido de la acción que la violencia expone y de­
signa. Según este autor, es necesario por tanto:

[ ... ] explorar los procesos y los mecanismos por los que se forman y pa­
san al acto los protagonistas de la violencia, individual o colectiva, con­
siderarlo en tanto que sujeto, al menos virtual, para observar en tanto
sea posible el trabajo que él produce sobre sí mismo, y que se concreta,
según el caso, y en función del contexto o la situación, hacia la pérdida
del sentido, el no-sentido, hacia la expresión de una crueldad desbocada
o, aún más, hacia lógicas dominadas por una subjetividad sin fronteras
(Wieviorka, 2004a: 218).

Por ello se hace indispensable, según este sociólogo francés, colocar


al sujeto en el centro del análisis acentuando, por un lado, la heteroge­
neidad de modalidades y de significaciones de la violencia y, por el otro,
subrayando las distintas formas de relación entre el sujeto y la violencia.
Con esto Wieviorka busca superar lo que considera un defecto de las
aproximaciones que critica: el no hacer intervenir, o hacerlo marginal­
mente, a los procesos de subjetivación y de desubjetivación que necesaria­
mente caracterizan a los protagonistas de la violencia. Su apuesta, por

77
Sociologías de la violencia

tanto, es "una invitación a teorizar la violencia colocando al sujeto en el


corazón del análisis'' (Wieviorka, 2004a: 220). Para ello sugiere explorar
no tanto las manifestaciones de la violencia, sino de dónde proceden, es
decir, las formas de subjetividad que son puestas de cara, de una u otra
manera, hacia la realidad que el sujeto vive, ya que el sujeto se crea en

[ . . • ] la capacidad de comprometerse, y por supuesto también, de liberarse.


Y no es sujeto más que en el reconocimiento del sujeto en el Otro, en la
aceptación de la alteridad. El sujeto no es por tanto un electrón libre, don­
de la trayectoria personal escaparía a cualquier constreñimiento, a toda
norma, a toda relación con otros. Él no existe más que en la capacidad que
tiene de vivir relaciones [ . . . ] El sujeto no es más que una dimensión de la
persona, que yo distinguiré del individuo, definido más en mi mirada no
por la producción de sí-mismo, sino por su participación en la moderni­
dad, particularmente por el consumo y el acceso al dinero. En fin, el sujeto
es para mí una categoría abstracta, que encuentra su realización concreta
más importante en la acción. Sin embargo, el sujeto no deviene siempre o
fácilmente o plenamente un actor, y es a menudo en el espacio que separa
al sujeto del actor que la violencia toma forma (Wieviorka, 2004b: 23).

Así, para este autor, la violencia está relacionada con la presencia de


un sujeto contrariado, prohibido, imposible o desafortunado que devie­
ne de una fractura que distancia el sujeto del actor en función de un con­
texto de relaciones sociales en particular. Un sujeto que en relación con
el mercado y otros actores se subjetiva o se desubjetiva, especialmente
cuando se encuentra inmerso en procesos de disputa o conflicto. La vio­
lencia aparece como una acción que el sujeto pone en marcha cuando no
es capaz de constituirse a sí mismo ni de definir un campo de conflicto.
Por eso para Wieviorka (2008) la violencia no es sinónimo de conflic­
to, ni mucho menos una forma particular de conflicto. Para él solo hay
conflicto cuando hay una disputa en la que se involucran un conjunto
de sujetos que se definen con respecto a otros como actores que pueden
intervenir en la construcción de relaciones sociales -ya sea en el ám­
bito de las relaciones de producción, ya en las de poder o las de identi•
dad-. Es por eso que los sujetos devienen actores según cada uno no
se ve como un simple producto de las condiciones sociales, sino como
productores válidos de relaciones sociales. En consecuencia, hay con-

78
4. Violencia: sujetos, actores, interacciones

flicto, afirma Wieviorka (2013), cuando los siguientes elementos están


presentes: una esfera de acción o un conjunto de temas compartidos por
los actores involucrados -lo que Touraine (1974) define como el prin­
cipio de totalidad-, cuando el principio de oposición es definido con
relación a los oponentes y, finalmente, cuando la identidad se define a
partir de la relación con los otros.
En las sociedades industriales, por ejemplo, el conflicto estaba defi­
nido por los factores de la producción -los trabajadores y los empresa­
rios o administradores-. Mientras que en las sociedades posindustriales
lo que predomina son las disputas por las identidades que se reflejan en
las demandas de los movimientos sociales estudiantiles, feministas, an­
tinucleares y ecologistas (Wieviorka, 2002). Tanto en las sociedades in­
dustriales como en las posindustriales, las subjetividades se construyen
a partir de conflictos definidos por adversarios que se identifican como
tales, que disputan un conjunto de temas compartidos, todo ello dentro
de un contexto de relaciones sociales, institucionales y políticas. Si bien
puede haber en los conflictos ciertas explosiones de violencia, estas no
implican la cancelación de las relaciones entre los oponentes (Wieviorka,
2005). Sin embargo, el fin del conflicto aparece cuando la violencia sus­
tituye la esfera de la acción sobre la cual los actores habían fincado su
conflicto y se desvanece con ello la relación de los oponentes, así como
la construcción de una identidad con relación a los otros. Todo ello 'ex­
presa la imposibilidad de negociación, discusión o actuación en el marco
de una relación" (Wieviorka, 2013: 709). La violencia representa así una
ruptura de las relaciones sociales compartidas por los oponentes.
La violencia es de esta forma la fisura que se abre ante la dificul­
tad del sujeto de reconocerse como un actor capaz de intervenir en los
espacios en disputa y la incapacidad de reconocer al Otro como inter­
locutor, lo cual refleja la imposibilidad de "aportar un tratamiento ne­
gociado a las demandas que provienen de la sociedad, o satisfacer las
expectativas de aquellos que no pueden construir o hacer funcionar un
sistema de acción'' (Wieviorka, 2008: 12). La violencia puede adquirir,
según Wieviorka (2003), cinco formas distintas que expresan de mane­
ra diferente el fin del conflicto. La primera expresa la incapacidad de
reemplazar o llenar la falta o pérdida de significado de ciertas relacio­
nes sociales. Aquí, la violencia aparece cuando el sujeto no puede, por
ejemplo, construir una acción de conflicto o negociación que le permite

79
Sociologías de la violencia

hacer valer sus demandas sociales o su sentido de identidad social y po­


lítica. Esta pérdida de sentido se cubre a través de una violencia que
se alimenta de ideologías, mitologías o narrativas religiosas (Wieviorka,
2008). La segunda forma de violencia, a la que el autor se refiere como
"sin sentido': deriva de la obediencia acrítica o irreflexiva a una estructu­
ra de poder jerárquica o a un mando u ordenamiento formal o informal
de carácter ya sea legal o ilegal, pero que, en última instancia, se considera
legítimo. Es la violencia que ejerce una persona a partir de algún manda­
to administrativo con el argumento de que debe darse respuesta a cual­
quier orden que de ella emane. El tercer tipo de violencia se encuentra
ligada al placer que produce la crueldad o el sadismo. En este caso la vio­
lencia se encuentra desconectada de cualquier otro sentido que no sea el
gozo que ella produce, y la violencia solo puede ser interpretada en refe­
rencia a sí misma. El cuarto tipo, llamada fundadora, apela a aquella vio­
lencia que activa procesos de subjetividad, a la manera de Fanon: donde
esta genera una ruptura entre el colono y el colonizado, transformando
a este último en un sujeto y un actor. Por último, el quinto tipo, bautiza­
da como fundamental por Wieviorka, es la que se ejerce cuando el sujeto
siente que su existencia está en peligro y debe llevarla a cabo para garan­
tizar así su propia supervivencia.
Estas cinco formas de la violencia son producto de cinco tipos de su­
jetos: el sujeto flotante, el hipersujeto, el no-sujeto, el antisujeto y el suje­
to sobreviviente (Wieviorka, 2004a). El primero remite al sujeto que no
encuentra los lugares de sentido que le permiten transformarse en ac­
tor, por lo que se enfrenta a una enorme dificultad para convertir sus ex­
pectativas y demandas en acción. Es un actor que en definitiva ya no se
inserta en una relación social, política, intercultural e incluso interperso­
nal: está marcado por un sentido de injusticia o no reconocimiento que
exacerba su enojo o agresión, y la violencia aparece cuando la persona
siente en algún momento que se le confirma su posición como sujeto ne­
gado o discriminado. Un ejemplo del sujeto flotante se puede observar,
según Wieviorka, en las revueltas urbanas que se producen como res­
puesta al abuso policial, la ineficiencia del sistema legal o la discrimina­
ción en el acceso a los servicios del Estado. El hipersujeto, por su parte,
a diferencia del sujeto flotante, no vive un déficit de sentido, sino que ex­
perimenta una sobrecarga de sentido -la cual es proporcionada por una
ideología o una religión- que le permite transformar, gracias a la nega-

80
4. Violencia: sujetos, actores, interacciones

ción del Otro, un virtual conflicto en conductas de ruptura violenta, su­


primiendo de entrada cualquier tipo de debate, discusión y negociación.
El no-sujeto, por otro lado, se mueve a partir de las orientaciones que le
son impuestas por una autoridad que considera legítima. Es el caso del
burócrata o el militar que forma parte de una maquinaria de muerte sis­
temática, y donde el sujeto se considera a sí mismo una pieza más de su
funcionamiento -como sucedió con el entramado burocrático-militar
del régimen nazi que puso en operación el exterminio judío en la Segun­
da Guerra Mundial-. El cuarto tipo, el antisujeto, es aquel que desubje­
tiviza al otro, lo hace instrumento de su crueldad sin límite: es la violencia
por la violencia, como un fin en sí mismo (Wieviorka, 2003). Finalmen­
te, el sujeto sobreviviente utiliza la violencia como mecanismo de defensa,
sobre todo cuando cree que su vida depende de ello, en la clásica disyun­
tiva de 'es mi vida o la del agresor':
En términos generales, la propuesta teórica de Wieviorka coloca al
sujeto como un punto de intermediación en el que se articulan las diná­
micas del orden estructural y el orden normativo. Por medio de su subje­
tivación y desubjetivación, el sujeto establece un proceso de trabajo sobre sí
mismo y sobre el Otro, interpretando y definiendo su acción. Cuando la
articulación de ambos órdenes se logra de f orma positiva, es decir, cuan­
do termina por constituir un actor, este establece una serie de relaciones
de conflicto en el que se reconoce a sí mismo como actor, pero también re­
conoce a los Otros como actores. Sin embargo, cuando el sujeto no logra
articular e interpretar adecuadamente los órdenes estructurales y norma­
tivos, se imposibilita a sí mismo como actor y deviene sujeto violento. De
esta forma, Wieviorka lleva el tema de las condicionantes sociales y nor­
mativas al plano de los procesos de articulación subjetiva, a tal punto que
parece que la subjetividad se convierte entonces en un crisol micronor­
mativo en el que se desata o inhibe la violencia.

La creatividad situada del sujeto

Hans Joas es otro de los sociólogos que ha dedicado una parte impor­
tante de su trabajo al análisis de la violencia, sobre todo a finales de los
años ochenta y hasta principios del siglo xx, cuando realizó un giro ha­
cia temas como los derechos humanos y la sociología de la guerra (joas,

81
Sociologías de la violencia

2013a; Joas y Knobl, 2013). Sus trabajos sobre la violencia han sido
desarrollados bajo el argumento teórico de la sociología de la acción
creativa, la cual pone un énfasis particular en la capacidad individual y
colectiva de reinventar y actuar de forma innovadora más allá de los im­
perativos normativos y los condicionantes de orden estructural. Como
su propuesta se encuentra centrada en la acción, trata de tomar distancia
crítica de lo que, según su opinión, son las dos perspectivas teóricas he­
gemónicas que conducen regularmente la interpretación de la violencia
(Joas, 2005): la que subraya sus condiciones socioestructurales, y la que
enfatiza los factores normativos.
El primer conjunto de teorías, a decir de este autor, entiende la vio­
lencia como una reacción de los sujetos a un ambiente hostil que los
mantiene fuera del acceso a ciertos satisfactores sociales, tales como
educación, empleo, ingreso digno, poder, bienestar, así como al mer­
cado de consumo. Es por eso que este tipo de aproximaciones teóricas
tiende a examinar las lógicas de exclusión, marginación y dominación
social que aparentemente llevan a las personas a involucrarse en hechos
de violencia. Según esta perspectiva, sugiere Joas (2005), los margina­
dos se inclinan por la violencia como un recurso que les permite opo­
nerse a personas, grupos, procesos o instituciones a los que atribuye la
responsabilidad de su situación. Desde esta perspectiva, la violencia es
el resultado lógico de un sistema que empuja al sujeto a desencadenar
actos de violencia como opción para hacerse escuchar y volver visible
su situación.
Por otro lado, el segundo conjunto de teorías concibe la violencia, a
decir de Joas (2005), como el corolario de los procesos de socialización
de valores y normas que legitiman y respaldan los comportamientos vio­
lentos. Estos últimos son, por tanto, el producto de una conciencia colec­
tiva que se cristaliza en una cultura de la violencia. Estas interpretaciones
tienden a pensar este acto como una condición inmanente a la cultura de
ciertos sectores o grupos de la población, legítima aun por encima de va­
lores como el diálogo, el consenso y la resolución pacífica de los conflic­
tos. Aunque si bien, para el autor mencionado, la versión de la cultura de
la violencia es más frecuente en las interpretaciones, hay otra vertiente
de esta perspectiva que centra su atención en destacar que la violencia es
más bien el resultado de la falta o el desgaste de ciertos valores culturales
que apelan a la solidaridad y el diálogo.

82
4. Violencia: sujetos, actores, interacciones

Si bien ambos conjuntos de teorías permiten dar testimonio del peso


de las condiciones socioestructurales y normativas sobre la violencia,Joas
considera que se quedan

relativamente mudas cuando se trata de saber en qué momento se pro­


dujo la irrupción de la violencia, así como la dinámica interna del hecho
violento o la extensión del mismo [ ... ] En estos dos tipos de explicación se
abordan cuestiones relacionadas principalmente con las tensiones estruc­
turales (de carácter socio-estructural o cultural), y se da por supuesto que
éstas deberían convertirse repentinamente, en un determinado momento,
en una acción colectiva y que el punto temporal a explicar describe preci­
samente a éste (Joas, 2005: 254).

Por ello,Joas plantea que es necesario desplazar el sujeto y a sus in­


teracciones al centro del análisis, relegando a un segundo plano las de­
terminantes socioestructurales y culturales. Su apuesta es por examinar
la capacidad que tienen los sujetos para decidir, en escenarios defini­
dos, ejercer o no la violencia. Parajoas (2013b), esto no significa reducir
la acción a una serie de racionalidades o estrategias situadas, sino con­
siderar la capacidad creativa que distingue cualquier acción. En otras
palabras, implica reconocer que los sujetos son entidades creativas que,
en una situación específica y concreta, son capaces de articular, modelar
e interpretar de forma innovadora marcos normativos, al mismo tiem­
po que pueden establecer metas y objetivos estratégicos o racionales. La
acción racionalmente orientada y la dispuesta normativamente quedan
entonces para él "abovedadas" (Joas y Beytía, 2012) dentro el carácter
creativo de la acción humana. El modelo de creatividad, para este autor,
permite distinguir la forma en cómo se aplican las normas y los valores
en situaciones concretas de acción y no simplemente como una exter­
nalización de las normas o valores interiorizados, ya que en situaciones
definidas y concretas dichos valores y normas no se aplican automática­
mente porque no siempre está claro para el sujeto cómo se debe actuar.
Esto significa que parajoas las personas no pueden derivar su acción ló­
gicamente de normas y valores, sino que ella pasa por una serie de me­
diaciones creativas (Joas y Beytía, 2012).
Al respecto, Joas (1990) sigue los trabajos de Maslow (1973), quien
sugiere que hay tres niveles de creatividad: primario, secundario e inte-

83
Sociologías de la violencia

gral. El primario refiere a los procesos primarios de imaginación y fan­


tasía, de juego profundo y entusiasmo. El secundario implica un proceso
más complejo de creación de algo nuevo en el mundo físico, a través de la
innovación técnica o la científica. Este tipo de creatividad incluye las pro­
puestas artísticas y las intervenciones prácticas orientadas a la solución
de problemas cotidianos. Por su parte, la creatividad integral involucra
las dos anteriores: articula los procesos de la esfera técnica e instrumental
orientada a la solución de problemas, con elementos lúdicos, imaginación
y juego profundo, pero articulados bajo principios éticos que establecen
los marcos de interpretación y crítica de su operación.
Desde la perspectiva de Joas (2013b), los procesos de crisis social
pueden interpretarse como crisis de la creatividad secundaria, esto es
como crisis del progreso, donde ciertos planteamientos científicos, ope­
raciones tecnológicas e intervenciones prácticas orientadas a la solución
de problemas, son vistas por sus efectos negativos, porque se cree que:
a) minan la solidaridad social, b) funcionan independientemente de los
fines para los que fueron creados, o e) merman la propia idea de humani­
dad (Joas, 1990). Este proceso de deslegitimación de los objetos, instru­
mentos y racionalidades de la creatividad secundaria deriva casi siempre
en el florecimiento de nuevas ideas y propuestas en el ámbito de la crea­
tividad en dos vías:

Por un lado, puede instaurarse una aspiración a la creatividad primaria


que desprecie todas las formas de creatividad secundaria. Es la vía de un
irracionalismo, en el sentido estricto. Pero también cabe imaginar una
integración de las creatividades primaria y secundaria. Y este es precisa­
mente el tercer tipo de creatividad definido por Maslow. En esta opción,
alejarse de la creatividad secundaria lleva a una creatividad superior que,
sin embargo, no rechaza el control crítico y racional {Joas, 2013b: 3 14).

Las creatividades primaria y secundaria se encuentran funcionan­


do en medio de la lógica del mercado, la lucha por el estatus, el poder y
en la del reconocimiento de identidades, por lo que son potencialmente
deslegitimables. Se valora la creatividad secundaria orientada a resolver
problemas, garantizar la satisfacción de los intereses particulares en de­
trimento de los públicos, aun cuando generan claras dinámicas de exclu­
sión y marginación social. Sin embargo, eso no impide que se expresen

84
4. Violencia: sujetos, actores, interacciones

formas de creatividad primaria e integral impulsadas por distintos su•


jetos dentro de las lógicas del mercado, el poder y la cultura, a través de
lo cual se construyen valores y normas en los que se privilegia el debate
público y la generación de procesos de integración social, con lo que se
busca la ampliación de la esfera de lo público más allá de los intereses par•
ticulares. Sin embargo,

Cuando la participación [ en la esfera política, económica y cultural] no


es posible, o la creatividad no puede integrarse, con sentido, en el balance
personal de una vida llena de sentido, se acumula como una expresión de
potencial reprimido. Cuando la existencia posmoderna de modos de vida
heterogéneos no proporciona un placer intelectual, sino que se vive como
una carga excesiva y angustiosa, vemos cómo se desarrolla la violencia con•
tra los extraños y contra todo lo que parezca amenazar, todavía más, las ya
inestables orientaciones axiológicas (Joas, 2013b: 316).

Así, la violencia es, para este autor, una respuesta desde la creativi•
dad primaria o secundaria, frente a una crisis provocada por los efectos
secundarios de creatividades producidas por otros. La respuesta vio•
lenta nunca procede desde la creatividad integral de la acción. Aunque
reconoce que la violencia puede ser una expresión pensada estratégi•
camente y, en algunas ocasiones, como respuesta a un imperativo mo•
ral, por lo regular es el resultado de la puesta en marcha de un proceso
de interpretación, modelación y definición creativa de normas y valo•
res. Para dar cuenta de dicho proceso se requiere ubicar la violencia en
el marco de una situación concreta, definida temporal y espacialmen•
te, ya que es en una situación específica, sugiere Joas, donde es posible
observar cómo los actores, en su acción, interpretan, modifican y usan
los marcos normativos en los que han sido socializados. De ahí que sea
central la apelación al interaccionismo simbólico en la propuesta de este
autor; le facilita el análisis de la acción creativa en función de problemas
y situaciones concretas. Para Joas, el interaccionismo permite observar
cómo se articulan poco a poco los procesos que dan paso a la violencia,
sobre todo de las dinámicas de escalamiento a nivel interpersonal e in•
trapersonal. Además, el interaccionismo no solo le permite ver cómo los
individuos emplean situacionalmente las normas y valores, sino que le
resulta útil para dar cuenta de cómo emergen los valores propiamente

85
Sociologías de la violencia

orientados a la acción violenta. Así, la violencia, como cualquier otro acto


creativo, es una creatividad situada (Joas, 2013b), ya que pone en juego,
en situaciones concretas, un conjunto de valores que no se pueden dedu­
cir de forma automática del conjunto de las normas establecidas, · sino
que exige contribuciones creativas por parte de los sujetos (Joas, 2005).
De esta forma, los actos violentos deben entenderse con las mismas ca­
tegorías que otros actos creativos y no como acciones que deben enmar­
carse en el ámbito de la anomia. Al respecto, este autor afirma que

Por ejemplo, yo puedo pensar que la paz es un valor importante, pero di­
gamos que en mi país estalla una guerra. c1Qué tengo que hacer si es que
creo en la paz� c1Significa eso que tengo que ser un pacifista radical y decir:
"nunca voy a utilizar los medios de violencia; pase lo que pase, incluso si
estoy siendo atacado, no voy a usar la violencia para defendermé' � Sería
una conclusión posible. Por supuesto, otra conclusión posible es decir:
"como yo creo en la paz, tengo que luchar por un orden pacífico para re­
primir a quienes han tomado las armas•: Y, en esa situación, yo tal vez use
las armas para beneficio de la paz. Así, el mero hecho de creer en el valor
de la paz en realidad no me dice lo que tengo que hacer, porque pueden
existir cursos de acción totalmente diferentes basados en el mismo valor.
(Joas y Beytía, 2012: 372).

Así, la violencia no es la deriva de un mecanismo automático de ex­


ternalización de valores y normas internalizados, sino que responde a la
capacidad creativa de la acción en relaciones situadas. Sin embargo, Joas
sugiere que una interpretación que se detenga en la situación no sería
suficiente para entender la violencia, es un punto de arranque necesario,
pero debe trascenderlo hacia el análisis del modo de impactar y modifi­
car las instituciones y las normas sociales. Esto significa que el análisis
de la creatividad situada debe explorar necesariamente -y con ello su­
perar las limitantes de las teorías interaccionistas- los efectos estructu­
rales de la violencia en una escala macrosocial. 1

Joas es consciente de que la perspectiva interaccionista resulta limitada si no es capaz


de "dar cuenta de la emergencia de las instituciones y de las normas y el análisis de los
efectos estructurales de las instituciones existentes" (Joas, 20 1 3b: 265).

86
4. Violencia: sujetos, actores, interacciones

Joas coloca la creatividad situada del sujeto como un espacio de in­


tersección en el que confluyen las dinámicas del orden estructural y el
orden normativo. Los distintos niveles de creatividad puestos a prueba
en la interacción garantizan la emergencia o contención de la violencia.
Cuando la articulación de ambos órdenes se hace a través de una creati­
vidad integral, es decir, cuando el sujeto logra abovedar las normas socia­
les y la racionalidad del orden social puede definir acciones no violentas.
No obstante, si ambos órdenes, normativo y estructural, caen en la lógica
de la creatividad primaria y secundaria, la violencia puede hacer acto de
presencia. De esta forma, Joas lleva el tema de las condicionantes socia­
les y normativas al plano de los procesos de articulación creativa del suje­
to puesto en situaciones de interacción concreta, por lo que este espacio
sirve como un punto de articulación que se convierte en una especie de
intermediación metanormativa en consonancia con las lógicas de la crea­
tividad de los sujetos.

El campo de tensión y miedo confrontacional

Ha sido Randall Collins, desde la perspectiva de la microinteracción,


quien ha llevado a cabo en los últimos años una de las más interesantes
propuestas para entender la violencia. Recuperando los planteamien­
tos de Erving Goffman -pero también los del pensamiento clásico,
como los de Durkheim-, Collins ha buscado explicar este acto desde
los procesos de interacción ritual. Su propuesta, como la de otros auto­
res aquí revisados, se desarrolla a partir de una crítica de lo que él con­
sidera como perspectivas tradicionales de la violencia (Collins, 2008).
De un lado están las que la entienden como la consecuencia de una se­
rie de dinámicas macroestructurales -la pobreza, la desigualdad, las
crisis económicas, la exclusión, la marginación, la dominación o la ex­
plotación- y, del otro, las que centran la mirada en los sujetos. Estas
interpretaciones, ya sea que se inscriban en una corriente psicológica o
fenomenológica, resaltan, según este autor, el peso de las personas o co­
lectivos en la conformación de los escenarios de violencia. Collins (2008)
señala que estas dos propuestas teóricas tratan la violencia como la de­
riva de procesos externos a la violencia misma, ya sea como resultado de
fuerzas que funcionan por encima de los actores o como consecuencia

87
Sociologías de la violencia

de la sobrestimación de las características agresivas que irradian ciertos


individuos o grupos sociales. Ambas propuestas de análisis dicen muy
poco, señala Collins, sobre aquellos casos en que la presencia de condi­
ciones estructurales aparentemente facilitadoras de la violencia -como
la pobreza, la marginación o la dominación- no empujan a los sujetos
a ejercerla y tampoco lo hacen cuando ciertos individuos considerados
potencialmente violentos no actúan así en todo momento.
Para Collins (2008), la violencia solo puede ser explicada a partir de
la condiciones situacionales que la propician en un tiempo y lugar de­
terminados. Siguiendo la propuesta del interaccionismo, esta tendría que
ser entendida en la lógica de los procesos de interacción, de relaciones
cara a cara, que se presentan en un momento concreto. Dichos proce­
sos pueden ser entendidos en su conjunto, afirma Collins (2004), como
rituales de interacción en el sentido que Goffman (1970) da a ese tér­
mino, es decir, como una actividad que aunque simple y secular repre­
senta un esfuerzo de los individuos que participan en ellos por vigilar
y dirigir las implicaciones simbólicas de sus acciones desde el momento
en que se encuentran frente a un objeto dotado de un valor particular.
Un objeto que, afirma Collins (2004), posee o adquiere en el proceso de
interacción el carácter de sagrado. Los rituales de interacción se definen,
por tanto -y aquí Collins trata de seguir a Durkheim (2008)-, como
reglas de conducta que prescriben cómo el hombre se debe comportar
ante la presencia de objetos sagrados.
Las interacciones rituales se definen por la confluencia de cuando
menos cinco elementos (Collins, 2004). El primero de ellos es la reunión
cara a cara, física -en una palabra-, de personas. El segundo implica
que dichas personas comparten en esa reunión un conjunto de creen­
cias comunes. En tercer lugar, las acciones deben estar ritualizadas. Final­
mente, se necesita de un símbolo que focalice la idea que el grupo tiene
de sí; esto es, se requiere que el grupo enfoque su atención en algo que
considera sagrado -ya sea esto un conjunto de ideas, una institución, un
objeto cualquiera que sienta como "real" y por lo que vale la pena vivir, lu­
char o incluso morir-. La confluencia de estos elementos permite que
los rituales generen sentimientos compartidos de forma colectiva en una
situación particular, propiciando, por un lado, la transmisión de ener­
gía emocional entre las personas que participan -reforzando así el lazo
que los une- y, por el otro, permite que sus miembros, a título personal,

88
4. Violencia: sujetos, actores, interacciones

se carguen de cierta energía emocional, que Collins (1992) entiende, si­


guiendo a Durkheim, como la transmisión de una energía emotiva que,
a manera de descargas eléctricas, se transmiten de individuo a individuo,
permitiendo con ello la producción o reproducción de lazos de cohesión
social. Dicha energía es transportada por los individuos hacia otros espa­
cios rituales. De esta forma,

Toda la sociedad puede ser vista como una larga cadena de rituales de in­
teracción, donde las personas van de un encuentro a otro. No es necesario
que la estructura en sí sea rígida. Cualquier combinación de personas se
puede reunir en un encuentro frente a frente. Sin embargo, en él tendrán
que negociar algún tipo de relación en una conversación ritual. La for­
ma en que lo hagan dependerá ( . . . ] de las ideas cargadas de simbolismo
que lleven al encuentro. Hay varios resultados posibles, según el grado de
(ideas que se expresen en el] encuentro {Collins, 1996: 249).

Si las experiencias emocionales son positivas para el conjunto de los


participantes en las interacciones rituales, ellos se ven envueltos en una
coordinación de sentimientos colectivos de solidaridad y de complemen­
tariedad intersubjetiva. Esto significa que en el ritual de interacción "las
personas comparten sentimientos de fortaleza, confianza y entusiasmó'
(Collins, 2008: 19). Sin embargo, si las experiencias emocionales no son
positivas, sobre todo porque la interacción ritual no ha sido exitosa, no
se logra involucrar o arrastrar emocionalmente a una parte del grupo, lo
que genera un sentimiento de exclusión o subordinación que se ve refleja­
do en la perdida de energía emocional tanto colectiva como personal. En
las personas que se sienten subordinadas, excluidas o desconectadas se
genera un sentimiento de extrañeza o distanciamiento respecto del resto
del grupo: se pierde la conexión emocional, el punto de atención focal, las
ideas compartidas entran en cuestionamiento, por lo que se rompe el ritmo
de arrastre colectivo, a tal punto que los símbolos se dejan de transmitir y
recibir adecuadamente entre participantes del ritual de interacción.
En este momento se puede gestar un campo emocional de dispu­
ta o confrontación por el foco de atención considerado sagrado, por el
control mismo del ritual o por la priorización de los símbolos puestos
en juego. Regularmente aquí se construye lo que Collins {2004, 2008)
denomina un campo de tensión y miedo confrontacional { confrontatio-

89
Sociologías de la violencia

nal): una especie de barrera de contención simbólica mediante la cual


se intenta frenar cualquier manifestación de la violencia, una especie de
vía para dirimir la disputa emocional por el control de alguno de los ele­
mentos del ritual de interacción. Dicho campo sirve como mecanismo
para orientar o invitar a los participantes a reordenar los códigos y las
prácticas de la interacción, enfatizando el posible grado de tensión y
miedo al daño mutuo, y disuadiendo emocionalmente a los participan­
tes de la interacción de caer en acciones violentas. Sin embargo, cuando
uno o varios de los participantes en la interacción experimentan el senti­
miento objetivo de que serán heridos por otros, tratan de burlar o colo­
carse fuera del campo de interacción y miedo confrontacional (Collins,
2009). Es decir, este campo es franqueable, la violencia aparecerá cuan­
do se lo burla o pasa por alto:

Para que cualquier violencia se haga presente debe superar esta tensión y
miedo. Una forma de hacer esto es transformando la tensión emocional
en energía emocional, usualmente hacia un lado de la confrontación y a
expensas del Otro. La violencia se impone al momento en que la tensión y
miedo confrontacional de uno de los lados se apropia del ritmo emocional,
como victimario, y los otros quedan atrapados en ese ritmo como víctimas.
Con todo, sólo un número pequeño de personas puede hacer esto. Ya que
esta es una propiedad estructural de los campos situacionales, no una pro­
piedad de los individuos (Collins, 2008: 19). 2

Incluso "las personas que pensamos son muy violentas, lo son sola­
mente en una situación particular" (Collins, 2008: 20). Los más violentos
no se comportan de forma violenta en todo momento, requieren condi­
ciones particulares de interacción para que puedan desarrollar la violen­
cia que son capaces de desplegar. Independientemente de la capacidad
de ejercerla, cuando esta se impone, quien ataca no lo hace de una forma
totalmente adecuada, los atacantes frente a sus víctimas están de alguna

Hay que señalar que en Collins la violencia que deriva de la fractura de los campos de
tensión y miedo confi-ontacional está anclada en procesos rituales particulares. En este
sentido, tanto los rituales como las situaciones de violencia pueden tener cualidades
dramáticas, pero ambos procesos no pueden ser comprendidos como dramas o perfor­
mances; de hecho, este último término no aparece como concepto analítico en los tra•
bajos de Collins respecto a la violencia.

90
4. Violencia: sujetos, actores, interacciones

manera sujetos a un torbellino emocional que altera de manera signifi­


cativa su visión alrededor: esta se distorsiona, se altera su percepción del
tiempo y el espacio, por lo que los daños que producen no necesariamen­
te se encuentran en proporción a la fuerza que utilizan. Por eso, las per­
sonas que están activamente participando en una agresión física entran
en un "túnel de la violenciá' (Collins, 2009): en un estado alterado de
conciencia que dura algunos segundos o, como máximo, unos minutos,
durante los cuales es posible observar la puesta en operación de una sin­
cronización de los ritmos corporales tanto de víctimas como de victima­
rios, una recíproca microcoordinación entre atacante y víctima, así como
una sincronización con quienes respaldan, quieren frenar la violencia o
forman simplemente parte de un auditorio que funciona como testigo
(Collins, 2012a). Dicho túnel tiene efectos incluso para quienes están en­
trenados para ejercer la violencia -como militares y policías-, ya que el
daño que causan siempre es menor a la capacidad de entrenamiento que
poseen. 3 En este marco, una persona no entrenada en el ejercicio de la
violencia tiene un rango mayor de ineficiencia para llevar a cabo de forma
efectiva los daños que pretende.
Por tal causa, sugiere Collins (2008), la mayoría de la veces cuando
se analiza la información levantada en videos, fotografías y otros mate­
riales visuales se observa que las personas cuando se enfrentan de mane­
ra violenta son torpes, ineficientes y con una baja capacidad de respuesta.
La afirmación de este autor va a contrapelo de la idea que en los me­
dios de comunicación se ha creado, sobre todo en el cine y la televisión,
donde se presenta a los que golpean y disparan armas como si realizaran
cualquier actividad cotidiana como comer, beber o manejar un automó­
vil (Arteaga, 2010). Para Collins, la violencia no es una cosa sencilla de
llevar a cabo.4 Primero debe franquearse el campo de tensión y el mie-

Grossman (2004) apunta que cuando el corazón alcanza un ritmo cardiaco por arriba
de 115 latidos por minuto, las habilidades motoras se deterioran significativamente;
cuando el ritmo cardiaco se eleva por los 145 latidos por minuto, las habilidades mo­
toras finas se ven afectadas; y cuando el corazón llega a los 175 latidos por minuto, la
percepción periférica y profunda se pierde, al igual que la audición y los procesamien­
tos cognitivos. Estos mecanismos se activan como una respuesta al miedo originado
por una situación considerada como peligrosa.
Esto permite a Collins (2008) cuestionar varios mitos sobre la violencia. En el prime­
ro, que se reproduce en las películas de Hollywood, se cree que la violencia es un com­
portamiento que se propaga como contagio. Para ello pone el ejemplo de las películas

91
Sociologías de la violencia

do confrontacional que se crea entre los participantes de una interacción


para inhibir la aparición de la violencia y, en segundo lugar, tratar de ami­
norar el descontrol mental y corporal que genera el haber entrado en el
túnel de la violencia.
La tensión y el miedo confrontacional se pueden franquear o bur­
lar por medio de cuatro técnicas que se ponen en juego a partir de las
oportunidades y constricciones situacionales en las que sucede la in­
teracción (Collins, 2008): a) localizando un objetivo débil, particu­
larmente una víctima incapacitada porque ha sido emocionalmente
dominada, por ejemplo, cuando en las manifestaciones un grupo de po­
licías se ensaña con aquellas personas que han quedado rezagadas de
sus compañeros frente a una cargada represiva; b) utilizando un públi­
co o audiencia que respalde a un número pequeño de perpetradores de
la violencia, como acontece en los linchamientos; 5 e) atacando desde le­
jos con armas que permitan evitar el enfrentamiento cara a cara con el
enemigo, de lo que los ataques aéreos mediante drones en las recientes
guerras en Afganistán o en el Medio Oriente resultan el ejemplo más
claro, d) finalmente, perpetrando ataques sorpresa que no impliquen la
creación de una situación de confrontación, como pasa con los ataques
terroristas o los disparos por la espalda sin previo aviso.
Cada interacción, según Collins (2011a), se caracteriza por sus pro­
pios campos de tensión y miedo confrontacional y en ellos se pueden
aplicar distintas microtécnicas para inducir a que la violencia se pre­
sente. De hecho, agrega, los cambios históricos en la violencia se deben
en parte a las transformaciones en las oportunidades y constricciones si­
tuacionales, así como al aprendizaje y difusión de las técnicas que se han

de vaqueros, donde al momento en que dos personas se golpean siempre se desata


una pelea campal. El segundo mito que cuestiona es el de la larga duración de las pe­
leas, por el contrario, los actos de violencia son muy cortos. Finalmente, apunta Col­
lins (2008), la risa que normalmente se atribuye a los villanos cuando asesinan o roban
es algo que no se ha podido encontrar en las investigaciones sobre la violencia desde
la perspectiva microsociológica. Por lo regular estos mitos tienen como fin ocultar la
presencia de un campo de tensión y miedo confrontacional, y propagan la idea de que
la violencia es algo sencillo y fácil de poner en marcha.
Según el análisis de Collins (2008), solo una pequeña proporción de quienes partici­
pan en linchamientos son los que realizan la violencia -aproximadamente el 15%-,
el resto funge como un auditorio que incita, insulta y llama a que el resto participe de
la turba violenta pero pocas veces lo hace de forma activa.

92
4. Violencia: sujetos, actores, interacciones

descubierto para esquivar el campo de tensión y miedo confrontacional.


Aunque los escenarios de violencia son la excepción y no la regla -debi­
do al propio campo de tensión y miedo confrontacional-, es cierto que
existen individuos y grupos que han aprendido técnicas para manipular
el túnel de la violencia para su propio beneficio, y que pueden extender
las agresiones no solamente por algunos minutos, sino por semanas e in­
cluso meses. Sin embargo, Collins (2012a) advierte que esas formas más
institucionalizadas y permanentes de la violencia no pueden ser explica­
das por su perspectiva microsociológica ya que los perpetradores caen
bajo el entramado organizacional de instituciones o grupos que, en am­
plia escala, sincronizan, normalizan y capacitan a sus miembros para en­
trar y salir del túnel de la violencia.6
La perspectiva teórica de Collins coloca a la interacción por tanto,
como un lugar donde se articulan un conjunto de referentes simbólicos
de carácter normativo y otro de ordenamientos y emociones socialmen­
te definidos. La interacción se instituye como un espacio procesual en el
que los actores interpretan lo que ahí está sucediendo a partir de los sím­
bolos expuestos y las emociones que se despliegan. Cuando el campo de
tensión y el miedo confrontacional logran articular ambos órdenes, la
violencia queda excluida. Sin embargo, cuando se presenta una desarticu­
lación entre ambos órdenes la violencia aparece. Esto lo atribuye Collins
a las decisiones que ciertos individuos elaboran desde el campo de la con­
frontación, pero que tienen como objetivo fracturar este último. En este
sentido, parece que Collins desplaza hacia una escala micro los procesos
de orden normativo y estructural que de alguna manera se observan a es-

6
Con todo, Collins afirma que este tipo de violencia a más larga y amplia escala solo es
posible si se logra definir claramente un frontera grupal que distinga un nosotros -ca­
racterizado por refrendar los valores de la pureza y lo no contaminado- de un Otro
-que representa lo contaminado o lo impuro-. Se requiere, además, la presencia de
una burocracia capaz de organizar y hacer rutinaria la violencia reduciendo al máximo
cualquier tipo de emoción (Collins, 1974), provocando una polarización ideológica y
llevando a cabo alianzas con otros grupos que le permitan apropiarse de los recursos
necesarios para ampliar en el tiempo y el espacio el ejercicio de la violencia (Collins,
20 1 2b ). Con estos elementos se pueden construir mecanismos para limitar la creación
de campos de tensión y miedo confrontacional, y hacer que la violencia fluya más fácil­
mente. Aunque esta visión más macrosocial no puede ser soportada únicamente por la
inferencia del análisis microsociológico, tiene como virtud que sí puede mostrar cómo
se construyen campos de tensión y miedo con&ontacional que llegan a desmantelar las
instituciones, burocracias, ideologías y rutinas de la violencia (Collins, 20 10a, 201 la).

93
Sociologías de la violencia

cala macro, atribuyendo la presencia de la violencia a un proceso en el que


se desarticulan los referentes de carácter simbólico y social.

Repertorios de la violencia contenciosa

Como las anteriores propuestas revisadas aquí, Charles Tilly (2003) ha


construido una teoría de la violencia tomando distancia de las formas
tradicionales de entenderla. Para este autor existen tres conjuntos de
teorías con los que regularmente se aborda la violencia. El primero cen­
tra sus esfuerzos en examinar el peso de las ideas, tales como creen­
cias, conceptos, reglas, ideologías y valores que alimentan los actos de
violencia en una sociedad. El segundo resalta los motivos, impulsos y
oportunidades que llevan a una persona a la violencia. Tomando en con­
sideración ciertos modelos económicos, este tipo de análisis parte del
supuesto de que la violencia es una vía, como otras, de la que se sirven
ciertos grupos o colectivos para hacerse de un número determinado de
recursos materiales e inmateriales. Esta perspectiva considera relevante
examinar los intereses y necesidades que los actores buscan satisfacer
con el fin de obtener ventajas comparativas en términos económicos,
políticos y sociales.7 Finalmente, el tercer conjunto de teorías enfatiza en
cómo los escenarios de la violencia dependen de las negociaciones que
establecen las personas de forma colectiva en procesos distintos de tran­
sacción interacciona!; es un conjunto de perspectivas que parte del su­
puesto de que los actores desarrollan personalidades y prácticas a través
del intercambio con otros, y que estos intercambios están marcados por
dinámicas situadas de interacción que implican grados de negociación
y creatividad diversas entre sus participantes. Es precisamente en estos

7
Respecto a la violencia como resultado de la lucha por satisfacer ciertas necesidades,
Snyder y Tilly (1972) muestran, por medio de un análisis de series históricas en el
contexto francés del siglo x1x, que la violencia colectiva no es la expresión de insatis­
facción de la población después de un largo periodo de bienestar. Por otro lado, en un
trabajo también de carácter histórico del caso francés, Quiyum-Lodhi y Tilly (1973)
muestran que no existe correspondencia entre el crecimiento de la población y el espa­
cio urbano con el incremento del crimen, la violencia y las revueltas urbanas. La vincu­
lación entre ciertas condiciones estructurales y los comportamientos violentos caen,
según estos autores, en las cosas que simplemente se "quieré' creer, pero que no tienen
un sustento fundado en hechos verificables o análisis sistemáticos.

94
4. Violencia: sujetos, actores, interacciones

intercambios y negociaciones donde surgen tensiones que pueden des­


embocar en actos violentos. Para Tilly (2003), los dos primeros bloques
analíticos resultan comunes en la interpretación de la violencia, con lo
que desplaza a un segundo plano a aquellos que privilegian los procesos
de interacción social.
Para Tilly, los modelos analíticos predominantes en el estudio de
la violencia no son necesariamente erróneos, ya que cada uno permite
explorar hasta cierto punto las causas de la violencia. Sin embargo, son
limitados en su alcance, dado que acentúan demasiado los factores exter­
nos a la violencia, dejando de lado casi siempre los procesos de interac­
ción social. Es en la interacción donde, a decir de Tilly (2003), es posible
observar las causas de la violencia colectiva, ya que es ahí donde las ideas
y los motivos adquieren un sentido y una materialidad concreta. En la
interacción, por ejemplo, es posible establecer cómo una idea que pro­
mueve la violencia se realiza a partir de una serie de intercambios y nego­
ciaciones específicas. Sin embargo, es necesario mencionar que Tilly no
busca, a diferencia de los autores hasta aquí analizados, desarrollar una
teoría general de la violencia, sino más bien definir los mecanismos que
mueven la emergencia de la violencia colectiva en el espacio de la políti­
ca contenciosa: su proyecto apunta, entonces, a dar cuenta de las condi­
ciones de la violencia política (Tilly, 2003), dejando de lado cualquier
intención de explicar la violencia ligada, por ejemplo, a actos criminales.
Su enfoque se centra en la violencia que ejercen los agentes del gobierno,
tales como soldados o policías, así como la que ponen en marcha grupos
y movimientos sociales, o cualquier otro actor político. Por política con­
tenciosa Tilly entiende

un subconjunto de políticas públicas donde las demandas son colectivas


y que habrían, si se realizan, de afectar a los intereses de sus objetivos. La
política contenciosa excluye la rutina del cobro de impuestos, reportar­
se para el servicio militar, votar, y la suscripción para las pensiones. Pero
cualquiera de estos se puede transformar en política contenciosa si la gente
presenta una resistencia colectiva a ellos (Tilly, 2003: 30).

Los movimientos revolucionarios, las rebeliones, las demostraciones,


las huelgas y las protestas poselectorales son una muestra de la políti­
ca contenciosa que muchas de las veces termina por producir actos flsi-

95
Sociologías de la violencia

cos donde se daña a personas u objetos, donde se tiene como resultado


muertos y heridos. El interés de Tilly se centra precisamente en el ni­
vel del despliegue y la coordinación colectiva que presenta esta violencia.
Para lograr este objetivo introduce como elemento central el contexto
histórico-social en el que se inscriben los procesos de interacción que de­
rivan de la violencia. En otros términos, si bien la violencia tiene como
punto de referencia central los procesos de interacción, es necesario dar
cuenta del contexto más amplio en el que se inscriben dichas interaccio­
nes -formando fronteras sociales, identidades y mecanismos de exclu­
sión e inclusión entre grupos sociales (Tilly, 2004)-. Por ello resulta
fundamental entender el tipo de régimen político que establece los me­
canismos de regulación y mediación de las interacciones entre los actores
de la política. El análisis de la política contenciosa y la violencia solo tiene
sentido si queda claro el régimen político en que se expresan las deman­
das colectivas: "El control del régimen sobre las demandas tiene efectos
fuertes sobre la violencia colectiva, incluso si lo hace de manera indirec­
tá' (Tilly, 2003: 44). En este sentido, el autor abre un espacio en el que
la violencia debe interpretarse como la acción resultante de procesos de
interacción en el marco de un régimen político.
Tilly señala que los procesos de interacción contenciosa están de­
finidos por pautas reconocidas socialmente, por lo que su número es
limitado y los actores confrontados recurren a ellos en función de las di­
námicas de la interacción que enfrentan. Puede decirse que la confron­
tación política se expresa por medio de una serie de actos pe,formativos
dados de antemano:

[ • • • ] como miembros veteranos de una compañía de teatro, los actores polí­


ticos siguen un script rígido en función de resultados inciertos, ya que nego­
cian demostraciones, peticiones humildes, campañas electorales, expulsión
de enemigos, toma de rehenes, levantamientos urbanos, y otras formas de
confrontación. Tales actuaciones vinculan pares de actores o conjuntos más
amplios de actores, el par más simple comienza con un demandante y un
actor al que se le hacen dichas demandas. Los actores en cuestión a me­
nudo incluyen agentes gubernamentales, representantes políticos y rivales,
estos a veces son movilizados desde los sectores de la población inmovi­
lizados por el régimen. En cualquier régimen en particular, los pares de
actores tienen sólo un número limitado de pe,formances a su disposición.

96
4. Violencia: sujetos, actores, interacciones

Convenientemente podemos llamar a ese conjunto de performances su re­


pertorio de confrontación (Tilly, 2003: 45).

Dicho repertorio establece qué clase de peiformances son considera­


dos propios de la protesta social, cuáles son tolerados y cuáles se conside­
ran inaceptables. Los repertorios de confrontación modelan la interacción
entre los actores políticos y el tipo de demandas que negocian. En fun­
ción de ese repertorio los actores modelan su actuación conforme a me­
canismos de coordinación y estrategias con los que buscan anticipar las
posibles respuestas de los rivales. Los peiformances que cada actor social
establece en la lucha por sus demandas y la resistencia a dichas deman­
das están definidos de alguna manera en la memoria colectiva de cada so­
ciedad, lo que permite el establecimiento de un marco para el conflicto
y la violencia que de él se desprenda.8 Por tanto, hay una corresponden­
cia más o menos clara entre las formas pacíficas de hacer las demandas y
cómo estas pueden volverse violentas. Esto último se convierte en una vía
de actuación en tanto los repertorios de confrontación pierden su fuerza
como mecanismo de negociación y demanda. Es aquí, en estas interac­
ciones, donde se pueden encontrar las "causas en escalas pequeñas" (Tilly,
2003: 20) que hacen posible la emergencia de la violencia. Y aunque las
emociones pueden tener un papel central en los orígenes de la violencia
-como enfatiza constantemente Collins-, lo cierto es que para Tilly
las emociones dependen en su desarrollo de los procesos de interacción.
De ahí la relevancia que presta a los procesos interaccionales que pro­
mueven o inhiben la violencia colectiva.
Si bien no toda la confrontación política genera violencia, algunas
veces sí la produce. A diferencia de Wieviorka, la violencia no significa
para Tilly el fin del conflicto, ni tampoco de la política. En primer lugar
porque la violencia colectiva supone confrontación de una especie u otra
(Tilly, 2003). En segundo, porque la violencia colectiva es una forma
de política contenciosa, ya que los participantes al concretar sus reda­
mos afectan otros intereses, estableciendo así un marco de interacción

Tilly (1993) considera que los movimientos sociales deben ser considerados como un
"clúster de pe,jormances'; un desafio a los que tienen el poder en el nombre de una po­
blación que vive bajo el dominio de aquellos y que moviliza valores como la dignidad y
la unidad.

97
Sociologías de la violencia

y transacción particular. Pese a que haya violencia, a decir de este autor,


hay comunicación y discursividad sobre la que se construyen identida­
des, se identifican intereses en pugna, así como dinámicas de negocia­
ción que no representan necesariamente la negación del Otro. Es decir,
la violencia es política porque no suspende la relación de los participan­
tes en el juego, y aunque ciertamente lo hace de una forma complicada y
tortuosa, no la quiebra.
La violencia en la política contenciosa puede tener varios rostros,
para Tilly (2003). Se manifiesta en la forma de rituales violentos (lin­
chamientos, ejecuciones públicas, ceremonias de humillación), destruc­
ciones coordinadas (inmolaciones colectivas, genocidios, terrorismo),
acciones oportunistas (pillaje militar, piratería, saqueos), riñas (enfren­
tamientos en eventos deportivos, peleas callejeras) o ataques dispersos
(sabotaje, ataques clandestinos a objetos o lugares simbólicos, incendios
provocados) entre los actores políticos.9 Si bien esta lista enumera for­
mas distintas de la violencia, ya que implican una combinación de dife­
rentes marcos de actuación, procesos y mecanismos causales, parten de
especies similares de interacción social (Tilly, 2003: 22-25). De tal suer­
te que es posible identificar cuáles son las dinámicas causales cruciales
-marcos, combinaciones y secuencias- que operan a corto plazo en
un amplio rango de circunstancias que producen las diferentes formas
de la violencia colectiva.
Aquí las características del régimen político juegan un papel central,
aunque sea de forma indirecta, ya que dependiendo del régimen políti­
co se instituye una 'aistinción acerca de los pe rformances que el gobierno
prescribe, aquellos que tolera y aquellos que prohíbé' (Tilly, 2003: 47).
La violencia, de esta manera, se encuentra modelada de manera signifi­
cativa por el tipo de régimen político existente en un momento históri­
co determinado. Si el régimen es, por ejemplo, altamente democrático
cabría esperar una mayor tolerancia a los pe rformances de protesta, pero
de igual forma una apertura gubernamental mayor a responder de forma

Si bien estos ejemplos pueden ser considerados como expresiones de violencia crimi­
nal, es necesario recodar que para Tilly no lo son. Las violencias no pueden ser consi­
deradas como criminales si se inscriben en el marco de la política contenciosa, es decir,
'clonde existe una demanda pública, discontinua, en la que una de las partes involucra­
das es gobiernó' (véase Tilly, 2003: 9).

98
4. Violencia: sujetos, actores, interacciones

adecuada a las demandas que se le hacen. Si las protestas se llevan a cabo


en un ambiente autoritario, se esperaría una menor tolerancia hacia cier­
to tipo de protestas y, por supuesto, una lentitud mayor en la respuesta
gubernamental. En todo caso, las peiformances de protesta colectiva y gu­
bernamental y la posible actuación violenta de ambas partes, están atra­
vesadas también por la memoria histórica que inscribe en la interacción
cómo se efectúan las demandas pacíficas y las violentas en cada sociedad.
No obstante la relevancia del tipo de régimen y la memoria colectiva,
la violencia no está determinada por estos aspectos, son factores rele­
vantes, un marco de actuación que no es causa suficiente para entender
cómo los actores confrontados interactúan y cómo dicha interacción tie­
ne derivas contingentes en algunos casos en acciones violentas.

99
5. Más allá del sujeto y la interacción

C ada una de las perspectivas sobre la violencia revisadas en el capítu­


lo anterior comparten la visión de que ella es el resultado de un quiebre
en la construcción del sujeto como actor o una falla en la capacidad de
los actores para mantener los procesos de interacción. Así, en algunos
casos, el actor es visto como un espacio donde se condensan, con efica­
cia diversa, las normas, siendo estas procesadas e interpretadas de tal
modo que permiten generar o inhibir acciones violentas de acuerdo con
la eficacia con que han sido procesadas. Para otros, las interacciones
se transformaron en una especie de estructura microsocial que explica
la emergencia o la contención de la violencia. Estas visiones interpretan la
violencia como un resultado anómalo, introduciendo de forma subrep­
ticia una serie de presupuestos valorativos con respecto al sentido de la
violencia que la acerca, en tono diferente, a algunas corrientes de la filo­
sofia y la aleja de la sociología clásica. Pensar, como lo haremos en este
capítulo, la violencia en tanto acción simbólica permite no solo evitar
esta regresión valorativa sino interpretarla como un acto representacio­
nal, peiformativo, que da cuenta de los efectos de sentido que produce en
el ámbito de la sociedad civil.

El laberinto del debate

Frente a este conjunto de teorías que, a decir de los autores aquí re­
visados, son interpretaciones clásicas de la violencia, cada uno de ellos
desarrolla en función de tradiciones teóricas distintas, una mirada cen-

10 1
Sociologías de la violencia

trada en la acción: ya sea considerando el ámbito del sujeto o el de la in­


teracción social -que incluyen intentos por articular una y otra-. Con
ello tratan de subrayar que en la acción está el origen y el sentido de la
violencia. Como se ha podido observar, la acción tiene que ver para Wie­
viorka con la construcción de una cierta subjetividad o desubjetivación
del sujeto, mientras que en Joas hay un interés tanto por el sujeto como
por la interacción. Es evidente el peso gravitacional que Collins y Tilly
dan a la interacción -quienes soslayan, de alguna forma, el tema de la
subjetividad-, aunque ambos no hablen necesariamente de lo mismo
cuando utilizan el término interacción. Para Collins es más un proceso
claramente microinteraccionista de carácter simbólico, mientras que Ti­
lly se refiere a ciertos recursos de carácter pe rformativo. De este modo,
el esfuerzo que los cuatro autores aquí revisados acometen para distan­
ciarse de las perspectivas estructurales y utilitarias de la violencia ha
derivado en la creación de un campo de discusión en el que se perfilan,
al parecer, dos posiciones: una donde predomina el análisis de los su­
jetos de la violencia, y otra donde imperan los procesos de interacción.
La discusión entre estas dos posiciones ha sido llevada de forma explí­
cita e intensa por Wieviorka y Collins, quienes traen a cuenta, respec­
tivamente, los trabajos de Joas y Tilly, para reforzar su posición en la
discusión.
En el ámbito teórico, la perspectiva centrada en el sujeto afirma que
esta forma de explicar la violencia implica observar cómo se estructura la
subjetividad de los actores, lo cual obliga a explicitar el contexto social en
el que sucede esto. En esta circunstancia, Wieviorka (2014) coincide con
Joas en que el sujeto se define por su capacidad de actuar, evocando imáge­
nes de libertad, autocontrol y capacidad de decisión sobre su experiencia.
Esto marca, a decir de Wieviorka (2014), una diferencia con la perspec­
tiva microinteraccionista, ya que esta última no encuentra las causas de la
violencia en sus protagonistas, sino en las dinámicas de las situaciones que
enfrentan. Aceptar que la violencia deviene de procesos situacionales sería
aceptar, afirma Wieviorka, que la violencia resulta de una serie de formas
emocionales de interacción, con la consecuencia de reducir el sentido de
la acción a lógicas no sociales. Así, la base de la reflexión microinteraccio­
nista observa que: "[ . . . ] los actores sólo pueden ser entendidos en situa­
ciones reales de vida, las cuales están únicamente determinadas dentro y
a través de la interacción, sin lo cual la violencia carece de suelo firme. La

102
5. Más allá del sujeto y la interacción

ínter-subjetividad reina aquí: no hay necesidad de estar interesado en la


subjetividad, nada de esto es útil" (Wieviorka, 2014: 57).
Wieviorka (2014) advierte que Collins soslaya lo que pasa con los
perpetradores, tanto de forma individual como colectiva, antes de que
produzcan y generen violencia. Reconoce que la interacción es impor­
tante, en tanto que contextualiza la violencia, pero esta no puede en­
tenderse a menos que se analice cómo los actores se han constituido
previamente a la interacción -en términos físicos y psicológicos-. Al
negar los procesos de subjetivación y desubjetivación, la perspectiva in­
teraccionista hace que la violencia se vea como un proceso atado a me­
canismos emocionales situados y, en consecuencia, en el que sus actores
carecen de la capacidad suficiente para interpretar lo que está sucedien­
do. Una interacción violenta, sugiere este autor, no puede entenderse si
no se han definido antes dos o más subjetividades en confrontación, de
tal modo que construyen las pautas de su agresión, provocación y violen­
cia. Las subjetividades marcan el patrón de interacción.
Wieviorka (2013) sugiere que otro problema que enfrenta la pers­
pectiva microinteraccionista estriba en que no dice nada o muy poco res­
pecto de las dimensiones políticas, históricas, culturales y sociales de la
violencia. La centralidad que adquiere el espacio localizado y las relacio­
nes que en él se dan desplaza a un segundo plano la conexión entre las
situaciones y las estructuras sociales más amplias. Estas últimas, para
el autor francés, no funcionan como un mero contexto, sino que dicen
algo sobre las condiciones de emergencia e interpretación que los actores
dan a la violencia. Finalmente, la crítica de Wieviorka (2011) considera
que el problema de la perspectiva interaccionista no radica en su falta de
puentes para conectar las microinteracciones y los procesos macrosocia­
les -para Wieviorka esta discusión poco aporta a la comprensión de la
violencia en general-, sino en que están sobredimensionados los proce­
sos de intersubjetividad, los cuales no reparan en las experiencias históri­
cas que definen la subjetividad de los actores:

( • • • ) es obvio que la inter-subjetividad puede ser una parte de la experien­


cia de la violencia, pero que eso deba ser el corazón de la explicación me
parece que no es adecuado. Debe haber "tensión y miedo confrontacionar'
sin que este termine en violencia y debe haber un sinnúmero de situacio­
nes de violencia en el que estos elementos no están presentes o se presen-

103
Sociologías de la violencia

tan de forma desigual, débil o de manera no decisiva (Wieviorka, 2011: 5).


(Cursivas en el original.]

Collins, de acuerdo con Wieviorka, reconstruye la intersubjetividad


a partir de la información que recoge de fotos, videos o filmaciones, así
como de observaciones etnográficas, y es desde estos materiales que se
recogen los gestos, miradas, actitudes y emociones que se interpretan
como expresiones emocionales de intersubjetividad. Sin embargo, cues­
tiona Wieviorka, esto es una imputación que solo logra sostener Collins
trayendo a cuenta una serie de observaciones de corte etiológico, de ca­
rácter extra sociológico, sin preguntarse siquiera si responden o no a
procesos de subjetivación o desubjetivación u otras dinámicas de racio­
nalización (Wieviorka, 2014). Más aún, sugiere, con el material que usa
Collins es muy difícil establecer conexiones situacionales con las dimen­
siones políticas, históricas y culturales. De esta manera, para Wieviorka
(2011, 2014) la propuesta de Collins es en gran medida impotente para
entender la violencia como un todo, ya que termina por ser una apro­
ximación limitada en la que se superponen elementos explicativos poco
claros y desintegrados.
Frente a estas críticas, Collins ha argumentado que los procesos de
subjetivación y desubjetivación a los que refiere Wieviorka nada tienen
que ver con la violencia. Esto se debe a que las personas que han asu­
mido la violencia como un medio para resarcir o dotar de sentido a su
identidad deteriorada -como sostiene Wieviorka- no pueden, aun­
que quieran, transformarse en actores violentos. Para ello deben apren­
der primero las técnicas que permiten franquear la barrera del campo de
tensión y del miedo confrontacional. Deben además desarrollar capaci­
dades para garantizar el apoyo del auditorio frente al que despliegan la
violencia, dado que 'el.ar a las personas una ideología religiosa o apocalíp­
tica no cambia la situación práctica, todavía tienen que aprender a resol­
ver el problema micro-interaccional de cómo llevar a cabo la violenciá'
(Collins, 2011b: 4). Además, existe otro punto ciego en la propuesta de
Wieviorka, según la interpretación de Collins (2011b): el sociólogo fran­
cés deriva la subjetivación y desubjetivación de dinámicas estructurales
que funcionan como medios de presión hacia los sujetos en el proceso de
convertirse en actores. Por lo que para Collins la propuesta de Wieviorka
es una combinación poco afortunada de macrosociológica y fenomeno-

104
5. Más allá dd sujeto y la interacción

logía de actos de violencia como experiencias vividas por distintos sujetos


que "brincan de una macro-historia hacia el interior de una conciencia
individual, sin un componente micro-sociológico, y sin las situaciones in­
mediatas de la interacción social" (Collins, 2011b: 4).
Los procesos de subjetivación y desubjetivación derivan de las di­
námicas de transformación que hunden a las personas en una situación
de crisis que "estructuralmente inducen la falta de sentido y la pérdida de
identidad, y la violencia es una manera de construir identidades al cabo
de esta condicióó' (Collins, 2011b: 4). En otras palabras, desde la pers­
pectiva de Collins, Wieviorka cae en el mismo problema de las explicacio­
nes estructurales y normativas de la violencia. Lo que queda de manifiesto
cuando, según Collins, Wieviorka recurre a la entrevista de sujetos vio­
lentos como fuente central de información: con esta metodología sobres­
tima la variable dependiente y no la independiente que se encuentra en
las condiciones situacionales. Las entrevistas a terroristas, criminales, sa­
boteadores o activistas terminan por resaltar la ideología, las historias y
la racionalización de estos sujetos acerca de sus actos, legitimando con
ello las explicaciones que destacan la violencia en términos de sus mo­
tivos. Según Collins (2011b), si Wieviorka examinara la secuencia de la
violencia, particularmente el momento en que aparece en los procesos de
interacción, podría comprobar cuándo los motivos expresados están en
sintonía con el comportamiento, y cuándo ellos son el resultado de un ra­
zonamiento discursivo construido a posteriori.
Con todo, Collins reconoce que Wieviorka acierta en su crítica so­
bre las limitantes de la perspectiva microinteraccionista. Y al respecto
concluye que el trabajo de Tilly puede ser de ayuda para completar su
propuesta. Si Tilly logró, afirma Collins (2010b), conectar los niveles
de análisis meso y macrosocial, la tarea que se debe cumplir consiste en
establecer los vínculos micro-meso de la violencia. 1 Aunque para ello
es necesario dejar atrás la hiperracionalización que Tilly atribuye a los
actores cuando recurren al repertorio pe ,formativo de la violencia. Co­
llins (2010b) señala acerca de esto que Tilly no ve en la violencia una
movilización de emociones y solidaridad y que, de hecho, deja fuera cual-

Collins (2008) ha señalado que se encuentra desarrollando un análisis de los vínculos


micro-meso de la violencia cuyos resultados, desafortunadamente, no se han publica­
do hasta la fecha.

105
Sociologías de la violencia

quier explicación que conceptualice la efervescencia colectiva a la manera


en que lo hace Durkheim. No obstante, si se reintroducen las emo­
ciones en el planteamiento de Tilly, apunta Collins (2010b), se podría
pensar más en términos de cómo la violencia se articula más allá de los
procesos microsociales.
En general, las posiciones de Wieviorka y Collins condensan los prin­
cipios sobre los que parece desarrollarse una parte relevante de la discu­
sión sobre la violencia desde la perspectiva de la acción. Frente a esas dos
posiciones encontradas está la perspectiva de Joas, que subraya, de forma
particular, la necesidad de reconstruir las interacciones situadas y, al mis­
mo tiempo, los procesos creativos del sujeto, en los que se involucran pro­
cesos inter e intrasubjetivos. Es en la combinación analítica de estos dos
procesos que se puede observar, según el sociólogo alemán, cómo lo acto­
res se precipitan a la violencia y la forma en cómo esta se escala. Para este
autor, la interacción no representa un caldo de emociones colectivas a la
manera de Collins, ya que en la interacción situada los sujetos interpretan
marcos normativos en función de opciones valoradas.
No obstante, esto no significa que Joas suscriba la posición del sujeto
de Wieviorka, ya que interpreta que este último, al igual que Touraine, no
se ha dado cuenta de que las propias condiciones estructurales de la so­
ciedad contemporánea limitan de manera sistemática la producción del
conflicto típico de las sociedades industriales que permitía la producción
de actores. En otras palabras, las dinámicas a las que apela Wieviorka es­
tarían referidas al modelo de la sociedad industrial -con los conflictos
de clase como centrales- y posindustrial -con la mirada puesta en los
movimientos sociales-, frente a un modelo en el que dichos paráme­
tros de análisis ya no funcionarían más. 2 Finalmente, Tilly despliega un
modelo de interpretación, según los autores aquí analizados, localizado
más en una perspectiva utilitaria de la violencia y muy cercano a la teoría
de la movilización de recursos (Wieviorka, 2004b; Collins, 2010b; Joas,
2005), ya que para él la violencia es un recurso del repertorio de pe ,for­
mances de protesta política al que tienen acceso los actores en un contex­
to histórico determinado.

Para una visión detallada sobre los límites de la interpretación del programa de inves­
tigación que desarrolló Touraine, véase Joas (2013b: 297-302).

106
5. Más allá del sujeto y la interacción

En términos amplios, podría decirse que cada uno de estos plantea­


mientos teóricos sobre la violencia discute un principio general determi­
nante para comprenderla: los sujetos o los procesos de interacción. Con
ello terminan por replicar, aunque en otra escala, la lógica teorética di­
cotómica orden normativo/orden estructural. Sin embargo, parece que
más allá de aquello que los separa, hay también algo que los une: cada
una de estas propuestas teóricas concibe a la violencia como la manifesta­
ción de un proceso incompleto, ya sea porque los sujetos no pueden deve­
nir actores, porque son incapaces de generar una creatividad integral, ya
porque los actores no pueden garantizar la interacción simbólica, o por­
que son ineficientes para usar un recurso de protesta peiformativa.
Como consecuencia, más allá de la disputa entre sujeto e interacción
u orden normativo o estructural, ambas posiciones comparten la idea de
que la violencia sea caracterizada como una falla que expresa la contami­
nación de un proceso de construcción del sujeto o de la interacción social.
Complementariamente, todos ellos parecen coincidir en que la violencia
se exorciza de la vida social según haya sujetos e interacciones acabadas,
completas o puras. Así, la discusión sociológica de la violencia parece fin­
car un modelo binario de interpretación que, de forma esquemática, se
muestra en el cuadro l.

Cuadro 1 . Interpretaciones sobre la violencia según punto de partida del análisis


Punto de partida
del análisis No violencia Violencia
Michel Wieviorka Sujeto Sujeto-actor en una relación Sujeto contrariado, prohibido,
de conflicto imposible o desafortunado
Hans loas Sujeto/interacción C reatividad integral C reatividad limitada
(creatividad situada)
Randa// Collins Interacción Tensión y miedo Técnicas para esquivar o burlar
(nivel micro) confrontacional el campo de tensión y miedo
confrontacional
Charles Tilly Interacción Aceptación de los repertorios Desplazamiento de los repertorios
(nivel meso/macro) de performance del conflicto de performance del conflicto

Fuente: Elaboración propia.

Ciertamente, cada uno de los autores aquí sintetizados es sensible


a pensar que la violencia escapa de cuando en cuando de sus plantea­
mientos centrales. Por ejemplo, Wieviorka (2004a) sugiere que la vio­
lencia puede derivar en la construcción de actores plenos. Recupera así

107
Sociologías de la violencia

la idea de Fanon de que la violencia es una posible puerta a la construc­


ción de sujetos libres y capaces de objetivar los procesos de conflicto
en los que se encuentran inmersos. Muestra, por ejemplo, que algunos
activistas que han participado en actos de violencia en las revueltas ur­
banas de las zonas marginadas de Francia se van involucrando, poco a
poco, en actividades sindicales y políticas u organizan tareas comunita­
rias, señalando que su participación en saqueos y ataques a los servicios
públicos y a personas ha sido una vía para comprender que se requería
algo más que la destrucción para cambiar las condiciones de vida de sus
comunidades. 3
Por otro lado, Joas (2005), como ya se vio, plantea que la violencia
puede ser una respuesta creativa si, por ejemplo, en una situación política
determinada la vía no violenta pone en riesgo las instituciones y los valo­
res democráticos. Incluso plantea que una fuente para pensar esto podría
encontrarse en las ideas de Sorel acerca de los fundamentos creativos de
la violencia, sobre todo en cómo conecta producción, mito revoluciona­
rio y filosofía de la vida.4 Los argumentos tanto de este autor como los de
Wieviorka resultan, sin embargo, ad hoc a partir de categorías residuales,
que permiten abordar algunos procesos en la periferia del cuerpo teóri­
co central.5 Es por esto que no atentan contra el planteamiento general
de que la violencia es por lo regular el producto de un proceso adscrito
a lógicas inacabadas o incompletas -es decir impuras- del sujeto o de
la interacción.
Sin duda esto es algo que también es posible encontrar en Collins y
Tilly, en particular cuando apuntan como causas de la violencia, respec­
tivamente, el carácter fallido del ritual o de la confrontación performativa.
Collins advierte, con la misma intención, que si se mantiene la integra­
ción emocional de la comunidad la violencia se aleja y que si se rompe di-

Joas (2005: 63 y ss.) afirma que si se introduce la idea de Fanon de la capacidad libera­
dora de la violencia, también es necesario poner atención en los caminos sin salida que
la violencia representa para la liberación de los sujetos.
4
Véanse Joas (2005: 170 y ss.; 2013b: 106 y ss.) sobre la conexión entre Sorel y
Durkheim.
Alexander (2005) señala que los conceptos ad hoc son categorías residuales que están
fuera de la línea de argumentación central y sistemática de una teoría. Y las categorías
residuales son "arrepentimientos teóricos" que se introducen cuando se observa que se
ha pasado por alto un punto o tema crucial.

108
5. Más allá del sujeto y la interacción

cha comunión -es decir, se profana-, la violencia muy probablemente


aparecerá. Para Tilly, la violencia se instaura si se ignora la comunicación
establecida por los repertorios performativos del conflicto reconocidos en
un tiempo y espacio determinados: la violencia sería así una herramienta
para explicitar demandas que están siendo ignoradas. Tanto en este úl­
timo autor como en el caso de Collins, la profanación y ruptura de una
serie de interacciones sociales acordadas -emocional o racionalmen­
te- derivan casi siempre en lo mismo: la violencia.
La violencia, como forma inacabada o fallida de construcción del
sujeto, de la interacción o de ambas, se constituye en cada caso como la
imposibilidad del actor de dar un sentido e identificarse en y mediante
el conflicto como actor (Wieviorka), de no lograr la integración de los
niveles de creatividad en una situación (Joas), de la incapacidad de las in­
teracciones rituales de arrastrar emocionalmente en la solidaridad y la
cohesión a sus participantes (Collins), o de no lograr el cumplimiento de
un cierto número de demandas de forma pacífica en la política conten­
ciosa (Tilly). Cada uno de estas imposibilidades o fallas se interpretan
como fisuras que desarticulan la esfera de la acción, la cultura y la socie­
dad, lo subjetivo y lo objetivo, el yo y la sociedad, las normas y la agen­
cia. 6 La mayoría de los modelos aquí analizados trata de construir una
interpretación plausible de dicha articulación a fin de mostrar que eso
implica la exclusión de la violencia, y cuando dicha articulación se quie­
bra, la violencia aparece.

La violencia en tanto acción simbólica

Cada una de estas propuestas muestra cómo la violencia expresa pro­


cesos donde los actores en su acción son incapaces de articularse a sí
mismos al movilizar el orden estructural y normativo, por lo que pare­
cen agentes limitados o fracasados. Esta lógica teórica se debe en parte

6
Cada uno de estos conceptos remiten de distinta manera a los referentes que el modelo
parsoniano construyó de patrones de sentido {el sistema cultural), necesidades psico­
lógicas (sistema de personalidad) y reglas de interacción e institucionales {sistema so­
cial) (Alexander, 1998). Y con el que buena parte de la sociología trabaja aún, aunque
con términos distintos.

109
Sociologías de la violencia

a que, como indica Alexander ( 1992), regularmente la acción se define


en función de un sujeto o actor capaz de tomar decisiones a partir del
conocimiento que posee y de las motivaciones que reconoce. Este punto
de partida teórico implica que en el proceso de toma de decisiones el ac­
tor o el sujeto parece que enfrenta a las normas -y en general a la cul­
tura- y a la sociedad que contiene el mundo de las interacciones, como
ajenas y poco amigables, lo cual hace comprensible que la violencia se
presente en general como la derrota del sujeto en su proceso de consti­
tución como actor en las interacciones.
Quizás el problema de estas interpretaciones es que, siguiendo una
argumentación de Alexander (1998), buena parte de la sociología par­
soniana y posparsoniana confunde el concepto de acción con los actores
(actors) (las personas que actúan), la agencia (agency) (libertad humana,
libre albedrío) y los agentes ( agents) (aquellos que ejercen el libre albe­
drío). Los actores solo son agentes si son capaces de actuar de manera
heroica frente a las fuerzas que los constriñen desde fuera. Así, la acción
y la sociedad se aprecian hasta cierto punto como esferas independien­
tes una de otra. Alexander sugiere que si la acción es el movimiento de
una persona o colectivo a través del tiempo y el espacio, cada acción con­
tiene una dimensión de agencia -no importando si esa acción va en
contra o si es conformista con el orden colectivo instrumental o norma­
tivo-. La acción es, sugiere este autor, ejercicio de la agencia. Por tanto,
los actores no son solo agentes en el sentido tradicional, y las estructu­
ras no son únicamente fuerzas que constriñen a los actores desde afue­
ra. Las estructuras -cultura y personalidad- confrontan a la agencia
desde adentro y se vuelven parte de la acción en sentido "voluntario" ( vo­
luntary ). Si existe una estructura que puede localizarse por afuera del
actor es el sistema social, entendido este como el conjunto de relaciones
económicas y políticas que las personas recrean en las interacciones. Sin
embargo, su funcionamiento depende de que sean activadas por la ac­
ción. De tal suerte que "[ • . . ] esta reformulación de la teoría de la acción
pone un énfasis particular en el ambiente de la acción cultural, la cual
debe ser entendida como una estructura organizada interna al actor en
un sentido concreto" (Alexander, 1998: 216). Así, la acción es "[ . . . ] un
constante proceso de ejercicio de la agencia dentro, no contra, la culturá'
(1998: 218b). Esto significa que la agencia es una dimensión continua,
"no en vez de" sino "a un lado de" las dimensiones de la creatividad y la

1 10
5. Más allá del sujeto y la interacción

invención. La agencia involucra la cultura, no es un proceso que se en­


cuentra fuera de ella:

La acción implica un proceso de externalización, o re-presentación: la


agencia está inherentemente conectada a la capacidad representacional y
simbólica. Porque los actores tienen agencia, ellos pueden ejercer sus ca­
pacidades representacionales, recreando su entorno externo a través de la
externalización. Esto no contradice el estatus estructural de la cultura, no
tanto como la propuesta de "bricoleur" de Lévi-Strauss niega el poder del
mito, o la insistencia de Durkheim en la "imaginación religiosá' elimina el
ritual (Alexander, 1998: 218).

Si la acción es una estructura interna organizada en el actor en sen­


tido concreto, no puede ser considerada exclusivamente como la expre­
sión de una racionalidad instrumental o reflexiva -ya sea de naturaleza
técnica, impersonal o coercitiva-, es también acción representacional
y, en ese sentido, simbólica: expresa sentidos o significados sujetos a in­
terpretación. Si consideramos este presupuesto como cierto, ello implica
que la violencia es una acción representacional, externalización de sen­
tido y, por tanto, simbólica. Como toda representación, la violencia está
conectada con un fondo cultural compartido en el que puede adquirir
distintas legibilidades. Su presencia genera así múltiples interpretacio­
nes sobre su sentido, como un gesto colocado en una trama dramática
particular. Un gesto dramático que, como cualquier expresión drama­
túrgica, está sujeto a interpretación por actores, quienes la valoran y da�
sifican en función de los motivos que se le imputa a quienes la ejercen
(individuos, instituciones y grupos), así como a las relaciones e institu­
ciones sociales que involucra.
Las referencias al drama y el teatro adquieren entonces una relevan­
cia que no se puede pasar por alto para entender la violencia. Particular­
mente porque en tanto acción simbólica, la violencia expresa sentidos y
sign ificados abiertos a procesos de inteligibilidad e interpretación y no
se constriñe su entendimiento a examinar solo las causas que la generan,
ni los fines que persigue. El carácter dramático de la violencia la con­
vierte en un referente de sentido inscrito en un sistema de concepcio­
nes expresado en formas simbólicas (es un hecho comunicativo), el cual
dice algo tanto para quienes ejercen la violencia, como a sus víctimas,

111
Sociologías de la violencia

o a quienes son sus testigos directos e indirectos. Abordar de esta ma­


nera la violencia sugiere que las interpretaciones filosóficas que se cons­
truyeron a su alrededor tenían razón en parte. En algún punto, en los
trabajos de Sorel, Benjamín y Fanon, la violencia aparece como una for­
ma de representar o dramatizar conflictos y tensiones sociales -los
cuales se encuentran determinados no solo por una serie de contradic­
ciones sociales racionalmente procesadas, sino que son alimentados en
gran parte por mitos y narrativas que poseen los distintos actores que
se confrontan-. Sobre este punto, conviene recordar la centralidad que
Sorel daba a la lucha entre aquellos que defendían el mito de la huel­
ga general frente a quienes defendían el del Estado. Esto proporciona­
ba, según él, el cuerpo dramático que enfrentaba a los "ejércitos del mal"
contra los 'ejércitos del bien': Es igual de pertinente tener presente la in­
terpretación, sugerida por Benjamín, de la violencia divina como una
maestra dramática de la historia, o la afirmación de Fanon acerca de que
la violencia forma parte del entramado teatral que proporciona el am­
biente para mostrar que los contendientes están dispuestos a todo. Aun
Arendt, crítica y distante de estos autores, no dudará en apuntar que la
violencia sirve, pese a todos sus potenciales peligros, para dramatizar
agravios sociales en la opinión pública.
Sin embargo, ninguno de los autores aquí revisados desarrolló seria­
mente la idea de que la violencia es acción simbólica, sino que lo apuntan
de paso, haciendo referencia a la metáfora del drama o el teatro en un mo­
mento en el que esa metáfora no tenía carta de ciudadanía interpretativa
en el ámbito de las ciencias sociales. Sin embargo, al señalar que la violen­
cia permitía poner en juego símbolos, narrativas y épicas sociales en una
especie de escenario, estas corrientes de la filosofía se acercaron, aunque
sea tangencialmente, a construir la idea de que esa violencia era un tipo
de teatralidad donde la sociedad se constituía a sí misma como actor y
auditorio para representar las tensiones y conflictos que ellos admitían
como sustanciales en la sociedad capitalista. La manera en cómo Sorel,
Benjamín y Fanon utilizaron la metáfora del drama teatral hacía suponer
que la violencia respondía en cierta medida a un guion claramente defi­
nido tanto por la estructura social, como por el orden normativo, lo cual
derivaba en la construcción de un drama social que únicamente podía in­
terpretarse en un solo sentido: la lucha entre oprimidos y opresores, en­
tre dominados y dominantes. En consecuencia, tanto la violencia política

1 12
5. Más allá del sujeto y la interacción

como otro tipo de violencias -aquellas vinculadas al 'gran criminal': al


incremento del delito o incluso a las peleas callejeras- estaban sujetas
a una interpretación prácticamente previsible: expresaban la confronta­
ción entre fuerzas sociales puras e impuras. De una forma menos radical,
aun Arendt comparte esta suerte de perspectiva. Si bien para ella la vio­
lencia carece de cualquier carga moral per se, dramatiza en muchas oca­
siones las condiciones de agravio y permite frenar los abusos y excesos del
poder. (Véase el cuadro 2 para un resumen esquemático de la interpreta­
ción que se sigue a continuación en el texto.)

Cuadro 2. La violencia como representación


Violencia como. . .
Filosofla social Drama que enfrenta las fuerzas sociales del bien y el mal (Sorel).
Drama de la historia entre la violencia divina y mítica (Benjamín).
Teatro de la contienda entre las fuerzas sociales (Fanon).
Dramatización de los agravios sociales (Arendt).
Sociología clasica Drama sin actores, donde la estructura social y el orden normativo despliegan mecanis­
mos funcionales para perdurar en el tiempo (Durkheim, Parsons y Coser).
Pathos social (Weber).
Sociología centrada Drama tragico de los sujetos para constituirse como actores (Wieviorka).
en el sujeto Drama tragico de los sujetos para desarrollar su creatividad integral (Joas).
Drama tragico de los sujetos para sostener sus interacciones (Collins).
Drama de la racionalidad medios-fines (Tilly).
Acción simbólica Performances sujetos a interpretación abierta en la esfera civil por medio de sus institu­
ciones comunicativas y de regulación.

Fuente: Elaboración propia.

En cuanto a la sociología clásica, las interpretaciones de la violen­


cia dejaron prácticamente de lado las referencias dramatúrgicas y tea­
trales de la violencia. Esto no se debió a un mero olvido más o menos
intencional sino al hecho de que centraron su mirada en los mecanis­
mos de la estructura social y el orden moral detrás de la violencia, cons­
truyendo así modelos de interpretación en los que la sociedad parecía
funcionar sin actores la mayor parte de las veces. Una sociedad donde
la violencia en apariencia responde a procesos suprapersonales ligados
a la restitución de una conciencia colectiva agraviada -como en el caso
de Durkheim-; el mantenimiento del pathos propio de las comuni­
dades políticas y sus formas de dominación -tal como plantea We­
ber-; la última instancia a la que recurre el poder cuando se desgasta
el valor de la comunidad moral y normativa (en tanto la violencia ocupa

113
Sociologías de la violencia

un lugar en el sistema de poder similar al que ocupa el oro en el siste­


ma económico) -como traza Parsons-; o como un síntoma al que se
debe poner atención para garantizar la estabilidad y funcionalidad del
sistema social -a la manera en que lo sugiere Coser-. En todos estos
casos, si la violencia dramatiza algo es precisamente el esfuerzo de la es­
tructura social y el orden normativo por mantenerse en el tiempo. Por
esto la metáfora del drama queda en buena medida fuera de las narra­
tivas explicativas de la sociología clásica.
Y aunque se podría esperar que las perspectivas centradas en la ac­
ción reintrodujeran las referencias dramáticas en la interpretación de la
violencia, al parecer no sucedió así. Wieviorka considera, por ejemplo,
que la violencia es el resultado de sujetos que no logran transformarse
en actores, ni reconocer a los otros como actores, y que por ello la violen­
cia implica un vacío de representación: los sujetos solo proyectan fren­
te a la sociedad la tragedia de ser incapaces de adquirir su estatus como
actores y construir un drama compartido.7 Pareciera ser que para Wie­
viorka el drama se presenta en cuanto tal cuando los sujetos constitui­
dos como actores establecen una comunicación y comparten con otros
un guion en procesos de conflicto. 8 Joas, por su parte, define la violencia
como el resultado de un sujeto que posee todas las características del ac­
tor, al visualizarlo siempre con una cierta capacidad creativa, pero que
limita su acción a las creatividades primarias o secundarias: la violencia
es, entonces, el resultado de un actor que no logra abovedar con creati­
vidad sus decisiones racional y normativamente orientadas. De esta for­
ma, lo que se tiene aquí es que la violencia es la tragedia interna de un
actor incapaz de producir una creatividad integral, de la misma mane­
ra que Wieviorka subraya la condición trágica del sujeto que no puede
transformarse en actor.

Como apunta Eagleton (2011), la fuerza de la figura trágica radica en que hace ma­
nifiesta la tensión entre el libre albedrío y el destino, entre la flaqueza interior y las
circunstancias exteriores. El hecho trágico se hace patente cuando el destino y las
fuerzas externas del mundo se imponen, respectivamente, al libre albedrío y a las fla­
quezas del sujeto.
Un ejemplo de este vaciamiento de la representatividad del drama de la violencia se en­
cuentra en la sociología del conflicto de Simmel (2010), quien indica que la violencia,
a diferencia del conflicto, no genera vínculos sociales sino más bien una ruptura total
de relaciones y comunicaciones.

1 14
5. Más allá del sujeto y la interacción

Del lado de la perspectiva impulsada por Collins, hay que recordar


que la violencia está relacionada con que los actores no pueden mantener
su acción simbólica en sus rituales de interacción. Así, si bien el sociólogo
norteamericano consiente la capacidad de la acción simbólica de los acto­
res, la violencia expresa la dificultad que estos últimos enfrentan a veces
para garantizar la reproducción de la inteligibilidad. Los actores apare­
cen, en otras palabras, como entidades que viven la tragedia de no poder
frenar las emociones de los otros, o de no ser lo suficientemente capaces de
evitar la fractura de la interacción por parte de aquellos entrenados para
"entrar y salir" de la violencia. Aquí la tragedia se inscribe no en el fuero
interno de los actores, sino en sus limitaciones para asegurarse las condi­
ciones de la acción simbólica que impone un ritual de interacción.
Tilly dibuja un proceso distinto. Para él la violencia forma parte de
los repertorios peiformativos de confrontación. Cuando los actores ven
que no son atendidas sus exigencias y demandas, despliegan violencias
en las que sus miembros, como parte de una compañía de teatro, desplie­
gan sus capacidades a partir de un guion rígido en función de resultados
inciertos. Como se observa, Tilly hace referencia a la figura del drama, en
tanto teatro y peiformance, sin embargo, Collins (2010b) critica el uso
que Tilly hace de estas figuras desde una óptica utilitaria y de movili­
zación carente de un contenido simbólico. En todo caso, aquí no habría
tragedia alguna sino mera racionalidad de medios y fines, la figura del
drama y la teatralidad quedaría como una puesta en escena estratégica,
donde la acción simbólica es, al parecer, prácticamente desdibujada a fa­
vor de la acción instrumental.
No obstante, si coincidimos con Alexander en que toda acción es
al mismo tiempo instrumental, normativa y simbólica, las referencias al
drama y el teatro adquieren a nuestro parecer otro sentido para entender
la violencia. En primer lugar, porque dar cuenta de la violencia en tanto
que acción simbólica permite comprender cómo ella expresa sentidos y
significados abiertos a procesos de inteligibilidad e interpretación, y no
constriñe su entendimiento a examinar solo las causas que la generan ni
los fines que se persiguen. Es necesario enfatizar que con ello se reconoce
que la violencia no es únicamente un "hecho objetivo" que deriva de múl­
tiples causas, sino un referente de sentido inscrito en un sistema de con­
cepciones expresado en formas simbólicas (es un hecho comunicativo), el
cual dice algo tanto a quienes ejercen la violencia, como a sus víctimas, o

115
Sociologías de la violencia

a quienes simplemente se presentan como sus testigos. En segundo lugar,


la violencia en tanto que acción simbólica sujeta a interpretación abier­
ta nos lleva a pensar los recursos dramatúrgicos más allá de aquellos que
sugirieron las explicaciones filosóficas revisadas en este libro -donde la
violencia expresa un tipo acotado de tensiones y conflictos sociales-, y
a reintroducir el peso del actor de una manera distinta a las teorías de la
acción examinadas hasta aquí.
Por un lado, si bien la violencia es un drama -tal como sugieren
Sorel, Benjamin, Fanon y Arendt- este no se desenvuelve ya bajo las
coordenadas de un solo guion -inspirado, por ejemplo, en los con­
flictos entre los factores de la producción-, sino en una sociedad que
posee un nutrido espectro de repertorios teatrales -como sugiere Ti­
lly-, en el que hay una diversidad amplia de guiones. Por otro lado, si
la violencia expresa, como apuntan las sociologías de la acción, la con­
dición trágica de los sujetos y su representación en la interacción, esta
como acción simbólica restituye al actor en el ambiente de la acción cul­
tural. Por tanto, la violencia no puede entenderse como la acción de
entidades miméticas que reproducen o internalizan los ambientes sim­
bólicos. La violencia debe ser más bien traducida como una capacidad
de representación para externalizar algo y que los actores pongan en es­
cena eso que está sujeto a interpretación. La violencia, en este sentido,
puede ser pensada como una acción de representación; es decir, como
acción expresiva creativa inserta en una red de interpretación.
De esta manera, la violencia no puede ser analizada en el marco de
una perspectiva dramatúrgica ligada a un único contexto o guion. Es más
bien un gesto dramático inscrito en una suerte de pe rformance: una esce­
nificación en la que si bien se ponen en juego un conjunto compartido de
representaciones colectivas a manera de guiones, es igualmente impor­
tante observar cómo sus actores, individual o colectivamente, despliegan
de forma creativa e inteligible hacia otros sus capacidades de hacer daño
a una persona o cosa -por medio del uso convincente de la fuerza- ,
con lo cual expresan un sentido consciente o inconsciente de su situación
social.9 Ese despliegue es interpretado a la luz de las narrativas y símbo-

Como todo pe,jormance, la violencia refiere a conductas restablecidas, acciones que se


entrenan, practican y ensayan. Sobre todo si, como ha sugerido Collins (2012a), la vio­
lencia requiere, para su puesta en práctica, un aprendizaje para operarla y un proceso

1 16
5. Más allá del sujeto y la interacción

los que se ponen en operación en un momento determinado, que activan


el sentido mismo del hecho violento, que construyen una narrativa de
la violencia sujeta a interpretación, tanto por quienes la observan como
para quienes la sufren y, por supuesto, por quienes la ejercen. Como todo
pe rformance, las narrativas en torno a la violencia están cargadas de valo­
raciones y clasificaciones morales en las que se juzga si ha sido pertinente
o no su uso. Regularmente se justifica su ejercicio cuando los motivos, las
relaciones y las instituciones de los que ejercen la violencia se consideran
justos y pertinentes. En este caso se valora la violencia como auténtica,
autorizada y legítima. En caso contrario se le valora como inauténtica,
desautorizada e ilegítima. En ambos casos ese proceso se da en relación
con los códigos compartidos o no por distintos grupos.
Para dar cuenta de ello es necesario analizar cómo la violencia es in­
terpretada a través de narrativas y símbolos que movilizan sentimien­
tos y emociones, los cuales, como sugieren Schreiber (2007) y Eyerman
(2011), definen opiniones, preocupaciones y expectativas, así como leal­
tades y rechazos, procesos de inclusión y exclusión, de tolerancia y repre­
sión. Estas emociones y sentimientos expresan o evocan las convicciones
que comparte una comunidad -total o parcialmente- alrededor de la
violencia. Una perspectiva de la violencia en tanto pe rformance tendría
precisamente que analizar cómo moviliza afectos y emociones, a favor y
en contra, cómo un emplazamiento de patrones simbólicos lo compren­
den e interpretan los actores de manera diferencial.
Centrar la atención en las narrativas que se construyen con relación
a la violencia implica analizar cómo se erige una serie de valores e ideales
que proyectan aspiraciones y temores colectivos diferenciados. Prestar
atención a las interpretaciones socialmente construidas sobre la violencia
permite ubicar los distintos rostros que adquiere, pero, sobre todo, los re-
- ferentes simbólicos con los que se piensa la propia sociedad. En la medi­
da en que la violencia se interpreta en relación a una representación o una
serie de ellas situadas en un cierto espacio y tiempo, obliga a pensar cómo
se la categoriza, qué se pone en marcha y cómo los actores involucrados
-víctimas, victimarios y espectadores- son significados unos respecto
de los otros. En tanto que la violencia está siempre sujeta a interpretado-

para dibujar con ella un número preciso de significados inteligibles tanto para las víc­
timas como para el entramado social.

1 17
Sociologías de la violencia

nes diversas sobre su sentido, abre un magma de categorizaciones relacio­


nales en sistema binario, en el cual se establecen formas simbólicas que
cristalizan la imagen de la violencia en distinto gradiente de sentido, con
lo que se alimentan las experiencias cognitivas y emocionales de la socie­
dad. Así, de los rostros de la violencia se despliegan narrativas relacio­
nales sobre sus capacidades creadoras y destructoras. Cada una de ellas
se interconecta y se referencia de modo diferencial y nunca de forma fija
como algo bueno o malo, puro o impuro: su categorización está sujeta, en
este caso, a las interpretaciones que se hagan de ella.
Esta amplitud de sentidos de la violencia se debe a que los juicios
morales que los grupos de la sociedad elaboran a su alrededor están
sujetos a distinguirse en categorías construidas socialmente. Mientras
que las interpretaciones clásicas y contemporáneas de la violencia la
naturalizan como el resultado de la expresión lógicas de la opresión o
dominación, las dinámicas sociales o normativas, así como de la frac­
tura del sujeto o los procesos de interacción que construye, la perspec­
tiva simbólica trata de observar cómo se interpreta la violencia a partir
de categorías socialmente construidas y no necesariamente comparti­
das. Esto significa que siempre habrá interpretaciones de actos violen­
tos que se sugieren como justificables, pertinentes y hasta necesarios,
en tanto que habrá otras que planteen que esos mismos actos deben ser
eliminados, reprimidos y castigados. La violencia en su consideración
moral tenderá a interpretarse de formas diversas y, así, su sentido siem­
pre estará abierto.
Esta práctica es, como todo pe rformance, un 'Juego de espejos" {Tur­
ner, 1988) en el cual la sociedad se ve y reconoce de una forma distinta.
Su presencia introduce alternativas simbólicas con las que se debate el
sentido del orden y del desorden social. La violencia no solo cuestiona
y resignifica las normas, jerarquías y estructuras sociales, sino que crea
otras nuevas, permite explorar, por un lado, cómo ciertos valores, ideales
y moralidades se acoplan en una situación determinada y, por otro, per­
mite observar la creación de narrativas a su alrededor. Hace posible, en
última instancia, dar cuenta de la puesta en juego de las jerarquías, las
instituciones y las relaciones sociales en el conjunto de la acción simbóli­
ca que pretende crear. La violencia, en este sentido, permite la reproduc­
ción de la estructura y jerarquía sociales y también abre caminos para su
transformación: es por eso un espacio de creatividad social. No se trata,

118
5. Más allá del sujeto y la interacción

inevitablemente, de un ejercicio de espontaneidad social, pero abre paso


a resultados inesperados.
Hay que señalar, sin embargo, que el marco moral, de valores y de sen­
tido en el que se encuentra inscrita la violencia en la sociedades modernas
es el que proporciona la esfera civil, ese "mundo de valores e instituciones
[ comunicativas y regulativas] que generan la capacidad para la crítica so­
cial y la integración democrática al mismo tiempó' (Alexander, 2006: 4).

La primera de estas instituciones refleja y difunde las posiciones, pasiones


e intereses de la mayoría de los miembros de la red de actores legitima­
dos que hablan "a nombre del públicó: hacia el público, como el públi­
co. Incluyen los medios de comunicación, las asociaciones voluntarias y
las agencias dedicadas al sondeo de la opinión pública. Las segundas son
aquellas instituciones que ejercen su derecho a tomar decisiones vinculan­
tes a partir de afirmar que actúan en nombre de dicha solidaridad: cargos
de elección popular y tribunales. Ambos son necesarios para cristalizar la
solidaridad y permitir la influencia de las narrativas civiles en otras esferas
sociales (Kivisto y Sciortino, 2015: 18).

Por medio de estas instituciones, la violencia es puesta en la lógica de


un discurso binario en el que se discuten sus motivos, sus relaciones y las
instituciones que la desarrollan. Si bien es cierto que los eventos violentos
generan casi siempre un consenso inmediato acerca de su carácter omi­
noso y censurable -vistos como acción anticivil-, no sucede lo mismo
cuando se trata de esclarecer los motivos de los perpetradores, sus rela­
ciones y las instituciones. La violencia puede ser considerada, a la vez, un
acto incomprensible e injustificable, por ende, irracional -un acto pro­
fano impuro- o un acto comprensible y justificable, consecuentemen­
te, razonable en función de los motivos, las relaciones y las instituciones
que la ponen en juego, una especie de acción sagrada impura. Esto genera
un campo agonístico en el que "los intereses en competencia luchan por
personificar los mismos códigos ideales" (Alexander, 2015: 178). Sin em­
bargo, pervive casi siempre, pese a estas diferencias, una paradójica ad­
herencia a los códigos y sign ificados que valoran la violencia como una
acción en principio censurable.
El campo agonístico que se construye en términos discursivos tie­
ne consecuencias en la organización institucional y de poder. Estas or-

119
Sociologías de la violencia

ganizaciones son fundamentales para determinar cómo y a quiénes se


aplican esas representaciones binarias de la violencia. Ellas son las que
determinan los efectos sociales reales, en un tiempo y espacio determina­
do. Las instituciones dedicadas a preve�ir la violencia, su castigo y, en al­
gunos casos, la reparación civil de los daños que pudiera generar, operan
haciendo de comportamientos e identidades una esencia, estableciendo
una línea binaria con la que se distingue entre personas, grupos e insti­
tuciones contaminadas por su carácter violento y aquellos que encarnan
los valores sociales del bien, la no violencia y la civilidad. En síntesis, las
disputas por la violencia en la esfera civil a través de sus instituciones de­
finen y construyen mediaciones que, a nombre de valores universales y
democráticos, originan procesos de segregación, estigmatización, aisla­
miento y, en algunos casos, mayor violencia. Esto no implica subrayar el
aspecto político o administrativo de los procesos de segregación y violen­
cia institucionales, sino que, como sugiere Smith (2008), apunta a seña­
lar cómo dichas mediaciones se construyen con base en referentes como
orden y desorden, pureza y contaminación, sagrado y profano, con res­
pecto a los actores, grupos e instituciones ligados a la violencia.
Por todo ello, la violencia es algo más que un instrumento, la deriva
de una disfuncionalidad sistémica, el fracaso de un sujeto o una interac­
ción, es también una textualidad sujeta a interpretación. Un texto que
condensa aspiraciones, miedos y tensiones sociales, los cuales dotan de
un sentido al marco moral de la sociedad y no fuera de él. Esto abre la
puerta a la importancia de la significatividad cultural sobre la que se esta­
blecen los juicios morales sobre la violencia. De tal suerte que esta no se
debe entender como un producto de valores negativos o malos, o el fra­
caso de ciertos grupos por conectar valores colectivos que &e reconocen
adecuados o inadecuados (Alexander, 2013), en tanto que expresan, en
el espacio de la esfera civil y siguiendo a Dewey (cfr. Alexander, 2006),
un modo de vivir juntos y el cómo se comunica esa experiencia de vida .
La violencia, como acción simbólica, es una forma de entender cómo una
sociedad experimenta y comunica la violencia a sus integrantes.
Es un hecho que permite a la sociedad pensarse y definir la cons­
trucción de instituciones con el fin de regularla y evitarla. Es importante
señalar que a ello contribuyen las perspectivas sociológicas examinadas
previamente. Estas orientan sus esfuerzos analíticos hacia la determi­
nación de aquellos procesos que se valoran como relevantes para evitar

120
5. Más allá del sujeto y la interacción

la emergencia de la violencia, tales como las dinámicas de subjetivación


e interacción o, de forma más clásica, cambiando la estructura social y
normativa. El pensamiento tradicional acerca de la violencia deriva en
la construcción de dos tipos de actores individuales o colectivos: uno de
estos es capaz de entender su entorno social y por ello actúa racional y
críticamente hacia él; el segundo siempre se encuentra devorado por .su
ambiente social y no tiene más respuesta que la violencia. Estas inter­
pretaciones, que son posibles de observar en la esfera civil, permiten la
construcción de un Otro que difícilmente puede transformarse, por sus
limitaciones, en un ciudadano, ya que no posee las suficientes cualidades
racionales o morales para participar libre y autónomamente en la vida ci­
vil. Culturizar la violencia implica tomar por un momento distancia de
esas posiciones y prestar atención a los códigos y valores que se mueven
en la violencia, pero también en contra de ella en las instituciones de la es­
fera civil. No se trata solo de ubicar los discursos que justifican o no la
violencia, sino de explorar qué paisajes de sentido se abren al interior de
la sociedad; 10 desplazar la idea de la violencia como deriva normativa o
estratégica de los actores hacia la exploración del conjunto de significados
que se están tejiendo alrededor de ella.

A manera de ilustración: la muerte de un joven radical

Para entender el sentido empírico de culturizar la violencia, tomamos


como referente un ejemplo que Wieviorka plantea para comparar cómo
opera su perspectiva con respecto al programa de investigación interac­
cionista que sirvió de referencia común en el debate de este autor con
Collins: el caso de la muerte de Clément Méric. Se trata de un joven mi­
litante de la extrema izquierda francesa -perteneciente a la Asociación
Antifascista París-Banlieue y al Sindicato de Estudiantes Solidarios-,
que fue asesinado tras una riña con Esteban Morillo, un skinhead miem-

10
En cierta medida esta idea se conecta con la desarrollada por Díaz en cuanto a ritua­
lizar la violencia y culturizar la maldad de Alexander (2013). No obstante, el primer
concepto remite a "esas acciones que distinguen y focalizan estratégicamente la diso­
lución de la unidad simbólica del cuerpo, el espectáculo de su desfiguración [ . . • ] la
fragmentación sistemática del cuerpó' (Díaz, 2014: 76). El segundo remite a la com•
prensión de la maldad como un entramado de carácter cultural.

121
Sociologías de la violencia

bro de la organización naci(,malista revolucionaria francesa Tercera Vía.


Las explicaciones del hecho en términos estructurales y normativos
-desempleo o crisis de la cultura obrera-, quedaron inmediatamen­
te desechadas por Wieviorka y Collins. El incidente se produjo en el
centro de París, en una zona comercial y recreativa en donde los involu­
crados coincidieron con sus respectivos amigos de manera fortuita para
comprar ropa de una marca de moda. Al parecer los jóvenes de la extre­
ma izquierda provocaron a los skinheads, y uno de ellos mató en la calle
a Méric con no más de dos golpes.
Desde la perspectiva de Collins, este hecho permite observar cómo
una agresión verbal genera un campo de tensión confrontacional que se
desborda y termina en una muerte accidental no buscada. Para Wie­
viorka, "estos hechos no habrían sucedido si, previo a la situación o el ins­
tante, los actores no se hubieran preparado: tanto subjetivamente como
físicamente, para actuar sus fantasías': Los argumentos entre los dos au­
tores resultan válidos: es necesario explicar las condiciones previas a la in­
teracción y su proceso para comprender en conjunto la confrontación y el
deceso del activista. No obstante, en su debate no se percibe la violencia
mortal ejercida contra Méric en tanto acción simbólica. Un análisis des­
de esta perspectiva implicaría estudiar el significado de los hechos como
drama colectivo en las instituciones comunicativas y regulativas: cómo
se despliegan las movilizaciones de protesta social de miles de jóvenes en
distintas ciudades de Francia, de qué manera se significa en dichas pro­
testas la muerte de Méric y la acción de Morillo. Además, pondría aten­
ción en la idea de dolor e indignación y en los peiformances e íconos que
sirven para representar los hechos, interpretados en ese momento como
un drama que exponía el peligro del fascismo, la inoperancia del Estado
para frenar a los grupos de ultraderecha e, incluso, el funcionamiento in­
humano del capitalismo en su conjunto.
Cabría analizar también cómo ese acto se interpretó en los medios
de comunicación, en las encuestas de opinión y en la acción de las aso­
ciaciones voluntarias, tanto de extrema izquierda como de extrema de­
recha. Se deberían tomar en cuenta no solo las opiniones a favor de la
víctima, sino del victimario y cómo todo esto terminó por movilizar las
instituciones reguladoras a fin de mantener los valores de solidaridad so­
cial que dicen encarnar. En el caso analizado deberían formularse las si­
guientes interrogantes: ¿cómo expresó el entonces ministro del Interior

122
5. Más allá del sujeto y la interacción

francés, Manuel Valls, en términos discursivos y narrativos su determi­


nación de acabar con la violencia de extrema derecha?, ¿qué despliegue
peiformativo utilizó el primer ministro Jean-Marc Ayrault para llamar a
disolver •ae manera democráticá' a los grupos nacionalistas violentos en
el país?, ¿cómo fue que el Frente Nacional -ubicado claramente a la de­
recha del espectro político-, condenó los hechos como inadmisibles?,
¿de qué manera el Consejo de Ministros ordenó la disolución de la Ter­
cera Vía, originando con ello la demanda por parte de otros actores po­
líticos de disolver no solo los grupos de extrema derecha, sino también
los de extrema izquierda? Se tendría que observar entonces cómo el con­
junto de las instituciones de comunicación definieron el carácter anticivil
de este episodio de violencia y, en paralelo, en qué términos construyeron
un discurso binario -tanto a favor como en contra- con relación a los
motivos de los actores, su identidad, las instituciones políticas en las que
participaban y los ideales que respaldaban.
Al respecto habría que examinar también el discurso del propio gru­
po nacionalista Tercera Vía, en voz de su líder Serge Ayoub, al afirmar
que se cernía sobre ellos un claro caso de discriminación que apuntaba a
convertirse en otro affaire Dreyfus. Su argumento era que los amigos de
Méric habían comenzado la agresión y sus colegas solo habían respondi­
do a ella. No obstante, argumentaba el propio Ayoub, al ser identificados
como de extrema derecha, se les colocaba inmediatamente como culpa­
bles, sin haber comprendido lo que había pasado. De hecho, la resolución
judicial fue que la muerte de Méric había resultado de violencias volun­
tarias que habían desencadenado su deceso sin intención. Cada uno de
estos elementos terminaría por definir el carácter puro e impuro de una
acción violenta en la esfera civil francesa, en el que se forjó un campo ago­
nístico donde distintos intereses se confrontaron compartiendo códigos
comunes: todos rechazaron la violencia y apelaron al mismo tiempo a
ciertos valores democráticos. Desde aquí, la confrontación fatal entre un
miembro de la izquierda radical y un skinhead no resulta un fenómeno
que debe ser explicado nada más por la subjetividad o interacción fallidas
-o ambas cosas-, sino comprendido a partir de las huellas simbólicas
que impulsan los procesos de significación de la solidaridad y crítica so­
cial en una sociedad democrática. Si podemos dar seguimiento a los efec­
tos de los procesos de significación en las instituciones de la esfera civil,
será posible comprender y estar alertas sobre la manera de construir los

123
Sociologías de la violencia

referentes sociales e institucionales de orden y desorden, de lo sagrado y


lo profano, con respecto a quienes ejercen y son víctimas de la violencia.

Violencia y democracia

Las teorías centradas en el sujeto o la interacción parten de esquemas


normativos externos constrictivos para explicar la violencia, establecien­
do así una "tensión entre un conjunto de ideales sociales y su manifes­
tación empírica o falta de ellá' (Reed, 2011: 87). La violencia entendida
así será el resultado de actores e interacciones que carecen de las cuali­
dades y los procesos cognitivos ideales definidos por dichos esquemas.
Para estas perspectivas, frenar o evitar la violencia es un objetivo que
implica reducir la distancia entre los principios que definen idealmente
al sujeto y sus interacciones en relación con los sujetos y las interaccio­
nes reales.
La violencia como acción simbólica, según nuestro planteamiento,
tendría el objetivo de reconstruir "los significados subjetivos profundos
de los propios actores en sus juicios sobre los derechos civiles y antici­
viles'' (Alexander, 2015: 185). Siguiendo este argumento, lo que intere­
sa ver es que las caracterizaciones sobre la violencia se construyen en el
marco de los valores de la esfera civil. Es relevante observar que los acto­
res, en ocasiones, entienden la violencia como una falla o una patología,
y en otras, como una acción necesaria e incluso justificable, en función de
sus valores. Ambas posibilidades la suponen consustancial a la sociedad
y que las pretensiones de erradicarla nunca entrañan la totalidad de sus
expresiones. Esto pone en un primer plano las narrativ� que se constru­
yen en tomo a la violencia y cómo las instituciones comunicativas y regu­
lativas reaccionan a ella. Comprender qué juego de valores se despliega,
qué ideales y qué construcciones morales proyectan las aspiraciones y los
temores colectivos diferenciados, se convierten en esenciales para la com­
prensión teórica de la violencia.
Si la esfera civil se entiende como un ideal regulativo y de conflicto,
este parámetro permite evidenciar las interpretaciones socialmente cons­
truidas sobre la violencia como referentes simbólicos por medio de los
cuales se piensa la propia sociedad. Al hacerlo, ella expresa sentidos y
significados abiertos a procesos de inteligibilidad e interpretación. Esta

124
5. Más allá del sujeto y la interacción

forma de culturalizar la violencia es una apuesta por examinar cómo se


despliegan los argumentos normativos a su favor y en contra, y con ellos
comprender cómo se proyecta una cierta idea de solidaridad sobre la que
se articulan las demandas de reparación civil. En este contexto, la teoría
de la esfera civil puede ayudar a pensar la violencia, como sugiere Gold­
berg (2015: 120), en términos ''de la redefinición de agravios como 'défi­
cits de la propia esfera civil":
Este planteamiento de observar cómo la violencia es interpretada en
las instituciones de la esfera civil se define a contrapelo de las tendencias
ampliamente consolidadas en la sociología contemporánea que colocan
violencia y democracia como universos distintos y distantes. La violen­
cia tiende a pensarse por lo regular como una presencia indeseable que
antecede al establecimiento de la democracia, que conforme esta se con­
solida, la violencia pierde terreno en la sociedad. Sin embargo, esta su­
puesta retirada de la violencia es, en todo caso, más un reclamo moral
que un hecho consustancial a la democracia. Cuando el discurso acadé­
mico observa sorprendido que la violencia no se disipa como se esperaba,
la juzgan como una intrusión que responde a lógicas morales o instru­
mentales. Esto se observa en el cómo algunos autores contemporáneos
analizan la violencia política y criminal en las sociedades del sur global.
El primer tipo de perspectiva encuentra su forma más acabada en el texto
de Chandhoke (2015) -para el caso de la relación entre violencia y de­
mocracia en Asia-, y el segundo en las propuestas de Arias y Goldstein
(2010) sobre el papel de la violencia criminal en América Latina.
Para Chandhoke, la democracia y la violencia política comparten el
mismo mundo porque esta última se usa para llevar a cabo demandas
contra el Estado, forzar que haga cambios en sus políticas o porque sim­
plemente quiere instalar un orden constitucional distinto. En cualquiera
de estos casos, la violencia expresa que un grupo determinado ha alcan­
zado un nivel de exclusión tal que el apelar a ella aparece como el acto
final de protesta para recuperar cierta agencia política. Si bien es cierto
que la democracia provee en la mayoría de las veces las condiciones para
que el conflicto y la lucha por la justicia se realicen de forma pacífica, en
algunas otras se requiere de la violencia para hacer valer esas condicio­
nes. La violencia política entonces es una vía para garantizar las bases
del propio sistema democrático, y la perspectiva de Chandhoke (2015)
sugiere que la violencia política entra en la vida democrática cuando la

125
Sociologías de la violencia

discriminación social, la privación extrema y la falta de condiciones para


desarrollar la agencia política afectan gravemente al conjunto social o a
un grupo dentro de este conjunto. Su argumentación se enfoca, como
sucede con los pensadores clásicos, en construir un parámetro para de­
terminar cuándo se está ante un escenario que justifica o no la violencia
política, cuándo una violencia es pura y sus actores actúan de forma au­
téntica. Sin embargo, el mérito del trabajo de Chandhoke (2015) radi­
ca en que, utilizando los criterios de la ciencia política para definir si las
instituciones democráticas son buenas y eficientes, evalúa la pertinencia
o no de la violencia política.
El segundo tipo de trabajos sobre la violencia política ha tomado
como ámbito de trabajo a América Latina. En ellos se trata de subrayar
el peso central de la violencia criminal en la conformación de las relacio­
nes sociales e institucionales de la región. Una violencia sobre la que se
construyen los marcos en los que se definen la ciudadanía, la justicia y
el derecho, y en la que participan tanto las instancias gubernamentales
y las élites políticas y económicas, como los grupos que se encuentran
ubicados en los márgenes del desarrollo político o económico (Arias y
Goldstein, 2010). Según esta perspectiva, la actual violencia que se vive
en América Latina no puede ser entendida como un mero defecto en el
diseño institucional de la democracia, de las fuerzas del orden y del sis­
tema de justicia, sino que más bien se trata de un componente central de
su organización social que se expande y diversifica en actores sociales dis­
tintos y que no solo nace desde el poder estatal (Arias y Golsdtein, 20 10;
Petras y Vieux, 1994). Si se está de acuerdo con este argu mento, se po­
dría afirmar -siguiendo el razonamiento de Palacios (2012)- que en
buena parte de América Latina se consolida una violencia pública que se
caracteriza por el hecho de que los actores estatales y sociales buscan por
medios violentos definir posiciones de dominación, autonomía y control
sobre el entorno y frente a otros grupos. La violencia desde esta pers­
pectiva es más bien un instrumento de las distintas fuerzas sociales para
crear espacios de autonomía, gestión y cambio en la posición que ocupan
en la estructura de dominación.
Estas dos formas de pensar la violencia política y la democracia tien­
den a ver ambos elementos conviviendo en un mismo mundo. No obs­
tante, mientras que en un caso se busca establecer un marco de referencia
para justificar su presencia, en el otro se presenta regularmente como

1 26
5. Más allá del sujeto y la interacción

un mero instrumento estratégico que se introduce en la confrontación y


conflictos entre distintos grupos. Son, en suma, trabajos que se esfuerzan
por explicar la violencia política y criminal como la otra cara que acom­
paña a la democracia, no como un objeto extraño a ella. Sin embargo, no­
sotros sostenemos que sería pertinente pensar ambas violencias no solo
como instrumento o dentro de un marco moral caracterizado de antema­
no por investigadores, sino también como eventos sobre los que se cons­
truyen narrativas que condensan las aspiraciones, miedos y tensiones en
la esfera de sentido de lo civil y sus instituciones.

127
Conclusiones

En 1906 George Sorel escribió uno de los textos más significativos de


la historia intelectual moderna. En sus Reflexiones sobre la violencia que­
daron expuestas las razones para argumentar durante prácticamente un
siglo las capacidades creativas de la violencia popular y revolucionaria.
Usando la figura apocalíptica de la huelga general llamó a derrumbar el
orden de la sociedad capitalista e instaurar un orden más justo: el so­
cialismo. Un orden caracterizado por un complejo conjunto de valores
éticos y morales que podía garantizar la salvación del mundo moder­
no. Sorel pensaba que la violencia era un medio que escondía tras de sí
los ideales de la libertad y la igualdad humana. Si bien es cierto que su
puesta en práctica podía acarrear el sufrimiento, el horror y la muerte
de miles de personas, eso era poco con la capacidad redentora contenida
en ella (alegoría del sacrificio). Consideraba incluso que la violencia cri­
minal tenía un cierto contenido revolucionario de fondo. Curiosamente,
los fascistas europeos en Alemania e Italia, como bien ha sugerido Jay
(2003), vieron en el filósofo francés una de sus más fuertes inspiracio­
nes, subrayando que tras la violencia había narrativas míticas capaces de
transformar la sociedad, y ello fue aprovechado para alcanzar otros fi­
nes: el establecimiento de sociedades profundamente autoritarias.
Un año antes, en 1905, Max Weber había introducido en El políti­
co y el científico una serie de planteamientos éticos en torno al uso de la
violencia en la esfera política. A diferencia de Sorel, el sociólogo alemán
sostenía que toda acción que involucrara el recurso de la violencia de­
bía plantearse en función de considerar tanto los fines a alcanzar -ins­
crita en una ética de las convicciones- como las consecuencias de su

129
Sociologías de la violencia

uso -una ética de la responsabilidad-. Esto era necesario sobre todo


porque los medios violentos requieren formas de organización social que
marchan por caminos distintos de los fines. En tanto que la política y
la violencia son inseparables, no es posible pensar que la primera pueda
concretarse sin la necesidad de ejercer la segunda. Es obligación de los
que ejecutan algún tipo de poder -incluso fuera del espacio político­
plantearse el uso de la violencia. La convicción de Weber respecto a la ne­
cesidad de considerar una ética de la convicción y la responsabilidad lo
llevó a reflexionar sobre los objetivos y las consecuencias de la participa­
ción de su país en la Gran Guerra.
Tanto el filósofo francés como el sociólogo alemán establecieron en
cada una de las obras aquí señaladas dos posicionamientos frente a la
violencia: por sus fines explícitos o latentes, o por sus consecuencias. Sin
embargo, ambos autores colocaron su debate en la esfera de la acción po­
lítica, como parte de los argumentos que podrían esgrimir actores par­
ticulares, dejando de lado cómo es que la sociedad interpreta y discute
los fines y las consecuencias de la violencia con vistas a legitimarla o des­
legitimarla. El afirmar en este libro que la violencia es acción simbólica o
un gesto pe ,formativo implica, en efecto, reflexionar cómo es que la esfera
civil y sus instituciones imputan un sentido a la violencia. El recurso de
ciertos códigos de pureza e impureza, de autenticidad o inautenticidad,
por lo común hacen referencia a una ética que apela a ciertas conviccio­
nes. Evidenciar este proceso es de suyo importante y por eso se ha dis­
cutido en este libro, pero es insuficiente. Es obligado también considerar
cómo un análisis de este tipo puede contribuir a construir una ética de la
responsabilidad en los actores, grupos e instituciones que tengan que ver
con la violencia. Así, pero en otra escala, los planteamientos del filósofo
francés y el sociólogo alemán resultan sugerentes.
Analizar la violencia en tanto pe rformance no puede circunscribirse
a comprender cómo ella se sujeta a interpretaciones diferenciadas que
proyectan aspiraciones y temores colectivos. Tampoco se puede sim­
plemente mostrar cómo distintos actores ponen sobre la mesa valores,
ideales y construcciones morales con efectos en las instituciones comu­
nicativas y regulativas de la esfera civil. Es necesario tener la capacidad
de definir en qué medida o no esas narrativas y acciones institucionales
sobre la violencia propician la crítica e integración social democrática, es
decir, qué tanto se hacen responsables de lo que dicen y hacen.

130
Conclusiones

Uno de los aportes de la aproximación culturalista de la violencia


es que ofrece elementos al debate público para determinar cuándo las
narrativas que construyen los actores contribuyen a perfilar institucio­
nes comunicativas y regulativas más democráticas y, consecuentemente,
cuándo son capaces de generar mayor capacidad para promover lazos de
solidaridad social. También proporciona argumentos para construir un
debate amplio en la sociedad sobre los fines y las consecuencias de esas
narrativas e instituciones en la esfera civil, así como la legitimidad de las
mismas. Esto significa que puede aportar elementos analíticos y com­
prensivos para colocar la discusión de la violencia más allá de las aproxi­
maciones clásicas, centradas casi en exclusiva en dar cuenta de las causas
que la producen.
Ciertamente, existe una inquietud académica creciente por realizar
investigaciones que trasciendan la descripción de los casos y el estableci­
miento de los factores que detonan la violencia, a tratar de comprenderla
(González y Ramírez, 2008; lmbusch, Misse y Carrión, 2011; Arteaga,
2013). Sin embargo, estos esfuerzos se han limitado, salvo contadas ex­
cepciones, a estudiar cómo la violencia genera subculturas, contracultu­
ras o culturas específicas que hablan de la presencia de 'otros valores': o
simplemente de la falta de estos en ciertos grupos sociales. En algunos
casos se explora cómo estas expresiones se entrelazan o confrontan entre
sí y con las culturas hegemónicas. Si bien esto representa un esfuerzo por
esclarecer cómo la sociedad define culturalmente su relación con la vio­
lencia, esta ruta queda corta cuando se trata de entender los paisajes de
sentido que se generan en las instituciones de la esfera civil.
Por otra parte, al enfocarse en buscar las causas de la violencia, las
teorías centradas en el sujeto y la interacción suponen la posibilidad de
sociedades sin violencia, negando así que se la interpreta como legítima
en múltiples casos y lo cual termina por anteponer soluciones técnicas y
voluntarias al debate democrático. La violencia queda entonces cataloga­
da como una anomalía atribuida a actores e interacciones fallidos, y se la
puede erradicar si esos actores se ajustan a un tipo ideal particular. Con­
forme los distintos grupos de la sociedad se ajusten a dicho tipo, la vio­
lencia tendería a desaparecer. A final de cuentas, lo que se produce es un
permanente déficit sobre las capacidades de la sociedad para erradicar la
violencia y una incapacidad para comprender los discursos basados en la
ética de la convicción y la responsabilidad.

131
Sociologías de la violencia

Como Walby (2013) lo ha señalado categóricamente: la expansión,


desarrollo y regulación de instituciones y discursos relacionados con la
violencia representan los procesos más novedosos en los últimos años
a escala global. De hecho es posible percibir, según esta autora, que la
violencia se ha constituido en el eje por el cual se leen con mayor fre­
cuencia las relaciones sociales. Su presencia ha motivado la creación de
toda una serie de mecanismos explicativos, narrativos e institucionales
con los que se intenta comprender e influir en las relaciones étnicas, po­
líticas, culturales, nacionales, religiosas y de género. Frente a esto, una
aproximación de la violencia como la que en este libro se ha tratado de
construir permite esclarecer gran parte de las estructuras de sentido que
se definen socialmente frente a la violencia. Nos parece que así se contri­
buye a definir las estructuras del debate que dan cuerpo a las narrativas
de la violencia y las acciones que se desarrollan en el ámbito institucio­
nal. Más aún, en tanto que sirve como insumo para discutir el sentido de
la narraciones y el objetivo de esas instituciones de la esfera civil frente a
la violencia -cualquiera que esta sea-, permite que los distintos acto­
res sociales tengan en consideración la necesidad de desarrollar una éti­
ca de la responsabilidad sobre lo que se dice y hace en la esfera civil. En
otras palabras, que tomen en cuenta las previsibles consecuencias de sus
discursos y sus acciones. Esto es relevante porque cuando los actores no
vislumbran los posibles efectos de su interpretación de la violencia en la
solidaridad y las instituciones, no se sienten responsables de los proba­
bles efectos de sus palabras y acciones. Convencidos de que su narrativa
e interpretación resultan las más convincentes o, peor aún, la única vía
para juzgar o proponer soluciones frente a la violencia (o también legiti­
marla), no piensan en los posibles efectos de su narrativa y acción. Esto
explica por qué, cuando las cosas no salen como se han planeado, turnan
-como sugiere Weber (1979)- la responsabilidad al mundo, a cues­
tiones técnicas o a la mala voluntad de las personas.
Sin embargo, en la medida en que el análisis de la violencia en tanto
performance hace evidente para los actores que detrás de las disputas que
establecen se comparten códigos puestos en términos civiles y anticiviles,
se puede contribuir a construir una ética de la responsabilidad colectiva.
Como el propio Weber (1979: 164) afirma, 'quien actúa conforme a una
ética de la responsabilidad [ . . . ] no tiene ningún derecho a suponer que el
hombre es bueno y perfecto y no se siente en la situación de poder des-

132
Conclusiones

cargar sobre otros aquellas consecuencias de su acción que él pudo pre­


ver': Lo cual significa que se verá obligado a asumir que son imputables a
él las consecuencias de su acción en el espacio de las instituciones comu­
nicativas y regulativas.
Al culturalizar la violencia se abre la pauta para dar cuenta del cómo
los individuos y los grupos sociales llevan a la arena pública sus posicio­
namientos éticos en relación con ella y cómo ponen a funcionar los en­
tramados institucionales, conduciendo así a los distintos actores a asumir
la responsabilidad de su actuación y de las interpretaciones que realicen.
Hay que reconocer que una cosa es la ética de la convicción que puede
expresarse en las narrativas que los actores construyen sobre la violencia,
y otra la ética de la responsabilidad que deben dejar en claro. Una y otra
no entran en un mismo cajón, pues, como ya se vio, los fines están impe­
didos de sacralizar los medios para alcanzarlos. El estudio de la violencia
en tanto pe rformance permite apuntalar ambas éticas y establecer que se
deben examinar tanto los códigos de lo que se dice y hace, como las con­
secuencias de lo que se dijo e hizo.
Max Weber escribe en las primeras páginas de Economía y socie­
dad que la sociología es la ciencia que concierne a la interpretación com­
prensiva de lo social acompañada de una explicación de sus causas y sus
consecuencias. Este papel que Weber atribuyó a la sociología puede ser
interpretado, a decir de Reed (2011), como una invitación a observar los
efectos de sentido de la acción social en las estructuras institucionales de
la sociedad. Lo cual significa que el oficio del sociólogo no concluye al
momento de su interpretación, sino que debe buscar los efectos que eso
tiene en el desarrollo de la sociedad en un momento d�terminado y colo­
carlo en el debate público. Se puede sugerir con esta idea que culturizar
la violencia es una apuesta por interpretar el sentido de la violencia en la
sociedad a fin de señalar en la esfera civil sus efectos en la construcción
de mecanismos de solidaridad y en las instituciones democráticas. Es una
forma de invitar a todos los actores a pensar no solo en el sentido de sus
convicciones, sino en los efectos de ponerlas en marcha.

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