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Libro, en Romo A La Naturaleza, Sociedad y La Cultura - UNMSM (1) - Copiar
Libro, en Romo A La Naturaleza, Sociedad y La Cultura - UNMSM (1) - Copiar
SOCIEDAD Y LA CULTURA
El Dr. Emilio Barrantes es un modelo de vida para todos los educadores del Perú y
América, razón por la cual fue presentado al Premio que otorga la Organización de
Estados Americanos a los Educadores excepcionales.
Su rica producción se inicia con MI VIDA EN LAS AULAS, como relato de su experiencia
docente en la ciudad de Huancayo por la década del cuarenta y antes de trasladarse a
Lima.
En 1979 nos regala su obra EL NIÑO Y NOSOTROS con una nota familiar que describe
la actitud que asume como padre y maestro de sus hijos.
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En vez de glosar el contenido de la obra que estoy presentando he preferido rendir mi
homenaje al maestro con una breve síntesis de sus obras que constituyen un legado de
sabiduría y humanismo para la peruanidad.
Comisión de Reorganización-UNMSM
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Primera parte. En Torno a la Naturaleza
Revelación de la Naturaleza
Sin embargo, la sociedad y cada uno de los seres que la integran no existirían si no
fuese por la Naturaleza, el antecedente único, la fuente primaria y nutricia de la vida y,
con ella, de la plenitud de sus potencialidades y manifestaciones.
El hombre es parte de la Naturaleza y es, por tanto, naturaleza él mismo. Y, en tanto que
naturaleza es, en primer lugar, un organismo al cual le asiste el derecho fundamental de
vivir, que sólo es posible mediante la satisfacción de sus necesidades: alimentación,
vivienda y vestido.
Así, pues, «el rey de la Naturaleza», como se decía antes, ha descendido de su esfera
para posar sus pies en la tierra, gracias, principalmente, a Darwin, a Freud y a Marx.
La Tierra ha ido descendiendo también desde la zona privilegiada del centro del
Universo hasta la menos importante de un astro que gira alrededor del Sol y, por último,
de un planeta entre miles de millones de planetas, en una galaxia entre muchas otras
galaxias, en un despliegue inabarcable, aun para la imaginación más audaz.
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Cuando nos sentimos atraídos irresistiblemente por una mujer (y una mujer por un
hombre); cuando vamos hacia ella y nos atamos gozosamente con un vínculo más o
menos duradero; cuando engendramos hijos y los amamos y protegemos; cuando
nuestra vida se prolonga o se acorta porque nuestros órganos funcionan bien o no,
cuando nuestro bienestar está asegurado de antemano o, en cambio, es inevitable la
agresión de las enfermedades; cuando nos acosan el hambre y la sed y comemos y
bebemos hasta saciarnos; cuando descansamos y dormimos y soñamos, es la
Naturaleza quien gobierna nuestra vida y decide, en gran parte, nuestras actividades.
Detrás de las palabras, de las acciones, de las formas sociales, de las posibilidades y las
limitaciones, de los enfrentamientos, de las victorias y derrotas, de los gestos de las
actitudes, está la Naturaleza. Es por ella que nacemos y morimos, amamos y odiamos,
gozamos y sufrimos; es por ella, también que cada ser humano nace para cumplir una
misión o ninguna, para mandar o para obedecer, para crear o para repetir, para figurar
en la historia con nombre propio o ser conocido sólo por familiares y amigos; para tomar
conciencia de las cosas o para permanecer en la superficie de los lugares comunes.
Platón advirtió ya este poder primario y decisivo de la Naturaleza y dejó sentado que
unos recibían el oro o la plata y otros el bronce o el hierro como un don de los dioses,
motivo por el cual estaban destinados a ejecutar diversas tareas y es evidente el
paralelismo platónico «entre el alma social y el alma individual», como lo hace notar un
comentarista.
Así, pues, el destino existe. Está inscrito en el código genético de cada ser y
corresponde, en gran medida, al sino histórico. Aquél que ha sido dotado
generosamente de ese poder sobrehumano, ha recibido un mandato y, con él, como lo
decíamos antes, una misión que cumplir. Si las condiciones en que se desenvuelve su
vida y las circunstancias que confluyen en él son favorables, no le será difícil desplegar
las alas, aun en una edad temprana. Si, al contrario, los obstáculos se multiplican, en
una suerte de conjura para hundirlo, él saldrá a flote, quizá con algunas heridas, pero
fortificado por la lucha triunfante que no permitirá la frustración de su destino.
No se trata, por supuesto, de volver a los héroes de Carlyle. El hombre no sería nada, ni
siquiera hombre al margen de la sociedad y la cultura, de las cuales surgen todos y,
entre ellos, quienes han recibido dotes de una superioridad manifiesta.
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El hombre superior no parte de cero sino de un mundo variado y fecundo que le ofrece
tesoros inapreciables a manos llenas y, más aún, la tradición, el acervo y los
instrumentos propios del campo elegido. Como se sabe, la ciencia y la tecnología, la
filosofía y el arte, constituye un continuum, como la cultura misma de la que dependen,
por encima de divisiones y clasificaciones muchas veces arbitrarias.
Por otra parte, el proceso que empieza con una célula y termina con un hombre; la
sexualidad infantil revelada por Freud; la pubertad y la adolescencia, la juventud y la
edad madura; la vejez y la muerte, no son obra de la sociedad, ni siquiera de la cultura,
sino el cumplimiento de una regulación anterior que es propia del reino de la Naturaleza.
La psicología diferencial tiene un fundamento más firme que cualquier otra, en ese
punto, y el fenómeno de la adolescencia, que Spranger describe con belleza y hondura,
es tangible en aquellos que han recibido el oro platónico, en diversidad de condiciones y
circunstancias.
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operaciones lógicas, de la deducción de conclusiones a partir de hipótesis, como lo hace
notar Jean Piaget?
El juego ya no es una fuente de goce, por lo menos el juego espontáneo y natural que se
basta a sí mismo. La dependencia de los mayores cede el paso a la autonomía de la
personalidad, aun en proceso de desarrollo, es cierto, pero ya suficientemente efectiva
para separar el yo del no-yo.
Las profesiones, los oficios, las ocupaciones, las maneras de trabajar para subsistir, son
múltiples y variadas.
Cada uno elige o se ve obligado a aceptar aquello que se le ofrece, pero tiene, sobre
todo, una capacidad general, un conjunto de aptitudes, una dirección primaria.
Los instintos son poderes de la Naturaleza inherentes a nuestro ser y, aunque los
psicólogos multiplican los nombres y las clasificaciones, son dos los fundamentales: el
instinto de reproducción, que asegura la subsistencia y propagación de la Especie, y el
instinto de conservación que defiende y favorece a cada individuo.
Somos, por tanto, actores de un drama o una comedia en «el gran teatro del mundo». A
cada uno de nosotros se nos ha asignado un papel y apenas podemos apartarnos del
libreto al acudir a algunas «morcillas», como se dice en la jerga teatral. Según el Egmont
de Goethe, «cual fustigados por genios invisibles, los solares corceles del tiempo van
tirando de nuestro sino; y a nosotros sólo nos toca retener de buen talante las riendas, y
ya a la derecha, ya a la izquierda, ir encarrilando las ruedas, apartándolas aquí de una
piedra, allá de un hoyo. ¿Quién sabe a dónde va el carro, si apenas se acuerda de
dónde vino?».
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Es de común conocimiento que el individuo generosamente dotado supera fácilmente el
nivel de la mayoría, sobresale por su talento, sorprende por su capacidad creadora, se
singulariza, en fin, por sus actitudes, sus hábitos y su conducta.
El genio surge de pronto, en una parte u otra, sin que haya una explicación satisfactoria.
Y es, precisamente, el genio, cuyo poder le ha sido dado, el que enriquece la cultura y,
en numerosos casos, imprime una nueva dirección a la historia esencial que discurre
dentro y fuera del hombre mismo.
El predominio del código genético sobre el medio social es evidente en los seres
dotados con generosidad, lo cual no tiene nada en común con la tesis del nazismo sobre
la «raza aria», pues los genios y los hombres con talento y aptitudes singulares surgen
en todas partes, independientemente del color de la piel o de la ubicación en tal o cual
zona geográfica.
Del poder instintivo al amor hay más de un paso. El amor es la humanización del
instinto, la profundización de una fuerza natural en el mundo de la cultura, la idealización
de la atracción primitiva y, si se quiere seguir a Freud, la sublimación de la libido, aunque
nuestra posición no sea ortodoxa en este punto.
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La mujer –se ha dicho más de una vez– ha sido modelada según la idea que de ella ha
tenido y ha impuesto el hombre, en el seno de un grupo organizado y dominado por él.
Se añade, con cierto fundamento, que hay dos principios, el masculino y el femenino,
que predominan en un caso u otro.
Sin embargo, un punto de apoyo que supera en solidez a todos los argumentos de los
hombres, puesto que pertenece al dominio de la Naturaleza, es la maternidad. Es ella la
que configura a la mujer, la que otorga un sentido profundo a su vida y le señala una
misión fundamental, puesto que se trata nada menos que de la perduración de la
Especie.
He aquí por qué la mujer tiene un margen mayor de vida que el hombre, resiste más que
él los excesos de la temperatura, el dolor y las enfermedades y está dotada de mayor
riqueza afectiva y de una intuición certera, a la vez que se inclina al tratamiento realista y
práctico de las cosas, todo lo cual es necesario para la salvaguarda del hijo.
Desde la edad temprana, la creación alienta en su seno, envuelta aún por el misterio, y
asciende hasta la conciencia como un anhelo vago, tocado de temor e inquietud, para
mostrarse luego esperanzada y ansiosa en los años juveniles y cumplirse, por último,
segura y triunfante, en el afecto compartido, en la concepción y el advenimiento de un
nuevo ser.
La creación entendida como acto soberano, sería imposible sin el amor, no sólo como
impulso universal y sobrehumano sino como fuente de vida inextinguible y como ligamen
de los seres unidos en pequeñas comunidades, a salvo de la soledad y el desamparo.
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De allí que el amor sea, preferentemente, un don de la mujer, pronto a manifestarse por
los modos más diversos: los juegos infantiles de rondas, los cambios de abrazos y
besos, de guiños y sonrisas; la tierna posesión de una muñeca, los arrullos y los cantos
de cuna; el pudor que surge como el signo de una revelación consciente y un escudo de
defensa; el dominio de sí en las relaciones con personas del otro sexo; la iniciativa que
vence a la timidez y la decisión que se adelanta y se mantiene, a pesar de todo, en
circunstancias excepcionales; la apasionada adhesión a ideas a través de personas; la
irradiación de su innato poder de fecundidad que atrae y estimula, desde el plano físico
hasta la esfera artística y literaria.
No es frecuente que la mujer se evada de su mundo para recorrer los lejanos y tortuosos
caminos de la abstracción y la generalización, del análisis y la síntesis y del
razonamiento riguroso, ni que pueda alcanzar la visión y la perspectiva que acompañan
a la comprensión, a despecho del espacio y el tiempo.
Más familiares son para ella las relaciones con un fondo de afectividad, la conversación
animada, el cumplimiento de tareas culturales que no exijan una función directiva, la
realización de un trabajo paciente y minucioso.
En un mundo interior en el cual los móviles afectivos tienen el campo libre a expensas,
muchas veces, de la razón, como si el conocido aserto de Pascal tuviese aquí mayor
vigencia que en otra parte, («El corazón tiene sus razones que la razón no puede
comprender») y en que lo próximo se impone a lo lejano, lo personal a lo impersonal, lo
concreto a lo abstracto y lo presente a lo pasado y futuro; en ese mundo hay lugar para
los celos, para la limitación cercana y para la comunión con credos y patrones culturales
próximos a su personalidad.
Por supuesto, sería inútil esperar que, en la mayor parte de los casos, piense y actúe en
armonía con su misión substantiva, que rebasa la individualidad y requiere de dotes que
no se prodigan con frecuencia. A menudo se puede observar el cumplimiento ciego de
tareas que se desprenden de la maternidad o la derivación de la conducta hacia asuntos
en los que prolifera una suerte de maleza social que amenaza muchas veces con cubrir
y sepultarlo todo. Ocurre, entonces, que la autenticidad deja el paso a la ficción, el vigor
a la debilidad y el cumplimiento del deber a las satisfacciones fugaces.
La mujer debería educarse como tal, con las variantes adaptables a cada caso, en pos
de la conciencia de sí misma, de su dignidad y respetabilidad, así como de ese mundo
de amor, de abnegación y de sutiles preferencias que le pertenecen por derecho propio.
Las puertas de las más diversas instituciones deben estar abiertas para ella, pues el
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cumplimiento de su función natural no excluye sino demanda, más bien, su participación
en el mundo de la sociedad y la cultura.
Tan peligroso es, sin duda, prepararla preferentemente para la caza del hombre, como
convertirla en un apéndice del engranaje industrial. Son notorios, en el primer caso, el
predominio de la frivolidad y el artificio, la superposición de los medios a los fines y los
excesos de la simulación en desmedro de la naturalidad y la verdad; y en el segundo, el
sacrificio de la mujer a las exigencias de la maquinaria montada para la producción en
serie, al servicio de intereses comerciales.
Cuando la mujer actúa en armonía con su misión de madre y la cumple con un fondo de
comprensión y ternura que no excluyen la energía y la justicia sino que las integran, –
recordemos la linda cólera materna de un poema de César Vallejo– es superior al
hombre porque, en buena cuenta, es anterior a él y porque lleva implícita una función
vital –y la vida es superior a la cultura– una misión humana que se resuelve en creación
–y la creación, como acto, es lo primero– sin olvidar que hay una fuerza originaria,
volvemos a decirlo, que alienta en el substratum de todo lo que vive y, más aún, de
quienes tienen conciencia de que viven: el amor.
El hombre, menos resistente que la mujer al dolor y las enfermedades, con menos vida
por delante, menos natural también y acaso más vulnerable e inacabado, se mantiene
en evolución constante, como si en él hubiese una síntesis de fuerza muscular y
capacidad racional, de ímpetus animales y aspiración a la conciencia, de apetitos e
ideales, de «cuidados pequeños» y un insaciable anhelo de absoluto y de eternidad. No
es extraño, por tanto, que intente realizar aventuras, llevado por un impulso irresistible o
una curiosidad insaciable que lo llevan a descubrir verdades ocultas, a luchar y triunfar, y
a convertir cada triunfo en un punto de partida para una nueva aventura.
El hombre puede elevarse, con relativa facilidad, a la esfera de las abstracciones y las
generalizaciones; puede seguir el hilo de una reflexión lógica y elaborar una teoría o un
sistema digno de tal nombre; puede crear en el campo de la literatura, de la música y de
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las artes plásticas; puede ahondar en una partícula y aprehender un conocimiento que
unido a muchos otros y organizado en una estructura suficientemente autónoma termina
por constituir una ciencia; y puede, también, dejar atrás el estrecho círculo de las
costumbres y las convenciones sociales y caer en el agnosticismo y el escepticismo,
pero es capaz de abrazar una causa y sufrir y morir por ella.
Es comprensible que estas calidades, tan variadas y de tan alto rango, no se den juntas
en una sola persona y que, muchas de ellas, se excluyan mutuamente.
Las calidades innatas son decisivas porque se identifican con cada ser humano,
delínean su personalidad y configuran su carácter, a la vez que le señalan sus
posibilidades y limitaciones dentro del medio social.
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II
«En las sociedades más desarrolladas del África central, la obsesión por la hechicería es
continua».
El mito es elogiado y reclamado por quienes tratan de dar vida y poder fecundante a una
utopía, en tanto que los racionalistas a outrance lo condenan sin atenuantes.
La fuerza del mito está dada por su raíz vital, a despecho del intelecto. En el polo
opuesto al escepticismo, que alienta y se extiende en el seno de los pueblos viejos, el
mito es un impulso juvenil. Aquello que se alimenta de una convicción, existe realmente,
aunque sólo sea por sus efectos y, quizá, únicamente para cada persona o un conjunto
de personas.
Si el mito nos mueve y nos proyecta hacia algo, la superstición, en cambio, nos detiene y
nos ata a supuestos igualmente irracionales. La mayor parte de personas tiene una
superstición o más porque para ellas no todo es tangible ni todo está explicado. El
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espacio en que se encuentran no termina con la percepción efectiva o posible, sino que
se extiende hasta una zona en la cual reina el misterio.
Cuando se pasa de los pueblos primitivos a las altas culturas, el vínculo del hombre con
la Naturaleza se mantiene y las diferencias que se advierten entre ellas son, en su
mayor parte, formales.
Esta vinculación antropomórfica del pueblo con su medio natural, tiene un fondo de
misterio, de mito y de unción religiosa. Los dioses se parecen mucho a los hombres.
Sus aventuras son del dominio común y, en más de un caso, distan mucho de normas
morales y requerimientos éticos. Los poetas fueron convirtiendo a las divinidades
primitivas en otras más accesibles y añadieron, sin duda, episodios más complicados a
una mitología cada vez más vasta y variada.
«Lo primero que resulta, a lo que parece, –nos dice Burckhardt– es que los
bienhechores y educadores de la humanidad han sido elevados a la categoría de dioses,
y se ponía en esta categoría, además de Heracles, a los Dioscuros y a Asclepia. Eolo se
convirtió en dios de los vientos porque inventó el navegar a vela. Medusa se nos
convierte en una princesa Libia contra la que marcha Perseo.
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Los dioses no son de tamaño mayor que el hombre; se sientan con él a la mesa.
Algunos de los dioses no son sino personificaciones de impulsos humanos como Ares,
‘el insensato‘ y Afrodita. Hermes resulta el ratero por antonomasia. Ares es la lucha
desesperada. Afrodita es el instinto y Helena su víctima involuntaria. Dionisos posee un
tipo de personalidad distinto de los demás dioses. Le incumbe particularmente la vida,
pero las delicias del vino y la embriaguez no agotan su importancia»(3).
La Iliada se inicia con una invocación a los dioses. «Canta, diosa, la cólera de Aquiles,
hijo de Peleo». Y a lo largo del poema, los dioses son los protagonistas de la lucha, más
aún que los hombres. Apolo diezma a los griegos; Zeus recurre al engaño de un sueño
para confundir a Agamenón; Atenea interviene en la contienda, lo mismo que Iris;
Poseidón acude en defensa de los griegos contra los troyanos, los dioses infunden
ánimo a unos u otros de los combatientes y Aquiles, el héroe, suspende la batalla y
permite que se levante un túmulo para el cadáver de Héctor.
La Odisea se inicia con una invocación a la Musa y la asamblea de los dioses. Como en
la Ilíada, ellos alternan con los hombres y deciden el curso de los sucesos, aunque la
Moira es el Destino que rige a todos.
La Naturaleza encuentra aquí las palabras que le son debidas: «Junto a la gruta, una
magnífica viña desplegaba sus ramas cargadas de racimos, y muy cerca unas de otras
vertían su clara linfa cuatro fuentes, que dejaban correr sus aguas a través de sus
suaves praderas de perejil y violetas».
«Al llegar a aquel paraje, los ojos de cualquier dios se hubieran sentido hechizados y
encantada su alma».
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En este caso, la relación es directa, sin intermediarios o figuraciones poéticas, como si
un cordón umbilical mantuviese unidos a la Naturaleza y a sus hijos, los hombres.
Es ya revelador el hecho de que se llame «la madre tierra» (Pacha mama) al astro que
habitamos y al que debemos la vida. El ayllu, la comunidad tradicional, permanece
unida, sobre todo, por la posesión de la tierra y, a la vez, por vínculos religiosos y
tradicionales. «El ayllu o comunidad –dice Luis E. Valcárcel– es la reunión de familias
vinculadas entre sí por lazos de parentesco, de posesión común de la tierra, de la misma
religión, el mismo idioma, las mismas tradiciones y la convivencia durante siglos. El
pequeño mundo dentro del cual vive la comunidad está constituido por elementos físicos
como la tierra en sus diversos accidentes: montañas, ríos, fuentes, cuevas, peñascos,
etc.».
Pero este medio físico constituye un mundo mágico. El cerro más alto alberga el espíritu
tutelar del ayllu; la caverna es la pacarina o lugar de origen, lo mismo que el manantial o
la naciente de un río; todo está poblado de seres que influyen distintamente en la vida
del hombre. Esta vida mágica del paisaje tiene un valor enorme para él porque no sólo
tiene un valor económico sino mágico-religioso»(5).
De allí que, aparte de los templos y santuarios, hayan sido innumerables los adoratorios
al aire libre en cerros y quebradas, en fuentes y cavernas, en peñascos y lagunas.
El Sol, Inti, al que se rinde culto preferente; la Luna, Quilla, los astros que brillan en el
cielo, son mirados y sentidos por el hombre peruano con unción religiosa.
Las rayas de Nasca, por ejemplo, constituyen un motivo de asombro, sin que se pueda
encontrar una explicación satis-factoria. Las figuras zoomorfas de enormes
proporciones, hasta el punto de que sólo se las puede apreciar desde la altura, posible
en nuestro tiempo merced a la navegación aérea, pero imposible en la época en que
fueron trazadas; la precisión con que están hechas, la posible intención de los autores y
su verdadero carácter, son cuestiones que, probablemente, no serán dilucidadas, pero sí
hay algo que se puede afirmar: su amplitud, que va más allá de la medida habitual,
adquiere una categoría universal.
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Machu Picchu es más que una ciudad. Podría ser un santuario; un intento del hombre de
aproximarse a regiones excelsas, una invocación hecha muros y cobijos y albergues,
una oración silenciosa.
En un paraje de montes cubiertos por una densa vegetación, allí donde el cálido
ambiente es propicio para la fecundación y los partos prodigiosos, sería inútil que el
viajero buscase una ciudad y, aún menos, que pretendiera encontrarla, por un exceso de
la imaginación, en la cumbre de una de esas montañas.
Sin embargo, quienes han ascendido penosamente por una senda zigzagueante ganada
a la vegetación y desesperan de encontrarla, dominados por el cansancio, ven aparecer
de pronto, como si surgiese de un paraje mágico obedeciendo a un conjuro, una ciudad
suspendida en el abismo que multiplica sus muros, torreones y ventanas y desborda en
andenes serpenteantes tapizados de verde: Es Machu Picchu.
«Cualquier americano semiinstruido –dice Juan Larrea– sabe que en cierto paraje de su
espacio natural donde por lo común no ha puesto sus plantas todavía, se muestra uno
de esos raros fenómenos en los que lo humano parece haberse conjugado con lo
cósmico en términos inexplicablemente excepcionales. Machu Picchu tiene, al parecer,
mucho de cósmico. Hay allí algo que no se ajusta a las dimensiones de lo humano por
mucho que se las hipertrofie y enaltezca, cierta rara sublimidad que no se siente en El
Escorial, en Atenas o Roma, en Delfos, en Gizeh y demás lugares prestigiados por la
acción del hombre»(6).
Estos testimonios son, sin duda, definitivos, pero hay algo más aún cuando se trata de la
comunión del hombre con la Tierra; del vínculo de los seres humanos con los montes,
las fuentes y los ríos; el íntimo contacto del paisaje natural y el paisaje humano, hechos,
expresión y poesía en la obra de José María Arguedas, el gran escritor peruano.
Bastaría, para probarlo, espigar en sus cuentos y en sus novelas, como en Warma
Kuyay que empieza con aquella evocación de encantamiento: Noche de luna en la
quebrada de Viseca. Salcedo, el protagonista de Orovilca, habla de un ave: «El chaucato
es un príncipe como de los cuentos».
«Debe ser algún genio, antiguo, iqueño. Es quizá el agua que se esconde en el subsuelo
de este valle y hace posible que la tierra produzca tres años, a veces más años, sin ser
regada». En Hijo Solo: «A ratos, desde el fondo del bosque, llegaba la voz tibia de las
palomas».
«Creía Singu que de ese canto invisible brotaba la noche; porque el canto de la
calandria ilumina como la luz, vibra como ella, como el rayo de un espejo. Singu se
sentaba sobre la piedra. Le extrañaba que precisamente al anochecer se destacara
tanto la flor de los duraznos. Le parecía que el sonido del río movía los árboles y
mostraba las pequeñas flores blancas y rosadas». En El Ayla: «El sol del crepúsculo
comulga con el hombre, no sólo embellece el mundo. Mientras el Auki cantaba, la luz se
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extendía, bajaba de las cumbres sin quemar los ojos. Se podía hablar con el resplandor
o, mejor, ese resplandor vibraba en cada cuerpo de la piedra, del grillo que empezaba ya
a inquietarse para cantar y en el ánimo de la gente»(7).
«Para el hombre quechua monolingüe, el mundo está vivo; no hay mucha diferencia, en
cuanto se es ser vivo, entre una montaña, un insecto, una piedra inmensa y el ser
humano. No hay, por tanto, muchos límites entre lo maravilloso y lo real».
«Los bosques de retama perfumaban el campo. Se veían las flores como claras
manchas a las orillas del río. La luna menguante no opacaba a las estrellas, iba
acercándose al filo de los montes en un extremo del cielo despejado; bajo la luz tranquila
brillaban las estrellas sin herir tanto».
«El resplandor de las estrellas llega hasta el fondo, a la materia de las cosas, a los
montes y ríos, al color de los animales y flores, al corazón humano, cristalinamente; y
todo está unido por ese resplandor silencioso».
«Desaparece la distancia. El hombre galopa pero los astros cantan en su alma, vibran
en sus manos. No hay alto cielo».
Arguedas dice cuando está escribiendo El Zorro de Arriba y el Zorro de Abajo: «Yo estoy
sufriendo hartísimo, pero cada vez amo más el mundo. La sola presencia de una árbol
me recompensa de todo lo sufrido».
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III
La Naturaleza y Rousseau
Que sepamos, ningún escritor la ha citado tantas veces, como si en ella se encontrase la
clave de todas las cosas.
Todo el mundo ha oído hablar de Rousseau, pero son muchos los que ignoran las
particularidades y vicisitudes de este hombre apasionado, complejo y contradictorio, que
se entregó a la misión para la cual había nacido, a pesar de la pobreza, la soledad y los
peligros que lo acompañaron siempre.
«En su propia juventud singular –dice Matthew Josephson, uno de sus biógrafos– no
hizo más que vagar como un paria por los caminos de Europa, compartiendo la rústica
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comida de las chozas campesinas y pasando las noches en cuevas y agujeros en los
campos o en las desoladas calles de las ciudades»(9).
Una tarde, vagando como siempre, lleva en las manos el Mercure de France y lee allí
que la Academia de Dijon ha propuesto para el premio del año siguiente el tema «El
progreso de las ciencias y las artes ¿ha contribuido a purificar o a corromper las
costumbres?».
Ecce homo. Este es el hombre. Todo lo que se diga sobre él será siempre pálido y pobre
ante estas líneas.
Ese era el tema de toda su vida. Las ideas afluyen de pronto como si se hubiera
esfumado la barrera que las detenía. La frivolidad y la hipocresía de un medio artificial; la
injusticia de una sociedad gobernada por el egoísmo, la irracionalidad y el desdén
sistemático e inhumano; los males que se habían ido acumulando sin medida; todo eso
debía desaparecer para que surgiese el hombre despojado de esa capa opresora que
desvirtuaba también el sentido de la cultura y de la historia.
Ganó el premio y la fama lo hizo suyo para siempre. Diderot, ya su amigo, le dijo: «Su
discurso toma por asalto a todo el mundo».
Rousseau, con su Discurso sobre las artes y las ciencias, se perfilaba no sólo como un
contestatario sino como un revolucionario. Lo fue toda la vida. De allí que uno de sus
contemporáneos, Garat, dijese que produjo escándalo, admiración y terror, como si se
intuyese ya la explosión de 1789.
Aún hoy, sus palabras son capaces de provocar un incendio: «La primera fuente del mal
es la desigualdad –dice adelantándose en doscientos años a los revolucionarios de hoy,
y agrega:– Si yo fuese el cacique de alguna nación africana colgaría a todos los
europeos que cruzasen la frontera».
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Aún más: «Cuántos crímenes –antes de Proudhon y de Marx– guerras, asesinatos,
miserias y horrores habría ahorrado a la especie humana el que, arrancando las estacas
o arrasando el foso, hubiese gritado a sus semejantes: ¡Guardaos de escuchar a este
impostor! ¡Estáis perdidos si olvidáis que los frutos son para todos y que la tierra no es
de nadie! Únicamente el trabajo da al cultivador de la tierra derechos sobre la cosecha».
La fama no lo colmó de soberbia sino constituyó más bien un reto que lo obligó a traducir
en actos sus ideas.
Se había unido con una humilde lavandera que no sabía leer ni escribir ni expresarse
correctamente ni aprender siquiera los nombres de los meses del año. Envió a sus hijos
al orfelinato apenas habían nacido, y el remordimiento lo agobió el resto de su vida,
afectada también por una enfermedad que no pudo curar nunca: la retención de orina.
Sería inútil continuar con las vicisitudes de Rousseau. Al primer discurso siguió otro
sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, y su actividad intelectual culminó
con obras capitales: Emilio, El Contrato Social, La Nueva Heloísa, Confesiones y
Ensueños de un Paseante Solitario, seguramente la más hermosa de todas.
«Para Rousseau, y podemos decir esto sin jugar con las palabras, el hombre de la
naturaleza es exactamente la naturaleza del hombre»(10).
«Todo está bien al salir de manos del Autor de las cosas; todo degenera en manos del
hombre». Así empieza el Emilio.
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«El hombre ha nacido libre, pero en todas partes se halla cargado de cadenas». Así
empieza el Contrato Social.
Naturalmente, esta obsesión por «el hombre de la naturaleza» había de ser mirada con
escepticismo y provocar polémicas y burlas. El más mordaz fue, por supuesto, Voltaire
que le escribió a Rousseau, después de recibir su libro sobre el Origen de la desigualdad
entre los hombres:
«Acabo de recibir, señor, su nuevo libro contra la especie humana, y le agradezco por
ello. Pinta usted con verdaderos colores los horrores de la sociedad humana. Jamás he
visto tanto talento empleado para volvernos estúpidos. Leyendo su libro siéntese el
deseo de andar a cuatro patas. Empero, como por desgracia, hace más de sesenta años
que he perdido ese hábito, me es imposible asumirlo nuevamente y debo dejar esa
postura natural a quienes sean más dignos de ella que usted y yo».
«Por muy diversa que sea la estructura de los vegetales no puede interesar a una
mirada ignorante. No ven nada en detalle porque no saben siquiera lo que es preciso
mirar y no ven tampoco el conjunto, porque no tienen ninguna idea de esa cadena de
relaciones y de combinaciones que colma con sus maravillas el espíritu del observador».
«No quería dejar una brizna de hierba sin análisis y me disponía a hacer, con una
selección de observaciones curiosas, la Flora petrinsularis».
«Oh, Naturaleza, oh madre mía», hubo de clamar más de una vez con entrega total y
unción religiosa.
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Así, pues, Rousseau se convierte en naturalista.
Iba a vagar, ciertamente, como lo había hecho con frecuencia, pero iba a la vez a
herborizar, no sólo con un propósito de conocimiento si no de íntima comprensión y, algo
más, de retorno a la vida universal, para confundirse con ella y sentirse animado por el
mismo impulso misterioso que convierte las semillas en plantas y las gemas en hojas, en
flores y frutos.
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IV
Ambos alcanzan lo que desean y, con el correr de los días, Eduardo y Otilia se sienten
mutuamente atraídos, así como Carlota y el Capitán.
Esa atracción se acentúa hasta el punto de que Carlota debe acudir a su dominio sobre
sí misma, y el Capitán se aleja a tiempo, pero el amor de Eduardo por Otilia crece como
un incendio y sólo termina con la muerte de ambos.
Es natural que Eduardo se sienta deslumbrado y cada vez más atraído por una bella
muchacha que, además, obedece al mismo impulso, que se adapta a sus costumbres y
trata de complacerlo, porque ella ve también en él aquello que le faltaba; y es natural
que Carlota y el Capitán sientan una atracción mutua que desborda el marco del
matrimonio, institución a la cual ella está obligada y que él respeta por ella misma, por su
amigo y por la acogida que se han servido dispensarle.
Al parecer, las afinidades, en este caso, no son electivas sino enteramente naturales. La
elección implica un razonamiento previo, una comparación de las ventajas y las
desventajas y una decisión que se traduce en hechos.
La afinidad natural, en cambio es una suerte de atracción que actúa por sí misma,
independientemente de la voluntad de las personas que se sienten, más bien,
arrastradas por una fuerza que tiende a unificarlas, a pesar de las convenciones
sociales, porque esa fuerza es una manifestación del imperio de la Naturaleza.
Sin embargo, la afinidad de los elementos químicos que figura en la novela, es un punto
de apoyo para una conclusión diferente. La definición que da el Capitán no deja lugar a
dudas. «Llamamos afines aquellas naturalezas que al encontrarse rápidamente hacen
presa una de otra y de un modo recíproco se influyen».
Es inevitable que, al abordar este asunto, nos encontremos de pronto con el movedizo y
complejo mundo de la psicología.
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afirmar que la diferencia entre un hombre y otro hombre es mayor que entre un hombre y
un animal.
Nadie puede dudar del dominio del código genético. Una simple observación a lo largo
de nuestras relaciones, por fugaces que ellas sean, nos permiten distinguir el talento de
unos y la limitación mental de otros que se revelan principalmente a través del lenguaje,
como lo hace notar Klages.
La Caracterología nos proporciona una prueba más en apoyo de esta tesis. Los
temperamentos sanguíneo, melancólico, colérico y flemático, admitidos desde antiguo, y
los tipos pícnico y leptosomo de Kretschmer a los que corresponden los temperamentos
ciclotímico y esquizotímico, no son productos de la sociedad y la cultura sino de la
Naturaleza.
La afinidad es, generalmente, una suerte de vínculo natural entre dos personas que han
sido dotadas igual o semejantemente desde su nacimiento, aunque en numerosos casos
se trata, más bien, de una suerte de compensación o complementación necesaria y, por
lo tanto, difícil de eludir.
La Historia nos ofrece ejemplos muy ilustrativos al respecto. Es difícil encontrar una
afinidad como la que hubo entre Sócrates y Platón, hasta el punto de que no se sabe
qué es lo que pertenece al uno y al otro, pues la esencia y la trama filosófica son de
ambos, sin distinción posible.
En este caso, la afinidad fue no sólo una atracción mutua dada por el genio, sino una
extraordinaria identidad de ambos en la concepción del mundo y del yo.
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Si Sócrates era el Maestro de tan grande virtud intelectual que su personalidad y su obra
dividen la historia de la filosofía en dos etapas, antes de él y después de él, Platón era el
discípulo capaz de fijar en la palabra escrita y a través del diálogo, inseparable de la
reflexión compartida y la búsqueda fervorosa de la verdad, el pensamiento de aquél, que
andaba por las calles, alejándose muchas veces de la irascible Xantipa, hasta encontrar
un interlocutor inteligente con quien dialogar.
Sócrates ha sido, sin duda, el más grande educador del mundo occidental, a la vez que
«un santo de la historia de la filosofía», como dice Jaspers.
Si aceptara la propuesta de Critón, las leyes, es decir, las normas que presiden la vida
ciudadana, le dirían según él, «Sócrates, obedécenos y evita el ridículo que harías
saliendo de la ciudad, pues es evidente que también tus amigos correrían el riesgo de
ser desterrados y quedar privados de sus derechos civiles o perder su fortuna».
«En cuanto a ti si vas a alguna de las ciudades más cercanas, llegarás a ellas como
enemigo de su régimen de gobierno, todos cuantos miran por el bien de la ciudad te
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verán con desconfianza, por considerarte un violador de las leyes y harás buena la
opinión de tus jueces. Y siendo esto así ¿huirás de las ciudades de buenas leyes y de
los hombres más honestos? Y si obras así, ¿Valdrá la pena vivir?».
Su defensa ante los jueces terminó con estas palabras: «Yo he de marchar a morir y
vosotros a vivir. ¿Sois vosotros o soy yo quien va a una situación mejor? Eso es oscuro
para cualquiera, salvo para la divinidad».
Sócrates, rodeado por alguno de sus discípulos, se mantiene sereno y dialoga con ellos
como lo hacía siempre, esta vez sobre la muerte y el alma. «Y qué no es otra cosa que
la separación del alma y del cuerpo? ¿Y qué el estar muerto consiste en que el cuerpo,
una vez separado del alma, queda a un lado solo en sí mismo, y el alma al otro,
separada del cuerpo y sola en sí misma? ¿Es acaso la muerte otra cosa que eso? ¿Y no
se da el nombre de muerte a eso, precisamente, al desligamiento y separación del alma
con el cuerpo? ¿Y no sería ridículo que un hombre que se ha preparado durante su vida
a vivir en un estado lo más cercano posible al de la muerte, se irrite luego cuando le
llega ésta? Pues, afirma, «los que filosofan en el recto sentido de la palabra se ejercitan
a morir».
«Así, pues, me pareció que era menester refugiarme en los conceptos y contemplar en
aquellos la verdad de las cosas» –dice Sócrates– «puesto que nuestros sentidos llaman
a engaño». La reminiscencia de vidas anteriores y la reencarnación posible constituyen
puntos de mira para Sócrates, pues, «si el alma existe previamente y es necesario que,
cuando llegue a la vida y nazca no nazca de otra cosa que de la muerte. Luego, cuando
se acerca la muerte al hombre, su parte mortal perece pero la inmortal se retira sin
corromperse, cediendo el puesto a aquella».
Sócrates, finalmente, llama al que debía darle el veneno. «Y bien, buen hombre, tú que
entiendes de estas cosas, ¿qué debo hacer?» –le pregunta–. «Nada más que beberlo y
pasearte hasta que se te pongan las piernas pesadas, y luego tumbarte. Así hará su
efecto» –es la respuesta.
Sócrates bebe la cicuta tranquilamente. Hace como se le había indicado. Sus amigos no
pueden contener las lágrimas.
«Qué es lo que hacéis, hombres extraños» –les dice– «Si mandé afuera a las mujeres
fue por esto especialmente para que no importunasen de este modo, pues tengo oído
que se debe morir entre palabras de buen augurio. ¡Ea! pues, estad tranquilos y
mostraos fuertes».
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Platón es, como se ha dicho más de una vez, el filósofo por antonomasia. Se lo mira de
lejos, como una cima, y quienes tuvieron la capacidad de trazar una línea de su
superación humana, partieron de él para continuarla con Leonardo y Goethe.
Whitehead dice que la filosofía es una serie de acotaciones a Platón y Jaspers confiesa
que, después de haberse alejado un paso, es preciso volver a él una vez y otra vez.
«Observa ahora a lo largo de ese muro unos hombres que llevan objetos de todas las
clases que sobresalen sobre él, y figuras de hombres o de animales, hechas de piedra,
de madera y de otros materiales.
– ¿Crees, en primer lugar, que esos hombres han visto de sí mismos o de otros algo que
no sea las sombras proyectadas por el fuego de la caverna, exactamente en frente de
ellos?
– Esos hombres tendrán que pensar que lo único verdadero son las sombras.
– Considera la situación de los prisioneros, una vez liberados de las cadenas y curados
de su insensatez. ¿Qué crees que podría contestar ese hombre si alguien le dijese que
entonces sólo veía bagatelas y que ahora, en cambio estaba más cerca del ser y de
objetos más verdaderos?».
¿Qué unió a Sócrates y Platón para siempre? Fue el genio, ciertamente, pero un genio
dotado para aprehender la esencia de los seres y las cosas, con el acicate de favorecer
el avance del hombre.
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Entre fines del siglo XI y principios del XII, en una ciudad de Italia del Medioevo europeo,
un joven se divierte y derrocha dinero a manos llenas. Le llaman, por esta razón, «cesta
agujereada».
Un día, entre otros, se sintió enfermo. Y todo ese mundo de placeres, que compartía con
otros jóvenes como él, se esfumó ante el ímpetu de una inquietud creciente por la
búsqueda del camino que lo conduciría hacia Dios.
A partir de ese momento, el joven que esparcía dinero en todas partes, se fue
convirtiendo en un alma atormentada dentro de su propia carne, cada vez más débil,
dolorida y sangrante, que no conocía límites para el sufrimiento y que repetía
incesantemente las palabras amor, amor, amor.
Amó profundamente, con una entrega total, no sólo a los hombres si no a los animales, a
las plantas, a los astros, en una comunión universal con el hermano Sol, la hermana
Luna, la hermana agua, el hermano pájaro y la hermana hoja, desprendida del árbol y ya
sin vida.
Ha habido muchos ascetas y las religiones han sido las fuentes de renunciaciones y
martirios en Oriente y Occidente, pero es difícil encontrar una vida semejante a la de
Francisco de Asís, el pobrecillo que canta y danza y mira con ojos límpidos el prodigio
del mundo y duerme en el suelo y tiene una piedra por almohada y echa cenizas en su
pobre alimento y se refugia en una choza o asciende a una cumbre inclemente para ser
herido por el viento helado a través de sus harapos, mientras dice sus parábolas o llama
a las aves y las flores a entonar su Himno al Sol.
¿Quién lo indujo a este cambio del placer por el dolor, de las comodidades y el lujo de
una mansión por el helado refugio de una caverna, del ambiente familiar por la soledad y
el desamparo?
¿Cómo se desbordó ese amor hasta abarcar el Universo? ¿Por qué fue su entrega total,
más allá de la capacidad y la resistencia humanas, a una doctrina de amor y de
renunciación a los apetitos de la carne?
El Cristo de Francisco no es aquél que dijo: «no penséis que vine a meter paz en la
tierra; no vine a meter paz sino espada», sino el Jesús del Sermón de las Montaña y de
las Bienaventuranzas. Francisco transformó en vida el verbo del evangelio que se hizo
en su ser llama de amor y luz y linfa clara.
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En la América conquistada y sometida al imperio español, la libertad había llegado a ser
un vivo anhelo para un puñado de criollos conscientes de su postergación y atentos a los
estallidos de la Revolución Francesa.
El no fue sólo un hombre de guerra. Caudillo, político, estadista, escritor, orador, vidente,
no hubo en su tiempo y no hay aún en el nuestro, nadie que pueda comparársele, y es
imposible que su gesta pueda repetirse, porque no se concibe siquiera la posibilidad de
que alguien derrote al poderoso opresor de un continente y devuelva la libertad a cinco
colonias, convertidas en repúblicas, y sueñe con unirlas, en medio de la incomprensión,
la ignorancia y la mezquindad que lo condujeron a la muerte.
Así, pues, aunque Bolívar hubo de alternar con personas notables, ninguno puede ser
considerado cuando se trata de una afinidad natural, si se tiene en cuenta la plenitud de
la intuición política, la pasión generosa, la capacidad creadora, la voluntad y el coraje a
toda prueba, y es preciso pensar que alguien se sintiera atraído por él, que compartiera
sus ideales, se adaptara a su carácter y permaneciese junto a él con lealtad ejemplar,
como el mejor de sus discípulos. Ese hombre fue José Antonio de Sucre.
Manuelita se sintió atraída, sobre todo, por el genio de Bolívar, por sus hazañas, por el
halo de gloria que iba con él a todas partes. Al unirse a su héroe, le fue fiel en todo
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momento y le salvó la vida cuando un grupo de conjurados irrumpió en sus habitaciones
con el propósito de matarlo.
Poco después, en el baile, le fue presentada al Libertador «la señora Manuela Saénz de
Thorne», pues era esposa del médico inglés Dn. Jaime Thorne. Bolívar reconoció en ella
a la linda mujer que le había arrojado desde el balcón una corona de laurel. Y desde ese
momento –dice Calle– «abandonando hogar, familia, pisoteando las leyes del honor y
atropellando toda consideración social, esta mujer se unió a Bolívar y dióse a seguir los
pasos del gran hombre, compañera de sus días de gloria y de sus horas de desaliento».
Sobre su coraje y desprecio por las convenciones sociales, bastan unas líneas de
Ricardo Palma: «En Lima cabalgaba a manera de hombre en brioso corcel, escoltada
por dos lanceros y vistiendo dormán rojo con brandeburgos de oro y pantalón bombacho
de cotonía blanca», una réplica americana de la europea George Sand.
Más expresiva es la nota de José Cuervo: «En Bogotá se presentaba Manuelita con
frecuencia vestida de oficial y seguida de dos esclavas negras con uniformes de
húsares, que se llamaban Natán y Jonatás. En este traje, ella espada en mano y las
negras con lanza, salieron en 1830, la víspera de Corpus, y rompiendo en la plaza
mayor por la muchedumbre y atropellando las guardias, fueron a desbaratar los castillos
de pólvora en que se decía haber figuras caricaturescas del Libertador».
Cuando Bolívar corre el peligro de ser asesinado, ella lo despierta y lo urge para que
salte por la ventana y se ponga a salvo. Sin temor a las consecuencias, se enfrenta a los
conspiradores y los retiene con argucias que se le ocurren en ese momento.
Su esposo la reclama, a pesar de todo, y ella le escribe una graciosa carta que es ya
antológica. «No, no, no; no más, hombre de Dios. ¿Usted cree que yo, después de ser la
querida de mi general por siete años y con la seguridad de poseer su corazón, preferiría
ser la mujer del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, o de la Santísima Trinidad?
¿Me cree usted menos honrada por ser él mi amante y no mi marido? ¡Ah! yo no vivo de
las preocupaciones sociales inventadas para atormentarse mutuamente. Déjeme usted
mi querido inglés. Hagamos otra cosa: en el cielo nos volveremos a casar; pero en la
tierra no. ¿Cree usted malo este convenio? En la patria celestial pasaremos una vida
angelical y toda espiritual (pues como hombre usted es pesado).
Allá todo será a la inglesa, porque la vida monótona está reservada a su nación (en
amores, digo, pues en lo demás, ¿quiénes más hábiles para el comercio y la marina?).
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El amor les acomoda sin placeres, la conversación sin gracia y el caminar despacio; el
saludar con reverencia, el levantarse y sentarse con cuidado, la chanza sin risa.
Estas son formalidades divinas; pero yo, miserable mortal, que me río de mí misma, de
usted y de estas seriedades inglesas, ¡qué mal me iría en el cielo!».
¿Se trata también de una afinidad natural, como las anteriores? Lo es, siempre que la
belleza esté animada por el talento. Sólo una mujer superior podía desdeñar y burlarse
de las costumbres rutinarias, de los prejuicios admitidos; sólo ella era capaz de
comprender la grandeza de un hombre y entregarse a él y defenderlo porque así acudía,
consciente o inconscientemente, al cumplimiento de un destino histórico.
En la Francia del siglo XIX, el genio de Víctor Hugo ha marcado ya sus pasos con Odas
y Baladas, Las Orientales, Cromwell, el prefacio de Cromwell, Hernani... Tiene treinta
años y es el jefe, por mérito propio, de la escuela romántica.
El poeta, que ya no cuenta con la intimidad de Adéle, su mujer, resiste, a pesar de todo,
las insinuaciones de Juliette, pero al fin se entrega a ella y se inicia, entonces, un amor
profundo, sin temores y sin límites; una entrega total, a prueba de sacrificios, a este
hombre que cede fácilmente a las tentaciones. Chair de la femme! argile ideal! o
merveille!, dice uno de sus versos.
La vida de Juliette, a partir de esa noche, la primera, en la que la algarabía del carnaval
se desbordaba por las calles, mientras los amantes bebían la miel y la ambrosía, fue una
ofrenda perpetua, una defensa maternal, una intuición fraterna. «Tú eres mi fe, mi
religión y mi esperanza», le dice en una de sus cartas. Y en otra, cuando la declinación
inevitable se avecina, habla de sí misma como "una pobre mujer que te ama hasta la
muerte".
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Francia retorna al sistema republicano. Hugo vuelve a su patria, donde es recibido como
un héroe y se le tributan honores excepcionales.
En su última carta, próxima ya a la muerte, Juliette es, como siempre, una llama de amor
inextinguible: «Mi querido adorado. Te amo».
El caso de Pierre Curie y Marie Sklodowska, más tarde Mme. Curie, es distinto. Ambos
habían sido dotados generosamente por la Naturaleza. Ambos encontraban en la
investigación científica, específicamente en los campos de la Física y la Química, la
razón de ser de su vida misma; y aparte de la atracción mutua entre un hombre y una
mujer, había una suerte de compensación, como en el caso de muchas uniones
matrimoniales, pues María era tenaz y dominante y Pierre se caracterizaba, más bien,
por su timidez y su idealismo.
Esa conjunción de vocaciones que coinciden hasta el punto de convertirse en una sola;
esa entrega solidaria y abnegada a la investigación científica sin otra meta que la
verdad; ese sacrificio compartido que fue minando la salud de ambos, ante la
indiferencia, la incomprensión y la mezquindad de todos, con rarísimas excepciones; ese
trabajo agotador en las peores condiciones, por la falta de recursos, constituyen una
página de una vieja historia en que alternaban el cumplimiento de una misión y «la
condición humana».
Mientras el amor entre un caudillo o un poeta y una hermosa mujer nos agrada y
seduce, la vida monótona de dos, marido y mujer, empeñados en una agobiadora tarea
sin más apoyo que el que podían procurarse a sí mismos, carece de atractivo, aunque
de ella se derive un beneficio permanente para la humanidad.
Sin embargo, triunfa una vez más y siempre triunfará, la afinidad del talento y la
vocación. Se trata, en este caso, de una misión ineludible, de un mandato interno, de
una razón de ser de la existencia misma compartida por dos.
Dedicada al estudio exigente y sistemático, María alcanza el primer lugar entre sus
condiscípulos en la licenciatura de ciencias matemáticas.
Pierre era un físico notable, dedicado a investigar la simetría de los cristales. Su tesis
doctoral sobre el magnetismo fue sobresaliente. A pesar de todo, no obtuvo el
reconocimiento que merecía, aunque se le dotó de una cátedra y un laboratorio y su
candidatura a la Academia de Ciencias obtuvo éxito en un segundo intento, al cual fue
empujado, literalmente, por uno de sus amigos.
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El nombre de Marie ésta unido al radio, descubierto por ella a fuerza de trabajos
increíbles. Fue la primera mujer a la que se concedió el Premio Nobel y la primera,
también sin distinción de sexos, en recibirlo por segunda vez.
Es indudable que Pierre compartió el trabajo y el triunfo con ella, aunque siempre insistió
en reconocer que el descubrimiento era obra de Marie.
Ambos se entregaron a una suerte de ascetismo del investigador que rehuye las fiestas,
las reuniones y los halagos y se dedica exclusivamente a su tarea, sin importarle el
dinero ni los premios ni aun las aplicaciones prácticas, porque su campo era el de la
ciencia, y sería inútil agregar que se trataba de la ciencia pura, porque no hay más que
una.
El recuerdo de estos casos nos lleva a la formulación de una verdad: investigar o escribir
o crear es «una manera de vivir», como decía Flaubert, –lo recordamos por segunda
vez– reducido a una existencia casi monacal para que Mme. Bovary se echara a andar
por el mundo.
Es cierto que todos los seres humanos tenemos una manera de vivir. El artesano, el
profesional, el educador, el sacerdote, tienen que vivir de alguna manera, por la simple
razón de que no son plantas ni animales.
Cuando se trata del poeta, del compositor, del escritor, del pintor, del investigador
científico, dignos de tales nombres, esas maneras de vivir alcanzan una intensidad
extraordinaria.
Se ha dicho que el niño sólo vive intensamente cuando juega. Y el poeta también
cuando da forma a un poema; y el compositor cuando trabaja en una partitura; y el
escritor cuando vierte en un ensayo, en un cuento o en una novela, algo que surge de sí
mismo.
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La afinidad natural no se da siempre entre quienes cultivan la misma disciplina o realizan
tareas semejantes o se distinguen como creadores en un campo determinado. Ocurre, a
veces, que la rivalidad se hace presente y pone una venda en los ojos de uno de los dos
o de ambos, incapaces ya de apreciar el mérito ajeno porque se lo impide la propia
manera de investigar o de concebir o de expresarse.
Es conocida la competencia entre los hombres de ciencia que quieren ser los primeros o
que dan por errónea la tesis ajena. Cuando se concede el Premio Nobel a Golgi y a
Ramón y Cajal por sus investigaciones en el campo de la neurología, la rivalidad entre
ambos es inevitable.
Golgi defiende una tesis, al parecer errónea en más de un punto, y Cajal se mantiene en
la suya, no sin advertir los yerros de su compañero. Es notoria, además, la diferencia y
aun la oposición de temperamentos. Golgi es impetuoso, extrovertido, dominante,
ególatra; Cajal es dueño de sí mismo, sereno, mesurado. No era posible que se
entendieran.
Pasteur no tuvo rivales de su talla y hubo de luchar, más bien, contra la rutina, la
incomprensión y la ignorancia. Es verdad que en Alemania, Robert Koch descubrió el
bacilo de la tuberculosis y el del cólera, distinguiéndose como un científico eminente,
pero no hubo ninguna desavenencia entre el sabio francés y el sabio alemán,
coincidentes en el estudio del bacilo del carbunco y entregados a su trabajo a un lado y
otro de la frontera.
Si hubo algún brote de rivalidad entre los esposos Curie, por una parte, y Ernest
Rutherford por la otra, no pasó de la superficie. El radio pertenecía a un campo común y
hubo, más bien, una simpatía mutua que se manifestó en el cambio de mensajes y de
invitaciones. Marie Curie envió a Rutherford algún material para su trabajo y él señaló
apenas ciertas limitaciones en la formulación teórica de sus amigos.
Nadie se acuerda de sus Tragedias y son muy pocos lo que leen alguna de sus novelas,
salvo, naturalmente, Cándido, que mantiene su juventud hasta hoy.
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Rousseau fue, en cambio, un hombre excesivamente sensible, apasionado,
impresionable, hipocondríaco, al que nos hemos referido ya en un capítulo especial. No
encontraremos en él la burla ni el sarcasmo, ni siquiera la ironía, sino el deslum-
bramiento, la revelación, el entusiasmo, la intuición, el fervor, el anhelo de algo mejor.
Por último, viajó a París y fue ovacionado y coronado en una ceremonia que apresuró su
muerte.
Rousseau vivió a salto de mata, fue vilipendiado y perseguido, casi siempre solitario y
enfermo. Es comprensible que en sus últimos años sufriera un delirio de persecución y
se encontrara al borde de la locura.
La colisión entre dos caracteres que eran como dos polos, el de Voltaire y Rousseau,
era inevitable. Contemporáneos ambos, pertenecientes al mismo mundo cultural,
(porque aun cuando Rousseau nació en Ginebra y era, por tanto, suizo, se incorporó a la
cultura francesa y es considerado como miembro de esa nacionalidad) interesados
igualmente en el cambio político y social; sarcástico y sutil el autor de Cándido; fervoroso
y sencillo el padre de Emilio; orgulloso y seguro de su poder y su fama, el primero;
humilde y vacilante a veces, el último; el recuerdo de esta pequeña historia nos muestra
al «rey Voltaire» enfurecido y al pobre Rousseau a merced de sus dardos, sin defensa
alguna.
Inicialmente, Rousseau admiraba a Voltaire, como todo el mundo, pero a medida que
pensaba y escribía, que su nombre era conocido y sus ideas eran compartidas o
rechazadas y su estatura se elevaba cada vez más, su actitud iba pasando de la
admiración a la crítica y, finalmente, a la oposición declarada.
Entre el hombre situado en la cima de una sociedad refinada y el parvenu que se revela
contra ella y que poco a poco se eleva hasta situarse en el mismo nivel de aquél, había
de generarse una tensión creciente que se manifestó muchas veces en palabras.
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cuando ve que se alza frente a él, hasta entonces dueño de un poder omnímodo en el
mundo de las letras, a un hombre que emerge de la pobreza y el anonimato hasta
erigirse no sólo en un par sino en un competidor temible, sin más armas que su fervor y
su humildad.
Las diatribas de Voltaire se multiplican hasta caer en la infamia, aunque admite el mérito
de su rival: «Escribe con una pluma que incendia el papel en que se posa».
«Un falso hermano –habría de decir– que ha traicionado la filosofía, un perro rabioso
que muerde a todos, un bastardo de Diógenes, aunque a veces escribe como Platón». Y
en un libelo anónimo, después de una de las calamidades que afligen a Rousseau: «Lo
sentimos por el lunático; pero cuando su locura se vuelve furia debe atársele». Y en una
carta a Hume: «Podemos arrojar algunos pedazos de pan sobre el fumiere en que yace
afilando sus dientes contra la especie humana. Es un charlatán que ha colmado la
piedad de sus benefactores y la indignación pública, que ha deshonrado a él y a la
literatura».
Y, por último, su broche de oro: «Un monstruo de vanidad y bajeza. Un viejo pederasta
que ha tenido relaciones con el vicario saboyano» (¡¡!!).
Rousseau se limitó a describir a Voltaire como «un genio sutil y un alma mezquina».
Cuando uno se pregunta por qué estos hombres eran como eran, la respuesta es
inquietante y perturbadora: Porque habían nacido así. Las comodidades y los halagos
que envolvieron a Voltaire no modificaron aquello que le era constitutivo. Acaso
contribuyeron a darle mayor firmeza.
Las duras pruebas que hubo de soportar Rousseau, la incomprensión y los ataques de
sus enemigos gratuitos, las amenazas que conspiraron contra su tranquilidad, su salud y
su vida, contribuyeron, más bien, a fortificar su convicción, a desdeñar las convenciones
sociales y a refugiarse en la soledad. En medio de todo, esa convicción se fue afirmando
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progresivamente y su actitud y su conducta correspondieron a ella hasta el punto de
identificarse con su manera de vivir y de alternar con los demás.
Así, pues, los dos cumplieron su destino. ¿En qué medida puede contrariarlo la voluntad,
si es parte de ese destino? ¿Y la libertad, el «libre arbitrio», la capacidad de elegir, por
dónde andan? Apenas si podemos acentuar más o menos el tipo de actividad para el
cual hemos nacido, sin olvidar que son legión aquellos que vagan perdidos en el bosque,
a merced de la lluvia y el viento, llevados y traídos por manos que no son las suyas.
Es notoria no sólo la semejanza sino la continuidad, entre un ser y otro ser, de la misma
arcilla humana. Uno y otro poseen la misma capacidad, el mismo interés sustancial, la
misma nota acorde ante las vicisitudes del mundo. Ellos pueden entenderse porque
tienen en común la sensibilidad, el órgano de recepción y comunicación y el instrumento
del lenguaje, aunque se encuentren en las antípodas.
No se trata del campo, de la disciplina, del arte que comparten éste y aquél, sino de su
aptitud particular, de su preferencia específica, de la manera que les es propia, de su
estilo, en suma, que los lleva a coincidir o a discrepar y aun a oponerse rotunda y, a
veces, furiosamente, porque les es imposible entenderse entre sí.
Goethe se refirió alguna vez a «sus enemigos» y los clasificó en cinco grupos: los
estúpidos, los envidiosos, los fracasados, los críticos y los discrepantes. Es evidente que
sólo podían comprenderlo y admirarlo aquellos que estuviesen hechos de la misma
sustancia. Él lo dijo en breves palabras: «Lo decisivo es que aquél de quien queramos
aprender sea conforme a nuestra naturaleza».
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Este es un caso, precisamente, de afinidad natural.
Entre aquél joven que admira a Goethe, que se atreve a escribirle y tiene la fortuna de
recibir una respuesta; que, por último, decide verle y viaja a Weimar y no sólo da cima a
su deseo sino que se queda, retenido por su ídolo, que ve en él la juventud vigorosa y
entusiasta que Mefistófeles dio a Fausto; entre el genio universal y el joven talento,
había una heredad común, un puente de comunicación, una armonía humana que se
resolvió en la acogida benévola, por una parte, y la asistencia delicada y fervorosa por la
otra.
Y sin embargo, ese genio portentoso, ese «dulce cisne del Avon», ante quien se inclina
Goethe, es un «bárbaro» para Voltaire. Las reglas al uso y las tres unidades de rigor han
sido olímpicamente olvidadas por el creador de Hamlet que se desborda como un río
caudaloso y abre su propio lecho y fecunda la tierra. Bárbaros son también, mirados con
estas anteojeras, Cervantes y Walt Whitman, no importa el espacio de tiempo que media
entre ambos. Los gramáticos, los críticos y los preceptistas se cebaron en el Quijote y la
gente común de aquella época la juzgó obra de humorada, y la poesía de Whitman fue
piedra de escándalo para los puritanos y las honestas familias de entonces y aun
escritores como Henry James y Santayana ahorraron los elogios y no vieron o no
quisieron ver el torrente renovador que corría ante sus ojos.
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Para Azorín, «lo que aquí es trabajo, técnica laboriosa, particularidades de la época, en
Cervantes es ligereza, sutilidad, inactualidad. Páginas hay que con ligeras
modificaciones ortográficas, parecerían escritas ahora; el autor escribiendo embebido en
su propia visión interior sin reparar en la forma literaria». Y agrega estas palabras que
merecen ser subrayadas: «Cervantes no se da cuenta de cómo escribe. Cuando se llega
a ese estado es cuando realmente la expresión literaria alcanza su más alto valor».
Borges dice de Walt Whitman: «su fuerza es tan avasalladora y tan evidente que sólo
percibimos que es fuerte». Y en una conferencia sobre Nathaniel Hawthorne, cita un
párrafo de este autor que es pertinente aquí: «En el desorden aparente de nuestro
misterioso mundo, cada hombre está ajustado a un sistema con tan exquisito rigor –y los
sistemas entre sí, y todos a todo– que el individuo que se desvía un sólo momento, corre
el albur de ser, como Wakefield, el Paria del Universo».
Hay, pues un poder interior, en cada caso, y un patrimonio común que permite
comprender y sentir como propia la creación ajena. La admiración alienta allí donde hay
una heredad compartida. Goethe admira a Shakespeare porque hay entre ambos una
capacidad y un don que han sido dados a uno y a otro.
Entre Goethe y Lord Byron hay una admiración mutua, y cuando el autor del Fausto se
refiere a Molière, multiplica los elogios: «Es un hombre puro. En él no hay nada
escondido ni disimulado. Y luego, ¡qué grandeza la suya! Domina las costumbres de su
tiempo en vez de estar dominado por ellas. Molière amonestaba a los hombres
poniéndoles ante los ojos su verdadero ser». De Calderón dijo que en él se hallaba la
perfección teatral: «sus obras son teatrales de pies a cabeza; no hay nada en ellos que
no esté calculado para producir el efecto que se busca. Calderón es el genio que ha
tenido más ingenio».
Entre Goethe y Schiller había algo más que una mutua admiración. Había amistad. La
admiración es un deslumbramiento que ilumina el alma y la mantiene en suspenso,
embebida en el ser de aquél a quien se admira. La amistad es un sentimiento que
vincula a dos seres, libres del imperio de la carne.
Schiller era más joven que Goethe y lo superaba en belleza corporal, en arrogancia y en
actitud aristocrática.
Estas no eran las únicas diferencias entre ambos. Había otras, pero se daba entre ello
una suerte de compensación que iba a la par de su poder creador y su familiaridad con
la más nobles ideas. «Era imponente y majestuoso –dijo Goethe de Schiller– pero tenía
los ojos dulces. Y lo mismo que su cuerpo era su alma. Cogía un tema de altos vuelos,
se adentraba en él osadamente, lo consideraba y le daba vueltas por todas partes y lo
manejaba a su antojo. Su epistolario es el más bello de los recuerdos que de él guardo.
La última de sus cartas la conservo entre mis tesoros cual sagrada reliquia».
39
Así como las afinidades surgen al imperio de la Naturaleza, la oposición de los contrarios
tiene el mismo origen y se muestra con una energía que bordea la violencia. Goethe
advierte que Víctor Hugo tiene un gran talento y pide a su interlocutor que le lea el
poema Les deux ils pero, en cambio, rechaza con desagrado la novela Nuestra Señora
de París. El genio apolíneo de Weimar que se desliza levemente entre la mesura y el
equilibrio, se horroriza ante el desborde romántico que altera el paisaje y se precipita en
una ciénaga.
«No hay en todo el libro ni pizca de naturaleza. Los personajes que hace desfilar el autor
no son ni remotamente seres de carne y hueso sino muñecos de palo que él maneja a
su antojo».
Tolstoi escribe sobre Los Miserables: «Inmenso», pero cuando se refiere a Hugo es para
llamarlo charlatán, mientras que Baudelaire ve en él «un asno con genio» y echa por la
borda Los Miserables porque, en su opinión, es «un libro inmundo e inepto».
¿Qué ha ocurrido allí para que se vaya tan lejos? Pues que no sólo hay una diferencia
sino una contradicción de caracteres y, por tanto, de gustos, de preferencias y de
posibilidades. Hugo es un genio fluvial. Su poesía es caudalosa y pasa con facilidad al
drama y a la novela. Es sensible a los problemas sociales y se interesa por la política, en
la que interviene finalmente al servicio de intereses nacionales y populares que tienen
una dimensión humana. Es un hombre sensual –¿y quién no lo es?– dotado
excepcionalmente para el amor físico, capaz de iniciar una escuela literaria y de
provocar agitaciones y motines.
Henri Barbusse dice de Hugo: «Ha creado un esplendor verbal tan enorme que después
de él parece como si hubiese cambiado el aspecto del Universo». Y Borges, que prefiere
el alemán al francés, declara: «El sonido del francés no me agrada, creo que le falta la
sonoridad de otros idiomas latinos, pero cómo pensar mal de un idioma que ha permitido
versos tan admirables como el de Hugo: L´hydre-Universe tordant son corps écaillé
d´astres?»
Las palabras de Amiel, después de haber leído Los Miserables, son las siguientes:
«¡Qué potencia fisiológica y literaria la de Víctor Hugo! Posee todas las lenguas
contenidas en nuestro idioma: la del palacio, la de la bolsa, la de la marina y la guerra; la
de la filosofía y la del presidio, la de los oficios y la de la arqueología, la del librero y la
del pocero. Todas las antiguallas de la historia y de las costumbres le son conocidas, lo
mismo que le son familiares todas las curiosidades del suelo y del subsuelo».
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Frente a ese fauno vigoroso y expresivo que es Hugo, Baudelaire se nos presenta como
un caso lamentable de perversión consciente y preferida. Sartre cita palabras
reveladoras del mismo Baudelaire: «Cuando haya inspirado asco y horror universales,
habré conquistado la soledad. Pero no hay nada, ni aun la sífilis, de que no sea artesano
casi voluntario». Y Sartre añade estos datos: «Se dice atraído por las prostitutas más
miserables. La mugre, la miseria física, la enfermedad, el hospital, eso es lo que sucede,
eso es lo que ama en Sarah, 'la horrible judía'».
En este universo bipolar del que somos parte; en este universo de contrarios que da
pábilo a la dialéctica de la mujer y el hombre, anverso y reverso del ser, en constante
atracción y rechazo, como si obedeciesen a las fuerzas centrífuga y centrípeta que
equilibran a los astros; un impulso s uperior a nuestra voluntad, que se revela desde
edad temprana y se reviste de imágenes cautivantes; un impulso que es como un
torbellino; que es la médula del poema, del teatro, de la novela, del ballet, de la música,
de las artes plásticas; un impulso tan grande como la vida, y como la muerte, que se
incuba en la vida; un impulso que nos lleva y nos trae y nos procura el mayor deleite;
que es, sin duda, la afinidad fundamental, la afinidad suprema, la afinidad por
excelencia; un impulso, en fin, al que damos el nombre de amor.
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no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor süave,
olvidar el provecho, amar el daño;
Creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor; quien lo probó lo sabe.
Así, pues, el amor –si entendemos por tal la atracción mutua y la fusión momentánea de
dos seres, que se puede prolongar como sentimiento en numerosos casos– no es, en el
fondo, cosa nuestra, como no lo son la vida y la muerte, aunque se den en nosotros y
marquen indeleblemente nuestra existencia. Vivimos porque así lo ha dispuesto la
Naturaleza; amamos y morimos porque ella nos ha dado el amor y la muerte como parte
de la vida.
42
Estamos aquí. Cada uno se las compone como puede. Los filósofos pueden preguntarse
de dónde hemos venido y a dónde vamos. Nosotros, el común de las gentes, vivimos,
simplemente, sin formularnos preguntas. Los problemas nos los multiplica el medio
social, las dificultades del trabajo, las relaciones con otros seres. Generalmente no
pensamos en la muerte hasta que ella se avecina. Nuestra vida se ha iluminado algunas
veces con un destello de amor. Y, para felicidad nuestra, él ha encontrado tierra fértil en
nuestro círculo, y los niños y las mujeres y los hombres han recibido de nosotros una
mirada de afecto y ha ocurrido algo semejante con los animales y las plantas porque
todos somos hechuras y partes del Universo.
Que un ser se sienta atraído por otro, precisamente porque es distinto y aun opuesto en
más de un punto, es una paradoja. Sin embargo, es lo que ocurre entre un hombre y una
mujer. Se trata de una afinidad de compensación.
A cada paso se ve un hombre de estatura alta acompañado por una mujer que le da en
el hombro. Es frecuente que un muchacho se enamore de una mujer madura y que un
hombre de cuarenta años o más suspire por una muchacha de dieciocho o veinte.
Se ha dicho que detrás de un gran hombre hay una mujer, afirmación tan errónea como
si se dijese que detrás de una mujer superior hay un hombre. El gran hombre sale
adelante con una mujer o sin ella y a pesar de todos los obstáculos que pueden ser más
bien, estimulantes y favorables para el vigor del carácter.
No es raro que el hombre superior se una con una mujer vulgar, como se ha dicho
reiteradamente. Es comprensible que un hombre dotado con generosidad por la
Naturaleza, se sienta atraído por la mujer que ha recibido el atractivo físico, aunque
carezca de dotes que él posee en abundancia y que, por tanto, no necesita buscar en
otra parte.
Es explicable, también, que el hombre se una con una mujer, sin más consideraciones,
como un complemento y una ayuda, por interés personal o por el cumplimiento de
convenciones sociales.
Todo el mundo conoce a Xantipa, la irascible mujer que puso a prueba la imperturbable
serenidad de Sócrates. Cuando Goethe se instala en Weimar, su amistad con una mujer
inteligente y aristocrática, la baronesa Carlote von Stein, tocada de un erotismo
platónico, no le impide entregarse al amor corporal con una humilde florista, Cristiana
Vulpius, hermosa, juvenil y sensual, que se le ofrece como un fruto en sazón, al margen
de ese cúmulo complejo de las Letras, la Ciencia y la Filosofía que es el mundo de
Goethe, pero que sin Ella, la mujer, permanecería frío y árido, sin el fuego inicial.
Además, él había pasado de los cuarenta y ella no tenía más de veintitrés. Como si esto
fuera poco, tuvieron un hijo, Julio Augusto, un nuevo don para Goethe, que lo acogió con
amor y que lo llevó a casarse formalmente con Cristiana, algunos años después.
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de Molière, que andaban en pos de hombres ilustres para exhibirlos en sus salones o
retenerlos a su lado en una propiedad cercana a París y alternar con el elegido los días y
las noches también, entre estudios, recitales y discusiones, muchas veces apasionados.
Es excepcional una afinidad plena, en todos los dominios de la existencia humana, como
en el caso del poeta belga Emil Verhaeren, quien decía que su esposa era su mujer, su
amante, su amiga, su hermana y su madre.
Romeo y Julieta son víctimas del odio de clanes que se transmite de generación en
generación, y su amor sucumbe con su existencia, porque el odio es aliado de la muerte
y pueden más los prejuicios y la estupidez de los hombres que el poder que nos mueve
y que nos lleva al triunfo o al sacrificio.
Tristán cumple la orden dada por su tío, el viejo rey Marke, de conducir a Isolda hacia él,
porque se ha convenido en un matrimonio que ella mira con terror. Cuando Tristán e
Isolda se encuentran en el barco, el amor entre ambos estalla y no hay fuerza humana
que pueda detenerlo, salvo la muerte que, como el amor, ejerce su imperio sobre las
convenciones y los designios de los hombres.
44
V
Y Teilhard de Chardin habla del «clásico problema del ‘lugar del hombre en la
naturaleza’. Hombre para haber comprendido al Universo, como el Universo
permanecería incomprendido si no lográsemos integrar en él al hombre completo de un
modo coherente, sin deformación (al hombre completo, bien digo, no sólo con sus
miembros, sino con su pensamiento)».
«La vida, pues, se propaga como un abanico de formas, cada una de cuyas varillas
puede dar origen a otro abanico, y así indefinidamente».
«La humanidad nos parece pequeña y aburrida al lado de las grandes fuerzas de la
Naturaleza», como dice el autor, pero es cierto también, según él mismo, que «el
advenimiento de la facultad de pensar es un acontecimiento tan real, tan específico y tan
grande como la primera condensación de la Materia, o la primera aparición de la Vida».
«El Pensamiento es una energía física real sui generis, que en unos cuantos cientos de
siglos ha logrado cubrir la faz entera de la Tierra de una red de fuerzas ligadas».
«El Pensamiento todavía no ha sido estudiado nunca, como lo han sido las magnitudes
naturales, en tanto que realidad de naturaleza cósmica y evolutiva»(13).
Para Max Scheler, «El advenimiento del hombre y del espíritu debería considerarse
como el último proceso de sublimación de la naturaleza» y, de acuerdo con Marx, «las
ideas que no tienen tras de sí intereses y pasiones –esto es, fuerzas procedentes de la
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esfera vital e impulsiva del hombre– suelen ‘ponerse en ridículo’ inevitablemente en la
historia».
Ahora bien, ¿cuál es la actitud del hombre ante la Naturaleza? En la mayor parte de los
casos, ninguna. Lo que ocurre, generalmente, no desborda el pequeño marco del recinto
familiar. Se reciben y disfrutan los dones de la Naturaleza, sin extender la mirada más
allá del contorno.
Lo que importa, sin embargo, no es una simple contemplación, por detenida y profunda
que sea, ni aun las ideas resultantes que puedan coordinarse alrededor de un núcleo,
sino el hecho de sentirnos parte del Universo y la aplicación a nuestra vida social e
individual de esta toma de conciencia.
Es verdad que el filósofo puede no sólo asombrarse sino abarcar una extensión
considerable con el pensamiento y alcanzar una perspectiva que lo capacita para
orientar a muchos y acaso para ejercer una función directiva, en el caso de que su labor
intelectual, en comercio con las ideas, no lo absorba por completo ni le impida actuar
eficientemente en el campo de las decisiones y las posibilidades.
Platón, que no veía con buenos ojos a los poetas en su República, se inclinaba a favor
de los filósofos y él mismo trató de intervenir en política, para lo cual viajó a Sicilia donde
gobernaba el tirano Dionisio, como ya se ha dicho. «Quien quiera ser un buen guardián
de la ciudad, (de la ciudad-Estado, se entiende) deberá ser filósofo y hombre fogoso,
rápido en sus decisiones y fuerte por naturaleza», son sus palabras.
Sin embargo, el filósofo puede asombrarse ante la Naturaleza pero sentirse aparte de
ella, en una relación de sujeto y objeto. Esta es la actitud de un intelectual que puede
conducir a la elaboración de una obra, quizá atractiva y aun seductora, pero que no
añadirá ni una insignificante partícula a la existencia humana.
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como se ha dicho por autoridades en la materia, es erróneo hablar de «ciencia pura» y
«ciencia aplicada» porque la ciencia es una.
Hay algo más. No sólo el científico; el poeta, el escritor, el artista, busca, consciente o
inconscientemente, la verdad y es ella «la que transparece bajo la forma» de una obra
auténtica. Todo es bello para el artista –decía Rodin– puesto que en todo ser y en toda
cosa, su penetrante mirada descubre el carácter, es decir la verdad interior que
transparece bajo la forma. Y esta verdad, es la belleza misma».
Adentrarse en una partícula; dar con la razón de ser de una función; traducir en fórmulas
un fenómeno, un movimiento, una estructura; inducir tales o cuales conclusiones;
elaborar una teoría; predecir hechos; ratificar o rectificar conocimientos; añadir un
eslabón más a una cadena interminable, esa la razón de ser del asceta científico.
Del libro de Rainer María Rilke, Cartas a un joven poeta, tomamos algunos consejos:
«Nadie le puede aconsejar ni ayudar; nadie». (Estas palabras son, por tanto,
advertencias, consideraciones al margen, indicaciones al caminante, no andaderas,
porque, como decía Antonio Machado «se hace camino al andar»).
«Sólo hay un medio: vuelva usted sobre sí. Confiese si no le sería preciso morir en el
supuesto que escribir le estuviera vedado».
«¿No le quedaría siempre su infancia, esa riqueza preciosa, imperial, esa arca de los
recuerdos?»
«Pues el creador tiene que ser un mundo para sí, y hallar todo en sí y en la naturaleza, a
la que se ha incorporado».
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«En verdad, una de las más difíciles pruebas para el creador consiste en que debe
permanecer inconsciente, distante de sus mejores virtudes, si no quiere quitarles su
ingenuidad y su integridad».
«También se aprenderá, poco a poco, que lo que llamamos destino sale de los hombres,
no que entra en ellos desde fuera».
«El arte mismo no es más que una manera de vivir y puede uno prepararse para él, sin
saberlo, viviendo de cualquier manera».
Cuando un poeta habla de sí mismo (y Walt Whitman lo hace), es como si nos permitiera
ver su mundo interior y, algo más: Es como si la Naturaleza y la Humanidad hablaran por
sus labios:
Tierra, sonríe:
Sonríe con tu aliento fresco, Tierra voluptuosa
de bosques adormilados y vaporosos,
Tierra de crepúsculos muertos,
Tierra de crestas hundidas en la niebla,
Tierra bañada con la leche azulenca de la luna llena
Tierra de luces y de sombras que jaspea la corriente
del río,
Tierra de nubes límpidas y grises que mi amor abrillanta
y enciende,
Tierra de profundos barrancos y llena de flores de
manzano...
Sonríe, sonríe porque tu amado llega,
Amor me diste generosa
y amor te devuelvo...
Amor indescriptible y apasionado.
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el infinito y hasta que todos y cada uno no sean más que
una fuente de alegría común.
Creo que una hoja de hierba es tan perfecta como
la jornada sideral de las estrellas,
y una hormiga,
un grano de arena
y los huevos del abadejo
son perfectos también.
El sapo es una obra maestra de Dios
y las zarzamoras podrían adornar los salones de la gloria.
El tendón más pequeño de mis manos avergüenza a
toda la maquinaria moderna,
una vaca paciendo con la cabeza doblada supera en
belleza a todas las estatuas,
y un ratón es milagro suficiente para convertir a
seis trillones de infieles.
Cuando otro poeta habla de sí mismo y nos revela su temor y su angustia, por apartarse
de su misión y su destino, lo hace a través de un amigo fraterno: «Hoy, y más que
nunca, quizás, siento gravitar sobre mí, una hasta ahora desconocida obligación
secretísima, de hombre y de artista ¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo seré
jamás. Siento que gana el arco de mi frente su más imperativa fuerza de heroicidad. Me
doy en la forma más libre que puedo y ésta es mi mayor cosecha artística».
«¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasare esa libertad y cayera en
libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de
miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva!»
«Yo no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me duelo ahora como artista, como
hombre ni como simple ser vivo siquiera. Hoy sufro solamente». ¿No es la Naturaleza
humanizada que habla por medio de él? ¿No es la Humanidad, en suma, que sufre y
clama en él y por él?
49
pero dadme
en español
algo, en fin, de beber, de comer, de vivir,
de reposarse, y después me iré...
Y este poeta que sufre todos los dolores del mundo, que es hermano de los hombres sin
distinción ninguna y que sufre aún más, herido por la tragedia de la guerra civil española,
encuentra en ella el sueño de la felicidad suprema:
Constructores
agrícolas, civiles y guerreros,
de la activa, hormigueante eternidad: estaba escrito
que vosotros haríais la luz entornando
con la muerte vuestros ojos;
que a la caída cruel de vuestras bocas,
vendrá en siete bandejas la abundancia, todo
en el mundo será de oro súbito
y el oro
fabulosos y mendigos de vuestra propia secreción de
sangre,
y el oro mismo será entonces de oro!
.......................................................................................
Rodin, admirado fervorosamente por Rilke, de quien fue secretario un tiempo y al que
dedicó un estudio, dejó escrito en su testamento, dirigiéndose a los jóvenes:
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«Inclináos ante Fidias y ante Miguel Angel. Admirad la divina serenidad del uno, la
salvaje angustia del otro».
«Que la Naturaleza sea vuestra única diosa. Tened en ella una fe absoluta. Sed
profundamente, ferozmente verídicos. No vaciléis jamás en expresar lo que sintáis, ni
siquiera cuando os encontréis en oposición con las ideas corrientes y aceptadas».
La Naturaleza es para Rodin la Madre, la Maestra, la Unica. «No le parece a usted –le
dice a Pablo Gsell, su interlocutor– que el follaje constituye el marco más apropiado para
la escultura antigua? Los artistas griegos amaban de tal modo la naturaleza que sus
obras se bañan en ella como su propio elemento». Y Gsell comenta: «Habitualmente se
colocan las estatuas en un jardín con el propósito de embellecerlo; Rodin lo hace para
embellecer las estatuas. Es que la Naturaleza es siempre para él la soberana maestra y
la perfección infinita».
Cuando Gsell le dice que él espera que sus modelos tomen una posición interesante y
no que obedezcan sus órdenes, Rodin replica: «Yo no estoy a las órdenes de mis
modelos, sino a las de la Naturaleza. En todo obedezco a la Naturaleza y no pretendo
mandarla jamás. Mi única ambición es la de serle servilmente fiel».
«Las flores se tornan elocuentes para él –dice Gsell– mediante la delicada curvatura de
sus tallos, por los matices delicados de sus pétalos; cada corola entre el follaje es una
palabra afectuosa que le dirige la Naturaleza».
Rodin contempla la figura de una mujer: «Oh!, la hermosura de sus espaldas! ¡Curvas de
perfecta belleza! Mire la garganta de ésta, la adorable elegancia de esa dilatación, es de
una gracia casi irreal! Y los muslos de esta otra: ¡qué maravillosa ondulación! ¡Qué
exquisito desarrollo de los músculos en la suavidad de la superficie! ¡Es como para
arrodillarse ante ella!».
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regalo de las flores y los frutos; en la aurora y el crepúsculo; en cada cosa, en cada
brizna de hierba.
Thoreau, que es, a su manera, filósofo y poeta, pero, sobre todo, hombre, no lleva nada
al bosque y se procura lo que necesita, principalmente alojamiento y vivienda, merced a
su trabajo.
Este nuevo Robinson Crusoe, no por accidente sino por propia voluntad, vive, en cierto
modo, como si fuese el primer hombre sobre la tierra, pero sobre una tierra abonada ya
por generaciones sucesivas.
«Cuando escribí las páginas que siguen, o más bien la mayoría de ellas, –dice al iniciar
su libro Walden o mi vida entre bosques y lagunas– vivía solo en los bosques, a una
milla de distancia de cualquier vecino, en una casa que yo mismo había construído, a
orillas de la laguna de Walden en Concord (Massachusetts) y me ganaba la vida
únicamente con el trabajo de mis manos. En ella viví dos años y dos meses. Ahora soy
de nuevo un morador en la vida civilizada».
«La mayor parte de los lujos, o las así llamadas comodidades de la vida, no son
solamente innecesarios, sino también impedimentos positivos para la elevación de la
humanidad», dice Thoreau y prosigue: «Ser un filósofo no consiste en tener
pensamientos sutiles meramente, ni en fundar una escuela, sino en amar la sabiduría (la
antigua acepción desde los griegos) tanto como la vida que está de acuerdo con sus
dictados, una vida de simplicidad, independencia, magnanimidad y confianza. Consiste
no sólo en resolver teóricamente algunos problemas de la vida, sino también
prácticamente».
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Y he aquí una pregunta inquietante: ¿Cómo puede un hombre ser filósofo sin
preguntarse en qué medida su ejercicio teórico podrá contribuir a la mejora de los
hombres? Es de temer que, en la mayor parte de los casos, lo que interesó a quienes se
esforzaron por pensar «con anhelo de profundidad», como decía Emerson, era la
búsqueda de la verdad.
Es innegable que se trata de una empresa mayor, quizá la más elevada y decisiva de
todas las empresas, y quienes se dedican a ella deben encontrarse entre los más
grandes benefactores de la humanidad. Que el filósofo no encuentre la suya o que crea
haberla encontrado o que nos la presente oscura y poco menos que inaccesible, no le
resta importancia a su labor. El artista trabaja también para hallar la verdad que
«transparece bajo la forma», en palabras de Rodin. El científico consagra su vida a la
búsqueda de la verdad. Gandhi pone por título a su autobiografía: Historia de mis
experimentos con la verdad. Y Thoreau llega al extremo de preferirla antes que al amor:
«Denme la verdad antes que el amor, el dinero y la reputación. Me senté a una mesa en
la que había sabrosos manjares y vino abundante y cuidadosa atención, pero donde
faltaban la sinceridad y la verdad; y me escapé con hambre de aquel ágape poco
hospitalario»(14).
Thoreau quiere un filósofo vital. ¿Y por qué no, un poeta? ¿Y un artista? ¿Y un escritor?
Nos encontramos con frecuencia ante un escritor por un lado y un hombre por el otro y,
sin embargo, se trata de una sola persona. Hizo bien el gran escritor argentino en
dejarnos una hermosa página, como todas las suyas: Borges y yo. Es difícil resistir la
tentación de copiar algunas líneas: «Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas.
Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco
de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre
en una terna de profesores o en un diccionario biográfico... Sería exagerado afirmar que
nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su
literatura y esa literatura me justifica... Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es
del olvido o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página».
La civilización es, en gran parte, una suma de artificios en medio de los cuales vivimos y
a los que acatamos, como lo hace todo el mundo, sin reparar en el engaño. «Sería una
cosa interesante saber cuánto duraría la posición social de los hombres si éstos fueran
despojados de sus vestiduras», dice Thoreau. Lo primero que ven muchas personas es
el traje. Carlyle escribió una filosofía de los trajes en su Sartor Resartus y dedicó algunas
páginas al dandy que es, como dice el autor, «un hombre que lleva trajes; un hombre
cuyo estado, oficio y existencia, consisten en llevar trajes. Todas las facultades de su
alma, de su espíritu, de su bolsillo y de su persona, están heroicamente consagradas a
53
este único fin: llevar los trajes de manera que sienten bien; de suerte que, así como
otros se visten para vivir; él vive para vestirse».
Imaginémonos a una u otra mujer elegante obligada a vestirse como una mucama; al
dandy desprovisto de su atuendo; al señorito con la ropa de un obrero. Es indudable que
su personalidad sufriría los efectos de este cambio y que, en el caso del dandy, podría
llevarlo al suicidio.
Y, puesto que se trata de la vida, no de la vida anodina y rutinaria, sino de aquella que
se puede saborear; de la vida como un don del cual se tiene conciencia y que no se
podrá agradecer jamás; de la vida que nos ha sido dada sin que la mereciéramos; de la
vida en la experiencia de Thoreau:
«Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentar sólo los hechos
esenciales de la vida, y ver si yo no podía ver lo que ella tenía que enseñar, no sea que
cuando estuviera por morir descubriese que no había vivido. Quise vivir profundamente y
extraer toda la médula de la vida, vivir en forma tan dura y espartana como para derrotar
lo que no fuera vida, cortar una amplia ringlera al ras del suelo, llevar la vida a un rincón
y reducirla a sus últimos confines. Y sin embargo, nosotros vivimos mezquinamente
como las hormigas; nuestra vida está desmenuzada por el detalle».
Esta forma de vida y estas consideraciones, abonadas por las que vienen después, son
parte de una oposición entre la Naturaleza y la sociedad, entre lo grande y eterno y lo
pequeño y fugaz.
«En medio de una lluvia suave, mientras prevalecían estos pensamientos, me di cuenta
de pronto de la existencia de una sociedad dulce y benéfica en la Naturaleza, en el
golpear acompasado de las gotas y en cada sonido y en cada mirada alrededor de mi
casa; una amistad infinita e imposible de narrar, como si se tratase de una atmósfera
que me mantenía, una amistad que convirtió en insignificantes todas las ventajas
imaginarias de la vecindad humana. Cada pequeña aguja de los pinos se dilataba,
henchida de simpatía, y me ofrecía su amistad».
54
Thoreau es testigo de una batalla feroz, como todas las batallas, entre hormigas rojas y
hormigas negras. No hay cuartel –y ésta es una manera de decir, puesto que se trata de
hormigas– para nadie. Las escenas son dignas de uno de los combates que figuran en
la historia, casi siempre manchada de sangre: «El guerrero negro había seccionado de
sus cuerpos las cabezas de sus enemigos, todavía vivientes, colgaban a cada uno de
sus costados, como trofeos horribles de su arzón, todavía al parecer tan firmemente
fijadas como siempre,y estaba tratando con esfuerzos débiles –pues estaba sin antenas,
con sólo el muñón de una pata y no se cuántas heridas más– de desembarazarse de
ellas, lo que logró finalmente tras media hora más». Y el autor agrega: «Hasta terminar
aquel día sentí como si tuviera exaltados y atormentados mis sentimientos, al presenciar
la lucha, la ferocidad y la carnicería de una batalla humana ante mi puerta».
Rabelais ridiculizó la guerra y sus razones y motivos, en la cabeza del rey Picrochole.
Rumores, infundados, falsas alarmas, pero al parecer, el asunto era que la sustracción
de algunas tortas, hacen montar en cólera al rey que se lanza con su ejército sobre sus
presuntos enemigos. Al invadir la Abadía, les sale al encuentro el Hermano Juan que
cae sobre ellos con furia incontenible.
«A unos les rompía el cráneo, a otros los brazos o las piernas, a otros les dislocaba los
espóndilos del cuello, a otros les molía los riñones, les hundía la nariz, les sepultaba los
ojos... Unos clamaban por Santa Bárbara, otros por San Jorge, otros por Santa Nituche,
otros por Nuestra Señora de Cunault, de Loreto, de la Buena Nueva, de Gunou o de
Riviere... Unos se morían hablando y otros hablaban sin morir...»
Por cuatro o cinco docenas de tortas, Grandgousier, padre de Gargantúa, ordenó que le
entregaran a Picrochole cinco carretas de ellas, pero el rey se mantuvo en sus trece,
halagado por sus cortesanos que le hablaban de conquistar el mundo, y siguió adelante.
Derrotado al fin, huyó y «los molineros lo molieron a palos, le destrozaron todas sus
ropas y le dieron para cubrirse un infamante casacón».
En principio, la vida es sagrada. Es verdad que ella no se manifiesta siempre acorde con
nuestros gustos y nuestras inclinaciones. Son muchos los animales que nos inspiran
temor y aun repugnancia. Los hay nocivos y peligrosos. En cambio, el amor y aun la
ternura afloran cuando un ave se posa en una rama o una mariposa traza una línea en el
aire o una gatita se echa en el suelo a la espera de las caricias habituales.
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Los animales son puros porque son naturales. Ellos no tienen intenciones como los
hombres. No se ponen una careta para ocultar sus propósitos y les son ajenas la
hipocresía, la deslealtad, la envidia, la mentira.
Se repite con frecuencia aquella boutade de Mark Twain: «A medida que conozco más a
los hombres, quiero más a los caballos».
Durante la infancia somos menos tiernos con muchos animales. A medida que pasamos
de la adolescencia a la juventud, y de ella a la edad madura y la vejez, el sentimiento se
puede tornar profundo y aquello que nos dejaba indiferentes quizá se torne próximo y
agradable, hasta el punto de merecer atenciones y caricias plenamente correspondidas.
Sin embargo, los animales serán siempre atractivos para los niños. No todos pueden
reaccionar de la misma manera ante el espectáculo de un rebaño que pasa ante la
mirada o las fieras en el zoológico, porque están dotados diversamente.
«A un chico lo llevaban por primera vez al zoológico –nos dice Borges–. Ese chico será
cualquiera de nosotros o, inversamente, nosotros hemos sido ese chico y lo hemos
olvidado. En ese jardín, en ese terrible jardín, el chico ve animales vivientes que nunca
ha visto; ve jaguares, buitres, bisontes y, lo que es más extraño, jirafas. Ve por primera
vez la desatinada variedad del reino animal, y ese espectáculo, que podría alarmarlo u
horrorizarlo, le gusta. Le gusta tanto que ir al jardín zoológico es una diversión infantil, o
puede parecerlo. ¿Cómo explicar este hecho común y a la vez misterioso?»
Oscar Wilde puso un título muy significativo a una de sus obras: Intenciones. Hay algo
oculto en aquella persona que no conocemos, que nos detiene en medio de la calle , que
finge o dice la verdad –¿quién puede saberlo?– acerca de una reunión, hace muchos
años, en tal o cual parte, y que termina pidiendo un favor.
Cada uno tiene su mundo interior. Cada uno guarda celosamente una «reserva» de
intenciones. Apenas nos es dado mirar un semblante, adivinar un signo entre los ojos y
los labios y esperar el disparo de una intención lanzada por un carcaj invisible.
Así, pues, además del hombre social de Aristóteles, podemos decir que el hombre es un
animal que tiene intenciones.
«¡El primer gorrión de la primavera!», estalla en alegría Thoreau. «¡El año comienza con
una esperanza más joven de la que nunca hubo! En casi todos los climas, la tortuga y la
rana se encuentran entre los precursores y los heraldos de la primavera y las plantas
brotan y florecen y los vientos soplan para corregir esa pequeña oscilación de los polos y
mantener el equilibrio de la naturaleza».
56
Segunda parte. En Torno a la Sociedad
No había, por tanto, una diferencia notable entre esa horda, acosada por la agresividad
circundante, y la horda animal. «En su origen –dice Paul Chauchard– la sociología
humana no es nada más que un capítulo de la sociología animal»(15).
57
Engels ha destacado este proceso, basándose en una investigación de Morgan, en su
obra Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (según la edición de
Progreso, Moscú).
La distinción de etapas, que obedece más bien a una apreciación cuantitativa de las
organizaciones sociales, debe ceder el paso a la admisión de un proceso mediante el
cual la horda, entregada, en gran parte, a una vida instintiva, que se deslizaba entre
reacciones e impulsos, y el sub-hombre, desprendido apenas de la animalidad, ascendía
al pensamiento, la racionalidad y la normatividad.
Importa mucho, en primer término, la diferencia que hay entre comunidad y sociedad,
como lo señala Thönies en una obra cuyo título está dado, precisamente, por estas dos
palabras.
Esa comunidad primitiva que iba en pos de alimentos dentro de un espacio determinado
al cual consideraba como propio, y que se refugiaba en una caverna, era el requisito
indispensable no sólo para la supervivencia del grupo sino para que en él se cumpliera
el proceso de hominización.
Hasta entonces, el trabajo había sido una obligación de todos. ¿Por qué no había de
seguir siéndolo cuando la vida sedentaria reemplaza a la vida nómada y ya no hay que
vagar en pos de alimento, sino sembrar y cosechar, a medida que la experiencia
proporciona los conocimientos y aconseja cuándo hay que actuar, de qué manera y con
qué instrumentos, que es preciso construir como prolongación de los brazos y las
manos?
Por primera vez, el hombre se afinca en la tierra. Por primera vez, la comunidad
permanece estable en una parcela. Por primera vez, esa posesión es tangible en la
relación que hay entre ese trozo de la Naturaleza y el trabajo, entre el rendimiento y el
esfuerzo, en una suerte de comunión cotidiana entre el hombre y la tierra.
Así, pues, al troglodita sucede el agricultor que no sólo siembra y cosecha, sino que
domestica animales y plantas, que aprende a distinguir entre hierbas benéficas y
nocivas, que trabaja de acuerdo con las estaciones, que utiliza el agua, que acopia
productos, que construye viviendas, que inventa utensilios y en las noches despejadas
mira el cielo y se asombra ante la Luna y las estrellas.
58
La posesión de la tierra, el trabajo y el beneficio común, constituyen la base de la
comunidad antigua.
59
II
Un caso concreto
Una comunidad capaz de perdurar durante siglos, aun bajo el dominio extranjero,
empeñado en imponer un régimen semifeudal, fue el ayllu del antiguo Perú.
En este caso, la necesidad de mantener la cohesión del grupo, se vio acrecentada por
las dificultades del medio geográfico.
El Perú es un país que conjuga el desierto con las altas montañas y la selva
interminable, como si se hubiesen reunido por un designio extraño, al decir de algunos,
la aridez del Sahara, la elevación del Himalaya y los cálidos bosques de una región
africana.
La Tierra, así, con mayúscula, fue para él la Madre primera, única, universal.
Así, pues, nos encontramos con la comunidad total, la comunidad de los hombres y la
tierra. Los frutos de la Pacha Mama benefician a todos. El trabajo es común y la
solidaridad no es un nombre sino una forma de vida. Los ancestros son comunes,
también, como los dioses protectores. En cierto modo, los padres lo son de todos y los
hijos son hermanos entre sí.
60
Este no es un asunto exclusivo de sociólogos y antropólogos. Es una vivencia
profundamente humana que se expresa en normas, costumbres, fiestas y ceremonias.
La comunidad, por tanto, es un mundo. Su símbolo podría ser la esfera. Su signo, las
manos que se unen o que hunden la taklla en la tierra. En todo caso, la multitud que
fluye del suelo como una fuente humana.
En 1924, Hildebrando Castro Pozo publicó su libro Nuestra Comunidad Indígena. ¿Qué
había ocurrido en el seno del ayllu durante la Colonia y la República? ¿Cuáles habían
sido los cambios impuestos por los regímenes que siguieron al Tahuantinsuyo?
«La asamblea comunal compuesta de todos los indígenas comuneros con exclusión de
los niños y adolescentes, en algunas comunidades, y de éstos y las mujeres casadas y
solteras en otras, es el cuerpo deliberante, resolutivo y consultivo en que reside la
soberanía del ayllu, cuyos mandatos o decisiones se encomiendan a los personeros que
aquella nombra, a fin de que sean cumplidos», con lo cual funciona aquí la democracia
directa, superior a la democracia representativa.
«Dueño de una magnífica instalación o planta eléctrica en las orillas del Mantaro –dice el
autor– por medio de la cual proporciona luz y fuerza motriz, para pequeñas industrias, a
los distritos de Jauja, Concepción, Mito, Muqui, Sincos, Huaripampa y Muquiyauyo, se
ha transformado en la institución comunal por excelencia».
«La comunidad ha construido edificios para escuelas, favorece la educación de los niños
y proporciona becas a los mejores alumnos»(16)
61
III
Carácter de la Comunidad
Los hombres primitivos que ambulaban en pos de alimentos, que recurrían a la piedra
para forjar sus herramientas, que se defendían de la intemperie con la piel de un animal
y el refugio de una caverna, mantenían, sin duda, una vigorosa cohesión, indispensable
para sobrevivir.
Cuando la agricultura, a la que nos hemos referido antes, fijó al hombre en la tierra, la
cohesión del grupo no sólo se mantuvo sino aumentó por el influjo de la vida sedentaria
y por el vigor de un nuevo vínculo, superior a cualquier otro: el sustento y la fuente de los
alimentos al alcance de la mano.
La estructura social, de la que se habla tanto hoy, tiene raíces muy lejanas. Recurriendo
a la historia, es posible distinguir algunas características de la comunidad que podríamos
llamar «pura», independientemente de su inserción en un medio rural o urbano y de las
variantes y vicisitudes propias de cada caso.
62
La comunidad es una suerte de organismo, anterior a la teoría, a las decisiones de
grupos o personas y a las prescripciones contenidas en un plan o un programa.
No sólo predomina el esprit de corps, que es evidente aun en sociedades marcadas por
el individualismo y la toma de conciencia colectiva, sino la presencia viva de la totalidad
en cada ser, hasta el punto de que la palabra integración queda desbordada por un
fenómeno que empieza por el conjunto, con el máximo vigor, y no al contrario.
Cada ser humano es un individuo, singular entre los seis mil millones de habitantes de la
Tierra, que después serán más.
De acuerdo con esta realidad, que marca, en lo esencial, el destino de cada ser, la
comunidad le ofrece una variedad de oportunidades para su realización personal.
Se trata, por tanto, de una igualdad desde los puntos de vista económico, social y
jurídico. La riqueza de unos y la pobreza de otros es inadmisible, así como el hecho de
que por una parte haya un conjunto de privilegiados y que más allá se encuentran
aquellos a quienes se han recortado sus posibilidades.
63
La solidaridad es, como ya se ha dicho, una manera de vivir en relación con los demás.
Hay, de una parte, el aislamiento individual que, en algunas sociedades, ha llegado al
extremo del encierro y la incomunicación. Cada familia es una isla. Cada ser humano es
un solitario. Y aun en el torrente de las grandes avenidas, en medio de la multitud que
ambula apresurada, cada uno está reducido a su soledad.
En los países que se citan con frecuencia como ejemplos de vida democrática, en el
nivel de la más alta cultura, la incomunicación, manifiesta en las películas de Bergman,
va a la par de la soledad.
Ninguno de los dos extremos es conveniente. Aquél, porque se identifica con la vejez y
la esterilidad; éste, porque impone un molde y pretende detener el curso de la historia.
Así, pues, el reto para una sociedad vieja es rejuvenecerse. Esto es posible. No lo es en
el caso individual.
64
Cuando una sociedad ha tenido que entrar en un molde, el recurso aconsejable es salir
de él poco a poco para respirar el aire a pulmón lleno y estirar los brazos y las piernas,
para poder andar y discurrir por los caminos del mundo.
65
IV
La comunidad posible
En cada uno de ellos se cumple una suerte de sino histórico. Los pueblos jóvenes
llegarán a ser viejos; los caóticos irán integrándose poco a poco y alcanzarán, en un
momento determinado, la vertebración necesaria; los débiles se tornarán vigorosos.
Pero en medio de estos cambios afortunados, es probable que se pase de la igualdad,
todo lo relativa que se quiera, a la estratificación, y de la solidaridad a la incomunicación
y la soledad.
Por otra parte, es notorio un proceso que tiende a la unidad. Los países pequeños tienen
que ceder a los gigantes el papel protagónico en el escenario de la Historia. Rusia,
Canadá, Estados Unidos, Brasil, sin olvidar a la China y la India tradicionales, se nos
presentan como anticipos del Estado Universal.
¿La favorece, en cambio, el socialismo marxista? Allí donde se ha aplicado este sistema,
invocando «la dictadura del proletariado» que es, en realidad, la dictadura del partido
comunista, la concentración del poder, bajo la advocación del Estado, ha permitido la
nivelación de la sociedad y, por tanto, la eliminación de los privilegios tradicionales, así
como de la riqueza y la pobreza, características de la organización social durante toda la
historia. En suma, ha sido posible la igualdad desde los puntos de vista económico,
social y jurídico.
66
Sin embargo, el peso de la totalidad ha gravitado considerablemente sobre los
individuos. La masa, que se invoca con frecuencia por algunos políticos, constituye un
firme punto de apoyo para aquéllos que han podido desprenderse de ese bloque
humano para dirigirlo de acuerdo con intereses públicos o privados. Pero en la masa se
diluye la individualidad.
En general, el sistema socialista (del que hay variantes como el marxismo puro, el
marxismo-leninismo, el maoísmo, el trotskismo, el polpotiano, el social demócrata, el
social cristiano, etc.) puede permitir una aproximación mayor o menor a la comunidad,
sobre todo si alcanza a eliminar los estratos sociales, la competencia y la hostilidad
mutuas y la acumulación de riqueza y poder como meta de la actividad humana.
La conclusión es que la comunidad humana, aquella que merece este calificativo no sólo
por su constitución tradicional sino por la conciliación inteligente de las categorías
extremas, se esfuerza por acrecentar el vigor de sí misma, adaptándose a las
condiciones cambiantes y las circunstancias fortuitas que afectan también a las otras
comunidades.
El sistema socialista tiene que recurrir a la iniciativa privada, en algunos casos, y permitir
que se abran prudentemente las puertas y ventanas para que circule el aire; y el sistema
liberal se verá obligado a frenar el egoísmo, a cerrar la brecha que separa a los pobres y
los ricos (la riqueza y la pobreza son enfermedades de la sociedad) y a favorecer al
67
máximo la participación solidaria de los ciudadanos en los asuntos que competen a
todos y que no deben ser tratados sólo por un puñado de dirigentes, con el peligro del
aislamiento, el abuso y la corrupción.
¿Qué hacer para alcanzar alguna aproximación a la comunidad? ¿Qué hacer para
retornar al ejercicio de la democracia directa, por lo menos en las bases, y culminar el
proceso de la elección de los más capaces y honestos por medio de los delegados
investidos de una auténtica representación popular?
68
V
Paul Chauchard nos alcanza algunos datos acerca de este tema: «Los animales tienen
su dominio dentro del cual viven, y la exclusividad de la propiedad es obtenida mediante
la fuga refleja del intruso». El autor se refiere también a la jerarquía, a la dominación del
déspota y a las manadas dirigidas por un jefe.
Hay, sin embargo, una contradicción entre este aserto: «Como lo hemos dicho varias
veces, la sociedad no es nada y el individuo lo es todo», y este otro: «Los dos hechos en
que todo sociólogo debería meditar incesantemente son la total deshumanización del
niño-lobo y la total humanización del primitivo cultivado. Lo específico del hombre, ese
espíritu del cual está tan orgulloso, se lo debemos a la sociedad que nos transmite la
adquisición de las generaciones pasadas».
Se habla con frecuencia de «la condición humana», referida muchas veces a los menos
dotados, a aquéllos que sólo ven el lado menos atractivo de las cosas y que están
prontos a señalar los fracasos en vez de los aciertos, a negar cualidades y a poner
piedras en el camino.
69
En él se encarnaba todo el grupo, con sus necesidades, sus deseos, sus temores. Junto
a él había algunos allegados, embrión de una jerarquía. El brujo, que no tardó mucho
tiempo en aparecer, completó el staff de esa organización primitiva.
Puesto que el jefe encarna al grupo, lo preside y lo dirige, hay una brecha entre él y los
miembros de la tribu. Es la separación marcada por el poder.
Por lo que se ve, el poder es consustancial al grupo, que gusta verlo encarnado en una
persona. Esta posesión del poder, pasado ya un largo período desde la época
cavernaria, tuvo, en muchos casos, un límite marcado por la muerte, sin que fueran
raros la burla y el escarnio, en torno a un fantoche.
En el prefacio del compendio de La Rama Dorada, su autor, Sir James George Frazer,
se refiere a la costumbre «de condenar a muerte a los reyes, ya al término de un plazo
fijado o cuando su salud o energía empieza a decaer». «En el poderoso reino medieval
de los jazares, en la Rusia del Sur, los reyes eran condenados a muerte, ya a la
terminación de un plazo determinado, ora cuando alguna calamidad pública, como
sequía, carestía o derrota en la guerra, indicaba una quiebra de sus poderes naturales.
En Bunyoro (África) se escogía un rey de burlas en el que se suponía encarnaba el rey
difunto que cohabitaba con sus viudas y después de reinar una semana era
estrangulado. En el antiguo festival babilonio de Sacaea vestían con el ropaje real a un
rey de burlas, le dejaban gozar de las concubinas del verdadero rey y después de reinar
cinco días, le desnudaban, azotaban y mataban».
Sin embargo, como dice Frazer, «Los reyes fueron reverenciados en muchos casos, no
meramente como sacerdotes, es decir, como intercesores entre hombre y dios, sino
como dioses mismos capaces de otorgar a sus súbditos y adoradores los beneficios que
se creen imposibles de alcanzar por los mortales»(17).
El jefe primitivo alcanza, con el desarrollo del grupo, hasta convertirse en una vasta
comunidad, un poder omnímodo que lo convierte en un déspota. Ya no es el jefe al
servicio de la comunidad. Es, más bien, la comunidad al servicio del rey.
Como dios que es o, por lo menos, elegido por él y, en cierto modo, su representante,
pertenece a una estirpe que debe mantenerse incontaminada. La transmisión hereditaria
del poder es una consecuencia lógica y lo son también la dignidad de la familia real, la
aristocracia, los privilegios, también hereditarios, y numerosos patrones sociales y
culturales.
Es posible observar que la hinchazón del poder encarnado en una persona es parte de
un mundo de relaciones, de convenciones y costumbres que van parejas con la
mentalidad reinante.
70
Se piensa y se procede así porque está establecido de esa manera por la tradición que
cuenta con el apoyo de la rutina y la inercia moral.
Cuando ese poder, aún embrionario durante la infancia, se revela en la pubertad, pórtico
de la adolescencia, y nos empuja hacia otro ser, el deslumbramiento, la desazón y el
deleite que sentimos nos dicen que no estamos solos, que somos parte del cosmos, que
nuestra vida fluye de una fuente inagotable, circula con nuestra sangre, alienta nuestro
pensamiento y está en la raíz de la poesía, de la literatura, del arte y de la floración
humana capaz de atraer y de perdurar.
La actitud que asume, las formas que adopta y las medidas que aplica la sociedad frente
al poder de la Naturaleza que la rebasa, puesto que actúa en la raíz de sí misma, son
tan variadas y a veces arbitrarias y aun absurdas, según los pueblos y el grado de su
desarrollo, que distan mucho de la racionalidad, aunque se advierte, en la mayor parte
de los casos, una inclinación creciente hacia ella y la estabilidad.
A este respecto, es preciso decir que hay, en primer término, el poder de la Naturaleza,
superior a cualquier otro, que actúa dentro del hombre y fuera de él; en segundo lugar, el
poder de la Especie, continuación de aquél, que se identifica con el conocimiento, como
lo dijera Francis Bacon hace cuatrocientos años, poder que se concreta en la ciencia y la
tecnología (18); el poder económico que gobierna a los pueblos y a los individuos y que
actúa muchas veces entre bambalinas; y, por último, el poder político, que arraiga con la
educación.
Era natural que, al principio, hubiese una promiscuidad casi sin limitaciones y, como
consecuencia lógica, la filiación materna.
Robert Louis Stevenson, que eligió finalmente la isla de Samoa para vivir y morir en ella,
nos habla de la transición de la belleza seductora del cielo y el mar a los tabúes, las
preocupaciones y el temor a la muerte de los habitantes: «A las tres de la madrugada, el
aire era suave y perfumado. De cuando en cuando, una polea chirriaba como un pájaro.
Del lado del océano, el cielo brillaba con tantas estrellas y el mar aparecía iluminado por
71
sus reflejos». Cuando se vuelven los ojos a la tierra, surgen los problemas de la
despoblación, las prohibiciones absurdas pues las mujeres no debían comer tocino ni
cocinar en el fuego encendido por el varón. Además, el hombre vive angustiado con la
idea de la muerte y su impotencia ante las enfermedades y su extinción progresiva(19).
El artificio de una sociedad que indignaba a Rousseau había terminado por fatigar a
Gauguin, ansioso de la paz, la belleza y las costumbres sencillas de los habitantes en
una isla lejana.
Desde luego, el cuerpo debe sustraerse a las miradas del propio sujeto y el baño queda
poco menos que excluido.
Havelock Ellis hace notar que «el cristianismo fue esencialmente una rebelión contra el
mundo clásico, contra sus vicios y virtudes concomitantes, contra sus prácticas, sus
costumbres y sus ideales. Fácilmente hubieron de convencerse los cristianos que el
culto del baño era en realidad el culto de la carne.
72
Por profunda que fuera su ignorancia en materia de anatomía, fisiología y psicología,
tenía motivos innegables para saber que es una zona fronteriza sexual, y que todo
aquello que produce su pureza y su brillantez, es una apelación directa, más fuerte o
más débil, según los casos, a las pasiones con que luchaban tenazmente»(21).
Desde la aparición del cristianismo hasta hoy, la lucha entre el imperio carnal y el
ascetismo religioso no ha tenido tregua. La historia de santos y monjes, de tentaciones y
demonios, es interminable.
Muchas veces, este poderoso impulso natural, sofrenado día a día por una convicción
religiosa y una voluntad vigilante, encuentra una forma de evadir el cerco, por una de
aquellas «trampas de la fe» a la cual se refiere Octavio Paz en la poesía de Sor Juana
Inés de la Cruz y que se puede hallar también en San Juan de la Cruz.
Cuando Sor Juana dedica un poema a Cristo Sacramentado, el amor ambiguo, ya que el
alma no puede sustraerse al imperio de la carne en que está presa, se diluye en
términos apasionados, no por espirituales menos humanos:
¿Quién que lea a San Juan de la Cruz no sentirá arder dentro de sí la dulce llama del
amor, aquí, en esta tierra, apenas imaginadas la serenidad del cielo y la transparencia
del alma?
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Entrádome ha la esposa
En el ameno huerto deseado
Y a su sabor reposa,
El cuello reclinado
Sobre los dulces brazos del Amado.
Cuando Sócrates y Platón se desprenden de ese mundo poético poblado por Zeus, el
omnipotente; Hera, «la de los brazos de nieve»; Iris, la dulce mensajera; Atenas, «la
diosa de los ojos glaucos»; un mundo en que aparecía en su cuna de brumas, la Aurora
«de rosados dedos», y Apolo disparaba sus flechas de oro (basta leer la Ilíada y la
Odisea); cuando los filósofos se alejan del gimnasio en el que se contempla la belleza
corporal y se reverencia a Homero, para concebir a Dios, sobre la pluralidad de los
dioses, y al ser humano como una dualidad de cuerpo y alma, en ese momento se hiere
de muerte al mundo clásico, del que habría de salir otro mundo, diverso y aun opuesto,
en un juego dialéctico penoso pero inevitable.
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VI
La Sociedad Imperfecta
Nos asombra el hecho de que entre seis mil millones o más de seres, no haya dos
iguales, salvo en el caso de los gemelos idénticos, como ya lo hemos hecho notar. El
cuerpo, la psique, el espíritu, tienen, en cada caso, un carácter singular.
Cuando la mirada se extiende más allá del ámbito humano, si es que fuera de él se
puede hablar así, nos encontramos también con individuos, palabra cuya significación
extendemos a las cosas. Cada ser, cada objeto, cada minucia, es única. No hay dos
galaxias iguales. No hay dos astros iguales. No lo son dos montes, dos ríos, dos lagos,
dos gotas de agua, dos granos de arena.
Sin embargo, la individualidad no es sinónimo de aislamiento. Hay entre las cosas y los
seres una relación y una coordinación ineludible y todo lo que es, está sujeto a un orden
universal.
En cada hombre, en cada mujer, vive y alienta la esencia de la humanidad. Esta esencia
se transmite de ser a ser. Cuando se reunen dos o más, cuando son una multitud, lo que
tienen en común es su condición humana.
Así, pues, cada uno debería comprender que está unido a los otros, puesto que todos
han brotado de la misma fuente y llevan en sí la misma materia; que la carne, los huesos
y la sangre son comunes, así como las necesidades, los sufrimientos y las alegrías; que
en todos brota la vida a borbotones y subyace, crece y alienta la muerte.
Incidentalmente, la lectura de Aristóteles nos muestra la diferencia radical que hay entre
su perspectiva de las cosas y la nuestra.
Distinguimos, por ejemplo, entre ciudad, Estado y comunidad, que él reune en un solo
concepto; discrepamos de su exaltación del Estado, al que considera como «la
comunidad superior a todas y que incluye en sí todas las demás», y nos asombra y
desagrada profundamente cuando afirma que «por naturaleza, bárbaro y esclavo es una
sola y misma cosa».
75
En todo caso, la sociedad, que ha desbordado el núcleo de la comunidad para
extenderse y complicarse a sí misma, es imperfecta, a veces hasta bordear la
arbitrariedad y caer en el absurdo, con la nota frecuente de la injusticia.
La sociedad o, por lo menos, la parte de ella que decide y domina, piensa y actúa sujeta
al egoísmo que la inclina a la indiferencia ante la desgracia ajena y a la crueldad.
Por otra parte, la sociedad está integrada por gentes diversas, con apetitos, intereses,
intenciones y mayor o menor capacidad para comprender, juzgar y decidir.
Stendhal habla de la asfixia moral que reina en los salones del París de Luis XVIII. El
conde Altamira, uno de los personajes de Rojo y Negro, dice: «En Francia, todo lo que
vale, todo el que descuella por su talento, va a pudrirse en la cárcel; el pueblo aplaude.
¿Por qué? Porque vuestra sociedad decrépita (el conde es un extranjero en ese país) no
piensa más que en las conveniencias.
Un hombre que hablando demuestra inventiva, pronuncia con facilidad una frase poco
prudente, y el dueño de la casa en que está, se considera deshonrado».
Los conservadores del Perú son, según el autor, «tardígrajos a los que le falta la
cabeza»(23).
González Prada termina por renegar de todo, desde la Patria, «sanguinario mito», hasta
la humanidad. El último de sus poemas en Trozos de Vida, el libro que siguió a
Minúsculas y Exóticas, es de un desesperado clamor que va de la decepción al asco y el
dicterio sin medida:
¿Qué me importa si mi cielo
Obscurece ya la noche?
No te amé jamás, oh mundo,
Negro charco de vibriones.
Al puede ser de la tumba
Voy sin pena ni temores,
Con el asco por la vida
Con el desprecio a los hombres.
76
VII
Pluralidad en la unidad
Hablamos de la sociedad, del hombre, del ciudadano, ignorando muchas veces que son
innumerables las sociedades, los hombres, los ciudadanos, cada uno distinto de los
demás.
Los sociólogos ven, preferentemente, el conjunto; las formas que adoptan los grupos
humanos; las corrientes y los movimientos que se efectúan en su seno; la dinámica
social, los hitos del desarrollo colectivo; y por supuesto, las leyes que se pueden
desprender de los casos particulares para extenderlos a todos ellos, con una aplicación
rigurosa del método inductivo que permite a la Sociología aspirar a la categoría de
ciencia.
El vocablo masa se usa como referencia, como totalidad –re-cordemos el poema Masa
de César Vallejo– pero no como categoría política. En cambio, la palabra pueblo está en
los labios de oradores, de estudiosos y del común de las gentes, aunque no la usen los
sociólogos porque carece de una concreta acepción científica.
77
que protesta o aplaude o ruge, según los casos, como si se tratase de un cuerpo y no de
una reunión de individuos.
¿Es un contagio colectivo? ¿Las gentes que gritan y aplauden obedecen a un estímulo
que los agita sin poder evitarlo o están unidos por una fuerza que viene de lejos?
Los huelguistas que llevan pancartas y gritan al unísono y marchan hacia una repartición
pública; los aficionados que atruenan el espacio y lanzan exclamaciones de júbilo o
decepción ante las incidencias de un espectáculo deportivo; los asistentes a un mitin
político que tienen la mirada puesta en su líder, son, en cierto modo, grupos
homogéneos, y no se necesita, por tanto, recurrir a la venerable Psicología de las
Multitudes de Gustavo Le Bon (que después de describir «el alma de las razas», se
dedicó a estudiar «el alma de las muchedumbres»), ni al inconsciente colectivo de Jung
(menos antiguo pero sobre el que han caído innumerables tratados).
Esa pluralidad, sin embargo, no está dada, fundamentalmente, por la posición de cada
uno en determinado estrato social, por la ascendencia y el apellido, por la ocupación, por
la riqueza o por la pobreza, la cultura o la ignorancia, sino por la constitución bio-
psíquica y, con ella, por la personalidad.
Lo que importa, en definitiva, no son las clasificaciones, las casillas, las fórmulas
habituales. Es preciso admitir que la sociedad está constituida, en el fondo, por gentes
de capacidad mayor o menor; de aptitudes diversas, algunas de ellas sobresalientes,
otras mediocres y otras de menor utilidad; que alternan activos y pasivos, responsables
e irresponsables, exigentes y acomodaticios, generosos y mezquinos, sinceros e
hipócritas, leales y desleales, entusiastas e indiferentes, etc.
Es cierto que, según Schopenhauer, la educación es poco menos que impotente porque
no puede modificar el carácter de las personas. No puede convertir, por ejemplo, a un
ser lento en dinámico, a un flemático en apasionado, a un avaro en filántropo. Pero sí
puede favorecer –diríamos nosotros– el desarrollo de las aptitudes, la personalidad, la
socialización y la preparación para el ejercicio de una determinada actividad.
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Desde luego, el acento puesto en el hombre y su riqueza genética, mayor o menor, no
tiene ninguna relación con el fascismo que aplasta al hombre con el Estado, ni con el
nazismo y sus galimatías de la «raza aria», contrarios a la naturaleza y la dignidad
humanas.
Por otra parte, vivir es, para cada hombre, hacer. Ortega y Gasset ha tocado este tema:
«La vida humana es una realidad extraña de la cual lo primero que conviene decir es
que es la realidad radical, en el sentido de que a ella tenemos que referir todas las
demás, ya que las demás realidades, efectivas o presuntas, tienen de uno u otro modo
que aparecer en ella».
«La nota más trivial, pero a la vez la más importante de la vida humana, es que el
hombre no tiene otro remedio que estar haciendo algo para sostenerse en la existencia».
«La vida nos es dada, puesto que no nos la damos nosotros mismos, sino que nos
encontramos en ella de pronto y sin saber cómo».
«Pero la vida que nos es dada no nos es dada hecha, sino que necesitamos hacérnosla
nosotros, cada cual la suya. La vida es quehacer».
Las líneas que siguen se refieren, sin duda, al común de las gentes, no a un grupo de
escogidos que son, precisamente, los que hacen la Historia.
Ortega dice: «Y lo más grave de estos quehaceres en que la vida consiste no es que sea
preciso hacerlos, sino, en cierto modo, lo contrario, quiero decir que no nos encontramos
nunca estrictamente forzados a hacer algo determinado, que no nos es impuesto éste o
el otro quehacer, como le es impuesta al astro su trayectoria o a la piedra su gravitación.
Antes que hacer algo, tiene cada hombre que decidir, por su cuenta y riesgo, lo que va a
hacer. Pero esta decisión es imposible si el hombre no posee algunas convicciones
sobre lo que son las cosas en su derredor, los otros hombres, él mismo. Sólo en vista de
ellas puede preferir una acción a otra, puede en suma, vivir»(24).
En muchos casos, que son los más ilustres, sin duda, la Naturaleza no sólo echa los
hombres al mundo, sino que los echa con una vocación y un destino.
Pintar es para el pintor, escribir para el escritor, bendecir y confesar para el sacerdote,
educar para el educador, «una manera de vivir».
Así, pues, alternamos con gentes que han brotado con un pincel en la mano, o con un
lápiz para llenar con fórmulas matemáticas alguna páginas y cambiar el rumbo de la
Historia o con gargantas prodigiosas hechas para deleitar a los oyentes o con sílfides
capaces de poner de pie, como si fuese lanzadas por un resorte, a una multitud de
asombrados espectadores.
Es conocido el caso de escritores que han dado al mundo obras extraordinarias, como si
obedeciesen al demonio interior de Sócrates, en un estado cercano al sonambulismo.
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Goethe se refería al Fausto, en una conversación con Eckermann, como «algo
inconmensurable y cuantos intentos se hagan por acercarlo más a la inteligencia, serán
baldíos».
«Hay que hacer cuenta de que la primera parte surgió de un estado de alma individual,
bastante oscuro». En otro momento dijo a su interlocutor que «en poesía no se puede
forzar mucho las cosas, y hay que aguardar a que la inspiración quiera venir, lo que no
se puede lograr por la fuerza de la voluntad».
Cuando Borges dice que «Todas las cosas le han sido dadas (al escritor, a todo hombre)
para un fin y esto tiene que ser más fuerte en el caso de un artista», suscribe que las
afinaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como
material para su arte.
«Esas cosas nos fueron dadas para que las transmitamos, para que hagamos de la
miserable circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiren a serlo».
80
VIII
Cada uno de nosotros vive su vida y, con ella, acuna su muerte. Hemos brotado por un
designio cósmico y se nos ha dado la vida como a todos los seres que pueblan este
mundo y que van y vienen y acaban su ciclo en un día o en meses o en años, aunque
hablar de esta medida sea impertinente, pues se trata de un fenómeno extraordinario
que está por encima de medidas y clasificaciones, del que somos expresión pero que,
por eso mismo, no podemos explicar satisfactoriamente.
César Vallejo se eleva, a veces, para mirar su cuerpo o el del vecino, consciente de esta
realidad.
La vida perdura en cada especie y en cada ser y, por tanto, cada individuo actúa
impulsado por esa fuerza interior que es parte de su mundo.
En algunos casos, cuando se trata de la unión íntima de dos seres, las ceremonias
sobran.
81
He aquí dos mundos frente a frente: de un lado, el cosmos, la Totalidad Suprema y
Absoluta; del otro, la sociedad, ciertamente pequeña y miserable, atada a costumbres,
convenciones y modas.
El grupo primitivo vive a merced de esas fuerzas misteriosas a las que trata de aplacar
merced a prácticas diversas, a sacrificios y conjuros. Los brujos desempeñan un papel
importante y, a veces, decisivo. El antropomorfismo, el animismo, el mito, el tabú,
permanecen en escena.
Se habla, con razón, de una mentalidad primitiva. El conocido libro de Lévi-Bruhl que
hemos citado antes, lleva este título. Espiguemos en él: Si la muerte sobreviene «es
porque una fuerza mística ha entrado en Juego». «Cuando un hombre muere, es debido
a que ha sido condenado por un hechicero». «Los muertos viven, por lo menos durante
un cierto tiempo». «El presagio predice y produce el acontecimiento». «A los ojos de los
primitivos, nada hay fortuito». «Todos parecen creer firmemente en la adivinación como
un método de inferir el curso de los sucesos por venir» (en referencia a los habitantes de
la costa occidental de África).
«En casi todas las sociedades primitivas, la enfermedad, cuando es grave y prolongada,
toma el aspecto de una mancha o de una condenación». «La disposición de la
mentalidad primitiva es a considerar como real y ya presente un acontecimiento futuro
del que está seguro por razones místicas». «La mentalidad primitiva, como la nuestra, se
preocupa por las causas de lo que ocurre. Pero no las busca en la misma dirección. Vive
en un mundo donde innumerables potencias ocultas siempre presentes, están obrando
constantemente o listas para obrar».
82
Desde luego, los sacrificios son universales en la historia antigua. Se trata de aplacar a
los dioses o de obtener sus favores.
¿Qué hace la sociedad ante el poder formidable de la vida instintiva? Pues, defenderse.
Hombres y mujeres se sienten atraídos mutuamente. Esta atracción podría ejercer un
dominio total y la sociedad dejaría de ser, entre otras cosas, una organización, un
cuerpo sometido a normas, un sujeto del orden, una suma de convenciones.
En la mayor parte de los casos, si no todos, las normas establecidas fijan condiciones
para que un hombre y una mujer puedan unirse.
Ante todo, ¿cómo ven ciertos pueblos los cambios o las manifestaciones de este poder
oculto pero presente en todo momento? «En la aldea de Bajoeng Gedé –dice Margared
Mead– el hombre que no se casa no puede gozar de todas las prerrogativas sociales. El
hombre que no tiene hijos no llega nunca a la posición suprema dentro de la jerarquía».
«El matrimonio es una formalidad que la sociedad impone, un medio para tener los hijos
necesarios a fin de ser una persona completa desde el punto de vista social».
«Ciertas sociedades creen que el parto es por naturaleza peligroso. Otros pueblos lo
consideran un hecho tan sencillo que sólo la madre calcula esperanzada si el niño va a
nacer en el campamento donde puede sobrevivir o si ha de nacer durante la jornada de
la marcha, muriendo, entonces, seguramente, de frío».
«La primera menstruación da lugar a una importante ceremonia entre los austeros
manus, que a partir de entonces ocultan la menstruación hasta el matrimonio».
83
IX
Desde luego, la religión que marca una línea de separación entre la carne y el alma y
que remite a una vida ultraterrena la realización plena del hombre, no sólo desdeña el
cuerpo sino lo señala como una fuente de incitaciones peligrosas, contra las cuales hay
que mantenerse en guardia.
Los santos viven en lucha permanente con las tentaciones y van más lejos al atormentar
la carne, al mortificarse con el ayuno y las incomodidades.
Sería inútil detenerse en algunos casos ilustrativos que todos conocen, sin olvidar otros,
diversos y aun contradictorios.
«Los hombres ven en la sexualidad –nos dice Alain Daniélou– el principal instrumento
con que la Naturaleza trata de esclavizarnos. Los templos se cubren de imágenes
eróticas porque el hombre debe ser puro, debe estar libre de inhibiciones antes de poder
captar los secretos del conocimiento. Las representaciones eróticas que ornan los
templos hindúes tienen un valor mágico y educativo. Toda la evolución y todas las
formas de la vida erótica aparecen en estas esculturas».
En la China antigua, las niñas no eran bienvenidas, a diferencia de los varones, y no era
raro que los padres las pasaran a otras manos, como si se tratase de una carga inútil.
En numerosos países, la joven era prácticamente vendida, puesto que para obtener el
asentimiento de los padres, había que prodigar los obsequios, tanto más valiosos cuanto
eran mayores los méritos del bien requerido.
84
exclusivamente maternal. Aristóteles advertía acerca del peligro de despertar su
sensualidad. Además, no le estaba permitido asistir a la comedia.
La moral victoriana impuso la represión sexual y la gazmoñería como una nota infalible
en las relaciones entre hombres y mujeres.
Durante el largo reinado de la reina Victoria, todo un mundo social y cultural debió vivir
bajo el imperio de rígidas normas morales en abierta contradicción con la naturaleza
humana.
D.H. Lawrence irrumpió en ese mundo pacato con El Amante de lady Chatterley, al que
escandalizó por su audacia erótica, pero al que fue convenciendo poco a poco de la
letigimidad de esta insurrección de una naturaleza contrariada sistemáticamente por una
acumulación de prejuicios.
Sigmund Freud abrió de par en par las puertas de una estancia hasta entonces cerrada
contra viento y marea, llena de supuestos, de convenciones y de cosas imaginarias.
Por supuesto, Freud significó un descubrimiento, una revelación y una posición extrema.
Posteriormente, los estudios, los análisis, las críticas, se multiplicaron, pero quedó en pie
la tesis fundamental y el método surgido con la tesis: el psicoanálisis.
85
La «sublimación» freudiana en el campo psicológico es semejante a la superestructura
marxiana en el campo social.
Wilhelm Stekel que cultivaba, según él, un psicoanálisis activo «enteramente distinto del
psicoanálisis ortodoxo iniciado por Freud», nos ha proporcionando una larga casuística
al respecto.
Sin embargo, el mundo en medio del cual vive, es demasiado complejo. En él pululan,
como parásitos y virus, los prejuicios, las supersticiones, los malentendidos, los temores,
las prohibiciones.
Ante el impulso superior que mueve a unos y otros, la comunidad toma algunas
precauciones y establece las reglas del juego.
Esas reglas varían de pueblo a pueblo y no están siempre de acuerdo con la realidad.
En numerosos casos rige la tradición con su cortejo de convenciones y costumbres,
aunque no tengan un sustento racional.
86
X
El libro de Simone de Beauvoir El Segundo Sexo, merece un capítulo especial, tanto por
su formidable erudición, la solidez de algunos de sus argumentos y su fama como
escritora, cuanto porque, al asumir la defensa de la mujer y acumular dicterios contra el
macho, vocablo que la autora prefiere para designar al hombre, entran en juego la
Naturaleza y la Sociedad que corresponden a nuestro tema.
¿Por qué contra el macho? Porque él es, según la autora, el culpable de la situación de
inferioridad y dependencia en que se encuentra la mujer: él ha organizado la sociedad
con sus altibajos, ha relegado a la mujer a una situación subalterna y, lo que es
intolerable, ha multiplicado los denuestos contra ella y son numerosos los insultos
proferidos por personajes notables que registra la Historia.
La maternidad no es una servidumbre sino para quienes han caído en el seno de una
sociedad deshumanizada, a fuerza de intelectualismo, decadencia y frivolidad.
Para quienes ven en un hijo una versión nueva y fresca de sí mismas, es un don que se
expresa en el amor compartido.
87
Hombres y mujeres o, si se quiere, mujeres y hombres, somos hechuras de la Especie y,
por ello, de la Naturaleza. A cada uno de nosotros se nos ha asignado un papel y
debemos cumplirlo sin protestas ni quejas.
Como hombres o mujeres podemos disfrutar de esta maravillosa riqueza que se nos
ofrece a manos llenas en una planta, en una hoja, en un grano de arena, en un poema,
en una sonata, en un cuadro, en una estatua, en un diálogo. La vida es un milagro.
¿Acaso hemos perdido la capacidad de asombrarnos, de admirar, de permanecer
absortos ante un prodigio de la Naturaleza o del genio humano?
Como una muestra más de esta rebelión contra la Naturaleza, la autora enumera los
males que aquejan a la mujer: «Las crisis de la pubertad y de la menopausia, la
‘maldición’ mensual, el embarazo largo y a menudo difícil, los partos dolorosos y a veces
peligrosos y las enfermedades y accidentes son las características de la hembra
humana».
88
Los males que enumera la autora, ¿no son el precio que es preciso pagar por el
advenimiento y el amor de los hijos, la creación de un pequeño mundo humano en el
que la llama del amor prodigue la luz y mantenga el abrigo para paliar el frío de las
noches invernales?
La contradicción en que incurre Simone de Beauvoir es evidente. Por una parte, afirma
que «la vitalidad de las mujeres tiene sus raíces en el ovario»; enumera los males que la
Especie ha acumulado sobre ella y habla de una servidumbre que le ha sido impuesta; y
por la otra, sostiene que «la Naturaleza no define a la mujer». Esta contradicción va
acompañada de un aserto insostenible: «Definiendo el cuerpo a partir de la existencia, la
biología se convierte en una ciencia abstracta».
Además, si hay algo concreto, es una ciencia, todas las ciencias, entre ellas la Biología,
sólidamente asentada en el conocimiento científico.
La autora dice: «La historia de la mujer –por el hecho de que aún se encuentra
encerrada en sus funciones de hembra– depende mucho más que el hombre de su
destino fisiológico».
Nuevamente nos encontramos con el reconocimiento de que nuestro destino es, en gran
parte, fisiológico, y para redondear el término, natural. Cuando se afirma que la mujer se
encuentra «aún (subrayamos) encerrada en sus funciones de hembra», se insinúa que
¡llegará el día en que ella alcance la liberación de ese destino fisiológico!
La autora quisiera que la mujer abandone su cuerpo (pues no hay otra manera de
escapar a su destino natural), mientras máquinas inventadas para sustituirla se dediquen
a fabricar robots en serie para sustituir a los seres de carne y hueso.
Un Mundo Feliz de Aldous Huxley, escrito como una sátira contra el totalitarismo y la
utilización bélica de la bomba atómica (pues no se podía prever entonces la Perestroika
y el término de la guerra fría), podría sustituir a nuestro mundo natural, hecho de madres
y de niños, de amor y ternura.
El Capítulo I se inicia con este párrafo: «Un edificio gris, achaparrado, de sólo treinta y
cuatro plantas.
89
–Y ésta –dijo el director, abriendo la puerta– es la sala de la Fecundación.
– ¡Noventa y seis mellizos trabajando en noventa y seis máquinas idénticas! –La voz del
director temblaba de entusiasmo.
– Hasta que, al fin, la mente del niño se transforma en esas sugestiones, y la suma de
estas sugestiones es la mente del niño. Y no sólo la mente del niño, sino también la del
adulto, a lo largo de toda la vida. ¡Y estas sugestiones son nuestras sugestiones!
Los manecillas de los cuatro mil relojes eléctricos de las cuatro mil salas del Centro de
Blomsbury señalan las dos y veinte minutos. La ‘industriosa colmena’, como el director
se complacía en llamarlo, se hallaba en plena fiebre de trabajo. Bajo los microscopios,
agitando furiosamente sus largas colas, los espermatozoos penetraban de cabeza
dentro de los óvulos, y fertilizados, los óvulos crecían, se dividían, o bien,
bokanovskivicados, echaban brotes y constituían poblaciones enteras de
embriones»(29).
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Por la ventana abierta la luna nos miraba.
El niño ya dormía, y la canción bañaba,
como otro resplandor, mi pecho enriquecido...
Insiste la autora: «Desde el feudalismo hasta nuestros días, la mujer casada ha sido
sacrificada deliberadamente a la propiedad privada». Y algo más: «La mujer ha sido
destronada por el advenimiento de la propiedad privada». Ergo: la familia y la propiedad
privada deben desaparecer para que la liberación de la mujer sea un hecho.
El comunismo integral sería, entonces, la condición sine qua non para la liberación de la
mujer. Imaginemos un mundo en el que haya sido abolida, la propiedad privada y no
exista la familia, bajo un poder absoluto; la mujer «liberada» de la maternidad y del
hogar, convertida en un ser anónimo, como una oveja más en el rebaño. No dependería
de nadie, en particular, sino del Estado, como el rebaño depende del pastor.
La alegría del amor compartido, de los hijos, del pequeño mundo propio, no existiría para
ella. La maquinaria como en el «mundo feliz» de Huxley funcionaría, no, desde luego,
para la mujer, sino para el Estado. Reducida a la soledad, sin marido y sin hijos, sin
familiares, sin afecto, rumiando su «liberación», le quedaría el recurso de anhelar la
muerte.
91
Afortunadamente, el socialismo está rectificando muchos de sus errores, advertidos por
la experiencia, y no pretende «arrancar a la mujer de la familia», porque, al hacerlo, la
arrancaría de sí misma.
¿La esclavitud de la reproducción? ¿Liberarse del hogar para caer en la fábrica? ¿Pasar
de lo personal a lo colectivo? ¿Cambiar el pequeño mundo humano por la acumulación
del artificio? ¿Renunciar a la maternidad para caer en la producción industrial?
¿La esclavitud de la reproducción? Y, por qué no, ¿la dulce esclavitud del amor
fecundo? ¿La reproducción artificial? ¿La esterilidad, la soledad, la frustración, la
amargura? ¿La existencia de solteronas deshumanizadas a las que se ha pretendido
«liberar», arrojándolas a un mundo sin amor y sin ilusiones?
¿Es que alguien, por elevada que sea su posición intelectual puede vivir sin alimentarse,
sin protegerse de la intemperie, sin reposar? Esa «utilidad», por tanto, no debe ser lo
primero?
92
Columbramos el muro querido, la plantas que florecen sobre la puerta, hurgamos en el
bolsillo en pos de la llave. ¡Oh prodigio! Henos aquí. El jardín, ¿no es un portento?
Subimos la escalera. ¿A quién debo agradecer este milagro? Cinco mil libros al alcance
de la mano. Me basta tomar uno de ellos y ¿con quién me encuentro? Con genios
portentosos, con maravillas humanas. Pero tengo apetito y encuentro lo que mi cuerpo
me pide. Esta es la «utilidad». Me quedo con ella.
¿La verdad? Está aquí, en este suelo donde afirmo los pies, en la sonrisa de mi mujer,
en el abrazo de mis hijos.
La verdad es que vivo y viven los míos. Que al pasear me he encontrado con hermanos
desconocidos. La verdad es que pertenezco a un pueblo al que amo profundamente y al
que me he esforzado en servir.
¿Y la belleza? ¿Hay alguna mayor que los juegos de los niños, que la silueta móvil de
una mujer, que esa flor que abre sus pétalos, esa mariposa que surca el aire, esa
avecilla que canta, ese cielo azul, esa armonía lejana?
¿Y la libertad? Salí en el momento que quise. Retorno al hogar cuando me place. Leo,
escribo, medito, a mi albedrío.
También son libres mi mujer y mis hijos, pero todos debemos cumplir ciertas normas. No
hay libertad total.
93
más dispuestas para la anemia; se ruborizan fácilmente. La inestabilidad es un rasgo
asombroso de su organismo en general».
A pesar de esta descripción, la autora afirma, como ya lo hicimos notar y para asombro
nuestro: «La naturaleza no define a la mujer». ¿Quién, entonces? ¿La sociedad? ¿Ella
misma? ¿Los infortunados machos?
«Biológicamente –continúa– los dos rasgos esenciales que categorizan a la Mujer son
los siguientes: su aprehensión del mundo es menos amplia que la del hombre; la mujer
está sujeta más estrechamente a la especie».
¿Por qué, biológicamente? ¿No habíamos quedado en que la biología era una ciencia
abstracta, mirada desde el punto de vista de la existencia? ¿Admite Ud., que esas dos
características le han sido dadas a la Mujer por la Naturaleza? ¿Y que, mientras sea
mujer, ella nacerá y morirá con ellas como cualidades de su ser?
Cuando la autora afirma que «el destino de ella [la mujer] es ser sometida, poseída y
explotada como lo es también la Naturaleza, cuya mágica fertilidad encarna», las
reflexiones que suscita son numerosas.
En primer lugar, la referencia al Destino, que podría fijar la situación general de la Mujer
y de cada una de las mujeres, y, por qué no, de cada uno de los hombres también; el
Destino fatal e irrenunciable, la Moira griega; entonces, las palabras sobran y los hechos
no pueden escapar a esa Ley inexorable.
Por otra parte, esas mujeres que van y vienen, que salen y entran a su antojo por
doquiera, que hablan y deciden y trabajan o estudian o se dedican a su hogar, son,
ciertamente, sometidas, poseídas y explotadas?
En verdad que las diferencias entre los pueblos son muchas y muy grandes y no
podemos olvidar las regiones en que aquellas son víctimas de un sistema político
opresor o de una secta religiosa o de un cúmulo de supersticiones y prejuicios.
Debemos estar en guardia para no asombrarnos durante la lectura de esta obra porque,
por ejemplo, en ella se asegura que «la desvalorización de la mujer representa una
etapa necesaria en la historia de la humanidad, porque su prestigio no provenía de su
valor positivo, sino de la debilidad del hombre».
Si se trata de una etapa «necesaria», no hay que echarle la culpa a nadie de lo que ha
ocurrido. Si el prestigio de la mujer no provenía de ella misma, la conclusión es
lamentable porque la mujer no ha cambiado ni puede cambiar en lo fundamental, puesto
que es hechura de la Naturaleza. Si su prestigio provenía de la debilidad del hombre, la
94
conclusión es la misma, porque esa debilidad no ha desaparecido, aunque caben las
preguntas: ¿Debilidad ante la atracción de la mujer? ¿Debilidad en el trato con ella?
¿Debilidad del sexo masculino, en general, ante el sexo femenino?
Una afirmación más que llama al asombro: «La mujer se vuelve impura desde que es
capaz de engendrar».
Así, pues, ¿todas son impuras porque son capaces de engendrar? ¿Y el hombre? ¿No
le toca a él también esta impureza puesto que es capaz de engendrar? Esta tesis, ¿no
se parece mucho al «pecado original» del cristianismo?
Hombres y mujeres hemos sido hechos, entre otras cosas, para engendrar. ¿Somos
culpables, por eso? ¿Cumplir una función, seguramente la primera dictada por la
Naturaleza, es un acto impuro? ¿Estamos manchados por unirnos hombres y mujeres y
tener hijos? Para salvarnos de la impureza ¿habrá que renunciar al amor, a la unión
íntima y a la perduración de la Especie?
Y, en todo caso ¿por qué culpar sólo a la mujer de un acto que no podría realizarse sin
la participación del hombre?
La autora incluye muchas citas de diatribas contra la mujer, de las que tomamos
algunas:
Un aserto parcial que parte de la esclavitud, inconcebible en nuestra época, y que ignora
la riqueza afectiva de la mujer que limita, quizá, la capacidad de deliberar.
De Simónides de Amorga: «Las mujeres son el mayor mal que Dios ha creado».
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La mujer, según Simone de Beauvoir «es un falso Infinito, un Ideal sin verdad, se
descubre como finitud y mediocridad, y al mismo tiempo como mentira. En verdad, ella
representa lo cotidiano de la vida, y es tontería, prudencia, mezquindad y fastidio».
El Ideal es una edificación aérea y el Infinito, un anhelo imposible, pero muchas veces la
mujer es la fuente de inspiración, la Musa por antomasia. Ciertamente, hay un círculo
tendido a sus pies, tocado por el hogar, pero no es encierro.
La visión despiadada no tiene reposo: (la mujer) «está siempre ocupada, pero nunca
hace nada. Esa dependencia respecto de las cosas, consecuencia de la que soporta
respecto de las cosas,explica su prudente economía y su avaricia. Su vida no se dirige
hacia finalidades, sino que produce o mantiene cosas que nunca son más que medios:
alimentación, vestido, intermediarios inesenciales entre la vida animal y la libre
existencia».
Por más aéreos o impalpables que sean el Ideal y el anhelo de Infinito, necesitan un
punto de apoyo que nos lo pueda ofrecer una bella mujer silenciosa.
Por otra parte, si la mujer toma a su cargo un conjunto de cosas sin el que nadie puede
vivir, habrá que agradecérselo.
«La mujer se ha consagrado por entero a su propia familia; –continúa la autora– por
tanto, no se puede esperar de ella que trascienda hacia el interés general».
En el Perú, agobiado por las Siete Plagas, la Mujer cumple una labor de salvavidas. En
los barrios marginales, llamados Pueblos Jóvenes, los Clubes de Madres, las
Asociaciones del Vaso de Leche, las Cocinas Familiares, la Defensa común tienen como
protagonistas a la Madres. «Ellas trascienden» hacia el interés general, no con ideas ni
especulaciones filosóficas, sino con una acción cotidiana y abnegada que vale más que
todos los libros de filosofía.
Además, ¿puede haber una ocupación más noble que mantener ese pequeño mundo
humano que es el hogar? ¿Hay algo que supere en importancia y trascendencia a la
crianza, la alimentación, la educación y la protección y defensa de los hijos? ¿Vivir por
ellos y para ellos no excede a toda obra humana? La abnegación sin reposo y sin
medida, no es una virtud maternal más valiosa que una obra escrita, aunque su fama
sea mundial?
Hay mujeres que trascienden hacia el interés común y que son capaces de cumplir, a la
vez, su papel de madres.
Las hay que sacrifican su destino esencial por el servicio a los demás.
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La autora nos dice que «la mujer no encarna ningún concepto fijo; a través de ella que
cumple sin tregua el pasaje de la esperan-za al fracaso, del odio al amor, del bien al mal,
del mal al bien».
«La mujer –continúa la autora– piensa que ‘toda la culpa’ la tienen los judíos o los
masones o los bolcheviques o el gobierno. Siempre está contra alguien o contra algo.
Busca un responsable contra quien pueda indignarse concretamente: la víctima elegida
es el marido. Cuando vuelve, por la noche, se queja a él de los hijos, de los
proveedores, del costo de la vida, de su reumatismo y del tiempo que hace, y quiere que
él se sienta culpable de ser hombre».
Hay un abismo entre la mujer aristocrática y adinerada, que vive en el seno de una capa
social decadente y frívola, y la mujer del nivel medio que multiplica sus actividades para
seguir viviendo en compañía de los suyos y, aún más, la mujer innumerable de las zonas
pauperizadas que cubren la mayor extensión de la Tierra y que, en muchos casos,
mantiene viva la llama del amor, ausente en gran parte de las mansiones
deshumanizadas.
El círculo en que actúa la mujer coincide con el hogar, en que viven y alientan los seres
queridos. Ese círculo se traslada con ella, por decirlo así, a una u otra parte, y las
relaciones de carácter familiar superan a las normas establecidas por el Estado, un ente
impalpable, inventado por los hombres.
«Ella –dice la autora– se precipita con tanto gusto hacia la religión porque así colma una
profunda necesidad».
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¿Cuál es esa necesidad? ¿Metafísica? Muchos de nosotros sentimos que este mundo
tangible en el que afirmamos nuestros pies, está animado por el Espíritu. El poder que
hace circular a los astros a la par que nuestra sangre, se expresa, para muchos, en
figuras concretas, desde que el mundo es mundo. Con ellas se establece una relación
familiar. A ellas se recurre cuando las dificultades superan la capacidad de dominarlas.
En este caso, el hogar se dilata y los seres queridos se multiplican.
Las «damas» son tratadas con dureza: «Su vana arrogancia, su radical incapacidad y su
ignorancia obstinada hacen de ellas los seres más inútiles y nulos que haya producido la
especie humana».
Sin comentarios.
Quizá, como una continuación de la diatriba anterior, la autora dice: «Mientras la mujer
siga siendo un parásito, no puede participar en la formación de un mundo mejor».
La mujer que no aporta nada a la comunidad, que aun en su hogar se limita a dar
órdenes o satisfacer caprichos; que consume su tiempo en visitar y recibir visitas; en
asistir a cocteles y reuniones frívolas; en llevar y traer chismes; en fingir y agradar, es,
ciertamente, un parásito.
Stekel añade lo siguiente: «Se han escrito muchos libros sobre la construcción del
carárter femenino por la influencia de ese famoso ‘complejo de la castración’, al que se
da una importancia ridícula en los análisis freudianos. La verdad es que se le encuentra
muy raramente si se le quiere encontrar, y si no se sugiere ese pensamiento al paciente,
dispuesto fácilmente a extraviarse por una falsa pista».
98
Cristianismo hacia Dios; ella es Beatriz que guía a Dante; es Laura que llama a Petrarca.
Se presenta como la Armonía , la Razón, la Verdad: Entonces la mujer ya no es carne
sino cuerpo glorioso».
«La mujer es fisis y antífisis al mismo tiempo; encarna a la Naturaleza tanto como a la
Sociedad. Ella es la Vida y la Muerte, la Naturaleza y el Artificio, la Luz y la Noche».
Si la Mujer es todo eso –y lo es– ¿por qué arrebatarla del hogar, que desaparecería con
ella? Si el hogar es, en cierto modo, una prolongación de la matriz, ¿por qué pretender
su eliminación en nombre de una absurda independencia, concebida en una estancia
cerrada a la luz y el aire? ¿Por qué arrebatarles a todos, mujeres y hombres, el amor y,
con él, la felicidad? ¿Se ignora que la etapa de la vida infantil es decisiva en el curso de
la vida humana? ¿Hay algo más tierno y profundo que el amor maternal?
Aún más:
De cada diez erotómanos nueve son mujeres y casi todas tienen entre 40 y 50 años.
99
Por lo general, la mujer vieja encuentra la serenidad total hacia el final de la vida».
Es por un imperativo al que estamos sometidos y que se cumple en todos los seres.
Sólo cambian las formas, los grados y los plazos, pero es inevitable seguir la curva
impuesta por la Totalidad.
La primera afirmación que encontramos al respecto, es discutible: «El gran Pan empieza
a marchitarse cuando repercute el primer martillazo y se inicia el reinado del hombre,
que se entera de su poder».
Si con Pan se quiere referir a la edad agraria, sin componentes mecánicos, en la cual se
pretende sugerir que hubo el predominio de la mujer, la objeción es que esa afirmación
no tiene sustento histórico, si, por otra parte, con el «primer martillazo» comienza el uso
de los más variados instrumentos, antecedentes inmediatos de la artesanía y, más
adelante, de la industria, y el formidable desarrollo que se manifiesta en la electrónica, la
robotería y los mil inventos que están transformando al mundo, habrá que admitir que se
trata de un proceso histórico que favorece a todos, siempre que se mantenga
permanente al servicio de la especie humana.
«La vida del hombre –dice la autora– no es nunca ni plenitud ni reposo, sino carencia y
movimiento, lucha. El hombre encuentra a la Naturaleza enfrente de sí; tiene poder
sobre ella e intenta apropiársela. Pero a él no le gustan las dificultades, y tiene miedo al
peligro. Aspira, contradictoriamente, a la vida y al reposo».
Cuando la autora afirma que al hombre no le gusta las dificultades y aspira al reposo,
incurre en una contradicción, pues al principio dice que la vida del hombre no es plenitud
ni reposo, y, además, cae en un error que la historia y la más ligera observación lo
demuestran con una sucesión de casos innumerables.
100
Nos encontramos, en este punto, con una diferencia notable entre el hombre y la mujer,
considerados ambos a plenitud, verdaderos y representativos.
Todos somos vulnerables, unos más que otros. No todos somos cándidos ni mezquinos,
ni tiranos ni egoístas ni vanidosos.
Nuestro deseo no es apetito grosero, puesto que fluye de nuestro ser, y nuestros
abrazos no son un yugo degradante sino una comunión de dos seres nacidos para
amarse y estrecharse, pues no sólo abraza el hombre a la mujer sino la mujer al hombre.
En suma: se abrazan los dos.
¿El abrazo, un yugo degradante? El abrazo, el amor, el hogar, como yugos degradantes,
tiene un antecedente en Les Femmes Savantes de Molière.
Naturalmente, esto es ridículo. Molière escribió su obra para anonadar con ella a las
sabiondas. Que hoy tome alguien en serio este tema, es doblemente ridículo.
101
reemplazar a sus progenitores; a la belleza que se esfuma y –debería ocurrir– a la
admisión de un cambio inexorable, porque hemos nacido para crecer y decrecer, para
amar y desamar, para nacer y morir, pues para todo hay un momento, como lo dice el
Eclesiastés.
La autora dedica pocas líneas a las relaciones entre hombres y mujeres. «Los machos y
las hembras –dice– son dos tipos de individuos que se diferencian en el seno de la
especie con vistas a la reproducción, no es posible definirlos sino correlativamente».
Los términos son discutibles, pero la verdad, repetida aquí numerosas veces, implica el
reconocimiento que la Naturaleza es el principio y la razón suprema de todas las cosas.
Constituye, por tanto, una actitud errónea y aun ridícula, la rebelión contra ella, partiendo
de una sociedad y una cultura determinada, menos de una gota de agua en el mar
insondable del Universo.
«Si se la compara con el macho (a la mujer) –son sus palabras– éste se presenta como
infinitamente priviligiado. Término medio, las mujeres también viven más que él, pero se
enferman mucho más a menudo».
Hay una cita de Lévi-Strauss: «La autoridad pública o simplemente social pertenece
siempre a los hombres».
Continúa la autora: «El hombre busca en la mujer al Otro como Naturaleza y como su
semejante. Ella es la tierra y el hombre la simiente».
Y algo más:
«Un hijo es una riqueza y un tesoro, pero también es una carga y un tirano».
102
El deslumbramiento del primer amor, la sorpresa del primer goce carnal, el arrebato de
las uniones íntimas, ocurren porque uno entra en el Reino de la Naturaleza, atractivo,
misterioso y dominante, ante el cual sólo cabe el abandono de sí mismo y la entrega
total.
¿Que el amor maternal no es natural? ¿Podrá afirmarlo así un hombre de ciencia? Para
empezar, ¿no somos nosotros naturales, hombres y mujeres? Naturales siempre,
aunque la sociedad y la cultura nos vayan revistiendo incesantemente.
Las mujeres enteras y verdaderas (los adjetivos son de Unamuno) también lo hacen y
muchas de ellas sólo viven ya para sus hijos. También hay animales hembras
desnaturalizadas, pero constituyen la excepción que confirma la regla.
Cuando la autora afirma: «A decir verdad, no se nace genio: llega uno a serlo», su error
es mayúsculo. Por tanto, Platón, Leonardo, Goethe, «se hicieron» genios? ¿Por qué no,
los demás?
Cuando, a la muerte de Hugo, ocurre una apoteosis multitudinaria, Barrés ve que «el
inmenso oleaje humano avanza delirando de asombro por haber hecho un dios» y
Romain Rolland dice que «el dios dormía vencedor sobre el campo de gloria».
Máximo Gorki contempla a Tolstoi y dice: «Parece un dios, ni hebreo ni griego, pero sí,
un dios ruso ‘sentado sobre un trono de arce bajo un tilo dorado’ sin gran majestad pero
más sutil que todos los otros dioses».
103
XI
Rectificaciones
Una mujer escribe sobre la Mujer. Esta palabra representa a todas la mujeres. A las
mujeres «sabias» de Molière; a las mujeres de una tribu de África, de la Amazonía, de
los barrios marginales de la América Latina; a las señoras de medianos recursos de
países en vías de desarrollo, a las de vida precaria; a las mujeres maternales y a las
casquivanas; a las finas y a las burdas; a las intolerantes y a las agresivas; a las
comprensivas y a las tercas.
Cuando se trata de un estudio de esta naturaleza, que pretende abarcar no sólo la mitad
de la población mundial, o sea alrededor de los 3 000 millones de seres, sino las más
variadas organizaciones sociales y los más diversos ambientes y condiciones en cada
caso, es preciso encontrar los puntos comunes y partir, sobre todo, de aquél que es el
primero, fundamental y único, a fin de continuar sin desvíos por el buen camino.
¿De dónde partir, entonces, para llevar a cabo el estudio con la mayor objetividad
posible? No, desde luego, de la sociedad, en general, que se concreta en una
determinada organización, en gran parte, distinta de la otras, a la que pertenece el
observador, con todas sus particularidades que niegan la generalidad y la objetividad.
El punto de partida único es nuestra naturaleza. Hombres y mujeres somos, ante todo,
un organismo maravillosamente hecho para vivir y reproducirnos.
El primer capítulo empieza con un párrafo que debería ser el primero también, al abordar
el tema del hombre y la comunidad, sea cual fuere el campo de que se trate:
«Nosotros sabemos que somos animales del grupo de los mamíferos, del género homo,
de la especie sapiens; que nuestro cuerpo es una máquina de treinta mil millones de
células, controlada y producida por un sistema genético, el cual se constituyó en el curso
de una evolución natural a lo largo de dos a tres miles de millones de años; que el
cerebro con el cual pensamos, la boca con la cual hablamos, la mano que nos sirve para
escribir, son órganos biológicos, pero este conocimiento es también inoperante como
aquel otro que señala el carbono, el hidrógeno, el oxígeno y el nitrógeno como
elementos constitutivos de nuestro organismo»(31).
104
Hemos sido echados, literalmente, a este escenario, sin decisión de nuestra voluntad,
que no existía entonces y que fue afirmándose con el desarrollo de nuestro ser, gracias
a un Poder superior que lo ha dispuesto así y que cumple en nosotros uno de sus
designios.
Por uno de ellos, también, la humanidad está integrada por hombres y mujeres. Hemos
nacido como tales y ese es nuestro destino.
A nuestra condición de mujer o de hombre debemos añadir las dotes con las cuales
hemos sido agraciados; las vocaciones más disímiles, las aptitudes mas variadas.
Así, pues, la elección precede a nuestro nacimiento y nosotros somos comparsas en «el
gran teatro del mundo».
Hay algo mas grande que esta división del ser en hombres y mujeres, dos estructuras
orgánicas y dos destinos.
Nacemos para vivir y morir. En la mayor parte de los casos, dejamos antes de la partida
final, un hijo o más.
Hay quienes dejan, también, obras filosóficas, científicas, literarias, artísticas. Los hay
que perduran en la Historia por la fecundidad de su vida misma, hecha fuente de acción
heroica, de servicio eminente, de meditación profunda o de sabiduría.
El cordón umbilical que se corta, no aparta al recién nacido de la madre, y este otro,
invisible y misterioso que nos ata al Universo, no se extingue sino con nosotros mismos.
Cada una de las etapas de nuestras vidas nos permite gustar las cosas de distinta
manera. Al deslumbramiento de la infancia sucede la vida interior del adolescente, la
plenitud de la edad juvenil, el equilibrio de la madurez y la sapiencia o la inutilidad de la
vejez.
Hemos dado millones de vueltas con nuestra Madre Tierra, sin sentirlo, y, acaso, sin
saberlo. Hemos pasado de una estación a otra y nuestro sentimiento y respuestas han
variado con la Primavera y el Verano, el Otoño y el Invierno.
¿Por qué hemos de combatir mujeres y hombres? Somos partícipes de una comedia y
un drama interminables, mientras el mundo continúa dando vueltas alrededor del Sol.
Alternamos y dependemos los unos de los otros. Mujeres y hombres convivimos y son
nuestros los prodigios de la vida universal que apreciamos y gustamos según la
sustancia de que estamos hechos.
Mujeres y hombres nos necesitamos naturalmente. Hemos nacido no sólo para vivir sino
para convivir.
105
El hombre en el que alienta una rica vida interior, se aproxima a la mujer, seducido por el
misterio que se transparenta en ella. Es el mismo ser y es otro ser. Hay entre ambos una
continuidad y una ruptura, una semejanza y una oposición, en este mundo de contrarios,
un destino común.
En Ana Karenina de León Tolstoi, Levin «no había vuelto a ver a Kitty desde aquella
noche memorable en que se encontrara con Vronsky, excepto en el momento en que se
cruzaron en el camino real. En el fondo de su alma sabía que la vería aquella noche.
Ahora, al oír que Kitty se hallaba allí, sintió de repente tal alegría y a la vez tal temor que
se le cortó el aliento y fue incapaz de pronunciar lo que se había propuesto».
Kitty «parecía temerosa, tímida, avergonzada y, por tanto, más encantadora que antes.
Vió a Levin en el mismo instante en que entraba al salón. Lo esperaba. Se alegró y
quedo turbada de su contento hasta el punto que hubo un instante en el que Levin se
acercaba a la dueña de la casa y la miraba de nuevo que tanto ella como él y Dolly, que
lo estaba observando todo, creyeron que no podrían contenerse y se echarían a llorar».
Sin embargo, nuestra vida es cambiante como todo lo que nos rodea. Al día sucede la
noche, al deslumbramiento, la depresión.
«En general, pensaba Dolly –otro personaje de la novela– repasando su vida durante los
quince años de su matrimonio, todo se reduce a embarazos, mareos, torpeza mental,
indiferencia hacia todo y, principalmente, fealdad.
Kitty, la joven y bonita Kitty, también se ha afeado, y yo, durante los embarazos, me
vuelvo horrorosa, lo sé. Los partos, los terribles sufrimientos del parto, y este último
momento. Después, las noches sin dormir, esos terribles dolores...»
En La Guerra y la Paz, el príncipe Andrey aconseja a Pierre:... «No te cases, amigo mío.
Te lo aconsejo de todo corazón».
«Al menos no lo hagas hasta que puedas decir que has hecho cuanto has podido, y
hasta que no dejes de estar enamorado de la mujer que vayas a elegir; hasta que la
veas tal como es, pues de otro modo te equivocarás irremediablemente».
Y un poco después: «La sociedad estúpida sin la cual no puede vivir mi esposa; esas
mujeres...! Si al menos supieras lo que son toutes les femmes distinguées y las mujeres
en general».
«Mi padre tiene razón: egoísmo, ambición, estupidez, nulidad en todo, he ahí lo que son
las mujeres cuando se muestran tal y como son».
106
Y mucho más tarde, ese mismo príncipe Andrey confiesa a Pierre que está enamorado:
"Nunca lo hubiera creído; pero ese sentimiento es más fuerte que yo. Antes no vivía.
Ahora es cuando vivo, pero no puedo estar sin ella. ¿Podrá amarme?».
Los casos podrían multiplicarse, pero las conclusiones del más ligero análisis serían las
mismas.
La sociedad actúa como si fuese la protagonista y fija las reglas, mantiene las
convenciones y guarda las costumbres.
La segunda parte está constituida por el advenimiento de los hijos, que era,
precisamente, el fin impuesto por el Imperio, éste sí, permanente y total, sobre los
imperios fugaces que registra nuestra historia, desde que el mundo es mundo.
El matrimonio es, por tanto, un hecho social con base jurídica, a partir del cumplimiento
de un imperativo de la naturaleza.
Aquellos que protestan por este hecho que aspiran a la liquidación del hogar en nombre
de un socialismo trasnochado y de una independencia artificial y estéril de la mujer,
incurren en una aberración.
107
Es cierto que la mujer está limitada, fundamentalmente, por el hogar; que en ella
predomina el sentimiento sobre la razón; que se inclina a personalizar las cosas; que no
se aventura por la esfera de las ideas generales y que se complace en el detalle y la
minucia; pero es verdad también que le ha sido confiada la vida misma, a la que ella se
entrega con entereza y sacrificio; y como la vida es lo primero (Primum vivere...) le debe
ser reconocida la más alta jerarquía en este mundo humano.
Si su centro es el hogar, debe ser allí la reina, y no hay autoridad más dulce y afectiva
que la autoridad de la madre, cuando ella es digna de su misión, cumplida más con
actos que con palabras.
Isadora Duncan, excepcionalmente dotada, alumbra un hijo. Sufre los horrores del parto,
pero experimenta un júbilo sin medida cuando contempla a su bebé. «¡Ah, y que bebé! –
dice–. Era sorprendente. Tenía las formas de Cupido, los ojos azules y una cabellera
oscura que luego cayó y se convirtió en bucles de oro. Y –milagro de los milagros–
aquella boca buscó mi pecho y aspiró mi leche. ¿Qué madre es capaz de decir lo que se
siente cuando brota la leche de su teta y la boquita de su nene muerde el pezón? Esta
cruel boquita que muerde se parece a la boca de un amante, y la boca de nuestro
amante recuerda, a la vez, la del bebé».
«¡Oh mujeres –agrega esta mujer admirable–. ¿Para qué aprendeís a ser abogadas,
pintoras o escultoras, si existe este milagro? Conocí, por fin, el gran amor que sobrepasa
al amor del hombre. Estaba tendida y sangrante, destrozada y sin fuerzas, mientras que
una criatura mamaba y lloraba. ¡Vida, vida, vida! ¿Dónde estaba mi arte? Sentía que yo
era un dios, superior a todos los artistas».
He aquí lo que ocurre cuando una Mujer, con mayúscula, alumbra un hijo. Los párrafos
de Isadora Duncan cuando se convierte en madre y siente junto a ella un nuevo ser, al
que le ha dado vida, no sólo valen muchísimo más que los dos gruesos tomos de El
Segundo sexo de Simone de Beauvoir, sino que los anulan por completo.
Isadora Duncan es la misma mujer que cuando se encuentra de pronto ante una
dolorosa procesión con los féretros de obreros, fusilados la víspera, desarmados e
inermes, en la Rusia de los zares, llora profundamente conmovida y confiesa: «Si yo no
hubiera presenciado aquello, mi vida habría sido diferente. Allí, junto a aquel cortejo que
parecía interminable, frente a aquella tragedia, me hice a mí misma el voto de consagrar
108
mis fuerzas al servicio del pueblo y de los oprimidos. ¡Oh! ¡Cuán pequeños, cuán fútiles,
me parecían ahora todos mis deseos y todos mis sufrimientos y todos mis amores
personales! ¡Cuán vano me parecía mi arte mismo, si mi arte no podía combatir
aquello!»(32).
109
Tercera parte. La Cultura, un Mundo Humano
Antecedentes
Köhler multiplicó los experimentos que consistían en la presentación de retos ante los
cuales el hábito y el impulso resultaban impotentes y sólo era posible darles una
respuesta adecuada merced al ejercicio de la inteligencia.
En una jaula se pusieron plátanos a una altura tal que los saltos habituales no dieron
resultados. La operación fue posible cuando el animal hubo de recurrir a un cajón que
había allí, al cual subió y alcanzó la fruta deseada. La inteligencia desempeño entonces
un papel importante, puesto que hubo un esfuerzo de adaptación ante una situación
nueva que no podían afrontar ni el hábito ni el impulso.
Los chimpancés tenían sed, pero el cubo con agua se encontraba en un comportamiento
contiguo, separado por una reja.
110
Sultán, el más inteligente de ellos, tomó una caña que había en la jaula, la pasó a través
de los barrotes de la reja, hundió un extremo en el agua, alzó luego la caña, permitiendo
que algunas gotas se escurrieran a lo largo del instrumento y, aproximando el otro
extremo a la boca, pudo aliviar su sed. Poco después, Sultán salto varias veces
utilizando la caña como garrocha y los otros chimpancés lo imitaron sin esfuerzo alguno.
Este episodio nos revela no sólo el poder de la inteligencia para resolver problemas que
puedan ser de importancia vital, sino las diferencias individuales y el influjo que están
llamados a ejercer los seres mejor dotados sobre sus semejantes.
Para Gastón Viaud, «la inteligencia tiene varios sentidos. Designa ya cierta categoría de
actos que se distinguen de los actos instintivos y automáticos, ya la facultad de conocer
y comprender; ya, en fin, el rendimiento del mecanismo mental (como cuando decimos
cuándo un niño es más o menos inteligente). En otros términos, cuando se habla de
inteligencia, se entiende por esto o bien ciertas formas de comportamiento o
pensamiento, o bien cierto nivel de eficiencia mental.
Lo que más generalmente diferencia a los actos inteligentes de los actos dictados por los
instintos –añade el autor– es la precisión de la adaptación a las condiciones cambiantes
del medio, a las situaciones desacostumbradas, a las exigencias nuevas.
Para que un animal actúe inteligentemente en una situación que le plantea un problema
–continúa– hace falta: 1º que comprenda la situación; 2º que invente una solución; 3º
que actúe en consecuencia»(34).
La inteligencia aparece en suma –agrega el autor– como una estructuración que imprime
ciertas formas a los intercambios entre él o los sujetos y los objetos que lo rodean»(35).
El caso de los chimpancés, y los experimentos de Köhler, es uno de los más notables y,
acaso, el primero de todos, pero no es el único, los experimentos se han multiplicado
con diversos animales como macacos, gatos, perros, jaguares y gallinas.
Es preciso observar que en todos los casos, aun en los más avanzados (Sultán pudo
salir airoso de la prueba más dificil: encajar una caña en otra) se recurre a instrumentos
que el animal encuentra ante sí y que le presentan un problema. No es posible ir más
lejos.
111
Además de la resolución de problemas, se pueden citar los casos de construcción, de
reproducción y de las formas de la vida misma.
Los nidos de las aves, las colmenas de las abejas y las galerías de los termes, invitan a
observar y pensar.
Según Carlos Silva Andrade, el trabajo de los nidos llevan algunos días y, a veces, hasta
semanas. «Rara vez el macho es constructor de nidos –dice el autor–. Es el vigía del
hogar, el soldado desconocido de la familia; cuida a la esposa mientras trabaja, aleja a
los rivales, da la voz de alarma y, eventualmente, concita sobre sí a la atención de los
intrusos».
Silva Andrade formula una observación que podría referirse también a los hombres: «La
Naturaleza es siempre ejemplar y cada ser tiene una misión que cumplir»(36).
Mauricio Maeterlink, en su libro La vida de las abejas, nos dice lo siguiente: «Todo indica
que no es la reina, sino el espíritu de la colmena, quien decide la enjambradura. ¿Cómo
todos los ángulos de los rombos coinciden siempre tan mágicamente? ¿Quién les dice
que empiecen aquí y terminen allí?».
«La reina, ebria de sus alas y obedeciendo a la magnífica ley de la especie, que elige
para ella su amante y quiere que sólo el más fuerte la alcance, sube y sube. Los débiles,
los achacosos, los viejos, los raquíticos renuncian a la persecución y desaparecen en el
vacío. Y el elegido la alcanza, la coge, la penetra. Inme-diatamente después de
realizada la unión, el vientre del macho se entreabre, el órgano se desprende,
arrastrando la masa de las entrañas, el cuerpo vaciado da vueltas y cae en el abismo.
La mayor parte de los seres –comenta Maeterlink– tienen el sentimiento confuso de que
un azar muy precario, una especie de membrana transparente, separa la muerte del
amor, y de que la idea profunda de la Naturaleza quiere que se muera en el momento en
que se transmite la vida».
112
Después de agotar la observación y multiplicar la lectura de obras dedicadas a esta
materia, Maeterlink concluye afirmando que «el hombre es, después de todo, el único
ser realmente inteligente que habita nuestro globo(37)».
Esta información debe hacer frente –sin embargo– a otra que él formula respecto a los
termes: «A la necesidad de defenderse contra la hormiga debe el terme lo mejor de sí
mismo, a saber, el desarrollo de su inteligencia, los admirables progresos que ha
realizado y la prodigiosa organización de sus repúblicas; problema que es difícil resolver.
Esta república que ocupa complicadas galerías, que cuenta con obreros y soldados y
reyes y reinas, todos ciegos, que da la vida a monstruos para defenderse, armados de
tenazas tan duras como el acero, a los que es preciso alimentar porque las tenazas no
les permite hacerlo por sí mismos; todo este mundo escondido que puede destruir casas
enteras en breve tiempo (un colono regresó a su casa después de cinco o seis días de
ausencia. Se sentó en una silla y ésta se hundió. Se apoyo en la mesa que se aplastó
sobre el suelo. Hizo lo mismo con la viga central que se desplomó arrastrando el tejado
en una nube de polvo); esta comunidad, en fin, ¿por qué vive así? ¿Por qué cumple
ciegamente (por doble motivo, en este caso) reglas severas, como quien cumple un rito?
113
II
Aproximación a la Cultura
Mientras los chimpancés y otros animales acuden a los objetos que se les presentan
para resolver los problemas, como ya se dijo, el hombre, en una época remota, empieza
por modificar los objetos, haciéndolos aptos para la satisfacción de sus necesidades. El
resultado es un utensilio, distinto del instrumento y superior a él.
«Un utensilio –dice Viaud– es algo más que un instrumento simple, del tipo de los que
utilizan los monos: es un objeto trabajado, transformado, de manera que puede ser
utilizado cómoda y eficazmente para cumplir cierto tipo de acción. Y añade: la
inteligencia práctica del hombre se caracteriza esencialmente, como lo ha demostrado
Bergson, por el utensilio».
El hombre que coge una piedra, la contempla, le da vueltas entre sus manos, mira sus
ángulos, sus protuberancias, no está procurándose un juguete. La relaciona, más bien,
con una necesidad y –aquí interviene una operación mental– imagina la forma que esa
piedra debería tener para satisfacerla. Finalmente, realiza la acción imaginada y
convierte el proceso mental en acción.
114
Para Benedetto Croce, «el hombre es un microcosmos, no en el sentido natural, sino en
el sentido histórico, un compendio de la Historia universal y la historia no llega a
nosotros de afuera sino que vive en nuestro interior».
«Que la historia es la historia de la libertad es dicho famoso de Hegel. El dar por muerta
la libertad vale tanto como dar por muerta a la vida. La moralidad no es más que la lucha
contra el mal. Y el mal es la continua insidia contra la unidad de la vida y, a la vez, contra
la libertad espiritual(39)».
La cultura se aviva como una llama merced al soplo de un hombre, aun en las peores
condiciones.
Bajo el poder absoluto de un monarca, al que le basta una orden para cegar una vida; en
medio de una sociedad agobiada por superticiones y prejuicios; allí donde el fanatismo
ha encendido una hoguera, un hombre sueña con la libertad, escribe un poema, esculpe
una estatua, añade palabras al vocabulario habitual, piensa y sueña porque nadie puede
impedirle que piense y sueñe, refugiado en su mundo interior.
La cultura egipcia, la cultura caldea, la cultura persa, la que surgió en Grecia, la que tuvo
su centro en Roma, la que floreció en América del Sur, fueron formas de la Cultura
humana.
En todas ellas como se dijo, se advierte la impronta de la mente del hombre; en todas
ellas es evidente la respuesta a un reto, la creación y la adaptación a determinadas
115
condiciones y circunstancias; en todas ellas es notoria la tónica de un ambiente que
envuelve a todos los seres y los hace suyos, de generación en generación.
Como se sabe, la palabra «cultura» tiene más de una acepción y es frecuente referirse a
ella como la cima del mundo humano.
Los griegos llamaban bárbaros a los pueblos que no compartían su cultura, y cuando se
crean instituciones dedicadas a favorecerlas, se entiende que se trata de un alto nivel en
que se encuentran, preferentemente, el arte y la literatura, la ciencia y la filosofía.
116
III
La Naturaleza se ofrece al hombre como una realidad fundamental de tierra, aire y agua,
cuyas variantes son expresiones de un poder superior a cualquier otro.
En un punto de esa Naturaleza misteriosa en que alternan los árboles y las aves, la
variedad de las plantas, los montes, las fuentes y los ríos, irrumpe de pronto el fuego
como un fenómeno ajeno a esa realidad, indomable y terrible, capaz de devorar bosques
enteros y de convertir en cenizas el menor vestigio de vida.
Sin embargo, los incendios no son frecuentes y a veces surge una llama que serpea sin
elevarse demasiado, disminuye y muere.
El hombre termina por dominar su terror y, poco a poco, va familiarizándose con ella,
aunque el mito siga dominando su mundo y el temor y la reverencia continúen dentro de
él.
Alguien frota rápidamente dos maderos y esa fricción, como si fuese un hechizo,
produce una llama. El fuego, ese prodigio, ese don divino, se ha hecho presente allí
como el Genio de Aladino cuando frotó la lámpara maravillosa.
117
Así, el fuego, aunque es mirado todavía como un don divino, está ya en manos del
hombre que puede encenderlo, mantenerlo en cierta medida y apagarlo a voluntad. Aún
más: puede utilizarlo para disfrutar de la luz y el calor, para ahuyentar a las fieras y, más
adelante, para cocer los alimentos y procurarse vasijas.
Desde épocas lejanas y aun cuando surgen las altas culturas, el fuego es mirado como
una revelación de la divinidad, como una fuerza de purificación o como un símbolo de
integración humana.
Se rinde culto al fuego sagrado, hasta el punto que los sacerdotes persas debían evitar
que su aliento contaminase la llama.
En la India, el brahmán cuida del hogar y alimenta la llama con la leña de árboles
escogidos especialmente para este servicio. El fuego (Agni) es una divinidad. Se le rinde
culto y se invoca su protección y su ayuda: «¡Oh, Agni, tú eres la vida, tú eres el
protector del hombre! Que goce largo tiempo de la luz y que llegue a la vejez como el sol
al ocaso».
En Grecia, Prometeo es encadenado a una roca por el delito de haber hurtado el fuego
de Zeus para sí y para los hombres.
«Oh divino éter y alígeras auras y fuentes de los ríos, y perpetua risa de las marinas
ondas, –clama Prometeo en la Tragedia de Esquilo– y tierra, madre común, y tú, ojo del
Sol omnividente: ¡yo os invoco!... Tomé en hueca caña la furtiva chispa, madre del
fuego; lució, maestra de toda industria, comodidad grande para los hombres; y de esta
suerte pago la pena de mis delitos, puesto al raso y en prisiones».
En Grecia y en Roma, el fuego se identifica con el hogar. «En las casas de los griegos y
romanos –dice Fustel de Coulange– había un altar en el cual tenían siempre un poco de
ceniza y unos carbones encendidos. Era obligación sagrada para el jefe de la casa
conservar el fuego día y noche... El fuego no cesaba de brillar en el altar sino cuando la
familia había perecido totalmente: hogar extinto y familia extinguida eran expresiones
sinónimas entre los antiguos»(41).
Sin embargo, el fuego del hogar no es el que se utiliza en la tarea común, es puro y
casto. Es, dice Coulange, «una especie de ser moral». Y agrega: «Se le diría hombre,
pues posee del hombre la doble naturaleza: Físicamente resplandece, se mueve, vive
procura la abundancia, prepara la comida, sustenta el cuerpo; moralmente, tiene
sentimientos y afectos, concede al hombre la pureza, prescribe lo bello y lo bueno y
nutre el alma».
La difusión del Cristianismo, a la caída del Imperio Romano, promovió una revolución
cultural que es, sin duda, la más profunda de las revoluciones. El fuego perdió gran parte
de su poder misterioso, de su identidad con el hogar y de su capacidad de seducción
reverencial, pero se recurrió a él en numerosas oportunidades y por diversos motivos.
118
Sir James Georges Frazer nos habla de «la costumbre de encender fogatas el primer
domingo de Cuaresma en Bélgica, el norte de Francia y muchas partes de Alemania».
«La costumbre, en Francia, de llevar hachones de paja encendidos, el primer domingo
de Cuaresma, por entre los huertos y sembrados para fertilizarlos» o la reavivación del
fuego en víspera de Pascua Florida, las hogueras de Pascua en Alemania, los fuegos de
Beltane en Escocia, las hogueras la víspera de San Juan, los fuegos de medio verano
en la Alta Baviera, Dinamarca y Noruega, Austria, Prusia y Lituania, Bretaña. «Cuando
las llamas están ya moribundas toda la reunión se arrodilla alrededor de la hoguera y un
anciano reza en alta voz. Después, todos se ponen de pie y dan tres vueltas en círculo al
fuego»(42).
Aquello que empezó como un descubrimiento, que se erigió luego como una divinidad y
mantuvo su jerarquía, aun cuando fue utilizado ya en diversos menesteres, se extendió
por el mundo y allí donde hubo un hombre hubo también el fuego.
Aquello que había empezado con la exposición de una presa al fuego, alimentado por
leña, se convirtió a la larga en tarea exigente y ardua de chefs y pinches de cocina, en
deleite de gourmets, en eje de reuniones sociales, en ceremonias de gobernantes, en el
refinamiento culinario de Francia y China y, como culminación, en la sapiencia
gastronómica y el buen decir de Brillat-Savarin en su obra Fisiología del Gusto.
119
Los minerales a flor del suelo o en las entrañas de la Tierra, permanecían intocados. El
hombre primitivo tenía bastante tarea con proveer de alimentos, protegerse de la
interperie y defenderse de las fieras.
Sin embargo, alguien observó una veta o encontró un trozo brillante que recogió con
sorpresa y temor, y guardó como una reliquia.
Es probable que, por una de esas coincidencias a la que debe tanto el avance de la
cultura, un trozo de mineral haya caído junto al fuego, con un hecho asombroso como
resultado: la conversión de una parte de ese trozo duro en líquido ardiente que hubo de
solidificarse y mostrarse puro.
A la sorpresa inicial tenía que surgir la repetición de ese contacto con el mismo
resultado. En ese momento nacía un nuevo poder para el hombre. Un poder formidable.
En la cultura clásica, Vulcano (Hefestos) es el dios del fuego y del metal porque, en
cierto modo, el metal es un don del fuego.
En la Ilíada, la diosa Tetis acude a él en pos de una armadura para su hijo. I «el divino
cojo» puso al fuego lingotes de oro, bronce, estaño y plata; puso en el tajo un formidable
yunque y empuñó luego el martillo con una de sus manos y con la otra las tenazas,
dando así principio a un escudo enorme y recio, de rica y deliciosa factura con triple
canefa, fúlgida y deslumbrante y provisto de una magnífica abrazadera de plata.
Es interesante observar que, en un determinado momento, surge algo más que las
herramientas y los utensilios: el adorno. A la utilidad primaria se añade la afición por la
simple apariencia de las cosas. La técnica alcanza la jerarquía de una de las bellas artes
y la orfebrería se prodiga en joyas que se asocian a la divinidad y el poder y, con el paso
del tiempo se extienden a capas sociales cada vez más amplias, hasta llegar al hombre
común.
La utilización del hierro marcó un paso gigantesco que fue la iniciación de una nueva
era.
Por supuesto, el fuego es el actor principal en todos los casos, y aquello que comenzó
con el taller de carbón, fuelle, yunque y martillo, culmina, a la larga, en los altos hornos y
el acero, alimenta una gran industria y esparce sus productos por los cuatro rincones de
la Tierra.
120
Cuando el barro se aproxima al fuego, se torna duro e impermeable. Nace entonces la
cerámica. Las vasijas irrumpen en el mundo de los utensilios, las formas varían en cada
caso y el afán de perfeccionamiento culmina en el ánfora griega, en los jarrones chinos,
en los ceramios nazcas y en el arybalo incaico, como la perfección de la forma.
Por la obra de la casualidad, el fuego se pone en contacto con la arena y residuos de cal
y ceniza y el resultado es algo nuevo, brillante y transparente, una suerte de «líquido
detenido» o un paradójico sólido fluido con el que empieza una inagotable producción de
objetos cada vez más útiles y bellos.
De otro lado, la reverencia ante los fenómenos o las cosas se traducen en formas
concretas de adoración y nace el culto, tema que nos lleva a tratar otros asuntos propios
de la Cultura.
No hay mayor exigencia para el hombre primitivo que sus necesidades ni otro móvil que
el de la utilidad inmediata. Aun los admirables dibujos de animales que adornan las
paredes de algunas cavernas como la de Altamira en Santander tenían, probablemente,
el propósito de aprehender al animal elegido como modelo, merced a su representación,
como ya lo ha dicho más de uno, entre ellos Lukacs, mas no se puede negar que dio
cima a su tarea con una obra perfecta, la mano de un artista, sea cual fuere la intención
que lo animara.
121
IV
El Poder de la Palabra
¿En qué momento se pasó del esfuerzo gutural a la coordinación de sonidos para
expresarse y comunicarse con los demás?
¿En qué momento el ser primitivo dio un salto definitivo de la animalidad a la humanidad,
gracias a la expresión oral?
¿Cómo ocurrió ese milagro? ¿Hubo, como en todos los casos, un individuo mejor dotado
que pudo articular sonidos por una necesidad imperiosa de comunicarse con los
miembros del grupo?
¿A partir de ese hecho, la articulación fue tornándose más amplia y variada hasta que se
dispuso de una gama de fonemas capaces de expresar sentimientos y deseos?
¿La cultura es, en buen cuenta, una proyección humana por medio de la articulación
verbal?
¿No es evidente que el pensamiento sólo fue posible cuando surgieron las palabras y se
fueron relacionando entre sí?
«No es posible poner en duda –dice Linton– que el lenguaje hablado se ha derivado de
gritos animales; ahora bien, no se sabe cuándo ni cómo nuestros antecesores realizaron
el considerable adelanto que supone el simbolizar las ideas por medio de grupos de
sonidos.
122
Es razonable suponer que las primeras palabras surgieron con el propósito de
comunicación entre los miembros del grupo y de identificación de las cosas y los
animales que tenían a su alcance.
Por supuesto, ese lenguaje inicial debía contar apenas con un puñado de fonemas para
satisfacer necesidades inmediatas.
A medida que el lenguaje era utilizado, el número de fonemas se iba multiplicando hasta
constituir el elemento esencial de la cultura.
«Sin la transmisión fácil y exacta de ideas que hizo posible el lenguaje –dice Linton– la
cultura nunca hubiera llegado a existir(43)».
«Cualquier lenguaje es algo más que un instrumento para transmitir ideas, incluso más
que un instrumento para influir sobre los sentimientos de los demás y para expresarse
uno mismo.
No es aventurado afirmar, por tanto, que el avance cultural está marcado por un
lenguaje cada vez más refinado, capaz de prestarse a las exigencias y propósitos de
espíritus selectos.
Acudir a Karl Vossler y su Filosofía del Lenguaje, es evocar, en primer término, la obra
perdurable de Benedetto Croce, que inspiró a Vossler y se refirió a «la distinción
legítima, no entre materia y materia, sino entre las formas espirituales; y en este caso
entre la expresión que es sentimiento puro o intuición pura –poe-sía–, la expresión que
es signo de pensamiento –prosa–, y la expresión que es instrumento de conmoción de
los afectos o acción –oratoria–(44)».
123
La estructura polar que tiene el lenguaje en la concepción filosófica de Vossler –continúa
Alonso– hace de una lengua, por un lado, una perenne actividad creadora de los
individuos, y por otro, la expresión y contenido de una cultura histórica».
Aquello que empezó con el grito y continuó con la articulación verbal, tiene en cada
pueblo y en cada individuo, una raíz y una floración.
«La evolución de las lenguas –dice Bally– lejos de depender de la voluntad razonada de
sabios o literarios, es inconsciente y colectiva y la más de las veces parte de abajo y
asciende del vulgo bullicioso».
Las academias de las lenguas, por tanto, sólo cumplen el papel de archivadores de
palabras.
124
V
De acuerdo con este concepto, existe en algunos países un Instituto de Cultura y hasta
un Ministerio de Cultura y de Educación.
La UNESCO, una rama de Naciones Unidas, tiene este nombre porque ha sido creada
para servir a la Educación, la Ciencia y la Cultura, a las que se ha añadido la
Comunicación.
Los Hijos de Sánchez de Oscar Lewis, corresponde a esta acepción. El autor habla
reiteradamente de la «cultura de la pobreza». «En el uso antropológico –dice el autor– el
término cultura supone, esencialmente, un patrón de vida que pasa de generación en
generación. Es también algo positivo en el sentido de que tiene una estructura, una
disposición razonada y mecanismos de defensa sin los cuales los pobres difícilmente
podrían seguir adelante.
«Nos parece –dice el autor– que la cultura de la pobreza rebasa límites de lo regional,
de lo rural y urbano y aun de lo nacional(46)».
125
En publicaciones recientes de UNESCO, el escritor checo Vacla Havel declara en un
reportaje: «A principios de los años sesenta aparecieron en Checoslovaquia las culturas
antagónicas.
La originalidad de una cultura se mide, entre otras cosas, por su capacidad de asimilar
de manera creadora lo que procede del exterior. La lógica del totalitarismo prohíbe a la
cultura ser cultura(47)».
De acuerdo con estas expresiones, es posible referirse a una matriz cultural, más que a
la cultura misma.
Si se admite la comparación, así como se habla del microclima en el mundo físico, hasta
el punto de que se lo puede distinguir en cada uno de los ángulos de una habitación, así
también es posible hablar de una pluralidad de «culturas» como partes de la Cultura, con
mayúscula.
Las manifestaciones culturales del Perú antiguo han sido diferentes, pero todas forman
parte de la cultura andina, una de las «sociedades» de Arnold Toynbee.
126
Además, se habla de las «culturas» como una suerte de organismos que nacen, crecen,
alcanzan la plenitud, decaen y mueren.
Quien llevó hasta el extremo esta tesis, que tuvo en Vico un precursor, fue Spengler, con
su libro La Decadencia de Occidente que produjo una verdadera conmoción.
Cabe, sin embargo, más de una reflexión. En nuestro tiempo, de comunicación creciente
entre los pueblos, de interrelación e interdependencia progresivas, de universalización
de los medios informativos, de noticias mundiales al minuto, ¿es posible la coexistencia
de «culturas» aisladas e independientes?
¿No nos encaminamos, más bien, hacia una Cultura que comprenda a todas, como un
signo de la unidad del mundo?
La hemos definido como un mundo humano, distinto del mundo de la Naturaleza. Sin
embargo, recurramos a algunos autores.
Según Linton, «en un sentido amplio, cultura significa la herencia social íntegra de la
humanidad, en tanto que en un sentido restringido una cultura equivale a una modalidad
particular de la herencia social».
Para Kluckhohn, «la cultura es una manera de pensar, sentir, creer. Una cultura es
nuestra herencia social, a diferencia de nuestra herencia orgánica».
Spengler dice que «una cultura es el conjunto orgánico de acciones teleológicas puestas
al servicio de la conservación de la vida del grupo unitario que la sustenta».
Konrad Lorenz habla de «la tradición acumulativa, es decir, la cultura, algo totalmente
nuevo en el hombre, algo que no existe en ningún otro organismo. Con la cultura nació
en el mundo una cosa totalmente nueva: la inmortalidad potencial del pensamiento, de la
verdad, del deber. La cultura no es una idea que flota sobre el hombre: es el hombre
mismo».
127
VI
Hemos visto ya que ese prodigio es obra de la inteligencia. Apenas se insinúa la vida
mental surge la capacidad de observar, de distinguir, de imaginar. Las cosas están allí,
pero sólo pueden ser útiles si se las modifica para adaptarlas a la satisfacción de una
necesidad.
Sin embargo, esa capacidad no está igualmente repartida. Hay quienes han sido
favorecidos más que otros. Es un individuo, el primero, que toma una piedra, la mira, la
toca, le da vueltas y la golpea con otra piedra, y otra vez, y continúa con otra piedra, una
y otra vez, y así hasta obtener un resultado satisfactorio, como ya lo dijimos antes.
He aquí por qué la primera característica de la Cultura que, a nuestro juicio, se puede
destacar, es la hominidad, un neologismo derivado de homo, hominis, hominización, que
significa la calidad humana.
128
Seguramente no ha habido ninguna época en el mundo occidental comparable a aquella
de la Grecia Clásica, semillero de genios y de asombrosas realizaciones que perduran y
viven, cuando otros pueblos lo hacen suyos, adaptándolas a su particular manera de
sentir, de pensar y de actuar.
El Hombre nace allí también y su más caro tesoro es la Libertad. Con el Hombre nace el
Verbo. Y, además, surge el Hombre Moderno. Es aquel que no está atado a una
monarquía, que no depende de un déspota, que no está alimentado por la superstición y
el temor y que, a diferencia de los bárbaros, va a viajar y estudiar las costumbres de
otras gentes y a recoger mitos, leyendas y hechos.
Solón va también a la caza de conocimientos y cuando visita a Creso, rey de Lidia, ufano
de sus riquezas por las cuales se considera feliz, le dice que mientras se vive la felicidad
es insegura «como el parabién y la corona del que todavía está peleando», según refiere
Plutarco.
Cuando Creso es derrotado por Ciro, quien lo condena a la hoguera, exclama ¡Oh,
Solón! y Ciro, al conocer la causa de esta exclamación, le perdona la vida.
Sería inútil detenerse en esta relación de obras fundamentales y decisivas, no sólo para
Grecia sino para la Humanidad, pero ellas tienen la paternidad de individualidades que
brotaron del seno de una comunidad sin paralelo posible. No vamos muy lejos, por tanto,
si afirmamos que la poesía es Homero; la Tragedia,
129
Según Burckhardt, la subjetividad permanecía latente en medio de las organizaciones
sociales antes del Renacimiento. Con él, en cambio, «Se yergue, con pleno poder, lo
subjetivo: el hombre se convierte en individuo espiritual (48)».
«Dante encuentra una patria nueva en el lenguaje y la cultura de Italia. Pero va más
lejos aún cuando afirma que su patria es el mundo. Con elevada entereza subrayan los
artistas su libre superioridad sobre todo accidente de lugar».
Es cierto que cada unidad cultural cumple un ciclo, pero sus mayores aportaciones son
adaptadas por otros pueblos que las transmiten, a su vez, a otros pueblos, y así
sucesivamente.
Tomemos una historia de la Filosofía. Empieza con los Presocráticos y continúa con
Sócrates, Platón, Aristóteles, para pasar luego a los padres de la Iglesia y seguir con
Descartes y una relación de filósofos hasta Heidegger, como si cada uno hubiese
empezado por beber en la fuente de sus predecesores para añadir luego sus propias
aportaciones.
Esta continuidad es más notaría aún en el campo de la Ciencia que empieza con los
primeros atisbos de la realidad y continúa con una creciente aprehensión de
conocimientos y su aplicación que ya es propia de la tecnología.
Cada descubrimiento, cada experimento, cada invento, añade un eslabón a esta cadena,
una nueva estancia a este edificio inacabado, como decía Oppenheimer.
A la par, la técnica, que se deriva de la ciencia, avanza con un ritmo prodigioso y está
transformando el mundo. La comunicación favorece el conocimiento mutuo de los
pueblos y determina la independencia. El aire es cada vez más el sustento de las naves
que antes se deslizaban por la tierra y por el mar. La electrónica permite el viaje a la
Luna y la exploración de los planetas de nuestro sistema solar. Los robots reemplazan
progresivamente a los obreros y los pone a salvo de las operaciones peligrosas.
130
En el campo del Arte, la línea continúa desde los dibujos en las cavernas hasta las
creaciones de los grandes Maestros; desde la primera elevación de la voz y el primer
sonido de una caña hueca, hasta el arte de Bach y Beethoven; desde los monolitos de
autores anónimos hasta las obras de Fidias y Miguel Angel, al decirlo reiteradamente.
Desde las formas primitivas que se mantienen aun en zonas relativamente aisladas,
hasta las otras, cuyo refinamiento es notorio en las grandes ciudades; desde la
estabilidad de una parte hasta el cambio permanente en otra; desde la nota alegre y
expresiva de las regiones meridionales que se vierte en la canción, las danzas y las más
diversas manifestaciones artísticas, hasta la mesura dominante en los países nórdicos,
la Cultura es profundamente humana.
Las lenguas abandonan su aislamiento para dar y tomar palabras y, a través de ellas,
conceptos. El cine, la televisión y la radio proyectan imágenes y noticias, canciones y
mensajes, para todos en todas partes.
131
Cuarta parte. Consideraciones
El Humanismo Comunitario
Desde la época del Renacimiento, en el cual, como se sabe, bastó dirigir la mirada hacia
Grecia y Roma para que surgiese el Hombre y, con él, los valores humanos y el
Humanismo; hasta los siglos posteriores, en los cuales diversas y aun opuestas
disciplinas y movimientos se han proclamado humanistas, el vocablo que encierra este
concepto no sólo ha recibido distintas interpretaciones sino ha perdido gran parte de su
virtualidad.
Erich Fromm, que rechaza el «seudomarxismo ruso y chino», sostiene que la filosofía de
Marx, como gran parte del pensamiento existencialista, representa una protesta contra la
enajenación del hombre(49).
En una conferencia dada en el «Club Maintenant», Jean Paul Sastre sostuvo que El
Existencialismo es un Humanismo, título de un pequeño libro editado por Sur, en Buenos
Aires.
«Entendemos por existencialismo –dice el autor– una doctrina que hace posible la vida
humana».
132
¿Es que la vida, nuestra vida, debe estar presidida por una doctrina? Aún más: ¿Es
admisible que sin ella no se pueda concebir la vida humana?
No es nuestro propósito analizar todo el libro. Nos limitaremos a elegir algunos párrafos.
Dice Sartre: «Cuando decimos que el hombre se elige, entendemos que cada uno de
nosotros se elige, pero también queremos decir con esto que al elegirse elige a todos los
hombres».
La multitud de seres humanos que pueblan el mundo «no se eligen» sino que han sido
elegidos, porque a cada uno de ellos se le ha dado un destino. Al parecer, Sartre estaría
de acuerdo con esta conclusión, cuando afirma que «el destino del hombre está en él
mismo», pero, de acuerdo con su tesis, ese es un destino que, paradójicamente, se
elige. ¿Y si esto no ocurre? Nos encontraríamos con una legión de hombres ¡sin destino!
Cuando surge la angustia como tema, uno puede preguntarse: ¿por qué me angustio?
(lo que ocurre muy pocas veces, afortunadamente). No es por consideraciones
filosóficas sino por el tiempo que corre, por la oportunidad perdida, por los males que
afligen a mi país, por la irremediable ceguera humana.
«El sentimiento se construye con actos que se realizan». Otra de sus afirmaciones. No.
El sentimiento no se construye con actos porque es anterior a ellos, en los cuales se
manifiesta.
Cuando alguien le recuerda que en su obra Nausée dice que los humanistas no tienen
razón y que se ha burlado de cierto tipo de humanismo, Sartre contesta que la palabra
humanismo tiene dos sentidos: o es una teoría que toma al hombre como fin y como
valor superior (que rechaza el existencialismo puesto que no puede tomarse como fin
aquello que está siempre en trance de realizarse); o se admite que el hombre sólo puede
existir «persiguiendo fines trascendentales(50)».
Si preguntáramos a las personas de los más diversos estratos, de las más distintas
profesiones y ocupaciones, cuál es el grado de adaptación de su pensamiento y su
trabajo a la «doctrina» del Existencialismo según la cual la existencia es anterior a la
esencia, nos mirarían con extrañeza, juzgándonos locos o tontos, sin dar una respuesta.
133
El individuo y la comunidad constituyen el fundamento de la organización de la
convivencia humana. El individuo como tal, y la comunidad constituida por individuos de
carne y hueso, de necesidades y apetitos, de intereses y preferencias, de sentimientos,
de pasiones, de anhelos y esperanzas.
El énfasis puesto en el individuo, sustento vivo del humanismo, debe ser apoyado por
algunas citas.
De Henry Bergson: «La inercia de la humanidad no ha cedido nunca sino al empuje del
genio».
134
II
Cultura e Individualidad
Una colmena humana es como un río que fecunda la tierra. El alimento, la vivienda, el
vestido, el transporte y los más variados utensilios y servicios, sin los cuales no es
posible vivir, los debe la comunidad a esa legión de hombres y mujeres que trabajan
cotidianamente, a veces hasta el cansancio y que, en numerosos casos, son explotados
y menospreciados.
Si primero es vivir, como decían los romanos, ellos deberían estar en la primera línea del
reconocimiento, la retribución y la garantía del Estado.
Gracias a ellos, la Historia nos puede mostrar ese maravilloso mundo humano que es la
cultura, poblado de personalidades que han contribuido a ensancharlo y enriquecerlo.
Junto a ese mundo, la sociedad es la anécdota.
Grecia es, para nosotros, la cultura clásica y una constelación de genios, Roma es
evocada como un imperio cultural, antecedente del mundo moderno, en el que brillan,
sobre todo, César y Virgilio, por encima de proezas bélicas y episodios pasajeros.
Los pueblos que no sólo permanecen como una identidad definida sino como
benefactores de otros pueblos por la excelencia de su obra, continúan viviendo, en cierto
modo, a través de sucesivas generaciones que han hecho suyos los aportes heredados,
pues una particularidad de la herencia histórica es su adaptación al carácter de cada
grupo y a las condiciones determinadas por el medio y el tiempo, en cada caso.
La definición del Derecho es más difícil. Eduardo García Maynez, notable en el campo
de la Filosofía Jurídica, nos habla acerca de la dificultad del tema en su obra La
definición del Derecho.
«Kant decía –recuerda el autor– que los juristas buscan todavía una definición del
derecho».
135
Para García Maynez, el derecho no es indefinible sino que su definición es metajurídica.
«Cabe discutir si sus preceptos son normas auténticas o, por el contrario, exigencias
más o menos arbitrarias; –continúa el autor– mas nadie duda de que sean reglas de
orden práctico, es decir, principios cuyo sentido estriba en ordenar la conducta de los
hombres. Siempre podrá el derecho ser referido al concepto de regulación u ordenación,
y sólo quedará por determinar la índole de la regulación jurídica y las diferencias entre
ella y otras legislaciones análogas, como los convencionalismos sociales, la moral, la
religión, etc.
En realidad, todos los autores admiten que el derecho es una regulación del proceder de
los hombres en la vida social y sólo discrepan en lo que atañe a la naturaleza de los
preceptos jurídicos(53)».
Las lenguas romances a las que prodigan vida diversos pueblos en gran parte del
mundo, llevan dentro de sí las significaciones cambiantes de vocablos griegos y latinos
que continúan existiendo como signos mágicos para la interrelación de los hombres,
para su expresión y las exigencia de las ciencias y la tecnología, de la filosofía y las
artes, de la política y la educación.
Los poemas homéricos son inmortales, aunque la Hélade haya desaparecido. Los
Diálogos de Platón continúan en la cumbre de la sabiduría humana, el Renacimiento y el
Humanismo son un ampo de resplandor inextinguible. Y el Arte florece para el goce del
mundo.
No hay mayor timbre de gloria para un pueblo que haber dado la vida a un gran hombre.
A veces nos sentimos tentados a citarlo e identificarlo con el pueblo mismo del que
surgió y cuyas virtualidades encontraron en él una expresión y un poder de fecundidad
inextinguibles.
Cuando la admiración brota dentro de nuestro ser; cuando, gracias a ella, ascendemos a
una esfera superior; cuando fulgura ante nosotros una sonata, un poema, un cuadro,
está detrás un individuo, una personalidad, un hombre.
136
III
José Ferrater Mora dice que «los llamados ideólogos partieron sobre todo de los análisis
de Condillac. Por tal motivo, se interesaban primordialmente por el estudio del origen y
constitución de las ideas.» He aquí por qué un autor habló de una ciencia de las ideas.
Se trata, sobre todo, de un edificio intelectual con el que se pretende no sólo reflejar la
realidad sino ofrecer el compendio para mejorarla.
La ideología no es una teoría que, por ser tal, parte de la realidad a la que puede volver
cuantas veces sean necesarias para comprobar su fidelidad, su temple y eficacia. Es
más bien una fórmula que pretende agotar la realidad, de la que se presenta como un
sustituto, lo cual es inadmisible.
Como si esto fuera poco, la ideología apunta a la acción, pues está saturada de política.
137
Puesto que se la exhibe como la fórmula única, quienes la adoptan se entregan a ella,
renuncian a su capacidad de estudiar, de comparar, de verificar y de elegir.
Cuando, apartando los ojos del membrete que designa la ideología, se mira a las
personas que la utilizan como escudo y la agitan como bandera, la revelación es
inquietante.
¿Por qué no examinamos a los hombres que reclaman nuestro apoyo, en vez de
dejarnos atraer por una ideología?
No son las palabras, ni siquiera los conceptos, ni aun el tejido de ideas los que deben
decidir el ejercicio de la política.
La realidad está ahí y no hay que mirarla con ojos ajenos ni tratar de comprenderla con
frases hechas. Es el medio geográfico, es la historia, la estructura social, las
necesidades de los hombres y no el señuelo inventado por alguien y utilizado por un
grupo para encumbrarse en el poder.
Las ideologías, puesto que han sido imaginadas por algunos, van unidas a ellos,
convertidos, en muchos países en imágenes veneradas a las que se rinde culto y cuyas
palabras son repetidas, aunque hayan pasado cien años o más de su desaparición
física.
Nada permanece sin modificación a lo largo del tiempo, salvo la ideología. Ocurre,
entonces, que entre ella y la realidad, a la vez que pretende expresar y servir, hay una
separación cada vez mayor que termina por ser un abismo.
138
IV
Servicio y poder
Esta capacidad de servicio es casi siempre ignorada. Hombres y mujeres, en las más
diversas capas sociales, encuentran una satisfacción profunda en presentar proyectos,
participar en reuniones, ayudar a sus semejantes, contribuir al bienestar de los demás.
Algunos casos extraordinarios de entrega al bien común han sido registrados por la
Historia. Otros permanecen dentro de las limitaciones de una ciudad o de un pequeño
grupo, casi familiar, pero todos están inflamados por el amor.
Esta capacidad de servicio es innata. La imagen del médico rural, por ejemplo, que iba a
caballo a atender a los pacientes o del médico de familia cuya sola presencia contribuía
a mejorar a los enfermos, se ha refugiado en el recuerdo; pero la inclinación al bien
común, la generosidad y el propósito de ayuda continúa manifestándose en la época de
las computadoras, del rayo láser y la informática, a nivel universal.
Estas reflexiones no tienen un firme asidero en la mayor parte de los casos. Al político le
interesa, sobre todo, el poder. Ha nacido para utilizar las situaciones, las personas, las
multitudes, como peldaños que le sirvan par la posesión y el disfrute del poder.
El autor advierte que «sólo al actuar la actitud social como principio organizador de la
vida mental se convierte en objeto de una caracterología».
El homo socialis (el hombre social), según Spranger, «no vive inmediatamente por sí
mismo, sino por medio de los demás», afirmación fundamental, pues lo define de cuerpo
entero.
139
Sin embargo, a fin de completar el concepto, detengámonos en algunos párrafos de
mayor significación:
«El amor y el poder no se excluyen. Pero el homo socialis ni conoce ni reconoce otro
poder que el del amor. Eternamente se encontrarán frente a frente estos dos tipos
mentales: la fe en una sociedad total y voluntariamente libre, nacida por la virtud del
amor humano y la voluntad de organización, es decir, la regulación del las zonas de
influencia por medio de preceptos y recurriendo a la violencia en caso necesario.
Apenas habrá quien haya reconocido la génesis de esta objetividad mental antes, ni más
profundamente, que el hombre en quien el tipo social se personifica incomparable:
Pestalozzi. Para él eran las relaciones familiares lo primero y más inmediato en el
hombre»(54).
Pestalozzi no sólo actúa. Escribe también y sus obras son notables: Las veladas,
Leonardo y Gertrudis, Cristóbal y Elsa, Investigaciones acerca de la marcha de la
Naturaleza en el Desarrollo del Género Humano, Cómo Gertrudis enseña a sus hijos.
Hace tiempo, ¡ay!, desde mi adolescencia, que mi corazón como un río impetuoso, se
dirigía a un fin único: A cegar las fuentes de la miseria, en que veía a mi alrededor
sumergido al pueblo.
Yo era al mismo tiempo superintendente, tesorero, sirviente y casi criada, en una casa
inconclusa, en medio de la ignorancia, de enfermedades y de toda clase de
circunstancias nuevas para mí.
Se necesita largo tiempo, más largo de lo que se cree, para que el extravío y la locura
del género humano llegue a ahogar completamente la naturaleza humana en el corazón
del niño»(55).
140
V
Un Momento Histórico
Uno de esos momentos ocurrió hace alrededor de dos mil quinientos años, cuando un
puñado de hombres libres hizo frente al más poderoso imperio de entonces, el persa, y
lo derrotó en Maratón y Salamina, contra toda previsión posible, como ya se hizo notar.
Hoy se trata de salvar mucho más que los valores de una cultura: la supervivencia de la
Humanidad.
Hemos asistido durante décadas, a una confrontación entre dos colosos, cada uno con
su sistema político, que según temíamos, no tenía ninguna posibilidad de disminuir y
mucho menos de desaparecer.
Cada uno de ellos se proclamaba dueño de la verdad y, por tanto, reputaba a su sistema
como el único posible.
«La guerra fría», «La carrera armamentista», «el holocausto nuclear», eran expresiones
tan frecuentes como los síntomas de un enfermo condenado a muerte.
Las voces de alarma de sabios y científicos, los acuerdos de asambleas y congresos, las
razones opuestas a la ceguera de los responsables, no producían efecto.
Naturalmente, la totalidad de los pueblos, salvo los dos grandes, eran impotentes para
detener esta carrera hacia el suicidio y se limitaban a esperar con temor que decidieran
los protagonistas de la lucha, de acuerdo con sus particulares intereses.
141
Si un enfermo estuviese al borde de la muerte, todo lo que tuvo significación para él
desaparecería ante la necesidad imperiosa de salvarle la vida. No importarían, por tanto,
sus relaciones sociales, sus preocupaciones del momento, sus ideas políticas y aun sus
convicciones religiosas ante este imperativo supremo.
Quien, al frente de uno de los colosos tomara conciencia de este peligro mortal y
asumiera con coraje el papel de conductor, ya no sólo de su pueblo sino de todos los
pueblos del mundo, para cambiar la conducta internacional de odio y de amenaza bélica
por otra de conciliación y de paz, tendría que erigirse como el protagonista –y con él, su
nación– de lo que hemos llamado un momento histórico.
¿Podría surgir ese hombre en Estados Unidos? ¿Un nuevo Lincoln, humano y universal?
¿Un nuevo Wilson, académico, pero con ideas modernas, de entendimiento y
solidaridad? ¿Un nuevo Franklin Delano Roosevelt, con una perspectiva tan amplia
como su sonrisa?
¿Podría surgir?, hemos dicho. Porque el hombre que, dotado de poder político, asumiera
el papel protagónico a nivel mundial, debía llevar consigo el sentimiento común a la
mayor parte de sus conciudadanos. Porque es preciso que del pueblo del cual se parte
haya una inclinación hacia los demás, una preocupación por la felicidad ajena, un
propósito de contribuir, aunque sea idealmente, a la mejora de la humanidad.
Debemos admitir que ese sentimiento no es predominante en Estados Unidos. Aún más:
no existe. Por la misma razón, no se encuentra en sus grandes novelistas que, por serlo,
interpretan acertadamente el carácter de su nación. Ni en Faulkner ni en Hemingway, si
hemos de citar sólo a dos, hay un sentimiento de fraternidad humana.
142
Sus preocupaciones religiosas y su sentido de hombre comprometido con todos los
hombres, lo llevan a vivir y morir como un mujik. En torno a él se multiplican los
tolstoyanos, no sólo en Rusia.
Tolstoi ejerce un influjo increíble sobre los seres más diversos: finos artistas,
estudiantes, campesinos, obreros que ven, al fin, gracias a él, un rayo de luz en medio
de las tinieblas.
«En el sobrio crepúsculo del siglo XIX que termina –escribe Romain Rolland– fue la
estrella consoladora cuya mirada atraía y tranquilizaba nuestras almas de adolescentes.
Entre todos aquéllos (que son muchos en Francia), para quienes Tolstoi fue un artista
amado, un amigo, el mejor –y para muchos el único y verdadero amigo en todo el arte
europeo– quiero rendir a su memoria sagrada un tributo de gratitud y amor».
Máximo Gorki que conoció a Tolstoi y conversó con él muchas veces, tomó notas que
después publicó en un libro con el título Tres Rusos.
Algunas afirmaciones que escucha de sus labios son inquietantes, a veces inadmisibles:
Cuando Tolstoi dice: «La violencia es el mal primordial», todos estamos de acuerdo.
«Por esto sostengo que el arte es una mentira atractiva y arbitraria y que es perjudicial al
hombre». ¡Y esto dicho por un artista!
Cuando Tolstoi se pregunta: «¿Qué verdades pueden haber si está la muerte?», nos
hace volver a nuestro tema: El hombre, hechura de la Naturaleza, ha traído al mundo lo
que ella le ha dado y está a su merced desde el nacimiento hasta la muerte que,
además, son obra suya. Acaso este reconocimiento nos llevaría a una conclusión
desconsoladora: que la libertad no existe.
Gorki mira a Tolstoi que le reprochaba no creer en Dios y dice: «Este hombre es la
imagen de Dios».
«Yo no soy un huérfano sobre la tierra mientras exista este hombre», es su confesión, y
cuando Tolstoi muere: «Y ahora me siento huérfano, escribo y lloro. Jamás en mi vida
había llorado tan desconsolada, desesperada y armagamente».
143
En Dostoievski nadie ve un apóstol, como en Tolstoi, ni se multiplican los adeptos a una
nueva forma de vida en torno a él, pero su simple contacto suscita el asombro y
despierta la inquietud que no fue sentida antes.
Al parecer, esta aspiración es compartida por el hombre común. Más aún: por el
desharrapado que vaga sin término por calles y caminos, pues, –decía Dostoievski– «el
vagabundo ruso se consuela pensando en la fraternidad universal».
Leemos a otros novelistas muchas veces, con entrega total y con delectación, pero
manteniéndonos objetivamente, en la esfera literaria. Con Tolstoi y Dostoievski, la
creación artística es inseparable de la más profunda realidad humana que no sólo nos
agrada sino nos conmueve como hombres, hermanos de todos los hombres.
El político que hoy es impulsado por esa fuerza poderosa que asciende de su pueblo y lo
cubre de aliento como un vaho embriagador e inasible, hasta el punto de erigirse como
el líder más allá de las fronteras artificiales, hasta recoger el clamor del mundo
amenazado por la muerte, es Mijail Gorbachov.
El titulo de su libro Perestroika lleva por subtítulo: Nuevo pensamiento para mí país y el
mundo. Eso lo dice todo.
Al asumir el papel de líder mundial, no por designación de nadie sino por decisión
propia, derivada de la toma de conciencia, inseparable del sentido de responsabilidad, el
autor declara que su propósito es dirigirse a los pueblos de cada país, a los ciudadanos
del mundo que, como él, «se preocupan por el futuro de nuestro planeta».
144
«Queremos –agrega– un mundo libre de guerras, sin carreras armamentistas, armas
nucleares y violencia». Y para los que vienen repitiendo frases hechas de hace un siglo:
«Es cierto que el mundo ya no es lo que solía ser y sus nuevos problemas no pueden
abordarse sobre las bases de pensamientos formulados en siglos anteriores».
Gorbachov recuerda a todos que «la política debe basarse en realidades» y, además,
que «todos somos pasajeros a borde de un barco, la Tierra».
«La riqueza de nuestro país, en términos de recursos naturales y mano de obra, nos ha
echado a perder, incluso podría decirse que nos ha corrompido».
Podríamos seguir adelante por este camino pero nos detenemos para formular una
pregunta que envuelve una reflexión; ¿Por qué no hacen lo mismo los líderes de los
grandes países y –por qué no– de los pequeños países, puesto que es un asunto
elemental empezar por el principio?
Cuando Gorbachov dice «la gente, los seres humanos, con todas sus diversidades
creativas, son los que hacen la historia», nos comunica algo que brota de sí mismo y no
de una ideología, sea cual fuere, así como el afirmar que «cualquier trabajo que uno
tome debe ser tomado y sentido con alma, mente y corazón».
Más de un vez hemos clamado porque la ética y la política sean inseparables, y es con
alegría que transcribimos esta afirmación de Gorbachov: «También debemos mirarnos a
nosotros mismos para considerar si vivimos y actuamos de acuerdo con nuestra
conciencia».
145
La competencia y aun la rivalidad entre los países por razones ideológicas desaparecen
cuando Gorbachov dice: «Dejen que cada uno haga su propia elección; la historia
pondrá todo en su lugar».
Por otra parte, dicta una lección más allá de las fronteras cuando dice: «La mayor
dificultad de nuestro esfuerzo de reestructuración reside en nuestro pensamiento». Y
añade: «Tenemos que cambiar esa forma de pensar».
La mayor parte de personas no piensan por su cuenta, no toma conciencia de las cosas,
no ejerce el espíritu crítico, no cuestiona, no se adapta a las nuevas situaciones, a los
nuevos aspectos de la realidad.
Cuando Gorbachov dice que por primera vez veía en el gobierno gentes con rostros
humanos «en lugar de esfinges con rostros de piedra», nos vuelve a nuestra realidad,
hasta el punto que podemos preguntarnos: ¿Qué vemos nosotros? ¿Caras de piedra?
¿Máscaras? ¿Gestos para atraernos? ¿Movimientos teatrales? ¿Promesas
incumplidas? ¿Retórica? ¿Demagogia?
El autor transcribe una carta de una mujer de Leningrado: «Todos nosotros –dice–
quienes estamos ayudándolo, debemos luchar contra cada manifestación de las odiadas
prácticas antiguas, tales como el papeleo burocrático, la corrupción, el conformismo, la
obsecuencia y el temor a las autoridades establecidas».
El tema de la ética figura nuevamente aquí. Hombres y mujeres son los únicos agentes
de todo lo que se hace en el mundo. ¿Son hombres y mujeres, efectivamente? Es decir,
¿son personas en las que se puede confiar? ¿Dicen siempre la verdad, cumplen la
promesa hecha, son puntuales, responsables, sinceros? ¿No lo son? Entonces la
comunidad está condenada al desastre.
Un hombre, una mujer, es mucho más que un cuerpo y una conducta social. Es una
mente, unos principios, una conciencia, una responsabilidad.
Gorbachov lo dice de nuevo: «Lo que se necesita es un mayor orden, una mayor toma
de conciencia, un mayor respeto mutuo y una mayor honestidad. Deberíamos seguir los
dictados de nuestra conciencia».
Es importante hacer notar que en gran parte de la obra y acaso en toda ella está
presente la educación asociada a la política, en el más alto nivel. Hemos clamado
insistentemente por esta fusión que fue efectiva en la Grecia clásica.
146
Pensamos en él y, por supuesto, en ese nido de seres humanos y fuente de la cultura
que es la comunidad.
La participación de los jóvenes en las organizaciones y las actividades que les atañen, y
la elevación creciente de la mujer, son temas tratados preferentemente.
«Hemos arreglado las cosas de tal manera que no se resuelva ningún problema
importante para la juventud –dice el autor– sin tomar previamente en consideración la
opinión de la Komsomol».
Sobre la mujer, sus conceptos son notables no sólo para su país sino para todos los
países del mundo:
147
«En la actualidad es imperativo para el país que las mujeres participen en forma más
activa en el manejo de nuestra economía, en el desarrollo cultural y en la vida pública».
«Las mujeres, cuya misión natural es preservar y continuar la raza humana, son las más
generosas y abnegadas campeonas de la idea de la paz».
«Cada pueblo y cada país tiene su vida propia, sus propias leyes, sus propias
esperanzas y errores, sus propios ideales. Esa diversidad maravillosa necesita ser
desarrollada y no sofocada. A mí me enferman los políticos que intentan enseñar a los
otros cómo vivir y qué política deben desarrollar».
«Los intentos de imponer determinada visión bajo presión militar, moral, política y
económica están hoy pasados de moda».
¿Por qué, nuevo? Porque la realidad es siempre nueva pues está sometida a cambios
continuos; porque el cambio es una condición del Universo, por lo cual, quienes se
mantienen invariables e inflexibles, sobre todo en el campo político, resultan
desadaptados, anacrónicos y peligrosos.
He aquí por qué, el autor de Perestroika toma cuenta del mundo y se dirige a todos sus
habitantes para decirles, entre otras cosas, lo siguiente:
«La gente está cansada de tensiones y confrontaciones. Prefiere buscar un mundo más
seguro y confiable, un mundo en el que cada uno pueda preservar sus puntos de vista
filosóficos, políticos e ideológicos, y su forma de vida propios».
148
Dejemos esos artificios que se tornan peligrosos cuando se pretende regir con ellos la
vida humana. No descendamos de las nubes a la tierra sino partamos de ella para
diseñar las formas de la vida colectiva.
¿Hay algo más natural que la familia y quienes la integran? Un hombre y una mujer se
unen por simple hecho de que él es un hombre y ella, una mujer. Se atraen mutuamente.
Se unen. Constituyen un hogar. Tienen hijos, hermanos entre sí. El hogar está completo.
El padre puede ser ateo, agnóstico o creyente. La madre profesa una determinada
religión o, excepcionalmente, ninguna. Los hijos siguen las huellas de los padres y
eligen, quizás, una línea propia cuando crecen y se tornan adolescentes y jóvenes.
Desde luego, hay normas, patrones de conducta, principios, costumbres. Nadie tiene el
derecho de obligarlos a vivir de acuerdo con tales o cuales ideas.
¿Por qué no se ha de partir de este núcleo humano, el más natural de todos? ¿Por qué
no se ha de aspirar, por lo menos, a que la gran comunidad, a la que pertenecemos
todos, tenga en sí las notas sustantivas de una familia y que, dentro de ella, cada uno
tenga el derecho, que nadie concede sino que es inherente a la naturaleza humana, de
creer, de pensar, de elegir, pero con la firme convicción de que sin él la comunidad no
sería nada?
«Las naciones del mundo se parecen hoy a un grupo de alpinistas sujetos todos por una
misma cuerda. Sólo pueden, o bien trepar juntos hasta la cima de la montaña, o bien
caer juntos al abismo». Estas son palabras de Gorbachov, así como las siguientes:
«Estoy convencido de que la raza humana ha entrado en una etapa en la que todos
dependemos de los demás. Ninguna nación o país debe ser considerado en forma
aislada de los otros, ni mucho menos enfrentado a otros».
149
Índice de Autores
AMORGA 160
ARGUEDAS, J. M. 32, 34
BACON, F. 119
BARBUSSE, H. 69
BEAUVOIR, Simone de 147, 150, 153, 155, 157, 160, 171, 180
BENTHAM, J. 119
BERGSON, H. 226
150
BORGES, J.L. 67, 69, 89, 93, 134
BRAUDEL, F. 211
BRIFLAULT, R. 141
BRILLAT-SAVARIN, A. 197
BUSANICHE, J. L. 53
BYRON, G. G. 66, 68
CALLE, M. J. 54
CARYLE 90
CELLINI, B. 216
CHARDIN, T. 77
CIRO 215I
CONDILLAC, E. B. de 231
COULANGE, F. de 195
CRESO 215
151
CUERVO, José 54
DANIÉLOU, A. 142
DANTE 230
DARÍO, R. 75
DARWIN, Ch. R. 11
DESCARTES, R. 217
DIDEROT, D. 37
ELLIS, H. 121
ENGELS, F. 98
ESOPO 216
EURÍPIDES 216
FAULKNER, W. 241
FLAUBERT, G. 59
GANDHI, M. K. 89
GARAT 38
152
GARCÍA MAYNEZ, E. 228
GHIBERTI, L. 216
GOETHE, J. W. 16, 43, 49, 65, 66, 68, 69, 74, 133, 171, 230
GSLL, P. 86
HAVEL, V. 208
HEGEL, G. W. F. 14 / 200
HEIDEGGER, M. 217
HEMINGWAY, E. 241
HERODOTO 215
HIPÓCRATES 216
HITA, Arcipreste de 17
JAEGER, W. 192-248
JASPERS, K. 46 / 49
JOSEPHSON, M. 36
JUNG, C. G. 130-131
153
KLAGES, L. 45
KOFFKA, K. 184
KRETSCHMER, E. 45
LARREA, J. 31
LAWRENCE, D. H. 143
LEMAITRE 63
LÉVI-BRUHL, L. 25 / 137
LÉVI-STRAUSS, C. 170
LEWIS, O. 208
LEZAMA LIMA, J. 29
LOPE DE VEGA, F. 71
LORENZ, K. 211
LUKACS, G. 199
MANSFIELD, K. 22
MAQUIAVELO 216
MARX, K. 11 / 38 / 78 / 223
MEAD, M. 138
MEINECKE 61
MENANDRO 160
154
MISTRAL, G. 152
MONTAIGNE 44 / 72
MORIN, E. 174
NIETZCHE, F. 123
OPPENHEIMER, R. 217
PALMA, R. 54
PASCAL 20 / 77
PAZ, O. 121
PESTALOZZI, J. H. 237
PIAGET, J. 15 / 185
QUEVEDO, F. de 71
RABELAIS, F. 92
RILKE, R. M. 15 / 81 / 85
RODIN, A. 80 / 85-86 / 89
ROTTERDAM, Erasmo de 46
RUSSELL, B. 120
SÁBATO, E. 134
SARTRE, J. P. 223-225
155
SCHILLER, F. 66 / 68
SHELER, M. 78
SHELLEY, P. B. 15
SHOPENHAUER, A. 132
SKLODOWSKA, M. 57-59
SÓFLOCLES 216
SOLÓN 215
SPENGLER, O. 210-211
SPRANGER, E. 236
STEKEL, W. 144-164
STENDHAL 127
STEVENSON, R. L. 119
TERTULIANO 160
THÖNIES 98
TWAIN, M. 93
UNAMUNO, M. 63 / 171
156
VALCÁRCEL, L. E. 30 / 136
VERHAEREN, E. 75
VIAL, F. 39
VIRGILIO 227
VOLTAIRE 39 / 60-64 / 66
VOSSLER, K. 203-204
WELLS, H. G. 226
WHITEHEAD, A. N. 49
WHITMAN, W. 66-67 / 82
WILDE, O. 94
ZWEIG, S. 243
157
Notas Bibliográficas
1. HEGEL: Fenomenología del Espíritu, Inst. Cubano del Libro, La Habana, 1972
4. JOSÉ LEZAMA LIMA: Introducción a los vasos Orficos, Barral Edit. Barcelona. 1971
5. LUIS E. VALCÁRCEL: Ethohistoria del Perú antiguo, Univ. Nacional Mayor de San
Marcos, Lima, 1959.
6. JUAN LARREA: Del surrealismo a Machu Picchu, Edit. Joaquín Mórtiz, México, 1967.
7. JOSÉ MARÍA ARGUEDAS: Amor, mundo y todos los cuentos, Francisco Moncloa
Edit. Lima, 1967.
9. MATTEW JOSEPHSON: Juan Jacobo Rousseau, Edit. Antonio Zamora, Bs. Aires,
1958.
12. JOSÉ LUIS BUSANICHE: Bolívar visto por sus contemporáneos, Fondo de Cult.
Econ., México, 1960.
158
13. TEILHARD DE CHARDIN: La visión del pasado, Taurus Ed. Madrid, 1967.
14. HENRY DAVID THOREAU: Walden o mi vida entre bosques y lagunas, Espasa-
Calpe, Bs. Aires, 1919.
15. PAUL CHAUCHARD: Sociedades animales - sociedad humana, Edit. Univ. de Bs.
Aires, 1960.
17. SIR JAMES GEORGES FRAZER: La rama dorada, Fondo de Cult. Econ., México,
1944.
19. R. L. STEVENSON: Los mares del Sur, Edit. Oveja Negra, Bogotá, 1985.
20. BERTRAND RUSSELL: Matrimonio y moral, Edit. Leviatán, Bs. Aires, 1956.
21. HAVELOCK ELLIS: La selección sexual en el hombre, Edit. Partenón, Bs. Aires,
1946.
23. MANUEL GONZÁLEZ PRADA: Horas de lucha, Edit. América - lee, Bs. Aires, 1946.
25. ERNESTO SáBATO: Abadón el Exterminador, Edit. La Oveja Negra, Bogotá, 1983.
26. ROBERT BRIFLAULT: El sexo en la religión, Edit. Partenón, Bs. Aires, 1947.
27. SIGMUND FREUD: Obras completas, Edit. Biblioteca Nueva, Madrid, 1948.
28. SIMONE DE BEAUVOIR: El segundo sexo, Edit. Leviatán, Bs. Aires, 1958.
30. JOSÉ ORTEGA Y GASSET: Obras completas, Tomo III, Edit. Revista de Occidente,
Madrid, 1957.
31. EDGAR MORIN: Le paradigme perdu: la nature humaine, Editions du Seuil, París,
1973.
159
33. K. KOFFKA: Bases de la evolución psíquica, Espasa Calpe argentina, Bs. Aires,
1941.
36. CARLOS SILVA ANDRADE: Vida hogareña de los pájaros, Edit. Albatros, 1972.
37. MAURICIO MAETERLINCK: Vida de las abejas, Edit. Losada, Bs. Aires, 1938.
38. MAURICIO MAETERLINCK: La vida de los termes, Espasa - Calpe, Bs. Aires, 1943.
42. SIR JAMES GEORGES FRAZER: La rama dorada, Fondo de Cult. Eco. México,
1944.
43. RALPH LINTON: Estudio del Hombre, Fondo de Cult. Econ. México, 1956.
44. KARL VOSSLER: Filosofía del Lenguaje, Edit. Losada, Bs. Aires, 1963.
45. OSCAR LEWIS: Los hijos de Sánchez, Edit. Joaquín Mórtiz, México, 1965.
46. OSCAR LEWIS: Antropología de la pobreza, Fondo de Cult. Eco., México, 1962.
48. JACOB BURCKHARDT: La cultura del Renacimiento en Italia, Joaquín Gil Ediciones,
Madrid, 1967.
49. ERICH FROMM: Marx y su concepto del hombre, Fondo de Cult. Eco., México, 1981.
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53. EDUARDO GARCIA MAYNEZ: La definición del derecho, Univ. Veracruzana,
Xalapa, 1960.
54. EDUARD SPRANGER: Formas de Vida, Revista de Occidente, Bs. Aires, 1946.
55. JUAN ENRIQUE PESTALOZZI: Cómo Gertrudis enseña a sus hijos, Luis Fernández,
Editor, México, 1955.
161