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Manolito Bostezos y otros niños modelo
Saúl Schkolnik
© Saúl Schkolnik
© 2007 Editorial Don Bosco S.A.
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Índice
Manolito Bostezos 5
Lorena Risitas 10
Saúl Perezas 15
Dixie Comilones 20
Julio Hablador 25
Lucia Intrusas 30
Soledad Travesuras 36
Patricia Impulsos 42
Fernando Gruñones 48
Rosita Soñante 53
Paola Papelitos 59
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Manolito Bostezos
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Manolo Bostezos, bostezaba. ¡Y vaya si lo hacía!
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Lo peor fue que en el recreo, los bostezos de los alumnos del
tercero, en el patio de la escuela, contagiaron al resto del alumnado y
los bostezos del profesor, al resto de los maestros, en la sala de
profesores...
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No sé lo que habrá sucedido con el resto de la gente, supongo
que aún estarán bostezando, pero lo que es a Manolo, la
costumbre de bostezar se le quitó por completo.
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Lorena Risitas
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Lorena Risitas se reía.
Se reía despacito, se reía fuerte, se reía a carcajadas y lo hacía a
cada rato porque eso la hacía sentirse alegre, y no solo a ella, sino
también a quienes estaban cerca.
Por supuesto que se reía cuando alguien le contaba un chiste o
cuando veía algo divertido o cuando estaba contenta o cuando se
acordaba de algo gracioso. Pero también se reía cuando veía en la tele
que alguien se caía o se daba un golpe o le sucedía algo triste...
Lo cierto es que se reía de tantas cosas que pasaba todo el tiempo
riéndose... y eso no le permitía preocuparse de nada que no fuera su
risa.
Pero justo ese día, a Lorena la habían llevado al hospital para
que le vieran un granito en un dedo.
Al parecer una abeja la había picado.
Mientras esperaba a que la atendieran, curioseando, se asomó a
una gran ventana que daba a una las salas en donde estaban los
pacientes hospitalizados.
Allí vio, en una de las camas, a un niño de carita triste y ojos
casi cerrados. Estaba tendido en la camilla, lleno de tubos que salían
de sus brazos, rodeado de un montón de aparatos extraños. Una sábana
lo cubría desde la cintura hasta los pies. Lorena lo miró, estaba tan,
pero tan delgado que se le notaban todos sus huesos.
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¿Y sabes lo que pasó?
Lo que pasó fue que al verlo, esta vez Lorena quedó tan
impresionada que no le dieron ganas de reír.
Esta vez, la niña sintió pena, una pena muy de adentro...
Este sentimiento no desapareció cuando salió del hospital y
comenzó a mirar lo que sucedía a su alrededor.
Todo le pareció diferente.
Eran las mismas calles, los mismos lugares, pero ahora, por
primera vez, notó algo distinto.
Vio un perrito tirado en la calle, había sido atropellado por un
auto, y tampoco le dieron ganas de reír. Y había una mujer con un
niño en brazos pidiendo limosna.
Se preguntó por qué antes no los había visto.
Entonces se dio cuenta de que a su alrededor pasaban muchas
cosas y que no todas eran alegres.
Sucedían cosas que la hacían sentirse triste, cosas que le
causaban dolor... un niño que arrancaba una flor o rompía la rama de
un árbol... un hombre que tiraba un papel sucio y arrugado a la calle...
O bien, que pasaban cosas tiernas como esa mamá jugando con su
guagua o ese niño correteando con su perro...
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¿Y sabes qué?
Lorena se dio cuenta de que era muy bueno reírse porque eso le
hacía bien a ella y a los que la rodeaban, pero también comprendió
que era importante, a veces, estar triste, enternecerse, sentir afecto,
dolor, lástima, ternura...
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Saúl Perezas
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Saúl Perezas era flojo... o, si prefieres llamarlo, perezoso,
holgazán, remolón, pero si te digo que era flojo, es porque... ¡era flojo!
Aunque, para ser bien estricto, la verdad es que no estoy seguro de
que “fuera" flojo o si no podía hacer otra cosa que holgazanear, pero
de que le gustaba... le gustaba.
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—Mamá. Es que me di un golpe muy fuerte en la pierna. ¡Ay!
Me duele mucho. No puedo ni caminar.
O si no:
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misma flojera le había ayudado, y ese algo era... desarrollar su casi
infinita capacidad para inventar disculpas.
¿Y sabes qué?
Le gustó escribirlas.
¡Hasta hoy!...
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Dixie Comilones
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Dixie Comilones comía sin parar durante todo el día.
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Aunque su madre se preocupó, no dijo nada. Le parecía normal
que la niña engordara 'un poquito". En cuanto a Dixie misma, se hizo
igualmente la desentendida y siguió comiendo, comiendo…
—¡Hola, gordita!
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Entonces fue cuando una amiga de su mamá, en forma muy
cariñosa y sin ninguna mala intención, le dijo:
—¡Hola, flaca!
Y comenzó a.
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Julio Hablador
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Julio Hablador hablaba. Y, ¡guau, que hablaba! ¡Hasta por los
codos!
Un día sus papás llevaron a Julito al teatro a ver una obra para
niños.
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Julio, como de costumbre, habló durante todo el camino, entró
a la sala hablando, se sentó en su butaca sin parar de hablar y siguió
así —sus padres ya estaban acostumbrados— parloteando sin parar.
—¡Silencio!
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Sucedió que, a la salida, se encontró con un amigo...
Julio, como de costumbre, se dispuso a hablar, pero algo se lo
impidió. ¿Y si su amigo también tenía algo entretenido que decirle?
¿Y sabes qué?
Eso fue exactamente lo que sucedió.
Su amigo le dijo que iba al camarín a ver a los actores y lo invitó
a que lo acompañara.
Así es que juntos entraron a conversar con los actores y Julio
esta vez se dedicó a escuchar lo que ellos les contaron y se limitó a
hacer solo algunas preguntas.
¿Y sabes qué?
Desde ese momento Julio Hablador aprendió que, si bien era
importante hablar, también era importante callar y, sobre todo,
escuchar, cosa que hizo de ahí en adelante...
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Lucía Intrusas
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A Lucía Intrusas le gustaba curiosear.
Curiosear en los cajones del tocador de su mamá. Hurgar en los
cajones del dormitorio de su hermano mayor. Escudriñar lo que había
en las cajas, cajetas y cajuelas que su padre guardaba en su escritorio.
Intrusear en el armario de la abuela, en los estantes de la cocina, en
los casilleros de sus compañeros…
Para decirlo en corto, allí donde hubiera algo que abrir, allí
estaba Lucía abriéndolo para averiguar qué había adentro.
Bastaba que alguna habitación o algún objeto estuviera cerrado
para que a Lucía le bajaran unas ganas irresistibles de saber qué cosas
pudiera haber en su interior.
Se acercaba muy calladita.
Miraba para todos lados, cuidando de que nadie la viera y
entonces, con un movimiento rápido y certero, abría... abría lo que
fuera que estuviera cerrado y se pudiera abrir.
Examinaba, curiosa, lo que había en su interior y se retiraba tan
furtivamente como había llegado.
Una vez, su padre salió de viaje. A los pocos días llegó un
paquete a la casa. Era una caja, no muy grande, amarrada con un
grueso cordel.
—¿Qué es? —le preguntó Lucía a su mamá.
—Lo envía el papá —respondió la madre. Y sabiendo lo intrusa
que era su hija, le advirtió:
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—Pero, por ningún motivo se te ocurra abrirlo, Lucía... mira que
a tu papá le puede suceder algo muy grave si es que le pasa algo a lo
que viene en esta caja.
—No, mamá —respondió la niña cruzando sus deditos. porque
pensaba hacer justo lo contrario.
Así pues, ni bien la mamá salió de la pieza, Lucía se acercó muy
calladita al paquete, por costumbre miró para todos lados, y entonces,
haciendo un esfuerzo logró deshacer el nudo del cordel con el que
venía atado.
Levantó con cuidado la tapa preparándose para examinar el
interior, y entonces...
—¡Oooh! —no pudo menos que exclamar: ¡Oooh!
En la caja, entre un montón de tierra y aserrín y algodones,
había... ¡una calavera!
—¡Una calavera! —exclamó horrorizada recordando la
advertencia que le había hecho su madre: “¡A tu papá le puede suceder
algo muy grave si algo le pasa a eso que está en la caja!”
Pensó algo terrible.
Pensó que aquella era la cabeza de un enemigo de su papá y que
este lo había matado.
Tapó la caja apresuradamente e intentó volver a amarrarla, pero
el nudo no le quedó muy bien hecho.
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—Espero que nadie se dé cuenta... —se dijo.
“No, será mejor que esconda esta caja”, pensó después, y estaba
a punto de hacerlo cuando volvió a entrar la mamá a la pieza.
Lucía no pudo resistir el guardar aquel horripilante secreto para
ella sola. Tenía que contárselo a su mamá.
—Mamita, mamita —exclamó con voz temblorosa—. Tengo
que decirte algo tremendo...
La mamá la miró un tanto asustada.
—Lo que pasa es que mi papá mató a una persona y nos mandó
la cabeza para que la escondiéramos...
La primera reacción de la mamá fue de espanto al escuchar
aquello, pero rápidamente recordó la caja y también la enorme
curiosidad de su hija y decidió darle una pequeña lección.
—¡Qué espanto! —exclamó haciéndose la que se horrorizaba—
. ¿Y qué vamos a hacer?
—Guardar la caja, mamá...
—Sí, y ¿qué te parece si la guardamos entre las otras que él tiene
en su escritorio?
—Ya, pero rápido antes de que llegue alguien y la vea.
Entre las dos llevaron la caja hasta el escritorio y allí la
depositaron, pero su madre, como quien no quiere la cosa, sabiendo
lo que las otras cajas contenían, se las mostró:
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—Mira Lucía, aquí hay restos de una pierna, y aquí un pedazo
de mano, y aquí...
La niña casi se desmaya de puro susto.
Por la noche, cuando llegó el papá, Lucía no se atrevió a
enfrentarlo hasta que...
...hasta que el papá preguntó:
—¿No han venido del museo a buscar las cajas? Llamaré
mañana mismo. No me gusta que esas reliquias anden sueltas por la
casa.
Recién ahí Lucía comprendió que su papá no le había quitado la
vida a nadie y que los huesos pertenecían a un humano muerto hacía
un par de miles de años y que su papá los tenía porque era
arqueólogo...
Pero había sido tal el susto que se había llevado, que la
curiosidad como que se le terminó...
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Soledad Travesuras
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Soledad Travesuras sí que era traviesa.
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fácil solución. Estiró el brazo para cerrarla pero, justo en eso, oyó los
pasos apresurados de su madre que se acercaba. Prefirió dejarla así,
semiabierta... total, casi ni se notaba. En efecto, la mamá llegó a la
entrada, abrió la puerta de calle y se asomó para ver quién tocaba. Por
supuesto, no vio a nadie.
¡No se abrió!
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¿Qué hacer?
Si gritaba pidiendo ayuda, se delataría y su mamá la castigaría.
—Es mejor —se dijo— que me quede un rato largo y entonces,
si nadie ha venido. me pongo a gritar.
Pero sucedió algo más terrible aún. Oyó cómo alguien —que
resultó ser su padre— abría la puerta de calle, entraba a la casa,
llamaba a su mamá y preguntaba por ella.
—¿Y Soledad?
—No sé. No la he visto. Seguramente está en la casa de alguna
amiga...
Luego la mamá y el papá se pusieron a conversar sin que
Soledad entendiera lo que estaban diciendo, y de pronto...
¡Oh!, ambos abandonaron la casa.
Soledad se quedó sola, encerrada en el armario.
Le dio hambre... se le pasó el hambre... tuvo sed... se le pasó la
sed... le dio sueño, pero no pudo quedarse dormida...
Mucho, mucho rato después, le pareció oír el ruido de la llave
abriendo la puerta de la casa.
—¡Socorro!... ¡socorro! —gritó con la garganta seca por el
hambre, la sed, el sueño y sobre todo por el susto de quedarse
encerrada allí para siempre.
—¿Soledad? —oyó la voz preocupada de su padre—. ¿Dónde
estás?
—¡En el armario!
Nuevamente oyó el giro de otra llave y la puerta de su escondite
se abrió. Del interior salió una niña asustada que se refugió entre las
faldas de su madre.
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—Nunca más, mamita... nunca más voy a tocar el timbre —
prometió con voz llorosa.
Y hasta donde yo lo sé, Soledad cumplió su promesa.
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Patricia Impulsos
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Si me preguntaran si Patricia Impulsos era impulsiva, les
contestaría que sí.
Y si quieren saber cómo lo sé, les diré que por las historias que
ella misma me contó.
Sin pensarlo dos veces, cosa que, por lo demás, nunca hacía,
decidió que ella se moría de ganas de ir.
El papá intervino:
Y Patricita fue a una cena en la que fue la única niña, por lo que
no solo no pudo jugar con nadie, sino que debió quedarse sentada todo
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el rato junto a sus padres, sin abrir la boca, y comiendo unas comidas
con gustos raros que no le gustaron para nada. No lo pasó bien...
—No importa —pensó—, “tengo” que hablar con él. Tiene que
saber que me fue muy bien.
—¡Aló! ¿Abuelito?
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—Patricia —respondió la abuela con voz muy, pero muy
molesta—, son las tres de la madrugada, tendrás que esperar hasta
mañana para hablar con él— y cortó bruscamente la llamada.
—¿Cuidarlo?
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vez, Patricia estaba dándose cuenta de lo que verdaderamente iba a
significar cumplir su deseo que, en este caso, era tener un perrito.
Así es que se quedó con Quiltrín, pero se quedó con algo más -
y muy importante-: aprendió a pensar, aunque fuera un poquito, antes
de seguir otro de sus impulsos.
…y aunque yo
esta historia no la vi
así fue
como me la contaron
a mí.
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Fernando Gruñones
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Todos le temían a los gruñidos de Fernando Gruñones, y con
pena debo aclarar que él se aprovechaba de aquello.
—¡Grrrr!
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Y Panchita no gruñía ¡Grrrr!, como él.
—¡GRRR!
Pues porque nadie podía decir o hacer algo que a ella le pareciera
mal sin que un enorme, poderoso y rugiente gruñido escapara de su
boca:
—¡GRRR!
Y ese
insoportable sonido
podía ser escuchado en
su casa, donde forzaba
a sus hermanos a que
hicieran lo que ella les
ordenaba, en la calle,
donde obligaba a los
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niños de la cuadra —incluso a Fernando— a jugar lo que ella tenía
ganas de jugar, en el colegio, donde exigía a sus compañeros que le
convidaran parte importante de sus colaciones.
No. él gruñía:
—¡¡GRRR!!
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Pues porque nadie podía decir o hacer algo que a él le pareciera
mal sin que un enorme, poderoso y rugiente bufido escapara de su
boca:
—¡¡GRRR!!
...así es que,
colorín colorado,
este cuento, por ahora,
se ha acabado.
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Rosita Soñante
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Nunca he conocido a alguien que soñara tanto como Rosita
Soñante.
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¡Oh, el mar y la playa!, cuando Rosita Soñante oyó eso. ahí no
más se puso a soñar con playas de arenas blancas y palmeras, tal como
alguna vez las había visto en una revista. Y el inmenso mar azul lleno
de Barcos y peces y ballenas y…
Entonces llegaron a la playa.
Era pequeña, muy pedregosa, no habían palmeras y el mar
terminaba por ahí cerca, en lo que su papá le dijo que era la línea del
horizonte.
En resumen,
lo pasó pésimo.
Solo para
mostrarte que esto
le pasaba siempre...
déjame contarte lo
que sucedió ese fin
de año en el
colegio.
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Era el día en que se iba a celebrar la Fiesta de Fin de Año.
Por supuesto que Rosita soñó que ella era la más premiada, que
todos la aplaudían cuando ella subía al estrado, soñó que, como sus
notas eran las mejores del curso —y eso era cierto—, la admirarían y
la felicitarían y le pedirían que dijera algunas palabras frente a todo el
colegio...
Los niños estaban felices. Una vez de vuelta en sus asientos, sus
mejores amigas comentaron que todo había sido muy lindo. Rosita
casi se pone a llorar. No la habían felicitado especialmente, ni la
habían aplaudido ni le habían pedido que hablara... ¡Nada, nada de lo
que había soñado, había sucedido!
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Por supuesto que Rosita se imaginó el lugar al que irían, un
campo lleno de pasto verde y flores de todos colores, con grandes
árboles de refrescante sombra y un arroyuelo en el cual se mojaría los
pies.
Ni bien llegaron allí, y una vez que hubieron dejado sus cosas
en un montoncito. todos partieron corriendo hacia diferentes lugares
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mientras ella permanecía sentada, sola, sintiéndose engañada y
molesta, nada era como ella se lo había imaginado.
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Paola Papelitos
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A Paola —le decían y con razón como ya verás, Paolita
Papelitos— digo, a Paola se le olvidaba todo. Podríamos decir, si
fuéramos benevolentes, que tenía mala memoria, porque, en verdad
no tenía mala memoria, no... tenía pésima memoria.
¡Anotarlo todo!
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Por ejemplo, revisemos sus anotaciones de un día martes
cualquiera.
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—Paolita. linda... —le dijo antes de que la niña alcanzara a
contar lo que le sucedía—. Paolita, por favor, haz todas tus cosas tú
sólita. Yo me voy a recostar porque me duele mucho la cabeza...
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Tomar el desayuno. Darle un beso a ella y al papá. Ponerse el polerón
e irse al colegio.
Por fortuna, el otro día era sábado. Y como era sábado y la mamá
no iba a trabajar, cuando Paolita se durmió vestida, tomando el
desayuno, ella salió y le compró un cuaderno nuevo y en la tapa
escribió:
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la polera, los calcetines y los zapatos. Ponerme el pijama y hacer pipí.
Darle un beso al papá y a la mamá. Acostarme y dormir.
Fin
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