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Este era un hombre que tenía una granja modesta en el campo. Vivía al lado de
su mujer y de sus animales, y aunque no eran ricos, estaban muy a gusto pues
nada les faltaba. Sin embargo, todo cambió el día que el granjero cayó muy
enfermo, a causa de una fiebre repentina. Temblaba tanto y tenía la cabeza tan
caliente, que tuvo que tumbarse de la cama y de ahí ya no se pudo mover.
—Ve a buscar al médico del pueblo —le pidió su esposo débilmente—, anda, que
siento que me estoy muriendo.
—Realmente es muy extraño —se dijo—, tendré que consultar con varios de mis
colegas, para ver qué podemos hacer por él.
—¡Alguien en el cielo tiene que apiadarse de mí! —exclamó desde su cama— ¡Por
favor, ustedes que están ahí arriba! Si me devuelven la salud prometo hacer un
gran sacrificio en su honor. ¡Pondré a su disposición cien bueyes, ni uno menos,
por este milagro!
—¿En serio piensas que, si un día de estos me despierto tan sano como antes, los
dioses van a venir a cobrarme la deuda? No digas tonterías —espetó el granjero
—, pero en mi situación, bien vale la pena intentar de todo.