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Amor Desde El Olvido
Amor Desde El Olvido
Donna Sterling
2º Modales de alcoba
Argumento:
¿QUÉ OCURRIRÍA CUANDO RECORDARA EL PASADO?
El doctor Connor Wade regresó a Sugar Falls con intención de encontrar
una mujer sencilla con la que casarse y formar una familia. Pero entonces
apareció Sarah Flowers en su consulta. Tenía todo lo que había deseado de
una mujer... y también todo aquello de lo que huía.
Sarah no podía recordar nada de su vida anterior. Sólo estaba segura de una
cosa: respondía de forma inequívoca al magnetismo sexual de Connor
Wade, permitiéndose incluso soñar con un futuro juntos...
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1
Sola, en la sala de espera del único ambulatorio de Sugar Falls, Colorado, Sarah
miraba desconcertada el formulario que debía rellenar como paciente. Debería
habérselo esperado, suponía. Y, por lo tanto, haberse preparado con antelación un
historial médico.
La primera pregunta la dejó perpleja. Nombre, le pedían.
Estaba prácticamente convencida de que se llamaba Sarah. Ésa era la primera
palabra que había acudido a su mente cuando había abierto los ojos en el hospital de
Denver, hacía ya seis semanas. Cuando el terror de descubrir que había perdido la
memoria había disminuido en intensidad, permitiéndole al menos pensar, se había
inventado el apellido. E inspirada por el ramo que alguien había dejado en su mesita
de noche, había decidido convertirse en Sarah Flowers. Y los médicos la habían
creído cuando les había jurado que había recuperado la memoria.
Pero la verdad era que sólo había regresado a su mente un vago recuerdo, un
recuerdo que la confundía y atemorizaba.
Sarah sabía que debería decirle a su nuevo médico la verdad sobre su amnesia,
¿pero qué ocurriría si la noticia se extendía en aquella diminuta población? La idea la
aterraba. El riesgo era demasiado grande para confiar en un extraño.
Así que escribió con trazo firme: Sarah Flowers.
A partir de ese momento, las preguntas eran cada vez peores. Era extraño, ella
se hacía las mismas preguntas una y otra vez todas las noches, pero le había bastado
verlas impresas para sentirse desolada.
Edad. ¿Cómo iba a saberlo? Se imaginaba no obstante que debía de tener
alrededor de veinticinco años.
Fecha de nacimiento. Escogió un mes, decidió un año y lo escribió.
Estado civil. Suponía que soltera. No tenía la sensación de estar casada y
además no llevaba alianza cuando había sido atropellada por aquel coche. Pero no
podía estar segura. ¿Tendría un marido esperándola en alguna parte? Y si así era,
¿habría denunciado su desaparición?
Cada una de las preguntas del formulario desencadenaba docenas de preguntas
en su mente. Y cuando llegó a la parte en la que le preguntaban si había tenido algún
embarazo, la mano le tembló hasta el punto de que tuvo que dejar el bolígrafo en la
mesa. ¿Habría estado embarazada alguna vez? ¿Habría dado a luz?
¡Era absurdo que no supiera aquellas cosas sobre sí misma! Tenía que
enfrentarse al hecho de que podía ser madre... Imaginarse a un pequeño anhelando
lloroso su ausencia le destrozó el corazón.
Pero el tiempo le daría las respuestas a todas aquellas preguntas. Durante seis
semanas, se había visto impedida por sus heridas, su amnesia y el miedo que aquel
vacío le había producido. Pero las secuelas físicas del accidente estaban a punto de
capaz de ignorar. Pero estaba convencida de que el que hubiera una enfermera entre
ellos no iba a servir de nada.
Hasta el médico parecía estar nervioso.
—Háblame de tus mareos —le dijo con voz tranquila.
Sarah obedeció. Cuando terminó, el médico le preguntó por su dieta y por la
medicación que tomaba.
—Los mareos pueden ser debidos al cambio de altitud —le explicó por fin—.
Hace poco tiempo que viniste de Denver, ¿verdad?
Sarah asintió, intentando ocultar sus nervios. Había escrito Denver en el
formulario porque conocía el nombre de algunas calles de allí.
—Aquí estamos a mucha más altura. La mayor parte de la gente necesita algún
tiempo para acostumbrarse. Algunas personas más que otras... —continuó
hablándole de la necesidad de consumir más líquidos en aquellas circunstancias.
Mientras el médico hablaba, Sarah fijó la mirada en su pelo, aquel pelo oscuro
que probablemente tendría un tacto tan suave como el terciopelo. Y, por absurdo que
a ella misma le pareciera, tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no deslizar la
mano por su cabello.
¿Por qué tendría aquel hombre un efecto así en ella? Todo en él parecía atraerla
como un imán, desde sus ojos hasta la ruda textura de su piel.
Sarah advirtió que el médico había dejado de hablar y se estaba limitando a
observarla. Y, para su más absoluta sorpresa, se oyó decir.
—Sus manos... son callosas. No me lo esperaba de un médico.
Connor miró las palmas de sus manos, como si hasta ese momento no lo
hubiera advertido.
—Debe de ser por la escalada. O por la pesca. O por los caballos —se encogió de
hombros—. El trabajo en el campo —una ligera sonrisa apareció en la comisura de
sus labios, inclinó la cabeza y la contempló con mucha atención—. ¿Te molesta... que
sean callosas?
—Ah... no —contestó en un tono casi soñador y deseó abofetearse por ello. No
debería reparar en cosas como la dureza o la suavidad de las manos de aquel médico.
Connor Wade permaneció en silencio, y ella lo imitó. Volvieron a mirarse con
aquella desconcertante tensión que crecía por momentos.
—Acerca de la revisión médica —dijo Connor por fin, con voz grave y baja—.
¿A qué te referías cuando le has dicho a Gladys que querías saber todo lo que yo
pudiera averiguar?
Sarah tragó saliva. Para entonces, había olvidado prácticamente la pregunta que
le había hecho a la enfermera. No se le ocurría ninguna explicación coherente.
—Tengo entendido que le has preguntado si podría averiguar si habías tenido
hijos o no. ¿Te importaría explicarme por qué lo has preguntado?
Presa del pánico, Sarah se echó el pelo hacia atrás y fijó la mirada en la pared.
—Era una pregunta sin importancia, tenía curiosidad por saber si era
científicamente posible para un médico decirle a una mujer si había dado alguna vez
a luz. No me refería exactamente a mí.
—Ah, ya entiendo —tras una pausa, durante la que pareció reflexionar sobre la
respuesta, continuó—. Entonces, para que el chequeo sea lo más correcto posible,
quizá deberías rellenar esas casillas que has dejado en blanco. ¿Tienes algún hijo?
Sarah volvió a clavar en él la mirada, mientras se daba cuenta de su error. No
podía contestarle porque él no tardaría en averiguar si le estaba mintiendo o no.
Mediante un examen médico, iba a saber sobre ella mucho más que ella misma.
La enfermera de pelo gris irrumpió en aquel momento en la habitación,
disculpándose por haber llegado tan tarde. El doctor no le hizo prácticamente caso,
toda su atención estaba centrada en Sarah, de la que esperaba una respuesta.
—He cambiado de opinión sobre el examen médico —dijo Sarah, consciente del
sonrojo de su rostro y la inseguridad de su voz—. Prefiero esperar hasta que vuelva
el doctor Brenkowski.
El doctor Wade se quedó mirándola absolutamente sorprendido.
La enfermera parecía mucho más asombrada incluso.
—Puedo asegurarle, señorita Flowers, que el doctor Wade es uno de los mejores
médicos con los que he trabajado —proclamó—. Fue el primero de su promoción en
Harvard y estuvo trabajando en un hospital de Boston antes de...
—Gladys, ya esta bien —su mirada continuaba siendo exclusivamente para
Sarah—. Tienes perfecto derecho a ser atendida por el médico que desees, y el doctor
Brenkowski es excelente. Pero tengo que advertirte que no regresará hasta dentro de
un mes.
¡Un mes! ¿Cómo iba esperar durante tanto tiempo para conocer la respuesta a
algo tan importante? Por otra parte, no podía permitir que aquel médico tan atractivo
la examinara más íntimamente. Ni que adivinara lo poco que sabía sobre sí misma.
—Un mes, estupendo —le aseguró.
La enfermera parecía dispuesta a salir nuevamente en defensa de su adorado
doctor Wade. Él, sin embargo, se mostraba inexplicablemente aliviado. ¡Aliviado!
¿Había esperado quizá que fuera a causarle algún problema?
—Aunque por lo menos, deberías dejarme echar un vistazo a tus lesiones —le
ofreció—, para que nos aseguremos de que no está habiendo ningún obstáculo en el
proceso de recuperación. También me gustaría hacerte análisis, quizá podamos
averiguara qué se deben esos mareos.
—La verdad es que las heridas no me molestan mucho —replicó— Y en cuanto
a los mareos...
—Puede llegar a ser peligroso. Es sobre todo en eso donde tengo que insistir.
Aunque el doctor Brenkowski sea tu médico, ahora estoy yo en su lugar, y tengo la
obligación de decirte que tienes que hacerte esas pruebas. Es posible que los mareos
se deban a la altitud, pero quiero estar seguro. Además, necesitas descansar... pasa
un par de días en cama. Tienes síntomas de estar físicamente agotada.
—¡Agotada! —no se lo esperaba, a pesar de que últimamente no dormía bien y
su trabajo era verdaderamente agotador.
—Estás dispuesta a colaborar, ¿verdad?
Parecía tan decidido a salirse con la suya que Sarah no pudo menos que sonreír.
—Sí, por supuesto, doctor Wade. Y le aseguro que en ningún momento he
pretendido poner en duda su experiencia médica.
Aunque no de forma inmediata, la expresión de Wade por fin se dulcificó. Bajó
la mirada hacia la boca de Sarah, hacia su sonrisa, y sin ofrecerle otra a cambio,
susurró de forma casi inaudible.
—En ningún momento he pensado que lo estuvieras haciendo.
Connor cerró la puerta de su despacho, se dejó caer en la silla que había detrás
de su escritorio y dejó escapar un pesado suspiro. Se sentía como si acabara de correr
una maratón.
¿Qué demonios le había sucedido?
Fuera lo que fuera, era la primera vez que le ocurría. Había tratado a miles de
mujeres a lo largo de su carrera y nunca había sentido por ninguna de ellas algo más
que un interés puramente médico. En aquella ocasión, sin embargo, en cuanto había
visto a Sarah Flowers todo parecía haberse trastocado.
Lo había sabido en cuanto la había mirado a los ojos. Aquella mujer tenía algo
que le afectaba de forma muy personal. Quería tocarla. Y en cuanto había posado la
mano en su rostro, había deseado continuar acariciándola.
Cerró los ojos, apoyó la frente en sus manos y se maldijo a sí mismo. ¿Habría
advertido ella su interés? ¿Sería esa la razón por la que había decidido posponer el
chequeo hasta que regresara el doctor Brenkowski? Fuera cual fuera la razón, se
alegraba de que lo hubiera hecho. En caso contrario, probablemente habría tenido
que interrumpir el mismo la consulta. Porque había llegado a temer la posibilidad de
perder el control.
¿Por qué le afectaría aquella mujer de forma tan intensa?
Oh, era muy hermosa, sí, con aquel precioso pelo, que parecía una nube de seda
oscura sobre sus hombros. Y su cutis parecía estar pidiendo a gritos ser acariciado...
por no hablar de los enormes ojos grises con los que Sarah parecía ser capaz de
desnudarle el alma. Pero la belleza física nunca había sido suficiente para sacar de él
algo más que un breve reconocimiento, sobre todo cuando estaba trabajando.
Algo había ido mal. Drásticamente mal.
Al sentir su rostro entre sus manos, su cuerpo había respondido de una forma
muy poco profesional.
Había pensado que regresar a casa podría ayudar, pero de momento no había
sido así.
En realidad, sólo podía culparse a sí mismo de la falta de compañía femenina.
Había recibido muchas invitaciones y algunas de mujeres a cuyas familias conocía
desde hacía años, mujeres capaces de comprender el tipo de vida que deseaba para sí
y que sabían disfrutar de la sencillez de vida de Sugar Falls.
Lo último que necesitaba era una aventura con una desconocida de ojos grises
cargada de secretos.
Pero aquellos secretos lo intrigaban. Sarah lo intrigaba. Y la idea de tener una
aventura con ella lo excitaba de forma inexplicable.
—Me dijiste que era un hombre mayor, Annie, un hombre mayor, dulce y sabio.
No un joven sexy y atractivo.
Annie Tompkins se encogió de hombros.
—Pensé que te atendería el doctor Brenkowski. Me había olvidado de que
Connor Wade compartía ahora la consulta con él. ¿Pero qué más te da que el doctor
fuera joven y sexy? Esa no es razón para renunciar a la revisión médica que necesitas.
—No he renunciado a ella, sólo la he pospuesto hasta que Brenkowski regrese a
la ciudad.
—Te has acobardado —antes de que Sarah pudiera decir nada, Annie alzó la
mano y entrecerró ligeramente los ojos, para protegerse del sol que entraba a
raudales por la ventana de su cocina—. No quiero excusas. Lo que tienes que hacer
es ir a hora mismo a la consulta de ese médico y pedirle que te examine las heridas —
y con voz burlona añadió—: Y no me obligues a forzarte.
Sarah se inclinó contra el respaldo de la silla, relajándose por primera vez desde
que había salido de la consulta del doctor Wade aquella mañana. No se imaginaba a
aquella pequeña profesora jubilada utilizando otra fuerza que la de la persuasión. Sin
embargo, la fuerza de la persuasión de Annie Tompkins era digna de ser tenida en
cuenta. De hecho, si no hubiera sido por ella, Sarah no habría terminado allí tras salir
del hospital de Denver.
Respirando el perfume de los manzanos silvestres y los ciruelos que arrastraba
la brisa, Sarah pensó en cuánto se alegraba de haberse ido con Annie. Porque aunque
todavía no se había permitido establecer relación con la gente de Sugar Falls, el lugar
en sí mismo la ayudaba a tranquilizarse. Se sentía relativamente a salvo en aquella
comunidad escondida entre las Rocosas de Colorado.
Robando algunos minutos, antes de regresar al trabajo, se había acercado a casa
de Annie, donde estaba disfrutando de un delicioso té. La fabulosa mansión en la
que trabajaba, por lujosa que fuera, no le parecía en absoluto tan confortable.
—Estoy estupendamente, Annie, de verdad.
—¡Estupendamente! —el sol formaba un halo sobre los rojizos rizos de Annie,
haciéndole parecer un ángel—. Ayer mismo sufriste uno de tus mareos y, por lo que
Lo que tenía que hacer, se dijo, era asegurarse de que no iba a necesitar ayuda
de ningún tipo mientras Annie estuviera fuera. Y, en segundo lugar, dejar de pensar
de una vez por todas en el doctor Connor Wade.
2
Allí estaba Sarah de nuevo, sentada en la camilla, con otra de esas batas que
apenas ocultaban su desnudez. Al principio, había sentido frío, pero en cuanto había
oído sus pasos acercándose, la temperatura había aumentado a la par que la
sensibilidad de su piel.
Aquella vez estaba dispuesta a hacerlo. Permitiría que el doctor deslizara sus
manos bajo la bata y se estrecharía contra él, guiándolo hacia él lugar que más
deseaba que acariciara... y entonces le rodearía el cuello con los brazos y lo besana
haciéndole inclinarse sobre ella, hasta que terminaran haciendo el amor en la
camilla...
Sarah tomó aire, dejó a un lado el plumero y se llevó las manos a su acalorado
rostro. ¿Por qué no era capaz de dejar de soñar despierta en ese tipo de cosas?
Sus fantasías habían ido en aumento durante el curso de las semanas. Al
principio, eran fantasías bastante inocentes. Pensaba en las miradas que habían
compartido y se imaginaba manteniéndolas. Después, había añadido algunos
susurros, alguna conversación un tanto íntima... y la cosa había ido progresando
hasta llegar a aquel punto. Por al amor de Dios, sólo había visto a ese hombre una
vez en su vida y no era capaz de sacarlo de su mente... ni de sus más salvajes
fantasías.
Mientras se obligaba a concentrarse de nuevo en la limpieza de los muebles,
oyó una pregunta que inmediatamente despertó su curiosidad. Procedía del solario
donde Mimsey Whittenhurst, la espectacular rubia que había encontrado en la
consulta del médico, disfrutaba del jacuzzi junto a Lorna Hampton.
—¿Me estás diciendo que te ha pedido una cita?
—Va a llevarme al Baile de Caridad de la Primavera —contestó Lorna.
Sin verle siquiera la cara, Sarah podía imaginarse perfectamente su presuntuosa
sonrisa.
Y se descubrió preguntándose con quién se habría citado. Realmente, no tenía
demasiada importancia para ella: su interés en la vida privada de Lorna era escaso y
además no era probable que conociera al que iba a ser su acompañante.
Deliberadamente, había evitado a los habitantes de Sugar Falls desde su llegada.
Cualquier relación personal podía comprometer su secreto. Hasta que no hubiera
recuperado la memoria, tenía que mantenerse estrictamente aislada.
Aquella resolución, por sabia que fuera, la condenaba a una terrible soledad. Y
quizá fuera esa la razón por la que le había afectado tanto su visita al doctor Wade.
Había estado prácticamente sola desde el accidente, Annie era la única persona con la
que había podido hablar desde entonces... La soledad podía llegar a convertirse en
un poderoso afrodisíaco, pensó. Especialmente cuando una se encontraba con un
hombre tan viril como aquel médico.
Aun así, soltó un suspiro de alivio cuando puso el último plato en la mesa del
comedor y pudo regresar al refugio que le proporcionaba la cocina, donde se dedicó
a continuar preparando bandejas de aperitivos.
En realidad, comprendió entonces, no era la reacción del doctor Wade la que le
preocupaba. Era la suya. Se había sentido tan violentamente atraída hacia él que
había hecho el ridículo el día que había estado en su consulta. Había permanecido en
silencio durante la mayor parte de la visita y lo único que se le había ocurrido había
sido un absurdo comentario sobre los callos de sus manos. Y como no podía confiar
su capacidad de mantener cierto decoro en su presencia, tenía que procurar
mantenerse a una prudente distancia.
—¿Puedes servir cuatro copas de Chardonnay, querida? —le preguntó André—.
Ahora volveré a por ellas.
Sarah sonrió, admirando el entusiasmo y la energía de aquel camarero. Ella
necesitaría parte de esa energía, porque la suya estaba seriamente debilitada. El día
había sido muy largo y había estado repleto de emociones demasiado agitadas.
No quería ver al doctor Connor Wade otra vez. Porque le bastaba pensar en él
para que el pulso se le acelerara.
Obligándose a mantenerlo fuera de su mente, sirvió el vino en cuatro delicadas
copas de cristal. La luz se filtraba a través de aquel líquido fragante. Y de pronto un
recuerdo se materializó. Ella había estado con una de esas copas en la mano,
elevándola para hacer un brindis.
¡Era un recuerdo! ¡Un recuerdo auténtico! Dejó la botella en la mesa, intentando
retener aquel recuerdo, mientras estallaba una alegría desbordante en su interior.
Tenía tanto miedo de no volver a recuperar nunca la memoria... y de pronto allí
estaba. Cerró los ojos y saboreó el recuerdo de aquella escena mientras intentaba
recordar algo más, ver el rostro de las personas con las que estaba, o identificar al
menos el lugar.
Pero no emergía ningún nuevo detalle a la superficie.
Aunque desilusionada en cierta manera, terminó de servir las copas mucho más
animada de lo que anteriormente había estado. Por lo menos había recuperado un
fragmento de memoria. Y aunque no podía estar del todo segura, creía que aquel
brindis había sido en su honor. Era una celebración de algún tipo. ¿Pero qué estaría
celebrando?
Estaba tan distraída en sus especulaciones, que cuando llegó hasta sus oídos
una voz masculina particularmente grave procedente del salón la sorprendió con la
guardia completamente baja. Reconoció aquella voz... y reaccionó inmediatamente a
ella.
El doctor Wade estaba allí.
Prometiéndose con renovado fervor pasar el resto de la noche en la cocina,
encontró tareas más que suficientes para mantenerse ocupada mientras daba el toque
final a los cócteles, la sopa, las ensaladas y el plato principal.
El problema llegó a la hora del postre.
—Mientras sirvo el pastel y el helado —le indicó André—, vete sirviendo el café
—y no había forma de discutir aquella propuesta.
El helado se derretiría antes de que se sirviera el café si ella no lo hacía.
Consideró la posibilidad de fingirse enferma, pero no podía arruinarle la noche
a André. Además, antes o después iba a tener que volver a encontrarse con el doctor
Wade, sobre todo si continuaba saliendo con Lorna.
Escudándose en aquel lúgubre pensamiento, agarró la cafetera y siguió al
camarero. Al acercarse al arco que daba entrada a la zona del comedor, oyó el rumor
de las conversaciones. Entre ellas destacaba la casi musical voz del doctor Wade, que
estaba relatando alguna anécdota.
Lo vio en cuanto dobló la esquina. Estaba sentado en el centro de la mesa,
derrochando tanto humor y simpatía en su narración que todos estaban pendientes
de él. Iba vestido con una camisa de seda oscura y una chaqueta. Un atuendo
elegante y viril con el que estaba, sencillamente, devastador.
Lorna Hampton, sentada a su derecha llevaba una blusa de satén color salmón
que realzaba el color castaño de su pelo. Mimsey, con un elaborado peinado y un top
de encaje, permanecía sentada a la izquierda de Wade.
Dolorosamente consciente de su uniforme, blusa blanca, falda negra y delantal
rojo, Sarah se sentía como una fregona tras un duro día de trabajo. De hecho, era
precisamente una fregona tras un duro día de trabajo.
Y se negaba a sentirse inferior por ello. Lo único que estaba haciendo era
ganarse honradamente un salario. No tenía nada de lo que avergonzarse. De manera
que irguió los hombros, se detuvo tras la silla del primero de los invitados, alzó su
taza de café y sirvió el oscuro brebaje con toda la gracia de la que fue capaz.
—El decano tenía un caballo árabe en el establo —estaba explicando el doctor—
uno de los mejores ejemplares que he visto en mi vida: negro, con los músculos a
tono y tan salvaje como hermoso.
Sarah se acercó al siguiente invitado, que estaba sentado frente al médico,
evitando en todo momento mirar a este último. Así que le gustaban los caballos. De
hecho, por el tono de su voz, parecía adorarlos. ¿Y por qué aquello la conmovía de tal
manera que habría sido capaz de olvidarse de la cafetera para poder escuchar
atentamente su relato? Alzó otra taza y la sirvió.
Connor iba adornando la historia con alguna que otra risa.
—La hija del decano, que tenía ya dieciocho años y se consideraba a sí misma la
mejor amazona del mundo, intentó ensillarlo. Deberíais haberla visto cuando...
Se interrumpió bruscamente, a mitad de la frase. Intentando no preguntarse a
qué se habría debido aquella interrupción que había dejado el comedor en un
expectante silencio, Sarah continuó concentrándose en el café.
—¿La hija del decano intentó ensillarlo y...? — preguntó Lorna.
Pero el médico no continuó su relato. Y Sarah no pudo evitar el mirarlo a la
cara.
Connor continuaba sentado con la mirada fija en la dirección que Sarah Flowers
había tomado, apenas consciente de las respuestas que le estaba dando a su
compañera de mesa.
Prácticamente había renunciado ya a volver a verla. Había estado atento
durante toda una semana, esperando encontrársela o escuchar algún comentario
sobre una recién llegada que encajara con su descripción. Pero nadie hablaba de ella,
por lo menos delante de él.
Pronto había dejado de indagar. No quería que nadie reparara en su interés por
ella, por lo menos hasta que supiera quién era y qué estaba haciendo allí. Quizá ni
siquiera entonces continuara investigando. No era el tipo de mujer que pretendía
encontrar. Era una mujer extraña, misteriosa, lo último que buscaba.
Así que había hecho todo lo que había estado en su mano para olvidarla.
Y no había funcionado.
Aquella noche, por primera vez desde su encuentro, había conseguido dejar de
pensar en ella gracias a la distracción que le proporcionaba la cena de Lorna. Pero
entonces, en medio del relato de una estúpida anécdota, había alzado la mirada y la
había encontrado frente a él.
La sorpresa lo había dejado sin habla. Estaba pálida, tenía un aspecto frágil, y
estaba tan condenadamente hermosa que no había sido capaz de dejar de mirarla.
¿Pero qué estaría haciendo allí? Servir el café, evidentemente.
Y cuando había alzado su mirada increíblemente sensual hasta él, pensar se
había convertido en un imposible. Su rostro conservaba el rubor que él recordaba de
su primer encuentro, de la primera vez que la había tocado. Un poderoso deseo le
exigía que volviera a tocarla, con más delicadeza aquella vez, de una forma que la
haría temblar...
Pero era irritante que le bastara mirarla para que se desencadenara en su
interior un deseo como aquél. Él era más fuerte que todo eso, era un hombre de
principios, un hombre lógico, razonable, no un esclavo de los impulsos carnales.
Podía ignorar el calor que se extendía por su cuerpo, ignorar aquellas estúpidas
elucubraciones que lo llevaban a imaginar la expresión que tendría Sarah en su cama.
Pero cuando se había marchado, sin dar la más ligera muestra de
reconocimiento, como si no lo hubiera visto jamás en su vida, todas sus intenciones
de resistirse a aquellos sentimientos habían desaparecido. Así que pretendía
ignorarlo, ¿verdad? Pretendía actuar como si no se hubieran visto jamás. Pues iba a
enseñarle que no sería nada fácil.
Tuvo que apretar los dientes y recordarse que Sarah tenía todo el derecho del
mundo a fingir que no se conocían. Como paciente suya que era, tenía que tener
garantizado el derecho a la confidencialidad de sus visitas.
Pero, a un nivel exclusivamente personal, no podía tolerar que lo ignorara.
Quería provocarle una respuesta, por pequeña que ésta fuera. Una sonrisa, un ceño
fruncido, quizá. Una expresión de reconocimiento. Sarah se lo debía, por todas las
noches de insomnio que le había causado.
3
Sarah no estaba en la cocina, y tampoco en el pasillo, ni en la pequeña
habitación para el servicio que había al lado de la puerta trasera. Justo cuando había
llegado a la conclusión de que había abandonado la casa, Connor advirtió un
movimiento a través de la ventana.
Así que Sarah estaba allí, en el jardín.
El corazón le dio un vuelco. Tenía otra oportunidad. Empujó la puerta y bajó los
escalones que conducían al jardín. Había dejado de llover, pero la lluvia había dejado
tras de sí una espesa niebla.
Sarah se había detenido en un puente que cruzaba el arroyo que serpenteaba a
lo largo del jardín. Estaba inclinada sobre la barandilla blanca, con la mirada perdida
en la niebla. El sonido de los pasos de Connor la alertó, y se volvió sobresaltada.
Su mirada desconcertada hizo que Connor se detuviera. Se miraron el uno al
otro en tenso silencio. Sarah tenía el pelo empapado. La humedad lo rizaba
suavemente, enmarcando su pálido rostro... un rostro con el que Connor soñaba
últimamente despierto.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Sarah por fin, mirándolo con recelo.
Connor se metió las manos en los bolsillos, adoptando una pose relajada. No
podía recordar la última vez que una mujer lo había recibido con tan poco
entusiasmo, a menos que contara su último encuentro con ella.
—Qué extraño, estaba a punto de hacerte la misma pregunta.
—Eso no es asunto suyo, doctor Wade.
—Connor. Me llamo Connor.
Sarah desvió la mirada.
Lo estaba haciendo otra vez, se dijo Connor. Lo estaba ignorando, y él no sabía
cómo romper la barrera que estaba erigiendo. Y no sabía tampoco por qué tenía
necesidad de hacerlo.
—¿Trabajas para Lorna?
—Sí.
La respuesta lo sorprendió. No le gustaba que trabajara para Lorna, y tampoco
terminaba de comprender que lo hiciera. Había algo que no encajaba.
—¿Cómo...?
—Como sirvienta.
A Connor se le hacía muy difícil verla en ese papel. Sus modales refinados y su
forma de hablar la hacían parecer una persona de educación universitaria. ¿Por qué
motivo habría terminado trabajando para Lorna?
Más preguntas para añadir a su ya larga lista de dudas sobre Sarah Flowers.
—No elegiste hora para una próxima cita. Espero que por lo menos hayas
seguido mi consejo: descanso, vitaminas y nada de trabajo duro.
Sarah lo miró con el rostro encendido de indignación.
—No pienso ir a su consulta, y no voy a contestar a ninguna pregunta sobre mi
salud. Pensé que había quedado muy claro. No quiero que usted sea mi médico.
Connor se acercó a ella a grandes zancadas y la miró a los ojos.
—Y yo no quiero que seas mi paciente.
La sorpresa se hizo hueco en aquellos ojos profundamente grises, la sorpresa y
quizá también cierta indignación.
—¿Entonces qué es lo que quiere?
«A ti». No lo dijo, pero lo sintió, y por el rubor que advirtió en su rostro, Sarah
debió adivinar su respuesta. Retrocedió ligeramente. Un movimiento inteligente.
Connor se apoyó a su lado en el puente.
—Siempre estás huyendo de mí, ¿por qué?
Sarah dejó escapar un suspiro de exasperación.
—¿Qué más le da? Usted no me conoce y yo no lo conozco. Y eso no va a
cambiar. Debería volver a la cena. De un momento a otro, vendrán a buscarlo.
—Dímelo.
Sarah apretó los labios y desvió la mirada. Connor continuó estudiándola,
intrigado por los sentimientos que la joven pretendía ocultar.
Al cabo de unos segundos, cuando Connor estaba ya perdiendo la paciencia,
Sarah se volvió hacia él y lo miró a los ojos.
—Por si quiere saberlo, me ha puesto en una situación muy embarazosa en el
comedor.
Connor la miró desconcertado. Aunque era cierto que había contado la historia
de los callos por ella, no entendía por qué podía haberle resultado embarazosa una
situación a la que sólo ella y él podían encontrarle algún sentido.
—¿Y por qué?
—¿Quiere decir que no lo sabe?
—La verdad es que no.
—Se ha interrumpido en medio de la historia que estaba contando y se ha
quedado mirándome boquiabierto.
—¿Que me he quedado mirándote? —la verdad era que no estaba muy seguro
de cómo había reaccionado al verla—. ¿Dices que me he quedado mirándote
boquiabierto?
—Sí, y claro, inmediatamente me han mirado todos los demás. Y después ha
tenido que sacar a relucir —vaciló un momento—, lo de los callos.
—¿Y?
—¿Cómo que «¿y?» ¡Lo ha hecho deliberadamente!
—Pero no pretendía avergonzarte. Todavía no entiendo cómo he podido
hacerlo. Al fin y al cabo, nadie excepto tú sabía tu opinión sobre mis manos.
—¡Yo no tengo ninguna opinión sobre sus manos! —protestó, con los ojos
chispeantes por el enfado.
—¿Entonces por qué te quejaste?
—Yo no me quejé —empezaba a mostrarse visiblemente avergonzada—. Yo
sólo... lo noté. Eso es todo —se mordió el labio y se aferró con fuerza a la barandilla
del puente. Al cabo de un momento, admitió con pesar—: No tenía derecho a hacer
una observación como aquélla. Algo tan personal. Lo siento.
—El caso es que no me afectó en absoluto — pero había otras muchas cosas de
ella que sí lo afectaban. Como la deliciosa fragancia a manzano silvestre de su pelo, la
calidad luminosa de su piel, la invitación de su boca o la forma en que la blusa se
pegaba a su cuerpo, convertida por la humedad de la niebla en un velo casi
transparente. Insinuaba formas que habría adorado explorar. Sentir, saborear...
Connor tuvo que hacer un serio esfuerzo para sobreponerse a la tentación que
lo asaltaba.
—¿Entonces no son mis manos la razón por la que no quieres que sea tu
médico?
—Por supuesto que no.
—¿Cuál es entonces?
Se hizo un silencio absoluto entre ellos. Connor habría jurado que podía oír los
acelerados latidos del corazón de la joven. O quizá fueran los de su propio corazón...
o los de ambos corazones latiendo al unísono.
Sarah le dirigió una solemne mirada.
—¿Y usted por qué no quiere que yo sea su paciente?
—Porque —contestó él, sin poder evitar una ligera ronquera en su voz—, te
quiero para otra cosa.
Aquella admisión pareció materializarse entre ellos, cargando el ambiente de
una electricidad tan inasible como la niebla, pero no por ello menos real.
Sarah volvió a ponerse en guardia.
—Entonces el problema es fácil de solucionar. Lo único que yo busco es un
médico. Si me disculpa, tengo trabajo que hacer —y se movió con intención de pasar
por delante de él.
Connor comprendió que acababa de cometer un error táctico: le había dado una
razón muy concreta para evitarlo.
—Sarah —le bloqueó el paso y, en un impulso, la agarró por los hombros,
intentando impedir que escapara una vez más—, no estaba intentando declararme, lo
único que pretendía era ser sincero. ¿No puede haber por lo menos eso entre
nosotros? No te estoy pidiendo nada más, sólo un poco de sinceridad.
Sarah no se apartó de él, tal como Connor en el fondo esperaba. Y tampoco le
pidió que la dejara. Continuó completamente quieta y alzó la cara hacia él, cautivada
al parecer por lo que acababa de decirle.
—¿Sinceridad? —una pesarosa sonrisa suavizó sus labios—. Gracias por tu
sinceridad, Connor —a Connor le encantó escuchar su nombre modulado por aquella
voz, pero apenas tuvo tiempo de saborear aquella sensación. Su atención se vio
atrapada por la delicadeza de su mirada. Una delicadeza que magnificaba su ya
seductora belleza—. Me siento halagada al saber que no soy la única que siente esta...
esta química que hay entre nosotros.
Antes de que Connor hubiera podido recuperar la voz, la mirada de Sarah se
posó en su boca y la joven alzó la mano para acariciar su rostro con una ternura
exquisita.
—Pero no puedo tener ningún tipo de relación contigo. Así que, por favor,
aléjate de mí.
Antes de que Connor hubiera registrado totalmente el significado de sus
palabras, se había separado de él y corría ya hacia el interior de la casa.
Connor continuó mirándola fijamente, hechizado por la promesa que había
encontrado en sus ojos, en su voz, en su cuerpo... y sorprendido por sus últimas
palabras.
Sacudió la cabeza, intentando romper el sortilegio y esforzándose en encontrar
algún sentido a lo ocurrido.
¿De verdad pensaba aquella mujer que iba a poder mantenerse apartado de ella
después de haberle dejado disfrutar de la tierna sensualidad de su caricia?
Porque, si así era, Connor iba a tener que añadir una palabra más a su
diagnóstico: aquella mujer era una ilusa.
quería darle esa satisfacción. Recogería hasta la última miga aquella misma noche,
aunque no le quedara siquiera tiempo para dormir.
—Le pagaré a André un dinero extra para que se ocupe de ello —una voz
brusca y profunda, llegada desde la puerta de la cocina hizo que ambas mujeres
volvieran la cabeza—. Oh, si no, puedo hacerlo yo mismo.
—¡Connor! —Lorna se sonrojó violentamente. Se llevó la mano a la cara,
intentando disimular su embarazo—. No seas tonto, ¿por qué ibas a tener que...? —
pero se interrumpió bruscamente al mirarlo a la cara.
Connor permanecía apoyado en el marco de la puerta, con las manos en los
bolsillos de los pantalones y el pelo brillante por la humedad.
La mirada de Lorna voló de nuevo hacia Sarah, cuyas ropas estaban también
empapadas. Nadie habría podido dudar que habían estado fuera. Y, más que
probablemente, juntos.
—No hace falta ser un genio de la medicina para darse cuenta de que esta mujer
está al borde del desmayo —argumentó Connor, sin apartar la mirada de la de
Sarah—. Sugiero que se tome un par de días libres y los pase descansando en la
cama. Además, tiene que tomar una buena dosis de líquidos y vitaminas. Es obvio
que no está lejos de la extenuación física.
—Extenuación física —repitió Lorna—. No tenía ni idea —dijo mostrando un
nuevo interés—. ¿Es una de tus pacientes, Connor?
—¡No! —consiguió exclamar por fin Sarah—. No soy paciente suya —en ese
momento se dio cuenta de que acababa de echar a perder la única excusa que podía
justificar que hubieran estado hablando juntos en el jardín—. Bueno, técnicamente no
soy paciente suya. Yo fui a ver al doctor Brenkowski, pero está fuera —lo último que
pretendía confesarle a Lorna era que estaba enferma—. Pero no tengo ningún
problema, estoy perfectamente.
—Quizá no, pero hasta que regrese Brenkowski, me corresponde a mí hacerme
cargo de sus pacientes.
—Usted no es mi médico, y nunca lo será.
—¡Sarah! —la amonestó Lorna—. ¡No olvides tus buenos modales! Al fin y al
cabo, Connor es mi invitado.
Ignorando la interrupción de Lorna, Connor se acercó a Sarah.
—Ignora mi consejo, querida, y terminarás en una de las camas de mi clínica.
—Oh, Dios mío —musitó Lorna—. No querríamos que ocurriera algo así.
—Yo no me llamo «querida» —se daba cuenta de que se estaba aferrando a su
último recurso para defenderse, pero no le importaba.
Quizá no le hubiera molestado tanto aquella palabra si no la hubiera hecho
sonar con tanto afecto. Se sentía demasiado vulnerable a cualquier gesto de cariño.
—Vete a la cama, Sarah —le ordenó—, y quédate allí.
—Claro que sí, vete a la cama —insistió Lorna. Sus ojos verdes resplandecían
con lo que podía pasar como cierta preocupación—. Ya nos ocuparemos de los platos
André o yo. Tú concéntrate en cuidar de ti misma, ¿quieres?
Comprendiendo que aquella era una batalla perdida, y sin estar muy segura de
en qué consistiría exactamente la victoria, Sarah alzó la barbilla y se dirigió hacia su
dormitorio. Desde el pasillo, oyó a Connor llamando a André y comentándole algo a
continuación.
—Olvídate de tu dinero, Connor —le advirtió Lorna—. Yo le pagaré.
—Déjame hacerlo a mí. Considéralo una forma de recompensarte por mi
escapada —la voz de Connor contenía una sonrisa. Y Sarah se imaginaba que
bastante seductora—. Apenas hemos tenido tiempo para hablar.
Sarah se aferró a la barandilla de la escalera y comenzó a subir a toda velocidad.
Así que Connor iba a pasar la noche con Lorna, se dijo. Quizá hasta la mirara de la
misma forma que la había mirado a ella, y susurrara las mismas tonterías románticas.
La idea la molestaba mucho más de lo que debería. Sobre todo porque la única
certeza que tenía sobre Connor Wade era que para ella representaba un peligro
emocional, social y económico. Bastarían unas cuantas palabras del médico para que
comenzaran a correr rumores sobre ella por toda la localidad. Y le bastaba
imaginarse a todo el pueblo intentando meterse en su vida para que se renovara el
miedo que había estado intentando aplacar.
Y, definitivamente, Connor representaba un peligro para su trabajo, un trabajo
que ella necesitaba de forma desesperada. Sin casa, sin coche, sin informes, sin
cartilla de la seguridad social y sin ahorros se encontraría en una situación muy
difícil si la echaban. Especialmente estando Annie fuera.
De modo que, aunque tuviera que tragarse su orgullo, tendría que convertir en
una prioridad el ganarse la confianza de Lorna. Evitar la presencia del doctor Wade
en su vida era imprescindible para ello.
Con el rostro protegido del sol del mediodía por un sombrero vaquero, Connor
guiaba a su yegua por las laderas de las montañas. Al cabo de unos minutos, la urgió
a trotar hasta un prado.
Durante aquel mes de mayo, estaba haciendo tal calor que los campos ya
estaban cubiertos de flores. Connor saboreó con deleite la rica fragancia de la
vegetación, el canto de los pájaros y aquel calor denso y húmedo como el del verano,
alegrándose de haber terminado las visitas de los sábados por la mañana.
La mayor parte de las familias que visitaba en las montañas estaban fuera, lejos
de sus aisladas cabañas, probablemente refrescándose en alguna poza. Sólo había
encontrado en ellas a ancianos y enfermos.
Mientras se acercaba a su casa, Connor se preguntó si habría vuelto ya Gladys
de la visita que había hecho en su lugar. Le había prometido llevarle un pan casero si
se dejaba caer como por casualidad por casa de Lorna y se aseguraba de que Sarah
Flowers estaba bien. Conociendo a Gladys, estaba seguro de que pronto habría
conseguido entablar conversación con la joven.
A través de Lorna, no había podido conseguir demasiada información sobre
ella. Lo único que había averiguado era que Sarah era prima de Annie Tompkins y
tenía previsto pasar el verano en Sugar Falls, quizá también el otoño. Por algunas
pistas que Annie le había dado, Lorna deducía que Sarah acababa de divorciarse.
Connor esperaba que Lorna estuviera equivocada, por el bien de Sarah, claro.
Una de las mujeres con las que había salido en Boston estaba recientemente
divorciada y se pasaba todo el tiempo recordando las traiciones de su ex marido.
Para enredar más la situación, cuando su ex marido regresaba a la ciudad lo dejaba
dormir en su casa. La situación había llegado a complicarse de tal manera para
Connor que éste se había jurado no volver a acercarse jamás a una mujer divorciada.
Y no porque aquella mujer le hubiera roto el corazón. La verdad era que jamás había
estado suficientemente enamorado como para que alguien hubiera podido tener ese
tipo de poder sobre él.
Sin embargo, tenía que admitir que últimamente su estabilidad emocional se
había visto seriamente afectada. Pasaba demasiado tiempo intentando encontrar
respuestas a preguntas sobre Sarah Flowers.
Era obvio que aquella mujer estaba intentando esconder algo. Había escrito un
número de teléfono falso en el formulario y la noche anterior, mientras le decía con la
mirada y con su caricia que lo deseaba, le había pedido que se alejara de ella, porque
no podía tener ningún tipo de relación con él.
¿Pero por qué?
Por la mañana, Connor creía haber recuperado la cordura. Fuera lo que fuera lo
que Sarah ocultaba, aquella mujer era una complicación viviente que ya le había
costado demasiadas noches de insomnio. Además, pensaba abandonar Sugar Falls al
cabo de unos cuantos meses.
Lo que tenía que hacer era intentar superar su absurdo encaprichamiento. Y
persiguiéndola lo único que iba a conseguir era poner en peligro otras posibles
relaciones; un movimiento muy poco inteligente para un hombre soltero en un lugar
tan pequeño.
El problema era que además estaba seriamente preocupado por su salud. Era
cierto que tras la cena la había visto al borde del desmayo.
Cuando estuvo más cerca de su casa, pudo ver a Gladys esperándolo cerca del
establo, apoyada en su viejo Chevy con una mueca de desaprobación. Ella no
comprendía que dedicara las mañanas de los sábados a atender a gente «demasiado
terca para acercarse por sí misma al médico». Y tampoco entendía el estilo de vida
que aquellos locos por la naturaleza habían escogido, prescindiendo incluso de la
electricidad y el agua corriente. La mayor parte de ellos eran viejos hippies, artistas y
músicos que se habían instalado en las Rocosas de Colorado en los sesenta, educando
a sus hijos en el amor a la naturaleza, al arte y al rock and roll. Y no sólo no habrían
acudido a su consulta, sino que ni siquiera habrían aceptado sus visitas si no lo
hubieran considerado como a un igual. Porque Connor comprendía perfectamente el
orgullo de aquellas gentes. Al fin y al cabo, sus padres habían compartido sus ideales
y su proyecto vital.
—¿Qué has traído hoy a casa, hombre-médico? —bromeó su enfermera—. No
oigo ningún graznido, así que supongo que esta vez nadie te ha pagado con un pollo.
Connor sonrió, y se echó el sombrero hacia atrás mientras detenía a su caballo.
—No, pero traigo una flauta de madera hecha a mano y unas truchas frescas.
Ah, y tengo esto para ti —hundió la mano en las alforjas y le tendió una hogaza de
pan—. ¿Has ido a ver a Sarah Flowers?
—Sí, he pasado por casa de Lorna, y Sarah no estaba en la cama. Estaba
trabajando.
—¿Haciendo qué?
—Cuando he llegado, estaba preparando el desayuno. Después, ha ido a
separar a los perros, que estaban peleándose. Y cuando me iba, Lorna estaba
amenazando con deshacerse de uno de los perros, los niños estaban chillando y
Sarah tenía en brazos al Shih Tzu mientras intentaba convencer al caniche de que
dejara de esconderse debajo del porche.
Connor se olvidó de su enfado al recrear aquella imagen. Al parecer, a Sarah le
gustaban muchos los animales. Había albergado la esperanza de averiguar que los
odiaba, o que odiaba a los niños, cualquier cosa que pudiera empañar su atractivo.
—Esa chica estaba pálida como un fantasma —continuó diciendo Gladys—.
Pero me dijo que estaba perfectamente y que deberías meterte en tus propios asuntos
—se interrumpió y lo miró con expresión especulativa—. Es una suerte que no sea
paciente nuestra.
Connor apretó con fuerza las riendas mientras conducía al caballo hacia el
establo. Gladys tenía razón, no tenían por qué preocuparse por Sarah. ¿Por qué no se
la sacaba de una vez por todas de la cabeza?
—Se ha ofrecido a llevar a los niños a la clase de golf esta tarde —añadió la
enfermera—. Y después los acompañará a la piscina.
El enfado de Connor crecía por momentos: estaba furioso con Sarah, por su
terca negativa a quedarse en la cama y con Lorna, por no insistir en que lo hiciera.
—Supongo que esta noche también se quedará cuidando a los niños mientras
vas al baile con Lorna —comentó Gladys—. Ahora tengo que irme. Les he dicho a
mis nietos que los llevaría al lago. ¿Te apetece venir?
—Sería divertido —contestó Connor—. Pero tengo otros planes para esta tarde.
—¿Ah, sí?
Connor desvió la mirada. No tenía ninguna intención de decírselo. Pero ante el
expectante silencio de Gladys, terminó confesando:
—Pensaba pasarme por el club, a jugar al tenis, o al golf.
—¿O a darte un baño en la piscina?
4
Tras haberse abierto camino a través de montones de niños alborotadores,
acompañados de sus madres, la tumbona se convirtió para Sarah en un glorioso
refugio. Un lugar en el que podía tumbarse, aunque sólo fuera durante unos minutos
mientras vigilaba el baño de los pequeños.
Esperaba que no volvieran a pelearse. Durante la clase de golf, Jeffrey, el de
diez años, había asestado un golpe supuestamente accidental a su hermano pequeño.
Timmy se había vuelto entonces contra él como un toro furioso y habían comenzado
a golpearse.
Si hubiera dormido mejor durante la noche anterior, habría conseguido
controlar a los niños, se lamentó. Afortunadamente, en la piscina contaba con la
ayuda de una socorrista para mantener a las criaturas en su sitio.
Mientras intentaba mantener los ojos bien abiertos a pesar de su agotamiento,
deseó no estar tan cansada. Esperaba que la dosis de cafeína de su refresco le hiciera
rápidamente efecto.
Era un refresco de cola especial, diez veces más fuerte que el café, o por lo
menos eso era lo que el profesor de golf le había dicho. Había notado que se estaba
durmiendo durante la clase y le había tendido una botella que ella no se había
sentido capaz de rechazar.
Se llevó de nuevo la botella a la boca y dio los últimos tragos. Tenía que
despejarse como fuera. Aquella noche no había podido dormir mucho. Las pesadillas
habían vuelto a despertarla otra vez. En medio de la noche, se había despertado
sentada en la cama, temblando horrorizada. Un fantasma sin rostro había estado
siguiendo sus pasos entre una multitud de extraños, acercándose cada vez más a ella.
A partir de entonces, no había vuelto a conciliar el sueño. Timmy y Jeffrey
habían ido a despertarla casi al amanecer, pidiéndole huevos y tortitas. Mientras
preparaba el desayuno, Lorna le había preguntado con fingida amabilidad: «Sarah,
¿estás segura de que no estás demasiado cansada para batir esos huevos? Quizá
deberías prolongar tus vacaciones».
Detrás de su sarcasmo, se escondía un claro mensaje: tendría que trabajar el
doble por el trabajo que no había hecho el día anterior. Y la verdad era que no le
importaba, pero sentía que le flaqueaban las fuerzas tras tantas noches de insomnio.
Mientras tanto, los perros habían comenzado a pelearse una vez más. En medio de la
batalla, la enfermera había aparecido para hacer una «visita informal». Lorna se
había sorprendido, lo que quería decir que Gladys no pasaba por allí demasiado a
menudo. Sus sospechas se habían visto confirmadas cuando Gladys había
comenzado a preguntarle por su salud.
Y el hecho de que Connor mandara a su enfermera a vigilarla la había puesto
furiosa. ¡Connor estaba poniendo en peligro su trabajo!
Cerró los ojos para protegerse del sol, intentando no pensar en él, ni en que
había pasado la noche anterior con Lorna y tenía una nueva cita para aquel día. La
relación de Connor con Lorna no le incumbía en absoluto.
Oyó que alguien se sentaba cerca de ella y escuchó al momento unas voces
femeninas dándole a un recién llegado un caluroso recibimiento.
—Qué sorpresa verlo por aquí, doctor. ¿Cómo es que no está pescando en el
lago?
Sarah se tensó inmediatamente. ¿Realmente habría oído la palabra «doctor», o
su resentimiento hacia el médico le hacía tener ilusiones auditivas?
Pero una voz grave y profunda le hizo abrir bruscamente los ojos. Al volver la
cabeza, se encontró cara a cara con el mismísimo doctor Wade en bañador.
—Buenas tardes, señorita Flowers —se sentó cerca de ella, extendiendo sus
piernas cual largas eran. Llevaba un bañador azul y unas sandalias, nada más, lo que
dejaba su ancho y musculoso pecho completamente desnudo. La luz del sol
iluminaba su pelo.
Connor la miró a los ojos y sonrió. Sarah cerró los ojos y gimió.
—Quería disculparme por lo de anoche —le dijo el médico, bajando la voz de
manera que sólo ella pudiera oírlo—. Sé que te afectó mucho mi intervención. Pero
no lo hice con mala intención.
Sarah no quería hablar con él. Su cercanía comenzaba a hacer ya estragos en
ella. Su bañador, un modesto modelo de color beige, de pronto se le antojaba
demasiado revelador.
—Le pedí que se mantuviera alejado de mí —lo amonestó con un tenso susurro.
—Ésa es otra de las cosas de las que quería hablarte. He estado pensando en lo
que me dijiste, y he comprendido que tenías razón —vaciló un momento y desvió la
mirada desde sus ojos hasta su boca—. No podemos tener ningún tipo de relación.
Sarah intentó disimular su sorpresa. Después de lo que había ocurrido la noche
anterior y de la aparición de Gladys de aquella mañana, no esperaba que la victoria
fuera a ser tan fácil.
Y mucho menos el dolor que le produjo. ¿Qué le habría hecho cambiar de
opinión? ¿La noche que había pasado con Lorna?
—Así que, ya ves, no tienes por qué evitarme, ni correr cada vez que me veas
aparecer. Tal como le has sugerido a Gladys esta mañana, a partir de ahora me
ocuparé de mis asuntos.
—Gracias —contestó Sarah con una extraña tensión.
Connor permaneció en silencio y Sarah volvió la cabeza para vigilar a los niños.
Estaban chapoteando al final de la piscina. Eso era lo único que tenía que hacer, se
dijo: cuidar a los niños y no pensar en lo repentinamente sola que se sentía en el
mundo.
—Si quieres, puedo cambiarme ahora mismo de sitio —le ofreció el médico.
La jovencita leyó en voz alta y Sarah volvió a cerrar los ojos. Leo, había dicho.
Se imaginaba a un enorme león, un león de pelo brillante, musculoso... con la mirada
más peligrosa de la jungla.
—Creo que deberíais leer el horóscopo de la señorita Flowers también —sugirió
Connor con voz acariciadora.
—¿La señorita Flowers?
Las dos chicas la miraron un poco avergonzadas. Sarah no se había presentado
a ninguna de las personas que estaban en la piscina, y tampoco a nadie del pueblo.
Por las miradas que le dirigieron las chicas, descubrió que había despertado cierta
curiosidad.
Connor le dirigió una sonrisa, aunque Sarah tuvo la sensación de que le costaba
hacerlo.
—¿Qué signo es usted, señorita Flowers?
¿Qué signo? Sarah no lo sabía. El desconcierto le hizo sonrojarse, hasta que se
dio cuenta de que nadie podía saber si decía la verdad o no y escogió uno al azar.
—Géminis.
La jovencita pelirroja leyó lo que decía la revista: iba a ganar mucho dinero,
tenía una importante carrera profesional por delante y un posible romance.
Sarah le dio las gracias y volvió a apoyar la cabeza en la tumbona. Todo parecía
evidenciar que se había equivocado de signo.
El sol brillaba cada vez con más fuerza y el sueño comenzaba a ser insoportable.
El refresco de cola no había funcionado en absoluto, pensó. De hecho, se sentía como
si hubiera tomado un sedante. Un recuerdo apareció en un oscuro y recóndito lugar
de su mente: le bastaba una taza de café para quedarse profundamente dormida.
—Extraño —comentó de pronto Connor—. Yo pensaba que su cumpleaños era
a mediados de septiembre. Eso quiere decir que es Virgo.
Sarah frunció el ceño, o lo habría hecho si sus músculos hubieran colaborado.
¿Por qué creía saber Connor la fecha de su cumpleaños? Ni siquiera ella la sabía.
Respondiendo a aquella pregunta que no había formulado, Connor inclinó la
cabeza hacia ella y susurró:
—En el formulario escribiste que habías nacido el quince de septiembre.
Sarah sabía que debería haberse sentido alarmada por lo que acababa de
decirle, pero no era capaz de reaccionar.
—¿Sarah? —la voz de Connor llegaba hasta ella como si le estuviera hablando
desde el fondo de un túnel—. Sarah —le tocó el brazo, pero ella sólo pudo responder
con un débil gemido.
En alguna parte del interior de la joven despertaba el pánico. Jeffrey y Timmy la
necesitaban, pero no era capaz de resistirse al sueño.
Annie le había hecho prometerle que iría a ver al doctor si lo necesitaba. Pero
ella no sabía lo vulnerable que se sentía cuando estaba a su lado. Su sensualidad le
hacía perder completamente el control de su cuerpo.
Pensando en ello, se deslizó hacia la más profunda oscuridad.
Pero antes de perderse por completo, movilizó las pocas fuerzas que le
quedaban, buscó a tientas y tocó el brazo del médico.
—Connor —susurró, intentando en vano abrir los ojos—. No consigo...
permanecer despierta. No... No puedo... Cuidar a los niños...
No estaba completamente segura de que aquellas palabras hubieran conseguido
salir de sus labios. El médico posó la mano en su frente y le preguntó cómo se
encontraba.
—Dormida —musitó—. Sólo quiero dormir.
—Voy a examinar tu respiración —le dijo Connor. Y antes de que Sarah pudiera
comprender lo que pretendía hacer, presionó su oído contra su cuello. Si no hubiera
estado tan aletargada, Sarah habría dejado de respirar en ese mismo instante.
Connor la agarró de la muñeca para tomarle el pulso, mojó después su rostro
con agua fría y le acercó una botella a los labios.
—Bebe —le ordenó.
Sarah obedeció, disfrutando de la refrescante gelidez del líquido.
A través de una extraña niebla, oyó que Connor daba instrucciones a alguien
sobre lo que había que hacer con Timmy y con Jeffrey. Segundos después, se
inclinaba de nuevo sobre ella, haciéndola sentirse reconfortantemente acompañada.
—No puedes quedarte a dormir aquí, Sarah. ¿Puedes andar?
Sarah asintió, esperando estar en lo cierto. Unos brazos increíblemente fuertes
la ayudaron a levantarse, la agarraron por la cintura y le hicieron inclinarse contra un
cuerpo de acero. Sarah se concentraba en ir dando paso tras paso y en mantener los
ojos razonablemente abiertos, aunque todo lo veía borroso.
Connor le preguntó si había dormido bien últimamente.
Y ella le confesó que había tenido serios problemas para conciliar el sueño.
Cuando llegaron al aparcamiento, Connor se detuvo y la levantó en brazos.
Acurrucada contra su pecho, Sarah apoyó la cabeza en la curva de su cuello y se
hundió definitivamente en aquella persistente oscuridad.
Al parecer, había algo que la asustaba. Algo que posiblemente la había hecho
llegar hasta aquel recóndito lugar, alejado de todo el mundo, aceptar un trabajo que
estaba muy por debajo de sus posibilidades y mentir incluso a los médicos.
Connor deseaba que pudiera confiar en él. Porque quería ayudarla. Y
protegerla. Y alejarla del miedo que, estaba seguro, era al menos parcialmente
responsable de su actitud.
—¡Jack! —gritó Sarah con un angustiado susurro—. ¡Jack!
Connor se quedó completamente helado. Su corazón parecía haber dejado de
latir. ¿Jack? Tragó saliva, intentando deshacer el nudo que repentinamente se había
formado en su garganta y le acarició lentamente la cabeza. La tensión fue
abandonándola lentamente y los temblores cesaron.
Jack. Aquel nombre había sido como un puñetazo en la boca del estómago.
¿Quién era Jack y por qué estaría Sarah soñando con él? ¿Y qué estaría soñando? No
podía asegurar si lo que había percibido en su voz era miedo, tristeza o ansiedad.
¿Sería alguien a quien estaba buscando, o alguien a quien echaba desesperadamente
de menos?
Aquellas preguntas se hundieron en lo más profundo de sus entrañas,
recordándole las razones por las que había decidido mantenerse alejado de ella.
En cualquier caso, continuó abrazándola. Acarició su pelo, sus hombros y la
esbelta línea de su espalda, saboreando la sedosa textura de su piel.
Sarah se acurrucaba contra él moldeando su cuerpo con la relajación de una
amante. ¿Estaría pensando en otro hombre? Pero ni siquiera cuando se lo preguntaba
podía dejar de sentir el excitante calor que irradiaba aquel cuerpo.
Deseaba deslizar las manos por todos sus rincones, despertarla cubriendo su
rostro de besos, quitarle el bañador y hacer el amor con ella.
¿Pero quién diablos sería ese Jack?
Quien quiera que fuera no estaba allí en ese momento. Y nadie, absolutamente
nadie, podía impedir que continuara abrazándola.
Un gemido interrumpió su sueño. Era agradable estar soñando con que era
acariciada y abrazada por un hombre atractivo... tan agradable que no pudo resistirse
a estrecharse nuevamente contra él.
—Sarah.
No podía determinar si aquel ronco susurro era parte del sueño o no.
Decidiendo ignorarlo, enredó su pierna con la de él, una pierna musculosa y cubierta
de pelo... Humm. El contacto era increíblemente placentero.
Volvió a escuchar un gemido, pero en aquella ocasión parecía mucho más
tortuoso. Los brazos se tensaron a su alrededor y alguien le susurró al oído:
—Sarah, cariño, me estás matando.
¿Matando? Aquello no encajaba en absoluto con su sueño.
5
Encontraron el maletín de Sarah tras una de las columnas del porche de la
mansión de Lorna, con una nota doblada en el asa. Nada más. Algo que a Connor le
extrañó; al fin y al cabo, Sarah había estado viviendo allí.
Y la vista de aquel maletín solitario le hizo sentirse todavía peor. Le había
bastado mirar al rostro de Sarah para comprender la importancia que aquel trabajo
tenía para ella. Aunque no comprendía por qué. Una chica como Sarah tenía muchas
probabilidades de encontrar algo mejor. Aunque no parecía ser consciente de ello.
Pero no podía estar seguro de lo que la joven pensaba. Desde que habían salido
del lago, prácticamente no había dicho una sola palabra.
Connor la siguió cuando Sarah fue a buscar su pequeña maleta y la vio abrir la
cremallera de un pequeño compartimento en el que al parecer la joven guardaba su
dinero. Tras contar los billetes, Sarah tomó las monedas y las guardó en su
monedero.
—¿Está todo?
—Por supuesto. En ningún momento he sospechado que pudiera faltarme
dinero. Pero no recordaba cuánto había ahorrado.
Por su expresión desolada, Connor sospechaba que no era mucho. Aunque
seguramente, aquellos no eran todos sus ahorros. Por lo menos tendría una cuenta en
el banco.
Pero su intuición le decía que la situación era muy diferente.
—¿Tienes coche aquí?
—No.
Sarah leyó entonces la nota de Lorna, y Connor observó atentamente las
emociones que aparecían en sus ojos. Enfado, aunque no parecía ir dirigido a él.
Remordimiento, algo que no podía comprender en absoluto. Y, sobre todo, miedo.
¿Pero por qué el hecho de perder un trabajo como aquel le causaba miedo?
La negativa de Sarah a dar rienda suelta a sus sentimientos sólo servía para
avivar el enfado que Connor sentía hacia sí mismo y hacia Lorna. Estaba convencido
de que ésta había actuado por despecho. Y él, maldito fuera, lo había hecho por puro
egoísmo. Debería haber dejado a Sarah en casa de Lorna tras haberla sacado del club,
pero quería estar con ella. Debería haber estado atento al reloj, pero había decidido
olvidarse de la hora mientras la tenía entre sus brazos. Se había quedado dormido
embriagado por su fragancia, por el calor de su cuerpo... un placer demasiado
intenso para arrepentirse ni siquiera después de todo lo ocurrido.
Dedicándose los peores insultos que se le ocurrieron, agarró el maletín y lo
llevó al coche. Sarah continuaba en el porche, leyendo la nota. Cuando terminó, alzó
la barbilla, se acercó a la puerta de la casa y llamó.
—Oh, Timmy, me encantaría quedarme, pero, bueno... Tengo que buscar otro
trabajo.
—No, no... entonces no verás con nosotros los dibujos animados ni...
—Es posible que tengamos oportunidad de volver a jugar juntos. Incluso puedo
ir a veros jugar al béisbol si me quedo aquí.
—¿Si te quedas aquí? —preguntó Connor alarmado.
—¿Me lo prometes? —suplicó Timmy—. ¿Lo prometes con la mano en el
corazón y si no te morirás?
Sarah hizo una mueca exageradamente cómica, pero se llevó la mano al
corazón.
—Te prometo que, si me quedo en Sugar Falls, intentaré jugar con vosotros
todas las veces que pueda. Ahora vuelve a casa. Están a punto de empezar Las
Aventuras de un Monstruo en la Ciudad.
—¡Las Aventuras de un Monstruo! —exclamó el niño con vigor—. Voy a buscar el
mando antes de que se lo quede Jeffrey —y corrió de nuevo hacia la casa. Pero de
pronto se detuvo, se volvió y buscó en el bolsillo de su pijama—. Casi se me
olvidaba. Te he traído esto —se acercó a ella y le entregó su regalo—. Por si quieres
jugar cuando yo no pueda jugar contigo.
Sarah tomó el regalo, musitó las gracias y lo abrazó... Lo abrazó como una
madre habría abrazado a su hijo. Timmy la abrazó también, pero pronto se separó,
despidiéndose con un grito:
—¡Hasta luego, caimán!
—¡Hasta luego, cocodrilo! —respondió ella.
Se levantó lentamente y se quedó mirando en la dirección en la que el niño se
alejaba.
Sin decir una sola palabra, se volvió a Connor, que, rodeándole la cintura con la
mano, la condujo hacia el coche.
Cuando la joven se instaló en el asiento de pasajeros, le preguntó:
—¿Qué es lo que te ha regalado?
Sarah lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Un soldadito —se lo mostró y volvió bruscamente la cabeza—. Uno de sus
preferidos —sollozó.
Y entonces Connor se enamoró de ella. O quizá fue entonces cuando se dio
cuenta de que estaba enamorado. Quería llevarla a su casa y hacer el amor con ella
durante el resto de su vida... Quería vivir con aquella mujer de ojos llorosos y tierna
sonrisa.
Y comprendía perfectamente lo que Timmy sentía.
Porque el también quería que se quedara a su lado.
Era una locura, por supuesto. Una locura similar a la obsesión de su padre por
la naturaleza. Una locura como la fe ciega de su madre en el yin y el yang, el zodiaco
o los poderes curativos de la música.
Enamorarse era la mayor de las locuras. Especialmente de Sarah Flowers. Lo
único que sabía de ella era que había mentido al rellenar un formulario médico, que
había huido de él cada vez que había estado en su mano hacerlo, que lo había
excitado terriblemente con un solo beso y que mientras dormía había susurrado el
nombre de otro hombre.
Tenía un problema. Un serio problema. Había perdido la cabeza y tenía que
encontrarla. Pero Sarah lo necesitaba en ese momento y él, que el cielo lo ayudara,
estaba dispuesto a tenderle una mano,
—Vamos a cenar —sugirió—. Son las siete y media. Supongo que estás tan
hambrienta como yo.
—Gracias, pero tengo que buscar un hotel. ¿Te importaría llevarme al más
cercano?
—¿Un hotel? Yo pensaba que querrías ir a casa de Annie. Es tu prima, ¿no?
El recelo de la mirada de Sarah hizo que Connor se pusiera nuevamente en
guardia.
—Ahora está de camping. No volverá hasta dentro de quince días.
Connor apretó los labios y condujo en silencio.
—El hotel más cercano está en Beck. No tengo ni idea de cuál es tu situación
financiera, pero pasar una noche allí podría costarte alrededor de cien dólares.
El pánico asomó a los ojos de Sarah, pero no contestó.
—¿Piensas buscar otro trabajo en Sugar Falls? —insistió Connor, quizá en un
tono demasiado malhumorado—. ¿O has decidido marcharte?
—Yo... todavía no puedo decirlo.
—¿No puedes decirlo? —el enfado de Connor aumentaba. Giró bruscamente el
volante y dio media vuelta para dirigirse hacia su casa.
—¿Connor? —Sarah lo agarró del brazo y lo miró mientras él tomaba un desvío,
pero Connor no volvió a decir nada hasta que estuvo en su casa.
—No pienso suplicarte que confíes en mí —quitó las llaves del coche y las
arrojó al regazo de Sarah—. Toma el coche y vete a un hotel —abrió la guantera, sacó
una billetera y le tendió una tarjeta de crédito—. Puedes utilizarla para pagar la
habitación. Si decides marcharte, alquila un coche con ella. Llama después al
ambulatorio y dime dónde puedo ir a recogerla.
Sarah lo miraba sin poder dar crédito a lo que estaba ocurriendo.
—¿Me estás confiando tu coche y tu tarjeta de crédito? ¡Pero si ni siquiera me
conoces!
Connor se volvió hacia ella y le dirigió una mirada a la vez íntima y furiosa.
—Te dije que no había sufrido ninguna pérdida de memoria tras el accidente —
comenzó a decir—, pero no es cierto. La he sufrido, y bastante grave. Eh... en realidad
no soy capaz de recordar nada sobre mi pasado —tragó saliva, invadida por una
repentina oleada de tristeza—. No sé quién soy.
Connor comprendió entonces por qué le daba tanto valor al trabajo que tenía en
casa de Lorna. Y se dio cuenta de lo difícil que sería para ella encontrar trabajo en
Sugar Falls. Al día siguiente, la gente que podría haberse permitido el lujo de
contratarla le cerraría todas las puertas. Como le había ocurrido a él cuando era un
adolescente...
—Conozco a alguien que podría necesitar ayuda en casa.
—¿Quién es?
—Yo.
—No, tú no necesitas a nadie.
—Mira a tu alrededor. Tengo cajas y muebles empaquetados por todas las
habitaciones. Hace tres meses que me he mudado y todavía no he tenido tiempo de
sacar todas mis cosas. Tengo un horario muy apretado —pero la verdad era que no
había sentido la necesidad de sacar nada más de lo que iba a utilizar—. No cocino
mucho, me alimento a base de embutido y comidas rápidas. Eso es suficiente para
matar a alguien. Me salvarías la vida si aceptaras trabajar para mí.
—¿De verdad quieres que me quede a trabajar aquí? —preguntó Sarah
esperanzada.
—Sí —en realidad esperaba de ella mucho más que eso.
Cuando sus miradas se encontraron, Sarah preguntó de nuevo en un susurro:
—¿Crees que será una decisión inteligente?
—No.
Sarah se sonrojó y desvió la mirada. Connor casi podía leer sus pensamientos
mientras ella daba vueltas a las alternativas que le quedaban y decidió interrumpir el
proceso haciéndola volverse hacia él.
—Jamás te presionaré a hacer nada que no quieras —le juró—. No puedo decir
que no te deseo, ni que no voy a pensar en besarte cada vez que estés cerca de mí...
—Y yo no puedo asegurarte que vaya a encontrar siempre la fuerza de voluntad
suficiente para detenerte.
Connor tomó aire, batallando contra la necesidad de volver a besarla. Tenía que
mantener la cabeza fría. No podía aprovecharse de su vulnerabilidad.
—Tendremos que averiguar quién eres. No podemos limitarnos simplemente a
esperar que algún día recuperes la memoria.
—Tengo un plan que podría ayudarme a recuperar algunos recuerdos.
—¿Qué plan?
—He pensado volver a Denver, al escenario del accidente, y dar un paseo por
allí. Quizá acuda a mi mente algún recuerdo.
—Te llevaré allí cuando decidas que estás preparada. Y si no consigues recordar
nada importante, alquilaré un detective privado. Siempre y cuando tú lo apruebes,
claro está.
6
Sarah pasó una hora entera duchándose, enjabonándose y secándose el pelo sin
ninguna prisa. Cuando terminó, todavía no había decidido lo que quería que le
deparara la noche.
Connor se había ofrecido a hacerle un rápido examen para decirle si había o no
dado a luz alguna vez. De modo que pronto podría saber si era madre, si había algún
niño lamentando su ausencia en algún lugar. Aquella posibilidad le destrozaba el
corazón.
Sarah dejó caer los párpados ante la ola de sensualidad que la empapaba. Le
resultaba imposible pensar en medio de aquella urdimbre de susurros y caricias.
—¿Entonces estás de acuerdo conmigo en que no deberíamos hacer el examen?
Connor deslizó las manos por sus muslos, las posó en sus caderas y le hizo
inclinarse hacia adelante, de manera que sus rodillas quedaran atrapadas entre las
suyas.
—Estoy diciendo —susurró al lado de su boca—, que deberíamos hacer algo
mucho más personal. Ven a la cama conmigo, Sarah. Déjame abrazarte, acariciarte. Y,
en algún momento, si las cosas siguen su progresión natural, ya no tendrás ningún
reparo en nada de lo que podamos hacer, ni en que mire determinadas zonas de tu
cuerpo.
Sarah deseaba terriblemente lo que Connor le estaba sugiriendo, Pero no le
había resultado nada fácil detenerlo la vez anterior, cuando se estaban besando, y no
quería tener que hacerlo otra vez.
—¿La natural progresión de las cosas no nos llevaría a hacer el amor?
—No tiene por qué.
—Hasta que no me entere de si estoy casada o no, no puedo hacerlo.
Sarah sintió que Connor tensaba los músculos de las piernas, pero ni en su
mirada ni en su voz se advertía ningún cambio.
—¿Qué te hace pensar que estás casada? No hay nada que lo indique.
—No hay nada que indique absolutamente nada sobre mi pasado.
—¿Pero tienes la sensación de estar casada?
—No. Hasta me resulta extraño pensar en el matrimonio. O en hacer el amor.
Lo que estábamos haciendo antes en la alfombra... el modo en el que me estabas
besando y tocando, y lo que me hacías sentir... —se interrumpió, intentando
encontrar las palabras adecuadas—. No creo que jamás haya sentido nada parecido.
El pecho de Connor se expandió bajo la camisa, como si hubiera estado
conteniendo la respiración y hubiera respirado aliviado al oír aquella respuesta.
—¿De qué tienes miedo, Sarah? —le preguntó.
—Tengo miedo de enamorarme de ti.
Un velo misterioso oscureció la mirada de Connor.
—Yo estoy corriendo el mismo riesgo que tú —confesó—. Y si crees que
podemos salvarnos al no hacer el amor —susurró—, entonces también yo estoy de
acuerdo en que no lo hagamos.
Los músculos de la garganta de Sarah se contrajeron mientras se obligaba a
asentir.
—En ese caso, me limitaré a hacer una exploración —le explicó Connor.
—¿Exploración?
—Nos tomaremos el tiempo que haga falta, para que los dos nos sintamos
cómodos. Y durante el proceso, averiguaremos todo lo que podamos sobre ti.
Sarah sintió que se duplicaba el ritmo de los latidos de su corazón.
Connor le tomó la mano y la ayudó a levantarse. El silencio que poblaba la casa
parecía zumbar en los oídos de la joven mientras Connor la conducía a su
dormitorio. Una vez allí, Connor se detuvo al lado de su enorme cama y se volvió
hacia Sarah.
—No necesitas esto —susurró. Y Sarah no le contradijo mientras le desataba el
cinturón de la bata y la deslizaba sobre sus hombros—. Y yo tampoco necesito la
camisa —se la quitó rápidamente y la dejó caer al lado de la bata—. Y tampoco los
vaqueros —empezó a desabrochárselos, pero de pronto se detuvo para mirarla a los
ojos—. ¿O sí?
—Yo... supongo que no.
Se los quitó rápidamente y se colocó frente a ella, llevando encima únicamente
unos minúsculos calzoncillos que a duras penas ocultaban su erección.
—¿Estás seguro de que esto no será injusto para ti? —consiguió susurrar
Sarah—. Quiero decir... bueno, cuando nos detengamos.
Connor se acercó todavía más a ella.
—Si te refieres a mí... reacción, se ha convertido en un problema crónico desde
que te conocí. No pienses mucho en ello.
Sarah se sentó al borde de la cama, con las rodillas temblorosas y el corazón
latiéndole de forma errática. Apenas era capaz de pensar en «ello»». De hecho, se
descubría a sí misma deseando tocarlo, deseando acariciarlo...
—Estás asustada —susurró Connor.
—No. Sólo un poco nerviosa, quizá.
Connor se sentó a su lado en la cama.
—¿Nerviosa por lo que podamos averiguar? —quiso saber—. ¿O por lo que
vamos a hacer?
—Por las dos cosas —sintió que sus pezones se oscurecían bajo la seda del
camisón, reaccionando al ardor de la mirada de Connor.
—No tienes por qué ponerte nerviosa, Sarah —oírlo pronunciar su nombre la
conmovió como la más íntima de las caricias—. Lo único que quiero es que nos
sintamos cómodos el uno con el otro.
Cómodos. No era esa la mejor palabra para definir su estado de ánimo, se dijo
Sarah, y por lo que ella podía advertir, tampoco el de Connor.
—Si queremos seguir la progresión natural que suele darse entre un hombre y
una mujer cuando se gustan —continuó diciendo con voz ronca—, lo primero que
tenemos que hacer es mirarnos a los ojos. Le hizo volver el rostro hacia ella y se
quedaron mirándose fijamente, en un profundo silencio—. Es algo muy agradable,
¿no crees?
—Di «aahh»».
Y cuando Sarah repitió aquel sensual suspiro, Connor deslizó la lengua al
interior de su boca, moviendo lentamente la cabeza. Con cada uno de sus gestos
parecía crecer la sensibilidad de la piel de Sarah que, entregada ya por completo al
deseo, enmarcó su rostro con las manos para invitarlo a profundizar su beso.
Sus lenguas se enredaron en un beso de fuego. Las manos de Connor se
apropiaban de cada una de las curvas del cuerpo de Sarah, hambriento y ansioso por
sentir hasta el último centímetro de su piel.
Tras saborear aquella piel de seda, deslizó lentamente los tirantes del camisón
para deleitarse con la vista de los senos desnudos de Sarah. Llenó sus manos de
aquella cremosa suavidad, acariciando los pezones con los pulgares hasta hacerlos
erguirse orgullosos contra sus dedos.
Sarah gimió contra su boca, arqueando al mismo tiempo su cuerpo.
Connor interrumpió enfebrecido su beso y se inclinó sobre sus senos para
apoderarse con la boca de los montículos rosados que los encumbraban.
Sarah se deshacía en susurros y gemidos, aferrada con fuerza a la espalda de
Connor. Desgarrado por la pasión, Connor le quitó el camisón por completo para
consumir con la mirada la belleza que él mismo había revelado.
Dejó que sus manos vagaran libremente por aquel cuerpo desnudo, desnudo y
perfecto, sintiendo cómo se avivaba la hoguera que lo abrasaba cuando Sarah se
arqueó nuevamente contra él, buscando sus caricias. Connor siguió con la boca el
camino abierto por sus manos hasta encontrar el dulce montículo de su vientre.
Sarah había cerrado los ojos, advirtió. Y tenía los labios entreabiertos. Sus senos
se elevaban y descendían al agitado ritmo de su respiración. Connor no había visto
nada más excitante en toda su vida. O por lo menos nada que lo hubiera afectado
más.
Con manos temblorosas, se deshizo de las bragas de encaje y se abrió camino a
través de los rizos que cubrían el vientre de Sarah.
La respiración de Sarah era ya un descontrolado jadeo. Enardecido por su
respuesta, Connor capturó aquellas caderas que lo estaban volviendo loco con sus
movimientos y se colocó sobre Sarah, dispuesto a hundirse en su interior.
Estaba perdiendo el control. Se había olvidado ya por completo del objetivo de
su misión... Se había olvidado de todo lo que no fuera la imparable urgencia de hacer
el amor con ella.
Pero no podía hacerlo. Le había prometido que se detendría.
Cerrando los ojos en un dolorosísimo intento de controlar su deseo, presionó su
rostro contra el vientre de Sarah.
Excitado todavía más por su penetrante aroma, luchó contra la necesidad de
hundir los dedos en su interior.
apartar lentamente su dedo. Bastó aquel movimiento para que Sarah volviera a
estremecerse.
Connor la atrapó entonces en un cariñoso abrazo, mientras ella temblaba,
jadeaba y se acurrucaba contra él, asombrada por los sentimientos que Connor había
invocado.
—Sarah —susurró éste con voz trémula. Parecía estar tan conmovido como
ella—. Eres virgen.
Aquella novedosa información tardó algunos segundos en penetrar el estado
post-orgásmico de Sarah.
—Virgen —repitió Connor.
A Sarah no la sorprendió tanto la idea como parecía sorprenderlo a él. Pero sí
las consecuencias que de ella podían derivarse.
—¿Estás seguro? —susurró, casi temiendo creerlo.
—Completamente —contestó Connor sin hacer ningún esfuerzo para disimular
su alivio—. No estás casada, Sarah. No puedes estar casada.
—No estoy casada —repitió Sarah, en el tono del que hacía un importante
descubrimiento.
—Y, por supuesto, nunca has tenido un hijo. Nunca has hecho... —se le cerró la
garganta, y se obligó a tomar aire. La deseaba de tal manera que no estaba seguro de
ser capaz siquiera de respirar.
Una inmensa alegría iluminó los ojos de Sarah y curvó sus labios en una
sonrisa. Connor, incapaz de contenerse, besó delicadamente su boca.
—¿Todavía soy virgen? ¿Incluso después de lo que hemos hecho?
—Completamente.
—¿Pero cómo...? ¿No habremos roto el himen?
Connor buscó la forma de explicárselo.
—La verdad es que no he ido muy lejos...
—A mí me ha parecido que sí —contestó la joven sonrojada.
—Sólo ha sido un dedo —respondió Connor con la voz entrecortada y su sexo
todavía palpitante de deseo—. Pero es posible que te haya parecido más porque
estabas muy cerrada.
Sarah recorrió su rostro con la mirada, para fijarla al final en sus ojos con
lánguida sensualidad.
—Sigue con algo más.
Connor sintió que una llamarada de fuego se apoderaba de su cerebro.
—¿Quieres más?
Sarah deslizó la mano por su pelo.
periódico del domingo, se dio una ducha rápida y se afeitó. Pero antes de vestirse
para enfrentarse a un nuevo día, volvió a ponerse la bata y se asomó al pasillo, para
ver si Sarah había salido ya del baño.
Era evidente que sí. El baño estaba abierto y vacío y la que estaba cerrada era la
puerta de la habitación de invitados.
Inmediatamente se acercó y llamó.
—Sarah, ¿estás bien?
—Sí, estoy perfectamente.
—¿Estás segura?
—Claro que estoy segura.
—¿Y te importaría abrirme la puerta?
Pasó un buen rato antes de que lo hiciera. Y cuando la abrió, permaneció con la
mano en el pomo, como si pensara cerrarla de nuevo. Sarah iba vestida con unos
vaqueros y una camiseta tan ancha que dejaba parte de uno de sus hombros al
desnudo. Se había recogido la melena en una cola de caballo y el brillo de sus ojos
grises aparecía apagado por una sombra de prevención.
—¿Sí? —preguntó Sarah.
Connor se apoyó contra el marco de la puerta y la miró. Sarah tenía un aspecto
juvenil, inocente y hermoso. Le bastó posar en ella sus ojos para que el deseo volviera
a invadir sus entrañas. Pero su aire distante lanzaba una clara señal: no le iba a
resultar más fácil tocarla que cuando eran unos perfectos desconocidos.
—Yo... he hecho café —musitó, sintiéndose como si acabaran de darle una
patada en el estómago—. Descafeinado, para recompensar la dosis extra de cafeína
que tomaste ayer.
—Oh —un delicado rubor coloreó sus mejillas—. Gracias, pero supongo que
debería haberlo hecho yo. Es mi primer día de trabajo y ni siquiera se me ha ocurrido
preparar el desayuno.
—Oh, el trabajo... —frunció el ceño—. Sarah, yo...
En ese momento, sonó el timbre.
Ambos miraron sorprendidos hacia la puerta principal. Antes de que Connor
pudiera empezar a imaginarse quién podría haberse presentado en su casa a tan
temprana hora del domingo, Sarah pasó por delante de él y se metió en la cocina. Sin
haber resuelto todavía la terrible duda de si Sarah se habría arrepentido de hacer el
amor con él, Connor se acercó a abrir a puerta.
—¡Connor, buenos días!
—Mimsey —afortunadamente, consiguió ahogar el gemido de disgusto que
estuvo a punto de salir de su garganta.
Lo cual quería decir que no tendría por qué hacer galletas. Pero tenía que
mantenerse ocupada si no quería terminar haciendo el ridículo. Era muy posible que
Mimsey terminara quedándose a compartir la quiche que había llevado con Connor.
Pero aquello no podía ser. No, no debía. No tenía ningún derecho a sentirse
molesta por una aparición como aquélla.
Hacer el amor con Connor había sido un error. Lo había sabido en cuanto había
abierto los ojos aquella mañana y se había descubierto acurrucada contra su cuerpo
desnudo. Había deseado entonces permanecer allí eternamente, refugiada entre sus
brazos, piel contra piel, y maravillosamente saciada tras una noche de amor.
Segundos después, había deseado mucho más que eso. Había deseado despertarlo
con un beso y volver a hacer el amor una y otra vez.
Pero al contemplar su rostro dormido había sentido una ternura tan
sobrecogedora, que apenas se había atrevido a respirar.
Había comprendido lo fácil que le resultaría enamorarse de él.
Y no podía permitírselo. El miedo que la amenazaba escondido tras la espesa
niebla que ocultaba sus recuerdos era la más convincente de las advertencias. Sabía
que podría hacer sufrir a Connor, que su amor suponía para él un riesgo físico. No
estaba segura de por qué, pero estaba segura de que ocurriría. Y tenía que marcharse
antes de que así fuera.
Y ni siquiera podía hablarle de su miedo porque sabía que entonces Connor
jamás la dejaría marcharse. Su instinto protector lo conduciría a involucrarse todavía
más en sus problemas.
¿Pero qué ocurriría si el peligro no era real?, le preguntaba una vocecilla
interior. Quizá fuera realmente un síntoma del accidente. Pero cuanto más deseaba
creer en aquella posibilidad, más dificultades tenía para hacerlo.
Tenía que dejar de pensar en ello, se dijo mientras sacaba una fuente del
armario para meterla en el horno. Incluso sin contar con aquel miedo innombrable
que la acechaba, hacer el amor con Connor sólo le serviría para multiplicar sus
complicaciones.
Al advertir que el murmullo de voces procedente del salón había cesado, se
volvió hacia la puerta y estuvo a punto de dejar caer la bandeja.
Connor estaba reclinado contra el mostrador de la cocina, con las manos en los
bolsillos de la bata y mirándola fijamente con expresión muy seria.
—Estoy haciendo unas galletas para después de la quiche —consiguió decir la
joven.
—No hay ninguna quiche. Se la ha llevado Mimsey.
Sarah se obligó a concentrase de nuevo en la bandeja. El alivio que sintió sólo
era un indicativo de lo profundos que eran ya sus sentimientos hacia Connor.
—¿Te apetece que haga unas salchichas con...?
—Sarah —la interrumpió Connor—, ¿te arrepientes de lo que ocurrió anoche?
Sarah se sonrojó, odiándolo por pensar que era capaz de acusarlo de algo tan
bajo.
—¡No como parte de mi trabajo! Pero nuestra relación sexual complica nuestra
relación laboral, teniendo en cuenta sobre todo que tendríamos que vivir juntos. Mira
por ejemplo lo que ha pasado con Mimsey —señaló—. No tenías por qué pedirle que
se fuera, pero entiendo la razón por la que lo has hecho. No se habría sentido cómoda
estando yo aquí, especialmente si se hubiera enterado de que entre nosotros había
algo más que una relación de trabajo.
—Yo no quería que Mimsey se quedara, y nuestra relación no es asunto suyo.
Sarah no pudo evitar sentirse aliviada, lo cual servía únicamente para aumentar
su propio desconcierto.
—Quizá ahora no te apetecía que se quedara —argumentó—, pero es posible
que pudiera apetecerte alguna vez. ¿Y crees que te sentirías cómodo trayendo a
alguien a casa estando yo aquí?
—¿A una mujer, quieres decir?
—Sí, a una mujer. Tienes derecho a traer a tu casa a quien te apetezca.
—¿Estás diciéndome que no te molestaría?
Le destrozaría el corazón, comprendió Sarah con repentina claridad. Y se quedó
completamente helada. No podía esperar de Connor atención en exclusiva.
—Como ama de llaves —dijo, batallando consigo misma para no perder la
firmeza de su voz—, no tendría ningún derecho a opinar sobre el tema. No tengo
ningún derecho a inmiscuirme en tu vida privada.
—¿Y crees que te sentirías mejor si te dijera que pienso traer a una mujer a casa
una vez por semana? O quizá dos. Diablos, ¿y por qué conformarse con una sola
mujer? He crecido rodeado de personas que creían en el amor libre y en las
relaciones abiertas. ¿Es eso lo que me estás diciendo que quieres?
—No —estaba estremecida, horrorizada y muy cerca de las lágrimas.
—Estupendo. Porque no quiero que estés de acuerdo en que traiga otras
mujeres a casa. Y puedes estar segura de que no me haría ninguna gracia que trajeras
a otros hombres. No soy un hombre que se tome este tipo de relaciones a la ligera,
Sarah, y teniendo en cuenta lo que descubrimos anoche, creo que tú tampoco.
—No —susurró Sarah—. Y ése es el problema. Mientras esté viviendo aquí,
tener relaciones sexuales contigo sólo servirá para difuminar las líneas de lo que
razonablemente puedo esperar de nuestra relación. Complicaría las cosas.
—Las cosas se complicaron desde el momento en que te conocí.
El calor de sus palabras encontró respuesta en el interior de Sarah. Pero no
podía sucumbir a aquel calor. No podía permitir que sus preocupaciones se
disolvieran en ese fuego.
—Es como lo que me dijiste la otra noche —insistió—. Si siguiéramos la
progresión natural que seguirían un hombre y una mujer, yo me habría ido a mi casa
Tras haberse vestido con el atuendo más adecuado para dar un paseo a caballo:
camisa, vaqueros, botas y sombrero, Connor se dirigió con Sarah al establo.
Ella se había puesto también unas botas y un sombrero que Connor tenía de
reserva para posibles invitados y se había metido la camiseta por la estrecha cintura
de sus vaqueros, mostrando sus tentadoras curvas de tal modo que Connor casi tenía
que agarrase la mano para no acariciarla.
Forzándose a desviar la mirada de aquel foco de tentación, preguntó
distraídamente.
—¿Sabes montar?
—Sarah, tenemos que hacer todo lo que podamos para averiguar algo sobre tu
pasado.
—Lo sé —le sonrió feliz—. Pero por lo menos están empezando a volver los
recuerdos —se separó de él y se sentó en una piedra—. Es curioso —comentó—,
puedo recordar sentimientos y reacciones frente a personas y acontecimientos, pero
no detalles concretos. Como esta mañana, cuando estaba pensando en mi...
virginidad.
—¿Sí, Sarah? —la animó Connor, ansioso por escuchar sus sentimientos sobre
lo ocurrido.
—No podía recordar momentos específicos, ni lugares o personas, pero sí que
cuanto más consciente era del hecho de que a mi edad no era normal seguir siendo
virgen, más vacilaba a la hora de dejar de serlo. Era como si tuviera mucha
importancia para mí —lo miró a los ojos, como si pudiera encontrar en ellos una
respuesta—. No quería acostarme con cualquiera la primera vez que hiciera el amor.
—¿Y... así ha sido?
—Oh, no —una inconfundible ternura iluminó su rostro—. Claro que no.
El amor que sentía hacia ella se extendió en el pecho de Connor de manera casi
dolorosa.
—¿Sabes? —le preguntó Connor acercándose a ella y posando la mano en su
cuello—. La próxima vez que hagas el amor te gustará mucho más. No sentirás
ningún dolor.
—El dolor mereció la pena —susurró Sarah—. Y no creo que sea posible que me
guste más.
Animado por aquella declaración, Connor se inclinó para disfrutar de uno de
sus besos. Sarah alzó el rostro hacia él y entreabrió los labios, pero justo cuando
estaban a punto de besarse, volvió la cabeza.
—Dijiste que no volverías a hacerlo —le recordó.
—Dije que no volvería a besarte como te había besado esta mañana. Pero puedo
besarte de otras muchas formas.
—Connor —contestó Sarah. Parecía un poco nerviosa—, no sé muchas cosas
sobre ti.
—¿Como cuáles?
—¿Tienes familia?
—Tengo tíos y primos, pero no viven en este estado.
—¿Y no tienes padres, o hermanos?
Como cada vez que le hacían esa pregunta, Connor se puso terriblemente
nervioso.
—Mi padre murió cuando estaba empezando a estudiar Medicina, y mi madre
poco después. Y no, no tengo verdaderos hermanos.
—¿Verdaderos?
—Crecí junto a otros niños a los que consideraba hermanas y hermanos, pero
no lo eran.
—¿Viviste en una de esas comunas en las que la gente creía en el amor libre y
en las parejas abiertas?
Connor hizo una mueca al recordar su brusco estallido de aquella mañana.
—No debería haberte dicho eso, Sarah. Supongo que estaba intentando
sorprenderte.
—¿Pero era verdad?
—Hasta cierto punto. Algunos de nuestros vecinos decían creer en el amor
libre, pero creo que era más de palabra que en la práctica.
—¿Y vivíais aquí, en Sugar Falls?
—No.
—Yo pensaba que habías crecido aquí.
—Cerca.
—Pero ibas aquí al colegio, ¿no?
—Al instituto, cuando era pequeño me enseñaban en casa —decidido a dar por
finalizada cuanto antes la conversación, se levantó y se acercó a Vikingo, que pastaba
pacíficamente al lado del roble—. Pero no es mi pasado el que importa, sino el tuyo
desató al caballo y miró a Sarah—. Creo que ha llegado el momento de que te lleve a
Denver para ver si recuerdas algo más.
—¿Ahora?
—Sólo tardaremos un par de horas. Miró el reloj. Podemos estar allí a las tres —
al advertir la tensión surgida en su mirada, añadió, intentando tranquilizarla—:
Estaré a tu lado en todo momento, Sarah, no tengas miedo.
Pero, y Connor no encontraba ninguna razón para ello, Sarah se sintió incluso
más incómoda ante aquella declaración.
—¿Podemos parar antes a comprar un sombrero y unas gafas de sol? —le
preguntó a Connor.
—¿Entonces no quieres que te reconozcan?
—La persona que me estaba persiguiendo cuando salté a la calzada podría estar
por allí, buscándome.
—De acuerdo. Haremos las cosas como tú quieras —habría hecho cualquier
cosa por borrar el miedo de sus ojos—. Pero creo que tenemos que ir cuanto antes.
Sarah tomó aire, lo expulsó lentamente y asintió.
El viaje no fue un éxito total, pero tampoco una pérdida de tiempo. En el lugar
del accidente, no había conseguido recordar nada nuevo, pero habían tenido
8
—Sarah, eras virgen. ¿Cómo ibas a estar casada?
Sentada al borde de la cama, Sarah se mordía nerviosa el labio mientras
observaba a Connor vestirse para ir al trabajo.
—Ya sé que no parece muy normal, pero...
—Es prácticamente imposible. Lo del anillo de boda debe de ser un sueño.
—Pero me parece muy real. Recuerdo perfectamente a un hombre poniéndome
un anillo.
—Yo diría que es un sueño. Pero, si no lo es, quizá se trataba de un vendedor —
replicó mientras se abrochaba los botones de la camisa con movimientos enérgicos.
—¿Una alianza de matrimonio? ¿Por qué iba a tener que comprar yo mi alianza
de matrimonio?
—Quizá un amigo te estuviera enseñando un anillo que le compró a otra
persona.
—Sí, supongo que es posible.
—Sarah, no estás casada. Es normal que tengas este tipo de confusiones. Vas
recuperando poco a poco fragmentos de memoria, pero no conoces el contexto en el
que se produjeron esos recuerdos.
—Pero recuerdo exactamente el aspecto que tenía la alianza...
—¿Y qué me dices del hombre que te la puso? —terminó de vestirse y se volvió
hacia ella un tanto malhumorado—. ¿Recuerdas algo sobre él?
—Sólo sus manos. Me recuerdo mirando sus manos, unas manos grandes y
pálidas mientras me ponía el anillo.
Connor sintió que se le aceleraba el pulso. La miraba como si se estuviera
debatiendo consigo mismo sobre la conveniencia o no de decirle algo.
—¿Y es posible que se llamara... Jack?
—No lo sé. ¿He vuelto a decir su nombre en sueños? —preguntó dubitativa.
—No, por lo menos yo no me he dado cuenta.
Se miraron en un significativo silencio. Con la respiración entrecortada, Connor
la tomó por los hombros y la tumbó en la cama para besarla con pasión.
—No estás casada, Sarah. Eras virgen. Así que caso cerrado.
La angustia y el dolor que se reflejaban en su rostro hicieron que Sarah sintiera
multiplicarse su amor con él. Deslizó los brazos por su esbelta cintura y lo abrazó con
fuerza.
—No te preocupes tanto por mí —le dijo—. Estoy segura de que pronto
encontraré sentido a todos estos recuerdos inconexos.
Cerca de las doce de aquel caluroso, pero nublado lunes, Sarah recorrió el
camino que separaba la casa de Connor de la principal zona comercial de la
localidad.
Connor había insistido en que fuera a buscarlo a la consulta para ir a comer
juntos, aunque en un primer momento a Sarah no le había hecho mucha gracia la
idea.
—La gente ya habrá oído la versión de Lorna sobre lo ocurrido. No sé si estoy
preparada para enfrentarme a los rumores.
—Nos enfrentaremos juntos. Y creo que es mucho mejor que hagamos las cosas
así.
Pero Sarah no terminaba de comprender esa lógica. Entendía que aquello era
echar más leña al fuego.
Connor consiguió convencerla explicándole que quería abrirle una cuenta en el
banco, a modo de préstamo, le aclaró, para que pudiera disponer de dinero cuando
lo necesitara.
—No tengo ningún documento que me identifique —le recordó Sarah—.
Ningún banco me dejará abrir una cuenta si no puedo justificar quién soy.
—Abriré yo la cuenta, y tú tendrás libre acceso a ella.
Mientras paseaba por aquellas calles repletas de comercios, Sarah se descubrió
soñando despierta en Connor. Y sonrió. Su vida era un absoluto enredo, su pasado y
su futuro estaban plagados de preguntas para las que no tenía respuesta, pero le
bastaba pensar en Connor para sentirse la persona más feliz de la tierra.
¿Sería posible que hubiera estado enamorada de otro hombre que no fuera él? Y
si así fuera, ¿por qué se habría negado a hacer el amor con él?
La alianza de boda, decidió, debía de ser de otra persona. Y esperaba recordar
pronto algo más al respecto. Parecía bastante probable. Desde la cabalgata del día
anterior, estaba recuperando recuerdos a una velocidad inusitada.
Aquella mañana, mientras estaba desempaquetando algunas cajas de Connor,
había recordado que le gustaba bailar. Y también que tenía dos perrillos llamados
Honey y Spice. Se los había dejado a alguien para que los cuidara cuando se había
trasladado a Colorado. ¿Pero a quién?
Intentaba recordar, pero tenía la mente en blanco. ¡Era frustrante!
Sarah llegó al consultorio casi sin darse cuenta. En cuanto entró en recepción,
recordó su primera visita, y la agonía de tener que rellenar el formulario médico.
¡Cuánto había cambiado su vida desde entonces! Y todo gracias a Connor.
Se asomó a la ventanilla de la recepcionista y, tras decir su nombre, le preguntó
a una mujer morena, de mediana edad:
—¿Podría decirle al doctor Wade que estoy aquí?
Antes de que la recepcionista pudiera contestar, una esbelta rubia se levantó de
la silla que estaba tras ella.
—Hola —la saludó Mimsey, sin disimular su curiosidad—. Eres Sally, ¿verdad?
—Sarah.
—Sarah, no sabes cuánto lo siento, pero llegas en un mal momento, La consulta
está cerrada hasta las dos, y esta tarde el doctor Wade tiene un horario muy
apretado. No puede atender a nadie sin cita previa.
—Me está esperando.
—¿De verdad? ¿No es un encanto? No es capaz de resistirse a ayudar a nadie
que lo necesite.
A pesar de su determinación de permanecer impasible, Sarah se sentía herida
por lo que estaba oyendo. Al fin y al cabo, no podía negar que Connor estaba
ayudándola en un momento en el que lo necesitaba.
—El problema —continuó diciendo Mimsey— es que mucha gente se
aprovecha de su amabilidad.
Una duda afloró en el corazón de Sarah: ¿se estaría aprovechando ella de su
amabilidad?
—Y lo peor de todo es cuando la persona a la que ayuda termina confundiendo
la caridad con otra cosa. Tú has tenido problemas últimamente, ¿verdad Sally? Algo
relacionado con la pérdida de tu trabajo...
Sarah se negaba a contestar.
—Dígale que estoy aquí, por favor.
—Ya lo he llamado yo, señorita Flowers —intervino la otra recepcionista,
patentemente avergonzada—. Pase por esa puerta. Puede esperarlo en su despacho si
quiere.
En el momento en el que Sarah se dirigía hacia allí, apareció Connor, hablando
tranquilamente con su enfermera. Le tendió a ésta una hoja con el informe de un
paciente y alzó su intensa mirada hacia Sarah.
Por un momento, ninguno de los dos dijo una sola palabra. Habían pasado
menos de cinco horas tras su último y apasionado encuentro amoroso y el recuerdo
de lo compartido pareció llenar de erotismo el ambiente.
—Hola —la saludó Connor.
—Hola.
—Llegas tarde. Dos minutos y quince segundos tarde.
El sol volvió a salir en el corazón de Sarah, haciendo que se evaporaran las
inseguridades que Mimsey había intentado hacer crecer en ella.
—Me he entretenido un poco en recepción.
—Sí, por culpa de una gata —musitó la recepcionista, mirando de reojo a
Mimsey—. Con las uñas especialmente afiladas.
Connor arqueó las cejas con expresión interrogante.
de forma directa, Mimsey. Y tú has violado una de las normas fundamentales en este
consultorio. Así que estás despedida —llamó por el intercomunicador—: Joan,
Mimsey se va. Ayúdala a recoger sus cosas.
Cuando Joan regresó, Connor le dio algunas indicaciones y se dirigió hacia la
puerta. Pero antes de marcharse se volvió de nuevo hacia Mimsey.
—Ah, Mimsey, y si das a conocer alguno de los datos que has obtenido en esta
oficina, tendrás que vértelas con mis abogados.
Sin más, se dirigió hacia el aparcamiento a grandes zancadas, preguntándose
qué le habría dicho Mimsey a Sarah.
La visión de Sarah apoyada contra el jaguar con un cálido brillo de bienvenida
en la mirada disipó su enfado. El suave tejido de su vestido moldeaba suavemente
sus curvas. Las mangas cubrían únicamente sus hombros, dejando los brazos
provocativamente desnudos. Se había recogido el pelo en lo alto de la cabeza, pero
algunos rizos escapaban rebeldes enmarcando su rostro. Las sandalias de tacón
añadían una nueva sofisticación a sus largas y bronceadas piernas.
Aquella mujer podría poner a cualquier hombre de rodillas. Y él era el primer
en estar dispuesto a hacerlo... para ir besando lentamente sus piernas y perderse bajo
la falda de aquel vestido. Quería sentir aquellas piernas a su alrededor, como las
había sentido aquella mañana...
Rodeó la cintura de Sarah con el brazo y le susurró al oído:
—No te quites ese vestido hasta que yo llegue a casa.
Una sonrisa iluminó el rostro de Sarah. Connor la besó, forzándose a sí mismo a
mantener el control. Si no lo hacía, terminaría llevándola a casa y pasaría la hora del
almuerzo haciendo el amor con ella.
Lo que no le parecía una mala idea...
Pero había prometido llevarla a almorzar y después al banco. Además, quería
que todo Sugar Falls los viera juntos, que se enteraran de que Sarah no estaba sola.
Que lo que había ocurrido en Juneberry era mucho más importante que una simple
aventura.
Entrelazó los dedos entre los suyos y fueron de la mano hasta una cafetería.
Connor le presentó a la camarera que los acompañó a la mesa, al propietario de la
cafetería y a una pareja que estaba sentada a una mesa próxima a la suya.
Pidieron un par de sándwiches y Sarah le contó los recuerdos que había
recuperado aquella mañana. Connor le hizo prometerle que le enseñaría a bailar. Y
cuando Sarah se mostró preocupada por la situación en la que podían encontrarse
sus perros, le aseguró que ella no habría sido capaz de dejarlos con alguien que no
fuera responsable.
—Eso me recuerda —añadió Sarah— que me gustaría poder averiguar si
realmente Lorna ha echado a Tofu de casa.
—¿Y si es así?
—Debe de estar muy triste, Connor. Y quién sabe si encontrará otro hogar. Es
un perro muy inteligente y cariñoso y...
—Algo me dice que pronto voy a tener un Shih Tzu viviendo en mi casa.
Sarah lo miró radiante.
—¿De verdad, Connor? ¿No te importaría? De esa forma Timmy y Jeffrey
podrían venir a verlo.
—Dios mío. No me estarás diciendo que también voy a tener que soportar a los
Hampton, ¿verdad?
—Me temo que sí —y alargó la mano por encima de la mesa para tomar la de
Connor.
Justo en ese momento apareció un joven con mostacho al que Connor reconoció
como el camarero que había servido la cena en casa de Lorna.
—¡André! —exclamó Sarah con entusiasmo.
—¡Sarah! Me había parecido que eras tú —contestó André con su particular
acento francés—. Tienes un aspecto... magnifique.
Sarah le dio las gracias, sonrojada por el halago.
—Quiero agradecerte el consejo que me diste sobre mi pájaro —continuó
diciendo André—. Hice lo que me dijiste y voilá, ha dejado de atacar a mi compañera
de piso y de escupirme en la nariz.
—¿Escupirte en la nariz? —repitió Connor.
—En realidad —le explicó Sarah en un discreto tono de voz— lo que pretendía
era seducirlo. Eso forma parte de su ritual de apareamiento. Ya ves, el pájaro sentía
un afecto por...
Connor alzó la mano para interrumpirla.
—Creo que ya no quiero saber nada más.
Sarah soltó una carcajada y se volvió hacia André.
—Me alegro de que la sugerencia funcionara. Estoy segura de que Lulú también
estará más contenta.
André asintió, se despidió afectuosamente de ellos y se marchó.
—¿Lulú es su compañera de piso o un pájaro? —preguntó Connor.
—Su gata.
Rieron al unísono, con las manos entrelazadas y mirándose a los ojos. Connor se
inclinó por encima de la mesa y la besó. Cuando el beso terminó, Sarah miró
avergonzada a su alrededor.
—La gente nos está mirando.
—No están acostumbrados a verme besar a nadie. Normalmente soy un hombre
muy reservado.
Y con una sonrisa en los labios, el corazón rebosante de amor y un dulce deseo
fluyendo por sus venas, Sarah le prometió no hacerlo.
Y fue entonces cuando se fijó en el tapiz que había colgado en el cuarto de estar,
y en la cerámica que adornaba las estanterías, y en los cuadros y tallas que cubrían
los rincones antes vacíos.
Sarah esperaba expectante. Aquellos detalles habían añadido calor y
personalidad a la casa.
—Quita todo eso.
Sarah pestañeó asombrada.
—¿Perdón?
El rostro de Connor se había convertido en una máscara de granito.
—Pensaba vender todo esto a un comerciante de Denver.
—¡Venderlo! ¿Pero no son cosas que han hecho tus padres?
Un rayo de inquietud atravesó el semblante de Connor, pero rápidamente
desapareció.
—Vete a cualquier tienda de la ciudad, compra todo lo que te apetezca, cárgalo
a mi cuenta y decora la casa a tu gusto. Pero quita todas estas cosas —se dirigió hacia
la puerta trasera de la casa sin haberse cambiado siquiera de ropa—. Voy a montar
un rato. Quiero que todo esto haya desaparecido cuando vuelva.
Sarah lo siguió a la cocina, herida y desconcertada por su fría reacción.
—¿Y qué me dices de las cintas?
Connor giró bruscamente hacia ella.
—¿Has encontrado las cintas?
Sarah asintió, temerosa de su posible reacción.
—Dámelas.
Sarah comprendió, sin ningún tipo de dudas, que las destrozaría.
—No —contestó.
—¿Que no? —repitió Connor con incredulidad.
—Exacto —Sarah alzó la barbilla—. No.
—Sarah, quiero esas cintas.
—Y yo. Y también toda la artesanía que encontrado. Te lo compraré todo. Me
llevará algún tiempo pagártelo, pero...
—Maldita sea, Sarah. No puedes quedarte con nada de eso —tronó—. Esos
objetos no tienen nada que ver contigo.
—Pero tienen mucho que ver contigo —gritó ella a su vez—. En caso contrario,
no te afectarían tanto.
Con una furia que Sarah jamás había visto en él, Connor salió a grandes
zancadas de la casa. Sarah, enfadada, descolgó hasta el último tapiz que había
Sarah sabía que jamás había amado a nadie como lo amaba a él. Y no necesitaba
recuperar la memoria para estar segura de ello.
Más tarde, mientras ambos descansaban somnolientos y exhaustos, le preguntó
por sus padres. Quería entender el dolor que le había causado al intentar darle una
sorpresa.
Connor comenzó a hablar vacilante, pero pronto fue fluyendo la conversación.
—Se conocieron en San Francisco, durante los sesenta. En Haight-Ashbury —
especificó—. Un lugar mítico —añadió con ironía—. Se fueron a vivir a un lugar
situado al norte de Sugar Falls con unos amigos y establecieron una colonia de
músicos y artistas. Vivían de forma natural, así es como lo llamaba mi padre. Eran
vegetarianos, pacifistas... Rechazaban la medicina convencional y eran partidarios de
utilizar hierbas, la aromaterapia, la música...
—Sin embargo, tú eres un médico tradicional —señaló Sarah con interés.
Connor apretó la barbilla, pero no hizo ningún comentario.
Sarah lo instó a continuar, y escuchó fascinada el relato de su infancia. Connor
había vivido durante años sin luz, hasta que habían aprendido a utilizar la energía
solar.
—Mi padre la consideraba la fuente de energía más «natural». Y eso le permitía
tocar la guitarra eléctrica y grabar canciones. La música era algo sagrado.
—Ya me he dado cuenta. He escuchado tus canciones.
En aquella ocasión, Connor tampoco hizo ningún comentario, pero cambió
sutilmente de tema.
—Mi madre nos enseñaba a mí y a otros niños todo lo que deberíamos haber
aprendido en la escuela. Rara vez íbamos a la ciudad, salvo para vender artesanía.
—¿Y entonces por qué viniste al instituto de Sugar Falls?
—Por entonces yo ya tenía edad suficiente para rebelarme. Quería tener más
experiencia del mundo que... —se interrumpió para sumirse en un prolongado
silencio. Era evidente que todavía no estaba preparado para compartir aquellos
recuerdos.
—¿Conocías a alguien de la ciudad?
—No a mucha gente. Además, por aquí corrían rumores sobre los «hippies de
las montañas», así era como nos llamaban. Decían que se drogaban, que tenían
rituales paganos, orgías...
—Dijo que le habían dado mi nombre en el hospital. Sabía que yo había pagado
la cuenta de una paciente llamada Sarah que había sufrido una severa pérdida de
memoria tras un accidente.
El corazón de Sarah comenzó a latir violentamente. Connor deslizó el brazo por
sus hombros con expresión grave.
—Al parecer él estaba buscando a una mujer que desapareció el mismo día que
tú ingresaste en el hospital. Una mujer llamada Sarah —Annie se mordió el labio,
nerviosa—. Te describió perfectamente. Yo temía decirle nada sobre ti. Sabía que
tenías miedo de que alguien estuviera persiguiéndote, así que le dije que no había
vuelto a verte desde que saliste del hospital.
Sarah se balanceaba sobre sus pies, sintiéndose repentinamente desorientada.
Connor la estrechaba con fuerza contra él.
—¿Te dijo su nombre? ¿Dejó algún número de teléfono?
—No podía preguntarle su número de teléfono después de haberle dicho que
no sabía nada de ti —exclamó Annie—. Pero sé el número desde el que estaba
llamando. Tengo un identificador de llamadas en el teléfono.
—¿Y quién es, Annie? —Sarah se aferró a la mano de Connor—. ¿Cómo se
llama?
—Jack —contestó Annie—. Jack Forrester.
Jack. El nombre que ella repetía en sueños.
—¿Y te dijo cómo se llamaba la mujer a la que estaba buscando?
—Dijo que podía responder al nombre de Sarah Myers o al de Sarah Myers
Tierney.
9
—¿Te resulta familiar alguno de esos nombres, Sarah? —preguntó Annie.
Sarah se retorcía las manos nerviosa.
—Siempre he tenido la sensación de que me llamaba Sarah —susurró con un
hilo de voz—. Y Myers me resulta familiar. Pero... —sacudió la cabeza.
Sarah Myers. Sí, suponía que podía llamarse así.
Sarah Myers Tierney. Hasta el sonido de aquel nombre le hacía sentirse
enferma. Y también el nombre de Jack Forrester. Al oír mencionar su nombre había
sentido escalofríos. ¿Y por qué habría dado dos posibles nombres para localizarla?
—Déjame ver el número desde el que ha llamado —pidió Connor, y tomó el
papel que Annie le tendía.
—No llames —gritó Sarah—. Si ese hombre es el que me perseguía antes del
accidente, podría localizar la llamada —el miedo que había sentido durante sus
pesadillas nocturnas, se instaló de nuevo en ella. Era como si su perseguidor se
hubiera materializado de repente—. No quiero que sepa dónde encontrarnos.
Estaba asustada. Y se sentía terriblemente culpable por haber llevado aquellos
problemas a la vida de Annie y Connor.
—Sarah, cariño, tranquilízate —la consoló Connor—. No voy a llamar a ese
número. Pero quiero dárselo al detective que contraté ayer, y pedirle también que
investigue los nombres de Jack Forrester y Sarah Myers Tierney. Eso no puede
hacernos ningún daño, ¿verdad?
—No, supongo que no.
Connor la abrazó con fuerza y fue a llamar por teléfono.
Incapaz de dominar su ansiedad, Sarah comenzó a caminar nerviosa por el
cuarto de estar.
—Supongo que tendré que dejar que seáis vosotros los que os ocupéis de todo
esto —dijo Annie, sin poder disimular su preocupación—. Pero avisadme en cuanto
el detective averigüe algo.
Sarah le agradeció que le hubiera llevado aquella noticia. La acompañó a la
puerta y desde allí la observó marcharse.
Permaneció con la mirada perdida en la oscuridad de la noche hasta que las
luces del coche de Annie se desvanecieron mientras se enfrentaba a la más que obvia
posibilidad de que Myers pudiera ser su apellido de soltera y Tierney el de casada.
Pero no, se dijo obstinada, tenía que haber otra explicación.
Cerró la puerta y se abrazó a sí misma, presa de un desagradable ataque de frío.
Connor terminó de hablar con el detective y se volvió hacia ella.
—¡Ni una sola vez! Me imaginé que estaríais de luna de miel, pero dos meses
son demasiado tiempo, incluso para un hombre tan rico como Grant.
—Necesito su número de teléfono. Su número de teléfono y su dirección.
—Pero, por Dios, Sarah, ¿de verdad no los recuerdas? —a Martha le llevó
algunos minutos comprender que pudiera ocurrir algo así, y otros tantos encontrar
los datos que su sobrina le pedía.
Los dictó lentamente, y Sarah los copió.
—Ah, una pregunta más, tía Martha. ¿Conoces a un hombre llamado Jack
Forrester?
—Jack Forrester. Humm. Creo que no —tras pensarlo en silencio, preguntó con
ansiedad—. Te pondrás bien, ¿verdad, cariño? Creo que lo que tendrías que hacer es
quedarte conmigo hasta que estés completamente curada. Honey y Spice te echan de
menos. Te acuerdas de ellos, ¿verdad? Se suponía que tenía que enviártelos cuando
te instalaras.
—Gracias por cuidarlos, tía Martha —musitó Sarah—. Te llamaré mañana.
Y colgó el teléfono absolutamente confusa.
—¿Sarah? —la voz profunda y vibrante de Connor le llegó desde el pasillo—.
¿Estabas hablando por teléfono?
Sarah asintió en silencio.
—¿Y con quién estabas hablando?
—Con mi tía —susurró.
—¿Tu tía? —centró rápidamente en el cuarto de estar y se sentó a su lado—. ¿Te
has acordado de tu tía?
Sarah volvió a asentir en silencio.
Connor abrió los ojos de par en par, con expresión de alerta.
—¿Y qué te ha dicho?
Aunque quería contestar, las palabras se negaban a salir de su garganta.
—Sarah —Connor frunció el ceño y se inclinó hacia ella—. Dime qué te ha
dicho.
—Estoy casada.
Connor se la quedó mirando en un atónito silencio.
—Con un hombre llamado Grant Tierney —le temblaba la voz—. Lo recuerdo
—añadió en un trémulo susurro—. Recuerdo haberme casado con él.
El silencio parecía vibrar entre ellos.
Connor cerró los ojos y respiró hondo. Estaba muy quieto.
Sarah intentaba no pensar. No quería pensar.
—Es tarde —dijo Connor por fin, con una voz casi irreconocible—. A estas
horas... No podemos pensar con claridad —abrió los ojos y la miró desolado—.
Hablaremos mañana.
Se levantó de la silla y le tendió la mano. Fueron juntos al dormitorio. El
dormitorio de Connor. Sarah se estremeció al pensar en ello. En la puerta de la
habitación, se detuvo y le soltó la mano. No podía dormir con Connor si estaba
casada con otro hombre.
—No creo que hubieras podido hacer el amor conmigo tal como lo has hecho —
susurró Connor—, si hubieras estado enamorada de otro hombre.
Sarah no contestó. Pero, en su corazón, estaba de acuerdo con él.
Connor se metió en su dormitorio. Solo.
Antes de que el sol saliera, Sarah se llevó a Tofu a dar un paseo y llamó a Grant
Tierney desde una cabina telefónica. No era capaz de imaginarse a ese hombre como
su marido.
Connor era el único hombre con el que había hecho el amor. Su cuerpo, su
corazón y su alma habían ardido únicamente para él. Lo amaba intensamente, como
jamás había amado a nadie. Pero estaba casada con otro hombre.
No quería creerlo. No quería enfrentarse a la realidad. Pero tenía que hacerlo.
Tenía que volver con el hombre con el que estaba casada y hacer todo lo posible por
recordar su relación. Sólo cuando volviera a conocerse a sí misma podía tomar una
decisión.
Había pasado la mayor parte de la noche despierta, luchando contra sus
propios demonios. El dolor y el miedo la habían atormentado durante toda la noche,
acompañados por aquella vaga vocecilla interior que la alertaba contra el peligro.
¿Pero contra cuál? ¿Sería el miedo una simple consecuencia del accidente?
Quizá sí, pero en caso de que no fuera así, no podía arriesgarse a poner a nadie en
peligro. Tenía que proteger tanto a Annie como a Connor de todo posible problema.
Tenía que enfrentarse a su pasado sin ellos.
Por eso no podía llamar a Grant Tierney desde casa de Connor. No quería que
pudiera identificar el número y localizar su casa.
Pero eso significaba que no confiaba en su marido.
Otra de las cosas que la inquietaba era saber cómo encajaba Jack Forrester en
aquel paisaje. ¿Sería él el que la estaba persiguiendo?
Le contestó el mensaje grabado de un contestador y reconoció la voz de Grant
Tierney. Recordó entonces nuevos sucesos del pasado: se recordaba bailando con
Grant, sentada a su lado en su avión privado o cenando en un carísimo restaurante
en el extranjero. Tenía la sensación de haber estado con él en Francia. Había sido
divertido... Sí, y se había sentido halagada por que un hombre como Grant pudiera
enamorarse de ella.
—Sí —desvió la mirada. Su rostro estaba blanco como el papel—. Y no creo que
fuera conveniente que me llevaras a casa. Todavía no estoy preparada para hablarle...
de lo nuestro.
«De lo nuestro. Lo había hecho parecer una vulgar aventura. ¿Realmente sería
ésa la consideración que le merecía el tiempo que habían pasado juntos?
Pero él había sido el primero. El primero y el único.
Incapaz de contenerse, se acercó a ella hasta poder tocarla. Hasta poder besarla.
Y cuánto necesitaba hacerlo. Necesitaba recordarle el sentimiento, el poder de cada
uno de los besos que habían compartido.
—¿Y lo amas?
—Sí.
Un profundo zarpazo destrozó el corazón de Connor. Fue un dolor tan intenso
que le costó respirar. ¿Pero qué otra cosa esperaba? ¿Que dejara a su marido, a un
hombre con el que nunca se había acostado, a un hombre que ni siquiera se había
preocupado de denunciar su ausencia a las autoridades? Sí, eso era lo que pensaba.
—Hay cosas que no comprendo. Cuestiones que...
—Connor —lo silenció Sarah con dureza—. Haz el favor de creer que tengo
respuesta para todas esas preguntas. Respuestas que encuentro satisfactorias.
Simplemente no creo que sea correcto... compartirlas contigo.
Connor no podía sufrir más.
Junto al tumulto de emociones que reflejaban los ojos de Sarah, Connor creyó
ver el arrepentimiento. Y habría jurado que también el amor. ¿Se estaría engañando a
sí mismo?
—Jamás podré pagarte todo lo que has hecho por mí —le temblaban los
labios—. Siempre te estaré agradecida.
—Agradecida.
—Pero necesito recomponer mi vida —susurró.
Su vida. Había encontrado su vida, y en ella no estaba incluido él. Pero no
podía culparla por ello. Ella era la única que estaba actuando de forma honesta. Él,
sin embargo, ni siquiera había querido contemplar la posibilidad de que estuviera
casada.
—Quiero que mi matrimonio funcione —añadió.
Connor sintió que se abría un oscuro abismo en lo que alguna vez había sido su
corazón.
—De acuerdo —se oyó decir a sí mismo—. Pero, si necesitas algo, házmelo
saber. Estaré en mi oficina.
—Connor —lo llamó Sarah, cuando éste estaba ya en la puerta del cuarto de
estar.
Connor se detuvo y se volvió lentamente.
—Lo siento —una solitaria lágrima escapó de sus ojos—. No quería hacerte
daño.
En aquel momento, Connor estuvo tentado de besarla y decirle cuánto la
amaba, de decirle que sin ella moriría. La quería como no había querido a nada y a
nadie en toda su vida, y él estaba acostumbrado a conseguir todo lo que quería.
Pero Sarah amaba a otro hombre. Quería que su matrimonio funcionara. Y él no
podía impedírselo. Incluso en el caso de que, por algún extraño milagro, Sarah se
mostrara de acuerdo en quedarse a su lado, él no querría que sacrificara su
matrimonio. La amaba demasiado para desear algo así.
—No me has hecho sufrir, Sarah —le aseguró con dulzura—. Te echaré de
menos, por supuesto, pero... —se le quebró la voz y se encogió ligeramente de
hombros mientras intentaba recuperarla—. Ambos sabíamos que te irías cuando
recuperaras la memoria. Ahora yo también tendré que ocuparme de recuperar mi
vida.
Sarah se mordió el labio con tanta fuerza que estuvo a punto de hacerse sangre.
Connor apartó la mirada de su boca, una boca que pronto besaría otro hombre.
Tenía que marcharse de allí antes de explotar.
una sonrisa—. Es un alivio saber quién soy y volver al lugar al que... pertenezco —
desgraciadamente, el nudo que tenía en la garganta le impidió continuar.
Llegaron a Denver alrededor de las dos y media. Ninguna de ellas parecía tener
prisa por despedirse. Pararon a comer y a tomar café y estuvieron comentando
algunos de los recuerdos que había recuperado Sarah.
Sarah le habló de Grant Tierney, y de las pocas cosas de él que recordaba. Pero
no mencionó las lagunas que todavía quedaban en su memoria sobre su matrimonio,
ni el miedo que inexplicablemente continuaba asaltándola cuando pensaba en su
marido.
—No sabes cuánto me alegro de que por fin sepas quién eres y quién es tu
marido —comentó Annie, estudiando su rostro—. Aunque tengo que admitir que
esta mañana, cuando me has llamado diciéndome que estabas preparada para
marcharte me ha sorprendido. La verdad, me ha parecido un poco precipitado.
Cuando te vi con Connor anoche... Vaya, habría jurado que vosotros... —se sonrojó y
desvió la mirada.
El dolor volvió a crecer en el pecho de Sarah.
—Tengo que hacer lo que considero correcto —susurró.
Annie asintió y cambió de tema. Y Sarah se alegró. Aquél no era momento para
hablar de Connor.
Tenía que concentrarse en el presente y en el futuro. Y ambos estaban
indefectiblemente unidos a un hombre al que apenas recordaba. Grant Tierney.
Si lo había amado tanto como para casarse con él, ¿por qué iba a tener miedo de
verlo otra vez?
—¿Estás segura de que no quieres que te lleve a casa?
—Gracias, pero no. Mi marido me espera en el aeropuerto —mintió—. Supongo
que vuelve ahora de algún viaje de negocios.
—De acuerdo —miró el reloj con desgana—. Son ya las cuatro y media. Será
mejor que nos vayamos.
A Sarah se le hizo el camino terriblemente corto. Antes de que hubiera tenido
tiempo de asimilarlo, estaban ya allí.
—Te voy a echar de menos, pequeña —se lamentó Annie, con sus enormes ojos
azules nublados por las lágrimas—. Me llamarás, ¿verdad? No tenemos que perder el
contacto.
—Claro que sí —la abrazó y, llorando y riendo, se despidieron.
Sarah observó el coche de Annie mientras se alejaba. ¡Cuánto odiaba verla
marcharse! Le habría gustado que la acompañara a casa de Grant. Necesitaba
urgentemente a alguien en quien apoyarse en medio de sus confusos pensamientos.
Pero lo último que deseaba era ponerla en peligro. Sabía que tenía que
enfrentarse sola a su futuro.
Reunió el escaso valor que a esas alturas le quedaba, tomó su maleta y caminó
decidida hasta un taxi.
10
Connor regresaba a casa alrededor de las tres de la tarde cuando descubrió una
elegante Harley-Davidson aparcada frente a ella. Preguntándose con curiosidad
quién podría conducir una moto de aquellas características en Sugar Falls, caminó a
grandes zancadas hasta allí.
Un desconocido estaba llamando a su puerta. Iba vestido con vaqueros y
cazadora de cuero y, por su aspecto, podría pertenecer a cualquier pandilla de
moteros. Era algo más alto que él. Tenía el pelo rubio y una cicatriz justo debajo del
ojo derecho que parecía bastante reciente.
¿Qué diablos querría? Quizá ayuda médica de algún tipo. Connor se detuvo al
final de la escalera del porche y le preguntó:
—¿Es a mí a quien busca?
—¿Es usted el doctor Wade?
Connor asintió mientras subía los escalones que los separaban.
—Me llamo Jack —se presentó el desconocido, tendiéndole la mano—. Jack
Forrester.
Hasta el último músculo de Connor se tensó mientras le estrechaba la mano.
Jack Forrester. El hombre al que Sarah llamaba en medio de sus sueños.
El hombre sonrió y, a pesar de su siniestra cicatriz, Connor se dijo que aquel
hombre debía de tener mucho éxito con las mujeres.
—Busco a una amiga llamada Sarah. En la ciudad me han dicho que aquí vive
una chica con ese nombre. Me pregunto si es ella la persona que estoy buscando.
—Y sí así fuera, ¿qué es lo que quieres de ella? —preguntó Connor.
—Tengo algunos asuntos privados de los que hablar con Sarah.
—Supongo que has tenido muchos problemas para encontrarla, ¿verdad Jack?
—Algunos.
—¿Y estás seguro de que sólo quieres hablar con ella?
En los ojos del desconocido apareció un brillo desafiante, pero aun así contestó:
—No estoy seguro de que esto sea asunto tuyo. Pero sí, lo único que quiero es
hablar con ella.
Connor se acercó todavía más a él, dispuesto a arrancarle la cabeza al menor
movimiento dudoso.
—¿Y qué te hace pensar que la persona a la que estás buscando está en Sugar
Falls?
—Annie Tompkins. Miente condenadamente mal. Me imaginé que estaba
intentando ocultarme algo, y he venido para averiguar qué podría ser.
Connor agarró a Jack por la cazadora y lo empujó contra una de las paredes de
la cabaña.
—¿Sabes, Jack? No sé por qué, pero me parece poco probable que Sarah tenga
un amigo como tú, y no me hace ninguna gracia la idea de que nadie la ande
buscando.
—Magnífico —musitó Jack con voz ahogada—. Sencillamente magnífico. Me
encantaría meterme en una pelea, pero ya han estado a punto de volarme los sesos en
una ocasión a causa de esa mujer.
—¿Que te han disparado? ¿Quién? —preguntó Connor sin soltarlo.
—Grant Tierney.
Connor se estremeció, conmovido por un terrible presentimiento. ¿Realmente
sería capaz de disparar a un hombre el marido de Sarah?
—Quizá tuviera una buena razón.
—Si eso es lo que crees, entonces no lo conoces. Ese hombre está loco.
Hubo algo en la firme mirada de Jack que hizo que Connor lo creyera. Lo soltó
lentamente.
—¿Loco en qué sentido?
—Es un hombre terriblemente posesivo. Un obseso. Por supuesto, no hay
mucha gente que lo sepa. Se esconde tras una fachada perfecta —se colocó la
cazadora y Connor advirtió entonces que asomaba un vendaje por su cuello.
—¿Quieres decir que Grant Tierney podría hacerle algún daño a Sarah?
Jack lo miró con los ojos entrecerrados.
—No ha vuelto con él, ¿verdad?
Connor apretó los dientes, intentando dominar la ansiedad que lo invadía.
—Sí.
Jack dio un puñetazo a la pared y los dos hombres se quedaron mirándose el
uno al otro en un sombrío silencio.
—Si no te importa, podrías invitarme a algo de beber. Contestaré todas las
preguntas que quieras hacerme. Y puedes estar seguro de que no pretendo hacerle
ningún daño a Sarah.
—Mejor para ti —abrió la puerta de la cabaña, lo condujo a la cocina y le tendió
una botella de agua fría, impaciente por conseguir toda la información que Jack
pudiera darle—. Cuéntamelo todo —lo urgió—. Y rápido.
—Sólo he visto a Sarah en un par de ocasiones. Una vez en el aeropuerto,
cuando me encontré con Grant, y otra en una comida al aire libre en Point.
—¿El Point?
—Sí, en Florida. Grant y yo nos criamos allí.
Connor lo miró con el ceño fruncido.
Pero Connor no podía creer algo así de Sarah. Ella tenía demasiado carácter
para soportar que alguien la dominara; era una mujer demasiado vital, demasiado
fuerte para conformarse con una situación como aquélla.
Jack sacudió la cabeza con pesar.
—Mi hermana necesitó dos años de infierno para tomar una decisión. Y seguía
insistiendo en que lo amaba.
Connor cerró los ojos. Cuando se lo había preguntado a Sarah, ella también
había dicho que amaba a su marido. Pero, maldita fuera, no la había creído. No podía
creerla porque había visto demasiadas veces el amor en sus ojos, un amor que él le
inspiraba.
Pero entonces, ¿por qué había vuelto con un hombre del que había salido
huyendo aterrorizada?
Una posible respuesta le encogió el corazón. Quizá Sarah no recordara la
terrible escena del día de la boda. Había encajado retazos incompletos de recuerdos y
se había forjado una imagen equivocada de su marido.
Connor empezaba a imaginarse lo ocurrido. Sarah recordaba la imagen de un
hombre poniéndole un anillo de bodas. Después, su tía le había dicho que estaba
casada con Grant Tierney y Sarah había decidido cumplir con su deber, volver con su
marido y darle una oportunidad a su matrimonio.
Lo que quería decir que en ese momento pensaba que estaba casada con Grant
Tierney y no conocía su verdadero carácter. No era consciente de que bastaría una
palabra equivocada para desatar su furia. Quizá hasta intentara hablar sinceramente
con él. Sarah era capaz de confesarle que había perdido la virginidad con otro
hombre.
Y Tierney sería capaz de matarla. Sí, estaba seguro de que la mataría.
—¿Sabes dónde vive Tierney?
—Sí, pero...
—Dímelo.
Jack frunció el ceño.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Tengo que sacar a Sarah de allí.
—¿Pero te has vuelto loco? Te matará, y si Sarah sigue deseando quedarse con
él, lo único que vas a conseguir es empeorar su situación. Sarah ya ha tenido
oportunidad de comprobar cómo es Grant. Lo vio dispararme en un ataque de celos,
y aun así, ha vuelto con él.
—No creo que Sarah recordara lo ocurrido.
—¿Qué quieres decir?
—Amnesia. Sarah sufrió una terrible amnesia. Fue recuperando recuerdos muy
poco a poco y ayer me dijo que se había acordado de su marido. Después de lo que
me has contado, no creo que recordara lo que sucedió en la iglesia.
—Con una mujer, nunca se sabe.
—Con Sarah, yo si lo sé.
Grant la miró perplejo, mientras se doblaba jadeante sobre sí. Sarah abrió la
puerta y bajó volando los escalones de la entrada. En su precipitada huida, chocó
contra el firme pecho de un hombre.
—¡Sarah! —exclamó una voz milagrosamente familiar—. ¿Estás bien?
¡Era Connor!
El miedo de Sarah se multiplicó hasta el infinito.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¡Ese hombre puede matarte! —miró aterrada hacia
la puerta—. Vete de aquí, Connor, ¡ahora mismo! —intentó empujarlo, forzarlo a
marcharse—. ¡Vete! ¡Vete!
—Chsss, Sarah, tranquilízate —la abrazó con fuerza—. ¿Te ha hecho algún
daño?
—No, Connor, no. Pero te matará si te ve conmigo.
—Algo te ha hecho salir huyendo de la casa, Sarah. Dime lo que ha sido, porque
si te ha hecho algún daño, te juro que...
—¡Connor! Por favor, escúchame. No, no me ha hecho ningún daño. Pero yo he
recordado... Oh, Dios mío, lo he recordado todo... —se estremeció—. ¡Grant disparó a
Jack!
—Lo sé, cariño, lo sé.
—¿Lo sabes? —retrocedió para mirarlo a los ojos—. ¿Entonces que estás
haciendo aquí? ¿Es que te has vuelto loco? ¿Acaso quieres morir?
—He venido a buscarte.
—No puedo irme contigo. ¡Si nos ve juntos, te matará! —sollozó—. Y yo no
podría soportarlo. Preferiría morir antes de que...
Connor la interrumpió con un beso. Sarah abrió la boca bajo sus labios,
buscando unirse a él en medio de su desesperación. Y supo entonces que Connor la
necesitaba tanto como ella lo necesitaba a él.
—Esto es increíble —exclamó una voz masculina tras él—. Te acabo de contar
que me disparó porque la iba a llevar a su casa, y te pones a besarla escondido detrás
de los arbustos de su jardín.
—Maldita sea, Jack —maldijo Connor—. Casi me da un ataque al corazón.
—¡Jack! —exclamó Sarah, mirándolo desconcertada—. Oh, Jack —dejó los
brazos de Connor y se acercó a su amigo con los ojos llenos de lágrimas—. Siento que
te disparara por mi culpa.
—Sólo han sido un par de cicatrices. Me dan personalidad.
—¡Y mira tu cara!
—Bueno, todavía sigue estando bastante bien —musitó Connor secamente—. Y
creo que será mejor que nos vayamos de aquí antes de que Tierney decida volver a
desfigurarla.
—¿Te has hecho daño, Sarah? —le preguntó mientras sacudía las briznas de
hierba del vestido y al mismo tiempo buscaba alguna posible herida.
—Estoy perfectamente, doctor. Te lo juro.
Connor la miró con inmensa ternura y sonrió:
—Entonces espera en el coche hasta que venga la policía.
Mientras se dirigía hacia el coche, acompañada por Connor, oyó aullar a Grant:
—¡Ya no vamos a celebrar ninguna boda, Sarah! ¡Lo has echado todo a perder!
¡Ya no puedo casarme contigo! ¡Puedes quedártela, jefe! —le gritó a Connor.
Connor apretó los puños furioso, pero Sarah intentó tranquilizarlo
inmediatamente.
—En realidad, no es una mala sugerencia, ¿no crees?
Connor fijó en ella su belicosa mirada, que inmediatamente se suavizó. Incluso
en sus labios comenzó a formarse una sonrisa.
—Sólo si puede hacerse realidad —contestó con voz ronca, mirándola a los
ojos—. ¿Tú lo ves posible?
Sarah contuvo la respiración.
—No sé por qué no. Ahora sé que no estoy casada. Todavía me cuesta
comprender cómo pude olvidar lo que había ocurrido en la iglesia, pero...
Connor la hizo apoyarse en el coche y la besó. Ella le rodeó el cuello con los
brazos y se estrechó contra él. Connor cerró los ojos y disfrutó extasiado de su sabor
hasta que el deseo de hacer el amor con ella se hizo tan intenso que tuvo que
separarse y alzar la cabeza para recordarse dónde estaba.
En la gloria, se dijo, perdido en las profundidades grises de aquellos ojos que
había temido no volver a ver.
—¿Y de lo otro que Tierney ha dicho? Me parece que no has contestado cuando
te ha preguntado si estabas enamorada de mí.
—Estoy enamorada de ti desde la primera vez que me miraste a los ojos —
contestó Sarah.
Connor sonrió, sintiendo cómo echaba raíces la felicidad en su corazón.
—Y yo estoy enamorado de ti desde la primera vez que dijiste «aahh», —la besó
en la nariz—. Y la segunda —cubrió sus ojos de besos—. Y la tercera —buscó su
boca—. Y estoy deseando oírlo muchas más veces.
Se fundieron de nuevo en un apasionado beso.
—Te amo, Sarah. Has llegado a formar de tal manera parte de mi ser que
moriría sin ti. Quiero que te cases conmigo.
—De acuerdo Connor, me casaré contigo —susurró Sarah casi sin aliento y
volvieron a perderse el uno en el otro.
—Soy cirujano —y, con una radiante sonrisa, bajó la visera del casco y se alejó
con la moto.
Connor se volvió hacia Sarah con expresión de absoluta perplejidad.
—¿Es cirujano?
—¿No te lo había dicho?
Connor la arrastró hacia ella con fingido enfado.
—No, señora —deslizó las manos por su espalda, para estrecharla más
íntimamente contra él—. Hay unas cuantas cosas que te has olvidado de mencionar.
Completamente entregada a sus caricias y al fuego de su mirada, Sarah apenas
consiguió susurrar:
—¿Como qué?
—Como tu verdadero nombre —rozó su boca—. De dónde eres —le susurró al
oído—. O cuánto tendré que esperar para estar de nuevo dentro de ti.
Para entera satisfacción de Connor, Sarah contestó con hechos, en vez de con
palabras.
Tenían toda una vida por delante para dedicarla a detalles menos importantes.
Fin