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La memoria como objeto de reflexión: recortando una definición en movimiento

Ramos, Ana Margarita (IIDYPCA, CONICET/UNRN)

“… Como en ese juego de los japoneses que se entretienen en mojar en un


recipiente de porcelana lleno de agua pedacitos de papel hasta ese momento
indistintos y que, apenas sumergidos, se estiran, se retuercen, se colorean, se
diferencian, se convierten en flores, en casas, en personajes consistentes y
reconocibles…” (Proust 1998, p. 67)

Hace aproximadamente veinte años atrás llegaba a la comunidad mapuche de Cushamen


(en la provincia de Chubut) sin muchas certezas acerca de cómo sería mi trabajo de campo
antropológico y sin imaginar cómo se irían entramando mis afectos, mis preguntas, mis
preocupaciones y, menos aún, lo que con el tiempo pasó a ser mi propio “recipiente de
porcelana lleno de agua”: los procesos de memoria. Paulatinamente, y en la medida que iba
conociendo otras comunidades y organizaciones mapuches y tehuelches, tanto rurales
como urbanas, fui comprendiendo que era en el medio específico de la memoria donde los
procesos sociales se desplegaban en imágenes y eventos significativos, y donde estas
experiencias heterogéneas se conectaban entre sí para producir sentidos colectivos desde
los cuales pensar, sentir y actuar. La tarea personal y colectica de sumergir en los procesos
de memoria distintos fragmentos de experiencias, como los “pedacitos de papel hasta ese
momento indistintos”, se repetía en cada una de las interacciones sociales en las que
participaba, ya sean éstas conversaciones informales en torno a un mate, parlamentos
políticos, discursos rituales o charlas casuales durante la realización de un camaruco,
reuniones en el salón comunitario para hablar de temas productivos, visitas en las que iba
de acompañante, talleres convocados explícitamente para recordar en grupo, mañanas de
desayuno donde nos preguntábamos qué habíamos soñado, comunicados públicos,
entrevistas radiales, y otros innumerables contextos.

Recorriendo distintos lugares y escuchando tanto historias tristes como historias de lucha1,
así como relatos de injusticias y de impotencia, entendí también que a la memoria le son
intrínsecas ciertas capacidades restaurativas –particularmente cuando un grupo de personas
se identifica con un pasado de rupturas, de violencia y de imposiciones-- para tejer
compromisos vinculantes, para orientar distintos procesos de lucha desde el afecto, para
reestructurar innovando diferentes formas de estar juntos y para redefinir las subjetividades
políticas.

Ahora bien, el hecho de que estas capacidades le sean intrínsecas tiene que ver con su
potencial social para –y del mismo modo que lo hace el juego japonés-- estirar, retorcer,
colorear, diferenciar y convertir en imágenes consistentes y reconocibles las experiencias
pasadas y presentes. Este potencial para ver lo que antes era indistinto a la vista es el que
nos lleva a inscribir la memoria en la historia: por un lado, como marco de lectura para
orientar los procesos históricos en marcha, por el otro, como resultado de un flujo de
transmisiones que en sí mismo tiene su propia historia. Es decir, la tarea de traer el pasado
                                                            
1
Así las distinguía Chacho Liempe (un militante del Consejo Asesor Indígena) en entrevista
personal.


 
al presente, vivida como transmisiones de herencias recibidas, puede comportar también el
trabajo paralelo de restaurar los marcos epistémicos –y a veces ontológicos— que hacen
posible que fragmentos hasta entonces inconexos se desplieguen en imágenes y tramas
socioculturalmente significativas para pensarse como agentes históricos. Pero a su vez, el
presente constituye el pasado en cada evento particular en el que una memoria común
resulta de una negociación anclada en perspectivas políticas, en historias personales y
familiares, en configuraciones emocionales, en contextos de debate histórico específicos,
en luchas epistémicas y en conflictos ontológicos. Cuando las personas se encuentran
entre sí --y con los elementos del entorno-- sus trayectorias se entretejen tanto como lo
hacen sus recuerdos. Pero estos retazos de experiencias –ahora conectados con otros y
articulados en nuevos sentidos sociales—volverán a dispersarse cuando las personas
continúen sus recorridos, para volver a anudarse en otros sitios y circunstancias. Por eso la
memoria es una práctica donde se conjugan vivencias de fijeza y reactualización con la
experiencia del movimiento y el cambio.

En este fluir de sucesivos anudamientos, la memoria no es fácil de asir, así como tampoco
resulta sencillo abordar un proceso tan complejo desde el punto de vista acotado de una
pregunta específica. De todos modos, y aun sabiendo que la nuestra es una entrada limitada
por nuestras propias experiencias de campo, intento aquí dar cuenta de las reflexiones
teóricas que nos llevaron a pensar ciertos mecanismos particulares de la práctica de
recordar. Hace unos años atrás me preguntaba acerca de la importancia que tiene la
reconstrucción de visiones del pasado para quienes viven sus recorridos como “estando en
lucha”, puesto que las personas mapuche con las que he trabajado suelen relatar sus
trayectorias personales y grupales como una experiencia de lucha incesante por modificar
los lugares subordinados en los que suelen ser relegados (Ramos 2005). Y casi sin
proponérmelo, la memoria pasó a ser el tema central de mis investigaciones, interesándome
particularmente en su potencial político tanto para recontextualizar los conflictos (Sabatella
y Ramos 2013), profundizar grietas o establecer puentes (Briones y Ramos 2015), como
para redefinir agencias, habilitar nuevos lugares y reconstruir formas de ser juntos como
subjetividades políticas (Ramos 2015).

Ahora bien, la tarea para lograr que distintas experiencias fragmentadas o leídas desde
distintos lugares, o aquellas que hasta entonces no habían sido siquiera leídas, se anuden en
una trama de sentidos compartidos no sólo es una empresa difícil y de larga duración, sino
que también suele ser imperceptible, cotidiana y realizada en acciones concretas (Stella,
Ramos y Nahuelquir 2013, Ramos y Millan 2014). La memoria común se va gestando con
“pedacitos” de ngtram (historias antiguas), de experiencias vividas, de situaciones
aparentemente irrelevantes, de pewmas (sueños) y nglam (consejos), de palabras de otros,
de intercambios con los ancestros o con las fuerzas del entorno, de prácticas habituales y
de expresiones de afecto. Así como también con trozos de expedientes judiciales, de
documentos y cartas, de textos escolares y académicos, de fotografías, de vitrinas de
museo, de discursos mediáticos e historias del estado-nación, de las provincias y de las
regiones.


 
Es entonces en la intersección entre las trayectorias de “estar en lucha” y la construcción
cotidiana de la memoria desde donde fueron surgiendo las preguntas que me llevaron a
entender la memoria como proceso de producción de sujetos (Ingold 2011) o procesos de
subjetivación (Deleuze 1987). Teniendo estas ideas como marco general para pensar las
prácticas de recuerdo, otros enfoques nos permiten pensar el modo en que esta operatoria
del ser-sujeto se sitúa en eventos espacio-temporales de encuentro, conformando un “ser-
juntos” (Massey 2005). También poniendo en contexto la producción de memorias, ciertas
relecturas recientes del planteo de Walter Benjamin nos permiten, después de este
recorrido, volver a las preguntas del inicio y devolver a la memoria su especificidad como
práctica política y como un hecho específico. Cuando recordar –u olvidar—resulta de
encarar un trabajo de reconstrucción del pasado para negociar o hacer hablar a un ser-
juntos desde su posición subordinada, la memoria deviene un proyecto político y
consciente de producción de conocimientos, imprescindible para orientar las prácticas y
experiencias de estar en lucha. La memoria es constitutiva del ser –y en esta dirección es
parte del proceso de la vida en movimiento--, pero la memoria adquiere sentidos más
específicos cuando la entendemos desde los contextos políticos de sus producciones
históricas.

La memoria del ser viviente

Algunas de las teorías acerca de la constitución de los sujetos y las subjetividades han
posicionado la memoria como práctica central en la producción del ser viviente. En estas
interpretaciones, la memoria es un proceso general y constitutivo del “adentro” o de la
“interioridad” de los sujetos. Pero también es el nexo con el “exterior”, esto es, el lugar de
los encuentros, las relaciones y las conexiones que ensamblan. La centralidad de la
memoria en estos enfoques permite pensar el proceso formativo del ser en el movimiento
permanente de sus trayectorias y en el flujo constante de materiales entre las porosidades
de sus “adentros” y “afueras”. La memoria es el hacer de un sujeto que, al recordar o
contar la historia de sus recorridos, las anuda temporalmente con las historias de otros
(Ingold 2011); un sujeto que al interiorizar las experiencias del mundo externo las pliega
en una subjetividad (Deleuze 1987).

Los nudos de la memoria

Una de las perspectivas sobre la memoria es la que toma como punto de partida la noción
de trayectoria. Desde este ángulo, Tim Ingold (2011) sostiene que cada ser es instanciado
en el mundo como una trayectoria de movimiento a lo largo de la vida, y como tal, produce
sus memorias desde ese punto de observación puesto en marcha. El perceptor-productor es
entonces un caminante que se produce a sí mismo en sus propios movimientos y desde sus
múltiples trayectorias. Donde y cuando los caminantes se encuentran, sus huellas se
anudan y la vida de cado uno deviene ligada con la de otros, de manera que, cuanto más se
entraman las líneas de la vida, mayor es la densidad del nudo. Por lo tanto, la memoria es,
en principio, uno de los modos en los que las trayectorias se ligan con otras y en diferentes
nudos, pero teniendo en cuenta que, desde cualquier lugar y momento en el que uno esté

 
recordando, siempre ha llegado de, y está en camino a, algún otro lugar. En otras palabras,
la memoria es una de las prácticas que entrelazan trayectorias, hilándolas aquí y
deshilvanándolas allí.

Ahora bien, puesto que la memoria no sólo es una práctica que vincula –y desvincula—
sino que también es producida por las prácticas de los caminantes, debe ser comprendida
como un tipo de conocimiento específico. Su particularidad reside en que, siendo
producida en contextos de desplazamiento, su integración se realiza a través de trayectorias
y no en niveles abstractos de una clasificación descontextualizada. Así como los
caminantes habitan la tierra desde la experiencia corporal de sus movimientos
ambulatorios –a través, entre, alrededor, desde y para distintos lugares—, el conocimiento
atraviesa el entorno conectando historias sobre viajes, itinerarios, encuentros, separaciones,
patrones de luz y de sombras, esto es, narrativas del acontecer. Por eso Ingold sostiene que
el modo en el que los caminantes conocen las cosas del mundo depende de las memorias
que estas cosas actualizan al ser narradas como historias, así como cada lugar, como un
encuentro de cosas, constituye un nudo de historias. Desde este enfoque, la memoria es un
conocimiento específico por dos razones: por un lado, porque se encuentra perpetuamente
en construcción dentro del campo de relaciones establecidas a través de la inmersión de los
actores-perceptores en un cierto contexto medioambiental; por el otro, porque el epitome
del conocimiento integrado “a lo largo” de una trayectoria es el relato.

Nos interesa destacar aquí la importancia que este doble planteo le otorga al contexto en la
producción de memorias-conocimientos. Conocemos algo o alguien desde el contexto
particular de un encuentro, pero también al conocer sus historias acerca de los contextos
precedentes. Este mundo historiado es, entonces, un mundo de movimiento y devenir, en el
cual cada cosa –con la que el caminante se encuentra en un lugar y momento particular—
despliega la historia de sus relaciones constitutivas. Conocer algo o alguien es conocer su
historia, y ser capaz de juntar aquella historia con la propia, siendo en este entretejido que
las memorias-conocimientos son generadas. Entonces, en el mundo historiado las cosas no
existen sino que ocurren. Donde las cosas se encuentran, las ocurrencias se entretejen, y
cada una deviene inseparable de la historia de otra.

Otra de las propuestas de esta perspectiva reside en poner en foco el proceso productivo de
tejer memorias. Al escuchar las historias de otros, los caminantes aprenden sobre todo a
conectar los eventos y las experiencias de sus propias vidas con las trayectorias de sus
predecesores y, entonces, los hilos aprendidos de las vidas pasadas pueden ser reutilizados
en los procesos de hilar la propia. De este modo, el conocimiento emerge en la vida a
través de un proceso activo de recordar y no como una transmisión pasiva del legado de los
ancestros. En esta dirección, conocer es ser capaz de re-contar historias del mundo pero
desde la percepción de los cambios sutiles del entorno; es decir, tener sensibilidad para
relatar el mundo alrededor de uno desde un profundo discernimiento de sus huellas y
señales. En esta inmersión en el mundo, tejer memorias no persigue tanto representarlo
como re-trazar en él trayectorias que otros ya pasaron y que otros puedan seguir.


 
Puesto que los relatos del pasado no vienen con sus significados ya adjuntados ni
significan lo mismo para diferentes personas, quienes los escuchan deben descubrir en
ellos aquellas experiencias significativas para el tejido de sus propias historias. Esto puede
suceder mucho tiempo después de haber escuchado un relato porque sus significados a
veces se revelan recién cuando uno se percibe trazando trayectos similares a los que la
historia relata. Entonces, y sólo entonces, la historia ofrece una guía sobre cómo proceder.

La tarea del caminante, en breve, no consiste en actuar un código recibido de sus


predecesores sino en negociar una trayectoria a través del mundo por surcos ya transitados
y por trayectos creativamente improvisados. Al seguir esta trayectoria, el caminante va
tejiendo memorias. Aún cuando la memoria deja sus registros (verbales, en el paisaje, en la
materialidad del mundo), éstos recuperan su propio devenir cada vez que vuelven a ser
hilados en otros tejidos de movimientos y ritmos.

Finalmente, el tejedor de memorias también es transformado por esta experiencia artesanal


de unir historias –o fragmentos de ellas—porque las potencialidades de su percepción se
ven modificadas. Al comprometerse con la tarea de negociar una trayectoria en el mundo,
el caminante produce memorias al tiempo que se produce a sí mismo.

Hasta aquí, la memoria es condición del ser viviente en el mundo porque éste conoce sus
alrededores a través de relatos sobre ocurrencias pasadas, se relaciona ligando su propia
historia con la de otros y se produce a sí mismo como un relato en marcha. Ahora bien,
dentro de este fluir de historias, algunas memorias devienen lugares de encuentro más
frecuentados, donde ciertas líneas –y no otras—son densamente anudadas juntas. En estas
ocasiones, podríamos decir que opera una compresión de las tensiones entre detener la
marcha y proseguir el movimiento de la vida hacia lo abierto. Este es uno de los puntos
claves en los que una teoría centrada meramente en el movimiento intrínseco de la vida no
alcanza para explicar por qué, en las negociaciones, algunos lugares devienen más
frecuentados –y sólo para algunos—así como tampoco por qué comprimen el movimiento
como una aparente detención.

Esta perspectiva nos invita a historizar la memoria desde los movimientos, trayectorias,
encuentros y anudamientos que la constituyen, y dejar de lado enfoques que tienden a verla
como un objeto fijo y transmisible de la tradición. La memoria, entonces, es tanto el punto
de percepción de un caminante en marcha como los lugares de encuentro, negociación y
anudamientos. A continuación nos detenemos en otro de los planteos teóricos que
entienden la memoria como un proceso general y constitutivo de la vida, pero que
incorporan explicaciones acerca del campo de fuerzas en el que se producen las
compresiones transitorias del movimiento.

Los pliegues de la memoria

Si partimos imaginando un papel o una tela doblada en sucesivos pliegues, la imagen nos
muestra a la vista una superficie lisa, escondiendo hacia adentro los bucles producidos por
cada doblez. Se forma así una estructura de superficies y de recovecos. Si luego
extendemos la tela o el papel y lo volvemos a plegar, otra será la superficie que se presenta


 
la vista, y otros serán los recodos que los dobleces ocultan. Esta imagen, resultante de una
lectura propia de Deleuze (1987), nos permite pensar el trabajo de la memoria en distintas
dimensiones.

En primer lugar, la idea de pliegue desdibuja los límites entre el interior (memorias) y el
exterior (mundo) al sostener, por un lado, que la subjetividad-memoria es un plegamiento
hacia adentro de fuerzas de plegado que siempre provienen del afuera (de objetos ya
organizados en montajes, de acontecimientos ya leídos, de itinerarios ya recorridos, etc.);
por el otro, que los pliegues en el alma pertenecen al exterior en tanto se constituyen como
singularidades que abren puntos de vistas y perspectivas, introduciendo en el mundo otras
formas de plegar. Esta manera de entender la memoria, proporciona un correlato sugerente
para pensar el campo de fuerzas tanto en el flujo exterior como en su interiorización como
subjetividad. Por un lado, las experiencias –los materiales del mundo a plegarse en una
interioridad—se encuentran ya encuadradas en los horizontes históricos de visibilidad y
comprendidas a través de determinados marcos epocales de enunciabilidad. De este modo,
las fuerzas del afuera delimitan nuestras experiencias –no todas nuestras vivencias
devienen experiencias visibles y decibles—porque operan en forma de “mandatos,
consejos, técnicas, pequeños hábitos mentales y emocionales, una serie de rutinas y normas
para ser humanos” y a través de “los instrumentos por medio de los cuales el ser se
constituye en diferentes prácticas y relaciones” (Rose 2003, p. 238-9). En este marco, el
poder produce sujeción cuando las personas internalizamos esos instrumentos y
dispositivos —haciendo que instrumentos y dispositivos devengan pliegues de nuestra
“interioridad”. Así, ciertas formas de plegar –de conectar o articular experiencias—tienen,
en alguna medida, la fuerza de una imposición. Por otro lado, sin embargo, estas fuerzas se
afectan a sí mismas y articulan entre sí, de modos no predecibles por el poder, al
constituirse en un adentro (subjetividad). En otras palabras, aunque todo proceso de
memoria se origina en el exterior –de las fuerzas del poder y de los límites del saber que
pliegan el mundo--, para Deleuze la subjetividad-memoria conforma un tercer dominio,
relativamente autónomo de las fuerzas que la originan.

Segundo, esta autonomía relativa tiene que ver precisamente con el modo en el cual los
pliegues asocian, conectan y articulan las experiencias del afuera como las profundidades y
las superficies de una subjetividad. Ciertas experiencias quedarán transitoriamente
suspendidas en los intersticios de los dobleces, mientras otras, formando la superficie,
articularán sentidos entre sí. El movimiento de la memoria es, centralmente, plegamiento,
despliegue y replegamiento de experiencias. Un movimiento que produce texturas,
adentros, planos y extensiones, con cada nueva conexión que se establece2. Así entendida,
la memoria es un ordenamiento heterogéneo y complejo de las experiencias, puesto que
                                                            
2
En esta dirección, Atilio Curiñanco de la comunidad mapuche Santa Rosa-Leleque, hablaba de
sus experiencias en torno al conflicto con la empresa Benetton, con la cual disputan el territorio que
recuperaron hace varios años atrás. En esta oportunidad, él explicaba el proceso personal por el que
fue modificando perspectivas y visiones sobre sí mismo y sobre sus modos de relacionarse con
otros (ya sean estos familiares, el pueblo mapuche, los funcionarios del gobierno o los
colaboradores no indígenas). El decía: “es como revolver una olla, para que lo que está en el fondo
olvidado, vuelva a estar mezclado con el resto” (Curiñanco, entrevista personal 2008).


 
mientras algunas serán organizadas como biografía en la superficie de una historia
significativa para una trayectoria en curso, otras, en los intersticios y profundidades de los
pliegues, quedarán en suspenso y a la espera de futuras conexiones y de futuros y
potenciales contextos de legibilidad.

Esta perspectiva nos llama la atención acerca de las tensiones constitutivas de la memoria
entre sujeción (campo de fuerzas como plegamientos impuestos) y subjetividad (la
autonomía relativa de las formas de plegar), y entre las acciones de “traer experiencias
pasadas al presente” (a las superficies) y las posibilidades de leer desde un determinado
presente las experiencias del pasado (re-articular o volver a plegar). Sin embargo, resulta
insuficiente para explicar por qué recuerdos cuya significación no es legible en un
determinado momento, pueden en otros contextos ser articulados en una memoria
significativa; es decir, cuáles son los mecanismos de la memoria que posibilitan la
transmisión de imágenes inconexas cuyos sentidos ocultos perduran con cierta autonomía
hasta ser, quizás, legibles en futuras generaciones.

Hasta aquí hemos presentado dos enfoques en los que la memoria –ya sea como “memoria-
conocimiento” o como “memoria-subjetividad”—es un proceso general y constitutivo del
ser viviente. Ellos nos permiten enmarcar cualquier definición de memoria en los procesos
de su devenir y en sus texturas, pero resultan demasiado amplios para pensar la
especificidad de su producción en contextos de lucha. El paso siguiente, entonces, consiste
en ensayar una definición de memoria que, tomando estas consideraciones generales, se
centre en el trabajo consciente de tejer memorias o plegar experiencias que realizan
personas y grupos para posicionarse de determinada manera en las luchas que emprenden.
Y particularmente, pensando en los grupos con los que trabajamos, devolverle a la
memoria su potencial político para subvertir los lugares subordinados en los que ciertas
personas y grupos han sido históricamente colocados.

La memoria militante

Tomamos aquí una definición amplia de militancia para referir al trabajo específico, de
personas, comunidades u organizaciones mapuche, de producir memorias en grupo –o
pensándose dentro de un grupo—en el marco de algún proyecto político de producción de
conocimientos para la impugnación de historias oficiales y epistemologías impuestas o de
reparación de subjetividades violentadas. Desde este recorte particular, entendemos que el
trabajo de la memoria presupone y se origina desde la experiencia de un conflicto y desde
la visión de un ordenamiento social como desigual. La memoria militante da un paso más
allá de los planteos que la equiparan con los procesos cognitivos y de subjetivación del ser
viviente, puesto que nos invita a pensar en la particularidad del trabajo más o menos
consciente de reconstrucción y producción de memorias, así como en las formas en que
éste se ancla en procesos específicos de negociación, articulación y lucha política.

La negociación política del “ser juntos”


 
Desde metáforas analíticas similares a las de Ingold, Doreen Massey (2005) define el
evento-lugar como una juntura de trayectorias con temporalidades propias, a través del
entrelazamiento de sus historias. Lo que para esta autora es especial acerca del evento-
lugar es precisamente el inevitable desafío de negociar --entre humanos y con no-humanos-
- un aquí y un ahora entramando distintos entonces y allí. Cuando Massey sostiene que en
este encuentro de narrativas se negocian configuraciones espacio-temporales, está
poniendo el énfasis en el proceso de disputas y acuerdos en torno a cómo el devenir
contingente de las trayectorias heterogéneas podría ser interpretado como el evento
significativo de un “ser juntos”. No obstante, para esta autora, esas historias que se juntan
–desconectándose con otras— serán nuevamente dispersadas en diferentes tiempos y
velocidades, para volver a juntarse en otras negociaciones. En este sentido, la memoria es
el resultado transitorio de una constelación de procesos.

La puesta en primer plano del carácter conflictivo inherente a toda negociación para
entramar las historias en un “ser juntos” introduce algunos planteos políticos a tener en
cuenta al momento de ensayar explicaciones acerca del trabajo de la memoria. En primer
lugar, la negociación de los recuerdos y olvidos no implica retornar a algún tipo de
coherencia preestablecida amenazada por fuerzas externas, sino más bien reconstruir una
nueva coherencia para responder a ese encuentro temporario que nos compromete con la
vida de otros humanos y a vincularnos de un modo determinado con los no-humanos. El
desafío de la memoria es, de este modo, enfrentarse a una concepción política como
negociación de lo múltiple, en la que se ponen en juego formas dispares de entender las
agencias históricas y de interpretar las relaciones y compromisos entre personas vivas, con
los ancestros y con las entidades del entorno.

En segundo lugar, la disputa por un ser-juntos requiere de una política de la memoria que
proporcione un vocabulario específico tanto para orientar los derechos de presencia e
inclusión como para confrontar la diferencia y la exclusión; un lenguaje propicio para
predicar sobre la construcción –siempre a ser lograda—de un “nosotros” limitado,
heterogéneo, inestable y necesariamente conflictivo, incluso en los encuentros más
cotidianos donde ese “nosotros” es de una naturaleza más difusa. Son estas experiencias de
negociación y las narrativas que a partir de ellas se entraman las que se transforman a los
sujetos y producen sentidos de pertenencias como subjetividades políticas.

El tercer planteo político que Massey nos llama a considerar se basa en el hecho de que
estas articulaciones de historias se llevan a cabo dentro de geografías más amplias de
poder. En esas últimas se originan las fuerzas que orientan la circulación de los sujetos
hacia determinados lugares disponibles para el encuentro (Grossberg 1992) así como
también se establecen los lenguajes de la contienda (Roseberry 1994) en los que se dirimen
las negociaciones del “ser juntos”. No obstante, en la interacción entre estos distintos tipos
de entramados colectivos, ciertos encuentros entre trayectorias pueden producir
negociaciones de unidad impredecibles. Al moverse entre colecciones de historias, los
sujetos anudan con otros sus trayectorias en curso, creando junturas novedosas dentro de
las topografías más amplias de poder.


 
En relación con esto, y en cuarto lugar, las configuraciones hegemónicas más amplias
logran el consentimiento cuando tienen éxito en ocultar o desplazar los antagonismos sobre
los que se construyeron. Esto ocurre, por ejemplo, cuando la reconstrucción de memorias
subordinadas y alternativas se experimenta como una simple confrontación de versiones
del pasado, como una puesta en valor de particularidades ideológicas o culturales, o como
un mero ejercicio del derecho a la diferencia. Estas memorias emergerán entonces como
producciones de diferencias previstas y enmarcadas en lenguajes de contienda
consensuados. Pero no en todos los encuentros se negocia un “ser juntos” en este lenguaje
del consenso. En ocasiones, cuando las historias se entraman entre sí confrontan los
imaginarios en torno a los formatos permitidos para recordar, poniendo en evidencia el
choque de trayectorias con fuerza diferencial y la primacía de negociar los términos e
impugnar los fundamentos de esa desigualdad. En este punto, se trata de considerar
también el potencial político de la memoria para producir un “ser juntos” cuyo
posicionamiento y lugar de enunciación irrumpe como una subjetividad que hasta ese
momento resultaba indecible, inaudible y absolutamente contingente para el orden la de la
política instituida (Ranciere 1996). Cuando esto ocurre, su mera existencia hace visible el
litigio y el antagonismo que habían sido desplazados porque pone en cuestión la
legitimidad misma de las formas establecidas de debatir acerca de lo que es legítimo e
ilegítimo. En otras palabras, las memorias-conocimiento y las memorias-subjetividad que
desarrollamos arriba pueden devenir en configuraciones emotivas (Jimeno 2007),
ontologías políticas (Blaser 2009) y luchas epistémicas (De la Cadena 2008) con capacidad
de dislocar los fundamentos de la igualdad proclamada en el orden instaurado (Ranciere
1996). Como sostiene Ernesto Laclau (2003), la naturaleza indecible que en principio
tienen ciertas alternativas emergentes reside en que éstas anclan el conflicto en la arena
misma de un antagonismo innombrable, y en el camino hacia su resolución, van abriendo
el campo de lo político. Desde este ángulo, algunos proyectos indígenas de reconstrucción
de memorias se plantean en sí mismos como reflexiones epistémicas y políticas acerca de
las ideas hegemónicas de propiedad privada, de bienestar social, de explotación de
recursos, de comunidad y de la misma política, dislocando los lenguajes y las prácticas
permitidos para la contienda.

El planteo de Massey, en breve, abre el campo reflexivo en torno a la memoria –entendida


como entramado de historias en un evento-lugar—al profundizar acerca de su naturaleza
negociada. Por un lado, la memoria es política porque es producida en la negociación
necesaria e inevitable que se inaugura en cada encuentro donde trayectorias heterogéneas
pugnan por entramarse en un determinado “ser juntos”. Por otro lado, porque estas
negociaciones tienen como referencia, igualmente inevitable y necesaria, las colecciones y
entramados de historias configurados por el poder. Mientras las intervenciones
hegemónicas en torno a la memoria están dirigidas a capturar trayectorias en diferentes
puntos y a articular ritmos que pulsan diferente ocultando los antagonismos fundantes de
una negociación desigual, ciertos encuentros y anudamientos de historias ensayan sus
propias configuraciones negociando de formas alternativas y desafiantes la multiplicidad,
los antagonismos y las temporalidades contrastivas.


 
La iluminación del pasado como “política de restauración”

Tomando como punto de partida las metáforas de Deleuze sobre los pliegues de la
memoria, el propósito aquí es explorar la especificidad del trabajo de recordar pero cuando
la acción de “plegar” experiencias se inscribe en un proyecto grupal y deviene una
articulación histórica entre pasado y presente con fines restaurativos.

De acuerdo con Deleuze, la conciencia de sí no encierra al individuo en sus sentimientos y


pensamientos internos, puesto que la subjetividad no es más que una extensión del exterior.
Conformada fuera de uno mismo, desde y hacia otros (Ortner 2005), la subjetividad es el
plegamiento de esas experiencias culturalmente modeladas afuera. Por esta razón, plegar
experiencias como memoria es siempre, y en alguna medida, el correlato de las
negociaciones, puestas en común y creaciones colectivas de configuraciones emotivas y
epistémicas que se generan cuando ciertas trayectorias se encuentran en algún momento y
lugar. Las habilidades para plegar sensaciones, información y eventos como memoria son
aprendidas en las negociaciones colectivas por establecer coherencias compartidas,
aceptando que una parte de los recuerdos quedarán desplazados como momentos
inconexos, inarticulados y meramente vividos.

Los contextos en los que se fueron produciendo y transmitiendo memorias personales,


familiares, comunitarias y de organizaciones mapuche han estado signados por la violencia
física y simbólica: entre ellos, desalojos reiterados de sus territorios, asesinato y dispersión
de los familiares y seres queridos, imposiciones epistémicas y ontológicas, encierros
forzados –campos de concentración a fines del siglo XIX y principios del XX; prisión,
maltrato y prácticas humillantes por parte de la policía fronteriza y, luego, de la policía
provincial--, traslados impuestos y penosos, discriminación en los campos jurídicos,
educativos, laborales y burocráticos, agravios heterogéneos en el circular cotidiano, entre
otros.

Pensando en contextos similares de violencia, Janet Carsten (2007) retoma la noción de


“eventos críticos” de Vena Das (1995), entendidos como momentos en los que la vida
cotidiana es interrumpida y los mundos locales destrozados; contextos en los que la
violencia domina los imaginarios sociales y políticos así como las estructuras de la
experiencia de quienes se encuentran atrapados en ellos. En relación con su propósito de
trabajar la producción de memorias en simultaneidad con la creación de vínculos y
relacionalidades, Carsten sugiere que los eventos críticos propician un estrechamiento
entre lo íntimo y lo político, y entre lo cotidiano y lo monumental, pero, sobre todo, la
emergencia de nuevos modos de acción, cambios en las categorías de uso y aprendizajes
sobre cómo relacionarse con otros de nuevas maneras. Ante experiencias de pérdida, la
memoria necesariamente involucra procesos creativos de refundición del pasado y de
regeneración.

En sus reflexiones acerca de la importancia de crear lenguajes post-violencia, Myriam


Jimeno (2007) sostiene, por su parte, que la producción de memorias permite a los sujetos
sobrepasar la condición de víctimas y recomponer una subjetividad emocional. La
capacidad restaurativa de la memoria reside, entonces, en su potencial para manifestar las
10 
 
vivencias y las experiencias dolorosas a través de narrativas y configuraciones emotivas
compartidas y, de este modo, recomponer comunidad política.

Este es el punto de partida para pensar los pliegues de la memoria como interiorización de
constelaciones de pasado y presente, producidas colectivamente en distintos contextos
históricos de violencia, desplazamientos y desestructuración. En esta línea, incorporamos
algunos de los conceptos de Walter Benjamin --desde lecturas recientes hechas en clave de
memoria (Haverkamp 1992, Hillach 2014, Kohn 2002, McCole 1993, Wolin 1994)-- para
definir la especificidad de la memoria militante como proyecto de restauración. Los
conceptos benjaminianos de “iluminación”, “imagen dialéctica” e “index histórico” nos
permitirán circunscribir las prácticas de recuerdo como un tipo de plegamiento en el que
las experiencias adquieren sentido de la síntesis dialéctica entre significados heredados del
pasado y otros emergentes del presente. Síntesis que se produce cuando desde un ahora de
cognoscibilidad particular se reconocen (iluminan), en ciertas imágenes del pasado, los
index históricos para orientar las interpretaciones del presente.

En primer lugar, John McCole (1993) considera que la particularidad de los objetos de
memoria reside en que se trata de objetos –discursos, actos o materiales—que son
percibidos desde su profundidad histórica. Su valor social radica en todo lo que es
transmisible acerca de ellos desde su existencia hasta su transformación en testimonio
histórico porque sus sentidos y fuerzas descansan en el rango entero de contextos por los
que ha pasado. Las fases sucesivas de transmisión están determinadas por los contextos
previos, siendo cada uno de éstos parte del contexto para la siguiente transmisión. Esta
historia se inscribe en el objeto otorgándole un plus de valor como testimonio autentificado
del pasado pero también es la que cambia esos mismos significados autoritativos a lo largo
del tiempo. En breve, la memoria, entendida en su profundidad histórica, constituye un
marco de interpretación transitorio por el cual las experiencias nuevas pueden ser vividas
afectivamente sin desconexión total con el modo en el cual los antepasados transmitieron
sus experiencias a las generaciones venideras (Kohn 2002).

En segundo lugar, este marco de interpretación es reconstruido cada vez que alguien, por
ejemplo, cuenta una historia, puesto que su materia se sumerge en la vida del narrador para
salir nuevamente. Por lo tanto, la acción de plegar consiste tanto en la interiorización que
toma lugar en las profundidades de la persona como en la habilidad para volver sin fin a lo
que ha sido en el pasado. En cada plegamiento, los trazos de las experiencias más antiguas
son llevadas arriba desde las profundidades de la memoria para ser reordenadas y re-
asociadas con lo nuevo (McCole 1993).

Tercero, y retomando estas ideas generales, la memoria implica siempre una conexión de
experiencias en base a ciertas asociaciones que se inscriben en los objetos. De hecho, para
McCole, la clase de memoria que puede prestar coherencia al devenir u organizar la
experiencia de sentir es aquella que, por la riqueza asociativa que resguarda, permite
realizar conexiones significativas entre pasado y presente. El punto aquí es que la memoria
se interesa menos por la referencia precisa a hechos discretos que por la potencialidad

11 
 
metapragmática de sus índices para crear asociaciones significativas3. Para Benjamin
(1999), ésta es la facultad de los “index históricos” de señalar que ciertas imágenes de la
memoria pertenecen a un tiempo del pasado pero que adquieren legibilidad en un tiempo
particular, es decir, de proveer la clave para leer el pasado en correspondencia con el
presente. En palabras de Richard Wolin (1994), los index históricos son tales cuando se
los identifica como las señales de un acuerdo secreto (destino, consejo o mandato) entre las
generaciones pasadas y la nuestra.

En cuarto lugar, el carácter político de la memoria se concentra en el momento único en el


que se articulan el presente de la crítica con alguna experiencia específica del pasado, lo
cual, en otras palabras, sería afirmar que la memoria es política cuando traza lazos entre
distintos eventos y experiencias para intervenir en el mundo. El presente es, entonces, el
punto de referencia indispensable, el punto de vista ventajoso en el que el pasado logra su
significación verdadera. Esta última puede ir cambiando en la medida que la historia
continúa, porque es función del recuerdo pero también del tiempo. El presente del
reconocimiento es el momento en el que ciertos index históricos entran en legibilidad
(Haverkamp 1992) y, con ellos, las conexiones entre pasado y presente que harán posible
la emergencia de imágenes hasta entonces impensables, como constelaciones repentinas de
pasado y presente. La perspectiva dialéctica de Benjamin residen en afirmar que no es el
pasado el que ilumina el presente ni tampoco el presente el que ilumina el pasado, más
bien, una imagen es dialéctica porque “lo que ha sido” surge junto, y en una constelación,
con el ahora (McCole 1993).

Finalmente llegamos al último de los postulados de Benjamin que nos interesa reponer
aquí. Wollin (1994) propone la utilización de la noción de restauración, en reemplazo del
concepto de actualización, para subrayar este trabajo dialéctico de la memoria. La
dialéctica de la restauración consiste, entonces, en identificar los index retenidos en las
imágenes (experiencias) heredadas del pasado y crear nuevas relaciones con ellas. Por lo
tanto, no se trata de una compulsión a repetir, reponiendo fragmentos de existencia
retirados del tiempo, sino de trazar sus lazos con otro eventos para crear sentidos nuevos y
con capacidad de orientar los modos de intervención en el mundo.

La restauración, desde este enfoque, también implica un modo particular de oponerse a las
historias dominantes. Al afirmar que las memorias de los oprimidos constituyen un tipo
diferente de entramado histórico, McCole (1993) subrayan el hecho de que su proyecto no
es tanto el de producir una historia alternativa para reemplazar unas versiones por otras,
sino romper la continuidad de los “encuadres hegemónicos sobre el pasado” (Pollak 2006).
En esta dirección, la restauración tampoco incorpora lo que fue ignorado a un continuum
sin costura, más bien, produce rupturas para construir, desde estos quiebres, nuevas
continuidades. Esto es porque la tarea de restauración de la memoria combina dos
propósitos. Por un lado, reconstruir “lo que realmente sucedió en el pasado” reponiendo los
eventos negados por los relatos hegemónicos, por el otro, reconstruir marcos de
                                                            
3
Si bien sigo aquí estrechamente las ideas que McCole (1993) retoma de Benjamin, mi lectura de
estos trabajos se encuentra influenciada por mi formación previa en Etnografía de la Perfomance
desde el punto de vista de la Antropología Lingüística (p.e. Bauman y Briggs 1990).

12 
 
interpretación sobre el pasado en términos culturalmente significantes y relevantes para sus
proyectos políticos en el presente.

En breve, el proyecto restaurativo de la memoria consiste en reconocer, en los objetos de


memoria, distintos index y pistas para crear con ellos vínculos novedosos; en otras
palabras, restaurar es la empresa de hacer emerger, de las profundidades de sus pliegues,
fragmentos de pasado hasta entonces inconexos y enigmáticos, con el fin de volver a
plegar con ellos las experiencias en curso. La memoria en restauración es una memoria
abocada a construir estos lazos y relaciones entre el pasado y el presente entre personas
que enmarcan sus recuerdos y olvidos en procesos impuestos de deterioro y
desvalorización. El proyecto político colectivo de pensar las memorias como
posicionamiento político implica tanto trabajar en conjunto para ampliar los horizontes de
legibilidad (repensando categorías sobre el mundo) como reconocer nuevos acuerdos con
quienes estuvieron antes y con las agencias no humanas del entorno (repensando
compromisos vinculantes). De este modo, el proyecto restaurativo de la memoria conjuga
la producción de conocimientos con la reconstrucción de lazos, con el fin de ir ensayando
lugares de enunciación para un “ser juntos” en permanente formación. Podríamos decir,
entonces, que el tópico que define sus anudamientos de historias (Ingold 2011) es un
reclamo colectivo por la autodeterminación de sus agencias en la historia.

Palabras finales: El trabajo etnográfico sobre las memorias en movimiento

De acuerdo con Ingold (2011), entendemos que los antropólogos trabajan y estudian con
gente, se sumergen con las personas en un medio de actividad común y aprenden a ver
cosas (o a escucharlas, o a tocarlas) en las formas que ellas lo hacen. Comprender los
procesos de memoria no se trata tanto de nutrirnos con conocimiento acerca del mundo –
acerca de la gente y sus sociedades—sino más bien de educar nuestra percepción del
mundo, y abrir nuestros ojos y mentes a otras posibilidades de ser.

En este sentido, las lecturas sobre memoria que aquí fueron compartidas, resultaron de
nuestra búsqueda por responder a las preguntas particulares de nuestro entorno etnográfico.
Acompañando las luchas de comunidades, organizaciones y militantes mapuches, el
trabajo consciente y colectivo de reconstruir memorias devino en objeto de reflexión para
ellos y nosotros. En este camino, fuimos leyendo distintas prácticas y discursos producidos
en nuestros encuentros etnográficos en clave de memoria, para releer las teorías con el
propósito de armar un enfoque que nos permita repensar preguntas, metodologías e
interpretaciones sobre la tarea política y colectiva de recordar. De los autores que
consideran la memoria como un proceso constitutivo del ser viviente, tomamos, en primer
lugar, la premisa del movimiento permanente. La memoria es un tipo de conocimiento
integrado por trayectoria/s en movimiento, producido por quienes habitan el mundo, por
sus surcos en marcha y por aquellos que ya fueron hechos por quienes estuvieron antes, por
los encuentros con otros habitantes –humanos y no humanos— y por los desencuentros. En
este sentido, la memoria siempre es transitoria, y debemos comprenderla en el momento

13 
 
específico en el que trayectorias heterogéneas se hilvanan juntan pero anticipando que
éstas serán deshilvanadas para gestar otros nudos.

En segundo lugar, consideramos la memoria como una forma de plegar el mundo externo
en una interioridad o subjetividad. Al tener en cuenta que las experiencias se distribuyen
entre las superficies y profundidades de los pliegues, entendemos por qué ciertas
experiencias pueden ser transmitidas sin establecer aún asociaciones significativas con el
presente mientras que otras articulan en un sujeto afectivo y en una subjetividad política.
Al trabajar con memorias nos encontramos generalmente con fragmentos de historias
aparentemente inconexos y con textos que entraman narrativas conclusivas, con
experiencias que todavía no fueron organizadas en discursos y con otras que ya fueron
colectivamente entextualizadas. Pensar en la historicidad de los plegamientos que nos
constituyen como sujetos de un determinado tipo, nos permite comprender esta
heterogeneidad de conexiones y desconexiones en el transcurrir del tiempo y en el marco
de un campo de fuerzas donde ciertas formas de plegar están disponibles y otras están por
crearse.

En segundo lugar, los autores que ponen el énfasis en la especificidad del trabajo de la
memoria como proyecto político y consciente de un grupo plantean la importancia de
considerar los contextos históricos en los que las personas se encuentran o las experiencias
se pliegan. Así, el encuentro de trayectorias y el anudamiento de sus historias son el
resultado de una negociación que es política en dos direcciones. Por un lado porque
inaugura el debate inevitable para establecer acuerdos acerca de cómo pensar el “ser
juntos” en un evento-lugar determinado; por el otro, porque este debate se lleva a cabo
dentro de geografías de poder más amplias, en las que la emergencia de ese “ser juntos”
puede estar habitando lugares hegemónicamente disponibles, puede estar redefiniendo los
modos de habitarlos o puede, también, dislocar el orden distributivo de las formas de ser
reconocidas. Ahora bien, quienes definen la memoria como proyecto de restauración nos
permiten completar las anteriores formulaciones pero especificando aún más el trabajo de
la memoria desde el punto de vista de quienes plantean el recuerdo como militancia. Esto
es, de quienes se proponen revertir un “deterioro” impuesto por procesos de violencia a
través de proyectos con aspiración de autonomía para pensar nuevas constelaciones pasado
y presente, y desde ellas replantear los términos de las luchas en las que participan.

Cuando las comunidades mapuche buscan reconstruir sus historias como impugnación de
las hegemónicas o cuando las organizaciones mapuche acompañan y promueven procesos
de fortalecimiento político, epistémico y espiritual, están tomando las negociaciones del
“ser juntos” y las formas de plegar experiencias como objetos de reflexión y como asuntos
políticos. Desde este ángulo, los procesos de memoria ensayan caminos nuevos pero
guiados por el reconocimiento de ciertos acuerdos con los antepasados. Para esto, la
reflexión toma la forma de un movimiento dialéctico entre volver al pasado para ampliar
los horizontes de legibilidad del presente, y desde estas ampliaciones reconocer nuevos
index históricos para refinar y profundizar las reinterpretaciones del pasado. La memoria,
como síntesis de estos movimientos, crea nuevos puntos de observación en marcha, nuevas
subjetividades políticas y nuevas formas de relacionarse en un “ser juntos”.

14 
 
El proyecto restaurador de la memoria, del cual participamos en alguna medida como
colaboradores y antropólogos, consiste, entonces, en producir un conocimiento integrado a
lo largo de distintas líneas. Por un lado, integrando experiencias e interpretaciones de
experiencias pasadas a medida que acontecen en los distintos procesos de lucha, de
reclamo colectivo o de reivindicación de derechos actualmente en marcha. Por otro, a lo
largo de los pliegues de una subjetividad, excavando las capas sepultadas, abordando los
fragmentos perdidos de las historias de vida, sorprendiéndose de los hallazgos casuales de
relatos heredados y hasta entonces ilegibles. Sin embargo, como sostiene Ansgar Hillach
(2014), para emprender excavaciones con éxito o, usando la misma metáfora, para
desplegar los dobleces, se requiere de un plan. Un plan que haya sido y continúe siendo
negociado en el transcurrir de los sucesivos y diferentes encuentros. Finalmente, el
tratamiento de estas piezas o hallazgos de la memoria también requieren de un trabajo
reconstructivo e integrador puesto que ellos no sólo son históricos porque son iluminados
desde un ahora sino también porque en ellas se encuentran los index para vislumbrar
semejanzas y realizar conexiones, para insertarse en su propia historia de transmisiones.

Desde sus experiencias de “estar en lucha”, las personas mapuches orientan los proyectos
restauradores de la memoria como el trabajo progresivo de reconocer imágenes del pasado
y restablecer su dialéctica suspendida (Hilach 2014). Así entendido, el trabajo de la
memoria, como el juego japonés, es el proceso complejo por el cual ciertos fragmentos de
recuerdos --hasta ese momento, indistintos e inciertos-- se estiran, se retuercen, se
colorean, se diferencian y se entraman como experiencias consistentes y reconocibles. Por
lo tanto, las memorias en construcción con las que nos encontramos en situaciones
etnográficas están condicionadas por las imágenes del pasado que se hicieron presentes,
por el reconocimiento particular de ciertas constelaciones pasado y presente, por los ahora
de cognoscibilidad que emergen de las experiencias de lucha y de la negociación de
proyectos políticos.

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