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7.1.

INTRODUCCIÓN: CONCEPTOS FUNDAMENTALES

El estudio de la criminología biosocial incluye un amplio conjunto de investigaciones muy


heterogéneas tales como el análisis de los rasgos físicos de los delincuentes, estudios de la
delincuencia en determinadas familias, en muestras de hermanos gemelos y de hijos adoptivos,
estudios genéticos, el análisis de la influencia de la alimentación sobre el comportamiento, o los
modernos estudios de sociobiología y psicología evolucionista acerca de los fundamentos
biológicos de la agresividad. Finalmente, hemos de incluir también en esta relación la prolífica
investigación desarrollada en los últimos años en torno a la psiconeurología del cerebro, cuyas
elaboraciones teóricas acerca de la violencia y de la psicopatía no dejan de ser apasionantes.
Todas estas investigaciones comparten una serie de elementos comunes:

Una de las obras que fundamentó el mundo moderno: El Origen de las especies.

1. En su base se hallan los presupuestos de la teoría de la evolución de Darwin, algunos de cuyos


postulados principales son los siguientes:

• Todas las especies animales, incluida la especie humana, han evolucionado unas de otras, como
resultado de los procesos de adaptación y selección natural.

• El comportamiento animal, al igual que otras características orgánicas —como las estructuras
ósea y muscular, el sistema hormonal o el cerebro— también ha ido evolucionado desde formas
más simples hacia formas más complejas. El comportamiento emocional, que incluye entre otras
manifestaciones la agresividad, no sería una excepción en este proceso evolutivo.

• Todo comportamiento cumple, por tanto, una función adaptativa, en la medida en que mejora la
relación de cada individuo y de la especie en su conjunto con el entorno. ¿Podría ser contrario al
proceso adaptativo que regula la evolución un comportamiento como el agresivo, que es tan
frecuente en todas las especies animales? La respuesta es no, ya que el proceso evolutivo ha ido
seleccionando aquellas

características, tanto orgánicas como de comportamiento, que eran más adaptativas al medio
ambiente, y las manifestaciones agresivas no pueden constituir una excepción.

2. Se ha encontrado relación entre algunos factores biológicos y la mayor o menor tendencia a la


agresividad que tienen las personas. El rasgo agresividad no implica necesariamente que se
cometan delitos, pero sí la constatación de que unas personas son más propensas queotras a
conducirse violentamente1.

El cerebro, la última frontera en la investigación de la Criminología Biosocial.

3. Estas tendencias o propensiones que muestran los seres humanos hacia la agresividad
interaccionan con el ambiente social en el que viven y, como resultado de esta interacción, puede
producirse o no la conducta agresiva o delictiva. En otras palabras, de acuerdo con la investigación
biosocial actual, no existe una delincuencia ni genética ni biológicamente determinada. Se
heredan ciertas tendencias agresivas que, dependiendo de la concreta interacción entre individuos
que se produzca en un ambiente determinado, pueden manifestarse en forma de comportamiento
violento.

4. No todas las perspectivas biosociales de la delincuencia dan lugar en la actualidad a


intervenciones aplicadas. Las dificultades para su utilización aplicada son debidas a dos razones
principales: una de carácter práctico y otra de carácter ético. En el orden práctico, no cabe
plantearse actuaciones que no son técnicamente posibles. Por ejemplo, no se puede mejorar
genéticamente el comportamiento humano, ya que los conocimientos biológicos al respecto son
todavía muy modestos. Pero además, aunque fuera técnicamente posible modular el
comportamiento a partir de su manipulación genética, el hacerlo probablemente sería inaceptable
desde un punto de vista ético.

Ahora bien, lo anterior no significa que los conocimientos biológicos no tengan ninguna
aplicabilidad para la criminología, sino que algunos de ellos podrían traducirse en aplicaciones
interesantes. Por ejemplo, si la investigación nos permitiera concluir que ciertas dietas alimenticias
favorecen las tendencias agresivas, las personas podrían evitar tales dietas, sin que ello implique,
en principio, especiales problemas éticos. De la misma manera, puesto que sabemos que algunos
individuos tienen mayor propensión a la violencia que otros, una detección precoz podría permitir
una prevención más eficaz mediante una educación más intensiva. Que alguien muestre una
mayor tendencia a la agresividad no quiere decir que no se pueda intervenir desde el punto de
vista social y educativo. Finalmente, no debemos olvidar que determinadas condiciones
psicobiológicas pueden influirse mediante la administración de fármacos. Por ejemplo,
actualmente es habitual que los niños con un trastorno de déficit por atención con hiperactividad
—que es un correlato importante de la delincuencia juvenil— reciban compuestos anfetamínicos
para el control de la impulsividad. Igualmente, los esquizofrénicos paranoides (el tipo de psicosis
más vinculado con la violencia) muestran una mejora notable cuando consumen medicamentos
antipsicóticos de última generación.

La importancia de lo biológico en la actualidad es tan relevante que no sería exagerado decir que
hay un reconocimiento amplio de que el fenómeno del delito requiere de una explicación
biosocial, con independencia de que los teóricos pongan el énfasis en los aspectos biológicos o en
los culturales. La Criminología Biosocial es la corriente teórica y empírica de la Criminología que se
esfuerza por revelar la influencia de los diferentes mecanismos por los que la Biología influye en el
comportamiento delictivo (agresivo/violento) humano, con el propósito de establecer hallazgos
significativos en la comprensión de la violencia y las carreras delictivas así como principios
preventivos relevantes. En tal esfuerzo un elemento clave es analizar cómo interacciona el
sustrato somático de la persona con los estímulos ambientales en los que se desarrolla, de ahí que
“biosocial” implique el reconocimiento de que la biología solo se expresa y adquiere sentido en un
determinado contexto social.

7.1.1. Actualidad de la perspectiva biosocial en Criminología


Décadas atrás lo biológico fue denostado en Criminología. Se llegó a equiparar el estudio de los
factores biológicos con el determinismo causal de la conducta delictiva. Cualquier referencia, al
hablar de delincuencia, a los componentes biológicos del ser humano era con frecuencia
peyorativamente calificada como lombrosiana e inadmisible. Una de las principales objeciones
contra las perspectivas biológicas en Criminología tuvo que ver con la controversia acerca de la
aplicabilidad práctica de sus resultados (Akers, 1997). Según las posturas antibiológicas más
radicales, si los factores etiológicos de la delincuencia fueran de carácter genético o innato solo
sería posible o modificar tales predisposiciones mediante procedimientos farmacológicos o
quirúrgicos o, alternativamente, mediante el aislamiento de los delincuentes durante largos
períodos de tiempo.

Sin embargo, en la actualidad una perspectiva simplista, que niegue lo biológico, es a todas luces
inaceptable en Criminología, lo mismo que lo sería en otras ciencias sociales como la psicología, la
sociología o la pedagogía.

El comportamiento humano, prosocial o delictivo, no se halla fatalmente determinado por el


substrato biológico de las personas, pero la biología que les es inherente no puede ser
frontalmente rechazada como si en verdad no existiera. Por el contrario, en Criminología son
imprescindibles los conocimientos actuales sobre neurociencia y psicofisiología humana.
Especialmente necesaria resulta la investigación sobre el funcionamiento del sistema nervioso,
que media en todos y cada uno de los procesos de la conducta, de las emociones, de las
cogniciones y de los aprendizajes de las personas.

Esta mayor aceptación hacia lo biológico en Criminología tiene muchos frentes, varios de los
cuales se revisan en este libro, y algunos de ellos tienen una perspectiva claramente aplicada,
como la división existente entre una violencia más impulsiva /temperamental versus más
planificada (Bobadilla, Wampler y Taylor, 2012), o la actualidad de la discusión de la psicopatía
como un constructo que, más allá de definir un trastorno de la personalidad con claros
componentes genéticos, nos permite comprenden muchos de los condicionantes de la
delincuencia violenta (Hart y Cook, 2012). Por otra parte, el libro clave de la ciencia del siglo XIX, el
Origen de las Especies, de Darwin, viene siendo extensamente citado en muchos de los manuales y
trabajos científicos de los criminólogos de todo el mundo (Gabbidon y Collins, 2012).

Wilson (1980) y Wilson y Herrnstein (1985) pusieron de relieve la íntima vinculación existente
entre las dimensiones biológica, social y conductual de los seres humanos. Estos últimos autores
(Wilson y Herrnstein, 1985: 103) concluyeron que “la delincuencia no puede ser comprendida sin
tomar en consideración las predisposiciones individuales y sus raíces biológicas”. Ray Jeffery
(1993), criminólogo norteamericano destacado en la aproximación biológica, señaló que se hallaría
abocado al fracaso cualquier enfoque criminológico que prescindiera del hecho de que todo lo que
hacemos, decimos, sentimos y pensamos transcurre ineludiblemente por nuestro cerebro.

En un libro que tuvo gran éxito editorial (Inteligencia emocional), Goleman (1997) recogió la
investigación desarrollada por LeDoux sobre el papel prominente que juegan en nuestro sistema
de respuesta rápido y emocional partes del cerebro como la amígdala. Hasta no hace mucho se
pensaba que todos los estímulos que percibimos eran enviados al neocórtex, la parte más
genuinamente humana de nuestro cerebro, desde donde, tras su procesamiento y elaboración,
era ordenada una respuesta a otras partes más primitivas del cerebro y, finalmente, a los
músculos para la acción. A partir de la investigación de LeDoux y de otros muchos investigadores
se sabe que las cosas no funcionan exactamente así. Los estímulos ambientales que percibimos
son recibidos en el tálamo, en el centro del cerebro, que efectivamente los enviará al neocórtex.
Sin embargo, el tálamo mantiene también conexión directa con la amígdala, que funcionaría como
una especie de “centinela emocional”, capaz de producir respuestas más rápidas, aunque también
menos elaboradas, a situaciones comprometidas. Un gran número de conductas humanas
corresponden a situaciones de riesgo, y entre ellas se encuentran también muchos
comportamientos delictivos, en los que probablemente operaría la vía directa de la amígdala. Así
pues, hoy sabemos que ese pequeño núcleo nervioso de nuestro cerebro llamado amígdala juega
un importante papel en nuestras reacciones emocionales inmediatas, y que no todas ellas
dependen de la parte “más racional” de nuestro cerebro. ¿Cuántas acciones humanas, que acaban
siendo un delito, no habrán seguido este canal primitivo de respuesta?

7.2. LA BIOLOGÍA Y LA CRIMINOLOGÍA ACTUAL

¿Existe relación entre la biología humana y la delincuencia? La respuesta no puede ser más que
afirmativa, y aunque de entrada esta aseveración puede sorprender a algunas personas, no
podemos por menos que confirmar que la relación entre Biología y delincuencia es uno de los
nexos más claramente establecidos por la investigación criminológica moderna.

Según Fishbein, para explicar adecuadamente el comportamiento delictivo, debe atenderse a tres
elementos interrelacionados entre sí:

• Los sistemas neurológicos, que son responsables de la inhibición de conductas y emociones


extremas.

• Los mecanismos necesarios para aprender, ya sea a partir de la imitación de otros seres
humanos o a partir de la propia experiencia.

• Los factores sociales, que se concretan en la estructura familiar de los individuos y en los
recursos comunitarios o mecanismos de ayuda social.

Así pues, la regulación del comportamiento se realizaría a partir de dos mecanismos biológicos y
un mecanismo social o contextual, en el cual operan los dos primeros. Las posibles interacciones a
que estos sistemas (biológicos y sociales) pueden dar lugar son las siguientes:

1. Que individuos biológicamente bien dotados, sin dificultades neurológicas o de aprendizaje,


tengan unos ambientes socioculturales y familiares adecuados. Éste sería el supuesto ideal en el
que existiría una menor probabilidad de agresión y de delincuencia.
2. Que los mecanismos biológicos sean los apropiados pero los mecanismos sociales sean
inestables o inadecuados. Esto es, que el sujeto se desarrolle en contextos sociales
desestructurados, proclives a producirle problemas de maduración emocional. En este supuesto la
estabilidad biológica, y más concretamente una buena inteligencia y unas buenas capacidades de
inhibición, pueden ayudar a minimizar el influjo negativo de los factores ambientales, incluso
tratándose de ambientes muy problemáticos.

3. Que existan en los individuos dificultades biológicas, ya sean neurológicas o de aprendizaje,


pero en cambio dispongan de sistemas sociales de crianza muy estables e intensivos. En tal caso,
las dificultades biológicas podrían ser compensadas y el individuo tendría la oportunidad de
desarrollarse adecuadamente en la sociedad (ver en otro capítulo el llamado fenómeno de la
resiliencia).

4. Que ninguno de los dos sistemas funcione. En este caso, los sujetos tienen desventajas tanto de
tipo neurológico o de aprendizaje como contextuales. Aquí, la probabilidad de conducta antisocial
es alta.

De acuerdo con Fishbein (1992: 103), “existen múltiples características individuales innatas que
incrementan el riesgo de conducta agresiva, y que esta tendencia se manifieste o no es una
función de las condiciones ambientales”. Como puede verse, la moderna formulación de las
perspectivas biosociales en Criminología no plantean ninguna suerte de fatalismo determinista. En
ellas, como no podía ser de otro modo, características biológicas y factores ambientales entran en
interacción recíproca, compensándose y determinando una variedad de resultados posibles.

7.2.1. Rasgos físicos y delincuencia: las biotipologías

Desde siempre han existido estereotipos sociales en relación a las características de personalidad y
físicas que poseen los delincuentes, como si fuese posible a simple vista distinguir a un delincuente
de quien no lo es. García- Pablos (1988) relata el caso de un juez italiano del siglo XVIII quien, si no
tenía claro cuál de dos sospechosos era culpable del delito que juzgaba, condenaba (literalmente)
al más feo, suponiendo que era más probable que realmente hubiera cometido el delito (al ser la
cara el espejo del alma) y solventando así el problema de posible ausencia de pruebas. En
Criminología ha existido una línea de investigación que ha analizado la posible relación entre
tipologías corporales (o biotipologías) y delincuencia.

Una de la biotipologías más conocidas fue desarrollada en 1921 por el psiquiatra alemán Ernst
Kretschmer, quien estableció, a partir del análisis de más de 4.000 sujetos, tres tipos corporales
vinculados a ciertas caracterologías (Curran y Renzetti, 2008; Schmalleger, 1996; Vold et al., 2002):
el leptosomático o asténico, caracterizado por su delgadez y poca musculatura y por una
tendencia a la introversión; el atlético, opuesto al primero, poseedor de un gran desarrollo
esquelético y muscular; y el tipo pícnico, tendente a la obesidad y proclive a la sociabilidad. Según
Kretschmer existiría una preponderancia de los delitos violentos y una mayor tendencia a la
reincidencia entre los tipos constitucionales atléticos, de los delitos de hurto y estafas entre los
leptosomáticos y de los fraudes entre los pícnicos.
El norteamericano William Sheldon estableció en 1949 una biotipología, paralela a la de
Krestchmer, que distinguía tres somatotipos o tipos corporales asociados a tres tipologías de
personalidad, cuyas características se mantendrían a lo largo de la vida del individuo (Sheldon,
1949; Schmalleger, 1996): el ectomorfo, físicamente caracterizado por su delgadez y fragilidad y
psicológicamente por su cerebrotonia, que le daría una tendencia al retraimiento y a la inhibición;
el mesomorfo, individuo atlético en el que predominaría el tejido óseo, muscular y conjuntivo, y la
somatotonia, en forma de fuerza y expresividad muscular; y el endomorfo, caracterizado por el
predominio de cierta redondez corporal, y por la cualidad psicológica de la viscerotonia, que le
conferiría un tono relajado y sociable.

Estudios posteriores realizados por el matrimonio

Sheldon y Eleonor Glueck2 (Glueck y Glueck, 1956) y por Juan B. Cortés (Cortés, 1972) con diversas
poblaciones (en colegios, reformatorios y cárceles) dieron cuenta de un porcentaje más elevado
de personas pertenecientes al tipo muscular o mesomorfo entre las poblaciones de delincuentes
tanto jóvenes como adultos. Sin embargo, no conocemos si ese predominio de mesomorfos se
repite también en otras muestras no delictivas como policías, políticos o deportistas. Tal vez la
única conclusión que pueda derivarse de la investigación biotipológica es que dado que los rasgos
corporales correlacionan con ciertas características de la personalidad, puede que los individuos
con mayores tendencias intelectuales y a la introversión (propias de los ectomorfos) y aquellos
otros en los que predomina la laxitud y la benevolencia (los endomorfos) no se sientan tan
atraídos por actividades impulsivas y potencialmente violentas, mientras que, por el contrario, el
espíritu extravertido, menos inhibido y tal vez más agresivo de los mesomorfos favorezca sus
ocasiones de verse inmiscuidos en actividades delictivas.

7.2.2. Herencia

Los tres tipos de investigación mediante los que tradicionalmente se intentó conocer la influencia
de la herencia sobre la criminalidad fueron los estudios de familias de delincuentes, los estudios
de gemelos y los estudios de hijos adoptivos. Todos ellos pretendieron delimitar y cuantificar
cuáles eran los efectos diferenciales que la herencia, por un lado, y el ambiente de crianza de los
jóvenes, por otro, tenían sobre su conducta delictiva. Más modernamente, el estudio de las
influencias genéticas en el comportamiento y personalidad de la gente se conoce como genética
de la conducta, y aquellos científicos que rastrean las influencias del código genético en el
desarrollo, explicando de qué modo las prácticas culturales evolucionaron conjuntamente con las
predisposiciones heredadas, reciben el nombre de sociobiólogos (véase más adelante) o
psicólogos de la evolución. No hace falta mencionar que los genetistas de la conducta han
desarrollado, igualmente, un enorme interés en el estudio del ADN como depositario de la base
genética de los rasgos de personalidad (una revisión en Wright, 2000).

Finalmente, la culminación del proyecto Genoma Humano ha descubierto que hay un horizonte
muy vasto de lugares a los que mirar buscando las bases genéticas de la conducta. Más allá de los
primitivos esfuerzos por hallar el origen de la delincuencia en determinadas anomalías
cromosómicas —es el caso de la aberración cromosómica XYY, con un gran impacto mediático en
los años 60-70—, la investigación actual está más inclinada a encontrar “huellas”, o composiciones
particulares de grupos de genes que pudieran actuar como facilitadores muy poderosos del
comportamiento violento reincidente.

A) Estudios de familias de delincuentes

Los estudios sobre familias de delincuentes se basaron en el presupuesto cierto de que los
familiares en primer grado —abuelos, padres e hijos—, comparten una proporción de su dotación
genética. Sobre esta base, para analizar la influencia de la herencia sobre la criminalidad, se
analizaron muestras de delincuentes, por un lado, y de no delincuentes, por otro, en relación con
sus respectivos familiares, para comprobar si los delincuentes contaban o no con una mayor
proporción de delincuentes entre sus familiares que los no delincuentes.

Estos estudios criminológicos partían de la idea de que al igual que en ciertas familias parecía
haber una predisposición innata para diversas habilidades profesionales o artísticas, como había
sucedido con la habilidad musical en las familias Bach o Mozart, en las que se habían sucedido
varias generaciones de compositores famosos, podría suceder que también existiera una cierta
predisposición genética en relación con la delincuencia. Así, estudiando actas policiales, libros de
nacimientos e historias personales, intentaron establecer el árbol genealógico de la familia de
algunos conocidos delincuentes y vagabundos.

El primer estudio de una familia de delincuentes —la familia Jukes— fue realizado por Robert
Dugdale en 1877, hallando una dilatada historia de delincuencia en diversas generaciones de
familiares consanguíneos (Walters y White, 1989). Uno de los estudios familiares más famosos fue
publicado en 1912 por Goddard, quien trató de establecer la historia de los Kallikak a través de
seis generaciones. Goddard relata que un antepasado de los Kallikak se casó en el siglo XVII con
una respetable muchacha perteneciente a una buena familia. Sus descendientes siguieron siendo
a través del tiempo una buena y respetable familia de clase media. Sin embargo, este antepasado
tuvo otro hijo, fruto de una relación previa a su matrimonio, con una mujer de clase baja y
probablemente con problemas mentales. El seguimiento de esta rama ilegítima de la familia
Kallikak nos descubre un predominio de delincuentes entre sus miembros. De esta constatación se
dedujo la influencia genética en la delincuencia: los genes positivos que aportó la esposa legítima
dieron lugar a una honorable familia burguesa, mientras que los aportados por la otra mujer
sirvieron para engendrar una pléyade de delincuentes.

En estudios más próximos desarrollados entre finales de los sesenta y finales de los setenta del
pasado siglo, autores como Samuel B. Guze y Claude R. Cloninger encontraron fuertes conexiones
intergeneracionales entre el rasgo psicopatía y la actividad delictiva entre delincuentes, tanto
mujeres como hombres, y sus respectivos familiares. En general, los estudios de familias han
mostrado que existe una elevada proporción de delincuentes y de personas con antecedentes
penales entre sus miembros. En ciertas familias la delincuencia constituye una especie de
tradición. A partir del estudio Cambridge, una investigación longitudinal de más de cuatrocientos
jóvenes londinense (pertenecientes a 397 familias), desde la edad de 8 a 40 años, Farrington et al.
(1996) pudieron comprobar la gran asociación existente entre la delincuencia de estos jóvenes y la
de sus progenitores, hermanos y esposas. De los 2.203 integrantes de las 397 familias analizadas,
601 sujetos fueron condenados por delitos. Además, el 75% de los padres y madres con
antecedentes penales tuvieron hijos que también fueron condenados.

Sin embargo, a partir de los estudios de familias no se puede concluir un predominio de los
factores genéticos sobre la delincuencia, ya que en estos estudios no se toma en consideración la
posible influencia del ambiente que rodeó a las diversas líneas familiares. Es decir, probablemente
estas ramas familiares no se diferenciaban únicamente en su herencia genética, sino también en
los factores sociales a los que se vieron enfrentados, mezclándose, por tanto, la influencia que
corresponde a la herencia y la que proviene del ambiente.

B) Estudios de gemelos y de niños adoptados

Los estudios de gemelos parten de un presupuesto doble: en primer lugar, del distinto grado de
semejanza genética existente entre los gemelos univitelinos o monozigóticos —aquellos gemelos
completos, que comparten la totalidad de su herencia genética, ya que proceden de la división de
un único óvulo fecundado—, y los gemelos bivitelinos o dizigóticos —los mellizos, que solo tienen
en común un 50% de su dotación genética—; el segundo presupuesto estriba en considerar que
ambos tipos de hermanos nacidos a la vez serán criados (con independencia de su mayor o menor
semejanza genética) de manera muy parecida. El factor ambiente quedaría de este modo
neutralizado, ya que sería el mismo para ambos tipos de hermanos. De esta manera, si el
ambiente de crianza es el mismo en ambos casos y, sin embargo, los monozigóticos poseen
idéntica dotación genética, mientras que los dizigóticos comparten solamente la mitad de sus
genes, existiría una razonable posibilidad de analizar cuál es el peso que tiene la herencia sobre la
conducta.

Si la herencia influye sobre la conducta se debería esperar que, a igualdad de condiciones


educativas, los gemelos monozigóticos presentaran un mayor grado de concordancia en su
comportamiento que los dizigóticos. La concordancia refleja el grado en que, dado un
comportamiento en uno de los gemelos (o mellizos), el mismo comportamiento aparece también
en el otro (Akers, 1997; Conklin, 2012). Mediante este procedimiento se han analizado muestras
de gemelos monozigóticos y dizigóticos, para comprobar si se parecen más unos u otros en
términos de delincuencia.

Por su parte, los estudios con niños adoptados parten del presupuesto de que, si el influjo de la
herencia fuera más importante que el del ambiente, los niños adoptivos deberían parecerse más,
en cuanto a su conducta delictiva o no delictiva se refiere, a los padres biológicos que a los padres
de adopción. Por contra, si el ambiente fuera más importante, la influencia mayor la tendrían los
padres adoptivos.

El primer estudio criminológico de gemelos fue realizado durante los años veinte por Johannes
Lange (Curran y Renzetti, 1994), mientras que el más ambicioso estudio de estas características fue
desarrollado en Dinamarca por Karl O. Christiansen (1974, 1977), con una muestra de 3.586
parejas de gemelos nacidos entre 1870 y 1920. Primero se estableció si los pares de hermanos
eran monozigóticos o dizigóticos y después se analizaron sus antecedentes penales. De los más de
7.000 sujetos estudiados, 926 tenían antecedentes delictivos, proporción que resultó semejante al
promedio de conducta delictiva de la población danesa. Los gemelos monozigóticos presentaron
una concordancia delictiva del 50% y los dizigóticos del 21%, diferencia que permitió a
Christiansen concluir que el factor genético influye decisivamente en la delincuencia.

En el seguimiento de este estudio realizado más tarde por Cloninger y Gottesman (1987), la
concordancia de los monozigóticos varones fue del 51% (con una correlación de 0,74), mientras
que en los dizigóticos fue del 30% (r= 0,47). Los autores concluyeron que había más de un 50% de
probabilidades de heredar la delincuencia.

Walters y White (1989) revisaron los principales estudios criminológicos sobre gemelos realizados
durante el siglo XX, comparando las concordancias delictivas de gemelos monozigóticos y
dizigóticos del mismo sexo. Los autores tomaron esta precaución metodológica puesto que, pese a
que existen estudios que incorporan en las muestras chicos y chicas, se sabe que las chicas
delinquen mucho menos que los varones y, por ello, el factor sexo podría producir, en muestras
mixtas, un sesgo importante. De ahí que Walters y White eliminaran de su análisis los estudios que
mezclaban gemelos de ambos sexos. En su revisión, que cubre estudios publicados desde 1920
hasta 1976, Walters y White concluyeron que los porcentajes de concordancia delictiva de los
monozigóticos eran superiores, en todos los estudios de gemelos revisados, a la concordancia de
los dizigóticos.

Se han efectuado diversas críticas a los estudios de gemelos (Curran y Renzetti, 1994, 2008;
Walters y White, 1989), y la principal ha señalado que los gemelos monozigóticos, debido a su
mayor semejanza física (lo que hace que con frecuencia incluso sean confundidos), tendrían
también una mayor probabilidad que los mellizos de ser tratados de idéntica manera por padres,
familiares, amigos y maestros (véase, por ejemplo, Conklin, 2012). Es decir, los monozigóticos
podrían tener un ambiente de crianza mucho más parecido que el de los dizigóticos y, por tanto, la
mayor concordancia en conducta delictiva de los primeros no necesariamente sería debida a la
influencia genética sino también, probablemente, a un idéntico proceso de socialización. Ahora
bien, en la actualidad no parece que tal contaminación pueda influir de modo sustancial en las
tasas de concordancia más elevadas que presentan los monozigóticos (Harris, 2000; Carey, 1992,
citado en Lykken, 2000). La razón sería la siguiente: la influencia del ambiente en la personalidad
opera, sobre todo, a través de las experiencias específicas que recibe cada individuo (ambiente
específico), y no a través de las experiencias familiares comunes (ambiente compartido), lo que
descalifica la hipótesis de la socialización como causa de la mayor semejanza hallada en los
gemelos monozigóticos.

Walters y White (1989) revisaron también los estudios criminológicos de hijos adoptados
correspondientes a épocas precedentes. Para ello analizaron aquellas investigaciones que habían
utilizado muestras de niños adoptados tempranamente (entre 0 y 18 meses de edad), de tal
manera que se controlara la posible influencia de los hábitos de crianza de los padres biológicos.
En los estudios de adopción, los investigadores obtienen un índice de concordancia delictiva entre
hijos adoptados y sus padres biológicos y comparan este índice con la concordancia que presenta
un grupo de control semejante o, en la mayoría de los casos, con las tasas estándar de
criminalidad en el país en que se realiza el análisis. Como criterio de propensión delictiva se han
utilizado, según los diversos estudios, diferentes variables, tales como la detención policial, las
condenas por delitos graves, los antecedentes delictivos, y, también, el diagnóstico clínico de
personalidad antisocial.

Al igual que lo que sucedió en los estudios con gemelos, los autores encontraron que la mayoría
de las investigaciones sobre niños adoptados mostraban una mayor concordancia delictiva entre
hijos y padres biológicos (que oscilaba entre 3,1% y 31,5%) que la mostrada por los controles (que
variaba entre 2,9% y 17,8%).

El análisis europeo más amplio de este tipo fue realizado en Dinamarca por Sarnoff Mednick a
principios de los ochenta (Conklin, 1995) con niños que habían sido adoptados a una edad muy
temprana (1/4 parte de ellos inmediatamente después de nacer, 1/2 durante el primer año y el
resto antes de cumplir los tres años). Para ello utilizó el registro de adopciones efectuadas en
Dinamarca entre 1924 y 1947, que incluía 14.427 casos. Tras eliminar el 30% de los casos por falta
de información y excluir del estudio a las niñas adoptivas, que suelen presentar una menor
delincuencia, los resultados fueron los siguientes: 1) de aquellos niños cuyos padres biológicos y
adoptivos no tenían historial delictivo, el 13,5% delinquieron; 2) de los niños uno de cuyos padres
adoptivos —padre o madre— era delincuente (pero no así los biológicos), el 14,7% volvieron a
cometer delitos; 3) cuando uno de los padres biológicos era delincuente (pero no así los
adoptivos), el 20% de los hijos fueron también delincuentes; y, finalmente, 4) en el caso de que
alguno de ambos tipos de padres (biológicos y adoptivos) tuvieran antecedentes delictivos, el
24,5% de los hijos acabaron también delinquiendo.

Estos resultados llevaron a los autores a concluir que el factor genético tiene un mayor peso
explicativo en la delincuencia que el ambiental. Mientras que vivir en un ambiente desfavorable (al
tener un padre adoptivo delincuente) solo hizo subir la tasa de delincuencia de los hijos del 13,5%
al 14%, contar con un padre biológico delincuente se asoció a una tasa delictiva de los hijos del
20%. Comentando este estudio, Lykken (2000, p. 162) señalaba que cuando ambos padres
(biológicos y adoptivos) eran delincuentes, se producía un efecto multiplicador sobre la
delincuencia de los hijos, y concluye:

De hecho, éste es el resultado (...) que establece que la conducta delictiva varía directamente en
función de la fuerza total de las tendencias delictivas innatas e inversamente en función de la
calidad de la conducta parental. Las tendencias delictivas conllevan o son promovidas por la
agresividad, impulsividad, búsqueda de sensaciones, temeridad y demás [véase capítulo
siguiente], y estos rasgos están determinados genéticamente. Por lo tanto, por razones genéticas,
los hijos de delincuentes suelen ser más difíciles de socializar que los niños corrientes y el éxito de
esta función parental es especialmente dudoso cuando el padre adoptivo es también delincuente.
Sin embargo, diversos investigadores fueron críticos con la metodología de los estudios de hijos
adoptivos. Gottfrenson y Hirschi (1990), Walters y White (1989) y Walters (1992) y consideraron,
en concreto, que la magnitud de la asociación entre tener un padre biológico delincuente y ser
delincuente era demasiado pequeña para concederle un rol predominante en la génesis de la
delincuencia. Con todo, Lykken (2000, p. 163), comentando esta crítica concluye que la tesis de
Mednick es correcta, “a saber, que la delincuencia es moderadamente heredable y que la mala
socialización por parte de los padres adoptivos tiene unos efectos más nocivos en los chicos con
un temperamento genético que les dificulta dicha socialización”.

La moderna investigación no ha hecho sino confirmar esta afirmación. Si la revisión de Walters y


White supuso una contribución relevante porque resumía los datos de los estudios genéticos más
clásicos, la revisión realizada por Christopher Ferguson en 2010 tomó en consideración todos los
trabajos publicados entre los años 1996 y 2006, un total de 36, que dieron lugar a 56
observaciones diferentes sobre la relación entre la herencia, el ambiente y el delito, mediante la
metodología de gemelos o de adopciones. Los resultados mostraron, en conjunto, que la
influencia genética explicaba el mayor porcentaje de varianza en la predicción de la conducta
delictiva (con un 56%), seguido por el ambiente específico o no compartido (31%), y por el
ambiente compartido (11%). Se halló que la edad tenía un efecto moderador sustancial: la
influencia del factor genético y del ambiente compartido disminuía a medida que los niños se
convertían en adultos, mientras que el ambiente específico propendía a ser más influyente, un
hecho sin duda debido a que con la edad se van acumulando en el sujeto influencias ambientales
específicas, derivadas de sus experiencias únicas.

C) Estudios genéticos

Durante los últimos años se están realizando importantes estudios genéticos que intentan
relacionar la herencia cromosómica con la vulnerabilidad al cáncer y a otras enfermedades. En la
actualidad, sin embargo, no hay muchas investigaciones cuyo propósito específico sea determinar
la relación existente entre dotación genética y delincuencia, tal y como se pretendió hace dos
décadas, cuando, paradójicamente, los conocimientos genéticos eran mucho más modestos de lo
que lo son en la actualidad.

En algunos estudios realizados en los años sesenta (el primero de ellos efectuado por Patricia
Jacobs y sus colaboradores en un hospital de máxima seguridad de Escocia) se encontró que los
delincuentes varones encarcelados presentaban una proporción de anormalidades cromosómicas
superiores a las existentes en la población general. En concreto, se detectó en ellos la presencia de
un cromosoma Y extra, que daba lugar a una trisomía del tipo XYY (lo que se conoce como el
síndrome del super-macho genético), en una proporción superior (de entre el 1 y el 3%) a la
hallada en la población general (que sería menor del 0,1%) (Akers, 1997; Curran y Renzetti, 1994,
2008). Algunos investigadores llegaron a pensar que esta malformación genética podría hallarse
en la base de algunos tipos de delincuencia violenta, pero esta teoría en la actualidad está
totalmente desacreditada, ya que incluso entre delincuentes encarcelados se ha encontrado una
mayor proporción de otras anormalidades cromosómicas diferentes del síndrome XYY.
LA REALIDAD CRIMINOLÓGICA: Muere “el Arropiero”, el mayor asesino en serie de España (El
Periódico de Cataluña, miércoles 8 de abril de 1998, p. 25)

Delgado Villegas, fallecido en Badalona, se inculpó de 48 crímenes

Manuel Delgado Villegas, el Arropiero, considerado el mayor asesino en serie en la historia


reciente de España, falleció el pasado 2 de febrero en el hospital de Can Ruti de Badalona, víctima
de una afección pulmonar, informó ayer el rotativo La Vanguardia.

El Arropiero, que tenía 55 años y cumplía condena en la Clínica Mental de Santa Coloma, murió en
el hospital sin que nadie supiera de su horripilante historial. Ingresó en estado crítico con los
pulmones muy afectados por un elevado consumo de tabaco. Había pasado por el centro seis
veces en el último año, y los médicos y las enfermeras que lo atendieron no conocieron hasta ayer
su pasado criminal.

Delgado Villegas, un exlegionario nacido el 25 de enero de 1943 en Sevilla que había trabajado en
la construcción y como mozo de cuadras, fue detenido el 18 de enero de 1971 en El Puerto de
Santa María (Cádiz), como presunto autor del estrangulamiento de su novia, Antonia Rodríguez.
Aunque en principio negó la autoría del crimen, acabó confesando ante la policía la muerte de la
mujer y de otras 47 personas. La policía investigó 22 de los asesinatos que confesó y acabó por
probar su participación en ocho de ellos. Pasó seis años en la cárcel sin que nadie le nombrara un
abogado defensor.

Bisexual y necrófilo, el Arropiero sufría una alteración genética que le hacía tener un cromosoma
de más, a lo que se atribuyó su carácter violento, y fue uno de los personajes de la crónica negra
que más tinta hizo correr en las páginas de sucesos.

En la actualidad se considera que estas malformaciones genéticas no poseen relevancia alguna


para explicar el fenómeno delictivo. Por ello tiene mucho más interés el estudio del
comportamiento de genes específicos. Un ejemplo es el descubrimiento de que una variante de un
gen específico eleva la probabilidad de desarrollar conducta antisocial en niños en riesgo. Anitha
Thapar y sus colegas (2005) seleccionaron a 240 niños diagnosticados de TDAH (déficit de atención
e hiperactividad) y evaluaron los síntomas de trastorno de conducta antisocial que presentaban. A
continuación realizaron un estudio genético para determinar qué variantes de un gen particular (el
catecol O- metiltransferasa, o gen COMT) poseía cada niño. Debido a que la conducta antisocial en
los niños también está vinculada con un ambiente prenatal adverso, los investigadores obtuvieron
datos del peso que los niños tenían al nacer.

En una variante del gen COMT, se observó que la metionina estaba sustituida por la valina en una
determinada sección. La investigación señala que los individuos que tienen dos variantes de valina
en el gen realizan de forma pobre determinadas tareas que miden el funcionamiento del córtex
prefrontal, en comparación con los sujetos que muestran la combinación metionina/valina o la
que tiene dos variantes de metionina.
La hipótesis de los investigadores fue la siguiente: “dada la relación que existe entre los déficit
corticales prefrontales y la conducta antisocial, por una parte, y por otra entre el gen COMT y el
funcionamiento en esa área cerebral, planteamos la hipótesis de que la variante compuesta de la
combinación valina/valina se relacionaría con la conducta antisocial”, y específicamente
determinaron examinar “el subtipo de la conducta antisocial que tiene los orígenes genéticos y
neurológicos más sólidos, esto es, el que reúne el inicio en la infancia del trastorno de conducta
junto al TDAH” (p. 1276).

La predicción resultó acertada: tanto el genotipo valina/valina como el bajo peso al nacer fueron
factores de riesgo independientes que explicaban el trastorno de conducta en niños
diagnosticados de TDAH. Los autores de la investigación concluyeron: “Estos resultados son de
considerable interés, porque sugieren no solo que el genotipo COMT y el bajo peso al nacer
influyen en la conducta antisocial en este grupo de alto riesgo en particular [niños diagnosticados
de TDAH], sino que también los niños con el genotipo valina/valina son particularmente
susceptibles a los efectos de un bajo peso al nacer” (p. 1277).

7.2.3. Correlatos psicofisiológicos

Las variables psicofisiológicas son índices cuantificables del funcionamiento del sistema nervioso, e
incluyen aspectos como la tasa cardíaca, la presión sanguínea, la conductancia de la piel a los
estímulos eléctricos (también llamada respuesta psicogalvánica), las ondas cerebrales y los niveles
de atención y de activación del sistema nervioso. Estas medidas reflejan directamente los estados
emocionales. En las líneas que siguen nos basamos con preferencia en la revisión efectuada por
Fishbein (1996: 34-35), Lykeen (2000) y Moya (2010), así como en estudios de neuroimagen
realizados por Raine (2000).

El eminente psicólogo Adrian Raine, uno de los investigadores más destacado en el estudio de la
relación entre biología y conducta antisocial.

Las investigaciones han hallado repetidamente la existencia de una perturbación en el


funcionamiento del sistema nervioso central, la cual puede relacionarse con la conducta antisocial.
Una parte de los estudios se ha centrado en el análisis diferencial de los psicópatas. Los psicópatas
—caracterizados según los trabajos clásicos de Cleckley (1976), por ser poco emocionales,
impulsivos, irresponsables y buscadores de sensaciones— han mostrado repetidamente que
tienen unos bajos niveles de ansiedad cuando son sometidos a eventos estresantes (véase Lykken,
2000; Fowles y Dindo, 2006, y la obra fundamental de Hare y Schalling, 1978). En particular, los
psicópatas difieren de los sujetos control (no psicópatas) en los siguientes parámetros fisiológicos:
(a) diferencias en el electroencefalograma (EEG), (b) desajustes cognitivos y neuropsicológicos, y
(c) respuestas electrodérmicas, cardiovasculares y otras (la psicopatía se estudia más en
profundidad en el capítulo 13).

Por lo que respecta al análisis del EEG, los psicópatas manifiestan una mayor actividad de ondas
cerebrales lentas, lo que puede estar relacionado con una serie de perturbaciones cognitivas,
quizás un retraso madurativo en el funcionamiento cerebral, especialmente en aquellos sujetos
cuya mayor actividad de ondas lentas coexiste con grandes dificultades para aprender de la
experiencia.

Esta peculiaridad en el ritmo de la estimulación cerebral evaluada por el EEG es consistente con los
hallazgos que revelan que los psicópatas también manifiestan un sistema nervioso autónomo
(SNA) menos estimulado que los no psicópatas, tal y como se mide por indicadores como la
respuesta psicogalvánica y la presión arterial. En efecto, cuando el SNA tiene un bajo nivel de
activación, aumenta la necesidad de recibir estimulación del exterior, lo que provoca el típico
patrón de conducta de “búsqueda de sensaciones”, concretado en actos de riesgo, de aventura y
de excitación, entre los que se halla el delito y el consumo de drogas. Esta condición se presenta
en muchos niños diagnosticados de hiperactivos, lo que explica el que muchos psicópatas hayan
sido diagnosticados de esta forma en su niñez (véase Wilson y Herrnstein, 1985).

El asunto se complica todavía más para los psicópatas, porque ese bajo nivel de activación del SNA
impide que anticipen sentimientos de ansiedad frente a posibles estímulos aversivos que pueden
recibir por cometer actos antisociales. La cuestión es que la activación del SNA provoca ansiedad, y
si un sujeto ha experimentado una o varias veces un determinado castigo por haber realizado una
transgresión, la activación condicionada del SNA tenderá a “avisarle” de que no debe de volver a
realizarlo. Pero si los psicópatas tienen niveles bajos de activación del SNA, se desprende de esto
que condicionarán mal, y en su toma de decisiones los beneficios derivados del delito serán
superiores a los costos (es decir, la ansiedad derivada por la aprehensión). Como veremos más
adelante, este es uno de los puntos centrales de la teoría de Eysenck.

Finalmente resulta imprescindible incluir aquí la investigación de Adrian Raine (Raine, 2000, 2013;
Raine y Yang, 2006) realizada con técnicas de neuroimagen, es decir, que efectúan escanogramas
del cerebro para mostrar su funcionamiento ante determinados estímulos. Revisando los estudios
anteriores de autores como Damasio (1994), Henry y Moffitt (1997) y sus propios trabajos (Raine,
1993), este autor concluye que un denominador común de todos ellos era postular la existencia de
deficiencias funcionales y estructurales en los lóbulos frontales y temporales de los agresores
violentos y psicópatas. En particular, parece que una baja actividad del lóbulo frontal (o
“prefrontal”) sería la responsable del funcionamiento anómalo de esa parte del cerebro. Ahora
bien, ¿cuál sería el nexo causal entre este desorden y la delincuencia violenta? Dejemos hablar al
mismo Adrian Raine (2000, p. 80):

En primer lugar, los pacientes que tienen lesiones prefrontales no tienen respuestas anticipatorias
de tipo autónomo cuando efectúan elecciones arriesgadas y, además, hacen malas elecciones aun
sabiendo cuál es la opción más ventajosa. Probablemente, esta incapacidad de razonar y decidirse
por las opciones ventajosas es algo que contribuye a la impulsividad, la transgresión de normas y
la conducta imprudente e irresponsable...

En segundo lugar, la corteza prefrontal es una parte fundamental del circuito neural clave para el
condicionamiento del miedo y la capacidad de dar respuesta al estrés. Se considera que el
condicionamiento pobre está relacionado con un desarrollo escaso de la conciencia, y que es difícil
socializar en el castigo a aquellos individuos cuya capacidad de responder automáticamente a los
estímulos aversivos es menor, por lo que estarán predispuestos a comportarse antisocialmente.
Una serie de experimentos han confirmado reiteradamente que los grupos antisociales presentan
un bajo condicionamiento del miedo.

En tercer lugar, la corteza prefrontal está envuelta en la regulación de la activación, y se piensa


que, precisamente, son deficiencias en la activación del sistema nervioso y central las que llevan a
los sujetos antisociales a buscar estimulantes que compensen esa baja activación.

En vista de estos resultados valdría la pena ver la relación entre inteligencia y psicopatía desde una
nueva perspectiva. Es claro que la inteligencia guarda una relación estrecha con el funcionamiento
de la corteza prefrontal, y aunque la atención de los seudocientíficos se pone normalmente en la
regulación moral de la conducta, no cabe duda que la impulsividad y la “incapacidad para razonar”
pueden considerarse ejemplos de una mala inteligencia. Esto es precisamente lo que hallaron
DeLisi et al. (2009) en su análisis de 840 casos extraídos del Estudio de Valoración del Riesgo de
Violencia liderado por la Fundación MacArthur: apareció una correlación inversa y negativa entre
ocho de doce características de la psicopatía estudiadas y la inteligencia verbal. Los autores
concluyeron que la imagen del psicópata como alguien brillante y culto, es decir, el icono de
Hannibal Lecter, es un mito.

7.4. LA INTERACCIÓN ENTRE LA BIOLOGÍA Y EL AMBIENTE

Es precisamente el neuropsicólogo Adrian Raine, al que acabamos de citar, el que ha revisado


(1997, 2002, 2013) la evidencia empírica existente acerca de la interacción entre los factores
biológicos y sociales en su influencia para que las personas cometan delitos, y en general para el
comportamiento violento. Con tal fin analiza la investigación en diferentes áreas, que vamos a
presentar brevemente: genética, psicofisiología, obstetricia, imagen cerebral, neuropsicología y
neurología, hormonas, neurotransmisores y toxinas ambientales.

A modo de guía heurística, propone, como se recoge en el cuadro 7.3, un modelo biosocial de la
violencia, donde se señalan las influencias centrales de los procesos genéticos y ambientales en la
generación de los factores de riesgo biológicos y sociales que predisponen, en su interacción, a la
conducta antisocial. El modelo también incluye los efectos de los factores de protección, es decir,
de los factores que reducen la probabilidad de cometer actos antisociales. Raine nos advierte de
que no siempre está del todo claro cuándo una variable es del todo biológica o del todo social, ya
que “hay elementos sociales en las variables biológicas (por ejemplo, una lesión traumática en la
cabeza está provocada por el ambiente), y elementos biológicas en las variables sociales (así, los
factores genéticos y las predisposiciones biológicas contribuyen a mermar la capacidad de
educación de los padres)” (p. 312).

CUADRO 7.3. El modelo biosocial de Raine (2002).


La genética y el ambiente generan tanto los factores de riesgo como los factores de protección.
Desde el principio, la relación entre la genética y el ambiente es estrecha, e interaccionan en
múltiples niveles.

7.4.1. La genética

Como hemos visto en páginas anteriores, en la actualidad hay una evidencia clara de influencias
genéticas en la conducta antisocial y agresiva. Esta conclusión procede tanto de los estudios con
niños adoptados, niños gemelos criados de forma separada y conjunta, y análisis de genética
molecular. El punto ahora más importante tiene que ver con el procedimiento en el que la
influencia genética interactúa con el ambiente en la predisposición a la conducta antisocial. En
realidad resulta obvio que los procesos genéticos precisan de un ambiente para que puedan
expresarse. De este modo, los cambios ambientales producirán la activación y la desactivación de
la influencia genética a lo largo de la vida del individuo.

A) Interacción Gen por Ambiente

Uno de los ejemplos más reveladores de este tipo de interacción lo hallamos en el estudio de
Cloninger et al. (1982), en el que 862 niños suizos adoptados fueron divididos en cuatro grupos,
dependiendo de la posible presencia o ausencia de (a) predisposición genética (es decir, los padres
biológicos eran delincuentes), y (b) de condicionante ambiental (el modo en el que los niños
fueron criados por los padres adoptivos). Cuando estaban presentes tanto la predisposición
biológica como ambiental, el 40% de los niños llegaron a convertirse en adultos delincuentes,
comparados con el 12,1% de los niños que tenían solo la influencia de la genética y el 6,7% que
dispuso de una mala influencia ambiental. Cuando los niños no experimentaban ni la influencia de
la predisposición genética ni de la ambiental, el porcentaje que desarrolló una carrera delictiva
posterior fue de tan solo un 2,9%.

Raine señala que el que la tasa del 40% de delincuencia, cuando ambos elementos de riesgo están
presentes, supere con mucho a una del 18,8%, derivada de una combinación de solo la influencia
ambiental o solo la influencia genética, pone de relieve que existe una clara interacción entre la
genética y el ambiente.

Con posterioridad, Cloninger y Gottestman (1987) analizaron los datos de la investigación para los
hombres y las mujeres por separado. Hallaron, como era de esperar, que la tasa delictiva de las
mujeres era muy inferior a la de los hombres, pero que se mantenía el mismo patrón de
interacción que en los varones, en el sentido de que la influencia sobre el crimen era mucho mayor
a partir de la interacción gen x ambiente que como resultado de la influencia del ambiente o de la
herencia por separado.

B) Correlación gen x ambiente y los efectos moderadores de las variables demográficas

Un concepto diferente pero relacionado es el de correlación gen x ambiente, tal y como se


manifiesta en el trabajo de Ge et al. (1996), quienes hallaron que los hijos de padres delincuentes
y/o drogadictos, que habían sido adoptados, tenían una mayor probabilidad de mostrar conducta
antisocial en la infancia que aquellos adoptados, hijos biológicos de padres que no eran
delincuentes o consumidores de drogas. Por otra parte, se halló una asociación entre la conducta
antisocial en los padres biológicos y las conductas de crianza de los padres adoptivos. Escribe
Raine: “Esto puede explicarse por la existencia de un canal de transmisión, en el que el padre
biológico contribuye mediante su transmisión genética a la conducta antisocial de su hijo. De este
modo, el hijo antisocial tiende a su vez a provocar conductas negativas de crianza en sus padres
adoptivos” (p. 314).

Lo que tenemos, entonces, es lo que se denomina una correlación gen x ambiente “evocativa”,
que sugiere que la asociación entre la crianza negativa en los padres adoptivos y la conducta
antisocial en el niño está mediada por procesos genéticos: el padre adoptivo reacciona de manera
incompetente frente a un hijo difícil de socializar; por ello se dice que el gen (es decir, la base
genética de la conducta del niño) “evoca” la respuesta del ambiente (la respuesta de los padres).

Una interacción de tipo diferente fue hallada por Christiansen (1977) en su análisis de los gemelos
nacidos en Dinamarca, al encontrar que la influencia de la genética sobre la delincuencia era
mayor en los niños que procedían de un medio socioeconómico más elevado, y en aquellos que
habían nacido en un ámbito rural; es decir, esas variables ambientales moderaban la herencia de
la conducta antisocial. Esto sugiere que “se obtiene una influencia mayor de la biología en el
crimen en los contextos sociales donde la influencia ambiental sobre la delincuencia está
disminuida” (p. 314).

7.4.2. Psicofisiología

Hasta ahora hemos visto que hay una transmisión genética de la predisposición a la
delincuencia/violencia, pero ¿cuál es el mecanismo o senda de esa transmisión? Las características
psicofisiológicas del individuo son un buen candidato a esa plaza, porque tienen también un
importante sustrato genético, y es muy probable que en ellas pueda expresarse la fuerza biológica
que fomenta el crimen.

A) El efecto moderador de los hogares benignos: la perspectiva del “empuje social”

Aquí la cuestión de investigación que debatimos es si los delincuentes con buenos y malos
ambientes difieren en su funcionamiento psicofisiológico.

Diversos estudios han mostrado que el efecto de los factores psicofisiológicos sobre el delito es
mayor en los ambientes más benignos (es decir, menos socialmente deficitarios). Por ejemplo,
aunque en general el nivel de la tasa cardiaca (en situaciones de reposo) es más bajo en
delincuentes, la asociación es mucho más fuerte en sujetos antisociales de clase social elevada
(Raine y Venables, 1984), y en delincuentes que provienen de hogares intactos (Wadsworth,
1976).

De modo semejante, en relación con el condicionamiento clásico eletrodérmico, la conductibilidad


eléctrica reducida de la piel caracteriza a los adolescentes antisociales de clase alta, pero no de
clases desfavorecidas, así como también se observa con fuerza en delincuentes “privilegiados” que
cometen crímenes de excitación y aventura (Buikhuisen et al., 1984). En otro estudio se halló que
adultos delincuentes con una personalidad esquizoide que provenían de hogares intactos
mostraban una conductibilidad de la piel menor que los sujetos que provenían de hogares rotos
(Raine, 1987).

¿Por qué ocurre esto? La hipótesis del “empujón social” señala que en los chicos en los que no hay
factores de riesgo sociales que les empujen hacia el delito, la expresión de la violencia se
canalizaría por la biología (Mednick, 1977). Por contraste, cuando alguien ha crecido en un
ambiente adverso las “causas” sociales

serían más prominentes:

En tales situaciones —escribe Raine— el vínculo entre la conducta antisocial y los factores
biológicos de riesgo será más débil que en los niños de ambientes benignos, porque las causas
sociales del delito camuflan la contribución de la biología. Al contrario, en el caso de los niños
antisociales de ambientes benignos el ‘ruido’ creado por las influencias sociales sobre el crimen
casi desaparece, lo que permite sacar a la luz de modo diáfano la relación entre la biología y la
delincuencia (p. 314).

B) Interacciones entre los factores de riesgo psicofisiológicos y sociales

Si antes nos preguntábamos si los delincuentes con buenos y malos ambientes difieren en su
funcionamiento psicofisiológico, ahora la cuestión es otra: ¿es mayor la delincuencia en aquellas
personas que manifiestan tanto los factores de riesgo biológicos como los ambientales? Planteado
de otro modo: ¿los factores psicofisiológicos interactúan con los ambientales para favorecer la
aparición de la conducta delictiva?

En esta área de la psicofisiología la investigación es escasa, pero Farrington (1997) halló que los
chicos con una tasa cardiaca baja tenían una mayor probabilidad de llegar a ser delincuentes
adultos violentos si, además, provenían de una familia numerosa y si se llevaban mal con ella. De
modo semejante, los chicos con una baja tasa cardiaca tenían una mayor probabilidad de ser
valorados como alumnos agresivos por sus profesores si se daba alguna de estas condiciones: a)
que su madre se hubiera quedado embarazada en la adolescencia, b) si provenían de una familia
con pobres recursos socio-económicos, c) o si habían sido separados de uno de los padres antes de
los diez años de edad3.

C) Factores de protección

Hasta hace muy poco nada se sabía de cómo la biología podía proteger contra el inicio en la
delincuencia. Sin embargo, ahora sabemos que una activación2 elevada del sistema nervioso
autónomo puede constituir un importante factor de protección. Por ejemplo, Brennan et al. (1997)
encontraron que los chicos daneses que tenían un padre delincuente pero que no llegaron a ser
delincuentes de adultos, mostraban una respuesta electrodérmica y cardiaca mayor que sus
compañeros de generación que sí llegaron a ser delincuentes y que tenían igualmente padres con
antecedentes delictivos. Es importante señalar que estos jóvenes protegidos por su mayor
capacidad de respuesta autonómica superaban en esas reacciones psicofisiológicas a los hijos no
delincuentes de padres que tampoco lo fueron, lo que demuestra que aquellos “necesitaban” de
esa protección extra para superar el hándicap de su herencia proclive al delito.

¿Por qué una actividad reducida del sistema nervioso autónomo actuaría como un factor de riesgo
para la delincuencia?

Raine nos señala que hay al menos dos teorías principales para explicar este hecho:

1. La teoría de la ausencia de miedo. Esta teoría sugiere que una baja actividad autonómica es un
marcador biológico de que el sujeto, en su psicología, no siente con intensidad el miedo. La
ausencia de miedo facilitaría la violencia y la conducta antisocial, porque esa conducta (peleas,
amenazas, etcétera) requiere un cierto grado de arrojo (entendido como no experimentar miedo)
para ser puesta en práctica. Además, en la infancia, un niño que no vivencia el miedo de forma
significativa tiene muchos más problemas para aprender las normas, ya que la asociación:
trasgresión 􏰀 castigo 􏰀 miedo a una nueva trasgresión se establecería con mucha más dificultad
que en otros niños, al ser menor el miedo que el joven experimentaría de repetir la conducta
(miedo que es determinado por una mayor activación del sistema autónomo). Esta teoría recibe
un apoyo sólido en el hecho de que esta baja activación del sistema autónomo también
proporciona los fundamentos del temperamento desinhibido o “sin miedo” en los niños (Kagan,
2004).

2. La teoría de la búsqueda de estimulación. Este planteamiento (Eysenck, 1977; Quay, 1965)


mantiene que la baja activación representa un estado fisiológico displacentero, y que los sujetos
antisociales buscan la estimulación con objeto de incrementar su nivel de activación y devolverlo a
un nivel óptimo. Así pues, los delincuentes intentarían con sus delitos estimular su sistema
nervioso (lógicamente, de forma no consciente). En realidad esta teoría es complementaria con la
anterior: un bajo nivel de activación puede predisponer al delito porque produce un cierto grado
de ausencia de miedo, y también porque facilita la búsqueda de estimulación antisocial. Las
medidas de comportamiento de falta de miedo y de búsqueda de estimulación tomadas a los 3
años de edad predicen la conducta agresiva a los 11 años (Raine et al., 1998).

En contraste con las conclusiones sobre los déficit de activación, existe otra corriente de
investigación que se centra en la actividad de orientación reducida, es decir, en la capacidad
disminuida de prestar atención (o de orientar la atención) hacia nuevos estímulos. Esta
perspectiva se ha concretado en la teoría de la disfunción prefrontal y de la atención. Así, Raine y
Venables (1984) han propuesto una hipótesis del déficit de atención en la que se sostiene que los
delincuentes se caracterizan por un déficit fundamental en la capacidad para asignar recursos
atencionales apropiados a los estímulos ambientales.

Fowles (1993), discutiendo esta teoría, amplió los déficit a dos: uno con respecto a la atención
prestada a los estímulos neutrales, y otro con respecto a la anticipación de estímulos aversivos o
dolorosos.
¿Qué es lo que dice, en resumen, la teoría de la disfunción prefrontal?:

Que un daño o lesión en la región prefrontal del cerebro [la zona que está arriba de los ojos]
produce una serie de alteraciones psicofisiológicas (entre las que se encuentran una reducción de
la capacidad de orientar la atención y de la activación del sistema nervioso) que predisponen al
sujeto a diversos rasgos y características (por ejemplo, que busque nuevas sensaciones, que no
tema ante los posibles daños o castigos de su acción, que tenga problemas para asignar la
atención) que hacen más probable la violencia y la delincuencia (Raine, 2002:316).

El trabajo del neurocientífico Antonio Damasio apoya esta teoría, al señalar que el córtex
prefrontal interviene en la generación de las respuestas de orientación, así como en la regulación
de la activación nerviosa y de la respuesta ante el estrés (Damasio, 1994). Investigaciones
recientes confirman el efecto que estas alteraciones funcionales y estructurales de la región
prefrontal del cerebro pueden tener en el comportamiento violento, junto al sistema límbico (que
incluye a la amígdala) (Gao y Raine, 2010; Dolan, 2012).

7.4.3. Factores de obstetricia

Bajo este epígrafe se recogen tres dominios de investigación, referidos a las anormalidades físicas
pequeñas, la exposición prenatal a la nicotina y las complicaciones en el parto. En todas ellas hay
una amplia evidencia de interacción biosocial.

A) Anomalías físicas leves

Al menos seis estudios existen que demuestran la relación entre las leves anomalías físicas y la
conducta antisocial (Raine, 1993). ¿Cuál es la razón? Se piensa que estas anomalías (como la
lengua con frenillo o los lóbulos de las orejas muy pegados) están asociadas con problemas en la
gestación, y son un marcador de un desarrollo neural anormal en el feto, hacia el final del tercer
mes de embarazo. Es decir, las leves anomalías físicas vendrían a ser un marcador indirecto de un
desarrollo anómalo en el cerebro (aunque tales anomalías pueden tener una base genética,
también pueden deberse a influencias ambientales negativas sobre el feto, como infecciones o
anoxia).

Los estudios señalan que este factor es un elemento predisponente a la conducta violenta, pero
no a la delincuencia contra la propiedad. Así, y a modo de ejemplo, Mednick y Kandel (1988)
evaluaron las pequeñas anomalías físicas existentes en 129 niños, y observaron que nueve años
más tarde la presencia de dichas anomalías estaba asociada con la tasa de delitos violentos que
cometían esos niños. Sin embargo —aquí se halla la interacción biosocial— esa relación solo se
daba si los niños habían crecido en un ambiente familiar inestable. Parece, entonces, que se
precise de un factor social que “dispare” el efecto antisocial que señala la anomalía física (que,
recordemos, es un marcador de una alteración en el desarrollo del cerebro).

B) Exposición a la nicotina
El efecto que la exposición del feto al alcohol pueda tener sobre la conducta antisocial es bien
conocido (por ejemplo, Fast, Conry y Look, 1999), así como también la incidencia negativa del
consumo de tabaco por parte de la madre. Raine cita la investigación de Brennan, Grekin y
Mednick (1999), en la que encontraron que cuando la madre fumaba por encima de 20 cigarrillos
al día, sus hijos, en la edad adulta, tenían el doble de probabilidad de cometer delitos violentos.
Ahora bien, ese riesgo era cinco veces mayor cuando el consumo de cigarrillos se asociaba a la
presencia de complicaciones en el parto (nuevamente, la interacción biosocial). Por su parte,
Rasanen et al. (1999) hallaron que la exposición fetal a la nicotina incrementaba dos veces el
riesgo de delincuencia que se producía a la edad de 26 años, y que dicho riesgo se incrementaba
en un 12% si de pequeño el delincuente había crecido sin su padre.

Raine interpreta que la acción de la nicotina sobre la delincuencia futura se explicaría por la
alteración que provoca su consumo en el desarrollo del sistema de neurotransmisores de la
noradrelanina, lo que a su vez perturbaría la actividad del sistema nervioso parasimpático, algo
plenamente consistente con lo señalado con anterioridad, en el sentido de que hay en los
delincuentes una clara evidencia de activación nerviosa reducida.

C) Complicaciones en el parto

Diversos estudios han mostrado que los niños que sufren de complicaciones en el parto tienen una
mayor probabilidad de desarrollar conductas antisociales, trastorno disocial y cometer delitos
violentos en la edad adulta, cuando otros elementos de riesgo ambiental están también presentes.
Por ejemplo, Raine et al. (1994) evaluaron la influencia de problemas en el parto y de posible
rechazo por parte de la madre (evidenciado por el hecho de haber intentado abortar o por haber
ingresado al niño en un orfanato) en una cohorte de 4.269 niños varones nacidos en Copenhague.
La presencia de ambos elementos de riesgo se dio en tan solo el 4% de la muestra, a pesar de lo
cual estos sujetos fueron responsables del 18% de todos los delitos violentos cometidos por la
muestra total en su edad adulta (hasta la edad de 34 años). Es importante señalar que esta
interacción no apareció para las infracciones no violentas, así como tampoco para aquellos casos
en los que la violencia se había manifestado tardíamente en la conducta de los sujetos, sino que
afectaba a los individuos que manifestaban un comportamiento violento recurrente desde la
infancia.

Esta interacción se ha constatado en otros estudios llevados a cabo en diferentes países (Suiza,
Finlandia, Canadá y Estados Unidos), donde se han observado diversos factores ambientales en
interacción con los problemas en el parto: un ambiente familiar con graves carencias (USA y
Canadá) y habilidades de crianza deficientes de los padres (Suiza). Raine (2002: 318) concluye:

Las complicaciones en el parto como anoxia (falta de oxígeno), y nacimiento mediante fórceps se
piensa que pueden dañar el cerebro, por lo que pueden ser solo una de las diferentes fuentes de
disfunción cerebral observadas en grupos de niños y adultos antisociales. Por otra parte, como se
ha señalado anteriormente, es posible que las dificultades en el parto no predispongan por sí
mismas a la delincuencia, sino que requieran de la contribución de circunstancias ambientales
negativas para provocar el delito violento en la edad adulta. Además, aunque dichas dificultades
puedan dañar al córtex frontal, es posible que afecten a otras áreas, como por ejemplo el
hipocampo. En este sentido, diversos estudios recientes que han empleado la neuroimagen han
mostrado que el hipocampo presenta un funcionamiento anormal en asesinos (Raine et al., 1997),
diferentes anomalías estructurales en psicópatas (Laakso et al., 2001), y es particularmente
susceptible a la anoxia.

7.4.4. Neuroimagen (escáner del cerebro)

A) La Tomografía de Emisión de Positrones (TEP)

La investigación previa ha indicado que los delincuentes violentos muestran un funcionamiento


reducido en el córtex prefrontal, como comentamos con anterioridad (Raine, 1993; Moya, 2010).
Un estudio que ha empleado la TEP ha analizado la interacción entre la disfunción prefrontal y la
violencia (Raine et al., 1998). Un grupo de convictos por asesinato fue dividido, según provinieran
de un ambiente familiar bueno o malo, de acuerdo a variables como experiencia de abuso sexual y
malos tratos, antecedentes penales de los padres o pobreza severa. Se observó que los asesinos
que procedían de buena familia tenían una reducción del 14,2% en el funcionamiento del córtex
prefrontal (la zona orbitofrontal, exactamente); esta disfunción está asociada a una menor
capacidad de sentir miedo y al desarrollo de las características emocionales y de personalidad que
caracterizan a los psicópatas. Este resultado encaja bien con la investigación acerca de la actividad
alterada del sistema nervioso autonómico, revisada antes, que señalaba que ésta era más
deficitaria en los delincuentes que provenían de un buen ambiente.

B) Imagen por Resonancia Magnética

Funcional (RMF)

Aunque se ha establecido de modo sólido que la experiencia de ser maltratado en la infancia


predispone a la conducta violenta en la edad adulta (Widom, 1997; Moya y Mesa, 2010), se ha
estudiado muy poco por qué algunos sujetos que han sido maltratados se convierten en
delincuentes violentos cuando son mayores, mientras que otros no. Raine et al. (2001) realizaron
un estudio para contestar a esa pregunta, contando con cuatro grupos de sujetos: a) sujetos
control no violentos que no habían sido maltratados; b) individuos que habían sufrido malos tratos
pero que no eran violentos; c) sujetos violentos que no habían sufrido malos tratos; y d) individuos
tanto maltratados como violentos. Todos ellos pasaron por la RMF mientras realizaban una tarea
de memoria visual y verbal. Los resultados mostraron que los sujetos violentos que habían sufrido
malos tratos infantiles mostraban un funcionamiento reducido en el hemisferio derecho,
particularmente en la zona temporal. Por su parte, los sujetos maltratados que no eran violentos
mostraron una activación relativamente baja en el lóbulo temporal izquierdo, pero una activación
elevada en el lóbulo temporal derecho. Por último, los sujetos maltratados, violentos o no,
mostraron una activación cortical reducida durante la realización de la tarea de memoria,
particularmente en el hemisferio izquierdo.
Estos hallazgos indican que un factor de riesgo biológico (la disfunción en el hemisferio derecho),
cuando se combina con un factor de riesgo ambiental (maltrato físico severo), predispone a
cometer actos criminales violentos. También sugieren estos datos que un hemisferio cerebral
derecho con un buen funcionamiento protege contra la violencia en adultos que de niños
sufrieron malos tratos.

7.4.5. Neuropsicología y Neurología

Los déficits neuropsicológicos y neurológicos, especialmente los asociados con las tareas
ejecutivas (de análisis de la información y de toma de decisiones), constituyen un factor de riesgo
bien consolidado para desarrollar actos violentos y delictivos en niños, jóvenes y adultos (Morgan
y Lilienfeld, 2000; Raine, 1993).

A) Estudios longitudinales

Hay varios estudios que reseñar aquí, pero citaremos solo los de Moffitt (1990) y Raine et al.
(1996) a modo de ejemplo. Moffitt señaló que los con un funcionamiento neuropsicológico
deficiente y que provenían de familias con graves carencias tenían cuatro veces más probabilidad
de ser violentos que sus compañeros de edad que solo presentaban los déficit neurológicos. De
modo semejante, Raine et al. encontraron que los niños que presentaban esos dos riesgos,
acumulaban, cuando eran adultos, el 70,2% de los delitos violentos cometidos por el conjunto de
la muestra total.

B) Efectos protectores de un hogar estable

Hay algunos trabajos que señalan que un hogar estable puede filtrar la influencia antisocial de los
factores biológicos de riesgo. Por ejemplo, Streissguth et al. (1996) hallaron que un hogar
adecuado protegía del delito a los niños que habían nacido con el síndrome de alcohol fetal. Y
Mataró et al. (2001) explicaron que una persona que sufrió un terrible accidente que le destrozó el
córtex prefrontal pudo funcionar perfectamente durante 60 años más, gracias a que su ambiente
familiar fue muy protector.

C) Demandas sociales que superan la capacidad de los jóvenes

Algunos neuropsicólogos han señalado que los adolescentes podrían tener dificultades para hacer
frente a aquellas demandas sociales que exigen capacidades ejecutivas por encima de las
disponibles en su córtex prefrontal, todavía inmaduro, lo que podría dar lugar a la disfunción de
éste y a la carencia de control inhibitorio sobre la conducta antisocial y violenta que es tan
prevalente en esa edad.

En efecto, en la infancia los niños viven sin tener que planificar gran cosa, en un ambiente
estructurado; en la adolescencia, sin embargo, las cosas cambian y hay que tomar decisiones
importantes acerca de problemas y cuestiones del mundo social (incluyendo a las chicas y a los
compañeros de clase) y profesional/escolar. Así, el córtex prefrontal debe cargar con el peso de
emplear sus funciones ejecutivas —lo que incluye nuevas exigencias en memoria de trabajo,
atención sostenida, toma de decisiones, autocontrol, etcétera—en unos años en los que todavía
está madurando, ya que la mielinización de esta parte del cerebro no termina hasta pasados los 20
años. Resultaría muy posible que los chicos que tuvieran una disfunción temprana de su córtex no
pudieran con todo ese trabajo llegada la adolescencia, lo que resultaría en una pérdida importante
del autocontrol y posible participación en una vida antisocial. Otros jóvenes, con un córtex
prefrontal intacto, podrían acusar las exigencias de la edad juvenil, pero con la posterior
maduración del córtex recuperarían el autocontrol y dejarían de realizar actos antisociales. Un
tercer grupo lo constituían aquellos chicos que podrían experimentar una disfunción frontal, pero
debido a que su ambiente es muy protector, o bien a que no deben hacer frente a muchas
exigencias sociales, podrían estar protegidos de la conducta antisocial. Y finalmente, otro grupo de
jóvenes, que cometen actos delictivos al final de su adolescencia, puede que no tengan ni déficits
frontales ni experiencia delictiva hasta que acaba la adolescencia o empieza la edad adulta,
cuando los elementos de tensión y las dificultades de la vida superan la capacidad de un córtex
prefrontal que presenta anomalías funcionales latentes.

Esta perspectiva teórica, escribe Raine (2002, p. 321), llevaría a diferentes hipótesis que podrían
ser investigadas con mucho provecho para conocer el modo en que biología y sociedad
interaccionan en la producción de la delincuencia y la violencia. En primer término, además de
esperar que los que tienen una disfunción frontal estaán más predispuestos a cometer delitos, tal
conducta antisocial sería mayor en los que vivieran en un ambiente menos protector. En segundo
lugar, sería esperable que aquellos sujetos que se resisten a delinquir tuvieran un buen ambiente
protector, o bien una elevada inteligencia que minimizara el impacto de los déficits de las
funciones ejecutivas del córtex prefrontal. Y, en tercer lugar, sería plausible que aquellos chicos
que empiezan pronto a delinquir, pero que más tarde desisten de ese comportamiento, tuvieran al
principio un funcionamiento pobre de las funciones ejecutivas, que iría corrigiéndose con el
tiempo.

7.4.6. Hormonas, neurotransmisores y toxinas A) Hormonas

La investigación que une las hormonas y la conducta agresiva y antisocial ilustra la complejidad de
la relación entre la biología y la conducta, y demuestra de modo muy claro la influencia del
contexto social en el funcionamiento de la biología.

Hoy disponemos de trabajos que observan la conducta agresiva incrementada como consecuencia
de altos niveles de testosterona en adultos (Pope et al., 2000; Tobeña, 2008; Moya, Serrano y
Martín, 2010), si bien en niños la evidencia es menos sólida. La razón para esta diferencia ilustra la
importancia de la interacción biosocial. Se sabe que una testosterona elevada correlaciona con la
experiencia subjetiva de dominio y de éxito. Los niños violentos suelen ser rechazados por sus
compañeros de escuela, y acostumbran a sacar peores notas que los alumnos bien integrados.
Estas experiencias de fracaso bajarían sus niveles de testosterona. Estos chicos, una vez fuera del
sistema educativo, irían adquiriendo mayor autoestima a través de su comportamiento violento, lo
que elevaría su nivel de testosterona a medida que fueran creciendo y consolidando su estilo de
vida antisocial.
Moya et al. (2010: 133-134) establecen la siguiente conclusión acerca de la relación entre agresión
y las hormonas: “La relación entre hormonas y agresión es recíproca y bidireccional, dado que un
determinado nivel hormonal puede repercutir en la conducta agresiva y, a la inversa, el
incremento de la agresión puede provocar cambios en los niveles hormonales. En este sentido, las
hormonas pueden ser consideradas causas, efectos o mediadoras de la agresión”.

B) Neurotransmisores y toxinas

Los estudios aquí todavía son escasos para proporcionar evidencia de la interacción biosocial, sin
embargo ya hay algunos resultados que prueban dicha interacción. Por ejemplo, Moffitt et al.
(1996) hallaron que, aunque los delincuentes violentos mostraban mayores niveles de serotonina
en sangre que los sujetos no violentos, aquellos que a una alta tasa de serotonina sumaban un
ambiente familiar adverso tenían tres veces más probabilidad de cometer un delito violento antes
de cumplir los 21 años, en comparación a los sujetos que solo tenían un elevado nivel de
serotonina o solo un ambiente familiar adverso.

Por lo que respecta a las toxinas, un estudio empírico relevante fue el de Masters et al. (1998),
quienes evaluaron las tasas de delitos violentos en 1.242 comarcas de los Estados Unidos. Hallaron
que aquellas comarcas en las que se daba la interacción de tres factores distintos (alta densidad de
población, exposición al plomo o al manganeso —dos toxinas— y alto consumo del alcohol), la
delincuencia violenta registrada era mayor.

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