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En "Lenguas vivas", el escritor Luis Sagasti presenta doce textos en los que aborda, al

estilo de las entretenidas enciclopedias que leían nuestros padres o abuelos, reflexiones
profundas sobre temas relacionados con la lengua, la escritura, la cultura y la historia que
emergen en este libro lleno de vitalidad, porque como dice el autor en uno de sus textos "la
lengua es lo primero que se pudre en un cadáver".
En "Lenguas vivas", publicado por Eterna Cadencia, el reciente ganador del Segundo
Premio Nacional de Literatura por su novela "Una ofrenda musical" cruza magistralmente
los géneros narrativos, ensayísticos y poéticos para transmitir historias, ideas y sensaciones
sobre la escritura y el arte en general –
El escritor, nacido en Bahía Blanca en 1963, domina en este libro el ensayo, el relato,
algunas características del cuento corto y la crónica, siempre con descripciones poéticas
que incluyen reflexiones filosóficas sobre la vida, la muerte y la memoria. Autor de "El
canon de Leipzig", "Los mares de la Luna", "Bellas artes", "Maelstrom" y de los libros de
ensayos "Perdidos en el espacio", "Cybertlön" y "Por qué escuchamos a Led Zeppelin",
Sagasti aborda en estos textos temas profundos como la importancia del lenguaje y la
comunicación, la creatividad y la belleza en la escritura, el anhelo humano por conectar con
algo más grande, los momentos decisivos en la fotografía y las características del arte
marginal. –
Sus personajes suelen ser más o menos conocidos, como Wittgenstein, Einstein, Purvis
Young, Sun Ra, Henry Darger, James Hampton, Nick Drake o Henri Cartier-Bresson,
cruzados con otros más cercanos o familiares del autor, pero en todas las historias se
mezclan para crear un clima más íntimo. Las fotos de Wittgenstein frente a un pizarrón, la
de Einstein desarrollando una fórmula, la de una maestra con una letra bella y clara, y la de
un profesor chino, arman la primera historia con la que abre el libro. Una trama en la que
estas fotos con pizarrones sirven para reflexionar sobre la importancia del lenguaje, la
creatividad y la belleza en la escritura. –
Sagasti, que ha sido traducido al inglés, francés, portugués y turco, cuenta en "Lenguas
vivas" la historia de cómo el artista afroamericano Purvis Young comenzó a pintar en la
cárcel a partir de láminas que conoció de grandes maestros; describe en otro texto un árbol
solitario en el oeste de Etiopía y los hechos que allí suceden; narra las experiencias de un
hombre condenado a muerte en la guerra que escribe un poema con alto valor literario, que
nunca será dado a conocer; y discurre sobre la percepción del color en diferentes culturas –
También se interna en la vida del padre Gusinde, un sacerdote que quiere llegar a Punta
Remolino para grabar en cilindros de cera las voces de dos hombres que lo acompañan en
la travesía, además de experiencias personales que le dan cercanía con el lector, por
ejemplo cuando narra en primera persona: "Días después del entierro me encontraba en una
verdulería cuando leí el aviso fúnebre de mi hermano en la hoja de diario que envolvía
media docena de huevos frescos".
élam: Hay matices muy sutiles en tu escritura ¿cómo aprendiste a detectar los grises de las
historias? –
Luis Sagasti: En verdad tengo una suerte de predisposición casi natural para detenerme en
ciertos pliegues tal vez ligeros así como también en detalles nimios o sobre momentos
involuntarios que por lo general suelen no importar mucho precisamente por su condición
aleatoria o acaso nimia. Pero no se trata de una búsqueda consciente; de hecho cuando uno
se pone a buscar esas cosas no las encuentra nunca por ningún lado. En verdad mi frecuente
estado de dispersión es incapaz de sustraerse de la gravedad de esos grises a los que hacés
referencia. Como si en una película prestara más atención al actor secundario que al
principal. Lo contrario que me ocurre cuando leo o intento explicar ciertas corrientes o
flujos históricos que llevan a que los actores políticos tomen sus decisiones. Ahí intento
eludir los grises, claro.

¿Los relatos de este libro capturan la esencia del momento, movimiento y emoción en una
imagen como lo hace un fotógrafo? –
L.S.: No estoy muy seguro de eso. Sí hay un intento de detenerme en ciertos momentos,
pequeñas historias, acaso menores, que considero sustanciales. Creo que la potencia poética
de un texto a veces anida en el relieve que suelen alcanzar ciertos detalles o también en la
relación no dicha entre dos o más hechos, dos datos, en apariencia remotos. Me interesa
crear de esa forma una constelación de sentidos sin ser nunca muy explícito del todo, pero
no por el afán de jugar a las adivinanzas sino porque creo que de ese modo se alcanza a
sugerir lo que muchas veces el lenguaje no puede. Dicho de otra forma, ofrecemos
modestas lucecitas para que quien lea arme sus propias constelaciones. –
-T.: ¿Cuáles son los desiertos reales, ficticios, fantásticos que siempre están comenzando? –
-L.S.: A veces pienso que todo comienzo es en verdad un estado de ánimo, de
predisposición frente al flujo continuo de lo que sucede desde siempre. Desde luego hay
lugares o paisajes que dan la impresión de encarnar inicios o finales. Tengo la sensación de
que con el mar, por ejemplo y sobre todo cuando hay oleaje, estamos frente a lo que
termina, como un fin de camino. Como si el mar fuera la meta (además el mar siempre está
llegando, aun cuando baja la marea). Al revés, pareciera que los desiertos nos imponen el
movimiento, incitan: hay que atravesarlos. El mar no nos ofrece una invitación así. Es
interesante lo que ocurre con el clima: el calor, el frio, llegan; el viento, que es el que de
veras viene, se levanta. Como si hubiera estado guarecido, oculto entre arbustos o
replegado en las bocacalles, de pronto se despereza. En lo personal nunca creo estar frente a
ningún paisaje -un desierto o el mar- cuando estoy escribiendo, sencillamente porque nunca
sé cuándo he comenzado a escribir un libro. Lo que si percibo es cuando se encuentra
terminado. En un momento siento que ya está. Y, mientras descansa o lo doy a leer a otros,
ya estoy internado en otra cosa, de modo que más que desierto a mí se me presenta a veces
una tierra un poco yerma (pero sabe uno que allá adelante hay algún árbol que echa
sombra). Desierto en serio es lo que nos aguarda si la derecha financiera gana las
elecciones.

-T.: ¿Cómo aplicás la reflexión sobre las voces de la infancia y el lenguaje a lo implícito y
explícito en tus historias? –
L.S.: A veces creo que las ideas, las literarias, al menos para mí, se presentan al principio
como una suerte de tormenta, de algo incierto, como una suerte de aura previa al dolor de
cabeza (solo que sin esa sensación de malestar), a medida que se avanza con la escritura, se
ilumina con palabras esa cosa incierta, van disminuyendo las posibilidades expresivas. No
se pude avanzar para todas las direcciones a la vez. Creo que hasta cierta edad, un niño vive
entre tormentas de sentidos, en un estado de alerta agotador que luego lo hace dormir tanto
(como cuando se viaja a un lugar donde apenas se comprende el idioma). Creo que el arte
suele propiciar con cierta elegancia una suerte de camino de regreso a ese estado de alerta
perceptiva que no requería de símbolos. De algún modo deberíamos regresar a aquello que
se resiste a ser simbolizado. La estimulante paradoja es que requerimos de un sistema de
símbolos para volver a ese lugar.

-T.: ¿Guardás secretos como escritor o sentís la pulsión de contar todo? –


-L.S.: Si bien todo lo que uno escribe de alguna manera termina siendo autobiográfico, este
es el único libro donde sí aparece una circunstancia real de mi vida. Pero esa circunstancia
solo es válida si se amalgama a un cuerpo mayor, si aporta consistencia a un proyecto, al
libro en sí. De modo que solo puedo contar aquello que para mí tiene, por así decir, un
espesor literario, o que en potencia puede tenerlo. No tengo pu
Una lengua personal
Lenguas vivas, el nuevo libro de Luis Sagasti, transcurre a través de
doce capítulos en los que episodios del arte y de la cultura se
asocian en un arco tan amplio que comprende de la prehistoria a la
actualidad. El hilo secreto de la narración emerge al final, con la
irrupción de un suceso traumático.

Lenguas vivas son las que se enseñan en la escuela, se transmiten en la familia y


se recrean a través de la literatura. El calificativo las distingue de las otras, las que
no tienen usuarios, las llamadas lenguas muertas. De las siete mil más o menos
que subsisten actualmente, dice Luis Sagasti, solo seiscientas tienen más de cien
mil hablantes. Pero ese conjunto enorme no está del todo perdido ni deja de
inscribirse en las lenguas en curso y en la experiencia de cualquiera.
Lenguas vivas, el libro de Sagasti que publica Eterna Cadencia, transcurre a
través de doce capítulos en los que episodios del arte y de la cultura se asocian en
un arco tan amplio que comprende de la prehistoria a la actualidad. El hilo secreto
de la narración emerge al final, con la irrupción de un suceso traumático: la muerte
de un hermano, treinta años atrás. Como sucede en las buenas novelas, el final
tiene una anticipación que pasa desapercibida en la primera lectura: otro recuerdo,
más remoto, cuando eran chicos y se dormían encandilados con el reflejo de la luz
en unos soldaditos de juguete.
Una lengua usada por mujeres en China, otra de los esquimales extinguida con el
último chamán, “el idioma más difícil del mundo”, el del pueblo ubykh en Turquía,
que reúne ochenta y una consonantes y tres vocales, retornan como hallazgos en
la búsqueda. Sagasti entrelaza culturas y personajes más allá del espacio y del
tiempo y en los saltos de un fragmento a otro trama los temas de su relato: Lola
Kiepja, la última selknam, lo lleva a Nadiezhda Mandelstam, la esposa del poeta y
ensayista Osip, porque ambas representan dramáticamente la transmisión de un
legado y los peligros de su desaparición; la Carta a un generalde León Ferrari
evoca el jeroglífico de la Piedra de Rosetta y la potencia que puede asumir un
lenguaje a primera vista incomprensible.
Una lengua subsiste en la medida en que un grupo la sostiene, pero también
puede desarrollarse como creación personal. Sagasti incluye en la lectura el diario
íntimo que Agota Kristof escribe a los catorce años en una lengua inventada, para
defenderse de otra lengua, la oficial, y de la realidad que padece en un internado y
también como anticipo de su propia literatura.
Las historias de las lenguas que se extinguen tienen sus protagonistas. Los
últimos hablantes y los hijos que no asumen sus lenguas maternas, los extranjeros
preocupados por preservar esas culturas, desde Thomas Bridges, el misionero
que se hacía repetir cada palabra para su diccionario del yagán hasta Anne
Chapman y las grabaciones de los cantos de Lola Kiepja, los actos finales
transcurren en un escenario de soledad y melancolía. Pero ese momento es
también de plenitud, escribe Sagasti: “En el último hablante se concentra la
totalidad de la lengua. Como ese círculo perfecto que hacemos con un lápiz al
dibujar decenas de ellos sobre el papel”.
Lenguas vivas, justamente, vuelve una y otra vez sobre el pasaje de la lengua al
dibujo (y a la fotografía, y a la pintura, y al cine), una especie de retorno al período
inicial del aprendizaje de la lengua: cuando no sabemos deletrear, las palabras
aparecen como imágenes. Esa es también la experiencia con las lenguas
extrañas, dice Sagasti, en las que no distinguimos las palabras ni las frases donde
hacer una pausa y tomar aire. Y además una clave, porque el desconocimiento, la
incertidumbre, la sorpresa que no cristaliza en rutinas, “eso hace a una verdadera
obra de arte”.
El alfabeto amhárico, en la escuela de una aldea del oeste de Etiopía, “se escribe
de izquierda a derecha, que es como avanza la noche en un mapa” y sus letras,
“como las nuestras”, recuerdan huellas de animales; del otro lado del continente
africano, en Mauritania, el árabe es “como un oleaje pequeño, calmo e indetenible
que progresa con el sol”; el Nü shu, la lengua de las mujeres chinas, “se lee de
arriba hacia abajo como una lluvia que se acepta con humildad”. Ya no se trata de
descifrar sino de ver, de imaginar antes que de interpretar y de recuperar la mirada
virgen de la infancia sobre el adormecimiento de la experiencia.
La extinción de una lengua no es entonces pura pérdida, y esa sería también la
enseñanza que proviene de un idioma en peligro. “Xibipiio –dice Sagasti– es una
palabra que utilizan los pirahas del Amazonas para dar cuenta de aquello que
aparece y desaparece de nuestra experiencia perceptiva”. El lenguaje “transmigra
y muta” con esas coordenadas, lo que transcurre “en un estado de umbral, de
ciernes”, de sentidos por venir.
Pero el que observa imágenes en las palabras también puede desplegar signos
desde los objetos y desde los iconos: el hexágono del cristal de nieve, un faro en
la costa de Dinamarca (y los faros en general, con sus alternancias de luz y
oscuridad), un pedazo de roca lunar en un museo neoyorquino, pinturas rupestres,
la huella de Neil Armstrong y el globo rojo como emblema de la infancia son
también formas de ese estado en que circulan las lenguas.
El globo rojo, en la película de Albert Lamorisse que tiene ese título, lleva al
protagonista por las calles de París. En Lenguas vivasconduce a la biografía
personal y a una historia en la que el lenguaje significa por su aparente defección.
Sagasti relata imágenes y frases sueltas que quedan de la muerte del hermano y
relumbran sobre un trasfondo de olvido, una falla de la memoria. “Como al
principio debe ser la lengua para todo chico: truenos, lluvia contra árboles, techo o
lo que sea que afuera se esté mojando. Y cada tanto un rayo, una palabra, que
echa un poco de luz al asunto”, escribe.
El capítulo final de Lenguas vivasparece una disrupción ante lo que previamente
transcurrió por los carriles más serenos de la crítica de arte, la narración histórica
o la prosa poética. Sin embargo, Sagasti ubica en ese punto el objeto fundante de
su reflexión: el uso personal de las palabras, las asociaciones que las convierten
en piezas únicas, una lengua ausente o fallida y aquello que se hace para
atravesar la pérdida.
Luis Sagasti: danza entre
ecos
Su nuevo libro combina historias sobre lenguas extintas y un
ensayo sobre la imposibilidad de nombrar el mundo.
Hay una distancia imperceptible entre las falanges de los personajes más próximos
al espectador de La danza, de Henri Matisse. Para la mirada distraída, el cuadro
firmado en 1910 refleja una ronda perfecta. Pero si se mira con atención, ese hiato
rompe el encanto y plantea un interrogante que no pocos prefieren pasar por alto.

Para Luis Sagasti, en cambio, es precisamente ahí donde radica toda la tensión de la obra


que eligió como puntal de “Bisontes”, uno de los textos de Lenguas vivas, y como
ilustración de una de sus solapas. La compara con la Capilla Sixtina pintada por Miguel
Ángel, donde una distancia similar mantiene separados los dedos del Creador y su creación.
Lo sagrado, escribe Sagasti, es ese vacío “que permite a lo creciente progresar”. En esa
brecha, advierte el autor, habita el misterio y se despliega un campo fértil para pensar y
elucubrar. Es un lugar en el que estamos a ciegas. Es la brecha inexpugnable entre lo que
puede ser representado por nuestro lenguaje y lo que queda más allá de él. Su límite a la
vez que su más estimulante vía de proyección.

En esa hondonada viven los doce textos que componen Lenguas vivas. Son escritos que se
fertilizan entre sí y constituyen un sutil entramado de correspondencias universales. Los
selknam y los astronautas norteamericanos en pie de igualdad: todos ellos han dejado su
marca en el mundo. La actual inequidad simbólica que existe entre sus huellas no es lo que
ocupa a Sagasti; lo que resuena es más bien nuestra incapacidad de advertirlas y de leerlas.
Nuestra carencia de herramientas adecuadas para acercarnos a las formas de observar el
mundo que quedaron subordinadas a la homogeneización de las lenguas de la sociedad de
la información. Así cabe pensar en la vitalidad de las lenguas que se consideran extintas y
preguntarse por sus fósiles: una grabación que viaja por el Espacio, un faro en desuso,
idiomas enteros reducidos a un diccionario incompleto, poemas que sólo subsisten en la
memoria atrofiada de un soldado.

Preguntarse por lo que se ha perdido es rescatarlo. En Lenguas vivas se restituyen las


historias de los últimos hablantes y de los que, torpemente, hicieron lo posible por
conservar formas de nombrar el mundo.
Los textos de Sagasti son en parte crónicas históricas y reflexivas que reúnen a quienes se
han detenido a pensar en ese vacío de representación: los hombres y mujeres de ciencia y
de fe que intentaron salvar de la oscuridad algunos reflejos de lenguas exóticas y
marginales. Intentos mínimos y aislados por evitar el último y más cruel despojo, el de
sustraer la posibilidad de nombrar. Porque con ello desaparece lo nombrado, como ese
color que solo el errante pueblo ubykh podía nombrar en dos fonemas que se perdieron para
siempre. O no.

Si el autor elige el título Lenguas vivas es porque anida en él una cada vez menos frecuente
confianza en el universal que llamamos humanidad. Hay una latencia que rastrea como un
merodeador que inspecciona lo que dejó la marea: siempre expectante por ese pez dorado
que se creía imposible o por ese molusco nunca visto que siempre promete aparecer. Y por
ese mensaje que el náufrago confió a la botella; una experiencia de mundo ofrecida a la
posteridad, con la esperanza de un encuentro y un entendimiento.
¿Ya no es mágico el mundo, como pensó alguna vez Borges? ¿O la magia ocurre cada vez
que alguien trae del olvido una vida o una civilización con solo nombrarla? “Con la misma
pereza de la miel al deslizarse”, escribe Sagasti cerca del final, “así el lenguaje transmigra y
muta”.

Se encuentra, concluye, en un estado que la lengua española no alcanza a denominar, pero


los pirahas del Amazonas sí. Xibipiio da cuenta de aquello que aparece y desaparece ante
nuestra percepción. Y también significa la emoción que produce. Tal vez más realistas, para
los pirahas el mundo permanece en ciernes, en estado de umbral donde la continuidad
lógica es solo una posibilidad. “No se trata de un acto mágico”, señala Sagasti, “sino de la
forma en que la realidad actúa en esa zona”. En su mundo hay más de indefinición que de
hechos sucesivos, y tal vez en ello se asemeje al accionar de nuestro lenguaje.

¿Cuánto tiempo dura una lengua? ¿Cuántas otras existen, codificadas, dentro de la que
usamos para comunicarnos? El último texto del libro concentra esas preguntas en las
escenas íntimas de juventud de Sagasti. La subjetividad del autor, que parece haber estado
presente a lo largo de la obra solo como cronista, aparece inesperadamente.

En este apartado final decide hablar de la muerte de su hermano y de los funerales que le
siguieron. Las cosas que no dijo y no le fueron dichas. Los vacíos en la memoria (que es
lenguaje) y las formas de hablar que no conllevan el uso de la palabra; el lenguaje de gestos
que da forma a una comunidad, un código hecho de ofrendas y de silencios que escapan a la
lengua.

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