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Prácticas del Lenguaje

Antología de Literatura fantástica


Antología de Literatura fantástica

SAKI
Es el seudónimo que utiliza el escritor Hector Hugh Munro (Birmania 1870 – Francia 1916), de origen escocés. Nació en Birmania el 18 de
diciembre de 1870, aunque fue educado en Inglaterra. Ejerció de periodista, trabajo que simultaneaba con la escritura. Autor de cuentos,
novelas y obras de teatro, es sobre todo un maestro del relato corto. Sus sorprendentes historias se caracterizan por ser ligeras en apariencia,
pero de fondo amargo, valiéndose del humor negro que utiliza con maestría. Sus textos suelen ser políticamente incorrectos, irónicos,
crueles, ácidos y divertidos a la vez y, a veces, macabros. Hector Hugh Munro se alistó voluntariamente en el ejército y participó activamente
en la Primera Guerra Mundial. Murió en Francia, el 14 de noviembre de 1916, dentro de unas trincheras, durante un tiroteo.

La ventana abierta
-Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel –dijo con mucho aplomo una señorita de quince años-; mientras tanto debe hacer
lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en
cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas
fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.
-Sé lo que ocurrirá –le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural-: te encerrarás no bien
llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de
presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.
Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía
ser clasificada entre las simpáticas.
- ¿Conoce a muchas personas aquí? –preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos suficiente
comunicación silenciosa.
-Casi nadie –dijo Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de
presentación para algunas personas del lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.
-Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía –prosiguió la aplomada señorita.
-Sólo su nombre y su dirección –admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría casada o sería viuda.
Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.
-Su gran tragedia ocurrió hace tres años –dijo la niña-; es decir, después que se fue su hermana.
- ¿Su tragedia? –preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de lugar.
-Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre –dijo la sobrina
señalando una gran ventana que daba al jardín.
-Hace bastante calor para esta época del año –dijo Framton- pero ¿qué relación tiene esa ventana con la tragedia?
-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca
regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicionera.
Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera
manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana.
-Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba, y que entrarán por
la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas
veces me habrá contado cómo salieron, su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor,
cantando como de costumbre “¿Bertie, por qué saltas?”, porque sabía que esa canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a
veces, en tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana…
La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo
hecho esperar tanto.
-Espero que Vera haya sabido entretenerlo –dijo.

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-Me ha contado cosas muy interesantes –respondió Framton.
-Espero que no le moleste la ventana abierta –dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido y mis hermanos están
cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán
mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres ¿no es verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas que había
de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a
medias exitoso, de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su
entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una
infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico aniversario.
-Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación mental y
de ejercicios físicos violentos –anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que personas totalmente
desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su
causa y su remedio-. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
-¿No? –dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su expresión revelaba la atención
más viva… pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba diciendo.
-¡Por fin llegan! –exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su compasiva
comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido
que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una llevaba bajo el brazo
una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado
spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: “¿Dime,
Bertie, por qué saltas?”
Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el portón, fueron etapas
apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un
choque inminente.
-Aquí estamos, querida –dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana-: bastante embarrados, pero
casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien aparecimos?
-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel –dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que, de sus enfermedades,
y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.
-Supongo que ha sido a causa del Spaniel –dijo tranquilamente la sobrina-; me contó que los perros le producen horror.
Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba
recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve
pusilánime.
La fantasía sin previo aviso era su especialidad.

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Manuel Mujica láinez


“Manucho” (Buenos Aires, 1910 - La Cumbre, 1984), nació en el seno de una familia aristocrática, y en su juventud se codeó con otros grandes
artistas, como Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Se educó entre Francia y Gran Bretaña, para finalmente decidirse por el Derecho,
carrera que abandonó para escribir en el periódico argentino La Nación, oficio que desempeñaría toda su vida. Durante el transcurrir de sus
maravillosos relatos, logra adornar a Buenos Aires con seres universales, como sirenas, piratas y fantasmas. En el contexto social de la década
del 50, cuando Manuel Mujica Lainez publica Misteriosa Buenos Aires, Argentina se hallaba inmersa en una profunda crisis de identidad,
provocada por la modernidad, la creciente inmigración europea y los golpes militares, entre otras cuestiones. Por eso no es de extrañar que
esta gran obra resulte mucho más que un compendio de relatos: es un bálsamo que cura las heridas de un pasado dificultoso, un presente
tumultuoso y un futuro siempre incierto.

Importancia
La señora de Hermosilla del Fresno es viuda y muy importante. No hay, en esta gran ciudad poblada de viudas
importantes, ninguna tan importante como la señora de Hermosilla del Fresno. En consecuencia, vive en una enorme casa, llena
de criados y muebles importantes, y preside importantes obras de caridad que dan pretexto a importantes fiestas. Por una
broma del destino, lo único que carece de importancia, dentro del cuadro espléndido, es su familia. Procede la señora de un
origen dudoso del cual nadie duda, y menos las señoras importantes. Documentan ese origen, que ni siquiera la maravilla de su
casamiento ha conseguido borrar, ciertos parientes rezagados, de modestia tenaz, que la señora de Hermosilla del Fresno
apenas recibe. Si tiene que presentarlos –cosa que elude astutamente- envuelve sus nombres y sobre todo su vínculo, en una
semisonrisa y una mirada vaga, mientras su vanidad se encrespa y ruge por lo bajo, como un tigre oculto.
La señora de Hermosilla del Fresno cree en Dios y en el Infierno. Cree (se lo han asegurado sus administradores y
ayudantes en la caritativa función) que ha ganado de sobra el Paraíso. Preferiría, como es natural, permanecer en el mundo que,
al fin y al cabo, le resulta más que cómodo –con la única excepción ridícula de los parientes en cuestión-, pero una mañana, de
repente, al despertar (o no despertar) en su importante cama, la señora de Hermosilla del Fresno se entera de que ha muerto,
por los gritos de sus importantes servidores. Se espanta algo, y se asombra mucho, porque en el fondo, sin confesárselo, se
suponía inmortal. Transcurren las horas, y la señora de Hermosilla del Fresno aguarda en vano los emisarios celestes, que se
encargarán de ubicarla en un lugar escogido, dentro de las divinas mansiones. Aparecen, en cambio, esos primos y esos sobrinos
(y esa tremenda media hermana), cuya existencia se aclara definitivamente para las señoras importantes que la rodean rezando
el rosario.
La señora quiere hablar y no puede. Quisiera explicar que esos parientes carecen de importancia, que no son tan
parientes, que exageran, que no hay que saludarlos, ni abrazarlos, ni darles pésames, ni hacer tales historias, ni continuar
preguntando y preguntando estúpidamente cosas que, por relacionarse con ellos, no revisten importancia alguna… Y
entretanto, nadie acude a buscarla, y la señora de Hermosilla del Fresno, habituada al ritmo activo y altivo de las órdenes,
comienza a impacientarse.
Así corren seis desagradables días, al cabo de los cuales, la señora comprende, con impotente horror y furia, que el
escribano a quien le confió su precioso testamento, por el cual distribuía su entera fortuna en colosales obras benéficas que
multiplicarían y perpetuarían su nombre, ha declarado que no hay ningún testamento; que la señora de Hermosilla del Fresno se
resistió, hasta el final de sus horas, por timidez, por superstición, por fortaleza, vaya uno a saber por qué, a redactarlo y firmarlo.
¡Quién lo hubiera imaginado!, comentan en las comisiones. De la falta de un
documento legal, se deduce que su fortuna pasa a poder de sus tristes parientes. La señora quiere hablar de nuevo,
protestar, pero ahora es la prisionera de una atmósfera donde la voz naufraga. Quisiera alzar los brazos al Cielo, a ese Cielo
extrañamente postergado, e informar que se ha torcido su voluntad generosa, para lo cual el escribano debe de haberse
entendido por secretas vías, con sus deudos miserables, despreciables. Y no puede. No puede nada. Semana a semana, asiste a
la instalación de sus primos y sobrinos (y su tremenda media hermana) en su casa magnífica. Los ve abrir sus cajones, leer sus
cartas, probarse sus alhajas, probarse sus pieles, mandar a sus criados, vaciar sus bodegas, recibir la visita de las viudas
importantes de la ciudad que los instan para que integren las comisiones de sus importantes entidades caritativas. Los oye
hacerse rogar y aceptar; los ve firmar cheques. Observa que sonríen como ella, que cuando aluden a ella adoptan un aire vago.
Y nadie acude a buscarla. Sigue inmóvil, invisible en su lecho que otras personas habitan; personas que desarrollan en
ese lecho, sobre su ilustre cuerpo fantasmal, prolijas tareas sensuales; personas que profanan su importante memoria con
burlas groseras; que remachan la memoria de su vanidad, como si ella, tan luego ella, hubiera sido vanidosa. Vanidosos son los
infelices, ella no lo fue nunca: fue, eso sí, importante, muy importante. Hasta que, lentamente, la señora de Hermosilla del
Fresno (que tampoco puede alcanzar el alivio de volverse loca) se percata, con desesperación y sorpresa, de que nunca la

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sacarán de allí, ni para guiarla a la novedad del Infierno, porque ése, por raro, por absurdo, por anticonvencional y antiteológico
que parezca, es el Infierno.

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T’ang
La dinastía T’ang fue fundada por Li Yuan, un comandante militar que se proclamó a sí mismo emperador en el año 618, después de reprimir
un golpe de estado de los guardias que asesinaron al emperador Sui en China. La época T’ang está considerada la edad de oro de la historia
china por su notable prosperidad material, elevados logros artísticos y culturales, y un nivel de interés y tolerancia respecto a las culturas y
religiones extranjeras que convirtieron Chang'an, la capital T’ang, en la ciudad más cosmopolita del mundo.

El encuentro
Ch’ienniang era la hija del señor Chang Yi, funcionario de Hunan. Tenía un primo llamado Wang Chu, que era un joven
inteligente y bien parecido. Se habían criado juntos, y como el señor Chang Yi quería mucho al joven, dijo que lo aceptaría como
yerno. Ambos oyeron la promesa y como ella era hija única y siempre estaban juntos, el amor creció día a día. Ya no eran niños y
llegaron a tener relaciones íntimas. Desgraciadamente, el padre era el único en no advertirlo. Un día un joven funcionario le
pidió la mano de su hija. El padre, descuidando u olvidando su antigua promesa, consintió. Ch’ienniang, desgarrada por el amor
y por la piedad filial, estuvo a punto de morir de pena, y el joven estaba tan despechado que resolvió irse del país para no ver a
su novia casada con otro. Inventó un pretexto y comunicó a su tío que tenía que irse a la capital. Como el tío no logró disuadirlo,
le dio dinero y regalos y le ofreció una fiesta de despedida. Wang Chu, desesperado, no cesó de cavilar durante la fiesta y se dijo
que era mejor partir y no perseverar en un amor sin ninguna esperanza. Wang Chu se embarcó una tarde y había navegado unas
pocas millas cuando cayó la noche. Le dijo al marinero que amarrara la embarcación y que descansaran. No pudo conciliar el
sueño y hacia la media noche oyó pasos que se acercaban. Se incorporó y preguntó: “¿Quién anda a estas horas de la noche?”
“Soy yo, soy Ch’ienniang”, fue la respuesta. Sorprendido y feliz, la hizo entrar en la embarcación. Ella le dijo que había esperado
ser su mujer, que su padre había sido injusto con él y que no podía resignarse a la separación. También había temido que Wang
Chu, solitario y en tierras desconocidas, se viera arrastrado al suicidio. Por eso había desafiado la reprobación de la gente y la
cólera de los padres y había venido para seguirlo adonde fuera. Ambos, muy dichosos, prosiguieron el viaje a Szechuen. Pasaron
cinco años de felicidad y ella le dio dos hijos. Pero no llegaron noticias de la familia y Ch’ienniang pensaba diariamente en su
padre. Esta era la única nube en su felicidad. Ignoraba si sus padres vivían o no y una noche le confesó a Wang Chu su congoja;
como era hija única se sentía culpable de una grave impiedad filial. –Tienes un buen corazón de hija y yo estoy contigo –
respondió él-. Cinco años han pasado y ya no estarán enojados con nosotros. Volvamos a casa-. Ch’ ienniang se regocijó y se
aprestaron para regresar con los niños. Cuando la embarcación llegó a la ciudad natal, Wang Chu le dijo a Ch’ ienniang: -No sé en
qué estado de ánimo encontraremos a tus padres. Déjame ir solo a averiguarlo-. Al avistar la casa, sintió que el corazón le latía.
Wang Chu vio a su suegro, se arrodilló, hizo una reverencia y pidió perdón. Chang Yi lo miró asombrado y le dijo: -¿De qué
hablas? Hace cinco años que Ch’ ienniang está en cama y sin conciencia. No se ha levantado una sola vez. –No estoy mintiendo –
dijo Wang Chu-. Está bien y nos espera a bordo. Chang Yi no sabía qué pensar y mandó dos doncellas a ver a Ch’ ienniang. A
bordo la encontraron sentada, bien ataviada y contenta; hasta les mandó cariños a sus padres. Maravilladas, las doncellas
volvieron y aumentó la perplejidad de Chang Yi. Entre tanto, la enferma había oído las noticias y parecía ya libre de su mal y
había luz en sus ojos. Se levantó de la cama y se vistió ante el espejo. Sonriendo y sin decir una palabra, se dirigió a la
embarcación. La que estaba a bordo iba hacia la casa y se encontraron en la orilla. Se abrazaron y los dos cuerpos se
confundieron y sólo quedó una Ch’ ienniang, joven y bella como siempre. Sus padres se regocijaron, pero ordenaron a los
sirvientes que guardaran silencio, para evitar comentarios. Por más de cuarenta años, Wang Chu y Ch’ ienniang vivieron juntos y
felices.

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Gustav Weil
Gustav Weil: (Austria 1808 – Alemania 1889) Estando destinado para el rabinato, se le enseñó hebreo, así como el alemán y el francés, y
también recibió instrucción en América. A la edad de doce años se fue a Metz, Francia, donde su abuelo era rabino, para estudiar el Talmud.
Para esto, sin embargo, desarrolló muy poco sabor y abandonó su intención. Vivió en Egipto donde aprendió árabe, persa y turco. Se ganó la
vida como asistente de bibliotecario, y fue nombrado bibliotecario en 1838, cargo que mantuvo hasta 1861, en ese año se convirtió en
profesor.

Historia de los dos que soñaron


Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme) que hubo en
El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió, menos la casa de su padre, y que
se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió debajo de una higuera de su jardín y vio en el
sueño a un desconocido que le dijo:
-Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla.
A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de los idólatras,
de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se
tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y por el decreto de Dios Todopoderoso una
pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las personas que dormían se despertaron y pidieron socorro.
Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros
huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo y lo llevaron a la cárcel. El
juez lo hizo comparecer y le dijo:
-¿Quién eres y cuál es tu patria?
El hombre declaró:
-Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Yacub El Magrebí.
El juez le preguntó:
-¿Qué te trajo a Persia?
El hombre optó por la verdad y le dijo:
-Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que la
fortuna que me prometió ha de ser esta cárcel.
El juez echó a reír.
-Hombre desatinado –le dijo-, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo, en cuyo fondo hay un jardín. Y
en el jardín un reloj de sol y después del reloj de sol, una higuera, y bajo la higuera un tesoro. No he dado el menor crédito a esa
mentira. Tú, sin embargo, has errado de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no vuelva a verte en Isfaján. Toma
estas monedas y vete.
El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la higuera de su casa (que era la del sueño del juez) desenterró el
tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto.

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Julio cortázar
Nació en el 26 de agosto de 1914 en Bruselas. Hijo de padres argentinos, llegó por primera vez a Buenos Aires a los cuatro años. Creció en
Banfield, se graduó como licenciado en letras y maestro de escuela. Durante varios años trabajó como maestro rural en varios pueblos del
interior de la Argentina. En 1951, Cortázar publicó su primera gran obra narrativa, Bestiario.
Ya surgía el Cortázar de fantasía desbordante, creador de nuevos mundos destinados a albergar su obra futura. Poco después de la
publicación de Bestiario, descontento con los rumbos del peronismo, abandona la Argentina para radicarse en París. El refinamiento literario
de Julio Cortázar, sus lecturas casi inabarcables, su incesante fervor por la causa social, hacen de él una figura de deslumbrante riqueza,
constituida por pasiones a veces encontradas, pero siempre asumidas con él mismo, genuino ardor. Julio Cortázar murió en 1984.

Continuidad de los parques


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en
tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una
carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que
miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como
una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer
los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo
ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que
su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que
más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de
los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro
en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una
rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las
ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su
pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se
sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo
retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido
olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El
doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla.
Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la
cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el
pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la
alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba.
Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero
una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la
segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo
verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

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Joanne Rowling
Escritora, productora de cine y guionista británica que firma bajo los seudónimos J. K. Rowling y Robert Galbraith, conocida por ser la autora
de la serie de libros Harry Potter, que han superado los quinientos millones de ejemplares vendidos. La saga Harry Potter refrescó y actualizó
el standard común esperado de la llamada literatura juvenil, atrapando con su historia tanto a jóvenes lectores como a adultos.

La fábula de los tres hermanos


Había una vez tres hermanos que viajaban a la hora del crepúsculo por una solitaria y sinuosa carretera. Los hermanos
llegaron a un río demasiado profundo para vadearlo y demasiado peligroso para cruzarlo a nado. Pero como los tres hombres
eran muy diestros en las artes mágicas, no tuvieron más que agitar sus varitas e hicieron aparecer un puente para salvar las
traicioneras aguas.
Cuando se hallaban hacia la mitad del puente, una figura encapuchada les cerró el paso. Y la Muerte les habló. Estaba
contrariada porque acababa de perder a tres posibles víctimas, ya que normalmente los viajeros se ahogaban en el río. Pero ella
fue muy astuta y, fingiendo felicitar a los tres hermanos por sus poderes mágicos, les dijo que cada uno tenía opción a un premio
por haber sido lo bastante listo para eludirla.
Así pues, el hermano mayor, que era un hombre muy combativo, pidió la varita mágica más poderosa que existiera, una
varita capaz de hacerle ganar todos los duelos a su propietario; en definitiva, ¡una varita digna de un mago que había vencido a
la Muerte! Ésta se encaminó hacia un sauco que había en la orilla del río, hizo una varita con una rama y se la entregó.
A continuación, el hermano mediano, que era muy arrogante, quiso humillar aún más a la Muerte, y pidió que le concediera
el poder de devolver la vida a los muertos. La Muerte sacó una piedra de la orilla del río y se la entregó, diciéndole que la piedra
tendría el poder de resucitar a los difuntos.
Por último, la Muerte le preguntó al hermano menor qué deseaba. Éste era el más humilde y también el más sensato de los
tres, y no se fiaba un pelo. Así que le pidió algo que le permitiera marcharse de aquel lugar sin que ella pudiera seguirlo. Y la
Muerte, de mala gana, le entregó su propia capa invisible.
Entonces la Muerte se apartó y dejó que los tres hermanos siguieran su camino. Y así lo hicieron ellos mientras
comentaban, maravillados, la aventura que acababan de vivir y admiraban los regalos que les había dado la Muerte. A su debido
tiempo, se separaron y cada uno se dirigió hacia su propio destino.
El hermano mayor siguió viajando algo más de una semana, y al llegar a una lejana aldea buscó a un mago con el que
mantenía una grave disputa. Naturalmente, armado con la Varita de Saúco, era inevitable que ganara el duelo que se produjo.
Tras matar a su enemigo y dejarlo tendido en el suelo, se dirigió a una posada, donde se jactó por todo lo alto de la poderosa
varita mágica que le había arrebatado a la propia Muerte, y de lo invencible que se había vuelto gracias a ella. Esa misma noche,
otro mago se acercó con sigilo mientras el hermano mayor yacía, borracho como una cuba, en su cama, le robó la varita y, por si
acaso, le cortó el cuello. Y así fue como la Muerte se llevó al hermano mayor.
Entretanto, el hermano mediano llegó a su casa, donde vivía solo. Una vez allí, tomó la piedra que tenía el poder de revivir a
los muertos y la hizo girar tres veces en la mano. Para su asombro y placer, vio aparecer ante él la figura de la muchacha con
quien se habría casado si ella no hubiera muerto prematuramente. Pero la muchacha estaba triste y distante, separada de él por
una especie de velo. Pese a que había regresado al mundo de los mortales, no pertenecía a él y por eso sufría. Al fin, el hombre
enloqueció a causa de su desesperada nostalgia y se suicidó para reunirse de una vez por todas con su amada. Y así fue como la
Muerte se llevó al hermano mediano.
Después buscó al hermano menor durante años, pero nunca logró encontrarlo. Cuando éste tuvo una edad muy avanzada,
se quitó por fin la capa invisible y se la regaló a su hijo. Y entonces recibió a la Muerte como si fuera una vieja amiga, y se
marchó con ella de buen grado. Y así, como iguales, ambos se alejaron de la vida.

Notas de Albus Dumbledore sobre “La fábula de los tres hermanos”.


Esta historia me causó una profunda impresión en mi niñez. La oí por primera vez de boca de mi madre y no tardó en
convertirse en el cuento que más a menudo pedía a la hora de acostarme. Eso solía provocar discusiones con mi hermano

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pequeño, Aberforth, cuya historia favorita era “Gruñona, la Cabra Mugrienta”. La moraleja de “La fábula de los tres hermanos”
no podría estar más clara: cualquier esfuerzo humano por eludir o vencer la muerte está destinado al fracaso.
El hermano menor («el más humilde y también el más sensato de los tres») es el único que entiende que, habiendo
escapado por los pelos de la Muerte una vez, lo mejor que puede esperar es que su siguiente encuentro se posponga el mayor
tiempo posible. El hermano menor sabe que provocar a la Muerte —empleando la violencia, como el hermano mayor, o
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jugueteando con el misterioso arte de la nigromancia como el hermano mediano— significa enfrentarse a un astuto enemigo
que nunca pierde.
La ironía consiste en que alrededor de esta historia ha surgido una extraña leyenda que contradice precisamente el mensaje
del relato original. Esa leyenda sostiene que los regalos que la Muerte da a los hermanos —una varita invencible, una piedra que
puede resucitar a los muertos y una Capa Invisible que perdura eternamente— son objetos tangibles que existen en el mundo
real. La leyenda va aún más lejos: quien consiga hacerse legítimamente con esos tres objetos se convertirá en «señor de la
muerte», lo que viene a significar que se volverá invulnerable e incluso inmortal.
Podríamos sonreír, quizá con cierta tristeza, pensando en lo que eso revela sobre la naturaleza humana. La interpretación
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más amable sería: «La esperanza siempre resurge.» Pese a que, según Beedle, dos de esos objetos son sumamente peligrosos, y
a pesar del claro mensaje de que la Muerte vendrá a buscarnos a todos tarde o temprano, una pequeña minoría de la
comunidad mágica insiste en creer que Beedle plasmó un mensaje cifrado que expresaba exactamente lo contrario de lo que se
lee en el papel, y que sólo ellos son lo bastante inteligentes para entender.
Existen muy pocas pruebas que respalden esa teoría (o quizá debiera decir esa «desesperada esperanza»). Las capas
invisibles, aunque raras, existen en nuestro mundo; sin embargo, la historia deja claro que esa Capa Invisible es única por su
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carácter perdurable . En todos los siglos transcurridos entre la época de Beedle y nuestros días, nadie ha encontrado la Capa de
la Muerte. Los verdaderos creyentes lo explican así: o los descendientes del hermano pequeño no saben de dónde procede su
Capa, o lo saben y están decididos a hacer gala de la sabiduría de sus antepasados no pregonándolo a los cuatro vientos.
Como es lógico, la piedra tampoco ha aparecido nunca. Como ya he observado en el comentario sobre «Babbitty Rabbitty y
su cepa carcajeante», no podemos resucitar a los muertos, y hay muchas razones para suponer que eso seguirá siendo así. Por
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supuesto, los magos tenebrosos han intentado repugnantes sustituciones y han creado los inferi , pero éstos son sólo títeres
horrendos, no verdaderos humanos resucitados. Es más, la historia de Beedle es muy explícita respecto al hecho de que la
enamorada del hermano mediano no regresa realmente del mundo de los muertos. La Muerte la envía para atraer al hermano
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mediano hacia sus garras, y por eso es fría, distante, atormentadoramente presente y ausente a la vez .
Ya sólo nos queda la varita, y aquí los obstinados creyentes en el mensaje oculto de Beedle tienen, por fin, alguna prueba
histórica que respalde sus descabelladas afirmaciones. Porque resulta —ya sea porque les gustaba ensalzarse, o para intimidar a
posibles agresores, o porque de verdad creían en lo que decían— que a lo largo de los tiempos diversos magos han asegurado
poseer una varita más poderosa que cualquier otra, incluso una varita «invencible». Algunos de éstos han llegado a afirmar que
su varita estaba hecha de saúco, como la que presuntamente hizo la Muerte. Esas varitas han recibido distintos nombres, entre
ellos «Varita del Destino» y «Vara Letal». No debería sorprendernos que nuestras varitas, que al fin y al cabo son nuestra
herramienta y nuestra arma más importante, hayan inspirado supersticiones.
Se supone que ciertas varitas (y por tanto sus dueños) son incompatibles:
Si la de él es de roble y la de ella de acebo,
el que los case será un majadero.
O que denotan defectos del carácter de su propietario:
Serbal, chismoso; castaño, zángano;
fresno, tozudo; avellano, quejica.

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NA. La nigromancia es el arte oscuro de hacer regresar a los muertos. Es una rama de la magia que nunca ha funcionado,
como pone en evidencia esta historia. JKR
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NA. Esta cita demuestra que Albus Dumbledore, además de ser excepcionalmente culto en términos mágicos, conocía las
obras del poeta muggle Alexander Pope.
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NA. Las capas invisibles no son, en general, infalibles. Con el tiempo, pueden rasgarse o volverse opacas, y los
encantamientos que llevan pueden dejar de actuar o quedar anulados por encantamientos reveladores. Por eso, para
camuflarse u ocultarse, los magos y las brujas suelen recurrir en primer lugar a los encantamientos desilusionadores. Albus
Dumbledore era famoso por realizar un encantamiento desilusionador tan poderoso que le permitía volverse invisible sin
necesidad de una capa.
4
NA. Los inferi son cadáveres reanimados mediante magia oscura.
5
NA. Muchos críticos creen que, para crear esa piedra capaz de resucitar a los difuntos, Beedle se inspiró en la Piedra
Filosofal, la cual produce el Elixir de la Vida que proporciona la inmortalidad.

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Antología de Literatura fantástica
Y por supuesto, dentro de esta categoría de dichos infundados encontramos éste:
Varita de saúco, mala sombra y poco truco.
Ya sea porque en el cuento de Beedle, la Muerte, hace la varita con una rama de sauco, o porque ha habido magos violentos
o ansiosos de poder que han insistido en que su varita era de sauco, los fabricantes de varitas no muestran predilección por esa
madera. La primera mención bien documentada de una varita de sauco dotada de poderes particularmente peligrosos es la de
Emeric, llamado «el Malo», un mago extraordinariamente agresivo que vivió pocos años pero aterrorizó el sur de Inglaterra en la
Edad Media. Murió como había vivido, en un feroz duelo con otro mago llamado Egbert. No se sabe qué fue de éste, pero la
esperanza de vida de los duelistas medievales no era muy grande.
Antes de que se creara un Ministerio de Magia para regular el uso de la magia oscura, los duelos a menudo resultaban
mortales. Un siglo más tarde, otro desagradable personaje llamado Godelot hizo avanzar el estudio de la magia oscura
redactando una colección de peligrosos hechizos con ayuda de una varita que él mismo describía en sus notas como «mi más
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perversa y sutil amiga, con cuerpo de sayugo , experta en la magia más maléfica». (Godelot tituló su obra maestra Historia del
mal).
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Como vemos, Godelot considera que su varita es una ayudanta, casi una instructora. Las personas entendidas en varitas
coincidirán conmigo en que las varitas mágicas absorben, en efecto, la pericia de quienes las utilizan, aunque se trata de un
efecto impredecible e imperfecto; hay que tener en cuenta muchos factores adicionales, como la relación entre la varita y el
usuario, para saber qué resultados puede esperar de ella determinado individuo. Con todo, es probable que una hipotética
varita que haya pasado por las manos de muchos magos tenebrosos tenga, como mínimo, una marcada afinidad con los tipos de
magia más peligrosos.
La mayoría de los magos y brujas prefieren una varita que los «elija» a ellos antes que una de segunda mano, precisamente
porque éstas pueden haber adquirido costumbres de su anterior dueño incompatibles con el estilo de magia del nuevo usuario.
La extendida costumbre de enterrar (o quemar) la varita junto con su dueño tras la muerte de éste, también tiende a impedir
que una varita determinada aprenda de demasiados dueños. Sin embargo, quienes creen en la Varita de Saúco sostienen que
debido a las circunstancias en que siempre se ha transmitido de un propietario a otro —el nuevo propietario vence al anterior,
generalmente matándolo—, nunca ha sido destruida ni enterrada, sino que ha sobrevivido y seguido acumulando una sabiduría,
una fuerza y un poder extraordinarios.
Sabemos que Godelot murió en su propio sótano, donde lo había encerrado su hijo loco Hereward. Debemos suponer que
Hereward le quitó la varita a su padre, pues de otro modo éste habría podido escapar; pero no estamos seguros de qué hizo
después Hereward con la varita. Lo único que sabemos es que a principios del siglo XVIII apareció una varita que su propietario,
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Barnabas Deverill, llamaba «Varita de Sabuco », y que Deverill la utilizó para forjarse la reputación de mago temible hasta que
otro poderoso mago, Loxias, puso fin a su reino de terror. Loxias se hizo con la varita, la llamó «Vara Letal» y la utilizó para
deshacerse de cuantos lo contrariaban.
Es difícil seguir el rastro de la posterior historia de Loxias y su varita, ya que son muchos quienes aseguran haberle dado
muerte, incluida su propia madre. Lo que debe sorprender a cualquier mago o bruja inteligente al estudiar la presunta historia
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de la Varita de Saúco es que todos los magos que han asegurado haberla poseído han insistido en que era «invencible», cuando
el hecho de que haya pasado por las manos de muchos propietarios demuestra que no sólo la han vencido centenares de veces,
sino que además atrae los problemas como Gruñona, la Cabra Mugrienta, atrae las moscas.
En definitiva, la búsqueda de la Varita de Saúco confirma una observación que he tenido ocasión de hacer en muchas
ocasiones a lo largo de la vida: que los humanos tienen la manía de escoger precisamente las cosas que menos les convienen.
Pero ¿quién de nosotros habría demostrado poseer la sabiduría del hermano pequeño si le hubieran dado a elegir entre los tres
regalos de la Muerte?
Tanto los magos como los muggles están imbuidos de ansias de poder; ¿cuántos rechazarían la Varita del Destino? ¿Qué ser
humano, tras perder a un ser querido, resistiría la tentación de la Piedra de la Resurrección? Hasta a mí, Albus Dumbledore, me
resultaría más fácil rechazar la Capa Invisible; y eso sólo demuestra que, pese a mi inteligencia, sigo siendo tan necio como el
que más.

6
Antiguamente, sauco.
7
Como yo.
8
También “sauco”.
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Ninguna bruja ha afirmado nunca poseer la Varita de Saúco. Podéis interpretar este dato como quieras.

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Antología de Literatura fantástica

Página asesina – Julio Cortázar


En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector
desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.

Equivocación – Karel Capek


Nos embarcamos en el Mediterráneo. Es tan bellamente azul que uno no sabe cuál es el cielo y cuál el mar, por lo que en
todas partes de la costa y de los barcos hay letreros que indican en dónde es arriba y en dónde abajo; de otro modo uno puede
confundirse. Para no ir más lejos, el otro día, nos contó el capitán que un barco se equivocó, y en lugar de seguir por el mar puso
rumbo al cielo; y como el cielo es infinito no ha regresado aún, y nadie sabe en dónde está.

Diálogo sobre un diálogo – Jorge Luis Borges


Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender la lámpara. No nos veíamos las
caras. Con una indiferencia y una dulzura más convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es
inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse tiene que ser el hecho más nulo que
puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba
infinitamente la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas, porque les mintieron que es vieja… Yo
le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo.
Z (burlón)- Pero sospecho que al final no se resolvieron
A (ya en plena mística)- Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.

El sueño del rey – Lewis Carroll


-Ahora está soñando. ¿Con quién sueña? ¿Lo sabes?
-Nadie lo sabe.
-Sueña contigo. Y si dejara de soñar, ¿qué sería de ti?
-No lo sé.
-Desaparecerías. Eres una figura de su sueño. Si se despertara ese Rey te apagarías como una vela.

El gesto de la muerte – Jean cocteau


Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en
Ispahán.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:
-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
-No fue un gesto de amenaza –le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo
tomarlo esta noche en Ispahán.

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Antología de Literatura fantástica

Un creyente – George Loring Frost10


Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero
escalofrío, uno de ellos dijo:
-Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en fantasmas?
-Yo no –respondió el otro-. ¿Y usted?
-Yo sí –dijo el primero, y desapareció.

Sueño de la mariposa - Chung Tzu


Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era
una mariposa y estaba soñando que era Tzu.

Final para un cuento fantástico – I. A. Ireland11


- ¡Que extraño! –dijo la muchacha avanzando cautelosamente-. ¡Qué puerta más pesada!
La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
- ¡Dios mío! –dijo el hombre-. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han encerrado a los
dos!
-A los dos no. A uno solo –dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció.

La sombra de las jugadas – Edwin Morgan


En uno de los cuentos que integran la serie de los Mabinogion, dos reyes enemigos juegan al ajedrez, mientras en un
valle cercano sus ejércitos luchan y se destrozan. Llegan mensajeros con noticias de la batalla; los reyes no parecen oírlos e
inclinados sobre el tablero de plata, mueven las piezas de oro.
Gradualmente se aclara que las vicisitudes del combate siguen las vicisitudes del juego. Hacia el atardecer, uno de los
reyes derriba el tablero, porque le han dado jaque mate y poco después un jinete ensangrentado le anuncia:
-Tu ejército huye, has perdido el reino.

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George Loring Frost: Nació, supuestamente, en Brentford, Inglaterra, en 1887, y este cuento, supuestamente, pertenece a
su libro Memorabilia (1923). Y fue incluido en la Antología de la literatura fantástica, de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y
Silvina Ocampo [Bogotá, Editorial Sudamericana, 1994]. Frost no aparece en la literatura inglesa y, en cambio, tiene las mismas
iniciales del nombre de Borges; los títulos que le atribuye a Frost son típicos del léxico borgiano y finalmente, Borges no le
colocó fecha de muerte a Frost, siendo tan riguroso en sus notas.
11
Pareciera, al igual que Frost, otra creación de Borges, Bioy y Ocampo.

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