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Hace muchísimos años un anciano muy sabio paseaba despacito por un sendero que conducía a la pequeña
aldea donde vivía. Iba cargado con un saco, y entre el peso y tanto andar, empezó a notar que sus piernas
estaban cansadas y necesitaba reponer fuerzas.
Descubrió una arboleda donde daba la sombra y decidió que ese era el lugar adecuado para hacer un alto
en el camino. Buscó el árbol más frondoso, puso una esterilla a sus pies, se sentó en ella, y para estar más
cómodo apoyó la espalda en el tronco ¡Descansar un rato le vendría muy bien!
El anciano le dedicó una sonrisa e hizo un gesto con la mano derecha para que se sentase a su lado.
El chico aceptó la invitación y los dos se pusieron a charlar. Después de una hora de animada conversación,
el joven, de forma inesperada, le confesó una pena que llevaba muy dentro del corazón.
– Estamos aquí, riendo y pasando un rato agradable… Seguro que usted piensa que soy un hombre feliz,
pero las apariencias engañan: mi vida es un desastre y me siento muy desdichado.
– ¿Y por qué no eres feliz? Eres un chico guapo, estás sano, y gracias a tu trabajo en el campo siempre
tienes comida que llevarte a la boca ¿No te parecen suficientes motivos para sentirte dichoso?
– ¡Mire qué pinta tengo! Mi ropa es vieja y a pesar de que trabajo quince horas diarias sólo puedo
permitirme comer pan, sopa y con suerte, carne un par de veces al mes ¡Mi sueño es convertirme en un
hombre rico para disfrutar de las cosas buenas de la vida!
– ¡Pues está muy claro! Tener dinero para vestir como un señor, comprarme una bonita casa y comer lo
que me apetezca, pero por desgracia, los sueños nunca se hacen realidad.
Nada más pronunciar estas palabras, el campesino, como por arte de magia, se quedó profundamente
dormido. El anciano, sin hacer ruido, sacó una almohada de su saco y se la colocó bajo la cabeza para que
estuviera más cómodo.
¡Y es que la almohada no era una almohada normal! No era blanda ni estaba cosida por los lados como
todas, sino que era de porcelana y tenía forma de tubo abierto por los lados.
El sueño fue muy largo y lo vivió como si fuera absolutamente real. Tan largo fue que hasta pasó el tiempo
y conoció a una mujer bellísima de la que se enamoró perdidamente. Por suerte fue correspondido, se
casaron y tuvieron cuatro hijos.
Su vida era increíble, pero se convirtió en perfecta cuando el rey en persona le nombró su consejero
principal. Empezó a rodearse de gente importante que se pasaba el día haciéndole la pelota y
obsequiándole con fabulosos regalos ¡Ahora sí que había conseguido todo y se consideraba el tipo más
afortunado de la tierra!
Así fue hasta que un día las cosas se torcieron. Sucedió algo terrible: un ministro del rey, que le tenía mucha
envidia, le acusó de ser un traidor. No era cierto, pero no pudo demostrarlo y fue llevado ante un tribunal.
Con las manos atadas, tuvo que escuchar el veredicto del juez.
– ¡Este tribunal le declara culpable de traición al soberano! El castigo será el destierro. A partir de hoy,
deberá abandonar el país y se le quitarán todos sus bienes.
– ¡Silencio en la sala! Como acabo de decir, el estado se quedará con todo lo que tiene. Nadie podrá darle
trabajo y sólo se le permitirá pedir limosna por las calles ¡Vivirá sin nada el resto de su vida! ¡Dicho esto,
que se cumpla la sentencia!
El pánico le invadió y dio un grito de terror que le despertó. Estaba empapado en sudor y le temblaban las
manos. Desconcertado, abrió los ojos y vio que a su lado estaba el anciano acariciándole la frente para que
se calmara ¡El sueño maravilloso se había convertido en una horrible pesadilla!
– He tenido un sueño… ¡un sueño espantoso! Bueno, al principio fue bonito porque yo era un hombre rico
e importante, pero alguien me traicionó y me acusó de algo que no había hecho ¡y me condenaron a vivir
en la miseria!
– ¡Pues que ya no quiero ser un hombre importante! Prefiero seguir con mi vida sencilla y tranquila donde
no hay gente envidiosa ni falsos amigos. Pensándolo bien, tampoco me va tan mal ¿verdad?
– Hasta siempre, joven. Espero que a partir de ahora disfrutes de lo que tienes y sepas apreciar que la
felicidad no siempre está en tenerlo todo, sino en apreciar las pequeñas cosas que nos rodean.
– Así lo haré, señor. Estoy encantado de haberle conocido y espero que nos veamos en otra ocasión.
El muchacho se alejó silbando de alegría rumbo a su modesta casa; el octogenario, con mucho mimo,
guardó su valiosa y extraña almohada en el saco, por si volvía a necesitarla en otra ocasión.