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Manolito Bostezos y otros niños modelo
Saúl Schkolnik

Edición y diseño equipo Edebé Chile


Ilustraciones de Viviana Gormaz Vargas

© Saúl Schkolnik
© 2007 Editorial Don Bosco S.A.

Registro de Propiedad Intelectual N.º 165.449


ISBN: 978-956-18-1198-0

Editorial Don Bosco S.A.


General Bulnes 35, Santiago de Chile
www.edebe.cl
docentes@edebe.cl

Primera edición digital, febrero 2020


Diagramación digital equipo Edebé Chile

Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada, puede ser


reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos químicos,
electrónicos o mecánicos, incluida la fotocopia, sin permiso previo y por escrito
del editor.

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Índice

Manolito Bostezos 5

Lorena Risitas 10

Saúl Perezas 15

Dixie Comilones 20

Julio Hablador 25

Lucia Intrusas 30

Soledad Travesuras 36

Patricia Impulsos 42

Fernando Gruñones 48

Rosita Soñante 53

Paola Papelitos 59

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Manolito Bostezos

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Manolo Bostezos, bostezaba. ¡Y vaya si lo hacía!

Naturalmente, bostezaba al anochecer como nos sucede a


todos cuando el sueño comienza a invadirnos.

Pero Manolo, con el mismo entusiasmo, bostezaba por las


mañanas... bostezaba a mediodía... y bostezaba... bueno, él
bostezaba cuando tenía ganas de dormir o estaba despierto,
cuando sentía hambre o estaba satisfecho, cuando se encontraba
aburrido o muy animado... la verdad es que bostezaba a cada rato.

Sucedió que un día lunes, ese día en que todos llegan al


colegio “muertos de sueño”, Manolo se levantó bostezando, se
vistió bostezando, apenas pudo tomarse el desayuno bostezando...
y, por supuesto, llegó al colegio... bostezando.

Entró en su sala, la sala del tercero básico, y durante la


primera hora de clase, Manolo se dedicó a bostezar, sin poder
dominarse.

El problema fue que todos sus compañeros comenzaron a


contagiarse y como, además de contagiarse, cada uno de ellos
agregaba sus propias ganas de bostezar... la clase entera se
convirtió en un gran bostezo. Tanto, que también el profesor se
contagió.

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Lo peor fue que en el recreo, los bostezos de los alumnos del
tercero, en el patio de la escuela, contagiaron al resto del alumnado y
los bostezos del profesor, al resto de los maestros, en la sala de
profesores...

Podrán ustedes imaginarse —si es que ustedes todavía no están


bostezando— cómo fue aquel espectáculo:

Todos, desde el más pequeño de los alumnos hasta la señora


directora, dedicados a bostezar.

Al finalizar la jornada escolar, cuando los alumnos


emprendieron el regreso a sus hogares, en el trayecto entre el colegio
y sus casas, contagiaron al resto del pueblo, a los almaceneros, a las
dueñas de casa, choferes de micro, vendedores de helados, niños y
profesores de otras escuelas, señoras y caballeros, obreros de la
construcción, carabineros... Y mejor no sigo, porque podría haber
sucedido que hacia el atardecer, el país entero hubiera estado
bostezando y bostezando...

Pero volvamos al pueblo de nuestra historia en donde Manolo,


viendo que todos bostezaban a más no poder, quedó tan, pero tan
impresionado que abrió la boca y no la pudo volver a cerrar, razón por
la cual tampoco pudo seguir bostezando.

Fue así como, mientras el pueblo entero bostezaba, Manolito


con la boca abierta, era el único habitante que no lo hacía.

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No sé lo que habrá sucedido con el resto de la gente, supongo
que aún estarán bostezando, pero lo que es a Manolo, la
costumbre de bostezar se le quitó por completo.

...y aquí se acaba este cuento,


como me lo contaron
te lo cuento.

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Lorena Risitas

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Lorena Risitas se reía.
Se reía despacito, se reía fuerte, se reía a carcajadas y lo hacía a
cada rato porque eso la hacía sentirse alegre, y no solo a ella, sino
también a quienes estaban cerca.
Por supuesto que se reía cuando alguien le contaba un chiste o
cuando veía algo divertido o cuando estaba contenta o cuando se
acordaba de algo gracioso. Pero también se reía cuando veía en la tele
que alguien se caía o se daba un golpe o le sucedía algo triste...
Lo cierto es que se reía de tantas cosas que pasaba todo el tiempo
riéndose... y eso no le permitía preocuparse de nada que no fuera su
risa.
Pero justo ese día, a Lorena la habían llevado al hospital para
que le vieran un granito en un dedo.
Al parecer una abeja la había picado.
Mientras esperaba a que la atendieran, curioseando, se asomó a
una gran ventana que daba a una las salas en donde estaban los
pacientes hospitalizados.
Allí vio, en una de las camas, a un niño de carita triste y ojos
casi cerrados. Estaba tendido en la camilla, lleno de tubos que salían
de sus brazos, rodeado de un montón de aparatos extraños. Una sábana
lo cubría desde la cintura hasta los pies. Lorena lo miró, estaba tan,
pero tan delgado que se le notaban todos sus huesos.

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¿Y sabes lo que pasó?
Lo que pasó fue que al verlo, esta vez Lorena quedó tan
impresionada que no le dieron ganas de reír.
Esta vez, la niña sintió pena, una pena muy de adentro...
Este sentimiento no desapareció cuando salió del hospital y
comenzó a mirar lo que sucedía a su alrededor.
Todo le pareció diferente.
Eran las mismas calles, los mismos lugares, pero ahora, por
primera vez, notó algo distinto.
Vio un perrito tirado en la calle, había sido atropellado por un
auto, y tampoco le dieron ganas de reír. Y había una mujer con un
niño en brazos pidiendo limosna.
Se preguntó por qué antes no los había visto.
Entonces se dio cuenta de que a su alrededor pasaban muchas
cosas y que no todas eran alegres.
Sucedían cosas que la hacían sentirse triste, cosas que le
causaban dolor... un niño que arrancaba una flor o rompía la rama de
un árbol... un hombre que tiraba un papel sucio y arrugado a la calle...
O bien, que pasaban cosas tiernas como esa mamá jugando con su
guagua o ese niño correteando con su perro...

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¿Y sabes qué?
Lorena se dio cuenta de que era muy bueno reírse porque eso le
hacía bien a ella y a los que la rodeaban, pero también comprendió
que era importante, a veces, estar triste, enternecerse, sentir afecto,
dolor, lástima, ternura...

... esta historia tan sencilla


no la saben en Santiago,
y en Melipilla...
casi nada,
la escuché en Coquimbo
y de pasada...

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Saúl Perezas

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Saúl Perezas era flojo... o, si prefieres llamarlo, perezoso,
holgazán, remolón, pero si te digo que era flojo, es porque... ¡era flojo!
Aunque, para ser bien estricto, la verdad es que no estoy seguro de
que “fuera" flojo o si no podía hacer otra cosa que holgazanear, pero
de que le gustaba... le gustaba.

Era flojo en su casa, en la escuela, a la hora del almuerzo,


durante el rato en que debía hacer las tareas, al levantarse, en fin,
flojeaba todo el día. Y si no lo hacía por las noches, se debía solo a
que a esa hora dormía...

Por cierto que en la casa su mamá lo pasaba retando:

—¡Saúl! No dejes tu ropa tirada en el suelo. Recógela y


ordénala. ¡Ay! Este niño tan flojo.

—¡Saúl! Ayuda a poner la mesa. ¡Ay! Este niño que no hace


nada... ¡Por lo menos lleva los vasos y los platos!...

—¡Saúl! ¿Hiciste las tareas? Siempre las dejas para último


momento. ¡No seas flojo y anda inmediatamente a hacerlas!

Pero si tú crees que Saulito obedecía lo que le estaban pidiendo


y se quedaba callado, estás muy equivocado.

Cuando su madre le pedía que hiciera algo, él siempre tenía a


mano un buen pretexto para no hacerlo:

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—Mamá. Es que me di un golpe muy fuerte en la pierna. ¡Ay!
Me duele mucho. No puedo ni caminar.

O si no:

—¡Puchas, mamá! Es que el papá me pidió primero que


ordenara los libros...

Cosa que, por supuesto, tampoco hacía.

En el colegio sucedía lo mismo:

—Señor Perezas —le decía un profesor—. ¿Por qué no trajo su


disertación?

—Es que, señor... —se disculpaba el niño—, toda la tarde de


ayer mi mamá me pidió que le ayudara a cosechar limones...

—Señor Perezas —le decía otro profesor—. ¿Por qué no estudió


geografía?

—Es que, señor... —respondía Saúl, y ahí no más inventaba otra


excusa y la decía como si fuera la pura verdad

Así, una tras otra, en forma increíble, surgían de su boca


pretextos, cuentos, excusas, razones, disculpas y patatín patatanes
para no hacer nada y poder holgazanear a gusto.

Por eso mismo debo reconocer que. si bien la flojera no lo dejaba


hacer casi nada, sí había algo —y muy importante— en lo que esa

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misma flojera le había ayudado, y ese algo era... desarrollar su casi
infinita capacidad para inventar disculpas.

Tantas fueron las que inventó que, para que no se le olvidaran y


pudiera usarlas en otras ocasiones, decidió anotarlas.

¡Y ahí no más se puso a hacerlo! De cabeza se puso a escribir


todas esas excusas y pretextos.

¿Y sabes qué?

Le gustó escribirlas.

Era diferente a hacer tareas, ordenar la ropa o ayudar en la casa.


Fue sumamente entretenido...

Así pues, Saúl se dedicó a escribir todos los cuentos y disculpas


a medida que se le iban ocurriendo, aunque, desgraciadamente, debo
reconocer que para todo lo demás, siguió siendo un tremendo
holgazán.

¡Hasta hoy!...

...y este cuento aquí termina,


sin dragones ni princesas
ni castillos encantados,
y al que no levanta el popo
¿qué no se le queda pegado?

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Dixie Comilones

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Dixie Comilones comía sin parar durante todo el día.

Por supuesto comía al desayuno y a la hora del almuerzo, del té


y de la comida... lo cual es obvio, ya que todos comemos a esas horas.
El problema es que Dixie comía también a la hora del “tentempié”,
entre el desayuno y el almuerzo, comía durante ese rato entre el
almuerzo y la hora del té. Por su puesto, comía luego entre el té y la
comida y además de todo esto, unas dos o tres veces por la noche.
Comía mientras estudiaba o jugaba...

Por supuesto que en el colegio Dixie también comía. Lo hacía


en los recreos, durante las clases, en las pruebas.

Por eso, si decimos que Dixie comía... ¡es porque comía!

Obviamente, esto de comer cualquier cosa, a cualquier hora y en


cualquier parte le iba a provocar a la niña, un problema.

¡Y vaya problema! Dixie. una niña normal, empezó a engordar...

En un comienzo, nadie lo notó. Pero cuando un día fue con su


mamá a comprarse ropa, ella y, por supuesto, también la mamá, se
dieron cuenta de que Dixie estaba necesitando no solo ropa más larga
—la niña estaba creciendo—, sino que ropa más ancha —porque
Dixie Comilones, además, estaba engordando.

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Aunque su madre se preocupó, no dijo nada. Le parecía normal
que la niña engordara 'un poquito". En cuanto a Dixie misma, se hizo
igualmente la desentendida y siguió comiendo, comiendo…

Pero entonces, cuando menos se lo esperaba, sobrevino la


tragedia. Un amigo de su papá, en forma muy cariñosa y sin ninguna
mala intención, la saludó:

—¡Hola, gordita!

¡Ahí no más se le acabaron las ganas de comer a la pobre Dixie!


No hubo manera de lograr que algo de comida se acercara siquiera a
su boca.

Simplemente... ¡se negó a comer!

Y así como había comido mucho, mucho... ahora no quiso


comer y no quiso y no quiso...

Obviamente esto de no comer ninguna cosa, a ninguna hora y en


ninguna parte, le provocó a la niña, otro problema.

Dixie, una niña “gordita". aunque normal, empezó a adelgazar,


y a adelgazar, y a adelgazar...

Y así como había exagerado con la comida, exageró con el


ayuno y bajó de peso, y bajó, y bajó, y bajó... hasta que la ropa le
empezó a quedar grande y ancha.

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Entonces fue cuando una amiga de su mamá, en forma muy
cariñosa y sin ninguna mala intención, le dijo:

—¡Hola, flaca!

¡Flaca!, pensó Dixie, entonces ahora puedo volver a comer... y


la boca se le hizo agua.

Y comenzó a.

¡No, no, no!

Nada de eso. ¿Tú crees que volvió a engordar y después a


adelgazar, y a engordar y a adelgazar, ya...?

¡No, no, no!

Porque Dixie, gordita o flacuchenta, era una niña inteligente, así


es que, esta vez, aunque volvió a comer lo hizo de manera muy
discreta: ni muy mucha comida ni muy poca comida.

Y lo hizo de ese modo hasta que... en realidad no sé hasta


cuando, porque hace bastante tiempo que no veo a la Dix...

...y fueron felices


y comieron perdices
y a mí no me dieron
porque no quisieron.

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Julio Hablador

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Julio Hablador hablaba. Y, ¡guau, que hablaba! ¡Hasta por los
codos!

No solamente hablaba cuando una persona le, hacía una


pregunta y él respondía.

Del mismo modo hablaba cuando le tocaba disertar en clase.


Incluso lo hacía en cualquier fiesta o reunión... Obviamente todos
hablamos en esas ocasiones, pero es que Julio, cuando le hacían una
pregunta, contestaba y. ¡claro está!, seguía contestando durante
¡haaarto! rato, aunque nadie lo siguiera escuchando.

En clase continuaba hablando hasta que todos habían salido ya


al recreo.

En las reuniones hablaba hasta que ya no quedaba nadie más


para escucharlo.

No obstante, ninguna de estas situaciones lo molestaba, o quizás


fuera porque estaba tan ocupado en oírse a sí mismo que ni siquiera
se daba cuenta. La cosa es que Julio seguía hablando aunque estuviera
solo.

Por supuesto que, como lo único que le interesaba era hablar,


nunca dejaba hablar ni escuchaba lo que los otros decían.

Un día sus papás llevaron a Julito al teatro a ver una obra para
niños.

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Julio, como de costumbre, habló durante todo el camino, entró
a la sala hablando, se sentó en su butaca sin parar de hablar y siguió
así —sus padres ya estaban acostumbrados— parloteando sin parar.

Se apagaron las luces y el telón comenzó a abrirse y algunos


actores aparecieron es escena. Julio, mientras tanto, hablaba... pero
allí en el teatro no faltaron algunos espectadores que comenzaron a
reclamar y le gritaron:

—¡Oye, niño, cierra la boca ya!

—¡Hey, quédate callado!

—¡Silencio!

Julito, que a todo esto se había comenzado a interesar en lo que


decían esos jóvenes arriba del escenario, se calló. Pero no solo se
calló, sino que comenzó a escuchar lo que estaban diciendo.

Y, para decir la verdad, lo que estaban diciendo era interesante


y entretenido, así es que el niño se quedó callado durante todo el
tiempo que duró la función.

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Sucedió que, a la salida, se encontró con un amigo...
Julio, como de costumbre, se dispuso a hablar, pero algo se lo
impidió. ¿Y si su amigo también tenía algo entretenido que decirle?
¿Y sabes qué?
Eso fue exactamente lo que sucedió.
Su amigo le dijo que iba al camarín a ver a los actores y lo invitó
a que lo acompañara.
Así es que juntos entraron a conversar con los actores y Julio
esta vez se dedicó a escuchar lo que ellos les contaron y se limitó a
hacer solo algunas preguntas.
¿Y sabes qué?
Desde ese momento Julio Hablador aprendió que, si bien era
importante hablar, también era importante callar y, sobre todo,
escuchar, cosa que hizo de ahí en adelante...

...y colorín colorado


este cuento se ha acabado
pero si quieres que Julio
te lo cuente otra vez
cierra los ojos
y cuenta hasta tres.

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Lucía Intrusas

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A Lucía Intrusas le gustaba curiosear.
Curiosear en los cajones del tocador de su mamá. Hurgar en los
cajones del dormitorio de su hermano mayor. Escudriñar lo que había
en las cajas, cajetas y cajuelas que su padre guardaba en su escritorio.
Intrusear en el armario de la abuela, en los estantes de la cocina, en
los casilleros de sus compañeros…
Para decirlo en corto, allí donde hubiera algo que abrir, allí
estaba Lucía abriéndolo para averiguar qué había adentro.
Bastaba que alguna habitación o algún objeto estuviera cerrado
para que a Lucía le bajaran unas ganas irresistibles de saber qué cosas
pudiera haber en su interior.
Se acercaba muy calladita.
Miraba para todos lados, cuidando de que nadie la viera y
entonces, con un movimiento rápido y certero, abría... abría lo que
fuera que estuviera cerrado y se pudiera abrir.
Examinaba, curiosa, lo que había en su interior y se retiraba tan
furtivamente como había llegado.
Una vez, su padre salió de viaje. A los pocos días llegó un
paquete a la casa. Era una caja, no muy grande, amarrada con un
grueso cordel.
—¿Qué es? —le preguntó Lucía a su mamá.
—Lo envía el papá —respondió la madre. Y sabiendo lo intrusa
que era su hija, le advirtió:

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—Pero, por ningún motivo se te ocurra abrirlo, Lucía... mira que
a tu papá le puede suceder algo muy grave si es que le pasa algo a lo
que viene en esta caja.
—No, mamá —respondió la niña cruzando sus deditos. porque
pensaba hacer justo lo contrario.
Así pues, ni bien la mamá salió de la pieza, Lucía se acercó muy
calladita al paquete, por costumbre miró para todos lados, y entonces,
haciendo un esfuerzo logró deshacer el nudo del cordel con el que
venía atado.
Levantó con cuidado la tapa preparándose para examinar el
interior, y entonces...
—¡Oooh! —no pudo menos que exclamar: ¡Oooh!
En la caja, entre un montón de tierra y aserrín y algodones,
había... ¡una calavera!
—¡Una calavera! —exclamó horrorizada recordando la
advertencia que le había hecho su madre: “¡A tu papá le puede suceder
algo muy grave si algo le pasa a eso que está en la caja!”
Pensó algo terrible.
Pensó que aquella era la cabeza de un enemigo de su papá y que
este lo había matado.
Tapó la caja apresuradamente e intentó volver a amarrarla, pero
el nudo no le quedó muy bien hecho.

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—Espero que nadie se dé cuenta... —se dijo.
“No, será mejor que esconda esta caja”, pensó después, y estaba
a punto de hacerlo cuando volvió a entrar la mamá a la pieza.
Lucía no pudo resistir el guardar aquel horripilante secreto para
ella sola. Tenía que contárselo a su mamá.
—Mamita, mamita —exclamó con voz temblorosa—. Tengo
que decirte algo tremendo...
La mamá la miró un tanto asustada.
—Lo que pasa es que mi papá mató a una persona y nos mandó
la cabeza para que la escondiéramos...
La primera reacción de la mamá fue de espanto al escuchar
aquello, pero rápidamente recordó la caja y también la enorme
curiosidad de su hija y decidió darle una pequeña lección.
—¡Qué espanto! —exclamó haciéndose la que se horrorizaba—
. ¿Y qué vamos a hacer?
—Guardar la caja, mamá...
—Sí, y ¿qué te parece si la guardamos entre las otras que él tiene
en su escritorio?
—Ya, pero rápido antes de que llegue alguien y la vea.
Entre las dos llevaron la caja hasta el escritorio y allí la
depositaron, pero su madre, como quien no quiere la cosa, sabiendo
lo que las otras cajas contenían, se las mostró:

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—Mira Lucía, aquí hay restos de una pierna, y aquí un pedazo
de mano, y aquí...
La niña casi se desmaya de puro susto.
Por la noche, cuando llegó el papá, Lucía no se atrevió a
enfrentarlo hasta que...
...hasta que el papá preguntó:
—¿No han venido del museo a buscar las cajas? Llamaré
mañana mismo. No me gusta que esas reliquias anden sueltas por la
casa.
Recién ahí Lucía comprendió que su papá no le había quitado la
vida a nadie y que los huesos pertenecían a un humano muerto hacía
un par de miles de años y que su papá los tenía porque era
arqueólogo...
Pero había sido tal el susto que se había llevado, que la
curiosidad como que se le terminó...

...y este cuento


también se ha terminado
se escondió en la chimenea
y por ahí se fue al tejado.

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Soledad Travesuras

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Soledad Travesuras sí que era traviesa.

Sí, señor, diablilla, inquieta y picara.

Tocar algún timbre en la calle y escapar corriendo. Un papel


engomado en el asiento de la profesora o una lagartija en el cajón de
su escritorio o llamadas telefónicas para hacer bromas... eran, entre
muchas otras, algunas de las travesuras que permanentemente estaba
haciéndole Soledad a su mamá, a sus profesoras, a sus amigos... a
cualquiera que se cruzase en su camino o tuviese un teléfono en su
casa. Soledad no perdonaba a nadie...

Un día, cuando su madre, verdaderamente ocupada, estaba


terminando de preparar el almuerzo, Soledad corrió a la puerta de
calle, la abrió, miró hacia fuera... no había nadie a la vista por este
lado, tampoco por este otro, miró hacia adentro... nadie cerca que la
pudiera ver...

Salió silenciosamente hasta la calle y “riiiing”, tocó el timbre de


su propia casa. Volvió rápidamente sobre sus pasos, cerró también en
silencio la puerta de calle y ¡zuuum!, se metió en el armario,
acurrucándose en su interior como un monito de peluche. Allí,
escondida, esperaría que la mamá fuera a la entrada, abriera la puerta
de calle y se asomara para ver quién tocaba.

Sin embargo, estando adentro del armario, se dio cuenta de que


la puerta del mueble había quedado un poquito abierta. Pero eso tenía

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fácil solución. Estiró el brazo para cerrarla pero, justo en eso, oyó los
pasos apresurados de su madre que se acercaba. Prefirió dejarla así,
semiabierta... total, casi ni se notaba. En efecto, la mamá llegó a la
entrada, abrió la puerta de calle y se asomó para ver quién tocaba. Por
supuesto, no vio a nadie.

— ¡Bah! ¡Qué raro! —exclamó, como muchas veces antes lo


había hecho— Seguramente han de haber sido esos pilluelos de la otra
cuadra... ¡Ya verán cuando los agarre...! —concluyó y volvió a la
cocina mientras Soledad reía calladita para no ser oída, de lo más
divertida con su travesura.

Pero sucedió que la mamá, al pasar junto al armario, lo vio un


poquitito abierto y en forma automática lo cerró y le puso llave.
Soledad Travesuras, sin darse cuenta de aquel gesto, siguió riéndose
en silencio.

Pasado un rato y cuando la niña estuvo casi segura de que su


madre ya no estaba por allí, empujó la puerta despacito para salir y
volver a tocar el timbre, pero., pero la puerta no se abrió.

¡No se abrió!

Intentó hacerlo con un poco más de fuerza... la puerta no se


movió. Hizo toda la fuerza que pudo, pero... la puerta del mueble
continuó cerrada.

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¿Qué hacer?
Si gritaba pidiendo ayuda, se delataría y su mamá la castigaría.
—Es mejor —se dijo— que me quede un rato largo y entonces,
si nadie ha venido. me pongo a gritar.
Pero sucedió algo más terrible aún. Oyó cómo alguien —que
resultó ser su padre— abría la puerta de calle, entraba a la casa,
llamaba a su mamá y preguntaba por ella.
—¿Y Soledad?
—No sé. No la he visto. Seguramente está en la casa de alguna
amiga...
Luego la mamá y el papá se pusieron a conversar sin que
Soledad entendiera lo que estaban diciendo, y de pronto...
¡Oh!, ambos abandonaron la casa.
Soledad se quedó sola, encerrada en el armario.
Le dio hambre... se le pasó el hambre... tuvo sed... se le pasó la
sed... le dio sueño, pero no pudo quedarse dormida...
Mucho, mucho rato después, le pareció oír el ruido de la llave
abriendo la puerta de la casa.
—¡Socorro!... ¡socorro! —gritó con la garganta seca por el
hambre, la sed, el sueño y sobre todo por el susto de quedarse
encerrada allí para siempre.
—¿Soledad? —oyó la voz preocupada de su padre—. ¿Dónde
estás?
—¡En el armario!
Nuevamente oyó el giro de otra llave y la puerta de su escondite
se abrió. Del interior salió una niña asustada que se refugió entre las
faldas de su madre.

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—Nunca más, mamita... nunca más voy a tocar el timbre —
prometió con voz llorosa.
Y hasta donde yo lo sé, Soledad cumplió su promesa.

...y fueron felices,


comieron “ajises”
y a mí solo me dieron
con los carozos
en las narices.

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Patricia Impulsos

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Si me preguntaran si Patricia Impulsos era impulsiva, les
contestaría que sí.

Y si quieren saber cómo lo sé, les diré que por las historias que
ella misma me contó.

Por ejemplo, esa vez cuando oyó a su mamá conversar con su


papá sobre una fiesta a la que iban a ir...

Sin pensarlo dos veces, cosa que, por lo demás, nunca hacía,
decidió que ella se moría de ganas de ir.

—¡Mamá! Yo también quiero ir a esa fiesta…

Su madre intentó convencerla de lo contrario:

—Es que... Patricita... resulta que esta fiesta es solo para...

Pero la niña no la dejó terminar:

—¡Quiero ir! Quiero ir... Quiero iiiir... —empezó a lloriquear.

El papá intervino:

—¿Sabes, Patricia? Nadie te invitó a esta fiesta porque...

—Es que yo voy y yo voy y yo voy y yo…

—Muy bien —aceptó inesperadamente el padre—. Irás con


nosotros.

Y Patricita fue a una cena en la que fue la única niña, por lo que
no solo no pudo jugar con nadie, sino que debió quedarse sentada todo

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el rato junto a sus padres, sin abrir la boca, y comiendo unas comidas
con gustos raros que no le gustaron para nada. No lo pasó bien...

Si con esta historia aún no te convenzo, escucha lo que le pasó


cuando le dieron ganas de llamar a su abuelito para contarle que se
había sacado un siete en historia.

Esta vez no le preguntó a nadie, simplemente se levantó —de la


cama, porque ya estaba acostada—, fue hasta el teléfono y marcó el
número de su abuelo.

—Riiing, riiing... riiing, riiing...

El abuelo se demoraba en contestar.

—No importa —pensó—, “tengo” que hablar con él. Tiene que
saber que me fue muy bien.

Solo después de un rato, alguien levantó el fono al otro extremo


de la línea.

— ¡Alóoo! ¿Quién llama?... —preguntó una voz soñolienta.

—¡Aló! ¿Abuelito?

—No, habla tu abuela.

—Quiero hablar con mi abuelito.

—¿Tiene que ser altiro?

—Sí, quiero decirle que me saqué un siete en historia.

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—Patricia —respondió la abuela con voz muy, pero muy
molesta—, son las tres de la madrugada, tendrás que esperar hasta
mañana para hablar con él— y cortó bruscamente la llamada.

Algo sucedió, sin embargo, el día en que Patricia vio a Quiltrín.

Quiltrín era un medio quiltro, hermoso y regalón. Patricia y


Quiltrín se vieron y entre ellos surgió un gran amor.

El primer impulso de Patricita Impulsos fue gritar, cosa que, por


supuesto, hizo:

— ¡Yo quiero este perrito!...

Y, cosa curiosa, la mamá le dijo inmediatamente que bueno.

—Si lo quieres, es tuyo. Pero acuérdate de que tienes que


cuidarlo.

Una lucecita de alarma se encendió en la cabecita de Patricia.

—¿Cuidarlo?

—Así es. Darle de comer, jugar con él, bañarlo...

Varias otras lucecitas se encendieron en la cabeza de Patricia.

—¿Darle de comer? ¿Bañarlo?

Su mamá la miraba muy seria sin decir nada más, porque


comprendió que algo muy importante estaba sucediendo. Por primera

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vez, Patricia estaba dándose cuenta de lo que verdaderamente iba a
significar cumplir su deseo que, en este caso, era tener un perrito.

Así es que se quedó con Quiltrín, pero se quedó con algo más -
y muy importante-: aprendió a pensar, aunque fuera un poquito, antes
de seguir otro de sus impulsos.

…y aunque yo
esta historia no la vi
así fue
como me la contaron
a mí.

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Fernando Gruñones

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Todos le temían a los gruñidos de Fernando Gruñones, y con
pena debo aclarar que él se aprovechaba de aquello.

¿Que cómo lo sé?

Pues porque nadie podía decir o hacer algo que a él le pareciera


mal sin que un enorme, poderoso y rugiente gruñido escapara —a
veces casi sin quererlo— de su boca.

—¡Grrrr!

Ruido que lanzaba poniendo incluso cara de ¡grrrr!...

Y ese desagradable sonido podía ser escuchado en su casa,


donde exigía a sus hermanos que hicieran lo que él les ordenaba, en
la calle, donde forzaba a los niños de la cuadra a jugar lo que él quería
jugar, en el colegio, donde obligaba a sus compañeros a que le
convidaran parte importante de
sus colaciones.

Pero, todo en esta vida


tiene un final, y los gruñidos de
Fernando también se
terminaron. Descubrió, con
preocupación, que a media
cuadra de su casa se había ido a
vivir Panchita Baraúnda.

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Y Panchita no gruñía ¡Grrrr!, como él.

No, ella gruñía:

—¡GRRR!

Grito que lanzaba poniendo incluso cara de ¡GRRR! ...

En muy corto tiempo todos se olvidaron de los gruñidos de


Fernando y comenzaron a sobresaltarse y a temer los gruñidos de
Panchita Baraúnda. Y con mucha pena debo aclarar que ella se
aprovechó de aquello…

¿Que cómo lo sé?

Pues porque nadie podía decir o hacer algo que a ella le pareciera
mal sin que un enorme, poderoso y rugiente gruñido escapara de su
boca:

—¡GRRR!

Y ese
insoportable sonido
podía ser escuchado en
su casa, donde forzaba
a sus hermanos a que
hicieran lo que ella les
ordenaba, en la calle,
donde obligaba a los

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niños de la cuadra —incluso a Fernando— a jugar lo que ella tenía
ganas de jugar, en el colegio, donde exigía a sus compañeros que le
convidaran parte importante de sus colaciones.

Sin embargo, poco le duraron a Panchita Baraúnda sus gruñidos.


Advirtió, con horror, que a media cuadra de su casa se había ido a
vivir Jaime.

Y Jaime no gruñía ¡Grrrr!, ni ¡GRRR!

No. él gruñía:

—¡¡GRRR!!

Gruñido que lanzaba poniendo incluso cara de ¡¡GRRR!! ...

No pasó mucho tiempo para que todos se olvidaran del


estruendo de Fernando y del de Panchita y comenzaron a preocuparse
y a temer los gruñidos de Jaime Estrépitos. Y con mucha pena debo
aclarar que él se aprovechó de aquello...

¿Que cómo lo sé?

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Pues porque nadie podía decir o hacer algo que a él le pareciera
mal sin que un enorme, poderoso y rugiente bufido escapara de su
boca:

—¡¡GRRR!!

Y ese horripilante sonido podía ser escuchado en su casa, donde


obligaba a sus hermanos a que hicieran lo que él les ordenaba, en la
calle, donde exigía a los niños de la cuadra y también a Fernando y a
Panchita a jugar lo que él quería jugar, en el colegio, donde forzaba a
sus compañeros a que le convidaran parte importante de sus
colaciones.

No obstante, poco le duraron a Jaime Estrépitos sus gruñidos.

Se dio cuenta con espanto de que a una cuadra de su casa se


había venido a vivir...

Si insistes, yo podría seguir varios años contando esta triste


historia que no tiene fin...

...así es que,
colorín colorado,
este cuento, por ahora,
se ha acabado.

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Rosita Soñante

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Nunca he conocido a alguien que soñara tanto como Rosita
Soñante.

Ella soñaba, soñaba y soñaba...

Para decirlo en corto, se lo pasaba soñando.

Desde chiquita, fantaseaba sobre todo. El problema consistía en


que siempre, siempre, sus sueños acerca de lo que le iba a suceder
eran mejores, más interesantes y más hermosos que la realidad.

En resumen, siempre, al final, lo pasaba


pésimo.
Por ejemplo, esa vez en que el papá anunció
que irían por el fin de semana a un balneario
para que ella y su hermano
conocieran la playa y el mar.

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¡Oh, el mar y la playa!, cuando Rosita Soñante oyó eso. ahí no
más se puso a soñar con playas de arenas blancas y palmeras, tal como
alguna vez las había visto en una revista. Y el inmenso mar azul lleno
de Barcos y peces y ballenas y…
Entonces llegaron a la playa.
Era pequeña, muy pedregosa, no habían palmeras y el mar
terminaba por ahí cerca, en lo que su papá le dijo que era la línea del
horizonte.

Pero… ¿dónde estaban los barcos y las ballenas?

Así es que. mientras sus padres y su hermano se metían gozosos


al agua. Rosita apenas si se mojó los pies, sintiéndose muy engañada
y molesta. Este no era el mar ni era la playa con los que ella había
soñado.

En resumen,
lo pasó pésimo.

Solo para
mostrarte que esto
le pasaba siempre...
déjame contarte lo
que sucedió ese fin
de año en el
colegio.

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Era el día en que se iba a celebrar la Fiesta de Fin de Año.

Ahí se entregarían las notas y los premios.

Por supuesto que Rosita soñó que ella era la más premiada, que
todos la aplaudían cuando ella subía al estrado, soñó que, como sus
notas eran las mejores del curso —y eso era cierto—, la admirarían y
la felicitarían y le pedirían que dijera algunas palabras frente a todo el
colegio...

Sin embargo, lo que sucedió en la realidad fue que, ya que no


era mucho el tiempo del que disponían para la ceremonia, la entrega
de notas y premios se realizó por curso. Hicieron subir a todos los
alumnos del curso de Rosita a la tarima, un profesor les repartió los
diplomas y otro les entregó los regalitos. Hubo un corto aplauso del
público y los hicieron bajar.

Los niños estaban felices. Una vez de vuelta en sus asientos, sus
mejores amigas comentaron que todo había sido muy lindo. Rosita
casi se pone a llorar. No la habían felicitado especialmente, ni la
habían aplaudido ni le habían pedido que hablara... ¡Nada, nada de lo
que había soñado, había sucedido!

En resumen, lo pasó pésimo.

Y entonces vino el paseo de curso.

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Por supuesto que Rosita se imaginó el lugar al que irían, un
campo lleno de pasto verde y flores de todos colores, con grandes
árboles de refrescante sombra y un arroyuelo en el cual se mojaría los
pies.

Rosita soñó que le pedirían a ella que cantase alguna de las


canciones que estaba estudiando en clase de música, y soñó que sus
compañeros y profesores, sentados en círculo, la miraban danzar. Y
soñó que... ¡Uf!, soñó tantas cosas hermosas que iban a suceder en
aquel paseo. que se levantó muy tempranito llena de ganas de partir.

Y salieron... y viajaron... y llegaron... y...

Desde luego, el lugar al que fueron no tenía pasto ni menos


flores, era un pedazo de tierra dura y pelada llena de piedras.

Desde luego no había árboles que dieran sombra, pero sí un sol


insoportable.

Desde luego no había un arroyo en el cual pudiera mojarse los


pies, solo había una charca de agua de un color bastante dudoso, entre
café y verde.

Y desde luego nadie le pidió que cantara, y menos le pidieron


que bailara.

Ni bien llegaron allí, y una vez que hubieron dejado sus cosas
en un montoncito. todos partieron corriendo hacia diferentes lugares

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mientras ella permanecía sentada, sola, sintiéndose engañada y
molesta, nada era como ella se lo había imaginado.

Al atardecer, el curso se reunió alrededor de una fogata que los


profesores habían armado. Sonó una radio y todos comenzaron a
bailar alrededor del fuego cantando y gritando.

Rosita, primero los miró. ¿Qué hacían? Ella no había soñado


eso. ¿cómo podían...?

No obstante, los volvió a mirar y se dio cuenta de que todos sus


compañeros —menos ella— lo estaban pasando muy bien.

“¡Bueno!", pensó, “quizás no lo soñé, pero parece que están bien


entretenidos". Y sin más se levantó, entró en la ronda y se puso a
bailar y a cantar junto a sus compañeros.

Lo que no sé, porque no se lo pregunté, es si a pesar de haber


soñado algo diferente. Rosita Soñantes terminó por pasarlo bien en
ese paseo.

Aunque, si tú me lo preguntas a mí, yo te diría que creo que lo


pasó súuuper bien...

...y se acabó este cuento


con pan y pimiento
y todos contentos
aunque un poco soñolientos...

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Paola Papelitos

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A Paola —le decían y con razón como ya verás, Paolita
Papelitos— digo, a Paola se le olvidaba todo. Podríamos decir, si
fuéramos benevolentes, que tenía mala memoria, porque, en verdad
no tenía mala memoria, no... tenía pésima memoria.

Si no hubiera sido por su mamá, que andaba tras ella


recordándole todo, simplemente Paola no se hubiera acordado de
nada.

Pero así creció y la verdad es que pudo crecer porque la


naturaleza tiene sus caminos propios y no necesita que nadie le
recuerde sus deberes. Paolita, pues, creció.

El problema fue que su mala memoria se fue acentuando, no


porque ahora tuviera menos memoria que antes, sino porque a medida
que se iba haciendo más grande había más cosas que recordar.

Eso, hasta que cumplió los 6 años. En ese momento, ¡oh,


maravilla!, alguien le sugirió una brillante idea:

¡Anotarlo todo!

Y ahí encontró Paola la solución a su dificultad. Comenzó a


anotarlo todo, en papelitos, en hojas sueltas, en cuadernos viejos.

Comenzó a escribirlo todo, y cuando digo “todo", quiero decir:


TODO.

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Por ejemplo, revisemos sus anotaciones de un día martes
cualquiera.

Lo que debería hacer en el colegio no lo apuntaba porque los


profesores se lo recordaban permanentemente.

En fin, como conclusión, podemos decir que Paola se


acostumbró a poner todo por escrito y para eso utilizaba papelitos,
hojas sueltas o cuadernos viejos.

Y ahora ya saben por qué a Paola le decían Paola Papelitos...

Pasó el tiempo... Paola cumplió los 10 años, pero siguió igual o


peor de olvidadiza, por lo que continuó usando sus notas para no
olvidarse de nada.

Pues sucedió un día que se le olvidaron su cuaderno viejo, sus


hojas sueltas y sus papelitos en el colegio. Ese día. Paola llegó a su
casa y no supo qué hacer. Se sintió perdida. Tampoco supo por dónde
empezar a saber cómo empezar a saber qué era lo que tenía que hacer.
¿Me explico?

Lo que pretendo decir es que realmente no supo qué hacer, así


es que se sentó a esperar a su mamá, que por cierto llegaba tarde de
su trabajo. Lo grave fue que cuando por fin la mamá llegó, lo hizo con
un fortísimo dolor de cabeza...

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—Paolita. linda... —le dijo antes de que la niña alcanzara a
contar lo que le sucedía—. Paolita, por favor, haz todas tus cosas tú
sólita. Yo me voy a recostar porque me duele mucho la cabeza...

Y Paolita quedó al cuidado de sí misma. Su padre no estaba,


llegaba mucho más tarde.

La verdad es que no supo qué hacer: el cuaderno no estaba y la


mamá dormía. Así. pues. Paola no hizo nada.

No vació la mochila, no hizo tareas, no se lavó las manos ni la


cara, no comió ni se cepilló los dientes. No se sacó los calzones, los
pantalones, la polera, los calcetines, ni los zapatos del colegio. No se
puso el pijama ni fue a hacer pipí. No le dio un beso al papá ni a la
mamá y, por último, tampoco se acostó. Se quedó en su silla, sentada
sin intentar hacer nada.

Se le había olvidado todo lo que debía hacer por la tarde y por


la noche. ¡Hasta se olvidó de que tenía que dormir!

Por supuesto que al día siguiente, después de pasar la noche


despierta, estaba con mucho, mucho sueño. Menos mal que a su mamá
se le había pasado el dolor de cabeza y le pudo recordar que, como ya
estaba levantada y vestida, tenía que hacer pipí, lavarse las manos, la
cara, los dientes y peinarse. Meter en la mochila los cuadernos de
matemáticas, de lenguaje, el libro de ciencias, el estuche y la colación.

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Tomar el desayuno. Darle un beso a ella y al papá. Ponerse el polerón
e irse al colegio.

La complicación surgió al tomar el desayuno, pues la pobre


Paolita se quedó profundamente dormida con la cara apoyada sobre
la mesa del comedor, con la taza en una mano y un pedazo de pan en
la otra.

Obviamente. Paola. ese día no fue al colegio.

Y obviamente, como no fue al colegio, no pudo buscar sus


papelitos ni hojas sueltas ni el cuaderno viejo. Y, al no tenerlos, no
pudo recordar que esa noche tenía que acostarse y dormir, y no
durmió. Así es que por la mañana, mientras tomaba el desayuno,
vestida, se le olvidó que tenía que ir al colegio y de nuevo se quedó
dormida.

Por fortuna, el otro día era sábado. Y como era sábado y la mamá
no iba a trabajar, cuando Paolita se durmió vestida, tomando el
desayuno, ella salió y le compró un cuaderno nuevo y en la tapa
escribió:

LAS COSAS QUE DEBO RECORDAR

En la primera página anotó:

Hoy. sábado en la noche debo lavarme las manos y la cara.


Comer y cepillarme los dientes. Sacarme los pantalones, los calzones,

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la polera, los calcetines y los zapatos. Ponerme el pijama y hacer pipí.
Darle un beso al papá y a la mamá. Acostarme y dormir.

En la segunda página anotó lo que debía recordar el domingo y


en la tercera el lunes...

—Tú deberás continuar el martes —le dijo la mamá al entregarle


el cuaderno.

Paolita, aunque acababa de despertarse, hizo exactamente lo que


estaba escrito, incluso se quedó dormida.

Luego el martes ella hizo las anotaciones y también toda esa


semana, y ese mes, y ese año... y todavía, siendo ya una mujer de
cierta edad, sigue haciéndolo.

...que se me hayan olvidado


los versos que para este cuento
tenía tan bien guardados.
Prometo que para el próximo,
los tendré bien, bien anotados...

Fin

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