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1. Edipo (Edipo Rey, Sófocles, 430 a.

C)

Es tal la fama de Edipo que incluso en psicología hay un síndrome específico para él. La tragedia de
este rey que, sin saberlo, asesinó a su padre y se casó con su madre, está considerada como la
obra maestra del teatro de todos los tiempos.

Sófocles describió en este personaje a un político comprometido y compasivo, que sufre por el
pueblo que gobierna. Pero el dramaturgo nos lleva también al interior de la conciencia de Edipo, a
su culpabilidad y a su ansia de conocer la verdad. Si os gusta un buen conflicto interno, ¡este es un
buen papel!

2. Hamlet (Hamlet, William Shakespeare, 1601)

Con un dilema similar al de Edipo, el héroe de Shakespeare es todo un mito dramático, que ha sido
interpretado por los más grandes actores británicos: John Guielgud, Laurence Olivier, o más
recientemente, el protagonista de la serie Sherlock, David Cumberbatch. En España tampoco nos
hemos quedado cortos de Hamlets, y podemos presumir de las interpretaciones de Adolfo
Marsillach, José Luis Gómez o Israel Elejalde.

Irónico y reflexivo, el personaje de Hamlet no encaja dentro de los personajes masculinos del
teatro que típicamente son héroes: no es un guerrero (aunque es bueno con la espada) ni es un
amante romántico como pudiera serlo Romeo (aunque conquista a Ofelia). Es un hombre de
auténtico porte renacentista, que tiene que seguir su deber (vengar a su padre) por encima de sus
deseos.

Los monólogos que muestran los atormentados pensamientos íntimos de Hamlet son una prueba
de la complejidad de este personaje, que tiene casi infinitas maneras de interpretarlo.

3. Segismundo (La vida es sueño, Pedro Calderón de la Barca, 1635)

Segismundo es un personaje complejo y contradictorio. Sin saber quiénes son sus padres, ni cuál
es el motivo por el que está encarcelado, llega a pensar que su único delito es ‘haber nacido’.

Mediante este personaje, Calderón de la Barca trataba un tema muy de la época: ¿Existe un futuro
determinado escrito para cada uno de nosotros? ¿Puede triunfar la libertad sobre el destino?

Y por si la filosofía de la obra no fuese suficientemente atractiva para cualquier actor, los
soliloquios de Segismundo son algunos de los textos más bellos que tienen los personajes
masculinos del teatro del Siglo de Oro… No nos extraña que las actrices también quieran
interpretarlo, como hizo la portentosa Blanca Portillo.

4. Tartufo (Tartufo o el impostor, Jean-Baptiste Poquelin, Molière, 1664)

Llegamos, por fin a los personajes masculinos del teatro cómico. Molière describió con tanta
precisión el personaje de Tartufo, que está incluido en la Real Academia de la Lengua para definir a
un hipócrita. En Tartufo se ataca a los devotos, un grupo muy influyente de la sociedad francesa
del Rey Sol (Luis XIV); no a los sinceramente religiosos, sino a aquellos que se aprovechaban de su
posición para manipular a los hombres.Lo más divertido para un actor que interprete a Tartufo es
la libertad expresiva que Molière le concede. Del propio dramaturgo y actor decían en su época
que en el escenario “echaba espuma, hacía muecas, se contorsionaba, movía con furia todos los
burlescos resortes de su cuerpo y hacía temblar sus párpados y sus ojos redondos”. En definitiva,
una caricatura.

5. Mefistófeles (Fausto, Johann Wolfgang von Goethe, 1808)

Si bien el protagonista de la obra es el propio Fausto, que vende su alma al diablo a cambio de que
sea este quien le sirva en vida, el personaje de Mefistófeles resulta a menudo más atrayente para
los actores. ¿Por qué? Suponemos que, en primer lugar, por el morbo de interpretar al diablo…
Pero también porque el Mefistófeles de Goethe aparece representado como un caballero
elegante, orgulloso, desconfiado pero seductor… Un auténtico Don Juan de los infiernos.

6. Don Juan (Don Juan Tenorio, José Zorrilla, 1844)

El que se libra del infierno es Don Juan Tenorio. Aunque Zorrilla acabó renegando de su obra, es
posiblemente la más representada del teatro español, especialmente cada 1 de noviembre,
desafiando la invasión de Halloween.

Tenorio es el héroe del romanticismo por excelencia, un burlador que consigue redimir sus
pecados gracias al amor de Doña Inés.

1. Medea (Medea, Eurípides, 431 a.C.)

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Medea es una mujer orgullosa, perdidamente enamorada de su marido Jasón. Cuando este la
traiciona para casarse con la hija del rey de Corinto, Medea regala a su prometida una corona de
oro y una túnica envenenadas que acaban con su vida.

Pero Eurípides no retrata sin más a una asesina enfurecida por los celos. La psicología de la
protagonista cobra (por primera vez en la historia del teatro) más importancia que sus acciones en
sí. Su conflicto trágico se divide entre su amor propio y el amor a sus hijos… Y por mucho que el
coro aconseje a Medea que siga la tradición (ten paciencia, sufre, aguanta), esta termina por
matar a sus propios niños como castigo a sus enemigos.

Los críticos teatrales acusan al autor griego de misoginia, y le reprochan que pusiera las malas
acciones en manos de personajes femeninos. Sin embargo, Eurípides fue el primero en elevar a la
mujer en una tragedia griega desde la categoría de arquetipo a la de persona, capaz tanto de hacer
el bien como de hacer el mal.

2.Celestina (La Celestina, Fernando de Rojas, 1499)

Si bien Celestina no daba nombre a la obra original (Tragicomedia de Calisto y Melibea), su


relevancia en la obra es tal, que acabó por darle título.

El personaje es lo opuesto a los personajes idealizados de la época medieval: frente a la mujer


angelical y pasiva, Celestina es una sabia y avariciosa hechicera, con iniciativa y simbologías
demoníacas (como la barba y la cicatriz que cubre su rostro). Capaz de manipular a cuantos la
rodean, Celestina es conocida y necesitada en la ciudad, ya que representa el placer que todos
desean, pero que no siempre pueden conseguir abiertamente.

3. Julieta (Romeo y Julieta, Shakespeare, 1595)

Aunque la historia trágica de los amantes de Verona ya circulaba décadas antes de que
Shakespeare la versionara, fue el autor isabelino quien consiguió sacarle mayor partido, sobre
todo por la transformación que sufren sus personajes.

Julieta es una adolescente a punto de cumplir catorce años, la niña mimada de su casa, educada
para convertirse en una dama de la época. Sin embargo, Romeo se cruza en su camino, y Julieta se
transforma completamente cuando se enamora de él. Se vuelve de pronto adulta, capaz de
enfrentarse con inteligencia a problemas de los que nunca ha querido saber nada (como el
enfrentamiento de su familia, los Capuleto, con la familia de los Montesco, a la que pertenece
Romeo), y buscarles una solución.

Desafortunadamente, el idealismo juvenil choca con el mundo real, y el plan trazado acaba en
tragedia: Romeo cree que su amada está realmente muerta, y se quita la vida justo antes de que
despierte Julieta, que prefiere clavarse un puñal en el pecho antes que vivir sin él.
4. Lady Macbeth (Macbeth, Shakespeare, 1606)

Repetimos autor, porque el personaje lo merece. A menudo se considera a Lady Macbeth una
representación del conflicto entre los rasgos culturalmente asociados a lo femenino (el instinto
maternal, la compasión y la fragilidad, características que ella trata de reprimir), y los valorados
como masculinos (la ambición, la crueldad y el ansia de poder, todas ellas cualidades que se dan
en el personaje).

Pero Lady Macbeth es un personaje mucho más complejo psicológicamente que la etiqueta
“encarnación del mal” que a veces se le endosa, y es por eso que resulta tan atractivo para actrices
de la talla de Judi Dench, Helen Mirren o, próximamente, Marion Cotillard. La escena en que una
sonámbula Lady Macbeth, atormentada por la culpabilidad, confiesa los asesinatos a su médico
justo antes de suicidarse, es una de las más reconocidas de toda la obra shakesperiana.

5. Laurencia (Fuente Ovejuna, Lope de Vega, 1612-1614)

Casi todos los personajes de las obras del Siglo de Oro están tipificados (el galán, la dama, etc.),
pero Lope de Vega se tomó licencias en algunos casos, como el de Laurencia, que adopta el rol que
típicamente se otorgaba a los hombres.

El personaje de Laurencia es el de una mujer con mucho sentido común y los pies en la tierra,
fuerte y autosuficiente, que responde a los ataques con ataques. Cuando el Comendador se
aprovecha del pueblo de Fuente Ovejuna y abusa de sus jóvenes (entre ellas, Laurencia), esta no
duda en enfrentarse a su padre y a los hombres del pueblo para recriminarles su cobardía y su
falta de honra. Gracias a ese discurso el pueblo se une en contra del Comendador.

6. Fedra (Fedra, Racine, 1677)

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Se suele juzgar a las actrices francesas según la calidad de sus Fedras, tal es la dificultad e
importancia de este personaje.

La historia se centra en la pasión de Fedra, mujer de Teseo, por su hijastro Hipólito. Y aunque
desde el principio ella intente olvidarse de él y se debata entre el deseo y la moralidad, está
destinada a la fatalidad, y arrastra a Hipólito con ella.

7. Doña Inés (Don Juan Tenorio, José Zorrilla, 1844)

Por mucho que Albert Boadella piense que Don Juan no ligaría en el Siglo XXI, lo cierto es que más
de una y más de dos mujeres se siguen derritiendo al leer los versos que Zorrilla pone en nombre
de su protagonista.

¡No nos extraña que Doña Inés, la novicia que nunca había salido del convento, cayera también
rendida a los pies de Don Juan! Doña Inés es la heroína de la obra y representa todos los cánones
(físicos y emocionales) de la época, de fuerte influencia cristiana: la inocencia, la pureza y la
espiritualidad son sus características principales, y gracias a ella Don Juan Tenorio se salva de la
condena en el infierno.

8. Nora (Casa de muñecas, Henrik Ibsen, 1879)

El portazo final de Nora es posiblemente el más famoso de la historia del teatro universal. Con él,
la protagonista de Casa de muñecas se despide de una familia a la que siempre ha estado
supeditada, y por la que se ha sacrificado hasta el punto de olvidarse de sí misma. Nora decide que
aún puede salvarse de la desesperación si conserva su libertad, y se marcha, enarbolando así los
principios del feminismo y de la liberación de la mujer.Tanto revuelo causó la obra en su estreno,
que en las invitaciones y tarjetas de visita ¡se pedía que no se hablase de Nora para evitar debates
que podían incendiarse más de la cuenta!
10. Bernarda Alba (La casa de Bernarda Alba, Federico García Lorca, 1936)

Como el dios mitológico Cronos, que se comía a sus hijos, Bernarda asfixia a sus hijas en un
espacio hermético y claustrofóbico regido por el “silencio” (palabra con que comienza y termina La
casa de Bernarda Alba).

Bernarda Alba considera que su verdad es la única y trata de imponer orden a sus cinco hijas,
condenadas al luto tras la muerte de su padre. Por debajo de su preocupación por el qué dirán
subyace un instinto de poder que pretende ser absoluto; de hecho, a Bernarda se la identifica
comúnmente con los movimientos fascistas que estaban surgiendo en Europa cuando García Lorca
escribió la obra.

Su autoritarismo acabará volviéndola ciega ante la realidad. Aunque se dé cuenta del error que ha
cometido cuando Adela, su hija menor, se suicida, no es capaz de admitirlo y vuelve a ordenar
silencio.

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