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Ser Criollo en La Nueva España
Ser Criollo en La Nueva España
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A un cuando étnica, social y culturalmente la Nueva España era en el siglo XVII una sociedad
mestiza, ni en este siglo ni en el siguiente los novohispanos tuvieron conciencia de serlo. Los
individuos que componían esta masa multiforme de gente mezclada eran un producto
biológico y social tan nuevo, y estaban tan absorbidos en sobrevivir y hacerse un lugar en un
mundo socialmente polarizado entre blancos e indios, que apenas tuvieron fuerzas para
afirmar su propia identidad, pero de manera individual o grupal. De todos los grupos
humanos que en el siglo XVII participaron en la creación de la nueva configuración social del
virreinato, sólo el de los criollos generó las condiciones para sentirse y actuar como un sector
social con identidades, formas de vida y aspiraciones comunes.
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su ascendencia hispánica. Y como ya lo habían hecho antes los mismos conquistadores, sus
descendientes agregaron a las hazañas conquistadoras de sus padres títulos imaginarios de
nobleza, afirmando que procedían de familias españolas antiguas, de buenos y viejos
cristianos, o lo que es lo mismo, que eran hidalgos: hijos de alguien que tenía abolengo y
estima social en sus antecedentes. Para estos primeros criollos tanto su persona como su
posición social y económica descansaban en el prestigio de ser españoles y de ser
descendientes de conquistadores.
Este sustento original del ser criollo entró en crisis cuando la corona atacó el fundamento de
su posición económica y social (las encomiendas) e instaló en el virreinato una burocracia de
funcionarios españoles que excluyó a los criollos de los puestos directivos. A fines del siglo
XVI el resentimiento criollo por el continuo deterioro de su posición social se expresó en
coplas y refranes populares, y en una animosidad acerba contra los gachupines, los españoles
que venían a hacer la América, permanecían unos cuantos años en ella y regresaban a España
enriquecidos. En 1604 el criollo Baltazar Dorantes de Carranza resumió así el malestar
profundo que amargaba el espíritu de sus compatriotas:
A esta frustración creada por la contradicción entre las aspiraciones criollas y la realidad de
su época, se sumó un problema de identidad. Los criollos eran americanos por nacimiento, y
desde la segunda o tercera generación lo eran por destino: su vida y sus aspiraciones sólo
podían cumplirse en la tierra donde habían nacido. Ser criollo se convirtió en un problema de
identidad cuando los criollos tuvieron que presentar las pruebas de que esa tierra que
reivindicaban como derecho de herencia era verdaderamente propia. La conciencia criolla
tuvo un primer momento de afirmación instintiva en el acto de rechazo del gachupín, pero la
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conciencia de constituir un grupo social específico, con identidades y aspiraciones comunes,
se formó a través de un proceso más complejo de progresiva apropiación física, social y
cultural de la tierra extraña que se les había impuesto como destino.
Esta primera apropiación de la tierra por las obras y los actos fue seguida de una apropiación
por la conciencia. La lengua, la religión y las ciudades fueron los principales vehículos de la
occidentalización del mundo americano. El español se hizo lengua americana al convertirse
en el vehículo que dio cuenta de los descubrimientos, conquistas y asentamientos españoles
en el Nuevo Mundo. El Diario de Cristóbal Colón, las Cartas de relación de Hernán Cortés, la
Historia general y natural de las Indias de Gonzálo Fernández de Oviedo, o las crónicas de los
frailes que relataban el asentamiento de una orden y los triunfos de la nueva fe en una zona
indígena, son ejemplos de la nueva escritura que impuso el conquistador al narrar su
expansión sobre los territorios y pueblos americanos. En todos estos casos el lenguaje
acompaña y completa el proceso militar y de poblamiento, pues nombra, bautiza y le confiere
un nuevo significado a la naturaleza, a los hombres y a las culturas nativas.
El espacio americano perdió sus connotaciones indígenas tan pronto como el conquistador lo
comenzó a redescubrir bajo conceptos geográficos y cartográficos europeos. Desde que los
accidentes del territorio, los mares, ríos, montañas, lagunas, desiertos, selvas y llanuras
fueron bautizados con nombres europeos e integrados a una idea geográfica y espacial
europea, esa geografía dejó de ser una geografía indígena. Y lo mismo ocurrió con la flora y la
fauna, que al igual que el territorio, fueron objeto de un proceso de descubrimiento,
descripción y comparación con lo europeo que terminó en una nueva clasificación y
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nomenclatura que trastocó su espíritu nativo. Así, al nombrar y rebautizar a la naturaleza
americana, el español se fue apropiando del nuevo medio natural que poblaba, pues al
nombrarlo con su propio lenguaje lo volvió un medio natural descifrado, asimilado y
memorizado en términos europeos. Pero este nuevo lenguaje, a la vez que permitió al
poblador español hacer suyo un medio natural hasta entonces ajeno y desconocido, creó un
extrañamiento entre esa naturaleza y el indígena, a quien en adelante le resultará
incomprensible el lenguaje que la nombra, el sistema que la clasifica y el uso y la explotación
que se imponen sobre ella. Así, este reconocimiento y clasificación del territorio vino a ser el
inventario geográfico, la memoria y el conocimiento práctico que hicieron de los pobladores
españoles hombres en posesión de un mundo nuevo. Mediante el lenguaje y la escritura
convirtieron lo extraño y ajeno de la naturaleza americana en una naturaleza propia,
conocida.
En las ciudades esta presencia generalizada de los valores y las prácticas religiosas fue aún
más vigorosa. Las capitales administrativas eran también capitales religiosas, sedes del
obispado y de numerosos conventos de monjas, asiento de las órdenes religiosas y de los
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principales colegios y universidades, cuyos estudios estaban fundados en la filosofía
escolástica medieval y en los dogmas y valores católicos tradicionales. A través de estas
instituciones la iglesia divulgó una visión del mundo profundamente religiosa en todos los
sectores de la sociedad, no sólo porque estas instituciones eran las únicas autorizadas para
transmitir conocimientos y educar a la población, sino porque ellas acapararon las artes
cultas y populares y los instrumentos de difusión del conocimiento: el libro, la música, la
pintura, el teatro la oratoria, la danza, la poesía, la arquitectura la escultura y las artes
menores. Es decir, al mismo tiempo que todas las actividades culturales funcionaban como
intérpretes del sentimiento y de los ideales religiosos, las instituciones religiosas se
convirtieron en monopolizadoras de todas las creaciones estéticas y espirituales, y por tanto
en modelos culturales para toda la población.
No sorprende entonces que en este campo tan bien cultivado de lo religioso los criollos
crearan los primeros símbolos de su identidad. En esta sociedad en donde el paso de los años
iba consolidando una nueva realidad social criolla y mestiza que no ponía en cuestión la
relación política de subordinación con la madre patria, pero si reclamaba la afirmación de su
existencia y el reconocimiento de sus derechos a la tierra, los valores religiosos jugaron un
papel fundamental: fueron el cemento que unió a una sociedad dividida, contrastada y sin
identidad. Y como no podía ser de otro modo, los artífices de esta identidad fueron hombres
de iglesia: frailes, sacerdotes, teólogos, bachilleres y hombres de letras educados en la cultura
religiosa de su tiempo.
Desde mediados de siglo XVI hombres de esta formación habían propagado el culto a la
virgen de Guadalupe en el cerro del Tepeyac, que en tiempos prehispánicos había sido lugar
de adoración de una deidad indígena, Tonantzin, nuestra madre, diosa de los
mantenimientos. Pero hacia mediados del siglo XVII este culto híbrido a una virgen española
practicado por los indios de los alrededores de la ciudad de México, y por algunos mestizos y
criollos, adquirió un nuevo sentido: un grupo de religiosos criollos lo transformaron en un
símbolo de la patria criolla. Estos hombres de letras crearon tanto la tradición de las
apariciones de la virgen al indio Juan Diego, que no está registrada en el siglo XVI, como una
nueva y perdurable interpretación de la aparición de la madre de Dios en tierra mexicana.
En 1648 Miguel Sánchez, un presbítero, teólogo y famoso predicador criollo publicó un libro
donde narró por primera vez las apariciones de la virgen de Guadalupe al indio Juan Diego y
explicó el sentido de este acontecimiento maravilloso para los nacidos en México. Miguel
Sánchez vio en el milagro de la aparición de la virgen la redención de todos los males que
afligían a su patria y una señal, la señal de un destino privilegiado. Para él la manifestación
de la virgen en la tierra mexicana lavaba la idolatría anterior a la llegada de los españoles,
explicaba el sentido trascendente de la conquista, y en lugar del horizonte sin esperanza que
pesaba sobre los hijos de esta tierra, la aparición de la virgen convertía a la tierra mexicana
en símbolo de orgullo y de optimismo para los nacidos en México. Dice en su libro:
“entiéndase que todos los trabajos, todas las penas, todos los sinsabores que puede tener
México se olvidan y se remedian… con que aparezca en esta tierra y salga de ella… la
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semejanza de Dios, la imagen de Dios, que es María en su Santa Imagen de nuestra mexicana
Guadalupe”. Y de ahí concluye, exaltado, que “la conquista de esta tierra era porque en ella
había de aparecerse María Virgen en su Santa Imagen de Guadalupe.”
Así, fundados en la cultura religiosa de su tiempo, los criollos del siglo XVII construyeron un
símbolo religioso que a la vez que los separaba de España volvió un privilegio el ser nacido en
Nueva España. Nueva España era una tierra privilegiada, protegida por Dios. A partir de
entonces la Guadalupana será el emblema orgulloso de la patria criolla, el símbolo de
identidad de un grupo hasta entonces huérfano de prestigios propios, y un puente de unión
entre el grupo criollo y el mundo también desarraigado de los indios y mestizos.
Esta compulsión por identificarse con el suelo en que vivían, esta irrefrenable necesidad de
crear imágenes que representaran o expresaran su vinculación con el territorio que los
albergaba, llevó a los criollos de este siglo a recuperar el pasado de la tierra india que
ocupaban. Pero esta recuperación de la historia se concentró en el pasado remoto, eludiendo
el reconocimiento del indio vivo que despreciaban.
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En otros autores de esta época, como fray Agustín de Vetancurt y Carlos de Sigüenza y
Góngora, es notable la decisión de exaltar las bondades de la tierra americana y de recuperar
el pasado prehispánico desconectándolo de sus herederos vivos. Vetancurt llega a proclamar
que el Nuevo Mundo es superior al Viejo en recursos y bellezas naturales. El erudito Sigüenza
colecciona antigüedades indígenas y rescata códices y restos arqueológicos “por el amor
grande que me ha debido a mi patria.” Y con ocasión de la llegada de un nuevo virrey tiene la
osadía de proponer como ejemplo de gobernantes virtuosos no a los reyes y héroes de la
antigüedad clásica o de España, sino a los antiguos señores indígenas. Pero esta exaltación
del pasado indígena y este orgullo por recuperar el prestigio de la antigüedad mexicana no
incluye al indio vivo, quien es objeto de una constante devaluación por parte de los mismos
autores que rescatan su pasado.
Los historiadores mestizos, los descendientes de las antiguas familias nobles indígenas, van
aún más lejos. Diego Muñoz Camargo, Juan Bautista Pomar y Fernando de Alva Ixtlilxóchitl
componen obras sobre la antigüedad indígena basados en los documentos que heredaron de
sus antepasados, pero escriben en español, con ideas y concepciones cristianas del desarrollo
histórico, siguiendo los modelos europeos de la narración histórica y a partir del punto de
vista del conquistador español, no del indígena.
Enrique Florescano
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