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Las normas del Código sobre la eucaristía

Tomado de la obra: EL DERECHO DE LA IGLESIA. Autores: E. Corecco-L. Gerosa.

Una rápida mirada al orden sistemático de la normativa del Código sobre la


eucaristía (cc. 897-958) es más que suficiente para captar el carácter unitario con que el
legislador eclesiástico de 1983 trata la materia. En particular, el dualismo entre el sacrificio
de la Misa y el sacramento de la eucaristía, presente en el antiguo Código 32, aparece como
algo ya definitivamente superado. La consideración unitaria de este sacramento –al mismo
tiempo sacrificio, memorial, culmen y fuente de la comunión eclesial– elaborada y
propuesta por el concilio Vaticano II parece, pues, haber sido recogida. Lo confirma el
canon introductorio, que presenta una síntesis clara y completa de la doctrina conciliar: «El
sacramento más augusto, en el que se contiene, se ofrece y se recibe al mismo Cristo,
Nuestro Señor, es la santísima Eucaristía, por la que la Iglesia vive y crece continuamente.
El Sacrificio eucarístico, memorial de la muerte y resurrección del Señor, en el cual se
perpetúa a lo largo de los siglos el Sacrificio de la cruz, es el culmen y la fuente de todo el
culto y de toda la vida cristiana, por el que se significa y realiza la unidad del pueblo de
Dios y se lleva a término la edificación del cuerpo de Cristo. Así pues, los demás
sacramentos y todas las obras eclesiásticas de apostolado se unen estrechamente a la
santísima Eucaristía y a ella se ordenan» (c. 897). Como se ve, el carácter central de la
eucaristía (fundamentado en su ser a un mismo tiempo sacrificium, memoriale, culmen et
fons del culto y de la vida cristiana) está subrayado por una repetición casi al pie de la letra
de la enseñanza conciliar sobre el hecho de que a ella están ordenados todos los otros
sacramentos; de este modo, también la tríada tridentina continere, offere, sumere ha
perdido sus acentos individualistas y clericales para ser desarrollada e integrada en la
dimensión eclesial y constitutiva de la eucaristía, a través de la cual continuo vivit et
crescit Ecclesia.

En consecuencia, también ha sido superado el dualismo entre la celebratio de la


Misa, de exclusiva competencia de los sacerdotes 33, y la auditio de la misma, a que están
obligados individualmente los fieles 34. En efecto, en el mismo inicio de la nueva normativa
del Código sobre la eucaristía afirma el legislador con toda claridad que esta «es una
acción del mismo Cristo y de la Iglesia» (c. 899 § 1) y en su celebración «todos los fieles
que asisten, tanto clérigos como laicos concurren tomando parte activa, cada uno según su
modo propio, de acuerdo con la diversidad de órdenes y de funciones litúrgicas» (c. 899 §
2).

El Pueblo de Dios, reunido en unidad bajo la presidencia del obispo o del


presbítero, es el sujeto unitario de la eucaristía y, por consiguiente, es desde esta
perspectiva, de tipo constitucional, desde donde es preciso partir para captar todo el
significado jurídico y pastoral de las normas canónicas sobre el «sacramento más augusto»
(c. 897), recogidas en el nuevo Código de Derecho Canónico, siguiendo el siguiente orden
sistemático: tras dos cánones introductorios –el primero (c. 897) sobre la íntima conexión
que existe entre eucaristía y misterio eclesial, el segundo (c. 898) sobre la importancia
fundamental de este sacramento para la vida de todos los fieles, llamados a participar
activamente en su celebración–, el capítulo primero (cc. 899-933) está dedicado a la
celebración de la eucaristía (con normas sobre el ministro de la eucaristía; sobre la
participación activa de todos los fieles; sobre ritos, tiempo y lugar de la celebración), el
capítulo segun-do (cc. 934-944) trata de la reserva y veneración de la eucaristía y, por
último, el capítulo tercero recoge la reglas jurídicas sobre el estipendio ofrecido para la
celebración de la santa Misa (cc. 945-958).

a) El papel jurídico-constitucional de la eucaristía

Aunque en los cánones introductorios sobre la eucaristía, plenos de relevancia


eclesiológica por otra parte, no recoja de manera explícita el legislador eclesiástico la
afirmación conciliar donde se dice que en toda «comunidad de altar [...], aunque sean
frecuentemente pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, está presente Cristo, por cuya
virtud se congrega la Iglesia una, santa, católica y apostólica» (LG 26, 1), con todo, el
papel constitucional de este sacramento en el interior de la communio Ecclesiae et
Ecclesiarum es, ciertamente, sacado a la luz por otras normas del Código, aun cuando –
como se verá mejor en lo que sigue– el equilibrio entre Iglesia universal e Iglesia particular
no siempre está garantizado. Por ejemplo, la definición legal de diócesis, que es la forma
institucional más im-portante de una Iglesia particular, indica en el binomio Evangelium et
Eucharistiam (c. 369) el polo magnético en torno al cual se reúne la portio Populi Dei en
cuestión. Análogamente, el c. 528 § 2 afirma, aunque sea de modo indirecto, que la
eucaristía es «el centro de la comunidad parroquial de los fieles» y los cc. 327 y 298 § 1
invitan a los fieles a tener en gran consideración sobre todo las asociaciones con fines
espirituales o tendentes a la promoción del culto público y, por tanto, vinculadas de algún
modo a la experiencia de una comunidad de altar.

El papel jurídico-constitucional de la eucaristía está subrayado por el CIC también a


nivel subjetivo, o sea, el de la vida eclesial del fiel que, con arreglo al c. 209 § 1, está
obligado siempre a conservar en su modo de obrar la comunión con la Iglesia. En efecto, la
eucaristía es, al mismo tiempo, el sacramento en el que desemboca la iniciación cristiana,
el alimento que sostiene al fiel durante toda su vida y el viático que le conforta en el
momento de su muerte 35. Mientras que el bautismo y la confirmación constituyen el
elemento sacramental irrepetible del proceso de iniciación cristiana, la eucaristía representa
su elemento dinámico: «Los sacramentos del bautismo, de la confirmación y de la
santísima Eucaristía están tan íntimamente unidos entre sí, que todos son necesarios para la
plena iniciación cristiana» (c. 842 § 2) y, en consecuencia, el c. 866 prescribe que el adulto
bautizado y confirmado, inmediatamente después debe «participar en la celebración
eucarística, recibiendo también la comunión». Esta participación, si es activa durante toda
la vida, conduce a los fieles a recibir «este sacramento frecuentemente» (c. 898) y a los
sacerdotes, si es posible, a celebrar todos los días la eucaristía 36.Por último, la importancia
de la eucaristía en la vida del fiel cristiano está subrayada por el derecho de los fieles
enfermos y moribundos a recibir el viático  37  y del respectivo deber de llevárselo impuesto
por el legislador a los párrocos, a los vicarios, a los capellanes y –en caso de necesidad–, a
«cualquier sacerdote u otro ministro de la sagrada comunión» (c. 911).

Con esta breve alusión a la eucaristía como viaticum, hemos tocado otra


problemática de relevancia constitucional, la relacionada con el derecho a recibir la santa
comunión y con el deber de participar en la eucaristía dominical.

El derecho de todo bautizado a recibir los sacramentos de sus propios pastores,


establecido por el c. 213, ha sido precisado en relación con la eucaristía por el c. 912, que
dice: «Todo bautizado a quien el derecho no se lo prohiba, puede y debe ser admitido a la
sagrada comunión». El hecho de que en él no mencione el legislador la debida disposición,
como sí hace en cambio el c. 843 § 1, refuerza tal derecho, sustrayendo la decisión sobre la
disposición subjetiva del fiel al ministro de la sagrada comunión. Esta decisión, con arreglo
al c. 916, compete al fiel mismo que desea comulgar, y la eventual limitación de este
derecho del fiel por parte del ministro está sujeta a criterios objetivos, fijados por el c. 915,
que dice: «No deben ser admitidos a la sagrada comunión los excomulgados y los que
están en entredicho después de la irrogación o declaración de la pena, y los que
obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave». La precisión del legislador sobre
la necesidad de que la sanción canónica esté irrogada y declarada, así como la insistencia
en el hecho de que el pecado grave sea objetivamente tal y conocido por toda la
comunidad, pone claramente de manifiesto que la posibilidad de negar la comunión a los
fieles por parte del ministro ha sido sometida a criterios jurídicos formalmente más
rigurosos que los que aparecían en la antigua normativa del Código 38.

Los cc. 1246-1248, en conformidad con la tradición apostólica representada por el


concilio Vaticano II39, reafirman la obligación que tienen todos los fieles cristianos de
observar el domingo como día de «fiesta primordial», en el que se celebra «el misterio
pascual» en la santa eucaristía, en la que deben «participar» todos los fieles. Con respecto
al Código de 1917, la nueva normativa sobre la obligación del precepto festivo –
desgraciadamente no recordada en el c. 920– ha sido muy simplificada; en primer lugar, el
legislador eclesiástico no habla ya de «omnes et singuli dies dominici» 40, sino simplemente
del día del domingo; en segundo lugar, esta obligación no se refiere a la mera auditio de la
santa Misa, sino a la participatio (c.  1248) en la misma, en el sentido conciliar (y, por
tanto, activo) del término41. Se trata, pues, de una obligación que tiene bien poco que ver
con la casuística moral de otros tiempos y que manifiesta, en cambio, un significado de
tipo jurídico-constitucional claro, porque recuerda a cada fiel la propia responsabilidad que
tiene en orden a la construcción de la comunión eclesial como lugar de su propia
santificación, responsabilidad que encuentra precisamente en la celebración eucarística su
momento particularmente importante y eficaz.

b) La celebración eucarística

Tras haber puesto de relieve en los dos primeros párrafos del c. 899 el carácter
jurídico-constitucional y la índole pública de la eucaristía, sacramento de la unidad del
Pueblo de Dios, el legislador eclesiástico afirma en el parágrafo tercero del mismo canon:
«Ha de disponerse la celebración eucarística de manera que todos los que participen en ella
perciban frutos abundantes, para cuya obtención Cristo Nuestro Señor instituyó el
Sacrificio eucarístico». Así pues, la asamblea eucarística, para expresar y efectuar la
unidad de la Iglesia, con todas las gracias a ella unidas, debe ser dis-puesta adecuadamente.
En su estructura de comunión se refleja la estructura de la Iglesia, al mismo tiempo
universal y particular, y viceversa, en conformidad con el principio constitucional de la
inmanencia recíproca, que puede ser traducido de manera sugestiva en la fórmula
eucarística: «El todo en el fragmento» 42. De los elementos de esta estructura, la normativa
del Código sobre la celebración eucarística sólo menciona y regula los principales,
remitiendo para la regulación jurídica de todos los otros elementos a las leyes litúrgicas en
vigor43.

El primer elemento mencionado por el legislador eclesiástico es el papel de los


fieles que han recibido el orden sagrado. En virtud de este sacramento están llamados a
presidir la asamblea eucarística y, como tales, a ser los primeros servidores de la unidad de
la Iglesia, porque ejercen esta función «in persona Christi» y, por consiguiente, «no
mirando sus propios intereses, sino los de Jesucristo» (PO 9, 2). La facultad de presidir
y confeccionar la eucaristía está, pues, «necesariamente unida a la ordenación
sacerdotal» 44 y, en consecuencia, el primer párrafo del c. 900 establece: «Sólo el sacerdote
válidamente ordenado es ministro capaz de confeccionar el sacramento de la Eucaristía
actuando en la persona de Cristo». Si ésta es la condición indispensable para la validez de
la celebración eucarística, el segundo párrafo del mismo canon precisa las dos condiciones
para la licitud: la ausencia de cualquier impedimento en lo que se refiere al presbítero y la
observancia de las prescripciones del Código. La primera condición se cumple cuando el
presbítero no está impedido en el ejercicio de sus funciones por alguna irregularidad (c.
1044 § 1) o por alguna sanción canónica (c. 1333 § 1). La segunda condición, en cambio,
afecta a múltiples prescripciones diferentes entre sí; las principales han sido establecidas
por el c. 903 (que prescribe al rector de una iglesia admitir a la celebración eucarística sólo
a presbíteros conocidos o que estén en condiciones de exhibir la carta comendaticia) y por
el c. 906 (que recomienda a los presbíteros celebrar únicamente con la participación de
algunos fieles al menos). Ambas prescripciones subrayan el carácter público de la
eucaristía y, por consiguiente, que es una acción litúrgica de todo el Pueblo de Dios. Esto
está reforzado por el hecho de que el grado de obligatoriedad de la recomendación,
contenida en el c. 904, sobre la celebración diaria de los presbíteros, aumenta si estos
últimos han asumido un oficio eclesiástico como, por ejemplo, el de párroco 45.

Un segundo elemento importante de la estructura de comunión de la celebración


eucarística es el relacionado con la distribución de la sagrada comunión. A este respecto el
c. 910 distingue entre ministros ordinarios (obispo, presbítero y diácono) y ministros
extraordinarios (acólitos u otros fieles, a quienes ha sido conferido el ministerio con
arreglo al c. 230 § 3). La referencia a este último canon es importante porque, a pesar de
que el legislador eclesiástico habla en el c. 899 § 2 de «diversidad de órdenes y de
funciones litúrgicas», estas diversas funciones no son después ni mencionadas ni
catalogadas en la normativa del Código sobre la celebración eucarística. En cambio, en el
c. 230, en sintonía con el MP Ministeria quaedam publicado el 15 de agosto de 1972 por el
papa Pablo VI46, se distinguen tres tipos de ministerios conferidos a los laicos: los
ministerios estables de acólito y lector, conferibles únicamente a fieles laicos de sexo
masculino; los ministerios temporales, conferibles también a mujeres; los ministerios
extraordinarios o de suplencia, conferibles a todos los fieles laicos, aun no siendo lectores
o acólitos. A estos ministeria hemos de añadir los munera o funciones (c. 230 § 2), como,
por ejemplo, los de comentador y cantor. Entre estos últimos, de menor importancia y
conferibles a omnes laici (por consiguiente, tanto a hombres como a mujeres), pueden ser
enumerados asimismo los monaguillos y las monaguillos 47. La importancia de los
primeros, y en particular del ministerio estable del acolitado, ha sido puesta de manifiesto,
en cambio, por las normas que regulan la admisión a la sagrada comunión, que serán
estudiadas en el próximo párrafo y están ligadas también, en cierto modo, a las
modalidades de distribución de la misma.

El tercer y último elemento importante del orden de las asambleas eucarísticas está
constituido por los ritos y las ceremonias con que han de ser celebradas estas. Una vez
establecida la obligación de atenerse a los libros litúrgicos «legítimamente aprobados» (c.
928), el legislador eclesiástico se limita a recordar algunas de las normas litúrgicas
principales, como, por ejemplo, que el «sacrosanto Sacrificio eucarístico se debe celebrar
con pan y vino» (c. 924 § 1), como hizo el mismo Jesucristo 48. Estas normas han

sido completadas después por una serie de prescripciones referentes al tiempo y


lugar de la celebración eucarística (cc. 931-933), así como a la reserva y veneración de la
santísima Eucaristía (cc. 934-944). Tras estas últimas, el c. 935, al decir que a «nadie está
permitido conservar en su casa la santísima Eucaristía», subraya claramente que también el
culto eucarístico extra Missam,  es decir, fuera del sacrificio de la Santa Misa, está estricta-
mente ligado a la celebración o asamblea eucarística misma.

11.3 Cuestiones particulares

La celebración de un sacramento es siempre, en toda Iglesia o comunidad eclesial,


signo de la unidad en la fe, en el culto y en la vida comunitaria: «En cuanto signos, los
sacramentos, y de modo particularísimo la Eucaristía, son fuentes de unidad de la
comunidad cristiana y de vida espiritual y medios para incrementarlas. En consecuencia, la
comunión eucarística está ligada inseparablemente a la plena comunión eclesial y a su
expresión visible» 49.¿Significa esto que todo lo que se oponga a la plenitudo de
la communio limita el ejercicio del derecho de todo bautizado a recibir de sus propios
pastores ese alimento espiritual? A este respecto, como ya hemos visto, el c. 912 afirma
que sólo los impedimentos fijados por el derecho prohíben al bautizado ser admitido a la
sagrada comunión; el c. 18 precisa además que todas las normas que limiten el ejercicio de
un derecho han de ser interpretadas en sentido estricto. Aplicando simultánea-mente estos
dos criterios resulta que están impedidos de participar en la mesa eucarística estos tres
tipos de bautizados: en primer lugar, los cristianos no católicos (c. 844 § 1); en segundo
lugar, los cristianos católicos que no han adquirido aún «el conocimientos suficiente ni
tienen la preparación adecuada» (c. 913 § 1); así como los que han incurrido en
excomunión o entredicho y los que persisten en un manifiesto pecado grave (c. 915).

Estar impedidos en el ejercicio de este derecho no significa necesariamente, sin


embargo, no ser admitidos a la sagrada comunión. En efecto, como fácilmente puede
deducirse del c. 916, el círculo de los fieles no autorizados es siempre mayor que el de los
fieles que no pueden ser admitidos a la comunión eucarística 50, porque el ministro de la
sagrada comunión, al distribuirla, debe atenerse rigurosamente a los criterios objetivos del
c. 915. Ahora bien, a nivel de la interpretación de los criterios objetivos, en base a los
cuales es posible limitar el ejercicio del derecho a ser admitidos a la comunión eucarística,
se plantean dos cuestiones particulares, especialmente delicadas desde la perspectiva
pastoral: la participación en la eucaristía de cristianos no católicos y la de los divorciados
que se han vuelto a casar.

a) La participación de los cristianos no católicos en la eucaristía

En principio, la Iglesia católica admite a la comunión eucarística y a los


sacramentos de la penitencia y de la unción de los enfermos exclusivamente a los fieles
católicos, o sea, aquellos que forman parte de su unidad de fe, de culto y de vida eclesia1 51.
De modo excepcional, yen determinadas condiciones, autoriza e incluso recomienda 52 la
admisión a estos sacramentos también de cristianos no católicos. Evidentemente, tanto la
autorización como la recomendación únicamente son aplicables en caso de que se
salvaguarde al mismo tiempo una doble exigencia: la integridad de la comunión eclesial y
el bien de las almas 53.

En sintonía con la especial consideración manifestada por el concilio Vaticano II


hacia las Iglesias orientales no católicas, las cuales «aunque separadas, tienen verdaderos
sacramentos» (UR 15, 3), en el c. 844 distingue el legislador eclesiástico, a este respecto,
dos tipos de normas jurídicas: las que regulan la admisión extraordinaria a la comunión
eucarística de los fieles miembros de las Iglesias orientales (c. 844 § 3) y las que regulan la
admisión extraordinaria de los otros cristianos (c. 844 § 4).

En el primer caso, las condiciones fijadas por el legislador eclesiástico para la lícita
admisión son dos: primera, los fieles miembros de las Iglesias orientales no católicas deben
solicitar espontáneamente ser admitidos a la eucaristía y, segunda, estar dispuestos
debidamente. En el segundo caso, en cambio, las condiciones para una admisión lícita son
cuatro y sólo valen en determinadas circunstancias. En efecto, sólo en peligro de muerte, o
en caso de que urja otra grave necesidad, pueden ser admitidos los cristianos no
pertenecientes a las Iglesias orientales, que no tengan la plena comunión con la Iglesia
católica, a la sagrada comunión, si son observadas en su totalidad y simultáneamente las
siguientes condiciones: 1) la imposibilidad de acceder a un ministro de su propia Iglesia o
comunidad eclesial; 2) la petición espontánea de admisión; 3) la manifestación de una fe
personal en conformidad con la de la Iglesia católica sobre el sacramento de la eucaristía;
4) las debidas disposiciones. La promulgación de normas generales que permitan el
discernimiento, en situaciones de grave necesidad, y la verificación de las condiciones
enumeradas, asumidas tal cual en el n. 131 del nuevo Directorio sobre el ecumenismo, es
competencia del Obispo diocesano, teniendo en cuenta las normas que puedan haber sido
establecidas en esta materia por la Conferencia episcopal. Esta precisión sobre la
competencia del Obispo diocesano es muy importante sobre todo para aquellas iglesias
particulares que se encuentran en países donde los contactos entre cristianos de diferentes
confesiones son tan frecuentes que hacen menos fácilmente comprensible qué se entiende
por grave necesidad, así como por imposibilidad de acceder a un ministro de la propia
Iglesia.

b) Divorciados nuevamente casados y eucaristía

En la EA Familiaris consortio del 22 de noviembre de 1981 el papa Juan Pablo II


afirma explícitamente que toda la comunidad de los fieles debe ayudar a los divorciados, y
en particular a los divorciados que se han vuelto a casar, a no considerarse «separados de la
Iglesia, pudiendo, más aún, debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida» 54. Por
eso, tanto fieles como pastores deben esforzarse, sin cansarse, por acogerlos y poner a su
disposición los medios de salvación de la Iglesia, teniendo presente que los motivos que
han llevado a la ruina del primer matrimonio y a contraer una segunda unión pueden ser
muy diferentes entre ellos. Es más, algunos de estos fieles «a veces están subjetivamente
seguros en conciencia de que el matrimonio precedente, irreparablemente destruido, nunca
había sido válido» 55. Sin embargo, el Papa confirma la praxis de la Iglesia, «basada en la
Escritura, de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados nuevamente casados.
No pueden ser admitidos, dado que su estado y condición de vida contradicen
objetivamente aquella unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada por la Eucaristía.
Existe, además, otro peculiar motivo pastoral: si se admitiera a estas personas a la
eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión sobre la doctrina de la Iglesia
acerca de la indisolubilidad del matrimonio» 56.

A pesar de la claridad de este documento, cuyos principales contenidos han sido


confirmados por el Papa asimismo en otras ocasiones 57, ni a nivel científico-teológico ni a
nivel de la aplicación concreta de las normas canónicas vigentes, ha disminuido el debate.
Dentro del mismo podemos distinguir, por lo menos, tres grandes orientaciones 58; antes de
resumirlas brevemente será oportuno, no obstante, recordar los contenidos principales de
las normas del Código en vigor sobre esta materia.

De entrada, es preciso subrayar que, a diferencia del Código pío-benedictino, el


CIC de 1983 y el CCEO de 1990 no prevén sanción canónica alguna para los divorciados
que vuelven a casarse59. Otra diferencia importante con respecto a la antigua normativa del
Código consiste en el hecho de que, como ya hemos tenido ocasión de ver, las condiciones
para la no admisión a la sagrada comunión se han vuelto formalmente más rigurosas, a fin
de evitar cualquier abuso por parte del ministro de la comunión y garantizar una justa
tutela del derecho de los bautizados a recibir los sacramentos. Más aún, a pesar de que la
comisión de reforma haya afirmado de manera explícita que, entre los fieles que persisten
«con obstinación en el pecado grave manifiesto», hay que enumerar ciertamente también a
los divorciados casados de nuevo 60, no falta quien afirma que los elementos subjetivos
contenidos en el c. 915 están en condiciones de legitimar una valoración distinta en cada
caso 61. Según estos últimos, por una parte, la sagrada comunión puede ser denegada
exclusivamente a los fieles que son responsables –de modo manifiesto– de una culpa
grave, en la que persisten, sin signo alguno de arrepentimiento; y, por otra parte, eso
precisamente no se puede afirmar con seguridad desde el punto de vista subjetivo de todos
los divorciados que vuelven a casarse. En consecuencia, la última disposición del c. 915 ha
de interpretarse más como una apelación al ministro de la comunión, para que muestre la
voluntad de aclarar en un diálogo pastoral las condiciones para la admisión, teniendo
también presente el c. 916, que como una norma jurídica inmediatamente aplicable. Ahora
bien, es precisamente al nivel de la aplicabilidad de esta norma del Código donde
reemergen constantemente las tres orientaciones arriba señaladas y que de inmediato
vamos a resumir brevemente.

La primera de ellas, en sintonía con la doctrina tradicional católica 62, considera en


todos los casos el segundo matrimonio después de un divorcio civil como un adulterio, que
no deja de ser tal –y, por consiguiente, está en contradicción con el orden moral objetivo
establecido por Dios– aunque permanezca en el tiempo y sea vivido con responsabilidad,
asumiendo todas las obligaciones derivadas de la propia y compleja situación. El adulterio
y el matrimonio inválido no prescriben nunca. Por tanto, mientras persista ese estado de
vida faltan las premisas para la admisión a los sacramentos y en particular a la eucaristía.
La única solución posible tiene que ser buscada en el fuero interno a partir de la así
llamada probata Ecclesiae praxis, según la cual, una vez constatada la existencia de
determinadas condiciones, y en particular la seria disponibilidad a la cohabitatio
fraterna, en el sacramento de la confesión, junto con la absolución sacramental, se da
también el permiso para acceder a la sagrada comunión. Según el representante más
conocido de esta orientación 63, las condiciones para la admisión a la eucaristía de los
divorciados que vuelven a casarse han de ser cumplidas simultáneamente y son las tres
siguientes: 1) que su separación total esté impedida por motivos graves, como, por
ejemplo, la educación de los hijos y la ayuda recíproca; 2) que la renuncia a las relaciones
conyugales sea recíproca y seriamente manifestada; 3) que la posibilidad de suscitar
escándalo en la comunidad sea oportunamente evitada.

Decididamente distinta es la orientación de aquellos canonistas que, a partir de la


constatación de que el segundo matrimonio de quien está ligado por un vínculo
matrimonial anterior, aun siendo jurídicamente ilegítimo e inválido no está ya sujeto a
sanciones canónicas, creen poder dejar exclusivamente a la teología moral el juicio sobre
su carácter legítimo o ilegítimo 64. Aun cuando en el fuero externo el haber contraído este
segundo matrimonio haga presumir una culpa, en la perduración y consolidación de ese
estado de vida pueden surgir nuevos elementos que permiten juzgarlo de modo diferente.
En particular, si la ruina del primer matrimonio es absolutamente insanable y el segundo
matrimonio es vivido en la fe como realidad que engendra responsabilidad, este último
debería ser legitimado por la Iglesia como nueva realidad sacramental de la que emanan
nuevas obligaciones morales. Esta legitimación, fundamentada en la misericordia infinita
de Dios, impone de todos modos el compromiso tanto de subsanar las consecuencias de la
culpa ligada a la ruina del primer matrimonio, como de ejercer el perdón y la
reconciliación.

Entre estas dos posiciones extremas se sitúa un numeroso grupo de teólogos y


obispos que, sin poner directamente en discusión la enseñanza oficial de la Iglesia sobre la
sacramentalidad e indisolubilidad del matrimonio, consideran que la plena aplicabilidad a
cada caso concreto de las normas canónicas actualmente en vigor en esta materia es un
problema estrictamente pastoral65. Las soluciones pastorales por ellos elaboradas arrancan
de la convicción de que de la enseñanza de la Exhortación apostólica Familiaris
consortio (sobre todo considerando el hecho de que los divorciados casados nuevamente
no son excomulgados y, por consiguiente, excluidos por principio de todos los
sacramentos) se puede extraer la siguiente conclusión: el respeto de las condiciones puestas
por la probata praxis Ecclesiae no puede ser requerido indistintamente a todos los
divorciados que vuelven a casarse, sino que es preciso proceder a distinciones. Es el mismo
Papa, Juan Pablo II, quien recuerda explícitamente a los pastores que, por amor a la
verdad, están obligados a discernir adecuadamente las situaciones. Existe, efectivamente,
diferencia entre quienes se han esforzado sinceramente por salvar el primer matrimonio y
han sido abandonados de manera totalmente injusta, y quienes por grave culpa suya han
destruido un matrimonio canónicamente válido 66. Consecuentemente, fijar unos criterios a
fin de que sea posible una atenta valoración de cada caso no significa introducir la
arbitrariedad en una materia tan delicada e importante, sino afirmar indirectamente que no
es posible ni una autorización formal general, ni una autorización formal y unilateral por
parte de la autoridad eclesiástica en cada caso concreto. En efecto, incluso en el caso de
que exista la profunda convicción subjetiva sobre la nulidad del primer matrimonio, así
como la demostración concreta de que la segunda unión es vivida en la fe como una
realidad moral, la decisión última sobre la posibilidad de participar en la mesa eucarística,
aunque no se cumplan todas las condiciones de la probata praxis Ecclesiae,  debe ser
dejada a la «conciencia personal de cada fiel», que, sin embargo, sólo puede tomar esa
decisión después de mantener un profundo «diálogo pastoral» con un sacerdote 67. Este
último, tras el diálogo pastoral, no sólo no puede expedir un permiso formal, sino que,
además, en los casos más complejos está llamado a respetar la decisión del fiel.

A pesar del laudable esfuerzo destinado a hacer lo más operativo posible el


acompañamiento y la solicitud de la Iglesia para con estos fieles en situaciones
matrimoniales irregulares, las soluciones pastorales elaboradas por el tercer grupo de
teólogos no resultan del todo convincentes ni en el plano moral, ni en el jurídico, ni
finalmente en el sacramental.

A nivel moral, remitir a la «conciencia personal de cada fiel» una decisión


semejante, no sólo podría conducir a este último a realizar, prácticamente con buena
conciencia, algo que es contrario a la enseñanza de la Iglesia, sino que podría desembocar
incluso en otras «soluciones pastorales» contrarias a las enseñanzas del magisterio y
justificar así «una hermenéutica creadora, según la cual la conciencia moral no estaría
obligada en absoluto, en todos los casos, por un precepto negativo particular» 68. A nivel
jurídico, aunque no se puede negar que la ampliación de las reglas para anulación de un
vínculo matrimonial válido, en los casos en que es aplicable el privilegium
petrinum, debería hacer reconsiderar toda la cuestión relativa a los divorciados que se
casan de nuevo 69, la tradición canónica siempre ha considerado, sin embargo, válido tanto
el principio de que el matrimonio goza del favor iuris (c. 1060), por el que, en caso de
duda y hasta que no se pruebe lo contrario, es preciso reconocer la validez del vínculo
contraído, como el principio según el cual la convicción subjetiva sobre la nulidad del
matrimonio no excluye necesariamente el consentimiento matrimonial 70. En consecuencia,
más que insistir en esta premisa, la caridad pastoral, precisamente en virtud de los
alarmantes datos estadísticos, debería sugerir aconsejar a estos fieles con mayor frecuencia
e insistencia la introducción de las causas de nulidad matrimonial, puesto que, en sintonía
con la enseñanza conciliar, el nuevo derecho matrimonial canónico prevé un mayor
número de causas de nulidad con respecto a la antigua normativa del Código. Por último, a
nivel sacramental, las soluciones pastorales propuestas presentan no pocos fallos.

En primer lugar, estas soluciones pastorales están demasiado unilateralmente


concentradas en la admisión a la comunión eucarística, olvidando que la vía ordinaria de la
reconciliación está representada por el sacramento de la penitencia, que desemboca en la
absolución sacramental, que «puede ser otorgada sólo a aquellos que, arrepentidos de haber
violado el signo de la alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a un
tipo de vida que no esté ya en contradicción con la indisolubilidad del matrimonio» 7l. En
segundo lugar, al estar ordenados todos los sacramentos a la eucaristía, no se puede hablar
de la admisión a la comunión eucarística evitando afrontar el problema de la
sacramentalidad de la segunda unión de los fieles divorciados que se vuelven a casar,
sacramentalidad que encuentra ciertamente en el ser una sola carne su expresión concreta
fundamental y constitutiva. Por último, la comunión eucarística es el centro y no la
totalidad de la vida cristiana, por lo que el subrayado de que los divorciados que se casan
de nuevo no están separados de la Iglesia y, por consiguiente, pueden y deber participar en
su vida, significa, por ejemplo, que son «exhortados a escuchar la palabra de Dios, a
frecuentar el sacrificio de la mesa, a perseverar en la oración, a hacer incrementar las obras
de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en
la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar así, de día en
día, la gloria de Dios»72. Los fieles divorciados casados de nuevo ni siquiera están
excluidos explícitamente de la posibilidad de ejercer funciones eclesiales o de participar en
consejos parroquiales o diocesanos. Aun cuando el legislador eclesiástico requiere para el
desempeño de tales funciones «una vida coherente con la fe» 73, es la autoridad eclesiástica
competente la que debe decidir si un fiel divorciado y vuelto a casar ha de ser excluido o
no.

En conclusión, las soluciones pastorales al doloroso y complejo problema de los


divorciados que se vuelven a casar, precisamente por estar dictadas por la caridad pastoral,
deben tomar en consideración todos los aspectos morales, jurídicos y sacramentales de la
situación de estos fieles, a fin de evitar al mismo tiempo tanto cualquier violación de sus
derechos, como cualquier confusión en la comunidad eclesial. En su formulación no sirven
de ayuda ni la acentuación unilateral de un aspecto del problema, ni ceder a las tentaciones
análogas y opuestas del laxismo y el rigorismo. Sigue siendo fundamental la preocupación
por evitar que cualquier solución de este problema pueda falsificar en el plano objetivo y,
en la medida de lo posible también en el plano subjetivo, el significado de la estructura
sacra-mental de la Iglesia y en particular de la eucaristía, su fuente y culmen por ser el
signo por excelencia de la communio Ecclesiae, es decir, de la unidad de todo el Pueblo de
Dios.

31. Cfr. SC 42.


32. En el CIC/1917 las normas sobre la Eucaristía estaban recogidas en dos
capítulos: el primero, titulado De sacrosancto Missae sacrificio (cc. 802-844), y el
segundo De sanctissimo Eucharistiae sacramento (cc. 845-869). Separadas por completo
de ellos, se trataban después las cuestiones relativas a la reserva y veneración
del sanctissimum Sacramentum (cc. 1265-1275).
33. Los cánones introductorios a los dos capítulos del CIC/1917 no dejan duda a
este respecto, cfr. cc. 802 y 845.
34. Cfr. c. 1248 CIC/1917.
35. 35. A este respecto, cfr. R. Ahlers, Communio eucharistica, o.c.,  111-
125; P. Krämer, Kirchen-recht 1, u.c., 71-72.
36. Cfr. cc. 904 y 276 § 2 n. 2. Por desgracia, esta orientación del legislador
eclesiástico del Código de 1983, confirmada tanto por el c. 917 (sobre la posibilidad de
recibir la Eucaristía dos veces en el mismo día) como por el c. 905 (sobre la posibilidad de
celebrar dos veces al día), ha sido interrumpida por la norma un tanto obsoleta del c. 920
sobre la obligación que tiene cada fiel de recibir la comunión al . menos una vez al año
durante el tiempo pascual.
37. Cfr. cc. 213 y 912.
38. Cfr. c. 855 CIC/1917.
39. Cfr. SC 106. Además de los días festivos señalados en el parágrafo primero
del c. 1246, el obispo diocesano puede publicar para su diócesis días festivos particulares
(cfr. c. 1244 § 2) y las conferencias episcopales tienen la facultad de suprimir o trasladar al
domingo siguiente algunos días de precepto (cfr. c. 1246 § 2); sobre todo este tema, cfr. P.
Krämer, Kirchenrecht I, o.c., 75-79.
40. C. 1247 CIC/1917.
41. La participado es considerada luego como plena si se recibe la sagrada
comunión, cfr. Communicationes 15 (1983), 195.
42. Es también el título de un libro: H.U. von Balthasar, Das Ganze im
Fragment. Aspekte der Geschichtstheologie, Einsiedeln 1963.
43. Cfr. c. 2. Estas leyes litúrgicas están recogidas en: R.
Kaczynski, Enchiridion documentorum instaurationis liturgicae, 1 (1963-1973), Torino
1975,1 praenotanda del nuovi testi liturgici,  editado por A. Donghi, Milano 1989. De
particular importancia, y con carácter jurídicamente vinculante (cfr. Notitiae 5 (1969), 417)
es la introducción general al Missale Romanum ex decreto Sacrosancti Oecumenici
Concilii Vaticani // instauratum auctoritate Pauli PP. V/ promulgatum, Ordo Missae,
Cittá del Vaticano 1969 (editio iuxta typicam alteram 1977).
44. Cfr. la carta Sacerdotium ministeriale, publicada por la Congregación para
la Doctrina de la Fe el 6 de agosto de 1983, en: AAS 75 (1983), 1001.
45. Cfr. cc. 528, 530 n. 7, 534 § 1.
46. Cfr. AAS 64 (1972), 529-534.
47. Es la justa observación con la que H. Reinhardt (cfr. MK, c. 230/7) intenta
poner fin a una triste y bien poco comprensible diatriba.
48. Cfr. Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 18-20; 1 Co 11, 23-24. A este
respecto, cfr. A. Mayer, Die Eucharistie, en: HdbKathKR, 676-691, sobre todo 683-687.
49. Consejo Pontificio para la unidad de los Cristianos, Directorio para la
aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo, Ciudad del Vaticano 1993, n.
129.
50. Concuerdan en este juicio: H. Schmitz, Taufe, Firmung, Eucharistie. Die
Sakramente derinitiation und ihre Rechtsfolgen in der Sicht des CIC von 1983, en AfkKR
152 (1983), 369-408, aquí 398-404; P. Krämer, Kirchenrecht,  I, o.c., 73-74.
51. Cfr. UR 8; c. 844 § 1/CIC y c. 671 § 1/CCEO.
52. Directorio para la aplicación de los principios y normas sobre el
ecumenismo, o.c.,  n 129. La celebración de la eucaristía con ministros de las Iglesias o
comunidades que no tengan la plena comunión con la Iglesia católica sigue estando de
todos modos prohibida a Ios presbíteros católicos (cfr. c. 908).
53. Cfr. Instructio «De peculiaribus casibus admittendi alios christianos ad
communionem eucharisticam»,  en: AAS 64 (1972), 518-525, aquí n. 4.
54. Juan Pablo II, Familiaris consortio, en: AAS 74 (1982), 81-191, aquí n.
84, 3.
55. Ibid., n. 84, 3.
56. Ibid., n. 84, 3.
57. Cfr., por ejemplo, Juan Pablo II, Ansprache von 19.06.1987 an die
österreichischen Bischöfe anlässlich ihres ad lind na Besuches, en: AAS 80 (1988), 17-25,
n. 36.
58. Aunque con acentos diferentes, el esquema resumen de estas orientaciones
se encuentra en: R. Ahlers, Connnunio eucharistica, o.c., 168-189; P.
Krämer, Kirchenrecht I, o.c., 135-139; R. Puza, Katholisches Kirchenrecht, Heidelberg
1986, 356-364.
59. Lo que sí estaba previsto por el c. 2356 del CIC/1917.
60. Cfr. Communicationes 15 (1983), 194: Esta interpretación de la Comisión
no sólo está en sintonía con el n. 84 de la Familiaris consortio,  sino que está confirmada
también en el n. 17 de la exhortación apostólica Reconciliado et paenitentia,  cfr. AAS 77
(1985), 223.
61. Cfr. P. Krämer, Kirchenrecht,  1, o.c., 137.
62. Cfr., por ejemplo, Pablo VI, Litterae circulares, en: AfkKR 142 (1973), 84
ss.
63. Cfr. H. Flatten, Nichtigerklärung, Auflösung und Trennung der Ehe, en:
HdbKathKR, 815-826, aquí 818.
64. Entre éstos hay que señalar a A. Zirkel, Schliesst das Kirchenrecht alle
wiederverheirateten Geschiedenen von den Sakramenten aus?, Mainz 1977.
65. Para una lista de los principales teólogos que sostienen esta orientación
pastoral, cfr. R. Puzza, Katholisches Kirchenrecht, o.c., 401-403; entre los documentos
pastorales de obispos hemos de señalar: H. Krätz, Seelsorge an wiederverheirateten
Geschiedenen, Wien 1979 y W. Kasper-K. Lehmann-O. Saier, Grundsätze, für eine
seelsorgliche Begleitung von Menschen aus zerbrochenen Ehen und wiederverheirateten
Geschiedenen in der Oberrheinischen Kirchenprovinz, en: Herder Korrespondez 9 (1993),
460-467.
66. Juan Pablo II, Familiaris consortio, o.c., n. 84, 2.
67. Cfr. W. Kasper-K. Lehman-O. Saier, Grundsätze für eine seelsorgliche
Begleitung, a.c., 465 (n. IV, 4).
68. Juan Pablo II, Veritatis splendor, Valencia 1993, n. 56.
69. Ésa es la opinión de K. Walf, Kirchenrecht, Düsseldorf 1984, 142.
70. Cfr. c. 1100.
71. Juan Pablo II, Familiaris consortio, o.c., n. 84, 5.
72. Ibid., n. 84, 3.
73. Cfr., por ejemplo, los cc. 874 § 1 y 893 § 1.

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