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FRANCISCO GUICCIARDINI

HISTORIA DE ITALIA
DONDE SE DESCRIBEN
TODAS LAS COSAS SUCEDIDAS
DESDE EL AÑO DE 1494 HASTA EL DE 1532

Traducida de la italiana en lengua castellana


con la vida del autor por D. Felipe IV, rey de España

Biblioteca Clásica, tomos CXXVII, CXXX y CXXXIII

Madrid 1889-1890

https://books.google.es/books?id=n-kKAQAAIAAJ&hl=es

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Tomo I
Libros I a X
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PRELIMINARES
POR FELIPE IV

Epílogo breve
en que refiero las causas que me movieron para traducir
los libros octavo y nono de esta Historia de Italia1
Habiendo hecho el estudio que diré adelante, me ha parecido para la consecuencia de esta
acción, mayor luz e introducción de ella, hacer un epílogo, el más breve que he podido de lo que ha
precedido, para enseñanza y vivo ejemplo de quien pretendo instruir2, de los escollos en que
peligran los reyes y príncipes en la parte más sagrada, que es la enseñanza e instrucción;
mostrándole también los caminos con que de mi parte he trabajado y procurado salir de la oscuridad
con que me hallé el día de mi entrada a reinar, para que lo prevengan con su aplicación y emprima 3.
Y porque quede anticipadamente prevenida la malicia, he tenido por conveniente advertir aquí que
todo lo que diré de mí, por necesario para consecuencia de esta acción, está tan lejos de ser
presunción, que antes se puede argüir por sobrada modestia cuanto digo, confesando faltas de
noticias y modos de adquirirlas (aunque decentes) casi comunes a todos los otros hombres:
humanidad de que hasta las mismas leyes nos excusan, presumiéndonos sabios de lo más escondido
por sola la dignidad y carácter real. No llegando a decir que sé, sino que voy sabiendo,
desnudándome de la divinidad por afectar más la filosofía y moderación y sobre todo la rectitud y
verdad.
Con razón hará novedad que un Rey de las Españas y de tantos Imperios haya tomado trabajo
y ocupado tiempo en traducir la parte que diré adelante de la historia de Italia, por tantas novedades
juntas como concurren en esta acción, y la mayor por juzgar que tiene ocupado el tiempo en tantas y
tan graves materias como penden de su asistencia a los negocios, y que se debiera emplear el que
hay, antes en ellos, como cosa principal, que no en esto que es accesorio. Mas entiendo que no
solamente ha sido este trabajo superfluo, sino necesario y preciso, así para la mayor inteligencia y
acertado despacho de los negocios de esta Monarquía, que sigue a la mayor y mejor noticia y
ejemplo, como también porque ni un instante de las horas del despacho y obligaciones de mi oficio
he gastado en esto; y así entraré y fundaré lo demás en las razones y relaciones siguientes.
Cosa sabida es generalmente y la misma naturaleza nos lo enseña, cuando faltara la
experiencia y el verlo cada día, que la puericia y menor edad de los hombres es más inclinada al
ocio y travesuras que piden aquellos años, que a las noticias, estudios, buenas letras y artes; pues el
discurso y entendimiento no está en estado que elija lo mejor y más provechoso, sino lo más
desocupado, lo que agrada y entretiene más. Estas razones militan mucho más vivamente en los
príncipes y personas grandes, porque aunque sus padres les den maestros doctos y virtuosos, y les
ordenan que estudien con cuidado y vigilancia, si acaso no se inclinan al trabajo ni entran con gusto
en las lecciones, es muy difícil el instruirles, pues los maestros nunca se atreven, ni aun pueden usar

1 S. M. el rey D. Felipe IV, por las razones que en este Epílogo refiere, se propuso traducir en castellano solamente
los libros octavo y nono de la Historia de Italia de Guicciardini. Pero, hecho este trabajo, determinó, sin duda,
completar la traducción de los veinte libros que contiene dicha Historia, pues así resulta del Prólogo que más
adelante publicamos y de estar en la Biblioteca Nacional el borrador original de letra del rey, que contiene los
citados veinte libros.
2 Alude a su hijo.
3 Quiere decir: recuerde o imprima en la memoria.
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de rigor grande en la enseñanza con personas tales, que es lo que sólo aprovecha en aquella edad
para conseguir fines lucidos.
Este ejemplo que he dicho se vio en mí; pues en aquella edad trataba más de los ejercicios que
ella pide, que de los que aprovechan en la más crecida. En este tiempo fue Dios servido de llevarse
al Rey mi señor y padre, y con su muerte dejó en mí el sentimiento que era justo de tal pérdida; pues
perdí un padre a quien amaba tiernamente, y un dueño a quien servía con todo amor, fidelidad y
sumisión. Quedé con las obligaciones que tal puesto pide, que son tales, que no hay pluma que las
pueda escribir, y con muy cortas o ningunas noticias de lo que debía obrar en tan gran puesto, pues
por mis pocos años no pudo el Rey mi señor, que está en el cielo, introducirme cerca de su persona
en los negocios de esta Monarquía, si bien poco antes que muriese se sirvió de ordenarme que le
leyese algunos despachos que venían de diferentes partes de sus reinos y de los Ministros y
Embajadores que tenía en los extraños, para que con este ejercicio fuese cobrando noticias de lo que
debía saber y él deseaba enseñarme. Esto cesó cuando empezaba, atajándolo su temprana muerte, y
yo me hallé, como he dicho, sin ninguna noticia de lo que debía obrar, en medio de este mar de
confusiones y piélago de dificultades.
Discurriendo en aquella edad de los caminos que más podrían despertar y abrir los ojos, con la
inclinación que todos han visto de aprender perfectamente cuanto me ha tocado de ejercicios de
caballero, la tuve igual de aprender mi oficio de Rey; y así me pareció el mejor camino tener los
oídos abiertos para todos los que me quisiesen hablar en audiencias públicas y particulares, como lo
he hecho siempre, sin negarla a nadie que me la pidiese, ni obligarle a registrarla con el Ministro
más inmediato; mas antes, por atajar tantos inconvenientes como había oído y visto, le ordené que
no oyese a nadie que primero no me hubiese hablado a mí, para con esto escoger lo que me
pareciese a propósito y huir de lo perjudicial. Pensé también en lo que oí de que los Reyes de
Castilla solían bajar al Consejo, y siendo mi edad corta para esto y el desuso ya grande de esta
acción, interpuse otro medio más eficaz para mis noticias y de más fruto para mi gobierno, que fue
abrir en los tribunales y consejos unas ventanillas, dispuestas de manera que no me pudiesen sentir
entrar, y con unas celosías tan espesas, que, después de entrado, tampoco pudiesen tomar noticia de
mi asistencia allí, con lo cual iba a oír en estos Consejos continuamente las mayores materias (que
me despertaron en la generalidad) y también allí podía oír lo que por ventura en otra parte no se
atrevieran a decirme, siendo aquel lugar tan sagrado; medio convenientísimo, así para esto como
para tenerlos siempre en vela, y medio en que son muchas otras las conveniencias que concurren
para la soberanía.
El leer historias también me pareció punto muy esencial para conseguir el fin a que
encaminaba mis deseos de alcanzar noticias, pues ellas son la verdadera escuela en que el Príncipe y
Rey hallarán ejemplares que seguir, casos que notar, y medios por donde encaminar a buenos fines
los negocios de su Monarquía. Con este fin leí las historias de Castilla de los Reyes D. Fernando el
Santo, D. Alonso el Sabio, D. Sancho el Bravo, D. Fernando el cuarto (que llaman el Emplazado), la
Crónica de D. Alfonso el nono, las historias de D. Pedro el Justiciero o Cruel, D. Enrique el
segundo y D. Juan el primero, la historia del Rey don Juan el segundo, con los Varones Ilustres, de
Fernán Pérez de Guzmán; las dos historias manuscritas del Rey D. Enrique el cuarto, las de los
Reyes Católicos, la del Emperador Carlos V mi bisabuelo, la Historia general de España, y los
Varones Ilustres, de Hernando del Pulgar; las de entrambas Indias, la historia y guerras de Flandes,
la historia romana de los príncipes de ella, Salustio, Tito Livio, Cornelio Tácito y Lucano; la
historia de Francia, la historia y guerras de Alemania, la campaña de Roma y la historia y cisma de
Inglaterra. Fuera de esto, me pareció también leer diversos libros de todas lenguas, y traducciones
de profesiones y artes, que despertasen y saboreasen el gusto de las buenas letras, y algunos de
ejemplos, aunque apócrifos, muy aventajados. Para esto, estudié también, con mucha particularidad
y noticias generales de historia, la geografía en que con poco trabajo y gran inclinación me puse en
estado de poder discurrir sobre todo lo universal con gran prontitud; y aunque algunos de estos
libros los leí más por entretenimiento que por otra razón, con todo eso, no dejan de causar noticias
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dignas de leerse y entretienen algún rato; que es preciso buscar el divertimiento donde hay tan poco
en que divertirse por el continuado trabajo y obligaciones.
Aunque todas estas noticias son de provecho para las personas que ocupan el puesto en que
estoy, no me contenté con ellas, por parecerme que hablaban de tiempos pasados y que era
necesario tomarlas de los presentes. Para esto me pareció lo más a propósito leer todas las cartas y
despachos que mis Ministros de fuera y dentro del Reino me escriben; que aunque es verdad que
cuando los Consejos envían las consultas, sobre ellas vienen sumarios de lo que contienen, no me
satisface con la corta noticia que ellos dan, sino quise (aunque con trabajo doblado) conseguir mejor
el fin a que encamino mis acciones, pues cuantas más noticias cobrare, mejor podré cumplir con la
carga que tengo sobre mis hombros. También quise llevar a la letra y por mi persona, sin valerme de
secretario para ello, aunque es lícito y usado el hacerlo, todas las consultas que vienen de los
Consejos, juntas y ministros particulares, sobre las materias de todo género que se ofrecen en estos
reinos, porque sin duda se cobra más noticia de lo que se lee personalmente que de lo que se oye
leer.
Al segundo o tercer año de mi reinado había ya leído parte de lo que tengo referido, aunque
no todo, porque hasta hoy lo he proseguido, y, con ayuda de Dios, lo proseguiré los ratos que
tuviere desocupados del obrador de mi oficio. Parecióme que era ya tiempo de pasar más adelante
en el ir logrando estas noticias, y para alcanzarlo, tuve por conveniente discurrir yo mismo sobre mi
bufete en las materias de Estado, que son las que más deben saber los Príncipes y las que más les
importan para gobernar con acierto el timón de esta nave de la Monarquía, tan dificultosa de ser
bien gobernada, Con este fin hacía yo votos, como si fuera Consejero de Estado, sobre las materias
más arduas y de más importancia que se ofrecían; pero ni en aquellos años fui tan poco cuerdo, que
presumiese que, en tan corto tiempo, habría hecho tanto fruto con los papeles y libros que había
leído, que me atreviese a remitir estos borrones al Consejo, sin comunicarlos antes con secreto a
personas de confianza mía; porque, viendo lo que me representaban sobre ellos, veía lo bueno y lo
malo y elegía lo que me parecía más a propósito. Y en la edad más crecida, en la parte de
comunicar, haré lo mismo; pues el Rey mi señor y mi abuelo, que era el más prudente príncipe que
se ha conocido, lo hacía, como se ve en sus papeles originales; que, cuanto más se mira una cosa y
más se oye sobre ella, es más cierto el buen suceso, y cuanto mayor importancia tienen las materias,
tanto más necesario es hacer esto para elegir bien, que es nuestra suprema obligación.
Después de haber seguido estos pasos, empecé ya a hablar en público en los Consejos y juntas
en que me hallaba, resolviendo algunas materias y discurriendo sobre otras. También enviaba
papeles trabajados por mí y escritos de mi mano a algunos tribunales sobre materias de
consideración e importancia, deseando que en todo se encaminasen los negocios al mayor servicio
de Dios y bien de estos reinos que fuese posible; que esta es la verdadera obligación de un Príncipe
y lo que debe ejecutar.
Después de los seis años de mi reinado, para conseguir más enteramente el fin que tengo
dicho, quise tomar trabajo de despachar por mí solo, y aun sin secretario que me las leyese, todas
las consultas del Gobierno y provisiones de oficios y puestos de los Reinos que competen a estas
Coronas; porque si bien en el principio de mi reinado hice la ley de los inventarios, de que se había
de seguir gran provecho a las elecciones grandes, y para mí en el conocimiento de los sujetos, no sé
por cuál razón, o por ser causa común, nunca se ha podido conseguir el fruto de aquella ley 4; que en
las materias de justicia no podemos apretar más que con mandar guardarla a los que profesan los
derechos, y aun contra el propio dictamen es fuerza seguirles. En las provisiones eclesiásticas me he
aconsejado siempre, como todos los reyes, con personas de satisfacción, doctas, religiosas y
virtuosas, porque, en materias tan importantes y en que tanto se debe mirar, no me pareció justo ni
seguro juzgar sólo de los sujetos, ni deliberar resueltamente en ellas. También remitía a Ministros de
todo crédito y satisfacción las consultas de Estado de mucha importancia, y les pedía parecer sobre

4 Esta ley debe ser la que prescribía que los funcionarios públicos hicieran inventario de lo que poseían al empezar a
servir y de lo que atesoraban después.
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ellas, para que las resoluciones fuesen las más a propósito que los negocios pedían. En las
provisiones de virreinatos y generalatos hacía lo mismo; que, consistiendo en su acierto el buen
gobierno de toda la Monarquía, y siendo tan difícil y escondido el conocimiento de los sujetos, y
siendo tan pocos los que hay para tales puestos, para elegir mejor siempre es necesario; y fuera cosa
indigna de persona grande aventurar tal acción teniendo tan poca comunicación los reyes de España
con sus vasallos, y no llegando siempre las individuales noticias de ellos, que son tan necesarias a
nuestros oídos, por seguir sólo el dictamen o noticia que dan las consultas, que por ventura no las
hacen ángeles.
Tuve también por precisa obligación mía, y debida a mi lugar y piedad, para satisfacción y
consuelo de todos mis vasallos, adquirir, demás de las noticias dichas, las lenguas de las provincias
de donde ellos son, pues nunca pudiera acabar conmigo el obligarles a aprender otra para dárseme a
entender, queriendo me hablasen en sus negocios, y quise tomar el trabajo de aprenderlas, porque
ellos no le tuviesen en estudiar la mía, en que se ha fundado la parte de esta acción mía, en lo que
mira a mis reinos de Italia, parte tan principal, grande y estimada de mi Monarquía. Y así aprendí y
supe bien las lenguas de España, la mía, la aragonesa, catalana y portuguesa. No me satisfice con
solas ellas, pues en comparación del dominio que posee esta Monarquía fuera de España, viene a
quedar ella por una parte moderada, y así, por lo que poseo en los Estados de Flandes y por el deseo
grande que tengo de visitar a aquellos vasallos tan estimados de mí, cuando las ocasiones me dieren
lugar y este reino estuviere en estado de poderle dejar por un corto tiempo (aunque esto siempre
será con la ternura que me causará apartarme de tan fieles hijos), traté de saber la lengua francesa,
estudiándola y haciendo que continuamente me hablasen en ella algunos familiares de mi casa que
la sabían; modo que es, en mi juicio, muy provechoso para entender cualquiera lengua forastera.
Con este curso llegué a alcanzar la noticia que yo quería de ella, que era entender a quien me
hablase y hablarla medianamente. En hablar bien la italiana puse mayor fuerza, por lo que he dicho
de los reinos que me tocan, y por ser aquella parte de Europa tan ilustre como se sabe, y haber
salido de aquellas provincias tan grandes sujetos en todas profesiones, y también por ser la más
usada y casi vulgar en Alemania y en todos los Estados hereditarios de ella, que por tantos títulos y
tantas razones de sangre y públicas me tocan. Y confieso también que me pudiera mover ver tanto
escrito, tan elegante y digno de ser leído, que, cuando no hubiera las razones referidas, por sólo
entender bien los libros italianos, se pudiera aprender la lengua con gran cuidado. Juzgué por lo más
esencial para conseguir el saberla, no estando en edad ni ocupación de aprenderla desde sus
principios medianamente, traducir algún libro, pues con este ejercicio se consigue gran noticia, y
ningún otro camino hay que tanto aproveche para hacerse dueño de ella; y así me encerré con la
historia de Guicciardini, en que escribe los sucesos de Italia desde el año de 1494 hasta el de 1532,
y con un vocabulario muy aventajado de aquella lengua.
Hice elección de este autor por diferentes razones: la primera, porque le hiciera ofensa si diera
la primacía a otro ningún historiador de Italia, y también por continuar las honras tan grandes y
extraordinarias que le hicieron el Emperador y el Rey Don Felipe II, mis Señores abuelo y
bisabuelo, no sólo a él, sino a sus descendientes, con lo cual me pareció acción de justificación en
mí el proseguir las honras que le hicieran y aventajarlas sumamente; pues no hay duda en que él y
todos tendrán por la mayor, como es justo, el verle traducido por mí, siendo tan incomparable a todo
precio, e inestimable, la calificación y graduación que esto le dará en el mundo. Y no es duda que
este historiador sea el más elegante, conciso y afectuoso y de gran nervio, como lo afirman y
asientan cuantos doctores han hablado en él. No intenté traducir toda la historia por ser muy larga y
no prometerme tantos ratos desocupados como fuera menester, y también porque hay algunas
traducciones de diferentes partes de ella hechas por diferentes personas, y no me quise embarazar en
ésta que estaba trabajada por otro.
Por esto, sabiendo que los libros VIII y IX de los veinte que contiene su historia no estaban
traducidos, los elegí para hacerlo, y confieso que me holgué que fuesen estos los que faltaban,
porque las materias de que tratan son generosas, esclarecidas, nobles y dignas de que las sepan las
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personas que ocupan puesto semejante al mío, pues hallarán harto que aprender, para ejecutar, y
harto de que apartarse y olvidarlo, si no es que, para huir de ello, sea mejor que quede siempre en la
memoria. Movióme también a elegir esta parte, ver lo que se parecen aquellos tiempos a estos en
que estamos, en la parte que mira a guerras, a ligas y a otros movimientos generales de Europa, que
en estos doce años de mi reinado se han alcanzado, que, como he dicho, son, no sólo parecidos, sino
que hay mucho que aprender de aquéllos, que observar y ejecutar en éstos. También me movió a
hacer este trabajo y estudio parecerme que las diferencias de amistades de Príncipes de aquellos
tiempos a estos, y de máximas de Estado, o errores de él, podrían ocasionarme, si el tiempo me
diera lugar, a aumentar lo que he leído y traducido en estos dos libros de estas acciones,
contraposiciones y observaciones; pues todas ellas son dignas y me convidan a que tome este
trabajo, que puede ser de tanto provecho, para dar luz a los tiempos venideros y a mis
descendientes, de noticias que tanto nos importan alcanzar para mejor gobierno universal de estos
reinos y de los Estados que posee esta Monarquía; siendo tan importante la noticia de los casos, la
observancia de quien tiene lo individual de las materias en la mano y en el pecho, para la enseñanza
de los Príncipes, cuyo oficio es velar sobre todo con suma atención y con vigilante cuidado, atender
con grande especulación a todas las cosas que dependen de su oficio para encaminar los negocios
arduos y difíciles al fin que deben desear, en que consiste el buen gobierno de sus reinos y
extirpación de los abusos y errores que hubiere en ellos, y leer en libros vivos y muertos, pues con
las noticias que ellos dan se hacen próvidos para estarlo en cualquier suceso bueno y malo, y saber
gobernarse en los presentes y en los venideros con el acierto que requieren las materias.
Y a todo lo que he dicho me ha movido principalmente el estudiar con vigilancia y primor en
este mi oficio que tanto importa saber con perfección, y para empezar a conseguir esto, me pareció
preciso y justo ocuparme en las cosas que tengo dicho con la atención y cuidado que me ha sido
posible, pero no con el debido para comprender enteramente tan importantes materias. Con esto he
satisfecho a lo que apunté al principio, mostrando que, no sólo ha sido superfluo, sino menos de lo
necesario, el tiempo que he ocupado en este estudio tan importante, como he mostrado; y concluyo
con lo que importa más que todo, que es dejar al Príncipe, mi hijo, y a los demás que Dios Nuestro
Señor fuere servido de darme, un vivo ejemplo y consejo práctico de cuánto deben trabajar, desde
que empiezan a tener uso de razón, los que han de ocupar estas dignidades en el arte del gobierno,
que verdaderamente es muy dificultoso y tiene mucho que saber, y así que aprender; y cuán
necesario es que lean historias, pues hallarán en ellas gran ayuda y descanso para encaminar y
disponer las materias que se ofrecieren en su reinado, y cuánto importa que estimen el saber y
aprender, procurando vencer la poca inclinación de la tierna edad a los estudios con juzgar el
provecho que les causará, cuando tengan más años, el tiempo que gastaron en ellos, y lo que les
ayudará para tantas cosas como se les habrán de ofrecer.
También para que vean lo que deben honrar, después de las armas, que son la profesión más
gloriosa y digna de la atención Real y de su favor, y, en segundo lugar y sin desunirlos, a los que
saben y han sabido trabajar, y adelantarse en las buenas letras, estudios y artes; que estos dos polos
son los que gobiernan todo el movimiento de las monarquías y los fundamentos en que estriban,
pues juntas entre sí hacen una muy importante consonancia, ayudándose y dándose la mano en
cuanto se ofrece. Y profesando y honrando estas dos columnas, que sin duda lo son de cualquier
Monarquía, se pueden prometer aciertos grandes en las acciones, fines lucidos en las materias que
se desean encaminar, y feliz gobierno de los reinos y vasallos que rigen y poseen.

Prólogo
Mi propósito ha sido traducir en lengua castellana la historia general que escribió Francisco
Guicciardini, gentil hombre florentino, de las cosas que sucedieron en Italia desde el año 1494 hasta
el de 1532, historia digna de toda alabanza y su autor benemérito de todo aplauso: el estilo con que
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está escrita es elegantísimo, la verdad con que se refiere todo lo contenido en ella grande y libre de
todo respeto particular, cosa difícil de hallarse en todo tiempo, y por esto más estimada cuando se
encuentra; el modo y juicio con que está dispuesta es admirable y no tan ajeno de malicia que haga
desabrida su lección, pero usa también de ella y con tal arte en las partes que es necesaria, que es
más digna de alabanza que de vituperio.
Los accidentes y sucesos que refiere por ventura son los más graves que se hallan escritos;
pérdidas de reinos enteros en brevísimo tiempo; fugas de príncipes de sus dominios; mudanzas de
Estados; muertes violentas en todo género de sujetos, sin que se librase de ellas la dignidad más
suprema del suelo (¡oh justos juicios de Dios, que castiga justamente con los medios que se toman
para obrar con injusticia!), guerras largas y muy sangrientas, infinito número de batallas y algunas
tan reñidas y con tanto valor sustentadas por ambas partes, que se hizo dudoso si se debía más
gloria a los vencidos que a los vencedores (valerosos soldados, que hasta en la pérdida ganaron
gloria); ligas y confederaciones entre príncipes, muchas guardadas inviolablemente y otras violadas
sin hacer caso de juramento, ni de la fe pública (como en semejantes tratados se ve hoy), pues en
todos tiempos unos saben guardar lo que prometen y otros prometer lo que no cumplen; prisiones de
reyes, de generales y de infinito número de hombres particulares; desolaciones de provincias;
incendios de pueblos; sacos de ciudades, desde la primera en que reside el Vicario de Cristo hasta el
lugar más inferior; si bien el desorden que sucedió en Roma se puede atribuir más a la insolencia y
desenfrenada ambición de tanta multitud de luteranos y forajidos (que así se pueden y deben llamar
los más que conducía Borbón en su ejército), que a las órdenes del Emperador; pues ningún autor
escribe que la hubiese dado para semejante insulto, antes refieren muchos lo contrario, y es cierto
que él, poco antes, había concluido paz con el Pontífice por medio de Carlos de Lanoi, virrey de
Nápoles, e ido él en persona por orden del Papa, con gran riesgo de su vida, a detener la
desordenada codicia con que venía el ejército contra Roma. No tenía intención de cooperar en este
suceso, aunque fueron grandes las ocasiones que le dio Clemente con las confederaciones y ligas
que hacía con sus enemigos para hacerle viva guerra, no como a Sumo Pontífice, sino como a
Príncipe secular de Italia; que la Corona y Monarquía española, aunque vecina, sin razones y
disfavores de la Sede Apostólica, ha estado y estaba siempre postrada a sus pies, con la sumisión y
reverencia que se debe.
Sucesos grandes son los que contiene esta historia y es justo que se vean con particular
atención y que se atienda con mucho estudio a aprender en esta escuela, tanto como se hallará digno
de la noticia de todos y principalmente de la de los príncipes y personas, en cuyas manos ha puesto
Dios gobiernos de provincias y de Estados, a los cuales pocas veces llega la verdad desnuda, y si
ellos, por sí mismos, no la buscan en la que está escrito, les será dificultoso hallarla.
También verán los escollos de que deben huir, en que naufragaron en aquellos tiempos por
diferentes fines particulares tan grandes sujetos, y sabrán apartarse de los medios que les llevaron a
este precipicio y juntamente seguir las huellas de tan ilustres príncipes, que les guiaran a tomar
puesto manso y sosegado en que, por más borrascas que corran, se verán libres de cualquier riesgo y
acertarán al gobierno de lo que les tocare, con felices sucesos, si encaminan sus acciones al
verdadero fin que se deben guiar; pero si materias de Estado injustas o intereses particulares de
príncipes (como muchas veces sucede) hacen olvidar de la primera obligación, todo se
desencamina; los sucesos que al principio tuvieron apariencia de dichosos, al fin serán infelices para
mayor castigo y confusión de quien procede mal; no les saldrá bien intento alguno; cualquier acción
se deslucirá en sus manos, y, si no vuelven sobre sí y obran como deben, se verán cercados de
desdichas y miserias, de que hay tantos ejemplares, como se sabe, en las historias humanas y
divinas.
No se puede negar que esta provincia de Italia es sumamente ilustre, pues no ha bastado a
hacerla decaer de su esplendor, haber sido desde tiempos tan remotos asiento y silla de casi todas
las guerras de Europa, que, como está dividida en tantos potentados, y ha habido los más de los
tiempos disensiones entre ellos, se han encendido fácilmente alborotos que con dificultad se han
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extinguido; mas la fertilidad de esta provincia la ha sacado libre de tantas calamidades y trabajos
como ha padecido por tan largo curso de tiempo.
No me maravillaría que, siendo tan diferentes los entendimientos de los hombres y tan
diversas las opiniones que aprenden, haya algunos que les parezca que no tocaba al autor de esta
traducción el haberse ocupado en este trabajo voluntario cuando tiene tantos precisos a que acudir,
pero juzgo que habrá muchas más razones que favorezcan su intención que la curiosidad de los que
pusieren objeciones a esta acción tan sin ejemplo.
Nadie me podrá negar que el saber y cobrar noticias de lo pasado deje de ser bueno,
principalmente para los príncipes que deben atender con gran estudio y vigilancia a todo lo que les
habilitare para el gobierno de sus reinos; y que leer historias y desmenuzarlas tanto como es
necesario para una traducción deje de aprovechar infinito, es proposición sin respuesta, y más
cuando juntamente se adquieren las noticias que tanto se desea saber y se hace uno práctico en una
lengua tan copiosa como la italiana, y necesario que la sepa quien posee tantos Estados en aquellas
provincias. Según lo referido parece que no pueden subsistir las razones que se trajeren contra esto,
si bien la mayor y más fuerte que a mi juicio se puede alegar, es que es preciso que en esta obra se
haya ocupado mucho del tiempo que se debía emplear en acudir a lo que precisamente se debe.
Cierto que a la primera luz hace gran fuerza esta razón, pero si los ratos que es debido permitirlos al
descanso y ocuparlos en cosas indiferentes se gastaran en este estudio, quitando del reposo lícito por
no gastar en esto un momento del tiempo que se ocupa en la obligación forzosa, parece que antes se
debe agradecer y aplaudir esta acción que buscar sombras con que obscurecerla, y más cuando la
intención del autor es sólo trabajar sin admitir los alivios permitidos, justos y necesarios en todo lo
que juzga que es a propósito para poder sustentar tanto peso como carga sobre sus hombros, para
dejar a la posteridad ejemplo del desvelo con que se debe acudir a tanta obligación y para acertar a
salir bien del empeño en que Dios Nuestro Señor le puso cuando le encargó el gobierno de tan
grande y dilatada monarquía.

Vida de Francisco Guicciardini


escrita por S. M. el Rey D. Felipe IV5
La familia de los Guicciardini ha estado siempre en el número de las familias antiguas y
nobles de la ciudad de Florencia, y en el tiempo que aquella ciudad se gobernaba como República
fue siempre honrada con las dignidades y honores de que solían ser graduadas todas las casas
nobles; y porque las principales dignidades eran el ser alférez mayor de la justicia, de señores de
colegios, de dieces y de semejantes magistrados que gobernaban la ciudad y siempre se daban en
primer lugar a las personas honradas y de mayor crédito, por la muchedumbre de aquellos que
fueron elegidos alféreces mayores o de señores, de la casa de Guicciardini, se puede conocer que
aquella familia ha estado siempre en mucho crédito en aquella tierra. Ha tenido la casa Guicciardina
quince veces la dignidad de alférez mayor de la justicia y cuarenta y una del número de señores; el
primer alférez mayor fue Simón Tucio Guicciardini, que poseyó este oficio el año 1302. Esta
dignidad había tenido principio pocos años antes, como fue, después de la jornada de Cuapaldina,
que sucedió entre los florentinos y los de Trezo cerca del año 1282; y el primero que fue sacado de
los señores de la misma casa fue el mismo Simón de Tucio, que en el año 1305 consiguió este
grado.
Por este número de personas que han alcanzado estas dichas honras se puede comprender que
la dicha familia ha sido muy estimada en aquellos tiempos, pues ha tenido más alféreces mayores y

5 En realidad, procede de Remigio Fiorentino, como se conoce al dominico Remigio Nannini (1518-1580), autor de
Considerationi civili sopra l'historie di M. Francesco Guicciardini e d'altri historici. (Nota del editor digital.)
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más señores que todas las otras familias de aquella ciudad (fuera de cinco), como se ve en los libros
llamados Riorittes de la ciudad de Florencia.
Muestran también la nobleza y antigüedad de esta casa las fábricas que hicieron de sus
propias habitaciones puestas en la calle que toma el nombre de su familia; son muy honradas y
fabricadas con aquella arquitectura que se usaba antiguamente y que pedía el estado de la ciudad
por respeto de los bandos y guerras civiles que la trabajaban mucho en aquellos tiempos, y también
se puede ver en la fábrica de la iglesia y monasterio de Santa Felícitas, fabricado por ellos cerca de
sus casas.
Siempre ha tenido esta familia hombres muy aptos para el gobierno de las cosas públicas, de
donde los escritores de historia han estado obligados a tener honrada memoria de ellos por mostrar
su valor. Por esto algunos que han escrito la historia de Florencia describiendo el estado inestable de
la República florentina en el tiempo que estaba trabajada de las guerras civiles, de los tumultos y
sublevaciones del pueblo contra los nobles, hacen mención de Luis Guicciardini, que era en aquel
tiempo alférez mayor de la justicia, como del ejemplo de un hombre en cuya persona se mostraba la
inestabilidad popular; pues que en un mismo tumulto del pueblo, en un mismo día y en un mismo
sujeto se ve unido juntamente el beneficio y la injuria, porque el pueblo, yendo alborotado a las
casas de Luis sobredicho, las pegó fuego, y apenas fueron abrasadas, que él, mudado como es su
costumbre, de opinión, eligió al sobredicho Luis, con mucho aplauso, por Caballero. Esta dignidad
ha estado en muchas de aquellas familias, y en aquellos tiempos era de gran consideración en
aquella República.
Han salido también de esta estirpe hombres no menos valerosos que expertos en las cosas de
la guerra, y aunque yo pudiera hacer honrada mención de Pedro y Juan Guicciardini, al uno de los
cuales, que era Pedro, favorecía Cosme el viejo de Médicis y Juan su hermano seguía la parte de
Reinaldo de Albici, contrario a Cosme, por no mostrar querer hacer una descripción particularmente
de todos, diré sólo que, como pedían a Juan el dicho Reinaldo de Albici y Palla Estroci que saliese
fuera con sus soldados el día determinado para la opresión de Cosme, él les respondió que en
aquella empresa no le parecía que haría poco si pudiese detener a Pedro su hermano para que no
saliese a la defensa de Cosme, de donde se ve que el uno y el otro eran los primeros de las
facciones.
Volviendo, pues, a los hombres de esta familia más propincuos a monseñor Francisco, digo
que entre ellos es muy celebrado Jacobo Guicciardini a quien hicieron comisario del ejército
florentino en el tiempo que el Papa Sixto IV, dando favor a la conjuración de los Pazos contra los
Médicis para mudar el estado de la República, le perseguía no menos con las armas espirituales que
con las temporales; mas no saliendo la conjuraración conforme al deseo del Papa y de Fernando de
Aragón, rey de Nápoles, porque en ella Lorenzo de Médicis quedó vivo y todos los conjurados
fueron vergonzosamente muertos o castigados de diferentes maneras, quisieron por esto el Papa y el
Rey probar si harían con las armas lo que no habían podido hacer con la conjuración, y así,
enviando los dos ejércitos a la Toscana, el del rey hacia Siena y el del Papa por el camino de Perusa,
procuraban acometer el Estado florentino. La República, habiendo juntado sus fuerzas, hizo
comisario del ejército al sobredicho Jacobo, el cual rompió sobre el lago de Perusa, con mucho
honor suyo, al ejército eclesiástico; habiendo conocido primero con bonísimo juicio las razones por
donde los enemigos habían tomado osadía para hacer su alojamiento junto tres millas del ejército de
los florentinos. Esta rota sucedió el año de Nuestro Señor de mil y cuatrocientos y setenta y ocho, y
dos años antes había conseguido él mismo la dignidad de alférez mayor de justicia. Continuando
aún en la misma comisaría, le encargó su República la guerra contra los genoveses por razón de
Serezana el año mil y cuatrocientos y ochenta y seis, y habiéndose alojado entrambos ejércitos junto
a Serezanelo, el cual estaba muy apretado de los enemigos, presentó la batalla a los genoveses que,
no rehusando el combate, se vino al hecho de las armas, donde, por la prudencia y disciplina del
comisario, quedaron vencedores los florentinos con suma gloria de Jacobo, que gastó toda su vida
en semejantes ejercicios públicos por el beneficio de su patria.
11

Este Jacobo después de sus días dejó un hijo solo llamado Pedro, su padre le ejercitó en los
primeros años en los estudios y en la crianza que deben ser propios de un caballero que nace para
atender al gobierno de su patria; así salió tan bien disciplinado que, llegando a ser hombre de
singular bondad y adornado de muy buenas letras, retiene en el ánimo la severidad que siempre ha
sido propia y particular condición de aquella familia. Ejercitóse mucho en los negocios principales
y públicos de la ciudad. Dentro y fuera tuvo cargos honrados, porque en casa fue tres veces uno de
los señores en los años ochenta y cuatro y ochenta y nueve y noventa y siete; fuera, fue enviado a
embajadas de importancia, como fue la del emperador Maximiliano, cuando estaba en el asedio de
Padua, y la del papa León X en su creación, a quien se dio el cargo de hacer la plática, que fue llena
de todas las partes y adornada de los colores con que se debe adornar y llenar un razonamiento bien
compuesto, y él le dijo con tan gran gravedad y con tanta gracia que, con sumo aplauso de los que le
oían, se dijo que sola la ciudad de Florencia como hija de Roma paría verdaderos oradores.
Vuelto Pedro a la patria, vivía con la integridad y bondad natural de que siempre había hecho
profesión, y aunque tenía a su cargo familia, no curó jamás de querer aumentar el poder e
verdaderamente enriquecerla por caminos que pudiesen perturbar la quietud de su conciencia. No
quiso jamás consentir que monseñor Riniere, que fue hijo natural de monseñor Luis, obispo de
Cortona y arcediano de Florencia, que era viejo y enfermo, renunciase en uno de sus hijos su
iglesia, que era de valor de mil y quinientos ducados de renta, aunque monseñor Riniere hizo
grandes esfuerzos para persuadirselo y mostrarle que éste era un medio para mantener en reputación
su numerosa familia de cinco varones y seis hembras. Estos sus hijos, si bien era rico, así por el dote
de las hijas como también por la división de bienes que se hubiera podido seguir entre ellos,
quedarían pobres; pero quería perder antes la utilidad y la esperanza de hacer a uno de sus hijos
gran prelado, que manchar su conciencia con haberle hecho clérigo por codicia de hacienda o por
ambición de grandeza de estado.
Vivió Pedro cincuenta y nueve años, mostrándose siempre a toda la ciudad como un ejemplo
de integridad y prudencia y como un espejo en que relucía el modo de vivir de verdadero y
moderado gentil-hombre, pues en él no se vio nunca la inquietud que suele haber en los ánimos
codiciosos de mandar, no rehusó nunca los trabajos ni los honores que las Repúblicas bien
ordenadas suelen repartir entre los gentiles hombres a quienes juzgan por a propósito para gobernar
y regir a otros. Después de su muerte, que fue el año mil y quinientos y doce, quedó de él una
bellísima generación; la cual, criada del padre en los estudios que suelen hacer perfecto el ánimo de
un hombre y enseñada con el ejemplo de sí mismo con una vida inocente y templada, pudieron
fácilmente alcanzar doctrina y bondad, y añadidos a estas cosas los documentos del padre y las
enseñanzas cerca del gobierno de cosas públicas, pues él hablaba y discurría muchas veces con ellos
en cosas tocantes al gobierno y a la materia de los Estados, alcanzaron fácilmente la práctica de la
República y de tratar los negocios que en la paz y en la guerra deben estar puestos sobre las
espaldas de los ciudadanos que gobiernan.
Los hijos fueron estos cinco: Luis, Jacobo, Francisco, Bougiani y Jerónimo. De Luis, que fue
el mayor, nació monseñor Nicolás, doctor excelentísimo de leyes, el cual, leyendo en Pisa y
teniendo la primera cátedra, dio muestra de sí de hombre letrado y de buen juicio. Después de haber
tenido en su patria todas las dignidades que le estaban bien, fue enviado últimamente por embajador
al papa Paulo IV para dar la obediencia a Su Beatitud y se le cometió la oración, que la dijo con
suma gracia y maravilla, no menos del Papa que de los circunstantes. De este Nicolás nació
monseñor Pedro, también doctor en leyes y persona muy honrada; que hoy día es auditor de Rota en
Roma, donde ejercita aquel oficio con mucha satisfacción de quien tiene que negociar con él.
De Jacobo, aunque era de ánimo flojo, tenido por bueno, se puede hacer honrada memoria,
pues le empleó su República en negocios públicos y embajadas de importancia, como fue la de la
república de Siena, la que hizo a Hércules, duque de Ferrara, en el año mil y quinientos y veinte y
nueve, cuando Florencia estaba asediada, y la del papa Clemente VII, en el mismo año, para
acomodar las cosas entre la Santidad y la República; murió Jacobo muy viejo y dejó algunos hijos,
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entre los cuales vive hoy monseñor Angelo el mayor, muy amado y apreciado del duque de
Florencia, empleado en muchos gobiernos importantes, y finalmente le ha hecho comisario de todas
sus gentes de guerra, que es cargo muy honrado; hale ejercitado y aun le ejercita hoy con mucha
prudencia y satisfacción de su príncipe.
Jerónimo, que fue el último de los hijos de Pedro, fue solo sin letras, pero dotóle la naturaleza
de tan bello ingenio y juicio, que podía caber en el número de los entendidos e ingeniosos por arte.
Este buen natural suyo fue ocasión que fuese empleado en negocios de importancia. En el año de
mil y quinientos y cuarenta y dos hizo su residencia cerca de Carlos V, con cargo de embajador
enviado del duque Cosme, para tratar con Su Majestad, demás de los otros negocios, de la
recuperación de las fortalezas de Florencia y Liorna, las cuales, en el tiempo de su embajada,
alcanzó Su Excelencia. Fue después enviado por el mismo Duque a dar la obediencia al papa Julio
III con otros embajadores, y demás de la dignidad de caballero que le dio Su Santidad, le honró con
muchas mercedes. Murió de edad de cincuenta y seis años, con no menor sentimiento del mismo
Duque (a quien era muy afecto) que de toda la ciudad; dejando después de sí sólo un hijo llamado
Angelo Guicciardini, aquel que ha sacado a luz la historia del tío, a quien, por sus raras calidades,
ha dado el duque de Florencia siempre cargos honrosos y le ha empleado en embajadas muchas
veces. La primera fue cuando le envió a dar la obediencia a Pío IV. La otra cuando fue a Francia a
condolerse de la muerte de Francisco, segundo de aquel nombre, y a congraciarse con el presente
rey Carlos IX de haber entrado en el reino. La tercera ha sido al presente Pío V, siéndole cometida la
oración como propia a aquella familia, de que salió tan maravillosamente como se esperaba de él.
De Bougiani no me ocurre hacer larga mención; sólo basta decir que él, por su indisposición
natural, viviendo sin mujer, atendió más a mantenerse en vida larga que abreviarla con querer dejar
hijos después de sí.
De este Pedro y de madama Simona de Juan Filiaci nació monseñor Francisco Guicciardini,
escritor de la historia de Italia de sus tiempos, escrita por él, no menos con gravedad y belleza de
estilo, que con integridad y fidelidad de las cosas que sucedieron. Nació a seis de Marzo de mil y
cuatrocientos y ochenta y dos, y educado del padre en las costumbres que están dichas arriba, le
hizo atender en los primeros años a las letras de humanidad, con las cuales atendió también a los
principios de la lengua griega, si bien después, o por no agradarle aquella lengua o porque juzgase
que no le debía ayudar mucho para los estudios de las leyes, no la siguió. Trabajó también en los
estudios de la lógica, pues sin ella mal se pudo argumentar en el derecho canónico y civil, y en
todos los estudios a que atendió con atención, hizo maravilloso fruto. En llegando a edad de diez y
seis años, comenzó a oír derecho civil en la ciudad de Florencia de monseñor Ormanoco Deti y de
monseñor Felipe Decio, que eran en aquella edad dos doctores famosos. Oyólos por espacio de tres
años; después de este tiempo, dudando Pedro, su padre, que en Florencia no naciese alguna
revolución de Estado, por ver que Pedro y Julián de Médicis, que estaban bandidos de la ciudad,
tenían un séquito de amigos y de parientes que, por cualquiera ocasión que se les representase,
habían de procurar volver a ella, o cierto movido de la persuasión de que un mozo hacía más fruto
en los estudios en las escuelas de fuera que en las de la propia patria, y que se alcanza más plática
de las cosas del mundo tratando con los forasteros que con la continua costumbre de sus propios
compatriotas, le envió a Ferrara, donde se detuvo solamente un año, porque no satisfaciéndose de
los doctores de aquel estudio, se fue a Padua. Allí estuvo tres años continuos debajo de la disciplina
de monseñor Felipe Decio y de monseñor Carlos Ruini, que eran entonces los mejores doctores en
leyes que había en toda Italia. Después, habiendo vuelto a Florencia, se doctoró en el capítulo de
San Lorenzo en el colegio del estudio pisano, reducido pocos años antes a aquella ciudad por haber
perdido a Pisa los florentinos, y, apenas fue hecho doctor, cuando la Señoría le condujo a leer la
instituta en aquella ciudad; siendo entonces de edad de veintitrés años y conociendo que tenía gran
crédito y que los doctores estimados sacan grandísima utilidad y reputación del oficio de abogado y
de consejero, entró por eso en la abogacía, con mucho concurso y frecuencia de negociantes.
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El año después, que fue el de mil y quinientos y seis, se casó con María, hija de Alamano
Salviati, que era uno de los principales y más honrados ciudadanos de Florencia, en cuyas manos en
la última guerra de Pisa se hallaron las condiciones del acuerdo entre los florentinos y los pisanos,
mientras que era comisario del ejército florentino que estaba alojado, la una parte de él, en San
Pedro in Grado. Atendiendo al mismo oficio de abogar y aconsejar, se comenzó a hacer conocer por
consejero sincero y por abogado entero, continuando así hasta el año mil y quinientos y doce. Se
conoció su valor por lo universal de los ciudadanos, y así le juzgaron por digno de ser empleado en
otros negocios que en pleitos particulares y en consultas de poco momento. Por tanto, mientras que
Italia estaba oprimida de las armas de los ultramontanos que, combatiendo entre ellos a modo de
competidores amartelados, desfogaban sobre su cuerpo sus inmoderados apetitos, y mientras que los
florentinos estaban en duda de entrar en la liga del rey de Francia contra Fernando, rey de España, o
todavía, por estarse neutrales, juzgando que Francisco Guicciardini, aunque mozo (y conforme las
leyes de la patria), inhábil para ejercitar cualquier magistrado, era merecedor por sus buenas
calidades de ser empleado en negocios públicos, le enviaron por embajador al rey de Aragón. No
aceptó de muy buena gana esta embajada, así porque le parecía que alcanzaba mucha reputación y
calidad en el ejercicio de abogado, como también porque consideraba que su ausencia era ocasión
de apartarle los negociantes. Estando suspenso si aceptaría o no, persuadido finalmente de Pedro su
padre (que entonces era comisario en Montepulciano) la aceptó, pareciéndole a Pedro que la
embajada del hijo era cargo muy honrado, así por la calidad digna del rey D. Fernando, como por
las cosas que se habían de tratar, y también la juzgaba digna por su edad, como se ha dicho, porque
tenía entonces veintinueve años y no había memoria en aquella ciudad que ninguno tan mozo
hubiese jamás sido empleado en embajadas.
Partió de Florencia en el mes de Enero del año mil y quinientos y doce, y, con feliz viaje,
llegó a Burgos, donde entonces se hallaba la Corte, y asistiendo dos años a aquel Rey, trató
honradamente todos los negocios de su República, los cuales fue necesario que fuesen de
grandísima importancia, pues que, en el tiempo de su embajada, sucedieron en Italia rotas notables,
como fue la de Rávena, donde el rey de Aragón tenía, a cargo de Pedro Navarro, buen número de
gente; el saquear a Prato los españoles, soldados del mismo Rey; la deposición de Pedro Soderini,
que había sido alférez mayor en vida, y la reformación del Estado de Florencia, procurada y
favorecida del mismo rey de Aragón, con la restitución de la familia de los Médicis, que en aquel
tiempo parecía que se quería alzar con la libertad de la patria. De haber estado él en aquella corte y
no haber enviado la ciudad nuevos embajadores por ninguna urgente ocasión, se puede hacer
conjetura que trató en nombre de su ciudad con aquel Rey todas las cosas importantísimas con
mucha satisfacción de todos; fue también muy favorecido y bien visto de aquel Rey, el cual, a su
partida, le dio plata de valor de quinientos escudos, y creyendo que había satisfecho en aquel oficio
a sus ciudadanos, se volvía muy contento a la patria. No pudo gozar entero este contento, porque, en
llegando a Florencia, tuvo aviso de la muerte de su padre Pedro, con gran dolor y quebranto de su
ánimo, pues deseaba (como es costumbre de quien ha hecho alguna grande empresa) conferir con él
lo que había obrado en su embajada.
Fue recibido en Florencia de toda la ciudad con gran honra, donde habiendo estado poco
tiempo, le llamó el papa León X para servirse de él, y le empleó en el gobierno de diversos lugares.
Envióle después el mismo Papa al gobierno de Módena y de Rezo, donde, habiendo estado algunos
años, le fue fuerza mostrar que también tenía conocimiento del gobierno de un lugar en tiempo de
sospecha; pues habiéndose concluido la liga entre el Papa y el Emperador contra el rey de Francia y
queriendo él guiar primero el negocio con astucia que con manifiesta guerra, trataban con los
forajidos de diversos lugares echar los franceses, y particularmente se había de hacer esto en la
ciudad de Milán. Pero llegando alguna noticia de esto por medio de Federico de Rozolo a monseñor
del Escudo, que tenía en Italia la autoridad de su hermano que había ido a Francia, se resolvió de ir
a Rezo, esperando por algún yerro o miedo del gobernador, mal práctico (como él creía) en las
cosas de la guerra, prender a los forajidos o apoderarse de Rezo. El Guicciardini había hecho con
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mucha presteza tan gran provisión, que el Escudo, con su peligro grande, conoció que el gobernador
no era tan poco práctico como imaginaba.
Cuán excelentemente se portó en la defensa de Parma, después de la muerte del papa León, se
lee tan claramente en su historia, que el querer extender aquí los sucesos de aquella defensa, sería
(como se dice por refrán) un hacer lo hecho; pero a lo menos es bien digno de consideración cerca
de estas dos partes, que esta defensa se hizo en tiempo de Sede vacante, en el cual no parece se hace
servicio a ninguna persona, y que fue menester que se sirviese de un pueblo amedrentado y
desarmado, en donde, como se sabe, ordinariamente no se puede hacer, por su inestabilidad, ningún
fundamento.
Conservó aún los mismos cargos debajo de Adriano VI, a quien, descubriendo los designios
de Alberto Pío de Carpi, en quien había puesto el Colegio de los cardenales la guarda de Rezo y
Ruviera, antes de su venida a Italia, y por hacer novedad, se servía del medio de Renzo de Ceri, fue
ocasión que le quitasen aquel gobierno. Inmediatamente después de la muerte del Papa, se
descubrieron los fines y designios de Renzo y de Alberto, que no pudieron estar más escondidos.
El año mil y quinientos y veintitrés fue hecho Sumo Pontífice el cardenal Julio de Médicis,
nombrado Clemente VII, en su pontificado retuvo los gobiernos y le ocupó en cargos de
importancia; en particular le hizo presidente de la Romaña, con suma y plena autoridad. Este cargo,
en aquellos tiempos, era no menos de mucho trabajo que de mucho peligro, respecto de las
enemistades civiles de los lugares que estaban divididos en bandos debajo del nombre de güelfos y
gibelinos. En este gobierno procedió muy excelentemente, pues no sólo tuvo enfrenados aquellos
pueblos feroces y casi indómitos, sino también adornó diversos lugares públicos de diferentes villas
con fábricas y ornatos no menos acomodados que hermosos; los cuales retienen esculpido su
nombre para perpetua memoria de su administración.
Honróle también con el grado de lugarteniente de su ejército. En este oficio hizo conocer a
todos los primeros capitanes de Italia y ultramontanos que era hombre de valor y práctico, no sólo
de gobiernos civiles, sino también de regimientos militares. Cuán diestro y pronto fuese de consejo
y de ingenio, lo mostró en la ciudad de Florencia, en aquel peligroso tumulto que se levantó acaso,
mientras que el campo de la liga que seguía Borbón, que iba la vuelta de Roma, estaba dentro. En
este tiempo la ciudad estaba para ser saqueada y para quedar muerta toda la nobleza florentina que
se había puesto a la defensa del palacio; pues hablando a Federico de Bozolo, que salía fuera del
palacio de los señores enojado e iba a persuardir al duque de Urbino que le era muy fácil la
expugnación de aquel lugar, le mostró con breves palabras cuán gran injuria se hacía al Papa con
poner en desorden su ciudad y cuán gran detrimento traería esta determinación a las cosas comunes
y a la Señoría que era entonces (de la cual era alférez mayor de justicia Luis Guicciardini su
hermano). Supo, juntamente con Federico, persuadir también que se deshiciese el tumulto y
desamparase la defensa del palacio; que quietas todas las cosas, se libró la ciudad aquel día por su
consejo de un extraordinario y muy dañoso accidente.
Después le envió este mismo Papa por gobernador de Bolonia, la cual, por ser habitada de
pueblo feroz y amigo de las armas, había menester persona que administrase justicia
indiferentemente y en parte quitase y resfriase el orgullo y ardor de muchas familias nobles que,
confiándose en la muchedumbre y braveza de sus secuaces, hacían por la ciudad muchas cosas con
que la tenían inquieta y perturbada. En tomando el dicho gobierno, moderó en parte la autoridad del
Magistrado de Cuarenta. En poniendo esto en orden, empezó a hacerse temer mucho porque
ejecutando rigurosamente la justicia, sin respeto de los nobles o grandes de aquella ciudad, obró de
manera que las insolencias de los que tenían placer de tenerla inquieta y perturbada, o fue castigada
públicamente, o en particular, con amenazas, remitida. Sucedióle hallarse, en la muerte de
Clemente, gobernando la dicha tierra. Podía justamente en este tiempo dudar de sí mismo, por haber
sido severo y haber guardado poco respeto en el administrar justicia, y temer algún peligroso
tumulto, así como suele acontecer en la muerte de los Papas en aquella ciudad. Todavía con ánimo
grande, se estuvo también quedo en el gobierno de ella; y habiendo, por obviar los tumultos que
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podían nacer en Sede vacante, tomado a sueldo mil infantes y puéstolos en la guarda de las puertas
y de las partes principales de la ciudad, la tuvo quieta, como estaba antes de la muerte del Papa,
ejercitando la misma severa justicia, aunque la familia de los Pepoles, cabeza de una de las
facciones y acostumbrados a vivir en tiempo de Sede vacante como Príncipes de aquella tierra,
reclamasen y le hiciesen alguna resistencia; pero él, sin respeto de aquella familia, ni de su poder,
había hecho prender dos forajidos sus soldados y los hizo ahorcar, a los cuales, en la muerte del
Papa, los habían llamado de Bolonia.
Después de algunos días se eligió el nuevo Papa, y el Guicciardini, sabiendo que se le había
dado sucesor en el gobierno, y viendo la ciudad quieta, determinó partirse, y aunque los Pepoles,
como ofendidos de él por la muerte de sus soldados, le amenazaban con quererle ofender en su
partida, con todo eso, se fue a medio día acompañado de pocos caballos ligeros, demás de su
acostumbrada familia, y porque yendo por el camino ordinario era fuerza pasar cerca de las casas de
los Pepoles, no quiso mudar camino, antes atrevidamente siguió su viaje. Los Pepoles no hicieron
ningún movimiento, como creía casi toda la ciudad, y se volvió a Florencia, donde estuvo hasta su
muerte.
Alegróse mucho el duque Alejandro de Médicis con la vuelta de monseñor Francisco a la
patria, pues le amaba y tenía como a padre y estaba con él y con toda la ciudad en gran reputación y
crédito; y porque era siempre factor y amigo de la casa de los Médicis y sabía cuán inclinado era el
ánimo de un príncipe mozo a gastar y a vivir licenciosamente, por eso no atendía más que a
moderar los gastos del Duque y a templar la grandeza de su espíritu, que siempre estaba lleno de
nobles conceptos y alguna vez muy altos. Fue necesario al dicho Duque ir a Nápoles a besar la
mano a Carlos V; por esta causa llevó al Guicciardini, junto con Mateo Strozi, Roberto Acciayoli y
Francisco Vitori, y en las controversias y trabajos que el duque tuvo en aquella corte por razón de
los forajidos florentinos, se valió grandemente de su autoridad y consejo. Después que hubo
vencido muchas dificultades se volvió a Florencia, teniendo en suma veneración a monseñor
Francisco, así por sus raras calidades, como también por las obligaciones frescas en que le parecía
estaba; por lo que le defendió en Nápoles contra los forajidos.
Muerto el duque Alejandro de aquella no esperada y violenta muerte que todos saben, entre
los primeros ciudadanos que llamó el cardenal Civo para la consulta secreta de lo que se había de
hacer en un caso tan súbito, urgente y peligroso, fue uno el Guicciardini, el cual, oyendo con gran
tristeza de ánimo lo que decía el cardenal de la muerte del Duque, y diciendo que, entre dos
extremos peligrosos, era menor mal tomar un medio, sin arrimarse a la una ni otra parte; que
precipitarse no favorecía nada a los que pedían el gobierno de César por ministros imperiales, hasta
que el hijo natural del duque Alejandro tuviese edad de gobernar, ni a los que pedían el regimiento
libre y civil, y viendo en suma que no podía pedir un gobierno de nobles (como quizá era su ánimo)
se resolvió de contentarse que Cosme de Médicis, el cual estaba incluido en la capitulación hecha
entre César y los florentinos, en caso que Alejandro, Hipólito y Lorencino de Médicis muriesen sin
legítimos herederos, sucediese como propincuo al Duque muerto en el gobierno de Florencia. Así,
por su consejo y consentimiento de cuarenta y ocho ciudadanos, señalados después del asedio por
gobernadores del Estado, fue elegido por señor y después por duque de Florencia Cosme de
Médicis, con quien monseñor Francisco había tratado (antes que llegase al Ducado) casar una hija.
Con este príncipe mantuvo también su misma gravedad y reputación, no trabajando en las
cosas del Estado sino cuando se le pedía; deseando sumamente reducirse a la quietud y dar fin a
tantas incomodidades y trabajos que habían durado ya por espacio de tantos años y también para
poder dar perfección a la historia de que tenía gran deseo. Mientras que él se aparejaba para
emplearse en una vida quieta y apartada de todas las perturbaciones y negocios fastidiosos, le pidió
a boca el papa Paulo III, cuando pasó por el Estado de Florencia para abocarse con Carlos V y
después por continuas cartas y persuasiones del cardenal Ruberto Puci, que fuese a servir a Su
Santidad con pactos y condiciones honrosísimas y utilísimas. No las quiso aceptar por estar (como
he dicho) vuelto todo a la vida quieta y también por considerar que, no habiendo entre el duque
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Cosme y el Papa mucha inteligencia y que podían nacer entre ellos ocasiones de manifiesta
enemistad, de donde no se conseguiría, de servir al Papa, sino que le tuviesen por sospechoso cerca
del Duque, juzgaba que no era conveniente servir a un príncipe enemigo de su señor. Demás de
estas razones le quitaba el deseo de cansarse más considerar que no tenía hijos varones, y el tener
mujer le quitaba la esperanza de poder subir al grado de prelacía; y así el un pensamiento le
prohibía el trabajar para ganar, y el otro le desviaba del aspirar a dignidades eclesiásticas. Por esta
razón, cortadas en la mitad todas estas pláticas, vivía lo más del tiempo en una quinta suya muy
quietamente, atendiendo con sumo estudio a tejer la tela de su historia bien urdida. Mientras que
estaba cerca del fin, la muerte, envidiosa de que un tan gran escritor nos dejase memoria de las
cosas sucedidas en los tiempos modernos, acabó su vida en Mayo del año mil y quinientos y
cuarenta con una calentura maliciosa, siendo de edad de cincuenta y ocho años. Por esta ocasión nos
dejó imperfecta la historia, porque su ánimo era, si vivía, seguir desde la creación de Paulo III hasta
que Dios le hubiese alargado la vida, en cuyos tiempos han sucedido (como todos saben) muchas
cosas dignas de memoria.
Cuanto a la disposición del cuerpo, fue de estatura grande; tenía las espaldas algo gruesas, la
cara no muy buena y la presencia venerable y grave; fue de complexión muy gallarda, pero los
trabajos de los estudios y de negocios le acababan, a los cuales era tan inclinado y los ejecutaba con
tanto fervor, que muchas veces se privaba de la comida y del sueño, por cuya causa se había hecho
malsano. Dotóle la naturaleza de ingenio velocísimo y alto, de juicio raro y de memoria tenaz y
profunda. Fue elocuentísimo en el discurrir, en el persuadir eficaz, y prudentísimo en el consultar,
mayormente cuando había de aconsejar sin respeto de personas.
Fue hombre enterísimo e incorruptible, de manera que, en los casos pertenecientes a hacer
demostración de justicia, no había pensar sobornarle con ningún género de dádivas y siempre se
encontró amador del bien público. No le faltaron también las virtudes del ánimo, pues fue muy
religioso y dotado de bonísimas y santísimas costumbres. Fue de naturaleza colérico e iracundo;
mas no por esto licencioso de lengua, y cuando tenía el ánimo quieto y asentado, se mostraba muy
apacible y gentil. No fue muy amador de chistes graciosos y mayormente en razonamientos de
importancia; diciendo que, así como no era conveniente en un concierto de mujeres honestas llamar
a una pública, así no estaba bien el servicio de las burlas en los razonamientos graves. No se lee que
jamás dijese ninguno, antes reteniendo siempre la gravedad en hablar, no quería, por ser chistoso,
venir a ser ligero.
Tuvo siete hijas y nunca ningún varón, las tres de ellas vivieron más que él, dos casadas con la
noble familia de Capponi y una con la de Pazos.
Sintió su fin universalmente toda la ciudad, y si bien en el tiempo de atrás pareció a algunos
que se había metido mucho en el servicio de la casa de los Médicis y que había sido particular
factor, con todo eso, ellos mismos confesaron ingenuamente que no había hecho esto ni por
ambición, ni por avaricia ni por vengarse de ninguno, aunque no hubiese de aquella familia sino
dignidades que estaban en costumbre darse a personas iguales y aun inferiores a él, y no alcanzó de
su servicio riquezas superfluas, ni se movió nunca por aquel medio a tomar venganza de alguno que
le hubiese injuriado; pero juzgaron que había hecho esto por accidentes nacidos y por las
condiciones de aquella tierra; pensando que era menor mal aquietarse debajo del gobierno de
aquella familia, que destruir y arruinar aquella ciudad para procurar sublevarla y para dar (cuando
por ventura hubiese salido bien la sublevación) en un gobierno corrupto e inestable, como habían
estado tantos siglos antes casi todos los gobiernos de Florencia, así como se lee en las historias
florentinas con poca reputación de sus ciudadanos. Juzgó cada uno por esta causa que era de
bonísima intención y sincera voluntad para con su patria, pues fue siempre estimado por prudente y
sabio ciudadano y más ejercitado en las cosas de los Estados que ninguna otra persona de su tiempo.
Las moderadas riquezas que dejó le acrecentaron gran crédito y reputación para con todos, pues
habiendo tratado tantas cosas de tan grande importancia, en que podía amontonar grandísimos
tesoros, y siendo por naturaleza amigo de guardar, no dejó a su muerte más que el valor de treinta
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mil ducados, de lo que se puede juzgar que los cargos que le habían dado los administró más por
codicia de honra, que por deseo de dineros.
Su entierro fue honrado, según su grado, porque dejó expresa comisión que no le hiciesen
pompas superfluas ni quiso epitafios ni ser celebrado con oraciones. Enterróse en Santa Felícitas en
los sepulcros de sus pasados, y su historia, sacada a luz por monseñor Angelo Guicciardini, gentil
hombre muy estimado en su ciudad (como se ha dicho arriba), ha hecho conocer la felicidad de su
ingenio, porque en ella hace profesión, no sólo de contar puramente las cosas que sucedieron, como
hacen otros muchos historiadores, sino muestra el haber sabido los deseos de los capitanes, los
designios de los príncipes y los conceptos de los Reyes y de los Emperadores, descubriendo en
muchos lugares asimismo los fundamentos de sus intenciones. En ella es dulcemente mordaz, alaba
moderadamente y vitupera con mucha modestia: de manera que no se muestra, en el decir mal, lleno
de odio, ni en el alabar, lleno de adulación; antes, como verdadero historiador (que en todo debe ser
semejante a un oráculo), no ha defraudado de la verdad ni alabanza aquellos que, por cualquiera
obra hecha excelentemente, lo han merecido, y, mirando los casos como verdaderamente
sucedieron, no ha dejado de decir mal con modestia de aquellos que, por deméritos o vituperios
suyos, merecían quizás que se dijese más severamente mal de ellos.
Esta historia suya se ha traducido nuevamente por beneficio de las naciones de afuera. En
lengua latina por Celio Segundo Curión, y presto saldrá en lengua española y francesa, según
entiendo; lo cual no nace de otra cosa que de su hermosura y verdad.
Dícese que tuvo deseo de reducir lo que había hecho en forma de comentarios, a imitación de
César, y habiendo conferido este pensamiento con Jacobo Nardi, ciudadano florentino muy amigo
suyo, hombre de muchas letras y de mucha experiencia (de quien saldrán presto a luz las historias
de su tiempo que hizo en el extremo de su vejez), le disuadió de ello y le animó a escribir la historia
de sus tiempos, así porque le conocía por hombre de ingenio a propósito para poner en perfección
una empresa tal y porque sabía muy bien que era para escribir la pura verdad, sin respeto de miedo
o esperanza de premio (de estas dos malas costumbres parece que han estado en los tiempos
pasados y hoy también lo están dañados casi todos los escritores), así también porque huyese la
envidia de sus ciudadanos y el vituperio universal de haber querido celebrarse a sí mismo
solamente.
Comenzó a tejer esta preciosa tela en el año mil y cuatrocientos y noventa y cuatro y acabó el
de mil y quinientos y treinta y dos, y quizá hubiera pasado más adelante si no hubiese muerto más
mozo de lo que convenía a un hombre como él; si los que hacen tales obras se pueden llamar
muertos, que no antes inmortales, pues que viven siempre en sus obras y en los entendimientos de
los que las leen con afición, que son aquellos dos honrosísimos sepulcros en cuyo contorno no
ocurren epitafios ni inscripciones para celebrar el nombre del sepultado; pues debiéndose a la fama
inmortal de un bellísimo espíritu, un lugar que conserve para siempre su memoria, no se puede
hallar cosa que mayor reputación y grandeza la mantenga que las mismas obras que ellos hacen
aventajadamente y los ánimos humanos que con suma alabanza siempre los celebran.
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LIBRO PRIMERO

Sumario
Gozándose Italia de una dichosa y lucida paz, mantenida casi por la prudencia de Lorenzo de
Médicis, Luis Sforza, que debajo de nombre de tutor gobernaba el ducado de Milán por no ceder el
Estado a su sobrino Juan Galeazo, a quien legítimamente le pertenecía por estar casado con la hija
de Alfonso de Aragón, rey de Nápoles, llama a los franceses a Italia, con cuyo apoyo movido Carlos
VIII, rey de Francia, pasa a Italia por el Monginebra con artillería (que comenzaba entonces a verse
en nuestros países). La venida del rey levanta el ánimo de los pisanos para rebelarse contra los
florentinos, los cuales, gobernados entonces por Pedro de Médicis (que parecía aspiraba al gobierno
absoluto de Florencia), se levantan contra él y le echan de la ciudad. Siguiendo el rey de Francia su
ida a Nápoles para conquistar aquel reino por fuerza de armas, entra armado en Florencia, y llegado
a Roma, besa el pie al Papa Alejandro VI. Muriendo en este tiempo Fernando, rey de Nápoles, le
sucede Alfonso, el cual, obligado por el feliz curso de las victorias de los franceses, huye de
Nápoles, renunciando el reino en Fernando su hijo, que, aclamado por rey con poca alegría de los
naturales, finalmente vencido por las armas de Francia, huye y deja el reino a su enemigo.

Capítulo I
Tranquilidad que reinaba en Italia, debida principalmente a Lorenzo de Médicis.—Exaltación
de Alejandro VI al Pontificado.—Estado de Florencia.—Primeras semillas de discordia entre los
príncipes italianos.—Luis Sforza llama a los franceses a Italia.—Vicisitudes en la sucesión del
reino de Nápoles.—Embajadores de Luis Sforza a Carlos VIII de Francia.—Prepárase Carlos a
pasar a Italia.

He determinado escribir las cosas sucedidas en Italia en nuestros tiempos, después que las
armas de los franceses, llamadas por nuestros mismos príncipes, comenzaron con gran movimiento
a perturbarla; materia por su variedad y grandeza muy memorable y llena de atrocísimos accidentes;
habiendo padecido tantos años Italia todas las calamidades con que suelen ser trabajados los
míseros mortales, unas veces por la ira justa de Dios, y otras por la impiedad y maldad de los
hombres. Del conocimiento de estos casos tan varios y graves, podrá cada uno para sí y para el bien
público tomar muy saludables documentos, donde se verá con evidencia, con innumerables
ejemplos, a cuánta inestabilidad (no de otra manera que un mar concitado de vientos) están sujetas
las cosas humanas, cuán perniciosos son a sí mismos y siempre a los pueblos los consejos mal
medidos de aquellos que mandan cuando solamente se les representan a los ojos o errores vanos, o
codicia presente, no acordándose de las muchas mudanzas de la fortuna, y convirtiendo en daño de
otro el poder que se les ha concedido para el bien común, haciéndose, o por su poca prudencia, o
mucha ambición, autores de nuevas perturbaciones.
Mas las calamidades de Italia (para que yo haga notorio cuál era entonces su estado, y
juntamente las ocasiones de que tuvieron origen tantos males) comenzaron con tanto mayor
disgusto y espanto en los ánimos de los hombres, cuanto las cosas universales estaban entonces más
prósperas y felices; porque es cierto que después que el Imperio romano, enflaquecido
principalmente por la mudanza de las costumbres antiguas, comenzó a declinar de aquella grandeza
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a que había subido con maravilloso valor y fortuna, no había experimentado jamás Italia tan gran
prosperidad, ni estado tan dichoso como era del que con seguridad gozaba el año de la salud
cristiana de 1490 y el precedente y subsiguiente a estos, porque, reducida toda a suma paz y
tranquilidad, y no menos cultivada en los lugares más montuosos y estériles, que en los llanos y
provincias más fértiles, y sin sujeción a más imperio que el de los suyos mismos, no sólo estaba
muy llena de habitadores y riquezas, sino ilustrada de la magnificencia de muchos príncipes, del
esplendor de muchas ciudades nobles y hermosas, y de la silla y majestad de la religión. Florecía de
hombres excelentes que administraban las cosas públicas, y de ingenios famosos en todas ciencias y
artes industriosas y esclarecidas, y no estando desnuda, según el uso de aquel tiempo, de gloria
militar, y adornada de tantos dones, tenía justamente en todas las naciones gloriosa fama y nombre.
Conservábanla muchas razones en esta felicidad alcanzada con varias ocasiones, mas entre las
otras de común consentimiento, se atribuía alabanza no pequeña de ella a la industria y valor de
Lorenzo de Médicis, ciudadano tan levantado sobre el grado de particular en la ciudad de Florencia,
que por su consejo se regían las cosas de aquella República poderosa, más por la oportunidad del
sitio, por los ingenios de los hombres y por la fuerza del dinero, que por grandeza de dominio; y
habiéndose unido con nuevo parentesco, y reducido a dar no pequeño crédito a sus consejos el
romano Pontífice Inocencio VIII, era por toda Italia grande su nombre y autoridad en las
deliberaciones de las cosas comunes. Conociendo que sería muy peligroso a la república de
Florencia, y para sí propio, si algunos de los mayores potentados ampliase más su poder, procuraba
con todo estudio que se mantuviesen las cosas de Italia con tal balanza que no cargasen más a una
parte que a otra, lo cual no podía suceder sin la conservación de la paz y sin atender con suma
diligencia a cualquier accidente por pequeño que fuese.
Concurría en la misma inclinación de la quietud común Fernando de Aragón, rey de Nápoles,
príncipe verdaderamente prudentísimo y de grande estimación, aunque muchas veces, por lo
pasado, había mostrado pensamientos ambiciosos y ajenos de consejos de paz, y en este tiempo
estaba muy provocado por Alfonso, duque de Calabria, su primogénito, el cual llevaba mal que Juan
Galeazo Sforza, duque de Milán, su yerno, mayor ya de veinte años, aunque de entendimiento muy
incapaz, reteniendo solamente el nombre de duque, fuese oprimido por Luis Sforza, su tío, que,
habiendo tomado su tutela más de diez años antes por la imprudencia y costumbres deshonestas de
su madre madama Bona, y, con esta ocasión, reducido poco a poco a su poder las fortalezas, la
gente de armas, el tesoro y todos los fundamentos del Estado, perseveraba en el gobierno, no como
tutor o gobernador, sino, excepto el título de duque de Milán, con todas las demostraciones y
acciones de príncipe. Con todo eso, Fernando, teniendo más delante de los ojos la utilidad presente
que la inclinación antigua y la indignación de su hijo, aunque justa, deseaba que Italia no se
alterase, o porque habiendo probado pocos años antes con gravísimo peligro el odio que le tenían
los barones y pueblos, y sabiendo la afición que por la memoria de las cosas pasadas tenían muchos
de sus súbditos al nombre de la casa de Francia, reparaba en que las discordias de Italia no diesen
ocasión a los franceses para acometer al reino de Nápoles, o porque por hacer contrapeso al poder
de los venecianos, formidable entonces a toda Italia, conociese que era necesaria su unión con los
otros, y especialmente con los Estados de Milán y Florencia.
No podía agradar otra deliberación a Luis Sforza, aunque de espíritu inquieto y ambicioso, así
porque el peligro de las fuerzas del Senado veneciano obligaba a tener atentos no menos a los que
dominaban a Milán que a los otros, como porque le era más fácil conservar la autoridad usurpada en
la tranquilidad de la paz que en las molestias de la guerra, y si bien le eran sospechosos los
pensamientos de Fernando y de Alfonso por Aragón, con todo eso, siéndole notoria la disposición a
la paz de Lorenzo de Médicis, y juntamente el temor que él tenía de la grandeza de ellos, y
persuadiéndose que, por la diversidad de los ánimos y odios antiguos entre Fernando y los
venecianos, era vano el temor de que entre ellos se hiciese unión fundada, tenía por muy seguro que
los aragoneses no serían acompañados por otros para intentar contra él aquello que solos no eran
bastantes a alcanzar. Teniendo, pues, Fernando, Luis y Lorenzo la misma intención de la paz, parte
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por sí mismos, parte por diversos respetos, se continuaba fácilmente una confederación ajustada en
nombre de Fernando, rey de Nápoles, de Juan Galeazo, duque de Milán y de la república de
Florencia para la defensa de sus Estados, la cual comenzada muchos años antes, y después
interrumpida por varios accidentes, se había renovado por veinticinco años en el de 1480, entrando
casi todos los potentados menores de Italia, y teniendo por fin principal el no dejar hacerse más
poderosos a los venecianos, los cuales, mayores sin duda que cada uno de los confederados, pero
mucho menores que todos juntos, procedían con separados consejos de los comunes, y esperando
crecer por la desunión y trabajos de los otros, estaban atentos y prevenidos para valerse de cualquier
accidente que les pudiese abrir el camino al imperio de Italia. Y que aspirasen a él se había conocido
muy claramente en diversos tiempos, especialmente cuando, tomando la ocasión de la muerte de
Felipe María Vizconti, duque de Milán, intentaron debajo de color de defender la libertad del pueblo
milanés, hacerse señores de aquel Estado, y más próximamente cuando, con manifiesta guerra,
hicieron esfuerzo para ocupar el ducado de Ferrara.
Refrenaba fácilmente esta confederación la codicia del Senado veneciano, mas no unía a los
coligados en amistad sincera y fiel; siendo así que, llenos entre sí de emulación y celos, no dejaban
de observar continuamente los pasos el uno del otro, interrumpiéndose recíprocamente todos los
designios por los cuales se le pudiese acrecentar imperio o reputación a cualquiera de ellos, lo cual
no causaba menos estabilidad en la paz, antes despertaba en todos mayor prontitud en procurar
extinguir todas las centellas que pudiesen ser origen de nuevo incendio.
Tal era el estado de las cosas, tales los fundamentos de la tranquilidad de Italia, dispuestos y
contrapesados de manera que no sólo no se temía alteración presente, pero no se podía con facilidad
conjeturar por qué casos o con cuáles armas o consejos se hubiese de alterar tan gran quietud,
cuando por el mes de Abril del año 1492 sobrevino la muerte de Lorenzo de Médicis, terrible para
él por su edad, porque murió antes de cumplir cuarenta y cuatro años, y cruel para la patria, la cual,
por su reputación, prudencia e ingenio, tan aplicado para todas las cosas honradas y excelentes,
florecía grandemente en riquezas y en todos los otros bienes de que suele ser acompañada en las
cosas humanas una larga paz. Fue asimismo su muerte muy incómoda para el resto de Italia, así por
las otras operaciones que continuamente hacía para la seguridad común, como porque no sólo era
medio, sino freno para moderar las discordias y sospechas que por diversas ocasiones muchas veces
nacían entre Fernando y Luis Sforza, príncipes de casi igual poder y ambición.
A la muerte de Lorenzo (disponiéndose ya cada día más las ocasiones a las futuras
calamidades) sucedió pocos meses después la del Pontífice, cuya vida, inútil al bien público para
otras cosas, era por lo menos útil para esto: pues habiendo dejado con brevedad las armas que había
movido infelizmente; provocado por muchos barones del reino de Nápoles, en el principio de su
Pontificado, contra Fernando, reducido totalmente después el ánimo a ociosos deleites, no tenía ni
para sí, ni para los suyos, encendidos los pensamientos a cosas que pudiesen turbar la felicidad de
Italia. Sucedió a Inocencio, Rodrigo de Borja, natural de Valencia, una de las ciudades reales de
España. Cardenal antiguo y de los mayores de la corte de Roma, pero subió al Pontificado por las
discordias que había entre los cardenales Ascanio Sforza y Julián de San Pedro in Víncula, y mucho
más porque, con ejemplo nuevo en aquella edad, compró descubiertamente, parte con dinero, parte
con promesas de sus oficios y beneficios (que eran muy grandes), muchos votos de los cardenales;
los cuales, despreciando la doctrina del Evangelio, no tuvieron vergüenza de vender la facultad de
poder usar mal, con el nombre de la autoridad celestial, los tesoros sagrados en la más excelsa parte
del templo.
Indujo a muchos de ellos a trato tan abominable el cardenal Ascanio, tanto con las
persuasiones y ruegos como con el ejemplo, porque, arrastrado de una codicia insaciable de
riquezas, concertó que se le había de dar por precio de tan gran maldad la Vicecancillería y oficio
principal de la corte romana, iglesias, castillos y su palacio de Roma lleno de muebles de gran valor.
Pero no por esto huyó después del juicio divino ni de la infamia y odio justo de los hombres, llenos
por esta lección de horror de espanto, por haberse con tan indignos modos celebrado, y no menos
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porque la naturaleza y calidades de la persona elegida eran conocidas, en gran parte, de muchos. Y
entre los otros es manifiesto que el rey de Nápoles, aunque disimulaba en público el dolor
concebido, significó a la reina su mujer con lágrimas (de las cuales solía abstenerse aun en la
muerte de sus hijos) que habían creado un Pontífice que sería dañosísimo para Italia y para toda la
cristiandad: pronóstico verdaderamente digno de la prudencia de Fernando, porque en Alejandro VI
(así quiso ser llamado el nuevo Papa) se halló industria y sagacidad singular, consejo excelente,
maravillosa eficacia en persuadir, y en todos los negocios graves increíble solicitud y destreza; pero
adelantábanse a estas virtudes, con gran distancia, los vicios. No tenía sinceridad, vergüenza,
verdad, fe, ni religión, costumbres muy obscenas, avaricia insaciable, inmoderada ambición,
crueldad más que bárbara, y codicia grande de levantar por cualquier camino a sus hijos, que eran
muchos, y entre ellos alguno (porque para ejecutar los ruines consejos no faltasen malos
instrumentos) no menos aborrecible en parte alguna que el padre.
Tan gran variación como ésta hicieron por la muerte de Inocencio VIII las cosas de la Iglesia;
pero no fue de menos importancia la que habían hecho las de Florencia por la muerte de Lorenzo de
Médicis, donde, sin contradicción alguna, había sucedido en la grandeza de su padre, Pedro, el
mayor de tres hijos muy mozos; mas ni por la edad, ni calidades que tenía, a propósito para regir
peso tan grave; incapaz de gobernar con la moderación con que, procediendo su padre dentro y
fuera, y sabiendo contemporizar con prudencia entre los príncipes coligados, había en su vida
ampliado los Estados públicos y particulares y en su muerte dejado en cada uno opinión constante
que por su medio se había conservado principalmente la paz de Italia; porque aún no bien entrado
Pedro en la administración de la República, con consejos derechamente contrarios a los de su padre,
y sin comunicación de los ciudadanos principales, sin los cuales no se pueden determinar las cosas
graves, movido de las persuasiones de Virginio Ursino su pariente (eran su madre y la mujer de
Pedro de la familia Ursina) se unió de tal manera con Fernando y con Alfonso de los cuales
dependía Virginio), que tuvo justa causa de temer Luis Sforza que cualquiera vez que le quisiesen
hacer daño los aragoneses, juntarían consigo, por la autoridad de Pedro de Médicis, las fuerzas de la
república de Florencia.
Esta inteligencia, semilla y origen de todos los males (si bien desde el principio fue tratada y
establecida muy secretamente), comenzó luego, aunque por conjeturas encubiertas, a ser sospechosa
a Luis, príncipe vigilantísimo y de ingenio muy agudo: porque debiéndose, según la costumbre
antigua de toda la cristiandad, enviar embajadores a adorar como Vicario de Cristo en la tierra, y a
ofrecer la obediencia al nuevo Pontífice, había Luis Sforza (del cual fue propio tener artificio para
parecer, con invenciones no pensadas de otros, superior de prudencia a cada uno) aconsejado que
todos los embajadores de los coligados entrasen en un mismo día juntos en Roma, y que se
presentasen así todos juntos en el Consistorio público delante del Papa, y que uno de ellos hablase
por los demás; porque con esto se daría a entender a toda Italia con gran reputación de todos, que
entre ellos había, no sólo amistad y confederación, sino también gran unión; que parecía casi un
príncipe y un mismo cuerpo, y que se manifestase, no solamente con el discurso de las razones, sino
con próxima ejecución la utilidad de este Consejo. Porque, según se había creído, el Pontífice
últimamente muerto, tomando motivo de la desunión de los coligados, por haberle dado la
obediencia separadamente y en diversos tiempos, había estado más dispuesto a acometer el reino de
Nápoles. A probó fácilmente Fernando el parecer de Luis, y aprobáronlo por la autoridad de
entrambos los florentinos, no contradiciéndole Pedro de Médicis en los Consejos públicos, aunque
en particular le era muy molesto; porque siendo él uno de los embajadores, elegido en nombre de la
República, y habiendo determinado hacer ilustre su embajada con aparato muy soberbio y casi real,
echaba de ver que, entrando en Roma y presentándose al Pontífice juntamente con los otros
embajadores de los coligados, no podía lucir entre tantos ni resplandecer en los ojos de los hombres
la grandeza y esplendor de su pompa.
Con esta vanidad juvenil conformaron los ambiciosos Consejos de Gentil, obispo Aretino, uno
así mismo de los embajadores electos; porque esperando (por la dignidad episcopal y por la
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profesión que había hecho de los estudios que llaman de humanidad) perorar en nombre de los
florentinos, se dolía increíblemente de perder, por este modo no acostumbrado ni esperado, la
ocasión de ostentar su elocuencia en presencia tan solemne y autorizada, y por esto Pedro,
provocado parte por su propia ligereza, parte por la ambición de los otros, y no queriendo que
llegase a la noticia de Luis Sforza que contradecía el Consejo que él había propuesto, pidió al rey
que, mostrando que después había considerado que sin mucha confusión no se podrían ejecutar
estos actos, aconsejase comúnmente que cada uno, siguiendo los ejemplares pasados, procediese
por sí mismo. Deseoso el rey de complacerle en esta demanda, pero no tanto que totalmente
desagradase a Luis, le satisfizo más en el efecto que en el modo; siendo así que no encubrió que no
se apartaba por otra ocasión de lo que primero había consentido, sino por la instancia que le había
hecho Pedro de Médicis. Mostró mayor pesadumbre Luis de esta súbita variación de lo que por sí
misma merecía la importancia de la materia, lamentándose gravemente que siendo ya notoria al
Papa y a toda la corte de Roma la primera determinación y su autor, estudiosamente se contradijese
ahora por disminuir su reputación, si bien le desagradó mucho más haber, por este pequeño y casi
no considerable accidente, comenzando a comprender que Pedro de Médicis tenía oculta
inteligencia con Fernando, lo cual, por las cosas que se siguieron, cada día se conoció más
claramente.
Poseía la Anguilara, Cervetri y algunos otros castillos cerca de Roma Francisco Cibo,
genovés, hijo natural del Papa Inocencio, el cual, habiendo ido a vivir a Florencia después de la
muerte de su padre, debajo del amparo de Pedro de Médicis, hermano de Magdalena, su mujer, no
hubo bien llegado a aquella ciudad, cuando vendió aquellos castillos por cuarenta mil ducados a
Virginio Ursino, por interposición de Pedro Cossa, consultada principalmente con Fernando, que le
prestó secretamente la mayor parte del dinero, persuadiéndose que resultaba en beneficio propio
cuanto más se extendiese cerca de Roma la grandeza de Virginio, soldado allegado y pariente suyo,
porque, considerando el rey que el poder del Papa era instrumento muy a propósito para turbar el
reino de Nápoles (feudo antiguo de la Iglesia y que confina por muy largo espacio con el dominio
eclesiástico) y acordándose de las controversias que su padre y él habían tenido muchas veces con
ellos, y que estaba siempre pronta la materia de nuevas pesadumbres por las jurisdicciones de
confines, por causa de los censos, por las colaciones de los beneficios, por el recurso de los barones
y por otras muchas diferencias que ordinariamente nacen entre los Estados vecinos (y no menos
veces entre el feudatario y el señor del feudo), tuvo siempre por uno de los firmes apoyos de su
seguridad que dependiesen de sí o todos o parte de los barones del territorio romano; lo cual
procuraba en este tiempo más vivamente porque se creía que había de ser grande con el Papa la
autoridad de Luis Sforza por medio del cardenal Ascanio, su hermano, y no le obligaba por ventura
menos, como muchos creyeron, el recelo de que en Alejandro fuese hereditaria la codicia y odio de
Calixto III, su tío, el cual por deseo inmoderado de la grandeza de Pedro de Borja, su sobrino,
hubiera (luego que murió Alfonso, padre de Fernando, si su muerte no se interpusiera a sus
consejos) movido las armas para despojarle del reino de Nápoles, que recaía, según afirmaba, en la
Iglesia; no acordándose (¡tan poco puede muchas veces en los hombres la memoria de los
beneficios recibidos!), que por medio de Alfonso, en cuyos reinos había nacido y cuyo ministro
había sido largo tiempo, había alcanzado las otras dignidades eclesiásticas y no pequeña ayuda para
conseguir el Pontificado. Verdaderamente es cosa muy cierta que no siempre los hombres sabios
disciernen o juzgan perfectamente, y es necesario que muchas veces se muestren señales de la
flaqueza del entendimiento humano.
El rey, aunque tenido por príncipe de gran prudencia, no consideró cuánto merecía ser
reprendida aquella determinación que, no teniendo en ningún caso otra esperanza que de utilidad
muy ligera, podía causar por otra parte gravísimos daños, pues la venta de estos pequeños castillos
incitó a cosas nuevas los ánimos de aquellos a quien pertenecía o hubiera sido provechoso atender a
la conservación de la paz común; porque, pretendiendo el Papa que, por la enajenación que se había
hecho sin noticia suya, habían vuelto a la Sede Apostólica según la disposición de las leyes;
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pareciéndole no pequeña ofensa a la autoridad pontificia, y considerando, demás de esto, cuales


eran los fines de Fernando, llenó a toda Italia de quejas contra él, contra Pedro de Médicis y
Virginio; afirmando que en cuanto se extendiese su poder no dejaría ningún medio a propósito para
retener la dignidad y derechos de aquella Sede.
No se conmovió menos Luis Sforza, a quien eran siempre sospechosas las acciones de
Fernando, y porque se había persuadido vanamente que el Papa se había de regir con los consejos
de Ascanio y suyos, le parecía pérdida propia lo que se disminuyese de la grandeza de Alejandro.
Acrecentábale sobre todo la pesadumbre el no poderse dudar que los aragoneses y Pedro de Médicis
(pues procedían unidamente en tales obras) hubiesen tratado juntos unión muy estrecha, y por
interrumpir estos designios, como peligrosos para sus cosas, y atraer así tanto más con esta ocasión
el ánimo del Papa, le incitó cuanto le fue posible a la conservación de su propia dignidad,
acordándole que no tanto pusiese la mira en aquello que de presente se trataba, cuanto en lo que
importaba el haber sido despreciada en los primeros días de su Pontificado tan abiertamente de sus
mismos vasallos la majestad de tan gran lugar; que no creyese que la codicia de Virginio o la
importancia de los castillos u otra ocasión semejante hubiese movido a Fernando, sino el querer con
injurias, que al principio pareciesen pequeñas, tentar su paciencia y ánimo, después de las cuales (si
se las sufriese) osaría intentar cada día cosas mayores; que no era su ambición diferente de la de los
otros reyes de Nápoles, perpetuos enemigos de la Iglesia romana, que habían muchísimas veces
perseguido con las armas a los Papas y ocupado a Roma; que había enviado este mismo rey dos
veces contra dos Pontífices los ejércitos con la persona de su hijo hasta las murallas romanas; que
había ejercitado casi siempre enemistades descubiertas con sus antecesores, y que le irritaba de
presente contra él, no sólo el ejemplo de los otros reyes y su natural codicia de mandar, sino
también el deseo de la venganza por la memoria de las ofensas recibidas de Calixto, su tío; que
advirtiese con diligencia estas cosas y considerase que, llevando en paciencia las primeras injurias,
honrado solamente con ceremonias y títulos vanos, sería en el efecto despreciado de todos y daría
ánimo a designios más peligrosos; pero que, si se resentía, conservaría fácilmente su primera
majestad y grandeza y la verdadera veneración debida de todo el mundo a los romanos Pontífices.
Añadió a las persuasiones ofertas eficacísimas, pero más eficaces hechos, porque le prestó
muy prontamente cuarenta mil ducados, y condujo consigo, a gastos comunes, para que estuviesen
seis meses donde pareciese al Papa, trescientos hombres de armas. Con todo eso, deseoso de huir la
necesidad de entrar en nuevos trabajos, aconsejó a Fernando que dispusiese a Virginio a que
mitigase el ánimo del Papa, insinuándole que de otra manera podrían nacer de estos principios leves
gravísimos escándalos. Más libremente y con mayor eficacia amonestó a Pedro de Médicis muchas
veces que, considerando cuán a propósito fue para conservar la paz de Italia el haber Lorenzo, su
padre, procedido como medianero y amigo común entre Fernando y él, quisiese antes seguir el
ejemplo doméstico (mayormente habiendo de imitar a persona de tan gran valor), que, creyendo
consejos nuevos, dar a otros ocasión a ponerlos en necesidad de tomar determinaciones que al fin
hubiesen de ser perniciosas a todos; que se acordase cuánta seguridad y reputación había dado la
larga amistad entre la casa Sforza y la de Médicis a la una y a la otra, y cuántas injurias y ofensas
había hecho la casa de Aragón a su padre y antepasados y a la república de Florencia, y cuántas
veces Fernando y primero Alfonso, su padre, habían intentado ocupar, tal vez con armas y tal con
artificios, el dominio de Toscana.
Causaban estos consejos y amonestaciones más daño que ayuda, porque, creyendo Fernando
que le era muy indigno ceder a Lụis y Ascanio, de cuya provocación se persuadía que procedía la
indignación del Papa, y persuadido su hijo Alfonso, aconsejó secretamente a Virginio que no
dilatase el tomar, en virtud del contrato, posesión de los castillos, prometiendo defenderle de
cualquier molestia que se le diese; y por otra parte, gobernándose por sus naturales artificios,
proponía diversos modos de composición con el Papa, pero aconsejando a Virginio que no
consintiese sino aquellos por los cuales hubiese de retener los castillos satisfaciendo al Papa con
alguna suma de dinero. Tomando de esto ánimo, Virginio rehusó después muchas veces los partidos
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que Fernando, por no irritar al Papa, hacía instancia que aceptase; viéndose en estas pláticas que
Pedro de Médicis perseveraba en seguir la autoridad del rey, y que era vana cualquiera diligencia
que se hiciese para apartarle.
Reconociendo Luis Sforza a cuánta consideración obligaba el estar dependiente aquella
ciudad de sus enemigos, cuyo temperamento solía ser el principal fundamento de su seguridad, y
pareciéndole que por esto se sujetaba a muchos peligros, determinó atender a su salud propia con
nuevos remedios, siendo así que le era muy notorio el ardiente deseo que tenían los aragoneses que
él se apartase del gobierno de su sobrino; porque, aunque Fernando (lleno en todas las acciones de
increíble fingimiento y disimulación) procuraba encubrir este deseo, Alfonso, hombre de natural
muy claro, no se abstuvo jamás de quejarse abiertamente de la opresión de su yerno, diciendo, con
mayor libertad que prudencia, palabras injuriosas y llenas de amenazas. Sabía además de esto Luis,
que Isabel, mujer de Juan Galeazo, moza de espíritu varonil, no cesaba de procurar continuamente a
su padre y abuelo, diciéndoles que si les movía la infamia de tan gran indignidad de su marido y de
ella, les moviese a lo menos el peligro de la vida, al cual estaban expuestos juntamente con sus
propios hijos. Lo que más afligía su ánimo era considerar cuán odioso era su nombre en todos los
pueblos del ducado de Milán, así por muchas cobranzas de dinero no acostumbradas que había
hecho, como por la compasión que cada uno tenía de Juan Galeazo, legítimo señor, y aunque el
procuraba hacer sospechosos a los aragoneses de que tenían deseo de apoderarse de aquel Estado,
como si ellos pretendieran que les pertenecía por los antiguos derechos del testamento de Felipe
María Vizconti, el cual había instituido por heredero a Alfonso, padre de Fernando, y que por
facilitar este designio buscaban caminos para apartar a su sobrino de su gobierno, con todo no
conseguía con estos artificios la moderación del odio concebido, ni que se dejase de considerar
universalmente a qué maldades solía llevar a los hombres la sed pestífera de mandar. Pero después
que largamente hubo revuelto en su ánimo el estado de las cosas y los peligros que amenazaban,
pospuestos todos los otros pensamientos, enderezó del todo su ánimo a procurar nuevos apoyos y
uniones, y mostrándole gran oportunidad el enojo del Papa contra Fernando y el deseo que sabía
tenía el Senado veneciano de que se alterase aquella confederación por la cual se había hecho
oposición a sus designios muchos años antes, propuso a entrambos que hiciesen juntos, por
beneficio común, nueva confederación.
En el Papa prevalecía al enojo y a otro cualquier afecto la desenfrenada codicia de la
exaltación de sus hijos, a los cuales, amando ardientemente, fue el primero de todos los Papas, los
cuales, por encubrir en alguna parte su infamia solían llamarlos sobrinos, que los llamaba y
mostraba a todo el mundo como hijos, y no representándosele por entonces que podría dar principio
a su intento por otro camino, hacía instancia por alcanzar por mujer de uno de ellos una de las hijas
naturales de Alfonso, con dote de algún Estado rico en el reino de Nápoles. No estando excluido de
aquesta esperanza, dio más los oídos que el ánimo a la confederación que había propuesto Luis, y si
hubiera respondido a este deseo, no se hubiera perturbado por ventura tan presto la paz de Italia;
pero aunque Fernando no estaba ajeno de él, con todo eso, Alfonso, que aborrecía la ambición y
vanidad del Papa, rehusó siempre venir en ello, y no mostrando que le desagradaba el casamiento,
sino poniendo dificultad en la calidad del Estado y del dote, no satisfacía a Alejandro que, enojado
de esto, se resolvió de seguir los consejos de Luis, incitándole la codicia y el enojo, y en alguna
parte el miedo, porque andaba a sueldo de Fernando, no sólo Virginio Ursino, el cual por los favores
excesivos que tenía de los florentinos y de él, y por el séquito de la facción güelfa, estaba entonces
muy poderoso en todo el dominio eclesiástico, sino también Próspero y Fabricio, los principales de
la familia Colonna, y el cardenal de San Pedro in Víncula, cardenal de suma estimación que se
había retirado al castillo de Ostia (el cual poseía como obispo ostiense) por sospechas que el Papa le
quitase la vida, y, de muy enemigo de Fernando, contra quien había ya incitado antes al Papa Sixto,
su tío, y después a Inocencio, se había hecho muy amigo suyo.
No estuvo pronto, como se creía, a esta confederación el Senado veneciano, porque si bien le
agradaba mucho la desunión de los otros, le detenía la infidelidad del Papa, sospechosa ya cada día
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más a todos; y la memoria de las ligas que habían hecho con Sixto y con Inocencio sus inmediatos
antecesores, porque de la una recibieron muchas molestias, sin ninguna comodidad, y Sixto, cuando
más ardía la guerra contra el duque de Ferrara, a la cual les había incitado antes, mudando parecer,
procedió, no sólo con las armas espirituales, sino también con las temporales, juntamente con el
resto de Italia, contra ellos. Pero superando todas las dificultades la industria y diligencia de Luis
con el Senado, y privadamente con muchos de los senadores, se hizo por el mes de Abril del año
1493 entre el Papa, el Senado veneciano y Juan Galeazo, duque de Millán (despachábanse en su
nombre todas las determinaciones de aquel Estado), nueva confederación en defensa común y
nombradamente en conservación del gobierno de Luis, con condición que los venecianos y el duque
de Milán estuviesen obligados de enviar luego a Roma, para seguridad del Estado eclesiástico y del
Papa, doscientos hombres de armas cada uno, y ayudarle con estas y con mayores fuerzas, si fuese
menester, a la recuperación de los castillos ocupados por Ursino.
Alteraron no poco estos nuevos consejos los ánimos de toda Italia, pues quedaba el duque de
Milán excluido de aquella liga que había mantenido la seguridad común más de doce años, porque
en ella se prohibía expresamente que no hiciese ninguno de los coligados nueva coligación sin
consentimiento. Viéndose por esto rota con división desigual la unión en que consistía la igualdad
de las cosas comunes, y llenos de sospechas y enojos los ánimos de los príncipes, ¿qué otra cosa se
podía creer sino que hubiesen de nacer en daño común frutos conformes a aquellas semillas?
Juzgando por esto el duque de Calabria y Pedro de Médicis que era más seguro para sus cosas el
prevenir que ser prevenidos, oyeron con gran inclinación a Próspero y a Fabricio Colonna, los
cuales, alentados ocultamente a lo mismo por el cardenal de San Pedro in Víncula, ofrecían ocupar
luego a Roma con la gente de armas de sus compañías y con los hombres de la facción gibelina, en
caso que le siguiesen las fuerzas de los Ursinos y que duque se arrimase primero a sitio desde
donde, dentro de tres días después que hubiesen entrado, los pudiese socorrer. Pero deseoso
Fernando de no irritar más el ánimo del Papa, sino de mitigarle y de corregir lo que hasta allí se
había hecho con imprudencia, rehusando totalmente estos consejos, los cuales juzgaba que no
producirían seguridad, sino trabajos y peligros mucho mayores, determinó usar de cualquier medio,
no ya con fingimiento, sino muy de corazón, para componer la diferencia de los castillos;
persuadiéndose que, quitada la ocasión de revuelta tan grande, se había de volver por sí mismo
Italia con poco trabajo casi al estado antecedente, si bien no siempre por quitar las ocasiones se
apartan los efectos que de ella han tenido el primer origen; porque, como sucede muchas veces que
las determinaciones tomadas por miedo parecen al que teme inferiores al peligro, no se confiaba
Luis de que hubiese hallado bastante remedio para su seguridad; antes dudando que, por ser los
fines del Papa y del Senado veneciano diferentes de los suyos, no podría hacer fundamento por
mucho tiempo en la confederación hecha con ellos, y que por esto sus cosas podrían, por varios
accidentes, reducirse a mucha dificultad, aplicó más sus pensamientos a curar desde sus raíces el
primer mal que se le ponía delante de los ojos, que los que pudiesen resultar después, no
acordándose cuán dañosa cosa es usar medicina más fuerte de lo que puede sufrir la naturaleza de la
enfermedad y la complexión del enfermo. Como si fuese remedio único para los peligros presentes
el entrar en otros mayores, determinó, para asegurarse con las armas forasteras, pues en las propias
ni en las amistades de Italia no confiaba, intentar cualquiera medio para mover a Carlos VIII, rey de
Francia, a acometer el reino de Nápoles que, por los antiguos derechos de los anjovinos, pretendía
pertenecerle.
El reino de Nápoles, llamado erradamente en las investiduras y bulas de la Iglesia Romana (de
la cual es feudo muy antiguo) el reino de Sicilia de esta parte del Faro, fue como ocupado
injustamente por Manfredo, hijo natural de Federico II, emperador; concedido en feudo, juntamente
con la isla de Sicilia debajo de título de las Sicilias, la una de esta parte y la otra de aquella del Faro,
desde el año 1264 por Urbano IV, pontífice romano, a Carlos, conde de Provenza y de Anjou,
hermano de aquel Luis, rey de Francia, que, esclarecido por el poder, si bien más por la santidad de
su vida, mereció estar, después de su muerte, escrito en el número de los santos; el cual, habiendo
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alcanzado efectivamente con el poder de sus armas aquello de que se le había dado título con la
autoridad de la Iglesia, se continuó después de su muerte el reino de Nápoles en Carlos, su hijo,
llamado de los italianos para diferenciarle de su padre Carlos II, y después de él en Roberto, su
nieto; pero habiendo sucedido después por la muerte de Roberto, que murió sin hijos varones,
Juana, hija de Carlos, duque de Calabria, el cual, siendo mozo, murió antes que su padre, comenzó
luego a ser menospreciada la autoridad de la nueva reina, no menos por la infamia de sus
costumbres que por la flaqueza del sexo; habiendo nacido de esto, con el progreso del tiempo,
varias discordias de guerras entre los mismos descendientes de Carlos I, que nacieron de diferentes
hijos de Carlos II, y desconfiando Juana de poderse defender de otra manera, adoptó por hijo a Luis,
duque de Anjou, hermano de Carlos V, rey de Francia, aquel a quien dieron los franceses el
renombre de Sabio, por haber alcanzado (haciendo poco caso de la fortuna) muchas victorias. Este
Luis (habiendo antes muerto violentamente Juana, y pasado el reino a Carlos, llamado de Durazo,
descendiente asimismo de Carlos I) pasó a Italia con muy poderoso ejército y murió de calentura en
Pulla, cuando estaba casi en posesión de la victoria, de manera que a los anjovinos no les tocó de
esta adopción otra cosa que el condado de Provenza, que continuamente le habían poseído los
descendientes de Carlos I.
Tuvo también de esta adopción origen el pretexto con que después Luis de Anjou, hijo del
primer Luis, y anteriormente el sobrino del mismo nombre, provocados por el Papa cuando estaban
discordes con aquellos reyes acometieron muchas veces (si bien con corta fortuna) al reino de
Nápoles. A Carlos de Durazo sucedió su hijo Ladislao, que por haber faltado el año 1414, sin hijos,
heredó aquella corona Juana II, su hermana, nombre infeliz a aquel reino, y no diferente la una a la
otra en la imprudencia y lascivas costumbres; porque, poniendo Juana el gobierno del reino en
manos de las personas a quien deshonestamente entregaba su cuerpo, se redujo presto a tan gran
embarazo, que, trabajada de Luis III con la ayuda del papa Martino V, fue finalmente por último
socorro a adoptar por hijo a Alfonso, rey de Aragón y de Sicilia. Mas viniendo no mucho después
con él a diferencias, anulada la adopción debajo de pretexto de ingratitud, adoptó por hijo y llamó
en socorro suyo al mismo Luis, contra el cual, en la guerra antecedente, había estado necesitada de
hacer la primera adopción; y echado con las armas Alfonso de todo el reino, lo conservó mientras
vivió pacíficamente. Murió sin hijos y dejó por heredero (como fue fama) a Renato, duque de Anjou
y conde de Provenza, hermano de Luis, hijo adoptivo suyo, muerto el mismo año.
Desagradando a muchos de los barones del reino la sucesión de Renato, y habiéndose
divulgado que el testamento se había hecho falsamente por los napolitanos, fue llamado Alfonso por
una parte de los barones y de los pueblos. De esto tuvieron origen las guerras entre Alfonso y
Renato, las cuales afligieron muchos años tan noble reino, hechas por ellos más con las fuerzas del
mismo reino que con las propias, y de este principio, por las voluntades contrarias, se levantaron los
bandos, aun no del todo acabados en este tiempo, de los aragoneses y anjovinos, variando también
en el discurso del tiempo los títulos y colores de los derechos, porque los Papas, siguiendo más su
codicia o la necesidad de los tiempos, que la justicia, concedieron diversamente las investiduras,
Quedó vencedor de las guerras entre Alfonso y Renato, Alfonso, príncipe de mayor poder y valor, y
murió después sin hijos legítimos. Sin hacer memoria de Juan, su hermano y sucesor en los reinos
de Sicilia y Aragón, dejó por su testamento el reino de Nápoles, como conquistado por sí, y por esto
no perteneciente a la Corona de Aragón, a Fernando, su hijo natural, el cual, si bien casi luego
después de la muerte de su padre, fue acometido (con el apoyo de barones principales del reino) por
Juan, hijo de Renato, con su felicidad y valor, no sólo se defendió, sino que afligió de tal manera a
los contrarios, que nunca más en vida de Renato (el cual sobrevivió muchos años) tuvo que
contender con los anjovinos, ni razón para temerlos. Murió, finalmente, Renato, y no teniendo hijos
varones, nombró heredero en todos sus Estados y derechos a Carlos, hijo de su hermano, que,
muriendo poco después sin hijos, dejó su herencia por testamento a Luis XI, rey de Francia, en
quien no sólo recayó como en supremo señor el ducado de Anjou (en el cual porque es miembro de
la corona no suceden las hembras), sino que aunque el duque de Lorena, nacido de una hija de
27

Renato, afirmaba que le pertenecía la sucesión de los Estados, entró en la posesión de la Provenza, y
podía pretender por la fuerza del mismo testamento que se le aplicasen los derechos que los
anjovinos tenían sobre el reino de Nápoles.
Continuándose estos derechos, por su muerte, en Carlos VIII, su hijo, comenzó Fernando, rey
de Nápoles, a tener un contrario muy fuerte, y se ofreció muy gran oportunidad a cualquiera que
deseaba ofenderle, porque el reino de Francia estaba en aquel tiempo más florido de gente, de gloria
militar, de poder, de riquezas y de autoridad entre los otros reinos que por ventura había estado
jamás después de Carlomagno; habiéndose extendido nuevamente en cada una de aquellas tres
partes en las cuales se dividía toda la Francia en tiempo de los antiguos; siendo así que no más de
cuarenta años antes de este tiempo, debajo del gobierno del rey Carlos VII (que por muchas
victorias alcanzadas con grandes peligros era llamado el dichoso), se redujeron debajo de aquel
Imperio Normandía y el ducado de Guyena, provincias poseídas antes por los ingleses, y en los
últimos años de Luis XI el condado de Provenza, el ducado de Borgoña y casi toda la Picardía,
juntándose después al poder de Carlos VIII, por nuevo casamiento, el ducado de Bretaña.
No faltaba en el ánimo de Carlos VIII inclinación a procurar conquistar con las armas el reino
de Nápoles, que justamente le pertenecía, comenzada por cierto instinto natural desde su niñez, y
aumentada por los consejos de algunos que le eran muy adeptos; los cuales, llenándole de vanos
pensamientos, le proponían que esta era ocasión de adelantarse a la gloria de sus predecesores,
porque, conquistado el reino de Nápoles le sería fácil vencer el imperio de los turcos. Siendo ya esto
notorio a muchos, dio esperanza a Luis Sforza de poder persuadirle fácilmente a su deseo,
confiándose, demás de esto, no poco en la introducción que tenía en la corte de Francia el nombre
de los Sforzas, porque siempre él, y antes Galeazo, su hermano, habían continuado con muchas
demostraciones y oficios la amistad comenzada por Francisco Sforza, su padre; el cual, habiendo
recibido treinta años antes en feudo de Luis XI (cuyo ánimo aborreció siempre las cosas de Italia) la
ciudad de Saona y los derechos que pretendía tener en Génova, señoreada ya por su padre, no le
había faltado jamás en sus peligros, ni con consejos, ni con ayuda. Con todo eso, Luis, pareciéndole
peligroso el ser solo a levantar un movimiento tan grande, y para tratar las cosas en Francia con
mayor crédito y autoridad, procuró primero persuadir lo mismo al Papa, no menos con los estímulos
de la ambición que del enojo, mostrándole que, ni por favores de los príncipes de Italia, ni por
medio de sus armas podía tener alguna esperanza de vengarse contra Fernando, ni de conquistar
Estados honrados para sus hijos, y habiéndole hallado pronto, o por codicia de cosas nuevas, o por
alcanzar de los aragoneses, por medio del temor, lo que rehusaban concederle voluntariamente,
concertados entre sí, enviaron con gran secreto a Francia a tentar el ánimo del rey hombres
confidentes de aquellos que eran íntimos en los consejos del rey, los cuales no mostráronse ajenos a
su intención, y enderezando Luis en todo a este designio envió, aunque echando voz que era por
otras razones, descubiertamente a Carlos de Barbiano, conde de Belgiojoso, quien, después que por
algunos días hubo hecho diligencia de persuadir a Carlos en audiencia privada y separadamente a
todos los particulares, introducido finalmente un día en el Real Consejo, presente el Rey, donde
además de los ministros reales intervinieron todos los señores y muchos prelados de la Corte, habló,
según se dice, en esta sustancia:

Oración de Carlos de Barbiano a Carlos rey de Francia,


exhortándole a la empresa del reino de Nápoles.

«Si alguno por cualquier ocasión tuviese, cristianísimo rey, sospecha de la sinceridad del
ánimo y de la fe con que Luis Sforza, ofreciendo comodidades de dineros y de ayuda de su gente, os
anima a mover las armas para conquistar el reino de Nápoles, apartará de sí esta sospecha mal
fundada si trajere a la memoria la devoción antigua que en todo tiempo ha tenido Juan Galeazo, su
hermano, y antes Francisco, su padre, a Luis XI, padre vuestro, y después continuamente a vuestro
glorioso nombre, y mucho más si considerase que, de esta empresa, puede resultar gravísimo daño a
28

Luis, con poca esperanza de algún provecho, y a vos todo lo contrario, a quien vendría un reino
muy hermoso y la victoria con grandísima gloria y oportunidad de cosas mayores; pero a él poco
más que una venganza muy justa de los tratos dobles e injurias de los aragoneses. Por otra parte, si
intentada, no saliese bien, no por esto quedaría menor vuestra grandeza. Pero ¿quién no sabe que
habiéndose hecho Luis odioso a muchos, y venido a desprecio de todos, no tendría en tal caso
remedio en sus peligros? ¿Y cómo puede ser por esto sospechoso el consejo de aquel que tiene en
cualquier suceso las condiciones tan desiguales y tan desventajadas de las vuestras? Bien que las
razones que os convidan a hacer tan honrada jornada son tan claras y poderosas por sí mismas, que
no admiten duda ninguna, concurriendo amplísimamente todos los fundamentos que en primer lugar
deben considerarse en el examen de las empresas, la justicia de la causa, la facilidad del vencer y el
grande fruto de la victoria; porque es notorio a todo el mundo cuán eficaces son los derechos que
tiene sobre el reino de Nápoles la casa de Anjou, de la cual vos sois legítimo heredero, y cuán justa
es la sucesión que esta corona pretende a los descendientes de Carlos, que fue el primero de la real
sangre de Francia que obtuvo aquel reino con la autoridad del Papa y con el valor de las armas.
»No es menor la facilidad de conquistarle que la justicia, porque ¿quién no sabe cuán inferior
es de fuerzas y autoridad el rey de Nápoles al primero y más poderoso rey de la cristiandad, y cuán
grande y terrible por todo el mundo el nombre de franceses, y de cuánto espanto vuestras armas a
todas las naciones? No acometieron jamás al reino de Nápoles los pequeños duques de Anjou que
no le redujesen a gravísimo peligro. Fresca está la memoria de que Juan, hijo de Renato, tenía la
victoria en las manos contra el presente Fernando, si no se la hubiera quitado el papa Pío, y mucho
más Francisco Sforza, que se movió (como todos saben) por obedecer a Luis XI, vuestro padre.
¿Qué harán, pues, ahora las armas y la autoridad de tan gran rey, siendo tanto mayor la oportunidad
y estando tan disminuidas las dificultades que tuvieron Renato y Juan; pues están unidos con vos los
príncipes de los Estados que impidieron su victoria, y que pueden con suma facilidad ofender el
reino de Nápoles, el Papa por tierra, por la vecindad del Estado eclesiástico, y el duque de Milán
acometerle por mar, por la oportunidad de Génova? Ni habrá en Italia quien se oponga, porque los
venecianos no se quieren exponer a los gastos y peligros, ni privarse de la amistad que han tenido
con los reyes de Francia largo tiempo por conservar a Fernando, gran enemigo de su nombre; los
florentinos no es creíble que se aparten de la natural devoción que tienen a la casa de Francia, y si
acaso quisieren oponerse, ¿qué obstáculo serán contra tan gran poder? ¿Cuántas veces; contra la
voluntad de toda Italia, ha pasado los Alpes esta belicosísima nación, y alcanzado con inestimable
gloria y felicidad tantas victorias y triunfos? ¿Cuándo fue jamás el reino de Francia más glorioso,
más feliz y más poderoso que ahora? ¿Cuándo en ningún tiempo le fue dable el tener estable paz
con todos los vecinos? Si estas cosas hubieran concurrido en lo pasado, por ventura hubiera estado
pronto vuestro padre a esta expedición.
»Ni se han acrecentado menos a los enemigos las dificultades que a vos la buena razón,
porque está todavía poderosa en aquel reino la parte anjovina; son gallardas las dependencias de
tantos príncipes y gentiles hombres, echados injustamente pocos años ha. Han sido tan ásperas las
injurias que Fernando ha hecho en todo tiempo a los barones de aquel reino, a los pueblos y a los de
la facción aragonesa; tan grande es su infidelidad, tan inmoderada su avaricia, tan horribles y
ásperos los ejemplos de su crueldad y de la de Alfonso, su primogénito, que es notorio que,
concitado de odio increíble todo el reino contra ellos, en el cual está muy verde la memoria de la
libertad, sinceridad, humanidad y justicia de los reyes de Francia, se levantará con alegría infinita a
la fama de vuestra venida, de modo que, sólo la determinación de hacer la empresa, bastará a
haceros victorioso, porque en habiendo pasado vuestros ejércitos los montes, y estando junta en
Génova la armada de mar, Fernando y sus hijos, cobarde su conciencia por sus maldades, pensarán
más en huir que en defenderse. Así con suma felicidad habréis recuperado para vuestra sangre un
reino que, si bien no se puede igualar con la grandeza de Francia, es verdaderamente muy extenso,
muy rico, y que debe ser estimado por el provecho y comodidades infinitas que vendrán a este
reino, que todas las contaría, si no fuese notorio que son mayores los fines de la generosidad
29

francesa y más altos los pensamientos de tan magnánimo y tan glorioso rey, enderezados, no al
propio interés, sino a la grandeza universal de toda la República cristiana. Y para esto ¿qué mayor
oportunidad? ¿qué ocasión mayor? ¿qué sitio más acomodado y más a propósito para hacer la
guerra a los enemigos de nuestra religión?
»No es de más latitud que de setenta millas en alguna parte (como todos saben) la mar que
hay entre el reino de Nápoles y Grecia. Desde esta provincia oprimida y maltratada por los turcos
(que no desea más que ver las banderas de cristianos), es facilísimo entrar en las entrañas de aquella
nación y batir a Constantinopla, silla y cabeza de aquel Imperio. ¿A quién pertenece más que a vos,
poderosísimo rey, volver el ánimo y los pensamientos a esta santa empresa por el poder maravilloso
que Dios os ha dado, por el apellido cristianísimo que tenéis y por el ejemplo de vuestros gloriosos
predecesores, los cuales, habiendo salido tantas veces armados de este reino, ahora por librar la
Iglesia de Dios oprimida por los tiranos, tal vez por acometer a los infieles y tal para recuperar el
santísimo sepulcro de Cristo, han levantado hasta el cielo el nombre y la majestad de los reyes de
Francia?
»Con estos consejos, con estos medios, con estas ocasiones se hizo magno y emperador de
Roma aquel gloriosísimo Carlos, cuyo nombre, vos le tenéis, así como se os presenta la ocasión de
adquirir la gloria y apellido. Pero ¿por qué gasto más tiempo en estas razones? Como si no fuese
más conveniente y conforme al orden de la naturaleza el respeto de conservar que el de conquistar;
porque ¿quién ignora de cuánta infamia os sería, convidándoos tan grandes ocasiones, el tolerar más
tiempo que Fernando os ocupe un reino tal que ha sido poseído por sucesión continua, poco menos
de doscientos años, de reyes de vuestra sangre, el cual es manifiesto que jurídicamente os
pertenece? ¿Quién no sabe cuánto toca a vuestra dignidad recuperarle y cuán piadoso es el librar
aquellos pueblos que adoran vuestro glorioso nombre (que de derecho son vuestros súbditos) de la
tiranía cruel de los catalanes? Es, pues, la empresa muy justa, muy fácil, necesaria y no menos
gloriosa y santa por sí misma y porque os abre el camino a empresas dignas de V. M., cristianísimo
rey de Francia, a las cuales no sólo los hombres, sino Dios es quién (¡oh magnánimo rey!) tan
claramente os llama con tan grandes y manifiestas ocasiones, proponiéndoos, antes del principio,
suma felicidad; pues ¿qué mayor dicha puede tener un príncipe que sus determinaciones, de las
cuales resulta la gloria y grandeza propia, sean acompañadas de circunstancias y consecuencias
tales que parezca que se hacen por beneficio y bien universal, y mucho más por la exaltación de
toda la república de Cristo?»

Consideración que hicieron los nobles


de Francia sobre la empresa de Nápoles.

No oyeron con alegre semblante esta propuesta los grandes señores de Francia, especialmente
aquellos que por su nobleza y opinión de prudencia eran de mayor autoridad; los cuales juzgaban
que ésta no podía ser otra cosa sino guerra llena de muchas dificultades y peligros, habiéndose de
conducir los ejércitos a país forastero, tan lejos del reino de Francia, y contra enemigos tenidos por
muy poderosos, porque era muy grande por todo el mundo la fama de la prudencia de Fernando y
no menor la del valor de Alfonso en el arte militar, y se creía que, habiendo reinado Fernando
treinta años, y despojado y destruido en varios tiempos a tantos barones, tenía juntos muchos
tesoros. Consideraban que el Rey era poco capaz para sustentar por sí solo un peso tan grave, y que
en el manejo de las guerras y de los Estados era flaco el consejo y la experiencia de aquellos a quien
daría crédito: se añadía la falta de dineros, de que se creía era menester gran cantidad, y que todos
deberían reducir a la memoria las astucias y artificios de los italianos, y tener por cierto que no sólo
a los otros, pero ni a Luis Sforza, notado en Italia de poca fe, podía agradar que estuviese el reino de
Nápoles en poder de un rey de Francia, por lo cual sería difícil el vencer, y más dificultoso el
conservar lo vencido. Por esto Luis, padre de Carlos, príncipe que había seguido siempre más la
sustancia de las cosas que la apariencia, no había aceptado jamás las esperanzas que le proponían de
30

las cosas de Italia, ni hecho cuenta de los derechos que le tocaban del reino de Nápoles, sino
afirmado siempre que no era otra cosa el enviar ejércitos de la otra parte de los montes que procurar
comprar embarazos y peligros con infinito tesoro y sangre del reino de Francia; que era necesario
antes de todo, queriendo hacer esta jornada, componer las diferencias con los reyes vecinos; porque
no faltaban ocasiones de discordias y de sospechas con Fernando, rey de España, y con
Maximiliano, rey de romanos, y D. Felipe, archiduque de Austria, su hijo, había no sólo muchas
emulaciones, sino injurias; cuyos ánimos no se podrían reconciliar sin concederles cosas muy
dañosas a la corona de Francia, y con todo eso, se reconciliarían más en las demostraciones que en
los efectos, porque ningún acuerdo bastaría a asegurar que, sobreviniendo al ejército del rey alguna
dificultad en Italia, no acometiesen al reino de Francia. Ni se debía esperar que en Enrique VII, rey
de Inglaterra, no tuviese mayores fuerzas el odio natural de los ingleses contra franceses, que la paz
hecha con él pocos meses antes, porque era claro haberle obligado a ella, más que otra causa, el no
corresponder los aparatos del rey de romanos a las promesas con que le había inducido a sitiar a
Boloña.
Estas y otras razones semejantes se alegaban por los grandes señores, parte entre ellos
mismos, y parte con el Rey para disuadir la guerra, entre los cuales más eficazmente que ninguno lo
hacía Diego Gravilla, almirante de Francia, hombre a quien la fama antigua de sabio en todo el
reino conservaba la autoridad, aunque se le había disminuido algo la grandeza. Pero con todo eso,
daba Carlos oídos a lo contrario con gran calor, porque mozo de veintidós años, y de su natural
poco inteligente de las acciones humanas, se dejaba llevar de un ardiente deseo de mandar y de
ambición de gloria, fundado antes en ligera voluntad y casi ímpetu que en madureza de consejo; y
dando poco crédito (o por propia inclinación o por el ejemplo y amonestaciones de su padre) a los
señores y nobles del reino, después que había salido de la tutela de Ana, duquesa de Borbón, su
hermana, no oyendo los consejos del almirante y de los otros que habían sido grandes en aquel
gobierno, se regía por el parecer de algunos hombres de poca calidad, criados casi todos en servicio
de su persona, de los cuales los más favorecidos le aconsejaban con vehemencia esta jornada, parte
(como son vendibles muchas veces los consejos de los príncipes) sobornados con dádivas y
promesas hechas por los embajadores de Luis, que no dejó atrás ninguna diligencia o arte para hacer
propicios a los que eran de momento para esta determinación, parte movidos de las esperanzas que
les proponían a unos de adquirir Estados en el reino de Nápoles, y a otros de alcanzar rentas
eclesiásticas y dignidades del Pontífice. La cabeza de todos estos era Esteban de Vers, de nación
Languedoca, de bajo linaje, pero criado muchos años en la cámara del Rey, a quien había hecho
senescal de Belcari. Con este se juntaban Guillermo Brissonetto, el cual, habiendo venido de
mercaderá ser primer general de Francia, y después obispo de San-Malo, no sólo era el principal en
la administración de las rentas reales (que en Francia, llaman las finanças), sino que, unido con
Esteban, tenía por su medio ya grandísima introducción en todos los negocios de importancia,
aunque era de poco entendimiento para gobernar cosas de Estado. Juntábanse las instancias de
Antonio de San Severino, príncipe de Salerno, y de Bernardino, de la misma familia, príncipe de
Bisignano y de otros muchos barones desterrados del reino de Nápoles; los cuales, acogidos en
Francia muchos años antes, habían continuamente incitado a Carlos para esta empresa, alegando la
mala disposición y próxima desesperación de todo el reino, y las dependencias y séquito que se
prometían tener en él.
Estuvo, en esta variedad de pareceres, muchos días suspensa la determinación, no sólo siendo
dudoso a los otros lo que se había de determinar, sino incierto e inconstante al ánimo de Carlos;
porque unas veces, provocándole la ambición de gloria y del imperio, y otras refrenándole el temor;
tal vez estaba irresoluto, y tal se volvía a lo contrario de aquello que parecía que había determinado
primero, prevaleciendo últimamente su primera inclinación y el hado infelicísimo de Italia, a toda
contradicción. Menospreciando del todo los consejos quietos, se hizo concierto, sin sabiduría de
otros que del obispo de San-Malo y del senescal de Belcari, con el embajador de Luis, cuyas
condiciones estuvieron ocultas muchos meses; pero la suma fue que, pasando Carlos a Italia o
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enviando ejército para la conquista del reino de Nápoles, fuese obligado el duque de Milán a darle
el paso por su Estado, y enviarle con su gente quinientos hombres de armas pagados, permitirle que
armase en Génova cuantos bajeles quisiese, y prestarle, antes de salir de Francia, doscientos mil
ducados, y por otra parte el rey se obligaba a la defensa del ducado de Milán contra cualquiera, con
particular mención de conservar la autoridad de Luis, y a tener firmes en Asti, ciudad del duque de
Orleans, durante la guerra, doscientas lanzas para que estuviesen prontas a las necesidades de aquel
Estado, y entonces o poco después prometió, por una escritura firmada de su propia mano, en
conquistando el reino de Nápoles, conceder a Luis el principado de Taranto.

Capítulo II
Opiniones acerca de la invasión francesa en Italia.―Maquinaciones de Luis
Sforza.―Convenio entre Fernando, rey de España y Carlos VIII.―Muerte de Fernando, rey de
Nápoles.―Alfonso le sucede en el trono.―César Borgia es nombrado cardenal.―Convenios entre
los príncipes italianos.―Embajadores franceses en Italia.―Preparativos de Carlos
VIII.―Tentativa de Alfonso para oponerse a Carlos.―Alfonso envía embajadores al sultán de
Turquía.―Marcha de su ejército.

No es verdaderamente obra perdida y sin premio considerar la variedad de los tiempos y de


las cosas del mundo. Francisco Sforza, padre de Luis, príncipe de rara prudencia y valor, aunque
enemigo de los aragoneses por muy graves ofensas que había recibido de Alfonso, padre de
Fernando y amigo antiguo de los anjovinos; con todo eso, cuando Juan, hijo de Renato, el año 1457
acometió al reino de Nápoles, ayudó con tanta presteza a Fernando, que principalmente fue
reconocida a él la victoria, obligado sólo por parecer muy peligroso para su ducado de Milán que se
enseñoreasen los franceses, tan vecinos, de un Estado tan poderoso en Italia. Esta razón había
inducido primero a Felipe María Vizconti, que desamparó a los anjovinos, a quien había favorecido
hasta aquel día, a librar a Alfonso su enemigo; el cual, habiéndole preso los genoveses en una
batalla naval cerca de Gaeta, le había llevado con toda la nobleza de su reino prisionero a Milán.
Por otra parte, Luis, padre de Carlos, estimulado muchas veces por muchos, y no con ligeras
ocasiones, para las cosas de Nápoles, y llamado con instancia por los genoveses para el dominio de
su patria, que poseía Carlos, su padre, había rehusado siempre el mezclarse en las cosas de Italia,
como cosa llena de gastos y dificultades y últimamente dañoso para el reino de Francia.
Variadas ahora las opiniones de los hombres, mas no las razones de las cosas, llamaba Luis a
los franceses de esta parte de los montes, no temiendo de un poderosísimo rey de Francia, si
estuviese en su mano el reino de Nápoles, el peligro que había temido su padre, valerosísimo en las
armas, si lo hubiera conquistado un pequeño conde de Provenza. Carlos ardía en deseo de hacer la
guerra a Italia, anteponiendo la temeridad de los hombres bajos e inexpertos al consejo de su padre,
rey de larga experiencia y prudencia.
Cierto es que Luis fue de la misma manera alentado para tan gran determinación por Hércules
de Este, duque de Ferrara, su suegro, el cual, teniendo gran deseo de recuperar el Polesino de
Rovigo, país contiguo y muy importante para la seguridad de Ferrara (que se le habían ocupado los
venecianos diez años antes en la guerra que tuvo con ellos), conocía que era el único camino, para
poderle recuperar, que se turbase toda Italia con grandísimos movimientos. Fue, demás de esto,
creído por muchos que, aunque Hércules fingía con su yerno grande amor, en secreto le quería muy
mal; porque, siendo en aquella guerra todo el resto de Italia que había tomado las armas por él, muy
superior a los venecianos, Luis, el cual ya gobernaba el Estado de Milán, movido de propios
intereses, obligó a los otros a hacer la paz, con condición que quedase a los venecianos el Polesino,
32

y que por esto, no pudiendo Hércules vengarse con las armas de tan gran injuria, procuró hacerlo
con darle consejo dañoso.
Habiendo comenzado ya (aunque al principio con autores inciertos) a resonar en Italia la fama
de lo que se trataba de la otra parte de los montes, se despertaron varios pensamientos y discordias
en los entendimientos de los hombres, porque a muchos, que consideraban el poder del reino de
Francia, la presteza de aquella nación a nuevos movimientos y las divisiones de los italianos,
parecía cosa de mucha consideración. Otros por la edad y calidades del Rey, por la negligencia
propia de franceses y por los embarazos que tienen las grandes empresas, juzgaban que, antes que
consejo fundado, era éste ímpetu juvenil; que si, acalorado, proyectaba la empresa, no se había de
resolver con tanta presteza. Ni Fernando, contra quien se maquinaban estas cosas, mostraba mucho
miedo, alegando que era muy difícil empresa, porque, si iban a acometerle por mar, le hallarían
proveído de suficiente armada para pelear con ellos en mar alto y puertos bien fortificados, y todos
en su poder; que no había en el reino ningún barón que los pudiese recibir como había sido recibido
Juan de Anjou por el príncipe de Rossano y por otros grandes; que la expedición por tierra era
desacomodada, sospechosa a muchos y apartada, habiéndose de pasar antes por la longitud de toda
Italia; de manera que cada uno de los otros tendría causa particular para temer, y quizá más que
todos Luis Sforza, aunque queriendo mostrar que era propio de otros el peligro común, fingía lo
contrario; porque, por la vecindad del Estado de Milán a Francia tenía el Rey mayor poder, y
verosímilmente mayor deseo de ocuparle, y siendo el duque de Milán tan unido a su persona en
sangre, no se podía por lo menos asegurar Luis que el rey no tuviese en su ánimo el librarle de su
opresión, mayormente habiendo pocos años antes afirmado descubiertamente que no sufriría que
Juan Galeazo, su primo, fuese oprimido tan indignamente; que no estaban en tal estado las cosas
aragonesas que la esperanza de su flaqueza debiese dar osadía a los franceses para acometerle,
estando tan bien prevenido, con mucha y florida gente de armas, abundante de caballos belicosos,
de municiones de artillería y de todas las provisiones necesarias para la guerra; con tanto número de
dinero, que sin incomodidad podría aumentar su ejército cuanto le fuere necesario y, demás de
muchos capitanes muy peritos, dispuesto al gobierno de sus ejércitos y armas el duque de Calabria,
su primogénito, capitán de gran fama y no de menor valor, y experimentado por muchos años en
todas las guerras de Italia; que se añadirían a sus fuerzas propias las ayudas prontas de los suyos;
porque no se podía dudar que no le faltaría el socorro del rey de España, su primo y hermano de su
mujer, así por el vínculo doble del parentesco, como porque le sería sospechosa la vecindad de
franceses para Sicilia.
Decía Fernando estas cosas públicamente engrandeciendo su poder y extenuando cuanto
podía las fuerzas y oportunidad de los contrarios. Mas como era rey de singular prudencia y de
experiencia grandísima, le atormentaban interiormente graves pensamientos, teniendo fija en su
ánimo la memoria de los trabajos que había tenido en los principios de su reinado por esta nación.
Consideraba profundamente que había de tener la guerra con muy belicosos y poderosos enemigos
y muy superiores, así de caballería, de infantería, de armadas marítimas, de artillería, de dinero y de
hombres muy deseosos de exponerse a cualquier peligro por la gloria y grandeza de su propio rey;
de su parte, por el contrario, todo eran sospechas, lleno casi todo el reino, o de grande odio al
nombre aragonés, o de no poca inclinación a sus rebeldes; y el mayor número, deseoso
ordinariamente de nuevos reyes, en quien había de poder más la fortuna que la fe; mayor la
reputación que el nervio de sus fuerzas; no bastante el dinero junto para los gastos necesarios de la
defensa, y llenándose todo, por la guerra, de rebelión y de tumultos, se aniquilarían en un momento
todas las rentas. Tenía en Italia muchos enemigos y ninguna amistad estable y segura, porque no
había quien no hubiese sido en algún tiempo ofendido o por sus armas o por sus artificios. No podía
esperar de España, según el ejemplo de lo pasado y las condiciones de aquel reino, otras ayudas en
sus peligros que largas promesas y gran fama de aparatos, pero muy pocos y tardos efectos.
Acrecentábanle el temor muchos pronósticos infelices para sus cosas, que habían llegado a su
noticia en diferentes tiempos, parte por papeles antiguos hallados de nuevo, parte por palabras de
33

hombres, inciertas muchas veces de lo presente, pero que se atribuyen certeza de lo futuro: cosas
que se creen poco en la prosperidad; pero en comenzando a verse la adversidad, mucho. Afligido de
estas consideraciones y representándosele sin comparación mayor el miedo que la esperanza,
conoció que no había otro remedio para tantos peligros que apartar cuanto antes se pudiese, con
alguna concordia, la intención del rey de Francia de estos pensamientos o quitarle parte de los
fundamentos que le incitaban a la guerra. Por esto, teniendo en Francia embajadores que había
enviado para tratar el desposorio de Carlota, hija de D. Federico, su hijo segundo, con el rey de
Escocia, el cual por ser la muchacha hija de una hermana de Carlos, y criada en su Corte, se regía
por él, les dio nuevas comisiones sobre las cosas ocurrentes y señaló, demás de estos, a Camilo
Pandone, que otras veces había estado en aquella Corte por él, para que, tentando secretamente a los
principales con premios y ofertas grandes y proponiendo al Rey, cuando de otra manera no pudiese
mitigarle, condiciones de censo y otras sumisiones, procurase alcanzar de él la paz.
Demás de esto, no sólo interpuso toda diligencia y autoridad para componer la diferencia de
los castillos que había comprado Virginio Ursino, cuya dureza se lamentaba que había sido causa de
todos estos desórdenes; mas comenzó con el Papa las pláticas del parentesco tratado antes entre
ellos; pero su principal estudio y diligencia se enderezó a mitigar y sosegar el ánimo de Luis Sforza,
autor y movedor de todo el mal; persuadiéndose que le conducía más a tan peligroso consejo el
miedo que otro motivo, anteponiendo por esta causa la seguridad propia a los intereses de su
sobrina y al bien del hijo que había nacido de ella, y le ofreció por diversos medios referirse en todo
a su voluntad en las cosas de Juan Galeazo y del ducado de Milán; no atendiendo al parecer de
Alfonso, quien, tomando ánimo de la timidez natural de Luis, y no acordándose de que a las
determinaciones precipitadas va no menos fácilmente por la desesperación el tímido que por la
inconsideración el temerario, juzgaba que el exasperarle con espantos y amenazas era medio a
propósito para hacerle retirar de estos nuevos consejos. Compúsose finalmente, después de varias
dificultades procedidas más de Virginio que del Papa, la diferencia de los castillos, interviniendo en
la composición D. Federico, enviado a Roma para este efecto por su padre. Concertaron que
Virginio los retuviese, pero pagando al Papa aquella cantidad de dinero en que los había comprado
primero de Francisco Cibo; que se concluyese juntamente el desposorio de Madama Sances, hija
natural de Alfonso, con D. Jofré, hijo menor del Papa, inhábiles entrambos por la edad para la
consumación del matrimonio. Las condiciones fueron que D. Jofré fuese dentro de pocos meses a
residir en Nápoles; que recibiese en dote el principado de Esquilache con diez mil ducados de renta
al año, y fuese conducido con cien hombres de armas, pagados por Fernando; de donde se confirmó
la opinión que tenían muchos que lo que había tratado en Francia el Papa, lo había hecho
principalmente por inducir con el miedo a los aragoneses a estos conciertos. Intentó demás de esto
Fernando el confederarse con él para la defensa común; pero interponiendo el Papa muchas
dificultades, no alcanzó más que una promesa muy secreta, por un breve tiempo, de ayudarle a
defender el reino de Nápoles en caso que Fernando le prometiese hacer lo mismo del Estado de la
Iglesia. Despachadas estas cosas partió (con licencia del Papa) del dominio eclesiástico la gente de
armas que habían enviado en su ayuda los venecianos y el duque de Milán. No comenzó Fernando
con menos esperanza de feliz suceso a tratar con Luis Sforza, el cual, con muy grande artificio, ora
mostrándose mal contento de la inclinación del rey de Francia a las cosas de Italia, como peligrosa
para todos los italianos, ora excusándose con la necesidad, que por el feudo de Génova y por la
confederación antigua con la casa de Francia le había obligado a oír las demandas que le había
hecho (según decía) aquel rey, ora prometiendo alguna vez a Fernando y alguna separadamente al
Papa y a Pedro de Médicis trabajar cuanto pudiese por entibiar el ardimiento de Carlos, procuraba
tenerlos dormidos en esta esperanza para que, antes que las cosas de Francia estuviesen bien en
orden y establecidas, no se hiciese contra él ningún movimiento; creyéndolo todos muy fácilmente,
porque la deliberación de hacer pasar al rey de Francia a Italia, se juzgaba por tan mal segura aun
para él, que no parecía posible que al cabo, considerando el peligro, no se hubiese de retirar de ella.
34

Consumióse todo el verano en estas pláticas, procediendo Luis de modo que, sin dar sospecha
al rey de Francia, ni Fernando, ni el Papa, ni los florentinos desesperaban ni confiaban totalmente
de sus promesas. Poníanse en este tiempo en Francia solícitamente los fundamentos de la nueva
jornada, para la cual (contra el consejo de casi todos los señores) era cada día mayor el ardor del
Rey que, por estar más dispuesto, compuso las diferencias que tenía con Fernando y con Isabel, rey
y reina de España, príncipes muy celebrados en aquel tiempo y gloriosos por la fama de su
prudencia por tener reducidos sus reinos, de grandísimas turbulencias, a suma tranquilidad y
obediencia, y por haber nuevamente recuperado con guerra continuada de diez años al nombre de
Cristo el reino de Granada, que había estado poseído por los moros de África poco menos de
ochocientos años. Expresóse en esta capitulación resuelta muy solemnemente y con juramentos
hechos en público de la una y otra parte, en los templos sagrados, que Fernando e Isabel (regíase
España en nombre común), ni directa, ni indirectamente ayudasen a los aragoneses, ni contrajesen
nuevo parentesco con ellos, ni por ningún camino se opusiesen a Carlos para defensa de Nápoles, y
para conseguir estas obligaciones, comenzando por la pérdida cierta por esperanza de ganancia
incierta, restituyó sin ninguna paga a Perpiñán con todo el condado de Rosellón, que muchos años
antes lo había empeñado Juan, rey de Aragón, padre de Fernando, a Luis, su padre, cosa muy
molesta para todo el reino de Francia, porque aquel condado, situado en las faldas de los montes
Pirineos, y por esto, según la antigua división, parte de la Galia, impedía a los españoles la entrada
en Francia por aquella parte.
Hizo por la misma ocasión Carlos paz con Maximiliano, rey de romanos, y con Felipe de
Austria, su hijo, los cuales tenían con él muy grandes ocasiones antiguas y nuevas de enemistades,
comenzadas porque Luis, su padre, por la ocasión de la muerte de Carlos, duque de Borgoña y
conde de Flandes y de otros muchos países vecinos, había ocupado el ducado de Borgoña, el
condado de Artois y otras muchas tierras que poseía; de donde, habiendo nacido graves guerras
entre Luis y María, hija única de Carlos, la cual poco después de la muerte de su padre se había
casado con Maximiliano, y habiendo muerto ya María y sucedido en la herencia materna Felipe,
hijo de Maximiliano y suyo, se había hecho últimamente, más por voluntad de los pueblos de
Flandes que de Maximiliano, concordia entre ellos, por cuyo establecimiento fue desposado Carlos,
hijo de Luis, con Margarita, hermana de Felipe, y aunque era menor de edad la llevaron a Francia,
donde después que hubo estado muchos años, repudiada de Carlos, tomó éste por mujer a Ana, a
quien pertenecía el ducado de Bretaña por la muerte de Francisco, su padre, sin hijos varones. Con
doblada injuria de Maximiliano, privado a un mismo tiempo del matrimonio de su hija y del suyo,
porque antes, por medio de sus procuradores, se había desposado con Ana, y, con todo eso, no
siendo poderoso para sustentar por sí mismo la guerra que se había vuelto a comenzar por ocasión
de esta injuria, no queriendo los pueblos de Flandes (los cuales, por ser Felipe muchacho, se regían
por su propio consejo y autoridad) tener guerra con el reino de Francia, y viendo quietas contra
franceses las armas del rey de España y del de Inglaterra, vino en la paz por la cual Carlos restituyó
a Felipe a Margarita su hermana, detenida hasta aquel día en Francia, juntamente las villas del
condado de Artois, reservando para sí las fortalezas, pero con obligación de restituirlas al fin de
cuatro años, y en este tiempo (habiendo llegado ya Felipe a mayor edad) podía válidamente
confirmar el acuerdo hecho. Estas tierras, en la paz hecha con el rey Luis, se habían reconocido
concordemente por dote de la dicha Margarita.
Establecióse, por haber hecho paz el reino de Francia con todos sus vecinos, la determinación
de la guerra de Nápoles para el año venidero, y que se preparasen en este medio todas las
provisiones necesarias solicitadas continuamente por Luis Sforza, el cual, como los pensamientos
de los hombres se extienden de un grado en otro, no pensando sólo en asegurarse en él, sino
levantando a más altos fines, tenía resuelto en el ánimo, con la ocasión de los trabajos de los
aragoneses, pasar en su persona el ducado de Milán, y por dar algún color de justicia a tan gran
iniquidad, y asentar con mayores fundamentos sus cosas para todos los casos que pudiesen suceder,
casó a Blanca María, hermana de Juan Galeazo y su sobrina, con Maximiliano, que había sucedido
35

nuevamente, por la muerte de Federico su padre, en el Imperio romano, prometiéndole en dote, a


ciertos tiempos, cuatrocientos mil ducados en dinero, de contado, y en joyas y en otras alhajas
cuarenta mil. Por otra parte, Maximiliano, atendiendo más en este casamiento al dinero que al
vínculo de la afinidad, se obligó a conceder a Luis, en perjuicio de Juan Galeazo, su nuevo cuñado,
la investidura del Estado de Milán para sí, para sus hijos y descendientes, como si aquel Estado,
después de la muerte de Felipe María Vizconti, estuviera vacante de legítimo duque, prometiendo
consignarle, al tiempo del último pago, los privilegios despachados en amplísima forma.
Los Vizcontis, gentiles hombres de Milán, en las parcialidades tan sangrientas que tuvo Italia
de güelfos y gibelinos, echados finalmente los güelfos, quedaron (esto sucede casi siempre al fin de
las discordias civiles), de cabezas de una parte de Milán, dueños de toda la ciudad. Habiendo
continuado en esta grandeza muchos años, procuraron, según el progreso común de las tiranías
(porque aquello que era usurpación pareciese derecho), fortalecer su fortuna antes con legítimos
colores, y después ilustrarla con títulos muy honoríficos. Por esto, habiendo alcanzado de los
emperadores (de los cuales Italia comenzaba a conocer ya más el nombre que el poder), primero el
título de capitanes, y después de vicarios imperiales; a lo último, Juan Galeazo, que por haber
recibido el condado de Virtus de Juan, rey de Francia, su suegro se llamaba el conde de Virtus,
alcanzó de Wenceslao, rey de romanos, para sí y para sus descendientes varones, la dignidad de
duque de Milán, en la cual le sucedieron el uno después del otro Juan María y Felipe María, sus
hijos; pero acabada la línea masculina por la muerte de Felipe, bien que había en su testamento
dejado por su heredero a Alfonso, rey de Aragón y de Nápoles (movido de la gran amistad que por
su libertad había tenido con él, y mucho más, porque el ducado de Milán, defendido por un príncipe
tan poderoso, no fuese ocupado por los venecianos, los cuales ya manifiestamente aspiraban a él).
Con todo, Francisco Sforza, capitán muy valeroso en aquella edad, y no menor en el arte de la
paz que en la guerra, ayudado de muchas ocasiones que entonces concurrieron, y no menos de haber
hecho más estimación del reino que de la observancia de su palabra, ocupó con armas aquel ducado,
como perteneciente a Blanca María, su mujer, hija natural de Felipe, y es opinión que pudo alcanzar
después por poca cantidad de dinero la investidura del emperador Federico; pero confiándose en
que lo podría conservar con las mismas artes que lo había ganado, la despreció. Continuó sin
investidura Galeazo, su hijo, y continuaba Juan Galeazo, su sobrino; por lo cual, Luis a un mismo
tiempo malvado contra su sobrino vivo, e injurioso contra la memoria de su padre y hermano
muertos, afirmando que ninguno de ellos había sido legítimo duque de Milán, hizo que Maximiliano
le diese la investidura, como de Estado que había vuelto al imperio, no intitulándose por esta razón
séptimo, sino cuarto duque de Milán, si bien estas cosas llegaron a la noticia de pocos, mientras
vivía su sobrino. Solía demás de esto decir, siguiendo el ejemplo de Ciro, hermano menor de
Artajerjes, rey de Persia y confirmándolo con la autoridad de muchos jurisconsultos, que precedía a
Galeazo, su hermano, no por la edad, sino por haber sido el primer hijo que había nacido a su padre,
después de haber llegado a ser duque de Milán. Fue declarada esta razón, juntamente con la
primera, en los privilegios imperiales, a los cuales se junto, con letras separadas, por cubrir, aunque
con pretexto ridículo, la ambición de Luis, que no era costumbre del Sacro Imperio conceder ningún
Estado a quien primero lo hubiese conseguido con la autoridad de otros, y por esto había
despreciado Maximiliano los ruegos que Luis había hecho por alcanzar la investidura para Juan
Galeazo, reconocido antes como duque del pueblo de Milán.
El parentesco hecho por Luis acrecentó la esperanza a Fernando de que hubiese de dejar la
amistad del rey de Francia, juzgando que el haberse allegado y dado a un émulo, por tantas razones
enemigo suyo, tan grande cantidad de dineros, era materia para engendrar desconfianzas entre ellos,
y que Luis, tomando ánimo de esta nueva unión, se había de apartar de él más osadamente. Criaba
Luis estas esperanzas con muy gran artificio, y con todo eso (tanta era su sagacidad y destreza),
sabía a un mismo tiempo dar buenas palabras a Fernando y a los otros italianos, y entretener al rey
de Romanos y al de Francia. Esperaba asimismo Fernando que había de ser molesto al Senado
veneciano, a quien había enviado embajadores, que en Italia, donde tenía el primer lugar de poder y
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autoridad, entrase un príncipe tanto mayor que ellos. No le faltaban los consejos y esperanzas del
rey de España, las cuales le prometían socorro poderoso en caso que, con las persuasiones y con la
autoridad, no pudiesen interrumpir esta empresa.
Por otra parte, se esforzaba el rey de Francia, ya que había quitado los impedimentos de la
otra parte de los montes, a allanar las dificultades y embarazos que se le pudiesen poner de esta
parte de acá; por esto envió a Perone de Baccie, hombre práctico de nuestras cosas, a Italia, donde
había estado debajo de la mano de Juan de Anjou, el cual, habiendo significado al Papa, al Senado
veneciano y a los florentinos la determinación que había tomado su Rey para recuperar el reino de
Nápoles, hizo instancia con todos para que se juntasen con él; pero no llevó más que esperanzas y
respuestas generales, porque, no estando la guerra señalada para antes que el año venidero, rehusaba
cada uno descubrir tan anticipadamente su intención. Pidió asimismo el Rey a los embajadores de
los florentinos, enviados antes a su persona, con consentimiento de Fernando, para excusarse de lo
que se les imputaba de que eran inclinados a los aragoneses, que se le permitiese paso y vituallas en
su territorio para su ejército con paga conveniente, y que enviasen con él cien hombres de armas,
los cuales, decía, que pedía por señal de que la República florentina seguía su amistad.
Y aunque le habían mostrado que no se podía hacer semejante declaración sin grave peligro,
si primero su ejército no había pasado a Italia y afirmado que se podía prometer de aquella ciudad
en cualquier caso cuanta conveniencia a la observancia y respeto que había tenido siempre a la
corona de Francia; con todo eso, el furor de los franceses les obligaba a prometerlo, amenazando
que, de otra manera, los privaría del comercio grande de mercancías que la nación florentina tenía
en aquel reino. Nacían estos consejos (como después se manifestó) de Sforza, que guiaba entonces
todo lo que se platicaba por ellos con los italianos. Trabajó Pedro de Médicis en persuadir a
Fernando que estas demandas importaban tan poco al fin de la guerra, que le podría ayudar más que
la República y él se conservase en crédito con Carlos, porque así quizá tendrían oportunidad de ser
medianeros para alguna composición, y, con denegarlo, quedarían enemigos abiertos de los
franceses sin ningún provecho. Alegaba además de esto el gran cargo y odio que concitaría contra sí
en Florencia si los mercaderes florentinos fuesen echados de Francia, y que convenía a la buena fe
(fundamento principal de las consideraciones) que cada uno de los confederados tolerase con
paciencia alguna incomodidad, por que el otro no incurriese en muchos mayores daños; mas
Fernando, que consideraba cuánto se disminuiría su reputación y seguridad si los florentinos se
separasen de él, no aceptando estas razones, se lamentó gravemente de que la constancia y fe de
Pedro comenzasen tan presto a no corresponder a lo que de él se había prometido; por lo cual Pedro,
determinado de conservar ante todas cosas la autoridad de los aragoneses, hizo alargar con varias
mañas la respuesta a los franceses que se pedía con gran instancia, remitiéndose a lo último a que,
por nuevos embajadores, se daría a entender la intención de la República.
Al fin del año comenzó a vacilar la unión hecha entre el Papa y Fernando, o porque el Papa
aspiraba, con introducir nuevas dificultades, a conseguir de él mayores cosas, o porque se persuadía
de que le obligaría por este camino a reducir al cardenal de San Pedro in Víncula a su obediencia; y
ofreciendo, por seguridad de Fernando y de los venecianos, la palabra del Colegio de los cardenales,
deseaba sumamente que fuese a Roma, siéndole muy sospechosa su ausencia, por la importancia del
castillo de Ostia, porque en la vecindad de Roma tenía a Ronciglione y Grottaferrata, por muchas
dependencias y autoridad grande que tenía en la Corte, y finalmente por su natural deseo de cosas
nuevas, y por el ánimo pertinaz en correr antes cualquier peligro que aflojar un punto solo de sus
determinaciones. Excusábase eficazmente Fernando de que no podía inclinar a esto al cardenal de
San Pedro in Víncula, por estar tan sospechoso, que cualquier seguridad le parecía inferior al
peligro, y se lamentaba de su mala fortuna con el Papa, que siempre le atribuía a él aquello que
verdaderamente procedía de otro; que así, había creído que Virginio, por sus consejos y con su
dinero, había comprado los castillos, aunque se había hecho la compra sin su participación; que
había sido él quien había dispuesto a Virginio el acuerdo, y que para este efecto le había acomodado
de dineros que se pagaron en recompensa de los castillos. No aceptaba el Pontífice estas excusas;
37

antes con palabras crueles, y casi de amenazas, se lamentaba de Fernando, y parecía que, en la
reconciliación hecha entre ellos, no se podía hacer firme fundamento.
Comenzó en esta disposición de ánimo y confusión de las cosas, inclinadas a muchas
perturbaciones, el año de 1494 (yo tomo el principio según el uso romano), año infelicísimo para la
Italia, y verdaderamente el primero de los miserables, porque abrió la puerta a innumerables y
horribles des venturas, de las cuales se puede decir que, por diversos accidentes, ha participado
después una gran parte del mundo. En el principio de este año, Carlos, muy ajeno de la paz con
Fernando, mandó a sus embajadores que, como embajadores de rey enemigo, se fuesen luego del
reino de Francia, y casi en los mismos días murió de un catarro repentino Fernando, sujetado más
de los disgustos de su ánimo que de la edad. Fue rey de maravillosa industria y prudencia, con las
cuales, acompañado de fortuna prospera, se conservó en el reino conquistado nuevamente por su
padre contra muchas dificultades que se le descubrieron al principio de reinar, y le puso en mayor
grandeza que quizá en muchos años antes le había poseído ningún antecesor suyo. Buen rey si
hubiera continuado el reinar con los mismos medios que había comenzado; pero en el progreso del
tiempo o entrando en nuevas costumbres, por no haber sabido (como casi todos los príncipes)
resistir a la violencia del señorío, o (como fue creído casi por todos) descubiertas las inclinaciones
que primero encubría, fue notado de poca fe y de tan gran crueldad, que los suyos mismos la
juzgaban antes por digna de nombre de barbarie.
La muerte de Fernando se tuvo por cierto que dañaría a las cosas comunes, porque, demás de
que hubiera intentado cualquier remedio a propósito para impedir la pasada de los franceses, no se
dudaba que sería más dificultoso hacer que Luis Sforza se asegurase de la naturaleza altiva y poco
moderada de Alfonso, que disponerle a renovar la amistad con Fernando, sabiendo que, en los
tiempos pasados, había estado muchas veces inclinado a rendirse a su voluntad por no tener ocasión
de controversias con el Estado de Milán. Y entre las otras cosas es manifiesto que cuando Isabel,
hija de Alfonso, fue a juntarse con su marido, deseó Luis alcanzarla de su padre por mujer, por
haberse enamorado de ella luego que la vio, y para este efecto hizo (así se creyó entonces por toda
Italia) con hechizos y encantamientos que estuviese Juan Galeazo por muchos meses ligado para la
consumación del matrimonio. Hubiera venido en esto Fernando, pero Alfonso lo resistió; de donde,
excluido Luis de esta esperanza, habiendo tomado otra mujer y tenido hijos, volvió todos sus
pensamientos a pasar en ellos el ducado de Milán. Escriben demás de esto algunos, que resuelto
Fernando a tolerar cualquier descomodidad e indignidad por huir la guerra que amenazaba, había
determinado, cuanto antes lo permitiese la sazón del tiempo, ir en las galeras por mar a Génova, y
de allí por tierra a Milán, para satisfacer a Luis en todo lo que desease, y volver a llevar a Nápoles
su sobrina, esperando que, demás de los efectos de las cosas, esta pública confesión de reconocer
todo el bien de su mano le había de mitigar el ánimo, porque era notorio el ardiente deseo que con
desenfrenada ambición tenía de parecer el árbitro de toda Italia.
Alfonso, luego que murió su padre, envió cuatro embajadores al Papa, el cual, dando muestras
de haber vuelto a la primera amistad con los franceses, había prometido en los mismos días por una
bula firmada por el Colegio de los Cardenales, a petición del rey de Francia, la dignidad del
cardenalato para el obispo de San Malo, y traído a gastos comunes con el duque de Milán a
Próspero Colonna que antes había estado a sueldo del Rey y a algunos otros capitanes de gente de
armas. Con todo eso, se rindió con facilidad a la paz por las grandes condiciones que Alfonso le
prometió, deseoso de asegurarse de él y de obligarle a su defensa. Concertaron, pues,
descubiertamente que entre ellos hubiese confederación para defensa de los Estados con
determinado número por cada uno; que concediese el Papa la investidura del reino con la
disminución del censo que había alcanzado Fernando de los otros Papas, durante sólo su vida, y
enviase un legado apostólico a coronarle; que crease cardenal a Luis, hijo de D. Enrique, hermano
natural de Alfonso, el cual fue llamado después el cardenal de Aragón; que pagase el Rey luego al
Papa treinta mil ducados; que diese al duque de Gandía Estados de doce mil ducados de renta al
año, y el primer oficio de siete principales que vacase; que le condujese por toda la vida del Papa
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con trescientos hombres de armas a su sueldo con los cuales fuese obligado a servir igualmente a
entrambos; que a D. Jofré, que casi por empeño de la fe paternal iba a vivir con su suegro,
concediese, demás de las cosas que le había prometido en la primera junta, el protonotariato y uno
de los oficios; y rentas de beneficios en el reino de Nápoles a César Borja, hijo del Papa, que había
sido promovido poco antes por su padre al cardenalato, habiendo hecho, por quitar el impedimento
de ser bastardo (a los cuales no se les solía conceder semejante dignidad) probar con falsos testigos
que era hijo legítimo de otros.
Prometió demás Virginio Ursino, el cual con orden del rey intervino en esta capitulación, que
el rey ayudaría al Papa a recuperar el castillo de Ostia, en caso que rehusare el cardenal San Pedro
in Víncula ir a Roma, pero afirmaba el Rey que esta promesa se había hecho sin su consentimiento
o noticia. Juzgando que en tiempo de tanto peligro era muy dañoso el apartarse de aquel cardenal
poderoso en las cosas de Génova, en las cuales, estimulado por él, intentaba poner mano (y porque
quizá en una inquietud tan grande, se habría de tratar de con. cilios o de materias dañosas para la
Sede apostólica), interpuso gran diligencia para acordar con el Papa, a quien no satisfaciendo en
esta materia ninguna condición, si el cardenal in Víncula no volvía a Roma, y estando éste
obstinadísimo en no fiar su propia vida de la fe (tales eran sus palabras) de los catalanes, salió vano
el trabajo y el deseo de Alfonso, porque el cardenal, después que hubo, con engaños, dado
esperanza casi cierta de aceptar las condiciones que se trataban, partió de Ostia improvisadamente
una noche en un bergantín armado, dejando bien guardado aquel castillo; y habiéndose sostenido
pocos días en Saona y después en Aviñón, de donde era legado, fue finalmente a Lyon, donde poco
antes había pasado Carlos, para hacer con más comodidad y reputación las provisiones de la guerra,
a la cual publicaba ya que quería ir en persona; y habiéndole recibido con mucho regocijo y honra
se unió con los otros que procuraban la turbación de Italia.
No dejaba Alfonso, habiéndole hecho buen maestro el miedo, de continuar con Luis Sforza lo
que había comenzado su padre, ofreciéndole las mismas satisfacciones, y Luis, según su costumbre,
se daba maña a sustentarle con varias esperanzas; pero dando a entender que estaba obligado a
proceder con gran destreza para que la guerra, que estaba determinada contra los otros, no
comenzase contra él. Por otra parte, no cesaba de solicitar en Francia las prevenciones, y para
hacerlo con mayor eficacia y establecer mejor todos sus particulares de lo que se hubiese de
ordenar, y para que no se detuviese la ejecución de las cosas determinadas, envió (echando voz que
el rey le llamaba) a Galeazo de San Severino, marido de una hija natural suya, que tenía con él gran
crédito y favor.
Por los consejos de Luis envió Carlos al Papa cuatro embajadores con comisión que, al pasar
por Florencia, hiciesen instancia por la declaración de aquella República. Fueron éstos Everardo de
Obigni, capitán de nación escocesa, el general de Francia, el presidente del parlamento de Provenza,
y el mismo Perone de Baccie, a quien había enviado el año antes; los cuales, según su instrucción,
ordenada principalmente en Milán, refirieron en entrambas partes las razones que el rey de Francia,
como sucesor de la casa de Anjou, y por haber faltado la línea de Carlos I, pretendía el reino de
Nápoles, y la determinación de pasar el mismo año a Italia, no para ocupar ninguna cosa
perteneciente a otros, sino para obtener aquello que justamente le pertenecía, y que su último fin no
era tanto el reino de Nápoles, cuanto el poder después volver las armas contra los turcos, para
aumento y exaltación del nombre cristiano. Declararon en Florencia cuánto confiaba aquel Rey de
aquella ciudad que había sido reedificada por Carlomagno y favorecida siempre de los reyes sus
progenitores, y más próximamente de Luis, su padre, en la guerra que tan injustamente les hizo el
papa Sixto, Fernando recién muerto, y Alfonso, que al presente reinaba. Redujeron a la memoria las
grandes comodidades que, por el comercio de las mercaderías del reino de Francia, venían a la
nación florentina, donde era tan bien vista y agasajada como si fuera de la sangre francesa; que, con
este ejemplo, podía esperar los mismos beneficios y provechos del reino de Nápoles, cuando
estuviese debajo de su mano; así como de los aragoneses no habían recibido jamás otra cosa que
daños e injurias, pidiéndoles que quisiesen dar alguna señal de que estaban unidos con él para esta
39

empresa, y cuando por ventura estuviesen impedidos por alguna justa causa, concediesen a lo
menos paso y vituallas por su dominio a costa del ejército francés. Trataron estas cosas con la
República. A Pedro de Médicis acordaron privadamente los muchos beneficios y honras que Luis
XI había hecho a su padre y antepasados, que en los tiempos adversos había hecho muchas
demostraciones para conservación de su grandeza, honrando, en testimonio de buena voluntad, sus
armas con las propias de la casa de Francia; y, por otra parte, no contento Fernando con haberlos
perseguido descubiertamente con las armas, se había mezclado con gran maldad en las
conjuraciones civiles en que había sido muerto Julián, su tío, y herido gravemente Lorenzo, su
padre.
Partidos de Florencia los embajadores sin resolución de la ciudad, pasaron a Roma, donde
acordando al Papa los méritos antiguos y la continua devoción de la casa de Francia con la Sede
apostólica, de que estaban llenas todas las memorias antiguas y modernas, y la contumacia y
muchas inobediencias de los aragoneses, pidieron la investidura del reino de Nápoles para la
persona de Carlos, como se le debía jurídicamente; proponiendo muchas esperanzas y haciendo
muchas ofertas si estuviese propicio para esta empresa, la cual estaba determinada no menos por sus
persuasiones y autoridad que por otra ocasión. Respondió el Papa a esta demanda, que, habiendo
concedido tantos antecesores suyos sucesivamente la investidura de aquel reino a tres reyes de la
casa de Aragón (porque en la investidura de Fernando se comprendía nombradamente a Alfonso),
no era conveniente concederla a Carlos hasta que, por vía de justicia, no se declarase que él tenía
mejores derechos, a los cuales hubiese perjudicado la investidura de Alfonso, porque por esta
consideración se había especificado en ella que se entendiese sin perjuicio de personas. Acordóles
que el reino de Nápoles era del dominio directo de la Sede apostólica, cuya autoridad no se
persuadía que quisiese violar el Rey, contra la costumbre de sus antepasados, que siempre habían
sido defensores propicios, como la violaría si de hecho lo acometiese; que convenía más a su
dignidad y bondad, teniendo derecho, pedirlo por vía de justicia, la cual como señor del feudo, y
solo juez de esta causa, se ofrecía pronto a hacérsela; que no debía un rey cristianísimo pretender
otra cosa de un pontífice romano, cuyo oficio era prohibir y no fomentar las violencias y las guerras
entre príncipes cristianos. Mostró, cuando quisiese obrar de otra manera, grandes dificultades y
peligros por la vecindad de Alfonso y los florentinos, cuya unión seguía toda la Toscana, y por la
dependencia del Rey de tantos barones, cuyos Estados se extendían hasta las puertas de Roma. Con
todo eso, procuro no cortarles enteramente la esperanza, aunque tenía determinado no apartarse de
la confederación hecha con Alfonso.
En Florencia era grande la inclinación a la casa de Francia por el comercio en aquel reino de
tantos florentinos; por la opinión antigua, aunque falsa, de que Carlomagno reedificó aquella
ciudad, destruida por Totila, rey de los godos; por la larga unión que sus mayores tuvieron por
mucho espacio de tiempo con ella, los güelfos con Carlos I, rey de Nápoles, y con muchos de sus
descendientes protectores de la parte güelfa en Italia, y por la memoria de las guerras que antes
había hecho a aquella ciudad Alfonso el Viejo, y después el año 1478 Fernando, enviando en
persona a Alfonso, su hijo. Deseaba todo el pueblo por estas razones que se le concediese el paso, y
no lo deseaban menos los ciudadanos más sabios y de mayor autoridad de la República, los cuales
juzgaban que era suma imprudencia el meter en el dominio florentino una guerra de tanto peligro,
por las diferencias de otros, oponiéndose a un tan poderoso ejército y a la persona del rey de
Francia, el cual entraba en Italia con el favor del Estado de Milán, y que si no consentía el Senado
veneciano, por lo menos no lo contradecía. Confirmaban sus consejos con la autoridad de Cosme de
Médicis que fue tenido en su tiempo por uno de los hombres sabios de Italia, el cual, en la guerra
entre Juan de Anjou y Fernando, aunque acudían a Fernando el Papa y el duque de Milán, había
aconsejado siempre que no se opusiese aquella ciudad a Juan. Traían a la memoria el ejemplo de
Lorenzo, padre de Pedro, el cual había tenido siempre el mismo parecer, en el rumor de la vuelta de
los anjovinos, y que las palabras que usaba, espantado del poder de los franceses, después que este
mismo rey había conquistado la Bretaña, eran que se disponían gravísimos males a los italianos si el
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rey de Francia conociese sus propias fuerzas. Mas Pedro de Médicis, midiendo más las cosas con la
voluntad que con la prudencia; dándose demasiado crédito a sí mismo y considerando que este
movimiento se resolvería antes en rumores que en efectos; aconsejando lo mismo alguno de sus
ministros sobornado, según se dijo, con dádivas de Alfonso, determinó pertinazmente continuar en
la amistad de los aragoneses, lo cual era necesario que, por su grandeza, lo consintiesen todos los
demás ciudadanos.
Tengo autores, que no se deben despreciar, que dicen que no contento Pedro con la autoridad
que había alcanzado su padre en la República, aunque era tal que a su voluntad se creaban los
magistrados, los cuales no determinaban las cosas de mayor consideración sin su parecer, aspiraba a
más absoluto poder y a título de Príncipe, no midiendo prudentemente las calidades de la ciudad; la
cual, estando entonces poderosa y muy rica y criada ya por muchos años en apariencia de
República, y los ciudadanos mayores acostumbrados a participar del gobierno y a ser más
semejantes a compañeros que a súbditos, no parecía que sin gran violencia hubiese de tolerar tan
grande y súbita mudanza; y conociendo por esto Pedro que para sustentar esta ambición suya eran
necesarios extraordinarios fundamentos, se había estrechado grandemente (para hacer un apoyo
poderoso a la conservación del nuevo principado) con los aragoneses, y determinado correr con
ellos la misma fortuna.
Sucedió acaso que, pocos días antes que los embajadores franceses llegasen a Florencia, se
habían descubierto algunas pláticas que Lorenzo y Juan de Médicis (mozos muy ricos, unidos a
Pedro por sangre y apartados de él por causas que tuvieron principios juveniles) habían tenido por
medio de Cosme Rucellai, primo hermano de Pedro, con Luis Sforza, y por su introducción, con el
rey de Francia, las cuales miraban derechamente contra la grandeza de Pedro. Prendiólos por esto el
magistrado y desterrólos a sus propias villas con muy ligero castigo, porque la madurez de los
ciudadanos, aunque no sin mucha dificultad, indujo a Pedro a que no se usase, contra su propia
sangre, el juicio severo de las leyes: mas habiéndole certificado este accidente que Luis Sforza tenía
intento de procurar su ruina, creyó que estaba tanto más necesitado a perseverar en su primera
determinación. Respondióse a los embajadores con palabras de ornato y estimación, pero sin la
conclusión que deseaban, mostrando por una parte la devoción natural de los florentinos a la casa de
Francia y el gran deseo de satisfacer a tan glorioso rey, y por otra los impedimentos y que ninguna
cosa era más indigna de príncipes y de las repúblicas que no guardar la palabra ofrecida; pues, sin
mancharla expresamente, no podían acceder a sus peticiones, siendo así que aún no estaba acabada
la confederación que, por la autoridad del rey Luis, su padre, se había hecho con Fernando, con
pacto que después de su muerte se extendiese a Alfonso, y con expresa condición de estar
obligados, no sólo a la defensa del reino de Nápoles, sino a prohibir el paso por su territorio a quien
fuese a ofenderle; que se recibía suma molestia de que no pudiese ser otra la determinación, pero se
esperaba que el Rey, siendo tan sabio y justo, habiendo conocido su buena disposición, atribuiría lo
que no se le prometía a impedimentos tan justos. Enojado el Rey de esta respuesta, hizo partir luego
de Francia los embajadores de los florentinos y echó de Lyon, por consejo de Luis Sforza, a sólo los
ministros del bando de Pedro de Médicis, sin echar a los otros mercaderes, para que en Florencia se
entendiese que reconocía esta injuria particularmente de Pedro y no de todos los ciudadanos.
Dividiéndose así todos los otros potentados de Italia, unos en favor del rey de Francia y otros
en contra, determinaron sólo los venecianos, estándose neutrales, esperar ociosamente el fin de
aquellas cosas, o porque no les era trabajoso que se perturbase Italia, esperando con la guerra de
otros poder extender su imperio, o porque no temiendo de su grandeza venir a ser robo del
vencedor, juzgaban por imprudente consejo hacer propias las guerras de otro, sin evidente
necesidad, bien que Fernando no dejaba continuamente de estimularlos, y el rey de Francia les
había enviado el año antes y en este mismo tiempo embajadores, los cuales habían declarado que
entre la casa de Francia y aquella República no había habido nunca otra cosa que amistad y
correspondencia y amorosos y benignos oficios siempre que para ello se había ofrecido ocasión, y
deseoso el rey de aumentar esta disposición, pedía a aquel tan sabio Senado que le quisiese dar
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consejo y favor para su empresa. Respondieron a esta propuesta con prudencia y brevedad que el
rey cristianísimo era tan sabio y tenía cerca de su persona tan grave y maduro consejo, que
presumiría mucho de sí mismo cualquiera que osase aconsejarle, añadiendo que serían muy gratas
al Senado veneciano todas sus prosperidades, por la observancia que siempre había tenido a aquella
corona, y que por esto les era de suma molestia no poder corresponder con los efectos a la prontitud
de su ánimo, porque por la sospecha en que continuamente estaban del gran Turco, que tenía deseo
y grande oportunidad de ofenderles, le obligaba la necesidad a tener siempre guardadas con mucho
gasto tantas islas y tierras marítimas vecinas a Turquía, y por esto estaban forzados a abstenerse de
enredarse en guerras con otros.
Importaban mucho más que los discursos de los embajadores y las respuestas que se les daban
las preparaciones marítimas y terrestres que se hacían ya por todas partes. Porque Carlos había
enviado a Génova a Pedro de Orfé, su caballerizo mayor (dominaba en esta ciudad el duque de
Milán con la ayuda de Pedro Adorno y de Juan Luis del Fiesco), a poner en orden una armada
poderosa de naves y de galeras, y hacía armar, demás de estos, otros bajeles en los puertos de
Villafranca y Marsella, habíase divulgado en su Corte que trataba de entrar por mar en el reino de
Nápoles, como Juan, hijo de Renato, había hecho ya contra Fernando, y aunque muchos creían en
Francia que, por la incapacidad del Rey, por ser de poca calidad los que le aconsejaban y por la falta
de dineros habían de salir al fin vanos estos aparatos, con todo eso por el ardimiento del Rey, el cual
nuevamente, por el consejo de sus más íntimos en su confianza, había tomado el título de rey de
Jerusalén y de las dos Sicilias (este era entonces el título de los reyes de Nápoles), se atendía con
gran calor a las prevenciones de la guerra, recogiendo dinero, poniendo en orden la gente de armas
y estrechando los consejos con Galeazo de San Severino, en cuyo pecho se encerraban todos los
secretos y determinaciones de Luis Sforza.
Por otra parte, Alfonso no había dejado de prevenirse nunca por mar y tierra, y juzgando que
no era ya tiempo para dejarse engañar de las esperanzas que le daba Luis y que le sería de más útil
el reducirle a espanto y molestia que continuar las diligencias de mitigarle, mandó al embajador
milanés que se fuese de Nápoles, volvió a llamar el suyo que residía en Milán, e hizo tomar la
posesión y secuestrar las rentas del ducado de Bari que había poseído Luis muchos años por
donación que le hizo Fernando. No contento con estas demostraciones, antes de abierta enemistad
que de ofensas, volvió todo su ánimo a enajenar del ducado de Milán la ciudad de Génova, cosa de
grandísima importancia en el movimiento presente, porque por la mudanza de aquella ciudad se
alcanzaba gran facilidad de perturbar contra Luis el gobierno de Milán, y se privaba al rey de
Francia de la oportunidad de molestar por mar el reino de Nápoles. Concertándose para esto
secretamente con el cardenal Paulo Gregorio, que, por lo pasado, había sido dux de Génova, a quien
seguían muchos de la misma familia, y con Obietto del Fiesco, cabezas entrambos de gran séquito
en aquella ciudad y en sus riberas, y con algunos de los Adornos, todos emigrados de Génova por
diversas ocasiones, determinó intentar con armada poderosa volverlos a meter dentro;
acostumbrando a decir que con las prevenciones y divisiones se vencían las guerras. Determinó
asimismo ir personalmente a la Romaña con fuerte ejército para pasar luego al territorio de Parma,
donde esperaba, proclamando el nombre de Juan Galeazo y levantando su bandera, que los pueblos
del ducado de Milán se inquietasen contra Luis, y aunque hallasen dificultad en estas cosas, creía
que era muy útil que la guerra se comenzase en lugar apartado de su reino, creyendo que, para la
suma de todo, importaba mucho que cogiese a los franceses en Lombardía el invierno, como quien
experimentado solamente en las guerras de Italia (en las cuales no solían salir los ejércitos a
campaña hasta el fin del mes de Abril, esperando la sazón de la hierba para el sustento de los
caballos), presuponía que, por huir la aspereza de aquella estación, se verían necesitados a quedarse
en el país amigo hasta la primavera, y esperaba que, de esta tardanza, podía nacer fácilmente alguna
ocasión para su remedio. Envió también embajadores a Constantinopla a pedir ayuda, como en
peligro común, a Bayaceto, otomano, príncipe de los turcos, por lo que se divulgaba que pasaría
Carlos a Grecia, después de haberle vencido. Sabía que Bayaceto no despreciaría este peligro,
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porque por las memorias de las expediciones hechas en Asia en los tiempos pasados por la Nación
francesa contra los infieles, no era poco el temor que los turcos tenían de sus armas.
Mientras se solicitaban estas cosas de cada parte, el Papa envió su gente a Ostia debajo del
gobierno de Nicolás Ursino, conde de Pitigliano, dándole ayuda Alfonso por mar y tierra, y
habiendo tomado sin dificultad la villa y comenzado a batir con la artillería el castillo, el castellano,
por medio de Fabricio Colonna, y viniendo en ello Juan de Robere, prefecto de Roma, hermano del
Cardenal de San Pedro in Víncula, después de pocos días, lo entregó, con condición de que el Papa
no persiguiese, ni con censuras ni con las armas, al cardenal ni al prefecto, si no le diesen nuevas
ocasiones, y fue prometido a Fabricio, en cuyas manos había dejado el cardenal a Grottaferrata, que,
pagando al Papa diez mil ducados, continuase en poseerla con los mismos derechos. Luis Sforza, a
quien el cardenal había manifestado, cuando pasó por Saona, lo que trataba ocultamente por su
medio y consejo Alfonso con los emigrados de Génova, mostrando a Carlos cuán grandes
impedimentos resultarían para sus designios, le persuadió a poner en orden para enviar a Génova
dos mil suizos y hacer pasar luego a Italia trescientas lanzas, para que, debajo del gobierno de
Obigni (el cual, habiendo vuelto de Roma, se había detenido en Milán por orden del Rey),
estuviesen prontas para asegurar a Lombardía y pasar más adelante si la necesidad y las ocasiones
lo pidiesen, juntándose con ellas quinientos hombres de armas italianos, conducidos al mismo
tiempo a sueldo del rey por Juan Francisco de San Severino, conde de Gaiazzo, Galeoto Pico, conde
de la Mirandola y Rodulfo Gonzaga, y otros quinientos que estaba obligado a darle el duque de
Milán.
Con todo eso, no dejando Luis sus artificios acostumbrados, no cesaba de confirmar al Papa y
a Pedro de Médicis su disposición a la quietud y seguridad de Italia, dando una vez una esperanza y
tal otra de que presto se verían demostraciones evidentes. No parece posible que lo que se afirma
con gran eficacia deje de poner alguna duda, aun en los ánimos determinados a creer lo contrario;
pero si bien a sus promesas no se daba mucho crédito, no por esto se entibiaban en alguna parte las
empresas determinadas, porque al Papa y a Pedro de Médicis hubiera agradado mucho el intentar
las cosas de Génova; mas porque derechamente se ofendía por esto al Estado de Milán, el Papa, a
quien Alfonso había pedido sus galeras y que se uniese con él en la Romaña su gente, concedió que
la gente se uniese en la Romaña para la defensa común, mas que no pasasen adelante, y en lo de las
galeras ponía dificultad, alegando que no era aún tiempo de poner a Luis en tanta desesperación: y
habiendo pedido a los florentinos que diesen acogida y refresco a la armada real en el puerto de
Liorna, estaban suspensos por el mismo respeto, y porque, habiéndose excusado de las demandas
que les había hecho el rey de Francia, bajo pretexto de la confederación hecha con Fernando, se
disponían de mala gana hasta que la necesidad les obligase a hacer más de lo que en virtud de ella
estaban obligados. Mas no sufriendo las cosas mayor dilación, partió finalmente de Nápoles la
armada debajo del gobierno de D. Fadrique, almirante de la mar, y Alfonso personalmente recogió
su ejército en el Abruzzo para pasar a Romaña. Parecióle necesario, antes de pasar más adelante,
llegar a hablar con el Papa, que estaba deseoso de lo mismo, para establecer todo lo que se hubiese
de hacer por el bien común.
Juntáronse a 13 de Julio en Vicovaro, villa de Virginio Ursino, donde, habiendo estado tres
días se fueron, quedando muy amigos. Determinóse en esta plática por consejo del Papa, que la
persona del rey no pasase más adelante, pero que, de su ejército (el cual afirmaba el Rey que era de
poco menos de cien escuadras de hombres de armas, contando veinte hombres de armas por
escuadra y más de tres mil entre ballesteros y caballos ligeros) se detuviese con él una parte en los
confines del Abruzzo hacia el Gelle y Tagliacozzo para seguridad del Estado eclesiástico y del suyo,
y que Virginio quedase en tierra de Roma para hacer contrapeso a los Colonnas, por cuya sospecha
estuviesen en Roma doscientos hombres de armas del Papa y una parte de los caballos ligeros del
Rey, y que fuese a la Romaña con setenta escuadras, con el resto de la caballería ligera y con la
mayor parte de la gente eclesiástica, que se le había dado sólo para su defensa, Fernando duque de
Calabria (este era el título del primogénito del rey de Nápoles), mozo de gran esperanza, llevando
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consigo como gobernadores de su juventud a Juan Jacobo Tribulcio, gobernador de la gente del rey,
y al conde de Pitigliano (el cual había pasado del sueldo del Papa al del Rey), capitanes de
experiencia y gran reputación. Parecía muy a propósito que pasara a Lombardía la persona de
Fernando, porque estaba unido con estrecho y doble parentesco a Juan Galeazo, marido de su
hermana e hijo de Galeazo, hermano de Hipólita, madre que había sido de Fernando.
Una de las cosas más importantes que se trataron entre el Papa y Alfonso fue sobre las cosas
de los Colonnas, porque por señales claras se conocía que aspiraban a nuevos consejos; pues
habiendo estado Próspero y Fabricio al sueldo del rey muerto y habiendo alcanzado de él Estados y
honrados puestos Próspero, después de muerto el rey y de muchas promesas hechas a Alfonso de
reconciliarse con él, no sólo se había conducido por medio del cardenal Ascanio a sueldo común
con el Papa y con el duque de Milán y consentido después que toda su compañía se redujese al
servicio del Papa, que lo procuraba así, pero también Fabricio, que había continuado con el sueldo
de Alfonso, viendo el enojo del Papa y del Rey contra Próspero, dificultaba el ir con el duque de
Calabria a la Romaña si primero no se establecían y aseguraban las cosas de Próspero y de toda la
familia de los Colonnas en alguna forma conveniente. Este era el color de sus dificultades; pero en
secreto entrambos, llevados de la gran amistad que tenían con el cardenal Ascanio (el cual,
habiendo salido pocos días antes de Roma por sospecha del Papa, había ido a sus villas), con
esperanza de mayores premios, y mucho más por el disgusto de que el primer lugar con Alfonso y
mayor parte de sus prosperidades fuese de Virginio Ursino, cabeza de la facción contraria, se habían
ido al sueldo del rey de Francia. Mas por tener esto oculto hasta que viesen que podían seguramente
declararse por soldados del rey de Francia, fingiendo deseo de convenirse con el Papa y con
Alfonso (los cuales hacían instancia en que Próspero, tomando su mismo partido, porque de otra
manera no se podían asegurar de él, dejase los sueldos del duque de Milán), trataban continuamente
con ellos; pero, por no venir a conclusión, venían a mover tal vez una dificultad y tal otra en las
condiciones que estaban propuestas. Había en esta plática entre Alejandro y Alfonso diversidad de
voluntades, porque deseoso Alejandro de despojarlos de los castillos que poseían en tierra de Roma,
deseaba mucho la ocasión de acometerlos, y no teniendo Alfonso otro fin que el de asegurarse, no
se inclinaba a la guerra sino por último remedio; mas no se atrevía a oponerse al deseo del Papa, y
por esto determinaron apretarles con las armas, y se estableció con qué fuerzas había de ser, pero
que primero se viese si, dentro de pocos días, se podían componer sus cosas.
Tratábanse por cada parte estos y otros muchos medios; mas finalmente dio principio a la
guerra de Italia la ida de D. Fadrique a la empresa de Génova con armada sin duda mayor y mejor
proveída que ninguna otra de las que en muchos años antes habían corrido por el mar Tirreno,
porque tuvo treinta y cinco galeras sutiles, diez y ocho naves y otros muchos bajeles menores,
mucha artillería y tres mil infantes para echar en tierra. Por estos aparatos y por tener consigo los
emigrados se había movido de Nápoles con grande esperanza de la victoria; pero la tardanza de su
partida, causada por las dificultades que tienen comúnmente los grandes movimientos y en alguna
parte por las esperanzas artificiosas que Luis había dado, y después el haberse detenido por tomar a
sueldo hasta el número de cinco mil infantes en los puertos de los Sieneses, había hecho difícil lo
que, si se hubiera intentado un mes antes, hubiera sido fácil, porque habiendo tenido tiempo los
contrarios de hacer poderosa provisión, había entrado ya en Génova el bailío de Dijon con dos mil
suizos, soldados del rey de Francia, y estaban en orden muchos de los navíos y galeras que armaban
en aquel puerto, habiendo llegado asimismo una parte de los bajeles armados en Marsella, y no
perdonando Luis ningún gasto, había enviado allí a Gaspar de San Severino, llamado el Fracassa y a
Antonio María, su hermano, con muchos infantes, y para ayudarse no menos de la amistad de los
genoveses mismos que de las fuerzas forasteras, había asegurado con dones, provisiones, promesas
y varios premios el ánimo de Juan Luis del Fiesco, hermano del Obietto, de los Adornos, y de otros
muchos gentiles hombres y particulares importantes para tener firme su devoción en aquella ciudad,
y había llamado a Milán, de Génova, y de las otras villas de la ribera muchos secuaces de los
emigrados. A estas provisiones tan poderosas por sí mismas, añadió mucho de reputación y de
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firmeza la persona de Luis, duque de Orleans, el cual, en los mismos días que la armada aragonesa
se descubrió en el mar de Génova, entró por orden del rey de Francia en aquella ciudad, habiendo
hablado primero en Alejandría sobre las cosas generales con Luis Sforza, quien (como están llenas
de tinieblas las cosas de los mortales) le había recibido con gran alegría y honra, no sabiendo cuán
presto había de quedar en sus manos su Estado y su vida.
Fueron ocasión estas cosas de que los aragoneses, que antes habían determinado presentarse
con la armada en el puerto de Génova, esperando que los secuaces de los emigrados hiciesen alguna
sublevación, determinasen, mudando de consejo, acometer las riberas, y después de alguna variedad
de opiniones sobre si había de comenzar por la ribera de Levante o por la de Poniente, seguido el
parecer de Obietto, que se prometía mucho de los hombres de la ribera de Levante, se enderezaron a
la villa de Portovenere, y a ésta dieron muchas horas en vano la batalla (porque de Génova le habían
enviado cuatrocientos infantes y los ánimos de los vecinos estaban embravecidos por Juan Luis del
Fiesco, que había venido a la Spezia); de manera que, perdida la esperanza de expugnarla, se
retiraron al puerto de Liorna para refrescarse de vituallas y acrecentar el número de los infantes,
porque entendiendo que estaban bien proveídas las villas de la ribera, juzgaban por necesarias
mayores fuerzas. De allí D. Fadrique, teniendo noticia que la armada francesa, inferior a la suya en
galeras, pero superior de naves, se prevenía para salir del puerto de Génova, volvió a enviar a
Nápoles sus naves para poderse apartar de los enemigos más brevemente con la presteza de las
galeras, si juntas las naves y las galeras contrarias fuesen a acometerle, quedando con todo eso con
esperanza de oprimirlos si se separasen las galeras de las naves o por voluntad o accidente.
Caminaba con el ejército de tierra al mismo tiempo el duque de Calabria hacia la Romaña con
intención de pasar después a Lombardía, según las primeras determinaciones; mas para tener el
paso libre y no dejar impedimentos a las espaldas, era necesario unirse el Estado de Bolonia y las
ciudades de Imola y de Forli, porque Cesena, ciudad súbdita inmediatamente al Papa, y la ciudad de
Faenza, súbdita a Astorre de Manfredo, muchacho pequeño que tenía sueldo de los florentinos y se
regía bajo su protección, eran muy a propósito para dar libremente todas las comodidades al ejército
aragonés. Gobernaba a Forli y a Imola, con título de Vicario de la Iglesia, Ottaviano, hijo de
Jerónimo de Riario, pero bajo la tutela y gobierno de Catalina Sforza, su madre, con la cual habían
tratado ya muchos meses antes el Papa y Alfonso de traer a Ottaviano al sueldo de entrambos, con
obligación que comprendiese la defensa de sus Estados. Pero quedaba la materia imperfecta, parte
por dificultades que ella interpuso, para alcanzar mejores condiciones, y parte porque, persistiendo
los florentinos en la primera determinación de no exceder contra el rey de Francia las obligaciones
que tenían con Alfonso, no se resolvían a concurrir con esta conducta, para la cual era necesario su
consentimiento, porque el Papa y el rey rehusaban sustentar este gasto, y mucho más porque
Catalina negaba el poner en peligro aquella ciudad, si justamente no se obligaban los florentinos
con los otros a la defensa de los Estados de su hijo. Allanó estas dificultades la plática que tuvo
Fernando con Pedro de Médicis en el burgo de Sacro Sepulcro, mientras por el camino de la
Marecchia llevó el ejército a la Romaña, porque en la primera vista le ofreció, por comisión de
Alfonso su padre, que usase de sí y de aquel ejército para cualquier intento suyo de las cosas de
Florencia, de Siena y de Faenza; por lo cual, avivándose en Pedro el primer calor, habiendo vuelto a
Florencia, quiso, aunque disuadiéndole los ciudadanos más sabios, que se diese el consentimiento
para aquella conducta, porque con suma instancia se lo había pedido Fernando, a lo cual,
habiéndose concluido a gastos comunes del Papa, de Alfonso y de los florentinos, se juntó poco
después la ciudad de Bolonia, conduciéndose de la misma manera Juan Ventivoglio bajo de cuya
autoridad y arbitrio se gobernaba, y al cual prometió el Papa, añadiéndose también la palabra del
rey y de Pedro de Médicis, crear cardenal a Antonio Galeazo, su hijo, que entonces era protonotario
apostólico.
Dieron estos convenios gran reputación al ejército de Fernando, pero mucho mayor la hubiera
dado si con estos buenos éxitos entrara antes en Romaña; mas la tardanza en moverse del reino y la
solicitud de Luis Sforza, había hecho que, antes que llegase Fernando a Cesena, entrasen Obigni y
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el conde de Gaiazzo, gobernador de la gente sforcesca, con parte del ejército destinado para
oponerse a los aragoneses en el condado de Imola, sin embarazo por parte del boloñés.
Interrumpidas por esto a Fernando las primeras esperanzas de pasar a Lombardía, viose precisado a
hacer la guerra en la Romaña, donde, siguiendo las otras ciudades la parte aragonesa, Rávena y
Cervia, ciudades sujetas a los venecianos, estaban neutrales, y aquel país contiguo con el río Po que
tenía el duque de Ferrara, no les dejaba de ser de alguna comodidad a la gente francesa y sforcesca.
Mas ni por las dificultades referidas en la empresa de Génova, ni por el impedimento que había
sobrevenido en la Romaña se enfrenaba la temeridad de Pedro de Médicis, el cual, habiéndose
obligado con secreta unión, hecha con el Papa y Alfonso, sin saberlo la República, a oponerse
descubiertamente al rey de Francia, no sólo había consentido que la armada de Nápoles tuviese
acogida y refresco en el puerto de Liorna y comodidad de tomar soldados por todo el dominio
florentino, sino que, no pudiendo contenerse más, hizo que Anníbal Ventivoglio, que era soldado de
los florentinos, con su compañía y con la de Astorre de Manfredo se uniesen con el ejército de
Fernando, luego que entró en el condado de Forli, y demás de esto le hizo enviar mil infantes y
artillería. Veíase la misma disposición en el Papa, pues demás de las provisiones de armas, no
contento de haber exhortado primero a Carlos con un Breve para que no pasase a Italia y a que
procediese por la vía de justicia y no por la de las armas, le mandó después por otro Breve las
mismas cosas, so pena de las censuras eclesiásticas, y por el obispo de Calahorra, su nuncio en
Venecia (donde para el mismo efecto estaban los embajadores de Alfonso y los de los florentinos,
aunque éstos no con demandas tan descubiertas), exhortó al Senado veneciano que por beneficio
común de Italia se opusiese con las armas al rey de Francia, a lo menos que hiciese entender
vivamente a Luis Sforza cuánto sentimiento le causaba esta novedad.
El Senado, haciendo responder por el dux que no era oficio de príncipe sabio traer la guerra a
su casa propia por apartarla de la de los otros, no consintió hacer ni con demostraciones ni con
efectos cosa que pudiese desagradar a ninguna de las partes. Y porque el rey de España, a quien
acudían instantáneamente el Papa y Alfonso, prometía enviar su armada a Sicilia con mucha gente
para socorrer al reino de Nápoles cuando fuese menester (si bien se excusaba que no podría ser tan
pronto por la dificultad de dineros), el Papa, demás de cierta cantidad que le había enviado Alfonso,
consintió que pudiese convertir para este efecto los dineros que había recogido con autoridad de la
Sede Apostólica, bajo el nombre de la Cruzada en España, los cuales no se podían gastar contra
otros que enemigos de la fe cristiana, a quien estaba tan ajeno su pensamiento de oprimir que,
demás de otros hombres que Alfonso había enviado al gran Turco, le envió de nuevo a Camilo
Pandone, con quien fue enviado secretamente del Papa Jorge Bucciardo, genovés a quien otras
veces había empleado en lo mismo el Papa Inocencio, los cuales honrados excesivamente por
Bayaceto y despachados luego, volvieron a traer grandes promesas de ayudas, que, aunque fueron
confirmadas poco después por un embajador que envió Bayaceto a Nápoles, no tuvieron algún
efecto por la distancia de los lugares o por ser difícil la confidencia entre turcos y cristianos en este
tiempo.
Alfonso y Pedro de Médicis, no siendo prósperos los sucesos de sus armas, ni por mar, ni por
tierra, procuraron engañar a Luis Sforza con sus astucias y artificios, pero no dieron mejor cuenta de
la industria que de las fuerzas.
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Capítulo III
Intentos de Luis Sforza descubiertos por medio de Pedro de Médicis a los franceses.—Carlos
VIII entra en Italia.—Su carácter.—Derrota de los aragoneses en Rampallo.—Carlos VIII enferma
de viruelas.—Viciosa organización del ejército italiano.—Carlos VIII en Pavía.—Muere Juan
Galeazo, y Luis Sforza es nombrado duque de Milán.—Preséntase Pedro de Médicis a Carlos VIII.
—Encuéntrase con Luis Sforza en el campamento francés.

Ha sido opinión de muchos que le era molesto a Luis, por la consideración de su propio
peligro, que el Rey de Francia conquistase el reino de Nápoles, porque su designio era, después de
haberse hecho duque de Milán y obligado a pasar el ejército francés a Toscana, interponerse para
alguna concordia por la cual, reconociéndose Alfonso tributario de la corona de Francia,
asegurándose el Rey de la observancia de ella y desmembradas, por acaso, de los florentinos las
villas que tenían en la Lunigiana, se volviese el rey a Francia. Quedando con esto abatidos los
florentinos, disminuido de fuerzas y de autoridad el rey de Nápoles y llegando él a ser duque de
Milán, había conseguido tanto, que le bastaba para estar seguro, sin incurrir en los peligros que le
amenazaban con la victoria de los franceses. Que había esperado que Carlos, mayormente
sobreviniendo el invierno, se había de hallar en algún embarazo que le detuviese el curso de la
victoria, y atendiendo a la impaciencia natural de los franceses, al estar el Rey mal proveído de
dineros y a la voluntad de muchos de los suyos, ajena de esta empresa, creía que fácilmente se
podría hallar medio de concordia. Sea lo que se fuere de esta materia la verdad, lo cierto es que, si
bien al principio trabajó Luis grandemente por separar a Pedro de Médicis de los aragoneses,
comenzó después con gran secreto a aconsejarle que perseverase en su propósito, prometiéndole
obrar de manera que, o el rey de Francia no pasase, o que, pasando, se volviese luego de la otra
parte de los montes, antes de haber intentado ninguna cosa. No cesaba por medio de su embajador,
residente en Florencia, de hacer con él muy a menudo esta instancia, o porque era así
verdaderamente su intención, o porque, determinado ya a la ruina de Pedro, deseaba que procediese
tan adelante contra el rey, que no le quedase lugar de reconciliarse con él. Determinado, pues,
Pedro, con sabiduría de Alfonso, a hacer notorio este trato al rey de Francia, llamó un día a su casa,
con color de estar enfermo, al embajador de Milán, habiendo primero escondido al del rey, que
estaba en Florencia, en lugar que pudiese oír cómodamente lo que hablaba allí Pedro. Repetidas con
largo discurso las persuasiones y las promesas de Luis, y que, por su autoridad, había estado
pertinaz en no ceder a las peticiones de Carlos, se lamentó grandemente de que con tanta instancia
solicitase su pasada a Italia, concluyendo que, pues los hechos no correspondían con las palabras,
estaba obligado a determinar el no reducirse a tan gran peligro. Respondía el de Milán que no debía
Pedro dudar de la fe de Luis, cuando no por otra razón, porque también era dañoso para él que
Carlos tomase a Nápoles; animándole eficazmente a que perseverase en la misma intención, porque,
apartándose de ella, sería ocasión de reducir a sí mismo y a toda Italia en esclavitud. Dio luego
noticia de esta plática el embajador francés a su rey, afirmándole que le era traidor Luis, y con todo
eso no produjo esta astucia el efecto que habían esperado el rey Alfonso y Pedro; antes habiéndolo
revelado los mismos franceses a Luis, volvió muy ardiente el enojo y odio que primero había
concebido contra Pedro y la solicitud de provocar al rey de Francia que no gastase más tiempo
inútilmente.
Y ya no sólo las preparaciones hechas por mar y tierra, sino el consentimiento de los cielos y
de los hombres, pronosticaban a Italia las futuras calamidades, porque los que hacen profesión de
tener noticia de las cosas venideras o por ciencia o por inspiración divina, afirmaban a una voz que
se disponían mayores y más mudanzas, accidentes más extraños y horrendos que por muchos siglos
se hubiesen visto en alguna parte del mundo; y no con menor. terror de los hombres publicaba la
fama por todas partes que se habían aparecido en algunas de Italia cosas ajenas del uso de la
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naturaleza y de los cielos. En la Pulla, de noche, tres soles en medio del cielo, pero con gran
nublado alrededor y con horribles relámpagos y truenos; en el territorio de Arezzo pasaban
visiblemente muchos días por el aire infinitos hombres armados sobre caballos muy grandes y con
terrible ruido de trompetas y cajas; en muchos lugares de Italia habían sudado sangre las imágenes y
estatuas; habían nacido por todas partes muchos monstruos de hombres y de animales, y otras
muchas cosas sucedidas en diversas partes contra el orden de la naturaleza; por lo cual se llenaban
de grande temor los pueblos, espantados primero por la fama del poder de los franceses y de la
ferocidad de aquella nación, la cual, como estaban llenas las historias, había por lo pasado corrido y
robado a toda Italia, saqueado y asolado con hierro y fuego la ciudad de Roma, sojuzgado en Asia
muchas provincias, y no había parte casi alguna en el mundo que, en diversos tiempos, no hubiese
sido maltratada por sus armas.
Acrecentaba cada día más el crédito a las señales celestes, adivinaciones, pronósticos y
prodigios, el acercarse los efectos, porque, continuando Carlos en su propósito, había venido a
Viena, ciudad del Delfinado, no pudiendo apartarle de pasar personalmente a Italia ni los ruegos de
todo el reino, ni la falta de dineros, que era tal, que no tuvo modo como proveer las necesidades
presentes, sino con empeñar por poca cantidad de dineros las joyas que le había prestado el duque
de Saboya, la marquesa del Monferrato y otros señores de la Corte; porque los que había recogido
antes de las rentas de Francia y los que le había prestado Luis los había gastado, parte en las
armadas de mar, en las cuales se ponía desde el principio grande esperanza de la victoria, y parte,
antes que se moviese de Lyon, había dado inconsideradamente a varias personas. No estando
entonces los príncipes prontos para sacar dineros de los pueblos, como después (menospreciando el
respeto de Dios y de los hombres) les ha enseñado la codicia y avaricia demasiada, no le era fácil
juntarlos de nuevo. ¡Tan pequeñas fueron las trazas y fundamentos de mover una guerra tan pesada,
guiándola más la temeridad y el ímpetu, que la prudencia y consejo!
Mas como acaece muchas veces que cuando se viene a dar principio a las ejecuciones de las
cosas nuevas grandes y difíciles, aunque estén ya determinadas, se representan todavía al
entendimiento de los hombres las razones que se pueden considerar en contrario, estando ya el rey
dispuesto para partir, y antes caminando ya hacia los montes la gente de armas, se levantó una gran
voz por toda la Corte, poniendo algunos en consideración las dificultades ordinarias de tan gran
empresa, otros el peligro de la infidelidad de los italianos, y sobre todos los otros la de Luis Sforza,
acordando el aviso que había venido de Florencia de sus fraudes. Por acaso tardaban en llegar unos
dineros que se esperaban de él, de modo que no sólo contradecían atrevidamente (como sucede
cuando parece que el consejo se confirma con el suceso de las cosas) los que habían condenado
siempre esta empresa, sino que algunos de aquellos que habían sido los movedores principales, y
entre los otros el obispo de San Malo, comenzaron a vacilar no poco, y últimamente habiendo
llegado este rumor a los oídos del rey, hizo tal movimiento en toda su Corte y en su mismo
entendimiento y tal inclinación a no pasar más adelante, que luego mandó que parase la gente, y por
esto, muchos señores que ya estaban en el camino, publicándose que estaba determinado que no se
pasase a Italia, se volvieron a la Corte.
Fuera fácilmente, como se cree, esta mudanza adelante si el cardenal de San Pedro in Víncula
(fatal instrumento entonces, antes y después, de los males de Italia) no hubiera con su autoridad y
vehemencia vuelto a encender los bríos casi muertos del todo y a enderezar el ánimo del Rey a la
determinación primera, trayéndole a la memoria, no sólo las razones que a tan gloriosa empresa le
habían incitado, sino poniéndole delante de los ojos, con grandísima provocación, la ignominia que
por todo el mundo se le seguiría de la ligera mudanza de tan honrado consejo, y preguntándole por
qué ocasión había, con la restitución de las villas del condado de Artois, enflaquecido por aquella
parte las fronteras de sus reinos, por qué ocasión con tanto disgusto, no menos de la nobleza que de
los pueblos, había abierto al rey de España el condado de Rosellón, una de las puertas de Francia;
que suelen consentir cosas semejantes los otros reyes o por librarse de muy urgentes peligros, o por
conseguir muy grandes utilidades; pero a él ¿qué necesidad, qué peligro le había movido? ¿Qué
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premio esperaba? ¿Qué fruto le resultaría, sino haber comprado a muy caro precio una vergüenza
mucho mayor? ¿Qué accidentes habían nacido? ¿Qué dificultades habían sobrevenido? ¿Qué
peligros se habían descubierto después de haber publicado la empresa por todo el mundo? Que
antes crecía más descubiertamente cada hora la esperanza de la victoria, habiendo salido ya vanos
los fundamentos sobre que tenían los enemigos puesta toda la esperanza de la defensa; porque la
armada aragonesa, habiendo huido vituperosamente después de haber dado la batalla a Portovenere,
no podía hacer ningún fruto contra Génova, que estaba defendida por tantos soldados y por armada
más poderosa que aquélla, y que si el ejército de tierra que se había detenido en la Romaña por la
resistencia de un pequeño número de franceses, no tenía osadía de pasar más adelante, ¿qué harían
en corriendo la fama por toda Italia, que el rey con tan gran ejército había pasado los montes? ¿Qué
tumultos se levantarían por todas partes? ¿A qué rendimiento se reduciría el Papa cuando viese
desde su propio palacio las armas de los Colonnas sobre las puertas de Roma? ¿A qué espanto
Pedro de Médicis, teniendo por enemiga su misma sangre, la ciudad muy devota del nombre
francés, y deseosísima de recuperar la libertad que él tenía oprimida? Que nada podría detener el
ímpetu del rey hasta los confines del reino de Nápoles, donde, en arrimándose, habría los mismos
tumultos y espantos, ni otra cosa por todas partes que fuga o rebelión. Que no se podía temer que le
faltasen dineros, los cuales, en oyéndose el ruido de sus armas y el estruendo horrible de aquella
impetuosa artillería, le traerían a porfía todos los italianos, y si acaso alguno se le quisiese resistir,
los despojos, los robos y las riquezas de los vencidos le sustentarían el ejército; porque Italia,
acostumbrada por muchos años, más a las apariencias de la guerra, que a las veras de ella, no tenía
nervio para resistir la furia francesa. Pero ¿qué temor, qué confusión, qué sueño, qué sombras vanas
habían entrado en su pecho? ¿Dónde se había perdido tan presto su magnanimidad? ¿Dónde la
ferocidad con que cuatro días antes se jactaba de vencer a toda Italia junta? Que considerase que no
estaban en su poder propio sus consejos, pues después de haber caminado demasiado las cosas, por
la enajenación de las tierras, por los embajadores que había oído, enviado y echado, por los grandes
gastos hechos, por tantos aprestos, por la publicación que se había hecho por todas partes, por haber
llegado ya su persona casi sobre los Alpes, le obligaba la necesidad, cuando bien la empresa fuese
muy peligrosa, a seguirla; pues entre la gloria y la infamia, entre el vituperio y los triunfos, entre el
ser el más estimado o despreciado, no le quedaba ningún otro medio que no detenerse en una
victoria y triunfo ya prevenido y cierto.
Estas cosas dichas en sustancia por el cardenal, pero, según su naturaleza, más con sentido
eficaz y con movimientos impetuosos y encendidos que con ornato de palabras, conmovieron tanto
el ánimo del rey, que, no dando oídos sino a aquellos que le animaban a la guerra, partió el mismo
día de Viena, acompañado de todos los señores y capitanes del reino de Francia, excepto el duque
de Borbón, a quien cometió en su lugar la administración de todo el reino, y el almirante y otros
pocos señalados para el gobierno y guarda de las provincias más importantes, y pasando a Italia por
la montaña de Mon Ginebra, mucho más fácil para pasar que la de Monsanese, por donde
antiguamente pasó, aunque con increíble dificultad, Aníbal, cartaginés, entró en Asti a nueve de
Septiembre del año 1491, llevando consigo a Italia la semilla de innumerables calamidades, de
horribles accidentes y variación de casi todas las cosas, porque, de su pasaje, no sólo tuvieron
principio mudanzas de Estados, pérdidas de reinos, desolación de países, estragos de ciudades,
cruelísimas muertes, sino asimismo nuevos trajes, nuevas costumbres, nuevos y sangrientos modos
de guerras, enfermedades hasta aquel día no conocidas, y se desordenaron de manera los
instrumentos de la quietud y paz italiana, que no habiendo podido jamás volverse a poner en orden,
han tenido licencia otras naciones extranjeras y ejércitos bárbaros para pisarla y destruirla
miserablemente.
Y por mayor infelicidad, para que por el valor del vencedor no se disminuyese nuestra
vergüenza, aquel por cuya venida se causaron tantos males, si bien estaba dotado colmadamente de
bienes de la fortuna, le faltaban casi todos los dotes de la naturaleza y del ánimo, porque es cierto
que Carlos, desde la niñez, fue de complexión muy débil, de cuerpo no sano, de estatura pequeña,
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de aspecto (dejada aparte la viveza y dignidad de los ojos), muy feo y los otros miembros
desproporcionados, de manera que parecía más monstruo que hombre: no sólo sin alguna noticia de
las buenas artes, pero apenas conocía los caracteres de las letras; ánimo deseoso de aprender,
aunque más hábil para cualquiera otra cosa, porque, acompañado siempre de los suyos, no tenía con
ellos ni majestad, ni autoridad: ajeno a todos los trabajos y negocios, y, en aquellos a que sólo
atendía, pobre de juicio y de prudencia, y si por ventura se veía en él alguna cosa digna de alabanza,
mirada interiormente, estaba más apartada de la virtud que del vicio. Inclinación a la gloria, pero
antes con ímpetu que consejo; liberalidad, mas inconsiderada y sin medida o distinción; tal vez
inmutable en las determinaciones, si bien muchas veces era más obstinación mal fundada que
constancia, y aquellos que muchos llaman bondad, merecía más nombre de tibieza y de remisión de
ánimo.
El mismo día que el rey llegó a la ciudad de Asti, comenzándose a mostrar con muy alegre
agüero la benignidad de la fortuna, le llegaron de Génova nuevas muy deseadas, porque D.
Fadrique, después que, habiéndose retirado de Portovenere al puerto de Liorna, hubo refrescado la
armada y tomado a sueldo nuevos infantes, volviendo a la misma ribera puso en tierra a Obietto del
Fiesco con tres mil infantes, el cual, habiendo ocupado sin dificultad la villa de Repalle, distante de
Génova veinte millas, comenzó a conquistar el país circunvecino; no siendo este principio de poca
importancia, porque en las cosas de aquella ciudad es, por la división de los ánimos, muy peligroso
todo movimiento, aunque sea pequeño. No pareció a los de dentro sufrir que los enemigos hiciesen
mayor progreso; por lo cual, dejando una parte de su gente en la guarda de Génova, se movieron
con el resto por tierra a la vuelta de Repalle los hermanos San Severinos y Juan Adorno, hermano
de Agustín, gobernador de Génova, con infantes italianos y el duque de Orleans con mil suizos en la
armada de mar, en la cual había diez y ocho galeras, seis galeones y nueve naves gruesas, los
cuales, unidos todos junto a Repalle, acometieron con ímpetu grande a los enemigos que habían
hecho cara al puente que está entre el burgo de Repalle y un llano estrecho que se extiende hasta el
mar. Combatía por los aragoneses, demás de las fuerzas propias, las ventajas del sitio, por cuya
aspereza, más que por otra defensa, están fuertes los lugares de aquel país, y por esto el principio
del asalto no se mostraba feliz para los enemigos, y ya los suizos, estando en lugar poco a propósito
para ponerse en orden, comenzaban a retirarse; pero concurriendo tumultuariamente de todas partes
muchos paisanos secuaces de los Adornos, los cuales están acostumbrados a pelear entre aquellas
piedras y montes ásperos, y demás de esto, siendo atacados al mismo tiempo los aragoneses por el
costado por la artillería de la armada francesa, que se había arrimado cuanto pudo a la ribera,
comenzaron a resistir con dificultad el ímpetu de los enemigos. Desviados ya del puente, llegaron
avisos a Obietto, en cuyo favor no se habían movido sus parciales, de que se acercaba Juan Luis del
Fiesco con muchos infantes, por lo cual, dudando si les acometerían por las espaldas, se pusieron en
huida, y Obietto el primero, según el uso de los emigrados, por el camino de la montaña, quedando
muertos de ellos más de cien hombres, parte peleando y parte huyendo, matanza sin duda no
pequeña, según el modo de pelear que en aquel tiempo se usaba en Italia; también quedaron presos
muchos, entre los cuales fue Julio Ursino que, siendo soldado del rey Alfonso, había seguido el
ejército con cuarenta hombres de armas y algunos ballesteros a caballo; Fregosino, hijo del cardenal
Fregoso, y Orlando, de la misma familia.
Aseguró del todo esta victoria las cosas de Génova, porque D. Fadrique, luego que hubo
puesto en tierra la infantería, por no verse obligado a pelear en el golfo de Repalle con la armada
enemiga, se había alargado a alta mar, y desesperado de poder hacer entonces ningún fruto, retiró
otra vez la armada al puerto de Liorna. Aunque allí se proveyó de nueva infantería y tuvo varios
designios de acometer algún otro lugar de las riberas, con todo eso, como de los principios
contrarios de las empresas se pierde el ánimo y la reputación, no intentó más ninguna cosa de
momento, dejando justa ocasión a Luis Sforza de gloriarse de que había, con su industria y
consejos, hecho burla de los contrarios, porque no había salvado las cosas de Génova, sino la
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dilación en los movimientos por él procurada con sus artes y con las vanas esperanzas que les había
dado.
Fueron luego a ver a Carlos, a Asti, Luis Sforza y Beatriz su mujer con gran pompa y honrada
compañía de muchas mujeres nobles y hermosas del ducado de Milán, y juntamente Hércules,
duque de Ferrara, donde, tratándose de las cosas generales, se determinó que se moviese el ejercito
lo más presto que se pudiese, y para que esto se hiciese con mayor brevedad, Luis, que no temía
poco que, si sobrevenían los tiempos ásperos, se quedase por aquel invierno en las tierras del
ducado de Milán, prestó de nuevo dinero al rey, el cual tenía harta necesidad; mas por descubrírsele
unas viruelas se estuvo en Asti cerca de un mes, habiendo distribuido el ejército en aquella ciudad y
en otras villas circunvecinas, cuyo número, por lo que he hallado por lo más verdadero en la
diversidad de muchos, fue además de los doscientos gentiles hombres de la guarda del rey,
computados los suizos que habían ido primero a Génova con el bailío de Dijon y la gente que
debajo del gobierno de Obigni militaba en la Romaña, mil y seiscientos hombres de armas, de los
cuales tiene cada uno, según el uso francés, dos arqueros, de modo que debajo de cada lanza (este
nombre tienen sus hombres de armas) se comprenden seis caballos; seis mil infantes del reino, de
los cuales la mitad eran la provincia de Gascuña, dotada, según el juicio de los franceses, de mejor
infantería y más a propósito para la guerra que otra alguna parte de Francia, y para juntarse con este
ejército, se había traído por mar a Génova gran cantidad de artillería para batir las murallas y para
usar en campaña; pero de tal suerte, que jamás había visto Italia otra semejante.
Esta peste, hallada muchos años antes en Alemania, la trajeron a Italia la primera vez los
venecianos en la guerra que, cerca del año de la salud de 1380, tuvieron los genoveses con ellos, en
la cual, vencidos los venecianos en la mar, y afligidos por la pérdida de Chioggia, recibieran
cualquier condición que hubiera querido imponer el vencedor, de no faltar al consejo en tan
excelente ocasión. El nombre de las mayores era bombardas, las cuales (derramada después esta
invención por toda Italia) se empleaban en las expugnaciones de las villas, algunas de hierro, y otras
de bronce puro, tan grandes, que por la gran máquina, por la poca práctica de los hombres y mal
aparejo de los instrumentos, se llevaban muy despacio y con gran dificultad. Plantábanse frente a
las villas con los mismos impedimentos, y había tanto intervalo de un tiro a otro, que con muy poco
fruto, en comparación del que se siguió después, gastaban mucho tiempo, de donde los defensores
de los lugares expugnados tenían tiempo para poder hacer ociosamente reparos y fortificaciones
dentro; y con todo eso, por la violencia del salitre con que se hace la pólvora, pegándole fuego,
volaban por el aire las balas con tan horrible ruido y estupendo ímpetu, que este instrumento hacía,
aun antes que tuviese mayor perfección, ridículos todos los otros que en las expugnaciones de las
villas habían usado los antiguos, con tan gran fama de Arquímedes y de los otros inventores. Pero
fabricando los franceses piezas mucho más desembarazadas y no de otra cosa que bronce, a las
cuales llamaban cañones, y usando balas de hierro, donde primero se usaban de piedra, sin
comparación más gruesas y de grandísimo peso, las llevaban sobre carretas, no tiradas por bueyes,
como se acostumbraba en Italia, sino por caballos, con tal agilidad de hombres y de instrumentos
señalados para tal servicio, que casi siempre caminaban al igual de los ejércitos, y en llegando a las
murallas se plantaban con increíble presteza.
Habiendo de un tiro a otro muy poco espacio de tiempo, batían tan a menudo y con ímpetu tan
gallardo, que lo que se solía hacer antes en Italia en muchos días, lo hacían ellos en muy pocas
horas, usando también de éste (más diabólico que humano instrumento), no menos en la campaña
que en el batir las villas, y, con los mismos cañones y otras piezas menores, aunque fabricadas y
conducidas según su proporción con la misma destreza y celeridad, hacía esta artillería muy
formidable a toda Italia el ejército de Carlos, y espantoso, no por el número, sino por el valor de los
soldados, porque, siendo la gente de armas casi toda de vasallos del Rey, no de la plebe, sino de
gentiles-hombres, los cuales no se ponían o quitaban sólo al arbitrio de los capitanes ni eran
pagados por ellos, sino por los ministros reales; tenían las compañías, no sólo los números enteros,
sino la gente florida y bien en orden de caballos y armas, no estando, por la pobreza,
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imposibilitados de proveerse de lo necesario, y sirviendo cada uno mejor a porfía, así por el instinto
de la honra que el ser nacidos noblemente cría en los pechos de los hombres, como porque, de los
hechos valerosos, podían esperar premios fuera de la milicia, y en ella, pues estaba ordenado de
modo que, por sus grados, subían hasta llegar a ser capitanes. Los mismos motivos tenían los
capitanes, casi todos barones y señores, o a lo menos de sangre muy noble y casi todos vasallos del
rey de Francia, los cuales, ajustada la cantidad de su compañía, porque según la costumbre de aquel
reino no se daba conducta a ninguno de más de cien lanzas, no tenían otro intento que merecer
alabanza cerca de su rey, por lo cual no tenía lugar entre ellos ni la inestabilidad de mudar dueño
por ambición o avaricia, ni las concurrencias con otros capitanes por adelantárseles con mayor
conducta.
Cosas todas contrarias en la milicia italiana, donde muchos de los hombres de armas o
paisanos, o plebeyos y súbditos de otro príncipe y dependientes en todo de capitanes con quien se
conciertan en el estipendio y en cuya mano estaba ponerlos y pagarlos, no tenían ni por naturaleza,
ni por accidente motivo extraordinario a servir bien. Los capitanes raras veces eran súbditos de
quien los conducía, y muy a menudo tenían intereses y fines diversos. Llenos entre sí de odio y
emulación, no había señalado término a sus servicios y eran absolutamente dueños de las
compañías: no tenían el número de los soldados que les pagaban, y no contentos de las condiciones
honradas ponían, en cada ocasión codiciosas exigencias a sus dueños. Inconstantes en el mismo
servicio, se pasaban muchas veces a nuevos sueldos, forzándolos alguna vez la ambición y la
avaricia y otros intereses, a ser, no sólo inconstantes, sino infieles. No se veía menor diversidad
entre los infantes italianos y los que estaban con Carlos, porque los italianos no peleaban en
escuadrón firme y ordenado, sino esparcidos por la campaña, retirándose las más de las veces a la
ventaja de los diques y fosos; mas los suizos, nación muy belicosa, y que con larga milicia y
muchas victorias excelentes habían renovado la fama de su antigua ferocidad, se presentaban a
pelear con escuadrones ordenados y distintos, a cierto número por hilera, y no saliendo jamás de su
orden, se oponían a los enemigos a modo de un muro, firmes y casi invencibles, donde peleasen en
lugar ancho para extender su escuadrón. Y con la misma disciplina y orden, aunque no con el
mismo valor, peleaba la infantería francesa y gascona.
Mientras el rey, impedido por la enfermedad, se estaba en Asti, nació en el país de Roma
nuevo tumulto porque los Colonnas, los cuales, aunque Alfonso había aceptado todas las demandas
poco moderadas que habían hecho, se habían declarado por soldados del Rey, depuesto el
fingimiento luego que Obigni hubo entrado con la gente francesa en la Romaña, ocuparon el castillo
de Ostia por trato que tuvieron con algunos infantes españoles que estaban en su guarda. Obligó
este caso al Papa a querellarse de la injuria de los franceses a todos los príncipes de la cristiandad, y
especialmente al rey de España y al Senado veneciano, al cual, aunque en vano, pidió ayuda por la
obligación de la liga que habían hecho juntos el año pasado; y vuelto con ánimo constante a las
provisiones de la guerra, habiendo citado a Próspero y a Fabricio, a los cuales hizo allanar después
las casas que tenían en Roma, y unida su gente y parte de la de Alfonso debajo del gobierno de
Ursino sobre el río Teverone junto a Tívoli, le envió sobre las villas de los Colonnas que no tenían
otra gente sino doscientos hombres de armas y mil infantes. Mas dudando después el Papa si la
arma francesa, que corría fama que debía ir de Génova al socorro de Ostia tuviera acogida en
Nettunno, puerto de los Colonnas, recogió Alfonso en Terracina toda la gente que el Papa y él tenían
en aquellas partes, puso allí el campo esperando expugnarlo fácilmente, pero defendiéndole los
Colonnas animosamente y habiendo pasado a sus tierras sin oposición la compañía de Camilo
Vitelli de Ciudad del Castillo y de sus hermanos, soldados de nuevo del rey de Francia, el Papa
volvió a llamar a Roma parte de su gente que estaba en la Romaña con Fernando, cuyas cosas no se
continuaban con la prosperidad que parecía se había mostrado al principio, porque, habiendo
llegado a Villafranca entre Furli y Faenza y de allí tomando el camino por el real hacia Imola, el
ejército enemigo que estaba alojado cerca de Villafranca, siendo inferior de fuerzas, se retiró entre
la selva de Lugo y Colombara cerca del arroyuelo del Genivolo, alojamiento muy fuerte por la
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naturaleza, lugar de Hércules de Este, de cuyo dominio traía las vituallas; por lo cual, quitado a
Fernando, por la fortaleza del sitio, el poder acometerles sin grandísimo peligro, partió de Imola y
fue a alojar a Toscanella cerca de Castel San Pedro en el territorio boloñés; pues, deseando pelear,
procuraba, haciendo demostración de irse hacia Boloña, poner a los enemigos en necesidad de ir a
alojamientos no tan fuertes, por no dejarle libre la disposición de pasar adelante. Pero ellos, después
de algunos días, arrimándose a Imola, se pasaron sobre el río de Santerno entre Lugo y Santa Ágata,
teniendo a las espaldas el río Po, en alojamiento muy fortificado. Alojó Fernando el día siguiente
seis millas de ellos sobre el mismo río cerca de Mordano y Bubano, al otro día, con el ejército
ordenado en batalla, se presentó a una milla; mas después que por espacio de alguna hora los hubo
esperado sin fruto en el llano que era muy acomodado por su anchura para pelear, siendo de
manifiesto peligro acometerlos en aquel alojamiento, fue a alojar a Barbiano, villa de Cotignuola,
no ya a la parte de la montaña, como hasta entonces había hecho, sino por el lado de los enemigos;
teniendo siempre el mismo intento de obligarles, si pudiese, a salir de alojamiento tan fuerte.
Pareció que, hasta aquel día, habían procedido con más reputación las cosas del duque de
Calabria, porque los enemigos habían descubiertamente rehusado el pelear, defendiéndose más con
la fortaleza de los alojamientos que con el valor de las armas, y en algún encuentro que se había
tenido con los caballos ligeros habían quedado superiores los aragoneses; pero habiéndose
aumentado continuamente después el ejército francés y sforcesco, por haber llegado la gente que al
principio se había quedado atrás, comenzó a variarse el estado de la guerra, porque el Duque,
refrenado su ardor por el consejo de los capitanes que tenía consigo por no ponerse en manos de la
fortuna sin ventaja, se retiró a Santa Ágata, villa del duque de Ferrara donde, estando disminuido de
infantes y en medio de las tierras ferraresas y habiendo ya partido la gente de armas de la Iglesia
que había llamado a sí el Papa, atendía a fortificarse. Detuvóse allí pocos días por tener noticia que
se esperaban de nuevo en el campo de los enemigos doscientas lanzas y mil infantes suizos
enviados por el Rey luego que llegó a Asti, por lo cual se retiró a la cerca de Faenza, lugar entre las
murallas de aquella ciudad y un foso que, apartado cerca de una milla de de la villa y ciñéndola,
hace aquel sitio muy fuerte. Por su retirada, vinieron los enemigos al alojamiento de Santa Ágata
que él desamparó. Mostráronse verdaderamente animosos ambos ejércitos cuando vieron al
enemigo inferior; mas cuando las cosas estaban casi iguales, cada uno huía de tentar la fortuna; de
donde resultó aquello que sucede muy raras veces, que un mismo consejo agradase a dos ejércitos
enemigos. Parecía a los franceses que salían con el intento por cuya causa se habían movido de
Lombardía, si hacían que los aragoneses no pasasen más adelante; y el rey Alfonso, juzgando por no
pequeña ganancia que se retardasen los progresos hasta el invierno, había encargado expresamente a
su hijo y ordenado a Juan Jacobo Tribulcio y al conde de Pitigliano que no pusiesen en manos de la
fortuna el reino de Nápoles sin gran ocasión; que estaba perdido si se deshacía aquel ejército.
Pero no bastaban estos remedios para la salud porque, no deteniendo el ímpetu de Carlos ni la
razón del tiempo ni ninguna otra dificultad, luego que hubo recuperado la salud, movió el ejército.
Estaba en el castillo de Pavía oprimido de una grave enfermedad Juan Galeazo, duque de
Milán, su primo hermano (eran el rey y él hijos de dos hermanas, hijas de Luis II, duque de
Saboya), a quien el rey, pasando por aquella ciudad y habiendo alojado en el mismo castillo, fue a
visitar muy benignamente. Las palabras fueron generales por estar presente Luis, mostrando pesar
de su mal y animándole a que atendiese con buena esperanza a recuperar su salud; mas en el afecto
del ánimo recibieron gran compasión, así el Rey como todos los que estaban con él, teniendo todos
por cierto que la vida del infeliz mozo sería muy breve por las asechanzas de su tío, y se acrecentó
mucho más con la presencia de Isabel, su mujer, que con ansia, no sólo de la salud de su marido y
de un hijo pequeño que tenía de él, sino congojada, demás de esto, por el peligro de su padre y de
todos los suyos, se echó humildemente en presencia de todos a los pies del rey, encomendándole
con muchas lágrimas a su padre y a su casa de Aragón. El rey, aunque movido de la edad y de la
hermosura mostrase que tenía compasión, con todo eso, no pudiendo por ocasiones tan ligeras
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detener un movimiento tan grande, la respondió que, habiendo llegado la empresa tan adelante,
estaba necesitado de continuarla.
De Pavía pasó el rey a Plasencia, donde, habiéndose detenido, sobrevino la muerte de Juan
Galeazo, por la cual Luis, que le había seguido, volvió a Milán con gran presteza, donde fue
propuesto por los principales del Consejo ducal, a quien él había sobornado, que por la grandeza de
este Estado y por los tiempos trabajosos que amenazaban a Italia, sería cosa muy dañosa que el hijo
de Juan Galeazo, de edad de cinco años, sucediese a su padre, sino que era necesario tener un
Duque que fuese de gran prudencia y autoridad; que por esto se debía, dispensando por el bien
público y por la necesidad lo que disponen las leyes, como ellas mismas lo permiten, obligar a Luis
a que consintiese que se pasase en su persona por el beneficio universal la dignidad del ducado,
peso gravísimo en tales tiempos. Con este color, cediendo lo honesto a la ambición, aunque fingiese
que hacía alguna resistencia, tomó a la mañana siguiente las insignias y títulos del ducado de Milán
protestando antes secretamente que le recibía como perteneciente a su persona por la investidura del
rey de romanos.
Publicaron muchos que había procedido la muerte de Juan Galeazo de usar inmoderadamente
del matrimonio; pero con todo, se creyó en general por toda Italia que no murió por enfermedad
natural ni por incontinencia, sino de veneno, y Teodoro de Pavía, uno de los médicos del Rey que
estaba presente cuando el Rey le visitó, afirmó que había visto señales muy claras de ello. No hubo
nadie que dudase que, si había sido veneno, fue por medio de su tío, como aquel que, no contento
de ser con autoridad absoluta gobernador del ducado de Milán, y ambicioso según el apetito común
de los grandes hombres de hacerse más ilustres con los títulos y honores, y mucho más por juzgar
que a su seguridad y a la sucesión de sus hijos era necesaria la muerte del príncipe legítimo, había
querido pasar y establecer en sí la potestad y el nombre de Duque; y que de esta ambición había
sido incitada a tan facinerosa obra su naturaleza, de ordinario mansa y enemiga de derramar sangre.
Fue creído por casi todos que ésta había sido su intención desde que comenzó a tratar que los
franceses pasasen a Italia, pareciéndole ocasión muy a propósito para ponerla por obra en tiempo en
que, por estar el rey de Francia con tan gran ejército en aquel Estado, había de faltar a todos el
ánimo para resentirse de tan grande maldad. Otros creyeron que éste había sido nuevo pensamiento
nacido por miedo a que el Rey (como son repentinos los consejos de los franceses) no procediese
precipitadamente a librar a Juan Galeazo de tan gran sujeción, moviéndole o el parentesco o la
compasión de la edad, o el parecerle más seguro para sí que aquel Estado estuviese en poder de su
primo que de Luis, cuya fe no faltaban personas grandes cerca de su persona que continuamente
procuraban tenerla por sos. pechas. El haber procurado Luis el año antecedente la investidura y
hecho poco antes de la muerte de su sobrino despachar solícitamente los privilegios imperiales,
argüía ser esta antes determinación premeditada y en todo voluntaria, que súbita, y movida sólo del
peligro presente.
Detúvose algunos días Carlos en Plasencia, no sin inclinación de volverse de la otra parte de
los montes, porque la falta de dineros y el no descubrirse en Italia ninguna cosa en su favor le tenían
dudoso del suceso, y no menos la sospecha que había concebido del nuevo duque de Milán, del
cual, si bien le prometió, cuando se apartó de él, que volvería, era común opinión que no lo haría
más. No es fuera de lo verosímil, siendo casi no conocida de los ultramontanos la maldad
acostumbrada en muchas partes de Italia de usar el veneno contra los hombres, que Carlos y toda la
Corte, demás de las sospechas de la poca fe de Luis, tuviesen horror a su nombre y se juzgase
gravemente injuriado de que, para poder hacer sin peligro una obra tan abominable, hubiese
procurado su venida a Italia. Determinóse todavía a pasar adelante, como siempre lo solicitaba Luis,
prometiendo volver al lado del Rey dentro de pocos días, porque el detenerse el Rey en Lombardía
y el volverse precipitadamente a Francia era contrario del todo a su intención.
Vinieron al Rey, el mismo día que partió de Plasencia, Lorenzo y Juan de Médicis que, huidos
ocultamente de sus villas, hacían instancia que el rey se arrimase a Florencia, prometiendo mucho
de la voluntad del pueblo florentino para con la casa de Francia y no menos del odio contra Pedro
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de Médicis; contra el cual había crecido el enojo del rey por nuevas ocasiones, porque, habiendo
enviado de Asti un embajador a Florencia a proponer muchas ofertas si le daban el paso, y para lo
venidero se abstenían de ayudar a Alfonso, y en caso que perseverasen en la primera deliberación
muchas amenazas, y habiéndole mandado, por poner mayor terror, que, si luego no se
determinaban, se fuese, se le respondió, buscando excusa de diferirlo, que por estar los ciudadanos
principales del gobierno, como en aquella sazón es costumbre de los florentinos, en sus villas, no le
podían dar respuesta cierta tan presto; pero que por un embajador propio, darían a entender con
brevedad al Rey su intención.
Habíase determinado en el consejo del rey sin contradicción que se enderezase antes con el
ejército por el camino que va derecho a Nápoles por la Toscana y por el territorio de Roma, que por
el que por la Romaña y por la Marca, pasado el río del Tronto, entra en el Abruzzo; no porque no
considerasen que se había de rebatir la gente aragonesa, que resistía a Obigni con dificultad, sino
porque parecía cosa indigna de la grandeza de tan gran Rey y de la gloria de sus armas, habiéndose
declarado el Papa y los florentinos contra él, dar causa a los hombres de pensar que dejaba aquel
camino porque desconfiaba de forzarlos, y más porque se tenía por peligroso hacer la guerra en el
reino de Nápoles, dejando a las espaldas a la Toscana enemiga y al Estado eclesiástico, para lo cual,
vueltos al camino de Toscana se determinó pasar el Apenino antes por la montaña de Parma, como,
desde Asti, había aconsejado Luis Sforza, deseoso de enseñorearse de Pisa, que por el camino
derecho de Boloña. Pasó la vanguardia, de la cual era capitán Giliberto, señor de Montpensier, de la
familia de Borbón, de la sangre del rey de Francia, siguiéndole el Rey con el resto del ejército a
Pontremoli, villa perteneciente al ducado de Milán, situada al pie del Apenino sobre el río de la
Magra, el cual divide el país de Génova (llamado antiguamente Liguria) de la Toscana. De
Pontremoli entró Montpensier en el país de la Lunigiana, del cual una parte obedecía a los
florentinos, algunos castillos eran de los genoveses y el resto de los marqueses de Malaspina, los
cuales mantenían sus cortos Estados debajo de la protección del duque de Milán, de los florentinos
y genoveses.
Uniéronse con él en aquellos confines los suizos que habían estado en la defensa de Génova y
la artillería que había venido por mar a la Spezia, y arrimándose a Fivizano, castillo de los
florentinos, donde le condujo Gabriel de Malaspina, marqués de Fosdinuovo, le tomaron por fuerza
y saquearon, matando todos los soldados forasteros que estaban dentro y muchos de los habitadores,
cosa nueva y de grande espanto para Italia, de muchos años atrás acostumbrada a ver guerras más
lucidas de pompa y aparato y más semejantes a fiestas que peligrosas y sangrientas. Hacían los
florentinos la principal resistencia en Serezana, ciudad pequeña que ellos habían fortificado mucho,
pero no la habían proveído como fuera necesario para contra enemigo tan poderoso, porque no
habían metido en ella capitán de guerra de autoridad ni muchos soldados, y aquéllos llenos ya de
vileza con sólo la fama de acercarse el ejército francés. Con todo eso, no se tenía por fácil de rendir,
mayormente la fortaleza y mucho más Serezanello, castillo muy amunicionado, edificado sobre el
monte encima de Serezana; ni podía detenerse el ejército en estos lugares muchos días, porque
aquel país, estéril y estrecho, encerrado entre el mar y el monte, no bastaba a sustentar tan gran
multitud, y no pudiendo venir las vituallas sino de lugares distantes, no podían llegar a tiempo en la
necesidad presente, por lo que parecía que las cosas del Rey se podían reducir fácilmente a no
pequeños aprietos; pues si bien no se le podía estorbar, dejando atrás la villa o castillo de Serezana y
Serezanello, acometiese a Pisa o que por tierra de Luca (pues aquella ciudad había por medio del
duque de Milán determinado secretamente recibirle) entrase en otra parte del dominio florentino,
con todo eso se reducía de mala gana a esta determinación, pareciéndole que, si no rendía la primera
villa que se le había opuesto, se disminuía tanto su reputación que todas las otras tomarían
fácilmente osadía de hacer lo mismo.
Pero estaba destinado que, por beneficio de la fortuna o por orden de más alto poder (si
merecen estas excusas la imprudencia y las culpas de los hombres) se hallase remedio pronto a este
impedimento, pues en Pedro de Médicis no hubo mayor ánimo y constancia en la adversidad, que
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había habido moderación o prudencia en la prosperidad. Multiplicábase continuamente el disgusto


que había recibido desde el principio la ciudad de Florencia de la oposición que se hacía al rey, no
tanto por haberse desterrado de nuevo los mercaderes florentinos de todo el reino de Francia, cuanto
por el miedo del poder de los franceses, que había crecido excesivamente desde que se supo que el
ejército había comenzado a pasar el Apenino, y después la crueldad que se había usado en la toma
de Fivizano. Por esto era aborrecida de todos la temeridad de Pedro de Médicis, que sin necesidad,
y creyendo más a sí mismo y al consejo de ministros temerarios y arrogantes en los tiempos de la
paz, inútiles y viles en los peligrosos, que a los ciudadanos amigos de su padre, de los cuales había
sido aconsejado sabiamente, había con tan poca consideración provocado las armas de un rey de
Francia poderosísimo y ayudado del duque de Milán, siendo mayormente él poco práctico de las
cosas de la guerra, su ciudad y dominio no fortificado y poco proveído de soldados y de municiones
para defenderse de tan gran ímpetu; ni viéndose de los aragoneses, por quien se había expuesto a tan
gran peligro, más que el duque de Calabria, empeñado con su gente en la Romaña en sólo la
oposición de una pequeña parte del ejército francés, y que por esto su patria, desamparada de todos,
quedaba en grande odio y en manifiesta presa de quien había con tanta instancia procurado no tener
necesidad de ofenderles.
Esta disposición de casi toda la ciudad era fomentada por muchos ciudadanos nobles, a quien
desagradaba en extremo el gobierno presente y que una familia sola hubiese usurpado el poder de
toda la ciudad. Estos, aumentando el temor de los que por sí mismos lo tenían, y dando atrevimiento
a aquellos que deseaban cosas nuevas, habían sublevado de manera los ánimos del pueblo, que se
comenzaba a temer ya mucho hiciese la ciudad algún alboroto, incitando aun más a los hombres la
soberbia y proceder poco moderado de Pedro de Médicis, que ninguna otra razón; el cual, en
muchas cosas se había apartado de las costumbres civiles y de la mansedumbre de sus mayores, por
cuya causa, desde la niñez, había sido siempre odioso todo el común de los ciudadanos, de manera
que es muy cierto que su padre Lorenzo, contemplando su natural, se había lamentado muchas
veces con sus amigos más íntimos, diciendo que la imprudencia y arrogancia de su hijo serían causa
de la ruina de su casa. Espantado, pues, Pedro del peligro que primero había despreciado
temerariamente, faltándole las ayudas prometidas del Papa y de Alfonso, que estaban ocupados por
la pérdida de Ostia, opugnación de Nettunno, y por miedo a la armada francesa, resolvió
arrojadamente ir a buscar en los enemigos el remedio que no esperaría de los amigos, siguiendo el
ejemplo de su padre, el cual, estando reducido a grandísimo peligro el año 1479 por la guerra que
hicieron a los florentinos el papa Sixto y Fernando, rey de Nápoles, yendo a Nápoles a ver a
Fernando, volvió a traer a Florencia la paz pública y la seguridad secreta. Sin duda es muy peligroso
gobernarse por los ejemplos, si no concurren, no sólo en lo general, sino en todos los particulares,
las mismas razones; si las cosas no están medidas con la misma prudencia, y además de todos los
otros fundamentos, no tiene su parte la misma fortuna.
Partido con esta determinación de Florencia, tuvo aviso no lejos que los caballos de Paulo
Ursino y trescientos infantes enviados de los florentinos para entrar en Serezana, habían sido rotos
por algunos franceses que se habían corrido de esta parte de la Magra, y quedaron la mayor parte o
muertos o presos. Esperó en Piedra Santa el salvo-conducto Real, donde fueron para conducirle
seguro el obispo de San Malo y algunos otros señores de la Corte, y acompañado de ellos fue al
ejército el mismo día que el Rey con el resto de su gente se unió con la vanguardia que, estando
acampada sobre Serezanetto, batía aquel castillo, mas no con tal progreso que tuviesen esperanzas
de ganarle. Introducido a la presencia del Rey, y recibiéndole benignamente más con el semblante
que con el ánimo, mitigó gran parte de su indignación con venir en todas las demandas que fueron
grandes y desproporcionadas: que las fortalezas de Piedra Santa de Serezana y Serezanetto, villas
que por aquella parte eran como llaves del dominio florentino, y las fortalezas de Pisa y del puerto
de Liorna, miembros importantísimos de su Estado, se pusiesen en manos del Rey, el cual por una
escritura de su propia mano se obligase a restituirlas después de conquistar el reino de Nápoles; que
procurase Pedro que los florentinos le prestasen doscientos mil ducados y el Rey los recibiese en su
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amistad y debajo de su protección; que de estas cosas, prometidas con palabras sencillas, se difiriese
el despacho y las escrituras para Florencia, por donde el Rey pensaba pasar, pero no se dilató tanto
la entrega de las fortalezas, porque Pedro le hizo entregar luego las de Serezana, de Piedra Santa y
de Serezanetto, y pocos días después se hizo por su orden lo mismo de las de Pisa y Liorna,
maravillándose grandemente todos los franceses que hubiese venido Pedro tan fácilmente en cosas
de tanta importancia, porque el Rey sin duda se hubiese contentado con mucho menores
condiciones.
No parece que se puede dejar en este lugar de referir lo que agudamente respondió a Pedro de
Médicis Luis Sforza, que llegó el día siguiente al ejército; porque excusándose Pedro de que,
habiendo ido a recibirle por honrarle, el haber errado el camino Luis, fuera ocasión de que su
intento saliese vano, respondió muy aprisa. Verdad es que uno de nosotros ha errado el camino,
más quizá habréis sido vos, casi reprendiéndole de que, por no haber dado crédito a sus consejos,
había caído en tantas dificultades y peligros, bien que los sucesos siguientes mostraron que habían
errado el camino ambos, pero con mayor infamia e infelicidad de aquel que colocado en mayor
grandeza hacía profesión de ser, con su prudencia, la guía de todos los otros.
No sólo aseguró al Rey la determinación de Pedro las cosas de Toscana, sino le quitó del todo
los embarazos de la Romaña, donde declinaban ya mucho los aragoneses, porque como es
dificultoso a quien apenas se defiende a sí mismo de los peligros que le amenazan proveer a un
mismo tiempo a los peligros de los otros, mientras Fernando estaba seguro en el alojamiento fuerte
de la cerca de Faenza, los enemigos vueltos al condado de Imola, después que con parte del ejército
hubieron asaltado el castillo de Bubano, aunque sin fruto, porque por la poca circunferencia bastaba
poca gente a defenderle, y por ser bajo el sitio estaba el país anegado del agua, tomaron por fuerza
castillo de Mordano, aunque era muy fuerte y proveído copiosamente de soldados para defenderle;
pero fue tal la fuerza de la artillería, y tal la ferocidad del asalto de los franceses que, aunque al
pasar los fosos llenos de agua se anegaron no pocos de ellos, no pudieron resistir los de dentro,
contra los cuales fueron tan crueles, no perdonando edad ni sexo, que llenaron toda la Romaña de
grandísimo terror. Desesperada Catalina Sforza, por este caso, de tener socorro, tomó acuerdo con
los franceses por huir el presente peligro, prometiendo a su ejército toda comodidad en los Estados
que estaban sujetos a su hijo; por lo cual Fernando, sospechoso de la voluntad de los de Faenza, y
pareciéndole peligroso estar en medio de Imola y de Forli, tanto más siéndole ya notoria la ida de
Pedro de Médicis a Serezana, se retiró a las murallas de Cesena, mostrando tan grande terror que,
por no pasar por cerca de Forli, condujo el ejército por los collados, camino largo y dificultoso,
junto a Castrocaro, castillo de los florentinos, y pocos días después, habiendo entendido el acuerdo
que había hecho Pedro de Médicis, por lo que le dijo la gente de los florentinos, se enderezó al
camino de Roma.
Al mismo tiempo D. Fadrique, habiendo partido del puerto de Liorna, se retiró con la armada
al reino de Nápoles, donde comenzaban a serle necesarias a Alfonso para su propia defensa las
armas que había enviado con gran esperanza a acometer los Estados de otros, procediendo no
menos infelizmente en aquellas partes sus cosas, porque no habiéndole sucedido bien la
expugnación que intentó de Nettunno, había recogido el ejército en Terracina y la armada francesa
cuyos capitanes eran el príncipe de Salerno y monseñor de Serenón, se había presentado frente a
Ostia, aunque publicando que no quería ofender el Estado de la Iglesia, no echaba gente en tierra, ni
hacía alguna señal de enemistad con el Papa, si bien había el Rey rehusado pocos días antes oír a
Francisco Piccolomini, cardenal de Siena, enviado por su legado.
Llegada a Florencia la noticia de los conciertos que había hecho Pedro de Médicis con tanta
disminución de su dominio y con tan grave y afrentoso golpe de la República, se encendió en toda
la ciudad una furiosa indignación, conmoviéndoles, demás de tan gran pérdida, el haber Pedro, con
nuevo ejemplo, jamás usado de sus mayores, enajenado, sin consejo de los ciudadanos y sin decreto
de los magistrados, una parte tan grande del dominio florentino. Por esto eran muy crueles las
quejas contra él, y por todas partes se oían voces de los ciudadanos que se incitaban unos a otros a
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recuperar la libertad, no teniendo atrevimiento, aquellos que con la voluntad seguían a Pedro, para
oponerse ni con palabras ni fuerzas a tan grande indignación. Careciendo de poder para defender a
Pisa y a Liorna, si bien no tenían confianza de apartar al Rey de la voluntad de alcanzar estas
fortalezas, con todo, por separar los consejos de la República de los de Pedro, y porque no se
reconociese a un particular lo que pertenecía al común, le enviaron luego muchos embajadores de
los que estaban mal contentos de la grandeza de los Médicis, y conociendo Pedro por esto que este
era principio de mudanza del Estado, por componer sus cosas antes que naciese mayor desorden, se
apartó del Rey con color de ir a dar perfección a lo que había prometido en este tiempo. Partió
Carlos de Serezana para ir a Pisa, y Luis Sforza, habiendo alcanzado con pagar cierta cantidad de
dineros, que la investidura de Génova, concedida por el Rey pocos años antes a Juan Galeazo para
él y para sus descendientes, se pasase en su persona y en los suyos, se retiró a Milán, si bien con el
ánimo turbado contra Carlos por haber negado el dejar en su guarda, según él decía que le había
prometido, a Piedra Santa y Serezana, pues pedía estas villas para hacer escala al gran deseo que
tenía de Pisa, como quitadas injustamente muy pocos años antes por los florentinos a los genoveses.

Capítulo IV
Los Médicis son expulsados de Florencia.—Los pisanos demandan su libertad a Carlos VIII.
—Carlos en Florencia.—Energía de Pedro Capponi contra los franceses.—Convenio.—Carlos en
Roma.—Sublevación del reino de Nápoles contra Alfonso.—Fuga de éste a Sicilia.—Cede la
corona a su hijo Fernando.—Parte Fernando de Nápoles.—Carlos entra en Nápoles.

Pedro de Médicis, vuelto a Florencia, halló la mayor parte de los magistrados apartados de él,
y suspensos los ánimos de los amigos de más consideración porque se habían gobernado
imprudentísimamente todas las cosas sin su consejo, y al pueblo en tan gran alteración que,
queriendo el día siguiente, que fue a 9 de Noviembre, entrar en el palacio donde residía la Señoría,
gran magistrado de la República, se lo prohibieron algunos magistrados que, armados, guardaban la
puerta, de los cuales fue el principal Diego Nerli, mozo noble y rico. Divulgado esto por la ciudad,
tomó luego el pueblo con alboroto las armas, provocado con mayor ímpetu porque Pablo Ursino,
llamado por Pedro, se acercaba con sus hombres de armas; por lo cual, habiendo vuelto ya a su
casa, perdido de ánimo y de consejo, y habiendo entendido que la Señoría le había declarado por
rebelde, huyó de Florencia con gran prisa, siguiéndole Juan, cardenal de la Iglesia de Roma, y
Julián sus hermanos, a los cuales asimismo les impusieron las penas ordenadas contra los rebeldes y
se fue a Boloña, donde Juan Bentiboglio, deseando hallar en otro aquel ánimo y fortaleza que él no
tuvo después en sus adversidades, le reprendió vivamente, la primera vez que se vieron, de que en
perjuicio, no sólo suyo, sino del ejemplo de todos aquellos que oprimían la libertad de sus patrias,
hubiese desamparado tanta grandeza tan vilmente y sin la muerte de solo un hombre.
De esta manera por la temeridad de un mozo cayó por entonces la familia de los Médicis de
aquel poder que, debajo de nombre y demostraciones casi civiles, había alcanzado en Florencia
sesenta años continuos, comenzado en Cosme, su bisabuelo, ciudadano de singular prudencia y
riquezas inestimables, y por esto muy celebrado por todas las partes de Europa, y mucho más
porque con admirable magnificencia y ánimo verdaderamente real, teniendo más respecto a
eternizar su nombre que a la comodidad de sus descendientes, gastó más de cuatrocientos mil
ducados en fábricas de iglesias, de monasterios y de otros soberbios edificios, no sólo en la patria,
sino en muchas partes del mundo. Lorenzo, nieto de este grande ingenio, excelente en consejo, no
menos que su abuelo en generosidad de ánimo y en el gobierno de la República, más absoluto en
autoridad, aunque muy inferior en riquezas, y vida mucho más corta, estuvo en gran estimación por
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toda Italia y con muchos príncipes extranjeros, lo cual, después de su muerte, se convirtió en
memoria muy esclarecida, pareciendo que la paz y felicidad de Italia habían faltado con su vida.
El mismo día en que se mudó el estado de Florencia, estando Carlos en la ciudad de Pisa, los
pisanos recurrieron a él popularmente a pedir libertad, quejándose gravemente de las injurias que
afirmaban recibían de los florentinos, y asegurándole algunos de los suyos, que estaban presentes,
que era demanda justa, porque los florentinos los mandaban cruelmente. No considerando el Rey lo
que importaba esta petición, que era contraria a las cosas que se habían tratado en Serezana,
respondió luego que venía en ello, y tomando las armas, con esta respuesta, el pueblo pisano, y
echando por tierra de los lugares públicos las armas de los florentinos, vindicó ampliamente su
libertad. El Rey, contradiciéndose y no sabiendo las cosas que concedía, quiso que quedasen allí los
oficiales de los florentinos a ejecutar la jurisdicción acostumbrada, y por otra parte dejó la ciudadela
vieja en manos de los pisanos, reteniendo para sí la nueva, que era de mucho mayor importancia.
Pudo verse en estos accidentes de Pisa y de Florencia aquello que está confirmado por proverbio
común: que los hombres, cuando se acercan sus infortunios, pierden en primer lugar la prudencia
con que hubieran podido impedir las cosas predestinadas, porque los florentinos, sospechosos en
todo tiempo de la fe de los pisanos, esperando una guerra de tan grande peligro, no llamaron a
Florencia a los principales ciudadanos de Pisa, como por asegurarse solían hacerlo en número
grande en todo accidente ligero, ni Pedro de Médicis, acercándosele tantas dificultades, armó de
infantería forastera la plaza y el palacio público, como en mucho menores sospechas se había hecho
otras veces, pues estas provisiones hubieran impedido mucho tales mudanzas.
En cuanto a las cosas de Pisa, es manifiesto que principalmente dio ánimo a este movimiento
a los pisanos, enemigos por naturaleza del nombre florentino, la autoridad de Luis Sforza, el cual
había tenido antes pláticas ocultas para este efecto con algunos ciudadanos de Pisa desterrados por
delitos particulares, y el mismo día Galeazzo de San Severino, al que había dejado cerca del Rey,
provocó al pueblo para este tumulto, por cuyo medio se persuadía Luis que le había de llegar presto
el dominio de Pisa, no sabiendo que esto sería, después de poco tiempo, ocasión de todas sus
miserias. Es asimismo manifiesto que comunicando al cardenal San Pedro in Víncula la noche antes
algunos pisanos lo que pensaban hacer, el cual quizá hasta aquel día no había sido autor de consejos
quietos, les aconsejó con graves palabras que no solamente considerasen la superficie y principios
de las cosas, sino más interiormente lo que pudiesen producir en el discurso del tiempo; que era
cosa preciosa y deseable la libertad, y que merecía sujetarse por ella un hombre a todo peligro, a lo
menos en alguna parte, si tenía esperanza verosímil de sustentarla; pero que Pisa, ciudad despojada
de pueblo y riquezas, no tenía poder para defenderse de los florentinos; que era errado consejo el
prometerse que la autoridad del rey de Francia hubiese de conservarlos, pues aunque no pudiesen
más con él los dineros de los florentinos, como era verosímil, serían atendidas las cosas que se
habían tratado en Serezana, y no habían de estar siempre los franceses en Italia; que por los
ejemplos de los tiempos pasados se podía juzgar fácilmente lo venidero, y que era gran imprudencia
obligarse a un peligro perpetuo debajo de fundamentos temporales, y, por esperanzas inciertas,
tomar con enemigos tan poderosos la guerra cierta, en la cual no se podían prometer las ayudas
ajenas, porque dependían de la voluntad de otro y de accidentes muy varios, y cuando bien las
consiguiesen, no por esto excusaban, sino antes harían más graves las calamidades de la guerra,
maltratándolos a un mismo tiempo los soldados de los enemigos y de los amigos, tanto más ásperas
de tolerar cuanto conocerían que no peleaban por la libertad propia, sino por el imperio ajeno,
trocando esclavitud por esclavitud, porque ningún príncipe querría enredarse en los trabajos y
gastos de una guerra sino por dominarlos; lo cual, por las riquezas y vecindad de los florentinos
(que mientras viviesen no dejarían de molestarlos), no se podría sustentar sino con dificultades muy
grandes.
Partió Carlos de Pisa en esta confusión de las cosas, tomando el camino hacia Florencia,
aunque no resuelto enteramente en la forma que quería dar en las cosas de los pisanos. Detúvose en
Siena, lugar siete millas de Florencia, para esperar, antes de entrar en aquella ciudad, que hubiese
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cesado algo el tumulto del pueblo florentino, que no había dejado las armas que tomó el día en que
fue echado Pedro de Médicis, y para dar tiempo a que llegase Obigni, a quien, para entrar con
mayor espanto en Florencia, había enviado a llamar, con orden que dejase la artillería en Castrocaro
y licenciase de sus sueldos los quinientos hombres de armas italianos que estaban con él en la
Romaña y juntamente la gente de armas del duque de Milán; de manera que de los soldados de los
Sforzas no le siguió otro que el conde de Gaiazzo con trescientos caballos ligeros; y por muchos
indicios se alcanzaba que el pensamiento del Rey era inducir a los florentinos, con el terror de las
armas, a dejarle el dominio absoluto de la ciudad. Ni él lo sabía disimular con los mismos
embajadores, los cuales fueron muchas veces a Siena para resolver con él la forma de entrar en
Florencia y para dar perfección a la concordia que se trataba.
No hay duda que el Rey, por la oposición que se le había hecho, tenía gran odio y enojo
concebido contra el nombre florentino, y aunque era manifiesto que no había procedido de la
voluntad de la República, y que la ciudad se había justificado a gran prisa con él; con todo eso, no
quedaba con el ánimo puro, inducido, como se cree, por muchos de los suyos, que juzgaban no se
debía perder la oportunidad de enseñorearse de ella, o movidos de la avaricia, no querían perder la
ocasión de saquear ciudad tan rica, y corría voz por todo el ejército que, para ejemplo de las otras,
se debía castigar, pues era la primera de Italia que había presumido oponerse al poder de Francia.
No faltaba entre los principales de su consejo quien le aconsejase la restauración de Pedro de
Médicis, especialmente Felipe, señor de Brescia, hermano del duque de Saboya, inducido por
amistades particulares y por promesas; de manera que, o prevaleciendo la persuasión de éstos
(aunque el obispo de San-Malo aconsejó lo contrario), o esperando con este miedo hacer inclinar
más a su voluntad a los florentinos, y por tener ocasión de tomar más fácilmente sobre el mismo
hecho aquel partido que más le agradase, escribió una carta a Pedro, e hizo que le escribiese Felipe,
aconsejándole que se arrimase a Florencia, porque por la amistad que había habido entre sus padres,
y por el buen ánimo que había mostrado en la entrega de las fortalezas, había determinado restituirle
en su primera autoridad. Estas cartas no le hallaron (como el rey había creído) en Bolonia, porque
obligado Pedro por la aspereza de las palabras de Juan Ventivoglio, y temiendo ser perseguido por
el duque de Milán, y acaso por el rey de Francia, había ido por su desdicha a Venecia, donde le
envió las cartas el cardenal su hermano, que quedó en Bolonia.
En Florencia se dudaba mucho de la intención del Rey, pero no viendo con qué fuerzas ni
esperanzas le podían resistir, habían elegido por consejo menos peligroso recibirle en la ciudad,
esperando todavía que le aplacarían en alguna forma; y con todo eso, para estar proveídos en
cualquier caso, habían ordenado que muchos ciudadanos llenasen sus casas secretamente de
hombres del dominio florentino; que los capitanes que militaban a sueldo de la República entrasen,
disimulando la ocasión, con muchos de sus soldados en Florencia, y que cada uno en la ciudad y en
los lugares circunvecinos estuviese atento para tomar las armas al son de la campana mayor del
palacio público.
Entró después el Rey con el ejército con muy gran pompa y aparato hecho con mucho estudio
y magnificencia, así de su Corte como de la ciudad, y en señal de victoria armado él y su caballo,
con la lanza sobre la cuja. Se empeñó luego la plática del acuerdo, pero con mucha dificultad,
porque además del excesivo favor que algunos de los suyos daban a Pedro de Médicis, y las
demandas intolerables que hacía de dinero, pedía Carlos descubiertamente el dominio de Florencia,
alegando que, por haber entrado de aquella manera armado, le había ganado legítimamente, según
las órdenes militares del reino de Francia, y aunque al fin se apartó de esta demanda, quería dejar en
Florencia unos embajadores de ropa larga (así llaman en Francia a los doctores y personas togadas),
con los cuales, según los institutos de Francia, hubiera podido pretender que se le había señalado
perpetuamente no pequeña jurisdicción. Por otra parte, los florentinos estaban muy obstinados en
conservar entera su propia libertad, no obstante cualquier peligro; por lo cual, tratando juntos con
opiniones tan diversas, se encendían continuamente los ánimos de cada una de las partes. Con todo
eso, ninguna estaba dispuesta a resolver las dificultades con las armas, porque el pueblo de
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Florencia, dado a la mercancía por larga costumbre y no a los ejercicios militares, temía
grandemente, teniendo dentro de sus propios muros un rey muy poderoso, con tan grande ejército
de gente de naciones no conocidas y feroces; y a los franceses ponía mucho miedo el ser mucho el
pueblo, el haber mostrado en aquellos días que se mudó el gobierno mayores señales de
atrevimiento que antes se había creído, y la fama publicaba que concurriría al son de la campana
grande innumerable cantidad de gente del país circunvecino. En este miedo común, levantándose
muchas veces rumores vanos, tomaban las armas alborotadamente cada una de las partes para su
seguridad, pero ninguna acometía o provocaba a la otra.
Salióle vano al Rey el fundamento de Pedro de Médicis, porque suspenso Pedro entre la
esperanza que le había dado y el temor de ser entregado en despojo a los contrarios, pidió consejo al
Senado veneciano sobre las cartas del Rey. Ninguna cosa es verdaderamente más necesaria en las
determinaciones arduas y ninguna por otra parte más peligrosa que el pedir consejo; ni cabe duda
que les es menos necesario a los hombres prudentes que a los que no lo son, y con todo eso los
sabios consiguen mucho más provecho de los consejos; porque ¿quién hay de prudencia tan
continuada que considere siempre y conozca cada cosa por sí mismo y en las razones contrarias
discierna siempre la mejor parte?; pero ¿qué certidumbre tiene quien pide consejo que se le darán
fielmente?; porque quien le da, si no es o muy fiel o aficionado a quien le pide, movido no sólo de
grande interés, sino de cualquier comodidad pequeña suya, por cualquiera ligera satisfacción
endereza muchas veces el consejo al fin que le parece más a propósito o más le agrada, y no
conociendo estos fines las más de las veces el que procura ser aconsejado, no advierte en la
infidelidad del Consejo, si no es prudente. Así aconteció a Pedro de Médicis, porque, juzgando los
venecianos que su ida facilitaría a Carlos el reducir las cosas de Florencia a sus designios, lo cual
les hubiera sido muy molesto por el interés propio, atendiendo antes a sí mismos que a Pedro, le
aconsejaron muy eficazmente que no se pusiese en poder del Rey, pues creía que le había injuriado;
y para darle mayor ocasión de seguir su parecer, le ofrecieron abrazar la ayuda de sus cosas, y darle,
cuando el tiempo lo pidiese, todo favor para volverle a su patria. No contentos de esto, por
asegurarse que no se fuese entonces de Venecia, le pusieron (si fue verdad lo que se divulgó
después) guardas con mucho secreto.
Estaban en este medio en Florencia de cada parte exasperados los ánimos y casi llegados a
manifiesto rompimiento, no queriendo el Rey últimamente declinar de sus demandas, ni obligarse
los florentinos a intolerable suma de dinero, ni consentirle ninguna jurisdicción o preeminencia en
su Estado. Estas dificultades casi invencibles, si no con las armas las resolvió el valor de Pedro
Capponí, uno de los cuatro ciudadanos señalados para tratar con el Rey, hombre de ingenio y ánimo
grande y muy estimado en Florencia por estas calidades y por hacer nacido de familia honrada y ser
descendiente de personas que habían podido mucho en la República; porque, estando un día él y sus
compañeros en la presencia del Rey y leyéndose por un secretario real los capítulos poco
moderados que por último fin se proponían por su parte, él con movimientos furiosos quitó el papel
de las manos al secretario y le rompió delante de los ojos del Rey, añadiendo con voz alterada:
«Pues que se piden cosas tan injustas, vosotros tocaréis vuestras trompetas y nosotros nuestras
campanas», queriendo inferir expresamente que las diferencias se decidirían con las armas, y con la
misma alteración se fue luego de la Cámara, siguiéndole sus compañeros.
Es cierto que las palabras de este ciudadano, conocido de Carlos y de toda la Corte, porque
pocos meses antes había estado en Francia por embajador de los florentinos, movieron en todos tal
espanto, mayormente no creyendo que sin ocasión hubiese en él tanto atrevimiento, que volviéndole
a llamar y dejando las demandas que rehusaban consentir, se concertaron juntos el Rey y los
florentinos de esta manera: que dejadas todas las injurias precedentes, fuese la ciudad de Florencia
amiga y confederada y estuviese en protección perpetua de la Corona de Francia; que quedasen en
manos del Rey, para su seguridad, la ciudad de Pisa y la villa de Liorna con todas sus fortalezas, las
cuales estuviese obligado a restituir sin ningún gasto a los florentinos luego que hubiese acabado la
empresa de Nápoles; entendiéndose por acabada, siempre que hubiese conquistado la ciudad de
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Nápoles o compuesto las cosas con paz o con tregua de dos años, o que por cualquier causa se fuese
su persona de Italia, y que los castellanos jurasen de presente que las restituirían en los casos
sobredichos; que, con este medio, el dominio, la jurisdicción, el gobierno y las rentas de las villas
fuesen de los florentinos, según la costumbre que se hiciese; lo mismo en Pietrasanta, Serezana y
Serezanello; mas que por pretender los genoveses que tenían derecho a ellas, le fuese lícito al Rey
procurar terminar sus diferencias o por concierto o por justicia, pero que no habiéndolas acabado en
el tiempo dicho, las restituyese a los florentinos; que el Rey pudiese dejar en Florencia dos
embajadores, sin cuya intervención, durante la dicha empresa, no se tratase cosa ninguna
perteneciente a ella, ni pudiesen en el mismo tiempo elegir, sin darle cuenta, capitán general de su
gente; que se restituyesen luego todas las otras villas tomadas o rebeladas contra los florentinos,
siéndoles lícito recuperarlas con las armas en caso que rehusasen recibirlos; que diesen al Rey para
gastos de su empresa cincuenta mil ducados dentro de quince días, cuarenta mil por todo Marzo y
treinta mil por todo Junio venideros; que se perdonase a los pisanos el delito de la rebelión y los
otros cometidos; que se librase a Pedro de Médicis y sus hermanos del bando y de la confiscación,
pero que no se pudiese acercar Pedro en cien millas a los confines del dominio florentino (lo cual se
hacía por privarle de poder estar en Roma), ni sus hermanos por cien millas a la ciudad de
Florencia. Estos fueron los artículos más importantes de la capitulación entre el Rey y los
florentinos; la cual, demás de ser aceptada legítimamente, se publicó con grandísimas ceremonias
en la Iglesia mayor, entre los oficios divinos, donde el Rey personalmente estaba, a cuya petición se
hizo acto y los magistrados de la ciudad prometieron la observancia con solemne juramento, hecho
sobre el altar mayor, presente la Corte y todo el pueblo florentino.
Dos días después partió Carlos de Florencia, donde se había detenido diez días, y fuese a
Siena. Esta ciudad, por estar confederada con el rey de Nápoles y con los florentinos, había seguido
su autoridad, hasta que la ida de Pedro de Médicis a Serezana obligó a los sieneses a pensar por sí
mismos en su propio bien.
La ciudad de Siena, populosa y de territorio muy fértil, que alcanzó largo tiempo en Toscana
en lo pasado el primer lugar de poder, después de los florentinos, se gobernaba por sí misma, mas
de manera que antes conocía el nombre de la libertad que los efectos; porque divididos en muchos
bandos los ciudadanos, llamados órdenes entre ellos, obedecía a la parte que, según los accidentes
de los tiempos y los favores de los potentados forasteros, era más poderosa que las otras. Entonces
prevalecía en ella el orden del Monte de los Nueve. En Siena estuvo muy pocos días, y dejando
gente de guarda, porque, por ser aquella ciudad inclinada al imperio desde los tiempos antiguos, le
era sospechosa, se enderezó al camino de Roma.
Cada día más soberbio por ser los sucesos mucho mayores de lo que jamás habían sido las
esperanzas, y más favorables los tiempos, y mas quietos de lo que sufría el estado de las cosas,
determinó continuar sin intermisión esta prosperidad terrible, no sólo para los enemigos declarados,
sino para aquellos que habían estado unidos con él y que no le habían provocado en cosa alguna;
por lo cual, temerosos el Senado veneciano y el duque de Milán de tan gran suceso; temiendo,
principalmente por las fortalezas que había recibido de los florentinos y por la guarda que había
dejado en Siena, que sus pensamientos no se limitaran sólo a la conquista de Nápoles, comenzaron,
por obviar el peligro común, a tratar de hacer entre sí una nueva confederación, y la hubieran
acabado antes si las cosas de Roma hubiesen hecho la resistencia que muchos esperaron, porque la
intención del duque de Calabria, con el cual se había juntado cerca de Roma la gente del Papa y de
Virginio Ursino con el resto del ejército aragonés, fue hacer alto en Viterbo para impedir a Carlos
pasar más adelante, convidándole, demás de otras muchas ocasiones, la oportunidad del lugar
cercado de las villas de la Iglesia y vecino a los Estados de los Ursinos; pero inquietándose ya todo
el país de Roma con las correrías que los Colonnas hacían de la otra parte del río Tíber, y por los
impedimentos que por medio de Ostia se ponían a las vituallas que se solían llevar a Roma por mar,
no se atrevió el duque de Calabria a detenerse, dudando también de la intención del Papa, que desde
que entendió la mudanza de Pedro de Médicis había comenzado a oír las demandas de los franceses,
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por los cuales fue entonces a hablarle a Roma el cardenal Ascanio, habiendo ido primero, para su
seguridad, el cardenal de Valencia a Marino, villa de los Colonnas, Aunque Ascanio partió sin
resolución cierta, porque combatían juntamente en el pecho de Alejandro la desconfianza de la
intención de Carlos y el miedo a sus fuerzas, al partir Carlos de Florencia, se volvió luego a pláticas
del acuerdo, para los cuales le envió el Papa los obispos, de Concordia y de Treni y al maestro
Gracián su confesor, tratando de componer juntamente sus cosas y las del rey Alfonso.
Era diferente la intención de Carlos por estar resuelto a no concordarse, sino sólo con el Papa,
y así le envió a monseñor de la Tremouille y al presidente de Gannai, y fueron para el mismo efecto
el cardenal Ascanio y Próspero Colonna, los cuales, no bien hubieron llegado cuando Alejandro,
séase cual fuese la causa, mudado de propósito, metió luego al duque de Calabria con todo el
ejército en Roma, y habiendo hecho detener a Ascanio y a Próspero los hizo encerrar en la mole de
Adriano, llamada en tiempos atrás el castillo de Crescenzio, y hoy de Sant-Angelo, pidiéndoles la
restitución de Ostia. En este tumulto prendió la gente aragonesa a los embajadores franceses, pero
luego los mandó librar el Papa, y pocos días después hizo lo mismo con Ascanio y con Próspero,
obligándoles con todo a que luego se fuesen de Roma. Envió a ver al Rey en Nepi, donde se había
detenido, al cardenal Fadrique de San Severino, comenzando solamente a tratar de sus cosas
propias, mas con el ánimo muy dudoso, porque unas veces determinaba detenerse a la defensa de
Roma, y para ello permitió que Fernando y a los capitanes atendiesen a fortificarla en las partes más
flacas, otras, pareciéndole cosa difícil sustentarla, por haber sido cortadas por los que estaban en
Ostia las vituallas marítimas, por el número infinito de forasteros llenos de varias voluntades, y por
la diversidad de bandos entre los romanos, inclinado a irse de Roma. Por esto había querido que en
el Colegio cada uno de los cardenales le prometiese por escritura de propia mano que le seguiría;
otras veces espantado de las dificultades y peligros que amenazaban a cualquiera de estas
determinaciones, volvía a tratar de acuerdo.
Mientras estaba suspenso en esta duda corrían los franceses de esta parte del Tíber todo el
país, ocupando ahora una villa y ahora otra, porque no había lugar que resistiese, y ninguno que no
cediese a su ímpetu; siguiendo el ejemplo de los otros hasta los que tenían ocasiones muy grandes
de oponerse, pues Virginio Ursino, ligado con tantos vínculos de fe, de obligación y de honra a la
casa de Aragón, capitán general del ejército del Rey, gran condestable del reino de Nápoles, unido a
Alfonso con muy estrecho parentesco, porque con Giordano su hijo estaba casada una hija natural
de Fernando, rey muerto, y que de él había recibido Estados en el reino y tantos favores,
olvidándose de todas estas cosas, y no menos de que, por sus intereses, habían tenido el primer
origen las calamidades de los aragoneses, convino con admiración de los franceses, no
acostumbrados a estas distinciones sutiles de los soldados de Italia, en que quedando su persona al
sueldo del rey de Nápoles, sus hijos se concertasen con el de Francia, obligándose a darle en el
Estado que tenía en el dominio de la Iglesia acogida, paso y vituallas, y a depositar a Campagnano y
otras ciertas villas en manos del cardenal Gurgense, el cual prometiese restituirlas luego que hubiese
salido el ejército del territorio de Roma; y del mismo modo se concertaron juntamente el conde de
Pitigliano y los otros de la familia Ursina, Hecho este acuerdo, fue Carlos de Nepi a Bracciano, villa
principal de Virginio, y envió a Ostia a Luis, señor de Ligni, y a Ibo, señor de Alegri, con quinientas
lanzas y dos mil suizos para que, pasando el Tíber, y unidos con los Colonnas que corrían por todo
aquel país, hiciesen esfuerzo por entrar en Roma, los cuales esperaban conseguirlo por medio de los
romanos de su facción, aunque, por haberse revuelto el tiempo, se habían acrecentado las
dificultades.
Estaban ya reducidas a la devoción del Rey Civitavecchia, Corneto y finalmente casi todo el
territorio de Roma, y toda la Corte y pueblo romano en gran inquietud y terror pedían con gran
eficacia la paz. El Papa, reducido a trance tan peligroso y viendo faltar continuamente los
fundamentos para defenderse, no se detenía en pedirla sino por la memoria de haber sido de los
primeros que movieron al Rey a las cosas de Nápoles, y después, sin darle éste ocasión alguna, le
había hecho pertinaz resistencia con la autoridad, con los consejos y las armas; por lo cual
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justamente dudaba que hubiese de ser del mismo valor la palabra que recibiese del Rey que la que él
le había dado. Acrecentábale el temor el ver cerca de su persona la autoridad no pequeña del
cardenal de San Pedro in Víncula y de otros muchos cardenales sus enemigos; por cuyas
persuasiones, por el nombre Cristianísimo del rey de Francia, por la antigua fama de la religión de
aquella nación y por la incertidumbre, que es siempre mayor respecto a los que son conocidos por
sólo el nombre, temía que el Rey inclinara el ánimo, como ya se divulgaba, a reformar las cosas de
la Iglesia, pensamiento que le era terrible sobre manera, pues se acordaba con cuánta infamia había
subido al Pontificado y que lo había administrado con costumbres y artificios no diferentes de tan
feo principio.
Avivóse esta sospecha por la diligencia y promesas eficaces del Rey; el cual, deseando sobre
todas las cosas acelerar su ida al reino de Nápoles, no dejando ningún medio para desviar los
impedimientos del Papa, le envió de nuevo por embajadores al senescal de Belcari, al mariscal de
Gies y al mismo presidente de Gannai; los cuales, haciendo esfuerzo para persuadirle que no era la
intención del Rey mezclarse en lo que pertenecía a la autoridad pontifical, ni pedirle sino lo que
fuese necesario para la seguridad de pasar adelante, hicieron instancia que consintiese libremente al
Rey la entrada en Roma, afirmando que lo deseaba sumamente, no porque no estuviese en su mano
el entrar con las armas, sino por no verse obligado a faltar con su persona a la reverencia que habían
tenido siempre a los pontífices romanos sus antecesores, y que, luego que el Rey entrase en Roma,
se concertarían en sincera amistad y unión las diferencias que había entre ellos.
Duras condiciones parecían al Papa despojarse al principio de las ayudas de los amigos, y
entregándose totalmente en poder del enemigo, recibirle antes en Roma que establecer con él sus
cosas, pero juzgando finalmente que de todos los peligros era el menor aceptar estas demandas, hizo
partir de Roma al duque de Calabria con su ejército, si bien habiendo alcanzado antes salvo-
conducto de Carlos para que seguramente pudiese pasar por todo el Estado eclesiástico; mas
habiéndolo rehusado Fernando valerosamente, salió de Roma por la puerta de San Sebastián el día
último del año 1494, a la misma hora que por la puerta de Santa María del Popolo entraba con el
ejército francés el Rey, armado con la lanza sobre la cuja, como lo había hecho en Florencia; al
mismo tiempo el Papa, lleno de gran terror y congoja, se había retirado al castillo de Sant Angelo,
no acompañado de más cardenales que de Bautista Ursino y de Oliberio Garaffa, napolitano; el
Víncula, Ascanio, los cardenales Colonnas, Sabello y otros muchos no cesaban de hacer instancia
con el Rey, que quitando de aquella silla un Papa lleno de tantos vicios y abominable a todo el
mundo, se eligiese otro, mostrándole que no era menos glorioso para su nombre librar de la tiranía
de un Papa malo la Iglesia de Dios, que había sido a Pipino y a Carlomagno, sus antecesores, librar
los Papas de santa vida de las persecuciones de los que injustamente los oprimían. Acordábanle que
esta determinación era no menos necesaria para su seguridad que deseable para su gloria; porque
¿cómo podría confiarse jamás en las promesas de Alejandro, hombre por naturaleza lleno de
engaño, insaciable en la codicia, descaradísimo en todas sus acciones, y, como había mostrado la
experiencia, de odio ardiente contra el nombre francés, que ahora no se reconciliaba libremente sino
forzado en la necesidad y del miedo? Por cuyos consejos y porque el Papa rehusaba, en las
condiciones que se trataban, conceder a Carlos el castillo de Sant Angelo por seguridad de lo que le
prometía, se sacó dos veces la artillería del Palacio de San Marcos, donde Carlos alojaba, para
plantarla alrededor del castillo; mas el Rey no tenía inclinación por su naturaleza a ofender al Papa,
y en su Consejo más íntimo tenían gran poder aquellos de quien Alejandro, con dones y con
esperanzas, se había hecho amigo.
Finalmente, acordaron que entre el Papa y el Rey hubiese perpetua amistad y confederación
para la defensa común; que se pusiesen en manos del Rey para su seguridad hasta la conquista del
reino de Nápoles los castillos de Civitavecchia, de Terracina y de Spoleto, aunque este último no se
le señaló después; que el Papa no reconociese ofensa o injuria alguna en los cardenales ni en los
barones súbditos de la Iglesia que habían seguido la parte del Rey; que el Papa le diese la
investidura del reino de Nápoles; que le entregase al otomano Gemín, hermano de Bayaceto; el
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cual, después de la muerte de Mohamet, su padre, perseguido por Bayaceto, según la costumbre
fiera de los otomanos, los cuales establecen las sucesiones del principado con sangre de sus
hermanos y de todos los más cercanos, huyó por esta razón a Rodas y de allí fue llevado a Francia,
y finalmente, puesto en poder del papa Inocencio, por lo cual Bayaceto, aprovechándose de la
avaricia de los vicarios de Cristo por instrumento para tener en paz el imperio enemigo de la fe
cristiana, pagaba cada año a los Papas cuarenta mil ducados, debajo de nombre de los gastos que se
hacían para sustentarle y guardarle, para que no le librasen con facilidad ni le entregasen a otros
príncipes contra sí. Hizo instancia Carlos por haberle, para facilitar con su medio la empresa contra
los turcos, la cual, soberbio con las vanas adulaciones de los suyos, pensaba comenzar en venciendo
a los aragoneses. Y porque los últimos cuarenta mil ducados que envió el turco se los había quitado
en Sinigaglia el prefecto de Roma, pidió que le remitiese el Papa la pena y la restitución de ellos. A
estas cosas se añadió que el cardenal de Valencia siguiese tres meses al Rey como legado
apostólico, pero la verdad es que fue como rehenes de las promesas de su padre.
Firmada la concordia, volvió el Papa al palacio pontifical del Vaticano, y después, con la
pompa y ceremonias acostumbradas en los recibimientos de grandes reyes, recibió al Rey en la
iglesia de San Pedro; el cual, habiendo, según la costumbre antigua, besádole el pie, hincado de
rodillas y después admitido a besarle en el rostro, se halló otro día en la misa pontifical, estando
sentado el primero después del primer obispo cardenal, y según el rito antiguo echó agua-manos al
Papa, que celebraba la misa. De estas ceremonias hizo el Papa, porque se conservasen en la
memoria de la posteridad, que se hiciese una pintura en la galería del castillo de Sant Angelo.
Nombró, demás de esto, cardenales a instancia del Rey al obispo de San Malo y al de Unians, de la
casa de Luxemburgo, y no omitió ninguna demostración de haberse reconciliado con él sincera y
fielmente.
Detúvose Carlos en Roma cerca de un mes, no habiendo por esto cesado de enviar gente a los
confines del reino de Nápoles, el cual estaba ya todo inquieto, de manera que el Aquila y casi todo
el Abruzzo había, antes que el Rey partiese de Roma, alzado sus banderas, y Fabricio Colonna
ocupado las tierras de Albi y de Tagliacozzo. Ni estaba mucho más quieto lo restante del reino,
porque luego que Fernando partió de Roma comenzaron a verse los frutos del odio que los pueblos
tenían a Alfonso, añadiéndose la memoria de muchas crueldades usadas por Fernando, su padre; y
clamando con gran ardor contra la iniquidad de los gobiernos pasados y contra la crueldad y
soberbia de Alfonso, mostraban descubiertamente el deseo de la llegada de los franceses, de modo
que las reliquias antiguas de la facción anjovina, aunque unidas con la memoria y séquito de los
barones a quien Fernando había echado y preso en varios tiempos (cosa por sí de mucha
consideración, e instrumento muy poderoso para alterar), hacían en este tiempo poca fuerza en
comparación de los otros motivos. ¡Tan irritada y ardiente estaba, sin esto, la disposición de todo el
reino contra Alfonso!
Éste, al saber la partida de su hijo de Roma entró en tan grande terror, que, olvidándose de la
fama y gloria grande que con larga experiencia había adquirido en muchas guerras de Italia, y
desesperado de poder resistir a esta tempestad, determinó desamparar el reino, renunciando el
nombre y la autoridad real en Fernando y teniendo acaso alguna esperanza en que, apartado el odio
tan grande que le tenían, y habiendo hecho Rey a un mozo de gran porvenir que no había ofendido a
nadie y cuya persona estaba bienquista con todos, mitigaría por ventura en los súbditos el deseo de
franceses. Este consejo, si hubiera sido anticipado, produjera algún fruto; mas diferido para tiempo
en que las cosas no sólo estaban en gran movimiento, si no ya comenzadas a precipitar, no bastaba
para detener tan gran ruina. También es fama (si es lícito no despreciar del todo semejantes cosas),
que el alma de Fernando se apareció tres veces en diversas noches a Diego, primer cirujano de la
Corte, y que antes con mansas palabras y después con muchas amenazas, le mandó que dijese a
Alfonso en su nombre que no esperase poder resistir al rey de Francia, porque estaba destinado que
se extinguiese su progenie, trabajada de infinitos casos, y privada finalmente de tan excelente reino,
y que era la ocasión muchas enormidades que ellos habían usado, pero, sobre todas, aquella que por
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las persuasiones que él le había hecho cuando volvía de Pozzuolo había cometido en la iglesia de
San Leonardo en Chiaia, junto a Nápoles, y no habiendo expresado más las particularidades,
creyeron los hombres que Alfonso le había persuadido que hiciese matar en aquel lugar
secretamente muchos barones que habían estado presos largo tiempo. Sea lo que fuere la verdad de
esto, lo cierto es que, atormentado Alfonso por su propia conciencia, sin hallar reposo en su ánimo
de día ni de noche y representándosele en sueños las almas de aquellos señores muertos y el pueblo
sublevado resuelto a castigarle, poniendo por obra lo que había determinado solamente con la reina
su madrastra, y no habiendo querido comunicarlo, a ruegos suyos ni con su hermano, ni con su hijo
ni tampoco detenerse solo dos o tres días para acabar el año entero de su reinado, se fue con cuatro
galeras sutiles cargadas de muy ricas cosas, mostrando tanto miedo a su partida que le parecía estar
ya cercado por franceses, y volviéndose temerosamente a cualquier ruido, como si temiera que
estaban conjurados en contra suya el cielo y los elementos, huyó a Mazari, tierra de Sicilia, que
primero se la había dado Fernando, rey de España..
Tuvo el rey de Francia, luego que partió de Roma, aviso de su fuga, y al llegar a Veletri, huyó
secretamente el cardenal de Valencia. De esto se creyó (aunque su padre mostraba sentirlo mucho,
ofreciendo asegurar al Rey de cualquier modo que quisiese), que había sido por su orden, como
quien quisiera que estuviese en su mano el guardar o no las condiciones hechas con él. De Veletri
fue la vanguardia a Monte Fortino, villa situada en tierras de la Iglesia, súbdita a Diego Conti, barón
romano. Este estuvo primero a sueldo de Carlos, y después, pudiendo más con él el odio a los
Colonnas que la propia honra, se pasó al servicio de Alfonso, y aunque este castillo era muy fuerte
de sitio, habiéndole batido con la artillería le tomaron los franceses en muy pocas horas, matando
todos los que estaban dentro, excepto tres hijos suyos con algunos otros, los cuales, habiendo huido
a la fortaleza, al ver que les enderezaban la artillería, se rindieron a prisión.
Fue después el ejército al Monte de San Juan, villa del marqués de Pescara, puesta sobre los
confines del reino en la misma campaña. Era fuerte de sitio y de municiones, y no estaba menos
proveída de gente para la defensa, porque estaban dentro trescientos infantes forasteros y quinientos
de los habitadores muy dispuestos a todo peligro, de manera que se creía que no se podría expugnar
sino en muchos días; pero habiéndola batido los franceses con la artillería pocas horas, presente el
Rey que había ido de Veruli, le dieron el asalto con tanto denuedo que, vencidas todas las
dificultades, la ganaron por fuerza el mismo día, donde, por su furor natural y por inducir a los otros
con este ejemplo a que no tuviesen atrevimiento de defenderse, hicieron gran matanza, y después de
haber usado todo género de bárbara crueldad, pegaron fuego fieramente a los edificios. Este modo
de pelear, no usado en muchos años en Italia, llenó todo el reino de muy gran miedo, porque en las
victorias ganadas por cualquier camino, a lo último adonde solía llegar la crueldad de los
vencedores era despojar y después librar a los soldados vencidos, saquear las villas tomadas por
fuerza y prender a los habitadores, porque pagasen el rescate, perdonando siempre la vida de los
hombres que no hubiesen sido muertos en el ardor del combate.
Esta fue cuanta resistencia y trabajo tuvo el rey de Francia en la conquista de un reino tan
noble y magnífico, en cuya defensa no se mostró valor, ánimo, ni consejo, o deseo de honra, poder,
ni fe, porque el duque de Calabria que, después de su partida de Roma, se había retirado a los
confines del reino, después que le volvieron a llamar a Nápoles por la fuga de su padre, tomó con
las solemnidades (mas no con la pompa y alegría acostumbrada) la autoridad y el título real y
recogiendo el ejército en que había cincuenta escuadras de caballos y seis mil infantes de gente
escogida, debajo del gobierno de los capitanes más estimados de Italia, se detuvo en San Germán
para impedir que los enemigos pasasen más adelante, convidándole la oportunidad del lugar ceñido
por una parte de altas y ásperas montañas, por la otra de país pantanoso y lleno de aguas, y por la
frente del río del Garellano (que los antiguos llamaron Liris), aunque por allí no iba tan crecido que
alguna vez no se pasase; de donde por la estrechez del paso se dijo justamente que San Germán es
una de las llaves de los puertos del reino de Nápoles. Asimismo envió gente sobre la montaña
vecina para la guarda del paso de Cancelle; mas ya su ejército, habiendo comenzado a envilecerse
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sólo de oír el nombre de franceses, no mostraba valor alguno, y los capitanes, parte pensando en
salvarse a sí mismos y a sus propios Estados, como desconfiados de la defensa del reino, y parte
deseosos de cosas nuevas, comenzaron a vacilar no menos de fe, que de ánimo; ni se estaba sin
miedo estando todo el reino en grandísima alteración, de que naciese a las espaldas algún desorden
peligroso. Pudiendo más el consejo de la vileza al expugnar el Monte de San Juan, por saber que se
acercaba el mariscal de Gies con el cual estaban trescientas lanzas y dos mil infantes, se fueron con
vituperio de San Germán, y con tan grande miedo, que dejaron desamparadas por el camino ocho
piezas gruesas de artillería y se metieron en Capua.
Esperaba defender esta ciudad el nuevo rey, confiado en el amor que los capuanos tenían a la
casa de Aragón y en la fortaleza del sitio, por tener a la cara el río Vulturno, que por allí va muy
hondo, y al mismo tiempo, no dividiendo sus fuerzas a otros lugares, tener a Nápoles y Gaeta. Iban
en su seguimiento los franceses, pero esparcidos y desordenados, adelantándose más a manera de
caminantes que de soldados, yendo cada uno donde le parecía tras la ocasión de robar
desordenadamente, sin banderas y sin orden de los capitanes, y alojando las más de las veces una
parte de ellos por la noche en lugares de donde, por la mañana, se habían desalojado los aragoneses.
No se vio en Capua mayor valor o fortuna, porque después que Fernando hubo alojado allí el
ejército, el cual estaba muy disminuido de número después de la retirada de San Germán, habiendo
entendido por cartas de la Reina, que en Nápoles se había seguido por la pérdida de San Germán tal
alteración, que si él no iba luego se levantaría algún alboroto, montó a caballo con poca compañía
para remediar con su presencia este peligro, habiendo prometido volver a Capua el día siguiente;
pero Juan Jacobo Tribulcio, a quien cometió el cuidado de aquella ciudad, había pedido ya
secretamente al rey de Francia un rey de armas para poder ir a su presencia con seguridad, y cuando
llegó fue el Tribulcio con algunos gentiles-hombres de Capua a Calvi (donde el mismo día había
entrado el Rey), no obstante que se lo hubiesen contradicho con palabras alteradas otros muchos de
la ciudad, dispuestos a observar la fe a Fernando. En Calvi fue luego introducido a la presencia del
Rey, y armado como había ido, habló en nombre de los de Capua y de los soldados que, viendo
faltar a Fernando las fuerzas para defenderse, a quien habían servido fielmente mientras había
habido alguna esperanza, determinaban seguir su fortuna si los admitiese con condiciones honradas;
añadiendo que no desconfiaba de traerle la persona de Fernando si quisiese tratarle como convenía.
Respondió el Rey a estas cosas con palabras muy agradecidas, aceptando las ofertas de los de
Capua y de los soldados, y asimismo la venida de Fernando, como supiese que no había de retener
parte alguna, aunque pequeña, del reino de Nápoles, pero que recibiría Estados y honras en el de
Francia.
Dúdase qué fue lo que indujo a tan gran inobediencia a Juan Jacobo Tribulcio, capitán
valeroso y acostumbrado a hacer profesión de honra. Él afirmaba que había ido con voluntad de
Fernando para intentar componer sus cosas con el rey de Francia, mas excluida del todo esta
esperanza y manifiesto que no se podía defender más con las armas el reino de Nápoles, le había
parecido, no sólo lícito, sino digno de alabanza, proveer en un mismo tiempo al bien de los de
Capua y de los soldados. De otra manera lo sintieron comúnmente los hombres, porque se creyó que
le había obligado a desear la victoria del rey de Francia la esperanza de que, en ocupando el reino
de Nápoles, había de volver el ánimo al ducado de Milán, y habiendo él nacido en aquella ciudad,
de familia muy noble, y pareciéndole que no tenía cerca de Luis Sforza, o por favor grande los San
Severinos, o por otro respeto, lugar igual a sus virtudes y méritos, se había desviado totalmente de
él. Por esta ocasión habían sospechado muchos que había antes aconsejado en la Romaña que
procediese más cautamente de lo que por ventura alguna vez aconsejaban las ocasiones. En Capua,
antes de la vuelta del Tribulcio, habían saqueado los soldados el alojamiento y la caballeriza de
Fernando, la gente de armas se había comenzado a esparcir en varios lugares, y Virginio Ursino y el
conde de Pitigliano con su gente se habían retirado a Nola, ciudad que poseía el conde por donación
de los aragoneses, habiendo enviado a pedir antes a Carlos para sí y para su gente salvo-conducto.
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Volvía al plazo prometido Fernando, habiendo (con dar esperanzas de la defensa de Capua)
aquietado, según el tiempo, los ánimos de los napolitanos, y no sabiendo lo que había sucedido
después de su partida. Estaba ya a dos millas, cuando, entendiéndose su vuelta, todo el pueblo se
levantó en armas para no recibirle, enviándole, por consejo común, al encuentro algunos de la
nobleza a significarle que no llegase más adelante, porque la ciudad, viéndose desamparada de su
persona, ido Tribulcio, gobernador de su gente, al rey de Francia, saqueado por sus soldados propios
su alojamiento, apartádose Virginio y el conde de Pitigliano y deshecho casi todo el ejército, había
estado necesitada por el bien propio de ceder al vencedor; por ello Fernando (después que hasta con
lágrimas hubo hecho instancia en vano de ser admitido) se volvió a Nápoles, cierto de que todo el
reino seguiría el ejemplo de Capua, del cual, movida la ciudad de Aversa, situada entre Capua y
Nápoles, envió luego embajadores para entregarse a Carlos, y tratando ya de esto mismo
manifiestamente los napolitanos, determinado el Rey infeliz a no resistir a ímpetu tan repentino de
la fortuna, convocó en la plaza de Castilnuovo, habitación real, a muchos nobles y plebeyos y usó
con ellos estas palabras:
«Puedo llamar por testigo a Dios y a todos los hombres a quien han sido notorios, por lo
pasado, mis designios, que jamás por ninguna ocasión he deseado tanto llegar a la Corona cuanto
por mostrar a todo el mundo que me han desagradado sumamente los gobiernos crueles de mi padre
y abuelo, y por volver a ganar, con las buenas obras, el amor que ellos se privaron por sus
crueldades. No ha permitido la infelicidad de nuestra casa que pueda gozar de este fruto mucho más
honrado que el ser rey, porque el reinar depende muchas veces de la fortuna, pero el ser rey que
tenga por único fin el remedio y la felicidad de sus pueblos, depende solamente de sí mismo y de la
propia virtud. Hánse reducido nuestras cosas a muy estrecho estado, y antes podremos lamentarnos
de haber perdido el reino por la infidelidad y poco valor de los capitanes y de nuestros ejércitos, que
no podrán gloriarse los enemigos de haberlo ganado por propio valor, y con todo esto, no nos
faltaría del todo la esperanza si le sustentamos aunque sea algún corto tiempo, porque del rey de
España y de todos los príncipes de Italia se previene poderoso socorro, habiéndose abierto los ojos
de aquellos que no habían considerado antes que el incendio que abrasa nuestro reino había de
llegar de la misma manera, si no lo previenen, a sus Estados, y a lo menos a mí no me faltaría ánimo
para acabar la vida juntamente con el reino con la gloria que conviene a un rey mozo, descendiente
por tan larga sucesión de tantos reyes y de la esperanza que hasta ahora habéis tenido todos de mí.
Mas porque estas cosas no se pueden intentar sin poner la patria común a grandes peligros, antes
estoy determinado a ceder a la fortuna y a tener oculto mi valor, que, por esforzarme a no perder mi
reino, ser ocasión de efectos contrarios. Al fin, porque yo he deseado ser rey, aconséjoos y anímoos
a que enviéis a tomar acuerdo con el rey de Francia, y porque lo podáis hacer sin mancha de vuestra
honra, os absuelvo libremente del homenaje y juramento que pocos días ha me hicisteis, y os
acuerdo que con la obediencia y prontitud de recibirle, procuréis mitigar la soberbia natural de
franceses. Si sus bárbaras costumbres os hicieren tener odio a su imperio y desear que vuelva el
mío, yo estaré, en parte donde pueda ayudar vuestra voluntad, pronto para exponer siempre a
cualquier peligro mi propia vida por vosotros. Mas si su imperio os saliere apacible, no recibirá
jamás de mí esta ciudad ni este reino trabajo alguno; consolaránse mis miserias con vuestro bien, y
mucho más me consolaré si supiere que da en vosotros alguna memoria de que, ni siendo
primogénito, ni siendo rey, injurié jamás a alguna persona; que no se vio nunca en mí señal de
avaricia ni de crueldad; que no me han perdido mis pecados, sino los de mis padres; que he
determinado no ser nunca ocasión de que, o por conservar el reino o por recuperarle, padezca
ninguno en él; que más siento perder la ocasión de enmendar los yerros de mi padre y abuelo que la
autoridad y estado real, y, aunque desterrado y despojado de mi patria y de mi reino, no me tendré
por del todo infeliz si se conservare en vosotros la memoria de estas cosas y un crédito firme de que
yo hubiera sido rey, antes semejante a Alfonso el viejo mi bisabuelo, que a Fernando y a este último
Alfonso.»
68

No pudieron estas palabras dejar de ser oídas con mucha compasión, antes es cierto que
conmovieron a muchos a lágrimas; pero era tan odioso en todo el pueblo y casi en toda la nobleza el
nombre de los dos últimos reyes y tan grande el deseo de franceses, que por esta razón no se aquietó
nada el tumulto, sino, luego que se retiró al castillo, comenzó el pueblo a saquear sus caballerizas,
que estaban en la plaza, y no pudiendo él sufrir esta indignidad, salió fuera a prohibirlo con
generosidad grande, acompañado de pocos, y pudo tanto en la ciudad ya rebelada la majestad del
nombre real, que cada uno, detenido el ímpetu, se desvió de las caballeriza. Al volver al castillo y
después de mandar que abrasaran y echaran a fondo las naves que estaban en el puerto, porque de
otra manera no podía privar de ellas a los enemigos, comenzó a sospechar, por alguna señal, que los
infantes tudescos, en número de 500, que estaban en guarda del castillo, pensaban prenderle, y por
esta razón, con rápido consejo, les dio la hacienda que en él se guardaba, y mientras que atendían a
dividirla, habiendo librado primero de las cárceles (excepto al príncipe de Rossano y al conde de
Popoli) a todos los barones que habían quedado de la crueldad de su padre y abuelo, saliendo del
castillo por la puerta del socorro, se embarcó en las galeras sutiles que le esperaban en el puerto y
con él D. Fadrique y la reina vieja, mujer que había sido de su abuelo, con Juana su hija, y, seguido
de pocos de los suyos, navegó a la isla de Ischia, llamada por los antiguos Enaria, a treinta millas de
Nápoles, diciendo muchas veces en altas voces mientras tenía delante de la vista a Nápoles el verso
del salmo del profeta, que contiene «que son vanas las centinelas de aquellos que guardan la ciudad,
si de Dios no es guardada.» Pero no representándose ya otra cosa que dificultades, hubo de hacer en
Ischia experiencia de su valor y de la ingratitud e infidelidad que se descubre contra los que son
maltratados por la fortuna; porque no queriendo recibirle el castellano del castillo, sino solo con un
compañero, luego que entró se arrojó contra él con tal ímpetu, que con el furor y la memoria de la
autoridad real, espantó de modo a los otros, que seguidamente redujo a su poder al castellano y al
castillo.
Por la ida de Nápoles de Fernando cedía cada uno (como a una corriente muy furiosa) a sólo
la fama de los vencedores, y con tanta vileza que doscientos caballos de la compañía de Ligni que
habían ido a Nola, donde se habían metido con cuatrocientos hombres de armas Virginio y el conde
de Pitigliano, los prendieron sin ningún embarazo, porque confiándose ellos, parte en el salvo-
conducto, que, según aviso de los suyos, el Rey les había concedido, parte llevados del mismo terror
que lo habían sido los otros, se rindieron sin resistencia, siendo llevados presos al castillo de
Mondragón y desvalijada toda su gente.
Habían en este medio hallado a Carlos en Abersa los embajadores napolitanos enviados a
entregarle la ciudad, y habiéndoles concedido con suma liberalidad muchas exenciones y
privilegios, entró en Nápoles el día siguiente, que fue a 21 de Febrero; recibido con tan gran aplauso
y alegre ánimo, que vanamente se intentaría explicarlo, concurriendo con increíble alegría todo
género de gente de toda edad, suerte, calidad y facción, como si hubiera sido padre y primer
fundador de aquella ciudad, y no menos aquellos que habían sido engrandecidos o beneficiados en
sus personas o las de sus antepasados por la casa de Aragón. Habiendo ido con esta celebridad a
visitar la iglesia mayor, fue después (porque Castilnuovo estaba por los enemigos) llevado a alojar
al castillo Capuano que antiguamente era habitación por los reyes de Francia; habiendo, con
maravilloso curso de felicidad nunca oída aun sobre el ejército de Julio César, vencido antes de ser
visto, y con tan gran fortuna, que no fue necesario en esta expedición desdoblar jamás una tienda ni
romper una lanza. Y fueron tan sobradas muchas de sus provisiones, que la armada del mar,
prevenida con mucho gasto, destruída por la violencia del mar, y llevada a la isla de Córcega, tardó
tanto en arrimarse a las orillas del reino, que había entrado antes el rey en Nápoles.
Así por las discordias domésticas, por las cuales se había desvanecido la sabiduría grande de
nuestros Príncipes, se enajenó del imperio de los italianos con sumo vituperio y menosprecio de la
milicia italiana y con gravísimo peligro e ignominia de todos, una excelente y poderosa parte de
Italia, y entró en el de la gente ultramontana; porque Fernando el viejo, aunque había nacido en
España, con todo, porque desde su primera mocedad había sido rey o hijo de rey continuamente en
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Italia y no tenía otro principado en otra provincia, y sus hijos y nietos, todos nacidos y criados en
Nápoles, estaban justamente tenidos por italianos.

FIN DEL LIBRO PRIMERO.


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LIBRO SEGUNDO

Sumario
Viendo los pisanos que estaban favorecidos, aunque ocultamente, por Carlos, se rebelan de
todo punto a los florentinos, los cuales, no perdiendo el ánimo por esta rebelión, no perdonan
ningún gasto por ganar a Pisa por fuerza de armas, atendiendo en este tiempo a reparar el gobierno
doméstico con la nueva reformación que tenía persuadida fray Jerónimo Savonarola. Habían
sucedido en este medio muy felizmente las cosas a los franceses en Italia, y arrepentido Luis Sforza
de haberlos llamado, se unió en liga con los venecianos contra ellos; los cuales, después de tantas
victorias, se volvieron a Francia; y queriendo los coligados impedirles el paso, se tuvo el encuentro
en el río del Taro, donde quedando los franceses vencedores, pasaron victoriosamente a Francia,
comenzando después de su vuelta a entibiarse la reputación francesa en Italia. Vuelve a conquistar
Fernando de Aragón por fuerza de armas el reino de Nápoles. Habiéndose hecho entre Luis Sforza y
el rey de Francia una paz antes fingida que verdadera, y después de haber pasado de la otra parte de
los montes los franceses, se descubrió en estas provincias nuestras el mal francés, que afligió mucho
en aquel tiempo a Italia, traído (según se cree) de las nuevas islas que había hallado Cristóbal
Colón, genovés.

Capítulo I
Los funcionarios florentinos son expulsados de Pisa.—Quejas de los pisanos a Carlos VIII a
presencia de los embajadores florentinos.—Respuesta del embajador Sonderini.—El rey Carlos
favorece secretamente a los pisanos.—Discusión en Florencia para el establecimiento del nuevo
gobierno.—Discurso de Pablo Antonio Soderini.—Discurso de Guido Antonio Vespuci.—Gobierno
popular predicado por fray Jerónimo Savonarola.—Creación del Gran Consejo.

Mientras pasaban estas cosas en Roma y en el reino de Nápoles, crecían en la otra parte de
Italia las centellas de un pequeño fuego destinado a producir al fin muy grande incendio en daño de
muchos, pero principalmente contra aquel que, por el demasiado deseo de mandar, lo había
encendido y fomentado. Porque aunque el rey de Francia había concertado en Florencia que
teniendo él a Pisa hasta la conquista de Nápoles, la jurisdicción y las rentas perteneciesen a los
florentinos, con todo eso, al irse de Florencia, no había dejado provisión, ni dado ninguna orden
para la observancia de esta promesa; de manera que los pisanos, a quien se inclinaba el favor del
comisario y soldados que el Rey había dejado en guarda de aquella ciudad, determinados a no
volver más debajo del dominio florentino, habían echado a los oficiales y a todos los florentinos que
allí habían quedado, a algunos habían preso y tomado la hacienda y todos sus bienes, y confirmada
totalmente con las demostraciones y con las obras la rebelión, y para poder perseverar en ella, no
sólo enviaron embajadores al Rey para que defendiesen su causa, después que hubo partido de
Florencia, sino dispuestos a ejecutar cualquier medio para alcanzar ayuda de todos, los enviaron
también luego, al rebelarse, a Siena y Lucca.
Oyeron estas ciudades con la mayor alegría que se puede decir la rebelión de Pisa por ser muy
enemigas del nombre florentino, y por esto juntas la proveyeron de alguna cantidad de dinero, y los
sieneses enviaron luego algunos caballos. Tentaron asimismo los pisanos, habiendo enviado
71

embajadores a Venecia, el ánimo de aquel Senado, del cual, aunque fueron recibidos benignamente,
no llevaron ninguna esperanza. El principal apoyo lo esperaban del duque de Milán, porque no
dudaban que, así como había sido autor de su rebelión, estaría dispuesto a mantenerlos, el cual,
aunque mostraba lo contrario a los florentinos, atendió en secreto a ponerles ánimo con muchos
consejos y ofertas, y persuadió ocultamente a los genoveses para que proveyesen a los pisanos de
armas y municiones, y enviasen a Pisa un comisario y trescientos infantes, los cuales, por la
enemistad grande que tenían con los florentinos, nacida del disgusto que tuvieron cuando la
conquista de Pisa, y de que después compraron en tiempo de Tomás Fregoso, su dux, el puerto de
Liorna que ellos poseían, acrecentada últimamente cuando los florentinos les quitaron a Pietrasanta
y Serezana, no sólo estuvieron prontos para estas cosas, pero habían ocupado ya la mayor parte de
las villas que los florentinos poseían en la Lunigiana, y ya se introducían en las cosas de Pietrasanta
debajo de pretexto de una carta del Rey alcanzada para la restitución de ciertos bienes confiscados.
Quejándose de estas acciones los florentinos a Milán, el Duque les respondía que no estaba en
su mano el prohibirles aquellas acciones, según los capítulos que tenía con los geneveses, y
haciendo esfuerzo para satisfacerles con palabras, y dando varias esperanzas, no cesaba de proceder
con las obras muy al contrario, como quien esperaba, si Pisa no se recuperaba por los florentinos,
reducirla fácilmente debajo de su dominio. Deseaba esto grandemente por la calidad de la ciudad y
por la oportunidad del sitio, ambición antigua en él, comenzada desde el tiempo en que, echado de
Milán pocos días después de la muerte de Galázo, su hermano, por sospecha que tuvo de él madama
de Bona, madre y tutora del duque pequeño, estuvo en aquellos confines muchos meses. Incitábale
demás de esto la memoria de que Pisa, antes que viniese a poder de los florentinos, había sido
dominada por Juan Galeazo Vizconti, primer duque de Milán, por lo cual juzgaba que le sería
glorioso recuperar aquello que habían poseído sus mayores, y le parecía que podía tener color de
razón, como si a Juan Galeazo no le hubiera sido lícito dejar por testamento, en perjuicio de los
duques de Milán sin sucesores, a Gabriel María, su hijo natural, a Pisa, conquistada por su persona,
si bien con el dinero y fuerzas del ducado de Milán.
No contentos los pisanos de haber apartado aquella ciudad de la obediencia de los florentinos,
atendían a ocupar las villas del territorio de Pisa, y siguiendo casi todos (como de ordinario hacen
los distritos) la autoridad de la ciudad, recibieron en los primeros días de la rebelión sus comisarios;
no oponiéndose al principio los florentinos, ocupados, mientras no se componían con el Rey, en
pensamientos más graves, y esperando, después de su partida de Florencia, que obligado con tan
público y solemne juramento, les ayudaría; mas después que él dilataba el remedio, enviando gente,
recuperaron, parte por fuerza y parte por acuerdo, todo lo que había estado ocupado, excepto
Cascina, Buti y Vicopisano, porque habían recogido los pisanos a estas villas sus fuerzas por no ser
poderosos a resistir por todas partes.
No era molesto a Carlos en lo secreto el proceder de los pisanos, cuya causa favorecían
descubiertamente muchos de los suyos, obligados algunos de piedad por la impresión que tuvieron
en aquella ciudad de que había sido dominada cruelmente, otros por oponerse al cardenal de San
Malo, el cual se mostraba favorable a los florentinos, y sobre todos el senescal de Belcari,
sobornado con dinero de los pisanos, pero mucho más porque, mal contento de haberse aumentado
mucho la grandeza del cardenal, comenzaba, según las mudanzas de las Cortes, a estar desavenido
con él, por la misma ambición que, para tener compañía para derribar los otros le había fomentado
primero a su amistad, y no teniendo éstos respeto a lo que convenía a la honra y crédito de tan gran
Rey, mostraban que les era más provechoso tener a los florentinos en esta necesidad y conservar a
Pisa en aquel estado, a lo menos hasta que hubiese conquistado el reino de Nápoles.
Prevaleciendo en él las persuasiones de éstos, hizo esfuerzo en sustentar a entrambas partes
con varias esperanzas; introdujo, mientras estaba en Roma, a los embajadores de los florentinos
para que oyesen en su presencia las quejas que le daban los pisanos, por los cuales habló Burgundio
Lolo, ciudadano de Pisa, abogado consistorial en la corte de Roma, lamentándose tristemente los
pisanos de haber estado obligados ochenta y ocho años a tan injusta y atroz servidumbre, que
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aquella ciudad, que había por lo pasado con muchas victorias extendido su imperio hasta en las
partes del Oriente, y después de ser de las más poderosas y gloriosas de toda Italia, había llegado
ya, por la crueldad y avaricia de los florentinos, a la última desolación; que estaba Pisa casi
despoblada, porque la mayor parte de los ciudadanos, no pudiendo tolerar tan áspero yugo, la
habían desamparado libremente, cuyo consejo demostraron que era prudente las miserias de
aquellos a quienes detuvo allí el amor de su patria, porque por las crueles cobranzas del público y
por los hurtos insolentes de los florentinos particulares habían quedado despojados de casi todas sus
haciendas, sin tener ya recurso alguno para sustentarse, porque por impiedad e injusticia nunca oída,
se les prohibía el trato de las mercancías y el ejercitar oficios de toda suerte, excepto los mecánicos;
que no eran admitidos a ninguna calidad de oficios o de administración del dominio florentino, aun
de aquellos que se concedían a las personas extranjeras; que ya se embravecían los florentinos
contra su provecho y sus vidas, habiendo hecho dejar, para extinguir en todas partes sus reliquias, el
cuidado de mantener los diques y los fosos del distrito de Pisa, conservados siempre por los pisanos
antiguos con exacta diligencia, porque, de otra manera, era imposible que, por ser bajo el país y
ofendido grandemente de las aguas no estuviese cada año sujeto a muy grandes enfermedades; que,
por estas ocasiones, se venían al suelo por todas partes las iglesias, los palacios y otros edificios
públicos y particulares que edificaron sus mayores con magnificencia y hermosura inestimables;
que no era cosa vergonzosa para las ciudades excelentes que, después del curso de muchos siglos,
viniesen a esclavitud, porque era fatal que todas las cosas del mundo estuviesen sujetas a la ruina,
pero la memoria de su nobleza y grandeza debía causar antes compasión en el ánimo de los
vencedores que acrecentar la crueldad y aspereza, mayormente que cada uno había de considerar
que podía sucederle a sí mismo en algún tiempo otro tanto, como está destinado que suceda a todas
las ciudades y a todos los imperios; que no les quedaba ya cosa a los pisanos en que se pudiese
extender más la impiedad y apetito insaciable de los florentinos; que era imposible sufrir más
tiempo tantas miserias, y que por esto habían determinado todos unidamente desamparar antes su
patria y su vida que volver debajo de tan impío e injusto dominio; que suplicaba al Rey con
lágrimas, las cuales podía imaginar que derramaba copiosamente todo el pueblo pisano postrado
miserablemente a sus pies, que se acordase con cuánta piedad y justicia había restituido a los
pisanos la libertad que injustamente les habían usurpado; que como constante y magnánimo
príncipe conservase la merced que les había hecho, eligiendo antes tener nombre de padre y
libertador de aquella ciudad, que, dejándola en tan baja esclavitud, ser ministro de los robos y
crueldad de los florentinos.
Respondió a estas acusaciones, no con menor vehemencia, Francisco Soderini, obispo de
Volterra, que después fue cardenal, uno de los embajadores florentinos, mostrando que era muy
justo el título de su República, porque desde el año 1404 habían comprado a Pisa a Gabriel María
Vizconti, su legítimo poseedor, el cual, aun no bien les había dado la posesión cuando los pisanos
violentamente se la quitaron, y por esto había sido necesario procurar recuperarla con larga guerra;
y no había sido menos feliz su fin que justa la ocasión, ni menos gloriosa la piedad de los
florentinos que la victoria; pues teniendo ocasión para dejar morir por sí mismos a los pisanos
consumidos por el hambre, habían llevado consigo (para restituirles los espíritus reducidos ya al
último extremo), cuando entraron con el ejército en Pisa, mayor cantidad de vituallas que de armas;
que en ningún tiempo había alcanzado la ciudad de Pisa ninguna grandeza en tierra firme, antes no
habiendo podido jamás ni aun conquistar a Lucca, ciudad tan vecina, había estado siempre
encerrada en distrito muy estrecho y el poder marítimo era corto, por que, por justo juicio de Dios,
provocado por muchas maldades suyas y por las largas discordias civiles y enemistades entre ellos
mismos, había caído, muchos años antes que fuese vendida a los florentinos, de toda grandeza,
riqueza y habitadores, y quedado tan flaca, que pudo Jacobo de Apiano, notario de baja calidad del
territorio de Pisa, hacerse señor de ella, y después de haberla poseído muchos años, dejarla en
herencia a sus hijos. Y no importaba el dominio de Pisa a los florentinos, sino por la oportunidad del
sitio y por la comodidad del mar, porque las rentas que se sacaban eran de muy poca consideración,
73

siendo las cobranzas tan cortas que se adelantaban poco a los gastos que de necesidad se hacían allí,
y la mayor parte se sacaba de mercaderes forasteros y para beneficio del puerto de Liorna; que no
estaban ligados los pisanos en lo tocante a mercaderías, artes y oficios, con diferentes leyes que las
otras ciudades súbditas de los florentinos, que confesando que estaban gobernadas con moderado y
manso imperio, no deseaban mudar señor, porque no tenían la altivez y obstinación que era natural
en los pisanos, ni tampoco la maldad que en ellos era tan notoria que se celebraba por proverbio
muy antiguo de toda la Toscana; y que si, cuando los florentinos ganaron a Pisa, muchos pisanos
luego libremente se fueron de ella, procedía de su soberbia impaciente en no acomodar el ánimo a
las propias fuerzas y a la fortuna, pero no por culpa de los florentinos, los cuales la habían regido
con justicia y mansedumbre y tratádola de tal manera, que debajo de su gobierno no se había
disminuido Pisa ni de riquezas ni de habitadores, antes había con mucho gasto recuperado el puerto
de Liorna, pues, sin él, quedaba aquella ciudad desamparada de toda comodidad y sustento, y con
introducir en ella el estudio público de todas ciencias y otras muchas artes y asimismo con hacer
continuar con diligencia el cuidado de mirar por los fosos, habían procurado siempre aumentarla de
gente; que era tan manifiesta la verdad de estas cosas, que no se podía obscurecer con falsas
calumnias y quejas; que es permitido a todos desear llegar a mejor fortuna, pero deben también
tolerar con paciencia la que su suerte les ha dado, pues de otra manera se confundirían todas las
señorías e imperios si a cada uno que es súbdito le fuese lícito procurar quedar libre; y que no
juzgaba que era necesario a los florentinos fatigarse en persuadir al rey cristianísimo de Francia
Carlos lo que le tocaba hacer, porque siendo rey muy sabio y justo, estaban ciertos que no se dejaría
inquietar de quejas y calumnias tan vanas, y se acordaría por sí mismo de lo que había prometido,
antes que su ejército fuese recibido en Pisa y de lo que había jurado solemnemente en Florencia,
considerando que cuanto más poderoso y mayor es un rey, tanto le es más glorioso usar de su poder
para la conservación de la justicia y de la fe.
Reconocíase claramente que recibía Carlos con oídos más benignos a los pisanos y que
deseaba para beneficio suyo que, durante la guerra de Nápoles, se suspendiesen las ofensas entre
ambas partes o que consintiesen los florentinos que estuviese en su poder todo el distrito, afirmando
que, en habiendo conquistado a Nápoles, pondría luego en ejecución lo que se había tratado en
Florencia. Rehusaban esto constantemente los florentinos por serles ya sospechosas todas las
palabras del Rey pidiéndole con grande instancia la observancia de las promesas, y para mostrar que
los quería satisfacer (aunque fue verdaderamente para procurar que le diesen antes del tiempo
debido los setenta mil ducados prometidos) envió al mismo tiempo que partió de Roma al cardenal
de San Malo a Florencia, fingiendo con los florentinos que le enviaba para dar satisfacción a sus
demandas, si bien le ordenó en secreto que, sustentándolos con esperanzas, hasta que le diesen los
dineros, dejase al fin las cosas en el mismo estado.
Aunque no tenían de este engaño los florentinos poca duda, con todo eso le pagaron cuarenta
mil ducados, de los cuales estaba vecino el plazo. Después de recibirlos y habiendo ido a Pisa,
prometiendo a los florentinos que los restituiría en la posesión de la ciudad, se volvió sin hacer
nada, excusándose por haber hallado a los pisanos tan pertinaces que no hubiera sido suficiente su
autoridad a disponerlos, ni tampoco para apremiarlos, porque el Rey no le había dado comisión para
ello, ni a él, que era sacerdote, le convenía tomar ninguna determinación de que hubiese de proceder
derramamiento de sangre cristiana. Acrecentó, con todo eso, de nuevas guardas la ciudadela nueva,
y hubiera hecho lo mismo con la vieja si lo consintieran los pisanos, los cuales crecían cada día en
ánimo y en fuerzas, porque juzgando el duque de Milán que era necesario que hubiese en Pisa
mayor presidio y algún capitán de experiencia y valor, había enviado (aunque cubriéndose con sus
artificios acostumbrados del nombre de genoveses) a Lucio Malvezzo con nueva gente, y no
rehusando ninguna ocasión de fomentar las molestias de los florentinos, para que estuviesen más
impedidos de ofender a los pisanos, condujo a Jacobo de Apiano, señor de Piombino, y a Juan
Sabello a sueldo común con los sieneses para animarlos a que sustentasen a Montepulciano, porque
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habiéndose rebelado nuevamente esta villa de los florentinos a favor de los sieneses, la habían
aceptado; sin respeto de la confederación que tenían juntos.
No estaban los florentinos en este tiempo en menos ansia y trabajo por sus discordias civiles,
porque para poner en orden el gobierno de la República, luego que partió el rey de Francia, en el
parlamento, que según sus antiguos costumbres, es una congregación de la universidad de los
ciudadanos en la plaza del palacio público, los cuales con votos descubiertos deliberan sobre las
cosas propuestas por el gran magistrado) habían constituido una manera de régimen que, debajo de
nombre de gobierno popular, se enderezaba más, en mucha parte, al fin de que quedase en pocos,
que a la participación universal. Siendo esto molesto a muchos que se habían propuesto ejercer
mayor influencia y concurriendo a lo mismo la ambición privada de algún ciudadano principal,
había sido necesario tratar de nuevo de la forma del gobierno. Consultándose un día sobre ella entre
los magistrados principales y los hombres de mayor reputación, Paulo Antonio Soderini, ciudadano
sabio y muy estimado, habló, según se dice, de esta manera:
«Cosa sería verdaderamente (excelentísimos ciudadanos) muy fácil de mostrar que, aunque
sea menos alabado por los que han escrito de las cosas civiles, el gobierno popular que el de un
príncipe y que el de los grandes, con todo eso, por ser el deseo de la libertad antigua y casi natural
en esta ciudad y las condiciones de los ciudadanos proporcionadas a la igualdad (fundamento muy
necesario en los gobiernos populares), le debamos preferir a todos los otros; y sería superflua esta
disputa, pues en todas las consultas de estos días se ha determinado siempre con universal
consentimiento que se gobierne la ciudad con el nombre y autoridad del pueblo. Pero la diversidad
de pareceres nace de que algunos, en la ordenación del parlamento, se han arrimado de buena gana
a las formas de república con que se regía esta ciudad antes que su libertad fuese oprimida por la
familia de los Médicis. Otros (en cuyo número confieso que entro yo), juzgando que el gobierno
ordenado de esta manera tiene, en muchas cosas, antes el nombre que los efectos del gobierno
popular, y espantados de los accidentes que muchas veces resultaron de gobiernos semejantes,
desean una forma más perfecta y que por ella se conserve la paz y seguridad de los ciudadanos, cosa
que, según las razones y experiencia de lo pasado, no se puede esperar en esta ciudad sino debajo de
un gobierno dependiente en todo del poder del pueblo, pero ordenado y medido debida mente, lo
cual consiste principalmente en dos fundamentos; el primero es: que todos los magistrados y
oficios, así de la cuidad como del dominio, los distribuya siempre un Consejo universal de todos los
que, según nuestras leyes, son hábiles para participar del gobierno, y sin aprobación de este Consejo
no se puedan determinar leyes nuevas; con lo cual, no estando en poder de los ciudadanos
particulares, ni de alguna particular conspiración o inteligencia, el distribuir las dignidades y
autoridad, no será excluido ninguno por pasión o voluntad de otros, antes se distribuirían según las
virtudes y méritos de los hombres; y para esto será necesario que cada uno procure, con las virtudes,
con las buenas costumbres, con ayudar a lo público y a lo privado, abrirse el camino a las honras.
También será menester que cada uno se abstenga de vicios, de ofender a otros, y finalmente de
todas las cosas odiosas en las ciudades bien instruidas, y no estará en poder de uno o de pocos
introducir otro gobierno con nuevas leyes o con la autoridad de un magistrado, no pudiéndose
alterar esto sino es viniendo en ello el Consejo universal.
»El segundo fundamento es: que las deliberaciones importantes, que son aquellas que
pertenecen a la paz y a la guerra, al examen de las leyes nuevas, y generalmente todas las cosas
necesarias para la administración de una ciudad y dominio como este, se traten por los magistrados
señalados particularmente para este cuidado y por un Consejo más escogido de ciudadanos
experimentados y prudentes que se señalen del Consejo popular; porque no siendo el entendimiento
de todos capaz para el conocimiento de estos negocios, es necesario se gobiernen por los que tienen
capacidad, y pidiendo muchas veces presteza o secreto, no se pueden consultar ni determinar con la
multitud, ni es necesario para la conservación de la libertad que cosas semejantes se traten entre
muchos, porque la libertad queda segura siempre que la distribución de los magistrados y las
determinaciones de las leyes nuevas dependen del consentimiento universal.
75

»Dispuestas, pues, estas dos cosas, queda ordenado el gobierno verdaderamente popular,
fundada la libertad de la ciudad y establecida la forma loable y permanente de la República; porque
otras muchas cosas que miran a hacer el gobierno de que se habla más perfecto, es más a propósito
diferirlas para otro tiempo, por no confundir tanto en estos principios los entendimientos de los
hombres, sospechosos por la memoria de la tiranía pasada, los cuales, no acostumbrados a tratar
gobiernos libres, no pueden conocer enteramente lo que es necesario disponer para la conservación
de la libertad, y son cosas que, por no ser tan sustanciales, se difieren con seguridad para tiempo
más acomodado y oportuno.
»Amarán los ciudadanos cada día más esta forma de República, y estando cada vez más
capaces de la verdad por la experiencia, desearán que el gobierno continuamente se vaya limando y
ponga en entera perfección, y, en este ínterin, se sustentará mediante los dos fundamentos referidos.
Cuán fáciles sean de ordenar y el fruto que producirán, no sólo se muestra con muchas razones, sino
también con el ejemplo; porque el régimen de los venecianos, si bien es propio de aristócratas, no
por esto son más que ciudadanos particulares, tantos en número, de condiciones y de calidad tan
diferentes, que no se puede negar que participe mucho del gobierno popular y que puede ser imitado
por nosotros en muchas partes, y con todo eso, está fundado principalmente sobre estas dos bases,
sobre las cuales, conservada aquella República por tantos siglos, juntamente con la libertad, la
unión y la concordia civil, se ha levantado a tanta gloria y grandeza. No ha procedido del sitio,
como muchos creen, la unión de los venecianos, porque en él podrá haber habido algunas veces
discordias y sediciones, sino de estar la forma del gobierno tan bien dispuesta y proporcionada a sí
misma, que por necesidad produce efectos tan preciosos y admirables.
»Ni sobre este particular nos deben mover menos nuestros ejemplos que los ajenos, pero
considerándolos al contrario, porque el no haber tenido nunca nuestra ciudad forma de gobierno
semejante a éste, ha sido causa que hayan estado siempre sujetas nuestras cosas a tantas mudanzas,
tal vez oprimidas por la violencia de las tiranías, tal destrozadas por la discordia ambiciosa y avara
de pocos, y otras maltratadas por la licencia desenfrenada del pueblo; y donde las ciudades fue. ron
edificadas para quietud y vida feliz de los hombres, los frutos de nuestro gobierno, nuestra felicidad
y riquezas han sido las confiscaciones de nuestros bienes y los destierros y muertes violentas de
nuestros ciudadanos.
»Ni es diferente el gobierno introducido en nuestro parlamento de los que otras veces ha
habido en esta ciudad, que han sido llenos de discordias y calamidades, y después de infinitos
trabajos públicos y particulares han producido finalmente las tiranías; porque no por otra causa que
por estas razones oprimió la libertad de nuestros mayores el duque de Atenas y en los tiempos
sucesivos Cosme de Médicis. Y no hay que admirarse, porque como las distribuciones de los
magistrados y la deliberación de las leyes no han menester siempre el consentimiento común, pues
dependen del albedrío de menor número; atentos entonces los ciudadanos, no tanto al beneficio
público cuanto a la codicia y fines particulares, se levantan las diferencias y conspiraciones
particulares, a las cuales se junta la división de toda la ciudad, peste y asolación de todas las
repúblicas e imperios.
»Según esto, ¿cuánta mayor prudencia es huir aquellas formas de gobierno que, con las
razones y con el ejemplo de nosotros mismos, podemos tener por dañosas, y arrimarnos a aquellas
que, con las razones y ejemplos de otros, podemos juzgar por saludables y felices? Porque yo,
forzado por la verdad, me atreveré a decir que, en nuestra ciudad, un gobierno dispuesto de manera
que pocos ciudadanos tengamos gran autoridad, será gobierno de pocos tiranos, tanto más dañosos
que un tirano solo, cuanto es mayor y más dañoso el mal cuando más se multiplica. Cuando no sea
por otra razón, no se puede esperar larga paz por la diversidad de pareceres y por la ambición y
varios deseos de los hombres. Y la discordia, dañosa por sí en todo tiempo, aún lo sería más en este;
pues en él habéis desterrado un ciudadano tan poderoso y habéis sido privados de una parte tan
importante de vuestro Estado; teniendo Italia en sus entrañas ejércitos forasteros y estando toda en
gravísimos peligros.
76

»Raras veces o nunca ha estado en poder de la ciudad el gobernarse a sí misma a su voluntad,


y pues la benignidad de Dios os ha concedido este poder, no queráis (haciéndoos tanto daño a
vosotros mismos y obscureciendo para siempre el nombre de los florentinos) perder la ocasión de
fundar un gobierno libre y tan bien dispuesto que, no sólo mientras durare os haga felices, sino que
podáis prometeros la perpetuidad y dejar por herencia a vuestros hijos y descendientes tal tesoro y
felicidad cual nunca vosotros ni vuestros pasados han poseído o conocido.»
Éstas fueron las palabras de Paulo Antonio; pero en contrario de ellas, Guido Antonio
Vespuci, famoso jurisconsulto y hombre de singular ingenio y destreza, habló en esta sustancia:
«Si el gobierno ordenado (excelentísimos ciudadanos) en la forma que ha propuesto Paulo
Antonio Soderini produjese tan felizmente los frutos que se desean como se designan, tendría
verdaderamente el gusto muy dañado quien desease otro gobierno en nuestra patria, sería muy
pernicioso ciudadano quien no amase sumamente una forma de república en que la virtud, los
méritos y el valor de los hombres fuesen honrados y reconocidos sobre todas las cosas; mas yo no
entiendo cómo se pueda esperar que un gobierno, puesto enteramente en poder del pueblo, haya de
estar lleno de tantos bienes; porque sé, la razón lo enseña, la experiencia lo muestra y la autoridad
de grandes hombres lo confirma, que en tan gran multitud no se halla la prudencia, experiencia, ni
orden, por donde nos podamos prometer que hayan de ser antepuestos los sabios a los ignorantes,
los buenos a los malos y los experimentados a los que jamás han gobernado ningún negocio; porque
como de un juez incapaz y poco práctico no se pueden esperar sentencias justas, así de un pueblo
lleno de confusión e ignorancia no se puede esperar, sino acaso, elección ni determinación prudente
o justa, y lo que en los gobiernos públicos apenas pueden discernir los hombres sabios y no
distraídos por otros negocios, queremos que una multitud sin experiencia ni práctica, compuesta de
tanta variedad de ingenios, de condiciones y costumbres, y dada toda a sus negocios particulares, lo
pueda distinguir y conocer. Demás que la persuasión poco moderada que cada uno tendrá de sí,
despertará en todos la codicia de honras, y no bastará a los hombres gozar en el gobierno popular
los frutos justos de la libertad, pues aspirarán todos a puestos principales y a intervenir en las
determinaciones de las cosas más importantes y dificultosas.
»En nosotros reina menos que en alguna otra ciudad la modestia de ceder a quien sabe y
merece más; antes persuadiéndonos que de razón debemos ser iguales todos en todas las cosas, se
confundirán (cuando esté en mano de la muchedumbre) los lugares de la virtud y valor, y extendida
esta codicia en la mayor parte, hará que puedan más aquellos que menos supieren y merecieren
menos; pues siendo mucho mayor el número de éstos, tendrán más poder en un Estado ordenado de
manera que los pareceres se cuenten y no se pesen. ¿Qué certeza tendréis de que, contentos de la
forma que introducís al presente, no descompongan luego los modos pensados prudentemente con
nuevas invenciones e imprudentes leyes, a las cuales no podrán resistir los hombres sabios?
»Estas cosas son peligrosas en todo tiempo, en un gobierno como este; pero seránlo mucho
más ahora, porque es natural de los hombres, cuando se apartan de un extremo en que han estado
violentados, correr al otro voluntariamente, sin parar en el medio. Así, quien sale de una tiranía, si
no le detienen, se precipitará a una desenfrenada licencia, que también se puede llamar justamente
tiranía; porque un pueblo es semejante a un tirano cuando da a quien no merece, cuando quita a
quien tiene justicia y cuando confunde los puestos y la distinción de las personas. Y es tanto más
dañosa su tiranía, cuanto es más peligrosa la ignorancia (porque no tiene peso, ni medida, ni leyes);
que la maldad al fin se rige con algún freno y limitación.
»No os mueva el ejemplo de los venecianos, porque en ellos es el sitio de consideración y más
la antigüedad de su forma de gobierno. Tienen ordenadas las cosas de manera que las
determinaciones importantes están más en poder de pocos que de muchos, y no siendo sus ingenios
por naturaleza quizá tan agudos como los nuestros, son mucho más fáciles de sosegarse y
contentarse. Ni se rige el gobierno veneciano solamente con aquellos dos fundamentos que se han
explicado, sino que importa mucho para su perfección y firmeza el haber un dux perpetuo y otras
muchas ordenanzas que, quien las quisiese introducir en esta República, tendría infinitas
77

contradicciones, porque nuestra ciudad no nace al presente ni tiene ahora por primera vez su
institución. Por tanto, siendo contrarias al bien común muchas veces nuestras antiguas costumbres,
y sospechando los hombres que, debajo de color de la conservación de la libertad, se procura
levantar nueva tiranía, no son los consejos sanos para ayudarlos fácilmente, así como en un cuerpo
dañado y lleno de malos humores no ayudan las medicinas como en un cuerpo limpio. Por estas
razones, y por la naturaleza de las cosas humanas, que comúnmente declinan a lo peor, es más de
temer que lo que se hubiese acordado imperfectamente en este principio se desordene de todo punto
en adelante, que hacer que con el tiempo o las ocasiones se reduzca a perfección. Y tenemos
nuestros ejemplos sin buscar los de los otros, pues jamás el pueblo ha gobernado absolutamente esta
ciudad, que no se haya llenado de desórdenes y discordias, y finalmente que no haya tenido este
régimen pronta mudanza.
Y si todavía queremos buscar los ejemplos de otros, ¿por qué no nos acordamos de que el
gobierno enteramente popular causó en Roma tantas inquietudes, que si no fuera por la ciencia y
presteza militar hubiera sido breve la vida de aquella República? ¿Por qué no nos acordamos que
Atenas, ciudad floridísima y muy poderosa, no perdió su imperio por otra cosa, y después cayó en
servidumbre de sus ciudadanos y forasteros, que por disponerse las cosas graves con las
determinaciones de la multitud? Yo no veo por qué razón se pueda decir que en el modo introducido
en el Parlamento no se halle enteramente la libertad, porque cualquier cosa está referida a la
disposición de los magistrados, los cuales no son perpetuos, sino mudables, ni elegidos por pocos,
antes aprobados por muchos, y han de ser, según las costumbres antiguas de la ciudad, puestos al
arbitrio de la suerte; y siendo así, ¿cómo pueden ser distribuidos por bandos o voluntad de los
ciudadanos particulares. Tendremos mayor certeza de que los negocios más importantes los
encaminarán y examinarán los hombres más sabios, los cuales los gobernarán con diferente orden
secreto y madurez que lo haría el pueblo, incapaz de estas cosas, y que tal vez, cuando menos es
menester, es muy largo en el gastar, y otras, en las mayores necesidades, tan corto, que siempre, por
muy pequeño ahorro, incurre en gravísimos gastos y peligros. Es grandísima, como ha dicho Paulo
Antonio, la enfermedad de Italia, y particularmente la de nuestra patria. Mas ¡qué imprudencia
sería, cuando son necesarios los medios más prácticos y expertos, ponerse en manos de los que
tienen menos práctica y experiencia!
»Es justo considerar últimamente que mantendréis vuestro pueblo con más quietud, y le
conduciréis más fácilmente a las determinaciones saludables para él y para el bien universal,
dándole moderada parte y autoridad; porque dejándolo todo absolutamente a su albedrío, habrá
peligro de que se haga insolente y muy difícil y opuesto a los consejos de vuestros sabios y adictos
ciudadanos.»
Hubiera podido más en los Consejos, en que no intervenía gran número de ciudadanos, el
parecer que miraba a forma no tan ancha de gobierno, si en la determinación de los hombres no se
hubiera mezclado la autoridad divina por la de Jerónimo Savonarola, de Ferrara, fraile de la orden
de Santo Domingo, el cual, habiendo predicado públicamente muchos años continuos en Florencia,
y añadido a su singular doctrina gran fama de santidad, había adquirido con la mayor parte del
pueblo nombre y crédito de profeta; porque en tiempo que no se veía ninguna señal en Italia sino de
gran tranquilidad, había predicho en sus sermones muchas veces la venida de los ejércitos forasteros
a Italia con tan gran espanto de los hombres, que no les resistirían murallas ni ejércitos; afirmando
que no decía esto, ni otras muchas cosas que continuamente predicaba, por discurso humano, ni por
ciencia de letras, sino sencillamente por revelación divina, y aun había apuntado algo de la mudanza
del estado de Florencia. En este tiempo, abominando públicamente de la forma de gobierno
determinada en el Parlamento, afirmaba ser la voluntad de Dios que pusieran un gobierno
absolutamente popular, y de modo que no hubiese de estar en la mano de pocos ciudadanos alterar
la seguridad y la libertad de los otros.
Juntándose la reverencia de tan gran nombre al deseo de muchos, no pudieron resistir a tan
gran inclinación los que tenían otro dictamen, y por ello, habiéndose ventilado esta materia en
78

muchas consultas, se determinó finalmente que se hiciese un Consejo de todos los ciudadanos, no
interviniendo (como en muchas partes de Italia se divulgó) lo vil del pueblo, sino solamente
aquellos que por las leyes antiguas de las ciudades estaban hábiles para participar del Gobierno. En
este Consejo no se había de tratar o disponer otra cosa que elegir todos los magistrados para la
ciudad y para el dominio, y confirmar las provisiones de dineros, y todas las leyes que primero se
habían ordenado por los magistrados y por otros Consejos menos numerosos. Y para que se quitasen
las ocasiones de discordias civiles y se asegurasen más los ánimos de todos, se prohibió por decreto
público (siguiendo en esto el ejemplo de los atenienses) que de los delitos y excesos cometidos por
lo pasado, tocantes a las cosas del Estado, no se pudiese volver a tratar. Sobre estos fundamentos
quizá se hubiera constituido un Gobierno bien dispuesto y firme si al mismo tiempo se hubieran
introducido todas las órdenes que hasta entonces cabían en la consideración de los hombres
prudentes; pero como no se podían determinar estas cosas sin el consentimiento de muchos, los
cuales estaban llenos de sospechas por la memoria de las cosas pasadas, se tuvo por bien que, por
entonces, se estableciese el Consejo grande, como fundamento de la nueva libertad, dejando lo que
faltaba por hacer para cuando el tiempo diese ocasión, y conociesen el provecho público, mediante
la experiencia, aquellos que no eran capaces de conocerle por la razón y juicio.

Capítulo II
El reino de Nápoles en poder de los franceses.―Huye Fernando a Sicilia.―Muerte del
otomano Gemin.―Temores de los venecianos y de Luis Sforza.―Liga de los príncipes italianos y
españoles contra los franceses.―Niéganse los florentinos a entrar en la liga.―Los franceses se
hacen odiosos a los napolitanos por su insolencia.—Proyecta Carlos VIII volver a Francia.—Entra
en la Calabria Fernando con los españoles.—Pide Carlos al papa Alejandro la investidura del
reino de Nápoles.

Padecían de esta manera las cosas en la Toscana. Pero habiendo conquistado en este medio el
rey de Francia el reino de Nápoles, atendía a dos cosas principalmente para dar perfección a la
victoria: la una a conquistar a Castilnuovo y a Castel del Uovo, fortalezas de Nápoles, que aún
estaban por Fernando, porque con poca dificultad había ganado la torre de San Vicente, que está
edificada para la guarda del puerto; la otra reducir a su obediencia todo el reino. Mostrábale en estas
cosas la fortuna la misma benignidad porque Castilnuovo (habitación de los reyes, situado en la
costa del mar) se rindió, habiendo hecho poca defensa por la vileza y avaricia de quinientos
tudescos que estaban en su guarda, con condición de salir salvos y con toda la ropa que ellos
mismos pudiesen llevar. Había dentro gran cantidad de vituallas; mas Carlos, sin considerar lo que
podía suceder, las dio a algunos de los suyos. Castel del Uovo, estaba situado dentro del mar, sobre
un peñasco que, contiguo a la tierra, pero separado de ella desde la antigüedad, por obra de Lúculo,
se une con la ribera por un puente estrecho, poco apartado de Nápoles; batido continuamente por la
artillería, que, aunque podía hacer daño en las murallas, no en lo vivo del peñasco, concertó después
de pocos días rendirse en caso de que dentro de ocho días no fuese socorrido.
A la gente de armas y capitanes enviados a diversas partes del reino los salían a recibir
algunas jornadas los barones y síndicos de las comunidades, porfiando unos con otros sobre cuáles
habían de ser los primeros en recibirles y con tan gran inclinación o miedo de cada uno, que los
castellanos de las fortalezas casi todos sin resistencia las entregaron. El castillo de Gaeta, que estaba
bien proveído, se rindió a discreción, habiendo sido batido muy ligeramente; de manera que en muy
pocos días se redujo con gran facilidad todo el reino a poder de Carlos, excepto la isla de Ischia y
las fortalezas de Brindis y de Galipoli, en la Pulla; en Calabria la fortaleza de Reggio, ciudad
situada en la punta de Italia, que mira a Sicilia (estando por Carlos la ciudad), y las de Turpia y la
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Manzia, las cuales, desde el principio, levantaron las banderas de Francia, pero rehusando ser de
otro dominio que del Rey, y porque las había dado a algunos de los suyos, mudando de parecer,
volvieron a su primer señor. Lo mismo hizo poco después la ciudad de Brindis, porque no habiendo
enviado Carlos gente a ella ni despachado, ni aun solo oído, por negligencia suya, a los síndicos que
había enviado a Nápoles para capitular, tuvieron disposición los que estaban por Fernando en las
fortalezas de atraer libremente la ciudad a la devoción de los aragoneses. Por este ejemplo la ciudad
de Otranto, que había proclamado la dominación de Francia, no yendo nadie a recibirla dejó de
continuar en la misma disposición.
Fueron todos los señores y barones del reino a hacer homenaje al nuevo Rey, excepto Alonso
de Ávalos, marqués de Pescara, el cual, habiendo quedado en Castilnuovo por Fernando, al saber la
inclinación de los tudescos a rendirse, siguió a su Rey y otros dos o tres que, por haber dado Carlos
sus Estados, habían huido a Sicilia. Mas deseoso el Rey de establecer totalmente por vía de paz tan
gran conquista, había llamado a su presencia, debajo de salvo conducto, antes que hubiese tomado a
Castel del Uovo, a Don Fadrique, el cual, por haber vivido muchos años en la Corte de su padre y
por la unión de parentesco que tenía con el Rey, era agradable a todos los señores franceses;
ofrecióle dar a Fernando, en caso que le dejase lo que le quedaba en el reino, Estados y rentas
grandes en Francia, y a él abundante recompensa de lo que allí poseía. Supo Don Fadrique la
determinación de su sobrino de no aceptar ningún partido, si no quedaba en su poder la Calabria, y
respondió con graves palabras: «Que, pues, Dios, la fortuna, y todos los hombres habían concurrido
en darle el reino de Nápoles, no quería Fernando hacer resistencia a esta fatal disposición; y no
teniendo por cosa vergonzosa ceder a un rey tan poderoso, quería no menos que los otros estar a su
obediencia y devoción con que le concediese alguna parte del reino, señalando a Calabria, en donde
estando, no como rey, sino como uno de sus barones, pudiese adorar la clemencia y benignidad del
rey de Francia, en cuyo servicio esperaba tener ocasión alguna vez de mostrar el valor que la mala
fortuna le había estorbado poder ejercitar para su bien propio; que no podía ser este consejo de
mayor gloria para el rey Carlos y era semejante a los de los reyes memorables en la antigüedad, los
cuales, con obras como estas, habían hecho inmortales sus nombres y conseguido de los pueblos las
honras divinas. Y no era consejo menos seguro que glorioso, porque reducido Fernando a su
devoción, quedaría tranquilizado el reino y sin temor el conquistador a las mudanzas de la fortuna,
de quien es muy propio, siempre que no se aseguran las victorias con moderación y prudencia,
manchar con algún caso no pensado la gloria ganada.»
Pareciendo a Carlos que conceder alguna parte del reino a su competidor pondría todo lo
restante en manifiesto peligro, se apartó de Don Fadrique, desavenido con él y Fernando. Después
que se rindieron los castillos se fue a Sicilia Don Fadrique con catorce galeras sutiles, mal armadas,
que era con las que había ido de Nápoles para estar prevenido en cualquiera ocasión; dejando en
guarda del castillo de Ischia a Íñigo de Ávalos, hermano de Alfonso, hombres ambos de valor y de
gran fidelidad a su príncipe. Pero Carlos, por privar a los enemigos de aquella acogida tan
importante para perturbar el reino, envió la armada que últimamente había llegado al puerto de
Nápoles, y hallando la tierra desamparada, no batió el castillo, perdiendo las esperanzas de ganarle
por su fortaleza. Por esto determinó el Rey hacer que viniesen otros bajeles de la Provenza y
Génova para tomar a Ischia y asegurar el mar infestado algunas veces por Fernando. Mas no era
igual a la fortuna la diligencia o el consejo, gobernándose todas las cosas tibiamente, con grande
negligencia y confusión, porque habiéndose hecho los franceses más insolentes de lo que solían por
tan gran prosperidad, dejando al suceso las cosas de consideración, sólo atendían a fiestas y a
placeres, y los que eran poderosos con el Rey, a sacar secretamente el mayor fruto que podían de la
victoria, sin ninguna consideración a la dignidad o provecho de su príncipe.
En este tiempo murió en Nápoles el otomano Gemín, con gran disgusto de Carlos, porque le
juzgaba de gran fundamento para la guerra que tenía en su ánimo hacer contra el Imperio de los
turcos, y se creyó muy constantemente que había procedido su muerte de veneno, que el Papa se le
había dado para tiempo determinado, o porque habiéndole entregado contra su voluntad y privádose
80

por esto de cuarenta mil ducados que cada año le pagaba Bayaceto, su hermano, tuviese por
consuelo de su enojo que, quien le había privado de ellos, no aprovechara ninguna comodidad de él,
o por envidia que tuviese a la gloria de Carlos, y quizá temiendo que, si tenía prósperos sucesos
contra los infieles, volvería después sus pensamientos a reformar las cosas de la Iglesia (a lo cual,
aunque por intereses particulares, le provocaban muchos); pues habiéndose apartado aquélla
enteramente de las costumbres antiguas, hacía menor cada día la autoridad de la religión cristiana;
teniendo todos por cierto que había de declinar más en su Pontificado, pues, adquirido por malas
artes, no se acordaban los hombres de que en tiempo alguno hubiese sido gobernada la Iglesia con
otras peores. Ni faltó quien creyese (porque la mala índole del Papa hacía creíble en él cualquier
maldad) que, al saber Bayaceto que el rey de Francia se prevenía para pasar a Italia, lo había
sobornado con dineros, por medio de Jorge Bucciardo, para dar muerte a Gemín.
Mas no cesando Carlos, por su muerte (aunque con más prontitud de ánimo que de prudencia
y consejo), de continuar en el pensamiento de la guerra contra los turcos, envió a Grecia al
arzobispo de Durazzo, de nación albanés, porque le daba esperanzas de levantar algún movimiento
en aquella provincia por medio de ciertos desterrados; pero obligáronle muchos accidentes a volver
el ánimo a nuevos pensamientos.
Está dicho arriba que la codicia de usurpar el ducado de Milán y el miedo que tenía a los
aragoneses y a Pedro de Médicis indujeron a Luis Sforza a procurar que pasase el rey de Francia a
Italia; por cuya venida, después que hubo conseguido su ambicioso deseo y que fueron reducidos
los aragoneses a tantas miserias que con dificultad podían sustentar su propia vida, comenzó a
ponérsele delante de los ojos el segundo temor, mucho más poderoso y más justo que el primero,
que era la servidumbre que le amenazaba a él y a todos los italianos, si se añadiese el reino de
Nápoles al poder del rey de Francia. Por esto había deseado que hallase Carlos mayor dificultad en
el dominio de los florentinos; y visto cuán feliz le había sido el juntársele aquella República, que
con la misma felicidad había superado la oposición del Papa y que sin ningún embarazo entraba en
el reino de Nápoles, le parecía cada día tanto mayor su peligro cuanto salía mayor y más feliz el
curso de la victoria de los franceses. El mismo temor comenzaba a ocupar el ánimo del Senado
veneciano, el cual, habiendo perseverado en su primera determinación de conservarse neutral, se
había abstenido con tanta circunspección, no sólo de los hechos, sino de todas las demostraciones
que le pudiesen hacer sospechoso de tener mayor inclinación a una parte que a otra, que teniendo
nombrados por embajadores para el rey de Francia a Antonio Loredano y a Domingo Trevisano (si
bien no fue hasta tener entendido que había pasado los montes), tardó tanto en enviarlos, que llegó
el Rey antes que ellos a Florencia. Pero viendo después el ímpetu de tan gran prosperidad y que el
Rey, como un rayo, sin ninguna resistencia, discurría por toda Italia, comenzó a juzgar por peligro
propio el daño ajeno y a temer que había de ir su ruina trabada con la de los otros; mayormente que
el haber ocupado antes a Pisa y otras fortalezas de los florentinos, dejado guarda en Siena y hecho
después lo mismo en el Estado de la Iglesia, parecía señal de que sus pensamientos pasaban más
adelante que sólo al reino de Nápoles; por lo que dio luego oídos a las persuasiones de Luis Sforza,
el cual, cuando los florentinos se rindieron a Carlos, comenzó a aconsejarles que, unidos con él,
remediasen los peligros comunes; y se creyó que, de hallar Carlos alguna dificultad en la tierra de
Roma o en la entrada del reino de Nápoles, hubieran tomado las armas unidamente contra él.
Sucedió la victoria con tanta presteza que previno todas las cosas para impedirlas y ya Carlos,
receloso de los movimientos de Luis, había tomado a su servicio, después de la conquista de
Nápoles, a Juan Jacobo Tribulcio, con cien lanzas y con honrada provisión unídosele con muchas
promesas el cardenal Fregoso y Obietto del Fiesco; éstos como instrumentos poderosos para
inquietar las cosas de Génova, y aquél por ser cabeza de la parte güelfa en Milán y estar muy
apartado su ánimo de Luis, a quien asimismo rehusaba dar el principado de Taranto, alegando que
no estaba obligado sino cuando hubiese conquistado todo el reino. Siendo estas cosas molestas a
Luis, hizo retener doce galeras que se armaban por el rey en Génova y prohibió que se armasen
81

bajeles algunos para él. Quejóse el Rey de que había procedido de esto el no haber intentado de
nuevo con mayor aparato expugnar a Ischia.
Creciendo, pues, de todas partes continuamente las sospechas y enojos, y habiendo
representado la conquista de Nápoles al Senado veneciano y al Duque el peligro mayor y más
cercano, fueron obligados a no diferir el poner en ejecución sus pensamientos. Hacíales proceder
con mayor ánimo en esta determinación la compañía poderosa que tenían, porque no estaba menos
pronto el Papa para el mismo fin, temeroso sobre manera de los franceses, ni el emperador
Maximiliano, a quien, por muchas ocasiones que tenía de enemistad con la corona de Francia y por
las grandes injurias que había recibido de Carlos, fueron en todo tiempo más molestas que a los
otros las prosperidades de los franceses.
En quien los venecianos hacían mayor fundamento eran Fernando e Isabel, rey y reina de
España, los cuales, habiendo prometido a Carlos poco antes, no por otro efecto que por volver a
recibir de él el condado de Rosellón, que no le impedirían la conquista de Nápoles, habían dejado
astutamente hasta entonces libre su poder para hacer lo contrario; porque, si es verdad lo que ellos
publicaron, se añadió, en los capítulos hechos por aquella restitución, una cláusula de no ser
obligados a ninguna cosa que tocase en perjuicio de la Iglesia, y con esta excepción inferían que si
el Papa, por el interés de su feudo, les buscase para ayudar al reino de Nápoles, estaba en su mano
hacerlo, sin contravenir a la palabra y promesas dadas. Añadieron después que por los mismos
capítulos les estaba prohibido el oponerse a Carlos en caso que constase que le pertenecía aquel
reino jurídicamente. Sea lo que fuere la verdad de éstas cosas, lo cierto es que luego que hubieron
recuperado aquellas villas, no sólo comenzaron a dar esperanzas a los aragoneses de ayudarles y a
hacer ocultamente instancia con el Papa que no desamparase su causa, sino habiendo desde el
principio aconsejado al rey de Francia con palabras moderadas, como amadores de su gloria y
movidos del celo de la religión, a que volviese antes las armas contra infieles que contra cristianos,
continuaban en darle los mismos consejos, pero con mayor eficacia y palabras más sospechosas,
cuanto pasaba más adelante aquella expedición; y por tener más autoridad y mantener con mayor
esperanza al Papa y a los aragoneses, aunque publicando de otra parte que sólo pensaba en la
defensa de Sicilia, se prevenían para enviar por mar una armada que llegó después de la pérdida de
Nápoles, si bien con aparato, según su costumbre, mayor en las demostraciones que en los efectos,
porque no trajo más que ochocientos jinetes y mil infantes españoles.
Con estos fingimientos procedían, hasta que el haber ocupado a Ostia los Colonnas y las
amenazas que se hacían por el rey de Francia al Papa, les dio más justa causa para publicar lo que
habían concebido en el ánimo. Abrazáronla luego e hicieron que Antonio de Fonseca, su embajador,
protestase claramente al rey cuando estaba en Florencia, que, según el oficio de príncipes cristianos,
tomarían la defensa del Papa y del reino de Nápoles, feudo de la iglesia romana; y habiendo
comenzado ya a tratar de coligarse con los venecianos y con el duque de Milán, en entendiendo la
huida de los aragoneses, les solicitaban con gran instancia a que fuesen comprendidos en esta
confederación para la seguridad común contra los franceses.
Finalmente, en el mes de Abril, en la ciudad de Venecia, donde estaban los embajadores de
todos estos príncipes, se trató confederación entre el Papa, el rey de romanos, los reyes de España,
los venecianos y el duque de Milán. El título y publicación de ella fue solamente para defensa de los
Estados el uno del otro, reservando lugar para cualquiera que quisiese entrar con las condiciones
convenientes. Pero juzgando todos que era necesario obrar para que el rey de Francia no tuviese el
reino de Nápoles, se concertó en los capítulos más secretos que la gente española que había venido
a Sicilia ayudase a Fernando de Aragón a recuperar aquel reino, el cual, con esperanza grande de la
voluntad de los pueblos, trataba de entrar en Calabria y que los venecianos al mismo tiempo
acometiesen con su armada los lugares marítimos; que procurase el duque de Milán, para impedir si
le venía de Francia nuevo socorro, ocupar la ciudad de Asti, donde había quedado el duque de
Orleans con pocas fuerzas, y que al rey de romanos y al de España diesen los otros confederados
82

cierta cantidad de dineros para que cada uno de ellos rompiese con poderoso ejército la guerra al
reino de Francia.
Desearon los confederados, demás de estas cosas, que toda Italia se uniese en una misma
voluntad, y para esto hicieron instancia a los florentinos y al duque de Ferrara para que entrasen en
la misma confederación. Rehusó el Duque, habiéndoselo pedido antes que la liga se publicase, el
tomar las armas contra el Rey, y por otra parte, con cautela italiana, consintió que D. Alonso, su hijo
primogénito, fuese con el duque de Milán con ciento y cincuenta hombres de armas, con título de
lugar-teniente de su gente. Era diferente la causa de los florentinos, convidados a la confederación
con grandes ofertas, y tenían muy justas ocasiones para apartarse del Rey, porque, al publicarse la
liga, les ofreció Luis Sforza en nombre de todos los confederados, en caso que entrasen en ella,
todas sus fuerzas para resistir al Rey si, volviendo de Nápoles, intentase ofenderles, y de ayudarles,
en pudiendo, a la recuperación de Pisa y Liorna.
Por otra parte, el Rey, despreciadas las promesas que había hecho en Florencia, ni al principio
les había dado enteramente posesión de los lugares, ni, después de conquistado a Nápoles,
restituídoles las fortalezas, posponiendo su propia palabra y el juramento al consejo de aquellos que,
favoreciendo la causa de los pisanos, persuadían que los florentinos, luego que estuviesen
entregados de todo, se unirían con los otros príncipes de Italia. Oponíase a éstos sabiamente el
cardenal de San Malo, aunque había recibido muchos dineros por no venir, por esta causa, a
diferencia con los otros grandes. No sólo en ésta, sino en otras muchas cosas, había mostrado el Rey
que no hacía cuenta de la palabra ni de lo que le podía importar en tal tiempo el juntarse con los
florentinos; de manera que, quejándose sus embajadores de la rebelión de Montepulciano y
haciendo instancia que, en conformidad de aquello a que estaba obligado, apretase a los sieneses a
restituirlo, respondió casi haciendo burla: «¿Qué puedo yo hacer si vuestros vasallos se rebelan por
estar mal tratados?» Con todo eso, los florentinos, no dejándose llevar del enojo contra su propio
provecho, determinaron no oír las respuestas de los coligados, así por no provocar de nuevo contra
sí, a la vuelta del Rey, las armas francesas, como porque podían esperar más la restitución de las
villas de quien las tenía en su mano, y porque confiaban poco de estas promesas, sabiendo que eran
odiosos a los venecianos por las oposiciones que habían hecho en diversos tiempos a sus empresas,
y conociendo claramente que Luis Sforza aspiraba a esta confederación para su provecho.
En este tiempo había comenzado a disminuirse mucho la reputación de las franceses en el
reino de Nápoles, porque, ocupados en placeres, gobernándose sin industria, no habían atendido a
echar a los aragoneses de aquellos pocos lugares que estaban por ellos, como les hubiera sido muy
fácil si hubieran seguido el favor de la fortuna. Pero mucho más se había disminuido el amor,
porque, si bien se había mostrado benigno y muy liberal el Rey con los pueblos, cediendo por todo
el reino tantos privilegios y exenciones que subían cada año a más de doscientos mil ducados, con
todo eso, no se habían encaminado las otras cosas con el orden y prudencia que se debía, porque,
apartado de los trabajos y de oír las quejas y deseos de los hombres, dejaba totalmente el peso de los
negocios a los suyos, los cuales, parte por incapacidad, parte por avaricia, confundieron todas las
cosas, y porque la nobleza no fue acogida ni con agasajo ni con premios. Había gran dificultad en
las entradas y audiencias del Rey, no se hacía distinción de personas, no se reconocían sino acaso
los méritos de ellas, no estaban confirmados los ánimos de aquellos que naturalmente estaban
apartados de la casa de Aragón; interponíanse muchas dificultades y largas en la restitución de los
Estados y bienes de la facción anjovina y de los otros barones que habían sido echados por el viejo
Fernando; hacíanse las gracias y favores a quien los procuraba con dádivas y medios
extraordinarios; a muchos se les quitaba sin razón, y a muchos sin ocasión se les daba; distribuíanse
casi todos los oficios y los bienes de muchos en los franceses; dábanse, con mucho desplacer suyo,
casi todas las villas del dominio (así se llaman las que están acostumbradas a obedecer solamente al
Rey) y la mayor parte a franceses; cosas mucho más molestas a los vasallos cuanto más
acostumbrados estaban a los gobiernos prudentes y ajustados de los reyes de Aragón y que más se
habían prometido del nuevo Rey; añadíase la soberbia natural de los franceses, acrecentada por la
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felicidad de la victoria; por la cual habían concebido tanto de sí mismos, que no estimaban en nada
a todos los italianos; su insolencia y furia en alojarse, igual fue en Nápoles que en las otras partes
del reino donde estaba distribuida la gente de armas, que por todas partes hacía muy malos
tratamientos; de manera que el ardiente deseo que tuvieron de ellos los hombres se había convertido
ya en entrañable odio, y, por el contrario, en lugar del odio contra los aragoneses, había sucedido la
compasión a Fernando; la esperanza que siempre generalmente habían tenido en su valor, y la
memoria de aquel día que, con tanta mansedumbre y constancia, había hablado a los napolitanos
antes que partiese, por lo cual aquella ciudad y casi todo el reino esperaban ocasión de poder volver
a llamar a los aragoneses, no con menor deseo del que pocos días antes habían tenido de su
destrucción. Ya comenzaba a ser grato el nombre: tan odioso de Alfonso, llamando justa severidad
aquella que (cuando, viviendo su padre, atendía a las cosas: domésticas del reino) solían llamar
crueldad; sinceridad de ánimo verdadero, aquella que muchos años habían llamado soberbia y
altivez: tal es la naturaleza de los pueblos, inclinada a esperar más de lo que se debe, y a sufrir
menos de lo que es necesario, y a tener siempre enfado de las cosas presentes, y especialmente los
habitadores del reino de Nápoles, que, entre los pueblos de Italia, están notados de inestables y
amigos de novedades.
Había el Rey, antes que se hiciese la nueva liga, casi determinado volverse presto a Francia,
movido más de un ardiente y liviano deseo suyo y de toda la Corte que de prudente consideración;
porque en el reino quedaban por acabar innumerables e importantes negocios de príncipes y de
Estados; ni había tenido perfección la victoria, no estando conquistado todo el reino; pero en
entendiendo que se habían confederado contra él tantos príncipes, conmovido mucho su ánimo,
consultaba con los suyos lo que se debía hacer en tan gran accidente, afirmando todos por cosa muy
cierta que hacía mucho tiempo que entre cristianos no se había hecho unión tan poderosa; por cuyo
consejo se resolvió principalmente que se acelerase su partida, creyendo que, cuanto más se
detuviese, tanto más crecerían las dificultades; porque se daría tiempo a los coligados para hacer
mayores prevenciones (y ya corría fama que, por su orden, pasaban a Italia gran número de tudescos
y aun se comenzaba a decir que la persona del emperador); que el Rey dispusiese que de Francia
pasase a Asti nueva gente para conservar aquella ciudad, obligar al duque de Milán a que atendiese
a defender lo que le tocaba y para pasar más adelante cuando el Rey juzgase que era necesario.
También se determinó en el mismo consejo que se procurase con gran diligencia y grandes ofertas
separar al Papa de los otros coligados y disponerle para que concediese la investidura del reino de
Nápoles; pues aunque en Roma había concertado concederla absolutamente, lo había rehusado hasta
aquel día, declarando que por esta concesión no se siguiese perjuicio a los derechos de los otros.
En tan grave determinación y pensamientos tan importantes cupo la memoria de las cosas de
Pisa, porque, desando por muchos respetos que estuviese en su mano la disposición de ella y
temiendo le quitase el pueblo pisano la ciudadela con ayuda de los coligados, envió allí por mar
juntamente con los embajadores de Pisa, que estaban cerca de su persona, seiscientos infantes de los
de su reino, los cuales, en llegando a Pisa, tomando la misma afición que tenían los otros que había
dejado en aquella ciudad, y movidos de codicia de robar, fueron con la gente de los pisanos (de
quien recibieron dinero) a sitiar el castillo de Librafatta. Los pisanos (cuyo capitán era Lucio
Malvezzo), habíanlo sitiado pocos días antes, tomando ánimo para ello por haber enviado los
florentinos una parte de su gente hacia Montepulciano; pero entendiendo después que se les
acercaban los enemigos, habían levantado el sitio antes de amanecer, y volviendo de nuevo con esta
gente francesa lo ganaron en pocos días; impidiendo el paso de río Serquio al ejército florentino,
que volvía para socorrerlo, la mucha agua que llevaba, y no habiendo tenido osadía de tomar el
camino por el lado de las murallas de Lucca, por la disposición del pueblo Luqués, inclinado mucho
al favor de la libertad de los pisanos; con ésto, después de haber tomado a Librafatta, discurrían los
franceses que habían quedado en ella por todo el término de Pisa, como enemigos manifiestos de
los florentinos, a los cuales, cuando se quejaron, no respondía Carlos otra cosa sino que, en llegando
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a Toscana, les guardaría lo que les había prometido, aconsejándoles que sufriesen esta breve
dilación sin pesadumbre.
No era tan fácil en Carlos la determinación de irse como estaba pronto el deseo, porque no
tenía tan gran ejército que, dividido en dos partes, pudiese llevarle a Asti sin peligro, con tanta
oposición de los confederados, y que fuese bastante para defender fácilmente al reino de Nápoles en
tantos movimientos como se disponían. Obligáronle estas dificultades, y el deseo de no dejar el
reino sin fuerzas que le defendiesen, a acortar las provisiones que eran necesarias para su salud, y
por no reducir tampoco a peligro manifiesto su persona, no dejó el presidio tan poderoso como
fuera necesario, por lo cual determinó dejar la mitad de los suizos y una parte de la infantería
francesa, ochocientas lanzas de Francia y cerca de quinientos hombres de armas italianos,
conducidos a su sueldo, parte debajo del gobierno del prefecto de Roma, y parte gobernados por
Próspero y Fabricio Colonna, y Antonio Sabello, todos capitanes a quienes había beneficiado en la
distribución que hizo de casi todas las villas y Estados del reino; y principalmente a los Colonnas,
porque a Fabricio había concedido los distritos de Albi y de Tagliacozo, poseídos antes por Virginio
Ursino, a Próspero el ducado de Traietto y la ciudad de Fondi, con muchos castillos que eran de la
familia gaetana, y Monte-Fortino con otras villas circunvecinas que había quitado a la familia de los
Conti.
Con esta gente pensaba que en cualquiera necesidad se juntarían las fuerzas de aquellos
barones que, por su propia seguridad, estaban obligados a desear su grandeza, y sobre todos la del
príncipe de Salerno, a quien había restituido en el oficio de almirante y la del príncipe de Bisignano.
Señalóspor lugar-teniente general de todo el reino a Gilberto de Montpensier, capitán más estimado
por su grandeza y ser de sangre real, que por su propio valor; demás de él señaló capitanes en
muchas partes del reino a quien había dado Estados y rentas. De éstos fueron los principales, Obigni
para el gobierno de Calabria, habiéndole hecho gran Condestable; para Gaeta, el senescal de
Belcari, a quien había dado el oficio de gran Camarlengo; para el Abruzzo a Gracián de Guerra,
valeroso y estimado capitán. Prometió enviar dinero y pronto socorro a esta gente, pero no dejó otra
provisión, sino la consignación que cada día se sacaba de las rentas del reino, el cual ya vacilaba,
por comenzar a recibir en muchas partes el nombre aragonés; pues Fernando, en los mismos días
que el Rey quería partir de Nápoles, había desembarcado en Calabria, acompañado de los españoles
que habían venido en la armada a la isla de Sicilia, a quien acudieron luego muchos de los del país,
y se le rindió la ciudad de Reggio (cuya fortaleza se había sustentado siempre en su nombre), y al
mismo tiempo se descubrió en las costas de la Pulla la armada veneciana, cuyo capitán era Antonio
Grimano, hombre en aquella República de gran autoridad.
Pero ni por esta razón, ni por otras muchas señales de la alteración futura, se apartó o detuvo
en alguna manera de la determinación de irse, porque, demás de aquello a que por ventura le
persuadía la necesidad, era increíble el ardor que tenían el Rey y toda la Corte de volverse a
Francia; como si el suceso que había sido bastante para hacer alcanzar tan gran victoria, fuera para
conservarla.
En este tiempo estaban por Fernando las islas de Ischia y Lipari, miembro del reino de
Nápoles, aunque están cerca de Sicilia, Reggio, recuperado nuevamente y en la misma Calabria,
Terranova y su fortaleza, con algunas otras y lugares circunvecinos; Brindis, donde había hecho pie
D. Fadrique, Galipoli, la Manzia y la Turpia.
Pero antes que el Rey partiese se trataron entre el Papa y él varias cosas, no sin esperanza de
ajustamiento. Para ellas envió el Papa al Rey, y después volvió a Roma, al cardenal de San Dionis, y
el Rey le envió a monseñor de Franzi, porque deseaba el Rey grandemente la investidura de
Nápoles. Pretendía que el Papa, si no quería estar unido con él, a lo menos no fuese de la parte de
sus enemigos, y que se contentase de recibirle en Roma como amigo, aunque el Papa desde el
principio dio oídos a estas cosas, teniendo el ánimo ajeno de confiarse de él, y no queriendo por esto
apartarse de sus coligados ni concederle la investidura, no juzgándola por medio suficiente para
hacer con él fiel reconciliación, interponía varias dificultades a las otras demandas; y a la de la
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investidura, aunque se redujese el Rey a aceptarla sin perjuicio de los derechos de los otros
respondía que quería que se viese primero jurídicamente a quien pertenecía de derecho, y por otra
parte, deseando estorbar con las armas que el Rey entrase en Roma, pidió al Senado veneciano y al
duque de Milán que le enviasen ayuda. Le enviaron mil caballos ligeros y dos mil infantes, y
prometieron sustentarle mil hombres de armas, con cuya gente, unida a la suya, podría hacer
resistencia. Pero pareciéndoles después muy peligroso apartar tanto la gente de sus propios Estados,
no teniendo todavía en orden todo el ejército señalado, y estando ocupada en la empresa de Asti
parte de la gente, y demás de esto, acordándose de la infidelidad del Papa, y de que, cuando pasó
Carlos, había llamado a Roma con el ejército a Fernando, y después obligádole a irse, mudando de
parecer, comenzaron a persuadirle que se pusiese antes en lugar seguro, y que, no por procurar
defender a Roma, expusiese su persona a tan grave peligro, considerando que aunque el Rey entrase
en Roma se iría luego sin dejar allí ninguna gente, todo lo cual acrecentaba en el Rey la esperanza
de poder venir con él en alguna composición.

Capítulo III
Parte de Nápoles el rey Carlos.―Ingratitud de Pontano.―Entrada de Carlos en
Roma.―Huye el Papa a Orvieto.―Luis Sforza recibe del César la investidura de duque de
Milán.―El duque de Orleans entra en Novara.―Cobardía de Luis Sforza.―Fray Jerónimo
Savonarola, embajador de los florentinos a Carlos VIII en Poggibonzi.―Los pisanos piden a
Carlos la libertad.―Ejército de la liga en Lombardía.―Carlos VIII: marcha contra él.―Saqueo
de Pontremoli.

Partió el rey de Nápoles a 20 de Mayo, y porque primero no había recibido con las
ceremonias acostumbradas el título y las insignias reales, pocos días antes que se fuese recibió
solemnemente en la iglesia catedral con gran pompa y celebridad, según la costumbre de los reyes
de Nápoles, las insignias reales, los honores y juramentos que se acostumbraban hacer a los nuevos
reyes, perorando en nombre del pueblo de Nápoles Juan Joviano Pontano, a cuyas alabanzas
esclarecidas por excelencia de doctrina, de acciones y costumbres cortesanas dio este acto no
pequeña infamia, porque habiendo sido largo tiempo secretario de los reyes aragoneses y tenido
cerca de ellos gran autoridad como su preceptor en letras y maestro de Alfonso, pareció que, por
guardar las propias partes de los oradores, o por hacerse más grato a los franceses, se extendió
mucho en hablar mal de aquellos reyes, de quien había sido levantado grandemente. Tan dificultoso
es alguna vez observar en sí mismo la moderación y preceptos con que, adornado de tanta
erudición, escribiendo de las virtudes morales y haciéndose por lo universal de su ingenio, en
cualquier género de doctrina, maravilloso, había dado enseñanza a los demás.
Fueron con Carlos ochocientas lanzas francesas y doscientos gentiles-hombres de su guarda,
el Tribulcio con cien lanzas, tres mil infantes suizos, mil franceses y mil gascones, y con orden que
en Toscana se uniesen con él Camilo Viteli y sus hermanos con doscientos y cincuenta hombres de
armas, y que la armada de mar se volviese hacia Liorna.
Siguieron al Rey, no con otra guarda que la palabra de no irse sin su licencia, Virginio Ursino
y el conde Pitigliano, cuya causa había cometido ante el Consejo Real, porque se quejaban de que
no habían sido presos justamente; ante el cual habían alegado que, al tiempo que se rindieron, no
sólo se había concedido a las personas que enviaron el salvo-conducto por boca del Rey, sino
reducídole a escritura y firmado de su mano, y que, habiendo recibido aviso de los suyos de que
esperaban el despacho de los secretarios, habían, debajo de esta confianza al primer rey de armas
que fue a Nola, levantado las banderas por el Rey y al primer capitán que traía consigo muy pocos
caballos, no obstante que se hubieran podido resistir fácilmente, teniendo consigo cuatrocientos
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hombres de armas. Alegaban la antigua devoción de la familia de los Ursinos que, habiendo tenido
siempre la parte güelfa, tenían ellos cualquiera que había nacido o pudiese nacer de aquella casa
esculpido en el corazón el nombre y la señal de la corona de Francia; que de esto había procedido el
haber recibido al Rey en sus Estados de la tierra de Roma con tanta prontitud, y que por esto no
convenía ni era justo, atendiendo a la palabra del Rey y a las obras de ellos, que los tuviesen presos.
No se respondía menos prontamente por la parte de Ligni (cuya gente los había preso en
Nola). Decía que el salvo-conducto, aunque determinado y firmado por el Rey no se había de
entender que estaba concedido perfectamente hasta que fuese confirmado con el sello Real y firmas
de los secretarios y después entregado a la parte; que esta era la costumbre antigua de todas las
Cortes en las concesiones de patentes para que se pudiese moderar lo que decía de boca el príncipe
inconsideradamente, por los muchos pensamientos y negocios que tiene, o por no haber sido
informado plenamente de las materias; que no había movido esta confianza a rendirse a los Ursinos
a tan pequeño número de gente sino la necesidad y el miedo, porque no les quedaba poder para
defenderse ni para huir, estando ya todo el país circunvecino ocupado por las armas de los
vencedores, y que era falso lo que había alegado de sus merecimientos, los cuales, cuando otros los
afirmasen, deberían ellos mismos negarlos por su honor propio; porque era manifiesto a todo el
mundo que no abrieron al Rey sus villas por voluntad, sino por huir el peligro, apartándose en la
adversidad de los aragoneses, de quien en la prosperidad habían recibido grandísimos beneficios;
por lo cual, estando al sueldo de los enemigos y de ánimo ajeno del nombre francés, habían sido
presos por justa razón de guerra. Estas cosas se decían contra los Ursinos y sustentadas por el poder
de Ligni y autoridad de los Colonnas, que los contradecían descubiertamente por las emulaciones
antiguas y diversidad de las facciones, nunca se les había sentenciado sino determinado que
siguiesen al Rey, aunque con esperanza de que los librarían en llegando a Asti.
El Papa, aunque por haberle aconsejado los coligados que se fuese, no había estado sin
inclinación de reconciliarse con Carlos, con quien trataba continuamente, con todo eso,
prevaleciendo al cabo la sospecha que había concebido de él, aunque el Rey había dado alguna
esperanza de aguardar allí dos días antes que entrase en Roma, acompañado del colegio de los
cardenales y de doscientos hombres de armas, mil caballos ligeros y tres mil infantes, habiendo
metido suficiente presidio en el castillo de Sant Angelo, se fue a Orbieto dejando por legado en
Roma al cardenal de Santa Anastasia para recibir y honrar al Rey, que entrando por Trastevere, por
apartarse del castillo de Sant Angelo, fue a alojar en el Burgo, rehusando alojarse en el palacio
Vaticano, donde se le ofrecía, por comisión del Papa. Habiendo entendido el Papa que el Rey se
arrimaba a Viterbo, aunque le había dado de nuevo esperanza de juntarse con él en algún lugar
señalado entre Viterbo y Orbietto, se fue a Perusa, con intención, si Carlos se enderezase por aquel
camino, de ir a Ancona para poder, con la comodidad del mar, irse a lugar enteramente seguro. Con
todo eso, el Rey, aunque estaba muy enojado con él le dejó las fortalezas de Civitavecchia y
Terracina, reservando para sí a Ostia, la cual dejó cuando se fue de Italia en poder del cardenal de
San Pedro in Víncula, obispo ostiense. Pasó por la tierra de la Iglesia de la misma manera que por
país amigo, excepto que la vanguardia, por rehusar la gente de Toscanela alojarla en la villa, entró
en ella por fuerza y la saqueó, con muerte de muchos; detúvose después el Rey, sin ninguna
ocasión, seis días en Siena, no considerando ni por sí, ni por acordárselo instantemente el cardenal
de San Pedro in Víncula y el Tribulcio, cuán dañoso era dar tanto tiempo a los enemigos para
prevenirse y juntar sus fuerzas; ni recompensó por esto la pérdida del tiempo en el provecho de las
determinaciones, porque en Siena se trató de la restitución de las fortalezas de los florentinos que el
Rey, a su partida de Nápoles, había prometido eficazmente y después confirmádola muchas veces
en el camino, por lo cual los florentinos demás de estar prevenidos para pagarle treinta mil ducados
que faltaban de la suma que habían concertado en Florencia, ofrecían prestarle setenta mil y enviar
con él hasta Asti a Francisco Secco, su capitán, con trescientos hombres de armas y dos mil
infantes, de manera que la necesidad que tenía el Rey de dinero, el serle mny provechoso aumentar
su ejército, el respeto de la palabra y juramento real indujó a casi todos los del Consejo a aconsejar
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eficazmente la restitución, reservando para sí a Pietrasanta y a Serezana, casi por instrumentos para
volver más fácilmente a su devoción el ánimo de los genoveses.
Pero estaba destinado que quedase en Italia encendida la materia de nuevas calamidades.
Ligni, mozo y sin experiencia, pero hijo de una hermana de la madre del Rey y muy favorecido de
él, provocado o de ligereza o de enojo de que los florentinos se hubiesen arrimado al cardenal de
San Malo, impidió esta determinación, no alegando otra cosa que la compasión de los pisanos y
despreciando las ayudas de los florentinos por ser (como decía) bastante el ejército francés para
pelear con toda la gente de guerra italiana, aunque estuviese junta. Llegábase a este parecer de
Ligni, monseñor de Pienes, porque esperaba que el Rey le concediese el dominio de Pisa y de
Liorna.
Tratóse también en Siena del gobierno de aquella ciudad, porque muchas de las órdenes del
pueblo y de los reformadores, por abatir el poder de la orden del Monte de Nueve, instaban que,
introducida una forma de gobierno nueva y quitada la guarda que tenía el Monte de Nueve en el
palacio público, quedase allí guarda de franceses debajo del cuidado de Ligni. Aunque se rehusó
esta oferta en el Consejo real como cosa poco durable y fuera de propósito en el tiempo presente,
con todo eso, Ligni, que vanamente pensaba hacerse señor, alcanzó que Carlos tomase en su
protección, con algunos capítulos, aquella ciudad, obligándose a la defensa de todo el Estado que
poseían, excepto Montepulciano, en el cual dijo que no se quería introducir, ni por los florentinos ni
por los sieneses; y la comunidad de Siena (aunque no se hacía mención de esto en lo capitulado)
eligió por su capitán a Ligni, con consentimiento de Carlos, prometiéndole veinte mil ducados cada
año, con obligación de tener un lugar-teniente con trescientos infantes para guarda de la plaza, los
cuales dejó en ella de aquellos que estaban en el ejército francés.
Viose presto la vanidad de estas deliberaciones, porque, no mucho después, ganando la orden
de Nueve con las armas su acostumbrada autoridad, echó de Siena la guarda y licenció a monseñor
de Lila, que había dejado Carlos por su embajador.
Ya estaban muy turbadas las cosas de Lombardía, porque los venecianos y Luis Sforza (el
cual en los mismos días había recibido del emperador con gran solemnidad los privilegios de la
investidura del ducado de Milán y dado a los embajadores que los habían traído público homenaje y
juramento de fidelidad) hacían grandes provisiones para impedir a Carlos volver a Francia, o a lo
menos para asegurar el ducado de Milán, por donde había de atravesar mucho espacio de tierra; y
habiendo puesto ambos en orden sus gentes para este efecto, habían conducido de nuevo muchos
hombres de armas, parte a gastos comunes y parte a los propios, y alcanzado después de varias
dificultades que Juan Bentivoglio, tomando el sueldo común de ellos, entrase en la liga con la
ciudad de Boloña. Armaba también Luis en Génova, para seguridad de aquella ciudad, diez galeras
a su costa, y cuatro naves gruesas a la del Papa, de los venecianos y suya; e intentó, por conseguir lo
que estaba obligado por los capítulos de la confederación, expugnar a Asti. Había enviado a tomar a
sueldo en Alemania dos mil infantes, y vuelto a traer para aquella expedición a Galeazo de San
Severino, con setecientos hombres de armas y tres mil infantes, prometiéndose con tan gran
esperanza la victoria, que (como era de su natural muy insolente en las prosperidades) por hacer
burla del duque de Orleans, le envió a pedir que, en lo porvenir, no usurpase más el título de duque
de Milán, pues después de la muerte de Felipe María Vizconti, le había tomado Carlos su padre; que
no permitiese que nueva gente francesa pasa. se a Italia; que hiciese volver de la otra parte de los
montes la que estaba en Asti, y que, para el cumplimiento de estas cosas, depositase a Asti en manos
de Galeazo de San Severino, de quien su Rey podía confiarse, no menos que de él, habiéndole
admitido el año antes en Francia en la cofradía y orden suya de San Miguel. Engrandeciendo, demás
de esto, con la misma jactancia sus fuerzas, las provisiones de los coligados para oponerse al Rey en
Italia y los aparatos que hacían los reyes de romanos y de España para mover la guerra de la otra
parte de los montes. Movía poco a Orleans la vanidad de estas amenazas, y luego que se tuvo
noticia que se trataba de hacer la nueva confederación, había atendido a fortificar a Asti y solicitado
con grande instancia que viniese de Francia nueva gente, la cual, habiendo pedido el Rey que
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viniese en su socorro, comenzaba a pasar los montes, y por esto, no temiendo Orleans a los
enemigos salió a campaña, y tomó en el marquesado de Saluzzo la villa y castillo de Guadalfinara,
que poseía Antonio María de San Severino, por lo cual Galeazo, que primero había tomado algunos
castillos pequeños, se retiró con el ejército a Anón, villa del ducado de Milán, cerca de Asti, sin
esperanza de poder ofender, ni miedo de ser ofendido.
Pero la naturaleza de Luis, que era inclinada a entrar con presteza en empresas que pedían
grandes gastos, y por el contrario, muy ajena de gastar, aunque fuese en las mayores necesidades,
fue ocasión de poner su Estado en gravísimos peligros, porque por la cortedad de las pagas habían
venido muy pocos infantes alemanes y se disminuía cada día la gente que estaba con Galeazo, y por
el contrario, sobreviniendo continuamente las ayudas de Francia, que, por ser llamadas para el
socorro de la persona del Rey, pasaban con grande presteza, tenía ya juntos el duque de Orleans
trescientas lanzas, tres mil infantes suizos y tres mil gascones, y aunque le mandó precisamente
Carlos que, dejando toda empresa, estuviese prevenido para poderle salir a encontrar cuando le
llamase, con todo, como es difícil resistir a los intereses propios, determinó aceptar la ocasión de
ocupar la villa de Novara, en donde ofrecían meterle dos Opicinos Caccia, gentiles hombres de
aquella ciudad, a los cuales era muy odioso el duque de Milán, porque a ellos y a otros muchos
novareses había, con falsas calumnias y con juicios injustos, usurpado unos conductos de agua y
ciertas posesiones; por tanto, habiendo compuesto Orleans la materia con ellos, acompañado de
Luis, marqués de Saluzzo, pasando de noche el río del Po por el puente de Stura, jurisdicción del
marqués de Monferrato, fue recibido en Novara con su gente por los conjurados sin ninguna
resistencia, de donde habiendo hecho correr luego parte de sus caballos hasta Vigevene, se creyó
que, si con todo su ejército, hubiera ido con cuidado hacia Milán, se hubieran hecho muy grandes
movimientos, porque, en habiendo entendido la pérdida de Novara, se vieron los ánimos de los
milaneses muy alborotados para cosas nuevas, y Luis, no menos temeroso en la adversidad que
poco moderado en las prosperidades (como casi siempre están juntas en un mismo sujeto el miedo y
la insolencia), mostraba su vileza con lágrimas inútiles: ni la gente que estaba con Galeazo, en quien
sólo consistía su defensa, se descubría en ninguna parte.
Piérdense muchas veces en la guerra lucidas ocasiones por no ser notorias a los capitanes las
condiciones y desórdenes de los enemigos, ni tampoco parecía verosímil que, contra un príncipe tan
poderoso, pudiese suceder tan súbita mudanza. Por establecer Orleans la conquista de Novara se
detuvo en la expugnación del castillo, el cual trató de rendirse al quinto día si dentro de uno no
fuese socorrido. En este espacio de tiempo tuvo lugar San Severino para entrar con su gente en
Vigevene, y el Duque, por reconciliar a sí los ánimos de los pueblos, había quitado por pregón
público muchos tributos que antes había impuesto para acrecentar el ejército, y con todo eso
Orleans, arrimándose con su gente a Vigevene, presentó la batalla a los enemigos, los cuales tenían
tanto miedo que se inclinaban a desamparar a Vigevene y pasar el río del Tesino por la puente de
barcas que allí habían hecho; pero retirándose Orleans a Trecás, puesto que ellos rehusaban comba-,
tir, comenzaron a mejorarse las cosas de Luis Sforza, sobreviniendo continuamente a su ejército
caballería e infantería, porque los venecianos, contentos de que les quedase a ellos casi todo el peso
de la oposición a Carlos, consintieron que Luis volviese a llamar parte de su gente que había
enviado al Parmesano, y demás de esto le enviaron cuatrocientos estradiotas, de manera que le faltó
a Orleans la disposición de pasar más adelante; y habiendo hecho correr de nuevo quinientos
caballos hasta Vigevene, salieron a acometerlos los de los enemigos y los de Orleans recibieron
gran daño.
Fue después el Severino, ya superior de fuerzas, a presentarles la batalla a Trecás, y
últimamente, recogido todo su ejército, en donde, demás de los soldados italianos habían llegado
mil caballos y dos mil infantes tudescos, alojó a una milla de Novara, donde se había retirado
Orleans con todos los suyos.
La nueva de la rebelión de Novara solicitó a Carlos, que estaba en Siena, que acelerase el
camino, y por huir cualquiera ocasión que le pudiese detener, teniendo noticia que los florentinos,
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amonestados por los peligros pasados y sospechosos porque Pedro de Médicis le seguía, aunque
ordenaban recibirle en Florencia con grandes honras, llenaban la ciudad de armas y de gente para su
seguridad, pasó a Pisa por el dominio florentino, dejando la ciudad de Florencia a mano derecha.
Salióle a encontrar a la villa de Poggibonzi Jerónimo Savonarola que, interponiendo, como solía, en
sus palabras la autoridad y el nombre divino, le aconsejó con muy gran eficacia que restituyese las
villas a los florentinos, añadiendo a las persuasiones, graves amenazas de que, si no guardaba lo que
tenía jurado con tan gran solemnidad tocando con la mano los evangelios y casi delante de los ojos
de Dios, le castigaría Dios presto rigurosamente. Diole el Rey allí varias respuestas aquel día y el
siguiente en Castelflorentino, ofreciendo unas veces restituirlas en llegando a Pisa y otras saliendo
afuera de lo que había prometido, porque afirmaba que, antes del juramento hecho en Florencia,
había prometido a los pisanos conservarlos en libertad, y con todo eso, daba continuamente a los
embajadores de los florentinos esperanza de la restitución.
Habiendo llegado a Pisa, propúsose de nuevo esta materia en Pisa en el Consejo real, porque
acrecentándose cada día más la fama de los aparatos y unión que hacían cerca de Parma las fuerzas
de los coligados, se comenzaban a considerar todavía las dificultades de pasar por Lombardía, y por
esto deseaban muchos el dinero y ayudas que habían prometido los florentinos. Fueron contrarios a
esta determinación los mismos que en Siena la habían contradicho, alegando que, si tuviesen algún
desorden por la oposición de los enemigos o alguna dificultad de pasar por Lombardía, era mejor
tener en su poder esta ciudad, donde podrían retirarse, que dejarla en manos de los florentinos, los
cuales, en habiendo recuperado aquellas villas, no serían más fieles que lo habían sido los otros
italianos; añadiendo que para la seguridad del reino de Nápoles era muy a propósito tener el puerto
de Liorna, porque, continuando el Rey en el designio de mudar el estado de Génova, como se podía
esperar, sería dueño de casi todas las marinas desde el puerto de Marsella hasta el de Nápoles.
Podían algo sin duda estas razones en el ánimo del Rey, poco capaz para elegir la parte más
sana, pero mucho más poderosos fueron los ruegos y lágrimas de los pisanos, los cuales
popularmente juntos con las mujeres y niños, tal vez postrados delante de sus pies, y tal
encomendándose a cualquiera (por pequeño que fuese) de la Corte y de los soldados con muy
grandes llantos y quejas miserables, lloraban sus calamidades futuras, el odio insufrible de los
florentinos y la última desolación de aquella patria, la cual no tendría causa para quejarse de otra
cosa que de haberle concedido el Rey la libertad y prometido conservarla, porque, creyendo ellos
esto y que la palabra del Cristianísimo rey de Francia era firme y estable, les había dado ánimo a
provocar tanto más la enemistad de los florentinos.
Con estos llantos y exclamaciones conmovieron de tal manera hasta a los particulares,
hombres de armas, arqueros del ejército y muchos suizos que, yendo en gran número y con gran
alboroto a la presencia del Rey, hablando en nombre de todos Salazart, uno de sus pensionados, le
rogaron con grande instancia que por la honra de su persona propia, por la gloria de la corona de
Francia y por consuelo de tantos criados suyos dispuestos a poner su vida por él a todas horas, le
aconsejaban, con mayor fe que los que habían sido sobornados con los dineros de los florentinos, no
quitase a los pisanos el beneficio que él mismo les había hecho, ofreciéndole que si, por necesidad
de dineros tomaba determinación tan infame, tomase antes sus collares y plata y retuviese los
sueldos y las pensiones que recibían de él. Pasó tan adelante esta furia de los soldados, que un
arquero particular tuvo osadía de amenazar al cardenal de San Malo, y algunos otros dijeron
palabras demasiadas al mariscal de Gies y al presidente de Gannai, los cuales era notorio que
aconsejaban esta restitución; de manera que confuso el Rey por tan grande variedad de los suyos,
dejó suspensa la materia, tan apartado de alguna cierta resolución, que a este mismo tiempo
prometió de nuevo a los pisanos que nunca los pondría en poder de los florentinos, y a los
embajadores de Florencia, que esperaban en Luca, dio a entender que, lo que no hacía al presente
por justas razones, lo haría luego que llegase a Asti, y que por esto no dejasen de hacer que su
república le enviase embajadores a aquel lugar. Partió de Pisa, habiendo mudado al castellano y
dejado la guarda necesaria en la ciudadela, y lo mismo hizo en las fortalezas de las otras villas, y
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habiéndose encendido por sí mismo de un increíble deseo de ganar a Génova y provocado por los
cardenales de San Pedro in Víncula y Fregoso, por Obietto de Fiesco y por otros emigrados 6 que le
daban esperanzas de mudanza fácil en aquella ciudad, envió desde Serezana con ellos a aquella
empresa (contra el parecer de todo el Consejo que aborrecía el disminuir las fuerzas del ejército) a
monseñor Felipe con ciento y veinte lanzas y quinientos infantes que habían venido de Francia
nuevamente por mar, con orden que la gente de armas de Vitelli que, por haberse quedado atrás no
podía venir a tiempo a unirse con él, le siguiese; que algunos otros emigrados, con la gente que el
duque de Saboya había dado, entrasen en la ribera de poniente, y que la armada de mar, reducida a
siete galeras, dos galeones y dos fustas, de que era capitán Mioláns, fuese a ayudar a la gente de
tierra.
Había llegado entretanto la vanguardia que guiaba el mariscal de Gies a Poutremoli; rindióse
luego esta villa, habiendo despedido trescientos infantes forasteros que estaban en su guarda por las
persuasiones de Tribulcio, con condición de no recibir ofensa ni en las personas, ni en la hacienda.
Fue vana la palabra que dieron los capitanes, porque, entrando en ella con ímpetu los suizos, por
vengarse de que, cuando pasó el ejército a la Lunigiana, había muerto la gente de Poutreinoli, por
una pendencia casual, cerca de cuarenta de ellos, saquearon y abrasaron la villa, matando
cruelmente a todos los vecinos.
Recogíase en este tiempo con solicitud en el territorio de Parma el ejército de los coligados en
número de dos mil y quinientos hombres de armas, ocho mil infantes y más de dos mil caballos
ligeros, la mayor parte albaneses y de las provincias circunvecinas de Grecia, los cuales, traídos a
Italia por los venecianos, retienen el mismo nombre que tienen en su patria y se llaman estradiotas.
Era el nervio principal de este ejército la gente de los venecianos, porque la del duque de Milán, por
haber vuelto casi todas sus fuerzas a Novara, no formaba la cuarta parte de todo el ejército.
Gobernaba la gente veneciana (entre los cuales militaban muchos capitanes de esclarecido nombre)
debajo de título de gobernador general, Francisco Gonzaga, marqués de Mantua, muy mozo, mas en
el cual, por ser tenido por animoso y amigo de gloria, venció la esperanza a la edad, y con él dos
proveedores de los principales del Senado, Lucas Pisano y Marquión Trevisano. Mandaba a los
soldados de Sforza, debajo del mismo título de gobernador, el conde de Gayazzo, muy confidente
del Duque, mas porque no igualaba en las armas a la gloria de San Severino su padre, había ganado
nombre más de capitán cauto que atrevido, y con él, por comisario, Francisco Bernardino Vizconti,
principal de la parte gibelina en Milán, y por esto, opuesto a Juan Jacobo Tribulcio.
Consultándose entre estos capitanes y otros principales del ejército, si se había de ir a alojar a
Fornuovo, villa de pocas casas en la falda de la montaña, se determinó, por la estrechez del lugar y
quizá (según divulgaron) para dar lugar a los enemigos de bajar a los llanos, ir a alojar en la Abadía
de Ghiaruola, distante de Fornuovo tres millas. Esta determinación dio lugar para que se alojase en
Fornuovo la vanguardia francesa que había pasado mucho antes la montaña que el resto del ejército,
por haberle detenido el embarazo de la artillería gruesa que, con gran dificultad, se conducía por la
áspera montaña del Apenino; y se hubiera llevado con mayor dificultad si los suizos, deseosos de
borrar la ofensa que habían hecho a la honra del Rey en el saco de Pontremoli, no hubieran
trabajado con gran prontitud en hacerla pasar.
En llegando la vanguardia a Fornuovo envió el mariscal de Gies un trompeta al campo
italiano a pedir el paso para el ejército en nombre del Rey que quería pasar para volverse a Francia
sin ofender a nadie, y recibiendo los bastimentos por precios convenientes. A este mismo tiempo
hizo correr a algunos de sus caballos para tomar noticia de los enemigos y del país, a los cuales
hicieron huir algunos estradiotas que envió a encontrarlos Francisco Gonzaga, y se creyó que, si con
esta acción se hubiera movido la gente italiana hasta el alojamiento de los franceses, hubiera roto
fácilmente la vanguardia, y en rompiéndola no podía adelantarse más el ejército del Rey. No se
había pasado esta ocasión el día siguiente, aunque reconociendo el peligro el mariscal había retirado

6 El traductor emplea en ésta y en otras ocasiones, para nombrar a los emigrados o desterrados, la palabra forajidos,
que, por tener hoy distinta acepción, hemos sustituido con la de emigrados.
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los suyos a lugar más alto; mas no tuvieron los capitanes italianos atrevimiento para irle a acometer,
espantados de la fortaleza del sitio adonde se habían reducido, por creer que ya estaría más gruesa la
vanguardia, y acaso más cerca el resto del ejército. Y es cierto que, en este día, no se había todavía
acabado de juntar la gente de los venecianos, la cual había tardado tanto en unirse en el alojamiento
de la Ghiaruola, que es cosa manifiesta que, si no se hubiera detenido tanto Carlos como lo hizo sin
necesidad en Siena, Pisa y en muchos lugares, hubiera pasado adelante sin ningún impedimento ni
contraste. Pero al fin, unido con la vanguardia, se alojó el día siguiente en Fornuovo.

Capítulo IV
Consulta en el campo de los coligados después de la llegada de Carlos VIII a Fornuovo.—
Ordenamiento de los ejércitos francés e italiano.—Batalla del Taro.—Derrota de los italianos.—
Consecuencias.—Derrota de los franceses en Génova por mar y tierra.

Nunca creyeron los príncipes confederados que el Rey, con ejército tanto menor, se atreviera a
pasar el Apenino por el camino derecho, por lo cual se habían persuadido desde el principio que,
dejando la mayor parte de su gente en Pisa, se iría a Francia con el resto en la armada marítima, y
entendiendo después que todavía seguía el camino por tierra, creyeron que, por no acercarse tanto a
su ejército, determinaría pasar la montaña por el camino del burgo de Valditaro y del Monte de Cien
Cruces, que era muy áspero y dificultoso para pasar al Tortones, con esperanza de que le saldría a
encontrar el duque de Orleans en la vecindad de Alejandría. Pero como se veía que manifiestamente
se enderezaba a Fornuovo, el ejército italiano que, primero por el consejo de tan grandes capitanes,
y por la fama del corto número de enemigos, estaba muy animoso, perdió algo de su fortaleza,
considerando el valor de las lanzas francesas, la virtud de los suizos, a quien sin comparación era
inferior la infantería italiana, el manejo presto de la artillería, y lo que mueve mucho los ánimos de
los hombres cuando no han hecho contraria impresión, el atrevimiento no esperado de franceses de
arrimárseles con número de gente tanto menor. Tibios también por estas consideraciones los ánimos
de los capitanes, se consultó entre ellos lo que se había de responder al trompeta que había enviado
el mariscal, pareciendo por una parte muy peligroso remitir al albedrío de la fortuna el estado de
toda Italia, y por otra, grande infamia de la milicia italiana mostrar falta de ánimo para oponerse al
ejército francés que tan inferior en número osaba pasar delante de sus ojos.
Siendo diversos los pareceres de los capitanes en esta consulta, determinaron finalmente,
después de muchas disputas, dar aviso de lo que pedía el Rey a Milán para ejecutar lo que allí
determinase el Duque y los embajadores confederados. Consultando entre ellos el Duque y el
embajador de Venecia, que estaban más cerca del peligro, concurrieron en el mismo parecer de que
no se debía cerrar el camino al enemigo cuando quería irse, sino antes, según el vulgar proverbio,
hacerle la puente de plata; pues de otra manera corría peligro que la necesidad convertida en
desesperación (como se podía comprobar con infinitos ejemplos) se abriese el camino con mucha
sangre de los que imprudentemente se les oponían.
Deseando el embajador del rey de España que, sin peligro de sus reyes, se hiciese experiencia
de la fortuna, instó eficazmente a lo contrario, protestando que no le dejasen pasar, ni se perdiese la
ocasión de romper aquel ejército, que, si se salvaba, quedaban las cosas de Italia en los mismos y
aun mayores peligros que primero, porque teniendo el rey de Francia a Asti y a Novara, obedecía a
sus órdenes todo el Piamonte, y teniendo a las espaldas el reino de Francia, tan poderoso y rico, los
suizos cerca y dispuestos para ir a su sueldo en el número que quisiese, y hallándose acrecentado de
reputación y de ánimo, si el ejército de la liga, tan superior al suyo, le dejase tan vilmente el
camino, atendería a trabajar a Italia con mayor brío, y que a sus reyes sería casi necesario tomar
nuevas determinaciones, conociendo que los italianos, o no querían o no tenían ánimo para pelear
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con los franceses. Mas prevaleciendo en este Consejo la más segura opinión, determinaron escribir
a Venecia, donde es cierto hubiera el mismo parecer. Pero ya se consultaba en balde, porque los
capitanes del ejército, después que escribieron a Milán, considerando que era difícil que llegase a
tiempo la respuesta, y cuán infamada quedaba la milicia italiana si se dejase libre el paso a los
franceses, despachando al trompeta sin respuesta cierta, determinaron acometer a los enemigos
luego que caminasen, concurriendo en este parecer los proveedores venecianos, aunque más
prontamente el Trevisano que su compañero.
Por otra parte, se adelantaban los franceses tan llenos de arrogancia y de osadía como aquellos
que, no habiendo hallado hasta entonces en Italia ningún encuentro, se persuadían que el ejército
enemigo no se les opondría, y que, si lo hiciese, le harían huir sin trabajo (tan poca cuenta hacían de
las armas italianas); con todo eso, cuando comenzando a escalar la montaña, descubrieron alojado el
ejército con infinito número de tiendas y de pabellones, y en alojamiento tan ancho que, según la
costumbre de Italia, podía ponerse todo en batalla dentro de él, considerando el número tan grande
de los enemigos, y que si no hubieran tenido gana de pelear no se hubieran puesto en lugar tan
vecino, comenzó a enfriarse tan grande arrogancia de manera que hubieran tenido por feliz nueva
que se contentaban los italianos con dejarlos pasar; tanto más, porque habiendo escrito Carlos al
duque de Orleans que se adelantase para encontrarle, y que a 3 de Julio se hallase con la más gente
que pudiese en Plasencia, había respondido a esto que no faltaría de estar allí al tiempo que le
ordenaba, y después tuvo nuevo avisa del mismo Duque, que el ejército sforcesco, su contrario, en
que había novecientos hombres de armas, mil y doscientos caballos ligeros y cinco mil infantes,
estaba tan poderoso, que, sin manifiesto peligro, no podía aventurarse, principalmente estando
obligado a dejar parte de su gente en guarda de Novara y de Asti. Necesitado el Rey, por esto, a
entrar en nuevos pensamientos, cometió a Felipe, señor de Argentón (el cual, habiendo ido poco
antes por su embajador al Senado veneciano, había ofrecido al partirse de Venecia al Pisano y al
Trevisano, nombrados ya proveedores, que trabajaría para disponer el ánimo del Rey a la paz) que
enviase un trompeta a los dichos proveedores, significando por una carta que deseaba, para
beneficio común, hablar con ellos, los cuales convinieron en hallarse con él la mañana siguiente en
lugar acomodado entre el uno y otro ejército; mas Carlos, o porque carecía de vituallas en aquel
alojamiento, o por otra razón, mudando de propósito, determinó no esperar allí el efecto de esta
plática.
Estaba la frente de los alojamientos de ambos ejércitos distante menos de tres millas,
extendiéndose por la orilla derecha del río del Taro, aunque antes era arroyo que río, que, naciendo
en la montaña del Apenino, después que ha corrido algo por un pequeño valle que le estrechan dos
cerros, se extiende en la llanura ancha de Lombardía hasta el Po. Por la parte derecha de estos dos
cerros, bajando hasta la orilla del río, alojaba el ejército de los coligados, que, por consejo de los
capitanes, se había detenido antes en esta parte que en la orilla izquierda, por donde había de ser el
camino de los enemigos, por no dejarles lugar para volverse a Parma.
No estaba el duque de Milán sin sospecha de esta ciudad por la diversidad de los bandos,
acrecentada porque el Rey había hecho que los florentinos le concediesen, para que le acompañase
hasta Asti, a Francisco Secco, cuya hija estaba casada en la familia de los Torelli, familia noble y
poderosa en el territorio de Parma.
Estaba fortificado el alojamiento de los coligados con fosos y reparos y muy lleno de
artillería, y si los franceses querían ir al Astigiano necesitaban pasar por delante de él, no quedando
en medio de ellos más que el río. Estuvo toda la noche el ejército francés no con poco trabajo,
porque por la diligencia de los italianos, que hacían correr a los estradiotas hasta su alojamiento, se
tocaba muchas veces alarma en su campo, que se inquietaba a cualquier ruido, y porque sobrevino
una grande y repentina lluvia, mezclada con espantosos truenos y relámpagos y con muchos rayos
horribles que parecía que era pronóstico de algún accidente triste, cosa que los conmovía mucho
más que al ejército italiano, no sólo porque estando en la mitad de la montaña y de los enemigos, en
lugar donde, si tenían algún mal suceso, no les quedaba esperanza de salvarse, estando reducidos a
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mayor dificultad, y por esto tenían justa ocasión para tener mayor miedo, sino también porque
parecía más verosímil que las amenazas del cielo (no acostumbradas a mostrarse sino por grandes
cosas) señalasen antes a la parte donde se halla la persono de un rey de tan gran dignidad y poder.
La mañana siguiente, que fue a 6 de Julio, comenzó al amanecer a pasar el ejército francés,
precediendo la mayor parte de la artillería, seguida de la vanguardia, y creyendo el Rey que se había
de volver el ímpetu principal del ejército contra ella, la había acrecentado con trescientas y
cincuenta lanzas francesas, Juan Jacobo Tribulcio con sus cien lanzas y tres mil suizos, que eran el
nervio y la esperanza de aquel ejército, y con éstos a pie Engiliberto, hermano del duque de Cleves
y el bailío de Dijon, que los había conducido; a los cuales añadió el Rey cien arqueros a pie y
algunos ballesteros a caballo de sus guardas y casi todos los otros infantes que tenía consigo. Detrás
de la vanguardia seguía la batalla, en cuyo medio estaba la persona del Rey, armado de todas armas,
sobre un brioso caballo, y cerca de él para regir con su consejo y autoridad esta parte del ejército
monseñor de la Tremouille, capitán muy famoso en el reino de Francia. Seguía detrás la retaguardia,
conducida por el conde de Fox; y en el último lugar el. bagaje; y con todo eso, no teniendo el Rey
todavía su ánimo ajeno de la concordia, solicitó al mismo tiempo que el campo comenzó a moverse
que fuese Argentón a tratar con los proveedores venecianos; pero estando ya en arma todo el
ejército italiano, por haberse levantado el suyo, y determinados los capitanes a pelear, no dejaba la
brevedad del tiempo y la cercanía de los ejércitos, ni tiempo ni comodidad para juntarse a hablar.
Ya comenzaban a escaramucear de cada parte los caballos ligeros, la artillería a tirar
horriblemente y los italianos, habiendo salido todos de los alojamientos, extendían sus escuadrones,
dispuestos para la batalla sobre la orilla del río, no dejando por estas cosas de caminar los franceses,
parte por la arena del río y parte por la orilla de la colina, porque en lo estrecho del llano no se
podían extender las fuerzas, y habiendo llegado ya la vanguardia a la frente del alojamiento de los
enemigos, el marqués de Mantua con un escuadrón de seiscientos hombres de armas de los más
floridos del ejército, con una tropa gruesa de estradiotas y de otros caballos ligeros y con cinco mil
infantes, pasó el río detrás de la retaguardia de los franceses, habiendo dejado en la orilla, de la otra
parte, a Antonio de Montefeltro, hijo natural de Federico, que fue duque de Ursino, con un grueso
escuadrón para pasar cuando fuese llamado a refrescar la primera batalla, y habiendo ordenado,
demás de esto, que, en comenzándose a pelear, otra parte de la caballería ligera en vistiese a los
enemigos por el costado y que el resto de los estradiotas, pasando el río por Fornuovo, acometiese
el bagaje de los franceses que, o por falta de gente, o por consejo, como se decía, del Tribulcio,
había quedado sin guarda, expuesto a cualquiera que lo quisiese robar. De la otra parte pasó el Taro
el conde de Gaiazzo con cuatrocientos hombres de armas, entre los cuales estaba la compañía de D.
Alfonso de Este, que había venido al campo sin su persona, por quererlo así su padre, y con dos mil
infantes, para acometer la vanguardia de los franceses, dejando asimismo sobre la otra orilla a
Anníbal Bentivoglio, con doscientos hombres de armas, para socorrer cuando fuese llamado, y en
guarda de los alojamientos quedaron dos compañías gruesas de gente de armas y mil infantes,
porque los proveedores venecianos quisieron reservar entero, para todos los accidentes, algún
socorro.
Viendo el Rey que venía tan gran fuerza sobre la retaguardia, contra lo que habían juzgado sus
capitanes, volviendo las espaldas a la vanguardia, comenzó a arrimarse a la retaguardia con la
batalla, trabajando tanto él mismo por caminar con un escuadrón delante de los otros, que, cuando
comenzó la batalla, se halló en la frente de los suyos entre los primeros que peleaban.
Han hecho algunos memoria que pasó con desorden la gente del marqués el río por la altura
de las orillas y por el embarazo de los árboles, raíces y varas de que suelen estar vestidas
comúnmente las orillas de los arroyos, y otros añaden que su infantería por esta dificultad y por la
creciente del río, ocasionada de la lluvia de la noche antes, llegó muy tarde a la batalla, y que no
llegaron todos, sino que muchos se quedaron de la otra parte del río. Sea lo que fuere, lo cierto es
que el acometimiento del marqués de Mantua fue muy furioso y feroz, y que se le correspondió con
semejante brío y furor, entrando de cada parte de la batalla mezclados los escuadrones, contra la
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costumbre de las guerras de Italia, que era pelear una escuadra con otra, y en lugar de la que se
cansaba o empezaba a retirarse, se trocaba otra, no haciendo sino a lo último ir al grueso de las
demás escuadras, de manera que las más de las veces los encuentros, aunque siempre morían muy
pocos, duraban casi un día entero, y muchas veces los apartaba la noche sin victoria cierta de alguna
de las partes. Rotas las lanzas con cuyo encuentro cayeron muchos de los hombres de armas y
caballos, comenzó cada uno a jugar las mazas herradas, los estoques y otras armas cortas, peleando
con voces, bocados y encuentros, no menos los caballos que los hombres, mostrándose
verdaderamente al principio muy excelente el valor de los italianos, principalmente por la fiereza
del marqués, el cual seguido de una valerosa compañía de mozos gentiles-hombres y lanzas
separadas (son estos soldados altivos escogidos fuera de las compañías ordinarias), y ofreciéndose
con presteza a los peligros, no dejaba atrás ninguna cosa que perteneciese a animosísimo capitán.
Sustentaban valerosamente los franceses tan feroz ímpetu, mas oprimiéndoles multitud tanto
mayor, comenzaban ya casi manifiestamente a desmayar, no sin peligro del Rey, pues cerca de
pocos pasos prendieron, aunque peleaba valerosamente, al bastardo de Borbón, y esperando el
marqués por este suceso tener el mismo de la persona del Rey, conducido sin atención a lugar tan
peligroso, sin la guarda y orden que convenía a príncipe tan grande, hacía con muchos de los suyos
grande esfuerzo para arrimársele, Mas el Rey, teniendo cerca de su persona pocos de los suyos, y
mostrando gran valor, se defendía de ellos animosamente, más por la ferocidad del caballo que por
la ayuda de los suyos. No le faltaron en tan grande peligro los consejos que se suelen ofrecer a la
memoria por el temor en casos dificultosos, porque viéndose casi desamparado de los suyos,
volviéndose a las ayudas del cielo, hizo voto a San Dionisio y a San Martín, tenidos por particulares
protectores del reino de Francia, que si pasaba libre con el ejército al Piamonte, iría luego que
volviese a la otra parte de los montes a visitar con grandes dádivas las iglesias dedicadas a sus
nombres, la una junto a París y la otra en Tours, y que cada año, con solemnes fiestas y sacrificios,
daría testimonio de la gracia recibida por medio suyo.
En haciendo estos votos, tomando mayor esfuerzo, comenzó a pelear más animosamente,
excediendo de lo que pedían sus fuerzas y complexión; pero ya el peligro del Rey había encendido
de tal manera a los que estaban más cerca, que, corriendo todos a cubrir con sus propias personas la
del Rey, hacían volver atrás a los italianos, y sobreviniendo en este tiempo en batalla que había
quedado atrás, un escuadrón de ella, acometió ferozmente a los enemigos por el costado, con que se
refrenó mucho su ímpetu, y sucedió que mientras Rodolfo Gonzaga, tío del marqués de Mantua,
capitán de grande experiencia, discurriendo de una parte a otra hacía oficio de excelente capitán,
animando a los suyos y remediando lo que se veía en principio de desorden, habiendo acaso alzado
la visera de la celada, herido por un francés con un estoque en la cara, cayó del caballo, y no
pudiendo en tan grande confusión y alboroto y entre tantos caballos feroces ayudarle los suyos,
antes cayéndole encima otros hombres y caballos, murió ahogado, más del aprieto de su gente que
de las armas de sus enemigos; caso ciertamente indigno de su persona, porque, juzgando por
imprudencia en los consejos del día antes y de la misma mañana, el aventurar tanto en manos de la
fortuna, había aconsejado, contra la voluntad de su sobrino, no combatir.
Variándose así con diversos accidentes la batalla, y no descubriéndose alguna ventaja más por
los italianos que por los franceses, estaba más dudoso que nunca quién había de ser el vencedor, y
por esto igualada casi la esperanza y el miedo, se peleaba de cada parte con ardor increíble,
creyendo cada uno que en su mano derecha y en su fuerza estaba puesta la victoria. Encendía los
ánimos de los franceses la presencia y el peligro del Rey, porque, demás de que aquella nación tiene
por antigua costumbre venerar la majestad del rey, no de otra manera que como se adora el nombre
divino, se hallaban ya en parte que con sólo la victoria podían esperar su propio remedio. Alentaba
los ánimos de los italianos la codicia del robo, la ferocidad y ejemplo del marqués, el haber
comenzado a pelear con próspero suceso y el número grande de su ejército, en el cual aguardaban
socorro de muchos de los suyos, cosa que no esperaban los franceses, porque su gente, o había
entrado toda en la batalla, o esperaba de cierto cada hora ser acometida de los enemigos.
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Es muy grande (como todos saben) en todas las acciones humanas el poder de la fortuna, y
mayor en las cosas militares que en cualquiera otra, pero más increíble, inmenso y sin medida en las
batallas, donde una orden mal entendida y mal ejecutada, una temeridad una voz vana hasta de un
soldado inferior, pasa muchas veces la victoria a los que ya parecían vencidos; de donde nacen al
instante innumerables accidentes, los cuales es imposible que sean antevistos y gobernados por
consejo del capitán, por lo cual, no olvidándose la fortuna en caso tan dudoso de su antigua
costumbre, obró aquello que no bastaba a ejecutar ni el valor de los soldados, ni la fuerza de las
armas, porque habiendo los estradiotas, que habían sido enviados a acometer el bagaje francés,
comenzado a robarle sin dificultad, y atendiendo a llevar de la otra parte del río, los unos acémilas,
otros caballos y arneses, no sólo la otra parte de los estradiotas que estaba señalada para embestir a
los franceses por el costado, sino también aquellos que ya habían entrado en la batalla, viendo
volver a sus compañeros cargados de despojos a los alojamientos, incitados de la codicia del interés,
volvieron a robar los carruajes, y, siguiendo este ejemplar, los caballos e infantes se salían, llevados
de la misma codicia, de los escuadrones de la batalla; por lo cual, faltando a los italianos el socorro
ordinario y demás de esto disminuyéndose con tanto desorden el número de los combatientes y no
moviéndose Antonio de Montefeltro, porque, por la muerte de Rodolfo Gonzaga, que tenía el
cuidado de llamarle cuando fuese tiempo, ninguno lo hacía, comenzaron a ocupar tanto del campo
los franceses, que ninguna cosa sustentaba más a los italianos, que ya declinaban manifiestamente,
sino el valor del Marqués, el cual, combatiendo con gran ánimo, contenía también la furia de los
enemigos, encendiendo a los suyos a veces con el ejemplo y a veces con ardientes voces, para que
quisiesen antes perder las vidas que la honra.
Pero no era ya posible que pocos resistiesen a muchos y aumentándose ya sobre ellos por cada
parte el número de los combatientes y muertos de los suyos una gran parte y heridos muchos,
principalmente de los de la compañía del marqués, fueron obligados todos a ponerse en fuga para
volver a pasar el río, el cual, por la gran agua que había llovido la noche antes y la que cayó
mientras peleaban con granizo y truenos; había crecido de manera que dio mucho embarazo a quien
estaba obligado a volverle a pasar. Siguieron los franceses con gran furia hasta el río, no atendiendo
sino a matar con mucho furor a aquellos que herían, sin perder ninguno y sin atender a dos despojos
y ganancia, antes se oían muchas voces por la campaña de los que gritaban diciendo: acordaos
compañeros de Guineguaste.7 Es Guineguaste una villa en Picardía, cerca de Terroana, donde en los
últimos años del reinado de Luis XI el ejército francés, ya casi vencedor en una batalla entre ellos y
Maximiliano, rey de romanos, desordenado por haber comenzado a robar, fue puesto en fuga.
Mas al mismo tiempo que se peleaba de esta parte del ejército con tan gran valor y ferocidad,
la vanguardia francesa, contra la cual movió una tropa de caballos el conde de Gaiazzo, se
presentaba a la batalla con tan gran furia, que temerosos los italianos, principal. mente viendo que
no les seguían los suyos, se desordenaron casi por sí mismos, de manera que siendo ya muertos
algunos de ellos, entre los cuales lo fue Juan Piccinino y Galeazo de Coreggio, se volvieron con
fuga manifiesta al escuadrón grueso. Viendo el mariscal de Gies que, demás del escuadrón del
conde, estaba de la otra banda del río otro coronel de hombres de armas en orden para la batalla, no
permitió a los suyos que los siguieren; consejo que después en los discursos de los hombres fue por
muchos tenido por prudentísimo, y por muchos, que quizá consideraban menos la razón del suceso,
antes por cobarde, que por prudente, porque no se duda que, si los hubiera seguido, volviera el
conde con su coronelía las espaldas, llenando de tal espanto todo el resto de la gente que había
quedado de la otra parte del río, que hubiera sido casi imposible defenderla, porque el marqués de
Mantua (el cual, huyendo los otros, había vuelto a pasar de la otra parte del río con una tropa de los
suyos lo más cerrado y en orden que pudo) los halló de manera alborotados, que comenzando cada

7 De esta rota de Guineguaste hace mención Felipe de Argentón con mucha brevedad, y El Emilio en la vida del rey
Ludovico XI, que así le llama y no Luis, la pasa secamente. El Argentón echa la culpa a los francos arqueros que se
pusieron a robar.
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uno a pensar en salvarse a sí y su ropa, estaba ya el camino real por donde se va de Plasencia a
Parma lleno de gente, de caballos y bagaje que se retiraban a Parma.
Desahogóse algo este alboroto con su presencia y autoridad, porque juntándolos fue poniendo
en orden las cosas; pero mucho más les detuvo la venida del conde de Pitigliano, el cual, tomando
ocasión del alboroto de ambas partes, se huyó al campo italiano, donde animando y afirmando
eficazmente que se hallaban en mayor desorden y espanto los enemigos, confirmó y aseguró mucho
sus ánimos, y se certificó casi comúnmente que, si no hubiera sido por sus palabras, se levantara
entonces o la noche siguiente todo el ejército con grandísimo terror.
Retiráronse los italianos a su campo, excepto aquellos que, llevados, como sucede en los
casos semejantes, de la confusión y alboroto, y espantados por la mucha agua del río, habían huido
divididos a varios lugares, muchos de los cuales fueron muertos por la gente francesa que
encontraron derramada por la campaña. Fue el Rey con los suyos a juntarse con la vanguardia que
no se había movido de su lugar, donde se aconsejó con los capitanes si pasaría luego el río para
acometer en sus alojamientos al ejército enemigo. Aconsejóle el Tribulcio y Camilo Vitelli, el cual,
habiendo enviado su compañía atrás con los que iban a la empresa de Génova, había seguido al Rey
con pocos caballos, para hallarse en la batalla, que se acometiese, y esto aconsejaba más
apretadamente que todos Francisco Secco, mostrando que el camino que se veía de lejos estaba
lleno de hombres y de caballos, que daba a entender, o que huían hacia Parma, o que, habiendo
comenzado a huir, se volvían al campo. Pero no era pequeña dificultad la de pasar el río, y la gente
que, parte había peleado y parte estado armada en la campaña, estaba fatigada; de manera que por el
consejo de los capitanes franceses se determinó que se alojase, y así fueron a alojar a la villa de
Medesano sobre el cerro, distante poco más de una milla del lugar donde se había peleado. Hízose
el alojamiento sin ninguna división ni orden, y con no pequeña incomodidad, porque habían robado
los enemigos mucho bagaje.
Esta fue la batalla que se tuvo entre los italianos y franceses sobre el río del Taro, memorable
porque fue la primera que, de muy largo tiempo a esta parte, se peleó con muertes y sangre en Italia,
pues antes de ella morían muy pocos hombres en una batalla, y en ésta, si bien de la parte de los
franceses murieron menos de doscientos hombres, de los italianos fueron muertos más de
trescientos hombres de armas y tantos otros, que llegaba el número a más de tres mil 8, entre los
cuales murieron Renato Farnese, capitán de los venecianos, y muchos gentiles hombres de calidad.
Quedó en tierra muerto del golpe de una maza herrada sobre la celada Bernardino del Montone,
también capitán de los venecianos, pero esclarecido más por la fama de Braccio de Montone, su
abuelo, uno de los que primero ilustraron la milicia italiana, que por su propia fortuna y valor.
Maravilláronse más los italianos de tan gran matanza, porque no duró la batalla más de una hora, y
porque, peleándose de cada parte con la fortaleza propia y con las armas, se empleó poco la
artillería.
Procuraron ambas partes atribuirse a sí la fama de la victoria y la honra de este día; los
italianos, por haber quedado libres sus alojamientos y bagaje, y haber los franceses perdido mucho,
y entre otras cosas, parte de las propias tiendas del Rey. Gloriábanse demás de esto que hubieran
roto a los enemigos si una parte de su gente que estaba señalada para entrar en la batalla, no se
hubiera vuelto a robar, lo cual no negaban los franceses, y de manera procuraban los venecianos
atribuirse esta gloria que, por orden pública, se hicieron por todo su dominio, y particularmente en
Venecia, fuegos y otras señales de alegría. No siguieron con menor diligencia en el tiempo venidero
el ejemplo público los particulares, porque en la sepultura de Marquión Trevisano, en la iglesia de
los frailes menores, se escribieron, cuando murió, estas palabras: «Que sobre el río del Taro peleó
prósperamente con Carlos, rey de Francia.» Con todo eso, el consentimiento universal dio la gloria

8 El Jovio en el libro segundo, donde describe esta batalla, dice que de la parte de los franceses, a más de la multitud
de los del bagaje, murieron cerca de mil hombres valerosos, y de los del campo de la liga más de cuatro mil, de
donde parece que él no cree que la victoria de los franceses fuese tan poco sangrienta como la pone aquí el autor.
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a los franceses por el número de muertos tan diferente, porque echaron a los enemigos de la otra
parte del río, y porque les quedó libre el pasar adelante, por cuyo fin se había venido a las manos.
Detúvose el Rey el día siguiente en el mismo alojamiento, y en este día se siguió por medio
del mismo Argentón alguna plática con los enemigos, por lo cual se hizo tregua hasta la noche,
deseando el Rey por una parte la seguridad para pasar, porque sabiendo que no habían peleado
muchos del ejército italiano, y viendo que se estaban quedos en el mismo alojamiento, le parecía
muy peligroso el camino de tantas jornadas por el Estado de Milán con sus enemigos a las espaldas,
y por otra parte, no se sabía resolver por su flaco consejo, al cual, despreciando los mejores, se
atenía muchas veces.
La misma duda había en los ánimos de los italianos, los cuales, aunque desde el principio
estuvieron muy espantados, se habían asegurado tanto, que la misma tarde de la batalla tuvieron
alguna plática propuesta y muy forzada por el conde de Pitigliano sobre acometer por la noche al
campo francés, que estaba alojado con gran descomodidad y sin ninguna fortaleza de alojamiento,
al fin contradiciéndolo muchos de los otros, se dejó aparte este consejo como muy peligroso.
Corrió fama entonces por toda Italia que la gente de Luis Sforza no había querido pelear por
orden secreta suya; porque estando tan poderoso el ejército de los venecianos en su Estado, no tenía
menor horror a su victoria que a la de franceses, los cuales deseaba que no quedasen vencidos ni
vencedores, y que, por estar más seguro en cualquier suceso, quería conservar enteras sus fuerzas.
Afirmábase que esto había sido causa de que no conseguiera la victoria el ejército italiano.
Fomentaron esta opinión el marqués de Mantua y otros capitanes de los venecianos, por darse
mayor reputación a sí mismos, y la aceptaron de buena gana todos los que deseaban que se
acrecentase la gloria de la milicia italiana; pero yo oí de persona muy grave y que entonces estaba
en Milán en tal puesto que tenía entera noticia de las cosas, contradecir con gran eficacia esta fama,
confirmando que, habiendo vuelto Luis casi todas sus fuerzas al asedio de Novara, no tenía tanta
gente en el Taro que fuese de mucha consideración para la victoria, la cual alcanzara el ejército de
los confederados si no les hubieran dañado más sus propios desórdenes que el no tener mayor
número de gente: mayormente que mucha de la veneciana no entró en la batalla, y si bien el conde
de Gaiazzo envió contra los enemigos una parte sola de la suya, y esta tibiamente, pudo proceder
así, porque estaba tan gallarda la vanguardia francesa que conoció que era mucho peligro el ponerse
en manos de la fortuna, y en él ordinariamente hubieran causado más admiración las acciones
animosas que las seguras.
Con todo eso, no fue del todo inútil la gente sforcesca, porque, aunque no peleaba, detuvo la
vanguardia francesa para que no socorriese donde el Rey, con la menor y más flaca parte del
ejército, sustentaba con muy gran peligro todo el peso de la batalla. Aquella opinión, si yo no me
engaño, está más confirmada por la autoridad que por la razón, porque ¿cómo es verosímil que, si
tuviera esta intención Luis Sforza, no hubiera antes ordenado a sus capitanes que disuadiesen el
oponerse al paso de los franceses? Porque si el Rey llegara a alcanzar la victoria, no hubiera
quedado su gente más libre que la otra, por estar tan cercana a los enemigos, aunque no tomase
parte en la batalla; y ¿con qué discurso, consideración y experiencia de las cosas se podía prometer
que, peleándose, estuviese tan igual la fortuna que el rey de Francia no hubiese de ser vencido ni
vencedor? También es cierto que, contra el consejo de los suyos, no se hubiera peleado, porque la
gente veneciana, que solamente se había enviado a aquel Estado para su bien y seguridad, no lo
hiciera contra la voluntad de los capitanes del Duque.
Levantóse Carlos con el ejército la mañana siguiente antes del día, sin tocar las trompetas por
ocultar su partida lo más que se pudiese. No le siguió por aquel día el ejército de los coligados por
impedírselo (cuando bien le hubiera querido seguir) la mucha agua del río, que había crecido tanto
aquella noche, por haber llovido de nuevo, que no se pudo pasar en gran parte del día, solamente
cayendo ya el sol pasó, no sin peligro, por la furia de las aguas, el conde de Gaiazzo con doscientos
caballos ligeros, con los cuales siguiendo las huellas de los franceses, que caminaban por el camino
derecho hacia Plasencia, les puso muchos impedimentos y descomodidades, principalmente el
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siguiente día. Con todo eso, ellos aunque estaban cansados siguieron el camino sin ningún
desorden, porque las vituallas se traían en abundancia de las villas vecinas, parte por miedo de que
les ofendiesen y parte por trabajo del Tribulcio, que, habiendo ido delante con los caballos ligeros
para este efecto, obligaba a los hombres unas veces con amenazas y otras con la gran autoridad que
tenía con todos en aquel Estado y mucho mayor con los güelfos.
Movióse el ejército de la liga el día siguiente de la partida de franceses, y estando poco
dispuesto (mayormente los proveedores venecianos) a ponerse más en arbitrio de la fortuna, se
arrimó a ellos, mas no tanto que les causase ni un pequeño estorbo, antes habiéndose alojado al día
siguiente sobre el río de la Trebbia, poco más allá de Plasencia, y habiendo quedado por alojar con
mayor comodidad entre el río y la ciudad de Plasencia doscientas lanzas, los suizos y casi toda la
artillería, creció tanto el río aquella noche por las lluvias, que no obstante la gran diligencia que
hicieron fue imposible que pasasen los infantes o los caballos, sino después de muchas horas
entrado el día, y esto no sin dificultad, aunque había comenzado a disminuirse el agua, y con todo
eso no fueron acometidos ni por el ejército enemigo, que estaba lejos, ni por el conde de Gaiazzo,
que había entrado en Plasencia, por sospecha que no se hiciese algún movimiento; sospecha no del
todo sin ocasión, porque se creyó que si Carlos, siguiendo el consejo del Tribulcio, hubiera
desplegado las banderas y mandado proclamar el nombre de Francisco, hijo pequeño de Juan
Galeazo, hubiera movido fácilmente en aquel Ducado alguna mudanza. ¡Tan grato era el nombre de
aquel que tenían por legítimo señor, y odioso el del usurpador, y de tanta consideración el crédito y
las amistades del Tribulcio!
Pero siendo el intento del Rey solamente pasar adelante, no queriendo oír ninguna plática,
siguió su camino con presteza, no con poca falta de vituallas, excepto los primeros días, porque
cada día hallaba las vituallas mejor guardadas, habiendo distribuido Luis Sforza muchos caballos y
mil y doscientos infantes tudescos que había sacado del sitio de Novara, parte en Tortona debajo de
la orden de Gaspar de San Severino, cuyo apodo era el Fracassa, y parte en Alejandría, y yendo los
franceses, después que pasaron la Trebbia, seguidos siempre por la retaguardia del conde de
Gaiazzo9, que había añadido a sus caballos ligeros quinientos infantes tudescos que estaban de
guarda de Plasencia, no habiendo podido alcanzar que le enviasen del ejército todo el resto de los
caballos ligeros y cuatrocientos hombres de armas, porque los proveedores venecianos, advertidos
del peligro que habían corrido en el río del Taro, no quisieron consentirlo.
Mas al fin los franceses, habiendo tomado el camino más alto hacia la montaña, cuando
estuvieron cerca de Alejandría, donde tiene menos agua el río del Tanaro, llegaron sin pérdida de
gente ni otro ningún daño en ocho alojamientos, a las murallas de Asti. El Rey entró en la ciudad y
la gente de guerra alojó en la campaña con intención de acrecentar su ejército y detenerse en Italia
tanto como fuera preciso para socorrer a Novara. El campo de la liga que le había seguido hasta el
Tortones, desesperado de poderle hacer más daño, se fue a juntar con la gente sforcesca al contorno
de aquella ciudad, la cual padecía mucho de vituallas, porque ni el duque de Orleans, ni los suyos
habían puesto diligencia en proveerla, como lo pudieran haber hecho abundantísimamente por ser el
país muy fértil; antes no considerando el peligro sino cuando había pasado la razón de remediarlo,
habían atendido a gastar sin orden las que tenían.
Volvieron a Carlos casi en los mismos días los cardenales y capitanes que con infeliz suceso
habían intentado las cosas de Génova, porque, habiendo tomado la armada, luego que llegó, la villa
de la Spezia, se enderezó a Rapalle y lo ocupó fácilmente; mas saliendo del puerto de Génova una
armada de ocho galeras sutiles, una carraca y dos barcas vizcaínas, echó de noche en tierra
setecientos infantes, los cuales sin dificultad tomaron el burgo de Rapalle con la guarda francesa
que estaba dentro, y arrimándose a la armada de los franceses, que se había retirado al golfo
después de largo combate, tomaron y abrasaron todos los bajeles, quedando preso el capitán y

9 El Jovio nota de poca fe al conde de Gaiazzo y a Gaspar de San Severino, llamado el Fracassa, su hermano, con
decir que pudieron hacer mucho mal a los franceses y no lo hicieron, antes fueron a besar la mano al Rey a Tortona
y le socorrieron de vituallas.
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hechos más famosos con esta victoria aquellos lugares en donde el año antes fueron rotos los
aragoneses.
No restauraron esta adversidad de los franceses los que habían ido por tierra, porque llevados
por la ribera del Oriente hasta Val de Bisagna y a los burgos de Génova, hallándose engañados de la
esperanza que habían concebido de que en Génova hubiese algún alboroto y entendida la pérdida de
la armada, pasaron casi huyendo por el camino de los montes, que era muy áspero y dificultoso, al
Val de Pozzeveri, que está a la otra parte de la ciudad, en donde, aunque se habían engrosado mucho
con los paisanos y con la gente que el duque de Saboya había enviado en su ayuda, se enderezaron
con la misma presteza hacia el Piamonte. No hay duda que si los de adentro no se hubieran
abstenido de salir afuera por sospecha de que hiciese novedad el partido de Fregosso, los hubieran
roto enteramente y puesto en huida. Por este desorden los caballos de Vitelli, que habían llegado a
Chiaveri, habiendo entendido el suceso de aquellos con quien iban a juntarse, se volvieron a
Serezana con alboroto y no sin peligro, y excepto Spezia, todas las otras villas de la ribera, que
habían sido ocupadas de los emigrados, llamaron de nuevo inmediatamente a los genoveses, como
asimismo lo hizo, en la ribera de poniente, la cuidad de Vintimiglia, que en los mismos días había
sido ocupada por Paulo Bautista Fregoso y por algunos otros emigrados.

Capítulo V
Derrota de los aragoneses con Gonzalo de Córdoba en Seminara.—Fernando es llamado por
sus súbditos.—Entra en Nápoles.—Todo el reino sacude el yugo de los franceses.—Muerte de
Alfonso de Aragón.—Luis Sforza y su esposa Beatriz van al campamento.—El Papa cita a Carlos
VIII para que comparezca en Roma.—Carlos se mofa de la citación pontificia.—Los florentinos
reciben las fortalezas y las villas que estaban en poder de Carlos.—Asedio de Novara.—
Condiciones de la paz entre Carlos y Luis Sforza.—Discursos pronunciados ante Carlos
relativamente a la paz.—La paz es firmada.—Vuelve Carlos a Francia.—Principio del mal francés
en Italia.

Trabajábase en este mismo tiempo, pero con fortuna muy varia, no menos en el reino de
Nápoles que en las partes de Lombardía, porque atendía Fernando, después de haber tomado a
Reggio, a la recuperación de los lugares circunvecinos, teniendo consigo cerca de seis mil hombres,
entre aquellos que del país y de Sicilia le seguían voluntariamente y entre los caballos e infantes
españoles, de los cuales era capitán Gonzalo Fernández, de la casa de Aguilar y de patria cordobés,
hombre de mucho valor y ejercitado largamente en las guerras de Granada; el cual, al principio de
su venida a Italia, llamado por la jactancia española el Gran Capitán, por significar con este título la
suprema potestad sobre ellos, mereció por las virtudes excelentes que tuvo después, que por
consentimiento universal le fuese confirmado y perpetuado este renombre para significar con él tan
gran valor y excelencia en la disciplina militar.
A este ejército que había ya sublevado gran parte del país, salió a encontrar cerca de
Seminara, villa junto al mar, Obigni con la gente de armas francesa que había quedado en guarda de
Calabria, y con caballería e infantería que tuvo de los señores del país que seguían el nombre del
rey de Francia, y habiendo venido a las manos, prevaleció el valor de los soldados disciplinados y
aguerridos, a la impericia de los hombres poco expertos, porque no sólo los italianos y sicilianos
que Fernando había recogido de prisa, sino asimismo los españoles eran gente nueva y poco
experimentada en la guerra. Con todo esto, se peleó por algún rato ferozmente, porque el valor y
autoridad de los capitanes, que no faltaron a ningún oficio que les pertenecía, sustentaban a aquellos
que por cualquiera otra parte eran inferiores; peleando sobre todos los otros Fernando, como
convenía a su valor, y, habiéndole muerto el caballo debajo de sí, hubiera quedado sin duda preso o
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muerto, si Juan de Capua, hermano del duque de Termini (el cual desde la puericia había sido su
paje y muy querido de él en la flor de la edad), apeándose de su caballo, no le hubiera echo subir en
él y expuesto su vida, con ejemplo memorable de fe y amor excelente, por salvar la de su amo, pues
luego le mataron allí.
Huyó Gonzalo, atravesando los montes, a Reggio, y Fernando a Palma, que está sobre el mar,
cerca de Seminara, donde, embarcándose en la armada, se fue a Mesina, acrecentando en sí, por los
sucesos contrarios, la voluntad y ánimo de probar de nuevo la fortuna; siendo así que no sólo le fue
notorio el deseo que toda la ciudad de Nápoles tenía de su persona, sino también que de muchos de
los principales de la nobleza y del pueblo fue llamado secretamente, y temiendo por esto que la
dilación y fama de la rota que había tenido en Calabria entibiase esta disposición, recogiendo
además de las galeras que había llevado de Ischia, y aquellas cuatro con que había partido de
Nápoles Alfonso, su padre, los bajeles de la armada venida de España y cuantos pudo recoger de la
ciudad y de los barones de Sicilia, se movió del puerto de Mesina, no deteniéndole la falta de gente
para armarlos, como aquel que, no teniendo fuerzas convenientes para tan gran empresa, se veía
necesitado de ayudarse no menos con las demostraciones que con la sustancia de las cosas.
Partió, pues, de Sicilia con sesenta bajeles de gavia y otros veinte menores y con el
Requesens, capitán catalán de la armada de España, hombre de gran valor y experiencia en las cosas
navales, pero con tan poca gente para pelear, que la mayor parte eran los destinados al ejercicio de
navegar. Consideradas de esta manera eran pequeñas sus fuerzas, pero grandes por el favor y
voluntad de los pueblos; y por tanto, llegado a la playa de Salerno, luego, aquel lugar, la costa de
Malfi y la Cava levantaron sus banderas. Anduvo después dos días alrededor de Nápoles,
esperando, aunque en vano, que en la ciudad se hiciese algún movimiento, porque tomando luego
las armas los franceses y metiendo buena guarda en los lugares a propósito, detuvieron la rebelión
que ya comenzaba; y remediaran todos sus peligros si hubieran seguido con osadía el consejo de
algunos de los que, conjeturando que los bajeles aragoneses estaban mal proveídos de soldados,
aconsejaban a Montpensier que, metiendo en la armada francesa, que estaba en el puerto, soldados y
hombres a propósito para pelear, acometiese con ella a los enemigos. Pero desesperado Fernando al
tercer día de que hubiese en la ciudad alteración, se alargó a la mar para retirarse a Ischia; por lo
cual, considerando los conjurados que, por estar casi descubierta la conspiración, era una misma
causa la suya y la de Fernando, habiéndose juntado, determinaron hacer de la necesidad virtud y
enviaron secretamente un bajel para volverle a llamar, rogándole que, para dar más facilidad y
ánimo a quien quería levantarse en su favor, pusiese en tierra, o toda o parte de su gente; por tanto,
volviendo de nuevo sobre Nápoles el día siguiente, en el cual sucedió la batalla en la orilla del río
Taro, se arrimó a la costa con la armada para echarla en tierra en la Magdalena, lugar una milla de
Nápoles, donde entra en la mar el pequeño y más pronto río que arroyo llamado Sebeto, el cual no
le conociera nadie si no le hubiesen dado nombre los versos de los poetas napolitanos.
Viendo esto Montpensier, no menos dispuesto a proceder con osadía cuando era necesario el
miedo, que había estado dispuesto a proceder con temor el día antes, cuando hubiera sido necesaria
la osadía, salió fuera de la ciudad con casi todos los soldados, para estorbar el desembarco; lo cual
fue ocasión de que, teniendo los napolitanos la oportunidad que apenas hubieran sabido desear,
tomaron luego las armas, haciendo al principio repicar las campanas de la iglesia del Carmen
cercana a los muros de la ciudad, siguiendo sucesivamente todas las otras, y, ocupando todas las
puertas, comenzaron descubiertamente a llamar el nombre de Fernando.
Espantó de tal manera este alboroto a los franceses, que, no pareciéndoles seguro estar entre la
ciudad rebelada y la gente enemiga, y esperando menos poder volver por el camino que habían
salido, determinaron, dando vuelta a los muros de la ciudad, camino largo, montuoso y difícil,
entrar en Nápoles por la puerta contigua a Castilnuovo; pero habiendo entrado Fernando en Nápoles
en este medio y poniéndose a caballo con algunos napolitanos y otros de los suyos, anduvo por todo
el lugar con increíble alegría de todos; recibiéndole la multitud con grande alarido, y no se cansaban
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las mujeres de cubrirle de flores desde las ventanas y de aguas de olor; antes muchas de las más
nobles corrían a la calle a abrazarle y a enjugarle el sudor del rostro.
No se dejaban por esto las cosas necesarias para la defensa, porque el marqués de Pescara,
junto con los soldados que habían entrado con Fernando y con la juventud napolitana, atendía a
barrear y fortificar las bocas de las calles por donde podrían acometer los franceses el lugar desde
Castilnuovo; los cuales, después de haberse juntado en la plaza del Castillo, hicieron todo esfuerzo
para volver a entrar en lo habitado de la ciudad; mas molestándoles con ballestas y con artillería
menuda y hallando en todas las bocas de las calles suficiente defensa, sobreviniendo la noche, se
retiraron al castillo, dejando los caballos en la plaza, que fueron pocos menos de dos mil entre los
útiles y los que no lo estaban; porque en el castillo no había ni capacidad para recibirlos, ni poder
para sustentarlos. Encerróse dentro con Montpensier Ivo de Allegri, capitán estimado, Antonello,
príncipe de Salerno, y otros muchos franceses e italianos de no poca calidad, y, aunque por algunos
días hicieron muchas escaramuzas en la plaza y alrededor del puerto y tiraron a la ciudad con la
artillería, rebatidos siempre por los enemigos, quedaron excluidos de esperanza de poder por sí
mismos recuperar aquella ciudad.
Siguieron luego el ejemplo de Nápoles: Capua, Aversa, el castillo de Mondragón y otras
muchas villas circunvecinas, y se volvió la mayor parte del reino a nuevos pensamientos, por los
cuales, habiendo tomado las armas el pueblo de Gaeta con mayor ánimo que fuerzas, por haberse
visto delante del puerto algunas galeras de Fernando, fue con gran matanza dominado por los
franceses, que estaban en su guarda; los cuales, con la furia de la victoria, saquearon todo el lugar.
Arrimándose al mismo tiempo la armada veneciana a Monopoli, ciudad de Pulla, y echando
en tierra los estradiotas y muchos infantes, la asaltaron por mar y tierra, en donde fue muerto por los
de adentro, con un disparo de artillería, Pedro Bembo, patrón de una galera veneciana; tomaron,
finalmente, la ciudad por fuerza y el castillo lo entregó por temor el capitán francés que estaba en él,
después ocuparon por acuerdo a Pulignano. Pero el intento de Fernando era conquistar a
Castilnuovo y Castel del Uovo, esperando que por hambre se rendirían presto, porque a proporción
del número de la gente que estaba dentro, había allí poca provisión de vituallas, y atendiendo
continuamente a ocupar los lugares vecinos al castillo, hacía esfuerzo por ponerlos continuamente
en mayor estrechez, porque los franceses, no pudiendo estar segura su armada, que era de cinco
naves, cuatro galeras sutiles, una galeota y un galeón, en el puerto, la habían retirado entre la torre
de San Vicente, Castilnuovo y Pizifalcone, que estaban por ellos.
Teniendo las espaldas de Castilnuovo, donde estaban las guardas reales, se extendían hasta
Cappella, y habiendo fortificado el monasterio de la Croce, corrían desde Piedigrota a San Martino;
Fernando, habiendo preso y puesto en resguardo la caballería enemiga y hecho caminos cubiertos
por la Incoronata, ocupó el monte de San Ermo y después el cerro de Pizifalcone, continuando por
los franceses la fortaleza situada en la cumbre; y para quitarle el socorro, porque, en tomándola,
podrían molestar de lugar alto la armada de los enemigos, acometió la gente de Fernando el
monasterio de la Croce; pero recibiendo gran daño de la artillería, al arrimarse, desesperados de
tomarle por fuerza, se inclinaron a hacerlo por trato, desdichado para el autor, porque habiendo
prometido engañosamente un moro que estaba dentro al marqués de Pescara, que ya había sido su
amo, que le metería dentro y llevándole para esto una noche por una escala de madera arrimada al
muro del monasterio, a hablar con él, para ajustar la hora y el modo de entrar, le mataron allí por
traición con una flecha de ballesta que le pasó la garganta.
No fue de poca importancia para las cosas de Fernando la mudanza primero de Próspero y
después de Fabricio Colonna; los cuales, aunque duraba todavía su obligación de servir al rey de
Francia, pasaron, casi luego que recuperó a Nápoles, a su sueldo, excusándose con que no les
habían dado las pagas a los tiempos que debían y con que Virginio Ursino y el conde de Pitigliano,
habían sido muy favorecidos por el Rey con poco respeto de sus méritos, razón que a muchos
parecía inferior a la grandeza de los beneficios que habían recibido de él; mas quién sabe si aquello
que justamente debía ser el freno para retenerlos, era lo que les provocaba a ejecutar lo contrario;
102

porque, cuantos eran mayores los premios que poseían, tanto por ventura fue más poderosa en ellos
(después que veían declinar las cosas de los franceses) la codicia de conservarlos.
Apretando de esta manera el castillo y ocupado el mar con navíos de Fernando, crecía
continuamente la falta de las vituallas, y los defensores sólo se sustentaban con la esperanza de
tener socorro de Francia por el mar, porque luego que Carlos llegó a Asti, enviando a Perone de
Baccie, había hecho partir del puerto de Villafranca, cerca de Niza, una armada de mar que llevaba
dos mil gascones y suizos y provisión de vituallas, habiendo nombrado por su capitán a monseñor
de Arbano, hombre belicoso, pero no experimentado en el mar. Llegó esta armada hasta la isla de
Porezo, y habiendo descubierto en aquellos contornos la de Fernando, que tenía treinta velas y dos
naves gruesas de Génova, se puso luego en fuga, y seguida hasta la isla de Elba, habiendo perdido
una naveta vizcaína, se recogió con tanto espanto en el puerto de Liorna, que no estuvo en manos
del capitán detener que la mayor parte de la infantería saltase en tierra y después, contra su
voluntad, se fuese a Pisa.
Por la retirada de esta armada y apretado de la falta de vituallas, Montpensier y los otros
trataron de entregar a Fernando el castillo donde habían estado asediados tres meses y de irse a
Provenza, si dentro de treinta días no fuesen socorridos, salvas las personas y ropa de todos los que
estaban dentro, y para el cumplimiento dieron a Fernando por rehenes a Ibo de Allegri y otros tres.
No se podía esperar en tan breve tiempo ningún socorro sino de la misma gente que estaba en el
reino; por lo cual monseñor de Persi, uno de los capitanes del Rey, teniendo consigo los suizos y
una parte de las lanzas francesas y acompañado del príncipe de Visignano y de otros muchos
barones, se movió hacia Nápoles.
Teniendo Fernando noticia de su venida les envió a encontrar a Eboli al conde de Matalona
con un ejército, la mayor parte de gente bisoña, escogido de los amigos y de la gente de confianza,
el cual, aunque mucho mayor en número, habiéndose topado con los enemigos en el lago de
Pizzolo, cerca de Eboli, luego que se arrimaron se puso en huida sin pelear, quedando preso en la
fuga Venancio, hijo de Julio de Varano, señor de Camerino. Pero porque no les siguieron mucho los
franceses llegaron a Nola y después a Nápoles, habiendo recibido muy poco daño. Siguieron los
vencedores la empresa de socorrer los castillos, y con tanta reputación, por la victoria alcanzada,
que tuvo Fernando inclinación a desamparar otra vez a Nápoles; pero tomando ánimo por el que le
ponían los napolitanos, movidos no menos del temor propio, causado por la memoria de la rebelión,
que del amor a Fernando, se detuvo en Cappella, y para prohibir que los enemigos se arrimasen al
castillo, acabando una cortadura grande comenzada en el tiempo pasado del monte de San Ermo
hasta el castillo del Uovo, proveyó de artillería y de infantería todos los cerros hasta Cappella, y
sobre ella, de manera que, aunque los franceses que habían venido por el camino de Salerno a Nola,
por la Cava y por el monte de Piedigrotta, llegaron a Chiaia, cerca de Nápoles, estando todo bien
defendido, mostrándose con gran valor Fernando y molestándoles mucho la artillería,
principalmente la que estaba plantada sobre el cerro de Pizifalcone, que sobrepuja a Castel del Uovo
(y adonde en el tiempo pasado solían estar las curiosidades y grandezas de Lúculo tan famosas), no
pudieron pasar más adelante ni arrimarse a Cappella, y no teniendo disposición para adelantarse allí,
porque la naturaleza, favorable a aquella ladera, en todas las otras amenidades le ha negado las
aguas dulces, fueron obligados a retirarse más presto de lo que lo hubieran deseado, dejando, al
hacerlo, dos o tres piezas de la artillería y parte de las vituallas que habían traído para meter en el
castillo.
Fuéronse hacia Nola, y para oponérseles Fernando, dejando asediado el castillo, hizo alto con
su gente en el llano de Palma, cerca de Sarni. Privado Montpensier, por la partida de los franceses,
de toda esperanza de ser socorrido, dejando trescientos hombres en Castilnuovo, número
proporcionado no menos a la falta de vituallas que a su defensa y, guardado a Castel del Uovo,
embarcóse de noche en los bajeles de su armada juntamente con los otros, que eran mil quinientos
soldados y se fue a Salerno, no sin grandes quejas de Fernando, el cual pretendía que no le era
lícito, pendiente el término en que se había de rendir, irse con aquella gente de Castilnuovo. si al
103

mismo tiempo no le entregaba aquel castillo y el del Uovo. Por esto no estuvo sin inclinación
(siguiendo el rigor de los conciertos) de vengarse de esta injuria con la sangre de los rehenes, por la
falta de la palabra de Montpensier, porque no fueron entregados los castillos al término concertado.
Pasado el plazo cerca de un mes, los que habían quedado en Castilnuovo, no pudiendo resistir más
al hambre, se rindieron con condición de que se librasen los rehenes, y casi en los mismos días
concertaron, por la misma ocasión, los que habían quedado en Castel del Uovo rendirse a principio
de la cuaresma, si no fuesen antes socorridos.
Murió casi cerca de este tiempo en Mesina Alfonso de Aragón, en el cual, después que fue rey
de Nápoles, se había convertido en gran infamia e infelicidad aquella gloria y fortuna que, mientras
era duque de Calabria, había ilustrado mucho su nombre por todas partes. Díjose que, poco antes de
su muerte, había hecho instancia con su hijo para volver a Nápoles, donde el odio que por lo pasado
le habían tenido se había convertido casi en amor, y aun se dice que pudiendo más en Fernando
(como es costumbre de los hombres) la codicia del reinar que el respeto de su padre, le respondió,
no menos mordaz que agudamente, que le esperase hasta que le pacificase de manera el reino que
no hubiese de huir de él otra vez.
Para fortalecer Fernando sus cosas con el rey de España, tomó por mujer, con dispensa del
Papa, a Juana, su tía, hija de Fernando, su abuelo, y de Juana, hermana del dicho rey.
Mientras duraba el asedio de los castillos de Nápoles con varios progresos, como se ha dicho,
se reducía a gran aprieto el cerco de Novara, porque el duque de Milán la tenia sitiada con poderoso
ejército, y los venecianos le habían socorrido con tan gran presteza, que no hay memoria de que
jamás en ninguna empresa reparasen menos en los gastos, de manera que en breve, tiempo se
hallaron en el campo de los coligados tres mil hombres de armas, otros tantos caballos ligeros mil
caballos tudescos y cinco mil infantes; pero aquello en que consistía la principal fortaleza del
ejército, eran diez mil Lanzichenech (así llaman comúnmente a los infantes tudescos), la mayor
parte soldados del duque de Milán para oponerlos a los suizos, porque sólo el nombre de ellos
fortalecía a la infantería italiana que, después de la venida de los franceses, se había disminuido
grandemente en reputación y osadía. Gobernábanlos muchos capitanes valerosos, entre los cuales
era de mayor nombre Jorge de Pietrapanta, natural de Austria, que, habiendo sido pocos años antes
soldado de Maximiliano, rey de romanos, había, con gran alabanza, tomado en Picardía la villa de
San Omer al rey de Francia, no sólo anduvo solícito el Senado veneciano en enviar mucha gente a
aquel sitio, pero también, para dar mayor ánimo a sus soldados, había hecho al marqués de Mantua,
de gobernador, capitán general del ejército, honrando el valor que mostró en la batalla del Taro; y
con ejemplo muy grato y digno de eterna alabanza, no sólo acrecentó las fuerzas a aquellos que se
habían portado valientemente, sino a los hijos de muchos que murieron en la batalla dio provisiones
y varios premios y estableció dotes para las hijas.
Atendíase con este ejército tan poderoso al asedio, porque era acuerdo de los coligados (que
en todo se referían principalmente a la voluntad de Luis Sforza) no intentar la fortuna de la batalla
con el rey de Francia, si no estuviesen necesitados a ello, sino fortificarse alrededor de Novara en
lugares a propósito, prohibir que entrasen vituallas, esperando que, por haber dentro poca cantidad y
gran necesidad, no se podría sustentar muchos días, porque, demás del pueblo, de la ciudad y de los
paisanos que se habían metido dentro, tenía allí el duque de Orleans entre franceses y suizos más de
siete mil hombres de gente muy escogida; por tanto, Galeazo de San Severino, con el ejército
tudesco, depuesto todo pensamiento de la expugnación de la ciudad, por haber tantos que la
defendiesen, se alojó en la Mugne, lugar sobre el camino real, muy a propósito para impedir las
provisiones que viniesen de Vercelli, y el marqués de Mantua con la gente veneciana, habiendo
tomado por fuerza algunos lugares circunvecinos. Y pocos días después el castillo de Brión, que era
de alguna importancia, había proveído a Camariano y a Bolgari, lugares entre Novara y Vercelli; y
para impedir con más comodidad las vituallas, distribuyó el ejército en muchos puestos alrededor de
Novara, fortificando los alojamientos de todos.
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Por otra parte, el rey de Francia, para estar más vecino a Novara, había pasado de Asti a Turín
y aun muchas veces llegaba hasta Chieri, obligado del amor de una señora que habitaba allí. No se
dejaban por esto las provisiones de la guerra, solicitando continuamente la gente que pasaba de
Francia, con intención de poner en campaña dos mil lanzas francesas, y no se atendía con menor
cuidado a solicitar la avenida de diez mil suizos, por los cuales había ido el gobernador de Dijon,
pensando, en habiendo llegado ejército, hacer el esfuerzo posible para socorrer a Novara, sin los
cuales no tenía osadía para intentar cosa memorable; porque el rey de Francia, poderosísimo en este
tiempo de caballería y proveído de mucha artillería y de gran industria para manejarla, estaba muy
flaco de propia infantería; pues estando las armas y ejércitos militares sólo en la nobleza, había
faltado en la plebe y gente popular la antigua ferocidad de aquella nación, por haber dejado largo
tiempo la guerra y dádose a las artes y ganancias de la paz; siendo así que muchos reyes pasados,
temiendo la furia del pueblo, por el ejemplo de varias conjuraciones y rebeliones que habían
sucedido en aquel reino, habían atendido a desarmarlos a desviarlos de los ejercicios militares: por
esto, no confiando los franceses en el valor de su propia infantería, iban con miedo a la guerra, si en
su ejército no había alguna parte de suizos.
Esta nación, en todo tiempo indómita y feroz, había aumentado mucho su reputación, cosa de
veinte años antes, porque, siendo acometidos con ejército muy poderoso por Carlos, duque de
Borgoña, que por su poder y fiereza causaba gran terror al reino de Francia y a todos sus vecinos, le
habían dado en pocos meses tres rotas, y en la última, o mientras peleaba, o en la fuga (porque no se
supo el modo de su muerte), quitádole la vida. Por su valor, pues, y porque no tenían emulación con
ellos los franceses, ni diferencia alguna, ni causa de sospechas por intereses propios, como tenían
con los tudescos, no conducían otros infantes forasteros que suizos, y se valían de su ayuda en todas
las guerras grandes, y en este tiempo de mejor gana que en los otros, por conocer que el socorrer a
Novara, sitiada por tan gran ejército y contra tantos infantes tudescos, que peleaban con la misma
disciplina que los suizos, era cosa difícil y peligrosa.
Está en medio de Turín y Novara la ciudad de Vercelli, miembro del ducado de Milán, en
tiempo pasado, pero concedido por Felipe María Vizconti, por las largas guerras que tuvo con
venecianos y florentinos, a Amadeo, duque de Saboya, porque se apartase de ellos. No había
entrado todavía en esta ciudad ninguna de la gente de alguna de las partes, porque la duquesa,
madre y tutora del pequeño duque de Saboya, y de ánimo totalmente francés, no se había querido
declarar por parte del Rey hasta que estuviese más poderoso, dando en aquel medio al duque de
Milán palabras y esperanzas gratas. Pero como el Rey, aumentado ya de gente, pasó a Turín, ciudad
del mismo ducado, vino en que entrasen en Vercelli soldados suyos, por lo cual y por la oportunidad
de aquel lugar había aumentado la esperanza de poder socorrer a Novara.
Al llegar todas sus fuerzas, los confederados estaban con harta duda, y para asentar con mayor
acuerdo cómo se había de proceder en esta dificultad, fue al ejército Luis Sforza y con él Beatriz, su
mujer, que continuamente le acompañaba, no menos en las cosas graves que en las de placer; en
cuya presencia y, como corrió la voz, por consejo suyo principalmente, concluyeron, siendo de un
mismo parecer los capitanes, después de muchas disputas, que para mayor seguridad de todos se
juntase el ejército veneciano con el sforcesco en la Mugne, dejando suficiente guarda en todos los
lugares vecinos a Novara que fuesen a propósito para el asedio, y que se desamparase a Bolgari,
porque estando tres millas de Vercelli, era necesario, si los franceses fuesen a él poderosos para
expugnarle, o dejarle perder ignominiosamente o irle a socorrer con todo el ejército. Contra las
determinaciones que ya habían tomado, que se acrecentase el presidio en Camariano, distante tres
millas del alojamiento de la Mugne, y que, fortificando todo el campo con fosos, reparos y gran
copia de artillería, se tomasen cada día las otras determinaciones, según lo que enseñasen los
movimientos de los enemigos, no dejando de talar y cortar todos los árboles hasta casi las murallas
de Novara, para incomodar a la gente y a la provisión de la caballería, de que había mucha cantidad
en la ciudad.
105

Determinadas estas cosas y hecha la revista general de todo el ejército, se volvió Luis a Milán
para hacer más prontamente las provisiones que de día en día fuesen menester. Por favorecer
también con la autoridad y armas espirituales las fuerzas temporales, dispusieron él y los
venecianos que enviase el Papa uno de sus maceros a Carlos, a mandarle que dentro de diez días se
fuese de Italia con todo el ejército, y dentro de otro breve tiempo sacase su gente del reino de
Nápoles, o que de otra suerte (debajo de las penas espirituales con que amenazaba la Iglesia)
compareciese ante el personalmente en Roma, remedio intentado otras veces por los Papas antiguos;
porque según se lee, no con otras armas que con estas, Adriano, primero de aquel nombre, obligó a
Desiderio, rey de los Longobardos, que con ejército poderoso iba a perturbar a Roma, a que se
retirase de Terni (donde ya había llegado) a Pavía. Pero faltando la reverencia y majestad a los
Papas que por la santidad de sus vidas, nacía en los pechos de los hombres, era difícil esperar, de
costumbres y ejemplos tan contrarios, los mismos efectos; por lo cual Carlos, haciendo burla de esta
orden, respondió que, no habiendo querido el Papa, cuando volvía de Nápoles, esperarle en Roma,
donde había ido para besarle devotamente el pie, se maravillaba que al presente le hiciese tanta
instancia; pero que para obedecerle procuraba abrirse el camino y le rogaba (para que no tomase en
vano esta incomodidad) que quisiese esperarle.
Concluyó Carlos en este tiempo con los embajadores de los florentinos nuevos tratados, no sin
mucha oposición de los mismos que otras veces se lo habían contradicho, a los cuales dio mayor
ocasión a contradecirlo que, habiendo los florentinos, después de recuperar los otros castillos de las
colinas de Pisa, que habían perdido a la vuelta de Carlos, sitiado a Puente de Sacco y ganadole por
acuerdo de quedar libres las personas de los soldados, habían muerto a la salida, contra la palabra
dada, a casi todos los infantes gascones que estaban allí con los pisanos y usado muchas crueldades
contra los muertos; lo cual, si bien había sucedido contra la voluntad de los comisarios florentinos
(quienes, con gran dificultad, salvaron una parte), ejecutándolo algunos soldados que primero
habían estado presos en el ejército francés, siendo tratados muy cruelmente, con todo eso,
interpretando en este caso algunos enemigos suyos en la corte del Rey por manifiesta señal de
ánimo muy enemigo del nombre de todos los franceses, acrecentó dificultad a la plática del acuerdo;
el cual, finalmente, se concluyó, prevaleciendo a otro cualquier respeto, no la memoria de las
promesas y del juramento que había hecho solemnemente, sino la urgente necesidad de dineros y de
socorrer a las cosas del reino de Nápoles.
Concertáronse, pues, en esta forma: que sin ninguna dilación se restituyesen a los florentinos
todas las fortalezas y lugares que estaban en manos del Rey, con condición que estuviesen obligados
dentro de dos años próximos, cuando así le agradase al Rey, y recibiendo debida recompensa, de dar
a Pietrasanta y Serezana a los genoveses en caso que viniesen a la obediencia del Rey, y debajo de
esta esperanza pagasen luego los embajadores de los florentinos los treinta mil ducados de la
capitulación hecha en Florencia, pero recibiendo joyas en prendas de volverlos a cobrar en caso que
por alguna ocasión no se les restituyesen sus villas; que hecha la restitución, prestasen al Rey,
debajo de la obligación de los generales del reino de Francia (este es el nombre de cuatro ministros
reales que reciben la renta de todo el reino) setenta mil ducados, pagándolos por él a la gente que
estaba en el reino de Nápoles y, entre los otros, una parte a los Colonnas, en caso que no hubiesen
hecho acuerdo con Fernando, de que al Rey no le había llegado noticia entera, aunque tenía ya
algún indicio del acuerdo de Próspero; que no habiendo guerra en Toscana, enviasen al reino, en
ayuda del ejército francés, doscientos y cincuenta hombres de armas, y en caso que la hubiese (pero
no otra que la de Montepulciano) fuesen obligados a enviarle, para que le acompañasen hasta el
reino, la gente de Vitelli que estaba en el distrito de Pisa, pero que no estuviesen obligados a. tenerla
allí más que por todo el mes de Octubre; que perdonasen a los pisanos todos los delitos cometidos y
se diese cierta forma en la restitución de las haciendas quitadas e hiciese algunas habitaciones
pertenecientes a las artes y ejercicios, y que, para seguridad del cumplimiento, se diesen por rehenes
seis de los principales ciudadanos de Florencia, a elección del Rey, y para estar cierto tiempo
señalado en su Corte. Concluido este acuerdo y pagados, con las prendas de las joyas, los treinta mil
106

ducados que se enviaron luego para levantar los suizos, se despacharon las letras y las órdenes
reales a los castellanos de las fortalezas para que las restituyesen luego a los florentinos.
Las cosas de dentro de Novara se hacían cada día más duras y dificultosas, aunque el valor de
los soldados era grande y grandísima la obstinación de los novareses en defenderse, por la memoria
de la rebelión. Pero habían ya disminuido las vituallas de tal manera, que la gente comenzaba a
padecer mucho del sustento necesario, y aunque el de Orleans, después que se vio apretado, envió
afuera las bocas inútiles, no era este tan grande remedio que bastase; antes de los soldados franceses
y suizos, poco acostumbrados a sufrir dichas incomodidades, comenzaban a enfermar muchos cada
día, por lo cual Orleans (que también estaba con cuartanas), con muchos mensajeros y cartas,
solicitaba a Carlos que no dilatase el socorro; mas no teniendo todavía junta la gente necesaria, no
podía llegar tan aprisa que satisficiese a necesidad tan urgente. Intentaron, con todo eso, los
franceses muchas veces meter de noche en Novara vituallas conducidas por gruesas escoltas de
infantería y caballería, pero descubriéndolos siempre los enemigos, fueron obligados a retirarse, y
alguna vez con no pequeño daño de los que las conducían. Para cerrar por todas partes a los de
adentro el camino de las vituallas, acometió el marqués de Mantua el monasterio de San Francisco,
que está cerca de las murallas de Novara, y habiéndole ganado, puso en su guarda doscientos
hombres de armas y tres mil infantes tudescos. Libró por esto al ejército de muchos trabajos,
quedando seguro el camino por donde se traían sus vituallas y cerrado el de la puerta de hacia el
monte Biandrana, que era el más fácil para entrar en Novara.
Expugnó, demás de esto, al día siguiente el bastión que habían hecho los franceses a la punta
del burgo de San Nazzaro, y la noche siguiente todo el burgo y el otro bastión que estaba pegado
con la puerta, donde metió guardia y fortificó el burgo. Allí el conde de Pitigliano, que servía a los
venecianos con título de gobernador, fue herido de un arcabuzazo cerca de la cintura y estuvo en
grave peligro de muerte. Desconfiando el duque de Orleans por estos progresos, de poder defender
los otros burgos que, cuando se retiró a Novara, había fortificado, pegándoles fuego la noche
siguiente, redujo todos los suyos solamente a la guarda de la ciudad, sustentándose en lo extremo
del hambre con la esperanza del socorro, que se le acrecentaba; porque, habiendo comenzado ya a
llegar los suizos, el ejército francés, pasando el río de la Sesia, había salido una milla fuera de
Vercelli a alojar en campaña, y habiendo metido guarda en Bolgari, esperaba el resto de los suizos,
creyendo que, en llegando, iría luego a socorrer a Novara, cosa llena de muchas dificultades, porque
la gente italiana estaba alojada en fuertes sitios y con gallardos reparos; el camino de Vercelli a
Novara tenía mucha agua y era difícil por los fosos anchos y profundos de que está lleno el país; y
entre Bolgari (que estaba guardado por los franceses) y el alojamiento de los italianos estaba
Camariano, guardado por ellos. Por estas dificultades no se conocía en el ánimo del Rey ni de los
otros gran presteza, y con todo eso, de llegar antes todo el número de los suizos, hubieran intentado
la fortuna de la batalla, cuyo suceso no podía ser sino muy dudoso para entrambas partes.
Conociéndose por esto el peligro por todos, no faltaban continuamente entre el Rey de Francia y el
duque de Milán pláticas secretas de concordia, aunque con poca esperanza, por la grande
desconfianza que había entre ellos y porque el uno y el otro, para mantenerse en mayor reputación,
mostraban que no tenían deseo de ella.
Pero el acaso abrió otro medio más libre para una conclusión tan grande, porque, habiendo
muerto en aquellos mismos días la marquesa de Monferrato y tratándose de quién había de tomar el
gobierno de un hijo pequeño que había dejado, al cual aspiraban el marqués de Saluzzo y
Constantino, hermano de la marquesa muerta (uno de los señores antiguos de Macedonia, ocupada
muchos años antes por el otomano Mahomet), deseoso el Rey de la quietud de aquel Estado, envió
para ordenarlo, según la voluntad de los vasallos, a Argentón, a Casal Cervaglio, donde, habiendo
ido asimismo, para condolerse de la citada muerte, un mayordomo de la casa del marqués de
Mantua, nacieron entre éstos dos pláticas del beneficio que cada una de las partes recibiría de la
paz, y pasaron tan adelante que, habiendo el Argentón, por consejo suyo, escrito sobre lo mismo a
107

los proveedores venecianos, repitiendo las cosas que se habían comenzado a tratar con ellos desde
el Taro, lo oyeron, y comunicaron a los capitanes del duque de Milán.
Todos concordes enviaron a requerir al Rey (el cual había venido a Vercelli) que señalase
algunos de los suyos para que, en cualquier lugar acomodado, viniesen a hablar con los que ellos
señalarían. Vino el Rey en ello, y se juntaron el día siguiente entre Bolgari y Camariano: por los
venecianos, el marqués de Mantua y Bernardo Contarino, proveedor de sus estradiotas; por el duque
de Milán, Francisco Bernardino Vizconti, y por el Rey de Francia, el cardenal de San Malo, el
príncipe de Orange (el cual, pasando nuevamente de esta parte de los montes, tenía por comisión del
Rey el cuidado principal de todo el ejército), el mariscal de Gies, Pienes y Argentón. Habiéndose
juntado todos muchas veces y demás de esto ido algunos de ellos en diversos días de un ejército al
otro, se reducían todas las diferencias de la ciudad de Novara, porque, no poniendo el Rey dificultad
en el efecto de la restitución, sino en el modo, hacía instancia para dejar menos ofendida su honra,
que en nombre del Rey de romanos, directo señor del ducado de Milán, se depositase en manos de
uno de aquellos capitanes tudescos que estaban en el campo italiano; pero los coligados instaban en
que se dejase libremente.
No pudiéndose resolver tan presto esta y otras dificultades que sucedían como hubieran
habido menester los que estaban en Novara, que se hallaban ya reducidos a tal extremo, que por el
hambre y enfermedades que ella causaba habían muerto cerca de dos mil hombres de la gente de
Orleans, se hizo tregua por ocho días, dándole licencia a él y al marqués de Saluzzo para ir a
Vercelli con poca compañía, pero con promesa de volver adentro con la misma compañía si no se
hiciese la paz, para cuya seguridad, habiendo de pasar por las fuerzas de los enemigos, fue el
marqués de Mantua a una torre cerca de Bolgari que estaba en poder del conde de Fois. No le
hubieran dejado ir los soldados que quedaron en Novara, de no darles antes la palabra de que dentro
de tres días volvería, o que ellos tendrían licencia para salir por su medio y del mariscal de Gies,
que había ido a Novara para sacarle fuera y quedádose un sobrino suyo en rehenes, porque se
habían acabado, no sólo los mantenimientos acostumbrados para el sustento humano, sino también
aquellos de que no se habían abstenido los hombres en tan gran apretura.
Al llegar el duque de Orleans al Rey, se prorrogó la tregua por pocos días, con condición que
toda su gente saliese de Novara, dejando el lugar en poder del pueblo, debajo de juramento de no
entregarlo a ninguna de las partes sin el consentimiento común, y que en el castillo quedasen treinta
infantes por el de Orleans, a los cuales se enviasen cada día las vituallas del campo italiano. Así
salieron de Novara todos los soldados acompañados del marqués de Mantua y de Galeazo de San
Severino, hasta que estuvieron en lugar seguro, pero tan flacos y consumidos por el hambre, que
murieron no pocos de ellos al llegar a Vercelli y los otros quedaron inútiles para emplearse en esta
guerra.
En aquellos mismos días llegó el bailío de Dijon con el resto de los suizos, y aunque no había
pedido más que diez mil de ellos, le fue imposible estorbar que a la fama del dinero del rey de
Francia concurriesen casi popularmente otros muchos, de manera que eran más de veinte mil; la
mitad de ellos se juntó con el campo que estaba cerca de Vercelli y la otra mitad se detuvo apartada
diez millas, no pareciendo del todo seguro que tanta cantidad de aquella nación estuviese junta en el
mismo ejército. De llegar antes hubiera fácilmente interrumpido las pláticas del acuerdo, porque en
el ejército del Rey había, demás de estos, ocho mil infantes franceses, dos mil suizos de los que
habían estado en Nápoles y las compañías de mil y ochocientas lanzas; pero estando la materia tan
adelante y ya desamparada Novara, no se dejaron las pláticas, aunque el duque de Orleans
procuraba eficazmente lo contrario y otros muchos concurrían en su parecer. Por esto iban cada día
los diputados del campo italiano a tratar con el duque de Milán, que había vuelto de nuevo a
negociar directamente una cosa tan importante, aunque siempre en presencia de los embajadores de
los coligados.
Finalmente, volvieron los diputados al rey, llevándole por última conclusión aquello en que se
podía convenir; que entre el rey de Francia y el duque de Milán hubiese perpetua paz y amistad, no
108

derogando el Duque las otras confederaciones que tenía; que consintiese el Rey que le restituyese el
pueblo la ciudad de Novara y fuesen sacados los infantes del castillo; que se restituyesen la Spezia y
otros lugares ocupados por cada una de las partes; que le fuese lícito al Rey armar en Génova, feudo
suyo, cuantos bajeles quisiese y servirse de todas las comodidades de aquella ciudad, excepto en
favor de los enemigos de aquel Estado, y que, para seguridad de esto, les diesen los genoveses
ciertos rehenes; que le hiciese restituir el duque de Milán los bajeles que habían perdido en Rapalle
y las doce galeras detenidas en Génova y le armase de presente a su costa dos carracas gruesas
genovesas, las cuales, juntas con otras cuatro armadas en su nombre, pensaba enviar al socorro del
reino de Nápoles, y que el año venidero estuviese obligado a darle tres de la misma manera; que
concediese paso a la gente que el Rey enviaba por tierra al mismo socorro, pero no pasando por su
Estado más que doscientas lanzas cada vez, y, en caso de que el Rey volviese personalmente a
aquella empresa, debiese seguirle el Duque con cierto número de gente; que tuviesen los venecianos
facultad para entrar en esta paz dentro de dos meses, y, entrando en ella, retirasen su armada del
reino de Nápoles y no pudiesen dar ningún -socorro a Fernando, y que, cuando no observasen esto,
si el Rey les quisiese mover la guerra estuviese obligado de ayudarle el duque de Milán; que fuese
para él todo lo que se conquistase en el Estado de los venecianos; que pagase el duque en todo
Marzo venidero cincuenta mil ducados al de Orleans por los gastos hechos en Novara y diese por
libre al Rey de los ochenta mil ducados del dinero que le había prestado cuando pasó a Italia y le
restituyese los otros, aunque con término más largo; que fuese el Tribulcio absuelto del bando del
Duque y restituido en sus bienes, y el bastardo de Borbón, que fue preso en la jornada del Taro, y
Miolans, que había estado preso en Rapalle y todos los otros prisioneros fuesen libres; que hiciese
el Duque salir de Pisa al Fracassa, que poco antes le había enviado allí, y toda su gente y la de los
genoveses, y no pudiese impedir a los florentinos la recuperación de las villas; que pusiese dentro
de un mes el castillo de Génova en manos del duque de Ferrara, que, llamado para esto de
entrambas partes, había venido al campo italiano, el cual le hubiese de guardar dos años a gastos
comunes, obligándose con juramento a entregarlo, aunque fuese durante el tiempo dicho, al rey de
Francia, en caso que el duque de Milán no le guardase las promesas, el cual, en concluyéndose la
paz, había de dar luego rehenes al Rey para seguridad de entregar el castillo al tiempo concertado.
Referidas estas condiciones al Rey por los suyos que las habían tratado, las propuso en su
Consejo, en donde, variando los ánimos de muchos, monseñor de la Tremouille, habló en esta
manera:
«Si en las presentes deliberaciones no se tratase, magnánimo Rey, sino de acrecentar con
obras valerosas nuevas glorias a la corona de Francia, yo me moviera por ventura más lentamente
en aconsejar que vuestra real persona se expusiese a nuevos peligros, aunque. vuestro mismo
ejemplo nos debía aconsejar lo contrario, porque, no movido de otra cosa que de deseo de gloria,
determinasteis, contra consejos y ruegos de casi todo vuestro reino, pasar el año pasado a Italia a la
conquista del reino de Nápoles, donde, habiendo tenido con tan gran fama y honra tan próspero
suceso vuestra empresa, es cosa muy clara que no sólo se consulta si se ha de rehusar la ocasión de
alcanzar honra y gloria nueva, sino si se ha de determinar que se desprecie y deje perder aquella que
con tan grandes gastos y peligros habéis conseguido, convirtiendo la honra alcanzada en grande
ignominia, y siendo vos quien reprendáis y condenéis las determinaciones tomadas por vos mismo.
Porque podía V. M., sin ninguna culpa suya, estarse en Francia, y entonces no se debía atribuir más
que a negligencia o a la edad, ocupada en placeres, lo que al presente atribuirá todo el mundo a gran
temor y vileza: podía V. M., luego que llegó a Asti, con menor vergüenza suya volverse a Francia,
mostrando que no le pertenecían las cosas de Novara; pero ahora que, después de detenido aquí con
el ejército, ha publicado que lo ha hecho para librar del asedio a Novara, hecho venir para esto de
Francia tanta nobleza y conducido con innumerables gastos tantos suizos, ¿quién puede dudar que,
no librándola, vuestra gloria y la de vuestro reino se convierta en eterna infamia? Pero aquí hay más
poderosas o a lo menos más necesarias razones, si es que en los pechos más magnánimos de los
reyes puede haber mayor o más ardiente estímulo que la ambición de la fama y de la gloria; porque
109

nuestra retirada a Francia, consintiendo por concierto la pérdida de Novara, no quiere decir otra
cosa que la pérdida de todo el reino de Nápoles, la ruina de tantos capitanes, de tanta nobleza que ha
quedado debajo de vuestra esperanza y de la palabra que disteis de socorrerlos presto, para la
defensa de aquel reino, los cuales quedarán desesperados del socorro, entendiendo que vos cedéis a
los enemigos, hallándoos en las fronteras de Italia con tan gran ejército.
»Dependen en gran parte, como todos saben, de la reputación los sucesos de las guerras, y
cuando ella declina, declina también el valor de los soldados, disminuye la fe de los pueblos,
aniquílanse las rentas señaladas para sustentar las guerras; y por el contrario, crece el ánimo de los
enemigos, desvíanse las dudas y auméntanse infinito todas las dificultades. Faltando, con nueva tan
infeliz, el valor a vuestro ejército; quedando mayores las fuerzas y reputación de los enemigos,
¿quién duda que oiremos presto la rebelión de todo el reino de Nápoles; presto el deshacerse nuestro
ejército, y que aquella empresa, comenzada y proseguida con tanta gloria, no nos habrá causado
otro fruto que daño e infamia infinita? Porque quien se persuade que esta paz se hace
verdaderamente, muestra que considera poco las condiciones de las cosas presentes, muestra que
conoce poco el natural de aquellos con quien se trata, siendo fácil de comprender que, en habiendo
vuelto las espaldas a Italia, no se nos guardará ninguna cosa de las que se capitulan, y que, en
trueque de darnos las ayudas prometidas, enviarán socorro a Fernando; y la misma gente que se
gloriara de habernos hecho huir vilmente de Italia, irá a Nápoles a enriquecerse con nuestros
despojos. Yo tolerara más fácilmente sta ignominia si se pudiera dudar de la victoria por alguna
ocasión probable; pero, ¿cómo puede nacer esta sospecha en quien, considerando la grandeza de
nuestro ejército y la oportunidad que tenemos del país circunvecino, se acuerde de que, cansados de
tan largo camino, cortadas las vituallas, muy pocos en número, y en medio de todo el país enemigo
peleamos tan ferozmente contra un grueso ejército sobre el río del Taro, que aquel día corrió más
crecido de sangre de los enemigos que de sus propias aguas?
»Abrimos con las armas el camino, y victoriosos anduvimos ocho días por el ducado de
Milán, que todo nos era contrario. Tenemos al presente doblada caballería y mucha más infantería
francesa, que entonces nos faltaba, y en vez de tres mil suizos, tenemos ahora veintidós mil; los
enemigos, si bien están aumentados de infantes tudescos, se puede decir que en nuestra
comparación han crecido poco, porque su caballería es casi la misma, son los mismos capitanes, y
habiendo sido batidos una vez por nosotros con tanto daño, volverán a pelear con grande miedo. ¿Y,
por ventura, los premios de la victoria son tan pequeños que deben ser antes despreciados de
nosotros que procurados conseguir a costa de cualquier peligro? Porque no se combate solamente
por la conservación de tan gran gloria alcanzada, por la defensa del reino de Nápoles, por el bien de
tantos capitanes vuestros y de tanta nobleza; sino que se pondrá en medio de la campaña el imperio
de toda Italia; la cual, venciendo aquí, será por todas partes empresa de nuestra victoria, porque
¿qué otra gente? ¿qué otros ejércitos quedan a los enemigos en cuyo campo están todas las armas y
capitanes que han podido juntar? Un foso que nosotros pasemos, un reparo que despuntemos, ponen
en nuestro poder cosa tan grande, como lo es el imperio y riquezas de toda Italia y el poder
vengarnos de tantas infamias. Estos dos estímulos acostumbrados a encender a los hombres
pusilánimes y flojos, si no mueven nuestra feroz y belicosa nación, podremos decir con verdad que
nos ha faltado más presto el valor que la fortuna, la cual nos ha traído ocasiones de ganar en tan
corto campo y en pocas horas tan grandes y tan excelentes premios, cuanto no habíamos sabido
desear nosotros.»
Habló en contrario de esto el príncipe de Orange así:
«Si nuestras cosas, cristianísimo rey, no se hubieran reducido a tan gran estrechez de tiempo,
sino que estuvieran en estado que nos dieran lugar a acompañar las fuerzas con la prudencia y la
industria, y no nos obligaran, si queremos perseverar en las armas, a proceder con ímpetu y contra
todos los preceptos del arte militar, sería yo también uno de aquellos que aconsejan que se rehúse el
acuerdo; porque verdaderamente nos animan muchas razones a no aceptarle, no pudiendo negarse
que el continuar la guerra sería muy honroso y muy a propósito para nuestras cosas del reino de
110

Nápoles; pero los términos a que se ha reducido Novara, y el castillo donde no hay con que vivir un
día, nos obligan, si la queremos socorrer, a acometer con presteza a los enemigos, y cuando todavía,
dejándola perder, pensemos pasar la guerra a otra parte del Estado de Milán, la sazón del invierno,
que se acerca, muy incómoda para guerrear en estos lugares bajos y llenos de agua; la calidad de
nuestro ejército que, por su naturaleza, y tan grande multitud de suizos, si no se emplease presto,
podría ser más dañosa a nosotros que a nuestros enemigos, y la falta grande de dinero, por la cual es
imposible mantenernos aquí mucho, nos necesitan, no aceptando el acuerdo, a procurar acabar
presto la guerra; lo cual no se puede hacer de otra manera que yendo de hecho a pelear con los
enemigos; y esto, por sus calidades, y la del país, es tan peligroso que no se podrá decir que el
proceder de esta manera no sea suma temeridad e imprudencia, porque su alojamiento es fuerte por
naturaleza y por arte, habiendo tenido tanto tiempo para repararle y fortificarle; los lugares
circunvecinos que le han puesto de guarda son muy de provecho para su defensa y están bien
amunicionados; el país, por la fortaleza de los fosos y por el impedimento de las aguas, es tan
dificultoso para la gente de a caballo que, quien piensa en ir a buscarlos de lejos y no en
arrimárseles paso a paso con las comodidades y ventajas, y como se dice, ganando el país y los
alojamientos palmo a palmo, no busca otra cosa que aventurarse con muy grande y casi cierto
peligro.
»Porque ¿con qué discurso, con qué razones de guerra, con qué ejemplo de capitanes
excelentes se debe acometer con ímpetu un ejército tan grueso, estando en alojamiento tan fuerte y
lleno de artillería? Es necesario, a quien quisiere proceder de otra suerte, procurar acaso desalojarlos
de su alojamiento fuerte, tomando alguno que los sojuzgue, o impedirles las vituallas. De estas
cosas no veo que se pueda esperar ninguna, si no es procediendo maduramente y con largo tiempo,
y cada uno sabe qué comodidad tenemos para esperarlos. Demás de que nuestra caballería no es del
número ni de la fuerza que muchos se persuaden, estando enfermos muchos, como todos saben,
muchos se han vuelto a Francia con licencia y sin ella, y la mayor parte de los que quedan, cansados
por la larga milicia, están más deseosos de irse que de pelear. El número grande de suizos, que es el
nervio principal de nuestro ejército, quizá nos es tan dañoso, como sería inútil si fuese más corto;
porque ¿quién hay que sea práctico del natural y costumbres de aquella nación, y que sepa cuán
dificultoso es cuando están juntos manejarlos, que nos asegure que no harán algún alboroto
peligroso, mayormente pasando las cosas a la larga? Y en este medio por razón de las pagas, de que
son insaciables, y por otros accidentes pueden nacer mil ocasiones que los alteren. Así quedamos
inciertos si su ayuda nos será medicina o veneno; y en esta incertidumbre, ¿cómo podremos afirmar
nuestros consejos? ¿Cómo nos podremos resolver a ninguna determinación animosa y grande?
»Nadie duda que sería más honrosa y más segura para la defensa del reino de Nápoles la
victoria que el acuerdo; mas en todas las acciones humanas, y mayormente en las guerras, es
necesario muchas veces acomodar el consejo con la necesidad; no por deseo de alcanzar la parte,
que es muy dificultosa y casi imposible, exponer el todo a manifiesto peligro; ni es menor oficio de
valeroso capitán obrar como sabio que como animoso. No ha sido la empresa de Novara
principalmente vuestra empresa, ni os toca sino indirectamente, pues no pretendéis derecho sobre el
ducado de Milán, ni fue vuestra partida de Nápoles para deteneros a hacer la guerra en el Piamonte,
sino para volver a Francia a poner en orden dinero y gente para poder socorrer con más gallardía el
reino de Nápoles, el cual, en este medio, con el socorro de la armada que partió de Niza con la gente
de Vitelli y con las ayudas y dineros de los florentinos, se entretendrá tanto que pueda esperar
fácilmente las provisiones poderosas que en Francia les hacéis.
»No soy yo tampoco de los que afirman que el duque de Milán guardará esta capitulación;
pero habiéndonos dado él y los genoveses los rehenes y depositado el castillo, según la forma de los
capítulos, al fin tendréis alguna prenda y seguridad. Ni por esto será cosa de gran maravilla que
desee la paz, por no ser siempre el primero ofendido de vos, ni tienen por su naturaleza las ligas en
que concurren muchos tal firmeza o concordia que no se pueda esperar que se entibie o aparte
alguno de los otros, y entonces, por cualquier pequeña aventura o respiradero que se nos
111

descubriese, tendremos la victoria fácil y segura. Yo, finalmente, os animo, rey cristianísimo, al
acuerdo, no porque por sí mismo sea provechoso y loable, sino porque pertenece a los príncipes
sabios en las determinaciones dificultosas y molestas probar por fácil y deseable aquella que es
necesaria o que tiene menos dificultades y peligros que todas las otras.»
Replicó el duque de Orleans a lo que había dicho el de Orange, y con tan gran desabrimiento
que, pasando el uno y el otro de las palabras encendidas a las injurias, le desmintió el de Orleans,
estando todos presentes, y con todo eso la inclinación de la mayor parte del consejo y de casi todo el
ejército era que se aceptase la paz; pudiendo tanto en todos, y no menos en el Rey que en los otros,
el deseo de volver a Francia, que impedía el conocimiento del peligro del reino de Nápoles y cuán
afrentoso era dejar perder delante de sus propios ojos a Novara y la partida de Italia con condiciones
tan injustas por la incertidumbre de la observancia. Favoreció el príncipe de Orange esta
determinación con tanto calor, que muchos sospecharon que, a petición del Rey de romanos, de
quien era muy amigo, no miraba menos por el interés del duque de Milán, que por el del rey de
Francia. Era grande cerca de Carlos su autoridad, parte por su ingenio y valor, y parte porque
fácilmente tienen los príncipes por sabios a los que se conforman más con sus intenciones.
Fue, pues, concertada la paz, la cual aun no la hubo jurado el duque de Milán, cuando el Rey,
todo atento a volverse a Francia, se fue luego a Turín, apresurando también su partida desde
Vercelli, porque aquella parte de suizos que estaba en su campo, para asegurarse de tener sus
sueldos por tres meses enteros, como decían que siempre lo había observado con ellos Luis XI,
aunque no se les prometiera ni militaran tanto tiempo por él, trataban de retener al Rey o a los
principales de su Corte. Pudo librarse el Rey de este peligro con su breve partida, pero habiendo
preso los suizos al bailío de Dijon y a los otros cabos que los habían conducido, se vio forzado al fin
a asegurarles con rehenes y promesas lo que le pedían.
Deseoso el Rey de establecer la paz hecha, envió desde Turín al duque de Milán, al mariscal
de Gies, al presidente Gannai y a Argentón para inducirle a que se viese con él, lo cual mostraba el
Duque desear; pero sospechaba algún engaño, y por este temor, o quizá estudiosamente
interponiendo dificultades, por no dar celos a los ánimos de los coligados o por ambición de no ir
como inferior al rey de Francia, proponía avocarse en medio de algún río, haciéndose sobre él una
puente, o con barcas o de otra manera que quedase entre ellos una fuerte estacada de madera, pues
de este modo se habían hablado otras veces juntos los reyes de Francia y de Inglaterra y otros
príncipes grandes de Poniente. Pensó el Rey que esto era indigno de su persona y, habiendo recibido
de él los rehenes envió a Perone de Baccie a Génova a recibir las dos carracas que le había
prometido y otras cuatro que había de armar a su costa para socorrer los castillos de Nápoles, pues
sabía ya de cierto que no habían recibido el socorro de la armada que envió desde Niza, y que, por
esto, habían tratado de rendirse, si dentro de treinta días no fuesen socorridos. Pensaba embarcar en
ellas tres mil suizos y juntarlas con la armada que se había retirado a Liorna y con algunos otros
bajeles que se esperaban de Provenza, los cuales, sin las naves gruesas genovesas, no fueran
bastantes para aquel socorro, estando ya lleno el puerto de Nápoles de una armada gruesa, por que
demás de los bajeles que condujo allí Fernando, habían enviado los venecianos veinte galeras y
cuatro naves. Envió también el rey a Argentón a Venecia para pedirles que entrasen en la paz, y
después tomó el ca. mino de Francia con tanta presteza y ardor él y toda su Corte para llegar pronto,
que aun no quiso detenerse unos pocos días en Italia para esperar que los genoveses le diesen los
rehenes que le habían prometido, como sin duda lo hubieran hecho, si no fuera tan aprisa; y así, al
fin de octubre del año de 1495 volvió de la otra parte de los montes, más semejante a vencido que a
vencedor, no obstante las victorias que había ganado, dejando en Asti por gobernador, fingiendo que
había comprado esta ciudad al duque de Milán, a Juan Jacobo Tribulcio con quinientas lanzas
francesas, las cuales, dentro de pocos días, le siguieron casi todas por su propia autoridad; no
habiendo dejado para el socorro del reino de Nápoles más provisión que la orden de las naves que
se armaban en Génova y Provenza y la consignación de las ayudas y dinero que le habían prometido
los florentinos.
112

No parece cosa indigna de memoria, después de lo referido en otras cosas, decir que, en este
tiempo fatal para Italia, en que sus calamidades tuvieron origen por la pasada de los franceses, o a lo
menos que se les atribuyeron a ellos, principió la enfermedad que los franceses llaman mal de
Nápoles y los italianos comúnmente bubas o el mal francés, porque, comenzando en ellos, mientras
estaban en Nápoles, le derramaron por toda Italia cuando se volvieron a Francia. Esta enfermedad, o
nueva del todo, o no conocida hasta esta edad en nuestro hemisferio, sino en sus partes más remotas
y últimas, fue principalmente por muchos años tan horrible, que como de grave calamidad merece
que se haga mención, porque descubriéndose con postillas muy feas, que muchas veces se
convertían en llagas incurables o con dolores muy intensos en las coyunturas y nervios de todo el
cuerpo, no usando los médicos, poco prácticos de esta enfermedad, remedios a propósito, sino
muchas veces del todo contrarios y que la dañaban mucho más, quitó la vida a mucha gente de todo
sexo y edad; a muchos dejaba de aspecto muy disforme e inútiles y sujetos a martirios casi
perpetuos, y la mayor parte de los que parecía que sanaban, volvían dentro de poco tiempo a la
misma miseria, si bien después del curso de muchos años, o mitigándose el influjo celestial que le
había causado tan cruel, o habiéndose aprendido remedios a propósito para curarla, por larga
experiencia, se ha hecho mucho menos dañosa, habiéndose mudado por sí misma en diferentes
especies de la primera calamidad. Y justamente se podrán quejar de ella los hombres de nuestro
tiempo, si les tocase sin culpa propia, porque está probado por consentimiento de todos los que con
diligencia han observado la propiedad de este mal, que, o nunca, o muy difícilmente, llega a nadie
sino por contagio de tratar con mujeres. Pero es conveniente quitar esta ignominia del nombre
francés, porque después se manifestó que esta enfermedad había sido llevada de España a Nápoles,
y que no era propia de aquella nación, sino traída de aquellas islas que (como en otro lugar más a
propósito se dirá) comenzaron a descubrirse en nuestro hemisferio, casi en estos mismos años, por
la navegación de Cristóbal Colón, genovés; en cuyas islas tiene este mal muy pronto remedio por la
benignidad de la naturaleza y porque, con beber solamente del jugo de una madera muy noble por
sus muchas y memorables virtudes, que nace en aquellas islas, se libran felizmente de él.

FIN DEL LIBRO SEGUNDO.


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LIBRO TERCERO

Sumario
Viéndose los pisanos oprimidos grandemente por las armas de los florentinos, pidiendo ayuda
a los venecianos, fueron socorridos por ellos, como de quien aspiraba al dominio de aquella tierra,
aunque la tutela que habían tomado de aquella ciudad había sido disuadida y murmurada por
muchos viejos de aquel Senado; pero no por esto cesaron los florentinos en su empresa, y si bien
tenían por contrarios tantos príncipes, y los ministros del Rey no ponían en ejecución las comisiones
reales dispuestas en su favor, con todo eso atendieron dentro y fuera a proseguir con brío cuanto
habían concebido en su ánimo en lo tocante a Pisa. Comenzóse también en este tiempo la guerra en
Pulla y en el Abruzzo entre los aragoneses y franceses por causa del reino de Nápoles, y
manejándose tibiamente, así por el rey de Francia (que murió después en Amboise) como por sus
ministros, tuvieron buen fin los aragoneses, y de esta guerra nació que los güelfos y gibelinos se
hicieron muchos daños unos a otros, así en lo de Perugia, como en otros lugares, y que Luis Sforza
llamase al emperador Maximiliano a Italia. Sucedió, asimismo, en estos tiempos, que el papa
Alejandro movió guerra a los Ursinos, dándole ocasión para esta empresa la prisión de Virginio
Ursino y de otras cabezas de aquella familia que estaban detenidas en Nápoles. Y aconteció,
también, que, gobernándose confusamente el Estado de Florencia, intentó Pedro de Médicis volver
dentro de la ciudad por vía de conjuración que, descubierta, fue causa de la muerte de muchos
nobles florentinos, y pudiendo estorbarla en alguna parte el Savonarola, no lo hizo; por lo cual, sus
contrarios, multiplicando las acusaciones contra él, obraron de manera que fue muerto
vergonzosamente.

Capítulo I
Efectos de la vuelta de Carlos a Francia.—Luis Sforza y los venecianos deliberan defender a
Pisa.—Hechos de armas con los florentinos.—Intrigas de Pedro de Médicis.-Su esperanza.—
Tumultos en el Perugino.

La vuelta poco honrosa del rey de Francia a la otra parte de los montes, aunque procedía más
de imprudencia y desórdenes que de flaqueza de fuerzas o miedo, dejó en los ánimos de los
hombres no pequeña esperanza de que Italia, que había sido trabajada por desdichas, había de
quedar presto libre del insolente imperio de los franceses; por lo cual, se oían por todas partes las
alabanzas al Senado veneciano y al duque de Milán que, tornadas las armas con prudente y animosa
determinación, habían estorbado que una tan excelente parte del mundo cayese en esclavitud de
forasteros; los cuales, si ciegos de las codicias particulares no hubieran (aun con daño e infamia
propia) corrompido el bien universal, no se duda que Italia, restituida con sus consejos y fuerzas a
su primer esplendor, hubiera estado por muchos años segura de la furia de las naciones
ultramontanas. Pero la ambición, que no permitió que ninguno de ellos estuviese contento en los
términos justos, fue ocasión de volver a causar presto en Italia nuevas turbaciones, y de que no se
gozase el fruto de la victoria que tuvieron después contra el ejército francés que había quedado en el
reino de Nápoles. Dejaron conseguir fácilmente esta victoria la negligencia y consejos imprudentes
114

del Rey, habiendo salido vano el socorro que había ordenado cuando partió de Italia, porque ni las
provisiones de la armada ni las ayudas prometidas de los florentinos tuvieron efecto.
No había condescendido Luis Sforza en la paz con Carlos con sincera lealtad, porque
acordándose, como es condición de quien ofende, de las injurias que le había hecho, estaba
persuadido de que no podía confiar seguramente en la fe del Rey; mas el deseo de recuperar a
Novara y de librar de la guerra su Estado propio, le había inducido a prometer lo que no pensaba
cumplir, y no se dudó que, en la paz hecha con este fingimiento, había intervenido el beneplácito
del Senado veneciano, deseoso de aligerarse, sin infamia suya, del gasto grande que por su
república se sustentaba en los contornos de Novara. Con todo eso, Luis, por no apartarse luego de la
capitulación tan imprudentemente, sino con algún color, cumplió aquello que no podía negar que
estaba en su albedrío, dio los rehenes, hizo librar los prisioneros, pagando de su propio dinero sus
rescates, restituyó los bajeles que había tomado en Rapalle, quitó de Pisa al Fracassa, el cual no
podía disimular que estaba a su sueldo, y dentro del mes concertado en los capítulos entregó el
castillejo de Génova al duque de Ferrara, que fue en persona a recibirlo. Por otra parte, dejó en Pisa
a Lucio Malvezzo, con no pequeño número de gente, como soldado de los genoveses; permitió que
fuesen al reino de Nápoles dos carracas que se habían armado en Génova para Fernando,
excusándose con que, por haberlas tomado a su sueldo antes que se concluyese la paz, no era
permitido el negárselas; impidió secretamente que los genoveses le diesen los rehenes; y lo que fue
de mayor momento para la pérdida de los castillos de Nápoles, después que el Rey hubo acabado de
armar las cuatro naves y él proveído las dos a que estaba obligado, fue lo que dispuso de que los
genoveses, mostrando miedo, rehusasen que se armasen de soldados del Rey, si primero no recibían
de él suficiente seguridad de que no se quedaría con ellas ni intentaría con sus fuerzas mudar el
gobierno de Génova.
Quejándose el Rey de estas cavilaciones por personas propias a Luis, respondía unas veces
que había prometido dar las naves, pero que no se había obligado a que las pudiesen armar con
gente francesa, y otras que el dominio que tenía de Génova no era absoluto, sino limitado con tales
condiciones que no estaba en su mano forzarla a hacer todo lo que le parecía, especialmente las
cosas que los genoveses juzgasen ser peligrosas para su Estado o para su propia ciudad. Y para
fortalecer más estas excusas, dispuso que el Papa mandase a los genoveses y a él, debajo de
censuras, que no dejasen al rey de Francia sacar de Génova bajeles de ningún porte; por lo cual
salió vano este socorro esperado por los franceses que estaban en el reino de Nápoles con sumo
deseo; como asimismo salieron vanos los dineros y las ayudas que habían prometido los florentinos,
porque, después del acuerdo hecho en Turín, habiendo partido luego con todas las órdenes
necesarias Guido Antonio Vespucci, uno de los embajadores que habían intervenido en concluirle, y
pasando sin sospecha por el ducado de Milán (porque la república de Florencia no se había
declarado por enemiga de ninguno), fue detenido en Alejandría, por orden del Duque, despojado de
todos los papeles y llevado a Milán, donde, entendida la capitulación y las promesas de los
florentinos, fue determinado por los venecianos y por el Duque que era bien no dejar perecer a los
pisanos, los cuales, luego que partió de Pisa el rey de Francia, habían, por nuevos embajadores,
encomendado en Venecia y en Milán sus cosas. Moviéronse ambos a esta protección con
consentimiento del Papa y de los embajadores de los otros confederados, debajo de pretexto de
impedir el dinero y la gente que los florentinos tenían obligación a enviar al reino de Nápoles, si
recobraban Pisa y las otras villas, y porque, estando unidos al rey de Francia, podrían, quedando
más poderosos por la recuperación de aquella ciudad y librándose de aquel impedimento, estorbar
de muchas maneras el bien de Italia.
Movíanse principalmente por el deseo de hacerse Señores de Pisa, a cuya presa aspiraba de
mucho antes Luis, y comenzaban también a volver los ojos los venecianos, como quien, por estar
disuelta la antigua unión de los otros potentados y enflaquecida una parte de los que solían
oponérseles, abrazaban ya con pensamientos y esperanzas la monarquía de Italia y parecíales que
para esto era muy a propósito poseer a Pisa, para comenzar, por la comodidad de su puerto (el cual,
115

se juzgaba que difícilmente podrían conservar largo tiempo los florentinos, no teniendo a Pisa) a
extenderse en el mar de abajo, y para afirmar, con la comodidad de la ciudad, un pie de no poca
importancia en Toscana. Con todo eso, habían estado más prontas las ayudas del duque de Milán, el
cual, entreteniéndose al mismo tiempo en varias pláticas con los florentinos, había ordenado que el
Fracassa, debajo de color de negocios particulares, porque tenía posesiones en aquel territorio, fuese
a Pisa y que los genoveses enviasen de nuevo a aquella ciudad infantería; atendiendo en este medio
los venecianos a animar a los de Pisa con promesas de enviar. les ayuda, para lo cual habían enviado
a Génova un secretario a tomar a sueldo infantería y animar a los genoveses para que no
desamparasen a Pisa. Pero ejecutaban lentamente el enviarlos a aquella ciudad porque, mientras la
ciudadela estaba por el Rey y él se detenía en Italia, no juzgaban que se había de hacer mucho
fundamento en aquellas cosas.
Por otra parte, los florentinos, al saber los nuevos conciertos que sus embajadores habían
hecho con el rey en Turín, habían aumentado su ejército, para poder, luego que llegasen lar órdenes
reales, obligar a los pisanos a que los recibiesen. Mientras tardaban, por haber detenido a su
embajador, habiendo tomado el castillo de Palaja, sitiaron a Vico Pisano y salió vana la opugnación
de este castillo, parte porque los capitanes, o con mal consejo, o porque juzgasen que tenían gente
suficiente para poner el sitio por la parte de Pisa, mayormente habiendo: hecho los pisanos una
fortificación en lugar muy levantado cerca de la villa, se acamparon en la parte de abajo, hacia
Bientina, lugar poco a propósito para ofender a Vico, y, estando allí, quedaba abierto a los sitiados
el camino de Pisa y de Cascina, parte porque Paulo Vitelli, con su compañía y la de sus hermanos,
habiendo recibido tres mil ducados de los de Pisa, entró allí para defenderla, diciendo que tenía
cartas del Rey y orden del general del Langüedoc, hermano del cardenal de San Malo, el cual había
quedado enfermo en Pietrasanta, para defender a Pisa y su territorio hasta que se le ordenase otra
cosa. Era verdaderamente cosa de maravilla que a un mismo tiempo fuesen los pisanos defendidos
por la gente del rey de Francia, ayudados por la del duque de Milán y sustentados con esperanzas
por los venecianos, aunque aquel Senado y el Duque estuviesen de manifiesta guerra con el Rey.
Por el socorro de la gente de Vitelli se defendió fácilmente Vico Pisano y con no pequeño daño del
campo de los florentinos, el cual alojaba en lugar tan descubierto, que le ofendía mucho la artillería
que se había traído a Vico Pisano, de manera que, después de haberse detenido allí muchos días, fue
necesario que los capitanes lo levantasen, con poca honra.
Pero habiendo llegado después las órdenes reales, que se habían enviado duplicadas
ocultamente por diversas vías, fueron luego restituidas a los florentinos la villa y las fortalezas de
Liorna y del puerto por Saliente, lugar-teniente de monseñor de Beaumont, a quien el Rey las había
dado en guarda, y monseñor de Lila, comisario señalado para recibir de los florentinos la
ratificación del acuerdo hecho en Junio y para hacer ejecutar la restitución, comenzó a tratar con
Entragues, castellano de la ciudadela de Pisa y de los castillos de Pietrasanta y Mutrone, para ajustar
con él el día y el modo de entregarlos. Mas Entragues, inducido o de la misma inclinación que
tuvieron en Pisa todos los franceses, o de comisiones secretas que tuviese de Ligni, en cuyo nombre
y como dependiente suyo había sido señalado para aquella guarda, cuando el Rey partió de Pisa, o
provocado del amor que tenía a una muchacha hija de Lucas de Lante, ciudadano de Pisa (porque
no era creíble que le moviese solamente el dinero, pues podía esperar mayor cantidad de los
florentinos, comenzó a interponer varias dificultades, unas veces interpretando las patentes reales
fuera del verdadero sentido, y otras diciendo que, desde el principio, había tenido orden para no
restituirla sino es recibiendo alguna contraseña secreta de Ligni.
Habiéndose disputado sobre estas cosas algunos días, les fue necesario a los florentinos hacer
nueva instancia con el Rey, que aún estaba en Vercelli, para que diese orden en este embarazo,
nacido con tan gran ofensa de su dignidad y utilidad propia. Mostró el Rey gran enfado de la
desobediencia de Entragues, y, no sin enojo, mandó a Ligni que le obligase a obedecer, con
intención de enviar con esta orden, con nuevas patentes y cartas eficaces del duque de Orleans, de
quien era súbdito, un hombre de autoridad; pero pudiendo más la pertinacia de Ligni y de sus
116

favorecedores que el poco consejo del Rey, se dilató el despacho por algunos días, y al fin envió con
él, no a hombre de autoridad, sino a Lanza en Puño, gentil hombre privado, con el cual fue Camilo
Vitelli, para conducir al reino de Nápoles, con parte del dinero que habían de desembolsar los
florentinos, su gente, que, luego que llegaron las patentes del Rey, se había unido con su ejército.
No produjo este despacho mayor fruto que el primero, aunque el castellano había recibido ya
dos mil ducados de los florentinos para sustentar, hasta la respuesta del Rey, los infantes que
estaban en guarda de la ciudadela, y se habían pagado a Camilo treinta mil ducados, por impedir
que las letras reales se presentasen, porque el castellano que, según se cree, había recibido
secretamente, por otro camino, órdenes contrarias de Ligni, después de muchos días de
cavilaciones, juzgando que los florentinos, por haber en Pisa demás de los hombres de la ciudad y
de su comarca mil infantes forasteros, no fuesen bastantes a forzar el burgo de San Marcos, que está
junto a la puerta fiorentina contiguo a la ciudadela (a cuya frente habían labrado antes con su
consentimiento una trinchera muy grande), y juzgando poder conseguir por sí el mismo efecto, sin
oponerse manifiestamente a las órdenes del Rey, envió a decir a los comisarios florentinos que se
presentasen con el ejército a la dicha puerta, lo cual no podían hacer si no expugnaban el burgo,
porque, si los pisanos no quisiesen recibirlos dentro por acuerdo, les forzarían a desampararla,
estando aquella puerta sujeta a la artillería de la ciudadela, de manera que, contra la voluntad de
quien estaba dentro, no se podía defender.
Yendo los florentinos con grande aparato, osadía y ardiente disposición de todo el campo, que
alojaba en San Rimedio, lugar cerca del burgo, acometieron con tal valor por tres partes la trinchera
(de cuya disposición y de los reparos estaban informados por Paulo Vitelli), que con gran presteza
pusieron en huida a los que la defendían, y, siguiéndolos, entraron mezclados con ellos en el burgo
por un puente levadizo que se unía con la trinchera, matando y prendiendo a muchos de ellos, y no
hay duda que con la misma furia y, sin tener ayuda de la ciudadela, hubieran al mismo tiempo, por
la puerta por donde ya habían entrado algunos de sus hombres de armas, ganado a Pisa, porque los
pisanos, puestos en huida, no hacían ninguna resistencia. Mas viendo el castellano que las cosas
salían a diferente fin de lo que había dispuesto, comenzó a tirar con la artillería a la gente de los
florentinos, por cuyo repentino accidente, desmayados los comisarios y capitanes, siendo ya
muertos y heridos por la artillería muchos soldados, entre los cuales Paulo Vitelli lo fue en una
pierna, desesperados de poder, con la oposición de la ciudadela, tomar aquel día a Pisa, mandaron
tocar a recoger e hicieron retirar la gente, quedando en su poder el burgo conquistado, aunque
dentro de pocos días se vieron obligados a desampararle, porque, batidos continuamente por la
artillería de la ciudadela, recibían allí muy gran daño. Se retiraron hacia Cascina, esperando que
diese más órdenes el Rey contra tan manifiesta rebeldía de los suyos mismos.
No faltaban a los florentinos, mientras se esperaban estas órdenes, nuevos y peligrosos
trabajos, movidos principalmente por los potentados de la liga, los cuales, con intento de embarazar
la conquista de Pisa y de obligarles a separarse de la confederación del rey de Francia, aconsejaron
a Pedro de Médicis que, con la ayuda de Virginio Ursino (el cual, habiendo huido del ejército
francés el día de la batalla del Taro, había vuelto a Bracciano) intentase volver a Florencia, cosa
fácil de persuadir a entrambos, porque a Virginio le era muy a propósito cualquier suceso que
hubiese de tener por resultado recoger con dineros de otros sus antiguos soldados y amigos y poner
en reputación sus armas, y a Pedro, según la costumbre de los emigrados, no faltaban varias
esperanzas por los amigos que tenía en Florencia, donde también entendía que desagradaba a
muchos de los nobles el gobierno popular, y por los muchos allegados y amigos que, por la antigua
grandeza de su familia, tenía en todo el dominio florentino.
Creyóse que este designio había tenido origen en Milán porque Virginio, cuando huyó de los
franceses, había ido luego a visitar al Duque; pero se estableció después en Roma, donde trataron
muchos días con el Papa, el embajador de Venecia y el cardenal Ascanio, el cual procedía por
comisión de Luis Sforza, su hermano. Fueron los fundamentos y las esperanzas de esta empresa
que, demás de la gente que juntaría Ursino de sus antiguos soldados y con diez mil ducados que
117

Pedro de Médicis había recogido de su hacienda y de sus amigos, Juan Bentivoglio, soldado de los
venecianos y del duque de Milán, rompiese al mismo tiempo la guerra por los confines de Boloña, y
que Catalina Sforza, cuyos hijos estaban al sueldo del duque de Milán, trabajase a los florentinos
desde las ciudades de Imola y de Forli, pues confinaban con ellos. Se prometían, no vanamente,
tener dispuestos a su deseo a los sieneses, encendidos del odio antiguo contra los florentinos y del
deseo de conservar a Montepulciano, pues no tenían confianza en poder sustentar esta villa por sí
mismos, porque, habiendo pocos meses antes con sus fuerzas propias y con la gente del señor
Piombino y de Juan Sabello, soldados del duque Milán y de ellos, intentado apoderarse del paso de
la laguna de la Chiane, que por aquella parte era confín por largo espacio entre los florentinos y
ellos, y, para este efecto, comenzado a labrar una trinchera cerca del puente de Valiano para batir
una torre de los florentinos que está situada sobre la punta, hacia Montepulciano, había salido todo
al contrario, pues conmovidos los florentinos del peligro de la pérdida de este puente, que les
privaba de poder molestar a Montepulciano y daba paso a los enemigos para entrar en los territorios
de Cortona, de Arezzo y de los otros lugares que pertenecen a su dominio por la parte de la laguna,
enviando allí poderoso socorro, forzaron la trinchera que habían comenzado los sieneses, y, para
establecerse totalmente en el paso, fabricaron cerca del puente, pero de la otra parte de la laguna,
una fortificación muy capaz para alojarse en ella mucha gente, con cuya oportunidad, corriendo
hasta las puertas de Montepulciano, invadían asimismo todas las villas que los sieneses tenían en
aquella parte. Habíase añadido a este suceso que, poco después que hubo pasado el rey de Francia,
rompieron cerca de Montepulciano a la gente de los sieneses, prendiendo a Juan Sabello, su capitán.
Esperaban, demás de esto, Virginio y Pedro de Médicis alcanzar acogida y alguna comodidad de los
perusinos, no sólo porque los Baglioni (los cuales con las armas y el séquito de sus amigos
señoreaban casi aquella ciudad) estaban unidos con Virginio, siguiendo cada uno de ellos el nombre
de la facción güelfa, y porque con Lorenzo, padre de Pedro, y después con Pedro, mientras estaba
en Florencia, habían tenido muy estrecha amistad y estado siempre favorecidos por ellos contra los
movimientos de los enemigos, sino también porque, estando sujetos a la Iglesia, si bien más en las
demostraciones que en los efectos, se creía que en esto, que principalmente no pertenecía a su
Estado, podrían contar con la voluntad del Papa, mayormente añadiéndose la autoridad de los
venecianos y del duque de Milán.
Partieron, pues, con esta esperanza de tierra de Roma Virginio y Pedro de Médicis,
persuadiéndose que los florentinos, divididos entre sí mismos y acometidos con nombre de
confederados por todos sus vecinos, podrían resistir con trabajo. Después que se hubieron detenido
algunos días entre Terni y Todi y en aquella vecindad donde, atendiendo Virginio a abatir por todas
partes la facción gibelina, sacaba de los güelfos dinero y ayuda de gente, sitió a Gualdo en favor de
los perusinos, villa que poseía la comunidad de Foligno, pero primero había sido vendida por el
Papa en seis mil ducados a los perusinos, encendidos no tanto del deseo de poseerla, cuanto de la
porfia de las partes, por la cual se hallaban entonces todas las villas circunvecinas en gravísimos
movimientos, porque, pocos días antes, los del linaje de Oddi, desterrados de Perusa y cabezas de la
parte contraria de los Baglionis, ayudados de los de Foligno, Ascesi y otros lugares cercanos que
seguían la parte gibelina, habían entrado en Corciano, lugar fuerte cinco millas de Perusa, con
trescientos caballos y quinientos infantes. Alterándose todo el país por este accidente (porque
Spoleto, Cameriano y los otros lugares güelfos eran favorables a los Baglioni, los Oddi, pocos días
después, entraron una noche secretamente en Perusa y con tan gran espanto de los Baglioni que,
perdida ya la esperanza de defenderse, comenzaron a huir; y con todo eso, por un caso no pensado y
de росо momento, perdieron aquella victoria, que no se la podía quitar el poder de los enemigos,
porque, habiendo llegado ya sin estorbo a una de las bocas de la plaza mayor, y queriendo uno de
ellos, que para este efecto había traído una segur, romper una cadena que según el uso de las
ciudades de bandos, atravesaba la calle, impedido a extender los brazos por los suyos mismos que
pisándole estaban alrededor, gritó con alta voz diciendo ¡atrás, atrás!, para que, apartándose, le
diesen lugar para trabajar, y continuada esta voz de mano en mano, por los que le seguían, y
118

entendida por los otros, como que los incitaba a huir, puso sin otro acuerdo o embarazo en huida
toda la gente, no sabiendo ninguno por quién eran echados, o la razón por que huían. Tomando
ánimo de este desorden los contrarios y juntándose, matando en la huida a muchos de ellos y
prendiendo a Troilo Savello que, por la misma afición de la parte, le había enviado en ayuda de los
Oddis el cardenal Savello, siguieron a los otros hasta Corciano y la recuperaron con la misma
fuerza. No contentos de las muertes de los que mataron en la huida, ahorcaron en Perusa muchos de
los otros, con la crueldad que entre sí mismos usan los parciales, habiendo nacido de estos tumultos
muchas muertes en las villas vecinas por cuenta de las partes que, en los tiempos sospechosos,
siempre están muy dispuestas a inquietarse, o por sed de matar enemigos por temor de ser
acometidos por ellos.
Provocados los perusinos contra los fulignatos, enviaron a sitiar a Gualdo, donde, peleando en
vano, desconfiados de poderle ganar con sus fuerzas, aceptaron las ayudas de Virginio, el cual se las
ofreció para que, al nombre de la guerra y de las ganancias, concurriesen más fácilmente los
soldados, y, con todo eso, excitados por él y por Pedro de Médicis a ayudar descubiertamente su
empresa o a lo menos a conceder alguna artillería y acogida para su gente en Castellón del Lago,
que confina con el territorio de Cortona, y comodidad de vituallas para el ejército, no venían en
ninguna de estas demandas, aunque hacía gran instancia por lo mismo, en nombre del duque de
Milán, el cardenal Ascanio y el Papa lo mandaba con breves apretados y con. monitorios, porque
habiendo sido, después de ocupar a Corciano, ayudados de los florentinos con alguna suma de
dineros, los cuales también habían señalado provisión cada año a Guido y a Rodolfo, hombres
principales de la casa de los Baglioni, y traído a su sueldo a Juan Paulo, hijo de Rodolfo, se habían
estrechado con ellos, ajenos, demás de esto, a la unión con el Papa, o porque temían que su favor
estaba inclinado a los contrarios, o que, por ocasión de sus divisiones, aspiraba a poner de todo
punto aquella ciudad debajo de la obediencia de la Iglesia.
En este tiempo, Paulo Ursino que, con sesenta hombres de armas de las compañías viejas de
Virginio, había estado muchos días en Montepulciano, y después pasado a Castillo de la Pieve, tenía
trato, por orden de Pedro de Médicis en la ciudad de Cortona con intención de ejecutarla, si la gente
de Virginio (cuyo número y bondad no correspondía a los primeros designios) se arrimase; pero
habiéndose descubierto en esta dilación el trato que se tenía, por medio de un desterrado de baja
calidad, comenzaron a faltar parte de sus fundamentos, y por otra a mostrarse mayores embarazos,
porque, solícitos los florentinos en acudir a los peligros, dejando en el territorio de Pisa trescientos
hombres de armas y dos mil infantes, enviaron a alojarse junto a Cortona doscientos hombres de
armas y mil infantes, debajo del gobierno del conde Rinuccio de Marciano, su capitán; y para que
no se pudiese juntar con Virginio la gente de los sieneses, como entre ellos se había tratado, habían
enviado a Poggio Imperial, que está en los confines de los sieneses, debajo de la orden de
Guidobaldo de Montefeltro, duque de Urbino, tomado a sueldo por ellos poco antes, trescientos
hombres de armas y mil y quinientos infantes, y juntado a esta gente muchos emigrados de Siena,
para tener aquella ciudad en mayor miedo. Pero Virginio, después que hubo dado muchos asaltos a
Gualdo, donde fue herido de un arcabuzazo Carlos, su hijo natural, recibiendo (como se creyó) en
secreto dinero de los de Foligno, levantó el campo, sin hacer ninguna mención de los intereses de
los perusinos, y fue a alojarse a las Tabernillas, y después a Panícale, en la comarca de Perusa,
haciendo nueva instancia para que se declarasen contra los florentinos; lo cual, no sólo le fue
negado, sino que, por la mala satisfacción que tenían de las cosas de Gualdo, fue oprimido casi con
amenazas a salir de su distrito. Pero habiendo ido antes Pedro y él a la Orsaia (con cuatrocientos
caballos), villa cerca de Cortona, esperando que en aquella ciudad, que por no ser ofendida de los
soldados no había querido recibir dentro la gente de armas de los florentinos, hubiese algún
movimiento; después que lo vieron todo quieto, pasaron las Lagunas con trescientos hombres de
armas y tres mil infantes, pero la mayor parte gente mal ordenada, por haberse recogido con poco
dinero, y entraron en el Sienés cerca de Montepulciano, entre Chianciano, Torrita y Asinalunga,
donde se detuvieron muchos días, sin hacer ninguna facción, excepto alguna presa y correrías,
119

porque la gente de los florentinos, habiendo pasado las lagunas por el puente de Valiano, se había
puesto enfrente en el Monte de Sandovino y en los otros lugares circunvecinos.
Ni en Bolonia, según la instrucción que se les había dado, se hacía ningún movimiento,
porque, determinado el Bentivoglio a no enredarse, por los intereses de otros, en guerra con una
república poderosa y vecina, aunque consintiese hacer muchas demostraciones a Julián de Médicis,
el cual, habiendo venido a Bolonia, procuraba sublevar los amigos que ellos acostumbraban tener en
los montañas del Boloñés, no quiso mover las armas (no obstante lo que le provocaban los
coligados) interponiendo varias dilaciones y excusas. Y también entre los mismos coligados no
había una misma voluntad, porque al duque de Milán le agradaba que tuviesen los florentinos tales
trabajos que los dejasen menos poderosos para las cosas de Pisa; pero no le hubiera agradado que
Pedro de Médicis, a quien había ofendido tan gravemente, volviese a Florencia, si bien éste, por
mostrar que quería en lo venidero depender enteramente de su autoridad, había enviado a Milán al
cardenal su hermano. Los venecianos no querían abrazar solos esta guerra; añadiéndose, demás de
esto, el atender ellos y el Duque a las provisiones para echar a los franceses del reino de Nápoles,
por lo cual, faltando a Pedro y a Virginio, no sólo las esperanzas que habían imaginado, sino
también el dinero para sustentar la gente, se volvieron muy disminuidos de infantería y caballería al
Bagno de Rapolano, en la comarca de Chiusi, ciudad súbdita a los sieneses, donde, a los pocos días
(arrastrando a Virginio su hado) llegaron Camilo Vitelli y monseñor de Gemel, enviados por el rey
de Francia, para tomarle a su sueldo y llevarle al reino de Nápoles, donde el Rey, sabida la
enajenación de los Colonnas, deseaba servirse de él. Aceptó este partido, no obstante la
contradicción de muchos de los suyos que le aconsejaban se fuesen con los confederados, que le
recibirían con gran instancia, o que volviese al servicio de los aragoneses, porque esperaba
recuperar más fácilmente por este medio los territorios de Albi y de Tagliacozzo, o porque,
acordándose de las cosas que habían intervenido en la pérdida del reino de Nápoles, y viendo cuán
grande era con Fernando la autoridad de los Colonnas, sus contrarios, desconfiase de que podía
volver con él al antiguo crédito y grandeza; o quizá le moviese, según afirmaba, la mala voluntad
que tenía a los príncipes confederados, por haber faltado a las promesas que le hicieran en favor de
Pedro de Médicis.

Capítulo II
Progresos de los aragoneses en el reino de Nápoles.―Fernando de España en
Perpiñán.―La cuestión de Pisa.―El Senado de Venecia acuerda tomar a Pisa bajo su protección.

Entró al fin Virginio Ursino al servicio de los franceses con doscientos hombres de armas por
sí y por los otros de la casa Ursina, pero con obligación de enviar a Francia a Carlos, su hijo, para
seguridad del Rey (estos son los frutos de quien ha hecho ya sospechoso su propio crédito), y
habiendo recibido ya el dinero, atendía a prepararse para ir juntamente con el Vitelli al reino donde,
antes y después de la pérdida de los castillos, se había trabajado y trabajaba continuamente con
varios accidentes en diversos lugares; porque, habiendo Fernando desde el principio hecho rostro al
enemigo en el llano de Sarni, los franceses que se habían retirado de Piedigrotta, se detuvieron en
Nocera, cerca de los enemigos cuatro millas, donde, siendo las fuerzas de ambos ejércitos muy
iguales, consumían inútilmente el tiempo en escaramuzas, no haciendo cosa alguna memorable,
excepto que, habiendo sido llevados por traición, para entrar en el castillo de Gifone, que está
vecino de la villa de San Severino, cerca de setecientos entre caballería e infantería de Fernando,
quedaron allí todos estos muertos o presos. Habiendo sobrevenido en ayuda de Fernando la gente
del Papa, quedando los franceses inferiores, se apartaron de Nocera, por lo cual aquella villa,
juntamente con la fortaleza, fue tomada por Fernando, con muerte de muchos de los que seguían a
120

los franceses. Había atendido en este tiempo Montpensier a proveer a la gente que con él había
salido de Castilnuovo de caballos y de otras cosas necesarias para la guerra, poniéndola en orden y
juntándose con la otra vino a Ariano, villa muy abundante de vituallas. Fernando, por otra parte,
estando menos poderoso que los enemigos, se detuvo en Montefúsculi para contemporizar, sin
probar la fortuna hasta que hubiese mayor socorro de los confederados. Tomó Montpensier la villa y
después la fortaleza de San Severino, y hubiera hecho sin duda mayores progresos de no impedirlo
dificultad del dinero, porque no habiéndole enviado de Francia, ni teniendo facultad para sacarle del
reino, no pudiendo pagar a los soldados y estando mal contento el ejército, mayormente los suizos,
fue causa de que Montpensier no hiciese efectos iguales a las fuerzas que tenía.
Pasaron con estas acciones de entrambos ejércitos cerca de tres meses, y en este tiempo
guerreaba en la Pulla con las ayudas del país D. Fadrique, con quien estaba D. César de Aragón,
oponiéndosele los barones y los pueblos que seguían la parte francesa. En el Abruzzo se defendía
con gran valor Gracián de Guerra, molestado por el conde de Popoli y por otros barones allegados a
Fernando. El prefecto de Roma, que tenía el mando por el Rey de doscientos hombres de armas,
molestaba desde sus Estados la villa de Montecasino y el país circunvecino, donde había declinado
algo la prosperidad de los franceses por haber caído malo Obigni con una larga enfermedad que le
interrumpió el curso de la victoria, aunque casi toda la Calabria y el Principado estuviesen a
devoción del rey de Francia. Pero Gonzalo, juntando la gente española y los del país amigos de los
aragoneses que, por la conquista del reino de Nápoles, se habían aumentado, había tomado algunas
villas y mantenía en aquellas provincias vivo el nombre de Fernando, donde para los franceses
había las mismas dificultades que en el ejército, por la falta de dinero. Con todo eso, habiéndoseles
rebelado la ciudad de Cosenza, la recuperaron y saquearon. En tantos peligros y necesidad de
provisiones no se veía venir ninguna de Francia, porque el Rey, habiéndose detenido en Lyon,
atendía a justas, torneos y placeres, depuestos los pensamientos de la guerra, afirmando siempre que
quería atender de nuevo a las cosas de Italia, pero no mostrando en los efectos ninguna memoria de
ello. Con todo eso, habiéndole traído Argentón de Venecia la noticia de que el Senado veneciano
había respondido que no pretendía tener enemistad con él, no habiendo tomado las armas hasta
después de haber ocupado a Novara, y entonces sólo para la defensa del duque de Milán, su
coligado, por lo cual juzgaba que era superfluo volver a confirmar con nuevas paces la amistad
antigua; y que por otra parte le había hecho ofrecer, por terceras personas, inducir a Fernando a que
aceptase de presente alguna suma de dinero y señalarle censo de cincuenta mil ducados cada año,
dejando en su mano para seguridad, por cierto tiempo, a Taranto, como si tuviera el Rey socorro
apercibido y poderoso, rehusó darles oídos, aunque, demás de las dificultades de Italia, no estaba
sin embarazos en los confines de Francia, porque Fernando, rey de España, que personalmente fue a
Perpiñán, había hecho correr alguna de su gente en Langüedoc, haciendo presas y muchos daños, y
continuando con demostración de mayor movimiento. Había muerto en esta sazón el Delfín de
Francia, hijo único del rey, cosas todas para hacerle inclinar fácilmente a alguna concordia, si
hubiera en él capacidad para determinarse a la paz o a la guerra.
Al fin de este año se acabaron las cosas de la ciudadela de Pisa, porque sabiendo el Rey la
obstinación del Castellano, había enviado allí últimamente a Gemel con amenazas y órdenes muy
ásperas, no sólo para él, sino para todos los franceses que estaban dentro; y no mucho después a
Bono, cuñado del Castellano, para que, mostrándole por persona confidente el poder que tenía para
borrar con la obediencia los yerros que había cometido, y por otra parte los daños en que incurriría
perseverando en la desobediencia, se dispusiese más fácilmente a obedecer las órdenes del Rey.
Pero, continuando en la misma rebeldía, despreció las palabras de Gemel, el cual se estuvo allí muy
pocos días por la comisión que tenía del Rey para ir con Camilo Vitelli a tratar con Virginio; ni la
venida de Bono, que tardó muchos días, porque, por orden del duque de Milán, fue detenido en
Serezana, apartó al Castellano de su obstinación; antes llevado Bono de su mismo parecer, se
concertó con los pisanos, mediando entre ellos Lucio Malvezzi, en nombre del Duque. En virtud de
esta convención entregó a los pisanos el primer día del año de 1496 la ciudadela de Pisa, recibiendo
121

de ellos para sí doce mil ducados y ocho mil para distribuir entre los soldados que estaban dentro, y
no siendo los pisanos poderosos para pagar esta cantidad, recibieron cuatro mil de los venecianos,
cuatro mil de los genoveses y luqueses, y otros cuatro mil del duque de Milán, el cual al mismo
tiempo, gobernándose con sus acostumbrados artificios, aunque poco creídos, trataba fingidamente
de estrechar con los florentinos en firme amistad e inteligencia, y había quedado ya de acuerdo con
sus embajadores en lo tocante a las condiciones.
No parecía verosímil por ninguna razón que ni Ligni ni Entragues, ni ningún otro hubiesen
usado tan gran desobediencia sin voluntad del Rey, siendo especialmente en no poco detrimento
suyo, porque la ciudad de Pisa, si bien Entragues había capitulado que quedase súbdita de la corona
de Francia, quedaba manifiestamente a devoción de los confederados, y, por no tener efecto la
restitución, se privaban los franceses que estaban en el reino de Nápoles del socorro tan necesario
de la gente y dinero prometidos en la capitulación de Turín. Con todo eso, los florentinos, que con
suma diligencia observaron los progresos de todas estas cosas, aunque dudasen mucho desde el
principio, quedaron creyendo al fin que todo había procedido contra la voluntad del Rey, cosa que
parecía increíble a todos los que no sabían cuál era su natural, las calidades de su ingenio y
costumbres, la poca autoridad que tenía con los suyos mismos y cuánto atrevimiento hay contra un
príncipe que se ha comenzado a tener en poco.
Entrando los pisanos en la ciudadela, la destruyó luego el pueblo hasta los fundamentos, y
conociendo que no tenían fuerzas suficientes para defenderse por sí mismos, enviaron a un mismo
tiempo embajadores al Papa, al rey de romanos, a los venecianos, al duque de Milán, a los
genoveses, a los sieneses y a los luqueses, pidiendo a todos socorro, pero con mayor instancia a los
venecianos y al duque de Milán, en quien habían tenido primero determinación de pasar el dominio
de aquella ciudad, pareciéndoles que estaban obligados a no tener por fin tan principal la
conservación de la libertad, cuanto el huir la necesidad de volver al poder de los florentinos;
confiando más en él que en ninguno otro por haberles incitado a la rebelión, por la necesidad, y
porque, no habiendo alcanzado de los otros coligados más que esperanzas, habían obtenido de él
prontas ayudas. Pero el Duque, aunque ardía en este deseo, había estado suspenso en aceptarla, por
no enojar a los otros confederados, en cuyo consejo se habían comenzado a tratar las cosas de los
pisanos como causa común; unas veces persuadiéndolos a diferirlo, y otras proponiendo que la
entrega se hiciese descubiertamente en nombre de los San Severinos, por descubrirla efectivamente
para sí cuando juzgase que era tiempo a propósito. Cuando partió de Italia el rey de Francia,
pareciéndole que estaba más descargado de la obligación que tenía con los coligados, determinó
aceptarla.
Habíase comenzado a entibiar en los pisanos esta inclinación por la esperanza grande que
tenían ya de ser ayudados por el Senado veneciano, y también porque otros les habían dado a
entender que se podían conservar más fácilmente con la ayuda de muchos, que no atándose a uno
sólo; y ofreciéndoseles por este medio mayor esperanza de conservar la libertad y pudiendo más
con ellos estas consideraciones, después que hubieron alcanzado la ciudadela, procuraron ayudarse
con los favores de todos, para cuya intención era muy a propósito la disposición de los Estados de
Italia, porque los genoveses, por el odio con los florentinos, los sieneses y luqueses, por odio y por
miedo, estaban siempre dispuestos a darles socorro, y, para hacerlo con mejor orden, trataban de
concertarse con obligaciones determinadas para este efecto; y los venecianos y el duque de Milán,
por la codicia de señorearlos, no podían sufrir que volviesen debajo del dominio florentino.
Ayudábales con el Papa y los embajadores del rey de España el deseo de ver abatidos a los
florentinos, por ser muy inclinados a las cosas de los franceses; pero oídos en todas partes
benignamente y alcanzado del emperador por privilegio la confirmación de la libertad, trajeron de
Venecia y de Milán las mismas promesas que les habían hecho antes de común consentimiento, de
que les conservarían la libertad para ayudarles a librarse de los franceses, y el Papa, en nombre y
con voluntad de todos los potentados de la liga, los animó por un breve a lo mismo, prometiendo
que serían defendidos por todos poderosamente, pero el socorro eficaz fue de los venecianos y del
122

duque de Milán; éste, aumentándoles la gente que primero tenía allí; aquéllos, enviando no poco
núinero de ella, y de continuar en esto ambos, no hubieran tenido necesidad los pisanos de llegarse
más al uno que al otro, conservándose así más fácilmente la paz común.
Pero sucedió presto que el Duque, muy ajeno siempre de gastar, e inclinado por naturaleza a
proceder con fingimiento y arte, juzgando que no podía alcanzar el dominio de Pisa, por comenzar a
proveer escasamente las cosas que pedían los pisanos, les dio ocasión de inclinar más el ánimo a los
venecianos, los cuales sin ninguna limitación los proveían. De esto procedió que, pocos meses
después que los franceses hubieron dejado la ciudadela, el Senado veneciano, rogado con mucha
instancia por los pisanos, determinó aceptar bajo su protección la ciudad de Pisa, alentándole Luis
Sforza antes a ello que mostrando que le era molesto, pero sin comunicarlo con los otros
confederados, aunque al principio les había aconsejado que enviasen allí gente. Estos alegaron
después que no estaban obligados por la promesa que habían hecho de ayudar a los pisanos, pues
que, sin su consentimiento, se habían concertado particularmente con los venecianos. Es muy cierto
que ni el deseo de conservar a otros la libertad, que aman tanto en la propia patria, ni el respeto del
bien común, como entonces y después publicaron con palabras eficaces, sino sólo la codicia de
alcanzar el dominio de Pisa, fue ocasión de que los venecianos se determinasen a esto, no dudando
que en breve tiempo se cumpliría su deseo, con consentimiento de los mismos pisanos, los cuales
elegirían voluntariamente estar debajo del imperio veneciano para asegurarse perpetuamente de no
volver a la esclavitud de los florentinos.
Con todo esto, se disputó esta materia largamente en el Senado muchas veces, deteniéndose la
inclinación casi común por la autoridad de algunos senadores, de los más viejos y de mayor
reputación, que lo contradecían muy eficazmente, afirmando que el hacer propia la defensa de Pisa
era cosa llena de muchas dificultades, por estar aquella ciudad muy distante por tierra de sus
confines y mucho más por mar, no pudiendo ellos ir allá sino por los lugares y puertos de otros y
con gran rodeo de ambos mares de que está ceñida Italia, por lo cual no se podría defender sin
grandes gastos de las molestias continuas de los florentinos.
Que era muy cierto que aquella conquista sería muy a propósito para el imperio de los
venecianos, pero que primero se debían considerar las dificultades de conservarla, y mucho más las
calidades de los tiempos presentes, y qué efectos podría producir esta determinación, porque
estando toda Italia naturalmente sospechosa de su grandeza, no podría dejar de desagradar en
extremo a todos semejante aumento, lo cual con facilidad produciría mayores y más peligrosos
accidentes, como, por acaso, muchos pensaban; engañándose no poco aquellos que se persuadían de
que hubiesen de sufrir ociosamente los otros potentados que a su imperio, formidable a todos los
italianos, se le añadiese el provecho grande del dominio de Pisa, los cuales, si no estaban poderosos,
como por lo pasado, para estorbarlo con sus propias fuerzas, tenían por otra parte, después que a los
ultramontanos se les había enseñado el camino de pasar a Italia, mayor ocasión para oponérseles
con recurrir a las ayudas forasteras; pues es cierto que lo harían prontamente por odio y por miedo,
siendo vicio común de los hombres querer antes servir a los extranjeros, que ceder a los suyos
mismos.
Que, como se podía creer, el duque de Milán, acostumbrado a dejarse dominar unas veces por
la codicia y la esperanza, otras por el temor, moviéndole al presente no menos el enojo que la
emulación de que pasase a los venecianos aquella presa que había procurado con tantos ardides para
sí, procurase antes turbar de nuevo a Italia, que sufrir ocupasen ellos a Pisa; y aunque con sus
palabras y consejos mostraba lo contrario, se podía comprender muy fácilmente que no era esta la
verdad de su corazón, sino asechanzas para fines no sinceros y consejos artificiosos.
Que era prudente dominar aquella ciudad en compañía del duque de Milán, cuando no fuese
por otra cosa, por interrumpir que los pisanos se le entregasen; pero hacerse propia aquella causa y
tomar sobre sí tanto peso y tan grande envidia, no era consejo sabio.
Que se debía considerar cuán contrarios eran estos pensamientos a las obras en que habían
trabajado tantos meses y trabajaban continuamente, porque no habían movido otras ocasiones a
123

aquel Senado a tomar las armas con tan grandes gastos y peligros, sino el deseo de asegurarse a sí
mismo y a toda Italia contra los bárbaros; lo cual, principiando con tan gloriosos sucesos, habiendo
apenas el Rey de Francia vuelto a la otra parte de los montes, y estando todavía por él, con un
ejército poderoso, la mayor parte del reino de Nápoles, grande imprudencia e infamia sería, en el
tiempo a propósito para establecer la libertad y seguridad de Italia, sembrar semillas de nuevos
trabajos que podrían facilitar al rey de Francia el volver a Italia, o al Rey de romanos entrar en ella,
quien quizá, como era notorio a todos, no tenía, para lo que pretendía contra su Estado, mayor y
más ardiente deseo, que aquél.
Que no estaba la república de Venecia en condiciones de verse obligada a seguir consejos
peligrosos, o a aceptar las ocasiones poco maduras; antes ninguno en Italia podía esperar mejor la
sazón de los tiempos y la madurez de las ocasiones, porque las determinaciones precipitadas o
dudosas, estaban bien a quien tenía dificultosas o siniestras condiciones, o a quien, provocado por la
ambición y la codicia de ilustrar su nombre, temía le faltase el tiempo; no a aquella república que,
puesta en tan gran poder, dignidad y autoridad, era temida y envidiada de todo el resto de Italia, y
siendo al respecto de los Reyes y de los otros príncipes casi inmortales, perpetua, por permanecer
siempre el mismo nombre del Senado veneciano, no tenía ocasión de apresurar antes de tiempo sus
determinaciones.
Que pertenecía más a la sabiduría y gravedad de aquel Senado considerar (como era propio de
los hombres verdaderamente prudentes) los peligros que se esconden debajo de estas esperanzas y
codicia, y mucho más los fines, que los principios de las cosas; y desechando los consejos
temerarios, abstenerse tanto en la ocasión de Pisa, como en las otras que se ofrecían, de espantar e
irritar los ánimos de los otros, a lo menos hasta que Italia estuviese mejor asegurada de los peligros
y sospechas de los ultramontanos, y advertir, sobre todo, no dar causa para que entrasen de nuevo;
porque la experiencia había mostrado en muy pocos meses que toda Italia, cuando no estaba
oprimida por naciones extranjeras, seguía casi siempre la autoridad del Senado veneciano; pero
cuando estaban bárbaros en ella, en vez de ser seguido y temido de los otros, era necesario que,
como los otros, temiese las fuerzas forasteras.
Superaban a estas y a otras razones (demás de la codicia del mayor número) las persuasiones
de Agustín Barbarigo, dux de aquella ciudad, cuya autoridad había crecido tanto que, excediendo a
la reverencia de los dux pasados, merecía antes nombre de poder que de autoridad, porque demás de
haber estado en esta dignidad muchos años con felices sucesos, y de tener muchas dotes y virtudes
excelentes, había alcanzado (procediendo artificiosamente) que muchos senadores, que de buena
gana se oponían a aquellos que, por la fama de ser prudentes, por su larga experiencia y por haber
alcanzado las dignidades supremas, eran en la República de mayor estimación, unidos con él,
siguiesen sus consejos comúnmente, antes a uso de bando, que con gravedad y entereza de
senadores. Y deseosísimo de dejar, con la ampliación del imperio, esclarecida la memoria de su
nombre, no limitando el apetito de gloria a haberse añadido al dominio veneciano debajo de su
principado la isla de Chipre, por falta de los reyes de la familia Lusiñana, estaba muy inclinado a
que se aceptase cualquiera ocasión de acrecentar su estado, por lo cual, oponiéndose a aquellos que
aconsejaban lo contrario en la causa de Pisa, mostraba con eficaces palabras cuán útil y oportuno
era para aquel Senado el conquistar a Pisa, y cuán importante reprimir por este medio la osadía de
los florentinos, por cuya industria habían perdido la ocasión de apoderarse del ducado de Milán a la
muerte de Felipe María Vizconti, y que por la prontitud de los dineros en la guerra de Ferrara y en
otras empresas, les habían ofendido más que ninguno otro de los potentados mayores.
Acordaba cuán raras eran las ocasiones tan grandes, con cuánta infamia se perdían, y cuán
agudos estímulos de arrepentimiento seguían a quien no las alcanzaba; que no eran tales las
condiciones de Italia que pudiesen los otros potentados por sí mismos oponérseles, y que era menos
de temer que, por esta indignación o miedo, recurriesen al rey de Francia, porque ni el duque de
Milán, que le había injuriado, se atrevería nunca a confiar en él, ni moverían el ánimo del Papa
estos pensamientos; y no podía el rey de Nápoles, cuando bien hubiese recuperado su reino, oír el
124

nombre francés. Ni el entrar ellos en Pisa, aunque era molesto para los otros, sería accidente tan
impetuoso, ni tan cercano el peligro, que por esto se hubiesen de precipitar los otros potentados a
remedios que se usan en las últimas desesperaciones; porque en las enfermedades lentas no se
aceleran las medicinas peligrosas, pensando los hombres que no faltará tiempo para usarlas; y que si
en esta flaqueza y desunión de los otros italianos, ellos, por miedo, desaprovechasen tan grande
ocasión, se podría esperar vana mente poderlo hacer con mayor seguridad cuando los otros
potentados hubiesen recuperado su primitivo poder y se viesen libres del miedo a los ultramontanos.
Que se debía considerar, para remedio de tanto temor, que las acciones del mundo estaban
sujetas todas a muchos peligros, pero que conocían los hombres sabios que no siempre se seguía
todo aquel mal que podía suceder, porque por beneficio de la fortuna o del acaso, muchos peligros
salían vanos, muchos se huían con la prudencia e industria, y por esto no se debía confundir (como
muchos, considerando poco la propiedad del nombre y de las sustancias de las cosas, afirmaban) el
temor con la prudencia, ni tener por sabios a aquellos que, presuponiendo por ciertos todos los
peligros que son dudosos, temiéndolos por esta razón todos, regulaban las determinaciones, como si
todos hubiesen de suceder; antes no se podían llamar de ninguna manera prudentes o sabios a los
que temían lo venidero más de lo que se debe, que convenía mucho más este nombre y alabanza a
los hombres animosos; pues conociendo y considerando los peligros, y siendo por esto diferentes de
los temerarios, que no los conocen ni los consideran, discurrían cuántas veces los hombres por el
éxito y otras por el valor se libran de muchas dificultades. Así, pues, en esta determinación, en que
no llamaba menos la esperanza que el miedo, ni presuponiendo los sucesos que no lo eran tan
fácilmente como rehusaban los otros las ocasiones provechosas y honradas, sino sólo poniéndose
delante de los ojos la flaqueza y desunión de los otros italianos, el poder y la grande fortuna de la
república de Venecia, la magnanimidad y ejemplos gloriosos de sus padres, aceptasen con ánimo
libre la protección de Pisa, por la cual entrarían con efecto en el dominio de aquella ciudad, uno de
los escalones más a propósito para alcanzar la monarquía de toda Italia.
Recibió, pues, el Senado por decreto público en protección a los pisanos, prometiendo
expresamente defender su libertad.
No consideró el duque de Milán desde el principio cuán conveniente le era esta
determinación, porque excluido, por ella, de conservar su gente, se libraba del gasto, y demás de
esto, no juzgaba por ajeno de su beneficio que a un mismo tiempo fuese Pisa ocasión de grandes
gastos a los venecianos y a los florentinos; persuadiéndose también que los pisanos, por la grandeza
y vecindad de su Estado, y por la memoria de las obras que había hecho por su libertad, fuesen tan
suyos, que hubiesen siempre de anteponerle a todos los otros. Acrecentaba estos designios y
esperanzas engañosas la persuasión que (acordándose poco de la variedad de las cosas humanas)
alimentaba, juzgando que tenía casi debajo de los pies la fortuna; pues afirmaba pública mente que
era hijo suyo. ¡Tan vano estaba por los sucesos prósperos y soberbio porque, por obras y consejos
suyos, hubiese pasado el rey de Francia a Italia; atribuyéndose así el haber sido privado Pedro de
Médicis, por ser poco amigo suyo, del Estado de Florencia, la rebelión de los pisanos contra los
florentinos y el haber sido echados del reino de Nápoles los aragoneses, sus enemigos, y que
después, habiendo mudado de parecer, por sus consejos y autoridad, realizóse la unión de tantos
potentados contra Carlos, la vuelta de Fernando al reino de Nápoles y la ida del rey de Francia de
Italia, con condiciones indignas de tanta grandeza; y que hasta con el capitán que tenía en guarda de
la ciudadela de Pisa, había podido más su industria o autoridad que la voluntad y órdenes del propio
Rey! Midiendo con estas reglas lo venidero y juzgando que la prudencia e ingenio de todos los otros
era muy inferior al suyo, se prometía enderezar siempre a su albedrío las cosas de Italia y poder, con
su industria, revolverlos a todos, no disimulándose esta vana impresión, ni por él ni por los suyos,
con palabras o con demostraciones, antes siéndole gustoso que se creyese y dijese así por todos. Se
oían en Milán de día y de noche voces vanas, y se celebraba por todos con versos latinos y vulgares
y con públicas oraciones y adulaciones la sabiduría admirable de Luis Sforza, de la cual dependía la
paz y la guerra de Italia, exaltando hasta el cielo su nombre y sobrenombre del Moro, apodo que se
125

le daba desde su juventud, porque era de color moreno, y por la opinión que ya se divulgaba de su
astucia y que lo retuvo voluntariamente mientras duró su imperio.
No fue menor la autoridad del Moro en las otras fortalezas de los florentinos que en Pisa,
pareciendo que se gobernaban en Italia a su albedrío, no menos los enemigos que los amigos;
porque, si bien el Rey, oídas las grandes quejas de los embajadores de los florentinos, se conmovió
grandemente, y porque a lo menos les fuesen restituidas las otras, había enviado con nuevas órdenes
y con cartas de Ligni a Roberto de Veste, su camarero, a pesar de ello, no estando su autoridad con
los otros en mayor estimación que la que él hacía de sí, fue tan grande el atrevimiento de Ligni (el
cual afirmaba a muchos que no procediera así sin la voluntad del Rey), que por sus gestiones fueron
poco estimadas las órdenes reales, añadiéndose la mala voluntad de los castellanos. El bastardo de
Viena, que por orden y debajo del gobierno de Ligni tenía la guarda de Serezana después que hubo
conducido gente y los comisarios de los florentinos para recibir la posesión, la entregó por precio de
veinticinco mil ducados a los genoveses, y lo mismo hizo, habiendo recibido cierta suma de dinero,
el castellano de Serezanello, habiendo sido autor y medianero el Moro, el cual opuso a los
florentinos (aunque a nombre de los genoveses) a Fracassa con cien caballos y cuatrocientos
infantes para que no recuperasen todas las otras villas que habían perdido en la Lunigiana, de las
cuales (con la ocasión de la gente enviada para recibir a Serezana) habían recuperado una parte.
Poco después Entragues, debajo de cuya guarda estaban también las fortalezas de Pietrasanta y de
Mutrone, y a cuyas manos asimismo había venido Librafatta, quedándose con ésta (que no muchos
meses después la concedió a los pisanos), vendió aquéllas a los luqueses por veintiséis mil ducados,
como precisamente lo ordenó el duque de Milán, que primero había deseado que las poseyesen los
genoveses; pero mudando después de dictamen, eligió gratificar a los luqueses, para que tuviesen
ocasión de ayudar más prontamente a los pisanos, y para unirse más con ellos, mediante este
beneficio.
Sabidas estas cosas en Francia, aunque el Rey se mostró alterado con Ligni, e hizo desterrar a
Entragues de todo el reino, sin embargo, cuando volvió Bono, que demás de haber sido partícipe del
dinero de los pisanos, había tratado en Génova la venta de Serezana, fueron aceptadas sus
justificaciones y acogido gratamente un embajador de los pisanos, enviado juntamente con él para
persuadir que querían ser súbditos fieles de la corona de Francia y prestar el juramento de fidelidad;
si bien no mucho después, pareciendo vanas sus comisiones, se le dio licencia para irse. No se
impuso otra pena a Ligni, sino en señal de excluirle del favor real, quitarle que durmiese, según era
costumbre, en la cámara del Rey; si bien fue restituido presto en esta honra, quedando en su
rebeldía solamente Entragues, aunque no por mucho tiempo; pudiendo mucho en estas cosas, demás
de la naturaleza del Rey, y de los otros medios y favores, la persuasión verdadera de que los
florentinos estaban obligados a no separarse de él, porque, siendo manifiesta en todas partes la
codicia de los venecianos y del duque de Milán, se tenía por cierto que los florentinos, no
restituyéndoles Pisa, procurarían no coligarse con ellos para la defensa de Italia; a lo cual
procuraban inducirles con espantos y amenazas, si bien no intentando por entonces otra cosa contra
ellos, pero bastando la gente que habían metido en Pisa para mantener aquella ciudad y no dejar
perder enteramente su comarca.
Demás de esto, el peligro del reino de Nápoles distraía a los franceses de todo otro cuidado,
atendiendo a que Virginio, que había recogido en el Bagno de Rapolano y después en el Perusino,
donde se detuvo algunos días, muchos soldados, iba con los otros de la casa Ursina hacia el
Abruzzo. Por el mismo camino iban con sus compañías Camilo y Paulo Vitelli, y porque les negaba
las vituallas el castillo de Monteleón, lo saquearon. Espantadas de esto las otras villas de la Iglesia,
por donde habían de pasar; sin cuidarse de las graves órdenes que en contrario les había dado el
Papa, les concedían por todas partes alojamiento y vituallas; por lo cual, y mucho más porque
afirmaba que venía de Francia nuevo socorro por mar, pareciendo que las cosas de los franceses
estaban para recibir gran aumento en el reino de Nápoles, y no pudiendo Fernando, por hallarse sin
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dinero y con muchos embarazos, sustentar tanto peso sin mayores ayudas, fue obligado a pensar en
nuevos remedios para su defensa.

Capítulo III
Alianza de Fernando de Nápoles con los venecianos.―Consejo en Francia para tratar de los
asuntos de Italia.―Intrigas de Luis Sforza.―El duque de Urbino entra a sueldo de los
aliados.―Sitio de Atella.―Progresos de Gonzalo de Córdoba en Calabria.―Derrota a los
franceses.—Toma de Atella.―Muerte de Montpensier.―Muere Fernando de Nápoles, y le sucede
en el trono su tío D. Fadrique.

No habían los otros potentados desde el principio metido a Fernando en su confederación, y


aunque, después que hubo recuperado a Nápoles, hubiesen hecho instancia los reyes de España para
que fuese admitido a ella, lo habían rehusado los venecianos, persuadiéndose que su necesidad era
medio a propósito para el designio que tenían de que viniese a su poder una parte de aquel reino;
por lo cual Fernando, privado de toda otra esperanza, porque de España no esperaba nuevas ayudas,
ni querían los otros coligados sujetarse a tantos gastos, se concertó con el Senado veneciano,
prometiendo la observación por ambas partes, el Papa y los embajadores del rey de España, en
nombre de sus reyes, para que enviasen los venecianos al reino de Nápoles en socorro suyo al
marqués de Mantua, su capitán, con seiscientos hombres de armas, quinientos caballos ligeros, tres
mil infantes, y mantuviesen allí la armada de mar que entonces tenían; pero con condición de poder
revocar estas ayudas siempre que las hubiesen menester para defensa propia. Que les prestasen
quince mil ducados para las necesidades presentes, y para asegurarse de cobrar los gastos, harían
que les entregase Fernando a Otranto, Brindis y Frani y consintiese en que retuviesen a Monopoli y
Pulignano, que tenían en su poder, pero con condición de restituirlos cuando se les hubiese pagado;
sin poder alegar que, o por cuenta de la guerra o de las fortificaciones que hiciesen, pasase la suma
de doscientos mil ducados. Por estar estos lugares en el mar de arriba, por cuya causa eran muy a
propósito para Venecia, acrecentaban mucho su grandeza, la cual comenzaba ya a extenderse por
todas las partes de Italia, pues no había quien se opusiese a ella, ni eran oídos (después que
aceptaron la protección de los pisanos) los consejos de aquellos que hubieran querido que se
desplegaran las velas lentamente a los vientos que se mostraban tan prósperos, porque demás de las
cosas del reino de Nápoles y de Toscana, habían tomado de nuevo a sueldo a Astorre, señor de
Faenza, y aceptado la protección de su Estado que era muy cómodo para tener con miedo a los
florentinos, la ciudad de Bolonia y todo el resto de la Romaña.
Añadíanse a estas ayudas particulares de los venecianos otras de los confederados, porque el
Papa, los venecianos y el duque de Milán enviaban de socorro a Fernando alguna otra gente de
armas a sueldo de todos; si bien no apartado todavía el duque de todo punto del fingimiento de no
oponerse al acuerdo de Vercelli, no obstante que por su consejo se encaminaban la mayor parte de
estas cosas, y rehusando que en las empresas de reunir soldados o en otras apariencias se usase de
su nombre, había concertado pagar secretamente cada mes, para el socorro del reino, diez mil
ducados.
La ida de los Ursinos y de Vitelli detuvo las cosas del Abruzzo, las cuales estaban en
manifiesto movimiento contra los franceses, habiéndose rebelado ya Teramo y Civita de Chieti, y
creyéndose que Aquila, ciudad principal de aquella provincia, haría lo mismo. Pero habiéndola él
confirmado en la devoción francesa, recuperado por acuerdo a Teramo y saqueado a Julia Nova,
seguía casi todo el Abruzzo el nombre de los franceses, de manera que las cosas de Fernando
parecía que se hallaban por todo el reino en manifiesta declinación, porque la Calabria estaba casi
toda en poder de Obigni, aunque por su larga enfermedad, por la cual se había detenido en
127

Ghierace, diose comodidad a Gonzalo para tener con su gente española y con las fuerzas de algunos
señores del país encendida la guerra en aquella provincia.
Gaeta, con muchas villas circunvecinas, obedecía a los franceses. El prefecto de Roma con su
compañía y con las fuerzas de su Estado, habiendo recuperado los castillos de Montecasino, invadía
por aquella parte la tierra de Labor, y Montpensier, aunque le estorbaba mucho para usar de sus
fuerzas la falta de dinero, obligaba a Fernando a encerrarse en lugares fuertes, oprimido de la misma
necesidad de dineros y de otras muchas provisiones, pero fundado enteramente en la esperanza del
socorro veneciano, el cual, según el concierto que entre ellos se había hecho poco antes, no podía
estar tan pronto como hubiera sido necesario.
Intentó Montpensier ocupar por trato a Benevento; pero, habiendo tenido Fernando sospecha
de ello, entró allí con su gente. Arrimáronse los franceses a Benevento, alojándose en la puente del
Finocchio, y habiendo tomado a Fenezano, Apice y muchas villas circunvecinas, faltándoles
vituallas en estos lugares y llegándose el tiempo de cobrar la aduana del ganado de la Pulla (renta de
las más importantes del reino de Nápoles, porque solía subir cada año a ochenta mil ducados, que
todos se cobraban en término de un mes), Montpensier, por privar a los enemigos de esta
comodidad, y no menos por la extrema necesidad de su gente, se volvió al camino de Pulla. De esta
provincia estaba una parte por sí y otra la tenían los enemigos, y no muy a las espaldas de ellos
intentó Fernando impedir sus progresos, antes con algún arte o diligencia que peleando, hasta que
llegasen sus socorros.
En este tiempo llegó a Gaeta una armada de Francia de quince bajeles gruesos y menores, en
donde se habían embarcado en Saona ochocientos infantes tudescos, conducidos de las villas del
duque de Gueldres, y los suizos y gascones que el Rey había ordenado primero que se trajesen en
las naves gruesas que se habían de armar en Génova. La armada de Fernando es taba sobre Gaeta
para impedir que entrasen dentro vituallas. Estando, por falta de dineros, mal proveída de las cosas
necesarias, había dado ocasión a la francesa para entrar seguramente en el puerto, echar en tierra la
infantería, tomar a Itri y otras villas cercanas y hacer muchas presas por el país, esperando obtener a
Sessa por medio de Juan Bautista Caracciolo, que prometía meterles secretamente; mas D.
Fadrique, que con la gente que le seguía se había reducido a los contornos de Taranto, habiéndole
después enviado Fernando al gobierno de Nápoles, teniendo noticia de esto, y entrando luego
dentro, prendió al Obispo y a otros que sabían el trato.
En Pulla, adonde se había reducido la suma de la guerra, procedían las cosas con varia fortuna
para ambos ejércitos, distribuyéndose, por la aspereza del tiempo, por las villas y ninguno en una
sola, por su escasa capacidad, atendían con correrías y grandes cabalgadas a hacer presa de ganados,
usando antes industria y presteza, que fuerza de armas.
Fernando se había detenido en Foggia con parte de su gente, poniendo la demás en Troia y en
Nocera, donde entendiendo que, entre San Severo, lugar donde Virginio Ursino, que había venido a
juntarse con Montpensier, alojaba con trescientos hombres de armas, y la villa de Porcina, donde
estaba Mariano Savello con cien hombres de armas, se había reunido gran cantidad de ovejas y de
otros ganados, se movió con seiscientos hombres de armas, ochocientos caballos ligeros, y mil y
quinientos infantes, y llegando al amanecer a San Severo, deteniéndose allí con los hombres de
armas para resistir a Virginio si se moviese, hizo correr los caballos ligeros, que alargándose por
todo el país, tomaron cerca de sesenta mil reses. Habiendo salido fuera de Porcina Mariano Savello
a molestarlos, le obligaron a retirarse, con pérdida de treinta hombres de armas. Este daño y la
vergüenza, recibida fue ocasión que, recogiendo Montpensier toda su gente, fuese hacia Foggia,
para recuperar la presa y la honra perdida, donde sucediéndole más de lo que primero había
pensado, encontró entre Nocera y Troia ochocientos infantes tudescos, que primero habían venido
por mar, al sueldo de Fernando, los cuales saliendo de Troia, donde era su alojamiento, iban más por
propia temeridad que por orden del Rey y contra el consejo de Fabricio Colonna, que asimismo
alojaba en Troia, para juntarse en Foggia con Fernando, los cuales no pudiendo salvarse, ni con la
128

fuga, ni con las armas, y no queriendo rendirse, fueron muertos todos peleando, no dejando por eso
la victoria sin sangre a los enemigos.
Presentóse después Montpensier con el ejército en orden para pelear delante de Foggia, pero
no dejando Fernando que saliesen fuera más que los caballos ligeros, fueron a alojar al bosque de la
Incoronata, donde habiendo estado dos días con dificultad de vituallas, y recobrando la mayor parte
de las bestias que les habían tomado, volvieron de nuevo delante de Foggia, y alojados allí una
noche, volvieron al siguiente día sin llevar toda la presa que habían recobrado, porque al retirarse se
la quitaron una parte de los caballos ligeros de Fernando, por lo cual desperdiciándose el ganado
sacó la una y la otra parte muy poco provecho de las rentas de la aduana.
Fueron pocos días después los franceses obligados por la falta de vituallas a ir a Campobasso,
que estaba por ellos, y desde este lugar tomaron por fuerza a Coglionessa, o Grigonisa, villa
cercana, donde usaron tal crueldad los suizos, contra la voluntad de los capitanes, que si bien se
cubrió el país de espanto, apartó de ellos los ánimos de muchos.
Atendiendo Fernando a defender lo mejor que podía sus cosas, y esperando la venida del
marqués de Mantua, ponía entretanto en orden su gente con diez y seis mil ducados que le había
enviado el Papa, y con los que había podido recoger suyos.
Juntáronse en este tiempo con Montpensier los suizos y los otros infantes que habían venido
por mar a Gaeta, y por otra parte habiendo entrado en el reino el marqués de Mantua, y venido a
Capua, por el camino de San Germán, tomando éste en el viaje muchas villas, parte por acuerdo y
parte por fuerza, aunque de poca importancia, se juntó con el Rey en Nocera, cerca del principio de
Junio, donde D. César de Aragón condujo la gente que había estado en los contornos de Taranto.
Reducidas de esta manera a lugares cercanos casi todas las fuerzas de los franceses y de Fernando,
superiores los franceses en infantería y los italianos en caballería, parecía muy dudoso el suceso de
las cosas, no habiendo discurso que alcanzase a cuál de las dos partes se inclinaría de la victoria.
Trataba, por otra parte, el rey de Francia de las provisiones para socorrer a los suyos, porque
habiendo entendido la pérdida de los castillos de Nápoles y que, por no haber restituido las
fortalezas a los florentinos, faltaba a su gente dineros y socorros, despierto de la negligencia con
que parecía que había vuelto a Francia, comenzó de nuevo a volver el ánimo a las cosas de Italia, y
para estar más libre de todo lo que le podía ser contrario a este fin, mostrándose grato a los
beneficios recibidos en sus peligros, para recurrir de nuevo con más confianza a la ayuda del cielo,
fue por la posta a Tours y después a París a cumplir los votos que por sí había hecho el día de la
batalla de Fornuovo a San Martín y a San Dionisio. Volviendo con la misma diligencia a Lyon, se
encendía cada día más en este pensamiento, al cual por sí mismo estaba muy inclinado,
atribuyéndose gran gloria por haber conquistado un reino tal y ser el primero de todos los reyes de
Francia, después de muchos siglos, que había renovado personalmente en Italia la memoria de las
armas y de las victorias francesas; persuadiéndose de que las dificultades que había tenido cuando
volvió de Nápoles habían procedido más de desórdenes suyos, que del poder o valor de los italianos
(cuyo nombre en lo tocante a la guerra estimaban poco los franceses); también le encendían las
provocaciones de los embajadores florentinos, del cardenal de San Pedro in Víncula y de Juan
Jacobo Tribulcio, que, por esta ocasión, había vuelto a la Corte, en cuya compañía hacían la misma
instancia Vitellozzo, Carlos Ursino y después el conde de Montorio, enviado para el mismo efecto
por los barones que seguían la parte francesa en el reino de Nápoles. Ultimamente fue allí de Gaeta
por mar el senescal de Belcari, el cual mostraba gran esperanza de la victoria, en caso que, sin más
dilación, se enviase socorro conveniente; y por el contrario, si las cosas de aquel reino se
desamparaban, no podían sustentarse mucho tiempo. Demás de esto, una parte de los señores,
grandes de Francia, que primero no habían entrado en las empresas de Italia, aconsejaban lo mismo,
por la ignominia que resultaba a la corona de Francia de dejar perder lo que se había ganado, y
mucho más por el daño de que se perdiese tanta nobleza francesa en el reino de Nápoles.
No se refrenaban estos conceptos, por los movimientos que se sentían de los reyes de España
hacia la parte de Perpiñán; porque, habiéndose dispuesto mayores en el nombre que en los hechos, y
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siendo las fuerzas de aquellos reyes más poderosas para la defensa de sus propios reinos, que para
ofender los otros, se tenía por suficiente remedio el haber enviado a Narbona y a otras villas que
están en las fronteras de España mucha gente de armas con suficiente número de suizos.
Por tanto, convocados por el Rey al Consejo todos los señores y las personas señaladas que se
hallaban en la Corte, se determinó que, con la mayor presteza que se pudiera, volviese a Asti
Tribulcio con título de lugarteniente real, y con él ochocientas lanzas, dos mil suizos y dos mil
gascones; que poco después de él pasase los montes con más gente el duque de Orleans, y
finalmente, con todas las otras provisiones, la persona del Rey; pues no se dudaba que, pasando
poderosamente, se arrimarían a su voluntad los Estados del duque de Saboya y de los marqueses de
Monferrato y de Saluzzo, que eran muy a propósito para mantener la guerra contra el ducado de
Milán, y se creía que, excepto el cantón de Berna, que había prometido no ofender al duque de
Milán, todos los cantones suizos irían con gran presteza a su servicio.
Estas determinaciones procedieron con mayor consentimiento por el ardor del Rey, el cual,
antes de entrar en el Consejo, había rogado estrechamente al duque de Borbón que mostrase con
palabras eficaces que era necesario hacer la guerra muy poderosamente, y después en el Consejo,
rebatido con el mismo ardor al almirante, que, seguido de pocos, había procurado no tanto
contradiciendo derechamente, cuanto proponiendo muchas dificultades, entibiar los ánimos de los
otros por caminos indirectos. Afirmaba el Rey claramente que no estaba en su mano tomar otra
determinación, porque la voluntad de Dios le obligaba a volver a Italia en persona.
Determinóse en el mismo Consejo que treinta naves, entre las cuales fuese una carraca
grande, llamada la Normanda, y otra también grande, de la religión de Rodas, pasasen de la costa
del mar Océano a los puertos de Provenza, donde se armasen treinta, entre galeras sutiles y
galeones, para meter en el reino de Nápoles, con tan gruesa armada, gran socorro de gente, de
vituallas, de municiones y de dinero; pero que, sin esperar a que esta armada estuviese aprestada, se
enviasen luego algunos navíos cargados de gente y de vituallas.
Demás de todas estas cosas, fue mandado que fuese a Milán Rigault, mayordomo de la casa
del Rey, porque aunque el Duque no había dado las dos carracas, ni prometido armarlas por el Rey
en Génova, y solamente restituido los bajeles tomados en Rapalle, si bien no las doce galeras
detenidas en el puerto de Génova, había procurado excusarse con la inobediencia de los genoveses,
y tenido siempre, con varias pláticas, personas suyas cerca del Rey, a quien de nuevo había enviado
a Antonio María Palavicino, afirmando que estaba dispuesto a guardar el acuerdo hecho; pidiendo
que se le prorrogase el tiempo de pagar al duque de Orleans los cincuenta ducados prometidos en
aquella concordia, y aunque de los artificios sacase poco fruto, siendo muy notorio al Rey su
pensamiento, así por otras acciones como porque, por cartas e instrucciones suyas que habían sido
interceptadas, se había declarado que continuamente provocaba al rey de romanos y a los de España
a mover la guerra a Francia; con todo eso, esperándose que quizá le induciría el temor a aquello de
que estaba ajena la voluntad, se cometió a Rigault, que, sin disputar de la inobediencia pasada, le
significase que estaba en su mano borrar la memoria de las ofensas, comenzando a obedecer, dando
las galeras, concediendo las carracas y prometiendo armarlas en Génova, y le añadiese que la
determinación de pasar el Rey sería con gravísimo daño suyo, si mientras se le ofrecía la ocasión no
volvía a la amistad que el Rey se persuadía había despreciado imprudentemente, antes por
sospechas vanas que por otra razón.
Habiendo ya llegado a Italia la fama de los aparatos que se hacían, había causado mucha
alteración en lo coligados, y sobre todo en Luis Sforza, que siendo el primero que estaba expuesto
al ímpetu de los enemigos, se hallaba muy congojado, mayormente habiendo entendido que,
después de la partida de Rigault de la Corte, había el Rey, con palabras y demostraciones muy
ásperas, despedido todos sus agentes; por lo cual revolviendo en su imaginación la grandeza del
peligro, y que todos los trabajos de la guerra se reducían a su Estado, se hubiera acomodado
fácilmente a lo que pedía el Rey, si no le detuviera la sospecha de la conciencia por las ofensas que
le había hecho, por las cuales se había engendrado en todas partes tal desconfianza, que era más
130

difícil hallar medio de seguridad para todos, que concertarse en los artículos de las diferencias;
porque quitando a la seguridad de uno aquello que servía para asegurar al otro, ninguno quería
remitir a la fe de otro lo que éste rehusaba remitir a la suya. Así, apretando la necesidad a Luis de
tomar el consejo que le era más molesto, para procurar por lo menos desviar los peligros, continuó
con Rigault los mismos artificios que había usado hasta entonces, afirmando eficazmente que haría
obedecer a los genoveses, siempre que el Rey diese en la ciudad de Aviñón suficiente seguridad
para la restitución de las naves, y que prometiese cada una de las partes (dando rehenes para la
observancia) que no se intentasen cosas nuevas en perjuicio de la otra.
Esta plática, continuada muchos días, tuvo finalmente, por varias cavilaciones y dificultades
que se interponían, el mismo efecto que habían tenido las otras. Pero no gastando Luis este tiempo
inútilmente, envió, mientras corrían estas pláticas, personas al rey de romanos para inducirle a pasar
a Italia con su ayuda y la de los venecianos, y a Venecia envió embajadores a pedirles que, para
acudir al peligro común, entrasen en este gasto, y enviasen hacia Alejandría las ayudas que fuesen
necesarias, para oponerse a los franceses, lo cual le ofrecieron que harían prontamente; pero no
mostraron la misma facilidad en el pasaje del rey de romanos, que era poco amigo de su República,
respecto de lo que poseían en tierra firme, perteneciente al imperio y a la casa de Austria, y no
convenían en que a gastos comunes se trajese a Italia un ejército que dependiese en todo de Luis.
Pero continuando Luis en hacer instancia, porque demás de las otras razones que le movían, le eran
sospechosas las fuerzas solas de los venecianos en el Estado de Milán, creyendo el Senado que, por
ser notorio que era sumamente miedoso, se precipitase a reconciliarse con el rey de Francia, vino
finalmente en ello y envió para esto mismo embajadores al Emperador. Temían también los
venecianos y el Duque que los florentinos, cuando pasara el Rey los montes, hiciesen algún
movimiento en la ribera de Génova, por lo cual pidieron a Juan Bentivoglio que, con trescientos
hombres de armas, con los cuales estaba al servicio de los confederados, acometiese desde los
confines de Bolonia a los florentinos, prometiéndole que al mismo tiempo serían molestados por los
sieneses y por la gente que estaba en Pisa, y ofreciéndole obligarse a conservarle en la ciudad de
Pistoya, en caso que la ocupase. Aunque el Bentivoglio les dio esperanza de esto, con todo, teniendo
el ánimo muy ajeno de ello, y no temiendo poco la venida de franceses, envió ocultamente al Rey a
disculparse de las cosas pasadas, por la necesidad del sitio en que está situada Bolonia, y a ofrecerle
que dependería de él y se abstendría, por su respeto, de molestar a los florentinos.
No bastaba la voluntad del Rey, aunque ardientísima, para poner en ejecución las cosas
determinadas, aunque la propia honra y los peligros del reino de Nápoles pidiesen prestísima
resolución, porque el cardenal de San Malo, en cuya mano estaba, demás del manejo del dinero, la
suma de todo el gobierno, si bien no lo contradecía descubiertamente, difería tanto todos los
despachos, con alargar las pagas necesarias, que no llegaba provisión alguna a tener efecto, movido
o por parecerle mejor medio para perpetuar su grandeza, no haciendo gasto en cosa que no tocase a
la utilidad presente o al gusto del Rey, no tener ocasión de proponer cada día dificultad de cosas o
necesidad de dinero, o porque, como muchos creían, sobornando con premios y con esperanzas,
tenía secreta inteligencia con el Papa o con el duque de Milán. Y no remediaban esto los esfuerzos y
órdenes del Rey, llenas alguna vez de enojo y de palabras injuriosas; porque, conociendo su
condición, le satisfacía con promesas contrarias a los efectos. Así, comenzando a retardarse por su
medio la ejecución de lo que se había dispuesto, se turbó casi de todo punto por un accidente no
esperado que sobrevino al fin del mes de Mayo, pues el Rey, cuando cada uno esperaba que se
movería presto para pasar a Italia, determinó ir a París, alegando que, según la costumbre de los
reyes antiguos, quería, antes de irse de Francia, tomar licencia con las ceremonias acostumbradas de
San Dionisio, y al pasar por Tours de San Martín; que habiendo dispuesto pasar a Italia con mucho
dinero, por no reducirse a las necesidades en que se había visto el año antes, era necesario que
indujese a las otras ciudades de Francia para que le acomodasen de dinero, con el ejemplo de la
ciudad de París, de la cual no alcanzaría ser acomodado si no fuese personalmente, y que
acercándose allá, haría que con más diligencia saliese la gente de armas que se movía en Normandía
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y en Picardía, afirmando que antes de su partida despacharía al duque de Orleans y que en término
de un mes volvería a Lyon.
Creyóse que la más verdadera y principal ocasión era el estar enamorado de alguna dama de
la servidumbre de la Reina, la cual se había ido poco antes a Tours con su Corte, y no pudieron los
consejos de los suyos ni los apretados ruegos y casi lágrimas de los italianos apartarle de esta
determinación, los cuales le mostraban cuán dañoso era perder el tiempo a propósito para la guerra,
mayormente en tan grande necesidad como los suyos en el reino de Nápoles, y cuán dañosa sería la
fama que volaba por Italia de que se hubiese alejado cuando debía acercarse; que se variaba por
cualquier pequeño accidente y ligero rumor la reputación de las empresas, y que es muy difícil de
recuperar cuando ha comenzado a declinar, aunque después se hiciesen efectos mucho mayores de
lo que primero se había prometido el mundo. Mas despreciando estos recuerdos, y habiéndose
detenido un mes más en Lyon, se movió hacia aquel camino sin haber despachado al duque de
Orleans, sino sólo enviado a Asti a Tribulcio con poca gente, no tanto para las preparaciones de las
cosas de la guerra, cuanto por establecer en su devoción a Felipe, que nuevamente había sucedido
en el ducado de Saboya, por la muerte del duque pequeño, su sobrino: y no se hizo antes de su
partida otra provisión para las cosas del reino de Nápoles que enviar con vituallas seis naves a
Gaeta, dando esperanza que presto las seguiría la armada gruesa, y proveer por medio de
mercaderes a Florencia, aunque tarde, cuarenta mil ducados, para hacerlos pagar a Montpensier,
porque los suizos y tudescos habían protestado que, si no eran pagados antes del fin de Junio, se
pasarían al campo de los enemigos.
Quedaron en Lyon el duque de Orleans, el cardenal de San Malo y todo el Consejo, con
comisión de acelerar las provisiones; y si el cardenal procedía en presencia del Rey lentamente en
ellas, mucho más tibiamente lo hacía en su ausencia. No podían las cosas del reino de Nápoles
esperar la tardanza de estos remedios, habiéndose reducido la guerra a términos, por haberse
juntado los ejércitos de todas partes y por muchas dificultades, que de ambas partes se descubrían,
que era necesario que se acabase sin más dilación.
Había Fernando, después que hubo juntado consigo la gente veneciana, tomado el lugar de
Castel-Franco, donde se le juntaron con doscientos hombres de armas Juan Sforza, señor de Pesero,
y Juan Gonzaga, hermano del marqués de Mantua, capitanes de los confederados; de manera que en
todo había en su campo mil y doscientos hombres de armas, mil y quinientos caballos ligeros, y
cuatro mil infantes. Los franceses al mismo tiempo se habían acampado en Circelle, a diez millas de
Benevento, y arrimándoseles Fernando a cuatro millas, sitió a Frangete de Monteforte, aunque por
estar bien proveído, no lo tomaron al primer asalto. Levantáronse los franceses de Circelle para
socorrerle; mas no llegaron a tiempo, habiéndose rendido por miedo del segundo asalto los infantes
tudescos que la guardaban, dejando la villa a discreción. Si los franceses hubiesen conocido esta
ocasión, fuera causa de su felicidad, si por imprudencia o mala fortuna no la hubieran dejado perder,
porque (así lo confesaron casi todos) hubieran roto aquel día el ejército enemigo que, por estar
ocupado la mayor parte en el saco de Frangete, no atendía a las órdenes de los capitanes, los cuales
viendo que entre los franceses y su alojamiento no había en medio más que un valle, procuraron con
gran presteza juntarlos. Conoció Montpensier tan gran ocasión, conocióla Virginio Ursino, de los
cuales el uno mandaba, y el otro, mostrando la victoria cierta, rogaba lleno de lágrimas que no
tardasen en pasar el valle, mientras estaba el alojamiento de los italianos todo lleno de confusión y
alboroto, y mientras los soldados, atendiendo parte a robar y parte a llevar lo que robaban, no oían
las órdenes de los capitanes; mas Persi, uno de los principales del ejército, después de Montpensier,
movido o de ligereza de mozo, o, como más se creyó, de envidia de su gloria, alegando la
desventaja de pasar el valle, subiendo casi por debajo de los pies de los enemigos y el fuerte sitio de
su alojamiento, aconsejando descubiertamente a los soldados que no peleasen, impidió tan saludable
consejo; y se creyó que, instigados por él, los suizos y los tudescos se inquietaron pidiendo el
dinero, por lo cual Montpensier, obligado a retirarse, se volvió a Circelle, donde, dándose el día
siguiente la batalla, Camilo Vitelli, mientras cerca de la muralla ejercitaba excelentemente el oficio
132

de capitán y de soldado, herido en la cabeza de una pedrada, acabó su vida; por cuyo accidente los
franceses, sin expugnar a Circelli, levantaron el campo, y se fueron hacia Arriano: pero dispuestos a
tentar, si tuviesen ocasión, la fortuna de la batalla; a lo cual el consejo del ejército aragonés era del
todo contrario, especialmente estando firmes en este parecer los proveedores venecianos, porque,
sabiendo que los enemigos comenzaban a padecer de vituallas, que estaban sin dineros, y procedían
a la larga los socorros de Francia, esperaban que cada día crecerían sus incomodidades y sucesos
contrarios, y que en otras partes del reino hubiesen de tener asimismo mayores molestias, porque en
el Abruzzo, donde nuevamente había ido por su voluntad Anníbal, hijo natural del Señor de
Camerino, a servir a Fernando con cuatrocientos caballos, a su costa, había roto al marqués de
Bitonto. Esperábase con trescientos hombres al duque de Urbino, al servicio nuevamente de los
coligados, que por seguir su fortuna con mejores condiciones, había desamparado el servicio de los
florentinos, a quienes estaba todavía obligado por más de un año, excusándose con que, por ser
feudatario de la Iglesia, no podía dejar de obedecer las órdenes del Papa. Contra él fue Gracián de
Guerra, y acometido en el llano de Sermona con trescientos caballos y tres mil infantes del país, por
los condes de Celano y de Pópoli, le pusieron en fuga.
Con la pérdida de la ocasión de haber vencido en el contorno de Frangete había comenzado a
declinar claramente la fortuna de los franceses, concurriendo casi a un mismo tiempo infinitas
dificultades; falta grande de dineros, carestías de vituallas, odio de los pueblos, discordia de los
capitanes, desobediencias de los soldados y el haberse ido muchos del campo, parte por necesidad y
parte por voluntad, porque del reino de Nápoles no se había podido sacar sino poco dinero, ni de
Francia los habían proveído con alguna cantidad; habiendo sido muy tardía la provisión de cuarenta
mil ducados que se habían enviado a Florencia, de manera que no podían por esto y por la cercanía
de muchos lugares, sustentados por los enemigos, hacer las provisiones necesarias para tener
bastimentos. El ejército estaba lleno de desórdenes, habiéndose enflaquecido los ánimos de los
soldados, y los suizos y tudescos, pidiendo cada día alborotadamente que les pagasen, y dañando
mucho a todas las determinaciones la contradicción de Persi a Montpensier. Obligó la necesidad al
príncipe de Bisignano a irse con su gente para tratar de la guarda de su propio Estado, por miedo a
la gente de Gonzalo; y muchos de los soldados del país se iban a la desfilada, porque demás de no
haber recibido dinero, eran maltratados por los franceses y suizos en la división de las presas y en el
repartimiento de los bastimentos. Por estas dificultades, y sobre todo por la estrechez del sustento,
estaba obligado el ejército francés a retirarse poco a poco de un lugar a otro, lo cual disminuía
grandemente su reputación con los pueblos, y aunque los enemigos le iban siguiendo
continuamente, no esperaban por esto tener ocasión de pelear (como deseaban sobre todos
Montpensier y Virginio), porque por no verse forzados a pelear, alojaban siempre en lugares fuertes
y adonde no se les pudiesen impedir sus comodidades. Yendo a juntarse con ellos Felipe Rosso,
capitán de los venecianos, con su compañía de cien hombres de armas, había sido roto por la gente
del prefecto de Roma.
Finalmente, habiéndose alojado los franceses debajo del Monte Calvoli y Casalarbore, cerca
de Arriano, arrimándoseles Fernando a un tiro de ballesta, pero alojando siempre en alojamiento
fuerte, los redujo a gran necesidad de vituallas, y asimismo los privó del uso del agua.
Determinados a irse a la Pulla, donde esperaban comodidad de tener bastimentos, y temiendo, por la
cercanía de los enemigos, las dificultades que fácilmente sobrevienen a los ejércitos que se retiran,
levantándose con silencio al anochecer, caminaron sin detenerse veinticinco millas. Siguiólos por la
mañana Fernando, pero desesperando de poderlos alcanzar, sitió a Giesualdo, lugar que, habiendo
en otro tiempo sustentado cuatro meses el asedio, lo ganó en un día solo; cosa que engañó mucho a
los franceses, porque, habiendo determinado hacer alto en Venosa, villa fuerte de sitio y muy
abundante de bastimentos, el haber creído que no tomase tan presto Fernando a Giesualdo, fue
ocasión que perdiesen tiempo en Atella, lugar que habían tomado, y le saqueaban; por lo cual, antes
que partiesen, alcanzados por Fernando que, al tomar a Giesualdo aceleró el camino, aunque
rebatieron una parte de los suyos que había pasado delante del campo, no pudiendo entrar en
133

Venosa, que estaba a ocho millas, se detuvieron en Atella, con intento de esperar si les venía socorro
de alguna parte, esperando por la vecindad de Venosa y de otras muchas villas circunvecinas que
estaban por ellos, que podrían recibir comodidad de vituallas.
Puso luego allí su campo Fernando, con intención de impedírselo, por ver presente la
esperanza de alcanzar la victoria sin peligro y sin sangre, y atendiendo para esto a hacer en la
circunferencia muchas cortaduras, y apoderarse de las villas vecinas, no dejaba atrás ninguna
diligencia ni obra para conseguirlo. Mas las dificultades de los franceses facilitaban cada día más
las cosas, porque, no habiendo recibido los infantes tudescos, después que fueron sacados de su
país, paga sino por dos meses, y habiéndose pasado todos los términos esperados en vano, se fueron
al campo de Fernando, por lo cual, creciéndole la comodidad de agobiar más a los enemigos y de
poder entenderse, se traían más difícilmente las vituallas que venían de Venosa y de los otros
lugares circunvecinos. No había en Atella tanto bastimento que bastase para sustentar muchos días a
los franceses, porque la cantidad del trigo era poca, y habiendo los aragoneses arruinado un molino
que estaba sobre el río que corre por cerca de las murallas, padecían también falta de harina; no
aligerándose las incomodidades presentes por la esperanza de lo futuro, pues de ninguna parte se
veían señales de socorro.
La adversidad que les sucedió en Calabria, puso en última ruina sus cosas, porque habiendo
tomado Gonzalo, con la ocasión de la larga enfermedad de Obigni, por lo cual se habían ido muchos
de los suyos al ejército de Montpensier, muchas villas en aquella provincia, se había detenido
últimamente con los españoles y con muchos soldados del país en Castrovillare, donde, teniendo
noticia que estaban en Laino el conde de Meleto, Alberigo de San Severino y otros muchos barones,
con número de gente casi igual a la suya, y que, creciendo continuamente, disponían ir a
acometerle, deliberó prevenir el peligro, esperando sorprenderlos descuidados por la seguridad que
tenían del sitio en que estaban alojados; porque el castillo de Laino está situado sobre el río de
Sapri, que divide la Calabria del Principado, y el burgo está a la otra parte del río, los que alojaban
en él estaban guardados por el castillo contra quien viniese a acometerlos por el camino derecho, y
entre Laino y Castrovillare estaban Murano y otros lugares del príncipe de Bisignano a su devoción.
Mas Gonzalo partió con diverso consejo de Castrovillare, poco antes de anochecer, con toda su
gente, y saliendo del camino derecho, tomó el ancho, aunque era mucho más largo y difícil, porque
se habían de pasar algunas montañas, y llegando sobre el río, encaminó la infantería al camino del
puente que está entre el castillo de Laino y el burgo, pues por su misma seguridad, estaba poco
guardado; pasó el río a vado con la caballería, dos millas más arriba, llegó antes del día al burgo, y
hallándose a los enemigos sin escolta ni guardas, los rompió en un momento, prendiendo once
barones y casi toda la gente, porque, al huir ésta hacia el castillo, daba en la infantería que había ya
tomado el paso del puente.
Habiéndose recuperado por este honroso suceso (que fue la primera de las victorias que tuvo
Gonzalo en el reino de Nápoles) algunas otras villas de la Calabria y aumentado las fuerzas, fue con
seis mil hombres a juntarse con el campo que estaba en los contornos de Atella, al cual habían
llegado pocos días antes cien hombres de armas del duque de Gandía, soldado de los confederados,
porque él, con el resto de su compañía, había quedado en tierra de Roma.
Por la venida de Gonzalo se apretó más el asedio, por que fue sitiada Atella por tres partes,
poniendo por la una la gente aragonesa, por la otra la veneciana, y por la tercera la española; por lo
cual se impedían casi de todo punto, las vituallas que les venían, mayormente por las correrías que
hacían por todas partes los estradiotas de los venecianos, los cuales cogieron muchos franceses de
los que las traían de Venosa. Ni tenían ya disposición los de dentro de poder salir a correrías y
robos, sino a horas extraordinarias y con gruesas escoltas; lo cual también les quitaron de todo
punto, y habiendo salido al medio día Paulo Vitelli con cien hombres de armas, dando en una celada
del marqués de Mantua, perdió parte de ellos. Por tanto, perdidas todas las comodidades, se
redujeron a lo último a tanta estrechez, que no podían ir aun con escoltas al río a dar de beber a los
caballos, y dentro faltaba el agua necesaria para las personas; de manera que vencidos de tantos
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males y desesperados de toda esperanza, habiendo sufrido el asedio treinta y dos días, necesitados a
rendirse, pidieron salvo-conducto, y enviaron a Persi, a Bartolomé de Albiano y a uno de los
capitanes suizos a hablar con Fernando, con el cual se concertaron con estas condiciones: que no se
hiciese hostilidad entre las partes por treinta días, no pudiendo en dicho tiempo salir de Atella
ninguno de los asediados, a los cuales se les concediese por los aragoneses, día por día, el
bastimento necesario; que fuese lícito a Montpensier dar cuenta a su Rey del acuerdo hecho; que no
teniendo socorro dentro de los treinta días, dejase a Atella y todo lo que estaba en su poder en el
reino de Nápoles, con toda la artillería que estaba dentro, libres las personas y haciendas de los
soldados, y siéndole lícito a cada uno irse por tierra o por mar a Francia, y a los Ursinos y a los
otros soldados italianos volverse con su gente donde quisiesen, fuera del reino: que a los barones y a
los otros que habían seguido la parte del rey de Francia, se les perdonase toda pena, en caso de que,
dentro de quince días, se uniesen a Fernando, restituyéndoles todo lo que poseían cuando comenzó
la guerra.
Pasado este término, Montpensier con todos los franceses y con muchos suizos y los Ursinos,
fueron llevados a Castelamare de Stabbia, disputándose si Montpensier, como lugarteniente y
general del Rey y superior a todos los otros, estaba obligado a hacer restituir, como alegaba
Fernando, todo lo que se poseía en el reino de Nápoles en nombre del rey de Francia, porque
Montpensier pretendía que no estaba obligado a restituir sino lo que estaba en su poder, y que su
autoridad no se extendía a mandar a los capitanes y castellanos que estaban en la Calabria, en el
Abruzzo, en Gaeta y en otras muchas villas y fortalezas que habían recibido en guarda del Rey, y no
de él. Después que hubieron disputado algunos días, fueron conducidos a Baía, fingiendo Fernando
que quería dejarlos ir; donde, so color de que aún no estaban en orden los bajeles para embarcarlos,
fueron detenidos, tanto que, esparcidos entre Baía y Pozzuolo, por el mal aire y muchas
incomodidades, comenzaron a enfermar de tal manera, que murió Montpensier, y del resto de su
gente, que eran más de cinco mil hombres, faltaron tantos, que apenas llegaron cincuenta libres a
Francia.
Virginio y Paulo Ursino, a petición del Papa, que ya estaba determinado a tomar los Estados
de aquella familia, fueron presos en Castel del Uovo: su gente, guiada por Juan Jordán, hijo de
Virginio, y por Bartolomé de Albiano, fue, por orden del mismo, desvalijada en el Abruzzo por el
duque de Ursino, y Juan Jordán y el Albiano, que antes, por orden de Fernando, habiendo dejado su
gente por el camino, volvieron a Nápoles, fueron presos, aunque el Albiano, o por su industria o por
orden secreta de Fernando, de quien era muy querido, tuvo ocasión de huir.
Después de la victoria de Atella, dividiendo Fernando su ejército en varias partes para la
recuperación del resto del reino, se envió a sitiar a Gaeta a D. Fadrique y a Próspero Colonna, y al
Abruzzo, donde ya Aquila había vuelto a la devoción de los aragoneses a Fabricio Colonna, el cual,
habiendo tomado por fuerza el castillo de San Severino, y hecho, para terror de los otros, degollar al
castellano y a su hijo, fue a sitiar a Salerno, donde habiendo ido a hablarle el príncipe de Bisignano,
concertó por sí, por el príncipe de Salerno, por el conde Capaccio y por algunos otros barones que
poseyesen sus Estados, más que Fernando tuviese para su seguridad por cierto tiempo las fortalezas.
Hecho este acuerdo, se fueron a Nápoles. Ni en el Abruzzo se hizo mucha defensa, porque Gracián
de Guerra, que estaba allí con ochocientos caballos, no teniendo poder para defenderse se fue a
Gaeta. A la Calabria, cuya mayor parte estaba por los franceses, volvió Gonzalo, donde aunque
Obigni hizo alguna resistencia, reducido últimamente a Gróppoli, y estando perdidas Manfredonia y
Cosenza, que primero había sido saqueada por los franceses, privado de toda esperanza, dejó toda la
Calabria, y le fue concedido volverse por tierra a Francia.

Es cierto que muchas de estas cosas procedieron por la negligencia e imprudencia de los
franceses, porque Manfredonia, aunque era fuerte y situada en país abundante para con facilidad
poderse proveer de vituallas, y que el Rey hubiese dejado allí para gobernarla a Gabriel de
Montefalcone, a quien tenía por hombre valeroso, con todo eso, después de breve asedio, fue
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obligada a rendirse por hambre. Otros, pudiendo defenderse, se rindieron o por vileza, o por ánimo
flaco para sustentar la incomodidad de los asedios. Algunos castellanos, hallando los castillos bien
proveídos, habían al principio vendido las vituallas, de manera que en presentándose los enemigos,
estaban obligados a rendirse. Por estas cosas perdió en el reino de Nápoles el nombre francés la
reputación que le había dado el valor de aquel que, dejado por Juan de Anjou en guarda de Castel
del Uovo, le tuvo después de la victoria muchos años hasta que, el haberse acabado de todo punto el
sustento, le obligó a rendirse.
No faltando más para la recuperación del reino que Taranto, Gaeta y algunas villas que tenía
Carlos de Sangro y el monte de Sant Angelo, desde donde Julián del Oreno recorría, con grande
alabanza, los países circunvecinos, colocado Fernando en suma gloria y con esperanza grande de
haber de ser igual a la grandeza de sus antecesores, yendo a Somma, villa situada en las faldas del
monte Vesevo, donde estaba la Reina su mujer, enfermó tan gravemente, o por los trabajos pasados,
o por los desórdenes presentes, que, llevado ya casi sin esperanza de salud a Nápoles, acabó su vida
dentro de pocos días, no habiéndose cumplido todavía el año de la muerte de Alfonso, su padre,
dejando grande opinión de su valor por la victoria alcanzada, por la nobleza de su ánimo y por
muchas virtudes reales que resplandecían en él, no sólo en todo su reino, sino también en toda Italia.
Murió sin hijos, y por esto le sucedió D. Fadrique, su tío (habiendo visto aquel reino en tres años
cinco reyes).
Habiendo venido D. Fadrique luego del asedio de Gaeta, le entregó la reina vieja, su madrasta,
a Castilnuovo, aunque muchos creyeron que lo quería retener para Fernando, rey de España, su
hermano. Mostróse en este accidente muy favorable para con D. Fadrique la voluntad, no sólo del
pueblo de Nápoles, sino también de los príncipes de Salerno y Bisignano, y del conde de Capaccio,
los cuales fueron los primeros en Nápoles que apellidaron su nombre, y que, al desembarcarse,
saliendo a recibirle, le saludaron como a Rey, mucho más contentos con él que con el rey muerto,
por la mansedumbre de su condición, y porque ya se había engendrado no pequeña sospecha de que
Fernando tenía en su ánimo, estableciendo primero mayores cosas, perseguir con gran ardor a todos
aquellos que de cualquier manera se hubiesen mostrado favorables a los franceses. D. Fadrique, por
reconciliarlos consigo enteramente, restituyó a todos con libertad sus fortalezas, cosa que le causó
mucha alabanza.

Capítulo IV
El cardenal de San Malo dificulta el viaje del Rey Carlos a Italia.―Por gestiones de Luis
Sforza pasa a Italia el emperador Maximiliano.―Savonarola mantiene a los florentinos favorables
a los franceses.―Derrotan los pisanos a los florentinos.―Combates en territorio de
Pisa.―Muerte de Pedro Capponi.―Embajadores del Emperador en Florencia.―Naufragio de la
armada imperial.

No excitaron estos desórdenes sucedidos con tan grande ignominia y tanto daño, ni el ánimo,
ni los aparatos del rey de Francia, que, no sabiendo apartarse de los placeres, tardó cuatro meses en
volver a Lyon, y aunque en este tiempo había hecho muchas veces instancia a los suyos que habían
quedado en aquella ciudad, para que se solicitasen las provisiones de mar y tierra y que el duque de
Orleans estuviese dispuesto para partir, con todo eso, por los mismos artificios del cardenal de San
Malo, caminaba hacia Italia lentamente la gente de armas, por despachárseles tarde sus pagas, y la
armada que se había de juntar en Marsella, se ponía tan despacio en orden, que tuvieron tiempo los
coligados para enviar primero a Villafranca, puerto muy grande cerca de Niza, y después hasta las
Pomas de Marsella, una armada que se había juntado en Génova a gastos comunes para impedir que
fuesen del reino bajeles franceses. Se creía que a la tardanza, causada principalmente por el
136

cardenal de San Malo, se añadía alguna ocasión más oculta, sustentada con muchas diligencias y
artificios en el pecho del Rey por aquellos que, por varias ocasiones, procuraron apartar su ánimo de
las cosas de Italia, porque se sospechaba que por si mismo tenía disgusto de la grandeza del duque
de Orleans, a quien, por la victoria le tocaría el ducado de Milán; y demás de esto, le habían
persuadido que no era seguro irse de Francia, si primero no nacía alguna composición con los reyes
de España, los cuales (mostrando deseo de reconciliarse con él) le habían enviado embajadores a
proponer tregua y otros modos de concordia. Aconsejábanle también muchos que esperase el parto
ya cercano de la Reina, porque no convenía a su prudencia y al amor que debía tener a sus pueblos
exponer su propia persona a tantos peligros, si primero no tenía un hijo que sucediese en tan grande
herencia; razón que vino a ser más poderosa por el parto de la Reina, porque, dentro de pocos días,
murió el hijo varón que había nacido de ella. Así, parte por la negligencia y poco consejo del Rey, y
parte por las dificultades interpuestas artificiosamente por otros, se difirieron tanto las provisiones,
que se siguió la perdición de sus gentes, con la pérdida total del reino de Nápoles, y hubiera
sucedido lo mismo a sus confederados de Italia, si por sí mismos no hubieran defendido
constantemente lo que les tocaba.
He dicho arriba que por miedo de los aparatos de los franceses se había comenzado a tratar,
más por satisfacción de Luis Sforza que de los venecianos, de hacer pasar al emperador
Maximiliano a Italia, con el cual, mientras duraba el mismo miedo, se concertó que los venecianos
y Luis Sforza le diesen cada uno de tres meses veinte mil ducados, para que llevase consigo un
cierto número de caballos y de infantes. Hecho este concierto, fue Luis, acompañado por los
embajadores de los coligados, a Manzo, lugar de la otra parte de los Alpes, en los confines de
Alemania, a verse con él, y habiendo hablado allí largamente y retirádose el mismo día de esta parte
de los montes a Bormi, villa del ducado de Milán, pasó el Emperador el día siguiente al mismo
lugar, so color de ir a caza, y habiendo establecido en los coloquios de los dos días el tiempo y el
modo de pasar, volvió a Alemania para solicitar la ejecución de lo que se había determinado. Mas
entibiándose entretantó el rumor de las preparaciones francesas, de manera que ya no parecía
necesario hacerle pasar para este efecto, determinó Luis servirse, para su ambición, de aquello que
primero había procurado para su propia seguridad; por lo cual, continuando en solicitar que pasase,
y no queriendo los venecianos concurrir en prometerle treinta mil ducados que pedía, demás de los
primeros sesenta mil que le habían prometido, se obligó él a esta demanda de manera que,
finalmente, pasó el Emperador a Italia poco antes de la muerte de Fernando, la cual llegó a su
noticia cuando estaba ya cerca de Milán, y tuvo algún pensamiento de favorecer a Juan, hijo único
del rey de España, su yerno, para que el reino de Nápoles viniese a su poder; pero mostrándole Luis
que, siendo esto molesto a toda Italia, desuniría a los confederados y consiguientemente facilitaría
los designios del rey de Francia, no sólo se abstuvo de ello, sino favoreció con cartas la sucesión de
Fadrique.
Su pasaje a Italia fue con muy poco número de gente, echando voz que presto pasaría hasta la
cantidad, que estaba obligado a conducir, y se detuvo en Vigevene, donde, en presencia de Luis y
del cardenal de Santa Cruz, que era el legado que le había enviado el Papa, y de los otros
embajadores de los coligados, se acordó que fuese al Piamonte, para tomar a Asti y separar del rey
de Francia al duque de Saboya y al marqués de Monferrato, como miembro dependiente del
imperio; los cuales procuró que fuesen a hablar con él en algún lugar del Piamonte; pero siendo sus
fuerzas tan cortas que se despreciaban, y no correspondiendo los efectos a la autoridad del nombre
imperial, ninguno de ellos quiso ir a hablarle, ni había esperanza de que la empresa de Asti
sucedería prósperamente. Hizo asimismo instancia para que fuese a su presencia el duque de
Ferrara, el cual, debajo de nombre de feudatario del imperio, poseía las ciudades de Reggio y de
Módena, ofreciéndole para su seguridad la palabra de Luis, su yerno, el cual rehusó ir, diciendo que
así convenía a su honra, por tener aún en depósito el castillo de Génova. Por tanto, Luis que,
incitado de su antigua codicia y del enojo de que Pisa, que tanto había deseado, cayese en el poder
de venecianos, con peligro de toda Italia, deseaba sumamente interrumpir esta materia, aconsejó al
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Emperador que fuese a aquella ciudad, persuadiéndole con discurso engañoso, que, no siendo los
florentinos poderosos para resistir a él y a las fuerzas de los coligados, se apartarían por necesidad
de la unión con el rey de Francia y no podrían rehusar de estar a la voluntad del Emperador, para
que, si no por acuerdo, a lo menos por vía de justicia, acabase sus diferencias con los pisanos, y se
pusiese a Pisa en su mano con todo su distrito.
Esperaba él con su autoridad hacer que viniesen en esto los pisanos, y que los venecianos,
concurriendo mayormente la voluntad de los confederados, no se opondrían a una conclusión que se
mostraba de tanto beneficio común y justa por su naturaleza; porque, siendo Pisa antiguamente
lugar del imperio, parecía que no tocaba a otros que al Emperador el conocimiento de los derechos
de quienes pretendían algo sobre ella. Puesta en manos del Emperador, esperaba Luis con dineros y
con la autoridad que tenía con él que se la concedería fácilmente. Propuesto este parecer en el
Consejo, so color de que, pues al presente cesaba el miedo de la guerra con los franceses, se había
de usar de la venida del Emperador para inducir a los florentinos a que se juntasen con los otros
confederados contra el rey de Francia, agradaba al Emperador, por estar mal contento de que su
venida a Italia no produjese ningún efecto, y porque, teniendo siempre por sus grandes proyectos y
no menos por sus desórdenes y mucha prodigalidad, necesidad de dineros, esperaba que Pisa
hubiese de ser instrumento para sacar gran cantidad o de los florentinos o de otros. Asimismo fue
aprobado por todos los confederados como cosa muy útil para la seguridad de Italia, sin
contradecirle el embajador veneciano, porque si bien aquel Senado entendía el fin a que se
encaminaban los pensamientos de Luis, tenía confianza de que fácilmente los interrumpiría, y
esperaba que, por la ida del Emperador, se podría con facilidad ganar a los pisanos el puerto de
Liorna, el cual por estar inmediato a Pisa, privaba al parecer de toda esperanza a los florentinos de
poder recuperar jamás aquella ciudad.
Habían hecho primero los coligados muchas veces instancia con los florentinos para que se
uniesen con ellos, y cuando temían más la entrada de los franceses, les dieron esperanza de obrar de
tal manera, que Pisa volviese debajo de su dominio; pero siendo sospechosa a los florentinos la
codicia de los venecianos y de Luis, y no queriendo ligeramente apartarse del rey de Francia, no
habían oído estas ofertas con mucha prontitud. Movíales, demás de esto, la esperanza de recuperar,
por la llegada del Rey a Pietrasanta y Serezana, pues no podían esperar que alcanzarían estos
lugares de los confederados, y mucho más porque, haciendo juicio, más de sus méritos y de lo que
toleraban por el Rey, que de su naturaleza o costumbre, se persuadían que habían de conseguir, por
medio de su victoria, no sólo a Pisa, sino casi todo el resto de Toscana, alentados en esta persuasión
por las palabras de Jerónimo Savonarola, el cual predicaba continuamente que estaban destinadas
muchas felicidades y ampliación del imperio a aquella República después de muchos trabajos, y que
sucederían grandísimos males a la Corte romana y a todos los otros potentados de Italia.
Aunque no faltaba quien le contradijese, con todo eso, le había dado gran crédito la mayor
parte del pueblo y muchos de los ciudadanos principales. Unos le seguían por bondad, otros por
ambición y otros por miedo; de manera que, estando los florentinos dispuestos a continuar en la
amistad del rey de Francia, no parecía sin razón que intentasen los confederados reducirlos con la
fuerza a lo que no querían hacer, y se tenía por empresa no difícil, porque eran mal vistos de todos
sus vecinos, y no podían esperar ayuda del rey de Francia, siendo así que, habiendo descuidado el
bien de los suyos, era creíble que se olvidara del de los otros; y los gastos gravísimos tolerados con
la disminución de las rentas en tres años, tenían tan exhaustos, que no parecía probable pudiesen
sufrir largos trabajos; porque en este mismo año habían continuado siempre la guerra con los
pisanos, en la cual habían sido varios los accidentes y memorables; más por la experiencia de las
armas, mostrada en muchos hechos militares de ambas partes, y por la obstinación con que se
trataban las cosas, que por la grandeza de los ejércitos, o por la calidad de los lugares de los
contornos donde peleaban, que eran castillos flacos y de poca consideración.
Habiendo los florentinos, poco después que se dio a los pisanos la ciudadela, y antes que
llegasen a Pisa las ayudas de los venecianos, tomado el castillo de Buti y sitiado a Calci, y, antes de
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tomarle, para asegurar sus vituallas, comenzado a fabricar un bastión sobre el monte de la Dolorosa,
fueron rotos, a causa de su negligencia, por la gente de los pisanos los infantes que allí estaban en
guarda. Poco después, estando alojado Francisco Secco con muchos caballos en el burgo de Buti,
para que pudiesen ir seguramente las vituallas a Hércules Bentivoglio, que, con la infantería de los
florentinos estaba alrededor de la fortaleza pequeña del monte de Verrúcula, acometido de
improviso por los infantes que habían salido de Pisa, y estando en lugar embarazado para
aprovecharse de los caballos, perdió no pequeña parte de ellos. Parecían por estos sucesos que
estaban más prósperas las cosas de los pisanos, y con esperanzas de pasar a mayor prosperidad,
porque ya comenzaban a llegar las ayudas de los venecianos.
Hércules Bentivoglio, que alojaba en el castillo de Bientina, habiendo entendido que Juan
Paulo Manfrone, capitán de los venecianos, había llegado con la primera parte de su gente a Vico
Pisano, dos millas distante de Bientina, fingiendo temor unas veces, saliendo otras a campaña, y
otras cuando se descubría la gente veneciana, retirándose a Bientina, después que le vio lleno de
atrevimiento y de poca consideración, le condujo un día con gran astucia a una celada, donde le
rompió con pérdida de la mayor parte de infantería y caballería, siguiéndole hasta las murallas de
Vico Pisano. Mas por que la victoria no fuese del todo cumplida, cuando se quisieron retirar,
Francisco Secco, que aquella mañana se había juntado con Hércules, fue muerto de un arcabuzazo.
Llegó después otra gente de los venecianos, donde había ochocientos estradiotas y con ella el
proveedor Justiniano Morosino, y estando por esto los pisanos muy superiores, Hércules
Bentivoglio, que era muy práctico del sitio del país, no queriendo ponerse en peligro, ni desamparar
del todo la campaña, alojó en lugar muy fuerte, entre el castillo de Pontadera y el río de la Era. Con
la oportunidad de este alojamiento, refrenó mucho el ímpetu de los enemigos, quienes no tomaron
en todo este tiempo más que el castillo de Buti, ganándole a discreción, y atendían a robar todo el
país con sus estradiotas, de los cuales trescientos, que habían hecho una correría a Val d’Era fueron
rotos por la gente que Hércules había enviado en su seguimiento.
Estaban en la misma sazón los florentinos, atacados por los sieneses, quienes, tomando
ocasión de los trabajos que tenían en el territorio de Pisa, y provocados de los coligados, enviaron al
Sr. de Piombino y a Juan Savello a sitiar el bastión de la puente de Valiano; mas entendiendo que
sobrevenía el socorro guiado por Rinuccio de Marciano, se retiraron alborotadamente, dejando parte
de la artillería; por lo cual los florentinos, aseguradas las cosas por aquella parte, hicieron volver a
Rinuccio con su gente para ocuparla en las cosas de Pisa; de manera que estando las fuerzas casi
iguales, se redujo la guerra a los castillos de los cerros, en donde, por ser afectos a los pisanos,
procedían las cosas con desventaja de los florentinos. Sucedió también que habiendo entrado por
trato los pisanos en el castillo del Puente de Sacco, desvalijaron una compañía de hombres de armas
y prendieron a Luis de Marciano; aunque, por sospecha de la gente de los florentinos que estaba
cerca, le desampararon luego, y para apoderarse mejor de los cerros, que importaban mucho para las
vituallas que de allí se llevaban a Pisa, y porque estorbaban a los florentinos el comercio del puerto
de Liorna, fortificaron la mayor parte de aquellos castillos, de los cuales fue, por un accidente
extraordinario, ennoblecido Soiano, porque habiendo ido el ejército de los florentinos con intención
de expugnarlo el mismo día, hecho destruir para esto todos los pasos del río de la Cascina, y puesto
en batalla en la orilla la gente armas para que los enemigos no le pudiesen socorrer; mientras
procuraba Pedro Capponi, comisario de los florentinos, hacer plantar la artillería; herido de un
arcabuzazo de la villa, perdió luego la vida; muerte, por ser el lugar de poca consideración y por la
poca importancia de la materia, no conveniente a su valor; por lo cual se levantó el ejército, sin
intentar otra cosa, por estar también en este tiempo necesitados los florentinos de enviar gente a la
Lunigiana para el socorro del castillo de la Verrúcula, que molestaban los marqueses de Malaspina,
con la ayuda de los genoveses, de donde los echaron fácilmente.
Habiendo estado poderosas por algunos meses las fuerzas de los pisanos, porque, demás de
los hombres de aquel lugar y de su distrito, que ya, por el largo uso, se habían hecho belicosos,
tenían allí los venecianos y el duque de Milán mucha caballería e infantería (aunque era mucho más
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en número la gente de los venecianos), comenzaron después a disminuirse, por no tener la gente del
Duque las pagas que se les debían, y por esto enviaron de nuevo los venecianos cien hombres de
armas y seis galeras sutiles con provisión de vituallas, no perdonando ningún gasto necesario para la
seguridad de aquella ciudad, y que fuese a propósito para atraer a sí la voluntad de los pisanos; los
cuales apartaban cada día más sus ánimos del duque de Milán, disgustados por sus mudanzas y
limitación en los gastos y provisiones; porque unas veces se mostraba ardiente en sus cosas y otras
procedía tan tibiamente, que, casi sospechoso de su voluntad, le atribuían que Juan Bentivoglio,
según la comisión que tenía de los coligados, no hubiese hecho las correrías en daño de los
florentinos, mayormente sabiéndose que le habían faltado de su parte muchas pagas, o por avaricia
o por que le eran gratas las molestias de los florentinos, aunque no su total opresión. Para este
intento había echado en las cosas de Pisa fundamentos contrarios a su propia intención y propósitos,
siendo autor de que se determinase en el Consejo de los coligados la ida del Emperador a Pisa.
Cuando esto se determinó, envió el Emperador dos embajadores a Florencia a significar que había
juzgado necesario para la empresa que tenía resuelta hacer poderosamente contra los infieles, pasar
a Italia, para facilitarla y asegurarla, y que por esta ocasión pedía a los florentinos que se declarasen,
juntamente con los otros confederados, para la defensa de Italia, y si todavía tuviesen el ánimo
contrario a esto, manifestasen su intento, porque quería por la misma ocasión y por lo que tocaba a
la autoridad imperial, conocer en las diferencias entre ellos y los pisanos, y que por esto deseaba
que, hasta haber oído las razones de todos, se suspendiesen las ofensas, como era cierto lo harían los
pisanos, a los cuales había mandado lo mismo, afirmando con palabras humanas que estaba
dispuesto a administrar justicia indiferentemente. A lo cual, ensalzando con palabras honrosas la
intención del emperador, y mostrando que tenían gran crédito de su bondad, respondieron que, por
embajadores que le enviarían luego, le darían a entender particularmente su intención.
Pero en este tiempo los venecianos, por no dejar al emperador o al duque de Milán
disposición para ocupar a Pisa, enviaron allí de nuevo, con licencia de los pisanos, a Anníbal
Bentivoglio, su capitán, con ciento cincuenta hombres de armas, y poco después nuevos estradiotas
y mil infantes, significando al Duque que los había enviado porque su República, amadora de las
ciudades libres, quería ayudar a los pisanos a recuperar su territorio. Con la ayuda de esta gente
acabaron de recuperar los pisanos los castillos de los cerros.
Por estos beneficios y por la presteza de los venecianos en atender sus demandas, que eran
muchas (unas veces de gente, otras de dineros, y otras de municiones y de vituallas), estaba tan
conforme la voluntad de los pisanos con la de los venecianos, que, habiendo pasado a ellos la
confianza y amor que solían tener al duque de Milán, deseaban sumamente que continuase aquel
Senado en su defensa. A parte de esto, solicitaban la venida del Emperador, esperando, con la gente
que estaba en Pisa, y con la que traía consigo, conquistar fácilmente a Liorna. Por otra parte, los
florentinos, que demás de otras dificultades, se veían apretados en aquel tiempo por la carestía,
estaban con mucho temor viéndose solos para resistir el poder de muchos príncipes, porque en Italia
no había ninguno que les ayudase, y los embajadores que tenían en Francia les certificaban por
cartas que del Rey, a quien habían hecho gran instancia para que a lo menos los socorriese con
alguna cantidad de dinero en tantos peligros, no se podía esperar ninguna ayuda. Solamente se veían
libres de la molestia de Pedro de Médicis, porque el consejo de los coligados decidió que no se
usase en este movimiento de su nombre ni favor, habiendo comprendido por experiencia que los
florentinos, por este temor, estaban más unidos en la conservación de la propia libertad.
No cesaba Luis Sforza, so color de ser celoso de su bien, y mal contento de la grandeza de los
venecianos, de aconsejarles eficazmente que se pusiesen en manos del Emperador, mostrando
muchos peligros y espantos, y proponiendo que no quedaba otro modo para sacar de Pisa a los
venecianos, con lo cual seguiría luego su restauración, como cosa muy necesaria a la quietud de
Italia y deseada por esta razón de los reyes de España y de todos los otros confederados; pero los
florentinos, ni movidos de la vanidad de estas falsas lisonjas, ni espantados de tantas dificultades y
peligros, determinaron no hacer con el Emperador ninguna declaración, ni remitir a su arbitrio sus
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derechos, si primero no eran restituidos en la posesión de Pisa, porque no confiaban en su voluntad


ni autoridad; siendo notorio que no teniendo por sí mismo fuerzas ni dineros, procedía según el
parecer del duque de Mílán; y no viéndose en los venecianos disposición o necesidad de dejar a
Pisa, atendían con buen ánimo a fortificar y proveer cuanto podían a Liorna, y a juntar toda su gente
en el distrito de Pisa. Mas por no mostrarse ajenos a la paz y procurar mitigar el ánimo del
Emperador, le enviaron embajadores, habiendo ya llegado a Génova para responder a lo que habían
los suyos dicho en Florencia. Su comisión fue persuadirle que no era necesario proceder a ninguna
declaración, porque por el respeto que se tenía a su nombre, se podía prometer de la República de
Florencia todo lo que desease; que le acordaban que para el santo propósito que tenía de aquietar a
Italia, no había ninguna cosa más a propósito que el restituir luego a Pisa a los florentinos, porque
de esta raíz nacían todas las determinaciones que le eran molestas a él y a los confederados, pues
Pisa era ocasión de que otro cualquiera aspirase al imperio de Italia, y por esto convenía tenerla en
continuos trabajos, con cuyas palabras, aunque no se declaraban más, eran aludidos los venecianos;
que no convenía a su justicia que quien había sido despojado violentamente fuese obligado, contra
la disposición de las leyes imperiales, a hacer compromiso de sus derechos, si primero no era
restituido en su posesión; concluyendo que aceptado por el Emperador este principio, la república
de Florencia, sin motivo entonces para desear otra cosa que la paz con todos, haría todas las
declaraciones que le pareciesen convenientes, y confiando grandemente en su justicia, le remitiría
luego el conocimiento de sus derechos.
No satisfaciendo esta respuesta al Emperador, deseoso de que, antes de tratar otra cosa,
entrasen en la liga, dándoles la palabra de que los restituiría en la posesión de Pisa dentro de
término conveniente, no les dio otra respuesta, después de muchos discursos, sino en el muelle de
Génova, cuando ya entraba en la mar, la de que del legado del Papa, que estaba en aquella ciudad,
entenderían su voluntad. Este los envió al Duque, que de Tortona, hasta donde había acompañado al
emperador, había vuelto a Milán. Fueron a aquella ciudad, y habiendo pedido ya la audiencia, les
llegaron comisiones de los florentinos, donde se había sabido el progreso de su embajada para que,
sin pedir otra respuesta, se volviesen a su patria; por lo cual, viniendo a la hora señalada a la
presencia del Duque, convirtieron el pedir la respuesta en significarle que, volviéndose a Florencia,
no habían rehusado el alargar el camino para hacerle cortesía antes de salir de su Estado, como era
justo, por la amistad que tenía con él su República.
Había el Duque (presuponiendo que le pedirían la respuesta), para sustentar, como hacía
muchas veces, su elocuencia y artificios, y para holgarse con los trabajos ajenos, convocado a todos
los embajadores de los coligados y a todo su Consejo; pero quedando maravillado y confuso de
aquella declaración, no pudiendo encubrir su disgusto, les preguntó la respuesta que habían tenido
del emperador. Replicaron a esta pregunta que, según las leyes de su República, no podían tratar
con otro príncipe sus comisiones sino con aquel para quien venían nombrados por embajadores.
Respondió turbado: «Pues si yo os diese la respuesta, porque sé que el Emperador os remitió a mí,
¿no la oiréis?» Añadieron que no era prohibido el oír, ni podían estorbar que hablase otro. Replicó:
«Yo tendré placer en dárosla; mas no se puede hacer si no me proponéis lo que a él le propusisteis.»
Y respondieron los embajadores: «que por las mismas razones no podían, y demás que era
superfluo, porque necesariamente el Emperador hubiese significado sus demandas a quien les
remitía para que en su nombre les diese la respuesta»; no pudiendo el Duque, ni con palabras, ni con
demostraciones disimular el enojo, los despidió, y a todos los que había juntado, habiendo recibido
en sí parte de la burla que había querido hacer de los otros.
En este medio partió el Emperador del puerto de Génova con seis galeras que tenían los
venecianos en el mar de Pisa y con muchos bajeles de los genoveses, bien guarnecidos de artillería,
pero no de gente para pelear, porque no había más que mil infantes tudescos; navegó hasta el puerto
de la Spezia, y de allí fue por tierra a Pisa, donde, recogiendo quinientos caballos y otros mil
infantes tudescos que habían ido por tierra, determinó con esta gente, con la del duque de Milán, y
con parte de la veneciana, ir a sitiar a Liorna, con intención de acometerla por tierra y por mar, y
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que la otra gente veneciana fuese a Puente de Sacco, para que el ejército de los florentinos, que no
era muy poderoso, no pudiese trabajar a los pisanos o socorrer a Liorna.
Ninguna empresa espantaba menos a los florentinos que la de Liorna, por estar proveída
suficientemente de gente y de artillería, y donde esperaban cada día socorro de Provenza, porque,
poco antes, por acrecentar sus fuerzas con la reputación en que entonces estaban las armas francesas
en Italia, habían tomado a sueldo con voluntad del rey de Francia a monseñor de Albigión, uno de
sus capitanes, con cien lanzas y mil infantes, entre suizos y gascones, para que por mar pasasen a
Liorna en unas naves que, por su orden, se habían cargado de trigo, para aliviar la carestía que había
por todo el dominio florentino. Cuya determinación, tomada con otros pensamientos y fines que el
de defenderse del Emperador, si bien tuvo muchas dificultades, porque Albigión con su compañía,
que ya estaba embarcada, rehusó entrar en el mar y de los infantes sólo se embarcaron seiscientos,
con todo, fue tan favorecida de la fortuna que no se hubiera podido desear mayor provisión, ni más
a propósito, siendo así que el mismo día que un comisario pisano, enviado antes por el Emperador
con mucha infantería y caballería para hacer puentes y allanar los caminos para el ejército que había
de venir, se presentó en Liorna; los bajeles de Provenza, que eran cinco naves y algunas galeras, y
con ellos una nave gruesa de Normandía que enviaba el Rey para refrescar a Gaeta de vituallas y de
gente, se descubrieron sobre Liorna con vientos tan prósperos, que, no oponiéndosele la armada del
emperador, porque la obligó el tiempo a alargarse hacía la Meloria (escollo famoso, porque en
tiempo pasado en una batalla naval cerca de él fueron deshechas para siempre por los genoveses las
fuerzas de los pisanos) entraron en el puerto sin recibir ningún daño, excepto un galeón cargado de
trigo, separado del resto de la armada, que fue tomado por los enemigos. Dio este socorro tan a
propósito gran osadía a los que estaban en Liorna y confirmó grandemente el ánimo de los
florentinos, pareciéndoles que el haber llegado tan a tiempo, era señal de que, si faltasen en su favor
las fuerzas humanas, supliría la ayuda divina, como muchas veces en aquellos días, en medio del
terror de los otros, había afirmado Savonarola, predicando al pueblo.
No cesó por esto el Rey de romanos de ir con el ejército a Liorna, donde, habiendo enviado
por tierra quinientos hombres de armas, mil caballos ligeros, y cuatro mil infantes, fue
personalmente en las galeras hasta la boca del Stagno, que está entre Pisa y Liorna, y habiendo
señalado la expugnación de una parte del lugar al conde de Gaiazzo, que le había enviado el duque
de Milán a servirle, y puéstose él por la otra, aunque el primer día se acampó con mucha dificultad,
por el gran embarazo que recibía de la artillería de Liorna, comenzó, como quien deseaba que fuese
lo primero apoderarse del puerto, arrimada la gente antes del día por la parte de la Fontana a batir
con muchos cañones el Magnano, que habían fortificado los de dentro; arruinando el Palazzotto y la
torre del lado de la mar, al ver poner el campo por aquella parte, como cosa que no se podía
defender, y ser a propósito para causar la pérdida de la torre nueva; al mismo tiempo para batir por
la parte del mar, había hecho arrimar al puerto su armada, porque las naves francesas, después que
echaron en tierra la gente y descargado parte de sus granos, habiéndose acabado sus fletes, no
obstante los ruegos hechos en contrario, habían partido de vuelta a Provenza, y la Normanda, para
seguir su camino hacia Gaeta.
Era de poco fruto la opugnación que se hacía al Magnano para acometer aquella villa; por
mar, por estar dispuesto de manera que la artillería le ofendía poco y los de adentro salían muy a
menudo; pero estaba destinado que la esperanza de los florentinos que había comenzado en el favor
de los vientos, tuviese también con el beneficio de ellos mismos su perfección, porque levantándose
un temporal gallardo, destrozó de manera la armada que la nave genovesa Grimalda, que había
traído la persona del Emperador, combatida largamente por los vientos, dio al través enfrente del
castillo nuevo de Liorna, con toda la gente y artillería que había en ella, y lo mismo hicieron a la
punta de hacia Santiago dos galeras venecianas, y los otros bajeles esparcidos por varios lugares
padecieron tanto, que no fueron más de provecho para la empresa presente.
Recuperaron por este caso los de adentro el galeón que antes habían ganado los enemigos.
Volvió el Emperador a Pisa, por el naufragio de esta armada, donde después de varias consultas,
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desconfiando todos de poder tomar a Liorna, se determinó levantar el sitio y hacer la guerra por otra
parte. Por tanto, fue el Emperador a Vico Pisano, y habiendo hecho poner en orden un puente sobre
el Arno, entre Cascina y Vico, y otro sobre el Cilecchio, cuando se creía que iba a pasar, volvió de
repente por tierra hacia Milán, no habiendo hecho otro progreso en Toscara que el de saquear
cuatro. cientos caballos de los suyos a Bolgheri, castillo flaco en la marisma de Pisa.
Excusaban esta súbita partida las dificultades que se le acrecentaban continuamente, pues no
se satisfacían las muchas demandas que hacía de dineros. Los provee dores venecianos no
consentían que saliesen la mayor parte de su gente de Pisa, por sospecha que habían concebido de
él, ni los venecianos le habían pagado enteramente lo que les tocaba, que era sesenta mil ducados,
por lo cual, alabando mucho al duque de Milán, se que Jaba de ellos gravemente. En Pavía, que fue
adonde se trasladó, hubo nueva consulta, y aunque había publicado que quería volverse a Alemania,
convenía en estar en Italia todo el invierno con mil caballos y dos mil infantes, en caso que cada
mes se le pagasen veinte mil florines del Rhin. Mientras esperaba de Venecia respuesta de esto, fue
a Lomellina, cuando le esperaban en Milán, siéndole, como en los tiempos siguientes mostraron
mejor sus progresos, fatal que no entrase en esta ciudad. De Lomellina, habiendo mudado consejo,
volvió a Cusago, a seis millas de Milán, de donde impensadamente, sin saberlo el Duque ni los
embajadores que allí estaban, se fue a Como, y habiendo entendido allí, mientras comía, que había
llegado el legado del Papa, a quien le había enviado decir que no le siguiese, levantándose de la
mesa fue a embarcarse con tanta prisa, que apenas el legado tuvo lugar para hablarle pocas palabras
en la barca, a quien respondió que estaba necesitado de ir a Alemania, pero que volvería presto; y
con todo esto, después que por el lago de Como hubo llegado a Bellasio, habiendo entendido que
los venecianos convenían en lo que se había tratado en Pavía, dio de nuevo esperanzas de volver a
Milán; pero muy pocos días después, procediendo con su natural variedad, y dejando una parte de
su caballería e infantería, se fue a Alemania, habiendo mostrado, con muy poca autoridad del
nombre imperial, su flaqueza a Italia que en tanto tiempo no había visto emperadores armados.

Capítulo V
Ejército de los venecianos en Pisa.―El Papa Alejandro declara la guerra a los Ursinos.—
Derrota del ejército pontificio en Soriano.―Gonzalo de Córdoba y Próspero Colonna entran al
servicio del Papa.―Gonzalo toma a Ostia.―Guerra de Génova.

Desesperado Luis Sforza por la ida del Emperador, de poder, si no sucedían nuevos
accidentes, alcanzar a Pisa, ni sacarla de la mano de los venecianos, quitó toda su gente, tomando
por parte de consuelo de su disgusto que quedasen solos los venecianos enredados en la guerra con
los florentinos, con lo cual se persuadía que podría el cansancio de los unos y de los otros darle con
el tiempo alguna ocasión para lo que deseaba.
Quedando los florentinos, por la ida de los del Duque, más poderosos en el distrito de Pisa
que los enemigos, recuperaron todos los castillos de los cerros, y estando obligados por esto los
venecianos, para impedir sus progresos, a hacer nuevas provisiones, añadieron tanta gente a la que
tenían allí, que en todo había cuatrocientos hombres de armas, setecientos caballos ligeros y más de
dos mil infantes.
Consumiéronse en este medio en el reino de Nápoles casi todas las reliquias de la guerra de
los franceses, porque, oprimida de hambre la ciudad de Taranto con sus fortalezas, se rindió a los
venecianos que la habían asediado con su ejército; los cuales, muchos días después de haberla
alcanzado, habiendo nacido ya sospecha que se querían quedar con ella, la restituyeron finalmente a
Fadrique, haciendo muchas instancias para ello el Papa y el Rey de España. Al saberse en Gaeta que
la nave Normanda, habiendo peleado junto al puerto de Hércules con algunas naves genovesas que
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había encontrado, siguiendo después su camino, y que vencida de la tempestad del mar, había dado
al través, los franceses que estaban en aquella ciudad, que el nuevo Rey había sitiado, aunque se
decía que tenían provisión para sustentarse algunos meses, juzgando que al fin su Rey no tendría
más cuidado de socorrerlos que el que había tenido en socorrer tanta nobleza y tantas villas que
estaban por él, concertaron con Fadrique por medio de Obigni, el cual no había aún partido de
Nápoles por algunas dificultades que habían nacido en la entrega de las fortalezas de Calabria, que
dejarían el lugar y la fortaleza, teniendo poder para irse libres a Francia por mar con todas sus
haciendas. Habiéndose descargado el Rey, por este acuerdo, de los pensamientos de socorrer el
reino, y por otra parte, encendido por los estímulos del daño y de la infamia, determinó acometer a
Génova, confiando en la parte que allí tenía Bautista Fregoso, que en lo pasado había sido Dux de
aquella ciudad, y en el séquito que tenía el cardenal de San Pedro in Víncula en Saona, su patria, y
en aquellas riberas; y le parecía que añadía oportunidad el estar en este tiempo discordes Juan Luis
del Fiesco y los Adornos, y en general los genoveses mal contentos del duque de Milán, por haber
sido autor de que en la venta de Pietrasanta hubiesen sido los luqueses preferidos a ellos, y porque
habiendo después prometido hacerla volver a su poder, y usado para esto de la autoridad de los
venecianos, para mitigar el enojo concebido, los había entretenido muchos meses con vanas
esperanzas.
El miedo de esta determinación del Rey, obligó a Luis, el cual por las cosas de Pisa estaba
casi apartado de los venecianos, a unirse de nuevo con ellos, y a enviar a Génova la caballería e
infantería tudesca que el Emperador había dejado en Italia, a los cuales, si no hubiera sobrevenido
esta necesidad, no se les hubiera dado provisión alguna.
Mientras se trataban estas cosas, pareciéndole al Papa que tenía ocasión muy a propósito para
ocupar los Estados de los Ursinos, pues estaban presos en Nápoles las cabezas de aquella familia,
pronunció en el Consistorio por rebeldes a Virginio y a los otros, y confiscó sus Estados, por haber
ido, contra sus órdenes, a servir a los franceses. Hecho esto, acometió en el principio del año 1497
sus villas, habiendo mandado que los Colonnas hiciesen lo mismo por los lugares por donde
confinaban con los Ursinos. Aconsejó mucho esta empresa el cardenal Ascanio, por la antigua
amistad que tenía con los Colonnas y disensión con los Ursinos, y vino en ella el duque de Milán;
pero era muy molesta para los venecianos, los cuales deseaban trabar amistad con aquella familia;
mas no pudiendo con ninguna justificación impedir que el Papa dejase de proseguir su intento, y no
siendo útil apartarse de él en tiempo semejante, consintieron que el duque de Urbino, soldado
común, fuese a juntarse con la gente de la Iglesia, de quien era capitán general el duque de Gandía,
y legado el cardenal de Luna, dependiente en todo de Ascanio. El rey Fadrique envió en su ayuda a
Fabricio Colonna.
Después que se hubieron rendido a este ejército otros muchos castillos, fue a sitiar a
Trivignano, que habiéndose defendido algunos días animosamente, se entregó a discreción.
Habiendo salido de Bracciano, mientras se defendía este lugar, Bartolomé de Alviano, rompió a
ocho millas de Roma cuatrocientos caballos que traían artillería al campo eclesiástico, y otro día,
habiendo corriảo hasta cerca de la Cruz de Montemari, faltó poco para que prendiese al cardenal de
Valencia, que había salido de Roma a cazar, y se salvó huyendo.
Tomado Trevignano, fue el ejército a Lisola, y batiendo con la artillería una parte del castillo,
lo ganó por acuerdo, y se redujo finalmente toda la guerra a los contornos de Bracciano, donde
estaba puesta toda la esperanza de la defensa de los Ursinos, porque el lugar, que antes era fuerte,
había sido bien amunicionado y reparado y fortificado el burgo, a cuyo frente habían hecho una
fortificación, y dentro había suficientes defensores, gobernados por Alviano, mozo todavía, mas de
ingenio, feroz y de increíble presteza, y en el ejercicio de las armas daba de sí la esperanza, a que no
fueron inferiores sus acciones en el tiempo futuro. No cesaba el Papa de acrecentar cada día su
ejército, al cual había añadido de nuevo ochocientos infantes tudescos, de los que habían militado
en el reino de Nápoles. Peleóse por muchos días de cada parte con gran obstinación, habiendo
plantado los de afuera en muchos lugares la artillería, y no faltando los de adentro a proveer y
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reparar por todas partes con suma diligencia y valor; mas después de pocos días, fueron obligados a
desamparar el burgo. Al ocuparlo dieron los eclesiásticos un asalto feroz al lugar; pero aunque ya
habían puesto las banderas sobre los muros, fueron forzados a retirarse con mucho daño; y en esta
ocasión fue herido Antonio Savello. Mostraron los de adentro el mismo valor en otro asalto,
rebatiendo con mayor daño a los enemigos, que entre muertos y heridos fueron más de doscientos,
con gran alabanza de Alviano, a quien se atribuía principalmente la gloria de esta defensa, porque
dentro estaba muy pronto para todas las acciones necesarias, y fuera, con salidas muy a menudo
tenía de día y de noche en casi continuo trabajo el ejército de los enemigos. Acrecentó sus alabanzas
porque, habiendo ordenado que cierto número de caballos ligeros corriesen un día desde Cervetri,
que estaba por los Ursinos, hasta el ejército, saliendo fuera por gozar de la ocasión de este alboroto,
puso en fuga los infantes que guardaban la artillería y llevó algunas piezas de las menores a
Bracciano; pero batidos y trabajados de día y de noche, comenzaba a sustentarse principalmente con
la esperanza del, socorro, porque Carlos Ursino y Vitellozzo allegado, por el vínculo de la facción
güelfa, a los Ursinos, habiendo recibido dinero del rey de Francia para volver en orden sus
compañías que se habían desbaratado en el reino de Nápoles, habían pasado a Italia en los bajeles
llegados de Provenza a Liorna, y se prevenían para socorrer tan gran peligro, por cuya razón Carlos,
yendo a Soriano, atendía a recoger los soldados antiguos y los amigos súbditos de los Ursinos, y
Vitellozzo hacía lo mismo en Ciudad del Castillo con sus soldados e infantes del país. Habiéndolos
recogido, se juntó con Carlos en Soriano con doscientos hombres de armas, mil ochocientos
infantes de los suyos y artillería en carretas a uso de Francia, por lo cual juzgando los capitanes
eclesiásticos que sería peligroso, si pasasen más adelante, hallarse en medio de ellos y de los que
estaban en Bracciano, y por no dejar sujeto al robo todo el país circunvecino, en donde habían
saqueado ya algunos castillos, levantando el sitio de Bracciano, y metiendo la artillería gruesa en
Anguillara, se enderezaron contra los enemigos. Encontrándose con ellos entre Soriano y Bassano,
pelearon ambos ejércitos por más de dos horas ferozmente; pero al fin los eclesiásticos (aunque al
principio del combate fue preso por los Colonnas Franciotto Ursino) fueron puestos en huida,
habiéndoles quitado el bagaje y la artillería, y entre muertos y presos más de quinientos hombres,
entre los cuales quedaron el duque de Urbino, Juan Pedro Gonzaga, conde de Nugolara, y otras
muchas personas de calidad; y el duque de Gandía, herido levemente en el rostro, y con él él legado
apostólico y Fabricio Colonna, se salvaron en Ronciglione huyendo.
Llevó la principal alabanza de esta victoria Vitellozzo, porque a la infantería de Ciudad del
Castillo, que antes había sido disciplinada por él y por sus hermanos, al modo de la ultramontana, la
ayudó grandemente este día con su industria, pues habiéndola armado de picas una braza más largas
de lo que se usaba comúnmente, tuvieron tanta ventaja cuando la llevó a chocar con la infantería
enemiga, que ofendiéndola sin ser ofendida por lo largo de las picas, la hicieron huir fácilmente y
con tanta mayor honra, cuanto en el ejército contrario había ochocientos infantes tudescos, nación a
quien siempre los infantes italianos habían tenido gran miedo desde la entrada de Carlos en Italia.
Después de esta victoria, comenzaron los vencedores a correr sin embarazo por todo el país de esta
parte del río Tíber, y habiendo pasado después una parte de su gente a la otra parte del río, por
debajo de Monte Ritondo, corrían por aquel camino que sólo había quedado seguro. Juntando de
nuevo el Papa mucha gente por estos peligros, llamó del reino de Nápoles en su socorro a Gonzalo
y a Próspero Colonna; mas interponiéndose pocos días después, con gran estudio, los embajadores
de los venecianos, para beneficio de los Ursinos, y el español por miedo que naciese en este
principio mayor desorden en las cosas de la liga, se hizo paz, con inclinación muy pronta, así del
Papa, que por naturaleza era muy enemigo de gastar, como de los Ursinos; los cuales, no teniendo
dinero, y estando desamparados de todos, conocían que era necesario ceder al fin al poder del Papa.
La suma de los conciertos fue que les fuese lícito a los Ursinos continuar hasta el fin al
servicio del rey de Francia, en cuyo convenio estaba expresado que no fuesen obligados a tomar las
armas contra la Iglesia; que volviesen a poseer todos los lugares perdidos en esta guerra; pero
pagando al Papa cincuenta mil ducados, treinta mil luego que Fadrique diese libertad a Juan Jordán
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y Paulo Ursino, porque Virginio había muerto pocos días antes en Castel del Uovo, o de calentura,
o, como algunos creyeron, de veneno, y los otros veinte mil ducados se pagasen dentro de ocho
meses, pero depositándose en manos del cardenal Ascanio y de San Severino, Anguillara y Cervetri
para el cumplimiento de la paga; que se diese libertad a los presos en el encuentro de Soriano,
excepto al duque de Urbino; y aunque los embajadores de los coligados procuraron muchos su
libertad, el Papa no hizo instancia por ella, porque sabía que los Ursinos no tenían poder para
proveer los dineros que se trataba pagasen, si no era mediante el rescate de aquel duque; el cual se
concertó poco después en cuarenta mil ducados, y se añadió que no fuese librado hasta que
consiguiese su libertad sin pagar ninguna cosa Paulo Vitelli que, cuando se rindió Atella, había
quedado prisionero del marqués de Mantua.
Desembarazado el Papa poco honrosamente de la guerra contra los Ursinos, dando dineros a
la gente que conducía Gonzalo, y unido con él la suya, le envió a la empresa de Ostia, que estaba
aún en manos del cardenal San Pedro in Víncula; donde apenas se plantó la artillería, cuando el
castellano se le rindió a Gonzalo a discreción. Tomada Ostia, entró Gonzalo en Roma casi triunfante
con cien hombres de armas, doscientos caballos ligeros y mil y quinientos infantes, todos soldados
españoles, llevando delante al castellano como prisionero, al cual libró poco después, y saliéndole a
recibir muchos prelados, la familia del Papa y todos los cardenales, concurriendo todo el pueblo y
toda la corte, deseosísima de ver un capitán, cuyo nombre resonaba ya esclarecidamente por toda
Italia. Fue llevado al Papa que estaba en el Consistorio, el cual recibiéndole con mucha honra, le dio
la rosa acostumbrada a dar cada año por los Papas en testimonio de su valor. Volvió después a
juntarse con el rey Fadrique, el cual, habiendo acometido el Estado del prefecto de Roma, había
tomado todas las villas que, ganadas al marqués de Pescara en la conquista de Nápoles, le habían
sido dadas por el rey de Francia, y habiendo tomado a Sora y Arci, aunque no los castillos, había
sitiado a Rocca Gugliema, habiendo ganado por acuerdo el Estado del conde de Uliveto, que antes
vendió aquel ducado al prefecto duque de Sora.
No faltaban en estas prosperidades muchos trabajos a D. Fadrique, no sólo de los amigos,
porque Gonzalo tenía, en nombre de sus reyes, una parte de la Calabria, sino también de los
enemigos reconciliados, porque saliendo una tarde el príncipe de Visignano de Castilnuovo en
Nápoles, y siendo herido gravemente por un griego, entró tanto temor en el príncipe de Salerno, de
si se había hecho esto por orden del Rey, en venganza de las ofensas pasadas, que luego, sin
disimular la causa de la sospecha, se fue de Nápoles a Salerno, y aunque el Rey entregó en sus
manos el griego que estaba en la cárcel, para justificar que, como era verdad, le había herido por un
agravio que le había hecho muchos años antes en la persona de su mujer, con todo eso, como en las
antiguas y graves enemistades es dificultoso establecer fielmente reconciliación, porque la impide o
la sospecha, o el deseo de la venganza, no se pudo disponer más el príncipe a confiarse en él, lo
cual, dando esperanza a los franceses de que en el reino había de haber nuevas sublevaciones,
teniendo aún el monte de Sant Angelo y algunos otros lugares fuertes, les daba ocasión a perseverar
más constantemente en defenderse.
Mostrábanse en este tiempo mayores peligros en Lombardía por los movimientos de los
franceses, asegurados por entonces de las amenazas de los españoles, porque, habiendo habido entre
ellos antes ligeros acometimientos y demostraciones de guerra que encuentros de consideración,
excepto el haber tomado los franceses en muy breve tiempo y abrasado la villa de Sals, se había
introducido entre aquellos reyes plática de paz, y para facilitar más de tratarla, hicieron entre ellos
suspensión de armas por dos meses. Pudo Carlos, por esta ocasión, atender más libremente a las
cosas de Génova y de Saona, habiendo enviado a Asti hasta el número de mil lanzas y tres mil
suizos y casi otro tanto número de gascones. Ordenó a Tribulcio, su lugar teniente en Italia, que
ayudase a Batistino y al cardenal de San Pedro in Víncula, disponiendo enviar a seguida de éstos
con grueso ejército al duque de Orleans a hacer en su propio nombre la empresa del ducado de
Milán. Para facilitar la de Génova, envió a Octaviano Fregoso a pedir a los florentinos que al mismo
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tiempo acometiesen a Lunigiana y la ribera de Levante, y ordenó a Paulo Bautista Fregoso que, con
seis galeras, turbase la de Poniente.
Comenzó este movimiento con tan gran terror del duque de Milán (el cual por sí mismo no
estaba prevenido suficientemente, ni tenía aún las ayudas que le habían prometido los venecianos),
que de continuar con los recursos debidos, hubiera producido algún efecto importante; con mayor
facilidad en el ducado de Milán que en Génova, porque habiéndose reconciliado en esta ciudad por
medio de Luis Sforza, Juan Luis del Fiesco y los Adornos, habían tomado a sueldo muchos infantes
y puesto en orden una armada por mar a costa de los venecianos y de Luis, con la cual se juntaron
seis galeras que había enviado Fadrique, porque el Papa, reteniendo el nombre de confederado, más
en los consejos y en las demostraciones que en los efectos, no quiso en estos peligros concurrir con
ningún gasto, ni por mar ni por tierra.
Los progresos de esta jornada fueron que Batistino y el Tribulcio llegaron a Novi; lugar de
que primero había sido Batistino despojado por el duque de Milán, mas retenía la fortaleza; por
cuya llegada el conde de Gaiazzo, que estaba allí en guarda con sesenta hombres de armas,
doscientos caballos ligeros y quinientos infantes, perdiendo la esperanza de poderla defender, se
volvió a Seravalle. Por la conquista de Novi se aumentó mucho la reputación de los emigrados,
porque, demás de ser villa capaz de mucha gente, impedía el paso de Milán a Liorna, y por el sitio
en que está situada, es muy a propósito para ofender los lugares circunvecinos; ocupó después
Batistino otros lugares cerca de Novi, y al mismo tiempo el cardenal, con doscientas lanzas y
trescientos infantes, habiendo tomado a Ventimiglia, se arrimó a Saona; mas no inquietándose nada
los de adentro, y habiendo entendido que Juan Adorno se arrimaba con mucha infantería, se retiró a
Altare, villa del marqués de Monferrato, distante ocho millas de Saona.
De mayor consideración fue el principio que hizo Tribulcio, el cual, deseoso de dar ocasión a
que se encendiese la guerra en el ducado de Milán, aunque la orden del Rey era que primero
atendiese a las cosas de Génova y de Saona, tomó el Bosco, castillo importante del distrito de
Alejandría, so pretexto que, para seguridad de la gente que había ido a la ribera, era necesario
estorbar a la del duque de Milán que pudiese ir de Alejandría a Génova; mas por no ir derechamente
contra la orden del Rey, no pasó más adelante, perdiendo muy grande ocasión, porque el país
circunvecino estaba todo (por haber ocupado al Bosco) en gran turbación, unos por temor, otros por
deseo de cosas nuevas, no habiendo por el Duque en aquella parte más de quinientos hombres de
armas y seis mil infantes, y comenzando Galeazzo de San Severino, que estaba en Alejandría, a
desconfiar de poderla defender sin mayores fuerzas. Y ya Luis, no menos temeroso en esta
adversidad que, por naturaleza, lo había sido en todas las otras, pedía al duque de Ferrara que se
interpusiese entre el Rey de Francia y él, para tratar de algún acuerdo, pero el detenerse el Tribulcio
entre el Bosco y Novi, dio tiempo a Luis para hacer prevenciones y a los venecianos que,
concurriendo con gran prontitud a su defensa, habían enviado primero a Génova mil y quinientos
infantes, para enviar a Alejandría muchos hombres de armas y caballos ligeros, y últimamente
ordenaron al conde de Pitigliano, cabeza de su gente (porque el marqués de Mantua se había
apartado del sueldo de los venecianos) que, con la mayor parte, fuese en ayuda de aquel Estado.
Entibiándose las cosas que se habían comenzado con gran esperanza, no habiendo hecho en
Génova Batistino fruto alguno, porque la ciudad, por las provisiones hechas, estuvo quieta, volvió a
juntarse con Tribulcio, alegando que habían salido vanos sus designios porque los florentinos no
habían acometido la ribera de Levante y no habían juzgado por consejo prudente' meterse en la
guerra, si primero no se veían más prósperos y poderosos los sucesos de los franceses. Fue
asimismo el cardenal de San Pedro en Víncula a juntarse con Tribulcio, no habiendo hecho más que
tomar algunas villas del marqués del Finale, porque se había señalado en la defensa de Saona.
Juntas las gentes francesas hicieron algunas correrías hacia Castellaccio, lugar cerca del Bosco, que
en tiempos pasados lo habían fortificado los capitanes del Duque, y aumentándose continuamente el
ejército de los coligados que se juntaba en Alejandría, y por el contrario, comenzando a faltar a los
franceses dinero y vituallas y no siendo los otros capitanes parientes en obedecer a Tribulcio, fue
147

éste obligado, dejando guarda en Novi y en el Bosco, a retirarse con el ejército cerca de Asti. Créese
que hizo daño a esta empresa, como se ve que sucede muchas veces, la división que se hizo de la
gente en muchas partes, y que si toda al principio se hubiera enderezado a Génova, acaso hubieran
tenido mejor suceso, porque, demás de la inclinación de los bandos y el enojo que había nacido por
causa de Pietrasanta, parte de los caballos e infantes tudescos que envió allí el duque de Milán,
habiéndose detenido pocos días, se volvieron de repente a Alemania.
Puede ser también que los mismos que impidieron el año antes el pasaje del Rey a Italia y el
socorro del reino de Nápoles, usasen los mismos medios para impedir la empresa presente con la
dificultad de las provisiones, y tanto más, corriendo fama de que el duque de Milán, que a sus
vasallos echaba graves tributos, había dado mucho al duque de Borbón y a otros de los que podían
cerca del Rey. También se extendía esta fama al cardenal de San Malo; mas sea lo que fuere, lo
cierto es que, señalado el duque de Orleans para pasar a Italia y solicitado mucho del Rey, hizo
todas las prevenciones necesarias para semejante empresa, si bien se tardó, o porque no confiaba en
el cumplimiento de las provisiones que se hacían, o porque, como muchos decían, par. tía de mala
gana del reino de Francia, porque estaba el Rey continuamente achacoso, y en caso de que muriese
sin hijos, le tocaba la sucesión de la corona. No habiendo salido bien al Rey la esperanza de
alteraciones de Génova y Saona, aceleró las pláticas comenzadas con el rey de España, que estaban
detenidas sólo por una dificultad, la de que deseando el rey de Francia quedar libre para las
empresas de esta parte de los montes, rehusaba que se comprendiesen en las treguas que se trataban
las cosas de Italia y los reyes de España, mostrando que no ponían dificultades en consentir lo que
quería, sino sólo por respeto a su propia honra hacían instancia que se comprendiesen en ella;
porque siendo la intención de todos hacer la tregua para que con mayor facilidad se tratase la paz,
podría con mejor color apartarse de la confederación que tenía con los italianos.
Después que hubieron ido de la una a la otra parte muchas veces embajadores, prevaleciendo
finalmente, como casi siempre, los artificios españoles, se hizo tregua por sí, por sus súbitos y
dependientes y aun por aquellos que nombrase cualquiera de ellos. Es. ta tregua comenzó el 5 de
Marzo y entre los nombrados cincuenta días después, había de durar por todo Octubre venidero.
Nombró cada uno los potentados y Estados italianos que eran sus confederados y adherentes, y los
reyes de España nombraron demás al rey Fadrique y a los pisanos. Concertaron demás de esto
enviar a Montpellier personas propias para tratar de la paz, donde pudiesen intervenir los
embajadores de los otros coligados, y en esta plática daban esperanza los reyes de España que
podrían, con alguna ocasión justificada, juntarse con el rey de Francia contra los italianos;
proponiendo desde entonces partidos para dividirse el reino de Nápoles. Aunque se hizo esta tregua
sin participación de los coligados, fue agradable para todos, y especialmente para el duque de
Milán, por desear mucho que la guerra se apartase de su dominio.

Capítulo VI
Gestiona Luis Sforza que Pisa sea devuelta a los florentinos.―Confusión que reina en el
gobierno de Florencia.—Intenta Pedro de Médicis entrar por sorpresa en Florencia.―Muerte de
sus partidarios.—Los florentinos envían embajadores al Papa.―Muerte de Carlos, rey de Francia.
—Le sucede Luis XII.―El Papa excomulga a Savonarola.―Reducido a prisión, y después de breve
juicio, es ahorcado y quemado con dos de sus secuaces.

Habiendo quedado libre facultad en Italia de ofenderse hasta 25 de Abril, volvieron Tribulcio
y Batistino, y con ellos Serenón con cinco mil hombres a la ribera de Poniente, acometiendo la villa
de Albinga, y aunque al primer asalto la ocuparon casi toda, desordenándose al entrar, fueron
echados por poco número de enemigos. Entraron después en el marquesado de Finale para dar
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ocasión al ejército italiano a que fuese a socorrerlo, esperando provocarle a la batalla; mas no
sucediendo esto, no hicieron cosa de consideración, mayormente habiéndose acrecentado la
discordia de los capitanes y faltando cada día más las pagas por la tregua hecha. Habían en este
tiempo los coligados recuperado, excepto a Novi, las villas que primero habían perdido, y
finalmente, aunque el conde de Gaiazzo, que allí había ido a sitiarla, fue rebatido, alcanzaron a Novi
por acuerdos. No quedó en poder de franceses de los lugares ganados más que algunos pequeños
que habían tomado en el marquesado del Finale.
En estos trabajos el duque de Saboya, aunque solicitado por todas las partes con grandes
ofertas, y el marqués de Monferrato, cuyo gobierno había confirmado el rey de romanos en
Constantino de Macedonia, no se declaraban ni por el rey de Francia ni por los confederados.
No se había hecho cosa de momento en este año entre florentinos y pisanos, aunque
continuamente seguía la guerra, sino que yendo los pisanos debajo del gobierno de Paulo Manfrone
con cuatrocientos caballos ligeros y mil y quinientos infantes para recuperar el bastión que habían
hecho en Puente de Stagno, y lo habían perdido cuando el emperador se fue de Liorna, habiendo
tenido noticia de esto el conde Rinuccio, fue a socorrerle por el camino de Liorna con muchos
caballos; pero no pensando los pisanos que serían acometidos, sino por el camino de Pontadera, y
habiendo llegado a ellos cuando ya acometían al bastión, los puso en huida fácilmente, prendiendo
muchos. Mas por la tregua hecha se hizo suspensión de armas asimismo entre ellos, aunque fue
aceptada por los florentinos de mala gana porque juzgaban que era inútil para sus cosas dar lugar a
que respirasen los pisanos, y porque, no obstante la tregua, por sospecha de Pedro de Médicis que
continuamente imaginaba algo, y por el temor de la gente veneciana que estaba en Pisa, les obligaba
la necesidad a continuar los mismos gastos; por tanto, habiendo cesado las armas por todas partes, o
estando ya muy cerca de ello, el duque de Milán, aunque en los próximos peligros había mostrado
gran satisfacción al Senado veneciano por las prontas ayudas que había recibido de él, ensalzando
públicamente con magníficas palabras su valor y poder, y alabando la prudencia de Juan Galeazzo,
primer duque de Milán por haber cometido al crédito de aquel Senado la ejecución de su
testamento, no pudiendo sufrir que la presa de Pisa, levantada y seguida por él con tanto trabajo y
tantos ardides, les quedase a ellos, como parecía claramente que había de ser, y por esto, intentando
conseguir con el consejo lo que no podía alcanzar con las fuerzas, dispuso que el Papa y los
embajadores del rey de España, pues a todos les era molesta tanta grandeza de los venecianos,
propusiesen que, para quitar de Italia todo fundamento a los franceses y reducirla toda a paz, se. ría
necesario inducir a los florentinos a que entrasen en la liga común, volviéndoles a Pisa, porque de
otra manera no se podría conseguir; pues, estando separados de los otros, provocaban
continuamente al rey de Francia para que pasase a Italia, y en caso que lo hiciese, podían con dinero
y con su gente, mayormente teniendo su situación en la mitad de Italia, hacer efectos de mucha
importancia. Contradijo esta propuesta el embajador veneciano como muy dañosa para el bien
común, alegando que la inclinación que los florentinos tenían al Rey de Francia era tal que, aun con
este beneficio, no se podía confirmar en ellos si no daban bastante seguridad de guardar lo que
prometiesen, y que en cosas de tanta consideración no bastaba ninguna sino poner a Liorna en
manos de los coligados; cosa que proponía artificiosamente, porque, sabiendo que jamás
consentirían entregar un lugar tan importante para su Estado, le quedase mayor poder para
contradecir lo propuesto por el Duque, y habiendo sucedido como pensaba, se opuso con tal calor
que, no teniendo osadía para contradecirle el Papa ni el embajador del duque de Milán, por no
apartarlos de su unión, no se pasó adelante en esta plática.
Comenzó entre el Papa y los venecianos nuevo designio para apartar con violencia a los
florentinos de la amistad del rey de Francia, dando ánimo a quien quería ofenderles la mala
disposición de Florencia, en donde había entre los ciudadanos harta división, causada por la forma
del gobierno. Porque cuando se fundó desde el principio la autoridad del pueblo, no se habían
determinado los temperamentos que, asegurando la libertad con medios justos, impidiesen
juntamente desordenar a la república la poca práctica y licencia de la multitud, por lo cual, estando
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en menos estimación de lo que fuera conveniente los ciudadanos de mayor calidad, y por otra parte
sospechosa al pueblo su ambición, interviniendo muchas veces en las determinaciones de grande
importancia muchos que eran poco capaces, y trocándose cada dos meses el Supremo Magistrado,
al cual se cometía la suma de las cosas más arduas, se gobernaba la república con mucha confusión.
Añadióse la gran autoridad del Savonarola, y los que que le oían se habían unido casi en
inteligencia secreta, habiendo entre ellos muchos ciudadanos de honradas calidades; y
prevaleciendo en número a los que eran de opinión contraria, parecía que los magistrados y las
honras públicas se distribuían mucho más en sus amigos que en los otros. Habiéndose dividido por
esto manifiestamente la ciudad, se encontraba la una parte con la otra en los consejos públicos, no
procurando los hombres, como sucede en las ciudades divididas, atender al bien común, por abatir
la reputación de los contrarios. Hacía estos desórdenes más peligrosos, demás de largos trabajos y
graves gastos padecidos por aquella ciudad, el haber en ella aquel año gran carestía, por lo cual se
podía presumir que la plebe hambrienta desease cosas nuevas.
Dio esperanza a Pedro de Médicis esta mala disposición, incitado, demás de estas ocasiones,
por algunos ciudadanos, de poder alcanzar fácilmente su deseo; por lo cual, poniéndose de acuerdo
con el cardenal San Severino, su amigo antiguo, y con Albiano, y provocado secretamente por los
venecianos, a los cuales parecía que por los trabajos de los florentinos se afirmaban las cosas de
Pisa, determinó entrar secretamente en Florencia; mayormente después que fue avisado que habían
hecho alférez mayor de la justicia, que era cabeza de la Suprema Magistratura, a Bernado del Nero,
hombre de gravedad y de autoridad grande, que fue mucho tiempo amigo de su padre y suyo, y que
habían sido elegidos para la misma Magistratura algunos otros que, por las antiguas dependencias,
creía que tendrían inclinación a su grandeza. Convino en este designio el Papa, deseoso de separar a
los florentinos del rey de Francia con las injurias, pues no había podido hacerlo con los beneficios.
Tampoco lo contradijo el duque de Milán, pareciéndole que no podía hacer fundamento o tener
inteligencia firme con aquella ciudad, por los desórdenes del gobierno presente, si bien por otra
parte no le agradaba la vuelta de Pedro, tanto por las ofensas que le había hecho, como porque creía
que dependería mucho de la autoridad de los venecianos.
Habiendo, pues, recogido Pedro cuanto dinero pudo por sí mismo, y con la ayuda de sus
amigos (se creyó que alguna cantidad pequeña le habían dado los venecianos) fue a Siena, y en su
seguimiento el Albiano con caballería e infantería, caminando siempre de noche y fuera de vereda,
para que no tuviesen los florentinos noticia de esta ida. En Siena, por el favor de Juan Jacobo y de
Pandolfo Petrucci, ciudadanos principales de aquel gobierno y amigos de su padre y suyos, tuvo con
secreto, más gente; de manera que con seiscientos caballos y cuatrocientos infantes escogidos,
partió dos días después que comenzó la tregua (en la cual no se comprendían los sieneses hacia
Florencia, con esperanza de que, llegando casi de improviso al amanecer, entraría fácilmente o por
desorden o por alboroto, que esperaba se levantaría en su favor.
No hubiera quizá salido vano este designio, de no suplir la fortuna a la negligencia de sus
contrarios, porque habiendo a la anochecer alojado en las Tabernillas, que son algunas casas en el
camino real, con pensamiento de caminar la mayor parte de la noche, una copiosa lluvia que
sobrevino les causó tan gran embarazo, que no se pudo presentar en Florencia sino muchas horas
después de haber salido el sol. Esta detención dio tiempo a los que hacían profesión de ser sus
particulares enemigos (porque la plebe y casi todo el resto de los ciudadanos estaba esperando con
quietud el fin del suceso) para tomar las armas con sus amigos y secuaces, y ordenar que llamasen a
los magistrados y detuviesen en el palacio público a los ciudadanos sospechosos, y para hacerse
fuertes en la puerta que va a Siena, adonde fue asimismo, habiéndoselo ellos rogado, Paulo Vitelli,
el cual, volviendo de Mantua, había por suerte llegado la tarde antes a Florencia, de manera que por
no haber movimiento alguno en la ciudad, ni estar poderoso Pedro para forzar la puerta a que se
había arrimado un tiro de arco, después que se detuvo allí cuatro horas, temiendo que sobreviniese
con peligro suyo la gente de armas florentina, la cual pensaba, como era verdad, que la habían
llamado de Pisa, volvió a Siena, de donde partiendo el Albiano, e introducido en Todi por los
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güelfos, saqueo casi todas las casas de los gibelinos y mató 53 de los primeros de aquel bando.
Siguiendo este ejemplo Antonio Savello, que había entrado en Terni, y los Gattescos, entrados en
Viterbo con el favor de los Colonnas, hicieron semejantes daños en ambos lugares y en el país
circunvecino contra los güelfos, no remediando el Papa tan grandes males del Estado eclesiástico,
porque aborrecía el gastar en cosas semejantes, o porque, por su naturaleza, le daban poca molestia
los trabajos de los otros, ni se turbaba por las cosas que le ofendían en la honra, como no impidiesen
sus placeres y provechos.
Pero no pudo huir los infortunios domésticos que alteraron su casa con ejemplos trágicos de
lujuria y crueldad horrible, aun en regiones bárbaras; porque habiendo desde el principio de su
pontificado tratado de poner toda la grandeza temporal en el duque de Gandía, su hijo primogénito,
el cardenal de Valencia, de ánimo totalmente adverso a la profesión de sacerdote, que aspiraba al
ejercicio de las armas, no pudiendo sufrir que le ocupase este lugar su hermano, y demás de esto,
llevando pesadamente que favoreciese al otro más que a él una dama a quien amaban ambos 10,
provocado por la lujuria y por la ambición (ministros poderosos para cualquier maldad grande), le
hizo matar una noche que se iba paseando a caballo solo por Roma, y después echar, con secreto, en
el río Tíber11. Afligió grandemente al Papa la muerte del duque de Gandía, ardiente cuanto jamás lo
fue padre alguno en el amor de sus hijos, y no acostumbrado a probar golpes de la fortuna, porque
era manifiesto que, desde muchacho hasta aquella edad había tenido felicísimos sucesos en todas las
cosas, y se conmovió de tal manera, que en el Consistorio que después hubo, con grandísima
alteración de ánimo y lágrimas lamentó grandemente su trabajo y acusó muchas de sus propias
acciones y el modo de vida que hasta aquel día había tenido; afirmó con gran eficacia que quería
gobernarse en lo venidero con otros pensamientos y costumbres, señalando algunos del número de
los cardenales para reformar con ellos las costumbres y órdenes de la Corte, poniendo por obra esto
algunos días. Comenzando ya a descubrirse el autor de la muerte de su hijo, que al principio se
había creído que había sido, o por medio del cardenal Ascanio, o de los Ursinos, deponiendo antes
la buena intención, y después las lágrimas, volvió más desenfrenadamente que nunca a los
pensamientos y obras en que hasta aquel día había gastado la edad.
Nacieron en este tiempo, por el movimiento que había hecho Pedro de Médicis, nuevos
trabajos en Florencia, porque poco después se descubrió la inteligencia que allí tenía; por lo cual
fueron presos muchos ciudadanos nobles y algunos otros huyeron, y después que se hubo probado
legalmente el intento de la conjuración, fueron condenados a muerte, no sólo Nicolas Ridolfi,
Lorenzo Tornabuoni, Gianozzo Pucci y Juan Cambi, que le habían solicitado que viniese, y Lorenzo
acomodado con dinero para este efecto, sino también Bernardo de Nero, a quien no se le imputaba
más que haber sabido esta plática y no declarádola. Este yerro, que por sí mismo tiene pena de
muerte por los estatutos de Florencia y por la interpretación que los jurisconsultos dan a las leyes
comunes, le hizo más grave en él el haber sido, cuando Pedro vino a Florencia, alférez mayor, como
si particularmente hubiera estado obligado a hacer oficio más de persona pública que de particular;
mas habiendo apelado de la sentencia los parientes del condenado al Consejo grande del pueblo, por
la fuerza de una ley que se había hecho cuando se ordenó el gobierno popular, juntándose aquellos
que habían sido autores de la condenación, por sospecha de que la compasión de la edad y de la
nobleza y la multitud de los parientes mitigasen en el ánimo del pueblo la severidad del juicio,
alcanzaron que se tratase con menor número de ciudadanos si debía permitirse el prohibir o

10 El texto italiano dice: impaziente oltre a questo, ch’egli avesse piu parte di lui nell’amore di madonna Lucrezia,
sorella comune.
11 El traductor no juzgó sin duda conveniente trasladar a nuestro idioma lo que a continuación de este párrafo, dice
Guicciardini en los términos siguientes: Era medesimamente fama (se però è degna di credersi tanta enormitá) che
nell’amore di madonna Lucrezia concorressero non solamente i due fratelli, ma eziandio il padre medessimo; il
quale avendola, come fu fatto Pontífice, levata dal primo marito come diventato inferiore al suo grado, e
maritatala a Giovanni Sforza, signore di Pesero, non comportando d’avere anche il marito per rivale, dissolve il
matrimonio giá consumato; avendo fatto inanzi a’giudici delegati da lui provare con false testimonianze, e dipoi
confermare per sentenza, che Giovanni era per natura frigido, e impotente al coito.
151

proseguir la apelación; y prevaleciendo la autoridad y el número de los que decían que era cosa
peligrosa y fácil de producir alguna sedición, y que las mismas leyes concedían que, para huir de los
alborotos, se pudiesen dispensar en caso semejante. Fueron obligados con ímpetu y casi por fuerza
y con amenazas algunos de los que estaban en el Supremo Tribunal a consentir que, no obstante la
apelación interpuesta, se hiciese aquella misma noche la ejecución; pidiéndolo, mucho más que los
otros, los amigos del Savonarola, no sin infamia suya de que no hubiese disuadido, mayormente a
los que le seguían, el violar una ley que él mismo propuso pocos años antes como muy saludable y
casi necesaria para la conservación de la libertad.
En este mismo año, habiendo alcanzado del Papa Fadrique, rey de Nápoles, la investidura del
reino, y hecho su coronación solemnemente, recuperó por acuerdo el Monte de Sant Angelo, que
había sido defendido valerosamente por D. Julián del Oreno, a quien el rey de Francia había dejado
allí, y Ciudad, con algunos otros lugares que tenía Carlos de Sangro, y habiendo echado, después
que se acabó la tregua, totalmente del reino al Prefecto de Roma, hizo lo mismo con el príncipe de
Salerno; el cual finalmente asediado en el castillo de Diano, y desamparado de todos, tuvo licencia
para irse libre con su hacienda, dejando la parte del Estado que aún no había perdido en manos del
príncipe de Bisignano, con condición de entregarla a Fadrique, luego que entendiese que había
llegado libre a Sinigaglia.
Habiéndose al fin de este año interrumpido primero, por las peticiones poco moderadas del
rey de España, la dieta que de Montpellier, se había pasado a Narbona, se volvió a nuevas pláticas
entre aquellos reyes; si bien militando la misma dificultad, porque el rey de Francia estaba
determinado a no llegar a ningún acuerdo en que se comprendiese Italia, y a los reyes de España les
parecía cosa pesada dejarle libre disposición para poderla invadir, y además deseaban no tener
guerra con él en la otra parte de los montes, por ser para ellos muy trabajosa y sin esperanza de
provecho. Finalmente, se hizo tregua entre ellos para que durase hasta que se contradijese y dos
meses después, sin entrar en ella ninguno de los potentados de Italia, a los cuales dieron a entender
los reyes de España la tregua hecha, alegando que la habían podido hacer así, sin sabiduría de los
coligados, como le había sido lícito al duque de Milán hacer la paz de Vercelli sin que ellos lo
supiesen; y que habiendo roto la guerra con Francia, cuando se hizo la liga, continuándola muchos
meses sin que se les pagara el dinero prometido por los confederados, aunque tenía justa ocasión de
no cumplir con quien les había faltado, a pesar de ello les habían hecho entender muchas veces que,
queriendo pagarles ciento y cincuenta mil ducados, que se les debían por la guerra que habían
hecho, convenían en recibirlos por cuenta de la que hiciesen en adelante con determinación de
entrar en Francia con poderoso ejército; mas no habiendo correspondido a esto los confederados, ni
a la fe, ni al beneficio común, y viendo que la liga hecha para la libertad de Italia se convertía en
usurparla y oprimirla, siendo así que los venecianos, no contentos de que hubiesen venido a sus
manos tantos puertos del reino de Nápoles, habían ocupado a Pisa sin ninguna razón, les había
parecido justo, pues que los otros desordenaban las cosas generales, acomodar las propias con la
tregua; pero hecha de manera que se podía llamar antes amonestación que voluntad de apartarse de
la liga, porque estaba siempre en su mano disolverla rompiéndola, como lo harían cuando viesen en
los potentados de Italia intención y provisiones contrarias al bien común.
No pudieron experimentar enteramente aquellos reyes la dulzura de la quietud, por la muerte
de Juan príncipe de España, hijo único de ambos,
Murió en estos mismos tiempos, dejando un hijo pequeño, Felipe, duque de Saboya, el cual
después de larga suspensión, parecía que finalmente se hubiese inclinado a los coligados que le
habían prometido darle cada año veinte mil ducados; y con todo eso, su palabra era tan dudosa entre
todos, que aun ellos, en caso de que el rey de Francia hiciese alguna gran empresa, no se prometían
mucho de él.
Al fin del mismo año, habiendo pasado ya los dos que el duque de Ferrara había recibido en
depósito el castillo de Génova, lo restituyó a Luis, su yerno, habiendo pedido primero al rey de
Francia que, según los capítulos de Vercelli, le restituyese la mitad de los gastos que había hecho en
152

aquella guarda. El Rey consentía en pagárselos si el duque le daba el castillo como decía que estaba
obligado por la inobediencia del duque de Milán, a lo cual, respondiendo que no estaba declarada, y
que, para culpar en rebeldía al duque de Milán hubiera sido necesaria declaración, ofrecía el Rey
que le depositaría para que, antes de la paga, se viese en justicia si estaba obligado a entregarle.
Pero fue más poderosa con Hércules la instancia que los venecianos y su yerno hacían en contrario,
moviéndole, no sólo los ruegos y las lisonjas de Luis, el cual pocos días antes había dado el
arzobispado de Milán al cardenal Hipólito, su hijo, sino mucho más, porque le era peligroso atraerse
la enemistad de los venecianos, tan poderosos en aquel tiempo en que continuamente se disminuía
la esperanza del paso de los franceses; por lo cual, habiendo llamado de la Corte de Francia a D.
Fernando, su hijo, restituyó a Luis el castillo, habiéndole satisfecho antes él lo que había gastado en
su guarda, y también la parte que tocaba pagar al Rey, por lo cual los venecianos, por mostrársele
obligados, recibieron en su servicio al mismo D. Fernando con cien hombres de armas.
Hecha esta restitución injustamente, aunque importaba mucho para la reputación del rey de
Francia en Italia, con todo eso, no mostró resentirse de ella como hubiera sido conveniente, antes
habiéndole enviado Hércules un embajador para excusarse de que, por estar su Estado contiguo con
los venecianos y con el duque de Milán que habían enviado casi a denunciarle la guerra, habíase
visto obligado a obedecer a la necesidad, le oyó con el mismo descuido que si hubiera tratado de
cosas de poco momento, como quien demás de proceder casi al acaso en todas sus acciones,
continuaba en los acostumbrados aprietos y dificultades; porque estaba en él ardiente, como al
principio, la inclinación de pasar a Italia, y le daban entonces más que nunca ocasiones muy
poderosas para ello la tregua hecha con los reyes de España, el haber los suizos confirmado de
nuevo con él la confederación y el nacer entre los coligados muchas causas de división. Pero
impidiéronlo, con varios artificios, la mayor parte de los que traía junto a su persona, proponiéndole
algunos de ellos placeres; otros animándole a hacer la empresa; pero con aparato tan poderoso por
tierra y por mar, y con tanta provisión de dinero, que era necesario se interpusiese largo espacio de
tiempo; otros sirviéndose de cualquier dificultad y ocasión; y no faltando el cardenal de San Malo a
usar de su acostumbrada tardanza en los despachos del dinero de manera que no sólo estaba más
incierto que nunca el tiempo de pasar a Italia, pero demás de esto se dejaban caer las cosas que ya
casi estaban en perfección; porque provocándole continuamente los florentinos a que pasase, se
habían concertado con él para que, en habiendo comenzado la guerra, moverían ellos las armas,
teniendo concertado para este efecto que Obigni con ciento cincuenta lanzas francesas, las ciento
pagadas por el Rey y las cincuenta por ellos, pasase por mar a Toscana para ser cabeza de su
ejército. Y el marqués de Mantua, que había sido apartado deshonrosamente del servicio de los
venecianos, cuando volvió vencedor del reino de Nápoles, por sospecha de que intentaba irse con el
rey de Francia, trataba ahora verdaderamente de recibir su sueldo, y el nuevo duque de Saboya se
había confirmado en su amistad. Demás de esto, prometía Bentivoglio que seguiría su autoridad en
habiendo pasado a Italia, y el Papa, estando dudoso sobre si se juntaría con él, como continuamente
se trataba, había determinado a lo menos no oponérsele.
Pero la tardanza y negligencia que usaba el Rey entibiaba los ánimos de todos, porque ni a
Italia para juntarse en Asti pasó la gente que había prometido, ni se daba despacho a la gente de
Obigni, ni enviaba dineros para pagar a los Ursinos y a los Vitelli, soldados suyos; cosa muy
importante, habiéndose de hacer la guerra, por lo cual, estando los Vitelli para irse con los
venecianos, y no teniendo tiempo los florentinos para avisárselo, los recibieron por un año por el
Rey y por ellos. Alabó esto mucho el Rey; mas no lo ratificó, ni proveyó las pagas que le tocaban,
antes envió a Gemel a pedirles que le prestasen para la empresa quince mil ducados. Finalmente,
haciendo lo que muchas veces solía, se fue a Tours, y después a Amboise, con las promesas
acostumbradas de volver presto a Lyon. Faltando por estas cosas la esperanza a todos los que en
Italia seguían su parte, reconcilióse Batistino Fregoso con el duque de Milán, el cual, tomando
ánimo de estos progresos, descubría cada día más la mala voluntad que tenia contra los venecianos
153

por las cosas de Pisa, incitando al Papa y a los reyes de España a que introdujesen de nuevo, pero
con mayor eficacia, la plática de la restitución de aquella ciudad.
Enviaron los florentinos a Roma para ella, inducidos por él, en el principio del año 1498, un
embajador; pero con orden de que procediese con tal circunspección, que pudiesen entender el Papa
y los otros que en caso de que Pisa se les entregase, se juntarían con los otros para la defensa de
Italia contra los franceses; pero que el rey de Francia, si no se ejecutaba esto, no tuviese causa de
sospecha de ellos. Continuóse esta plática en Roma muchos días, haciendo instancia
descubiertamente el Papa, los embajadores de los reyes de España, el del duque de Milán y el del
rey de Nápoles, con el embajador veneciano, sobre que era necesario, para seguridad de todos,
juntar con este medio a los florentinos contra los franceses, y que debía el Senado veneciano venir
en ello juntamente con los otros, para que, extirpadas las raíces de todos los escándalos, no quedase
nadie en Italia que tuviese ocasión de llamar a los ultramontanos; cuya unión, si se impedía por lo
de Pisa daría quizá materia a los otros para pensar en cosas nuevas; de lo cual nacería, en perjuicio
de todos, alguna alteración de importancia.
Era del todo diferente la determinación del Senado veneciano, el cual, dando a su codicia
varios colores, y entendiendo de quién principalmente procedía tan gran instancia, respondía por
medio del mismo embajador, quejándose gravemente de que no se movía cosa semejante por
respeto al bien universal, sino por inclinación maligna que tenían los coligados contra ellos; porque
estando los florentinos muy unidos de corazón a los franceses, y persuadiéndose que, por su vuelta a
Italia, habían de ocupar la mayor parte de Toscana, no había duda de que no bastara volverles a Pisa
para apartarlos de la inclinación, antes era cosa muy peligrosa el volvérsela, porque cuanto más
poderosos estuviesen, tanto más dañaría a la seguridad de Italia: que se trataba en esta restitución de
la honra y palabra de todos, pero principalmente de su República, porque todos los confederados de
acuerdo habían prometido a los pisanos que les ayudarían a defender la libertad, y después, porque
cada uno de los otros gastaba de mala gana para el bien público, dejándoles el peso a ellos solos, no
habiendo rehusado para este efecto ningún gasto o trabajo, sería mucha deshonra suya
desampararles y faltar a la palabra dada; ellos que estaban acostumbrados a guardarla, no la querían
romper de ninguna manera: que era muy molesto para el Senado veneciano que, sin ningún respeto,
se le imputase por los otros lo que habían comenzado con voluntad común y lo habían continuado
por el interés universal, y que con tanta ingratitud fuesen apedreados por las buenas obras; que no
merecían paga semejante los gastos intolerables que habían hecho en esta empresa y en tantas otras,
y tantos trabajos y peligros que habían corrido después que se había hecho la liga: que estas cosas
eran de tal naturaleza, que podían decir atrevidamente que por su medio se había salvado Italia;
porque ni en el río del Taro se había peleado con otras armas, ni el reino de Nápoles se había
recuperado con otras que con las suyas; y que ¿con cuál ejército se había obligado a Novara a
rendirse? ¿Con cuál, obligado al rey de Francia a irse a la otra parte de los montes? ¿Qué fuerzas se
le habían opuesto en el Piamonte siempre que había intentado volver? Ni se podía negar que estas
acciones no hubiesen procedido del deseo que tenían del bien de Italia, porque siempre habían sido
los primeros que estaban expuestos a los peligros, ni por su ocasión habían nacido desórdenes que
estuviesen obligados a corregir, porque ni habían llamado a Italia al rey de Francia, ni le habían
acompañado después que había venido de esta parte de los montes, ni por ahorrar sus dineros,
habían dejado peligrar las cosas comunes; antes había sido menester muchas veces que remediase el
Senado veneciano los desórdenes nacidos por culpa de otros, en detrimento de todos: que si estas
obras no se conocían, o si tan presto se olvidaban, no querían, siguiendo el ejemplo poco excusable
de los otros, manchar la fe ni la dignidad de su República, estando mayormente unida con la
conservación de la libertad de los pisanos la libertad y beneficio de toda Italia.
Mientras se trataban estas cosas entre los coligados con descubierta desunión, un nuevo
accidente que sobrevino produjo efectos muy diferentes de los pensamientos de los hombres;
porque a siete de Abril en la noche murió el Rey Carlos en Amboise, de una apoplejía que le
sobrevino estando viendo jugar a la pelota, tan fuerte, que acabó su vida en el mismo lugar a las
154

pocas horas. Con ella había turbado el mundo con mayor furia que valor, y era peligroso lo turbase
de nuevo, porque había muchos que, por la ardiente disposición que tenía de volver a Italia,
hubieran quizá alguna vez, o por propio conocimiento o por sugestión de los que emulaban la
grandeza del cardenal de San Malo, apartado las dificultades que se le interponían; de manera que si
bien en Italia, según sus variaciones, se aumentaba algunas veces y otras se disminuía la opinión de
su pasaje, todavía se estaba en continua sospecha; por lo cual el Papa, provocado por la codicia de
ensalzar a sus hijos, había comenzado a tratar en secreto cosas nuevas con él, y se divulgó después,
con verdad o con mentira, que el duque de Milán había hecho lo mismo, por no estar en continuo
miedo.
Sucedió en el reino de Francia, porque Carlos murió sin hijos, Luis, duque de Orleans, el más
próximo de sangre por línea masculina que ningún otro; fue luego a asistir a su persona, que
entonces estaba en Blois, la guarda y toda la Corte y después consecutivamente todos los señores
del reino, reverenciándole y reconociéndole por Rey, aunque algunos secretamente murmuraban
que, según las órdenes antiguas de aquel reino, había quedado inhábil para la dignidad de la Corona
por haber tomado las armas contra ella en la guerra de Bretaña.
Acabó en Florencia, al día siguiente de la muerte de Carlos, día en que celebran los cristianos
la solemnidad de las palmas, la autoridad de Savonarola, el cual, habiendo sido acusado al Papa
mucho antes que predicaba escandalosamente contra las costumbres del clero y de la Corte romana;
que en Florencia causaba desórdenes y que su doctrina no era del todo católica; había sido llamado
a Roma con muchos breves; mas habiendo rehusado ir alegando diversas excusas, el año anterior le
separó el Papa, con censuras, de la comunión de la Iglesia. Hubiera alcanzado no con mucha
dificultad el perdón de esta sentencia, después que se había abstenido algunos meses de predicar, si
lo hubiera hecho por mayor tiempo, porque el Papa, haciendo por sí mismo poco caso de él, se
había movido a proceder en su contra, más por las sugestiones y provocaciones de sus contrarios,
que por otra razón; pero juzgando Savonarola que, por el silencio, declinaba su reputación o se
interrumpía el fin por que se movía, como de la vehemencia del predicar principalmente se había
aumentado; despreciando las órdenes del Papa volvió de nuevo públicamente al mismo oficio,
afirmando que las censuras que se habían publicado contra él, como contrarias a la Divina voluntad
y dañosas para el bien común, eran injustas e inválidas, y mordiendo con gran vehemencia al Papa y
a toda la Corte, lo cual produjo gran alboroto entre sus contrarios, cuya autoridad era cada día
mayor con el pueblo. Detestaban esta inobediencia, reprendiendo que, por su temeridad, se alterase
el ánimo del Papa, mayormente cuando, por estar el tratando con los otros coligados de la
restitución de Pisa, era conveniente hacer cualquier cosa para confirmarle en esta inclinación. Por
otra parte le defendían sus amigos, alegando que, por los respetos humanos, no se debían alterar las
obras divinas ni consentir que debajo de estos colores comenzasen los Papas a introducirse en cosas
de su República. Perseveraron muchos días en esta porfía, enojándose grandemente el Papa y
fulminando nuevos breves llenos de amenazas y censuras contra toda la ciudad. Finalmente le
mandaron los magistrados que desistiese de predicar, y les obedeció, pero continuaban la
predicación muchos de sus frailes en diferentes iglesias.
No siendo menor la división entre los religiosos que entre los legos, no cesaban los frailes de
las otras órdenes de predicar vivamente contra él y rompieron al fin en tanto ardor que uno de los
frailes amigos del Savonarola y uno de los frailes menores convinieron entrar en el fuego en
presencia de todo el pueblo, para que librándose o abrasándose el allegado del Savonarola,
quedasen ciertos todos de si era profeta o engañador; porque había afirmado muchas veces
predicando que, en señal de la verdad de sus sermones, alcanzaría gracia de Dios, cuando fuese
menester, para pasar sin lesión por la mitad del fuego. Mas siéndole molesto que se hubiese
introducido la práctica de hacer al presente esta experiencia sin sabiduría suya, intentó con destreza
interrumpirla, aunque por haberse adelantado mucho por sí misma esta materia y solicitada por
algunos de los ciudadanos que deseaban que se librase la ciudad de tan gran molestia, fue
finalmente necesario pasar más adelante en ella, para lo cual, al llegar el día señalado, los dos frailes
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acompañándoles todos los religiosos a la plaza que está delante del Palacio público, donde había
concurrido no sólo todo el pueblo de Florencia, sino mucho de las ciudades vecinas, llegó a noticia
de los frailes menores que Savonarola había ordenado que su fraile, cuando entrase en el fuego 12,
llevase en las manos el Santo Sacramento, por lo cual comenzaron a reclamar alegando que, con
este modo, se procuraba poner en peligro la autoridad de la fe cristiana; que en los ánimos de los
ignorantes declinaría mucho si se quemase aquella Hostia consagrada; mas perseverando todavía
Savonarola que estaba presente, en su parecer, nacida entre ellos discordia, no se pasó a hacer la
experiencia.
Declinó por esto tanto su crédito que, al día siguiente, habiendo ocurrido por acaso un
alboroto, tomaron las armas sus contrarios y juntando a ellas la autoridad del Sumo Magistrado,
escalaron el monasterio de San Marcos, donde vivía, le llevaron a las cárceles públicas, juntamente
con dos frailes de los suyos. En este alboroto los parientes de los que el año anterior habían sido
degollados mataron a Francisco Valori, ciudadano muy importante y el primero de los amigos de
Savonarola, porque la autoridad que tenía sobre todos los otros había sido ocasión de ser privados,
hacía un año, de la facultad de recurrir al Consejo popular.
Fue después examinado Savonarola con tormentos, aunque no muy graves, y publicado sobre
el examen un proceso que, quitadas todas las calumnias que se le habían cargado, de avaricia, de
costumbres deshonestas o de haber tenido pláticas secretas con príncipes, contenía que las cosas que
había dicho antes no habían sido por revelación divina, sino por opinión propia, fundada en doctrina
y observación de la Sagrada Escritura, y que no se había movido por mal fin y por codicia de
alcanzar por este medio grandeza eclesiástica, sino por haber deseado que, por su medio, se
convocase el concilio universal, en el cual se reformasen las costumbres dañadas del clero; y el
estado de la Iglesia de Dios, que estaba tan olvidado, se redujese a la mejor semejanza que ser
pudiese a los tiempos cercanos a los de los apóstoles. La gloria de dar perfección a tan grande y tan
saludable obra la había estimado mucho más que alcanzar el Pontificado, pues aquello no podía
suceder sino por medio de muy excelente doctrina, virtud y singular reverencia que le tuviesen
todos los hombres, mientras el Pontificado se alcanza muchas veces, o por malos medios, o por
beneficio de la fortuna.
A causa de esta confesión, confirmada por él en presencia de muchos religiosos, y también de
los de su orden, pero con palabras, si es verdad lo que después publicaron sus amigos, indiferentes y
que podían tener diverso sentido, le fueron, por sentencia del general de Santo Domingo y del
obispo Romolino, que después fue cardenal de Sorrento, comisarios señalados por el Papa, quitadas
a Savonarola y a los otros dos frailes las órdenes sacras, con las ceremonias acostumbradas por la
Iglesia romana, y dejados en poder de la corte seglar, que les ahorcó y quemó, concurriendo al
espectáculo de la degradación y del suplicio no menos multitud de gente que la que había
concurrido en el mismo lugar el día señalado para hacer la experiencia de entrar en el fuego, con la
esperanza del milagro que había prometido. Su muerte, sufrida con ánimo constante, pero sin
declarar ninguna palabra que significase delito o inocencia, no quitó la variedad de los juicios y de
las pasiones de los hombres, porque muchos le tenían por engañador. Otros, por el contrario,
creyeron, o que la confesión que se publicó se habría fabricado falsamente, o que en su complexión,
que era muy delicada, hubiese podido más la fuerza de los tormentos que la verdad, excusando esta
fragilidad con el ejemplo del príncipe de los Apóstoles, el cual, sin estar preso, ni apretado con los
tormentos o con alguna fuerza extraordinaria, sino ante las palabras simples de criadas y siervos,
negó que era discípulo de aquel Maestro en quien había visto tantos milagros y preceptos santos.

FIN DEL LIBRO TERCERO

12 Juan Cavachi, ciudadano florentino, hallándose presente a este alboroto y teniendo compasión de dos frailes que
creía por cierto que se abrasarían si entrasen en el fuego, dijo que había hallado remedio para saber la verdad sin
poner en peligro a los frailes, y este era hacerles entrar en una tinaja de agua y que el que no se mojase fuese el
mejor, si bien piensan muchos que dijo estas palabras por burla.
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LIBRO CUARTO

Sumario
Obligado Luis XII, Rey de Francia, por los derechos que tenía sobre el Estado de Milán, se
intitulaba duque de él, y pasando con gran ejército a Italia obligó a Luis Sforza a huir a Alemania,
de donde, al volver, recupero de los franceses el Estado con la misma facilidad que lo había
perdido. Pero no duró mucho su felicidad, porque desamparado de todos los príncipes de Italia, y
mal socorrido de los ultramontanos, fue vendido por los suizos, cuando salía de Novara en hábito de
suizo a pie, como infante particular, preso juntamente con muchos capitanes suyos y enviado a
Francia donde murió en la prisión. Ardiendo en este mismo tiempo la guerra de los florentinos
contra los pisanos, a quien ayudaba animosamente la república de Venecia, se redujeron ambos
ejércitos al Casentino, de donde, obligados a irse los venecianos, se vino al fin a hacer por ambas
partes el compromiso, acomodando el duque de Ferrara la materia entre los florentinos, y ellos con
mala satisfacción de todos. Siguiendo los florentinos la expugnación de Pisa, cuyo capitán era Paulo
Vitelli, le degollaron movidos de muchas sospechas que tuvieron contra él con eficaz apariencia de
ser ciertas. César Borgia, renunciado el capelo, se intitula duque Valentino, y acometiendo las villas
de la Romaña que poseían muchos señores con nombre de Vicarios, las conquista debajo de color de
hacerlo para la Iglesia.

Capítulo I
Razones en que funda el rey de Francia su pretensión al ducado de Milán.―Embajadores
venecianos y florentinos al Rey de Francia.―Derrota de los florentinos en San Regolo.―Luis
Sforza se alía con los florentinos.―Guerra y convenio entre los Colonna y los Orsini.―Proyectos
del papa Alejandro.―Pablo Vitelli entra a sueldo de los florentinos.

Libró la muerte de Carlos, rey de Francia, a Italia del miedo de los peligros con que le
amenazaba el poder de franceses, porque no se creía que el nuevo rey Luis XII se embarcaría en el
principio de su reinado con guerras de esta parte de los montes; pero no quedaron los ánimos de los
que consideraban las cosas futuras libres de sospecha de que el mal diferido no volviese con el
tiempo más considerable y mayor, habiendo sucedido en tan grande imperio un rey maduro de años,
experimentado en muchas guerras, hombre que gastaba concertadamente, y sin comparación más
dueño de sí mismo que su antecesor; a quien no sólo pertenecían, como a rey de Francia, los
mismos derechos para el reino de Nápoles, sino que también pretendía que, por derechos propios, le
perteneciese el ducado de Milán por la sucesión de madama Valentina, su abuela, a quien casó Juan
Galeazzo Visconti, su padre (antes que del vicario imperial alcanzase el título de duque de Milán),
con Luis, duque de Orleans, hermano de Carlos V, rey Francia; añadiendo al dote, que fue la ciudad
y distrito de Asti y gran cantidad de dinero, condición expresa de que, si faltaba en algún tiempo su
línea masculina, sucediese en el ducado de Milán Valentina, o, si ella muriese, los descendientes
más cercanos.
Este concierto, inválido por sí mismo, fue confirmado (si es verdad lo que afirman los
franceses) por la autoridad del Papa por estar entonces vacante la silla imperial, y pretender los
romanos pontífices que les toca la administración del Imperio cuando está vacante; por lo cual,
157

habiendo faltado después, por la muerte de Felipe María Visconti, los descendientes varones de
Juan Galeazzo, comenzó Carlos, duque de Orleans, hijo de Valentina, a pretender la sucesión de
aquel ducado. También la pretendían al mismo tiempo (como la ambición de los príncipes está
siempre dispuesta para abrazar cualquier color aparente) el emperador Federico, por ser Estado que,
acabada la línea nombrada en la investidura que había dado Wenceslao, Rey de romanos, a Juan
Galeazzo, recaía en el Imperio, y Alfonso, rey de Aragón y de Nápoles, que había sido instituído por
heredero en el testamento de Felipe. Pero habiendo sido más poderosas las armas, ardides y
felicidad de Francisco Sforza, el cual, para acompañar las armas con alguna apariencia, alegaba que
debía suceder su mujer Blanca, hija única (si bien natural) de Felipe, Carlos de Orleans, que siendo
preso en las guerras entre ingleses y franceses en la batalla de Danxicourt, había vivido veinticinco
años en prisión en Inglaterra, no pudo por su pobreza y mala fortuna intentar por sí mismo
alcanzarla, ni sacar nunca ayuda alguna de Luis XI, rey de Francia, aunque era su pariente muy
cercano en sangre; porque, habiendo maltratado mucho al Rey, en el principio de su reinado, los
grandes señores del reino de Francia, los cuales, con título del bien público se conjuraron contra él
por intereses y enojos particulares, entendió siempre que, con rebajar el poder de los grandes, se
confirmaría su seguridad y grandeza. Por esta razón no pudo Luis de Orleans, hijo de Carlos,
aunque era su yerno, alcanzar de él ningún favor, y no queriendo sufrir, después de muerto su
suegro, que en el gobierno de Carlos VIII, que entonces era niño, se le antepusiese Ana, duquesa de
Borbón, hermana del Rey; levantando en Francia nuevos movimientos con corta fortuna, pasó a
Bretaña con menor suerte; porque unido a aquellos que no querían que Carlos, por medio del
matrimonio de Ana, heredera de aquel ducado, por la muerte de Francisco su padre sin hijos
varones, alcanzase la Bretaña, y aspirando ocultamente al mismo matrimonio, fue preso en batalla
que hubo entre franceses y bretones junto a San Albino de Bretaña, y llevado a Francia estuvo en
prisión dos años, de manera que, faltándole el poder, y después que fue libre de la prisión por
merced del Rey, las ayudas de Carlos, no intentó aquella empresa sino cuando, con ocasión de haber
quedado en Asti por orden del Rey, entró con suceso desgraciado en Novara.
Mas después de haber llegado a ser rey de Francia, no tuvo ningún deseo más ardiente (como
de cosa hereditaria) que el de conquistar el ducado de Milán; y habiéndose criado en este deseo
desde la niñez, se había encendido mucho más en él por lo que había sucedido en Novara; y por las
demostraciones insolentes que se habían usado con él, cuando estaba en Asti, tenía gran enojo
contra Luis Sforza; por tanto, pocos días después de la muerte del rey Carlos, con determinación
establecida en su consejo, se intituló no sólo rey de Francia, y por el reino de Nápoles, rey de
Jerusalén y de las dos Sicilias, sino también duque de Milán. Para hacer notorio a todos cuál era su
inclinación a las cosas de Italia, escribió luego cartas, alegrándose de haber heredado el reino, al
Papa, a los venecianos y florentinos y personas propias a dar esperanzas de nuevas empresas,
mostrando expresamente que tenía deliberación en su ánimo de conquistar el ducado de Milán.
Presentábasele para esto gran ocasión, habiendo causado la muerte de Carlos en los italianos
muy diferentes inclinaciones que las pasadas, porque provocado el Papa de sus propios intereses,
sabiendo que no los podía satisfacer estando Italia quieta, deseaba que se turbasen las cosas de
nuevo, y los venecianos, habiendo cesado el miedo que habían tenido a Carlos por las injurias que
le habían hecho, no estaban con ánimo ajeno de hacer confianza en el nuevo rey. Estaba esta
disposición para aumentar cada día más, porque si bien conocía Luis Sforza que le debía tener por
más duro y más implacable enemigo, sustentándose con la misma esperanza que Fadrique de
Aragón, de que no podría atender tan presto a las cosas de esta parte de los montes, e impedido del
enojo presente para conocer el peligro venidero, no se quería abstener de oponérsele en las cosas de
Pisa.
Solos los florentinos comenzaban a apartarse con el ánimo de la amistad francesa; porque si
bien el nuevo rey había sido primero su factor; ahora, habiendo llegado a la corona, no tenía con
ellos ningún vínculo, ni por palabra dada, ni por beneficios recibidos, como había tenido su
antecesor por las capitulaciones hechas en Florencia y en Asti y por haber querido sujetarse antes a
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muchos afanes y peligros que desamparar su unión. La discordia que continuamente crecía entre los
venecianos y el duque de Milán, era ocasión de que, habiendo cesado el miedo que tenían a las
fuerzas de los coligados, y esperando más del favor cierto y vecino de Lombardía que de los
socorros inciertos y apartados de Francia, tuviesen causa para estimar menos aquella amistad.
En esta disposición diversa de los ánimos, fueron asimismo diferentes los sucesos, porque el
Senado veneciano le envió luego un secretario que tenía cerca del duque de Saboya, y para cargar
sobre estos principios los fundamentos, y establecer con él la amistad que para lo venidero pidiesen
las ocurrencias comunes, fueron elegidos tres embajadores, que fueron a darle el parabién de su
sucesión y a disculparse de que, lo que habían hecho contra Carlos, no había procedido de más que
de sospecha, nacida después que entendieron por muchas señales que, no contento con el reino de
Nápoles, extendía ya sus pensamientos a ocupar toda Italia.
El Papa, dispuesto a pasar a César, su hijo, del cardenalato a grandeza seglar, levantando el
ánimo a mayores pensamientos y enviándole luego embajadores, determinó venderle las gracias
espirituales, recibiendo por su precio Estados temporales; porque sabía que deseaba grandemente el
Rey repudiar a su mujer Juana por ser estéril y monstruosa, y que, casi por fuerza, le había casado
con ella Luis XI; y que no tenía menor deseo de casarse con Ana, que había quedado viuda por la
muerte del Rey pasado, no tanto por las reliquias de la antigua inclinación que había habido entre
ellos desde antes de la batalla de San Albino, cuanto por conseguir con este matrimonio el ducado
de Bretaña, que era grande y muy a propósito para el reino de Francia; cosas que no se podían
obtener sin la autoridad del Papa.
Ni los florentinos dejaron de enviarle embajadores por el antiguo instituto de aquella ciudad
con la corona de Francia, y por volver a confirmar con él sus méritos y las obligaciones del Rey su
antecesor; solicitados mucho a esto mismo por el duque de Milán para que, por su medio, se
dificultasen las pláticas de los venecianos, pues se habían de tratar las cosas de Pisa por ambas
repúblicas; y para que, alcanzando algún crédito o autoridad, pudiese usar de ella con alguna
ocasión, tratando la paz entre el rey de Francia y él, lo cual deseaba sumamente.
Todos ellos fueron acogidos por el Rey con gusto, comenzando luego a tratar con cada uno,
aunque tenía fijo en su ánimo no mover ninguna alteración en Italia, si primero no hubiese
asegurado el reino de Francia por medio de nuevas uniones con los príncipes vecinos.
Pero era fatal que el incendio de Pisa, suscitado y sustentado por el duque de Milán, por
apetito inmoderado de hacerse señor de ella, hubiese, finalmente, de abrasar al autor; porque por la
emulación y peligro que, de la mucha grandeza de los venecianos, veía que le amenazaba a él y a
los otros potentados de Italia, no podía llevar con paciencia que cogiesen ellos el fruto de sus artes y
trabajos, y teniendo la ocasión de estar dispuestos y obstinados los florentinos en no cesar por algún
accidente en las ofensas de los pisanos; pareciéndole que, por la caída del Savonarola y por la
muerte de Francisco Valori, que había sido del partido contrario a él, podría confiar más de aquella
ciudad de lo que había hecho por lo pasado, determinó ayudar a los florentinos con las armas para la
recuperación de Pisa, pues que las pláticas y autoridad suya y de los otros no habían sido bastantes;
persuadiéndose vanamente o que antes que el rey de Francia pudiese hacer ningún movimiento, se
habría reducido Pisa por fuerza o por acuerdo a poder de los florentinos, o que el Senado veneciano,
detenido de aquella prudencia que él no había sido poderoso para ejecutar en sí, no desearía jamás,
o por enojo o por ocasión de poca importancia, que, con peligro común, volviesen las armas
francesas a Italia, las cuales él tanto había procurado desviar.
Hizo acelerar esta resolución imprudente un desorden que sucedió contra los florentinos en el
distrito de Pisa, porque, habiendo sabido la gente que tenían en Pontedera, que seiscientos caballos
y mil infantes que habían salido de Pisa volvían con una grande presa hecha en la marisma de
Volterra, fue casi toda, guiados por el conde Rinuccio y por Guillermo de Pazzi, comisario
florentino, a cortarles el camino para recuperarla, y habiéndolos encontrado en el valle de San
Regolo, los pusieron en desorden, recobrando la mayor parte del robo, a cuyo tiempo sobrevinieron
ciento y cincuenta hombres de armas, que, para socorrer a los suyos, habían partido de Pisa después
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que hubieron entendido el movimiento de la gente florentina; los cuales, hallándolos cansados y
parte desordenados en el robar, no pudiendo el conde Rinnucio reducir a sus hombres de armas a
que hiciesen resistencia, después de haberse hecho alguna defensa por los infantes, los pusieron en
huida, muertos muchos de ellos, presos muchos de los cabos, y la mayor parte de los caballos; de
manera que con harta dificultad se salvaron en San Regolo el comisario y el conde, echando la
culpa del desorden sucedido el uno al otro, como se hace de ordinario en los sucesos contrarios.
Afligió esta rota a los florentinos, los cuales, para remediar luego el peligro, no pudiendo
armarse tan presto de otros soldados, y estando en mala reputación el conde Rinuccio, que era
gobernador general de su gente, y su compañía desvalijada, determinaron volver a Pisa a los Vitelli
que estaban en la comarca de Arezzo, si bien tuvieron necesidad de conceder a Paulo el título de
capitán general de su ejército.
Obligóles también este caso a procurar con instancia grande ayuda del duque de Milán, y
tanto más que, luego después de la rota, habían suplicado al rey de Francia que, para desviar con sus
fuerzas y autoridad los peligros en que estaban, enviase a Toscana trescientas lanzas; que ratificase
la toma a sueldo de los Vitelli, hecha en vida de Carlos, proveyendo la paga de lo que le tocaba, y
aconsejase a los venecianos que se abstuviesen de ofenderles. La respuesta que volvieron a traer de
estas cosas fue palabras gratas sin efectos, porque el Rey no quería hacerse odioso o sospechoso a
los venecianos, ni mover en Italia alteración alguna hasta comenzar la guerra contra el Estado de
Milán.
No fue perezoso el duque en esta necesidad, temiendo que tomasen tanto campo los
venecianos, con la ocasión de la victoria, que tuviese después mucha dificultad el reprimirlos, y por
esto, dando a los florentinos firme intención de socorrerles, quiso primero resolver con ellos las
provisiones que eran necesarias, no sólo para defenderse, sino para llevar al fin la empresa de Pisa,
en la cual estaban puestos los ojos de toda Italia, por estar entonces quieta de todas turbaciones, y
porque, por aquel año, no se temía ningún movimiento del rey de Francia, siendo cierto que, aunque
en tierra de Roma se hubiesen tomado las armas entre los Colonna y Orsini la prudencia de ellos
mismos había con brevedad sido más poderosa que los odios y enemistades; el origen de esto fue
que movidos. los Colonnas y Sabelli por haber ocupado Diego Conti a Torre Mattia, habían
acometido a las villas de la familia de los Conti; y por otra parte los Orsini, por la unión de los
bandos, habían tomado las armas en su favor; de manera que, habiéndose ocupado por ambas partes
muchos castillos, pelearon finalmente con todas sus fuerzas al pie de Monticelli, en la comarca de
Tivoli, donde, después de larga y valerosa batalla, provocándolos no menos las ardientes pasiones
de las partes, que la gloria e intereses de los Estados, fueron puestos en huida los Orsini, que tenían
dos mil infantes y ochocientos caballos, perdieron las banderas y quedó preso Carlos Orsini; y de la
parte de los Colonna fue herido Antonello Savello, muy esclarecido capitán, que murió pocos días
después.
Pasado este suceso, mostrando el Papa que sentía que se turbasen las comarcas de cerca de
Roma, se interpuso para la paz, y mientras la trataba, no con mucha realidad, según sus dobleces,
recogiendo los Orsini nuevas fuerzas fueron a sitiar a Palombara, villa principal de los Savelli, y se
prevenían para irla a socorrer los Colonna, que, después de la victoria, habían ocupado muchos
castillos de los Conti. Mas viendo ambas partes que el Papa, dando unas veces ánimo a los Colonna
y otras a los Orsini, sustentaba la guerra, para poder al fin, cuando estuviesen gastados, oprimirlos a
todos, se juntaron, sin interposición de otros, en Tívoli para tratar de acuerdo, donde el mismo día le
concluyeron, por el cual fue libre Carlos Orsini, restituidas a cada uno las villas que les habían
quitado en esta contienda y remitida al rey Fadrique, del cual eran soldados los Colonnas la
diferencia de los distritos de Albi y Tagliacozzo.
Habiendo cesado presto este movimiento, y no mezclándose en Italia otras armas sino en el
distrito de Pisa, el duque de Milán, aunque desde el principio había determinado no dar ayuda
descubierta a los florentinos, sino socorrerlos ocultamente con dinero, llevado cada día más del
enojo y disgusto, y no absteniéndose de decir palabras insolentes y amenazas contra los venecianos,
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determinó descubrirse contra ellos sin respeto, por lo cual negó el paso a su gente que iba a Pisa por
el camino de Parma y de Pontremoli, obligándola a que pasase por tierra del duque de Ferrara,
camino más largo y más dificultoso; hizo que el Emperador mandase a todos los embajadores que
estaban cerca de su persona (excepto al de los reyes de España) que se fuesen y que dentro de pocos
días los volviese a llamar a todos menos al veneciano; envió a los florentinos trescientos ballesteros,
y convino con ellos en tomar a sueldo trescientos hombres de armas, parte debajo del gobierno del
señor de Piombino, y parte debajo del de Juan Paulo Baglione, y en veces les prestó más de
trescientos mil ducados, ofreciendo continuamente mayores ayudas para cuando fuesen menester.
Hizo demás de estas cosas instancia con el Papa para que, pidiéndoselo los florentinos, les diese
alguna ayuda, el cual, mostrando que conocía que el establecerse en Pisa los venecianos era dañoso
para el Estado de la Iglesia, prometió que les enviaría cien hombres de armas y tres galeras sutiles,
que estaban a la orden y gasto del capitán Villamarina, para impedir que entrasen en Pisa vituallas
por mar. Mas después que con varias excusas hubo diferido el enviarlas, lo negó al fin
descubiertamente, porque, apartándose cada día más de los otros pensamientos, se resolvió a
estrecharse con el rey de Francia, esperando conseguir por su medio premios no medianos ni
ordinarios, sino el reino de Nápoles; siendo muchas veces propio de los hombres facilitarse con el
deseo la esperanza lo que con la razón conocen que es dificultoso.
Era casi fatal que en él fuesen origen de nuevos movimientos las repulsas de emparentar con
el rey de Nápoles, porque antes que determinase unirse totalmente con el rey de Francia, había
pedido al rey D. Fadrique que diese por mujer al cardenal de Valencia (el cual estaba dispuesto para
renunciar el cardenalato en la primera ocasión) a su hija, y en dote el principado de Taranto;
persuadiéndose de que si su hijo, que era grande de ingenio y de ánimo, se apoderase de una parte
tan importante de aquel reino, podría fácilmente, estando casado con una hija del rey, tener ocasión
con las fuerzas o con los derechos de la Iglesia para despojar del reino a su suegro que estaba flaco
de fuerzas y exhausto de dineros, y a quien eran adversas las voluntades de muchos barones; pero
aunque favorecía esto con gran ardor el duque de Milán, mostrando a D. Fadrique con razones
eficaces y después con palabras ásperas por medio de Marchesino Stampa (al cual envió para este
efecto por embajador a Roma y a Nápoles) con cuánto peligro suyo se precipitaría el Papa, viéndose
excluido de semejante deseo, a unirse con el rey de Francia, y acordándole cuán grande
imprudencia y pusilanimidad era, donde se trataba de la salud de todos, tener en consideración la
indignidad, y no saber forzarse a sí mismo para anteponer la conservación del Estado a la propia
voluntad; con todo eso, D. Fadrique lo rehusó siempre obstinadamente, confesando que la des unión
del Papa era causa de poner en peligro su reino, pero que conocía que dar su hija al cardenal de
Valencia con el principado de Taranto, también le ponía en peligro, y que por esto quería, ante los
dos peligros, sujetarse a aquel en que se incurriría más honrosamente, y no por causa suya.
Por esto el Papa, habiendo vuelto de todo punto el ánimo para juntarse con el rey de Francia,
y deseando que hiciesen lo mismo los venecianos, se abstuvo de favorecer a los florentinos por no
ofenderlos, los cuales, animados por las ayudas tan prontas del duque de Milán y por la fama del
valor de Paulo Vitelli, no pensaban descuidarse, si bien la empresa se tenía por difícil, porque demás
del número, experiencia y ánimo de los ciudadanos y labradores de Pisa, tenían en aquella ciudad
los venecianos cuatrocientos hombres de armas, ochocientos estradiotas, y más de dos mil infantes,
y estaban dispuestos a enviar mayores fuerzas, no teniendo menos voluntad que los demás, por la
honra pública de sustentar a los pisanos, los venecianos que, desde el principio, habían contradicho
que se tomasen en protección.
Lo que se determinó con el consejo común de Luis y de los florentinos, fue que se aumentase
de tal manera el ejército, que fuese poderoso para expugnar las villas de la comarca de Pisa, y obrar
cualquiera cosa para que todos los vecinos desistiesen de dar favor a los de Pisa, o de molestar por
otras partes a los florentinos por orden de los venecianos. Habiendo Luis, antes de determinar
descubrirse, tomado a sueldo suyo y de los venecianos a Juan Bentivoglio con doscientos hombres
de armas, obró de manera que le obligó con el Estado de Bolonia a él solo, y para confirmarle,
161

tomaron a su sueldo los florentinos a Alejandro, su hijo. Y porque si los venecianos, en cuya
protección estaba el señor de Faenza, hiciesen algún insulto por la parte de la Romaña, hallasen allí
resistencia, tomaron a sueldo los florentinos, con ciento cincuenta hombres de armas, a Octavio de
Riario, señor de Imola y de Forli que se gobernaba por el albedrío de Catalina Sforza, su madre, la
cual seguía sin ningún respeto la parte de Luis y de los florentinos, movida de muchas ocasiones,
pero especialmente de haberse casado en secreto con Julián de Médicis, a quien el duque de Milán,
no contento del gobierno popular, deseaba hacer, juntamente con su hermano, poderoso en
Florencia. Procuró asimismo Luis con los luqueses, con quien tenía grande autoridad, que no
favoreciesen más a los pisanos como siempre habían hecho; lo cual, si bien no guardaron en todo,
se abstuvieron mucho por su respeto.
Quedaban los genoveses y los sieneses enemigos antiguos de los florentinos, entre los cuales
militaban las ocasiones de las diferencias, con los unos por razón de Montepulciano, y con los otros
por las cosas de la Lunigiana, y se podía temer de los sieneses que, ciegos por el odio, diesen, como
lo habían hecho muchas veces en otros tiempos, con daño suyo, comodidad a cada uno para turbar
por su Estado a los florentinos; y aunque era molesto a los genoveses, por las antiguas enemistades,
que se confirmasen en Pisa los venecianos, con todo eso, como en aquella ciudad suele haber poco
cuidado del beneficio público, daban lugar a los pisanos y a los bajeles de los de Venecia a que
tratasen en sus riberas, por el provecho que causaba a muchos particulares, con lo cual recibieron
los pisanos gran provecho.
Enviaron los florentinos, por el consejo de Luis Sforza, embajadores a Génova y a Siena para
tratar por su medio de la composición de las diferencias; pero las pláticas con los genoveses no
produjeron algún fruto, porque pedían la libre cesión de los derechos de Serezana, sin dar más
recompensa que una promesa simple de quitar a los pisanos la comodidad de su país. A los
florentinos les parecía la pérdida segura, y a su respeto tan pequeña y dudosa la ganancia, que
rehusaron comprar a este precio su amistad.

Capítulo II
Victoria de Vitelli en Cascina.―Otras victorias de Vitelli.―Los embajadores florentinos en
Venecia.—Dificultades para un acuerdo entre florentinos y pisanos.―El Albiano y Orsino entran a
sueldo de los venecianos.―Tregua entre los florentinos y los sieneses.―Pedro y Julián de Médicis
llegan a Marradi con los venecianos.―Nuevos hechos de armas de Paulo Vitelli.―El Albiano en
Poppi.—Paulo Vitelli marcha al Casentino contra los venecianos.

Mientras que se trataban estas cosas en varias partes, el ejército de los florentinos, más
poderoso de caballería que de infantería, salió a campaña gobernado por el nuevo capitán, por lo
cual los pisanos que después de la victoria de San Regolo habían corrido a su gusto con los
estradiotas todo el país, se levantaron de Ponte di Sacco, donde últimamente habían acampado y
Paulo Vitelli, habiendo tomado a Cascina, deteniéndose a esperar más provisión de infantería y
poniendo, un día una emboscada cerca de Cascina, donde se había reducido la gente veneciana, que,
gobernada por Marco Martinengo, no tenían ni obediencia, ni orden, acometiéndola, mató a muchos
estradiotas y a Juan Gradánico, capitán de gente de armas, y fue preso Franco, general de los
estradiotas, con cien caballos. No segura la gente veneciana de estar más en Cascina, por este
accidente se retiró al burgo de San Marcos, esperando que viniese de Venecia nueva gente.
Después que Paulo Vitelli fue proveído de infantería, habiendo hecho señal con los
despliegues de querer acometer a Cascina, y creyéndolo así los pisanos, pasó de improviso el río
Arno, sitió el castillo de Buti, habiendo enviado primero tres mil infantes a ocupar los cerros
cercanos, y llevando la artillería con gran número de gastadores por el camino del monte, con gran
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dificultad por la aspereza del paso, lo tomó por fuerza al segundo día después de haber plantado la
artillería. Eligió Paulo esta empresa, porque, juzgando que a Pisa (en donde había grande
obstinación así en el pueblo como en los villanos que habían entrado dentro, que ya todos por el
largo uso estaban habilitados para la guerra), era imposible tomarla por fuerza, siendo poderosas las
ayudas de los venecianos, y la ciudad por sí misma muy fuerte de murallas, tuvo por mejor consejo
atender a consumirla que a forzarla, y pasando la guerra a aquella parte del país que está a la mano
derecha del río Arno, procurar tomar los lugares, y hacerse señor de los sitios de donde pudiese
impedir el socorro que fuese por tierra del país forastero; por lo cual, habiendo hecho, después de la
expugnación de Buti, un bastión encima de los montes que están sobre San Juan de la Vena, fue a
sitiar el bastión que habían hecho los de Pisa cerca de Vico Pisano, llevando con la misma dificultad
la artillería y tomando al mismo tiempo todo el Valdicalci, e hizo sobre Vico, en un lugar llamado
Pietra Dolorosa, otro bastión para impedir que entrase ningún socorro. Tenía, demás de esto,
asediada la fortaleza de Verrucola. Y porque, temiendo los pisanos que fuera asaltada Librafatta y
Valdiserchio, tuviesen menos osadía para apartarse de Pisa, se había encerrado el conde Rinuccio
con otra gente en Valdiniévole; pero saliendo de Pisa cuatrocientos infantes, rompieron a la
infantería que negligentemente se alojaba en la iglesia de San Miguel para el asedio de Verrucola.
Habiendo ganado Paulo el bastión, que se rindió con condición de poder volver la artillería a
Vico Pisano, sitió a Vico, no por la parte por donde la habían sitiado los florentinos cuando él le
defendía, sino por la parte de San Juan de la Vena, de donde se impedía el socorro que venía de
Pisa, y habiendo derribado con la artillería una grande parte de la muralla, desesperando los de
adentro de ser socorridos, se rindieron, salvas las haciendas y las personas, desconfiados de
perseverar hasta lo último, porque Paulo, cuando ganó a Buti, había hecho cortar las manos a tres
artilleros tudescos que estaban dentro, para poner miedo a los otros, y usado cruelmente de la
victoria.
En tomando a Vico tuvo luego ocasión de otra prosperidad, porque, esperando la gente que
estaba en Pisa que sería fácil de ganar de improviso el bastión de Pietra Dolorosa, se presentaron
delante de él antes del día, con doscientos caballos ligeros y gran número de infantes; pero hallando
mayor resistencia de la que se habían persuadido, perdieron allí más tiempo de lo que habían
trazado, de manera que, habiéndose descubierto Paulo sobre aquellos montes, mientras acometían al
bastión, el cual iba a socorrer con una parte del ejército, retirándose hacia Pisa encontraron en el
llano, cerca de Calci a Vitellozzo, que había venido a aquel lugar con otra parte de la gente para
impedirles la retirada, y sobreviniendo Paulo, mientras peleaban con él, se pusieron en huida,
perdiendo muchos caballos y la mayor parte de los infantes.
Teniendo en este medio los florentinos algún indicio, que les había dado el duque de Ferrara y
otros, de que los venecianos tenían alguna inclinación a la paz, y que se inclinarían a ella más
fácilmente si, como parecía que convenía para la dignidad de tan gran república, se procediese con
ellos con demostraciones, no de iguales sino de mayores, enviaron, para conocer su disposición, por
embajadores a Venecia a Guido Antonio Vespucci y a Bernardo Rucellai, dos de los más honrados
ciudadanos de su república. Habíanse detenido en hacer esto hasta este tiempo, parte por no ofender
el ánimo del rey Carlos, y parte porque mientras que se conocían por no poderosos para oprimir a
los pisanos, habían juzgado que serían inútiles los ruegos si no iban acompañados de fuerzas y
reputación; pero ahora que sus armas estaban poderosas en campaña y el duque de Milán
descubierto totalmente contra los venecianos, no estaban sin esperanza de hallar algún modo de
composición honesta; por tanto, los embajadores, que habían sido recibidos honradamente,
introducidos ante el Dux y el Consejo, después de excusarse de no haber ido antes otros
embajadores por diversos respetos nacidos de la calidad de los tiempos y de varios accidentes de su
ciudad, pidieron libremente que se abstuviesen de la la defensa de Pisa, mostrando que tenían
confianza de alcanzarlo, porque la república de Florencia no les había dado causa para ofenderla, y
porque habiendo tenido siempre el Senado veneciano fama de justísimo, no juzgaban que se debía
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apartar de la justicia; pues siendo la base y el fundamento de todas las virtudes, era conveniente que
se antepusiese a cualquier otro respeto.
Respondió el Dux a esta propuesta que era verdad que no habían recibido en estos tiempos
ninguna injuria de los florentinos, ni había entrado el Senado en la defensa de Pisa por deseo de
ofenderlos, sino porque, habiendo sido solos los florentinos en Italia los que habían seguido la parte
francesa, el respecto del provecho común había inducido a todos los potentados de la liga a dar la
palabra a los pisanos de ayudarles para la defensa de su libertad, y que si los otros se olvidaban de
la palabra dada, no querían ellos, contra la costumbre de su República, imitarles en cosa tan
indigna; pero que si se propusiese algún modo por donde se conservase a los pisanos la libertad,
mostrarían a todo el mundo que ni codicia particular ni algún respeto de sus propios intereses era
ocasión de hacerles perseverar en la defensa de Pisa. Disputóse después por algunos días cuál
podría ser el modo para satisfacer a la una y otra parte, y no queriendo los venecianos ni los
embajadores de Florencia proponer alguno, convinieron en que el embajador de los reyes de
España, que les aconsejaba la paz, se interpusiese entre ellos; el cual, habiendo propuesto que
volviesen los pisanos a la devoción de los florentinos, no como súbditos, sino como recomendados,
y con las mismas condiciones que se habían concedido a la ciudad de Pistoia, como medio entre la
servidumbre y la libertad, respondieron los venecianos que no conocían ninguna parte de libertad en
una ciudad en que las fortalezas y la administración de la justicia estuviese en poder de otros; por lo
cual, no esperando los embajadores de los florentinos alcanzar nada, se fueron de Venecia, muy
ciertos que los venecianos no desampararían, sino por necesidad, la defensa de Pisa, adonde
continuamente enviaban gente. Ni desde el principio habían estado con mucho temor de la empresa
de los florentinos, considerando que, por no haberse comenzado al principio de la primavera, no
podían permanecer mucho tiempo en campaña, estando el país de Pisa, por ser bajo, muy sujeto a
las aguas, y porque habiendo recibido de nuevo a sueldo debajo del gobierno del duque de Urbino
(al cual dieron título de Gobernador) y de otros capitanes, quinientos hombres de armas y teniendo
diversas inteligencias, determinaron, para divertir a los florentinos de la ofensa de los pisanos,
romper la guerra por otra parte, trazando hacer mover después a Pedro de Médicis, por cuyo consejo
recibieron en su servicio a Carlos Orsini y a Bartolomé de Albiano con doscientos hombres de
armas.
Tuvieron también esperanza de inducir a Juan Bentivoglio a que consintiera en que se
rompiese la guerra a los florentinos por la parte de Bolonia, porque enojado el duque de Milán de
que Anníbal, su hijo, hubiese preferido servir con su gente a sueldo de los venecianos, y
acordándose, por esta nueva ofensa, de las injurias antiguas que recibió de él (según decía) cuando
pasó a la Romaña Fernando, duque de Calabria, había ocupado unos castillos que poseía en el
ducado de Milán, por causa del dote de Alejandro, su hijo, y no se abstenía de exasperarle con todas
demostraciones. Pero habiendo al fin restituido por la intercesión de los florentinos aquellos
castillos, se interrumpió el designio de romper la guerra por aquella parte, por lo cual procuraron los
venecianos disponer a los sieneses a que concediesen que moverían las armas por su comarca, y
daba esperanza de alcanzarlo, de más de su ordinaria disposición contra los florentinos, la división
que había en Siena entre los ciudadanos, porque habiendo adquirido grande autoridad Pandolfo
Petrucci, con su ingenio y astucia, Nicolás Borghesi su suegro, y la familia de los Belanti, a los
cuales cansaba su poder, deseaban se concediese el paso al duque de Urbino y a los Orsini, los
cuales habían hecho alto con cuatrocientos hombres de armas, dos mil infantes y cuatrocientos
hombres estradiotas por orden de los venecianos en la Fratta, en la comarca de Perusa, y alegaban
que el hacer tregua con los florentinos, como intentaba el duque de Milán y como aconsejaba
Pandolfo, no era más que darles comodidad para acabar con las cosas de Pisa, pues acabadas,
estaban tanto más poderosos para ofenderles, por lo cual se debía (sacando fruto de las ocasiones
como cosa que toca a. los hombres prudentes) estar constantes en no hacer con ellos otro acuerdo
sino la paz, recibiendo la cesión de los derechos de Montepulciano. Sabían que estaban obstinados
los florentinos en no quererla hacer, por lo cual se infería que de necesidad habían de consentir lo
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que deseaban los venecianos, con cuyo favor habiendo ellos ocupado el primer lugar en proponerlo,
esperaban abatir fácilmente la autoridad de Pandolfo, que habiéndose hecho por la autoridad del
duque de Milán, autor de la parte contraria, tuvo gran dificultad en sustentar su parecer, porque en
el pueblo era naturalmente muy poderoso el odio a los florentinos, y muy aparente la persuasión de
poder con este medio alcanzar la cesión del Montepulciano.
Tenía este deseo (acompañado del odio) más fuerza que la consideración alegada por
Pandolfo de los trabajos que seguirían a la guerra, arrimándola a su propia casa, y de los peligros a
que, con el tiempo, les conduciría la grandeza de los venecianos en Toscana, de lo cual decía que no
era necesario buscar los ejemplos de los otros, porque estaba fresca la memoria de que, el haberse
juntado el año 1478 con Fernando, rey de Nápoles, contra los florentinos, los conducía totalmente a
servidumbre, si Fernando, por haber ocupado el otomano Mahomet la ciudad de Otranto en el reino
de Nápoles, no hubiera estado obligado a sacar de Siena la persona de Alfonso su hijo y su gente;
demás de que, por sus historias, podían tener noticia que el mismo deseo de ofender a los
florentinos por medio del conde de Virtus y el enojo concebido por razón del mismo
Montepulciano, había sido causa de que ellos mismos les hubiesen sujetado su propia patria, no
siendo estas razones bastantes (aunque verdaderas) para reprimir su ardor y afectos. No estaba sin
peligro de que, por sus mismos contrarios, se despertase algún alboroto; por lo cual, previniendo
contra este peligro, trajo a Siena con presteza muchos amigos suyos de la comarca, y dispuso que al
mismo tiempo enviasen los florentinos a Pogio Imperial trescientos hombres de armas y mil
infantes. Refrenando con la reputación de estas armas la osadía de los contrarios, alcanzó que se
hiciese tregua por cinco años con los florentinos; los cuales, anteponiendo el miedo de los peligros
presentes al respeto de la dignidad, se obligaron a deshacer una parte del puente de Vagliano y a
hacer derribar por el suelo el bastión que era tan molesto a los sieneses, concediendo demás de esto,
que, dentro de cierto tiempo, pudiesen edificar los sieneses cualquier fortaleza que quisiesen entre el
lecho de la Chiane y la villa de Montepulciano.
Quedando mayor Pandolfo, por este acuerdo, pudo poco después hacer matar a su suegro, que
estorbaba sus designios con gran ardor, y habiendo quitado este émulo y atemorizado a los otros,
confirmarse cada día más en la tiranía.
Privados por esta paz los venecianos de la esperanza de distraer por el camino de Siena a los
florentinos de la empresa contra Pisa, y no habiendo podido alcanzar de los perusinos que moviesen
las armas por su distrito, determinaron turbarles por la parte de la Romaña, esperando ocupar
fácilmente, con el favor y amistades antiguas que tenía allí Pedro de Médicis, los lugares que
poseían en el Apenino; por lo cual, alcanzando del pequeño señor de Faenza el paso por el valle de
Lamone, con una parte de la gente que tenían en la Romaña, con la que se juntaron Pedro y Julián
de Médicis, ocuparon el burgo de Marradi, situado sobre el Apenino, en la parte que mira hacia la
Romaña, donde no tuvieron resistencia, porque Dionisio de Naldo, hombre del mismo valle, que
servía a los florentinos con trescientos infantes para que, juntamente con los del país, lo defendiese,
llevó consigo tan poca infantería, que no se atrevio a detenerse allí. Se acamparon en la fortaleza de
Castiglione, que está en lugar eminente sobre el burgo dicho, esperando ganarla, cuando no fuese
por otro camino, por la falta que sabían había de muchas cosas y especialmente de agua, y
ganándola, quedaban en libertad de poder pasar a Mugello, país cerca de Florencia. Pero suplió a las
cortas provisiones que había dentro la constancia del castellano, y a la falta de agua la ayuda del
cielo, porque llovió tanto una noche, que, llenos todos los vasos y cisternas, quedaron libres de esta
dificultad.
En este medio, acercándose el conde Rinuccio con el señor de Piombino y algunos otros
capitanes por el camino de Mugello a lugar cerca de los enemigos, les obligaron a retirarse casi
huyendo, porque haciendo el fundamento de la empresa en la presteza, no habían ido a ella muy
poderosos. Ya el conde de Gaiazzo, enviado por el duque de Milán a Cotignola, con trescientos
hombres de armas y mil infantes, y el Fracassa, soldado del mismo duque, que con cien hombres de
armas estaba en Forli, se ponían en orden para ir en su seguimiento; por lo cual, queriendo evitar
165

este peligro, fueron a juntarse con el duque de Urbino que había partido del Perusino y con la otra
gente de los venecianos, la cual, toda junta, estaba alojada entre Rávena y Forli, con poca esperanza
de ningún progreso, habiendo en la Romaña, demás de las fuerzas de los florentinos, quinientos
hombres de armas, quinientos ballesteros y mil infantes del duque de Milán, e importando mucho el
embarazo de Imola y de Forli.
Mas en este medio Paulo Vitelli que, después de la toma de Vico Pisano, se había detenido
algunos días por falta de las provisiones necesarias, continuando en la misma intención de impedir a
los pisanos la facilidad del socorro, se encaminó a la empresa de Librafatta, y para arrimarse a la
parte del lugar que está más flaca y huir las molestias que pudiesen ocurrir al ejército, impedido de
la artillería y del bagaje, dejando el camino que baja por los montes al llano de Pisa, y el que, por el
llano de Luca, rodea las faldas del monte, haciendo un nuevo camino por las montañas con gran
número de gastadores, y ganando el mismo día en el viaje el bastión de Monte Mayor, hecho por los
pisanos en la cumbre de él, bajó con seguridad al llano de Librafatta, y arrimándose el día siguiente
al lugar, obligó con facilidad a rendirse a los infantes que estaban en guarda de Potito y Castel
Vecchio, dos torres distantes la una de la otra poco espacio de Librafatta. Plantó desde la segunda y
desde algunos otros lugares algunas piezas de artillería contra la villa, que estaba bien proveída y
guardada, porque había dentro doscientos infantes de los venecianos, y batiendo desde estos lugares
la muralla por alto y por bajo, esperó ganarla el primer día; pero habiéndose arruinado por acaso
aquella noche un arco de la muralla, levantaron con los escombros cuatro brazas el reparo que se
había comenzado allí, de manera que habiendo intentado Paulo en vano tres días subir con las
escalas, comenzó a dudar mucho del suceso, recibiendo mucho daño el ejército de una pieza de
artillería de los de adentro que tiraba por una ventanilla baja. Pero ayudó el beneficio de la fortuna a
su industria y ánimo, pues sin su favor son muchas veces engañosos los consejos de los capitanes,
porque un tiro de artillería de los del campo rompió la ventanilla, mató uno de los mejores artilleros
que había dentro y pasó la bala por toda la villa. Espantados los defensores de este accidente,
porque por la artillería que estaba plantada en la torre, difícilmente podían descubrir los rostros, se
rindieron al cuarto día, y después hizo lo mismo el castillo, habiendo esperado pocos cañonazos.
Ganada Librafatta atendió a hacer algunos bastiones en lo alto de los montes, mas sobre todo, un
fuerte, capaz para muchos soldados, sobre Santa María del Castillo, llamado por el monte, encima
del cual fue puesto el bastión de la Ventura, que descubría todo el país circunvecino, y donde hay
fama que antiguamente se había fabricado otro por el luqués Castruccio, capitán famoso en sus
tiempos, para que, guardándose este y Librafatta, se impidiesen las comodidadades que podía
recibir Pisa por el camino de Luca y de Pietra Santa.
No cesaban los venecianos en pensar en todos remedios para aliviar aquella ciudad o por vía
de socorro o de diversión, y acrecentóles la esperanza para este objeto las dificultades que nacieron
entre el duque de Milán y el marqués de Mantua, que de nuevo estaba con él; pues por no privar del
título de capitán general de su gente a Galeazzo de San Severino, más estimado cerca de su persona
por el favor que por la virtud, había prometido al marqués darle dentro de tres meses título de su
capitán general a sueldo común, o con el Emperador, o con el Papa, o con el rey Fadrique, o con los
florentinos; mas no habiéndolo alcanzado en el término prometido, porque lo repugnaba Galeazzo,
y añadiéndose la dificultad por razón de las pagas, volvió el marqués el ánimo a la inclinación de
servir otra vez a los venecianos, los cuales trataban de enviarle con trescientos hombres de armas a
socorrer a Pisa. Entendiendo esto Luis le declaró, con consentimiento de Galeazzo, por su capitán y
del Emperador. Pero ya había ido el marqués a Venecia, y mostrado al Senado gran confianza de
entrar en Pisa, no obstante la oposición de la gente de los florentinos. Volvió al servicio de ellos,
recibió parte del dinero, y habiendo regresado a Mantua, atendía a ponerse en orden. Hubiera
tomado con brevedad el camino, de usar los venecianos la misma en despacharle que habían tenido
en traerle. Comenzaron a proceder lentamente en esto, porque habiéndoseles dado de nuevo
esperanza de alcanzar por medio de un trato que se tenía por unos amigos antiguos de los Médicis,
Bibbiena, castillo de Casentino, juzgaban que, por la dificultad de pasar a Pisa, era más útil atender
166

a la diversión que al socorro. Enojado de nuevo el marqués por esta tardanza, se volvió al servicio
de Luis con trescientos hombres de armas y con cien caballos ligeros con título de capitán imperial
y suyo, reteniendo por cuentas de los salarios antiguos el dinero que tenía de ellos.
No había sido la plática de este trato sin alguna sospecha de los florentinos, antes demás de
muchas noticias que generalmente habían tenido de ello, les había venido aviso más particular de
Bolonia pocos días antes; pero son inútiles los consejos diligentes y cuerdos cuando la ejecución
procede con imprudencia y descuido. El comisario que enviaron a Bibbiena para asegurarse de este
peligro, después que había preso a aquellos de quien se tenía mayor sospecha, y que eran sabedores
del caso, dando crédito imprudentemente a sus palabras, los soltó, y en las otras acciones fue tan
poco diligente que facilitó el designio al Albiano, el cual estaba señalado para la ejecución de esta
empresa; porque habiendo enviado algunos caballos delante en traje de caminantes, los cuales,
después de haber caminado toda la noche y llegado al amanecer a la puerta, la ocuparon sin
dificultad; no habiendo el comisario puesto en ella ninguna guarda, ni dispuesto que se abriese más
tarde de lo que solía hacerse en los tiempos sin sospechas. Sobrevinieron tras estos
consecutivamente otros caballos que por el camino habían echado voz que eran gente de Vitelli, y
levantándose en su favor los conjurados, se apoderaron con presteza de todo el lugar.
Llegó el mismo día el Albiano, el cual, aunque con poca gente, como por su naturaleza
aceleraba siempre con increíble brevedad las ocasiones, fue luego a acometer a Poppi, castillo
principal de todo aquel valle; pero hallando en él resistencia, se detuvo a ocupar los lugares
cercanos de Bibbiena, si bien eran pequeños y de poca importancia. Es el país del Casentino (por
medio del cual corre el río Arno) estrecho, estéril y montuoso, situado al pie de los Alpes y del
Apenino, cargados entonces de nieve por ser el principio del invierno, pero paso a propósito para ir
hacia Florencia, si hubiera sucedido felizmente al Albiano el asalto de Poppi, y no menos a
propósito para entrar en la comarca de Arezzo y en el Valdarno, comarcas que, por estar llenas de
grandes villas y castillos, eran muy importantes para el Estado de los florentinos.
No estando éstos con descuido en tan gran peligro, hicieron luego provisión en todos los
lugares donde era menester, deshicieron un trato que se intentaba en Arezzo, y teniendo por más
importante que nada el impedir que los venecianos enviasen al Casentino nueva gente, quitando de
la de Pisa al conde Rinuccio, lo enviaron luego a ocupar los pasos del Apenino, entre Valdibagno y
la Pieve cerca de San Esteban. Mas con todo eso no pudieron estorbar el paso al duque de Urbino, a
Carlos Orsini y a otros capitanes, los cuales, teniendo en aquel valle setecientos hombres de armas y
seis mil infantes, y entre ellos algún número de tudescos, ocuparon todo el Casentino excepto pocos
lugares e intentaron de nuevo (mas en vano) tomar a Poppi. Pero necesitaron los florentinos,
realizándose con ello el intento de los venecianos, mandar volver de tierra de Pisa a Paulo Vitelli
con su gente, dejando con suficiente guarda las villas importantes y el bastión de la Ventura. Por su
llegada al Casentino se retiraron los capitanes venecianos que se habían movido para sitiar el mismo
día a Pratovecchio.
Llegado Paulo Vitelli al Casentino, y juntándose con él el Fracassa, enviado por el duque de
Milán en favor de los florentinos con cien hombres de armas y quinientos infantes, redujo presto a
mucha dificultad a los enemigos que estaban repartidos en muchos lugares por la estrechura de los
alojamientos, y porque, por dejarse abierto el camino para entrar y salir en el Casentino, estaban
obligados a guardar los pasos de la Vernia, Chiusi y Montalone, lugares altos sobre los Alpes.
Encerrados con tiempo asperísimo en aquel valle, no tenían esperanza de hacer algún progreso, ni
allí ni en otra parte, porque en Arezzo se había detenido con doscientos hombres de armas el conde
Rinuccio, y en el Casentino, después que al principio no se había podido ocupar a Poppi, no obraba
cosa de consideración el nombre de los Médicis, teniendo por enemiga a la gente del país, en el cual
con dificultad pueden obrar los caballos, y habiendo recibido muchos daños de los paisanos antes de
la venida de Vitelli. Al tener noticia de ella y de la del Fracassa, volviendo a enviar de aquella parte
de los Alpes una parte del bagaje y de la artillería, apretaron su gente cuanto sufría la naturaleza de
los lugares, contra los cuales determinó el Vitelli guardar su costumbre, que era (por alcanzar
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seguramente la victoria) elegir antes, el no tener en cuenta la dilación del tiempo, ni el exceso del
trabajo, ni la cantidad de las provisiones, que, por ganar gloria de vencer con facilidad y presteza,
poner en peligro, juntamente con su ejército, el suceso del negocio. Por esto fue su consejo en el
Casentino que no se fuese luego a combatir los lugares, sino procurar hacer desamparar al principio
a los enemigos los más flacos, y cerrar los pasos de los Alpes y otros del país con guardas,
bastiones, cortaduras y otras fortificaciones para que no pudiesen ser socorridos con nuevas fuerzas,
ni tuviesen poder para ayudar los de un lugar al otro, esperando por este camino tener ocasión de
oprimir a muchos, y que el mayor número que estaba en Bibbiena se consumiría, cuando no fuese
por otra razón, por la incomodidad de los caballos y falta de vituallas.
Habiendo recuperado con este consejo algunos lugares vecinos a Bibbiena poco importantes
por sí mismos, pero a propósito para la intención con que había pensado vencer la guerra, y
haciendo cada día mayor progreso, desvalijó muchos hombres de armas que estaban alojados en
unos lugares pequeños cerca de Bibbiena, y para impedir el camino a la gente de los venecianos
que, en socorro de los suyos, se juntaban de la otra parte de los Alpes, atendió a ocupar todos los
lugares que están alrededor del monte de la Vernia, y a hacer cortaduras en todos los pasos
circunvecinos, de manera que, creciendo continuamente la dificultad de los enemigos y la carestía
de los mantenimientos, se iban muchos de ellos a la deshilada; los cuales casi siempre por la
aspereza de los montes eran desvalijados por los soldados o por los del país.
Estos eran los progresos de las armas entre los venecianos y florentinos, y en este mismo
tiempo, aunque los embajadores de Florencia se fueron de Venecia sin ninguna esperanza de paz,
con todo eso, se tenía en Ferrara nueva plática de composición, propuesta por aquel duque, por obra
de los venecianos, porque estando ya muchos y de los de mayor autoridad del Senado cansados de
la guerra que se sustentaba con grandes gastos y muchas dificultades, y perdida la esperanza de
tener mayores sucesos en el Casentino, deseaban librarse de los trabajos de la defensa de Pisa, como
se hallase modo con que se pudiesen apartar de ella con honesto color.

Capítulo III
César Borgia renuncia el cardenalato.―Luis XII se divorcia de su primera esposa.—Procura
el rey de Francia que se someta a su arbitrio la cuestión de Pisa.―Discursos de Grimani y del
Trevisano en el Senado de Venecia, persuadiendo el primero y disuadiendo el segundo de la liga
con Francia.―Capitanes venecianos reunidos en Bibbiena.―Disensiones en Florencia sobre quién
debía tener el mando del ejército florentino.―Primeras sospechas contra Vitelli.―Embajadores
florentinos en Venecia.—Compromiso pactado por mediación del duque de Ferrara entre
venecianos y florentinos, relativamente a la cuestión de Pisa.―Condiciones determinadas por el
duque de Ferrara.

Mientras en Italia había estas revueltas, por lo que tocaba a Pisa no cesaba el nuevo rey de
Francia de prevenirse para acometer el año siguiente al Estado de Milán con esperanza de que se
unirían con él los venecianos, los cuales, inflamados de odio increíble contra el duque de Milán,
trataban muy apretadamente con el Rey, si bien tenían pláticas más estrechas el Rey y el Papa, el
cual, excluido del parentesco de Fadrique, y continuando en el mismo deseo del reino de Nápoles,
vuelto de todo punto el ánimo a las esperanzas de Francia, procuraba alcanzar para el cardenal de
Valencia a Carlota, hija de Fadrique, que continuaba criándose en la corte de Francia sin haberse
aún casado, y habiéndole dado esperanza de esto el Rey (en cuya voluntad parecía que estaba el
casarla), entrando el cardenal una mañana en el Consistorio, suplicó a su padre y a los otros
cardenales que, atento a no haber tenido nunca inclinación a la profesión de sacerdote, le
concediesen facultad para dejar la dignidad y traje y seguir el ejercicio a que le llamaban los hados;
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y así, tomando después el traje seglar se prevenía para ir luego a Francia, habiendo prometido ya el
Papa al Rey facultad para descasarse con la autoridad apostólica, y obligádose el rey por otra parte a
ayudarle (habiendo ganado antes el Estado de Milán) a reducir a la obediencia de la Sede Apostólica
las ciudades de la Romaña que poseían los Vicarios, y a pagarle de presente treinta mil ducados
debajo de color de estar necesitado a tener mayores fuerzas para su guarda: como si el estrecharse él
con el Rey hubiera de ser ocasión de que muchos maquinaran contra él en Italia.
Para la ejecución de estos conciertos comenzó el Rey a pagar el dinero, y el Papa sometió la
causa del divorcio al obispo de Setta, su nuncio, y a los arzobispos de París y de Ruan, en cuyo
juicio contradecía al principio por sus procuradores la mujer del Rey; mas finalmente, siéndole no
menos sospechosos los jueces que el poder del contrario, se concertó con él de apartarse del pleito,
recibiendo para el sustento de su vida el ducado de Berry con treinta mil francos de renta, y
confirmado así el divorcio por la sentencia de los jueces, no se esperaba para la dispensación y
consumar el nuevo matrimonio otra cosa que la venida de César Borgia, convertido ya, de cardenal
y arzobispo de Valencia, en soldado y duque Valentino, porque el Rey le había dado una compañía
de cien lanzas y veinte mil francos de provisión, y concedídole, con título de duque, a Valencia,
ciudad en el Delfinado, con veinte mil francos de renta. Embarcándose César en Ostia en los navíos
que le había enviado el Rey llegó al fin del año a la Corte, donde entró con pompa y ostentación
increíble, siendo recibido por el Rey con grande honra, y llevó consigo el capelo del cardenalato a
Jorge de Amboise, arzobispo de Ruan, el cual, habiendo participado antes de los peligros y de la
misma fortuna que el Rey, estaba en grande autoridad cerca de su persona.
Con todo eso, al principio no le fue agradable su proceder, porque, siguiendo el consejo de su
padre, negaba haber llevado consigo la Bula de la dispensación; esperando que el deseo de
alcanzarla facilitaría más con el Rey sus deseos, que la memoria de haberla recibido; pero habiendo
revelado al Rey con grande secreto la verdad, el obispo de Setta, pareciéndole que bastaba para con
Dios el haberse despachado la Bula, sin hacer nueva instancia por ella, consumó públicamente el
matrimonio con la nueva mujer, lo cual fue causa de que, no pudiendo ya el duque Valentino retener
la Bula, y habiendo sabido que lo había manifestado el obispo de Setta, le hiciese matar después
ocultamente con veneno.
No estaba menos solícito el Rey en aquietarse con los príncipes, sus vecinos, y por esto hizo
paz con los reyes de España, los cuales, deponiendo los pensamientos de las cosas de Italia, no sólo
volvieron a llamar a todos los embajadores que tenían en aquella provincia, excepto al que residía
cerca del Papa, pero hicieron volver a España a Gonzalo con toda su gente, restituyendo a Fadrique
todas las villas de Calabria que habían poseído hasta aquel día. Mayor dificultad había en la
concordia con el Rey de Romanos, el cual, con ocasión de algunas sublevaciones nacidas en el país,
había entrado en Borgoña, ayudado para este efecto con gran suma de dinero por el duque de Milán,
que se persuadía de que la guerra del Emperador distraería al rey de Francia, de las empresas de
Italia, o que, haciéndose paz entre ellos, sería comprendido en ella, como se lo había prometido el
Emperador muy seguramente.
Mas después de largas pláticas y tratos, hizo el rey de Francia nueva paz con el Archiduque,
volviéndole las villas del país de Artois, y para que tuviese esto efecto en beneficio de su hijo,
convino el Rey de Romanos en en hacer tregua con él por algunos meses, sin hacer mención del
duque de Milán, con quien parecía que estaba enojado en este tiempo, porque no siempre había
satisfecho a sus muchas demandas de dinero.
Había, demás de esto, confirmado el Rey la paz que su antecesor había hecho con el rey, de
Inglaterra, y desechando todas las pláticas que le fueron propuestas de recibir con alguna
composición al duque de Milán (que con grandes ofertas y mando de muchos sobornos, hacía
esfuerzos para inducirle a ello), procuraba que se uniesen con él a un mismo tiempo los venecianos
y florentinos, y hacía grandes instancias para que, dejando las ofensas contra los pisanos,
depositasen los de Venecia a Pisa en su mano, y porque viniesen en ello los florentinos, les ofrecían
en secreto restituírsela dentro de breve tiempo. Tratóse muchos meses variamente esta plática llena
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de muchas dificultades, y concurriendo en ella diversos fines e intereses, porque, siendo necesario
que los florentinos en tal caso se obligasen con el rey de Francia y temiendo, por la memoria de las
promesas no guardadas por el rey Carlos, que sucediese lo mismo al presente, no se ajustaban entre
ellos en un mismo parecer; porque estando la ciudad inquieta entre la ambición de los mayores
ciudadanos y la licencia del gobierno popular y aficionada, por la guerra de Pisa, al duque de Milán,
estaba tan dividida entre sí misma, que con dificultad se determinaban las cosas de consideración
con igualdad de pareceres, mayormente deseando algunos de los principales ciudadanos la victoria
del rey de Francia, y otros por el contrario inclinarlos al duque de Milán. Mas los venecianos,
aunque se hubiesen resuelto todas las dificultades para concordarse con el Rey, estaban
determinados a no consentir el depósito, esperando que en la restitución de lo que habían gastado en
sustentar a Pisa y en dejar su defensa con menos deshonra suya, tendrían mejores condiciones en la
plática que se trataba en Ferrara, la cual solicitaba Luis Sforza con gran ardor, por miedo de que,
concluyéndose en Francia el depósito, se juntasen con el Rey ambas repúblicas, y por la esperanza
de que, si se componía esta duda en Italia, dejarían los venecianos los pensamientos de ofenderle.
Por este respeto desagradaba al rey de Francia la plática de Ferrara; y el Papa, por sacar provecho
de lo que otros trabajaban, procuraba perturbarla indirectamente, porque, teniendo gran autoridad
con el Rey en todas las cosas de Italia, esperaba participar del depósito por algún camino, si pasaba
adelante en la persona del Rey.
Consultábase en Venecia en este mismo tiempo si, apartándose el Rey de la demanda del
depósito (pues habían determinado no convenir en ella), deberían coligar con él en ofensa del duque
de Milán, como el Rey lo pedía con gran instancia, ofreciéndoles en premio de la victoria la ciudad
de Cremona y toda la Ghiaradada. Aunque todos deseaban esto sumamente, parecía a muchos
determinación de tanto momento y tan peligroso para su Estado el poder del rey de Francia en Italia,
que en el Consejo de Pregadi (que entre ellos tiene el lugar del Senado), había varias disputas, y
siendo convocados un día para tomar la última resolución, habló de esta manera Antonio Grimani,
hombre de grande autoridad:
«Cuando considero, excelentísimo Senado, la grandeza de los beneficios que nuestra
República ha hecho a Luis Sforza, pues en estos años pasados le ha conservado tantas veces su
Estado, y por el contrario, cuán grande es la ingratitud que ha usado y las graves injurias que nos ha
hecho para obligarnos a desamparar la defensa de Pisa, habiéndonos antes aconsejado y provocado
a ella, no puedo persuadirme que no conozcan todos que es necesario hacer todo lo posible para
vengarnos; pues ¿qué infamia podría ser mayor que, sufriendo con paciencia tan graves injurias,
mostrar a todo el mundo que desdecimos de la generosidad de nuestros mayores? Y éstos, irritados
algunas veces por ofensas, aunque ligeras, no rehusaron jamás ponerse en peligros por conservar la
dignidad del nombre veneciano, y justamente porque las demostraciones de las repúblicas no piden
respetos bajos ni privados, ni que todas las cosas se refieran a la utilidad, sino fines altos y
magnánimos por los cuales se aumente su esplendor y se conserve su reputación, que ninguna cosa
más la disminuye que llegar a entender los hombres que no tiene ánimo o poder para resentirse de
las injurias, ni para estar prontos a las venganzas; con lo cual viene por consecuencia a estar junta la
gloria con el provecho y las determinaciones generosas y magnánimas también están llenas de
comodidad y de provecho. Así una molestia nos quita muchas y un sólo trabajo libra muchas veces
de mayores y más prolijos afanes. Si nosotros consideramos el estado de las cosas de Italia, la
disposición de muchos príncipes contra nosotros, y las asechanzas que continuamente se ordenan
por Luis Sforza, conoceremos que no nos obliga menos la necesidad presente, que los otros respetos
a esta determinación; porque, provocado de su natural ambición y del odio que tiene a este
excelentísimo Senado, no atiende a otra cosa sino a disponer los ánimos de toda Italia contra
nosotros y a enemistarnos con el Rey de romanos y con la nación tudesca, y aún comienza ya a
tener pláticas con el Turco para este mismo efecto.
»Ya veis con cuánta dificultad, por la industria suya, y casi sin esperanza se sustenta la
defensa de Pisa y la guerra del Casentino, que, si se continúa, incurrimos en gravísimos desórdenes
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y peligros, y si se deja sin dar otro fundamento a nuestras cosas, es con tan grande disminución de
honra, que le crece mucho el ánimo a quien tiene deseo de oprimirnos; y sabe él cuánto es más fácil
derribar a quien ha comenzado a declinar que a quién se mantiene en el colmo de su reputación. De
estas cosas aparecerían muy claros los efectos, y se oiría presto que nuestro Estado se encontraba
lleno de alborotos y de ruidos de guerra, si el miedo de que nos juntamos con el rey de Francia no
tuviese suspenso a Luis; temor que no puede durar mucho tiempo, porque ¿quién hay que no
conozca que, excluido el Rey de la esperanza de que hará confederación, o se empleará en empresas
de allá de los montes, o vencido por los artificios de Luis, por los sobornos y poderosos medios que
tiene en su Corte, hará alguna composición con él?
»Oblíganos, pues, a juntarnos con el rey de Francia la necesidad de mantener nuestra antigua
gloria y dignidad, pero mucho más el grave peligro que amenaza, que no se puede huir por otro
camino; y en esto se nos muestra muy propicia la fortuna, pues hace que un Rey tan poderoso nos
pida lo que nosotros le habíamos de pedir; ofreciéndonos además tan grandes y honrados premios
de la victoria, por los cuales puede este Senado tener grandes esperanzas en lo futuro y fabricar en
sus conceptos muchos designios, mayormente alcanzándose aquella con tanta facilidad, porque
¿quién duda que no podrá hacer Luis Sforza ninguna resistencia a dos fuerzas tan grandes y
vecinas?
»Si yo no me engaño, no nos puede apartar ya de esta determinación el miedo de que la
cercanía del rey de Francia (en habiendo conquistado el ducado de Milán) nos sea peligrosa y
formidable, porque quien lo considere bien, conocerá que muchas cosas que ahora nos son
contrarias, entonces serán favorables, siendo cierto que un aumento tan grande de aquel Rey pondrá
en sospecha los ánimos de toda Italia, irritará al Rey de Romanos y a la nación alemana, por la
emulación y enojo de que ocupe una parte tan principal del Imperio, de manera que aquellos que
tememos que están ahora unidos con Luis para ofendernos, desearán entonces, por sus intereses
propios, conservarnos y juntarse con nosotros; y siendo grande por todas partes la reputación de
nuestro dominio, grande la fama de nuestras riquezas y mayor la opinión (confirmada con tantos y
tan ilustres ejemplos) de nuestra unión y constancia en la conservación de nuestro Estado, no se
atreverá el rey de Francia a acometernos, sino coligado con muchos o a lo menos con el Rey de
romanos, cuya unión está, por muchas razones, sujeta a tan gran dificultad, que es cosa vana tener
esperanza o miedo de ella. Ni la paz que espera alcanzar ahora de los príncipes sus vecinos de la
otra parte de los montes será perpetua, y la envidia, las enemistades y el miedo de su aumento,
despertará a todos los que tienen con él odio o emulación. Y es cosa muy notoria, cuánto más
prontos son los franceses en conquistar que prudentes en conservar, y cuán presto vienen a ser
aborrecidos de sus vasallos por su insolencia y furor, por lo cual, en habiendo ganado a Milán,
tendrán más necesidad de atender a conservarle, que comodidad de pensar en nuevos designios,
porque un Imperio nuevo, sin buen orden y gobernado imprudentemente, carga más a quien le
conquista, en lugar de hacerle más poderoso. ¿Qué ejemplo hay de esto más próximo ni más ilustre
que el de la victoria del Rey pasado, contra el cual se convirtió en sumo odio el deseo increíble con
que había sido recibido en el reino de Nápoles?
»No es ni tan cierto ni tal el peligro, que nos puede tocar de la victoria del rey de Francia
después de algún tiempo que, por huirle, hayamos de reducirnos a un peligro presente y de grande
consideración; y el rehusar, por miedo de los peligros venideros e inciertos, tan grande parte y
oportuna del ducado de Milán, no se podría atribuir a otra cosa sino a pusilanimidad y abatimiento
de ánimo, digno de vituperar en los hombres particulares, cuanto más en una república poderosa y
la más gloriosa (excepto la romana) que ha habido jamás en ninguna parte del mundo.
»Son muy raras y poco permanentes las ocasiones tan grandes, y es prudencia y
magnanimidad admitirlas cuando se ofrecen, y por el contrario, digno de gran reprensión el
perderlas. Muchas veces se debe vituperar la sabiduría demasiado curiosa, que considera mucho lo
venidero, porque las cosas del mundo están sujetas a tantos y tan varios accidentes, que raras veces
sucede lo que los hombres, aunque sean sabios, han imaginado que ha de suceder, y quien deja el
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bien presente por el miedo del peligro futuro, cuando no es muy cierto y cercano, se halla las más
veces con disgusto e infamia de haber perdido ocasiones llenas de provecho y de gloria, por miedo
de los peligros que después salen vanos.
»Por estas razones sería mi parecer que se aceptase la confederación contra el duque de
Milán, porque nos trae seguridad presente, honra para con todos los potentados y conquista tan
grande que, en otras ocasiones, procuraremos con trabajos y gastos intolerables poderla alcanzar,
tanto por su importancia cuanto porque será el camino y la puerta de aumentar grandemente la
gloria y el imperio de esta tan poderosa República.»
Fue oído con grande atención y aplauso muy favorable el autor de este parecer y alabada por
muchos la generosidad de su ánimo y el amor para con su patria; pero en contrario habló
Marchionne Trevisano, en esta sustancia:
«No se puede negar, sapientísimos Senadores, que las injurias que Luis Sforza ha hecho a
nuestra República, no sean gravísimas y con gran ofensa de nuestra dignidad; pero cuanto son
mayores, y cuanto más nos conmueven, tanto es más oficio de la prudencia moderar el justo enojo
con la madurez del juicio, con la consideración del provecho y con el interés público, porque el
templarse a sí mismo y vencer el propio deseo merece tanta mayor alabanza, cuanto es más raro el
saberlo hacer y cuanto son más justas las ocasiones por que esté irritado el enojo y apetito de los
hombres; por lo cual toca a este Senado (que entre todas las naciones tiene nombre de esclarecido
en sabiduría, y que próximamente hizo profesión de libertar a Italia de los franceses) traer delante
de los ojos la infamia que le resultaría si ahora fuese ocasión de hacerles volver, y mucho más el
peligro que siempre nos amenazaría si el ducado de Milán viniese a poder del rey de Francia. Quien
no considera por sí mismo este peligro, traiga a su memoria cuánto miedo nos causó la conquista
que hizo Carlos del reino de Nápoles; del cual no nos tuvimos nunca por seguros hasta que nos
conjuramos contra él con casi todos los príncipes cristianos; y con todo eso, ¿qué comparación hay
de un peligro a otro? Porque aquel Rey, privado de casi todas las virtudes reales, era príncipe casi
ridículo, y por estar el reino de Nápoles tan apartado de Francia, tenía tan divididas sus fuerzas, que
más enflaquecía su poder que lo acrecentaba. Aquella conquista le enemistaba mucho con el Papa y
con el rey de España, por miedo de los Estados que poseían contiguos con aquel reino, de los cuales
se sabe ahora que el uno tiene diferentes fines, y que los otros, cansados de las cosas de Italia, no se
introducirán en ellas sino por muy grande necesidad. Pero a este nuevo Rey se debe por su
autoridad propia temer mucho más que despreciar, y el Estado de Milán está tan junto con el reino
de Francia que, por la comodidad de socorrerle, no se podrá esperar echarle de él sino juntando todo
el mundo, por lo cual, estando nosotros tan vecinos a tan grande poder, estaremos en tiempo de paz
con grandísimos gastos y recelos; y en el de guerra, tan expuestos a sus ofensas que será muy
dificultoso defendernos.
»Ciertamente no he oído sin admiración que, quien ha hablado antes de mí, no tema por una
parte a un rey de Francia, Señor del ducado de Milán, y por otra se muestre con tanto miedo de Luis
Sforza, príncipe tan inferior de fuerzas a nosotros, y que, con el miedo y avaricia, ha puesto siempre
en gran peligro sus empresas. Espantábanle las ayudas que tendría de otros, como si fuera fácil de
hacer en tan gran diversidad de ánimos y de voluntades, y en tanta variedad de condiciones tal
unión, o como si no se debiese temer mucho más un poder grande unido y junto, que el de muchos;
el cual, como tiene los movimientos diferentes, así tiene diversas y discordes las obras. Confiaba
que en aquellos que, por varias razones, deseaban nuestro abatimiento, se hallaría aquella prudencia
para vencer los enojos y la codicia que nosotros no hallamos en nosotros mismos para refrenar estos
ambiciosos pensamientos.
»Ni yo sé por qué nos debamos prometer que pueda más en el Rey de romanos y en aquella
nación la emulación y el enojo antiguo y moderno contra el rey de Francia, si conquistase a Milán,
que el odio envejecido que tienen contra nosotros porque poseemos tantas villas que pertenecen a la
casa de Austria y al Imperio; no sé por qué se juntará de mejor gana con nosotros el Rey de romanos
contra el de Francia que con el contra nosotros; antes es más verosímil la unión de los bárbaros,
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enemigos eternos del nombre de Italia, y para una presa más fácil; porque unido con él, podrá
esperar más la victoria de nosotros, que, unido con nosotros, esperarla de él; demás de que sus
acciones en la liga pasada, y cuando vino a Italia, fueron tales, que no sé por qué razón se había de
desear tanto tenerle unido consigo.
»Nadie niega que nos ha injuriado Luis gravemente, pero no es prudencia, por tomar
venganza, poner en tan grave peligro las cosas propias, ni es cosa vergonzosa aguardar, para
vengarse, los accidentes y ocasiones que puede esperar una República; antes es de gran vituperio
dejarse llevar del enojo anticipadamente, y en las cosas de los Estados es suma infamia, cuando la
imprudencia está acompañada del daño. No se dirá que estas razones nos mueven a una empresa tan
temeraria, pero juzgarán todos que nos lleva la codicia de ganar a Cremona, por lo cual echará de
menos cualquiera la sabiduría y gravedad antigua de este Senado; cualquiera se maravillará de que
incurramos en la misma temeridad en que nos maravillamos tanto nosotros que hubiese incurrido
Luis Sforza de haber traído al rey de Francia a Italia. La ganancia es grande y a propósito para
muchas cosas, pero considérese si será mayor pérdida el tener un rey de Francia Señor del Estado de
Milán. Adviertase cuándo será mayor nuestra reputación y poder, si cuando somos los príncipes de
Italia, o cuando esté en ella un príncipe tanto mayor y tan vecino nuestro.
»Con Luis Sforza hemos tenido otras veces guerra y paz, y lo mismo puede suceder cada día
entre nosotros y él; y la dificultad de Pisa no es tal que no se pueda hallar algún remedio, ni merece
que por esto nos pongamos en tan gran precipicio. Pero teniendo a los franceses por vecinos,
tendremos siempre discordia con ellos, porque reinarán las mismas ocasiones, la diversidad de los
hombres entre los bárbaros, y los italianos; la soberbia de los franceses; el odio con que los
Príncipes persiguen siempre a las Repúblicas, y la ambición que tienen los más poderosos de
oprimir continuamente a los que pueden menos, por lo cual no sólo no me convida la ganancia de
Cremona, antes me espanta; porque tendrá tanto mayor ocasión y deseo de ofendernos, y le
incitarán tanto más los milaneses, que no podrán sufrir la enajenación de Cremona de aquel ducado.
»La misma ocasión irritará a la nación tudesca y al Rey de romanos, porque asimismo
Cremona y la Ghiaradada es miembro de la jurisdicción del Imperio.
»Por lo menos se murmurará nuestra ambición, y buscaremos con ganancias nuevas hacernos
cada día nuevos enemigos y sospechosos a todos; por lo cual será necesario finalmente, o que
nosotros quedemos superiores a todos, o que de todos seamos abatidos; cuál de estas cosas está más
vecina de suceder, es fácil de considerar por quien no se holgare de engañarse a sí mismo. La
sabiduría y madurez de este Senado ha sido conocida y publicada por toda Italia y por todo el
mundo; no queráis mancharla con tan temeraria y peligrosa determinación. Dejarse llevar de los
enojos contra nuestro propio provecho es ligereza, y estimar más los peligros pequeños que los más
grandes, es imprudencia. Siendo estas dos cosas tan ajenas de la sabiduría y gravedad de este
Senado, no puedo dejar de persuadirme que la conclusión que se hiciere será templada y bien
atendida, según vuestra costumbre.»
No pudo tanto este parecer, sustentado con tan poderosas razones, y con la autoridad de
muchos que eran de los más principales y más sabios del Senado, que no pudiese mucho más el
contrario, provocado por el odio y el deseo de mando, vehementes autores de cualquier peligrosa
determinación. Porque era grandísimo el odio concebido en los ánimos de todos contra Luis Sforza,
y no menor el deseo de añadir al Imperio veneciano la ciudad de Cremona con su distrito y con toda
la Ghiaradada que, con ella, era de mucha estimación, porque cada año se sacaban de renta a lo
menos cien mil ducados; y mucho más por la oportunidad, siendo así que, abrazando con este
aumento casi todo el río del Oglio, extendían sus confines hasta el Po, los ampliaban por largo
espacio sobre el río Adda, y acercándose a quince millas de la ciudad de Milán, y algo más a las de
Parma y Plasencia, les parecía que casi se les abría camino para ocupar todo el ducado de Milán
cualquiera vez que el rey de Francia tuviese nuevos pensamientos o poderosas dificultades de la
otra parte de los montes. Daba esperanza de que esto podría suceder, antes que pasase mucho
tiempo, la naturaleza de los franceses, más dispuestos para conquistar, que para mantener; el ser
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casi perpetua su República; los frecuentes cambios en el reino de Francia, por las muertes de los
reyes y mudanzas de pensamientos y de gobierno; y la dificultad de conservarse el amor de los
vasallos por la diversidad de la sangre y de las costumbres francesas con las italianas.
Confirmado este parecer con el voto de los más, sometieron a los embajadores que tenían
cerca del rey que concluyeran, con las condiciones ofrecidas, esta confederación, siempre que no se
tratase en ella de las cosas de Pisa. Turbó esta excepción mucho el ánimo del Rey, porque esperaba,
por el medio del depósito de Pisa, juntar para su empresa los venecianos y florentinos, y sabiendo
que estaban ya inclinados los venecianos a apartarse, por acuerdo, de la defensa de Pisa, le parecía
conveniente que antes lo debiesen hacer, de manera que se acrecentase facilidad a la victoria en el
Estado de Milán, que había de redundar en beneficio común, y no por mejorar algo las condiciones
en la paz, ser ocasión de que quedasen los florentinos unidos con Luis Sforza. Sabiendo que por
medio de éste se tenía la plática de Ferrara, dudaba mucho que, si se concluía por su industria, ni los
venecianos ni los florentinos se uniesen al fin con él, por lo cual, pareciéndole poco prudente la
determinación por donde quedase en duda de ambas repúblicas, y enojado de la desconfianza que se
mostraba de él, se inclinó antes a hacer la paz con el Rey de romanos, que continuamente se trataba,
con condición que le quedase libertad al uno para hacer la guerra contra Luis Sforza, y al otro
contra los venecianos. Hizo, pues, responder por los diputados que trataban en su nombre con los
embajadores venecianos, que no quería concertarse con ellos si juntamente no se daba perfección al
convenido depósito de Pisa; y a los de los florentinos les dijo él mismo que estuviesen seguros de
que nunca se concordaría con los venecianos en otra forma.
No le dejaron estar firme en este propósito el duque Valentino, los otros agentes del Papa, el
cardenal de San Pedro in Víncula, Juan Jacobo Tribulcio, y todos los italianos que, por sus propios
intereses, le incitaban a la guerra, los cuales le persuadían con muchas y eficaces razones, diciendo
que, por el poder de los venecianos y la comodidad que tenían para ofender el ducado de Milán, no
podía tomar más dañosa resolución que privarse de sus ayudas, por miedo de no perder las de los
florentinos, quienes, por sus trabajos, y por estar distantes de aquel Estado, podían serle de poco
provecho; y que fácilmente causaría esto que Luis Sforza, apartándose del favor de los florentinos
por reconciliarse con los venecianos (lo cual había sido entre ellos causa de todas las discordias) se
volviese a juntar con ellos. Se conocían fácilmente las dificultades que podrían nacer estando juntos
los venecianos y Luis, cuando no fuera por otra cosa, por la experiencia de los años pasados, porque
si bien en la liga hecha contra Carlos había concurrido el nombre de tantos reyes, con todo eso,
solas las fuerzas de los venecianos y de Luis les habían quitado a Novara y defendido siempre
contra él el ducado de Milán. Acordábanse que era consejo engañoso y peligroso hacer fundamento
sobre la unión con Maximiliano, en quien se habían visto hasta aquel día mayores los designios que
el poder, o la prudencia de darles color; y aunque por ventura viniese a tener sucesos más prósperos
que en tiempo pasado, se debía considerar cuán poco a propósito era el aumento de un enemigo
perpetuo y tan cruel para la corona de Francia.
Conmovieron al Rey de tal manera con estas razones que, mudando de parecer, vino en que,
sin hablar más de las cosas de Pisa, se concluyese la confederación con los venecianos; en la cual se
concertó que al mismo tiempo que acometiese con poderoso ejército al ducado de Milán, ellos
hiciesen lo mismo por la otra parte contraria de sus confines, y que, ganándose por todas partes lo
restante del ducado, fuese para los venecianos Cremona con toda la Ghiaradada, excepto la ribera
del Adda en cuarenta brazas; que, habiendo ganado el Rey el ducado de Milán, estuviesen los
venecianos obligados a defenderle por cierto tiempo y con determinado número de caballería e
infantería, y por otra parte, el Rey fuese obligado a lo mismo por Cremona y por lo que poseían en
Lombardía hasta las lagunas de Venecia. Este concierto se trató con tanto secreto, que no supo Luis
Sforza durante algunos meses, si entre ellos se había hecho sólo confederación para su defensa,
como desde el principio se había publicado solamente en la corte de Francia y en Venecia, o si había
capítulos tocantes a su ofensa, ni el Papa, que estaba tan unido con el Rey, pudo tener certeza de
ello, sino tarde.
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Hecha la liga con los venecianos, el Rey, sin hacer mención de Pisa, propuso a los florentinos
muy diferentes condiciones que las primeras. Por esta causa y por las molestias que recibían de los
venecianos, estaban tanto más obligados a arrimarse al duque de Milán, con cuya ayuda iban sus
cosas continuamente con prosperidad en el Casentino, donde los enemigos, ofendidos muy a
menudo por los soldados y por los del país, peleando con las dificultades de las vituallas,
particularmente para sustentar los caballos, se habían recogido a Bibbiena y a otros lugares
pequeños, no dejando por esto de hacer diligencia para tener los pasos del Apenino, y por ellos
abierto el camino del socorro y facultad de poder desamparar el Casentino con menor daño, cuando
se viesen obligados a hacerlo; por lo cual se había detenido Carlos Orsino con la gente de armas y
cien infantes, para guardar el paso de Montalone, y más abajo guardaba el Albiano el de la Vernia.
Por otra parte, procediendo maduramente Paulo Vitelli, según acostumbraba, después que hubo
reducido a su poder algunos lugares, hacía esfuerzo por obligarles a que desamparasen el paso de
Montalone, con intento de poner después en necesidad de hacer lo mismo a los que guardaban el de
la Vernia, para que, recogida la parte veneciana sólo a Bibbiena, cercada por todas partes de los
enemigos y de los montes, fuese vencida con facilidad, o se consumiese por sí misma; mayormente
estando muy disminuida, porque, demás de los que habían sido desvalijados, ya en una parte, ya en
otra, se habían ido, por la incomodidad de las vituallas y dificultad de seguros alojamientos, en
algunas veces más de mil y quinientos caballos y muchos infantes, la mayor parte de los cuales
habían recibido gravísimo daño al ser acometidos por los villanos cuando pasaban los montes.
Obligaron al fin estas dificultades a Carlos Orsino a desamparar con los suyos el paso de
Montalone, no sin peligro de ser robados, porque sabiendo que no se podía detener más allí, les
acometieron en el camino muchos de los soldados de los florentinos y de la gente del país, que
estaba sobre aviso esperando esta ocasión, pero habiendo tomado ya ellos la ventaja de los pasos,
aunque perdieron parte del bagaje, se defendieron haciendo gran daño en los que los seguían
desordenadamente. Siguieron el ejemplo de Carlos Orsino, por las mismas necesidades, los que
estaban en la Vernia y en Chiusi que, desamparando aquellos pasos, se retiraron a Bibbiena, donde
se detuvieron el duque de Urbino, el Albiano, Astorre Baglione, Pedro Marcello, proveedor
veneciano, y Julián de Médicis, reservando para guarda de aquel lugar (que sólo poseían en el
Casentino) sesenta caballos y setecientos infantes. No les sustentaba otra cosa que la esperanza del
socorro que disponían los venecianos, juzgando que, en cuanto a la conservación de la honra, y
mucho más para que se mejorasen las condiciones del acuerdo, importaba mucho no desamparar
totalmente la empresa del Casentino, para lo cual recogía el conde de Pitigliano en Rávena con gran
presteza la gente señalada para socorrerla, solicitándolo las muchas quejas del duque de Urbino y de
los otros que, significando que les comenzaban a faltar las vituallas, pretextaban que se habían
reducido a tal falta de mantenimientos que sería necesario, para salvarse, concertarse presto con los
enemigos; y por el contrario, habían deseado el duque de Milán y los capitanes que estaban en el
Casentino prevenirse contra el socorro con la expugnación de Bibbiena, para lo cual pedían que se
añadiesen cuatro mil infan.tes a los que estaban en el ejército.
Oponíanse a su deseo muchas dificultades, porque en país frío y fragoso, y siendo los tiempos
que corrían asperísimos, impedían mucho las acciones militares, y los florentinos no acudían a esta
provisión con mucha presteza, parte por estar muy cansados de los graves gastos hechos y que
continuamente hacían, y parte porque en la ciudad, por otras ocasiones poco conformes, se había
descubierto una nueva disensión, favoreciendo algunos de los ciudadanos a Paulo Vitelli y otros
inclinados a ensalzar al conde Rinuccio, antiguo y fiel capitán de aquella república, y que tenía en
Florencia parientes y autoridad; el cual, desconfiado por la adversidad que tuvo en San Regolo, de
la esperanza de alcanzar el primer lugar, llevaba de mala gana verle transferido en Paulo, y
hallándose con su compañía en el Casentino, no estaba pronto en las empresas por donde pudiese
acrecentarse la reputación de quien había deseado abatir. Hacíanse mayores estas dificultades por la
naturaleza de Paulo, ventajoso en las pagas, y dificultoso con los comisarios florentinos; y que
muchas veces en la determinación y despacho de las materias se tomaba más autoridad que parecía
175

conveniente. También entonces había concedido al duque de Urbino (que estaba enfermo) licencia
para irse del Casentino, seguramente sin sabiduría de los comisarios. Debajo de la confianza de esta
licencia se había partido demás de él Julián de Médicis, con gran disgusto de los florentinos que se
persuadían de que, si se hubiera dificultado al duque su partida, el deseo de ir a recobrar la salud en
su Estado le hubiera obligado a hacer acuerdo de quitar la gente de Bibbiena; y asimismo se dolían
de que a Julián de Médicis (rebelde primero, y que después había venido con armas contra su patria)
se le hubiese dado, sin su noticia, tal licencia.
Quitaban estas cosas en Florencia crédito a los consejos y a las demandas de Paulo, y mucho
más por no proceder la guerra con mucha reputación suya entre el pueblo, porque cualquier facción
importante la hacían más los del país, que los soldados, y porque, por la gran opinión que tenían de
su valor, se habían prometido más breve la victoria contra sus enemigos, atribuyendo, como es
natural en los pueblos, a falta de voluntad lo que se debía atribuir más bien a no poder hacerlo por la
aspereza de los tiempos y por la falta de las provisiones; por lo cual, mandándose añadir los cuatro
mil infantes, tuvo tiempo el Conde de Pitigliano para venir al castillo de Elci, que es del duque de
Urbino, cerca de los confines de los florentinos, donde primeramente estaban Carlos Ursino y Pedro
de Médicis, y donde se juntaba todo el grueso del ejército para pasar el Apenino; el cual se
ordenaba, como más cómodo por la aspereza y penuria del país, más copioso de infantería que de
hombres de armas, y éstos antes con armas ligeras que reforzadas. Este fue el último esfuerzo que
hicieron los venecianos para las cosas del Cagentino, y para interrumpirlo, Paulo Vitelli, dejando
sitiada con poca gente a Bibbiena y la guarda necesaria en los puestos a propósito, fue con el resto
de la gente a la Pieve, en San Esteban, villa de los florentinos, situada al pie de los Alpes, para
oponerse a los enemigos cuando bajasen de ellos; mas el conde de Pitigliano, teniendo delante de sí
los Alpes cargados de nieve, a sus faldas una oposición poderosa y la estrechura de los pasos, de
suyo difíciles de pasar en tiempos serenos (cuando no hubiese otro impedimento), nunca se atrevió
a intentar el pasaje, aunque le provocaba el Senado veneciano con grandes quejas; el cual (según
decía) era más vehemente en murmurar de él que en proveerle; y aunque le fueron propuestos
designios de alguna diversión, y ya se había dado en Valdibagno alguna molestia a los lugares de los
florentinos, no hizo por ello movimiento alguno.
Pero cuando más tibias parecían las obras de la guerra, tanto más se encendían las pláticas del
concierto deseado, por diferentes respetos de ambas partes, y no menos deseado y solicitado por el
duque de Milán, el cual, temeroso de la liga hecha entre el rey de Francia y los venecianos, esperaba
que, sucediendo este acuerdo, desearían menos los venecianos el paso de los franceses, y
persuadiéndose, demás de esto, que, satisfechos en este caso de su voluntad y de sus obras, hubiesen
de mitigar a lo menos alguna parte de la indignación concebida contra él. Por este intento,
interponiendo entre ellos a Hércules de Este, su suegro, obligaba a los florentinos a que viniesen en
algo de lo que deseaban los venecianos, no tanto con su autoridad (porque a los florentinos, que
estaban recatados de su designio, comenzaba ya a ser sospechosa su interposición) cuanto con dar a
entender que, si no se hacía la paz, estaría obligado, por el miedo que tenía al rey de Francia, a
quitar de su ayuda parte de su gente, cuando no fuese toda. Tratóse muchos meses esta materia en
Ferrara, y por intervenir varias dificultades, pidieron los venecianos a Hércules que, facilitar el
despacho, fuese personalmente a Venecia. Dificultaba Hércules la jornada, pero más lo hacían los
florentinos, porque sabían que deseaban los venecianos que se hiciese compromiso en él, de que
ellos estaban muy ajenos; mas fue tan grande la instancia de Luis Sforza, que finalmente se dispuso
Hércules a ir y los florentinos a enviar junto con él a Juan Bautista Ridolfi y a Paulo Antonio
Soderini, dos de los principales y más prudentes ciudadanos de su República. La primera disputa
fue en Venecia sobre si Hércules tenía autoridad de árbitro para acabar la controversia o como
amigo común, interponiéndose entre las partes, para procurar componerlas, como hasta entonces se
había procedido en Ferrara, y reducidos a facilidad los principales y más importantes artículos,
deseaban esto último los florentinos, conociendo que Hércules, en lo que había de depender de su
arbitrio, tendría más cuenta con la grandeza de los venecianos que con la suya, y que reduciéndose a
176

pronunciar el decreto en Venecia, se vería más necesitado a guardarles mayor respeto; y lo que no
hiciese por sí mismo, le induciría a hacerlo el duque de Milán, pues que deseaba tanto que
conociesen los venecianos que les eran provechosas sus obras en este negocio. Y si bien casi se
habían resuelto en Ferrara muchas dificultades, todavía quedaba no pequeño el poder al árbitro en la
última perfección y en muchos particulares, demás de que, comprometiéndose él, estaba en su mano
apartarse de lo que primero se había tratado. Por otra parte, habían determinado los venecianos, si
no se hacía el compromiso, no pasar más adelante, no tanto por prometerse más del árbitro de lo que
se prometían los florentinos, cuanto porque esta materia tenía entre ellos mismos muchas
dificultades, siendo así que todos deseaban la paz por estar cansados de los grandes gastos, con poca
esperanza de fruto. Pero los más mozos y más soberbios del Senado no la querían si no se les
conservaba a los pisanos enteramente la libertad, o por lo menos no les quedaba la parte que poseían
de la comarca cuando los recibieron en su amparo. Alegaban muchas razones para esta opinión, y
principalmente que, habiéndose prometido entonces con público derecho a los pisanos que les
conservarían su libertad, no se podía faltar a ella sin manchar sumamente el esplendor de la
República; algunos otros, mostrándose menos difíciles en las otras cosas, estaban inmoderados en la
cantidad de los gastos y pedían que, desamparando a Pisa, se los pagasen los florentinos.
Era en contrario de esto el parecer de casi todos los senadores más sabios y de mayor
autoridad, que, cansados de tantos gastos y desesperados de la defensa de Bibbiena y sin poder
sustentar más, sin grandísimo trabajo, las cosas Pisa, por las dificultades que habían hallado en
enviar socorro y en hacer diversiones, habiendo sido mayor la resistencia de los florentinos de la
que al principio creyeron, consideraban que, si bien se juzgaba por fácil la empresa contra el duque
de Milán, con todo eso, no habiendo hecho la paz el rey de Francia con el Rey de romanos, y sujeto
a varios embarazos que le podrían sobrevenir de la otra parte de los montes, podría, por muchos
casos, detenerse en mover la guerra, y cuando todavía lo hiciese, podrían nacer cada día en las cosas
de la guerra muchas y no pensadas dificultades y peligros. Mas sobre todo, espantados de los
grandes aparatos que por tierra y mar se decía que hacía el otomano Bayaceto para acometerles en
Grecia, opinaban que era necesario (ya que no se podía más) convenir antes en que lo honesto
cediese en alguna parte a la utilidad, que por mantener pertinazmente la palabra dada, perseverar en
tantos trabajos.
Y porque estaban ciertos que sus consejos se atenderían con grande dificultad, para las
conclusiones en que desde desde el principio conocían que era necesario convenir, habían
introducido prudentemente (cuando se comenzó a tratar en Ferrara) que el Senado diera amplísima
autoridad para el ajustamiento de las cosas de Pisa, y el acuerdo con los florentinos al consejo de los
Diez, en el cual, siendo tanto menor de número, intervienen todos los hombres más graves y de
mayor autoridad, que eran la mayor parte de los mismos que deseaban esta paz. Llevada ahora la
plática a Venecia, no teniendo esperanza de disponer al Senado, a que conviniese en los artículos
tratados en Ferrara, y conociendo que, de conformarse con ellos el Consejo de los Diez, se haría
gran cargo a los que interviniesen en él, instaban en que se hiciese el compromiso, esperando que,
del juicio que resultase, se resentiría la gente más contra el arbitrio que contra ellos, y que con
mayor facilidad se ratificaría lo que ya se hubiese sentenciado, que se consentiría tratándolo con la
parte por medio de concordia.
Después de disputar algunos días, amenazando el duque de Milán a los florentinos (que
rehusaban compro meterse) con sacar de Toscana toda su gente, se hizo el compromiso por ocho
días, libre y absoluto en Hércules, duque de Ferrara, el cual, después de muchos discursos,
pronunció a 6 de Abril que, dentro de ocho días próximos, cesasen las ofensas entre los venecianos
y los florentinos; que el día de la cercana festividad de San Marcos se fuese toda la gente y ayudas
de ambas partes y volviesen a sus Estados propios; que los venecianos el mismo día sacasen de Pisa
y de su distrito toda la gente que tenían allí, y desamparasen a Bibbiena y a todos los otros lugares
que ocupaban de los florentinos; que perdonasen a la gente de Bibbiena los yerros que habían
cometido; y para recompensa de los gastos hechos, los cuales afirmaban los venecianos que subían
177

de ochocientos mil ducados, se obligasen los florentinos a pagarles durante doce años, quince mil
ducados en cada uno; que a los pisanos se les concediese perdón de todos los delitos hechos y
facultad de ejercitar por mar y por tierra toda suerte de oficio y de mercancía; que tuviesen en
guarda las fortalezas de Pisa y de los lugares que poseían el día de la sentencia dada, pero con
condición que se eligiesen las guardas de los pisanos o de otras personas no sospechosas a los
florentinos, y fuesen pagados de las rentas que sacasen de Pisa los florentinos, no acrecentando el
número de la gente, ni el gasto que se acostumbraba tener antes de la rebelión; que se demoliesen, si
les pareciese así a los pisanos, todas las fortalezas de la comarca de Pisa que habían recuperado los
florentinos mientras los venecianos tenían su protección; que se juzgasen en Pisa las primeras
instancias de los pleitos civiles por un Podestá forastero, elegido por los pisanos de lugar que no
fuese sospechoso a los florentinos, y el capitán elegido por los florentinos no conociese sino de las
causas de apelación, ni pudiese proceder en ningún caso criminal donde se tratase de sangre, de
destierro o de confiscación, sin conocimiento de un asesor elegido por Hércules o por sus sucesores,
entre cinco doctores en leyes que de su dominio le fuesen propuestos por los pisanos; que
restituyesen a sus dueños los bienes muebles y raíces ocupados por ambas partes, entendiéndose
que habían de quedar absueltos de los frutos que habían gozado. Dejáronse en todas las demás cosas
en su fuerza los derechos de los florentinos en Pisa y en su territorio, prohibiendo a los pisanos que,
en lo tocante a las fortalezas y en cualquiera otra cosa, maquinasen nada contra la república de
Florencia.

Capítulo IV
Quejas de los pisanos por las condiciones del convenio.―Los venecianos retiran sus tropas
de Toscana.―Ratifican el convenio los florentinos. —Los pisanos expulsan la guarnición
veneciana de la fortaleza.―Continúan los florentinos la guerra contra Pisa.―Gestiones de Luis
Sforza.―Procura coligarse con los florentinos.―Le abandonan todos los potentados de Italia.―El
ejército francés en Italia.―Toman los franceses a Arezzo.—Discurso de Luis Sforza al pueblo
milanés.―Apodéranse los franceses de Alejandría.—Luis Sforza hace salir a sus hijos del ducado
de Milán.―Encarga la defensa del castillo de Milán a Bernardino de Corte, y huye a
Alemania.―Cremona se rinde a los venecianos.―Bernardino de Corte entrega el castillo de Milán
por dinero.―Aborrecido y despreciado por todos, muere de dolor.―Pablo Vitelli toma a
Cascina.―Asalta a Pisa.―Se apodera de la fortaleza de Stampace, pero no continúa el ataque de
la plaza.―Acusado de traición es preso y degollado en Florencia.―Preséntanse a Luis XII en
Milán embajadores de toda Italia.

Publicado el decreto en Venecia, se levantaron por toda la ciudad y en la nobleza muchas


quejas contra Hércules y contra los principales que habían intervenido en esta plática, murmurando
el mayor número que se rompiese a los pisanos la palabra prometida, con tan gran infamia de la
República, y quejándose de que no se hubiese tenido la consideración conveniente de los gastos
hechos en la guerra. Acrecentaban mucho estas quejas los embajadores de Pisa que, antes de la
publicación del decreto, habían sido detenidos artificiosamente por los venecianos, con esperanza
de que sin duda quedarían con entera libertad, y que no sólo se les adjudicaría lo restante de la
comarca, sino quizá el puerto de Liorna; y se resentían tanto más cuanto los efectos salían más
contrarios a lo que se habían persuadido, lamentándose de que las promesas que tantas veces les
había hecho aquel Senado de la conservación, debajo de cuya palabra habían despreciado la amistad
de todos los otros potentados y rehusado muchas veces mucho mejores condiciones que les ofrecían
los florentinos, se violase tan indignamente, sin haber dispuesto nada para su seguridad sino con
apariencias vanas; porque ¿cómo podrían estar seguros de que los florentinos, poniendo en Pisa los
178

magistrados y volviendo allí sus mercaderes y súbditos con la restitución del comercio, y por otra
parte, partiéndose para ir a sus casas y labranzas los labradores que habían sido gran parte de la
defensa de aquella ciudad, no se alzasen, por algún engaño, con el dominio absoluto? Lo cual
podrían hacer con gran facilidad, mayormente quedando en su poder la guarda de las puertas, pues
no era seguridad tener las fortalezas en su mano, si los que las guardaban habían de ser pagados por
los florentinos; sin que les fuese lícito, en tan gran sospecha, tener allí mayor guarda de la que solía
haber en los tiempos pacíficos y seguros. Añadían que asimismo era vano el perdón de lo que
habían cometido, pues se concedía a los florentinos licencia para destruirlos por el camino de los
derechos y de los juicios, porque las mercancías y los otros bienes muebles, quitados en el tiempo
de la rebelión, eran de tanto valor, que no sólo ocuparían sus haciendas, pero ni estarían seguras las
personas de ser presas.
Para apagar estas quejas hicieron los principales del Senado que el día siguiente, aunque había
expirado el término del compromiso, añadiese Hércules (el cual estaba temeroso, habiendo
entendido la indignación de toda la ciudad) una declaración al decreto dado, sin que lo supiesen los
embajadores de los florentinos, diciendo que debajo del nombre de las fortalezas se entendiesen las
puertas de la ciudad de Pisa y de los otros lugares que tenían las fortalezas, para cuya guarda y para
los salarios del Podestá y del asesor fuese señalada a los pisanos una parte de las rentas de Pisa: que
los lugares no sospechosos, de que se hacía mención en el decreto, fuesen el Estado de la Iglesia, el
de Mantua, el de Ferrara y el de Bolonia; pero que fuesen excluidos los que llevasen sueldos de los
otros, y que se pusiera perpetuo silencio en la restitución de los bienes muebles; que estuviese en
poder de los pisanos nombrar el asesor de cualquier lugar que no fuese sospechoso; que no
procediese el capitán en ninguna causa criminal por pequeña que fuese sin el asesor; que tratasen
bien los florentinos a los pisanos según lo que se usaba en las otras ciudades nobles de Italia, y que
no se les pudiesen poner nuevas cargas.
No fue procurada esta declaración porque deseasen los venecianos que se guardase, sino por
entibiar el ardor de los embajadores de Pisa y para justificar en el Senado que, si no se había
alcanzado la libertad de los pisanos, a lo menos se había proveído tanto para su bien y seguridad,
que no se podría decir que los habían desamparado o entregado a sus enemigos. Finalmente,
prevaleciendo en este consejo (después de muchas disputas) la consideración de las calidades de los
tiempos y de las dificultades de sustentar los pisanos, y sobre todo el miedo a las armas del Turco,
se determinó que no se ratificase el decreto con expreso consentimiento, sino que se pusiese en
ejecución con los hechos (por ser lo más eficaz en todas las cosas) quitando dentro de ocho días las
ofensas, y sacando la gente de Toscana al tiempo determinado; con intención de no entrometerse
más en ello, antes comenzaban a desear muchos del Senado veneciano que la recuperasen los
florentinos, primero que entrasen en poder del duque de Milán.
Ni en Florencia se mostró menor movimiento de ánimos al saber el decreto que se había dado,
pesándoles de haber de satisfacer parte de los gastos a quien les había molestado injustamente, y
mucho más pareciéndoles que no conseguirían otra cosa sino el nombre desnudo del dominio, pues
habían de estar guardadas las fortalezas por los pisanos, y que la administración de la justicia
criminal (uno de los miembros principales de la conservación de los Estados) no había de ser libre
para sus magistrados. Pero induciéndoles a que lo ratificasen las mismas protestas del duque de
Milán que los había inducido a comprometerse, y esperando que en breve tiempo, con la industria y
con usar cortesía con los pisanos, reducirían las cosas a mejor forma, ratificaron el decreto
expresamente, mas no las adiciones, que aún no habían llegado a su noticia.
Mayor fue la indignación y la duda de los pisanos, los cuales, irritados y sospechosos de
mayor engaño, por parte de los venecianos, luego que hubieron entendido lo que contenía el
decreto, quitaron su gente de la guarda de las fortalezas de Pisa y de las puertas, y no quisieron que
se alojasen más en la ciudad. Tuvieron muchos días gran duda sobre si aceptarían o no las
condiciones del decreto, obligándoles por una parte el miedo, pues se veían desamparados de todos,
y por otra, teniéndolos firmes el odio de los florentinos, y mucho más al verse desesperados de
179

poder hallar perdón, por ser muy grandes las ofensas acometidas, y por haber sido causa de infinitos
gastos y daños suyos, y de haberles puesto muchas veces en peligro de la propia libertad; en cuya
duda, aunque les aconsejaba el duque de Milán que cediesen, ofreciendo que sería medianero con
los florentinos para que aventajasen las condiciones del decreto; con todo eso, para tentar si
permanecía todavía en él aquella antigua ambición acostumbrada, y dispuestos en tal caso a
entregársele libremente, le enviaron embajadores. Al fin después de largos pensamientos y disputas
determinaron intentar primero cualquier extremo, que volver debajo del dominio de los florentinos,
a lo cual fueron aconsejados secretamente por los genoveses y los luqueses, y por Pandolfo
Petrucci.
No estuvieron sin sospecha los florentinos de que el duque de Milán (aunque no era cierto) les
había inducido a lo mismo: tan poca sinceridad u obras fieles se esperan de quien ha cobrado fama
entre los hombres de estar acostumbrado a gobernarse con artificios y dobleces.
Excluidos los florentinos de la esperanza de alcanzar a Pisa por acuerdo, pareció ocasión a
propósito para expugnar aquella ciudad, para lo cual, haciendo volver a la comarca de Pisa a Paulo
Vitelli, solicitaban con gran diligencia las provisiones que él les había pedido.
Mientras se solicitaron crecían continuamente los peligros de Luis Sforza, porque ni su
intercesión en el acuerdo había aplacado en parte alguna los ánimos de los venecianos, que estaban
constantes en su destrucción por el odio y por la esperanza de la ganancia, ni Maximiliano estaba
tan prevenido para la guerra contra el rey de Francia, como solícito para pedir al duque dinero. Así,
contra lo que le había prometido muchas veces, prorrogó la tregua por todo el mes de Agosto
siguiente, quitándole a un tiempo mismo la esperanza de que le había de ayudar más el socorro, de
lo que le hubiera ayudado la guerra entre el rey de Francia y el Emperador.
Juntándose Maximiliano con la liga de Suavia, rompió la guerra contra los suizos,
declarándolos por rebeldes del Imperio, por varias diferencias que había entre ellos; y
continuándose por ambas partes con gran furia, hubo varios sucesos y muchas muertes de la una y
otra parte, de manera que Luis Sforza estaba cierto de que no podía alcanzar ayuda en caso de
necesidad, si no se acababa esta guerra primero, o con la victoria, o con algún concierto. Mas
prometiéndole Maximiliano que no se concertaría nunca ni con el rey de Francia, ni con los suizos
sin incluirle a él en el concierto, estaba obligado, porque no se le apartase de esta promesa, a darle
muy a menudo nuevos dineros.
Conociendo el rey de Francia esta ocasión y cuánto importaba tener juntos consigo a los
venecianos y al Papa, despreciando los consejos de muchos que le de. cían que por ser rey nuevo y
tener poco dinero, difiriese para el año siguiente la guerra contra el duque de Milán y esperando
alcanzar la victoria dentro de pocos meses, para la cual no le era necesario gran cantidad de dinero,
se disponía descubiertamente, dando en secreto alguna cantidad a los suizos para tener ocupado a
Maximiliano.
Viendo el duque de Milán por esto que claramente se le acercaba la guerra, procuraba con
gran diligencia y solicitud no quedar solo en tantos peligros, porque desconfiaba totalmente de
hallar medio de concordia y de concertarse con los venecianos y ni hallaba en los reyes de España, a
los cuales había buscado instantemente, ningún pensamiento para su bien. Por tanto, tentando a un
mismo tiempo los ánimos de todos los otros envió a Galeazzo Vizconti a Maximiliano y a los suizos
para que procura se reducirlos a la paz; y sabiendo que al Papa no le parecía bien el intento del
matrimonio de Carlota con César Borgia, su hijo, porque la muchacha, obligada del amor y de la
autoridad de su padre (si bien él mostraba que procuraba lo contrario), rehusaba obstinadamente
quererle por marido, si juntamente no se componían las cosas de Fadrique su padre, quien ofrecía al
rey de Francia tributo anual y grandes condiciones, tuvo esperanza Luis de apartarle de las cosas de
la otra parte de los montes e hizo grande instancia para atraerle a que hiciese confederación con él,
en la cual prometía, que demás del rey Fadrique, entrarían los florentinos, ofreciendo que él y los
otros confederados le darían ayuda contra los Vicarios de la Iglesia y grande cantidad de dinero para
comprar algún Estado honrado para su hijo.
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Aunque fueron estas propuestas oídas al principio con fingimiento por Alejandro, se
descubrieron presto vanas, porque esperando de la compañía del rey de Francia mucho mayores
premios de aquellos que estaba para alcanzar, si Italia no se llenaba de nuevo de ejércitos
ultramontanos, vino en que su hijo, por estar ya excluido del casamiento con Carlota, se casase con
una hija de monseñor de Albret, el cual, por ser de la sangre real, y por la grandeza de sus Estados,
no era inferior a ninguno de los Señores de todo el reino de Francia.
No cesó Luis, certificado cada día más de la mala disposición de los venecianos, de incitar
secretamente contra ellos por personas propias, concurriendo en lo mismo el rey Fadrique, al
príncipe de los Turcos, el cual ya por sí mismo hacía muy poderosos aparatos; persuadiéndose que,
acometidos por éste, no molestarían al Estado de Milán; y siéndole notorias las prevenciones que
hacían los florentinos para expugnar a Pisa, procuró, ofreciéndoles la ayuda que quisiesen,
obligarles a su defensa con trescientos hombres de armas y dos mil infantes, después de ganar a
Pisa. Por otra parte, les pedía el rey de Francia que prometiesen acomodarle con quinientos hombres
de armas por un año, obligándose, en habiendo conquistado el Estado de Milán, a ayudarles para
sus empresas con mil lanzas por un año y prometiendo que no haría ningún acuerdo con Luis, si al
mismo tiempo no les fuese restituida Pisa y los otros lugares y que el Papa y los venecianos
prometerían defenderlos, si fuesen molestados por alguno, antes de la conquista de Milán.
Había en los florentinos gran irresolución por estas demandas encontradas, así por la
dificultad de la materia como por la división de los ánimos; porque no pidiendo Luis sus ayudas
sino en caso que hubiesen recuperado a Pisa, estaba mucho más presente y más cierto su socorro
que el que prometía el rey de Francia, tenido por de poco fruto en cuanto a las cosas de Pisa,
porque, por la ocasión de estar aquella ciudad entonces desamparada de todos, se habían vuelto
todos sus pensamientos a ganarla aquel verano. Demás de esto, movía grandemente los ánimos de
muchos la memoria de que el haberles ayudado en sus peligros Luis, había sido ocasión de que el
Senado veneciano se hubiese confederado con el rey de Francia para ofenderle, y mucho más les
obligaba el miedo de que, por el enojo de haberle negado lo que pedía, les impidiese el ganar a Pisa,
lo cual hubiera podido hacer sin mucha dificultad.
Pero juzgándose en contrario que no podía resistir al rey de Francia y a los venecianos,
parecía peligrosa determinación enemistarse con un Rey cuyas armas se creía que dentro de pocos
meses correrían por toda Italia, y borrábase fácilmente la memoria de los beneficios recibidos de
Luis en la guerra contra los venecianos (por los cuales, decía con verdad, que habían tenido origen
sus peligros), con acordarse de que, por su industria, había procedido primero la rebelión de Pisa, y
que el deseo sólo de señorearla les había sustentado y hecho sustentar de otros por muchos meses, y
perseguido en aquel tiempo a los florentinos con muchas injurias; de manera que habían sido más
grandes las ofensas que los favores; en los cuales aún no había condescendido sino por no poder
sufrir que los venecianos le hubiesen quitado aquello que ya con la esperanza y con la ambición,
tenía por propio en sus conceptos.
Y consideraban que, si se declaraban por Luis, podría el Rey asimismo, por medio del Papa y
de los venecianos, sus confederados, impedir la recuperación de Pisa, por lo cual determinaron a lo
último no moverse ni en favor del rey de Francia, ni en del duque de Milán, y en este medio hacer la
empresa de Pisa, para la cual pensaban que eran bastantes sus propias fuerzas. Con todo eso, por no
dar ocasión a Luis de interrumpirla, usando con él de sus artificios, procuraron entretenerle con
esperanza lo más que pudiesen, por lo cual, después de haber diferido muchos días la respuesta,
enviaron un secretario público a darle a entender que la intención de la República, en cuanto al
efecto, era la misma que la suya, sino que había alguna diferencia en el modo; porque estaban
determinados, en habiendo recuperado a Pisa, a no faltarle en las ayudas que pedía; pero que
conocían por muy dañoso hacer con él expreso concierto, porque, no pudiéndose despachar estas
materias en las ciudades libres sin el consentimiento de muchos, no podían estar secretas, y en
descubriéndose, darían ocasión al rey de Francia para que hiciese que el Papa y los venecianos
socorriesen a los de Pisa, por lo cual la promesa les sería a ellos dañosa y a él inútil, porque no
181

ganándose a Pisa, ni ellos estarían obligados, ni le podrían obligar. Por tanto, que creyese que
bastaba la fe que se daba de palabra con el conocimiento de los ciudadanos principales, de cuya
autoridad dependían todas las determinaciones públicas, y que no rehusaban por otra razón
concertarse con él por escrito. Ofrecían finalmente, para mayor declaración de sus ánimos, que si se
mostrase por algún camino poder satisfacer su deseo, huyendo tan gran daño, estarían dispuestos a
ejecutarle.
Por esta respuesta, aunque aguda y llena de artificio, y porque no aceptaban la oferta de sus
ayudas, conoció Luis que no podía tener esperanza cierta de su gente, advirtiendo que de todas
partes le faltaban las esperanzas, porque el socorro que continuamente le prometía el Rey de
romanos estaba muy incierto, por la variedad de su condición y por el embarazo de la guerra con los
suizos. Si bien Fadrique prometía enviarle cuatrocientos hombres de armas y mil quinientos
infantes, gobernados por Próspero Colonna, dudaba, no tanto de su voluntad (porque la defensa del
ducado de Milán era también en beneficio suyo), cuanto de su poder y tibieza; y Hércules de Este,
su suegro, a quien había pedido ayuda, le había respondido, casi culpándole de la injuria antigua de
que, por su medio, les hubiese quedado a los venecianos el Polesino de Rovigo, que le pesaba estar
impedido para ayudarlo, porque estando los confines de los venecianos tan cerca de las puertas de
Ferrara, debía atender a guardar su propia casa.
Perdidas, pues, todas las esperanzas que no dependían de sí mismo, atendía con cuidado a
fortificar a Anón, a Novara y a Alejandría de la Paglia, villas expuestas a los primeros movimientos
del rey de Francia, con determinación de exponer a su primer ímpetu a Galeazo de San Severino
con la mayor parte de sus fuerzas, y el resto, gobernado por el marqués de Mantua, oponerle a los
venecianos; si bien poco después, o por imprudencia o por avaricia o porque a los designios del
cielo no se puede resistir, desordenó él mismo esta defensa; porque habiéndose comenzado a
persuadir vanamente que los venecianos (a los cuales el otomano Bayaceto había roto la guerra por
tierra y mar con gran aparato), necesitados a defender contra tan grande enemigo lo que les tocaba,
no le habían de molestar, y deseando satisfacer a Galeazzo de San Severino, que estaba impaciente
porque el marqués le precediese en título, comenzó a mover a éste dificultades, rehusando pagarle
una cantidad que le debía de pagas atrasadas, y pidiéndole juramento y cauciones no acostumbradas
para la guarda de la palabra; y aunque viendo después que los venecianos enviaban continuamente
gente al Bresciano para estar prevenidos a mover la guerra al mismo tiempo que los franceses lo
hiciesen, procurase por medio del duque de Ferrara, suegro de ambos, reconciliarse con él, no se
resolvieron tan presto las dificultades que no llegasen antes los peligros, que cada día se veían
mayores, porque a el Piamonte (donde el duque de Saboya se había juntado de nuevo con el Rey),
pasaba continuamente gente que se detenía en la vecindad de Asti, y las esperanzas del duque se
disminuían siempre, porque el rey Fadrique tardaba en enviarle las ayudas que le había prometido, o
por imposibilidad o por negligencia.
Y alguna esperanza que le quedaba de que los florentinos, cuando ganaran a Pisa, le enviarían
en socorro a Paulo Vitelli (de cuyo valor hacía toda Italia gran cuenta), fue interrumpida por la
diligencia del rey de Francia, porque con ásperas palabras y casi amenazas, usadas con sus
embajadores, alcanzó que le prometiese la República secretamente, por una escritura, que no daría
ninguna ayuda al duque sin recibir en recompensa de esto para sí alguna promesa; por lo cual Luis,
dejando en los confines de Venecia debajo del gobierno del conde Gaiazzo poca de asa, envió a
Galeazzo de San Severino de la otra parte del río Po con mil seiscientos hombres de armas y mil
quinientos caballos ligeros, diez mil infantes italianos y quinientos tudescos; pero más con intención
de atender a la defensa de los lugares que a resistir en campaña, porque juzgaba que el entretenerse
era provechoso por muchas razones, y especialmente porque esperaba de día en día la conclusión
del acuerdo que trataba en su nombre Visconti entre Maximiliano y las ligas de suizos; pues luego
que fuese acabado, le había prometido Maximiliano sus ayudas poderosas; pero de otra manera, no
sólo no las podía esperar, si no le era muy difícil levantar gente a su sueldo en aquellas provincias,
porque los movimientos, que eran grandísimos, llevaban la gente del país a aquella guerra.
182

No se hizo por ninguna parte más facción que ligeras correrías hasta que hubo pasado los
montes la gente que estaba señalada para la guerra debajo del gobierno de Luis de Ligni, Everardo
de Obigni y Juan Jacobo Tribulcio, porque si bien venía el Rey a Lyon, echando voz que quería
pasar a Italia cuando fuese menester, entendía gobernarla por medio de sus capitanes.
Juntándose todo el ejército del Rey, en el cual fueron mil seiscientas lanzas, cinco mil suizos,
cuatro mil infantes gascones y otros cuatro mil de otras partes de Francia, los capitanes sitiaron a 13
de Agosto el castillo de Arazzo, situado en la ribera del Tanaro, y aunque había en él quinientos
infantes, lo tomaron en muy poco tiempo, siendo la ocasión de tanta brevedad la furia de la artillería
y no menos la vileza de los defensores. Tomado el castillo de Arazzo, fueron a sitiar a Anón, castillo
puesto sobre el camino real entre Asti y Alejandría, sobre la línea del Tanaro contraria de Arazzo,
fuerte de sitio y que pocos meses antes le había fortificado muy bien el duque de Milán; y si bien el
San Severino, que alojaba en la campaña cerca de Alejandría, al saber la pérdida de Arazzo, había
desea do enviar a aquel-castillo nueva y mejor infantería, porque setecientos infantes que había
metido primero, eran gente bisoña y no práctica de la guerra, no pudo ponerlo en ejecución, porque
los franceses, para impedir que fuese socorro, habían metido gente en la villa de Filizano, con
licencia del marqués de Monferrato, señor de aquel lugar, que está situado entre Alejandría y Anón,
por lo cual, no haciendo los que estaban en Anón mejor prueba de lo que se esperaba, la ganaron los
franceses en dos días, habiendo batido primero el burgo y después el lugar por cuatro partes;
después ganaron la fortaleza y degollaron a todos los infantes que se habían retirado a ella.
Espantado el San Severino por este suceso, más repentino de lo que se había creído, se retiró a
Alejandría con toda la gente, excusándose de su miedo con decir que tenía inútil infantería, y que
los pueblos mostraban ánimo poco firme en el servicio de Luis, por lo cual, cobrando mucho más
ánimo los franceses, se acercaron a cuatro millas de Alejandría, y al mismo tiempo tomaron a
Valenza (donde había muchos soldados y artillería), por industria de Donato Raffagnino, milanés,
castellano de aquella plaza, a quien tenía sobornado con promesa el Tribulcio, y que, metiéndolos
por la fortaleza en la villa, prendieron o mataron todos los soldados, y entre ellos quedó preso
Octaviano, hermano natural de San Severino.
Es cosa digna de notar, que este mismo castellano había, veinte años atrás, faltado a la palabra
a madama Bona y al pequeño duque Juan Galeazzo, entregando a Luis Sforza una puerta de
Tortona, en el mismo día que metió los franceses en Valenza. Discurriendo después ellos por el país,
con gran celeridad se les rindieron sin ninguna dificultad Bisignano, Voghiera, Castilnuovo y Ponte
Corone, y lo mismo hizo pocos días después la ciudad y castillo de Tortona, de donde se retiró a la
otra parte del Po, sin esperar ningún asalto, Antonio María Palavicino, que estaba en su defensa.
Llegó el aviso de estos sucesos a Milán, y viéndose Luis Sforza reducido a tantos aprietos, y
que con tan grande furia se iba despeñando su Estado, perdido (como sucede en las adversidades tan
súbitas) no menos el ánimo, que el Consejo, recurrió a aquellos remedios, a los cuales, cuando
suelen acudir los hombres en las cosas perdidas y reducidas en sí a la última desesperación,
manifiestan más a todos lo grande del peligro, que consiguen algún fruto. Hizo hacer lista en la
ciudad de Milán de todas las personas hábiles para tomar armas, y juntando el pueblo (al cual era
muy odioso su nombre por muchas cargas que le había impuesto) le libró de una parte de los
gravámenes, añadiendo con palabras muy eficaces, que, si parecía que algunas veces habían estado
cargados, no lo atribuyesen a su natural, ni a codicia que jamás hubiese tenido de juntar tesoros,
sino a los tiempos y peligros de Italia: que le habían obligado a hacer esto, primero la grandeza de
los venecianos, y después la pasada del rey Carlos para poder tener en paz y seguridad aquel
Estado, y resistir a quien quisiese acometerle, habiendo juzgado que no podía hacer mayor beneficio
a su patria y a sus lugares que proveerlos para que las guerras no los maltratasen; y que este fuera
consejo de inestimable utilidad, lo habían mostrado claramente los frutos recogidos de él, porque
habían estado tantos años debajo de su gobierno en suma paz y tranquilidad, aumentado
grandemente la magnificencia, las riquezas y el esplendor de aquella ciudad, de que hacían fe
manifiesta los edificios, las pompas y tantos ornamentos, y la multiplicación que había sido casi
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infinita de los oficios y de los moradores; pues en estas cosas no sólo no cedían la ciudad y ducado
de Milán a otra cualquier ciudad y provincia de Italia: que se acordasen que los había gobernado sin
ninguna crueldad, y con cuánta mansedumbre y benignidad había oído siempre a cualquiera, y que
solo entre todos los príncipes de aquel tiempo, sin perdonar fatiga o trabajo de su persona, había por
sí mismo, en los días señalados para las audiencias públicas, administrado a todos justicia sumaria e
imparcial: que se acordasen de los méritos y amor de su padre, que los había gobernado antes como
a hijos que como a vasallos, y se pusiesen delante de los ojos cuán cruel sería el Imperio soberbio e
insolente de los franceses, los cuales, por la cercanía de aquel Estado con el reino de Francia,
harían, si lo ocupasen, como otras veces lo habían hecho de toda Lombardía, silla firme y perpetua
de sus pueblos, echando a sus antiguos habitadores. Por tanto les rogaba que, apartando sus ánimos
de las costumbres bárbaras e inhumanas, se dispusiesen a defender juntamente la patria y el bien
propio, pues no se debía dudar que, si se esforzaban a sustentar por un breve tiempo los peligros,
sería fácil el resistir, por ser los franceses más furiosos en acometer que constantes en perseverar, y
porque esperaba sin dilación poderosas ayudas del Rey de romanos, el cual, habiendo ya compuesto
sus cosas con los suizos, se prevenía para socorrerle en persona, y que estaba en el camino la gente
que los reyes de Nápoles le enviaban con Próspero Colonna, y creía que el marqués de Mantua,
habiendo acabado con él todas las dificultades, había entrado ya en el Cremonés con trescientos
hombres de armas. Añadiendo a esto la prontitud y fe de su pueblo, se tendría por muy seguro de los
enemigos, aunque demás de aquel ejército, se hubiese juntado todo el poder de Francia.
Oídas estas palabras con mayor atención que fruto, no ayudaron más de lo que aprovecharon
las armas que estaban en la oposición de los franceses, por cuyo miedo, teniendo en poco el peligro
que les amenazaba de haber movido ya los venecianos la guerra en la Ghiaradada, y tomado la villa
de Caravaggio y las otras cerca del Adda, llamó al conde de Gaiazzo con la mayor parte de su gente
que había enviado a aquella defensa, y le hizo ir a Pavía para que se juntase con Galeazzo a la
defensa de Alejandría. Pero acelerábase ya su ruina por todas partes, porque el conde de Gaiazzo se
había concertado primero secretamente con el rey de Francia, pudiendo más el enojo de que su
hermano menor en edad y en el ejercicio de la guerra le fuese antepuesto en el gobierno del ejército
y en todas las honras y favores, que la memoria de los innumerables beneficios que él y su hermano
habían recibido de Luis. Afirmaban algunos que unos meses antes había llegado a sus oídos aviso
de este engaño, y habiendo estado un rato pensativo sobre ello entre sí mismo, respondió finalmente
a quien se lo había dicho, que no se podía persuadir de una ingratitud tan grande, pero que si era
verdad, no sabía cómo remediarlo ni de quién se hubiese de confiar, si los más familiares y
beneficiados le eran traidores; afirmando que no juzgaba por menor o menos dañosa calamidad
privarse, por vana sospecha, de los servicios de las personas fieles, que por indiscreta credulidad
confiarse en la fe de aquellos que merecen ser sospechosos.
Mientras que el conde de Gaiazzo hacía el puente en el Po para pasar con su hermano, y
artificiosamente alargaba la ejecución de la obra, y, después de acabado, difería el pasar, habiendo
estado ya el ejército francés dos días sobre Alejandría, y batiéndola con la artillería, Galeazzo, con
quien estaban mil y doscientos hombres de armas, otros tantos caballos ligeros, y tres mil infantes,
el tercer día en la noche, sin haber conferido sus designios con ninguno de los otros capitanes,
excepto con Luis Malvezzo, huyó ocultamente de Alejandría, acompañado de una parte de los
caballos ligeros, mostrando a todo el mundo, con grande infamia suya y no con menos vituperio de
la prudencia de Luis, cuánta diferencia hay de manejar un caballo y entrar en las justas y torneos
con gruesas lanzas (ejercicio en que se adelantaba a cualquier otro italiano) que ser capitán dé un
ejército; y con cuánto daño propio se engañan los príncipes que, en el elegir las personas a quien
cometan negocios grandes, tienen mayor consideración a favorecer a quien eligen, que a su virtud.
Al publicarse en Alejandría la ida de Galeazzo comenzó todo el resto de la gente con gran
alboroto, unos a huir y otros a esconderse, y entrando con esta ocasión al amanecer el ejército de
Francia, no sólo robaron a los soldados que allí habían quedado, sino saquearon toda la ciudad con
la licencia de la guerra. Decíase que había recibido Galeazzo cartas escritas con el nombre y sello
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de Luis Sforza en que le mandaba que, por haber nacido cierto movimiento en Milán, se retirase allá
luego con toda la gente, y algunos creyeron después que habían sido ordenadas falsamente por el
conde de Gaiazzo, para facilitar con este artificio la victoria de franceses. Solía mostrar después
Galeazzo estas cartas para su justificación, como si por ellas se le hubiera mandado, no que llevase
el ejército salvo, y en caso que conociese que lo podía hacer, sino que lo desamparase
temerariamente. Pero esto no es tan cierto, cuanto lo es a todos que, si Galeazzo hubiera tenido
consejo de capitán o ánimo militar, pudiera, no sólo defender fácilmente a Alejandría y la mayor
parte de las cosas de la otra parte del Po con la gente que tenía, sino quizá tenido algún suceso
próspero, porque, habiendo pocos días antes pasado el río de la Vernia una parte del ejército francés
y sobrevenido grandes lluvias, hallándose cercados entre los ríos de la Vernia y del Tanaro, no tuvo
ánimo Galeazzo para acometerles, si bien le fue significado que algunos de sus caballos ligeros,
saliendo de Alejandría por el puente del Tanaro que junta el burgo con la ciudad, y yendo en su
seguimiento, habían casi puesto en huida la primera escuadra.
La pérdida de Alejandría espantó a todo lo restante del ducado de Milán, que cada hora se
veía oprimido de nuevas calamidades, porque, pasado el Po, los franceses habían ido a sitiar a
Mortara, por lo cual Pavía se había concertado con ellos, y la gente veneciana, habiendo tomado el
castillo de Caravaggio y pasado por un puente de barcas el río del Adda, había corrido hasta Lodi y
ya casi se inquietaban todos los otros lugares. En Milán no había menor confusión y miedo que en
otra parte, porque, sublevada toda la ciudad, había tomado las armas, con tan poco respeto de su
señor, que, saliendo en la mitad del día del castillo Antonio de Landriano, tesorero general del
Duque, de hablar con él, fue muerto en la calle pública, o por enemistades particulares o por orden
de quien deseaba cosas nuevas. Entrando Luis por este accidente en gran miedo de su propia
persona, y perdidas todas las esperanzas de poder resistir, determinó, dejando bien guardado el
castillo de Milán, irse con sus hijos a Alemania, para huir del peligro presente y solicitar, según se
decía, a Maximiliano para que viniese a favorecerle, el cual o había concluido la paz con los suizos
o la tenía por segura.
Tomada esta determinación, hizo luego ir a sus hijos acompañados del cardenal Ascanio, que
pocos días antes había venido de Roma para socorrer cuando pudiese las cosas de su hermano y del
cardenal de San Severino, y juntamente con ellos envió el Tesoro, que estaba mucho más
disminuido de lo que solía, porque es manifiesto que, habiéndolo mostrado Luis ocho años antes,
por ostentar su poder, a los embajadores y a otros muchos, se había hallado que pasaba entre dinero
y vasos de plata y oro, sin las joyas, que eran muchas, de millón y medio de ducados, pero en este
tiempo, según la opinión de la gente, pasaba poco de doscientos mil. Partidos sus hijos, señaló
(aunque no se lo aconsejaban los suyos) para la guarda del castillo de Milán a Bernardino de Corte,
natural de Pavía, que entonces era allí castellano antiguo, criado suyo, anteponiendo la fe de éste a
la de su hermano Ascanio, que se le había ofrecido para encargarse de ello; dejó tres mil infantes,
gobernados por capitanes de confianza, y provisión de vituallas de municiones y de dinero bastantes
para defenderle muchos meses; y resuelto a fiarse en las cosas de Génova de Agustín Adorno, que
entonces era gobernador, y de Juan, su hermano, con quien estaba casada una hermana de San
Severino, les envió las contraseñas del Castillejo. Restituyó a los Borromeos, gentiles hombres de
Milán, a Anghiera, Arona y otros lugares en el Lago Mayor que les había ocupado; a Isabel de
Aragón, mujer que había sido de Juan Galeazzo, la dio, a cuenta de su dote, el ducado de Bari y el
principado de Rossano, por treinta mil ducados, aunque ella no le había querido entregar el hijo
pequeño de Juan Galeazzo, a quien él deseaba llevar con sus hijos a Alemania; y después que,
ordenadas estas cosas, se había detenido cuanto le pareció que lo podía hacer con seguridad,
gobernándose ya el lugar por sí mismo, partió a dos de Septiembre, con muchas lágrimas, para ir a
Alemania acompañado del cardenal de Este, de Galeazzo de San Severino, y por asegurarse el
camino, de no pequeño número de hombres de armas y de infantería de Lucio Malvezzo.
Apenas hubo salido del castillo, cuando el conde de Gaiazzo, procurando cubrir con algún
color su maldad, saliéndole al encuentro, le dijo que pues él desamparaba el Estado, pretendía estar
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libre del compromiso de sus servicios y podía tomar por sí cualquier partido que le agradase; e
inmediatamente descubrió el nombre y las insignias de soldado del rey de Francia, yendo a servirle
con la misma compañía que había levantado y sustentado con el dinero de Luis, el cual, desde
Como, donde dejó la fortaleza en manos del pueblo, se fue por el lago hasta Bellagio. Después,
desembarcando, pasó por Bornio y por los lugares en donde, en el tiempo que alcanzaba gran gloria
y felicidad, había recibido a Maximiliano, cuando pasó a Italia, más como capitán suyo y de los
venecianos, que como Rey de Romanos. Fue seguido entre Como y Bornio por la gente francesa y
por la compañía del conde de Gaiazzo. De estos lugares, dejando guarda en la fortaleza de Tiranno
(que pocos días después la ocuparon los grisones), se enderezó hacia Insbruck, donde entendía que
estaba la persona del Emperador.
Después de la partida de Luis, los milaneses, enviando con presteza embajadores a los
capitanes que ya se habían acercado con el ejército a seis millas de la ciudad, convinieron en
recibirlos libremente, reservando el capitular para la venida del Rey, del cual, procediendo
solamente con la medida del provecho propio, esperaban grandes gracias y exenciones, y lo mismo
hicieron sin dilación todos los otros lugares del ducado de Milán. Quiso la ciudad de Cremona,
estando sitiada por la gente de venecianos, cuyo imperio aborrecía, hacer lo mismo, pero no
queriendo el Rey romper la capitulación que había hecho con ellos, estuvo obligada a rendírseles.
Siguió Génova la misma inclinación, porfiando el pueblo, los Adornos y Juan Luis del Fiesco, sobre
cuáles habían de ser los autores principales de darla al Rey, y para que se viese contra Luis una
ruina, no sólo tan repentina y grande (habiendo perdido en veinte días tan noble y poderoso Estado),
sino también todos los ejemplos de ingratitud, el castellano de Milán, a quien había escogido por el
más confidente entre todos los suyos, sin esperar ni un cañonazo, ni ninguna forma de asalto,
entregó al rey de Francia el castillo, doce días después de la ida de Luis, el cual se tenía por
inexpugnable, recibiendo en premio de tan gran maldad gran cantidad de dinero, la compañía de
cien lanzas y otras muchas gracias y privilegios, pero con tan gran infamia y odio, aun entre los
franceses que, rehusando todos su trato, como de fiera pestífera y abominable, escarnecido por
todas partes adonde llegaba con palabras afrentosas y atormentado por la vergüenza y por la
conciencia (muy poderoso y cruel azote de quien obra mal), murió poco después de pena.
Participaron de esta infamia los capitanes que quedaron con él en el castillo, y sobre todos Filipino
de Fiesco, criado por el Duque y que le había dejado por muy fiel, quien, en lugar de aconsejar al
castellano que se sustentase, cegado por grandes promesas, le aconsejó lo contrario, y junto con
Antonio María Palavicino, que intervenía en nombre del Rey, trató la entrega.
Tuvo el Rey en Lyon nueva de tan gran victoria sucedida antes de lo que había esperado, y
pasó luego a Milán con gran presteza, donde, siendo recibido con gran alegría, concedió la exención
de muchos tributos, si bien el pueblo, destemplado en sus deseos, habiendo juzgado que sería libre
de todos, no quedó con mucha satisfacción. Dio muchas rentas a muchos gentiles-hombres del
Estado de Milán, entre los cuales, reconociendo los méritos de Juan Jacobo Tribulcio, le concedió a
Vigevene y otras muchas cosas.
Al mismo tiempo que por el rey de Francia se movían las armas contra el duque de Milán,
Paulo Vitelli, recogiendo la gente y las provisiones de los florentinos para poder después con más
facilidad atender a tomar a Pisa, sitió la villa de Cascina, que si bien estaba bien proveída de
defensores y de las otras cosas necesarias, y asimismo con muy buenos fosos y reparos, la ganó en
veintiséis días después que hubo planteado la artillería; porque habiendo comenzado a atemorizarse
la gente del gran efecto que, por ser las murallas flacas, había hecho la artillería, los soldados
forasteros que había dentro se rindieron con condición de quedar libres las personas y las haciendas
propias, y dejando a los comisarios y a los soldados pisanos al arbitrio libre de los vencedores.
Rindiéronse después a la demanda de un solo trompeta, la Torre, que estaba edificada para guardar
la boca del Arno y el bastión del Stagno, que habían desamparado los pisanos; de manera que por
ellos no había otra cosa en toda la comarca sino la fortaleza de la Berrucola y la torre pequeña del
Ascanio, que la habían dejado de molestar los enemigos por el embarazo de haber de pasar el río del
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Arno si las querían tomar, y porque estando contiguas con Pisa, podrían fácilmente ser socorridas,
no importando a la suma del negocio perder allí tiempo.
Quedaba, pues, sola la expugnación de Pisa, empresa que tenían por dificultosa los que
discurrían prudentemente por la fortaleza de la ciudad, y por el número, valor y obstinación de la
gente que había dentro; porque si bien en Pisa no estaban soldados forasteros, excepto Gurlino de
Rávena que (viniendo a servir a los venecianos) se habían quedado allí por su voluntad después de
la partida de su gente, era grande el número de los ciudadanos y de los del país, y no menor en
calidad que en cantidad, porque, por la continua experiencia de cinco años, se habían casi todos
habilitado para la guerra, y estaban con propósito tan obstinado de no volver debajo del dominio de
los florentinos, que hubieran tenido por menor otro cualquier trabajo. No tenían las murallas de la
ciudad fosos delante, pero eran muy gruesas, de piedra de antigua fábrica, y de tal suerte trabadas
por la propiedad de la cal de aquel país, que por su dureza, resistiendo más a la artillería de lo que
comúnmente suelen las otras, daban mucho lugar a los que estaban dentro para repararlas antes que
cayesen. Pero, con todo eso, determinaron los florentinos acometerla, aconsejados a lo mismo por
Paulo Vitelli y por Rinuccio de Marciano, los cuales daban gran esperanza de que se ganaría en
quince días, y habiendo juntado para este efecto diez mil infantes y mucha caballería, haciendo
muchas provisiones, según lo pedía el capitán, la sitió el último día de Julio, no por la parte del
Arno que prohibía el socorro que le viniese de hacia Luca, como muchas veces lo habían acordado,
y como hacían instancia los florentinos, sino por la otra parte del río, enfrente de la fortaleza de
Stampace; porque le parecía que se facilitaba mucho la victoria si ganaba aquella fortaleza, o para
tener mayor comodidad de vituallas que se conducían de los castillos de los cerros, o porque había
tenido noticia de que los pisanos, no creyendo que pondrían el sitio por aquella parte, no habían
comenzado ningún reparo, como lo habían hecho por la otra.
Comenzóse a batir con veinte piezas gruesas de artillería la fortaleza de Stampace y la muralla
por la mano derecha e izquierda por muy largo espacio, desde San Antonio a Stampace, y después
hasta la puerta que se llama del Mar, que está en la orilla del Arno, y por el contrario, no dejando los
pisanos de trabajar de día ni de noche y juntamente con ellos las mujeres, no menos pertinaces y
animosas en esto que los hombres, hicieron en muy pocos días detrás de la muralla que se batía un
reparo de gran grueso y altura, y un foso muy profundo, sin espantarles el ser heridos y muertos
muchos mientras trabajaban, o por las balas de los cañones, o por las piedras que hacían saltar en
los rebotes. Ofendía asimismo este daño a los soldados del ejército, heridos de tal manera por la
artillería de los de adentro, mayormente de un pasavolante que estaba plantado sobre la torre de San
Marcos, que veíanse obligados en todo el ejército a levantar el terreno para repararse, o alojar en los
fosos. Procedióse muchos días en esta forma, y aunque se había ya derribado gran pedazo de
muralla desde San Antonio a Stampace, y reducido aquella fortaleza a término que esperaba el
capitán poderla ganar sin mucha dificultad, con todo, por ganar la victoria más fácilmente,
continuaba batiendo desde Stampace hasta la puerta del Mar, escaramuzándose en este ínterin muy
a menudo entre el muro batido y el reparo, que estaba tan apartado del muro, que toda Stampace
quedaba fuera de él. En una de estas escaramuzas fue herido de un arcabuzazo el conde Rinuccio.
Era el parecer del capitán que, ganado a Stampace, se plantase la artillería sobre él y sobre la
muralla batida, desde donde, descubriendo por el costado toda la parte que defendían los pisanos,
esperaba por casi cierta la victoria, y al mismo tiempo poder derribar hacia el reparo una altura de
muralla entre Stampace y el reparo, la cual habían antes cortado con picos, y se sustentaba con
puntales de madera, para que, llenándose el foso, se facilitase más la subida a los soldados. Por otra
parte, los pisanos que se gobernaban en la defensa por el consejo de Gurdino, habían hecho a la
parte de San Antonio algunas casamatas en el foso para impedir a los enemigos el cegarlo, en caso
que bajasen a él. Esparcieron sobre los reparos mucha artillería hacia San Antonio, y tenían alojados
sus infantes al pie del reparo para que, si se redujesen las cosas a estrechura, se opusiesen a los
enemigos con sus propias personas.
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Finalmente, Paulo Vitelli a los diez días de puesto el sitio, no queriendo diferir más el tomar a
Stampace, presentó al amanecer la batalla, y aunque ofendidos los soldados por la artillería de la
ciudadela vieja, la tomó con más presteza y facilidad de lo que había esperado, y con tan grande
espanto de los pisanos que, desamparando los reparos, se entraban huyendo por toda la ciudad, y
muchos se fueron de Pisa, yendo con ellos Pedro Gambacorta, ciudadano noble, con cuarenta
ballesteros a caballo que militaban debajo de su orden; y se hubieran huido muchos más si no
hicieran resistencia en las puertas los magistrados, de manera que es cierto que si se pasara más
adelante se ganara aquella mañana la victoria con gran gloria del capitán, al cual le hubiera sido
muy feliz aquel día que fue origen de sus calamidades; porque, no conociendo (según la disculpa
que daba después) la ocasión que, sin esperarla, se le puso delante, habiendo ordenado que aquel día
se diese el asalto con todo el ejército no más que a la torre, no sólo no envió la gente a asaltar el
reparo adonde no hubieran hallado resistencia, sino que hizo volver atrás la mayor parte de la
infantería que, sabiendo la toma de Stampace, deseosa de saquear la ciudad, corría alborotadamente
para entrar en ella.
En este medio los pisanos, volando la fama por la ciudad de que no seguían los enemigos la
victoria, incitados de las voces y llantos miserables de las mujeres que les aconsejaban que
escogiesen antes la muerte que la conservación de la vida debajo del yugo de los florentinos,
comenzaron a volver a la guarda de los reparos adonde, habiendo vuelto Gurdino y considerando
que del rebelión que tenía Stampace hacia el lugar, había un camino que iba hacia la puerta del Mar,
que antes la habían llenado de tierra y de madera, y fortificado por la parte del campo, pero no
habían proveído el otro camino a la parte de Stampace, lo hizo luego reparar y llenar por aquel lado,
y haciendo un terraplén con artillería que tiraba por través, impedía la entrada por aquella parte.
Ganado Stampace, hizo Paulo subir a lo alto algunos falconetes y pasavolantes que tiraban
hacia toda Pisa, pero no ofendía los reparos, los cuales, aunque estaban ofendidos por la artillería
plantada en lo bajo, no los desamparaban por eso los pisanos. Al mismo tiempo batían la casamata
de hacia San Antonio, la puerta del Mar y las defensas. No cesaba Paulo Vitelli de procurar con todo
esfuerzo henchir el foso con fajina para facilitar la toma del reparo. Contra estas cosas, los pisanos,
en cuya ayuda les habían enviado de Luca la noche siguiente trescientos infantes, acrecentados de
ánimo, echaban fuegos artificiales en el foso, y poniendo gran estudio en obligar a los del ejército a
que dejasen la torre de Stampace, volvieron hacia ella un pasavolante muy grande, llamado el
Búfalo, y a pocas veces que tiró, hicieron que se quitase la artillería que estaba plantada en lo alto, y
aunque contra el volvió Paulo algunos pasavolantes que le desbocaron, no cesando por esto de tirar,
maltrató de tal manera los más de la torre, que al fin se vio Paulo obligado a quitar la artillería y
desampararla. Ni fue mayor el suceso de la muralla cortada, porque, habiéndola asimismo apunta.
lado los pisanos por la parte de adentro, para hacerla caer a la parte de afuera del foso, cuando Paulo
la quiso derribar se estuvo firme.
No quitó este suceso al capitán la esperanza de ganar la victoria, y procurándola según su
condición que era de ganarla más seguramente y con el menor daño del ejército que pudiese,
aunque en muchas partes había ya caídas más de quinientas brazas de muralla, atendía
continuamente a ensanchar la batería, a hacer esfuerzos para llenar los fosos del lugar y a fortificar
la torre de Stampace, para plantar de nuevo la artillería en ella, y poder batir por el flanco los
reparos grandes que habían hecho los pisanos; procurando con toda su práctica y maña ganar
continuamente mayor oportunidad para dar más seguramente el asalto general que estaba ordenado,
y si bien ya tenía dispuestas las cosas de manera que cuando se diese se podía esperar mucho la
victoria, la dilataba de buena gana, porque se disminuyese tanto más el daño del ejército y se
tuviese mayor certeza de ganarla, aunque los comisarios de los florentinos (a los cuales era muy
fastidiosa cualquier dilación) incitados con cartas y mensajeros continuos de Florencia, no cesaban
de provocarle diciéndole, que con abreviar la victoria, previniese los embarazos que cada día podían
nacer.
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Esta determinación de Paulo, acaso más prudente y más conforme a la disciplina militar, tuvo
la fortuna contraria; porque, siendo el país de Pisa, que está lleno de lagunas y de pantanos entre la
marina cercana y la ciudad, sujeto en aquella sazón del año a vientos pestilenciales y especialmente
por la parte en que estaba alojado el ejército, sobrevinieron en él, en dos días, infinitas
enfermedades, por las cuales, cuando quiso Paulo dar el asalto, que fue a 24 de Agosto, entendió
que gran número de gente no estaba para ello, y que los que estaban sanos no bastaban para darlo.
Aunque procuraron restaurar este desorden los florentinos y él, que también estaba tocado de la
enfermedad como los otros, con tomar a sueldo mucha gente, con todo eso, prevalecía de tal manera
la influencia pestilente, que era cada día mucho mayor la disminución de la gente que el aumento;
por lo cual, desesperado al fin de alcanzar la victoria y temiendo algún daño, determinó levantar el
sitio, contradiciéndolo mucho los florentinos, porque deseaban que, metiendo en la fortaleza de
Stampace guarda suficiente, mantuviese con el ejército cercada a Pisa. Despreciado por él este
consejo, porque, por estar maltratada la fortaleza de Stampace, primero por su artillería y después
por la de los pisanos, no se podía defender, desamparándola, recogió todo el ejército a 4 de
Septiembre por el camino de la marina, y desconfiando de poder llevar la artillería a Cascina por
tierra, porque por las lluvias estaban los caminos muy pantanosos, la embarcó en la boca del Arno
para que se llevase a Liorna. Pero mostrándose en todo contraria la fortuna, se anegó una parte que
poco después recuperaron los pisanos, los cuales al mismo tiempo volvieron a tomar la torre que
está en guarda de la boca.
Aumentóse tanto por estos accidentes la opinión siniestra que había concebido el pueblo
contra Paulo, que pocos días después, llamándole a Cascina los comisarios, debajo de color de
disponer la distribución de la gente en los alojamientos, fue preso por ellos, por orden del
Magistrado Supremo de la ciudad, de donde, enviado a Florencia y siendo examinado ásperamente
con tormentos la misma noche que llegó a aquella ciudad, fue degollado al día siguiente por orden
del mismo Magistrado. Faltó poco para que sufriera el mismo infortunio su hermano, a quien
enviaron a prender en aquel mismo instante los comisarios; pero Vitellozzo, malo como estaba de
una enfermedad que le dio en el cerco de Pisa, se levantó de la cama fingiendo que quería obedecer,
y entretanto que ponía tiempo en medio para vestirse, subiendo a caballo con ayuda de algunos de
los suyos que se hallaron allí, huyó a Pisa, siendo recibido con grande alegría por los pisanos.
Fueron los capítulos principales de la condenación contra Paulo: que había procedido de su
voluntad el no ganar a Pisa, habiendo tenido comodidad de tomarla el día que tomó la fortaleza de
Stampace; que por la misma ocasión, había diferido tanto dar el asalto; que muchas veces había
oído a hombres que llegaban de Pisa y nunca comunicado a los comisarios sus embajadas; que
había levantado el sitio contra la orden pública, desamparando a Stampace; que había invitado a
alguno de los otros capitanes para ocupar, en su compañía, a Cascina, a Vico Pisano y su artillería
para poder, en las pagas y en las otras condiciones, tratar como le pareciere a los florentinos; que en
el Casentino había tenido pláticas secretas con los Médicis, y en el mismo tiempo había tratado y
casi concluido con los venecianos que les comenzaría a servir luego que se hubiese acabado su
compromiso con los florentinos, que estaba ya casi al fin; lo cual no había tenido perfección porque
los venecianos, habiendo hecho concierto con los florentinos, rehusaron llevarle, y que por estas
razones había dado el salvoconducto al duque de Urbino y a Julián de Médicis. Examinado sobre
estas cosas no confesó nada particular que le agravase; pero con todo eso, no le examinaron más
largamente, porque por miedo de que el rey de Francia, que ya había venido a Milán, pidiese su
libertad, fue acelerada la ejecución de su muerte.
Tampoco ninguno de sus parciales (que después de su muerte fueron examinados con más
comodidad) confesó otra cosa sino que no estaba Paulo satisfecho de los florentinos por el favor que
habían dado en su competencia al conde Rinuccio, por la dificultad de despachar las provisiones
que pedía y algunas veces sus cosas particulares y por lo que vulgarmente se decía en Florencia
contra él; por lo cual, aunque quedase opinión en algunos de que no había procedido sinceramente,
como si aspirara a hacerse señor de Pisa y a ocupar alguna parte del dominio florentino en donde
189

sustentaba muchas inteligencias y amistades, con todo eso, la mayor parte fue de opinión contraria,
persuadiéndose que deseara sumamente ganar a Pisa por el interés de la gloria (primer fin de los
capitanes de guerra), pues ganando esta empresa, la alcanzaría muy grande.
Al llegar el rey a Milán concurrieron a su presencia todos los potentados de Italia (excepto el
rey Fadrique), parte personalmente, y parte por sus embajadores. Unos sólo para alegrarse de la
victoria, otros para justificarse de la imputación de haber sido más inclinados a Luis Sforza que a él,
y otros para establecer con él para en adelante sus cosas. A todos acogió benignamente, y con todos
hizo conciertos, pero diferentes, según la diversidad de las condiciones y lo que podía juzgar que le
aprovecharía. Tomó en su protección al marqués de Mantua y le dio una compañía de cien lanzas, la
Orden de San Miguel y provisión honrada. Asimismo recibió debajo de su amparo al duque de
Ferrara. Ambos habían ido personalmente a su presencia, pero éste no sin gasto y dificultad, porque,
después que hubo entregado a Luis Sforza el castillo de Génova, había sido tenido siempre por de
ánimo ajeno de las cosas de Francia. Demás de estos, aceptó en su protección (recibiendo dineros de
él) a Juan Bentivoglio, que había enviado a Anníbal, su hijo.
Mas las cosas de los florentinos se compusieron con mayor coste y dificultad, contra los
cuales estaba casi toda la Corte (olvidando sus méritos y lo que habían padecido en tiempo del Rey
pasado por seguir la amistad de los franceses), no aceptando las razones que les habían obligado a
estar neutrales, por no provocar contra sí a Luis Sforza en las cosas de Pisa, porque en los pechos de
los franceses duraba todavía la impresión que sintieron cuando el rey Carlos concedió la libertad a
los pisanos, y aun en los capitanes y gente de guerra había crecido la afición por la fama que se
había extendido por todas partes de que eran hombres valerosos en las armas. Dañaba demás de esto
a los florentinos la autoridad de Juan Jacobo Tribulcio, el cual, por aspirar al dominio de Pisa,
favorecía la causa de los pisanos, que deseaban recibirle por señor a él o a otro cualquiera que
pudiese defenderles de los florentinos; los cuales asimismo eran maltratados por toda la Corte por la
muerte de Paulo Vitelli, como si hubieran degollado sin causa un capitán de tan gran valor y a quien
tenía obligación la corona de Francia por haber sido muerto su hermano y él preso, mientras estaban
sirviendo al rey Carlos en el reino de Nápoles. Pero pudiendo finalmente más en el ánimo del Rey
el provecho propio que las cosas vanas, se hizo concierto por el cual, recibiéndoles el Rey en su
protección, se obligó a defenderles contra cualquiera, con seiscientas lanzas y cuatro mil infantes, y
los florentinos recíprocamente se obligaron a la defensa de sus Estados en Italia, con cuatrocientos
hombres de armas y tres mil infantes; que estuviese el Rey obligado a darles, cuando lo pidiesen, las
lanzas y artillería que necesitaran para la recuperación de Pisa y de los otros lugares ocupados por
los sieneses y por los luqueses, pero no de los que tenían los genoveses, y no pudiendo darles por el
momento esta gente, fuese obligado, cuando enviase ejército a la empresa de Nápoles, a volverla
toda o alguna parte para esta empresa; que en recuperando a Pisa y no de otra manera, estuviesen
obligados a darle para la conquista de Nápoles quinientos hombres de armas y cincuenta mil
ducados, para pagar cinco mil suizos por tres meses, y que le restituyesen treinta y seis mil ducados
que les había prestado Luis Sforza, quitando de ellos lo que declarase Juan Jacobo Tribulcio que
había pagado o gastado por él, y que tomasen por capitán general de su gente al Prefecto de Roma,
hermano del cardenal de San Pedro in Víncula, por cuya instancia se pidió esto.
190

Capítulo V
Guerra del duque de Valentino en Romaña.―Auxilio que le envía el rey de Francia.―El
duque de Valentino toma a Imola.―Los turcos se apoderan de Friuli.―Catalina Sforza queda
prisionera del duque de Valentino.―Juan Jacobo Tribulcio es nombrado gobernador de
Milán.―Regreso de Luis Sforza a sus Estados.―Se apodera de Como.―Tribulcio se retira a
Novara y Luis entra en Milán.―Luis Sforza toma a Novara.―El ejército francés marcha contra
Luis, que cae prisionero con sus capitanes.―Lando se apodera por traición del cardenal Ascanio,
entregándolo a los venecianos y éstos al rey de Francia, por miedo.—Luis Sforza es encerrado en
el castillo de Loches (donde muere después de diez años de prisión) y el cardenal Ascanio en el de
Bourges.

No dormía en tan gran oportunidad la ambición del Papa, al cual, haciendo instancia por la
guarda de las promesas, le concedió el Rey, contra los Vicarios de la Romaña, al duque Valentino,
que había venido con él de Francia, trescientas lanzas gobernadas por Ibo de Allegri, y pagadas a su
costa propia, y cuatro mil suizos (pero estos a costa del Papa), gobernados por el bailío de Dijon.13
13 Al llegar a este punto hace Guicciardini una larga disertación sobre el origen y progresos del poder temporal de los
Papas, censurando enérgicamente las funestas consecuencias que en su época produjo el abuso de esta potestad. S.
M. el rey D. Felipe IV, o por no interrumpir la narración con este episodio o por la dureza con que Guicciardini se
expresa, no lo tradujo. La digresión del autor dice así:
«Este suceso y otros posteriormente ocurridos obligan a mencionar los derechos que alegaba la Iglesia sobre la
Romaña y otras varias comarcas que poseyó en distintas épocas o al presente posee, y de qué modo, fundada al
principio meramente para la administración espiritual, ha llegado a convertirse en Estado y poder temporal.
También conviene narrar, por su conexión con el asunto, las conjunciones y convenios habidas en tiempos diversos,
y por éste u otros motivos, entre los Pontífices y los Emperadores.
»Los Pontífices romanos, el primero de los cuales fue el apóstol Pedro y que recibieron de Jesucristo la
autoridad en las cosas espirituales, famosos por su caridad, humildad, paciencia, discreción y por los milagros,
estuvieron en el principio de la Iglesia, no sólo totalmente desprovistos de poder temporal, sino perseguidos de
suerte que, durante largos años, vivieron obscuramente y casi desconocidos; apenas se sabían sus nombres por otra
cosa que por el martirio que sufrían con sus secuaces. Entre la multitud de gentes de diversas naciones y
profesiones que vivía en Roma, eran a veces poco conocidos los progresos del Cristianismo, y algunos
Emperadores no perseguían a los Pontífices, sino cuando creían que no era posible tolerar en silencio sus actos
públicos; otros, sin embargo, o por crueldad o por amor a sus propios dioses, les persiguieron atrozmente como
propagadores de supersticiones nuevas y destructores de su religión.
»En este estado preclaro por la voluntaria pobreza, la santidad de la vida y el martirio, vivieron hasta el pontífice
Silvestre, en cuyo tiempo, convertido a la fe cristiana el emperador Constantino, y movido por las santas
costumbres y por los milagros que se veían de continuo en los que proclamaban a Cristo y seguían su doctrina, libró
a los Pontífices de los peligros a que estuvieron expuestos cerca de trescientos años, quedando en libertad de ejercer
públicamente el culto divino y los ritos cristianos. Por el respeto que inspiraba la pureza de las costumbres, por los
santos preceptos que forman nuestra religión y por la diligencia con que los hombres siguen, las más veces por
ambición y algunas por temor, el ejemplo de su Príncipe, comenzó a extenderse por todas partes el nombre cristiano
y a disminuir al mismo tiempo la pobreza del clero; porque Constantino, después de edificar en Roma la iglesia de
San Juan en Letrán, la de San Pedro en el Vaticano, la de San Pablo y muchas otras en distintos sitios, las dotó, no
sólo de ricos vasos y ornamentos, sino además (para la conservación y reparación de las fábricas y la sustentación
de los que en ella ejercían el culto divino) de posesiones y rentas.
»En tiempos posteriores fueron muchos los que, persuadidos de que con limosnas y legados a la Iglesia,
lograban fácilmente el reino de los cielos, o fabricaban y dotaban otras iglesias o dejaban a las ya edificadas parte
de sus riquezas. Además, o por la ley o por inveterada costumbre, siguiendo el ejemplo del Antiguo Testamento,
cada cual pagaba a la Iglesia la décima parte de los frutos de sus propios bienes, cumpliendo los hombres esta
obligación con gran exactitud, porque al principio el clero, reteniendo sólo lo indispensable para su vida
modestísima, distribuía el resto, parte en la edificación o adorno de las iglesias, parte en obras piadosas y
caritativas.
»No habiendo entrado aún en los pechos la soberbia y la ambición, reconocían universalmente los cristianos por
superior de todas las iglesias y de toda la administración espiritual al obispo de Roma, como sucesor del apóstol
Pedro; porque esta ciudad, por su antigua dignidad y grandeza, conservaba, como capital de todas las demás, el
nombre y la majestad del imperio; porque desde ella se difundía la fe cristiana a la mayor parte de Europa, y porque
191

Las ciudades de la Romaña, que estaban oprimidas de varios accidentes como todas las otras
súbditas de la Iglesia, se gobernaban muchos años había, en cuanto al efecto, como separadas del
dominio eclesiástico, porque algunos de los Vicarios no pagaban el censo debido en reconocimiento
de la superioridad; otros lo pagaban con dificultad y muchas veces fuera de tiempo; pero todos, sin
distinción, iban a servir a los otros príncipes, sin licencia de los Papas; no exceptuando el no ser
obligados a servirles contra la Iglesia y obligándose ellos a defenderles asimismo contra la
autoridad y armas de los Pontífices; de cuyos príncipes eran recibidos con muy gran deseo, por
poderse valer de sus armas y de la oportunidad de sus Estados, y no menos por impedir que se
acrecentase el poder de los Papas.

Constantino, bautizado por el papa Silvestre, había reconocido en él y en sus sucesores voluntariamente tal
autoridad. Además, es fama que Constantino (obligado por los sucesos ocurridos en las provincias occidentales a
trasladar el trono imperial a la ciudad de Bizancio, llamada por su nombre Constantinopla) donó a los Pontífices el
dominio de Roma y de muchas otras ciudades y comarcas de Italia, fama que diligentemente alimentada por los que
ocuparon en lo sucesivo la Sede pontificia, fue creída por muchos que respetaban su autoridad; pero desmentida
probablemente por los autores y ciertamente por la misma cosa, porque es indudable que entonces y largo tiempo
después fue administrada Roma y toda la Italia sujeta al imperio por magistrados que nombraban los Emperadores.
»No falta quien niegue (tan profunda y tupida es la obscuridad en cosas tan antiguas) cuanto se dice de
Constantino y de Silvestre, afirmando que esto ocurrió en otros tiempos, pero nadie niega que la traslación del trono
imperial a Constantinopla fue el origen del poder de los Pontífices; porque (debilitándose con el tiempo la autoridad
de los emperadores en Italia por su continua ausencia y por las dificultades que tuvieron en Oriente) el pueblo
romano, alejándose de los Emperadores tanto como se acercaba a los Pontífices, comenzó a prestar a éstos, no
vasallaje, sino espontánea obediencia; cosa que se fue demostrando lentamente en las irrupciones de los godos, de
los vándalos y de otros pueblos bárbaros que vinieron a Italia, durante las cuales, tomada y saqueada muchas veces
Roma, era en lo temporal obscuro e insignificante el nombre del Papa y escasísima en Italia la autoridad de los
Emperadores que, con tanta ignominia, la dejaban ser presa de los bárbaros. Entre estos pueblos, el de los Godos
(porque la irrupción de los otros fue como un torrente), dominó durante setenta años. Eran los godos de nombre y
de fe cristianos y procedentes en su origen de la Dacia y la Tartaria. Arrojados al fin de Italia por las armas de los
Emperadores, comenzó de nuevo el gobierno de los italianos por magistrados griegos, siendo el superior de ellos
designado con la palabra griega de Exarca y fijando su residencia en Rávena, por la fertilidad del país y porque,
después del grande aumento que tuvo con el poderoso ejército que de continuo mantuvieron César Augusto y otros
emperadores en el puerto inmediato, que ahora no tiene importancia, el rey godo Teodorico y sus sucesores, por
sospechas del poder de los Emperadores, habían elegido aquella ciudad, con preferencia a Roma, para capital de su
reino, atendiendo a la ventaja de estar junto al mar más cercano a Constantinopla.
»Esta ventaja, aunque por razón contraria, hizo que fijaran allí su residencia los Exarcas, enviando para el
gobierno de Roma y de otras ciudades magistrados especiales con el título de duques. De esto proviene el nombre
de Exarcado de Rávena que comprendía todas las comarcas, no gobernadas por duques y cuyos habitantes
dependían directamente del Exarca.
»En estos tiempos los Pontífices romanos, privados de todo poder temporal, y entibiada la reverencia espiritual,
por lo que se diferenciaban ya las costumbres con las de la primitiva Iglesia, vivían como súbditos de los
emperadores, sin cuya confirmación o la de su Exarca, aunque elegidos por el clero y el pueblo romano, no se
atrevían a ejercer, ni aun aceptar el pontificado. De aquí que los Obispos de Constantinopla y de Rávena (porque
comúnmente la supremacía en la religión estaba donde residía la del imperio y del ejército) disputaban la primacía
al Obispo romano.
»Algún tiempo después cambiaron grandemente las cosas por entrar en Italia los longobardos, gente ferocísima,
ocupando la Galia Cisalpina, que, del nombre de los invasores, tomó el de Lombardía. Rávena con todo el
Exarcado, y otras muchas partes de Italia fueron ocupadas por ellos, extendiéndose sus armas hasta la Marca de
Ancona, Spoleto y Benevento, en cuyas ciudades crearon duques especiales; no contrarrestando los Emperadores
esta invasión, parte por desidia, parte por las dificultades con que tropezaban en Asia.
»Privada Roma de la ayuda de los Emperadores y no existiendo ya en Italia la magistratura de los Exarcas,
empezó a. regirse por dos consejos y por la autoridad de los Pontífices, quienes, oprimidos con los romanos durante
largo tiempo por los longobardos, impetraron finalmente la ayuda de Pipino, rey de Francia. Pasó éste con poderoso
ejército a Italia que hacía ya doscientos años dominaban los longobardos; arrojóles de una parte de sus dominios;
donó al Pontífice y a la Iglesia romana, como cosas suyas adquiridas por derecho de guerra, no sólo Urbino, Fano y
Agobbio y muchas tierras inmediatas a Roma, sino también a Rávena con su Exarcado, en el cual dícese que estaba
comprendido cuanto se contiene desde los confines de Piacenza inmediatos al territorio de Pavía, hasta el Arimini,
detrás del río Po; el monte Apenino, los lagos o lagunas venecianas y el mar Adriático y demás desde el Arimini
192

Poseían en este tiempo los venecianos en Romaña las ciudades de Rávena y de Cervia, que
muchos años antes las habían quitado a los de la familia Polenta, habiendo llegado a ser primero de
ciudadanos particulares de Rávena, tiranos de su patria, y después Vicarios. Faenza, Forli, Imola y
Rímini, eran poseídas por Vicarios particulares, y a Cesena había largo tiempo que la dominaba la
familia Malatesta, y por haber muerto pocos años antes sin hijos Domingo, último Vicario de
aquella ciudad, había vuelto debajo del imperio de la Iglesia. Pretendiendo el Papa que aquellas
ciudades debían volver a la Sede apostólica, por diversas causas, y queriendo restituirlas en sus
antiguas jurisdicciones, pero con intención verdaderamente de adjudicarlas a su hijo César, había
concertado con el rey de Francia que, en habiendo ganado el ducado de Milán, le diese ayuda para
obtener solamente las que poseían los Vicarios, y demás de ellas, la ciudad de Pesaro, de la cual era

hasta el río de la Toglia, llamado ahora Isauro.


»Pero después de la muerte de Pipino, molestando de nuevo los longobardos a los Pontífices y a las comarcas
que les habían sido donadas, Carlos, su hijo (el que por las grandes victorias que alcanzó fue justamente apellidado
Magno), destruyó por completo el poder de los longobardos, confirmó las donaciones que su padre había hecho a la
Iglesia romana y las aumentó, mientras guerreaba con los longobardos, con la Marca de Ancona y el ducado de
Spoleto, que comprendía la ciudad de Aquila y una parte de los Abruzzos.
»Refiérense estos hechos como ciertos, añadiendo algunos eclesiásticos que Carlos donó a la iglesia de Liguria
hasta el río Varo, último límite de Italia, Mantua y todo lo que los longobardos poseían en el Friul y en Istria, y lo
mismo escribe algún otro respecto de la isla de Córcega y de todo el territorio que media entre las ciudades de Luni
y de Parma.
»Por tales méritos, celebrados y exaltados los reyes de Francia por los Pontífices, consiguieron el título de
Cristianísimos y después en el año ochocientos de nuestra Era el pontífice León con el pueblo romano (sin que el
Pontífice tuviera más autoridad que el ser cabeza de aquel pueblo) eligieron al mismo Carlos emperador romano,
separando esta parte del imperio de los Emperadores que habitaban en Constantinopla, como si Roma y las
provincias occidentales, no defendidas por aquéllos, necesitaran la defensa de príncipe propio.
»Por esta división no fueron privados los Emperadores constantinopolitanos, ni de la isla de Sicilia, ni de
aquella parte de Italia que, extendiéndose de Nápoles a Manfredonia, termina en el mar, porque continuamente
habían estado bajo la autoridad de aquellos emperadores.
»No se derogó por estos sucesos la costumbre de que la elección de los Pontífices fuese confirmada por los
emperadores romanos, en cuyo nombre era gobernada la ciudad de Roma, y los Papas en las Bulas, privilegios y
concesiones, expresaban con esta frase terminante la fecha del documento: “Imperando tal Emperador, nuestro
Señor.” Cuya sujeción o dependencia, no grave por cierto, continuó hasta que los sucesos les animaron a regirse por
sí mismos.
»Empezando a decaer el poder de los Emperadores, primero por las discordias ocurridas entre los mismos
descendientes de Carlo Magno mientras residió en ellos la dignidad imperial, después por haber sido trasmitida a
príncipes tudescos sin poderío, como lo tuvieron por la grandeza del reino de Francia los sucesores de Carlos; los
Pontífices y el pueblo romano, por cuyos magistrados empezó Roma, aunque tumultuosamente, a gobernarse,
derogando en cuantas cosas podían la jurisdicción del Emperador, establecieron por ley que no fuera confirmada
por éste la elección de los Papas, lo cual se observó durante muchos años muy diversamente, según aumentaba o
disminuía, por cambios de los sucesos, la autoridad imperial. Acrecentada cuando el imperio estuvo en manos de
los Ottones de Sajonia, el sajón Gregorio, elegido pontífice por influencia de Ottón III, que estaba presente a la
elección, por amor a su patria y por indignación a causa de las persecuciones con que los romanos le ofendieron,
transfirió por decreto a la nación germánica la facultad de elegir los Emperadores romanos en la forma que hasta
nuestros tiempos se observa; prohibiendo a los elegidos, por reservar al Pontífice alguna preeminencia, usar el título
de Emperador o de Augusto, si antes no recibían la corona del imperio (de lo que procedió el venir a Roma a
coronarse), y el de no usar antes otro título que el de Rey de romanos o el de César.
»Pero faltando después los Ottones y disminuido el poder de los Emperadores, porque no eran grandes reyes los
que heredaban el imperio, se sustrajo abiertamente Roma a su obediencia, y muchas ciudades, cuando reinaba el
suevo Conrado, se rebelaron. Los Pontífices, atentos a ampliar la propia autoridad, casi dominaban en Roma,
aunque la insolencia y las discordias del pueblo les creaban muchas dificultades. Para reprimir aquéllas
consiguieron, por favor del emperador Enrique II, que estaba en Roma, transferir por ley a los cardenales
únicamente el derecho de elección de Pontífice.
»El poder temporal del pontificado tuvo nuevo aumento, porque, habiendo los normandos, de quienes el
primero fue Guillermo, llamado Ferrabacchio, usurpado al imperio constantinopolitano la Pulla y la Calabria,
Roberto Guiscardo, uno de ellos, o por fortalecer su dominio con esta concesión o por ser más poderoso para
defenderse de los Emperadores o por otra razón, restituido Benevento, como debido a la Iglesia, reconoció como
feudos de la Sede pontificia el ducado de Pulla y el de Calabria. Siguió el ejemplo Roger, uno de sus sucesores, que,
193

vicario Juan Sforza, que había sido su yerno; porque la grandeza de los venecianos no permitía que
se extendiesen contra ellos estos pensamientos que se tenían entonces contra los lugares pequeños
que poseía el duque de Ferrara, contiguos con el río del Po. Alcanzada, pues, por el Valentino la
gente del Rey y junta con la de la Iglesia, entrando en la Romaña, tomó luego la ciudad de Imola
por concierto en los últimos días del año 1499.
En este año, trabajada Italia de tantos movimientos, había experimentado también las armas
de los turcos, porque, habiendo Bayaceto acometido por mar con poderosa armada los lugares que
tenían en Grecia los venecianos, envió por tierra seis mil caballos a robar la provincia del Friul, los
cuales, hallando el país sin guarda ni sospecha de tal accidente, corrieron robando y quemando
hasta Liquenza, y habiendo preso gran cantidad de gente, cuando, a su vuelta, llegaron a la orilla del

arrojando del ducado de Pulla y de Calabria a Guillermo, de la misma familia, y ocupando después a Sicilia,
proclamó hacia el año de mil ciento treinta estas provincias feudos de la Iglesia, tomando el título de rey de las dos
Sicilias, una a la parte de allá y otra a la de acá del Taro; no desdeñando los Pontífices fomentar por ambición y
utilidad propia otras usurpaciones y violencias.
»Aumentando cada vez más su poder con estas concesiones (como la codicia humana no tiene limites),
comenzaron los Pontífices a privar de aquel reino a algunos reyes contumaces a sus mandatos y a dárselo a otros;
por cuyo procedimiento recayó en Enrique, hijo de Federico Barbarroja, y en Federico II, hijo de Enrique, los tres
sucesivamente Emperadores romanos.
»Pero llegando a ser Federico acérrimo perseguidor de la Iglesia, y apareciendo en su época los partidos de
güelfos y gibelinos, de uno de los cuales era cabeza el Pontífice y del otro el Emperador, el Papa, muerto Federico,
concedió la investidura de aquel reino a Carlos, conde de Anjou y de Provenza, de quien repetida mención hemos
hecho, con censo de seis mil onzas de oro anualmente y con condición de que en lo sucesivo, ninguno de estos
reyes pudiera aceptar el imperio romano. Esta condición se ha especificado siempre, desde entonces, en la
investidura, porque el reino de la isla de Sicilia, ocupado por el rey de Aragón, se negó a los pocos años al pago del
censo y al reconocimiento del feudo de obediencia a la Iglesia.
»Dice la fama, aunque no sea cosa tan cierta como las precedentes, que, mucho antes, la condesa Matilde,
princesa muy poderosa en Italia, donó a la Iglesia aquella parte de Toscana que confina de un lado con el torrente de
Pescia y el castillo de San Quirico, en el condado de Siena, y del otro con el mar de abajo y el río Tíber, llamado
hoy Patrimonio de San Pedro; y añaden otros que la misma condesa donó a la Iglesia la ciudad de Ferrara. No es
esto cierto, pero eslo aún menos lo que ha escrito alguno de que Autperto, Rey de los longobardos, estando su reino
floreciente, donó al pontificado la parte de los Alpes de Liguria, comprendiendo a Génova y todo el territorio
genovés hasta los confines de Provenza, y que Luitprando, rey de la misma nación, le dio la Sabina, comarca
inmediata a Roma, Narni y Ancona, con algunas otras tierras.
»Variando así las cosas, cambiaron de igual modo las relaciones de los Pontífices con los Emperadores; porque,
siendo aquéllos desde el principio y por largo tiempo perseguidos y después librados de este peligro por la
conversión de Constantino, vivieron en paz, pero atento sólo a las cosas espirituales. Casi completamente súbditos
de los Emperadores durante muchos años, estuvieron después larguísimo tiempo en humilde estado y sin relaciones
algunas con el imperio, por la dominación de los longobardos en Italia.
»Constituido por donaciones del rey de Francia el poder temporal, estuvieron los Pontífices íntimamente unidos
con los Emperadores y dependiendo voluntariamente de la autoridad de éstos, mientras la dignidad imperial
continuó en los sucesores de Carlo Magno, por el recuerdo de los beneficios dados y recibidos y por el respeto a la
grandeza imperial. Declinando ésta después, los Pontífices, no sólo se apartaron de la amistad con el imperio, sino
que empezaron a defender que la dignidad pontificia tenía, no la obligación de recibir, sino el derecho de dar leyes
al imperio; y siendo para los Pontífices la cosa más aborrecible volver a la antigua sujeción y que se intentara
reconocer en Roma o en otra parte los anteriores derechos del imperio (como algunos Emperadores, o por su mayor
poder o por ánimo más elevado, procuraban conseguirlo), se oponían abiertamente con las armas a las pretensiones
del Imperio, acompañados de aquellos tiranos que, con nombre de príncipes, y de aquellas ciudades que,
reconquistada su libertad, no reconocían ya la autoridad del Imperio.
»De aquí nació que los Pontífices, atribuyéndose cada vez más, aplicando el terror de las armas espirituales a las
cosas temporales e interpretando que, como Vicarios de Cristo en la tierra, eran superiores a los Emperadores,
correspondiéndoles en muchos casos el cuidado de los Estados terrenales, privaban algunas veces a los
Emperadores de la dignidad imperial, excitando a los electores a que eligieran otro en remplazo del destituido, y por
su parte los Emperadores, o elegían o procuraban que fuesen elegidos nuevos Pontífices.
»Estos conflictos produjeron (habiendo decaído mucho el poder de la Iglesia, no sólo por la permanencia de la
corte romana durante setenta años en la ciudad de Aviñón, sino también por el cisma que, a la vuelta de los
Pontífices, ocurrió en Italia) en las ciudades dependientes de la Iglesia, y especialmente en las de la Romaña, que
muchos ciudadanos poderosos ejercieran en su propia patria la tiranía, y los Pontífices o perseguían a estos tiranos,
194

río del Tigliavento, para caminar más libres, reservando la parte que juzgaron podrían llevar
consigo, mataron cruelísimamente todos los demás. No procediendo tampoco con prosperidad las
cosas en Grecia, Antonio Grimano, capitán general de la armada que los venecianos tenían al
opósito de la del Turco, acusado de que no había usado de la ocasión de vencer a los enemigos que
salían del puerto de la Sapienza y otra vez, en la boca del golfo de Lepanto; dándole sucesor, fue
citado para Venecia y sometido el conocimiento al Senado, en el cual se trató muchos meses su
causa con gran expectación de todos, defendiéndole por una parte su autoridad y grandeza, por la
otra persiguiéndole los que le acusaban con muchos argumentos y testimonios; pero finalmente,
juzgándose que había de prevalecer su causa o por su autoridad y gran número de parientes, o
porque en aquel consejo, en que intervienen muchos hombres prudentes, no se considerasen tanto

o, cuando no tenían poder para vencerlos, les concedían en feudo lo que tiranizaban, o protegiendo un rival del
tirano, le investían de la dignidad gubernativa.
»Así empezaron a tener señores especiales las ciudades de la Romaña, con el título la mayoría de ellos de
Vicarios eclesiásticos. Así Ferrara, cuyo gobierno dio el Pontífice a Azzo de Este, fue concedida después con título
de Vicariato y elevada con el trascurso del tiempo aquella familia a los más altos honores. De esta suerte Bolonia,
ocupada por Juan Visconti, arzobispo de Milán, la obtuvo después del Pontífice, a título de Vicariato; y por la
misma razón, en muchas comarcas de la Marca de Ancona, del patrimonio de San Pedro y de la Umbría, llamada
ahora el Ducado, aparecieron, o contra la voluntad o con el consentimiento casi forzado de los Pontífices, muchos
señores particulares.
»Estas variaciones ocurrieron de igual modo en Lombardía a las ciudades del imperio. Sucedió a veces, que,
según la variedad de los casos, los Vicarios de la Romana y de otras comarcas de la Iglesia, desconociendo
abiertamente la soberanía del Pontífice, reconocíanse en feudo de los Emperadores y en otras ocasiones reconocían
el feudo de los Papas los que ocupaban en Lombardía, Milán, Mantua y otras ciudades imperiales.
»En estos tiempos Roma, aunque bajo el dominio nominal de la Iglesia, se gobernaba por sí misma, y aunque al
principio de la vuelta de Aviñón a Italia fueron los Pontífices reconocidos como señores, sin embargo los romanos,
creada después la magistratura de los Banderesi, restablecieron sus antiguas costumbres; por lo cual, reteniendo los
Pontífices poquísima autoridad, comenzaron a no habitar en Roma. Empobrecidos los romanos y trabajados por
graves desórdenes a causa de la ausencia de la corte pontificia y aproximándose el año mil cuatrocientos en que
esperaban que el Pontífice fuese a Roma, donde habría, por el Jubileo, grandísimo concurso de toda la cristiandad,
suplicaron con humildísimos ruegos al papa Bonifacio que volviese; ofreciendo suprimir la magistratura de los
Banderesi y someterse por completo a su soberanía. Con estas condiciones volvió a Roma, atentos los romanos a la
ganancia que tendrían aquel año, y se hizo dueño absoluto de la ciudad, fortificando y poniendo guarnición en el
castillo de Sant’Angelo. Los sucesores de Bonifacio, hasta Eugenio, aunque tropezaron con no pocas dificultades,
lograron afirmar completamente la dominación pontificia, y en lo sucesivo, sin protesta alguna, señorearon los
Pontífices a su arbitrio aquella ciudad.
»Con tales fundamentos y tales medios adquirieron el poder temporal, y perdiendo poco a poco la memoria de la
salud del alma y de los preceptos divinos, por atender con preferencia a la grandeza terrenal, usando la autoridad
espiritual como instrumento y medio para ejercer la temporal, comenzaron a parecer muy pronto, más bien
príncipes seculares que Pontífices.
»Sus cuidados y negocios no eran ya la santidad de la vida, ni el progreso de la religión, ni el ejercicio de la
caridad con el prójimo, sino los ejércitos y la guerra contra cristianos, ejerciendo los actos religiosos con
pensamientos y manos ensangrentadas; la acumulación de tesoros, nuevas leyes, nuevas artes, nuevas insidias para
recaudar por todas partes dinero; empleando para este objeto, sin consideración alguna, las armas espirituales,
vendiendo para este fin, sin reparo, las cosas sagradas y profanas.
»A las riquezas aglomeradas en toda la Corte siguieron la pompa, el lujo, las costumbres deshonestas y
libidinosas y los placeres abominables; sin cuidarse de los sucesores, ni de la majestad perpetua del Pontificado,
sino de la adquisición de inmoderadas riquezas, de principados, de reinos para hijos, sobrinos y parientes; no
distribuyendo las dignidades y los emolumentos entre los hombres beneméritos y virtuosos, sino casi siempre
vendiéndolos al mejor postor o repartiéndolos entre personas propicias a la ambición, a la avaricia o a las pasiones
voluptuosas.
»Por tales causas, perdida por completo en el corazón de los hombres la reverencia a los Pontífices, sostiénese
en parte su autoridad, por el nombre y la majestad poderosísima y eficacísima de la religión, y la ayuda no poco la
facultad que tienen de obsequiar a los grandes príncipes y a los que son poderosos con ellos con dignidades y otras
concesiones eclesiásticas. Sabiendo, pues, el respeto que inspiran a los hombres y que si algún potentado toma las
armas contra ellos le resulta grave infamia y oposición de otros príncipes y, en todo evento, escasa ganancia;
vencedores, usan de la victoria a su arbitrio, y vencidos alcanzan las condiciones que desean; y estimulándoles la
codicia de elevar a los suyos de la posición modesta a los principados, han sido desde hace largo tiempo,
195

los rumores públicos y las calumnias no bien probadas, cuanto se desease entender maduramente la
verdad de la materia, remitió el conocimiento de esta causa el magistrado de los abogados del
Común al juicio del Consejo mayor donde, o cesando los favores o teniendo más lugar la ligereza
de la multitud, que la madurez senatorial, fue al fin del año siguiente desterrado para siempre a la
isla de Ossaro.
Tuvo movimientos tan grandes el año 1499, pero no fue menos vario y memorable el de 1500,
famoso también por la remisión plenaria del jubileo instituido desde el principio por los Papas para
que se celebrase cada cien años, según el ejemplo del Testamento viejo, no para deleite o por pompa
(como se solían hacer en Roma los juegos seculares), sino para bien de las almas, porque en él,
según la piadosa fe del pueblo cristiano, se borran llanamente todos los pecados de aquellos que,
reconociendo con verdadera penitencia los yerros que han cometido, visitan las iglesias que están
dedicadas en Roma a los príncipes de los Apóstoles. Después se instituyó que se celebrase cada
cincuenta años, y a lo último se redujo a veinticinco. Pero, por la memoria de su primer origen, se
celebra con mucha mayor frecuencia a los cien años que a los otros tiempos.
Al principio de este año ganó el Valentino sin resistencia la ciudad de Forli, porque la señora
que la defendía, enviando a sus hijos y la hacienda más importante a Florencia, y desamparando
todo lo demás que no podía sustentar, se redujo solamente a defender la ciudadela y el castillo de
Forli, proveyéndolos muy copiosamente de gente y de artillería y entrando en la ciudadela. Siendo
de ánimo varonil y feroz procuraba, con mucha gloria suya, defenderla; pero habiendo el Valentino
intentado en vano disponerla a que se rindiese, comenzando a batir con gran número de artillería la
muralla de la ciudadela y derribando gran parte de ella, la cual, cayendo detrás del terraplén llenaba
una gran parte de la profundidad del foso, ofrecía fácil subida a los enemigos, por lo cual los
defensores, perdidos de ánimo, desamparándola, procuraron retirarse al castillo donde también se
retiró aquella señora, habiendo hecho primero todo esfuerzo para detenerlos en la defensa.
Habiendo habido por el miedo gran alboroto y confusión en la entrada, llegaron los soldados del
Valentino e hicieron pedazos a casi todos, y habiendo entrado mezclados con ellos con la misma
furia en el castillo, lo tomaron y mataron a todos los que lo defendían, excepto algunos pocos de los
primeros que se habían retirado con la señora a una torre, los cuales, juntamente con ella, quedaron
presos. Considerando el Valentino que había tenido esta mujer mayor valor que su sexo pedía, la
envió presa a Roma y allí la pusieron en el castillo de Sant’Angelo, si bien poco después alcanzó la
libertad, por intercesión de Ibo de Allegri.
Habiendo tomado el Valentino a Imola y Forli pasaba a la ocupación de los otros lugares, pero
interrumpiéronle nuevos accidentes que sobrevinieron de improviso, porque el Rey, después que en
lo que había ganado había dado la orden que le pareció más a propósito, dejando allí suficiente
guarda, habiendo prorrogado la tregua con el Rey de Romanos hasta el mes de Mayo siguiente,
incluyendo también en ella al ducado de Milán y todo lo que tenía en Italia, se volvió a Francia,
donde llevó el hijo pequeño de Juan Galeazzo, entregándosele su madre imprudentemente, y le hizo
entrar en religión. Dejó por gobernador general en el ducado de Milán a Juan Jacobo Tribulcio, en
quien confiaba sumamente por su valor y sus méritos y por la enemistad que tenía con Luis Sforza.
Mas no quedaba muy fiel la disposición en los pueblos de aquel Estado, parte porque desagradaba a
muchos los modos y costumbres de los franceses, y parte porque no habían hallado en el Rey la
liberalidad que esperaban, ni alcanzado la exención de todos los tributos, como se había persuadido
imprudentemente la multitud. Era de gran importancia, que a toda la facción gibelina (muy
poderosa en la ciudad de Milán y en los otros lugares) fuese de gran pesadumbre que se diera el
gobierno a Juan Jacobo, cabeza de la facción güelfa, el cual acrecentaba mucho esta mala
disposición porque era de natural banderizo, de ánimo inquieto y soberbio, y favorecía con la
autoridad del magistrado a los de su facción mucho más de aquello que convenía. Demás de esto,
apartó mucho de sí los ánimos de la plebe por haber muerto con su mano en la plaza de la
Carnicería algunos carniceros que, rehusando con la misma temeridad que los otros plebeyos pagar

repetidísimas veces instrumento de provocación de guerras y desórdenes en Italia.»


196

los tributos de que no estaban libres, se oponían con las armas a los ministros que estaban señalados
para la cobranza de las rentas. Por estas razones deseaba la vuelta de Luis la mayor parte de la
nobleza y toda la plebe que, por su natural, estaba deseosísima de novedades y había ya apellidado
su nombre con palabras y voces públicas.
Llegó Luis Sforza a la presencia del Emperador juntamente con el cardenal Ascanio y, siendo
acogidos y vistos con grande humanidad, habían hallado en él piadoso afecto y gran desplacer de
sus trabajos, prometiendo cada hora moverse en persona con poderosas fuerzas para la recuperación
de su Estado, porque había compuesto de todo punto la guerra con los suizos. Pero descubríanse
cada día más vanas estas esperanzas por la variedad de su condición y por estar acostumbrado a
confundir sus conceptos mal fundados unos con otros; y oprimido de sus necesidades
acostumbradas, no cesaba jamás de pedirles dinero, por lo cual Luis y Ascanio, no confiando más
en sus ayudas y siendo solicitados continuamente por muchos gentiles hombres de Milán, se
resolvieron a hacer la empresa por sí mismos, tomando a sueldo ocho mil suizos y quinientos
hombres de armas borgoñones.
Llegando este movimiento a noticia del Tribulcio, dio luego al Senado veneciano que
arrimase su gente al río Adda, y significó a Ibo de Allegri que era necesario que, apartándose del
Valentino, volviese con gran presteza a Milán con la gente de armas francesas y con los suizos, y
para reprimir el primer ímpetu de los enemigos, envió una parte de la gente a Como, pues la
sospecha que tenía del pueblo milanés no le dejaba volver todas las fuerzas a aquella parte.
Pudo más la solicitud de los hermanos Sforzas que toda la diligencia de los otros, porque sin
esperar toda la gente que habían tomado a sueldo, sino dando orden que le siguiesen
consecutivamente, pasaron los montes con suma presteza, y embarcándose en las barcas que había
en el lago de Como, se arrimaron a aquella ciudad, la cual los recibió luego, retirándose los
franceses por haber conocido la disposición de sus moradores. Sabida en Milán la pérdida de Como,
causó tal sublevación en el pueblo, y casi en todos los principales de la facción gibelina, que ya no
se abstenían de alborotarse; de manera que, no viendo el Tribulcio remedio alguno para las cosas
del Rey, se entró con gran presteza en el castillo, y la noche siguiente, unido con la gente de armas
que se había retirado al barrio que está contiguo al castillo, se fue hacia Novara, siguiéndole los
pueblos con grande alboroto hasta el río del Tesino, cuando se retiraba. Dejando cuatrocientas
lanzas en Novara, se detuvo en Mortara con las otras, pensando más él y los capitanes en recuperar
el Ducado, viniendo nuevo socorro de Francia, que en defenderle.
Entró en Milán, después de la ida de los franceses, primero el cardenal Ascanio y después
Luis, habiéndole recuperado, excepto el castillo, con la misma facilidad que le había perdido, y
mostrándose mayor deseo y alegría en el pueblo milanés en su vuelta de la que había mostrado en
su partida. Habiendo esta misma disposición en los otros pueblos, aclamaron sin dilación el nombre
de Luis las ciudades de Pavía y Parma, y hubieran hecho lo mismo Lodi y Plasencia si la gente
veneciana, que había venido primero al río Adda, no hubiera entrado súbitamente en ellas.
Alejandría y los otros lugares de la otra parte del Po no hicieron alguna mudanza por estar muy
apartados de Milán y más cercanos a Asti, ciudad del Rey; esperando aconsejarse más
maduramente, según el suceso de las cosas.
Recuperado Milán no perdió Luis tiempo alguno en tomar a su sueldo gran cantidad de
infantería italiana y todos los hombres de armas que pudo, ni en animar con ruegos, con ofertas, y
con varias esperanzas a todos aquellos de quien esperaba que le ayudarían en tan gran necesidad,
por lo cual envió al cardenal de San Severino a que significase al emperador el principio próspero
que había tenido, suplicándole que le enviase gente y artillería; y deseando no tener por enemigo al
Senado veneciano, ordenó al cardenal Ascanio que enviase luego a Venecia al obispo de Cremona a
ofrecer que estaba dispuesta la voluntad de su hermano para aceptar cualquier condición que
supiese deseaban; pero fue en vano, porque el Senado determinó no apartarse de la confederación
que tenían con el Rey. Rehusaron los genoveses, aunque rogados insistentemente por Luis Sforza,
volver debajo de su dominio, ni los florentinos quisieron oír su demanda de la restitución del dinero
197

que habían recibido prestado de él. Sólo el marqués de Mantua envió en su ayuda a su hermano, con
cierta cantidad de gente de armas, y concurrieron los señores de la Mirandola, de Carpi y de
Correggio, y los sieneses le enviaron alguna cantidad pequeña de dinero; ayudas casi tan dignas de
despreciar en tan grandes peligros, como asimismo fueron de poca consideración las de Felipe
Rosso y de los Vermineschi, que, aunque sus padres habían sido despojados por él de su antiguo
dominio (los Rosso de San Secondo, de Torchiara y de otros muchos castillos del Parmesano y los
Vermineschi de la ciudad de Bobio y de otros lugares circunvecinos en la montaña de Piacenza, con
todo eso, yéndose Felipe sin licencia del servicio de los venecianos, fue a recuperar sus villas, y
habiéndolo conseguido, se junto con el ejército de Luis, y lo mismo hicieron los de Verme, para
volver a ganar su gracia con esta ocasión ambos.
Pero habiendo recogido Luis, demás de los caballos borgoñones, mil y quinientos hombres de
armas, y juntado con los suizos mucha infantería italiana, dejando al cardenal Ascanio en el asedio
del castillo, pasando el Tesino y ganando por concierto la villa y fortaleza de Vigebene, sitió a
Novara, eligiendo antes esta empresa, que intentar la expugnación de Mortara, porque se habían
fortificado mucho los franceses en aquel lugar, o porque creía que pertenecía más a la reputación y
fin de la guerra la conquista de Novara, ciudad célebre y muy abundante; pues si lo recuperaba,
obligaría la falta de las vituallas a los franceses que estaban en Mortara a desampararle, e impediría
que viniese a Novara Ibo de Allegri, que había vuelto de la Romaña. Porque, habiendo tenido avisos
del Tribulcio mientras iba con el duque Valentino a la empresa de Pésaro, partió luego con toda la
caballería y con los suizos, y extendiendo cerca de Parma la rebelión de Milán, siguió con grande
presteza el camino, concertando que no ofendería a los parmesanos y placentinos como ellos no se
opusiesen a su pasaje. Llegado a Tortona e incitado de los güelfos de aquella ciudad, que tenían
ardiente deseo de vengarse de los gibelinos (los cuales, vueltos a la devoción de Luis, los habían
echado), entró dentro y la saqueó toda; quejándose los güelfos y pidiéndole en vano la palabra que
les había diciendo que siendo fidelísimos y servidores del Rey, los trataba como a crueles enemigos
suyos. De Tortona se detuvo en Alejandría, porque los suizos que habían venido con él, obligados, o
de la falta de paga, o de otro engaño, se pasaron al ejército del duque de Milán, el cual, hallándose
más poderoso que los enemigos, aceleraba con gran cuidado el batir a Novara con la artillería para
ganarla antes que los franceses estuviesen poderosos para oponérsele en la campaña, porque
esperaban socorro del Rey; lo cual le sucedió felizmente, porque los franceses que estaban en
Novara, perdida la esperanza de defenderse, concertaron entregarle la ciudad, dándoles él su palabra
de que se podrían ir libres con toda su ropa. Guardándola firmemente, los hizo acompañar hasta
Verceli, aunque por importar mucho para la victoria la muerte de aquella gente, fuese aconsejado de
muchos que la quebrantase, alegando que si era lícito, según la autoridad y los ejemplos de los
hombres grandes, violar la palabra por conquistar algún Estado, lo debía ser mucho más el
quebrantarla por conservarle. Ganada la ciudad de Novara se detuvo en la expugnación de la
fortaleza, y se creyó que, si fuera hacia Mortara, se hubiera retirado la gente francesa del otro lado
del Po, por no estar muy conformes el Tribulcio y Ligni.
Mientras atendía Luis con solicitud a estas cosas, no había sido menor la diligencia y solicitud
del Rey, el cual, cuando supo la rebelión de Milán, encendido de enojo y de vergüenza, envió luego
a Italia a La Tremouille con setecientas lanzas, y encargó tomar a sueldo gran cantidad de suizos; y
porque se dispusiesen con mayor brevedad las cosas necesarias, señaló al cardenal de Rohán para
lugarteniente de esta parte de los montes, y le hizo pasar luego a Asti, de manera que, despachadas
estas cosas con gran presteza, se hallaron al principio de Abril juntas en Italia mil quinientas lanzas,
diez mil infantes suizos y seis mil vasallos del Rey, gobernados por La Tremouille, el Tribulcio y
Ligni, y junta toda esta gente en Mortara se arrimaron a Novara, confiando no menos en el engaño
que en las fuerzas, porque los capitanes suizos que estaban con Luis, aunque en la expugnación de
Novara habían mostrado fe y valor, se habían concertado con ellos secretamente, por medio de los
capitanes suizos que estaban en el ejército francés. Comenzando a tener sospecha de esto Luis por
algunas conjeturas, solicitaba que se juntasen con él cuatrocientos caballos y ocho mil infantes que
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se ponían en orden en Milán. Comenzaron a alborotarse en Novara los suizos, instigados por los
capitanes, tomando por ocasión que el día que estaba señalado para la paga, no se contaba el dinero,
pero acudiendo luego el Duque al alboroto con benignas palabras y con tales ruegos que causaban
mucha compasión, dándoles también toda su plata, les hizo estar con paciencia esperando que
viniese de Milán el dinero; mas temiendo sus capitanes que si se juntaba con el Duque la gente que
se prevenía en Milán, se impedía el poner en ejecución la traición que estaba trazada, hicieron que
el ejército francés, puesto en arma, se arrimase delante de la muralla de Novara, cercando una gran
parte de ella y enviando algunos caballos entre la ciudad y el Tesino para quitar al Duque y a los
demás la libertad de irse a Milán, el cual, teniendo cada hora mayor sospecha de su mal, quiso salir
de Novara con el ejército para pelear con los enemigos, habiendo enviado ya fuera los caballos
ligeros y los borgoñones para comenzar la batalla.
Contradijéronle este intento descubiertamente los capitanes suizos, alegando que, sin licencia
de sus señores, no querían venir a las manos con sus parientes y con sus propios hermanos y con los
otros de su nación, con los cuales, juntándose un poco después como si fuesen de un mismo
ejército, dijeron que se querían ir luego a sus casas; y no pudiendo el Duque, ni con lágrimas, ni con
ruegos, ni con infinitas promesas doblar su bárbara traición, se puso en sus manos con gran eficacia,
pidiéndoles que, por lo menos, le llevasen a lugar seguro, mas porque estaban concertados con los
capitanes franceses el irse y no llevarle consigo, habiéndole negado lo que pedía convinieron en que
se mezclase entre ellos en hábito de uno de sus infantes, para estar a la fortuna de salvarse, si no
fuese conocido. Aceptó esta condición por última necesidad, pero no fue bastante para su bien,
porque caminando ellos en orden por medio del ejército francés, fue conocido por el cuidado que
pusieron los que tenían esto a su cuenta, o enseñado por los mismos suizos mientras, mezclado en el
escuadrón, caminaba a pie vestido y armado como suizo, y luego fue preso; espectáculo tan
miserable que conmovió las lágrimas hasta de muchos enemigos. Fueron presos, demás de él,
Galeazzo de San Severino, el Fracassa y Antonio María sus hermanos, que iban mezclados con el
mismo traje entre los suizos, y los soldados italianos desvalijados y presos, parte en Novara, y parte
huyendo hacia el Tesino, dejando los franceses ir libremente la caballería borgoñona y la infantería
tudesca, por no irritar aquellas naciones.
Preso el Duque y desbaratado el ejército, no habiendo ya ningún estorbo, y lleno todo de fuga
y de miedo, el cardenal Ascanio que había enviado ya la gente recogida en Milán hacia el ejército,
oyendo tan gran ruina, se fue luego de Milán a buscar lugar seguro, siguiéndole muchos de la
nobleza gibelina que, por haberse descubierto grandemente en favor de Luis, desconfiaban de
alcanzar perdón de los franceses. Pero estaba destinado que, en los trabajos de los hermanos se
mezclase, con la mala fortuna, el engaño, porque deteniéndose la noche siguiente por descansar
algo del trabajo que había recibido con caminar tan aprisa, en Rivolta, en el Piacentino, castillo de
Conrado Lando, gentilhombre de aquella ciudad, su deudo y muy amigo, mudando éste el ánimo
con la fortuna, envió luego a llamar a Piacenza a Carlos Orsini y Sonzino Benzone, soldados de de
los venecianos, se lo entregó y junto con él a Hermes Sforza, hermano del duque muerto Juan
Galeazzo, y una parte de los gentiles-hombres que habían venido con él, porque los otros, con más
provechoso consejo, no queriendo detenerse allí la noche, habían pasado más adelante. Fue llevado
Ascanio luego a Venecia, pero juzgando el Rey que, para la seguridad del Estado de Milán, era muy
conveniente tenerle en su poder, pidió sin dilación alguna al Senado veneciano que se lo entregase,
y usó también de protestas y amenazas, por haberle visto estar suspenso, alegando que le pertenecía
por haber sido preso en país sujeto a su persona. Aunque pareció esta petición muy cruel e indigna
del nombre veneciano, con todo eso, por huir de la furia de sus armas, convino en ello y juntamente
le entregó todos los milaneses que habían sido presos con él. Demás de esto, habiéndose detenido
en los lugares de la Ghiaradada Bautista Visconti y otros nobles milaneses que huyeron de Milán
por la misma ocasión, y habiendo alcanzado salvoconducto para poder estar seguros, con expreso
nombramiento de los franceses, fueron forzados los venecianos, por el mismo miedo, a entregarlos
199

al Rey: ¡Tanto más pudo en este tiempo en el Senado veneciano el miedo de las armas francesas,
que el respeto de la dignidad de la República!
Viéndose la ciudad de Milán desamparada de toda esperanza, envió luego embajadores al
cardenal de Rohán a pedirle perdón, el cual la recibió en su gracia y perdonó su rebelión en nombre
del Rey, si bien obligándola a pagar trescientos mil ducados; aunque el Rey les perdonó después la
mayor parte de ellos. Con el mismo ejemplo perdonó Rohán las otras ciudades que se habían
rebelado y las compuso a dinero, según su posibilidad y calidad. Acabada así con felicidad la
empresa y licenciada la gente, los infantes de los cuatro cantones suizos que están más vecinos que
los otros a la villa de Bellinzone, que está situada en las montañas, al volver a su casa, la ocuparon
por sorpresa. Hubiera podido el Rey desde el principio alcanzar de ellos este lugar por pequeña
cantidad, pero como muchas veces perdía ocasiones de cosas grandes por ahorrar poco dinero,
rehusando hacerlo, sucedieron después tiempos y accidentes que muchas veces, de muy buena gana,
se hubiera librado de ellos pagando gran cantidad, porque es paso muy importante para prohibir a
los suizos la bajada al Estado de Milán.
Fue Luis Sforza llevado a Lyon, donde entonces estaba el Rey, y metiéronle en aquella ciudad
a mediodía, concurriendo gran multitud a ver un príncipe, poco antes de tanta grandeza y majestad,
envidiado de muchos por su gran suerte, ahora caído a tan gran miseria. No alcanzando gracia
(como deseaba grandemente) de llegar a la presencia del Rey, después de dos días, fue llevado a la
torre de Loches, donde estuvo cerca de diez años preso, hasta el fin de su vida; encerrándose en una
cárcel angosta los pensamientos y la ambición de aquel que antes apenas cabía en los términos de
toda Italia. Príncipe en verdad excelentísimo, de elocuencia, de ingenio y de muchos ornamentos
del ánimo y de naturaleza y digno de alcanzar nombre de manso y de clemente, si no hubiera
manchado esta alabanza la infamia de la muerte de su sobrino; pero, por otra parte, de ingenio vario,
lleno de pensamientos inquietos y ambiciosos, despreciador de sus promesas y de su palabra y tan
presumido de que sabía mucho, que, recibiendo gran pesadumbre de que se celebrase la prudencia y
el consejo de los otros, se persuadía que, con su industria y mañas, podía volver a la parte que le
pareciese los conceptos de todos. Siguióle poco después el cardenal Ascanio, el cual, siendo
recibido con más cortesía y honra y visitado benignamente por el cardenal de Rohán, fue enviado a
más honrada cárcel, porque le metieron en la torre de Bourges, que en tiempos pasados había sido
prisión dos años del mismo Rey que ahora le prendía. ¡Tan varia y miserable es la suerte humana y
tan incierto a cada uno cuales hayan de ser en los venideros tiempos los prósperos estados y fines!

FIN DEL LIBRO IV.


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LIBRO QUINTO

Sumario
Batiendo los florentinos gallardamente a la ciudad de Pisa, se entregaron los pisanos de
común consentimiento al rey de Francia; pero Beaumont, que era general de los florentinos, no los
quiso aceptar con las condiciones que le ofrecieron, y si lo hubiera hecho, pudiera suceder de Pisa
lo que después de Arezzo en el tiempo de Imbalt cuando se rebeló contra los florentinos, si bien
volvieron a recuperar esta ciudad muy fácilmente.-Siguiendo en este medio el duque Valentino la
empresa contra los Vicarios de la Romaña, se extendió hasta Piombino, y sirviéndose de la artillería
del duque de Urbino contra él, le echó de su Estado. Pero haciéndose sospechosa su grandeza a
muchos señores que, por el ejemplo de los otros, temían lo que les tocaba, se rebelaron. Mas
después con grande artificio del Papa y del Valentino, habiéndose hecho amigos suyos y soldados
(después que por su medio volvió a ganar el Estado de Urbino que había perdido en la dicha
rebelión) les hizo estrangular en Sinigaglia. Rompióse en este ínterin la guerra entre España y
Francia por las pretensiones que tenían todos sobre el reino de Nápoles, ganado de compañía a
Fadrique de Aragón, el cual se redujo a estar en Francia. Fue el origen de esta guerra ocasionado por
la división de los confines del dicho reino, en donde Gonzalo, llamado el Gran Capitán, hizo muy
honrados progresos, y durante esta guerra sucedió el desafío entre trece franceses y otros tantos
italianos en defensa de la honra de la nación, del cual quedaron victoriosos los italianos, y
sucedieron también muchas rotas de franceses, que fueron la de Terranova, la de Seminara, y la de
Cerinola.

Capítulo I
Los franceses van contra Pisa en auxilio de los florentinos.—Asedio de esta ciudad.—Los
pisanos ofrecen ser súbditos del rey de Francia.—Hechos del duque de Valentino en la Romaña.—
Sitia a Faenza.—El Papa Alejandro nombra por dinero doce cardenales y esparce el Jubileo.

Habíase aumentado de tal manera la ambición y osadía del rey de Francia por la victoria tan
grande y próspera del ducado de Milán, que hubiera fácilmente acometido el reino de Nápoles el
mismo verano, de no detenerle el miedo de los movimientos de los tudescos; porque si bien el año
antes había alcanzado la tregua de Maximiliano, incluyendo en ella el Estado de Milán, con todo
eso, considerando mejor aquel Rey cuánto se disminuía la majestad del imperio por la enajenación
de un feudo tal, y especialmente la ofensa que le causaba el haber dejado despojar a Luis Sforza,
casi debajo de su protección, y de las esperanzas que le había dado, y de tanto dinero como había
recibido de él, no había querido oír ni a los embajadores del rey de Francia, ni a los de los
venecianos, como de dueños que ocupaban la jurisdicción imperial. Encendido últimamente mucho
más por la miserable suerte de los hermanos Sforza, teniendo presente en el ánimo las emulaciones
antiguas y la memoria de las injurias que en diversos tiempos le habían hecho a él y a sus
predecesores los reyes de Francia y la República de Venecia, juntaba muchas dietas para irritar a los
Electores y a los otros príncipes tudescos a que resistiesen con las armas tan gran injuria, hecha no
menos a la nación germana, de quien era propia la dignidad imperial, que a su misma persona, y
mostraba el peligro de que el rey de Francia, presumiendo cada día más por la gran paciencia de los
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príncipes del Imperio y ensoberbecido por el gran favor de la fortuna, enderezase su ánimo a
procurar por algún modo indirecto que volviese la corona imperial a los reyes de Francia, como
otras veces lo había estado, para lo cual tendría el consentimiento del Papa, parte por necesidad,
pues no podía resistir a su poder, y parte por el deseo que tenía de la grandeza de su hijo.
Dieron ocasión estas cosas a que, incierto el Rey del fin que habían de tener estas pláticas,
difiriese para otro tiempo los pensamientos de la guerra de Nápoles; por lo cual, no estando ocupada
su gente en otra empresa, vino (aunque no sin mucha dificultad y duda) en conceder la gente que le
habían pedido los florentinos para la recuperación de Pisa y de Pietrasanta, porque los pisanos
hacían grande instancia en contrario, y juntamente con ellos los genoveses, sieneses y luqueses,
ofreciendo pagar de presente al Rey cien mil ducados, en caso que Pisa, Pietrasanta y
Montepulciano quedasen libres de las molestias de los florentinos, y añadir cincuenta mil ducados
cada año perpetuamente si conseguían por su autoridad los pisanos las fortalezas del puerto de
Liorna y toda la comarca de Pisa, a lo cual parecía que estaba bien inclinado el Rey por la codicia
del dinero. Con todo eso (como acostumbraba a hacer en las cosas graves), remitió esta
determinación al cardenal de Rohán que estaba en Milán, con el cual intercedían por los pisanos,
además de los sobredichos, Juan Jacobo Tribulcio y Juan Luis del Fiesco, deseosos ambos de
hacerse señores de Pisa, ofreciendo pagar al Rey porque lo permitiese gran cantidad de dinero, y
mostrándole que era necesario para su seguridad tener flacos a los florentinos y a los otros
potentados de Italia, pues tenía la ocasión para ello.
Pudo más con el Cardenal el respeto de la palabra del Rey y los merecimientos frescos de los
florentinos que habían ayudado al Rey prontamente en la recuperación del Estado de Milán,
convirtiendo, a su petición, en pagas de dinero la gente que en tal caso estaban obligados a darle,
por lo cual se determinó que se diesen a los florentinos para la recuperación de Pisa (y con promesa
del Cardenal que, al pasar, les restituirían a Pietrasanta y a Mutrone) seiscientas lanzas pagadas por
el Rey y, a costa de ellos, cinco mil suizos, gobernados por el bailío de Dijon, cierto número de
gascones y toda la artillería y municiones necesarias para aquella empresa, y se les unieron, contra
la voluntad del Rey y de los florentinos, según su costumbre, otros dos mil suizos. Señaló por
capitán de esta gente a Beaumont, al cual habían pedido los florentinos, porque, por haberles
restituido a Liorna con presteza, confiaban mucho en él (no considerando que si bien en el capitán
del ejército es necesaria la fe, también lo es la autoridad y la práctica en las cosas militares), aunque
el Rey, con más sano y provechoso consejo, les había señalado a Allegri, capitán muy práctico en la
guerra, y a quien obedecería con más prontitud el ejército por ser de sangre más noble y de mayor
reputación.
Comenzaron a descubrir presto las molestias y dificultades que traen los socorros franceses,
porque habiendo comenzado a correr la paga de la infantería a 1.° de Mayo, se detuvieron todo
aquel mes en Lombardía por los propios intereses del Rey, que deseaba, con la ocasión del tránsito
de este ejército, sacar dinero del marqués de Mantua y de los señores de Carpi, de Corregio y de la
Mirandola, en pena de las ayudas que habían dado a Luis Sforza; de manera que, comenzando a
estar los florentinos sospechosos de esta tardanza, y demás de esto, pareciéndoles que se daba a los
pisanos mucho tiempo para recuperarse y prevenirse, tuvieron inclinación a abandonar la empresa;
pero dejando perder de mala gana tal ocasión, dieron la segunda paga, esperando que no tardara el
auxilio. Finalmente, habiéndose convenido los señores de Carpi, de la Mirandolạ y de Corregio, por
los cuales intercedía el duque de Ferrara, en pagar veinte mil ducados, y no pudiendo perder tiempo
para forzar al marqués de Mantua, el cual se fortificaba por una parte y por otra, alegando que no
tenía substancia para pagar el dinero, y por medio de embajadores al Rey le suplicaba que le
perdonase, fueron a sitiar a Montechiarucoli, castillo de los Torelli en el Parmesano (los cuales
habían ayudado a Luis Sforza,) no tanto movidos del deseo de castigarles, cuanto por amenazar a
Juan Bentivoglio con arrimarse a Bolonia, por los favores que asimismo había dado a Luis Sforza,
quien para huir los peligros, se compuso con pagar cuarenta mil ducados, admitiéndole el Rey de
nuevo en su protección, juntamente con la ciudad de Bolonia, pero con expresa limitación de no
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causar perjuicio a los derechos que tenía allí la Iglesia. Concertada Bolonia y tomado por fuerza
Montechiarucoli, volvió la gente atrás a pasar el Apenino por el camino de Pontremoli, y entrando
en la Lunigiana, teniendo más respeto a sus apetitos y comodidades que a lo más honesto, quitaron,
a instancia de los Fregosos a Alberigo Malespina, recomendado por los florentinos, el castillo de
Massa y los otros lugares suyos, y pasando más adelante, entregaron los luqueses a Beaumont
(aunque reclamando el vulgo, y habiendo entre ellos mismos graves alborotos) a Pietrasanta, en
nombre del Rey, el cual dejando la guarda ordinaria en las fortalezas, no quitó de la villa sus
oficiales, porque el cardenal de Rohán, despreciando en esto las promesas que había hecho a los
florentinos, y por haber recibido de los luqueses cierta cantidad de dinero, los había recibido en la
protección del Rey, concertando que tuviese el Rey a Pietrasanta en depósito hasta que hubiese
declarado a quién pertenecía de derecho.
En este tiempo, los pisanos, obstinados en su defensa, habían alcanzado del Vitellozzo (con
quien estaban muy unidos por la enemistad común con los florentinos) algunos ingenieros para
aderezar sus fortificaciones, en que trabajaban popularmente los hombres y las mujeres; mas con
todo eso, no dejando de entretener a los florentinos con sus artificios acostumbrados, habían, en el
Consejo de todo el pueblo, sujetado la ciudad al Rey, de lo cual enviaron escrituras auténticas, no
sólo a Beaumont, sino a Felipe de Ravesten, gobernador del Rey en Génova, que temerariamente la
aceptó en nombre del Rey. Habiendo Beaumont enviado a Pisa un rey de armas a pedir que le
entregasen la tierra, le respondieron que no tenían otro deseo mayor que vivir vasallos del rey de
Francia, por lo cual estaban muy dispuestos a hacerlo como prometiese que no los pondría debajo
del dominio de los florentinos14, procurando con las lágrimas de las mujeres y con toda clase de
artificios hacer impresión en el rey de armas de que habían de ser observantísimos y devotísimos de
la corona de Francia, de la cual habían recibido la libertad.
Pero Beaumont, habiendo despedido a los embajadores pisanos que habían venido a su
persona con la misma oferta, sitió el penúltimo día de Junio aquella ciudad por entre la puerta de las
playas y la Calcesana, que está enfrente del cantón llamado el Barbagianni, y habiéndole batido la
misma noche con gran furia, y continuando la batería hasta la mayor parte del día siguiente,
derribaron, por ser muy buena su artillería, sesenta brazas de muralla. Cuando cesó de tirar
acometió luego la caballería e infantería, mezclada sin orden ni disciplina, a dar el asalto, no
habiendo pensado de qué manera habían de pasar un foso profundo que habían hecho los pisanos
entre la muralla batida y el reparo que se había hecho adentro, de manera que, al descubrirle,
espantados de su anchura y profundidad, gastaron lo restante del día, más como quien miraba la
dificultad que como quien asaltaba la muralla.
Después de este día se disminuyó siempre la esperanza de la victoria, parte porque habían los
franceses (por la calidad de los reparos y por la obstinación de los defensores) perdido el ánimo, y
parte porque por los artificios e industrias de que usaron los sitiados, se renovó la antigua
inclinación que aquella nación tenía a los pisanos; de manera que, comenzando a hablar y a
domesticarse con los de adentro, que continuaban en la misma oferta de entregarse al Rey, con tal
de no volver debajo del yugo de los florentinos, y entrando y saliendo muchos de ellos en Pisa
seguramente, como en lugar de amigos, defendían con todo el campo y con los mismos capitanes la
causa de los pisanos; animándolos asimismo muchos de ellos a que se defendiesen; a lo cual dieron
también mucho ánimo, demás de los franceses, Francisco Tribulcio, lugar-teniente de la compañía
de Juan Jacobo, y Galeazzo Palavicino, que en su compañía estaba en el ejército francés. Entró en
Pisa con la ocasión de estos desórdenes por la parte del mar, permitiéndolo los de afuera, Tarlatino,
de Ciudad del Castillo, juntamente con algunos soldados experimentados en la guerra, enviado por
14 Este es el ejemplo de que se sirve el Mac. en el capítulo 38 del segundo libro para mostrar que las repúblicas flacas
toman malas resoluciones, y no se saben determinar; aunque dice el Mac. que se entregaron los pisanos al rey de
Francia con condición que no les pusiese debajo del dominio florentino antes de pasar cuatro meses, y que los
florentinos no quisieron aceptar esta condición, por desconfiar de la palabra del Rey, lo cual calla aquí el autor.
También en este mismo libro está el ejemplo de la rebelión y restitución de Arezzo, hecha por Imbalt, capitán
francés, que la restituyó en nombre del Rey, del cual se sirve él mismo en el propio libro.
203

Vitellozzo en ayuda de los pisanos, hombre entonces no conocido, pero que después, hecho capitán
de ellos, perseveró hasta lo último en la defensa de aquella ciudad con mucha alabanza.
Sucedieron en estas cosas comunes muchos desórdenes, así en la infantería como en la
caballería, porque, deseando tener ocasión para levantarse de la empresa, comenzaron a saquear las
vituallas que se traían al ejército y, no bastando la autoridad del capitán para remediar estos
desórdenes, se multiplicaron cada día, tanto que, finalmente, la infantería gascona se fue del ejército
con gran alboroto; cuyo ejemplo siguieron todos los otros, y, al partirse, algunos infantes tudescos
que habían ido de Roma por orden del Rey, prendieron a Lucas de Albici, comisario florentino,
alegando que otra vez, estando al servicio de los florentinos en Liorna, no habían sido pagados.
Fuéronse luego los suizos y toda la infantería, pero la gente de armas se detuvo cerca de Pisa,
donde, habiendo estado pocos días, sin esperar a saber la voluntad del Rey, volvió a Lombardía,
dejando en graves desórdenes las cosas de los florentinos, porque, para poder atender a las pagas de
los suizos y de los gascones, habían licenciado toda su infantería. Conociendo esta ocasión los
pisanos, fueron a sitiar a Librafatta, la cual tomaron fácilmente, no menos por la imprudencia de los
enemigos que por sus fuerzas propias; porque dando el asalto y habiendo concurrido donde se
peleaba toda la infantería que había dentro, algunos de los de afuera subieron con las escalas al
lugar más alto de la fortaleza, que no estaba guardada, y espantados de esto los infantes, se
rindieron. Después sitiando con presteza el bastión de la Ventura, mientras daban el asalto los
infantes, o por vileza o por engaño de San Brandano, condestable de los florentinos, de nación
luqués, que estaba dentro, se rindieron. La toma de estos lugares fue muy provechosa a los pisanos,
porque quedaron desembarazados y libres de la parte de hacia Luca.
Turbó este suceso de las cosas de Pisa el ánimo del Rey más de lo que se puede juzgar,
conociendo cuán disminuida quedaba la reputación de su ejército, y no pudiendo sufrir que a las
armas francesas, que habían corrido por toda Italia con tan gran espanto de todos, hubiese hecho
resistencia una ciudad defendida sólo por su pueblo propio y donde no había capitán alguno famoso
de guerra. Y como muchas veces hacen los hombres en las cosas que le son de disgusto, procuraba
creer, engañándose a sí mismo, que el no haber hecho los florentinos las provisiones que debían de
vituallas, de gastadores y de municiones (como afirmaban los suyos para descargo propio), había
sido causa de que no hubiesen alcanzado la victoria, y que le había faltado al ejército todo, si no es
el valor; quejándose, demás de esto, de que de haberle hecho instancia imprudentemente los
florentinos para que enviase la gente gobernada antes por Beaumont que por Allegri, habían
procedido muchos desórdenes.
Por otra parte, deseando restaurar la estimación perdida, envió a Corcú, su camarero, a
Florencia, no tanto para informarse si eran ciertas las cosas que habían referido los capitanes,
cuanto para pedir a los florentinos que, no perdiendo la esperanza de tener en lo venidero mejor
éxito, viniesen en que su gente de armas volviera a alojarse en el término de Pisa, para tener el
invierno venidero bloqueada continuamente aquella ciudad, con intención de volver a expugnarla en
comenzando la primavera con ejército poderoso y más en orden de capitanes y de obediencia.
Desecharon los florentinos esta respuesta, desesperados de poder alcanzar mejores sucesos con las
armas de los franceses, por lo cual quedaron continuamente peores sus condiciones, porque,
publicándose que el Rey estaba apartado de ellos, comenzaron los geno. veses, sieneses y luqueses a
ayudar descubiertamente a los pisanos con gente y con dinero, y a tomar ánimo cualquiera que
deseaba ofenderles. Crecían asimismo en Florencia las divisiones de los ciudadanos, de manera que,
no sólo no eran bastantes para recuperar lo que se había perdido, pero ni tampoco ponían orden en
las cosas de su dominio, porque, habiéndose puesto en arma en Pistoya los partidos Panciático y
Cancelliero, y habiendo entre ellos en la ciudad y su distrito grandes incendios y muertes casi a
manera de guerra ordenada y con ayudas forasteras, no hacían provisión alguna, con gran ignominia
de la República.
Procedían en este tiempo con prosperidad las cosas de César Borgia, porque si bien el Rey,
mal satisfecho del Papa, porque no le había ayudado en la recuperación del ducado de Milán, había
204

tardado en darle ayuda para proseguir la empresa comenzada contra los Vicarios de la Romaña, con
todo eso, le indujo, finalmente, a otro parecer el deseo de conservarse amigo del Papa por el miedo
que tenía a los movimientos de Alemania, no hallando ningún medio de paz con el Emperador y
mucho más por la autoridad del cardenal de Rohán que pretendía alcanzar de legacía del reino de
Francia. Prometió, pues, el Papa al Rey que le ayudaría con la gente y la persona de su hijo cuando
quisiese hacer la empresa del reino de Nápoles, y concedió al cardenal de Rohán por año y medio la
legacía del reino de Francia; concesión que, por ser mucha cosa y porque distraía (aunque no se
comprendiese en ella la Bretaña) muchos negocios y ganancias de la corte de Roma, fue tenida por
cosa muy grande. Por otra parte envió el Rey en su ayuda trescientas lanzas y dos mil infantes
debajo del gobierno de Allegri, significando a todos que tendría por injuria propia si alguno se
opusiese a la empresa del Papa.
Con esta reputación y con las fuerzas propias, que eran setecientos hombres de armas y seis
mil infantes, entrando el Valentino en la Romaña tomó sin resistencia alguna las ciudades de Pésaro
y de Rímini, huyendo sus señores, y después volvió hacia Faenza, que no estaba defendida por otros
que de su pueblo mis. mo, porque no sólo Juan Bentivoglio, abuelo materno de Astorre, muchacho
pequeño, se abstenía de darle ayuda, por no irritar las armas del Papa y de su hijo y por orden que
tenía del Rey (y los florentinos y el duque de Ferrara por la misma ocasión hacían lo mismo), sino
también los venecianos, obligados a su defensa, les advirtieron, porque así se lo había pedido el
Rey, que habían renunciado la protección en que les tenían, como asimismo lo hicieron antes, por la
misma causa, con Pandolfo Malatesta, señor de Rímini. También, por mayor declaración de estar
bien afectos a las cosas del Papa, hicieron en este mismo tiempo gentilhombre veneciano al duque
Valentino, demostración que solía hacer aquella República, o por reconocimiento de beneficios
recibidos, o por señal de amistad estrecha. Había tomado el Valentino a su sueldo a Dionisio de
Naldo de Bersighella, hombre de gran prestigio en Valdilamona, por cuyo medio ocupó sin
dificultad la villa de Bersighella y casi todo el valle, y, habiendo expugnado el castillo viejo,
alcanzó el nuevo por acuerdo del castellano y esperó entrar en el castillo de Faenza por trato que
tenía el mismo Dionisio con el castellano de aquella ciudad, hombre del mismo valle y que había
gobernado mucho tiempo el Estado de Astorre.
Mas descubriéndose el trato, fue preso por los faentinos, los cuales, no desmayando por verse
desamparados de todos ni por la pérdida tan importante del valle, habían determinado correr todo
riesgo por conservarse en la sujeción de la familia de los Manfredos, de la cual habían sido
señoreados muchos años, y por esto atendieron con gran solicitud a la fortificación del lugar. No
pudiendo el Valentino apartarlos de esta disposición con promesas ni con amenazas, puso su ejército
cerca de las murallas de la ciudad entre los ríos de Lamona y del Marzano y plantó la artillería por
la parte de hacia Forli, que, aunque está cercada de muralla, se llama vulgarmente el Burgo, donde
los de Faenza habían hecho una gallarda fortificación. Habiendo batido lo que bastaba,
principalmente la puerta, que está entre el Burgo y la ciudad, dio el asalto el quinto día; pero,
defendiéndose con gran valor los de adentro, volvió los suyas a los alojamientos con mucho daño,
quedando muerto Onorio Savello. Tampoco estuvieron quietos los demás días, siendo batido
continuamente el ejército por la artillería de adentro, y aunque la gente del lugar tenía muy corto
número de soldados forasteros, salían muy a menudo a escaramuzar muy ferozmente.
Pero oponíasele sobre todas las cosas, aunque no había pasado el mes de Noviembre, el rigor
del tiempo, que era mucho más áspero de lo que solía ser en aquella sazón, porque había grandes
nieves y fríos intolerables que casi de continuo impedían los ejercicios militares, y se alojaban al
sereno, habiendo los de Faenza, antes que se arrimase el ejército a las murallas, abrasado todas las
casas y cortado todos los árboles que había cerca de la ciudad. Obligado por estas dificultades el
Valentino, alzando el sitio al décimo día, distribuyó la gente en sus alojamientos por los lugares
vecinos, con sumo dolor de que, teniendo demás de las fuerzas francesas un ejército florido de
capitanes y soldados italianos porque estaban en él Paulo y Julio Orsini, Vitellozzo y Juan Paulo
Baglione con mucha gente escogida, y de que, habiéndose prometido, en sus mal medidos
205

conceptos, que ni los mares ni los montes le habían de resistir, le obscureciese la fama de los
principios de su milicia un pueblo que había vivido en larga paz y que, en aquel tiempo, no tenía
otra cabeza que un muchacho; jurando con gran eficacia y muchos suspiros que lo más presto que
diese lugar la sazón del tiempo volvería a la misma empresa, con ánimo determinado de morir o
vencer.
En este tiempo Alejandro, su padre (para que todas las obras propias correspondiesen a un
mismo fin), había el mismo año creado con gran infamia doce cardenales, no de los más
beneméritos, sino de los que le ofrecieron mayor precio; y por no omitir ninguna especie de
granjería, esparció por toda Italia y por las provincias forasteras el Jubileo que se celebra en Roma
con gran concurso, particularmente de las naciones ultramontanas, dando facultad de ganarle a
cualquiera que, no yendo a Roma, diese alguna cantidad de dinero, que, junto con lo demás que por
cualquier modo podía sacar de los tesoros espirituales y del dominio temporal de la Iglesia, enviaba
al Valentino, el cual, habiéndose detenido en Forli, disponía lo necesario para la expugnación en el
año siguiente, y no era menor la prontitud con que atendían los de Faenza a la fortificación de la
ciudad.

Capítulo II
Tregua entre Maximiliano y el rey de Francia.―Convenio entre los reyes de Francia y
España para repartirse el reino de Nápoles.―El duque Valentino toma a Faenza.―Le concede el
Papa el título de duque de Romaña.―Marcha hacia Florencia.―Pedro de Médicis en
Loiano.―Convenio entre los florentinos y el duque Valentino.―Movimientos del ejército francés
para la conquista del reino de Nápoles.―Gonzalo de Córdoba en Sicilia.―Los franceses saquean
a Padua.―Fadrique de Aragón sale de Nápoles y se retira a Francia.―Gonzalo de Córdoba
retiene prisionero al duque de Calabria, a pasar de haber jurado darle libertad.

Estas cosas se hicieron en el año 1500, pero mucho mayores se ordenaban por el rey de
Francia para el de 1501, y con propósito de estar más libre para ellas había procurado siempre hacer
paz con el Rey de Romanos, por la cual, demás de alcanzar la investidura del ducado de Milán, le
fuese lícito acometer el reino de Nápoles; valiéndose para estas negociaciones del Archiduque, su
hijo, que estaba inclinado a la paz, porque sus pueblos, por no impedir el comercio de las
mercancías, guerreaban de mala gana los franceses, y porque el Rey, que no tenía hijos varones,
proponía dar a su hija Claudia por mujer a Carlos, hijo del Archiduque, y en dote, cuando fuesen de
edad hábil para consumar el matrimonio (porque ambos eran menores de tres años), el ducado de
Milán. Por su intercesión, no pudiéndose resolver tan presto muchas dificultades que intervenían en
la plática de la paz, alcanzó treguas de Maximiliano por algunos meses en el principio del año 1501,
dándole cierta cantidad de dinero por alcanzarla, en la cual no se hizo mención alguna del rey de
Nápoles, aunque Maximiliano, habiendo recibido de él cuarenta mil ducados y obligación de
pagarle cuando fuese menester quince mil ducados cada mes, le hubiese prometido no hacer ningún
acuerdo sin incluirle en él, y romper la guerra, si fuese necesario, para distraer fuerzas francesas en
el Estado de Milán.
Quedando por entonces seguro el rey de Francia de los movimientos de Alemania, y
esperando alcanzar dentro de muy poco tiempo, por medio del mismo Archiduque, la investidura y
la paz, volvió todos sus pensamientos a la empresa del reino de Nápoles. Temiendo se le opusiesen
a ella los reyes de España, juntándose, por miedo de su grandeza, con los venecianos y quizá con el
Papa, renovó con ellos las pláticas que se habían comenzado en tiempo del rey Carlos, de la
división de aquel reino; pues asimismo pretendía Fernando, rey de España, que tenía derecho a él,
porque si bien Alfonso, rey de Aragón, le había conquistado por derechos separados de la Corona de
206

Aragón, y por esto, como cosa propia, dispuso de él en favor de Fernando, su hijo natural; con todo
eso, había habido hasta entonces en Juan, si hermano, que le sucedió en el reino de Aragón, y en
Fernando, hijo de Juan, mucha queja de que, habiéndole conquistado Alfonso con las armas y
dinero del reino de Aragón, pertenecía legítimamente a aquella Corona. Había encubierto Fernando
esta queja con astucia y paciencia española, no sólo no dejando de usar con Fernando, rey de
Nápoles, y después con los otros que le sucedieron, los oficios debidos entre parientes, sino también
aumentándolos con vínculos de nueva afinidad, porque dio por mujer a Fernando de Nápoles a
Juana, su hermana, y convino después en que Juana, hija de aquélla, se casase con Fernando el
mozo; pero no había conseguido por esto que su codicia dejase de ser notoria mucho tiempo antes a
los reyes de Nápoles.
Concurriendo, pues, en Fernando y en el rey de Francia la misma inclinación, el uno por
quitarse los embarazos y dificultades y el otro por ganar parte de aquello que había deseado mucho
tiempo, porque no se descubría ocasión para conseguirlo todo, se concertaron para acometer a un
mismo tiempo al reino de Nápoles y que se dividiese entre ellos en esta forma: que al rey de Francia
le tocase la ciudad de Nápoles con toda la Tierra de Labor y la provincia de los Abruzzos, y a
Fernando las provincias de Pulla y de Calabria; que cada uno conquistase por sí mismo su parte, no
estando el otro obligado a ayudarle, sino sólo a no impedirle; y sobre todo concertaron que esta
concordia se tuviese en gran secreto hasta que el ejército que el rey de Francia enviase a aquella
empresa hubiese llegado a Roma, y a este tiempo, los embajadores de ambos, alegando que este
concierto se había hecho por beneficio de la cristiandad y para ir contra infieles, pidiesen de
conformidad al Papa que concediese la investidura según la división que habían asentado entre
ellos, dándosela a Fernando debajo de título de duque de Pulla y de Calabria, y al rey de Francia, no
ya del de Sicilia, sino del de rey de Jerusalén y de Nápoles. Había tenido una vez este título de rey
de Jerusalén Federico II, emperador romano y rey de Nápoles, por dote de su mujer, hija de Juan,
rey de Jerusalén, que en el nombre, mas no en el efecto, se había usado continuamente por los reyes
que le sucedieron, aunque en un mismo tiempo se lo habían adjudicado por diversas razones, no
menos codiciosamente, los reyes de Chipre, de la familia Lusigniana. ¡Tan codiciosos son los
príncipes en abrazar colores con que puedan molestar con aparente justicia, aunque muchas veces
injustamente, los Estados que tienen otros!
Hecho este convenio entre los dos Reyes, comenzó el de Francia descubiertamente a disponer
el ejército, y mientras se preparaba, se había arrimado el Valentino en los primeros días del año, de
noche y con gran cantidad de escalas, al burgo de Faenza, y teniendo en él, según se creía,
inteligencia, había intentado tomarlo. Mas no esperando nada del engaño, tomó pocos días después
a Russi y los otros lugares de aquella comarca, y últimamente se volvió allí con el ejército al
principio de la primavera. Poniéndose enfrente de la fortaleza y batiendo por aquella parte la
muralla, hizo dar asalto a la gente francesa y española que estaba a su sueldo, mezclada toda; pero
habiéndose presentado con desorden, se volvió sin hacer algún fruto. Pasados tres días, hizo dar otro
con las fuerzas de todo el ejército, y el primer acometimiento tocó a Vitellozo y a los Orsini, que,
escogiendo la flor de sus soldados, acometieron con gran valor y con grande orden, adelantándose
tanto, que tal vez tuvieron esperanza de ganar la victoria; pero no era menos el valor de los de
adentro, y gallardos los reparos que habían hecho; de manera que, hallándose los que asaltaban con
un gran foso delante de sí, siendo batidos por el costado por mucha artillería, fueron obligados a
retirarse, y de ellos quedó muerto allí Fernando Farnese y muchos hombres de calidad y número
grande de heridos. Pero con todo eso, habiendo recibido los de Faenza gran daño en este asalto,
comenzaron a considerar de tal manera la dificultad con que podrían sustentarse contra tan gran
ejército, desamparados de todos, y con cuánto daño y malas condiciones vendrían a entregarse en
las manos del vencedor, o expugnados por fuerza, o por la última necesidad, que, entibiado tanto
ardimiento, y entrando en su lugar el miedo, se rindieron pocos días después al Valentino, libres las
haciendas y las personas, y concertada la libertad de Astorre, su señor, y que le fuese lícito irse
donde quisiese; quedándole libre la renta de sus propias posesiones, lo cual observó fielmente el
207

Valentino en cuanto a la gente de Faenza; mas en cuanto a Astorre, que era menor de diez y ocho
años y de muy buen talle, cediendo la edad y la inocencia a la bellaquería y crueldad del vencedor,
le detuvo cerca de su persona con honrosas demostraciones debajo de color que quedase en su
Corte; pero poco después fue llevado a Roma, y habiéndose cebado primero en él (según se dijo) la
deshonestidad de alguno, fue muerto secretamente, junto con su hermano natural.
Habiendo ganado el Valentino a Faenza, se movió hacia Bolonia, teniendo intención, no sólo
de ocupar aquella ciudad, sino de molestar después a los florentinos, que estaban en gran
declinación por haberse aumentado nuevas ocasiones al enojo primero del Rey; siendo así que
fatigados de los grandes gastos que habían hecho y que continuamente estaban necesitados a hacer
por la guerra de los pisanos y por la sospecha que tenían de las fuerzas del Papa y del Valentino, no
pagaban al Rey, aunque hacía grande instancia, el resto del dinero que antes les prestó el duque de
Milán, ni el que pretendía que le tocaba por cuenta de los suizos que había enviado contra Pisa;
porque habiéndose negado los florentinos a dar una paga (según lo que habían concertado en Milán
con el cardenal de Rohán) para volverse a su patria, por haberse ido, a muchos infantes que habían
acabado de servir el sueldo que recibieron, el Rey, por conservar en su amistad aquella nación, lo
había pagado de su hacienda propia, y lo pedía con palabras muy ásperas, no admitiendo excusa
alguna de su poco poder. Dificultaba más el remedio que se había de poner en estas cosas la
discordia civil nacida de los desórdenes del gobierno popular, en el cual, no habiendo alguno que
tuviese cuidado firme de las materias, y muchos ciudadanos principales sospechosos, o como
amigos de los Médicis, o como deseosos de otra forma de gobierno, se regían más con confusión
que con consejo; por lo cual, no despachando las demandas del Rey, antes dejando pasar sin efecto
las dilaciones alcanzadas de él, le habían encendido en gravísima indignación, y así les pedía,
demás de esto, que se dispusiesen a darle el dinero y las ayudas que le habían prometido para la
empresa del reino de Nápoles; porque si bien, según los conciertos, no se debían, hasta haber
recuperado a Pisa, se debía tener por recuperada en cuanto a él, pues había procedido por culpa de
ellos no ganarla; cuya instancia hacía movido de la codicia del dinero, que amaba mucho
naturalmente, o del enojo de que, en los plazos que les había concedido, no le habían pagado, o por
haberse persuadido de que, por los desórdenes del gobierno y por los muchos amigos que tenían allí
los Médicis, no podían hacer algún fundamento en aquella ciudad en sus necesidades.
Y por reducirlos con la aspereza y rigor a aquello que con la autoridad no había podido, usaba
públicamente malos términos con los embajadores que tenía cerca de su persona, afirmando que no
estaba obligado ya a su protección, porque, habiendo faltado ellos en cumplir la capitulación hecha
en Milán, pues no le habían pagado a los tiempos prometidos el dinero que habían concertado en
ella, no estaba obligado a guardársela; por lo cual, habiendo ido a su Corte, por instigación del
Papa, Julián de Médicis, a suplicarle en su nombre y de sus hermanos que los volviese a su patria,
prometiéndole gran cantidad de dinero, le oyó muy agradablemente, tratando con ellos
continuamente sobre su vuelta; y por esto el Valentino, habiendo tomado ánimo de estas cosas y
provocado por Vitellozzo y por los Orsini, soldados suyos muy enemigos de los florentinos, aquél
por la injuria de la muerte de su hermano, y éstos por la unión que tenían con los Médicis, había
enviado primero en ayuda de los pisanos a Liberotto de Fermo con cien caballos ligeros,
determinando molestarles después de la conquista de Faenza, aunque no habían recibido ofensas de
ellos ni su padre ni él, sino gracias y comodidades, pues, a su petición, habían renunciado la
protección de los Estados de los Riarios, a que estaban obligados, y convenido en que fuesen
continuamente a su ejército vituallas del dominio florentino.
Partido, pues, de la Romaña con esta determinación, declarado ya duque de Romaña por el
Papa, después de la conquista de Faenza, con aprobación del Consistorio y alcanzada la investidura,
entró con el ejército en la comarca de Bolonia con grandísima esperanza de ocuparla; pero el mismo
día que se alojó en Castel San Pietro, lugar situado casi en los confines entre Imola y Bolonia,
recibió orden del rey de Francia para no proceder a ocupar a Bolonia ni a echar de ella a Juan
Bentivoglio, porque alegaba que estaba obligado a la protección de la ciudad y a la suya, y que
208

aquella excepción, expresada al aceptar la protección, de no perjudicar los derechos de la Iglesia, se


debía entender de aquellos derechos y preeminencias que entonces poseía allí la Iglesia; porque
entendiéndose indistintamente y contra el tenor de las palabras, como pretendía el Papa, hubiera
sido para los boloñeses y para los Bentivoglios cosa vana y de ningún momento recibirlos en su
protección; por lo cual, el Valentino, depuesta por entonces la esperanza que había concebido, con
gran queja del Papa y suya, concertó con el Bentivoglio, por medio de Paulo Orsini, que le
concediese paso y vituallas por el Boloñés; que le pagase cada año nueve mil ducados; que le
sirviese con cierto número de hombres de armas y de infantes para ir a la Toscana, y le dejase la
villa de Castel Boloñese, que está entre Imola y Faenza, en jurisdicción de Bolonia, que él dio a
Paulo Orsini.
Hecho este acuerdo, el Bentivoglio, o por sospecha que tenía por sí mismo, o porque, según
fue fama, el Valentino, para ponerle en más odio con aquella ciudad, le había revelado que había
sido invitado a arrimarse a Bolonia por la familia de los Mariscotti, familia poderosa de parientes y
amigos, y que por esto, o por su insolencia, le era muy sospechosa, hizo matar los que de ellos
estaban en Bolonia, usando por ministros de esta crueldad, juntamente con Hermes, su hijo, muchos
mozos nobles, para que, con la memoria de haber manchado las manos en la sangre de los
Mariscotti, estuviesen obligados a desear la conservación de su Estado, por haber quedado
enemigos de aquella familia.
No siguió más adelante al Valentino la gente francesa, porque esperaba juntarse con el ejército
del Rey, el cual iba a la empresa de Nápoles, gobernado por Obigni, en número de dos mil lanzas y
diez mil infantes. El Valentino se enderezó por el Boloñés hacia el dominio florentino con
setecientos hombres de armas y cinco mil infantes de gente muy escogida, y demás de éstos, con
cien hombres de armas y dos mil infantes que le dio el Bentivoglio, gobernados por su hijo el
protonotario, y habiendo enviado a pedir a los florentinos paso y vituallas por su dominio, se
adelantó sin esperar la respuesta, dando benignas palabras a los embajadores que le habían enviado
los florentinos hasta que hubo pasado el Apenino. Mas en llegando a Barberino, mudando la
benignidad en aspereza, pidió que hiciesen confederación con él; que lo condujesen con el número
de gente de armas y con las calidades que convenían a su dignidad, y que, mudando el gobierno
presente, constituyesen otro en que pudiera hacer confianza. Tomaba ánimo para estas demandas,
no tanto por su poder (pues no tenía consigo gran ejército ni artillería con que batir los lugares)
cuanto por las malas calidades de los florentinos, teniendo poca gente de armas y no otra infantería
que los paisanos diariamente a sus órdenes.
En Florencia había miedo, sospecha y gran desunión, por estar con el Valentino Vitellozzo y
los Orsini, y porque, por su orden, se había detenido Pedro de Médicis en Loiano, en el Boloñés, y
el pueblo estaba lleno de recelo de que los ciudadanos poderosos hubiesen procurado su venida para
ordenar un gobierno a su satisfacción. No tenía el Valentino deseo de volver a meter en Florencia a
Pedro de Médicis, porque no juzgaba que sería a su propósito la grandeza de los Orsini y de
Vitellozzo, con quien se sabía que se juntaría Pedro en volviendo a su patria. He oído, demás de
esto, a hombres de gran crédito que tenía fija en su ánimo la memoria de un enojo antiguo que había
concebido contra él, cuando, siendo su padre arzobispo de Pamplona, antes de llegar al pontificado,
estudiaba las leyes canónicas en el estudio de Pisa, porque habiendo ido a Florencia a hablarle sobre
un caso criminal de un amigo suyo, después que hubo esperado en vano muchas horas su audiencia,
se había vuelto a Pisa sin haberle hablado, por estar ocupado o en negocios o en pasatiempos;
teniéndose por despreciado y muy injuriado de esto. Con todo eso, por complacer a los Vitelli y a
los Orsini, fingía otra cosa, y mucho más por acrecentar el terror y la desunión de los florentinos,
mediante la cual esperaba, o alcanzar mejores condiciones de ellos, o poder tener ocasión de ocupar
alguna villa importante de aquel dominio.
Pero reconociendo ya que su mal modo de proceder era molesto al rey de Francia, al llegar a
Carpi, seis millas de Florencia, se concertó con ellos en esta forma: que entre la república de
Florencia y él hubiese confederación para la defensa de los Estados, siendo prohibido al uno el
209

ayudar a los rebeldes del otro y señaladamente el Valentino a los pisanos; que perdonasen los
florentinos todos los delitos cometidos por cualquiera persona a causa de haberse acercado él a
dicha ciudad, y que no se le opusiesen en defensa del señor de Piombino, el cual estaba debajo de su
protección; que le recibiesen a su sueldo por tres años con trescientos hombres de armas y con
sueldo de treinta y seis mil ducados cada año, obligándose a enviar aquéllos en ayuda de los
florentinos cada vez que lo hubiesen menester, o para su propia defensa o para ofensa de otros.
Hecho este acuerdo, fue a Siena, caminando jornadas cortas, deteniéndose en los alojamientos
algún día y haciendo daños en el país con incendios y con robos, no menos que si fuera enemigo
declarado. Pedía también, según la costumbre de las pagas que se daban a los hombres de armas, la
cuarta parte del dinero que se debía en un año y que le acomodasen de artillería para llevarla contra
Piombino. Rehusaban los florentinos descubiertamente una de estas demandas, porque no estaban
obligados a ella, y la otra la diferían porque tenían intención de no cumplir las promesas que habían
hecho por fuerza, y esperaban ser libres de esta molestia con la autoridad del rey de Francia, por
avisos que habían recibido de los embajadores que tenían cerca de su persona. No salió vana esta
esperanza, porque al Rey había sido grato que el Valentino les amenazase, mas no que les
acometiese, y, o le fuera enojosa la mudanza del gobierno presente, o si acaso hubiera deseado otra
forma de gobierno en Florencia, le habría agradado que se estableciera por otras fuerzas o con otra
autoridad que la suya; por lo cual, en llegando a su noticia que el Valentino había entrado en el
dominio de Florencia, le ordenó que saliese luego de él y a Obigni (que estaba ya en Lombardía con
el ejército), que en caso que no obedeciese, fuese con todas las fuerzas a hacerle salir; por lo cual el
Valentino, sin llevar la cuarta paga del año, ni la artillería, se enderezó hacia Piombino, y ordenó
que los pisanos, que por medio de Vitellozzo, a quien había enviado a Pisa para traer artillería al
ejército, habían ido a sitiar a Ripomerancia, castillo de los florentinos, levantasen el sitio.
Al entrar en el territorio de Piombino tomó Sughereto, Scarlino y las islas de Elba y de
Pianosa, y dejando suficiente gente en los lugares ocupados para defenderlos y para molestar
continuamente a Piombino, se fue con la demás a tierra de Roma para seguir el ejército del Rey en
la empresa de Nápoles, del cual una parte, gobernada por Obigni, había entrado en la Toscana por el
camino de Castrocaro, y la otra caminaba la misma vuelta por la Lunigiana, siendo el número del
ejército que estaba junto mil lanzas, cuatro mil suizos, seis mil entre infantes franceses y gascones,
y según lo que acostumbraban, gran provisión de artillería. Fue cosa digna de consideración que
aquella parte que vino por la Lunigiana pasó por la ciudad de Pisa amigablemente con muy grande
regocijo, así de los franceses como de los pisanos. Al mismo tiempo partía de Provenza para la
misma empresa la armada marítima gobernada por Ravesten, gobernador de Génova, con tres
carracas genovesas, otras diez y seis naves y muchos bajeles menores cargados de mucha infantería.
Contra estos movimientos (no sabiendo el rey Fadrique que las armas españolas se prevenían
contra él, debajo de color de amistad), solicitaba a Gonzalo de Córdova que viniese a Gaeta (el cual
se había detenido en Sicilia con la armada del rey de España, fingiendo que le quería ayudar),
habiendo puesto en sus manos algunos lugares de Calabria que él había pedido para facilitar más la
conquista por su parte, pero debajo de pretexto que los quería para seguridad de su gente. Esperaba
Fadrique, en juntándose Gonzalo con su ejército, el cual disponía que fuese de setecientos hombres
de armas, seiscientos caballos ligeros y seis mil infantes (parte de esta gente tomada a su sueldo,
parte que los Colonnas tomaron al suyo en Marino), que tendría ejército poderoso para resistir a los
franceses, sin estar obligado a encerrarse en las villas, aunque le faltasen las ayudas que esperaba
del Príncipe de los turcos, a quien había pedido socorro con gran instancia, mostrándole que de la
victoria de este Rey tendría aún mayor peligro que si la hubiera alcanzado el pasado; y para
asegurarse de los engaños, habiéndole acusado al príncipe de Bisignano y al conde de Meleto de
que tenían pláticas ocultas con el conde de Gayazzo, que estaba con el ejército francés, los hizo
prender. Habiendo enviado con estas esperanzas a Fernando, su hijo primogénito (que aún era
muchacho), a Taranto, más para su seguridad, si sucediese algún caso adverso, que por defensa de
aquella ciudad, detúvose con su ejército en San Germán, donde, esperando las ayudas de España, y
210

la gente que le traían los Colonnas, creía que defendería la entrada del reino con más feliz suceso
que lo había hecho Fernando, su sobrino, en la venida de Carlos.
Estaba verdaderamente Italia en este estado de las cosas toda llena de increíble suspensión,
juzgando todos que esta empresa había de ser principio de gravísimas calamidades, porque el
ejército prevenido por el rey de Francia no parecía tan poderoso que pudiese vencer fácilmente las
fuerzas de Fadrique y de Gonzalo, estando juntas, y se juzgaba que, en comenzando a irritarse los
ánimos de reyes tan poderosos, había de continuar la guerra con mayor fuerza cada parte, de lo cual
se podrían levantar fácilmente por toda Italia graves y peligrosos movimientos por las varias
inclinaciones de los otros potentados. Viose que eran vanos estos discursos luego que el ejército
francés estuvo reunido en tierra de Roma, porque entrando juntos en el Consistorio los embajadores
españoles y franceses, notificaron al Papa y a los cardenales la liga y la división hecha entre sus
Reyes para poder atender (como decían) a la expedición contra los enemigos de la religión cristiana,
pidiendo la investidura-según el tenor del concierto que habían hecho, que fue concedida por el
Papa sin dilación; por lo cual, no dudándose ya cuál sería el fin de esta guerra, y convertido el temor
de la gente en suma admiración, vituperaban todos mucho la imprudencia del rey de Francia de que
hubiese querido más que la mitad de aquel reino entrase en poder de los reyes de España, y que
fuese introducido en Italia, donde primero era el solo árbitro en las materias, un rey émulo suyo a
quien pudiesen recurrir todos sus enemigos y malcontentos de él, y unido con el Rey de Romanos
con intereses muy estrechos, que sufrir, que el rey Fadrique quedase señor de todo, debajo de su
protección, y pagándole tributo, como había procurado alcanzar por varios medios.
No era menos vituperada en el concepto universal la integridad y fe de Fernando,
maravillándose todos que por codicia de tener aquella parte del reino se coligase contra un rey de su
sangre, y que, para poder derribarle más fácilmente, le hubiese sustentado siempre con promesas
falsas de que le ayudaría, y oscurecido el esplendor del título de rey católico que pocos años antes
lo habían alcanzado del Papa él y la reina Isabel, y la gloria con que hasta el cielo se había
ensalzado su nombre por haber echado los moros del reino de Granada, no menos por celo de la
religión que de su propio interés. A estas calumnias que se decían de ambos reyes no se respondía
en nombre del de Francia más sino que el poder francés era bastante para poner remedio en todas
las órdenes cuando fuese tiempo. Decíase en nombre de Fernando, que, si bien le había dado
Fadrique ocasión justa para moverse contra él, por saber que mucho antes había tenido pláticas
secretas en su perjuicio con el rey de Francia, no le había movido esto, sino considerar que,
habiendo determinado aquel Rey hacer la empresa del reino de Nápoles de cualquier manera, se
ponía en necesidad de defenderle o de desampararle. El tomar su defensa era principio de incendio
tan grande, que hubiera sido muy dañoso para toda la cristiandad, mayormente hallándose las armas
del Turco tan poderosas por mar y tierra contra los venecianos; el desampararle conocía que era
causa de que quedase en grave peligro su reino de Sicilia y, sin esto, resultaba en notable daño suyo
que el rey de Francia ocupase el reino de Nápoles que le tocaba a él jurídicamente, y que también
podía suceder en él con nuevos derechos en caso que faltase la línea de Fadrique, por lo cual había
elegido, en estas dificultades, el camino de la división, con esperanza de que, por el mal gobierno de
los franceses, le podría llegar su parte en breve tiempo, lo cual, cuando sucediese, o la retendría en
sí o la restituiría a Fadrique o a sus hijos, según le aconsejase el respeto del bien público; pues
siempre le había mirado más que su interés propio. Porque no negaba que casi tenía horror a su
nombre por lo que sabía que, desde antes que el rey de Francia tomase el ducado de Milán, había
tratado con los turcos.
La nueva de la concordia de estos reyes espantó de tal manera a Fadrique, que aunque
Gonzalo (mostrando que no hacía caso de lo que se había publicado en Roma) le prometía con la
misma eficacia ir en su socorro, se apartó de sus primeras determinaciones, y retirado de San
Germán hacia Capua, esperaba la gente que por su orden habían levantado los Colonnas; los cuales,
dejando guardada a Amelia y Roca del Papa, desampararon todo lo demás que tenían en tierra de
Roma, porque el Papa, con voluntad del rey de Francia, había movido las armas para ocupar sus
211

Estados; habiendo en estas dificultades descubierto Gonzalo sus comisiones, al saber que el ejército
había pasado de Roma y enviado a Nápoles seis galeras para sacar las dos reinas viejas, la una
hermana y la otra sobrina de su Rey. Aconsejaba Próspero Colonna a Fadrique que detuviese
aquellas galeras, y juntas todas sus fuerzas se opusiese en campaña a los enemigos, porque, en
intentar la fortuna, quizá podía haber alguna esperanza de victoria, siendo mucho más inciertos que
todas las otras acciones de los hombres los sucesos de las batallas, pero que, de cualquier otra
manera, estuviese certísimo que no tenía ningún poder para resistir a dos reyes tan poderosos que le
acometían por diferentes partes su reino; y juzgando Fadrique que también este consejo era de muy
poca esperanza, determinó reducirse a la guarda de las villas. Mas habiéndose rebelado, antes que
saliese Obigni de Roma, San Germán y otros lugares cercanos, determinó hacer la primer defensa
en la ciudad de Capua, donde metió a Fabricio Colonna con trescientos hombres de armas, algunos
caballos ligeros y tres mil infantes, y con Rinuccio de Marciano, traído nuevamente a su servicio.
En guarda de Nápoles dejó a Próspero Colonna, y él con el resto de la gente se detuvo en Aversa.
Al partir de Roma Obigni hizo quemar, yendo de camino, a Marino Cavi y otros lugares de
los Colonnas, enojado de que Fabricio Colonna hubiese hecho matar en Roma los mensajeros de
algunos barones del reino, secuaces de la parte francesa, que habían ido a tratar con él. Enderezóse
después a Montefortino, donde se pensaba que haría resistencia Julio Colonna; pero habiéndole
desamparado, con poca reputación, pasando más adelante Obigni ocupó todos los lugares cercanos
al camino de Capua, hasta el Vulturno, que no pudiéndose pasar por cerca de Capua, fue con el
ejército a pasarle más arriba hacia la montaña.
Sabiendo esto Fadrique se retiró a Nápoles, desamparando a Aversa, que junto con Nola y
otros muchos lugares se entregaron a los franceses, cuyo esfuerzo se redujo totalmente a los
contornos de Capua, donde pusieron su campo, una parte de él de este lado, y otra de la parte de
arriba, donde comienza a pasar el río por cerca del lugar; y habiéndole batido gallardamente por
cada parte, dieron un muy furioso asalto que, aunque no sucedió prósperamente, antes se retiraron
de la muralla con mucho daño, con todo eso, no habiendo sido sin grave peligro de los de adentro,
comenzaron los ánimos de los capitanes y de los soldados a inclinarse al acuerdo, mayormente
viendo gran alboroto en el pueblo de la ciudad y en la gente del país, que en gran número se había
recogido dentro. Pero habiendo comenzado el octavo día después de puesto el sitio a hablar Fabricio
Colonna y el conde de Gayazzo desde un bastión sobre las condiciones de rendirse, dio ocasión a
que entrasen en la ciudad la mala guarda de los de adentro, como sucede muchas veces, en la
esperanza vecina del acuerdo, los cuales, por la codicia del robar y por el enojo del daño recibido
cuando dieron el asalto, la saquearon toda con muchas muertes, prendiendo los que sobraron a su
crueldad. No fue menor la impiedad bestial que usaron contra las mujeres, porque de toda calidad,
aun las consagradas a la religión, fueron miserable presa de la lujuria y de la avaricia de los
vencedores, muchas de las cuales fueron después vendidas en Roma por precio muy moderado; y se
dice que en Capua algunas, espantándolas menos la muerte que la pérdida de su honra, se echaron
unas en los pozos y otras en el río. Divulgóse, demás de las maldades dignas de eterna infamia, que,
habiéndose recogido en una torre muchas que habían escapado de la primer furia, el duque
Valentino, que con título de lugarteniente del Rey seguía el ejército, sin más gente que con sus
gentiles hombres y sus guardas, las quiso ver todas, y considerándolas con grande atención se quedó
con cuarenta de las más hermosas. Quedaron presos Fabricio Colonna, D. Hugo de Cardona y todos
los otros capitanes y hombres de calidad, entre los cuales Rinuccio de Marciano, que el día que se
dio el asalto fue herido con una flecha de ballesta, y quedando en poder de la gente del Valentino,
vivió solos dos días, no sin sospecha de que le procuraron la muerte.
Con la pérdida de Capua se perdieron todas las esperanzas de poder defender ninguna cosa.
Rindiose sin dilación Gaeta, y habiendo ido Obigni con el ejército a Aversa, desamparando Fadrique
la ciudad de Nápoles (la cual se concertó luego con condición de pagar sesenta mil ducados a los
vencedores), se retiró a Castilnuovo, y pocos días después concertó con Obigni que le entregaría
dentro de seis días todas las villas y fortalezas que estaban por él en la parte que tocaba al rey de
212

Francia, según la división que se había hecho, quedándose solamente con la isla de Ischia por seis
meses; siéndole lícito en este tiempo ir a cualquiera parte que lo pareciese, excepto al reino de
Nápoles, y enviar a Taranto cien hombres de armas; que pudiese sacar cualquier cosa de
Castilnuovo y de Castel del Uovo, excepto la artillería, que quedó allí, del rey Carlos; que se
perdonase a todos por las cosas hechas después que Carlos conquistó el reino de Nápoles; y los
cardenales Colonna y de Aragón gozasen las rentas eclesiásticas que tenían en el reino. Viérose
juntas verdaderamente en la fortaleza de la isla de Ischia, con miserable espectáculo, todas las
desdichas de la descendencia de Fernando el Viejo, porque demás de Fadrique, nuevamente
despojado de un reino tan esclarecido, congojado aún más por la suerte de tantos hijos pequeños y
del mayor, que estaba encerrado en Taranto, que de la suya propia, estaba en el castillo Beatriz, su
hermana, la cual, después de la muerte de Matías, famosísimo rey de Hungría, su marido, tuvo
promesa de casarse con Ladislao, rey de Bohemia, para inducirle a que le ayudara a conseguir aquel
reino, repudiándola ingratamente después que hubo conseguido su deseo, y celebró otro matrimonio
con dispensa del papa Alejandro. Estaba también allí Isabel, que había sido duquesa de Milán, no
menos infeliz que todos los otros, habiendo sido despojada casi a un mismo tiempo de su marido, de
su Estado y de su único hijo.
No se debe dejar de decir una cosa muy grande y tanto más rara cuanto lo es en nuestros
tiempos el amor de los hijos a los padres; es el caso, que habiendo ido a Pozzuolo para ver el
sepulcro de su padre uno de los hijos de Gilberto de Montpensier, conmovido de gran dolor,
después que hubo derramado muchas lágrimas se cayó muerto sobre el mismo sepulcro.
Resuelto Fadrique por el gran odio que tenía al rey de España a acogerse antes a los brazos
del de Francia, le envió a pedir salvo conducto, y obteniéndole, dejando todos los suyos en el
castillo de Ischia, donde también quedaron Próspero y Fabricio Colonna (que, pagando su rescate,
les habían dado libertad los franceses), quedando la isla como estaba primero, debajo del gobierno
del marqués del Basto de la condesa de Francavila, y enviando parte de su gente a la defensa de
Taranto, fue a Francia con cinco galeras sutiles, determinación verdaderamente infeliz, porque, de
estar en lugar libre, hubiera quizá tenido muchas ocasiones para volver a su reino en las guerras que
después nacieron entre los dos reyes; pero escogiendo la vida más quieta y acaso esperando que
sería éste el camino mejor, aceptó el partido del Rey de quedar en Francia, dándole el Rey el ducado
de Anjou y renta que subía cada año de treinta mil ducados. Mandó a los que habían dejado el
gobierno de Ischia que la entregasen al rey de Francia, los cuales, rehusando obedecerle, la tuvieron
mucho tiempo, aunque debajo de las armas de Fadrique.
Había pasado en este mismo tiempo Gonzalo a la Calabria, donde, aunque deseaba más casi
todo el país el dominio francés, no habiendo quien la defendiese, le recibieron voluntariamente
todos los lugares excepto Manfredonia y Taranto, y ganando por asedio a Manfredonia y la
fortaleza, se fue con el ejército a los contornos de Taranto, donde se veía mayor dificultad, mas al
fin la ganó por acuerdo, porque el conde de Potenza, en cuya guarda había dejado su padre al
pequeño duque de Calabria y fray Leonardo, napolitano, caballero de Rodas y gobernador de
Taranto, no viendo esperanza de poderse defender más, concertaron entregarle la ciudad y el castillo
si no fuesen socorridos dentro de cuatro meses, recibiendo de él juramento solemne sobre la hostia
consagrada de dejar libre al duque de Calabria, el cual tenía orden secreta de su padre de irse con él
a Francia cuando no se pudiese resistir más a la fortuna, pero ni el temor de Dios, ni el respeto de la
estimación de los hombres pudo más que el interés del Estado; porque, juzgando Gonzalo que en
algún tiempo podría ser de gran daño el no estar en poder del rey de España su persona,
despreciando el juramento, le negó la licencia de irse, y lo más presto que pudo le envió a España
bien acompañado, donde, acogido benignamente por el Rey, fue tenido cerca de su persona en las
demostraciones exteriores con honras casi reales.
213

Capítulo III
Rindese Piombino al duque Valentino.―Casamiento de Lucrecia Borgia con Alfonso de
Este.―Conferencia del Rey de Romanos y del cardenal de Rohán en Trento.―Muerte de Agustín
Barbarigo, dux de Venecia.—Le sucede Loredano.―Nueva liga de los florentinos con el rey de
Francia.―Emprenden otra vez la guerra contra los pisanos.―Origen de la guerra de españoles y
franceses en Italia.―Rebelión de Arezzo contra los florentinos.―El duque Valentino invade y se
apodera del ducado de Urbino.―Los franceses marchan contra Arezzo.—Vitellozzo entrega Arezzo
a los franceses, que lo restituyen a los florentinos.―Pedro Soderini es elegido por toda su vida
Alférez mayor de la justicia en Florencia.

Procedían en estos mismos tiempos las cosas del Papa con la prosperidad acostumbrada,
porque había ganado con gran facilidad todo el Estado que los Colonnas y Savelli tenían en tierra de
Roma, del cual dio una parte a los Orsini, y continuando el Valentino su empresa contra Piombino,
envió allá a Vitellozzo y a Juan Paulo Baglione con nueva gente, por cuya venida, espantado Jacobo
de Appiano, que era el señor, dejando guardada la fortaleza y la villa, se fue por mar a Francia para
intentar conseguir del Rey que no le dejase perecer por respeto de su propia honra, pues le había
tomado en su protección mucho antes, a lo cual respondió el Rey muy libremente (no cubriendo con
algún artificio su infamia), que había prometido al Papa que no se le opondría, ni lo podía hacer sin
hacerse gran daño a sí mismo. En este ínterin se rindió la villa al Valentino por medio de Pandolfo
Petrucci, y lo mismo hizo pocos días después la fortaleza. Casó el Papa a Lucrecia, su hija, con
Alfonso, hijo primogénito de Hércules de Este, y la dio en dote cien mil ducados en dinero de
contado y muchas dádivas de gran valor. Había sido esta Lucrecia casada tres veces, y entonces era
viuda por la muerte de Gismundo, príncipe de Biselli, hijo natural de Alfonso, rey que fue de
Nápoles, a quien había muerto el duque Valentino. Vinieron en este matrimonio, aunque indigno de
la familia de Este, acostumbrada a hacer nobles casamientos) 15 Hércules y Alfonso, porque el rey de
Francia, deseoso de satisfacer en todo al Pontífice, hizo mucha instancia. Movióles además el
propósito de asegurarse con este medio (si contra tan grande perfidia había seguridad bastante), de
las armas y ambición del Valentino, el cual, poderoso de dinero y de la autoridad de la Sede
Apostólica, y por el favor que tenía del rey de Francia, era ya formidable a una gran parte de Italia,
conociéndose que su codicia no tenía freno ni término alguno.
Continuaba el rey de Francia en estos mismos tiempos tratando con gran solicitud la paz con
el emperador Maximiliano, no sólo con esperanza de quitarse de gastos y recelos y de alcanzar la
investidura del ducado de Milán que deseaba mucho, sino también para tener facultad de ofender a
los venecianos, moviéndole a esto el saber que les eran muy molestas sus prosperidades y el
persuadirse que habían trabajado mucho en secreto para interrumpir la paz entre el Emperador y él.
Pero más le movía el deseo que tenía por sí mismo y por las provocaciones que le hacían los
milaneses de recuperar a Cremona y a la Ghiaradadda, cosa que poco antes se las concedió él
mismo, y a Brescia Bergamo y Crema, que en tiempo pasados habían sido del ducado de Milán y
las habían ocupado los venecianos en las guerras que tuvieron con Felipe María Visconti. Y para
tratar más de cerca estas materias y hacer las provisiones necesarias para la empresa de Nápoles,
había enviado mucho antes a Milán al cardenal de Rohán, cuya voz y autoridad era la misma que la
del Rey, el cual se había detenido allí algunos meses, no habiendo podido aún establecer nada con el
Rey de Romanos por sus muchas variaciones.
Trataron los florentinos en este tiempo por medio del Cardenal que los recibiese de nuevo el
Rey en su protección; pero no tuvo efecto, porque proponía condiciones muy dificultosas; antes
mostrando que totalmente tenía el ánimo apartado de ellos, y pretendiendo que el Rey no estaba

15 El autor añade la siguiente frase, no traducida por el Rey: «E perche Lucrezia era spuria, e coperta di molte
infamia.»
214

obligado ya a los conciertos hechos en Milán, hizo entregar a los luqueses (a los cuales de nuevo
había recibido debajo de su amparo) a Pietra Santa y Mutrone como cosa que pertenecía a aquella
ciudad por antiguos derechos, pero recibiendo de ellos, como señor de Génova, veinticuatro mil
ducados, porque los luqueses, que antiguamente eran poseedores de Pietra Santa la habían
empeñado a los genoveses en cierta necesidad por otra tanta cantidad, de los cuales vino después a
poder de los florentinos por fuerza de armas. Trató también con los sieneses, laqueses y pisanos
sobre que se juntasen para volver a Florencia a Pedro de Médicis, procurando que consiguiese el
Rey de cada cual de ellos gran cantidad de dinero, y aunque estas pláticas llegaron casi a reciproco
concierto, no tuvieron efecto, porque no estaban todos poderosos para pagar la cantidad de dinero
que se les pedía. Sobrevino finalmente esperanza más cierta del Rey de Romanos, por lo cual fue el
cardenal a Trento a concertarse con él, donde trataron muchas cosas concernientes a establecer el
casamiento de Claudia, hija del rey de Francia, con Carlos, hijo del Archiduque, concediéndoles a
ambos la investidura del ducado de Milán.
Tratóse asimismo de mover guerra a los venecianos para recuperar cada uno lo que pretendía
que le habían ocupado y de convocar un concilio universal para poner en orden las cosas de la
Iglesia, no sólo, como decían, en los miembros, sino también en la cabeza, y en esto fingía el Rey
de Romanos convenir para dar esperanza al cardenal de Rohán de que conseguiría el pontificado,
cosa a que aspiraba con grandes veras, teniendo su Rey no menos deseo que él de que esto fuese,
por el interés de su grandeza propia. Consentíase también por parte del rey de Francia en la
inclusión, al tratar de sus confederados, de la cláusula de salvos los derechos del Imperio, que
dejaba a Maximiliano en libertad respecto a aquellos que fuesen nombrados ahora por el Rey o
aceptados antes en su protección. Quedaba solamente la dificultad principal de la investidura,
porque el Emperador rehusaba concederla a los hijos varones del Rey, si le naciese alguno, y
también había alguna sobre la restitución de los desterrados del Estado de Milán que no concedía el
Rey, aunque se la pedía el Emperador con grande instancia, porque eran muchos y personas de
séquito y autoridad; si bien oprimido por sus mismos ruegos, no rehusó dar libertad al cardenal
Ascanio, y dio esperanzas de hacer lo mismo con Luis Sforza, señalándole provisión de veinte mil
ducados cada año con que pudiese vivir decentemente en el reino de Francia.
No habiéndose concertado enteramente sobre estas dificultades, sino con esperanza de
introducir alguna forma conveniente y prorrogada por esta razón la tregua, se volvió el Cardenal a
Francia, teniendo casi por cierto que las materias que se habían tratado tendrían presto perfección.
Aumentóse esta esperanza porque poco después, debiendo ir el Archiduque a España para recibir de
aquellos pueblos en su persona y en la de Juana, su mujer, hija primogénita de aquellos Reyes, el
juramento, como destinados para aquella sucesión, habiendo hecho el camino por tierra con su
mujer, llegado a Blois, fue recibido por el rey de Francia con gran honra, y quedaron concertados en
el matrimonio de sus hijos.
En este mismo año murió Agustín Barbarigo, dux de Venecia, habiendo ejercitado muy
felizmente su principado, y con tal autoridad que parecía que en muchas cosas había pasado el
grado de sus antecesores, por lo cual, limitando con leyes nuevas el poder de los sucesores, fue
elegido en su lugar Leonardo Loredano, no habiendo, por la forma excelente de su gobierno,
variación alguna en las cosas públicas, ni por la muerte del Príncipe ni por la elección del nuevo
sucesor.
Habían estado en este mismo año quietas las armas de los florentinos y de los pisanos (cosa
fuera del uso de los años precedentes), porque no estando ya los florentinos debajo de la protección
del rey de Francia, y teniendo continuos recelos del Papa y del Valentino, habían atendido más a
guardar lo que les tocaba que a ofenderlos, y los pisanos, que no tenían poder por sí mismos para
oprimirlos, no podían hacerlo con ayuda de otros, porque nadie se movía sino para sustentarlos
cuando estaban en peligro de perderse. Volvieron el año 1502 a los movimientos acostumbrados,
porque los florentinos, casi en el principio del dicho año, se concertaron de nuevo con el rey de
Francia, vencidas todas las dificultades, más por el beneficio de la fortuna, que por la benignidad
215

del Rey o por otras causas, porque habiendo entrado el Rey de Romanos, después que se apartó de
su presencia el cardenal de Rohán, en nuevos designios, y rehusando conceder al Rey la investidura
del ducado de Milán, ni para sí ni para sus hijas hembras, había enviado a Italia por embajadores a
Hermes Sforza (a quien había librado de la cárcel el rey de Francia por la intercesión de la Reina de
Romanos, su hermana) y al preboste de Brisina a tratar con el Papa y con los otros potentados sobre
su pasaje para tomar la corona del Imperio, los cuales, habiéndose detenido algunos días en
Florencia, alcanzaron que les prometiese la ciudad ayuda de cien hombres de armas y treinta mil
ducados cuando hubiese entrado en Italia; por lo cual, sospechando el Rey que los florentinos,
desesperados de su amistad, volviesen el ánimo a las cosas del Emperador, apartándose de las
demandas inmoderadas que había hecho, se redujo a más tolerables condiciones. La suma de ellas
fue que, recibiéndoles el Rey en su protección, estuviese obligado por tres años venideros a
defenderlos con sus armas a su propia costa contra cualquiera que directa o indirectamente los
molestase en el Estado y dominio que poseían en aquel tiempo; que los florentinos le pagasen en los
dichos tres años ciento diez mil ducados, cada uno la tercera parte; que se entendiese ser nulas todas
las otras capitulaciones hechas entre ellos y las obligaciones que dependían de ellas y que fuese
lícito a los florentinos proceder con las armas contra los pisanos y contra todos los otros que
ocupasen sus villas. Habiendo tomado brío con esta capitulación, determinaron talar la siembra de
los trigos y cebadas en el territorio de Pisa para reducir a los pisanos a obediencia con el tiempo y
con el hambre, pues que la expugnación se había intentado infelizmente.
Había propuesto el primer año de la rebelión algún ciudadano sabio, aconsejando estos
caminos más ciertos aunque más largos, que se procurase afligir y consumir a los pisanos con
menor gasto y peligro, porque, estando las condiciones de Italia tan perturbadas, conservando el
dinero, podrían ayudarse para muchas ocasiones; pero si procuraban forzarles, sería empresa
dificultosa por ser aquella ciudad fuerte de muros y llena de moradores obstinados en defenderla, y
porque cualquier vez que estuviese en peligro de perderse, la ayudarían todos los que deseaban que
no se perdiese, que eran muchos; de manera que los gastos serían grandes y la esperanza pequeña, y
con evidente peligro de despertar graves trabajos. Rehusóse este consejo al principio como dañoso,
pero después del curso de algunos años se conoció por útil, si bien fue al tiempo que se había
gastado ya mucho dinero y sustentado muchos peligros para alcanzar la victoria. Hecha la tala de
las mieses, esperando que por el respeto de la protección del Rey no se movería nadie, enviaron su
ejército a Vico Pisano, porque esta villa la ocuparon los pisanos pocos días antes por traición de
algunos soldados que estaban dentro, y el castellano de la fortaleza, sin esperar socorro, que hubiera
llegado en pocas horas, se la había entregado con muy gran vileza. No dudaban alcanzar la victoria
fácilmente, sabiendo que no había dentro vituallas bastantes a sustentarlos quince días, y confiando
que impedirían que entrasen, porque, fabricando bastiones sobre los montes y en muchos lugares,
habían ocupado todos los pasos; y teniendo noticia al mismo tiempo que el Fracassa (el cual pobre y
sin sueldo estaba en el Mantuano) iba a entrar en Pisa con pocos caballos en nombre y con cartas de
Maximiliano, pedidas con gran instancia, dieron orden que fuese acometido al pasar por tierra de
Barga, donde, aunque se huyó a una iglesia cercana en el territorio del duque de Ferrara, fue preso
por los que le seguían.
Estas cosas se movían en Toscana, no viéndose todavía lo que habían de producir fuera de la
esperanza de los hombres; pero mayores y más peligrosos movimientos, de que habían de proceder
efectos de importancia, comenzaban a descubrirse en el reino de Nápoles por las discordias que
habían nacido entre los capitanes españoles y franceses desde el año antes, las cuales tuvieron
origen de que, habiéndose adjudicado en la división hecha entre los dos Reyes, al uno la Tierra de
Labor y el Abruzzo, y al otro la Pulla y la Calabria, no fueron bien expresados en la división los
confines y términos de las provincias, por lo cual comenzó a pretender cada uno que le tocaba la
parte que se llama el Capitanato, dando causa a esta disposición el haberse variado la denominación
antigua de las provincias por Alfonso de Aragón, primer rey de Nápoles de aquel nombre, el cual,
atendiendo a facilitar la cobranza de las rentas, dividió todo el reino en seis provincias principales,
216

que son: Tierra de Labor, Principado, Basilicata, Calabria, Pulla y Abruzzo. De estas se dividió la
Pulla en tres partes, es a saber: en tierra de Otranto, tierra de Bari y Capitanato. Estando este
Capitanato contiguo con el Abruzzo y dividido de lo restante de la Pulla con el río Lofanto, que en
tiempos pasados se llamaba Anfido, pretendían los franceses (los cuales, no considerando la
denominación moderna, habían tenido respeto a la antigua en la división), o que el Capitanato no se
comprendiese debajo de alguna de las cuatro provincias divididas, o que fuese antes parte del
Abruzzo que de la Pulla, moviéndoles no tanto aquello que por sí mismo importaba al país, cuanto
porque, si no poseían el Capitanato, no les pertenecía ninguna parte de las rentas de la aduana del
ganado, miembro importantísimo de las rentas del reino de Nápoles, y porque, no habiendo en el
Abruzzo ni en la Tierra de Labor el trigo que nace en el Capitanato, podían verse fácilmente
reducidas aquellas provincias en los tiempos estériles a grandísima extremidad cualquier vez que
los españoles les prohibiesen sacarlo de la Pulla y de Sicilia. Alegábase en contrario que no podía
pertenecer el Capitanato a los franceses, porque el Abruzzo, que se termina en los lugares altos, no
se extiende por lo llano, y porque en las diferencias de los nombres y de confines se atiende siempre
al presente uso.
Sobre estas diferencias se habían concertado el año antes, partiendo en partes iguales la renta
de la Aduana, pero el año siguiente, no contentos con la misma división, había ocupado cada uno lo
más que había podido y se habían añadido después nuevas diferencias sustentadas hasta entonces,
según se decía, más por la voluntad de los capitanes que por consentimiento de los Reyes; porque
los españoles pretendían que el Principado y Basilicata se incluyesen en Calabria, que se divide en
dos partes, Calabria citra y ultra, que es la una de arriba y la otra de abajo, y que el valle de
Benavente, que tenían los franceses, era parte de la Pulla, y por esto enviaron oficiales a gobernar la
justicia a la Tripalda, dos millas de Avellino, donde residían los oficiales franceses.
Siendo estos principios de manifiesta disensión molestos a los barones principales del reino,
se interpusieron entre Gonzalo de Córdova y Luis D’Armagnac, duque de Nemours, lugarteniente
del rey de Francia y habiendo venido por medio de ellos Luis a Melfi y Gonzalo a Atella, villa del
príncipe de Melfi, después de pláticas de algunos meses, en las cuales también se juntaron a hablar
los dos capitanes, no hallándose entre ellos forma de concordia, concertaron que se esperase la
determinación de sus Reyes, y que en este medio no se innovase alguna cosa; pero, ensoberbecido
el francés por verse muy superior en fuerzas, habiendo tomado otra determinación pocos días
después, protestó la guerra a Gonzalo en caso que no dejase luego el Capitanato, e inmediatamente
hizo correr su gente a la Tripalda. De su venida, que fue a 19 de Junio, tuvo principio la guerra que,
prosiguiéndola continuamente los franceses, comenzaron sin respeto a ocupar por fuerza en el
Capitanato y en otras partes los lugares que estaban por los españoles.
No sólo no enmendó su Rey estas cosas, sino que, teniendo ya noticia de que estaba
determinado el rey de España a no cederle el Capitanato, vuelto con todo el ánimo a la guerra, les
envió de socorro por la mar dos mil suizos, e hizo tomar a su sueldo a los príncipes de Salerno y de
Bisignano y algunos otros barones principales. Demás de esto, vino el rey a Lyon para poder, desde
lugar más cercano, hacer las provisiones necesarias para la conquista de todo el reino, al cual
aspiraba ya manifiestamente, no contento con los lugares de la diferencia y con intención de pasar
personalmente a Italia si fuere menester.
Obligáronle a ejecutar esta resolución con presteza nuevos alborotos que sobrevinieron en
Toscana, levantados por Vitellozo, con sabiduría de Juan Paulo Baglione y de los Orsini, y
principalmente con el consejo y autoridad de Pandolfo Petrucci, deseosos todos de que Pedro de
Médicis volviese al Estado de Florencia.
Tuvo esta materia origen en esta forma: habiendo llegado a la noticia de Guillermo de Pazzi,
comisario florentino en Arezzo, que algunos ciudadanos se habían concertado con Vitellozzo para
hacer rebelar de los florentinos aquella ciudad, mas no creyendo él que el ánimo de todos fuese
dañado, y persuadiéndose que la autoridad del nombre público supliría la falta de las fuerzas, sin
esperar a hacer provisión bastante para oprimir a los conjurados y a quien le quisiese resistir, como
217

lo pudiera hacer en poco tiempo, hizo prender a dos de los que lo sabían, por lo cual, alterado el
pueblo por los otros conjurados que ordinariamente tenían mal ánimo contra el nombre florentino,
levantando alboroto, recobró los dos presos y prendió al comisario y a los otros oficiales, y,
apellidando por todo Arézzo el nombre de la libertad, se descubrió en manifiesta rebelión, quedando
sola la ciudadela a devoción de los florentinos adonde se había recogido al principio del tumulto
Cosme, obispo de aquella ciudad, hijo del comisario. Después de esto, enviaron los aretinos a
llamar a Vitellozzo, el cual no estaba contento de que hubiese sucedido este accidente antes del
tiempo que había determinado con los conjurados, porque no tenía todavía en orden las provisiones
señaladas para resistir a la gente de los florentinos, si, como era verosímil, viniesen a entrar en
Arezzo por la fortaleza. Por este miedo, aunque fue luego a Arezzo con su compañía de la gente de
armas y con mucha infantería enviada de Ciudad del Castillo, esperando que Juan Pablo Baglione le
enviase de Perusa y Pandolfo Petrucci le diese secretamente alguna cantidad de dinero, con todo
eso, dejando allí aquella gente y dando orden que atendiesen a cerrar con cuidado la ciudadela para
que no se pudiese entrar por ella en la ciudad, se volvió a Ciudad del Castillo con pretexto de que
iba para volver pronto a Arezzo con mayor provisión.
A los que les tocaba en Florencia tomar la resolución para las provisiones, no consideraron
desde el principio cuánto importaba este accidente, porque, habiendo aconsejado los ciudadanos
principales, con cuyo consejo se solían determinar las cosas importantes de la República, que la
gente que estaba en el sitio de Vico Pisano, que era en tal número que, habiéndose movido con
presteza no hubieran tenido gran resistencia, se volviese luego a Arezzo, muchos, poco prácticos,
que ejercían las mayores magistraturas, dando voces, decían que este era accidente ligero y que se
podía curar con la fuerza de los otros vasallos vecinos de la ciudad; pero que mostraban el peligro
mucho mayor aquellos que, enemigos del gobierno presente, deseaban que no se tomase a Vico
Pisano, porque aquel año no se pudiese atender a la recuperación de Pisa, y difirieron tanto el
movimiento de la gente que, tomando ánimo Vitellozzo de su tardanza y acrecentado ya de fuerzas,
volvió a Arezzo, adonde, después de él, fueron con más gente Juan Paulo Baglione, Fabio, hijo de
Paulo Orsino, el Cardenal, y Pedro de Médicis, y teniendo de Siena municiones para la artillería,
comenzaron a batir la ciudadela, en la cual, según el uso de muchos, más solícitos en edificar
nuevas fortalezas, que diligentes en conservar las edificadas, había falta de vituallas y de todas las
otras cosas necesarias para defenderla. Demás de esto la cerraron con fosos y diques por la parte de
afuera para prohibir que le entrase socorro, de manera que los de adentro, faltándoles lo necesario y
sabiendo que la gente de los florentinos, guiada por Hércules Bentivoglio, que, finalmente, había
llegado a Quarata, castillo cercano de Arezzo, no osaba adelantarse, desesperados de ser socorridos,
se rindieron por necesidad catorce días después de la rebelión, con condición de que, libres los
otros, quedase preso el obispo con ocho escogidos por los aretinos, para trocarlos con algunos de
sus ciudadanos que habían sido presos en Florencia. Deshicieron los aretinos popularmente la
ciudadela y temiendo la gente de Florencia que Vitellozzo y Juan Paulo, que estaban ya más
poderosos que ellos, fuesen a acometerles, se retiraron a Montevarchi, dejando poder a los
enemigos para tomar todos los lugares circunvecinos.
Créese que este acometimiento se hizo sin participación del Papa ni del Valentino, a los cuales
hubiera causado disgusto la vuelta de Pedro de Médicis a Florencia, por su unión con Vitellozo y
con los Orsini, a los cuales tenían ya en su ánimo, aunque secretamente, oprimir; pero, con todo eso,
habiendo dado siempre esperanzas de lo contrario, convinieron en que Vitellozzo, Juan Paulo, Fabio
y sus soldados, prosiguiesen esta empresa, y no disimularon después que habían recibido mucho
gusto de la rebelión de Arezzo, esperando que, de los trabajos de los florentinos, podría suceder
fácilmente que ellos conquistasen alguna parte de su dominio u obligarles a alguna condición dura
en beneficio propio. Creían dificultosamente los florentinos que ellos no hubiesen sido autores de
esta rebelión, por lo cual, espantados grandemente, y confiando poco en los remedios que pudiesen
poner por sí mismos, porque tenían poco número de gente de armas a su sueldo o por la mala
disposición de la ciudad, no siendo posible hacer prevenciones tan presto cuanto hubiera sido
218

necesario en peligro tan repentino, recurrieron con gran diligencia a las ayudas del rey de Francia,
recordándole, no sólo lo que tocaba a su reputación, por haberse obligado, hacía tan poco tiempo, a
tenerlos debajo de su amparo, sino también el peligro que amenazaba al ducado de Milán, si el Papa
y el Valentino (por cuyo medio era cierto que se había hecho este movimiento) redujesen a su
arbitrio las cosas de Toscana, hallándose muy poderosos en las armas y con ejército muy florido de
capitanes y de soldados escogidos; y que ya se veía manifiestamente que no era bastante la Romaña
ni la Toscana para satisfacer su ambición infinita, porque se habían propuesto fines grandes y
desproporcionados; y que, pues habían ofendido la honra del Rey, acometiendo a aquellos que
estaban debajo de su protección, le obligaba la necesidad a pensar ahora, no menos en su propia
seguridad, que en quitarles el poder, para vengarse de tan gran injuria.
Conmovieron mucho al Rey estas razones, habiendo comenzado a enfadarse, antes de esto,
por la insolencia y ambición del Papa y de su hijo, y considerando que se había comenzado en el
reino de Nápoles la guerra entre él y los reyes de España, que se había interrumpido la concordia
tratada con Maximiliano y que no se podía confiar en los venecianos por muchas causas, empezó a
sospechar que el insulto de Toscana no tuviese mayores fines contra sí, con oculto consejo de otros.
Confirmáronle mucho en esta sospecha las cartas de Carlos de Amboise, señor de Chaumont,
sobrino del cardenal de Rohán y su lugarteniente en todo el ducado de Milán, el cual, sospechoso de
esta novedad, le aconsejaba que remediase con presteza su propio peligro, por lo cual, determinado
de acelerar su propio pasaje a Italia y de no interponer ningún tiempo en sustentar las cosas de los
florentinos, mandó al mismo monseñor de Chaumont que enviase luego en su socorro cuatrocientas
lanzas, y envió por la posta desde Normandía su rey de armas a mandar, no solamente a Vitellozzo,
a Juan Paulo, a Pandolfo y a los Orsini, sino también al duque Valentino, que desistiesen de ofender
a los florentinos. Sobre esto hizo él mismo grande instancia con el embajador del Papa y amenazó
con palabras muy injuriosas a Julián de Médicis y a los agentes de Pandolfo y de Vitellozzo, que
estaban en su corte.
En este mismo tiempo el Valentino que, después del caso de Arezzo, salió con el ejército de
Roma, fingiendo que quería expugnar a Camerino, donde había enviado primero a talar las mieses y
a tenerlo asediado al duque de Gravina y a Liberoto de Fermo con parte de su gente (si bien era su
intento verdadero conquistar con estratagemas el ducado de Urbino), después que hubo recogido el
ejército en los confines de Perusa, pidió a Guido Ubaldo, duque de Urbino, artillería y ayuda de
gente, lo cual le fue concedido con facilidad, porque no era seguro el negarlo a un príncipe que tenía
las armas tan a mano y porque, habiendo compuesto con el Papa primero algunas diferencias de
censos, no tenía causa de temer, con lo cual habiéndole disminuido el poder para defenderse,
partiendo luego de Nocera y caminando con tan gran presteza que apenas dio lugar a su gente para
que comiese en el camino, llegó el mismo día a Cagli, ciudad del ducado de Urbino. Esta venida
arrebatada y el hallarse desproveídos espantó tanto a todos, que el Duque y Francisco María de la
Rovere, prefecto de Roma, su sobrino, se huyeron, teniendo con dificultad lugar para salvarse, de
manera que excepto el castillo de San León y el Mainolo, ganó en pocas horas el Valentino todo
aquel Estado con grandísimo dolor y espanto de Pandolfo Petrucci, de Vitellozzo y de los Orsini, los
cuales, por el mal de los otros, comenzaban a conocer claramente su peligro propio. Ganado el
ducado de Urbino fueron varios sus pensamientos, o de volverse a acabar la empresa de Camerino,
o de acometer descubiertamente a los florentinos, a lo cual se hubiera inclinado con todo el ánimo,
de no detenerle la orden ya recibida del Rey y el estar certificado de que enviaba (no obstante
cualquier medio que hubiese usado el Papa para que no se opusiese a estos movimientos) la gente
de armas en favor de los florentinos, estando dispuesto a defenderlos de todas maneras; y lo que
más le movía era haber oído que el Rey pasaba en persona a Italia. Mientras estaba en esta duda,
deteniéndose en Urbino para tomar diariamente consejo de lo que sucedía, trataban al mismo
tiempo el Papa y él varias cosas con los florentinos, esperando inducirlos a algo de lo que deseaban,
y, por otra parte, permitía que continuamente fuesen de sus soldados al ejército de Vitellozzo, el
cual, teniendo juntos ochocientos caballos y tres mil infantes y llamando a su ejército eclesiástico,
219

para que procediesen las cosas con mayor estimación, había (después que se rindió la ciudad de
Arezzo) ocupado el monte de San Sovino, Castiglione, Aretino la ciudad de Cortona con todos los
otros lugares y castillos de Valdichiana. Ninguna de ellas había esperado asalto porque no veían
prontas las ayudas de los florentinos, y porque, siendo el tiempo de la cosecha, no querían perder
sus rentas, y se disculpaban con que, por esto, no se rebelaban de los florentinos, pues estaba en el
ejército Pedro de Médicis, por cuya restitución se decía que se hacía esta empresa.
No hay duda que si, después de la conquista de Cortona, entra Vitellozo con solicitud en el
Casentino, hubiera estado en su mano ir hasta las murallas de Florencia, por no haber aún llegado a
ella la gente francesa y estando deshecha la mayor parte de la infantería florentina, porque siendo
casi toda ella de los lugares perdidos, los infantes habían vuelto a sus casas. Mas la codicia de ganar
para sí el Borgo de San Sepolcro, lugar cerca de Ciudad del Castillo (aunque por cubrirla alegaba
que no era seguro dejarse a las espaldas ninguna villa de los enemigos), impidió el mejor consejo,
por lo cual se volvió a Anghiari. Esta villa, después que sólo por su constancia había esperado que
le plantasen la artillería, imposibilitada del todo para defenderse, se rindió con algunos soldados que
estaban dentro, sin excepción alguna, a su albedrío. Tomada Anghiari, tomó luego por acuerdo el
Burgo de San Sepolcro, y después volvió hacia el Casentino, y al llegar a la villa de Rassina envió
un trompeta a pedir el lugar de Poppi, donde había pocos soldados por ser fuerte de sitio.
Pero la reputación de las armas francesas hizo lo que no habían sido bastantes a hacer las
fuerzas florentinas, porque habiendo llegado ya cerca de Florencia doscientas lanzas gobernadas por
el capitán Imbalt, no osando arrimarse a los enemigos, por la falta de la infantería, habían ido a San
Juan en el Val d’Arno, con intención de que se juntase en aquel lugar toda la gente; mas al saber
Vitellozzo que se habían movido hacia Val d’Arno, temiendo no sucediese algo en Arezzo por su
ausencia, se retiró con gran presteza de la Vernia al cerro de Ciciliano, dos millas de Quarata, y
adelantándose después tres millas para mostrar ánimo y asegurar a Rondine y a otros lugares
circunvecinos, se puso en alojamiento fuerte cerca de Rondine, dejando algunos infantes en la
guarda de Gargonsa y de Civitella, que eran las puertas por donde podía entrar en aquel país la
gente de Florencia; la cual, habiendo llegado ya otras doscientas lanzas, gobernadas por el capitán
Lanire, se juntaba entre Montevarchi y Laterina, con intención, en habiendo juntado tres mil
infantes, de ir a alojar cerca de Vitellozzo, en algún collado eminente. Mas no queriendo esperarlos,
porque no hubiera podido detenerse allí ni irse sin gran peligro, se retiró a las murallas de Arezzo.
Habiendo salido los franceses con todo su ejército a campaña, y puestose enfrente de Quarata,
se retiró dentro de Arezzo, y aun. que siempre había dicho que quería hacer en aquella ciudad una
defensa memorable, fue obligado, por sobrevenir nuevos accidentes, a tomar nuevas resoluciones,
porque Juan Paulo Baglione se había retirado a Perusa con su gente, temiendo lo que le tocaba por
el ejemplo de Urbino, por el cual, y no menos por lo que le sucedió a Camerino, estaban muy
confusos los ánimos de Vitellozozo, de Pandolfo Petrucci y de los Orsini, y porque el Valentino,
mientras trataba de acuerdos con Julio de Varano, señor de Camerino, ocupó con engaños aquella
ciudad, y habiendo venido a su poder Julio con dos hijos suyos, los hizo estrangular con la misma
inhumanidad que usaba con los otros.
Lo que daba mayor terror a Vitellozzo era que el rey de Francia, que había llegado a Asti,
enviaba a Toscana a Luis de la Tremoville con doscientas lanzas y mucha artillería; y habiendo
llegado ya a Parma, esperaba allí tres mil suizos que el Rey enviaba para la recuperación de Arezzo,
a costa de los florentinos; porque, conmovido grandemente contra el Papa, tenía intención de
despojar al Valentino de la Romaña y de los otros Estados que había ocupado. Para este efecto había
llamado a sí todos aquellos que o temían su poder o él les había ofendido, y afirmaba que quería ir
en persona, diciendo públicamente con gran ardor que era empresa tan piadosa y tan santa, que no
lo sería más la empresa contra los turcos; trazando demás de esto echar de Siena al mismo tiempo a
Pandolfo Petrucci, porque había enviado dinero a Luis Sforza cuando volvió a Milán, y después
hizo siempre descubierta profesión de ser amigo del Emperador.
220

Conociendo el Papa y el Valentino que no podían resistir a tan grande tempestad, le ayudaban
con su industria, excusándose de que el movimiento de Arezzo lo había hecho Vitellozzo sin saberlo
ellos, ni habían tenido autoridad bastante para retirarle ni para hacer que los Orsini y Juan Pablo
Baglione, aunque eran sus soldados, movidos de sus intereses propios, se abstuviesen de darle
ayuda; antes por mitigar más el ánimo del Rey había enviado el Valentino a amenazar a Vitellozzo
que, si no dejaba luego a Arezzo y los otros lugares de los florentinos, iría contra él con su gente.
Espantado de esto Vitellozzo y temiendo que, como sucede casi siempre, reconciliándose
entre sí mismos los más poderosos, volviese el enojo del Rey contra él que tenía menos poder,
llamó a Arezzo al capitán Imbalt, contradiciéndolo en vano los florentinos, que querían que los
lugares perdidos se les restituyesen libremente, y concertó que, yéndose luego Vitellozzo con su
gente, entregase Arezzo y todos los otros lugares a los capitanes franceses para que los tuviesen en
nombre del Rey hasta que el cardenal Orsino, que iba a verse con el Rey, le hubiese hablado, y que
en este ínterin no entrase en Arezzo más gente que uno de los capitanes franceses con cuarenta
caballos, para cuya seguridad, y no menos para la observancia de las promesas, diese Vitellozzo a
Imbalt dos sobrinos suyos en rehenes. Hecho el concierto, se fue luego con toda la gente y artillería
que había en Arezzo, dejando libre a los franceses la posesión de todos los lugares, los cuales fueron
restituidos luego a los florentinos por orden del Rey, verificándose aquello que, mientras se trataba
la paz, había respondido Imbalt, burlándose de sus quejas, que no sabía en qué consistía el ingenio
tan celebrado de los florentinos, pues no conocían que para asegurarse luego de la victoria sin
dificultad y sin gasto, y para huir el peligro de los desórdenes que podían nacer por la naturaleza de
los franceses, si había falta de vituallas, y por otras razones, habían de desear que de cualquier
manera viniese Arezzo a manos del Rey, el cual no estaría obligado a cumplir sino lo que le
pareciese de las promesas que sus capitanes habían hecho a Vitellozzo.
Librándose así los florentinos con gran facilidad, aunque era con mucha costa, de tan grave y
arrebatado acontecimiento, enderezaron su ánimo a poner en orden el gobierno de la República,
pues, por su confusión y desorden, había corrido muy grande peligro, como por experiencia era ya
manifiesto hasta a la misma plebe; porque, por la mucha mudanza de los magistrados, y por ser
sospechoso al pueblo el nombre de pocos, no había ni personas públicas ni particulares que tuviesen
cuidado ordinario de los negocios. Mas porque casi toda la ciudad aborrecía la tiranía y era al
pueblo muy sospechosa la autoridad de los mejores, no era posible poner en orden con una misma
determinación la forma perfecta del gobierno. No pudiendo convencer solamente con razones a los
hombres incapaces, determinóse introducir por entonces sola una cosa nueva, que es que el alférez
mayor de la justicia, cabeza de la Señoría, que juntamente se creaba con ella por tiempo de dos
meses, se eligiese en lo venidero por toda la vida, para que, con pensamientos perpetuos, velase y
cuidase de las cosas públicas, de manera que, por ser descuidadas, no cayesen en tantos peligros; y
se esperó que, con la autoridad que le daría la calidad de su persona y el haber de estar siempre en
tan gran dignidad, alcanzaría tal crédito en el pueblo, que fácilmente podría poner en orden con el
tiempo las otras partes del gobierno; y poniendo en algún puesto justo a los ciudadanos de mayor
calidad, constituiría un medio entre sí y el pueblo, por donde, templándose la poca práctica y
licencia popular, y refrenando al que le sucediese en aquella dignidad, si se quisiese atribuir mucho,
se establecería gobierno prudente y honrado, con muchas circunstancias por donde tener pacífica la
ciudad. Después de esta determinación fue elegido por el Consejo mayor, con gran concurso y
consentimiento de los ciudadanos, por alférez mayor Pedro Soderini, hombre de madura edad, de
suficiente riqueza y de ascendencia noble, con fama de entereza y continencia, y que en las cosas
públicas había trabajado mucho, y no tenía hijos, cosa que se deseaba mucho, por no dar ocasión a
quien tuviese este puesto de pensar en cosas mayores.
221

Capítulo IV.
El cardenal de Rohán aspira al Pontificado.—Amistad del duque Valentino con el rey de
Francia.—Gonzalo de Córdova se retira a Barletta.—El rey de Francia parte de Italia.—Poder
extraordinario que ejerce el duque Valentino.—Liga de capitanes italianos contra él.—Sus artes y
fingimientos para deshacer la liga.—Los capitanes se ponen de acuerdo con él.—Condiciones del
acuerdo.—Traición del duque Valentino.—Vitellozzo y Liverotto son estrangulados.

Volviendo a las cosas comunes, diré que fueron a la presencia del rey de Francia al llegar éste
a Asti, como era cosa usada, todos los príncipes y las ciudades libres de Italia, unos en persona y
otros por embajadores, entre los cuales fueron el duque de Ferrara y el marqués de Mantua (aunque
éste ni confiado ni acepto) y el cardenal Bautista Orsino, que había ido contra la voluntad del Papa
para justificar a los suyos y a Vitellozzo en las cosas de Arezzo y para irritar al Rey contra el Papa y
el duque Valentino, contra los cuales, según el ardimiento que había mostrado el Rey, se esperaba,
con sumo deseo de toda Italia, que se moviesen las armas francesas; pero la experiencia muestra
que es muy cierto que raras veces sucede lo que es deseado de muchos, porque, dependiendo
comúnmente los efectos de las acciones humanas de la voluntad de pocos, y siendo la intención y
fines de éstos casi siempre diferentes de la de muchos, pueden suceder las cosas difícilmente de otra
suerte que según la intención de aquellos que les dan el movimiento. Así sucedió en este caso, en el
cual indujeron al Rey los fines e intenciones particulares a determinar lo contrario que deseaban
todos.
Movió al Rey, no tanto la diligencia del Papa, que no cesó nunca, enviándole muchas veces
personas propias, para procurar mitigar su ánimo, cuanto el consejo del cardenal de Rohán, deseoso,
como siempre lo había estado, de conservar la amistad entre el Papa y el Rey, induciéndole a esto
por ventura, demás del provecho del Rey, el suyo particular en alguna parte, porque el Papa le
prorrogó la legacía de Francia por año y medio, y porque, atendiendo con gran solicitud a hacerse
fundamentos para subir al pontificado, quería poder alcanzar de él promoción al cardenalato de
parientes y dependientes suyos, y juzgaba que le servía para la misma intención el tener fama de
amador y protector del Estado eclesiástico.
Concurrían las condiciones de los tiempos presentes para inducir con más facilidad al Rey en
este parecer, pues tenía recelos del Emperador; el cual, no aquietando su ánimo, había enviado de
nuevo a Trento muchos caballos y cierto número de infantes, y hacía grandes ofrecimientos al Papa
para que le ayudase a pasar a Italia a tomar la corona del Imperio. Cualquier movimiento suyo le
causaba mayor consideración, porquesabía el Rey que era de disgusto para los venecianos que
estuviese en su poder el ducado de Milán y el reino de Nápoles. Añadíase el estar en guerra con los
cuatro cantones de suizos que pedían la cesión de los derechos de Bellinzone y que, demás de esto,
les diese el valle de Valtelina, Schaffhusen y otras cosas desencaminadas; amenazándole que, si no
lo hacía, se concertarían con Maximiliano.
Hacía mayores estas dificultades el estar entonces excluido de toda esperanza de composición
con el rey de España, porque, si bien el de Francia había propuesto que se restituyese al rey
Fadrique el reino de Nápoles, por lo cual lo había llevado consigo a Italia, y también se había
tratado de hacer tregua por algún tiempo, reteniendo cada uno aquello que poseía; con todo eso,
tuvieron tantas dificultades ambas pláticas, que con gran indignación despidió el Rey de su Corte a
los embajadores españoles.
Habiendo, finalmente, enviado el Papa al Rey por estas ocasiones a Troccies, su camarero
confidente, y prometiéndole que le ayudarían cuanto pudiesen en la guerra de Nápoles él y el
Valentino, se dispuso a continuar en la amistad del Papa, por lo cual, al volver Troccies a Roma, el
Valentino, por la revelación que él le hizo, fue por la posta secretamente a ver al Rey, que había
venido a Milán, de quien fue recibido con excesivas caricias, contra la esperanza y gravísimo
222

disgusto de todos; por lo cual, no siendo ya necesaria la gente que tenía en Toscana, la mandó venir
a Lombardía, habiendo recibido primero en su protección a los sieneses y a Pandolfo Petrucci, con
condición que le pagasen cuarenta mil ducados, parte de presente y parte a ciertos plazos.
Entibiáronse después con brevedad los movimientos de Maximiliano, de manera que le
quedaba casi solo al Rey el pensamiento de las cosas de Nápoles, y parecía que hasta entonces
procedían prósperamente y esperaban mayor prosperidad en lo venidero, habiendo enviado allá el
Rey de nuevo por mar, luego que llegó a Italia, dos mil suizos y más de dos mil gascones, los cuales
juntos con el Virrey, que ya había ocupado todo el Capitanato, excepto Manfredonia y Sant’Angelo,
sitio este a Canosa, que estaba guardada por Pedro Navarro, con seiscientos infantes españoles,
quien, después que se hubo defendido muchos días con gran valor, mandándole Gonzalo, porque no
se perdiesen aquellos infantes, que no esperase a los últimos peligros, rindió la villa a los franceses,
libres las haciendas y las personas.
No quedando en Pulla ni en Calabria ni en el Capitanato ninguna villa por los españoles,
excepto las sobredichas y Barletta, Andía, Galípoli, Taranto, Cosenza, Ghierache, Seminara y otras
pocas cercanas al mar, y hallándose muy inferior de gente, se redujo Gonzalo con el ejército a
Barletta, sin dinero, con pocas vituallas y falta de municiones; si bien se alivió esto algo por la
licencia tácita del Senado veneciano, que no prohibió que se comprase en Venecia mucho salitre, y
quejándose de esto el rey de Francia, respondía que lo habían hecho sin su sabiduría los mercaderes
particulares, y que en Venecia, ciudad libre, jamás se había prohibido a nadie ejercitar sus
comercios y negociaciones.
Tomada Canosa alegaron los capitanes franceses que, por muchas razones, mayormente por la
falta del agua, no se podían detener con todo el ejército alrededor de Barletta, si bien determinaron
(contra el consejo y protestas de Obigni, como afirmaban muchos) que la gente, que se decía era en
número de mil doscientas lanzas y diez mil infantes entre italianos y ultramontanos, quedando una
parte a lo largo, asediando a Barletta, atendiese la otra a la recuperación de lo restante del reino,
cosa que, como muchos han creído, junto con la negligencia de los franceses, hizo gravísimo daño a
sus cosas. Tomada esta determinación, se apoderó el Virrey de toda la Pulla, excepto de Taranto,
Otranto y Galipoli; después de este suceso volvió al asedio de Barletta, y al mismo tiempo, entrando
Obigni en la Calabria con la otra parte del ejército, tomó y saqueó la ciudad de Cosenza, quedando
la fortaleza en poder de los españoles; y juntándose después todos los españoles de aquella
provincia con otra gente que había venido de Sicilia, llegó con ellos a las manos, y los dispersó.
Estas prosperidades pasadas y sucedidas todas en el tiempo que el Rey estuvo en Italia, no sólo le
hicieron negligente en continuar las provisiones debidas (pues si las continuara con solicitud
hubiera echado fácilmente a los enemigos de todo el reino), mas le quitaron cualquier duda para
volverse a Francia, tanto más, que ya esperaba alcanzar (como poco después sucedió) la tregua larga
del Rey de Romanos.
Comenzó a descubrirse en su partida de Italia, con suma admiración universal, lo que había
tratado con el duque Valentino, al cual, aceptándole la justificación que dio de las cosas de Arezzo,
no sólo le había admitido en su gracia, sino recibido también promesa y fe del Papa y suya de que le
ayudarían en la guerra de Nápoles cuando lo hubiese menester, y él les había prometido que les
concedería trescientas lanzas para ayudarles a ganar a Boloña en nombre de la Iglesia y para oprimir
a Juan Paulo Baglione y a Vitellozzo; moviéndole a favorecer tan demasiadamente la grandeza del
Papa el persuadirse que le haría su amigo verdadero con tantos beneficios, y que, durante esta
unión, no se atrevería nadie a intentar contra él cosas nuevas en Italia, o porque, el no confiar tanto
en su amistad, le obligase a temer que fuese su enemigo. Añadíase a esto que tenía particular enojo
contra Juan Paulo, Vitellozzo y los Orsini, porque todos habían despreciado sus órdenes de
apartarse de la ofensa contra los florentinos, y Vitellozzo especialmente había rehusado restituir la
artillería ocupada en Arezzo. Demás de esto, habiéndole pedido salvoconducto para ir seguramente
a su presencia, y alcanzándole, había rehusado después ir.
223

No tenía el Rey por inútil para sus cosas que estuviesen oprimidos los capitanes italianos,
fuera de que por la astucia del Papa y del Valentino, o por persuasiones de otros, había comenzado a
temer que estos mismos y los Orsini se hiciesen al fin amigos y siguiesen los sueldos del rey de
España. Volvió, pues, el Valentino, habiéndole dado licencia el Rey en Asti, a la Romaña, aunque el
Rey había dado esperanzas a los que temían al Duque de que le llevaría consigo a Francia, por la
seguridad común. Conmovió su vuelta, no solamente los ánimos de aquellos contra quien se ende.
rezaba su primera furia, sino también los de otros muchos, porque el mismo temor tenía Pandolfo
Petrucci y los Orsini, unidos casi en la misma causa con Vitellozzo y con Juan Paulo Baglione. Al
duque de Ferrara causaba mayor espanto la maldad y ambición del Valentino y de su padre, que
confianza el parentesco; y los florentinos, aunque habían recuperado las villas con el favor del Rey,
estaban con gran miedo por hallarse poco proveídos de gente de armas; pues no confiando
enteramente el Rey del marqués de Mantua, por la dependencia que había tenido cuando gobernaba
sus armas con el Emperador, aunque en Milán le había recibido en su gracia, no consintió que le
recibiesen por su capitán general, y conocían por muchas señales que el Valentino tenía contra ellos
la voluntad acostumbrada, y especialmente porque, por tenerlos en continuos recelos, acogía en los
lugares cercanos todos los desterrados de Arezzo y de las otras villas. Acrecentaba el temor de todos
estos el considerar cuán poderosos estaban semejantes enemigos con las armas, con el dinero y con
la autoridad; cuán favorable se les mostraba la fortuna en todas sus cosas, y que no se había
moderado en ninguna parte su ambición por tantas conquistas, antes (como si continuamente se
echase en el fuego nuevo alimento) se había hecho inmoderada e infinita; temíase que, si conocían
cuánto respeto les tenía el rey de Francia, tomasen ánimo para intentar alguna cosa, aun contra su
voluntad, y ya decían descubiertamente el padre y el hijo que se arrepentían de los muchos respetos
y dudas que habían tenido en las cosas de Arezzo, afirmando que el Rey, según la naturaleza de los
franceses y por los medios poderosos que tenían en su Corte, sufriría siempre las cosas hechas,
aunque le fuesen de disgusto.
No aseguraba a ninguno de los que temían estas cosas el estar el Rey obligado a su
protección, porque estaban recientes los ejemplos de que, debajo de ella, había permitido que fuese
despojado el señor de Piombino, ni se había resentido de que hubiese sucedido lo mismo al duque
de Urbino, a quien había admitido en su protección, porque dio para que le sirviesen, cuando envió
el ejército a Nápoles, cincuenta hombres de armas; pero más vecino y digno de temor era el ejemplo
de Juan Bentivoglio, porque el Rey había mandado los años pasados al Valentino que no molestase
a Bolonia, alegando que las obligaciones que tenía con el Papa no se entendían sino por las
preeminencias y autoridad que en el tiempo que se confederaron juntos poseía allí la Iglesia.
Pidiéndole en este tiempo ayuda el Bentivoglio por las preparaciones que hacían contra él, variando
la interpretación de las palabras, según la variación de sus fines, y comentando las capitulaciones
hechas más como jurisconsulto que como Rey, respondía que la protección, por la que se había
obligado a defenderle, no impedía la empresa del Papa, sino sólo por su persona y bienes
particulares; porque si bien las palabras eran generales, estaba especificado en ella que se
entendiese sin perjuicio de los derechos de la Iglesia, a la cual nadie negaba que pertenecía la
ciudad de Bolonia, y porque en la confederación hecha con el Papa (anterior en tiempo a todas las
que había hecho en Italia) se obligó a exceptuar siempre, en cualquier concierto que en adelante
hiciese con otros, que no se entendiesen en perjuicio de los derechos de la Iglesia. Perseveró de tal
manera en esta determinación y tan sin vergüenza, que, aconsejándole el cardenal de Rohán que lo
hiciese así, contra el parecer de todos los otros de su consejo, envió a Bolonia persona propia a
intimar que, siendo aquella ciudad perteneciente a la Iglesia, no podía faltar en favorecer la empresa
del Papa, y que, en virtud de su protección, sería lícito a los Bentivoglios habitar secretamente en
Bolonia y gozar sus heredades.
Comenzaba a ser sospechosa, no sólo a todos estos, sino también a los venecianos, tan grande
prosperidad del duque Valentino, enojados también de que, pocos meses antes, mostrando que
estaba en poca estimación cerca de su persona la autoridad de aquel Senado, había hecho robar la
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mujer de Juan Bautista Caracciolo, capitán general de su infantería, que, yendo de Urbino a juntarse
con su marido, pasaba por la Romaña, por lo cual, para dar causa al Rey que procediese más
moderadamente en sus favores, mostrando que se movían como sus amigos y celosos de su honra,
le recordaron por medio de sus embajadores con palabras dignas de la gravedad de tan gran
República, que considerase de cuánto cargo le era dar tanto favor al Valentino, y cuán poco
convenía al esplendor de la Casa de Francia y al apellido glorioso de rey Cristianísimo favorecer a
un tirano como este, destructor de los pueblos y de las provincias, sediento rabiosamente de la
sangre humana, y ejemplo a todo el mundo de horrible impiedad y maldad; el cual, como público
ladrón, había muerto tan cruelmente, faltando a la fe prometida, tantos nobles y señores, y que no
absteniéndose ni aun de la sangre de sus hermanos y parientes, había cometido unas veces con
hierro y otras con veneno crueldades contra menores de edad, de quien aún se apiadaba la
barbaridad de los turcos.
Respondía el Rey a estas palabras (confirmándose quizás más en su propósito por la
intercesión de los venecianos) que no quería ni debía impedir al Papa que dejase de disponer a su
arbitrio de los lugares que tocaban a la Iglesia; de manera que absteniéndose los otros, por su
respeto, de oponerse a las armas del Valentino, los que estaban ya cerca del incendio determinaron
hacer prevenciones por sí mismos, por lo cual los Orsini, Vitellozzo, Juan Paulo Baglione y
Liberotto de Fermo, aunque como soldados del Valentino (el cual fingía que solamente quería
mover las armas contra Bolonia) hubiesen recibido de nuevo dinero de él, retiraron la gente de sus
compañías a lugares seguros, con intención de juntarse para la defensa común. Hizoles acelerar esta
determinación la pérdida de la fortaleza de San Leo, la cual, por trato de uno del país puesto allí
para la guarda de una muralla, volvió a poder de Guido Ubaldo, duque de Urbino, y llamándole, por
este principio, casi todos los pueblos de aquel Estado, acudiendo de Venecia, donde se había
retirado, por mar a Sinigalia recuperó luego todo el Ducado, excepto las fortalezas.
Juntáronse, pues, en un mesón en tierra de Perusa el cardenal Orsino (el cual, después de la
partida del Rey, temiendo volver a Roma, se había estado en Monteritondo), Paulo Orsino,
Vitellozzo, Juan Paulo Baglione, Liberotto de Fermo y, por Juan Bentivoglio, Hermes su hijo, y, en
nombre de los sieneses, Antonio de Venafro, ministro muy confidente de Pandolfo Petrucci, donde,
discurriendo sobre sus peligros tan evidentes y sobre la oportunidad que tenían por la rebelión del
Estado de Urbino, porque al Valentino (a quien ellos habían desamparado) le quedaba muy poca
gente, hicieron confederación en defensa común y ofensa del Valentino y en socorro del duque de
Urbino, obligándose a poner en campaña entre todos setecientos hombres de armas y nueve mil
infantes, con condición de que el Bentivoglio rompiese la guerra en el distrito de Imola, y los otros
procediesen con mayor esfuerzo hacia Rímini y Pésaro, teniendo gran respeto en esta confederación
a no irritar el ánimo del rey de Francia; y esperando que acaso no le sería de disgusto que fuese
trabajado el Valentino con las armas de otro, expresaron que querían moverse prontamente con sus
personas y con su gente, a su petición, contra cualquiera, y por la misma causa no admitieron en
esta unión a los Colonnas, aunque eran tan enemigos y perseguidos por el Papa. Procuraron demás
de esto el favor de los venecianos, y de los florentinos, ofreciendo a éstos la restitución de Pisa, que
decían estaba en el arbitrio de Pandolfo Petrucci, por la autoridad que tenía con los pisanos. Los de
Venecia estuvieron suspensos hasta ver primero la inclinación del rey de Francia, y los florentinos
también por la misma ocasión y porque, teniendo por enemigas a ambas partes, temían la victoria de
cualquiera.
Sobrevino este accidente de improviso al duque Valentino en tiempo que, estando todo atento
a ocupar los Estados de otros, no pensaba en nada menos que en que pudiesen ser acometidos los
suyos, pero no perdiendo por lo grande del peligro ni el ánimo ni el consejo, y confiando
sumamente, como debía, en su próspera fortuna, atendió con suma industria y providencia a aplicar
los remedios necesarios, principalmente por hallarse casi desarmado. Envió sin dilación a pedir con
grande instancia ayuda al rey de Francia, recordándole cuánto podía valerse más, en aquel caso, del
Papa y de él que de sus enemigos y cuán poco se podía fiar de Vitellozzo y de Pandolfo, que era
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principal cabeza y consejero de todos los otros, pues primero había ayudado al duque de Milán
contra él y después tenido siempre dependencia del Rey de Romanos. Con todo eso, atendía con
grande solicitud a prevenirse de nueva gente, no olvidando su padre ni él sus ardides y mañas
engañosas, porque el Papa, unas veces disculpando las cosas públicas y otras negando las dudosas,
procuraba con gran cuidado mitigar el ánimo del cardenal Orsino por medio de Julio, su hermano, y
el Valentino, con varias lisonjas y promesas, hacía lo que podía para aplacar y asegurar unas veces a
unos y otras a otros de ellos; por lo cual, para hacerlos más negligentes en sus provisiones, como
por esperanza de que estas pláticas hubiesen de producir entre ellos sospecha y división, determinó
no irse de Imola hasta tener ejército poderoso, sino atender a guardar aquélla y las otras villas de la
Romaña, sin dar algún socorro al ducado de Urbino. Para ello mandó a Don Hugo de Cardona y a
Don Miguel, personas suyas que estaban en aquellos confines con cien hombres de armas,
doscientos caballos ligeros y cinco mil infantes, que se retirasen a Rímini, mas no lo ejecutaron por
la ocasión que se les presentó de recuperar y saquear la Pérgola y Fossombrone, donde fueron
introducidos por los castellanos de las fortalezas. Mostró el resultado cuánto más provechoso
hubiera sido cumplir la orden del Duque, porque, yendo hacia Cagli, encontraron cerca de
Fossombrone a Paulo y al duque de Gravina, ambos de la familia de los Orsini, con los cuales
estaban seiscientos infantes de Vitellozzo, y habiendo venido a las manos quedaron rotos los del
Valentino con muerte y prisión de muchos, entre los cuales murió Bartolomé de Capranica y fue
preso Don Hugo de Cardona. Recogióse en Fano Don Miguel, de donde, por orden del Valentino, se
retiró a Pésaro, dejando a Fano, como villa más fiel, en manos del pueblo, pues no tenía tantas
fuerzas que pudiese defenderlas ambas.
En estos mismos días la gente de los boloñeses, que estaba alojada en Castel San Piero, fue a
Doccia, lugar cerca de Imola, y verdaderamente se redujeran las cosas del Valentino a mucho
peligro si hubieran usado los coligados más presteza en ofenderle.
Pero mientras ellos, o por no estar en orden con la gente que habían concertado en la junta, o
estando suspensos con las pláticas de la paz, se miraban a la cara unos a otros, se comenzó a pasar
la ocasión que primero se había mostrado favorable, porque el rey de Francia había cometido a
Chaumont que enviase cuatrocientas lanzas al Valentino y procurase por todos los caminos posibles
dar reputación a sus cosas. Al entender esto los coligados, hallándose muy confusos, comenzó cada
uno a pensar en lo que le tocaba, por lo cual el cardenal Orsino continuaba las pláticas comenzadas
con el Papa y Antonio de Venafro, enviado de Pandolfo Petrucci, fue a Imola a tratar con el
Valentino, con quien asimismo trataba Juan Bentivoglio, habiendo enviado en el mismo tiempo por
embajador al Papa a Carlos de Ingrati, y hecho restituir lo que se había robado en Doccia. Siendo
estas pláticas mantenidas y ayudadas con sumo artificio por el Valentino, y juzgando que Paulo
Orsino sería buen medio para disponer a los otros, fingiendo que hacía gran confianza en él, le
llamó a Imola, para cuya seguridad fue el cardenal Borgia a las villas de los Orsini. Usó el Valentino
con Paulo de muy dulces palabras, quejándose no tanto de él y de los otros que, habiéndole servido
hasta aquel día con tanta lealtad, se hubieran apartado de él tan ligeramente por sospechas vanas,
cuanto de su propia imprudencia, no habiendo sabido proceder de manera con ellos que les hubiese
dado causa de no admitir estas vanas dudas; pero que esperaba que esta diferencia, nacida del todo
sin ninguna causa, produciría, en lugar de enemistad, perpetua e indisoluble unión entre él y ellos,
porque ya debían de haber entendido que no podían oprimirle, pues que estaba el rey de Francia tan
dispuesto a sustentar su grandeza, y él por otra parte, habiendo abierto mejor los ojos por la
experiencia de este movimiento, confesaba ingenuamente que conocía que de sus consejos y valor
de sus armas había procedido toda su felicidad y reputación, por lo cual, deseoso de volver a la
antigua fe con ellos, estaba dispuesto a asegurarles en cualquier modo que quisiesen y a acabar
(como en alguna manera se atendiese a su reputación) las diferencias con los boloñeses como a ellos
les pareciese. Añadió, demás de lo que tocaba a todos, demostración de confiar mucho en Paulo,
llenándole de esperanzas y de promesas para sí propio, y con tan grande artificio que fácilmente le
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persuadió de todo lo que le decía, siendo por su naturaleza muy eficaz en las palabras y de ingenio
muy vivo.
Mientras se trataban estas cosas, el pueblo de Camerino llamó a Juan María de Varano, hijo
del señor pilsado, que estaba en el Aquila, y Vitellozzo, con gran queja del Duque y de Paulo
Orsino, tomó la fortaleza de Fossombrone. Habiéndose perdido asimismo la fortaleza de Urbino y
después las de Cagli y de Agobbio, no le quedaba en aquel Estado más que Santa Ágata, demás de
haber perdido toda la comarca de Fano. Pero continuando Paulo la plática comenzada, después que,
para dar forma a las cosas de los Bentivoglios, parientes suyos (estaba su hija casada con Hermes,
hijo de Juan), había ido de Imola a Bolonia, se concertó con él en este modo, pero con condición de
que el concierto fuese aprobado por el cardenal Orsino, a cuya autoridad se referían casi todos los
otros; que se borrasen los odios concebidos y la memoria de todas las injurias pasadas; que se
confirmasen a los coligados los compromisos antiguos del servicio a sueldo, con obligación de ir
como soldados del Valentino a la recuperación del ducado de Urbino y de los otros Estados
rebelados; mas que, para su seguridad, no fuesen obligados a ir a servirle personalmente, sino uno
cada vez, ni el cardenal Orsino fuese a estar en la corte de Roma, y que, de las cosas de Boloña, se
hiciese compromiso libre entre el duque Valentino, el cardenal Orsino y Pandolfo Petrucci.
Habiendo ido Paulo Orsino con esta conclusión (certificándose cada día más de la buena
intención del Valentino) a buscar a los otros para inducirlos a que la ratificasen, no pareciéndole al
Bentivoglio ni seguro, ni honroso, ni razonable que quedasen sus cosas en el arbitrio de otro,
enviando a Imola al protonotario su hijo y recibiendo personas del Valentino, concluyó el acuerdo
con el Papa y con él. En este acuerdo convinieron ellos más fácilmente, porque entendían que el rey
de Francia, considerando mejor, o la infamia de permitir la agresión contra su protegido, o lo que
im. portaba que la ciudad de Bolonia estuviese en poder de ellos, apartado de la primera
determinación, no con sentiría que la ocupasen.
Las condiciones fueron liga perpetua entre el Valentino de una parte, y los Bentivoglios,
juntamente con la comunidad de Bolonia, de la otra; que tuviese el Valentino de los boloñeses cien
hombres de armas a su servicio y sueldo por ocho años, cuya paga era cada año doce mil ducados;
que estuviesen obligados los boloñeses a servirle con cien hombres de armas y cien ballesteros a
caballo, pero solamente por el siguiente año; que el rey de Francia y los florentinos prometiesen la
observancia de esto por ambas partes, y que, por mayor firmeza de la paz, se casase con el hijo de
Anníbal Bentivoglio la hermana del obispo de Enna, sobrina del Papa..
No cesaba por esto el Valentino de solicitar la venida de la gente francesa y la de tres mil
suizos conducidos a su sueldo, debajo de color de que no usaría de ellos contra los coligados, sino
para la recuperación del ducado de Urbino y de Camerino, porque los coligados habían resuelto ya
ratificar el acuerdo hecho, habiéndose ido a este parecer el cardenal Orsino, que estaba en el
Spedaletto, en tierra de Siena, por las persuasiones de Paulo y aconsejándole mucho a ello Pandolfo
Petrucci, y, aunque después de contradecirlo largamente, lo aceptaron Vitellozzo y Juan Paulo
Baglione, a los cuales era muy sospechosa la fe del Valentino.
Después de haberlo ratificado éstos, y hecho lo mismo el Papa, el duque de Urbino, aunque el
pueblo, que le prometía que quería morir por su conservación, le rogó que no se fuese, teniendo
mayor temor a las armas militares que confianza en las voces del pueblo, volvióse a Venecia, dando
con ello lugar a la furia de los enemigos y haciendo arruinar antes todas las fortalezas de aquel
Estado, excepto la de San Leo y de Maiuolo. Los pueblos, habiendo ido a ellos por comisión del
Valentino, Antonio del Monte a Sansovino (que después fue cardenal) con facultad de concederles
perdón, volvieron de acuerdo debajo de su yugo, lo cual hizo también la ciudad de Camerino,
porque su señor huyó al reino de Nápoles, temeroso de que Vitellozzo y los otros que habían sacado
su gente de la comarca de Fano, se prevenían para ir a aquella empresa como soldados del
Valentino.
En este tiempo envió el Papa el ejército a Palombara, que la habían recuperado los Savelli,
juntamente con Senzano y otros castillos suyos, con la ocasión de las armas que movieron los otros.
227

Queriendo el duque Valentino poner en ejecución sus pensamientos ocultos, fue de Imola a
Cesena, donde aún no hubo bien llegado cuando las lanzas francesas que pocos días antes habían
venido, se apartaron de él repentinamente, llamadas por Chaumont, no por orden del Rey, sino
(como se afirmaba) por indignación particular nacida entre él y el Valentino, o quizá por haberlo
procurado éste así, para ser menos formidable a los que deseaba asegurar sumamente. En Cesena,
atendió a poner en orden eu gente, que era mayor en número de lo que se decía, porque
industriosamente no había to. mado grandes fuerzas a sueldo, pero había asoldado y asoldaba
continuamente muchas lanzas divididas y gentiles hombres particulares. Al mismo tiempo
Vitellozzo y los Orsini, que por su orden habían ido a sitiar a Sinigaglia, ganaron la villa y la
fortaleza, de donde se huyó, desamparada de todos, la prefecta, hermana del duque de Urbino, no
obstante que su hijo pequeño estaba debajo de la protección del rey de Francia, el cual se excusaba
de no ayudarle porque había entrado en la liga hecha en el mesón.
Tomada a Sinigaglia, fue el Valentino a Fano, donde, después que se hubo detenido algunos
días para juntar toda la gente, dio a entender a Vitellozzo y a los Orsini que al día siguiente quería ir
a alojar a Sinigaglia para que sacasen de la villa los soldados que estaban con ellos que alojaban
dentro, lo cual se ejecutó luego; alojando la infantería en los burgos de la ciudad y la gente de armas
distribuida por la comarca.
Fue el Valentino a Sinigaglia el día concertado, al cual salieron a recibir Paulo Orsino, el
duque de Gravina, Vitellozzo y Liberotto de Fermo, y acogidos por él con grandes agasajos, le
acompañaron hasta la puerta de la ciudad, delante de la cual se había parado en orden la gente del
Valentino, y queriendo ellos en este lugar despedirse de él para irse a sus alojamientos, que estaban
fuera, recelosos ya de ver que tenía más gente de la que habían creído, les pidió que entrasen,
porque había menester hablar con ellos, y no pudiendo rehusarlo, si bien casi adivinando su ánimo
el mal futuro, le siguieron a su alojamiento, y retirándose con él a un aposento, después de pocas
palabras (porque diciendo que quería ir a tomar otro vestido se apartó presto de ellos) fueron presos
todos cuatro por la gente que entró en el aposento, y al mismo tiempo fueron también desvalijados
sus soldados. Al día siguiente, que fue el último de Diciembre, para que el año de 1502 acabase en
esta tragedia, quedando los otros en la cárcel, hizo estrangular en un aposento a Vitellozzo y a
Liberotto, de los cuales el uno no había podido huir el hado de su casa de morir de muerte violenta,
como habían muerto todos los otros sus hermanos, en tiempo que tenían ya en las armas gran
experiencia y reputación y sucesivamente el uno después del otro, según el orden de su edad; Juan
de un cañonazo en el ejército que el papa Inocencio envió contra la ciudad de Orsino; Camilo,
soldado de los franceses, de una pedrada en las inmediaciones de Circelle; y Paulo, degollado en
Florencia. No pudo negar nadie que el fin de Liberotto no fuese digno de sus maldades, siendo muy
justo que muriese por traición quien, pocos días antes, había muerto con ella cruelmente en Fermo,
para hacerse grande en aquella ciudad, a Juan Frangiani, su tío, con otros muchos ciudadanos
principales de aquel lugar, habiéndolos traído a un convite a su propia casa.
No sucedió en este año otra cosa memorable, excepto que Luis y Fadrique, de la familia de
Pichi, condes de la Mirandola, habiendo sido echados primero de ella por Juan Francisco, su
hermano, y pretendiendo que tenían el mismo derecho que él, aunque era mayor de edad,
alcanzando gente en su ayuda del duque de Ferrara, por ser hijos de una hermana natural suya y de
Juan Jacobo Tribulcio, suegro de Luis, echaron por fuerza a su hermano; cosa no tanto digna de
memoria por sí misma, cuanto porque después, en los años siguientes, produjeron efectos de
consideración las diferencias entre estos hermanos.
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Capítulo V.
Los Orsini prisioneros del Papa.—Muerte del cardenal Orsino.—Pablo y el duque de
Gravina son estrangulados.—Los sieneses expulsan a Pandolfo Petrucci.—Sospecha el rey de
Francia del duque Valentino.-Guerra del papa Alejandro contra los Orsini.—Vuelve a Siena
Pandolfo Petrucci.—Muerte del conde de Gaiazzo.—Los franceses sitian a Barletta.—Son
derrotados quedando prisionero La Paliza.—Desafío de trece italianos y trece franceses.—Victoria
de los italianos.-Tratado de paz entre los reyes de Francia y España.—Gonzalo de Córdova no
acepta las condiciones de la paz.—Derrota de los franceses en Seminara y en Cirignuola.—Muerte
del duque de Nemours.—Entra en Nápoles Gonzalo de Córdova.

Síguese el año 1503, lleno aun más que los pasados de cosas memorables y gravísimos
accidentes, al cual dio principio la maldad impía del Príncipe de la religión cristiana, ignorante de lo
que había de suceder de sí y de sus cosas este mismo año, porque habiendo el Valentino con gran
presteza (como se habían concertado entre ellos) significado al Papa cuán dichoso fin habían tenido
sus artificios en Sinigaglia, teniendo el aviso muy secreto y procurando que no pudiese llegar a
otros por diferentes caminos, llamó luego al palacio del Vaticano, debajo del color de otros
negocios, al cardenal Orsino, el cual, confiando en el acuerdo hecho y en la fe de quien era notorio a
todo el mundo que jamás la había tenido, llevado más del hado que de la razón, había ido pocos días
antes a Roma. Al llegar a palacio fue luego preso. Al mismo tiempo prendieron en sus casas a
Rinaldo Orsino, arzobispo de Florencia, al protonotario Orsino, al abate de Albiano, hermano de
Bartolomé, y a Jacobo de Santa Cruz, gentil hombre romano de los principales de aquella facción, y
llevándolos al castillo de Sant’Angelo, envió el Papa al príncipe de Esquilache, su hijo, a tomar
posesión de los lugares de Paulo y de los otros, y con él al protonotario y a Jacobo de Santa Cruz,
para que los hiciesen entregar, los cuales fueron después remitidos a la misma guarda.
Había excusado el Papa con agudeza española lo que su hijo César hizo, diciendo que,
habiendo sido Paulo Orsino y los otros los primeros a quebrantarle la palabra que le dieron de ir a
su presencia uno cada vez, yendo todos juntos, no le había sido menos lícito al Valentino
quebrantársela a ellos.
Estuvo cerca de veinte días preso el cardenal, alegando el Papa varias razones para la prisión
de un cardenal tan antiguo, de tal edad y autoridad, y finalmente, esparciendo voz de que estaba
malo, murió en palacio de veneno, según se creyó por muy cierto. Para deshacer esta opinión el
Papa (aunque estaba acostumbrado a no descargarse de las infamias) quiso que fuese llevado de día
y descubierto a la sepultura y acompañado de su familia y de todos los cardenales, y a los otros
prisioneros se les dio facultad, poco después, para poder andar libres.
No queriendo el Valentino que su maldad quedase sin premio, partió sin tardanza de
Sinigaglia y se encaminó a Ciudad de Castillo, y, hallándola desamparada de los que quedaban de la
familia de los Vitelli (que, al saber la muerte de Vitellozzo, huyeron), continuó su camino hacia
Perusa, donde huyó Juan Paulo, el cual, destinado a mayor suplicio, aunque más tarde, había sido,
por la sospecha, más cauto que los otros en no ir a Sinigaglia. Dejó ambas ciudades debajo del
nombre de la Iglesia, habiendo vuelto a meter en Perusa a Carlos Baglione, a los Oddi y a todos los
otros enemigos de Juan Paulo, y, queriendo intentar, con tan grande ocaSión, apoderarse de Siena,
siguiéndole algunos emigrados de aquella ciudad, fue con el ejército (al cual había llegado de nuevo
la ayuda del Bentivoglio) al castillo de la Pieve, donde, entendiendo la prisión del cardenal Orsino
hizo estrangular al duque de Gravina y a Paulo Orsino y envió embajadores a Siena a pedir que
echasen a Pandolfo Petrucci como a enemigo suyo y turbador de la quietud de Toscana,
prometiendo que, en echándole, se iría con el ejército a tierra de Roma, sin molestar de ninguna
manera sus confines.
229

Por otra parte el Papa y él, que deseaban ardentísimamente que, así como Pandolfo había sido
compañero de los otros en la vida, lo fuese también en la muerte, procuraban descuidarle por los
mismos caminos con que habían adormecido a los otros, escribiéndole Breves y cartas muy afables
y enviándole por personas propias embajadas llenas de caricias y dulzuras; pero la sospecha que
había entrado en el pueblo de Siena de que atendiesen a ocupar aquella ciudad, hacía más difícil su
designio contra Pandolfo, porque muchos ciudadanos mal contentos ordinariamente de él, se
reducían a querer contemporizar antes debajo de la tiranía de un ciudadano que venir a servidumbre
forastera, de manera que de la ciudad no le dieron al principio respuesta alguna por donde pudiese
esperar que echarían a Pandolfo, pero, continuando en el mismo fingimiento de no querer otra cosa
sino esto, pasaba adelante en su comarca y había llegado ya a Pienza y a Chiusi y los otros lugares
cercanos se le habían rendido de acuerdo. Creciendo por esto en Siena el temor y comenzado a
esparcirse en el pueblo y también entre algunos de los principales que no era conveniente que, por
sustentar el poder de un ciudadano, se pusiese toda la ciudad a tan gran peligro, determinó Pandolfo
hacer de buena gracia todo lo que temía que al fin había de venir a hacer con odio de todos y con
mayor peligro y daño suyo; por lo cual, con su consentimiento, se significó al Valentino en nombre
público que venían en hacer su voluntad en lo que les había pedido, con tal de que se fuese con su
gente de su distrito. Aceptó esta resolución (aunque él y el Papa habían aspirado a mayor designio)
por la dificultad que conocían tenía la expugnación de Siena, ciudad grande y fuerte de sitio, en
donde estaba Juan Paulo Baglione y muchos soldados y donde el pueblo, cuando hubiese sido
certificado de que el Valentino tenía otro fin que la idea de Pandolfo, se hubiera juntado a resistirle.
Añadióse a esto que al Papa le pareció necesario que, para su seguridad propia, trajese su hijo
el ejército a tierra de Roma, donde no se estaba sin sospecha de algún movimiento, porque en
Pitigliano se habían reunido Julio y algunos otros de los Orsini, y Muzio Colonna, que había partido
del reino de Nápoles, entró en Palombara en socorro de los Savelli, los cuales tenían nuevamente
inteligencia con los Orsini y habían emparentado con ellos.
Pero perdieron ambos más la esperanza de ocupar a Siena, porque se entendía ya que si el Rey
había estado desde el principio ambiguu, le causaba disgusto esta empresa, como aquel que, aunque
había deseado que fuesen abatidos Vitellozzo y los demás coligados, le parecía que su total ruina,
con el aumento de tantos Estados, hacía muy poderosos al Papa y al Valentino, y estando la ciudad
de Siena y Pandolfo debajo de su protección y no perteneciendo a la Iglesia, sino al Imperio, le
parecía que se podía oponer muy justificadamente a aquella conquista. Tuvieron también esperanza
de que, por la partida de Pandolfo, quedaría el gobierno de aquella ciudad en alguna confusión, y
que por esto, con el tiempo, se les podría ofrecer coyuntura de dar color a su designio.
Partió, pues, Pandolfo de Siena, pero dejando la misma guarda y autoridad en sus amigos y
dependientes, de manera que no se echaba de ver mudanza en el gobierno. El Valentino se enderezó
hacia Roma para ir a la destrucción de los Orsini, los cuales, juntos con los Savelli, habían tomado
el puente de Lamentano y corrían por todo el país; pero refrenáronse por la llegada del Valentino, el
cual acometió luego el Estado de Juan Jordán, no teniendo respeto a que, demás de no haberse
mostrado su contrario, tenía la orden de San Miguel, la protección del rey de Francia, y estaba
entonces en su servicio en el reino de Nápoles, de lo cual se disculpaba el Papa con el Rey, diciendo
que no se movía por ambición de quitarle su Estado, sino porque, habiendo tantas injurias y ofensas
entre él y la familia de los Orsini, no podía tenerle tan vecino con seguridad, por lo cual vino en
dejarle en recompensa el principado de Esquilache y otros lugares equivalentes; mas no aceptando
el Rey estas razones, se quejó mucho de semejante insulto, no tanto porque pudiese en él más que
solía el respeto de la protección, cuanto porque, no continuándose en la primer prosperidad sus
cosas en el reino de Nápoles, comenzaba a tener recelos del atrevimiento e insolencia del Papa y del
Valentino, o volviendo a acordarse del acometimiento del año pasado a la Toscana y lo que habían
intentado después, contra su protección, en las cosas de Siena, y considerando que cuanto más
habían alcanzado y alcanzasen de él en lo futuro, tanto más había crecido y crecería siempre su
codicia, envió, con una embajada muy áspera, a mandar al Valentino que desistiese de molestar el
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Estado de Juan Jordán, el cual, por caminos desusados y con harto peligro, había ido a Bracciano.
Después de esto, pareciéndole necesario asegurar que no hiciese variación alguna en las cosas de
Toscana, mayormente habiendo entendido que en Siena empezaban a verse principios de discordias
civiles, comenzó, por el consejo de los florentinos, a tratar que Pandolfo Petrucci, que se había
detenido en Pisa, para que volviese a Siena, y que entre los florentinos, sieneses y boloñeses se
hiciese unión en defensa común; restituyéndose a los florentinos, para quitar todas las causas de las
diferencias, a Montepulciano, y que cada uno de éstos se previniese según su posibilidad de gente
de armas para la defensa común y para que se interrumpiera al Papa y al Valentino la disposición de
extenderse más en Toscana.
Había tomado en este medio el Valentino con parte de su gente a Vicovaro, donde estaban
seiscientos infantes por Juan Jordán, porque, habiendo recibido la orden del Rey, apartándose de la
empresa de Bracciano con mucho disgusto suyo y del Papa, fue a sitiar a Ceri, donde estaba con
Juan Orsino, señor de aquel lugar, Lorenzo, su hijo, y Julio y Frangiotto, de la misma familia, y al
mismo tiempo procedía su padre, por vía de justicia, contra toda la casa de los Orsini, excepto Juan
Jordán y el conde de Pitigliano, el cual no querían sufrir los venecianos que fuese molestado.
Ceri es lugar muy antiguo y, por la fortaleza de su sitio, muy celebrado, porque está puesto en
un peñasco, o por mejor decir, en un cerro hecho todo de una peña, por lo cual los romanos, cuando
rotos por los galos en el río Allía, llamado hoy Caminate, perdieron las esperanzas de poder
defender a Roma, enviaron a aquella ciudad, como a lugar segurísimo, las vírgenes vestales y los
simulacros más secretos y más venerados de los dioses, con otras muchas cosas sagradas y
religiosas; y por esta misma razón no fue violado del furor de los bárbaros, cuando, por la
declinación del imperio romano, inundaron con tan gran ímpetu toda Italia. Por todo esto, y por
estar llena de valerosos defensores, le salía dificultosa la empresa al Valentino, el cual no dejaba
diligencia ni industria alguna para ganarle, ayudándose, demás de otras muchas máquinas de guerra
para sobrepujar lo alto de las murallas, de gatos y de otros varios ingenios de madera. Mientras
estaba en esto, Francisco de Narni, enviado a Siena por el rey de Francia, significó que la intención
del Rey era que volviese Pandolfo, el cual le había prometido antes que perseveraría en su devoción
y que, para su seguridad, enviaba a Francia a su hijo mayor; que le pagaría aquello que le quedaba
debiendo por el concierto de cuarenta mil ducados y restituiría a los florentinos a Montepulciano.
Entendido esto en Siena, hubo poca dificultad para su vuelta, añadiéndose a la reputación del
nombre del rey de Francia el favor descubierto de los florentinos y la disposición de los ciudadanos
sus amigos, los cuales, habiéndose anticipado a tomar las armas la noche antes del día que estaba
señalado para su venida, hicieron que no se moviesen todos los que tenían otro parecer. Sucedió
esto con gran disgusto del Papa, cuyas cosas corrían felizmente por otras partes, porque se le habían
rendido Palombara y los otros lugares de los Savelli, y los que estaban en Ceri, maltratados de día y
de noche por muchos caminos y con muchos asaltos, se rindieron al fin, con condición que el Papa
pagase a Juan, señor del lugar, cierta cantidad de dinero, y que a él y a todos los otros los dejasen ir
libres a Pitigliano, lo cual se guardó sinceramente, contra la costumbre del Papa y la esperanza de
todos.
No procedían ya con semejante prosperidad las cosas de los franceses en el reino de Nápoles,
comenzado a dificultarse desde el principio de este año, porque, habiendo sitiado el conde de
Meleto con gente de los príncipes de Salerno y Bisignano a Terranova, pasó de Mesina a Calabria
Don Hugo de Cardona con ochocientos infantes españoles que trajo de Roma (habiendo estado
antes al sueldo del Valentino con cien caballos y ochocientos infantes entre sicilianos y calabreses)
y en llegando a Seminara se movió hacia Terranova para socorrerla. Al saber esto el conde de
Meleto, levantándose de Terranova, fue a encontrarle. Caminaban los españoles por un llano
estrecho entre una montaña y un río que trae muy poca agua, pero que se junta al camino con un
ribazo, y los franceses, superiores en número, caminaban contra ellos por la otra parte del río,
deseosos de sacarlos a lugar ancho; pero viendo que caminaban estrechos y en fuerte ordenanza,
creyendo que si no les cortaban el camino podrían llegar libres a Terranova, pasaron de la otra parte
231

del río para acometerlos, donde, prevaleciendo el valor de los infantes españoles (ejercitados en la
guerra), causando gran daño a los franceses la ventaja del dique, fueron rotos.
Poco después llegaron de España a Mesina, por la mar, doscientos hombres de armas,
doscientos jinetes y dos mil infantes guiados por Manuel de Benavides (con el cual pasó entonces a
Italia Antonio de Leiva, que, subiendo después desde soldado por todos los grados militares a ser
capitán general, ganó en Italia muchas victorias), los cuales pasando de Mesina a Reggio de
Calabria (que poco antes lo habían ganado los españoles), estando entonces Obigni en la otra parte
de la Calabria (la cual estaba casi toda por él), fueron a alojar a Losarno, cinco millas de Calimera,
en donde había entrado dos días antes Ambricourt con trescientas lanzas y el conde de Meleto con
mil infantes y, presentándose a la mañana siguiente al amanecer ante las murallas, por donde no
había puertas, sino sólo una estacada, sorprendiendo y matando a los centinelas la ganaron al
segundo asalto, aunque se defendieron valerosamente. Quedó muerto el capitán Spírito, Ambricourt
preso y el conde de Meleto se salvó refugiándose en la fortaleza, porque los vencedores se retiraron
luego a Terranova por temor de Obigni, que, con trescientas lanzas, tres mil infantes forasteros y
dos mil del país, se acercaba.
Habiendo hecho alto Obigni, después de este accidente,.en Pollistrine, castillo cercano,
partieron una noche ocultamente los españoles por la falta de sus vituallas, para ir a Chierace, pero
siguiéndoles la gente de Obig. ni hasta la subida de una áspera montaña, perdieron sesenta hombres
de armas y muchos infantes, y de los franceses murió allí Grugni, por haberse adelantado mucho,
hombre a quien ellos estimaban grandemente, que guiaba la compañía que había sido del conde de
Gayazzo, el cual, poco después de la toma de Capua, murió de muerte natural.
Vino en este tiempo de España a Sicilia otra armada que trajo doscientos hombres de armas,
doscientos caballos ligeros y dos mil infantes, de quienes era capitán Portocarrero, el cual,
muriendo en Reggio, donde había pasado con la gente, quedó el cuidado de ella a don Fernando de
Andrade su lugarteniente. Tomando ánimo los españoles, que se habían recogido en Ghierace, por la
llegada de esta gente, volviendo a Terranova, se fortificaron en la parte del lugar que confina con la
fortaleza que ellos tenían, que está al principio de un valle, al cual se junta lo restante del lugar,
temiendo, y no en vano, la venida de Obigni, porque, llegando luego de Pollistrine, alojó en aquella
parte que no estaba ocupada por los españoles, fortificándose cada uno y haciendo estacadas por su
parte; pero entendiendo después Obigni que los españoles que habían desembarcado en Reggio se
acercaban para juntarse con los otros, se retiró a Losarno y los enemigos, siguiendo la comodidad
de las vituallas, se pusieron todos juntos en Seminara.
Mientras procedían de esta manera las cosas en Calabria, volviendo el Virrey francés hacia
Barletta, haciendo alto en Matera, había distribuido la gente en los lugares circunvecinos,
atendiendo a impedir que entrasen allí vituallas, y esperando que, por la peste y el hambre que había
en Barletta, no se podrían detener más allí los españoles, ni irse a Trani, donde había las mismas
dificultades. Pero era maravillosa su perseverancia en tantas incomodidades y peligros, confirmada
por el valor y diligencia de Gonzalo de Córdova, el cual los sustentaba, dando unas veces esperanza
de que vendrían presto dos mil infantes tudescos, que había enviado a levantar a Alemania
Octaviano Colonna, otras de otros socorros y otras echando fama de que quería retirarse por mar a
Taranto. Pero mucho más los animaba con su ejemplo, sufriendo todos los trabajos en sí mismo con
ánimo alegre, y toda la estrechez del sustento y de las cosas necesarias.
Estando reducida la guerra a tal estado, comenzaron, por la negligencia y modos insolentes de
proceder de los franceses, a ser superiores aquellos que hasta aquel día habían sido inferiores,
porque la gente de Castellaneta, villa cerca de Barletta, desesperada por las injurias y daños que
padecían de cincuenta lanzas francesas que alojaban en ella, tomando las armas popularmente, las
desvalijaron y pocos días después, teniendo noticia Gonzalo de que monseñor de La Paliza, el cual
alojaba con cien lanzas y trescientos infantes en la villa de Rubos, distante doce millas de Barletta,
no observaba la debida vigilancia, salió una noche de Barletta, fue a Rubos, plantó con presteza la
artillería (que, por ser el camino llano, la había traído fácilmente) y le acometió con tal furia, que
232

los franceses, que no esperaban semejante suceso, espantados de un acometimiento tan repentino, se
perdieron, habiendo hecho flaca defensa, quedando preso La Paliza, juntamente con los otros. El
mismo día se volvió Gonzalo a Barletta sin riesgo de recibir ningún daño de Nemours, que pocos
días antes había venido a Canosa, porque alojada su gente en diferentes lugares para tener asediada
a Barletta por diversas partes, o quizá para mayor comodidad suya, no podía juntarse a tiempo.
Añadióse a esto que cincuenta lanzas francesas que iban para tomar unos dineros que se traían de
Francia a Barletta, fueron rotos por la gente que había enviado Gonzalo para seguridad del dinero.
Siguió luego a estos accidentes otro que quebrantó mucho la osadía de franceses, no pudiendo
atribuir a la contrariedad de la fortuna aquello que había sido propia obra del valor, porque,
habiendo ido para tratar de la recuperación de unos soldados presos en Rubos, un trompeta a
Barletta a fin de rescatarlos, dijeron algunos hombres de armas italianos ciertas palabras contra los
franceses, que el trompeta cuando volvió las dijo en el ejército francés, y respondiendo ellos a los
italianos, se encendieron tanto todos, que, para sustentar la honra de la propia nación, se
concertaron que en campo seguro, a batalla acabada, combatiesen juntos trece hombres de armas
franceses y otros trece italianos y que el lugar del combate fuese señalado en una campaña entre
Barletta, Andría y Quadrato, donde fuesen acompañados de número determinado de gente; pero por
asegurarse de las asechanzas, acompañó cada capitán a los suyos hasta la mitad del camino con la
mayor parte del ejército, animándolos con que habiendo sido escogidos de todo el ejército,
correspondiesen con el ánimo y las obras a la esperanza que habían concebido de ellos, que era tal,
que en sus manos y en su valor se había puesto, con voluntad de todos, la honra de tan nobles
naciones.
Recordaba el Virrey francés a los suyos que estos eran los mismos italianos que, no teniendo
osadía para resistir el nombre de los franceses, les habían dado siempre el paso, sin hacer jamás
experiencia de su valor, cuantas veces habían corrido desde los Alpes hasta la última punta de Italia;
que no les encendía ahora nueva generosidad de ánimo o nueva fortaleza, sino que, por hallarse en
el servicio de los españoles y sujetos a sus órdenes, no habían podido resistir a su voluntad, los
cuales, no acostumbrados a pelear con el valor, sino con estratagemas y engaños, estaban de buena
gana ociosos a la mira de los peligros ajenos, pero que en llegando los italianos al campo y viéndose
cara a cara las armas y la ferocidad de aquellos de quien siempre habían sido vencidos, vueltos a su
temor acostumbrado, o no se atreverían a pelear, o peleando tímidamente, con facilidad serían sus
prisioneros, no siendo bastante escudo contra las armas de los vencedores el fundamento hecho
sobre las palabras y arrogancias vanas de los españoles.
Por otra parte, Gonzalo encendía a los italianos con no menos vivas provocaciones,
trayéndoles a la memoria la honra antigua de aquella nación y la gloria de sus armas, con las cuales
habían, en tiempos pasados, domado todo el mundo; que estaba ahora en poder de estos pocos, no
inferiores al valor de sus antepasados, hacer manifiesto a todos que si Italia, vencedora de todos los
otros, había sido recorrida de pocos años a esta parte por ejércitos forasteros, no lo había causado
otra cosa que la imprudencia de sus Príncipes, los cuales, discordes entre sí mismos por ambición,
habían llamado las armas extranjeras para abatirse los unos a los otros; que los franceses no habían
ganado en Italia ninguna victoria por verdadero valor suyo, sino ayudados del consejo o de las
armas de los italianos o por haber cedido a su artillería, con cuyo espanto, por ser cosa nueva en
Italia, y no con el poder de sus armas, se les había hecho el camino; que ahora tenían ocasión de
pelear con las armas y con el valor de las propias personas, hallándose presentes a tan glorioso
espectáculo las principales naciones de la cristiandad y tanta nobleza de los suyos mismos, los
cuales, así de una parte como de la otra, tenían gran deseo de su victoria; que se acordasen que se
habían criado todos con los famosos capitanes de Italia, entretenidos continuamente debajo de sus
armas, y que cada uno de ellos había hecho honradas experiencias de su valor en varias partes, por
lo cual estaba destinada para estos la palma de poner el nombre italiano en aquella gloria con que
había estado, no sólo en el tiempo de sus mayores, sino en el que ellos mismos la habían visto; y si
233

no se conseguía por estas manos tan grande honra, se podrían perder las esperanzas de que Italia
pudiese quedar en otro grado que el de afrentosa y perpetua servidumbre.
No eran menores las provocaciones que los otros capitanes y soldados particulares de ambos
ejércitos hacían a cada uno de ellos, animándolos a ser semejantes a sí mismos y a ensalzar con su
propio valor el esplendor y gloria de su nación. Con estos estímulos llegados al campo, llenos todos
de ánimo y ardimiento, habiéndose detenido la una de las partes a un lado del palenque contrario al
lugar donde se había detenido la otra 16, al dar la señal, corrieron ferozmente a encontrarse con las
lanzas, y no habiéndose mostrado en este encuentro ninguna ventaja, metiendo mano a las otras
armas con grande ánimo y furia mostraba cada uno de ellos con grande excelencia su valor,
confesando secretamente todos los que los miraban que no se pudieran escoger de ambos ejércitos
otros soldados más valerosos y más dignos de hacer tan gloriosa prueba. Pero habiéndose
combatido ya largo espacio y cubierto el suelo de muchas piezas de las armas y de mucha sangre de
los heridos de ambas partes, dudoso aún el suceso de la batalla y mirados con gran silencio, pero
casi con mayor ansia y trabajo de ánimo de los circunstantes que de ellos mismos, sucedió que
Guillermo Albimonte, uno de los capitanes italianos, fue derribado del caballo por un francés, pero
mientras que con ferocidad se acercaba éste con su caballo para matarle, Francisco Salamone,
acudiendo con presteza al peligro de su compañero, mató con un gran golpe al francés, el cual,
cebado en oprimir a Albimonte, no se guardaba de él; después Francisco, juntamente con
Albimonte, que ya se había levantado y con Miale, que estaba en tierra herido, tomando en las
manos venablos que habían traído para este efecto, mataron muchos caballos de los enemigos, por
lo cual, comenzando a quedar inferiores los franceses, fueron presos todos por los italianos, quienes
acogidos con grandísima alegría de los suyos y encontrados después con Gonzalo, que los esperaba
en la mitad del camino, recibidos con gran fiesta y honra, dándoles las gracias a todos como a
restauradores de la gloria italiana, entraron como triunfantes en Barletta, llevando delante los
presos, resonando el aire con el ruido de las trompetas y tambores, de tiros de artillería y del aplauso
y voces de los soldados. Dignos son de que cualquier italiano procure, en cuanto le sea posible, que
sus nombres pasen a la posteridad mediante el instrumento de la pluma.
Fueron, pues, Héctor Fieramosca, capuano; Juan Capoccio, Juan Bracalone y Héctor Juvenal,
romanos; Marco Carellario, de Nápoles; Mariano de Sarni; Romanello, de Forli; Luis Aminale, de
Terni; Francisco Salamone y Guillermo Albimonte, sicilianos; Miale, de Troya, y el Ricio y
Tanfulla, parmesanos, criados todos en las armas o debajo del gobierno de los reyes de Aragón o de
los Colonnas. Es cosa increíble el ánimo que quitó al ejército francés este suceso y cuánto le
acrecentó al español; adivinando todos el fin universal de la guerra por la experiencia de estos
pocos.
En este mismo tiempo estaba el rey de Francia en Lombardía molestado por los suizos, al
principio por sólo los tres cantones que habían ocupado a Belinzone; los cuales, queriendo inducirle
a que conviniese en que aquel lugar fuese de ellos, acometieron a Lucerna y a la Murata, que es un
muro muy largo sobre el lago Mayor, cerca de Lucerna, con el cual se prohíbe la bajada de aquellas
montañas a lo llano, si no es por una sola puerta que hay en el muro. Y aunque al principio no lo
ganaron, por la defensa de los franceses que le guardaban y a pesar de que Chaumont, que con
ochocientas lanzas y tres mil infantes se había detenido en Varese y en Galera, tenía esperanza que
se hubiese de defender; creciendo después en número los suizos, porque tuvieron socorro de los
grisones, después de haber dado muchos asaltos en vano, subidos una parte de ellos sobre un monte
áspero que predomina a la Murata, obligaron a que la desamparasen los que la guardaban, y
tomando después el burgo de Lucerna, mas no la fortaleza, se aumentaban cada día más, porque los
otros nueve cantones, si bien al principio habían ofrecido gente al rey de Francia, por la
confederación que tenían con él, comenzaron después a socorrer a los tres cantones, alegando que
no podían faltar en ayudar a sus compañeros y que estaban obligados a esto por las ligas antiguas

16 Quien quisiere ver más difusamente este desafío, lea el Jovio en la vida del Gran Capitán, donde pone las armas con
que se peleó y otras muchas particularidades dignas de ser leídas. (Nota del traductor.)
234

que había entre ellos, anteriores a las obligaciones que tenían a todos los otros. Mientras estaban
alrededor de la fortaleza con quince mil infantes, no pudiendo socorrerla los franceses por la
estrechez de los pasos y por las guardas cuidadosas que hacían en ellos, atendían a robar el país
circunvecino, y enojados de que el castellano de Musocco (villa de Juan Jacobo Tribulcio) rehusaba
prestarles artillería para batir la fortaleza de Lucerna, saquearon aquella villa, no molestando el
castillo porque era inexpugnable. Por otra parte, los franceses, haciendo gran consideración de este
movimiento y habiendo recogido todas las fuerzas que tenían en Lombardía y alcanzado ayuda de
Bolonia, Ferrara y Mantua, pidieron a los venecianos las ayudas que debían dar para la defensa del
Estado de Milán, las cuales, habiéndolas prometido con presteza, las despacharon tan despacio que
no fueron necesarias.
Atendía Chaumont, habiendo proveído bien las fortalezas que estaban en lugares montuosos,
a tener la gente en lo llano, esperando que los suizos, que no osaban, por no tener caballería, ni
artillería, bajar a los lugares abiertos, se cansarían, por la dificultad de las vituallas y porque estaban
sin dinero y sin esperanza de hacer ningún efecto importante. Habiéndose detenido en este estado
muchos días los suizos y creciendo la falta de las vituallas por haber los franceses armado muchos
bajeles y con ellos echado a fondo gran número de barcas que las llevaban a los suizos e impedían
que por el lago las pudiesen tener; comenzando a desunirse entre ellos, porque no tocaba la empresa
sino a los cantones que poseían a Belinzone, sobornados también los capitanes con dinero de los
franceses, vinieron a retirarse, restituyendo todas las villas que habían ocupado en esta jornada,
excepto a Musocco, como cosa que no tocaba al Rey y alcanzando promesa suya de que no
molestaría a Belinzone por cierto tiempo; tan ajenos estaban los franceses de querer la enemistad de
los suizos, que no se avergonzaban, no sólo en este tiempo en que tenían guerra con el Rey de
España, temían al Rey de Romanos y recelaban de los venecianos, sino también en cualquier otro,
de comprar la amistad de aquella nación, con pagar cada año provisiones en público y en secreto y
hacer conciertos con ellos con indignas condiciones; moviéndoles, además de la desconfianza de
sus propios infantes, el conocimiento de que se hace con grandes desventajas la guerra con quien no
tiene que perder. Libre ya el rey de Francia de la guerra de los suizos, no tenía en el mismo tiempo
menos esperanza de desembarazarse de la que había en el reino de Nápoles, porque después de
varias pláticas que había habido sin fruto entre ambos reyes, queriéndose volver de España a
Flandes Felipe, archiduque de Austria y príncipe de Flandes, determinó volverse por tierra, aunque
contra muchos ruegos de sus suegros, de los cuales alcanzó amplia facultad y libre orden de hacer la
paz con el rey de Francia, la cual había deseado mucho mientras estuvo en España; pero
acompañándole dos embajadores, sin cuya participación no quería concluir ni tratar nada.
Es increíble con cuánta magnificencia y honra fue recibido por orden del Rey en todo el reino
de Francia, no sólo por desear tenerle propicio en las cosas de paz, sino para reconciliar para todo
tiempo el ánimo de aquel príncipe mozo y en esperanza de gran poder, porque era el más próximo
heredero del Imperio Romano y de los reinos de España con todas sus dependencias. Con la misma
liberalidad fueron acogidos los grandes cerca de su persona y les hicieron muchos donativos.
Correspondió Felipe a estas demostraciones con real magnanimidad, porque habiendo el Rey
(demás de la palabra que le había dado de que podría pasar por Francia seguramente) enviado
algunos de los primeros señores del reino, para que estuviesen en Flandes por su seguridad,
mientras estuviese el Archiduque en su reino, ordenó Felipe al entrar en Francia, por confiarse en
todo de su palabra, que se diese libertad a los rehenes.
Ni a estas demostraciones tan grandes de amistad sucedieron (en cuanto fue de su parte)
efectos menores, porque juntándose en Blois, después de haber discurrido algunos días,
concluyeron la paz con estas condiciones: que se poseyese el reino de Nápoles según la primera
división, pero dejando en depósito a Felipe las provincias, por cuya diferencia se había venido a las
armas, y que al presente Carlos, su hijo, y Claudia, hija del Rey, entre los cuales se establecía el
desposorio tratado otras veces, se intitulasen reyes de Nápoles y duques de la Pulla y de Calabria;
que la parte que tocaba al rey de España fuese gobernada en lo futuro por el Archiduque, y la del
235

rey de Francia por quien el Rey señalase; pero estando la una y la otra debajo del nombre de los dos
muchachos, a los cuales, cuando consumasen el matrimonio, entregase el Rey en dote de su hija su
parte.
Esta paz se publicó solemnemente en la iglesia mayor de Blois y se confirmó con juramento
del Rey y de Felipe, como procurador de los Reyes sus suegros; paz sin duda de gran consideración
si hubiera tenido efecto, porque no sólo se dejaban las armas entre Reyes tan poderosos, sino que
tras esta, hubiera seguido la paz entre el Rey de Romanos y el de Francia, naciendo de ella nuevos
pensamientos contra los venecianos; y el Papa, que era sospechoso a todos y cualquiera le tenía en
malísima reputación, no quedaba sin miedo de Concilios y de otros designios para reprimir su
autoridad.
Habiendo enviado luego el Rey y Felipe a intimar la paz en el reino de Nápoles y a mandar a
los capitanes que, hasta que llegase la ratificación del Rey de España, poseyendo cada una lo que
tenía, se abstuviesen de las ofensas, ofreció el capitán francés obedecer a su Rey; pero el español, o
porque esperaba más la victoria, o porque no le bastaba sola la autoridad de Felipe, respondió que,
hasta que tuviese la misma orden de sus Reyes, no podía dejar de hacer la guerra. Dábale mayor
ánimo para continuarla ver que, esperando el rey de Francia primero en las pláticas y después en la
conclusión de la paz y presuponiendo por cierto lo que todavía era dudoso, no solamente había
entibiado las otras provisiones, sino detenido tres mil infantes que había ordenado primero se
embarcasen en Génova y trescientas lanzas que estaban señaladas para que, debajo del gobierno de
Persi, fuesen a aquella empresa. Por el contrario, habían llegado a Barletta los dos mil infantes
tudescos que, levantados con el favor del Rey de Romanos y embarcados en Trieste, pasaron
seguramente por el golfo de los venecianos con grandes quejas del rey de Francia, por lo cual el
duque de Nemours, no pudiendo prometerse la suspensión de armas y enflaquecido por los daños
recibidos poco antes, para hallarse con fuerzas suficientes, si la ocasión le convidase o la necesidad
le redujese a pelear con los enemigos, envió a llamar toda la gente francesa que estaba dividida en
diferentes puntos, excepto la que militaba debajo del gobierno de Obigni en Calabria, y todas las
ayudas de los señores del reino. Pero tuvo contraria la fortuna al recogerla, porque, habiendo
determinado el duque de Atri y Luis de Ars, uno de los capitanes franceses que habían repartido su
gente en tierra de Otranto, ir unidos a juntarse con el Virrey, porque entendían que Pedro Navarro
con mucha infantería española estaba en parte que les podía hacer daño si fuesen divididos, sucedió
que Luis de Ars, teniendo comodidad para ir seguro por sí mismo, partió sin cuidar del peligro del
duque de Atri, el cual, quedando solo y habiendo llegado a su noticia que Pedro Navarro se había
movido hacia Matera, para ir a juntarse con Gonzalo, se puso también él en camino con su gente.
Mas no bastaban los consejos de los hombres para resistir a la fortuna, porque la gente de
Rutiliano (villa que está en tierra de Bari, y que, en estos mismos días, se había rebelado contra los
franceses) llamó a Pedro Navarro, volviendo éste del camino de Matera, que había comenzado,
hacia Rutiliano, y se encontró con el duque de Atri que, espantado con este accidente, estuvo
suspenso sobre lo que había de hacer. Al fin, no teniendo segura de todo punto la retirada,
confiándose en que, si bien era inferior en el número de infantería, tenía más caballos y creyendo
que la infantería española, por haber caminado mucho la noche antes, estaría cansada, comenzó la
batalla, en la cual, habiéndose peleado valerosamente por ambas partes fue rota al fin su gente,
muerto Juan Antonio su tío y él preso. Y como sucede que las más de las veces no vienen solos los
trabajos, ocurrió que cuatro galeras francesas, cuyo capitán era Pregianni, de Provenza, caballero de
Rodas, anclaron en el puerto de Otranto, con licencia del oficial veneciano, que les prometió que no
serían molestadas por la armada de España, la cual, gobernada por Villamarín, andaba dando bordes
en aquellos parajes. Entró ésta poco después en el mismo puerto, y viéndose Pregianni inferior en
fuerzas y temiendo le envistiesen, para que a lo menos su daño no fuese con ganancia de los
enemigos, librando la chusma y, echando a fondo las galeras, se salvó él y a los suyos por el camino
de tierra.
236

Había encargado el rey de Francia a sus capitanes que, estando a la defensa, rehusasen el
combate, porque tendrían presto o el establecimiento de la paz o grande socorro; pero era muy
difícil, estando poderosos y vecinos todos los ejércitos, refrenar el calor de los franceses y hacerles
mantener con paciencia la dilación de la guerra, antes estaba destinado que, sin diferirlo más, se
decidiese la suma de las cosas cuyo principio se dio en Calabria, pues juntándose los españoles en
Seminara y recogiendo Obigni toda su gente y la de los señores que seguían la parte francesa, alojó
la infantería en la villa de Gioia, tres millas de Seminara, y la caballería en Losarno, lugar apartado
tres millas de Gioia. Fortificándose con cuatro piezas de artillería sobre la orilla del río en que está
situada Gioia, estaba dispuesto para oponerse a los enemigos si intentasen pasar el río; pero los
españoles, teniendo otro propósito que el suyo, el día que determinaron pasar se movieron por el
camino derecho, encaminando hacia el río la vanguardia gobernada por Manuel de Benavides, el
cual, al llegar a la orilla comenzó a hablar con Obigni que había traído todo su ejército a la otra
orilla y al mismo tiempo la retaguardia española, seguida de la batalla, se volvió por otro camino a
pasar el río milla y media más arriba de Gioia. Recelando Obigni esta marcha, se movió con gran
presteza y sin artillería para llegar antes que hubiesen pasado todos, pero ya lo habían hecho y
puéstose en orden, aunque sin artillería, en firme y estrecha batalla, de donde se movieron contra los
franceses, los cuales acelerando el camino y teniendo (como dicen algunos) mucho menor número
de infantería, iban tan desordenados, que los rompieron presto antes que pasase el río la vanguardia
española. En este aprieto quedó preso Ambricourt con algunos otros capitanes franceses y el duque
de Somma con muchos barones del reino, y aunque Obigni huyó a la fortaleza de Angitola,
encerrándose dentro, estuvo obligado a rendirse a prisión.
Fue roto y preso en aquellos mismos lugares donde poco antes había, con tan gran gloria,
vencido y roto al rey Fernando y a Gonzalo. ¡Tan poco constante es la prosperidad de la fortuna! Y
ninguna otra cosa le causó tanto daño (siendo de los más excelentes capitanes que Carlos trajo a
Italia y de ingenio muy libre y noble) que proceder con mucho ardimiento, en la esperanza de la
victoria, lo cual causó mucho daño en Pulla al Virrey; ardimiento acaso mayor por haber sabido la
rota sufrida en Calabria. No sabiendo todavía Gonzalo la victoria de los suyos, ni pudiendo
perseverar más en Barletta por el hambre y la peste, se fue, dejando allí poca guarda y se enderezó a
la Cirignuola, villa apartada diez millas y casi en triángulo entre Barletta y Canosa, donde estaba el
Virrey.
Habíase disputado primero en el consejo del Virrey si se había de buscar o huir la ocasión de
la batalla, y muchos capitanes tuvieron este parecer: que estando los españoles acrecentados de
gente y los suyos disminuidos y comenzádose a envilecer, por los desórdenes que antes habían
sucedido en Rubos y Castellaneta, después en tierra de Otranto y últimamente en Calabria, no se
debían poner en manos de la fortuna, sino retirarse a Melfi o a otra cualquiera villa grande y
abundante y esperar que viniese de Francia nuevo socorro o el establecimiento de la paz, pues les
obligaba también a este modo de contemporizar la orden que nuevamente habían recibido del Rey.
Tuvo este consejo muchos que le contradijeron, a los cuales les parecía peligroso esperar que el
ejército vencedor en Calabria se juntase con Gonzalo o se volviese a alguna empresa importante,
donde no hallaría quien le hiciese resistencia; recordaban el fruto que había producido al ejército de
Montpensier escoger antes retirarse a las villas que pelear; que los ejemplos pasados les
amonestaban lo que podrían esperar de los socorros largos e inciertos de Francia, y que si, estando
las cosas dudosas, ni Gonzalo había convenido en dejar de ofender, ni el rey de España aceptado la
paz, tanto menos lo harían ahora que tenían tanta esperanza de la victoria; que no era su ejército
inferior, ni en fuerzas ni en valor, al de los enemigos, ni se debía argüir de las derrotas recibidas por
su negligencia, la experiencia que con las armas y con el valor del ánimo (no con astucia, ni
engaños) se harían en campaña abierta; que era más glorioso y más seguro partido hacer con
esperanzas casi iguales experiencia de la fortuna, que, huyéndola y dejándose consumir poco a
poco, conceder a los enemigos la victoria sin sangre y sin peligro; que las órdenes del Rey, que
estaba lejos, se debían tomar más por recuerdos que por preceptos, los cuales se habrían observado
237

prudendentemente, si Obigni los hubiera seguido; pero que, habiéndose variado por aquel desorden
el estado de la guerra, era asimismo necesario que se variasen las determinaciones.
Prevalecía en el Consejo este parecer; por lo cual, al tener noticia de sus espías que la gente
española, o toda o parte, había salido de Barletta, tomó también Nemours el camino hacia la
Cirignuola, que para ambos ejércitos era muy incómodo por haber muy poca agua en aquellos pasos
y haber venido el verano mucho antes de lo que suele ser en principio de Mayo. Dícese que aquel
día perecieron muchos de todas partes de sed. Ni sabían los franceses si lo que se había movido era
todo o parte del ejército español, porque Fabricio Colonna con los caballos ligeros, no les dejaba
tener alguna noticia y las lanzas derechas de los hombres de armas y los troncos de hinojos que en
aquel país son muy altos, les quitaban la vista.
Llegaron primero los españoles a la Cirignuola, la cual guardaban los franceses, y
comenzándose a alojar entre unas viñas, ensancharon, por consejo de Próspero Colonna un foso que
estaba en el frente del alojamiento. Llegaron los franceses mientras se alojaban, y estando ya
cercana la noche, estuvieron dudosos sobre si comenzarían luego la batalla o la dilatarían para el día
siguiente, Aconsejaban Ibo de Allegri y el príncipe de Melfi que se esperase al día siguiente, en el
cual tenían por cierto que, necesitados los españoles por la falta de vituallas, se moverían, y por esto
se excusaba, demás de la vecindad de la noche, la desventaja de acometerles en su propio
alojamiento, mayormente no sabiendo la disposición que tenían; pero despreciando con cólera
Nemours el consejo más saludable, acometieron a los españoles con gran furor, peleando con la
misma ferocidad los suizos, y habiéndose pegado fuego o por acaso o por otro accidente en las
municiones de los españoles, abrazando Gonzalo el agüero con ánimo franco, dijo en alta voz:
«Nosotros hemos vencido; Dios nos anuncia por cierta la victoria, dándonos señales de que no
hemos menester usar de la artillería.»
Varia es la fama del suceso de la victoria. Los franceses publicaron que al primer encuentro
habían roto la infantería española, y que llegando a la artillería habían encendido la pólvora y
apoderádose de ella, pero que, sobreviniendo la noche, había herido la gente de armas por yerro, en
su propia infantería, y que por este desorden se habían vuelto a rehacer los españoles. Los otros
publicaron que por la dificultad de pasar el foso, comenzando los franceses a embarazarse entre sí
mismos, se pusieron en huida, no menos por su propio desorden que por el valor de los enemigos,
mayormente espantados por la muerte de Nemours, el cual, peleando valerosamente entre los
primeros y animando a los suyos a pasar el foso, cayó herido de un arcabuzazo. Otros dicen más
particularmente que, desesperado Nemours de pasar el foso, queriendo volver su gente por el
costado del ejército para probar a entrar por aquella parte, hizo gritar: «¡Atrás!,» la cual voz, para
quien no sabía la causa, era señal de huir, y que habiendo sobrevenido su muerte al mismo tiempo
en el primer escuadrón, volvió todo el ejército en fuga manifiesta. Quitan otros al Virrey la infamia
de haber peleado contra el consejo de los demás, y aun antes la pasan a Allegri, porque, estando
inclinado el Virrey a no pelear aquel día, reprendiéndole de temeroso, le indujo al consejo contrario.
Duró la batalla muy poco rato, y aunque siguieron a los franceses los españoles, pasando el
foso, fueron presos y muertos muy pocos, por ser ya de noche obscura, especialmente de la gente de
a caballo, entre la cual fue muerto monseñor de Chiandeu. Lo restante, habiendo perdido el carruaje
y la artillería, se salvó huyendo, esparciéndose los capitanes y soldados en varias partes. Dícese que,
habiendo echado ya a los enemigos de todos los puestos, no viendo Gonzalo en ninguno a Próspero
Colonna, preguntaba por él con grande instancia, temiendo no hubiese sido muerto en la batalla y
que Fabricio, queriendo motejarle de medroso, riendo le respondió que no se debía temer que
hubiese entrado Próspero en lugar de peligro.
Ganóse esta victoria ocho días después de la rota de Obigni y la una y la otra en viernes, día
observado por feliz de los españoles. Hicieron los franceses, al recogerse de la fuga, varios
designios o de juntarse con las reliquias del ejército en algún lugar a propósito para impedir el ir a
Nápoles a los enemigos o detenerse en la defensa de la ciudad; pero como en las cosas contrarias
crece cada día más el miedo y las dificultades de quien ha sido vencido, ninguno de estos partidos
238

se puso en ejecución, porque en otros lugares tenían dificultad de detenerse, y juzgaban que no
podrían defender a Nápoles por la falta de vituallas, para cuya provisión habían los franceses hecho
primero comprar en Roma gran cantidad de trigo, pero el pueblo romano impidió que se sacase, o
por conservar a Roma abundante o por mandato oculto (como muchos creyeron) del Papa; por lo
cual Allegri, el príncipe de Salerno y otros muchos barones se retiraron entre Gaeta y Traietto,
donde se recogió, tras el nombre de ellos, la mayor parte de las reliquias del ejército.
Alcanzada por Gonzalo tan gran victoria, no entibiando el favor de la fortuna, se encaminó
con el ejército a Nápoles. Pasando por Melfi, ofreció al príncipe facultad para tener su Estado, en
caso que quisiese seguir la devoción de España, y él, aceptando antes que le dejasen ir con su mujer
e hijos, fue a juntarse con Luis de Ars, que se había detenido en Venosa. Ganado Melfi, siguió
Gonzalo el camino de Nápoles, de donde, al arrimarse, se retiraron los franceses que había dentro a
Castilnuovo, y desamparados los napolitanos, recibieron a 14 de Mayo a Gonzalo, como lo hicieron
en el mismo tiempo Aversa y Capua.

FIN DEL LIBRO V.


239

LIBRO SEXTO

Sumario
Siguiendo Gonzalo la felicidad de la victoria, tomó la fortaleza de Nápoles y expugnó a
Gaeta, por lo cual, habiendo entendido el rey de Francia la nueva de estas tres rotas, hizo grandes
prevenciones para pasar a Italia. En este mismo tiempo no dejaban de molestar los florentinos a los
pisanos con talarles las mieses en su país, entrando en el muchas veces, y resueltos a vencerlos, más
con este modo de pelear que con otro ninguno, aunque había entre ellos y los pisanos muchas rotas
y escaramuzas. No dejaba tampoco el Valentino de usar de la felicidad de su fortuna, por la cual
aspiraba al dominio de Pisa; pero fueron rotos sus designios por la muerte del Papa, su padre, que
murió con el mismo veneno que había prevenido para otros, y estando en este mismo tiempo
también gravemente enfermo el Valentino por causa del mismo veneno, no pudo disponer sus cosas
como deseaba. Fue creado papa Francisco Picolomini y llamado Pío III, al cual, por haber vivido
muy poco tiempo, sucedió Julio II, y no mostrando mucho amor al Valentino ninguno de estos
Papas, comenzó a declinar su reputación. Los Orsini, que habían sido casi despojados por él de sus
Estados, le acometieron en Roma y su gente fue desvalijada. Las ciudades de la Romaña se le
rebelaron y algunas de ellas tomaron los venecianos. El papa Julio le quitó las fortalezas y Gonzalo
le envió a España casi preso. No se habían acomodado aún las diferencias del reino de Nápoles, por
lo cual sucedió entre los españoles y franceses la batalla del Garellano, por cuya ocasión se anegó
en él Pedro de Médicis. Porque había resuelto el papa Julio que los venecianos no tuviesen ni una
torre en la Romaña, le enviaron embajadores, los cuales no concluyeron nada por entonces. Los
venecianos hicieron paz con el turco por muchas causas, pero, entre otras, por tener el comercio de
la especiería. Sucedió también en estos tiempos la muerte de Fadrique de Aragón, la paz entre
España y Francia, y aquel hecho lastimoso del cardenal Hipólito de Este, que hizo saca los ojos a su
hermano porque se los había alabado una mujer a quien amaba.

Capítulo I
Motivos por los cuales el rey de España no ratificó la paz con Francia.―Los españoles
toman a Castel del Uovo.―Gonzalo de Córdova sitia a Gaeta.―Los florentinos talan las mieses de
los pisanos.―Inclinación del duque Valentino y del Papa a favor de los españoles.―El Papa y el
duque Valentino envenenados.―Muerte del papa Alejandro.―El duque Valentino se reconcilia con
los Colonnas.―El cardenal de Rohán en Roma.―El cardenal Picolomini, elegido Pontífice, toma
el nombre de Pío III.

Habiendo llegado al rey de Francia las nuevas de tan gran daño en tiempo que podía más con
él la esperanza que los pensamientos de la guerra, conmovido grandemente por la pérdida de un
reino tan noble, por la ruina de sus ejércitos, en que había tanta nobleza y tantos hombres valerosos,
por el peligro en que quedaba todo lo demás que poseía en Italia y no menos por juzgar que era gran
deshonor de su persona ser vencido por los reyes de España, que sin duda eran menos poderosos
que él, y enojado grandemente por haber sido engañado debajo de la esperanza de la paz,
determinaba atender con sus fuerzas a recuperar la honra del reino perdido, y vengarse con las
armas de tan gran injuria. Pero antes de pasar más adelante, se quejó con gran eficacia al
240

Archiduque (que aún no había partido de Blois), pidiéndole que hiciese las provisiones
convenientes si quería conservar su crédito y honra; el cual, hallándose sin culpa, pedía con gran
instancia a sus suegros el remedio de esto, sintiendo grandemente que hubiese sucedido así, con tan
gran infamia suya' a la vista de todo el mundo, los cuales antes de la victoria habían diferido con
varias excusas enviar la ratificación de la paz, alegando unas veces que no se hallaban ambos en un
mismo lugar como era necesario, habiendo de hacer juntos el despacho, y otras que les tenían
ocupados diferentes negocios, como quienes estaban mal satisfechos de la paz, o porque su yerno
hubiese excedido de sus comisiones, y después de su partida de España concibieran mayor
esperanza del suceso de la guerra, o porque les había parecido muy extraño que hubiese tomado
para sí mismo la parte que ellos tenían en el reino, sin certeza ninguna de tener efecto el casamiento
de su hijo, por la tierna edad de los desposados, y con todo eso, no negando la ratificación, antes
dando siempre esperanzas de hacerla, aunque difiriéndolo, se habían reservado todo lo más que
pudieron la libertad de tomar consejo según los sucesos de las cosas. Mas habiendo entendido la
victoria de los suyos, determinados a desechar la paz hecha, alargaban el declarar su intención al
Archiduque, por. que cuanto más tiempo le fuese incierto al rey de Francia, tanto más tardase en
hacer nuevas provisiones para socorrer a Gaeta y a los otros lugares que le quedaban. Obligados al
fin por su yerno, el cual estaba determinado a no irse de Blois de otra suerte, enviaron a aquella
ciudad embajadores, los cuales, después de haber tratado algunos días, declararon al fin que no era
la intención de sus Reyes ratificar aquella paz, pues no se había hecho de manera que fuese para
ellos ni honrosa ni segura, antes viniendo a porfiar con el Archiduque, le decían que se habían
maravillado mucho sus suegros de que hubiese en las condiciones de la paz pasado los límites de su
voluntad; porque si bien, por su honra, la orden había sido libre y amplia, debía referirse a las
instrucciones limitadas.
Respondía a esto Felipe que no habían sido menos libres las instrucciones que la orden, antes
le habían dicho ambos, sus suegros, cuando partió, que deseaban y querían la paz por su medio, y le
habían jurado en el libro de los Santos Evangelios y en la imagen de Cristo Crucificado que
observarían todo aquello que concluyese, y que, con todo eso, no había querido usar tan amplia y
libre licencia sino con participación y aprobación de dos hombres que habían enviado con él.
Propusieron los embajadores con los mismos artificios nuevas, pláticas de paz, mostrándose
inclinados a restituir el reino al rey D. Fadrique, pero conociéndose que estas cosas, no sólo eran
vanas sino engañosas, porque miraban a apartar del rey de Francia el ánimo de Felipe, que deseaba
alcanzar aquel reino para su hijo, respondióles el mismo Rey en pública audiencia, negando querer
dar oídos a nuevas pláticas, si no ratificaban primero la paz hecha y daban señales de que les habían
desagradado los desórdenes sucedidos, añadiendo que no sólo le parecía cosa maravillosa, pero
detestable y aborrecible que aquellos que se gloriaban tanto de haber alcanzado el título de
Católicos, hiciesen tan poco caso de su propia honra, de la palabra dada, del juramento y de la
religión, ni tuviesen algún res. peto al Archiduque, príncipe de tanta grandeza, nobleza y virtud, e
hijo y heredero suyo.
Habiéndoles hecho salir el mismo día de la corte, con esta respuesta se volvió con todo el
ánimo a las prevenciones de la guerra, trazando hacerlas mayores por mar y tierra que en mucho
tiempo atrás las hubiese hecho ningún Rey de aquel reino. Determinó, pues, enviar gran ejército y
muy poderosa armada marítima al reino de Nápoles. Y porque en este tiempo no se perdiese Gaeta y
los castillos de Nápoles, enviar con presteza por mar socorro de mucha gente y de todas las cosas
necesarias. Y para impedir que de España fuese socorro, lo cual había sido causa de todos los
desórdenes, acometer con dos ejércitos por tierra aquel reino, enviando uno al condado de Rosellón,
que está junto el mar Mediterráneo, y otro hacia Fuenterrabía y a los otros lugares circunvecinos
situados sobre el mar Océano, y con una armada de mar molestar al mismo tiempo las costas de
Cataluña y Valencia.
Mientras se disponían estos despachos con grande solicitud, intentó Gonzalo la expugnación
de los castillos de Nápoles; plantó la artillería contra Castilnuovo a las faldas del monte de San
241

Martín, de donde, por ser lugar levantado, se batía el muro de la ciudadela, la cual estaba situada
hacia el dicho monte y era de murallas antiguas, fundadas casi sobre tierra. Al mismo tiempo hacía
Pedro Navarro una mina para arruinar las murallas de la ciudadela y también se batían los muros del
castillo desde la torre de San Vicente, que pocos días antes la había tomado Gonzalo.
Era entonces Castilnuovo de diferente forma que la presente, porque ahora, que no hay
ciudadela, comienza desde donde estaban sus murallas un nuevo circuito de muros que se extiende
por la plaza del castillo hasta la marina; este circuito, comenzado por el rey Fadrique y levantado
por él hasta el bastión fabricado de muralla fuerte y bien fundada, es muy difícil de minar por estar
bien contraminado todo él, y porque la altura de las aguas está muy vecina a la superficie de la
tierra.
Era el designio de Gonzalo, en habiendo tomado la ciudadela, arrimándose a la escarpa de la
muralla del castillo, hacer esfuerzo por arruinarla con nuevas miras; pero la temeridad o desdicha de
los franceses le presentó mejor ocasión, porque, después que estando ya en perfección la mina le
hizo pegar fuego Pedro Navarro, abrió la furia de la pólvora la muralla de la ciudadela, y al mismo
tiempo los infantes españoles que estaban en batalla esperando este suceso, entraron dentro, parte
por la abertura y parte subiendo por escalas por muchas partes, y por la otra los franceses salieron
del castillo, para no dejarlos parar en la ciudadela, y fueron a encontrarlos. Los españoles, por su
valor, les rindieron en poco tiempo, y retirándose los franceses al rebellín, entraron aquéllos en él
mezclados con ellos, y adelantándose con la misma furia hacia la puerta (donde no había entonces
el nuevo torreón que después hizo fabricar Gonzalo), acrecentaron tanto el miedo en los franceses,
que ya estaban inútiles, que en menos de media hora, perdido el ánimo de todo punto, entregaron el
castillo con sus haciendas (de que habían recogido grande cantidad en él) y personas a discreción
del vencedor, quedando preso el conde de Montorio y otros muchos señores.
Fue esta empresa más dichosa, porque el día siguiente llegó de Génova para socorrer a los
franceses una armada de seis naves gruesas y de otros muchos bajeles cargados de vituallas, de
armas y de municiones, y dos mil infantes. Al saber que se acercaba esta armada, la española, que
estaba en el puerto de Nápoles, se retiró a Ischia, donde habiendo entendido la pérdida de
Castilnuovo, la siguió la armada francesa; mas habiendo la española, por no verse obligada a pelear,
echado a fondo delante de sí unas barcas, después que se hubieron tirado algunos cañonazos, fue la
una a Gaeta y la otra, asegurándose por su partida, se retiró al muelle de Nápoles.
En ganando Gonzalo a Castilnuovo intentó la conquista de todo el reino, sin esperar el ejército
de Calabria, el cual, para quitar todos los estorbos que le impedían el adelantarse, se había detenido
a conquistar el valle de Ariano. Envió a Próspero Colonna al Abruzzo, y él, dejando a Pedro
Navarro en la expugnación de Castel del Uovo, se encaminó con el resto del ejército a Gaeta, en
cuya empresa se interesaba la perfección de la guerra, porque la esperanza o desesperación de los
franceses consistía en librarse o perderse aquella ciudad fuerte marítima, y que tiene puerto tan
capaz y a propósito para las armadas que se enviaban de Génova y de Provenza. Por ello no estaban
los franceses recogidos sólo en Gaeta, sino, demás de los lugares circunvecinos que estaban por
ellos, tenían en el Abruzzo Aquila, la fortaleza de Evandro y otros muchos lugares; y habiendo
recogido Luis de Ars mucha caballería e infantería, y fortificándose en Venossa con el príncipe de
Melfi, molestaba todo el país vecino. Rossano, Matalona y otros muchos lugares fuertes que eran de
los barones de la parte anjovina, se conservaban firmemente en la devoción del rey de Francia.
Hacía en este tiempo Pedro Navarro unas barcas cubiertas, con las cuales, arrimándose a las
murallas de Castel del Uovo, hizo más seguramente la mina por la parte que mira a Pizzifalcone, no
recatándose los que estaban dentro de su obra y dando fuego por ella, botó con gran ímpetu al aire
una parte del peñasco, juntamente con los hombres que estaban encima. Espantados de este suceso
los otros, se tomó luego la fortaleza, con tan grande reputación de Pedro Navarro, y tanto terror de
los hombres, que por ser más espantosos los nuevos modos de las ofensas (porque aún no se han
pensado las maneras de defenderse), se creía que no podría resistir a sus minas ninguna muralla ni
242

fortaleza; y verdaderamente era cosa muy horrible que con la fuerza de la pólvora que se usaba para
la artillería metida en la zanja o en la mina se echasen por el suelo muy grandes murallas.
La primera vez que se vio en Italia esta manera de expugnación, fue por los genoveses, con
los cuales (según afirmaban algunos) militaba como infante particular Pedro Navarro, cuando el año
1487 sitiaron la fortaleza de Serezanelo que tenían los florentinos, donde, con una zanja hecha de
esta manera, abrieron parte de la muralla; pero no ganando la fortaleza, por no haber penetrado la
mina cuanto hubiera sido menester debajo de los cimientos de la muralla, no siguieron por entonces
el ejemplo de esta invención.
Acercándose Gonzalo a Gaeta, Allegri, que había distribuido cuatrocientas lanzas y cuatro mil
infantes de los que se habían salvado de la rota entre Gaeta, FondiItri, Traietto y Rocca Gugielma
los retiró todos a Gaeta y entraron juntamente con ellos en aquella ciudad los príncipes de Salerno y
de Bisignano, el duque de Traietto y otros muchos barones del reino que primero se habían juntado
con él. Apoderándose Gonzalo, después de la retirada de éstos, de todos aquellos lugares y de la
fortaleza de San Germán, alojó con el ejército en el burgo de Gaeta, y plantando la artillería la batió
con gran furia por la parte del puerto y por la del monte, llamado vulgarmente el monte de Orlando,
junto y levantado sobre la ciudad, el cual (ceñido por él después de murallas) lo habían fortificado
entonces los franceses con reparos y trincheras de tierra, y habiendo intentado, aunque en vano,
entrar dentro con dos asaltos mal ordenados, al fin se abstuvo de dar el asalto bien ordenado el día
que había determinado hacerlo, teniendo por difícil aquella expugnación por el número y valor de
los defensores, y considerando que, cuando su ejército hubiese entrado por fuerza en el monte, se
reducía a mayor peligro, porque estaría expuesto a la artillería que estaba plantada en el monasterio
y en otros sitios levantados que había sobre el monte, con todo eso continuaba en batir con la
artillería y molestar la ciudad, que asimismo apretaba por la parte de la mar, porque estaban delante
del puerto diez y ocho galeras españolas, cuyo capitán era D. Ramón de Cardona.
Llegó pocos días después una armada de seis carracas grandes genovesas, otras seis naves y
siete galeras cargadas de vituallas y de mucha infantería. Venía en esta armada el marqués de
Saluzzo, a quien enviaba el rey de Francia por nuevo Virrey, por la muerte del duque de Nemours,
estando cuidadoso cuanto era posible de la conservación de Gaeta, por lo cual envió a aquella
ciudad en pocos días mil infantes corsos y tres mil gascones, parte embarcados en estos bajeles y
parte en otros que llegaron poco después.
Por la venida de esta armada le fue forzoso a la española retirarse a Nápoles, y, desconfiando
Gonzalo de hacer allí algún fruto, redujo su gente a Mola de Gaeta y a Castellone, de donde tenía a
Gaeta como asediada de lejos, habiendo perdido mucha gente, parte en las escaramuzas y parte en la
retirada, en que fue muerto por la artillería D. Hugo de Cardona. Sucediéndole al mismo tiempo
prósperamente todas las otras cosas del reino, porque Próspero Colonna había tomado la fortaleza
de Evandro y Aquila, y reducido a la devoción española todas las otras villas del Abruzzo; y casi
toda la Calabria seguía la misma obediencia por el acuerdo que nuevamente había hecho el conde
Capaccio con ellos, no quedando en aquella provincia más que Rossano con Santa Severina, donde
estaba asediado el príncipe de Rossano.
No estaban en este mismo tiempo las otras partes de Italia libres enteramente de recelos y
trabajos, porque los florentinos, desde antes de las rotas que los franceses tuvieron en el reino,
temiendo las fuerzas y engaños del Papa y del Valentino, demás de haberse prevenido de otras
armas, habían tomado a su sueldo y para gobernar toda su gente al bailío de Occán (aunque sin
titulo), capitán estimado en la guerra, con cincuenta lanzas francesas; persuadiéndose que, por ser
cosa del rey de Francia y llevando con su voluntad la conducta de cincuenta lanzas que le habían
dado, procederían con más respeto aquellos de quienes se temían, y que, demás de esto, en
cualquier necesidad que tuviesen estarían más prontas las ayudas del Rey. Recogiendo con su
llegada toda su gente, talaron segunda vez las mieses de los pisanos, mas no por todo el país, porque
la entrada en Valdisechio tenía peligro por estar aquel valle situado entre montes y aguas y en medio
de Luca y Pisa. En acabando la tala fue el ejército a Vico Pisano, que se ganó sin dificultad, porque,
243

amenazando el bailío a cien infantes franceses que había dentro que los castigaría como a enemigos
del Rey, y prometiéndoles el sueldo de un mes, fue medio para que se saliesen, por cuya ida se
vieron obligados los de Vico Pisano a rendirse libremente.
Tomado Vico sitió luego la Verrucola, donde había pocos defensores, porque no querían que
entrase nueva gente, y llevando después por aquellos montes ásperos con gran dificultad la
artillería, se rindieron los de dentro, esperando pocos cañonazos, libres las haciendas y las personas.
Es el sitio de la Verrucola (fortaleza pequeña fabricada sobre un monte alto en las largas guerras que
hubo en la comarca de Pisa, de mucha importancia, porque, estando cinco millas de aquella ciudad,
no sólo es a propósito para infestar el país circunvecino y hasta las puertas de Pisa, sino también
para descubrir todas las tropas de caballería y gente que sale de ella, la cual en esta guerra había
sido acometida en vano muchas veces por Pablo Vitelli y por otros.

La confianza que los pisanos habían tenido de que se defendería Vico Pisano, sin cuya
conquista no podían los florentinos sitiar a la Verrucola, había sido ocasión de que no la hubiesen
proveído suficientemente. Espantó mucho a los pisanos la pérdida de la Verrucola, y con todo eso,
aunque recibían muchos daños, tenían pocos soldados forasteros y falta de dineros y carestía de
vituallas, no se rendían a volver debajo de la obediencia de los florentinos, movidos principalmente
por estar desesperados de alcanzar perdón, a causa de las muchas y grandes ofensas que les habían
hecho. Era necesario que conservasen esta disposición con extraordinaria diligencia y maña infinita
aquellos que tenían mayor autoridad en el gobierno, porque al fin los labradores (sin los cuales no
eran bastantes para defenderse) llevaban a mal perder sus cosechas, por lo cual -tendían a
sustentarles con varias esperanzas y juntamente a los del pueblo, que vivían más de los oficios de la
paz que de la guerra, con cartas fingidas y con diversas invenciones, mostrando y mezclando las
cosas falsas con las verdaderas e interpretando a su propósito lo que sucedía de nuevo en Italia,
diciéndoles unas veces que se movía este príncipe, otras aquel, en su auxilio.
No les faltaba en este extremo alguna ayuda y socorro de los genoveses y luqueses, enemigos
antiguos del nombre florentino; y asimismo de Pandolfo Petrucci, poco agradecido de los beneficios
recibidos; pero lo que más les importaba era que también estaban sustenta los con alguna ayuda
secreta del Valentino (si bien las esperanzas que les daba eran mucho mayores), el cual, habiendo
tenido deseo mucho tiempo, había de apoderarse de aquella ciudad, que se la habían ofrecido los
mismos pisanos, absteniéndose de recibirla por no ofender el ánimo del rey de Francia, tomando
ahora osadía por las adversidades de los franceses en el reino de Nápoles, trataba, con voluntad de
su padre, con los embajadores pisanos, que habían sido enviados a Roma para este fin, de aceptar el
dominio, extendiendo demás de esto sus pensamientos a ocupar toda la Toscana.
Aunque tuvieron los florentinos y sieneses grandes recelos de esta materia, con todo eso,
estando impedido el bien universal por los intereses particulares, no pasaba adelante la unión que
había propuesto de Francia entre los florentinos, boloñeses y sieneses, porque rehusaban los
florentinos hacerla sin la restitución de Montepulciano, como desde el principio se había tratado y
prometido, y Pandolfo Petrucci, teniendo el ánimo ajeno de esto, aunque las palabras dijesen otra
cosa, alegaba que el restituirle le causaría tan grande odio en el pueblo sienés, que se vería
necesitado a irse de nuevo de aquella ciudad, y que por esto era mayor beneficio de todos diferirlo
algo para hacerlo con mejor ocasión que, por restituirlo al presente, facilitar al Valentino el ocupar a
Siena, y así, no negándolo, sino dando largas en la materia, procuraba que los florentinos aceptasen
la esperanza por efecto; pero, rehusando ellos estas excusas, fueron aceptadas y creídas en la corte
de Francia por obra de Francisco de Narni, que, por orden del rey de Francia, se había detenido en
Siena.
No era intención del Papa ni del Valentino poner la mano en estas empresas, sino conforme
les diesen ánimo los progresos del ejército que preparaba el rey de Francia, y según lo que ellos
hubiesen determinado de juntarse más a un rey que a otro, sobre lo cual tenían diferentes
pensamientos, difiriendo cuanto podían de. clarar su intención, que no estaba inclinada al rey de
244

Francia sino cuanto les obligaba el temor a ello, porque la experiencia vista en las cosas de Bolonia
y de Toscana, les privaba de la esperanza de hacer mayores ganancias con su favor. Por esto habían
comenzado, antes de la victoria de los españoles, a apartarse de él cada día más con la voluntad, y,
tomando mayor ánimo después de la victoria, no tenían ya el respeto que acostumbraban a sus
deseos y autoridad; y aunque habían afirmado luego, en pasando las rotas de los franceses, que
querían seguir la parte del rey de Francia y hecho demostración de levantar gente para enviarla al
reino, con todo eso, llevados de la codicia de nuevas conquistas y no pudiendo quitar los ojos ni
apartar el ánimo de la Toscana, pidiéndoles el Rey que se declarasen por él descubiertamente,
respondió el Papa con tal duda, que cada día se hacían más sospechosos él y su hijo, cuya
disimulación y fingimiento era tan notorio en la corte de Roma, que se decía comúnmente por
refrán que el Papa no hacía nunca lo que decía y el Valentino no decía jamás lo que hacía.
No estaba aún acabada su contienda con Juan Jordán, porque si bien el Valentino, temiendo la
indignación del Rey, se había abstenido de molestarle cuando recibió su orden, el Papa, mostrando
gran disgusto, no había cesado jamás de hacer instancias con el Rey para que, o le concediese
permiso de conquistar con las armas todos los Estados de Juan Jordán, o le obligase a que recibiese
recompensa por ellos, mostrando que no le movía a esto la ambición, sino temor justo de su
vecindad, porque habiéndose hallado en los papeles del cardenal Orsino un pliego en blanco
firmado de mano de Juan Jordán, argüía que había tenido contra él, en la materia que se trató en el
mesón, la misma voluntad e inteligencia que los Orsini.
En esta cosa, teniendo el Rey por fin más la utilidad que lo honesto, había procedido
diversamente, según la diferencia de los tiempos; unas veces mostrándose favorable, como primero,
a Juan Jordán, y otras inclinado a satisfacer al Papa por algún camino; por lo cual, habiendo
rehusado Juan Jordán poner a Bracciano en manos del embajador de Francia, que residía en Roma,
pidió el Rey que esta diferencia se le remitiese a él, con condición de que Juan Jordán pasase a
Francia den. tro de dos meses y que no se innovase nada hasta su determinación. Vino en ello por
necesidad Juan Jordán, porque había esperado por los méritos de su padre y suyos que sería libre de
todo punto de esta molestia y el Papa también vino en ello, más por miedo que por otra causa, por
haberse hecho la petición en el tiempo que el Archiduque hizo la paz en nombre del rey de España;
pero mudándose el estado de las cosas por la victoria de los españoles, viendo el Papa la necesidad
que el rey de Francia tenía de él, pedía todos sus Estados, ofreciendo la recompensa que fuese
declarada por el Rey, el cual, por la misma causa, había inducido a Juan Jordán (aunque de mala
gana) a que viniese en ello y a que ofreciese que daría su hijo para seguridad de que ejecutaría lo
que el Rey declarase, porque su intención era no dar estos Estados al Papa, si al mismo tiempo no se
unía con él descubiertamente en la guerra de Nápoles. Mas habiendo rehusado los de Pitigliano, don
de estaba su hijo, entregarle a monseñor de Trans, embajador del Rey, el cual había ido a Puerto
Hércules para recibirle, fue el mismo Juan Jordán, que ya había vuelto a Puerto Hércules, a ofrecer
al embajador su propia persona, el cual, aceptándole imprudentemente, le hizo meter en una nave, si
bien luego que el Rey tuvo noticia de ello le hizo soltar.
Acelerábanse entretanto las prevenciones ordenadas para emplearlas de esta y de la otra parte
de los montes, porque a Guiena habían ido para romper la guerra por la parte de Fuenterrabía
monseñor de Albret y el mariscal de Gies con cuatrocientas lanzas y cinco mil infantes, entre los
suizos y gascones, y al Languedoc, para mover la guerra en el condado de Rosellón, el mariscal
Ruis, bretón, con ochocientas lan. zas y ocho mil infantes, parte suizos y parte franceses, y al mismo
tiempo se movía la armada para infestar las costas de Cataluña y del reino de Valencia; a Italia había
enviado el Rey por capitán general del ejército a monseñor de La Tremouille, a quien entonces, por
voto de todos, se daba el primer lugar en las armas de todo el reino de Francia, y encargado al bailío
de Dijon a que hiciese levantar ocho mil suizos. La gente de armas y demás infantería se solicitaba
que caminase, pero no estaba el ejército tan poderoso como lo habían trazado al principio, no
porque le detuviese o el poder o el deseo de gastar menos, sino porque fuese con mayor presteza al
reino de Nápoles (como se había juzgado por más útil), y en parte porque, significándole Allegri el
245

estado de las cosas de aquella provincia, le había afirmado que eran más gallardas las reliquias del
ejército de lo que en hecho de verdad lo eran, y más firmes los lugares y barones que estaban a su
devoción; y porque había pedido ayuda de gente a todos aquellos que eran sus amigos en Italia, por
lo cual le concedieron los florentinos al bailío de Occán con las cincuenta lanzas pagadas por ellos,
y otros ciento cincuenta hombres de armas. El duque de Ferrara, los boloñeses y el marqués de
Mantua dieron cada uno cien lanzas, y el marqués iba en persona, llamado por el Rey, y los sieneses
dieron otras ciento. Estas gentes, añadidas a ochocientas lanzas y cinco mil gascones que llevaba a
Italia La Tremouille, a los ocho mil suizos que se esperaban y a los soldados que había en Gaeta,
hacían el número de mil y ochocientas lanzas entre italianas y francesas y de más de diez y ocho mil
infantes.
Demás de estas prevenciones de tierra se había movido la armada marítima tan poderosa, que
confesaban todos que no había memoria de que ningún rey de Francia, computando las fuerzas por
mar y tierra y de la una y otra parte de los montes, hubiese hecho nunca más poderosa ni mayor
prevención.
No se tenía por seguro que pasase a Roma el ejército real si primero no se aseguraba el rey del
Papa y de Valentino, teniendo causas muy justas para recelar de ellos, por muchas razones e
indicios, y porque, por cartas que se habían tomado mucho antes del Valentino para Gonzalo, se
entendió que se había tratado entre ellos que si Gonzalo ganaba a Gaeta, asegurado en semejante
caso de las cosas del reino, pasase adelante con el ejército, tomase a Pisa el Valentino, y que juntos
Gonzalo y él acometiesen a la Toscana, por lo cual el Rey, habiendo ya pasado el ejército a
Lombardía, hacía grande instancia para que declarasen últimamente su intención el Papa y el
Valentino. Estos si bien oían y trataban con todos, juzgando que era el tiempo acomodado para
hacer ganancia de los trabajos ajenos, tenían mayor inclinación a juntarse con los españoles; pero
deteníales el peligro manifiesto de que comenzase a acometer sus Estados el ejército francés y que,
por esto, hubiesen de comenzar a experimentar daños y molestias donde trazaban conseguir premios
y honras.
Permitían en esta duda que ambas partes levantasen gente en Roma descubiertamente,
difiriendo lo más que podían el declararse, pero al fin, habiéndoselo pedido estrechamente el Rey, le
ofrecían que el Valentino se juntaría con su ejército con quinientos hombres de armas y dos mil
infantes, con que el Rey no solamente le consintiese las villas de Juan Jordán, sino también la
conquista de Siena; pero, cuando se acercaban a la conclusión, variaban las cosas que se habían
tratado, introduciendo nuevas dificultades, como aquellos que, para poder tomar consejo (según su
costumbre) de los sucesos de las cosas, estaban ajenos de declararse. Por esta razón se introdujo otra
plática por donde el Papa, proponiendo que no se quería declarar por ninguna de las partes para
conservarse padre común, venía en dar al ejército francés paso por el dominio de la Iglesia, y
prometía no molestar a los florentinos, sieneses y boloñeses durante la guerra de Nápoles. Fueron al
fin aceptadas por el Rey estas condiciones, por que pasase sin tardanza el ejército al reino de
Nápoles, aunque conocía que este partido no era ni con honra ni con seguridad suya ni de los que
dependían de él en Italia, porque no tenía certeza alguna de que, si sucediese a los suyos en el reino
algún suceso contrario, el Papa y el Valentino no se descubriesen contra él, Demás de esto, estaba
mal seguro de que, en saliendo su gente de tierra de Roma, haciendo ellos poco caso de su palabra,
no acometiesen a la Toscana, que, por su desunión y por las ayudas que había dado al Rey, quedaba
flaca y casi desarmada, y era verosímil que hubiesen de intentar esta u otra empresa, pues se habían
asegurado que, de tan grandes ocasiones, conseguirían aventajadas ganancias.
Pero en el colmo más levantado de las mayores esperanzas (como son vanos y engañosos los
pensamientos de los hombres), trajeron un día repentinamente muerto al Papa al palacio pontifical,
de una viña cerca del Vaticano, donde había ido a cenar para recrearse de los calores, y luego tras él
trajeron por muerto a su hijo. Al día siguiente, que fue a 18 de Agosto, le llevaron muerto (como es
costumbre de los Papas) a la Iglesia de San Pedro, negro, hinchado y feísimo, señales manifiestas de
246

veneno. Mas el Valentino, con el vigor de la edad, y por haber usado luego medicinas eficaces y a
propósito contra el veneno, libró su vida, quedando oprimido de una grave enfermedad.
Creyóse constantemente que había procedido este accidente de veneno, y se cuenta, según la
opinión más común, el orden del suceso de esta manera: «que había el Valentino (invitado para la
misma cena), resuelto dar veneno a Adriano, cardenal de Corneto, en cuya viña habían de cenar,
porque es cosa manifiesta que era costumbre frecuente suya y de su padre, no sólo usar del veneno
para vengarse de sus enemigos, o para asegurarse de los sospechosos, sino también por dañada
codicia de quitar sus propias haciendas a las personas ricas, cardenales y otros cortesanos; no
teniendo respeto a no haber recibido jamás de ellos ofensa alguna (como sucedió con el cardenal de
Sant Angelo, que era muy rico), pero ni tampoco a que fuesen sus amigos y allegados, como fueron
los cardenales de Capua y de Módena, que habían sido sus ministros muy útiles y fieles. Refiérese,
pues, que habiendo enviado delante el Valentino unos frascos de vino con veneno, y habiéndolos
hecho entregar a un criado que no sabía el secreto, con orden de que no los diese a nadie, llegó
acaso el Papa antes de la hora de la cena, y vencido de la sed y de los grandes calores que hacía,
pidió que le diesen de beber; pero porque aún no habían llegado de palacio las prevenciones para la
cena, le dio de beber aquel criado del vino que había enviado delante el Valentino, que creía se
reservaba por muy bueno, y llegando él mientras bebía su padre, se puso a beber también del mismo
vino.»
Concurrió a ver el cuerpo de Alejandro en San Pedro toda Roma con increíble alegría, no
pudiendo satisfacerse los ojos de nadie de ver muerta una serpiente que con su maldad pestífera,
desmesurada ambición y con todos los ejemplos de horrible crueldad, de monstruosa lujuria y nunca
oída avaricia, vendiendo sin distinción las cosas sagradas y profanas, había atosigado a todo el
mundo, y con todo eso, había sido ensalzado con rarísima y casi perpetua prosperidad desde el
principio de su juventud hasta el fin de su vida, deseando siempre cosas grandes y alcanzando más
de lo que deseaba; poderoso ejemplo para confundir la arrogancia de aquellos que, presumiendo
conocer con la flaqueza de los ojos humanos la profundidad de los juicios divinos, afirman que lo
que de próspero o adverso sucede a los hombres, procede de méritos o desméritos suyos; como si
cada día no se viesen muchos hombres buenos maltratados injustamente, y muchos de ánimo
dañado ensalzados sin razón, o como si (interpretándolo de otra manera) se derogase la justicia y el
poder de Dios, cuyo extendido campo no se estrecha a términos breves y presentes; pues en otro
lugar, con larga mano, con premios y castigos eternos diferencia los justos de los injustos.
El Valentino, viéndose gravemente enfermo en Palacio, trajo a sí toda su gente, y habiendo
antes pensado siempre hacer elegir Papa a su albedrío cuando muriese su padre, parte con el terror
de sus armas y parte con el favor de los cardenales españoles, que eran once, tenía al presente
mucha mayor dificultad de lo que primero había imaginado en esto y en todos los otros designios
por su peligrosa enfermedad, por lo cual se quejaba con grandísima indignación de que, habiendo
pensado muchas veces en otros tiempos en los accidentes que pudiesen sobrevenir de la muerte de
su padre, y meditado remedios para todos, no había llegado a imaginar nunca que al mismo tiempo
hubiese de verse impedido de una tan peligrosa enfermedad. Por tanto, habiendo menester
acomodar sus consejos con la necesidad que había sobrevenido, y no con los designios hechos
antes, pareciéndole que no podía sustentar a un mismo tiempo la enemistad de los Colonnas y de los
Orsini, y temiendo se juntasen contra él, se resolvió a fiarse más en aquéllos, a quien solamente
había ofendido en el Estado, que en los que había ofendido en el Estado y en la sangre; por lo cual,
reconciliándose luego con los Colonnas y con la familia de la Valle, amiga de la misma facción, y
convidándoles a volver a sus propios Estados, les restituyó las fortalezas que, con gran gasto habían
sido fortificadas y aumentadas por Alejandro. Pero no bastaba esto ni para su seguridad, ni para
aquietar la ciudad de Roma, donde todo estaba lleno de sospechas y alborotos, porque había entrado
en ella Próspero Colonna y toda la parte de su familia había tomado las armas. Fabio Orsino, que
había venido a sus casas de Monte Jordán, con gran número de partidarios suyos, había quemado
algunas tiendas y casas de mercaderes y cortesanos españoles, y contra el nombre de esta nación
247

estaban irritados los ánimos de casi todos por la memoria de las insolencias que habían usado en el
pontificado de Alejandro, y sediento de la sangre del Valentino juntaba muchos soldados forasteros
y solicitaba a Bartolomé de Albiano, que entonces estaba en servicio de los venecianos, que viniese
a vengarse de tantas injurias juntamente con los otros de su familia; el burgo y los prados estaban
llenos de gente del Valentino, y juzgando los Cardenales que no se podían juntar seguramente en el
palacio del Papa, se fueron al convento de la iglesia de la Minerva, en donde, fuera del uso antiguo,
comenzaron a hacer las exequias de Alejandro, aunque fue más tarde de lo que solía.
Temíase la venida de Gonzalo a Roma, mayormente porque Próspero Colonna había dejado
en Marino cierto número de soldados españoles, y porque por la reconciliación del Valentino con
los Colonnas, creía que se había concertado seguir la parte española; pero mucho más se temía que
viniese allí el ejército francés, que hasta aquel día había procedido lentamente, por. que los consejos
públicos de los suizos, espantados de los infelices sucesos que aquella nación había tenido en el
reino de Nápoles, habían estado muy suspensos antes que concediesen a los ministros del Rey el
levantar infantes suyos, y rehusando, por la misma causa, casi todos los capitanes e infantes
escogidos ir allá, se había tardado mucho en alistarlos y después caminaron muy despacio.
Por la muerte del papa Alejandro, el ejército gobernado por el marqués de Mantua, con título
de lugarteniente del Rey, y en su compañía (cuanto al efecto, pero no en el nombre) del bailío de
Occán y de Sandricourt, porque La Tremouille se había detenido enfermo en Parma, sin esperar los
suizos, había entrado en el territorio de Siena con intención de ir a Roma, porque así lo había
mandado el Rey; y también que la armada que estaba en Gaeta fuese a Ostia, para impedir, según
decía, a Gonzalo, si quisiese ir con el ejército a Roma, a obligar a los cardenales que el nuevo Papa
fuese elegido a su albedrío. Pero detuviéronse algunos días entre Buonconvento y Viterbo, porque,
dificultando los mercaderes, por los alborotos de Roma, aceptar las letras de cambio enviadas de
Francia, rehusaban los suizos (que aquel día habían llegado a Siena) pasar más adelante si no les
pagaban.
No eran menores en este tiempo los alborotos en el territorio de Roma y en otros muchos
lugares del Estado de la Iglesia y del que poseía el Valentino, porque los Orsini y todos los barones
romanos volvían a sus Estados. Los Vitelli habían vuelto a Ciudad del Castillo, y Juan Paulo
Baglione, debajo de la esperanza de un trato, había acometido a Perusa, y aunque, por haberle
puesto en huida los enemigos, hubiese sido obligado a irse, con todo eso, volviendo allí de nuevo
con mucha gente y con las ayudas descubiertas de los florentinos, dando un gallardo asalto, entró,
con algunas muertes de los enemigos y de los suyos. Habían tomado las armas los de Piombino, y
aunque los sieneses procuraron ocupar esta ciudad, volvió a ella su señor antiguo, con ayuda de los
florentinos, y lo mismo hacían en sus Estados el duque de Urbino y los señores de Pésaro, de
Camerino y de Sinigaglia.
Solamente la Romaña (aunque no estaba sin recelos de los venecianos, los cuales metían
mucha gente en Ravena) estaba quieta e inclinada a la devoción del Valentino, habiendo conocido
por experiencia cuánto más tolerable estado era para aquella provincia servir toda junta debajo de
un señor solo y poderoso, que no cuando todas aquellas ciudades estaban debajo de un príncipe
particular, el cual, ni por su flaqueza las podía defender, ni por su pobreza beneficiar; antes, no
bastándole sus propias rentas para sustentarse, veíase obligado a oprimirlas. Acordábase también la
gente que, por su autoridad y grandeza y por la administración libre de la justicia, había estado
quieto aquel país en los alborotos de las partes, de las cuales solía ser antes maltratado
continuamente con muchas muertes de hombres. Con estas obras había cobrado la amistad de los
pueblos y asimismo con beneficios hechos a muchos de ellos, distribuyendo sueldos en las personas
de la guerra, oficios, por sus lugares y de la Iglesia, a los togados, y ayudando con su padre a los
eclesiásticos en las cosas beneficiales; por lo cual ni el ejemplo de los otros, que todos se rebelaban,
ni la memoria de los antiguos señores, les apartaba del Valentino, a quien, aunque estaba oprimido
de tantas dificultades, todavía. los españoles y los franceses hacían instancia para que se juntase con
248

ellos, porque, además de valerse de su gente, esperaban ganar los votos de los cardenales españoles
para la futura elección.
Pero aunque se había creído, por la reconciliación hecha con los Colonnas, que se quería
juntar con los españoles, con todo eso, no habiéndole inducido a ella otra cosa sino miedo de que se
juntasen con los Orsini, y habiendo entonces declarado (según decía) que no quería estar obligado a
nadie contra el rey de Francia, determinó seguir su partido, porque en Roma, donde tenía tan cerca
el ejército, y en los otros Estados suyos podía ofenderle y ayudarle más que los españoles; por lo
cual, a 1.° de Septiembre, concertó con el cardenal de San Severino y con monseñor de Trans,
embajador del Rey, que trataban en su nombre, que le prometía dar su gente para la empresa de
Nápoles y para cualquiera otra contra todos, excepto la Iglesia, y por otra parte, los agentes dichos,
obligaron al Rey a su protección con todos los Estados que poseía y de ayudarle a recuperar los que
había perdido. Dio el Valentino, demás de esto, esperanza de volver los votos de la mayor parte de
los cardenales españoles en favor del cardenal de Rohán, el cual, lleno de gran esperanza de
alcanzar el pontificado con la autoridad, con el dinero y con las armas de su Rey, había partido de
Francia para ir a Roma luego al morir el Papa, llevando consigo, demás del cardenal de Aragón, al
cardenal Ascanio, el cual, habiéndole sacado dos años antes de la torre de Bourges, había estado
después en la Corte, entretenido honradamente y muy acariciado por Rohán, esperando que, en la
primera vacante del pontificado, le hubiesen de ayudar mucho la antigua reputación, amistades y
dependencia grande que solía tener en la Corte romana; fundamentos no muy firmes, porque ni el
Valentino podía disponer totalmente de los cardenales españoles, atentos más (según el uso de los
hombres) al provecho propio que a la remuneración de los beneficios recibidos de su padre y de él,
y porque muchos de ellos tenían respeto a no ofender el ánimo de sus Reyes y no se inclinaban a
elegir por Papa a un cardenal francés; ni Ascanio, si pudiera, hubiera consentido que Rohán
consiguiese el pontificado para perpetua opresión y fin de toda la esperanza que les quedaba a él y a
los de su casa.
No se había dado principio todavía a la elección del nuevo Pontífice, no sólo por haberse
comenzado a celebrar más tarde las exequias del muerto (hasta el fin de las cuales, que duraron
nueve días, no entran los cardenales en el cónclave, según la costumbre antigua), sino porque, por
quitar las ocasiones y peligros de un cisma, en tan gran confusión de accidentes y en tan importante
división de los Príncipes, habían consentido los cardenales presentes que se diese tiempo para venir
los que faltaban de allí, y aunque habían venido, tenían suspenso al Colegio los recelos de que la
elección no hubiese de ser libre por la gente del Valentino y porque el ejército francés, reunido al fin
todo entre Nepi e Isola, y con intento de extenderse hasta Roma, rehusaba pasar el río Tíber, si
primero no se creaba el nuevo Papa, o por miedo que la parte contraria obligase al Colegio a
elegirle a su modo, o porque el cardenal de Rohán lo quisiese así para mayor seguridad suya y con
esperanza de favorecerse de él para el pontificado.
Tomaron forma estas cosas después de muchas disputas, rehusando el Colegio querer entrar
de otra manera en el cónclave, porque el cardenal de Rohán dio su palabra a todo el Colegio que el
ejército francés no pasaría de Nepi y de Isola, y el Valentino vino en irse a Nepi y después a Civita
Castellana, enviando al ejército francés doscientos hombres de armas y trescientos caballos ligeros,
gobernados por Luis de la Mirandola y Alejandro de Tribulcio. El Colegio, poniendo en orden
mucha infantería para la guarda de Roma, dio autoridad a tres prelados, señalados para la guarda del
cónclave, de abrirle si oyesen algún alboroto, para que, quedando los cardenales libres para irse
donde les pareciese, perdiesen todos la esperanza de poderles hacer fuerza.
Entraron al fin los cardenales en el Cónclave treinta y ocho en número, donde la desunión
acostumbrada en otros tiempos a producir dilación, fue causa que, dándose priesa, creasen dentro de
pocos días el nuevo Pontífice; porque, no estando conformes en la persona que hubiesen de elegir,
por sus codicias y principalmente por la diferencia que había entre los cardenales dependientes del
rey de Francia y los españoles o dependientes del rey de España, pero espantados de su propio
peligro, estando las cosas de Roma con tantos recelos y alborotos, y por la consideración de los
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accidentes que podían sobrevenir en tiempos tan difíciles por la vacante de la Sede, se inclinaron,
viniendo también en ello el cardenal de Rohán (al cual faltaba cada día más la esperanza de ser
electo), a elegir por Pontífice a Francisco Picolomini, cardenal de Siena (el cual porque era viejo y
entonces estaba enfermo, creyeron todos que en pocos días moriría), cardenal verdaderamente de
entera fama, y tenido, por las demás calidades suyas, por digno de tan gran puesto, el cual por
renovar la memoria de Pío II, su tío, por quien había sido promovido a la dignidad de cardenal,
tomó el nombre de Pío III.

Capítulo II
Tumultos en Roma.—Los Orsini entran a sueldo de los españoles.—Fuga del duque Valentino
al castillo de Sant Angelo.—Muerte del Papa.—Le sucede el cardenal de San Pedro in Vincula, que
toma el nombre de Julio II.—Medios que empleó para ascender al Pontificado.—Estado de las
ciudades de la Romaña.—Progresos de los venecianos.—El Papa retiene al duque Valentino.—
Gonzalo de Córdova en el Garellano.—Combates entre españoles y franceses.—Contrariedades
que sufren los españoles en el Garellano.—Los socorre el Albiano.—Retirada de los franceses.—
Pedro de Médicis se ahoga en el Garellano.—Derrota de los franceses.—Gonzalo de Córdova toma
a Gaeta.

Habiéndose creado el Papa y no teniendo ya causa para detenerse, enderezándose por el


camino que primero había trazado, pasó luego el río Tíber. Mas ni por la creación del Papa, ni por la
ida del ejército se aquietaban los movimientos de Roma porque, esperándose en aquella ciudad al
Albiano y a Juan Paulo Baglione, que juntos en el Perusino hacían gente, el Valentino, apretado
todavía de grave enfermedad, temiendo su venida, había vuelto a Roma con mil y quinientos
hombres de armas, otros tantos caballos ligeros y ocho cientos infantes, habiéndole concedido
salvoconducto el Papa, el cual pensó que podría aquietar las cosas más fácilmente con alguna
composición. Pero estando dentro de las mismas murallas el Valentino y los Orsini, encendidos
estos de justísima sed de su sangre, juntaban continuamente nueva gente, porque si bien habían
pedido breve justicia contra él al Papa y al Colegio de los cardenales, hacían el fundamento
principal para vengarse en sus armas, por lo menos en llegando Juan Paulo Baglione y el Albiano,
por lo cual Roma y el burgo, donde se alojaba el Valentino, estaban continuamente en alboroto.
Esta diferencia, no sólo turbó al pueblo romano y a la Corte, sino que hizo gran daño (como
se cree) a las cosas francesas, porque preparándose los Orsini para ir, en acabando las cosas del
Valentino, al sueldo del rey de Francia o del de España, y juzgándose que serían de consideración
sus armas para la victoria de la guerra, los convidaban ambas partes con grandes condiciones.
Siendo naturalmente más aficionado al nombre francés, el cardenal de Rohán, atrajo a la causa de su
Rey, a Julio Orsino, el cual se concertó con él en nombre de toda su casa, aceptando al Albiano, a
quien se reservó lugar con honradas condiciones. Mas todo se turbó con su venida, porque si bien al
principio quedó casi ajustado con el mismo Cardenal, con todo eso, habiéndose estrechado casi en
un momento con el embajador español, le llevó con sus Reyes a él y a toda la familia Orsini,
excepto a Juan Jordán, con quinientos hombres de armas y sesenta mil ducados de provisión cada
año.
Indújole principalmente a esta determinación, según afirmaba constantemente, el enojo de que
el Cardenal, encendido más que nunca de la codicia del pontificado, favoreciese al Valentino por la
esperanza de alcanzar por su medio parte de los votos de los cardenales españoles; aunque el
Cardenal, descargándose de la culpa que se le ponía y echándola a otros, mostraba persuadirse que
habían sido autores los venecianos, los cuales, por el deseo de que el rey de Francia no alcanzase el
reino de Nápoles, no sólo habían consentido para este efecto que se apartase de su sueldo;
250

prometiéndole, según se decía, reservarle el mismo lugar, sino que también habían prestado al
embajador de España, para que el principio de las pagas fuese más pronto, quince mil ducados, lo
cual, si bien no era del todo cierto, por lo menos no se podía negar que el embajador de Venecia se
había interpuesto manifiestamente en esta plática. Otros afirmaban que había sido ocasión de haber
alcanzado más amplias condiciones de los españoles, porque se obligaron a darle Estados en el
reino de Nápoles a él y a los otros de su casa y rentas eclesiásticas a su hermano; y lo que él
estimaba mucho, que le concederían, acabada la guerra, ayuda de dos mil infantes españoles para la
empresa que tenía en su ánimo hacer contra los florentinos en favor de Pedro de Médicis.
Creyóse que Juan Paulo Baglione, que había venido a Roma juntamente con el Albiano, así
como, siguiendo su ejemplo, trataba a un mismo tiempo de ir con los franceses y con los españoles,
le seguiría también en la determinación; mas el cardenal de Rohán, atónito de la enajenación de los
Orsini, por la cual se conocía que se habían reducido a duda las esperanzas que antes habían tenido
por casi ciertas los franceses, le recibió al sueldo de su Rey con ciento cincuenta hombres de armas,
concediéndole cualquier condición que pidiese, aunque debajo del nombre de los florentinos,
porque así lo avisó Juan Paulo, por estar más seguro de recibir a su tiempo las pagas que se habían
de compensar con lo que debían al Rey en virtud de sus conciertos. Con todo eso, volviendo Juan
Paulo a Perusa para poner en orden su gente y recibido ya catorce mil ducados, gobernándose más
según los sucesos de las cosas nuevas y según sus pasiones e intereses que conforme a lo que
convenía a su honra y a la fe de los sol. dados, y difiriendo con varias excusas ir al ejército francés,
no se movió de Perusa, lo cual interpretó el cardenal de Rohán diciendo que había procedido de
que, imitando Juan Paulo la fe poco sencilla de los capitanes de Italia de aquellos tiempos, había
prometido, desde que él le recibió, a Bartolomé de Albiano y a los españoles que lo haría así.
Con la entrada de los Orsini a sueldo de los españoles se ajustó la paz entre ellos y los
Colonnas, concertada en la misma hora en la posada del embajador español, al cual y al embajador
de los venecianos remitieron concordemente todas sus diferencias; temeroso el Valentino por esta
unión, determinó irse de Roma, y moviéndose ya para ir a Bracciano, porque Juan Jordán había
dado su palabra al cardenal de Rohán de llevarle seguro, Juan Paulo y los Orsini, dispuestos a
acometerle, no habiendo podido entrar en el burgo por el puente del castillo de Sant’Angelo,
salieron de Roma. Viniendo con largo rodeo a la puerta del torreón, que estaba cerrada, la
quemaron, y entrando dentro, comenzaron a pelear con algunos caballos del Valentino, y aunque
acudieron en su ayuda muchos soldados franceses que aún no se habían ido de Roma, con todo eso,
siendo mayores las fuerzas y grande la furia de los enemigos, habiendo hecho la gente del Valentino
(cuyo número se había disminuido primero) señal de desampararle, fue obligado juntamente con el
príncipe de Esquilache y con algunos cardenales españoles a encerrarse en el palacio Vaticano, de
donde se retiró luego al castillo de Sant’Angelo, recibiendo, con voluntad del Papa, la palabra del
castellano (el cual era el mismo que en tiempo del Papa pasado) que le dejaría ir luego siempre que
quisiese, y toda su gente se dispersó. Fue herido en este alboroto, aunque ligeramente, el bailío de
Occán, y el cardenal de Rohán tuvo aquel día mucho miedo de sí mismo.
Quitada con este accidente la ocasión de los escándalos, se quitaron también los alborotos de
Roma, de manera que con quietud se comenzó a trabajar en la elección del nuevo Papa, porque Pío,
no engañando a la esperanza que los cardenales habían concebido en su creación, había pasado a
mayor vida veinte días después de electo; habiéndose diferido después de su muerte algunos días
por los cardenales el entrar en el cónclave, porque quisieron que primero saliesen de Roma los
Orsini (que habían quedado en aquella ciudad para reunir el número de gente de su ejército), se trató
fuera del cónclave la elección, porque el cardenal de San Pedro in Víncula, poderoso de amigos de
reputación y de riqueza, había alcanzado para sí los votos de tantos cardenales que, no teniendo
osadía para oponérsele los que eran de contrario parecer, entrando en el cónclave con el Papa ya
creado y establecido, fue, con ejemplo no oído jamás de la memoria de la gente, sin que se cerrase
de otra manera el cónclave, la misma noche, que era la del último día de Octubre, elevado al
Pontificado, y por semejanza con su primer nombre de Julián, o, como fue fama, para significar la
251

grandeza de sus conceptos, o también por no ceder en excelencia del nombre a Alejandro, tomó el
nombre de Julio, segundo de todos los Papas de aquel nombre.
Fue en verdad grande la maravilla universal de que se hubiese dado el Pontificado con tanta
concordia a un cardenal que era muy notorio ser de natural muy duro y formidable a todos, el cual,
inquieto en todos tiempos, y gastada su vida en continuos trabajos, había por necesidad ofendido a
muchos y ejercitado odios y enemistades con muchos grandes personajes; pero vieron por otra parte
manifiestamente las razones por donde, superadas todas las dificultades, fue levantado a tan alto
puesto, porque por haber sido mucho tiempo cardenal muy poderoso, por la magnificencia con que
siempre se había adelantado a todos los otros y por la rara grandeza de su ánimo, no sólo tenía
muchos amigos, pero autoridad muy antigua en la Corte y nombre de ser único defensor de la
dignidad y libertad eclesiásticas; si bien fue mucho mayor causa de su promoción las grandes e
infinitas promesas que había hecho a los cardenales, a los príncipes, a los barones y a cualquiera
que le pudiese ser de provecho para este efecto; y demás de esto, tuvo facultad para distribuir dinero
y muchos beneficios y dignidades eclesiásticas, así de las suyas propias como de las de otros,
porque a la fama de su liberalidad concurrían muchos voluntariamente a ofrecerle que usase para su
propósito de sus dineros, nombre, oficios y beneficios; y no consideró ninguno que eran sus
promesas mucho mayores de lo que después, siendo Papa, pudiese o debiese cumplir, porque había
tenido mucho tiempo tal opinión de hombre libre y verídico, que Alejandro VI, enemigo tan cruel,
murmurándole en otras cosas, confesaba que era hombre de verdad; pero sabiendo él que ninguno
engaña mejor a los otros que aquel que no acostumbra a engañar nunca a nadie, no hizo caso de
manchar esta alabanza por conseguir el Pontificado.
Asistió a esta elección el cardenal de Rohán, porque desesperado de poder alcanzar el
Pontificado para sí, esperó que, por las dependencias pasadas, hubiese de ser amigo del Rey, como
se había tenido por tal hasta entonces. También vino en ello el cardenal Ascanio, que primero se
había reconciliado con él, depuesta la memoria de los disgustos antiguos que habían tenido cuando,
siendo cardenales ambos, antes del pontificado de Alejandro, preponderaban en la corte romana,
pues conociendo mejor su índole que el cardenal de Rohán esperó que, llegado a ser Papa, había de
tener la misma o mayor inquietud que la que había tenido en menor fortuna y tales conceptos que le
podrían abrir el camino para recuperar el ducado de Milán. Convinieron asimismo en la elección los
cardenales españoles, aunque tenían el ánimo muy ajeno de ella, porque viendo que concurrían
tantos otros y, por esto, temiendo no ser bastantes para interrumpir su elección, juzgaron que era
más seguro mitigarle viniendo en ello, que exasperarle negándolo, teniendo también confianza en
las grandes promesas que habían obtenido de él, e inducidos por las persuasiones y ruegos del
Valentino, el cual estaba reducido a tales calamidades, que se veía obligado a seguir cualquier
peligroso consejo, y engañado en sus esperanzas, no menos que los otros, porque le prometía casar
a su hija con Francisco María de la Rovere, prefecto de Roma, su sobrino, confirmarle el capitanato
de las armas de la Iglesia y ayudarle (que era lo que más importaba) a recuperar los Estados de la
Romaña, los cuales todos, excepto las fortalezas, se habían apartado ya de su obediencia.
Atormentaban las cosas de esta provincia (por verse llenas de muchas novedades y mudanzas)
el ánimo del Papa con varios pensamientos, conociéndose por entonces que no estaba poderoso para
disponerla a su albedrío y pudiendo tolerar con dificultad que se extendiese en ella la grandeza de
los venecianos, porque cuando en la Romaña se supo la huida del Valentino al castillo de
Sant’Angelo y el haberse deshecho la gente que estaba con él, las ciudades que primero le habían
esperado constantemente, perdida la esperanza, comenzaron a tomar diversos partidos. Cesena
había vuelto a la antigua devoción de la Iglesia. Imola (habiendo sido muerto el castellano de la
fortaleza por obra de algunos ciudadanos principales) estaba suspensa, deseando algunos el dominio
de la Iglesia y otros volver debajo de los Riarios, sus primeros señores. La ciudad de Forli (que por
largo tiempo había sido poseída por los Ordelaffi, antes que, por concesión del papa Sixto, viniese a
los Riarios, había llamado a Antonio, de la misma familia, el cual, habiendo intentado primero con
el favor de los venecianos entrar en ella, pero temiendo después que éstos usasen de su nombre para
252

ocuparla para sí, recurriendo a los florentinos, había entrado en ella con su ayuda. A Pésaro había
vuelto Juan Sforza; a Rímini Pandolfo Malatesta, ambos llamados por el pueblo; pero Dionisio de
Naldo, soldado antiguo del Valentino, habiéndoselo pedido el castellano de Rímini, fue a su
socorro; por lo cual, huyendo Pandolfo, volvió la ciudad debajo del nombre del Valentino. Faenza
sólo había perseverado más tiempo en su devoción, pero privada al fin de la esperanza de su vuelta,
volviendo a las reliquias de los Manfredos, sus antiguos señores, llamó a Astorre, mozo de aquella
familia, pero natural, porque no había legítimos en ella.
Aspirando los venecianos al dominio de toda la Romaña habían enviado a Ravena, luego que
murió Alejandro, muchos soldados, con los cuales una noche de repente asaltaron con gran furia la
ciudad de Cesena, y defendiéndose varonilmente su pueblo, se volvieron a la comarca de Ravena
por haber ido sin artillería, confiando más en el hurto que en las fuerzas; atentos a todo lo que les
pudiese dar ocasión para extenderse en aquella provincia, la cual se les entregó prontamente, por las
discordias entre Dionisio de Naldo y los de Faenza; porque siendo de mucho disgusto a Dionisio
que los de Faenza volviesen debajo del dominio de los Manfredi (contra los cuales se había
rebelado cuando el Valentino acometió a aquella ciudad) llamado por los venecianos, les dio las
fortalezas de Valdilamone, que estaban guardadas por él, los cuales poco después metieron en la
fortaleza de Faenza trescientos infantes, introducidos en ella por el castellano, que estaba sobornado
con dinero. Ocuparon también al mismo tiempo el castillo de Forlimpopolo y otros muchos de la
Romaña y enviaron una parte de su gente a ocupar la ciudad de Fano, donde se defendió el pueblo
constantemente a favor de la Iglesia. Fueron también introducidos en Rímini con voluntad del
pueblo, habiendo concertado primero con Pandolfo Malatesta darle en recompensa la villa de la
Ciudadela, en el territorio de Padua, provisión cada año y mando perpetuo de gente de armas y se
volvieron después con sumo cuidado a la expugnación de Faenza, porque los de aquella ciudad, sin
espantarse de la pérdida del castillo (el cual, por estar edificado en lugar bajo, y porque lo habían
apartado luego de la ciudad con un foso, podía ofender poco), se resistían varonilmente, aficionados
al nombre de los Manfredi y enojados de que la gente de Valdilamone prometiesen a otros el
dominio de Faenza; pero viendo que no eran poderosos para defenderse por sí mismos, porque los
venecianos habían acercado su ejército y la artillería debajo del gobierno del proveedor Cristóbal
Moro a la ciudad y ocupado los lugares más importantes de su comarca, pedían ayuda a Julio, que
ya era Papa, a quien era muy pesado este atrevimiento. Siendo nuevo en la sede pontificia y sin
fuerzas ni dinero, no esperando ayuda de los reyes de España y de Francia, por estar ocupados en
mayores proyectos y porque no pensaba juntarse con ninguno de ellos, no podía acudir a aquéllos,
sino con la autoridad del nombre pontificio.
Para hacer experiencia de lo que valía con el Senado veneciano el respeto de la amistad que
había tenido mucho tiempo con aquella república, envió al obispo de Tívoli a Venecia a quejarse de
que, siendo Faenza ciudad de la Iglesia, no se abstuviese de hacer este deshonor a un Papa, que
antes que llegase a aquella dignidad, había estado siempre muy unido con su república y de quien,
levantado ahora a mayor fortuna, podían esperar copiosos frutos de su antigua amistad.
Debe creerse que no faltarían en el Senado algunos de aquellos mismos que habían disuadido
el intervenir en las cosas de Pisa, el recibir en empeño los puertos del reino de Nápoles y el dividir
el ducado de Milán con el rey de Francia, los cuales considerarían lo que podría producir el hacerse
cada día más odiosos y sospechosos a muchos y añadir a las otras enemistades la de los Papas; pero
habiendo sido favorecidos los consejos ambiciosos de sucesos tan felices y por esto descogidas
todas las velas al viento tan próspero de la fortuna, no se oían los avisos de los que sentían lo
contrario; por lo cual se respondió con gran unión al embajador del Papa, que siempre había
deseado sumamente aquel Senado que el cardenal de San Pedro in Víncula subiese al Pontificado,
por la larga amistad confirmada con oficios y beneficios hechos y recibidos de ambas partes, ni se
debía dudar que a quien habían respetado tanto cuando era Cardenal, no le respetasen ahora mucho
más, siendo Papa; pero que no conocían en qué ofendían su dignidad abrazando la ocasión que se
les había ofrecido de tener a Faenza, porque aquella ciudad, no solamente no estaba poseída por la
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Iglesia, sino que ella misma voluntariamente se había despojado de sus derechos, habiendo pasado
su dominio tan plenamente en el Consistorio al duque Valentino; que le recordaban también que,
antes de esta concesión, no estaba en la memoria de los hombres que los Papas hubiesen poseído
jamás a Faenza, pues de día en día la habían concedido a nuevos vicarios, no reconociendo en ella
otra superioridad que el censo, el cual ofrecían pagar prontamente en caso que estuviesen obligados
a ello; que ya no deseaban los faentinos el dominio de la Iglesia, antes, aborreciéndole, habían
adorado hasta lo último el nombre del Valentino, y faltándoles de esto toda la esperanza, se habían
precipitado a llamar los bastardos de la familia de los Manfredi; y que, finalmente, suplicaban al
Papa que quisiese conservar al Senado veneciano el mismo amor que había tenido cuando era
cardenal.
Hubiera el Papa, después de haberse certificado del ánimo de los venecianos, enviado al
Valentino a la Romaña, el cual, acogido de él, luego que llegó a ser Papa, con grande honra y
demostraciones de amistad, vivía en el palacio pontifical; pero abstúvose de enviarle creyendo que
su ida, que al principio hubiera sido gustosa a los pueblos, no les fuese ahora odiosa, pues se le
habían rebelado ya todos. Quedaba solamente a los de Faenza el recurso de los florentinos, los
cuales, llevando de mala gana que una ciudad tan vecina viniese a poder de los venecianos, habían
enviado a ella doscientos infantes y sustentádolos, con grande esperanza de enviar más gente para
darles ánimo a defenderse hasta que tuviese tiempo el Papa para socorrerles, pero viendo que Su
Santidad no estaba dispuesto a tomar las armas, y que ni la autoridad del rey de Francia, el cual
desde el principio había aconsejado a los venecianos que no molestasen los Estados del Valentino,
era bastante a refrenarles, no queriendo enredarse solos en guerra con enemigos tan poderosos, se
abstuvieron de enviarles mayores ayudas, por lo cual los de Faenza, excluidos de toda esperanza y
habiendo el ejército veneciano, que estaba alojado en la iglesia de la Observancia, comenzando a
batir con la artillería las murallas de la ciudad, conmovidos también por haberse descubierto un
trato y preso algunos que se habían conjurado para meter dentro a los venecianos, les entregaron la
ciudad, los cuales concertaron dar a Astorre por su vida cierto socorro, aunque pequeño. Ganada
Faenza, hubieran los venecianos ocupado fácilmente a Imola y Forli; pero por no irritar más al
Papa, que se resentía de ello grandemente, enviando la gente a sus aloja. mientos, determinaron no
pasar más adelante por entonces, habiendo ocupado en la Romaña, demás de Faenza a Rímini con
sus comarcas Montefiori, Santo Arcangelo, Verruchio, Gattera, Savignano, Meldola y Puerto
Cesenatico, y del territorio de Imola, Tosignano, Solaruolo y Montebattaglia. Estaban solamente por
el Valentino en la Romaña las fortalezas de Forli, de Cesena, de Forlimpopolo y de Bertinoro, las
cuales, aunque deseaba mucho ir a la Romaña, porque no las ocupasen los venecianos, hubiera
venido en darlas a guardar al Papa con obligación de que se las volviese cuando estuvieran
aseguradas; pero el Papa (no estando todavía vencida por la fuerza del mandar su antigua
sinceridad) lo había rehusado, diciendo que no quería aceptar voluntariamente las ocasiones que le
convidasen a faltar a la fe. Finalmente, para oponerse de alguna manera a los progresos de los
venecianos, que eran muy molestos al Papa por el peligro del Estado eclesiástico, deseoso demás de
esto de que el Valentino se fuese de Roma, concertó con él, interponiendo en este concierto, demás
de su nombre, el del Colegio de los Cardenales, que fuese el Valentino por mar a la Spezia, de allí,
por tierra, a Ferrara, y después a Imola, donde fuesen cien hombres de armas, y ciento cincuenta
caballos ligeros que todavía seguían sus banderas. Habiendo con esta resolución ido a Ostia a
embarcarse, arrepintiéndose el Papa de no haber aceptado las fortalezas y dispuesto ya a tenerlas
para sí de cualquier modo que pudiese, le envió los cardenales de Volterra y de Surrente a
persuadirle que, para evitar que aquellos lugares fuesen a poder de los venecianos, consintiera en
ponerlos debajo de su autoridad con la misma promesa que se había tratado en Roma; pero
rehusando hacerlo el Valentino, enojado el Papa, le hizo detener en las galeras en que ya se había
embarcado, y después, con honesto modo, llevarle a la Magliana, de donde (holgándose toda la
Corte y toda Roma de su detención) fue llevado a palacio, pero honrado y acariciado, si bien con
diligente guarda, porque, temiendo el Papa que los castellanos, desesperados de su remedio, no
254

vendiesen las fortalezas a los venecianos, procuraba con humildad y amor que le diese las
contraseñas.
Así el poder del Valentino, que casi de repente creció no menos con la crueldad y engaños que
con las armas y poder de la Iglesia, acabó con más súbita ruina, experimentando en su persona los
mismos engaños con que su padre y él habían atormentado a tantos otros. No tuvo mejor fortuna su
gente que, llevada a tierra de Perusa, con esperanza de que les darían salvoconducto los florentinos
y otros, descubriéndoseles por las espaldas la gente de los Baglioni, Vitelli y sieneses, se fueron,
para salvarse, al país de los florentinos, donde, habiéndose extendido entre Castiglione y Cortona y
reducidos al número de cuatrocientos caballos y pocos infantes, fueron desvalijados por orden de
los florentinos y preso D. Miguel que los guiaba, el cual entregaron después al Papa, que lo pidió
con suma instancia, queriéndole mal todos los ministros de aquel Pontificado por haber sido
fidelísimo ministro y ejecutor de todas las maldades del Valentino, aunque le libró poco después,
porque naturalmente se mitigaba con facilidad con aquellos a los cuales estaba en su poder el
castigarlos rigurosamente.
Partió en este tiempo de Roma el cardenal de Rohán para volver a Francia, habiendo
alcanzado de Julio la confirmación de la legacía de aquel reino, más por no haber tenido osadía para
negársela que por su libre voluntad; pero no le siguió el cardenal Ascanio, aunque, cuando partió de
Francia había prometido con juramento al Rey que volvería a aquel reino, si bien se hizo absolver
de él secretamente primero por el Papa. El ejemplo de haber sido su credulidad escarnecida por el
cardenal Ascanio no hizo al cardenal de Rohán más cauto en las cosas de Pandolfo Petrucci, el cual
recibiéndole en Siena con gran honra, introduciéndose con él con grande astucia y artificiosos
consejos y prometiendo la restitución de Montepulciano a los florentinos, fue de tanto efecto, que,
al llegar el Cardenal a Francia, demás de afirmar que no había hallado en Italia hombre más sabio
que Pandolfo, hizo que le concediese el Rey que Borghesse, su hijo, enviado a Francia para la
observancia de las promesas de su padre, volviera a Siena.
Tales fueron las mudanzas que sucedieron en Italia por la muerte del Pontífice. Pero en estos
mismos tiempos las empresas comenzadas por el rey de Francia, con tan gran esperanza, de la otra
parte de los montes, se habían reducido a mucha dificultad, porque el ejército que había ido a los
confines de Gascuña, se había deshecho con mucha presteza por falta de dinero y poco gobierno de
quien lo mandaba. La armada de mar, habiendo corrido con poco fruto los mares de España, se
había retirado a Marsella, y el ejército que había ido hacia Perpiñán, en cuyos progresos confiaba
mucho el Rey, estando bien proveído de todas las cosas necesarias, había sitiado a Sals, fortaleza
cerca de Narbona, situada en las faldas de los montes Pirineos, en el condado de Rosellón, la cual,
estando bien defendida, hacía gallarda resistencia, y aunque los franceses la batían valerosamente y
usaban todas las diligencias para batir las murallas con la artillería y arruinarla con las minas, con
todo eso, nunca pudieron ganarla, antes habiéndose juntado en Perpiñán gran ejército de todos los
reinos de España para socorrerla, donde había venido la persona del Rey y uniéndose a aquel
ejército, por haberse deshecho los franceses que habían sido enviados a Fuenterrabía, la gente que
había ido a defender aquella frontera, todos juntos se movieron para acometer al ejército francés, y
los capitanes, conociéndose inferiores, se retiraron con su campo hacia Narbona, habiendo estado ya
cerca de cuarenta días en el sitio de Sals.
En su seguimiento entraron los españoles por las tierras del reino de Francia, y tomaron
algunos lugares de poco momento, donde permanecieron pocos días porque, habiendo hecho alto
los franceses en Narbona, se retiraron a sus tierras los españoles por orden de su Rey, que,
conseguido lo que es propio fin del que es acometido, sustentaba de mala gana la guerra de la otra
parte de los montes, siendo cierto que, aunque sus reinos eran muy poderosos para defenderse del
rey de Francia, también eran débiles para ofenderle. Pocos días después (interponiéndose el rey
Fadrique) hicieron entre los dos tregua por cinco meses, solamente para las cosas de la otra parte de
los montes; porque habiendo dado intención a Fadrique, el rey de España, de convenir en que se le
restituyese el reino de Nápoles, y esperando que hubiese de venir en lo mismo el rey de Francia, con
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el cual, inducida a compasión la reina de Francia, trabajaba mucho en interceder por él, había
introducido entre ellos pláticas de paz, para las cuales, mientras ardía la guerra en Italia, fueron a
Francia embajadores del rey de España, gobernándose con tan gran artificio que se persuadía
Fadrique que la dificultad de la restitución (contradicha grandemente por los barones de la parte
Anjovina) consistía principalmente en el rey de Francia.
Habiéndose, pues, reducido todas las guerras de los dos Reyes al reino de Nápoles, estaban
vueltos a aquella parte los ojos y los pensamientos de todos.
Partidos los franceses de Roma y pasando por los lugares de Valmontone y de los Colonnas,
en donde les dieron voluntariamente vituallas, caminaban por la campaña eclesiástica hacia San
Germán, por lo cual, metiendo guarda Gonzalo en Rocca Secca y en Montecasino, había hecho alto,
sin intención de tentarla fortuna, sino para prohibir que no pasasen más adelante, y esperaba que lo
podía hacer fácilmente por la fortaleza de aquel sitio. Llegados los franceses a Pontecorvo y a
Capperano, se juntó con ellos el marqués de Saluzzo con la gente de Gaeta, habiendo recuperado
primero, con la ocasión de la ida de Gonzalo, el ducado de Traietto y el condado de Fondi hasta el
río Garellano.
Fue el primer empleo del ejército francés la expugnación de Rocca Secca, de donde se
levantaron, habiendo dado en vano un asalto, y quedando tan desprestigiados, que públicamente se
afirmaba en el ejército español que aquel día habían asegurado al reino de Nápoles de franceses, los
cuales, desconfiando por esto de echar a los enemigos del paso de San Germán, determinaron
volverse al camino de la marina, por lo cual, después de haberse detenido dos días en Aquino, lugar
que ellos habían tomado, dejando setecientos infantes en Rocca Guglielma, y volviendo atrás a
Pontecorvo, fueron por el camino de Fondi a alojar a la torre que está situada sobre el paso del río
Garellano (adonde hay fama que solía estar la ciudad antigua de Minturne), alojamiento no sólo a
propósito para echar el puente y pasar el río, como era su intención, pero muy acomodado en caso
que estuviesen necesitados a detenerse, porque tenían a Gaeta y la armada de mar a las espaldas, y a
Traietto, Itri, Fondi y todo el país hasta el Garellano a su devoción. Creíase que en pasar el ejército
francés el río consistía gran parte de la victoria; porque estando Gonzalo tan inferior en fuerzas que
no podía oponerse en campaña abierta, les quedaba libre a los franceses el camino hasta los muros
de Nápoles, a los cuales se hubiera asimismo arrimado la armada, pues no tenía ninguna oposición
por la mar. Por esta causa, partiendo Gonzalo de San Germán, había venido de la otra parte del
Garellano a oponerse con todas sus fuerzas para que no pasasen los franceses, confiando poderlo
prohibir por la desventaja y dificultad que tienen los ejércitos en pasar los ríos que no se vadean
cuando los enemigos se les oponen.
Pero como sucede muchas veces, salió más fácil lo que primero se tuvo por más dificultoso, y
por el contrario, más dificultoso aquello que de todos era tenido por más fácil, porque los franceses,
aunque los españoles procuraron estorbarlo, echado el puente, ganaron el paso del río por la fuerza
de la artillería que estaba plantada, parte en la orilla donde alojaban, que era algo más alta que la
contraria, y parte en las barcas que habían traído de la armada y subídolas contra la corriente del
agua, y habiendo comenzado a pasar el día siguiente, se les opusieron los españoles, y acometiendo
con gran ánimo a los que ya habían pasado, se entraron hasta la mitad del puente, y los hubiera
seguido más adelante si la furia de la artillería no les obligara a retirarse.
Murió en este encuentro de la parte de los franceses el lugarteniente del bailío de Dijón, y del
ejército español Fabio, hijo de Paulo Orsino, mozo, entre los soldados italianos, de grande
esperanza. Decíase que si los franceses, cuando comenzaron a pasar se hubieran adelantado más
varonilmente hubieran quedado superiores aquel día, pero mientras procedían lentamente y con
demostración de miedo, no sólo perdieron la ocasión de la victoria de aquel día, sino que se
enflaquecieron en gran parte las esperanzas de lo futuro, porque después de aquel día tuvieron
sucesos poco felices en sus cosas y entre los capitanes había ya más confusión que concordia, y
según la costumbre de soldados franceses con capitanes italianos, poca obediencia al marqués de
Mantua, lugarteniente del Rey; de manera que él, o por esta causa, o porque verdaderamente
256

estuviese, como alegaba, enfermo, o porque por la experiencia que se había hecho primero en Rocca
Secca, y después el día que se intentó pasar el puente, había perdido la esperanza de la victoria, se
fue del ejército, dejando de sí en el rey de Francia mayor concepto de fe que de ánimo o gobierno
en el ejercicio militar. Después de su partida, los capitanes franceses que eran los principales, el
marqués de Saluzzo, el bailío de Occán y Sandricourt, habiendo hecho primero a la cabeza del
puente de la otra parte del río un reparo; con las carretas fabricaron allí un bastión capaz de mucha
gente, por el cual no les podían acometer ya los enemigos cuando pasaban el puente.
Pero impedíales el pasar más adelante otras dificultades, causadas, parte por culpa suya, parte
por el valor y constancia de los enemigos, y parte por la contrariedad de la fortuna, porque, atento
Gonzalo a impedirles más con la ocasión del invierno y del sitio del país, se había detenido en
Cintura Casale, puesto en sitio algo eminente, apartado del río poco más de una milla; y la
infantería y demás gente la había alojado alrededor con harta incomodidad, porque alojando en
lugar solo y donde son muy raras las casas y las cabañas de los labradores y pastores, no había allí
casi ninguna cubierta, y el terreno, por la bajeza natural de aquel llano, y porque los tiempos eran
muy lluviosos, lleno de agua y de lodo, por lo cual los soldados, que no tenían lugar para alojar en
los sitios más altos, trayendo grande cantidad de fajina, procuraban cubrir con ella el terreno donde
alojaban. Por estas dificultades, y porque el ejército estaba mal pagado, y por haber ganado los
franceses de todo punto el paso del río, era el consejo de algunos capitanes que se retirasen a Capua,
para que padeciese menos la gente, y para quitarse del peligro en que parecía que se estaba
continuamente.
Rehusó Gonzalo con magnanimidad este consejo con estas palabras memorables: «Que
deseaba tener antes la sepultura al presente un palmo de tierra más adelante, que, con retirarse atrás
pocas brazas, alargar su vida cien años.» Y resistiendo así las dificultades con la constancia del
ánimo y habiéndose fortificado con un profundo foso y dos bastiones hechos al frente del
alojamiento del ejército, se mantenía en oposición a los franceses, los cuales, aunque habían hecho
el bastión no intentaban moverse, porque estando el país todo inundado por las lluvias y por las
aguas del río (llamó Tito Livio a este lugar por la vecindad de Sessa las aguas Sinuesanas; y acaso
son las lagunas de Minturne, en donde se escondió Mario huyendo de Sila) no podían pasar
adelante, sino por camino estrecho lleno de lodos muy hondos, donde el suelo no tenía firmeza y
con peligro de que les acometiese por el costado la infantería española, que alojaba muy cerca.
Eran los tiempos de aquel invierno muy fríos y ásperos y con nieves y lluvias casi continuas
mucho más de lo que solía ser en aquel país, por lo cual, parecía que la fortuna y el cielo estaban
conjurados contra los franceses, los cuales, por su detención, no sólo gastaban el tiempo
inútilmente, sino que recibían de la dilación, por su naturaleza, casi el mismo daño que reciben los
cuerpos humanos con el veneno que obra lentamente, porque si bien alojaban con menos
incomodidad que los españoles, porque las reliquias de un teatro antiguo a que habían juntado
muchos cobertizos de madera, y las casas y hosterías cercanas cubrían una parte de ellos, y siendo
el sitio de alrededor de la Torre algo más alto que el llano de Sessa, estaba menos ofendido de las.
aguas, y también porque la mayor parte de la caballería se había recogido en Traietto y en los otros
lugares comarcanos; sin embargo, no resistiendo, por su naturaleza, los cuerpos de los franceses ni
de los suizos los largos trabajos y las incomodidades que resisten los españoles, se entibiaba
continuamente la furia y el ardor de sus ánimos.
Aumentábanse estas dificultades por la avaricia de los ministros que el Rey había señalado
para disponer las vituallas y las pagas de los soldados, los cuales, atentos a su propia ganancia, no
perdonando ningún género de engaños, dejaban disminuir el número y no tenían el ejército
abundante de vituallas.
Sobrevenían ya muchas enfermedades al ejército por estas causas, y el número de soldados,
aunque para recibir las pagas era casi el mismo, en cuanto al efecto era mucho menor, habiéndose
deshecho por sí misma también alguna parte de la gente italiana.
257

Hacía estos desórdenes mayores la discordia de los capitanes, y esto era causa de que no se
gobernase el ejército con el orden y obediencia conveniente. Por tanto, los franceses, impedidos por
la aspereza del invierno, se detenían ociosamente sobre la orilla del Garellano, sin hacerse facción
alguna, ni por los enemigos ni por ellos; excepto ligeras escaramuzas no importantes para el fin del
intento, en las cuales parecía que casi siempre prevalecían los españoles.
Sucedió también en estos mismos días que los infantes que habían dejado los franceses en la
guardia de Rocca Guglielma, no pudiendo sufrir las molestias que cada día padecían de la gente que
guardaba a Rocca Secca y a los lugares cercanos, volviéndose por esto al ejército, fueron rotos en el
camino por aquélla.
Habiendo estado ya muchos días las cosas en aquel estado, llegaron al ejército español
Bartolomé de Albiano y los otros Orsini con sus compañías, por cuya venida, habiéndose
aumentado las fuerzas de Gonzalo de manera que tenía en el ejército novecientos hombres de
armas, mil caballos y nueve mil infantes españoles, comenzó a pensar en no estar más a la defensa,
sino en ofender a los enemigos, dándole mayor ánimo el saber que los franceses, muy superiores en
caballería, pero no en infantería, se habían esparcido tanto por los lugares comarcanos, que ya sus
alojamientos ocupaban poco menos de diez millas del país, de manera que alrededor de la Torre del
Garellano habían quedado el virrey marqués de Saluzzo y los otros capitanes principales, con la
menor parte del ejército, que se disminuía continuamente, aunque a éste había llegado gran cantidad
de vituallas. Extendíase, además, en aquella gente día por día la enfermedad de que habían muerto
muchos, y entre ellos el bailío de Occán, por lo cual, intentando Gonzalo pasar el río secretamente
(pues si sucedía no se dudaba de la victoria), encargó al Albiano (autor según dicen algunos de este
consejo) que hiciese el puente con secreto, por cuya orden, habiéndose hecho con mucho silencio
un puente de barcas en un casal junto a Sessa, llevándole de noche al Garellano lo echaron en el
paso de Suio, cuatro millas más arriba que el puente de los franceses, donde no tenían ninguna
guarda.
Luego que se echó, que fue a 27 de Diciembre en la noche, pasó todo el ejército y con él la
persona de Gonzalo, el cual alojó la misma noche, en el lugar de Suio, pegado al río, que lo
ocuparon los que pasaron primero, y la mañana siguiente, que era viernes (día feliz para los
españoles), habiendo ordenado Gonzalo que la retaguardia que estaba alojada entre el castillo de
Mondragón y Carinoli, cuatro millas más abajo del puente de los franceses, fuese a acometerles, se
enderezó con la vanguardia, guiada por el Albiano y con la batalla que había pasado con él, a seguir
los franceses, los cuales, teniendo noticia la misma noche de que, habiendo echado el puente los
españoles, pasaban ya, ocupados de gran terror, como aquellos que, habiendo determinado no
intentar nada hasta que viniese benigna sazón y persuadíanse que había en los enemigos la misma
negligencia e ignorancia, se conmovieron tanto más por este atrevimiento y accidente repentino, por
lo cual (si bien antes temblando que aconsejando o resolviendo, como se hace en los casos
repentinos) el Virrey, a quien se juntaban muchos, saliendo de Traietto y de los otro lugares
circunvecinos donde se habían esparcido, envió a Allegri hacia Suio con algunos infantes y
caballería, para impedir el paso; pero entendiendo que llegaban tarde y siendo superior en cualquier
discurso y consideración el miedo, se levantaron alborotadamente a media noche de la Torre del
Garellano para retirarse a Gaeta, dejando allí la mayor parte de las municiones y nueve piezas
gruesas de artillería y juntamente quedando los heridos y gran cantidad de enfermos.
Pero habiendo entendido Gonzalo su retirada siguiéndolos con el ejército, echó adelante a
Próspero Colonna con los caballos ligeros para que, embarazándolos, les obligase a caminar más
despacio, los cuales, habiendo llegado a sus espaldas en frente de Scandi, comenzaron a
escaramuzar con ellos, no dejando los franceses de caminar, si bien hacían alto muchas veces, para
no desordenarse, en los pasos fuertes y puentes, de donde, después de haberse detenido algo, se
retiraban siempre recibiendo algún daño.
El orden con que caminaban era este: la artillería delante de todos, la infantería después y en
el último lugar los caballos, de los cuales los que iban de retaguardia peleaban continuamente con
258

los enemigos. Habiendo caminado en esta ordenanza, unas veces haciendo alto y otras peleando
ligeramente hasta el puente que está delante de Mola de Gaeta, obligó la necesidad al Virrey a hacer
detener en aquel paso una parte de su gente de armas para dar lugar a que se adelantase su artillería
que, no pudiendo caminar con la presteza de la gente, comenzaba ya a mezclarse con ella,
trabándose por esta causa en aquel lugar una grande escaramuza. Llegó poco después la retaguardia
española que, habiendo pasado sin ninguna resistencia con las mismas barcas del puente que había
sido roto por los franceses, caminaba hacia Gaeta por el camino derecho, habiendo ido siempre
Gonzalo con el resto del ejército por el costado. Peleóse ferozmente por algún rato en el puente de
Mola, sustentándose los franceses (aunque llenos de mucho miedo) principalmente por la fortaleza
del sitio y acometiéndoles con gran furia los españoles, a los cuales les parecía que estaban ya en
posesión de la victoria.
No pudiendo al fin resistir más los franceses y temiendo les cortase el camino una parte de la
gente que Gonzalo había enviado para este efecto por el costado, comenzaron a retirarse con
desorden, siguiéndoles siempre los enemigos; y llegando al principio de dos caminos que el uno va
a Atri y el otro a Gaeta, se pusieron en manifiesta fuga, quedando muertos muchos, entre los cuales
lo fue Bernardino Adorno, lugarteniente de cincuenta lanzas; y dejando la artillería con los caballos
de su servicio y quedando muchos presos, huyeron los demás a Gaeta, seguidos victoriosamente
hasta las puertas de la ciudad. Al mismo tiempo Fabricio Colonna, enviado por Gonzalo, después
que hubo pasado el río con quinientos caballos y mil infantes a la vuelta de Pontecorvo y de la
Frace, con el favor de la mayor parte de los castillos y de la gente de la tierra, desvalijó las
compañías de Luis de la Mirandola y de Alejandro Tribulcio. Fueron presos y desvalijados por el
país, demás de éstos, muchos de los que, alojando en Fondi, Atri y en los lugares cercanos, al saber
que los españoles habían echado el puente, no habían ido a juntarse con el ejército a la Torre del
Garellano, sino que, por salvarse, habían tomado, divididos alborotadamente, el camino de diversos
lugares.
Mayor infortunio tuvieron Pedro de Médicis, que seguía el campo francés y algunos otros
gentiles-hombres, los cuales, habiéndose embarcado, cuando se levantó el ejército del Garellano, en
una barca con cuatro piezas de artillería para llevarlas a Gaeta, hundiéndose por el mucho peso y
por ser los vientos contrarios en la boca del río, se anegaron todos.
Alojó la noche siguiente Gonzalo con el ejército en Castellone y en Mola, y arrimándose al
otro día a Gaeta, donde habían entrado demás de los capitanes franceses los príncipes de Salerno y
de Bisignano, ocupó luego el burgo y el monte que habían desamparado los franceses, los cuales,
aunque en Gaeta había bastante gente para defenderla, suficientes vituallas y era a propósito el lugar
para ser socorrido por la armada marítima, con todo, temerosos y mal dispuestos a tolerar el recelo
de esperar las ayudas inciertas, volvieron luego el ánimo a concertarse, y habiendo ido para esto,
con voluntad de los otros, a tratar con Gonzalo el bailío de Dijón, Santa Colomba y el Tribulcio,
concertaron el primer día del año 1504 entregar a Gaeta y la fortaleza a Gonzalo, teniendo licencia
para irse libres con sus haciendas por tierra y por mar fuera del reino de Nápoles, y que Obigni y los
demás prisioneros de ambas partes fuesen libres. Pero no se capituló esto tan claramente que no
tuviese Gonzalo ocasión para disputar que, por virtud de estos conciertos, no se entendía que debían
ser libres los barones del reino de Nápoles.
Esta es la rota que tuvo el ejército del rey de Francia junto al río Garellano, en cuya orilla se
había detenido cerca de cincuenta días, causada no menos por los desórdenes propios que por el
valor de los enemigos. Fue rota muy memorable, porque se siguió de ella la pérdida total de tan
noble y poderoso reino y el establecimiento del imperio de los españoles, y aun más memorable
porque, habiendo entrado en ella los franceses, muy superiores de fuerzas a los enemigos y
abundantes de todas las provisiones terrestres y marítimas que son necesarias para la guerra, fueron
destruidas con tanta facilidad, sin sangre ni peligro de ninguno de los vencedores; y aunque
murieron pocos por las armas de los enemigos, fue muy corto el número de los que se salvaron de
tan poderoso ejército, siendo así que de los infantes que con la fuga libraron sus personas y también
259

de los que habiendo hecho el acuerdo se fueron por tierra de Gaeta, murió una parte de ellos por el
camino, acabados por el frío y por enfermedades; y de los que de éstos llegaron vivos a Roma, iban
la mayor parte desnudos y miserables, por lo cual, murieron muchos en los hospitales y de noche
por el frío y por el hambre en las plazas y calles. Y sin entenderse cuál fuese la ocasión y el hado
contrario de los franceses, no menos adverso para la nobleza que para la gente plebeya, ni cuáles
enfermedades cobradas por la incomodidad que habían pasado alrededor del Garellano, muchos de
aquellos que, en habiéndose hecho el acuerdo, se habían ido por mar de Gaeta, donde dejaron la
mayor parte de sus caballos, o murieron en el camino o luego en llegando a Francia, entre los cuales
fue el mar. qués de Saluzzo, Sandricourt y el bailío de la Montaña y otros muchos gentiles-hombres
de gran estimación.
Consideróse que, demás de lo que se podía atribuir a la discordia y poco gobierno de los
capitanes franceses, a la aspereza de los tiempos y a no estar tan acostumbrados los franceses y los
suizos como los españoles a sufrir con ánimo el enfado de la dilación de las cosas, ni con el cuerpo
las descomodidades y trabajos, habían impedido dos cosas principalmente al rey de Francia la
victoria; la una lo mucho que se detuvo en tierra de Roma el ejército, por la muerte del Papa, lo cual
fue causa que llegase antes el invierno y que Gonzalo tomase a su sueldo a los Orsini antes que
entrasen aquellos en el reino, porque no se duda de que entrando en él en buena sazón, hubiera
estado obligado Gonzalo, por verse entonces muy inferior de fuerzas y poco favorecido del rigor de
los tiempos, desamparando la mayor parte del reino, a retirarse a pocos lugares fuertes; la otra la
avaricia de los comisarios reales, los cuales, engañando al Rey en las pagas de los soldados y
desordenando las vituallas por la misma inten. ción, fueron mucha causa de la disminución de aquel
ejército. Porque el Rey había hecho con tal presteza, tal provisión de todas las cosas necesarias que
es cierto que, al tiempo de la rota, había en Roma gran cantidad de dineros por su orden, y aparato
grande de vituallas; y si bien a lo último, por las muchas quejas de los capitanes y de todo el
ejército, había más cantidad de bastimentos en él, con todo eso había habido antes tal estrechez que,
añadido este desorden a las otras incomodidades, fue causa de tantas enfermedades, de la ida de
mucha gente y de haberse extendido muchos en los lugares cercanos, procediendo finalmente de
estas cosas la ruina del ejército; porque como para sustentar un cuerpo no basta solamente que esté
buena la cabeza, sino que es necesario que los otros miembros hagan su oficio, así no basta que el
Príncipe esté sin culpa en las materias, si en sus ministros no hay proporcionadamente la debida
diligencia y virtud.

Capítulo III
Paz entre los venecianos y el Sultán de Turquía.—Disertación acerca de las navegaciones de
portugueses y españoles.—Cristóbal Colón.—Lamentaciones en Francia al saber la derrota del
Garellano.—El duque Valentino da al Papa las contraseñas de los castillos y parte.—El Gran
Capitán le da salvoconducto y, faltando a su promesa, le detiene.—Es enviado a España.—
Condiciones con las cuales se pacta tregua entre españoles y franceses.

En el mismo año que sucedieron en Italia estas cosas tan graves se hizo la paz entre el
otomano Bayaceto y los venecianos, la cual abrazaron con gran deseo ambas partes, porque
Bayaceto, príncipe de ingenio manso y muy ajeno de la ferocidad de su padre, dado a las letras y a
los estudios de libros sagrados de su religión, tenía por su naturaleza el ánimo muy adverso a las
armas, por lo cual, habiendo comenzado la guerra con muy grandes aparatos de mar y tierra, y
ocupado en los dos primeros años en la Morea a Naupacto (llamado hoy Lepanto), Modor, Corón y
Yunco, no la había continuado después con el mismo ardor, obligándole por ventura a esto, demás
de su deseo de quietud, la sospecha de que los peligros propios del amor de la religión no irritase
260

contra él a los príncipes cristianos; porque el Papa Alejandro había enviado algunas galeras sutiles
en favor de los venecianos y junto con ellos había sublevado con dineros a Ladislao, rey de
Bohemia y Hungría, para mover la guerra en los confines de los turcos; y los reyes de España y
Francia enviaron ambos, pero no al mismo tiempo, su armada a juntarse con la de los venecianos.
Pero con mayor deseo aceptaron la paz los venecianos, a los cuales se les interrumpía por la guerra,
con muy gran daño del público y del particular, el trato de las mercancías que ejercitaban los suyos
en muchas partes de Levante; porque, estando acostumbrada la ciudad de Venecia a sacar cada año
de los lugares súbditos de los turcos gran cantidad de trigo, les causaba mucho embarazo el ser
privados de semejante comodidad; y mucho más porque, acostumbrados a acrecentar su imperio en
las guerras con los otros príncipes, no tenían a nada más horror que al poder de los otomanos, de los
cuales cualquier vez que habían tenido guerra con ellos, habían sido rebatidos; porque Amurates,
abuelo de Bayaceto, había ocupado la ciudad de Tesalónica (hoy Salónica) perteneciente al dominio
veneciano, y después Mahomet, su padre, habiendo tenido diez y seis años continua guerra con
ellos, les quitó la isla de Negroponto, una gran parte del Peloponeso (llamado hoy Morea), Skutari y
otros muchos lugares en Macedonia y en Albania. De manera que, sustentando la guerra contra los
turcos con grandes dificultades y gastos infinitos, sin esperanza. de sacar algún fruto, y demás de
esto, temiendo ser acometidos al mismo tiempo por los otros príncipes cristianos, estaban siempre
deseosísimos de tener paz con ellos.
Fue lícito a Bayaceto, por las condiciones del acuerdo, retener todo aquello que había
ocupado, y los venecianos, quedándose con la isla de Cefalonia, fueron obligados a dejarle a Nerito
(llamado hoy Santa Maura).
No había dado tanto disgusto a los venecianos la guerra de los turcos cuanto molestia o
detrimento les había causado el haberles quitado el rey de Portugal el trato de la especiería, pues
trayendo estas mercancías sus bajeles de Alejandría, ciudad nobilísima de Egipto, a Venecia, las
repartían con gran ganancia por todas las provincias de la cristiandad, y habiendo sido esto de las
cosas más memorables que de muchos siglos a esta parte han sucedido en el mundo, y teniendo
alguna unión con las cosas de Italia, por el daño que recibió la ciudad de Venecia, no es del todo
fuera de propósito hacer de ello alguna memoria extensamente.
Aquellos que contemplando con ingenio y consideraciones maravillosas el movimiento y la
disposición del cielo han dado noticias de ello a sus sucesores, figuran que por la redondez del cielo
discurre del Occidente a Oriente una línea, distante igualmente en todas sus partes del polo
septentrional y del meridional, llamada por ellos línea equinoccial, porque cuando el sol está debajo
de ella, son entonces iguales los días y las noches. La longitud de esta línea dividieron con la
imaginación en trescientas sesenta partes que llaman grados, así como el circuito del cielo, por
medio de los polos, tiene el mismo número de grados. Siguiendo la forma que éstos dieron, los
cosmógrafos, midiendo y dividiendo la tierra figuran en ella una línea equinoccial que cae
perpendicularmente debajo de la que los astrólogos figuran en el cielo, dividiendo asimismo aquélla
y el circuito de la tierra con una línea que perpendicularmente cae debajo de los polos en latitud de
trescientos. sesenta grados; de manera que de nuestro polo al meridional pusieron ciento ochenta
grados de distancia y de ambos polos a la línea equinoccial noventa grados. Estas cosas en general
dijeron los cosmógrafos; pero en cuanto al particular de lo habitado de la tierra, habiendo dado la
noticia que tenían de una parte de ella, que está debajo de nuestro hemisferio, se persuadieron que
en aquella parte de la tierra que está debajo de la tórrida zona, figurada en el cielo por los
astrólogos, en donde se contiene la línea equinoccial, como más cercana al sol, era por el calor
inhabitable, y que de nuestro hemisferio no se pudiese ir a las tierras que están debajo de la tórrida
zona y a las que están de la otra parte de ella hacia el polo meridional, a las cuales Ptolomeo
(príncipe de los cosmógrafos en opinión de todos) llamaba tierra y mares no conocidos. Por lo cual
él y los otros presupusieron que, quien quisiere pasar de nuestro hemisferio a los senos arábigo y
persiano o a aquellas partes de la India (que primero las habían dada a conocer a nuestros mayores
las victorias de Alejandro Magno) fuese obligado a ir por tierra, o, arrimándose a ella lo más que
261

pudiese por el mar Mediterráneo, hacer por tierra lo restante del camino. Ha mostrado a nuestros,
tiempos la navegación de los portugueses que estas opiniones y presupuestos han sido falsos,
porque comenzaron muchos años ha los reyes de Portugal a costear el África por indicios de
ganancias mercantiles, y llegando poco a poco hasta las islas de Cabo Verde, llamadas por los
antiguos, según la opinión de muchos, las islas Hespérides, que distan catorce grados de la
equinoccial hacia el polo ártico, tomando después continuamente más ánimo, navegando con largo
rodeo hacia el Mediodía, llegaron al Cabo de Buena Esperanza, punto más apartado de la línea
equinoccial que ninguno otro de África y dista de ella treinta y ocho grados.
Volviéndose de allí al Oriente, han navegado por el Océano hasta los senos arábigo y
persiano. En estos lugares solían comprar los mercaderes de Alejandría las especias, parte nacidas
allí, pero la mayor parte se traen de las islas Molucas y de otras partes de la India, y después por
tierra por camino muy largo y lleno de descomodidades y grandes gastos, las llevaban a Alejandría,
donde las vendían a los mercaderes venecianos, los cuales, llevándolas a Venecia, abastecían a toda
la cristiandad. Volviendo ellos con grandes ganancias porque, teniendo solos en su poder las
especias, ponían los precios a su albedrío, trayendo en los mismos bajeles en que las sacaban de
Alejandría muchas mercaderías, y los propios bajeles que llevaban las especias a Francia, Flandes,
Inglaterra y a otras partes volvían cargados asimismo a Venecia de otras mercancías. Aumentaba
también mucho esta navegación las rentas de la República por las gabelas y pasajes.
Pero los portugueses, yendo por mar desde Lisboa, ciudad real de Portugal, a aquellas partes
remotas, y habiendo hecho amistad en el mar de la India con el rey de Calicut y de otras tierras
cercanas, y después poco a poco entrado en los lugares más íntimos, edificado con el tiempo
fortalezas en lugares a propósito, confederádose con algunas ciudades del país y rendido a otras con
las armas, han pasado así el comercio de comprar las especias, que solían tener primero los
mercaderes de Alejandría y, llevándolas por mar a Portugal, las envían también por la mar a los
mismos lugares que antes las enviaban los venecianos, navegación por cierto maravillosa y de diez
y seis mil millas de largo por mares de todo punto no conocidos, debajo de otras estrellas y de otros
cielos y con otros instrumentos, porque, en pasando la línea equinoccial, no tienen ya por guía el
Norte y quedan privados del uso de la piedra imán sin poder por tan largo camino dejar de topar
tierras no conocidas, de diferentes lenguas, religión y costumbres y de todo punto bárbaras y muy
enemigas de los forasteros. Pero no obstante tantas dificultades, se han hecho tan familiares estas
navegaciones con el tiempo que, donde primero gastan en el viaje diez meses de tiempo, le acaban
hoy comúnmente, con mucho menores peligros, en seis.
Pero aún ha sido más maravillosa la navegación de los españoles, comenzada el año 1490 por
invención de Cristóbal Colón, genovés, el cual, habiendo navegado muchas veces por el mar
Océano y conjeturado por la observancia de unos vientos lo que después verdaderamente le sucedió,
pidiendo a los reyes de España ciertos bajeles y navegando hacia el Occidente, descubrió al fin de
treinta días, en la última parte de nuestro hemisferio, algunas islas de que primero no se tenía
noticia alguna. Felices por el sitio del cielo, por la fertilidad de la tierra y porque excepto algunas
poblaciones que se ceban con los cuerpos humanos, casi todos sus habitadores son simplicísimos en
las costumbres, y contentos con lo que produce la benignidad de la naturaleza, no son atormentados
por la ambición ni por la avaricia; pero infelicísimos, porque, no teniendo la gente ni religión cierta,
ni noticia de letras, sin saber de artificios, ni de armas, ni de artes de la guerra, sin ciencia, ni
experiencia alguna de las cosas, son casi todos, como animales mansos, facilísimo robo de
cualquiera que los acometa, por lo cual atraídos los españoles por la facilidad de ocupar las tierras y
de la riqueza del robo (porque se han hallado en ellas minas muy abundantes de oro), comenzaron
muchos a habitar allí como en casa propia. Pasando Cristóbal Colón más adelante y después de él
Américo Vespucio, florentino, y sucesivamente otros muchos, han descubierto otras islas y grandes
países de tierra firme, y en algunas de ellas (aunque en casi todas ha sido lo contrario) han hallado
en edificar pública y privadamente y en el vestir y hablar costumbres y estilos cortesanos, si bien
toda la gente mansa y fácil de ser robada.
262

De tan gran espacio de tierras nuevas, que sin comparación son mayores que lo que primero
había llegado a nuestra noticia que se habitaba, en las cuales, extendiéndose los españoles con
nuevas gentes y nuevas navegaciones, unas veces sacando oro y plata de las minas que hay en
muchos lugares y de las arenas de los ríos, otros comprándolo de los moradores por precio de cosas
sin valor, y otras robando de lo que ya tenían junto, han traído a España infinita cantidad,
navegando privadamente muchos (si bien con la licencia del Rey y a su costa), pero dando todos al
Rey la quinta parte de todo lo que sacan o de otra cualquier suerte que llega a su poder.
Así ha pasado tan adelante el atrevimiento de los españoles, que habiéndose extendido
algunas naves cincuenta y tres grados hacia el polo Antártico, siempre a lo largo de la costa de tierra
firme, y después entrado en un mar estrecho y desde él, navegando por un piélago muy extendido al
Oriente, volviendo después por la navegación que hacen los portugueses, han rodeado toda la tierra,
como se ve claramente.
Dignos los portugueses y los españoles, y especialmente Colón, inventor de esta más
maravillosa y peligrosa navegación, que con eternas alabanzas se celebre su inteligencia, industria,
osadía, diligencia y trabajos, por los cuales ha llegado a nuestro siglo noticia de cosas tan grandes,
no conocidas. Y fuera mucho más digno de ser celebrado su propósito, si no les hubiera inducido a
tantos peligros y trabajos la sed grande del oro y de las riquezas, sino el deseo de darse a sí mismo y
a los otros esta noticia, o de propagar la fe cristiana, aunque esto en algunas partes ha sucedido por
consecuencia, porque, en muchos lugares, se han convertido los habitadores a nuestra religión.
Por estas navegaciones se ha manifestado que en el conocimiento de la tierra, se engañaron en
muchas cosas los antiguos, como no poder pasar de la otra parte de la línea equinoccial, ni habitar
toda la tórrida zona, y asimismo, contra su opinión, se ha comprendido por otros que se habita
debajo de las zonas cercanas a los polos, debajo de los cuales afirmaban que no se podía habitar por
los grandes fríos, en sitio tan apartado del curso del sol, y se ha manifestado lo que creían algunos
de los antiguos y reprendían otros, que debajo de nuestros pies hay otros moradores llamados por
ellos antípodas.
Pero volviendo a nuestro discurso y a las cosas que sucedieron, después de haberse rendido a
los españoles Gaeta el año 1504, digo que las nuevas de la rota sufrida en el Garellano y de tantos
desórdenes que siguieron después llenaron de lágrimas y de llantos a casi todo el reino de Francia,
por la multitud de los muertos y especialmente por la pérdida de tanta nobleza, por lo cual se veía
toda la Corte con los trajes y con otras muchas señales de dolor llena de tristeza y afligida, y se oían
por todo el reino las voces de los hombres y mujeres que maldecían el día en que entró en los
corazones de sus reyes, no contentos de tan gran imperio como poseían, la desgraciada codicia de
conquistar Estados en Italia. Pero sobre todo estaba atormentado el ánimo del Rey por la
desesperación de no poder recuperar ya un reino tan noble y por haberse disminuido tanto su
estimación y autoridad, acordándose de las arrogantes palabras que tantas veces había dicho contra
el rey de España, y de cuanto se había prometido vanamente de los aparatos hechos para acometerle
por tantas partes.
Acrecentábale el dolor y la indignación considerar que, habiendo hecho tantas prevenciones
con tanta diligencia y sin ninguna escasez y teniendo guerra con enemigos muy pobres y
necesitados de todo, hubiese sido vencido tan ignominiosamente por la avaricia y por los engaños
de sus ministros, por lo cual, exclamando hasta al cielo, afirmaba con eficaces juramentos que, pues
estaba servido por los suyos con tan grande negligencia y maldad, no encargaría jamás ninguna
guerra a sus capitanes, sino que iría en persona a todas las empresas.
También le atormentaba y congojaba más el conocer cuán enflaquecidas estarían sus fuerzas
por la pérdida, de tal ejército y por la muerte de tantos capitanes y nobleza, de manera que si
Maximiliano hubiera hecho algún movimiento en el ducado de Milán o el ejército español, saliendo
del reino de Nápoles, hubiera pasado más adelante, él mismo desconfiaba mucho de poder defender
aquel Estado, mayormente si se juntaba a alguno de estos Ascanio Sforza, cuyo imperio era deseado
ardientemente de todos los pueblos. Pero si del Rey de Romanos nadie se maravillaba que no
263

despertase en tan gran oportunidad, siendo su antigua costumbre trocar las más de las veces los
tiempos y las ocasiones, de Gonzalo se persuadían todo lo contrario; por lo cual estaban todos los
que seguían en Italia a los franceses con gran miedo de que con la esperanza de que no hubiese de
faltar al ejército vencedor dineros ni ocasiones, se siguiese sin tardanza la victoria para derribar el
Estado de Milán y mudar en el camino las cosas de Toscana.
Creíase firmemente que si llega a hacer esto, el rey de Francia, viéndose exhausto de dinero y
abatido de ánimo hubiera cedido a esta tempestad, sin hacer alguna resistencia, estando asimismo el
ánimo de su gente muy ajeno de pasar a Italia, y habiendo, la que vino de Gaeta, pasado los montes,
despreciando las órdenes del Rey que les entregaron en Génova. Se reconocía claramente que el
Rey, sin ningún pensamiento en las armas, estaba todo atento a tratar paz con Maximiliano, y no
con menos atención a continuar las pláticas con los reyes de España, para las cuales (no habiendo
cesado en el ardor de la guerra) habían estado siempre y estaban todavía embajadores españoles en
su Corte. Pero Gonzalo (que de aquí adelante llamaremos más de ordinario el Gran Capitán)
después que con victorias tan gloriosas se había confirmado el renombre que la jactancia española
le había dado, no usó de tan grande ocasión, porque hallándose de todo punto sin dineros y deudor a
su ejército de muchas pagas, le era imposible mover con esperanza de ganancias futuras o de pagos
distantes a su gente que pedía dinero y alojamientos, o porque estuviese necesitado a proceder
según la voluntad de sus Reyes o porque no le parecía seguro, si primero no echaba a los enemigos
de todo el reino de Nápoles, sacar de él el ejército, porque Luis de Ars, uno de los capitanes
franceses, después de la batalla de Cirignola, se había detenido en Venosa con tales reliquias de la
gente rota, que no se debían despreciar, y éste, mientras estaban los ejércitos en las orillas del
Garellano, había ocupado a Troya y a San Severo y tenía alterada toda la Pulla, y algunos barones
anjovinos se defendían, retirados a sus Estados, siguiendo descubiertamente el nombre del rey de
Francia.
Añadióse a todas estas cosas que poco después de la victoria cayó malo el Gran Capitán de
una enfermedad peligrosa, por lo cual, no pudiendo ir personalmente a ninguna empresa, envió con
parte de la gente al Albiano a destruir a Luis de Ars.
Por esta determinación o necesidad suya de no seguir por entonces fuera del reino de Nápoles
la victoria, quedaban las demás cosas de Italia, más con recelos que con trabajos, porque los
venecianos estaban (según su costumbre) suspensos, esperando el fin de los intentos. A los
florentinos les parecía que ganaban mucho si, al tiempo que desesperaban totalmente del socorro
del rey de Francia, no fuesen acometidos por el Gran Capitán; y el Papa, difiriendo para otro tiempo
sus grandes pensamientos, trabajaba por que el Valentino le concediese las fortalezas de Forli, de
Cesena y de Bertinoro que estaban solas por él en la Romaña; porque Antonio de Ordelaffi había
ocupado pocos días antes, con dádivas que hizo al castellano, la de Forlimpopolo.
Convino el Valentino en dar al Papa las contraseñas de Cesena, y yendo con ellas Pedro de
Oviedo, español, para recibirlas en nombre del Papa, diciendo el castellano que era deshonra suya
obedecer a su amo mientras estaba preso, y que merecía ser castigado quien pensase hacerle tal
demanda, le hizo ahorcar, por lo cual el Papa, excluido de la esperanza de poderlas alcanzar sin la
libertad del Valentino, se concertó con él (y para mayor seguridad de este concierto, despachó una
Bula en el Consistorio), que el Valentino fuese puesto en la fortaleza de Ostia en absoluto poder de
Bernardino de Carvajal, español, cardenal de Santa Cruz, para que le pudiese dar libertad cuando
hubiese restituido al Papa las fortalezas de Cesena y Bertinoro, entregado las contraseñas de la
fortaleza de Forli, y dado seguridad de cambios en Roma, por quince mil ducados, por que aquel
castellano prometía restituirla en habiendo recibido las contraseñas y la dicha cantidad, en
satisfacción de los gastos que afirmaba había hecho.
Pero era otra la intención del Papa, el cual, aunque no quería romper descubiertamente la
palabra dada, resolvió en su ánimo prorrogar la determinación por miedo de que, viéndose libre, no
hiciese que el castellano de Forli negase la entrega del Castillo, o por la memoria de las injurias que
había recibido de su padre y de él, o por el odio que justamente le tenían todos.
264

Recelándose de esto el Valentino, pidió secretamente al Gran Capitán que le diese salvo
conducto para ir con seguridad a Nápoles, y le enviase dos galeras para sacarle de Ostia, y
habiéndoselo concedido Gonzalo, el cardenal de Santa Cruz, que tenía el mismo recelo, luego que
tuvo noticia de que, demás de la seguridad dada en Roma de quince mil ducados, los castellanos de
Cesena y de Bertinoro habían entregado las fortalezas, le dio licencia para irse, sin saberlo el Papa.
El duque Valentino, sin esperar las galeras que debía enviarle el Gran Capitán, se fue por
tierra a Nettunne, desde donde, en una barca pequeña, fue a la fortaleza de Mondragón y de allí por
tierra a Nápoles, siendo recibido por Gonzalo con alegría y grande honor.
Entrando en Nápoles muchas veces en pláticas secretas con Gonzalo, le pidió que le diese
comodidad para ir a Pisa, proponiéndole que, deteniéndose en aquella ciudad, resultaría gran
beneficio para las cosas de sus Reyes, lo cual, mostrando Gonzalo que aprobaba, ofreciéndole las
galeras para llevarle, y dándole facultad para levantar en el reino la gente que trataba llevar consigo,
le sustentó en esta esperanza hasta que tuvo respuesta de sus Reyes, conforme a lo que él había
pensado hacer, consultando cada día con él sobre las cosas de Pisa y de Toscana, y ofreciéndole que
al mismo tiempo el Albiano acometería a los florentinos, por el deseo que tenía del restablecimiento
de los Médicis en Florencia.
Pero estando prevenidas ya las galeras y la infantería para partir al día siguiente, el Valentino,
después que aquella tarde hubo hablado largo rato con Gonzalo y recibido licencia suya con
demostraciones grandes de amor, y abrazádole al partir (procediendo con el mismo fingimiento que
se decía había usado en tiempos pasados Fernando el viejo de Aragón contra Jacobo Piccinino),
luego que salió del aposento fue preso por orden suya en el castillo, y al mismo tiempo envió a la
casa en que alojaba a tomar el salvoconducto que le había dado antes que partiese de Ostia. Alegaba
que, habiéndole mandado sus Reyes que le prendiese, prevalecía esta orden a su salvoconducto,
porque la seguridad que de su autoridad propia da el ministro, no era válida más que cuanto fuese la
voluntad del Señor, añadiendo demás de esto, que había sido necesario detenerle, porque, no
contento de tantas maldades como había cometido por lo pasado, procuraba alterar en lo futuro los
Estados de otros, maquinar cosas nuevas, sembrar escándalos y hacer que se levantasen en Italia
dañosos incendios. Poco después le envió preso a España en una galera sutil, sin seguirle más de los
suyos que un paje, donde fue preso en el castillo de Medina del Campo.
Hízose tregua en estos mismos tiempos por mar y por tierra, así para las cosas de Italia, como
para las de la otra parte de los montes entre los reyes de España y de Francia, en la cual (deseada
grandemente por el rey de Francia), vinieron de buena gana los españoles, porque juzgaron que era
mejor establecer por este medio con mayor seguridad y quietud lo que se había ganado, que por el
de nuevas guerras; las cuales, estando llenas de trabajos y gastos, tienen muchas veces diferente fin
de lo que se espera. Las condiciones fueron que cada uno retuviese lo que poseía; que fuese libre
por todos los reinos y Estados de ambas partes el comercio a sus vasallos, excepto en el reino de
Nápoles; pues con esta excepción alcanzó el Gran Capitán por medio indirecto lo que él había
prohibido derechamente, porque en las fronteras de los lugares que estaban por los franceses, que
solamente eran en la Calabria, Rossano, en tierra de Otranto, Oira, y en la Pulla, Venosa,
Conversano y Castel del Monte, puso gente que prohibiese que ninguno de los soldados o de la
gente de aquellos lugares tuviese trato en ningún lugar poseído por los españoles. Redújoles esto
con brevedad a tal extremo, que, viendo Luis de Ars y los otros soldados y barones de aquellos
lugares que no pudiendo sufrir los hombres tantas incomodidades, determinaban rendirse a los
españoles, se fueron.
Con todo eso, el reino de Nápoles, aunque se había echado de todo él a los enemigos, no
gozaba de los frutos de la paz, porque los soldados españoles, acreedores de las pagas de más de un
año, no contentos con que el Gran Capitán, porque se sustentasen, hasta que tuviera provisión de
dinero, los hubiese alojado en diferentes lugares, en los cuales vivían a costa de los pueblos, sino
usando indiscretamente a su albedrío (a lo cual los soldados han dado nombre de alojar a
discreción), rotos los frenos de la obediencia, entraron en Capua y en Castelamare, con gran
265

disgusto del Gran Capitán; de donde, rehusando irse si no se les contaba sus sueldos ya corridos, y
no pudiéndose proveer a esto (porque importaba gran cantidad de dinero) sin gravar excesivamente
el reino, ya exhausto y acabado por las largas guerras, era miserable el estado de los hombres, no
siendo menos pesada la medicina que la enfermedad que se quería curar; cosas tanto más molestas
cuanto eran más nuevas, y fuera de los ejemplos pasados, porque, si bien después de los tiempos
antiguos (en los cuales la disciplina militar se administraba severamente), habían sido siempre los
soldados licenciosos y pesados en los pueblos, como no estaban de todo punto desordenadas las
cosas, vivían en gran parte de sus sueldos, y no pasaba a términos intolerables su licencia.
Los españoles fueron los primeros que en Italia comenzaron a vivir totalmente de la sustancia
de los pueblos, dando ocasión y quizá necesidad a tan grande licencia el ser pagados mal por sus
Reyes por su poco poder y, extendiéndose la corrupción de este principio (porque la imitación del
mal sobrepuja siempre al ejemplo, como al contrario, la imitación del bien es siempre inferior),
comenzaron después los mismos españoles y no menos los italianos a hacer lo mismo, siendo o no
siendo pagados, de manera qué, con suma infamia de la milicia que hoy se usa, no están más
seguras por la maldad de los soldados las haciendas de los amigos que las de los enemigos.

Capítulo IV
Juan Pablo Baglione es nombrado capitán de los florentinos.—Marcha contra Pisa.—Los
pisanos reciben socorro de diversos pueblos.—Naufragio de las galeras florentinas en Rapalle.—
Negociaciones para la paz entre los reyes de España y Francia.—Embajadores del emperador
Maximiliano en Francia.—Muerte de D. Fadrique de Aragón.—Muerte de Doña Isabel, reina de
España.—Los venecianos envían embajadores al Papa.—Derrota de los florentinos en Osole.—
Juan Pablo Baglione deja de estar a sueldo de los florentinos.—Conjura del Albiano, de Pandolfo
Petrucci y de Baglione contra los florentinos.—Combate de florentinos y pisanos en Torre de San
Vicente.—Derrota de los pisanos, mandados por Albiano.—Consulta de los florentinos para el
asalto de Pisa.—Su ejército frente a Pisa.—Cobardía de la infantería italiana.—Condiciones de la
paz entre Francia y España.—Crueldad del cardenal de Este con su hermano D. Julio.

La tregua que se había hecho entre los reyes de España y Francia con opinión que poco
después hubiese de seguir la paz, y en alguna parte la prisión del Valentino, aquietaron del todo las
cosas de la Romaña porque, habiendo venido primero Imola a poder del Papa por la voluntad de los
cabos de aquella ciudad y no sin la del cardenal de San Jorge, a quien sustentaba con vanas
esperanzas de que la restitución iría a sus sobrinos, y entrado en aquellos días en Forli, por la
muerte de Antonio de Ordelaffi, Luis, su hermano natural, hubiera venido aquella ciudad a poder de
los venecianos (a los cuales se la ofrecía Luis, conociendo que no estaba con fuerza para
sustentarla) si las condiciones de los tiempos no les asustaran de aceptarla por no aumentar la
indignación del Papa, el cual, no habiendo quien se le opusiese, ganó el lugar, huyendo de él Luis, y
asimismo la ciudadela, pagando los quince mil ducados; pero el castellano, fiel al Valentino, nunca
vino en entregarla si primero no tenía certeza de su prisión por personas propias enviadas a
Nápoles.
Terminada la guerra en todas las otras partes de Italia, no cesaron por esta razón al principio
del verano (según su costumbre) las armas de los florentinos contra los pisanos, los cuales,
habiendo tomado de nuevo a su sueldo a Juan Pablo Baglione y algunos capitanes de gente de
armas Colonnas y Savelli y juntando mayores fuerzas que solían, las enviaban a talar las mieses de
los pisanos, procediendo en esto con mayor ánimo porque no dudaban que no se lo impedirían los
españoles, no sólo porque los reyes de España no habían nombrado a los pisanos en la tregua en la
cual había sido lícito a ambos Reyes nombrar sus amigos y confederados, sino porque el Gran
266

Capitán, después de la victoria alcanzada contra los franceses, si bien primero dio muchas
esperanzas a los pisanos, había procedido con los florentinos en términos mansos, esperando acaso
que, con estos ardides, los podría separar del rey de Francia; y aunque después fue excluido de esta
esperanza, con todo eso, no queriendo darles causa, con provocaciones, a que se precipitasen más
de veras a todo lo que fuese la voluntad de aquel Rey, había hecho por medio de Próspero Colonna,
sólo con simples palabras, casi una tácita inteligencia con ellos de que, si sucediera que el rey de
Francia acometiese de nuevo el reino de Nápoles, no le ayudasen, y por otra parte que él no diese
ayuda a los pisanos, sino en caso que los florentinos enviasen el ejército con artillería para expugnar
aquella ciudad, la cual deseaba que no recuperasen mientras seguían la amistad del rey de Francia.
Extendióse el ejército de los florentinos no sólo a talar las mieses en las partes de la comarca
de Pisa en donde se habían talado en tiempos pasados, sino también a San Rossore y Barbericina y
después a Valdiserchio y Valdosoli, lugares cercanos a Pisa, adonde, cuando el ejército había estado
menos poderoso, no se había podido ir sin peligro. Hecha la tala, yendo a sitiar a Librafatta, donde
había corto presidio, obligaron a los de dentro a rendirse libremente, y no se dudó que aquel año los
pisanos se vieran obligados por el hambre a recibir el yugo de los florentinos, si no los hubiesen
sustentado los vecinos y mayormente los genoveses y luqueses; porque Pandolfo Petrucci, diligente
en animar a los otros y largo en prometer concurrir en los gastos, dilataba mucho los efectos, con
cuyo dinero Rinieri de la Sassetta, soldado del Gran Capitán, alcanzando licencia suya y algunos
otros capitanes trajeron por mar doscientos caballos y los genoveses enviaron un comisario con mil
infantes.
Demás de estas provisiones, el Bardella de Porto Venere, corsario famoso en el mar Tirreno, y
que, pagado por los dichos, tenía título de capitán de los pisanos, metía en Pisa continuamente con
un galeón y otros bergantines vituallas, por lo cual, juzgando los florentinos por necesario que,
demás de las molestias que se les daban por tierra, se les prohibiese el uso de la mar, tomaron a
sueldo tres galeras del rey Fadrique que estaban en la Provenza, con las cuales, acercándose D.
Dimas de Requesens, capitán de ellas, a Liorna, el Bardella se apartó; aunque alguna vez,
favorecido por los vientos, metía alguna barca cargada de vituallas en la boca del Arno, de donde
entraba fácilmente en Pisa. Molestábase al mismo tiempo por tierra a esta ciudad porque habiendo
tomado a Librafatta el ejército florentino, distribuido en la campaña en diferentes partes de aquella
comarca, procuraba prohibir las labranzas de las tierras para el año siguiente y que no entrasen
vituallas por el camino de Luca y del mar. Talaron, demás de esto, al fin del verano el mijo y otras
legumbres semejantes, de las cuales produce gran cantidad aquel país.
No cansados los florentinos de tantos gastos ni teniendo por imposible nada que les diese
esperanza de llegar al fin deseado, procuraron por muchos caminos ofender a los pisanos,
intentando hacer pasar el río Arno, que corre por Pisa, desde la torre de Fagiana, cerca de aquella
ciudad a cinco millas, por nueva madre, a la laguna que está entre Pisa y Liorna, con lo cual se les
quitaba la disposición de conducir cosa alguna desde el mar a Pisa por el río Arno y, no teniendo las
aguas que llovían salida por el país circunvecino para ir a la marina, por ser muy bajo, quedaba
aquella ciudad como casi en medio de una laguna. Además por la dificultad de pasar el Arno, no
hubieran podido en lo venidero los pisanos hacer correrías, interrumpiendo el comercio de Liorna a
Pisa, y viéndose los pisanos obligados a fortificar la parte de Pisa por donde entraba y salía el río, a
fin de que no quedase abierta a los ataques de los enemigos.
Comenzada esta obra con grande esperanza y seguida con mucho mayor gasto, salió vana
porque, como sucede las más de las veces en cosas semejantes, aunque tengan con las medidas la
demostración casi cierta, se conocen con la experiencia que son engañosas; prueba certísima de
cuán distante está el proyectar del efectuar, porque demás de otras muchas dificultades, que no se
consideraron primero, causadas por el curso del río, y porque habiendo querido estrecharle se
ahondaba royendo su madre, pareció que era más alta la de la laguna en que había de entrar que la
del Arno, contra lo que habían prometido muchos ingenieros y prácticos en las aguas.
267

Mostrándose contra los florentinos la adversidad de la fortuna más contraria de lo que se


esperaba por el ardiente deseo de ganar a Pisa. Habiendo ido a Villafranca las galeras que habían
tomado a su sueldo para tomar una nave de los pisanos cargada de trigo, al volverse, combatidas por
los vientos cerca de Rapalle, fue. ron obligadas a dar en tierra, salvándose con trabajo el capitán y la
gente que las guiaban. Añadieron los florentinos a la experiencia de las armas y del terror, por no
dejar de intentar cosa alguna, la prueba de la benignidad y de la gracia, porque establecieron con
una nueva ley que cualquier ciudadano o labrador que fuese dentro de cierto tiempo a habitar en sus
posesiones o a sus casas, alcanzase perdón de todo lo que había cometido y restitución de sus
bienes. Pocos salían sencilla mente de Pisa por esta concesión; pero muchos y casi todos personas
inútiles, se fueron con voluntad de los otros, aliviando a un mismo tiempo el hambre que apretaba la
ciudad, y consiguiendo comodidad para poder en lo venidero ayudar con aquellas rentas a los que
habían quedado dentro, como lo hacían ocultamente. Disminuyéronse por estas cosas en parte las
necesidades de los pisanos, mas no tanto que por la gran pobreza y carestía no estuviesen muy
trabajados. Pero causándoles menor horror cualquiera otra cosa que el nombre de los florentinos, si
bien alguna vez titubeasen los ánimos de los labradores, determinaban padecer cualquier extremo
antes que rendirse, por lo cual ofrecieron entregarse a los genoveses, con quien habían combatido
tantas veces sobre el imperio y sobre las vidas, y de quien antiguamente había estado afligido su
poder.
Propusieron esto los luqueses y Pandolfo Petrucci, deseando, por excusar los continuos gastos
y molestias, obligar a los genoveses a defender a Pisa y ofreciendo porque viniesen en ello más
fácilmente sustentar por tres años alguna parte del gasto. Aunque repugnaban esto muchos en
Génova y especialmente Juan Luis del Fiesco, viniendo en ello la ciudad, hicieron instancia para
que el rey de Francia (sin cuya voluntad no estaban libres para tomar semejante resolución) lo
concediese, representándole cuán peligroso era que los pisanos, excluidos de esta esperanza casi
única, se entregasen al rey de España, por lo cual, con gran perjuicio suyo, estaría Génova en
continua molestia y peligro, y la Toscana necesitada casi toda a seguir la parte de España. Movieron
tanto al Rey al principio estas causas, que casi vino en su demanda; mas habiéndose considerado
después en su consejo que si comenzaban los genoveses a meterse por sí mismos en guerras y en
confederaciones con otros potentados, y en codicia de acrecentar imperio, sería ocasión que,
levantándose continuamente con pensamientos a cosas mayores, aspiraran antes de mucho tiempo a
absoluta libertad, les negó expresamente aceptar el dominio de los pisanos, pero no prohibiéndoles,
a pesar de las grandes quejas de los florentinos, que perseverasen en ayudarles.
Tratábase en este mismo tiempo estrechamente la paz entre los reyes de España y Francia, los
cuales proponían fingidamente que se restituyese el reino al rey Fadrique o a su hijo el duque de
Calabria, a los cuales cediese el rey de Francia sus derechos y que el duque se casase con la Reina
viuda, sobrina de aquel Rey, que había sido mujer de Fernando de Aragón, el Mozo. Y no había
duda de que el rey de Francia tenía el ánimo tan apartado de las cosas del reino de Nápoles, que por
sí hubiera aceptado cualquier forma de paz; pero deteníanle para no aceptar el partido propuesto dos
dificultades; la una, si bien más ligera, que al fin se avergonzaba de desamparar a los barones que,
por haber seguido su partido, estaban privados de sus Estados, a los cuales se les habían propuesto
condiciones duras; la otra (que le movía más), que temiendo que los reyes de España tuviesen otra
intención en su ánimo y propusiesen por algún fin, con sus acostumbrados artificios, esta
restitución, temía que, viniendo en ello, aún no tendría efecto el intento y se enajenaría el ánimo del
Archiduque, el cual, deseando alcanzar el reino de Nápoles para su hijo, hacía instancia de que la
paz hecha otras veces por él pasase adelante, por lo cual respondía generalmente que deseaba la paz,
pero que le causaba deshonra ceder los derechos que tenía en el reino a un aragonés.
Por otra parte, continuaba las pláticas antiguas con el Rey de Romanos y con el Archiduque, y
estando casi cierto de que habían de tener efecto, por no interrumpirlas con la plática incierta del rey
de España, mostrando por mayor honra suya que se movía por los embarazos que tocaban a los
barones, llamando a su presencia a los embajadores de España y sentado en la silla real, presente
268

toda la Corte, con ceremonias solemnes y que se acostumbraban usar raras veces, se quejó de que
aquellos Reyes mostraban con las palabras deseo de la paz, de la cual estaban muy ajenos con la
intención, y que por esto, no siendo cosa digna de un rey gastar el tiempo en pláticas vanas, era más
conveniente que se fuesen del reino de Francia.
Después de su partida, vinieron embajadores de Maximiliano y del Archiduque para dar
perfección a las materias tratadas, en las cuales (porque se enderezaban a mayores fines) intervenía
el Obispo de Sisterón, Nuncio ordinario del Papa, residente en aquella Corte y el marqués del
Finale, enviado por el particularmente para esta negociación. Habiéndose ventilado otras muchas
veces y mostrádose a todos estos príncipes su gran utilidad, se concluyó fácilmente, en esta forma:
Que el matrimonio antes tratado de Claudia, hija del rey de Francia, con Carlos, primogénito del
Archiduque, tuviese efecto, añadiendo por mayor firmeza a lo que se había confirmado con el
juramento y firma del rey de Francia, la firma de Francisco, señor de Angulema, el cual, si no le
nacían al Rey hijos varones, era el más próximo a la sucesión, y las de otros muchos señores
principales del reino de Francia: que anuladas por justas y honestas causas todas las investiduras del
Estado de Milán concedidas hasta aquel día, concediese Maximiliano la investidura al rey de
Francia, para sí y para sus hijos varones, en caso que los tuviese, y no teniéndolos fuese concedido,
por favor del dicho matrimonio, a Claudia y a Carlos, y muriendo Carlos antes de que fuese
consumado el matrimonio, se concediese a Claudia y al hijo segundo del Archiduque, en caso que
ella se casase con él: que entre el Papa, el Rey de Romanos, el rey de Francia y el Archiduque, se
entendiese que se había hecho confederación para defensa común y ofensa de los venecianos, para
recuperar lo que ocupaban de todos: que el Emperador pasase a Italia en persona contra los
venecianos y después pudiese pasar a Roma por la corona del Imperio; que le pagase el rey de
Francia por la investidura, en estando despachada, sesenta mil florines del Rhin y otros sesenta mil
dentro de seis meses; y cada año por Pascua de Navidad, un par de espuelas de oro: que a los reyes
de España se les dejase lugar para entrar en ella dentro de cuatro meses; pero sin declarar, si en caso
que no entrasen, sería lícito al rey de Francia acometer al reino de Nápoles; que no ayudase más el
rey de Francia al conde Palatino, el cual, provocado por él y sustentado con la esperanza de sus
socorros, tenía grave guerra con el Rey de Romanos.
Quedaron excluidos los venecianos, aunque sus embajadores eran oídos siempre por el Rey
gratamente, y el cardenal de Rohán, por quitarles sospechas, les prometía continuamente con
palabras y juramentos muy eficaces que jamás el Rey contravendría la confederación que tenía con
ellos.
Estas cosas se contenían en las escrituras establecidas solemnemente, demás de las cuales se
trató que el Emperador y el Rey se juntasen en aquel lugar que otra vez se había determinado,
prometiendo el Rey que libraría entonces de la prisión a Luis Sforza, dándole honesta manera de
vivir en el reino de Francia, cuyos intereses se avergonzaba el Emperador de no procurar,
acordándose de cuánto se había acelerado su ruina por las promesas que le había hecho y por la
esperanza que le había dado tan vanamente; por lo cual, cuando fue el cardenal de Rohán a verle a
Trento, había hecho que se le quitase gran parte de la estrechez con que primero estaba preso y
ahora hacía instancia que pudiese estar libremente en la Corte del Rey o en en la parte de Francia
que fuese más a gusto suyo. También prometió el Rey, a su instancia, la restitución de los
expatriados del ducado de Milán, sobre lo cual había mucha dificultad en las pláticas de Trento.
Creíase que siendo esta capitulación tan útil para el Archiduque y para Maximiliano, no
obstante sus muchas mudanzas, había de pasar adelante, estando comprendido en ella el Papa y
siendo agradable al rey de Francia, no tanto por el deseo que tenía entonces de nuevas empresas,
cuanto por el de alcanzar la investidura de Milán de asegurarse que no le molestarían el Emperador
y su hijo.
Murió casi en los mismos días el rey D. Fadrique, privado de todo punto de la esperanza de
volver a tener por acuerdo el reino de Nápoles, si bien engañado primero del deseo (como es cosa
natural en los hombres), se había persuadido que estaban más inclinados a esto los reyes de España
269

que el de Francia, no considerando que era vano en nuestro siglo esperar tan magnánima restitución
de reino tan grande; habiendo sido asimismo muy raros los ejemplos en los tiempos antiguos
dispuestos mucho más que los presentes a las acciones virtuosas y generosas, y no pensando que iba
fuera de lo verosímil que quien había usado tantas estratagemas para ocupar la mitad, quisiese,
ahora que lo había conseguido todo, privarse de él. Pero en el tratar los negocios había entendido ya
que no había menor dificultad en el uno que en el otro, y que se debía desesperar más de que
restituyese quien poseía que de que viniese en ello quien no estaba en posesión.
Al fin de este mismo año murió Isabel, reina de España, mujer de honestísimas costumbres y
que estaba en sus reinos en gran concepto de magnanimidad y de prudencia, a la cual tocaba
propiamente el reino de Castilla, parte mucho mayor y más poderosa de España, que la había
heredado por muerte de Enrique, su hermano, pero no sin guerra y sin sangre, porque, si bien se
había creído largamente que Enrique fuese por naturaleza impotente para el acto matrimonial y que
por esto no pudiese ser su hija la Beltraneja (nacida de su mujer y criada muchos años por él como
su hija), por cuya causa Isabel, viviendo Enrique, había sido reconocida por princesa de Castilla,
título del que está más próximo a la sucesión, con todo eso, levantándose por la muerte del Rey en
favor de la Beltraneja muchos señores de Castilla, y ayudándoles con las armas el rey de Portugal,
su pariente, llegando al fin ambas partes a la batalla, aprobó el éxito en esta ocasión por más justa la
causa de Isabel, gobernando el ejército Fernando de Aragón, su marido, nacido también él de la casa
de los reyes de Castilla y pariente de Isabel en tercer grado de consanguinidad; el cual, habiendo
sucedido después, por la muerte de Juan su padre, en el reino de Aragón, se intitulaban rey y reina
de España, porque, estando unido al reino de Aragón, el de Valencia y el Condado de Cataluña,
estaba debajo de su imperio toda la provincia de España que se contiene entre los montes Pirineos,
el mar Océano y el Mediterráneo, y debajo de este título, por haber sido ocupada antiguamente de
muchos reyes moros, se comprende (como cada uno de ellos hacía un título de por sí) el título de
muchos reinos, exceptuando el reino de Granada, que entonces poseían los moros y que después fue
gloriosamente reducido por ellos debajo del imperio de Castilla, y el pequeño reino de Portugal y el
de Navarra, que era mucho menor, que tenían reyes particulares.
Pero siendo el reino de Aragón con Sicilia, Cerdeña y las otras islas pertenecientes a él, propio
de Fernando, se regía por él solo, sin mezclar en ello el nombre o autoridad de la Reina. En Castilla
se procedía diferentemente, porque, siendo aquel reino hereditario de Isabel y dotal de Fernando, se
administraba con el nombre, con las demostraciones y con los efectos de ambos; no ejecutándose
cosa alguna sino determinada, ordenada y firmada de los dos. Común era el título de reyes de
España, comúnmente se despachaban los embajadores en nombre de ambos, se ordenaban los
ejércitos y se administraban las guerras y ninguno se atribuía más que el otro de la autoridad ni del
gobierno de aquel reino.
Por la muerte de Isabel sin hijos varones, tocaba la sucesión de Castilla por las leyes de aquel
reino (que atendiendo más a la proximidad del parentesco que al sexo, no excluye a las hembras) a
Juana, hija de Fernando y de ella, mujer del Archiduque, porque la hija mayor de todas, que había
sido casada con el rey Manuel de Portugal y un muchacho pequeño que nació de ella, habían muerto
mucho antes, por lo cual, Fernando, no tocándole ya la administración del reino dotal, acabado el
matrimonio, había de volver al corto reino de Aragón, pequeño en comparación del de Castilla por
lo estrecho del país y de las rentas y porque, no teniendo los reyes aragoneses absoluta autoridad
real en todas las cosas, están sujetos en muchas a las constituciones y costumbres de aquella
provincia, que limitan mucho la potestad de los Reyes. Pero Isabel, cuando estuvo cerca de la
muerte, dispuso en el testamento que mientras viviera Fernando fuese gobernador de Castilla,
obligado, o porque habiendo vivido siempre muy unida con él, deseaba se conservase en la primer
grandeza, o porque, según afirmaba, conocía que era más provechoso para sus pueblos continuar
debajo del prudente gobierno de Fernando y no menos para su yerno y para su hija, a los cuales,
pues al fin habían de suceder también a Fernando, sería gran beneficio que hasta tanto que Felipe,
nacido y criado en Flandes, donde se gobernaban diferentemente los negocios, llegase a madura
270

edad y con mayor conocimiento de las leyes, de las costumbres, de las naturalezas y usos de
España, se les conservasen todos los reinos debajo de pacífico y ordenado gobierno, manteniéndose
en este ínterin como un cuerpo mismo Castilla y Aragón.
La muerte de la reina produjo después nuevos accidentes en España, pero en cuanto a las
cosas de Italia (como abajo se dirá) más tranquila disposición de nueva paz. Continuóse en el año de
1505 la misma quietud que el año antes, y tal que, si no la hubieran turbado algo los accidentes que
nacieron por respeto de los florentinos y pisanos, hubieran cesado totalmente este año los
movimientos de las armas, estando una parte de los potentados deseosa de la paz y los otros (más
inclinados a la guerra) impedidos por varias causas; porque al rey de España (que aun así
continuaba su título), ocupado en los pensamientos que le causaba la muerte de la Reina, le bastaba
conservar por medio de la tregua hecha el reino de Nápoles, y el rey de Francia estaba en el ánimo
muy suspenso, porque el Emperador, siguiendo en esto como en las demás cosas su naturaleza, no
había ratificado la paz hecha; el Papa, deseoso de cosas nuevas, no se atrevía ni podía moverse si no
era acompañado de las armas de príncipes poderosos, y a los venecianos no les parecía pequeña
gracia, si en tantas cosas tratadas contra ellos y en tan mala disposición del Papa, no fuesen
molestados por los otros. Para mitigar su ánimo, le habían ofrecido muchos meses antes dejar a
Rímini y todo lo que ocuparon en la Romaña después de la muerte del papa Alejandro, si con. venía
en que tuviesen a Faenza con su territorio, movidos del miedo que tenían al rey de Francia, y porque
el Emperador, a instancias de Julio, enviando un embajador a Venecia, les había aconsejado que
restituyesen los lugares a la Iglesia. Pero habiendo respondido el Papa, según la constancia de su
ánimo y el natural libre de dar a entender sus conceptos, que no consentiría retuviesen ni una
pequeña torre, sino que esperaba recuperar antes de su muerte a Ravena y a Cervia, ciudades que
poseían no menos injustamente que Faenza, no se había pasado más adelante en la materia.
Al principio de este año, habiéndoseles hecho mayor el miedo, ofrecieron por medio del
duque de Urbino, amigo de todos, que restituirían lo que habían ocupado que no fuese de las
comarcas de Faenza, ni de Rímini, si el Papa (que siempre había negado admitir sus embajadores
para darle la obediencia) consintiera ahora admitirlos.
Estuvo el Papa algo renuente en esta petición, pareciéndole cosa ajena de su dignidad y que
no convenía con tantas quejas como había hecho; con todo eso, obligado por las molestias de los de
Forli, de los de Imola y de Cesena, que, privados de la mayor parte de sus tierras, toleraban grandes
incomodidades, y no viendo el remedio cercano por otra vía, pues procedían tan a la larga las cosas
entre el Emperador y el rey de Francia, consintió finalmente en lo que, en cuanto a los efectos, era
ganancia sin pérdida, pues no se había de obligar a nada ni con palabras ni con escrituras. Fueron,
pues (pero habiendo restituido antes los lugares dichos), ocho embajadores de los principales del
Senado, escogidos desde el principio de su elevación al Pontificado, número mayor que jamás había
señalado aquella República para ningún Pontífice que no fuera veneciano, los cuales, dándole la
obediencia con las ceremonias acostumbradas, no volvieron por ello con ninguna señal a Venecia ni
de mayor facilidad ni de ánimo más benigno del Papa.
Envió en este tiempo el rey de Francia, deseoso de dar perfección a lo que se había tratado, al
cardenal de Rohán a Agunod, lugar de la Alemania inferior, y ocupado nuevamente al Conde
Palatino, donde le esperaban el Emperador y el Archiduque. Con su venida se publicaron y juraron
solemnemente los conciertos hechos y el Cardenal pagó la mitad del dinero prometido por la
investidura del ducado de Milán. Debía recibir la otra mitad luego que pasara a Italia y, con todo
eso, insinuaba entonces y declaró poco después que no podía pasar en el año presente, por las
ocupaciones que tenía en Alemania, por lo cual cesaban tanto más los recelos de la guerra porque,
sin el Rey de Romanos, no tenía inclinación el de Francia a intentar cosas nuevas.
Quedaban solamente enconados en Italia los trabajos casi perpetuos de los florentinos y
pisanos, entre los cuales, procediéndose a una larga guerra sin alguna empresa determinadamente,
sino según las ocasiones que se presentaban, tal vez a la una parte y tal a la otra, sucedió que
saliendo de Cascina, lugar en que los florentinos hacían el asiento de la guerra, Lucas Savello y
271

algunos otros capitanes y condestables de los florentinos, con cuatrocientos caballos y mucha
infantería, para conducir vituallas a Librafatta y para ir a robar cierto ganado de los pisanos que
estaba de la otra parte del río, en el Luqués, no tanto por la codicia del robo, cuanto por deseo de
sacar a pelear a los pisanos, confiando romperlos en campaña por estar más fuertes que ellos,
habiendo metido las vituallas en Librafatta y hecho el robo trazado, volvían hacia atrás despacio por
el mismo camino para dar tiempo a los pisanos a que viniesen a acometerles.
Al tener aviso del robo hecho salió de Pisa Tarlatino, capitán de la guerra, pero por la
presteza, no llevó más de quince hombres de armas, cuarenta caballos ligeros y sesenta infantes,
habiendo dado orden que le siguiesen los demás; y teniendo noticia de que algunos de los caballos
de los florentinos habían corrido hasta Santiago, junto a Pisa, fue hacia ellos. Estos caballos
retiráronse para juntarse con la otra gente, que se había detenido en la puente de Cappellese, sobre
el río de Osole, a tres millas de Pisa, esperando allí el ganado que habían robado y las recuas con
que habían conducido las vituallas que venían detrás, y estaban todos de la otra parte del puente, el
cual habían ocupado los primeros infantes y amunicionado los diques y los fosos. Siguióles
Tarlatino hasta cerca del puente, y sin entender antes que había hecho alto en aquel lugar toda la
gente del enemigo, había pasado tan adelante, que sin manifiesto peligro no se podía retirar, por lo
cual determinó acometer el puente mostrando a los suyos que aquello a que la necesidad le obligaba
no era sin esperanza de poder vencer, porque en lugar estrecho, donde pocos podían pelear, no les
podía ofender el gran número de enemigos de manera que, cuando por acaso no pudiesen pasar el
puente, se defenderían con facilidad tanto rato que el pueblo de Pisa vendría a tiempo a socorrerles,
al cual había enviado a solicitar para esto; pero que si pasaban el puente sería muy fácil la victoria,
porque siendo estrecho el camino de la otra parte del río que corre por entre el puente y el monte,
impedida la multitud de los enemigos por el bagaje y ganado robado, se desordenaría fácilmente por
sí misma, reducida a lugar estrecho para pelear y para huir.
Sucedieron los hechos como las palabras, porque él el primero, dando con las espuelas
furiosamente al caballo, acometió al puente; pero obligado a apartarse, hizo lo mismo otro y
después el tercero, al cual, habiéndole herido el caballo, volviendo el capitán con gran furia a
ayudarle, pasó con la fuerza de las armas y con la ferocidad del caballo de la otra parte del puente,
dándole lugar los infantes que le defendían; hicieron lo mismo otros cuatro de sus caballos, y entre
tanto que éstos peleaban de la otra parte del puente con la infantería enemiga, en un estrecho prado,
pasando el río algunos infantes de los pisanos con el agua hasta las espaldas y por otra parte,
pasando por el puente, ya desamparado, los caballos sin ningún embarazo, comenzó a llegar la
demás gente que venía de Pisa esparcida y sin orden. Habiéndose reducido a lugar angosto los
soldados de los florentinos, confusos entre sí mismos y lle. nos de gran vileza, aún más la gente de
armas que la infantería, y no habiendo capitán de autoridad que los detuviese u ordenase, se
pusieron en manifiesta huida, dejando la victoria a aquellos que mucho menos poderosos en fuerzas
caminaban en ordenada batalla, a los que habían venido a la deshilada, en poco número, con más
intención de presentárseles, que de pelear, quedando entre los presos muertos y heridos muchos
capitanes de infantería y personas de calidad, y los que huyeron fueron desvalijados en la fuga, la
mayor parte por los villanos del país de Luca.
Descompusiéronse mucho por esta rota en la comarca de Pisa las cosas de los florentinos,
porque habiendo quedado en Cascina pocos caballos, no pudieron estorbar por muchos días que,
ensoberbecidos los pisanos por la victoria, dejasen de correr y robar todo el país; cobrando por este
suceso esperanza Pandolfo Petrucci (que era lo que más importaba) de que fácilmente se podía
interrumpir que los florentinos talasen aquel verano las mieses de los pisanos, quienes, combatiendo
con las dificultades acostumbradas, estaban ayudados por los genoveses y luqueses, aunque
cortamente, porque los sieneses les daban más consejos que dinero y vituallas. Procuró Petrucci que
Juan Paulo Baglione, de quien los florentinos confiaban mucho, por haber sido ellos la causa
principal de su vuelta a Perusa, rehusase continuar a su sueldo, por alegar que, estando en el mismo
servicio Mario Antonio, Mucio Colonna, Lucas y Jacobo Savelli, que todos juntos tenían mayor
272

número de soldados que él, no podía estar sin peligro por la diversidad de los bandos; y para que
tuviesen menos tiempo en prevenirse tardó cuanto pudo, antes que totalmente descubriese su
pensamiento. Prometió a los florentinos para que diesen mayor crédito a su excusa, no tomar las
armas contra ellos, dejando, como por prenda, en su servicio, porque tuviesen mayor seguridad de
esto, a Malatesta su hijo, de muy tierna edad, con quince hombres de armas, y él por no quedar de
todo punto sin gente, se fue con setenta hombres de armas con los sieneses, y porque éstos no tenían
fuerzas para llevar tanto gasto, participaron los luqueses de éste, recibiendo en su servicio con
setenta hombres de armas a Troilo Savello, que antes había sido soldado de los sieneses.
Por la ida repentina de Juan Paulo y por el daño recibido en el puente de Cappellese,
quedando los florentinos con poca gente no talaron las mieses a los pisanos por aquel año, antes se
veían necesitados a pensar remedios para mayores peligros, porque habiéndose despertado en
Pandolfo y en Juan Paulo el antiguo humor, trataban secretamente con el cardenal de Médicis de
turbar el Estado de los florentinos, haciendo el fundamento principal en Bartolomé de Albiano, que
habiendo venido a tierra de Roma, y mostrándose desavenido con el Gran Capitán, juntaba consigo
con varias esperanzas y promesas muchos soldados. Temíase que estos consejos pasasen hasta al
cardenal Ascanio, con orden (si sucedían felizmente las cosas de la Toscana) de acometer con las
fuerzas juntas de los florentinos y de los otros que consentían en este movimiento al ducado de
Milán, esperando que, acometido, haría fácilmente mudanza, por la poca gente de armas que tenían
en él los franceses, a causa de haber fuera muchos nobles; por la inclinación de los pueblos al
nombre sforcesco y porque el rey de Francia, habiendo llegado tan al cabo por una grave
enfermedad que le sobrevino, que por muchas horas se perdió totalmente la esperanza de su vida, si
bien después mejoró algo, parecía que estaba de manera que se esperaba que viviría poco, y los que
consideraban más interiormente, sospecharon que Ascanio (con quien en estos tiempos comunicaba
mucho el embajador de Venecia) tenía oculta inteligencia, no sólo con el Gran Capitán, sino
también con los venecianos, los cuales estarían más prontos y con mayor confianza que por lo
pasado en la ofensa de los franceses, porque, habiendo venido el rey de Francia a muchos recelos y
desconfianzas con el Rey de Romanos y con su hijo, y considerando cuán grande sería la grandeza
del Archiduque, después de la muerte de la reina Doña Isabel, apartándose descubiertamente de
ellos, ayudaba contra el Archiduque al duque de Güeldres, cruel enemigo suyo, y se inclinaba a
tener particular inteligencia con el rey de España.
Mas como son engañosos los pensamientos de los hombres y caducas las esperanzas, mientras
se trataban estas cosas, el rey de Francia (del cual se tenía por casi desesperada la vida) iba
recuperando la salud continuamente, y Ascanio murió súbito de peste en Roma; por cuya muerte,
habiendo cesado el peligro de Milán, no se interrumpieron por esto de todo punto los designios de
molestar a los florentinos, por lo cual se juntaron en Piegai, castillo situado en los confines del
Perusino y de los Sieneses, Pandolfo Petrucci, Juan Paulo Baglione y Bartolomé de Albiano, mas no
con esperanzas de estar poderosos para volver a meter en Florencia a los Médicis, sino para que el
Albiano, entrando en Pisa con voluntad de los pisanos, molestase, por seguridad de aquella ciudad,
los confines de los florentinos, con intención de pasar más adelante si las ocasiones le diesen lugar a
ello.
Comenzándose a descubrir estas prevenciones, temían los florentinos de la voluntad del Gran
Capitán, estando ciertos de que el compromiso del Albiano con el rey de España continuaba hasta el
mes de Noviembre venidero, y por eso no creían que, sin su consentimiento, intentase cosas nuevas
Pandolfo Petrucci, el cual, no habiendo querido pagar nunca el dinero prometido al rey de Francia y
entreteniéndole muchas veces con varias esperanzas, dependía solamente del rey de España.
Aumentó la sospecha de los florentinos que, temiendo el señor de Piombino (que estaba debajo de
la protección del rey de España) ser acometido por los genoveses, había enviado Gonzalo a
Piombino para su seguridad mil infantes españoles de su ejército, gobernados por Nuño del Campo,
y al canal tres naves, dos galeones y otros bajeles, fuerzas que, traídas a lugar tan cercano de
273

Florencia, les daba causa de temor no se juntasen con el Albiano, como él afirmaba que se le había
prometido.
Pero lo cierto era que, habiendo el rey de España, después de la tregua hecha con el de
Francia, y por disminuir los gastos, ordenado juntamente con las limitaciones de las fuerzas a
sueldo de los otros, que la del Albiano se redujese a cien lanzas, enojado él de esto, no sólo negaba
volver a su servicio, sino que afirmaba estar libre del primer compromiso, porque no le habían
pagado los sueldos corridos, y porque el Gran Capitán rehusaba guardarle la promesa que le había
hecho de concederle, después de la victoria de Nápoles, dos mil infantes para servirse de ellos
contra los florentinos en favor de los Médicis.
El pensamiento del Albiano era naturalmente deseoso de cosas nuevas, y no podía llevar con
paciencia la quietud.
Pidieron los florentinos para defenderse de este acometimiento al rey de Francia, que estaba
obligado por los capítulos de la protección a defenderlos con cuatrocientas lanzas, que enviase
doscientas en su ayuda, el cual, movido más de la codicia del dinero que de los ruegos o de la
compasión de sus antiguos coligados, respondió que no les quería dar algún socorro si primero no le
pagaban treinta mil ducados que le debían por la protección, y aunque los florentinos, alegando que
estaban agraviados de infinitos gastos, necesarios para su defensa, le suplicaron que les permitiese
alguna dilación en la paga, perseveró obstinadamente en su mismo propósito, de manera que más
les ayudó quien estaba sospechoso y agraviado que quien era confidente y beneficiado, siendo así
que el Gran Capitán, deseoso de que no se turbase la quietud de Italia, o por no interrumpir las
pláticas de la paz comenzadas de nuevo entre los dos Reyes, o porque ya por la ocasión de la muerte
de la Reina y por las semillas de la discordia futura entre el suegro y el yerno, tuviese algún
pensamiento de quedarse con el reino de Nápoles, no sólo hacía todas las diligencias para inducir al
Albiano a que volviese a su servicio (quien, por la orden que tenía del Papa de que, o despidiese la
gente o saliese de la jurisdicción de la Iglesia, había venido a Pitigliano), si no le había ordenado,
como a feudatario y como a soldado de su Rey, que no pasase más adelante, so pena de privación de
los Estados que tenía en el reino, que eran de siete mil ducados de renta; había significado a los
pisanos, que poco antes los había recibido en la protección de su Rey, y al señor de Piombino que
no le recibiesen; y ofreció a los florentinos consentir en que usasen para su defensa de sus infantes
que estaban en Piombino, los cuales quería que estuviesen debajo de la obediencia de Marcio
Antonio Colonna, su capitán. Pidió asimismo a Pandolfo Petrucci que no fomentase al Albiano, y
prohibió a Luis, hijo del conde de Pitigliano, a Francisco Orsino y a Juan de Ceri, sus soldados, que
le siguiesen.
Con todo eso el Albiano, con quien estaban Juan Vitello, Juan Conrado Orsino, trescientos
hombres de armas y quinientos infantes aventureros, pasando siempre adelante, aunque lentamente
y teniendo vituallas de los sieneses, había venido por la marisma de Siena al llano de Scarlino, villa
sujeta a Piombino, una jornada pequeña cerca de los confines de los de Florencia, donde le llegó un
hombre enviado por el Gran Capitán a mandarle de nuevo que no fuese a Pisa ni ofendiese a los
florentinos, y habiéndole replicado que él era libre por sí mismo, pues no le había guardado el Gran
Capitán lo que le había prometido, fue a alojar junto a Campiglia, lugar de los florentinos, donde
hubo ligeras escaramuzas entre él y la gente de Florencia que se juntaba en Bibbona. Vino después a
la Cornia, entre los confines de los florentinos y de Sughereto, pero con designios y esperanzas muy
inciertos, representándosele cada día mayor la dificultad, porque ni de Piombino tenía más vituallas,
ni le enviarían infantería (según la intención que le habían dado) Juan Paulo Baglione ni los Vitelli,
cuyas determinaciones se acomodaban con los sucesos de las materias. Veía que Pandolfo Petrucci
se abstenía de favorecer sus cosas como antes, y no estaba bien cierto de que los pisanos, por no
desobedecer al Gran Capitán, le quisiesen recibir.
Por estas razones, y porque continuamente se trataba de tomarle de nuevo a sueldo, pero ahora
con mayor esperanza, porque no rehusaba ya aceptar las cien lanzas, se retiró a Vignale, lugar de el
señor de Piombino, mostrando que esperaba de Nápoles la última determinación. Mas habiendo
274

tenido en este tiempo el consentimiento de que los pisanos le recibirían en Pisa, partiendo de
Vignale, donde había estado alojado diez días, se descubrió a 17 de Agosto por la mañana con el
ejército en batalla en el Caldane, una milla más abajo de Campiglia, con intención de combatir allí
con el ejército florentino, el cual había ido a alojar en aquel mismo puesto el día antes, pero sucedió
que, habiendo tenido alguna noticia de su movimiento, por espías venidos del ejército del Albiano,
se había retirado la misma noche a las murallas de Campiglia, donde, conociendo el Albiano que no
podía acometer sin gran desventaja, se volvió hacia Pisa por el camino de la torre de San Vicente,
que dista de Campiglia cinco millas.
Por otra parte, la gente de los florentinos, gobernada por Hércules Bentivoglio (el cual, por ser
muy práctico del país, no deseaba otra cosa por la disposición del sitio, que venir a las manos con él
en aquel lugar), se enderezó por el camino que va de Campiglia a la misma torre de San Vicente,
habiendo hecho dos partes de los caballos ligeros; la una seguía al ejército del Albiano,
molestándole continuamente por la retaguardia, y la otra iba adelante a encontrar con los enemigos
por el mismo camino por donde venía atrás el ejército florentino.
Llegando estos a la torre antes que la gente del Albiano, y comenzando a pelear con los que
venían delante, y rebatidos con facilidad por estos, se fueron retirando hacia el grueso del ejército,
que estaba media milla, donde sabiendo que había pasado ya la torre la mayor parte de los
enemigos, caminando Hércules despacio llegó a su retaguardia, al tiempo que llegaban a las ruinas
de San Vicente, donde había hecho cara su gente de armas y su infantería, y en llegando al llano del
paso, los envistió con gran valor por el costado con la mitad del ejército y después que hubo
peleado un buen rato, los rechazó, rompiendo de manera su infantería en este primer
acometimiento, que la llevó retirándose hasta el mar, sin que jamás les pudiese hacer rostro. Pero la
caballería, que se había retirado un tiro de arco, pasando el foso de San Vicente hacia Bibbona,
haciendo cara y estrechándose, acometió con gran furia la gente de los florentinos y la rebatió
ferozmente hasta el foso, por lo cual Hércules hizo adelantar el resto de la gente, y juntándose allí
de todas partes el nervio del ejército se peleó ferozmente por gran rato, sin inclinarse la victoria a
alguna parte, procurando el Albiano (que haciendo oficio no menos de soldado que de capitán,
había recibido dos heridas en la cara con un estoque) echar de aquel paso a los enemigos, lo cual, si
le sucediera, hubiera quedado vencedor, mas Hércules (que algunos días antes había afirmado que si
se daba la batalla en aquel lugar alcanzaría la victoria) con industria y sin peligro hizo plantar en la
orilla del foso de la torre seis falconetes que traía consigo, y habiendo comenzado con ellos a batir a
los enemigos, viendo que por la furia de la artillería comenzaban ya a abrirse y desordenarse, atento
a esta ocasión en la cual se había prometido siempre la victoria, le envistió con gran furia por
diferentes partes con todas las fuerzas del ejército, con los caballos ligeros por la parte de la marina,
con la gente de armas por el camino real y con la infantería por el costado de arriba por el bosque.
Con esta furia los rompió y puso en huida sin dificultad, salvándose el Albiano, no sin trabajo, con
muy pocos caballos corredores, con los cuales huyó a Monteritondo, en tierra de Siena. El resto de
su gente, desde San Vicente hasta el río de Cecina, fue casi todo preso y desvalijado, perdidas todas
las banderas, salvándose muy pocos caballos.
Este fin tuvo el movimiento de Bartolomé de Albiano, que llamó la atención de los hombres,
más por sus largas pláticas y por la jactancia de sus palabras, llenas de ferocidad y amenazas, que
por sus fuerzas o fundamento firme que tuviese su empresa.
Tomando ánimo Hércules Bentivoglio de esta victoria y Antonio Giacomini, comisario del
ejército, aconsejaron con cartas vehementes y muchos mensajeros a los florentinos, que el ejército
vencedor se arrimase a las murallas de Pisa, haciendo primero con la mayor presteza que fuese
posible las prevenciones necesarias para ganarla, esperando que, por hallarse en mucha dificultad y
haber faltado a los pisanos la esperanza de la venida del Albiano y por ceder cualquiera dificultad a
la reputación de la victoria, se alcanzaría con poco trabajo. Sustentábale mucho en esta esperanza
cierto trato que tenía en Pisa con algunos, pero pidiendo en Florencia el Magistrado de los Diez, que
está puesto para las cosas de la guerra, consejo sobre lo que se había de hacer, a los ciudadanos con
275

quien acostumbraba consultar los negocios importantes, contradijeron todos unidamente esta
determinación, porque presuponían que en los pisanos habría la dureza acostumbrada y que, estando
experimentados tantos años en la guerra, no bastaría para vencerlos el nombre y reputación de la
victoria habida contra otros, por la cual no se habían disminuido nada sus fuerzas, sino que era
necesario vencerlos como en cualquier otro tiempo con las fuerzas de que solamente temen los
hombres belicosos, y que esto parecía que estaba lleno de muchas dificultades, porque estando la
ciudad de Pisa rodeada, mejor que cualquier otra ciudad de Italia, de fuertes, murallas bien
reparadas y fortificada y defendida por hombres valerosos y obstinados, no se podía esperar forzarla
sino con gran ejército y con soldados que no fuesen inferiores en virtud y valor, el cual, aún no sería
bastante para rendirla por asalto o con breve combate, sino que sería forzado a estar sobre ella
muchos días para arrimarse seguramente, tomándoles puestos ventajosos y cansándoles antes que
forzarles: que repugnaba a estas cosas la sazón del año, porque no se podía juntar con presteza más
gente, que infantería de rebato, ni arrimarse con intención de detenerse mucho allí por la
inclemencia del aire corrompido de los vientos del mar, pues se hacían pestilenciales con los
vapores de las lagunas y de los estanques y dañoso para los ejércitos, como sucedió cuando la sitio
Paulo Vitelli, y porque el país de Pisa comienza desde Septiembre a estar sujeto a las lluvias, de las
cuales, por ser bajo, se llena tanto que en aquel tiempo se está con dificultad en aquellos contornos:
que ni en tan grande obstinación universal se podía hacer fundamento en los tratos o inteligencias
particulares porque, o saldrían falsas o serían tratadas por personas que no tuviesen poder para
ejecutar aquello que prometiesen: que también se añadía que, aunque no se había dado al Gran
Capitán la fe pública, con todo eso le había Próspero Colonna dado intención (si bien como de sí
mismo, pero casi con tácito consentimiento de ellos) que por este año no se iría con artillería a las
murallas de Pisa y se debía tener por cierto que, conmovido de este enojo, por las promesas que
muchas veces había hecho a los pisanos y porque para sus cosas no era provechoso este suceso de
los florentinos, se opondría a esta empresa, pues tenía modo fácil para emprenderlo, pudiendo en
pocas horas meter en Pisa los infantes españoles que estaban en Piombino, como había afirmado
muchas veces que lo haría cuando se intentase expugnarla: que era más útil usar de la ocasión de la
victoria donde, si bien el fruto fuese menor, sería más grande sin comparación la facilidad, y no por
esto sin considerable provecho; que ninguno se había opuesto ni se opondría a sus designios;
ninguno había impedido la recuperación de Pisa, ni nadie habría procurado más alterar el presente
gobierno sino Pandolfo Petrucci; que él había aconsejado al Valentino que entrase armado en el
dominio de Florencia; él había sido el principal consejero y guía del acometimiento de Vitellozzo y
de la rebelión de Arezzo, que, mediante sus consejos, se habían juntado con el Estado de Siena los
genoveses y luqueses para sustentar a los pisanos; que él había inducido a Gonzalo a tomar la
protección de Piombino y a introducirse en las costas de Pisa y Toscana y que había sido procurador
y fautor de este movimiento del Albiano; que el ejercito se debía volver contra él, robar y correr
todo el distrito de Siena, donde no hallaría resistencia alguna; que podría suceder, con la reputación
de sus armas, algún movimiento contra él en la ciudad, donde tenía muchos enemigos o a lo menos
no faltaría ocasión para ocupar algún castillo importante en aquella comarca y tener como trueque y
prenda para volver a cobrar a Montepulciano; que se podía esperar que lo que no habían hecho los
beneficios, lo haría este resentimiento de hacerle en lo venidero proceder con mayor circunspección
en sus ofensas; que de la misma manera se debía correr después el país de los luqueses con quien
había sido dañoso usar de tantos respetos; que así se podía esperar sacar de la victoria ganada honra
y provecho, pero yendo a la expugnación de Pisa, no se conocía otro fin que gasto y deshonra.
No entibiaron estas razones, alegadas concordemente, el atrevimiento del pueblo (pues se
gobierna muy de ordinario más con la voluntad que con la razón) de que se fuese a sitiar aquella
ciudad; ciego también por aque. lla opinión antigua de que a muchos principales no agradaba la
recuperación de Pisa por fines ambiciosos y estando no menos encendido en este parecer que todos
los otros Pedro Soderini, Alférez mayor, juntando el consejo grande del pueblo (al cual no se solía
remitir estas determinaciones), le preguntó si le parecía que se fuese con el ejército a Pisa. Votando
276

casi todos que fuese vencida la prudencia por la temeridad, fue necesario que la autoridad de la
mejor parte se rindiese a la voluntad de la mayor, por lo cual se atendió a hacer las provisiones y
con increíble brevedad, deseando prevenir no menos el socorro del Gran Capitán que los peligros de
los tiempos lluviosos. Con esta presteza se arrimó el ejército a seis de Setiembre a las murallas de
Pisa con seiscientos hombres de armas y siete mil infantes, diez y seis cañones y otra mucha
artillería; poniéndose entre Santa Cruz y San Miguel en el mismo lugar donde, en tiempos pasados,
se puso el ejército francés, y habiendo la noche siguiente plantado con diligencia la artillería
batieron aquel día con gran fuerza desde la puerta de Calci hasta el torreón de San Francisco, donde
las murallas tienen por dentro un ángulo y habiendo desde el salir del sol (que fue cuando
comenzaron a disparar la artillería) hasta las nueve de la mañana arruinado más de treinta brazas de
muralla, se tuvo una grande escaramuza en la parte arruinada, pero con poco fruto, porque no se
había derribado tanto pedazo del muro como hubiera sido necesario en un pueblo donde los
hombres se habían presentado a la defensa con su acostumbrado ánimo y valor, por lo cual la
mañana siguiente, para tener abierta más muralla, se dispuso otra batería en lugar poco distante,
quedando en medio de estas dos baterías aquella parte de muralla que habían batido antes los
franceses. Derribando tanto del muro cuanto pareció que era bastante, quiso Hércules adelantar la
infantería que estaba ordenada en batalla para dar con gallardía el asalto por una y otra parte de la
muralla derribada, por lo cual trabajando allí los pisanos, según su costumbre, con no menor ánimo
las mujeres que los hombres, habían hecho un reparo, mientras se batían, con un foso delante.
Mas no tenía la infantería italiana, recogida de tropel, tanto ánimo y tanto valor que fuese
bastante para tal empresa, por lo cual comenzando, por su vileza, a rehusar el presentarse ante las
murallas, el coronel de los infantes a quien tocaba (por suerte que se había echado entre ellos) el
primer acometimiento, no fue bastante para hacerla pasar adelante, ni la autoridad, ni los ruegos del
Capitán, ni del comisario florentino, ni el respeto, ni honra propia, ni la honra común de la milicia
italiana; cuyo ejemplo, siguiéndolo los otros que se habían de presentar después de ellos, se retiró la
gente a los alojamientos sin hacer más que infamarse los infantes italianos por toda Europa.
Corrompida la felicidad de la victoria que se había alcanzado contra el Albiano y aniquilada la
reputación del Capitán y del Comisario que con los florentinos era muy grande, si contentos con la
gloria adquirida hubieran sabido moderar la primera fortuna, se retiraron a los alojamientos.
No se dudó la determinación de levantar el sitio, mayormente por haber entrado en Pisa el
mismo día, por orden del Gran Capitán, seiscientos infantes españoles de los que estaban en
Piombino, por lo cual el día siguiente se retiró el ejército florentino a Cascina con gran deshonor; y
pocos días después, entraron de nuevo en Pisa mil y quinientos infantes españoles, los cuales, pues
no era necesario su presidio, habiendo acometido (aunque en vano) por orden de los pisanos, el
lugar de Bientina, continuaron su navegación a España, adonde los enviaba el Gran Capitán, porque
ya se había hecho la paz entre el rey de Francia y Fernando, rey de España, para la cual (quitadas
todas las dificultades, que eran el respeto del rey de Francia y el temor de no apartar de sí el ánimo
del Archiduque) había hallado modo fácil la muerte de la reina de España, porque, causándole gran
disgusto al rey de Francia la mucha grandeza del Archiduque, deseaba interrumpir sus designios; y
teniendo noticia el rey de España de que el Archiduque, despreciando el testamento de su suegra,
tenía en su ánimo apartarle del reino de Castilla, estaba obligado a afirmarse con nuevas uniones,
por lo cual se contrajo matrimonio entre él y la dama Germana de Fox, hija de una hermana del rey
de Francia, con condición que el Rey la diese en dote la parte que le tocaba del reino de Nápoles,
obligándose el rey de España a pagarle en diez años setecientos mil ducados para reintegrar los
gastos hechos y a dotar su nueva mujer en trescientos mil ducados.
Acompañada la paz con este matrimonio se concertó que los barones anjovinos y todos
aquellos que habían seguido la parte francesa, fuesen restituidos, sin pagar nada, a su libertad, a su
patria, a sus Estados, dignidad y bienes en el mismo grado que se hallaban el día que se dio
principio a la guerra entre españoles y franceses; y este día se declaró que había sido el que los
franceses corrieron a la Tripalda; que quedasen anuladas todas las confiscaciones hechas por el rey
277

de España y por el rey D. Fadrique; que se diese libertad al príncipe de Rossano, a los marqueses de
Bitonto y de Giesualdo, Alonso y Onorato San Severino y a todos los demás barones del reino de
Nápoles, que los españoles habían preso, y depusiese el rey de Francia el título de rey de Jerusalén y
de Nápoles. Que los homenajes y reconocimientos de los barones se hiciesen respectivamente
conforme a los conciertos hechos; y de la misma manera se pidiese la investidura al Papa, y que,
muriendo la reina Germana, durante el matrimonio, sin hijos, su parte del dote la poseyese
Fernando; mas que si vivía más que él, volviese a la Corona de Francia; que estuviese obligado el
rey Fernando a ayudar a Gastón, conde de Fox, hermano de su nueva mujer, en la conquista del
reino de Navarra que pretendía la tocaba, por haberle poseído con título real Catalina de Fox y Juan,
hijo de Albret, su marido: que obligase el rey de Francia a la viuda del rey Fadrique a que se fuese a
España con dos hijos que tenía consigo, donde se le señalaría honesto modo de vivir y, no queriendo
ir, la echase del reino de Francia, sin darle más provisión ni entretenimiento a ella, ni a sus hijos:
que fuese prohibido a ambas partes ir contra los nombrados por cada una; ambas nombraron en
Italia al Papa y el rey de Francia nombró a los florentinos; y que se entendiese, para firmeza de la
paz, que entre los dos Reyes hubiese perpetua confederación, para defensa de sus Estados, estando
obligado el rey de Francia con mil lanzas y seis mil infantes y el rey Fernando con trescientas y
sesenta lanzas, dos mil jinetes y seis mil infantes.
Después de esta paz (de la cual el rey de Inglaterra prometió la observancia por ambas partes),
los barones anjovinos que estaban en Francia, despidiéndose del Rey (que, por su dureza, usó con
ellos en su partida de cortas señales de agrado), fueron casi todos con la reina Germana a España.
Despedida del reino de Francia Isabel, que había sido mujer de Fadrique, porque rehusó poner
sus hijos en poder del Rey católico, se fue a Ferrara, en donde, habiendo muerto poco antes
Hércules de Este, y sucedídole en el ducado Alfonso, su hijo, sucedió al fin del año un caso
lastimoso semejante a aquel de los antiguos tebanos, pero por ocasión más ligera (si es más ligera la
furia desenfrenada del amor, que la ambición ardiente del reinar); porque, estando el cardenal
Hipólito de Este muy enamorado de una moza parienta suya, la cual con no menor ardor amaba a D.
Julio, hermano natural de Hipólito, y confesándole ella misma al Cardenal que la obligaba sobre
todo a quererle tanto la belleza de los ojos de D. Julio, enfurecido el Cardenal, esperó tiempo a
propósito de que saliese de la ciudad a caza su hermano, y, cercado en el campo, haciéndole apear
del caballo, le hizo sacar los ojos por unos lacayos suyos (no faltándole el ánimo para estar presente
a tan grande maldad) como competidores de su amor, por lo cual sucedieron después entre los
hermanos grandísimos alborotos.17
Así acabó el año 1505.

FIN DEL LIBRO VI.

17 En la vida de Alfonso, duque de Ferrara, escrita por el Jovio, dice este autor que el enojo del cardenal Hipólito
contra D. Julio procedía de su soberbia y presunción para con el Cardenal. Exasperado el ánimo del Cardenal le
hizo casi privar de la vista; pero sea la que fuese la ocasión, o la que el autor pone aquí, o la que dice el Jovio, que
por ventura, mirando a la dignidad eclesiástica, quiso decir lo mismo con calladas palabras, lo cierto es que el hecho
de la ofensa sucedió en los ojos, y yo he oído decir a personas dignas de crédito que el dicho D. Julio en aquel acto
se puso luego las manos en los ojos y encomendándose a Dios, más por milagro que por otro camino, los volvió a
su lugar y vio después muy bien mucho tiempo e hizo labores muy sutiles de su mano, porque era de bello ingenio.
Después, porque tuvo mano en una conjuración ordenada por Fernando, hermano del duque Alfonso, para quitarle
el Estado, fue preso este D. Julio con D. Fernando, hermano carnal del Duque, y así estuvo durante toda la vida de
Alfonso y de Hércules IV, su hijo; pero después de la muerte de Hércules, tomando el Estado Alfonso, su hijo, que
al presente es duque de Ferrara, portándose con D. Julio, más como hijo que como pariente apartado, le sacó de la
prisión y viviendo poco tiempo después de estar en libertad, murió el año 1560. (Nota del traductor.)
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LIBRO SÉPTIMO

Sumario
Deseoso el Papa Julio II de que los venecianos no tuviesen ciudad alguna en la Romaña,
comienza con diversos príncipes a esparcir las semillas de la guerra que pretendía moverles, y
habiendo hecho liga con el rey Luis de Francia, procuró también traer a su opinión al emperador
Maximiliano, el cual, pidiendo el paso a los venecianos para venir a Italia a coronarse, determinó
(porque se lo negaron) a pasar por fuerza, y bajando al Friul, hubo de ambas partes muchos
progresos. En este mismo tiempo, resuelto el Papa a recuperar a Perusa y a Bolonia, las redujo
ambas a la Iglesia con demostraciones y aun con efectos de guerra.Pasó en estos mismos tiempos el
rey Católico a Italia. Descubriéndose una conspiración que estaba ordenada contra Alfonso, duque
de Ferrara, fueron ajusticiados parte de los conjurados y parte puestos en cárcel perpetua. Levántase
en Génova un alboroto de los plebeyos contra los nobles, de manera que, viniendo aquella ciudad a
manifiesta rebelión contra el rey de Francia, sucedió ser necesario que acudiese el Rey en persona a
aquella empresa, y entrando en Génova y tomándola a discreción, hizo dar muerte a las cabezas del
motín. Hízose también la dieta de Constanza y las vistas del rey de Francia con el de Aragón en la
ciudad de Savona, y en la dicha dieta se concluyó cuánto se debía dar al Rey de Romanos para la
guerra, en lo cual, después de muchas pláticas, no se concluyó nada que tuviese después gran
efecto, y los dos Reyes, después de muchas demostraciones de amistad, partieron el uno para ir a
España por mar, y el otro a Francia por tierra.

Capítulo I
Mala disposición del papa Julio contra el rey de Francia.—El rey Felipe de Castilla aborda
en Inglaterra por causa de una tempestad.—El rey de Francia se indigna contra los venecianos.-
Embajadores del César en Venecia.—Guerra del Papa Julio contra Bolonia.—Movimientos del
Papa con el ejército.—Fuga de los Bentivoglis de Bolonia.—Los de Bolonia se entregan al Papa.—
Viaje a Italia de Fernando, rey de Aragón.—Muerte de Felipe, rey de Castilla.

Sucedieron estas cosas el año 1505, el cual, aunque había dejado esperanza de que se hubiese
de continuar la paz de Italia, después de acabadas las guerras causadas por el reino de Nápoles, con
todo eso se veían por otra parte semillas grandes de futuros incendios, porque Felipe, que ya se
intitulaba rey de Castilla, no contento de que aquel reino se gobernase por su suegro, e incitado por
muchos señores, se disponía para ir a España contra la voluntad de Fernando, pretendiendo (como
era cierto) que no había estado en mano de la Reina muerta dejar leyes para el gobierno del reino,
acabada su vida.
Trataba el Rey de Romanos, tomando ánimo de la grandeza de su hijo, de pasar a Italia, y el
de Francia, si bien el año pasado se había enojado con el Papa porque, sin darle parte, concedió los
beneficios del ducado de Milán, que habían vacado por la muerte del cardenal Ascanio y de otros, y
porque, habiendo creado muchos cardenales, rehusó crear juntamente con los otros al obispo de
Aux, sobrino del cardenal de Rohán, y al obispo de Bayeux, sobrino de La Tremouille,
habiéndoselo pedido él con grande instancia (por lo cual había hecho secuestrar los frutos de los
beneficios que el cardenal de San Pedro in Víncula y otros prelados favorecidos por el Papa poseían
279

en el Estado de Milán), con todo eso, habiendo comenzado por otra parte a temer del Emperador y
de su hijo, y deseoso por esto de la amistad del Papa, alzando los secuestros hechos, envió en el
principio de este año al obispo de Sisterón, nuncio apostólico cerca de su persona, a proponerle
varios designios y a hacerle diferentes ofertas en daño de venecianos, contra los cuales sabía que
perseveraba su dañada intención, por el deseo de recuperar los lugares de la Romaña, aunque hasta
aquel día se había procedido en todas las materias con tan grande quietud que había despertado en
el mundo no pequeña admiración que aquel que, cuando era cardenal, había estado siempre
combatido de grandes e inmoderados pensamientos, y que en el tiempo de Sixto y de Inocencio, y
después en el del Papa Alejandro, había sido muchas veces instrumento de turbar a Italia, hubiese
ahora, cuando se veía Pontífice, ejercitado tantas veces en ambición y designios inquietos,
depuestos los bríos ardientes, y olvidándose de la grandeza de su ánimo, de que había hecho
siempre ambiciosa profesión, no diese más señal de resentirse de las injurias y de ser semejante a sí
mismo. Pero la intención de Julio era muy diferente, y determinando vencer la esperanza que de él
se concibiera, había atendido y atendía, contra la costumbre de su primer magnanimidad, a juntar
con todo cuidado grande suma de dinero, para que, a la voluntad que tenía de encender la guerra, se
añadiese el poder y el nervio para sustentarla; y hallándose ya en este tiempo con buena cantidad de
él, comenzaba a descubrir sus pensamientos enderezados a cosas grandes, por lo cual, acogiendo y
oyendo al obispo de Sisteron, le había vuelto a enviar con gran presteza para tratar nuevas
confederaciones entre ellos; al cual, para disponer mejor el ánimo del Rey y del cardenal de Rohán,
prometió por un Breve llevado por el mismo Sisteron la dignidad del cardenalato a los obispos de
Aux y de Bayeux.
Con todo eso, en tan gran ardor se distraía alguna. vez su ánimo en varios escrúpulos y
dificultades porque o por odio que hubiese ocultamente concebido contra el Rey, en el tiempo que
estuvo en Francia huyendo de las asechanzas de Alejandro, o porque le des. agradaba sumamente el
estar casi necesitado, por el poder y por la instancia del Rey, a conservar en la legacía de Francia al
cardenal de Rohán, o porque tuviese recelos de que el mismo Cardenal (cuyos pasos tiraban
derechamente al Pontificado), impaciente de esperar su muerte, procurase conseguirlo por vías
extraordinarias, no se había determinado de todo punto a juntarse con el rey de Francia, sin cuya
unión conocía que estaba imposibilitado de que, por entonces, le sucediese cosa de consideración.
Por esto había enviado por otra parte a Pisa a Baltasar Biascia genovés, capitán de sus galeras,
a armar dos sutiles que había hecho hacer allí el papa Alejandro para estar, según se creía, mas
prevenido para librar a Génova del dominio de los franceses, en caso que el rey de Francia, que se
hallaba todavía bien fatigado con las reliquias de la enfermedad, muriese en este estado.
Estando en tan gran confusión todo, fue el primer movimiento del año 1506 la partida de
Flandes del rey Felipe para pasar por mar a España con grande armada y para facilitar esta jornada,
temiendo todavía que su suegro, con ayuda del rey de Francia le hiciese resistencia, se había
concertado con él (gobernándose con artificios españoles) de que se remitiría a su gobierno en la
mayor parte de las cosas; que tuviesen ambos el título de reyes de España, como lo habían tenido él
y la Reina muerta, y que las rentas se dividiesen en cierta manera. Por este acuerdo su suegro,
aunque no estaba todavía bien seguro de que se cumpliría así, le había enviado a Flandes, para
traerle, muchas. naves, por lo cual, embarcado con su mujer y con Fernando su hijo segundo, tomó
el camino de España con prósperos vientos, los cuales, al fin de dos días de navegación, se
convirtieron en tiempo muy contrario, y trabajada de gran tormenta su armada, después de largo
contraste hecho al furor del mar, se dividió, arribando los barcos a varias partes de la costa de
Inglaterra y de Bretaña, y él, con dos o tres bajeles, aportó con gran peligro al puerto de Antona en
Inglaterra.
Entendido este suceso por Enrique VII, rey de aquella isla, que estaba en Londres, enviando
luego muchos señores a recibirle con gran honra, le pidió fuese a Londres, lo cual no estaba en
manos de Felipe el negarlo por hallarse casi solo y sin naves. Detúvose con él hasta que la armada
se juntase y pusiese en orden, y en este tiempo se hicieron entre ellos nuevas capitulaciones; pero
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Felipe, tratado en todas las demás cosas como Rey, en una sola lo fue como prisionero, porque tuvo
que poner en manos de Enrique al duque de Suffolk, que tenía preso en el castillo de Namur, el cual,
porque pretendía tener algún derecho al reino de Inglaterra, deseaba Enrique sumamente que
estuviera en su poder, aunque le dio la palabra de no privarle de la vida. Estuvo preso mientras vivió
Enrique y después de su muerte fue degollado por orden de su hijo.
Pasó después Felipe con más feliz navegación a España, donde, concurriendo a su persona
casi todos los señores, su suegro que, por no verse poderoso por sí mismo para resistirle y por no
juzgar que eran fundamentos seguros las promesas de los franceses, nunca había pensado en otra
cosa sino en la paz, quedando desamparado casi de todos, y sin haber podido alcanzar, sino con
mucha pesadumbre y embarazo, la vista de su yerno, hubo menester ceder a las condiciones que le
fueron dadas, desaprobando el primer acuerdo hecho entre ellos; si bien no se procedió en esto
rigurosamente por la benignidad de la naturaleza de Felipe y mucho más por los consejos de
aquellos que se le habían mostrado enemigos de Fernando, porque, temiendo continuamente que él
con su prudencia y autoridad, volviese a tener crédito con su yerno, solicitaban cuanto podían su
partida de Castilla. Concertóse que, cediendo Fernando la administración que, en su testamento, le
había dejado su mujer y todo aquello que por esto pudiese pretender, se fuese luego de Castilla,
prometiendo que no volvería más a ella; que Fernando tuviese por propio el reino de Nápoles, no
obstante que con el mismo derecho con que solía pretender aquel reino, alegando que había sido
conquistado con las armas y fuerzas de Aragón, no faltaba quien diese motivo a considerar que por
ventura pertenecía más justamente a Felipe, por haber sido conquistado con las armas y con el
poder del reino de Castilla; fuéronle reservadas las rentas de las iglesias de la India durante su vida
y los tres maestrazgos de Santiago, Calatrava y Alcántara, y que, de las rentas del reino de Castilla,
tuviese cada año veinticinco mil ducados.
Hecha esta capitulación, Fernando (que de aquí adelante llamaremos Rey Católico o rey de
Aragón), se fue luego de aquel reino con intento de ir a Nápoles lo más presto que pudiese, no tanto
por deseo de ver aquel reino y ponerle en orden, cuanto por sacar de él al Gran Capitán, del cual,
después de la muerte de la Reina, había sospechado muchas veces que pensase pasar en su persona
aquel reino, o estuviese más inclinado a dárselo a Felipe que a él, y habiéndole llamado a España en
vano y diferido él su vuelta con varias excusas e impedimentos, creía que, no yendo en persona,
tendría dificultad en quitarle aquel gobierno, no obstante que, hecho el acuerdo, le dio a entender el
rey Felipe que había de obedecer totalmente al rey de Aragón.
En este tiempo, estando ya el rey de Francia muy aliviado de su enfermedad, tenía en su
pecho varios y aun contrarios pensamientos, inclinándose contra los venecianos por el enojo que
había concebido en el tiempo de la guerra de Nápoles, por el deseo de recobrar lo que tocaba
antiguamente al Estado de Milán, y por juzgar que, por muchos accidentes le podría ser peligroso su
poder en algún tiempo (motivo entre otros que le había inducido a confederarse con el Rey de Ro.
manos y con Felipe, su hijo). Por otra parte, no le era grato el paso de aquel rey a Italia (del cual se
entendía ya que se preparaba para pasar con grandes fuerzas), porque temía más de lo que solía el
poder que se acrecentaba en Felipe, su sucesor en tanta grandeza, sospechando que cuando fue a
Inglaterra hubiese hecho con aquel Rey nuevas y estrechas uniones, y porque había cesado por la
paz hecha con el Rey Católico (por la cual había depuesto los pensamientos del reino de Nápoles),
una de las principales causas por que se había confederado con ellos.
Mientras estaba en esta variedad y duda de ánimo, le vinieron embajadores de Maximiliano a
significarle su determinación de pasar a Italia y a pedirle que pusiese en orden las quinientas lanzas
que le había prometido dar en su favor, que restituyese, según la promesa hecha, los desterrados del
Estado de Milán, y a rogarle que anticipase la paga del dinero que se le debía dar pocos meses
después. Aunque el Rey no estaba inclinado a acceder a estas demandas, hizo demostración de que
lo estaba, pero no a más que a aquello que por entonces consistía sólo en palabras, porque mostró
gran deseo de que se pusiese en ejecución lo que se había concertado, ofreciendo prontamente que
cumpliría a su tiempo todo aquello a que estaba obligado, si bien negó con varias excusas la
281

anticipación de la paga. Por otra parte, el Rey de Romanos, no confiando más en el ánimo del rey de
Francia de lo que confiaba en el suyo, y deseando con gran ardor pasar Roma principalmente para
tomar la corona del imperio y procurar después que eligiesen a su hijo por Rey de Romanos,
intentaba al mismo tiempo llegar por otros medios a su designio, por lo cual hacía instancia con los
suizos para unirlos consigo, los cuales, después de muchas disputas que hubo entre ellos,
determinaron guardar el acuerdo que duraba todavía con el rey de Francia por dos años. A los
venecianos había pedido paso por sus tierras; mas causándoles mucha molestia su pasaje con
ejército, tomaron ánimo para responderle con generalidades de las ofertas del rey de Francia, el cual
les indujo a que se le opusiesen juntamente con él.
Mostrándose ya públicamente el Rey ajeno de la confederación hecha con él y con Felipe,
desposó a Claudia, su hija, con Francisco, señor de Angulema, al cual tocaba la corona después de
su muerte sin hijos varones, si bien fingiendo que lo hacía por los ruegos de sus vasallos. Habiendo
ordenado primero para este efecto que todos los parlamentos y ciudades principales del reino de
Francia le enviasen embajadores a suplicárselo como cosa de gran utilidad para el reino, pues
faltaba continuamente en él la esperanza de poder tener hijos varones. Significó luego esto al rey
Felipe por embajadores propios, disculpándose con que no había podido contrarrestar al deseo tan
eficaz de todo el reino y de todos sus pueblos.
Envió también gente en ayuda del duque de Güeldres contra Felipe para distraer a
Maximiliano de pasar a Italia, el cual ya por sí mismo había interrumpido estos pensamientos,
porque habiendo entendido que Ladislao, rey de Hungría, se veía oprimido de una grave
enfermedad, se había acercado a los confines de aquel reino, siguiendo el antiguo deseo de su padre
y suyo de apoderarse de él por los derechos que afirmaban tenía, porque habiendo muerto muchos
años antes sin hijos Ladislao, rey de Hungría y de Bohemia, hijo de Alberto, que había sido
hermano del emperador Federico, pretendiendo los húngaros que, muerto su rey sin hijos, no tenía
lugar la sucesión de los cercanos, sino que les pertenecía a ellos la elección del nuevo Rey, habían
elegido por rey suyo (obligados de las virtudes de su padre) a Matías, aquel que después, con tan
gran gloria de reino tan pequeño, trabajó tantas veces al poderoso imperio de los turcos; el cual, por
excusar en el principio de su reinado la guerra con Federico, concertó con él que no se casaría, para
que, después de su vida, llegase aquel reino a Federico o a sus hijos, y, si bien no lo observó, murió
sin hijos, pero no por esto cumplió Federico su deseo, porque los húngaros eligieron por nuevo rey
a Ladislao, rey de Polonia, por lo cual, habiéndose vuelto a comenzar nuevas guerras con ellos por
Federico y por Maximiliano, se concertaron finalmente y prestaron solemne juramento los barones
del reino de que, muriendo sin hijos Ladislao, recibirían por rey a Maximiliano, y por esto,
aspirando a esta sucesión, en entendiendo la enfermedad de Ladislao, se acercó a los confines de
Hungría, omitiendo por entonces los pensamientos de pasar a Italia.
Mientras se trataban estas cosas con tanta variedad entre los Príncipes ultramontanos,
conociéndose el Papa inhábil para ofender a los venecianos sin ayuda del rey de Francia y no
pudiendo sufrir ya el gastar sin provecho los años de su Pontificado, pidió al Rey que le ayudase a
reducir debajo de la obediencia de la Iglesia las ciudades de Bolonia y de Perusa, las cuales,
perteneciendo por derechos muy antiguos a la Sede Apostólica, estaban tiranizadas la una por Juan
Paulo Balglione y la otra por Juan Bentivoglio, cuyos antepasados, haciéndose, de ciudadanos
particulares, cabezas de bandos en las discordias civiles, echando fuera o dando muerte a sus
contrarios, se habían hecho señores absolutos y no les había detenido otra cosa a ocupar el nombre
de legítimos Príncipes sino el respeto de los Papas, los cuales en ambas ciudades retenían poco más
que el nombre, desnudo del dominio, porque tomaban una parte, aunque pequeña, de las rentas y
tenían gobernadores en nombre de la Iglesia, quienes, estando el poder y la determinación de las
cosas importantes en mano de aquellos, permanecían casi sólo por sombra y por demostración más
que para los efectos. Pero la ciudad de Perusa, o por su cercanía a Roma o por otras ocasiones,
había estado mucho más continuamente sujeta a la Iglesia, porque la ciudad de Bolonia, en las
adversidades de los Papas, había hecho muchas variaciones, unas veces rigiéndose con libertad,
282

otras tiranizada por sus ciudadanos; unas sujeta a los Príncipes extranjeros, otras reducida a la
absoluta sujeción de los Papas, y últimamente vuelta a la obediencia de la Iglesia en el tiempo del
papa Nicolás V, pero con ciertas limitaciones y conciertos de autoridad entre los Papas y ellos que,
quedando con el tiempo el nombre y las demostraciones a los Pontífices, el efecto y la sustancia de
las cosas había venido a poder de los Bentivoglios. Juan, que al presente gobernaba, habiendo poco
a poco atraído para sí todas las cosas y oprimido las familias más poderosas que habían sido
desafectas a sus antecesores y a él en fundar y establecer la tiranía, y siendo molesto también por
cuatro hijos que tenía, cuya insolencia y gastos comenzaban a ser intolerables, y, por estas razones,
odioso a todos, dejando poco lugar a la mansedumbre y a la clemencia, conservaba su poder más
con la crueldad y con las armas que con la benignidad y mansedumbre.
Incitaba al Papa para estas empresas, principalmente, la ambición de la gloria, por lo cual,
dando color de piedad y celo de religión a su codicia, tenía intento de restituir a la Sede Apostólica
todo lo que de cualquier manera se dijese que le había sido usurpado. Movíale más particularmente
a la recuperación de Bolonia un odio nuevo contra Juan Bentivoglio, porque, habiéndose detenido
(mientras no osaba estar en Roma) en Cento, lugar de su obispado de Bolonia, tuvo que huir una
noche con presteza por llegarle aviso (o verdadero o falso) que ordenó aquél prenderle a instancia
del papa Alejandro.
Fue muy gustosa para el Rey esta petición del Papa, pareciéndole que tenía ocasión para
conservarle en su amistad, porque sabiendo que le era muy molesta su unión con los venecianos,
comenzaba a temer mucho que se precipitase, y no estaba sin recelo de que cierta plática que había
tenido Octaviano Fregoso para privarle del dominio de Génova, fuese con su participación. Demás
de esto, creía que si bien el Bentivoglio estaba debajo de su protección, se inclinaba más al
Emperador que a él. Acrecentábase su enojo contra Juan Paulo Baglione por haber rehusado
(habiendo recibo cuatro mil ducados) ir a juntarse con su ejército en el río Garellano, y deseaba
ofender a Pandolfo Petrucci, con ocasión de enviar gente a la Toscana, porque nunca le había
pagado el dinero prometido y se había arrimado de todo punto a la fortuna de los españoles, por lo
cual ofreció prontamente al Papa ayudarle, y en cambio le dio el Papa los breves del cardenalato de
Aux y de Bayeux y facultad para disponer de los beneficios de Milán, como en tiempos pasados la
tuvo Francisco Sforza.
Habiéndose concluído estas pláticas por medio del obispo de Sisterón, promovido
nuevamente al arzobispado de Aix, el cual, por esta causa, fue muchas veces de una parte a la otra;
con todo eso, no tuvo tan pronta la ejecución, porque habiendo diferido el Papa algunos meses hacer
la empresa, sucedió que Maximiliano, que por haber roto la guerra al rey de Hungría, había dejado
el pensamiento de pasar a Italia, hizo paz con él, renovando el concierto de la sucesión, y volvió a
Austria, haciendo señales y aparatos que mostraban que quería pasar a Italia; y deseando no tener
por enemigos a los venecianos, envió a Venecia cuatro embajadores a significar su determinación de
ir a Roma por la corona del Imperio, pidiéndoles que le concediesen el pase a él y a su ejército y
manifestando que estaba dispuesto a asegurarles que no causaría molestia alguna a su Estado, antes
deseaba unirse con aquella república, pudiendo hallarse fácilmente modo de concierto, que no sólo
fuese con seguridad, sino con aumento y exaltación de ambas partes. Así quería inferir tácitamente
que sería utilidad de ambos juntarse contra el rey de Francia.
Respondióse con gratas palabras a este negocio, después de larga consulta, mostrando cuán
grande era el deseo del Senado veneciano de arrimarse a su voluntad y satisfacerle en todas las
cosas que pudiese, sin grave perjuicio suyo; el cual, en este caso, no podía ser ni mayor ni más
evidente, siendo cierto que toda Italia, desesperada por tan grandes calamidades como había
padecido, inquieta sólo con el nombre de su tránsito con ejército poderoso, estaba con intención de
tomar las armas para no dejar abrir el camino a nuevos trabajos, y lo mismo quería hacer el rey de
Francia para asegurar el Estado de Milán, por lo cual, el venir con ejército armado a Italia, no sería
otra cosa sino buscar una oposición muy poderosa y con grande peligro de ellos, contra quien se
irritaría toda Italia, juntamente con el rey de Francia, si le consintiesen el paso como si hubiesen
283

antepuesto al propio interés el beneficio común. Que era mucho más seguro para todos, y al fin más
honroso para él, viniendo a una acción pacífica y favorable para todos, pasar a Italia desarmado
donde, mostrándose no menos benigna que poderosa la majestad del Imperio, hallaría grandísimo
aplauso en todo y sería con grande gloria conservador de la tranquilidad de Italia, yendo a coronarse
de la manera que antes de él había ido al mismo efecto su padre y otros muchos de sus
predecesores, y que, en tal caso, haría el Senado veneciano con él todas las demostraciones y oficios
que el mismo supiese desear.
Fueron causa estas preparaciones de armas y estas cosas que se trataban por el Emperador de
que pidiese el Papa al Rey (determinado de hacer al presente la empresa de Bolonia) la gente que le
había prometido, el cual, pareciéndole que no era tiempo de semejantes movimientos, le aconsejaba
amigablemente que lo difiriese para sazón en que no se hubiese de conmover toda Italia por este
accidente, obligándole también a esto la sospecha de que los venecianos se enojasen, porque le
habían dado a entender que estaban determinados a tomar las armas para la defensa de Bolonia, si el
Papa no les cedía primero los derechos de Faenza pertenecientes a la Iglesia. Pero el natural
impaciente y desesperado del Papa, procuró contra todas las dificultades y oposiciones, por
términos impetuosos, conseguir su deseo, porque llamando los cardenales al Consistorio, habiendo
justificado la causa que le movía a desear librar de tiranos las ciudades de Bolonia y de Perusa,
miembros tan ilustres e importantes de la Sede Apostólica, significó que quería ir a ellas
personalmente, afirmando que, demás de sus propias fuerzas, tendría ayuda del rey de Francia, de
los florentinos y de otros muchos potentados, y que Dios, príncipe justo, no había de desamparar a
quien ayudaba a su Iglesia.
Significado esto en Francia, parecía cosa tan ridícula al Rey, que se prometiese el Papa, sin
tener certificación de ello, la ayuda de su gente, que riendo mientras comía y excusando su
embriaguez, a todos notoria, dijo que el Papa, la noche antes, se debía haber enardecido demasiado
con el vino, no advirtiendo que esta determinación tan impetuosa, le obligaba a venir a manifiesta
rotura con él, o a concederle la gente contra su propia voluntad.
Mas el Papa, sin esperar otra resolución, había salido de Roma con quinientos hombres de
armas, y habiendo enviado a Antonio del Monte a significar a los boloñeses su venida y a mandar
que dispusiesen su recibimiento y..comodidad para alojar en la comarca quinientas lanzas francesas,
se adelantaba despacio, llevando intención de no pasar a Perusa si no se certificaba primero de que
la gente francesa vendría en su ayuda, temiendo la llegada del Papa. Juan Paulo Baglione,
aconsejado por el duque de Urbino y por otros amigos suyos y debajo de la palabra que le había
dado, fue a encontrarle a Orvieto, donde poniéndose totalmente en su voluntad, le recibió en su
gracia, prometiendo al Papa ir con él en persona, llevar ciento y cincuenta hombres de armas, dejar
en sus manos las fortalezas de Perusa y del Perusino y la guarda de la ciudad y dando por rehenes
del cumplimiento dos hijos suyos al duque de Urbino.
Hecho este concierto, entró el Papa en Perusa sin fuerzas y de manera que estaba en mano de
Juan Paulo prenderle a él y a toda la Corte, si se hubiera atrevido a que resonara en todo el mundo
tan gran traición, ya que había infamado su nombre en cosas mucho menores.
Oyó en Perusa al cardenal de Narbona que había venido en nombre del rey de Francia a
aconsejarle que difiriese para otro tiempo la empresa, y a disculpar que, si bien el Rey deseaba
enviarle gente, no podía desarmar el ducado de Milán por los grandes recelos que tenía del
Emperador. Conmovido grandemente por esta embajada y no mostrando por esto que quería mudar
de parecer, comenzó a tomar a sueldo infantería y a acrecentar todas las provisiones. Mas con todo
eso, creyeron muchos, atendiendo a las dificultades que se mostraban y a su natural, que no era
implacable con aquellos que se le rendían, que si el Bentivoglio, que por sus embajadores le había
ofrecido que le enviaría todos los cuatro hijos, se hubiera dispuesto a ir él mismo, como lo había
hecho Juan Paulo, hubiera hallado para sus cosas algún camino tolerable. Mientras no se resolvía en
esto por sí mismo, o según dicen algunos, mientras estaba suspenso por la contradicción de su
mujer, tuvo aviso de que el rey de Francia había mandado a Chaumont que fuese en persona a
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ayudar al Papa con quinientas lanzas; porque el Rey, si bien hallándose entonces ausente de la Corte
el cardenal de Rohán, había estado inclinado a no concederlas, aconsejado después en contrario por
Rohán, y considerando cuán gran ofensa sería para el Papa negarle aquello que no sólo le había
prometido al principio, sino persuadídole también a que quisiese usar de ello, mudó de parecer
inclinándose a esto más fácilmente, porque las demostraciones de Maximiliano se habían
comenzado a resfriar, según su costumbre, y el Papa por satisfacer en algo al Rey, habíale
prometido (si bien no por escrito, sino con simples palabras) que nunca molestaría a los venecianos
por causa de los lugares de la Romaña. Pero no queriendo abstenerse de mostrar que tenía fijo en el
ánimo este deseo, fue de Perusa a Cesena, tomando el camino de los montes, porque si hubiera
seguido el llano estaba obligado a pasar por tierra de Rímini, que la ocupaban los venecianos. En
Cesena amonestó al Bentivoglio so graves censuras y penas espirituales y temporales, que se fuese
de Bolonia, extendiéndolas a todos los que anduviesen o tratasen con él.
Habiendo tenido aviso en este lugar de que Chaumont estaba en camino con seiscientas lanzas
y tres mil infantes pagados por el Papa, lleno de mayor ánimo, continuó sin dilación el camino, y
excusando pasar por el territorio de Faenza, por la misma causa que lo había excusado por el de
Rímini, tomando el camino de los montes, aunque difícil e incómodo por los lugares que poseían
los florentinos de la otra parte del Apenino, fue a Imola, donde se recogía su ejército, en el cual,
demás de mucha infantería que había recibido a su sueldo, había cuatrocientos hombres de armas
pagados por él, Juan Paulo Baglione con ciento cincuenta, ciento prestados por los florentinos
debajo del gobierno de Marco Antonio Colonna, otros ciento prestados por el duque de Ferrara,
muchos estradiotas tomados a sueldo en el reino de Nápoles y doscientos caballos ligeros que había
traído el marqués de Mantua, lugarteniente del ejército.
Por su parte no habían cesado los Bentivoglios de hacer en Bolonia muchas preparaciones,
esperando, si no ser defendidos, a lo menos no ser maltratados por los franceses, porque habiendo
ellos pedido socorro al Rey, según las obligaciones de la protección, les había respondido que no
podía oponerse con las armas a la empresa del Papa, pero que no daría gente ni ayuda contra ellos,
por lo cual confiaban que fácilmente podrían resistir al ejército eclesiástico. Pero faltóles toda la
esperanza por la venida de Chaumont, el cual, aunque por el camino había dado varias respuestas a
sus mensajeros, con todo eso, el día que llegó a Castelfranco en el Boloñés, que fue el mismo que el
marqués de Mantua ocupó a Castel San Pedro con la gente del Papa, envió a significar a Juan
Bentivoglio que, no queriendo el Rey faltarle a lo que estaba obligado por los capítulos de la
protección, pensaba conservarle en sus bienes y hacer que, dejando el gobierno de la ciudad a la
Iglesia, pudiese seguramente vivir en Bolonia con sus hijos, gozando de su hacienda, pero esto en
caso que dentro de tres días obedeciese la orden del Papa; por lo cual el Bentivoglio y sus hijos, que
primero, con grandes amenazas, habían publicado por todas partes que se querían defender,
perdidos enteramente de ánimo y olvidados de lo que habían reprendido a Pedro de Médicis, de que,
sin derramar sangre, hubiese huido de Florencia, respondieron que querían ponerse en su albedrío,
suplicándole que fuese medianero para que, a lo menos, alcanzasen tolerables condiciones; por lo
cual Chaumont, que ya había llegado a la puente del Reno, próximo a Bolonia tres millas,
interponiéndose con el Papa, concertó que les fuese lícito a Juan Bentivoglio, a sus hijos y a
Ginebra Sforza, su mujer, irse seguramente de Bolonia y estarse en cualquier lugar que quisiesen
del ducado de Milán; que tuviese facultades para vender o sacar de Bolonia todos sus bienes
muebles, y que no fuesen molestados en los raíces que poseían con justo título.
Convenidas estas cosas se fueron luego de Bolonia, habiendo alcanzado de Chaumont (a
quien dieron doce mil ducados) muy amplio salvoconducto, con promesa por escrito de que les
haría guardar cuanto se contenía en la protección del Rey y que pudiesen vivir seguramente en el
Estado de Milán.
Cuando partieron los Bentivoglios, envió luego el pueblo de Bolonia embajadores al Papa
para darle libremente la ciudad y pedirle sólo la absolución de las censuras y que no entrasen los
franceses en Bolonia, los cuales, sufriendo de mala gana ninguna regla, y arrimándose a las
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murallas, hicieron esfuerzos para entrar; pero habiéndolo resistido el pueblo, se alojaron cerca de la
muralla entre la puerta de San Felice y la de Zaragoza, sobre el canal que, derivado del río Reno,
pasando por Bolonia, lleva las naves al camino de Ferrara; no sabiendo que estaba en manos de los
boloñeses, con bajar una compuerta de hierro en el lugar donde el agua del canal entra en la ciudad,
inundar todo el país circunvecino. Habiendo hecho esto, lleno el canal de agua, anegó el lugar bajo
donde alojaban los franceses, los cuales, dejando en el lodo la artillería y muchos carruajes, se
retiraron con alboroto al puente del Reno, donde estuvieron hasta la entrada del Papa en Bolonia.
Entró en aquella ciudad con gran pompa y con todas las ceremonias pontificales el día dedicado a
San Martín.
Así vino a poder de la Iglesia con gran felicidad de los boloñeses la ciudad de Bolonia; ciudad
que por el mucho pueblo, por la fertilidad de su comarca y por la oportunidad del sitio, se cuenta
justamente entre las más excelentes de Italia, en la cual, aunque instituye el Papa los nuevos
magistrados, a ejemplo de los antiguos, se reserva en muchas cosas señales y figuras de libertad.
Con todo eso, en cuanto al efecto, la sujeto de todo punto a la obediencia de la Iglesia.
Liberalísimo en conceder muchas exenciones, procuró (como asimismo lo hizo en todas las
otras ciudades) hacer al pueblo amante del dominio eclesiástico.
Dio el Papa a Chaumont (que se volvió luego al ducado de Milán) ocho mil ducados para sí, y
diez mil para su gente, y le confirmó por una Bula la promesa que primero le había hecho de
promover al cardenalato al obispo de Albi, su hermano. Sin embargo (vuelto con todo el ánimo a
ofender a los venecianos), no quiso publicar por entonces los cardenales de Aux y de Bayeux, según
la instancia que se le hacía y los Breves que había concedido, para dejar al rey de Francia y al
cardenal de Rohán más estímulos de ayudarle.
Pasó en este tiempo por mar a Italia el rey de Aragón, y antes que se embarcase en Barcelona,
le llegó un hombre del Gran Capitán para manifestarle que éste se apresuraría a recibirle y a darle la
obediencia, confirmándole el Rey, no sólo en el ducado de Sant Angelo, que por lo pasado le había
dado el rey Fadrique, sino también todos los otros Estados que poseía en el reino de Nápoles, de
valor de más de veinte mil ducados de renta. Confirmóle también el oficio de gran Condestable del
mismo reino, y le prometió, por cédula de su mano, el maestrazgo de Santiago. Embarcándose por
esto con mayor confianza en Barcelona, y siendo recibido con gran honra por orden del rey de
Francia, juntamente con su mujer, en todos los puertos de la Provenza, fue recibido con la misma
honra en el puerto de Génova, donde le esperaba el Gran Capitán, habiendo ido a recibirle con
admiración de muchos, porque no sólo la gente vulgar, sino también el Papa, tenían opinión de que
por la desobediencia pasada y de los recelos que el Rey había tenido de él (quizá no sin algún
fundamento), excusando por miedo el verle, pasaría a España.
Partido de Génova, no queriendo con las galeras sutiles apartarse de la tierra, estuvo muchos
días en Portofino, por no tener vientos favorables; y mientras se detuvo allí, le llegó aviso que el rey
Felipe, su hijo, mozo de años y de cuerpo robusto y sano en la flor de su edad y constituido en tan
gran felicidad, mostrándose muchas veces maravillosa la variedad de la fortuna, había muerto en la
ciudad de Burgos, de una calentura que le duró pocos días; pero el Rey, aunque creyeron muchos
que por el deseo de tomar el gobierno de Castilla volvería luego las proas a Barcelona, continuando
el camino primero entró en el puerto de Gaeta el mismo día que el Papa había entrado en Imola
yendo a Boloña, de donde, llegando a Nápoles, fue recibido en aquella ciudad (acostumbrada a ver
los reyes aragoneses) con grandísima magnificencia y honra y con mucho mayor deseo y esperanza
de todos, persuadiéndose cada uno que por mano de un Rey glorioso por tantas victorias como
había tenido contra los infieles y contra los cristianos, digno de ser venerado por la opinión de
prudencia, de quien publicaba su esclarecida fama que había gobernado sus reinos con singular
justicia y tranquilidad, se restauraría el reino de Nápoles de tantos trabajos y opresiones, se
reduciría a Estado quieto y feliz y volvería a entrar en posesión de los puertos que, con gran
disgusto de todo el reino, tenían en él los venecianos.
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Concurrieron a Nápoles prontamente embajadores de toda Italia, no sólo para alegrarse y


honrar a un Príncipe tan grande, sino también para varios negocios y ocasiones, persuadiéndose
todos que con su autoridad y prudencia había de dar forma y ser el contrapeso de muchas cosas; por
lo cual el Papa, aunque mal satisfecho de él porque nunca había enviado sus embajadores a darle la
obediencia, según lo que todos acostumbran, procuraba incitarle contra los venecianos, pensando
que, por recuperar los puertos de la Pulla, tendría deseo de verlos abatidos. Los venecianos
procuraban conservarle en su amistad y los florentinos y los otros pueblos de Toscana trataban
diversamente con él en lo tocante a las cosas de Pisa que aquel año se veían menos molestadas de lo
que solían por los de Florencia, porque no habían impedido su cosecha, o cansados de los gastos, o
porque la tuviesen por cosa vana porla experiencia de los años pasados, sabiendo que los genoveses
y luqueses se habían concertado por un año para sustentar aquella ciudad con gasto fijo y
determinado, lo cual les había aconsejado antes Pandolfo Petrucci, ofreciendo que los sieneses
harían lo mismo. Pero, por otra parte, manifestando a los florentinos, con sus acostumbradas
dobleces, lo que se trataba, alcanzó de ellos, porque se apartarse de los otros, que se prorrogase por
tres años y con pacto escrito la tregua entre los florentinos y sieneses, que duraba todavía; que no
les fuese lícito a los sieneses ni a Pandolfo dar ayuda ninguna a los pisanos; y absteniéndose, con
esta excusa, de gastar por ellos, no cesaba en lo demás de aconsejarles y favorecerles cuanto podía.
Sucedió el mismo año de la tragedia comenzada antes en Ferrara un nuevo y grave accidente,
porque Fernando, hermano del duque Alfonso, y Julio (a quien el Cardenal mandó sacar los ojos, si
bien los médicos le curaron con pronta diligencia, de manera que no perdió la vista) se habían
conjurado contra la vida del Duque, movido Fernando, que era el segundo, por codicia de ocupar
aquel Estado, y Julio porque no le parecía que Alfonso se había resentido de sus agravios y porque
no podía esperar vengarse del Cardenal por otro camino. Intervenía en estos consejos el conde
Albertino Baschetto, gentilhombre de Módena, y habiendo sobornado algunos de baja calidad 18 (que
contribuyendo a los placeres del Duque, estaban habitualmente a su lado), tuvieron muchas veces
ocasión de matarle, pero detenidos por el temor, fatal siempre, la dejaron pasar de manera que
(como sucede casi de ordinario que se difiere la ejecución de las conjuraciones) viniendo a luz el
trato, fueron presos Fernando y los otros cómplices, y Julio, que al descubrirse el caso huyó a
Mantua a casa de una hermana suya, fue por orden del Marqués traído preso a Alfonso, bajo
promesa suya de que no le privaría de la vida, y poco después, habiendo hecho cuartos al conde
Albertino y a los otros culpados, fueron ambos hermanos condenados a estar en perpetua prisión en
Castelnovo de Ferrara.
No se debe pasar en silencio el atrevimiento e industria del Valentino, el cual, en estos
mismos tiempos, con sutil modo, bajándose por una cuerda del castillo de Medina del Campo, huyó
al reino de Navarra, gobernado por el rey Juan, hermano de su mujer, adonde (para que no se haga
más mención de él) habiendo vivido algunos años en bajo estado, porque el rey de Francia, que
primero le había confiscado el ducado de Valenza y quitádole la pensión de los veinte mil francos
que le había dado en compensación de la renta prometida, no le permitió ir a Francia por no
disgustar al rey de Aragón, estando con la gente del rey de Navarra en el campo de Viana (castillo
flaco de aquel reino), fue muerto de una lanzada, peleando contra los enemigos que se habían
descubierto en una celada.

18 Entre estas personas de poca calidad, que la mayor parte debían ser oficiales, se hallaba un cierto Juan, cantor,
como escribe el Jovio en la vida de Alfonso, el cual estaba en tan alta fortuna con éste, que burlándose el Duque se
dejaba atar de él. Dicho cantor estaba en el número de los conjurados, y por ventura había trazado matarle una vez
que le hubiese atado; pero, huyéndose a Roma, fue enviado al Duque por el Papa Julio II, el cual hizo castigar como
traidor. (Nota del traductor.)
287

Capítulo II
Los genoveses se rebelan contra el rey de Francia.—Vuelve a Roma el papa Julio.—Los
genoveses eligen un Dux plebeyo.—El rey de Francia acude a Italia contra los genoveses.—
Embajadores de Génova al rey de Francia para entregar la ciudad a su discreción.—El rey de
Francia entra en Génova.—Discurso de los genoveses al Rey.—Condiciones que éste les impone, y
suplicio del Dux y de otros insurrectos.

Al fin de este año (porque el nuevo no comenzase sin ocasión de nuevas guerras), sucedió la
rebelión de los genoveses de la devoción del rey de Francia, movida sólo por ellos mismos, y no
siendo su fundamento por deseo que tuviesen de rebelarse, sino por discordias civiles que los
llevaron más adelante de lo que primero habían determinado.
La ciudad de Génova, que verdaderamente está situada en aquel puesto para el imperio de la
mar si no le impidiera tan grande oportunidad el veneno pestífero de las discordias civiles, no está
como otras muchas de Italia sujeta a una sola decisión, sino dividida en muchas partes, porque en
ella duran todavía las reliquias de las antiguas contiendas de los güelfos y gibelinos. Reina en ella la
discordia entre los gentiles-hombres y los plebeyos, por la cual fueron en tiempos pasados
arruinadas muchas ciudades en Italia y especial mente en la Toscana, porque, no queriendo sufrir los
plebeyos la soberbia de la nobleza, refrenaron su poder con muchas leyes severas y ásperas, y entre
otras, habiéndoles dejado parte determinada en casi todos los otros magistrados y honras, los
excluyeron particularmente de la dignidad de Dux, y este supremo magistrado se concedía a todos
los otros por toda la vida de quien era elegido, si bien por la inestabilidad de aquella ciudad a
ninguno o por ventura a muy pocos fue permitido que continuasen tan grande honra hasta la muerte.
No es división menos poderosa la que hay entre los Adornos y los Fregosos, los cuales,
habiendo llegado, de casas particulares, a ser capellacci (así llaman los genoveses a los que han
subido a mucha grandeza), altercando sobre la dignidad de Dux; continuada muchos años casi
siempre, en una de aquellas casas, porque no pudiendo los gentiles-hombres güelfos y gibelinos
alcanzarla por la prohibición de las leyes, procuraban que se diese a los populares de la misma
facción, y favoreciendo los güelfos a los Adornos y los gibelinos a los Fregosos, se hicieron con el
tiempo estas dos familias más ilustres y más poderosas que aquellas cuyo nombre y autoridad solían
seguir primero, y se confunden de tal manera estas divisiones, que muchas veces aquellos que están
juntos contra la parte contraría, están también entre sí mismos divididos en varias partes, y por el
contrario, unidos en una parte con aquellos que siguen la otra.
Mas este año comenzó a encenderse la diferencia entre los gentiles hombres y los plebeyos, y
tomando principio de la insolencia de algunos nobles, como se hallasen de ordinario los ánimos de
ambas partes mal dispuestos, se convirtieron luego las diferencias privadas en discordias públicas
(más fáciles de engendrarse en las ciudades muy abundantes de riquezas, como entonces estaba
Génova), las cuales pasaron tan adelante que, tomando el pueblo las armas sediciosamente, matando
a uno de la familia de Oria e hiriendo a algunos otros gentiles hombres, alcanzó más con la
violencia que con la voluntad libre de los ciudadanos que en los consejos públicos donde
intervienen muy pocos de la nobleza se estableciese el día siguiente que los oficios, que primero se
dividían entre los nobles y plebeyos por iguales partes, se concediesen en lo futuro dos partes al
pueblo, quedando una sola a los nobles. Convino en esta determinación (por miedo de que no se
causasen mayores escándalos) Roccalbertino Catelano, que en lugar de Felipe Ravestein,
gobernador por el Rey, que entonces estaba ausente, gobernaba la ciudad; mas no quietos por esto
los plebeyos, levantando un nuevo alboroto dentro de pocos días, saquearon las casas de los nobles,
por lo cual, no teniéndose por segura en la patria la mayor parte de la nobleza, se salió fuera.
Volvió el gobernador desde Francia a Génova, luego que entendió estas revueltas, con ciento
y cincuenta caballos y setecientos infantes, pero no pudo, ni con la autoridad, ni con las
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persuasiones, ni con las fuerzas, reducir en nada las materias a mejor estado; antes, habiendo
menester muchas veces acomodarse con la voluntad del pueblo, mandó que alguna otra gente que le
seguía se volviese atrás.
De estos principios, haciéndose cada día más insolente la multitud y habiendo caído, contra la
voluntad de muchos plebeyos justos (como acaece comúnmente en las ciudades alborotadas), el
gobierno casi enteramente en lo más vil de la plebe, que creó por sí misma para cabeza de su furor
un nuevo Tribunal de ocho hombres plebeyos con grande autoridad, a los es, para que el nombre los
provocase a mayor locura, llamaron tribunos de la plebe, tomaron con las armas el lugar de la
Spezia y otros de la ribera de Levante, que gobernaba Juan Luis del Fiesco por orden del Rey.
Quejóse Juan Luis de estas insolencias al Rey en nombre de toda la nobleza y por su propio
interés, mostrándole el peligro manifiesto de perder el dominio de Génova, pues que la multitud
había llegado a tal temeridad que, además de tantos males, se había atrevido (procediendo
derechamente contra la autoridad real) a ocupar los lugares de la ribera y añadiendo que era fá. cil,
usando con brevedad de los remedios convenientes, reprimir tan grande furor, mientras no llegaban
a tener fomento o ayuda de nadie; mas que, si tardaba en proveer el remedio, echaría el mal cada día
mayores raíces, porque la importancia de Génova por mar y tierra era tal, que convidaba fácilmente
a cualquier Príncipe a sustentar este incendio tan peligroso para su Estado, y conociendo la plebe
que aquello que por ventura al principio fue sedición, se había vuelto en rebelión, se arrimaría a
cualquiera que le diese esperanza de defenderla.
Procuraron por otra parte los embajadores enviados por el pueblo de Génova al Rey justificar
su causa, mostrando que no había incitado al pueblo otra cosa sino la soberbia de los gentiles-
hombres, los cuales, no contentos con las honras convenientes para la nobleza, querían ser honrados
y temidos como señores; que el pueblo había sufrido mucho tiempo sus insolencias; pero viéndose
finalmente injuriado, no sólo en las haciendas, sino en las propias personas, no se había podido
contener más; pero que, con todo eso, no habían procedido sino sólo en las cosas, sin las cuales no
podía estar segura su libertad, porque, participando los nobles en los oficios por iguales partes, no
se podía resistir a su tiranía por medio de los magistrados y de los jueces, y estando por Juan Luis
los lugares de la ribera, sin cuyo comercio estaba Génova como asediada, ¿de qué manera podrían
con seguridad los plebeyos tratar y contratar con ellos? Que el pueblo había sido siempre muy
devoto y fiel de la majestad real, y que las mudanzas de Génova habían procedido en todo tiempo
más de los gentiles-hombres que de los plebeyos; que suplicaban al Rey que, perdonando los delitos
que habían cometido algunos particulares en el ardor de las diferencias, sin la voluntad universal,
confirmase la ley que se había hecho sobre la distribución de los oficios, y los lugares de la ribera se
gobernasen en nombre público, y que, gozando en esta forma los gentiles-hombres honradamente su
puesto y dignidad, gozarían los plebeyos la libertad y seguridad conveniente, por la cual no se hacía
perjuicio a nadie, y reducidos a esta tranquilidad por su mano, adorarían eternamente la clemencia,
bondad y justicia del Rey.
Habían sido de mucho disgusto para el Rey estos alborotos, o porque tuviese recelos de la
licencia de la multitud, o por la inclinación que comúnmente tienen los franceses al nombre de
gentil-hombre, por lo cual hubiera estado dispuesto a castigar los autores de estas insolencias y a
reducir todas las cosas a su estado antiguo; pero temiendo que, si intentaba remedios ásperos,
recurrirían los genoveses al Emperador (a quien, no habiendo aún muerto su hijo, temía mucho), y
determinando por esto proceder blandamente, prometió perdonar todos los delitos cometidos y que
confirmaría la nueva ley de los oficios, con tal que pusiesen en sus manos los lugares ocupados en
la ribera; y para disponer al pueblo más fácilmente para estas cosas, envió a Génova a Miguel
Riccio, doctor y expatriado de Nápoles, a aconsejarles que supiesen usar de la ocasión de su
benignidad, antes que, multiplicando su contumacia y errores, le pusiesen en necesidad de proceder
contra ellos con la severidad del imperio. Pero en los ánimos ciegos de inmoderada codicia no tenía
parte alguna la prudencia, ahogada por la temeridad; y así, la plebe y los tribunos (aunque los
magistrados legítimos fuesen de contrario parecer) no aceptando la mansedumbre del Rey, no sólo
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negaron restituir los lugares ocupados, sino, pasando continuamente a cosas peores, determinaron
expugnar a Mónaco, castillo que poseía Luciano Grimaldo, o por el enojo común contra todos los
gentiles-hombres genoveses, o porque, por estar situado en lugar muy a propósito sobre el mar,
importaba mucho para las cosas de Génova, o quizá moviéndose por odio particular, siendo así que
quien tiene en su poder aquel lugar, situado a propósito para este efecto, solía abstenerse con
dificultad de los robos marítimos, o porque, según dicen, pertenecía jurídicamente a la república,
por lo cual (si bien contradiciéndolo sin fruto el gobernador) enviaron por tierra y por mar mucha
gente a sitiarlo.
Conociendo Felipe de Ravestein que estaba allí inútilmente y no sin peligro por los accidentes
que podían nacer, dejando en su lugar a Rocalbertino, se fue; y desesperado el Rey de que se
pudiesen reducir a mejor forma las cosas, juzgando que el consentir que estuviesen en aquel estado
no era con dignidad y seguridad suya, y que sería mayor el peligro si los dejasen pasar más
adelante, comenzó a prepararse descubiertamente con las fuerzas de mar y tierra para reducir a su
obediencia a los genoveses.
Fue causa esta determinación de que se interrumpiesen las materias que se trataban entre el
Papa y él contra los venecianos, deseadas mucho por el Rey, viéndose libre, por la muerte del rey
Felipe, de los recelos que había tenido de las preparaciones de Maximiliano; pero mucho más las
deseaba el Papa, indignado grandemente contra ellos por haber ocupado los lugares de la Romaña y
porque, sin ningún respeto a la Sede Apostólica, conferían los obispados vacantes en su dominio y
se introducían en muchas cosas pertenecientes a la jurisdicción eclesiástica; por lo cual, inclinado
de todo punto a la amistad del Rey, demás de haber publicado por cardenales a los obispos de
Bayeux y Aux, por habérselo pedido antes con grande instancia, había pedido al Rey que pasase a
Italia y fuese a verse con él, lo que el Rey prometió hacer; pero entendiendo después el Papa su
determinación de mover las armas en favor de los gentiles-hombres contra el pueblo de Génova,
recibió gran disgusto, siendo por su antigua inclinación contrario de los gentiles hombres y
favorecedor del pueblo, por lo cual hizo instancia con el Rey para que se contentase con tener
aquella ciudad en su obediencia, sin alterar el estado popular, y le aconsejó eficaz. mente que se
abstuviese de mover las armas, alegando muchas razones y principalmente que corría riesgo (si se
emprendía en Italia algún incendio por este movimiento) de turbarse las cosas de manera que no se
pudiese mover la guerra trazada contra los venecianos. Mas viendo que al Rey no movían estas
razones, llevado del enojo y del dolor, o verdaderamente habiéndose renovado en él, o por sí mismo
o por sutiles artificios de otros, la antigua sospecha de la codicia del cardenal de Rohán, y temiendo
por esto que le detuviese el Rey en caso que se juntasen en un mismo lugar, o acaso concurriendo
ambas causas, publicó de repente en el principio del año 1507, contra la esperanza de todos, que
quería volver a Roma, sin alegar más razones sino que el aire de Bolonia era dañoso para su salud, y
que su ausencia de Roma le causaba gran detrimento en sus rentas. Admiró mucho a todos esta
determinación, y especialmente al Rey, que sin ninguna causa dejase imperfectas las pláticas que
tanto había deseado, interrumpiendo las vistas que él mismo le había pedido, y turbándose mucho,
no dejó de hacer cuanto pudo por que variase este nuevo pensamiento, si bien era más dañosa que
vana su diligencia, porque, entrando el Papa en mayores recelos, por la instancia que se le hacía,
tanto más se confirmaba en su determinación, y estando pertinaz en ella, partió al fin de Febrero de
Bolonia, sin poder disimular el enojo que había concebido contra el Rey.
Puso antes de partir de aquella ciudad la primera piedra de la fortaleza que, por orden suya
(con infelices agüeros) se hacía junto a la puerta de Galera, que va a Ferrara, en el mismo sitio
donde otra vez, con los propios agüeros, había sido edificada por Felipe María Visconti, duque de
Milán; y habiendo mitigado algo, por el nuevo enojo con el rey de Francia, el antiguo contra los
venecianos, no queriendo (por ir con más comodidad) salir del camino derecho, pasó por la ciudad
de Faenza; sobreviniendo cada hora nuevas diferencias contra el rey de Francia y él, porque había
hecho instancia que fuesen echados del Estado de Milán los Bentivoglios, aunque, con su voluntad,
se les había concedido facultad para habitar en él, y no quería restituir al protonotario, hijo de Juan,
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la posesión de sus iglesias, prometidas con la misma concordia y voluntad. ¡Tanto podía más en él
muchas veces la batalla de su ánimo que la razón!
Procuraba mitigar el rey de Francia, sin artificio ni diligencia, esta disposición; pero enojado
de tan gran mudanza y sospechoso (como era verdad) de que animase en secreto al pueblo de
Génova, no se abstenía de amenazarle descubiertamente, tachando con palabras injuriosas su poca
nobleza (porque no se dudaba que el Papa había nacido bajamente y sido criado muchos años en
estado muy humilde); antes confirmado tanto más en las cosas de Génova, disponía con gran
diligencia el ejército para ir en persona, habiendo aprendido por la experiencia de lo que había
sucedido en el reino de Nápoles, cuánta diferencia había en administrar la guerra por sí misma o
someterla a sus capitanes.
No inquietaban estas preparaciones a los genoveses, atentos a ocupar a Mónaco, donde tenían
en su circuito muchos bajeles y seis mil hombres de gente recogida de rebato de la plebe y del país,
debajo del gobierno de Tarlatino, capitán de los pisanos, quienes, junto con Pedro de Gambacorta y
algunos otros soldados, le habían enviado en favor de los genoveses. Perseverando continuamente
en Génova en los errores que se multiplicaban cada día, el castellano del Castillejo, que hasta
aquella hora había estado muy quieto sin haber recibido del pueblo ningún disgusto, o por orden del
Rey o por codicia del robo, prendió de improviso a muchos del pueblo y comenzó a maltratar con la
artillería el puerto y la ciudad, por lo cual Rocalbertino, teniendo miedo por su propia persona, se
fue y los infantes franceses, que estaban en guarda del Palacio público, se retiraron al Castillejo.
Tuvo poco después fin el sitio sustentado muchos meses sobre Mónaco, porque entendiendo
los que estaban acampados sobre aquel lugar, que se acercaban para socorrerle Ibo de Allegri y los
principales de los gentiles-hombres con tres mil infantes, soldados suyos, y con otra gente enviada
por el duque de Saboya, no habiendo tenido osadía para esperarles, lo levantaron, divulgándose ya
la fama de que continuamente pasaba a Lombardía el ejército dispuesto por el Rey. Por esta causa,
encendiéndose el furor de aquéllos, en los cuales debía ser el peligro motivo de mejores consejos, la
multitud, que, hasta aquel día, disimulando con las palabras la rebelión que ejecutaba con las obras,
aclamaba al rey de Francia, quitó de los lugares públicos sus armas y señales y eligió por Dux de
Génova a Paulo de Nove, tintorero de seda, hombre de lo más ínfimo de la plebe, descubriéndose
por esto en manifiesta rebelión, porque a la elección del Dux iba unida la declaración de que la
ciudad de Génova no estaba sujeta a ningún Príncipe.
Incitando estas cosas el ánimo del Rey a mayor indignación, y significándole los nobles que,
en lugar de sus armas, habían puesto las del Emperador, aumentó las provisiones que primero había
ordenado, conmoviéndole aun más que el Emperador, provocado por los genoveses, y quizá
ocultamente por el Papa, le había aconsejado que no molestase a Génova, como ciudad del Imperio,
ofreciendo que se interpondría con el pueblo para que se redujese a las cosas que fuesen justas.
Sustentaron algo la osadía del nuevo Dux y de los tribunos los prósperos sucesos que tuvieron
en la ribera de Levante, porque habiendo recuperado a Rapalle Jerónimo, hijo de Juan Luis del
Fiesco, con dos mil infantes y algunos caballos y yendo de noche a tomar a Recco, encontrándose
con la gente que venía de Génova en socorro de aquel lugar, se pusieron, sin pelear,
desordenadamente en huida, y llegando este suceso a noticia de Orlandino, sobrino de Juan Luis,
que con otra multitud de gente había bajado a Recco, se puso también en huida, por lo cual
quedando más insolente el Dux y los tribunos, acometieron al Castellaccio (fortaleza antigua situada
en los montes sobre Génova, que era de los señores de Milán cuando poseían aquella ciudad, para
que, cuando fuese necesario, se pudiese arrimar a Génova la gente que ellos enviaban de Lombardía
y socorrer al castillo), que ocuparon fácilmente por tener poca guarda, porque los pocos franceses
que estaban en él se rindieron debajo de palabra de que serían libres sus vidas y sus haciendas; pero
luego la quebrantaron, alabándose de ello los que habían hecho tal exceso, en cuya señal volvieron
con las manos ensangrentadas a Génova, con grande alegría. Al mismo tiempo comenzaron a batir
con la artillería el castillo y la iglesia de San Francisco, que está unida a él.
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Había pasado ya el Rey a Italia y el ejército se iba recogiendo continuamente para acometer a
Génova sin tardanza; pero los genoveses, desamparados de toda ayuda, porque el Rey católico,
aunque deseoso de que subsistiese la insurrección, no quería apartarse del rey de Francia, antes le
había dado cuatro galeras sutiles, ni el Papa se atrevía a hacer otras demostraciones que las de darles
secretos consejos y esperanzas; y teniendo sólo trescientos infantes forasteros sin capitanes
prácticos en la guerra y falta de municiones, persistían en su obstinación, esperando que prohibirían
fácilmente por la estrechez de los pasos y por la dificultad y aspereza del país que los enemigos se
arrimasen a Génova, despreciando por esta esperanza vana los consejos de muchos, especialmente
los del cardenal de Finale, el cual, siguiendo al Rey, les aconsejaba con expresas órdenes y cartas
que se remitiesen a su voluntad, dándoles esperanzas de que conseguirían fácilmente perdón y
condiciones tolerables.
Caminando el ejército por el camino del burgo de Fornari y de Seravalle, comenzaron a
mostrarse varios los designios de los genoveses, no discurridos, ni medidos por los hombres
prácticos en la guerra, sino con clamores y jactancia vana de la vil y necia multitud, por lo cual, no
correspondió el ánimo de los hombres, en el peligro presente a lo que temerariamente se habían
prometido, cuando estaba lejos el riesgo. Huyeron con gran mengua seiscientos infantes que estaban
en guarda de los primeros pasos al arrimarse los franceses, por lo cual, perdiendo el ánimo todos los
otros encargados de defender los pasos, se retiraron a Génova, dejándolos libres a los franceses,
cuyo ejército, habiendo pasado sin ningún estorbo la cumbre de los montes, había bajado al valle de
Pozzevera, que está siete millas de Génova; causando grande admiración a los genoveses que,
contra aquello de que se habían persuadido neciamente, se atreviese a alojar en aquel valle, rodeado
de montes ásperos y en medio de todo el país enemigo.
En este tiempo la armada del Rey, de ocho galeras sutiles y muchas fustas y bergantines,
presentándose delante de Génova, había pasado hacia Portovenere y Spezia, siguiendo a la armada
genovesa, que llevaba siete galeras y seis barcas, la cual, no habiendo tenido atrevimiento para
detenerse en el puerto de Génova, se retiró a aquellos lugares.
Del valle de Pozzevera fue el ejército al burgo de Rivarolo, distante de Génova dos millas,
cerca de la iglesia de San Pedro de la Rena, que está a la orilla del mar, y aunque, caminando,
encontrasen en algunos pasos infantes de los genoveses, todos estos se retiraron sin mostrar mayor
valor que los demás. Llegó el mismo día al ejército la persona del Rey, cual alojó en la Abadía del
Bosquecillo, frente al burgo de Rivarolo, acompañado de la mayor parte de la nobleza de Francia,
de muchos gentiles-hombres del Estado de Milán y del marqués de Mantua, a quién había declarado
el Rey pocos días antes por cabeza de la orden de San Miguel y dádole el estandarte que, después de
la muerte de Luis onceno, no se había dado a nadie. Había en el ejército ochocientas lanzas (porque
el Rey, atendiendo a la aspereza del país, dejó las otras en Lombardía) mil y trescientos caballos
ligeros, seis mil suizos y seis mil infantes de otras naciones.
Habían edificado los genoveses, para no dejar libre el camino que va por los montes al
Castellaccio y después a Génova, que era más corto que el de San Pedro de la Rena contiguo a la
costa, un bastión en la cumbre del monte que se llama la montaña del Promontorio, entre el burgo
de Rivarolo y San Pedro de la Rena, del cual se va a Castellaccio por lo alto de la cumbre.
Enderezose el ejército a este bastión el mismo día que alojó en Rivarolo.
Por otra parte salieron de Génova ocho mil infantes guiados por Jacobo Corso, lugarteniente
de Tarlatino, porque éste y los de los pisanos, habiéndose detenido en Ventimiglia al retirarse el
ejército de Mónaco, no pudieron volver a Génova cuando los genoveses los llamaron (los cuales
enviaron para traerles la nave de Demetrio Justiniano) ni por el camino de tierra, por estorbarlo los
franceses, ni por la mar, por correr vientos contrarios. Comenzando a subir ya los franceses,
descubrieron a los infantes de Génova, los cuales, habiendo subido al monte por el collado por
donde se iba al bastión y después bajado la mayor parte, habían hecho rostro sobre una eminencia
que está en la mitad del monte. Contra ellos envió Chaumont a pelear muchos gentiles-hombres y
mucha infantería, de quien los genoveses se defendían valerosamente por la multitud y por la
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ventaja del sitio y con gran daño de los franceses, porque, despreciando a los enemigos (como
recogidos casi todos de artífices y gente del país) iban ganosísimos de acometerlos, sin considerar la
fortaleza del sitio, y ya había sido herido en la garganta La Paliza, aunque ligeramente. Queriendo
Chaumont echarles de aquel lugar, hizo subir arriba dos cañones y, batiéndolos con ellos por el
costado, les obligó a retirarse hacia el monte donde había quedado la otra parte de su gente.
Siguiéndolos siempre los franceses, los que estaban en guarda del bastión lo desampararon con gran
infamia (aunque por el sitio y por la fortificación que se había hecho podían esperar seguramente la
artillería), temiendo que se metería alguna parte de los franceses entre ellos y los que estaban en el
monte, por lo cual aquellos que desde la eminencia. habían comenzando a retirarse hacia el bastión,
viendo que estaba cortado el camino, tomaron otro para Génova fuera del acostumbrado, por
peñascos y breñas y ásperos despeñaderos, muriendo en la retirada cerca de trescientos.
Llena de increíble terror, por este suceso, toda la ciudad que, gobernada según la voluntad de
lo más bajo de la plebe, no se regía con consejo militar ni con prudencia civil, enviaron dos
embajadores al ejército a tratar de entregarse con capítulos convenientes, los cuales, no siendo
admitidos a la presencia del Rey, fueron oídos por el cardenal de Rohán, y él les dio la respuesta,
diciéndoles que el Rey había determinado no aceptarles si no ponían en sus manos, sin ninguna
condición, absolutamente a su arbitrio, las personas y las cosas.
Pero mientras trataban con él, una parte de la plebe que rehusaba el acuerdo, saliendo
alborotadamente de Génova, se descubrió con muchos infantes por las cumbres y por el collado que
desciende de Castellaccio, y se arrimó a un cuarto de milla del bastión para recuperarlo; pero
habiendo escaramuceado con los franceses que habían salido a su encuentro por espacio de tres
horas, se retiró a Castellaccio, sin ventaja de ninguna de las partes. Durante el combate, el Rey,
temiendo mayor movimiento, estuvo continuamente armado con mucha gente de a caballo en el
llano que está entre el río de la Pozzevera y el alojamiento del ejército.
A la noche siguiente, perdiendo los genoveses las esperanzas de sus cosas y diciéndose que
los principales del pueblo se habían concertado con el Rey, desde cuando estaba en Asti, quejándose
la plebe de haber sido engañada, el Dux, con muchos de los que, por delitos cometidos, no
esperaban perdón y con la parte de los pisanos que estaba allí, partieron para ir a Pisa, y volviendo
al ejército los mismos embajadores cuando amaneció, convinieron en entregar la ciudad la
discreción del Rey, sin haber sustentado la guerra más que ocho días, con gran ejemplo de la poca
práctica y confusión de los pueblos, que fundándose en esperanzas engañosas y designios vanos,
briosos cuando está lejos el peligro y perdiendo después el ánimo cuando está vecino, no saben usar
de ninguna moderación.
Hecho el acuerdo, se arrimó el Rey con el ejército a Génova, alojando la infantería en los
burgos, y tenien. do harta dificultad en contenerla, mayormente a los suizos, para que no entrasen a
saquear la ciudad. Entró después Chaumont con la mayor parte de la otra gente (habiendo primero
metido guarda en el Castellaccio), al cual entregaron los genoveses todas las armas públicas y
privadas, que fueron llevadas al castillo, y tres piezas de artillería que habían traído allí los pisanos,
las cuales después fueron enviadas a Milán; y el día siguiente, que fue a 29 de Abril, entró en
Génova la persona del Rey con toda la gente de armas y arqueros de su guarda, y él a pie debajo de
palio, armado todo de unas armas blancas, con un estoque desnudo, en la mano, al cual salieron a
recibir los ancianos con muchos de los ciudadanos más honrados, echándose delante de sus pies,
con muchas lágrimas, y después que callaron un rato, uno habló así en nombre de todos:
«Podremos afirmar (cristianísimo y clementísimo Rey) que si bien al principio de las
diferencias con nuestros gentiles hombres intervino casi la mayor parte del pueblo, el practicarlas
insolentemente y la contumacia en obedecer las órdenes reales procedió sólo de lo más vil y soez de
la plebe, cuya temeridad, ni nosotros ni los demás ciudadanos mercaderes y oficiales honrados,
nunca pudimos refrenar, y por esto, que cualquier pena que se imponga a la ciudad o a nosotros
afligiría a los inocentes, sin daño alguno de los autores y cómplices de tantos delitos, los cuales,
faltos de todas cosas, vagabundos, no sólo no están entre nosotros en concepto de ciudadanos, sino
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ni aun de hombres, ni tienen esta infeliz ciudad por patria suya. Pero nuestra intención es,
prescindiendo de toda excusa, no recurrir a nada sino a la magnanimidad piadosa de tan gran Rey:
en ella confiamos sumamente, y le suplicamos con grande humildad que, con el ánimo con que
perdonó los yerros mucho mayores que cometieron los milaneses, se sirva volver aquellos ojos
piadosos a los genoveses, que pocos meses ha eran dichosísimos y ahora son ejemplo de todas las
miserias. Acordaos con cuánta gloria de vuestro nombre fue entonces celebrada por todo el mundo
vuestra clemencia, y cuánto más justo será confirmarla usando de semejante piedad que, con
crueldades, obscurecerla. Acordaos que de Cristo, redentor de toda la generación humana, se derivó
vuestro apellido de Cristianísimo, y que, por esto, a su imitación, os toca sobre todas las cosas
ejecutar su clemencia y misericordia. Sean de cualquier género y grandeza los delitos cometidos por
nosotros, no serán jamás mayores que vuestra piadosa bondad. Vos, Rey nuestro, representáis entre
nosotros al sumo Dios, con la dignidad y con el poder; porque ¿qué otra cosa que dioses son los
Reyes entre sus vasallos? Por lo cual, tanto más os pertenece representarle de la misma manera con
la semejanza de la voluntad y de las obras de las cuales ninguna es más gloriosa ni más grata, ni
hace más admirable su nombre que la misericordia.»
Siguieron a estas palabras las voces grandes de todos gritando «¡misericordia!»; pero
caminando el Rey adelante, sin responder nada, aunque mandándoles que se levantasen del suelo, y
quitando el estoque que tenía desnudo en la mano, hizo alguna señal de que tenía el ánimo más
inclinado a la benignidad. Llegó después a la Iglesia mayor, donde se le echó delante de los pies
número casi infinito de mujeres y de niños de ambos sexos, los cuales, vestidos de blanco, le
suplicaban con grandes gritos y llantos miserables que usase de su clemencia y misericordia.
Conmovió mucho esta vista (según se dijo) el ánimo del Rey, el cual, aunque había determinado
privar a los genoveses de toda administración y autoridad, apropiar al fisco las rentas que, debajo
del nombre de San Jorge, pertenecen a los particulares, y, quitándoles toda especie de libertad,
reducirlos a la sujeción en que están los lugares del Estado de Milán, con todo eso, pocos días
después, o considerando que por este camino no sólo se castigaba a muchos inocentes, sino que
también se enajenaba los ánimos de toda la nobleza, y que era más fácil enseñorearla con dulzura
que con la total desesperación, confirmó el gobierno antiguo en la forma que estaba antes de estas
últimas sediciones. Mas por no olvidar de todo punto la severidad, condenó a la Comunidad o
Ayuntamiento en cien mil ducados, como pena del delito, y poco después le impuso doscientos mil,
pagados en ciertos plazos, para cobrar los gastos hechos y para edificar la fortaleza en la torre de
Codifa, próxima a Génova, que está situada junto al mar sobre el camino que va al valle de
Pozzevera y a San Pedro de la Rena; la cual, porque puede ofender todo el puerto y parte de la
ciudad, se llama justamente el Freno.
Quiso también que pagasen más guarda de la acostumbrada; que hubiese continuamente en el
puerto armadas tres galeras sutiles a su obediencia, y que se fortificasen castillo y Castellaccio.
Anuló todos los conciertos que se habían hecho primero entre él y aquella ciudad, volviéndoles a
conceder casi las mismas cosas, pero como privilegio y no como condiciones, para que estuviese
siempre en su poder privarles de ellos. Hizo quitar de las monedas genovesas las señales antiguas, y
ordenó que, en lo venidero, se imprimiese en ellas su señal, para demostración de superioridad
absoluta. Añadióse a estas cosas el cortar la cabeza a Demetrio Justiniano, el cual manifestó en su
confesión todas las pláticas y las esperanzas que tenían del Papa; también incurrió en el mismo
castigo pocos meses después Paulo de Nove, que fue Dux últimamente, el cual, navegando desde
Pisa a Roma, engañado por un corso que había sido su soldado, fue vendido a los franceses.
Hechas por el Rey estas cosas, recibido solemnemente el juramento de fidelidad de los
genoveses y perdonando a todos, excepto a cerca de sesenta, los cuales remitió a disposición de la
justicia, se fue a Milán, habiendo, luego que ocupó a Génova, despedido el ejército, con el cual,
redimidos todos los otros daños, le hubiera sido fácil, continuando el curso de la victoria, oprimir en
Italia a quien hubiera juzgado conveniente; pero despidióle tan aprisa por certificar al Papa, al Rey
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de Romanos y a los de Venecia, que estaban con grandes recelos de que su venida a Italia, no tenía
otro fin sino la recuperación de Génova.

Capítulo III
Quejas del Pontífice contra el rey de Francia por los asuntos de Génova.—Dieta de los
Príncipes de Alemania en Constanza.—Discurso del Emperador induciéndoles a declarar la guerra
a Francia.—Fernando de Aragón parte de Nápoles para volver a España.—Gonzalo de Córdoba le
acompaña.—Entrevista de los reyes de Aragón y de Francia en Savona.—Últimos honores
tributados al genio del Gran Capitán.—Conferencia de ambos Reyes.—Sospechas y malcontento
del Pontífice.—Determinación de la Dieta de Constanza.—Próxima venida del Emperador a Italia.
—Los venecianos en duda de confederarse con el Emperador o con el rey de Francia.—Discursos
del Foscareno y de Andrea Gritti en el Senado veneciano.

No bastaba nada para moderar el ánimo del Papa, el cual, interpretando todas las cosas en el
peor sentido, se quejaba de nuevo grandemente el Rey, como si, por su medio, hubiera procedido
que Anníbal Bentivoglio, con seiscientos infantes recogidos en el ducado de Milán, hubiese
intentado en aquellos días entrar en Bolonia, afirmando que, de suceder esto, hubieran pasado más
adelante sus determinaciones contra el Estado de la Iglesia.
Enojado por esto, aunque había nombrado antes con gran dificultad cardenales a los obispos
de Aux y de Bayeux, rehusaba nombrar al obispo de Albi, quejándose de que hubiese permitido
Chaumont, su hermano, que habitasen los Bentivogli en el ducado de Milán. Mas lo que causaba
mayor cuidado era que, llevado no menos del odio que de la sospecha, cuando el Rey publicó que
quería con las armas reducir a su obediencia a los genoveses, había significado, por sus Nuncios y
con un Breve, al Rey de Romanos y a los otros Electores del Imperio, que el rey de Francia se
prevenía para pasar a Italia con ejército muy poderoso, fingiendo que quería refrenar los alborotos
de Génova, los cuales estaba en su mano aquietarlos con sólo su autoridad, pero que lo cierto era
que lo hacía para oprimir el Estado de la Iglesia y usurpar la dignidad del Imperio.
Lo mismo le significaban, demás del Papa, los venecianos, movidos del mismo temor por la
venida del rey de Francia a Italia con tan grande ejército.
Al saber esto Maximiliano, deseosísimo por su condición de cosas nuevas, habiendo vuelto de
Flandes aquellos días, donde intentó en vano tomar el gobierno de su nieto, había juntado en la
ciudad de Constanza a los Príncipes de Alemania y a los representantes de las villas francas (llaman
las villas francas a aquellas ciudades que, reconociendo en ciertas pagas señaladas la autoridad del
Imperio, se gobiernan en todo lo demás por sí mismas, atentas a no extender su territorio, sino a
conservar su propia libertad), donde concurrieron los barones, los príncipes y los pueblos de toda
Alemania por ventura más presto y en mayor número que en mucho tiempo habían concurrido a
ninguna Dieta, pues vinieron personalmente todos los electores y príncipes eclesiásticos y seglares
de Alemania, excepto aquellos que estaban detenidos por algún justo impedimento, si bien enviaron
en su representación a la Dieta sus hijos o sus hermanos u otras personas parientes suyos que
representaban su nombre. Asimismo todas las villas francas enviaron embajadores. Juntos todos,
hizo el Emperador ver el breve del Papa y muchas cartas por donde le significaban de diferentes
partes lo mismo, y en algunas de ellas se decía expresamente que la intención del rey de Francia era
poner en la Silla pontifical al cardenal de Rohán y recibir de él la corona del imperio. Estando ya,
por estos avisos, irritados con gran indignación los ánimos de todos, el Emperador, al cesar el ruido,
habló de esta manera:
«Ya veis, nobilísimos electores, príncipes y respetables embajadores, los efectos que ha
producido la paciencia que hemos tenido por lo pasado y el fruto que ha hecho el haberse
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despreciado mis quejas en tantas Dietas; ya veis que el rey de Francia, que primero no -se atrevía a
intentar lo que tocaba al Sacro Imperio, sino con grandes ocasiones y con colores aparentes, ahora
se previene descubiertamente, no para defender a nuestros rebeldes, como otras veces lo ha hecho,
ni para ocupar en alguna parte los derechos del Imperio, sino para despojar a Alemania de la
dignidad imperial, ganada y conservada con tan gran valor y con tanto trabajo de nuestros mayores.
No le incita a tan gran atrevimiento el estar acrecentadas sus fuerzas, ni disminuidas las nuestras, ni
tampoco él ignora cuánto más poderosa es sin comparación Alemania que Francia, sino por la
esperanza que ha concebido, por lo que ha visto en las cosas pasadas, de que nosotros hemos de ser
siempre los mismos; que nuestras diferencias o flojedad han de poder más que los estímulos de la
gloria y hasta de nuestro bien; que por las causas mismas porque hemos sufrido con tanta vergüenza
que haya ocupado el ducado de Milán, que haya sustentado las discordias entre nosotros y que
defienda a los rebeldes del Imperio, hemos también de sufrir que nos quite la dignidad imperial,
pasando a Francia el lustre y esplendor de esta nación.
»¡Cuánta menor ignominia sería para nuestro nombre y cuánto menor dolor sentiría mi ánimo
si fuese notorio a todo el mundo que el poder de Alemania era inferior al de Francia! Porque menos
me atormentaría el daño que la infamia; pues, a lo menos, no se atribuiría a vileza o a imprudencia
nuestra lo que procedería de la calidad de los tiempos o de la contrariedad de la fortuna. ¡Qué
mayor infelicidad o qué mayor misterio que vernos reducidos a estado que hayamos de desear ser
poco poderosos! ¡Estar obligados a elegir voluntariamente un gran daño por excusar (que no se
puede de otra manera) la infamia y vituperio eterno de nuestro nombre! Pero vuestra
magnanimidad, experimentada tantas veces en cosas particulares, la ferocidad propia y única de esta
nación y la memoria del valor antiguo y de los triunfos de nuestros padres, terror y espanto de todas
las otras naciones, me dan esperanza y casi certeza de que, en causa tan grave, se hayan de despertar
vuestros espíritus belicosos y no vencidos. No se trata de la enajenación del Estado de Milán, ni de
la rebelión de los suizos; cosas en que, aunque son tan graves, ha sido ligera mi autoridad, por la
afinidad que tenía con Luis Sforza y por los intereses particulares de la casa de Austria. Pero ahora,
¿qué excusa se podría pretender? ¿Con qué velo se podría cubrir nuestra ignominia? Trátase si los
alemanes, poseedores, no por la fortuna, sino por su valor, del imperio romano, cuyas armas
domaron en tiempos pasados casi todo el mundo, cuyo nombre todavía es al presente espantoso a
todos los reinos de la cristiandad, se han de dejar despojar vilmente de tan gran dignidad, si han de
ser ejemplo de infamia, si se han de volver, de la primera y más gloriosa nación, la última, la más
escarnecida y la más vituperada del mundo. ¿Qué razones, qué intereses y qué enojos os moverán
nunca si estos no os mueven? ¿Cuáles despertarán en vosotros las semillas del valor y de la
generosidad de vuestros pasados si éstas no los despiertan? ¿Con cuánto dolor oirán en los tiempos
futuros nuestros hijos y nuestros descendientes la memo. ria de vuestros nombres, si no conserváis
en aquella grandeza y autoridad el nombre germano en que os lo conservaron vuestros padres?
»Pero dejemos aparte los consejos y persuasiones, porque no me conviene, instituido por
vosotros en tan grande dignidad, extenderme en palabras, sino proponeros hechos y ejemplos. Yo he
determinado pasar a Italia con ocasión de recibir la corona del Imperio (solemnidad, como es
notorio, más de ceremonia que de sustancia, porque la dignidad y autoridad imperial depende de
todo punto de vuestra elección; pero principalmente para interrumpir estos consejos dañosos de los
franceses y para echarlos del ducado de Milán, pues de otra manera, no nos podemos asegurar de su
insolencia. Estoy cierto que ninguno de vosotros dificultará darme las ayudas que se acostumbran
dar a los Emperadores que van a coronarse, con las cuales, juntas con mis fuerzas, no dudo que
pasaré por todas partes victorioso y que la mayoría de Italia me saldrá a recibir, suplicándome unos
que les confirme sus privilegios, otros para conseguir de nuestra justicia remedio de las opresiones
que les han hecho, y otros para aplacar con sumisión humilde la ira del vencedor. Cederá el rey de
Francia sólo al nombre de nuestras armas, teniendo los franceses ante los ojos la memoria de aquel
tiempo en que, siendo no sólo mozo, sino casi niño, rompí con verdadero valor y magnanimidad el
ejército del rey Luis en Guinegatte, pues desde aquel tiempo hasta ahora, rehusando hacer
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experiencia de mis armas, nunca han peleado conmigo los reyes de Francia sino con engaños y
asechanzas. Considerad con la generosidad y magnanimidad propia de tudescos si conviene a
nuestra fama y honra en tan grave peligro de todos, resentirse perezosamente y no hacer, en caso tan
extraordinario, extraordinarias provisiones. ¿No pide la gloria y la grandeza de nuestro nombre, de
la cual ha sido siempre propio defender la dignidad de los Pontífices romanos y la autoridad de la
Sede Apostólica, que ahora, con la misma ambición e impiedad son violadas por el rey de Francia,
que, por decreto común de toda Alemania, se tomen para este efecto poderosísimamente las armas?
Este interés es todo vuestro, porque yo he cumplido enteramente con mi misión, juntádoos
prontamente para manifestaros el peligro común y animádoos con el ejemplo de mi determinación.
En mí no faltará fortaleza de ánimo para exponerme a cualquier peligro, ni cuerpo hábil para sufrir
cualquier trabajo por el continuo ejercicio, ni mi consejo en las cosas de la guerra, por la edad y por
la larga experiencia que tengo, es tal, que os falte cabeza digna de todas las honras. Pero con cuanta
mayor autoridad adornéis a vuestro Rey, y con cuanto mayor poder y ejército le asistáis, tanto más
fácilmente, con suma gloria vuestra, defenderá la libertad de la Iglesia Romana, madre de todos, y
se ensalzará hasta el cielo, juntamente con la gloria del nombre alemán, la dignidad imperial,
grandeza y esplendor común para todos vosotros y para esta poderosísima y ferocísima nación.»
Conmovió grandemente esta oración los ánimos de todos los circunstantes, avergonzándose
de que, en las otras Dietas, no se hubiesen oído sus quejas, y era fácil añadir en los ánimos ya
incitados nueva indignación, por lo cual, habiendo en todos gran ardimiento para no sufrir que la
majestad del Imperio se transfiriese, por su negligencia, a otras naciones, comenzaron a tratar con
grande unión los artículos necesarios, afirmando todos que se debía disponer un poderoso ejército y
bastante (aun en caso que se le opusiese el rey de Francia y todos los italianos) para renovar y
recuperar en Italia los antiguos derechos del Imperio, usurpados por las cortas fuerzas o por culpa
de los Emperadores pasa dos; que así lo pedía la gloria del nombre germano, el concurso de tantos
príncipes y de todas las villas francas, y que era necesario esta vez mostrar al mundo todo que,
aunque Alemania en muchos años no ha tenido unidas las voluntades, no por eso dejaba de tener el
mismo poder y magnanimidad que había obligado a que todo el mundo temiese a sus antecesores;
por lo cual universalmente acompañó a su nombre gran gloria y la dignidad imperial, y en particular
muchos nobles habían alcanzado señoríos y grandezas y muchas ilustres casas habían reinado
mucho tiempo en Italia en los Estados ganados con sus fuerzas.
Comenzábanse a tratar estas cosas con tanto calor, que era manifiesto hacía muchos años que
no se había comenzado ninguna Dieta con mayores movimientos, persuadiéndose el mundo
universalmente que, demás de las otras causas, animaba mucho a los electores y a los príncipes la
esperanza que tenían de que, por la tierna edad del hijo del rey Felipe, hubiese de pasar la dignidad
imperial (continuada sucesivamente en Alberto, Federico y Maximiliano, todos tres de la casa de
Austria) a otra familia.
Llegando estas cosas a noticia del rey de Francia, le indujeron a deshacer el ejército (por
quitar semejantes sospechas) luego que hubo ganado a Génova, y hubiera vuelto a pasar los montes
con la misma presteza, de no detenerle el deseo de verse con el rey de Aragón, el cual se disponía
para volver a España, atento todo a volver a tomar el gobierno de Castilla, por no estar hábil Juana
su hija para tan grande administración, no tanto por la flaqueza del sexo, cuanto porque, por
humores melancólicos que se le descubrieron a la muerte de su marido, tenía falta en el juicio, y por
no estar aún hábil su hijo primogénito y del rey Felipe por la edad, que no llegaba a diez años.
Movíale demás de esto el ser deseado y llamado para aquel gobierno por muchos, a causa de la
memoria de haber sido gobernados justamente por él, y floridos aquellos reinos por la larga paz.
Acrecentaban este deseo las diferencias que ya habían comenzado entre los grandes señores y
el verse por muchas partes señales manifiestas de futuros alborotos; pero no lo deseaba menos su
hija que, no teniendo poder sobre sí misma en otras cosas, estuvo siempre constante en desear la
vuelta de su padre; negándose, a pesar de la sugestión e importunidad de muchos, a poner de propia
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mano su nombre en los despachos, sin cuya firma no tenían perfección los negocios ocurrentes,
según la costumbre de aquellos reinos.
Por estas causas partió el rey de Aragón del reino de Nápoles sin haberse detenido en él más
de siete meses y sin haber satisfecho la grande esperanza que tuvieron en su persona, no sólo por la
brevedad del tiempo y porque dificultosamente se puede corresponder a los conceptos de los
hombres que las más de las veces no se consideran con la debida madurez, ni se miden con las
proporciones ajustadas, sino porque se le opusieron muchas dificultades e impedimentos, por las
cuales no hizo cosa alguna digna de memoria o alabanza para la comodidad universal de Italia, ni
causó provecho alguno o beneficio al reino de Nápoles; porque, en las cosas de Italia, no le dejó
pensar el deseo de volver pronto al gobierno de Castilla (principal fundamento de su grandeza), por
el cual estaba necesitado a hacer todo esfuerzo para conservarse en amistad con el rey de Francia y
el de Romanos, para que el uno, con la autoridad de ser abuelo de los hijos pequeños del Rey
muerto y el otro con el poder vecino y con animar a que se le opusiesen sus enemigos, no le
pusieran estorbo en su vuelta.
Causóle dificultad poner orden y gratificar al reino de Nápoles el estar obligado, por la paz
hecha con el rey de Francia, a restituir los Estados que se habían quitado a los barones anjovinos
que, por concierto o por remuneración, se habían distribuido en aquellos que habían seguido su
partido, a los cuales, por no querer enajenarse su amistad, estaba obligado a recompensar con otros
equivalentes, que se habían de comprar a otras personas con dinero, y estando sus rentas exhaustas
para esto, veíase obligado, no sólo a sustentar las rentas reales por cualquier camino que pudiese,
negando (a pesar de lo que acostumbran los nuevos reyes) todas las gracias y ejecuciones, y dejando
de ejecutar cualquier especie de liberalidad, sino, con increíble que ja de todos, a cargar a los
pueblos, que esperaban ser libres y restaurados de tantos males.
No eran menores las quejas que se oían de los barones por todas partes, porque a los que
estaban en posesión, además que dejaban sus Estados de mala gana, se les daban, por la necesidad,
escasas y limitadas las recompensas, y a los otros se les minoraba cuanto se podía en todas las cosas
en que cabía controversia el beneficio de la restitución, porque cuanto menos se les restituía, tanto
menos se les recompensaba a los otros.
Partió con él el Gran Capitán, con amor de todos y fama increíble y de quien, además de las
alabanzas de los otros tiempos, se celebraba mucho la liberalidad que había mostrado en los grandes
dones que hizo antes de su partida; tanto que, no pudiendo cumplirlos de otra manera, vendió gran
parte de sus propios Estados, por no faltar a esta honra.
No partió de Nápoles el Rey muy satisfecho del Papa, porque, pidiéndole la investidura del
reino, negaba el Papa concedérsela sino con el censo con que se había concedido a los reyes
antiguos, y el Rey hacía instancia que se hiciese la misma baja que se había hecho a Fernando su
primo y a sus hijos y sobrinos, pidiendo la investidura de todo el reino en su nombre propio, como
sucesor de Alfonso el Viejo; pues de esta manera, cuando estaba en Nápoles, había recibido el
homenaje y juramentos; si bien se disponía en los capítulos de la paz hecha con el rey de Francia
que, en cuanto a la Tierra de Labor y al Abruzo se reconociese juntamente el nombre de la Reina.
Creyóse que el haber negado la concesión de la investidura era causa de que el Rey rehusase
ir a hablar con el Papa, el cual, habiendo estado muchos días en aquel mismo tiempo en la fortaleza
de Ostia, se decía que había sido para esperar su pasaje. Sea lo que fuere de esto la verdad, el Rey
Católico enderezó la navegación a Savona, donde estaba concertado que se había de ver con el rey
de Francia, el cual, habiéndose detenido en Italia por esta causa, luego que supo su partida de
Nápoles vino de Milán a aquel lugar.
Fueron en estas vistas de cada parte las demostraciones libres y llenas de toda confianza, y
tales que la memoria de los hombres no recordaba hubiese habido otras semejantes en ninguna
ocasión, porque los otros Príncipes, entre quien había emulación o injurias anti. guas o causa de
recelos, se juntaban con tal orden, que el uno no se ponía en poder del otro; mas en esta sucedió
todo diversamente, porque al arrimarse al puerto de Savona la armada aragonesa, el rey de Francia,
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que al verla había bajado al muelle del puerto, pasó por un puente de madera, hecho para este
efecto, con pocos gentiles hombres y sin ninguna guarda a la popa de la galera del Rey, donde,
acogido por éste con alegría suya y de la Reina su sobrina, después que se detuvieron allí por algún
rato con alegres pláticas, saliendo de la galera por el mismo puente, entraron en la ciudad a pie,
teniendo gran trabajo en pasar por medio de infinita cantidad de hombres y mujeres que habían
concurrido de todos los lugares circunvecinos, con objeto de presenciar las vistas.
Tenía la Reina a su mano derecha a su marido y a la izquierda a su tío, adornada grandemente
con joyas y con otros vestidos muy ricos; venía junto a los dos Reyes el cardenal de Rohán y el
Gran Capitán, seguían muchas doncellas y damas nobles de la casa de la Reina, todas adornadas
soberbiamente; delante y detrás iban las cortes de los dos Reyes con magnificencia y pompa
increíble de suntuosos vestidos y de otros ricos adornos. Con esta magnificencia fueron
acompañados por el rey de Francia el rey y la reina de Aragón al castillo señalado para su
alojamiento, el cual tiene la salida al mar, y para su corte se señaló la parte de la ciudad que está
junto a él. El rey de Francia alojó en la casa del obispo que está enfrente del castillo. ¡Espectáculo
verdaderamente memorable ver juntos dos Reyes poderosísimos entre todos los Príncipes Cristianos
que poco antes habían sido tan crueles enemigos, no sólo reconciliados y unidos con parentesco,
sino, depuestas las señales del enojo y la memoria de las ofensas, poner cada uno su propia vida en
el arbitrio del otro con no menos confianza que si siempre hubieran sido hermanos muy amigos!
Esto daba ocasión de pláticas a los que estaban presentes, sobre cuál de los dos Reyes había
mostrado mayor confianza. Muchos celebraban la del rey de Francia de que primero se hubiese
puesto en poder del otro sin asegurarle otros vínculos que su palabra, no estando casado con sobrina
del rey de Aragón, como éste con una sobrina del de Francia; añadían que el de Aragón tenía mayor
motivo de avergonzarse, porque se adelantara el de Francia a fiarse en su palabra, siendo más
verosímil la sospecha de que Fernando deseara asegurarse del rey de Francia para establecer mejor
el reino de Nápoles. Pero muchos ensalzaban más la confianza de Fernando de que, no por poco
tiempo, como el rey de Francia, sino por espacio de muchos días, se hubiese puesto en su poder,
porque habiéndole despojado de un reino semejante con tanto daño de su gente y con tanta
ignominia de su nombre, había de temer que fuese grande el odio y el deseo de venganza, y porque
se había de sospechar más donde era mayor el premio de la traición. De prender al rey de Francia no
sacaba Fernando gran fruto, por estar dispuesto de tal modo el reino de Francia con sus leyes y
costumbres, que no se disminuía mucho por este accidente en fuerza ni en autoridad; pero si fuera
preso. Fernando, no se duda que, por tener herederos de muy poca edad, por serle reino nuevo el de
Nápoles, y porque los demás reinos suyos y el de Castilla hubieran estado confusos por sí mismos
por varios accidentes, no recibiría el rey de Francia por muchos años ningún estorbo del poder y
armas de España.
No daba menos materia a las pláticas el Gran Capitán, a quien no estaban menos atentos los
ojos del mundo por la fama de su valor y por la memoria de tanta victoria, la cual hacía que los
franceses (aunque vencidos tantas veces por él y que solían tener gran odio y temor a su nombre) no
se saciasen de mirarle y honrarle y de contar muchas veces a los que no habían estado en el reino de
Nápoles, unos la brevedad casi in. creíble y astucia, cuando acometió en Calabria de repente a los
barones que estaban alojados en Laino; otros la constancia de ánimo y la tolerancia en tantos
trabajos y descomodidades que tuvo cuando se vio en Barletta asediado en medio de la peste y del
hambre; otros la diligencia y eficacia de atraer a sí los ánimos de la gente, con lo cual sustentó tanto
tiempo sin dinero a sus soldados; otros, cuán valerosamente peleó en la Cirignuola; con cuánto
valor y fortaleza de ánimo, tan inferior en fuerzas, sin estar pagado el ejército, y entre infinitas
dificultades, determinó no apartarse del río Garellano; con qué industria militar con qué
estratagemas alcanzó aquella victoria, y cuán desvelado estaba siempre en sacar fruto de los
desórdenes de sus enemigos. Acrecentaba la admiración de los hombres la excelente majestad de su
presencia, la magnificencia de sus palabras y acciones, su modo lleno de gravedad sazonada de
gracia; pero sobre todos el rey de Francia (que había querido que cenase en la misma mesa en que
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cenaron Fernando, la Reina y él, haciendo que se lo mandase Fernando) estaba como atónito
mirándole y hablando con él, de manera que a juicio de todos no fue menos glorioso aquel día para
el Gran Capitán, que el en que entró con todo el ejército en la ciudad de Nápoles triunfante y
vencedor. Fue este el último día, para el Gran Capitán, de sus glorias, porque nunca salió después de
los reinos de España, ni tuvo disposición para ejercitar su valor, ni en la guerra, ni en cosas
memorables de la paz.
Estuvieron juntos tres días los dos Reyes, y en este tiempo tuvieron pláticas muy largas y
secretas, sin admitir en ellas ni honrar de ordinario más que al cardenal de Santa Praxedes, legado
del Papa. Parte por lo que entonces se entendió, y parte por lo que después se manifestó, se
prometieron principalmente el uno al otro conservarse en perpetua amistad e inteligencia, y que
procurase Fernando componer al Emperador y al rey de Francia para que todos juntos procediesen
después contra los venecianos. Y para mostrar que estaban atentos no menos a las cosas comunes
que a las propias, trataron de reformar el estado de la Iglesia, y para este efecto convocar un
concilio, en lo cual no procedía con mucha sinceridad Fernando, pero deseaba sustentar al cardenal
de Rohán en esta esperanza, por verle deseosísimo del Pontificado. Con este artificio cautivó de tal
manera su ánimo, que acaso con harto daño de las cosas del Rey, advirtió tarde, y después de
muchas señales que mostraban lo contrario, cuán diferentes eran en aquel príncipe las palabras que
las obras, y cuán ocultos sus consejos.
Hablóse también entre ellos de la causa de los pisanos, tratada todo aquel año por los
florentinos con ambos Reyes, porque el de Francia, cuando se preparaba contra los genoveses,
estando enojado con los pisanos por los favores que daban a los de Génova y pareciéndole a
propósito para sus cosas que recuperasen los florentinos aquella ciudad, les había dado esperanza de
que, en ganando a Génova, enviaría allí el ejército, en el cual y en toda la Corte, por la misma
causa, se había convertido en odio la amistad antigua a los pisanos. Pero acabada la empresa de
Génova, mudó de parecer por las causas que le movieron a despedir el ejército, y por no ofender el
ánimo del rey de Aragón, que afirmaba que dispondría a los pisanos a que volviesen unidamente
debajo del dominio de los florentinos, de lo cual esperaba el rey de Francia conseguir gran cantidad
de dinero de los florentinos.
Enderezábase a esto mismo aunque por diversas causas el ánimo del rey de Aragón, al cual le
hubiera sido muy agradable que no recuperasen a Pisa los florentinos; pero conociendo que no se
podía conservar más esta ciudad sin gasto y sin dificultades, y temiendo la alcanzasen por medio del
rey de Francia, había esperado poder con su autoridad, cuando estaba en Nápoles, inducir a los
pisanos a que recibiesen con honestas condiciones el dominio de los florentinos, los cuales le
prometían, si sucediese esto, que se confederarían con él y que le darían a ciertos plazos ciento
veinte mil ducados; mas no habiendo hallado en los pisanos la correspondencia de que primero
habían dado intención, para impedir que fuese solamente el premio del rey de Francia, había dicho
claramente a los embajadores de los florentinos que de cualquier manera que intentasen recuperar a
Pisa, sin su ayuda, les haría manifiesta oposición, y para apartar al rey de Francia de los
pensamientos de tomar las armas, mostraba unas veces que tenía esperanza de encaminarlos a algún
acuerdo, y otras decía que los pisanos estaban debajo de su protección, aunque esto era falso,
porque la verdad era que los pisanos se lo habían pedido muchas veces y ofrecídole que le darían
absolutamente el dominio. Pero dándoles esperanza de recibirles y mandando hacer lo mismo más
ampliamente al Gran Capitán, nunca les aceptó en su amparo.
Discurriendo en Savona más particularmente sobre esta materia, concluyeron que era bien que
volviese Pisa debajo del poder de los florentinos y que ninguno de ellos recibiese premios. Fueron
causa estas cosas de que los florentinos, por no ofender el ánimo del rey de Aragón, dejasen aquel
año de talar las mieses de los pisanos, cosa en que tenían mucha esperanza, porque Pisa estaba muy
exhausta de vituallas y tan flaca de fuerzas que la gente de los florentinos corría por todo el país
hasta sus puertas, y los labradores, teniendo más poderoso número de gente en Pisa que los
ciudadanos, y siéndoles muy molesto perder el fruto de su trabajo de todo el año, comenzaban a
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dejar gran parte de la obstinación acostumbrada. Ni a los pisanos les acudían sus vecinos con las
ayudas que solían, porque los genoveses, afligidos por tantos trabajos, no tenían ya los mismos
pensamientos; Pandolfo Petrucci rehusaba gastar, y los luqueses, aunque siempre secretamente les
socorrían con algunas cosas, no podían sustentar solos tan gran gasto.
Partieron los dos reyes de Savona después de cuatro días con las mismas demostraciones de
paz y de amor, el uno por mar al camino de Barcelona, y el otro se volvió por tierra a Francia,
dejando las otras cosas de Italia en el mismo estado, pero con peor satisfacción del ánimo del Papa,
el cual, tomando ocasión de nuevo del movimiento de Anníbal Bentivoglio, había hecho instancia
en Savona con el rey de Francia, por medio del cardenal de Santa Praxedes, sobre que le entregara
presos a Juan Bentivoglio y a Alejandro, su hijo, que estaban en el ducado de Milán, alegando que,
pues habían contravenido la paz hecha en Bolonia por medio de Chaumont, no estaba obligado el
Rey a guardarles la palabra dada, y ofreciendo, en caso que conviniese en esto, enviar las insignias
del cardenal al obispo de Albi. Negaba el Rey que fuese cierta la culpa de estos, y decía que, porque
estaba dispuesto para castigarla, había hecho detener muchos días a Juan en el castillo de Milán,
pero que, no pareciendo ningún indicio de su delito, no quería faltarles a la palabra a que parecía
que estaba obligado; más que por dar gusto al Papa, estaba dispuesto a permitir que procediese
contra ellos con las censuras y penas como contra rebeldes de la Iglesia, así como no se había
quejado de que en Bolonia, en lo ardiente de este movimiento, hubiese sido destruído, desde los
fundamentos, su palacio.
Procedía en este mismo tiempo la Dieta congregada en Constanza con la misma esperanza de
la gente con que había tenido su principio. Sustentaba el Emperador esta esperanza con varios
artificios y con grandes palabras, publicando que había de pasar a Italia con tal ejército que fuerzas
mucho mayores que las que tenía el rey de Francia y los italianos juntos, no le podrían resistir; y por
dar mayor honra y autoridad a su causa, mostrando que tenía fijo en su ánimo el patrocinio de la
Iglesia, había significado por cartas al Papa y al Colegio de los cardenales que había declarado al
rey de Francia por rebelde y enemigo del Sacro Imperio, porque había venido a Italia a pasar en el
cardenal de Rohán la dignidad pontificia y en su persona la imperial y para poner a toda Italia en
cruel sujeción: que él se preparaba para ir a Roma a tomar la corona y para establecer la seguridad y
libertad común; y que siendo él por la dignidad imperial defensor de la Iglesia y deseosísimo por su
propia piedad de ensalzar la Sede Apostólica, no le había sido conveniente esperar a ser pedido o
rogado para esto, porque sabía que el Papa, por miedo de tantos males, había huido de la ciudad de
Bolonia, y el mismo miedo impedía que ni él, ni el Colegio, diesen a entender sus peligros, ni
pidiesen socorro.
Significadas, pues, en Italia por diferentes avisos las cosas que se trataban en Alemania,
publicándolas la fama mayores que la verdad y aumentando el crédito a lo que se decía
públicamente las grandes prevenciones que hacía el rey de Francia (el cual se creía que no tenía
temor sin causa), conmovieron mucho los ánimos de todos; a unos por deseo de cosas nuevas, a
otros por esperanza y a otros por miedo, de manera que el Papa envió por legado al Emperador al
cardenal de Santa Cruz, y excepto los venecianos, los florentinos y el marqués de Mantua, todos los
que en Italia dependían de sí mismos le enviaron personas propias, debajo de nombre de
embajadores o de otro título.
Entristecían mucho estas cosas el ánimo del rey de Francia, viéndose incierto de la voluntad
de los venecianos y mucho menos seguro de la del Papa, así por las ocasiones antiguas, como por
haber elegido para esta legacía al cardenal de Santa Cruz, que deseaba mucho, por su antigua
inclinación, la grandeza del Emperador. Y verdaderamente la voluntad del Papa no sólo no era
manifiesta a todos, pero ni a sí mismo, porque teniendo el ánimo mal satisfecho y lleno de recelos
del rey de Francia, deseaba unas veces la venida del Emperador por librarse, y otras le espantaba la
memo. ria de las antiguas diferencias entre los Papas y los Emperadores, considerando que duraban
todavía las mismas causas. En esta duda difería tomar resolución, esperando tener primero noticia
de lo que se determinase en la Dieta. Procediendo por esto con términos generales, había cometido
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al Legado que aconsejase en su nombre al Emperador que pasase a Italia sin ejército, ofreciéndole
mayores honras que jamás hubiese hecho ningún Papa en la coronación de los Emperadores.
Comenzó poco después a disminuirse la esperanza en las determinaciones de la Dieta, porque, al
saberse en Alemania que el rey de Francia había despedido su ejército, luego que alcanzó la victoria
de los genoveses, y que después, lo más pronto que pudo, se había vuelto de la otra parte de los
montes, se entibió mucho el ardor de los príncipes y de los pueblos, habiendo cesado el temor de
que intentase usurpar el Pontificado y el Imperio, y no considerándose tanto los otros intereses
públicos, que (como sucede las más de las veces) no fuesen superados de los intereses particulares,
demás de las otras causas.
Era deseo antiguo de toda Alemania que la grandeza de los Emperadores no fuese tal que se
viesen obligados los otros a obedecerles.
No había faltado el rey de Francia en ninguna diligencia que tocase a su causa, porque envió
personas propias ocultamente a Constanza, las cuales, no mostrándose en público, sino procediendo
con gran secreto, procuraban con ocultos favores de los príncipes sus amigos mitigar los ánimos de
los otros, disculpándose de las infamias que le habían imputado con la evidencia de los efectos;
pues, reducida Génova a su obediencia, había luego despedido su ejército, y él, aunque se detuvo en
Italia sin armas, se había vuelto de la otra parte de los montes lo más presto que pudo, afirmando
que no sólo se había abstenido siempre con las obras de ofender al Imperio Romano, pero que en
cualquier liga, concierto u obligación que había hecho expresó siempre que no quería obligarse a
nada contra los derechos del Sacro Imperio. Con todo eso, no confió tanto de estas justificaciones
que no atendiese con grandes diligencias y con la mano siempre liberal a templar la ferocidad de las
armas tudescas con el poder del oro, de que aquella nación es muy codiciosa. Se acabó, finalmente,
la Dieta a veinte de Agosto, en la cual se determinó, después de muchas disputas, que se diesen al
Rey de Romanos para que le siguiesen a Italia ocho mil caballos y veintidós mil infantes, pagados
por seis meses, y para el gasto de la artillería y otros ordinarios, ciento y veinte mil florines del Rhin
por todo el tiempo, y se estableció que esta gente se hallase en campaña junto a Constanza el día de
la festividad próxima de San Gallo, que es a mediados de Octubre.
Divulgóse entonces que quizá se hubieran determinado mayores ayudas si conviniera
Maximiliano en que la empresa (si bien debajo de su gobierno y consejo) se hiciese enteramente en
nombre del Imperio; que por su orden se eligiesen los capitanes y debajo del mismo nombre se
mandase hacer levantar la gente y que la distribución de los lugares que se tomasen se hiciese según
la de. terminación de la Dieta; pero no queriendo Maximilia. no otro compañero ni otro nombre que
el suyo y que no fuesen para otros sino para él los premios de la victoria, aunque debajo del nombre
del Imperio y contentándole más esta ayuda en dicha forma que otra mayor en diferente modo, no
se tomó otra determinación. Si bien no correspondía a la esperanza que primero había concebido la
gente, con todo eso, no cesaba en Italia el temor que se tenía de su pasaje, porque se consideraba
que, añadidas a la gente que se había establecido en la Dieta las ayudas que le darían sus vasallos y
lo que podría hacer por sí mismo, tendría ejército muy poderoso de gente valerosa y experimentada
en la guerra y acompañado de infinita artillería; lo cual hacía más formidable el ser él, por la
disposición natural y por el largo ejercicio en las armas, muy práctico en la disciplina militar,
bastante para sufrir cualquier pesada empresa con los trabajos del cuerpo y con la solicitud del
ánimo; por lo cual estaba en mayor estimación que de cien años a esta parte había estado ningún
Emperador.
Añadíase que continuamente trataba de traer a su servicio doce mil suizos, aunque a esto se
oponían con grande instancia en las Dietas de aquella nación el bailío de Dijón y los otros que había
enviado el rey de Francia, trayendo a la memoria la confederación continuada tantos años con los
reyes de Francia y confirmada poco antes con este mismo Rey; el provecho que había venido a su
gente y por otra parte las antiguas enemistades con la casa de Austria, la grave guerra que tenían
con Maximiliano y cuán dañosa les era la grandeza del Imperio. Con todo eso, mostraban mucha
inclinación a satisfacer a lo que pedía el Emperador o a lo menos a no tomar las armas contra él,
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teniendo respeto, según se creía, a no ofender el nombre común de Alemania, que parecía estaba
unido a este movimiento; por lo cual temían muchos que, en caso que el rey de Francia se viese
desamparado de los suizos, se unirían con él los venecianos, no teniendo infantería poderosa para
resistir a la de los enemigos, y esperando que, al entrar en Italia, el furor tudesco se hubiese de
deshacer con presteza (como suele un arroyo furioso), por falta de dineros, haciendo retirar su gente
a la guarda de sus lugares. Ya se reconocía que se fortificaban muy aprisa los burgos de Milán y los
otros sitios más importantes de aquel Ducado. No causaban menos perplejidad en el Senado
veneciano que en los otros estos movimientos y aparatos, y, por ser de gran peso su determinación,
eran grandísimas las diligencias y obras que se hacían por todos para unirlos consigo, porque el
Emperador había enviado a aquella República desde el principio tres embajadores, hombres de
grande autoridad, a hacer instancia para que le concediesen el paso por su distrito; y no contento
con esta demanda, les convidaba para que hiciesen con él estrecha alianza, con condición de que
participasen de los premios de la victoria, y, por el contrario, mostrábales que tenía en su poder el
concertarse con el rey de Francia con aquellas condiciones en su perjuicio que tantas veces y en
diferentes tiempos le habían sido propuestas. Por otra parte, el rey de Francia no cesaba de hacer
toda diligencia con sus embajadores, que tenía en aquel Senado, y con el veneciano que estaba junto
a su persona, para disponerlos a que se opusiesen con las armas a la venida del Emperador, como
dañosa para ambos, ofreciendo él mismo todas sus fuerzas y conservar con ellos perpetua
confederación.
No agradaba al Senado veneciano que se turbase la quietud de Italia en este tiempo, ni le
movía a desear nuevos alborotos la esperanza propuesta de la ampliación de su Imperio, habiendo
conocido por la experiencia que no era contrapeso igual la conquista de Cremona a los recelos y
peligros en que habían estado continuamente, después que tenían tan vecino al rey de Francia, y de
buena gana se hubieran resuelto a la neutralidad; pero apremiados por el Emperador, necesitaban o
negarle o concederle el paso; si lo negaban, temían ser los primeros molestados, y si le concedían
ofendían al rey de Francia, porque en la confederación que había entre ellos se prohibía
expresamente conceder el paso a los enemigos el uno del otro, y conocían que,comenzando a
ofenderle, sería imprudencia (en habiendo pasado Maximiliano) estarse ociosos a ver el fin de la
guerra y esperar la victoria de cualquiera de las partes, pues una sería muy enemiga del nombre
veneciano, y la otra, no habiendo recibido más satisfacción que haberle dejado pasar, no sería muy
amiga.
Por estas razones afirmaban todos los de aquel Senado que era necesario juntarse
descubiertamente a una de las partes. Pero eran muy diferentes los pareceres, en causa tan grave,
sobre la resolución de cuál de los dos convenía seguir, y después de alargada esta determinación
todo lo posible, no pudiendo sustentar la dilación más, por las instancias que cada día les hacían,
reducidos finalmente a tomar la última determinación en el Senado habló de esta manera Nicolás
Foscareno:
«Si estuviese en nuestro poder, excelentísimos señores, tomar determinación mediante la cual
se conservase en paz nuestra República en los movimientos y trabajos que se previenen ahora, estoy
muy cierto de que no habría ninguna variedad de pareceres entre nosotros, y que ninguna esperanza
que se nos propusiese nos haría inclinar a una guerra de tanto gasto y peligro como se muestra que
vendrá a ser la presente. Mas, pues, por las razones que estos días se han alegado entre nosotros, no
se puede esperar conservarnos en esta quietud, me persuado que el principal fundamento en que
hemos de cimentar nuestra determinación, ha de ser el contar ante todo con nuestras propias
fuerzas, si creemos que entre el rey de Francia y el de Romanos, al verse desesperados de nuestra
amistad, haya de haber unión, o si todavía la enemistad que hay en ellos sea tan poderosa y firme
que les impida juntarse; porque cuando estuviésemos seguros de este peligro, aprobaría yo sin duda
no apartarnos de la amistad del rey de Francia, porque, juntas de buena fe nuestras fuerzas con las
suyas para la defensa común, fácilmente defendiéramos nuestro Estado, y porque sería cosa más
honrosa continuar la confederación que tenemos con él, que apartarnos de ella sin evidente causa, y
303

también porque sería con más alabanza y favor de todo el mundo entrar en una guerra que su título
fuese querer conservar la paz de Italia, que unirse con las armas que se conoce manifiestamente que
se toman para causar grandes movimientos. Pero aunque se presupusiese peligro de aquella unión,
no creo habrá nadie que niegue que se haya de prevenir; porque, sin comparación, sería más
provechoso unirse con el Rey de Romanos contra el de Francia, que esperar que ambos se uniesen
contra nos. otros. Sobre cuál de estas cosas sea mejor, difícil es formar juicio cierto, porque
depende, no sólo de la voluntad de otros, sino también de muchos accidentes y causas que apenas
dejan esta determinación en poder del que la ha de tomar. Con todo eso, por lo que se puede
alcanzar por las conjeturas y por lo que enseña en lo futuro la experiencia de lo pasado, me parece
que es cosa de mucho peligro y para estar con sumo miedo, porque de la parte del Rey de Romanos
no es verosímil que haya de haber mucha dificultad, por el deseo que tiene de pasar a Italia y
poderlo hacer difícilmente, si no se une con el rey de Francia o con nosotros; y si bien desea más
nuestra confederación, ¿quién puede dudar que, si se ve excluido de nosotros, se unirá por
necesidad con el rey de Francia, no quedándole otro modo para llegar a sus designios?
»De la parte del rey de Francia se muestran mayores dificultades para esta unión, pero no
tales, a mi juicio, que nos podamos prometer alguna seguridad, porque le pueden inducir a esta
determinación la ambición y sospechas, estímulos muy fuertes y que cada uno de por sí suele causar
movimientos mucho mayores. Él repara en la instancia que hace el Rey de Romanos por nuestra
unión, y aunque falsamente todavía, midiendo por si mismo nuestro intento y deseos, puede temer
que la sospecha que tenemos de que nos prevenga, nos induzca a prevenirle, mayormente sabiendo
que nos es notorio lo que tanto tiempo han tratado contra nosotros. También puede temer que nos
mueva la ambición; porque no dudará que nos hayan ofrecido grandes partidos, y ¿qué medio es
bastante para asegurarle de este miedo? No habiendo nadie naturalmente que sea más sospechoso
que los Estados, puede moverle, demás de los recelos, la ambición que sabemos tiene por el deseo
de la ciudad de Cremona, instigándole para esto los estímulos de los milaneses, y no menos el
apetito de. ocupar todo el Estado viejo de los Visconti, al cual pretende título hereditario, como en
lo restante del ducado de Milán, no pudiendo esperar llegar a esto si no se une con el Rey de
Romanos, porque nuestra República es poderosa por sí misma, y si el rey de Francia nos acomete
por sí solo, estará siempre en nuestra mano unirnos con Maximiliano. Que estos puedan ser sus
pensamientos, o por mejor decir, que siempre los haya tenido semejantes, nos lo da a entender
manifiestamente el no haberse atrevido nunca a intentar oprimirnos sin alguna unión, y siendo este
el camino verdadero que puede llevarlo al fin que desea, ¿por qué no hemos de creer que a la postre
se disponga a hacerla?
»Ni nos asegura de este temor el considerar que sería para él inútil determinación, por ganar
dos o tres ciudades, meter en Italia al Rey de Romanos, su enemigo natural y de quien siempre al
fin tendrá molestias y guerras, y amistad nunca, sino incierta. Y aun de este modo había menester
comprarla y sustentarla con gran suma de dinero, porque si tiene sospecha de que nosotros nos
confederamos con el Rey de Romanos, le parecerá que el prevenir no le pone en peligro, sino que le
asegura, y cuando por ventura no temiese esta unión, juzgará por necesario confederarse con él por
librarse de los peligros y trabajos que pudiese recibir de él con la ayuda de Alemania o con otras
amistades y ocasiones. Y aunque pudiesen sucederle mayores peligros si el Rey de Romanos
comenzase a afirmar el pie en Italia, es naturaleza común de los hombres temer antes los peligros
más cercanos, hacer más estimación de lo justo de las cosas presentes y tener menos cuenta de la
que se debe con las remotas y venideras, porque para aquéllas pueden esperar muchos remedios de
los accidentes y del tiempo.
»Pero aunque por acaso el hacer esta unión no sea voluntad del rey de Francia, ¿qué seguridad
tenemos por esto de que tampoco vendrá en aceptarla? ¿No sabemos cuánto ciega a los hombres
unas veces la codicia y otras la ambición? ¿No conocemos el natural de franceses, ligeros en las
empresas nuevas y que nunca tienen las esperanzas menores que el deseo? ¿No nos son notorios los
consejos y ofertas (bastantes para encender cualquier ánimo quieto) con que ha sido provocado,
304

contra nosotros, por el Papa, por los florentinos, por el duque de Ferrara y por el de Mantua? Los
hombres no son todos sabios, antes son muy pocos los que saben, y quien ha de pronosticar sobre
las determinaciones de otros, debe (si no se quiere engañar) tener en la consideración, no tanto
aquello que verosímilmente haría un sabio, cuanto el capricho y naturaleza de quien ha de
determinar; por lo cual, quien quisiese juzgar lo que hará el rey de Francia, no reparará tanto en lo
que sería oficio de la prudencia, cuanto en que los franceses son inquietos y ligeros y
acostumbrados a proceder muy de ordinario con más ardimiento que consejo; considerará cuáles
son las condiciones de los grandes príncipes, que no son semejantes a las nuestras, ni resisten tan
fácilmente a sus apetitos como lo hacen los hombres particulares; porque, acostumbrados a que los
adoren en sus reinos y entendidos y obedecidos por señas, no sólo son altivos e insolentes y no
pueden sufrir el no alcanzar lo que les parece justo, pareciéndoselo lo que desean, juzgando que con
sola una palabra pueden allanar todos los impedimentos y vencer la naturaleza de las cosas, sino
también tienen vergüenza de retirarse por la dificultad de sus inclinaciones, y comúnmente miden
las cosas mayores con las reglas con que están acostumbrados a proceder en las menores;
aconsejándose no con la prudencia y razón, sino con la voluntad y altivez y deseos vivos, comunes
en todos los príncipes, y de los que no habrá nadie que diga que los franceses dejan de participar.
»¿No vemos próximo el ejemplo del reino de Nápoles que el rey de Francia, inducido por la
ambición y desconsideramente, dio la mitad al rey de España por alcanzar él la otra mitad, no
pensando cuánto enflaquecía su poder (único antes entre todos los italianos) al introducir en Italia
otro Rey igual en autoridad y fuerzas? Pero ¿por qué andamos con conjeturas en las cosas de que
tenemos certeza? ¿No es cosa notoria lo que trató el cardenal de Rohán en Trento con es. te
Maximiliano sobre dividir nuestro Estado? ¿No se sabe que después en Blois se concluyó entre
ellos la misma plática, y que el mismo cardenal, yendo para esto a Alemania, trajo la ratificación y
el juramento del Emperador? Confieso que no tuvieron efectos estos acuerdos por algunas
dificultades que sobrevinieron; pero ¿quién nos asegura que, pues la intención principal ha sido la
misma, no se pueda hallar medio para las dificultades que han turbado el deseo común?
»Por tanto, considerad con gran cuidado, dignísimos senadores, los peligros que nos
amenazan y el cargo e infamia con que en todo el mundo se obscurecerá el nombre esclarecido de la
prudencia de este Senado, si, midiendo mal las calidades de las cosas presentes, permitiésemos que
otro se haga formidable en ofensa nuestra, con aquellas armas que nos han ofrecido para nuestra
seguridad y aumenta; considerad en beneficio de nuestra patria cuánta diferencia hay de mover la
guerra a otros, a esperar que nos la muevan; de ser acompañados contra uno solo, a quedar solos
contra muchos compañeros; porque si estos dos Reyes se unen contra nosotros, les seguirá el Papa
por causa de los lugares de la Romaña y el rey de Aragón por los puertos del reino de Nápoles y
toda Italia, unos por recuperar lo perdido, otros por asegurar lo que poseen. Es notorio a todo el
mundo lo que el rey de Francia ha tratado con el Emperador contra nosotros, por lo cual, si nos
armásemos contra quien nos ha querido engañar, no nos llamará nadie quebrantadores de nuestra
palabra, ni se maravillará; antes todos nos tendrán por prudentes y con grande alabanza nuestra se
verá en peligro aquel que saben todos que ha procurado tenernos en él engañosamente.»
Habló en contrario de esto Andrea Gritti, hombre de mucho valer, en esta forma:
«Si fuera conveniente en una misma materia poner siempre el voto en la urna de los no
convencidos, yo os confieso, clarísimos senadores, que no lo pusiera en otra, porque esta consulta
tiene, por cada parte, tantas razones, que me confundo muchas veces. Con todo eso, siendo
necesario tomar resolución y no pudiéndose hacer con presupuestos o fundamentos ciertos, pesadas
las razones que contradicen la una y la otra parte, seguiré las que son más verosímiles y que tienen
más fuertes conjeturas, las cuales, cuando yo las examino, no me puedo persuadir de ninguna
manera a que el rey de Francia, o por sospecha de no ser prevenido por nosotros, o por codicia de
los lugares que por lo pasado pertenecían al ducado de Milán, se ajuste con el Rey de Romanos en
hacerle pasar a Italia, contra nosotros, porque los peligros y daños que le sucederían son sin duda
mayores y más manifiestos que el peligro de que nos juntemos con el Emperador y que los premios
305

que podría esperar de esta determinación, atento a que, demás de las enemistades y graves injurias
que existen entre ellos, hay también la concurrencia de la dignidad y de los Estados, acostumbrada a
engendrar odio entre aquellos que son muy amigos. Por ello que el rey de Francia llame a Italia al
Rey de Romanos no quiere decir otra cosa sino querer por vecino, en lugar de una República quieta
y que siempre ha estado en paz con él, a un Rey injuriado, inquietísimo y que tiene mil causas para
promoverle disgustos de autoridad, de estado y de venganza. Ni hay quien diga que por ser el Rey
de Romanos pobre, desordenado y de mala fortuna no temerá el rey de Francia su vecindad, porque
por la memoria de los antiguos bandos e inclinaciones de Italia, que todavía están encendidas en
muchos lugares y especialmente en el ducado de Milán, nunca tendrá Emperador alguno tan
pequeño nido en Italia que no sea con grave peligro de los otros; y éste más particularmente, por el
Estado que tiene arrimado a Italia; por ser tenido por Príncipe de grande ánimo, ciencia y
experiencia en las cosas de la guerra, y porque puede tener consigo los hijos de Luis Sforza,
instrumento poderoso para inquietar los ánimos de muchos; fuera de que, demás de esto, puede
esperar la amistad del Rey católico en cualquier guerra que tuviese con el de Francia, cuando no
fuese por otra cosa, porque ambos tienen una misma sucesión.
»Sabe, finalmente, el rey de Francia cuán poderosa está Alemania y cuánto más fácil será
unirse toda o parte, cuando estuviese abierto el camino para Italia y presente la esperanza del robo.
¿No hemos visto cuánto ha temido siempre los movimientos de los tudescos y de este Rey, aunque
tan pobre y desordenado, del cual, si estuviera en Italia, juzgaría por cierto no poder esperar otra
cosa que peligrosa guerra o paz poco segura y de grande gasto? Puede ser que tenga deseo de
recuperar a Cremona y quizá a los otros lugares, pero no es de creer que por codicia de menor
ganancia se sujete a peligros de mayores daños y se debe entender que proceda más en este caso con
prudencia que con temeridad, mayormente, si nosotros discurrimos sobre los yerros que se dice ha
cometido esto Rey, pues conoceremos que no han tenido origen de otra cosa sino de gran deseo de
hacer las empresas seguramente; ¿Qué otra razón le indujo a dividir el reino de Nápoles?, ¿qué otra
causa a consentir que tuviésemos a Cremona, sino querer facilitar más la victoria de aquellas
guerras? Por lo cual es más creíble que seguirá ahora los consejos más sabios y su costumbre, que
los desesperados; mayormente que por esto no quedará del todo privado de esperanza de poder en
otro tiempo, con mayor seguridad y mejor ocasión, conseguir su intento; cosas que los hombres
suelen prometerse fácilmente, porque menos yerra el que se promete mudanza en las cosas del
mundo, que quien se persuade que están estables y firmes.
»Ni me espanta lo que se dice que se ha tratado otras veces entre estos dos Reyes, porque es
costumbre de los príncipes de nuestros tiempos entretener artificiosamente el uno al otro con varias
esperanzas y con fingidas pláticas, las cuales, pues no han tenido efecto en tantos años, es necesario
confesar o que han sido fingidas o que han tenido en sí alguna dificultad que no se puede resolver
porque la naturaleza de las cosas repugna a que pierdan las desconfianzas, sin cuyo fundamento no
pueden venir en esta unión. No temo, pues, que por codicia de nuestros lugares, se precipite el rey
de Francia a tan imprudente determinación, y a mi juicio menos se resolverá por sospecha que tenga
de nosotros, porque, demás de la larga paciencia que ha visto en nuestro ánimo, no habiéndonos
faltado muchos estímulos y ocasiones para apartarnos de su confederación, las mismas razones que
nos aseguran de él le aseguran de nosotros, porque ninguna cosa nos dañaría tanto como tener el
Rey de Romanos Estado en Italia, así por la autoridad del Imperio, cuyo aumento nos ha de ser
siempre sospechoso por razón de la casa de Austria, que pretende tener derecho sobre muchos
lugares nuestros, como por la vecindad de Alemania, cuyas avenidas son muy peligrosas para
nuestro dominio.
»En fin, en todas partes tenemos opinión de que maduramos las determinaciones; de pecar
antes de tardos que de prestos: no dudo que estas cosas pueden suceder diferentemente de la opinión
del mundo, y por esto, si se pudiesen asegurar fácilmente, sería cosa loable; mas no pudiéndose sin
entrar en gravísimos peligros y dificultades, se debe considerar que muchas veces son tan dañosos
los temores vanos como lo es la grande confianza; porque si nos confederamos con el Rey de
306

Romanos contra el de Francia, es necesario que la guerra se comience a sustentar con nuestro
dinero, con el cual también habremos de suplir a todas sus prodigalidades y desórdenes; y no siendo
así, o se concertará con los enemigos o se retirará a Alemania, dejándonos a nosotros solos todas las
cargas y los peligros. Será entonces preciso hacer la guerra contra un rey muy poderoso de Francia,
duque de Milán, señor de Génova, abundante de valerosos soldados y rico de artillería más que
ningún otro príncipe, y al nombre de su dinero concurrirá la infantería de cualquiera nación. ¿Cómo,
pues, se puede esperar que semejante empresa haya de tener feliz suceso? Pudiéndose temer
también, no sin fundamento, que todos los de Italia que, o pretenden que ocupamos lo que poseen, o
que temen de nuestra grandeza, se unirían contra nosotros, y el Papa sobre todos, a quien, demás del
enojo que tiene contra nosotros, nunca le agradará el poder del Emperador en Italia, por la natural
enemistad que hay entre la Iglesia y el Imperio, por la cual los Pontífices no temen menos a los
Emperadores en las cosas temporales que a los turcos en las espirituales. Y esta unión, por ventura,
nos sería más peligrosa que la que se teme entre los reyes de Francia y de Romanos, porque donde
se acompañan muchos prínci. pes que pretenden ser iguales, nacen fácilmente entre ellos sospechas
y diferencias, por lo cual muchas veces las empresas comenzadas con gran reputación caen en
grandes embarazos y finalmente salen vanas.
»También se debe poner en última consideración, que aunque el rey de Francia haya tenido
pláticas contrarias a nuestra confederación, no se han visto efectos por donde se pueda decir que nos
ha faltado; por lo cual, emprender guerra contra él, no será sin nota de manchar nuestra palabra, de
la cual este Senado debe hacer el principal fundamento por la honra y por el provecho de los tratos
que cada día hemos de tener con otros príncipes. Ni nos es útil aumentar continuamente la opinión
de que procuramos oprimir siempre a todos nuestros vecinos y que aspiramos a la monarquía de
Italia. ¡Pluguiera a Dios que por lo pasado se hubiera procedido en esto con mayor consideración!,
porque casi todos los recelos que tenemos al presente proceden de haber ofendido a muchos en los
tiempos antecedentes, Ni se creerá que a una nueva guerra contra el rey de Francia, nuestro
coligado, nos obligue el temor, sino la codicia de alcanzar contra él (juntándonos con el Rey de
Romanos) una parte del ducado de Milán, como, unidos con él, la alcanzamos contra Luis Sforza; y
si en aquel tiempo nos hubiéramos gobernado con más moderación y temido menos las sospechas
vanas, no estuvieran las cosas de Italia en los presentes movimientos, ni nosotros (conservándonos
con fama de más modestia y gravedad) obligados ahora a entrar en guerra con este o con aquel
príncipe, más poderoso que nosotros. Pero ya que estamos en esta necesidad, creo que será más
prudencia no apartarnos de la confederación del rey de Francia que, movidos de vanos temores o de
esperanza de ganancias inciertas y dañosas, abrazar una guerra que, solos, no tendremos fuerzas
para sustentarla y los compañeros que tuviéremos nos serán al fin de mayor peso que provecho.»

Capítulo IV
Respuesta de los venecianos a Maximiliano.—El Papa se opone a que pase a Italia.—Intrigas
del rey de Francia para que dilate su venida.—Conjuración en Bolonia en favor de los Bentivogli.
—Bajada del Emperador al Friul.—Combate entre venecianos e imperiales en Cadoro.—Tregua
que entre ellos convienen.—Quejas del rey de Francia contra los florentinos.—Respuesta de los
florentinos a las quejas del Rey.—Negociaciones para restituirles a Pisa.

Fueron varios los pareceres del Senado en tanta diversidad de razones, mas al fin prevaleció la
memoria de la inclinación que sabían había tenido siempre el Rey de Romanos de recuperar, si
tuviese ocasión, las villas que ellos poseían, las cuales pretendía que pertenecían al Imperio o a la
Casa de Austria, por lo cual fue su determinación concederle el paso, viniendo sin ejército, y
negársele si viniese con armas, procuraron en la respuesta que dieron a sus embajadores
307

persuadirles cuanto pudieron que esta conclusión se había movido, más necesitados por la
confederación que tenían con el rey de Francia y por las calidades de los tiempos presentes, que por
voluntad que tuviesen de desagradarle en nada; añadiendo que estaban obligados por la misma
confederación a ayudarle en la defensa del Estado de Milán con el número de gente expresado en
ella; pero que, en esto, procederían con gran modestia, no pasando en ninguna parte de sus
obligaciones y, exceptuando lo que les obligase a proceder de esta suerte para la defensa del ducado
de Milán, no se opondrían a ningún otro progreso suyo, como personas que, en lo que estuviese en
su mano, no faltarían jamás a los oficios y a la reverencia que tocaba usar al Senado veneciano con
un príncipe tan grande, con quien jamás habían tenido sino amistad y unión.
No procedieron por esto con el rey de Francia a nuevas confederaciones y obligaciones,
deseando mezclarse lo menos que pudiesen en la guerra entre ellos, y esperando que por ventura
Maximiliano, por no acrecentarse dificultad, dejando estar en paz sus es, volvería sus armas, o a la
Borgoña o contra el Estado de Milán.
Pero quedando el Rey de Romanos sin esperanza de que se unirían los venecianos con él,
comenzaron a suceder otras nuevas dificultades, las cuales aunque procurase vencer con la grandeza
de sus conceptos, fáciles en prometerse siempre mayores las esperanzas que los estorbos; con todo
eso, tardaban mucho los efectos de sus designios, porque ni por sí tenía dinero que le bastase para
conducir los suizos y hacer otros tantos gas. tos necesarios para tan gran empresa, ni la ayuda de
dinero que le había prometido la Dieta era tal que pudiese suplir una pequeña parte del excesivo
gasto de la guerra; y el fundamento sobre el cual había esperado mucho desde el principio, que las
comunidades y señores de Italia se hubiesen de componer con él y ayudarle con dinero por el temor
de su nombre, y de su natural, se dificultaba más cada día; porque si bien al principio estuvieron
inclinados muchos a ello, no habiendo correspondido la conclusión de la Dieta de Constanza a la
esperanza de que hubiese de ser la empresa antes de todo el imperio y de casi toda Alemania, que
suya propia, y viéndose poderosas las preparaciones del rey de Francia y la nueva declaración de los
venecianos, estaban todos suspensos y no osaban ayudarle con lo que más había menester a hacer
tan grave ofensa al rey de Francia. Ni las demandas de Maximiliano (en el tiempo que se tenía
mayor espanto de él) habían sido tales que con su facilidad hubiesen inducido a las gentes a
socorrerle, porque a todos, según sus calidades, pedía mucho, y a Alfonso, duque de Ferrara (el cual
pretendía que debía a Blanca, su mujer, el dote de Asia su hermana, que había muerto muchos años
antes, estando casada con Alfonso), pedía cosas muy excesivas; y a los florentinos intolerables, a los
cuales el cardenal de Bressa, que trataba en Roma sus negocios, habiéndole remitido la plática de la
composición, les había pedido quinientos mil ducados. Esta petición tan inmoderada les hizo
detener en la resolución y contemporizar con él hasta que de sus progresos se tuviese más noticia.
Con todo eso, teniendo respeto a no ofenderle, comenzaron a excusarse con el rey de Francia, que
pedía su gente, diciendo que no se la podían dar porque estaba ocupada en la tala de las mieses que
con grande aparato se hacía aquel año a los pisanos, y porque, habiendo comenzado de nuevo los
genoveses y los otros vecinos a ayudar a éstos, veíanse necesitados a estar continuamente
preparados contra ellos.
No pudiendo ayudarse el Emperador (como había trazado) con el dinero de los italianos,
porque solamente le dieron los sieneses seis mil ducados, hizo instancia con el Papa para que, a lo
menos, le concediese que pudiera tomar cien mil ducados, los cuales, habidos primero en Alemania,
debajo de nombre de la guerra contra los turcos y estando guardados para este efecto en aquella
provincia, no se podían convertir en otro uso sin licencia de la Sede Apostólica, ofreciendo que si
bien no le podía satisfacer en lo que le había pedido de que pasase a Italia sin ejército, con todo eso,
después de restituir en el ducado de Milán a los hijos de Luis Sforza (cuyo patrocinio pretendía para
hacerse más favorables los pueblos de aquel Estado y menos odioso su pasaje), dejando allí toda la
gente, iría a Roma, sin armas, a recibir la corona del Imperio. Pero el Papa también le negó esta
demanda (el cual no se reconocía que se inclinase a ninguna parte), mostrándole que, estando las
cosas en este estado, no podía sin mucho peligro suyo provocar contra sí las armas del rey de
308

Francia. Con todo eso, Maximiliano, puesto en estas dificultades, como era solícito y confiado y
con grande trabajo, quería acabar por sí mismo las empresas, no omitía ninguna de las cosas que
conservasen la fama de su pasaje, enviando artillería a muchos lugares de los confines de Italia,
solicitando la plática de conducir los doce mil suizos (los cuales, interponiendo varias demandas y
proponiendo muchas excepciones, no le daban resolución cierta), solicitando la gente que le habían
prometido y pasándose cada día de un lugar a otro para diferentes despachos, de manera que,
estando todos en gran confusión, los juicios que se hacían por toda Italia eran más varios de lo que
jamás habían sido en ninguna cosa, teniendo unos mayores conceptos que nunca de esta empresa, y
otros pensando que recibiría antes disminución que aumento. Acrecentaba el Emperador esta
incertidumbre, porque siendo secretísimo naturalmente, no comunicaba a otros sus pensamientos, y
para que estuviesen más ocultos en Italia, había ordenado que, ni el legado del Papa, ni los otros
italianos siguiesen su persona, sino que estuviesen apartados en lugar fijo cerca de la corte.
Había ya llegado la festividad de San Gallo, término constituido para juntarse la gente, pero
no había ido a Constanza más que una pequeña parte de ella, ni se veían casi otros aparatos suyos
que movimientos de artillería y atender con suma diligencia a hacer provisiones de dinero por
diversas vías; por lo cual, estando incierto con qué fuerzas, en qué tiempo y por qué parte había de
moverse a entrar en el Friul, o por Trento en el Veronés, creyendo otros que acometería al ducado de
Milán o por la Saboya o por el camino de Como, estando con él muchos expatriados de aquel
Estado, y no sin sospecha de que hubiese algún movimiento en la Borgoña, se hacían poderosas
provisiones en diferentes lugares por aquellos que los temían, por lo cual el rey de Francia había
enviado al ducado de Milán gran número de gente de a caballo y de a pie y levantado en el reino de
Nápoles (demás de las otras prevenciones) dos mil y quinientos infantes españoles con permiso del
Rey católico, contra el cual se quejó gravemente el Emperador. Al mismo tiempo Chaumont
(dudando de la fe de los Borromeos) ocupó de repente a Arona, castillo de aquella familia, situado
en el lago Mayor. A Borgoña había enviado quinientas lanzas debajo del gobierno de La Tremouille,
gobernador de aquella provincia, y para divertir en más partes los pensamientos y las fuerzas del
Emperador daba continuamente ayudas y fomentaba al duque de Güeldres, el cual molestaba el país
de Carlos, nieto de Maximiliano. Demás de esto, había enviado a Verona a Juan Jacobo Tribulcio
con cuatrocientas lanzas francesas y cuatro mil infantes en socorro de los venecianos. Estos habían
puesto hacia Rovere, para oponerse a los movimientos que se hacían por Trento, al conde de
Pitigliano, con cuatrocientos hombres de armas y mucha infantería, y en el Friul, ochocientos
hombres de armas gobernados por el Albiano, que mucho tiempo antes había vuelto a su servicio.
Mostróse el primer peligro por parte que no se pensaba, porque Paulo Bautista Justiniano y
Fregosino, expatriados de Génova, llevaron a Gazuolo, lugar de Luis Gonzaga, feudatario del
Imperio, mil infantes tudescos, los cuales pasaron repentinamente con gran presteza por montes y
lugares muy ásperos del dominio veneciano, con intención de ir, en pasando el río Po, por la
montaña de Parma hacia Génova; pero Chaumont, recelándose de esto, envió luego a Parma, para
oponérseles en el camino, mucha caballería e infantería, por cuya venida los tudescos, perdiendo la
esperanza de que contra Génova pudiese suceder efecto alguno, se retiraron a Alemania por el
mismo camino, pero no con la misma presteza y peligro, porque los venecianos, por el beneficio
común, consintieron tácitamente su vuelta.
Estaban en este mismo tiempo muchos genoveses expatriados en la ciudad de Bolonia, y por
esto tuvo el Rey gran duda sobre si esta materia se había tratado con sabiduría del Papa, de cuyo
ánimo le ponían en sospechas otras muchas cosas, porque el cardenal de Santa Cruz (si bien más
por propia inclinación que por otra causa) aconsejaba al Emperador que pasase. Y habiendo
sucedido que, moviéndose de Faenza los desterrados de Forli, habían intentado una noche entrar en
aquel lugar, se quejaba el Papa, diciendo que era consejo comunicado entre el rey de Francia y los
venecianos. Añadíase que cierto fraile, preso en Mantua, confesó que había tratado con los
Bentivogli de dar veneno al Papa, y que Chaumont le aconsejó hacer cuanto había prometido a los
Bentivogli, por lo cual el Papa, reduciendo a forma auténtica el examen, envió con él al Rey a
309

Aquiles de Grassi, boloñés, obispo de Pesaro (que después fue cardenal), a hacer instancia sobre
que se averiguase la verdad y fuesen castigados los que hubiesen incurrido en culpa tan enorme.
Teniendo mayores indicios de esto que los otros, Alejandro Bentivoglio fue citado a Francia por
comisión del Rey.
Con estas acciones e incertidumbres se acabó el año 1507.
En el principio del de 1508, no pudiendo sosegarse los naturales inquietos de los boloñeses,
Anníbal y Hermes Bentivoglio, teniendo inteligencia con algunos mozos de los pueblos y otros
nobles de la juventud, se arrimaron de improviso a Bolonia. No fue este movimiento sin peligro,
porque los conjurados, para meterlos dentro, habían ocupado la puerta de San Mammolo; mas
habiendo tomado las armas el pueblo en favor del Estado eclesiástico, los mozos, espantados,
desampararon la puerta y los Bentivogli se retiraron. Este insulto mitigó el ánimo del Papa, más que
le encendió contra el rey de Francia, porque, mostrando el Rey que le había sido muy molesto este
atrevimiento, mandó a Chaumont que en cualquier caso que fuese menester socorriese con toda la
gente de armas las cosas de Bolonia y no permitiese que fuesen acogidos en parte alguna del ducado
de Milán los Bentivogli, de los cuales había muerto en aquellos días de dolor de ánimo Juan, no
acostumbrado, antes que fuese echado de Bolonia, a sentir el rigor de la fortuna, y habiendo sido
primero largo tiempo el más dichoso de todos los tiranos de Italia y ejemplo de próspera fortuna,
porque, en espacio de cuarenta años (en los cuales mandó como quiso en Bolonia y no viendo en
tanto tiempo la muerte de alguno de los suyos), había tenido siempre para si y para sus hijos
mandos, provisiones y grandes honras de todos los príncipes de Italia, y siempre se había librado
con gran felicidad de todas las cosas que se le habían mostrado peligrosas. De esta felicidad parecía
que principalmente era deudor a la fortuna, demás de la oportunidad del sitio de aquella ciudad,
porque según el juicio común, no había por qué atribuirle alabanza ni de ingenio, ni de prudencia, ni
de excelente valor.
En el principio del mismo año, no queriendo el Emperador diferir más el mover las armas,
envió un Rey de armas a Verona a significar que quería pasar a Italia por la Corona del Imperio y a
pedir alojamiento para cuatro mil caballos. Respondieron a esto los rectores de Verona (habiendo
consultado primero a Venecia esta demanda) que si en su pasaje no tuviese otra causa que el querer
coronarse, le honrarían grandemente; pero que parecían los efectos diversos de lo que proponía,
puesto que había traído a sus confines tanto aparato de ejército, de artillería y de armas.
Sin embargo, Maximiliano llegó a Trento, para dar principio a la guerra, e hizo hacer a tres de
Febrero una procesión solemne, donde fue en persona, llevando delante de si los Reyes de armas del
Imperio y la espada imperial, desnuda, durante la cual Mateo Lango, su secretario, que después fue
obispo Gurgense, subido en una eminente tribuna, publicó en nombre del Emperador la
determinación de pasar con hostilidad a Italia, nombrándole, no va Rey de Romanos, sino
Emperador electo, según acostumbran llamarse los Reyes de Romanos cuando vienen por la
Corona.
Habiendo prohibido el mismo día que nadie saliese de Trento y ordenado hacer gran cantidad
de pan, de provisiones y de cajas de madera, y enviando por el río Adige muchas barcas cargadas de
vituallas, salió la noche siguiente poco antes del día de Trento con mil quinientos caballos y cuatro
mil infantes, no de la gente que le había dado la Dieta, sino de la propia de la corte y de sus Estados,
enderezándose por el camino que por aquellas montañas sale a Vicenza. Al mismo tiempo salió
hacia Rovere el marqués de Brandemburgo con quinientos caballos y dos mil infantes, también de
los mismos países.
Volvió al siguiente día Brandemburgo sin haber hecho otro efecto que presentarse ante Rovere
y pedido en vano que le permitiesen alojar dentro; mas el Emperador, habiendo entrado en la
montaña de Siago, cuyas faldas se acercan a doce millas de Vicenza, tomados los lugares de Siete
Comunes (pueblos que, así nombrados, habitan en la cumbre de la montaña con muchas exenciones
y privilegios de los venecianos) y allanado muchas cortaduras que habían hecho para defenderse e
'impedirle el camino, condujo allí algunas piezas de artillería, por lo cual, esperándose cada hora
310

más prósperos sucesos, al cuarto día de haber partido de Trento, volvió de pronto a Bolzano, villa
más apartada que Trento de los confines de Italia, habiendo llenado de gran asombro, por tanta
inconsideración o inconstancia, los ánimos de todos.
Despertó este principio tan débil el ánimo de los venecianos, por lo cual, habiendo ya
asoldado muchos infantes, llamaron a Rovere la gente francesa que estaba en Verona con el
Tribulcio, y comenzando a hacer mayores prevenciones, incitaban al rey de Francia a que hiciese lo
mismo, el cual, viniendo hacia Italia, enviaba delante de sí cinco mil suizos pagados por él y tres
mil que pagaban los venecianos, porque no habiendo podido Maximiliano dar dinero a aquella
nación, se había vuelto al fin, sin respeto, al servicio del rey de Francia. Con todo eso, no quisieron
los suizos, después de haberse movido y de ser pagados, ir al dominio veneciano, alegando que no
querían servir contra el Emperador en otra cosa que en la defensa del Estado de Milán.
Mayor movimiento, pero con suceso más infeliz, destinado para dar principio a cosas mucho
mayores, se despertó en el Friul, adonde pasaron por orden del Emperador por el camino de los
montes cuatrocientos caballos y cinco mil infantes, gente toda traída de su con dado del Tirol, los
cuales, entrando en el valle de Cadoro, tomaron el castillo y la fortaleza, donde había poca guarda,
juntamente con los oficiales de los venecianos que estaban dentro. Al saberse este suceso en
Venecia, ordenaron al Albiano y al proveedor Jorge Cornaro, que estaban en el Vicentino, que
fuesen luego al socorro de aquel país, y para trabajar también ellos a los enemigos de aquella parte
enviaron hacia Trieste cuatro galeras sutiles y otras naves. En este mismo tiempo Maximiliano (que
de Bolzano había ido a Brune), volviendo al camino del Friul, por la comodidad de los pasos y de
los países que son más anchos, con seis mil infantes de la misma tierra, corrió por unos valles más
de cuarenta millas adentro del país de los venecianos, y tomando el valle de Cadoro, por donde se
va hacia Treviso, dejándose a las espaldas el castillo de Bostauro, que en tiempo pasado era del
Patriarcado de Aquilea, tomó los castillos de San Martín y de la Pieve, el valle donde estaban de
guardia los condes de Savignani y otros lugares vecinos. Habiendo hecho este progreso (más digno
de un pequeño capitán que de un Rey) y dejando orden para que aquella gente fuese hacia el
Trevisano, se volvió al fin de Febrero a Insbruck para empeñar joyas y hacer de otros modos
provisión de dinero; pues siendo más disipador que gastador de él, no bastaba cantidad alguna para
suplir sus necesidades.
Mas habiendo entendido por el camino que los suizos habían aceptado el dinero del rey de
Francia, enojado con ellos, fue a una ciudad de los suabos para inducir a la liga de Suabia a que le
diese ayuda, como lo había hecho otras veces, en la guerra contra los suizos. Instaba también con
los Electores para que le prorrogasen por otros seis meses las ayudas que le habían prometido en la
Dieta de Constanza, y al mismo tiempo la gente de sus Estados, que había quedado en Trento, en
número de nueve mil hombres entre infantería y caballería, tomó en tres días a discreción,
habiéndolo batido primero, el castillo Baiocco, que está en frente de Rovere sobre el camino
derecho, a mano derecha de como se va de Trento a Italia, por entre el cual y Rovere, que está a la
mano izquierda, pasa el río Adige.
Movióse el Albiano con grande presteza para socorrer al Friul, y habiendo pasado las
montañas cargadas de nieve, llegó en dos días cerca de Cadoro, donde, esperando la infantería que
no había podido igualar su presteza, ocupó un paso que no estaba guardado por los tudescos, por
donde se entra en el valle de Cadoro. Tomando ánimo con su venida los habitantes del país
(inclinados a estar debajo del dominio veneciano), ocuparon los otros pasos del valle por donde los
tudescos se hubieran podido retirar, los cuales, viéndose encerrados y no teniendo otro remedio ni
esperanza que en las armas, juzgando que al Albiano le llegaría cada día más gente, le fueron a
encontrar con grande ánimo, y no rehusando él el pelear, se comenzó entre ambos una muy áspera
batalla, en la cual los tudescos que, peleando ferozmente, más por el deseo de morir gloriosos que
por la esperanza de salvarse, se habían puesto en un grueso escuadrón, y encerrado en medio de
ellos las mujeres, pelearon con grande furia por algún rato; mas no pudiendo al fin resistir al
número ni al valor de los enemigos, quedaron del todo vencidos, siendo muertos más de mil y los
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otros presos. Después de esta victoria, habiendo acometido el Albiano por dos partes la fortaleza de
Cadoro, la ganó, perdiendo allí la vida Carlos Malatesta, señor de los antiguos de Rímini, herido por
una piedra echada de la torre.
Siguiendo la ocasión con su ejército, tomó a Portonavone y después a Cremonsa, que está
situada sobre un alto collado. Tomada Cremonsa, fue a sitiar a Gorizia, cuya situación está a las
faldas de los Alpes Julianos, fuerte de sitio y bien amunicionada, que tiene una fortaleza de áspera
subida; y habiendo tomado primero el puente de Gorizia, y después plantado la artillería en la villa,
la ganó por acuerdo al cuarto día, porque les faltaban armas, agua y vituallas. Tomado el lugar, el
castellano y la gente que estaba en la fortaleza, la entregaron, recibiendo por ello cuatro mil
ducados. Hicieron luego en ella los venecianos muchas fortificaciones, por que fuese como un
propugnado y freno para los turcos y los espantase cuando quisiesen pasar el río de Lisonzio,
porque con la comodidad de aquel lugar se les podía impedir fácilmente la retirada.
Tomada Gorizia, el Albiano fue a sitiar a Trieste, ciudad que al mismo tiempo había sido
molestada por la mar, y la tomaron fácilmente, no sin disgusto del rey de Francia, el cual disuadía el
irritar tanto al Rey de Romanos, si bien por ser muy útil para sus comercios por el uso del golfo de
Venecia, y ensoberbecidos con la prosperidad de la fortuna, estaban dispuestos a seguir el curso de
la victoria. Después de apoderarse de Trieste y de la fortaleza tomaron a Portonon, y después a
Fiume, lugar de Esclavonia, que está enfrente de Ancona. Quemaron este lugar, porque era acogida
de las naves que, sin pagar los tributos puestos por ellos, querían pasar por el mar Adriático.
Pasando después los Alpes, tomaron a Possonia, que está en los confines de Hungría.
Esto era lo que se hacía en el Friul; pero a la parte de Trento el ejército tudesco, que había
venido a Calliano (villa famosa por los daños de los venecianos, porque junto a ella, poco más de
veinte años antes, había sido roto y muerto Roberto de San Severino, capitán muy excelente de su
ejército), acometió a tres mil infantes de los venecianos que debajo del gobierno de Jacobo Corzo,
Dionisio de Naldo y Vitello, de Ciudad del Castillo, estaban en guarda de Monte Brettónico, los
cuales, aunque bien fortificados, huyeron luego sobre un monte vecino, y los tudescos, haciendo
justa burla de la vileza de los infantes italianos, quemaron muchas casas, y allanando los reparos
que estaban hechos en el monte, se retiraron a Calliano.
Animado por este suceso el obispo de Trento, fue con dos mil infantes que le enviaron y parte
de la gente que estaba en Calliano a sitiar a Rivă de Trento, castillo situado sobre el lago de Garda,
donde había enviado ya el Tribulcio guarda suficiente, y habiendo batido dos días la iglesia de San
Francisco, y hecho, mientras estaban allí, algunas correrías en las quintas cercanas a Lodrone, dos
mil infantes grisones que estaban en el ejército tudesco, alterándose por discordia de poca
importancia, nacida de las pagas, saquearon las vituallas del ejército; por lo cual, quedando todo en
desorden y retirados casi todos los grisones, el resto del ejército, que era de siete mil hombres, fue
obligado a retirarse. Por esta retirada, discurriendo la gente veneciana por los lugares comarcanos y
yendo tres mil infantes de ellos a abrasar unos lugares del conde de Agresto, fueron puestos en
huida por los paisanos y muertos unos trescientos.
Disuelto casi todo el ejército tudesco, por la retirada de la Riva, y retirados los caballos, que
eran mil doscientos, al alojamiento de Calliano en Trento, la gente de los venecianos acometió a
Piedra la mañana de Pascua, lugar apartado de Trento seis millas; mas saliendo en socorro la gente
que estaba en Trento, se retiraron.
Después acometieron la fortaleza de Cresta, punto de importancia que se rindió antes que le
llegase el socorro que venía de Trento. Los tudescos, que se habían rehecho de infantería, volvieron
con mil caballos y seis mil infantes al alojamiento de Calliano, distante de Piedra un tiro de ballesta,
y habiéndoseles ido doscientos caballos del duque de Vitemberg, vinieron los venecianos con cuatro
mil caballos y diez y seis mil infantes a sitiar a Piedra, donde plantaron diez y seis piezas de
artillería.
Es Piedra una fortaleza situada en las faldas de la montaña a la mano derecha de como se va
de Rovere a Trento, y de ella sale un muro muy fuerte que continuando por espacio de un tiro de
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ballesta se extiende hasta sobre el Adige. Este muro tiene en la mitad una puerta, y quien no es
dueño de este paso puede con dificultad ofender a Piedra.
Estaban los ejércitos vecinos el uno del otro una milla, teniendo cada uno enfrente la fortaleza
y el muro, por uno de los costados el río Adige y por el otro los montes. Cada uno tenía a sus
espaldas sus retiradas seguras, y los tudescos porque poseían la fortaleza y el muro podían obligar a
su albedrío a que pelease el ejército veneciano sin ser ellos obligados; pero por ser de número muy
inferiores, no osaban ponerse en manos de la fortuna, y solamente atendían a defender la fortaleza
de los ataques del enemigo, que la batía con gran solicitud. Viendo un día la ocasión de que la
artillería no estaba bien guardada, saliendo furiosamente a acometerla y rompiendo a los infantes
que la guardaban, retiraron a sus alojamientos dos piezas con gran ferocidad; por lo cual,
desanimados los venecianos, teniendo también por vana la expugnación, en la cual habían perdido
mucha gente, se retiraron a Rovere y los tudescos a Trento.
Pocos días después se deshizo la mayor parte de la gente de la Dieta, de la cual, por venir
unos más pronto y otros más tarde, nunca habían estado juntos cuatro mil hombres, porque casi
todos los que se enviaron de Trento y Cadoro eran de los países cercanos; y acabados los seis
meses, se retiraron a sus casas. La mayor parte de los otros infantes enviados hacían lo mismo.
Nunca había estado presente a estas cosas Maximiliano por estar ocupado en ir de un lugar a
otro con varios pensamientos y en busca de provisiones. Por ello, remitiendo la Dieta de Ulma para
tiempo más acomodado, sin saber qué decisión tomar, y lleno de dificultades y de vergüenza, se fue
hacia Colonia; ignorándose durante algunos días dónde se hallaba su persona; no pudiendo resistir
con sus fuerzas aquel ímpetu; habiendo perdido todo lo que tenía en el Friul y los otros lugares
cercanos; desamparado de todos y en peligro las cosas de Trento si la gente francesa se hubiera
querido juntar con el ejército veneciano para ofenderle. Mas el Tribulcio, por orden del Rey (que
tenía más inclinación a aplacar que a provocar), no quiso pasar más adelante de lo que era necesario
para la defensa de los venecianos.
Había enviado el Emperador, viéndose abandonado de todos y deseoso de apartarse del
peligro por cualquier camino, desde que su gente fue rota en Cadoro, a Preluca, criado suyo, a
Venecia, a procurar hacer tregua con los venecianos por tres meses. Esta deman. da fue despreciada
por el Senado, que estaba dispuesto a no hacerla por menos tiempo que un año, ni en manera
alguna, si no se comprendía en ella al rey de Francia; mas creciendo sus peligros, perdido ýa Trieste
y sucediendo todo peor, el obispo de Trento, como cosa suya, invitó a los venecianos a hacer
treguas, proponiendo que, con este fundamento, se había de esperar poder hacer la paz. Los
venecianos respondieron que pues la plática no se proponía a ellos solos, de manera que también el
rey de Francia podía intervenir en ella, no rechazaban el tratar de esta manera. Empezadas así las
negociaciones se concertaron en hablar juntos el obispo de Trento y Serentano, secretario de
Maximiliano, por el rey de Francia el Tribulcio y Carlos Jofré, presidente del Senado de Milán,
enviado por Chaumont para esta plática, y por los venecianos Zacarías Contarino, embajador
señalado particularmente para este negocio. Concertábanse fácilmente en las otras condiciones
porque convenían en que el tiempo fuese de tres años y que todos poseyesen lo que poseían al
presente, con facultad de fabricar y fortificar los lugares ocupados; pero la dificultad estaba en que
los franceses querían que se hiciese tregua general, incluyendo en ella a los confederados que
también tenía cada uno fuera de Italia y especialmente al duque de Güeldres, contra lo cual estaban
muy obstinados los agentes de Maximiliano, que había vuelto totalmente el ánimo a la ruina de
aquel Duque, y alegaban que la guerra era toda en Italia, por lo cual no convenía ni precisaba hablar
sino de las cosas de Italia. Hacían en esto los venecianos gran diligencia para que se satisficiese al
deseo del rey de Francia; mas no esperando poder reducir a los tudescos, estaban inclinados a
aceptar la tregua en el modo que convenían en ella, induciéndoles el deseo de estorbarse una guerra
que toda se reducía a su Estado, y también la voluntad de confirmar en su dominio, mediante la
tregua de tres años, los lugares que habían ganado en este movimiento. Con los franceses se
excusaban con muy verdadera razón, diciendo que, no estando obligados el uno ni el otro sino a la
313

defensa de Italia y fundada sobre esto su confederación, no les tocaba pensar en las cosas de la otra
parte de los montes.
Habiendo el Tribulcio escrito sobre esta diferencia a Francia y los venecianos a Venecia, vino
respuesta del Senado que, no pudiendo hacer otra cosa, concluyesen solamente la tregua para Italia,
reservando lugar y tiempo al rey de Francia para entrar en ella. No quisieron venir en ello el
Tribulcio ni el Presidente, quejándose gravemente del poco respeto a la amistad y unión y que ni
aun querían esperar la respuesta del Rey, y protestando el Presidente que la empresa común no se
debía acabar sino de común acuerdo. No dejaron por esto los venecianos de concluir la tregua,
concertándose Maximiliano y ellos en su nombre propio simplemente y con condición que por la
parte de Maximiliano se nombrasen y tuviesen por incluidos y nombrados el Papa, el Rey Católico,
el de Inglaterra y el de Hungría y todos los príncipes y súbditos del Sacro Imperio en cualquier
parte, y todos los confederados de Maximiliano y de los dichos Reyes y Estados del Imperio que
dentro de tres meses se habían de nombrar, y por la parte de los venecianos el rey de Francia y el
Rey Católico y todos los amigos y confederados de los venecianos, del rey de Francia y del Rey
Católico señalados en Italia, los cuales se habían de nombrar dentro de tres meses.
Acabada de concertar esta tregua a 20 de Abril, habiéndola ratificado casi luego el Rey de
Romanos y los de Venecia, se depusieron las armas entre ellos con esperanza de muchos de que
Italia había de gozar por algún tiempo de quietud.
Dejadas las armas por la tregua hecha, pareciéndole al rey de Francia que el ánimo de los
florentinos no había sido sincero para con él, sino más inclinado al Emperador, si en sus cosas se
hubiera mostrado principio de prósperos sucesos, y sabiendo que no podía proceder de otra cosa
sino del deseo de recuperar de cualquiera manera a Pisa y del enojo de que, no atendiendo él ni a su
devoción ni a sus obras, no sólo no las había favorecido ni con su autoridad ni con sus armas, sino
tolerado que de los genoveses, sus vasallos, fuesen ayudados los pisanos, determinó pensar en que
consiguiesen su deseo con algún honesto modo; mas queriendo hacerlo con provecho suyo, según
los primeros designios y creyendo que era mejor medio para sacarles mayor suma, el miedo que la
esperanza, envió a Miguel Riccio a quejarse de que hubiesen enviado personas propias para
concertarse con el Emperador, su enemigo, y de haber juntado debajo de color de talar las mieses a
los pisanos, ejército poderoso, sin tener respeto a las calidades de los tiempos y a sus recelos y
peligros, ni haber querido, en tan gran movimiento como se prevenía, declarar nunca perfectamente
sus ánimos; todo lo cual le había dado mucha causa para dudar a qué fin miraban estas
prevenciones, y con mayor motivo porque habiéndoles pedido que con su gente le ayudasen en
peligros tan graves, se habían negado a hacerlo, contra todo lo que él esperaba. Mas a pesar de ello,
por el amor que siempre había tenido a su República y por la memoria de las cosas que por lo
pasado habían hecho en su beneficio, estaba dispuesto a perdonar estas nuevas injurias, con tal que,
por quitar las causas por las cuales se podría turbar la quietud de Italia, no molestasen más en lo
venidero a los pisanos sin consentimiento suyo.
Respondieron los florentinos a estas quejas que la necesidad les había inducido a enviar al
Emperador, no con intención de concertarse con él contra el Rey, sino para procurar asegurar sus
cosas en caso que pasase a Italia, las cuales no se había querido obligar el Rey a defender contra el
Emperador en la capitulación hecha con ellos, sino que había expresado dentro de ella la cláusula
salvo los derechos del Imperio, y con todo eso no habían hecho con él ningún concierto; que no era
justa la queja por el ejército enviado contra los pisanos, porque habiendo sido (según su costumbre)
ejército mediano, no para otro efecto sino para impedir las cosechas, como otras muchas veces lo
habían hecho, no había tenido ninguna otra causa racional de sospecha; que este motivo justo con
las ayudas dadas por los genoveses y por los otros vecinos a los pisanos no habían permitido que
enviasen al Rey su gente, a lo cual, si bien no estaban obligados, con todo eso, por la continua
devoción que tenían a su nombre, no hubieran dejado de hacer este oficio, aunque no lo hubiese
pedido; que se maravillaban grandemente de que desease el Rey que los pisanos no fuesen
molestados, a los cuales en comparación de los florentinos no tenía causa para estimar y querer, si
314

se acordaba de lo que habían obrado contra él en la rebelión de los genoveses, y que no podía el
Rey prohibir justamente que molestasen a los pisanos, porque así estaba expresado en la
confederación hecha con él.
De estos principios se llegó a tratar que Pisa volviese debajo del dominio de los florentinos,
para lo cual parecía que debía bastar el proveer que ni los genoveses ni los luqueses le diesen
ningún socorro de vituallas ni de fuerzas, estando en tal extremo que no osaban salir ya de la
ciudad, añadiéndose mayormente, por la pérdida de las cosechas, la mala disposición de los
labradores, los cuales eran en mayor número que los ciudadanos; de manera que se creía que no se
podrían sustentar si no hubiesen recibido algún socorro de dinero de los genoveses y luqueses, con
el cual los que gobernaban, mantenían en Pisa algunos soldados forasteros, distribuyendo lo demás
en la juventud de los ciudadanos, y espantando con las armas de éstos a aquellos que deseaban
concertarse con los florentinos, tenían quieta aquella ciudad.
Añadióse a esta plática comenzada por el Rey Cristianísimo la autoridad del Rey Católico por
celos de que, sin él, llegase a efecto, por lo cual luego que supo la ida de Miguel Riccio a Florencia,
envió a aquella ciudad un embajador, quien, entrando antes en Pisa, les aconsejó y dio ánimo en
nombre del Rey para que se defendiesen, no por otra causa sino porque, estando más obstinados en
no ceder a los florentinos, pudiesen ser vendidos a mayor precio. Pasáronse poco después estas
pláticas, con voluntad de los dos Reyes, a la corte del de Francia, donde, sin respeto de la protección
tan confirmada, solicitaba mucho la venta el Rey Católico, conociendo que, no estando defendida
Pisa, era necesario que cayese en poder de los florentinos, y teniendo entonces el ánimo ajeno de
enredarse en cosas nuevas, especialmente contra la voluntad del rey de Francia; porque si bien al
volver a España tomó nuevamente el gobierno de Castilla, con todo eso, no lo había establecido de
todo punto, por las voluntades diversas de los señores y porque el Rey de Romanos no había dado el
consentimiento en nombre de su nieto.
Mas después que se hubo tratado largamente en Francia sobre las cosas de los pisanos, por
muchas dificultades que sobrevinieron, queriendo ambos Reyes apropiarse el precio de la venta y
no hallándose al fin medio de concierto, se acabó la plática sin conclusión alguna.

FIN DEL LIBRO VII.


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LIBRO OCTAVO

Sumario
Uniéronse contra los venecianos en este tiempo las fuerzas del rey de Francia y las del Rey de
Romanos, que hasta ahora, por algunas diferencias, habían estado separadas, y comenzando el rey
de Francia a querer recobrar lo que ellos le tenían ocupado, dio al Albiano en la Chiaradadda una
gran rota, por la cual, enflaquecidas las fuerzas de los venecianos, resolvieron dejar el imperio de
Tierra Firme y le abandonaron casi todo, excepto a Treviso, que no quiso recibir los gobernadores
del Imperio. Pero volviendo sobre sí los venecianos del error que habían cometido por miedo,
resolvieron continuar la guerra, y habiendo el proveedor Gritti recuperado por sorpresa a Padua, la
defendieron del Emperador, que vino en persona al asedio. No habían cesado las cosas de Toscana,
mas resolviendo los florentinos hacer el último esfuerzo contra los pisanos, al fin los vinieron a
sojuzgar. El rey de Francia, después de haber ganado lo que los venecianos le tenían ocupado, se
volvió a su reino y el duque de Ferrara, que, movido por las calamidades de los venecianos, les
había vuelto el Polentino, sustentó bizarramente la guerra que ellos le declararon y viniendo a
batalla les dio una gran rota en el río Po. Había excomulgado el Papa a los venecianos por el odio
que todavía les tenía; pero, finalmente, con señales de humildad, tuvieron la gracia de absolverlos
Su Santidad.

Capítulo I
Motivos del odio del papa Julio a los venecianos.—Congreso de Cambray para declarar la
guerra a éstos.—Liga del Emperador y el Papa.—Embajadores del Congreso al Emperador.—El
Papa duda de entrar en la confederación.—Situación angustiosa de Pisa.—Los reyes de Francia y
de España venden a los florentinos la facultad de recuperarla.—Los venecianos se preparan a la
defensa.

No eran tales las enfermedades de Italia ni tan poco flacas sus fuerzas que se pudiesen curar
con medicinas ligeras; antes, como muchas veces suele suceder en los cuerpos llenos de humores
corrompidos, que un remedio usado para componer el desorden de una parte, engendra después
otros más dañosos y de mayor peligro, así la tregua hecha entre el Emperador y los venecianos
produjo en Italia, en lugar de aquella quietud y tranquilidad que muchos habían esperado,
calamidades innumerables y guerras mucho más atroces y sangrientas que las pasadas; porque, si
bien en Italia hacía catorce años que duraban tantas guerras y movimientos, con todo eso, o por
haberse acabado muchas veces las cosas sin sangre, o por haber sucedido más muertes entre los
mismos bárbaros, habían padecido menos los pueblos que los Príncipes; mas abriéndose en lo
futuro la puerta a nuevas discordias, se siguieron por toda Italia y contra ellos mismos crudelísimos
accidentes, infinitas muertes, sacos, ruinas de muchas ciudades y tierras, licencia militar no menos
dañosa a los amigos que a los enemigos, violada la religión y holladas las cosas sagradas con menor
reverencia y respeto que las profanas.
La ocasión de tantos males si bien se considera, generalmente fue, como casi siempre, la
ambición y codicia de los príncipes; mas considerándola particularmente tuvo origen de la
temeridad y proceder tan insolente del Senado veneciano, siendo ocasión de que cesasen las
316

dificultades que hasta entonces habían tenido suspensos a los Reyes de Romanos y de Francia para
convenirse contra ellos. Al uno, demasiadamente exasperado, le trajeron a gravísima desesperación;
al otro al mismo tiempo le incitaron a sumo enojo o a lo menos le dieron disposición de descubrir,
debajo de pretexto aparente, lo que muy de atrás había deseado; porque el César, estimulado por
tantas ignominias y daños recibidos, y habiendo, en lugar de conquistar los Estados de otros,
perdido una parte de los suyos hereditarios, no quería dejar de hacer cosa alguna para reparar tanta
infamia. Esta disposición la acrecentaron de nuevo, después de hecha la tregua, imprudentemente
los venecianos, porque no absteniéndose de provocarle no menos con demostraciones vanas que con
efectos, recibieron en Venecia con grande pompa y casi como triunfante al Albiano. El rey de
Francia, aunque desde el principio había dado esperanzas de ratificar la tregua hecha, haciendo
demostraciones después de alterarse, se lamentaba de que los venecianos hubiesen presumido de
nombrarle e incluirle como accesorio, y que, habiendo ellos tenido atención a su propio reposo, le
hubiesen dejado en el aprieto de la guerra.
Estas disposiciones de los ánimos de ambos comenzaron a manifestarse en breve tiempo,
porque el César, no confiando en sus propias fuerzas, ni esperando otra cosa sino que por sus
injurias se resintiesen los Príncipes o los pueblos de Alemania, se inclinaba a unirse con el rey de
Francia contra los venecianos, como único remedio para recuperar el honor y los Estados perdidos.
El Rey, a quien la indignación nueva le había renovado la memoria de las ofensas que se persuadía
había recibido de ellos en la guerra de Nápoles, incitado por la antigua codicia de Cremona y de las
otras tierras que poseyeron largo tiempo los duques de Milán, tomó la misma inclinación, y por esto
se comenzó a tratar entre ellos cómo podrían, quitado el impedimento de las cosas menores, atender
juntamente a las mayores y componer las diferencias entre el archiduque y el duque de Güeldres,
cuya causa, por la antigua alianza y comodidad recibidas, era muy estimada del rey de Francia.
Al mismo tiempo incitaba también el ánimo del Rey contra los venecianos el Pontífice,
encendido, demás de la antigua ocasión, de nuevas indignaciones porque se persuadía que, por su
industria, los desterrados del Friul, que habían vuelto a Faenza, intentaron entrar en aquella ciudad y
porque en el dominio veneciano ampararon a los Bentivogli, a quienes el Rey había echado del
Estado de Milán, juntándose a esto el estar la autoridad de la Corte de Roma menos respetaba en
muchas cosas que nunca. Últimamente turbó mucho el ánimo del Pontífice que, habiendo dado el
obispado de Vicenza, vacante por muerte del cardenal de San Pedro in Víncula, su sobrino, a Sixto,
también sobrino suyo, a quien había puesto en la dignidad cardenalicia y en los mismos beneficios,
el Senado veneciano, despreciando esta provisión, eligió un gentil-hombre de Venecia, el cual,
rehusando el Pontífice confirmarle, tuvo el atrevimiento temerario de nombrarse electo obispo de
Vicenza por el excelentísimo Consejo de Pregadi. Irritado por estas cosas envió primero al Rey a
Máximo, secretario del cardenal de Narbona, y después al mismo Cardenal que habiendo sucedido
nuevamente, por la muerte del Cardenal de Aux, en su obispado, se llamaba el cardenal de Aux.
Oídos por el Rey con alegre rostro, le propusieron varios partidos para escoger, unos sin el César y
otros juntamente con él. Pero el Pontífice estaba más pronto a querellarse que a determinarse,
porque de una parte combatía en su pensamiento el deseo ardiente de que se moviesen las armas
contra los venecianos, por otra le retenía el temor de verse obligado a depender demasiado de la
grandeza de otros y mucho más los celos antiguos concebidos contra el cardenal de Rohán. Por esto
le daba gran molestia que los ejércitos poderosos del Rey pasasen a Italia; y en alguna parte turbaba
las cosas mayores el haber el Pontífice conferido poco antes, sin sabiduría del Rey, los obispados de
Asti y de Plasencia y el rehusar el Rey que el nuevo cardenal de San Pedro in Víncula, a quien por
la muerte del otro había dado la abadía de Chiaravalle, beneficio riquísimo junto a Milán,
consiguiese la posesión.
En estas dificultades, lo que no resolvía el Pontífice lo deliberaron finalmente el César y el rey
de Francia, y tratando con grande secreto contra los venecianos, se juntaron en la ciudad de
Cambray, para dar perfección a las cosas tratadas, por la parte del César, madama Margarita, su hija,
gobernadora de los Estados de Flandes y de los otros que por parte de madre habían venido al Rey
317

Felipe, acompañándola en estos negocios Mateo Longo, secretario que estimaba en mucho el César
y por parte del rey de Francia el cardenal de Rohán, echando fama de juntarse para tratar de la paz
entre el Archiduque y el duque de Güeldres, entre los cuales se había hecho tregua por cuarenta
días, y procurando con maña que el verdadero objeto no llegase a noticia de los venecianos, a cuyo
embajador afirmaba con gravísimos juramentos el cardenal de Rohán que su Rey quería perseverar
en la confederación con ellos. Siguió al Cardenal el embajador del rey de Aragón, sin contradecir ni
aprobar, porque si bien aquel Rey había sido el primer movedor de estos tratos entre el César y el
rey de Francia, después se habían continuado sin él, persuadiéndose ambos de que le sería molesta
la prosperidad del rey de Francia y sospechoso todo el aumento del César por respeto del gobierno
de Castilla, y que por esto sus pensamientos en tales cosas no eran conformes con las palabras. En
Cambray se tomó en poquísimos días la última determinación, no habiéndole dado parte de cosa
alguna al embajador del Rey Católico, sino después de la conclusión hecha, la cual el día siguiente,
que era a diez de Diciembre, fue con solemnes ceremonias confirmada en la Iglesia mayor con el
juramento de madama Margarita, del cardenal de Rohán y del embajador español, no publicando
otra cosa que haberse tratado con el Pontífice y con cada uno de estos Príncipes perpetua paz y
confederación. En los artículos más secretos se contenían efectos sumamente importantes, y aunque
ambiciosos y en mucha parte contrarios a los tratados que el César y el rey de Francia tenían con los
venecianos, se encubrían (como si la diversidad de las palabras bastase a mudar la sustancia de los
hechos) con un proemio muy piadoso, en que se refería el deseo común de comenzar la guerra
contra los enemigos del nombre de Cristo y los impedimentos que hacía a esto el haber los
venecianos ocupado ambiciosamente las tierras de la Iglesia. Por tal causa se querían apartar de
ellos para proceder después más unidamente en tan santa y necesaria empresa, y por los consejos y
exhortaciones del Pontífice, el cardenal de Rohán, como procurador suyo y por su mandato y como
procurador y con orden del rey de Francia, madama Margarita como procuradora y con el mandato
del Rey de Romanos y como gobernadora del Archiduque y de los Estados de Flandes, y el
embajador del rey de Aragón, como procurador y con el mandato de su Rey, se convinieron en
hacer guerra a los venecianos para recuperar cada uno las cosas que a ellos les tenían ocupadas.
Las que se nombraban por parte del Pontífice eran Faenza, Rávena y Cervia; por la del Rey de
Romanos, Padua, Vicenza y Verona, que le pertenecían en nombre del Imperio y el Friul y Treviso,
pertenecientes por la Casa de Austria; por el rey de Francia, Cremona, Ghiaradadda, Brescia,
Bérgamo y Crema, y el rey de Aragón las tierras y los puertos que les había dado en empeño
Fernando, rey de Nápoles. Obligábase a venir en persona el Rey Cristianísimo a la guerra y
comenzarla el primer día del próximo mes de Abril. A este tiempo la habían de comenzar asimismo
el Pontífice y el Rey Católico.
Se convino que para que el César tuviese justa causa de no observar la tregua hecha, el Papa,
como defensor de la Iglesia, le pidiese ayuda, y después de esta petición el César por lo menos le
enviase un caudillo y fuese obligado cuarenta días después que el rey de Francia hubiese roto la
guerra, a acometer personalmente el Estado de los venecianos; que cualquiera de ellos que hubiese
recuperado lo que le tocaba, fuese obligado a ayudar a los otros hasta que enteramente lo hubiesen
recuperado todo; que todos estuviesen obligados a la defensa de cualquiera de ellos que en las
tierras recuperadas fuese molestado por los venecianos, con los cuales ninguno se pudiese convenir
sin consentimiento común; que pudiesen ser nombrados dentro de tres meses el duque de Ferrara y
el marqués de Mantua, y cualquiera a quien los venecianos pretendiesen ocupar alguna villa; que los
nombrados gozasen como principales todos los beneficios de la confederación, teniendo facultad de
recuperar por sí mismos las cosas perdidas; que amonestase el Pontífice penas de gravísimas
censuras a los venecianos para que restituyesen a la Iglesia lo que le tenían ocupado y fuese juez de
las diferencias que había entre Blanca María, mujer del Rey de Romanos, y el duque de Ferrara, por
la herencia de Ana, su hermana y mujer del dicho duque; que el César diese la investidura del
ducado de Milán al rey de Francia para sí, para Francisco de Angulema y los demás descendientes
varones, y por esta investidura le pagase el Rey cien mil ducados; que no hiciesen el César ni el
318

Archiduque durante la tregua ni seis meses después ningún movimiento contra el Rey Católico por
ocasión del gobierno y de los títulos de los reinos de Castilla; que exhortase el Papa al rey de
Hungría para que entrase en esta confederación; que nombrase cada uno dentro de cuatro meses sus
coligados, como no fuesen los venecianos ni los súbditos o feudatarios de algunos de los
confederados, y que debiese cada uno de los contrayentes principales dentro de sesenta días
próximos ratificar el tratado.
A esta concordia universal se juntó la particular entre el Archiduque y el duque de Güeldres,
en la cual se ajustó que las tierras que se habían ocupado en la guerra presente al Archiduque se le
restituyesen, pero que no se hiciese esta restitución de las que habían sido ocupadas al Duque.
Establecida en esta forma la nueva confederación y guardando el secreto que convenía de los
venecianos, partió al día siguiente de Cambray el cardenal de Rohán, habiendo enviado primero al
César al obispo de París a Alberto Pío, conde de Carpi, para recibir de su majestad Cesarea la
ratificación en nombre del rey de Francia, el cual sin ninguna dilación la ratificó y confirmó con
juramento, con las mismas solemnidades con que se había hecho la publicación en la Iglesia de
Cambray y es cierto que aquesta confederación, aunque se dice en la escritura que se hizo con
consentimiento del Papa y del rey de Aragón, se hizo sin él, persuadiéndose el César y el Rey
Cristianísimo que habrían de venir en ella, parte por la utilidad propia, y parte porque, conforme el
estado de las cosas presentes, ni el uno ni el otro se atreverían a repugnar contra la autoridad de
ellos, especialmente el rey de Aragón, el cual, aunque le era molesto este tratado porque, temiendo
que se aumentase más la grandeza del rey de Francia, anteponía la seguridad de todo el reino de
Nápoles a la recuperación de la parte que poseían los venecianos, con todo, procurando
mañosamente y con presteza mostrar lo contrario que sentía, ratificó luego la confederación con las
mismas solemnidades. En el Pontífice había mayor duda, combatiendo en él, según su costumbre,
de una parte el deseo de recuperar la tierra de la Romaña y la indignación contra los venecianos, y
de la otra el temor al rey de Francia; demás de que juzgaba por peligroso para sí y para la Silla
Apostólica que comenzase a extenderse en Italia el poder del César, y así, pareciendo más útil
obtener con la concordia una parte de lo que deseaba que el todo con la guerra, intentó inducir al
Senado veneciano a que le restituyese a Rímini y a Faenza, dando a entender que los peligros que le
amenazaban por la unión de tantos príncipes serían mucho mayores concurriendo en la liga el
Pontífice, porque no podría rehusar el perseguirle con las armas espirituales y temporales; pero que
restituyendo las tierras que tenían ocupadas a la Iglesia en su pontificado y recuperando juntamente
con las tierras la honra, tendría justa ocasión de no ratificar lo que se había hecho en su nombre,
pero sin su consentimiento, y que, apartándose la autoridad Pontifical, saldría con facilidad vana
esta liga que por sí misma había tenido harta dificultad; que procuraría cuanto pudiese con la
autoridad y con la industria (si no pudiera por otro camino) que en Italia no se aumentase más la
potencia de los bárbaros, no menos peligrosa a la Sede Apostólica que a los otros.
Haciéndose en el Senado veneciano varias consultas sobre esta propuesta, algunos juzgaban
que sería de gran consecuencia el separarse el Pontífice de los demás; otros lo reputaban por cosa
indigna no bastante para desviar la guerra. Prevaleciera finalmente la opinión de los que se
conformaban con la parte más sana y mejor, si Domingo Trevisano, senador de grande autoridad y
uno de los procuradores del riquísimo templo de San Marcos, honor de la República veneciana,
hombre de mayor estimación que ningún otro después del Dux, levantándose en pie, no hubiera
aconsejado lo contrario, el cual, con muchas razones y gran eficacia de palabras, se dio maña a
persuadir que era cosa muy ajena de la dignidad y utilidad de aquella clarísima y extendida
República restituir las tierras que la pedía el Pontífice, pues de unirse o no con los otros
confederados se aumentaban o disminuían poco sus peligros; porque si bien para que pareciese
menos injusta su causa habían los confederados usado del nombre del Pontífice, cuando se
ajustaron, se habían convenido sin él; de modo que por esto no obrarían en las ejecuciones
deliberadas con más dilación y tibieza, y que, por el contrario, no eran las armas del Pontífice de tal
valor que se debiese comprar con precio tan excesivo el detenerlas; que si en el mismo tiempo
319

fuesen acometidos de los otros, podrían con mediana guarda defender aquellas ciudades, pues la
gente de la Iglesia (que según el común proverbio es infamia de la milicia) no era por sí misma
bastante ni a expugnar ni a hacer balanza suficiente para el fin de la guerra, y no había en el fervor
ni en los movimientos de las armas temporales la reverencia ni las amenazas de las espirituales, ni
se podía temer que hiciesen más daño en esta guerra, pues eran conocidas en otras muchas,
especialmente en la que se hizo contra Ferrara, donde no fueron poderosas para impedir que no
consiguiesen la paz honrosa para sí y de vituperio para lo restante de Italia; que con una unión tan
grande y en el tiempo que florecía en riquezas, armas y valor, se había confederado toda Italia
contra ellos; que no era verosímil ni conforme a razón que Dios nuestro Señor quisiese que los
efectos de su severidad, de su misericordia, de su ira y de su paz estuviesen en la mano de un
hombre de gran ambición y soberbia, sujeto al vino y a otros muchos deshonestos deleites, para
ejecutarlos al albedrío de sus deseos desordenados y no según la consideración de la justicia y del
bien público de la Cristiandad, y que si en este Pontificado no era más constante la fe sacerdotal de
lo que había sido casi siempre en los otros, no reconocía qué seguridad podría haber de que,
habiendo conseguido a Faenza y a Rímini, no se uniese con los otros para recuperar a Rávena y a
Cervia, no guardando mayor respeto a la palabra dada del que suelen tener los Pontífices, que, por
justificar su proceder, han establecido entre otras leyes que la Iglesia, no obstante todo contrato,
promesa y beneficio, pueda, después de conseguidos, retractarse y derechamente contravenir a las
obligaciones que sus mismos prelados han hecho solemnemente; que la confederación se había
hecho entre Maximiliano y el rey de Francia con gran calor, pero que los ánimos de los otros
coligados no eran semejantes, porque el Rey Católico se juntaba a ellos de mala gana y en el
Pontífice se veían señales de sus acostumbradas sospechas y variedades; que no había que temer
más de la liga que se había hecho en Cambray que de la que otra vez en Trento y después en Blois
habían ajustado con el mismo calor los mismos Maximiliano y Luis, porque para la ejecución de las
cosas determinadas había grandes dificultades que por su naturaleza eran casi imposibles de
desenredar; que por eso el principal estudio y diligencia de aquel Senado había de ser procurar
buscar medios para apartar al César de aquella unión que por su naturaleza, por su necesidad, y por
el odio antiguo contra los franceses se podía esperar fácilmente, y una vez apartado de ella, no había
ningún peligro de que se moviese la guerra, porque de el rey Francia, si el César le dejaba, no
tendría resolución de acometer más que a lo que se había atrevido por lo pasado; que en todas las
cosas públicas se debían considerar prontamente los principios, porque no estaba después en mano
de los hombres apartarse, sin suma deshonra y peligro, de las deliberaciones ya tomadas, si en ellas
se había perseverado largo tiempo; que habían sus padres y ellos sucesivamente atendido en las
ocasiones a ensanchar el Imperio, con profesión declarada de aspirar siempre a cosas mayores, y de
aquí habían venido a ser odiosos a todos, parte por miedo, parte por dolor de lo que les habían
tomado, y que aunque de este odio se había conocido mucho antes que podría nacer alguna
alteración grande, no se abstuvieron de abrazar las ocasiones que se les ofrecían, ni sería ahora
remedio a los peligros presentes comenzar a dejar parte de lo que poseían, pues no por eso se
aquietarían, antes se encenderían los ánimos de sus enemigos, dándoles atrevimiento con su temor,
porque siendo opinión antigua de muchos años atrás en Italia, que el Senado veneciano no dejaría
jamás lo que una vez había entrado en sus manos, ¿quién no conocería que hacer ahora tan vilmente
lo contrario procedía de una desesperación total de poderse defender de los peligros que les
amenazaban?; que comenzando a dejar cualquiera cosa, aunque pequeña, y a declinar de la
reputación y esplendor antiguo de esta República, se aumentarían los peligros grandemente, y sería
más difícil sin comparación conservar aún de menores riesgos lo que le queda al que ha comenzado
a declinar, que no al que, esforzándose para conservar su dignidad y puesto, se revuelve
prontamente, sin hacer demostración de querer dejarlo en manos de quien está cerca de oprimirle; y
era necesario o despreciar animosamente las primeras demandas o, consintiéndolas, creer que se les
habían de unir otras muchas por donde en brevísimo tiempo resultaría la total destrucción de aquel
Imperio y consiguientemente la pérdida de la propia libertad; que había la República veneciana, así
320

en el tiempo de sus pasados como de los presentes, sus. tentado guerras gravísimas con los príncipes
cristianos, y por conservar siempre constancia y generosidad de ánimo, habían alcanzando fin
gloriosísimo; que deberían en las dificultades presentes (aunque por ventura pareciesen mayores)
esperar el mismo suceso, porque su poder y autoridad era mayor, y en las guerras que comúnmente
hacen muchos príncipes contra uno, suele ser mayor el espanto que los efectos, porque prontamente
se entibiaban los ímpetus primeros y, comenzando a nacer variedad de pareceres, se enflaquecía
entre ellos la fe; finalmente, que debía confiar aquel Senado, demás de las provisiones y remedios
que ellos hacían por sí mismos, en que Dios, justo juez, no desampararía una República nacida y
criada en perpetua libertad, ornato y esplendor de toda Europa, ni permitiría que la ambición de los
príncipes, debajo de pretexto de disponer la guerra contra infieles, oprimiese aquella ciudad que con
tanta piedad y religión había sido tantos años defensa y amparo de toda la República cristiana.
Conmovieron de manera los ánimos de la mayor parte las palabras de Domingo Trevisano,
que (como ya otras veces había sido fatal en aquel Senado) fue seguido, contra el parecer de
muchos senadores de gran prudencia y autoridad, el peor consejo. El Pontífice, que había diferido la
ratificación hasta el último día señalado para ella, ratificó el convenio, mas con declaración expresa
de no querer hacer algún acto de enemistad contra los venecianos sino después que el rey de Francia
hubiese comenzado la guerra.
Con estas semillas de gravísimos movimientos acabó el año 1508, en cuya sazón estaban
reducidas y cada día se reducían a grandísimo aprieto las cosas de los pisanos, porque los
florentinos, demás de haberles cortado todos los sembrados el verano pasado y demás de las
correrías continuadas de su gente por las tierras circunvecinas hasta las puertas de Pisa, para
impedir que por mar entrasen vituallas, habían tomado a sueldo con algunos bajeles al hijo de
Bardellá de Portovenere, por lo cual los pisanos sitiados, casi por mar y tierra, no teniendo, por su
pobreza, poder para traer navíos o soldados forasteros, y siendo ayudados por sus vecinos
tibiamente, no tenían casi esperanza alguna de sustentarse.
Movidos de estas cosas los genoveses y luqueses resolvieron intentar meter en Pisa gran
cantidad de granos que, cargados en muchas barcas, acompañadas de dos naves genovesas y dos
galeones, los habían llevado a la Spezia y después a Viareggio, para que de allí, por orden de los
pisanos, con catorce bergantines y muchas barcas se condujesen a Pisa; pero queriendo oponerse los
florentinos, porque en llegar o no estos granos consistía totalmente la esperanza o el desengaño de
ganar aquel año a Pisa, juntaron con los bajeles que tenían primero una nave inglesa, que por acaso
se hallaba en el puerto de Liorna, algunas fustas y bergantines, y ayudando cuanto podían, con las
preparaciones hechas por tierra, a la armada de mar, enviaron toda la caballería con gran número de
infantería, que con mucha presteza habían recogido de todo su dominio, a todas las partes donde los
bajeles de los enemigos pudiesen, o por la boca del Arno o del Río Muerto, entrando en el Arno,
conducirlos a Pisa. Llegaron los enemigos a la boca del río, y estando los bajeles de los florentinos
dentro de ella y de Río Muerto, y habiendo la gente de tierra ocupado los sitios necesarios y
extendido la artillería sobre las orillas de cada parte del río por donde habrían de pasar, juzgando
que no podrían llegar más adelante, se volvieron a la ribera de Génova; habiendo perdido tres
bergantines cargados de trigo.
Creyeron por este suceso cierta la victoria, por falta de vituallas, los florentinos, y para
impedir más fácilmente que por el río se pudiesen llevar, echaron en el Arno un puente de madera,
fortificándolo con trincheras de la una y de la otra orilla. Al mismo tiempo, para desviar las ayudas
de los vecinos, se convinieron con los lugares; habiendo enviado primero, para reprimir su osadía, a
saquear con una parte de su gente que sacaron de Cascina el puerto de Viareggio y los almacenes
donde estaban muchas mercaderías de los mercaderes de Luca. Temerosos los luqueses, enviaron a
Florencia embajadores y acordaron, finalmente, que entre la una y la otra República hubiese liga
defensiva por dos años, excluyendo nombradamente a los luqueses de poder ayudar en cualquier
modo a los pisanos, cuya confederación, si recuperaban los florentinos a Pisa dentro de un año, se
entendiese que había de ser prorrogada por otros doce y, durante esta liga, no pudiesen los
321

florentinos (no perjudicando por esto a su derecho) molestar a los luqueses en la posesión de
Pietrasanta y de Mutrone.
Fue de mucha mayor consideración para facilitar la conquista de Pisa el convenio hecho
entonces con los Reyes Cristianísimo y Católico que, tratándose desde hacía muchos meses, había
tenido varias dificultades, temiendo los florentinos, por la experiencia de lo pasado, que esto fuese
medio para sacarles gran cantidad de dinero, y que, con todo, quedasen en el mismo estado las cosas
de Pisa. Por otra parte, interpretando el rey de Francia que se procuraba la dilación artificiosamente,
por la esperanza de que los pisanos (cuyos aprietos. eran conocidos) de su voluntad se rindiesen y
no queriendo que de ninguna manera la recuperasen sin pagarle la recompensa, mandó al Bardella,
súbdito suyo, que dejase el sueldo que poseía de los florentinos y a Chaumont que enviase de Milán
en ayuda de los pisanos seiscientas lanzas. Por estas razones, apartadas todas las dudas y
dificultades, se convinieron en esta forma: Que no diesen el rey de Francia ni el de Aragón favor o
ayuda a los pisanos e hiciesen que de los lugares súbditos a ellos, confederados o encomendados, no
fuesen vituallas a Pisa, socorro de gente, de dineros ni de ninguna otra cosa; que pagasen los
florentinos en cierto tiempo a cada uno de ellos, si dentro del próximo año recuperasen a Pisa,
cincuenta mil ducados, y, en el caso dicho, quedase hecha liga entre ellos por tres años desde el día
de la recuperación y que por ella. estuviesen obligados los florentinos a defender con trescientos
hombres de armas los Estados que tenían en Italia, recibiendo para la defensa propia de cada uno de
ellos por lo menos trescientos hombres de armas.
A la capitulación hecha en común fue necesario agregar, sin sabiduría del Rey Católico,
nuevas obligaciones de pagar al rey de Francia a su tiempo y debajo de. las mismas condiciones
otros cincuenta mil ducados. Demás fue menester que prometiesen dar a los ministros de los dos
Reyes veinticinco mil ducados, de los cuales la mayor parte se había de distribuir según la voluntad
del cardenal de Rohán, y estos acomodamientos, bien que fuesen con grandísimo gasto de los
florentinos, fueron tenidos entre todos los hombres por infames para aquellos Reyes, pues el uno se
dispuso por dineros a abandonar aquella ciudad que muchas veces había afirmado que la había
recibido en su protección, como se manifestó después, habiéndosele entregado voluntariamente, y el
Gran Capitán aceptó el dominio en su nombre; el otro, olvidado de las promesas que había hecho
muchas veces a los florentinos, o vendió por vil precio la justa libertad de los pisanos; u obligó a los
florentinos a que comprasen de él la disposición de poder recuperar justamente las cosas propias.
¡Tanto más puede hoy la fuerza del oro que el respeto a lo justo!
Las cosas de los pisanos a que solían estar atentos los ojos de toda Italia, eran en este tiempo
de poca consideración, por depender los ánimos de los hombres de la esperanza de cosas mayores,
pues luego que ratificaron la liga de Cambray todos los confederados, comenzó el rey de Francia a
hacer grandes prevenciones, y aunque por ahora no se pasaba a protestas o amenazas de guerra, con
todo, no pudiendo disimularse más estas cosas, el cardenal de Rohán, presente todo el Consejo, se
lamentó con palabras muy sensibles con el embajador de Venecia de que aquel Senado,
despreciando la liga y amistad del Rey, hacía fortificar la abadía de Cerretto en el territorio de
Crema, donde, habiendo antiguamente una fortaleza, fue demolida por los capítulos de la paz que se
hizo el año de 1454 entre los venecianos y Francisco Sforza, nuevo duque de Milán, con condición
que los venecianos no se pudiesen fortificar en ningún tiempo, y a los capítulos de la dicha paz se
refería en éstas y en otras muchas cosas la que se ajustó entre ellos y el Rey.
Habiendo venido el Rey pocos días después a Lyon, caminaba ya su gente para pasar los
montes y se disponían para bajar al mismo tiempo a Italia seis mil suizos soldados suyos, y
ayudándose, demás de sus fuerzas propias, de las ajenas, había obtenido de los genoveses cuatro
carracas, de los florentinos cincuenta mil ducados por parte de lo que se le debía después de la
conquista de Pisa, y el ducado de Milán (que deseaba mucho volver a ocupar las tierras que le
tenían usurpadas los venecianos) le había dado cien mil ducados y muchos gentiles hombres, y los
feudatarios de aquel Estado se apercibían de armas y de caballos para seguir en la guerra, con
compañías muy lucidas, la persona del Rey.
322

Por otra parte se disponían con gran ánimo los venecianos para salir a tan gran guerra
esforzándose con dineros, con autoridad y con todo el nervio de su Imperio a hacer provisiones
dignas de tan gran República y con tanta más presteza cuanto parecía muy verosímil que, si
resistían el ímpetu primero, sería fácil que se enfriara o deshiciera la unión mal ordenada de estos
Príncipes, mostrándose en todas estas cosas, con suma gloria del Senado, el mismo ardimiento en
los que primero habían aconsejado en vano que modestamente se usase de la prospera fortuna, que
en los que habían sido autores de lo contrario; porque, anteponiendo el bien público a la ambición
particular, no deseaban que creciese su autoridad con hacer menosprecio de los consejos perniciosos
de los otros, ni con oponerse a remedios que se hacían para estorbar los peligros nacidos por su
imprudencia, sino considerando que contra ellos se armaba casi toda la cristiandad, procuraban cuán
mañosamente podían interrumpir tan gran unión, arrepentidos ya de haber despreciado la ocasión de
apartar al Pontífice de los otros, particularmente habiendo tenido esperanza que, con restituir sólo a
Faenza, se hubiera aquietado. Por esto renovaron con él los primeros tratos e introdujeron otros de
nuevo con el César y con el Rey Católico, porque con el rey de Francia o por el odio o por la
desesperación de poderle persuadir no lo intentaron.
El Pontífice no podía pedir más que lo que primero había deseado, y aunque al Rey Católico
por ventura no le faltaba la voluntad, no tenía poder para mover a los otros, y el César, lleno de odio
excesivo contra el nombre veneciano, no solamente no recibió sus ofertas con gusto, sino que ni aun
las quiso oír, pues rehusó admitir en su presencia a Juan Pedro Stella, su secretario, a quien habían
enviado con amplísimas facultades. Así, pues, volviendo los pensamientos a defenderse con las
armas, traían a su sueldo de todas partes gran cantidad de caballos y de infantes, armaban muchos
bajeles para la guarda de la costa de la Romaña y de las tierras de la Pulla, y para ponerlos en el
lago de Garda, en el Po y en los otros lugares vecinos, por temor que por estos ríos pudiesen ser
molestados por el duque de Ferrara y por el marqués de Mantua. Turbábales, demás de las amenazas
de los hombres, muchos casos, o fatales o fortuitos, porque cayó un rayo en la fortaleza de Brescia y
una barca que enviaba el Senado a llevar dinero a Rávena, se anegó en el mar con diez mil ducados,
y el archivo, lleno de papeles tocantes a la República, se cayó con súbita ruina.
Pero, demás de esto, lo que les puso en grandísimo terror fue que en el día y en la misma hora
que se había juntado el Consejo Mayor, se pegó fuego, por acaso o por ocultar fraude de alguno, en
el Arsenal, en el sitio donde es. taba el salitre, y aunque concurrió gran número de gente para
matarle, ayudado de la fuerza del viento y de la materia dispuesta para acrecentarlo, se quemaron
doce cascos de galeras sutiles y gran cantidad de municiones. A estos desastres se juntaba que,
habiendo tomado a sueldo a Julio y Renzo Orsini y Troilo Sabello con quinientos hombres de
armas, les obligó el Pontífice con asperísimos mandatos hechos como a feudatarios y súbditos de la
Iglesia, a que no se apartasen de la tierra de Roma, invitándoles a que se quedasen con los quince
mil ducados recibidos de su sueldo, con promesa de que los satisfaría a los venecianos en lo que
ellos debían a la Silla Apostólica por los frutos que tenían de la tierra de Romaña. Hacíanse las
preparaciones del Senado principalmente en los confines del reino de Francia, de cuyas armas
esperaban ser acometidos más pronto y con más poder, porque del rey de Aragón, aunque había
prometido mucho a los otros confederados, parecían demostraciones y rumores vanos, según su
costumbre, porque no hacía aparatos de mucho momento. El César, ocupado en Flandes en que los
pueblos sujetos a su nieto le socorriesen voluntariamente con dineros, no se creía que comenzase la
guerra al tiempo prometido, y pensaban que el Pontífice, esperando más en la victoria de los otros
que en sus armas propias, se gobernaría según los progresos de los coligados.
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Capítulo II.
El ejército véneto en el Oglio.—El ejército francés pasa el Adda.—Monitorio del Papa a los
venecianos.—Su respuesta.—Batalla del Adda.—Derrota de los venecianos.—Prisión del Albiano.
—Bérgamo se rinde al rey de Francia.—Los franceses toman a Peschiera.—El papa Julio invade la
Romaña.—Alfonso, duque de Ferrara, se declara enemigo de los venecianos.—Los venecianos
abandonan a Verona y Padua, y mandan a Antonio Justiniano como embajador a Maximiliano.—
Consternación general en Venecia.—Discurso de Justiniano al Emperador.

No se dudaba que había de ser el primer acometimiento del rey de Francia en la Ghiaradadda,
pasando el río Adda junto a Casciano. El ejército de los venecianos se juntaba en Ponte Vico sobre
el río Oglio; era su capitán general el conde de Pitigliano, gobernador Bartolomé de Albiano, y
proveedores en nombre del Senado, Jorge Cornaro y Andrea Gritti, gentiles-hombres esclarecidos y
muy honrados por su calidad conocida y por la gloria que el año pasado ganaron, el uno por la
victoria del Friul, y el otro por la oposición que hizo en Roveré a los tudescos. Consultándose entre
ellos de qué manera se había de proceder en la guerra, eran varios los pareceres, no sólo entre los
otros, pero entre el capitán y el gobernador, porque el Albiano, de ingenio feroz y ensoberbecido
con los prósperos sucesos del año pasado, pronto a aprovechar las ocasiones y de increíble presteza,
así en el resolver como en el ejecutar, aconsejaba que, para hacer antes el asiento de la guerra en el
país de los enemigos, que esperar que ellos lo hiciesen en el suyo propio, se acometiese al Estado de
Milán, antes que el rey de Francia pasase a Italia.
El conde de Pitigliano, enfriado el ardimiento (como decia el Albiano) por la vejez, o
considerando por la larga experiencia más prudentemente los peligros, y ajeno de tentar la fortuna
sin grandísima esperanza, aconsejaba que despreciada la pérdida de las tierras de la Ghiaradadda,
que no importaban al suceso de la guerra, el ejército se estuviese quedo junto a la tierra del Orci,
como ya en la guerra entre los venecianos y el duque de Milán había hecho Francisco Carmignuola,
y después Jacobo Piccinino, famosos capitanes de aquellos tiempos; alojamiento muy fuerte por
estar en medio de los ríos Oglio y Serio y comodísimo para socorrer a todos los lugares y villas del
dominio veneciano, porque si los franceses les fuesen a acometer en aquel alojamiento, podían, por
la fortaleza del sitio, tener por casi cierta la victoria, y si fuesen a sitiar a Cremona, Crema,
Bérgamo o Brescia, podrían, para la defensa de aquellas plazas, llegarse con el ejército a lugar
seguro, y estorbándoles las vituallas y demás comodidades que tenían con tanto número de
caballería ligera y estradiotas, les impedirían el tomar cualquier plaza importante; así, sin remitirse
al poder de la fortuna, podría fácilmente defenderse el Imperio veneciano del ímpetu y poder del
acometimiento del rey de Francia.
El Senado reprobó ambos consejos, el del Albiano por muy osado, el del Capitán general por
muy tímido y poco atento a la naturaleza de los peligros presentes, porque al Senado le hubiera
agradado más (según la antigua costumbre de aquella República) el proceder con seguridad y salir
lo menos que pudiesen de su mismo dominio. Por otra parte se consideraba si en el tiempo que
estuviesen empeñados en resistir al rey de Francia con todas sus fuerzas acometiese su Estado
poderosamente el Emperador, con qué armas, con qué capitanes, con qué fuerzas se le podían
oponer y, por este respeto, el camino que por sí mismo parecía más cierto y más seguro, quedaba
más peligroso. Mas siguiendo entre las opiniones contrarias (como muchas veces se hace) la del
medio, se resolvió que el ejército se llegase al río Adda por no dejar que fuese robo de los enemigos
la Ghiaradadda, pero con precisos acuerdos y preceptos del Senado veneciano que sin gran
esperanza o urgente necesidad no se viniese a las manos con los enemigos.
Muy diferente era la determinación del rey de Francia, pues tenía ardiente deseo de que los
ejércitos combatiesen, el cual acompañado del duque de Lorena y de toda la nobleza del reino de
Francia, luego que hubo pasado los montes, envió a Monjoie su Rey de armas a intimar la guerra al
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Senado veneciano, encargándole que, para hacer constar cuanto antes se pudiese que se la había
intimado, hiciese lo mismo cuando pasase por Cremona con los magistrados venecianos; y si bien
por no estar todavía junto todo su ejército había resuelto que no se moviese ninguna cosa hasta que
él fuese personalmente a Casciano, con todo eso, por lo que lo procuraba el Pontífice, que se
quejaba que era pasado ya el tiempo determinado en la capitulación, o para que comenzase a correr
el tiempo al César, que estaba obligado a mover la guerra cuarenta días después que el Rey la
hubiese comenzado, mudada la primera determinación, mandó a Chaumont que comenzase.
No habiendo todavía la gente veneciana partido de Ponte Vico, porque no se había podido
juntar toda, fue el primer movimiento de tan gran incendio a 15 de Abril, pasando Chaumont en
aquel día por un vado con tres mil caballos el río de Adda, junto a Casciano, y habiendo hecho pasar
en bateles seis mil infantes y en su seguimiento la artillería, se enderezó a la villa de Trevi, tres
millas apartada de Casciano, en donde estaba Justiniano Morosino, proveedor de los estradiotas de
los venecianos, y con él Vitello, de Ciudad de Castillo, y Vicente de Naldo, que hacían revista de la
infantería que se debía distribuir en las villas vecinas; y creyendo que los franceses, por haberse
dividido en muchas partes por la campaña, no eran gente ordenada para acometer las plazas, sino
para correr el país, enviaron fuera doscientos infantes y algunos estradiotas, y arrimándose a ellos
alguna gente francesa, les siguió escaramuzando hasta el rebellón de la puerta. Poco después,
juntándose los otros, puesta delante la artillería y comenzando ya a batir con falconetes las defensas,
o la vileza de los cabos, espantados de este ímpetu tan imprevisto, o la sublevación de la gente de la
villa, les obligó a rendirse a la discreción de Chaumont. Quedaron prisioneros Justiniano, Vitello y
Vicente y otros muchos, y con ellos cien caballos ligeros y cerca de mil infantes, casi todos de
Valdilamone, salvándose huyendo solo doscientos estradiotas. Después Chaumont, a quien se
habían rendido algunas villas vecinas, volvió con toda la gente del otro lado del Adda, y el mismo
día el marqués de Mantua, como soldado del Rey, de quien tenía una compañía de cien lanzas,
corrió hasta Casalmaggiore, cuyo castillo, sin hacer resistencia, le entregó la gente de la villa,
juntamente con Luis Bono, oficial veneciano.
En este mismo día hizo otra correría desde Piacenza al condado de Cremona, Roccalbertino
con ciento y cincuenta lanzas y tres mil infantes, habiendo pasado por un puente de barcas, puesto
donde el río Adda entra en el Po; y en otra parte del dicho condado hizo también correrías desde la
montaña de Brianza hasta Bérgamo la gente que estaba de presidio en Lodi y los villanos del país.
Este acometimiento, hecho en un mismo día por cinco partes sin parecer enemigo en ningún
lugar, hizo más ruido que efecto, porque Chaumont se volvió luego a Milán para esperar la venida
del Rey, que ya estaba próxima, y el marqués de Mantua, que habiendo tomado a Casalmaggiore,
había intentado (aunque en vano) tomar a Asola, entendiendo que el Albiano había pasado con
mucha gente el río Oglio en Puente Molaro, dejó a Casalmaggiore.
Dado este principio a la guerra, el Pontífice publicó luego con nombre de Monitorio una Bula
horrible, en la cual se refería todo lo que los venecianos habían usurpado en las tierras
pertenecientes a la Sede Apostólica la autoridad con que se habían alzado, en perjuicio de la libertad
eclesiástica y de la jurisdicción de los Pontífices, de conferir los obispados y otros muchos
beneficios vacantes, de tratar en el fuero seglar las causas espirituales y las otras que pertenecían al
juicio de la Iglesia, y todas las inobediencias pasadas; demás de ellas se decía también que pocos
días antes, para turbar en perjuicio de la misma Sede las cosas de Bolonia, habían llamado a Faenza
a los Bentivogli, rebeldes de la Iglesia. Sujetábales a ellos y a quien los admitiese a gravísimas
censuras, amonestándoles a que restituye. sen dentro de los veinticuatro días siguientes las villas
que ocupaban de la Iglesia, junto con todos los frutos que habían recibido en el tiempo que las
tenían, so pena (en caso que no obedeciesen) de incurrir en las censuras y entredichos, no sola la
ciudad de Venecia, pero todas las tierras que la obedecían, y aun aquéllas que, no estando sujetas a
su imperio, admitiesen algún veneciano, declarando haber incurrido en crimen lesæ maiestatis y ser
separados como enemigos perpetuos de todos los cristianos, a los cuales concedía facultad de
apoderarse en todas partes de sus haciendas y reducir a esclavitud las personas. Contra esta Bula
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apareció pocos días después en la ciudad de Roma un papel hecho por un hombre no conocido, en
nombre del Príncipe y de los magistrados venecianos, en el cual, después de larga y asperísima
narración contra el Pontífice y el rey de Francia, se interponía la apelación del Monitorio al
Concilio venidero, y en defecto de la justicia humana, a los pies de Cristo, justísimo juez y príncipe
supremo de todos.
Juntándose en este tiempo al Monitorio espiritual las denuncias temporales, luego que llegó a
Venecia el rey de armas Monjoie, e introducido en la presencia del Dux y del Colegio, protestó en
nombre del rey de Francia la guerra ya comenzada, agravándola con razones más eficaces que
verdaderas o justas, y habiéndolo consultado un poco, respondió el Dux a esta protesta con breves
palabras, que, pues el rey de Francia había resuelto moverles la guerra en el tiempo que tenían más
esperanza en él por la confederación que no habían violado jamás, y haber provocado por enemigo
al Emperador por no haberse apartado de él, que atenderían a su defensa, esperando poderlo hacer
con sus fuerzas, acompañadas de la justicia de la causa. Esta respuesta pareció más conforme a la
dignidad de la República que si se extendiera en justificaciones y querellas infructuosas contra
quien ya les había acometido con armas.
Juntándose en Ponte Vico el ejército veneciano, en que había dos mil hombres de armas, tres
mil entre caballos ligeros y estradiotas, quince mil infantes escogidos de toda Italia y
verdaderamente la flor de la milicia italiana, no menos por la fortaleza de los soldados que por la
experiencia y valor de los capitanes, quince mil infantes escogidos de las milicias de sus tierras y
acompañado de gran número de artillería, vino a Fontanella, sitio vecino de Lodi seis millas, y lugar
oportuno para socorrer a Cremona, Crema, Caravaggio y Bérgamo, donde, juzgando que habría
ocasión de recuperar a Treviso, por haberse retirado Chaumont del Adda y por no estar todavía
junto todo el ejército del rey de Francia, se movieron por resolución del Senado, pero contra el
consejo del Albiano (según él lo afirmaba después), que decía que eran resoluciones casi
repugnantes contradecir que se pelease con el ejército de los enemigos, y por otra parte juntarse
tanto a él, porque por ventura no estaría en su mano el retirarse, y cuando, finalmente, lo pudiesen
hacer, sería con tanta quiebra de reputación de aquel ejército, que dañaría mucho al progreso de
toda la guerra, y que él por este respeto, por el honor propio y por el común de la milicia italiana,
escogería antes morir que consentir tan gran ignominia.
Ocupó primero el ejército a Rivolta, donde no habían dejado guarnición alguna los franceses,
y metiendo allí cincuenta caballos y trescientos infantes se llegó a Trevi, villa poco distante del
Adda y situada en sitio algo eminente. Había dejado en ella Chaumont cincuenta lanzas y mil
infantes debajo del gobierno de Imbalt, el gascón Frontalla y el caballero Blanco. Plantada la
artillería por la parte de hacia Casciano, donde la muralla estaba más débil, y haciendo progresos
grandes, los que estaban dentro se rindieron el siguiente día, quedando en salvo los soldados, pero
sin armas, prisioneros los capitanes y la villa a libre discreción del vencedor.
El rey de Francia, al saber que el campo enemigo es. taba a los contornos de Trevi,
pareciéndole que la pérdida de aquel lugar, casi a su vista, le quitaba mucha reputación, se movió
luego de Milán para socorrerlo, y llegando un día después que se había perdido Trevi, que fue a 9 de
Mayo, sobre el río junto a Casciano, donde primero por la oportunidad de aquel sitio se habían
echado tres puentes sobre barcas, pasó con todo el ejército, sin hacer los enemigos ninguna
demostración de impedírselo, maravillándose cada uno de que perdiesen ociosamente tan gran
ocasión de acometer la primera parte de la gente que había pasado y exclamando el Tribulcio,
cuando vio pasar el ejército sin embarazo: ¡Hoy, Rey Cristianísimo, hemos ganado la victoria! De
la misma manera es cierto que conocieron esta ocasión y quisieron usar de ella los capitanes de los
venecianos, pero no pudieron jamás con autoridad, ni con ruegos ni amenazas hacer salir a los
soldados de Trevi, que estaban ocupados en el saco y robo, y no bastando ningún remedio a
deshacer este desorden, el Albiano, por obligarles a salir, hizo pegar fuego a la villa; mas este
remedio se hizo tan tarde, que ya los franceses, con grandísima alegría, habían pasado enteramente
haciendo burla de la vileza y mal consejo de sus enemigos.
326

Alojó el Rey con su ejército poco más de una milla del de los venecianos, puesto en lugar algo
eminente y por el sitio y los reparos hechos, de tal manera fuerte que no se podía acometer sin
manifiesto peligro, donde consultándose de qué manera se debía proceder, muchos de los que
intervenían en el Consejo del Rey, persuadiéndose que se comenzarían a sentir presto las armas del
César, aconsejaban que se procediese lentamente, porque teniendo mejor partido (según el hecho de
la guerra) el que espera que le acometan que el que acomete, la necesidad obligaría a los capitanes
venecianos a que, viéndose flacos para poder defender aquel Imperio por tantas partes, procurasen
venir a la batalla.
El Rey era de diferente parecer, porque temía que se pelease, si hubiese ocasión de hacerlo, en
lugar donde el sitio pudiese prevalecer al valor de los combatientes, movido o porque temiese que
tardasen los movimientos del Rey de Romanos, porque hallándose en persona con todas las fuerzas
de su reino, no sólo tenía grande esperanza de la victoria, si no juzgaba que perdía reputación si sólo
por sí, sin ayuda de otros, no acababa la guerra, y que por el contrario, sería de suma gloria que por
su poder y valor consiguiesen no menos que él los otros confederados los premios de la victoria.
De otra parte el Senado y los capitanes venecianos, no acelerando sus consejos por temor del
César, habían determinado (no metiéndose en lugares iguales para ambos, sino tomando siempre
alojamientos bien fortificados) rehusar a un mismo tiempo pelear e impedir a los franceses que
hiciesen ningún progreso importante. Con estas resoluciones estuvieron ambos ejércitos que. dos
todo un día, no haciéndose mayor movimiento en él, bien que entre los caballos ligeros se hicieron
muchas escaramuzas, y los franceses, adelantando la artillería, buscaban ocasión de pelear. Movióse
al día siguiente el Rey hacia Rivolta, por tentar si el deseo de conservar aquella villa obligase a
algún movimiento a los italianos; pero no moviéndose ellos, por sacar el Rey siquiera la tácita
confesión de que no se atrevían a pelear con él, estuvo cuatro horas firme delante del alojamiento
con todo el ejército en orden para la batalla, no haciendo ellos otro movimiento que volverse, sin
dejar el sitio fuerte, a la cara de los franceses, en buena orden.
En este tiempo, llevada la artillería por una parte de los soldados del Rey a las murallas de
Rivolta, se tomó por fuerza a pocas horas, donde alojó la misma tarde el Rey con todo el ejército,
afligido el ánimo por el modo con que procedían los enemigos, y tanto más alababa su consejo
cuanto más le descontentaba. Mas por obligarles con la necesidad a aquello que no les inducía su
voluntad, luego que hubo estado en Rivolta un día, dejándola abrasada, cuando partió, movió el
ejército para ir a alojar a Vaila o a Pandino la noche siguiente, esperando que de cualquiera de estos
dos lugares podría cómodamente impedir las vituallas que de Cremona llevaban a los enemigos y
ponerlos en necesidad de dejar el alojamiento en que habían estado hasta entonces.
Los capitanes venecianos bien conocían los pensamientos del Rey, no dudando que era
necesario tomar alojamiento fuerte junto a los enemigos para continuar teniéndolos en la misma
dificultad e impedimentos; pero el conde de Pitigliano aconsejaban que se dejase para el día
siguiente el moverse. Hizo tan vivas instancias por lo contrario el Albiano, alegando que era
necesario prevenirse, que finalmente se determinó mover. se luego. Dos eran los caminos, el uno
más bajo junto al río Adda, pero más largo, para ir a los lugares dichos, caminando por la línea
oblicua; el otro más corto, porque se iba por línea recta, o como se dice común. mente, éste por la
cuerda del arco, y aquél por la circunferencia de él. Por el camino de abajo iba el ejército del Rey,
en el cual se decía que había más de dos mil hombres de armas, seis mil infantes suizos, y doce mil
entre gascones e italianos, muy proveído de artillería y con número grande de gastadores. Por el
camino alto a la mano derecha del enemigo, caminaba el ejército veneciano, que decían tendría dos
mil hombres de armas, más de veinte mil infantes y número grande de caballos ligeros, parte
italianos y parte que trajeron los venecianos de Grecia, los cuales iban delante, mas no se alargaban
lo que solían, porque las matas y árboles pequeños de que estaba lleno el país, entre los dos ejércitos
se lo impedían, y también el poderse ver un ejército al otro.
Caminando de esta manera siempre delante el ejército veneciano, se juntaron mucho a un
mismo tiempo la vanguardia francesa gobernada por Carlos de Amboise y Juan Jacobo Tribulcio, en
327

la que había quinientas lanzas e infantería suiza, y la retaguardia de los venecianos, guiada por
Bartolomé de Albiano, donde había ochocientos hombres de armas y casi toda la flor de la
infantería del ejército, aunque no iba muy en orden porque no creyó el Albiano que se hubiese de
pelear aquel día. Mas como vio que estaba tan cerca de los enemigos, despertándose en él su
ardimiento acostumbrado, o viéndose en lugar que era necesario pelear, envió a significar luego al
conde de Pitigliano, que iba delante con la otra parte del ejército, su necesidad o determinación,
pidiéndole que viniese a socorrerle. Respondióle que atendiese a proseguir su camino y excusase el
pelear, porque así lo pedían las razones de la guerra, y porque era la determinación del Senado
veneciano; el Albiano en este medio, habiendo puesto su infantería con seis piezas de artillería sobre
un reparo pequeño que se había hecho para detener el ímpetu de un arroyo que no llevaba entonces
agua y pasaba por entre los dos ejércitos, acometió a los enemigos con tal fuerza y denuedo, que les
obligó a retirarse, siéndole muy favorable para esto el haberse comenzado esta escaramuza en unas
viñas, donde, por los sarmientos de las vides, no podía la caballería francesa gobernarse libremente;
pero adelantándose, por este peligro, la batalla del ejército francés (en donde iba la persona del Rey)
cerraron los dos primeros escuadrones sobre la gente del Albiano, el cual, por el feliz principio,
tenía gran esperanza de la victoria y, acudiendo a una parte y a otra, avivaba y provocaba con voces
ardientes a sus soldados.
Peleábase de cada parte valerosamente, y los franceses, por el socorro de los suyos, habían
vuelto a cobrar fuerzas y ánimo. Habiéndose reducido la batalla a lugar abierto, donde su caballería
(de que tenían gran ventaja) pudo valerse y manejarse libremente, y encendidos también por la
presencia del Rey, que no guardando más respeto a su persona que si fuera un soldado particular,
expuesto al peligro de la artillería, no cesaba, según la necesidad, de mandar, animar y amenazar a
sus soldados; y por otra parte, animada de nuevo la infantería italiana del suceso primero, peleaban
con valor increíble, no dejando el Albiano de hacer ningún oficio conveniente a excelente soldado y
capitán. Finalmente, después de pelear consumo valor cerca de tres horas, y habiendo el ejército de
los venecianos recibido gran daño en el lugar que abrieron los caballos de los enemigos, y demás de
esto no poco embarazo de que estuviese el terreno resbaladizo por la gran lluvia que mientras
peleaban había sobrevenido, no pudiendo los infantes afirmar los pies, y sobre todo, faltándoles el
socorro de los suyos, comenzaron a pelear con gran desigualdad, aunque resistiendo con grandísimo
valor, pero habiendo perdido ya la esperanza de vencer, hicieron (aunque más por la gloria que por
la vida) sangrienta y dudosa por algún rato la victoria de los franceses. Últimamente, perdiendo
primero las fuerzas que el valor, sin mostrar las espaldas a los enemigos, quedaron muertos casi
todos en aquel sitio. Fue muy celebrado entre todos el nombre de Pedro, uno de los marqueses del
Monte de Santa María de Toscana, capitán de infantería en la guerra de Pisa, sirviendo a sueldo de
los florentinos, y ahora uno de los coroneles de la infantería veneciana. Por esta resistencia tan
valerosa de sola una parte del ejército fue entonces opinión constante de muchos que si todo el
ejército veneciano entrara en la batalla, hubiera ganado la victoria; mas el conde de Pitigliano con la
mayor parte se abstuvo de pelear porque, como él decía, habiéndose vuelto para entrar en la batalla,
fue detenido por los escuadrones que ya venían huyendo, o porque, como se decía, no teniendo
esperanza de vencer y enojado de que el Albiano, contra su orden, se hubiese atrevido a pelear,
tuviese por mejor consejo que se salvase aquella parte del ejército que no que se perdiese todo por
la temeridad de otro. Murieron en esta batalla pocos hombres de armas, porque la matanza grande
fue en la infantería veneciana, de la cual afirmaban algunos que habían muerto ocho mil, otros
decían que el número de los muertos de ambas partes no pasó en todo de seis mil. Quedó prisionero
Bartolomé de Albiano y con un ojo y el rostro todo herido y acardenalado fue llevado a la tienda del
Rey. Tomáronse veinte piezas de artillería gruesa y lo demás del ejército, que no siguieron, se salvó.
Esta fue la famosa jornada de la Ghiaradadda, o como otros la llaman, de Vaila, hecha a 14 de
Mayo. En memoria de ella hizo el Rey edificar en el sitio donde se peleó una Iglesia, honrándola
con el nombre de Santa María de la Victoria.
328

El Rey, por no menoscabar con la negligencia la,ocasión adquirida con el valor y la fortuna,
fue el día siguiente a Caravaggio, y rindiéndosele luego la villa a conciertos, batió con la artillería la
fortaleza, la cual, en un día de tiempo, se le entregó libremente. Al día siguiente se le rindió, sin
esperar que el ejército se le acercase, la ciudad de Bérgamo, y dejando en ella cincuenta lanzas y
mil infantes para la expugnación de la fortaleza, se enderezó hacia Brescia, donde, antes que
llegase, se rindió la fortaleza de Bérgamo, habiéndola batido un día con la artillería, con condición
que quedase prisionero Marino Jorge y los otros oficiales venecianos, porque el Rey, movido, no
tanto por odio, cuanto por la esperanza de sacar gran cantidad de dinero, había determinado no
aceptar jamás, cuando se le rindieran las villas, ninguna condición que dejase libres a los gentiles-
hombres venecianos.
En los de Brescia no había la disposición con que en el tiempo de sus abuelos resistieron en la
guerra de Felipe María Visconti un grandísimo asedio 19, por,conservarse debajo del imperio
veneciano, antes inclinados a entregarse a los franceses, parte por el terror de sus armas, parte por
las persuasiones del conde Juan. Francisco Gambera, cabo de la facción gibelina, habían ocupado
las puertas de la ciudad el día después de la rota, oponiéndose claramente a Jorge Cornaro que,
habiendo ido allí muy aprisa, quería meter gente, y después, llegando a la ciudad el ejército
veneciano, muy disminuido de número (no tanto por el daño que recibió en la batalla pasada, cuanto
porque, como acaece en los casos semejantes, muchos voluntariamente se iban), despreciaron la
autoridad y ruegos de Andrea Gritti, que entró en Brescia a persuadirles que los recibiesen para su
misma defensa; por lo cual, pareciéndole al ejército que no estaba seguro en aquel lugar, fue hacia
Peschiera. La ciudad de Brescia se rindió al rey de Francia, haciéndose autores de ello los
Gambereschi. Lo mismo hizo dos días después la fortaleza, con condición de que se librasen todos
los que estaban dentro, excepto los gentiles-hombres venecianos.
Mal se podría imaginar ni escribir cuán grande fuese el dolor y el espanto universal cuando
llegó a Venecia la nueva de estas calamidades, y cuán atónitos y confusos quedaron los ánimos de
todos, poco enseñados a sentir semejantes adversidades y acostumbrados a ganar casi siempre la
victoria en todas las guerras, poniéndoseles delante de los ojos la pérdida del Imperio y el peligro de
la última ruina de su patria, en lugar de la gloria y grandeza con que pocos meses atrás imaginaban
ser señores del imperio de toda Italia. De cada parte de la ciudad se concurría con grandes voces y
lamentos miserables al palacio público, donde consultándose por los Senadores lo que se había de
hacer en caso tan grande, quedaba, después de larga consulta, la desesperación superior al consejo.
Tan flacos e inciertos eran los remedios; tan pequeñas y casi ningunas las esperanzas de su reparo,
considerando que no tenían otros capitanes ni otra gente para defenderse que la que de la rota
restaba, despojada de fuerza y ánimo; que los pueblos súbditos a aquel dominio estaban inclinados a
rebelarse, no queriendo sufrir por ellos daños y peligros tan grandes, y el rey de Francia con ejército
muy poderoso e insolente por la victoria, dispuesto a seguir el curso de la próspera fortuna, a cuyo
nombre solamente estaban ya para rendirse todos; y que si no habían podido resistir a él solo, ¿qué
sería viniendo también el Emperador, de quien se entendía que llegaba a sus confines y que ahora,
convidado de ocasión tan grande, apresuraría su venida? Mostrándose por todas partes peligros y
desesperaciones con indicios muy cortos de esperanza, no tenían seguridad de que en la propia
patria, llena de innumerable multitud, no se levantase algún tumulto peligroso, parte por la codicia
de robar, parte por el odio contra los gentiles-hombres. Así, pues, todos los casos contrarios, cuyo
suceso se representaba a su imaginación por posible, los tenían por muy ciertos: que es el último
grado adonde puede llegar el miedo. Pero recogido el ánimo lo mejor que podían, en medio de tan
gran temor, determinaron hacer última diligencia para reconciliarse por cualquier camino con el
Pontífice, con el Emperador y con el Rey Católico, sin ningún pensamiento de mitigar el ánimo del
rey de Francia, porque del odio que les tenía no desconfiaban menos de lo que temían sus armas, y

19 De esta inclinación al nombre veneciano, mostrada en las guerras con Visconti, hace larga memoria el Savélico en
el tercero libro de la tercera década, donde refiere el asedio de Brescia y cuanta diligencia usaron los venecianos
para no perder aquella ciudad. (Nota del traductor.)
329

no dejando apartar por esto los pensamientos de defenderse, atendían a hacer provisión de dineros y
tomaban a su sueldo nueva gente por tierra; y temiendo la armada que decían se disponía en
Génova, acrecentaron con cincuenta galeras la suya, de la cual era cabo Angelo Trevisano.
Pero la presteza del rey de Francia se prevenía contra todos estos consejos. Después de la
toma de Brescia se le había rendido la ciudad de Cremona, estando todavía por los venecianos la
fortaleza que, aunque era muy fuerte, hubiera seguido el ejemplo de los otros, mayormente
habiendo en el mismo día hecho lo mismo la fortaleza de Pizzichitone, si el Rey hubiera consentido
que todos salieran libres. Pero habiéndose recogido dentro muchos gentiles-hombres venecianos y
entre ellos Zacarías Contareno, hombre riquísimo, rehusaba el Rey admitirla, si no fuese con
condición de que éstos quedasen en su poder. Enviando gente a tenerla asediada y estando la
veneciana, que continuamente se disminuía, firme en el campo Marcio, junto a Verona, porque los
veroneses no los habían querido recibir dentro, se encaminó antes el Rey a Peschiera para ganar la
fortaleza; habiéndosele ya rendido la villa y comenzado a batirla con la artillería, entró la infantería
suiza y gascona por una pequeña rotura de la muralla con grande ánimo e ímpetu, matando la
infantería que había dentro en número de cuatrocientos hombres. El capitán de la fortaleza, gentil-
hombre20 veneciano, que asimismo lo era de la villa, después de preso, fue por mandato del Rey,
juntamente con su hijo, ahorcado de las almenas; resolviéndose el Rey a hacer esta crueldad para
que los que estaban en la fortaleza de Cremona, espantados por este suplicio, no se defendiesen con
extremada obstinación. De esta suerte el rey de Francia, en el espacio de quince días después de la
victoria, había ganado fuera de la fortaleza de Cremona, todo aquello que le pertenecía por la
división que se hizo en Cambray, conquista muy necesaria para el ducado de Milán, y que por ella
se acrecentaban las rentas reales cada año en mucho más de doscientos mil ducados.
Pero todavía no se sentían en este tiempo en ninguna parte las armas del Rey de Romanos.
Había acometido el Pontífice la tierra de la Romaña con cuatrocientos caballos ligeros y ocho mil
infantes y con la artillería del duque de Ferrara, a quien había elegido por alférez mayor de la
Iglesia (título, según el uso de nuestros tiempos, más de honra que de autoridad), y nombrado cabos
de este ejército a Francisco de Castel del Río, cardenal de Pavía, con título de legado apostólico, y a
Francisco María de la Robere, hijo de Juan, su hermano, el cual, adoptado por hijo de Guido Baldo,
duque de Urbino, su tío materno, y confirmada la adopción en Consistorio por la autoridad del
Pontífice, habiendo muerto sin otros hijos, le había sucedido el año antes en aquel ducado.
Habiendo corrido con este ejército desde Cesena hacia Cervia, y llegando después entre Imola
y Faenza, ocupó la villa de Solarolo, y estando algunos días en Bastia, a tres millas de Faenza,
fueron a Berzighella, villa principal del Valdelamone, donde había entrado Juan Paulo Manfrone
con ochocientos infantes y algunos cạballos. Salió Manfrone fuera a pelear, pero puestos en celada
Juan Paulo Baglione y Ludovico de la Mirándola, cabos del ejército eclesiástico, les acometieron
con tanto ardimiento, que, recogiéndose en la villa, entraron mezclados con ellos, y con tal ímpetu,
que habiendo caído Manfrone, apenas tuvo tiempo de retirarse al castillo. Luego que le plantaron la
artilleria, al primer cañonazo le quemaron las municiones que estaban dentro, y espantados de este
suceso los que lo defendían, se entregaron a la voluntad de los vencedores sin consideración
ninguna.
Ocupado todo el valle, el ejército bajó a lo llano, y habiendo tomado a Granarolo y todas las
demás villas del condado de Faenza, fue a ponerse sobre Rusi, castillo situado entre Faenza y
Rávena, mas no fácil de expugnar, porque rodeado de fosos anchos y profundos, lo guardaban
seiscientos infantes forasteros. Hacía más dificultosa la expugnación, no haber en el ejército
eclesiástico ni el consejo ni la concordia que fuera menester; bien que las fuerzas eran muchas, pues
de nuevo se habían juntado tres mil infantes suizos a sueldo del Pontífice. Pero aunque los
venecianos no estaban muy poderosos en la Romaña, se hacían contra ellos pocos progresos, y
saliendo de Rávena con su compañía Juan Greco, capitán de estradiotas, para correr el país, fue roto

20 El cardenal Bembo en el octavo libro de sus Historias de Venecia, donde escribe toda esta guerra, dice que este
gentilhombre, que fue muerto por la crueldad del rey de Francia, se llamaba Andrés de Riva. (Nota del traductor.)
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y preso por Juan Vitelli, uno de los cabos eclesiásticos. Finalmente, después de estar diez días
alrededor de Rusi, le ganaron por acuerdo, y habiendo sucedido en aquel mismo tiempo la victoria
del rey de Francia, la ciudad de Faenza, que por tener pocos soldados venecianos estaba en su
libertad, vino en recibir el dominio del Pontífice, si dentro de quince días no fuese socorrida.
Habiendo salido de Faenza, después que se hizo este concierto, quinientos infantes venecianos
debajo de la palabra del Legado, fueron desvalijados por mandato del duque de Urbino. La ciudad
de Rávena hizo lo mismo luego que se le acercó el ejército.
De esta manera, más con la reputación de la victoria del rey de Francia que con las armas
propias, conquistó prontamente el Pontífice las villas tan deseadas de la Romaña, en donde no
tenían los venecianos más que la fortaleza de Rávena. Contra éstos se descubrían cada día, después
de la rota de su ejército, nuevos enemigos, porque el duque de Ferrara, que hasta aquel día no se
había querido declarar, echó luego al Bisdómino, magistrado que, por antiguos conciertos, tenían
los venecianos en aquella ciudad para administrar justicia a los súbditos de la República; y tomando
las armas, recuperó sin ningún embarazo el Polesino de Rovigo y echó à fondo con la artillería la
armada de los venecianos que estaba en el río Adige.
Al marqués de Mantua se rindieron Asola y Lunato que los venecianos habían tomado en la
guerra contra Felipe María, a Juan Francisco Gonzaga su bisabuelo. En Istria ocupó Cristóbal
Frangipane a Pisinio y a Divinio y el duque de Brunsvick, habiendo entrado, por mandado del
César, en el Friul con dos mil hombres, tomó a Feltro y a Bellona, a cuya venida y por la fama de la
victoria de los franceses, volvieron al Imperio del César Trieste y las otras villas, de cuya conquista
habia procedido a los venecianos el origen de tantos males.
Ocuparon asimismo los condes de Lodrene algunos castillos cercanos, y el obispo de Trento,
con movimiento semejante, a Riva de Trento y a Agresto.
Pero ninguna cosa había espantado tanto a los venecianos después de la rota de Vaila como la
expugnación del castillo de Peschiera, creyendo que, por su fortaleza, se hubiera detenido en aquel
sitio el ímpetu de los vencedores. Atónitos por tantos males y temiendo sumamente que el rey de
Francia se adelantase; desesperados de sus cosas y obligados más por el temor que por el consejo,
retirada su gente a Mestre (que, sin orden ni obediencia, se había reducido a número muy corto)
determinaron, por no tener más tiempo tantos enemigos sobre sí y quizá con desesperación
demasiado arrojada, dejar el Imperio de Tierra Firme por quitar al rey de Francia la ocasión de
llegar a Venecia; pues no estaban sin sospecha de que en aquella ciudad se hiciese algún tumulto
provocado por la plebe o por la gran multitud de forasteros que había en ella; éstos obligados del
deseo de hurtar, y aquéllos por no querer tolerar que, siendo antes ciudadanos nacidos por larga
sucesión en una misma ciudad, muchas de las mismas familias fuesen excluidas de los honores y en
todas las cosas casi sujetos a los gentiles-hombres. Este abatimiento de ánimo alegaron en el Senado
por razón conveniente, diciendo que si de propia voluntad dejaban el imperio por huir los presentes
peligros, con más facilidad, volviendo alguna vez la próspera fortuna, le recuperarían, porque
habiendo dejado voluntariamente los pueblos, no estarían tan duros para volver debajo del dominio
antiguo como estuvieran si se hubiesen separado con rebelión descubierta. Movidos de estas
razones, olvidada la generosidad veneciana y el esplendor de tan gloriosa República, contentos de
retener solamente el dominio de la mar, ordenaron a los oficiales que estaban en Padua, en Verona y
en las otras villas destinadas a Maximiliano, que, dejándolas en el albedrío de los pueblos, se
fuesen, y demás de esto, por obtener de él la paz con cualquier condición, le enviaron con gran
presteza por embajador a Antonio Justiniano. Admitido en pública audiencia a la presencia del
César, habló rendidamente y con gran sumisión, pero en vano, porque el César rehusaba hacer
ningún concierto sin el rey de Francia.
No me parece ajeno de nuestro propósito, para que mejor se entienda el temor grande de
ánimo a que estuvo reducida aquella República que hacía más de dos cientos años que no padecía
trabajo igual a este, poner la propia oración que hizo delante del César, traduciendo solamente las
palabras latinas en nuestra lengua; que fue de esta sustancia:
331

«Manifiesta cosa es y muy cierta que los antiguos filósofos y los hombres principales de la
gentilidad no erraron cuando dijeron que la gloria que se gana con vencerse a sí mismo es
verdadera, firme, inmortal y eterna. Esta ensalzaron sobre todos los reinos, trofeos y triunfos; de
esto es alabado Escipión el Mayor, esclarecido por tantas victorias, por haberle dado más esplendor
que el haber vencido a África y domado a Cartago. ¿No causó esta misma virtud en el gran
Macedonio la inmortalidad de su nombre, cuando Darío, vencido por él en una gran batalla, rogó a
los dioses inmortales que restableciesen su reino, pero que, si lo tenían dispuesto de otra forma, que
no pedía otro sucesor que éste tan benigno enemigo y tan manso vencedor? César, dictador, de
quien vos tenéis el nombre y la fortuna, de quien conserváis la liberalidad, la magnificencia y las
otras virtudes, ¿no mereció el estar escrito en el número de los dioses, por conceder, por remitir y
por perdonar? Finalmente, el Senado y pueblo romano, aquel domador del mundo cuyo imperio en
la tierra está en vos sólo y en vos se representa su grandeza y majestad, ¿no sujetó a los demás
pueblos y provincias con clemencia y mansedumbre, y no con armas ni guerras?
»Pero aunque estas cosas pasen así, no se contarán entre las últimas alabanzas vuestras si
ahora, que tenéis en la mano la victoria ganada a los venecianos, acordándoos de la fragilidad
humana, supiereis usar de ella con moderación y os inclinarais más al estudio de la paz que a los
sucesos dudosos de la guerra; porque cuán grande sea la inconstancia de las cosas humanas, cuán
inciertos los casos, cuán dudoso y mudable, lleno de engaño y peligro el estado de los mortales, no
es necesario mostrarlo con los ejemplos forasteros o antiguos, mucho mejor lo puede enseñar la
República veneciana que, poco antes florida, resplandeciente, esclarecida y poderosa, de manera
que no solo su nombre y fama celebrada no cabía dentro de los confines de la Europa, sino que,
corriendo por el África y el Asia, resonaba su nombre hasta los últimos términos del mundo, por
sólo una batalla contraria, aunque ligera, se halla privada del esplendor de las cosas hechas,
despojada de sus riquezas, destrozada, abatida, acabada y menesterosa de todas cosas, mayormente
de consejo, y decaída, de manera que se ha deslustrado la figura de todo su antiguo valor y enfriado
todo el ardimiento de la guerra.
»Pero engáñanse sin duda los franceses si atribuyen estas cosas a su valor; pues en tiempo
pasado, trabaja. dos los venecianos con mayores incomodidades, ofendidos y deshechos por daños y
ruinas grandísimas, no perdieron jamás el ánimo. Entonces particularmente, cuando con peligro
grande hacían muchos años guerra con el cruel y tirano Imperio de los turcos, antes que vencidos,
siempre quedaron vencedores, y lo mismo hubieran esperado al presente, si, oído el nombre terrible
de vuestra Majestad y el alentado y nunca vencido valor de vuestra gente, no se les hubieran caído
los ánimos a todos sin que les haya quedado esperanza alguna, no digo de vencer, pero ni de resistir.
Dejadas en tierra las armas, hemos puesto la esperanza en la clemencia indecible, o por mejor decir,
divina piedad vuestra; la cual no desconfiamos hallar en nuestras pérdidas. Por tanto, en nombre del
Príncipe, del Senado y del pueblo veneciano, con humilde devoción os rogamos y suplicamos
encarecidamente os dignéis mirar con ojos de misericordia nuestras aflicciones y curarlas con
saludables remedios. Abrazaremos todas las condiciones de paz que vos nos diereis, todas las
juzgaremos por justas y honestas, conforme a la equidad y a la razón, y quizá seamos dignos de
señalarlas nosotros mismos. Vuelvan con nuestro consentimiento a su verdadero y legítimo señor
todas las cosas que nuestros mayores quitaron al Sacro Imperio y al ducado de Austria, y porque sea
de más conveniencia, juntamos a esto todo lo que poseemos en Tierra Firme y renunciamos el
derecho que tenemos a ello, de cualquier modo que haya sido adquirido. Demás de esto, pagaremos
cada año a vos y a los sucesores legítimos del Imperio para siempre, cincuenta mil ducados y
obedeceremos voluntariamente vuestros mandatos, órdenes, leyes y preceptos. Defendednos de la
insolencia de aquellos con quien ha poco acompañamos nuestras armas, y ahora son nuestros
enemigos crueles, que no apetecen ni desean cosa tanto como la ruina del nombre veneciano.
Conservados por vuestra clemencia os llamaremos padre, progenitor y fundador de nuestra ciudad;
escribiremos en nuestros anales vuestros grandes méritos, y continuamente se los acordaremos a
nuestros hijos, y no será pequeño acrecentamiento a vuestras alabanzas que seáis el primero a cuyos
332

pies suplicante la República de Venecia se postra en tierra, humilla el cuello, honra, reverencia y
respeta como a un dios celestial.
»Si Dios, nuestro Señor, hubiera dado inclinación a nuestros mayores de no embarazarse en
las materias ajenas, nuestra República, llena de esplendor, se adelantara mucho a las otras ciudades
de Europa; mas ahora, cubierta de horror, necesidad y corrupción disforme por tanta ignominia y
vituperio, llena de deshonor y afrenta, ha destruido en un punto el honor de todas las victorias
ganadas. Mas porque al fin vuelva la plática adonde comenzó, está en vuestra mano, remitiendo y
perdonando a los venecianos, ganar tal nombre y honra, que ninguno en otro ningún tiempo la haya
conseguido mayor, ni más esclarecida: esto ni la vejez, ni la antigüedad, ni el curso del tiempo lo
borrarán de la memoria de los mortales; todos los siglos os llamarán, aclamarán y confesarán pío,
clemente y más glorioso Príncipe que todos los otros; y nosotros, vuestros venecianos, atribuiremos
el vivir, el respirar y el gozar de la comunicación de la gente a vuestro valor, felicidad y clemencia.»

Capítulo III
Los venecianos entregan los puertos del reino de Nápoles al rey de Aragón, y las ciudades de
la Romaña al Papa.—Rávena se rinde al ejército pontificio.—Embajadores venecianos en Roma.—
Los diputados de Verona presentan las llaves a los embajadores de Maximiliano.—Tumulto en
Treviso, principio de la salvación de los venecianos.—Los florentinos sitian a Pisa.—Intentan los
venecianos recuperar Padua.—Capitanes y soldados que allí envían.—Padua es ocupada sin
dificultad.—Fama de esta victoria.—Nueva confederación entre el Papa y el rey de Francia que
parte de Italia.—Los venecianos atacan de improviso al marqués de Mantua haciéndole prisionero
y dispersando sus fuerzas.—Maximiliano en el Vicentino.

Enviaron los venecianos por la misma determinación un hombre a la Pulla a entregar los
puertos al rey de Aragón, el cual, sabiendo gozar sin gasto y sin peligro del fruto de los trabajos de
los otros, había enviado de España una armada pequeña que ocupó algunas villas de poco momento
de las tierras de aquella ciudad.
Enviaron asimismo a la Romaña un secretario público con comisión que entregase al Pontífice
lo que toda. vía se tenía por ellos, en caso que estuviese libre Juan Paulo Manfrone y los otros
prisioneros; que tuviesen facultad de sacar la artillería, y que la gente que estaba en la fortaleza de
Rávena fuese libre. Mientras dificultaba el Pontífice aceptar estas condiciones por no desagradar a
los confederados, se rindió la fortaleza de Rávena, entregándola los soldados que estaban dentro por
sí mismos, aunque lo rehusaba el secretario veneciano que había entrado en ella, por haberles dado
esperanzas los que trataban por ellos en Roma que al fin el Pontífice aceptaría las condiciones con
que habían ofrecido la restitución. Quejándose el Pontífice grande. mente de que se hubiese
mostrado con el mayor contumacia de lo que se había hecho con el César y con el rey de Aragón, y
pidiéndole por esto los cardenales venecianos Grimano, y Cornaro en nombre del Senado, la
absolución del Monitorio como debida por haber ofrecido la restitución en el término de
veinticuatro días, respondió que no habían obedecido, porque no lo habían ofrecido llanamente, sino
con limitadas condiciones, y porque estaban amonestados a restituir, demás de las villas, los frutos
que habían cogido y todos los bienes que ellos poseían pertenecientes a la Iglesia o a las personas
eclesiásticas. En esta forma caminaban a precipitada ruina las cosas de la República, juntándose
continuamente miserias sobre miserias, faltando cualquiera esperanza que se proponía, y no
habiendo indicio alguno por donde se pudiese esperar, después de la pérdida de tan gran Imperio,
conservar por lo menos la propia libertad.
Causaban tantas ruinas diversísimos efectos en los ánimos de los italianos, recibiendo muchos
gran placer de ellas por la memoria de que, procediendo los venecianos con grandísima ambición,
333

pospuestos los respetos de la justicia y de la observancia de la fe, ocupando todo aquello que les
ofrecía la ocasión, habían procurado descubiertamente sujetar a toda Italia. Estas cosas hacían
universalmente muy odioso su nombre y aun mucho más la fama universal que corría de la altivez
natural de aquella nación. Por otra parte, considerando muchos más sanamente el estado de las
cosas, y cuán feo y trabajoso era para toda Italia rendirse enteramente debajo de la servidumbre de
los forasteros, sentían con increíble dolor que una ciudad tan grande, antigua silla de la libertad,
esplendor del nombre italiano por todo el mundo, cayese en tan gran ruina, cuando no quedaba
ningún otro freno al furor de los ultramontanos, y se extinguía la más gloriosa parte, y que, más que
otra ninguna, conservaba forma y estimación común.
Al Pontífice le comenzó a ser pesada más que a los otros tan grande declinación. Receloso del
poder del Emperador y del rey de Francia, deseaba que, el estar empleados en otras cosas, los
distrajese de oprimirle. Por esta razón determinó, aunque secretamente, procurar cuanto le fuese
posible que no pasasen más adelante los males de aquella República, y así recibió la carta que le
habían escrito en nombre del Dux de Venecia, por la cual le rogaba con grandísima sumisión, se
sirviese admitir sus embajadores, escogidos de los principales del Senado, para pedirle
humildísimamente los absolviese y perdonase.
Leída la carta y propuesta la petición al Consistorio, alegando la antigua costumbre de la
Iglesia de no mostrarse dura a los que, haciendo penitencia de los errores pasados, pedían perdón,
vino en admitirlos: resistieron esto mucho los embajadores del César y del rey de Francia, quienes
le trajeron a la memoria que, por la liga de Cambray, estaba obligado expresamente a perseguirlos
con las armas espirituales y temporales hasta tanto que cada uno de los confederados hubiese
recuperado lo que le pertenecía. A esto respondía el Pontífice que había venido en admitirlos con
intención de no concederles la absolución, si primero el César no alcanzaba lo que le tocaba, pues él
solo era quien no lo había conseguido.
Dieron estas cosas algún principio de esperanzas de seguridad a los venecianos, pero mucho
más les aseguró del extremo miedo que tenían la determinación del ley de Francia de guardar
firmemente la capitulación que había hecho con el César, de que, después que hubiese conquistado
todo lo que le tocaba, no pasaría con el ejército más adelante de sus términos. Pero estando en su
voluntad, no sólo aceptar a Verona (pues los embajadores de esta ciudad se la vinieron a dar después
que tomó a Peschiera) y de la misma suerte poder ocupar sin embarazo alguno a Padua y las otras
villas que habían dejado los venecianos, quiso que los embajadores de los veroneses entregasen las
llaves de la ciudad a los embajadores del César que estaban en su ejército, y por esta razón se estuvo
quedo con toda su gente en Peschiera. Mas convidado de la oportunidad del sitio se había quedado
con ella, no obstante que pertenecía al marqués de Mantua, porque junto con Asola y Lunato se la
habían tomado los venecianos, y sin negar su derecho al Marqués, reservóle las rentas de la villa y
le prometió recompensarle con cosa equivalente.
En el mismo día había tomado por acuerdos la fortaleza de Cremona, con condición que se les
perdonase la vida y la hacienda a todos los soldados, excepto a los que fuesen sus súbditos, y que
los gentiles-hombres venecianos, a quienes había dado la palabra de perdonar la vida, quedasen sus
prisioneros. Siguieron el ejemplo de Verona, Vicenza, Padua y las demás villas, excepto la ciudad
de Treviso que, desamparada ya de los magistrados y de la gente de los venecianos, hubiera hecho
lo mismo si se hubiesen visto fuerzas del César, por pequeñas que fuesen, o a lo menos persona de
autoridad; pero habiendo ido a recibirla en su nombre sin fuerzas, sin armas y sin ningún poder del
Imperio Leonardo de Dressina, emigrado del Vicentino, que de la misma manera había recibido en
su nombre a Padua, y siendo admitido ya dentro, los desterrados de aquella ciudad, a quienes
nuevamente habían vuelto los venecianos, y por este beneficio amaban su nombre, comenzaron a
inquietarse, levantándose tras ellos la plebe aficionada al imperio veneciano, y habiéndose hecho
cabeza un zapatero llamado Marco (quien con concurso y gran vocería de la multitud, puso sobre la
plaza principal la bandera de los venecianos), comenzaron a proclamar todos juntos el nombre de
San Marcos, afirmando que no querían reconocer otro imperio ni otro señor. No ayudó poco a esta
334

inclinación un embajador del rey de Hungría que, yendo a Venecia y pasando por Treviso,
hallándose acaso en aquel tumulto, aconsejó al pueblo a que no se rebelase. Pero echado el Dressina
y habiendo metido setecientos infantes de los venecianos, poco después el ejército que, aumentado
de infantería venida de Esclavonia y de la que había vuelto de Romaña, se disponía a hacer un
alojamiento fuerte entre Manghera y Mestri, entró en Treviso, donde atendió con suma diligencia a
fortificarlo, haciendo que los caballos corriesen por todo el país vecino y que entrasen dentro la
mayor cantidad de vituallas que se pudiese, así para lo que hubiese menester aquella ciudad, como
para el uso de la de Venecia, en donde juntaban de todas partes grandísima cantidad de vituallas.
La ocasión principal de este accidente y de volver a entrar en esperanza los venecianos de
poder retener alguna parte de su imperio y de muy graves casos que se siguieron después, fue la
negligencia y desordenado gobierno del César, de quien no se había oído hasta aquel día, en tanto
curso de victorias, más que el nombre; y aunque por el miedo de las armas francesas se le habían
rendido tantas villas que le hubiera sido facilísimo el conservarlas. Había estado después de la
capitulación hecha en Cambray algunos días en Flandes para que los pueblos le diesen
voluntariamente dinero para el gasto de la guerra; pero, según su costumbre, lo gastó inútilmente,
aun antes de tenerlo; y aunque habiendo partido de Molins armado y con toda la pompa y
ceremonias imperiales, y llegado a Italia, publicó que quería romper la guerra antes del término
establecido en la capitulación, con todo eso, detenido por sus acostumbradas dificultades y
confusiones, no pasaba más adelante, sin que bastase a despertarle el Pontífice que, por el temor que
tenía a las armas francesas, solicitaba continuamente que viniese a Italia, y porque mejor lo pudiese
hacer, le había enviado a Constantino de Macedonia con cincuenta mil ducados, habiéndole
concedido primero los cien mil ducados que para gastar contra los infieles hacía más de un año que
estaban depositados en Alemania; y demás de esto, había recibido del rey de Francia cien mil
ducados por la investidura del ducado de Milán.
Estando cerca de Insbruck le llegó la nueva de la victoria de la Vaila, y aunque envió luego al
duque de Brunsvick a recuperar el Friul, con todo, no se movía. como en tan gran ocasión hubiera
sido conveniente, impedido por la falta de dinero, no siendo bastante para su prodigalidad el que
había juntado de tantos lugares. Finalmente, llegó a Trento, donde agradeció por una carta al rey de
Francia el haber, mediante sus acciones, recuperado sus villas, y aseguraba que por mostrarle mayor
amor y para que en todo se borrase la memoria de las ofensas antiguas, había hecho quemar un libro
que se conservaba en Spira que contenía todas las injurias hechas por el rey de Francia en tiempo
pasado al Imperio y a la nación alemana.
Llegó a Trento a 13 de Junio el cardenal de Rohán para tratar de las materias generales, y
acogido con grande honra, le prometió en nombre del Rey ayudarle con quinientas lanzas.
Despachadas las otras materias amigablemente, resolvieron que el César y el Rey se viesen y
hablasen juntos en campaña abierta, junto a la villa de Garda en los confines de ambos dominios. El
rey de Francia se movió para estar allí el día señalado, y el César por la misma ocasión, vino a Riva
de Trento. Poco después de haber estado en aquel lugar no más de dos horas, volvió con gran
presteza a Trento, enviando al mismo tiempo a significar al rey de Francia que, por nuevos
accidentes nacidos en el Friul, le había sido forzoso irse, y que le rogaba se quedase en Cremona,
porque presto volvería a dar perfección a la plática determinada.
Esta variedad (si es posible en los designios de un Príncipe tan inestable discurrir lo cierto) la
atribuían muchos a sospechas en que otros le habían puesto, siendo por su naturaleza tan crédulo.
Decían algunos que, por tener consigo poco lustre y gente, no le pareció que podía estar con la
autoridad y reputación que debiera para igualarse a la pompa y grandeza del rey de Francia. El Rey,
deseoso de deshacer presto su ejército por aliviarse de tan gran gasto y por volver luego a Francia,
no atendiendo a esta propuesta, dio la vuelta hacia Milán, aunque le siguió hasta Cremona Mateo
Lango, obispo Gurgense, enviado por Maximiliano, y le rogó que esperase, prometiéndole que, sin
falta ninguna, volvería.
335

El apartarse la persona y el ejército del Rey Cristiano de los confines del César, quitó mucha
reputación a sus cosas, y aunque tenía consigo gente bastante para poder con facilidad proveer a
Padua y a las otras villas, no las puso presidio por la inestabilidad de su naturaleza o por tener
designio de atender primero a otras empresas o porque le parecía más honroso tener consigo,
cuando bajaba a Italia, mayor ejército. Y como si hubieran tenido la debida perfección las primeras
cosas, proponía que, con las fuerzas juntas de todos los confederados, se acometiese a la ciudad de
Venecia, cosa oída por el rey de Francia de buena gana, molesta al Pontífice y contradicha
descubiertamente por el rey de Aragón.
Pusieron los florentinos en este tiempo la última mano a la guerra contra los pisanos, porque
después que hubieron prohibido que entrase en Pisa el socorro de los granos, hecha nueva provisión
de gente, se movieron con toda industria y esfuerzo a prohibir que ni por tierra, ni por agua,
entrasen vituallas; lo cual no se hacia sin gran dificultad por la vecindad de la tierra de los luqueses,
quienes en todo lo que ocultamente podían, observaban con poca fe la concordia hecha de nuevo
con los florentinos.
En Pisa se estrechaba cada día la provisión de vituallas, y no queriendo tolerarla más los de la
villa, los cabos de los ciudadanos, en cuya mano estaban las deliberaciones públicas, a quienes
seguía la mayor parte de la juventud pisana, introdujeron para asegurarlos con sus artificios
acostumbrados, obrando por medio del señor de Piombino, pláticas de acuerdo con los florentinos,
y gastaron artificiosamente en ellas muchos días. Para esto fue Nicolás Machiavelo, secretario de
los florentinos, a Piombino y muchos embajadores de los pisanos, elegidos entre los ciudadanos y
los del país.
Era muy difícil el cerrar a Pisa, porque tiene la campaña ancha, montuosa, llena de fosos y de
lagunas, y así no se podía evitar la entrada de las vituallas, en particular de noche, atendiendo a la
presteza del podérselas dar del país de los luqueses, y la valiente disposición con que los pisanos se
exponían por conducirlas a todos los trabajos y peligros. Para superar esta dificultad determinaron
los capitanes florentinos hacer tres partes del ejército a fin de que, divididos en más. lugares,
pudiesen con mayor comodidad impedir la entrada en Pisa, Pusieron una parte en Mezzana, fuera de
la puerta hacia la llanura; la segunda en San Pedro de Reno y en Santiago, opuesta a la puerta de
Luca; la tercera junto al antiquísimo templo de San Pedro in Grado, que está entre Pisa y la boca del
Arno, y en cada campo, bien fortificado, demás de buen número de caballería, metieron mil
infantes. Para guardar mejor la salida de los montes por el camino del Valle de Osole que va al
monte de San Julián, se hizo hacia el hospital grande una trinchera capaz para dos mil quinientos
infantes. Con todo lo cual crecía diariamente la estrechura de los pisanos, los cuales (procurando
obtener con engaños lo que ya desconfiaban conseguir con las fuerzas) ordenaron que Alfonso de
Mutolo, mozo pisano de calidad humilde (a quien no mucho antes habían preso los soldados de los
florentinos, y recibido grandísimos beneficios de quien le tuvo prisionero) ofreciese por su medio
dar secretamente la puerta que va a Luca, disponiendo no solamente que fuese de noche a tomarla y
oprimirla el campo que estaba junto a Santiago, sino que juntamente la acometiese uno de los otros
campos de los florentinos; que, conforme a la orden dada, se habían de llegar más cerca de la
ciudad, y aunque se arrimaron sin temeridad ni desorden, no consiguieron los pisanos de este trato
más que la muerte de algunos que habían llegado cerca de la puerta para entrar en la ciudad a la
señal que se les había dado. Entre ellos fue muerto Canaccio de Pratovecchio (así se llamaba aquel
de quien había sido prisionero Alfonso de Mutolo, por cuya confianza se había hecho el trato).
También murió de un disparo de artillería Paulo de Parrana, capitán de una compañía de caballos
ligeros de los florentinos. Faltándoles esta esperanza, y no entrando en Pisa sino muy poca cantidad
de granos y éstos ocultamente y con grandísimo peligro de quien los llevaba, y no sufriendo los
florentinos que saliesen de Pisa las bocas inútiles, porque daban crueles castigos a los que salían de
ella, compraban a precios excesivos las cosas necesarias para la vida humana, y no siendo tantas
que bastasen a todos, morían muchos por falta de sustento.
336

Con todo eso, era mayor que esta necesidad la obstinación de los ciudadanos cabos del
Gobierno, pues dispuestos a ver primero la última ruina de la patria, que ceder a tan gran necesidad,
andaban difiriendo de un día para otro el concertarse, buscando modo para dar al pueblo diferentes
esperanzas, siendo la principal que, esperándose a cada hora al César en Italia, veríanse obligados
los florentinos a apartarse de aquellas murallas. Pero una parte de los aldeanos, mayormente los que
habían estado en Piombino, habiendo comprendido la intención de ellos, se sublevaron y les
obligaron a introducir nuevas pláticas con los florentinos. Tratando con Alamán Salviati, comisario
de la parte del ejército que se alojaba en San Pedro in Grado, después de varias disputas, aunque
usando continuamente los ciudadanos cabos del Gobierno de todas las diligencias posibles para
interrumpir el trato, se concluyó la concordia con condiciones muy favorables para los pisanos, pues
no sólo les perdonaron todos los delitos públicos y particulares, sino que también les concedieron
muchas exenciones y les libertaron de la restitución de los bienes muebles de los florentinos que
habían tomado cuando se rebelaron. ¡Tan grande era el deseo que tenían los florentinos de hacerse
señores de Pisa! ¡Tanto el temor de que por parte de Maximiliano, que había nombrado en la liga de
Cambray a los pisanos (aunque no fue admitido por el rey de Francia este nombramiento), o por
otro camino, sobreviniese algún impedimento no esperado! Y aunque era cierto que dentro de muy
pocos días los pisanos se habían de rendir por hambre, quisieron más asegurarse con condiciones
injustas, que, por ganarla sin concierto, remitir alguna parte de la certeza a la fortuna. Aunque se
comenzó a tratar esta concordia en campaña, se concluyó después por los embajadores pisanos en
Florencia, y en esto fue memorable la fe de los florentinos, porque, aunque estaban llenos de tan
gran odio e indignados por tantas injurias, no fueron menos constantes en observar lo que
prometieron, que fáciles y clementes en concedérselo.
Es cierto que el Emperador sintió no poca molestia porque se hubiesen sujetado los pisanos,
porque se había persuadido de que el dominio de aquella ciudad le había de ser instrumento
poderoso para muchas ocasiones, o que el concederla a los florentinos le hubiese de hacer obtener
de ellos cantidad de dinero no pequeña, pues por falta de él dejaba pasar grandes ocasiones que, sin
trabajo o industria suya, se le habían ofrecido.
Mientras el Emperador se hallaba con tan flaca ayuda, que en Vicenza o Padua no había casi
soldado alguno por él, y que con su acostumbrada dilación y natural mudanza, entibiando el calor
de la gente del país, pasaba muchas veces con poca gente de lugar en lugar, no dejaron los
venecianos pasar la oportunidad que les ofrecía de recuperar a Padua, inducidos a esto por muchas
razones; porque el haber retenido a Treviso les había hecho conocer cuán inútil les fue el despojarse
tan repentinamente con tan arrebatado consejo del imperio de tierra firme, y por la tardanza de los
aprestos de Maximiliano le temían menos cada día. Estimulábales también que, queriendo llevar a
Venecia la renta de los bienes que muchos ciudadanos particulares tenían en el condado de Padua,
se lo habían negado los paduanos; de manera que, juntando la indignación de los particulares con la
utilidad pública y alentándoles el saber que Padua estaba mal proveída de gente y que, por las
insolencias que los gentiles-hombres de Padua usaban con la plebe, comenzaban muchos,
acordándose de la moderación del gobierno veneciano, a desear el primer dominio, determinaron
procurar recuperarla.
A esto les daba no pequeña ocasión ver que la mayor parte de los labradores del Paduano
estaban a su servicio, y por ello determinaron que Andrea Gritti, uno de los proveedores, dejando
atrás el ejército, que era de cuatrocientos hombres de armas y más de dos mil entre estradiotas y
caballos ligeros y cinco mil infantes, fuese a Novale en el Paduano, y juntándose en el camino con
una parte de la infantería que, acompañada de muchos de la tierra, había sido enviada a la villa de
Mirano, se enderezase hacia Padua para acometer el puente de Codalunga, y que, al mismo tiempo,
dos mil villanos con trescientos infantes y algunos caballos acometiesen, para poner mayor
confusión en los ánimos de los que estaban dentro, al postigo que está en la parte opuesta de la
ciudad, y que, por ocultar más estos pensamientos, Cristóbal Moro, el otro proveedor, hiciese
demostración de llevar el campo a la villa de Ciudadela.
337

Esta traza bien ordenada no tuvo en la ejecución mejor orden que felicidad, porque habiendo
llegado los infantes muy entrado el día, hallaron medio abierta la puerta de Codalunga, que poco
antes, por suerte, habían entrado por ella algunos labradores con carros cargados de heno 21, de
manera que, ocupándola sin dificultad alguna y esperando, sin hacer ruido, la venida de la demás
gente que estaba cerca, no solamente entraron dentro, sino que llegaron a la plaza antes que fuese
sentido el ruido en aquella ciudad grandísima de circuito y falta de gente, caminando delante de
todos el caballero de la Volpe con los caballos ligeros, el Zitolo de Perusa y Lactancio de Bérgamo
con parte de la infantería. Mas llegado el ruido a la ciudadela, el Dressina, gobernador de Padua, en
nombre de Maximiliano, con trescientos infantes tudescos que estaban solos en aquella guardia,
salió a la plaza. Lo mismo hizo con cincuenta caballos Brunoro de Serego; esperando que, si detenía
allí el ímpetu de los enemigos, los que amaban en Padua el imperio tudesco tomarían las armas en
su favor, pero era vana esta y toda otra esperanza, porque en la ciudad, oprimida por tan repentino
alboroto, donde había entrado ya mucha gente, ninguno se movía; de manera que, desamparados de
todos, fueron obligados en breve espacio de tiempo, con pérdida de muchos de los suyos, a retirarse
al castillo y a la ciudadela, y por estar con escasas municiones, les fue necesario rendirse libremente
dentro de pocas horas.
Habiéndose apoderado así la gente veneciana de todo, atendieron a aquietar el tumulto y librar
la ciudad. La mayor parte de ella (por la imprudencia e insolencia de los otros) se les había vuelto a
mostrar amorosa, no habiendo recibido daño sino las casas de los hebreos y algunas de los paduanos
que se habían mostrado primero enemigos del nombre veneciano. Este día se dedicó a Santa
Marina, y cada día en Venecia se celebra solemnemente, por determinación pública, como día
felicísimo y principio de la recuperación de aquel imperio.
Conmovióse a la fama de esta victoria todo el país circunvecino, y había gran peligro que
Vicenza por sí sola hiciese lo mismo, si Constantino de Macedonia (que acaso estaba allí cerca) no
hubiera entrado con algún número pequeño de gente. Recuperada Padua, recuperaron luego los
venecianos todo el territorio, teniendo en su favor la inclinación de los labradores y de la gente baja
de la tierra. Recuperaron también con la misma fortuna la villa y fortaleza de Lignago, sitio muy a
propósito para inquietar todas las villas de Verona, Padua y Vicenza. Demás de esto, intentaron
tomar la Torre Marquesa, desviada ocho millas de Padua, paso muy necesario para entrar en el
Polesino de Rovigo y ofender el país de Mantua, pero no la ganaron porque el cardenal de Este la
socorrió muy aprisa con gente.
No detuvo el suceso de Padua (como muchos habían creído) la vuelta del rey de Francia del
otro lado de los montes; el cual, mientras partía, hizo en la villa de Biagrassa con cardenal de Pavía,
legado del Pontífice, nuevos acuerdos por donde el Pontífice y el Rey, obligándose a la protección
el uno del otro, concertaron que pudiese cada uno de ellos convenirse con cualquier otro Príncipe,
como no fuese en perjuicio de la presente confederación. Prometió el Rey no tener protección ni
aceptarla en lo venidero de algún súbdito o feudatario, o que dependiese mediata o inmediatamente
de la Iglesia, anulando expresamente todas las que hasta aquel día había admitido; promesa poco
conveniente al honor de tan gran Rey porque poco antes, habiendo venido a él el duque de Ferrara,
aunque primero se había enojado, porque sin su sabiduría había aceptado el oficio de Alférez mayor
de la Iglesia, reconciliándose con él y habiendo recibido treinta mil ducados, lo había acogido en su
protección. Acordaron que de los obispados que vacaban entonces en todos los Estados del Rey,

21 Hay fama casi pública en Venecia, y mayormente en los viejos, que no entraron acaso estos carros en Padua, sino
que fue una estratagema de Gritti, el cual, dicen que ordenó que muchos de estos carros de heno entrasen en Padua
unos tras otros, y en entrando algunos dentro y otros fuera, dos de ellos hechos a posta se deshiciesen mientras
estaban sobre el puente levadizo, lo cual tuvo efecto, y mientras que los del lugar se entretenían en aderezarlos,
llegó la gente veneciana, y no pudiendo alzar el puente los que estaban de guardia, ni cerrarla, la ocuparon con gran
facilidad; pero sea lo que fuere, lo cierto es que, con la ocasión de estos carros, se ocupó la puerta. El Bembo parece
que también es de esta opinión en el fin del octavo libro de las Historias Venecianas, donde dice que estos carros de
trigo fueron ordenados por el proveedor Gritti para ocasión de tener abierta la puerta de la ciudad. (Nota del
traductor.)
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dispusiese a su albedrío el Pontífice; pero que aquellos que vacasen dentro de cierto tiempo, se
confiriesen según la nominación que haría el Rey, y para satisfacerle más, envió el Pontífice por el
mismo cardenal de Pavía al obispo de Albi la Bula del cardenalato, prometiendo darle las insignias
de aquella dignidad luego que fuese a Roma.
Hecho este acuerdo, partió de Italia el Rey sin dilación, llevando a Francia grandísima gloria
por victoria tan grande, ganada con tanta presteza contra los venecianos; y como en las cosas que,
después de largo deseo, se obtienen, casi nunca hallan los hombres ni el contento ni la felicidad que
primero habían imaginado, no volvió con mayor quietud de ánimo ni más seguridad de sus cosas,
antes veía preparada materia de mayores peligros y alteraciones, y más incierto su ánimo de lo que
había de determinar en los nuevos accidentes que se le ofrecían. Si al Emperador le sucedían las
cosas prósperamente, le temía mucho más de lo que primero había tenido a los venecianos. Si la
grandeza de éstos comenzaba a restablecerse, le obligaba a estar continuamente con sospechas y
gastos continuos para conservar lo que les había tomado. Pero no sólo esto, sino que le era
necesario ayudar con gente y con dineros al César, porque si le dejaba, podía sospechar que se
juntase con los venecianos contra él, con miedo que al mismo tiempo concurriese el Rey Católico y
acaso el Pontífice. Ni bastarían ayudas medianas para conservar la amistad del Emperador, y era
menester que fuesen tales que obtuviesen la victoria contra los venecianos. El ayudarle
poderosamente, demás de que se hacía con gran gasto, le dejaba en los mismos peligros de la
grandeza del Emperador.
Considerando estas dificultades, había desde el principio estado suspenso si le hubiese de ser
grata o molesta la mudanza de Padua, bien que contrapesando después la seguridad que le pudiese
producir el estar privados los venecianos del Imperio de Tierra Firme con los peligros y molestias
que él tenía de la grandeza del Rey de Romanos, y con esperanza de que, en pago de haberle
socorrido en la necesidad con dineros, alcanzaría la ciudad de Verona, que deseaba mucho como
necesaria para impedir los movimientos que se hiciesen en Alemania, tenia finalmente por más
seguro y más útil para sí que quedasen las cosas en tal estado, porque debiendo ser verosímilmente
larga la guerra entre el Emperador y los venecianos, no quedase más flaca la una ni la otra parte,
fatigada de los continuos gastos. Quedó confirmado mucho más en esta opinión cuando se hubo
concertado con el Pontífice, porque esperó que habría entre ellos firme confederación y amistad.
Con todo eso, dejó en los confines del Veronés, debajo del gobierno de la Paliza, setecientas
lanzas para que siguiesen la voluntad del Emperador, así por conservación de lo conquistado, como
por obtener aquello que aún poseían los venecianos. Por su ida a Vicenza (según la orden que
tuvieron del Emperador), se aseguró la ciudad de Verona, que por el pequeño presidio que había
dentro, estaba con hartas sospechas, y el ejército de los venecianos, que había ido a ponerse sobre la
ciudadela, se fue.
Sucedió antes de la partida del Rey otro accidente favorable a los venecianos, porque
corriendo continuamente su caballería que estaba en Lignago por todo el país hasta las puertas de
Verona, haciendo daños grandísimos, sin poderlos resistir los que estaban en aquella ciudad por ser
más de doscientos caballos y setecientos infantes, el obispo de Trento, gobernador por el Emperador
en aquella ciudad, determinando alojar allí el campo, llamó al marqués de Mantua que, por esperar
las preparaciones que se hacían, se estaba quedo con la compañía de caballos que tenía del Rey en
la isla de la Scala, aldea grande en el Veronés, sin murallas ni alguna fortificación. Mientras estaba
allí descuidado, fue ejemplo notable a todos los capitanes de cuán vigilantes y cuán en orden deben
estar en todo lugar y tiempo, de manera que puedan disponer de sus propias fuerzas, no confiándose
ni por estar lejos ni flacos los enemigos, porque habiéndose convenido el marqués de Mantua con
algunos estradiotas del ejército de los venecianos que viniesen a encontrarle en aquel lugar para
tomarlos a su sueldo, y habiendo ellos, desde el principio que los buscó, manifestádolo a sus
capitanes, diose orden con esta ocasión de acometerle de improviso Lucio Malvezzo con doscientos
caballos ligeros y Zitolo de Perusa con ochocientos infantes que habían venido ocultamente de
Padua a Lignago, y con mil quinientos labradores del país, habiendo enviado delante algunos
339

caballos que con muchas voces gritasen «Turco» (este era el apellido del Marqués) para hacer creer
que fuesen los estradiotas esperados, llegaron sin sospecharlo nadie la mañana señalada al amanecer
a la isla de la Scala donde, entrados sin resistencia, hallando sin ninguna defensa a todos los
soldados y a los otros que seguían y servían al Marqués, durmiendo los prendieron. Entre ellos
quedó prisionero Boisy, lugarteniente del Marqués, sobrino del cardenal de Rohán. El Marqués,
luego que sintió el ruido, huyó desnudo por una ventana, y escondiéndose en un sembrado de mijo,
fue descubierto a los enemigos por un labrador del mismo lugar; quien, anteponiendo la comodidad
de los venecianos a su propia utilidad, según la común codicia de los otros del país, mientras que
fingidamente, oídas las grandes ofertas que el Marqués le hacia, daba demostración de procurar
salvarle, hizo lo contrario. Enviado a Padua y después a Venecia, fue preso en la Torre del palacio
público con alegría inestimable de toda la ciudad.
No había hasta ahora impedido ni impedía el Emperador los progresos de los venecianos, no
habiendo tenido juntas fuerzas bastantes para alojarse en campaña, y habiendo estado ocupado
muchos días en la montaña de Vicenza, donde los villanos, aficionados al nombre veneciano y
confiados en la aspereza del lugar, se le habían rebelado manifiestamente, y bajando después a lo
llano, habiendo sucedido ya la rebelión de Padua, fue. acometido (no sin peligro) de infinito número
de paisanos, que le esperaban en un paso fuerte. Habiéndolos echado de allí, vino a la Scala en el
Vicentino, donde el ejército veneciano había recuperado gran parte de la tierra de Vicenza, y tomada
Serravalle, paso importante, había usado grandes crueldades con los tudescos. Recuperando pocos
días después este mismo sitio el Emperador, usó contra la infantería italiana y gente del país las
mismas crueldades.
Así se ocupaba en empresas pequeñas, no siendo aún mayores sus fuerzas, procediendo a la
expugnación, ya de este castillo, ya de aquel, con poca reputación y dignidad del nombre imperial,
proponiendo al mismo tiempo a los otros confederados (como siempre eran mayores sus conceptos
que las fuerzas y las ocasiones) que se atendiese con las fuerzas de todos a ocupar la ciudad de
Venecia, usando, demás de las provisiones de tierra, de la armada marítima del rey de Francia y del
de Aragón y de las galeras del Pontífice, que entonces estaban todas juntas. Hubiera venido en esto
el rey de Francia, aunque no se trató de ello en la liga de Cambray, como se propusiesen
condiciones tales que el conquistarla resultase en beneficio común; pero era cosa muy molesta al
Pontífice, y el Rey Católico con presupuesto de que era cosa injustísima e indigna, lo había
contradicho entonces y en otra ocasión que se trató más largamente, porque le parecía útil para el
rey de Francia.
Mientras por las armas tudescas e italianas eran maltratadas de esta manera las villas de
Padua, Vicenza y Verona, estaba aún más miserablemente empobrecido el país del Friul, y lo que en
Istria obedecía a los venecianos, porque habiendo entrado en el Friul con comisiones del Emperador
el príncipe de Analt, rigiendo diez mil hombres, después que en vano hubo intentado tomar a
Montefalcone, había expugnado la villa y fortaleza de Cadoro con gran matanza de los que la
defendían; y al contrario, algunos caballos ligeros e infantes venecianos, seguidos de muchos del
país, tomaron por fuerza la villa de Valdisera y por acuerdos a Bellona, donde no había guarda de
tudescos. Por otra parte, el duque de Brunsvick, enviado de la misma manera por el Emperador, no
habiendo podido ganar a Udina, villa principal del Friul, había ido con el campo a Civitale de
Austria, lugar situado en sitio eminente sobre el río Natisone, en cuya guarda estaba Federico
Contareno con pequeño presidio, pero confiándose en las fuerzas del pueblo, muy dispuesto a
defenderse. Viniendo a socorrerle con ochocientos caballos y quinientos infantes Juan Paulo
Gradanico, proveedor del Friul, le hicieron huir. los tudescos, y aunque habían batido a Civitale con
la artillería, ni con el asalto feroz que le dieron, ni con la fama de haber roto a los que venían a
socorrerla, pudieron ganarla.
En Istria, Cristóbal Frangipane rompió en Castillo de Verme los oficiales de los venecianos a
quien seguía la gente del país. Con ocasión de este próspero suceso, hizo grandísimos daños e
incendios por todo él. Ocupó a Castelnuovo y la tierra de Rasprucchio; pero los venecianos
340

enviaron allí a Angel Trevisano, capitán de su armada, con diez y seis galeras, y habiendo tomado,
luego que llegó, por fuerza la villa de Fiume, intentó ocupar la ciudad de Trieste; mas no saliendo
con ello, recuperó por fuerza a Rasprucchio y después se retiró con las galeras hacia Venecia,
quedando muy afligido el Estado del Friul y de la Istria porque, estando unas veces más poderosos
los venecianos y otras los tudescos, las villas que primero habían tomado y saqueado los unos
muchas veces, recuperaban y saqueaban después los otros, de manera que continuamente sujetas al
robo las vidas y las haciendas de las personas, todo el país se acababa y destruía con horror
increíble.

Capítulo IV
Los embajadores venecianos entran en Roma de noche.—Provisiones del Senado veneciano
para defender a Padua.—Discurso del Dux Loredano.—Los nobles venecianos mandan a sus hijos
a la defensa de Padua.—Batalla.—El Emperador sitia a Padua.—Los paduanos juran fidelidad a
los venecianos.—Asalto de los imperiales a Padua.—Maximiliano se ve obligado a retirarse.—Los
venecianos rechazan la tregua que el Emperador les propone.

En estos accidentes de las armas temporales se disputaba en Roma sobre las espirituales,
donde, desde antes de la recuperación de Padua, habían entrado con traje y modo miserable los seis
embajadores del Senado veneciano que, siendo costumbre entrar con pompa y fausto grande y salir
a recibirlos toda la Corte, no sólo no los habían honrado ni acompañado, pero (porque así lo quiso el
Pontífice) entraron de noche y sin admitirlos en su presencia, iban a tratar a casa del cardenal de
Nápoles con él y con otros cardenales y prelados diputados para esto. Oponíanse grandemente los.
embajadores del Rey de Romanos, del Cristianísimo y del Rey Católico a que obtuviesen la
absolución de las censuras, y por otra parte les ayudaba manifiestamente el arzobispo Eboracense, a
quien principalmente por esta ocasión había enviado Enrique VIII, rey de Inglaterra, que había
sucedido pocos meses antes en aquel reino por muerte de Enrique VII, su padre.
Ocupaba en este tiempo la esperanza de sucesos grandes los ánimos de todos los hombres,
porque el Emperador, recogiendo todas las fuerzas que por sí mismo podía y las que le habían dado
muchos, se preparaba para ir con ejército poderosísimo a sitiar a Padua. Por otra parte, juzgando el
Senado veneciano que consistía todo su remedio en la defensa de aquella ciudad, atendía con suma
diligencia a las provisiones necesarias a su defensa, habiendo hecho entrar de fuera, la gente que
estaba señalada para el presidio de Treviso, su ejército con todas las fuerzas que habían podido
juntar de todas partes y conduciendo gran número de artillería de toda suerte, vituallas de todas
maneras, bastantes para sustentarla muchos meses, multitud innumerable de labradores y
gastadores; con los cuales, demás de haber reparado las defensas con gran cantidad de madera y de
herramientas, para prevenir el daño que les podía ocurrir si les cortaban el agua que venía a Padua
de junto a Rímini, habían hecho en las murallas de la ciudad y hacían continuamente maravillosas
fortificaciones.
Aunque las provisiones eran tales que casi no se podían desear mayores, con todo eso, en caso
tan importante era increíble la solicitud y ansia del Senado, no cesando los senadores de día ni de
noche de pensar, de acordar y de proponer lo que creían que era necesario. Tratándose de esto
continuamente en el Senado, Leonardo Loredano, su Dux, hombre venerable por la edad y por la
dignidad de tan gran cargo que había tenido muchos años, levantándose en pie, habló de esta
manera:
«Si en la conservación de la ciudad de Padua, como es manifiesto a cada uno, prestantísimos
senadores, consiste no solamente toda la esperanza de poder recuperar alguna vez nuestro Imperio,
sino también conservar nuestra libertad; y por el contrario, de la pérdida de Padua se nos sigue,
341

como es certísimo, la última desolación de esta patria, forzoso viene a ser confesar que las
provisiones y preparaciones hechas hasta ahora (aunque grandísimas y maravillosas), no son
suficientes ni para lo que conviene a la seguridad de aquella ciudad, ni para lo que pertenece a la
dignidad de nuestra República, porque en una cosa de tan gran peligro no basta que las provisiones
hechas sean tales, que se pueda tener grande esperanza de que Padua se haya de defender; pero es
necesario que sean tan poderosas que, por todo lo que se pudiere prevenir con la diligencia e
industria humana, se deba tener por cierto que la hayamos de asegurar de todos los accidentes que
improvisadamente puede ofrecer la siniestra fortuna; poderosa en todas las cosas del mundo y
mucho más en los sucesos de la guerra. Ni es deliberación digna de la antigua forma y gloria del
nombre veneciano que pongamos nosotros en manos de gente forastera y de soldados jornaleros el
bien público, la honra, nuestras vidas, las de nuestras mujeres y de nuestros hijos, y que no
corramos todos, sin quedar ninguno, voluntariamente a defenderla con nuestros pechos y con
nuestros brazos; porque si ahora no se sustenta aquella ciudad, no nos queda más lugar para
fatigarnos por nosotros mismos, ni de demostrar nuestro valor, ni de gastar por nuestro bien nuestras
riquezas. Pero mientras no ha pasado el tiempo de ayudar nuestra patria, no debemos dejar atrás
obra de esfuerzo alguno, ni esperar a ser presa de los que desean saquear nuestros bienes y beber
con suma crueldad nuestra sangre.
»No consiste la conservación de nuestra patria solamente en el bien público, sino en la salud
de la República. Se trata justamente del bien y la salud de todos los particulares, de tal forma
conjunta con ella, que no puede estar la una sin la otra; porque cayendo la República, y quedando en
servidumbre ¿quién no sabe que las haciendas, la honra y la vida de los particulares quedan hechos
robos de la avaricia, de la deshonestidad y crueldad de los enemigos? Mas cuando en la defensa de
la República no se tratase otra cosa que de la conservación de la patria, no es premio digno de sus
generosos ciudadanos llenos de gloria y de lustre en el mundo y de merecimientos para con Dios,
porque es sentencia hasta de los gentiles, que hay en el cielo señalado un lugar particular que gozan
felizmente todos los que hubieren ayudado, conservado y acrecentado su patria, ¿qué patria ha
habido jamás que mereciese ser más ayudada y conservada por sus hijos que ésta?
»Obtiene y ha obtenido por muchos siglos la primacía entre todas las ciudades del mundo, y
de ella reciben sus ciudadanos grandísimas e innumerables comodidades, utilidades y honras;
admirable si se consideran los dones recibidos de la naturaleza, las cosas que demuestran la
grandeza casi perpetua de la próspera fortuna, o aquellas por donde se muestra el poder y la
voluntad de los ánimos de los habitadores. Porque es maravilloso su sitio, fabricada sola ella entre
las aguas, y unidas de manera toda sus partes que a un mismo tiempo se goza de la comodidad del
agua y del placer de la tierra; segura (por no estar situada en tierra firme), de los asaltos terrestres, y
segura de los acometimientos marítimos, por no estar en medio de la mar. ¡Cuán admirables son los
edificios públicos y particulares, edificados con increíble gasto y magnificencia, llenos de
lucidísimos mármoles forasteros y de singulares piedras traídas a esta ciudad de todas las partes del
mundo! ¡Cuán excelentes son aquí las pinturas, las estatuas y las esculturas, los ornamentos de
mosaico y de tantas cosas semejantes! ¿Qué ciudad hay al presente donde mayor concierto de
naciones forasteras que vienen aquí, parte para habitar seguramente, en esta libre y casi divina
patria, parte para ejercitar sus comercios, de donde la República tiene tanta renta del circuito sólo de
esta ciudad, cuanta no tienen muchos reyes de sus reinos enteros?
»Dejo aparte la muchedumbre de letrados en todas ciencias y facultades, la calidad de los
ingenios y el valor de los hombres, del cual, juntándose con las otras calidades, ha resultado la
gloria de haber hecho esta República y nuestros ciudadanos hazañas que, desde los romanos acá, no
ejecutó otra ninguna patria. Dejo también aparte cuán maravilloso sea ver una ciudad (adonde no
nace cosa ninguna y está llena de habitadores) abundar de todas las cosas necesarias para la vida.
»Fue el principio de nuestra ciudad ceñido sobre estos escollos solos, estériles y desnudos, y
con todo eso se extendió el valor de nuestros hombres, primero en los mares vecinos y en las tierras
del contorno, después, ensanchándose con felices sucesos, en los mares y en las provincias más
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remotas, y corrido hasta las últimas partes del Oriente, adquirió por tierra y mar tan grande imperio,
y lo tiene de tal manera extendido, que ha sido por tiempo larguísimo formidable a todas las otras
ciudades de Italia, y necesario que, para abatirla, se concordasen los fraudes y las fuerzas de todos
los príncipes cristianos; cosas verdaderamente procedidas todas de la ayuda de Dios, porque es
celebrada por todo el mundo la justicia que se ejercita indiferentemente en esta ciudad que, sólo por
su nombre, muchos pueblos se han sujetado a nuestro dominio. ¿A qué ciudad o a qué imperio cede
en religión y en piedad para con Dios nuestra patria, en donde hay tantos monasterios, tantos
templos llenos de riquísimos y preciosísimos ornamentos, maravillosos vasos y aparatos dedicados
al culto divino, donde hay tantos hospitales y lugares píos, en donde con increíble gasto y utilidad
de los pobres se ejercitan continuamente obras de caridad? Dignamente es por todas estas cosas
antepuesta nuestra patria a todas las otras, pero entre estas hay una que por ella sola se adelanta a
todas las alabanzas y a su misma gloria.
»Tuvo nuestra patria en un mismo tiempo su origen y su libertad. No nació ni murió en
Venecia jamás ningún ciudadano que no naciese y muriese libre; ni jamás ha sido turbada su
libertad, procediendo tan grande felicidad de la concordia civil, de tal manera establecida en los
ánimos de los hombres, que sin distinción entran en nuestro Senado y en nuestros Consejos, y
deponen las discordias y pendencias particulares. De esto es causa la forma del gobierno que,
templado con los modos mejores de cualquier género de administración pública, y compuesto de
manera y a guisa de una armonía proporcionada y concordante, ha durado ya tantos siglos sin
sediciones civiles, sin armas y sin sangre entre nuestros ciudadanos, inviolable y sin mancha alguna;
alabanza sola de nuestra república; pues ni Roma, ni Cartago, ni Atenas, ni Lacedemonia, ni
ninguna de aquellas repúblicas que han sido más esclarecidas y de mayor fama entre los antiguos se
puede gloriar de ella, antes entre nosotros se ve por experiencia tal forma de República cual no la
supieron jamás imaginar ni pintar los que han hecho profesión grande de la sabiduría civil.
»A tan grande y tan gloriosa patria (que ha sido tantos años muralla de la fe y esplendor de la
república), ¿faltaránle las personas de sus hijos y ciudadanos? ¿Quién habrá que rehúse poner en
peligro la vida y la de sus hijos por el bien de ella? Y consistiendo en la defensa de Padua, ¿quién
habrá que niegue el querer hallarse personalmente a defenderla? Aunque estuviésemos ciertos de
que son bastantes las fuerzas que hay allí, ¿no toca a nuestro honor? ¿no pertenece al esplendor del
nombre veneciano que se sepa por todo el mundo que nosotros mismos hemos ido prontamente a
defenderla y conservarla? Ha querido el hado de esta ciudad que en pocos días hayamos perdido tan
gran imperio, en cuyo suceso no tenemos que lamentarnos tanto de la malignidad de la fortuna,
porque son casos comunes a todas las repúblicas y a todos los reinos, como condolernos de haber
olvidado nuestra constancia no vencida hasta aquel día que, perdida la memoria de tan generosos y
gloriosos ejemplos de nuestros mayores, cedimos con pronta desesperación al poderoso golpe de la
fortuna, no representando nosotros a nuestros hijos el valor que nos representaron nuestros padres.
Vuelve ahora a nosotros la ocasión de recuperar el ornato no perdido, sino desamparado, si
queremos ser hombres; porque, yendo a buscar la adversidad de la fortuna, ofreciéndonos
libremente a los peligros, desharemos la infamia recibida, y viendo que no está perdida en nosotros
la antigua generosidad y el valor, se atribuirá más pronto aquel desorden a una tempestad fatal (que
ni el consejo, ni la constancia de los hombres la puede resistir), que a culpa y vergüenza nuestra.
»Si fuese lícito que todos popularmente fuésemos a Padua, y sin perjuicio de aquella defensa
y de otros negocios públicos urgentísimos se pudiese por algún día dejar esta ciudad, yo el primero,
sin esperar vuestra deliberación, tomara el camino, no sabiendo en qué poder gastar mejor estos días
últimos de mi vejez, que en participar con la presencia y con los ojos de victoria tan ilustre, o
cuando de otra manera acaeciese (el ánimo aborrece el decirlo), muriendo junto con los otros, no
sobrevivir a la ruina de la patria. Mas porque Venecia no puede ser abandonada de los consejos
públicos, en donde con el aconsejar, proveer y ordenar, no menos se defiende a Padua que con las
armas los que están en ella, y la multitud inútil de viejos sería más de carga que de presidio a
aquella ciudad, no es a propósito, por todo lo que pudiese suceder, despojar a Venecia de toda la
343

juventud. Por esto aconsejo y animo que, teniendo respeto a todas estas razones, se elijan doscientos
gentiles-hombres de los principales de nuestra juventud, y cada uno con la cantidad de amigos y de
criados aptos para las armas que puedan llevar, vaya a Padua, para asistir en todo cuanto será
necesario a la defensa de aquella ciudad. Dos hijos míos con gran compañía serán los primeros en
ejecutar lo que yo, su padre y vuestro príncipe, he sido el primero en proponer, cuyas personas
ofrezco en tan gran peligro a la patria de muy buena gana.
»Así se hallará más segura la ciudad de Padua; así los soldados asalariados que están allí,
viendo vuestra juventud pronta para las guardias y para todos los actos militares, recibirán
inestimable alegría y ánimo, ciertos de que, estando juntos con ellos nuestros hijos, no han de
faltarles de nuestra parte provisión ni esfuerzo alguno, Los jóvenes y los demás que no fueren se
encenderán tanto más con este ejemplo a exponerse siempre que fuere menester a todos los trabajos
y peligros. Haced vosotros, senadores (cuyas palabras y hechos están por ejemplo, y en los ojos de
toda la ciudad); haced, digo, a porfía cada uno de vosotros, pues tenéis poder bastante, alistar en
este número a vuestros hijos para que sean partícipes de tan gran gloria, porque de esto nacerá, no
sólo la defensa cierta y segura de Padua, sino se ganará fama entre todas las naciones de que
nosotros mismos seamos los que, con el peligro de la propia vida, defendemos la libertad y el bien
de la patria más digna y más noble que hay en todo el mundo.»
Fue oído con grandísima aprobación y atención y puesto con suma presteza en ejecución el
consejo del Principe, por el cual la flor de los nobles de la juventud veneciana, recogiendo cada uno
cuantos amigos y familiares podían, dispuestos para el ejercicio de las armas, fueron a Padua
acompañados hasta que se embarcaron de todos los demás gentiles-hombres y de gran multitud,
celebrando cada uno con sumas alabanzas y con piadosos deseos tan gran presteza en el socorro de
la patria. No fueron recibidos con menor alegría y contento de todos en Padua, exaltando los
capitanes y los soldados hasta el cielo que estos mozos nobles, no experimentados en los trabajos y
peligros de la milicia, antepusiesen el amor de la patria a la propia vida, de manera que, alentándose
los unos a los otros, esperaban con alegre ánimo la venida del Emperador, quien, atendiendo a
recoger la gente que de muchas partes le venía, había llegado al puente del Brenta, tres millas
distante de Padua. Tomado por fuerza a Rímini y roto el curso de las aguas, esperaba la artillería
que le llegaba de Alemania, grande en calidad y cantidad. Habiendo conducido una parte de ella a
Vicenza e ido Felipe Rosso y Federico Gonzaga de Bozzole con doscientos caballos ligeros a hacer
la escolta, acometidos de quinientos caballos ligeros que, guiados por los del país (que fueron de
gran provecho a los venecianos en toda la guerra), habían salido de Padua, los rompieron a cinco
millas de Vicenza. Felipe quedó preso y Federico con gran trabajo y en camisa se salvó por
beneficio de la noche y de los pies.
Del puente del Brenta se alargó el Emperador doce millas hacia el Polesino de Rovigo por
tener mejor comodidad de las vituallas, y habiendo tomado por asalto y saqueado el castillo de Este,
fue a sitiar a Monselice, adonde, dejada la villa que está en el llano, expugnó al segundo día la
fortaleza situada sobre la cumbre de una alta peña. Tomó después por acuerdo a Montagnana, de
donde, vuelto hacia Padua, hizo pie en el puente de Bassanello, junto a aquella ciudad, e intentó en
vano cambiar el cauce del Brenta o del Bacchiglione, que de allí va a Padua.
Habiéndose juntado en este lugar la artillería y las municiones que esperaba, y recogida toda
la gente que estaba dividida en diversos lugares, se llegó a la ciudad con todo el ejército, y metiendo
cuatro mil infantes en el burgo que se llama de Santa Cruz, tenía resuelto en su ánimo acometer la
ciudad por aquella parte, pero habiéndose certificado después que la plaza estaba más fuerte de
situación y de murallas por aquel lugar y que habían hecho mayores fortificaciones, y recibiendo
aun en aquel alojamiento mucho daño de la artillería de Padua, determinó pasarse con todo el
ejército a la puerta del Portillo que mira hacia Venecia, porque le habían referido que por allí estaba
más flaca, y para impedir los socorros que por tierra y mar viniesen a Padua de Venecia; pero no
pudieron ir, por el impedimento de las lagunas y otras aguas que inundaban el país, sino que, con
largo rodeo, vino al Puente de Bovolenta, siete millas apartado de Padua, donde hay un sitio sobre
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el río Bacchiglione, hacia la marina, entre Padua y Venecia, sitio que, por estar rodeado de aguas y
en la parte más segura del Paduano, habían puesto tres mil labradores con gran número de ganado;
mas forzados por la vanguardia de la infantería española e italiana, fueron casi todos muertos o
presos. No se atendió a otra cosa por los dos días siguientes que a correr todo el país hasta el mar,
que estaba lleno de gran cantidad de ganado, y tomaron en el Brenta muchas barcas que iban
cargadas de bastimentos a Padua, hasta que, finalmente, a 16 de Septiembre, habiendo consumido
tanto tiempo inútilmente y dado lugar a los enemigos de fortificarla y llenarla de vituallas, se llegó a
las murallas de Padua junto a la puerta del Portillo.
No había visto jamás Italia en aquella edad ni por ventura en otras antecedentes intentarse
combate que fuese de mayor esperanza y que estuviese más en los ojos de los hombres por la
nobleza de aquella ciudad y por los efectos importantes que de perderla o ganarla resultaban, puesto
que Padua, ciudad nobilísima y antigua, famosa por la excelencia del estudio, ceñida de tres órdenes
de murallas, por donde corren los ríos Brenta y Bacchiglione, es de tan grande circuito que por
ventura no hay otra de mayor en toda Italia, situada en país abundantísimo, donde es el aire
saludable y templado, y aunque estuvo más de cien años habitada debajo del poder de los
venecianos, que se la quitaron a los de la familia de Carrara 22, conserva todavía soberbios y grandes
edificios y muchas señales memorables de antigüedad, por donde se echa de ver su antigua
grandeza y esplendor. De la conquista y defensa de tan gran ciudad dependía, no solamente la
firmeza o disminución del imperio de los tudescos en Italia, sino también lo que había de suceder de
la propia ciudad de Venecia, porque, defendiendo a Padua, podía esperar fácilmente aquella
República (llena de grandes riquezas, unida en sí misma con ánimos prontos y no sujeta a las
mudanzas a que suelen estar las cosas de los Príncipes), haber de recuperar en breve tiempo gran
parte de su dominio, y tanto más, que el mayor número de sus súbditos que habían deseado las
inquietudes, no hallando dentro efectos correspondientes a sus pensamientos y conociéndose por la
comparación cuán diferente era el regimiento moderado de los venecianos que el de los tudescos,
ajeno a las costumbres de los italianos y mayormente desordenado por la confusión y daños de la
guerra, comenzaban a volver los ojos al dominio antiguo. Por el contrario, perdiéndose Padua,
perdían enteramente los venecianos la esperanza de volver a cobrar el esplendor de su República,
antes había grandísimo peligro de que la misma ciudad de Venecia, despojada de tan grande imperio
y falta de mucha riqueza por la disminución de las rentas públicas y por la pérdida de tantos bienes
que los particulares poseían en tierra firme, no pudiese defenderse de las armas de los Príncipes
confederados, o a lo menos no quedase por el discurso del tiempo presa no menos de los turcos (con
quien confinan por tantas partes y tienen siempre con ellos guerra o paz infiel o mal segura), que de
los Príncipes cristianos.
No era menor la duda de los hombres, porque los aprestos poderosos que de cada una de las
partes se mostraban, tenían muy suspensos los juicios comunes, inciertísimos de cuál había de
alcanzar suceso más feliz, los que acometían o los que defendían, porque en el ejército del
Emperador, demás de las setecientas lanzas del rey de Francia que gobernaba la Paliza, había
doscientos hombres de armas enviados en su ayuda por el Pontífice, otros doscientos del duque de
Ferrara, debajo del gobierno del cardenal de Este (aunque no estaban compuestas las dificultades
entre ellos), y debajo del de diversos capitanes seiscientos hombres de armas italianos a su sueldo.
No era menor el nervio de la infantería que el de los caballos, porque tenía diez y ocho mil
tudescos, seis mil españoles, seis mil aventureros de diversas naciones y dos mil italianos llevados y
pagados por el cardenal de Este. En el mismo nombre, seguía el aparato grande de la artillería y
gran copia de municiones, una parte de las cuales le había enviado el rey de Francia; y aunque los
soldados propios no recibían dinero la mayor parte del tiempo, con todo eso, por la grandeza y
autoridad de tan gran capitán y por la esperanza de tomar y saquear a Padua y robar después todo lo
que poseían todavía los venecianos, no le abandonaban, antes continuamente se aumentaba cada día

22 Dice el Savelo en el libro octavo de la segunda década cómo fueron despojados los de Carrara por los venecianos
del dominio de Padua. (Nota del traductor.)
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el número, mayormente sabiendo todos que, siendo liberalísimo por naturaleza y lleno de
humanidad con sus soldados, no dejaba de pagarles por avaricia o voluntad, sino por no poder más.
Tan poderoso era el ejército del Emperador, bien que formado, no sólo de sus fuerzas, sino también
de las ayudas y fuerzas de otros.
No era menos poderoso, para cuanto fuese necesario en la defensa de Padua, el ejército que en
ella se hallaba de los venecianos, porque había seiscientos hombres de armas, mil quinientos
caballos ligeros, mil quinientos estradiotas debajo de los famosos y expertos capitanes el conde de
Pitigliano, antepuesto a todos, Bernardino del Monte, Antonio de Pío, Lucio Malvezzo, Juan Greco
y muchos cabos menores; juntábanse a esta caballería doce mil infantes de los mejores y más
ejercitados de Italia debajo de la mano de Dionisio de Naldo, el Zitolo de Perusa, Lactancio de
Bérgamo, Saccoccio de Spoleto y otros muchos capitanes; diez mil infantes entre esclavones,
griegos y albaneses sacados de sus galeras, y aunque entre ellos había mucha gente inútil y casi
advenediza, quedaba alguna parte útil y de servicio; demás de estos, la juventud veneciana con los
que la siguieron, que aunque era más esclarecida por la nobleza y piedad para con su patria, con
todo eso, no era de poco momento para ofrecerse prontamente a los peligros y para el ejemplo que
daba a los otros. Demás de la gente, tenían todas las provisiones necesarias, grandísimo número de
artillería, maravillosa copia de vituallas de toda suerte, no habiendo sido menos solícitos los
labradores en traerlas allí para su seguridad, que los oficiales venecianos en proveer y mandar que
continuamente entrasen multitud casi innumerable de labradores que, traídos por precio, no cesaban
jamás de trabajar de tal manera, que siendo aquella ciudad fortísima por su poder y por el número
de defensores, se había reparado y fortificado maravillosamente, habiendo levantado muy alta el
agua por todo el foso alrededor de la muralla que da vuelta a toda la ciudad y hecho en todas sus
puertas y en otros lugares oportunos muchas trincheras de la parte de afuera, pero unidas a la
muralla y con la entrada por la de adentro, que llenas de artillería ofendían a los que entraban en el
foso. Y para que la pérdida de las trincheras no pudiese causar peligro a la ciudad, las habían
minado todas y metido muchos barriles de pólvora para poderlas deshacer y volar cuando no se
pudiesen defender.
No confiándose totalmente en el grueso y bondad de la muralla antigua, aunque primero la
habían examinado con diligencia reparándola donde era menester y quitando todas las almenas,
habían hecho por la parte de adentro, por toda la vuelta de la ciudad, estacadas de árboles y otras
maderas, apartadas de la muralla cuanto era su grueso y llenado este vacío de tierra apisonándola
con gran diligencia. Pero no bastó esta obra maravillosa y de trabajo inestimable, donde se había
ocupado gran número de gente, a dar satisfacción entera a los que tenían a cargo defender aquella
ciudad; después de la muralla tan doblada y gruesa cavaron un foso alto y de diez y seis brazas de
ancho, que estrechándose en el fondo y teniendo por todo él casamatas y torreoncillos llenos de
artillería, parecía imposible de tomar, y estando aquellas obras (a ejemplo de las trincheras por tener
la mina debajo) dispuestas a poderse arruinar fácilmente con la fuerza del fuego, por estar más
prevenidos para cualquier suceso, alzaron después del foso un reparo de la misma o mayor anchura,
que se extendía casi todo el circuito de la plaza y que imposibilitaba el poderse plantar la artillería
contra él. Delante de este reparo hicieron un parapeto de siete brazas que embarazaba a la artillería
de los enemigos, el ofender a los que estaban en defensa del reparo, y porque correspondiese a
tantos aparatos y fortificaciones el ánimo de los soldados y el de la gente de la tierra, el conde de
Pitigliano, juntándolos en la plaza de San Antonio, y animándolos con varoniles y graves palabras a
su utilidad y honra, se obligó asimismo con todos los capitanes y con todo el ejército y a los
paduanos, a jurar solemnemente perseverar hasta morir fielmente en la defensa de aquella ciudad.
Arrimándose contra tan gran aparato el ejército del Emperador, no con menos prevenciones,
debajo de las murallas de Padua, se extendió desde la puerta del portillo hasta la de Todos los
Santos, que va a Treviso, y después se ensanchó desde la puerta de Codalunga que va a Ciudadela,
tomando por largo tres millas. Su persona alojó en el monasterio de Santa Elena, apartado un cuarto
de milla de las murallas de la ciudad, casi en medio de la infantería tudesca, y habiendo señalado a
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cada uno lo que había de ejecutar, según la diversidad de los alojamientos y de las naciones,
comenzó a hacer plantar la artillería que, por ser tanta en número y algunas piezas grandísimas y
por estar todo el campo muy cañoneado por la artillería de adentro, y especialmente los sitios donde
se procuraba plantar, no se pudo hacer sino despacio y con gran dificultad. Mas el Emperador, no
vencido en el ánimo ni en el cuerpo, pacientisimo en los trabajos, discurriendo todo el día y la
noche e interviniendo personalmente en todas las cosas, animaba con grandísima solicitud a que la
obra se pusiese en perfección. Al quinto día estaba plantada casi toda la artillería, y el mismo día los
franceses y la infantería tudesca de la parte que gobernaba la Paliza, dieron un asalto al Revellín de
la puerta, pero más por reconocimiento que por pelear ordenadamente. Viendo que estaba defendido
valerosamente, se retiraron a los alojamientos sin mucha dilación.
Tiraba el día siguiente con mucha furia por todos lados la artillería; la mayor parte de ella, por
ser muy gruesa y cargarla con mucha pólvora, habiendo pasado los reparos, arruinaba las casas que
estaban cerca de la muralla. Ya en muchas partes había echado en tierra gran trozo de la muralla y
casi allanado una trinchera hecha en la puerta de Todos los Santos, pero no se veía por esto señal
alguna de temor en los que estaban dentro, los cuales maltrataban a todo el ejército con la artillería.
Los estradiotas, que estaban animosamente alojados en los barrios extramuros, habían rehusado
retirarse a alojar en la ciudad y los caballos ligeros, corriendo continuamente por todas partes
delante y detrás hasta llegar sobre los alojamientos de los enemigos, unas veces asaltaban a las
escoltas de los que conducían agua y bastimentos, y otras corriendo y robando todo el país cortaban
todos los caminos, excepto el que va de Padua al monte de Albano. Con todo esto, estaba el campo
lleno de vituallas, hallándose las casas y toda la campaña llena de ellas, porque ni el temor de los
del país, ni la solícita diligencia de los venecianos, ni los daños infinitos causados por los soldados
de todas partes, habían podido ser iguales a la gran abundancia de aquel bellísimo fertilísimo
condado.
Salió el mismo día fuera de Padua Lucio Malvezzo con cantidad de caballos para conducir
dentro cuarenta mil ducados que se enviaban de Venecia, y aunque al volver fue acometida su
retaguardia por los enemigos, los condujo salvos, si bien con pérdida de algunos hombres de armas.
Al noveno día había hecho tanto efecto la artillería, que parecía no sería necesario pasar con ella
adelante. El día siguiente se puso en forma de batalla todo el ejército para arrimarse a la muralla;
mas, advirtiendo que la misma noche los de dentro habían subido el agua del foso que antes habían
bajado, no queriendo el Emperador enviar la gente a manifiesto peligro, se volvió cada uno a los
alojamientos. Bajóse de nuevo el agua, y el día siguiente se dio (pero con poco efecto) un asalto a la
trinchera que estaba hecha en la puerta de Codalunga, donde, habiendo determinado el César hacer
gran diligencia para derribarla, volvió allí la artillería que estaba plantada de la parte de los
franceses. que alojaban entre la puerta de Todos los Santos y de Codalunga y, habiendo con ella
arruinado una parte, hizo dar dos días después un asalto de la infantería tudesca y española,
acompañadas de algunos hombres de armas a pie, que, peleando ferozmente, saltaron sobre la
trinchera y levantaron dos banderas; pero era tal la fortaleza del foso, tal el valor de los defensores
(entre los cuales, peleando con suma alabanza el Zitolo de Perusa, fue herido gravemente), tal la
muchedumbre de los instrumentos para defenderse, no sólo de la artillería, pero de piedras y de
invenciones de fuego, que fueron necesitados a bajar impetuosamente, siendo heridos y muertos
muchos de ellos. Por esta causa el ejército que estaba en orden para dar (como se creía luego que la
trinchera fuese ganada) el asalto a la muralla, se desarmó sin haber intentado cosa alguna.
Perdió completamente el Emperador por esta experiencia la esperanza de la victoria, y por
esta razón, determinado a partir, luego que hubo conducido la artillería a lugar seguro, se retiró con
todo el ejército a la villa de Rímini (que está hacia Treviso), diez y seis días después que se había
puesto sobre Padua, y continuamente fue en más alojamientos a Vicenza, de donde, habiendo
recibido el juramento de fidelidad del pueblo vicentino y deshecho casi todo el ejército, fue a
Verona, desesperado porque no habían tenido buen suceso sus consejos, pero mucho más, porque en
el ejército y en toda Italia blasfemaban grandemente de ello y no menos de las ejecuciones de lo que
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se había determinado, pues no había duda de que el no haber ganado a Treviso y el haber perdido a
Padua procedía de culpa suya, ni tampoco que la tardanza de su venida había hecho difícil la
expugnación de Padua; naciendo de esto el tener los venecianos tiempo para prevenirse de soldados,
llenar a Padua de vituallas, y hacer aquellos reparos y fortificaciones maravillosas. Y no negaba él
que había sido esta la ocasión de que se le hubiese defendido aquella ciudad; pero echando la culpa
a otros de su variedad y desórdenes, se quejaba del Pontífice y del rey de Francia que, con haber el
uno de ellos concedido a los embajadores venecianos la ida a Roma, y el otro tardado en enviar el
socorro de su gente, dieron ocasión de que creyese cada uno que se habían apartado de él, por lo
cual tomaron ánimo los villanos de la montaña de Vicenza para rebelarse, y gastando él muchos días
en sujetarlos, había después encontrado, por la misma razón, iguales dificultades en lo llano; y que
por abrirse el paso, asegurar las vituallas y librarse de muchas molestias, viose obligado a tomar
todas las villas del país, y no solamente le había dañado en esto la dilatada venida de franceses, sino
que, de venir a tiempo conveniente, no hubiera sucedido la rebelión de Padua, y que esto, y el haber
el rey de Francia y el de Aragón despedido las armadas de mar, había dado disposición a los
venecianos (libres de todo otro temor) de poder proveer y fortificar mejor a Padua; querellándose,
demás de esto, que al rey de Aragón le eran agradables sus trabajos por poder inducirle más
fácilmente a convenir en que a él le quedase la administración del reino de Castilla.
Estas querellas no mejoraban su partido ni le acrecentaban la autoridad perdida por no haber
sabido usar de tan raras ocasiones, antes era agradable al rey de Francia, y no molesto al Pontífice,
que comúnmente fuese tenido en esta opinión, porque sospechoso y desconfiado de cada uno,
considerando cuán necesitado estaba siempre de dinero e importuno en pedirle, no veían crecer de
buena gana su nombre en Italia.
Recibió en Verona el juramento de fidelidad, y en aquella ciudad los embajadores florentinos
(entre los cuales fue Pedro Guicciardini, mi padre) acordaron con él, en nombre de su República
(inducida a esto, demás de las otras razones, de las persuasiones del rey de Francia), pagarle en
breve tiempo cuarenta mil ducados. Por esta promesa obtuvieron de él privilegios amplísimos de la
confirmación, así de la libertad de Florencia, como del dominio y jurisdicción de las villas y
Estados que tenían, con la satisfacción de todo lo que le debían por el tiempo pasado.
Habiendo el Emperador determinado volver a Alemania para ponerse en disposición (según
decía) de poder hacer la guerra en la primavera próxima, llamó a Chaumont para tratar de las
materias presentes; al cual, llegado a la villa de Arse en el Veronés, le advirtió el peligro que había
de que los venecianos recuperasen a Ciudadela y a Basano, lugares muy importantes, pues
ensoberbecidos por la defensa de Padua, se preparaban para acometerlos; que no sucediese lo
mismo después con Monselice, Montagnana y Este; que era necesario pensar, demás de la
conservación de estas villas, en la recuperación de Lignago, pues no siendo poderoso él solo a hacer
las provisiones necesarias para estos efectos, había menester que le ayudase el Rey, cuyas
posesiones, no sustentando las suyas, corrían gran peligro. No pudiendo Chaumont darle resolución
cierta a esta demanda, se limitó a notificarlo al Rey, infundiéndole esperanza de que la respuesta
sería conforme a su deseo.
Después de esta plática el Emperador (habiendo dejado en guarda de Verona al marqués de
Brandemburgo) fue a la Chiusa y poco después a la Paliza, que había quedado con quinientas lanzas
en el Veronés, alegando dificultades de los alojamientos y mucha incomodidad, habiendo casi por
importunidad obtenido licencia del Emperador, se retiró a los confines del ducado de Milán, porque
la intención del Rey era que, para estar su gente ociosa en las guarniciones, estuviese en su Estado;
pero que volviese a servir al Emperador y ejecutar cualquier empresa que le agradase,
especialmente la de Lignago, que era solicitada y deseada sumamente por él, difiriéndose tanto, por
sus acostumbradas dificultades, que habiendo sobrevenido, por razón del tiempo, grandes lluvias,
no se podía acampar más en aquel país, sujeto a las aguas por ser tierra baja.
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El Emperador, reducido a estos aprietos, deseaba hacer tregua con los venecianos por algunos
meses; mas ellos, tomando ánimo de sus desórdenes y viéndole ayudado tan fríamente por los
coligados, no juzgaron que les estaba bien suspender la guerra.

Capítulo V
Discordia entre el rey de Francia y el Papa.—Condiciones que propone el Papa para
absolver a los venecianos.—Los venecianos recuperan a Vicenza.—A las órdenes de Trevisano van
contra el duque de Ferrara.—Derrota de los ferrareses en Pulisella.—Hércules Cantelmo es
decapitado.—Chatillón acude en socorro de Ferrara.—Enojo del Pontífice, que les envía hombres
de armas para la defensa.—Derrota de los venecianos en el Po.—Concordia entre el Rey de
Romanos y el Rey Católico.—Derrota de los imperiales en Verona.—Enojo del César contra el
Papa.—Muerte del conde de Pitigliano.—Envío del obispo de Sión a los suizos.—Son absueltos los
venecianos de la excomunión.—Condiciones.

Al fin se volvió el Emperador a Trento, dejando en gran peligro sus cosas y el Estado de Italia
en no pequeña suspensión, porque habían nacido entre el Pontífice y el rey de Francia nuevos
disgustos, cuyos principios, aunque pareciese que procedían de ocasiones ligeras, se dudaba de si
las habría ocultamente más importantes. La que entonces se demostraba era que, habiendo vacado
un obispado de Provenza, por la muerte de su obispo en la corte de Roma, el Papa lo había dado
contra la voluntad del rey de Francia, quien pretendía que esto era contrario a la capitulación hecha
entre ellos por medio del cardenal de Pavía, en la cual, si bien en la escritura no estaba
nominalmente expreso que se guardase, lo mismo en los obispados que vacasen en la corte de
Roma, que en los que vacasen en los otros lugares, no obstante esto, el Cardenal se lo había
prometido de palabra. El Cardenal negaba ser esto verdad, quizá más por temor que por otra razón,
y afirmando el Rey lo contrario, decía el Pontífice no sabía lo que se hubiese tratado tácitamente,
porque, habiéndose, en su ratificación, remitido a lo que pareciese estar en la escritura nombrado
capítulo por capítulo, no comprendiendo estos el caso de cuando los obispos morían en la Corte
romana, no estaba obligado a más. Crecía por esto la indignación del Rey, y menospreciando, contra
su costumbre, el consejo del cardenal de Rohán, que siempre había sido autor de las concordias con
el Pontífice, hizo secuestrar los frutos de todos los beneficios que tenían en el Estado de Milán los
clérigos residentes en la corte de Roma. El Papa rehusaba por otra parte entregar las insignias del
cardenalato al de Albi, que había ido ya a Roma para recibirlas, según la promesa hecha al Rey, y
aunque el Pontífice, vencido por los ruegos de muchos, dispusiese al fin del obispado de Provenza
según la voluntad del Rey, y tratase de nuevo con él cómo se había de proceder en los beneficios
que en lo venidero vacasen en la corte de Roma, y que de la una parte se deshiciesen los secuestros
hechos, y de la otra se concediesen las insignias del cardenalato al de Albi, no bastaban estas cosas a
ablandar el ánimo del Papa, exasperado por muchas razones, pero especialmente porque, habiendo
desde el principio del Pontificado concedido de mala gana al cardenal de Rohán la legación del
reino de Francia como dañosa a la corte de Roma y con indignidad suya, le era molestísimo estar
obligado, por no irritar tanto el ánimo del rey de Francia, a consentir que continuase en ella; y
porque se persuadía que aquel Cardenal atendía con todos sus pensamientos y artificios al
Pontificado, se recataba de cada progreso y movimiento de los franceses.
Estas eran las razones aparentes de sus disgustos, pero, por lo que se vio después de sus
pensamientos, teniendo en el ánimo más altos fines, deseaba ardientísimamente, por codicia de
gloria, o por oculto odio contra el rey de Francia, o por el deseo de la libertad de los genoveses, que
el Rey perdiese lo que poseía en Italia, no dejando de quejarse continuamente de él sin respeto y del
Cardenal, mas de manera que parecía que su mala voluntad principalmente procedía de miedo; pero
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como era de natural invicto y feroz, y acompañaban las demostraciones exteriores las más veces a la
disposición del ánimo, aunque se había propuesto en su imaginación fines de tan gran movimiento y
tan difíciles de conseguir, confiando en sí solo y en la reverencia y autoridad que conocía tenía entre
los Príncipes la Silla Apostólica, no dependiente ni unido con ninguno, antes demostrando con las
palabras y con las obras el poco caso que hacía de cada uno, ni se juntaba con el Emperador, ni se
unía con el Rey Católico, y extrañándose con todos, no mostraba inclinación sino a los venecianos,
confirmándose cada día más en la voluntad de absolverles, porque juzgaba que el no dejarles perder
era muy a propósito para el bien de Italia y para su seguridad y grandeza.
Contradecían esto eficazmente los embajadores del Emperador y del rey de Francia,
concurriendo con ellos en lo mismo, en público, el embajador del rey de Aragón, aunque temiendo
la grandeza del rey de Francia por los intereses del reino de Nápoles, y no confiando en el
Emperador por su inestabilidad, procuraba ocultamente lo contrario con el Pontífice. Alegaban no
serles conveniente que hiciese tan gran beneficio a los que estaba obligado a perseguir con las
armas, según el convenio de Cambray que había entre todos de ayudar al otro hasta que hubiese
conquistado enteramente todo lo que se incluía en su parte; de suerte que, no habiendo conquistado
el Emperador a Treviso, no estaba todavía ninguno de ellos libre de esta obligación; demás que con
justicia se podía negar la absolución a los venecianos, porque ni voluntariamente ni dentro del
tiempo determinado en el Monitorio, habían restituido a la Iglesia las villas de la Romaña, ni hasta
ahora habían obedecido enteramente, pues amonestados a restituir, demás de las villas, los frutos
gozados, no lo habían cumplido.
A esto respondía el Pontífice, que pues estaban reducidos a penitencia y pedían con gran
humildad la absolución, no era oficio de Vicario de Cristo perseguirles más con las armas
espirituales, en perjuicio del bien de tantas almas, después de conseguir las villas, y cesando con
esto la ocasión, porque habían estado sujetos a las censuras; que la restitución de los frutos que
habían cogido era cosa accesoria e ingerida más para agravar la inobediencia que por otra causa, y
que no era conveniente que esto se tuviese por cosa tan importante; que era diferente la causa de
perseguirles con las armas temporales, y porque tenía en el ánimo perseverar en la liga de Cambray
se ofrecía a ello, dispuesto a concurrir con los otros, aunque de esto se podía apartar justamente
cada uno de los confederados, porque culpa era del Emperador no tener a Treviso, habiendo
rehusado las primeras ofertas que los venecianos le hicieron (cuando le enviaron como embajador a
Antonio Justiniano) de dejarle todo lo que poseían en tierra firme, y porque después le ofrecieron
muchas veces darle, en cambio de Treviso, conveniente recompensa.
No deteniéndole las contradicciones de los embajadores, solamente le retardaba la
generosidad de su ánimo; que sólo por ella, aunque tenía por útil para sí la absolución de los
venecianos y necesaria para los fines propuestos, había determinado no concederla sino con
reputación grande de la Sede Apostólica y de manera que las cosas de la Iglesia se librasen
totalmente de sus opresiones. Difería el absolverlos porque rehusaban convenir en dos condiciones
que había antepuesto a otras muchas: la una era que dejasen libres a los súbditos de la Iglesia la
navegación del mar Adriático que prohibían a todos los que no les pagaban ciertas gabelas por las
mercancías que llevaban; la otra que no tuviesen más en Ferrara (ciudad dependiente de la Iglesia)
el magistrado del Bisdómino23. Alegaban los venecianos que lo habían consentido los ferrareses, no
repugnándolo Clemente VI, Pontífice romano que en aquel tiempo residía con la Corte en la ciudad

23 Introdújose en Ferrara esta magistrado Bisdómino en el tiempo del papa Clemente VI, que fue hecho Pontífice el
año de 1342 y vivió diez años en el Pontificado, cuando los forrareses por huir de la tiranía de Tresco, hijo bastardo
de Azón de Este, se entregaron a los venecianos. Hace mención de esta entrega el Savelico en el primer libro de la
segunda década, aunque no haga aquí ninguna mención del Bisdominato. Éste era un magistrado, según lo ha dicho
el autor arriba, que daba cuenta a los venecianos que se hallaban en Ferrara, como lo hacen los cónsules de las
naciones en las ciudades ajenas, excepto que tenía lo civil y criminal; pero era odioso este oficio, porque, según yo
he oído decir a gentiles hombres venecianos dignos de crédito, estaba obligado el duque de Ferrara el día de San
Marcos en los lugares públicos a dejar su lugar al Bisdómino y darle la mano derecha, y débese llamar Bisdómino
como Virrey, Vizconde, o cosa semejante. (Nota del traductor.)
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de Aviñón, y la superioridad y guarda del golfo se las había concedido con amplísimos privilegios el
pontífice Alejandro IV, obligado porque con las armas, poder y mucho gasto la habían defendido de
los moros y corsarios, dejando segura aquella navegación a los cristianos.
A esto se replicaba por parte del Pontífice que no habían podido los ferrareses, en perjuicio de
la superioridad eclesiástica, consentir que otros tuviesen un magistrado o ejercitasen jurisdicción en
Ferrara, ni lo habían consentido voluntariamente, sino forzados por larga y pesada guerra, y,
después que habían buscado en vano la ayuda del Pontífice, cuyas censuras despreciaban los
venecianos, aceptado la paz con las condiciones que había parecido a quien podía contra ellos más
con las armas que con las razones; que de la concesión de Alejandro no había memoria o fe alguna
en las historias ni en papel alguno, excepto el testimonio de los venecianos que, en causa propia y
tan grave, era sospechoso; y cuando en hecho de verdad se hallase algún testimonio era más
verosímil que el Papa de quien decían que lo había concedido en Venecia, lo hubiese hecho por
amenazas o por temor, que creer que un Pontífice romano a quien pertenecía más que a nadie el
patrocinio de la justicia y el recurso de los oprimidos, hubiese concedido una cosa tan imperiosa y
demasiada en detrimento de todo el mundo.
En este estado de las cosas, con tales variaciones en los ánimos de los Príncipes y poco poder
y poca reputación del Emperador, los venecianos enviaron el ejército (siendo proveedor en él
Andrea Gritti) a Vicenza, donde sabían que el pueblo deseaba volver debajo de su imperio, y
habiendo llegado ya de noche y batido con la artillería, ganaron los arrabales de la Posterla. Aunque
en la ciudad había pocos soldados, no tenían mucha confianza de ganarla; mas la gente de la tierra,
animada (como se decía) por el Fracassa, enviándoles embajadores a media noche los metieron
dentro, retirándose al castillo el Príncipe de Analt y el Fracassa, y fue opinión constante que si,
ganada Vicenza, se hubiera llegado, sin diferirlo, el ejército veneciano a Verona, hubiese aquella
ciudad hecho lo mismo, pero no pareció a los capitanes que debían partir de Vicenza si primero no
ganaban el castillo. Al cuarto día lo tomaron por abandonarlo el Príncipe y el Fracassa por su
flaqueza.
Entró en este tiempo en Verona nueva gente del Emperador y debajo del gobierno de Obigni
trescientas lanzas del rey de Francia, de manera que, habiendo en ella cerca de quinientas lanzas y
cinco mil infantes entre españoles y tudescos, no era muy fácil el ocuparla. Llegóse después el
ejército veneciano a Verona, dividido en dos partes, en cada una de las cuales había tres. cientos
hombres de armas, quinientos caballos ligeros y tres mil infantes, esperando que, luego que se
acercase, se hiciera algún movimiento en la ciudad; pero no habiéndose presentado ante las
murallas al mismo tiempo, los que estaban en ellas, encontrándose con la primera parte que venía
del otro lado del río Adige y que había entrado ya en todo el Burgo, la obligaron a retirarse, y
llegando poco después Lucio Malvezzo por la otra orilla del río con la otra parte, se retiró de la
misma manera. Juntas ambas se estuvieron quedos en la villa de San Martín, distante de Verona
cinco millas.
Mientras estaban en este lugar, habiendo sabido que dos mil infantes tudescos que habían
salido de Barciano iban a robar a Ciudadela, moviéndose hacia aquella parte, los encerraron en
Valle Fidata; pero recibiendo los tudescos socorro de Barciano, salieron por fuerza, aunque no sin
daño, por la estrechura de los pasos y, habiendo dejado aquella villa, la ocuparon los venecianos.
De Barciano fue una parte del ejército a Feltro y a Civitale, y, después de haber recuperado
aquellas villas, al castillo de la Scala, y lo ganó, habiendo plantado primero la artillería.
En el mismo tiempo Antonio y Jerónimo de Savorniano que en el Friul seguían la parte
veneciana, tomaron a Castelnuovo, puesto encima de un monte áspero en medio de la Patria (así
llaman al Friul de la otra parte, del río Tigliavento). Alarmado el Emperador por el suceso de
Vicenza, había venido con gran prisa a la Pietra, pero no se oía de él más que rumores vanos y
moverse muchas veces con presteza de un lugar a otro, aunque sin efecto ninguno.
Fue después el ejército de los venecianos hacia Monselice y Montagnana para recuperar el
Polesino de Rovigo y para entrar en el Ferrarés, unido con la armada poderosa que había
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determinado enviar el Senado por el río Po contra el duque de Ferrara, despreciando el Consejo de
los senadores más prudentes, que juzgaban ser cosa temeraria emplearse en nuevas empresas y
movidos no tanto de la utilidad de las materias presentes cuanto del odio increíble que habían
concebido contra el Duque, porque aunque les parecía que de lo que había hecho por librarse del
yugo del Bisdómino no debían lamentarse justamente, no podían tolerar que, no contento de lo que
pretendía pertenecerle por derecho, hubiese recibido del Emperador, cuando se levantó con el
ejército de Padua, el feudo del castillo de Este, de donde es el origen antiguo y apellido de Este y en
empeño para seguridad de dineros prestados, el castillo de Montagnana sin tener ningún derecho a
los dos lugares. Juntábase a esto la memoria de que sus gentes, en la recuperación del Polesino,
concitadas de gran odio contra el nombre veneciano, habían maltratado excesivamente las
haciendas de los gentiles-hombres; embraveciéndose también contra los edificios con incendios y
ruinas. Determinóse que la armada, guiada por Angelo Trevisano, donde había diez y siete galeras
sútiles con gran número de bajeles menores y bien proveída de soldados aptos para la guerra, fuese
hacia Ferrara. Habiendo entrado esta armada en el Po por la boca de Fornaci y abrasado a Corbola y
otras villas junto al Po, fue robando todo el país hasta Lago Scuro, de donde los caballos ligeros que
la acompañaban por tierra corrían hasta Ficheruolo, antes palacio que fortaleza, famoso por la larga
expugnación de Roberto de San Severino, capitán de los venecianos, en la guerra contra Hércules,
padre de Alfonso.
La venida de esta armada y la fama de que iba a llegar el ejército de tierra, espantó mucho al
duque de Ferrara que, hallándose con pocos soldados y no siendo el pueblo de Ferrara por el
número o por la experiencia de la guerra bastante a oponerse a tan gran peligro, no tenía, hasta que
le llegasen las ayudas que esperaba del Papa y del rey de Francia, otra defensa que impedir con
frecuentes disparos de la artillería plantada en la orilla del Po, que los enemigos pasasen más
adelante. Por esto el Trevisano, habiendo intentado en vano pasar y conociendo que no podía hacer
mayor progreso sin las ayudas de tierra, detuvo la armada en medio del Po detrás de una isleta que
está al encuentro de la Pulisella, lugar distante de Ferrara once millas y muy necesario para
incomodarla y atormentarla, con intención de esperar allí el ejército, al cual se le había rendido sin
dificultad todo el Polesino, habiendo recuperado primero a Montagnana por acuerdo, conforme el
cual quedaron prisioneros los oficiales ferrareses y los capitanes de infantería que estaban dentro.
Porque la armada estuviese más segura hasta que llegase el ejército, comenzó a fabricar con gran
presteza el Trevisano en la orilla del Po dos trincheras, la una de la parte de Ferrara y la otra sobre la
orilla contraria, echando de la misma manera un puente sobre las naves para que se pudiese pasar
desde la armada a socorrer la trinchera que se fabricaba hacia Ferrara. A fin de impedir el Duque la
perfección de esta obra, recogió con consejo más animoso por ventura que prudente, la mayor
cantidad que pudo de mozos de la ciudad, y los soldados que continuamente estaban a su sueldo
enviándolos luego a acometerla, mas los que estaban en la trinchera, socorridos por la armada,
saliendo a pelear fuera, les hicieron comenzar a huir; y aunque sobreviniendo el Duque con muchos
caballos les volviese el ánimo y pusiese en orden, su gente era la mayor parte sin experiencia y
desordenada y fue tal el ímpetu de los enemigos, por quien peleaba la seguridad del lugar y mucha
artillería pequeña, que finalmente fue obligado a retirarse, quedando muertos o presos muchos de
los suyos, no tanto de la muchedumbre de gente ordinaria y sin experiencia, cuanto de los soldados
más bravos y de la nobleza ferraresa, entre ellos Hércules Cantelmo, joven de suma esperanza,
cuyos antepasados habían sido señores del ducado de Sora en el reino de Nápoles. Siendo llevado
éste preso por algunos soldados esclavones en una galera, vinieron a reñir sobre de cuál de ellos
había de ser prisionero, y uno le cortó la cabeza miserablemente con inaudito ejemplo de tan
bárbara crueldad. Pareciendo por todo esto a cada uno que la ciudad de Ferrara no estaba sin
peligro, envió allí Chaumont en socorro a Chatillón con ciento cincuenta lanzas francesas, y el
Pontífice, enojado de que los venecianos la hubiesen acometido sin respeto de la superioridad que
tenía allí la Iglesia, ordenó que los doscientos hombres de armas suyos que estaban en ayuda del
352

Emperador, volviesen a la defensa de Ferrara; mas acaso fueran tardías estas provisiones si los
venecianos no hubieran sido obligados a pensar en la defensa de sus cosas propias.
No habían sido, como he dicho arriba, molestos al rey de Francia los embarazos que tenía el
Emperador, parte por el miedo que tuvo siempre a sus prosperidades, parte porque, ardiendo en el
deseo de dominar la ciudad de Verona, esperaba que, por sus necesidades, se la hubiese finalmente
de conceder en venta o en empeño. Por otra parte, le desplacía que resucitase la grandeza de los
venecianos, pues de ella resultaba a sus cosas molestia y continuo peligro; pero siendo muy flacas,
por la falta de dinero, las provisiones del Emperador en Verona, fue obligado el Rey a auxiliarle con
más ayuda que la de los hombres de armas que habían entrado en aquella ciudad, para que quedase
en su poder. A esto dio principio Chaumont (que vino después de la pérdida de Vicenza a los
confines del Veronés), porque al comenzar a alborotarse por falta de la paga dos mil infantes
españoles que estaban en Verona, los tomó al sueldo del rey de Francia, y envió allí, por mayor
seguridad, más infantería. Siguió en esto el consejo del Tribulcio, pues dudando Chaumont si al Rey
le sería molesto este gasto, le respondió que era menor mal que el Rey le culpase de haber gastado
dinero, que de haber perdido o puesto en riesgo su Estado. Demás de esto, prestó al Cesar para
pagar los soldados que estaban en Verona ocho mil ducados más, recibiendo por empeño de la
restitución de estos y de otros, que para beneficio suyo gastase de allí adelante, la villa de Valeggio,
que por ser uno de los pasos del río Mincio es dueño de él quien la posee, juntamente con Peschiera,
y cercana a Brescia seis millas, era muy estimada del Rey por la seguridad de esta ciudad. La venida
de Chaumont, seguido de la mayor parte de las lanzas que alojaban en el Estado de Milán, el meter
gente en Verona y el divulgarse que se preparaba para ir a la expugnación de Vicenza, fue ocasión
de que el ejército de los venecianos, habiendo dejado para defensa del Polesino y para el socorro de
la armada cuatrocientos caballos ligeros y cuatrocientos infantes, partiese del Ferrarés, dividiéndose
en Lignago, Soave y Vicenza; y porque el país circunvecino no fuese molestado por la gente que
estaba en Verona, lo fortificaron con un foso de obra memorable, ancho y lleno de agua, rodeado de
un reparo, y encima de él distribuidas muchas trincheras. Comenzando esta fábrica desde la falda de
la montaña sobre Soave, y extendiéndose por espacio de cinco millas, corría por el llano que va de
Rovigo a Monforte, terminando en algunas lagunas contiguas al río Adige. Fortificado Soave y
Lonigo, habían asegurado, mientras se guardaba esta fortificación, todo el país, mayormente en el
invierno.
Aligeróse el peligro de Ferrara por la partida de la gente veneciana, pero no se aquietó del
todo, porque había cesado el terror de ser forzada, mas no la sospecha de que, por los daños
gravísimos, se extenuase demasiado o se redujese el pueblo a la última desesperación, porque la
gente de la armada y la que la acompañaba corrían cada día hasta las puertas de la ciudad, y
habiendo acometido por otra parte otros bajeles venecianos el Estado del duque de Ferrara, habían
tomado a Comacchio. Juntóseles en este tiempo la gente del Pontífice y del rey de Francia, y por
esto el Duque, que advertido por el daño recibido en el asalto de la trinchera, había puesto su gente
en fuertes alojamientos junto a Ferrara, comenzó a hacer a menudo salidas con la caballería y
correrías para traer a los enemigos a pelear. Estos, esperando que volviese su ejército, rehusaban
hacerlo. Acaeció que, habiendo llegado a caballo, un día el cardenal de Este hasta cerca de la
trinchera, al volverse, una pieza de artillería disparada de un bajel de los enemigos, llevó la cabeza
al conde Ludovico de la Mirándola, uno de los cabos de la Iglesia, no habiendo entre tanta multitud
aquel ni otro tiro ofendido a ninguno.
Finalmente, el conocimiento del país y de la naturaleza y oportunidad del río, hizo fácil lo que
al principio había parecido peligroso y difícil, porque, esperando el Duque y el Cardenal romper
con la artillería la armada con tal que pudiesen seguramente plantarla a la orilla. del río, volvió el
Cardenal con parte de la gente a acometer la trinchera, y consiguiendo rechazar, con muerte de
algunos, a los enemigos que salieron a escaramuzar, ocupó y fortificó la parte más vecina al reparo,
de manera que, sin que los enemigos lo supiesen, condujo al principio de la noche la artillería a la
ribera opuesta a la armada, plantándola con mucho silencio, y comenzó a batir la armada con gran
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ímpetu. Aunque todos los bajeles se movieron para huir, estando repartidas por largo espacio
muchas y muy gruesas piezas de artillería, que, manejadas por hombres muy peritos, tiraban muy
lejos, se mudaban más presto del lugar del peligro que huían de él, hallándose en ello, y
ejercitándose maravillosamente la persona del Duque, habilísimo en fabricar y en usar la artillería,
por cuya batería todos los bajeles enemigos, aunque no cesaban de tirar de la misma manera, sin
hacer efecto, porque los de la orilla. estaban cubiertos por el reparo, se consumían con varios y
espantosos sucesos. Algunos, no pudiéndose gobernar más, se rendían, otros incendiados por los
tiros de la artillería, ardían miserablemente con los hombres que había dentro, otros, por no venir a
las manos de los enemigos, se anegaban. El capitán de la armada se escapó huyendo en un esquife
donde se había puesto al principio del acometimiento. Su galera huyó por espacio de tres millas
tirando continuamente, defendiéndose y aderezando los golpes que recibía, pero al fin, agujereada
toda, se fue a fondo. Finalmente, estando todo lleno de sangre, de fuego y de muertos vinieron a
poder del Duque quince galeras y algunas naves gruesas, fustas, barquillas y otros innumerables
bajeles menores. Murieron por la artillería, por fuego y por el agua cerca de dos mil hombres, tomó
sesenta banderas pero no el estandarte principal, que se salvó con el capitán. Muchos de los que
huyeron a tierra recogidos por los caballos ligeros de los venecianos, se salvaron; parte, seguidos
por los enemigos, fueron presos, y parte recibieron al huir varios daños de los del país. Fueron
llevados a Ferrara los bajeles que tomaron, donde se conservaron muchos años por memoria de la
victoria ganada, hasta que Alfonso, deseoso de gratificar al Senado veneciano, se los concedió.
Rota la armada envió luego Alfonso trescientos caballos y quinientos infantes para romper la
otra armada que había tomado a Comacchio, y habiendo ellos recuperado a Loreto que estaba
fortificado por los venecianos, se cree que hubieran roto la armada, si ésta, conocido el peligro, no
se hubiera retirado a las Bebie.
Este fin tuvo en espacio de un mes el acometimiento de Ferrara, en el cual el suceso (que
muchas veces es juez no ignorante de las cosas) mostró cuánto más prudente fuese el parecer de
pocos que aconsejaban que, dejadas las otras empresas y guardado el dinero para mayor
oportunidad, se atendiese solamente a la conservación de Padua y de Treviso y de lo demás que
habían recuperado, que el de los más en número, pero inferiores en prudencia quienes, provocados
por el odio y el enojo, se metían fácilmente en empresas que, comenzadas temerariamente,
producían al fin grandísimos gastos, con no poca ignominia y daño de la República. Sucedían por la
parte de Padua las cosas antes prósperamente para los venecianos que de otra manera, porque,
hallándose el Emperador en el Vicentino con cuatro mil infantes, una parte no muy grande de los
venecianos, con ayuda de la gente del país, tomaron casi a su vista el paso de la Scala y luego el
Cocolo y Barciano, lugares importantes para impedir a quien quisiese pasar de Alemania a Italia.
Lamentándose el Emperador de que, por la partida de la Paliza, habían sucedido muchos
desórdenes, se fue a Bolzano para dirigirse a la Dieta que, por su orden, se había de reunir en
Insbruck. Siguiendo este ejemplo Chaumont, omitió los pensamientos bizarros que había tenido de
hacer la empresa de Vicenza y de Lignago, y considerando también que los lugares estaban bien
proveídos y muy contraria la sazón del tiempo, se retiró a Milán, dejando bien guarnecida a Brescia,
Peschiera y Valeggio y en Verona para defensa de aquella ciudad (no siendo poderoso por sí solo el
Emperador a defenderla) seiscientas lanzas y cuatro mil infantes que, separados de los soldados del
Emperador, alojaban en el burgo de San Zenón, teniendo también en su poder la ciudadela para
estar más seguros.
La ciudad de Verona, noble y antigua, está dividida por el Adige, río profundo y grande,
nacido en los montes de Alemania, que en bajando al llano se tuerce sobre la mano izquierda a raíz
de los montes, entra en Verona, al apartarse de ellos, y se ensancha por llanuras fértiles. La parte de
la ciudad situada en la cuesta, tomando algo de lo llano, está del otro lado del Adige, hacia
Alemania. Lo demás de ella, puesta en lo llano, está de la parte del Adige acá, hacia Mantua.
Encima del monte hacia la puerta de San Jorge está el castillo de San Pedro, y a dos tiros de ballesta
distantes de la parte más alta de él, sobre la cumbre, el de San Felice, mucho más fuertes ambos por
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el sitio, que por las murallas; mas si se perdiesen, por lo que señorean la ciudad, estaría Verona en
gran peligro. Estos estaban guardados por tudescos. En la otra parte, separada de esta por el río, está
Castelvecchio hacia Peschiera, situado casi en medio de la ciudad y que atraviesa el río con un
puente. Tres tiros de ballesta apartada de él, hacia Vicenza, está la ciudadela, y entre la una y la otra
se juntan las murallas de la ciudad por la parte de afuera, que hacen figura de medio círculo, pero
del lado de adentro se junta con ellas un muro edificado en medio de dos fosos grandísimos y el
espacio entre las dos murallas se llama el burgo de San Zenon que, junto con la guardia de la
ciudadela, se señaló a los franceses por alojamiento.
Mientras estaban casi quietas las armas, trataba continuamente el Emperador de hacer tregua
con los venecianos, interponiéndose mucho el Pontífice por medio de Aquiles de Grassi, obispo de
Pesaro, su Nuncio. Por esto se juntaron en el Hospitalete sobre la Scala a tratar sus embajadores con
Juan Cornaro y Luis Mocenigo, embajadores de los venecianos, mas por las demandas grandes del
Emperador salía vana esta plática con mucho desplacer del Pontífice, que deseaba librar a los
venecianos de todas las molestias, y porque entre ellos y él no hubiese materia de disgustos, había
hecho que volviesen al duque de Ferrara la villa de Comacchio, que primero habían abrasado, y que
prometiesen no molestar más el Estado del Duque, a quien tenía entonces en singular protección,
creyendo que agradecería los beneficios que, por su medio, había conseguido y estaba para
conseguir, y esperando que dependería en adelante de él más que del rey de Francia, contra quien
(estando en continuos pensamientos de hacer acciones de gran importancia) había enviado un
hombre secretamente al rey de Inglaterra y comenzado a tratar con la nación suiza, que empezaba
entonces a tener algunas controversias con el rey de Francia. Por esta causa vino a su presencia el
obispo de Sión (los latinos le llaman Sedunense) a quien recibió con ánimo muy alegre, porque era
enemigo del Rey y aspiraba por estos medios al cardenalato.
Sucedió al fin de este año concordia entre el Emperador y el Rey Católico, discordes por
causa del gobierno del reino de Castilla. Tratada largamente en la Corte del rey de Francia, y
teniendo muchas dificultades, llegó a perfección por el poco consejo del cardenal de Rohán, que no
consideró cuán mala era esta alianza para las cosas de su Rey porque, pareciéndole acaso que el
hacerse autor de ella podía ayudarle a llegar al Pontificado, se interpuso con grandísima diligencia y
trabajo. Con su autoridad, indujo al Emperador a que consintiese que el Rey Católico, en caso que
no tuviese hijos varones, fuese gobernador de aquellos reinos hasta que Carlos, nieto de los dos,
llegase a la edad de veinticinco años, ni tomase el nieto título de Rey, viviendo la madre, porque lo
tenía de Reina; pues en Castilla no están excluidas las hembras de los mayorazgos; que pagase el
Rey Católico cincuenta mil ducados; que le ayudase según los capítulos de Cambray hasta que
hubiese conquistado y recuperado lo que le tocaba, y a Carlos pagase cada año cuarenta mil
ducados. Establecido por este acuerdo el rey de Aragón en el gobierno del reino de Castilla, y
teniendo poder para ganar crédito con el Emperador, por haber cesado ya las diferencias entre ellos
y por estar en ambos los mismos intereses de su nieto, pudo con mayor ánimo atender a impedir la
grandeza del rey de Francia, que, por los intereses del reino de Nápoles, siempre le era sospechosa.
Tuvo este mismo día sospecha el Pontífice de que el protonotario de los Bentivogli, que estaba en
Cremona, trataba de volver a Bolonia escondidamente. Por esta sospecha hizo detener en el palacio
de Bolonia a Julián de Médicis y, cargando todos los sucesos a la mala voluntad del rey de Francia,
hacía demostración de temer que pasase a Italia para sojuzgarle o para hacer elegir violentamente al
cardenal de Rohán por Pontífice.
Al mismo tiempo hablaba sin respeto al honor del Emperador, como de persona incapaz de
tan gran dignidad, y que, por su poco entendimiento, había reducido a gran desprecio el nombre del
Imperio.
Murió al fin de este año el conde de Pitigliano, capitán general de los venecianos, hombre
muy viejo, y en el arte militar de larga experiencia, en cuya fe se confiaban mucho los venecianos,
no temiendo que temerariamente pusiese en peligro su Imperio.
355

En esta ambigüedad de sucesos, entró el año 1510. En su principio procedían de cada parte
fríamente las materias de las armas, como también era conforme a la sazón, porque el ejército de los
venecianos, alojado en San Bonifacio, en el Veronés, tenía casi como asediada a Verona, de donde,
habiendo salido a la descubierta Carlos Baglione, Federico de Bozzole y Sacramoro Visconti,
asaltados por los estradiotas, fueron rotos y presos Carlos y Sacramoro, porque Federico se salvó
por obra de los franceses que en su socorro salieron de Verona. Poco después rompieron otra
compañía de caballos franceses, quedando preso monseñor de Clesí. Doscientas lanzas francesas y
tres mil infantes que, por otra parte, habían salido de Verona, forzaron por asalto una trinchera hacia
Soave, guardada por seiscientos infantes y, a la vuelta, rompieron gran multitud de villanos.
Afligían los ánimos de los Príncipes graves pensamientos en esta tibieza de las armas,
principalmente el del Emperador, pues no entendiendo como podía alcanzar la victoria en la guerra
contra los venecianos, y alargando sus cosas de Dieta en Dieta, la había llamado a Augusta. Enojado
con el Pontífice, porque los electores del Imperio, movidos por su autoridad, hacían instancia para
que primero se tratase en la Dieta de la concordia con los venecianos que de lo necesario para la
guerra, por esta causa había hecho salir de Angusta al obispo de Pésaro, nuncio del Papa.
Consideraba las incertidumbres, dilaciones y dificultades que tenían las deliberaciones de la
Dieta, pues las más veces, del fin de la una nace el principio de la otra, y que el rey de Francia se
excusaba de las demandas y empresas que se le proponían cada día, ya con alegar la aspereza del
tiempo, ya con pedir consignación cierta de lo que había de gastar, ya acordando que no estaba él
solo obligado a ayudarle por los capítulos de Cambray, porque también lo estaban el Pontífice y el
rey de Aragón, con los cuales era justo que se procediese generalmente, pues eran generales las
confederaciones y obligaciones. Persuadióse que ningún remedio era más pronto para sus cosas que
inducir al rey de Francia a abrazar la empresa de tomar a Padua, Vicenza y Treviso con sus propias
fuerzas, recibiendo la recompensa conveniente. Era aprobada esta petición en el Consejo del Rey
por muchos; los cuales, considerando que hasta que los venecianos no estuviesen enteramente
excluidos de tierra firme, el Rey estaría siempre en continuo gasto y peligro, le animaban a que se
asegurase de una vez con hacer un esfuerzo grande. No estaba el Rey totalmente apartado de este
Consejo, movido por las mismas razones, pero aunque inclinando a pasar a Italia con ejército
poderoso (así le llamaba él siempre que tenía más de mil seiscientas lanzas, sus pensionados y
gentiles-hombres), con todo, moviéndole a diverso parecer otras razones, estaba con el ánimo
suspenso y más confuso de lo que solía, porque el cardenal de Rohán, hombre muy eficaz y de
grande ánimo, que padecía una larga y grave enfermedad, no trataba de los negocios que antes
solían despacharse totalmente con su consejo. Dilataba el Rey, por su naturaleza poco inclinado a
gastar, la codicia ardiente de ganar a Verona, y parecíale para conseguirlo el mejor medio que
estuviese el Emperador enredado en continuos trabajos; pero con todo, no siendo éste poderoso para
pagar la gente tudesca que estaba en la guarda de aquella ciudad, le había prestado el Rey de nuevo
diez y ocho mil ducados, y obligadose a prestarle hasta cincuenta mil, con condición que no sólo
tuviese por seguridad de la paga la ciudadela, sino que también se le señaló a Castelvecchio y una
parte vecina. de la ciudad para tener libre entrada y salida, y que, no pagándole dentro de un año, le
quedase en gobierno perpetuo la ciudad de Valeggio, con facultad de fortificarla y también la
ciudadela a costa del Emperador.
Tenían suspenso el ánimo del Rey estas consideraciones, pero mucho más le retenía el temor
de no alterar del todo la intención del Pontífice si condujese o enviase nuevo ejército a Italia, porque
el Papa, lleno de sospechas y malcontento con que él se apoderase de Verona, demás de que
perseveraba en querer absolver a los venecianos de las censuras, hacía cuanto podía para unirse con
los suizos. Para esto había vuelto a enviar al país al obispo de Sión con dineros para la gente y con
promesa para él del cardenalato; y procuraba con gran diligencia apartar del rey de Francia el ánimo
del rey de Inglaterra, aunque a éste le había ordenado su padre en la hora de su muerte que, para
quietud y seguridad suya, continuase la amistad con el reino de Francia, habiéndosele por esto
pagado cincuenta mil ducados que debía darle cada año. Con todo, movido del fervor de la edad y
356

de la grande cantidad de dinero que le había dejado su padre, no parecía que tenía en menos
consideración los consejos de los que, deseosos de novedades e impulsados por odio grande que
aquella nación tiene comúnmente contra el nombre francés, le incitaban a la guerra, que la
prudencia del padre y su ejemplo, pues éste, no discorde de los franceses, aunque hecho rey de un
reino nuevo y muy inquieto, había gobernado y gozado su reino con grande obediencia y quietud.
Estos negocios entristecían grandemente el ánimo del rey de Francia, el cual, por estar más
cerca a las cosas de Italia, había pasado a Lyon, y temiendo que su pasada a Italia, que
descubiertamente aborrecía el Pontífice, despertase, por su causa, nuevos embarazos, y
disuadiéndole de lo mismo el rey de Aragón, aunque mostrando disuadirle como amigo y como
amador de la quietud común, entre estas dudas que le oprimían de cada parte, le pareció el más
cierto y determinado consejo procurar con gran estudio y diligencia aquietar el ánimo del Pontífice,
de tal manera que, por lo menos, se asegurase de no tenerle por opuesto y enemigo. Paro esto
parecía que le favorecía mucho la ocasión, por. que se creía que la muerte del cardenal de Rohán,
cuya enfermedad era tan grande que se podía esperar poco que tuviese larga vida, hubiera de ser
causa de quitarle aquella sospecha, por la cual pensaban los hombres que habían nacido sus
alteraciones. El Rey tuvo noticia que el cardenal de Aux, sobrino del de Rohán y los otros que
trataban sus negocios en la corte de Roma había temerariamente, con palabras y con hechos,
atendido, más a irritar el ánimo del Pontífice, que a sosegarlo, como hubiera sido necesario, y por
esto, no queriendo usar más de sus medios, envió por la posta a Roma a Alberto Pío, conde de
Carpi, persona de grande espíritu y destreza. Diéronsele comisiones amplísimas, no sólo de
ofrecerle en todos los casos y deseos suyos las fuerzas y autoridad del Rey y usar con él todos los
respetos y consideraciones que fuesen mayores, según su mente y naturaleza, sino, demás de esto,
comunicarle sinceramente el estado de todas las cosas que se trataban, de las peticiones que le hacía
el Emperador y de dejar finalmente a su arbitrio el pasar o no a Italia y el ayudar más tibia o más
prontamente las cosas del Emperador.
Encomendósele al mismo que disuadiese la absolución de los venecianos, aunque ya estaba
determinada y prometida por el Pontífice cuando él vino, habiendo los venecianos convenido en las
condiciones de que nacía la dificultad de la absolución, después que entre los diputados del
Pontífice y sus embajadores fueron tratadas durante muchos meses, porque no veían otro remedio
para su bien que estar unidos con el Papa.
Leyéronse en el Consistorio, a 24 de Febrero, las condiciones siguientes, con que les debía
conceder la absolución, estando presentes los embajadores venecianos, y habiéndolas confirmado
por una escritura con el mandamiento auténtico de su república: que no confiriesen ni de manera
alguna concediesen beneficios o dignidades eclesiásticas, ni hiciesen resistencia e dificultad a las
provisiones que procediesen de la Corte romana; que no impidiesen que en la dicha Corte se
ventilasen las causas de los beneficios pertenecientes a la jurisdicción eclesiástica; que no pusiesen
décimos o algún modo de gravamen sobre bienes de la Iglesia y de los lugares exentos del dominio
temporal; que renunciasen a la apelación interpuesta del Monitorio, a todos los derechos ganados de
cualquier manera en las villas de la Iglesia, y especialmente a los derechos que ellos pretendían
poder tener al Bisdómino en Ferrara; que los súbditos de la Iglesia y sus bajeles tuviesen libre la
navegación por el golfo, y con facultad tan amplia, que asimismo la mercancía de otras naciones,
llevada en sus bajeles, no pudiese ser molestada, ni se declarase que está obligada a pagar los
impuestos; que no pudiesen de ninguna manera introducirse en Ferrara, ni en las villas de aquel
Estado que tuviesen dependencia de la Iglesia; que fuesen anulados todos los conciertos que en
perjuicio eclesiástico hubiesen hecho con algún súbdito o vasallo de la Iglesia; que no admitiesen en
su Estado duques, barones u otros súbditos o vasallos de la Iglesia, que fuesen rebeldes o enemigos
de la Sede Apostólica; y que se obligaran a restituir todo el dinero cobrado de bienes eclesiásticos y
a indemnizar a las iglesias de todos los daños que hubiesen padecido.
Recibidas en el Consistorio estas obligaciones con las promesas y renuncias debidas, fue
determinado, siguiendo los ejemplos antiguos, admitir a los embajadores, y conducirlos al pórtico
357

de San Pedro, donde, echándose a los pies del Pontífice, que estaba cerca de las puertas de bronce,
sentado en la silla pontifical, asistiéndole todos los cardenales y gran número de prelados, le
pidieron humildemente perdón, reconociendo la contumacia y faltas cometidas. Hechas
solemnemente las ceremonias acostumbradas, los absolvió el Pontífice, recibiéndoles en la gracia y
dándoles por penitencia que fuesen a visitar las siete Iglesias. Absueltos, entraron en la Iglesia de
San Pedro, introducidos por el Sumo Penitenciario, donde, habiendo oído misa, que primero se les
había negado, fueron acompañados honradamente por muchos prelados y otros de la Corte hasta sus
casas, como buenos cristianos y devotos hijos de la Sede Apostólica. Después de esta absolución,
volvieron a Venecia, dejando en Roma a Jerónimo Donato, hombre doctísimo, que por su virtud y la
destreza de su ingenio, había llegado a ser muy grato al Pontífice, y fue de gran provecho para su
patria en las cosas que se trataron después con él.

FIN DEL LIBRO OCTAVO.


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LIBRO NOVENO.

Sumario
Absueltos los venecianos, tuvieron licencia del Pontífice para traer a su sueldo a los
feudatarios de la Iglesia, y habiendo dispuesto un buen ejército, se prevenían para defenderse del
Emperador. Descubrió el Papa su mal ánimo contra el duque de Ferrara, haciendo en este tiempo
liga con los suizos, y moviéndose gallardamente contra él, aunque tenía la protección del Rey de
Francia, hizo muchos progresos en su daño. También estaba trabajado el Duque por las armas de los
venecianos por razón del Polesino; mas casi siempre tuvieron infelices sucesos contra él, y
principalmente padecían sus fuerzas por agua, como se vio en diversos sitios del Po. Tampoco
fueron muy dichosos contra los franceses, porque después que hubieron recuperado a Vicenza y
otros muchos lugares, faltó poco para que aquella ciudad fuese miserable ejemplo de la rebelión a
las otras. Aunque estaban gallardos en campaña, y se movían para la conquista de Verona, no
hicieron allí progreso alguno. También el Papa tenía apretados a los franceses por razón de Ferrara,
y así tomó a la Mirándola y a Concordia, e intentó dos veces asaltar a Génova, aunque ambas sin
efecto: finalmente, se retiró a Bolonia, donde fue seguido del ejército francés, y no habiendo podido
concluir nada con Francia ni con el Imperio, vio rebelada contra sí la ciudad de Bolonia. En esta
rebelión ultrajaron los boloñeses una estatua del Papa. Los príncipes cristianos intimaron el
Concilio en Pisa con nombre de reformar la Iglesia, y muchos cardenales vinieron en ello, pero el
efecto era para mover el ánimo obstinado del Pontífice a convenir en alguna composición con el rey
de Francia.

Capítulo I
Los venecianos toman varios capitanes a sueldo.—Nombran general del ejército a Juan
Pablo Baglione.—Enojo del rey de Francia contra los suizos.—Liga de los grisones con los
franceses.—Origen de la guerra del Papa contra el duque de Ferrara.—Conjura de los veroneses
en favor de los venecianos.—Ejército francés en el Polesino.—Los vicentinos piden misericordia a
los franceses.—Respuesta del general francés a los vicentinos, que se entreguan a su arbitrio.—
Barbarie de los soldados tudescos.

La absolución de los venecianos, hecha con ánimo tan constante del Papa, perturbó mucho al
Emperador, por pertenecerle a él principalmente este caso, y no menos al rey de Francia que, por su
propia utilidad, deseaba que no resucitase la grandeza de los venecianos, y no acababa de percibir
cuáles eran los últimos fines del Papa; pero sustentándose en las dificultades que se le ofrecían con
vanas esperanzas, se persuadió de que el Papa se había movido por la sospecha de su unión con el
Emperador y que, contemporizando con él y no dándole causa de mayor temor, contento con la'
absolución hecha, no pasaría más adelante.
Confirmándose el Papa más cada día en su determinación, dio licencia (aunque lo
contradecían mucho los embajadores de los confederados) a los feudatarios y súbditos de la Iglesia
para que fuesen a estar al sueldo de los venecianos, y éstos recibieron a Juan Paulo Baglione por
gobernador de su gente, que había quedado, por muerte del conde Pitigliano, sin capitán general, y a
359

Juan Luis y Juan Vitelli, hijos de Juan y de Camilo, y a Renzo de Ceri por capitanes de toda la
infantería.
Habiendo descubiertamente tomado el Papa el patrocinio de los venecianos, procuraba
concordarlos con el Emperador, esperando por este medio, no sólo separarle del rey de Francia, sino
que, unido con él y con los venecianos, le movería la guerra.
Para que esto sucediese más felizmente por hallarse el Emperador necesitado, interponía su
autoridad con los Electores del Imperio y con las villas francas, a fin de que en la Dieta de Augusta
no determinasen darle ayudas. Cuanto más se manejaba esta materia, tanto más se hallaba dura y
difícil, porque el Emperador no quería paz ninguna si no retenía a Verona, y los venecianos (en
quien había esperado el Papa que debía haber mayor facilidad, prometiéndose que en cualquier caso
podrían defender a Padua, y que teniendo aquella ciudad, les daría el tiempo muchas ocasiones)
pedían obstinadamente la restitución de Verona, ofreciendo pagar en recompensa de ella gran
cantidad de dinero.
No cesaba el Papa de avivar ocultamente al rey de Inglaterra para que moviese guerra contra
el de Francia, renovando la memoria de las enemistades antiguas entre aquellos reinos, y mostrando
las ocasiones de tener sucesos felicísimos, porque si él tomaba las armas contra el Rey, otros
muchos, a quien era sospechoso o aborrecible su poder, las tomarían, y animándole a abrazar con
aquel ardimiento (que era propio del rey de Inglaterra) la gloria que se le ofrecía de ser protector y
conservador de la Sede Apostólica, pues de otra manera estaba en manifiesto peligro por la
ambición del rey de Francia.
También le animaba a esto (mas con gran secreto) el rey de Aragón.
El Pontífice, como cosa que importaba más, continuaba con los suizos las pláticas
comenzadas por medio del obispo de Sión, cuya autoridad era grande entre ellos, el cual no cesaba
de hacer oraciones en los consejos para este efecto y de predicar en las iglesias. Había obtenido
finalmente que los suizos, aceptando pensión de mil florines del Rhin al año para cada cantón, se
obligasen a ampararle a él y al Estado de la Iglesia, permitiéndole que pudiesen tomar a sueldo para
defenderse de quien le molestase cierto número de soldados suyos.
Había hecho esto más fácil la discordia que comenzaba a nacer entre los suizos y el rey de
Francia, porque aquellos, ensoberbecidos por la estimación que universalmente se hacía de ellos, y
presumiendo que todas las victorias que el Rey presente y el rey Carlos, su antecesor, habían
ganado en Italia, procedieron principalmente por el valor y terror de sus armas, y que por esto
debían ser galardonados por la corona de Francia, habían pedido (procurando juntamente el Rey
renovar la confederación que se acababa) que les acrecentase las pensiones, que eran de sesenta y
seis mil francos al año, comenzadas por el rey Luis XI y continuadas hasta entonces, demás de las
pensiones que secretamente se daban a muchos hombres particulares. Enojado el Rey por la
insolencia y soberbia con que le pedían esto, y que unos villanos nacidos en las montañas (estas
eran sus palabras) le impusiesen tan imperiosamente el precio, comenzó, atendiendo más a la
dignidad real que a la utilidad presente, con palabras alteradas a rebatirlos y a hacer casi
demostración de despreciarlos; dando mayor ánimo a esto el ver que al mismo tiempo, por medio de
Jorge Soprasasso, los valesanos, súbditos de Sión (que se rigen en siete comunidades que las llaman
las Cortes), corrompidos con donativos y promesas en público y en particular, se habían
confederado con él, obligándose a dar paso a su gente y negarlo a sus enemigos e ir a servir a su
sueldo con el número de infantería que podían llevar sus fuerzas, y del mismo modo se habían
confederado con ellos los señores de las tres ligas, que se llaman los grisones; y aunque una parte de
los valesanos no habían ratificado todavía el convenio, esperaba el rey inducirlos a la ratificación
con los mismos medios, y de tal suerte se persuadía que no le era tan necesaria amistad de los
suizos, habiendo determinado, demás de la infantería que le habían de dar los valesanos y los
grisones, conducir a la guerra infantería tudesca. Demás temía poco los movimientos de los suizos,
porque no creía que podían acometer al ducado de Milán, sino por el camino de Belinzone y otros
muy estrechos, por los cuales, viniendo muchos, podían fácilmente pocos reducirlos a necesidad de
360

vituallas, y viniendo pocos, bastaba poca gente a hacerlos retirar. Obstinado en no aumentar las
pensiones, no se alcanzaba en los consejos de los suizos el renovar con ellos la confederación,
aunque aconsejada por muchos que particularmente sacaban grande utilidad de ella, y por esta
misma razón vinieron más fácilmente en la confederación pretendida por el Pontífice.
Pareciéndole al Papa que con ella había dado gran fundamento a sus designios, y procediendo
por naturaleza en todas las cosas como si fuera superior a todos y como si todos estuvieran
necesitados de recibir leyes de él, sembraba principios de nuevo escándalo con el duque de Ferrara,
o movido verdaderamente por razones que produjeron disputas entre ellos, o por el enojo que había
concebido contra él, porque habiendo recibido tantos beneficios y honras por su mano, dependiese
más del rey de Francia. Pero fuese uno u otro el motivo, buscando principio de controversias,
mandó imperiosamente a Alfonso que desistiese de hacer labrar sal en Comacchio, porque no era
conveniente que lo que no le era lícito hacer cuando los venecianos poseían a Cervia, le fuese
permitido poseyéndola la Silla Apostólica, de quien era el directo dominio de Ferrara y de
Comacchio; cosa de gran utilidad, porque de las salinas de Cervia, cuando no se labraba en
Comacchio, se repartía la sal en muchas villas circunvecinas.
Confiaba más Alfonso en la unión que había hecho con el rey de Francia y en su protección de
lo que temía las fuerzas del Papa, y lamentándose de haber de estar obligado a no recoger el fruto
que le nacía en su casa propia con poquísimo trabajo y haber de comprar a otros para el uso de sus
lugares aquello de que podía llenar los países forasteros, y no teniendo por ejemplo lo que los
venecianos le habían inducido a consentir, no con justicia, sino con las armas, rehusaba obedecer
este mandato; mas el Papa envió a protestarle, debajo de graves penas y censuras, que desistiese de
ello.
Estos eran los pensamientos y obras del Papa, ocupado todo su intento en levantar el poder de
los venecianos.
Por otra parte, el Emperador y el rey de Francia, deseosos igualmente de abatirlos y
malcontentos por las demostraciones que hacía por ellos el Pontífice, habían venido por esto a
mayor unión, y acordaron acometer aquel verano los Estados de los venecianos con fuerzas grandes,
enviando por una parte el rey de Francia a Chaumont con ejército poderoso (con quien se había de
juntar la gente tudesca que estaba en Verona), y que por otra el Emperador, con la que esperaba
alcanzar del Imperio en la Dieta de Augusta, entrase en el Friul, y después de tomarlo fuese a otras
empresas, según le mostrase el tiempo y las ocasiones. Para esto pedían al Papa que, como estaba
obligado por la liga de Cambray, concurriese con sus armas junto con ellos; mas él (a. quien era
sumamente molesta esta materia) respondió descubiertamente que no estaba obligado a aquella liga,
pues había tenido ya perfección; habiendo estado en manos del Emperador el alcanzar primero a
Treviso y después la recompensa de dineros. Acudió por ayuda de la misma manera el Emperador al
Rey Católico por las mismas obligaciones de Cambray y por los conciertos que había hecho con él
particularmente cuando le consintió el gobierno de Castilla, pero con ruegos de que antes le
acomodase de dineros que de gente; mas no disponiéndose a socorrerle con lo que más había
menester, le prometió enviarle cuatrocientas lanzas, socorro de poca utilidad para el Emperador
porque el ejército francés y el suyo tenían mucha caballería.
Estando en este tiempo la ciudad de Verona muy maltratada por los soldados que la
guardaban, a causa de no estar pagados, llamada ocultamente la gente veneciana por algunos
capitanes que partieron de San Bonifacio, se llegaron de noche a la ciudad para escalar el castillo de
San Pedro, habiendo entrado por la puerta de San Jorge, donde, mientras se detuvieron para atar
juntas las escalas, porque apartadas no alcanzaban a lo alto de la muralla, sentidos por algunos que
guardaban el castillo de San Felice, o pareciéndoles vanamente que oían ruido, dejadas las escalas,
se apartaron, y el ejército se volvió a San Bonifacio.
Descubierta en Verona la conjuración, fueron castigados muchos.
Inclinóse en este tiempo el ánimo del Papa a unirse con el rey de Francia, movido más por
miedo que por voluntad, porque el Emperador le pedía soberbiamente que le prestase doscientos mil
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ducados, amenazándole que, si no lo hacía, se uniría con el rey de Francia contra él, y se decía que
en la Dieta de Augusta determinaron concederle grandes ayudas, y porque de nuevo se había
publicado le paz entre el rey de Inglaterra y el de Francia con grandes solemnidades. Por todo esto,
comenzó a tratar muy apretadamente con Alberto de Carpi, con quien había procedido hasta aquel
día con esperanzas y palabras generales; mas perseveró poco tiempo en esta determinación, porque
la Dieta de Augusta (sin cuyas fuerzas eran de poca estimación las amenazas del Emperador), no
correspondiendo a las esperanzas, no le señaló más ayuda que de trescientos mil florines del Rhin, a
cuenta de cuya consignación había ya hecho muchos gastos, y respecto al rey de Inglaterra, le fue
significado que había un capítulo en la paz en que se declaraba que se entendiese ser nula
cualquiera vez que el rey de Francia ofendiese el Estado de la Iglesia.
Tomando nuevamente ánimo de todas estas cosas, y vuelto a los primeros pensamientos,
añadió nuevas querellas contra el duque de Ferrara, porque, después que quedó libre el golfo, había
puesto muchas gabelas a las haciendas que por el río Po iban a Venecia. Alegaba el Papa que no se
podían imponer por el vasallo, según la disposición de las leyes, sin licencia del señor del feudo, y
que eran de gran perjuicio de los boloñeses sus súbditos, y hacía instancia para que las quitase,
amenazándole que si no lo hacía, le acometería con armas y, por causarle mayor temor, hizo pasar
su gente de armas al país de Bolonia y a la Romaña.
Turbaban mucho estas cosas el ánimo del Rey, porque de una parte le era muy molesto no ser
amigo del Papa, por otra le movía la infamia de desamparar al duque de Ferrara, de quien había
recibido treinta mil ducados por obligarse a tenerle en su protección; y no le molestaba menos el
respeto de su propia utilidad, porque dependiendo totalmente de él Alfonso, y aumentándose tanto
más en su devoción cuanto más le perseguía el Papa, y siendo muy conveniente su Estado para las
cosas de Lombardía, tenía por interés suyo el conservarlo. Por eso se interponía con el Papa, para
que entre ellos se introdujese alguna concordia. Parecíale justo al Papa que el Rey se apartase de
esta protección, alegando que la había admitido contra los capítulos de Cambray, por los cuales,
habiéndose hecho debajo de color de restituir lo que estaba ocupado a la Iglesia, se prohibía que
ninguno de los confederados recibiese en su protección a los que fuesen nombrados por los otros;
que en la suya había sido nombrado el duque de Ferrara, y demás de esto, que ninguno se
introdujese en las cosas que pertenecían a la Iglesia; que se confirmaba lo mismo por la
confederación que se había hecho particularmente entre ellos en Biagrassa, en donde expresamente
se decía que el Rey no tuviese protección alguna de los Estados dependientes de la Iglesia, ni la
aceptase en lo futuro, anulando todas las que había tomado por lo pasado; y aunque a esto se
respondía por parte del Rey que se contenía en la misma capitulación el dar a su arbitrio los
obispados de esta parte de los montes, y que no lo había guardado el Papa en la primera vacante,
contraviniendo de la misma manera, en favor de los venecianos, a los capítulos que se habían hecho
en Cambray, como si le fuese lícito no guardarle las cosas que le había prometido, con todo, por no
haber de venir a las armas con el Papa por los intereses del duque de Ferrara, proponía condiciones
por donde, no contraviniendo total ni derechamente a su honor, pudiese el Papa quedar satisfecho en
la mayor parte de los intereses que la Iglesia y él pretendían contra Alfonso. Demás de esto,
convenía en obligarse a una petición que el Papa había hecho de que no pasase el Po la gente
francesa sino cuando fuese menester para protección de los florentinos o para molestar a Pandolfo
Petrucci y a Juan Paulo Baglione, debajo de pretexto del dinero que le había prometido el uno y
tomado el otro.
Mientras estas cosas se trataban, Chaumont, con mil novecientas lanzas y con diez mil
infantes de varias naciones (entre los cuales había algunos suizos conducidos particularmente, no
por concesión de los cantones), siguiéndole gran copia de artillería y tres mil gastadores con puentes
prevenidos para pasar los ríos, y habiéndosele juntado el duque de Ferrara con doscientos hombres
de armas y quinientos caballos ligeros y dos mil infantes, después de ocupar sin embarazo el
Polesino de Rovigo, porque los venecianos lo dejaron, y tomada la torre Marquesana, puesta en la
orilla del Adige, hacia Padua, habiendo venido a Castel-Baldo, tomó al primer aviso las villas de
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Montañana y Este; la una pertenecía a Alfonso de Este por donación del Emperador, y la otra se la
había empeñado por seguridad de dinero prestado. Al recuperar Alfonso los lugares, debajo de
pretexto de ciertas galeras de los venecianos que venían por el Po, volvió a enviar la mayor parte de
su gente.
Unióse con Chaumont el príncipe de Analt, lugarteniente del Emperador, saliendo de Verona
con trescientas lanzas francesas, doscientos hombres de armas y tres mil infantes tudescos,
siguiéndole siempre un alojamiento detrás y, dejándose a la retaguardia a Monselice, que tenían los
venecianos, llegaron aquel día a Vicenza. Lunigo y todo el país, sin contradicción, se les rindió,
porque el ejército veneciano, que se decía que era de seiscientos hombres de armas, cuatro mil entre
caballos ligeros y estradiotas, y ocho mil infantes, debajo del gobierno de Juan Paulo Baglione,
gobernador, y Andrea Gritti, proveedor, habiendo partido primero de Soave, y retirándose
continuamente a lugares seguros, según los progresos de los enemigos, después de meter suficiente
guarda en Treviso y puesto en Mestri mil infantes, se había retirado a Bre le, lugar a tres millas de
Padua y alojamiento muy fuerte, porque el país está lleno de ribazos, y aquel lugar rodeado de las
aguas de tres ríos, el Brenta, el Brentella y Bacchiglione.
Por esta retirada, los vicentinos, abandonados del todo, y poco poderosos a defenderse por sí
mismos, no quedándoles otra esperanza que la misericordia del vencedor y confiando que la podían
alcanzar más fácilmente por medio de Chaumont, enviaron a pedirle salvoconducto para enviarle
embajadores a él y al príncipe de Analt, y habiéndole alcanzado, se presentaron en traje miserable,
llenos de tristeza y de espanto delante de los dos, que estaban en el puente de Barberano, a diez
millas de Vicenza, donde, presentes todos los capitanes y personas principales de los ejércitos, la
cabeza de la embajada, según se dice, habló de esta manera:
«Si fuese notorio a cada uno lo que la ciudad de Vicenza (que envidian por sus riquezas y
felicidad muchas ciudades cercanas) ha padecido después que, más por error y locura de los
hombres y acaso más por una fatal disposición que por otra causa, volvió debajo del dominio de los
venecianos, y los daños infinitos e intolerables que ha recibido, estamos certísimos (invictísimos
capitanes) que en vuestros pechos sería mayor la piedad de nuestras miserias que el enojo y odio
por memoria de la rebelión, si así se puede llamar el error de aquella noche, cuando, espantado
nuestro pueblo por haber tomado el ejército enemigo por fuerza el burgo de la Pusterla, no por
rebelarse ni por huir del imperio benigno del Emperador, sino por librarse del saco y de los últimos
males de la ciudad, salieron fuera los embajadores para ajustarse con los enemigos, obligada sobre
todo nuestra gente (no acostumbrada a las armas ni a los peligros de la guerra) por la autoridad del
Fracassa, capitán experimentado en tantas guerras y soldado del Emperador, quien, por fraude o por
miedo (esto no nos toca averiguarlo), nos aconsejó que, por medio del acuerdo, cuidásemos del bien
de nuestras mujeres e hijos y de nuestra afligida patria. De manera que se conoce que sin ninguna
malicia, sino sólo el temor, acrecentado por la autoridad del capitán, fue ocasión, no para
determinarse, sino antes para que en breve espacio de tiempo, en tan gran tumulto, tanto ruido de
armas, tanto estruendo de artillería desacostumbrado a nuestros oídos, se precipitase a rendirse a los
venecianos, cuya felicidad y poder no era tal que por sí misma pudiese convidar a esto. Y cuán
diferentes sean los yerros nacidos de engaño y miedo, que las culpas que proceden de mala
intención, es muy notorio a todos.
»Aun cuando demos caso que el nuestro no haya sido miedo, sino voluntad, consejo y
consentimiento universal de rebelarse, y que en tanta confusión haya tenido más parte el
movimiento e inquietud de pocos, no impedidos de los demás, que los pecados inexcusables de
aquella desdichada ciudad, nuestras calamidades desde aquel tiempo han sido tales, que se podría
decir con verdad que fue sin comparación mayor la penitencia que el pecado; porque, dentro de las
murallas, hemos sido miserablemente despojados de nuestros bienes por los hurtos de los soldados
que están en nuestra guarda. Y ¿quién no sabe lo que hemos padecido fuera con la continua guerra?
¿Qué nos queda ya en este mísero país que esté libre? Abrasadas todas las casas que poseemos,
talados los árboles, perdido el ganado, no conducidas al debido fin, dos años ha, las cosechas;
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impedidas las sementeras en gran parte, sin rentas, sin frutos, sin esperanza de que jamás pueda
resucitar este país tan acabado, estamos reducidos a tantos aprietos y miserias que, habiendo
consumido para sustentar nuestra vida, para resistir a infinitos gastos que por necesidad hemos
hecho, todo lo que nos sobraba de lo que ocultamente habíamos guardado, no sabemos cómo en lo
venidero nos podremos sustentar nosotros y nuestras familias.
»Venga el ánimo más enemigo y cruel (pero que en otro tiempo haya visto nuestra patria) a
verla de presente. Estamos ciertos que no podrá contener las lágrimas; considerando que una ciudad
que, aunque pequeña de circuito, solía estar muy llena de pueblo, soberbia en la pompa, ilustre por
tan magníficas y ricas casas, acogida continua de todos los forasteros, adonde no se atendía a más
que a convites, a justas y a placeres, esté ahora casi desolada de habitadores, las mujeres y los
hombres vestidos vilísimamente, cerradas las casas, sin que haya hombre que pueda prometerse
modo de sustentarse a sí y a su familia tan solamente un mes, y en trueque de magnificencias,
fiestas y placeres, no se ven ni se oyen más que miserias, lamentaciones públicas de todos los
hombres, llantos y quejas miserables por todas las calles de las mujeres, y éstos serían aún mayores
si no nos acordásemos que pende de tu voluntad (gloriosísimo príncipe de Analt) la última
desolación de nuestra patria afligida, o la apariencia de poder, debajo de la sombra del Emperador y
del gobierno de tu sabiduría y clemencia, no decimos respirar o renacer, porque esto es imposible,
sino, acabando la vida por el fin, huir por lo menos el último estrago.
»Esperamos en ti porque es notoria tu benignidad y clemencia y muy verosímil que quieras
imitar los ejemplos de piedad y mansedumbre del Emperador, de que está llena toda Europa. Están
consumidas todas nuestras haciendas, están acabadas todas nuestras esperanzas. No nos queda más
que la vida y las personas. ¿Qué fruto será para el Emperador? ¿Qué alabanza para ti ser crueles con
ellas? Suplicámoste con ruegos humildísimos, y puedes pensar que van mezclados con llantos
miserables de todo sexo, de toda edad y de todos los estados de nuestra ciudad, que tengas por bien
que la desdichada Vicenza sea ejemplo a todos los otros de la mansedumbre del imperio tudesco, y
semejante a la clemencia y magnanimidad de vuestros mayores que, hallándose victoriosos en
Italia, conservaron las ciudades vencidas, eligiéndolas muchos de ellos por propia habitación; de
donde, con gran gloria de la sangre alemana, descienden tantas casas ilustres en Italia, la de
Gonzaga, la de Carrara y la de la Scala, antiguos señores nuestros.
»Sea ejemplo en un mismo tiempo a Vicenza que los venecianos, criados y sustentados por
nosotros en los menores peligros, la han dejado vituperosamente en los mayores, cuando estaban
obligados a defenderla, y que los tudescos, que tenían alguna causa de ofenderla, la han conservado
gloriosamente. Toma tú, ¡oh invictísimo Chaumont!, nuestro patrocinio y haz memoria del ejemplo
de tu Rey. ¡Cuánto mayor fue la clemencia que usó con los milaneses y genoveses, que sin causa o
necesidad alguna se rebelaron voluntariamente, de lo que fue su yerro! Y habiéndolos perdonado
del todo, ellos, rescatados con tantos beneficios, le han sido siempre muy devotos y fieles. Si no le
fuese, ¡oh príncipe de Analt!, de comodidad al Emperador que se conserve Vicenza, serále por lo
menos de gloria, quedando su conservación ejemplo de su benignidad; destruida, no le podrá ser útil
para ninguna cosa, y la severidad que se usase contra nosotros será a toda Italia molesta. La
clemencia hará para con todos más agradable el nombre del Emperador, y así como en las materias
militares y en el gobierno de sus ejércitos se reconoce en él la semejanza del antiguo César, será
reconocida de la misma manera la clemencia con que fue ensalzado hasta el cielo y tenido su
nombre por divino, y más perpetua a la posteridad por esto su memoria que la de sus armas.
»Vicenza, ciudad esclarecida, antigua y llena de tanta nobleza, está en tu mano y de ti espera
su conservación o su destrucción, su vida o su muerte. Muévate la piedad de tantas personas
inocentes, de tantas infelices mujeres, de tantos niños; los cuales, aquella calamitosa noche llena de
locura y errores no intervinieron en ellos, y esperan ahora con llantos y lamentos miserables tu
determinación, Arroja la voz de misericordia y de clemencia tan deseada, pues, resucitada por ella
nuestra patria infelicísima, te llamará siempre su padre y conservador.»
364

No pudo una oración tan miserable ni la piedad para la infeliz ciudad mitigar el ánimo del
príncipe de Analt; de manera que lleno de insolencia bárbara y crueldad tudesca, no pudiendo
templar que las palabras fuesen menos feroces que los hechos, les dio una inhumanísima respuesta,
que por su orden fue referida por un doctor, auditor suyo, en esta forma:
«No creáis, ¡oh rebeldes vicentinos!, que sean bastantes vuestras lisonjeras palabras a borrar
la memoria de los delitos cometidos en menosprecio del nombre imperial, a cuya grandeza y a la
benignidad con que os había recibido, no teniendo respeto alguno y habiéndolo juntamente
comunicado con el consejo de toda la ciudad de Vicenza, metisteis dentro el ejército veneciano; el
cual, forzando con grandísima dificultad el burgo y desconfiando de poder ganar la ciudad, quería
ya levantar el campo. Le llamasteis contra la voluntad del Príncipe, que representaba el imperio del
César, obligándole a retirarse a la fortaleza, y llenos de rabia y de ponzoña saqueasteis la artillería y
las municiones del Emperador, y desgarrasteis sus tiendas de campaña, de que se había servido en
tantas guerras y gloriosas por tantas victorias. No hicieron esto los soldados venecianos, sino el
pueblo de Vicenza, descubriendo demasiada sed de la sangre tudesca. No faltó por vuestra
deslealtad otra cosa, sino que el ejército veneciano, si conociendo la ocasión hubiera seguido la
victoria, tomase a Verona; ni fueron los consejos o provocaciones del Fracassa, pues, vencido por
vuestras falsas calumnias, ha justificado claramente su inocencia; fue vuestra malignidad, fue el
odio que, sin razón, tenéis al nombre tudesco.
»Son vuestras culpas inexcusables, tan grandes, que no merecen remisión. Sería no sólo de
grandísimo daño, sino asimismo vituperiosa la clemencia que se usase con vosotros, porque se
conoce claramente que en cualquier ocasión obraréis peor; ni han sido errores los vuestros, sino
maldades; ni los daños que habéis sufrido han sido por penitencia de los delitos, sino porque
contumazmente habéis querido perseverar en la rebelión, y ahora pedís la piedad y misericordia del
Emperador, a quien habéis sido traidores, cuando, desamparados por los venecianos, no tenéis modo
alguno de defenderos.
»Había determinado el Príncipe no oíros, porque así era la orden y voluntad del Emperador,
no os lo ha podido negar por haberlo querido Chaumont; mas no por esto se altera la determinación
que desde el día que os rebelasteis ha estado siempre fija en la mente del Emperador. No os quiere
el Príncipe de otra manera que a discreción de las haciendas, vidas y honor, ni esperéis que se haga
esto por tener disposición de mostrar más su clemencia; hácese por poder más libremente
presentaros como ejemplo a todo el mundo de la pena que se da contra aquellos que tan
infamemente han faltado a la fe que deben a su Príncipe.»
Atónitos los vicentinos con tan atroz respuesta, después que por un rato hubieron estado sin
hacer movimiento, como privados de todos los sentidos, comenzaron de nuevo con lágrimas y con
lamentos a recomendarse a la misericordia del vencedor; pero siendo rebatidos por la misma
persona que les respondió con palabras más inhumanas y bárbaras que las primeras, no sabían qué
responder ni qué pensar. Chaumont les aconsejó que obedeciesen a la necesidad y que, con ponerse
libremente en el albedrío del Príncipe, procurasen aplacar su indignación; que la mansedumbre del
Emperador, era grandísima y se debía creer que el Principe, tan noble de sangre y excelente capitán,
no debía hacer cosa indigna de su nobleza y valor; ni los debía espantar la aspereza de la respuesta,
antes .era justo desear que los ánimos generosos y nobles se irriten con las palabras, porque muchas
veces, habiendo desfogado parte de su enojo, de esta manera ablandan la aspereza de los hechos,
ofrecióse por intercesor para mitigar la ira del Príncipe, pero que ellos se anticipasen con remitirse a
él libremente. Siguiendo los vicentinos el consejo de Chaumont y la necesidad, echándose en el
suelo, pusieron absolutamente sus personas y su ciudad en poder del vencedor, y tomando motivo
de sus palabras, Chaumont exhortó al Príncipe para que, en el castigarlos, tuviese más
consideración a la grandeza y fama del Emperador que a su delito, y no diese tal ejemplo a los otros
que hubiesen caído o estuviesen para caer en semejantes errores que, desesperando de la
misericordia, hubiesen de perseverar hasta la última obstinación; que siempre la clemencia había
dado a los Príncipes amor y reputación, y la crueldad, donde no era necesaria, había hecho siempre
365

efectos contrarios y no había desviado (como muchos imprudentemente creían) los embarazos y
dificultades, sino acrecentádolas y hecho mayores.
Con su autoridad y con los ruegos de otros muchos, junto con las miserables lamentaciones de
los vicentinos, vino finalmente el de Analt en prometerles la vida, quedando libre a su albedrío y
voluntad la disposición de todos sus bienes y haciendas, que eran mayores en opinión que en efecto,
porque ya la ciudad había quedado casi vacía de personas y haciendas; mas buscándolas la fiereza
de los tudescos, habiendo entendido que en cierto monte cerca de Vicenza se habían retirado
muchos de los de la ciudad y del país con sus haciendas en dos cuevas llamadas la gruta de Masano
donde, por la fortaleza del lugar y dificultad de la entrada se tenían por seguros, fueron a tomarlas.
Batida la cueva mayor en vano y no sin algún daño suyo, dirigiéronse a la menor, y no pudiendo
forzarla de otra manera, hicieron fuego grandísimo, y por la fuerza del humo la ganaron. Decíase
que murieron allí más de mil personas.

Capítulo II
Los franceses toman a Lignago.—Muerte del cardenal de Rohán.—Los tudescos toman a
Monselice.—Propósitos secretos del Pontífice.—No acepta el censo del duque de Ferrara.—Da al
rey de España la investidura del reino de Nápoles.—Procura abatir el poder de los franceses en
Italia.—Los venecianos contra Génova.—Se retiran con escasa reputación.—El Papa toma a
Módena.—Los suizos acuden en favor del Pontífice.—Niégales el paso el duque de Savoya.—Su
orden de marcha, teniendo enfrente al Tribulcio.—Su retirada.—El ejército veneciano en Verona.—
El marqués de Mantua libertado de la prisión.—Causa de este acontecimiento.

Después de tomada Vicenza, se mostraba mayor la dificultad de las demás cosas de lo que al
principio se había pensado, porque el Emperador no se movía contra los venecianos como había
prometido, y la gente que tenía en Italia se disminuía continuamente por falta de dinero, de manera
que Chaumont se veía necesitado a no pensar en más que en la guarda de Vicenza. Con todo eso,
determinó ir a sitiar a Lignago, pues si no se ganaba aquella villa no eran de momento alguno todas
las cosas que se habían hecho hasta aquel día.
Pasa por la villa de Lignago el río Adige, quedando hacia Montagnana la parte menor,
llamada por ellos el Puerto, donde los venecianos, no confiándose tanto en la fortaleza de la villa ni
en el valor de los defensores, cuanto en el impedimento de las aguas, habían cortado el río por una
parte. En la orilla del otro lado está la parte mayor, por donde lo habían cortado en dos ramos;
habiendo, por estas cortaduras, esparcido el río en los lugares más bajos, cubrió de tal manera el
país del contorno que, por estar anegado muchos meses, había quedado casi hecho laguna. Facilitó
las dificultades en alguna parte la temeridad y desorden de la gente de los venecianos, porque,
viniendo Chaumont con el ejército a alojar en Minerbio, tres millas distante de Lignago, y habiendo
enviado delante algunos caballos infantes suyos, encontraron al pasar el último canal, me. día milla
de Lignago, con los infantes que estaban en la guardia del Puerto, que habían salido para estorbarles
el paso; pero la infantería gascona y española, entrando ferozmente en el agua hasta los pechos, los
rebatieron y después los siguieron con tal ímpetụ que, mezclándose con ellos, entraron en el Puerto,
salvándose poca parte de aquellos infantes, porque muchos fueron muertos en el combate, y el
mayor número de ellos, procurando retirarse a Lignago, se ahogó al pasar el Adige.
Por este suceso, mudando Chaumont el pensamiento de alojarse en Minerbio, se alojó aquella
misma tarde en el Puerto, y habiendo hecho traer la artillería gruesa por debajo del agua, llevándola
por el fondo del terreno, hizo la misma noche a los gastadores que cerrasen la cortadura del río, y
conociendo que de la parte del puerto estaba Lignago inexpugnable, por ser la anchura del río tan
grande que con dificultad se podía batir por aquel lado (aunque entre Lignago y el Puerto, por estar
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entre cerros, no va tan grande como más abajo), mandó que se echase puente para pasar la artillería
y la mayor parte del ejército a la otra parte; mas hallando que las barcas que traía no alcanzaban a lo
ancho, detenido el ejército junto a él a la parte opuesta de Lignago, hizo pasar en barcas de la otra
parte del Adige al capitán Moraldo con cuatro mil infantes gascones y con seis piezas de artillería.
Luego que pasó se comenzó de la una y otra parte del río a batir las trincheras que estaban hechas
en los ribazos a la punta de la villa de la banda de arriba, y habiendo derribado una parte (aunque
los de adentro no dejaban de repararla con grande solicitud), el proveedor veneciano la noche
siguiente, teniendo mayor temor a las ofensas de los enemigos que esperanza en la defensa de los
suyos, se retiró de improviso al castillo con algunos gentiles-hombres venecianos.
Luego que entendió el capitán de infantería que estaba en las trincheras su retirada, se rindió a
Moraldo, libres las haciendas y las personas, y con todo, al salir, fueron él y sus infantes
desvalijados por los del campo. Tomadas las trincheras, saqueó la villa Moraldo, y la infantería que
estaba en guarda de un baluarte fabrica. do en la otra punta de la villa, se huyó por las lagunas,
dejando las armas a la entrada del agua, y así por la vileza de los que estaban dentro tuvo más feliz
y breve suceso la toma de Lignago de lo que se había creído.
No hizo mayor resistencia el castillo de lo que hizo la villa, porque habiéndole quitado con la
artillería las defensas y comenzando a cortar con picos debajo de una esquina de un torreón con
intento de pegarle fuego después, se rindieron con condición de que, quedando en poder de
Chaumont los gentiles-hombres venecianos, y dejando las armas los soldados, se fuesen libres en
jubón.
Mezcló la fortuna en la victoria y alegría de Chaumont un sentimiento grande, porque allí
tuvo aviso de la muerte del cardenal de Rohán, su tío, por cuya autoridad, que la tenía muy grande
con el rey de Francia, habiendo sido levantado a grandísimas riquezas y honras, esperaba
continuamente cosas mayores. Dejó Chaumont en guarda de Lignago, por no estar los tudescos
poderosos para meter gente, cien lanzas y mil infantes, y habiendo después licenciado a los infantes
grisones y valesanos, se disponía para volver con el resto del ejército al ducado de Milán por orden
del Rey, que estaba inclinado a no continuar más en tan grande gasto, pues de él no resultaba ningún
efecto importante por no corresponder a las determinaciones que se habían tomado primero las
provisiones de la parte del Emperador. Pero después le mandó el Rey que permaneciese por todo
Junio, porque el Emperador, que había venido a Insbruck lleno de dificultades, como solía, y, por
otra parte, lleno de designios y esperanzas, hacía instancia para que no se fuese, prometiendo pasar
a cada hora a Italia. Deseando en este tiempo los tudescos recuperar a Marostico, Ciudadela,
Basciano y otras villas en el contorno para facilitar más la venida del Emperador por aquella parte,
se estuvo quedo Chaumont con el ejército en Lungara, sobre el río Bacchiglione, para impedir a la
gente de los venecianos la entrada en Vicenza, que había quedado con poca guarda, y de la misma
manera, que se opusieran a los tudescos; mas entendiendo allí que la gente veneciana se había
retirado a Padua, juntando consigo de nuevo los tudescos, vinieron a las Torrecillas, que están en el
camino real que va de Vicenza a Padua, de donde, dejando a Padua a mano derecha, fueron a
Ciudadela no con poca incomodidad de vituallas, por impedírselas los caballos ligeros que estaban
en Padua, y mucho más los que estaban en Monselice.
Rindióse Ciudadela sin pelear, y lo mismo hizo después Marostico, Basciano y las otras villas
comarcanas, desamparadas por los venecianos. Acabadas las cosas de aquella parte, se volvieron los
ejércitos a las Torrecillas, dejando a Padua a mano derecha, y volviendo a la izquierda hacia la
montaña, se estuvieron quedos sobre el Brenta, a la falda de la montaña, a diez millas de Vicenza.
Pusiéronse en aquel lugar, porque los tudescos deseaban ocupar la Scala, paso a propósito para la
gente que había de venir de Alemania, y el único que quedaba en poder de los venecianos de todas
las villas que había desde Treviso a Vicenza.
Partido el príncipe de Analt de este alojamiento con los tudescos y con cien lanzas francesas,
se enderezó a la Scala, apartada de allí veinticinco millas; mas no pudiendo pasar porque los del
país (llenos de tan increíble afición a los venecianos que, viéndose presos, elegían antes morir que
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negar o blasfemar de su nombre), habían ocupado muchos pasos en la montaña, y habiendo


obtenido por acuerdo a Castelnuovo (paso igual de la montaña), se volvió al alojamiento del Brenta,
enviando nuevos infantes por otra vía hacia la Scala, los cuales, según la orden que les había dado,
apartándose del camino de Basciano por huir del Covolo 24 (paso fuerte en aquellas montañas),
volvieron más abajo por el camino de Feltro, y hallando en esta villa poca gente, saqueándola y
abrasándola, llegaron al paso de la Scala y le encontraron, juntamente con el del Covolo,
desamparado de todos.
No eran en este tiempo menores las ruinas en el país del Friul, porque, acometido, ya por los
venecianos, ya por los tudescos, tal vez defendido, tal vez robado por los gentiles-hombres del país,
adelantándose ahora éstos, ahora retirándose aquéllos, según las ocasiones, no se oía por todo él otra
cosa que muertes, sacos e incendios, acaeciendo muchas veces que saqueado un lugar mismo,
primero por una de las partes, era después saqueado y abrasado por la otra, y excepto pocos lugares
que eran fuertes, sujeto todo lo demás a aquella miserable ruina, y no habiendo habido en estas
cosas suceso alguno memorable, sería superfluo el referir particularmente y fastidioso de entender
tan varias revoluciones, que no hacían efecto al fin e importancia de la guerra.
Llegando el tiempo determinado para la partida del ejército francés, se ajustó de nuevo entre
el Emperador y el rey de Francia que se detuviese su ejército por todo el mes siguiente, pero que los
gastos extraordinarios (que corren demás de la paga de la gente) que había hasta ahora pagado el
Rey, se pagasen a la venida del Emperador, y de la misma manera los infantes por el mes dicho;
pero porque el Emperador no tenía dinero, que, hecho el tanteo, le prestase el Rey lo que importasen
estos gastos, calculándolos hasta en cincuenta mil ducados, y que si el Emperador no restituía
dentro del año próximo éstos y los otros cincuenta mil que le había prestado el Rey primero,
hubiese de poseer Verona con todo su territorio hasta que los cobrara.
Habiendo recibido Chaumont la orden del Rey de quedarse, volvió el ánimo a la expugnación
de Monselice, y por esta razón, luego que se unieron con los tudescos cuatrocientas lanzas
españolas guiadas por el duque de Términi, que las había enviado el Rey Católico en ayuda del
Emperador, habiendo caminado muy despacio, según su costumbre, pasando los ejércitos el río
Brenta y después junto a Purla el del Bacchiglione, cosa de cinco millas de Padua, llegaron a
Monselice, habiendo padecido mucho en este tiempo en las vituallas y en los robos por las correrías
que hacía la caballería que estaba en Padua y en Monselice, por la cual fue preso tambien Souzino
Benzone de Crema, capitán del rey de Francia que, con pocos caballos, había ido a reconocer las
escoltas, y porque había sido éste autor de la revolución de Crema, le mandó ahorcar luego Andrea
Gritti, teniendo en más consideración que era súbdito de los venecianos que soldado de los
enemigos.
Levántase en la villa de Monselice, que está situada en lo llano, como un monte de pedernal
(de donde se deriva el llamarse Monselice) que se empina muy alto. En la cumbre de él está un
castillo, y por las espaldas del monte, que todavía se estrecha, hay tres cercas de murallas; la más
baja de ellas abraza tanto sitio que para defenderla de un ejército formado, serían necesarios dos mil
infantes. Desampararon los enemigos luego la villa, en donde, alojados los franceses, plantaron la
artillería contra la primer muralla. Habiéndose batido mucho contra ella y por muchos lados, los
infantes españoles y gascones comenzaron sin orden a llegarse a la muralla, intentando por muchas
partes entrar dentro. Estaban en su guarda seiscientos infantes, los cuales, pensando que era batalla
formal, no siendo suficientes por el número a resistir cuando les acometiesen por más partes y
haciendo ligera defensa, comenzaron a retirarse por determinación hecha primero entre ellos, según
se cree; mas haciéndolo tan desordenadamente que los enemigos, que habían comenzado ya a entrar
dentro, escaramuzando con ellos y siguiéndolos por la cuesta, entraron mezclados con ellos en los
24 El Covolo es un sitio en las montañas, que está en el camino que va de Padua a Trento, hecho o del arte o de la
naturaleza, tan fuerte, que bastan muy pocos hombres para sustentarlo, y las personas que están en su guarda no
pueden bajar ni subir sino por una cuerda gruesa tirada por una cabrilla. A los que van por el camino de Trento les
parece este lugar desde lejos, antes nido de águilas o de semejantes aves, que habitación de hombres. (Nota del
traductor.)
368

otros dos muros y después hasta el castillo de la fortaleza, donde, habiendo muerto la mayor parte,
los otros se retiraron a la torre, y queriendo rendirse libres las personas, no vinieron en ello los
tudescos. Al fin pegaron fuego a la torre, de manera que, de seiscientos infantes con cinco capitanes
y el principal de todos Martín del Borgo de Santo Sepulcro, de Toscana, se salvaron poquísimos,
teniendo todos menos compasión de su trabajo por la vileza que usaron.
No se mostró menor la crueldad tudesca contra los edificios y murallas, porque, no sólo por
no haber gente de guarda, arruinaron la fortaleza de Monselice, sino abrasaron la villa.
Después de este día no hicieron los ejércitos alguna cosa importante, excepto una correría de
cuatrocientas lanzas francesas hasta las puertas de Padua.
Partió en este tiempo del campo el duque de Ferrara y con él Chatillón, enviado de Chaumont,
con doscientas y cincuenta lanzas, para la guarda de Ferrara, adonde no había poca sospecha por la
vecindad de la gente del Papa.
Los tudescos provocaban a Chaumont a que, según lo que primero se había tratado entre ellos,
fuese a sitiar a Treviso, diciendo que eran de poca importancia las cosas que se habían hecho con
tantos gastos si no se ganaba aquella ciudad, porque no se tenía esperanza alguna de poder expugnar
a Padua. Replicaba Chaumont, en contrario, que no había pasado el Emperador contra los
venecianos con las fuerzas que había prometido; que los que estaban con él se habían reducido a
corto número; que en Treviso había muchos soldados, la ciudad amunicionada y con grandísimas
fortificaciones; que no se hallaban en el país más vituallas y había gran dificultad en conducirlas al
campo de los lugares apartados, por las continuas molestias de los caballos ligeros y de los
estradiotas de los venecianos, los cuales, avisados por la diligencia de los del país de cualquier
movimiento pequeño suyo y siendo tantos en número, se aparecían siempre en cualquiera parte que
pudiesen ofenderles.
Quitó estas disputas la nueva orden que tuvo Chaumont de Francia para que, dejando
cuatrocientas lanzas y mil quinientos infantes españoles, pagados por el Rey, en compañía de los
tudescos, demás de los que estaban en la guarda de Lignago, volviese luego con el ejército al
ducado de Milán, porque se comenzaban ya a descubrir, por obras del Papa, muchas molestias y
peligros. Por esto, dejando Chaumont el gobierno de esta gente a Persi, siguió la orden del Rey. Los
tudescos, desconfiando de poder hacer algún efecto importante, se estuvieron quedos en Lignago.
Había el Pontífice propuesto en su ánimo y afirmado obstinadamente todos sus pensamientos,
no sólo de aumentar la Iglesia con muchos Estados que pretendía pertenecerle, sino, demás de esto,
echar al rey de Francia de todo lo que poseía en Italia; moviéndole u oculta y antigua enemistad que
tenía contra él, o porque la sospecha que había tenido tantos años se convirtió en odio poderosísimo,
o por la codicia de gloria de haber sido (como decía después) quien librase a Italia de los bárbaros.
Con este fin había absuelto a los venecianos; con este fin había introducido la inteligencia y
estrecha unión con los suizos, fingiendo que procedía en estas cosas más para seguridad suya que
por deseo de ofender å otros; con este fin, no habiendo podido desviar al duque de Ferrara de la
devoción del rey de Francia, había determinado hacer cualquier diligencia para ocupar aquel
ducado, dando a entender que solamente se movía por las diferencias de las gabelas y de la sal.
Mas por no manifestar solamente sus pensamientos hasta que tuviese mejor dispuestas las
cosas, trataba continuamente con Alberto Pío de concertarse con el rey de Francia. Este se persuadía
de que no había otra diferencia entre los dos que por causa de la protección del duque de Ferrara, y
deseoso sobre manera de excusar su enemistad, venía en hacer con él nuevos conciertos,
refiriéndose a los capítulos de Cambray, en donde se expresaba que ninguno de los confederados se
pudiese introducir en las cosas que pertenecían a la Iglesia, y juntando tales palabras y cláusulas,
que le fuese lícito al Pontífice proceder contra el Duque en cuanto perteneciese a los particulares de
la sal y de las gabelas. A estos fines solos pensaba el Rey que se extendían sus pensamientos,
interpretando de tal suerte la obligación que tenía a la protección del Duque, que le parecía casi
poder convenir en ello lícitamente. Cuanto más se arrimaba el Rey a lo que pedía el Papa, tanto más
se apartaba él, sin que le redujese en parte alguna la muerte que había sucedido del cardenal de
369

Rohán; porque a los que, arguyendo que se habían acabado las sospechas, le animaban a la paz,
respondía que vivía el mismo Rey, y por esto duraban las mismas sospechas, alegando en
confirmación de estas palabras que se sabía que el acuerdo hecho por el cardenal de Pavía lo había
violado el Rey por su propia determinación, contra la voluntad y consejos del cardenal de Rohán.
Así, a quien más perspicazmente consideró sus progresos, pareció que se acrecentaría su
ánimo y las esperanzas, no sin razón, porque siendo tal la calidad del Rey que necesitaba
absolutamente la dirección de otro para gobernar, no había duda de que la muerte de Rohán
enflaquecería mucho sus cosas; puesto que en él, demás de larga experiencia, había grande eficacia
y valor, y tanta autoridad con el Rey, que casi no se apartaba jamás de su consejo. Pero ahora,
confiado el Rey en su grandeza, se atrevería muchas veces a resolver y dar forma a las cosas por sí
mismo, pues las condiciones del Cardenal, no militando en alguno de los que habían sucedido en el
gobierno, no se atreverían, no sólo a determinar, pero ni tan solamente a hablar al Rey de cosas que
le causasen molestia, ni él daría la misma fe a sus consejos. Y siendo más las personas, teniendo
respeto el uno al otro y no confiándose todavía en la autoridad nueva que ejercían, procederían más
tibiamente de lo que pedía la importancia de las cosas presentes y de lo que era necesario contra el
calor y furia del Pontífice; el cual, no aceptando ningún partido propuesto por el Rey, le pidió
descubiertamente que renunciase, no con limitación o condiciones, sino simple y absolutamente, la
protección que había tomado del duque de Ferrara.
Procurando el Rey persuadirle que le era de gran infamia hacer tal renuncia, respondió
últimamente, que pues el Rey rehusaba hacerla simplemente, no quería convenirse con él ni
tampoco serle contrario, sino que, conservándose libre de toda obligación con cada uno, atendería a
guardar quietamente el Estado de la Iglesia, lamentándose mucho más que nunca del duque de
Ferrara, porque, animado por amigos suyos a dejar de hacer la sal, había respondido que no podía
seguir este consejo por no perjudicar a los derechos del Imperio, a quien pertenecía el directo
dominio de Comacchio.
Demás de esto, hubo duda y opinión en muchos (que se aumentó después con el tiempo) de
que Alberto Pío, embajador del rey de Francia, no procediendo sencillamente en su embajada,
atendía a provocar al Papa contra el duque de Ferrara, moviéndole el ardiente deseo (con que
continuó hasta la muerte) de que fuese despojado Alfonso del ducado de Ferrara, porque habiendo
Hércules, padre de Alfonso, recibido no muchos años hacía de Alberto Pío la mitad del dominio de
Carpi, dándole en recompensa el castillo de Sassuolo con otras villas, dudaba Alberto (como
muchas veces acontece que el vecino menos poderoso se rinde a la codicia del que más puede) que
le cediera al fin la otra mitad que le pertenecía. Pero, como quiera que esto fuese, mostraba el Papa
señales más implacables contra Alfonso, y estando ya resuelto a mover las armas, se disponía para
proceder contra él con censuras, atendiendo a justificar los fundamentos, y especialmente habiendo
hallado (según decía) en los papeles de la Cámara apostólica la investidura que habían dado los
Papas a la casa de Este de la villa de Comacchio.
Estos eran en lo público los procederes del Papa, y ocultamente trataba de comenzar
movimientos mucho mayores, pareciéndole que había fundado sus cosas con la amistad de los
suizos, con estar en pie los venecianos y obedientes a su voluntad, con ver inclinado a los mismos
fines al rey de Aragón, o a lo menos no unido sencillamente con el rey de Francia, flacas de manera
las fuerzas y la autoridad del Emperador, que no le daba causa de temerlo, y no estando sin
esperanza de poder incitar al rey de Inglaterra. Mas sobre todo le acrecentaba el ánimo lo que
debiera mitigárselo, que era el conocer que el rey de Francia, aborreciendo el hacer guerra contra la
Iglesia, deseaba sumamente la paz, de manera que le parecía que estaba siempre en su mano el
hacer concordia aun después que le hubiese movido la guerra. Mostrándose más insolente cada día
por estas cosas, y multiplicando descubiertamente las querellas y amenazas contra el rey de Francia
y el duque de Ferrara, rehusó el día de la solemnidad de San Pedro (en el cual, según la antigua
costumbre, se ofrecen los censos debidos a la Iglesia) aceptar el censo del duque de Ferrara,
alegando que la concesión de Alejandro VI, cuando el matrimonio de su hija con el duque, que de
370

cuatro mil ducados, se los había reducido a ciento, no era válida en perjuicio de la Sede Apostólica,
y habiendo negado el mismo día la licencia para volver a Francia al cardenal de Aux y a los otros
cardenales franceses, y entendiendo que el de Aux había salido al campo con redes y perros,
teniendo vana sospecha de que se iría ocultamente, envió por él con gran prisa y le prendió en el
castillo de Sant Angelo, declarándose ya en manifiestas contiendas con el rey de Francia.
Obligado por esto a hacer fundamentos mayores, concedió al Rey Católico la investidura del
reino de Nápoles, con los mismos censos que la habían tenido los reyes de Aragón, habiéndole
primero negado el concedérsela, si no fuese con tributo de cuarenta y ocho mil ducados con que lo
habían tenido los reyes franceses. Procuraba el Papa en esta concesión, no tanto la obligación que,
según la costumbre antigua de las investiduras, le hizo aquel Rey de tener cada año para defensa del
Estado de la Iglesia, cada vez que se los pidiesen, trescientos hombres de armas, cuanto ganarle la
voluntad, y con la esperanza de que estas ayudas pudiesen en alguna ocasión ser causa de
conducirle a declarada enemistad con el rey de Francia, de la cual ya se habían esparcido las
semillas, porque el Rey Católico, sospechoso de la grandeza del rey de Francia, teniendo celos de su
ambición, pues no contento con los plazos de la liga de Cambray, procuraba poner debajo de su
dominio la ciudad de Verona, y movido también por la antigua emulación, deseaba mucho que se
opusiese algún impedimento a sus cosas, y por esto no cesaba de avivar la concordia entre el
Emperador y los venecianos, muy deseada del Papa.
Aunque procedía en estas cosas con gran secreto, no era imposible que se encubriesen del
todo sus pensamientos, y levantándose en Sicilia su armada, destinada para acometer la isla de los
Gelbes (que llaman los latinos Sirte mayor), daba sospecha al Rey y ponía diversas dudas en los
ánimos de los hombres que sabían sus astucias.
Pero comenzaron las molestias al rey de Francia donde menos pensaba, y en tiempo que
parecía que ningún movimiento de armas podía estar dispuesto contra él, porque, procediendo el
Pontífice con gran secreto, trataba que a un mismo tiempo se acometiese a Génova por tierra y por
mar; que bajasen al ducado de Milán doce mil suizos; que los venecianos, unidas todas sus fuerzas,
se moviesen para recuperar las villas que estaban por el Emperador, y que su ejército entrase en el
territorio de Ferrara con intención de hacerle pasar después al ducado de Milán si comenzasen a
suceder las cosas felizmente a los suizos, esperando que Génova, acometida de improviso, hiciese
fácilmente mudanza, por ser las voluntades de muchos contrarias al imperio de franceses, y porque
se sublevaría el partido de Fregoso si se procediese debajo de nombre de hacer dux a Octaviano,
cuyo padre y tío habían tenido la misma dignidad; que los franceses, espantados por el movimiento
de Génova, y acometidos de los suizos, volverían a llamar al ducado de Milán toda la gente que
tenían en ayuda del Emperador y del duque de Ferrara, con lo cual recuperarían más fácilmente los
venecianos a Verona, y, habiéndola recuperado, procederían contra el ducado de Milán, y que lo
mismo haría su gente, habiendo obtenido con facilidad a Ferrara, desamparada de tal manera de las
ayudas de los franceses, que no podrían defender contra tantos enemigos, ni de una guerra tan
repentina, el estado de Milán.
Comenzó a un mismo tiempo la guerra contra Ferrara y contra Génova porque, aunque el
duque de Ferrara, contra quien procedía para acelerar la ejecución como contra notorio delincuente,
le ofreciese darle hecha la sal en Comacchio, obligándose a que no se labraría allí en lo venidero,
despidiendo de la Corte sus embajadores, movió el ejército contra él. Este ejército, con sola la señal
de un trompeta, ganó, sin defenderlos Alfonso, los castillos de Cento y la Pieve, pertenecientes
primero al obispado de Bolonia, y que los había aplicado el papa Alejandro al ducado de Ferrara
cuando el casamiento de la hija, dando por recompensa a aquel obispado otras rentas.
Fueron contra Génova once galeras sutiles de los venecianos, cuyo capitán era Grillo
Contareno, una de las cuales era del Papa, e iba en ella Octaviano Fregoso, Jerónimo Doria y otros
muchos desterrados, y al mismo tiempo por tierra Marco Antonio Colonna con cien hombres de
armas y seiscientos infantes, el cual, habiéndose apartado del sueldo de los florentinos y entrando al
servicio del Papa, se estuvo quedo en el territorio de Luca con pretexto de rehacer la compañía,
371

esparciendo voz que había de pasar después a Bolonia, aunque su estancia allí había dado a
Chaumont algunas sospechas en las cosas de Génova. No sabiendo éste que venía la armada, por
haberse divulgado astutamente por orden del Papa que las preparaciones que ya hacían los suizos
para moverse y el dejar a Marco Antonio había sido para acometer de improviso a Ferrara, no había
hecho más provisión en Génova que enviar algunos infantes.
Marco Antonio llegó con su gente a Val de Bisagna, a una milla de las murallas de Génova,
mas no fue recibido, como el Papa había pensado, en Serezzana ni en la villa de la Spezia. Al
mismo tiempo la armada de mar que había ocupado a Sestri y Chiaverị fue desde Rapalle a la boca
del río Entello, que entra en la mar junto al puerto de Génova.
Había entrado en Génova al primer rumor de acercarse los enemigos, y en favor del rey de
Francia, con ochocientos hombres del país, el hijo de Juan Luis del Fiesco y con no menor número
un sobrino del cardenal de Finale. Habiéndose asegurado la ciudad con estos presidios no se hizo
dentro de ella ningún movimiento, cesando por esto la esperanza principal de los emigrados y del
Papa; y sobreviniendo todavía gente de Lombardía y de la ribera de Poniente, y habiendo entrado en
el puerto con seis galeras gruesas Preianni, parecía sin fruto y no sin peligro el estarse más allí, de
modo que la armada de mar y Colonna por tierra, se retiraron a Rapalle, intentando a la vuelta
ocupar a Portofino, donde fue muerto Francisco Bollano, patrón de una galera de los venecianos.
Partiendo después la armada para retirarse a Civitavecchia, no confiando Marco Antonio en poder
volverse libre por tierra, porque se había sublevado todo el país, irritado (según el uso de los
villanos) contra los soldados que se retiran deslucidamente, se embarcó en las galeras con sesenta
caballos de los mejores y volvió a enviar los otros por tierra a la Spezia. De estos fueron la mayor
parte desvalijados en el término de Génova, después en el de Luca y en los confines de los
florentinos.
Sucedió este acometimiento con poca alabanza de Grillo y de Octaviano, que, por temor, se
abstuvieron de embestir a la armada de Preianni, pues siendo superiores a ella, se creyó que, antes
que entrara en el puerto, la hubieran acometido con gran ventaja. Salió del puerto de Génova,
después de la partida de los venecianos, el Preianni con siete galeras y cuatro naves, siguiendo la
armada veneciana, que aunque era superior en galeras, era inferior en el número de naves; tocaron
ambas en las islas de Elba, la veneciana en Puerto Lungone y la francesa en Puerto Ferrato, y
después la armada francesa, siguiendo a la enemiga hasta el monte Argentaro, volvió a Génova.
Había entrado en este tiempo la gente del Papa, conducida por el duque de Urbino contra el
duque de Ferrara, en la Romaña, donde, habiendo tomado la villa de Lugo, Bagnacavallo y todo lo
que el Duque tenía de esta parte del Po, fueron a sitiar el castillo de Lugo. Mientras estaban allí con
poca diligencia y orden, llegó aviso que el duque de Ferrara con la gente francesa, ciento cincuenta
lanzas de los suyos y muchos caballos ligeros venía a socorrerlo. El duque de Urbino, levantando
luego el campo y dejando en poder de los enemigos tres piezas de artillería, se retiró a Imola, y con
esta ocasión, recuperó Alfonso todo lo que le habían ocupado en la Romaña. Mas volviéndose a
poner en orden y acrecentado de nuevo el campo eclesiástico, volvió a tomar fácilmente las mismas
villas, y poco después el castillo de Lugo, habiéndolo batido muchos días. Esta expugnación les fue
causa de mayores sucesos, porque no habiendo en Módena presidio alguno, ni pudiendo el Duque
(por hallarse ocupado en la defensa de otras cosas, donde estaba más cerca el peligro) probar a
aquello por sí mismo ni alcanzar de Chaumont que enviase allí doscientas lanzas, pasó el cardenal
de Pavía con el ejército a Castelfranco y ganó luego por acuerdo aquella ciudad, invitado para este
efecto por Gerardo y Francisco María Rangoni, gentiles-hombres modeneses de tal autoridad, que
podían (mayormente Gerardo) disponer de todo a su albedrío. Moviéronse a esto, según se creía,
más por ambición y deseo de cosas nuevas que por otra causa.
Perdida Módena y temiendo el Duque que hiciese Reggio lo mismo, metió allí luego gente, y
haciendo Chaumont, después del daño recibido, lo que más provechosamente hubiera hecho al
principio, envió doscientas lanzas, aunque ya estaba ocupado por el movimiento de los suizos.
372

Habíase acabado muchos meses antes, sin ningún acuerdo, la plática entre los suizos y el rey
de Francia, habiendo perseverado el Rey en la determinación de no acrecentarles las pensiones,
aunque contra el consejo de todos los suyos, que le acordaban considerase de cuánta importancia
era no tener por enemigas aquellas armas, con las que primero había espantado a todos. Por esto
ellos, inquietos a causa de la autoridad y promesa del Papa, instigados por el obispo de Sión y
encendiéndoles sobre todo el enojo contra el Rey, por las demandas negadas, en una Dieta que se
celebró en Lucerna determinaron, con gran consentimiento de toda la multitud, moverse contra él.
Habiendo previsto Chaumont este movimiento, puso guarda en las barcas, retiró las vituallas a
lugares seguros y quitó las herramientas a los molinos; e incierto de si los suizos querían bajar al
Estado de Milán, o, pasado el monte de San Bernardo, entrar en el Piamonte por el valle de Augusta
para ir a Saona, con intención de molestar las cosas de Génova y desde allí, pasando el Apenino ir
contra el duque de Ferrara, indujo al duque de Saboya a que les negase el paso, y para poderlo
impedir, envió, con su consentimiento, a Ivrea quinientas lanzas; no cesando en tanto de hacer todas
las diligencias para corromper con dones y con promesas a los principales de la nación, a fin de
distraerles de este movimiento.
Mas esto se intentaba vanamente; tan grande odio tenían y tan incitados estaban (mayormente
la multitud) contra el nombre del rey de Francia que, teniendo la causa casi por propia, no obstante
las dificultades con que tropezaba el Papa para enviarles dinero (porque los Fuccheri, mercaderes
tudescos que habían prometido primero pagarlo, lo rehusaron después por no ofender el ánimo del
Rey de Romanos), se movieron al principio de Septiembre seis mil soldados pagados por el Papa
(entre los cuales había cuatrocientos caballos), la mitad arcabuceros, dos mil y quinientos infantes
con mosquetes y cincuenta con arcabuces, sin artillería, sin provisión de puentes o naves.
Dirigiéndose al camino de Bellinzone y tomando el puente de la Tresa, desamparado por seiscientos
infantes franceses que estaban allí de guarda, se estuvieron quedos en Varese para esperar (según
publicaban) al obispo de Sión con nueva gente.
Turbaba esto mucho el ánimo de los franceses por el terror ordinario que tenían a los suizos y
particularmente porque entonces había poco número de gente de armas en Milán, habiéndose
distribuído una parte en la guarda de Brescia, Lignago, Valeggio y Peschiera; trescientas lanzas
habían ido en ayuda del duque de Ferrara y quinientas, unidas con el ejército tudesco, contra los
venecianos. Estrechando Chaumont sus fuerzas, vino con quinientas lanzas y cuatro mil infantes al
llano de Castiglione, distante de Varese dos millas, habiendo enviado al monte de Brianza a Juan
Jacobo Tribulcio para que, no tanto con la gente que llevó consigo (que fue en poca cantidad),
cuanto con el favor de la gente del país, se esforzase para impedir que los suizos tomaran aquel
camino.
Luego que éstos llegaron a Varese, enviaron a pedir el paso a Chaumont, diciendo que querían
ir al servicio de la Iglesia. Por esto se dudaba de si querían pasar por el ducado de Milán a Ferrara,
por cuyo camino, demás de las oposiciones de la gente francesa, habrían tenido dificultad en pasar
los ríos Po y Oglio, o si, volviéndose sobre la mano izquierda, rodearían por las colinas debajo de
Como y después por debajo de Lecco, para pasar a Adda por los sitios en que está estrecho y con
poca corriente, y después, por las colinas del Bergamasco y del Bresciano, pasado el río Oglio,
bajarían o por el Bresciano o por la Ghiaradadda al Mantuano, país ancho y donde no se hallaban
villas o fuerzas que les pudiesen contrarrestar. En cualquiera de estos casos era la intención de
Chaumont, aunque bajasen a lo llano (tan grande era la reputación de la valentía y buen orden de
aquella nación), no acometerles, sino, junta la caballería e infantería y con mucha artillería de
campaña, ir siempre a su lado para impedirles las vituallas y dificultarles cuanto pudiese ser (sin
probar la fortuna) los pasos de los ríos. En este medio, teniendo bien proveídos de caballería e
infantería los lugares cerca de Varese, con hacer muchas veces de noche rumores vanos y obligarles
a estar con las armas, les tenía molestados todas las noches.
En Varese, donde ya se padecía mucho por la falta de vituallas, se unieron de nuevo a los
otros cuatro mil suizos. Al cuarto día después de su venida, se movieron todos hacia Castiglione y
373

se volvieron a la mano izquierda por las colinas, caminando siempre apretados y en orden con paso
lento, siendo cada hilera de ochenta o ciento, y en las últimas todos los mosqueteros y arcabuceros.
Procediendo de este modo, se defendían con gran valor del ejército francés, que los andaba
continuamente costeando y escaramuzando por el frente y por las espaldas. Salían muchas veces
ciento o ciento y cincuenta de los suizos del escuadrón a escaramuzar, andando, estándose quedos o
retirándose sin que hubiese algún desorden en el buen concierto que traían. Llegaron con este orden
el primer día al paso del puente de Vedán, guardado por el capitán Molardo con la infantería
gascona; mas habiéndole hecho retirar con los arcabuces, alojaron aquella noche en Appiano,
distante ocho millas de Varese. Chaumont se estuvo quedo en Assarón, villa grande hacia el monte
de Brianza, apartada seis millas de Appiano.
Al día siguiente se enderezaron por las colinas al camino de Cantú, costeándoles todavía
Chaumont con doscientas lanzas, porque, por la aspereza de aquellos sitios, la artillería y la
infantería que estaba en su guarda, se habían quedado más abajo; mas con todo eso, a la mitad del
camino o por las molestias (como se gloriaba Chaumont) que habían recibido aquel día de los
franceses, o porque hubiera sido así su intención, dejando el camino de Cantú y volviendo más a la
mano izquierda, se fueron por lugares altos, retirándose hacia Como. Alojaron aquella noche en un
burgo de dicha ciudad y en las villas vecinas del burgo de Como; hicieron el otro alojamiento en
Chiasso, tres millas más adelante, teniendo suspensos a los franceses si se retirarían a Bellinzone
por el valle de Lugara, o si, por ventura, irían al Adda; aunque, no habiendo puente allí, era opinión
de muchos que se esforzarían a pasar todos el río a un mismo tiempo en maderadas; pero, quitando
esta duda, al siguiente día se fueron a alojar a Puente de Tresa y de allí todos a sus casas, estando ya
reducidos a la mayor extremidad por falta de pan y de dinero.
Esta retirada tan breve, se creyó que procedía por la falta de dinero, por la dificultad de pasar
los ríos y mucho más por la necesidad de vituallas.
Así se libraron por entonces los franceses de aquel peligro que tenían por grande, aunque el
Rey, engrandeciendo aun fuera de la verdad sus cosas, había afirmado que estaba dudoso si había
sido útil para estas el dejarles pasar y cuál era lo que enflaquecía más al Papa, o estar sin armas o
tener consigo las que le ofendieran, como es cierto lo hubieran hecho las de los suizos, a quien él,
con tantas fuerzas y dinero, había tenido tan grande dificultad en poder manejar.
Mayor hubiera sido el peligro de los franceses si al mismo tiempo se hubieran concordado
contra ellos las ofensas que había trazado el Papa, mas como fue primero el acometimiento de
Génova que el movimiento de los suizos, tardó en adelantarse más de lo que se había determinado
el ejército de los venecianos, aunque había tenido ocasiones muy oportunas, por haberse disminuido
mucho la gente tudesca que había quedado en Vicenza cuando partió Chaumont, con quien estaban
los infantes españoles y las quinientas lanzas francesas. Saliendo de Padua el ejército veneciano,
recuperó sin trabajo a Este, Monselice, Montagnana, Marostico y Basciano, y habiéndose
adelantado, retirándose continuamente los tudescos, de vuelta de Verona, entró en Vicenza,
desamparada por ellos. Recuperado con esto (fuera de Lignago) todo lo que habían perdido de sus
Estados, con tanto gasto y trabajo de los franceses, llegaron a San Martino, cinco millas de Verona,
adonde se habían retirado los enemigos. Esta retirada no fuera sin peligro si (como afirman los
venecianos) hubiera tenido más atrevimiento Lucio Malvezzo (que entonces, por haberse ido Juan
Paulo Baglione del sueldo de los venecianos, gobernaba su gente), porque habiendo llegado los
venecianos a la villa de la Torre, los enemigos, dejando en el alojamiento muchas vituallas, se
enderezaron hacia Verona, siguiéndolos todo el ejército veneciano y escaramuzando continuamente
la caballería ligera; mas sustentando los franceses principalmente con la artillería y con gran valor
la retaguardia, pasado el río Arpano, llegaron sin daño a Villanuova, alojándose los venecianos
cerca de ellos media milla. Al día siguiente se retiraron libres a Verona por no haberlos seguido con
solicitud los venecianos, disculpándose la infantería con no poder igualar la presteza de los caballos.
Después que hubieron estado en San Martín algunos días, llegaron a Verona, no sin vituperio
de que el diferirlo había sido inútil, y comenzaron a batirla con la artillería que estaba plantada en el
374

monte opuesto al castillo de San Felice y cerca de la muralla, habiendo elegido aquel lugar por no
poderse hacer fácilmente reparos en él ni usar de la caballería sin mucha incomodidad. Había en el
ejército veneciano ochocientos hombres de armas, tres mil caballos ligeros, la mayor parte
estradiotas, diez mil infantes y gran cantidad de villanos. En Verona había trescientas lanzas
españolas, ciento entre tudescas e italianas y más de cuatrocientas francesas, quinientos infantes
pagados por el Rey y sólo cuatro mil tudescos, no ya debajo del gobierno del príncipe de Analt,
porque había muerto pocos días antes. El pueblo veronés estaba de mala disposición con. tra los
tudescos y tenía las armas en la mano, cosa en que habían esperado mucho los venecianos, cuya
caballería ligera al mismo tiempo, vadeando el Adige por debajo de Verona, corría todo el país.
Batía con gran ímpetu la muralla la artillería de los venecianos, aunque la que tenían plantada
dentro los franceses y cubierta con sus reparos hacia a los de fuera, que no los tenían, grandísimo
daño, un tiro de éstos llevó las asentaderas a Lactancio de Bérgamo, uno de los más estimados
coroneles de la infantería veneciana, que murió a los pocos días.
Finalmente, habiendo hecho maravillosos efectos la artillería de fuera y arruinado una gran
parte de la muralla hasta el principio de la Scarpa y batido todas las cañoneras, de manera que la
artillería de dentro no podía hacer algún efecto, estaban los tudescos temerosos de perder el castillo,
aunque se hallaba bien reparado, y porque con su pérdida no fuese juntamente la de la ciudad,
trazaron en caso de necesidad retirarse a ciertos reparos que habían hecho en sitio vecino para batir
luego con sus cañones, que ya tenían plantados, la parte interior del castillo, esperando hacer tal
efecto que los enemigos no pudiesen afirmarse allí.
Era muy superior el valor de la gente que estaba en Verona, porque en el ejército veneciano no
había más infantería que italianos y pagada de ordinario cada cuarenta días, sirviendo allí más por la
poca comodidad que hallaban en otros lugares que por otra ocasión, demás de que, por no estar la
infantería italiana acostumbrada a la ordenanza ultramontana, ni ser perseverante en la campaña,
rehusaban servirse de ella aquellos que tenían poder para conducir infantes forasteros,
principalmente suizos, tudescos y españoles. Habiéndose sustentado con mayor valor la defensa que
la ofensa, saliendo una noche a acometer la artillería cerca de mil y ochocientos infantes con
algunos caballos franceses y poniendo fácilmente en fuga a los infantes que estaban en su guarda,
clavaron dos piezas, procurando llevarlas adentro; mas habiéndose sentido ya el rumor por todo el
campo, acudió con mucha infantería el Zitolo de Perusa que, peleando valerosamente, acabó la vida
con mucha gloria; y sobreviniendo Dionisio de Naldo y la mayor parte del ejército, obligaron a los
de adentro a retirarse, dejando la artillería, pero no con pequeña alabanza, pues habían roto al
principio los infantes que la guardaban, muerto parte de los primeros que vinieron al socorro y entre
otros al Zitolo, coronel muy estimado de infantería, preso a Maldonado, capitán español, y
retirádose libres casi todos. Envilecidos los venecianos por este accidente, reconociendo que el
pueblo no hacía movimiento ninguno, juzgando que, no solamente era sin fruto, sino peligroso el
estarse allí, porque el alojamiento era mal seguro, pues estaba alojada la infantería sobre el monte y
la caballería en el valle muy lejos de ella, determinaron retirarse al alojamiento viejo de San
Martino, e hizo acelerar esta determinación el saber que Chaumont, por haberse ido ya los suizos, y
sabedor del peligro de Verona, la venía a socorrer. Al levantarse el ejército, entraron los Sacomanos
de Verona, acompañados de gran escolta, en el valle Polienta, contiguo al monte de San Felice; mas
acudiendo al socorro muchos caballos ligeros de los venecianos, que tomaron la boca del valle,
fueron todos los que salieron de Verona muertos o presos. Desde San Martino se retiró el ejército
veneciano, por la fama de la venida de Chaumont, a San Bonifacio.
En este tiempo tomó por acuerdo la gente que estaba en la guarda de Treviso la villa de
Assilio, junto al río Musone, donde había ochocientos infantes tudescos, y después el castillo.
En el Friul se procedía con la misma variación y crueldad acostumbrada, no guerreando con
los enemigos, sino atendiendo sólo de cada parte a la última destrucción de los edificios y del país,
y en la misma forma iban acabando estos males a la Istria.
375

Sucedió en este tiempo por modo muy notable el librarse de la prisión el marqués de Mantua,
de cuya libertad trataba el Papa, movido de la afición que le tenía primero y de la intención de usar
de sus medios y servirse de la comodidad de su Estado en la guerra contra el rey de Francia, y se
creyó por toda Italia que él había sido causa de su libertad; mas yo entendí de autores dignos de fe,
y por cuyas manos pasaba entonces el gobierno del Estado de Mantua, que había sido muy diferente
la ocasión porque, dudándose (como era verdad) que los venecianos, por el odio que le tenían o por
sospechar de él, se inclinasen a tenerle preso perpetuamente, y habiéndose intentado en vano
muchos remedios, se determinó en el Consejo de Mantua recurrir a Bayaceto, príncipe de los turcos,
cuya amistad había entretenido el Marqués muchos años, enviándole muchas veces mensajeros y
varios presentes; el cual, al saber sus calamidades, llamó al bailío de los mercaderes venecianos que
negociaban en Pera y procuró le prometiese que librarían al marqués de Mantua; mas rehusando el
bailío prometer lo que no estaba en su mano y ofreciendo escribir a Venecia, donde no dudaba se
tomaría la determinación que deseaba, y replicándole Bayaceto, con soberbia, que era su voluntad
que absolutamente se lo prometiese, fue obligado a ofrecerlo.
Dio cuenta de esto el bailío a Venecia, y considerando el Senado que no era tiempo de irritar a
un Príncipe tan poderoso, determinó librarle; mas por ocultar su deshonor y alcanzar algún fruto de
su libertad, dio oídos al deseo del Papa, por cuyo medio se había concluido, aunque con secreto, que
para asegurar a los venecianos de que el Marqués no se movería contra ellos, quedase su hijo
primogénito guardado en manos del Papa. Llegó el Marqués a Bolonia, donde entregó a su hijo a
los agentes del Papa, y se fue libre a Mantua, excusándose con el Emperador y con el rey de Francia
que, por necesidad de acudir a las cosas de su Estado, no iba a servirles en sus ejércitos como
feudatorio del uno y soldado del otro, porque el rey de Francia siempre le había conservado el
mando y provisión acostumbrada, pero el Marqués tenía resuelto en su ánimo ser neutral.

Capítulo III
El Pontífice proyecta asaltar a Génova.—Naufragio de los venecianos en el Faro de Mesina.
—El rey de Francia determina declarar la guerra al Papa.—El Papa en Bolonia.—Derrota de los
franceses en Montagnana.—El Papa excomulga a Alfonso, duque de Ferrara y a Chaumont.—
Concilio de la Iglesia galicana en Lyon.—Algunos cardenales desobedecen al Papa.—El ejército
francés en camino de Bolonia.—Discurso del Papa a los boloñeses.—Condiciones que los
franceses ofrecen al Papa.—Chaumont se retira.—Los venecianos sospechan del marqués de
Mantua.—El duque de Urbino en defensa de Módena.—El papa Julio II ataca la Mirandola.—
Nueva alianza del Emperador con el rey de Francia.—El papa Julio en Concordia.—El Papa bate
la Mirandola.

Estas cosas infelizmente intentadas, no habían disminuido nada las esperanzas del Papa; pues,
prometiéndose más que nunca la mudanza del Estado de Génova, determinó acometerla de nuevo.
Pero habiendo los venecianos (que seguían más por necesidad que por aprobación estos
movimientos impetuosos) acrecentado su armada, que estaba en Civitavecchia, con cuatro naves
gruesas, persuadiéndose de que su nombre había de inducir con más facilidad a los genoveses a
rebelarse y juntando también una galeaza suya con otros bajeles, bendijo el Papa públicamente, con
solemnidad pontifical, su bandera; maravillándose cada uno de que descubriese sus pensamientos
cuando había en Génova muchos soldados y en el puerto una armada poderosa, y que esperase
obtener lo que no había podido conseguir cuando el puerto estaba desarmado, la ciudad con poca
guarda y sin ninguna sospecha de él. A las armadas marítimas, a quien seguían los mismos
desterrados y el obispo de Génova, hijo de Obietto del Fiesco, se habían de juntar las fuerzas de
tierra; porque Federico, arzobispo de Salerno, hermano de Octaviano Fregoso, tomaba a sueldo, con
376

dinero del Papa, en las villas de la Lunigiana, caballería e infantería, y Juan de Sassatello y Reniero
de la Sassetta, capitanes suyos recibieron orden de estarse quedos con sus compañías en el Bagno
de la Porreta, para poder llegarse a Génova cuando fuese menester.
En esta ciudad se habían hecho por mar y por tierra muy poderosas provisiones, y por tanto,
con la voz de que se acercaba la armada de los enemigos, en que había quince galeras sutiles, tres
grandes, una galeaza y tres naves vizcaínas, salió la armada francesa del puerto de Génova con
veintidós galeras sutiles y se estuvo queda en Porto Venere, asegurada con la diferencia de los
bajeles, porque aunque inferior a los enemigos unidos, siendo superior o a lo menos igual de fuerzas
a las galeras, podía siempre salvarse de las naves gruesas con la presteza en el apartarse. Llegó la
una armada a la otra a tiro de cañón, y después que se hubieron batido algún rato, la armada del
Papa fue a Sestri de Levante, donde se presentó delante del puerto de Génova entrando hasta él en
un bergantín Juan Fregoso, pero estando la ciudad de tal manera defendida que, aun quien fuese de
ánimo contrario, no podía hacer en ella sublevación, y tirando a la armada gallardamente la torre de
Codifá, fue obligada a apartarse.
Dirigióse después a Porto Venere, y habiéndolo batido algunas horas sin fruto, desesperados
del suceso de toda la empresa, volvieron a Civitavecchia, de donde, partiendo la armada veneciana
para volverse a sus mares con licencia del Papa, tuvo una grandísima tormenta en el faro de Mesina,
dieron al través cinco galeras; las otras corrieron la costa de Berbería y volvieron al fin muy
destrozadas a los puertos venecianos.
No concurrieron en este acontecimiento las fuerzas que se habían determinado por tierra,
porque la gente que se levantaba en Lunigiana, juzgando (por la fama de las provisiones que habían
hecho los franceses) peligrosa la entrada en la ribera de Levante, no se movió, y los que estaban en
el Baño de la Porreta, excusándose con que los florentinos les habían negado el paso, no se
adelantaron más; pero entrando en la montaña de Módena, que también obedecía al duque de
Ferrara, acometieron la villa de Fanano que, aunque no la ocuparon al principio, con todo al fin se
les rindió toda la montaña, no esperando ser socorrida por el Duque.
No había sucedido hasta aquel día ninguna cosa en favor del Papa contra el rey de Francia,
porque ni las de Génova hicieron mudanza, como él se había prometido por muy cierto, ni los
venecianos, habiendo tentado a Verona, esperaban hacer algún progreso por aquella parte; ni los
suizos, después de hacer con sus armas más demostración que movimiento, habían pasado adelante,
ni Ferrara, ayudada por franceses prontamente y sobreviniendo la sazón del invierno, se juzgaba que
estuviese en algún peligro. Solamente había tenido efecto la toma de Módena por sorpresa, premio
que no correspondía a tan grandes movimientos, y con todo eso, se juzgaba que le sucedía al Papa
lo que de Anteo han dejado a la memoria de la posteridad los escritores fabulosos, que cuantas
veces, domado por las fuerzas de Hércules, tocaba en la tierra, tantas se mostraba con mayor
fortaleza. Lo mismo obraban las adversidades en el Papa, que cuando parecía más derribado, se
levantaba con ánimo más constante y pertinaz, prometiendo en lo venidero más que nunca, no
teniendo para esto casi ningún otro fundamento sino a sí mismo, y el persuadirse, como decía
públicamente, que por no ser sus empresas movidas de intereses particulares, sino de único deseo de
la libertad de Italia, había de tener, con la ayuda de Dios, prósperos fines.
Pero hallándose él despojado de armas valerosas y fieles, no tenía otros amigos ciertos, sino
los venecianos, que corrían por necesidad la misma fortuna, y, de éstos, por hallarse exhaustos de
dinero y oprimidos de muchas dificultades y aprietos, no podía esperar mucho. Del Rey Católico
recibía antes ocultos consejos que descubiertas ayudas, porque, según su astucia acostumbrada, se
entretenía por otra parte con el Emperador y con el rey de Francia, haciéndole a él varias promesas,
pero sospechosas de condiciones varias y dilaciones prolijas. La diligencia y trabajo usado con el
Emperador para enajenarle de la amistad del rey de Francia e inducirle a concordia con los
venecianos, parecía cada día más inútil, porque el Emperador, cuando el ejército del Papa se movió
contra el duque de Ferrara, había enviado un rey de armas a protestarle que no le molestase, y
habiendo ido, en nombre del Papa, Constantino de Macedonia para tratar entre él y los venecianos,
377

rehusó oírle y en demostración de querer unirse más con el rey de Francia, trataba de enviarle al
obispo Gurgense para ajustarse con él en la suma de las cosas.
Los electores del imperio no eran de momento en estos trabajos, aunque inclinados al nombre
del Papa y a la devoción de la Silla Apostólica, por no tener intento de gastar y por reducir sus
pensamientos silo a las cosas de Alemania. Tan poco parecía que se podía esperar más del rey de
Inglaterra, aunque mozo deseoso de cosas nuevas y que hacía profesión de amar la grandeza de la
Iglesia y había oído sus embajadas con inclinación de ánimo, porque, estando separado de Italia por
tanto espacio de tierra y de mar, no podía por sí sólo derribar al rey de Francia, demás que había
reanudado la paz hecha con él y, por una embajada solemne que le envió a este efecto, recibido su
ratificación. Cualquiera verdaderamente, teniendo tan flacos fundamentos y tantos embarazos,
hubiera templado su animo, sobre todo pudiendo el Pontífice alcanzar del rey de Francia la paz con
aquellas condiciones que ningún vencedor parece pudiera desearlas más aventajadas, porque el Rey
consentía en desamparar la protección del duque de Ferrara, y si no derechamente, por no faltar al
honor de su palabra, remitiéndola a justicia y a jueces que hubiesen de votar según la voluntad del
Pontífice; mas como estaba seguro de que podía alcanzar esto, quería añadir que, demás de ello,
dejase libre a Génova, procediendo en estas cosas con una pertinacia tal, que ninguno, aun de sus
mismos allegados, se atrevía a hablarle en contrario, antes intentándolo por orden del Rey el
embajador de los florentinos, se alteró grandemente; y habiendo venido un gentil-hombre del duque
de Saboya a tratar de otros negocios y ofreciéndole que su Príncipe, siempre que le agradase, se
introduciría en cualquier plática de paz, se alteró con tanta indignación, dando veces, diciendo que
le habían enviado por espía y no para negociar, que le hizo prender por esto y examinar con
tormentos.
Finalmente, saliendo cada día más feroz de las dificultades y no conociendo ni los
impedimentos ni los peligros, resuelto a hacer cuanto fuese posible para tomar a Ferrara y omitir
por entonces todos los otros pensamientos, determinó pasar personalmente a Bolonia para apretar
más con su presencia, dar mayor autoridad a las cosas y acrecentar el ardor de los capitanes (inferior
a su ímpetu), afirmando que le bastaban sus fuerzas y las de los venecianos para expugnar a Ferrara;
y temiendo los venecianos que al fin, desesperado de buen suceso, se concertase con el rey de
Francia, se esforzaban por persuadirle de esto mismo.
Por otra parte el rey de Francia, asegurado ya por tantas experiencias del mal ánimo del
Pontífice contra él, y conociendo que era necesario disponer las cosas de modo que no
sobreviniesen a su Estado muchos peligros, determinó defender al duque de Ferrara, establecer
cuanto pudiese la unión con el Emperador, con su consentimiento, perseguir con las armas
espirituales al Papa y, sustentando las cosas hasta la primavera, pasar entonces personalmente a
Italia con ejército muy poderoso para ir contra los venecianos y contra el Papa, según el estado de
las cosas. Así, pues, proponiendo al Emperador, no sólo que se movería contra los venecianos
diferentemente que lo había hecho la vez pasada, sino también que le ayudaría (como se sabía que
era su deseo antiguo) a tomar a Roma y todo el Estado de la Iglesia, como perteneciente a él por
razón del Imperio y de la misma manera toda Italia, excepto al Estado de Milán, Génova, el Estado
de los florentinos y el del duque de Ferrara, le indujo fácilmente a su opinión y especialmente a que
se convocase, con la autoridad de ambos y de las naciones alemana y francesa, un Concilio general;
no estando sin esperanza que, por no atreverse a desviarse de su voluntad y de la del Emperador el
rey de Aragón, concurriría en lo mismo la nación española.
A esto se juntaba el fundamento muy grande, de que muchos cardenales italianos y
ultramontanos de ánimo inquieto y ambicioso prometían hacerse autores de este Concilio
descubiertamente. Para ordenar estas cosas esperaba el Rey con sumo deseo la venida del obispo
Gurgense que el Emperador le enviaba; pero, por dar principio en este medio a la intención del
Concilio y de presente quitar al Papa la obediencia de su reino, había hecho convocar a todos los
prelados de Francia para que, a mediados de Septiembre, se juntasen en la ciudad de Orleans. Estos
eran las determinaciones y aparatos del rey de Francia, no aprobados en todo por su Consejo ni por
378

su Corte; pues, considerando cuán inútil podía ser dar lugar al enemigo, le animaban a que no
difiriese el mover las armas hasta la primavera. Si se hubiera seguido este consejo, pusiera luego al
Pontífice en tantos aprietos y se perturbaran de manera sus cosas, que no le hubiera sido fácil (como
le fue después) concitar tantos príncipes contra él. Perseveró en otra opinión el Rey, o vencido por
la avaricia o refrenado por el temor de que, haciendo él solo la guerra al Pontífice, se resintiesen los
otros príncipes, o acaso porque le causara horror, por ser cosa contraria al nombre de Cristianísimo
y a la profesión de defender la Iglesia, lo cual siempre en los tiempos antiguos lo habían hecho sus
predecesores.
Entró el Papa en Bolonia al fin de Septiembre dispuesto a acometer a Ferrara con todas sus
fuerzas y las de los venecianos por tierra y por agua. Los venecianos, habiéndolo solicitado él,
enviaron dos armadas contra Ferrara que, entrando en el río Po, la una por Fornaci y la otra por el
puerto de Primaro, hacían en el Ferrarés grandísimos daños, no dejando al mismo tiempo la gente
del Papa de hacer correrías y robos por todo el país; pero sin llegarse a Ferrara, donde había, demás
de la gente del Duque, doscientas y cincuenta lanzas francesas, porque si bien a los eclesiásticos se
les pagaba creyendo que el número de la gente era ochocientos hombres de armas, seiscientos
caballos ligeros y seis mil infantes, con todo eso, demás de ser la mayor parte de la gente colecticia
(como los Papas comúnmente son mal servidos en las cosas de la guerra), era también el número
menor de lo que se decía. Juntábase a esto que, habiendo Chaumont, después de la pérdida de
Módena, enviado entre Reggio y Ruviera doscientas y cincuenta lanzas y dos mil infantes, habían
ido del ejército del Papa para la guarda de Módena Marco Antonio Colonna y Juan Vitello con
doscientos hombres de armas y trescientos infantes.
Por esto el Pontífice hacía instancia para que del ejército veneciano (el cual, por hallarse muy
disminuidas en Verona y por todo aquel sitio las fuerzas del Emperador, había casi sin dificultad
recuperado casi todo el Friul) pasase una parte al Ferrarés, donde había recuperado de nuevo al
Polesino de Rovigo, desamparado por las molestias que el Duque padecía en los contornos de
Ferrara. Esperaba de la misma manera el Papa trescientas lanzas españolas que, habiéndolas pedido
al Rey Católico por la obligación de la investidura, se las había enviado conducidas por Fabricio
Colonna, y disponía que, unidas con su ejército, acometiesen por una parte a Ferrara y por otra la
gente de los venecianos, persuadiéndose que el pueblo de Ferrara, luego que el ejército se arrimase
a los muros, tomaría las armas contra el Duque, aunque sus capitanes le demostraban que el presidio
que estaba dentro era tal, que fácilmente podría defender la ciudad de los enemigos y enfrenar al
pueblo aunque tuviese inclinación a alborotarse. Por esta razón tonaba el Pontífice a su sueldo con
increíble solicitud en muchos lugares gran cantidad de infantería. Pero tardaba en venir más de lo
que él deseaba la gente veneciana, porque, habiendo conducido por el Po en el Mantuano muchas
barcas para echar el Puente, acometiéndolas el duque de Ferrara, de improviso con la gente
francesa, se las quitó; tomó también en algunos canales del Polesino muchas barcas y otros bajeles,
juntamente con el proveedor veneciano. Descubriéndose en este tiempo un trato que los venecianos
tenían en Brescia para hacerla rebelar contra el rey de Francia, fue degollado allí el conde Juan
María de Martinengo.
Tardaban mucho más en venir las lanzas españolas, y, aunque habían llegado a los confines
del reino de Nápoles, rehusaban, por orden de su Rey, pasar el río Tronto, si primero no se daba a su
embajador la Bula de la investidura que le había concedido el Papa. Dificultaba éste concedérsela,
sospechando que, en recibiéndola, no vendría la gente que había prometido, si primero no llegaba a
Bolonia. Pero, ni por las razones alegadas por los capitanes ni por estas dificultades, tenía menos
esperanzas de ganar a Ferrara con sola su gente, atendiendo con maravilloso ánimo a todas las
expediciones de la guerra, no obstante que al mismo tiempo le había sobrevenido una grave
enfermedad, la cual, rigiéndose contra el consejo de los médicos, despreciaba no menos que las
otras cosas, prometiéndose la victoria de la enfermedad como de la guerra, porque afirmaba que era
voluntad divina que, por su medio, se redujese Italia a libertad.
379

Procuró de la misma manera que el marqués de Mantua, a quien había llamado a Bolonia y le
había honrado con el título de alférez mayor de la Iglesia, fuese a servir a los venecianos con título
de capitán general, acudiendo el Papa en esta empresa con cien hombres de armas y mil y
doscientos infantes; mas con condición de que esto estuviese secreto, procurándolo así el marqués
de Mantua debajo de color de ser necesario que primero volviese a poner en orden y proveer su
país, para que los franceses tuviesen menos facilidad de ofenderse, pero, a la verdad porque,
sujetándose a este peso, no por voluntad, sino por necesidad de las promesas que había hecho,
deseaba interponer tiempo en la ejecución para que, con cualquier ocasión que sobreviniese, se
pudiese librar de lo que había ofrecido.
El ardimiento que tenía el Pontífice en ofender a otros, se convirtió en necesidad de defender
las cosas propias; y hubiera sido mayor y más urgente si no obligaran nuevos accidentes a
Chaumont a diferir sus determinaciones, porque, después que el ejército veneciano se había
levantado de los contornos de Verona, Chaumont, que fue a Peschiera para socorrer aquella ciudad,
determinó volverse luego con el ejército a la recuperación de Módena, donde la gente que estaba en
Ruviera había tomado por asalto la villa de Formigine. Si esto lo hubiera hecho, la ganara (como se
cree) fácilmente, porque dentro había pocas fuerzas, la villa no fortificada, ni todos amadores del
dominio de la Iglesia. Mas sucedió que, cuando iban a moverse, los infantes tudescos que estaban
en Verona, se alborotaron a causa de estar mal pagados por el Emperador, y por esto se vio obligado
Chaumont, para que no quedase desamparada aquella ciudad, a detenerse hasta haber aquietado sus
ánimos. Pagi por esta causa nueve mil ducados para los salarios presentes y prometió pagarles el
mes siguiente de la misma manera; pero por no haberse remediado primero este desorden,
sobrevino luego un accidente, porque habiéndose retirado la gente veneciana hacia Padua, la Grotta
(que era gobernador de Lignago), pareciéndole que tenía ocasión de saquear la villa de Montagnana,
envió allí todas las lanzas y cuatrocientos infantes, y mientras que los de la villa, temerosos del
saco, se defendían, sobrevinieron muchos caballos ligeros de los venecianos, y hallándolos
desordenados, los rompieron con facilidad y grandísimo daño; pues por haber roto un puente que
habían hecho los enemigos, tenían impedida la huida. Quedó por este suceso despojada casi de
gente Lignago, y no hay duda que la tomara la gente veneciana si hubiera vuelto allí luego. Esta
buena sazón pasó pronto, porque, habiendo entendido Chaumont el caso, envió con gran presteza
nueva gente.
Quitáronle estos impedimentos la ocasión de recuperar a Módena, donde había entrado en este
medio mucha infantería y hecho solícitamente muchos reparos; mas por su venida a Ruviera fue
obligado el Papa a enviar a Módena el ejército que tenía destinado para ir contra Ferrara, y habiendo
unido todas sus fuerzas debajo del gobierno del duque de Urbino, capitán general, el cardenal de
Pavía, su legado, y capitanes de autoridad Juan Paulo Biglione, Marco Antonio Colonna y Juan
Vitello, hacía instancia que se pelease con los enemigos, cosa muy aborrecida de los capitanes, por
ser sin duda mayores las fuerzas de aquellos, en número y valor; porque la infantería eclesiástica se
había juntado con celeridad; porque en el ejército no había la obediencia ni el orden conveniente, y
porque entre el duque de Urbino y el cardenal de Pavía, se conocía discordia manifiesta, la cual
pasó tan adelante, que el Duque, acusándole de infidelidad contra el Pontífice, o por propia
autoridad o por orden que tenía de éste, le llevó como preso a Bolonia; mas purgadas, con su
presencia, todas las calumnias, quedó en su gracia en mayor grado y autoridad que antes lo estaba.
Mientras se hallaba esta gente enfrente de la otra, alojado Chaumont con la caballería en
Ruviera y la in. fantería en Marzala, los eclesiásticos en el burgo de Módena hacia Ruviera,
haciéndose entre ellos muchas correrías y escaramuzas, el duque de Ferrara, que había recuperado
primero sin ninguna resistencia el Polesino de Robigo, con Chatillón y las lanzas francesas, volvió a
tomar sin embarazo a Finale y entrando después en la villa de Cento, que primero había ocupado el
Pontífice, por el castillo, que aún estaba por él, la saqueo y abrasó y se disponía para ir a juntarse
con Chaumont. Por este temor se retiró a Módena la gente de la Iglesia, habiendo metido una parte
de la infantería en el burgo que mira hacia la montaña.
380

Pero apenas se hubo movido el Duque, se vio obligado a detenerse para defender las cosas
propias, porque la gente veneciana en número de trescientos hombres de armas, muchos caballos
ligeros y cuatro mil infantes, había venido para ganar el paso del Po y después unirse con la gente
del Papa en el campo en Ficheruolo, castillo sobre el Po, pequeño y flaco, pero muy celebrado en la
guerra que tuvieron los venecianos contra Hércules, duque de Ferrara, por la larga expugnación de
Roberto de San Severino y por la defensa de Federico, duque de Urbino, capitanes famosos de
aquella edad. Ganáronle los venecianos por acuerdo, habiéndole batido primero con la artillería,
después tomaron la villa de la Stellata que estaba sobre la orilla contraria, y teniendo libre el paso
del Po, no faltaba más que echar el puente; pero Alfonso (habiéndose retirado con el ejército al
Bondino, después de la pérdida de la Stellata) impedía que se echase con la artillería que estaba
plantada en una punta, de donde fácilmente se batía aquel sitio.
Demás de esto, hacía correrías por el río con dos galeras que con brevedad se retiraron,
porque no pudiendo entrar la armada veneciana, impidiéndoselo desde el principio la guarda que
por orden del Duque estaba en las bocas del río, entró al fin viniendo por el Adige, agua arriba, de
modo que por las dos armadas de los venecianos estaba invadido gravemente el país de Ferrara.
Cesó presto esta molestia, porque saliendo de Ferrara el Duque, acometió a la que, habiendo entrado
por Primaro, estaba en Adria con dos galeras, dos fustas y muchas barcas menores, y, rompiéndola
sin dificultad, se volvió a la otra que, no teniendo sino fustas y bajeles menores, entrando por el
Fornaci, había venido a la Pulisella, y queriendo salir al Adige por un arroyo cercano, no pudo
entrar en él por la bajeza del agua, donde acometida y batida por la artillería de los enemigos, no
pudiendo defenderla la gente que estaba dentro, la desampararon, atendiendo sólo a salvar personas
y artillería.
En estos movimientos de las armas temporales comenzaron a sentirse por todas partes las
espirituales, porque el Pontífice había sujetado a las censuras públicamente a Alfonso de Este y con
él a todos aquellos que se habían movido o movían en su ayuda, nombrando a Chaumont y a todos
los principales del ejército francés.
En Francia la congregación de prelados que de Orleans había pasado a Tours, convino en
todos los artículos propuestos contra el Papa, aunque más por no oponerse a la voluntad del Rey que
muchas veces intervino con ellos, que por propia voluntad y dictamen, moderando solamente el de
que, antes de quitarle la obediencia, se le enviasen embajadores a hacerle notorios los artículos que
había determinado el clero galicano, y a amonestarle que, en lo venidero, los observase, y que, en
caso que después contraviniese a esto, fuese citado al Concilio, para el cual se hiciese instancia con
los otros príncipes, y que concurriesen todas las naciones de cristianos. También concedieron al Rey
facultad para echar grandes imposiciones de dineros sobre las iglesias de Francia, y poco después,
en otra sesión que se tuvo a 27 de Septiembre, convocaron el Concilio para el principio de Marzo
próximo en Lyon. Este día entró en Tours el obispo de Gursia, y fue recibido con tan grande y
excesivo honor, que mostraba bien cuán deseada y esperada había sido su venida. Descubríase
también ya la división de los cardenales contra el Papa, porque los de Santa Cruz y de Cosenza,
españoles; los de Bayeux y de Saint-Malo, franceses, y Federico de San Severino, dejando al Papa,
que por el camino de la Romaña fue a Bolonia, visitando el templo de Nuestra Señora de Loreto,
famoso por infinitos milagros, se fueron, con su licencia, por la Toscana; mas llegados a Florencia,
y obtenido salvoconducto de los florentinos para detenerse allí, no por tiempo señalado, sino hasta
que le revocasen y quince días después que se les hubiese intimado la revocación, dejaban de pasar
adelante con varias excusas.
Sospechoso el Papa de su detención, después de haber hecho muchas instancias para que
fuesen a Bolonia, escribió un Breve a los cardenales de Saint-Malo, de Bayeux y de San Severino,
para que, so pena de su indignación, fuesen luego a la Corte, y procediendo con más mansedumbre
con los cardenales de Cosenza y de Santa Cruz, esclarecidos por nobleza, letras y costumbres, y por
las legacías que habían ejercitado en nombre de la Sede Apostólica, les aconsejó por un Breve que
hiciesen lo mismo; mas ellos, dispuestos a no obedecer, habiendo intentado en vano que los
381

florentinos les concediesen, no sólo a ellos, sino a todos los cardenales que quisiesen venir allí,
salvoconducto para detenerse largo tiempo, se fueron por la vía de Lunigiana a Milán.
Entretanto Chaumont, para recuperar a Carpi, que primero había estado ocupado por la gente
de la Iglesia, envió a Alberto Pío y a la Paliza con cuatrocientas lanzas y cuatro mil infantes, y
habiendo enviado delante de ellos a Alberto con un trompeta y con pocos caballos, la villa, que le
amaba mucho, al saber su venida, comenzó a alborotarse. Por este temor, los eclesiásticos, que en
número de cuarenta caballos ligeros y quinientos infantes estaban allí de guarda, se fueron,
dirigiéndose a Módena; pero siguiéndolos la gente francesa que había sobrevenido poco después,
fueron puestos en fuga en el prado del Cortile, que está casi en medio de Carpi y de Módena,
salvándose los caballos y perdiéndose la mayor parte de la infantería.
Pareció útil a Chaumont el pelear con los enemigos antes que llegasen las lanzas españolas (el
Papa para solicitarlas había depositado la Bula de la investidura del reino de Nápoles en manos del
cardenal Regino), y antes que la gente veneciana se uniese con ellas, la cual, habiendo hecho ciertos
reparos contra la artillería de Alfonso, esperaba echar pronto puente. Por esto llegó a Módena,
donde, habiéndose escaramuzado mucho entre los caballos ligeros de ambas partes, nunca quisieron
los eclesiásticos (reconociéndose inferiores) salir con todas sus fuerzas al campo.
Perdida esta esperanza, determinó poner en ejecución lo que muchos, y principalmente los
Bentivogli, con varias ofertas le persuadían, aconsejándole que no consumiese inútilmente el tiempo
en cosas pequeñas que tenían mayor dificultad que provecho, sino que acometiese de improviso a
Bolonia, base de la guerra y cabeza principal de que procedían tantas molestias y peligros; que era
para esto muy oportuna la ocasión, porque en Bolonia había pocos soldados forasteros, en el pueblo
muchos fautores de los Bentivogli, la mayor parte de los otros, inclinada antes a esperar el fin de las
cosas que a tomar las armas para sujetarse a los peligros y contraer nuevas enemistades, y que si
ahora no se intentaba, pasada la ocasión presente, sería en vano, porque sobreviniendo la gente que
esperaban o de los venecianos o de los españoles no se podría alcanzar, aunque se fuese con ejército
poderosísimo, lo que ahora con fuerzas mucho menores era fácil conseguir.
Recogido luego todo el ejército, y siguiéndole los Bentivogli con algunos caballos y con mil
infantes pagados por ellos, tomando el camino de entre el monte y la vía real, acometió a
Spilimberto, castillo de los condes de Rangoni, en donde había cuatrocientos infantes enviados por
el Papa, y después que lo hubo batido por algún rato, lo tomó el mismo día por concierto.
Rindiéndose el día siguiente Castelfranco, alojó Crespolano, castillo distante diez millas de Bolonia,
con intención de presentarse al otro día a las puertas de aquella ciudad. Divulgada en ella su venida,
y que estaban con él los Bentivogli, se hallaba toda la ciudad llena de confusión y tumulto, gran
sublevación en la nobleza y en el pueblo, temiendo unos y deseando otros la vuelta de los
Bentivogli.
Pero mayor confusión y terror ocupaba los ánimos de los prelados y de los cortesanos,
acostumbrados, no a los peligros de la guerra, sino al ocio y delicias de Roma. Iban los cardenales
muy afligidos al Papa, lamentándose de que hubiese puesto su persona, a la Sede Apostólica y a
ellos en tan gran peligro, y pidiéndole con suma instancia, o que hiciese provisiones bastantes para
defenderse (aunque lo tenían por imposible en tanta brevedad de tiempo), o que intentase componer
con condiciones menos pesadas las cosas con los enemigos que se juzgaba que no estaban ajenos de
este propósito, o que, junto con ellos, partiese de Bolonia, considerando por lo menos (aunque el
peligro propio no le moviese) cuánto se deslustraba el honor de la Sede Apostólica y de toda la
religión cristiana si en su persona acaeciese algún suceso siniestro. Lo mismo le suplicaban todos
los más íntimos y más gratos ministros y criados suyos; él solo, en tanta confusión y desorden de
cosas, incierto del ánimo del pueblo, y mal satisfecho de la tardanza de los venecianos, resistía
pertinazmente estas pesadumbres, no pudiendo todavía la enfermedad que atormentaba el cuerpo
doblar la fuerza del ánimo.
Había desde el principio hecho venir a Marco Antonio Colonna con una parte de los soldados
que estaban en Módena, y llamando a su presencia a Jerónimo Donato, embajador de los
382

venecianos, se lamentaba con ardientísimas exclamaciones de que, por la tardanza de las ayudas que
le habían prometido tantas veces, estaba su estado y persona puesta en tan gran peligro, no
solamente con ingratitud abominable en cuanto a él, que principalmente por salvarlos había tomado
la guerra sobre sí, y que con grandísimos gastos y peligros, y con haber provocado por enemigo al
Emperador y al rey de Francia, había sido ocasión de que su libertad se hubiese conservado hasta
aquel día, sino demás de esto, con imprudencia increíble en cuanto a sí mismos; porque, después
que el fuese vencido o necesitado a convenir en cualquiera composición, ¿en qué esperanza de salud
y estimación quedaría aquella república? Protestando a lo último con ardientísimas palabras que
haría acuerdos con los franceses si por todo el siguiente día no entraba en Bolonia el socorro de su
gente que estaba en la Stellata, habiendo pasado el Po, por la dificultad de echar el puente, en
diferentes barcas y bajeles. Convocó también el regimiento y consejos de Bolonia, y con grandes
palabras los animó a que, acordándose de los males de la tiranía pasada y cuánto más dañosos
volverían los tiranos después de haber sido echados, quisiesen conservar el dominio de la Iglesia, en
donde habían hallado tanta benignidad, concediendo para que estuviesen más resueltos, demás de la
concesión primera, exenciones de la mitad de las gabelas de las cosas que entraban dentro para el
sustento humano, y prometiendo concederles en lo venidero otras mayores; notificando lo mismo
por público bando, en el cual convidó al pueblo a tomar las armas para defensa del Estado
eclesiástico, mas sin fruto, porque ninguno se movía ni hacía señal en su favor.
Conociendo finalmente por esto a cuán grande peligro estaba reducido, rendido a la
importunidad y aflicciones de tantos, y demás de esto, haciéndole instancia los embajadores del
Emperador, del Rey Católico y del de Inglaterra y rogado por los cardenales, consintió en que se
enviase a pedir a Chaumont que concediese licencia para que el Papa le enviase en su nombre con
seguridad a Juan Francisco Pico, conde de la Mirandola y pocas horas después envió a uno de sus
camareros a pedir a Chaumont que enviase por su parte a Alberto de Carpi, ignorando que no estaba
en el ejército. Al mismo tiempo, para que en cualquier caso se librasen las cosas más preciosas del
Pontificado, envió a Lorenzo Pucci, su datario, con el Reino (llamábase así la mitra principal, que
estaba llena de joyas riquísimas), para que se guardase en el monasterio famoso de la Murata de
Florencia.
Esperó Chaumont, por las demandas que le habían hecho, que el Papa se inclinaría a la
concordia y él la deseaba mucho porque sabía que era así la intención del Rey y, por no perturbar
esta disposición, detuvo al día siguiente el ejército en el mismo alojamiento, aunque permitió que
los Bentivogli con muchos caballos de sus amigos y secuaces, siguiéndoles algo lejos ciento y
cincuenta lanzas francesas, corriesen hasta cerca de las murallas de Bolonia y, por su venida,
aunque, Hermes, el menor de los hermanos pero el más valiente, se presentó juntó a la puerta, no se
hizo movimiento alguno.
Oyó Chaumont benignamente a Juan Francisco de la Mirándola y le volvió a enviar el mismo
día a Bolonia a significar las condiciones con que estaba contento de convenirse, y eran que
absolviese el Papa a Alfonso de Este de las censuras y a todos aquellos que por cualquiera ocasión
habían intervenido en su defensa o en la ofensa del Estado eclesiástico; que librase de la misma
manera a los Bentivogli de las censuras y de los impuestos, restituyendo los bienes que
manifiestamente les pertenecían, y que de los otros que poseían antes del destierro se conociese en
juicio; que tuviesen licencia de habitar en cualquier lugar que les agradase como no llegasen a ocho
millas de Bolonia; que no alterase en las cosas de los venecianos lo que disponía la confederación
hecha en Cambray; que entre el Papa y Alfonso de Este se suspendiesen las armas por lo menos por
seis meses, reteniendo cada uno lo que poseía; que se decidiesen en este tiempo sus diferencias por
jueces que para este fin fuesen por las partes señalados concordemente, reservando al Emperador el
conocimiento de las cosas de Módena, y esta ciudad se pusiese luego en su mano; que Contignuola
se restituyese al Rey Cristianísimo; que diese libertad al cardenal de Aux y perdonase a los ausentes
y que las colaciones y beneficios de todo el dominio del rey de Francia se hiciesen según su
nombramiento.
383

Volvió con esta respuesta el de la Mirándola, mas no sin esperanza de que Chaumont no
persistiría rigurosamente en estas condiciones. Escuchaba el Pontífice con paciencia, contra su
costumbre, la relación y juntamente los ruegos de los cardenales, quienes con grande eficacia le
suplicaban que, cuando no pudiese alcanzar mejor composición, la aceptase de esta manera. Mas,
por otra parte, lamentándose de que le habían propuesto cosas muy exorbitantes, y mezclando en
cada palabra grandes quejas de los venecianos, mostrando que estaba suspenso, consumía el día sin
declarar cuál era su determinación. Aumentó su esperanza la venida de Chiappino Vitello que, al fin
del día, entró en Bolonia con seiscientos caballos ligeros de los venecianos y una escuadra de turcos
que estaban a su sueldo, el cual, partiendo la noche antes de la Stellata, había venido galopando
todo el camino por la grande prisa que le daba el gobernador veneciano.
La mañana siguiente alojó Chaumont con todo el ejército en el Puente de Reno, tres millas
cerca de Bolonia, donde fueron luego a él los secretarios de los embajadores del Emperador, del rey
de Aragón y del de Inglaterra y poco después los mismos embajadores, los cuales aquel día, y con
ellos Alberto Pio, que había venido de Carpi, volvieron a ver muchas veces al Papa y a Chaumont.
Pero en el uno y en el otro era ya muy diferente la disposición de las cosas, porque Chaumont,
faltándole, por la experiencia del día antes, la esperanza de sublevar al pueblo boloñés por medio de
los Bentivogli, y comenzando a tener falta de vituallas y miedo de que continuamente la tendría
mayor, desconfiaba de la victoria; el Papa animado porque, descubriéndose el pueblo en favor de la
Iglesia, había tomado el mismo día las armas y porque esperaba que antes de anochecer entrarían en
Bolonia, demás de doscientos estradiotas venecianos, Fabricio Colonna con doscientos caballos
ligeros y una parte de los hombres de armas españoles, no sólo conocía que estaba libre del peligro,
sino que, volviendo a sus altos pensamientos, amenazaba que había de acometer a los enemigos
luego que tuviese jun-ta toda la gente española que estaba cerca. Por esta confianza respondió
siempre aquel día que no había medio ninguno de concordia si el rey de Francia no se obligaba a
desamparar. totalmente la defensa de Ferrara.
Propusiéronse el día siguiente nuevas condiciones con las cuales volvieron a Chaumont los
mismos embajadores, pero por varias dificultades, se estorbaron de manera que Chaumont,
desesperado de poder hacer, o con las armas o por los tratos de la paz, fruto alguno, y que le era
dificultoso estar allí, disminuyéndose las vituallas y comenzando a serle los tiempos contrarios por
la venida del invierno, volvió el mismo día a Castelfranco y el siguiente a Rubbiera, dando a
entender que lo hacía movido de los ruegos de los embajadores y por dar lugar al Pontífice de
pensar sobre las cosas propuestas y tomarle él para entender la voluntad del Rey.
Acusaron muchos en este tiempo de imprudente la determinación de Chaumont y la ejecución
de negli. gencia, como si, no teniendo fuerzas suficientes para expugnar a Bolonia (puesto que en su
ejército no había más que tres mil infantes) hubiera sido acuerdo inconsiderado el moverse por
consejo de los emigrados cuyas esperanzas, medidas más con el deseo que con las razones, salen
vanas casi siempre: decían que, por los menos, debiera, si acaso determinaba intentar esta empresa,
restaurar con la presteza lo flaco de las fuerzas, mas que, por el contrario, había echado a perder la
oportunidad con la tardanza, porque, demás de la dilación que tuvo en moverse de Peschiera, había
perdido inútilmente tres o cuatro días, mientras, consultando el poco poder de su ejército, estuvo
dudoso en intentar por sí mismo la empresa o en esperar la gente del duque de Ferrara y a Chatillón
con las lanzas francesas: que contra estas acusaciones podría por ventura Chaumont tener alguna
razón en su defensa, pero ¿cómo se disculpaba de que, habiendo tomado a Castelfranco, no hubiese
llegado luego a las puertas de Bolonia sin dar tiempo para respirar a una ciudad donde no había
entrado socorro, estaba el pueblo indeciso y era grandísima (como sucede en las cosas súbitas) la
confusión y el terror, medio solo, si alguno había, para hacer ganar la victoria o conseguir honestas
composiciones?
Pero por ventura sería menor muchas veces la autoridad de los que reprenden las cosas que
suceden infelizmente, si al mismo tiempo se pudiera saber el suceso que hubiera resultado de haber
procedido de diferente modo.
384

Partido Chaumont, y encendido el Papa sobre manera contra el Rey, se lamentó con todos los
príncipes cristianos de que el rey de Francia, usando injustamente y contra la verdad de las cosas,
del título y nombre de Cristianísimo, despreciando también la confederación que con tantas
solemnidades se hizo en Cambray, movido de la ambición de ocupar a Italia, y de la perniciosa sed
de la sangre del Pontífice romano, había enviado a sitiarle con su ejército en Bolonia con todo el
Colegio de los cardenales y todos los prelados; y volviendo a los pensamientos de la guerra con
ánimo mucho mayor, negó a los embajadores (que siguiendo los tratos con Chaumont le hablaban
de la concordia) el oírles más, si primero no se le daba a Ferrara; y aunque por las fatigas que había
sufrido en tantos accidentes en el cuerpo y en el ánimo se le había agravado mucho la enfermedad,
comenzó de nuevo a tomar gente a su sueldo y a provocar a los venecianos (que últimamente habían
echado el puente entre Ficheruolo y la Stellata), para que enviasen, gobernada por el marqués de
Mantua, parte de su gente a Módena a unirse con la suya, y con la otra molestasen a Ferrara,
afirmando que en muy pocos días ganaría a Reggio, Rubbiera y Ferrara.
Tardó la gente veneciana en pasar el río, por el peligro a que se exponía si, como era de temer,
hubiera sobrevenido la muerte del Papa; pero obligados últimamente a venir en sus antojos, dejando
la otra gente en la opuesta orilla del Po, enviaron hacia Módena quinientos hombres de armas, mil y
quinientos caballos ligeros y cinco mil infantes, pero sin el marqués de Mantua, que, detenido en
Sermidi para levantar caballería e infantería a su sueldo, e ir después, como decía, al ejército;
aunque ya era sospechosa a los venecianos su tardanza, fue a San Felice (castillo del Modenés),
donde, teniendo aviso de que los franceses que estaban en Verona habían entrado a robar el país de
Mantua, alegando la necesidad de defender su Estado, se volvió a Mantua con licencia del Papa,
pero con grandes quejas de los venecianos, porque aunque había prometido volver pronto,
sospechoso de su fe, creían (y lo mismo se juzgó en toda Italia) que Chaumont, por darle alguna
excusa para no ir con el ejército, había, con su consentimiento, hecho con los soldados franceses
correrías en el Mantuano. Acrecentáronse estas sospechas porque escribió al Papa desde Mantua
que por una enfermedad que le había sobrevenido no podía partir.
Luego que llegó a los contornos de Módena la gente del Papa, la de los venecianos y las
lanzas españolas, no se dudaba que si llega a moverse sin tardanza, Chaumont (por haber, cuando
partió del Boloñés, licenciado la infantería italiana por disminuir el gasto), hubiera desamparado la
ciudad de Reggio, quedándose con la ciudadela; pero cobrando ánimo, por la tardanza que habían
tenido en moverse, comenzó de nuevo a tomar a sueldo infantería con determinación de atender
solamente a la guarda de Sassuolo, Rubbiera, Reggio y Parma.
Mientras aquel ejército se detenía en los contornos de Módena, incierto todavía de si había de
pasar adelante o volverse a Ferrara, corriendo hacia Reggio algunas escuadras de la gente de la
Iglesia, fueron puestas en huida por los franceses, perdiendo cien caballos y quedó preso el conde
de Matelica.
Estaba en este tiempo el duque de Ferrara y Chatillón con la gente francesa alojados sobre el
río Po, entre el Hospitalete y el Bondino, opuesto a la gente veneciana que se hallaba al otro lado
del Po, y queriendo su armada retirarse por aspereza del tiempo y porque estaba mal proveída de
Venecia, acometida por muchas barcas de Ferrara que echaron a fondo con la artillería ocho bajeles,
llegó con grande dificultad desde Castelnuovo del Po a la fosa que pasa por el Tanaro y por el Adige
y después se consume.
Mandó después el Papa que el ejército que gobernaba Fabricio Colonna, por no haber venido
el Marqués de Mantua, dejando en guarda de Módena al duque de Urbino, fuese derecho a Ferrara,
dando a los capitanes (que conformes condenaban este consejo) esperanzas ciertas que el pueblo se
inquietaría; pero el día mismo que se habían movido volvieron atrás por su orden, aunque sin
noticia de la causa que le había obligado a tan súbita mudanza, y, dejando los primeros designios,
fueron a sitiar la villa de Sassuolo, donde había puesto Chaumont quinientos infantes gascones, y
habiéndola batido dos días con gran alegría del Papa, porque oía los tiros de su artillería desde el
mismo aposento que había oído pocos días antes con grandísimo desplacer el estruendo de los
385

enemigos en las murallas de Spilimberto, la dieron el asalto, que sucedió felizmente con poquísima
dificultad, porque se desordenaron los infantes que estaban dentro, y plantando después con
presteza la artillería contra la fortaleza donde se habían retirado, y comenzándola a batir se
rindieron luego sin ninguna condición, con la misma infamia e infidelidad de Juan de Casale, que
era su capitán, que se había oído de él cuando el Valentino ocupo el castillo de Forli; hombre de
origen vilísimo, pero que había llegado a algún grado de honra porque en la flor de su edad había
sido grato a Ludovico Sforza.
Después de la expugnación de Sassuolo tomó el ejército a Formigine, y queriendo el Papa que
fuesen a tomar a Montecchio, villa fuerte e importante situada entre el camino real y la montaña
sobre los confines de Parma y Reggio que tenía el duque de Ferrara, aunque era parte del territorio
de Parma, rehusó esto Fabricio Colonna, diciendo que le estaba prohibido por su Rey molestar las
jurisdicciones del Imperio.
No acudía Chaumont a estos desórdenes, y alojando en Reggio a Obigni con quinientas lanzas
y dos mil infantes gascones, guiados por el capitán Molardo, se estaba quedo en Parma, habiendo
recibido nuevas comisiones del Rey de abstenerse de los gastos; porque el Rey, perseverando en el
propósito de contemporizar hasta la primavera, no hacía entonces provisión alguna para las cosas de
esta parte de los montes, declinando por esto en Italia su reputación, y recobrando mayor ánimo los
enemigos.
Impaciente el Papa de que su gente no pasase más adelante, y no admitiendo las excusas que
le daban sus capitanes de la sazón del tiempo y de otras dificultades, llamándolos a todos a Bolonia,
propuso que se fuese a sitiar a Ferrara, aprobando su parecer sólo los embajadores venecianos, o por
no enojarle con la contradicción, o porque sus soldados volviesen más cerca de sus confines; todos
los otros le contradecían, pero en vano, porque no pedía parecer, sino mandaba. Fue determinado ir
con el ejército a sitiar a Ferrara; pero que primero, para impedir a los franceses socorrerla, se
intentase, en caso que no pareciese muy dificultoso, acometer a La Mirándola, villa de quien,
juntamente con la Concordia, eran señores los hijos del conde Ludovico Pico y de Francisca, madre
y tutora suya, y se conservaba debajo de la devoción del rey de Francia, siguiendo la autoridad de
Juan Jacobo Tribulcio, su padre natural, por cuya diligencia sus hijos menores habían alcanzado la
investidura del Emperador.
Habíalos recibido el Papa en su protección mucho antes, como se veía por un Breve, pero
excusábase con que las condiciones de los tiempos presentes le obligaban a procurar no poseyesen
aquella villa personas que le eran sospechosas, ofreciendo, si voluntariamente se la concedían,
restituírsela, tan pronto como tomara a Ferrara. Dudóse entonces, y esta duda aún se acrecentó
después más, si el cardenal de Pavía, de quien se sospechaba que tenía ocultos tratos con el rey de
Francia, había sido artificiosamente autor de este consejo por interrumpir, con la empresa de La
Mirándola, el ir a sitiar a Ferrara, que no estaba entonces muy fortificada ni tenía presidio grande,
los soldados franceses se veían cansados en el cuerpo y ánimo por los trabajos, el Duque poco
poderoso y el Rey ajeno de hacer allí mayores provisiones.
Mientras el Papa atendía con tanto calor a las expediciones de la guerra, el rey de Francia,
atento más a las pláticas que a las armas, continuaba tratando con el obispo de Gurgia las cosas
comenzadas. Mas aunque al principio se mostraban muy fáciles, procedieron a mayor dilación por
la tardanza de la respuesta del Emperador y porque, dudando del rey de Aragón, pues, demás de las
otras acciones, había de nuevo, debajo de color de que hacia Otranto se había descubierto la armada
de los turcos, vuelto a llamar al reino de Nápoles la gente que estaba en Verona, juzgaron el
Emperador y el rey de Francia que era necesario asegurarse de su intención, así en lo tocante a la
continuación de la liga de Cambray, como en lo que se había de hacer con el Papa; perseverando
éste en la unión con los venecianos y en el deseo de adquirir inmediatamente para la Iglesia el
dominio de Ferrara.
A estas demandas respondió, después de algunos días, el Rey Católico, tomando al mismo
tiempo ocasión de purgarse de muchas querellas que el Emperador y el rey de Francia tenían de él;
386

que había concedido las trescientas lanzas al Papa por la obligación de la investidura y solamente a
efecto de defender el Estado de la Iglesia y restaurar las cosas que eran feudo antiguo de ella; que
había hecho llamar la gente de armas de Verona porque había pasado el término que prometió al
Emperador, pero que no la hubiera vuelto a llamar si no fuera por la sospecha de los turcos; que se
interpuso su embajador en Bolonia con Chaumont, junto con los otros embajadores, para el acuerdo,
no por dar tiempo a los socorros del Papa, sino por desviar tan gran incendio de la cristiandad,
mayormente sabiendo que le era al Rey molestísima la guerra con la Iglesia; que había estado
siempre en el mismo propósito de cumplir lo que se había prometido en Cambray, y lo quería hacer
en lo venidero mucho más, ayudando al Emperador con quinientas lanzas y dos mil infantes contra
los venecianos; que no era ya su intención ligarse a nuevas obligaciones ni capitulaciones, porque
no veía ocasión alguna urgente, y porque deseoso de conservarse libre para poder hacer la guerra
contra los infieles de África, no quería acrecentar los peligros y los afanes de la cristiandad, que
tanto había menester reposo; que le agradaba el Concilio y la reformación de la Iglesia, cuando
fuese universal y los tiempos no lo repugnasen, y que de esta disposición suya ninguno era mejor
testigo que el rey de Francia, por lo que habían tratado juntos en Savona; pero que los tiempos eran
muy contrarios, porque el fundamento del Concilio era la paz y la concordia entre los cristianos, no
pudiendo ajustarse alguna cosa en beneficio común sin la unión de las voluntades, y que no era
digno de alabanza comenzar el Concilio en tiempo y de manera que pareciese que se comenzaba
más por enojo y venganza que por celo de la honra de Dios y por el saludable estado de la república
cristiana.
Demás de esto, decía separadamente a los embajadores del Emperador que le parecía pesado
ayudarle a conservar las villas para que después, por dinero, se las diese al rey de Francia,
significando expresamente a Verona. Entendida después, por esta respuesta, la intención del Rey
Católico, no tardaron más el Gurgense por una parte, en nombre del Emperador y el rey de Francia
de la otra, en hacer nueva confederación, reservando poder al Papa para entrar en ella dentro de dos
meses, y al Rey Católico y al de Hungría, dentro de cuatro. Obligóse el Rey a pagar al Emperador
(fundamento necesario para los acuerdos que se hacían con él) cien mil ducados, parte de presente y
parte en plazos. Prometía el Emperador pasar en la primavera a Italia con tres mil caballos y diez
mil infantes contra los venecianos; que en este caso estuviese el Rey obligado a enviarle a su costa
propia mil y doscientas lanzas y ocho mil infantes, con la artillería necesaria, y por mar dos galeras
sutiles y cuatro bastardas; que observasen la liga de Cambray y solicitasen en nombre común a la
misma observancia al Papa y al Rey Católico, y si el Papa lo dificultase por las cosas de Ferrara,
estuviese obligado el Rey a quedar contento con aquello que fuese conforme a razón; pero que, en
caso que negase las demandas que le pedían, se prosiguiese el Concilio, para el cual el Emperador
debiese congregar a los prelados de Alemania, como el rey de Francia había hecho con los suyos,
para proceder más adelante según lo que ellos determinasen.
Publicados estos conciertos volvió el Gurgense, muy honrado y habiendo recibido
grandísimos dones, adonde estaba su Príncipe y el Rey, con quien nuevamente los cinco cardenales
que procuraban el Concilio habían concertado que ni él, sin su consentimiento, ni ellos, sin el del
Rey, se ajustarían con el Papa, se mostró en las palabras muy encendido para pasar personalmente a
Italia con tal poder que asegurase sus cosas por mucho tiempo, y para que no cayesen en mayor
declinación, encargó a Chaumont que no dejase perecer al duque de Ferrara, el cual juntó
ochocientos infantes tudescos a las doscientas lanzas que primero estaban con Chatillón.
Por la otra parte el ejército del Papa, después que se hubieron hecho las provisiones necesarias
(aunque lentamente), dejando en la guarda de Módena a Marco Antonio Colonna con cien hombres
de armas, cuatrocientos caballos ligeros y dos mil y quinientos infantes, fue a sitiar a Concordia y la
tomó el mismo día que plantaron la artillería y, después de ganada por concierto la fortaleza, se
arrimó a la Mirándola.
Llegábase ya el fin del mes de Diciembre, y el invierno aquel año acertó a ser aún más áspero
que otras veces; por esto y por ser la villa fuerte y juzgarse que los franceses no deberían dejar
387

perder un lugar tan necesario, los capitanes principalmente desconfiaban de ganarla; mas el Papa se
prometía tan segura la victoria de toda la guerra, que envió, por la discordia que había entre el
duque de Urbino y el cardenal de Pavía, por nuevo legado al ejército al cardenal de Sinigaglia y le
cometió en presencia de muchos que procurase, sobre todo cuando el ejército entrase en Ferrara,
que se conservase cuanto se pudiera aquella ciudad. Comenzó a tirar la artillería contra la Mirándola
el cuarto día que el ejército se le arrimó; mas padeciendo muy contrario y desacomodado tiempo y
mucha falta de vituallas por venir al campo muy escasamente del Modenés, a causa de que
metiéndose en Guastala cincuenta lanzas francesas, otras tantas en Corregio y doscientas y
cincuenta en Carpi, y habiendo roto por todo el país los puentes y ocupado los pasos por donde
podían venir del Mantuano, hacían imposible el conducirlas por otra vía; pero acabóse pronto
alguna parte de esta estrechez, porque los que estaban en Carpi, habiendo oído un rumor falso de
que el ejército enemigo iba a acometerles, espantados, porque no tenían artillería, desampararon la
villa.
Padeció al fin de este año alguna infamia la persona del Pontífice, como si hubiera sido
sabedor y factor de que, por medio del cardenal de Médicis, se tratase con Marco Antonio Colonna
y algunos mozos florentinos para que matasen en Florencia a Pedro Soderini, alférez mayor, a cuya
influencia se atribuía la coalición de los florentinos con los franceses. Pues habiendo el Papa
procurado con muchas persuasiones unirse con aquella República, jamás lo pudo conseguir, antes
había, a petición del rey de Francia, contradicho la tregua a los sieneses, con grandísima molestia
del Papa, aunque rehusaron los florentinos mover las armas hasta seis meses después de la
contradicción, como deseaba e Rey, para poner en sospecha al pueblo. Demás de esto, habían
enviado al Rey doscientos hombres de armas para que estuviesen en la guarda del ducado de Milán,
cosa que había pedido el Rey en virtud de su confederación, no tanto por la importancia de la ayuda,
cuanto por el deseo de enemistarlos con el Papa.

Capítulo IV
Chaumont ofrece nuevas condiciones al Pontífice.—Alejandro Tribulcio defiende la
Mirándola.—El papa Julio la toma y de allí se retira a Bolonia.—Discurso del Tribulcio
disuadiendo de ir a atacar a los pontificios en sus alojamientos.—Artificio del marqués de Mantua
para mantenerse neutral.—Módena es restituída al Emperador.—Chaumont muere.

Feneció en este estado de las cosas el año de 1510 e hizo muy memorable el principio del
siguiente una cosa no esperada e inaudita en todos los siglos, porque, pareciéndole al Papa que la
opugnación de la Mirándola procedía tibiamente, y atribuyendo a la ignorancia y poca lealtad de los
capitanes, especialmente de su sobrino, la dilación que principalmente procedía de muchas
dificultades, determinó acelerar las cosas con su presencia, anteponiendo el ímpetu de su ánimo a
todos los otros respetos. No le detenía el considerar cuán indigno era de la majestad de tan gran
puesto que el Pontífice romano anduviese personalmente en los ejércitos contra tierras de cristianos,
ni cuán peligroso, despreciando la fama y el juicio que en todo el mundo se haría, el dar aparente
color y casi justificación a los que, debajo de título de ser tan pernicioso a la Iglesia su gobierno y
escandalosos e incorregibles sus defectos, procuraban convocar el Concilio y alterar los Príncipes
contra él. Oíanse estas palabras por toda la Corte; cada uno se maravillaba y todos blasfemaban de
ello grandemente, y no menos que los otros los embajadores de los venecianos, suplicándole los
cardenales con suma instancia que no fuese; mas eran vanos los ruegos y persuasiones.
Partió a dos de Enero de Bolonia acompañado de tres cardenales, y junto al campo alojó en
una casilla de un villano sujeta a la artillería de los enemigos, porque no estaba más apartada de la
Mirándola que dos tiros de ballesta ordinaria. Fatigándose y ejercitándose allí no menos el cuerpo
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que el entendimiento y el poder, andaba a caballo casi continuamente por el campo, solicitando que
se diese perfección a plantar la artillería, pues hasta aquel día se había puesto la menor parte,
habiendo impedido el tiempo (por ser asperísimo y la nieve casi continua) todas las obras militares,
y porque no bastaba diligencia alguna a detener que huyesen los gastadores, muy ofendidos, demás
del rigor del tiempo, por la artillería de los de adentro. Pero siendo necesario hacer en los lugares
donde se había de plantar la artillería, para seguridad de los que trabajaban, nuevos reparos y venir
al campo nuevos gastadores, mientras que se proveían estas cosas, el Papa, por no padecer en este
tiempo las calamidades del ejército, se fue a la Concordia.
En este lugar vino a él, por comisión de Chaumont, Alberto Pío, proponiendo varios partidos
de composición, y aunque muchas veces fue del uno al otro sobre ellas, se intentaron vanamente, o
por su acostumbrada dureza e porque Alberto (de quien siempre crecían las sospechas) no
negociaba con la sinceridad conveniente.
Estuvo en la Concordia pocos días, volviéndole al ejército la misma impaciencia y ardor; mas
no le enfrió nada el brío la mucha nieve que todavía caía del cielo, ni los fríos tan excesivos que
apenas los podían tolerar los soldados, y alojado en una ermita junto a su artillería y más vecina a
los muros de lo que estaba el primer alojamiento, no satisfaciéndole nada de lo que se había hecho
ni de lo que se hacía, se lamentaba con palabras impetuosas de todos los capitanes, excepto de
Marco Antonio Colonna, a quien había hecho venir de nuevo de Módena; y discurriendo por el
ejército no con menos ímpetu, ora reprendiendo a éstos, ora animando a los otros y haciendo con las
palabras y los hechos oficios de capitán, prometía que si los soldados procedían varonilmente, no
aceptaría a la Mirándola con pacto alguno, sino que dejaría en su mano el saquearla. Era
verdaderamente cosa notable y muy nueva a los ojos de los hombres que el rey de Francia, Príncipe
seglar, mozo y entonces de muy buena disposición, criado desde la juventud en las armas, al
presente reposando en los aposentos, gobernase por capitanes una guerra hecha principalmente
contra él, y por otra parte ver que el Sumo Pontífice, vicario de Cristo en la tierra, viejo, enfermo y
criado en las comodidades y pasatiempos, hubiese ido en persona a una guerra que él había
levantado contra cristianos y estuviese en el campo contra una villa de poco nombre, donde,
sujetándose como capitán del ejército a los trabajos y peligros, no retenía de Pontífice más que el
traje y el nombre.
Procedían las cosas del Papa, por su grande solicitud, por sus querellas, promesas y amenazas,
con mayor celeridad que de otra manera hubiera sido; mas, haciendo resistencia muchas
dificultades, sucedían lentamente por el corto número de gastadores, por haber pocas piezas de
artillería en el ejército y no ser las de los venecianos muy gruesas, y porque, por la variedad del
tiempo, la pólvora no obraba como solía.
Defendíanse atrevidamente los de adentro, los cuales tenían por cabo a Alejandro Tribulcio,
con cuatrocientos infantes forasteros, portándose con mayor valor en los peligros por la esperanza
del socorro que les había prometido Chaumont, pues habiendo tenido orden del Rey de no dejar
ocupar al Papa aquella villa, había llamado los infantes españoles que estaban en Verona, y
recogiendo de todas partes su gente y tomando a su sueldo continuamente infantería y haciendo
hacer lo mismo al duque de Ferrara, prometía acometer el campo enemigo antes del 20 de Enero.
Muchas cosas hacían difícil y peligroso este propósito, la estrechez del breve tiempo para
hacer tantas provisiones, el dar lugar a los enemigos de fortificar los alojamientos, el trabajo de
conducir en sazón tan fría por malos caminos, y por la nieve mucho peores que estaban en los años
anteriores, la artillería, las municiones y las vituallas. Aumentó las dificultades quien debía
disminuirlas, recompensando con la presteza el tiempo perdido, porque Chaumont fue luego por la
posta a Milán, afirmando que iba para proveer más solícitamente dinero y otras cosas que habían
menester; mas se divulgó y creyó que le había inducido a esto el amor de una dama milanesa.
Enfrió mucho los ánimos de los soldados y la esperanza de los que defendían a la Mirandola su
jornada, aunque volvió pronto, y decían muchos que por ventura había dañado no menos que la
negligencia o vileza de Chaumont, el odio que tenía a Juan Jacobo Tribulcio, y que por esto,
389

anteponiendo (como muchas veces se hace) la pasión propia a la utilidad del Rey, le era agradable
que los sobrinos del Tribulcio fuesen privados de aquel Estado.
No perdonaba el Pontífice por otra parte cosa alguna para alcanzar la victoria, encendido en
mayor furor porque una pieza de artillería de las de adentro mató dos hombres en su cocina. Por
este peligro se quitó de aquel alojamiento, y después, porque no podía templarse a sí mismo, volvió
allí al día siguiente y le obligaron nuevos peligros a irse al alojamiento del cardenal Regino, donde,
sabiendo por acaso los de adentro que se había pasado, enderezaban una pieza de artillería gruesa,
no sin peligro de su vida.
Finalmente, la gente de la villa, perdida enteramente la esperanza de ser socorrida y habiendo
hecho la artillería progresos grandes y heládose tan profundamente el agua de los fosos que
sustentaba los soldados, temiendo no poder resistir al primer asalto, que se ordenaba dar dentro de
dos días, enviaron en aquel mismo en que había Chaumont prometido arrimarse, embajadores al
Papa para rendirse, con capitulación de que fuesen libres las personas y haciendas de todos, y
aunque él respondió al principio que no quería obligarse a salvar la vida a los soldados, vencido al
fin por los ruegos de todos los suyos, los aceptó con las condiciones dichas, exceptuando que
Alejandro Tribulcio, con algunos capitanes de infantería, quedasen prisioneros suyos, y que la villa,
por rescatarse del saco que había prometido a los soldados, pagase cierta cantidad de dinero. Mas
pareciendo a éstos que se les debía lo que se les había prometido, le fue al Papa de gran trabajo
impedir que la saqueasen, y haciéndose subir sobre la muralla, porque las puertas estaban
terraplenadas, bajo de allí a la villa.
Rindióse juntamente el castillo, dando licencia a la condesa para que se fuese con toda su
hacienda. Restituyó el Papa la Mirándola al Conde Juan Francisco y le cedió los derechos del conde
Ludovico, como ganados por él con guerra justa; recibiendo de él obligación (y para la seguridad de
la observancia, la persona del hijo) de pagarle dentro de cierto tiempo, por la restitución de los
gastos que había hecho, veinte mil ducados. Dejó allí para que, luego que se fuese el ejército no la
recuperasen los franceses, quinientos infantes españoles y trescientos italianos.
Desde la Mirándola fue a Sermidi, en el Mantuano, castillo situado en la orilla del Po, con
grandísima esperanza de ganar sin dilacion alguna a Ferrara, y por esto el mismo día que ganaron a
la Mirándola, había respondido muy resueltamente a Alberto Pío que no quería dar más oídos a
ninguna plática de concordia si antes que se tratase de las otras condiciones de la paz no se le diese
a Ferrara.
Variaron sus pensamientos por una determinación nueva de los franceses, porque,
considerando el Rey cuánto se menoscababa la reputación de sus cosas por la pérdida de la
Mirándola, y desesperando de que el ánimo del Papa se pudiese reducir voluntariamente a consejos
quietos, mandó a Chaumont que no solamente atendiese a defender a Ferrara, pero que demás de
esto no se abstuviese (teniendo ocasiones oportunas) de ofender el Estado de la Iglesia, y así,
recogiendo Chaumont gente de todas partes, se retiró el Papa a Bolonia por consejo de sus
capitanes. Estuvo allí pocos días. O por temor, o por solicitar, como decía, de lugar más cerca la
opugnación de la Bastia del Genivolo, contra la cual pensaba enviar algunos soldados que tenía en
la Romaña, vino a Lugo, y últimamente a Rávena, por no parecerle quizá digna de su presencia tan
pequeña expedición.
Estaba la gente veneciana (no permitiendo la vecindad de los enemigos que acometiese a
Ferrara) recogida en el Bondino, y entre Cento y Finale la eclesiástica española que, aunque había
pasado el término de tres meses, se había detenido allí a ruegos del Papa.
Por otra parte Chaumont, reunido el ejército, superior a los enemigos en infantería y en valor,
mas inferior en número, consultaba lo que se había de hacer. Proponían los capitanes franceses que
juntase con el ejército la gente del duque de Ferrara y se fuese a buscar a los enemigos que, aunque
estaban alojados en sitios fuertes, se debía esperar, con el valor de las armas y con el ímpetu de la
artillería, que les obligarían fácilmente a retirarse; y sucedido esto, no sólo quedaba Ferrara libre de
todo peligro, sino se cobraba enteramente la reputación perdida hasta aquel día. Alegábase por la
390

misma opinión que, al pasar por el Mantuano con el ejército, se quitarían al Marqués las excusas e
impedimentos que afirmaba le detenían para tomar las armas como feudatario del Emperador y
soldado del Rey; que su declaración era muy útil para la seguridad de Ferrara y muy contraria en
esta guerra a los enemigos, perdiendo los ejércitos de los venecianos comodidad no pequeña de
vituallas, de puentes y de pasos de ríos, y porque el Marqués revocaría luego los soldados que tenía
en el campo de la Iglesia. Aconsejaba en contrario el Trivulcio, que había vuelto de Francia el día
mismo que se perdió la Mirándola, diciendo que era peligroso procurar acometer en la fortaleza de
sus alojamientos al ejército de los enemigos y pernicioso el sujetarse a necesidad de proceder día
por día, según lo que ellos hiciesen; que era más útil y seguro volver hacia Módena o hacia Bolonia,
porque si los enemigos, con temor de no perder alguna de aquellas ciudades, se moviesen, se
conseguiría el fin que se buscaba de librar a Ferrara de la guerra y, si no se movían, se podía ganar
con facilidad la una o la otra; que sucediendo esto así, mayor necesidad los sacaría a defender las
cosas propias; y por ventura, saliendo de sitio tan fuerte, se tendría ocasión de alcanzar alguna
esclarecida victoria. Este era el parecer del Trivulcio; mas por la inclinación de Chaumont y de los
otros capitanes franceses a murmurar de su autoridad, se aprobó el otro consejo. Alfonso de Este,
porque esperaba que los enemigos se verían necesitados a apartarse de su Estado decía afligido, que
era imposible sustentar más largamente tan grave peso; porque temía que, si los franceses se
alejaban, entrase la gente de los enemigos en el Polesino de Ferrara, donde la enfermedad de aquella
ciudad, privada de todo el valor que le quedaba, irremediablemente se agravaría.
Fue el ejército francés por el camino de Lucera y de Gonzaga a alojar en Razzuolo y la Moia,
donde se entretuvo, por la aspereza del tiempo, tres días, rehusando el consejo de quien proponía
que se acometiese a la Mirándola porque era imposible alojar en campaña y, cuando se fue el Papa,
quedaron abrasados los arrabales y las casas del contorno. No agradó de la misma manera la
opinión de acometer a la Concordia, apartada cinco millas, por no perder tiempo en cosa de poca
importancia. Vino a Quisteli, y pasando el río Secchia por un puente de barcas, alojó el día próximo
en Rovera sobre el Po.
Este alojamiento dio ocasión para que Andrea Gritti, que habiendo recuperado primero el
Polesino de Rovigo y dejado una parte de los soldados venecianos debajo del gobierno de
Bernardino del Montone, en Montagnana, para resistir a la gente que guardaba a Verona, se había
llegado al Po con trescientos hombres de armas, mil caballos ligeros y mil infantes, se retirase a
Montagnana, para ir a unirse con el ejército de la Iglesia, habiendo saqueado primero la villa de
Guastalla.
De Rovere, fueron los franceses a Sermidi, extendiéndose, aunque ordenadamente, por las
villas circunvecinas. Luego que se alojaron fue Chaumont con algunos, capitanes (mas sin el
Trivulcio) a la villa de la Stellata, donde esperaba Alfonso de Este para determinar de qué modo se
había de proceder contra los enemigos, pues todos se habían juntado a alojar en Finale. Acordaron
que, unida la gente de Alfonso con los franceses junto a Bondino, fueran todas a alojar a algunas
villas a tres millas de Finale, para proceder después según la naturaleza de los lugares y según lo
que hiciesen los enemigos. Dijeron a Chaumont al volver a Sermidi que era muy difícil ir a aquel
alojamiento, porque, por el impedimento de las aguas de que estaba lleno el país en contorno del
Finale, no se podía ir sino por el camino y diques del canal, habiéndolo cortado los enemigos por
diferentes partes y puesto guarda para impedir que se pasase, lo cual parecía también que había de
ser muy difícil por la oposición de los tiempos tan contrarios. Estando Chaumont muy dudoso,
Alfonso, que había traído consigo algunos ingenieros y hombres peritos del país y mostrando el
sitio y disposición de los lugares, se daba maña a persuadir lo contrario, afirmando que, con la
fuerza de la artillería, obligarían a los que guardaban los pasos cortados a desampararlos, y que por
esto sería muy fácil echar donde fuese necesario los puentes para pasar.
Refiriendo esto Chaumont y disputándolo en el Consejo, se aprobó el parecer de Alfonso. El
Trivulcio ni lo contradijo ni lo consintió, y por ventura el silencio movió más a los hombres de lo
que lo hubiera hecho la contradicción, porque consideraban más de cerca que las dificultades se
391

mostraban mayores; que aquel capitán viejo y de larga experiencia había reprobado siempre aquella
resolución y que, si ocurriese algún suceso siniestro, sería imputado por el Rey a quien, contra su
parecer, hubiese sido autor de ella. Volviendo Chaumont a llamar al otro día al Consejo sobre la
misma determinación, rogó eficazmente al Trivulcio que, no con el silencio, como había hecho el
día antes, sino hablando descubiertamente dijese su parecer. Incitado por esta instancia y mucho
más por ser determinación de tan gran peso, estando todos con gran atención para oírle, habló así:
«Yo callé ayer porque he visto por experiencia muchas veces que se hace poco caso de mi
consejo; pues si se hubiera seguido desde el principio, no estuviéramos al presente en estos lugares,
ni hubiéramos perdido en vano tantos días que se pudieran gastar con más provecho; y estuviera
hoy en el mismo pensamiento de callar si no me obligase la importancia de la materia, porque
estamos a punto de poner a la suerte inciertísima de un dado este ejército, el Estado del duque de
Ferrara y el ducado de Milán (cosas muy grandes), sin quedarnos con nada en la mano. Demás de
esto, me convida a hablar el parecerme que alcanzo a entender que Chaumont desea que sea yo el
primero en aconsejar aquello de que el comienza ya a tener intención en su ánimo, cosa que en mí
no es nueva, porque otras veces he comprendido que son menos despreciados mis consejos cuando
se trata de deshacer alguna cosa por ventura determinada, menos maduramente que cuando se
toman las primeras determinaciones.
»Nosotros tratamos de ir a pelear con los enemigos, y yo he visto siempre que es fundamento
firme de grandes capitanes, y que yo, de la misma manera, he aprendido con la experiencia que
nunca debe tentar la fortuna de la batalla quien no cuente con grande ventaja o esté obligado por
urgente necesidad; demás que, según la razón de la guerra, a los enemigos que son los actores (pues
que se mueven para conquistar a Ferrara) toca el procurar acometernos; pero a nosotros, a quien
basta el defendernos, no toca, contra todas las reglas de la disciplina militar, esforzarnos para
acometerlos.
»Pero veamos cuál es la ventaja o la necesidad que nos induce. Me parece y .es (si no me
engaño del todo) cosa muy evidente, que no se puede intentar lo que propone el duque de Ferrara,
sino con grandísima desventaja nuestra, porque no podremos ir a aquel alojamiento sino por un
dique y camino malísimo y estrecho, donde no se pueden extender todas nuestras fuerzas, y ellos
pueden con pocas resistir a número mucho mayor. Será menester que por el dique caminemos
caballo por caballo; que por su estrechez llevemos la artillería, el bagaje, los carros y los puentes, y
¿quién no sabe que en el camino estrecho y trabajoso cualquier pieza de artillería o carro que se
embarace hará detener por lo menos una hora todo el ejército, y estando enredado en tantas
incomodidades, cualquier mediano accidente podrá desordenarnos con facilidad?
»Alojan los enemigos cubiertos, proveídos de vituallas y de forraje, y nosotros alojaremos
casi todos descubiertos, necesitaremos traer detrás el forraje y no podremos sino con grandísimo
trabajo conducir la mitad de lo que es necesario. No hemos menester volver a referir lo que dicen
los ingenieros y villanos prácticos del país, porque las guerras se hacen con las armas de los
soldados y con el consejo de los capitanes, hácense peleando en la campaña, no con diseños que de
los hombres no prácticos en la guerra se notan sobre las cartas o se pintan con el dedo o con una
vara en el polvo. No presupongo yo que están los enemigos tan flacos, ni sus cosas en tal desorden,
ni que hayan sabido valerse tan poco de la oportunidad de las aguas y de los sitios en alojarse y en
fortificarse, que me prometa que luego que nos juntemos en el alojamiento que se traza, aunque
llegásemos allí fácilmente, haya de estar en nuestra mano el acometerlos.
»Podrán muchas dificultades forzarnos a estar allí dos o tres días, aun cuando no hubiese otra
vez las nieves y lluvias propias de tan contraria sazón. ¿Cómo nos hallaremos de vituallas y de
forrajes si acaece detenernos allí? Y cuando, por ventura, estuviese en nuestra mano el acometerles,
¿quién es aquel que se promete tan fácil la victoria que no considere cuán peligroso sea ir a buscar a
los enemigos alojados en sitio fuerte y haber de pelear a un mismo tiempo con ellos y con las
incomodidades del sitio del país? Si no les obligamos a levantarse luego de aquel alojamiento,
seremos necesitados a retirarnos, y esto, ¿con cuánta dificultad se hará por país que todo nos es
392

contrario, donde vendrá a ser muy grande cualquier pequeño disfavor de la fortuna? Menos veo la
necesidad de poner todo el Estado del Rey en este despeñadero, moviéndonos principalmente, no
por otra cosa que por socorrer la ciudad de Ferrara, en donde, aun poniendo de guarda más gente,
podemos estar segurísimos de que, si deshacemos el ejército en la creencia de que está bien
guardada, quedándole encima el ejército de los enemigos, es imposible que en breve tiempo no
caiga en sus manos. ¿No tenemos nosotros el remedio de la diversión, poderosísimo en la guerra,
con el cual, sin poner a peligro un caballo, les obligaremos a que se alarguen de Ferrara?
»Yo he aconsejado y aconsejo ahora más que nunca que nos volvamos hacia Módena o hacia
Bolonia, tomando el camino ancho y dejando a Ferrara bien proveída para estos pocos días (que
para más no será necesario). Agrádame ahora más el ir a Módena, y para esto nos incita el cardenal
de Este, persona de consideración y que afirma que hay dentro inteligencia, proponiendo el tomarla
por muy fácil y, tomado un lugar tan importante, los enemigos se verán obligados a retirarse luego
hacia Bolonia. Aunque no se tomase a Módena, el temor de aquel suceso y de las cosas de Bolonia
les obligaría a hacer lo mismo, como indubitablemente lo hubieran hecho muchos días ha, si desde
el principio se siguiera este parecer.»
Conocieron todos por las razones eficaces del sabio capitán cuando las ocasiones estaban ya
presentes, lo que él había conocido tan de lejos. Aprobado su parecer por todos, dejando Chaumont,
para la seguridad del duque de Ferrara, más gente, se movió con el ejército por el mismo camino
hacia Carpi, no habiendo aún conseguido que se declarase el marqués de Mantua, que era. una de
las ocasiones alegadas principalmente por los que habían aconsejado contra la opinión del Tribulcio,
porque deseando el Marqués conservarse neutral en estas turbulencias, como llegaba el tiempo en
que había dado esperanza de declararse, rogaba con varias excusas que se le permitiese el diferirlo
algún día; mostrando al Papa el peligro evidente que le sobrevenía del ejército francés y suplicando
a Chaumont que no interrumpiese las esperanzas que tenía de que el Papa en breve tiempo le
volviera el hijo.
Pero ni aun el designio de ocupar a Módena procedió felizmente, haciendo mayor
impedimento la astucia y consejos secretos del rey de Aragón que las armas del Papa. Había sido
molesto al Emperador que el Papa hubiese ocupado a Módena, ciudad que largo tiempo había
estado tenida por jurisdicción del Imperio y poseída muchos años por la familia de Este, con
privilegio e investidura de los Emperadores, y aunque con muchas querellas había hecho instancia
para que se la concediese el Papa (quien de los derechos de aquella ciudad sentía o pretendía
diferentemente), lo resistió desde el principio, mayormente mientras esperó que le fuese fácil
ocupar a Ferrara; pero descubriéndose después manifiestamente en favor del de Este las armas
francesas, y no pudiendo sustentar a Módena sino con grandes gastos, había comenzado a aprobar el
consejo del rey de Aragón, que le propuso, para huir de tantas molestias, mitigar el ánimo del
Emperador e intentar que naciese alguna alteración entre el rey de Francia y él, consintiese en
cedérsela, atendiendo principalmente a que cuando en tiempo más cómodo determinase volver a
tomarla, le sería siempre fácil, dando al Emperador mediana cantidad de dinero. Este razonamiento
se alargó muchos días porque, según la variación de las esperanzas se variaba la determinación del
Papa, mas siempre había estado en pie la dificultad de que el Emperador rehusaba recibirla si en la
escritura de la consignación no se explicaba claramente que aquella ciudad pertenecía al Imperio, lo
cual al Papa se le hacía muy duro de consentir.
Mas como después que hubo ocupado a la Mirándola vio que Chaumont había salido
poderoso a campaña y que volvían a él las mismas dificultades y gastos de la defensa de Módena,
omitida la disputa de las palabras, consintió que en la escritura se dijese que se restituía Módena al
Emperador de cuya jurisdicción era. Luego que Vitfrust, embajador del Emperador al Papa, tomó
posesión de ella, persuadiéndose el Pontífice de que estaba por la autoridad del Emperador, licenció
a Marco Antonio Colonna y la gente con que la había guardado primero en nombre de la Iglesia, y a
Chaumont significó que Módena no pertenecía ya al Papa, sino que había vuelto justamente debajo
del dominio del Emperador.
393

No creyó Chaumont que esto era verdad, y por ello incitaba al cardenal de Este para la
ejecución de los tratos que decía tenía en aquella ciudad, por cuya orden los soldados franceses que
Chaumont había dejado en guarda de Rubbiera, habiéndose llegado una noche lo más calladamente
que pudieron una milla cerca de Módena, se retiraron la misma noche a Rubbiera, no
correspondiendo a las órdenes dadas los de adentro, o por alguna dificultad que había sobrevenido o
porque los franceses se movieron antes de tiempo.
Salieron después otra noche de Rubbiera para llegarse todavía a Módena; pero por la mucha
agua y furia de la corriente no pudieron pasar el río de la Secchia, que corre por delante de
Rubbiera.
Sospechoso de estas cosas Vitfrust, habiendo hecho prender algunos modeneses culpados de
que maquinaban con el cardenal de Este, alcanzó del Papa que Marco Antonio Colonna volviese allí
con el mismo presidio, lo cual no hubiera consentido Chaumont, que ya había venido a Carpi,
después de haber acampado, si la calidad del tiempo no le impidiese conducir la artillería por aquel
camino que está entre Ruolo y Carpi, que aunque no más largo que diez millas, es el peor de todos
los de Lombardía, porque en el invierno está lleno de agua y lodo. Certificóse demás de esto cada
día Chaumont de que Módena se había dado verdaderamente al Emperador, y por esto convino con
Vitfrust no ofender a Módena ni a su territorio, recibiendo por su parte promesa de él que, en los
movimientos entre el Papa y el Rey Cristianísimo, no favoreciese a la una ni la otra parte.
Sobrevino pocos días después a Chaumont una enfermedad grave y, llevándole a Corregio,
acabó después de quince días, habiendo hecho antes de morir demostraciones con devoción grande
de arrepentirse sumamente de las ofensas que había hecho a la Iglesia, suplicando por escritura
pública al Papa que le concediese la absolución. Concediósela antes que muriese, mas no pudo
llegar a su noticia antes de acabar.
Fue capitán de gran autoridad en Italia mientras vivió, por el poder grande del cardenal de
Rohán y porque administraba casi absolutamente el ducado de Milán y todos los ejércitos del Rey;
pero de valor inferior a tan gran peso, porque, constituido en tan gran puesto, no sabía por sí mismo
el arte de la guerra ni daba crédito a los que lo sabían; de manera que no sustentándose, después de
la muerte del tío, la insuficiencia con el favor, había venido en los últimos tiempos casi a desprecio
de los soldados; y porque no dijesen faltas suyas al Rey, les permitía grandes licencias; de modo que
el Trivulcio, capitán criado en la disciplina antigua, afirmaba muchas veces que no quería jamás
andar en los ejércitos franceses sino es estando en ellos el Rey o siendo él superior a todos.
Había el Rey determinado primero darle por sucesor a monseñor de Longueville, de la sangre
real (bien que ilegítimo), no siguiendo tanto el valor, cuanto la nobleza, la riqueza, autoridad y
estimación de su persona.
Por la muerte de Chaumont recayó, según los institutos de Francia, hasta nueva orden del Rey,
el gobierno del ejército en Juan Jacobo Trivulcio, uno de los cuatro mariscales del reino, el cual, no
sabiendo si había de continuar en él, no se atrevía a intentar ninguna cosa de momento; con todo
eso, volvió a Sermidi con el ejército para ir a socorrer la Bastia del Genivolo, que el Papa molestaba
con la gente que estaba en la Romaña, habiendo procurado también que al mismo tiempo se
acercase allí la armada de los venecianos de trece galeras sutiles y muchos bajeles menores; mas no
hubo menester pasar más adelante porque, mientras la gente de tierra estaba en el contorno con poca
obediencia y orden, sobrevinieron de improviso el duque de Ferrara y Chatillón con los soldados
franceses que salieron de Ferrara con mayor número de gente de la que tenían los enemigos. Los
infantes por el Po tras la corriente y los capitanes con los caballos caminando por tierra, siguiendo
la orilla llegaron al río Santerno, en donde, echando un puente que habían traído consigo, dieron de
pronto sobre los enemigos. Estos, desordenados, sin hacer alguna resistencia más que trescientos
infantes españoles que estaban destinados a guardar la artillería, se pusieron en fuga, salvándose con
dificultad Guido Vaina, Brunoro de Forli y Meleagro su hermano, capitanes de caballos, con
pérdida de los estandartes y artillería, y por esto la armada veneciana, apartándose, por huir el
peligro, se alargó en el Po.
394

Capítulo V
Negociaciones entre los príncipes cristianos para la paz.—Gastón de Foix llega a Italia.—El
obispo Gurgense en Bolonia con el Pontífice.—Altanería del obispo con el Papa.—Dificultades
para que se pongan de acuerdo.—El Gurgense parte de Bolonia.—El Trivulcio toma la Concordia.
—El ejército francés en camino de Bolonia.—Discurso del papa Julio a los boloñeses y respuesta
de éstos al Papa.—Incertidumbre de los boloñeses.—El cardenal de Pavía, legado pontificio, huye
de Bolonia.—El duque de Urbino le sigue en la fuga.—El obispo Vitello entrega el castillo de
Bolonia al pueblo.—El duque de Urbino mata al cardenal de Pavía.—Sentimiento del Papa.—
Parte de Rávena.—Es invitado por Cédula a comparecer ante el Concilio, trasladado a Pisa.

Variaban de esta manera las cosas de las armas sin descubrirse todavía indicio por donde con
fundamento se pudiese juzgar cuál hubiese de ser el fin de la guerra: mas no menos ni con menor
incertidumbre variaban los pensamientos de los príncipes, principalmente el del Emperador, pues,
fuera de toda expectación, determinó enviar al obispo Gurgense a Mantua a tratar de la paz. Habíase
establecido, como he referido arriba, por medio del dicho obispo, entre el rey de Francia y el
Emperador, mover poderosamente a la primavera la guerra contra los venecianos, y que, en caso
que el Papa no accediese a observar la liga de Cambray, se convocase el Concilio, a que el
Emperador estaba muy inclinado. Había, después de la vuelta de Gurgense, llamado a los prelados
de sus Estados patrimoniales para que tratasen en qué forma y sitio se debía celebrar; pero como
naturalmente era vario, inconstante y enemigo del nombre francés, dio después oídos al rey de
Aragón, el cual, considerando que la amistad del Emperador y del rey de Francia, el abatimiento
(con las armas de ambos) de los venecianos y la ruina del Papa por medio del Concilio,
acrecentarían mucho la grandeza del rey de Francia, había procurado con artificio persuadirle que
era más conveniente la paz universal, que quizá con ella conseguiría o en todo o en la mayor parte
lo que le ocupaban los venecianos, exhortándole a que para este efecto enviase a Mantua una
persona de consideración, con autoridad grande; que procurase que el-rey de Francia hiciese lo
mismo y que él también enviaría persona, de donde resultaría no poder el Pontífice negar el hacer lo
mismo ni desviarse de la voluntad de tan grandes Príncipes, de cuya determinación, dependiendo la
de los venecianos, pues por no quedarse solos estaban necesitados a seguir su autoridad, se podía
esperar verosímilmente que el Emperador, sin dificultad, sin armas, sin acrecentar la reputación o el
poder del rey de Francia, alcanzaría con suma alabanza, juntamente con la paz universal, su Estado.
Y que si no sucediese aquello que conforme a razón se debía esperar, no por esto quedaba
privado de la disposición de mover la guerra al tiempo determinado con la misma oportunidad,
antes siendo él la cabeza de todos los Príncipes cristianos y defensor de la Iglesia, se aumentaban
mucho por este consejo las justificaciones y gloria de su nombre, porque en todo el mundo
claramente se conocería que había deseado en primer lugar la paz y unión de los cristianos, pero que
le habían obligado a la guerra la obstinación y dañosos consejos de los otros.
Influyeron en el Emperador las razones que daba el Rey Católico y escribió al mismo tiempo
al Papa y al rey de Francia; al Papa que había deliberado enviar al obispo Gurgense a Italia, porque
como Príncipe, que por la dignidad imperial era defensor de la Iglesia y cabeza de todos los
Príncipes cristianos, había determinado procurar cuanto pudiese la tranquilidad de la Sede
Apostólica y la paz de la cristiandad y aconsejarle que, como pertenecía al Vicario verdadero de
Cristo, procediese con la misma intención, porque si no hacía lo que era oficio del Papa, no se viese
él obligado a pensar remedios necesarios para la quietud de los cristianos; que no aprobaba que
tratase de privar a los cardenales ausentes de la dignidad del cardenalato por. que, no habiéndose
ausentado por malos pensamientos ni por odio contra él, no merecían tal pena, ni pertenecía al Papa
sólo la privación de los cardenales; que se acordase, demás de esto, que era cosa muy indigna e
inútil crear cardenales nuevos en tantas turbaciones, pues le estaba prohibido por los capítulos
395

hechos en Cambray, en el tiempo de su elección al Pontificado, exhortándole a que reservase el


hacer la creación para tiempo pacífico, en el cual no tendría necesidad u ocasión para promover a
tan gran dignidad sino personas aprobadísimas de prudencia, doctrina y costumbres.
Al rey de Francia escribió que, sabiendo la inclinación que siempre había tenido a la paz
honesta y se. gura, había deliberado enviar a Mantua al obispo Gurgense a tratar de la paz universal,
pues creía con fundamentos, no muy ligeros, que el Papa (cuya autoridad veíanse obligados a seguir
los venecianos) estaba inclinado a ella; que lo mismo prometerían los embajadores del rey de
Aragón, y por esto procuraba que él, de la misma manera, enviase allí embajadores con poder
amplísimo; que luego que estuviesen juntos, el Gurgense requeriría al Papa que hiciese lo mismo, y
en caso que lo negase se le denunciaría en nombre de todos el Concilio, añadiendo que, para
proceder con mayor justificación y poner fin a las controversias universales, el Gurgense oiría las
razones de todos, pero que en cualquier caso tuviese por cierto que no haría jamás con los
venecianos alguna concordia si al mismo tiempo no se terminasen con el Papa sus diferencias.
Fue agradable al Papa esta proposición, no por ser de paz o de concordia, sino por persuadirse
de que podía disponen al Senado veneciano a componerse con el Emperador, y esperaba que, libre
el Emperador, por este medio, de la necesidad de estar unido con el rey de Francia, se apartaría de
él, de donde fácilmente podría nacer contra el Rey unión de muchos Príncipes.
Esta determinación improvisada fue muy molesta al rey de Francia, porque, no teniendo
esperanza de que hubiese de resultar la paz universal, juzgaba que el menor mal que podría suceder
sería dar mayor dilación al cumplimiento de lo que había concertado con el Emperador. Temió que,
prometiendo el Papa al Emperador ayudarle a conquistar el ducado de Milán y al Gurgense la
dignidad del cardenalato y otras gracias eclesiásticas, le apartaría de él, o que a lo menos que, por su
medio, la composición con los venecianos le pusiese en necesidad de aceptar la paz con condiciones
poco decentes. Acrecentábale la sospecha el haberse confederado el Emperador de nuevo con los
suizos, bien que solamente para defensa, persuadiéndose que el Rey Católico había sido autor con el
Emperador de este nuevo consejo, de cuya intención tenía gran sospecha por muchas razones. Sabía
que su embajador en Alemania había procurado y procuraba descubiertamente la concordia entre el
Emperador y los venecianos; creía que secretamente daba ánimo al Papa, en cuyo ejército había
estado su gente mucho más tiempo del que estaba obligada por los conciertos de la investidura del
reino de Nápoles; sabía que, para impedir sus acciones, se oponía eficazmente a la convocación del
Concilio y, debajo de color honesto, condenaba descubiertamente que abrasándose Italia en guerras
con las armas en las manos, se tratase de hacer una obra que, sin la unión de todos los Príncipes, no
podía producir más que efectos dañosísimos.
Tenía noticia de que prevenía de nuevo en el mar una armada muy poderosa y aunque
publicaba que quería pasar personalmente a África, no se podía saber si la prevenía para otros fines.
Dábale mayor sospecha al rey de Francia la blandura de palabras con que casi fraternalmente le
pedía que hiciese la paz con el Papa, aunque fuese perdiendo de su derecho, si de otra manera no se
podía, por no mostrarse perseguidor de la Iglesia, contra la piedad antigua de la casa de Francia, y
porque no le interrumpiese a él la guerra determinada para la exaltación del nombre de Cristo contra
los moros de África, el estar al mismo tiempo turbada toda la cristiandad; añadiendo que siempre
había sido costumbre de los Príncipes cristianos, cuando preparaban las armas contra los infieles,
pedir, en causa tan pía, ayuda de los otros; mas que a él le bastaba que no le estorbasen, y que no le
pedía otra ayuda sino que consintiese que Italia estuviese en paz.
Estas palabras, aunque referidas al Rey por el embajador del Rey Católico, residente en su
Corte, con mucha destreza y significación de amor, parecía, por esto, que contenían una tácita
protesta de tomar las armas en favor del Papa, no le parecía al Rey verosímil que se atreviese a
hacer esto sin tener esperanza de inducir al Emperador a lo mismo.
Afligían estas cosas el ánimo del Rey y le llenaban de sospechas de que, el tratar de paz por
medio del obispo Gurgense, sería obra vana o dañosa para sí. Por no dar causa de indignación al
Emperador resolvió enviar a Mantua al obispo de París, prelado de gran autoridad y gran jurista. En
396

este mismo tiempo significó a Juan Jacobo Trivulcio (el cual, habiéndose estado firme en Sermidi,
había distribuído en unas villas circunvecinas el ejército para más comodidad de alojamiento y
vituallas), que era su voluntad que él administrase la guerra, con limitación de que, por la esperanza
de la venida del Gurgense, no acometiese el Estado eclesiástico; pues para esto repugnaba también
la aspereza no acostumbrada del tiempo, que era tan grande que, aun habiendo comenzado el mes
de Marzo, no era posible alojar al descubierto.
El Trivulcio, no hallando ocasión de intentar otra cosa y estando en lugares tan vecinos,
determinó intentar si se podía ofender al ejército enemigo que, habiéndose extendido cuando
Chaumont volvió de Sermidi a Carpi, alojaba en el Bondino casi toda la infantería y la caballería en
Finale y por las villas cercanas. Pero habiendo recibido la comisión del Rey, fue el día siguiente a la
Stellata y el otro algo más adelante, donde distribuyó debajo de cubierto, por las villas del contorno,
el ejército, haciendo echar el puente con las barcas, entre la Stellata y Ficheruolo, sobre el río Po, y
ordenado que el duque de Ferrara echase otro una milla abajo, donde se llama la Punta, sobre un
brazo del Po que va a Ferrará, y que con la artillería viniese al Hospitalete, lugar sobre el Polesino
de Ferrara, que está enfrente del Bondino.
Tuvo en este medio noticia el Trivulcio por sus espías de que muchos caballos ligeros del
ejército de los venecianos que estaba de la parte del Po habían de venir la noche próxima cerca de la
Mirándola a disponer ciertas emboscadas, y por esto envió allí secretamente muchos caballos que,
habiendo llegado a Bellaere, palacio del condado de la Mirándola, hallaron en aquel sitio a Fray
Leonardo, napolitano, capitán de caballos ligeros de los venecianos, hombre esclarecido en aquel
ejército, quien, no temiendo que habían de venir los enemigos, estaba a pie con ciento cincuenta
caballos y esperaba otros muchos que le habían de seguir; mas oprimido de improviso, queriéndose
defender, fue muerto con muchos de los suyos.
Vino Alfonso de Este, como estaba ordenado, al Hospitalete y la noche siguiente comenzó a
tirar con la artillería al Bondino. Al mismo tiempo envió el Trivulcio a Gastón, señor de Foix (hijo
de una hermana del Rey que, siendo muchacho, había venido el año antes al ejército), a correr con
cien hombres de armas, cuatrocientos caballos ligeros y quinientos infantes hasta las inmediaciones
de los alojamientos de los enemigos y puso en fuga a quinientos infantes señalados para la guarda
de aquel frente, por lo cual todos los otros, dejando guardado el Bondino, se retiraron al otro lado
del canal en sitio fuerte. No sucedieron bien al Trivulcio ninguna de las cosas que se determinaron,
porque la artillería que estaba plantada contra el Bondino (estando en medio del Po) hacía, por la
distancia del sitio, poco efecto, y mucho más porque creció el río y, cortados los diques por los que
estaban en el Bondino, anegó de tal manera el país, que del frente de los alojamientos franceses al
Bondino no se podía ir sino con barcas; de manera que el capitán, desesperado de poder llegarse
más por aquel camino al alojamiento de los enemigos, llamó de Verona dos mil infantes tudescos y
ordenó se tomasen a sueldo tres mil gascones para arrimárseles por el camino de San Felice, en caso
que, por medio del obispo Gurgense, no se introdujese la paz.
La venida de éste se retardó porque en Saló, sobre el lago de Garda, había esperado muchos
días en vano la respuesta del Papa, el cual le pidió por cartas que enviase embajadores a tratarla.
Vino finalmente a Mantua, acompañado de D. Pedro de Urrea, que residía ordinariamente, por parte
del rey de Aragón, cerca de la persona del César, y pocos días después llegó el obispo de París,
persuadiéndose el rey de Francia (que por estar más cerca a las pláticas de la paz y de las
provisiones de la guerra, había venido a Lyon) que de la misma manera el Papa debía enviar
persona, el cual por otra parte hacía instancia para que el Gurgense fuese a su presencia, movido no
tanto por parecerle que esto era más conforme a la dignidad pontificia, cuanto porque esperaba que
honrándole, cargándole de promesas y con la eficacia y autoridad de su presencia le había de atraer
a su voluntad, mucho más ajena que nunca .de la concordia y de la paz; y para persuadirle a esto
más fácilmente, procuró que fuera a verse con él Jerónimo de Vich, valenciano, embajador del Rey
Católico junto a su persona.
397

No rehusaba el Gurgense ir a verse con el Papa, pero decía que tenía orden precisa de hacer
primero lo que era conveniente hacer después, afirmando que más fácilmente se quitarían las
dificultades si se tratase primero en Mantua, con intención de ir después al Papa con las materias
digeridas y casi acabadas; que le obligaba a esto la necesidad, porque no le era conveniente dejar
solo al obispo de París, enviado por el rey de Francia a Mantua a instancia del Emperador. Decía
que, en este caso, ¿con qué esperanza podía él tratarlas cosas de su Rey, ni cómo era conveniente
pedirle que fuese al Papa? Porque, ni según la comisión ni según la dignidad del Rey, podía ir a casa
del enemigo si primero no estuviesen compuestas o casi ajustadas sus diferencias. Argumentaban en
contrario los dos embajadores aragoneses, mostrando que toda la esperanza de la paz dependía de
componer las cosas de Ferrara, porque, compuestas, no quedándole al Papa causa ninguna para
sustentar a los venecianos, se verían ellos necesitados del todo a convenir en la paz con las leyes
que quisiese el Emperador mismo; que pretendía el Papa que la Sede Apostólica tenía sobre la
ciudad de Ferrara muy gran derecho, y consideraba, fuera de esto, que Alfonso de Este había usado
con él grande ingratitud, que le había hecho grandes injurias, y que para aplacar su ánimo ofendido
con razón, era más conveniente y a propósito que el vasallo pidiese antes clemencia al superior, que
disputase con él de la justicia; que, pues, se había de impetrar clemencia, era, no solamente honesto,
pero casi necesario el ponerse en sus manos, y haciendo esto, no dudaban de que, muy mitigado,
disminuiría el rigor, y que ellos no debían juzgar por útil que aquella diligencia, industria y
autoridad que se había de usar para disponer al Papa a la paz, se gastase en persuadirle a que
enviase persona. Añadían con buenas palabras que no se podían disputar ni terminar las diferencias
si no intervenían todas las partes, pero que en Mantua no había más que la una, porque el
Emperador, el Rey Cristianísimo y el Católico estaban en tan gran unión de ligas, de parentescos y
de amor, que se debían reputar por hermanos y que los intereses de cada uno de ellos eran comunes
a todos. Finalmente, el Gurgense vino en ello con intención de que el obispo de París esperase en
Parma lo que procediese de su jornada.
No había el Papa en este tiempo, por las cosas que se trataban pertenecientes a la paz,
depuesto los pensamientos de la guerra, porque de nuevo intentaba la expugnación de Bastia de
Genivolo, habiendo hecho cabo de esta empresa a Juan Vitello; pero siendo, por la estrechez de las
pagas, el número de los infantes mucho menor de lo que había dispuesto, y habiéndose inundado el
país circunvecino por las grandes lluvias y porque los que estaban en Bastia habían roto los diques
del Po, no se hacía progreso alguno, y por agua estaban allí superiores las cosas de Alfonso de Este;
porque, habiendo con una armada de galeras y de bergantines, acometido junto a San Alberto a la
armada de los venecianos, ésta, espantada por haberse descubierto mientras peleaban una armada de
bajeles menores que venía de Comacchio, se retiró al Puerto de Rávena, perdiendo dos fustas, tres
barvotas y más de cuarenta bajeles menores, por lo cual perdió la esperanza el Papa de tomar la
Bastia y envió aquella gente al campo que se alojaba en Finale, muy disminuido de infantería,
porque estaba ésta muy mal pagada.
Creó en este mismo tiempo el Papa ocho cardenales, parte por ganar las voluntades de los
Príncipes, parte por armarse contra las amenazas del Concilio de prelados doctos, experimentados y
de autoridad en la Corte romana y de personas confidentes, entre los cuales fue el arzobispo de York
(llámanle los latinos Eboracense), embajador del rey de Inglaterra, y el obispo de Sión; éste como
hombre importante para mover la nación de los suizos, aquél porque lo pidió su Rey, al cual tenía ya
no poca esperanza de poder incitar contra los franceses; y por dar señal casi cierta de la misma
dignidad al Gurgense y ganar más fácilmente su voluntad, decidió con consentimiento del
Consistorio poder nombrar otro reservado en su pecho.
Mas luego que entendió que el Gurgense había consentido en venir a su presencia, dispuesto a
honrarle sumamente y pareciéndole que ninguna honra podía ser mayor que salir a recibirle el
Pontífice romano y que ésta sería mayor haciéndolo en una ciudad magnífica, fue de Rávena a
Bolonia, donde, el día después de su llegada, entró el obispo Gurgense, acogido con tan gran honra
que casi a ningún Rey se hubiera recibido con mayor. No se mostró por él menor pompa y
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magnificencia porque, viniendo con título de lugarteniente del Emperador en Italia, traía consigo
gran compañía de señores y de gentiles-hombres, todos con sus familias, vestidas muy lucidamente.
A la puerta de la ciudad le salió a recibir con señales de grandísima sumisión el embajador
que el Senado veneciano tenía cerca del Papa, contra el cual, lleno de gran vanidad, se volvió con
palabras y movimientos soberbios, enojándose de que un hombre que representaba a los enemigos
del Emperador, hubiese tenido osadía para ponerse en su presencia. Acompañado con esta pompa
hasta el Consistorio público, donde con todos los cardenales le esperaba el Papa, expuso en breve
pero soberbio parlamento que el Emperador le había enviado a Italia por el deseo que tenía de
conseguir las cosas antes por el camino de la paz que por el de la guerra, y que no podía tener lugar
esta paz si los venecianos no le restituían todo lo que en cualquier manera le pertenecía.
Habló, después de la audiencia pública, privadamente con el Papa en la misma conformidad y
con la misma arrogancia, y estas palabras y demostraciones las acompañó, el día siguiente, con
obras no menos arrogantes; porque había el Papa, con su consentimiento, señalado para tratar con él
a tres cardenales, los de San Jorge, Regino y el de Médicis, y esperándole a la hora que estaban
convenidos para juntarse, él, como si fuera cosa indigna tratar con otros que con el Papa, envió para
tratar con ellos tres de sus gentiles-hombres, excusándose con decir que estaba ocupado en otros
negocios. Esta indignidad la sufrió, juntamente con otras muchas, el Papa, venciendo a su
naturaleza el odio increíble que tenía contra los franceses.
En la concordia entre el Emperador y los venecianos, que fue lo que se comenzó a tratar
primero, había muchas dificultades, porque si bien el Gurgense, que primero había pedido todas las
villas, vino, en fin, en que les quedase a ellos Padua y Treviso con todos sus territorios y lo que les
pertenecia, quería que, en recompensa, diesen al Emperador cantidad grande de dinero, que se
reconociesen en feudo de él y le concediesen los derechos de las demás tierras.
Rehusaba esto el Senado, donde todos unidamente concluían que era más útil a la República,
pues que habían fortificado de tal manera a Padua y a Treviso, que no temían perderlas, conservar el
dinero, porque si algún día pasaba esta tempestad, podría ofrecerse ocasión con que fácilmente
recuperasen su dominio.
Por otra parte el Papa se abrasaba en deseo de que se conviniesen con el Emperador,
esperando que resultara de esto el apartarse el Emperador del rey de Francia; por esto les apretaba,
parte con ruegos, parte con amenazas, a que aceptasen las condiciones propuestas. Pero era menor
para con ellos su autoridad, no solamente porque conocían de qué fines procedía tanto calor, sino
también porque, sabiendo cuán necesaria le fuese su compañía en caso que no se reconciliase con el
rey de Francia, tenían por cierto que nunca los desampararía.
Finalmente, después de haber tratado muchos días, dejando el obispo Gurgense alguna parte
de su dureza y cediendo los venecianos más de lo que habían determinado, a la instancia
ardientísima del Papa, interponiéndose de la misma suerte los embajadores del rey de Aragón, que
intervenían en todas las pláticas, parecía que últimamente estaban para ajustarse, pagando los
venecianos, por retener con la licencia del Emperador a Padua y a Treviso, gran suma de dinero,
pero a largos plazos.
Estaba por ajustar la causa de la reconciliación entre el Papa y el rey de Francia, entre los
cuales no se veía otra controversia que por las cosas del duque de Ferrara. El Gurgense, para
resolverlas, porque el Emperador, sin componer esto, había determinado no ajustarse, fue a hablar al
Papa, a quien había acudido raras veces, persuadiéndose, por las esperanzas en que estaba del
cardenal de Pavía y de los embajadores del Rey Católico, que no era difícil materia. Por otra parte
sabía que el rey de Francia, teniendo menor respeto a la dignidad que a la quietud, estaba dispuesto
a venir en muchas cosas que no causaban pequeño perjuicio al Duque; pero el Papa,
interrumpiéndole el razonamiento casi al principio, comenzó, tomando la contraria, a animarle a
que, haciendo concordia con los venecianos, dejase pendientes las cosas de Ferrara, lamentándose
de que el Emperador no conociese la ocasión tan a propósito para vengarse con las fuerzas y dineros
de los otros de tantas injurias recibidas de los franceses, y que esperase que le rogara quien tan
399

justamente debía suplicarle con suma instancia. Después que con muchas razones hubo replicado el
Gurgense a estas cosas, no pudiendo apartarle de su parecer, le significó que se quería ir sin dar de
otra manera perfección a la paz con los venecianos, y besándole, según la costumbre, el pie, el
mismo día, que fue el 15 de su venida a Bolonia, se fue a Módena, habiendo el Papa en vano vuelto
a enviarle a llamar. Luego que salió de la ciudad, de donde se enderezó hacia Milán, lamentóse en
muchas cosas del Papa y especialmente de que, estando por su venida a Italia casi suspendidas las
armas, hubiese enviado secretamente para turbar el Estado de Génova al obispo de Ventimiglia, hijo
de Paulo, cardenal Fregoso. Pero habiendo tenido noticia de su ida los franceses, le hicieron prender
en el Monferrato disfrazado como iba, de donde, llevado a Milán, manifestó enteramente las
razones y los consejos de su jornada.
Pidió el Gurgense, cuando partió de Bolonia, a los embajadores aragoneses (los cuales,
habiéndose fatigado mucho, según parecía, por la paz común, se mostraban sentidos de la dureza
del Papa) que hiciesen volver al reino de Nápoles las trescientas lanzas españolas, lo cual ellos
fácilmente consintieron y todos se maravillaban que en el tiempo que se trataba del Concilio y que
se creía que estarían poderosas en Italia con la presencia de ambos Reyes las armas francesas y
tudescas, el Papa, demás de la enemistad del rey de Francia, dejase al Emperador y se privase de las
ayudas del Rey Católico.
Dudaban algunos si en esto, como en otras muchas cosas, eran diferentes los consejos del Rey
de las demostraciones, y que sus embajadores hubiesen obrado diferentemente en público con el
Papa que en secreto, porque, habiendo provocado al rey de Francia nuevas ofensas y por ellas
resucitado la memoria de las antiguas, parecía que debía tener que la paz de todos los otros
produjese contra sí gravísimos peligros, quedando flacos de estado, de dineros y de reputación los
venecianos, poco poderoso en Italia el Emperador y vario, inestable y pródigo más que nunca.
Otros, discurriendo más sutilmente, interpretaban que podría quizá ser que el Papa, aunque el
Rey Católico le protestase que le desampararía y volviese a llamar su gente, confiaba al mismo
tiempo en que, considerando cuánto dañaría a sí propio el abatimiento del Pontífice, había de
ayudarle siempre en las necesidades mayores.
Perturbadas las esperanzas de la paz por la partida del Gurgense, aunque el Papa había
enviado en su seguimiento cuatro días después al obispo de Moravia, embajador del rey de Escocia
cerca de su persona, para tratar de la paz con el rey de Francia, cesaron los impedimentos que
habían detenido a Juan Jacobo Trivulcio, deseoso, con ambición honrada, de hacer alguna obra
digna de su valor y antigua gloria, y por donde entendiese el Rey con cuánto daño propio se comete
el gobierno de las guerras (cosa entre las acciones humanas la más ardua y difícil y que ha menester
mayor prudencia y experiencia), no a capitanes viejos, sino a mozos poco experimentados, de cuyo
valor no hay más testimonio sino la merced que les hacen. Pero continuando en las primeras
determinaciones, aunque no habían llegado los infantes grisones, porque el general de Normandía,
de quien dependían las empresas, con la esperanza que tenía de la paz y procurando hacerse más
grato al Rey con la limitación en los gastos, había diferido enviar a tomarlos a su sueldo, puso al
principio del mes de Mayo con mil y doscientas lanzas y siete mil infantes sitió a la Concordia.
Tomóla el mismo día, porque los hombres de la villa, temerosos, por haber comenzado ya a tirar la
artillería, enviaron embajadores para rendirse, y descuidándose por esto en la diligencia de la
guarda, la saquearon los infantes del ejército, saltando dentro.
Tomada la Concordia, por no dar ocasión a sus émulos de calumniarle de que atendía más a la
propia utilidad que a la del Rey, dejando atrás a la Mirándola se enderezó hacia Buomporto, villa
situada sobre el río Panaro, para arrimarse tanto a los enemigos que, con impedirles las vituallas, les
obligase a desalojar o a pelear fuera de la fortaleza de su alojamiento.
Entrando en el territorio de Módena y alojado en la villa de Cavezzo, entendió que en Massa,
cerca de Finale, alojaba Juan Paulo Manfrone con trescientos caballos ligeros de los venecianos, y
envió allí a Gastón de Foix con trescientos infantes y quinientos caballos. Al sentir Juan Paulo el
400

ruido, se puso en batalla contra ellos sobre un puente, mas por no corresponder el valor de los suyos
a su ánimo y osadía, desamparado de ellos, quedó preso con pocos compañeros.
Llegóse después el ejército a Buomporto, teniendo resuelto el Trivulcio echar el puente, donde
el canal que nace del río Panaro sobre Módena se junta con él. Mas ya el ejército enemigo, para
impedirles el paso del río, había venido a alojar en sitio tan cerca, que se ofendían con la artillería y
mató un tiro al capitán Peralta, es pañol, soldado del ejército eclesiástico, que se paseaba por el
dique del río.
Están en aquel sitio las orillas muy altas, y por esto les era fácil a los enemigos impedir el
paso al Trivulcio. Por esta causa, tomado nuevo consejo, echó el puente una milla solamente más
arriba, sobre el canal. Pasado el canal, se enderezó hacia Módena, caminando por el dique del
Panaro, buscando sitio donde fuese más fácil echar el puente y teniendo siempre a la vista caballería
e infantería de los enemigos que estaban alojados cerca de Castelfranco sobre el camino Romea,
mas en un alojamiento ceñido de ribazos y de aguas. Entró por el mismo camino al puente de
Fossalta a dos millas de Módena, y volviéndose a mano derecha hacia la montaña, pasó sin
oposición el Panaro por un vado, que en aquel sitio la madre del río va ancha y sin orillas. En
pasando alojó en un sitio que se llama la Ghiara de Panaro, distante tres millas del ejército
eclesiástico. El día siguiente caminó hacia Piumaccio, acomodado de vituallas, con consentimiento
de Vitsfurt, en el Modenés, y el día mismo el ejército eclesiástico, no teniendo atrevimiento de
oponerse en la campaña y juzgando ser necesario allegarse a Bolonia, porque no hubiese algún
movimiento en aquella ciudad, atendiendo a que los Bentivogli seguían al ejército francés, fue a
alojar al puente de Casalecchio, tres millas sobre Bolonia, en el mismo lugar donde, en tiempo de
nuestros bisabuelos, Juan Galeazo Visconti, poderosísimo duque de Milán, muy superior de fuerzas
a los enemigos, alcanzó contra los florentinos, boloñeses y otros confederados una gran victoria;
alojamiento de sitio muy seguro entre el río Reno y el canal, y que tiene la montaña a las espaldas,
por el cual se impide que no se prive a Bolonia del canal que, nacido del río, pasa por aquella
ciudad.
Rindióse el siguiente día Castelfranco al Trivulcio, el cual se detuvo tres días en el
alojamiento de Piuo maccio por las lluvias y para componerse de vituallas, por no tener de ellas
mucha cantidad, y vino a alojar sobre el camino real entre Samoggia y Castelfranco.
Estuvo suspenso en este sitio sobre lo que había de hacer, por muchas dificultades que se le
representaban en cualquiera determinación; porque conocía que era en vano acometer a Bolonia si
no se alborotaba el pueblo de dentro, y arrimándose, fundado en esperanzas de movimientos
populares, dudaba si le obligarían a retirarse presto, como había hecho Chaumont con poca
reputación.
Mas imprudente y peligroso era ir a pelear con los enemigos que estaban firmes en tan fuerte
alojamiento.
El arrimarse a Bolonia por la parte de abajo no tenía otra esperanza sino que los enemigos, de
temor que acometiese la Romaña, quizá se moverían; de donde se podría dar ocasión, o a él para
pelear, o a los boloñeses para formar tumulto. Decidido al fin a intentar si producía algo la
disposición universal de la ciudad o las inteligencias particulares de los Bentivogli, condujo el
ejército (cuya vanguardia guiaba Teodoro Trivulcio, él la batalla y la retaguardia Gastóu de Foix) a
alojar en el puente de Laino, sitio en el camino real distante cinco millas de Bolonia y famoso por la
memoria de la reunión de Lépido, Marco Antonio y Octavio, los cuales allí (así lo afirman los
escritores), debajo de nombre de triunvirato, establecieron la tiranía en Roma y aquella proscripción
nunca demasiadamente aborrecida.
Ya no estaba en este tiempo el Papa en Bolonia, el cual, después de la partida del Gurgense,
mostraba unas veces sobrado atrevimiento, y otras temor. Habiendo entendido el movimiento del
Trivulcio, aunque no estaban allí las lanzas españolas, partió de Bolonia para ir al ejército a acabar
de inducir con su presencia a los capitanes a pelear con los enemigos, pues no los había podido
disponer a esto ni con cartas ni con embajadores. Partió con intención de alojar el primer día en
401

Cento, pero fue obligado a alojar en la villa de Pieve, porque mil infantes de los suyos que habían
entrado en Cento no querían irse, si primero no recibían su sueldo, e indignado por esto, o
considerando más de cerca el peligro, mudando resolución, volvió a Bolonia el día siguiente, donde,
creciendo su temor por acercársele el Trivulcio, determinó irse a Rávena.
Llamado el Consejo de los Cuarenta, le recordó que, por beneficio de la Sede Apostólica, por
medio y trabajo suyo, saliendo del yugo de una crudelísima tiranía, habían conseguido la libertad,
obtenido muchas exenciones, recibido de su persona en público y en secreto grandísimas gracias, y
estaban para conseguirlas cada día mayores, y que por estas causas, los que antes se habían visto
oprimidos por una dura servidumbre, menospreciados y hollados por los tiranos, y sin reputación
entre los demás lugares de Italia, estaban ahora engrandecidos con honras y riquezas, llena la ciudad
de artificios y mercancías, levantados algunos de ellos a grandísimas dignidades y con estimación
en todas par. tes, libres de sí mismos, señores enteramente de Bolonia y de todo su condado, porque
de ellos eran los magistrados, de ellos los honores, entre ellos y su ciudad se distribuían las rentas
públicas; no teniendo la Iglesia casi ninguna otra cosa que el nombre, y teniendo allí sólo por señal
de la superioridad un Legado o gobernador que, sin ellos, no podía deliberar en las materias
importantes; y de aquellas que se remitían a su albedrío, se referían hartas al parecer y voluntad del
Consejo; que si por estos beneficios, y por el feliz estado que tenían, estaban dispuestos a defender
la propia libertad, les ayudaría y defendería de la manera que sería ayudada y defendida Roma en
caso semejante; que le obligaba la gravedad de las cosas ocurrentes a ir a Rávena, pero no por esto
se había olvidado ni olvidaría del bien de Bolonia, para cuyo efecto había ordenado que la gente
veneciana que estaba de la otra parte del Po con Andrea Gritti, y para esto echaban el puente en
Sermidi, fuese a unirse con su ejército; que eran suficientísimas estas provisiones para defenderlos,
pero que no se aquietaba su ánimo si también no los libraba de la molestia de la guerra, para cuyo
efecto, y para obligar a los franceses a volver a defender las cosas propias, estaban ya prevenidos
diez mil suizos para bajar al Estado de Milán, y porque se moviesen con presteza había enviado a
Venecia veinte mil ducados, y otros veinte mil tenían a punto los venecianos; que tras todo esto, si
les era más grato volver debajo de la servidumbre de los Bentivogli, que gozar la blandura de la
libertad eclesiástica, les rogaba que le declarasen libremente su intención, porque él la seguiría; pero
que se acordasen bien que, si se resolvían a defenderse, había llegado el tiempo oportuno para
mostrar su generosidad y poner en obligación perpetua a la Sede Apostólica y a todos los Papas
venideros.
A esta propuesta, hecha según su costumbre con mayor eficacia que elocuencia, después que
hubieron consultado entre ellos mismos, respondió en nombre de todos con la gran elocuencia
boloñesa el prior del regimiento engrandeciendo su fe, el agradecimiento de los beneficios
recibidos, la infinita devoción a su nombre, el conocimiento del estado feliz que tenían y cuánto se
habían engrandecido las riquezas y lustre de aquella ciudad por haber echado de ella a los tiranos, y
que en donde tenían primero sujetas la vida y hacienda al albedrío de otros, ahora seguros gozaban
quietamente la patria, partícipes del gobierno y de las rentas, y que no había alguno de ellos que,
privadamente, no hubiese recibido de él muchas gracias y honras; que veían renovada en su ciudad
la dignidad del cardenalato, y en las personas de sus ciudadanos muchas prelacías y oficios de los
principales de la Corte romana, y que, por estas gracias y singulares beneficios, estaban dispuestos a
consumir todo su poder, poner en peligro la honra y el bien de sus mujeres y de los hijos, y perder la
propia vida, antes que apartarse de su devoción y de la Sede Apostólica. Que partiese con esta
seguridad dichosa y alegre sin temor o escrúpulo alguno de las cosas de Bolonia, porque primero
llegaría a su noticia que el canal corría todo lleno de sangre del pueblo boloñés, que aquella ciudad
llamase otro nombre u obedeciese a otro señor que al papa Julio. Dieron mayor esperanza estas
palabras al Papa de lo que convenía, el cual, dejando allí al cardenal de Pavía se fue a Rávena, no
por el camino derecho, aunque iba acompañado de las lanzas españolas que se volvían a Nápoles,
sino tomando, por miedo del duque de Ferrara, el camino más largo de Forli.
402

Por la venida del Trivulcio al puente de Laino se descubría grande sublevación en la ciudad de
Bolonia, llenándose los ánimos de los hombres de muchos y varios pensamientos, porque muchos,
acostumbrados al vivir licencioso de la tiranía, y a sustentarse con la hacienda y dineros de otros,
teniendo odio el gobierno eclesiástico, deseaban con gran calor la vuelta de los Bentivogli; otros,
por los daños recibidos y por los que temían recibir, viendo conducidos a sus posesiones y en el
tiempo vecino a la cosecha dos ejércitos tales, reducidos a grave desesperación, deseaban todo lo
que les pudiese librar de aquellos males; otros, sospechando que, por algún tumulto que naciese en
la ciudad o por los sucesos prósperos de los franceses (cuya memoria, cuando vinieron conducidos
por Chaumont la primera vez a Bolonia, estaba todavía delante de sus ojos), fuese saqueada la
ciudad, anteponían el librarse de este peligro a cualquier gobierno o dominio que pudiesen tener.
Algunos, mostrándose primero enemigos de los Bentivogli, favorecían más con la voluntad que con
las obras el dominio de la Iglesia, y habiendo todo el pueblo, unos por deseo de cosas nuevas, y
otros por seguridad y bien suyo, tomado las armas, estaba todo lleno de temor y asombro.
En el cardenal de Pavía, legado de Bolonia, no había ánimo ni consejo bastante para tan gran
peligro. Porque no habiendo en esta ciudad tan grande y populosa más de doscientos caballos
ligeros y mil infantes, y perseverando más que nunca en la discordia con el duque de Urbino, que
estaba con el ejército en Casalecchio, había sacado, o casualmente o por mal hado suyo, del número
de los ciudadanos quince capitanes, a los cuales, unidos con sus compañías y con el pueblo, había
dado el cuidado de la guarda de la villa y de las puertas. Mas no habiendo tenido prudencia en
elegirlos, era la mayor parte de ellos de los aficionados a los Bentivogli (entre ellos Lorenzo de los
Ariosti, que primero había estado preso y atormentado en Roma por sospecha de que se había
conjurado con los Bentivogli, y después detenido mucho tiempo en el castillo de Sant Angelo), los
cuales, al tener las armas en las manos, comenzando a hacer ocultos razonamientos y juntas, y
sembrando en el pueblo mentiras escandalosas, empezó el Legado a echar de ver, aunque tarde, su
propia imprudencia, y por huir el peligro en que él mismo se había puesto, fingiendo que así lo
quería el duque de Urbino y los otros capitanes, quiso que fuesen con sus compañías al ejército; mas
respondiendo ellos que no querían dejar la guarda del lugar, intentó meter dentro con mil infantes a
Ramazzotto. El pueblo impidió que entrase, y temeroso por esto sobre manera el cardenal, y
acordándose que su gobierno era muy odiado por el pueblo, y que tenía en la nobleza muchos
enemi. gos, porque poco antes había hecho (aunque, según di. jo, por orden del Papa) degollar a tres
vecinos honrados, al anochecer salió ocultamente en traje desconocido por una salida secreta de
palacio, y se retiró a la ciudadela con tan gran precipitación, que se olvidó de llevar sus joyas y
dinero; mas enviando luego por ello, al recibirlo se fue por la puerta del Socorro hacia Imo. la,
acompañado de cien caballos de Guido Vaina, marido de su hermana, capitán de los caballos
señalados para su guarda, y poco después de él salió de la ciudadela Octaviano Fregoso, sin más
compañía que la de un hombre que le guiaba.
Al saberse la fuga del Legado se comenzó por toda la ciudad a apellidar el nombre del pueblo
con muy grandes alborotos, y no queriendo perder esta ocasión Lorenzo Ariosto y Francisco
Rinucci (que también era del número de los quince capitanes y secuaz de los Bentivogli),
siguiéndoles muchos de la misma facción, corrieron a las puertas que se llaman de San Felice y de
la Lame, más acomodadas para la entrada de los franceses, y las rompieron con hachas. Al
ocuparlas enviaron sin tardanza a llamar a los Bentivogli, los cuales, teniendo del Trivulcio muchos
caballos franceses, por huir del camino derecho del puente del Reno, en cuya guarda estaba Rafael
de Pazzi, uno de los capitanes eclesiásticos, pasando el río más abajo y arrimándose a la puerta de la
Lame, se introdujeron luego en Bolonia.
Juntóse a la rebelión de esta ciudad la huida del ejército, porque a la tercera hora de la noche
el duque de Urbino (cuya gente estaba desde el puente de Casalecchio hasta la puerta nombrada de
Zaragoza) habiendo entendido, como se cree, la huida del Legado y el movimiento del pueblo, se
levantó alborotadamente (dejando la mayor parte de las tiendas puestas) con todo el ejército,
excepto aquellos que, señalados para la guarda del campo, estaban de la parte del río hacia los
403

franceses, a los cuales no dio aviso alguno de la partida; mas oyendo su movimiento los Bentivogli,
que ya estaban dentro, avisando luego al Trivulcio, enviaron fuera de la plaza parte del pueblo para
ofenderles, de los cuales y de los villanos que ya acudían de todas partes con grandes voces y
rumor, acometido el campo que pasaba junto a la muralla, les quitaron la artillería y las municiones
con gran cantidad de bagaje; aunque sobreviniendo los franceses, quitaron al pueblo y a los villanos
la mayor parte de lo que habían tomado.
Ya había llegado con la vanguardia al puente del Reno Teodoro Trivulcio, donde Rafael de
Pazzi, peleando valerosamente, la sustentó por algún rato; pero no pudiendo al fin resistir a número
tanto mayor, quedó preso, habiendo dado (como confesaban ellos) con su resistencia no pequeña
comodidad a los soldados de la Iglesia para salvarse. Pero la gente veneciana y con ella
Ramazzotto, que alojaba sobre el monte más eminente de San Lucas, no habiendo tenido noticia
sino tarde de la fuga del duque de Urbino, tomó para salvarse el camino de los montes por donde,
aunque recibían grandísimo daño, llegaron a la Romaña.
Tomáronse en esta victoria, sin pelear, quince piezas de artillería gruesa y muchas menores
del Papa y de los venecianos, el estandarte del propio Duque con otras banderas, gran parte del
bagaje de los eclesiásticos y casi todo el de los venecianos; desvalijados todos los hombres de armas
de la Iglesia y de los venecianos más de ciento y cincuenta, y del uno y otro ejército desbaratada
casi toda la infantería, presos Orsino de Mugnano y Julio Manfrone y muchos capitanes de menor
calidad.
En Bolonia no se cometieron homicidios ni se hizo violencia a ninguno de la nobleza ni al
pueblo; solamente prendieron al obispo de Chiusi y a otros muchos prelados secretarios y oficiales
que asistían al cardenal y que quedaron en el palacio de la residencia del Legado, porque a todos
había encubierto su partida.
Perdió el respeto el pueblo boloñés la misma noche y el día siguiente a una estatua de bronce
del Papa, sacándola por la plaza con muchas afrentas y escarnios, o porque fuesen autores los
soldados de los Bentivogli, o porque el pueblo, cansado de los trabajos y daños de la guerra, como
por su naturaleza es ingrato y deseoso de cosas nuevas, tenía odio al nombre y a la memoria de
quien había sido ocasión de la libertad y felicidad de su patria.
Estuvo otro día, que fue a 22 de Mayo, el Trivulcio en el mismo alojamiento, y al siguiente,
dejándose atrás a Bolonia, fue sobre el río Lidice y después se detuvo en Castillo de San Pedro, villa
situada en el fin del territorio de Bolonia, esperando saber, antes de ir más allá, cuál fuese la
intención del rey de Francia, o proceder adelante contra el Estado del Papa, o si por ventura,
contentándose con haber asegurado a Ferrara y quitado a la Iglesia Bolonia, que por su medio había
conquistado, quisiese detener el curso de la victoria.
Pero habiéndole ofrecido ocultamente Juan de Sassatello, capitán del Papa, quien, después de
echada de Imola la parte gibelina casi señoreaba aquella ciudad como cabeza de los güelfos,
entregarle a Imola, no la quiso aceptar hasta tener respuesta del Rey.
Restaba por ganar la ciudadela de Bolonia, donde estaba el obispo Vitello; ciudadela grande y
fuerte, pero mal proveída, según la costumbre de las fortalezas de la Iglesia, porque tenía pocos
infantes, pocas vituallas y casi ningunas municiones.
Oído el caso de Bolonia, mientras que la ciudadela estaba asediada, vino aquella noche de
Módena Vitfrust a persuadir al Obispo con grandes promesas que la diese al Emperador; mas el
obispo, habiendo hecho pactos al quinto día con los boloñeses de que quedasen libres las personas y
las haciendas de los que estaban dentro, y recibiendo obligación de que en cierto tiempo se le
pagarían tres mil ducados, se la entregó y, en teniéndola, corrieron luego popularmente con gran
presteza a arruinarla, incitándoles a lo mismo los Bentivogli, no tanto por hacerse bienquistos con
los ciudadanos, cuanto por sospecha de que el rey de Francia quisiese tenerla en su poder, como
había sido ya parecer de alguno de los capitanes que la pidiese; pero el Trivulcio lo contradijo,
juzgando que era contra la utilidad del Rey creer que quisiese apoderarse de Bolonia.
404

Recuperó con ocasión de esta victoria el duque de Ferrara, demás de Cento y la Pieve a
Cutignuola, Lugo y las otras villas de la Romaña. Al mismo tiempo echó de Carpi a Alberto Pío, el
cual lo poseía juntamente con él.
Recibió por la pérdida de Bolonia, como era justo, grandísimo pesar el Papa, afligiéndole no
solamente el estar enajenada de sí la principal y más importante ciudad (excepto Roma) de todo el
Estado eclesiástico, y el parecerle que estaba privado de aquella gloria que, según su concepto,
había granjeado, al conquistarla, con todo el mundo, sino de más de esto, por el miedo de que el
ejército vencedor siguiese la victoria, conociendo que no lo podía resistir. Deseoso de apartar las
ocasiones que le convidasen a pasar más adelante solicitaba que las reliquias de los soldados
venecianos, vueltos a llamar ya por el Senado, se embarcasen en el puerto de Cesena; y por la
misma ocasión ordenó le restituyesen los veinte mil ducados que había enviado primero a Venecia
para mover a los suizos, que todavía se hallaban en aquella ciudad. Ordenó también que el cardenal
de Nantes, de nación bretona, invitase como cosa suya al Trivulcio a la paz; mostrando que el
presente era el mejor tiempo para tratarla. Pero respondió éste que no convenía proceder con tanta
generalidad, sino que era necesario venir expresamente a lo particular; que el Rey había propuesto
las condiciones cuando deseaba la paz; que ahora debía el Papa hacer lo mismo; porque era tal el
estado de las cosas, que le pertenecía el desearla.
Procedía de esta manera el Papa, más por huir del peligro presente que por tener dispuesto el
ánimo a la paz, combatiendo juntamente en su pecho el miedo, la pertinacia, el odio y la ira.
En este mismo tiempo sucedió otro accidente que le dobló el dolor. Acusaban muchos al
cardenal de Pavía, unos de infidelidad, otros de temor y otros de imprudencia. Él, por excusarse, al
llegar a Rávena inmediatamente envió a anunciar al Papa su venida y a pedirle audiencia. Muy
alegre por esto el Papa, que le amaba grandemente, le respondió que fuese a comer con él, y yendo
acompañado de Diego Vaina y de la guarda de sus caballos, el duque de Urbino, por la antigua
enemistad que tenía con él, y encendido del enojo que por culpa suya (así decía él) había procedido
la rebelión de Bolonia y por ella la huida del ejército, saliéndole al encuentro acompañado de pocos
y entrando entre los caballos de su guarda, que por cortesía le daban lugar, mató al cardenal por su
propia mano con un puñal. Merecedor quizá por tan gran dignidad de no ser ofendido, pero
dignísimo por sus vicios enormes e infinitos de cualquier crudelísimo suplicio. Llegó luego al Papa
el rumor de su muerte, y comenzó con voces hasta el cielo y miserables quejas a lamentarse,
moviéndole sobre manera la pérdida de un cardenal que era tan su amigo y mucho más el ser
delante de sus ojos y por su mismo sobrino, con ejemplo no acostumbrado, violada la dignidad del
cardenalato; cosa tanto más pesada para él cuanto más hacía profesión de conservar y ensalzar la
autoridad eclesiástica. No pudiendo tolerar este dolor ni templar la furia, partió el mismo día de
Rávena para volver a Roma, y habiendo apenas llegado a Rímini, para que de todas partes a un
mismo tiempo le rodeasen infinitas y gravísimas calamidades, tuvo noticia de que en Bolonia,
Módena y otras muchas ciudades, se habían puesto en lugares públicos cédulas por donde se le
noticiaba la convocatoria del Concilio, con citación de que fuese a él personalmente. Porque el
obispo Gurgense, aunque había partido de Módena, caminando algunos días despacio y esperando
respuesta del embajador del rey de Escocia, enviado a Bolonia, sobre las proposiciones que el
mismo Papa le había hecho, habiendo venido éste con respuestas muy inciertas, envió luego a Milán
tres procuradores en nombre del Emperador, los cuales, juntos con los cardenales y con los
procuradores del rey de Francia, publicaron el Concilio para el primer día de Septiembre próximo
en la ciudad de Pisa.
Inclináronse más los cardenales a esta ciudad como lugar acomodado por la vecindad de la
mar para muchos que habían de venir al Concilio, y seguro, por la confianza que el rey de Francia
tenía en los florentinos, y porque otros muchos lugares, que hubieran sido capaces, eran
desacomodados o sospechosos para ellos y podían ser, con justo color, reprobados por el Papa. En
Francia no parecía justo convocarle, ni en algún lugar sujeto al Rey; Constanza, una de las villas
francas de Alemania, propuesta por el Emperador, aunque ilustre por la memoria de aquel famoso
405

Concilio, en donde, privados tres que procedían como Papas, se extirpó el cisma, continuado en la
Iglesia cerca de cuarenta años, parecía muy incómodo y sospechoso a la una y otra parte, y Turín,
por la vecindad de los suizos y de los Estados del rey de Francia; Bolonia, antes que se enajenase de
la Iglesia, no era segura para los cardenales, y después era lo mismo para el Papa.
Siguióse en alguna parte para la elección de Pisa la felicidad del agüero por la memoria de los
Concilios que se celebraron allí, prósperamente el uno, cuando casi todos los cardenales,
desamparado Gregorio XII y Benedicto XIII, que contendían sobre el Pontificado, celebrando el
Concilio en esta ciudad, eligieron por Papa. a Alejandro V; y el otro, más antiguamente, fue
celebrado allí, cerca del año 1136, por Inocencio II cuando fue condenado Pedro León Romano,
antipapa, el cual, haciéndose llamar Anacleto II, había, con el cisma, dado mucho trabajo no sólo a
Inocencio, sino a toda la cristiandad.
Dieron primero los florentinos su consentimiento al rey de Francia, habiéndolo deseado él,
proponiendo que era autor de la convocatoria del Concilio, no menos el Emperador que él, y que
también lo quería el rey de Aragón. Dignos fueron los florentinos de ser alabados, acaso más por el
silencio que por la prudencia o fortaleza de ánimo, porque o no teniendo atrevimiento para negar al
Rey lo que les era molesto, o no considerando cuántas dificultades y peligros podía producir un
Concilio que se celebraba contra la voluntad del Papa, tuvieron tan secreta esta determinación,
hecha en un Consejo de más de ciento y cincuenta ciudadanos, que fue incierto a los cardenales, a
quien el rey de Francia daba esperanza, mas no certidumbre, de que se lo habían concedido, y al
Papa no llegó alguna noticia de él.
Pretendían los cardenales poder ellos jurídicamente convocar el Concilio sin autoridad del
Papa, por la necesidad evidentísima que tenía la Iglesia de ser reformada (como decían), no
solamente en los miembros, sino asimismo en la cabeza, que es la persona del Papa, el cual, según
afirmaban, envejecido en la simonía y en las costumbres infames y perdidas, no siendo apto para
regir el Pontificado y sí autor de tantas guerras, era notoriamente incorregible con universal
escándalo de la cristiandad, para cuya salud no bastaba otra ninguna medicina que la convocatoria
del Concilio. Siendo el Papa negligente en hacerla, les había venido legítimamente la potestad de
convocarlo, mayormente juntándose la autoridad del electo Emperador y el consentimiento del Rey
Cristianísimo, con el concurso del clero de Alemania y de Francia. Añadían que el usar
frecuentemente de estas medicinas era, no solamente útil, sino necesario para el cuerpo enfermísimo
de la Iglesia, para extirpar los errores viejos, para proveer a los que nuevamente brotaban, para
declarar e interpretar las dudas que nacían cada día y para enmendar las materias que, habiéndose
ordenado desde el principio por bien, se demostraba tal vez con la experiencia ser dañosas. Para
esto habían instituido los padres antiguos en el Concilio de Constanza que perpetuamente en lo
venidero se celebrase Concilio de diez en diez años; que no tenían otro freno sino éste los Papas
para no salir del camino derecho, y que, ¿cómo se podría de otra manera estar seguros en tan gran
fragilidad de los hombres, en tantos estímulos que tiene nuestra vida para el mal, si quien tiene
suma licencia supiese que nunca había de dar cuenta de sí mismo?
Por otra parte, impugnando muchos estas razones y arrimándose más a la doctrina de los
teólogos que a la de los canonistas, decían que la autoridad de convocar el Concilio estaba
solamente en la persona del Papa, aun cuando estuviese manchado por todos los vicios, como no
fuese sospechoso de herejía, y que, interpretándolo de otra manera, estaría en manos de pocos (lo
que no se podía consentir de ninguna suerte) o por ambición o por odios particulares, encubriendo
la intención dañada con colores falsos, alterar cada día el estado quieto de la Iglesia; que las
medicinas todas por su naturaleza son saludables; pero no aplicadas con la proporción debida y a
tiempos convenientes, serían antes veneno que medicinas; y por esto, condenando a aquellos que
opinaban diferentemente, llamaban a esta congregación, no Concilio, sino materias de división de la
unidad de la Sede Apostólica, principio de cisma en la Iglesia de Dios y diabólico conciliábulo.

FIN DEL LIBRO IX.


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LIBRO DÉCIMO

Sumario
Estando el rey de Francia en tan feliz progreso de victoria, volvió a llamar al ejército a Milán,
y ensoberbecido el Papa con su retirada, no como vencido, sino como vencedor, ofrecía al rey de
Francia la paz; mas, habiendo sido impedida por muchas ocasiones, sucedió la enemistad entre
ellos. Estaba el Papa muy deseoso de hacer guerra a Francia, y aunque no tenía ayuda de Inglaterra,
con todo eso, entrando en liga con los venecianos, con el Rey Católico y con el Emperador, no dudó
proseguir contra el Rey la empresa comenzada de la guerra, y no le espantó el Concilio del clero
galicano, que le negó casi la obediencia, ni la rebelión de muchos cardenales que le llamaron a Pisa
a un Concilio que ellos habían convocado; por lo cual, convocando otro en Roma, hizo con las
descomuniones que publicó contra Pisa, Florencia y Luca, y contra los cardenales cómplices del
conciliábulo, que el de Pisa y el de Milán (que era uno mismo), pasándose de un lugar a otro, se
disolviese; por lo cual, siguiéndose todavía la empresa de la guerra, se vino al fin a la memorable
batalla de Rávena, donde, quedando los franceses superiores con victoria sangrienta, fue principio
de que la reputación francesa comenzase del todo a declinar en Italia.

Capítulo I
Condiciones de la paz ofrecida al rey de Francia por el Pontífice.—Proyectos del emperador
Maximiliano.—El Papa convoca en Roma un Concilio.—Montepulciano es restituído a los
florentinos.—Combates en el Friul.—Accidente que sufre el Papa, a quien se juzga muerto.—
Colonna y Savello intentan sublevar al pueblo romano.—Restablécese el Papa del accidente, y
absuelve a su sobrino del homicidio del cardenal de Pavía.—Pedro Navarro en Italia.

Esperábase con gran suspensión de los ánimos en toda Italia y en la mayor parte de las
provincias de la cristiandad lo que el rey de Francia determinaría hacer después de alcanzada la
victoria, porque todos veían manifiestamente que estaba en su mano ocupar a Roma y todo el estado
de la Iglesia, por encontrarse la gente del Papa casi toda esparcida y deshecha, y mucho más la de
los venecianos; no habiendo en Italia otras armas que pudiesen detener la furia del vencedor, y
pareciendo que el Papa, defendido solamente por la majestad del Pontificado, quedaba por otro
cualquier respeto a la discreción de la fortuna. Con todo eso, el rey de Francia, o refrenándole la
reverencia de la religión, o temiendo, si pasase más adelante, irritar contra sí el ánimo de todos los
Príncipes, determinado a no usar de la ocasión de la victoria, ordenó a Juan Jacobo Trivulcio, con
consejo por ventura más piadoso que útil, que, dejando a Bolonia en manos de los Bentivogli, y
restituyendo a la Iglesia lo demás que hubiese ocupado, llevase luego el ejército al ducado de Milán.
Añadió a los hechos mansos palabras y demostraciones corteses; estorbó que se hiciese en su reino
señal alguna de pública alegría, y afirmó hartas veces en la presencia de muchos, que si bien no
había errado ni contra la Sede Apostólica ni contra el Papa, ni hecho cosa alguna sino provocado y
necesitado, con todo eso, por reverencia a aquella Sede quería humillarse y pedirle perdón,
persuadiéndose, de que el Papa, certificado por la experiencia de las dificultades que tenían sus
conceptos y asegurado de los recelos que vanamente tenía de él, había de desear la paz con todo el
ánimo, cuyo trato nunca se había dejado totalmente, porque el Papa, desde antes de partir de
407

Bolonia, había enviado al Rey por esta causa al embajador del rey de Escocia, continuando el tratar
lo que por él mismo se había comenzado con el obispo Gurgense.
Siguiendo los Bentivogli la autoridad del Rey, significaban al Papa que no querían ser
contumaces o rebeldes a la Iglesia, sino perseverar en la sujeción en que tantos años habían
continuado sus padres, en cuya señal habían restituido en su libertad al obispo de Chiusi, y, según el
uso antiguo, le habían puesto en el palacio como lugarteniente apostólico.
Partió, pues, el Trivulcio con el ejército, y se arrimó a la Mirándola para recuperarla, aunque
por los ruegos de Juan Francisco Pico había entrado en aquel lugar Vitfrust debajo de color de
tenerla en nombre del Emperador, y protestando al Trivulcio que, siendo jurisdicción del Imperio, se
abstuviese de ofenderla. Conociendo al fin que no bastaba la vana autoridad, se fue, recibiendo de él
algunas promesas, más aparentes por .la honra del Emperador que sustanciales. Lo mismo hizo Juan
Francisco, habiendo sacado salvoconducto para las haciendas y personas, y el Trivulcio, no teniendo
otra empresa que hacer, enviando para guarda de Verona quinientas lanzas y tres mil infantes
tudescos, debajo del gobierno del capitán Jacobo, y despidiendo la otra infantería, excepto dos mil
quinientos gascones, gobernados por Molardo y Mongirone, distribuyó la gente de armas por el
ducado de Milán.
No correspondía la disposición del Papa al deseo ni a la esperanza del Rey, porque volviendo
a cobrar ánimo Su Santidad por la disolución del ejército, endureciéndole más lo que parecía más
verosímil que le había de ablandar, estando todavía en Rímini oprimido de la gota y en medio de
tantas congojas, proponía, más como vencedor que vencido, por medio del mismo escocés, que en
lo venidero se pagase por el duque de Ferrara el censo acostumbrado antes de la disminución hecha
por el papa Alejandro; que la Iglesia tuviese en Ferrara un bisdómino como antes tenían los
venecianos, y le cediesen Lugo y los otros lugares que Alfonso de Este poseía en la Romaña.
Aunque parecían al Rey estas condiciones muy graves, con todo eso, era tan grande su deseo de la
paz con el Papa, que hizo responder que venía casi en todas estas peticiones como interviniese en
ellas el consentimiento del Emperador; pero el Papa, de vuelta ya en Roma, había mudado de
parecer, dándole atrevimiento, además del que se tomaba por sí mismo, los consejos del rey de
Aragón, el cual, habiendo entrado en mayores recelos por la victoria del rey de Francia, dejó luego
todos los aparatos que había hecho para pasar personalmente a África, donde continuamente tenía
guerra con los moros, y volviendo a llamar a Pedro Navarro con tres mil infantes españoles, le
envió al reino de Nápoles, asegurando a un mismo tiempo sus cosas propias y dando ánimo al Papa
para apartarse más de la concordia. Respondió que no quería la paz si juntamente no se componía el
Emperador con los venecianos; si Alfonso de Este, demás de las primeras demandas, no le restituía
los gastos hechos en la guerra, y si el Rey no se obligaba a no impedirle la recuperación de Bolonia;
pues esta ciudad, como rebelada de la Iglesia, estaba ya sujeta al entredicho eclesiástico, y para talar
las mieses de su comarca había enviado a Marco Antonio Colonna y a Ramazzotto, si bien éstos,
entrando con trabajo en el Boloñés, fueron echados fácilmente por el pueblo.
Con todo, el Papa, vencido por los ruegos de los cardenales, consintió en la libertad del
cardenal de Aux, que había estado hasta aquel día preso en el castillo de Sant Angelo, pero con
condición de que no saliese del palacio Vaticano hasta que fuesen libres todos los prelados y
oficiales que habían sido presos en Bolonia, y que después no pudiese salir de Roma, so pena de
cuarenta mil ducados, de lo cual diese seguridad a propósito; aunque poco después le consintió
volverse a Francia, prohibiéndole, bajo de la misma pena, entrar en el Concilio.
Conmovió tanto más la respuesta del Papa el ánimo del Rey, cuanto más se había persuadido
que debía aceptar las condiciones que él mismo había propuesto; por lo cual, determinando impedir
que recuperase a Bolonia, envió a aquella ciudad cuatrocientas lanzas, y pocos días después la tomó
en su protección a ella y a los Bentivogli, sin recibir de ellos ninguna obligación de darle gente o
dinero; y conociendo que le era más necesario que nunca la unión con el Emperador, si bien
primero tenía alguna inclinación a no darle la gente prometida en la capitulación hecha con el
Gurgense, si no pasaba personalmente a Italia, porque debajo de esta .condición había concertado
408

dársela, ordenó que del Estado de Milán fuese el número de la gente prometida debajo del gobierno
de la Paliza, porque el Trivulcio, que era la persona que el Emperador había pedido, rehusaba ir.
Había venido el Emperador a Insbruck, por una parte ardiente para la guerra contra los
venecianos y por otra combatido en su mismo ánimo por diversos pensamientos, porque,
considerando que todos los progresos que hiciesen serían al fin de poca consideración, si no se
tomaba a Padua, y que para esto se necesitaban tantas fuerzas y aparatos que era casi imposible
juntarlos, unas veces se volvía al deseo de concordarse con los venecianos (a lo cual le aconsejaba
mucho el Rey Católico), y otras, llevado de sus designios vanos, pensaba ir personalmente a Roma
con el ejército para ocupar todo el Estado de la Iglesia, como deseaba mucho tiempo hacía;
prometiéndose que, demás de la gente francesa, conduciría consigo poderoso ejército de Alemania.
Pero no correspondiendo después, por sus cortas fuerzas y desórdenes las ejecuciones a los
pensamientos, prometiendo unas veces que vendría en persona y otras que enviaría gente, gastaba el
tiempo sin poner en ejecución alguna empresa. Parecía por esto muy pesado al rey de Francia el
haber de sustentar solo todo el peso, y esta sola razón, muy conforme a su tenacidad, influía
repetidas veces más en él, que lo que muchas en contrario le persuadían de que el Emperador, si no
fuese ayudado poderosamente por él, se uniría al fin con sus enemigos, por lo cual, demás de
sustentar por necesidad mucho mayor gasto, caerían sus Estados de Italia en gravísimos peligros.
Entibiábanse en esta duda y dificultad los alborotos de las armas temporales, pero andaban
muy encendidos los de las espirituales, así de la parte de los cardenales autores del Concilio, como
de la parte del Papa, atento todo a oprimir este mal antes que hiciese mayor progreso. Habíase
(como he dicho arriba) convocado el Concilio con la autoridad del Rey de Romanos y del de
Francia, interviniendo en la convocatoria los cardenales de Santa Cruz, de Saint-Malo, de Bayeux y
de Cosenza, y conviniendo con ellos manifiestamente el cardenal de San Severino. Sucesivamente
intervenían en las consultas y deliberaciones que se tomaban los procuradores de ambos reyes; mas
los cinco cardenales, autores de esta peste, habían añadido a la intención, para darle mayor
autoridad, el nombre de otros cardenales. Albret, cardenal francés, aunque accedía de mala gana, no
podía desobedecer las órdenes de su Rey y de los otros nombrados por ellos; el cardenal Adriano y
el cardenal de Finale afirmaban públicamente que no se había hecho la convocatoria por su orden ni
con su consentimiento; por lo cual, no declarándose en esta materia más de seis cardenales,
esperando el Papa que fácilmente les podría hacer desistir de esta locura, trataba continuamente con
ellos, ofreciéndoles perdón por lo que habían cometido, y con tal seguridad, que no pudiesen temer
ser ofendidos; cosas que los cardenales oían fingidamente. Mas no por esto cesaba en aplicar
remedios más poderosos; así, por consejo (según se dijo) de Antonio del Monte de San Sovino, uno
de los cardenales creados últimamente en Rávena, queriendo purgar la negligencia, convocó el
Concilio universal para el primer día de Mayo próximo, en la ciudad de Roma, en la iglesia de San
Juan Laterano.
Pretendió que, por esta convocatoria, había disuelto el Concilio convocado por sus contrarios,
y que al que estaba señalado por él, pasaba jurídicamente el poder y la autoridad de todos, no
obstante que alegasen los cardenales que, si bien esto era verdad en principio, con todo eso, puesto
que ellos se habían adelantado a convocar el Concilio, debía tener lugar el convocado e intimado
por ellos.
Convocado el Concilio, teniendo ya más confianza en sus derechos y esperando poder atraer a
su amistad al cardenal de Santa Cruz, el cual, por ambición de ser Papa, había sido en mucha parte
autor de este movimiento, y lo mismo al de Saint-Malo y al de Cosenza, porque de los otros no
había perdido todavía la esperanza de reducirlos a su obediencia, publicó contra aquellos tres un
Monitorio para que, dentro de sesenta. y cinco días, se presentasen en su presencia, so pena de
privación de la dignidad del cardenalato y de todos los bienes eclesiásticos; y porque se dispusiesen
más fácilmente a esto envió el Colegio de los Cardenales un auditor de la Rota a rogarles e
intimarles que, depuestas las diferencias privadas, volviesen a la unión de la Iglesia; ofreciéndoles
que les haría conceder cualquier seguridad que deseasen.
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En este mismo tiempo, estando irresoluto su ánimo o moviéndole otra razón, oía
continuamente la plática de la paz con el rey de Francia, la cual trataban los embajadores del Rey
con él y con el Rey el mismo embajador del de Escocia y el obispo de Tívoli, nuncio apostólico; y
por otra parte trataba de hacer con el rey de Aragón y con los venecianos nueva confederación
contra los franceses.
Procuró en este mismo tiempo que fuese restituido a los florentinos Montepulciano, no por
amor que les tuviese, sino por recelos de que, estando acabada la tregua que tenían con los sieneses,
llamasen a la Toscana para estar más poderosos, y recuperar aquel lugar a la gente francesa; y
aunque causaba disgusto al Papa que recuperasen los florentinos a Montepulciano y hubiese
enviado ya a Siena para impedirlo a Juan Vitello con cien hombres de armas por cuenta de él y de
los sieneses, y a Julio Vaina con cien caballos ligeros, con todo eso, considerando después mejor
que, cuando se mostrase mayor la dificultad, tanto más se incitarían los florentinos a llamar a los
franceses, determinó (para que el Rey no tuviese ocasión de enviar gente a lugar cerca de Roma)
acudir a este peligro de otra suerte, en lo cual consentía Pandolfo Petrucci.
Habiéndole mantenido en esto artificiosamente los florentinos, tratóse la materia muchos días,
porque como muchas veces las cosas pequeñas no tienen menores dificultades ni son más fáciles de
desenredar que las muy grandes, quería Pandolfo, por no incurrir en el odio del pueblo sienés, que
se procediese de manera que pareciese que no había algún otro medio para asegurarse de la guerra y
no perder el ánimo del Papa. Querían, demás de esto, el Papa y él que al mismo tiempo se hiciese
confederación entre los florentinos y los sieneses para defensa de sus Estados. Por otra parte temían
que los de Montepulciano, recatándose de lo que se trataba, rindiéndose por sí mismos a los
florentinos volviesen a ganar su gracia, y los florentinos, conseguido su intento, estuviesen después
resistentes en hacer la confederación, por lo cual fue enviado a alojar a Montepulciano Juan Vitello,
y el Papa envió a Jacobo Simonetta, auditor de la Rota (el cual, pocos años después, fue promovido
al cardenalato), para que, por su medio, se acomodas en las cosas de Montepulciano, de suerte que
al fin en un mismo tiempo se hizo confederación por veinticinco años entre los florentinos y los
sieneses, y Montepulciano volvió al poder de los florentinos, interponiéndose Simonetta para el
perdón y la confirmación de las exenciones antiguas.
Habían estado por algunos meses más quietas de lo que solían las cosas entre el Rey de
Romanos y los venecianos, porque los tudescos, faltos de gente y de dinero, no juzgaban que harían
poco si conservaban a Verona, y el ejército veneciano, no estando poderoso para expugnar aquella
ciudad, estaba alojado entre Soave y Lunigo, y desde allí una noche abrasaron del uno y otro lado
del Adige gran parte de las mieses de los veroneses, si bien siendo acometidos a la retirada,
perdieron trescientos infantes.
A la fama de acercarse a Verona la Paliza con mil y doscientas lanzas y ocho mil infantes, se
retiró su ejército hacia Vicenza y Lignago en lugar fuerte y casi como en isla por unas aguas y
algunas cortaduras que habían hecho, si bien no estuvo firme muchos días en este alojamiento,
porque, habiendo llegado a Verona la Paliza con parte de la gente y saliendo luego sin esperar a
todos, juntamente con los tudescos, a la campaña, se retiró como huyendo a Lunigo y después con
el mismo terror, desamparando a Vicenza y a todos los otros lugares y al Polesino de Rovigo
(despojos unas veces de los venecianos y otras del duque de Ferrara), se distribuyeron los
venecianos en Padua y en Treviso. Vinieron de Venecia a la defensa de estas ciudades, de la misma
suerte que antes lo habían hecho a Padua, muchos mozos de la nobleza veneciana. Saqueó el
ejército francés y tudesco a Lunigo y se les rindió Vicenza, quedando por presa miserable de los
más poderosos en la campaña.
Pero cualquier esfuerzo y conquista era de poca consideración para el fin de las cosas,
mientras conservaban los venecianos a Padua y Treviso, porque, con la oportunidad de aquellas
ciudades, luego que los tudescos no tuviesen las ayudas de Francia, recuperarían sin dificultad lo
perdido; por lo cual el ejército, después de estos progresos, se detuvo muchos días en el puente
Barberano, esperando o la venida o la determinación del Emperador; el cual habiendo venido entre
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Trento y Rovere, atento al mismo tiempo a entretenerse en la caza de las fieras (como lo solía hacer)
y a enviar infantes a Italia, prometía venir a Montagnana, ofreciendo unas veces que haría la
empresa de Padua, otras la de Treviso y otras que iría a ocupar a Roma; variando en todas por su
inestabilidad, hallando por su gran pobreza no menos dificultad que en las otras cosas, en la ida a
Roma; porque ir a aquella ciudad con tantas fuerzas de franceses, parecía cosa muy ajena de su
seguridad y dignidad, y el peligro de que, en ausentándose aquel ejército, acometiesen los
venecianos a Verona, le obligaba a dejarla guardada con poderoso presidio.
También el rey de Francia dificultaba que se apartase tanto espacio de país su gente del
Estado de Milán, porque le quedaba muy poca esperanza de la paz con los suizos; los cuales, demás
de mostrarse inclinados a los deseos del Papa, decían públicamente al embajador del rey de Francia
que era muy molesta a aquella nación la ruina de los venecianos por las conveniencias que tienen
juntas las Repúblicas.
Resolviéronse finalmente los conceptos y discursos grandes del Emperador (según su antigua
costumbre) en efectos indignos de su nombre porque, acrecentando al ejército con trescientos
hombres de armas tudescos, y por otra parte, oyendo a los embajadores de los venecianos (con los
cuales trataba continuamente) y habiendo hecho venir a la Paliza, primero a Lungara, cerca de
Vicenza, y después a Santa Cruz, le pidió que fuese a tomar a Castelnuovo, pasó debajo de la Scala,
hacia el Friul a veinte millas de Feltro, para facilitarle la bajada por aquella parte. Fue la Paliza por
esta causa a Montebellona, distante diez millas de Treviso, y enviando de allí quinientos caballos y
dos mil infantes para abrir el paso de Castelnuovo se fueron, en abriéndole, a la Scala.
En este tiempo los caballos ligeros de los venecianos, que corrían sin ningún estorbo por todo
el país, rompieron junto a Marostico cerca de setecientos infantes y muchos caballos franceses e
italianos que iban de Verona a Soave a juntarse con trescientas lanzas francesas para pasar
seguramente al ejército, las cuales habiendo venido en seguimiento de la Paliza, esperaban en aquel
lugar su orden. Aunque al principio, sucediendo con prosperidad las cosas para los franceses y
tudescos, fuese preso el conde Guido Rangone, capitán de los venecianos, con todo eso, acudiendo
muchos villanos en favor de los venecianos, quedaron victoriosos, muertos cerca de cuatrocientos
infantes franceses y presos Mongirone y Riccimar, sus capitanes.
Continuamente se entibiaba ya lo que estaba ordenado, porque viendo el rey de Francia que
no correspondían los aparatos del Emperador con sus ofertas, apartándose de Italia, se volvió del
Delfinado (donde se había detenido muchos días) a Blois, y el Emperador se había retirado a Trento
con determinación de no ir más personalmente al ejército, y en lugar de ocupar todo aquello que
poseían los venecianos en tierra firme o verdaderamente a Roma con todo el Estado eclesiástico,
proponía que los tudescos entrasen en el Friul y en el Trevisano, no tanto por hacer vejaciones a los
venecianos, cuanto por obligar a las villas del país a pagar dinero para librarse de los robos y sacos;
y que los franceses, para que los suyos no fuesen impedidos, se adelantasen metiendo en Verona
(donde había gran pes. te) doscientas lanzas. Consintió en todo esto la Paliza, y habiéndose juntado
con él Obigni, capitán de las trescientas lanzas que estaban en Soave, hizo alto sobre el río de la
Piave. Demás de esto, dejaron los tudescos, para mayor seguridad de Verona, doscientos caballos en
Soave, los cuales estando con gran descuido, sin avanzada ni guardas, fueron casi todos una noche
muertos o presos por cuatrocientos caballos ligeros y cuatrocientos infantes de los venecianos.
Habíase trabajado diferentemente todo este año en el Friul, en Istria y en las partes del Trieste
y de Fiume, según lo acostumbrado, por tierra y por mar con pequeños bajeles; viéndose robados
aquellos infelices países unas veces por la una parte y otras por la contraria. Entró después en el
Friul el ejército tudesco, y habiéndose presentado en Udina, lugar principal de aquella provincia y
donde residen los oficiales de los venecianos, huyendo estos vilmente, se rindió luego el lugar, y
después, con el mismo curso de la victoria, hizo lo mismo todo el Friul, pagando cada lugar la
cantidad de dinero que su posibilidad sufría. Quedaba Gradisca, que está situada sobre el río
Lisonzio, donde estaba Luis Mocenigo, proveedor del Friul, con trescientos caballos y mucha
infantería. Este lugar, batido con la artillería y habiéndose defendido del primer asalto, se rindió por
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la instancia de los soldados, quedando preso el proveedor del Friul. Volvieron los tudescos a
juntarse con la Paliza que estaba alojado a cinco millas de Treviso, y se arrimaron a esta ciudad
unidamente porque el Emperador hacía gran instancia para que se intentase expugnarla; mas
habiéndola hallado muy fortificada por todas partes y teniendo falta de gastadores, de municiones y
de otras provisiones necesarias, perdiendo enteramente la esperanza de ganar la victoria, se
apartaron de ella.
Partió pocos días después la Paliza para volverse al ducado de Milán por orden del Rey,
porque continuamente crecía el temor de nuevas confederaciones y movimientos de los suizos.
Fueron siempre en su seguimiento, cuando se retiraba, los estradiotas de los venecianos, esperando
que le podrían ofender, a lo menos cuando pasase los ríos Brenta y Adige; pero pasó seguramente
por todas partes, habiendo desvalijado antes de pasar el Brenta doscientos caballos de los
venecianos que estaban alojados fuera de Padua, y preso a Pedro de Lunghera, su capitán.
Dejó su partida muy confusos a los tudescos, porque, no habiendo podido alcanzar que
quedasen en guarda de Verona otras trescientas lanzas francesas, se vieron obligados a retirarse,
dejando por despojo a los enemi. gos todo lo que habían ganado aquel verano, por lo cual la gente
de los venecianos (cuyo gobernador era, por la muerte de Lucio Malvezzo, Juan Paulo Baglione)
recobró luego a Vicenza, y después, entrando en el Friul, asolada Cremona, tomó todo el país,
excepto Gradisca, aunque la combatieron vanamente; si bien pocos días después unos infantes
enviados del condado de Tirol, ganaron a Cadoro y saquearon a Belona. De esta manera, con
efectos ligeros y poco durables, se acabaron en el verano presente los movimientos de las armas, sin
provecho, mas no sin ignominia del nombre del Emperador, y con aumento de la reputación de los
venecianos que, acometidos dos años por los ejércitos imperiales y franceses, retuvieron al fin las
mismas fuerzas y dominio.
Estas cosas, si bien miraban derechamente contra el Emperador, dañaban mucho más al rey de
Francia porque, mientras temiendo quizá las prosperidades y aumento del Emperador, o
aconsejándose con fundamentos falsos, o no conociendo los peligros cercanos, o ahogada la
prudencia por la avaricia, no daba al Emperador tales ayudas que pudiese afianzar la victoria
deseada, le puso en ocasión y casi en necesidad de inclinar los oídos a aquellos que jamás acababan
de persuadirle que se apartase de él, conservando al mismo tiempo en tal estado a los venecianos
que pudiesen con mayores fuerzas unirse con aquellos que deseaban abatir su poder, y ya
comenzaba a verse algún indicio de que en la mente del Emperador, y especialmente respecto a la
causa del Concilio, se levantaban nuevos pensamientos, pareciendo que se había entibiado su
ánimo, mayormente después de la convocatoria del Concilio Lateranense, pues no envió al de Pisa,
según lo que había prometido muchas veces, ningún prelado tudesco en nombre de Alemania, ni
procuradores que asistiesen en su nombre, no pudiendo obligarle a esto el ejemplo del rey de
Francia, el cual había ordenado que en nombre de toda la Iglesia galicana, fuesen veinticuatro
obispos, y que todos los otros prelados de su reino, o fuesen personalmente, o enviasen
procuradores.
Con todo eso, o por excusar esta dilación, o porque verdaderamente fuese así su deseo,
comenzó en este mismo tiempo a hacer instancia para que por mayor comodidad de los prelados de
la Germanía, y porque afirmaba que quería intervenir personal. mente, se pasase a Mantua o a
Verona o a Trento el Concilio convocado para Pisa. Esta proposición (molesta por varias causas a
todos los otros) era solamente de gusto para el cardenal de Santa Cruz, el cual, con gran codicia del
Pontificado (a cuyo fin había sembrado estas discordias), esperaba, con el favor del Emperador, en
cuya amistad fiaba grandemente su deseo, que podría con facilidad lograrlo. Pero quedando débil y
casi nula la causa del Concilio sin la autoridad del Emperador, le enviaron de común
consentimiento a suplicar con el cardenal de San Severino que hiciese caminar a los prelados y
procuradores que tantas veces había prometido, y a darle la palabra de que, en empezando el
Concilio en Pisa, lo pasarían al mismo lugar que determinase, mostrándole que el pasarle primero
sería muy perjudicial para la causa común, y especial. mente porque era de suma importancia
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cumplir lo que se había intimado al Pontífice. Fue a hacer la misma instancia con el cardenal, de
parte del rey de Francia, Galeazzo su hermano, al cual con felicidad no semejante a la desventura de
Luis Sforza, su primer señor, le había honrado con el oficio de su caballerizo mayor.
Pero principalmente le envió el Rey para confirmar con varias ofertas y partidos nuevos el
ánimo del Emperador, por cuya inestabilidad estaba en gran suspensión y recelos, aunque al mismo
tiempo no estaba sin esperanza de concluir la paz con el Papa, la cual, tratada en Roma por los
cardenales de Nantes y de Strigonia, y en Francia por el obispo escocés y el de Tívoli, estaba
reducida a tales términos, que, ajustadas casi todas las condiciones, había enviado el Papa al obispo
de Tívoli autoridad para darla perfección; aunque insertas en el mandato algunas limitaciones que
daban grandes indicios de que su voluntad no era lo que decían sus palabras, y mayormente
sabiéndose que al mismo tiempo trataba con muchos potentados cosas enteramente contrarias a ésta.
Faltó poco en esta duda para que detuviese todas las pláticas y los principios de los males que
se prevenían el accidente imprevisto del Papa, el cual cayendo malo a 17 de Agosto, al cuarto día de
su enfermedad le apretó de manera un grande paroxismo, que algunas horas creyeron los presentes
que estaba muerto. Corriendo la fama por todas partes de que había acabado, se movieron para venir
a Roma muchos cardenales ausentes, y entre otros aquellos que habían convocado el Concilio. No
hubo en Roma menor alboroto del que suele haber en la muerte de los Papas, antes se vieron
semillas de mayores inquietudes, porque Pompeyo Colonna, obispo de Rieti, y Antimo Savello,
mozos sediciosos de la nobleza romana, llamando al Campidoglio al pueblo de Roma, procuraron
encenderle con palabras sediciosas a ponerse en libertad.25
Volvió el Papa de aquel accidente tan peligroso, y estando ya algo aliviado de él, siendo
todavía mucho mayor el miedo que la esperanza de su vida, absolvió el día siguiente, presentes los
cardenales congregados en forma de Consistorio, a su sobrino de la muerte del cardenal de Pavía,
no por vía de justicia, como antes se había tratado, repugnando a esto la brevedad del tiempo, sino,
como a penitente, por gracia e indulgencia apostólica. Solicitó que en el mismo Consistorio se
hiciese canónicamente la elección de su sucesor; y queriendo prohibir a los otros el ascender a tan
gran dignidad por el medio con que él había subido, hizo publicar una bula llena de penas horribles

25 El Rey, al llegar a este punto, deja sin traducir algunos párrafos del texto de Guicciardini, que, compendiando las
arengas de los que excitaban a la rebelión, dicen así:
«Sobrado tiempo ha estado oprimida la hidalguía romana; sobrado tiempo es siervo aquel espíritu dominador
del mundo entero. Puede acaso excusarse que en siglos anteriores, por la reverencia de la religión, cuyo nombre iba
acompañado de santísimas costumbres y de grandes milagros, no por la fuerza de las armas, ni por violencia alguna,
los antepasados cediesen al imperio de los clérigos, sometiendo voluntariamente el cuello al suave yugo de la
piedad cristiana. Pero ahora ¿qué necesidad, qué virtud, que dignidad puede excusar en modo alguno la infamia de
la servidumbre? ¿Acaso la integridad de vida? ¿Acaso los santos ejemplos del sacerdocio? ¿Los milagros que
realizan? ¿Qué generación puede haber en el mundo más corrompida, más envilecida y de costumbres más indignas
y relajadas? ¡Generación en la cual, lo único milagroso es, que Dios, fuente de la justicia, por tanto tiempo sufra tan
gran maldad!
»Podría acaso mantenerse esta tiranía por la fuerza de las arinas, o por el ingenio de los hombres, o por la idea
constante de la conservación de la majestad del Pontificado. Pero ¿qué generación hay más ajena a los estudios y a
las fatigas de la milicia, más entregada al ocio y a los placeres, más desdeñosa de la dignidad y bienestar de sus
sucesores?
»Dos Principados hay iguales en el mundo: el del Pontífice romano y el del Sultán del Cairo, porque ni la
dignidad del Sultán ni los grados de los mamelucos son hereditarios, sino que, pasando de gente en gente, se
conceden hasta a los extranjeros. Es, sin embargo, más vituperable la servidumbre de los romanos que la de los
pueblos de Egipto y de Siria, porque la infamia de estos pueblos la excusa en parte ser los mamelucos hombres
belicosos y feroces, avezados a las fatigas y a una vida ajena a todo género de comodidades. Pero ¿a quién sirven
los romanos? A gente ociosa y cobarde; a extranjeros, con frecuencia tan innobles de sangre como de costumbres.
»Hora es ya de despertar para siempre de somnolencia tan grave; de recordar que el nombre de romano es
gloriosísimo cuando le acompaña la virtud, pero que cubre de vituperio e infamia a quien procura olvidar la
honrada gloria de sus mayores.
»La ocasión presente es oportuna, porque júntase a la muerte del Pontífice la discordia entre los eclesiásticos, la
desunión de voluntades de los reyes poderosos; Italia llena de soldados y alborotos, y odiosa a todos los Príncipes,
más que en tiempo alguno, la tiranía sacerdotal.»
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contra aquellos que procurasen, o con dinero o con otros premios, ser elegidos Pontífices, anulando
la elección que se hiciese por simonía, y dando el camino muy fácil a cualquier cardenal para
contradecirla. Había pronunciado esta constitución desde cuando estuvo en Bolonia, enojado
entonces contra algunos cardenales que procuraban públicamente alcanzar promesas de otros para
ser elegidos Pontífices después de su muerte.
Desde este día mejoró evidentemente, procediendo, o de su complexión muy robusta, o por
reservarle los hados como autor y ocasión principal de más largas y mayores calamidades de Italia,
porque no se podía atribuir su salud ni a su virtud ni a los remedios de los médicos, a quienes no
obedecía en nada, comiendo en el ardor de la enfermedad manzanas crudas y cosas contrarias a sus
órdenes.
Aliviado del peligro de la muerte, volvió a sus trabajos y pensamientos acostumbrados,
continuando a un mismo tiempo el tratar la paz con el rey de Francia, y con el de Aragón y el
Senado veneciano confederación en ofensa de los franceses; y aunque tenía la voluntad más
inclinada a la guerra que a la paz, todavía alguna vez le removían muchas razones, ora en este, ora
en aquel parecer; inclinándole a la guerra, demás del odio antiguo contra el rey de Francia, y de la
dificultad de alcanzar en la paz todas las condiciones que deseaba, las persuasiones contrarias del
rey de Aragón, sospechoso más que nunca de que, habiendo hecho paz el rey de Francia con el
Papa, acometiese lo antes que le fuera posible al reino de Nápoles. Y para que estos consejos
tuviesen mayor autoridad, demás de la primera armada que había pasado gobernada por Pedro
Navarro de África a Sicilia, envió de nuevo otra de España, en la cual se decía que había quinientos
hombres de armas, setecientos jinetes y tres mil infantes; fuerzas que, añadidas a las otras, no eran
de poca consideración, por el número y valor de la gente. Pero con todo eso, el mismo Rey, con sus
artificios acostumbrados, mostraba que deseaba más la guerra contra los moros, y que no le
apartaría de aquel provecho y comodidad propia otra cosa sino la devoción que siem pre había
tenido a la Sede Apostólica; pero que, no pudiendo sustentar solo sus soldados, era necesaria la
ayuda del Papa y del Senado veneciano. Para que conviniesen con más facilidad en estas cosas, su
gente, que ya había desembarcado toda en la isla de Capri, junto a Nápoles, mostraba aprestarse
para pasar a África.
Espantaban al Papa estas demandas desproporcionadas, enfadábanle estos artificios y
obligábale a estar receloso el saber que aquel Rey no cesaba de dar esperanzas contrarias al rey de
Francia. Sabía que los venecianos no se apartarían de su voluntad, pero asimismo sabía que, por la
larga guerra, se les había enflaquecido el poder y disposición de gastar, y que el Senado por sí
mismo deseaba más atender por entonces a defender lo que era suyo que a entrar de nuevo en una
guerra que no se podría sustentar sin grandes gastos y casi intolerables. Esperaba que los suizos, por
la inclinación más común del pueblo, se declararían contra el rey de Francia, y no teniendo certeza
de ello, no se debía sujetar a tantos peligros. Por esta esperanza incierta, siéndole notorio que jamás
habían roto las pláticas con el rey de Francia, y que muchos de los principales a los cuales resultaba
muy gran provecho de la amistad de Francia, hacían todo lo que podían para que en la Dieta que
próximamente se había de juntar se renovase la confederación con el Rey.
Del ánimo del Emperador (aunque provocado continuamente por el Rey Católico, y natural
enemigo del nombre francés) tenía menos esperanza que miedo, sabiendo las grandes ofertas que le
habían hecho de nuevo contra los venecianos y contra sí; que el rey de Francia tenía posibilidad
para hacerlas, con efecto, mayores de lo que ninguno las pudiese haber hecho; que cuando el
Emperador se juntase con aquel Rey, se hacía por su autoridad muy formidable el Concilio, y que
juntas con buena correspondencia sus armas con las fuerzas y con el dinero del rey de Francia, y
con la oportunidad de los Estados de ambos, no podía tener alguna esperanza el Papa de la victoria,
la cual era muy dificultoso alcanzar contra el rey de Francia solo.
Alteraba su ánimo la esperanza de que el rey de Inglaterra hubiese de mover la guerra contra
el reino de Francia, inducido por los consejos y persuasiones del Rey Católico, su suegro, y por la
autoridad de la Sede Apostólica (grande entonces en aquella isla de Inglaterra), en cuyo nombre con
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ardientes ruegos había pedido su ayuda contra el rey de Francia como contra opresor y usurpador de
la Iglesia; pero mucho más movían a aquel Rey y a los pueblos de Inglaterra el odio natural contra
el pueblo francés, la edad juvenil y la gran cantidad de dinero que le dejó su padre, la cual se decía
por graves autores que subía a cantidad inestimable. Estas cosas encendían en el ánimo del mozo
(nuevo en el reino y que nunca había visto en su casa otra cosa que próspera fortuna), el deseo de
renovar las glorias de sus antecesores, los cuales, intitulándose reyes de Francia, y habiendo en
diferentes tiempos, siempre victoriosos, oprimido con grandes guerras aquel reino, no sólo habían
poseído por largos años en Guyena y la Normandía ricas y poderosas provincias, y preso en una
batalla dada junto a Poitiers al rey de Francia con dos hijos y con muchos de los principales señores,
sino asimismo ocupado, juntamente con la mayor parte del reino, la ciudad de París, metrópoli de
toda la Francia; y con tal suceso y terror, que es opinión constante que si Enrique V, su rey, no
hubiera muerto naturalmente en la flor y curso de las victorias, hubiera conquistado todo el reino de
Francia.
Removiendo el nuevo Rey en su ánimo la memoria de estas victorias, se conmovió
increíblemente, aunque su padre, cuando se moría, le recordó expresamente que conservase sobre
todas las cosas la paz con el rey de Francia, pues sólo con ella podían reinar los reyes de Inglaterra
segura y felizmente.
La guerra hecha por los ingleses al rey de Francia, mayormente si al mismo tiempo se viese
acometido por otras partes, no había duda alguna de que era de gran consideración, porque hería en
las entrañas de su Reino y porque, por la memoria de los sucesos pasados, era sumamente temido de
los franceses el nombre inglés. Con todo eso, el Papa, por la incertidumbre de la fe bárbara y por
estar tan remotos los países no podía fundar seguramente sus propósitos en este favor.
Estas eran las esperanzas del Papa. Por otra parte el rey de Francia aborrecía la guerra con la
Iglesia y deseaba la paz, mediante la cual, demás de desviarse la enemistad del Papa, se libraba de
las demandas importunas y de la necesidad de servir al Emperador. No dificultaba la anulación del
Concilio de Pisa, introducido solamente por él por inclinar con este medio el ánimo del Papa a la
paz, con tal que perdonase a los cardenales y a los otros que habían consentido y venido en él; más
por el contrario, le tenía suspenso la demanda de la restitución de Bolonia, siendo aquella ciudad,
por su sitio, muy a propósito para molestarle, porque temía que el Papa no aceptaría la paz
sinceramente ni con el ánimo dispuesto a guardarla si volviese a tener ocasiones, sino por librarse al
presente del peligro del Concilio y de las armas.
Esperaba todavía que había de confirmar el ánimo del Emperador con la grandeza de las
ofertas, y porque hasta ahora trataba con él los negocios comunes, no como su enemigo, sino como
su confederado, aconsejándole, entre otras cosas, que no conviniese en que Bolonia, ciudad tan
importante, vol. viese al poder del Papa. De los reyes de Aragón y de Inglaterra no desconfiaba
enteramente, no obstante el proceder ya casi manifiesto del uno y los rumores que se esparcían de la
intención del otro, y aunque sus embajadores juntos le habían aconsejado primero con modestas
palabras y debajo de color de amigables oficios y después con palabras más eficaces hiciese que los
cardenales y los prelados de su reino concurriesen al Concilio Lateranense y que prometiese volver
al poder de la Iglesia la ciudad la Bolonia, porque, por otra parte, fingiendo el inglés que quería
perseverar en la confederación que tenía con él y diciendo muchos de los suyos que esto era verdad,
creía que no intentaría ofenderle, y los artificios y fingimientos de los aragoneses eran tales, que,
dando menos crédito el Rey a los hechos que a las palabras con que afirmaba que jamás tomaría las
armas contra él, se dejaba persuadir en algún modo que aquel Rey no estaría tan unido con sus
enemigos con las armas declaradas como lo estaba con los consejos ocultos.
Engañábase tanto con estas vanas opiniones que, habiéndole dado esperanza aquellos que
seguían su parte cerca de los suizos de poderse reconciliar con la nación si convenía en lo que
pedían de aumentar las pensiones, lo negó de nuevo pertinazmente, alegando que no quería que le
pusiesen precio, antes usando de los remedios ásperos, donde eran necesarios los blandos, estorbó
que pudiesen sacar vituallas del Estado de Milán, y padeciendo grande incomodidad de ellos por la
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esterilidad del país, esperaba que se habían de reducir a renovar la confederación con las
condiciones antiguas.

Capítulo II
Florencia y Pisa son excomulgadas.—Discordia en Florencia.—Fingimientos del cardenal
Médicis con los florentinos.—Confederación del Pontífice con el Rey Católico y con los
venecianos.—Los cardenales del Concilio pisano son privados del capelo.—Discursos del alférez
mayor Sonderini.—Luca es excomulgada por haber recibido a los cardenales franceses.—El
Concilio es trasladado a Milán.—Los milaneses insultan a los cardenales del Concilio.

Llegó en este medio el primer día de Septiembre, que era el que estaba señalado para dar
principio al Concilio pisano, en el cual celebraron los procuradores de los cardenales que habían
venido a Pisa en sus nombres los actos pertenecientes a comenzarle. Enojado por esto grandemente
el Papa con los florentinos porque hubiesen consentido que en su dominio comenzase el
conciliábulo (al cual llamaba siempre con este nombre) declaró que las ciudades de Florencia y de
Pisa estaban sujetas al entredicho eclesiástico por la fuerza de la Bula del Concilio convocado por
él, en la cual se con. tenía que cualquiera que favoreciese el conciliábulo pisano fuese excomulgado
y entredicho y sujeto a todas las penas ordenadas severamente por las leyes contra los cismáticos y
herejes, amenazando acometerles con las armas, y eligió al cardenal de Médicis por legado en
Perusa. Habiendo muerto pocos días después el cardenal Regino, legado en Bolonia, le pasó a
aquella legación, para que, estando con tal autoridad cerca de sus confines el émulo de aquel
Estado, entrasen entre sí mismos en recelos y en confusión, dándole esperanza de que esto pudiese
suceder fácilmente por el estado en que entonces se hallaba aquella ciudad.
Porque demás de tener algunos deseos de la vuelta de la familia de los Médicis, reinaban entre
los otros ciudadanos de mayor consideración las discordias y divisiones (antigua enfermedad de
aquella ciudad), causa. das en este tiempo por la grandeza y autoridad del Alférez mayor, la cual no
podían sufrir algunos por ambición y emulación. Otros estaban malcontentos de que, tomándose en
la determinación de las materias quizá más mano de la que tocaba a su puesto, no dejase a. los otros
aquella parte que sus calidades merecían, doliéndose de que el gobierno de la ciudad, ordenado en
dos extremos, que son el poder público en una persona y el Consejo popular, tuviese falta (según la
recta institución de las Repúblicas) de un Senado ordenado justamente, por el cual, demás de ser
como temperamento entre el un extremo y el otro, alcanzasen los ciudadanos principales y más
calificados puesto honroso en la República, y que el Alférez mayor, elegido principalmente para
ordenar esto, por ambición o por sospecha vana, hiciese lo contrario.
Este deseo (que si bien era justo, no tenía tanta importancia que debiese volver los ánimos a
las divisiones, porque también, sin esto, alcanzaban honesto lugar, y al fin no se disponían las cosas
públicas sin ellos), fue origen y causa principal de gravísimos males en aquella ciudad.
Nació de estos fundamentos la división entre los ciudadanos, pareciendo a los émulos del
Alférez mayor que éste y el cardenal de Volterra, su hermano, tenían dependencia del rey de
Francia, y, confiados en esta amista se oponían cuanto podían a las determinaciones que se habían
de tomar en favor de aquel Rey, deseosos de que el Papa prevaleciese. De esto había naci. do
también que comenzase a ser menos odioso en la ciudad el nombre de la familia de los Médicis,
porque aquellos ciudadanos grandes que no deseaban su vuelta, por la emulación del Alférez mayor,
no concurrían ya en perseguirlos ni en impedir (como otras veces se había hecho) el trato de los
otros ciudadanos contra ellos; antes mostrando, por picar al Alférez mayor, que no estaban ajenos de
su amistad, hacían sombra a los otros para desear su grandeza. De esto nació que, no sólo en
aquellos que con seguridad eran sus amigos (que no eran de mucha consideración), se introducían
416

esperanzas de cosas nuevas, sino también muchos mozos nobles provocados, o por los muchos
gastos o por los enojos particulares o por codicia de abatir a los otros, apetecían la mudanza del
Estado por el medio de la vuelta de los Médicis. El cardenal de Médicis había con grande astucia
sustentado y aumentado muchos años esta disposición porque, después de la muerte de Pedro, su
hermano, cuyo nombre era temido y odioso, fin. giendo que no se quería introducir en las cosas de
Florencia y que no aspiraba a la antigua grandeza de los suyos, había recibido siempre con grandes
caricias a todos los florentinos que iban a Roma y trabajado con presteza en los negocios de todos y
no menos en los de aquellos que se habían descubierto contra su hermano, pasando de todo punto la
culpa en él, como si el odio y las ofensas se hubieran acabado con su muerte; y habiendo
continuado muchos años en este modo de proceder, acompañado de la fama en la corte de Roma de
que naturalmente era liberal, fácil en obedecer y apacible con todos, se había hecho en Florencia
grato a muchos, por lo cual, el papa Julio, deseoso de alterar aquel gobierno, le puso en aquella
legacía prudentemente.
Apelaron los florentinos del entredicho, no nombrando por ofender menos con la apelación, al
Concilio pisano, sino solamente al Sacro Concilio de la Iglesia universal, y como si por la apelación
se hubiera suspendido el efecto del entredicho, fueron obligados por orden del Supremo Magistrado
los sacerdotes de las cuatro iglesias principales a celebrar públicamente en ellas los divinos oficios,
por lo cual se descubría más la división de los ciudadanos, estando remitido al arbitrio de cualquiera
guardar o despreciar el entredicho, Por esto hicieron de nuevo instancia los embajadores de los
reyes de Aragón y de Inglaterra al rey de Francia, ofreciéndole la paz con el Papa, en caso que se
restituyese Bolonia a la Iglesia y que los cardenales viniesen al Concilio lateranense, a los cuales
ofrecían que les perdonaría el Papa. Pero, deteniéndole a venir en ello el respeto de Bolonia,
respondió que no defendía a una ciudad contumaz y rebelde de la Iglesia, debajo de cuyo dominio y
obediencia se regía como muchos años lo había hecho antes del pontificado de Julio; quien no
debería pedir más autoridad que aquella con la que la habían poseído sus antecesores; que asimismo
el Concilio pisano se había instituido con justísimo y santo propósito de reformar los desórdenes
notorios e intolerables que había en la Iglesia, a la cual, sin peligro de cisma o de división, se
restituiría fácilmente su antiguo lustre, si el Papa, como era justo y conveniente, viniera a aquel
Concilio; añadiendo que su inquietud de ánimo, encendido para las guerras y para los alborotos, le
había forzado a obligarse a la protección de Bolonia y que por esto no quería faltar, por su honra, a
defenderla, de la misma suerte que defendía la ciudad de París.
El Papa, pues, apartados todos los pensamientos de la paz por los odios y apetitos antiguos
que le causaba la codicia de Bolonia y el enojo y temor del Concilio, y, finalmente, por los recelos
que tenía, si difiriese más el tomar resolución, de que le desampararían todos, porque ya los
soldados españoles, mostrando que habían de pasar a África, comenzaban a embarcarse en Capri,
determinó hacer la confederación tratada con el Rey Católico y con el Senado veneciano, la cual se
publicó solemnemente a cinco de Octubre, presente el Papa y todos los cardenales en la iglesia de
Santa María del Popolo.
Contenía que se confederaban principalmente para conservar la unión de la Iglesia; para
extirpación, por defenderla, del cisma que amenazaba del conciliábulo pisano y para la recuperación
de la ciudad de Bolonia perteneciente inmediatamente a la Sede Apostólica y de todas las otras
villas y lugares que mediata o inmediatamente le perteneciesen; debajo del cual sentido se
comprendía Ferrara, y que se procediese contra aquellos que se opusiesen a alguna de estas cosas o
intentase impedirlas (significaban estas palabras al rey de Francia), para echarlos totalmente de
Italia con ejército poderoso, en el cual tuviese el Papa cuatrocientos hombres de armas, quinientos
caballos ligeros y seis mil infantes; el Senado veneciano ochocientos hombres de armas, mil
caballos ligeros y ocho mil infantes, y el rey de Aragón mil doscientos hombres de armas, mil
caballos ligeros y diez mil infantes españoles; para el sustento de los cuales pagase el Papa cada
mes durante la guerra veinte mil ducados, y otros tantos el Senado veneciano, contando al presente
el sueldo de dos meses, dentro de los cuales debiesen los confederados venir a la Romaña o adonde
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concertasen; que armase el rey de Aragón doce galeras sutiles y catorce los venecianos, los cuales al
mismo tiempo moviesen la guerra por Lombardía al rey de Francia; que fuese capitán general de
todo el ejército D. Ramón de Cardona, natural de Cataluña, que entonces era virrey en el reino de
Nápoles; que tomándose algún lugar en Lombardía que hubiese sido de los venecianos, se
observase la declaración del Papa, el cual luego, por escritura hecha separadamente, declaró que se
restituyese a los venecianos.
Al Emperador se reservó poder para entrar en la confederación y asimismo al rey de
Inglaterra; a aquél con esperanza incierta de que al fin se hubiese de separar del rey de Francia, y a
éste con expreso consentimiento del cardenal Eboracense, que había intervenido continuamente en
los tratados de la liga. Cuando estuvo ajustada, murió Jerónimo Donato, embajador de Venecia, que
por su prudencia y destreza era muy agradable al Papa, y por esto había sido muy provechoso para
su patria en su embajada. Despertó esta confederación, hecha por el Papa con nombre de librar a
Italia de los bárbaros, diversas interpretaciones en los ánimos de la gente, según la diferencia de las
pasiones y de los ingenios; porque muchos, llevados de la magnificencia y gusto del nombre,
ensalzaban hasta el cielo con grandes alabanzas tan alto propósito, llamándola profesión
verdaderamente digna de la majestad pontificia y que no podía la grandeza del ánimo de Julio haber
tomado empresa más generosa ni más llena de prudencia y magnanimidad, habiendo con su
industria conmovido las armas de los bárbaros contra los mismos bárbaros, por lo cual,
derramándose contra los franceses más sangre de los extranjeros que de los italianos, no solamente
se ahorraría nuestra sangre, sino que echada una de las partes, sería muy fácil echar con las armas
de los italianos la otra, que estaría ya flaca y sin fuerzas.
Otros, considerando quizás más interiormente la sustancia de las cosas, no dejándose
deslumbrar los ojos con el esplendor del nombre, temían que las guerras que se comenzaban con
intención de librar a Italia de los bárbaros, dañarían mucho más a los espíritus vitales de este
cuerpo, que las que habían comenzado con manifiesta profesión e intención certísima de sojuzgarla;
y que era cosa más temeraria que prudente esperar que las armas italianas, privadas de valor, de
disciplina, de reputación, de capitanes y de autoridad y no conformes las voluntades de sus
príncipes, fuesen bastantes para echar de Italia al vencedor, al cual, cuando le faltasen todos los
otros remedios, nunca le faltaría la disposición de juntarse con los vencidos, para ruina común de
todos los italianos; que se debía temer mucho más que estos nuevos movimientos diesen ocasión a
nuevas naciones de robar a Italia, que esperar que, por la unión del Papa y de los venecianos, se
hubiesen de domar los franceses y los españoles; que Italia debía desear que la discordia y consejos
malsanos de nuestros príncipes no abriesen el camino para que entrasen las armas forasteras; pero
que, estando dos partes de las más nobles, por su infelicidad, ocupadas por los reyes de Francia y
España, se debía tener por menor calamidad que los dos quedasen allí, hasta que la piedad divina o
la benignidad de la fortuna trajesen ocasiones más fundadas, porque haciendo contrapeso el un Rey
al otro, se defendía más la libertad de aquellos que aún no estaban sujetos, que con venir entre ellos
mismos a las armas, por las cuales, mientras duraba la guerra, se destruirían con robos, con
incendios, con sangre y con miserables accidentes las partes que todavía están enteras; y,
finalmente, el que de ellos quedase vencedor, la afligiría toda con más cruel y atroz servidumbre.
Mas el Papa, que tenía otro dictamen, habiéndose hecho mayores y más ardientes sus bríos
por la nueva confederación, luego que pasó el término señalado primero en el Monitorio a los
cardenales autores del Concilio, convocando con grande solemnidad el Consistorio público, sentado
con el traje pontifical, en la sala llamada de los reyes, declaró que los cardenales de Santa Cruz, de
Saint-Malo, de Cosenza y el de Bayeux habían caído de la dignidad del cardenalato e incurrido en
todas las penas a que están sujetos los herejes y cismáticos. Publicó demás, de esto, un Monitorio en
la misma forma contra el cardenal de San Severino, al cual, hasta aquel día, no había molestado.
Procediendo con el mismo ardor en los pensamientos de las armas, solicitaba continuamente
la venida de los españoles, teniendo intención de mover la guerra contra los florentinos antes de
ninguna otra cosa, por inducir a los votos de los confederados aquella república, volviendo a poner
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en el gobierno la familia de los Médicis; y no menos por satisfacer el gran odio que había concebido
contra Pedro Soderini, Alférez mayor, como si de su autoridad hubiera procedido que nunca
quisieran apartarse del rey de Francia los florentinos y que después hubiesen permitido que se
celebrase en Pisa el Concilio.
Llegando muchos indicios a Florencia de esta determinación y haciéndose diversas
prevenciones para poder sustentar la guerra, fue propuesto, entre otras cosas, que era muy
conveniente que resistiese a la guerra que movía la Iglesia con sus mismas rentas; que para esto se
obligase a los eclesiásticos a dar gran cantidad de dinero, mas con condición de que, depositándose
en lugar seguro, no se gastase sino en caso que se moviese la guerra, y que, cesando el temor de que
se movería, se restituyese a quien lo hubiera pagado. Contradecían esto muchos ciudadanos,
temiendo algunos incurrir en las censuras y en las penas impuestas por las leyes canónicas contra
los violadores de la libertad eclesiástica, pero la mayor parte de ellos, por contradecir lo que había
propuesto el Alférez mayor, de cuya autoridad era manifiesto que principalmente procedía este
consejo. Pero habiéndose determinado ya (por la diligencia del Alférez mayor y por la inclinación
de otros muchos) en los Consejos más estrechos la nueva ley ordenada sobre esto, y no faltando más
que la aprobación del Consejo mayor, el cual estaba junto para este efecto, habló el Alférez mayor
en favor de la ley en esta manera:
«Nadie hay que pueda dudar justamente, excelentísimos ciudadanos, cuál ha sido siempre
contra nuestra libertad la intención del Papa, no sólo por lo que al presente se ve de habernos
sujetado con tanta ira al entredicho sin oír muchas verdaderas justificaciones vuestras y por la
esperanza que se le daba de obrar de manera que, después de pocos días, se quitase el Concilio de
Pisa, sino mucho más por el discurso de sus acciones continuadas en todo el tiempo de su
Pontificado, de las cuales referiré brevemente una parte, porque traerlas todas a la memoria sería
cosa muy larga. ¿Quién hay que no sepa que en la guerra contra los pisanos no se pudo alcanzar de
él, aunque se lo suplicamos muchas veces, ninguna ayuda, ni pública ni se. creta, aunque lo
mereciese la justicia de la causa, y que el apagar aquel fuego que pocos años antes había sido
materia de gravísimas perturbaciones, tocase a la seguridad del Estado de la Iglesia y a la quietud de
toda Italia? Antes, como desde entonces se sospechó, y desde nuestra victoria, fue siempre más
cierto que, cuantas veces acudía a él la gente de Pisa, la oía benignamente y la sustentaba con varias
esperanzas en su pertinacia; inclinación no nueva en él, sino comenzada desde que era cardenal,
porque, como es notorio a cualquiera de vosotros, al levantarse de Pisa el ejército de los franceses,
procuró cuanto pudo con el rey de Francia y con el cardenal de Rohán que, excluyéndonos a
nosotros, tomase en su protección a los pisanos.
»Este Papa no concedió nunca a nuestra República alguna de aquellas gracias de que muchas
veces solía ser liberal la Sede Apostólica, porque en tantas dificultades y necesidades como
teníamos, no consintió jamás que una vez sola nos ayudásemos con las rentas de los eclesiásticos,
como muchas veces lo consintió Alejandro VI, aunque era tan grande enemigo de esta República; y
mostrando en las cosas pequeñas el mismo ánimo que tenía en las mayores, nos negó también sacar
del clero el dinero para sustentar el estudio público, aunque era poca la cuantía, continuada con la
licencia de tantos Papas y que se convertía en causa piadosa de la doctrina y de las letras.
»Lo que por Bartolomé de Alviano se trató con el cardenal Ascanio en Roma no fue sin
consentimiento del Papa, como entonces se mostraron muchos indicios y presto se hubieran
descubierto efectos manifiestos si los otros de mayor poder que intervenían en la plática no se
hubieran retirado por la breve muerte del cardenal; pero aunque cesaron los fundamentos primeros,
no quiso jamás acceder a nuestros justos ruegos para prohibir al Alviano que se juntase o
entretuviese soldados en el territorio de Roma, sino prohibió a los Colonnas y a los Savellos, por
cuyo medio hubiéramos con poco gasto alejado nuestros peligros, que acometiesen los lugares de
aquellos que se disponían para ofendernos.
»En las cosas de Siena, defendiendo siempre a Pandolfo Petrucci contra nosotros, nos obligó
con amenazas a prorrogar la tregua, y no se interpuso después para impedirnos recuperar a
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Montepulciano (para cuya defensa había enviado gente a Siena), sino por miedo de que el ejército
del rey de Francia fuese llamado por nosotros a la Toscana.
»Nosotros, por el contrario, no le hemos hecho jamás ofensa alguna, sino procedido siempre
con la devoción justa con la Iglesia. Conviniendo particularmente en todas las demandas que
estaban en nuestro poder, concedímosle sin ninguna obligación, antes contra nuestro propio
provecho, la gente de armas para la empresa de Bolonia. Pero ningún servicio, ningún rendimiento
ha bastado para aplazar su intención, de la cual hay otras muchas señales, pero la más poderosa es
aquella que, por no parecer que me lleva el enojo y porque sé que está en la memoria de todos,
quiero pasar en silencio, de haber dado oídos (quiero que sean las palabras moderadas) a los que le
ofrecieron mi muerte, no por odio que me tuviese, pues nunca había recibido de mí alguna injuria, y
cuando era cardenal me había distinguido siempre honrosamente, sino por el ardiente deseo que
tiene de privaros de vuestra libertad. Porque habiendo procurado siempre que esta República
siguiese su voluntad inmoderada e injusta, fuese partícipe de sus gastos y de sus peligros, y no
esperando de la moderación y madurez de vuestros consejos que pudiesen nacer imprudentes y
arrojadas determinaciones, ha enderezado su fin a procurar introducir en esta ciudad una tiranía que
dependa de él, que no se aconseje ni gobierne según vuestro provecho, sino conforme a la furia de
sus deseos, de los cuales, llevado a fines desmedidos, no piensa en otra cosa sino en sembrar
guerras con guerras y en sustentar continuamente el fuego en la cristiandad.
»¿Quién hay que pueda dudar que ahora que se muestran juntas con él tan poderosas armas,
ahora que domina la Romana, que le obedecen los sieneses, por donde tiene la entrada hasta
penetrar en vuestras entrañas, no tenga intención de acometernos, que no ha de procurar claramente
alcanzar con las fuerzas lo que ya ha intentado ocultamente con las asechanzas y que con tanto
ardor ha deseado tanto tiempo ha y tanto más cuanto hemos estado menos dispuestos para
defendernos? Pero aun cuando no se viese ninguna otra cosa, ¿no muestra bastante sus
pensamientos con haber señalado nuevamente por Legado de Bolonia al cardenal de Médicis, con
intención de hacerle gobernador del ejército, persona a quien nunca había honrado ni beneficiado y
en quien jamás mostró confiarse? ¿Qué otra cosa significa esto sino que, dando autoridad y
arrimando a nuestros confines, o antes poniendo casi sobre nuestro cuello con tan gran dignidad con
reputación y con armas a aquel que aspira a ser nuestro tirano, dar ánimo a los ciudadanos (si hay
algunos tan malos) para que amen más la tiranía que la libertad y a sublevar vuestros vasallos con
este nombre? Por estas razones, estos mis honrados compañeros y otros buenos y sabios ciudadanos
han juzgado que es necesario que, para defender esta libertad, se hagan las mismas provisiones que
se hubieran de hacer si fuera cierta la guerra; y si bien es verosímil que el rey de Francia (a lo
menos por sus intereses propios) nos ayudará prontamente, no debemos por esta esperanza omitir
los remedios que están en nuestra mano, ni olvidarnos de que podrán sobrevenir fácilmente muchos
impedimentos que nos privarían en alguna parte de sus ayudas.
»No creemos que haya quien niegue que es este saludable y necesario consejo, y si todavía lo
negase alguno, podría ser que le moviese otro fin que el celo del bien común. Hay algunos que
alegan que, estando inciertos nosotros de que el Papa tenga resolución de movernos guerra, es inútil
determinación, ofendiendo su autoridad y gravando los bienes eclesiásticos, darle justa causa para
enojarse y provocarle a que nos haga la guerra casi necesariamente; como si no se alcanzase
manifiestamente por tantas y tan evidentes señales y argumentos cuál es su intención; o como si
tocase a prudentes gobernadores de las Repúblicas dilatar la prevención después del principio del
acometimiento, y querer recibir primero del enemigo el golpe mortal, que vestirse con las armas
necesarias para defenderse.
»Otros dicen que, por no añadir a la ira del Papa la divina, se debe tratar de vuestro bien por
otro camino, porque no tenemos aquella necesidad sin la cual está prohibido siempre con
gravísimas penas de las leyes canónicas a los seglares imponer gravámenes a los bienes o a las
personas eclesiásticas.
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»Hase considerado esta razón asimismo por nosotros y por los demás que han aconsejado que
se haga esta ley; mas no bastando, como sabéis, las rentas públicas para los gastos que serán
necesarios, habiendo estado tanto tiempo nuestras haciendas trabajadas tan gravemente, y siendo
manifiesto que se enflaquecerán cada hora de nuevo en la guerra, ¿quién hay que no vea que es muy
conveniente y necesario que los gastos que se han de hacer para defendernos de la guerra que nos
mueven las personas eclesiásticas, ee sustenten en alguna parte con el dinero de los eclesiásticos,
cosa usada en nuestra ciudad otras muchas veces, y mucho más por todos los otros Príncipes y
Repúblicas?
»Pero jamás, ni aquí ni en otra parte, con mayor moderación y medida, pues no se ha de gastar
en otra cosa, antes se ha de depositar en lugar seguro para restituirlo a los mismos religiosos si
nuestro miedo saliese vano; de suerte que si el Papa no nos moviese la guerra, no gastaríamos el
dinero de los eclesiásticos, ni en cuanto al efecto les habremos impuesto carga alguna. Si nos la
moviese, ¿quién se podrá quejar de que nos defendamos con todos los medios que nos son posibles
de una guerra tan injusta? ¿Qué ocasión le da esta República, que por necesidad, y no por gusto,
como a él le es notorio, ha sufrido que se llame a Pisa el Concilio, para que se pueda decir que le
hemos provocado o incitado, a no ser que se diga que provoca el que no ofrece el cuello y el pecho
abierto a quien le acomete? No se puede decir que le irrita quien se prepara para defenderse, ni
quien se pone en orden para resistir su injusta violencia. Bien le provocaríamos e irritaríamos si no
nos dispusiésemos, porque, por la esperanza de la facilidad de la empresa se aumentarían la furia y
ardor que tiene de destruir nuestra libertad desde su fundamento.
»No os detenga el temor de ofender el nombre divino, porque el peligro es tan grave y tan
evidente, son tales nuestras necesidades y lo que hemos menester (ni se puede tratar en nuestro
perjuicio cosa de mayor peso), que es permitido, no sólo el ayudarse con aquella parte de estas
rentas que no se convierte en efectos píos, sino que sería lícito echar mano de las cosas sagradas;
porque la defensa, según la ley natural, es común a todos los hombres y aprobada por Dios, nuestro
Señor, y por consentimiento de todas las naciones; nacida juntamente con el mundo y permanente
como él, la cual no la pueden derogar ni las leyes civiles ni las criminales fundadas en la voluntad
de la gente, porque lo escrito en papel no deroga una ley que no está hecha por los hombres, sino
escrita, esculpida y grabada en el pecho y en el entendimiento de la generación humana por la
misma naturaleza. Ni se ha de esperar a que estemos reducidos a extrema necesidad, porque,
llegados a tal estado y cercados y casi oprimidos por los enemigos, tarde recurriremos a los
remedios y llegaremos al antídoto, habiéndose apoderado de nuestros cuerpos el veneno.
»Pero demás de esto, ¿cómo se puede negar que en los particulares no haya grandísima
necesidad, cuando las cargas que se ponen obligan a una gran parte a disminuir los gastos sin los
cuales no pueden vivir sino con grande descomodidad y limitación de las cosas necesarias para su
dignidad? Esta es la necesidad que consideran las leyes, las cuales no quieren que se espere a que
nuestros ciudadanos se vean reducidos al peligro del hambre, ni en términos que no se puedan
sustentar a sí mismos ni a sus familias. Por otra parte, con esta imposición no se causa incomodidad
alguna a los eclesiásticos, antes se desembarazan de aquella parte de sus rentas, que, o conservarían
inútilmente en sus casas o consumirían en gastos superfluos o quizá muchos de ellos (perdóneseme
esta palabra) lo gastarían en placeres no convenientes ni honestos.
»Y es conclusión común de todos los sabios que agradan grandemente a Dios las libertades de
las ciudades, porque en ellas más que en otro género de gobierno se conserva el bien común,
administrándose más sin distinción la justicia, enciéndense más los ánimos de los ciudadanos para
las obras virtuosas y honradas, y se tiene más respeto y observancia a la religión. ¿Creéis que le
haya de desagradar a Dios que, para defender cosa tan preciosa que quien derrama su sangre por
ella es sumamente alabado, os valgáis de una pequeña parte de los frutos y rentas temporales, las
cuales, aunque están dedicadas a la Iglesia, entraron todas en ella por las limosnas, donativos y por
lo que dejaron nuestros mayores? Y no se gastarán menos bien en la conservación y bien de las
iglesias, sujetas en la guerra, de la misma manera que las cosas seglares, a la cruel. dad y avaricia de
421

los soldados, siendo así que no se mirará más por el respeto de ellas en una guerra movida por el
Papa, que lo serían en una hecha por los turcos o por cualquier impío tirano.
» Ayudad, ciudadanos, mientras podéis, a vuestra libertad, y persuadíos que no se puede hacer
cosa más grata ni más acepta a Dios, nuestro Señor, y que para desviar la guerra de vuestras casas,
haciendas, templos y monasterios no hay mejor remedio que dar a conocer a quien piensa ofenderos
que estáis determinados a no dejar de hacer cosa alguna que toque a vuestra defensa.»
Oído lo que dijo el Alférez mayor, no hubo dificultad alguna en que aprobase la ley propuesta
el Consejo mayor, de lo cual, aunque creció sobre manera la indignación del Papa y se irritó tanto
más para disponer los confederados a romper la guerra con los florentinos, con todo eso, le
apartaron de este parecer a él y a los que trataban en Italia por el rey de Aragón las persuasiones de
Pandolfo Petrucci, el cual, aconsejando que se acometiese a Bolonia, contradecía el mover la guerra
en la Toscana, alegando que, por tener Bolonia pocas fuerzas para defenderse por sí misma, se
defendería solamente con las fuerzas del rey de Francia, pero que por los florentinos harían
resistencia, no sólo las fuerzas de ellos, sino las del mismo Rey, que por su utilidad propia las
aplicaría en su defensa, no con menos calor que por Bolonia; que los florentinos, si bien estaban
inclinados con el ánimo al rey de Francia, sin embargo, prudentes y celosos de la conservación de
su Estado, no habían ofendido a nadie con las armas por propio impulso en tantos movimientos, ni
le habían sido útiles en otra cosa que en servirle para defensa del Estado de Milán con doscientos
hombres de armas, por las obligaciones de la capitulación hecha comúnmente con el Rey Católico y
con él; que no se podía hacer cosa más agradable ni más útil para el rey de Francia que obligar a los
florentinos a dejar la neutralidad y hacer que su causa se hiciese común con la del Rey; que era
grande imprudencia, habiéndoles apretado en vano el Rey con muchos ruegos y promesas para que
se declarasen por él, que los enemigos del Rey fuesen causa para hacerle conseguir aquello que con
su autoridad no había podido obtener; que conocían todos por muchas señales, pero que él tenía más
cierta noticia de ello, que era muy molesto a los florentinos que se celebrase el Concilio en Pisa, y
que no habían convenido en ello por otra cosa que por no haberse atrevido a resistir a las demandas
del rey de Francia, hechas cuando sucedió la rebelión de Bolonia y cuando no se veían armas que se
le opusiesen en Italia; que era cierto que concurriría al Concilio la autoridad del Emperador, y se
creía que también habría consentimiento del Rey Católico; que asimismo sabía que los florentinos
no sufrirían que en su dominio se detuvie. sen soldados franceses, y que era cosa muy dañosa
amenazarles o exasperarles, antes por el contrario, sería utilísimo el tratarles con mansedumbre y
admitirles sus excusas porque, procediendo así, o se alcanzaría de ellos con el tiempo o con alguna
ocasión lo que ahora no se podía esperar, o que a lo menos, no obligándoles a tomar, por miedo,
nuevas determinaciones, descuidarían de manera que, en los tiempos peligrosos, no ofendiesen, y
alcanzándose la victoria, estaría en poder de los confederados dar aquella forma al gobierno de los
florentinos que juzgasen por más a propósito.
Disminuía en esta causa la autoridad de Pandolfo al conocerse que deseaba, por su propio
provecho, que no se comenzase en la Toscana una guerra tan grave, en la cual, o por los ejércitos
amigos o por los enemigos serían destruídos igualmente los países de todos; mas parecieron tan
eficaces sus razones, que se determinó fácilmente el no acometer a los florentinos. Obligó a juzgar
por mejor este consejo la diferencia que pocos días después comenzó entre los florentinos y los
cardenales. No habían intervenido (como he dicho arriba), los cardenales en los primeros actos del
Concilio, porque se habían detenido en el Burgo de San Donnino, o por esperar a los prelados que
venían de Francia o a los que había prometido enviar el Rey de Romanos, o por otras causas, por lo
cual, habiendo partido por diferentes caminos, corrió voz de que los dos españoles, que habían
tomado el de Bolonia, se reconciliarían con el Papa. Acrecentaba esta opinión el saberse que
continuamente trataban con el embajador del rey de Aragón, que residía cerca del Papa, y porque
habían pedido y alcanzado de los florentinos la fe pública de poderse detener seguramente en
Florencia.
422

Al llegar al país de Mugello se volvieron de improviso hacia Luca para juntarse


verdaderamente con los otros, o porque hubiesen tenido siempre en su ánimo esta intención o
porque pudiese más en el cardenal de Santa Cruz la antigua ambición que el nuevo miedo, o porque,
habiendo recibido en aquel lugar el aviso de haber sido privados del Capelo, perdiesen las
esperanzas de poderse concordar ya con el Papa.
Pasaban al mismo tiempo el Apenino los tres cardenales franceses de Saint-Malo, Albret y
Bayeux por el camino de Pontremoli, y con ellos los prelados de Francia, tras los cuales partían de
Lombardía, a petición suya, trescientas lanzas francesas gobernadas por Odetto de Foix, señor de
Lautrech, señalado por los cardenales para guarda del Concilio, porque juzgaban peligroso estar en
Pisa sin tal presidio, o para que procediese con mayor autoridad el Concilio acompañado de las
armas del Rey de Francia, o verdaderamente (como decían) para tener fuerzas con que resistir a
cualquiera que se atreviese a falsear o no obedecer sus decretos.
Al saber los florentinos esta determinación, que se les había encubierto hasta que la gente se
comenzó a mover, determinaron no recibir en aquella ciudad tan importante tan grande número de
soldados, considerando la mala disposición de los pisanos, acordándose que la rebelión pasada
había procedido por la presencia y con la aprobación del rey Carlos y de la inclinación que al
nombre pisano habían tenido los soldados franceses, y sabiendo demás de esto que, por la
insolencia militar, podía nacer algún accidente peligroso. Pero mucho más temían que si las armas
del rey de Francia venían a Pisa, sucediese (y quizá según el deseo oculto del Rey) que la Toscana
quedase hecha campo de la guerra; por lo cual significaron en el mismo tiempo al Rey que era
dificultoso el alojar tanta gente por la estrechez y esterilidad del país, que de suyo era
desacomodado, cuanto más para sustentar la multitud que se juntaba para el Concilio; que no era
necesaria, porque Pisa estaba gobernada y defendida de tal manera por ellos, que los cardenales
podían, sin peligro de insultos de los forasteros ni de oposición de sus habitadores, vivir en ella
seguramente, y al cardenal de Saint-Malo (por cuya voluntad se regían en estas cosas los franceses)
dijeron que habían determinado no admitir en Pisa soldados, el cual, mostrando con las palabras que
convenía en ello, ordenaba por otra parte que, separada la gente y con la menor demostración que se
pudiese, pasase adelante, persuadiéndose que, en arrimándose a Pisa, entrarían en ella con violencia
o con maña, porque los florentinos no se atreve. rían a prohibirlo con tan grande injuria del Rey.
Pero habiendo respondido el Rey claramente que convenía en que no fuesen a aquella ciudad,
enviaron los florentinos al cardenal de Saint-Malo con embajada igual a su soberbia, a Francisco
Vettori, para significarle que si entraban los cardenales con armas en su dominio, no sólo no los
admitirían en Pisa, pero los perseguirían como enemigos, y lo mismo harían si la gente de armas
pasaba el Apenino hacia Toscana, porque presumirían que no pasaban por otra cosa sino para entrar
después ocultamente o con algún engaño en Pisa. Conmovido el cardenal por esta advertencia,
ordenó que la gente se volviese de la otra parte del Apenino, consintiendo los florentinos en que
quedasen con él, demás de las personas de Lautrech y de Chatillón, ciento cincuenta arqueros.
Juntáronse todos los cardenales en Luca (ciudad que, por esta causa, declaró el Papa que había
incurrido en el entredicho), donde, dejando enfermo al Cosentino, que pocos días después vio el
último de su vida, fueron los otros cuatro a Pisa, no siendo recibidos, ni con ánimos alegres por los
magistrados, ni con reverencia o devoción por la multitud, porque a los florentinos les era muy
molesta su venida, y en los pueblos cristianos no era acepta ni de alguna estimación la causa del
Concilio; pues si bien el título de reformar la Iglesia era muy honesto y de gran provecho, y aun
para toda la cristiandad no menos necesario que agradable, no obstante, parecía a todos que los
autores se movían por ambiciosos fines envueltos en la codicia de las cosas temporales; que se
disputaba, debajo de color del bien universal, sobre los intereses particulares; que cualquiera de
ellos que llegase a ser Pontífice no tendría menos necesidad de ser reformado que la que tenían
aquellos que se trataba de reformar, y que, demás de la ambición de los sacerdotes, habían
levantado y sustentaban el Concilio las diferencias de los Príncipes y de los Estados; que éstas
habían movido al rey de Francia a procurarlo, al de Romanos a convenir en él y al de Aragón a
423

desearle, de suerte que, comprendiéndose claramente que con la causa del Concilio estaba junta
principalmente la de las armas y de los Imperios, tenían los pueblos horror a que, debajo de títulos
piadosos, de materias espirituales, se procurasen por medio de guerras y escándalos las cosas
temporales.
Por esto, no sólo en la entrada de los cardenales en Pisa se vio manifiestamente el odio y el
desprecio común, sino más claro en los actos del Concilio, porque habiendo convocado al clero para
que interviniese en la iglesia catedral a la primera sesión, ningún religioso lo quiso hacer, y los
propios sacerdotes de aquella iglesia, queriendo los conciliares, según el rito de los Concilios,
celebrar la misa en que se pide la luz al Espíritu Santo 26 rehusaron darles los ornamentos, y
procediendo después a mayor osadía, cerradas las puertas del templo, se opusieron a que entrasen
en él.
Habiéndose quejado de esto los cardenales a Florencia, fue ordenado que no se les negasen ni
las iglesias ni los instrumentos ordinarios para celebrar los Oficios divinos, pero que no se obligase
al clero a intervenir en el Concilio. Procedían estas deliberaciones, casi repugnantes a sí mismas, de
las divisiones de los ciudadanos, por las cuales, recogiendo por una parte en sus lugares el Concilio,
y por otra dejándole vituperar, se menospreciaba a un mismo tiempo al Papa y se desagradaba al rey
de Francia. Por tanto, juzgando los cardenales que estar en Pisa sin armas no sería sin peligro, y
conociendo que se disminuía la autoridad del Concilio en una ciudad que no obedecía sus decretos,
se inclinaban a irse tan pronto como hubiesen enderezado las materias. Obligóles a acelerar esto un
accidente que, si bien fue casual, tuvo su fundamento en la mala disposición de la gente, porque,
habiendo hecho un soldado cierta insolencia a una mujer de mala vida en la casa pública, y
comenzando los circunstantes a dar voces, concurrieron al ruido con las armas muchos franceses,
así soldados como criados de los cardenales y de los otros prelados; de la otra parte concurrieron
también muchos del pueblo pisano y de los soldados de los florentinos, y aclamándose por los unos
el nombre de Francia, y por los otros el de Marzocco (señal de la república de Florencia), comenzó
entre ellos una ardiente pendencia; pero concurriendo allí los capitanes franceses y los florentinos,
al fin se aquietó el alboroto habiéndose herido ya muchos de ambas partes, y entre los otros
Chatillón, que había acudido al principio sin armas para obviar el escándalo, y asimismo Lautrech,
que también había acudido por la misma causa, si bien las heridas de ambos fueron ligeras.
Pero llenó este accidente de tanto espanto a los cardenales, que por acaso estaban en aquella
hora juntos en la iglesia de San Miguel, cerca de donde sucedió, que haciendo el día siguiente la
segunda sesión, en que establecieron que pasase el Concilio a Milán, se fueron con gran brevedad,
antes de quince días de su venida, con mucha alegría de los florentinos y de los pisanos; mas no
iban menos alegres los prelados que seguían el Concilio, a los cuales era molesto haber venido a
lugar que, por la mala calidad de los edificios y por otras muchas incomodidades procedidas de la
larga guerra, no era a propósito para la vida delicada y abundante de los sacerdotes y de los
franceses, y mucho más porque, habiendo venido contra su propia voluntad por orden del Rey,
deseaban mudanza de lugar y cualquier accidente para dificultar, alargar o disolver el Concilio. Mas
en Milán los cardenales, por seguirles por todas partes el desprecio y odio de los pueblos, tuvieron
las mismas o mayores dificultades, porque el clero milanés, como si los que habían entrado en
aquella ciudad no fuesen cardenales de la Iglesia romana, acostumbrados a ser honrados y casi
adorados por todas partes, sino personas profanas y abominables, se abstuvo luego por sí mismo de
celebrar los oficios divinos; y la plebe, cuando salían en público, los maldecía y escarnecía
públicamente con palabras y acciones de oprobio, y sobre todos al cardenal de Santa Cruz, tenido

26 Entre los religiosos llamados para estos actos conciliares, había uno, nombrado Fray Bartolomé de Faenza, de la
orden de Santo Domingo, vicario de la Congregación de San Marcos, de la cual había sido autor Fray Jerónimo
Savonarola. Prometiéndole los cardenales que si con sus frailes (a los cuales estaban vueltos los ojos de todo el
clero de Pisa) venía al dicho Concilio, canonizarían al Savonarola, él les respondió con ánimo intrépido, que no
había de faltar nunca a la obediencia del Sumo Pontífice, y les hizo dar con las puertas de la iglesia en los ojos.
(Nota del Traductor.)
424

por autor de esta materia, y que estaba más en los ojos del mundo, porque en la última sesión de
Pisa le habían elegido por presidente del Concilio.
Oíanse por todos los caminos las murmuraciones de la gente, diciendo que los Concilios
solían traer bendiciones, paz y concordia; pero que éste producía maldiciones, guerras y discordias;
que los otros se solían congregar para unir la Iglesia apartada, y éste se había juntado para desunirla
cuan: do estaba junta; que se pegaba el contagio de esta peste a todos los que los recibían,
obedecían y daban favor, y a los que en cualquier modo trataban con ellos o les oían o miraban, y
que no se podía esperar otra cosa de su venida sino muerte, hambre y pestilencia, y finalmente,
perdición de cuerpos y de almas.
Refrenó estas voces, que ya casi eran alboroto, Gastón de Foix, el cual, pocos meses antes de
la partida de Longueville, había sido señalado para el gobierno de Milán y para gobernar el ejército,
porque obligó al clero con gravísimas órdenes a volver a celebrar los oficios y al pueblo a hablar en
lo venidero modestamente.
Procedieron con estas dificultades poco felizmente los principios del Concilio, y turbaba
mucho más la esperanza de los cardenales, el que el Emperador, difiriéndolo de día en día, no
enviaba ni los prelados ni los procuradores; aunque, demás de tantas promesas que había hecho
antes, hubiese afirmado al cardenal San Severino y continuamente afirmaba al rey de Francia que
quería enviarlos. Pero al mismo tiempo, alegando por excusa o habiéndoselo advertido otros que no
era conforme a su dignidad enviar al Concilio pisano los prelados de sus Estados propios si no se
hacía lo mismo en nombre de la nación alemana, había convocado en Augusta a todos los prelados
de aquella provincia para determinar la forma en que se había de proceder comúnmente en las cosas
de aquel Concilio; pero afirmando a los franceses que, con este medio, los juntaría a todos para
enviarlos. Atormentaba también el ánimo del rey de Francia con la variedad de su proceder porque,
demás de la tibieza que mostraba en las cosas del Concilio, daba oídos públicamente a la paz con
los venecianos, tratada con muchas ofertas por el Papa y el rey de Aragón. Por otra parte,
quejándose de que el Rey Católico no se hubiese avergonzado de contravenir tan descubiertamente
la liga de Cambray, y que en esta nueva traición, y no confederación, le hubiese nombrado como
accesorio, proponía a Galeazzo de San Severino que fuese a Roma personalmente, como enemigo
del Papa, dándole el Rey parte de su ejército y gran cantidad de dinero. Mas no proponiendo estas
cosas con tal firmeza que no se dudase, si era satisfecho de todas sus demandas, de lo que
finalmente hubiese de determinar.
Combatían, pues, en el pecho del Rey sus sospechas acostumbradas de que el Emperador, si
se veía desamparado de él, se juntaría con sus enemigos; y compraba su unión a gran precio, la cual
no sabía qué fruto había de producir, conociéndose, por la experiencia de lo pasado, que muchas
veces le dañaban más sus propios desórdenes de lo que le ayudaban sus fuerzas; no sabiendo el Rey
determinarse por sí mismo sobre cuál era lo que le había de dañar más en esto, si los sucesos
prósperos o los contrarios del Emperador.
Ayudaba cuanto podía su suspensión el Rey Católico dándole esperanza, para hacerle
proceder más despacio en las prevenciones, de que no se moverían las armas. Estos mismos oficios
y por causas semejantes hacía el rey de Inglaterra, el cual había respondido al embajador del rey de
Francia que no era verdad que él hubiese convenido en la liga hecha en Roma y que estaba
dispuesto a conservar la confederación hecha con él.
Al mismo tiempo proponía el obispo de Tivoli en nombre del Papa la paz a condición de que
no favoreciese más el Rey al Concilio y se apartase de la protección de Bolonia, ofreciendo
asegurarle que el Papa no intentaría después cosas nuevas contra él. Agradaba más la paz al Rey
(aun con malas condiciones) que el sujetarse a los peligros de la guerra y a los gastos que eran casi
infinitos, si se había de resistir a los enemigos y sustentar al Emperador. No obstante le movía el
enojo de ser casi forzado a hacer esto por el terror de las armas del rey de Aragón, el poderse
asegurar muy dificultosamente de que el Papa, recuperando a Bolonia y libre del temor del
Concilio, no guardase la paz, y la duda de que, cuando todavía se mostrase dispuesto a aceptar las
425

condiciones propuestas, se retirase el Papa, como lo había hecho otras veces; con lo cual, ofendida
su dignidad y disminuida su reputación, se tendría el Emperador por injuriado de que, dejándole a él
en la guerra con los venecianos, hubiese querido por si solo concluir la paz. Por todo ello respondió
precisamente al obispo de Tívoli que no quería convenir en que Bolonia estuviese debajo del
dominio de la Iglesia, sino de la manera que antiguamente, y al mismo tiempo, por tomar firme
determinación con el Emperador, que estaba en Brunech, villa no muy distante de Trento, le envió
con grandes ofrecimientos y brevedad a Andrés del Burgo, de Cremona, embajador cesáreo cerca de
su persona.
En este tiempo algunos vasallos suyos del condado del Tirol ocuparon a Batisten, castillo muy
fuerte en la entrada de Valdicaldora.

Capítulo III
Prepáranse los suizos para pasar a Italia en favor del Papa.―Desafían a Foix a librar
batalla.―Inesperadamente vuelven a sus casas.―Solicita el rey de Francia la ayuda de los
florentinos contra el Papa.―El ejército de la liga frente a Bolonia.―Consejo de Pedro Navarro
para expugnarla.―Efecto de una mina.―El ejército levanta el sitio de esta ciudad.

Rotas de todo punto las pláticas de la paz, fueron los primeros pensamientos del Rey que, en
habiendo la Paliza (el cual había dejado en Verona tres mil infantes para mitigar al Emperador, por
estar enojado de su ida) vuelto a conducir el resto de la gente al ducado de Milán, levantado mucha
infantería y recogido todo el ejército, se acometiese la Romaña, esperando ocuparla o toda o alguna
parte, antes que los españoles se hubiesen acercado a ella, y después pasar más adelante, según las
ocasiones, o sustentar la guerra en la tierra de otros hasta la primavera, y a este tiempo, pasando
personalmente a Italia con todas las fuerzas de su reino, esperaba que sería superior a sus enemigos
por todas partes.
Mientras trazaba estas cosas, procediendo más lentamente en lo que se determinaba de lo que
por ventutura pedían las ocasiones, y retirando al Rey de muchas provisiones, especialmente de
levantar soldados de nuevo, el ser de su natural poco gastador, sobrevinieron recelos de que se
movían los suizos, y porque se ha hecho en muchos lugares diferentes memoria de esta nación,
parece muy a propósito y casi necesario tratar de ella con particularidad.
Son los suizos aquellos mismos que los antiguos llamaban helvecios, gente que habita en las
montañas más altas del Jura, llamadas de San Claudio, las de Briga y de San Gotardo, hombres por
naturaleza feroces y rústicos, y por la esterilidad del país, antes pastores que labradores. Fueron en
tiempos pasados dominados por los duques de Austria, y habiéndose rebelado de ellos mucho
tiempo ha, se rigen por sí mismos, no haciendo señal alguna de reconocimiento ni a los
Emperadores ni a otros Príncipes; estando divididos en trece poblaciones, que llaman ellos
Cantones. Cada uno de éstos se rige con magistrados, leyes y órdenes propias; hacen cada año y
más a menudo si es menester, consulta de las cosas universales, juntándose en el lugar que eligen
los diputados de cada Cantón, unas veces en uno y otras en otro, y llaman, según el uso de
Alemania, Dietas a estas congregaciones, en las cuales se toma resolución sobre las guerras, las
paces y las confederaciones, sobre las demandas de quien hace instancia para que, por decreto
público, le concedan soldados o les permitan que vayan voluntariamente y sobre las cosas que tocan
a los intereses de todos.
Cuando por decreto público conceden soldados, eligen los Cantones entre ellos mismos un
capitán general de todos, al cual se da la bandera con las insignias y nombre público.
Ha hecho grande el nombre de esta gente tan terrible y rústica la unión y gloria de las armas,
con las cuales, por su ferocidad natural y por la disciplina de la ordenanza, no sólo han defendido
426

siempre valerosa mente su país, sino ejercitado fuera de él la milicia con suma alabanza, la cual, sin
comparación, hubiera sido mayor si la hubieran ejercitado por su Imperio propio y no en servicio de
otros para extender su dominio, y si hubieran tenido delante de los ojos más generosos fines que el
cuidado del dinero, por cuyo amor corrompidos, han perdido la ocasión de ser formidables a toda
Italia, porque no saliendo de su país sino como soldados jornaleros, no han sacado fruto público de
las victorias, acostumbrados, por la codicia de la ganancia, a ser en los ejércitos, con exigencias
demasiadas y con nuevas demandas, casi insufribles, y, demás de esto, en el trato y en la obediencia
de quien les paga muy fastidiosos y contumaces.
En su casa los principales no se abstienen de recibir dádivas y pensiones de los Príncipes para
favorecer y seguir, en las consultas, sus partes; por lo cual, refiriéndose las cosas públicas al
provecho particular y haciéndose vendibles y sujetas a sobornos, se sustentan entre ellos mismos las
discordias, y, comenzándose por esta razón a no seguirse por todos lo que en las Dietas se aprobaba,
la mayor parte de los Cantones han venido últimamente a manifiesta guerra, pocos años antes de
este tiempo, con suma disminución de la autoridad que tenían en todo el mundo.
Más abajo de éstos están algunas villas y aldeas donde habitan los pueblos llamados
valesanos, porque tienen su morada en los valles; muy inferiores en número, en autoridad pública y
en valor, porque, a juicio de todos, no son feroces como los suizos.
Hay otra generación más baja que estas dos, que se llaman grisones y se rigen por tres
Cantones, por lo cual se llaman los señores de las tres ligas, y el lugar principal del país se llama
Coira. Están muy confederados con los suizos y junto con ellos van a la guerra y se rigen casi con
las mismas órdenes y costumbres; mejores en las armas que los valesanos, mas no iguales a los
suizos ni en número ni en valor.
Los suizos, pues, no habiendo degenerado ni corrompídose tanto en este tiempo como después
lo hicieron, siendo provocados por el Papa, se prevenían para bajar al ducado de Milán, disimulando
que procedía este movimiento de la universidad de los cantones, pero echando voz de que eran
autores el cantón de Suit y el de Friburgo: el primero porque se quejaba de que, pasando un correo
suyo por el Estado de Milán, había sido muerto por los soldados franceses; y el otro porque
pretendía que había recibido otras injurias; cuyos consejos y públicamente los de toda la nación,
aunque habían llegado antes a la noticia del Rey, no le habían movido a concertarse con ellos, como
los suyos continuamente le aconsejaban y como los amigos que tenía entre ellos le daban esperanza
de que lo podría alcanzar; deteniéndole la acostumbrada dificultad de no acrecentar veinte mil
francos, que hacen el valor de diez mil ducados, poco más o menos, a las pensiones antiguas, y
rehusando así, por tan corto precio, aquella amistad, la cual después muchas veces hubiera
comprado con un tesoro inestimable, persuadiéndose o que no se moverían o que, si lo hiciesen, le
podrían ofender poco porque, acostumbrados a ejercitar la milicia a pie, no tenían caballos ni
tampoco artillería. Demás de esto, en esta sazón que ya había entrado el mes de Noviembre, estarían
los ríos crecidos y les faltarían los puentes y los bajeles y las vituallas del ducado de Milán, que se
habían reducido por orden de Gastón de Foix a los lugares fuertes. Las villas vecinas estaban bien
guardadas y se les podría oponer en lo llano la gente de armas; por cuyos impedimentos era
necesario que, si se movían, se viesen necesitados en muy pocos días a volverse.
Pero los suizos, no espantándose de estas dificultades, habían comenzado a bajar a Varese,
donde se aumentaban continuamente, teniendo consigo siete piezas de artillería de campaña,
muchos arcabuces grandes, tirados por los caballos, y asimismo no estaban de todo punto sin
prevención de vituallas.
Hacía mucho más temerosa su venida ver que, habiéndose hecho los soldados franceses más
licenciosos que solían, comenzaba en los pueblos a ser muy odioso su imperio; porque, oprimido el
Rey por su avaricia, no había consentido que se hiciese alguna prevención de infantería, ni la gente
que entonces estaba en Italia, que según su número verdadero era mil trescientas lanzas y doscientos
gentiles hombres, podía oponerse toda a los suizos, estando una parte en la guarda de Verona y de
Brescia, y habiendo Foix enviado de nuevo a Bolonia doscientas lanzas, por la venida del cardenal
427

de Médicis y de Marco Antonio Colonna a Faen. za, donde, si bien no tenían infantería pagada, con
todo eso, por las divisiones de las ciudades y porque en aquellos días el castellano de la fortaleza de
Sassiglione, castillo de la montaña de Bolonia, le había entregado voluntariamente al Legado, había
parecido necesario enviar este presidio.
De Varese enviaron los suizos un trompeta a desafiar al lugarteniente del Rey, el cual,
teniendo consigo poca gente de armas, porque no había tenido tiempo para recogerla, ni más que
dos mil infantes, y no resolviéndose tampoco, por no disgustar al Rey, a levantar nueva infantería,
había venido a Assarón, villa distante trece millas de Milán, sin intención de pelear, pero de ir
siempre a su lado para impedirles las vituallas, en lo cual sólo estaba la esperanza de detenerles, no
habiendo entre Varese y Milán ni ríos dificultosos de pasar, ni villas a propósito para defenderse.
Vinieron los suizos de Varese a Galera, habiéndose aumentado ya hasta diez mil, y Gastón, a
quien seguía Juan Jacobo Trivulcio, pasó a Lignago, distante cuatro millas de Galera.
Temerosos de estas cosas los milaneses, levantaban infantería a su propia costa para guarda de
la ciudad, y Teodoro Trivulcio trabajaba en fortificar los bastiones, y como si el ejército se hubiera
de retirar a Milán, en hacer las explanadas por la parte de adentro alrededor de los reparos que ciñen
los burgos, para que los caballos pudiesen obrar. Presentóse con todo esto Gastón de Foix, con
quien estaban quinientas lanzas y doscientos gentiles hombres del Rey y con mucha artillería
delante de la villa de Galera, y al descubrirse, los suizos salieron ordenados en batalla; pero no
queriendo, hasta tener mayor número, pelear en lugar abierto, se volvieron luego a la villa.
Acrecentábase entre tanto continuamente el número de ellos, por lo cual, determinados a no
rehusar más la batalla, vinieron a Busti, lugar en que estaban alojadas cien lanzas que se salvaron
con trabajo, habiendo perdido los carros con parte de los caballos. Al fin, retirándose los franceses
siempre que ellos se adelantaban, se metieron en los burgos de Milán; estando inciertos todos de si
querían detenerse a defenderlos, porque sus palabras decían una cosa y demostraba otra el abastecer
de vituallas con solicitud el castillo.
Acercáronse después los suizos a dos millas de los burgos, mas ya se había disminuido mucho
el temor, porque continuamente llegaba a Milán la gente de armas que se había vuelto a llamar, y
asimismo mucha infantería que se levantaba; y cada día esperaban a Molardo con los infantes
gascones y a Jacobo con los tudescos; habiendo enviado a llamar al uno a Verona y al otro a Carpi.
En este tiempo se tomaron unas cartas de los suizos para sus señores, en que les significaban
que era flaca la oposición de franceses. Maravillábanse de no haber recibido del Papa ninguna
persona, ni sabían lo que hacía el ejército veneciano, pero que procedían en la conformidad que se
había determinado.
Eran ya en número diez y seis mil, y se volvieron hacia Monza sin intentar ocuparla; pero por
estar más cerca del río Adda, causaban temor a los franceses de que querían pasarle, por lo cual
echaron el puente en Casciano para impedirles el paso. Con la oportunidad de esta villa y del puente
mientras se detenían allí vino a Milán (habiendo pedido primero salvoconducto) un capitán de los
suizos, el cual pidió el sueldo de un mes para toda la infantería, ofreciendo que se volvería. a su
país; mas partiéndose sin la conclusión por haberle ofrecido mucho menor suma, volvió al día
siguiente con demandas más altas, y aunque le hicieron mayores ofertas que el día antes, con todo
eso, se volvió con los suyos y envió luego un trompeta a significar que ya no querían el arreglo.
Al día siguiente, moviéndose, contra la esperanza de todos, hacia Como, se volvieron a su
patria, dejando libres los juicios de los hombres sobre si habían bajado para acometer el Estado de
Milán o para pasar a otro lugar, o por qué causa, sin haber tenido ninguna dificultad evidente, se
volvían hacia atrás, y, si querían volverse, por qué no habían aceptado el dinero, mayormente
habiéndole pedido. Sea lo que fuere la causa, lo cierto es que, mientras se retiraban, llegaron dos
mensajeros del Papa y de los venecianos, y se divulgó que, de llegar antes, no se hubieran ido los
suizos.
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Tampoco se dudaba que si al mismo tiempo que entraron en el ducado de Milán hubieran
estado los españoles cerca de Bolonia, las cosas de los franceses, no pudiendo éstos resistir en tantas
partes, hubieran ido sin tardanza a manifiesta perdición.
Viendo el Rey este peligro por la experiencia, no habiéndole antes previsto con la razón,
encomendó a Foix antes que supiese la retirada de los suizos, que no perdonase, para concordarlos,
ninguna cantidad de dinero; y no dudando de que aunque se compusiesen los suizos no dejaría de
ser acometido poderosamente, mandó a toda la gente de armas que tenía en Francia que pasase los
montes, excepto doscientas lanzas que reservó en Picardía. Demás de esto, envió nuevo refuerzo de
infantes gascones, y ordenó a Foix que reforzase el ejército de infantería italiana y tudesca.
Pidió también con gran instancia a los florentinos (cuyas ayudas eran de mucha consideración
para hacer la guerra en lugares vecinos, y por la oportunidad de turbar desde sus confines el Estado
eclesiástico, e interrumpir las vituallas y las otras comodidades al ejército de los enemigos si se
arrimaban a Bolonia), que descubiertamente y con todas sus fuerzas concurriesen con él en la
guerra; pidiendo la necesidad de las cosas presentes, no ayudas pequeñas o limitadas, ni atenerse a
los términos de las confederaciones; que no podían tener mayor ocasión para obligarle ni hacer
nunca beneficio más ilustre, del cual se extendería eternamente la memoria a sus sucesores. Fuera
de esto, decía que, si bien lo consideraban, con defenderle y ayudarle a él defendían y ayudaban su
causa propia, porque podían estar ciertos de cuán grande era el odio que les tenía el Papa, y cuánto
el deseo del Rey Católico de afirmar en aquella ciudad un Estado que dependiese enteramente de él.
En Florencia tenían muchos diferente dictamen, ciegos con la codicia de excusar los gastos
presentes, no considerando lo que podría traer consigo el tiempo futuro. En otros podía más la
memoria de que nunca el rey de Francia ni Carlos su antecesor habían reconocido la fe y las obras
de aquella República y de haberles vendido a gran precio el no impedir que recuperasen a Pisa, pues
con este ejemplo no podían confiar en sus promesas y ofertas, ni que, por cualquier beneficio que le
hiciesen, se hallaría en él algún agradecimiento; que por esto era grande temeridad resolverse a
entrar en una guerra que, si sucedía en contrario, participarían más que por igual parte de todos los
males; y si prósperamente, no tendrían parte alguna (aunque fuese muy pequeña) en los bienes.
Pero eran de mayor consideración aquellos que por odio, ambición o deseo de otra forma de
gobierno se oponían al Alférez mayor, engrandeciendo las razones ya dichas y añadiendo otras de
nuevo, y especialmente que, estando neutrales, no irritarían contra sí el odio de ninguna de las
partes, ni darían a ninguno de los dos Reyes justa causa de sentimiento, porque no estaban
obligados a dar al de Francia más ayuda que trescientos hombres de armas, que ya le habían dado
para la defensa de sus propios Estados, y que esto no podía causar disgusto al rey de Aragón, el cual
tendría por no pequeña ganancia que no entrasen en esta guerra; de otra suerte, antes serían siempre
alabados y tenidos en más los que guardaban la palabra, y especialmente porque, por este ejemplo,
esperaría que también a él, cuando lo hubiese menester, se le guardaría lo que por la capitulación
hecha con el rey de Francia y con él se había prometido; que si se procedía de esta manera y hubiese
paz entre los dos Príncipes, la ciudad sería nombrada y confirmada por ambos; si el uno alcanzase la
victoria, no teniéndose por ofendido ni teniendo causa de odio particular, no sería dificultoso
comprar su amistad con el mismo dinero y quizá con menor cantidad de la que gastarían en la
guerra. Por este camino, más que con las armas, habían muchas veces librado la libertad sus
antepasados. Si se procedía de otra manera, sustentarían mientras durase la guerra, por otros y sin
necesidad, grandes gastos, y alcanzando la victoria la parte enemiga, quedaría en peligro muy
manifiesto la libertad y el bien de la patria.
Era contrario a éstos el parecer del Alférez mayor, juzgando más saludable para la República
que se tomasen las armas por el rey de Francia, por lo cual había favorecido primero el Concilio y
dado materia de enojo al Papa para que la ciudad, provocada por él o comenzando a estar recelosa,
estuviese casi necesitada a tomar esta resolución. Al mismo tiempo mostraba que no podía ser sino
consejo muy dañoso el estar ociosos esperando el resultado de la guerra, la cual se hacía en lugares
cercanos y entre Príncipes mucho más poderosos que ellos; porque la neutralidad en la guerra de los
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otros, es cosa loable y por donde se excusan muchas molestias y gastos, cuando no son tan flacas las
fuerzas que hayan de temer la victoria de ambas partes, pues entonces se consigue seguridad y aun
muchas veces el cansancio de los otros da disposición para acrecentar el Estado.
Ni era seguro fundamento el no haber ofendido a ninguno ni haberles dado justa causa de
sentimiento, porque rarísimas veces o casi nunca se enfrena con la justicia o con las discretas
consideraciones la insolencia del vencedor, ni por estas razones se pueden tener por menos
injuriados los grandes Príncipes cuando se les niega lo que desean, antes se enojan contra cualquiera
que no sigue su voluntad y acompaña con ellos su propia fortuna; que se creía neciamente que el rey
de Francia no se hubiese de tener por ofendido cuando se viese desamparado en tantos peligros, y
que no correspondían los efectos del crédito que tenía de los florentinos a lo que sin duda se
prometía de ellos y a lo que tantas veces le habían afirmado ellos mismos; que más necia cosa era
creer que, quedando vencedores el Papa y el rey de Aragón, no ejercitasen contra aquella República
la victoria con poca moderación, el uno por el odio insaciable y ambos por el deseo de afirmar un
gobierno que se rigiese a su albedrío; persuadidos de que, viéndose la ciudad en libertad, tendría
siempre mayor inclinación a los franceses que a ellos, y que esto se veía claramente, habiendo el
Papa, con aprobación del Rey Católico, señalado por Legado en el ejército al cardenal de Médicis;
de forma que la neutralidad no venía a producir otro fruto que el quedar por despojo de cada uno, y
que juntándose a uno de ellos, resultaría por lo menos de la victoria de cualquiera su seguridad y
conservación, premio muy considerable estando reducidas las cosas a tanto peligro, y que, en caso
de hacerse la paz, podían esperarse mejores condiciones; que era superfluo disputar sobre a cuál
parte se debía seguir, porque nadie dudaría que debía anteponerse aquella antigua amistad, por la
cual si la República no había sido remunerada o premiada, había por lo menos estado muchas veces
conservada y defendida y que amistades nuevas siempre serían infieles y recelosas.
Decía en vano estas palabras el Alférez mayor, impidiendo su voto toda la oposición de
aquellos a quienes era molesto que el rey de Francia reconociese a su diligencia la unión de los
florentinos. Ni se determinaba el declararse, ni totalmente estar neutrales; de lo cual nacían muy a
menudo consejos inciertos y deliberaciones repugnantes a sí mismas, sin sacar gracia ni mérito de
nada; antes procediendo con estas incertidumbres, enviaron con grande gusto del rey de Francia al
rey de Aragón por embajador a Francisco Guicciardini, el que escribe esta historia, doctor en leyes y
tan mozo todavía, que por su edad, según las leyes de la patria, estaba inhábil para ejercer cualquier
cargo; mas, con todo eso, no le dieron tales comisiones que aliviasen en algo la mala voluntad de
los confederados.
Poco después que los suizos se volvieron a sus casas comenzaron los soldados españoles y los
del Papa a entrar en la Romaña, a cuya venida todas las villas que tenía el duque de Ferrara de esta
parte del Po, excepto la Bastia del foso del Genivolo, se rindieron a la simple petición de un
trompeta; mas porque no se había conducido todavía a la Romaña toda la gente y la artillería, la
cual, esperando el Virrey, había hecho alto en Imola, pareció que, por no gastar ociosamente aquel
tiempo, fuese Pedro Navarro, capitán general de la infantería española, a expugnar el castillo de la
Bastia, y habiendo comenzado a batirle con tres piezas, hallan. do mayor dificultad de lo que había
creído en su expugnación, porque estaba bien amunicionado y defendido valerosamente por ciento y
cincuenta infantes que había dentro, atendió a hacer fabricar dos puentes de madera para dar mayor
comodidad a los soldados a pasar los fosos que estaban llenos de agua. Acabados estos dos puentes,
dio el asalto con gran ferocidad al tercer día de como se había arrimado a él, que fue el último del
año 1512; de manera que después de largo y bravo combate, subiendo los infantes por las escalas
sobre la muralla lo ganaron, matando casi toda la infantería y a Vestitello, su capitán.
Dejó Pedro Navarro en la Bastia doscientos infantes, contradiciéndolo Juan Vitello, el cual
afirmaba que estaba tan débil con los cañonazos de la artillería, que sin repararla de nuevo, no se
podía defender. Pero apenas se había vuelto a apartar con el Virrey cuando el duque de Ferrara,
yendo con nueve piezas gruesas de artillería, la acometió con tan grande furia, que haciendo
pedazos aquel lugar, entró en él por fuerza el mismo día, matando al capitán con todos los infantes,
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parte mientras se peleaba y parte por vengar la muerte de los suyos, y él salió herido de una pedrada
en la cabeza, si bien, por la defensa de la celada, le hizo poco daño.
Habíase entre tanto juntado en Imola toda la gente, así eclesiástica como española, poderosa
en número y en valor de los soldados y de los capitanes; porque de parte del rey de Aragón había
(según se divulgaba) mil hombres de armas, ochocientos jinetes y ocho mil infantes españoles y,
demás de la persona del Virrey, muchos barones del reino de Nápoles, de los cuales, el más
esclarecido por fama y experiencia de las armas, era Fabricio Colonna, que tenía título de
gobernador general, porque enojándose Próspero Colonna por haber de estar sujeto en la guerra a
las órdenes del Virrey, había rehusado ir a ella. Del Papa había ochocientos caballos ligeros y ocho
mil infantes italianos, debajo del gobierno de Marco Antonio Colonna, Juan Vitello, Malatesta,
Baglione, hijo de Juan Paulo, Rafael de Pazzi y otros capitanes, sujetos todos a la obediencia del
Legado cardenal de Médicis. No tenían capitán general, porque el duque de Términi, elegido por el
Papa (como confidente del rey de Aragón), se había muerto en Civita Castellana, viniendo al
ejército, y el duque de Urbino, acostumbrado a tener este puesto, no venía, o porque había sido
gusto del Papa, o porque no juzgaba por cosa digna de su persona obedecer (mayormente en las
villas de la Iglesia) al Virrey, capitán general de todo el ejército de los confederados.
Con esta gente bien proveída de artillería, que se había traído del reino de Nápoles, se
determinó sitiar a Bolonia, no porque no se tuviese por empresa muy difícil por la disposición que
tenían los franceses para socorrerla, sino porque no se podía hacer otra empresa alguna que no
tuviese mayores estorbos y dificultades. Estarse ociosos con tan grande ejército argüía muy
manifiesto temor, y la instancia del Papa era tal que cualquiera que le hiciese conocer las
dificultades le hubiera dado ocasión para creer y quejarse que comenzaban ya a mostrarse los
artificios y engaños de los españoles; por lo cual el Virrey, moviendo el ejército, hizo alto entre el
río Lidice y Bolonia, donde poniendo en orden las cosas necesarias para la expugnación de la
ciudad y derivando los canales que delos ríos Reno y Savana entran en Bolonia, se arrimó después a
las murallas, extendiendo la mayor parte del ejército entre el monte y el camino que va de Bolonia a
la Romaña, porque por aquella parte tenía la comodidad de las vituallas.
Fue Fabricio Colonna con la vanguardia en que había setecientos hombres de armas,
quinientos caballos ligeros y seis mil infantes, a alojar entre el puente del Reno, que está sobre el
camino Romea, que va a Lombardía, y la puerta de San Felice, que está en el mismo camino, para
poder estorbar más fácilmente el socorro que enviasen los franceses; y porque los montes estuviesen
en su poder metieron una parte de la gente en el monasterio de San Miguel del Bosque, que está
muy cerca de la ciudad, puesto en lugar eminente y que la sojuzga, y asimismo ocuparon la iglesia
más alta, que se llama Santa María del Monte.
En Bolonia, además del pueblo belicoso (aunque quizá más por costumbre que por valor) y de
algunos caballos e infantes, soldados de los Bentivogli, había enviado Foix dos mil infantes
tudescos y doscientas lanzas debajo del gobierno de Odetto de Foix y de Ibo de Allegri, excelentes
capitanes, éste por la larga experiencia de la guerra, y aquél por la nobleza de su familia y porque se
veían en el manifiestas señales de valor y de ferocidad. También había otros dos capitanes, Faietta y
Vincenzio, apodado Gran Diablo. Pero, con todo eso, ponían más la esperanza de defenderse en el
socorro prometido por Foix que en las propias fuerzas, por ser grande el circuito de la ciudad y el
sitio por la parte del monte muy desacomodado, sin haber más fortificaciones que las que se habían
hecho de rebato por el peligro presente; por ser muchos de la nobleza y del pueblo sospechosos a
los Bentivogli, y haberse confirmado nuevamente en el sitio de la Bastia del Genivolo la antigua
alabanza de la infantería española de que, en la expugnación de las villas, era de gran valor por su
agilidad y destreza.
Confirmó mucho sus ánimos el tardo proceder de los enemigos, los cuales estuvieron nueve
días ociosos alrededor de las murallas antes de intentar nada, excepto que comenzaron con dos
sacres y dos culebrinas, plantadas en el Monasterio de San Miguel, a tirar al acaso y sin puntería
cierta a la ciudad para ofender la gente y las casas; pero con brevedad se abstuvieron de ello,
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conociendo con la experiencia que no se ofendía a los enemigos, ni con esto se hacía otro efecto que
gastar las municiones inútilmente.
Ocasionó tan grande tardanza el haber tenido noticia el día que pusieron el sitio de que Foix,
habiendo venido a Finale, recogía por todas partes la gente, y parecía verosímil lo que divulgaba la
fama que, por considerar cuánto dañaba a las cosas del Rey y cuánta reputación perdía dejando
tomar una ciudad tan oportuna, se expondría a cualquier peligro por conservarla, por lo cual se
debía considerar, no sólo por qué parte se podría plantar la artillería más fácilmente y con mayor
esperanza de expugnarla, sino también cómo se podría estorbar que entrase el socorro de los
franceses. Por esta razón se determinó en la primera consulta que Fabricio Colonna, dándole antes
provisión de vituallas, pasando de la otra parte de la ciudad, alojase sobre la cumbre que está debajo
de Santa María del Monte, pues de este lugar podría oponerse fácilmente a los que viniesen a entrar
en Bolonia, que no estaba tan distante del resto del ejército que, sobreviniéndole algún peligro, no
pudiese ser socorrido a tiempo; que en la misma sazón se comenzase por parte donde estaban
alojados o desde lugar poco apartado a batir la ciudad, alegando los autores de este parecer que no
se debía creer que, dependiendo la conservación de todo lo que los franceses tenían en Italia de la
de su ejército, hubiese de intentar Foix cosa en cuya ejecución pudiera ser obligado a pelear, ni que
tampoco tuviese en su ánimo (aunque conociera que lo podía hacer seguramente) emplear todo el
ejército en Bolonia, y con esto privarse de poder socorrer, si fuese necesario, al Estado de Milán,
que no estaba enteramente seguro de los movimientos de los suizos y con mayores recelos de ser
acometido del ejército veneciano, el cual, habiendo venido a los confines del Veronés comenzaba a
acometer a Brescia.
Mas el día siguiente, casi todos los mismos que habían convenido en esto, reprobaron este
parecer, considerando que no era cierto que el ejército francés no hubiese de venir, y si al fin venía,
que no era poderosa sola la vanguardia para resistirle, y que no se podía alabar aquella
determinación sustentada con un fundamento que estaba en poder de los enemigos variarle o
mudarle, por lo cual aprobó el Virrey el parecer de Pedro Navarro, que no le había comunicado a
nadie sino a él.
Era el consejo que, echa provisión de vituallas para cinco días, y dejando guarda solamente en
la iglesia de San Miguel, pasase todo el ejército a la parte contraria de la ciudad, de donde podría
impedir que el ejército enemigo entrase en ella, y no estando reparado el lugar por aquella parte
(porque jamás temieron ser acometidos por allí), le tomarían sin duda dentro de cinco días.
Al llegar a noticia de los otros esta resolución, no hubo nadie que no contradijese el ir con el
ejército a alojar en sitio falto de las vituallas que se traían de la Romaña, con solas las cuales se
sustentaría de manera que sin duda se deshiciera o destruyera, si dentro de cinco días no ganaban la
victoria; y ¿quién es aquel, decía Fabricio Colonna, que absolutamente se la pueda prometer en
tiempo tan corto, ni deba (debajo de una esperanza engañosísima por su naturaleza, y sujeta a tantos
accidentes) exponerse a tan gran peligro? ¿Quién no ve que faltándonos las horas medidas, teniendo
por el frente a Bolonia, donde hay gran pueblo y muchos soldados, y a las espaldas los franceses y
el país enemigo, no podremos retirarnos sin deshacernos con la gente hambrienta, desordenada y
temerosa?
Proponían algunos otros que, añadiendo a la vanguardia mayor número de infantes, se
detuviese de la otra parte de Bolonia, casi en las faldas del monte, entre las puertas de Zaragoza y
de San Felice, fortificando el alojamiento con cortaduras y otros reparos, y que la ciudad se batiese
por aquella parte, por donde, no sólo estaba muy flaca de murallas y de reparos, sino que, plantando
también alguna pieza de artillería sobre el monte, se ofendían por el costado mientras se daba el
asalto, a los que de adentro defendiesen la parte batida.
También este consejo se había reprobado como no bastante para impedir la venida de
franceses y como peligroso porque, si fuesen acometidos, no podía el ejército, aunque estuviesen en
su poder los montes, llegar a socorrer en menos tiempo que tres horas.
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Siendo en estas dudas más fácil reprobar justamente los consejos propuestos por otros, que
proponer aquellos que mereciesen ser aprobados, se inclinaron al fin los capitanes a que la ciudad se
acometiese por aquella parte por donde alojaba el ejército, movidos, entre otras causas, de ver que
se disminuía ya la opinión de que Foix, pues tardaba tanto, hubiese de pasar más adelante, por lo
cual comenzaron a hacer las explanadas para arrimar a las murallas la artillería, y volvieron a llamar
la vanguardia para que alojase junta con los otros; mas poco después, habiendo venido muchos
avisos de que la gente francesa se multiplicaba continuamente en Finale, y volviendo por esto a los
recelos primeros de su venida, comenzó de nuevo a brotar la variedad de las opiniones, porque,
conviniendo todos en que, si Foix se acercaba, se debía procurar acometerle antes que entrase en
Bolonia, acordaban muchos que el haber en tal caso de retirar la artillería que estaba plantada en las
murallas causaría mucha dificultad y embarazo al ejército, lo cual, cuando sus cosas estaban
reducidas a términos tan estrechos, no podía ser ni de mayor peligro ni más dañoso.
Otros traían a la memoria que era cosa no menos de deshonra que de daño estar ociosamente
tantos días alrededor de aquellos muros, confirmando a un mismo tiempo los ánimos de los
enemigos que había dentro, y dando lugar para socorrerlos a los que estaban fuera, por lo cual no se
debía diferir más el plantar la artillería, pero en lugar de donde se pudiese retirar acomodadamente,
haciendo, para ir a oponerse a los franceses, las explanadas tan largas, que juntamente se pudiese
mover la artillería y el ejército.
Seguía con gran deseo el Legado la opinión de aquellos que aconsejaban dar principio al
combatir, cansado de tantas dilaciones y no sin sospecha de que fuese esto un proceder artificioso
de los españoles por orden de su Rey, doliéndose de que si hubieran, luego que se arrimaron,
comenzado a batir la ciudad, quizá a aquella hora la hubiesen ganado; que no se debían multiplicar
los perros ni estar como enemigos alrededor de una ciudad, y por otra parte dar muestras de no tener
atrevimiento para acometerla; que el Papa lo estimulaba cada día con correos y mensajeros, y no
sabía ya qué responder ni qué alegar, ni podía sustentarle más con promesas y esperanzas vanas.
Conmovido el Virrey por estas palabras, se quejó grandemente de que, no habiéndose criado
él en las armas ni en los ejercicios de la guerra, quisiese ser causa, con solicitarlo tanto, de
determinaciones arrojadas; que en este consejo se trataba de los intereses de todo el mundo, ni se
podía proceder con tanta madurez que no conviniese usarla mayor; que era costumbre de los Papas
y de las Repúblicas tomar voluntariamente las guerras y, en entrando en ellas, comenzar luego a
pesarles del gasto y de los disgustos, y así deseaban acabarlas muy pronto; que dejase determinar a
los capitanes que tenían la misma intención que él y mayor experiencia en la guerra.
Finalmente, Pedro Navarro (a quien seguía mucho el Virrey), acordó que, en una deliberación
de tanto momento, no debían hacer caso de la dilación de dos o tres días, por lo cual se continuasen
las prevenciones necesarias para la expugnación de Bolonia, para pelear con los enemigos y para
seguir aquello que aconsejase el proceder de los franceses.
No se vio en el espacio de dos días ninguna luz de mejor resolución, porque Foix, a quien se
habían rendido Cento, la Pieve y muchos castillos del Boloñés, se detenía todavía en Finale,
atendiendo a recoger la gente que, por estar dividida en varios lugares, y no viniendo tan presto la
infantería que había tomado a sueldo, se reunía con grande tardanza, por lo cual, no viendo ninguna
causa para diferirlo, se plantó finalmente la artillería contra las murallas, distantes cerca de treinta
brazas de la puerta llamada de San Esteban, por donde se va a Florencia, donde la muralla,
volviendo hacia la puerta llamada de Castiglione, que mira a la montaña, hace un ángulo, y al
mismo tiempo se trabajaba. por Pedro Navarro en hacer una mina por debajo de tierra hacia la
puerta del camino de Castiglione, en aquella parte de la muralla donde estaba fabricada por la parte
de adentro una capilla pequeña, llamada del Baracane, para que, cuando se diese el asalto por todos,
pudiesen resistir más dificultosamente estando divididos que, si estuviesen juntos, defender un solo
lugar; y demás de esto, no desamparando los pensamientos de oponerse a los franceses, quisieron
que la vanguardia volviese al alojamiento donde estaba primero.
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Arruináronse en un día poco menos de cien brazas de muralla con la artillería, y se maltrató
de tal suerte la torre de la puerta que, no pudiendo defenderse más, la desampararon, de manera que
por aquella parte se podía cómodamente dar el asalto; pero esperábase que estuviese antes en
perfección la mina comenzada, aunque, por la temeridad de la multitud, faltó poco para que el
mismo día se diese el asalto desordenadamente, porque los soldados, subiendo por una escala a un
agujero hecho en la torre, bajaron desde allí a una casilla que estaba junta con las murallas por la
parte de adentro, donde no había guarda; y viendo esto los otros infantes, casi todos
alborotadamente se volvían hacia aquella parte, si los capitanes, corriendo al rumor, no los hubieran
detenido; pero habiendo los de dentro, con un cañón que volvieron hacia la casilla, muerto una parte
de la gente que estaba en ella, huyeron los demás de aquel lugar donde habían entrado
inconsideradamente.
Mientras se trabajaba en la mina, atendía el ejército a hacer puentes de madera y a llenar los
fosos de fajina para poder arrimarse los infantes a la muralla rota, yendo casi a pie llano y haciendo
sobre la ruina algún disparo de artillería para que los de adentro, cuando se les diese el asalto, no
pudiesen detenerse en la defensa.
Viendo los capitanes franceses estas prevenciones y entendiendo que ya el pueblo comenzaba
a sujetarse al miedo, enviaron luego a pedir socorro a Foix, el cual envió el mismo día mil infantes
y el siguiente ochenta lanzas con que engendró firme crédito en los enemigos de que había
determinado no pasar más adelante, porque no parecía verosímil que, si tuviera otra intención en su
ánimo, separase de sí una parte de la gente.
Esta era sin duda su intención porque, creyendo que estas ayudas eran bastantes para defender
a Bolonia, no quería, sin necesidad, tentar la fortuna de combatir.
Acabada de todo punto la mina y estando el ejército en armas para dar luego el asalto (y para
que se diese con mayores fuerzas había sido llamada la vanguardia), hizo Navarro pegar fuego a la
mina, la cual con gran furia y ruido echó por alto de tal manera la capilla que, por el espacio que
quedó entre el terreno y la muralla que se había echado por el aire, se veía claramente por los que
estaban fuera la ciudad por adentro y los soldados que estaban dispuestos para defenderla; pero
luego, cayendo hacia abajo, se volvió la muralla entera al mismo lugar de donde la violencia del
fuego la había arrebatado, y se juntó como si nunca se hubiera movido; por lo cual, no pudiéndose
dar el asalto por aquella parte, juzgaron los capitanes que no se debía dar solamente por la otra.
Atribuyeron a milagro este caso los boloñeses, teniendo por imposible que, sin la ayuda divina,
hubiese podido juntarse tan ajustadamente en los mismos cimientos, por lo cual se engrandeció
aquella capilla y la frecuentó el pueblo con gran devoción.
Inclinóse Foix por este suceso (como si ya no hubiera que temer de Bolonia) a ir hacía
Brescia, porque tenía noticia de que el ejército veneciano se movía hacia aquella ciudad, de la cual
temía mucho, por haber dejado en ella flacas provisiones por el peligro de Bolonia y porque
sospechaba que había dentro fraudes ocultos. Pero los ruegos de los capitanes que estaban en
Bolonia, mostrando unas veces que continuaba el peligro mayor que primero si se iba de allí, otras
dándole esperanza de que, si entraba dentro, romperían el ejército enemigo, le apartaron de este
propósito; por lo cual, aunque en el consejo lo contradijeron casi todos los capitanes, se movió al
poner del sol de Finale y en la mañana siguiente a dos horas del día, caminando con todo el ejército
ordenado en batalla, con nieves y vientos muy ásperos, entró en Bolonia por la puerta de San Felice,
llevando consigo mil y trescientas lanzas y seis mil infantes tudescos, que todos los había puesto en
la vanguardia, y ocho mil entre franceses e italianos.
Dentro Foix de Bolonia, trató de acometer en la mañana siguiente al ejército enemigo,
saliendo fuera los soldados por tres puertas y el pueblo por el camino de los montes, y los hubiera
hallado sin ningún pensamiento de su venida, de la cual es manifiesto que no tuvieron noticia los
capitanes, ni aquel día, ni la mayor parte del siguiente; pero aconsejó Ibo de Allegri que descansase
la gente por un día, por venir cansada de la dificultad del camino, no pensando él ni otro alguno que
pudiese ser que, sin sabiduría de los enemigos, entrara de día y por el camino romano un ejército tan
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grande en una ciudad que tenían sitiada. Esta ignorancia se continuara asimismo hasta el otro día, si
acaso no hubiera sido preso un estradiota griego que había salido a escaramucear juntamente con
los otros caballos, y preguntándole lo que se hacía en Bolonia, respondió que de ello podía tener
poca luz porque había venido el día antes con el ejército francés.
Fue preguntado sobre estas palabras con diligencia y gran maravilla de los capitanes, y
hallándole constante en las respuestas, le dieron crédito y determinaron levantar el sitio, juzgando,
por estar maltratados los soldados por la aspereza del tiempo y por la vecindad de la ciudad en que
había entrado un ejército tal, que era peligroso detenerse allí.
Por ello la noche siguiente, a los diez y nueve días de haber puesto el sitio, haciendo retirar
con secreto la artillería, se movió el ejército hacia Imola ya tarde, caminando por las explanadas por
donde habían venido, entre las cuales estaba el camino real por el cual iba la artillería, y habiendo
puesto en la retaguardia la flor del ejército, se apartaron seguramente, porque de Bolonia no salieron
más que algunos caballos de los franceses, los cuales, habiendo saqueado parte de las municiones y
vituallas y habiéndose comenzado a desordenar, fueron vueltos a encerrar con daño suyo por
Malatesta Baglione, que iba en la última parte del ejército.

Capítulo IV
Los venecianos se apoderan de Brescia y de Bérgamo.―Son derrotadas en
Magnanino.―Foix recobra a Brescia y la saquea.―Sus gloriosas acciones.―El emperador
Maximiliano se queja del rey de Francia.―El cardenal de San Severino en el ejército
francés.―Foix va con el ejército a Rávena y la asalta.―Ordenamiento del ejército francés para
dar la batalla.―Arenga de Foix al ejército antes de la batalla.―Ordenamiento del ejército de la
liga.―Batalla de Rávena.―Error y muerte de Foix.―El cardenal Médicis cae prisionero.―Bella
retirada de los españoles.―Marco Antonio Colonna entrega el castillo de Rávena a los franceses.

Levantado el sitio de Bolonia, dejó Foix en la guarda trescientas lanzas y cuatro mil infantes,
y partió luego para ir con gran presteza a socorrer el castillo de Brescia, pues la ciudad había caído
en poder de los venecianos el día antes del en que él había entrado en Bolonia, porque Andrea
Gritti, por orden del Senado, provocado por el conde Luis Avogaro, gentil-hombre de Brescia, por
la gente de casi todo el país y con la esperanza de que dentro hubiese algún movimiento en su favor,
con trescientos hombres de armas, mil y trescientos caballos ligeros y tres mil infantes, pasado el río
Adige por Alberé, lugar cerca de Lignago, vadeado después el Mincio por el molino de la Volta,
entre Goito y Valeggio y sucesivamente venido a Montechiaro, había hecho alto aquella noche en
Castagnetolo, villa distante cinco millas de Brescia, de donde hizo que luego corriesen los caballos
ligeros hasta las puertas, y oyéndose al mismo tiempo por todo el país el nombre de San Marcos, se
arrimó el conde Luis a la puerta con ochocientos hombres de los valles de Eutropia y Sabia (a los
cuales había sublevado), habiendo enviado por la otra parte de la ciudad, hasta las puertas, a su hijo
con otros infantes; mas no recibiendo Andrea Gritti los avisos que esperaba de los de adentro y no
habiéndole hecho ninguna de las señas concertadas antes, entendiendo que estaba la ciudad
guardada por todas partes con diligencia, juzgó que no se debía pasar más adelante, y en este
movimiento, acometido por los de adentro el hijo de Avogaro, quedó preso.
Retiróse Gritti cerca de Montagnana, de donde primero había partido, dejando guarda bastante
en el puente que se había hecho sobre el Adige; pero siendo llamado de nuevo pocos días después,
volvió a pasar el Adige con dos cañones y cuatro falconetes e hizo alto en Castagnetolo.
Habiéndose al mismo tiempo acercado a una milla de Brescia el conde Luis, con gran número
de gente de aquellos valles, y aunque no se oía cosa favorable en la ciudad, alentado Gritti, por ser
mayor el concurso que la otra vez, determinó tomarla por fuerza, para lo cual, arrimándose con
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todos los del país, se comenzó a dar el asalto por tres partes; el cual, intentado infelizmente por la
puerta de la torre, sucedió con prosperidad por la de las Pilas, donde peleaba Avogaro, y por la de
Garzula, por donde los soldados, guiados por Baltasar Escipión, entraron (según decían algunos)
por la puerta de hierro, por la cual el río que tiene el mismo nombre entra en la ciudad, resistiendo
en vano los franceses, quienes viendo que entraban los enemigos en la ciudad y que se movían en su
favor los brescianos, habiendo estado antes quietos por haberles privado ellos de tomar las armas, se
retiraron a la fortaleza juntamente con el gobernador, monseñor de Luda, habiendo perdido los
caballos y los carros. En este alboroto, aquella parte que se llama la ciudadela, que está separada de
la ciudad, habitación de casi todos los gibelinos, fue saqueada, respetando las casas de los güelfos.
A la toma de Brescia se siguió luego la entrega de Bérgamo que, excepto los dos castillos, el
uno puesto en medio de la ciudad y el otro distante una milla, se rindió por medio de algunos
ciudadanos, y lo mismo hicieron Orcivechi, Orcinuovi, Pontevico y otros muchos lugares
circunvecinos, y quizá se hubiera hecho mayor progreso o a lo menos confirmado mejor la victoria
si en Venecia, donde hubo grande alegría, hubiera habido tanta solicitud en enviar soldados y
artillería, la cual era menester para la expugnación del castillo que, por ser poco fuerte, no se
hubiera resistido mucho, cuanta hubo en crear y en enviar los magistrados que habían de regir las
villas ocupadas.
Fue esta negligencia tanto más dañosa cuanto fue mayor la diligencia y celeridad de Foix, el
cual, habiendo pasado el río Po por la Stellata y enviando desde aquel lugar para la guarda de
Ferrara ciento y cincuenta lanzas y quinientos infantes franceses, pasó el Mincio por Puentemolino,
habiendo, casi al mismo tiempo que pasaba, enviado a pedir licencia para hacerlo al marqués de
Mantua, o por no dejar lugar con la breve demanda a sus consejos, o porque tardase más en ir la
noticia de su venida a la gente veneciana.
De allí fue a alojar el día siguiente a Nugara en el Veronés y el otro día a Pontepesere y a
Treville, a tres millas de la Scala, donde, habiendo tenido noticia de que Juan Paulo Baglione (el
cual había hecho escolta a alguna gente y artillería de los venecianos que iba a Brescia) había
llegado de Castelfranco con trescientos hombres de armas, cuatrocientos caballos ligeros y mil y
doscientos infantes, para alojar en la isla de la Scala, corrió luego para acometerle con trescientas
lanzas y setecientos arqueros, siguiéndole el resto del ejército, porque no podía igualar a tanta
presteza; pero hallando que había partido una hora antes, se puso a seguirle con la misma celeridad.
Había sabido Juan Paulo que Bernardino del Montone, debajo de cuya guarda estaba el puente
hecho en Alberé, al oír que se acercaban los franceses, lo había deshecho por miedo de no ser
encerrado por ellos y por los tudescos, que estaban en Verona, donde el Emperador, aligerado de la
guarda del Friul (porque excepto Gradisca, lo demás había vuelto al poder de los venecianos), había
enviado poco antes tres mil infantes que tenía primero en aquella provincia, por lo cual fuera Juan
Paulo a Brescia, si no se le hubiese mostrado que poco más abajo de Verona se podía vadear el río;
donde, yendo para pasar, descubrió de lejos a Foix, y sin sospechar su increíble presteza (que aún
fue mayor que la fama), pensó que no podía ser otra cosa que parte de los soldados que estaban en
Verona; por lo cual, poniendo en batalla los suyos, les esperó con ánimo fuerte en la torre del
Magnanino, cerca del Adige y poco apartada de la torre de la Scala.
Fue feroz por ambas partes el encuentro de las lanzas, y después se peleó valerosamente con
las otras armas por más de una hora; pero continuamente se empeoraba el partido de los venecianos,
porque iban llegando los soldados del ejército francés que habían quedado atrás, y, con todo eso,
siendo desbaratados, volvieron muchas veces a ponerse en orden. Finalmente, no pudiendo hacer
más resistencia al mayor número, se pusieron, rotos, en huida al anochecer y fueron seguidos por
los enemigos hasta el río, el cual pasó libre Juan Paulo, si bien se anegaron en el muchos de los
suyos.
De los venecianos fueron entre muertos y presos cerca de noventa hombres de armas, entre
los cuales quedaron prisioneros Guido Rangone y Baltasar Signorello, de Perusa, deshechos los
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infantes y perdidos dos falconetes que tenían consigo. La victoria casi no fue sangrienta para los
franceses.
Encontraron el día siguiente a Meleagro de Forli con algunos caballos ligeros de los
venecianos, los cuales, con facilidad, fueron puestos en huida, quedando preso Meleagro y no
perdiendo hora de tiempo el día nono, después que partieron de Bolonia, alojó Foix con la
vanguardia en el burgo de Brescia, distante dos tiros de ballesta de la puerta de Torrelunga, y lo
demás del ejército más atrás, por lo largo del camino que va a Pesquiera. Luego que alojó (aun no
dándose lugar a sí mismo para respirar), envió otra parte de la infantería a acometer el monasterio
de San Fridiano, que está puesto en medio del monte sobre su alojamiento y guardado por muchos
villanos de Valditropia. Subiendo al monte esta infantería por muchas partes, favoreciéndoles una
gran lluvia que impidió el tirar a la artillería que estaba plantada en el monasterio, les rompieron y
mataron algunos de ellos.
Al día siguiente, habiendo enviado un trompeta a la ciudad a pedir se la entregasen, libres las
haciendas y las personas de todos, excepto las de los venecianos, y respondiéndole ferozmente en
presencia de Andrea Gritti, volviendo el ejército a la otra parte de la ciudad para estar cerca del
castillo, alojó en el burgo de la puerta que se llama de San Juan, de donde, la mañana siguiente,
cuando comenzaba a amanecer, eligiendo de todo el ejército más de cuatrocientos hombres de
armas, armados todos de armas blancas, y seis mil infantes, parte gascones y parte tudescos, él a
pie, subiendo con todos por la parte de hacia la puerta de las Pilas, entró, sin oponérsele nadie, a la
primera muralla del castillo, donde, haciéndoles reposar y refrescar un rato los ánimos, les excitó
con breves palabras a que bajasen animosamente a aquella riquísima y tan opulenta ciudad, donde la
gloria y la presa sería sin comparación mucho mayor que el trabajo y el peligro, habiendo de pelear
con soldados venecianos, que manifiestamente eran inferiores en número y en valor, porque de la
multitud del pueblo sin experiencia en la guerra, y que ya pensaba más en la fuga que en la batalla,
no se debía hacer ningún caso, antes se podía esperar que, comenzándose a desordenar por su
vileza, sería causa de que todos los otros se desordenasen; rogándoles últimamente que, habiéndolos
escogido por los más valerosos de tan florido ejército, no se causaran vergüenza a sí mismos y a su
fama; que considerasen cuán infames y deshonrados serían si, haciendo profesión de entrar por
fuerza en las ciudades enemigas, contra soldados, contra artillería, muros y reparos, no alcanzasen
ahora su deseo, teniendo la entrada tan patente y sin más oposición que la de hombres solos.
Dichas estas palabras, comenzó a salir del castillo, precediendo la infantería a los hombres de
armas; y habiendo encontrado a su salida algunos infantes que con artillería intentaron estorbarle
que pasase más adelante, los hizo retirar con facilidad y bajó ferozmente por la cuesta a la plaza del
palacio del capitán llamado el Burletto. En este lugar le esperaba la gente veneciana, amontonada
toda con gran ferocidad, donde, viniendo a las manos, fue por mucho rato muy brava y espantosa la
batalla, peleando la una de las partes por su propia salud, y la otra, no sólo por la gloria, sino
también por la codicia de saquear una ciudad llena de tantas riquezas, y no menos ferozmente los
capitanes que los soldados particulares, entre los cuales se mostraba muy ilustre el valor y fiereza de
Foix. Finalmente, fueron echados de la plaza los soldados venecianos, habiéndose defendido
valerosamente.
Entraron después los vencedores divididos en dos partes, la una por la ciudadela, a los cuales
casi en cada esquina de calle se les hacía gallarda resistencia por los soldados y por el pueblo; pero
siempre victoriosos, echaron a los enemigos de todas partes, sin atender al robo hasta haber
ocupado toda la ciudad, por habérselo mandado así el capitán antes que bajasen; y si alguno no
guardaba esta orden, era luego muerto por los otros.
Murieron en esta batalla muchos infantes de la parte francesa y no pocos hombres de armas,
pero de los enemigos cerca de ocho mil hombres, parte del pueblo y parte de los soldados
venecianos, que eran quinientos hombres de armas, ochocientos caballos ligeros y ocho mil
infantes, y entre ellos Federico Contareno, proveedor de los estradiotas, el cual, peleando en la
plaza, fue muerto de un arcabuzazo. Todos los demás fueron presos, excepto doscientos estradiotas
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que huyeron por un pequeño portillo que está en la puerta de San Nazaro, pero con fortuna poco
mejor porque, hallando por aquella parte algunos franceses que habían quedado fuera de la ciudad,
fueron casi todos muertos o presos, los cuales, entrando después dentro sin trabajo por la misma
puerta, comenzaron a saquear también ellos, gozando de los trabajos y peligros ajenos.27
Quedaron presos Andrea Gritti y Antonio Justiniano, enviado del Senado por gobernador de
aquella ciudad; Juan Paulo Manfrone y su hijo, el caballero de la Golpe, Baltasar de Escipión, un
hijo de Antonio de Pios, el conde Luis Avogaro y otro hijo suyo, y Domingo Busecco, capitán de los
estradiotas.
Fue libre del saco, por orden de Foix, la honestidad de los monasterios de monjas; pero los
objetos allí escondidos y los hombres que habían huido a ellos fueron presa de los capitanes.
Fue el conde Luis decapitado en la plaza pública, saciando Foix sus propios ojos en su castigo
y sus dos hijos, si bien por entonces se difirió, sufrieron poco después la misma pena; de suerte que
por las manos de los franceses, de los cuales se gloriaban los de Brescia que descendían, vino a tan
gran ruina aquella ciudad, no inferior en grandeza ni dignidad a ninguna otra de Lombardía, y de
riquezas superior a todas las otras (excepto Milán), la cual estuvo siete días sujeta al robo, tanto de
las cosas sagradas como de las profanas, no menos las vidas y las honras de las personas que las
haciendas, y expuesta a la avaricia, a la deshonestidad y a la crueldad de los soldados.
Fue celebrado en toda la cristiandad con suma gloria el nombre de Foix, porque con su valor y
presteza hubiese, en tiempo de quince días, obligado al ejército eclesiástico y español a irse de las
murallas de Bolonia, roto en la campaña a Juan Paulo Baglione con parte de la gente veneciana, y
recuperado a Brescia con tanto estrago de los soldados y del pueblo; de manera que, por juicio
universal, se afirmaba que no se había visto en Italia cosa semejante en operaciones de guerra.
Recuperada Brescia y las otras villas perdidas, de las cuales Bérgamo, habiéndose rebelado
por medio de pocos, había, antes que Foix entrase en Brescia, vuelto a llamar a los franceses
alborotadamente, Foix, después que hubo dado forma a las cosas y hecho reposar y poner en orden
el ejército, por estar cansado de tan largos y graves trabajos, determinó, por orden recibida del Rey,
ir contra el ejército de los coligados, el cual, al partir de las murallas de Bolonia, se había detenido
en el Boloñés.
Obligaban al Rey a esto muy precisos accidentes que le necesitaban a tomar nuevos consejos
para el bien de sus cosas. Comenzábase ya a descubrir manifiestamente la guerra con el rey de
Inglaterra, porque si bien aquel Rey lo había negado primero con palabras públicas, y después
disimuládolo con dudosas, con todo eso no se podían encubrir los hechos, siendo muy diferentes
que las palabras; porque de Roma se entendía que finalmente había llegado el instrumento de la
ratificación de la liga hecha; sabíase que en Inglaterra se preparaban gente y bajeles, y en España
naves para pasar a Inglaterra, y que estaban los ánimos de todos los pueblos encendidos a mover la
guerra en Francia.
Había también llegado en buena sazón a Inglaterra la galeaza del Papa, cargada de vinos
griegos, de quesos y de cosas saladas, los cuales, dados en su nombre al Rey y a muchos señores y
prelados, eran recibidos por todos con gran contento, y concurría todo el pueblo, al cual muchas
veces no le mueven menos para verlas con gran gusto las cosas vanas que las graves, gloriándose de
que jamás se hubiese visto en aquella isla bajel alguno con la bandera pontificia.
Finalmente, habiendo el obispo de Moravia, que tanto había tratado entre el Papa y el rey de
Francia, movido por la conciencia y por el deseo que tenía del cardenalato, referido en un
parlamento convocado de toda la isla muy favorablemente y con testimonio amplio la justicia del
Papa, fue determinado en el parlamento que se enviasen los prelados, en nombre del Reino, al
Concilio lateranense; y haciendo instancia al Rey los embajadores del Papa, mandó al embajador

27 De esta toma de Brescia hecha por Foix hace el Jovio muy poca mención, y nuestro autor tampoco hace muy
particular descripción; por lo cual, quien desee saber el suceso más larga y particularmente, vea lo que refiere
Anselmo, que está escrito por Jerónimo Ruscheli, en su Suplemento a las Historias del Jovio, donde hay muchas
particularidades dignas de ser leídas y referidas con mucha advertencia. (Nota del traductor.)
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del rey de Francia que se fuese, porque no era justo que cerca de un Rey y de un reino devotísimo
de la Iglesia se viese quien representaba a un Rey que tan públicamente perseguía a la Sede
Apostólica.
Ya penetraba el secreto que estaba concertado ocultamente que el rey de Inglaterra molestase
con la armada marítima la costa de Normandía y de Bretaña y que enviase a España ocho mil
infantes para mover la guerra en el ducado de Guyena, juntamente con las armas del rey de Aragón.
Afligían grandemente estos recelos al rey de Francia, porque siendo espantoso a sus pueblos,
por la memoria de las guerras antiguas, el nombre de los ingleses, conocía que era mayor el peligro
estando juntas con ellos las armas españolas, y tanto más habiendo enviado a Italia (excepto
doscientas lanzas) toda su gente de armas, y si la volvía a llamar, o toda o alguna parte, quedaba en
manifiesto peligro el ducado de Milán, que tanto amaba. Y si bien, por no quedar tan desapercibido,
acrecentaba a la ordenanza vieja ochocientas lanzas, con todo eso, ¿qué confianza podía tener, en
tantos peligros, en hombres sin experiencia que venían de nuevo a la milicia. Añadíase la sospecha,
que cada día crecía más, de haberse apartado de su amistad el Emperador, porque había vuelto
Andrea de Burgos, habiendo sido despachado con tanta expectación; el cual, aunque refería que el
Emperador estaba dispuesto a perseverar en la confederación, con todo eso, proponía muy duras
condiciones, mezclando varias quejas porque pedía que le asegurasen de que le recuperarían aquello
que le pertenecía por los capítulos de Cambray, afirmando que no se podía ya confiar en las simples
promesas, por haber conocido siempre, al principio y después, que causaba molestia al Rey que
recuperase a Padua, y que para consumirle y tenerle en continuos trabajos había gastado de buena
gana cada año doscientos mil ducados, conociendo que para él era de mayor descomodidad el gastar
cincuenta mil ducados; que había rehusado el año anterior concederle la persona del Trivulcio
porque era capitán que, por voluntad y por ciencia militar, acabaría presto la guerra. Pedía que la
hija segunda del Rey, de menos de dos años, se desposase con su nieto, señalándole en dote la
Borgoña, y que la hija se le entregase de presente, y que a su determinación se remitiesen las causas
de Ferrara, de Bolonia y del Concilio, contradiciendo que el ejército francés fuese hacia Roma y
protestando que no había de sufrir que acrecentase en Italia nada de su estado. Estas condiciones
pesadas y casi intolerables por sí mismas, las hacía mucho más graves el conocer que no podía estar
seguro de que, concediéndole tantas cosas, no variase después, según las ocasiones o la costumbre.
Ante la injusticia de las condiciones propuestas era casi manifiesto que, habiendo determinado
ya apartarse del rey de Francia, procuraba ocasión para ponerlo por obra con algún color,
mayormente descubriéndose, no sólo en las palabras, sino también en las obras, muchas señales de
mal ánimo, porque con Burgos no habían venido los procuradores que tantas veces prometió para ir
al Concilio pisano y la congregación de los prelados hecha en Augusta respondió al fin con decreto
público que el Concilio pisano era cismático y detestable, si bien con la limitación de que estaban
dispuestos a mudar de parecer si se mostrasen en contrario razones más eficaces.
Con todo eso, el Rey, en el tiempo que más necesitaba unir sus fuerzas, se veía obligado a
tener a petición del Emperador doscientas lanzas y tres mil infantes en Verona y mil en la guarda de
Lignago.
Atormentaba mucho, demás de esto, el ánimo del Rey el miedo a los suizos, aunque había
alcanzado el enviar a sus Dietas al bailío de Amiens (al cual había dado comisiones muy cumplidas)
y resuelto con prudente consejo (si prudentes se pueden llamar las determinaciones tomadas pasada
ya la sazón de ayudarse) gastar cualquier cantidad de dinero para volverlos a su amistad; pero
prevaleciendo el ardiente odio de la plebe y las persuasiones eficaces del cardenal Sedunense a la
autoridad de aquellos que habían impedido de Dieta en Dieta que se tomase determinación contraria
a él, se entendía que estaban inclinados a conceder seis mil infantes, pagados por los confederados,
los cuales pedían para poderlos oponer a los escuadrones ordenados y firmes de los infantes
tudescos.
Demás de esto, se hallaba privado el Rey enteramente de la esperanza de la paz, si bien nunca,
en el fervor de las armas, la habían dejado de tratar los cardenales de Nantes y de Strigonia, prelado
439

poderosísimo del reino de Hungría, porque el Papa había respondido últimamente que procurasen,
si querían ser oídos, que fuese anulado antes el conciliábulo pisano, que se entregasen a la Iglesia
sus ciudades de Bolonia y de Ferrara; y no mostrando en los hechos menor aspereza, privó
nuevamente de sus dignidades a muchos prelados franceses que habían intervenido en aquel
Concilio, y a Filipo Decio, uno de los más excelentes jurisconsultos de aquel tiempo, porque había
escrito y disputado en favor de la justicia de aquella causa y seguía a los cardenales para enderezar
las cosas que se habían de despachar jurídicamente.
No tenía el Rey ningún pie firme o cierto en parte alguna de Italia en las dificultades y
peligros que se le mostraban por tantas partes, porque los Estados de Ferrara y de Bolonia le habían
sido y le eran de embarazo y de gasto, y de los florentinos (con los cuales hacía nueva instancia para
que, en su compañía, rompiesen la guerra en la Romaña) no podía sacar otra cosa que respuestas
generales; antes tenía algún recelo de sus ánimos porque en Florencia residía continuamente un
embajador del virrey de Nápoles, y mucho más por haber enviado embajador al Rey Católico y
porque no comunicaban ya con él sus negocios como solían; pero demás de esto porque,
habiéndoles pedido que prorrogasen la liga que se acababa dentro de pocos meses, sin pedir dinero
ni otras obligaciones graves, lo andaban difiriendo por estar libres para tomar los partidos que en
cualquier tiempo les pareciesen mejores.
Queriendo aumentar el Papa esta disposición y no dar causa a que su mucha aspereza les
indujese a seguir con las armas la fortuna del rey de Francia, les concedió (sin que la pidiesen en
nombre público) la absolución de las censuras, y envió por nuncio a Florencia con condiciones
corteses a Juan Gozzadini, boloñés, uno de los clérigos de la Cámara Apostólica, procurando
aligerarse de la sospecha que habían concebido de él.
Viéndose, pues, el Rey solo con tantos enemigos declarados o que estaban para declararse, y
conociendo que no podía hacer resistencia sino muy dificultosamente si concurriesen en un mismo
tiempo tantos trabajos, ordenó a Foix que, con la mayor brevedad que pudiese, fuese contra el
ejército de los enemigos, de los cuales (por tenerlos por menos poderosos que su ejército) se
prometía la victoria, y que, si vencía, acometiese sin respeto a Roma y al Papa, pues le parecía, si
sucedía esto, que quedaba libre de tantos peligros. Que esta empresa (para que se disminuyese la
envidia y se aumentasen las justificaciones) se hiciese en nombre del Concilio pisano, el cual
señalase un legado que fuese en el ejército y recibiera en su nombre los lugares que se ganasen.
Moviéndose, pues, Foix de Brescia, vino al Finale, de donde, después que se detuvo algunos
días para hacer provisión de vituallas que se conducían de Lombardía, y para recoger toda la gente
que tenía el Rey en Italia, excepto la que quedaba por necesidad en la guarda de las villas, impedido
también por los tiempos, que eran muy lluviosos, vino a San Jorge, en el boloñés, adonde le
llegaron enviados nuevamente de Francia tres mil infantes gascones, mil aventureros y mil de
Picardía, infantería escogida y que entre los franceses tenía gran nombre, de manera que en todos,
según el número cierto, estaban con él cinco mil infantes tudescos, cinco mil gascones y ocho mil,
parte italianos y parte del reino de Francia, y mil seiscientas lanzas, contando en este número los
doscientos gentiles hombres.
A este ejército se debía juntar el duque de Ferrara con cien hombres de armas, doscientos
caballos ligeros y gran aparato de artillería excelente, porque Foix, impidiéndole la dificultad de los
caminos para traer la suya por tierra, la había dejado en Finale.
Venía asimismo al ejército el cardenal San Severino, señalado legado de Bolonia por el
Concilio, cardenal feroz y más inclinado a las armas que a los ejercicios y pensamientos de
sacerdote.
Puestas en esta forma las cosas, se enderezó contra los enemigos con ardiente deseo de pelear,
así por las órdenes del Rey, que cada día le estimulaban, como por la ferocidad natural de su brío y
por la codicia de la gloria, encendida más por la felicidad de los sucesos pasados. Pero no por esto
llevado tanto del ardor que tuviese intención de acometerles temerariamente, sino acercándose a sus
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alojamientos, intentar si de su voluntad vendrían a la batalla en lugar donde la calidad del sitio no
hiciese su partido inferior, o con impedirles las vituallas, reducirlos a necesidad de pelear.
Era muy diferente la intención de los enemigos, en cuyo ejército, habiendo (según se decía
después que, con excusa de una diferencia, se fue la compañía del duque de Urbino) mil
cuatrocientos hombres de armas, mil caballos ligeros, siete mil infantes españoles y tres mil
italianos, levantados de nuevo, y juzgándose que los franceses, demás de excederles en número,
tenían más valerosa caballería, no les parecía seguro pelear en lugar igual, a lo menos hasta que
llegasen seis mil suizos; los cuales, habiendo convenido nuevamente concederlos los Cantones, se
trataba en Venecia, donde habían ido para este efecto el cardenal Sedunen. se y doce embajadores
de aquella nación, de tomarlos a sueldo a costa del Papa y de los venecianos.
Añadíase la voluntad del rey de Aragón, el cual, por carta y personas propias les había
ordenado que se abstuvieran de pelear cuanto pudiesen porque, esperando principalmente en
aquello que temía más el rey de Francia, de que, difiriéndose hasta tanto que por el rey de Inglaterra
y por él se comenzase la guerra en Francia, estaría obligado aquel Rey a volver a llamar a toda o a
la mayor parte de la gente de la otra parte de los montes, y consiguientemente se vencería la guerra
en Italia sin sangre y sin peligro.
Por esta causa hubiera desde el principio, si no le conmovieran la instancia y quejas graves del
Papa, prohibido que se intentase la expugnación de Bolonia, por lo cual el virrey de Nápoles y los
otros capitanes habían determinado alojar siempre cerca del ejército francés, porque no le quedasen
por presa las ciudades de la Romaña ni abierto el camino para ir a Roma, poniéndose continuamente
en lugares tan fuertes, por el sitio o por tener alguna villa grande a las espaldas, que no pudiesen
acometerle los franceses sin gran desventaja, y por esto no hacer caso ni dificultar el retirarse tantas
veces cuantas fuese menester, juzgando como hombres militares que no se debía atender a las
demostraciones y rumores, sino principalmente a alcanzar la victoria, tras la cual se sigue la
reputación, la gloria y las alabanzas de los hombres.
Por esta determinación, el día que el ejército francés alojó en Castelgüelfo y en Medicina,
ellos, que estaban alojados cerca de los dichos lugares, se retiraron a los muros de Imola.
Pasaron al día siguiente los franceses a milla y media de Imola, estando los enemigos puestos
en orden en sus lugares, pero no queriendo acometerles con tanta desventaja, yendo más adelante,
alojó la vanguardia en Bubano, castillo apartado de Imola cuatro millas, y la otra parte del ejército
en Mordano y en Bagnara, villas distantes la una de la otra poco más de una milla, eligiendo alojar
junto al camino real por la comodidad de las vituallas, las cuales se conducían seguramente por el
río Po, porque Lugo, Bagnacaballo y las villas circunvecinas que desampararon los españoles al
entrar Foix en el Boloñés, habían vuelto a la devoción del duque de Ferrara.
Fueron el otro día los españoles a Castel Boloñés, dejando en la fortaleza de Imola suficiente
presidio y en el lugar sesenta hombres de armas debajo del gobierno de Juan Sassatello, alojando en
el camino real y extendiéndose hacia el monte.
El mismo día tomaron los franceses por fuerza el castillo de Solarolo y se rindieron
Cotignuola y Granarolo, donde estuvieron el día siguiente, y los enemigos hicieron alto en el sitio
llamado el Campo de las Moscas. En estas mudanzas pequeñas de lugares tan vecinos, procedían
ambos ejércitos ordenados con la artillería delante y con la cara vuelta a los enemigos, como si a
cada hora se hubiera de comenzar la batalla, pero procediendo también ambos con gran
circunspección y orden, el uno por no dejarse obligar a venir a las manos sino en lugar donde la
ventaja del sitio recompensase la desigualdad del número y de las fuerzas, y el otro para poner en
necesidad de pelear a los enemigos, pero de manera que a un mismo tiempo no tuviesen la
contradicción de las armas y del sitio.
Tuvo Foix en este alojamiento nuevas comisiones del Rey para que acelerase venir a la
batalla, aumentándose las mismas causas que le habían inducido a darle la primera orden porque,
habiendo los venecianos (si bien enflaquecidos por el suceso de Brescia y oprimidos primero por
los ruegos y después por las pro testas y amenazas del Papa y del rey de Aragón) rehusado la paz
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pertinazmente con el Emperador, si no se consentía que retuviesen a Vicenza, se había hecho,


finalmente, la tregua entre ellos por ocho meses delante del Papa, con condición que cada uno
retuviese lo que poseía y que pagasen al Emperador cincuenta mil florines del Rhin; por lo cual, no
dudando ya el Rey de que se apartaba de su amistad, se certificó al mismo tiempo que había de
tener la guerra de la otra parte de los montes, porque Jerónimo Cavanillas, embajador del rey de
Aragón cerca de su persona, habiendo hecho instancia para hablarle en presencia del Consejo, le
significó que tenía orden de su Rey para irse, aconsejándole en su nombre que desistiese de
favorecer a los tiranos de Bolonia contra la Iglesia, y de turbar, por una causa tan injusta, una paz
tan importante y útil para toda la cristiandad; ofreciendo que si, por la restitución de Bolonia, temía
recibir algún daño, le aseguraría de ello por todos los modos que él mismo deseara, y añadiendo al
fin que no podía faltar a la defensa de la Iglesia, como lo debían hacer todos los Príncipes.
Certificado ya Foix de que no era a propósito acercarse a los enemigos porque, por la
comodidad que tenían de los lugares de la Romaña, no se les podía estorbar las vituallas sino con
mucha dificultad, ni forzarles a pelear sin gran desigualdad, inducido también por la falta de
bastimentos en los lugares donde estaba el ejército, determinó, con consejo de sus capitanes, ir a
sitiar a Rávena, esperando que los enemigos, por no disminuirse tanto de reputación, no querrían
dejar perder a su vista una ciudad semejante, y que así tendría ocasión de pelear en sitio igual.
Para impedir que el ejército enemigo, al saber esto, se acercase a Rávena, se puso entre
Cotignuola y Granarolo, apartado de aquél siete millas, donde estuvo cuatro días firme, esperando
de Ferrara doce cañones y doce piezas menores de artillería.
Sospechando su determinación los enemigos, enviaron a Rávena a Marco Antonio Colonna,
pero, antes que conviniese en ir, fue necesario que el Legado, el Virrey, Fabricio, Pedro Navarro y
los demás capitanes, le diesen todos su palabra de que irían a socorrerle con el ejército si los
franceses la sitiaban. Fueron con Marco Antonio sesenta hombres de armas de su compañía, Pedro
de Castro con cien caballos ligeros, Salazar y Paredes con seiscientos españoles. Lo restante del
ejército se detuvo en las murallas de Faenza en la puerta por donde se va a Rávena, y mientras
estuvieron allí, tuvieron con los enemigos una gruesa escaramuza.
En este tiempo envió Foix cien lanzas y mil y quinientos infantes a tomar el castillo de Russi,
que estaba defendido solamente por sus vecinos, los cuales, aunque al principio (según el uso de la
multitud) mostraron osadía, con todo eso, sucediendo casi luego, en lugar de ella, el miedo,
comenzaron el mismo día a tratar de rendirse. Viendo los franceses que por estas pláticas habían
aflojado en la diligencia de las guardas, entrando dentro con gran furia, saquearon el lugar, mataron
en él más de doscientos hombres y prendieron a los demás.
De Russi se acercó Foix a Rávena, y el día siguiente alojó cerca del muro entre los dos ríos,
en medio de los cuales está situada aquella ciudad.
Nacen en los montes Apeninos, donde divide la Romaña de la Toscana, el río Ronco, llamado
por los antiguos Vitis, y el del Montone, celebrado por el primer río (excepto el Po) de los que
nacen de la parte izquierda del Apenino, que entra en el mar por su propio curso. Estos, tomando en
medio la ciudad de Forli, el Montone por el lado izquierdo, casi pegado a las murallas, y el Ronco
por el derecho, aunque apartado cerca de dos millas, se estrechan en tan corto espacio cerca de
Rávena, que el uno por la una parte, y el otro por la otra, pasan muy junto a sus muros, por debajo
de los cuales, mezcladas sus aguas, entran en el mar, que está ahora apartado tres millas de las
murallas, aunque en tiempos pasados se dice que las bañaba.
Ocupaba el espacio de entre estos dos ríos el ejército de Foix, teniendo el frente hacia la
puerta Adriana, que está casi contigua a la orilla del Montone. Plantaron la artillería, parte contra la
torre llamada Roncona, que está entre la puerta Adriana y el Ronco, y parte del otro lado del
Montone, donde, por un puente echado sobre el río, había pasado una parte del ejército, acelerando
cuanto podía el batir por dar el asalto antes que los enemigos se arrimasen, porque sabían que ya se
habían movido, y no menos porque estaban reducidos a grandísima dificultad de vituallas, atento a
que la gente veneciana que se había detenido en Ficheruolo con bajeles armados, impedía las que se
442

traían de Lombardía, y habiendo echado a fondo unas barcas en la boca del canal que entra en el Po
a doce millas de Rávena, y llega hasta dos millas de la ciudad, impedían que entrasen en ella las que
venían de Ferrara en bajeles ferrareses, porque llevarlas en carro por tierra era difícil y peligroso.
Era, demás de esto, muy dificultoso y con riesgo el ir a buscarlas, porque estaban obligados a
apartarse siete y ocho millas del ejército.
Viéndose oprimidos por estas causas, determinó Foix dar el asalto el mismo día, aunque
conocía que era muy difícil la entrada en la ciudad, porque de la muralla batida no estaba arruinada
más que el espacio de treinta brazas, ni por aquella parte se podía entrar sino con escalas, pues había
quedado lo alto del suelo poco menos de tres brazas. Para vencer estas dificultades con el valor y el
orden, y para encenderlos con la emulación entre ellos mismos, partió en tres escuadrones distintos
el uno del otro a los tudescos, italianos y franceses, y escogidos en cada compañía de hombres de
armas diez de los más valerosos, les ordenó que, armados con las mismas armas con que peleaban a
caballo, fuesen a pie delante de la infantería, los cuales, arrimándose a la muralla, dieron el asalto
muy terrible, defendiéndose valerosamente los de adentro con gran gloria. de Marco Antonio
Colonna, que, no perdonando ni trabajo ni peligro, socorría unas veces a una parte y otras a otra,
según donde era más necesario.
Finalmente, perdiendo los franceses la esperanza de rechazar a los enemigos, y heridos (con
gran daño) por una culebrina plantada sobre un bastión, habiendo peleado por espacio de tres horas
se retiraron a los alojamientos, perdiendo cerca de trescientos infantes y algunos hombres de armas,
y heridos no menor cantidad, y entre ellos Chatillón y Espinosa, capitán de la artillería; los cuales,
siendo heridos por la que había dentro, murieron pocos días después. También fue herido Federico
de Bozzole, aunque ligeramente.
Convirtiéronse el día siguiente los pensamientos de pelear contra los muros en combatir con
los enemigos, los cuales, al moverse el ejército francés, queriendo guardar la palabra dada a Marco
Antonio, entrando por el Friul entre los mismos ríos, y pasando después algunas millas al río
Ronco, venían hacia Rávena.
En este tiempo los vecinos del lugar, temerosos por el asalto del día antes, enviaron, sin
saberlo Marco Antonio, uno de los suyos a tratar de rendirse; pero mientras iba y volvía con la
respuesta, se descubrió el ejército enemigo, que caminaba por la orilla del río, a cuya vista se
levantó en armas el ejército francés, y armados todos entraron en sus escuadrones, quitaron con
grande alboroto la artillería de frente a las murallas y la volvieron hacia los enemigos, consultando
entre tanto Foix con los otros capitanes si se había de pasar a la misma hora el río para oponérseles
a que entrasen en Rávena, lo cual o no determinaron hacer, o a lo menos era imposible con el orden
conveniente y con la presteza necesaria; por lo cual les fuera fácil a los otros entrar aquel día en
Rávena por el bosque de la Pineta, que está entre el mar y la ciudad, y obligar a los franceses a irse
con poca honra de la Romaña por la falta de vituallas.
Mas ellos, o no conociendo la ocasión, o temiendo que les obligarían a pelear en campaña
mientras caminaban, juzgando que, por arrimarse a Rávena, estaba bastantemente socorrida, porque
Foix no se atrevería a darles la batalla, hicieron alto, contra la esperanza de todos, a tres millas de
Rávena, donde se llama el Mulinaccio. Al detenerse, atendieron todo lo restante del día y la noche
siguiente a hacer un foso delante de la parte de su alojamiento, tan ancho y profundo cuanto sufría
la brevedad del tiempo.
En este ínterin, había consejo entre los capitanes de Francia, no sin diversidad de pareceres,
porque dar de nuevo el asalto a la ciudad se juzgaba por muy peligroso, teniendo delante de sí poca
abertura en el muro y a las espaldas los enemigos; era inútil detenerse sin esperanza de hacer ya
efecto alguno, y aun imposible por la falta de las vituallas, y el retirarse daba mayor reputación a los
españoles de la que ellos habían ganado los días antes con adelantarse; muy peligroso y contra las
determinaciones que siempre habían tomado, el acometerles en su alojamiento, pues se pensaba lo
habían fortificado, y que entre todos los peligros se debía excusar más aquel del cual ni podían
suceder mayores males, ni se podía igualar mayor desorden o mal alguno al de ser rotos. En estas
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dificultades se determinó al fin, aconsejando principalmente Foix esta determinación como cosa
más gloriosa y más segura, ir, en amaneciendo, a acometer a los enemigos.
Echando el puente (según esta determinación, la siguiente noche sobre el Ronco, allanados los
ribazos de las orillas de ambas partes para facilitar más el pasaje, el día siguiente a la aurora, que
fue a 11 de Abril, día solemnísimo por la memoria de la Santa Resurrección, pasaron por el puente
los infantes tudescos, pero casi todos los de la vanguardia y los de la batalla pasaron el río a vado; la
retaguardia, guiada por Ibo de Allegri, donde había cuatrocientas lanzas, quedó sobre la orilla del
río de la parte de Rávena, porque según fuese menester pudiese socorrer al ejército, y oponerse si
los soldados del pueblo saliesen de Rávena, y en la guarda del puente que había echado antes sobre
el Montone, quedó Paris Scoto con mil infantes.
Dispusiéronse con este orden los franceses para la batalla: la vanguardia, con la artillería,
delante, guiada por el duque de Ferrara, con seiscientas lanzas y la infantería tudesca, fue puesta en
la orilla del río que les caía a la mano derecha, estando los infantes a la izquierda de la caballería. Al
lado de la vanguardia fueron puestos los ocho mil infantes de la batalla, parte gascones y parte de
Picardía; y después, apartándose siempre más de la orilla del río, se puso el último escuadrón de la
infantería italiana, guiada por Federico de Bozzole, en el cual no había más que mil infantes (porque
aunque Foix, pasando por delante de Bolonia, había recogido los que estaban en su guarda, huyeron
muchos por la estrechez de las pagas), y al lado de este escuadrón todos los arqueros y caballos
ligeros, cuyo número pasaba de tres mil. Detrás de todos estos escuadrones, que no extendiéndose
por línea recta, sino por oblicua, hacían casi forma de media luna, estaban puestas a la orilla del río
las seiscientas lanzas de la batalla, guiada por La Paliza y juntamente con él el cardenal San
Severino, legado del Concilio, el cual grande de cuerpo y de ánimo feroz, cubierto desde la cabeza
hasta los pies de armas lucientes, hacía más el oficio de capitán que de cardenal o legado.
No se reservó Foix lugar o cuidado alguno particular, sino, eligiendo de todo el ejército treinta
gentiles hombres valerosísimos, quiso estar libre para proveer y so. correr a todas partes, haciéndose
reconocer de los otros manifiestamente por el resplandor y hermosura de las armas y de la
sobrevesta, yendo muy alegre de rostro con los ojos llenos de vigor y alegría.
En estando en orden el ejercito, subiéndose sobre la orilla del río, con elocuencia más que
militar, según lo divulgó la fama, habló de este modo, encendiendo los ánimos del ejército:
«Soldados míos: lo que tanto hemos deseado de poder pelear con los enemigos en campo
abierto, nos ha concedido largamente en este día la fortuna, que en tantas victorias nos ha sido
benigna madre, dándonos ocasión de ganar con infinita gloria la victoria más grande que jamás en
la memoria de los hombres alcanzó ejército alguno, porque no sólo Rávena y todos los lugares de la
Romaña quedarán expuestos a nuestra discreción, sino serán una pequeña parte de los premios de
vuestro valor; siendo cierto que, no quedando ya en Italia quien pueda oponerse a nuestras armas,
correremos sin resistencia alguna hasta Roma, donde las grandes riquezas de aquella abominable
Corte, sacadas por tantos siglos de las entrañas de los cristianos, serán saqueadas por vosotros;
tantos ornamentos soberbios, tanta plata, tanto oro, tantas joyas y tan ricos prisioneros, que todo el
mundo tendrá envidia a nuestra suerte. Desde Roma correremos con la misma facilidad hasta
Nápoles, vengándonos de tantas injurias recibidas, y no me persuado que haya nada que pueda
impedir esta felicidad cuando considero vuestro valor, vuestra fortuna, las honradas victorias que
habéis tenido en pocos días; cuando miro vuestros rostros, cuando me acuerdo que hay pocos de
vosotros que, a mi vista, no hayan dado testimonio de su valor con algún hecho excelente.
»Son nuestros enemigos los mismos españoles que, por nuestra llegada, huyeron de noche
vituperosamente de Bolonia; son los mismos que pocos días ha se libraron de nosotros, no de otra
suerte que huyendo a las murallas de Imola y de Faenza, o en los lugares montuosos y ásperos.
»No peleó nunca esta nación en el reino de Nápoles con nuestros ejércitos lugar abierto o
igual, sino siempre con ventaja de reparos, de ríos o de fosos; nunca fiándose de su valor sino de los
engaños y estratagemas. Aunque estos no son aquellos españoles envejecidos en la guerra de
Nápoles, sino gente nueva y bisoña y que jamás peleó contra otras armas sino contra los arcos y las
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flechas y contra las lanzas despuntadas de los moros, y con todo eso, fueron rotos con tanta infamia
por aquella gente débil de cuerpo, tímida de ánimo, desarmada e ignorante de todas las artes de la
guerra, el año pasado en isla de los Gelbes, donde, huyendo este mismo Pedro Navarro, capitán
entre ellos de tanta fama, fue ejemplo memorable a todo el mundo de cuánta diferencia hay en hacer
batir las murallas con la furia de la pólvora y con las minas hechas secretamente por debajo de
tierra, a pelear con el verdadero ánimo y fortaleza.
»Están ahora encerrados detrás de un foso hecho esta noche, con gran miedo, cubiertos los
infantes por los diques y confiando en las carretas armadas, como si la batalla se hubiese de dar con
estos instrumentos pueriles y no con el valor del ánimo y con la fuerza de los pechos y de los
brazos. Sacarálos (dadme crédito) de estas sus cuevas nuestra artillería, conducirálos a la campaña
descubierta y llana, y se verá cuánto vale más la furia francesa, la ferocidad tudesca y la
generosidad de los italianos, que la astucia y engaño de los españoles.
»Nada puede disminuir nuestra gloria sino ser tan superiores en número y casi al doble que
ellos, y con todo eso, el usar de esta ventaja, pues nos la ha dado la fortuna, no se atribuirá a vileza
nuestra, sino a imprudencia y temeridad suya, a los cuales no les trae a. pelear el corazón o el valor,
sino la autoridad de Fabricio Colonna, por las promesas hechas inconsideradamente a Marco
Antonio, y la justicia divina, para castigar con justísimas penas la soberbia y vicios enormes de
Julio, falso Papa, y tantos engaños y traiciones usadas con la bondad de nuestro Rey por el
fementido rey de Aragón.
»Mas ¿por qué me alargo a más palabras? ¿Por qué con superfluos consejos para con soldados
de tanto valor difiero tanto la victoria cuanto tiempo se gasta en hablar con vosotros? Adelantaos
valerosamente según la orden dada, ciertos de que este día dará a mi Rey el señorío y a vosotros la
riqueza de toda Italia. Yo, vuestro capitán, estaré siempre a todas horas con vosotros, y expondré,
como lo acostumbro, mi vida a todos los peligros, siendo más feliz que ningún capitán pasado, pues
he de hacer con la victoria de este día más gloriosos y ricos a mis soldados que jamás, de trescientos
años a esta parte, lo han sido soldados de ejército alguno.»
Después de estas palabras, oyéndose por todo el aire trompetas y atambores y alegrísimas
voces de todo el ejército, comenzaron a moverse hacia el alojamiento de los enemigos, que estaba
distante del lugar por donde habían pasado el río menos de dos millas, los cuales, alojando
extendidos sobre la orilla del río, que estaba a su mano izquierda, y hecho delante de sí un foso tan
profundo cuanto había permitido la brevedad del tiempo, el cual foso, volviendo hacia la mano
derecha, ceñía todo el alojamiento, dejando abierto para poder salir a escaramucear con los caballos
sobre el frente del foso un espacio de veinte brazas, en sintiendo que los franceses comenzaban a
pasar el río, se pusieron en batalla dentro de este alojamiento en esta forma:
La vanguardia, de ochocientos hombres de armas, guiada por Fabricio Colonna, se puso en la
orilla del río, y junto a ella, a mano derecha, un escuadrón de seis mil infantes. A las espaldas de la
vanguardia, por lo largo del río, estaba la batalla de seiscientas lanzas, y a su costado un escuadrón
de cuatro mil infantes, conducido por el Virrey, y con él el marqués de La Palude. En esta venía el
cardenal de Médicis, falto naturalmente de gran parte de la vista, manso de costumbres y en traje de
paz, y en las domostraciones y en los efectos muy diferente del cardenal de San Severino.28
Iba en seguimiento de la batalla también por la orilla del río la retaguardia de cuatrocientos
hombres de armas, conducida por Carvajal, capitán español, con un escuadrón de cuatro mil
infantes; y la caballería ligera, de la cual era capitán general Fernando de Ávalos, marqués de

28 Porque tocante a esta batalla de Rávena hace poca mención de ella el Jovio, y el Bembo la trata muy generalmente,
por esto yo no he leído quien la trate más llenamente que aquí el autor, y lo que refiere el señor César Anselmo,
notado del Rucheci en su Suplemento, el cual, según allí se dice, se halló en persona, y se ve muy poca diferencia de
lo que aquí se refiere. Pero lo cierto es, que la batalla fue memorable, y el Maquiavelo, en el capítulo diez y seis del
libro segundo del Discurso, dice que esta batalla fue muy bien ordenada, y según la milicia moderna se combatió
con mucho orden, y que entrambos ejércitos, ordenados por las espaldas, no tenían sino una frente, y que se habían
puesto en orden más por el costado que por derecho. (Nota del traductor.)
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Pescara, muchacho todavía, pero de rarísimas esperanzas, estaba a mano derecha, a las espaldas de
los infantes, para socorrer la parte que flaquease.
La artillería estaba al frente de la gente de armas, y Pedro Navarro, que con quinientos
infantes escogidos no se había obligado a estar en lugar alguno, había puesto sobre el foso, al frente
de la infantería, treinta carretas que se parecían a los carros con hoces de los antiguos, cargadas de
artillería menuda, con un venablo muy largo sobre ellas para sustentar con más facilidad el
acometimiento de los franceses.
Con este orden estaban firmes dentro de la fortaleza del foso, esperando que el ejército
enemigo viniese a acometerlos, y esta determinación, como al fin no salió útil, pareció asimismo
muy dañosa en el principio.
Había sido consejo de Fabricio Colonna que se acometiese a los enemigos cuando
comenzaron a pasar el río, juzgando por mayor ventaja pelear con sola una parte que la que les daba
haber puesto delante de sí un foso pequeño; pero contradiciéndolo Pedro Navarro, cuyos consejos
eran admitidos por el Virrey como si fuesen oráculos, se determinó, con poca prudencia, dejarles
pasar.
Por tanto, adelantándose los franceses y llegando ya a casi doscientas brazas del foso, y
viendo que estaban firmes los enemigos sin querer salir de su alojamiento, se detuvieron, por no
darles la ventaja que ellos procuraban tener.
En esta forma estuvieron firmes ambos ejércitos por espacio de más de dos horas, tirando en
este tiempo de cada parte infinitos tiros de artillería, la cual hacía harto daño a los franceses por
haberla plantado Navarro en lugar que les ofendía mucho; mas el duque de Ferrara, sacando por las
espaldas del ejército una parte de la artillería, la llevó con gran celeridad a la punta de los franceses,
en el mismo lugar donde estaban puestos los arqueros. Esta punta, por tener el ejército forma casi
corva, estaba casi a las espaldas de los enemigos, de donde comenzó a batirlos ferozmente por el
costado con grandísimo daño, principalmente de la caballería, porque los infantes españoles,
retirados por Navarro a lugar bajo, cerca de los ribazos del río, y echándose por su orden extendidos
en el suelo, no podían ser heridos.
Gritaba con voz alta Fabricio y con muchos avisos importunaba al Virrey para que, sin esperar
a ser acabados por la artillería, se saliese a la batalla; pero repugnaba a esto Navarro, movido de
perversa ambición, porque, presuponiendo que, por el valor de los infantes españoles, había de
quedar victorioso, aunque pereciesen todos los otros, juzgaba que se aumentaba tanto su gloria
cuanto crecía más el daño del ejército.
Había hecho ya tal estrago la artillería en los hombres y en los caballos ligeros, que no se
podían sustentar más, y se veían con miserable espectáculo mezclado con horribles gritos, unas
veces caer en tierra muchos soldados y caballos, y otras volar por el aire las cabezas y los brazos,
arrancados de lo restante del cuerpo, por lo cual decía Fabricio Colonna exclamando: «¿Hemos
todos de morir vituperosamente por la obstinación y malignidad de un marrano? ¿Ha de ser
destruido todo este ejército sin que demos la muerte a uno solo de los enemigos? ¿Dónde están
tantas victorias nuestras contra los franceses? ¿Se ha de perder la honra de España y de Italia por un
Navarro?»
Saltó fuera del foso, sin esperar licencia u orden del Virrey, y siguiéndole toda la caballería, se
vio obligado Pedro Navarro a hacer la señal a sus infantes, los cuales, levantándose con gran
ferocidad, se pegaron a los infantes tudescos que se les habían acercado, y mezclados así todos los
escuadrones, comenzó una batalla grandísima y sin duda de las mayores que por muchos años había
visto Italia, porque la batalla del Taro no había sido más que un gallardo encuentro de lanzas, y las
ocasiones del reino de Nápoles, más desórdenes o temeridad que batallas; en la Ghiaradada no había
peleado más que la menor parte del ejército veneciano; pero aquí, mezclados todos en la batalla, que
se daba en campo llano, sin impedimentos de aguas a de reparos, combatían dos ejércitos de ánimo
obstinado por la victoria o la muerte; inflamados, no sólo por el peligro, por la gloria y por la
esperanza, sino también por el odio que una nación tenía a la otra.
446

Fue espectáculo memorable que en el encuentro de los infantes tudescos con los españoles,
poniéndose delante de los escuadrones dos capitanes muy estimados, Jacobo Empser, tudesco, y
Zamudio, español, pelearon casi como si estuvieran desafiados, y quedando muerto el enemigo,
salió vencedor el español. No era igual de ordinario la caballería de la liga a la del ejército francés,
y aquel día la había deshecho y maltratado la artillería, de manera que había quedado muy inferior;
por lo cual, después que hubo sustentado algún rato, más con el valor del corazón que con las
fuerzas, la furia de los enemigos, y viniéndoles cargando por el costado Ibo de Allegri, que había
sido llamado por La Paliza con la retaguardia y con mil infantes que había dejado en el Montone, y
preso ya por los soldados del duque de Ferrara Fabricio Colonna mientras peleaba valerosamente,
no pudiendo resistir más, volvió las espaldas, ayudado también del ejemplo de los capitanes, porque
el Virrey y Carvajal, sin haber hecho la última experiencia del valor de los suyos, se pusieron en
huida, llevando casi entero el tercer escuadrón. Huyó con ellos Antonio de Leiva, hombre entonces
de poca cuenta, pero después, ejercitado por muchos años en todos los grados de la milicia, fue
esclarecido capitán.
Habían sido ya rotos todos los caballos ligeros y preso el marqués de Pescara, su capitán,
lleno de sangre y heridas, y también fue preso el marqués de la Palude, el cual, por un campo lleno
de fosos y de zarzales había llevado el segundo escuadrón a la batalla con gran desorden, cubierta la
tierra de caballos y de hombres muertos. Con todo eso, la infantería española, desamparada de los
caballos, peleaba con increíble valor; y si bien en el primer encuentro con los infantes tudescos
había perdido en parte la ordenanza firme de las picas, llegándose después a ellos a la distancia de
las espadas, y muchos de los españoles cubiertos con los escudos, metiéndose con puñales entre las
piernas de los tudescos, habían llegado ya casi a la mitad del escuadrón con gran matanza. Cerca de
los tudescos, los infantes gascones, ocupando el camino de entre el río y los ribazos, habían
acometido a los infantes italianos, los cuales, aunque les había hecho gran daño la artillería, con
todo eso, los rebatían con grande alabanza si no hubiera entrado entre ellos Ibo de Allegri con una
compañía de caballos con mayor valor que fortuna, porque, habiéndole muerto delante de sus ojos a
Viverroe, su hijo, no queriendo sobrevivir a tan gran dolor, metiéndose con el caballo en la multitud
más estrecha de los enemigos, peleando como convenía a fuerte capitán, y habiendo muerto a
muchos de ellos, al cabo perdió la vida.
Humillábanse los infantes italianos no pudiendo resistir a tanta multitud; pero corriendo una
parte de los infantes españoles a su socorro, los detuvo en la batalla, y oprimidos los tudescos de la
otra parte por los españoles, apenas podían ya resistir. Pero habiendo huido ya toda la caballería, se
volvió sobre ellos Foix con gran multitud de caballos, por lo cual los españoles, antes retirándose
que echados de la batalla, sin turbar en nada su orden, entrando en el camino que está entre el río y
los ribazos, caminando al paso y con el frente estrecho y, por su fortaleza, rebatiendo a los
franceses, comenzaron a apartarse.
En este tiempo Navarro, deseoso más de morir que de salvarse, y no saliendo por esto de la
batalla, quedó preso. No pudiendo sufrir Foix que aquella infantería española se fuese libre en
orden, casi como vencedora, y conociendo que no era perfecta la victoria si éstos como los otros no
eran rotos, fue furiosamente a acometerles con una escuadra de caballos, hiriendo en los últimos,
por los cuales rodeado y echado del caballo, o como algunos dicen, habiéndole caído encima
mientras peleaba, fue muerto, herido de un picazo por un lado. Si, como se cree, es deseable el
morir a quien está en el colmo de la mayor prosperidad, fue por cierto su suerte felicísima, habiendo
alcanzado tan gloriosa victoria.
Murió muy mozo de edad y con singular fama en todo el mundo, habiendo en menos de tres
meses, y casi primero capitán que soldado, ganado tantas victorias con increíble brevedad y valor.
Quedó en el suelo cerca de él con veinte heridas Lautrech, casi por muerto, y después, llevado a
Ferrara, por la diligencia de los médicos, vivió.
Por la muerte de Foix dejaron ir a los infantes españoles sin alguna molestia. Lo restante del
ejército estaba ya deshecho y puesto en fuga. Tomados los carros, las banderas y la artillería, el
447

legado del Papa preso, el cual, viniendo de las manos de los estradiotas a poder de Federico de
Bozzole, fue entregado por él al legado del Concilio. Fueron también presos Fabricio Colonna,
Pedro Navarro, el marqués de la Palude, el de Vitonto, el marqués de Pescara y otros muchos
señores, barones y gentiles hombres españoles y del reino de Nápoles.
Ninguna cosa hay más incierta que el número de los muertos en las batallas; con todo eso, en
la variación de muchos se afirma más comúnmente que entre ambos ejércitos murieron a lo menos
diez mil hombres, el tercio de los franceses y los dos tercios de los enemigos. Otros dicen muchos
más, pero sin duda murieron casi todos los más valerosos y más escogidos, entre los cuales, de los
eclesiásticos perdió la vida Rafael de Pazzi, capitán de esclarecido nombre, y muchos quedaron
heridos; pero en esta parte fue sin comparación mucho mayor el daño del vencedor por las muertes
de Foix, de Ibo de Allegri y de muchos hombres, del capitán Jacobo y otros muchos capitanes
valerosos de la infantería tudesca, a cuyo valor se atribuía la victoria en gran parte, pero a gran
precio de su sangre; muchos capitanes, juntamente con Molardo de los gascones y de los de
Picardía, las cuales naciones perdieron aquel día con los franceses toda su gloria.
Mas a todo el daño se adelantó la muerte de Foix, con el cual de todo punto faltó el nervio y
ferocidad de aquel ejército.
De los vencidos que se salvaron en la batalla huyó la mayor parte hacia Cesena, de donde
pasaban a lugares más apartados. El Virrey no se detuvo antes de llegar a Ancona, donde llegó
acompañado de pocos caballos. Fueron desvalijados y muertos muchos en la huida, porque los
pisanos corrían por todas partes a los caminos, y el duque de Urbino, que había enviado muchos
días antes a Baltasar de Castellón al rey de Francia, y teniendo personas propias cerca de Foix, se
creía que ocultamente se había concertado contra Julio, no sólo despertó contra los que huían la
gente de la tierra, sino envió soldados a hacer lo mismo en la comarca de Pésaro.
Sólo los que huyeron por los lugares de los florentinos pasaron libres por orden de los
oficiales y después de la República.
Vuelto el ejército vencedor a los alojamientos, los de Rávena enviaron luego a tratar de
rendirse; pero mientras se concertaban, o que ya concertados atendían a poner en orden las vituallas
para enviar al ejército, dejando la guardia de las murallas, los infantes tudescos y gascones,
entrando en el lugar por la rotura de la muralla batida, lo saquearon crudelísimamente,
encendiéndoles en mayor crueldad, demás del odio natural contra el nombre italiano, el enojo del
daño recibido en la batalla.
Dejó después de cuatro días Marco Antonio Colonna la ciudadela, donde se había recogido,
libres las personas y la hacienda; mas prometiendo, juntamente con los otros capitanes, que no
tomarían las armas contra el rey de Francia ni contra el Concilio pisano hasta la festividad próxima
de Santa María Magdalena.
Pocos días después, el obispo Vitelo, que gobernaba la fortaleza, con ciento y cincuenta
infantes vino en entregarla, concediéndole la misma facultad.
Siguieron la fortuna de la victoria todas las ciudades de Imola, de Forli, de Cesena y de
Rímini y todas las fortalezas de la Romaña (excepto las de Forli y de Imola), las cuales fueron todas
recibidas por el Legado en nombre del Concilio de Pisa.
448

Capítulo V
Llega a Roma la noticia de la derrota de Rávena.―Los cardenales exhortan al Papa a la
paz.―Los embajadores aragoneses y venecianos lo persuaden a continuar la guerra.―Diversas
negociaciones para la paz.―Apertura del Concilio lateranense.―El cardenal de Médicis
prisionero en Milán―Los suizos en Italia a sueldo del Pontifice.―Los aliados atacan a
Pavía.―Bolonia vuelve al poder de los Papas.

Quedando el ejército francés por la muerte de Foix y por tanto daño recibido como
asombrado, estaba ocio80 cuatro millas de Rávena e inciertos el Legado y La Paliza, en los cuales
había caído el gobierno, porque Alfonso de Este se había vuelto ya a Ferrara, de cuál era la voluntad
del Rey. Esperaban sus órdenes, no teniendo tanta autoridad con los soldados que fuese bastante a
hacer mover el ejército, el cual estaba ocupado en repartir o enviar a lugares seguros la hacienda
saqueada, y tan flaco de fuerzas y de ánimo por la victoria ganada con tanta sangre, que más
parecían vencidos que vencedores; por lo cual todos los soldados con lamentos y con lágrimas
llamaban el nombre de Foix, al cual hubieran seguido por todas partes sin impedirles ni espantarles
nada.
No se dudaba que, llevado del ímpetu de su ferocidad y de las promesas que, según se decía,
le había hecho el Rey de que ganase para sí el reino de Nápoles, hubiera corrido luego después de la
victoria con su presteza acostumbrada hasta Roma, y que el Papa y los demás, no teniendo ninguna
otra esperanza de salvarse, se hubieran puesto en huida desesperadamente.
Llegó la nueva de la rota a Roma a 13 de Abril, llevada por Octaviano Fregoso, que corrió la
posta desde Fosombrone, y fue oída con gran miedo y alboroto de toda la corte, por lo cual los
cardenales, yendo luego a la presencia del Papa, le apretaban con sumos ruegos a que, aceptando la
paz (pues no desconfiaban que se podía alcanzar muy honesta del rey de Francia) se dispusiese a
librar la Sede Apostólica y su persona de tantos peligros; que había trabajado mucho por la
exaltación de la Iglesia y por la libertad de Italia y alcanzado gran gloria por su santa intención; que
le había sido contraria en la empresa tan piadosa, como se había visto, la voluntad de Dios, y que
quererse oponer a ella no era más que poner toda la Iglesia en su última ruina; que tocaba más a
Dios que a él el cuidado de su esposa, y que así se pusiese en su voluntad, abrazando la paz, según
el precepto del Evangelio y sacase de tantos trabajos su vejez, el Estado de la Iglesia y de toda su
corte, que no deseaba ni quería otra cosa que la paz; que se podía creer que los vencedores se
habrían movido ya. para venir a Roma, con los cuales se juntaría su sobrino y también Roberto
Orsino, Pompeo Colonna, Antonio Savello, Pedro Margano y Renzo Mancino (sabíase que éstos,
habiendo recibido dinero del rey de Francia, se disponían, desde antes de la batalla, para molestar a
Roma), y que no había remedio para estos peligros sino la paz.
Por otra parte los embajadores del rey de Aragón y del Senado veneciano hacían grande
instancia en contrario de esto, procurando persuadirle que no estaban las cosas tan rematadas ni
reducidas a tal extremo, ni tan destruido el ejército, que no se pudiese en breve tiempo y con poca
costa volver a poner en orden; que al fin se sabía que el Virrey se había salvado con la mayor parte
de los caballos; que se había salido de la batalla en orden estrecha la infantería española, la cual si
se hubiese librado, como era verosímil, cualquiera otra pérdida era de poca consideración; que no se
debía temer que los franceses pudiesen venir hacia Roma tan presto que no hubiese lugar para
prevenirse, porque era necesario que acompañasen a la muerte del capitán muchos desórdenes y
muchos daños; que les debería tener suspensos la sospecha de los suizos, los cuales no se podía
dudar que se declararían por la liga y bajarían a Lombardía; que no se podía esperar alcanzar la paz
del rey de Francia, sino con condiciones injustísimas y llenas de infamia, y que también se
recibirían las leyes de la soberbia de Bernardino de Carvajal y de la insolencia de Federico de San
Severino; que, por esto, cualquiera otra cosa sería mejor que con tanta indignidad e infamia
449

sujetarse debajo de nombre de paz a una cruel e infiel servidumbre, porque nunca cesarían aquellos
cismáticos de perseguir su dignidad y vida; que era mucho menor mal, cuando todavía no se
pudiese hacer otra cosa, desamparar a Roma e ir con toda la corte al reino de Nápoles o a Venecia,
donde estaría con la misma seguridad, honra y grandeza porque, con la pérdida de Roma, no se
perdía el Pontificado, pues estaba unido en cualquier lugar con la persona del Papa; que retuviese su
acostumbrada constancia y magnanimidad, porque Dios, que conocía las intenciones de los
hombres, no faltaría en ayudar su santo propósito, ni desampararía la navecilla de Pedro,
acostumbrada a ser maltratada por las ondas del mar, pero nunca a anegarse; que los Príncipes
cristianos, irritados por el celo de la religión y por el celo de la mucha grandeza del rey de Francia,
tomarían su defensa con todas sus fuerzas y propias personas.
Oía el Papa estas cosas con gran duda y suspensión, de manera que se podía entender
fácilmente que combatían en él, por una parte el odio, el enojo y la pertinacia no acostumbrada a ser
vencida ni mudada, y por la otra el peligro y el miedo: también se echaba de ver por las respuestas
que daba a los embajadores que no le era tan molesto desamparar a Roma, cuanto el no poder ir a
ningún lugar en que no estuviese en poder de otros; por lo cual respondía a los cardenales que
quería la paz, consintiendo que se pidiese a los florentinos que se interpusiesen con el rey de
Francia, pero no les respondía con tal resolución ni palabras tan duras, que diesen entero crédito a
su intención.
Había hecho venir de Civitavechia al Biascia, genovés, capitán de las galeras, por lo cual se
creía que pensaba irse de Roma, y poco después le despidió.
Hablaba de tomar a sueldo los barones romanos que no estaban en la conjuración con los
otros, oía de buena gana los consejos de los dos embajadores, pero respondiendo las más de las
veces palabras injuriosas y llenas de enojo.
En este tiempo llegó Julio de Médicis, caballero de Rodas, que después fue Papa, enviado por
el cardenal de Médicis con licencia del cardenal San Severino en nombre del ejército para
encomendársele en tantas calamidades, si bien el efecto de la embajada era referirle el estado de las
cosas, del cual, habiendo entendido largamente cuán enflaquecidos estaban los franceses, cuántos
capitanes les faltaban, cuán valerosa gente habían perdido, cuántos eran aquellos que por las heridas
estaban inútiles por muchos días, gastados infinitos caballos, repartido parte del ejército en varios
lugares por el saco de Rávena, los capitanes suspensos e inciertos de la voluntad del Rey y no muy
concordes entre sí mismos, porque La Paliza rehusaba sufrir las insolencias del San Severino, que
quería hacer el oficio de legado y de capitán; que se oían voces ocultas de la venida de los suizos y
no se veía alguna señal de que aquel ejército se moviese presto.
Animado mucho el Papa con esta relación, introduciéndolo en el Consistorio, le hizo referir lo
mismo a los cardenales. Se añadió que el duque de Urbino (sin saber la causa que a ello le movía),
mudando de opinión, le envió a ofrecer doscientos hombres de armas y cuatro mil infantes.
Perseveraron con todo eso los cardenales en estimularle a la paz; y si bien en las palabras no
se mostraba ajeno de ella, tenía resuelto no aceptarla, sino esperar el último y desesperado remedio;
antes, cuando por ventura al mal presente no se hallase medicina pronta, se inclinaba más a huir de
Roma, por no estar del todo desesperado de que fuese ayudada su causa por las armas de los
Príncipes, y de que especialmente se moviesen los suizos, quienes, mostrándose inclinados a sus
deseos, habían muchos días antes estorbado a los embajadores del rey de Francia que fuesen al
lugar en donde se juntaban los diputados de todos los Cantones para tomar resolución sobre lo que
pedía el Papa.
Descubrióse en esta situación alguna esperanza de la paz, porque el rey de Francia antes de la
batalla, conmovido por tantos peligros que le amenazaban de tantas partes, enojado de la vanidad
del Emperador y de las duras leyes que le proponía, y resuelto al fin por esto a ceder antes en
muchas cosas a la voluntad del Papa, había enviado ocultamente a Fabricio Carretta, hermano del
cardenal de Finale, a los cardenales de Nantes y Strigonia, que jamás habían abandonado de todo
punto las pláticas de la paz, proponiendo que convenía en que se volviese Bolonia al Papa, que
450

Alfonso de Este le diese a Lugo y todos los otros lugares que tenía en la Romaña, que se obligase al
censo antiguo y no se labrase más sal en sus lugares y que se extinguiese el Concilio; no pidiendo al
Papa otra cosa sino la paz con él, que Alfonso de Este fuese absuelto de las censuras, restituido por
entero en sus antiguos derechos y privilegios, que a los Bentivogli que estuviesen desterrados, se les
reservasen sus bienes propios y que se restituyesen a sus dignidades los cardenales y prelados que
habían seguido la parte del Concilio.
Estas condiciones, si bien temiesen los dos cardenales que, habiendo sucedido después la
victoria, no las. mantendría el Rey, no se atrevieron a proponerlas de otra manera; ni el Papa, siendo
de tanta honra para él, no queriendo manifestar aún la oculta determinación que tenía en su ánimo,
juzgó que las podía rehusar, antes por ventura era más útil procurar con estas pláticas detener las
armas del Rey para tener más lugar de ver los progresos de aquellos en que tenía puesto lo último
de sus esperanzas; por lo cual, haciendo instancia sobre lo mismo todos los cardenales, firmó nueve
días después de la batalla estos capítulos, añadiendo el dar su palabra a los cardenales de que los
aceptaría si el Rey los confirmaba, y sometió por cartas al cardenal de Finale, que vivía en Francia
(pero ausente de la corte por no ofender al Papa) y al obispo de Tívoli, el cual tenía en Avignon el
lugar de legado, que fuesen donde estaba el Rey para tratar estas cosas, pero no les despachó ni
orden ni poder para concluirlas.
Hasta este término procedieron los males del Papa y hasta este día fue el colmo de sus
calamidades y de sus peligros; mas después comenzaron a mostrarse continuamente mayores
esperanzas y a volverse a su grandeza, sin ningún freno, la rueda de la fortuna.
Dio principio a tantas mudanzas la ida súbita de La Paliza de la Romaña, el cual, llamado por
el general de Normandía por el rumor que se aumentaba de la venida de los suizos, se movió con el
ejército hacia el ducado de Milán, dejando en la Romaña debajo del gobierno del legado del
Concilio trescientas lanzas, trescientos caballos ligeros y seis mil infantes con ocho piezas gruesas
de artillería.
Acrecentaba más el miedo que se tenía a los suizos ver que el mismo general, pensando más
en agradar al Rey que en servirle, había, contra lo que pedían las cosas presentes, despedido
imprudentemente la infantería italiana y una parte de la francesa, luego que se ganó la victoria.
La partida de La Paliza aseguró al Papa del temor que más le afligía, confirmóle en la
pertinacia y le dio disposición para afirmar las cosas de Roma, para las cuales había tomado a su
sueldo algunos barones de aquella ciudad, con trescientos hombres de armas, y trataba de hacer
capitán general a Próspero Colonna, porque, enflaquecidos los ánimos de los que intentaban cosas
nuevas, Pompeyo Colonna, que se disponía en Montefortino, convino (interponiéndose en ello
Próspero Colonna) en poner en manos de Marco Antonio Colonna, para seguridad del Papa, a
Montefortino, quedándose feamente con el dinero que le había dado el rey de Francia, por lo cual
Roberto Orsino que primero había venido de Pitigliano a los lugares de los Colonnas para mover las
armas, quedándose también con el dinero recibido del rey de Francia, se concertó poco después, por
medio de Julio Orsino, recibiendo del Papa, en premio de su maldad, el arzobispado de Reggio en la
Calabria.
Sólo Pedro Margano se avergonzó de tener el dinero que le había tocado, con consejo más
honroso y más afortunado, porque poco tiempo después, preso en la guerra del sucesor del presente
Rey, hubiera pagado con el castigo debido la pena del engaño.
Confirmado mucho el ánimo del Papa con estas cosas, pues cesaba el temor presente de los
enemigos forasteros y de los domésticos, comenzó el Concilio a 30 de Mayo con gran solemnidad
en la Iglesia de San Juan Laterano, certificado ya de que, no sólo concurriría a él la mayor parte de
Italia, sino España, Inglaterra y Hungría. Intervino Su Santidad personalmente a su principio con
traje pontifical, acompañado del Colegio de los cardenales y de gran multitud de obispos, donde
celebrada, demás de otras muchas preces, según la antigua costumbre, la misa del Espíritu Santo, y
exhortando con una pública oración a los padres a que atendiesen con todo el corazón al bien
público y a la dignidad de la religión cristiana, se declaró, para hacer fundamento de las otras cosas
451

que en lo futuro se habían de establecer, que el Concilio congregado era verdadero, legítimo y Santo
Concilio, y que en él residía sin duda toda la autoridad y potestad de la Iglesia universal.
Ceremonias lucidas y santas y que debían penetrar hasta los corazones de los hombres, si se creyese
que eran, tales como las palabras, los pensamientos y fines de los autores de estas cosas.
Así procedía el Papa después de la batalla de Rávena; mas el rey de Francia, aunque
perturbase algo la alegría de la victoria el dolor de la muerte de Foix, a quien amaba mucho, ordenó
luego que el legado y La Paliza llevasen lo más presto que se pudiese el ejército a Roma. Pero,
entibiado el primer ardor, comenzó a vol. verse al deseo de la paz con todo su ánimo, pareciéndole
que más grave tempestad y de más partes amenazaba a sus cosas; porque si bien el Emperador
continuaba en prometerle que quería estar unido con él, afirmando que la tregua que se había hecho
con los venecianos en su nombre, había sido sin su consentimiento y que no la ratificaría, con todo
eso, le parecía al Rey (demás del temor de su inconstancia y de no estar cierto de que estas cosas se
dijesen fingidamente) que tenía pesado compañero en la guerra y dañoso en la paz por las
condiciones que pedía, porque creía que su interposición le habría de obligar a más indignas
condiciones y, demás de esto, no dudaba ya de que los suizos se juntarían con sus contrarios.
Del rey de Inglaterra esperaba la guerra cierta, porque había enviado un rey de armas a
intimarle que pretendía que estaban acabadas todas las confederaciones y conciertos que había entre
ellos, pues en todas se comprendía la excepción de que él no hiciese guerra a la Iglesia y al Rey
Católico su suegro.
Por todo esto, entendiendo el Rey con gran gusto que se había pedido a los florentinos que se
interpusiesen para la paz, envió a Florencia con amplio mandato al presidente de Grenoble para que
tratase en lugar más cercano, y para que, si fuese necesario, pudiese ir a Roma; y sabiendo después,
por la firma de los capítulos, la inclinación del Papa, que parecía muy pronta, se decidió
enteramente a la paz, aunque temiendo que, por la partida del ejército, volviese a su acostumbrada
pertinacia, ordenó a La Paliza, que ya había llegado a Parma, que con parte de su gente volviese
luego a la Romaña y que echase voz que había de pasar más adelante.
Parecíale cosa pesada el conceder a Bolonia, no tanto por la instancia que en nombre del
Emperador se le hacía en contrario, cuanto porque temía que, hecha la paz quedase en el Papa el
mismo ánimo contra él, siéndole por esto dañoso el privarse de Bolonia, a la cual defendía como a
fuerte baluarte del ducado de Milán, y demás de esto, habiendo venido el cardenal de Finale y el
obispo de Tívoli, sin orden para concluir la paz, parecía justa señal de que el Papa había convenido
en ella fingidamente.
Viéndose rodeado entonces de tantos aprietos y peligros, determinó al fin aceptar los capítulos
dichos con algunas limitaciones, pero no de manera que turbasen las cosas sustanciales.
Fue con esta respuesta a Roma el secretario del obispo de Tivoli, pidiendo en nombre del Rey
que el Papa enviase la orden para concluir la paz al dicho obispo y al cardenal, o que llamase de
Florencia al presidente de Grenoble, el cual tenía amplia autoridad para hacer lo mismo.
Aumentábanse en el Papa cada día más las esperanzas y por consiguiente se disminuía la
inclinación a la paz, si había tenido alguna.
Había llegado la orden del rey de Inglaterra, despachada desde el mes de Noviembre, por la
cual daba facultad al cardenal Eboracense para entrar en la Liga, y había tardado tanto por el largo
rodeo de la mar, porque primero estuvo en España. El Emperador nuevamente, después de largas
dudas, había ratificado la tregua hecha con los venecianos, moviéndole a hacerlo sobre to. do las
esperanzas que le había dado el Rey Católico y el rey de Inglaterra sobre el ducado de Milán y la
Borgoña. Confirmó asimismo grandemente la esperanza del Papa las grandes promesas que le hizo
el rey de Aragón, el cual, habiendo tenido la primer noticia de la rota por cartas del Rey escritas a la
Reina, por las cuales la significaba cómo había muerto Gastón de Foix, su hermano, en una victoria
habida contra los enemigos, con suma gloria, y después más particularmente por los avisos de los
suyos mismos, los cuales, por los embarazos de la mar, llegaban tarde, y pareciéndole que el reino
de Nápoles quedaba en grande peligro, había determinado enviar a Italia con suplemento de mucha
452

gente al Gran Capitán y acudía a este remedio por falta de los demás, porque, aunque le honraba
públicamente, le era poco acepto por las cosas pasadas del reino de Nápoles, y sospechoso por su
grandeza y autoridad.
De suerte que, estando el Papa confirmado en tantas cosas, cuando llegó el secretario del
obispo de Tívoli con los capítulos tratados y dándole esperanzas de que también las limitaciones
añadidas por el Rey, por moderar la infamia de desamparar la protección de Bolonia, se reducirían a
su voluntad, determinado de todo punto a no aceptarlas, pero respecto de su firma y de la palabra
dada al Colegio de cardenales fingiendo lo contrario, como usaba hacer algunas veces contra la
fama de su acostumbrada verdad, las hizo leer en el Consistorio, pidiendo consejo a los cardenales.
Después de estas palabras, el cardenal Arborense, español, y el cardenal Eboracense, que
primero lo habían concertado así secretamente con él, hablando el uno en nombre del rey de Aragón
y el otro en el del rey de Inglaterra, aconsejaban al Papa que perseverase en la constancia y no
desamparase la causa de la Iglesia que con tan grande honra había abrazado, habiendo cesado ya las
necesidades que le habían movido a dar oídos a aquellas pláticas; que, viéndose manifiestamente
que Dios, que por algún fin que nosotros no alcanzamos, había permitido que la navecilla fuese
trabajada del mar, no quería que pereciese, no era conveniente ni justo hacer paz para sí
particularmente, y que, habiendo de ser común, la tratase sin participación de los otros
confederados; acordándole últimamente que considerase con diligencia cuán gran peligro podía
causar a la Sede Apostólica y a su persona el apartarse de los verdaderos y fieles amigos, por seguir
a los enemigos reconciliados.
Mostrando el Papa que le movían estos consejos, rehusó descubiertamente la paz, y pocos
días después, procediendo con su ímpetu acostumbrado, pronunció en el Consistorio un monitorio
al rey de Francia para que soltase al cardenal de Médicis, debajo de las penas ordenadas por los
Sacros Cánones, aunque convino en que se detuviese el publicarle porque, rogándole el Colegio de
los cardenales que difiriese cuanto pudiese los remedios ásperos, ofreció, con cartas escritas en
nombre de todos, hacer lo mismo, aconsejándole y suplicándole que como Príncipe Cristianísimo, le
pusiera en libertad.
Había sido llevado a Milán el cardenal de Médicis, donde estaba guardado honradamente y,
con todo eso, aunque se encontraba en poder de otros, resplandecía en su persona la autoridad de la
Sede Apostólica y la reverencia de la religión, y al mismo tiempo el desprecio del Concilio pisano,
cuya causa desamparaban con la devoción y con la fe, no sólo los otros, sino también aquellos que
lo habían acompañado y seguido con las armas; pues, habiéndole cometido el Papa facultad para
absolver de las censuras a los soldados que prometiesen no tomar las armas más contra la Iglesia y
conceder a todos los muertos, para los cuales le fuese pedida, la sepultura eclesiástica, era increíble
el concurso y maravillosa la devoción con que le pedían y prometían estas cosas, sin contradecirlo
los ministros del Rey; mas con grandísima indignación de los cardenales, que delante de sus ojos,
en el mismo lugar donde estaba la silla del Concilio, los vasallos y soldados del Rey, contra su
honra y provecho y en sus lugares, menosprecia. da totalmente la autoridad del Concilio, seguían a
la Iglesia romana, reconociendo con suma reverencia al cardenal preso como a legado apostólico.
Por la tregua ratificada por el Emperador, aunque sus agentes que estaban en Verona la
negasen, envió a llamar el rey de Francia parte de la gente que tenía en la guarda de aquella ciudad,
como si ya no fuese necesaria, y porque, habiendo llamado de la otra parte de los montes, por las
amenazas del rey de Inglaterra, los doscientos gentiles-hombres, los arqueros de su guardia y otras
doscientas lanzas, conocía, por los recelos que se aumentaban de los suizos, que había menester
mayor presidio en el ducado de Milán.
Por esta misma causa había oprimido a los florentinos a que enviasen a Lombardía trescientos
hombres de armas, como estaban obligados por la confederación, para defensa de sus Estados y,
porque se acababa dentro de dos meses, les obligó (estando todavía fresca la reputación de la
victoria) a confederarse de nuevo con él por cinco años, obligándose a la defensa de su Estado con
seiscientas lanzas, y por el contrario, prometiéndole los florentinos cuatrocientos hombres de armas
453

para la defensa de todo lo que poseía en Italia; si bien por huir de cualquier ocasión de entrar en
guerra con el Papa, exceptuaron de la obligación general la defensa de la villa de Cotignuola, como
si la Iglesia pudiese pretender que tenía algún derecho sobre ella.
Añadíanse ya claramente a las cosas del Rey gravísimos peligros, porque al fin determinaron
los suizos conceder seis mil infantes para el servicio del Papa, que los había pedido debajo de
nombre de emplearlos contra Ferrara, no habiendo podido alcanzar más los que sustentaban la parte
del rey de Francia, sino detener la deliberación hasta aquel día.
Exclamaba en las Dietas contra ellos con grande furor la multitud, encendida de gran odio
contra el nombre del rey de Francia, afirmando que no le había bastado a aquel Rey la ingratitud de
haber negado el acrecentar una cantidad corta a las pensiones de aquellos con cuyo valor y sangre
había ganado tanta reputación y tan grande estado que, demás de esto, había, con palabras muy
injuriosas, despreciado el bajo linaje de ellos, como si al principio no hubiesen tenido todos los
hombres un origen y un mismo nacimiento, y como si alguno fuese al presente noble y grande que
en algún tiempo no hubiesen sido sus progenitores pobres y sin nobleza; que había comenzado a
levantar infantería de lansquenetes, para mostrar que ya no le era necesario en la guerra el auxilio de
ellos, persuadiéndose que, viéndose privados de su sueldo, hubiesen de sufrir odiosamente ser
consumidos por el hambre en aquellas montañas; que por esto se debía mostrar a todo el mundo que
habían sido vanos sus pensamientos, falsas sus persuasiones y la ingratitud dañosa sólo para él; que
no podía ninguna dificultad detener a los hombres militares que mostrasen su valor; que,
finalmente, el oro y el dinero servía a quien tenía el hierro y las armas, y que era necesario dar a
entender una vez a todo el mundo cuán imprudentemente discurría el que anteponía a la nación de
los helvecios, los infantes tudescos.
Llevábales tanto este ardor, que, tratando la causa como propia, se iban de sus casas,
recibiendo solamente un florín del Rhin por cada uno, cuando primero no se movían para ir al
sueldo del rey de Francia, si a los infantes no se les prometían muchas pagas y a los capitanes
muchos dones.
Juntábanse en Coira, villa principal de los grisones, los cuales, por estar confederados con el
rey de Francia, de quien recibían pensiones ordinariamente, habían enviado a excusarse de que, por
las antiguas ligas que tenían con los cantones más altos de los suizos, no podían rehusar enviar con
ellos cierto número de infantes.
Perturbaba mucho este pensamiento los ánimos de los franceses, cuyas fuerzas estaban
disminuidas, porque después que el general de Normandía despidió a los infantes italianos, no
tenían más que diez mil infantes, y habiendo pasado de la otra parte de los montes la gente de armas
que había llamado el Rey, no les quedaba más en Italia que mil y trescientas lanzas, de las cuales las
trescientas estaban en Parma, y, con todo eso, el general de Normandía, haciendo más el oficio de
tesorero que de soldado, no consentía se tomasen a sueldo nuevos infantes sin la orden del Rey.
Pero habían hecho volver a Milán la gente que llegó a Finale para pasar a la Romaña debajo
del gobierno de La Paliza, y ordenado que el cardenal de San Severino hiciese lo mismo con la que
estaba en la Romaña, por cuya partida, Rímini y Cesena con sus fortalezas y juntamente Rávena,
volvieron sin dificultad a la obediencia del Papa, y no queriendo los franceses desarmar el ducado
de Milán, quedaba Bolonia (que por conservarla se habían recibido tantos disgustos) como
desamparada en el peligro.
Vinieron los suizos, cuando se juntaron, de Coira a Trento, habiéndoles concedido el
Emperador que pasasen por su Estado y, procurando encubrir del rey de Francia lo más que podía lo
que ya tenía determinado, afirmaba que no les podía estorbar el paso por la confederación que tenía
con ellos.
De Trento vinieron al Veronés, donde los esperaba el ejército de los venecianos, los cuales
concurrían juntos con el Papa a sus sueldos, y aunque no había tanta cantidad de dinero que fuese
bastante para pagar a todos, porque iban, sobre el número que se había pedido, más de seis mil, era
454

tan ardiente el odio de la multitud contra el rey de Francia que, contra lo que solían hacer, sufrían
con paciencia todas las dificultades.
De la otra parte La Paliza había venido primero con el ejército a Pontoglio para impedirles el
paso, creyendo que querrían pasar a Italia por aquella parte, y viendo después que era otra su
intención, había hecho alto en Castiglione del Striviere, lugar que está a seis millas de Pesquiera,
incierto sobre cuáles fuesen los pensamientos de los suizos, o de ir (como se divulgaba) hacia
Ferrara, o de acometer el ducado de Milán.
Esta incertidumbre aceleró acaso los males que sobrevinieron, porque no se dudaba de que
hubieran seguido el camino hacia el Ferrarés, si no les hiciera mudar de Consejo una carta que, por
mala suerte de los franceses, tomaron los estradiotas de los venecianos, por lo cual, significando La
Paliza al general de Normandía (que había quedado en Milán) el estado de las cosas, mostraba que
era muy difícil resistirles si se volvían hacia aquel Estado.
Consultados sobre esta carta, juntamente con el cardenal Sedunense, que había venido de
Venecia, los capitanes, determinaron, con razón, que raras veces es engañoso el acometer la
empresa juzgada por más molesta para los enemigos, por lo cual fueron de Verona a Villafranca,
donde se juntaron con el ejército veneciano, en el cual, debajo del gobierno de Juan Paulo Baglione,
había cuatrocientos hombres de armas, ochocientos caballos ligeros y seis mil infantes con muchas
piezas de artillería, a propósito para la expugnación de las villas y para la campaña.
Fue esto causa de que La Paliza, desamparando a Valeggio, porque era lugar flaco, se retirase
a Gambara, con intención de detenerse en Pontevico, no teniendo en el ejército más que seis o siete
mil infantes, porque los otros estaban distribuidos entre Brescia, Pesquiera y Lignago, ni más que
mil lanzas, porque, si bien estuvo inclinado a llamar las trescientas que había en Parma, le obligó el
manifiesto peligro de Bolonia, después de grande instancia de los Bentivogli, a ordenar que entrasen
en aquella ciudad, por haber quedado casi sin presidio. Donde, conociéndose tarde el propio peligro,
por la vanidad de las esperanzas con que habían sido engañados, y sobre todo, reprendiendo la
avaricia y malos consejos del general de Normandía, le obligaron a convenir en que Federico de
Bozzole y algunos otros capitanes italianos levantasen lo más presto que pudiesen seis mil infantes,
remedio que no se podía poner en ejecución, si no a lo menos, después de diez días.
Enflaquecía también al ejército francés, demás del corto número de los soldados, la discordia
entre los capitanes, porque los otros casi se enojaban de obedecer a La Paliza, y la gente de armas,
cansada de tantas fatigas y de tan largos trabajos, deseaba más que se perdiese el ducado de Milán
para volverse a Francia, que defenderle con tanto disgusto y peligro.
Partido La Paliza de Valeggio, entraron en aquel lugar los venecianos y los suizos, y pasando
después el Mincio alojaron en el Mantuano, donde el Marqués, excusándose por su corto poder,
concedía el paso a todos.
En estas dificultades determinaron los capitanes, desamparando de todo punto la campaña,
atender a la guarda de las villas más importantes, esperando, y no sin razón que, entreteniéndolos,
se había de deshacer tanto número de suizos, porque el Papa, no menos tibio en el gastar que
ardiente en la guerra, desconfiando también de poder suplir las pagas de número tan grande,
enviaba muy despacio el dinero, por lo cual metieron en Brescia dos mil infantes, ciento y cincuenta
lanzas y cien hombres de armas de los florentinos, en Cremona cincuenta lanzas y mil infantes y en
Bérgamo mil infantes y cien hombres de armas. Lo restante del ejército, en que había setecientas
lanzas, dos mil infantes y cuatro mil tudescos, se retiró a Pontevico, sitio fuerte y a propósito para
Milán, Cremona, Brescia y Bérgamo, donde fácilmente esperaban que se podrían sustentar, pero al
día siguiente llegaron cartas y órdenes del Emperador a los infantes tudescos que luego dejasen el
servicio del rey de Francia, los cuales, siendo casi todos del condado del Tirol y no queriendo
desobedecer a su Señor propio, se fueron el mismo día.
Por su partida perdieron La Paliza y todos los otros capitanes toda la esperanza de poder
defender más el ducado de Milán, por lo cual de Pontevico se retiraron luego alborotadamente a
Pizzichittone, y los de Cremona, viéndose por esta causa desamparados, se rindieron al ejército de
455

los coligados, que ya se les arrimaba, obligándose a pagar a los suizos cuarenta mil ducados; y
habiendo disputado en qué nombre se había de recibir la ciudad, procurando los venecianos que se
les restituyese, fue al fin recibida (quedándose los franceses con la fortaleza) en nombre de la Liga y
de Maximiliano, hijo de Luis Sforza, para el cual pretendía el Papa y los suizos que se conquistase
el ducado de Milán.
Había venido en los mismos días a poder de los coaligados, enajenada de los franceses, la
ciudad de Bérgamo, porque habiendo La Paliza llamado la gente que estaba en ella para unirla al
ejército, entraron en la ciudad, luego que se fue, algunos emigrados y fueron causa de que se
rebelase.
De Pizzichittone pasó La Paliza el río Adda, donde se juntaron con él las trescientas lanzas
señaladas para la defensa de Bolonia que, por crecer el peligro, las había llamado, y esperaba poder
estorbar allí a los enemigos el paso del río, si hubieran llegado los infantes que se había
determinado se levantasen; mas este pensamiento, como los otros, no parecía bueno, porque faltaba
el dinero para levantarlos, no teniendo el general de Normandía dinero de contado, ni modo
(estando en tantos peligros perdido enteramente el crédito) para hallarlo prestado, como solía,
obligando las rentas reales, por lo cual después que se hubo detenido en aquel puesto cuatro días,
luego que los enemigos se arrimaron al río por tres millas más abajo de Pizzichittone, se retiró a
Sant Angelo, para irse al día siguiente a Pavía, siendo cosa desesperada de todo punto, por esta
razón, el poder defender el ducado de Milán, y, estando ya todo el país en grande sublevación y
alborotos, se fueron de Milán al Piamonte para librarse Juan Jacobo Trivulcio, el general de
Normandía, Antonio María Palavicino, Galeazzo Visconti y otros muchos gentiles-hombres y
ministros del Rey; y algunos días antes, temiendo no menos a los pueblos que a los enemigos,
habían huido los cardenales, aunque estando mas feroces en los decretos que en las otras obras,
habían casi al mismo tiempo, como principio de su privación, suspendido al Papa de todas las
administraciones espirituales y temporales de la Iglesia.
Ayudaron estos alborotos al bien del cardenal de Médicis (reservado del cielo para grande
felicidad) porque, siendo llevado a Francia, cuando entraba por la mañana en la barca al paso del Po
que está enfrente de Bassignana (llamada por los antiguos Augusta Bactienorum), alzando las voces
unos vecinos de la villa llamada la Pieve del Cairo, de los cuales fue el primero Reinaldo Zallo, con
quien se habían concertado algunos criados del Cardenal que habían alojado allí aquella noche, fue
quitado de las manos a los soldados franceses que le aguardaban; los cuales, espantados y temerosos
de cualquier accidente, en oyendo el ruido, atendieron más a huir que a hacer resistencia.
Habiendo entrado en Pavía La Paliza, determinaba detenerse allí, por lo cual pedía al
Trivulcio y al general de Normandía que fuesen a aquella ciudad. Fuele enviado el Trivulcio
(habiéndoselo ordenado así el general y los otros principales), y le dio a entender cuán vano era su
consejo, y que no era posible detener tan gran ruina, estando el ejército sin infantería y no sufriendo
la brevedad del tiempo el levantarla de nuevo; que no se podía sacar ya sino de lugares muy
apartados y con suma dificultad y, cuando no hubiese estos impedimentos, faltaba el dinero para
pagarla; que la reputación estaba perdida en todas partes, los ánimos llenos de espanto y los pueblos
con grande odio por la licencia usada por los soldados sin moderación en tanto tiempo.
Dichas estas cosas, fue el Trivulcio para que la gente pasase con más comodidad a hacer echar
un puente donde el río apartado de Valenza hacia Asti se estrecha más; pero ya el ejército de los
coligados, a quien se rindió, cuando los franceses se retiraron del Adda, la ciudad de Lodi con su
fortaleza, se había acercado a Pavía desde Sant Angelo, donde luego que llegaron comenzaron los
capitanes venecianos a batir con la artillería el castillo, y una parte de los suizos pasó en barcos el
río que está junto con la ciudad. Mas temiendo los franceses que les impedirían el pasar por el
puente de piedra que está sobre el río Tesino, por donde sólo se podían salvar, fueron hacia él para
salir de Pavía, y antes que hubiese salido la retaguardia, adonde habían puesto en lo último para
guarda de los caballos algunos infantes tudescos que no se habían ido con los otros, los suizos,
saliendo de hacia Portanuova y del castillo que estaba ya desamparado, fueron peleando con ellos
456

por todo lo largo de Pavía y del puente, resistiendo animosamente, sobre todos los otros, los
infantes tudescos. Pero pasando el puente del Gravalone, que era de madera, quebradas las vigas por
el peso de los caballos, quedaron presos y muertos todos los franceses y tudescos que aún no lo
habían atravesado.
Obligóse Pavía a pagar gran cantidad de dinero, lo mismo que había hecho Milán,
componiéndose en mucho mayor suma, y también lo hacían a porfía (excepto Brescia y Cremona)
todas las otras villas.
Apellidábase en altas voces por todo el país el nombre del Imperio. El Estado se recibía y
gobernaba en nombre de la Santa Liga (así la llamaban todos), disponiéndose la suma de las
materias con la autoridad del cardenal Sedunense, señalado por legado del Papa; mas los dineros y
todos los tributos se pagaban a los suizos, y de ellos eran todos los provechos y las ganancias.
Conmovidas todas las naciones por la fama de estas cosas, luego que se acabó la Dieta
convocada en Zurich para este efecto, vino gran cantidad de gente a juntarse con los otros.
En tan gran mudanza de cosas se entregaron voluntariamente al Papa las ciudades de Parma y
Plasencia, el cual pretendía que le tocaban como miembros del Exarcado de Rávena.29
Ocuparon los suizos a Lucerna, y los grisones la Valtelina y a Chiavenna, lugares muy a
propósito para sus cosas, y yendo a Génova Ianus Fregoso, capitán de los venecianos, con caballería
e infantería que ellos le habían dado, fue causa de que, huyendo el capitán francés, se rebelase
aquella ciudad y fuese él creado Dux, la cual dignidad había tenido ya su padre.
Volvieron con el mismo ímpetu de la fortuna al Papa todos los lugares y fortalezas de la
Romaña, y arrimándose a Bolonia el duque de Urbino con la gente eclesiástica, la desampararon los
Bentivogli por verse privados de toda esperanza. Persiguiéndoles el Papa asperísimamente,
excomulgó a todos los lugares que en lo futuro los recogiesen. No mostraba menos odio contra
aquella ciudad, enojado de que, olvidada de tantos beneficios, se rebelara tan ingratamente, que a su
estatua hubiesen maltratado con muchos oprobios y escarnecido su nombre con muchas injurias.
Por esto no les creó de nuevo los magistrados ni los admitió en alguna parte del gobierno, sacando
por medio de ministros ásperos dineros de muchos ciudadanos, como amigos de los Bentivogli, por
lo cual se divulgó, o con verdad, o falsamente, que, si no hubiera interrumpido sus pensamientos la
muerte, tenía dispuesto en su ánimo, destruyendo aquella ciudad, pasar sus habitadores a Cento.

FIN DEL LIBRO X.

29 Este Exarcado de Rávena fue dado por Pipino, rey de Francia, al Papa Esteban II, después que hubo vencido a
Astolfo, rey de los Longobardos, y fue el año 750 de la Encarnación de nuestro Señor Jesucristo.—Véase esto en el
Bembo, libro primero de la vida de Esteban II. (Nota del traductor.)
457

ÍNDICE

PRELIMINARES POR FELIPE IV


Epílogo breve en que refiero las causas que me movieron para traducir los libros octavo
y nono de esta Historia de Italia.......................................................................................................3
Prólogo.............................................................................................................................................7
Vida de Francisco Guicciardini escrita por S. M. el Rey D. Felipe IV............................................9

LIBRO PRIMERO
Sumario..........................................................................................................................................18
Capítulo I.......................................................................................................................................18
Tranquilidad que reinaba en Italia, debida principalmente a Lorenzo de Médicis.—Exaltación de
Alejandro VI al Pontificado.—Estado de Florencia.—Primeras semillas de discordia entre los
príncipes italianos.—Luis Sforza llama a los franceses a Italia.—Vicisitudes en la sucesión del
reino de Nápoles.—Embajadores de Luis Sforza a Carlos VIII de Francia.—Prepárase Carlos a
pasar a Italia.
Capítulo II......................................................................................................................................31
Opiniones acerca de la invasión francesa en Italia.―Maquinaciones de Luis Sforza.―Convenio
entre Fernando, rey de España y Carlos VIII.―Muerte de Fernando, rey de Nápoles.―Alfonso
le sucede en el trono.―César Borgia es nombrado cardenal.―Convenios entre los príncipes
italianos.―Embajadores franceses en Italia.―Preparativos de Carlos VIII.―Tentativa de
Alfonso para oponerse a Carlos.―Alfonso envía embajadores al sultán de Turquía.―Marcha de
su ejército.
Capítulo III.....................................................................................................................................46
Intentos de Luis Sforza descubiertos por medio de Pedro de Médicis a los franceses.—Carlos
VIII entra en Italia.—Su carácter.—Derrota de los aragoneses en Rampallo.—Carlos VIII
enferma de viruelas.—Viciosa organización del ejército italiano.—Carlos VIII en Pavía.—
Muere Juan Galeazo, y Luis Sforza es nombrado duque de Milán.—Preséntase Pedro de
Médicis a Carlos VIII.—Encuéntrase con Luis Sforza en el campamento francés.
Capítulo IV....................................................................................................................................57
Los Médicis son expulsados de Florencia.—Los pisanos demandan su libertad a Carlos VIII.—
Carlos en Florencia.—Energía de Pedro Capponi contra los franceses.—Convenio.—Carlos en
Roma.—Sublevación del reino de Nápoles contra Alfonso.—Fuga de éste a Sicilia.—Cede la
corona a su hijo Fernando.—Parte Fernando de Nápoles.—Carlos entra en Nápoles.

LIBRO SEGUNDO
Sumario..........................................................................................................................................70
Capítulo I.......................................................................................................................................70
Los funcionarios florentinos son expulsados de Pisa.—Quejas de los pisanos a Carlos VIII a
presencia de los embajadores florentinos.—Respuesta del embajador Sonderini.—El rey Carlos
favorece secretamente a los pisanos.—Discusión en Florencia para el establecimiento del nuevo
gobierno.—Discurso de Pablo Antonio Soderini.—Discurso de Guido Antonio Vespuci.—
Gobierno popular predicado por fray Jerónimo Savonarola.—Creación del Gran Consejo.
Capítulo II......................................................................................................................................78
El reino de Nápoles en poder de los franceses.―Huye Fernando a Sicilia.―Muerte del otomano
Gemin.―Temores de los venecianos y de Luis Sforza.―Liga de los príncipes italianos y
españoles contra los franceses.―Niéganse los florentinos a entrar en la liga.―Los franceses se
458

hacen odiosos a los napolitanos por su insolencia.—Proyecta Carlos VIII volver a Francia.—
Entra en la Calabria Fernando con los españoles.—Pide Carlos al papa Alejandro la investidura
del reino de Nápoles.
Capítulo III.....................................................................................................................................85
Parte de Nápoles el rey Carlos.―Ingratitud de Pontano.―Entrada de Carlos en Roma.―Huye
el Papa a Orvieto.―Luis Sforza recibe del César la investidura de duque de Milán.―El duque
de Orleans entra en Novara.―Cobardía de Luis Sforza.―Fray Jerónimo Savonarola, embajador
de los florentinos a Carlos VIII en Poggibonzi.―Los pisanos piden a Carlos la
libertad.―Ejército de la liga en Lombardía.―Carlos VIII: marcha contra él.―Saqueo de
Pontremoli.
Capítulo IV....................................................................................................................................91
Consulta en el campo de los coligados después de la llegada de Carlos VIII a Fornuovo.—
Ordenamiento de los ejércitos francés e italiano.—Batalla del Taro.—Derrota de los italianos.—
Consecuencias.—Derrota de los franceses en Génova por mar y tierra.
Capítulo V......................................................................................................................................99
Derrota de los aragoneses con Gonzalo de Córdoba en Seminara.—Fernando es llamado por sus
súbditos.—Entra en Nápoles.—Todo el reino sacude el yugo de los franceses.—Muerte de
Alfonso de Aragón.—Luis Sforza y su esposa Beatriz van al campamento.—El Papa cita a
Carlos VIII para que comparezca en Roma.—Carlos se mofa de la citación pontificia.—Los
florentinos reciben las fortalezas y las villas que estaban en poder de Carlos.—Asedio de
Novara.—Condiciones de la paz entre Carlos y Luis Sforza.—Discursos pronunciados ante
Carlos relativamente a la paz.—La paz es firmada.—Vuelve Carlos a Francia.—Principio del
mal francés en Italia.

LIBRO TERCERO
Sumario........................................................................................................................................113
Capítulo I.....................................................................................................................................113
Efectos de la vuelta de Carlos a Francia.—Luis Sforza y los venecianos deliberan defender a
Pisa.—Hechos de armas con los florentinos.—Intrigas de Pedro de Médicis.-Su esperanza.—
Tumultos en el Perugino.
Capítulo II....................................................................................................................................119
Progresos de los aragoneses en el reino de Nápoles.―Fernando de España en Perpiñán.―La
cuestión de Pisa.―El Senado de Venecia acuerda tomar a Pisa bajo su protección.
Capítulo III...................................................................................................................................126
Alianza de Fernando de Nápoles con los venecianos.―Consejo en Francia para tratar de los
asuntos de Italia.―Intrigas de Luis Sforza.―El duque de Urbino entra a sueldo de los
aliados.―Sitio de Atella.―Progresos de Gonzalo de Córdoba en Calabria.―Derrota a los
franceses.—Toma de Atella.―Muerte de Montpensier.―Muere Fernando de Nápoles, y le
sucede en el trono su tío D. Fadrique.
Capítulo IV..................................................................................................................................135
El cardenal de San Malo dificulta el viaje del Rey Carlos a Italia.―Por gestiones de Luis Sforza
pasa a Italia el emperador Maximiliano.―Savonarola mantiene a los florentinos favorables a los
franceses.―Derrotan los pisanos a los florentinos.―Combates en territorio de Pisa.―Muerte de
Pedro Capponi.―Embajadores del Emperador en Florencia.―Naufragio de la armada imperial.
Capítulo V....................................................................................................................................142
Ejército de los venecianos en Pisa.―El Papa Alejandro declara la guerra a los Ursinos.—
Derrota del ejército pontificio en Soriano.―Gonzalo de Córdoba y Próspero Colonna entran al
servicio del Papa.―Gonzalo toma a Ostia.―Guerra de Génova.
459

Capítulo VI..................................................................................................................................147
Gestiona Luis Sforza que Pisa sea devuelta a los florentinos.―Confusión que reina en el
gobierno de Florencia.—Intenta Pedro de Médicis entrar por sorpresa en Florencia.―Muerte de
sus partidarios.—Los florentinos envían embajadores al Papa.―Muerte de Carlos, rey de
Francia.—Le sucede Luis XII.―El Papa excomulga a Savonarola.―Reducido a prisión, y
después de breve juicio, es ahorcado y quemado con dos de sus secuaces.

LIBRO CUARTO
Sumario........................................................................................................................................156
Capítulo I.....................................................................................................................................156
Razones en que funda el rey de Francia su pretensión al ducado de Milán.―Embajadores
venecianos y florentinos al Rey de Francia.―Derrota de los florentinos en San Regolo.―Luis
Sforza se alía con los florentinos.―Guerra y convenio entre los Colonna y los
Orsini.―Proyectos del papa Alejandro.―Pablo Vitelli entra a sueldo de los florentinos.
Capítulo II....................................................................................................................................161
Victoria de Vitelli en Cascina.―Otras victorias de Vitelli.―Los embajadores florentinos en
Venecia.—Dificultades para un acuerdo entre florentinos y pisanos.―El Albiano y Orsino
entran a sueldo de los venecianos.―Tregua entre los florentinos y los sieneses.―Pedro y Julián
de Médicis llegan a Marradi con los venecianos.―Nuevos hechos de armas de Paulo
Vitelli.―El Albiano en Poppi.—Paulo Vitelli marcha al Casentino contra los venecianos.
Capítulo III...................................................................................................................................167
César Borgia renuncia el cardenalato.―Luis XII se divorcia de su primera esposa.—Procura el
rey de Francia que se someta a su arbitrio la cuestión de Pisa.―Discursos de Grimani y del
Trevisano en el Senado de Venecia, persuadiendo el primero y disuadiendo el segundo de la liga
con Francia.―Capitanes venecianos reunidos en Bibbiena.―Disensiones en Florencia sobre
quién debía tener el mando del ejército florentino.―Primeras sospechas contra
Vitelli.―Embajadores florentinos en Venecia.—Compromiso pactado por mediación del duque
de Ferrara entre venecianos y florentinos, relativamente a la cuestión de Pisa.―Condiciones
determinadas por el duque de Ferrara.
Capítulo IV..................................................................................................................................177
Quejas de los pisanos por las condiciones del convenio.―Los venecianos retiran sus tropas de
Toscana.―Ratifican el convenio los florentinos. —Los pisanos expulsan la guarnición
veneciana de la fortaleza.―Continúan los florentinos la guerra contra Pisa.―Gestiones de Luis
Sforza.―Procura coligarse con los florentinos.―Le abandonan todos los potentados de
Italia.―El ejército francés en Italia.―Toman los franceses a Arezzo.—Discurso de Luis Sforza
al pueblo milanés.―Apodéranse los franceses de Alejandría.—Luis Sforza hace salir a sus hijos
del ducado de Milán.―Encarga la defensa del castillo de Milán a Bernardino de Corte, y huye a
Alemania.―Cremona se rinde a los venecianos.―Bernardino de Corte entrega el castillo de
Milán por dinero.―Aborrecido y despreciado por todos, muere de dolor.―Pablo Vitelli toma a
Cascina.―Asalta a Pisa.―Se apodera de la fortaleza de Stampace, pero no continúa el ataque
de la plaza.―Acusado de traición es preso y degollado en Florencia.―Preséntanse a Luis XII
en Milán embajadores de toda Italia.
Capítulo V....................................................................................................................................190
Guerra del duque de Valentino en Romaña.―Auxilio que le envía el rey de Francia.―El duque
de Valentino toma a Imola.―Los turcos se apoderan de Friuli.―Catalina Sforza queda
prisionera del duque de Valentino.―Juan Jacobo Tribulcio es nombrado gobernador de
Milán.―Regreso de Luis Sforza a sus Estados.―Se apodera de Como.―Tribulcio se retira a
Novara y Luis entra en Milán.―Luis Sforza toma a Novara.―El ejército francés marcha contra
Luis, que cae prisionero con sus capitanes.―Lando se apodera por traición del cardenal
Ascanio, entregándolo a los venecianos y éstos al rey de Francia, por miedo.—Luis Sforza es
460

encerrado en el castillo de Loches (donde muere después de diez años de prisión) y el cardenal
Ascanio en el de Bourges.

LIBRO QUINTO
Sumario........................................................................................................................................200
Capítulo I.....................................................................................................................................200
Los franceses van contra Pisa en auxilio de los florentinos.—Asedio de esta ciudad.—Los
pisanos ofrecen ser súbditos del rey de Francia.—Hechos del duque de Valentino en la Romaña.
— Sitia a Faenza.—El Papa Alejandro nombra por dinero doce cardenales y esparce el Jubileo.
Capítulo II....................................................................................................................................205
Tregua entre Maximiliano y el rey de Francia.―Convenio entre los reyes de Francia y España
para repartirse el reino de Nápoles.―El duque Valentino toma a Faenza.―Le concede el Papa el
título de duque de Romaña.―Marcha hacia Florencia.―Pedro de Médicis en
Loiano.―Convenio entre los florentinos y el duque Valentino.―Movimientos del ejército
francés para la conquista del reino de Nápoles.―Gonzalo de Córdoba en Sicilia.―Los
franceses saquean a Padua.―Fadrique de Aragón sale de Nápoles y se retira a
Francia.―Gonzalo de Córdoba retiene prisionero al duque de Calabria, a pasar de haber jurado
darle libertad.
Capítulo III...................................................................................................................................213
Rindese Piombino al duque Valentino.―Casamiento de Lucrecia Borgia con Alfonso de
Este.―Conferencia del Rey de Romanos y del cardenal de Rohán en Trento.―Muerte de
Agustín Barbarigo, dux de Venecia.—Le sucede Loredano.―Nueva liga de los florentinos con
el rey de Francia.―Emprenden otra vez la guerra contra los pisanos.―Origen de la guerra de
españoles y franceses en Italia.―Rebelión de Arezzo contra los florentinos.―El duque
Valentino invade y se apodera del ducado de Urbino.―Los franceses marchan contra Arezzo.—
Vitellozzo entrega Arezzo a los franceses, que lo restituyen a los florentinos.―Pedro Soderini es
elegido por toda su vida Alférez mayor de la justicia en Florencia.
Capítulo IV...................................................................................................................................221
El cardenal de Rohán aspira al Pontificado.—Amistad del duque Valentino con el rey de
Francia.—Gonzalo de Córdova se retira a Barletta.—El rey de Francia parte de Italia.—Poder
extraordinario que ejerce el duque Valentino.—Liga de capitanes italianos contra él.—Sus artes
y fingimientos para deshacer la liga.—Los capitanes se ponen de acuerdo con él.—Condiciones
del acuerdo.—Traición del duque Valentino.—Vitellozzo y Liverotto son estrangulados.
Capítulo V....................................................................................................................................228
Los Orsini prisioneros del Papa.—Muerte del cardenal Orsino.—Pablo y el duque de Gravina
son estrangulados.—Los sieneses expulsan a Pandolfo Petrucci.—Sospecha el rey de Francia
del duque Valentino.-Guerra del papa Alejandro contra los Orsini.—Vuelve a Siena Pandolfo
Petrucci.—Muerte del conde de Gaiazzo.—Los franceses sitian a Barletta.—Son derrotados
quedando prisionero La Paliza.—Desafío de trece italianos y trece franceses.—Victoria de los
italianos.-Tratado de paz entre los reyes de Francia y España.—Gonzalo de Córdova no acepta
las condiciones de la paz.—Derrota de los franceses en Seminara y en Cirignuola.—Muerte del
duque de Nemours.—Entra en Nápoles Gonzalo de Córdova.

LIBRO SEXTO
Sumario........................................................................................................................................239
Capítulo I.....................................................................................................................................239
Motivos por los cuales el rey de España no ratificó la paz con Francia.―Los españoles toman a
Castel del Uovo.―Gonzalo de Córdova sitia a Gaeta.―Los florentinos talan las mieses de los
pisanos.―Inclinación del duque Valentino y del Papa a favor de los españoles.―El Papa y el
duque Valentino envenenados.―Muerte del papa Alejandro.―El duque Valentino se reconcilia
461

con los Colonnas.―El cardenal de Rohán en Roma.―El cardenal Picolomini, elegido Pontífice,
toma el nombre de Pío III.
Capítulo II....................................................................................................................................249
Tumultos en Roma.—Los Orsini entran a sueldo de los españoles.—Fuga del duque Valentino al
castillo de Sant Angelo.—Muerte del Papa.—Le sucede el cardenal de San Pedro in Vincula,
que toma el nombre de Julio II.—Medios que empleó para ascender al Pontificado.—Estado de
las ciudades de la Romaña.—Progresos de los venecianos.—El Papa retiene al duque Valentino.
— Gonzalo de Córdova en el Garellano.—Combates entre españoles y franceses.—
Contrariedades que sufren los españoles en el Garellano.—Los socorre el Albiano.—Retirada de
los franceses.—Pedro de Médicis se ahoga en el Garellano.—Derrota de los franceses.—
Gonzalo de Córdova toma a Gaeta.
Capítulo III...................................................................................................................................259
Paz entre los venecianos y el Sultán de Turquía.—Disertación acerca de las navegaciones de
portugueses y españoles.—Cristóbal Colón.—Lamentaciones en Francia al saber la derrota del
Garellano.—El duque Valentino da al Papa las contraseñas de los castillos y parte.—El Gran
Capitán le da salvoconducto y, faltando a su promesa, le detiene.—Es enviado a España.—
Condiciones con las cuales se pacta tregua entre españoles y franceses.
Capítulo IV..................................................................................................................................265
Juan Pablo Baglione es nombrado capitán de los florentinos.—Marcha contra Pisa.—Los
pisanos reciben socorro de diversos pueblos.—Naufragio de las galeras florentinas en Rapalle.
—Negociaciones para la paz entre los reyes de España y Francia.—Embajadores del emperador
Maximiliano en Francia.—Muerte de D. Fadrique de Aragón.—Muerte de Doña Isabel, reina de
España.—Los venecianos envían embajadores al Papa.—Derrota de los florentinos en Osole.—
Juan Pablo Baglione deja de estar a sueldo de los florentinos.—Conjura del Albiano, de
Pandolfo Petrucci y de Baglione contra los florentinos.—Combate de florentinos y pisanos en
Torre de San Vicente.—Derrota de los pisanos, mandados por Albiano.—Consulta de los
florentinos para el asalto de Pisa.—Su ejército frente a Pisa.—Cobardía de la infantería italiana.
—Condiciones de la paz entre Francia y España.—Crueldad del cardenal de Este con su
hermano D. Julio.

LIBRO SÉPTIMO
Sumario........................................................................................................................................278
Capítulo I.....................................................................................................................................278
Mala disposición del papa Julio contra el rey de Francia.—El rey Felipe de Castilla aborda en
Inglaterra por causa de una tempestad.—El rey de Francia se indigna contra los venecianos.-
Embajadores del César en Venecia.—Guerra del Papa Julio contra Bolonia.—Movimientos del
Papa con el ejército.—Fuga de los Bentivoglis de Bolonia.—Los de Bolonia se entregan al
Papa.—Viaje a Italia de Fernando, rey de Aragón.—Muerte de Felipe, rey de Castilla.
Capítulo II....................................................................................................................................287
Los genoveses se rebelan contra el rey de Francia.—Vuelve a Roma el papa Julio.—Los
genoveses eligen un Dux plebeyo.—El rey de Francia acude a Italia contra los genoveses.—
Embajadores de Génova al rey de Francia para entregar la ciudad a su discreción.—El rey de
Francia entra en Génova.—Discurso de los genoveses al Rey.—Condiciones que éste les
impone, y suplicio del Dux y de otros insurrectos.
Capítulo III...................................................................................................................................294
Quejas del Pontífice contra el rey de Francia por los asuntos de Génova.—Dieta de los Príncipes
de Alemania en Constanza.—Discurso del Emperador induciéndoles a declarar la guerra a
Francia.—Fernando de Aragón parte de Nápoles para volver a España.—Gonzalo de Córdoba le
acompaña.—Entrevista de los reyes de Aragón y de Francia en Savona.—Últimos honores
tributados al genio del Gran Capitán.—Conferencia de ambos Reyes.—Sospechas y
malcontento del Pontífice.—Determinación de la Dieta de Constanza.—Próxima venida del
462

Emperador a Italia.—Los venecianos en duda de confederarse con el Emperador o con el rey de


Francia.—Discursos del Foscareno y de Andrea Gritti en el Senado veneciano.
Capítulo IV..................................................................................................................................306
Respuesta de los venecianos a Maximiliano.—El Papa se opone a que pase a Italia.—Intrigas
del rey de Francia para que dilate su venida.—Conjuración en Bolonia en favor de los
Bentivogli.—Bajada del Emperador al Friul.—Combate entre venecianos e imperiales en
Cadoro.—Tregua que entre ellos convienen.—Quejas del rey de Francia contra los florentinos.
—Respuesta de los florentinos a las quejas del Rey.—Negociaciones para restituirles a Pisa.

LIBRO OCTAVO
Sumario........................................................................................................................................315
Capítulo I.....................................................................................................................................315
Motivos del odio del papa Julio a los venecianos.—Congreso de Cambray para declarar la
guerra a éstos.—Liga del Emperador y el Papa.—Embajadores del Congreso al Emperador.—El
Papa duda de entrar en la confederación.—Situación angustiosa de Pisa.—Los reyes de Francia
y de España venden a los florentinos la facultad de recuperarla.—Los venecianos se preparan a
la defensa.
Capítulo II....................................................................................................................................323
El ejército véneto en el Oglio.—El ejército francés pasa el Adda.—Monitorio del Papa a los
venecianos.—Su respuesta.—Batalla del Adda.—Derrota de los venecianos.—Prisión del
Albiano.—Bérgamo se rinde al rey de Francia.—Los franceses toman a Peschiera.—El papa
Julio invade la Romaña.—Alfonso, duque de Ferrara, se declara enemigo de los venecianos.—
Los venecianos abandonan a Verona y Padua, y mandan a Antonio Justiniano como embajador a
Maximiliano.—Consternación general en Venecia.—Discurso de Justiniano al Emperador.
Capítulo III...................................................................................................................................332
Los venecianos entregan los puertos del reino de Nápoles al rey de Aragón, y las ciudades de la
Romaña al Papa.—Rávena se rinde al ejército pontificio.—Embajadores venecianos en Roma.
—Los diputados de Verona presentan las llaves a los embajadores de Maximiliano.—Tumulto
en Treviso, principio de la salvación de los venecianos.—Los florentinos sitian a Pisa.—
Intentan los venecianos recuperar Padua.—Capitanes y soldados que allí envían.—Padua es
ocupada sin dificultad.—Fama de esta victoria.—Nueva confederación entre el Papa y el rey de
Francia que parte de Italia.—Los venecianos atacan de improviso al marqués de Mantua
haciéndole prisionero y dispersando sus fuerzas.—Maximiliano en el Vicentino.
Capítulo IV..................................................................................................................................340
Los embajadores venecianos entran en Roma de noche.—Provisiones del Senado veneciano
para defender a Padua.—Discurso del Dux Loredano.—Los nobles venecianos mandan a sus
hijos a la defensa de Padua.—Batalla.—El Emperador sitia a Padua.—Los paduanos juran
fidelidad a los venecianos.—Asalto de los imperiales a Padua.—Maximiliano se ve obligado a
retirarse.—Los venecianos rechazan la tregua que el Emperador les propone.
Capítulo V....................................................................................................................................348
Discordia entre el rey de Francia y el Papa.—Condiciones que propone el Papa para absolver a
los venecianos.—Los venecianos recuperan a Vicenza.—A las órdenes de Trevisano van contra
el duque de Ferrara.—Derrota de los ferrareses en Pulisella.—Hércules Cantelmo es decapitado.
—Chatillón acude en socorro de Ferrara.—Enojo del Pontífice, que les envía hombres de armas
para la defensa.—Derrota de los venecianos en el Po.—Concordia entre el Rey de Romanos y el
Rey Católico.—Derrota de los imperiales en Verona.—Enojo del César contra el Papa.—Muerte
del conde de Pitigliano.—Envío del obispo de Sión a los suizos.—Son absueltos los venecianos
de la excomunión.—Condiciones.
463

LIBRO NOVENO
Sumario........................................................................................................................................358
Capítulo I.....................................................................................................................................358
Los venecianos toman varios capitanes a sueldo.—Nombran general del ejército a Juan Pablo
Baglione.—Enojo del rey de Francia contra los suizos.—Liga de los grisones con los franceses.
—Origen de la guerra del Papa contra el duque de Ferrara.—Conjura de los veroneses en favor
de los venecianos.—Ejército francés en el Polesino.—Los vicentinos piden misericordia a los
franceses.—Respuesta del general francés a los vicentinos, que se entreguan a su arbitrio.—
Barbarie de los soldados tudescos.
Capítulo II....................................................................................................................................365
Los franceses toman a Lignago.—Muerte del cardenal de Rohán.—Los tudescos toman a
Monselice.—Propósitos secretos del Pontífice.—No acepta el censo del duque de Ferrara.—Da
al rey de España la investidura del reino de Nápoles.—Procura abatir el poder de los franceses
en Italia.—Los venecianos contra Génova.—Se retiran con escasa reputación.—El Papa toma a
Módena.—Los suizos acuden en favor del Pontífice.—Niégales el paso el duque de Savoya.—
Su orden de marcha, teniendo enfrente al Tribulcio.—Su retirada.—El ejército veneciano en
Verona.—El marqués de Mantua libertado de la prisión.—Causa de este acontecimiento.
Capítulo III...................................................................................................................................375
El Pontífice proyecta asaltar a Génova.—Naufragio de los venecianos en el Faro de Mesina.—
El rey de Francia determina declarar la guerra al Papa.—El Papa en Bolonia.—Derrota de los
franceses en Montagnana.—El Papa excomulga a Alfonso, duque de Ferrara y a Chaumont.—
Concilio de la Iglesia galicana en Lyon.—Algunos cardenales desobedecen al Papa.—El ejército
francés en camino de Bolonia.—Discurso del Papa a los boloñeses.—Condiciones que los
franceses ofrecen al Papa.—Chaumont se retira.—Los venecianos sospechan del marqués de
Mantua.—El duque de Urbino en defensa de Módena.—El papa Julio II ataca la Mirandola.—
Nueva alianza del Emperador con el rey de Francia.—El papa Julio en Concordia.—El Papa
bate la Mirandola.
Capítulo IV..................................................................................................................................387
Chaumont ofrece nuevas condiciones al Pontífice.—Alejandro Tribulcio defiende la Mirándola.
—El papa Julio la toma y de allí se retira a Bolonia.—Discurso del Tribulcio disuadiendo de ir a
atacar a los pontificios en sus alojamientos.—Artificio del marqués de Mantua para mantenerse
neutral.—Módena es restituída al Emperador.—Chaumont muere.
Capítulo V....................................................................................................................................394
Negociaciones entre los príncipes cristianos para la paz.—Gastón de Foix llega a Italia.—El
obispo Gurgense en Bolonia con el Pontífice.—Altanería del obispo con el Papa.—Dificultades
para que se pongan de acuerdo.—El Gurgense parte de Bolonia.—El Trivulcio toma la
Concordia.—El ejército francés en camino de Bolonia.—Discurso del papa Julio a los boloñeses
y respuesta de éstos al Papa.—Incertidumbre de los boloñeses.—El cardenal de Pavía, legado
pontificio, huye de Bolonia.—El duque de Urbino le sigue en la fuga.—El obispo Vitello
entrega el castillo de Bolonia al pueblo.—El duque de Urbino mata al cardenal de Pavía.—
Sentimiento del Papa.—Parte de Rávena.—Es invitado por Cédula a comparecer ante el
Concilio, trasladado a Pisa.

LIBRO DÉCIMO
Sumario........................................................................................................................................406
Capítulo I.....................................................................................................................................406
Condiciones de la paz ofrecida al rey de Francia por el Pontífice.—Proyectos del emperador
Maximiliano.—El Papa convoca en Roma un Concilio.—Montepulciano es restituído a los
florentinos.—Combates en el Friul.—Accidente que sufre el Papa, a quien se juzga muerto.—
464

Colonna y Savello intentan sublevar al pueblo romano.—Restablécese el Papa del accidente, y


absuelve a su sobrino del homicidio del cardenal de Pavía.—Pedro Navarro en Italia.
Capítulo II....................................................................................................................................415
Florencia y Pisa son excomulgadas.—Discordia en Florencia.—Fingimientos del cardenal
Médicis con los florentinos.—Confederación del Pontífice con el Rey Católico y con los
venecianos.—Los cardenales del Concilio pisano son privados del capelo.—Discursos del
alférez mayor Sonderini.—Luca es excomulgada por haber recibido a los cardenales franceses.
—El Concilio es trasladado a Milán.—Los milaneses insultan a los cardenales del Concilio.
Capítulo III...................................................................................................................................425
Prepáranse los suizos para pasar a Italia en favor del Papa.―Desafían a Foix a librar
batalla.―Inesperadamente vuelven a sus casas.―Solicita el rey de Francia la ayuda de los
florentinos contra el Papa.―El ejército de la liga frente a Bolonia.―Consejo de Pedro Navarro
para expugnarla.―Efecto de una mina.―El ejército levanta el sitio de esta ciudad.
Capítulo IV..................................................................................................................................434
Los venecianos se apoderan de Brescia y de Bérgamo.―Son derrotadas en Magnanino.―Foix
recobra a Brescia y la saquea.―Sus gloriosas acciones.―El emperador Maximiliano se queja
del rey de Francia.―El cardenal de San Severino en el ejército francés.―Foix va con el ejército
a Rávena y la asalta.―Ordenamiento del ejército francés para dar la batalla.―Arenga de Foix al
ejército antes de la batalla.―Ordenamiento del ejército de la liga.―Batalla de Rávena.―Error y
muerte de Foix.―El cardenal Médicis cae prisionero.―Bella retirada de los españoles.―Marco
Antonio Colonna entrega el castillo de Rávena a los franceses.
Capítulo V....................................................................................................................................448
Llega a Roma la noticia de la derrota de Rávena.―Los cardenales exhortan al Papa a la
paz.―Los embajadores aragoneses y venecianos lo persuaden a continuar la guerra.―Diversas
negociaciones para la paz.―Apertura del Concilio lateranense.―El cardenal de Médicis
prisionero en Milán―Los suizos en Italia a sueldo del Pontifice.―Los aliados atacan a
Pavía.―Bolonia vuelve al poder de los Papas.
465

CLÁSICOS DE HISTORIA
http://clasicoshistoria.blogspot.com.es/

399 Anti-Miñano. Folletos contra las Cartas del pobrecito holgazán y su autor
398 Sebastián de Miñano, Lamentos políticos de un pobrecito holgazán
397 Kenny Meadows, Ilustraciones de Heads of the people or Portraits of the english
396 Grabados de Les français peints par eux-mêmes (2 tomos)
395 Los españoles pintados por sí mismos (3 tomos)
394 Ramón de Mesonero Romanos, Memorias de un setentón natural y vecino de Madrid
393 Joseph-Anne-Marie de Moyriac de Mailla, Histoire generale de la Chine (13 tomos)
392 Fernando de Alva Ixtlilxochitl, De la venida de los españoles y principio de la ley evangélica
391 José Joaquín Fernández de Lizardi, El grito de libertad en el pueblo de Dolores
390 Alonso de Ercilla, La Araucana
389 Juan Mañé y Flaquer, Cataluña a mediados del siglo XIX
388 Jaime Balmes, De Cataluña (y la modernidad)
387 Juan Mañé y Flaquer, El regionalismo
386 Valentín Almirall, Contestación al discurso leído por D. Gaspar Núñez de Arce
385 Gaspar Núñez de Arce, Estado de las aspiraciones del regionalismo
384 Valentín Almirall, España tal cual es
383 Memoria en defensa de los intereses morales y materiales de Cataluña (1885)
382 José Cadalso, Defensa de la nación española contra la Carta Persiana... de Montesquieu
381 Masson de Morvilliers y Mariano Berlon, Polémica sobre Barcelona
380 Carlo Denina, ¿Qué se debe a España?
379 Antonio J. de Cavanilles, Observaciones sobre el artículo España de la Nueva Encyclopedia
378 Eduardo Toda, La vida en el Celeste Imperio
377 Mariano de Castro y Duque, Descripción de China
376 Joseph de Moyriac de Mailla, Cartas desde China (1715-1733)
375 Dominique Parennin, Sobre la antigüedad y excelencia de la civilización china (1723-1740)
374 Diego de Pantoja, Relación de las cosas de China (1602)
373 Charles-Jacques Poncet, Relación de mi viaje a Etiopía 1698-1701
372 Thomas Robert Malthus, Ensayo sobre el principio de la población
371 Víctor Pradera, El Estado Nuevo
370 Francisco de Goya, Desastres de la guerra
369 Andrés Giménez Soler, Reseña histórica del Canal Imperial de Aragón
368 Los juicios por la sublevación de Jaca en el diario “Ahora”
367 Fermín Galán, Nueva creación. Política ya no sólo es arte, sino ciencia
366 Alfonso IX, Decretos de la Curia de León de 1188
365 Codex Vindobonensis Mexicanus I. Códice mixteca
364 Sebastián Fernández de Medrano, Máximas y ardides de que se sirven los extranjeros…
363 Juan Castrillo Santos, Cuatro años de experiencia republicana 1931-1935
362 Louis Hennepin, Relación de un país que... se ha descubierto en la América septentrional
361 Alexandre Olivier Exquemelin, Piratas de la América
360 Lilo, Tono y Herreros, Humor gráfico y absurdo en La Ametralladora
359 Julián Zugazagoitia, Guerra y vicisitudes de los españoles
358 Revolución y represión en Casas Viejas. Debate en las Cortes
357 Pío Baroja, Raza y racismo. Artículos en Ahora, Madrid 1933-1935
356 Diego de Ocaña, Ilustraciones de la Relación de su viaje por América del Sur
355 Carlos de Sigüenza y Góngora, Infortunios de Alonso Ramírez
466

354 Rafael María de Labra, La emancipación de los esclavos en los Estados Unidos
353 Manuel de Odriozola, Relación... de los piratas que infestaron la Mar del Sur
352 Thomas Gage, Relación de sus viajes en la Nueva España
351 De la Peña, Crespí y Palou, Exploración de las costas de la Alta California (1774-1799)
350 Luis de Camoens, Los lusíadas
349 Sabino Arana, Artículos de Bizkaitarra (1893-1895)
348 Bernardino de Sahagún, Las ilustraciones del Códice Florentino
347 Felipe Guaman Poma de Ayala, Ilustraciones de la Nueva Crónica y Buen Gobierno
346 Juan Suárez de Peralta, Noticias históricas de la Nueva España
345 Étienne de la Boétie, Discurso de la servidumbre voluntaria
344 Tomás de Mercado y Bartolomé de Albornoz, Sobre el tráfico de esclavos
343 Herblock (Herbert Block), Viñetas políticas 1930-2000
342 Aníbal Tejada, Viñetas políticas en el ABC republicano (1936-1939)
341 Aureger (Gerardo Fernández de la Reguera), Portadas de “Gracia y Justicia” (1931-1936)
340 Paul Valéry, La crisis del Espíritu
339 Francisco López de Gómara, Crónica de los Barbarrojas
338 Cartas de particulares sobre la rebelión de Cataluña (1640-1648)
337 Alejandro de Ros, Cataluña desengañada. Discursos políticos
336 Gaspar Sala, Epítome de los principios y progresos de las guerras de Cataluña
335 La Flaca. Dibujos políticos de la primera etapa (1869-1871)
334 Francisco de Quevedo, La rebelión de Barcelona ni es por el huevo ni por el fuero
333 Francisco de Rioja, Aristarco o censura de la Proclamación Católica de los catalanes
332 Gaspar Sala y Berart, Proclamación católica a la majestad piadosa de Felipe el Grande
331 François Bernier, Nueva división de la Tierra por las diferentes especies o razas humanas
330 Cristoph Weiditz, Libro de las vestimentas (Trachtenbuch)
329 Isa Gebir, Suma de los principales mandamientos y devedamientos de la ley y sunna
328 Sebastian Münster, Cosmographiæ Universalis. Mapas y vistas urbanas
327 Joaquim Rubió y Ors, Manifiestos catalanistas. Prólogos de Lo gayter del Llobregat
326 Manuel Azaña, La velada en Benicarló. Diálogo de la guerra en España
325 François Bernier, Viajes del Gran Mogol y de Cachemira
324 Antonio Pigafetta, Primer viaje en torno del Globo
323 Baronesa D’Aulnoy, Viaje por España en 1679
322 Hernando Colón, Historia del almirante don Cristóbal Colón
321 Arthur de Gobineau, Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas
320 Rodrigo Zamorano, El mundo y sus partes, y propiedades naturales de los cielos y elementos
319 Manuel Azaña, Sobre el Estatuto de Cataluña
318 David Hume, Historia de Inglaterra hasta el fin del reinado de Jacobo II (4 tomos)
317 Joseph Douillet, Moscú sin velos (Nueve años trabajando en el país de los Soviets)
316 Valentín Almirall, El catalanismo
315 León Trotsky, Terrorismo y comunismo (Anti-Kautsky)
314 Fernando de los Ríos, Mi viaje a la Rusia Sovietista
313 José Ortega y Gasset, Un proyecto republicano (artículos y discursos, 1930-1932)
312 Karl Kautsky, Terrorismo y comunismo
311 Teofrasto, Caracteres morales
310 Hermanos Limbourg, Las muy ricas Horas del duque de Berry (Selección de las miniaturas)
309 Abraham Ortelio, Teatro de la Tierra Universal. Los mapas
308 Georg Braun y Franz Hogenberg, Civitates orbis terrarum (selección de los grabados)
307 Teodoro Herzl, El Estado Judío
306 Las miniaturas del Códice Manesse
305 Oliverio Goldsmith, Historia de Inglaterra. Desde los orígenes hasta la muerte de Jorge II.
467

304 Sor Juana Inés de la Cruz, Respuesta de la poetisa a la muy ilustre sor Filotea de la Cruz
303 El voto femenino: debate en las Cortes de 1931.
302 Hartmann Schedel, Crónicas de Nuremberg (3 tomos)
301 Conrad Cichorius, Los relieves de la Columna Trajana. Láminas.
300 Javier Martínez, Trescientos Clásicos de Historia (2014-2018)
299 Bartolomé y Lucile Bennassar, Seis renegados ante la Inquisición
298 Edmundo de Amicis, Corazón. Diario de un niño
297 Enrique Flórez y otros, España Sagrada. Teatro geográfico-histórico de la Iglesia de España.
296 Ángel Ossorio, Historia del pensamiento político catalán durante la guerra… (1793-1795)
295 Rafael Altamira, Psicología del pueblo español
294 Julián Ribera, La supresión de los exámenes
293 Gonzalo Fernández de Oviedo, Relación de lo sucedido en la prisión del rey de Francia...
292 Juan de Oznaya, Historia de la guerra de Lombardía, batalla de Pavía y prisión del rey...
291 Ángel Pestaña, Setenta días en Rusia. Lo que yo vi
290 Antonio Tovar, El Imperio de España
289 Antonio Royo Villanova, El problema catalán y otros textos sobre el nacionalismo
288 Antonio Rovira y Virgili, El nacionalismo catalán. Su aspecto político...
287 José del Campillo, Lo que hay de más y de menos en España, para que sea lo que debe ser...
286 Miguel Serviá († 1574): Relación de los sucesos del armada de la Santa Liga...
285 Benito Jerónimo Feijoo, Historia, patrias, naciones y España
284 Enrique de Jesús Ochoa, Los Cristeros del Volcán de Colima
283 Henry David Thoreau, La desobediencia civil
282 Tratados internacionales del siglo XVII. El fin de la hegemonía hispánica
281 Guillermo de Poitiers, Los hechos de Guillermo, duque de los normandos y rey de los anglos
280 Indalecio Prieto, Artículos de guerra
279 Francisco Franco, Discursos y declaraciones en la Guerra Civil
278 Vladimir Illich (Lenin), La Gran Guerra y la Revolución. Textos 1914-1917
277 Jaime I el Conquistador, Libro de sus hechos
276 Jerónimo de Blancas, Comentario de las cosas de Aragón
275 Emile Verhaeren y Darío de Regoyos, España Negra
274 Francisco de Quevedo, España defendida y los tiempos de ahora
273 Miguel de Unamuno, Artículos republicanos
272 Fuero Juzgo o Libro de los Jueces
271 Francisco Navarro Villoslada, Amaya o los vascos en el siglo VIII
270 Pompeyo Gener, Cosas de España (Herejías nacionales y El renacimiento de Cataluña)
269 Homero, La Odisea
268 Sancho Ramírez, El primitivo Fuero de Jaca
267 Juan I de Inglaterra, La Carta Magna
266 El orden público en las Cortes de 1936
265 Homero, La Ilíada
264 Manuel Chaves Nogales, Crónicas de la revolución de Asturias
263 Felipe II, Cartas a sus hijas desde Portugal
262 Louis-Prosper Gachard, Don Carlos y Felipe II
261 Felipe II rey de Inglaterra, documentos
260 Pedro de Rivadeneira, Historia eclesiástica del cisma de Inglaterra
259 Real Academia Española, Diccionario de Autoridades (6 tomos)
258 Joaquin Pedro de Oliveira Martins, Historia de la civilización ibérica
257 Pedro Antonio de Alarcón, Historietas nacionales
256 Sergei Nechaiev, Catecismo del revolucionario
255 Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Naufragios y Comentarios
468

254 Diego de Torres Villarroel, Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras


253 ¿Qué va a pasar en España? Dossier en el diario Ahora del 16 de febrero de 1934
252 Juan de Mariana, Tratado sobre los juegos públicos
251 Gonzalo de Illescas, Jornada de Carlos V a Túnez
250 Gilbert Keith Chesterton, La esfera y la cruz
249 José Antonio Primo de Rivera, Discursos y otros textos
248 Citas del Presidente Mao Tse-Tung (El Libro Rojo)
247 Luis de Ávila y Zúñiga, Comentario de la guerra de Alemania… en el año de 1546 y 1547.
246 José María de Pereda, Pedro Sánchez
245 Pío XI, Ante la situación social y política (1926-1937)
244 Herbert Spencer, El individuo contra el Estado
243 Baltasar Gracián, El Criticón
242 Pascual Madoz, Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España... (16 tomos)
241 Benito Pérez Galdós, Episodios Nacionales (5 tomos)
240 Andrés Giménez Soler, Don Jaime de Aragón último conde de Urgel
239 Juan Luis Vives, Tratado del socorro de los pobres
238 Cornelio Nepote, Vidas de los varones ilustres
237 Zacarías García Villada, Paleografía española (2 tomos)
236 Platón, Las Leyes
235 Baltasar Gracián. El Político Don Fernando el Católico
234 León XIII, Rerum Novarum
233 Cayo Julio César, Comentarios de la Guerra Civil
232 Juan Luis Vives, Diálogos o Linguæ latinæ exercitatio
231 Melchor Cano, Consulta y parecer sobre la guerra al Papa
230 William Morris, Noticias de Ninguna Parte, o una era de reposo
229 Concilio III de Toledo
228 Julián Ribera, La enseñanza entre los musulmanes españoles
227 Cristóbal Colón, La Carta de 1493
226 Enrique Cock, Jornada de Tarazona hecha por Felipe II en 1592
225 José Echegaray, Recuerdos
224 Aurelio Prudencio Clemente, Peristephanon o Libro de las Coronas
223 Hernando del Pulgar, Claros varones de Castilla
222 Francisco Pi y Margall, La República de 1873. Apuntes para escribir su historia
221 El Corán
220 José de Espronceda, El ministerio Mendizábal, y otros escritos políticos
219 Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, El Federalista
218 Charles F. Lummis, Los exploradores españoles del siglo XVI
217 Atanasio de Alejandría, Vida de Antonio
216 Muhammad Ibn al-Qutiyya (Abenalcotía): Historia de la conquista de Al-Andalus
215 Textos de Historia de España
214 Julián Ribera, Bibliófilos y bibliotecas en la España musulmana
213 León de Arroyal, Pan y toros. Oración apologética en defensa del estado... de España
212 Juan Pablo Forner, Oración apologética por la España y su mérito literario
211 Nicolás Masson de Morvilliers, España (dos versiones)
210 Los filósofos presocráticos. Fragmentos y referencias (siglos VI-V a. de C.)
209 José Gutiérrez Solana, La España negra
208 Francisco Pi y Margall, Las nacionalidades
207 Isidro Gomá, Apología de la Hispanidad
206 Étienne Cabet, Viaje por Icaria
205 Gregorio Magno, Vida de san Benito abad
469

204 Lord Bolingbroke (Henry St. John), Idea de un rey patriota


203 Marco Tulio Cicerón, El sueño de Escipión
202 Constituciones y leyes fundamentales de la España contemporánea
201 Jerónimo Zurita, Anales de la Corona de Aragón (4 tomos)
200 Soto, Sepúlveda y Las Casas, Controversia de Valladolid
199 Juan Ginés de Sepúlveda, Demócrates segundo, o… de la guerra contra los indios.
198 Francisco Noël Graco Babeuf, Del Tribuno del Pueblo y otros escritos
197 Manuel José Quintana, Vidas de los españoles célebres
196 Francis Bacon, La Nueva Atlántida
195 Alfonso X el Sabio, Estoria de Espanna
194 Platón, Critias o la Atlántida
193 Tommaso Campanella, La ciudad del sol
192 Ibn Battuta, Breve viaje por Andalucía en el siglo XIV
191 Edmund Burke, Reflexiones sobre la revolución de Francia
190 Tomás Moro, Utopía
189 Nicolás de Condorcet, Compendio de La riqueza de las naciones de Adam Smith
188 Gaspar Melchor de Jovellanos, Informe sobre la ley agraria
187 Cayo Veleyo Patérculo, Historia Romana
186 José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas
185 José García Mercadal, Estudiantes, sopistas y pícaros
184 Diego de Saavedra Fajardo, Idea de un príncipe político cristiano
183 Emmanuel-Joseph Sieyès, ¿Qué es el Tercer Estado?
182 Publio Cornelio Tácito, La vida de Julio Agrícola
181 Abū Abd Allāh Muhammad al-Idrīsī, Descripción de la Península Ibérica
180 José García Mercadal, España vista por los extranjeros
179 Platón, La república
178 Juan de Gortz, Embajada del emperador de Alemania al califa de Córdoba
177 Ramón Menéndez Pidal, Idea imperial de Carlos V
176 Dante Alighieri, La monarquía
175 Francisco de Vitoria, Relecciones sobre las potestades civil y ecl., las Indias, y la guerra
174 Alonso Sánchez y José de Acosta, Debate sobre la guerra contra China
173 Aristóteles, La política
172 Georges Sorel, Reflexiones sobre la violencia
171 Mariano José de Larra, Artículos 1828-1837
170 Félix José Reinoso, Examen de los delitos de infidelidad a la patria
169 John Locke, Segundo tratado sobre el gobierno civil
168 Conde de Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España
167 Miguel Asín Palacios, La escatología musulmana de la Divina Comedia
166 José Ortega y Gasset, España invertebrada
165 Ángel Ganivet, Idearium español
164 José Mor de Fuentes, Bosquejillo de la vida y escritos
163 Teresa de Jesús, Libro de la Vida
162 Prisco de Panio, Embajada de Maximino en la corte de Atila
161 Luis Gonçalves da Câmara, Autobiografía de Ignacio de Loyola
160 Lucas Mallada y Pueyo, Los males de la patria y la futura revolución española
159 Martín Fernández de Navarrete, Vida de Miguel de Cervantes Saavedra
158 Lucas Alamán, Historia de Méjico… hasta la época presente (cuatro tomos)
157 Enrique Cock, Anales del año ochenta y cinco
156 Eutropio, Breviario de historia romana
155 Pedro Ordóñez de Ceballos, Viaje del mundo
470

154 Flavio Josefo, Contra Apión. Sobre la antigüedad del pueblo judío
153 José Cadalso, Cartas marruecas
152 Luis Astrana Marín, Gobernará Lerroux
151 Francisco López de Gómara, Hispania victrix (Historia de las Indias y conquista de México)
150 Rafael Altamira, Filosofía de la historia y teoría de la civilización
149 Zacarías García Villada, El destino de España en la historia universal
148 José María Blanco White, Autobiografía
147 Las sublevaciones de Jaca y Cuatro Vientos en el diario ABC
146 Juan de Palafox y Mendoza, De la naturaleza del indio
145 Muhammad Al-Jusaní, Historia de los jueces de Córdoba
144 Jonathan Swift, Una modesta proposición
143 Textos reales persas de Darío I y de sus sucesores
142 Joaquín Maurín, Hacia la segunda revolución y otros textos
141 Zacarías García Villada, Metodología y crítica históricas
140 Enrique Flórez, De la Crónica de los reyes visigodos
139 Cayo Salustio Crispo, La guerra de Yugurta
138 Bernal Díaz del Castillo, Verdadera historia de... la conquista de la Nueva España
137 Medio siglo de legislación autoritaria en España (1923-1976)
136 Sexto Aurelio Víctor, Sobre los varones ilustres de la ciudad de Roma
135 Códigos de Mesopotamia
134 Josep Pijoan, Pancatalanismo
133 Voltaire, Tratado sobre la tolerancia
132 Antonio de Capmany, Centinela contra franceses
131 Braulio de Zaragoza, Vida de san Millán
130 Jerónimo de San José, Genio de la Historia
129 Amiano Marcelino, Historia del Imperio Romano del 350 al 378
128 Jacques Bénigne Bossuet, Discurso sobre la historia universal
127 Apiano de Alejandría, Las guerras ibéricas
126 Pedro Rodríguez Campomanes, El Periplo de Hannón ilustrado
125 Voltaire, La filosofía de la historia
124 Quinto Curcio Rufo, Historia de Alejandro Magno
123 Rodrigo Jiménez de Rada, Historia de las cosas de España. Versión de Hinojosa
122 Jerónimo Borao, Historia del alzamiento de Zaragoza en 1854
121 Fénelon, Carta a Luis XIV y otros textos políticos
120 Josefa Amar y Borbón, Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres
119 Jerónimo de Pasamonte, Vida y trabajos
118 Jerónimo Borao, La imprenta en Zaragoza
117 Hesíodo, Teogonía-Los trabajos y los días
116 Ambrosio de Morales, Crónica General de España (3 tomos)
115 Antonio Cánovas del Castillo, Discursos del Ateneo
114 Crónica de San Juan de la Peña
113 Cayo Julio César, La guerra de las Galias
112 Montesquieu, El espíritu de las leyes
111 Catalina de Erauso, Historia de la monja alférez
110 Charles Darwin, El origen del hombre
109 Nicolás Maquiavelo, El príncipe
108 Bartolomé José Gallardo, Diccionario crítico-burlesco del... Diccionario razonado manual
107 Justo Pérez Pastor, Diccionario razonado manual para inteligencia de ciertos escritores
106 Hildegarda de Bingen, Causas y remedios. Libro de medicina compleja.
105 Charles Darwin, El origen de las especies
471

104 Luitprando de Cremona, Informe de su embajada a Constantinopla


103 Paulo Álvaro, Vida y pasión del glorioso mártir Eulogio
102 Isidoro de Antillón, Disertación sobre el origen de la esclavitud de los negros
101 Antonio Alcalá Galiano, Memorias
100 Sagrada Biblia (3 tomos)
99 James George Frazer, La rama dorada. Magia y religión
98 Martín de Braga, Sobre la corrección de las supersticiones rústicas
97 Ahmad Ibn-Fath Ibn-Abirrabía, De la descripción del modo de visitar el templo de Meca
96 Iósif Stalin y otros, Historia del Partido Comunista (bolchevique) de la U.R.S.S.
95 Adolf Hitler, Mi lucha
94 Cayo Salustio Crispo, La conjuración de Catilina
93 Jean-Jacques Rousseau, El contrato social
92 Cayo Cornelio Tácito, La Germania
91 John Maynard Keynes, Las consecuencias económicas de la paz
90 Ernest Renan, ¿Qué es una nación?
89 Hernán Cortés, Cartas de relación sobre el descubrimiento y conquista de la Nueva España
88 Las sagas de los Groenlandeses y de Eirik el Rojo
87 Cayo Cornelio Tácito, Historias
86 Pierre-Joseph Proudhon, El principio federativo
85 Juan de Mariana, Tratado y discurso sobre la moneda de vellón
84 Andrés Giménez Soler, La Edad Media en la Corona de Aragón
83 Marx y Engels, Manifiesto del partido comunista
82 Pomponio Mela, Corografía
81 Crónica de Turpín (Codex Calixtinus, libro IV)
80 Adolphe Thiers, Historia de la Revolución Francesa (3 tomos)
79 Procopio de Cesárea, Historia secreta
78 Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las ciencias
77 Ramiro de Maeztu, Defensa de la Hispanidad
76 Enrich Prat de la Riba, La nacionalidad catalana
75 John de Mandeville, Libro de las maravillas del mundo
74 Egeria, Itinerario
73 Francisco Pi y Margall, La reacción y la revolución. Estudios políticos y sociales
72 Sebastián Fernández de Medrano, Breve descripción del Mundo
71 Roque Barcia, La Federación Española
70 Alfonso de Valdés, Diálogo de las cosas acaecidas en Roma
69 Ibn Idari Al Marrakusi, Historias de Al-Ándalus (de Al-Bayan al-Mughrib)
68 Octavio César Augusto, Hechos del divino Augusto
67 José de Acosta, Peregrinación de Bartolomé Lorenzo
66 Diógenes Laercio, Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres
65 Julián Juderías, La leyenda negra y la verdad histórica
64 Rafael Altamira, Historia de España y de la civilización española (2 tomos)
63 Sebastián Miñano, Diccionario biográfico de la Revolución Francesa y su época
62 Conde de Romanones, Notas de una vida (1868-1912)
61 Agustín Alcaide Ibieca, Historia de los dos sitios de Zaragoza
60 Flavio Josefo, Las guerras de los judíos.
59 Lupercio Leonardo de Argensola, Información de los sucesos de Aragón en 1590 y 1591
58 Cayo Cornelio Tácito, Anales
57 Diego Hurtado de Mendoza, Guerra de Granada
56 Valera, Borrego y Pirala, Continuación de la Historia de España de Lafuente (3 tomos)
55 Geoffrey de Monmouth, Historia de los reyes de Britania
472

54 Juan de Mariana, Del rey y de la institución de la dignidad real


53 Francisco Manuel de Melo, Historia de los movimientos y separación de Cataluña
52 Paulo Orosio, Historias contra los paganos
51 Historia Silense, también llamada legionense
50 Francisco Javier Simonet, Historia de los mozárabes de España
49 Anton Makarenko, Poema pedagógico
48 Anales Toledanos
47 Piotr Kropotkin, Memorias de un revolucionario
46 George Borrow, La Biblia en España
45 Alonso de Contreras, Discurso de mi vida
44 Charles Fourier, El falansterio
43 José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias
42 Ahmad Ibn Muhammad Al-Razi, Crónica del moro Rasis
41 José Godoy Alcántara, Historia crítica de los falsos cronicones
40 Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles (3 tomos)
39 Alexis de Tocqueville, Sobre la democracia en América
38 Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación (3 tomos)
37 John Reed, Diez días que estremecieron al mundo
36 Guía del Peregrino (Codex Calixtinus)
35 Jenofonte de Atenas, Anábasis, la expedición de los diez mil
34 Ignacio del Asso, Historia de la Economía Política de Aragón
33 Carlos V, Memorias
32 Jusepe Martínez, Discursos practicables del nobilísimo arte de la pintura
31 Polibio, Historia Universal bajo la República Romana
30 Jordanes, Origen y gestas de los godos
29 Plutarco, Vidas paralelas
28 Joaquín Costa, Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España
27 Francisco de Moncada, Expedición de los catalanes y aragoneses contra turcos y griegos
26 Rufus Festus Avienus, Ora Marítima
25 Andrés Bernáldez, Historia de los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel
24 Pedro Antonio de Alarcón, Diario de un testigo de la guerra de África
23 Motolinia, Historia de los indios de la Nueva España
22 Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso
21 Crónica Cesaraugustana
20 Isidoro de Sevilla, Crónica Universal
19 Estrabón, Iberia (Geografía, libro III)
18 Juan de Biclaro, Crónica
17 Crónica de Sampiro
16 Crónica de Alfonso III
15 Bartolomé de Las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias
14 Crónicas mozárabes del siglo VIII
13 Crónica Albeldense
12 Genealogías pirenaicas del Códice de Roda
11 Heródoto de Halicarnaso, Los nueve libros de Historia
10 Cristóbal Colón, Los cuatro viajes del almirante
9 Howard Carter, La tumba de Tutankhamon
8 Sánchez-Albornoz, Una ciudad de la España cristiana hace mil años
7 Eginardo, Vida del emperador Carlomagno
6 Idacio, Cronicón
5 Modesto Lafuente, Historia General de España (9 tomos)
473

4 Ajbar Machmuâ
3 Liber Regum
2 Suetonio, Vidas de los doce Césares
1 Juan de Mariana, Historia General de España (3 tomos)

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