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Amor desde el olvido

Donna Sterling
2º Modales de alcoba

Amor desde el olvido (1999)


Título Original: Say "Ahhhh" (1999)
Serie: 2º Modales de alcoba
Editorial: Harlequín Ibérica
Sello / Colección: Súper Bianca 49
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Connor Wade y Sarah Flowers

Argumento:
¿QUÉ OCURRIRÍA CUANDO RECORDARA EL PASADO?
El doctor Connor Wade regresó a Sugar Falls con intención de encontrar
una mujer sencilla con la que casarse y formar una familia. Pero entonces
apareció Sarah Flowers en su consulta. Tenía todo lo que había deseado de
una mujer... y también todo aquello de lo que huía.
Sarah no podía recordar nada de su vida anterior. Sólo estaba segura de una
cosa: respondía de forma inequívoca al magnetismo sexual de Connor
Wade, permitiéndose incluso soñar con un futuro juntos...
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Sola, en la sala de espera del único ambulatorio de Sugar Falls, Colorado, Sarah
miraba desconcertada el formulario que debía rellenar como paciente. Debería
habérselo esperado, suponía. Y, por lo tanto, haberse preparado con antelación un
historial médico.
La primera pregunta la dejó perpleja. Nombre, le pedían.
Estaba prácticamente convencida de que se llamaba Sarah. Ésa era la primera
palabra que había acudido a su mente cuando había abierto los ojos en el hospital de
Denver, hacía ya seis semanas. Cuando el terror de descubrir que había perdido la
memoria había disminuido en intensidad, permitiéndole al menos pensar, se había
inventado el apellido. E inspirada por el ramo que alguien había dejado en su mesita
de noche, había decidido convertirse en Sarah Flowers. Y los médicos la habían
creído cuando les había jurado que había recuperado la memoria.
Pero la verdad era que sólo había regresado a su mente un vago recuerdo, un
recuerdo que la confundía y atemorizaba.
Sarah sabía que debería decirle a su nuevo médico la verdad sobre su amnesia,
¿pero qué ocurriría si la noticia se extendía en aquella diminuta población? La idea la
aterraba. El riesgo era demasiado grande para confiar en un extraño.
Así que escribió con trazo firme: Sarah Flowers.
A partir de ese momento, las preguntas eran cada vez peores. Era extraño, ella
se hacía las mismas preguntas una y otra vez todas las noches, pero le había bastado
verlas impresas para sentirse desolada.
Edad. ¿Cómo iba a saberlo? Se imaginaba no obstante que debía de tener
alrededor de veinticinco años.
Fecha de nacimiento. Escogió un mes, decidió un año y lo escribió.
Estado civil. Suponía que soltera. No tenía la sensación de estar casada y
además no llevaba alianza cuando había sido atropellada por aquel coche. Pero no
podía estar segura. ¿Tendría un marido esperándola en alguna parte? Y si así era,
¿habría denunciado su desaparición?
Cada una de las preguntas del formulario desencadenaba docenas de preguntas
en su mente. Y cuando llegó a la parte en la que le preguntaban si había tenido algún
embarazo, la mano le tembló hasta el punto de que tuvo que dejar el bolígrafo en la
mesa. ¿Habría estado embarazada alguna vez? ¿Habría dado a luz?
¡Era absurdo que no supiera aquellas cosas sobre sí misma! Tenía que
enfrentarse al hecho de que podía ser madre... Imaginarse a un pequeño anhelando
lloroso su ausencia le destrozó el corazón.
Pero el tiempo le daría las respuestas a todas aquellas preguntas. Durante seis
semanas, se había visto impedida por sus heridas, su amnesia y el miedo que aquel
vacío le había producido. Pero las secuelas físicas del accidente estaban a punto de

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desaparecer, su nuevo trabajo le permitiría ganar algo de dinero y había decidido


que el miedo no podía inmovilizarla.
Lo único que la detenía a la hora de comenzar a buscar pistas sobre su pasado
eran los vértigos que estaba sufriendo últimamente. Había ido al médico con
intención de poner fin a aquellos incómodos mareos, cada vez más frecuentes y más
fuertes, que interferían el desarrollo normal de su trabajo.
Rápidamente, inventó respuestas para todo el formulario y se lo tendió a la
recepcionista.
—¿Señorita Flowers? —una enfermera de pelo cano y sonrisa afable la introdujo
en el despacho del médico tras presentarse a sí misma como Gladys—. El doctor
vendrá ahora mismo. Y ahora veamos —repasó el formulario—. ¿Cuál es el motivo
de su visita?
—Tuve un accidente hace seis semanas y quería asegurarme de que mis heridas
están curando como deben —la enfermera asintió y apuntó algo en un cuaderno.
Cuanto terminó, Sarah añadió—: También estoy teniendo mareos y me encuentro
cansada.
—Por lo que dice, parece necesitar una revisión médica —le colocó en el brazo
el medidor de tensión—. En cualquier caso, cuando una paciente viene por primera
vez a la consulta, nos gusta hacerle un reconocimiento completo. ¿Está usted
embarazada?
¿Embarazada? Esperaba que no... Sí, tenía mareos. Se sentía extrañamente
cansada y no había tenido el periodo desde hacía seis semanas... desde el accidente al
menos. Pero había muchas mujeres que tenían desajustes menstruales tras un
accidente...
—No creo que esté embarazada —contestó, estupefacta ante aquella
posibilidad—, pero no estoy del todo segura.
—Podemos descartarlo antes de que venga el médico —le quitó el aparato de la
tensión y apuntó los resultados—. No nos llevará ni un minuto.
Sarah le dio a la enfermera una muestra de orina y esperó a que saliera de la
habitación a la que había ido a hacer la prueba intentando apaciguar la ansiedad que
albergaba su pecho. ¿Sería posible que estuviera embarazada? Y en el caso de que así
fuera, ¿sería capaz de criar a un bebé? Estaba trabajando de asistenta por poco más
del alojamiento y la comida y sólo podía contar con la ayuda de una amiga a la que
prácticamente no conocía.
A pesar de la presión del miedo, la idea de la maternidad le producía también
una emoción irracional. ¡Era posible que su cuerpo albergara una criatura! Una
criatura que llenara sus brazos, su corazón, su vida...
Pero qué egoísta era. Desear aliviar la propia soledad no era la mejor razón para
tener un hijo. Ella no tenía nada que ofrecerle a un bebé, ni siquiera podía darle un
verdadero nombre.
Tuvo la sensación de que transcurría una eternidad hasta que la enfermera
reapareció.

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—No sé si se alegrará o no de la noticia —le dijo con extrema amabilidad—,


pero el resultado es negativo. No está embarazada.
Sarah sintió un inmenso alivio, pero no podía dejar de encontrar cierta
amargura a la noticia. Algún día, se prometió. Algún día, cuando averiguara quién
era, podría regocijarse cuando le dieran la noticia de su embarazo. Pero de momento
tenía que agradecer su situación.
—Gracias —contestó.
Se le ocurrió entonces que, de la misma manera, podría obtener fácilmente la
respuesta a otras muchas de sus preguntas.
—¿Un médico puede saber si una mujer ha tenido un hijo al examinarla? —
preguntó sin pensar.
—Normalmente sí —contestó Gladys con aire ausente mientras preparaba el
equipo que el doctor iba a necesitar—. Suelen quedar señales.
Sarah se llevó la mano a su palpitante corazón. En cuestión de minutos, iba a
poder responder a preguntas fundamentales sobre su vida.
—Me gustaría que el doctor me dijera todo lo que averigüe sobre mí. Todo.
—¿Como qué? —preguntó la enfermera asombrada.
—Bueno, como si alguna vez he tenido un hijo, o... —se interrumpió
bruscamente, consciente de lo absurda que su pregunta podría parecer.
No le extrañaba que la enfermera la estuviera observando como si acabara de
perder la cabeza. Tendría que explicarle lo de la amnesia en ese mismo instante o
inventar algún motivo por el que pudiera desconocer algo tan fundamental.
Mientras Sarah dudaba sobre si dar o no información sobre sí, Gladys garabateó
algo en el formulario.
—Ha dejado en blanco la pregunta sobre si ha tenido o no embarazos —observó
la enfermera. Una llamada a la puerta salvó a Sarah de la obligación de contestar.
—Gladys, tienes una llamada por la línea dos —se oyó decir a una vez
femenina.
Gladys abrió la puerta y estuvo hablando con una atractiva rubia a la que Sarah
reconoció inmediatamente. Era una de las mujeres que frecuentaba la casa de su
patrona. Al parecer trabajaba en aquel consultorio, lo que quería decir que tenía
acceso a los archivos. ¡Toda Sugar Falls podía enterarse de lo que le ocurría en
cuestión de horas!
Inclinó la cabeza, de modo que el pelo ocultara su rostro, con la esperanza de
que la rubia no la reconociera. Había sido una locura considerar siquiera la
posibilidad de mencionar su amnesia.
—Desnúdese y póngase una de esas batas —le dijo Gladys antes de ir a atender
su llamada—. El doctor vendrá dentro de un momento.
Sarah agradeció su suerte. Por lo menos no iba a tener que seguir hablando con
Gladys. Obediente, se quitó la ropa y se puso la bata mientras buscaba alguna forma

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de hacer determinadas preguntas sin necesidad de admitir su amnesia. Quizá


pudiera arrancar alguna información intentando jugar con el médico a las
adivinanzas. «Eh, doctor», le diría, «veamos si puede averiguar cuántos hijos he
tenido...».
La puerta se abrió en ese momento y entró el médico.
A Sarah se le paralizó al instante el corazón. Aquel no era el dulce anciano que
su amiga Annie había descrito.
Se trataba de un hombre de cuerpo atlético que todavía no debía haber
cumplido ni los treinta. Su piel bronceada contrastaba duramente con su bata blanca.
Una hermosa mata de pelo oscuro enmarcaba un rostro de facciones duras. Aquel
hombre se movía con una gracia viril que le hacía parecer un vaquero o un pistolero
del oeste. Cualquier cosa menos un médico. Para completar el cuadro, bajo la bata
llevaba unos vaqueros y unas botas de cuero.
Se detuvo a corta distancia de Sarah y le dirigió una amable mirada. No dijo
nada y pareció un tanto sorprendido al verla.
¿Por qué se habría sorprendido?, se preguntó Sarah. Ella era la única que tenía
que estar asombrada. La temperatura de la habitación parecía haber subido algunos
grados con su sola presencia... debido quizá a la potente virilidad que aquel hombre
irradiaba.
—Soy el doctor Connor Wade —se presentó con una voz profunda y
aterciopelada que encontró eco en el mismísimo corazón de Sarah. Sin sonreír, se
acercó todavía más a ella y le tendió la mano—. Y tú debes de ser Sarah.
Sarah asintió en silencio y le estrechó la mano. Una mano cálida, callosa e
incuestionablemente fuerte. Y aunque no podía recordar a nadie de su pasado, sabía
que no había conocido un hombre más atractivo en toda su vida.
Cuando el médico le soltó la mano, Sarah fue repentinamente consciente de que
estaba sentada en una camilla con solo una fina bata sobre su cuerpo desnudo.
—¿Dónde está el doctor Brenkowski? —consiguió preguntar, cruzándose
instintivamente de brazos.
—En Europa. Ahora estoy atendiendo a sus pacientes y a los míos. Pero tú no
eras paciente suya, ¿verdad?
—No.
El médico arqueó una ceja con expresión interrogante, pero Sarah no le ofreció
ninguna explicación. El médico miró entonces su carpeta. La joven comprendió que
estaba leyendo su informe con el ceño ligeramente fruncido. Pero cuando alzó la
mirada del papel, el ceño había desaparecido para ser sustituido por una profesional
sonrisa que consiguió acelerar el pulso de Sarah.
La joven sentía la habitación cargada de electricidad.
—Gladys ha escrito que tuviste un accidente. ¿Fue muy grave?

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—No demasiado —contestó prudentemente. Esperaba que no se le ocurriera


pedir informes a sus médicos anteriores pues había escrito nombres y direcciones
falsas en aquella sección del formulario.
El médico se dirigió hacia un pequeño armario y tras tomar algún instrumental
médico se acercó de nuevo a ella.
—¿Qué tipo de daños sufriste?
—Costillas rotas, arañazos, una herida en la cadera izquierda y... —balbuceó
cuando el médico comenzó a recorrer su cuerpo con la mirada, como si pretendiera
adivinar las secuelas que habían dejado aquellas lesiones—... y una ligera conmoción
cerebral.
—¿Perdiste la consciencia? —su mirada empezaba a causarle a Sarah problemas
para respirar.
—Brevemente.
—¿Y tuviste alguna pérdida de memoria?
—No —respondió muy tensa.
El médico la miró un tanto sorprendido.
—¿Ninguna? ¿Recuerdas entonces cómo fue el accidente?
—La mayor parte.
—Bien —encendió una diminuta linterna y le apartó el pelo de la cara para
iluminar el interior de su oído—. ¿Sucedió en Sugar Falls?
Al sentir su mano en la oreja, Sarah se estremeció débilmente.
—¿Perdón?
—El accidente —se dirigió hacia el otro oído—. ¿Tuvo lugar aquí, en Sugar
Falls?
—Oh, no, no.
El médico le examinó el oído derecho y la tomó después por la barbilla para
hacerle volver la cabeza de lado a lado.
—Me lo imaginaba. No había oído comentar que hubiera habido ningún
accidente por aquí. Mira hacia el frente.
Sarah obedeció y el médico le examinó los ojos. Estaba tan cerca de ella que
Sarah sentía reaccionar su pituitaria al recibir la fresca y boscosa esencia que
emanaba de su piel.
Por ridículo que pudiera parecer, aquella proximidad estaba causando estragos
en su corazón. El médico apagó la linterna y le tanteó con sus propios dedos los
oídos. Aunque sus gestos eran impecablemente profesionales, la reacción de Sarah
estaba siendo estrictamente personal. Su fragancia, su cercanía, su contacto... todo
ello le infundía una dulce sensualidad.
—¿Te están causando problemas?

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—¿Quién? —preguntó Sarah, mirándolo aterrada.


—Las heridas —parecía haber enronquecido mientras deslizaba los dedos por
su rostro.
—Algunos.
El médico la miró divertido. Un brillo suavizó la dureza de sus ojos castaños.
—¿Siempre eres tan habladora?
—No, nunca.
El médico le sostuvo la mirada durante unos instantes que para Sarah fueron de
aturdimiento. La diversión había desaparecido de su rostro y la miraba con una
extraña intensidad mientras bajaba los ojos hacia su boca.
El corazón de Sarah latía violentamente.
El médico le alzó la barbilla con el pulgar y susurró:
—Di «aaahh».
Sarah apenas lo miraba. La sensualidad que corría por su cuerpo la había
dejado sin voz y sentía que un intenso rubor cubría su rostro.
—Es más fácil examinarte la garganta con la boca abierta —le explicó el médico
con ligera brusquedad.
Sarah desvió la mirada, mientras intentaba recuperar la compostura. ¿Qué
diablos le pasaba? El médico estaba comportándose exactamente tal como debía,
pero cada uno de sus movimientos despertaba en ella una respuesta íntimamente
sensual. Y lo peor de todo era que no conseguía olvidarse de que estaba
prácticamente desnuda y de que el examen médico pronto llegaría a zonas más
íntimas.
—Quizá debería revisarte las lesiones —Sarah asintió y entonces él le
preguntó—: ¿Qué tipo de molestias te están causando?
Sarah tuvo que hacer un serio esfuerzo para poder hablar.
—Las costillas me duelen de vez en cuando y la cadera... —bueno desviando la
mirada, apoyó la mano en la curva de su cadera mientras le explicaba vacilante—: En
realidad la herida ya no me duele, pero a veces siento el muslo entumecido. Desde
aquí... —trazó el camino con la mano—, hasta aquí aproximadamente.
Como el médico no contestaba, Sarah lo miró y lo descubrió observándola con
extraña intensidad. Sin decirle una sola palabra, se inclinó hacia la pared y pulsó el
botón del intercomunicador.
—Gladys, necesito que vengas a la sala B. Ahora —tras unos embarazosos
segundos, le dio por fin una explicación—. Es un procedimiento de rutina. Gladys
me suele ayudar en todas las revisiones.
Sarah sospechaba que el hecho de que hubiera reclamado su presencia tenía
más que ver con la sexualidad que impregnaba el ambiente y que ella no había sido

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capaz de ignorar. Pero estaba convencida de que el que hubiera una enfermera entre
ellos no iba a servir de nada.
Hasta el médico parecía estar nervioso.
—Háblame de tus mareos —le dijo con voz tranquila.
Sarah obedeció. Cuando terminó, el médico le preguntó por su dieta y por la
medicación que tomaba.
—Los mareos pueden ser debidos al cambio de altitud —le explicó por fin—.
Hace poco tiempo que viniste de Denver, ¿verdad?
Sarah asintió, intentando ocultar sus nervios. Había escrito Denver en el
formulario porque conocía el nombre de algunas calles de allí.
—Aquí estamos a mucha más altura. La mayor parte de la gente necesita algún
tiempo para acostumbrarse. Algunas personas más que otras... —continuó
hablándole de la necesidad de consumir más líquidos en aquellas circunstancias.
Mientras el médico hablaba, Sarah fijó la mirada en su pelo, aquel pelo oscuro
que probablemente tendría un tacto tan suave como el terciopelo. Y, por absurdo que
a ella misma le pareciera, tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no deslizar la
mano por su cabello.
¿Por qué tendría aquel hombre un efecto así en ella? Todo en él parecía atraerla
como un imán, desde sus ojos hasta la ruda textura de su piel.
Sarah advirtió que el médico había dejado de hablar y se estaba limitando a
observarla. Y, para su más absoluta sorpresa, se oyó decir.
—Sus manos... son callosas. No me lo esperaba de un médico.
Connor miró las palmas de sus manos, como si hasta ese momento no lo
hubiera advertido.
—Debe de ser por la escalada. O por la pesca. O por los caballos —se encogió de
hombros—. El trabajo en el campo —una ligera sonrisa apareció en la comisura de
sus labios, inclinó la cabeza y la contempló con mucha atención—. ¿Te molesta... que
sean callosas?
—Ah... no —contestó en un tono casi soñador y deseó abofetearse por ello. No
debería reparar en cosas como la dureza o la suavidad de las manos de aquel médico.
Connor Wade permaneció en silencio, y ella lo imitó. Volvieron a mirarse con
aquella desconcertante tensión que crecía por momentos.
—Acerca de la revisión médica —dijo Connor por fin, con voz grave y baja—.
¿A qué te referías cuando le has dicho a Gladys que querías saber todo lo que yo
pudiera averiguar?
Sarah tragó saliva. Para entonces, había olvidado prácticamente la pregunta que
le había hecho a la enfermera. No se le ocurría ninguna explicación coherente.
—Tengo entendido que le has preguntado si podría averiguar si habías tenido
hijos o no. ¿Te importaría explicarme por qué lo has preguntado?

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Presa del pánico, Sarah se echó el pelo hacia atrás y fijó la mirada en la pared.
—Era una pregunta sin importancia, tenía curiosidad por saber si era
científicamente posible para un médico decirle a una mujer si había dado alguna vez
a luz. No me refería exactamente a mí.
—Ah, ya entiendo —tras una pausa, durante la que pareció reflexionar sobre la
respuesta, continuó—. Entonces, para que el chequeo sea lo más correcto posible,
quizá deberías rellenar esas casillas que has dejado en blanco. ¿Tienes algún hijo?
Sarah volvió a clavar en él la mirada, mientras se daba cuenta de su error. No
podía contestarle porque él no tardaría en averiguar si le estaba mintiendo o no.
Mediante un examen médico, iba a saber sobre ella mucho más que ella misma.
La enfermera de pelo gris irrumpió en aquel momento en la habitación,
disculpándose por haber llegado tan tarde. El doctor no le hizo prácticamente caso,
toda su atención estaba centrada en Sarah, de la que esperaba una respuesta.
—He cambiado de opinión sobre el examen médico —dijo Sarah, consciente del
sonrojo de su rostro y la inseguridad de su voz—. Prefiero esperar hasta que vuelva
el doctor Brenkowski.
El doctor Wade se quedó mirándola absolutamente sorprendido.
La enfermera parecía mucho más asombrada incluso.
—Puedo asegurarle, señorita Flowers, que el doctor Wade es uno de los mejores
médicos con los que he trabajado —proclamó—. Fue el primero de su promoción en
Harvard y estuvo trabajando en un hospital de Boston antes de...
—Gladys, ya esta bien —su mirada continuaba siendo exclusivamente para
Sarah—. Tienes perfecto derecho a ser atendida por el médico que desees, y el doctor
Brenkowski es excelente. Pero tengo que advertirte que no regresará hasta dentro de
un mes.
¡Un mes! ¿Cómo iba esperar durante tanto tiempo para conocer la respuesta a
algo tan importante? Por otra parte, no podía permitir que aquel médico tan atractivo
la examinara más íntimamente. Ni que adivinara lo poco que sabía sobre sí misma.
—Un mes, estupendo —le aseguró.
La enfermera parecía dispuesta a salir nuevamente en defensa de su adorado
doctor Wade. Él, sin embargo, se mostraba inexplicablemente aliviado. ¡Aliviado!
¿Había esperado quizá que fuera a causarle algún problema?
—Aunque por lo menos, deberías dejarme echar un vistazo a tus lesiones —le
ofreció—, para que nos aseguremos de que no está habiendo ningún obstáculo en el
proceso de recuperación. También me gustaría hacerte análisis, quizá podamos
averiguara qué se deben esos mareos.
—La verdad es que las heridas no me molestan mucho —replicó— Y en cuanto
a los mareos...
—Puede llegar a ser peligroso. Es sobre todo en eso donde tengo que insistir.
Aunque el doctor Brenkowski sea tu médico, ahora estoy yo en su lugar, y tengo la

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obligación de decirte que tienes que hacerte esas pruebas. Es posible que los mareos
se deban a la altitud, pero quiero estar seguro. Además, necesitas descansar... pasa
un par de días en cama. Tienes síntomas de estar físicamente agotada.
—¡Agotada! —no se lo esperaba, a pesar de que últimamente no dormía bien y
su trabajo era verdaderamente agotador.
—Estás dispuesta a colaborar, ¿verdad?
Parecía tan decidido a salirse con la suya que Sarah no pudo menos que sonreír.
—Sí, por supuesto, doctor Wade. Y le aseguro que en ningún momento he
pretendido poner en duda su experiencia médica.
Aunque no de forma inmediata, la expresión de Wade por fin se dulcificó. Bajó
la mirada hacia la boca de Sarah, hacia su sonrisa, y sin ofrecerle otra a cambio,
susurró de forma casi inaudible.
—En ningún momento he pensado que lo estuvieras haciendo.

Connor cerró la puerta de su despacho, se dejó caer en la silla que había detrás
de su escritorio y dejó escapar un pesado suspiro. Se sentía como si acabara de correr
una maratón.
¿Qué demonios le había sucedido?
Fuera lo que fuera, era la primera vez que le ocurría. Había tratado a miles de
mujeres a lo largo de su carrera y nunca había sentido por ninguna de ellas algo más
que un interés puramente médico. En aquella ocasión, sin embargo, en cuanto había
visto a Sarah Flowers todo parecía haberse trastocado.
Lo había sabido en cuanto la había mirado a los ojos. Aquella mujer tenía algo
que le afectaba de forma muy personal. Quería tocarla. Y en cuanto había posado la
mano en su rostro, había deseado continuar acariciándola.
Cerró los ojos, apoyó la frente en sus manos y se maldijo a sí mismo. ¿Habría
advertido ella su interés? ¿Sería esa la razón por la que había decidido posponer el
chequeo hasta que regresara el doctor Brenkowski? Fuera cual fuera la razón, se
alegraba de que lo hubiera hecho. En caso contrario, probablemente habría tenido
que interrumpir el mismo la consulta. Porque había llegado a temer la posibilidad de
perder el control.
¿Por qué le afectaría aquella mujer de forma tan intensa?
Oh, era muy hermosa, sí, con aquel precioso pelo, que parecía una nube de seda
oscura sobre sus hombros. Y su cutis parecía estar pidiendo a gritos ser acariciado...
por no hablar de los enormes ojos grises con los que Sarah parecía ser capaz de
desnudarle el alma. Pero la belleza física nunca había sido suficiente para sacar de él
algo más que un breve reconocimiento, sobre todo cuando estaba trabajando.
Algo había ido mal. Drásticamente mal.
Al sentir su rostro entre sus manos, su cuerpo había respondido de una forma
muy poco profesional.

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Y le bastaba recordar cómo había señalado su paciente la curva de su cadera,


descendiendo después hasta su muslo, para que un deseo absurdamente intenso
volviera a apoderarse de él.
Ella no había pretendido parecer provocativa, de eso había podido darse
cuenta. Tenía experiencia más que suficiente, sobre todo desde que había regresado a
Sugar Falls, para saber cuándo una mujer estaba intentando seducirlo. En un par de
ocasiones, al entrar en su consulta, había encontrado a alguna de sus pacientes
adoptando la más lujuriosa de las posturas sobre la camilla.
Afortunadamente, Gladys siempre había sido muy útil para templar aquellas
situaciones. Y en ninguna de ellas Connor había llegado a excitarse, ni siquiera
mínimamente.
Hasta aquel día. Hasta que había mirado a Sarah Flowers a los ojos y había
deseado acariciarla, más que cualquier cosa en el mundo.
No, no podía continuar examinándola. Pero Sarah necesitaba atención médica.
Parecía estar sufriendo un intenso agotamiento. Además, había tenido la sensación
de que estaba particularmente estresada, y se preguntaba por qué.
Tampoco entendía la extraña pregunta que le había hecho a Gladys. Quería
saber si un médico podía determinar si había tenido un hijo. Sarah se había
justificado diciendo que era una pregunta general. ¿Pero entonces por qué le había
dicho a Gladys que quería saber todo lo que el médico pudiera decirle sobre sí
misma?
Cuando le había preguntado que si alguna vez había dado a luz, no le había
contestado. ¿Sería posible que no lo supiera? Si así era, eso indicaba que había
sufrido una importante pérdida de memoria. Pero ella había negado que hubiera
padecido amnesia tras el accidente.
Definitivamente, Sarah Flowers representaba un misterio.
Le había pedido que dejara un número de teléfono y le había dicho que quería
verla al cabo de una semana, para seguir al corriente de sus mareos.
Pero el número de teléfono que Sarah le había dejado era falso, y no habían
llegado a concertar una próxima cita. Tampoco había dejado dirección alguna,
aunque sí un apartado de correos. Era un apartado de correos local, lo que quería
decir que vivía en la ciudad y podría volver a verla otra vez.
Connor sacudió la cabeza perplejo por la ansiedad que le producía la
posibilidad de volver a verla. Al parecer, llevaba demasiado tiempo sin estar con una
mujer. No había vuelto a tener una cita desde que había regresado a Sugar Falls y ya
habían pasado tres meses.
¿Y por qué? Uno de los motivos por los que había regresado a Sugar Falls era
que quería encontrar una mujer honesta y sencilla. Sencilla sobre todo. Las
complicadas relaciones que había encontrado en Boston le habían enseñado muchas
cosas, pero le habían dejado con una sensación de vacío y soledad que no conseguía
sacudirse de encima.

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Había pensado que regresar a casa podría ayudar, pero de momento no había
sido así.
En realidad, sólo podía culparse a sí mismo de la falta de compañía femenina.
Había recibido muchas invitaciones y algunas de mujeres a cuyas familias conocía
desde hacía años, mujeres capaces de comprender el tipo de vida que deseaba para sí
y que sabían disfrutar de la sencillez de vida de Sugar Falls.
Lo último que necesitaba era una aventura con una desconocida de ojos grises
cargada de secretos.
Pero aquellos secretos lo intrigaban. Sarah lo intrigaba. Y la idea de tener una
aventura con ella lo excitaba de forma inexplicable.

—Me dijiste que era un hombre mayor, Annie, un hombre mayor, dulce y sabio.
No un joven sexy y atractivo.
Annie Tompkins se encogió de hombros.
—Pensé que te atendería el doctor Brenkowski. Me había olvidado de que
Connor Wade compartía ahora la consulta con él. ¿Pero qué más te da que el doctor
fuera joven y sexy? Esa no es razón para renunciar a la revisión médica que necesitas.
—No he renunciado a ella, sólo la he pospuesto hasta que Brenkowski regrese a
la ciudad.
—Te has acobardado —antes de que Sarah pudiera decir nada, Annie alzó la
mano y entrecerró ligeramente los ojos, para protegerse del sol que entraba a
raudales por la ventana de su cocina—. No quiero excusas. Lo que tienes que hacer
es ir a hora mismo a la consulta de ese médico y pedirle que te examine las heridas —
y con voz burlona añadió—: Y no me obligues a forzarte.
Sarah se inclinó contra el respaldo de la silla, relajándose por primera vez desde
que había salido de la consulta del doctor Wade aquella mañana. No se imaginaba a
aquella pequeña profesora jubilada utilizando otra fuerza que la de la persuasión. Sin
embargo, la fuerza de la persuasión de Annie Tompkins era digna de ser tenida en
cuenta. De hecho, si no hubiera sido por ella, Sarah no habría terminado allí tras salir
del hospital de Denver.
Respirando el perfume de los manzanos silvestres y los ciruelos que arrastraba
la brisa, Sarah pensó en cuánto se alegraba de haberse ido con Annie. Porque aunque
todavía no se había permitido establecer relación con la gente de Sugar Falls, el lugar
en sí mismo la ayudaba a tranquilizarse. Se sentía relativamente a salvo en aquella
comunidad escondida entre las Rocosas de Colorado.
Robando algunos minutos, antes de regresar al trabajo, se había acercado a casa
de Annie, donde estaba disfrutando de un delicioso té. La fabulosa mansión en la
que trabajaba, por lujosa que fuera, no le parecía en absoluto tan confortable.
—Estoy estupendamente, Annie, de verdad.
—¡Estupendamente! —el sol formaba un halo sobre los rojizos rizos de Annie,
haciéndole parecer un ángel—. Ayer mismo sufriste uno de tus mareos y, por lo que

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me ha dicho Lorna Hampton, estuviste a punto de desmayarte encima del cesto de la


ropa sucia.
Sarah frunció el ceño. Su patrona no tenía ningún derecho a hablarle a nadie de
sus mareos.
—La enfermera me ha hecho unos análisis y me ha dado vitaminas. El médico
cree que los mareos se deben al cambio de altitud, y también quizá al agotamiento.
Tengo que beber más agua, descansar un par de días y me pondré bien.
—¿Agotamiento? El trabajo en casa de Lorna te está resultando demasiado
duro, ¿verdad?
—Por supuesto que no. Me gusta trabajar. Prefiero mantenerme ocupada. El
único problema es que no estoy durmiendo bien, eso es todo —lo cual era
completamente cierto.
Las preguntas e inseguridades sobre su pasado la mantenían despierta durante
la mayor parte de la noche, y cuando el sueño llegaba terminaban despertándola las
pesadillas.
—Estás muy estresada, y la culpa es mía.
—No empieces otra vez.
—Pero es que es verdad —en el delgado rostro de Annie volvieron a reflejarse
la culpa y la preocupación. Por muchas veces que Sarah le asegurara que no tenía
sentido que se culpara por el accidente, Annie seguía atormentándose a sí misma con
sentimientos de culpabilidad—. Lo siento tanto, Sarah. Si no hubiera sido por mí, no
te encontrarías ahora en esta difícil situación. Debería haber prestado más atención,
quizá así hubiera evitado atropellarte.
—El accidente fue culpa mía, no tuya. Si no hubiera sido tu coche, habría
terminado atropellándome otro —Sarah tomó la mano de su amiga—. Tú has sido mi
ángel de la guarda, Annie. Me llevaste al hospital y te quedaste conmigo durante tres
días, pagaste las cuentas, me has traído a tu casa y me has ayudado a encontrar
trabajo.
—Sí, un trabajo que te está dejando completamente exhausta —sacudió la
cabeza con tristeza—. Tú no eres mujer para trabajar limpiando casas, y trabajar con
Lorna no creo que sea nada fácil. Es una esnob y sus hijos son muy revoltosos. Sé que
espera que te ocupes de ellos, aunque teóricamente eso no forma parte de tu trabajo.
—El trabajo está bien. Y no sabes cuánto te agradezco que me ayudaras a
encontrarlo.
Pero Annie no estaba dispuesta a dejar que acallaran su conciencia. Surcaban su
frente pequeñas arrugas de inquietud.
—Sé que no te gusta hablar de esto, Sarah, pero han pasado ya seis semanas y
todavía no has recordado quién eres, ni dónde vivías. He estado revisando por
Internet los informes sobre personas desaparecidas, he ido a casi todas las comisarías
de Denver, he visto docenas de fotos y todavía no tengo una sola pista —se
interrumpió un instante. Sarah se estremeció al imaginarse lo que le iba a decir a

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continuación—. Creo que ya es hora de que informes a las autoridades o te decidas a


utilizar los medios de comunicación.
—No —un escalofrío de terror recorrió la espalda de Sarah. No era capaz de
soportar la idea de proclamar su debilidad al mundo y tener que esperar a que algún
desconocido llegara a reclamarla—. Todavía no estoy preparada para decírselo a
nadie.
—Sigues teniendo miedo, ¿verdad?
Sarah vaciló, deseando poder eludir la pregunta.
—Estoy convencida de que alguien me perseguía cuando me puse a cruzar
corriendo esa carretera. No recuerdo quién ni por qué, pero recuerdo perfectamente
la sensación de pánico y la certeza de que tenía que alejarme de allí. Tú misma dijiste
que parecía estar huyendo de algo.
—Eso es cierto —Annie la miró un tanto desconcertada—. Pero también es
posible que estuvieras intentando parar a un taxi. Tu miedo podría ser un síntoma
del accidente. Al fin y al cabo, te diste un golpe terrible.
—Estoy segura de que alguien me seguía. Alguien que estaba enfadado, una
persona violenta y cruel —se estremeció ante aquella sombra de recuerdo que
continuaba amenazando su sueño—. Hasta que no recuerde algo más sobre mi
situación, no quiero informar a las autoridades. Pero tengo un plan para comenzar a
buscar pistas sobre mi pasado. Volveré a Denver, a la calle en la que sucedió todo,
para ver si recupero la memoria.
—Podría funcionar —se mostró de acuerdo Annie, aunque la preocupación no
había desaparecido de su rostro—. ¿Pero cómo piensas ir hasta allí? No puedes
conducir y yo no puedo llevarte. Ted insiste en que nos vayamos mañana de
camping. Ha estado planeando este viaje durante todo el año y no consigo quitárselo
de la cabeza.
—Pues ve y procura disfrutar, por el amor de Dios. Necesitas un descanso tanto
como él. Y, por favor, no te preocupes por mí. Cuando esté lista para volver al
escenario del accidente, ya encontraré la forma de ir hasta allí. Es posible que los
recuerdos fluyan entonces por sí solos —sonrió, decidida a mostrarse optimista—. Es
posible incluso que alguien haya puesto carteles sobre mi desaparición.
Annie asintió y sonrió, pero Sarah veía la duda en sus ojos. Y un intenso dolor
la golpeó al pensar que aquella amiga a la que prácticamente no conocía podía ser la
única persona del mundo a la que le importara.
—No quiero que te preocupes por mí, Annie.
—Entonces vuelve a ver al doctor Wade y cuéntale lo de la amnesia. No quiero
que te ocurra nada mientras estoy fuera. Te diste un golpe muy serio en la cabeza.
Debería haber algún médico pendiente de ti.
—Lo siento, pero no puedo —cada vez que pensaba en confiarle a alguien, a
quien fuera, su secreto, una terrible sensación de pavor la detenía. Una historia como
aquélla podía acabar en los periódicos, incluso en la televisión. Y después de una

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aparición así, cualquiera podría presentarse en la puerta de su casa con intención de


llevársela. Un sudor frío cubría las palmas de sus manos cuando pensaba en ello.
Haciendo un gran esfuerzo, apartó el miedo hasta el último rincón de su mente.
No podía permitir que el terror la dominara.
Pero había otras razones más prácticas por las que prefería mantener en secreto
lo de la amnesia. En primer lugar, no era un trastorno que mucha gente
comprendiera. El marido de Annie, la única persona que además de ella estaba al
corriente de su enfermedad, todavía no confiaba en ella. Sarah le había oído decirle a
Annie que toda la historia de la amnesia era un simple montaje y que, aunque estaba
dispuesto a mantener la boca cerrada, iba a estar atento a cada uno de sus
movimientos.
Sarah se imaginaba perfectamente lo que ocurriría si el secreto de su amnesia se
extendía. Todo el mundo comenzaría a sospechar posibles motivos, a cada cual más
terrible, por los que había decidido quedarse en aquel lugar. Perdería su trabajo.
Entonces tendría que marcharse de allí y comenzar de nuevo en cualquier otra parte,
sin conocer a nadie.
Ni siquiera a sí misma.
—Por lo menos prométeme —le suplicó Annie—, que si vuelves a tener un
mareo irás a ver al doctor Wade, incluso en el caso de que no quieras mencionarle lo
de la amnesia. Lo conozco desde que era un crío. Le enseñé Matemáticas. Y,
francamente, no puedo recordar un estudiante más capaz y más digno de confianza
—Annie sacudió la cabeza—. Ese chico estaba decidido a conseguir una beca e hizo
todo lo que estuvo en su mano para que así fuera. Consiguió una beca en Harvard.
Siempre lo he admirado por ello, especialmente considerando la familia de la que
procede.
—¿De qué familia procede?
Annie se sonrojó ligeramente y vaciló, como si se arrepintiera de haber sacado a
colación aquel tema.
—Oh, sus padres siempre fueron un poco... diferentes, eso es todo. No quiero
decir que fueran malos. Simplemente, su modo de vida le hizo las cosas un tanto
difíciles a Connor —al cabo de algunos segundos de reflexión, sacudió la mano,
como si quisiera olvidarse de aquello—. El caso es que, por encima de todos los
obstáculos, Connor consiguió una beca para estudiar en Harvard. Y estoy convencida
de que es un magnífico médico.
—No lo dudo —musitó Sarah, distraída por la imágenes que Annie acababa de
despertar en su mente. Casi tuvo que morderse la lengua para no seguir haciendo
preguntas sobre él. ¿Pero por qué quería más información sobre él? Por bueno que
fuera, lo único cierto era que representaba un serio peligro para ella.
—Por favor, Sarah —insistió Annie—. Prométeme que si necesitas ayuda
cuando yo esté fuera, volverás a verlo.
Sarah miró a su amiga, aquel ángel que la miraba con expresión suplicante.

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Lo que tenía que hacer, se dijo, era asegurarse de que no iba a necesitar ayuda
de ningún tipo mientras Annie estuviera fuera. Y, en segundo lugar, dejar de pensar
de una vez por todas en el doctor Connor Wade.

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2
Allí estaba Sarah de nuevo, sentada en la camilla, con otra de esas batas que
apenas ocultaban su desnudez. Al principio, había sentido frío, pero en cuanto había
oído sus pasos acercándose, la temperatura había aumentado a la par que la
sensibilidad de su piel.
Aquella vez estaba dispuesta a hacerlo. Permitiría que el doctor deslizara sus
manos bajo la bata y se estrecharía contra él, guiándolo hacia él lugar que más
deseaba que acariciara... y entonces le rodearía el cuello con los brazos y lo besana
haciéndole inclinarse sobre ella, hasta que terminaran haciendo el amor en la
camilla...
Sarah tomó aire, dejó a un lado el plumero y se llevó las manos a su acalorado
rostro. ¿Por qué no era capaz de dejar de soñar despierta en ese tipo de cosas?
Sus fantasías habían ido en aumento durante el curso de las semanas. Al
principio, eran fantasías bastante inocentes. Pensaba en las miradas que habían
compartido y se imaginaba manteniéndolas. Después, había añadido algunos
susurros, alguna conversación un tanto íntima... y la cosa había ido progresando
hasta llegar a aquel punto. Por al amor de Dios, sólo había visto a ese hombre una
vez en su vida y no era capaz de sacarlo de su mente... ni de sus más salvajes
fantasías.
Mientras se obligaba a concentrarse de nuevo en la limpieza de los muebles,
oyó una pregunta que inmediatamente despertó su curiosidad. Procedía del solario
donde Mimsey Whittenhurst, la espectacular rubia que había encontrado en la
consulta del médico, disfrutaba del jacuzzi junto a Lorna Hampton.
—¿Me estás diciendo que te ha pedido una cita?
—Va a llevarme al Baile de Caridad de la Primavera —contestó Lorna.
Sin verle siquiera la cara, Sarah podía imaginarse perfectamente su presuntuosa
sonrisa.
Y se descubrió preguntándose con quién se habría citado. Realmente, no tenía
demasiada importancia para ella: su interés en la vida privada de Lorna era escaso y
además no era probable que conociera al que iba a ser su acompañante.
Deliberadamente, había evitado a los habitantes de Sugar Falls desde su llegada.
Cualquier relación personal podía comprometer su secreto. Hasta que no hubiera
recuperado la memoria, tenía que mantenerse estrictamente aislada.
Aquella resolución, por sabia que fuera, la condenaba a una terrible soledad. Y
quizá fuera esa la razón por la que le había afectado tanto su visita al doctor Wade.
Había estado prácticamente sola desde el accidente, Annie era la única persona con la
que había podido hablar desde entonces... La soledad podía llegar a convertirse en
un poderoso afrodisíaco, pensó. Especialmente cuando una se encontraba con un
hombre tan viril como aquel médico.

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—¡Pero eso es fantástico! —exclamó efusivamente Mimsey. A Sarah le pareció


detectar cierta nota de envidia en su voz—. No sé de nadie que haya salido con él
desde que ha vuelto.
—Yo tampoco —replicó Lorna sin poder disimular su satisfacción—. Y no sólo
eso —se interrumpió, probablemente para tomar un sorbo de vino y mantener
durante algunos segundos el suspense—, sino que va a venir a la cena que celebro
esta noche.
—¡No me digas! Patsy Jennings se va a poner verde de envidia.
—Debería haberse aferrado bien a él cuando estaba en el instituto.
—Cada vez que lo ve, echa espuma de rabia por la boca.
—¿Y no lo hacemos todas? —ambas mujeres se echaron a reír.
Con renovada curiosidad por quién podía ser aquel rompecorazones, Sarah
continuó limpiando, esperando alguna pista. Suponía que pronto lo averiguaría,
puesto que Lorna había insistido en que se encargara ella, junto con el camarero del
club de campo que habían contratado para la ocasión, de la cena. Sarah pensaba
permanecer durante todo el mayor tiempo posible en la cocina. No quería arriesgarse
a que alguien se fijara en ella. En una población tan pequeña como Sugar Falls, las
preguntas surgían fácilmente. Y ella no estaba en condiciones de enfrentarse a
ninguna pregunta.
Un grito procedente del solario puso fin a sus especulaciones,
—¡Mis sandalias! ¡Mis sandalias nuevas! Tofu, ¡eres un perro terrible! ¡Mira lo
que has hecho!
Sarah respingó y se asomó a la ventana. Tofu, un bonito Shih Tzu blanco y
negro, estaba inclinado al lado del jacuzzi con una sandalia entre las garras. Sarah
deseó poderle evitar al perro el castigo que, estaba segura, se había ganado. Era un
perro al que se trataba con excesiva dureza. La preferencia de Lorna por su nuevo
caniche, estaba interfiriendo con la necesidad de Tofu de hacer patente su condición
de macho dominante. ¿Cómo era posible que Lorna no se diera cuenta? Para Sarah
estaba perfectamente claro y...
—¡Sarah!
Sarah se sobresaltó ante la llamada de Lorna. Dejó el plumero en la mesa y
corrió al solario, donde la atractiva viuda y la elegante rubia permanecían sentadas,
cada una en su jacuzzi, sin mover un solo dedo.
Antes de que Sarah pudiera decir una sola palabra, Lorna señaló hacia el perro,
que la miraba con las orejas gachas.
—Mira lo que les ha hecho a mis sandalias. Las ha convertido en jirones de
cuero. Limpia todo esto y encierra a Tofu en el armario de la limpieza. Tiene que
aprender que todas esas maldades no van a servirle de nada —y le comentó a
Mimsey—, está tan celoso desde que traje a Fluff-Fluff que se está dedicando a
destrozar zapatos, ropas, muebles...

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—Ya que lo menciona, señora Hampton —intervino Sarah, olvidándose de su


habitual prudencia—, en realidad no son los celos los causantes del problema. Lo que
está haciendo Tofu es definir su territorio. Castigarlo no va a servir de nada. Ya ve...
—Sarah —la arrulló Lorna, con su más meloso tono de voz—. Ahora que ya
eres parte de la familia, puedes llamarme señorita Lorna.
Frustrada por aquella interrupción, Sarah forzó una sonrisa. Se preguntaba qué
otro miembro de la familia la llamaría señorita Lorna.
—Señorita Lorna, entonces. Pues como iba diciendo, el resentimiento de Tofu
probablemente sea debido a...
—Supongo que no vas a ponerte a discutir conmigo sobre cómo debo tratar a
mi perro — bajo la amable sonrisa de Lorna, brillaban destellos de hielo.
—No pretendía discutir, pero...
—Estupendo. Ahora limpia todo este desastre y hazme el favor de encerrar al
perro. Y si todavía no has terminado de limpiar la plata, te sugiero que te concentres
en ello durante las horas que quedan hasta la cena —Lorna reclinó la cabeza sobre el
borde del jacuzzi, cerró los ojos y elevó su rostro al sol—. Los niños tienen un partido
de fútbol después del colegio. Quiero que los acompañes. Tienen que llegar
puntuales. Después del partido, dales de cenar y procura que se bañen antes de
acostarse.
Mordiéndose la lengua para evitar una contestación, Sarah tomó en brazos al
perro. Si no fuera por lo mucho que necesitaba aquel trabajo, le diría a Lorna unas
cuantas cosas sobre la relación entre los perros, los niños y los amos.
Desgraciadamente, necesitaba aquel trabajo como pocas cosas en el mundo.
Intentando superar una repentina oleada de cansancio, que sospechaba estaba
más relacionada con el agotamiento mental que con el físico, se llevó al perro al
interior de la casa. Mientras se alejaba, le oyó decir a Lorna.
—No tiene carné de conducir. ¿Puedes creértelo? Tiene que ir andando a todas
partes. Es irritante.
Sarah estuvo a punto de soltar una carcajada. Así que a Lorna le resultaba
irritante. Pero la que tenía que lidiar con el problema era ella. Era horrible no poder
meterse en un coche, ponerse tras el volante e ir a donde le apeteciera. ¿Pero cómo
iba a conseguir un carné de conducir sin saber quién era?
A través de la ventana, escuchó a Mimsey compadeciéndose de Lorna.
—Es taaan difícil encontrar buen servicio.
Sarah elevó los ojos al cielo mientras se dirigía a la cocina. Esperaba que el sol
hiciera estragos en las arrugas de aquel par de ociosas.
Medio avergonzada de sí misma por aquel pensamiento, dejó a Tofu en el
armario, no sin meterle algunos juguetes y golosinas. A continuación, alzó la cabeza
con orgullo y regresó al solario a limpiar lo que quedaba de la sandalia. Al acercarse,
comprobó aliviada que ambas mujeres habían dejado de hablar de los problemas
causados por el servicio.

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—No te importa que salga con él, ¿verdad?


—¡Importarme! ¿Por qué iba a importarme?
—Oh, vamos, Mims. ¿Por qué otra razón sino escogiste ese trabajo? —Lorna
dejó escapar una risita—. No puedo culparte por esperar tener una oportunidad de
conocerlo un poco mejor.
Tras algunas protestas, Mimsey rió tímidamente.
—Bueno, supongo que ése es uno de los beneficios de algunos trabajos... llegar
a entablar amistad con el jefe.
Sarah se quedó completamente helada. Estaban hablando del doctor Wade.
Tenía que ser él. Mimsey trabajaba en su oficina... y él era definitivamente
guapísimo. Y eso quería decir que el médico le había pedido a Lorna una cita. Una
extraña tristeza cubrió el corazón de Sarah.
Tristeza que desapareció en cuanto recordó la primera parte de aquella
conversación y comprendió que el médico iba a ir a cenar en esa casa esa misma
noche.

Hasta las propias montañas parecían haberse vestido de primavera para la


fiesta. Las flores silvestres, rosas, amarillas, azules..., tejían un intrincado encaje sobre
sus laderas verdes, proporcionándole al campo de golf de Lorna un marco digno de
una artista.
Sin embargo, el lejano retumbar de un trueno y la luz de un relámpago,
supusieron un rápido cambio de planes: la cena ya no podía celebrarse al aire libre.
Así que, evitando a duras penas las enormes gotas de agua que comenzaban ya a
caer, Sarah y el camarero contratado trasladaron la mesa al comedor, mientras Lorna
daba la bienvenida a los invitados en el espacioso salón de su mansión.
Sarah esperaba poder estar fuera de escena durante toda la noche, y dedicarse a
trabajar en la cocina. André tenía mucha experiencia en servir fiestas y cenas, de
modo que podría manejárselas perfectamente en aquella cena de diez comensales.
A través de las puertas que separaban el comedor del salón, Sarah pudo echar
un vistazo a los invitados charlando entre las bandejas de entremeses que habían
dispuesto en distintas mesas. La mayor parte de ellos, por lo que André le había
contado, eran miembros del club de campo o de la estación de esquí de la que Lorna
era propietaria.
La joven se preguntaba si el doctor Wade no habría llegado todavía.
Pero, aunque hubiera llegado, no iba a fijarse en ella, se prometió. Y aunque lo
hiciera, no podía ocurrirle nada. Por insultado que se hubiera podido sentir cuando
había decidido aplazar la revisión hasta que llegara el otro médico, no iba a
mencionarlo en una situación como aquélla. Por supuesto que no. Posiblemente, ni
siquiera repararía en su presencia. En ocasiones como aquélla, los sirvientes eran
prácticamente invisibles.

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Aun así, soltó un suspiro de alivio cuando puso el último plato en la mesa del
comedor y pudo regresar al refugio que le proporcionaba la cocina, donde se dedicó
a continuar preparando bandejas de aperitivos.
En realidad, comprendió entonces, no era la reacción del doctor Wade la que le
preocupaba. Era la suya. Se había sentido tan violentamente atraída hacia él que
había hecho el ridículo el día que había estado en su consulta. Había permanecido en
silencio durante la mayor parte de la visita y lo único que se le había ocurrido había
sido un absurdo comentario sobre los callos de sus manos. Y como no podía confiar
su capacidad de mantener cierto decoro en su presencia, tenía que procurar
mantenerse a una prudente distancia.
—¿Puedes servir cuatro copas de Chardonnay, querida? —le preguntó André—.
Ahora volveré a por ellas.
Sarah sonrió, admirando el entusiasmo y la energía de aquel camarero. Ella
necesitaría parte de esa energía, porque la suya estaba seriamente debilitada. El día
había sido muy largo y había estado repleto de emociones demasiado agitadas.
No quería ver al doctor Connor Wade otra vez. Porque le bastaba pensar en él
para que el pulso se le acelerara.
Obligándose a mantenerlo fuera de su mente, sirvió el vino en cuatro delicadas
copas de cristal. La luz se filtraba a través de aquel líquido fragante. Y de pronto un
recuerdo se materializó. Ella había estado con una de esas copas en la mano,
elevándola para hacer un brindis.
¡Era un recuerdo! ¡Un recuerdo auténtico! Dejó la botella en la mesa, intentando
retener aquel recuerdo, mientras estallaba una alegría desbordante en su interior.
Tenía tanto miedo de no volver a recuperar nunca la memoria... y de pronto allí
estaba. Cerró los ojos y saboreó el recuerdo de aquella escena mientras intentaba
recordar algo más, ver el rostro de las personas con las que estaba, o identificar al
menos el lugar.
Pero no emergía ningún nuevo detalle a la superficie.
Aunque desilusionada en cierta manera, terminó de servir las copas mucho más
animada de lo que anteriormente había estado. Por lo menos había recuperado un
fragmento de memoria. Y aunque no podía estar del todo segura, creía que aquel
brindis había sido en su honor. Era una celebración de algún tipo. ¿Pero qué estaría
celebrando?
Estaba tan distraída en sus especulaciones, que cuando llegó hasta sus oídos
una voz masculina particularmente grave procedente del salón la sorprendió con la
guardia completamente baja. Reconoció aquella voz... y reaccionó inmediatamente a
ella.
El doctor Wade estaba allí.
Prometiéndose con renovado fervor pasar el resto de la noche en la cocina,
encontró tareas más que suficientes para mantenerse ocupada mientras daba el toque
final a los cócteles, la sopa, las ensaladas y el plato principal.
El problema llegó a la hora del postre.

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—Mientras sirvo el pastel y el helado —le indicó André—, vete sirviendo el café
—y no había forma de discutir aquella propuesta.
El helado se derretiría antes de que se sirviera el café si ella no lo hacía.
Consideró la posibilidad de fingirse enferma, pero no podía arruinarle la noche
a André. Además, antes o después iba a tener que volver a encontrarse con el doctor
Wade, sobre todo si continuaba saliendo con Lorna.
Escudándose en aquel lúgubre pensamiento, agarró la cafetera y siguió al
camarero. Al acercarse al arco que daba entrada a la zona del comedor, oyó el rumor
de las conversaciones. Entre ellas destacaba la casi musical voz del doctor Wade, que
estaba relatando alguna anécdota.
Lo vio en cuanto dobló la esquina. Estaba sentado en el centro de la mesa,
derrochando tanto humor y simpatía en su narración que todos estaban pendientes
de él. Iba vestido con una camisa de seda oscura y una chaqueta. Un atuendo
elegante y viril con el que estaba, sencillamente, devastador.
Lorna Hampton, sentada a su derecha llevaba una blusa de satén color salmón
que realzaba el color castaño de su pelo. Mimsey, con un elaborado peinado y un top
de encaje, permanecía sentada a la izquierda de Wade.
Dolorosamente consciente de su uniforme, blusa blanca, falda negra y delantal
rojo, Sarah se sentía como una fregona tras un duro día de trabajo. De hecho, era
precisamente una fregona tras un duro día de trabajo.
Y se negaba a sentirse inferior por ello. Lo único que estaba haciendo era
ganarse honradamente un salario. No tenía nada de lo que avergonzarse. De manera
que irguió los hombros, se detuvo tras la silla del primero de los invitados, alzó su
taza de café y sirvió el oscuro brebaje con toda la gracia de la que fue capaz.
—El decano tenía un caballo árabe en el establo —estaba explicando el doctor—
uno de los mejores ejemplares que he visto en mi vida: negro, con los músculos a
tono y tan salvaje como hermoso.
Sarah se acercó al siguiente invitado, que estaba sentado frente al médico,
evitando en todo momento mirar a este último. Así que le gustaban los caballos. De
hecho, por el tono de su voz, parecía adorarlos. ¿Y por qué aquello la conmovía de tal
manera que habría sido capaz de olvidarse de la cafetera para poder escuchar
atentamente su relato? Alzó otra taza y la sirvió.
Connor iba adornando la historia con alguna que otra risa.
—La hija del decano, que tenía ya dieciocho años y se consideraba a sí misma la
mejor amazona del mundo, intentó ensillarlo. Deberíais haberla visto cuando...
Se interrumpió bruscamente, a mitad de la frase. Intentando no preguntarse a
qué se habría debido aquella interrupción que había dejado el comedor en un
expectante silencio, Sarah continuó concentrándose en el café.
—¿La hija del decano intentó ensillarlo y...? — preguntó Lorna.
Pero el médico no continuó su relato. Y Sarah no pudo evitar el mirarlo a la
cara.

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Fue un grave error.


Su mirada se encontró directamente con la suya. Wade la estaba mirando con
tal intensidad que la joven se sonrojó al verlo. Oh, la había reconocido. Eso era
evidente. Rápidamente, desvió la mirada, justo a tiempo para darse cuenta de que
tenía en la mano un azucarero, en vez de una taza de café. Avergonzada, lo dejó de
nuevo en la mesa y tomó la taza que estaba a su lado.
El silencio del médico continuaba mientras los invitados esperaban el final de
su historia. Por el rabillo del ojo, Sarah veía que continuaba observándola. Los demás
intercambiaban ya miradas de curiosidad. ¿Pero qué otra cosa iban a hacer? El
médico la estaba mirando de una forma muy poco delicada.
—¿Qué estabas diciendo, Connor? —volvió a preguntar Lorna malhumorada.
Evidentemente, no le hacía ninguna gracia tener que competir con su sirvienta para
captar la atención de un hombre.
—Ah, sí —dijo el médico, en un tono que parecía indicar que ya no se acordaba
de lo que estaba contando.
—¿La chica intentó ensillar al caballo y...? —repitió Lorna.
—Y lo hizo muy bien —murmuró Connor.
Pero todo el mundo pudo darse cuenta de que estaba pensando en otra cosa.
Aunque Sarah no quiso arriesgarse a mirarlo de nuevo, mientras se dirigía
hacia el final de la mesa pudo ver que la estaba observando. Y pronto iba a tener que
servirle el café.
—Realmente, el problema llegó cuando montó el caballo —y para alivio de
Sarah, decidió continuar su relato—. Terminó montada de espaldas, y cuando le
tendí la mano para que pudiera darse la vuelta, hizo algo completamente extraño.
Apartó la mano y dijo que no soportaba mis callos.
Sarah contuvo la respiración, parte del café que estaba sirviendo rebosó el
borde de la taza, quemándole los dedos.
—¿Qué les parece, señoras? —aunque se dirigía a las mujeres con las que
compartía la mesa, estaba mirando a Sarah, con la cabeza ligeramente inclinada y un
brillo peculiar en la mirada—. ¿Tan desagradables son los callos en las manos de un
hombre?
Las mujeres contestaron todas al mismo tiempo, con un coro de risas que a la
joven le resultó profundamente molesto. Aunque los demás no se dieran cuenta, ¡el
médico se estaba riendo de ella!
Afortunadamente, en ese momento André terminó de servir la tarta. Sin darle
ninguna explicación, Sarah le pasó la cafetera y se alejó del salón. Jamás se había
sentido tan humillada. O, por lo menos, no lo recordaba.

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Connor continuaba sentado con la mirada fija en la dirección que Sarah Flowers
había tomado, apenas consciente de las respuestas que le estaba dando a su
compañera de mesa.
Prácticamente había renunciado ya a volver a verla. Había estado atento
durante toda una semana, esperando encontrársela o escuchar algún comentario
sobre una recién llegada que encajara con su descripción. Pero nadie hablaba de ella,
por lo menos delante de él.
Pronto había dejado de indagar. No quería que nadie reparara en su interés por
ella, por lo menos hasta que supiera quién era y qué estaba haciendo allí. Quizá ni
siquiera entonces continuara investigando. No era el tipo de mujer que pretendía
encontrar. Era una mujer extraña, misteriosa, lo último que buscaba.
Así que había hecho todo lo que había estado en su mano para olvidarla.
Y no había funcionado.
Aquella noche, por primera vez desde su encuentro, había conseguido dejar de
pensar en ella gracias a la distracción que le proporcionaba la cena de Lorna. Pero
entonces, en medio del relato de una estúpida anécdota, había alzado la mirada y la
había encontrado frente a él.
La sorpresa lo había dejado sin habla. Estaba pálida, tenía un aspecto frágil, y
estaba tan condenadamente hermosa que no había sido capaz de dejar de mirarla.
¿Pero qué estaría haciendo allí? Servir el café, evidentemente.
Y cuando había alzado su mirada increíblemente sensual hasta él, pensar se
había convertido en un imposible. Su rostro conservaba el rubor que él recordaba de
su primer encuentro, de la primera vez que la había tocado. Un poderoso deseo le
exigía que volviera a tocarla, con más delicadeza aquella vez, de una forma que la
haría temblar...
Pero era irritante que le bastara mirarla para que se desencadenara en su
interior un deseo como aquél. Él era más fuerte que todo eso, era un hombre de
principios, un hombre lógico, razonable, no un esclavo de los impulsos carnales.
Podía ignorar el calor que se extendía por su cuerpo, ignorar aquellas estúpidas
elucubraciones que lo llevaban a imaginar la expresión que tendría Sarah en su cama.
Pero cuando se había marchado, sin dar la más ligera muestra de
reconocimiento, como si no lo hubiera visto jamás en su vida, todas sus intenciones
de resistirse a aquellos sentimientos habían desaparecido. Así que pretendía
ignorarlo, ¿verdad? Pretendía actuar como si no se hubieran visto jamás. Pues iba a
enseñarle que no sería nada fácil.
Tuvo que apretar los dientes y recordarse que Sarah tenía todo el derecho del
mundo a fingir que no se conocían. Como paciente suya que era, tenía que tener
garantizado el derecho a la confidencialidad de sus visitas.
Pero, a un nivel exclusivamente personal, no podía tolerar que lo ignorara.
Quería provocarle una respuesta, por pequeña que ésta fuera. Una sonrisa, un ceño
fruncido, quizá. Una expresión de reconocimiento. Sarah se lo debía, por todas las
noches de insomnio que le había causado.

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Con una habilidad de la que se sentía bastante orgulloso, había intercalado la


queja de Sarah sobre los callos de sus manos en la historia que estaba contando.
Sarah había reaccionado de forma muy discreta. Estaba seguro de que nadie
había advertido la tensión de sus labios. Por un momento, había llegado a temer que
le vaciara la cafetera en el regazo.
Y aunque pudiera parecer extraño, una reacción de ese tipo lo habría aliviado.
Se había preparado para agarrar cualquier objeto que la joven pudiera arrojarle, para
agarrarla del brazo, sacarla de la habitación y castigarla con un largo y profundo
beso...
Pero Sarah había abandonado la habitación.
¿A dónde habría ido? ¿Se habría marchado? Y en cualquier caso, ¿qué estaría
haciendo allí? ¿Trabajaría para Lorna? O quizá trabajara en el club de campo, como
André.
¿Volvería a verla otra vez?
Connor dejó su servilleta en la mesa y se levantó.
—Perdonadme. Tengo un asunto que atender —murmuró para Lorna y los
demás invitados que lo estaban observando.
Antes de que nadie pudiera preguntar nada más, se alejó en la misma dirección
que Sarah había desaparecido. En aquella ocasión, no iba a permitir que se marchara
tan fácilmente.

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Sarah no estaba en la cocina, y tampoco en el pasillo, ni en la pequeña
habitación para el servicio que había al lado de la puerta trasera. Justo cuando había
llegado a la conclusión de que había abandonado la casa, Connor advirtió un
movimiento a través de la ventana.
Así que Sarah estaba allí, en el jardín.
El corazón le dio un vuelco. Tenía otra oportunidad. Empujó la puerta y bajó los
escalones que conducían al jardín. Había dejado de llover, pero la lluvia había dejado
tras de sí una espesa niebla.
Sarah se había detenido en un puente que cruzaba el arroyo que serpenteaba a
lo largo del jardín. Estaba inclinada sobre la barandilla blanca, con la mirada perdida
en la niebla. El sonido de los pasos de Connor la alertó, y se volvió sobresaltada.
Su mirada desconcertada hizo que Connor se detuviera. Se miraron el uno al
otro en tenso silencio. Sarah tenía el pelo empapado. La humedad lo rizaba
suavemente, enmarcando su pálido rostro... un rostro con el que Connor soñaba
últimamente despierto.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Sarah por fin, mirándolo con recelo.
Connor se metió las manos en los bolsillos, adoptando una pose relajada. No
podía recordar la última vez que una mujer lo había recibido con tan poco
entusiasmo, a menos que contara su último encuentro con ella.
—Qué extraño, estaba a punto de hacerte la misma pregunta.
—Eso no es asunto suyo, doctor Wade.
—Connor. Me llamo Connor.
Sarah desvió la mirada.
Lo estaba haciendo otra vez, se dijo Connor. Lo estaba ignorando, y él no sabía
cómo romper la barrera que estaba erigiendo. Y no sabía tampoco por qué tenía
necesidad de hacerlo.
—¿Trabajas para Lorna?
—Sí.
La respuesta lo sorprendió. No le gustaba que trabajara para Lorna, y tampoco
terminaba de comprender que lo hiciera. Había algo que no encajaba.
—¿Cómo...?
—Como sirvienta.
A Connor se le hacía muy difícil verla en ese papel. Sus modales refinados y su
forma de hablar la hacían parecer una persona de educación universitaria. ¿Por qué
motivo habría terminado trabajando para Lorna?
Más preguntas para añadir a su ya larga lista de dudas sobre Sarah Flowers.

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—No elegiste hora para una próxima cita. Espero que por lo menos hayas
seguido mi consejo: descanso, vitaminas y nada de trabajo duro.
Sarah lo miró con el rostro encendido de indignación.
—No pienso ir a su consulta, y no voy a contestar a ninguna pregunta sobre mi
salud. Pensé que había quedado muy claro. No quiero que usted sea mi médico.
Connor se acercó a ella a grandes zancadas y la miró a los ojos.
—Y yo no quiero que seas mi paciente.
La sorpresa se hizo hueco en aquellos ojos profundamente grises, la sorpresa y
quizá también cierta indignación.
—¿Entonces qué es lo que quiere?
«A ti». No lo dijo, pero lo sintió, y por el rubor que advirtió en su rostro, Sarah
debió adivinar su respuesta. Retrocedió ligeramente. Un movimiento inteligente.
Connor se apoyó a su lado en el puente.
—Siempre estás huyendo de mí, ¿por qué?
Sarah dejó escapar un suspiro de exasperación.
—¿Qué más le da? Usted no me conoce y yo no lo conozco. Y eso no va a
cambiar. Debería volver a la cena. De un momento a otro, vendrán a buscarlo.
—Dímelo.
Sarah apretó los labios y desvió la mirada. Connor continuó estudiándola,
intrigado por los sentimientos que la joven pretendía ocultar.
Al cabo de unos segundos, cuando Connor estaba ya perdiendo la paciencia,
Sarah se volvió hacia él y lo miró a los ojos.
—Por si quiere saberlo, me ha puesto en una situación muy embarazosa en el
comedor.
Connor la miró desconcertado. Aunque era cierto que había contado la historia
de los callos por ella, no entendía por qué podía haberle resultado embarazosa una
situación a la que sólo ella y él podían encontrarle algún sentido.
—¿Y por qué?
—¿Quiere decir que no lo sabe?
—La verdad es que no.
—Se ha interrumpido en medio de la historia que estaba contando y se ha
quedado mirándome boquiabierto.
—¿Que me he quedado mirándote? —la verdad era que no estaba muy seguro
de cómo había reaccionado al verla—. ¿Dices que me he quedado mirándote
boquiabierto?
—Sí, y claro, inmediatamente me han mirado todos los demás. Y después ha
tenido que sacar a relucir —vaciló un momento—, lo de los callos.

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—¿Y?
—¿Cómo que «¿y?» ¡Lo ha hecho deliberadamente!
—Pero no pretendía avergonzarte. Todavía no entiendo cómo he podido
hacerlo. Al fin y al cabo, nadie excepto tú sabía tu opinión sobre mis manos.
—¡Yo no tengo ninguna opinión sobre sus manos! —protestó, con los ojos
chispeantes por el enfado.
—¿Entonces por qué te quejaste?
—Yo no me quejé —empezaba a mostrarse visiblemente avergonzada—. Yo
sólo... lo noté. Eso es todo —se mordió el labio y se aferró con fuerza a la barandilla
del puente. Al cabo de un momento, admitió con pesar—: No tenía derecho a hacer
una observación como aquélla. Algo tan personal. Lo siento.
—El caso es que no me afectó en absoluto — pero había otras muchas cosas de
ella que sí lo afectaban. Como la deliciosa fragancia a manzano silvestre de su pelo, la
calidad luminosa de su piel, la invitación de su boca o la forma en que la blusa se
pegaba a su cuerpo, convertida por la humedad de la niebla en un velo casi
transparente. Insinuaba formas que habría adorado explorar. Sentir, saborear...
Connor tuvo que hacer un serio esfuerzo para sobreponerse a la tentación que
lo asaltaba.
—¿Entonces no son mis manos la razón por la que no quieres que sea tu
médico?
—Por supuesto que no.
—¿Cuál es entonces?
Se hizo un silencio absoluto entre ellos. Connor habría jurado que podía oír los
acelerados latidos del corazón de la joven. O quizá fueran los de su propio corazón...
o los de ambos corazones latiendo al unísono.
Sarah le dirigió una solemne mirada.
—¿Y usted por qué no quiere que yo sea su paciente?
—Porque —contestó él, sin poder evitar una ligera ronquera en su voz—, te
quiero para otra cosa.
Aquella admisión pareció materializarse entre ellos, cargando el ambiente de
una electricidad tan inasible como la niebla, pero no por ello menos real.
Sarah volvió a ponerse en guardia.
—Entonces el problema es fácil de solucionar. Lo único que yo busco es un
médico. Si me disculpa, tengo trabajo que hacer —y se movió con intención de pasar
por delante de él.
Connor comprendió que acababa de cometer un error táctico: le había dado una
razón muy concreta para evitarlo.
—Sarah —le bloqueó el paso y, en un impulso, la agarró por los hombros,
intentando impedir que escapara una vez más—, no estaba intentando declararme, lo

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único que pretendía era ser sincero. ¿No puede haber por lo menos eso entre
nosotros? No te estoy pidiendo nada más, sólo un poco de sinceridad.
Sarah no se apartó de él, tal como Connor en el fondo esperaba. Y tampoco le
pidió que la dejara. Continuó completamente quieta y alzó la cara hacia él, cautivada
al parecer por lo que acababa de decirle.
—¿Sinceridad? —una pesarosa sonrisa suavizó sus labios—. Gracias por tu
sinceridad, Connor —a Connor le encantó escuchar su nombre modulado por aquella
voz, pero apenas tuvo tiempo de saborear aquella sensación. Su atención se vio
atrapada por la delicadeza de su mirada. Una delicadeza que magnificaba su ya
seductora belleza—. Me siento halagada al saber que no soy la única que siente esta...
esta química que hay entre nosotros.
Antes de que Connor hubiera podido recuperar la voz, la mirada de Sarah se
posó en su boca y la joven alzó la mano para acariciar su rostro con una ternura
exquisita.
—Pero no puedo tener ningún tipo de relación contigo. Así que, por favor,
aléjate de mí.
Antes de que Connor hubiera registrado totalmente el significado de sus
palabras, se había separado de él y corría ya hacia el interior de la casa.
Connor continuó mirándola fijamente, hechizado por la promesa que había
encontrado en sus ojos, en su voz, en su cuerpo... y sorprendido por sus últimas
palabras.
Sacudió la cabeza, intentando romper el sortilegio y esforzándose en encontrar
algún sentido a lo ocurrido.
¿De verdad pensaba aquella mujer que iba a poder mantenerse apartado de ella
después de haberle dejado disfrutar de la tierna sensualidad de su caricia?
Porque, si así era, Connor iba a tener que añadir una palabra más a su
diagnóstico: aquella mujer era una ilusa.

Para cuando Sarah llegó de nuevo a la casa, la niebla se había transformado en


una helada llovizna, provocándole un intenso temblor. La joven habría dado
cualquier cosa por que la cena hubiera terminado para poder correr a refugiarse en la
habitación que le habían asignado en el ático.
Pero al llegar a la cocina, estuvo a punto de chocarse con Lorna, que parecía
haber estado esperándola, dispuesta a abalanzarse sobre ella.
—Ah, así que estás aquí. Te he estado buscando por todas partes —la examinó
sin disimular su desaprobación—. Estás empapada. ¿Dónde te has metido?
—He salido. Necesitaba un descanso.
—¿Un descanso? Ya entiendo. ¿Has ido a encontrarte quizá con uno de mis
invitados? ¿Con el caballero que estaba sentado a mi lado en la mesa?

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—No, no lo he hecho —no podía arriesgarse a decirle a Lorna la verdad, y


esperaba que ésta nunca adivinara su pequeña mentira.
Lorna pareció un tanto apaciguada.
—Supongo que sabes de quién estoy hablando. Me refiero al doctor Connor
Wade.
—Sí, ya lo sé.
—¿Entonces lo conoces?
—De vista, supongo.
Lorna se permitió el lujo de una sonrisa.
—Supongo que se ha retirado para hacer una llamada. Ése es uno de los
inconvenientes de salir con un médico... Siempre parecen estar trabajando.
Sarah tomó buena nota de lo que Lorna le estaba diciendo: estaba saliendo con
él. Al parecer, había advertido la atención que éste le había prestado en la mesa. Era
una suerte que no lo hubiera visto en el jardín, susurrándole que la deseaba, o
posando las manos en sus hombros y mirándola como si pretendiera besarla hasta
hacerle perder el sentido.
Al recordarlo, una oleada de calor reconfortó su cuerpo helado. Por lo menos ya
sabía que la atracción que sentía hacia él era correspondida. Pero aun así, no podía
permitirse el lujo de dejarse arrastrar por su deseo.
Y aunque pudiera, haría bien en mantenerse a cierta distancia de él. Por lo que
sabía, Connor era capaz de dedicarse a halagar y seducir a mujeres tan vulnerables
como ella mientras se citaba con damas de la alta sociedad como la propia Lorna.
—André se preocupó al no encontrarte —continuó diciendo Lorna—. Ahora
está sirviendo las copas y después se marchará. Tú te encargarás de recoger y fregar
los platos.
Aferrándose a la encimera de la cocina, Sarah intentó combatir la fatiga que
amenazaba con rendirla. Aquel día había comenzado a trabajar a primera hora de la
mañana y apenas había podido parar para comer. La verdad era que tampoco tenía
hambre. Tenía el estómago hecho un nudo, sentía una desagradable pesadez en los
ojos y le dolía la cabeza.
Si por lo menos pudiera descansar por las noches, los días no le resultarían tan
agotadores. Pero las preguntas y las pesadillas se negaban a darle descanso. Quizá
aquella noche fuera diferente. Quizá aquella noche pudiera dormir.
—¿Le importaría que lo dejara para mañana? —osó preguntar—. Será lo
primero que haga nada más levantarme.
—¿Quieres decir que vas a dejar todos estos platos sucios en la cocina durante
toda la noche?
A Sarah se le cayó el corazón a los pies. Evidentemente, Lorna no estaba
dispuesta a hacerle ningún favor. Y ella no pensaba rebajarse a pedírselo otra vez. No

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quería darle esa satisfacción. Recogería hasta la última miga aquella misma noche,
aunque no le quedara siquiera tiempo para dormir.
—Le pagaré a André un dinero extra para que se ocupe de ello —una voz
brusca y profunda, llegada desde la puerta de la cocina hizo que ambas mujeres
volvieran la cabeza—. Oh, si no, puedo hacerlo yo mismo.
—¡Connor! —Lorna se sonrojó violentamente. Se llevó la mano a la cara,
intentando disimular su embarazo—. No seas tonto, ¿por qué ibas a tener que...? —
pero se interrumpió bruscamente al mirarlo a la cara.
Connor permanecía apoyado en el marco de la puerta, con las manos en los
bolsillos de los pantalones y el pelo brillante por la humedad.
La mirada de Lorna voló de nuevo hacia Sarah, cuyas ropas estaban también
empapadas. Nadie habría podido dudar que habían estado fuera. Y, más que
probablemente, juntos.
—No hace falta ser un genio de la medicina para darse cuenta de que esta mujer
está al borde del desmayo —argumentó Connor, sin apartar la mirada de la de
Sarah—. Sugiero que se tome un par de días libres y los pase descansando en la
cama. Además, tiene que tomar una buena dosis de líquidos y vitaminas. Es obvio
que no está lejos de la extenuación física.
—Extenuación física —repitió Lorna—. No tenía ni idea —dijo mostrando un
nuevo interés—. ¿Es una de tus pacientes, Connor?
—¡No! —consiguió exclamar por fin Sarah—. No soy paciente suya —en ese
momento se dio cuenta de que acababa de echar a perder la única excusa que podía
justificar que hubieran estado hablando juntos en el jardín—. Bueno, técnicamente no
soy paciente suya. Yo fui a ver al doctor Brenkowski, pero está fuera —lo último que
pretendía confesarle a Lorna era que estaba enferma—. Pero no tengo ningún
problema, estoy perfectamente.
—Quizá no, pero hasta que regrese Brenkowski, me corresponde a mí hacerme
cargo de sus pacientes.
—Usted no es mi médico, y nunca lo será.
—¡Sarah! —la amonestó Lorna—. ¡No olvides tus buenos modales! Al fin y al
cabo, Connor es mi invitado.
Ignorando la interrupción de Lorna, Connor se acercó a Sarah.
—Ignora mi consejo, querida, y terminarás en una de las camas de mi clínica.
—Oh, Dios mío —musitó Lorna—. No querríamos que ocurriera algo así.
—Yo no me llamo «querida» —se daba cuenta de que se estaba aferrando a su
último recurso para defenderse, pero no le importaba.
Quizá no le hubiera molestado tanto aquella palabra si no la hubiera hecho
sonar con tanto afecto. Se sentía demasiado vulnerable a cualquier gesto de cariño.
—Vete a la cama, Sarah —le ordenó—, y quédate allí.

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—Claro que sí, vete a la cama —insistió Lorna. Sus ojos verdes resplandecían
con lo que podía pasar como cierta preocupación—. Ya nos ocuparemos de los platos
André o yo. Tú concéntrate en cuidar de ti misma, ¿quieres?
Comprendiendo que aquella era una batalla perdida, y sin estar muy segura de
en qué consistiría exactamente la victoria, Sarah alzó la barbilla y se dirigió hacia su
dormitorio. Desde el pasillo, oyó a Connor llamando a André y comentándole algo a
continuación.
—Olvídate de tu dinero, Connor —le advirtió Lorna—. Yo le pagaré.
—Déjame hacerlo a mí. Considéralo una forma de recompensarte por mi
escapada —la voz de Connor contenía una sonrisa. Y Sarah se imaginaba que
bastante seductora—. Apenas hemos tenido tiempo para hablar.
Sarah se aferró a la barandilla de la escalera y comenzó a subir a toda velocidad.
Así que Connor iba a pasar la noche con Lorna, se dijo. Quizá hasta la mirara de la
misma forma que la había mirado a ella, y susurrara las mismas tonterías románticas.
La idea la molestaba mucho más de lo que debería. Sobre todo porque la única
certeza que tenía sobre Connor Wade era que para ella representaba un peligro
emocional, social y económico. Bastarían unas cuantas palabras del médico para que
comenzaran a correr rumores sobre ella por toda la localidad. Y le bastaba
imaginarse a todo el pueblo intentando meterse en su vida para que se renovara el
miedo que había estado intentando aplacar.
Y, definitivamente, Connor representaba un peligro para su trabajo, un trabajo
que ella necesitaba de forma desesperada. Sin casa, sin coche, sin informes, sin
cartilla de la seguridad social y sin ahorros se encontraría en una situación muy
difícil si la echaban. Especialmente estando Annie fuera.
De modo que, aunque tuviera que tragarse su orgullo, tendría que convertir en
una prioridad el ganarse la confianza de Lorna. Evitar la presencia del doctor Wade
en su vida era imprescindible para ello.

Con el rostro protegido del sol del mediodía por un sombrero vaquero, Connor
guiaba a su yegua por las laderas de las montañas. Al cabo de unos minutos, la urgió
a trotar hasta un prado.
Durante aquel mes de mayo, estaba haciendo tal calor que los campos ya
estaban cubiertos de flores. Connor saboreó con deleite la rica fragancia de la
vegetación, el canto de los pájaros y aquel calor denso y húmedo como el del verano,
alegrándose de haber terminado las visitas de los sábados por la mañana.
La mayor parte de las familias que visitaba en las montañas estaban fuera, lejos
de sus aisladas cabañas, probablemente refrescándose en alguna poza. Sólo había
encontrado en ellas a ancianos y enfermos.
Mientras se acercaba a su casa, Connor se preguntó si habría vuelto ya Gladys
de la visita que había hecho en su lugar. Le había prometido llevarle un pan casero si
se dejaba caer como por casualidad por casa de Lorna y se aseguraba de que Sarah

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Flowers estaba bien. Conociendo a Gladys, estaba seguro de que pronto habría
conseguido entablar conversación con la joven.
A través de Lorna, no había podido conseguir demasiada información sobre
ella. Lo único que había averiguado era que Sarah era prima de Annie Tompkins y
tenía previsto pasar el verano en Sugar Falls, quizá también el otoño. Por algunas
pistas que Annie le había dado, Lorna deducía que Sarah acababa de divorciarse.
Connor esperaba que Lorna estuviera equivocada, por el bien de Sarah, claro.
Una de las mujeres con las que había salido en Boston estaba recientemente
divorciada y se pasaba todo el tiempo recordando las traiciones de su ex marido.
Para enredar más la situación, cuando su ex marido regresaba a la ciudad lo dejaba
dormir en su casa. La situación había llegado a complicarse de tal manera para
Connor que éste se había jurado no volver a acercarse jamás a una mujer divorciada.
Y no porque aquella mujer le hubiera roto el corazón. La verdad era que jamás había
estado suficientemente enamorado como para que alguien hubiera podido tener ese
tipo de poder sobre él.
Sin embargo, tenía que admitir que últimamente su estabilidad emocional se
había visto seriamente afectada. Pasaba demasiado tiempo intentando encontrar
respuestas a preguntas sobre Sarah Flowers.
Era obvio que aquella mujer estaba intentando esconder algo. Había escrito un
número de teléfono falso en el formulario y la noche anterior, mientras le decía con la
mirada y con su caricia que lo deseaba, le había pedido que se alejara de ella, porque
no podía tener ningún tipo de relación con él.
¿Pero por qué?
Por la mañana, Connor creía haber recuperado la cordura. Fuera lo que fuera lo
que Sarah ocultaba, aquella mujer era una complicación viviente que ya le había
costado demasiadas noches de insomnio. Además, pensaba abandonar Sugar Falls al
cabo de unos cuantos meses.
Lo que tenía que hacer era intentar superar su absurdo encaprichamiento. Y
persiguiéndola lo único que iba a conseguir era poner en peligro otras posibles
relaciones; un movimiento muy poco inteligente para un hombre soltero en un lugar
tan pequeño.
El problema era que además estaba seriamente preocupado por su salud. Era
cierto que tras la cena la había visto al borde del desmayo.
Cuando estuvo más cerca de su casa, pudo ver a Gladys esperándolo cerca del
establo, apoyada en su viejo Chevy con una mueca de desaprobación. Ella no
comprendía que dedicara las mañanas de los sábados a atender a gente «demasiado
terca para acercarse por sí misma al médico». Y tampoco entendía el estilo de vida
que aquellos locos por la naturaleza habían escogido, prescindiendo incluso de la
electricidad y el agua corriente. La mayor parte de ellos eran viejos hippies, artistas y
músicos que se habían instalado en las Rocosas de Colorado en los sesenta, educando
a sus hijos en el amor a la naturaleza, al arte y al rock and roll. Y no sólo no habrían
acudido a su consulta, sino que ni siquiera habrían aceptado sus visitas si no lo
hubieran considerado como a un igual. Porque Connor comprendía perfectamente el

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orgullo de aquellas gentes. Al fin y al cabo, sus padres habían compartido sus ideales
y su proyecto vital.
—¿Qué has traído hoy a casa, hombre-médico? —bromeó su enfermera—. No
oigo ningún graznido, así que supongo que esta vez nadie te ha pagado con un pollo.
Connor sonrió, y se echó el sombrero hacia atrás mientras detenía a su caballo.
—No, pero traigo una flauta de madera hecha a mano y unas truchas frescas.
Ah, y tengo esto para ti —hundió la mano en las alforjas y le tendió una hogaza de
pan—. ¿Has ido a ver a Sarah Flowers?
—Sí, he pasado por casa de Lorna, y Sarah no estaba en la cama. Estaba
trabajando.
—¿Haciendo qué?
—Cuando he llegado, estaba preparando el desayuno. Después, ha ido a
separar a los perros, que estaban peleándose. Y cuando me iba, Lorna estaba
amenazando con deshacerse de uno de los perros, los niños estaban chillando y
Sarah tenía en brazos al Shih Tzu mientras intentaba convencer al caniche de que
dejara de esconderse debajo del porche.
Connor se olvidó de su enfado al recrear aquella imagen. Al parecer, a Sarah le
gustaban muchos los animales. Había albergado la esperanza de averiguar que los
odiaba, o que odiaba a los niños, cualquier cosa que pudiera empañar su atractivo.
—Esa chica estaba pálida como un fantasma —continuó diciendo Gladys—.
Pero me dijo que estaba perfectamente y que deberías meterte en tus propios asuntos
—se interrumpió y lo miró con expresión especulativa—. Es una suerte que no sea
paciente nuestra.
Connor apretó con fuerza las riendas mientras conducía al caballo hacia el
establo. Gladys tenía razón, no tenían por qué preocuparse por Sarah. ¿Por qué no se
la sacaba de una vez por todas de la cabeza?
—Se ha ofrecido a llevar a los niños a la clase de golf esta tarde —añadió la
enfermera—. Y después los acompañará a la piscina.
El enfado de Connor crecía por momentos: estaba furioso con Sarah, por su
terca negativa a quedarse en la cama y con Lorna, por no insistir en que lo hiciera.
—Supongo que esta noche también se quedará cuidando a los niños mientras
vas al baile con Lorna —comentó Gladys—. Ahora tengo que irme. Les he dicho a
mis nietos que los llevaría al lago. ¿Te apetece venir?
—Sería divertido —contestó Connor—. Pero tengo otros planes para esta tarde.
—¿Ah, sí?
Connor desvió la mirada. No tenía ninguna intención de decírselo. Pero ante el
expectante silencio de Gladys, terminó confesando:
—Pensaba pasarme por el club, a jugar al tenis, o al golf.
—¿O a darte un baño en la piscina?

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—Ahora que lo mencionas... la verdad es que es una idea bastante refrescante.

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4
Tras haberse abierto camino a través de montones de niños alborotadores,
acompañados de sus madres, la tumbona se convirtió para Sarah en un glorioso
refugio. Un lugar en el que podía tumbarse, aunque sólo fuera durante unos minutos
mientras vigilaba el baño de los pequeños.
Esperaba que no volvieran a pelearse. Durante la clase de golf, Jeffrey, el de
diez años, había asestado un golpe supuestamente accidental a su hermano pequeño.
Timmy se había vuelto entonces contra él como un toro furioso y habían comenzado
a golpearse.
Si hubiera dormido mejor durante la noche anterior, habría conseguido
controlar a los niños, se lamentó. Afortunadamente, en la piscina contaba con la
ayuda de una socorrista para mantener a las criaturas en su sitio.
Mientras intentaba mantener los ojos bien abiertos a pesar de su agotamiento,
deseó no estar tan cansada. Esperaba que la dosis de cafeína de su refresco le hiciera
rápidamente efecto.
Era un refresco de cola especial, diez veces más fuerte que el café, o por lo
menos eso era lo que el profesor de golf le había dicho. Había notado que se estaba
durmiendo durante la clase y le había tendido una botella que ella no se había
sentido capaz de rechazar.
Se llevó de nuevo la botella a la boca y dio los últimos tragos. Tenía que
despejarse como fuera. Aquella noche no había podido dormir mucho. Las pesadillas
habían vuelto a despertarla otra vez. En medio de la noche, se había despertado
sentada en la cama, temblando horrorizada. Un fantasma sin rostro había estado
siguiendo sus pasos entre una multitud de extraños, acercándose cada vez más a ella.
A partir de entonces, no había vuelto a conciliar el sueño. Timmy y Jeffrey
habían ido a despertarla casi al amanecer, pidiéndole huevos y tortitas. Mientras
preparaba el desayuno, Lorna le había preguntado con fingida amabilidad: «Sarah,
¿estás segura de que no estás demasiado cansada para batir esos huevos? Quizá
deberías prolongar tus vacaciones».
Detrás de su sarcasmo, se escondía un claro mensaje: tendría que trabajar el
doble por el trabajo que no había hecho el día anterior. Y la verdad era que no le
importaba, pero sentía que le flaqueaban las fuerzas tras tantas noches de insomnio.
Mientras tanto, los perros habían comenzado a pelearse una vez más. En medio de la
batalla, la enfermera había aparecido para hacer una «visita informal». Lorna se
había sorprendido, lo que quería decir que Gladys no pasaba por allí demasiado a
menudo. Sus sospechas se habían visto confirmadas cuando Gladys había
comenzado a preguntarle por su salud.
Y el hecho de que Connor mandara a su enfermera a vigilarla la había puesto
furiosa. ¡Connor estaba poniendo en peligro su trabajo!

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Cerró los ojos para protegerse del sol, intentando no pensar en él, ni en que
había pasado la noche anterior con Lorna y tenía una nueva cita para aquel día. La
relación de Connor con Lorna no le incumbía en absoluto.
Oyó que alguien se sentaba cerca de ella y escuchó al momento unas voces
femeninas dándole a un recién llegado un caluroso recibimiento.
—Qué sorpresa verlo por aquí, doctor. ¿Cómo es que no está pescando en el
lago?
Sarah se tensó inmediatamente. ¿Realmente habría oído la palabra «doctor», o
su resentimiento hacia el médico le hacía tener ilusiones auditivas?
Pero una voz grave y profunda le hizo abrir bruscamente los ojos. Al volver la
cabeza, se encontró cara a cara con el mismísimo doctor Wade en bañador.
—Buenas tardes, señorita Flowers —se sentó cerca de ella, extendiendo sus
piernas cual largas eran. Llevaba un bañador azul y unas sandalias, nada más, lo que
dejaba su ancho y musculoso pecho completamente desnudo. La luz del sol
iluminaba su pelo.
Connor la miró a los ojos y sonrió. Sarah cerró los ojos y gimió.
—Quería disculparme por lo de anoche —le dijo el médico, bajando la voz de
manera que sólo ella pudiera oírlo—. Sé que te afectó mucho mi intervención. Pero
no lo hice con mala intención.
Sarah no quería hablar con él. Su cercanía comenzaba a hacer ya estragos en
ella. Su bañador, un modesto modelo de color beige, de pronto se le antojaba
demasiado revelador.
—Le pedí que se mantuviera alejado de mí —lo amonestó con un tenso susurro.
—Ésa es otra de las cosas de las que quería hablarte. He estado pensando en lo
que me dijiste, y he comprendido que tenías razón —vaciló un momento y desvió la
mirada desde sus ojos hasta su boca—. No podemos tener ningún tipo de relación.
Sarah intentó disimular su sorpresa. Después de lo que había ocurrido la noche
anterior y de la aparición de Gladys de aquella mañana, no esperaba que la victoria
fuera a ser tan fácil.
Y mucho menos el dolor que le produjo. ¿Qué le habría hecho cambiar de
opinión? ¿La noche que había pasado con Lorna?
—Así que, ya ves, no tienes por qué evitarme, ni correr cada vez que me veas
aparecer. Tal como le has sugerido a Gladys esta mañana, a partir de ahora me
ocuparé de mis asuntos.
—Gracias —contestó Sarah con una extraña tensión.
Connor permaneció en silencio y Sarah volvió la cabeza para vigilar a los niños.
Estaban chapoteando al final de la piscina. Eso era lo único que tenía que hacer, se
dijo: cuidar a los niños y no pensar en lo repentinamente sola que se sentía en el
mundo.
—Si quieres, puedo cambiarme ahora mismo de sitio —le ofreció el médico.

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—Puede sentarse donde quiera, doctor Wade.


Cruzaron de nuevo las miradas. Sarah por un momento creyó que el médico iba
a pedirle que lo llamara Connor. Pero no lo hizo. Se limitó a apretar los labios y
desviar la mirada hasta el otro extremo de la piscina.
Y Sarah tuvo una irracional sensación de pérdida.
Al cabo de unos segundos, Connor se inclinó hacia adelante, abrió una pequeña
nevera y sacó una botella de agua con gas.
—¿Quieres?
—No, gracias —la negativa le salió automáticamente.
Estaba ya entrenada para rechazar cualquier ofrecimiento que pudiera
conducirla a una posible familiaridad.
Pero mientras lo veía abrir la botella y tomar un trago, se dio cuenta de lo seca
que tenía la boca desde que había terminado el refresco. Sabía además que tenía que
beber mucho agua. Desde la vista a la consulta, había intentado ingerir más líquido
del que consumía normalmente y había advertido una gran mejoría. Los mareos eran
cada vez menos frecuentes.
Reclinado a su lado en su tumbona, el médico cerró los ojos. Su piel bronceaba
brillaba bajo el sol de la tarde, rezumando una esencia que mezclada con el olor del
protector solar resultaba poderosamente atractiva.
Sarah cerró los ojos para saborear aquel olor y encontró serias dificultades para
abrirlos de nuevo. Si no hacía algo que la despejara por completo, iba a quedarse
completamente dormida.
Obligándose a actuar, se incorporó y se acercó a la piscina. Pero lo hizo de
forma tan rápida, que la asaltó una desagradable oleada de mareo. Tuvo que
agarrarse a la escalerilla de la piscina para sostenerse. Ante ella, los niños gritaban y
se salpicaban furiosos, pero Sarah no estaba en condiciones de poner fin a su pelea.
Se arrodilló al borde de la piscina y metió la mano en el agua. Cerró los ojos y se
refrescó la cara y los hombros.
Aliviada por el agua fresca, volvió a hundir la mano para mojar en aquella
ocasión su cuello y su pecho. El agua fría descendió por sus senos, haciendo
endurecerse sus pezones.
La sensualidad del gesto hizo aparecer en su mente el rostro de Connor Wade y
prácticamente sin darse cuenta se volvió hacia él.
Ya no tenía los ojos cerrados.
La estaba mirando. Y de forma muy intensa. Estaba siguiendo con la mirada el
camino que las gotas de agua recorrían sobre el cuerpo de Sarah para detenerse en
sus pezones erguidos.
El deseo que transmitía su mirada dejó a la joven sin respiración.
Sarah desvió la mirada. Con aquel bañador beige se sentía como si estuviera
desnuda. Sobre todo desde que Connor había llegado.

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Y en las partes más íntimas de su cuerpo, comenzaba a sentir una peculiar


vibración. Sonrojada por el fuego que el médico había encendido en su interior sólo
con una mirada, regresó a su tumbona. Evitó mirar a Connor mientras se acercaba,
aunque no habría sido más consciente de su presencia si el médico se hubiera
acercado y hubiera acariciado sus pezones con las manos.
Se tumbó y cerró los ojos, pero cada latido de su corazón la empujaba a seguir
pensando en Connor. ¿Continuaría mirándola todavía?
Tenía que saberlo. Así que abrió ligeramente los ojos e intentó mirarlo
furtivamente.
No, ya no tenía los ojos fijos en ella. Estaba con la mirada perdida y los labios
apretados en una dura línea.
—Eso debería ser ilegal —protestó.
Sarah sintió que se desataba un incendio en su interior. La química que
chisporroteaba habitualmente entre ellos se tornó repentinamente en explosiva.
Debía alejarse de él, le decía una prudente vocecilla interior. Pero no podía
marcharse. ¡Tenía que cuidar de Jeffrey y de Timmy!
—Hola, doctor Wade.
Como salidas de ninguna parte, aparecieron dos larguiruchas adolescentes con
sendos biquinis y colocaron sus toallas cerca del médico.
—Tenía razón sobre la gripe de mi hermano —comentó una de ellas con una
enorme sonrisa—. Le desapareció al día siguiente.
Sarah suspiró, agradeciendo al cielo aquella aparición. Aunque la piscina estaba
llena de gente, se había sentido muy sola estando con aquel hombre a su lado.
—Ohh, ¡por favor, no me hables de la gripe! —exclamó la otra. Le dio un golpe
a su amiga con una revista y ambas se echaron a reír—. ¿No le pone enfermo tener
que estar viendo siempre a gente enferma?
A Sarah le divertía verlo acorralado y al mismo tiempo se alegraba de contar
con aquella oportunidad para recobrar la compostura.
Las chicas continuaron preguntándole a qué velocidad podía navegar su lancha
y qué nombres les había puesto a sus caballos.
Sarah lo escuchaba responder más atenta a su voz que a sus palabras. Pero
bastaba su voz para que se excitara de una forma desconcertante, de manera que
decidió desconectar y prestar más atención a los bañistas.
Se obligó a abrir los ojos y buscó a Timmy y a Jeffrey con la mirada. Estaban
jugando a la pelota junto a otros niños.
—Eh, doctor Wade, le leeré el horóscopo —ofreció una de las adolescentes,
mientras abría la revista—. ¿Qué signo es?
—Leo.

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La jovencita leyó en voz alta y Sarah volvió a cerrar los ojos. Leo, había dicho.
Se imaginaba a un enorme león, un león de pelo brillante, musculoso... con la mirada
más peligrosa de la jungla.
—Creo que deberíais leer el horóscopo de la señorita Flowers también —sugirió
Connor con voz acariciadora.
—¿La señorita Flowers?
Las dos chicas la miraron un poco avergonzadas. Sarah no se había presentado
a ninguna de las personas que estaban en la piscina, y tampoco a nadie del pueblo.
Por las miradas que le dirigieron las chicas, descubrió que había despertado cierta
curiosidad.
Connor le dirigió una sonrisa, aunque Sarah tuvo la sensación de que le costaba
hacerlo.
—¿Qué signo es usted, señorita Flowers?
¿Qué signo? Sarah no lo sabía. El desconcierto le hizo sonrojarse, hasta que se
dio cuenta de que nadie podía saber si decía la verdad o no y escogió uno al azar.
—Géminis.
La jovencita pelirroja leyó lo que decía la revista: iba a ganar mucho dinero,
tenía una importante carrera profesional por delante y un posible romance.
Sarah le dio las gracias y volvió a apoyar la cabeza en la tumbona. Todo parecía
evidenciar que se había equivocado de signo.
El sol brillaba cada vez con más fuerza y el sueño comenzaba a ser insoportable.
El refresco de cola no había funcionado en absoluto, pensó. De hecho, se sentía como
si hubiera tomado un sedante. Un recuerdo apareció en un oscuro y recóndito lugar
de su mente: le bastaba una taza de café para quedarse profundamente dormida.
—Extraño —comentó de pronto Connor—. Yo pensaba que su cumpleaños era
a mediados de septiembre. Eso quiere decir que es Virgo.
Sarah frunció el ceño, o lo habría hecho si sus músculos hubieran colaborado.
¿Por qué creía saber Connor la fecha de su cumpleaños? Ni siquiera ella la sabía.
Respondiendo a aquella pregunta que no había formulado, Connor inclinó la
cabeza hacia ella y susurró:
—En el formulario escribiste que habías nacido el quince de septiembre.
Sarah sabía que debería haberse sentido alarmada por lo que acababa de
decirle, pero no era capaz de reaccionar.
—¿Sarah? —la voz de Connor llegaba hasta ella como si le estuviera hablando
desde el fondo de un túnel—. Sarah —le tocó el brazo, pero ella sólo pudo responder
con un débil gemido.
En alguna parte del interior de la joven despertaba el pánico. Jeffrey y Timmy la
necesitaban, pero no era capaz de resistirse al sueño.

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Annie le había hecho prometerle que iría a ver al doctor si lo necesitaba. Pero
ella no sabía lo vulnerable que se sentía cuando estaba a su lado. Su sensualidad le
hacía perder completamente el control de su cuerpo.
Pensando en ello, se deslizó hacia la más profunda oscuridad.
Pero antes de perderse por completo, movilizó las pocas fuerzas que le
quedaban, buscó a tientas y tocó el brazo del médico.
—Connor —susurró, intentando en vano abrir los ojos—. No consigo...
permanecer despierta. No... No puedo... Cuidar a los niños...
No estaba completamente segura de que aquellas palabras hubieran conseguido
salir de sus labios. El médico posó la mano en su frente y le preguntó cómo se
encontraba.
—Dormida —musitó—. Sólo quiero dormir.
—Voy a examinar tu respiración —le dijo Connor. Y antes de que Sarah pudiera
comprender lo que pretendía hacer, presionó su oído contra su cuello. Si no hubiera
estado tan aletargada, Sarah habría dejado de respirar en ese mismo instante.
Connor la agarró de la muñeca para tomarle el pulso, mojó después su rostro
con agua fría y le acercó una botella a los labios.
—Bebe —le ordenó.
Sarah obedeció, disfrutando de la refrescante gelidez del líquido.
A través de una extraña niebla, oyó que Connor daba instrucciones a alguien
sobre lo que había que hacer con Timmy y con Jeffrey. Segundos después, se
inclinaba de nuevo sobre ella, haciéndola sentirse reconfortantemente acompañada.
—No puedes quedarte a dormir aquí, Sarah. ¿Puedes andar?
Sarah asintió, esperando estar en lo cierto. Unos brazos increíblemente fuertes
la ayudaron a levantarse, la agarraron por la cintura y le hicieron inclinarse contra un
cuerpo de acero. Sarah se concentraba en ir dando paso tras paso y en mantener los
ojos razonablemente abiertos, aunque todo lo veía borroso.
Connor le preguntó si había dormido bien últimamente.
Y ella le confesó que había tenido serios problemas para conciliar el sueño.
Cuando llegaron al aparcamiento, Connor se detuvo y la levantó en brazos.
Acurrucada contra su pecho, Sarah apoyó la cabeza en la curva de su cuello y se
hundió definitivamente en aquella persistente oscuridad.

Connor se maldijo a sí mismo repetidas veces. Se había prometido dejar de


pensar en ella y estaba llevándola a su coche.
Y no porque necesitara ningún tipo de atención médica.
Había determinado ya que no corría peligro de deshidratación y tampoco iba a
desmayarse. Lo único que necesitaba era dormir, disfrutar de un saludable descanso.

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Pero en cuanto consiguió aplacar mínimamente su enfado, se permitió una


pequeña justificación: no podía dejarla dormir bajo el sol. Además, Sarah le había
pedido ayuda.
Y jamás se había sentido tan agradecido por una petición de ayuda.
Se había hecho cargo inmediatamente de lo que Sarah quería y les había pedido
a las dos adolescentes que llevaran a Jeffrey y a Timmy con Lorna. Las había
observado mientras acompañaban a los niños a las pistas de tenis, donde la habían
encontrado. Lorna no había parecido muy contenta con la interrupción. Y tampoco
de verlo marcharse con su empleada.
No eran buenas noticias.
Desde que había oído la frialdad con la que se dirigía a Sarah la noche anterior,
había empezado a ver a Lorna bajo una nueva luz. La elegancia que había admirado
en ella desde que estaban en el instituto había comenzado a parecerle una
desagradable arrogancia y su supuesta amabilidad una actitud superficial. Deseaba
no haberle pedido que lo acompañara a aquel baile benéfico. Lo haría, por supuesto,
pero sólo porque ya se había comprometido.
Pero no quería seguir perdiendo el tiempo pensando en Lorna, de modo que
volvió a prestar atención a Sarah. Al parecer no había dormido mucho últimamente y
quería saber por qué. Quería averiguar unas cuantas cosas sobre ella.
Una ya la había aprendido: lo que se sentía al tenerla entre sus brazos. Al
disfrutar de la cremosidad de su piel contra la suya, de la voluptuosa curva de su
seno contra su pecho, de la tentadora suavidad de su pelo.
Había imaginado ya que sería una sensación maravillosa. Pero aquella tarde
había podido averiguar cuánto.
Cuando la instaló en el asiento del jaguar, Sarah intentó alzar la cabeza.
—Timmy y Jeffrey... —comenzó a decir.
—Están con su madre.
—Tengo que hablar con ella. Tengo que decirle...
—Yo la llamaré —la tranquilizó Connor—. Tú relájate.
Sarah apoyó la cabeza en el asiento y susurró una disculpa por no poder
controlar su sueño. Connor le aseguró que no importaba, le apartó con ternura un
mechón de pelo que cubría sus ojos y la instó a que siguiera durmiendo.
En cuanto se colocó tras el volante, sacó el teléfono móvil y le dejó un mensaje a
Lorna en el contestador. Sarah descansaba mientras tanto a su lado, apoyando la
cabeza en su hombro y sumida en un dulce sopor.
Connor procuró no mirarla mientras conducía. Sarah había doblado sus
hermosas piernas contra él y su traje de baño se moldeaba a su cuerpo como una
segunda piel, dibujando sus hermosas caderas.
Tenía que obligarse a controlar el ritmo de su respiración. Y a concentrarse en la
carretera.

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Lo peor del caso era que no sabía a dónde llevarla.


Como no estaba enferma, no podía llevarla a la clínica. En casa de Lorna era
absurdo, puesto que se pondría a trabajar en cuanto se levantara. Además, si quería
ser sincero consigo mismo, tenía que admitir que prefería quedarse con ella. Para
asegurarse de que nadie la molestara, se justificó.
Consideró la posibilidad de llevársela a su casa. A su casa, donde podría dormir
cómodamente. Al imaginársela allí, se apoderaron de él sensaciones en absoluto
inocentes. Pero todavía no había perdido del todo la cabeza. Probablemente, a Sarah
no le hiciera ninguna gracia despertarse en su cama. Y él no podía arriesgarse a que
perdiera la mínima confianza que se había atrevido a poner en él.
De manera que condujo hacia una pradera situada tras un bosquecillo, en una
loma de los alrededores del lago Juneberry. Bajo ellos, descansaban una media
docena de parejas.
Aquel lugar era el más indicado, se dijo. No iban a estar completamente solos,
pero podían contar con cierta privacidad. Nadie los molestaría. El lago Juneberry era
un lugar para amantes.
Así que aparcó el coche, extendió sobre la hierba la manta que llevaba en el
coche, y colocó a Sarah encima, cubriéndola lo mejor que pudo con su camisa,
principalmente para conservar la escasa cordura que a aquellas alturas le quedaba.
Era imposible mirar a Sarah y no desear besarla.
¿Pero sabría ella hasta qué punto lo afectaba? Connor jamás olvidaría lo que
había supuesto para él encontrarla en la piscina, con aquel bañador que dejaba al
descubierto sus magníficas piernas. Había tenido que hacer un condenado esfuerzo
para mantener los ojos apartados de ella. Cuando la había visto refrescarse había
alcanzado un estado que sólo podía ser descrito como lujurioso. Se le había quedado
la boca seca. Y al final, cuando sobre la tela húmeda del bañador habían despuntado
sus pezones erguidos, había estado a punto de levantarse de la tumbona. Aquella
mujer era más sexy que pecar, incendiaba su sangre sin siquiera proponérselo.
Porque eso era lo más excitante. Era absolutamente inocente de lo que hacía.
Mostraba una dulce ingenuidad que la hacía todavía más deseable.
Pero no era inteligente desearla de aquella manera.
Sarah se volvió hacia él, dejando al descubierto sus hombros. El sol los había
teñido de un suave dorado y Connor casi tuvo que sujetarse la mano para no tocarla.
De pronto, la joven se tensó. Sus hermosas cejas estaban fruncidas. Un gemido
escapó de su garganta. ¿Tendría una pesadilla?
Respiraba agitadamente. Profundizó su ceño.
—No —gimió, apretando los ojos con fuerza—. Nooo...
Connor le frotó el brazo, intentando tranquilizarla.
—Chsss. Estás bien, Sarah, no pasa nada.
Sarah continuó agitada y terminó sollozando. Estremecido de angustia, Connor
la acurrucó firmemente en sus brazos, susurrando palabras de consuelo.

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Al parecer, había algo que la asustaba. Algo que posiblemente la había hecho
llegar hasta aquel recóndito lugar, alejado de todo el mundo, aceptar un trabajo que
estaba muy por debajo de sus posibilidades y mentir incluso a los médicos.
Connor deseaba que pudiera confiar en él. Porque quería ayudarla. Y
protegerla. Y alejarla del miedo que, estaba seguro, era al menos parcialmente
responsable de su actitud.
—¡Jack! —gritó Sarah con un angustiado susurro—. ¡Jack!
Connor se quedó completamente helado. Su corazón parecía haber dejado de
latir. ¿Jack? Tragó saliva, intentando deshacer el nudo que repentinamente se había
formado en su garganta y le acarició lentamente la cabeza. La tensión fue
abandonándola lentamente y los temblores cesaron.
Jack. Aquel nombre había sido como un puñetazo en la boca del estómago.
¿Quién era Jack y por qué estaría Sarah soñando con él? ¿Y qué estaría soñando? No
podía asegurar si lo que había percibido en su voz era miedo, tristeza o ansiedad.
¿Sería alguien a quien estaba buscando, o alguien a quien echaba desesperadamente
de menos?
Aquellas preguntas se hundieron en lo más profundo de sus entrañas,
recordándole las razones por las que había decidido mantenerse alejado de ella.
En cualquier caso, continuó abrazándola. Acarició su pelo, sus hombros y la
esbelta línea de su espalda, saboreando la sedosa textura de su piel.
Sarah se acurrucaba contra él moldeando su cuerpo con la relajación de una
amante. ¿Estaría pensando en otro hombre? Pero ni siquiera cuando se lo preguntaba
podía dejar de sentir el excitante calor que irradiaba aquel cuerpo.
Deseaba deslizar las manos por todos sus rincones, despertarla cubriendo su
rostro de besos, quitarle el bañador y hacer el amor con ella.
¿Pero quién diablos sería ese Jack?
Quien quiera que fuera no estaba allí en ese momento. Y nadie, absolutamente
nadie, podía impedir que continuara abrazándola.

Un gemido interrumpió su sueño. Era agradable estar soñando con que era
acariciada y abrazada por un hombre atractivo... tan agradable que no pudo resistirse
a estrecharse nuevamente contra él.
—Sarah.
No podía determinar si aquel ronco susurro era parte del sueño o no.
Decidiendo ignorarlo, enredó su pierna con la de él, una pierna musculosa y cubierta
de pelo... Humm. El contacto era increíblemente placentero.
Volvió a escuchar un gemido, pero en aquella ocasión parecía mucho más
tortuoso. Los brazos se tensaron a su alrededor y alguien le susurró al oído:
—Sarah, cariño, me estás matando.
¿Matando? Aquello no encajaba en absoluto con su sueño.

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Abrió ligeramente los ojos. Y no le sorprendió particularmente encontrar un


brazo sobre su cabeza ni descubrir su mejilla sobre un bíceps perfectamente formado.
Su mano descansaba sobre el pecho de un hombre, con los dedos enredados en los
rizos de vello.
Sí, aquello tenía que formar parte del sueño. ¿O quizá no?
Sintiéndose repentinamente insegura, terminó de abrir los ojos. Y se encontró
con un rostro moreno, de ojos penetrantes, a sólo unos centímetros de ella. Lo
reconoció inmediatamente, por supuesto. Era el del hombre que la estaba abrazando,
del hombre con el que había entrelazado las piernas. Connor Wade.
La había rescatado en el club y la había llevado a su coche. ¿Pero qué había
ocurrido después?
Por lo revuelto que tenía el pelo Connor y la pesadez de sus párpados, parecía
que él también acababa de despertarse. En ese momento, la joven se dio cuenta de
que sólo llevaba encima un traje de baño. Él también. Estaban tumbados el uno al
lado del otro, prácticamente desnudos... y Connor la miraba con un deseo que
encontró un eco inmediato en su interior.
—Antes de que digas una sola palabra —susurró Connor con voz ronca—, hay
algo que tengo que hacer —posó la mano en su nuca y le hizo inclinarse hacia él.
Sarah sabía lo que quería. Y ella también lo deseaba. Un beso. Sólo uno.
Connor rozó sus labios lentamente y buscó con la punta de la lengua el interior
de su boca. Un gemido de excitación escapó de la garganta de Sarah mientras
deslizaba las manos por los hombros de Connor.
Connor gimió a su vez y enmarcó su rostro con la mano mientras continuaba
deleitándose en su boca.
El deseo aumentaba, corría convertido en ríos de lava por las venas de Sarah. Se
sentía viva, maravillosamente viva, como hacía mucho tiempo que no lo estaba. Y
ansiaba más del calor que Connor le daba, quería su boca, su cuerpo.
Pero el beso pronto terminó. Connor se separó de ella y la miró vacilante.
—¿Sarah? ¿Estás completamente despierta?
Sarah asintió. Lo único que en ese momento quería era volver a hundirse en su
beso.
—¿Y sabes que soy yo, Connor?
—Sí, Connor —admitió suavemente—. ¿Quién si no ibas a ser?
Y fue en ese momento cuando el engranaje de su cerebro se puso de nuevo en
marcha. Por supuesto que era Connor. ¿Pero qué estaba haciendo con él? No tenía
que besarlo, ni descansar semidesnuda entre sus brazos. Abrió los ojos de par en par.
—¿Qué estamos haciendo? ¿Qué diablos estamos haciendo?
Connor cerró los ojos, como si acabara de recibir una bofetada. Deshizo su
abrazo, se tumbó de espaldas y se quedó mirando fijamente hacia el cielo.

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Sarah se sentó de un salto. El pánico había reemplazado ya por completo el


placer que antes la había invadido.
—Por el amor de Dios, ¿dónde estamos?
—En los alrededores del lago Juneberry.
—¡El lago Juneberry! —lo miró confundida—. ¿Pero por qué? Recuerdo que me
ayudaste a salir del club, y que me llevaste a tu coche... ¿Y después me has traído a
este lugar tan apartado?
—No es un lugar apartado —se defendió Connor—. Hay mucha gente en esta
colina.
—Pues yo no ve a nadie —replicó Sarah.
Connor se incorporó para comprobarlo por sí mismo. El desconcierto puso
finalmente fin a su deseo. Alarmado, miró el reloj.
—Es tarde, tenemos que irnos.
—¿Qué hora es? —por la posición del sol, que buscaba ya su camino tras las
montaña comprendió que debían de ser por lo menos la seis. Y eso significaba que
iba a llegar peligrosamente tarde a su trabajo.
—Casi las siete.
—¡Las siete!
—Debería haberte despertado antes —admitió Connor con expresión
culpable—. Pero yo también me he dormido. Últimamente tampoco a mí me está
resultando nada fácil conciliar el sueño —la miró como si fuera ella la culpable. Y el
calor de su mirada le recordó a Sarah su beso.
Desvió la mirada, asustada por la facilidad con la que aquel hombre conseguía
excitarla.
—Toma —le dijo Connor tendiéndole su camisa—. Ponte esto, está empezando
a hacer frío.
Agradeciendo poder ocultar su semidesnudez y aliviar el frío, Sarah se puso la
camisa. Al hacerlo se sintió rodeada de la excitante fragancia de Connor. Éste, por su
parte, se dispuso a ayudarla, ajustando la camisa, liberando la melena que había
dejado atrapada y abrochándole los botones. Mientras lo hacía, su mirada vagaba por
el rostro de Sarah.
—Ya sigo yo —susurró ella casi sin respiración, estremecida por el roce de sus
dedos. Procurando mantener la mirada lejos del rostro de Connor, Sarah terminó de
abrocharse la camisa. Lo que tenía que hacer, se dijo, era concentrarse en la crisis que
sin duda se avecinaba.
—Hemos estado aquí toda la tarde y ni siquiera le he dicho a Lorna que iba a
salir.
—La he avisado yo.
—¿Entonces sabe que estoy contigo?

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—Después de nuestra espectacular salida de la piscina, no creo que haya


alguien que no lo sepa —se levantó y le tendió la mano para ayudarla a incorporarse.
Sarah la aceptó.
—Entonces, la única forma que tengo de salvar la cabeza es que esta noche me
vea recibiendo una transfusión de sangre en tu clínica.
—Sí, es una idea —contestó Connor sin desprenderse de su mano—. No te
importaría, ¿verdad? Y supongo que ésa sería la única excusa que aceptara. Por
supuesto, tendría que brindarte mi propia sangre.
Ambos sonrieron. Connor le soltó lentamente la mano, recogió la manta y se
dirigió hacia el Jaguar.
—Y se suponía que tenía que ir a buscarla a las seis.
Sarah cerró los ojos angustiada. ¡El baile! ¿Cómo podía haberse olvidado?
Debería estar atendiendo a los niños. Y Connor tendría que estar ya arreglado,
llevando a una elegante Lorna a su lado.
No cabía duda, Lorna debía de estar subiéndose por las paredes.
—Siento haber echado a perder tu cita —se disculpó, mortificada por los
problemas que había causado. Aun así, una parte de su corazón casi se alegraba de lo
ocurrido... lo que la mortificaba mucho más todavía.
Sin volverse hacia ella, Connor musitó algo ininteligible y arrojó la manta al
interior del coche. Él no podía saber, por supuesto, lo que el enfado de Lorna podía
significar para ella. Nadie, salvo Annie, sabía lo desesperadamente que Sarah
necesitaba ese trabajo... y Annie todavía iba a estar fuera otro par de semanas.
La ansiedad de Sarah aumentaba por momentos. No tendría ningún lugar al
que ir si Lorna la despedía, ni prácticamente dinero para mantenerse hasta que
encontrara otro trabajo. ¿Y cómo iba a buscarlo siquiera? No tenía carné de conducir,
ni informes que presentar... ni siquiera una cartilla de la seguridad social.
Connor se cruzó de brazos y la observó atentamente.
—No te preocupes por Lorna. La llamaré y le contaré lo que ha sucedido. Antes
de ir a su casa, pasaremos por la mía, para que pueda ducharme y cambiarme de
ropa —se encogió de hombros—. Sólo vamos a llegar un poco tarde, eso es todo.
Sarah inclinó la cabeza con un gesto burlón.
—¿Y cómo piensas explicarle el motivo por el que hayamos llegado tarde? ¿Vas
a decirle que nos hemos quedado dormidos y hemos perdido el sentido del tiempo?
A los labios de Connor asomó una minúscula sonrisa.
—Quizá no sea la mejor forma de explicárselo.
Sarah dejó escapar un suspiro.
—Puedes decirle lo que quieras. El daño ya está hecho. Estoy segura de que me
va a despedir.

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Connor contemplaba el movimiento de sus caderas mientras la joven paseaba


nerviosa ante él, algo que Sarah advirtió a través de uno de los espejos exteriores del
coche.
—No sé por qué —replicó Connor—. Ayer por la noche le advertí que
necesitabas un par de días de descanso. La principal responsable de lo ocurrido es
ella por no haber insistido en que descansaras.
—Realmente no ha sido culpa de Lorna. Ella no me ha sacado a rastras de la
acama —se detuvo ante él—. Yo... supongo que debería haberte hecho caso.
—Desde luego —contestó el médico, complacido por aquella admisión.
—Aunque quizá no me hubiera quedado dormida en la piscina si no hubiera
sido por culpa de ese refresco de cola, Punch Cola creo que se llama.
—¿Punch Cola? ¿Te refieres a esa cafeína líquida que venden como si fuera un
simple refresco?
—Pensaba que me ayudaría a permanecer despierta —avergonzada por la
desaprobación que veía en su mirada, dejó de caminar y se apoyó a su lado en el
coche—. Supongo que en mí ha tenido el efecto contrario.
—¿Quieres decir que te has dormido por efecto de la cafeína? —arqueó una
ceja, con expresión de interés—. Humm. Me resulta raro. He leído que puede darse
esa reacción en algunos casos, pero —se interrumpió un momento y frunció el
ceño— si sabías que la cafeína te provocaba sueño, ¿por qué te has bebido ese
refresco de cola?
Sarah intentó encontrar rápidamente alguna explicación coherente.
—Había olvidado que la cafeína me producía sueño. Bueno... el caso es que no
bebo ni café ni refrescos de cola muy a menudo, y nunca en grandes cantidades —lo
que era cierto, por lo menos referido a las siete semanas posteriores a su accidente.
—¿Tienes veinticinco años y jamás en tu vida has bebido ni demasiado café ni
demasiados refrescos de cola?
Sarah desvió rápidamente la mirada.
—Sabes los años que tengo por el informe médico, ¿verdad?
—Exacto.
—¿Qué pasa? —preguntó exasperada—. ¿Qué te dedicas a memorizar hasta el
último dato de tus pacientes?
—¿Y si lo hiciera que problema habría? Al fin y al cabo, es parte de mi trabajo.
—¿Recordar mi fecha de cumpleaños?
—¿La recuerdas tú, Sarah? —en aquella ocasión, la joven no tenía forma de
escapar a su mirada—. ¿Recuerdas la fecha que escribiste en el informe?
No, no la recordaba. La verdad era que no había prestado demasiada atención a
la fecha que había escogido. Pero sí recordaba la fecha que Connor le había dicho en
la piscina.

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—El quince de septiembre.


—Te equivocas. El dieciséis de septiembre.
Sarah se quedó sin habla: Connor le había tendido una trampa.
—No comprendo por qué tienes que mentir sobre una cuestión como ésa —le
regañó—, o sobre cualquiera de las que aparecen en el formulario, porque supongo
que casi todo lo has rellenado a base de mentiras, ¿no?
—¡No eran mentiras! —se sentía inexplicablemente ofendida por aquella
acusación—. Quizá la información no fuera exactamente precisa, pero...
—¿Por qué no?
Ante el obstinado silencio de Sarah, Connor tensó los labios.
—Sigue guardándote tus secretos —le reprochó con un ronco susurro—, si eso
te hace sentirte a salvo. Pero quiero que comprendas una cosa —clavó en ella su
mirada—. No sé en qué tipo de problemas estás metida, ni de qué estás huyendo,
pero puedes confiar en mí. No haré nada sin tu consentimiento, y lo último que
querría es hacerte daño.
Sarah sintió un nudo de emoción en su garganta. Necesitaba llorar. ¿Debería
contarle lo de su amnesia? Ante los ojos de Connor, la verdad no iba a hacerla más
sospechosa de lo que ya era.
Quería confiar en él. De hecho, confiaba en él. Pero eso la asustaba: no era la
primera vez que confiaba ciegamente en alguien, y sabía que los resultados podían
ser desastrosos.
Mientras intentaba encontrar en el fondo de su mente los motivos que le habían
hecho llegar a aquella conclusión, Connor se volvió y sacó por la ventanilla el
teléfono móvil. De su expresión había desaparecido todo rasgo de cariño. Tenía una
mirada dura, insondable.
Se había convertido nuevamente en un extraño.
Y era ella la que había decidido que lo hiciera.
—Connor —susurró en un impulso, y lo agarró del brazo.
Sintió endurecerse los músculos de Connor bajo su mano, mientras la observaba
con una pregunta implacable en la mirada.
Una extraña ternura manaba en el corazón de Sarah. No podía olvidar el beso
que habían compartido, ni los cuidados que Connor le había prodigado. Ni cómo con
su beso había vuelto a saborear la esencia de la vida.
Sonrió, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Antes de que la situación con Lorna empeore y tenga que marcharme de aquí,
quiero agradecerte que me hayas ayudado —tragó saliva—. Te agradezco que me
hayas sacado del club y te hayas quedado conmigo. Soy consciente de que tienes
cosas mucho mejores que hacer.

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De la mirada de Connor desapareció toda prevención. Sus ojos se oscurecieron


con una poderosa intensidad.
—No se me ocurre ninguna otra cosa mejor que pasar una tarde contigo. A no
ser el poder disfrutar de tu compañía durante toda una noche.
Inmediatamente, Sarah se descubrió envuelta en una nueva oleada de deseo. El
solemne rostro de Connor ocupaba todo su campo de visión. La promesa de otro
beso le hacía olvidarse del mundo.
Pero una inesperada llamada telefónica se interpuso entre ellos. Sarah
retrocedió sobresaltada. Connor soltó un juramento y se llevó el teléfono al oído. Tras
una brusca contestación, se volvió de espaldas.
—Lorna, estaba a punto de llamarte. Siento haberme retrasado. Si todavía
quieres que vaya a buscarte, puedo...
Se interrumpió bruscamente.
—¿Que me has llamado? No, no he oído el teléfono. Lo he tenido toda la tarde
en el coche —volvió a interrumpirse y buscó a Sarah con la mirada—. Sí, todavía está
conmigo.
Sarah se mordió el labio, nerviosa. La expresión de Connor era cada vez más
sombría.
—Espera un momento, Lorna. Estábamos intentando solucionar un problema
relacionado con su salud. Creo que ya te advertí ayer por la noche que corría un serio
peligro —permaneció en silencio algunos segundos—. ¡Has sido tú la que le has
hecho ir a la piscina a cuidar a los niños...!
Volvió a callarse. Un suave rubor cubrió su rostro.
—¿El lago Juneberry? Sí, claro, estábamos allí, pero... —cerró los ojos e inclinó la
cabeza. Al instante siguiente, saltó enfadado—: El caso es que lo que hayamos hecho
o dejado de hacer no es asunto tuyo. Ya me he disculpado por llegar tarde y yo...
¿Lorna?
Apretando los dientes, desconectó el teléfono y lo arrojó al interior del coche.
Temiéndose lo peor, Sara esperó las noticias que sabía iba a recibir a recibir a
continuación. Tras un largo y sombrío silencio, Connor se volvió hacia ella. Sarah
sentía su enfado, pero su mirada estaba cargada de arrepentimiento.
—Lo siento Sarah, tenías razón. Lorna te ha despedido. Te dejará tu maleta en el
porche. Podrás ir a buscar el cheque con tu paga el próximo viernes.

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5
Encontraron el maletín de Sarah tras una de las columnas del porche de la
mansión de Lorna, con una nota doblada en el asa. Nada más. Algo que a Connor le
extrañó; al fin y al cabo, Sarah había estado viviendo allí.
Y la vista de aquel maletín solitario le hizo sentirse todavía peor. Le había
bastado mirar al rostro de Sarah para comprender la importancia que aquel trabajo
tenía para ella. Aunque no comprendía por qué. Una chica como Sarah tenía muchas
probabilidades de encontrar algo mejor. Aunque no parecía ser consciente de ello.
Pero no podía estar seguro de lo que la joven pensaba. Desde que habían salido
del lago, prácticamente no había dicho una sola palabra.
Connor la siguió cuando Sarah fue a buscar su pequeña maleta y la vio abrir la
cremallera de un pequeño compartimento en el que al parecer la joven guardaba su
dinero. Tras contar los billetes, Sarah tomó las monedas y las guardó en su
monedero.
—¿Está todo?
—Por supuesto. En ningún momento he sospechado que pudiera faltarme
dinero. Pero no recordaba cuánto había ahorrado.
Por su expresión desolada, Connor sospechaba que no era mucho. Aunque
seguramente, aquellos no eran todos sus ahorros. Por lo menos tendría una cuenta en
el banco.
Pero su intuición le decía que la situación era muy diferente.
—¿Tienes coche aquí?
—No.
Sarah leyó entonces la nota de Lorna, y Connor observó atentamente las
emociones que aparecían en sus ojos. Enfado, aunque no parecía ir dirigido a él.
Remordimiento, algo que no podía comprender en absoluto. Y, sobre todo, miedo.
¿Pero por qué el hecho de perder un trabajo como aquel le causaba miedo?
La negativa de Sarah a dar rienda suelta a sus sentimientos sólo servía para
avivar el enfado que Connor sentía hacia sí mismo y hacia Lorna. Estaba convencido
de que ésta había actuado por despecho. Y él, maldito fuera, lo había hecho por puro
egoísmo. Debería haber dejado a Sarah en casa de Lorna tras haberla sacado del club,
pero quería estar con ella. Debería haber estado atento al reloj, pero había decidido
olvidarse de la hora mientras la tenía entre sus brazos. Se había quedado dormido
embriagado por su fragancia, por el calor de su cuerpo... un placer demasiado
intenso para arrepentirse ni siquiera después de todo lo ocurrido.
Dedicándose los peores insultos que se le ocurrieron, agarró el maletín y lo
llevó al coche. Sarah continuaba en el porche, leyendo la nota. Cuando terminó, alzó
la barbilla, se acercó a la puerta de la casa y llamó.

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Lorna no atendió a su llamada. Con los hombros erguidos y la cabeza alta,


Sarah se alejó del la mansión.
Cuando llegó al coche, Connor advirtió que había palidecido notablemente.
—¿Qué ponía en esa nota? —le preguntó.
Sarah vaciló, dejó escapar un suspiro y se encogió de hombros, como si le
importara muy poco lo que la nota decía.
—Explica las razones por las que me ha despedido.
—¿Y cuáles son?
Aunque Sarah intentaba permanecer impasible, estaba blanca como el papel.
—Porque dejé a los niños solos en la piscina del club mientras... —se
interrumpió, como si estuviera intentando encontrar las palabras más adecuadas.
Connor le arrebató la nota y la leyó por sí mismo. Sarah había intentado evitar
la parte en la que decía que se había «arrojado a los brazos de un hombre,
escandalizando a todos los presentes con su conducta».
Connor arrugó la nota y se quedó mirando con expresión furibunda hacia la
casa.
—Sí, puedes estar segura de que voy a escandalizarte —musitó, y comenzó a
caminar hacia allí.
Sarah se interpuso rápidamente en su camino.
—Aprecio tu apoyo, Connor, pero no eres tú el que tiene que librar esta batalla.
Ha sido un simple malentendido. Y entiendo que haya llegado a esa conclusión.
Salimos abrazados del club y al parecer alguien le ha dicho que hemos pasado la
tarde en el lago. Si lo que te preocupa es tu relación con ella, te aconsejo que esperes
hasta mañana. Para entonces ya se habrá tranquilizado y podrás explicarle que no
hay nada entre nosotros.
—Pero eso sería mentir. Quieras o no, Sarah, hay algo entre nosotros.
Se hizo entre ellos un incómodo silencio que interrumpió el grito de un niño.
—¡Sarah! —entre las sombras de la mansión, asomó un niño descalzo y en
pijama que corrió hacia ella.
—¡Timmy! ¿No te das cuenta del frío que hace? Deberías haberte calzado.
—¡Sarah! —se lamentó el niño. Y para sorpresa de Connor, el auténtico terror
de la liga de béisbol infantil, se aferró a las rodillas de Sarah—. Por favor, no te vayas.
—Eh, eh, ¿a qué viene todo esto? —le preguntó Sarah con una delicadeza
conmovedora, mientras acariciaba su pelo.
Sonrojado y jadeante, el niño la miró con tristeza.
—Mamá ha echado a Tofu y ahora te echa a ti. No es justo. No te vayas, Sarah.
Jeffrey y yo queremos que te quedes.
Sarah se arrodilló a su lado y le sonrió con ternura.

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—Oh, Timmy, me encantaría quedarme, pero, bueno... Tengo que buscar otro
trabajo.
—No, no... entonces no verás con nosotros los dibujos animados ni...
—Es posible que tengamos oportunidad de volver a jugar juntos. Incluso puedo
ir a veros jugar al béisbol si me quedo aquí.
—¿Si te quedas aquí? —preguntó Connor alarmado.
—¿Me lo prometes? —suplicó Timmy—. ¿Lo prometes con la mano en el
corazón y si no te morirás?
Sarah hizo una mueca exageradamente cómica, pero se llevó la mano al
corazón.
—Te prometo que, si me quedo en Sugar Falls, intentaré jugar con vosotros
todas las veces que pueda. Ahora vuelve a casa. Están a punto de empezar Las
Aventuras de un Monstruo en la Ciudad.
—¡Las Aventuras de un Monstruo! —exclamó el niño con vigor—. Voy a buscar el
mando antes de que se lo quede Jeffrey —y corrió de nuevo hacia la casa. Pero de
pronto se detuvo, se volvió y buscó en el bolsillo de su pijama—. Casi se me
olvidaba. Te he traído esto —se acercó a ella y le entregó su regalo—. Por si quieres
jugar cuando yo no pueda jugar contigo.
Sarah tomó el regalo, musitó las gracias y lo abrazó... Lo abrazó como una
madre habría abrazado a su hijo. Timmy la abrazó también, pero pronto se separó,
despidiéndose con un grito:
—¡Hasta luego, caimán!
—¡Hasta luego, cocodrilo! —respondió ella.
Se levantó lentamente y se quedó mirando en la dirección en la que el niño se
alejaba.
Sin decir una sola palabra, se volvió a Connor, que, rodeándole la cintura con la
mano, la condujo hacia el coche.
Cuando la joven se instaló en el asiento de pasajeros, le preguntó:
—¿Qué es lo que te ha regalado?
Sarah lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Un soldadito —se lo mostró y volvió bruscamente la cabeza—. Uno de sus
preferidos —sollozó.
Y entonces Connor se enamoró de ella. O quizá fue entonces cuando se dio
cuenta de que estaba enamorado. Quería llevarla a su casa y hacer el amor con ella
durante el resto de su vida... Quería vivir con aquella mujer de ojos llorosos y tierna
sonrisa.
Y comprendía perfectamente lo que Timmy sentía.
Porque el también quería que se quedara a su lado.

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Era una locura, por supuesto. Una locura similar a la obsesión de su padre por
la naturaleza. Una locura como la fe ciega de su madre en el yin y el yang, el zodiaco
o los poderes curativos de la música.
Enamorarse era la mayor de las locuras. Especialmente de Sarah Flowers. Lo
único que sabía de ella era que había mentido al rellenar un formulario médico, que
había huido de él cada vez que había estado en su mano hacerlo, que lo había
excitado terriblemente con un solo beso y que mientras dormía había susurrado el
nombre de otro hombre.
Tenía un problema. Un serio problema. Había perdido la cabeza y tenía que
encontrarla. Pero Sarah lo necesitaba en ese momento y él, que el cielo lo ayudara,
estaba dispuesto a tenderle una mano,
—Vamos a cenar —sugirió—. Son las siete y media. Supongo que estás tan
hambrienta como yo.
—Gracias, pero tengo que buscar un hotel. ¿Te importaría llevarme al más
cercano?
—¿Un hotel? Yo pensaba que querrías ir a casa de Annie. Es tu prima, ¿no?
El recelo de la mirada de Sarah hizo que Connor se pusiera nuevamente en
guardia.
—Ahora está de camping. No volverá hasta dentro de quince días.
Connor apretó los labios y condujo en silencio.
—El hotel más cercano está en Beck. No tengo ni idea de cuál es tu situación
financiera, pero pasar una noche allí podría costarte alrededor de cien dólares.
El pánico asomó a los ojos de Sarah, pero no contestó.
—¿Piensas buscar otro trabajo en Sugar Falls? —insistió Connor, quizá en un
tono demasiado malhumorado—. ¿O has decidido marcharte?
—Yo... todavía no puedo decirlo.
—¿No puedes decirlo? —el enfado de Connor aumentaba. Giró bruscamente el
volante y dio media vuelta para dirigirse hacia su casa.
—¿Connor? —Sarah lo agarró del brazo y lo miró mientras él tomaba un desvío,
pero Connor no volvió a decir nada hasta que estuvo en su casa.
—No pienso suplicarte que confíes en mí —quitó las llaves del coche y las
arrojó al regazo de Sarah—. Toma el coche y vete a un hotel —abrió la guantera, sacó
una billetera y le tendió una tarjeta de crédito—. Puedes utilizarla para pagar la
habitación. Si decides marcharte, alquila un coche con ella. Llama después al
ambulatorio y dime dónde puedo ir a recogerla.
Sarah lo miraba sin poder dar crédito a lo que estaba ocurriendo.
—¿Me estás confiando tu coche y tu tarjeta de crédito? ¡Pero si ni siquiera me
conoces!
Connor se volvió hacia ella y le dirigió una mirada a la vez íntima y furiosa.

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—Te conozco, Sarah. Aunque no sé una maldita cosa sobre ti y tú parezcas


empeñada en que continúe sin saberla —abrió la puerta del coche y salió.
Para el momento en el que Sarah había abierto su puerta, él ya había cruzado el
patio de la casa y subía a toda velocidad los escalones que conducían a la pintoresca
cabaña de madera en la que al parecer vivía.
Había caído ya la noche y con ella las altas temperaturas del día. Sarah salió del
coche y lo siguió temblando.
—¡Connor! —gritó—. Por favor, espera.
Connor se detuvo en el porche y la miró en silencio.
—No puedo aceptar tu coche, ni tu tarjeta de crédito.
—¿Por qué no? —preguntó él con el ceño fruncido.
—Para empezar, no puedo conducir —se abrazó a sí misma, intentando entrar
en calor—. No tengo carné.
—¿Qué? —preguntó incrédulo.
—Y dudo que me dejen usar tu tarjeta de crédito, porque no dispongo de
ningún tipo de identificación.
Connor la miró fijamente.
Sarah subió los escalones que los separaban y le tendió la tarjeta y las llaves.
Pero, en vez de tomarlas, Connor le tomó la mano y lenta, pero insistentemente,
la empujó hacia él y la recibió con un cálido abrazo. Suspirando frustrado, apoyó la
barbilla en la sien de la joven.
—Tú tenías razón —admitió Sarah, perdiendo repentinamente el temor a
confiar en él. Connor había estado dispuesto a permitir que se marchara. No sabía
por qué, pero el caso era que el saberlo le hacía sentirse libre. Saber que Connor le
permitiría marcharse había puesto fin a la incomodidad que anidaba en su interior
desde que había descubierto que la deseaba—. Te mentí.
Connor no dijo nada, ni siquiera se movió. Se limitó a continuar abrazándola.
—Pero antes de decirte la verdad, quiero que me prometas algo —se separó
ligeramente de él, pero sólo para poder mirarlo a los ojos—. Prométeme que no harás
nada al respecto. Nada en absoluto. Dejarás el asunto completamente en mis manos.
Connor la miró con el ceño fruncido, como si quisiera negarse a aceptarlo. Al
cabo de unos segundos, contestó poco convencido:
—De acuerdo, te lo prometo.
—¿Con la mano en el corazón?
A los ojos de Connor asomó una sonrisa.
—No me presiones.
Sarah sintió un alivio inmenso en su corazón.

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—Te dije que no había sufrido ninguna pérdida de memoria tras el accidente —
comenzó a decir—, pero no es cierto. La he sufrido, y bastante grave. Eh... en realidad
no soy capaz de recordar nada sobre mi pasado —tragó saliva, invadida por una
repentina oleada de tristeza—. No sé quién soy.

El fuego crepitaba en la chimenea mientras ambos descansaban sobre los cojines


que Connor tenía esparcidos por la alfombra. Acababan de terminar los sándwiches
que Connor había preparado, con un estupendo pan casero y estaban disfrutando de
sendas copas de vino.
Sarah le había contado todo lo que recordaba, incluida su certeza de que
alguien la perseguía antes del accidente.
—Así que mentiste a los médicos del hospital —resumió Connor—. Les dijiste
que habías recuperado la memoria porque tenías miedo de que te retuvieran allí y
dieran a conocer la noticia sobre tu amnesia.
—Exacto. Temía que la persona que estaba persiguiéndome pudiera
encontrarme y... —un relámpago de miedo oscureció su mirada—. Tenía una
sensación muy fuerte de estar en peligro. Quería alejarme de allí sin dejar pistas.
—Y por eso no querías que ni yo ni nadie nos enteráramos de lo de tu amnesia.
Temías que la noticia llegara a oídos de alguien que pudiera hacerte daño.
—Ésa era una de las razones, y la otra que la gente no confía en una
desconocida que dice tener amnesia. Le oí decir al marido de Annie que no me creía.
No podía arriesgarme a que todo el mundo sospechara de mí, de esa forma no habría
podido encontrar trabajo.
Connor la miró con atención durante un largo rato.
—Sueñas con ello, ¿verdad? —le preguntó suavemente—. Sueñas que alguien te
persigue, quiero decir.
Sarah lo miró sorprendida.
—Sí, ¿cómo lo sabes?
Connor se encogió de hombros.
—Me lo he imaginado. Esta tarde has tenido una pesadilla.
—¿De verdad? —apenas podía creerlo—. Normalmente me despierto cuando
tengo una pesadilla.
—Y probablemente también te habría ocurrido esta vez —repuso Connor—, si
no te hubiera abrazado —su voz estaba teñida de la misma sensualidad que
suavizaba su mirada—. Tu miedo puede ser una reacción al accidente, Sarah, pero si
realmente hay algún motivo para que lo sientas, te prometo que no dejaré que nadie
te haga daño.
Aquella disposición la conmovió profundamente, pero al mismo tiempo, le
produjo ansiedad. Ya había conseguido convencerlo de que no llamara a las

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autoridades para informar de su amnesia. Tendría que recordarle nuevamente su


promesa de no intervenir.
Le preocupaba no sólo por sí misma, sino también por él. Temía que pudieran
hacerle daño. Cualquier hombre que pretendiera ayudarla podía salir herido. Lo
sabía con una certeza que la asustaba.
—Probablemente el miedo sea infundado —le aseguró con toda la convicción
de la que fue capaz—, pero preferiría esperar a recuperar algunos recuerdos, antes de
dar a conocer mi amnesia — fijó la mirada en la copa de vino—. No estoy preparada
para que aparezca de pronto un desconocido... y me reclame.
—Te reclame... —repitió Connor. Sus miradas volvieron a encontrarse—. Dios
mío, podrías estar casada.
Sarah asintió lentamente.
—Pero no llevabas alianza de matrimonio —añadió Connor.
—No, no llevaba alianza.
—Y has dicho que Annie intentó enterarse de si había alguna denuncia sobre tu
desaparición y no descubrió nada.
—Así es.
—Si estuvieras casada —razonó en voz alta—, tu marido habría informado de
tu desaparición. Y se supone que tú llevarías una alianza... —tensó la mandíbula—.
No creo que estés casada.
—Probablemente no.
Probablemente no. Connor se sentó, la miró atentamente y soltó una maldición.
Dejó su copa de vino a un lado y se volvió hacia el fuego.
—¿Estás segura de que no recuerdas nada, Sarah?
—Nada en absoluto.
Connor la miró entonces de reojo, con una repentina desconfianza.
—¿Ni siquiera a Jack?
—¿Jack?
—Dijiste ese nombre en sueños.
—¿De verdad? ¿Dije Jack? —dejó la copa de vino en la repisa de la chimenea,
mientras intentaba controlar su pulso acelerado. ¡Por fin tenía una pista! Una pista
que podía abrir la puerta a nuevos recuerdos—. Jack —repitió, buscando en su mente
algún resquicio de reconocimiento.
Pero no lo encontró.
—¿Y cómo lo dije? —preguntó, frustrada por su incapacidad para recordar—.
¿Parecía asustada, aliviada o...?
—Simplemente lo dijiste —la miró sombrío—. Has gemido, has sollozado un
poco y después has susurrado ese nombre.

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Sarah volvió a intentar ponerle un rostro a aquel nombre.


—No lo recuerdo —volvió a decir desilusionada—. Pero si he soñado con él,
¿por qué no puedo recordarlo?
Connor soltó un bufido que podría haber pasado por una risa.
—Aquí estás, intentando poner en funcionamiento tu cerebro mientras yo casi
deseo que no lo hagas. Sé que es una locura, y muy egoísta por mi parte, pero quien
quiera que sea ese Jack, no me apetece verlo ni en pintura. Te deseo, Sarah —añadió
en un ronco susurro—. Maldita sea, te deseo.
Y ella también lo deseaba.
Connor lo leyó en sus ojos y, antes de que la razón pudiera detenerlo, la besó.
Sarah abrió sus labios para él, unos labios dulces y lujuriosos, y Connor reencontró el
sabor que había estado ansiando desde su último beso.
Entregado ya a la pasión, moldeó el cuerpo de la joven contra el suyo, desde los
senos hasta los muslos, pero todavía no conseguía saciar su sed. Sus manos buscaban
cada una de sus curvas, llenándose de la exquisita suavidad de su piel.
Sarah gemía y se movía contra él de tal manera que Connor era presa de una
excitación como no la había sentido en su vida. Jamás había deseado tanto con
aquella urgencia. Nunca había besado a nadie impulsado por una necesidad como
aquélla.
Descubrió sus senos bajo la camisa, atrapados por el bañador. Impaciente, bajó
el escote y llenó sus manos de aquella sedosa perfección.
Sarah separó su boca de la suya y gimió su nombre, mientras sus pezones se
erguían en sus manos. Connor le besó la barbilla y deslizó la lengua por su cuello.
—Connor —susurró entonces Sarah—. Espera...
Connor se detuvo con el corazón palpitante. Sí, necesitaban un preservativo.
Probablemente eso era lo que Sarah quería decirle. En alguna parte podría...
—No podemos hacer esto —musitó Sarah.
Connor alzó la cabeza para buscar sus ojos, para asegurarle que podían hacerlo.
Pero la expresión de Sarah lo dejó sin habla. Habría jurado que estaba arrepentida de
lo ocurrido. Arrepentida.
—Podría estar casada.
Un dolor insoportable buscó cobijo en el pecho de Connor.
—Pero no lo estás.
—No lo sabemos.
—Entonces no lo estás.
Pestañeando para apartar las lágrimas de sus ojos, Sarah se estrechó contra él y
le dio un beso en la mejilla.
—Tengo que averiguarlo —musitó.

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Connor cerró los ojos y apoyó su frente en la de Sarah. No podía, no quería


dejarla marchar. Sarah posó las manos en las de Connor, que todavía descansaban en
sus senos.
—Lo siento. Sé que no debería haberte devuelto el beso.
Connor respiró hondo, aspirando todo el oxígeno que necesitaba, y la soltó. Se
levantó lentamente, temblando como si acabara de meter los dedos en un enchufe, se
pasó la mano por el pelo y se acercó a la ventana, frente a la que permaneció con la
mirada perdida en la oscuridad del exterior.
Poco a poco, iba recuperando la razón, y de la forma más dolorosa. Por mucho
que odiara enfrentarse a ello, Sarah había hecho bien al detenerlo. Era posible que
estuviera casada. Que estuviera casada con otro hombre del que podía estar
enamorada, aunque no fuera capaz de recordarlo. Incluso era posible que tuviera
hijos, una familia.
Su situación se complicaba cada vez más. Connor deseaba romper algo, darle
un puñetazo a la pared, gritar, vociferar.
Y, sobre todo, hacer el amor con ella.
¿Qué diablos le estaba ocurriendo? Tenía ante él la vida que siempre había
deseado. Estaba satisfecho de su éxito profesional y le agradaba vivir en Sugar Falls.
No necesitaba para nada a Sarah Flowers, si es que era aquél su verdadero nombre.
No tenía ninguna necesidad de ella.
Pero el caso era que la sentía.
Se volvió hacia ella y descubrió que se había levantado y estaba cerca de la
puerta. A Connor le dio un vuelco el corazón. Se estaba preparando para marcharse.
—Si ahora prefieres llevarme a un hotel, lo comprenderé.
—Si crees que voy a permitir que te vayas a algún lugar que no sea la
habitación de al lado —contestó con voz ronca—, es que no has comprendido nada
en absoluto —se acercó hacia ella, deseando estrecharla entre sus brazos—. ¿Cuánto
tiempo crees que te durará el dinero si te vas a un hotel?
—No mucho —admitió—. ¿Podrías considerar la posibilidad de darme un
préstamo? Te lo devolveré con intereses. Es posible que me lleve algún tiempo,
pero...
—Te daré todo el dinero que necesites —le prometió, anulando la escasa
distancia que los separaba—, pero no quiero que te quedes en un hotel —apoyó el
brazo contra la pared, muy cerca de donde ella estaba—. Quédate aquí, Sarah.
Puedes quedarte en la habitación que tengo para los invitados.
—No puedo quedarme en Sugar Falls si no tengo trabajo, y en cuanto se
empiece a extender el rumor de que Lorna me ha echado, dudo que nadie quiera
contratarme. Hoy nos ha visto juntos mucha gente, y no tengo referencias de otros
trabajos para demostrar que se puede confiar en mí. Ni siquiera tengo cartilla de la
seguridad social.

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Connor comprendió entonces por qué le daba tanto valor al trabajo que tenía en
casa de Lorna. Y se dio cuenta de lo difícil que sería para ella encontrar trabajo en
Sugar Falls. Al día siguiente, la gente que podría haberse permitido el lujo de
contratarla le cerraría todas las puertas. Como le había ocurrido a él cuando era un
adolescente...
—Conozco a alguien que podría necesitar ayuda en casa.
—¿Quién es?
—Yo.
—No, tú no necesitas a nadie.
—Mira a tu alrededor. Tengo cajas y muebles empaquetados por todas las
habitaciones. Hace tres meses que me he mudado y todavía no he tenido tiempo de
sacar todas mis cosas. Tengo un horario muy apretado —pero la verdad era que no
había sentido la necesidad de sacar nada más de lo que iba a utilizar—. No cocino
mucho, me alimento a base de embutido y comidas rápidas. Eso es suficiente para
matar a alguien. Me salvarías la vida si aceptaras trabajar para mí.
—¿De verdad quieres que me quede a trabajar aquí? —preguntó Sarah
esperanzada.
—Sí —en realidad esperaba de ella mucho más que eso.
Cuando sus miradas se encontraron, Sarah preguntó de nuevo en un susurro:
—¿Crees que será una decisión inteligente?
—No.
Sarah se sonrojó y desvió la mirada. Connor casi podía leer sus pensamientos
mientras ella daba vueltas a las alternativas que le quedaban y decidió interrumpir el
proceso haciéndola volverse hacia él.
—Jamás te presionaré a hacer nada que no quieras —le juró—. No puedo decir
que no te deseo, ni que no voy a pensar en besarte cada vez que estés cerca de mí...
—Y yo no puedo asegurarte que vaya a encontrar siempre la fuerza de voluntad
suficiente para detenerte.
Connor tomó aire, batallando contra la necesidad de volver a besarla. Tenía que
mantener la cabeza fría. No podía aprovecharse de su vulnerabilidad.
—Tendremos que averiguar quién eres. No podemos limitarnos simplemente a
esperar que algún día recuperes la memoria.
—Tengo un plan que podría ayudarme a recuperar algunos recuerdos.
—¿Qué plan?
—He pensado volver a Denver, al escenario del accidente, y dar un paseo por
allí. Quizá acuda a mi mente algún recuerdo.
—Te llevaré allí cuando decidas que estás preparada. Y si no consigues recordar
nada importante, alquilaré un detective privado. Siempre y cuando tú lo apruebes,
claro está.

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—¿Un detective privado? Eso tiene que costar una fortuna.


—Yo lo pagaré.
—Oh, Connor —enmarcó su rostro con las manos—. Ya has hecho demasiado
por mí. Me siento culpable por todo lo que te estoy haciendo. Primero te beso y luego
te obligo a apartarte... Aceptaré el trabajo que me ofreces, pero...
—¿Estás aceptando?
—Supongo que sí.
Connor sonrió. Y ella le devolvió la sonrisa.
Y aunque sabía que no debería hacerlo, Connor recibió la noticia con un enorme
abrazo. Y a ella no pareció importarle en absoluto.
—Voy a sacar tu maletín del coche —dijo Connor entusiasmado—. Puedes
quedarte en la habitación de invitados. Aunque no hay nada más que una cama y
varias cajas cerradas.
—Será perfecto. Gracias, Connor, por todo lo que estás haciendo por mí.
—Y, como médico, puedo hacer algo más.
Sarah lo miró con expresión interrogante.
—Le preguntaste a mi enfermera si podría decirte si alguna vez habías sido
madre —le apartó un mechón de pelo de la cara—. Podría hacerlo, Sarah. Podría
hacerlo y decírtelo esta misma noche.

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6
Sarah pasó una hora entera duchándose, enjabonándose y secándose el pelo sin
ninguna prisa. Cuando terminó, todavía no había decidido lo que quería que le
deparara la noche.
Connor se había ofrecido a hacerle un rápido examen para decirle si había o no
dado a luz alguna vez. De modo que pronto podría saber si era madre, si había algún
niño lamentando su ausencia en algún lugar. Aquella posibilidad le destrozaba el
corazón.

Si el resultado fuera afirmativo, iría inmediatamente a las autoridades a


informar de su amnesia. No podía abandonar a su hijo por culpa de sus temores.
Le había dicho a Connor que se lo pensaría. Pero una hora después de no haber
estado pensando en otra cosa, todavía vacilaba. Deseaba desesperadamente la
información que aquel examen podía proporcionarle, pero le costaba aceptar que
Connor le hiciera aquel tipo de examen.
Se puso la bata, una bonita bata de seda que Annie le había regalado cuando
estaba en el hospital y se dirigió al cuarto de estar con el corazón en la garganta.
Connor estaba sentado en un sillón de cuero con los viejos vaqueros que se
había puesto anteriormente y una camisa blanca sin abrochar. Su rostro parecía
esculpido en bronce a la luz de la chimenea. Tenía un aspecto fuerte, atractivo e
intensamente viril, con el codo apoyado en el brazo del sillón y la cabeza
descansando sobre el puño.
Definitivamente, no había nada en él que hiciera recordar su condición de
médico.
Las llamas siseaban mientras proyectaban sus sombras danzantes en las
paredes. El olor de la madera de roble se mezclaba con el del vino que habían dejado
sobre la repisa de la chimenea. El manto de la noche se extendía por el exterior de la
casa, arropándolos en aquel íntimo refugio.
Connor alzó la cabeza hacia ella antes de que la joven hubiera dicho una sola
palabra y dejó vagar sus ojos por su rostro, su pelo y la bata. Hizo volver su mirada
hasta sus ojos y señaló con un gesto un sillón que estaba al lado del suyo y que había
aparecido milagrosamente mientras Sarah estaba en la ducha.
Mientras se sentaba, la joven no pudo menos que fijarse en lo cerca que estaba
aquel sillón del de Connor... Cerca y situado de tal forma que lo menos que
presagiaba era una conversación confidencial.
—¿Y bien? —preguntó Connor.
Sarah sabía lo que le estaba preguntando, pero todavía no había tomado una
decisión. Y con la sensualidad que proyectaba Connor, le resultaba muy difícil
pensar en ningún tipo de análisis clínico.

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—Me encantaría saber cuanto antes toda la información que estés en


condiciones de darme —comenzó a decir nerviosa—, pero no creo que pueda
aceptar... tu amable oferta.
—¿Por qué no? —preguntó Connor sin disimular su desconcierto.
Un delicado rubor tiñó las mejillas de Sarah. Estando tan cerca de Connor le
resultaba mucho más difícil expresar su reticencia con palabras.
—Sería demasiado embarazoso —musitó—. Sé que eres médico, y estoy segura
de que muy bueno —balbuceó, mirando a todas partes, menos a él—. Y
probablemente has examinado a millones de mujeres...
—Tanto como millones...
—Las que sean. Pero siento que nuestra relación es demasiado personal. Y un
examen médico sería... demasiado profesional.
—Un examen de ese tipo no implica nada más que una mirada, Sarah.
—¿Una mirada? —tragó saliva y se arriesgó a mirarlo de reojo—. ¿Una mirada
a qué?
—A diferentes partes del cuerpo. En primer lugar buscaremos las señales más
obvias, como una posible cicatriz de una cesárea.
—No tengo nada de eso, ya lo he mirado.
—Después examinaría el perineo.
Sarah no estaba segura de lo que quería decir exactamente, pero, por supuesto,
tenía una vaga idea de la zona por la que se encontraba.
—El lugar por el que los bebés vienen al mundo —le explicó Connor
delicadamente.
La vergüenza de Sarah iba en aumento, pero aun así preguntó en un susurro:
—¿Y sabrías así si he tenido alguno?
—De forma prácticamente infalible. Sarah lo miró angustiada.
—No. No puedo. Sé que no lo comprenderás, pero...
—Claro que lo comprendo. Te sientes incómoda porque estaríamos pasando
por encima de la progresión natural entre un hombre y una mujer. Porque eso es lo
que somos, un hombre y una mujer, no un médico y una paciente. ¿Y sabes una cosa?
—se inclinó hacia ella, como si fuera a decirle un secreto—. Así es como quiero que
sea.
La intensidad de su mirada la hechizaba de tal manera que no fue capaz de
responder.
—Cuando te miro —continuó diciendo Connor—, no soy capaz de ver un
ejemplar de la especie humana. Te veo a ti, a la mujer que deseo. No hay nada
profesional en ello. Es algo totalmente personal. Muy, muy personal —susurró contra
su boca—. Cuando te miro, Sarah, o te toco, me excito. Y no fingiré que es de otra
manera.

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Sarah dejó caer los párpados ante la ola de sensualidad que la empapaba. Le
resultaba imposible pensar en medio de aquella urdimbre de susurros y caricias.
—¿Entonces estás de acuerdo conmigo en que no deberíamos hacer el examen?
Connor deslizó las manos por sus muslos, las posó en sus caderas y le hizo
inclinarse hacia adelante, de manera que sus rodillas quedaran atrapadas entre las
suyas.
—Estoy diciendo —susurró al lado de su boca—, que deberíamos hacer algo
mucho más personal. Ven a la cama conmigo, Sarah. Déjame abrazarte, acariciarte. Y,
en algún momento, si las cosas siguen su progresión natural, ya no tendrás ningún
reparo en nada de lo que podamos hacer, ni en que mire determinadas zonas de tu
cuerpo.
Sarah deseaba terriblemente lo que Connor le estaba sugiriendo, Pero no le
había resultado nada fácil detenerlo la vez anterior, cuando se estaban besando, y no
quería tener que hacerlo otra vez.
—¿La natural progresión de las cosas no nos llevaría a hacer el amor?
—No tiene por qué.
—Hasta que no me entere de si estoy casada o no, no puedo hacerlo.
Sarah sintió que Connor tensaba los músculos de las piernas, pero ni en su
mirada ni en su voz se advertía ningún cambio.
—¿Qué te hace pensar que estás casada? No hay nada que lo indique.
—No hay nada que indique absolutamente nada sobre mi pasado.
—¿Pero tienes la sensación de estar casada?
—No. Hasta me resulta extraño pensar en el matrimonio. O en hacer el amor.
Lo que estábamos haciendo antes en la alfombra... el modo en el que me estabas
besando y tocando, y lo que me hacías sentir... —se interrumpió, intentando
encontrar las palabras adecuadas—. No creo que jamás haya sentido nada parecido.
El pecho de Connor se expandió bajo la camisa, como si hubiera estado
conteniendo la respiración y hubiera respirado aliviado al oír aquella respuesta.
—¿De qué tienes miedo, Sarah? —le preguntó.
—Tengo miedo de enamorarme de ti.
Un velo misterioso oscureció la mirada de Connor.
—Yo estoy corriendo el mismo riesgo que tú —confesó—. Y si crees que
podemos salvarnos al no hacer el amor —susurró—, entonces también yo estoy de
acuerdo en que no lo hagamos.
Los músculos de la garganta de Sarah se contrajeron mientras se obligaba a
asentir.
—En ese caso, me limitaré a hacer una exploración —le explicó Connor.
—¿Exploración?

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—Nos tomaremos el tiempo que haga falta, para que los dos nos sintamos
cómodos. Y durante el proceso, averiguaremos todo lo que podamos sobre ti.
Sarah sintió que se duplicaba el ritmo de los latidos de su corazón.
Connor le tomó la mano y la ayudó a levantarse. El silencio que poblaba la casa
parecía zumbar en los oídos de la joven mientras Connor la conducía a su
dormitorio. Una vez allí, Connor se detuvo al lado de su enorme cama y se volvió
hacia Sarah.
—No necesitas esto —susurró. Y Sarah no le contradijo mientras le desataba el
cinturón de la bata y la deslizaba sobre sus hombros—. Y yo tampoco necesito la
camisa —se la quitó rápidamente y la dejó caer al lado de la bata—. Y tampoco los
vaqueros —empezó a desabrochárselos, pero de pronto se detuvo para mirarla a los
ojos—. ¿O sí?
—Yo... supongo que no.
Se los quitó rápidamente y se colocó frente a ella, llevando encima únicamente
unos minúsculos calzoncillos que a duras penas ocultaban su erección.
—¿Estás seguro de que esto no será injusto para ti? —consiguió susurrar
Sarah—. Quiero decir... bueno, cuando nos detengamos.
Connor se acercó todavía más a ella.
—Si te refieres a mí... reacción, se ha convertido en un problema crónico desde
que te conocí. No pienses mucho en ello.
Sarah se sentó al borde de la cama, con las rodillas temblorosas y el corazón
latiéndole de forma errática. Apenas era capaz de pensar en «ello»». De hecho, se
descubría a sí misma deseando tocarlo, deseando acariciarlo...
—Estás asustada —susurró Connor.
—No. Sólo un poco nerviosa, quizá.
Connor se sentó a su lado en la cama.
—¿Nerviosa por lo que podamos averiguar? —quiso saber—. ¿O por lo que
vamos a hacer?
—Por las dos cosas —sintió que sus pezones se oscurecían bajo la seda del
camisón, reaccionando al ardor de la mirada de Connor.
—No tienes por qué ponerte nerviosa, Sarah —oírlo pronunciar su nombre la
conmovió como la más íntima de las caricias—. Lo único que quiero es que nos
sintamos cómodos el uno con el otro.
Cómodos. No era esa la mejor palabra para definir su estado de ánimo, se dijo
Sarah, y por lo que ella podía advertir, tampoco el de Connor.
—Si queremos seguir la progresión natural que suele darse entre un hombre y
una mujer cuando se gustan —continuó diciendo con voz ronca—, lo primero que
tenemos que hacer es mirarnos a los ojos. Le hizo volver el rostro hacia ella y se
quedaron mirándose fijamente, en un profundo silencio—. Es algo muy agradable,
¿no crees?

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—Sí, si lo creo —contestó Sarah con una sonrisa.


—Y ahora podríamos hablar, como hemos hecho bastante a menudo.
—Sí, podríamos hablar.
—Y después nos tocaríamos —le informó suavemente—, de una forma muy
natural. Como... ésta... —le tomó la mano y entrelazó los dedos entre los suyos—. O
ésta... —deslizó el brazo por sus hombros y la acurrucó contra él—. Esto no te
molesta, ¿verdad?
Sarah negó con la cabeza, completamente embriagada ya por su fuerza, su
aroma y su devastadora proximidad.
—Después, cuando nos sintiéramos un poco más aventureros, te besaría la
mano si me lo permitieras. ¿Crees que me lo permitirías?
Claro que sí, le permitiría prácticamente cualquier cosa.
Connor se llevó la mano de Sarah a los labios y la besó con extrema delicadeza.
—Tienes una piel tan suave —rozó sus nudillos con los labios, desencadenando
una agradable sensación que se extendió por todo su brazo—. Estaba deseando sentir
tu sabor, Sarah.
Sarah se quedó sin aliento al sentirlo deslizar la punta de la lengua por la palma
de su mano. Connor cerró los ojos y fue deslizando sus labios por cada uno de sus
dedos, saboreándolos al mismo tiempo con la lengua, provocándole a Sarah
sensaciones intensamente placenteras. Cuando Connor llegó al dedo meñique, lo
deslizó completo al interior de su boca. El calor que bañaba el cuerpo de Sarah se
intensificó en el interior de su vientre. Connor alzó el rostro hacia ella. Su mirada
vibraba con un deseo apenas contenido.
—Estoy un poco confundido sobre lo que podría ocurrir a continuación —
susurró con voz ronca—, pero yo diría que me convendría comenzar a atacar tu
brazo.
Sarah lo observó en silencio. El corazón parecía estar a punto de salírsele del
pecho mientras Connor trazaba un camino de besos desde su muñeca hasta las zonas
más sensibles del brazo, que mordisqueaba y lamía con deleite.
Sarah contuvo la respiración, cerró los ojos y dejó que de su garganta escapara
un complacido ronroneo. Si alguna vez a lo largo de su vida hubiera sentido algo tan
placentero, estaba segura de que no habría podido olvidarlo. Entregada a aquellas
novedosas sensaciones, se dejó caer contra la almohada, mientras Connor acercaba
los labios a su hombro y la sorprendía lamiendo los rincones que lo aproximaban a
su seno.
Sarah gimió, extasiada por aquellas eróticas cosquillas mientras Connor le
acariciaba el cuello con la barbilla, desencadenando una cascada de suaves risas.
—Dilo otra vez —susurró Connor contra su oído.
—¿Qué...?
Connor miró deseoso su boca.

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—Di «aahh»».
Y cuando Sarah repitió aquel sensual suspiro, Connor deslizó la lengua al
interior de su boca, moviendo lentamente la cabeza. Con cada uno de sus gestos
parecía crecer la sensibilidad de la piel de Sarah que, entregada ya por completo al
deseo, enmarcó su rostro con las manos para invitarlo a profundizar su beso.
Sus lenguas se enredaron en un beso de fuego. Las manos de Connor se
apropiaban de cada una de las curvas del cuerpo de Sarah, hambriento y ansioso por
sentir hasta el último centímetro de su piel.
Tras saborear aquella piel de seda, deslizó lentamente los tirantes del camisón
para deleitarse con la vista de los senos desnudos de Sarah. Llenó sus manos de
aquella cremosa suavidad, acariciando los pezones con los pulgares hasta hacerlos
erguirse orgullosos contra sus dedos.
Sarah gimió contra su boca, arqueando al mismo tiempo su cuerpo.
Connor interrumpió enfebrecido su beso y se inclinó sobre sus senos para
apoderarse con la boca de los montículos rosados que los encumbraban.
Sarah se deshacía en susurros y gemidos, aferrada con fuerza a la espalda de
Connor. Desgarrado por la pasión, Connor le quitó el camisón por completo para
consumir con la mirada la belleza que él mismo había revelado.
Dejó que sus manos vagaran libremente por aquel cuerpo desnudo, desnudo y
perfecto, sintiendo cómo se avivaba la hoguera que lo abrasaba cuando Sarah se
arqueó nuevamente contra él, buscando sus caricias. Connor siguió con la boca el
camino abierto por sus manos hasta encontrar el dulce montículo de su vientre.
Sarah había cerrado los ojos, advirtió. Y tenía los labios entreabiertos. Sus senos
se elevaban y descendían al agitado ritmo de su respiración. Connor no había visto
nada más excitante en toda su vida. O por lo menos nada que lo hubiera afectado
más.
Con manos temblorosas, se deshizo de las bragas de encaje y se abrió camino a
través de los rizos que cubrían el vientre de Sarah.
La respiración de Sarah era ya un descontrolado jadeo. Enardecido por su
respuesta, Connor capturó aquellas caderas que lo estaban volviendo loco con sus
movimientos y se colocó sobre Sarah, dispuesto a hundirse en su interior.
Estaba perdiendo el control. Se había olvidado ya por completo del objetivo de
su misión... Se había olvidado de todo lo que no fuera la imparable urgencia de hacer
el amor con ella.
Pero no podía hacerlo. Le había prometido que se detendría.
Cerrando los ojos en un dolorosísimo intento de controlar su deseo, presionó su
rostro contra el vientre de Sarah.
Excitado todavía más por su penetrante aroma, luchó contra la necesidad de
hundir los dedos en su interior.

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—Sarah —susurró, asustado por su falta de control—. Tenemos que detenernos.


Creo que nos hemos saltado algunos pasos de... Bueno, la progresión natural.
—A mí todo me está pareciendo muy natural —respondió Sarah con voz
trémula.
Connor apretó los dientes hasta que le dolieron. Podía hacer el amor con ella, lo
sabía. La respuesta de Sarah era demasiado ardiente para resistirse durante mucho
tiempo; estaba demasiado excitada.
«¿Pero la natural progresión de las cosas no es terminar haciendo el amor?», le
había preguntado Sarah, añadiendo que hasta que no supiera si estaba casada no
sabría si podía hacerlo.
Connor maldijo suavemente. Él no se había propuesto seducirla. Lo único que
pretendía era conseguir la información que Sarah deseaba, un asunto relativamente
sencillo. Pero en todo momento había habido una motivación inconsciente que no se
le reveló hasta ese momento: hacerla llegar a las más altas cumbres del sexo para que
los temores de Sarah terminaran haciéndose realidad. Para que se enamorara
perdidamente de él. Era una locura pensar que mediante el sexo podría hacerle
enamorarse, pero la propia Sarah parecía creerlo posible. Y también era una locura
desear que se enamorara de él, pero así era.
Y Connor no era un hombre al que le resultara fácil desviarse de los objetivos
que se proponía. Sintiendo el latido de la sangre en las sienes y la angustiosa llamada
del sexo en su miembro, con una impaciencia que no se sentía ya capaz de doblegar,
se aferró a las piernas de Sarah para separarlas. Un gemido casi gutural vibró en su
garganta mientras se inclinaba sobre ella, dispuesto a dar rienda suelta a su placer.
Sarah jadeó al sentir la humedad de la lengua de Connor sobre una de las zonas
más sensibles de su cuerpo. La intimidad de lo que estaba haciendo la sorprendía, y
pensaba que debía detenerlo.
Realmente, debería detenerlo.
Pero Connor tenía los ojos cerrados en tan intensa concentración... Su lengua se
deslizaba por los más escondidos rincones, despertando al placer cada una de las
terminaciones nerviosas de la joven.
De la garganta de Sarah escapó un regocijado sollozo.
Connor gimió y hundió su lengua más profundamente, saboreando lo que
Sarah le ofrecía en profundidad. La joven gritó y cerró los ojos, perdida en el
torbellino de sensaciones que giraban en su interior. Y cuando pensaba ya que no iba
a poder seguir soportando aquella dulce tortura, Connor hundió un dedo en su
interior.
El jadeo de Sarah se confundió con el suave gruñido de Connor mientras la
primera sentía la primera sacudida de un orgasmo; una espumosa ola que recorría de
pies a cabeza su cuerpo.
Connor mantuvo el dedo en su interior mientras ella se tensaba, atrapándolo en
sus muslos. Permanecieron así durante una eternidad, hasta que Connor decidió

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apartar lentamente su dedo. Bastó aquel movimiento para que Sarah volviera a
estremecerse.
Connor la atrapó entonces en un cariñoso abrazo, mientras ella temblaba,
jadeaba y se acurrucaba contra él, asombrada por los sentimientos que Connor había
invocado.
—Sarah —susurró éste con voz trémula. Parecía estar tan conmovido como
ella—. Eres virgen.
Aquella novedosa información tardó algunos segundos en penetrar el estado
post-orgásmico de Sarah.
—Virgen —repitió Connor.
A Sarah no la sorprendió tanto la idea como parecía sorprenderlo a él. Pero sí
las consecuencias que de ella podían derivarse.
—¿Estás seguro? —susurró, casi temiendo creerlo.
—Completamente —contestó Connor sin hacer ningún esfuerzo para disimular
su alivio—. No estás casada, Sarah. No puedes estar casada.
—No estoy casada —repitió Sarah, en el tono del que hacía un importante
descubrimiento.
—Y, por supuesto, nunca has tenido un hijo. Nunca has hecho... —se le cerró la
garganta, y se obligó a tomar aire. La deseaba de tal manera que no estaba seguro de
ser capaz siquiera de respirar.
Una inmensa alegría iluminó los ojos de Sarah y curvó sus labios en una
sonrisa. Connor, incapaz de contenerse, besó delicadamente su boca.
—¿Todavía soy virgen? ¿Incluso después de lo que hemos hecho?
—Completamente.
—¿Pero cómo...? ¿No habremos roto el himen?
Connor buscó la forma de explicárselo.
—La verdad es que no he ido muy lejos...
—A mí me ha parecido que sí —contestó la joven sonrojada.
—Sólo ha sido un dedo —respondió Connor con la voz entrecortada y su sexo
todavía palpitante de deseo—. Pero es posible que te haya parecido más porque
estabas muy cerrada.
Sarah recorrió su rostro con la mirada, para fijarla al final en sus ojos con
lánguida sensualidad.
—Sigue con algo más.
Connor sintió que una llamarada de fuego se apoderaba de su cerebro.
—¿Quieres más?
Sarah deslizó la mano por su pelo.

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—Continúa —susurró con un meloso susurro—, con todo lo que puedas.


Connor no esperó otra invitación. Ni siquiera se detuvo para preguntarle si
estaba segura. Se apoderó de su boca con un tórrido beso, expresando con aquel
gesto toda la emoción que lo invadía antes de hundirse lenta e irrevocablemente en
ella.

Cuando Connor se despertó, no encontró a Sarah en su cama, cosa que lo


sorprendió y desilusionó al mismo tiempo. Se habían quedado dormidos uno en
brazos del otro la noche anterior, exhaustos.
Connor jamás había hecho el amor como aquella noche. Todavía estaba
admirado por lo ocurrido. Cuando por fin se había hundido en ella, un torrente de
emociones lo había transportado a una dimensión que estaba más allá de la razón o
el placer.
¿Se habría debido aquella respuesta al hecho de que Sarah fuera virgen? Estaba
seguro de que al menos algo había tenido que ver con ello. Jamás había alcanzado un
clímax con la fuerza que en aquella ocasión. Había explotado de una forma
sorprendente, incapaz de contener los violentos espasmos que su cuerpo liberaba.
A continuación, la había abrazado con fuerza, sintiendo en su corazón, en cada
uno de sus huesos, que después de lo ocurrido Sarah le pertenecía.
Un sentimiento que poco a poco había ido desapareciendo, por supuesto. Que
hubiera sido el primer hombre que había hecho el amor con Sarah no le daba ningún
derecho sobre ella.
A menos que Sarah se hubiera enamorado de él.
Sacudió la cabeza ante aquel ridículo pensamiento. Sabía que el sexo por sí solo
no era ninguna garantía para una relación.
Además, ¿por qué se habría levantado Sarah de la cama?
Miró el reloj y advirtió que eran solo las siete. Tenían todo el día por delante. Y
lo que de momento le apetecía era que Sarah volviera a la cama y demostrarle lo
maravilloso que sería hacer el amor sin tener que enfrentarse a ningún tipo de dolor
físico. O al menos no tanto dolor. Porque posiblemente, Sarah iba a estar dolorida
durante todo el día.
—Soy un bárbaro —se regañó mientras se levantaba de la cama y se ponía la
bata para ir a buscarla.
Cuando llegó al pasillo, oyó correr el agua de la ducha. La ducha de la
habitación de invitados, no la del dormitorio principal.
Pero no había nada de raro en ello. Sarah se había duchado y cambiado de ropa
en aquel baño la noche anterior...
Decidido a conservar el optimismo, se dirigió a la cocina y preparó café. Al
poco tiempo dejó de oír la ducha. No oyó sin embargo que se abriera la puerta del
baño, ni siquiera al cabo de unos minutos. Se tomó una taza de café, hojeó el

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periódico del domingo, se dio una ducha rápida y se afeitó. Pero antes de vestirse
para enfrentarse a un nuevo día, volvió a ponerse la bata y se asomó al pasillo, para
ver si Sarah había salido ya del baño.
Era evidente que sí. El baño estaba abierto y vacío y la que estaba cerrada era la
puerta de la habitación de invitados.
Inmediatamente se acercó y llamó.
—Sarah, ¿estás bien?
—Sí, estoy perfectamente.
—¿Estás segura?
—Claro que estoy segura.
—¿Y te importaría abrirme la puerta?
Pasó un buen rato antes de que lo hiciera. Y cuando la abrió, permaneció con la
mano en el pomo, como si pensara cerrarla de nuevo. Sarah iba vestida con unos
vaqueros y una camiseta tan ancha que dejaba parte de uno de sus hombros al
desnudo. Se había recogido la melena en una cola de caballo y el brillo de sus ojos
grises aparecía apagado por una sombra de prevención.
—¿Sí? —preguntó Sarah.
Connor se apoyó contra el marco de la puerta y la miró. Sarah tenía un aspecto
juvenil, inocente y hermoso. Le bastó posar en ella sus ojos para que el deseo volviera
a invadir sus entrañas. Pero su aire distante lanzaba una clara señal: no le iba a
resultar más fácil tocarla que cuando eran unos perfectos desconocidos.
—Yo... he hecho café —musitó, sintiéndose como si acabaran de darle una
patada en el estómago—. Descafeinado, para recompensar la dosis extra de cafeína
que tomaste ayer.
—Oh —un delicado rubor coloreó sus mejillas—. Gracias, pero supongo que
debería haberlo hecho yo. Es mi primer día de trabajo y ni siquiera se me ha ocurrido
preparar el desayuno.
—Oh, el trabajo... —frunció el ceño—. Sarah, yo...
En ese momento, sonó el timbre.
Ambos miraron sorprendidos hacia la puerta principal. Antes de que Connor
pudiera empezar a imaginarse quién podría haberse presentado en su casa a tan
temprana hora del domingo, Sarah pasó por delante de él y se metió en la cocina. Sin
haber resuelto todavía la terrible duda de si Sarah se habría arrepentido de hacer el
amor con él, Connor se acercó a abrir a puerta.
—¡Connor, buenos días!
—Mimsey —afortunadamente, consiguió ahogar el gemido de disgusto que
estuvo a punto de salir de su garganta.

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No tenía tiempo en ese momento para tratar con Mimsey. Ya le resultaba


suficientemente difícil intentar esquivar en la oficina las atenciones personales que
continuamente le prodigaba como para tener que soportarla en su casa.
—Traigo una quiche de queso y jamón —alzó la fuente que llevaba en las
manos, por si Connor todavía no había reparado en ella—. He pensado que te
vendría bien un buen desayuno después de la dura noche que has debido de pasar —
frunció los labios en un simpático puchero, le tendió la fuente de cristal y cruzó la
puerta sin esperar invitación.
Connor se la quedó mirando sin pestañear: ¿la dura noche que había pasado?
Mimsey dirigió una provocativa mirada hacia su pecho, parcialmente visible
bajo la bata, y descendió hasta sus pies desnudos.
—Espero no haberte despertado, Connor. Lorna me ha dicho esta mañana que
tuviste que atender un caso urgente anoche. Me preocupé tanto al no veros aparecer
por el baile... Lorna ha sufrido una gran desilusión, pero, por supuesto, yo
comprendo perfectamente las exigencias del trabajo de un médico —pasó al cuarto
de estar—. ¿Se trataba de uno de nuestros pacientes habituales?
—Bueno... no precisamente.
—Espero que no se tratara de nada serio —comentó, arqueando una ceja con
curiosidad.
—Mimsey —le tendió de nuevo la fuente—, aprecio tu preocupación, pero ya
he desayunado y no...
—La dejaremos para la comida entonces —se encogió graciosamente de
hombros, alzando al hacerlo los prominentes senos que ocultaba tras un minúsculo
top floreado—. Lo meteré en el frigorífico, para que nos lo comamos más tarde.
—Preferiría que te fueras, Mimsey. Tengo muchas cosas que hacer.
—Pero si hoy es domingo. Deberías tomarte al menos un día libre... —pero al
mirar hacia la chimenea, se interrumpió bruscamente.
Connor siguió el curso de su mirada y descubrió las dos copas de vino que
habían dejado la noche pasada sobre la repisa. El bolso y las sandalias de Sarah
estaban a escasa distancia de ellas.
Un intenso rubor coloreó el bronceado perfecto de Mimsey. Lentamente, se
volvió hacia Connor con una falsa sonrisa.
—Bueno, ya que estás tan ocupado... supongo que será mejor que siga mi
camino. Probablemente necesites descansar después de tu urgencia de anoche.
Connor esbozó una tensa sonrisa mientras le tendía nuevamente la fuente.
En aquella ocasión, Mimsey la aceptó.

Mientras Connor recibía a su invitada en el cuarto de estar, Sarah batía huevos


en la cocina, para preparar unas galletas de mantequilla. Por el rápido vistazo que les
había echado a Connor y a su visitante, sabía que Mimsey había llevado el desayuno.

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Lo cual quería decir que no tendría por qué hacer galletas. Pero tenía que
mantenerse ocupada si no quería terminar haciendo el ridículo. Era muy posible que
Mimsey terminara quedándose a compartir la quiche que había llevado con Connor.
Pero aquello no podía ser. No, no debía. No tenía ningún derecho a sentirse
molesta por una aparición como aquélla.
Hacer el amor con Connor había sido un error. Lo había sabido en cuanto había
abierto los ojos aquella mañana y se había descubierto acurrucada contra su cuerpo
desnudo. Había deseado entonces permanecer allí eternamente, refugiada entre sus
brazos, piel contra piel, y maravillosamente saciada tras una noche de amor.
Segundos después, había deseado mucho más que eso. Había deseado despertarlo
con un beso y volver a hacer el amor una y otra vez.
Pero al contemplar su rostro dormido había sentido una ternura tan
sobrecogedora, que apenas se había atrevido a respirar.
Había comprendido lo fácil que le resultaría enamorarse de él.
Y no podía permitírselo. El miedo que la amenazaba escondido tras la espesa
niebla que ocultaba sus recuerdos era la más convincente de las advertencias. Sabía
que podría hacer sufrir a Connor, que su amor suponía para él un riesgo físico. No
estaba segura de por qué, pero estaba segura de que ocurriría. Y tenía que marcharse
antes de que así fuera.
Y ni siquiera podía hablarle de su miedo porque sabía que entonces Connor
jamás la dejaría marcharse. Su instinto protector lo conduciría a involucrarse todavía
más en sus problemas.
¿Pero qué ocurriría si el peligro no era real?, le preguntaba una vocecilla
interior. Quizá fuera realmente un síntoma del accidente. Pero cuanto más deseaba
creer en aquella posibilidad, más dificultades tenía para hacerlo.
Tenía que dejar de pensar en ello, se dijo mientras sacaba una fuente del
armario para meterla en el horno. Incluso sin contar con aquel miedo innombrable
que la acechaba, hacer el amor con Connor sólo le serviría para multiplicar sus
complicaciones.
Al advertir que el murmullo de voces procedente del salón había cesado, se
volvió hacia la puerta y estuvo a punto de dejar caer la bandeja.
Connor estaba reclinado contra el mostrador de la cocina, con las manos en los
bolsillos de la bata y mirándola fijamente con expresión muy seria.
—Estoy haciendo unas galletas para después de la quiche —consiguió decir la
joven.
—No hay ninguna quiche. Se la ha llevado Mimsey.
Sarah se obligó a concentrase de nuevo en la bandeja. El alivio que sintió sólo
era un indicativo de lo profundos que eran ya sus sentimientos hacia Connor.
—¿Te apetece que haga unas salchichas con...?
—Sarah —la interrumpió Connor—, ¿te arrepientes de lo que ocurrió anoche?

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Sarah sentía el corazón en la garganta. ¿Cómo podía contestar sinceramente una


pregunta así? Atesoraría lo que había ocurrido aquella noche durante toda su vida,
pero sí, al mismo tiempo se arrepentía profundamente de lo ocurrido.
—No, no, por supuesto que no —mintió, volviéndose hacia él con una sonrisa.
Una sonrisa que se desvaneció ante la presión de su mirada.
—¿Debería haberme detenido?
—¡No seas tonto! Yo misma te pedí que continuaras. Prácticamente te lo
supliqué. Aunque me arrepintiera, no podría culparte a ti de lo ocurrido.
Connor cerró los ojos y volvió a abrirlos lentamente.
—Entonces tú crees que hay motivos para sentirse culpable.
—Oh, Connor, no era eso lo que quería decir —dejó la cuchara sobre la bandeja
y se aventuró a dar un paso hacia él, deseando poder aliviar las dudas que adivinaba
en su rostro—. Lo de anoche fue maravilloso, increíblemente maravilloso. Supongo
que tú ya sabes lo mucho que... que me gustó.
Los ojos de Connor eran un océano de sentimientos insondables.
—¿Pero?
Sarah forzó una sonrisa.
—Pero nada. Me diste una información extremadamente importante sobre mí
misma, algo que siempre te agradeceré. Y, por supuesto, pasé un rato magnífico.
—Un rato magnífico —repitió Connor—. Ven aquí. Y bésame.
La sonrisa de Sarah fue desapareciendo lentamente de su rostro mientras
continuaba mirándolo con doloroso desconcierto. Un beso podía representar un serio
peligro para su corazón.
Connor le tomó las manos y la empujó hacia él mientras se sentaba en el borde
de uno de los taburetes que había al lado de la encimera.
—Dime lo que va mal, Sarah —le pidió, mientras le rodeaba la cintura con el
brazo para impedir que se escapara.
—Hacer el amor contigo ha complicado la situación —confesó Sarah, incapaz
de resistirse a su mirada.
—¿Qué cosas?
—Mi situación en la casa en primer lugar. Acepté trabajar para ti, y tú estuviste
de acuerdo en darme alojamiento y comida a cambio —se interrumpió, intentando
poner orden al caos de sus pensamientos—. No sería justo que ninguno de los dos
esperáramos algo más que eso.
Connor frunció el ceño.
—¿Estás preocupada porque temes que considere que parte de tu trabajo
consiste en acostarte conmigo?

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Sarah se sonrojó, odiándolo por pensar que era capaz de acusarlo de algo tan
bajo.
—¡No como parte de mi trabajo! Pero nuestra relación sexual complica nuestra
relación laboral, teniendo en cuenta sobre todo que tendríamos que vivir juntos. Mira
por ejemplo lo que ha pasado con Mimsey —señaló—. No tenías por qué pedirle que
se fuera, pero entiendo la razón por la que lo has hecho. No se habría sentido cómoda
estando yo aquí, especialmente si se hubiera enterado de que entre nosotros había
algo más que una relación de trabajo.
—Yo no quería que Mimsey se quedara, y nuestra relación no es asunto suyo.
Sarah no pudo evitar sentirse aliviada, lo cual servía únicamente para aumentar
su propio desconcierto.
—Quizá ahora no te apetecía que se quedara —argumentó—, pero es posible
que pudiera apetecerte alguna vez. ¿Y crees que te sentirías cómodo trayendo a
alguien a casa estando yo aquí?
—¿A una mujer, quieres decir?
—Sí, a una mujer. Tienes derecho a traer a tu casa a quien te apetezca.
—¿Estás diciéndome que no te molestaría?
Le destrozaría el corazón, comprendió Sarah con repentina claridad. Y se quedó
completamente helada. No podía esperar de Connor atención en exclusiva.
—Como ama de llaves —dijo, batallando consigo misma para no perder la
firmeza de su voz—, no tendría ningún derecho a opinar sobre el tema. No tengo
ningún derecho a inmiscuirme en tu vida privada.
—¿Y crees que te sentirías mejor si te dijera que pienso traer a una mujer a casa
una vez por semana? O quizá dos. Diablos, ¿y por qué conformarse con una sola
mujer? He crecido rodeado de personas que creían en el amor libre y en las
relaciones abiertas. ¿Es eso lo que me estás diciendo que quieres?
—No —estaba estremecida, horrorizada y muy cerca de las lágrimas.
—Estupendo. Porque no quiero que estés de acuerdo en que traiga otras
mujeres a casa. Y puedes estar segura de que no me haría ninguna gracia que trajeras
a otros hombres. No soy un hombre que se tome este tipo de relaciones a la ligera,
Sarah, y teniendo en cuenta lo que descubrimos anoche, creo que tú tampoco.
—No —susurró Sarah—. Y ése es el problema. Mientras esté viviendo aquí,
tener relaciones sexuales contigo sólo servirá para difuminar las líneas de lo que
razonablemente puedo esperar de nuestra relación. Complicaría las cosas.
—Las cosas se complicaron desde el momento en que te conocí.
El calor de sus palabras encontró respuesta en el interior de Sarah. Pero no
podía sucumbir a aquel calor. No podía permitir que sus preocupaciones se
disolvieran en ese fuego.
—Es como lo que me dijiste la otra noche —insistió—. Si siguiéramos la
progresión natural que seguirían un hombre y una mujer, yo me habría ido a mi casa

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esta mañana y tú habrías seguido viviendo tu vida. Si te hubiera apetecido llamarme


para salir otro día, lo habrías hecho. Pero resulta que estoy viviendo contigo. Me
parece que esto se desvía bastante del ritmo habitual de este tipo de cosas.
Connor la estrechó firmemente contra él.
—A mí me parece completamente normal.
Sarah contuvo la respiración. Porque en su corazón, ella también estaba de
acuerdo.
—Sarah —deslizó la mano por su pelo y le hizo inclinar el rostro hacia él—.
Sólo te deseo a ti —confesó con un fervoroso susurro—. Si no quieres acostarte
conmigo, no tienes por qué hacerlo. Seré capaz de enfrentarme a ello. Pero, por favor
—cerró los ojos y rozó sus labios entreabiertos—, por favor, no te alejes de mí.
Sarah no podía ignorar aquella súplica. Y la respondió con un apasionado beso.
Connor sabía a café y a pasta de dientes. Olía a sándalo, y tocarlo era estar en la
gloria.
Con un angustiado gemido, Sarah se separó de él. Cuando estaba con Connor,
no podía confiar en sí misma. Le bastaba un beso para desear muchos más.
—Si no quieres que me aleje de ti —le advirtió alarmada—, no puedes besarme
así.
—De acuerdo, Sarah. No te besaré... —se interrumpió y apareció en su mirada
un brillo perturbador— así.
Con el corazón a punto de salírsele del pecho, Sarah se volvió y metió la
bandeja en el horno, decidida a ignorar las caóticas reacciones provocadas por
Connor.
—Iré a vestirme —musitó el médico, observándola mientras ajustaba la
temperatura del horno—. Y después de desayunar, iremos de exploración.
—Exploración —Sarah se volvió alarmada hacia él.
Aquella palabra bastaba para evocar el calor de la noche anterior.
—Sí, daremos un paseo por la falda de la montaña que llega hasta mi jardín —le
aclaró suavemente, sonriendo como si le hubiera leído el pensamiento.

Tras haberse vestido con el atuendo más adecuado para dar un paseo a caballo:
camisa, vaqueros, botas y sombrero, Connor se dirigió con Sarah al establo.
Ella se había puesto también unas botas y un sombrero que Connor tenía de
reserva para posibles invitados y se había metido la camiseta por la estrecha cintura
de sus vaqueros, mostrando sus tentadoras curvas de tal modo que Connor casi tenía
que agarrase la mano para no acariciarla.
Forzándose a desviar la mirada de aquel foco de tentación, preguntó
distraídamente.
—¿Sabes montar?

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—Pues la verdad es que no lo sé.


Connor se habría abofeteado al advertir la tristeza de la mirada de Sarah. Claro
que no lo sabía. Le había dicho ya varias veces que no era capaz de recordar nada
sobre su pasado.
—Puedes montarte conmigo —le dijo Connor mientras se acercaban al
establo—. O si lo prefieres, podemos ir a remar al lago. ¿Qué te apetece más?
—La verdad es que ambas cosas serán experiencias completamente nuevas para
mí.
Connor abrió la puerta del establo y la invitó a entrar en su interior. Los recibió
una bocanada de olor a caballo y a heno y la primera reacción de Sarah no fue
precisamente prometedora. Se detuvo justo en la puerta del establo y se quedó
mirando en silencio a los dos caballos.
—Esta es Wind Dancer —le explicó Connor, palmeando el cuello de uno de
ellos—. Y este Vikingo, el que montaremos hoy.
Sarah no contestó, ni siquiera se movió y Connor se preguntó si estaría
asustada.
—Puedes sentarte en ese taburete mientras lo preparo —le aconsejó—. Como
vamos a montar juntos, lo más cómodo será que lo hagamos sin silla.
Sarah musitó algo que Connor no llegó a entender y, cuando se volvió hacia
ella, la descubrió al lado de Wind Dancer, acariciándole la cabeza.
—Eres una yegua preciosa —musitaba—. Y te encanta que te acaricien,
¿verdad?
La sorpresa y la alegría dejaron a Connor sin habla. A Sarah no le daban ningún
miedo los caballos, y a juzgar por la expresión de la yegua, sabía cómo tratarlos.
La sorpresa siguiente llegó cuando sacó a Vikingo del establo.
—¿Estás preparada para intentarlo?
Los ojos de Sarah brillaron con chispas de anticipación.
—De acuerdo.
Y antes de que Connor tuviera tiempo de ayudarla a montar, Sarah subió sobre
su montura, apoyando el pie en la grupa del animal y alzándose con una facilidad
pasmosa.
Connor la miró admirado.
—¿Vienes o no? —le preguntó a Connor mientras tomaba las riendas.
—Sí, señora —contestó el médico sintiendo cantar su corazón, y montó tras ella.
Sarah y Connor se inclinaban y se erguían sincrónicamente mientras
cabalgaban, disfrutando del sol de la mañana y la brisa de la primavera. Sarah reía
complacida a cada momento, admirada por la belleza del paisaje.

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Pero Connor no estaba en condiciones de disfrutar de la naturaleza. Estaba


demasiado distraído por la vívida e hipnótica belleza de la mujer que tenía entre sus
brazos. Sarah transmitía una calidez mágica a su corazón, provocándole al mismo
tiempo un deseo casi doloroso.
Los movimientos de Sarah mientras guiaba al caballo intensificaban la
conciencia de Connor de la íntima postura en la que se encontraban. Y justo cuando
comenzaba a preguntarse si Sarah sentiría su excitación contra su espalda, sintió que
la joven se tensaba y gritaba:
—So, Vikingo, so.
El caballo se detuvo al lado de un gran roble cercano al río y Connor
rápidamente desmontó, esperando una regañina de Sarah por su indecente actitud.
Pero cuando se volvió para ayudarla a bajar del caballo, lo que descubrió en su
rostro fue una jubilosa sonrisa.
—¡He recordado algo, Connor! ¡He recordado algo!
Connor no dijo una sola palabra mientras Sarah lo abrazaba con fuerza.
—¡Yo tenía un caballo! —lo soltó y comenzó a saltar con expresión radiante—.
Se llamaba Huracán.
—Eso es maravilloso, Sarah.
—Solía montar por el campo y... Y... Oh, Connor, me recuerdo montando en
una playa.
—¿Una playa? ¿Y puedes recordar dónde?
Sarah pareció sorprendida con la pregunta. Se quedó mirando fijamente el río.
—No lo sé. Pero había palmeras, mezcladas con pinos y robles.
—Palmeras. Eso podría ser California, o Florida... O, diablos, prácticamente
cualquier otro lugar de la Costa del Golfo.
—Y también recuerdo un hombre...
—¿Un hombre? —Connor se tensó.
No estaba seguro de que le apeteciera oír lo que podía llegar a continuación.
—Un hombre mayor, Tom. Me ayudaba a cuidar a Huracán. Lo recuerdo muy
claramente, Connor, pero no soy capaz de acordarme de su nombre.
Connor soltó lentamente la respiración que había estado conteniendo.
—¿Y recuerdas algo más?
Sarah intentó concentrarse, pero pronto sacudió la cabeza.
—No.
Connor la atrajo hacia él. Necesitaba abrazarla, sostenerla. Durante un instante
terrible, se había temido lo peor: que Sarah se acordara de un hombre del que
hubiera estado enamorada. Y tomó inmediatamente una decisión: no iba a poder
seguir soportando aquella sensación de inseguridad durante mucho tiempo.

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—Sarah, tenemos que hacer todo lo que podamos para averiguar algo sobre tu
pasado.
—Lo sé —le sonrió feliz—. Pero por lo menos están empezando a volver los
recuerdos —se separó de él y se sentó en una piedra—. Es curioso —comentó—,
puedo recordar sentimientos y reacciones frente a personas y acontecimientos, pero
no detalles concretos. Como esta mañana, cuando estaba pensando en mi...
virginidad.
—¿Sí, Sarah? —la animó Connor, ansioso por escuchar sus sentimientos sobre
lo ocurrido.
—No podía recordar momentos específicos, ni lugares o personas, pero sí que
cuanto más consciente era del hecho de que a mi edad no era normal seguir siendo
virgen, más vacilaba a la hora de dejar de serlo. Era como si tuviera mucha
importancia para mí —lo miró a los ojos, como si pudiera encontrar en ellos una
respuesta—. No quería acostarme con cualquiera la primera vez que hiciera el amor.
—¿Y... así ha sido?
—Oh, no —una inconfundible ternura iluminó su rostro—. Claro que no.
El amor que sentía hacia ella se extendió en el pecho de Connor de manera casi
dolorosa.
—¿Sabes? —le preguntó Connor acercándose a ella y posando la mano en su
cuello—. La próxima vez que hagas el amor te gustará mucho más. No sentirás
ningún dolor.
—El dolor mereció la pena —susurró Sarah—. Y no creo que sea posible que me
guste más.
Animado por aquella declaración, Connor se inclinó para disfrutar de uno de
sus besos. Sarah alzó el rostro hacia él y entreabrió los labios, pero justo cuando
estaban a punto de besarse, volvió la cabeza.
—Dijiste que no volverías a hacerlo —le recordó.
—Dije que no volvería a besarte como te había besado esta mañana. Pero puedo
besarte de otras muchas formas.
—Connor —contestó Sarah. Parecía un poco nerviosa—, no sé muchas cosas
sobre ti.
—¿Como cuáles?
—¿Tienes familia?
—Tengo tíos y primos, pero no viven en este estado.
—¿Y no tienes padres, o hermanos?
Como cada vez que le hacían esa pregunta, Connor se puso terriblemente
nervioso.
—Mi padre murió cuando estaba empezando a estudiar Medicina, y mi madre
poco después. Y no, no tengo verdaderos hermanos.

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—¿Verdaderos?
—Crecí junto a otros niños a los que consideraba hermanas y hermanos, pero
no lo eran.
—¿Viviste en una de esas comunas en las que la gente creía en el amor libre y
en las parejas abiertas?
Connor hizo una mueca al recordar su brusco estallido de aquella mañana.
—No debería haberte dicho eso, Sarah. Supongo que estaba intentando
sorprenderte.
—¿Pero era verdad?
—Hasta cierto punto. Algunos de nuestros vecinos decían creer en el amor
libre, pero creo que era más de palabra que en la práctica.
—¿Y vivíais aquí, en Sugar Falls?
—No.
—Yo pensaba que habías crecido aquí.
—Cerca.
—Pero ibas aquí al colegio, ¿no?
—Al instituto, cuando era pequeño me enseñaban en casa —decidido a dar por
finalizada cuanto antes la conversación, se levantó y se acercó a Vikingo, que pastaba
pacíficamente al lado del roble—. Pero no es mi pasado el que importa, sino el tuyo
desató al caballo y miró a Sarah—. Creo que ha llegado el momento de que te lleve a
Denver para ver si recuerdas algo más.
—¿Ahora?
—Sólo tardaremos un par de horas. Miró el reloj. Podemos estar allí a las tres —
al advertir la tensión surgida en su mirada, añadió, intentando tranquilizarla—:
Estaré a tu lado en todo momento, Sarah, no tengas miedo.
Pero, y Connor no encontraba ninguna razón para ello, Sarah se sintió incluso
más incómoda ante aquella declaración.
—¿Podemos parar antes a comprar un sombrero y unas gafas de sol? —le
preguntó a Connor.
—¿Entonces no quieres que te reconozcan?
—La persona que me estaba persiguiendo cuando salté a la calzada podría estar
por allí, buscándome.
—De acuerdo. Haremos las cosas como tú quieras —habría hecho cualquier
cosa por borrar el miedo de sus ojos—. Pero creo que tenemos que ir cuanto antes.
Sarah tomó aire, lo expulsó lentamente y asintió.

El viaje no fue un éxito total, pero tampoco una pérdida de tiempo. En el lugar
del accidente, no había conseguido recordar nada nuevo, pero habían tenido

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oportunidad de hablar de todo tipo de cosas durante el viaje y algunas de las


preguntas que Connor había hecho le habían permitido a Sarah recuperar algunos
detalles sobre su pasado.
Sarah le había hablado de aquella fiesta en la que la gente brindaba por ella. No
podía recordar sus rostros, pero sí que había sido en su apartamento. Poco a poco,
había ido recordando el mobiliario y las vistas que se divisaban desde su balcón.
Pero no había nada significativo que pudiera ayudarlos a averiguar de qué ciudad se
trataba.
Connor le había preguntado también por su caballo y Sarah había recordado
que había tenido que venderlo porque se marchaba a vivir a otro estado, aunque no
era capaz de decir cuál.
Connor le había preguntado también por su virginidad y cómo había
conseguido mantenerla durante tanto tiempo.
—Has debido volver locos a muchos hombres con tu actitud.
—Cuando estaba en el instituto, era muy tímida, y rara vez salía con chicos —
contestó ella—. Después, comencé la carrera y pasaba la mayor parte del tiempo
estudiando y trabajando en una clínica veterinaria para pagarme los estudios — nada
más decirlo abrió los ojos de par en par—. ¡Iba a la universidad! ¡Y trabajaba para
pagarme los estudios! —pero no conseguía recordar ni qué estudiaba exactamente ni
dónde trabajaba.
Logró recordar también el rostro de algunos amigos, sus nombres de pila y
algunas divertidas anécdotas.
Pero aunque aquellos recuerdos parecían haberla hecho muy feliz, durante la
vuelta a casa se mantuvo en un pensativo silencio.
Llegaron a casa poco antes de la medianoche. Era tarde, y Connor tenía que
madrugar al día siguiente. La tensión que lo había asaltado durante todo el día hizo
que aminorara sus pasos mientras se dirigía a su habitación.
Deseaba terriblemente dormir con Sarah, aunque fuera sólo eso lo que le
permitiera.
Sarah también parecía querer retrasar el momento de despedirse de él. Cuando
llegó a la puerta de su dormitorio, se detuvo y se volvió hacia Connor.
—Connor, gracias por haberme acompañado. Ha sido un viaje muy largo y tú
mañana tienes que madrugar.
—Gracias por haberme dejado llevarte. No me habría gustado que fueras sin mí
—repuso Connor, acercándose a ella.
—Siento que al final haya sido una pérdida de tiempo.
Connor le acarició la barbilla mientras se consumía en ganas de besarla.
—Estar contigo jamás es una pérdida de tiempo.
La mirada de Sarah cambió de repente; el calor de sus ojos dio lugar a algo más
profundo, más intenso y ardiente.

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—Sarah —susurró Connor—, duerme conmigo. Nos limitaremos a dormir


juntos, no haremos nada más.
Sarah deslizó el brazo por su cuello y hundió los dedos en su pelo. Y Connor la
besó.
El deseo, la pasión, el anhelo prendieron al instante. Para cuando llegaron a la
cama, ya se habían desprendido ambos de sus ropas. Estaban desnudos y abrazados
como si nadie pudiera separarlos.
Hicieron el amor durante gran parte de la noche. Con una voracidad insaciable
al principio, con exquisita ternura después. Antes de dormirse, Sarah ya había
llegado a la conclusión de que sus temores se habían hecho realidad: se había
enamorado de Connor.
Y cuando a la mañana siguiente se despertó, encontrándose desnuda y
acurrucada en sus brazos, otro de sus recuerdos del pasado regresó su mente con
inusitada claridad. Recordó a un hombre deslizando un anillo en su dedo.
Un anillo de boda.

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8
—Sarah, eras virgen. ¿Cómo ibas a estar casada?
Sentada al borde de la cama, Sarah se mordía nerviosa el labio mientras
observaba a Connor vestirse para ir al trabajo.
—Ya sé que no parece muy normal, pero...
—Es prácticamente imposible. Lo del anillo de boda debe de ser un sueño.
—Pero me parece muy real. Recuerdo perfectamente a un hombre poniéndome
un anillo.
—Yo diría que es un sueño. Pero, si no lo es, quizá se trataba de un vendedor —
replicó mientras se abrochaba los botones de la camisa con movimientos enérgicos.
—¿Una alianza de matrimonio? ¿Por qué iba a tener que comprar yo mi alianza
de matrimonio?
—Quizá un amigo te estuviera enseñando un anillo que le compró a otra
persona.
—Sí, supongo que es posible.
—Sarah, no estás casada. Es normal que tengas este tipo de confusiones. Vas
recuperando poco a poco fragmentos de memoria, pero no conoces el contexto en el
que se produjeron esos recuerdos.
—Pero recuerdo exactamente el aspecto que tenía la alianza...
—¿Y qué me dices del hombre que te la puso? —terminó de vestirse y se volvió
hacia ella un tanto malhumorado—. ¿Recuerdas algo sobre él?
—Sólo sus manos. Me recuerdo mirando sus manos, unas manos grandes y
pálidas mientras me ponía el anillo.
Connor sintió que se le aceleraba el pulso. La miraba como si se estuviera
debatiendo consigo mismo sobre la conveniencia o no de decirle algo.
—¿Y es posible que se llamara... Jack?
—No lo sé. ¿He vuelto a decir su nombre en sueños? —preguntó dubitativa.
—No, por lo menos yo no me he dado cuenta.
Se miraron en un significativo silencio. Con la respiración entrecortada, Connor
la tomó por los hombros y la tumbó en la cama para besarla con pasión.
—No estás casada, Sarah. Eras virgen. Así que caso cerrado.
La angustia y el dolor que se reflejaban en su rostro hicieron que Sarah sintiera
multiplicarse su amor con él. Deslizó los brazos por su esbelta cintura y lo abrazó con
fuerza.
—No te preocupes tanto por mí —le dijo—. Estoy segura de que pronto
encontraré sentido a todos estos recuerdos inconexos.

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—Voy a contratar a un detective privado. Hoy mismo.


Sarah lo miró con el ceño fruncido.
—Pero eso debe de costar un montón. Y yo ya te debo mucho dinero...
—Estoy más que dispuesto a pagarlo. Quiero aclarar todas tus dudas, resolver
tus misterios. Todas estas incógnitas me están volviendo loco, Sarah, y supongo que
mucho más a ti.
—Sería insoportable —admitió la joven—, si no hubiera sido por un tal Connor
Wade, el hombre más dulce, amable y sexy que he conocido en toda mi vida.
Connor sonrió con ironía.
—Sí, pero el problema es que de momento yo soy el único hombre al que has
conocido en tu vida.
—Eso no tiene nada que ver —replicó Sarah.
—Ése es precisamente el problema, es...
Pero Sarah lo silenció con un tierno beso.
—Mmm —Connor deslizó las manos bajo su bata y la estrechó contra él—.
Mmmmm.
La pasión se encendió una vez más entre ellos. Sarah sintió perfectamente la
fuerza de su excitación bajo los pantalones, y se movió contra él en respuesta.
Connor gimió, hundió la lengua en su boca y posó las manos sobre su trasero.
—Connor —susurró Sarah—. Tienes que ir a trabajar.
Connor alzó ligeramente las caderas y Sarah sintió su mano entre ellos,
ocupándose de la cremallera del pantalón.
—Llegaré tarde.
Un dulce y tortuoso deseo crecía en el mismísimo corazón de Sarah mientras
Connor se desabrochaba el cinturón.
—Te deseo, Sarah —le susurró al oído—. Necesito estar dentro de ti.
—Y yo quiero que estés dentro de mí.
Connor le hizo desprenderse de la bata e invadió su boca con un exigente beso.
Sarah gimió, hundió los dedos en su pelo y lo besó con toda la pasión que Connor
reclamaba.
Sarah cruzó las piernas alrededor de su cintura mientras él iba marcando el
ritmo de sus movimientos. Descendió la urgencia de sus besos, pero no la pasión,
que los arrastró una vez hasta fundir sus cuerpos.
Con un ronco gemido, Connor se hundió en su interior, deseando en aquella
ocasión llegar a tocar su alma.

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Cerca de las doce de aquel caluroso, pero nublado lunes, Sarah recorrió el
camino que separaba la casa de Connor de la principal zona comercial de la
localidad.
Connor había insistido en que fuera a buscarlo a la consulta para ir a comer
juntos, aunque en un primer momento a Sarah no le había hecho mucha gracia la
idea.
—La gente ya habrá oído la versión de Lorna sobre lo ocurrido. No sé si estoy
preparada para enfrentarme a los rumores.
—Nos enfrentaremos juntos. Y creo que es mucho mejor que hagamos las cosas
así.
Pero Sarah no terminaba de comprender esa lógica. Entendía que aquello era
echar más leña al fuego.
Connor consiguió convencerla explicándole que quería abrirle una cuenta en el
banco, a modo de préstamo, le aclaró, para que pudiera disponer de dinero cuando
lo necesitara.
—No tengo ningún documento que me identifique —le recordó Sarah—.
Ningún banco me dejará abrir una cuenta si no puedo justificar quién soy.
—Abriré yo la cuenta, y tú tendrás libre acceso a ella.
Mientras paseaba por aquellas calles repletas de comercios, Sarah se descubrió
soñando despierta en Connor. Y sonrió. Su vida era un absoluto enredo, su pasado y
su futuro estaban plagados de preguntas para las que no tenía respuesta, pero le
bastaba pensar en Connor para sentirse la persona más feliz de la tierra.
¿Sería posible que hubiera estado enamorada de otro hombre que no fuera él? Y
si así fuera, ¿por qué se habría negado a hacer el amor con él?
La alianza de boda, decidió, debía de ser de otra persona. Y esperaba recordar
pronto algo más al respecto. Parecía bastante probable. Desde la cabalgata del día
anterior, estaba recuperando recuerdos a una velocidad inusitada.
Aquella mañana, mientras estaba desempaquetando algunas cajas de Connor,
había recordado que le gustaba bailar. Y también que tenía dos perrillos llamados
Honey y Spice. Se los había dejado a alguien para que los cuidara cuando se había
trasladado a Colorado. ¿Pero a quién?
Intentaba recordar, pero tenía la mente en blanco. ¡Era frustrante!
Sarah llegó al consultorio casi sin darse cuenta. En cuanto entró en recepción,
recordó su primera visita, y la agonía de tener que rellenar el formulario médico.
¡Cuánto había cambiado su vida desde entonces! Y todo gracias a Connor.
Se asomó a la ventanilla de la recepcionista y, tras decir su nombre, le preguntó
a una mujer morena, de mediana edad:
—¿Podría decirle al doctor Wade que estoy aquí?
Antes de que la recepcionista pudiera contestar, una esbelta rubia se levantó de
la silla que estaba tras ella.

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—Hola —la saludó Mimsey, sin disimular su curiosidad—. Eres Sally, ¿verdad?
—Sarah.
—Sarah, no sabes cuánto lo siento, pero llegas en un mal momento, La consulta
está cerrada hasta las dos, y esta tarde el doctor Wade tiene un horario muy
apretado. No puede atender a nadie sin cita previa.
—Me está esperando.
—¿De verdad? ¿No es un encanto? No es capaz de resistirse a ayudar a nadie
que lo necesite.
A pesar de su determinación de permanecer impasible, Sarah se sentía herida
por lo que estaba oyendo. Al fin y al cabo, no podía negar que Connor estaba
ayudándola en un momento en el que lo necesitaba.
—El problema —continuó diciendo Mimsey— es que mucha gente se
aprovecha de su amabilidad.
Una duda afloró en el corazón de Sarah: ¿se estaría aprovechando ella de su
amabilidad?
—Y lo peor de todo es cuando la persona a la que ayuda termina confundiendo
la caridad con otra cosa. Tú has tenido problemas últimamente, ¿verdad Sally? Algo
relacionado con la pérdida de tu trabajo...
Sarah se negaba a contestar.
—Dígale que estoy aquí, por favor.
—Ya lo he llamado yo, señorita Flowers —intervino la otra recepcionista,
patentemente avergonzada—. Pase por esa puerta. Puede esperarlo en su despacho si
quiere.
En el momento en el que Sarah se dirigía hacia allí, apareció Connor, hablando
tranquilamente con su enfermera. Le tendió a ésta una hoja con el informe de un
paciente y alzó su intensa mirada hacia Sarah.
Por un momento, ninguno de los dos dijo una sola palabra. Habían pasado
menos de cinco horas tras su último y apasionado encuentro amoroso y el recuerdo
de lo compartido pareció llenar de erotismo el ambiente.
—Hola —la saludó Connor.
—Hola.
—Llegas tarde. Dos minutos y quince segundos tarde.
El sol volvió a salir en el corazón de Sarah, haciendo que se evaporaran las
inseguridades que Mimsey había intentado hacer crecer en ella.
—Me he entretenido un poco en recepción.
—Sí, por culpa de una gata —musitó la recepcionista, mirando de reojo a
Mimsey—. Con las uñas especialmente afiladas.
Connor arqueó las cejas con expresión interrogante.

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Y Sarah se sonrojó violentamente. Ella prefería olvidar las humillantes


insinuaciones hechas por Mimsey.
—¿Nos vamos ya a almorzar? —preguntó, intentando cambiar de tema.
—Sarah, ¿ya conoces a todo el mundo? —ignorando la pregunta de Sarah, la
agarró del brazo y le hizo volverse hacia Mimsey y la recepcionista—. Esta es Joan
Phelps, nuestra extraordinaria recepcionista, y esta Mimsey Whittenhurst, a la que
habrás visto alguna vez en casa de Lorna. Y ésta es Sarah. Me gustaría que se la
atendiera como es debido cuando venga por aquí —deslizó el brazo por su cintura y
la miró con inmenso cariño—. Y espero que lo haga con bastante frecuencia a la hora
del almuerzo.
Sarah musitó una educada respuesta a los saludos de las dos mujeres. Mimsey
dijo algo sin mirarla siquiera a los ojos y volvió a enterrar la cabeza entre sus papeles.
Pero la perspicaz mirada de Connor advirtió que la reacción de Mimsey era
algo extraña.
—Espérame en el coche, Sarah. Está en el aparcamiento. Ahora mismo iré hacia
allá.
Esperó a que la joven hubiera cerrado la puerta para dirigirse a las dos
empleadas.
—Por si acaso ha quedado alguna duda, me gustaría aclarar algo. Cada vez que
Sarah llame o venga a buscarme, quiero que se me avise inmediatamente. Aunque
esté operando a corazón abierto al mismísimo Papa.
—Sí, doctor —contestó Joan, mirando a su compañera de reojo.
Mimsey apretó los labios.
—Espero que sepas en lo que te estás metiendo, Connor. ¿Has mirado bien su
informe médico? El número de teléfono de su médico anterior es falso. Y ni siquiera
ha escrito correctamente el código de su supuesta ciudad. No ha dejado número de
teléfono y...

—¿Qué has estado haciendo con su informe, Mimsey?


—Meter la información del seguro en el ordenador.
—Pero ella pagó en efectivo...
—¿En efectivo? Sí, bueno... supongo que se me habrá traspapelado sin que me
diera cuenta y...
—Ese formulario estaba en un cajón de mi escritorio desde el día de su visita.
Por lo menos yo lo dejé allí.
Mimsey se quedó mirándolo fijamente, con el semblante rojo como la grana.
—Sólo estaba intentando ayudarte, Connor.
—Joan, ¿podrías perdonarnos un momento, por favor? Me gustaría hablar con
Mimsey en privado —en cuanto Joan se marchó, Connor se volvió hacia Mimsey y le
dijo—: La confidencialidad de los datos sobre mis pacientes es algo que me concierne

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de forma directa, Mimsey. Y tú has violado una de las normas fundamentales en este
consultorio. Así que estás despedida —llamó por el intercomunicador—: Joan,
Mimsey se va. Ayúdala a recoger sus cosas.
Cuando Joan regresó, Connor le dio algunas indicaciones y se dirigió hacia la
puerta. Pero antes de marcharse se volvió de nuevo hacia Mimsey.
—Ah, Mimsey, y si das a conocer alguno de los datos que has obtenido en esta
oficina, tendrás que vértelas con mis abogados.
Sin más, se dirigió hacia el aparcamiento a grandes zancadas, preguntándose
qué le habría dicho Mimsey a Sarah.
La visión de Sarah apoyada contra el jaguar con un cálido brillo de bienvenida
en la mirada disipó su enfado. El suave tejido de su vestido moldeaba suavemente
sus curvas. Las mangas cubrían únicamente sus hombros, dejando los brazos
provocativamente desnudos. Se había recogido el pelo en lo alto de la cabeza, pero
algunos rizos escapaban rebeldes enmarcando su rostro. Las sandalias de tacón
añadían una nueva sofisticación a sus largas y bronceadas piernas.
Aquella mujer podría poner a cualquier hombre de rodillas. Y él era el primer
en estar dispuesto a hacerlo... para ir besando lentamente sus piernas y perderse bajo
la falda de aquel vestido. Quería sentir aquellas piernas a su alrededor, como las
había sentido aquella mañana...
Rodeó la cintura de Sarah con el brazo y le susurró al oído:
—No te quites ese vestido hasta que yo llegue a casa.
Una sonrisa iluminó el rostro de Sarah. Connor la besó, forzándose a sí mismo a
mantener el control. Si no lo hacía, terminaría llevándola a casa y pasaría la hora del
almuerzo haciendo el amor con ella.
Lo que no le parecía una mala idea...
Pero había prometido llevarla a almorzar y después al banco. Además, quería
que todo Sugar Falls los viera juntos, que se enteraran de que Sarah no estaba sola.
Que lo que había ocurrido en Juneberry era mucho más importante que una simple
aventura.
Entrelazó los dedos entre los suyos y fueron de la mano hasta una cafetería.
Connor le presentó a la camarera que los acompañó a la mesa, al propietario de la
cafetería y a una pareja que estaba sentada a una mesa próxima a la suya.
Pidieron un par de sándwiches y Sarah le contó los recuerdos que había
recuperado aquella mañana. Connor le hizo prometerle que le enseñaría a bailar. Y
cuando Sarah se mostró preocupada por la situación en la que podían encontrarse
sus perros, le aseguró que ella no habría sido capaz de dejarlos con alguien que no
fuera responsable.
—Eso me recuerda —añadió Sarah— que me gustaría poder averiguar si
realmente Lorna ha echado a Tofu de casa.
—¿Y si es así?

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—Debe de estar muy triste, Connor. Y quién sabe si encontrará otro hogar. Es
un perro muy inteligente y cariñoso y...
—Algo me dice que pronto voy a tener un Shih Tzu viviendo en mi casa.
Sarah lo miró radiante.
—¿De verdad, Connor? ¿No te importaría? De esa forma Timmy y Jeffrey
podrían venir a verlo.
—Dios mío. No me estarás diciendo que también voy a tener que soportar a los
Hampton, ¿verdad?
—Me temo que sí —y alargó la mano por encima de la mesa para tomar la de
Connor.
Justo en ese momento apareció un joven con mostacho al que Connor reconoció
como el camarero que había servido la cena en casa de Lorna.
—¡André! —exclamó Sarah con entusiasmo.
—¡Sarah! Me había parecido que eras tú —contestó André con su particular
acento francés—. Tienes un aspecto... magnifique.
Sarah le dio las gracias, sonrojada por el halago.
—Quiero agradecerte el consejo que me diste sobre mi pájaro —continuó
diciendo André—. Hice lo que me dijiste y voilá, ha dejado de atacar a mi compañera
de piso y de escupirme en la nariz.
—¿Escupirte en la nariz? —repitió Connor.
—En realidad —le explicó Sarah en un discreto tono de voz— lo que pretendía
era seducirlo. Eso forma parte de su ritual de apareamiento. Ya ves, el pájaro sentía
un afecto por...
Connor alzó la mano para interrumpirla.
—Creo que ya no quiero saber nada más.
Sarah soltó una carcajada y se volvió hacia André.
—Me alegro de que la sugerencia funcionara. Estoy segura de que Lulú también
estará más contenta.
André asintió, se despidió afectuosamente de ellos y se marchó.
—¿Lulú es su compañera de piso o un pájaro? —preguntó Connor.
—Su gata.
Rieron al unísono, con las manos entrelazadas y mirándose a los ojos. Connor se
inclinó por encima de la mesa y la besó. Cuando el beso terminó, Sarah miró
avergonzada a su alrededor.
—La gente nos está mirando.
—No están acostumbrados a verme besar a nadie. Normalmente soy un hombre
muy reservado.

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—¿Entonces por qué me has besado a mí ahora?


—No he podido evitarlo —le aseguró, y volvió a besarla—. Además, quiero que
todo el mundo se entere de cuáles son mis intenciones.
Sarah arqueó las cejas con expresión cómica.
—¿Y cuáles son sus intenciones, señor?
Casarse con ella. Su corazón no lo dudaba. Quería estar siempre a su lado,
quería que Sarah fuera su compañera, su esposa, su amante. La madre de sus hijos.
Pero todavía no podía decírselo. Tenía que moverse lentamente, con mucho
cuidado, o corría el riesgo de asustarla.
—Mi intención es mantenerte a salvo y feliz, a mi lado.
La ternura inundó los ojos de Sarah, y Connor comprendió que no podía volver
a besarla, a menos que quisiera que terminaran dando un espectáculo.
Terminaron de comer y se dirigieron hacia el banco, donde Connor firmó los
papeles que ya le habían preparado. Cuando salieron, le entregó a Sarah una tarjeta.
—Usa todo el dinero que quieras. El dinero de esa cuenta es tuyo.
Sarah permaneció en silencio mientras se dirigían al ambulatorio. Cuando
llegaron a la puerta trasera, alzó la mirada hacia él.
—Te devolveré hasta el último penique de este préstamo. Con intereses. Seré tu
ama de llaves durante todo el tiempo que quieras y...
—Sarah —Connor la tomó por los hombros—. No estoy haciendo esto para
recibir nada a cambio. Ni siquiera tu gratitud. Dios mío... —musitó, más para sí que
para Sarah—, y mucho menos tu gratitud —porque podía cometer el error de
confundirla con amor.
A Sarah se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Sólo quería demostrarte lo mucho que aprecio todo lo que estás haciendo por
mí.
Con una sensación cercana a la desesperación ante el temor de que la ternura y
la pasión de Sarah llegaran a transformarse en una anodina gratitud, susurró
fieramente:
—Entonces prométeme una cosa, Sarah. Prométeme que no te irás sin avisarme
primero.
—Jamás haría algo así.
—Júralo.
—Te lo juro —sobrecogida por la profundidad de los sentimientos que
albergaba hacia él, Sarah selló su promesa con un devoto beso.
Connor la estrechó contra él y continuaron abrazados durante algunos
segundos. Antes de separarse, él le susurró al oído:
—No te quites ese vestido. Quiero hacerlo yo.

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Y con una sonrisa en los labios, el corazón rebosante de amor y un dulce deseo
fluyendo por sus venas, Sarah le prometió no hacerlo.

Al final de la semana, Sarah ya tenía la sensación de conocer a Connor. Habían


pasado juntos todo el tiempo posible. Haciendo el amor, riendo, rescatando a Tofu de
la perrera local y disfrutando en cada momento de su mutua compañía.
Compartían cenas deliciosas y veladas interminables frente al fuego,
enfrascados en largas y profundas conversaciones. Connor le habló de sus ajetreados
días en el instituto, de sus estudios en Boston y del alivio que había supuesto para él
regresar a Sugar Falls.
Por eso le resultó tan asombroso descubrir una parte oculta de Connor. Ocurrió
después de vaciar las cajas de su habitación. Tras ellas, encontró unas sillas, un
escritorio y mesitas que distribuyó por toda la casa.
A continuación, se dispuso a abrir las cajas que había en el desván. Desván del
que Connor jamás le había hablado y que no habría descubierto si no hubiera
confundido la puerta que conducía hasta él con la de un armario.
En aquellas cajas encontró los más inesperados tesoros: tallas de madera,
cerámica, cuadros, alfombras... Casi todas las piezas estaban firmadas por Dreide y
Sutton Wade. Sarah se imaginó que se trataría de los padres de Connor. Descubrió
también una guitarra, una pandereta, una armónica, una flauta y un equipo estéreo.
Pero lo que más le sorprendió fue encontrar numerosas cintas con los títulos de las
canciones rotulados a mano. La mayor parte de las canciones estaban escritas y
arregladas por Sutton Wade.
Una de las cintas era de canciones de Connor Wade.
Sarah llevó el equipo de música al cuarto de estar y escuchó la cinta de Connor.
Su voz, la música y la letra de sus canciones la conmovieron profundamente. En
aquella época, Connor debía de ser un adolescente.
En un par de canciones, cantaba acompañado por otro hombre de voz grave. Al
escuchar las otras cintas, reconoció que se trataba de su padre. El padre de Connor.
Sin saber muy bien por qué, Sarah se echó entonces a llorar.
Pasó toda la tarde del miércoles acompañada de aquellas canciones y
decorando la casa con todo lo que había encontrado. Estaba tan concentrada que
perdió la noción del tiempo y ni siquiera había empezado a preparar la cena cuando
los ladridos de Tofu le avisaron de la llegada de Connor.
Salió a recibirlo. Y lo primero en lo que se fijó Connor fue en su rostro.
—Has estado llorando —le dijo preocupado—. ¿Que ha pasado?
—Nada —le sonrió y lo besó—. Sólo me he emocionado.
—¿Emocionado?

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Y fue entonces cuando se fijó en el tapiz que había colgado en el cuarto de estar,
y en la cerámica que adornaba las estanterías, y en los cuadros y tallas que cubrían
los rincones antes vacíos.
Sarah esperaba expectante. Aquellos detalles habían añadido calor y
personalidad a la casa.
—Quita todo eso.
Sarah pestañeó asombrada.
—¿Perdón?
El rostro de Connor se había convertido en una máscara de granito.
—Pensaba vender todo esto a un comerciante de Denver.
—¡Venderlo! ¿Pero no son cosas que han hecho tus padres?
Un rayo de inquietud atravesó el semblante de Connor, pero rápidamente
desapareció.
—Vete a cualquier tienda de la ciudad, compra todo lo que te apetezca, cárgalo
a mi cuenta y decora la casa a tu gusto. Pero quita todas estas cosas —se dirigió hacia
la puerta trasera de la casa sin haberse cambiado siquiera de ropa—. Voy a montar
un rato. Quiero que todo esto haya desaparecido cuando vuelva.
Sarah lo siguió a la cocina, herida y desconcertada por su fría reacción.
—¿Y qué me dices de las cintas?
Connor giró bruscamente hacia ella.
—¿Has encontrado las cintas?
Sarah asintió, temerosa de su posible reacción.
—Dámelas.
Sarah comprendió, sin ningún tipo de dudas, que las destrozaría.
—No —contestó.
—¿Que no? —repitió Connor con incredulidad.
—Exacto —Sarah alzó la barbilla—. No.
—Sarah, quiero esas cintas.
—Y yo. Y también toda la artesanía que encontrado. Te lo compraré todo. Me
llevará algún tiempo pagártelo, pero...
—Maldita sea, Sarah. No puedes quedarte con nada de eso —tronó—. Esos
objetos no tienen nada que ver contigo.
—Pero tienen mucho que ver contigo —gritó ella a su vez—. En caso contrario,
no te afectarían tanto.
Con una furia que Sarah jamás había visto en él, Connor salió a grandes
zancadas de la casa. Sarah, enfadada, descolgó hasta el último tapiz que había

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colgado, lo llevó todo al desván, lo guardó en las cajas y se encerró después en la


habitación.
Se tumbó en la cama, abrazada a Tofu en busca de consuelo. Tuvo la sensación
de que pasaba una eternidad hasta que oyó que se abría la puerta.
—Sarah —la llamó Connor—. Lo siento.
Sarah no contestó. Connor la había herido, y quería que lo supiera. «Esto no
tiene nada que ver contigo», le había dicho. No podía haberle dejado más claro que
no era bienvenida en los rincones más secretos de su corazón.
—No debería haber reaccionado así —admitió Connor—. No debería haberte
gritado.
Sarah se sentó en la cama, dejando que el perro se librara de su abrazo.
Ninguna de las cosas que le había dicho Connor le había molestado tanto como el
hecho de que se negara a compartir con ella sus sentimientos.
—Abre la puerta, Sarah, por favor —parecía profundamente cansado—.
Ninguna de esas cosas significa nada para mí, pero tú sí... —en un susurro casi
inaudible añadió—: Tú lo eres todo.
Sarah sentía el corazón en la garganta mientras se levantaba lentamente y abría
la puerta.
En los ojos de Connor se acumulaba un tumulto de emociones.
—No necesito tu tarjeta —le dijo Sarah—. Ni tus establos, ni las llaves de tu
coche. Pero maldita sea, Connor, necesito comprenderte a ti.
Connor la estrechó en sus brazos y hundió el rostro en su pelo, apretándola de
tal manera que Sarah prácticamente podía oír su confusión.
Le había causado dolor, comprendió. En su celo por hacerlo feliz, había
conseguido hacerle sufrir.
—Connor —susurró—. Lo siento.
Connor le tomó el rostro entre las manos y la besó como si le fuera en ello la
vida, como si Sarah fuera su salvación. Ella contestó con una pasión casi dolorosa
mientras Connor la llevaba frente a la chimenea. Terminaron en el suelo,
completamente desnudos, con las manos unidas y mirándose a los ojos mientras
hacían el amor olvidados de todo lo que no fueran ellos.
El orgasmo de Sarah pareció desencadenarse en lo más profundo de su cuerpo,
dejándola ardiente e inexplicablemente insatisfecha.
Quería algo más. Quería que Connor le perteneciera en cuerpo y alma.
En cuanto ambos se hubieron recuperado mínimamente, tomó a Connor de la
mano y lo condujo a su dormitorio, donde volvieron a amarse. Sarah besó cada
rincón de su cuerpo, saboreándolo con ardor, para concentrarse después en su sexo
henchido. Algo que hacía por primera vez.
—Sarah —gimió Connor, empapado en sudor, y agarrándola por los
hombros—. No tienes que...

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—Chsss —susurró Sarah—. Tú sólo tienes que decir ahhh.


Y Connor lo hizo, de forma incontrolada.
Tras sumirlo prácticamente en la desesperación, Sarah se colocó a horcajadas
sobre él. Con movimientos lentos y sinuosos, lo ayudó a hundirse en ella. Connor la
agarró por las caderas y se alzó hasta alcanzar el clímax en medio de un gemido
desgarrado.

Sarah sabía que jamás había amado a nadie como lo amaba a él. Y no necesitaba
recuperar la memoria para estar segura de ello.
Más tarde, mientras ambos descansaban somnolientos y exhaustos, le preguntó
por sus padres. Quería entender el dolor que le había causado al intentar darle una
sorpresa.
Connor comenzó a hablar vacilante, pero pronto fue fluyendo la conversación.
—Se conocieron en San Francisco, durante los sesenta. En Haight-Ashbury —
especificó—. Un lugar mítico —añadió con ironía—. Se fueron a vivir a un lugar
situado al norte de Sugar Falls con unos amigos y establecieron una colonia de
músicos y artistas. Vivían de forma natural, así es como lo llamaba mi padre. Eran
vegetarianos, pacifistas... Rechazaban la medicina convencional y eran partidarios de
utilizar hierbas, la aromaterapia, la música...
—Sin embargo, tú eres un médico tradicional —señaló Sarah con interés.
Connor apretó la barbilla, pero no hizo ningún comentario.
Sarah lo instó a continuar, y escuchó fascinada el relato de su infancia. Connor
había vivido durante años sin luz, hasta que habían aprendido a utilizar la energía
solar.
—Mi padre la consideraba la fuente de energía más «natural». Y eso le permitía
tocar la guitarra eléctrica y grabar canciones. La música era algo sagrado.
—Ya me he dado cuenta. He escuchado tus canciones.
En aquella ocasión, Connor tampoco hizo ningún comentario, pero cambió
sutilmente de tema.
—Mi madre nos enseñaba a mí y a otros niños todo lo que deberíamos haber
aprendido en la escuela. Rara vez íbamos a la ciudad, salvo para vender artesanía.
—¿Y entonces por qué viniste al instituto de Sugar Falls?
—Por entonces yo ya tenía edad suficiente para rebelarme. Quería tener más
experiencia del mundo que... —se interrumpió para sumirse en un prolongado
silencio. Era evidente que todavía no estaba preparado para compartir aquellos
recuerdos.
—¿Conocías a alguien de la ciudad?
—No a mucha gente. Además, por aquí corrían rumores sobre los «hippies de
las montañas», así era como nos llamaban. Decían que se drogaban, que tenían
rituales paganos, orgías...

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—¿Y eran ciertos esos rumores?


—No todos.
Sarah comprendió entonces cuánto lo había mortificado la imagen que de él
tenía la gente. Se imaginaba a aquel niño, en un lugar lleno de extraños,
avergonzándose de su familia y de su pasado.
—Y en cuanto aprendí cómo vivía la mayor parte de la gente, ya no fui capaz de
regresar a mi casa. Me sentía como si me hubiera liberado.
Era extraño, pensó Sara, que lo que para un hombre podía representar la
libertad, para otro pudiera ser la más hermética de las prisiones.
—Debiste de sufrir mucho en el instituto...
Connor no contestó.
—¿Viajabas diariamente hasta aquí? —le preguntó entonces Sarah.
—No. Le alquilé una habitación a Gladys.
—¿A Gladys? ¿Tu enfermera? —le preguntó sorprendida.
Connor asintió.
—Ella fue la que me hizo interesarme por la medicina y me ayudó a seguir este
camino.
Sarah recordó entonces la vehemente defensa de Gladys durante su primera
visita a la consulta de Connor, cuando había insistido en que era uno de los mejores
médicos que había conocido en su vida.
—¿Y qué tal les sentó a tus padres que te aventuraras en el mundo?
—Se sintieron traicionados.
Delicadamente, casi temerosa, Sarah le preguntó:
—¿Regresaste alguna vez?
—No mientras mis padres estaban vivos.
El corazón de Sarah lloró por él.
Tras una larga pausa, Connor le explicó:
—Mi padre murió de apendicitis cuando yo estaba estudiando el primer año de
Medicina. Le escribí a mi madre para que se trasladara a la ciudad. Estoy convencido
de que en el fondo mi madre deseaba hacerlo, pero permaneció allí. Me escribió
diciéndome que se sentía más cerca de mi padre estando en casa —sacudió la cabeza
con pesar—. Unos meses después, mi madre murió en medio de una tormenta de
nieve —la miró a los ojos, sin ocultar su dolor—. Estaban completamente locos. Los
dos.
—Me gustaría haberlos conocido —susurró Sarah.
Connor curvó los labios en una mueca de desaprobación. Pero, de pronto,
apoyó la cabeza contra la almohada y dejó escapar una risa.

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—Algo me dice que les habrías encantado.


Era extraño, pronunció aquella frase como si fuera un cumplido.
Tofu comenzó a ladrar en la otra habitación y a los pocos segundos sonó el
timbre de la puerta. Connor y Sarah se miraron sorprendidos, y se volvieron hacia el
reloj. Sólo eran las nueve, pero tenían la sensación de que era mucho más tarde.
—¿Quién diablos...? —murmuró Connor.
Se puso rápidamente los pantalones mientras Sarah cubría su desnudez con la
bata. La joven se asomó al pasillo y observó a Connor mientras éste se dirigía a abrir
la puerta.
—¡Annie! —exclamó Connor sorprendido.
—¿Annie? —gritó Sarah, corriendo hacia a su amiga para invitarla a entrar en el
comedor.
Annie se fundió con ella en un abrazo.
—Sarah, cariño, ¿cómo estás? Estaba muy preocupada por ti. Llamé ayer a casa
de Lorna y me dijeron que ya no trabajabas allí. Ted y yo regresamos directamente a
casa. Temía que hubieras tenido que alojarte en un hotel —miró la camisa
desabrochada de Connor y la bata de Sarah y su pecosa frente se sonrojó—. Pero
parece que ya has encontrado un lugar en el que alojarte...
Sarah ignoró su propio rubor.
—Te dije que no te preocuparas por mí. Estoy estupendamente. Connor ha sido
—lo miró con inmenso cariño— maravilloso...
—Sí, sí —respondió Annie—, de eso ya me he enterado.
En los ojos de Connor apareció un brillo de diversión.
—Entonces, Sarah —preguntó Annie con la voz un tanto tensa—, ¿has tenido
alguna... nueva noticia?
Por la preocupación que detectó en su voz, Sarah comprendió que temía hablar
de su pérdida de memoria delante de Connor.
—No pasa nada, Annie. Connor está al corriente de todo. Y sí, he empezado a
recuperar algunos recuerdos, pero todavía no sé quién soy.
—Algo es algo.
—Siéntate, Annie —la invitó Connor—. Voy a preparar café.
—No, no puedo quedarme. Sólo quería decirle a Sarah algo que puede ser
importante —la inquietud de su rostro hizo que Sarah concentrara en ella toda su
atención.
—¿Qué ocurre, Annie? —le preguntó.
—Llamó a mi casa un desconocido preguntando por ti.
—¿Por mí?

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—Dijo que le habían dado mi nombre en el hospital. Sabía que yo había pagado
la cuenta de una paciente llamada Sarah que había sufrido una severa pérdida de
memoria tras un accidente.
El corazón de Sarah comenzó a latir violentamente. Connor deslizó el brazo por
sus hombros con expresión grave.
—Al parecer él estaba buscando a una mujer que desapareció el mismo día que
tú ingresaste en el hospital. Una mujer llamada Sarah —Annie se mordió el labio,
nerviosa—. Te describió perfectamente. Yo temía decirle nada sobre ti. Sabía que
tenías miedo de que alguien estuviera persiguiéndote, así que le dije que no había
vuelto a verte desde que saliste del hospital.
Sarah se balanceaba sobre sus pies, sintiéndose repentinamente desorientada.
Connor la estrechaba con fuerza contra él.
—¿Te dijo su nombre? ¿Dejó algún número de teléfono?
—No podía preguntarle su número de teléfono después de haberle dicho que
no sabía nada de ti —exclamó Annie—. Pero sé el número desde el que estaba
llamando. Tengo un identificador de llamadas en el teléfono.
—¿Y quién es, Annie? —Sarah se aferró a la mano de Connor—. ¿Cómo se
llama?
—Jack —contestó Annie—. Jack Forrester.
Jack. El nombre que ella repetía en sueños.
—¿Y te dijo cómo se llamaba la mujer a la que estaba buscando?
—Dijo que podía responder al nombre de Sarah Myers o al de Sarah Myers
Tierney.

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9
—¿Te resulta familiar alguno de esos nombres, Sarah? —preguntó Annie.
Sarah se retorcía las manos nerviosa.
—Siempre he tenido la sensación de que me llamaba Sarah —susurró con un
hilo de voz—. Y Myers me resulta familiar. Pero... —sacudió la cabeza.
Sarah Myers. Sí, suponía que podía llamarse así.
Sarah Myers Tierney. Hasta el sonido de aquel nombre le hacía sentirse
enferma. Y también el nombre de Jack Forrester. Al oír mencionar su nombre había
sentido escalofríos. ¿Y por qué habría dado dos posibles nombres para localizarla?
—Déjame ver el número desde el que ha llamado —pidió Connor, y tomó el
papel que Annie le tendía.
—No llames —gritó Sarah—. Si ese hombre es el que me perseguía antes del
accidente, podría localizar la llamada —el miedo que había sentido durante sus
pesadillas nocturnas, se instaló de nuevo en ella. Era como si su perseguidor se
hubiera materializado de repente—. No quiero que sepa dónde encontrarnos.
Estaba asustada. Y se sentía terriblemente culpable por haber llevado aquellos
problemas a la vida de Annie y Connor.
—Sarah, cariño, tranquilízate —la consoló Connor—. No voy a llamar a ese
número. Pero quiero dárselo al detective que contraté ayer, y pedirle también que
investigue los nombres de Jack Forrester y Sarah Myers Tierney. Eso no puede
hacernos ningún daño, ¿verdad?
—No, supongo que no.
Connor la abrazó con fuerza y fue a llamar por teléfono.
Incapaz de dominar su ansiedad, Sarah comenzó a caminar nerviosa por el
cuarto de estar.
—Supongo que tendré que dejar que seáis vosotros los que os ocupéis de todo
esto —dijo Annie, sin poder disimular su preocupación—. Pero avisadme en cuanto
el detective averigüe algo.
Sarah le agradeció que le hubiera llevado aquella noticia. La acompañó a la
puerta y desde allí la observó marcharse.
Permaneció con la mirada perdida en la oscuridad de la noche hasta que las
luces del coche de Annie se desvanecieron mientras se enfrentaba a la más que obvia
posibilidad de que Myers pudiera ser su apellido de soltera y Tierney el de casada.
Pero no, se dijo obstinada, tenía que haber otra explicación.
Cerró la puerta y se abrazó a sí misma, presa de un desagradable ataque de frío.
Connor terminó de hablar con el detective y se volvió hacia ella.

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—Va a llamar para ver quién le responde y dentro de un momento me llamará a


mí. Mañana mismo investigará los nombres que le he dado.
Sarah musitó una vaga respuesta, intentando parecer optimista.
Cuando volvió a sonar el teléfono, Connor contestó y tras unas breves palabras,
lo colgó desilusionado.
—El número era el de un teléfono público de un hospital de Denver.
—¡Un teléfono público! Así que no tenemos nada...
—Bueno, todavía tenemos el nombre de Jack Forrester... si es que es un nombre
real. Y, lo que es más importante, el de Sarah Myers Tierney.
Pero Sarah no encontraba en ello ningún consuelo.
Connor la abrazó, le hizo apoyar la cabeza en su pecho y acarició su pelo.
—Pero ahora, intenta relajarte, ¿quieres? Superaremos juntos todo esto. Ya lo
verás.
Sarah asintió y forzó una sonrisa. Connor la besó.
Cuando se acostaron, Sarah no fue capaz de conciliar el sueño. Los nombres
resonaban en su cabeza continuamente. Sarah Myers. Jack Forrester. Sarah Myers
Tierney.
Sentía la presión del cansancio y, justo cuando comenzó a cerrar los ojos,
vencida por la fatiga, un recuerdo se abrió paso en su mente, despertándola por
completo. Tía Martha Myers. ¡Su tía! Veía nítidamente la imagen de su rostro y su
encantadora sonrisa.
Sarah se sentó en la cama. ¿Cómo podía haberse olvidado de tía Martha? Había
sido la única madre que había conocido desde que...
Los recuerdos se agolpaban desordenados en su mente. Recordaba vagamente a
sus padres. Habían muerto en un accidente de coche cuando ella era niña. Ella había
vivido con su tía hasta que se había mudado a su propio apartamento. ¡En
Tallahassee! ¡Sí, vivía en Tallahassee, en Florida!
Reclinó la cabeza en la almohada, dejándose envolver por los jirones de
memoria que se filtraban por la niebla de su cerebro. Recordaba hechos fortuitos de
su infancia, gente de su colegio, del instituto y de la universidad. Pero se le
escapaban muchos detalles. Demasiados. No recordaba nada de su vida de adulta, ni
de Jack Forrester, ni del apellido Tierney.
Miró a Connor, que había caído rendido en un profundo sueño, se separó
cuidadosamente de sus brazos y se levantó. Era casi medianoche. Demasiado tarde
para llamar a Florida.
Pero tenía que hacerlo.
Marcó el número de información de Tallahassee.
—¿Podría darme el número de teléfono de Martha Myers? —garabateó el
número de teléfono en un papel.

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El corazón le latía a una velocidad vertiginosa. Podía saberlo todo sobre sí


misma sólo con una llamada telefónica. Seguramente la tía Martha sabría cosas sobre
ella. Y, precipitadamente, marcó el número.
Tras numerosos pitidos, contestó una somnolienta voz femenina.
Al oírla, a Sarah se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¿Sarah? ¡Oh, Dios santo! ¿Dónde estás?
—En Colorado.
—¡Estaba terriblemente preocupada! ¿Por qué no me has llamado? Ha pasado
mucho tiempo desde la última vez que hablé contigo, y cada vez que te llamaba, me
saltaba el contestador. Te he dejado miles de mensajes.
—Lo siento, tía Martha. Tuve un accidente.
—¿Un accidente? Oh, no. Sarah, cariño...
—Ahora estoy perfectamente —se apresuró a asegurarle—. Excepto que...
Bueno, no soy capaz de recordar algunas cosas.
—¿No puedes recordar? Oh, Dios mío. Eso parece serio. ¿Y por qué Grant no
me ha llamado?
—¿Grant? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Quién es Grant?
—¿Quieres decir que no lo sabes? —preguntó su tía con incredulidad—. Oh,
Dios mío, Dios mío. Entonces, ¿no estás en casa? ¿No estás con él?
Sarah se aferró al teléfono con fuerza. «En casa». «Con él». No le gustaba nada
cómo sonaban aquellas palabras.
—Dime quién es Grant. Por favor.
—Es tu marido, querida.
A Sarah se le cayó el alma a los pies. Su marido.
Y de pronto se imaginó un rostro vinculado a aquel nombre. El rostro de un
hombre bastante atractivo, de una belleza convencional. Iba vestido de forma muy
elegante y tenía una risa un tanto afectada.
Su tía le puso al corriente de la generosidad con la que Grant la había cortejado:
le explicó que veneraba el suelo que ella pisaba y cómo, a causa de su empresa, había
tenido que mudarse a Colorado. Sarah no era capaz de asimilar todo lo que oía.
Grant Tierney. De manera que había sido él el que le había puesto la alianza en
el dedo. Pero no recordaba nada más de él.
Cerró los ojos y se obligó a preguntar, a pesar de las tenazas que parecían haber
inutilizado su garganta:
—¿Viniste a mi boda, tía Martha?
—No, cariño. El médico jamás me habría dejado hacer un viaje tan largo.
—¿Y hablamos después de la boda?

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—¡Ni una sola vez! Me imaginé que estaríais de luna de miel, pero dos meses
son demasiado tiempo, incluso para un hombre tan rico como Grant.
—Necesito su número de teléfono. Su número de teléfono y su dirección.
—Pero, por Dios, Sarah, ¿de verdad no los recuerdas? —a Martha le llevó
algunos minutos comprender que pudiera ocurrir algo así, y otros tantos encontrar
los datos que su sobrina le pedía.
Los dictó lentamente, y Sarah los copió.
—Ah, una pregunta más, tía Martha. ¿Conoces a un hombre llamado Jack
Forrester?
—Jack Forrester. Humm. Creo que no —tras pensarlo en silencio, preguntó con
ansiedad—. Te pondrás bien, ¿verdad, cariño? Creo que lo que tendrías que hacer es
quedarte conmigo hasta que estés completamente curada. Honey y Spice te echan de
menos. Te acuerdas de ellos, ¿verdad? Se suponía que tenía que enviártelos cuando
te instalaras.
—Gracias por cuidarlos, tía Martha —musitó Sarah—. Te llamaré mañana.
Y colgó el teléfono absolutamente confusa.
—¿Sarah? —la voz profunda y vibrante de Connor le llegó desde el pasillo—.
¿Estabas hablando por teléfono?
Sarah asintió en silencio.
—¿Y con quién estabas hablando?
—Con mi tía —susurró.
—¿Tu tía? —centró rápidamente en el cuarto de estar y se sentó a su lado—. ¿Te
has acordado de tu tía?
Sarah volvió a asentir en silencio.
Connor abrió los ojos de par en par, con expresión de alerta.
—¿Y qué te ha dicho?
Aunque quería contestar, las palabras se negaban a salir de su garganta.
—Sarah —Connor frunció el ceño y se inclinó hacia ella—. Dime qué te ha
dicho.
—Estoy casada.
Connor se la quedó mirando en un atónito silencio.
—Con un hombre llamado Grant Tierney —le temblaba la voz—. Lo recuerdo
—añadió en un trémulo susurro—. Recuerdo haberme casado con él.
El silencio parecía vibrar entre ellos.
Connor cerró los ojos y respiró hondo. Estaba muy quieto.
Sarah intentaba no pensar. No quería pensar.

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—Es tarde —dijo Connor por fin, con una voz casi irreconocible—. A estas
horas... No podemos pensar con claridad —abrió los ojos y la miró desolado—.
Hablaremos mañana.
Se levantó de la silla y le tendió la mano. Fueron juntos al dormitorio. El
dormitorio de Connor. Sarah se estremeció al pensar en ello. En la puerta de la
habitación, se detuvo y le soltó la mano. No podía dormir con Connor si estaba
casada con otro hombre.
—No creo que hubieras podido hacer el amor conmigo tal como lo has hecho —
susurró Connor—, si hubieras estado enamorada de otro hombre.
Sarah no contestó. Pero, en su corazón, estaba de acuerdo con él.
Connor se metió en su dormitorio. Solo.

Antes de que el sol saliera, Sarah se llevó a Tofu a dar un paseo y llamó a Grant
Tierney desde una cabina telefónica. No era capaz de imaginarse a ese hombre como
su marido.
Connor era el único hombre con el que había hecho el amor. Su cuerpo, su
corazón y su alma habían ardido únicamente para él. Lo amaba intensamente, como
jamás había amado a nadie. Pero estaba casada con otro hombre.
No quería creerlo. No quería enfrentarse a la realidad. Pero tenía que hacerlo.
Tenía que volver con el hombre con el que estaba casada y hacer todo lo posible por
recordar su relación. Sólo cuando volviera a conocerse a sí misma podía tomar una
decisión.
Había pasado la mayor parte de la noche despierta, luchando contra sus
propios demonios. El dolor y el miedo la habían atormentado durante toda la noche,
acompañados por aquella vaga vocecilla interior que la alertaba contra el peligro.
¿Pero contra cuál? ¿Sería el miedo una simple consecuencia del accidente?
Quizá sí, pero en caso de que no fuera así, no podía arriesgarse a poner a nadie en
peligro. Tenía que proteger tanto a Annie como a Connor de todo posible problema.
Tenía que enfrentarse a su pasado sin ellos.
Por eso no podía llamar a Grant Tierney desde casa de Connor. No quería que
pudiera identificar el número y localizar su casa.
Pero eso significaba que no confiaba en su marido.
Otra de las cosas que la inquietaba era saber cómo encajaba Jack Forrester en
aquel paisaje. ¿Sería él el que la estaba persiguiendo?
Le contestó el mensaje grabado de un contestador y reconoció la voz de Grant
Tierney. Recordó entonces nuevos sucesos del pasado: se recordaba bailando con
Grant, sentada a su lado en su avión privado o cenando en un carísimo restaurante
en el extranjero. Tenía la sensación de haber estado con él en Francia. Había sido
divertido... Sí, y se había sentido halagada por que un hombre como Grant pudiera
enamorarse de ella.

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Se recordaba besándolo, una experiencia agradable, si su memoria funcionaba


correctamente, pero nada parecida a la pasión que se desencadenaba en su interior
cuando estaba con Connor.
Cerró los ojos y se aferró al teléfono. Aquél no era momento para pensar en
Connor. La herida acababa de abrirse. El dolor era demasiado intenso. Tendría que
dejarlo. Ese mismo día.
—Grant —habló para el contestador en cuanto sonó un pitido—. Soy Sarah.
Yo... vuelvo a casa —tragó saliva, intentando deshacer el nudo de tristeza que
atenazaba su garganta—. Estaré allí a última hora de esta tarde.
Colgó el teléfono y se inclinó contra el escaparate de una tienda cercana,
sobrecogida de dolor. No podía dejarse arrastrar por aquellos sentimientos tan
intensos. Tenía que actuar movida por la razón, no por las emociones. Tenía que
descubrir su verdadera vida.
Por lo menos los recuerdos de Grant le habían dado cierta confianza. Lo
recordaba como un hombre educado, encantador, que con frecuencia le hacía reír.
Era imposible que fuera él el causante de su miedo.
Pero cuando lo pensaba, el miedo zigzagueaba nuevamente en su interior. Se
llevó la mano al corazón, luchando para recobrar la compostura antes de hacer su
próxima llamada.
Llamaría a Annie para pedirle que la llevara a Denver. En cuanto llegaran a la
entrada de la ciudad, le pediría que regresara a Sugar Falls y tomaría un taxi para
dirigirse a casa de Grant.
No podía permitir que Annie se acercara a aquel lugar hasta que hubiera
recordado y comprendido lo que había ocurrido tras la ceremonia de la boda, y por
qué se agolpaba el miedo en su interior cada vez que oía los nombres de Jack
Forrester y Grant Tierney.
Era posible que ella misma se viera involucrada en algún tipo de problema. Y
era exactamente esa la razón por la que no podía pedirle a Connor que la llevara a
Denver. Estaba segura de que no le permitiría tomar un taxi el resto del camino. Y si
lo hacía, la seguiría.
El pánico la dejó paralizada. Estaba segura de que, si eso ocurría, resultaría
herido. Gravemente herido.
¿Pero por qué tenía aquella certeza? Por mucho que se esforzara por disipar
aquel miedo con las herramientas de la razón, su certeza se incrementaba, alojándose
en su corazón como un terrible aviso.
No, no podía permitir que Connor corriera ningún peligro. Tendría que
manejar sola la situación. Tendría que renunciar a su protección.
Podía marcharse mientras Connor estaba en el trabajo, supuso. Pero le había
prometido avisarle antes de irse. Era lo único que le había pedido.
Sarah tendría que decírselo. Le haría creer que estaba perfectamente, que no
estaba asustada y que la esperaba en Denver un marido cariñoso.

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Quizá así fuera.


Decidida a resistirse a las lágrimas, llamó a Annie y ésta le prometió hacer todo
lo que estuviera en su mano para ayudarla. Sarah regresó después a casa, a casa de
Connor, se recordó con dolor.
Lo encontró paseando nervioso por la cocina, agarrado al teléfono y con
expresión grave. A Sarah le dio un vuelco al corazón. Deseaba besarlo, besarlo y
quedarse para siempre a su lado.
¡Lo quería tanto!
Pero era precisamente ésa la razón por la que tenía que abandonar su casa sin
él.
Connor colgó el teléfono en cuanto Sarah entró en la cocina.
—¿Dónde diablos estabas? —el alivio eliminó la tensión de su rostro—. Dios
mío, Sarah, cuando he visto que te habías ido, no sabía qué pensar. Estaba a punto de
llamar a la policía y salir a buscarte yo mismo.
—He salido a dar un paseo con Tofu —se detuvo a una prudente distancia de él
y se apoyó en el mostrador de la cocina. Tenía que ser fuerte, se dijo a sí misma, tenía
que ser convincente—. Me voy hoy, Connor.
Connor se quedó mirándola fijamente.
—Yo... Bueno, ya he hecho la maleta.
Connor apretó los labios. Apoyado contra la puerta del frigorífico, se cruzó de
brazos.
—Ya lo he visto.
—Le he pedido a Annie que me lleve a Denver. Con mi... —le tembló
ligeramente la voz—. Mi marido.
—¿Ya te has acordado de dónde vivías?
—Sí.
—¿Y no temes volver?
—No. Estoy segura de que mis miedos eran infundados.
Connor se obligó a permanecer donde estaba. En aquel momento, no podía
tocarla. No podía abrazarla, como tantas a veces había hecho durante aquellos
maravillosos días de convivencia.
—Me gustaría llevarte, Sarah. Quiero asegurarme de que vas a estar a salvo.
—No. Mi marido... estará esperándome.
El dolor que se había instalado en su corazón desde la noche anterior creció
hasta convertirse en una tensión casi insoportable.
—¿Lo has recordado claramente entonces? ¿Recuerdas cómo era vuestra
relación?

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—Sí —desvió la mirada. Su rostro estaba blanco como el papel—. Y no creo que
fuera conveniente que me llevaras a casa. Todavía no estoy preparada para hablarle...
de lo nuestro.
«De lo nuestro. Lo había hecho parecer una vulgar aventura. ¿Realmente sería
ésa la consideración que le merecía el tiempo que habían pasado juntos?
Pero él había sido el primero. El primero y el único.
Incapaz de contenerse, se acercó a ella hasta poder tocarla. Hasta poder besarla.
Y cuánto necesitaba hacerlo. Necesitaba recordarle el sentimiento, el poder de cada
uno de los besos que habían compartido.
—¿Y lo amas?
—Sí.
Un profundo zarpazo destrozó el corazón de Connor. Fue un dolor tan intenso
que le costó respirar. ¿Pero qué otra cosa esperaba? ¿Que dejara a su marido, a un
hombre con el que nunca se había acostado, a un hombre que ni siquiera se había
preocupado de denunciar su ausencia a las autoridades? Sí, eso era lo que pensaba.
—Hay cosas que no comprendo. Cuestiones que...
—Connor —lo silenció Sarah con dureza—. Haz el favor de creer que tengo
respuesta para todas esas preguntas. Respuestas que encuentro satisfactorias.
Simplemente no creo que sea correcto... compartirlas contigo.
Connor no podía sufrir más.
Junto al tumulto de emociones que reflejaban los ojos de Sarah, Connor creyó
ver el arrepentimiento. Y habría jurado que también el amor. ¿Se estaría engañando a
sí mismo?
—Jamás podré pagarte todo lo que has hecho por mí —le temblaban los
labios—. Siempre te estaré agradecida.
—Agradecida.
—Pero necesito recomponer mi vida —susurró.
Su vida. Había encontrado su vida, y en ella no estaba incluido él. Pero no
podía culparla por ello. Ella era la única que estaba actuando de forma honesta. Él,
sin embargo, ni siquiera había querido contemplar la posibilidad de que estuviera
casada.
—Quiero que mi matrimonio funcione —añadió.
Connor sintió que se abría un oscuro abismo en lo que alguna vez había sido su
corazón.
—De acuerdo —se oyó decir a sí mismo—. Pero, si necesitas algo, házmelo
saber. Estaré en mi oficina.
—Connor —lo llamó Sarah, cuando éste estaba ya en la puerta del cuarto de
estar.
Connor se detuvo y se volvió lentamente.

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—Lo siento —una solitaria lágrima escapó de sus ojos—. No quería hacerte
daño.
En aquel momento, Connor estuvo tentado de besarla y decirle cuánto la
amaba, de decirle que sin ella moriría. La quería como no había querido a nada y a
nadie en toda su vida, y él estaba acostumbrado a conseguir todo lo que quería.
Pero Sarah amaba a otro hombre. Quería que su matrimonio funcionara. Y él no
podía impedírselo. Incluso en el caso de que, por algún extraño milagro, Sarah se
mostrara de acuerdo en quedarse a su lado, él no querría que sacrificara su
matrimonio. La amaba demasiado para desear algo así.
—No me has hecho sufrir, Sarah —le aseguró con dulzura—. Te echaré de
menos, por supuesto, pero... —se le quebró la voz y se encogió ligeramente de
hombros mientras intentaba recuperarla—. Ambos sabíamos que te irías cuando
recuperaras la memoria. Ahora yo también tendré que ocuparme de recuperar mi
vida.
Sarah se mordió el labio con tanta fuerza que estuvo a punto de hacerse sangre.
Connor apartó la mirada de su boca, una boca que pronto besaría otro hombre.
Tenía que marcharse de allí antes de explotar.

Sarah dejó la casa de Connor poco antes del mediodía.


El dolor de abandonarlo era insoportable. Durante la mayor parte de las dos
horas de viaje a Denver, se mantuvo en silencio, intentando dominar las lágrimas que
amenazaban con desbordarla.
Había gastado hasta el último átomo de sus fuerzas en fingir las mentiras con
las que se había despedido de él. Ella no amaba al hombre que era su marido. Jamás
podría amar a nadie que no fuera él.
Pero al parecer, Connor no la quería de la misma forma. «No me has hecho
sufrir, Sarah», le había dicho, «te echaré de menos, por supuesto, pero...». Para ella
no había ningún «pero». Ella lo echaría de menos desde lo más profundo de su alma.
Nada ni nadie podría llenar ese vacío.
¿Pero qué esperaba? Los hombres como Connor no se llevaban a una
desconocida a su casa con intención de mantenerla para siempre a su lado. Había
hecho exactamente lo que Mimsey había insinuado: interpretar su amabilidad como
algo más de lo que era. Connor no había dicho en ningún momento que su relación
fuera algo más que una aventura pasajera. Aquella misma mañana había reconocido
que desde el primer momento era consciente de que se iría.
Sarah se sentía como si le hubieran clavado una daga en el pecho.
—Sarah, ¿estás segura de que estás lista para volver con tu marido? —le
preguntó Annie, mirándola preocupada.
—Oh, claro que sí —contestó Sarah, esforzándose por mostrar una convicción
que estaba muy lejos de sentir—. Ya es hora de que ponga en orden mi vida —forzó

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una sonrisa—. Es un alivio saber quién soy y volver al lugar al que... pertenezco —
desgraciadamente, el nudo que tenía en la garganta le impidió continuar.
Llegaron a Denver alrededor de las dos y media. Ninguna de ellas parecía tener
prisa por despedirse. Pararon a comer y a tomar café y estuvieron comentando
algunos de los recuerdos que había recuperado Sarah.
Sarah le habló de Grant Tierney, y de las pocas cosas de él que recordaba. Pero
no mencionó las lagunas que todavía quedaban en su memoria sobre su matrimonio,
ni el miedo que inexplicablemente continuaba asaltándola cuando pensaba en su
marido.
—No sabes cuánto me alegro de que por fin sepas quién eres y quién es tu
marido —comentó Annie, estudiando su rostro—. Aunque tengo que admitir que
esta mañana, cuando me has llamado diciéndome que estabas preparada para
marcharte me ha sorprendido. La verdad, me ha parecido un poco precipitado.
Cuando te vi con Connor anoche... Vaya, habría jurado que vosotros... —se sonrojó y
desvió la mirada.
El dolor volvió a crecer en el pecho de Sarah.
—Tengo que hacer lo que considero correcto —susurró.
Annie asintió y cambió de tema. Y Sarah se alegró. Aquél no era momento para
hablar de Connor.
Tenía que concentrarse en el presente y en el futuro. Y ambos estaban
indefectiblemente unidos a un hombre al que apenas recordaba. Grant Tierney.
Si lo había amado tanto como para casarse con él, ¿por qué iba a tener miedo de
verlo otra vez?
—¿Estás segura de que no quieres que te lleve a casa?
—Gracias, pero no. Mi marido me espera en el aeropuerto —mintió—. Supongo
que vuelve ahora de algún viaje de negocios.
—De acuerdo —miró el reloj con desgana—. Son ya las cuatro y media. Será
mejor que nos vayamos.
A Sarah se le hizo el camino terriblemente corto. Antes de que hubiera tenido
tiempo de asimilarlo, estaban ya allí.
—Te voy a echar de menos, pequeña —se lamentó Annie, con sus enormes ojos
azules nublados por las lágrimas—. Me llamarás, ¿verdad? No tenemos que perder el
contacto.
—Claro que sí —la abrazó y, llorando y riendo, se despidieron.
Sarah observó el coche de Annie mientras se alejaba. ¡Cuánto odiaba verla
marcharse! Le habría gustado que la acompañara a casa de Grant. Necesitaba
urgentemente a alguien en quien apoyarse en medio de sus confusos pensamientos.
Pero lo último que deseaba era ponerla en peligro. Sabía que tenía que
enfrentarse sola a su futuro.

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Reunió el escaso valor que a esas alturas le quedaba, tomó su maleta y caminó
decidida hasta un taxi.

Sarah se había ido. Se había ido de verdad.


En realidad, no lo había dudado en ningún momento, a pesar de la terca
esperanza de encontrarla al volver a casa que se había empeñado en instalarse en su
corazón durante toda la mañana. Había cerrado la consulta al mediodía porque
necesitaba verla. Pero aquella esperanza murió cuando al volver a casa encontró a un
lloriqueante Shih Tzu esperándolo y una nota en el frigorífico.
En ella, Sarah reiteraba las gracias por todo lo que la había ayudado y le decía lo
mucho que había disfrutado durante su estancia en aquella casa. Expresaba también
su confianza en que cuidara de Tofu y le decía que no era capaz de llevarse al perro a
un lugar al que Timmy y Jeffrey no podrían ir a verlo.
Prometía devolverle el dinero que le había prestado y le deseaba que fuera feliz.
Connor se puso los vaqueros, ensilló a Vikingo y salió a montar. Pero no podía
huir del dolor. Un dolor tan intenso, que se maravillaba de poder respirar, moverse o
pensar.
De hecho, pensar era lo más doloroso. Porque cada uno de sus pensamientos
estaba vinculado a Sarah. Su olor, su tacto, los fantasmas del recuerdo lo envolvían.
Cabalgó sin descanso, urgiendo al caballo a adentrarse en los bosques. Cuando
alcanzó una zona rocosa, desmontó del caballo, lo ató a un árbol y se dedicó a pasear
por el filo de aquellos barrancos sin fondo.
El dolor se había convertido en una presión insoportable en su pecho. Jamás
volvería a verla, no volvería a abrazarla. No reiría con ella, ni podría mirarla a los
ojos.
Se acercó al borde del cañón y dejó escapar un grito. Un grito furioso,
ensordecedor. El dolor, el enfado, la desesperanza encontraron eco en las montañas.
Gritó de nuevo, una y otra vez, se dejó caer sobre una piedra y dio rienda suelta a su
dolor.
Lo habría dado todo por recuperar su amor. Habría renunciado a todo lo que
tenía en la vida si de esa forma pudiera hacerla feliz.
Estaba profundamente enamorado. Sarah había llegado a convertirse en una
adicción. Una droga potencialmente letal. La necesitaba de la misma forma en que un
alcohólico necesita su bebida; como un fumador la nicotina. Tanto, comprendió,
como sus padres necesitaban aquellas montañas.
Habría dado la vida por ese amor.
Tomó aire, obligándose a respirar con calma. Jamás se habría creído capaz de
caer en la trampa del amor. Había vivido con infinita prudencia, utilizando la razón
para tomar cualquiera de sus decisiones. Había sabido hacerse cargo de sí mismo
desde que era un niño... para terminar cometiendo la locura de enamorarse de la
mujer de otro hombre.

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Jamás en su vida se había sentido tan solo como en ese momento.


Miró a su alrededor, comprendiendo que tenía que analizar más fríamente sus
sentimientos. Y descubrió perplejo el lugar en el que se encontraba. No había estado
allí desde hacía diecisiete años.
Aquel era un rincón al que acudía a menudo con su padre. Habían pasado
mucho tiempo allí, admirando aquellos salvajes precipicios, hablando, pensando y
tocando la guitarra.
Un dolor nuevo surgió en el corazón, un dolor antiguo y rabioso. No podía
pensar en sus padres sin enfadarse. Le habían negado la libertad que decían adorar.
Se habían burlado de su vocación, escogiendo las hierbas, los cánticos curativos... Se
habían negado a ver la razón, a unirse al mundo.
Él, sin embargo, necesitaba el mundo. Y necesitaba también que sus padres
tuvieran una buena opinión sobre él.
Mientras contemplaba la húmeda neblina que cubría el paisaje, comprendió
asombrado algo en lo que hasta entonces no había reparado. Lo entendía de pronto
con una lucidez pasmosa.
Sus padres se habían tenido el uno al otro. Habían hecho realidad sus sueños.
Habían vivido como querían y habían muerto siendo coherentes con su vida. ¿Por
qué hasta entonces no habría sido capaz de ver la nobleza que todo ello implicaba?
Connor había pasado gran parte de su adolescencia intentando deshacer los
lazos que lo unían a sus padres, distanciándose de su forma de vida.
Incluso cuando había regresado de Boston, había ignorado su artesanía y sus
cintas, decidido a hacer desaparecer todos sus recuerdos.
Sarah no lo había comprendido y había adornado su casa con la misma libertad
con la que sus padres habían creado aquellos hermosos objetos. La impresión que
aquello le había causado había sido tal que no había podido disimularla. Se había
sentido como si estuviera retrocediendo en el tiempo, como si sus padres fueran a
reunirse de un momento a otro con él.
Y el dolor de la pérdida lo había enfadado todavía más. Él creía que para
entonces era un dolor olvidado, un dolor que formaba parte del pasado.
Pero había comprendido que no era cierto. Que sus padres eran parte de él. En
otro momento, aquello lo habría mortificado. Pero jamás volvería a avergonzarse de
ello. Había entendido al fin que lo que había considerado un defecto de sus padres
era precisamente su fuerza.
Sarah lo había visto antes que él.
Pero no podía pensar en Sarah. Era mucho más fácil concentrarse en un viejo
dolor, un dolor con el que había convivido durante mucho tiempo. Había aprendido
a tratar con el enfado, la vergüenza y lo que había considerado la traición de sus
padres. Podría vivir también con la tristeza de haberlos perdido y la vergüenza de
haberlos abandonado hasta el fin de sus días.

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Pero no podría soportar el dolor de la perdida de Sarah. Él seguiría existiendo,


sí, pero no para la vida. Su vida estaba tan vacía como aquellos barrancos de las
Rocosas. Montañas que habían sido su prisión y su casa. Montañas que al mismo
tiempo odiaba y adoraba.
Miró al fondo del cañón y visualizó el rostro de sus padres. Y creyó oír la
música que ellos habían compuesto, creyendo en su magia.
Necesitaba la parte de su alma que alguna vez había dejado en aquellas
montañas. Necesitaba hasta el último fragmento de su alma para soportar el resto de
su vida.

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10
Connor regresaba a casa alrededor de las tres de la tarde cuando descubrió una
elegante Harley-Davidson aparcada frente a ella. Preguntándose con curiosidad
quién podría conducir una moto de aquellas características en Sugar Falls, caminó a
grandes zancadas hasta allí.
Un desconocido estaba llamando a su puerta. Iba vestido con vaqueros y
cazadora de cuero y, por su aspecto, podría pertenecer a cualquier pandilla de
moteros. Era algo más alto que él. Tenía el pelo rubio y una cicatriz justo debajo del
ojo derecho que parecía bastante reciente.
¿Qué diablos querría? Quizá ayuda médica de algún tipo. Connor se detuvo al
final de la escalera del porche y le preguntó:
—¿Es a mí a quien busca?
—¿Es usted el doctor Wade?
Connor asintió mientras subía los escalones que los separaban.
—Me llamo Jack —se presentó el desconocido, tendiéndole la mano—. Jack
Forrester.
Hasta el último músculo de Connor se tensó mientras le estrechaba la mano.
Jack Forrester. El hombre al que Sarah llamaba en medio de sus sueños.
El hombre sonrió y, a pesar de su siniestra cicatriz, Connor se dijo que aquel
hombre debía de tener mucho éxito con las mujeres.
—Busco a una amiga llamada Sarah. En la ciudad me han dicho que aquí vive
una chica con ese nombre. Me pregunto si es ella la persona que estoy buscando.
—Y sí así fuera, ¿qué es lo que quieres de ella? —preguntó Connor.
—Tengo algunos asuntos privados de los que hablar con Sarah.
—Supongo que has tenido muchos problemas para encontrarla, ¿verdad Jack?
—Algunos.
—¿Y estás seguro de que sólo quieres hablar con ella?
En los ojos del desconocido apareció un brillo desafiante, pero aun así contestó:
—No estoy seguro de que esto sea asunto tuyo. Pero sí, lo único que quiero es
hablar con ella.
Connor se acercó todavía más a él, dispuesto a arrancarle la cabeza al menor
movimiento dudoso.
—¿Y qué te hace pensar que la persona a la que estás buscando está en Sugar
Falls?
—Annie Tompkins. Miente condenadamente mal. Me imaginé que estaba
intentando ocultarme algo, y he venido para averiguar qué podría ser.

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Connor agarró a Jack por la cazadora y lo empujó contra una de las paredes de
la cabaña.
—¿Sabes, Jack? No sé por qué, pero me parece poco probable que Sarah tenga
un amigo como tú, y no me hace ninguna gracia la idea de que nadie la ande
buscando.
—Magnífico —musitó Jack con voz ahogada—. Sencillamente magnífico. Me
encantaría meterme en una pelea, pero ya han estado a punto de volarme los sesos en
una ocasión a causa de esa mujer.
—¿Que te han disparado? ¿Quién? —preguntó Connor sin soltarlo.
—Grant Tierney.
Connor se estremeció, conmovido por un terrible presentimiento. ¿Realmente
sería capaz de disparar a un hombre el marido de Sarah?
—Quizá tuviera una buena razón.
—Si eso es lo que crees, entonces no lo conoces. Ese hombre está loco.
Hubo algo en la firme mirada de Jack que hizo que Connor lo creyera. Lo soltó
lentamente.
—¿Loco en qué sentido?
—Es un hombre terriblemente posesivo. Un obseso. Por supuesto, no hay
mucha gente que lo sepa. Se esconde tras una fachada perfecta —se colocó la
cazadora y Connor advirtió entonces que asomaba un vendaje por su cuello.
—¿Quieres decir que Grant Tierney podría hacerle algún daño a Sarah?
Jack lo miró con los ojos entrecerrados.
—No ha vuelto con él, ¿verdad?
Connor apretó los dientes, intentando dominar la ansiedad que lo invadía.
—Sí.
Jack dio un puñetazo a la pared y los dos hombres se quedaron mirándose el
uno al otro en un sombrío silencio.
—Si no te importa, podrías invitarme a algo de beber. Contestaré todas las
preguntas que quieras hacerme. Y puedes estar seguro de que no pretendo hacerle
ningún daño a Sarah.
—Mejor para ti —abrió la puerta de la cabaña, lo condujo a la cocina y le tendió
una botella de agua fría, impaciente por conseguir toda la información que Jack
pudiera darle—. Cuéntamelo todo —lo urgió—. Y rápido.
—Sólo he visto a Sarah en un par de ocasiones. Una vez en el aeropuerto,
cuando me encontré con Grant, y otra en una comida al aire libre en Point.
—¿El Point?
—Sí, en Florida. Grant y yo nos criamos allí.
Connor lo miró con el ceño fruncido.

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—¿Conoces a Grant desde la infancia?


—Sí, era mi vecino. Todavía soy vecino de su madre. El caso es que Grant
siempre se ha comportado como un loco en lo referente a las mujeres. Ya sabes, tiene
ese tipo de fijación por... las vírgenes.
—¿A qué te refieres exactamente?
—Le vuelve loco la idea de ser el único. Insistía siempre en que se casaría con
una virgen. Por supuesto, yo no sé si Sarah lo es o no, pero teniendo en cuenta lo que
Grant pensaba al respecto, asumo que sí.
Connor no tenía nada que asumir. Lo sabía.
—¿Y Grant te habló alguna vez de esto?
—Sacaba el tema de vez en cuando, cuando éramos amigos. Pero eso fue antes
de que yo me diera cuenta de lo loco que estaba —una mirada sombría oscureció el
rostro de Jack—. Antes de que se casara con mi hermana.
—¡Tu hermana!
—Convirtió su vida en un infierno. Necesitó años de terapia para volver a ser la
que era. Cuando se separaron, Grant se casó con otra mujer, y también se divorció.
Después conoció a Sarah.
Connor apretó los puños. La idea de que Sarah pudiera estar con un hombre de
esas características le revolvía las entrañas.
—¿Y por qué las mujeres no se dan cuenta de cómo es?
—Oh, es un hombre muy educado, culto... Pertenece a una familia adinerada —
sonrió con amargura—. Inversores, políticos... Grant ha conseguido engañar a todo el
mundo. Y cuando desea a una mujer, emplea todos sus recursos para conseguirla.
Alquila aviones, yates, escribe poemas. Planifica citas en cualquier lugar del mundo.
Cuando empezó a salir con Sarah, se compró hasta un cachorrillo para impresionarla.
Connor estaba comenzando a sentirse enfermo.
—Hay que reconocer que es todo un experto en los noviazgos. Pero cuando se
casa... Es entonces cuando se produce el cambio. Trata a las mujeres como si le
pertenecieran. Cuando me enteré de que Sarah se iba a casar con él, quise advertirla.
No quería que nadie pasara por el infierno que había pasado mi hermana. Y Sarah y
yo congeniamos, ¿sabes?
—¿Congeniáis? —repitió Connor en un tono ominoso, y no particularmente
complacido por la sonrisa de Jack.
Jack arqueó una ceja, como si lo sorprendiera aquella reacción.
—Como amigos, quiero decir —se inclinó hacia adelante y miró a Connor con
renovado interés—. Si no te importa que te lo pregunte, ¿qué tipo de relación tenías
con ella?
—Me importa que me lo preguntes.
Jack se echó hacia atrás y sonrió. Connor apretó los labios con enfado.

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—¿Le advertiste que Tierney estaba loco o no?


—Lo intenté. Y como no sabía cómo ponerme en contacto con ella, me presenté
en su boda.
—Pero ya era demasiado tarde —supuso Connor.
—Demasiado tarde para hablar con ella, sí. Cuando llegué, la ceremonia ya
había comenzado. Pero sucedió algo extraño. Justo en el momento en el que Grant
acababa de ponerle la alianza en el dedo y el sacerdote estaba a punto de declararlos
marido y mujer, Sarah levantó la mano y exclamó que no estaba preparada para
aquello.
Connor se quedó mirándolo fijamente.
—¿Quieres decir que Sarah interrumpió la ceremonia?
—Le pidió disculpas a Grant, le devolvió el anillo y se fue.
—¿Entonces no se casó con él?
—Entonces no. Aunque no sé si puede haberse casado más tarde.
—¿No sabes si está o no casada con él? —gritó Connor, agarrándolo con fuerza.
—¡Si me sueltas un momento, podré contarte lo que ocurrió! —gritó Jack.
Connor lo miraba atentamente mientras una renovada esperanza se abría paso
en medio de su confusión. Pero Sarah le había dicho que estaba casada y que amaba
a su marido. Eso sólo podía significar que al final se había casado con Tierney.
Jack bebió agua y se secó los labios con el dorso de la mano.
—Grant la siguió hasta una habitación que había en la iglesia. Al verlo, yo
reconocí inmediatamente su expresión. Sabía que anunciaba problemas, así que lo
seguí. No quería que le hiciera ningún daño. Él intentó presionarla para que siguiera
adelante con la ceremonia. Yo ya empezaba a temer que sucediera algo grave;
probablemente debería haber esperado a que Grant se tranquilizara un poco, pero no
quería perder la que podía ser mi única oportunidad de advertir a Sarah. Le pregunté
delante de ella si le había hablado ya de sus dos primeras mujeres. Pero no lo había
hecho. Sarah ni siquiera sabía que había estado casado.
—¿Y cómo se tomó Sarah la noticia?
—No parecía muy contenta. Grant se enfadó muchísimo. Sarah me pidió que la
llevara a su casa. Grant se puso frenético. Me acusó de estar intentando alejarla de él,
se acercó a mí y sacó una pistola.
—¿Llevaba una pistola encima el día de su boda?
—Siempre lleva pistola. Debido a su trabajo, tiene serios enemigos. El caso es
que me disparó. El primer disparo me dio en la cara, el segundo en el hombro.
Supongo que entonces perdí el conocimiento. Lo único que recuerdo es que Grant
salió corriendo detrás de Sarah, gritando que esa mujer le pertenecía.
—Dios mío —las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar—. No me
extraña que tuviera pesadillas.

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—Alguien llamó a la policía. Agarraron a Grant en la calle. Sarah debió escapar.


Y supongo que fue entonces cuando la atropelló Annie Tompkins. Más tarde me
enteré de que habíamos estado los dos en el mismo hospital.
Connor comprendió entonces por qué Sarah no llevaba encima un bolso, ni
ningún documento que la identificase. El accidente se había producido el día de su
boda.
—¿Pero no iba vestida de novia?
—No. Si no recuerdo mal, llevaba un traje claro.
Connor llegó a una conclusión estremecedora: si no se había casado con Grant
ese día, jamás había podido casarse con él. Annie la había llevado directamente del
hospital a Sugar Falls.
—Mientras me recuperaba, estuve esperando en todo momento una llamada de
Sarah —señaló Jack—. Pero nunca me llamó. Imaginé que quizá hubiera vuelto con
Grant y temía llamarme, o que quizá se había escondido, huyendo de él.
—¿Y por qué Grant no intentó buscarla, ni denunció su desaparición?
—Sarah no es la primera mujer que huye de él. Además, hasta hace unos
cuantos días ha estado en la cárcel.
Lo que ratificaba que Sarah no había podido casarse con él. Aquella certeza
crecía por segundos. Intentando comprender completamente la situación, Connor
preguntó:
—¿Y tú cuándo empezaste a buscarla?
—La tía de Sarah llamó a la madre de Grant, que es vecina mía. Ella fue la que
me comentó que la tía de Sarah no había tenido noticias de ella desde el día de la
boda. En cuanto lo supe, comencé a buscarla.
—Pero le dijiste a Annie que podría llamarse Sarah Myers Tierney. Si había
interrumpido la boda, ¿por qué iba a llevar el nombre de su marido?
—Por lo que yo sabía, podía haber cambiado de opinión y haberse casado con
Tierney mientras estaba en la cárcel. Antes me has dicho que ha vuelto con él, ¿no?
—Hoy mismo, hace unas horas —enfadado consigo mismo por no haberla
detenido, Connor se maldijo en voz alta—. Me dijo que estaba casada con él, pero por
lo que tú me has contado es imposible. Desde que salió del hospital, Sarah ha estado
en Sugar Falls.
Y no se había acordado de la existencia de Tierney hasta la noche anterior. Aun
así, le había dicho que lo amaba. ¿Habría vuelto con Tierney con intención de casarse
con él?
—¿Por qué diablos habrá vuelto con ese tipo? —exclamó frustrado.
—Ya sé que es difícil aceptarlo, pero hay mujeres que no abandonan jamás una
relación, por terrible que sea.

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Pero Connor no podía creer algo así de Sarah. Ella tenía demasiado carácter
para soportar que alguien la dominara; era una mujer demasiado vital, demasiado
fuerte para conformarse con una situación como aquélla.
Jack sacudió la cabeza con pesar.
—Mi hermana necesitó dos años de infierno para tomar una decisión. Y seguía
insistiendo en que lo amaba.
Connor cerró los ojos. Cuando se lo había preguntado a Sarah, ella también
había dicho que amaba a su marido. Pero, maldita fuera, no la había creído. No podía
creerla porque había visto demasiadas veces el amor en sus ojos, un amor que él le
inspiraba.

Pero entonces, ¿por qué había vuelto con un hombre del que había salido
huyendo aterrorizada?
Una posible respuesta le encogió el corazón. Quizá Sarah no recordara la
terrible escena del día de la boda. Había encajado retazos incompletos de recuerdos y
se había forjado una imagen equivocada de su marido.
Connor empezaba a imaginarse lo ocurrido. Sarah recordaba la imagen de un
hombre poniéndole un anillo de bodas. Después, su tía le había dicho que estaba
casada con Grant Tierney y Sarah había decidido cumplir con su deber, volver con su
marido y darle una oportunidad a su matrimonio.
Lo que quería decir que en ese momento pensaba que estaba casada con Grant
Tierney y no conocía su verdadero carácter. No era consciente de que bastaría una
palabra equivocada para desatar su furia. Quizá hasta intentara hablar sinceramente
con él. Sarah era capaz de confesarle que había perdido la virginidad con otro
hombre.
Y Tierney sería capaz de matarla. Sí, estaba seguro de que la mataría.
—¿Sabes dónde vive Tierney?
—Sí, pero...
—Dímelo.
Jack frunció el ceño.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Tengo que sacar a Sarah de allí.
—¿Pero te has vuelto loco? Te matará, y si Sarah sigue deseando quedarse con
él, lo único que vas a conseguir es empeorar su situación. Sarah ya ha tenido
oportunidad de comprobar cómo es Grant. Lo vio dispararme en un ataque de celos,
y aun así, ha vuelto con él.
—No creo que Sarah recordara lo ocurrido.
—¿Qué quieres decir?

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—Amnesia. Sarah sufrió una terrible amnesia. Fue recuperando recuerdos muy
poco a poco y ayer me dijo que se había acordado de su marido. Después de lo que
me has contado, no creo que recordara lo que sucedió en la iglesia.
—Con una mujer, nunca se sabe.
—Con Sarah, yo si lo sé.

Aquel lujoso barrio de Denver le resultaba a Sarah ligeramente familiar.


Mientras el taxi recorría sus perfectamente delineadas calles, Sarah intentaba aplacar
su miedo haciendo uso de la razón.
El taxista la dejó frente a una impresionante casa de tres pisos.
—¿Es aquí, señora?
Pero Sarah apenas lo oyó. Su miedo se había intensificado.
—Sí, quédese aquí. Y espere un momento. Es posible que tenga que irme
pronto.
—Tómese todo el tiempo que quiera. Al fin y al cabo, usted es la que paga.
Sarah murmuró las gracias y se dirigió nerviosa hacia la casa. Recordaba aquel
lugar de cuidados jardines. Sabía que había sido feliz allí. Pero entonces, ¿por qué le
temblaban las rodillas mientras subía los escalones de la entrada?
Tomó aire y llamó al timbre.
Se abrió la puerta y frente a ella apareció Grant Tierney, con una americana azul
marino, una camisa gris y unos elegantes pantalones.
—Sarah —una sonrisa iluminó su rostro—. Has vuelto a mí —le tendió las
manos y la condujo al interior de su mansión—. Te he echado terriblemente de
menos. No tienes idea de la alegría que me produjo escuchar tu voz en el
contestador, diciéndome que volvías a casa —la estrechó contra él para abrazarla.
El aroma de su colonia, la cercanía de su cuerpo y otros muchos detalles le
hicieron revivir a Sarah recuerdos de los días pasados al lado de Grant.
Específicamente de los días anteriores a su boda.
Recordó de repente que había tenido grandes dudas. Sus abrazos, sus miradas
habían comenzado a resultarle agobiantes, pero había intentado achacar aquella
sensación a los nervios previos a la boda.
En ese momento comprendió que el problema era mucho mayor. Jamás había
estado verdaderamente enamorada de él. Se había dejado deslumbrar por su
encanto, sus atenciones y sus lujos, pero entonces no conocía el verdadero significado
de la palabra amor.
Con Connor había aprendido todo lo que aquella palabra quería decir.
—Lo siento, Grant —susurró, apartándose de él. Se sentía como si tuviera que
medir cada una de sus palabras—. Esta situación es muy difícil para mí. Llevo mucho
tiempo fuera, y han pasado tantas cosas...

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—Creía que me habías abandonado.


Sarah lo miró desconcertada.
—Grant, tenemos que hablar. Tengo muchas preguntas que hacerte.
—Por supuesto que tenemos que hablar. ¿Dónde has estado? ¿Por qué no me
has llamado ni has ido a visitarme?
—¿A visitarte? —Sarah frunció el ceño. No le parecía la pregunta más adecuada
para un marido que llevaba dos meses sin ver a su esposa.
—¿No lo sabías? ¿No te has enterado de que me encerraron?
—¿Encerrarte? Grant, ¿qué quieres decir?
—La policía. Me arrestaron, Sarah. He estado en la cárcel durante dos meses.
Oh, Sarah, no sabes cuánto te he necesitado —la abrazó de nuevo y la estrechó con
fuerza contra él.
Y fue entonces cuando Sarah recordó exactamente lo sucedido. ¡Grant había
disparado a Jack! Ella había interrumpido la boda, le había pedido a Jack que la
llevara a casa ¡y Grant le había disparado!
—¿Puedes creer que pretendían culparme por lo ocurrido? Un hombre me ataca
el día de mi boda, y pretenden acusarme a mí. Menos mal que tengo buenos
abogados.
El terror había dejado a Sarah sin habla.
—Hablemos de la cena —Grant la agarró por la cintura y la condujo a un lujoso
comedor—. Para celebrar tu vuelta, he pedido que prepararan algunos de tus platos
favoritos. Cocina francesa, como la que disfrutamos en Broussard, ¿recuerdas?
—Grant, espera —se detuvo en la puerta del comedor—. Siento que no hayas
interpretado correctamente mi mensaje, pero en realidad no he vuelto contigo —
Grant la miró con el ceño peligrosamente fruncido—. En realidad he venido a
recoger las cosas que tengo aquí. Y mi cartera con mi documentación, si es que
todavía la tienes.
—Claro que la tengo. Todavía están preparadas las maletas para nuestra luna
de miel. Luna de miel que estoy dispuesto a empezar en este mismo instante. Ya he
esperado durante demasiado tiempo. Vamos disfrutar de una romántica velada y
mañana nos iremos a Hawái para empezar nuestra vida en común —a pesar de la
delicadeza de su voz, en sus ojos se advertía una determinación de acero.
—Grant, no estamos casados.
—¿Y quién tiene la culpa de que no estemos casados? —preguntó
suavemente—. Dime, Sarah, ¿quién tiene la culpa?
—Yo —susurró aterrorizada—. Interrumpí la ceremonia porque tenía dudas.
—Pero yo te puse la alianza ante el altar. Así que eres mía, Sarah.
Sarah tragó saliva, intentando dominar su pánico creciente.

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—Pero yo no te quiero —retrocedió unos pasos para alejarse de él y acercarse a


la puerta de la entrada. El taxi estaba esperándola. Lo único que tenía que hacer era
abrir la puerta y refugiarse en él—. ¿Por qué quieres seguir atado a una mujer que no
te quiere?
—Oh, ya aprenderás a amarme, Sarah. Me hiciste unas promesas, y las vas a
cumplir.
Sarah apretó las manos con fuerza para ocultar su temblor y se acercó
disimuladamente a la puerta.
—No puedes amenazarme con convertirme en tu esposa —le advirtió.
Grant se acercó a ella a grandes zancadas y le tomó el rostro con la mano.
—Ya estás casada conmigo —replicó Grant con dureza—. Mañana firmaremos
los papeles necesarios para completar el proceso.
—Déjame marcharme —le ordenó Sarah con toda la autoridad de la que fue
capaz. No podía dejarse doblegar por el miedo. Tenía que conservar la cabeza fría.
Grant apartó la mano de su rostro, pero no se separó ni un centímetro de ella.
—Jamás te dejaré marcharte. Siempre serás mía. Y esta noche, tomaré lo que es
mío. Esta noche, Sarah será la noche más feliz de nuestro matrimonio. Y te gustará.
Te gustará mucho, te lo prometo.
Un escalofrío recorrió la espalda de la joven mientras Grant acercaba sus labios
a su boca. Sarah apartó bruscamente la cabeza y él rió suavemente.
—Oh, ya sé que estás nerviosa, no importa. Es normal, siendo ésta tu primera
vez. Pero llevo tanto tiempo esperando este momento, que no puedes negármelo.
Sarah tenía que hacer algo antes de que la llevara a su dormitorio. Grant la
sujetaba con fuerza, no podía moverse. Tenía que conseguir, de cualquier manera,
que la soltara.
—Grant —susurró, intentando eludir sus besos—. Ésta no será la primera vez,
Grant se tensó como si acabaran de darle una puñalada.
—Mientras he estado fuera, me he enamorado y... he tenido relaciones íntimas.
Lentamente, dominado por una furia sorda, Grant se apartó de ella. Una fría
máscara descendió por su rostro, convirtiéndolo en un siniestro semblante de hielo.
—Entonces eres como todas las demás. Corrupta, sucia...
—Yo no lo diría así —replicó ella con voz temblorosa.
Grant dio un puñetazo en la pared.
—¡Eres una mujerzuela!
Aquel insulto le proporcionó a Sarah la adrenalina que necesitaba.
Concentrando todas sus fuerzas en aquel movimiento, le dio un rodillazo en los
genitales.

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Grant la miró perplejo, mientras se doblaba jadeante sobre sí. Sarah abrió la
puerta y bajó volando los escalones de la entrada. En su precipitada huida, chocó
contra el firme pecho de un hombre.
—¡Sarah! —exclamó una voz milagrosamente familiar—. ¿Estás bien?
¡Era Connor!
El miedo de Sarah se multiplicó hasta el infinito.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¡Ese hombre puede matarte! —miró aterrada hacia
la puerta—. Vete de aquí, Connor, ¡ahora mismo! —intentó empujarlo, forzarlo a
marcharse—. ¡Vete! ¡Vete!
—Chsss, Sarah, tranquilízate —la abrazó con fuerza—. ¿Te ha hecho algún
daño?
—No, Connor, no. Pero te matará si te ve conmigo.
—Algo te ha hecho salir huyendo de la casa, Sarah. Dime lo que ha sido, porque
si te ha hecho algún daño, te juro que...
—¡Connor! Por favor, escúchame. No, no me ha hecho ningún daño. Pero yo he
recordado... Oh, Dios mío, lo he recordado todo... —se estremeció—. ¡Grant disparó a
Jack!
—Lo sé, cariño, lo sé.
—¿Lo sabes? —retrocedió para mirarlo a los ojos—. ¿Entonces que estás
haciendo aquí? ¿Es que te has vuelto loco? ¿Acaso quieres morir?
—He venido a buscarte.
—No puedo irme contigo. ¡Si nos ve juntos, te matará! —sollozó—. Y yo no
podría soportarlo. Preferiría morir antes de que...
Connor la interrumpió con un beso. Sarah abrió la boca bajo sus labios,
buscando unirse a él en medio de su desesperación. Y supo entonces que Connor la
necesitaba tanto como ella lo necesitaba a él.
—Esto es increíble —exclamó una voz masculina tras él—. Te acabo de contar
que me disparó porque la iba a llevar a su casa, y te pones a besarla escondido detrás
de los arbustos de su jardín.
—Maldita sea, Jack —maldijo Connor—. Casi me da un ataque al corazón.
—¡Jack! —exclamó Sarah, mirándolo desconcertada—. Oh, Jack —dejó los
brazos de Connor y se acercó a su amigo con los ojos llenos de lágrimas—. Siento que
te disparara por mi culpa.
—Sólo han sido un par de cicatrices. Me dan personalidad.
—¡Y mira tu cara!
—Bueno, todavía sigue estando bastante bien —musitó Connor secamente—. Y
creo que será mejor que nos vayamos de aquí antes de que Tierney decida volver a
desfigurarla.

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—No, yo no me voy a ir con vosotros. Me iré en el taxi que me está esperando.


No quiero arriesgarme a que Grant me vea con alguien.
En ese momento, apareció Grant en el jardín. De su rostro había desaparecido
toda señal de cordura.
—Ya es un poco tarde para eso. Le he dicho al taxi que se vaya —informó con
voz glacial—. No sabía dónde estabas, pero, claro, ¿cómo podía imaginarme que
estuvieras aquí, detrás de los arbustos de mi propia casa, con un hombre? El caso es
que no me sorprende.
Connor gruñó algo y se acercó a él. Sarah se aferró con fuerza a su brazo,
desesperada por hacerle retroceder. Había advertido que Grant se llevaba la mano al
interior de la chaqueta y le había visto hacer ese mismo gesto cuando había
disparado a Jack.

—Tiene una pistola —susurró aterrada.


Connor la empujó tras él y le dijo a Grant:
—Tengo que hablar contigo, pero antes quiero que Sarah salga de aquí.
Grant ignoró su petición y se acercó a Sarah.
—Es éste, ¿verdad? Este es el tipo del que estás enamorada. El único con el que
has hecho el amor, ¿eh?
Connor arremetió entonces contra él. Jack apareció de entre las sombras,
empujó a Sarah al suelo y no la soltó para evitar que intentara mediar en la pelea.
Ella sollozaba y se retorcía intentando liberarse, deseando salvar a Connor del
peligro. Temía oír el disparo de una pistola en cualquier momento.
Sin embargo, la pelea terminó tan rápidamente como había empezado. Cuando
Sarah alzó la cabeza, vio a Connor con la rodilla apoyada en la espalda de Grant y
retorciéndole el brazo.
—Nunca, absolutamente nunca, vuelvas a hablarle a Sarah de esa forma. No
vuelvas a ponerte en contacto con ella, no la llames. Porque como vuelva a
encontrarme contigo, te mataré, ¿lo has entendido?
Grant se rindió al momento.
Jack, mientras tanto, había liberado a Sarah, que al incorporarse vio un objeto
oscuro y brillante en la hierba.
Era una pistola.
Jack la recogió, se acercó a la moto y metió la pistola en una cartuchera. Sacó un
teléfono móvil y llamó a la policía.
—Yo me ocuparé de todo —dijo Jack—. Será para mí el más grande de los
placeres —y se acercó a Grant para retenerlo.
Connor corrió entonces hacia Sarah y le tendió la mano para ayudarla a
levantarse.

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—¿Te has hecho daño, Sarah? —le preguntó mientras sacudía las briznas de
hierba del vestido y al mismo tiempo buscaba alguna posible herida.
—Estoy perfectamente, doctor. Te lo juro.
Connor la miró con inmensa ternura y sonrió:
—Entonces espera en el coche hasta que venga la policía.
Mientras se dirigía hacia el coche, acompañada por Connor, oyó aullar a Grant:
—¡Ya no vamos a celebrar ninguna boda, Sarah! ¡Lo has echado todo a perder!
¡Ya no puedo casarme contigo! ¡Puedes quedártela, jefe! —le gritó a Connor.
Connor apretó los puños furioso, pero Sarah intentó tranquilizarlo
inmediatamente.
—En realidad, no es una mala sugerencia, ¿no crees?
Connor fijó en ella su belicosa mirada, que inmediatamente se suavizó. Incluso
en sus labios comenzó a formarse una sonrisa.
—Sólo si puede hacerse realidad —contestó con voz ronca, mirándola a los
ojos—. ¿Tú lo ves posible?
Sarah contuvo la respiración.
—No sé por qué no. Ahora sé que no estoy casada. Todavía me cuesta
comprender cómo pude olvidar lo que había ocurrido en la iglesia, pero...
Connor la hizo apoyarse en el coche y la besó. Ella le rodeó el cuello con los
brazos y se estrechó contra él. Connor cerró los ojos y disfrutó extasiado de su sabor
hasta que el deseo de hacer el amor con ella se hizo tan intenso que tuvo que
separarse y alzar la cabeza para recordarse dónde estaba.
En la gloria, se dijo, perdido en las profundidades grises de aquellos ojos que
había temido no volver a ver.
—¿Y de lo otro que Tierney ha dicho? Me parece que no has contestado cuando
te ha preguntado si estabas enamorada de mí.
—Estoy enamorada de ti desde la primera vez que me miraste a los ojos —
contestó Sarah.
Connor sonrió, sintiendo cómo echaba raíces la felicidad en su corazón.
—Y yo estoy enamorado de ti desde la primera vez que dijiste «aahh», —la besó
en la nariz—. Y la segunda —cubrió sus ojos de besos—. Y la tercera —buscó su
boca—. Y estoy deseando oírlo muchas más veces.
Se fundieron de nuevo en un apasionado beso.
—Te amo, Sarah. Has llegado a formar de tal manera parte de mi ser que
moriría sin ti. Quiero que te cases conmigo.
—De acuerdo Connor, me casaré contigo —susurró Sarah casi sin aliento y
volvieron a perderse el uno en el otro.

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—Esto... ¡Caray! —murmuró Jack de pronto tras ellos—. Apostaría la cabeza a


que ni siquiera os habéis dado cuenta de que acaban de llegar media docena de
coches de policía.
Separándose únicamente lo necesario para hablar con Jack, Connor y Sarah
miraron a éste de reojo, un tanto aturdidos.
—¿Y? —preguntó Connor.
Jack rió con pesar.
—La policía se ha llevado a Tierney. Supongo que ahora me tocará ir a
comisaría para contestar algunas preguntas. Bueno, lo menos que puedo decir de lo
ocurrido es que ha sido interesante.
Connor le estrechó la mano con calor, le palmeó la espalda y le dio las gracias.
Sarah lo abrazó, le prometió eterna gratitud y le hizo prometer que iría a visitarlos.
Jack se dirigía hacia su moto, llaves en mano, cuando de pronto se volvió hacia
ellos.
—Ah doctor... —comenzó a decir.
—¿Sí? —lo interrumpió Connor al momento.
—No, en realidad me dirigía a Sarah.
Connor lo miró con extrañeza.
—¿Ibas a llamarla doctora?
Sarah se mordió el labio para disimular una sonrisa mientras revoloteaba por su
mente un nuevo recuerdo.
—¿No te lo ha dicho? —preguntó Jack divertido—. Es psicóloga de animales.
Connor sonrió de oreja a oreja, inclinó la cabeza y se quedó mirándola con
admiración.
—¿Y por qué será que no me sorprende?
—¿Estás seguro de que no te importa? —bromeó Sarah—. Seremos el doctor y
la doctora Wade.
Rieron al unísono, mirándose con inmensa ternura.
Jack sacudió la cabeza con expresión burlona.
—Antes de que volváis a ignorarme, sólo quería decirle a Sarah que mi caimán
está mucho mejor desde la última vez que hablamos de él.
—¡Magnífico! —Sarah lo miró con renovado interés—. ¿Quieres decir que ha
dejado de desafiar a los coches?
—No, pero han cerrado la playa al tráfico, así que problema resuelto —alzó la
mano para despedirse con una radiante sonrisa y montó en su moto.
—Eh, Jack —lo llamó Connor—. Sólo por curiosidad, ¿tú a qué te dedicas?
Jack se puso el casco antes de contestar:

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—Soy cirujano —y, con una radiante sonrisa, bajó la visera del casco y se alejó
con la moto.
Connor se volvió hacia Sarah con expresión de absoluta perplejidad.
—¿Es cirujano?
—¿No te lo había dicho?
Connor la arrastró hacia ella con fingido enfado.
—No, señora —deslizó las manos por su espalda, para estrecharla más
íntimamente contra él—. Hay unas cuantas cosas que te has olvidado de mencionar.
Completamente entregada a sus caricias y al fuego de su mirada, Sarah apenas
consiguió susurrar:
—¿Como qué?
—Como tu verdadero nombre —rozó su boca—. De dónde eres —le susurró al
oído—. O cuánto tendré que esperar para estar de nuevo dentro de ti.
Para entera satisfacción de Connor, Sarah contestó con hechos, en vez de con
palabras.
Tenían toda una vida por delante para dedicarla a detalles menos importantes.

Fin

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