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Como los guerrilleros

El guerrillero de El charrito negro, la humanización del conflicto subversivo

Escrito por: Cristian Camilo López

La última vez que escuché El guerrillero de El Charrito Negro, fue en el amanecedero de Gaitania,
la tierra que engendró desde lo más íntimo del monte, desde lo más perverso del mundo
civilizado, la guerra subversiva que aún hoy baila entre carcajadas y bujido de río, detrás de la
puerta a medio abrir, en la memoria de la persona colombiana. Guerra óbito. Me sorprende. Todo
el tiempo me sorprendo transitando estas trochas de calvarios invisibles, de silencios
acostumbrados, de miradas bajas, de paso apresurado, de amores matorrales, de flor de café que
huele a guama y de coca que... en el último rincón del Tolima. Todo tolimense debería esconderse
alguna vez bajo estas tierras, llorar acá es una experiencia mística. Tres mechudos marihuanos en
la gran noche del alma, profesores rurales, bailando borrachos, surfeando el bombardeo a los
tímpanos. Decodificando las luces estupefacientes. Esquivando las miradas de la duda y del
desprecio. La norma es no existir, intentar permanecer invisibles, no alterar la belleza del
momento con nuestra presencia, pasar entre paréntesis, permanecer, observar. Buscar las fisuras
del símbolo, porque todas las puertas de la ley están cerradas y el guardia solo asoma su mirada
nerviosa aplastándose la cara contra el suelo. Somos tres payasos en la espesa viscosidad del sur.

Estoy enajenado, absorto ante el espectáculo, mis pies se conectan con los pies de mis abuelos en
las antípodas, y los comprendo, he dado un paso desde la altura vital que habitaron, y entonces,
como desde el último ocaso de todos los tiempos, la voz aguardientera de El relicario, susurra al
oído de todos, de cada uno, de nadie, con el tufo fermentado de la muerte: “tal vez cuando yo me
muera, lloren las botellas en mi funeral, las cantinas se pondrán de luto, la música triste será la
señal”. Todos cantaban, entendí la tristeza que nos unía en ese instante, entendí la fiesta y el
ritual. “A donde voy, allá no tengo historia y sanará mi pobre corazón” canta el Gato Negro,
símbolo de la valentía campesina y del amor cortesano del rústico, del montañero sabio porque ha
sufrido con dignidad de árbol y de burro, observo a uno de mis compañeros, amigos, cantando con
el alma, y aunque la barba y el pelo ocultaba su rostro, todos vimos a un campesino cantando el
desamor que regó los surcos de su rostro, sembrándole esa máscara de pelo y de mugre. Y el
ánimo seguía escalando. Es la 1 de la mañana y han llegado las prostitutas de Las cortinas, de Aquí
abajo, de El billar, de El balcón quindiano. Una iglesia y cuatro chongos. La semana pasada
mataron a don Ramón, uno de los carniceros del pueblo, siete puñaladas, por defender a una puta,
morir por amor es un acto de lujuria para Dante. Todas las mesas seden una silla, danza
subrepticia. Y entonces y solo entonces, Las Monjitas de Los tigres del Norte, “dos muchachas muy
chulas llevaban, coca pura y también marihuana”, mostrándome cómo Colombia y México
comparten en sus relatos, sus símbolos telúricos, magmáticos, metabióticos. Una hermandad
histórica de respeto mutuo; de cómo el campesino colombiano ha adoptado sus arquetipos, de
cómo, desde la fosa abierta de la música ranchera y de la música norteña, de los charros y de los
mariachis, de los rancheros, se movilizó, en cierta medida, en gran medida, desde los recodos del
alma campesina, el espíritu de la rebeldía. Para entonces, dos o tres de la mañana, se han
apaciguado dos o tres pleitos. Y el ánimo seguía escalando. La hermanita “Sor-presa” merodea de
mesa en mesa.

Lo que temíamos se hizo, El guerrillero y el paraco, uno de los clásicos de las turbias cantinas
campesinas, con el peso todo de la verdad desnuda, con todo lo que pasa en Colombia sobre los
hombros, el corrido prohibido por antonomasia: “Estaba medio borracho y maldecía su propia
vida, esta noche echo la bala, si no les gusta, pues no más digan”. La gran tragedia colombiana,
acontecimiento de domingo, día de las madres, que emparenta el corrido con la epopeya y, por
tanto, invita a la muerte, a la lucha violenta contra el olvido. Cuando vivía en El Bosque Murillo, el
extremo norte del Tolima, la percusión de esta canción la hacían los tiros al aire. El frío está en los
poros y todos buscan un pretexto. Estamos rodeados de indígenas, desmovilizados, campesinos y
nuevos riquillos que ordeñaron la teta de la amapola. La crema innata de Planadas. Es extraño,
pero uno va sintiendo cómo el espacio vacío deja de estarlo, todos nadamos en la misma pecera.
No empujes a nadie, sonríe, pero no demasiado, no bailes con mujer ajena, corresponde al dialogo
sin miedo y agúzate. Los Naza son muy unidos y peligrosos, tienen un rencor legendario,
mitológico, el gran ciempiés de botas carcomió su carne por largo tiempo. La tristeza bella, que me
recordó a mi abuelo está muy lejos y las botellas empiezan a caer al suelo. La gente empieza a
darnos trago. Las bolsas de cocaína alumbran en la pista de baile, es muy curioso ver a un
campesino consumiendo cocaína, extrañísimo, ya lo había visto en el Líbano, mi tierra, pero me
sigue extrañando. Gran ironía. Yo solo veo un desfile de machetes, cuando se desenfunde uno se
desenfundan todos y yo no tengo ni un cortaúñas, sigo bailando solo, nadie sabe quién es quién,
pero los códigos son claros. Qué privilegio estar acá. Los duros nunca se comprometen en pleitos
pasionales.

Yo estaba hablando con don Celemín, un viejito partero de San Miguel, cuando la lluvia de botellas
inició, la muchedumbre salió corriendo, el rebaño, el Mayeuta de trece hijos gritó, ¿por qué corren
hijueputas? Y entre carcajadas me mira, ¿o no profesor? Pero claro, ahora sí empezó la fiesta,
respondí con el gustillo momentáneo del júbilo. Salieron desorientados dos tipos cabeza regadera,
frente fontanal desapercibida, la sangre prendió la fiesta aún más. Nuca supe por qué inició la
pelea, no me importa, no hay motivo tonto ni sacro para la violencia, no hay motivo, todos son
estúpidos, y, entre nosotros, sabrosísimos. Nadie se metió, pero el ánimo nos cambió a todos. El
guerrillero de El Charrito negro, siempre llega en el momento más oportuno, con sus cuerdas de
nostalgia y joroba de andariego.

“yo me fui al monte porque en el pueblo

no hallé la forma de trabajar,

pues cuando empleo solicitaba

me aconsejaron fuera a robar

dejé a mi esposa con mis hijitos


que sin quererlo yo abandoné

y para unirme con las guerrillas

a las montañas me encaminé

soy guerrillero, más no soy malo

como la gente suele decir

pues yo me vine hacia la montaña

buscando forma de subsistir”

Y así, por la magia inmaculada de la música, de la sangre en las venas, volvimos a la humanidad,
volvimos a ser padres, hijos de alguien, hombre de carne y hueso, cuerpo y corazón de alguien, de
ninguno, ninguneados nos vimos al espejo de la lluvia en el barro, nadie, tan profundo, y por obra
y gracia del abrazo, de la conciencia clara del hecho suficiente de necesitar cuidar y amar a
alguien, de amar el cuerpo, porque conocemos el dolor del que es capaz. Cuidar la carne tierna de
quien se quiere: TERNURA. Cuatro y media, cinco de la mañana, el gallo alumbra el nuevo día, las
aves orbitan caóticas la grosería de la mañana. Me despido de don Celemín, y me cuenta, como un
regalo del adiós, que la guerrilla comunista, las Farc, inició con la muerte de El Charro negro, gran
amigo de Tirofijo, porque El Mariachí, uno de los guerrilleros liberales (libres), le traicionó por
aliarse con el ejército, a él, El charro Negro, guerrillero comunista (común), forastero. Marulanda
vengó su muerte desde el último horizonte de Marquetalia. Mataron al Charro en una de las
cantinas de Gaitania, por la misma calle donde nos sentamos a tomar café y nos fumamos unos
puchitos quitándole hojas al tiempo y a la ausencia y a la distancia. Humamos. Demasiado
humanos, como los guerrilleros, los indígenas y mis abuelos.

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