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CAPITULO III
INTELLEGO UT CREDAM
« Todos los hombres desean saber » y la verdad es el objeto propio de este deseo. Incluso
la vida diaria muestra cuán interesado está cada uno en descubrir, más allá de lo conocido
de oídas, cómo están verdaderamente las cosas. El hombre es el único ser en toda la
creación visible que no sólo escapaz de saber, sino que sabe también que sabe, y por eso se
interesa por la verdad real de lo que se le presenta. Nadie puede permanecer sinceramente
indiferente a la verdad de su saber. Si descubre que es falso, lo rechaza; en cambio, si puede
confirmar su verdad, se siente satisfecho. Es la lección de san Agustín cuando escribe: « He
encontrado muchos que querían engañar, pero ninguno que quisiera dejarse engañar ». Con
razón se considera que una persona ha alcanzado la edad adulta cuando puede discernir,
con los propios medios, entre lo que es verdadero y lo que es falso, formándose un juicio
propio sobre la realidad objetiva de las cosas.
No menos importante que la investigación en el ámbito teórico es la que se lleva a cabo en
el ámbito práctico: quiero aludir a la búsqueda de la verdad en relación con el bien que hay
que realizar. En efecto, con el propio obrar ético la persona actuando según su libre y recto
querer, toma el camino de la felicidad y tiende a la perfección. También en este caso se
trata de la verdad.
A esto se debe añadir que la primera verdad absolutamente cierta de nuestra existencia,
además del hecho de que existimos, es lo inevitable de nuestra muerte. Frente a este dato
desconcertante se impone la búsqueda de una respuesta exhaustiva. Cada uno quiere —y
debe— conocer la verdad sobre el propio fin. Quiere saber si la muerte será el término
definitivo de su existencia o si hay algo que sobrepasa la muerte: si le está permitido
esperar en una vida posterior o no. Es significativo que el pensamiento filosófico haya
recibido una orientación decisiva de la muerte de Sócrates que lo ha marcado desde hace
más de dos milenios. No es en absoluto casual, pues, que los filósofos ante el hecho de la
muerte se hayan planteado de nuevo este problema junto con el del sentido de la vida y de
la inmortalidad.
Nadie, ni el filósofo ni el hombre corriente, puede substraerse a estas preguntas. De la
respuesta que se dé a las mismas depende una etapa decisiva de la investigación: si es
posible o no alcanzar una verdad universal y absoluta. De por sí, toda verdad, incluso
parcial, si es realmente verdad, se presenta como universal. Lo que es verdad, debe ser
verdad para todos y siempre. Además de esta universalidad, sin embargo, el hombre busca
un absoluto que sea capaz de dar respuesta y sentido a toda su búsqueda. Algo que sea
último y fundamento de todo lo demás. En otras palabras, busca una explicación definitiva,
un valor supremo, más allá del cual no haya ni pueda haber interrogantes o instancias
posteriores. Las hipótesis pueden ser fascinantes, pero no satisfacen. Para todos llega el
momento en el que, se quiera o no, es necesario enraizar la propia existencia en una verdad
reconocida como definitiva, que dé una certeza no sometida ya a la duda.
Los filósofos, a lo largo de los siglos, han tratado de descubrir y expresar esta verdad,
dando vida a un sistema o una escuela de pensamiento. Más allá de los sistemas filosóficos,
sin embargo, hay otras expresiones en las cuales el hombre busca dar forma a una propia «
filosofía ». Se trata de convicciones o experiencias personales, de tradiciones familiares o
culturales o de itinerarios existenciales en los cuales se confía en la autoridad de un
maestro. En cada una de estas manifestaciones lo que permanece es el deseo de alcanzar la
certeza de la verdad y de su valor absoluto.