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EL REY DE LAS ESTRELLAS

El viento soplaba por la llanura en ráfagas alternadas por breves


momentos de calma. Era como si estuviese haciendo un trabajo
rutinario del que a veces se cansaba y tuviese que secarse el sudor de
la frente para, luego de un suspiro de resignación, seguir soplando.
El viento tenía sus buenos motivos. Venía peinando esa llanura con su
aliento desde hacía miles y miles de años. Barriendo la nieve en
invierno, trayendo las nubes en verano, acariciando las flores en
primavera y ondulando los pastos del otoño. Conocía todos los
resquicios de esa llanura; sus cañadones, sus ríos, sus suaves
desniveles, sus cañaverales, sus bosques y sus praderas. Había pasado
por los fuegos de miles y miles de campamentos, de miles y miles de
hombres que por allí habían marchado haciendo temblar la tierra
bajo los cascos de cientos de miles de caballos.
Y en todo ese tiempo la llanura había permanecido siendo siempre la
misma. Siempre igual a si misma. Siempre con los mismos colores:
inmaculadamente blanca en invierno, increíblemente verde en
verano, multicolor en primavera y suavemente amarillenta en otoño.
A la llanura no le importaba lo que los hombres hicieran sobre ella.
No le importaba que galopasen sobre su superficie, que los ganados
consumieran el pasto o que bebiesen sus aguas. No le importaba que
ejércitos imponentes se enfrentasen y las crueles batallas dejasen el
saldo de muchos guerreros durmiendo en sus entrañas. A la llanura ni
siquiera le molestaba que, a veces, algunos hombres arañasen su
superficie para llenar las cicatrices con semillas que se harían plantas;
plantas que se cosecharían durante el verano y se volverían a plantar
a la primavera siguiente. A la llanura todo eso no le importaba
demasiado porque sabía que, llegado el invierno, la nieve lo cubriría
todo y bajo su pesado vestido blanco tendría tiempo para descansar. Y
luego, al derretirse la nieve, se cicatrizarían las heridas, volvería a
crecer el pasto, los ríos y los arroyos llevarían el agua a todas partes,
el pasto sería verde otra vez, volverían a abrirse las pequeñas flores
multicolores y la vida estallaría de nuevo a todo lo largo y ancho de
esa inmensa superficie. Los hombres podían influir muy poco en todo
ello.
Aún así, últimamente, la llanura sentía que el movimiento de los
hombres había aumentado. Venían desde el Este, desde otras llanuras
todavía más inmensas, y en enormes cantidades. Algunos empujados
por otros. Algunos empujando a otros. Algunos huyendo de otros y
algunos persiguiendo a otros. El hecho es que, de alguna forma y por
toda una serie de razones, sobre la llanura se habían juntado casi
todos. Guerreros con sus rápidos caballos y, sobre enormes
carromatos, mujeres, niños y ancianos; perros, ganado, enseres,
armas, carpas, alfombras. Todo había confluido sobre la llanura. Y en
el centro de todo ese movimiento, como núcleo aglutinante y
conductor de ese enorme mar de personas, había llegado un hombre
extraordinario, rey de un pueblo de formidables guerreros.

Su nombre era Atila. Los hombres de su estirpe se hacían llamar


“jun”. La Historia los conocería como los hunos. Jinetes fabulosos de
unos corceles increíblemente rápidos y resistentes, eran capaces
pasarse días enteros sobre ellos. En su momento, sorprendieron a
más de uno apareciendo de repente en un momento en el que se los
creía muy lejos porque eran capaces de cabalgar día y noche,
durmiendo arriba del caballo, comiendo arriba del caballo, viviendo –
literalmente – sobre sus caballos mientras durara la campaña.
Arqueros temibles, no solo disparaban desde sus monturas con
admirable puntería sino que, además, habían desarrollado un arco
cuya potencia sobrepasaba largamente a la de sus contemporáneos. Y
eran rápidos. Muy rápidos. Venían como un huracán y se iban como
un tornado. Conocían mil triquiñuelas en el combate; prácticamente
cada una de sus maniobras era una trampa. No en vano media
Europa terminó rezando el Padrenuestro rematando con “... y
líbranos del mal y de las flechas de los hunos. Amén.
Los pueblos amedrentados al rey Atila lo llamaron “el Látigo de
Dios”. Como si Dios lo hubiese enviado para castigar a los Hombres
por vaya uno a saber qué culpas. Y el apodo no era del todo justo. Era,
por cierto, el rey de un pueblo de duros guerreros pero su pueblo no
era el único al cual conducía. A los hunos se les habían unido muchos
pueblos más: gépidas, ostrogodos, alanos, búlgaros, hérulos y varios
otros. Ninguno de ellos destacado precisamente por su
mansedumbre.
Además Atila, por todo lo que sabemos de él, era de costumbres
extremadamente modestas. La monarquía no se le subió nunca a la
cabeza. Si bien exigía rescates en oro, su vaso era de madera tallada.
Aun cuando el botín de guerra de los hunos hubiera alcanzado para
construir fastuosos palacios, Atila nunca dejó de vivir en una tienda
de campamento como el resto de sus hombres. Instruido en el
desbordante lujo de Bizancio, ciudad en la que se crió y se educó
estando allí como rehén del Emperador, cuando volvió a sus tierras
no llevó consigo el decadente refinamiento de la gran ciudad. Para
gran desconsuelo y desencanto de los bizantinos que especularon con
haber educado a un futuro aliado, Atila, una vez de regreso a su
patria, prefirió ser un rey guerrero. El jefe de un pueblo en
movimiento en busca de un hogar permanente. El portador de la
Espada de Dios.
Lo de la Espada de Dios tiene su historia.

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Según la leyenda, allá, al principio de los tiempos, el Señor de los


Ejércitos forjó una espada para los hijos de la llanura. Sin embargo,
no la entregó de inmediato. Su voluntad fue que los hijos de la llanura
maduraran, aprendieran y se hicieran verdaderos hombres antes de
recibir esa espada por lo que dispuso que pasaran tres veces setenta y
siete años antes de que la tuvieran. Y naturalmente, pasó el tiempo,
Atila se convirtió en rey siguiendo las huellas de su padre, y los tres
veces setenta y siete años llegaron a su término.
Así, un buen día, estando Atila en su campamento conferenciando
con sus más allegados, irrumpió en la gran carpa el veterano guerrero
Bulchu trayendo de la mano a un jovenzuelo de unos once o doce
años. Todas las miradas se dirigieron a ellos, sobre todo porque
Bulchu, en su otra mano, traía algo extraño envuelto en unos paños.
Ante la muda pregunta de los ojos del rey, el curtido guerrero relató
su historia:
– Mi rey; esta mañana, al alba, salí de caza y a poco andar di con las
huellas de lo que debía ser un enorme ciervo. Espoleé a mi caballo y lo
alcancé algo más adelante pero yo, que puedo acertarle a una paloma
en vuelo, le erré todas las flechas que le disparé. Estuvimos así un
largo rato, el ciervo escapándose de mis flechas como si se estuviera
burlando de mi y yo persiguiéndolo cada vez más enojado con mi falta
de puntería; hasta que, de pronto, desapareció entre unos matorrales
y no lo volví a ver. No me quedó más remedio que dar la pieza por
perdida y ya estaba regresando a casa cuando me encontré con este
jovencito que venía corriendo. Pero creo mejor que él mismo cuente
lo que le pasó.
El joven, visiblemente cohibido por la presencia del rey y de tantos
grandes guerreros, comenzó a hablar con voz apenas audible.
– Hoy saqué mi rebaño a pastar al campo y al rato descubrí que uno
de mis terneros rengueaba. Me fijé y descubrí que tenía herida una de
sus patas. Busqué lo que podía haberlo lastimado y de pronto
encontré un pedazo de hierro afilado saliendo de la tierra. Al
principio no hice nada y me alejé de allí pero después pensé que podía
llegar a lastimar a otro de mis animales, así que volví para sacarlo.
Ustedes no me creerán, pero cuando llegué, el hierro estaba mucho
más salido y se veía que era la punta de una espada. Una espada muy
brillante; tan brillante que me asusté y salí corriendo. Bulchu me
encontró y ...
– ... y después de enterarme de lo que había pasado, fui a ver esa cosa
extraña. – completó el guerrero
– Para cuando llegamos al lugar, la espada estaba ya casi
completamente fuera de la tierra. Solamente la empuñadura quedaba
enterrada, así que la liberé y la miré por todos lados. Era una espada
tan extraordinaria que en seguida me di cuenta de que solamente un
gran rey sería digno de empuñarla así que la traje hasta aquí.
Bulchu retiró los paños que la cubrían y puso la espada a los pies de
Atila. El rey de los hunos la tomó, la levantó, y la espada brilló y
centelleó con un fulgor tan intenso que casi enceguece a todos los
presentes.
En ese momento, en medio del gran silencio producido por el
asombro general, se escuchó la voz del anciano Torda, el más viejo y
sabio mago de los hunos.
– ¡Es la Espada del Señor de los Ejércitos! ¡La Espada de Dios! ¡Se ha
cumplido el tiempo establecido! Mírala bien Atila. El dueño de esa
espada será invencible. Es un arma de un poder enorme, sin rival en
todo el mundo. La heredarán tus hijos y los hijos de tus hijos, pero
debo advertirles algo muy serio. Antes de ceñirla todos deberán saber
una cosa: la Espada de Dios otorgará su poder sólo al que la empuñe
con valor y con honor; y además, perderá completamente ese poder si
derrama una sola gota de sangre de hermanos.

*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*

Siguiendo las costumbres de su gente y de su época, Atila tenía varias


mujeres. Pero su verdadera esposa, la realmente querida de su
corazón, era Réka, madre de los hijos que heredarían su corona: entre
ellos Aladar, el mayor, y Chaba el menor.
Muchos años después del hallazgo de la espada del Señor de los
Ejércitos y después de que Atila conquistara con ella un gran imperio,
de pronto Réka cayó gravemente enferma. Su última voluntad fue ser
velada durante siete noches y que al alba del día siguiente cada uno
de sus hijos le diera un beso de despedida.
Y así ocurrió. Ante la presencia de todo el pueblo – porque Réka era
muy querida por todos y no hubo nadie entre los hunos que no
quisiera acompañarla – a la mañana del séptimo día cada uno de sus
hijos se despidió de ella besándola en ambas mejillas. Cuando por
último le tocó el turno a Chaba, los ojos de Réka se abrieron
milagrosamente y todos pudieron oír que dijo:
– Tú serás el rey de los hunos, hijo mío. Tu beso ha sido el más
cálido. Quien ama así a su madre también ama del mismo modo a su
pueblo y merece la corona real. De tu padre heredarás la Espada de
Dios pero yo te legaré otra cosa. Mira, aquí a mi lado hay una flecha.
Tómala. No preguntes nada ahora. Tan sólo tómala. Cuando te
encuentres en grave situación, te será útil.
Y habiendo dicho eso, sonrió, cerró nuevamente los ojos, y ya no los
volvió a abrir.

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Pasaron muchos años. Siguiendo a Atila, los hijos de la llanura


libraron victoriosamente muchas batallas. Llegaron a sacudir hasta
los cimientos del poderoso Imperio Romano que tuvo que echar
mano a sus mejores tropas y al mejor de sus generales para frenar su
avance. El ejército huno aparecía dónde menos se lo esperaba.
Libraba sus batallas con una energía insuperable que solamente el
Señor de los Ejércitos sabía conceder. Y después, de pronto, todos los
hunos podían llegar a desaparecer; solamente para volver a presentar
batalla habiendo recorrido distancias casi imposibles en un tiempo
increíble.
Pero ningún ser humano es eterno. El Señor de los Ejércitos, así como
a veces concede su espada a alguien a quien Él elige, también le
concede tan sólo un tiempo limitado para empuñarla. Y es el portador
de la espada quien debe utilizar ese tiempo con sabiduría y recta
intención, no sabiendo nunca exactamente cuanto tiempo le ha sido
concedido. Y, pensándolo un poco, está bien que sea así. Las cosas
realmente importantes son independientes del tiempo. A algunos les
lleva toda una vida el comprenderlas y realizarlas. Otros nacen con el
don de verlas y concretarlas en tan sólo un par de años. O en menos
tiempo todavía. Pero, cuando están bien hechas, resultan ser eternas.
Por eso es que, antiguamente, a quienes lograban legarle a la
posteridad esas cosas tan importantes y tan bien hechas que resultan
eternas, se los llamaba Inmortales.
Atila se propuso construir un imperio para su pueblo. Lo logró en la
medida de sus posibilidades pero quizás ni él percibió que su obra lo
trascendería, perdurando mucho más allá de su fama y de su gloria.
Porque el destino quiso que, más allá de una residencia permanente
para los hunos, Atila en realidad terminase construyendo un hogar no
sólo para todos los hijos de la llanura sino incluso para los hermanos
de su pueblo, los magiares, quienes más tarde, siguiendo las huellas
de los hunos, ocuparon las tierras que éstos habían conquistado y las
siguen habitando hasta el día de hoy.

*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*

Después de Atila, sus hijos no consiguieron superar sus rivalidades.


Chaba fue proclamado rey de los hunos pero Aladar nunca consiguió
vencer los celos que alimentaba para con su hermano menor.
Además, entre los pueblos conquistados muchos sabían que había
una sola forma de derrotar a los invencibles hunos y esa forma era
enfrentándolos entre si.
Entre quienes conspiraban y complotaban para dividir a los hunos se
hallaba el avieso Detre que constantemente le insistía en secreto a
Aladar:
– Realmente Chaba no debería ser el rey de los hunos. Tú eres el
mayor. Esa corona te correspondía a ti.
– Fue la voluntad de mi madre, Detre – respondía Aladar – debo
respetarla.
– De tu madre sí – retrucaba insidiosamente Detre – pero ¿cual
habrá sido la voluntad de tu padre? Él nunca dijo algo al respecto y
siempre fue costumbre y ley que la corona pase del padre al hijo
mayor.
Tanto insistió Detre con sus intrigas que, al final, Aladar se convenció
y decidió reclamar para si la Espada de Dios. Envió un mensajero
ante Chaba para que le dijera que le envíe la espada porque él, Aladar,
era su legítimo dueño. Sin embargo, la respuesta de Chaba fue
terminante:
– La Espada de Dios no es ni tuya ni mía, hermano. Es de los hunos.
Es de todos los hunos porque para todos ellos la forjó el Señor de los
Ejércitos.
Ante semejante respuesta, Aladar se enfureció. Reunió a su alrededor
un enorme ejército, formado en su mayor parte por guerreros de
pueblos conquistados, y se lanzó contra su hermano.
La batalla fue tremenda. Llevaba ya tres días y tres noches de
combates continuos cuando el insidioso Detre decidió enviar en
forma encubierta un hechicero de su confianza al campamento de
Chaba. Con toda perfidia el hechicero vaticinó:
– Si quieres vencer en esta batalla, deberás batirte en ella con la
Espada de Dios. Sin ella no podrás nunca vencer a Aladar.
Ante este augurio, al principio Chaba no supo qué decidir. Por un
lado veía caer a sus fieles hunos, uno tras otro, menguándose su
ejército en forma peligrosa; y por el otro lado, los ancianos leales no
se cansaban de advertirle: – “Deja la Espada de Dios dónde está.
Recuerda la profecía del viejo Torda. Perderá todo su poder si
derrama sangre de hermanos.”
Pero al final Chaba, sintiéndose arrinconado y sin opciones, decidió
desoír el consejo de los ancianos. Sacó la espada de su vaina y,
después de reunir lo que le quedaba de su ejército, se lanzó contra las
huestes de Aladar.
El choque fue espantoso. En manos de Chaba la espada llameaba y
brillaba con tanta intensidad que los hombres de Aladar quedaban
enceguecidos con su resplandor. El pequeño resto del ejército de
Chaba avanzaba y avanzaba barriendo a sus enemigos como si fuesen
las hojas caídas de un árbol en otoño y, cuando la victoria estaba
prácticamente asegurada, sucedió lo que tenía que suceder: de
repente, la Espada de Dios dejó de llamear y de brillar. Por más que
Chaba la blandiera de todos modos, la espada se negó a cortar.
En medio del entrevero, una gota de la sangre de Aladar había
manchado su hoja.

*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*

Fue una suerte que la mayoría del ejército enemigo no se diera cuenta
de lo que había sucedido. Ante el formidable empuje de los hunos, los
hombres de Aladar finalmente se dieron a la fuga y Chaba quedó
dueño del campo de batalla.
Pero fue una victoria muy amarga.
De su gran ejército apenas si quedaba un millar de hombres de pié.
Los demás, decenas de miles de ellos, yacían seriamente heridos
sobre la llanura y, según lo que decían los dedicados a curarlos, sólo
muy pocos podían albergar alguna esperanza. A Chaba se le partía el
corazón al ver a tantos fieles guerreros sacrificados por algo que, al
final de cuentas, no había sido más que una estúpida y cruel lucha
entre hermanos. ¿Por qué su madre había querido que él fuese el rey
de los hunos? ¿Por qué había cargado sobre sus hombros esa enorme
responsabilidad? Recordó a su madre, recordó sus últimas palabras, y
como un recuerdo traía consigo al siguiente, de pronto recordó
también la flecha que le había dicho que guardara.
Como obedeciendo a un impulso repentino, tomó esa flecha, tensó su
arco, y la disparó lejos; lo más lejos que pudo. El proyectil describió
una parábola perfecta en el aire y voló tan lejos que se perdió de vista.
Tanto Chaba como los hombres a su lado estaban haciendo grandes
esfuerzos por tratar de determinar dónde había caído cuando, de
pronto, se hizo un hueco entre las nubes que tapaban el sol y un
poderoso rayo de luz iluminó el sitio en el que había caído la flecha.
Rápidamente, los hombres cabalgaron hasta ese lugar y encontraron
a la flecha clavada en una extraña planta de grandes y carnosas hojas
que, al ser apretadas, segregaban un líquido blancuzco y espeso.
Chaba quedó perplejo, sin comprender, pero los magos sabios
supieron inmediatamente de qué se trataba.
– Cubre las heridas de tus hombres con estas hojas – le dijeron – y
verás como todos ellos sanarán de inmediato.
Así lo hicieron y, milagrosamente, todos los guerreros se
restablecieron. Incluso hubo algunos que hasta salieron fortalecidos
luego del tratamiento, con mayor vigor y más bríos que antes.

*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*

Cuando todos se restablecieron, Chaba condujo a su pueblo a las


montañas de Transilvania y convocó allí al Gran Consejo para que se
decidiera lo que harían en el futuro.
– Volvamos y reconquistemos la tierra de Atila; – dijeron algunos –
nos pertenece porque fuimos nosotros quienes la conquistamos.
Pero la mayoría fue de una opinión distinta:
– Regresemos al país de los escitas de dónde originalmente partimos;
busquemos a nuestros hermanos, los magiares, y volvamos con ellos a
ocupar juntos las tierras de Atila. Aunando nuestras fuerzas ya nadie
podrá quitárnoslas.
Cuando la decisión fue puesta en sus manos, Chaba meditó largo rato
y al fin resolvió:
– Volveremos a Escitia a buscar a los magiares. Pero no todos. Que
tres mil guerreros queden aquí para que nadie pueda decir que
abandonamos vergonzosamente las tierras que mi padre conquistó
para nosotros.
Ese mismo día se designaron tres mil hombres con sus familias para
que guardasen la región de Transilvania, en espera del regreso de los
hunos y sus hermanos. En cuanto al resto, Chaba ordenó que antes de
partir, los magos sabios encendieran un fuego, pusiesen su bandera
al viento de lo alto de un mástil, construyesen un montículo de tierra
y juntasen agua en un gran odre.
Habiéndose cumplido lo ordenado, Chaba se presentó ante los que se
quedaban y les dijo:
– No dejéis nunca apagar este fuego. No arriéis nunca esta bandera y
aseguraos que el viento siempre la haga flamear. Cuidad esta tierra y
reponed siempre el agua. Si en algún momento os encontráis en grave
peligro yo lo sabré. Me lo dirá el fuego. Y si no es el fuego, me lo dirá
el aire. Y si no me lo dice el aire, la tierra lo hará. Y, si la tierra no lo
hace, lo hará el agua. Sea como fuere, yo lo sabré y os juro que volveré
hasta del Fin del Mundo si es necesario para combatir a vuestro lado.
Y habiendo dicho esto, enarboló la apagada Espada de Dios, la pasó
por el fuego, la dejó enfriar por el aire, tocó con ella la tierra y la lavó
con el agua. Y sucedió que el agua, consagrada por el juramento, lavó
la gota de sangre que había manchado la hoja y la espada volvió a
brillar y a resplandecer como antes.

*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*

Pasaron muchos años. Más de cien. Los hunos de Transilvania se


multiplicaron y prosperaron. Por toda la región y aun más allá de ella
fueron conocidos y reconocidos por su valentía y por su integridad.
Aisladamente, ningún pueblo pudo con ellos durante todo ese tiempo
porque, si bien nunca salieron de sus montañas a reconquistar la
llanura, defendieron el bastión que Chaba les había encomendado con
tanta lealtad y tanta bravura que resultaron invencibles.
Pero el territorio que ocupaban era codiciado por muchos otros
pueblos y un día ocurrió que todos ellos se unieron para desalojar a
los transilvanos. El ejército así formado en su contra fue enorme. Por
cada transilvano había allí más de siete veces setenta enemigos.
Comenzaron las escaramuzas preliminares y, por más que los
transilvanos se batieron con todo su coraje y determinación, por más
que empleasen todas las celadas y todas las astucias que habían
aprendido combatiendo con Atila, sus enemigos, muchísimo más
numerosos, los fueron cercando hasta que por último, al cabo del
sexto día de combate, los transilvanos quedaron completamente
rodeados.
Esa noche, en vano los más jóvenes, reunidos alrededor del fuego del
campamento y recordando la promesa que con el tiempo se había
convertido en leyenda, miraban hacia el Este, hacia la tierra de
Escitia. Los más ancianos sólo sacudían tristemente la cabeza.
– Ha pasado demasiado tiempo. – decían – Todos los que otrora
partieron de aquí con el rey Chaba ya no pueden estar entre nosotros.
La tierra debe haber recibido sus restos hace ya muchos años. Nadie
puede tener una vida tan larga.
Pero los jóvenes seguían mirando hacia el desfiladero por dónde se
habían ido los antiguos hunos. “Lo prometió” – insistían “y nuestros
reyes jamás incumplieron sus promesas”.
Los que más firmemente creían en la palabra empeñada por Chaba se
reunieron y encendieron un gran fuego. Pusieron sobre él un gran
caldero con agua, desplegaron la bandera del rey de los hunos y la
levantaron a lo alto de una larga lanza para que el viento de la noche
la hiciese flamear. Finalmente, clavaron sus espadas en la tierra y
entonaron el ancestral Himno de los Guerreros.
Y entonces sucedió lo extraordinario.
Una pequeña, diminuta, casi invisible estrella se desprendió de su
lugar, recorrió todo el arco de la bóveda del cielo y se perdió en la
inmensidad del Universo. Por unos segundos nada más pasó. Pero de
pronto, se iluminó el fondo del horizonte. Comenzaron a caer,
primero de a una y luego en cantidades cada vez mayores, las estrellas
de la Vía Láctea para terminar reuniéndose todas allí, en el límite
entre la tierra y el cielo.
Los transilvanos, al principio, no supieron hacer más que asistir,
maravillados, al espectáculo. Pero luego oyeron algo que, primero,
pareció tan sólo un murmullo que iba lentamente creciendo en
intensidad. Y así, el murmullo se hizo zumbido, el zumbido se hizo
rugido y de pronto el viento trajo el ancestral grito de guerra de los
hunos de Atila lanzado por cientos de miles de gargantas y cientos de
miles caballos galopando batieron la tierra de Transilvania hasta
hacerla temblar.
A la cabeza de todos ellos, sobre un gran caballo blanco, cabalgaba
una imponente figura envuelta en estrellas. En su mano derecha
blandía una espada que lanzaba destellos y brillaba con tanta
intensidad que iluminó toda la región como si fuese de día.
– ¡A caballo! ¡A caballo, guerreros! – gritaron de pronto los
transilvanos. – El Rey Chaba cumplió su palabra. ¡Que nadie diga
después que nosotros no cumplimos la nuestra!
Y todo el ejército transilvano montó a caballo como un sólo hombre,
se unió a los guerreros de las estrellas, rompieron en mil lugares el
cerco de enemigos que los amenazaba y ya mucho antes de la salida
del sol todos los sitiadores habían huido, derrotados y atemorizados.
Después de la batalla, Chaba reunió a sus transilvanos alrededor del
fuego que éstos habían encendido y, una vez más, repitió su mensaje:
– Alimentad este fuego. Pero, sobre todo, no dejéis que se apague en
vuestros corazones. No arriéis nunca esa bandera. Tenedla siempre al
tope de vuestras lanzas y hacedla flamear con el viento de vuestro
entusiasmo. Cuidad y cultivad la tierra que es la que os alimentará. Y
cuidad el agua que es la que alimentará a la tierra y también apagará
vuestra sed. Y no temáis. Sed honrados, laboriosos, valientes y leales.
Mientras os comportéis de esa manera, el Señor de los Ejércitos me
encomendará vuestra custodia y os juro que no os abandonaré jamás.
Cuando Transilvania esté en grave peligro, yo lo sabré. Y, si es
preciso, vendré hasta del Fin del Mundo a defenderla.
Habiendo dicho eso, dio vuelta su soberbio caballo blanco y, seguido
por todos sus guerreros, se lanzó al galope hacia el horizonte.
Galoparon y galoparon durante todo lo que quedaba de aquella
noche. Y cuando llegaron al punto en que la tierra se une al cielo,
siguieron galopando hasta reunirse con las estrellas.

*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*.*

Desde entonces, los niños de Transilvania aprenden de sus abuelos


que la Vía Láctea no es solamente un conglomerado de estrellas.
Varias de ellas, son realmente estrellas. Pero muchas otras son
chispas que saltan de las herraduras de los caballos cuando los
guerreros hunos cabalgan por el cielo.
Y entre todas ellas, si uno observa con mucha atención, hay una que
es más grande y más brillante que las demás. Ésa es la del Rey Chaba
que lleva en su mano la Espada de Dios y que, habiendo comenzado
como príncipe e hijo del gran Atila, fue luego rey de su pueblo y, por
su lealtad y rectitud, ahora Dios lo tiene a su lado como el Rey de las
Estrellas.

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