Está en la página 1de 6

De la novia que le descubrió a Dylan a la sombra de la enfermedad: Joaquín Sabina, su vida

década a década

Amores, hijas, rebeldías, divorcios, canciones: recorremos los grandes momentos, década a
década, de una vida apurada como pocas y que aún promete.

Odiaba la infancia porque era antónimo de libertad. Miraba a sus mayores y empezaba a
salivar como el perro de Pávlov. Porque aquellos tipos envarados que caminaban junto a
mujeres hermosas –todas las mujeres son hermosas a los ojos de un niño– y que cuando
llegaba la noche se adentraban, ya solos, en esos bares de atmósferas cargadas de humo, tan
cinematográficos, que encerraban promesas y tesoros fáciles de imaginar pero imposibles de
alcanzar para él, representaban todo aquello que deseaba ser.

El adolescente Sabina soñaba con ese día en que, por fin, tendría la potestad para hacer lo que
quisiera, que era justamente quemar la vida como si al día siguiente el planeta fuera a recibir
el fatal impacto de un meteorito. Y vaya si lo hizo. Hasta que cumplió los cincuenta y dos,
cuando un ictus lo avisó de que la fiesta había terminado, su existencia fue un entregarse cada
día y –sobre todo– cada noche a los confortables brazos del placer.

Primero llegó la universidad, aquella excitante Facultad de Filosofía y Letras de Granada donde
aquel ubetense al que aún se le notaba demasiado la boina pero que rebosaba hambre de
mundo, conoció a gente de talento de la que supo extraer lo mejor. Allí, el segundo hijo de un
inspector de policía y de un ama de casa disponía de una llave mágica, la de su primera ‘casa’
sin padres, una pensión que a él se le antojaba.

Y fue en esa ciudad donde conoció también a Lesley, una escocesa de falda cortísima que, libre
por completo de los remilgos que aquejaban a las jóvenes españolas de la dictadura, se
enamoró él y le descubrió además, mientras le invitaba a un porro, a un tal Bob Dylan, cuya
canción ‘John Wesley Harding’ lo atravesó como un rayo.

Mientras Dylan, con la ayuda inestimable de la marihuana, entraba en él como una sustancia
alucinógena, Sabina experimentó la misma epifanía que tuvo Leonard Cohen cuando escuchó
por vez primera al poeta estadounidense: si ese tipo con aquella voz infame podía grabar
canciones capaces de apropiarse del corazón de la gente, él también lo haría. O, al menos,
tenía que intentarlo. Y en ese instante se desvanecieron, igual que una frágil pompa de jabón,
sus modestas aspiraciones de ser un profesor de literatura que en sus ratos libres escribiría
versos y novelas para una exquisita minoría y nació el insensato aspirante a estrella de rock.

Llegó enseguida su exilio al Reino Unido junto a esa milagrosa escocesa, tras lanzar un cóctel
molotov en la sucursal de un banco por motivos políticos, y una vez allí, en un país
enteramente democrático, desprovisto de cadenas y prohibiciones, de límites, aspiró cuanto
vio y escuchó, y vivió como siempre quiso, igual que un apache, pobre como las ratas pero
condenadamente feliz.

Y llegó su regreso a España tras la muerte del dictador. Y su boda para poder obtener el pase
pernocta mientras cumplía el postergado servicio militar en Palma de Mallorca, menos
oneroso de lo que imaginó gracias a su trabajo como redactor en un diario local. Y llegó
después su marcha a Madrid, donde se instaló –sin saber que sería para siempre–, donde
grabó su primer disco y donde, entre finales de los setenta y primeros años ochenta, se
sumergió a pulmón libre en la noche sin fin de la ciudad más divertida del mundo. Y en plena
Movida se alimentó, con esa capacidad suya para radiografiar su entorno, de todos los seres y
rincones que iban a poblar sus canciones, que son también las nuestras.

Y sin apenas darse cuenta se le echaron encima la fama, el éxito, la gloria. Porque en el ámbito
musical, Sabina ha conocido como nadie en España, con la sola excepción de Raphael, Julio
Iglesias, Mecano y Alejandro Sanz, la dulce caricia de los dioses. La luz potentísima que cae
como maná sobre quien ha logrado dar vida a un sueño impensado, por excesivo.

Pero también ha presenciado la cruz de ese sueño: las pesadillas que provoca el llegar tan alto
y las sombras que reinan cuando los focos se apagan, los aplausos se extinguen y, en la alta
madrugada, el guerrero, exhausto y solo, comprende que no es ningún dios, que no es más
que un hombre. Lo que sigue son los grandes momentos, década a década, de una vida
apurada como pocas y que aún promete.

Sabina debía cumplir el servicio militar y estaba “perseguido” como miembro de una célula del
Partido Comunista de Granada tras colocar un cóctel molotov en una sucursal de un banco en
protesta por el Proceso de Burgos, en el que varios miembros de ETA fueron condenados a
muerte y finalmente indultados por la fuerte presión internacional. Con el pasaporte de
Mariano Zugasti, un chico que apareció en Úbeda con dos amigas de su novia escocesa, y con
los que Sabina estuvo de juerga durante dos noches eternas, se exilió al Reino Unido.

Los dos enamorados viajaron a Madrid; de allí, en tren, a Francia, y de ahí a Inglaterra en
avión, primero a Londres y después a Edimburgo. Su relación con Leslie no duró demasiado,
pues ella pretendía que se integrara en la rueda de la vida ordenada, terminase la
interrumpida carrera y se preparara para profesor universitario. En un viaje que hicieron a la
efervescente Londres, tras una fuerte discusión él decidió quedarse allí y ella regresó a
Edimburgo. Nunca jamás volvieron a verse.

En la capital del Reino Unido, Sabina hizo de todo para sobrevivir –camarero, hombre-anuncio,
camillero en un hospital, cantante de famosas canciones del folclore español y mexicano en
bares y restaurantes de la zona de Portobello Road– y se relacionó con otros españoles en el
exilio, vinculados en su mayoría al Partido Comunista de España (PCE), y con argentinos y
chilenos que huían de las dictaduras de sus respectivos países.

En 1976 regresó a España y se incorporó a filas para cumplir el servicio militar, que le tocó en
Palma de Mallorca. Para obtener el pase pernocta (dormir fuera del cuartel) contrajo
matrimonio eclesiástico con una argentina a la que conoció en Londres, Lucía, y comenzó a
trabajar como reportero en un diario local, ‘Última Hora’. Allí le ofrecieron un puesto fijo, pero
lo rechazó y en cuanto cumplió con la patria se fue para Madrid, porque en su cabeza y
corazón ya estaba demasiado viva la idea de probar suerte en el dificilísimo mundo de la
música. Al poco publicó su primer disco, ‘Inventario’ (1978), del que ha renegado siempre:
durante años, compraba las cintas casete que se encontraba en las gasolineras para ‘retirarlo’
del mercado. Sabina era entonces un perfecto desconocido, pero eso iba a cambiar muy
pronto.

Lo mejor de esa época. La vida era un mar lleno de posibilidades y él estaba dispuesto a
sumergirse en él sin siquiera guardar la ropa. Lo peor. Vivía como un indio, cada día era una
aventura, un salir a la caza en busca de una oportunidad. Pero eso nunca fue un problema para
él, que prefirió siempre el vértigo de la vida sin compromisos a la seguridad de una existencia
estable y ordenada pero insoportablemente monótona.

El capo de la multinacional CBS, Tomás Muñoz, se fijó por casualidad en un muchacho que,
bajo el alias de Pulgarcito, cantaba en la céntrica calle Preciados un tema de Sabina, ‘Qué
demasiao (Una canción para el Jaro)’. A través de aquel chaval contactaron con él y lo ficharon.
Casi enseguida publicó su segundo disco de estudio, ‘Malas compañías’ (1980), en el que
brillaron dos canciones que se convirtieron en himnos, ‘Pongamos que hablo de Madrid’ y
‘Calle melancolía’.

En esa época comenzó a actuar en una especie de cueva situada en la Cava Baja, La
Mandrágora, junto a Alberto Pérez y Javier Krahe, dos tipos que buscaban lo mismo que él,
vivir del cuento del canto, y a raíz de salir una noche en un programa de televisión y provocar
tremendo escándalo (Krahe cantó ‘Marieta’ y pronunció la palabra “gilipollas” doce veces, una
bomba de irreverencia para la aún pacata España de la Transición), grabaron el disco ‘La
Mandrágora’, una pieza de culto. Fue ahí cuando Sabina, gracias a sus apariciones televisivas,
empezó a adquirir popularidad.

En 1983 actuó dos noches en la sala Rock-Ola, templo de la Movida, junto a la banda
Viceversa, de la que formaba parte Pancho Varona, quien ya nunca se separaría de él. Aquello
provocó que Francisco Umbral, el columnista estrella del momento, escribiera en su sección
del diario ‘El País’: “Incluso en Rock-Ola anuncian al ‘decadente’ Sabina. La Movida se acaba”, y
Sabina le respondió con un irónico soneto laudatorio que incluía los versos: “¿Qué importa que
me llames decadente? / ¡Me has citado, Dios mío, me has citado!”.

Con su siguiente disco, ‘Ruleta rusa’ (1984), se electrificó, tal y como hiciera Dylan en su día, y
cumplió su sueño de juventud de tocar con una banda de rock. Después publicó, ya en la
nómina de un nuevo sello discográfico, Ariola, ‘Juez y parte’ (1985), grabado junto al grupo
Viceversa, y el cual contenía otro de sus clásicos, ‘Princesa’, con música de Antonio Muriel.

Pero el éxito mayúsculo le llegó dos años más tarde, cuando en febrero de 1986 grabó en el
Teatro Salamanca de Madrid el doble disco en directo ‘Joaquín Sabina y Viceversa’, uno de los
mejores discos en directo de esa década, en el que colaboraron varios colegas (Aute, Krahe,
Gurruchaga…) y con el que obtuvo unas ventas millonarias.

A ese trabajo le sucedió ‘Hotel, dulce hotel’ (1987), compuesto en su mayor parte en la isla de
El Hierro y con el que pisó por vez primera un país que lo amaría para siempre, Argentina. En
apenas unos meses se vendieron cuatrocientas mil copias, lo que daba una idea de lo altísimo
que había llegado cuando aún no había cumplido una década en la profesión. En vez de
sentirse halagado y contento por su condición de superventas, hizo una lectura crítica de su
recién estrenada vida de estrella: “No tengo tiempo libre, y eso me agobia bastante. He
pasado de ser un segunda división a un primera, y en muchos momentos resulta preocupante
porque no era lo previsto. No me gusta ser un escaparate. Sabía que mis canciones algún día
llegarían a un número mayor de gente, pero no al gran público de forma tan rápida”.

Su último disco de esa década fue el magnífico ‘El hombre del traje gris’ (1988), que contenía
el clásico ‘¿Quién me ha robado el mes de abril?’, que había sido dado a conocer previamente
en la película ‘Sinatra, un extraño en la noche’, protagonizada por Alfredo Landa y Maribel
Verdú, y en la que Sabina interpretó el papel de un imitador de Groucho Marx que regentaba
un cabaré cutre. Con aquel trabajo visitó México, donde hoy es tan querido como en
Argentina, y un año después le fue concedida la Medalla de Andalucía, el mejor cierre
imaginable para una década crucial en su crecimiento artístico y muy alegre en lo personal.

Lo mejor de esa época. Vivió la noche como si se la fueran a quitar, con tanta o más intensidad
que los personajes más golfos de la Movida, mientras con cada nuevo disco ascendía un par de
peldaños hasta que llegó a la cima. Lo peor. Se lamentaba del exceso de popularidad, y afirmó
que era más feliz cuando actuaba con su amigo y maestro Krahe en La Mandrágora, porque
podía entrar en los bares sin que la gente lo agobiara.

Tras el misceláneo ‘Mentiras piadosas’ (1990) publicó ‘Física y química’ (1992), su octavo disco
de estudio, que alcanzó en apenas unos meses, entre España y Latinoamérica, el millón de
copias vendidas. Este disco y los dos que le sucedieron, ‘Esta boca es mía’ (1994) y ‘Yo, mí, me,
contigo’ (1996), muestran al Sabina más en forma como letrista y músico, y en ellos queda
patente su capacidad para adentrarse con solvencia en cualquier género.

En 1998 se lanzó a una aventura que arrancó como un flechazo mutuo y terminó con un
sonado “devuélveme el rosario de mi madre” también recíproco: su alianza con el músico
argentino Fito Páez, de la que salió el irregular disco ‘Enemigos íntimos’. Aquel trabajo fue un
éxito de ventas, pero, como ya he dicho, resultó un varapalo en lo personal: la disparidad de
opiniones y el inevitable choque de egos rompió la relación e hizo que suspendieran la gira
internacional que pensaban emprender. Tardaron ocho años en hacer las paces, y en ese
período de tiempo no dudaron en lanzarse distintas pullas a través de los medios de
comunicación. Hoy se aman.

19 días y 500 nochesUPPERS.ES

Un año después, cuando acababa de cumplir los 50, salió su disco más celebrado, y el que
terminó de situarlo en la cúspide de su profesión, ‘19 días y 500 noches’. Aquel trabajo le
reportó cuatro de los cinco galardones a los que optaba en los Premios de la Música, en las
categorías de Mejor Autor Pop, Mejor Artista Pop, Mejor Disco del Año y Mejor Canción del
Año, toda una proeza. Su discográfica le rindió un homenaje en el hotel Palace de Madrid por
la venta de cuatro millones de copias de sus discos desde su primer trabajo en ese sello, ‘Juez y
parte’, hasta el recién nacido ‘19 días y 500 noches’.

Lo mejor de esa época. Sabina alcanzó la categoría de mito viviente. Gustaba a izquierda y a
derecha, e incluso sus enemigos le reconocían su talento como escritor de canciones. Lo peor.
Ya apenas pisaba la calle. Su enorme popularidad le obligó a montar su propio bar en casa,
donde recibía a los amigos y no se acostaba hasta bien entrado el día. Doy fe: yo estuve allí.

En la madrugada del 23 al 24 de agosto de 2001, Sabina sufrió un accidente isquémico cerebral


leve, sin consecuencias físicas, que con mucha guasa bautizó ‘marichalazo’ en alusión al que
tuvo Jaime de Marichalar, el exmarido de la infanta Elena de Borbón. En una entrevista que me
concedió para el semanario ‘Interviú’ habló de aquel percance con una sinceridad encomiable:
“En mi caso, la isquemia se ha producido por la mala vida. Me explicó el médico que yo no
tenía ninguna de las causas físicas que provocan esa lesión, pero sí el maltratarme a lo largo de
veinte años".

"Ha sido por la mezcla de tabaco, coca y ese tipo de cosas. De la coca ya me había quitado. Del
tabaco me ha quitado el médico y estoy absolutamente dispuesto a hacerlo a pelo, sin terapias
ni libros de autoayuda ni parches ni pollas. Afortunadamente, no me han quitado del todo el
alcohol. Puedo beber un poco: un vinito en las comidas y en las cenas y, de vez en cuando, un
whisky, lo cual me parece una expectativa de futuro más o menos razonable. Ahora, si me
quitan algo más ya sí que estoy jodido... Encontraré también algunas ventajas: me noto la voz
infinitamente más limpia, con lo cual creo que no voy a vender ni un puto disco. Voy a ser una
gorda con voz de Ricky Martin. Y también creo que sin tabaco se folla mejor”.

Tan sólo un mes después, en septiembre de 2001, publicó el libro de sonetos ‘Ciento volando
de catorce’ (Visor), que se convirtió en un extraordinario éxito: permaneció más de cien
semanas en las listas de los libros más vendidos de poesía, batiendo todos los récords de tan
minoritario género.

Pero apenas pudo disfrutar de aquello, puesto que a resultas del ictus entró en una depresión
(la “nube negra”) que le duró cerca de tres años y de la que me contó algunas cosas
interesantes para el libro de conversaciones ‘Sabina en carne viva. Yo también sé jugarme la
boca’: “Nunca olvidaré el día que tuve que presentar una novela de Almudena Grandes: estuve
vomitando una hora entera, hasta justo dos minutos antes de presentarla. El caso es que, al
final, conseguí domar mi cuerpo de una manera rara: cuando tenía que hacer algo para un
amigo muy querido al que no le podía decir que no, me levantaba diez horas antes para
vomitar y pasar del espejo. Y así fui empezando a salir. Si para algo me sirvió la enfermedad
fue para estrechar lazos con mis hijas”.

En cuanto a su producción musical, en los 2000 ha publicado los discos ‘Dímelo en la calle’
(2002), ‘Alivio de luto’ (2005), ‘Vinagre y rosas’ (2009, del que diez de sus catorce canciones
fueron escritas en colaboración con el poeta Benjamín Prado, y en el que colaboraron Leiva y
Rubén, del dúo Pereza, quienes compusieron, respectivamente, ‘Tiramisú de limón’ y
‘Embustera’) y ‘Lo niego todo’ (2017, producido por Leiva y en donde Benjamín Prado cofirma
los textos de ocho de las doce canciones que lo integran).

Con este último trabajo, Sabina actuó en el Royal Albert Hall de Londres, la ciudad en la que
vivió, tras exiliarse, durante seis años, en su época de joven indocumentado y felicísimo. La
misma en la que tocó “entre las mesas de restaurantes inmundos” y en donde fue ‘squatter’
(el término okupa aún no se había acuñado). Aquello fue como cuando el conde de
Montecristo regresa a los lugares de su robada juventud para cobrarse una antigua deuda. Un
bendito disparate.

Años antes, en 2011 –el mismo año en el que se estrenó, en el Teatro Rialto de la Gran Vía de
Madrid, el musical ‘Más de 100 mentiras’, una ficción criminal creada a partir de sus más
célebres canciones–, actuó por vez primera en Estados Unidos (Nueva York, Los Ángeles y
Miami), una minigira que, según confesó, equivalía a “revivir una antigua juventud soñada”.
Entre los galardones recibidos en los años 2000 destacan la Medalla de Oro al Mérito en las
Bellas Artes, que recibió de manos del rey Juan Carlos; la Medalla de Oro de Madrid; el título
de Hijo Predilecto de Andalucía; la Medalla de Oro y el Título de Hijo Predilecto de Úbeda, y el
Premio a la Excelencia Musical de los Grammy Latinos.

Destacan también sus giras con Serrat por España y Latinoamérica, en 2007 y 2012, que
dejaron dos discos en directo (uno de ellos a partir de los temas de su único disco de estudio
conjunto, ‘La orquesta del Titanic’), y una tercera gira, en 2020, que acabó de forma abrupta
cuando Sabina, durante un concierto en el Wizink Center de Madrid el día de su cumpleaños,
el 12 de febrero, se cayó al foso de seguridad al ser cegado por un foco. Salió del escenario en
silla de ruedas y lo condujeron al hospital, donde le operaron de un hematoma intracraneal. Se
temió por su vida, pero la operación resultó un éxito y no le dejó secuelas de ningún tipo. Su
mala salud de hierro volvió a vencer a la adversidad.

El pasado febrero, también el día de su cumpleaños, interpretó en la gala de los Premios Goya,
acompañado por Leiva a la guitarra, ‘Tan joven y tan viejo’. Pero su última aparición pública
ante de la gira fue en la sala Galileo Galilei, en pleno concierto de su grupo de músicos
Benditos Malditos (La Banda Sabinera).

La leyenda que es ya Sabina irrumpió en el escenario y los asistentes, que se pusieron en pie y
lo aplaudieron durante minutos, no se lo podían creer, y la verdad es que tampoco sus
músicos. Cantó dos temas, ‘Tan joven y tan viejo’ y ‘Peces de ciudad’. La artífice de aquello fue
Jimena, su mujer, que, sabedora de que gozaría la experiencia y haría feliz a mucha gente, no
paró hasta convencerle. En una reciente entrevista de televisión, Sabina anunció que habrá
nuevo disco y su consiguiente gira,el primero fue en Costa Rica, Media España ya está
cruzando los dedos.

También podría gustarte