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Y, DÓNDE ESTÁ TU

DIOS
Meditaciones Pastorales
Julio 4 de 2023

Pastor Adoniram Gaxiola


Salmo 42
Como al salmista, a no pocos creyentes nos preguntan con frecuencia: “y,
entonces, ¿dónde está tu Dios? Generalmente quienes preguntan lo hacen
para ponernos en evidencia, para hacer notar que nuestra fe y nuestra
fidelidad han resultado, en su opinión, inútiles. Nuestras respuestas varían;
a veces podemos responder llenos de gozo y convicción: “busqué a Jehová
y él me oyó”. En otras ocasiones, la respuesta no resulta tan sencilla ni tan
espontánea. A veces, nuestra mejor respuesta es un silencio dolorido.
Que otros nos pregunten dónde está nuestro Dios, es, entonces, tanto una
oportunidad como una prueba. Pero no resulta tan complicado ni doloroso
como cuando somos nosotros los que nos preguntamos a nosotros
mismos: y, ¿dónde está tu Dios? Creo que ustedes saben de lo que estoy
hablando: se trata de esos momentos en los que las respuestas, las
explicaciones, la esperanza resultan insuficientes para comprender y
enfrentar las circunstancias adversas que nos desgastan.
En alguna ocasión Jael, hermana y voz amiga, me decía: estamos siendo
zarandeados. Se refería a esa conocida y común experiencia que se
caracteriza por la sucesión acelerada y/o por la aparición simultánea de
diversas situaciones de conflicto: enfermedades (personales o de los que
amamos), tragedias y accidentes, muertes inesperadas, pobreza, etc.
Como Jael, también nosotros sabemos de esas circunstancias en las que
queramos o no, nos resulte sencillo o difícil, terminamos preguntándonos
a nosotros mismos y, ¿dónde está tu Dios? Es más, nos vemos en la
necesidad de preguntar, reclamándole, a Dios mismo: Señor, ¿hasta
cuándo me olvidarás? ¿Me olvidarás para siempre? ¿Hasta cuándo te
esconderás de mí?
Se trata de esos momentos en los que los cimientos de nuestra vida son
conmovidos. El salmista se pregunta: Si son destruidos los fundamentos,
¿qué puede hacer el justo? Una traducción inglesa lo escribe así: No hay
nada que pueda hacer una persona buena cuando todo se cae a su
alrededor. Salmos 11.3
Yo no sé a ustedes, pero a mí me resulta difícil comprender a Dios y a su
quehacer. Sí, a veces cuesta mucho el poder hacerlo. Muchas veces no
logro entenderlo. Dios es soberano, él es el Señor. Nadie le aconseja ni
tiene el poder de hacerle cambiar. Él sabe, él puede, él decide. Y no
siempre lo que sabe, puede y decide concuerda con lo que nosotros
queremos saber, deseamos poder y queremos que sea. Sabemos que nos
ama, cierto; pero, precisamente por ello, nos resulta en ciertas
circunstancias comprender lo que hace y/o lo que permite. ¿Qué no se da
cuenta, qué no nos oye, qué no le importa?

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Me duele repetir con el salmista el clamor impotente que le dice a Dios:
Señor, ¿hasta cuándo me olvidarás? ¿Me olvidarás para siempre? ¿Hasta
cuándo te esconderás de mí? ¿Hasta cuándo mi alma y mi corazón habrán
de sufrir y estar tristes todo el día? ¿Hasta cuándo habré de estar sometido
al enemigo? Señor, Dios mío, ¡mírame, respóndeme, llena mis ojos de luz!
Salmos 13.2ss
A la incertidumbre, al dolor provocado por el silencio de Dios se suma
frecuentemente un elemento más: la culpa. Sí, nos sentimos culpables por
dudar, por sentir lo que sentimos y, en no pocos casos, por haber llegado a
pensar que Dios nos ha fallado, desilusionado. Job le dijo a Dios: Clamo a ti
y no me oyes; me presento ante ti y no me atiendes. Te has vuelto cruel
para mí; con el poder de tu mano me persigues. Job 30.20 Aunque
después, cuando la gracia obró en su favor, pidió perdón diciendo: Yo
hablaba lo que no entendía. Job 42.3
El no entender no solo nos lleva a hablar lo que no entendemos, sino a
sentir lo que después nos hace culpables. A más de mi propia experiencia
que se explica en razón de mi ignorancia y mis limitaciones, he sabido de la
lucha que pelean muchos creyentes fieles, consagrados y comprometidos
para esperar en el Señor, aun cuando las bases mismas se han venido
abajo.
Conozco por ejemplo, la experiencia de Daniel Covarrubias y su esposa.
Ambos siervos del Señor, él mismo, pastor y ella una líder reconocida en su
iglesia. Hace algunos años, el Señor les dio una hija a la que habían
esperado con ilusión, gratitud y gran emoción. Cuando nació la vieron
hermosa, bien formada, tan parecida a su madre. Su gratitud y su alegría,
sin embargo, se tornaron en confusión y gran tristeza cuando la niña murió
a los tres días de nacida. Daniel y su esposa, como podremos escucharlo
más adelante, descubrieron una faceta desconocida de Dios. No les
escuchó, no les dio lo que le pedían. Prefirió recoger a la niña que apenas
les había entregado. Por dos años, Daniel y su mujer siguieron ministrando
a sus ovejas, él siguió predicando y llamando a otros a confiar en el Señor.
Al mismo tiempo que su corazón estaba lleno de confusión, reclamos y
desencanto. Su fuego, el fuego del Espíritu Santo parecía haberse apagado
en su corazón.
Podemos entender a Daniel porque nosotros hemos pasado, o estamos
pasando, por situaciones similares. Y, aunque resulte difícil entenderlo y
aceptarlo para quienes me oyen y están pasando por experiencias
parecidas, es este el momento en que debemos recordar una verdad que
no puede ser ignorada, ni siquiera durante las noches más oscuras del
silencio de Dios. La Biblia dice, y es verdad, [que] el amor del Señor no
tiene fin, ni se han agotado sus bondades. Lam 3.22

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A pesar de la profunda necesidad de comprender a Dios, he llegado a la
conclusión de que poder hacerlo no es, en realidad, lo verdaderamente
importante. Lo que importa es no olvidar que el amor del Señor no tiene
fin. Jeremías así lo dijo, cuando dio cuenta de su confusión y dolor: Pero
una cosa quiero tener presente, y poner en ella mi esperanza: el amor del
Señor no tiene fin, ni se han agotado sus bondades.
Cuando Daniel Covarrubias comprendió esto, Dios puso un cántico nuevo
en su corazón. Se trata de una oración muy especial, muy valiosa para
quienes estamos caminando por valles de sombra y de muerte. Dany pidió
a Dios dos cosas: perdón por haber hablado lo que no entendía y, sobre
todo, que el Señor volviera a encender el fuego de su presencia, el fuego
de su Espíritu Santo, en su corazón y en el de su esposa.
A final de cuentas, uno camina el camino de la vida a solas. No importa
qué tantas personas estén con nosotros, vamos solos por la vida con
nuestras alegrías y tristezas. No hay quién pueda comprender ni nuestro
gozo, ni nuestra tristeza. Solo nuestro Señor Jesucristo puede hacerlo.
Muchas veces enfrentamos momentos en los que nada más que la
presencia del Señor nos resulta suficiente. Son momentos en los que ni el
recuperar la salud, recibir los recursos perdidos, contar con la compañía de
los que amamos, etc., resulta suficiente. Necesitamos algo más,
necesitamos al Señor.
Por qué y para quién me ha llevado el Señor a decir todo esto, lo
desconozco. Sí puedo asegurarles que oro por ustedes y que hay una carga
en mi corazón por quienes nos llaman y comparten su experiencia.
También hay en mí una confianza animada por el Señor: podemos
volvernos a Dios y descubrir y experimentar el gozo de su presencia.
Porque nada, ni siquiera lo que enfrentamos, pensamos y sentimos, puede
apartarnos del amor de Dios que es en Cristo Jesús, Señor nuestro.
Así que este es tiempo propicio para que le pidamos al Señor que encienda
en nosotros el fuego de su Espíritu, que le pidamos que llene nuestro
corazón de su bendita y anhelada presencia.

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