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García Landa José Ángel. ACCION-RELATO-DISCURSO
García Landa José Ángel. ACCION-RELATO-DISCURSO
0. Introducción
1. ACCIÓN
1.1.3.1. Propp
1.1.3.2. Shklovski
1.1.3.3. Tomashevski
1.1.3.4. Tynianov
1.1.3.5. Evolución posterior de los conceptos de fabula / siuzhet: Emil
Volek
1.1.4.1. Forster
1.1.4.2. Muir
1.1.4.3. Wellek y Warren
1.1.4.4. Brooks y Warren
1.1.4.5. Crane; Scholes y Kellogg
1.2.1. Diferentes teorías sobre los niveles de análisis del texto literario
1.2.2. La narratividad
2. RELATO
2.2.1. Orden
2.2.2. Duración
2.2.2.1. Definición
2.2.2.2. Pausa
2.2.2.3. Escena
2.2.2.4. Resumen
2.2.2.5. Elipsis
2.3.1. Frecuencia
2.3.2. Permanencia
2.4.1. Distancia
2.4.1.1. Mostrar
2.4.1.2. Decir
2.4.2. Perspectiva
2.4.2.1. Definición
2.4.2.2. Perspectiva y gramática
2.4.2.3. Teorías de la perspectiva
3. DISCURSO
3.1.1. Pragmática
3.1.5.1. La narratología
3.1.5.2. El narrar como acto de habla
3.1.5.3. La narración natural
3.1.5.4. Narración y ficción (status narrativo)
3.2.1. El narrador
3.2.1.3.1. Deber
3.2.1.3.2. Poder
3.2.1.3.3. Saber
3.2.1.3.4. Querer
3.2.1.3.5. Hacer
3.2.1.3.6. Ser
3.2.2. Narración
3.2.2.3.4. Descripción
3.2.2.3.5. Comentario
3.2.2.4. El tiempo de la narración.
3.2.2.4.1. Orden
3.2.2.4.2. Duración
3.2.3. El narratario
3.3.3.1. Concepto
3.3.3.2. Lector textual, lector proyectado, lector histórico, lector ideal,
lector... ¿Pero es que existen todos?
3.3.3.3. La competencia literaria
3.4.1. El autor
3.4.1.1. Autor real y autor textual.
3.4.1.2. Expresión, creación, comunicación. Teorías de la competencia
modal del autor.
3.4.1.3. Más allá del autor
3.4.2. El lector
4. CONCLUSIÓN
BIBLIOGRAFÍA
0. INTRODUCCIÓN
Aristóteles, Poética, I
El objeto inmediato del presente libro son las teorías de la narración y, a través de
ellas, los textos narrativos. Su estudio tendrá un carácter puramente especulativo,
y apuntará en la dirección de la semiótica y la lingüística más bien que hacia la
crítica aplicada. No se articulará en torno a comentarios de obras literarias
específicas (al margen de ejemplos ilustrativos ocasionales), y se desarrollará
según un plan estrictamente conceptual. Tampoco se trata de una introducción a
las diferentes teorías del relato, sino de un estudio crítico y comparativo de las
mismas, colocándolas en el marco de una teoría más integradora que contribuya a
la vez a esclarecer las relaciones entre teoría lingüística, semiótica, y teoría
literaria. (1). En este sentido nos resultará útil un acercamiento a la pragmática, el
enfoque que ha revolucionado la lingüística de los últimos años, introduciendo en
el análisis del lenguaje conceptos tan centrales como los de gramática textual,
interacción discursiva o acto de habla.
—o—oOo—o—
Notas
El primer nivel que estudiaremos será la acción, término éste cuyo significado
iremos delimitando gradualmente. A grandes rasgos, podemos dar una primera
definición en los términos de la poética fenomenológica: la acción es un aspecto
del estrato fenoménico mundo presente en la obra narrativa, el nivel
correspondiente a la dimensión representativa-referencial del lenguaje de la obra.
(3). Es importante señalar las diferencias y también las semejanzas entre este
estrato de la obra literaria y el mundo real. No toda la labor corresponde a la
literatura o al lector a la hora de elaborar el material de la experiencia. La literatura
trabaja sobre un material ya configurado por las estrategias cognoscitivas con las
que interpretamos la realidad. Así, cuando se hace alusión a un nivel “no
semiótico” del texto narrativo, constituido por los fenómenos del mundo narrado (4)
hay que añadir que esos hechos no deben entenderse como hechos brutos, sino
como hechos institucionales, hechos potencialmente significativos y con una
relevancia social—fenómenos semióticos, por tanto. Con el estudio de la acción
estamos buscando técnicas de descripción de acciones que sean aptas para los
estudios literarios. Por tanto, las “acciones” serán en realidad conceptos de
acciones, extraídos metalingüísticamente de los textos en cuestión, una vez tenida
en cuenta la “segunda articulación” que supone la estructuración semiótica ya
presente en nuestra concepción del mundo real.
Cada nivel descriptivo (acción, relato, discurso) será un objeto semiótico resultado
de una abstracción más o menos generalizada. Será la misma descripción la que
determine cuál es exactamente la abstracción que se ha realizado. Las
operaciones abstractivas pueden teóricamente establecer tantos niveles de
análisis como se desee; las reglas de acuerdo con las cuales se realiza la
abstracción sobre un nivel dado son las reglas de transformación que constituyen
el nivel siguiente. (5). Para el estudio del nivel de la acción consideramos al
discurso narrativo sólo en tanto en cuanto representa un mundo narrado, unos
personajes y acontecimientos, al margen de su verbalización o de su
reestructuración narrativa. Es por el contrario esta reestructuración la que nos
ocupará al estudiar el nivel del relato.
E indicios de esto hallamos en la práctica; cosas hay que, vistas, nos desagradan,
pero nos agrada contemplar sus representaciones y tanto más cuando más
exactas sean. Por ejemplo: las formas de las más despreciables fieras y las de
muertos. (Poética 1448 b)
Hay que resaltar, a pesar del énfasis de estos textos en la exactitud mimética, que
la “imitación” hace algo, no es una simple repetición de su objeto; el significado de
configuración es un aspecto esencial de la noción de mimesis aristotélica. (8). Al
valor de re-presentación de algo preexistente, el sentido quizá más corriente de
mimesis o “imitación” lo llama Ricœur mimesis 1, y lo distingue de la noción de
mimesis como configuración, estructuración, una mimesis 2 creativa.
En cuanto a los elementos constitutivos, algunos son los mismos; otros, peculiares
a la tragedia (...) porque todo lo que hay en los poemas épicos lo hay en la
tragedia, pero no todo lo de la tragedia es de hallar en la epopeya. (1449 b)
Es preciso, pues, que, a la manera como en los demás casos de repreducción por
imitación, la unidad de la imitación resulta de la unidad del objeto, parecidamente
en el caso de la trama o intriga [mythos]: por ser reproducción imitativa de una
acción [praxis], debe ser la acción una e íntegra, y los actos parciales [pragmata]
estar unidos de modo que cualquiera de ellos que se quite o se mude de lugar se
cuartee y descomponga el todo (...). (1451 a)
Como veremos más adelante, la triple distinción entre praxis, mythos y poiema es
utilizada implícitamente por un gran número de estudiosos de la literatura, pero
rara vez se le ha intentado dar una formulación teórica precisa. Relacionaremos
estos tres niveles aristotélicos con lo que en nuestra terminología serán la acción,
el relato y el discurso.
For Aristotle, the imitation of actions in the real world, praxis, was seen as forming
an argument, lógos, from which were selected (and possibly rearranged) the units
that formed the plot, mythos. (Story and Discourse 19)
los actos parciales deben estar unidos de modo que cualquiera de ellos que se
quite o se mude de lugar se cuartee y descomponga el todo, porque lo que puede
estar o no estar en el todo, sin que en nada se eche de ver, no es parte del todo.
(1451 a)
Y voy a decir la manera de dar esa general mirada a las cosas, tomando por
ejemplo el de Ifigenia. En el momento de ser sacrificada una cierta doncella, se les
desaparece misteriosamente a los sacrificadores; es transportada a otro país en
donde es de ley sacrificar a los extranjeros en honor de la Diosa, y tal es el cargo
sacerdotal que se le da. Al cabo de un tiempo llega el hermano de la sacerdotisa—
el hecho de que el Dios le mandara ir allá, por qué causa y para qué fines, cae
fuera de la trama—. Llegado, pues, y preso el hermano, y en el punto mismo ya de
ir a ser sacrificado, se da a conocer—sea como lo hace Eurípides o como
Polyidos, diciendo, y es verosímil, que "no sólo su hermana tenía que ser
sacrificada sino él también", y de aquí le vino la salvación.
(...) Y una vez dados, después de esto, los nombres a los personajes, toca a su
vez a los episodios, viendo la manera de que sean apropiados—como en el caso
de Orestes: la locura, ocasión de su captura y su salvación mediante la
purificación. (1455 b)
Una última cuestión, antes de pasar a la crítica de nuestro siglo, sobre el concepto
de acción en Aristóteles. Ya hemos visto que exige de ésta una perfecta
coherencia e interdependencia de las partes. ¿Qué sucede en las obras en las
que no existe tal coherencia, como en muchas epopeyas menores? ¿Habrá una
acción mal construida, o varias acciones? Aristóteles distingue dos casos. En el
capítulo XXIII de la Poética, hablando de la Cipríada y de la Pequeña Ilíada, utiliza
la expresión “acción compuesta de muchas partes”; es lo que antes ha llamado
acción episódica. En el capítulo XIII, hablando de la Odisea, se refiere a otro tipo
de combinación de las acciones. Es la acción doble :
1.1.3.1. Propp
La obra de Vladimir Propp La morfología del cuento difiere de las obras de otros
formalistas por la tradición en la que se inserta, la finalidad a la que sirve y por el
mismo objeto de su estudio.
La tradición crítica en la que se inscribe Propp es, por tanto, más específica que la
de los otros formalistas. Es la tradición de la literatura comparada, en la que aún
resuenan ecos de su relación original con la gramática comparada de la época
romántica y sus intentos de reconstruir un hipotético origen común de la
civilización indoeuropea. Propp se remite a las recopilaciones de cuentos
realizadas por los Grimm, Afanassiev, Bolte y Polivka, y otros estudiosos;
considera que los instrumentos conceptuales normalmente utilizados para la
sistematización del material por Bédier, Veselovski, Wundt, Aarne o Volkov son
acientíficos y poco prácticos. No dan cuenta de la unidad fundamental de los
cuentos maravillosos. Wundt, Aarne y Volkov intentan clasificar los cuentos por
temas (“los inocentes perseguidos”, “el héroe simple de espíritu”, etc.). Pero
entendido así el tema, muchos temas pueden entrecruzarse en un cuento. Nunca
llegaremos a una clasificación coherente, científica (Morfología 15-24).
Observemos que el criterio para el establecimiento de tales temas es de orden
exclusivamente paradigmático: tal o cual tema se da en tal cuento y en tal otro, y
por tanto ambos pertenecen a la misma clase. Estas vagas unidades eran las que
habían sido utilizadas por los comparatistas, desde los Grimm hasta Aarne, en su
búsqueda de fuentes, influencias o elementos comunes (Antonio García Berrio,
Significado actual del formalismo ruso 207).
El planteamiento de Bédier en Les Fabliaux es algo diferente. En palabras de
Propp,
fue el primero en reconocer que existe en el cuento una cierta relación entre sus
valores constantes y sus valores variables. Bédier intentó expresar eso de forma
esquemática. Llamó elementos a los valores constantes, esenciales, los designó
con la letra griega omega (w). Los demás valores, que son variables, los designó
por medio de letras latinas. De suerte que el esquema de un cuento es w + a + b +
c, el de otro w + a + b + c + n, el de otro más w + l + m + n, etcétera. Pero esta
idea fundamental exacta choca con la imposibilidad de definir exactamente esa
omega. Sigue sin explicar qué representan, de hecho, objetivamente, los
elementos de Bédier. (Morfología 26)
Una serie de motivos es un tema (siuzhet). El motivo se desarrolla como tema. (...)
Por motivo entiendo la unidad más simple de la narración (...). El motivo se señala
por su esquematismo elemental e imaginado: los elementos de mitología y de
cuento que presentamos más adelante son así: no pueden descomponerse más.
(30).
1. Los elementos constantes, permanentes, del cuento son las funciones de los
personajes, sean cuales fueren estos personajes y sea cual sea la manera en que
se cumplen esas funciones. Las funciones son las partes constitutivas
fundamentales del cuento.
Resulta evidente, aunque Propp nunca lo aclare explícitamente, que las funciones
no son acciones puntuales de los personajes tal y como pueden ser expresadas
por los verbos de las oraciones que componen el cuento. Las funciones son una
abstracción realizada sobre esas acciones (cf. Barthes, “Introduction” 7). Propp
descuida aquí sus definiciones engañado por las características peculiares de su
objeto de estudio: los dos niveles que señalamos (acciones concretas /
abstracción realizada sobre ellas) están separados en el cuento maravilloso por un
espacio muy pequeño. Pero es evidente que en otros géneros literarios las
diferencias pueden ser mayores. En el ejemplo aristotélico de las dos Ifigenias,
relativo a un asunto semejante, diríamos que la función de la anagnórisis es la
misma en la Ifigenia de Eurípides y en la de Polyido, aunque la acción
(acontecimiento) que la materializa sea diferente en cada obra. La serie de
funciones será un resumen de la acción del cuento, y no la acción misma. La falta
de claridad sobre este punto lleva a Propp a dar definiciones insuficientes, en las
que si bien el nivel de las funciones queda bien explicitado, el nivel de las acciones
concretas realizadas en el mundo narrado (acción), el relato y el discurso narrativo
se mezclan en un todo difuso:
Todo el contenido de un cuento puede enunciarse en frases cortas, del tipo de
éstas: los padres parten hacia el bosque, prohíben a sus hijos salir fuera, el
dragón rapta a una doncella, etcétera. Todos los predicados reflejan la estructura
del cuento y todos los sujetos, complementos, y las demás partes de la oración
definen el argumento. Dicho de otra manera: la misma composición puede servir
de base para diferentes asuntos. (Morfología 131)
Estas frases cortas, similares a los “motivos” de Veselovski, no son las que
componen el cuento tal y como llega al folklorista. Son, como bien dice Propp, “el
contenido”; son el resultado de una abstracción y, por tanto, parte de un
metalenguaje (cf. Segre, Principios 210). Por tanto, es un poco engañoso deducir
de la uniformidad de esas acciones en diversos cuentos confrontada a la
variabilidad de sujetos y complementos una bipartición en dos niveles como la que
hace Propp en estructura (de funciones) y argumento, o composición y asunto,
como se les llama en la cita anterior, donde asunto traduce el término ruso siuzhet.
La formulación nos hace creer que esta división emana por naturaleza del mismo
cuento, cuando en realidad sólo es el resultado de una imprecisión en el
metalenguaje utilizado por Propp. Bien es cierto que el análisis mismo de Propp no
resulta muy afectado por esta limitación conceptual, pues Propp no se ocupa
prácticamente más que del nivel de las funciones. (34). Pero queda claro que la
división establecida en la cita anterior es insuficiente para captar las articulaciones
propias del relato y del discurso, y se limita a la mera variación tipológica en el
nivel de la acción (una huella metodológica más de los presupuestos y fines de
Propp). Lo que Propp llama un argumento o un asunto no analiza un nivel de
configuración superior nivel de la acción; sólo proyecta la secuencia de acciones
de un cuento sobre un esquema general, o genérico, la secuencia global de
funciones posibles. El método de Propp y Propp mismo son absolutamente
insensibles a las distorsiones impuestas en la serie de acontecimientos de la
acción por la temporalidad característica del relato (véanse, por ej., los
argumentos utilizados para rebatir en este punto a Shklovski, en Morfología 34).
Propp renuncia, por tanto, a elaborar una noción de argumento que pueda ser de
aplicabilidad general: “Admitimos que puede haber otras definiciones de la noción
de argumento, pero la que damos es adecuada para los cuentos maravillosos”
(Morfología 131). Lo mismo sucede con su caracterización de las funciones:
resultan ser de difícil transposición a géneros distintos del cuento maravilloso.
Como consecuencia sin duda de las características del género estudiado, a Propp
le resulta posible llevar a un límite extremo la definición aristotélica de la acción
como una estructura. (36). Propp especifica los contenidos de esa estructura (del
género considerado globalmente, no de un cuento): las 31 funciones y las siete
“esferas de acción” de los personajes (agresor, donante, auxiliar, princesa y su
padre, mandatario, héroe, falso héroe), comparables a lo que Greimas llamará
“actantes”. Ricœur observa que Propp distribuye sus funciones entre los
personajes de una manera que ya hace pensar en la génesis mutua entre
desarrollo del personaje y el desarrollo del relato (Time and Narrative 2, 37).
Para el Shklovski de los años 20 del que habla Erlich, la acción no es un elemento
artístico, sino un material previo que requiere la intervención del artista, y su
organización en un siuzhet para transformarse en obra de arte. En palabras del
propio Shklovski:
Observemos, por último, que si bien Shklovski es quien instaura la pareja fabula /
siuzhet como una “oposición binaria de términos correlacionados y funcionalmente
diferenciados” (Volek 130) no queda claro en sus definiciones si se trata de un par
que funcione como tal en la comprensión efectiva de un texto. La fabula no parece
ser en modo alguno interesante para el lector en la teoría de Shklovski. Es un
simple material previo ofrecido al artista; una parte del proceso de producción de
la obra, y no parte de la obra misma. Todo el arte está en el siuzhet, y no en la
acción conjunta de éste y la fabula :
Hay que señalar que si bien para Tomashevski la fabula es un todo ordenado, eso
no quiere decir que sea una construcción exclusivamente artística. Un hecho real
puede servir como fabula (Teoría 186) y difícilmente se podrá decir que es
producto de la labor del autor. Queda clara así (como, de hecho, estaba ya en
Aristóteles) la diferencia entre coherencia estructural de la acción y construcción
artística. Es sólo el siuzhet lo que es el elemento enteramente artístico.
Los motivos de una obra pueden ser heterogéneos. Basta parafrasear la fábula de
una obra para comprender inmediatamente qué es lo que se puede eliminar sin
destruir el nexo causal entre los hechos. Los motivos que no se pueden omitir se
llaman ligados ; los que pueden eliminarse sin perjudicar a la integridad de la
relación causal-temporal de los hechos que se denominan, en cambio, libres. Para
la fábula, tienen importancia solamente los motivos ligados; en la trama, en
cambio, son, a veces, precisamente los motivos libres (las “digresiones”) los que
desempeñan una función dominante, que determina la estructura de la obra.
(Teoría 186-187)
Vemos que la filiación del formalismo ruso es a veces abiertamente aristotélica (cf.
el capítulo XVIII de la Poética para las nociones de nudo y desenlace). El término
peripecia es sin embargo mucho más general que en Aristóteles (46); aquí
tenemos abierta la posibilidad de utilizarlo como instrumento para analizar los
contrastes entre los motivos de diferentes partes de la obra. Observemos
igualmente el “contraste fundamental” que se menciona, y que tendrá
descendencia. Iuri Lotman (Estructura del texto artístico 291) basa en la existencia
de ese contraste una teoría sobre el papel ideológico de las obras con fabula y
también la posibilidad de que ésta se pueda parafrasear. En la semiótica soviética
moderna se insiste en el funcionamiento de la obra de arte como modelo del
mundo; esta idea también se remonta a los formalistas, pues ese es el sentido
profundo de la terminología hegeliana que Tomashevski introduce en apariencia
anecdóticamente. Aquí no es la obra, sino la fabula la que reproduce en su
estructura los procesos que gobiernan realidades más amplias. ¿Debemos
entender que para Tomashevski cada elemento de la obra es un modelo del
mundo? Aunque no profundiza más en esta cuestión, Tomashevski insiste en la
analogía del desarrollo de la fabula con el de los procesos histórico-sociales
(Teoría 184). Es curioso ver cómo las relaciones entre narración y proceso
histórico establecidas por Tomashevski se invierten en la historiografía
estructuralista de Hayden White, según el cual es más bien nuestra visión de la
historia la que se construye a la manera de una fabula, mediante la imposición
(ideológicamente cargada) de una causalidad y una teleología. (47).
1.1.3.4. Tynianov
• Los estudios que buscan determinar una cierta estructura organizadora de todo
el texto a un determinado nivel. Los esquemas de fabula son así lo que Manfred
Bierwisch y Teun A. van Dijk (cf. 1.2.5. infra) denominan macro-estructuras.
• Los estudios comparativos del tipo realizado por Propp, en los cuales se renuncia
a dar cuenta de la especificidad de cada obra para concentrarse en los esquemas
básicos comunes a un género.
1.1.4.1. Forster
the lowest and simplest of literary organisms. Yet it is the highest factor common to
all the very complicated organisms known as novels. (...)
A story, by the way, is not the same as a plot. It may form the basis of one, but the
plot is an organism of a higher type. (Forster 35, 38)
And now the story can be defined. It is a narrative of events arranged in their time
sequence—dinner coming after breakfast, Tuesday after Monday, decay after
death, and so on. (Forster 35)
Sternberg explica así la diferencia que habría entre llamar al tercer ejemplo siuzhet
y llamarlo plot:
If plot is, like sujet, a high artistic form, this is not because of its “deformity”, but
because of its superior tightness in comparison with the atavistic principle
informing the story. (…) According to Forster it is not the deformation of the
chronology that turns this combination of motifs into a plot but again the sine qua
non causal linkage, the “logical intellectual aspect”. (Sternberg 11)
Si aceptamos esto, en su tercer ejemplo Forster supervalora el alcance de la
definición de plot que ha dado. Si bien es innegable que hay un placer intelectual
en descubrir las causas a partir de los efectos que es superior al de contemplar la
sucesión causa-efecto en su orden lógico, el meollo de este tercer ejemplo ya no
es la causalidad al nivel de la acción, como lo era en el segundo. El énfasis
debería estar ahora en la curiosidad, en el conocimiento y la ignorancia, y no en la
causalidad. Hemos añadido un tercer personaje (colectivo) al rey y a la reina, al
presuponer un observador. Con el tercer ejemplo, Forster deja de presentarnos los
acontecimientos “en sí” para introducir un punto de vista limitado sobre la acción,
una categoría que hace de ella un relato. Tanto las alteraciones temporales como
el “misterio” dependen de ese punto de vista, y no de la conexión causal, que
también le debe su mayor tensión. La causalidad nos permite la solución del
misterio, pero es ajena a la existencia misma del misterio. Por tanto, la distinción
de Forster entre story y plot sólo es plenamente válida para establecer un
contraste entre los dos primeros ejemplos. Y no hay nada en ellos que nos
recuerde siquiera lejanamente al par fabula / siuzhet. Como arguye Emil Volek
(134) estas definiciones de story y plot de Forster “son más bien análogas a la
diferenciacion formalista entre crónica y fábula”. (51)
there is no corresponding difference between story and plot. Both are primarily
abstractions—the story is also a reconstitution—denoting different organizing
principles that may coexist in isolation from each other in a single work (or sujet).
(Sternberg 10)
Mientras el siuzhet es (para Shklovski o Tomashevski) una ampliación y
potenciación de la fabula que puede incluir elementos ajenos a la acción (como las
digresiones del narrador) y combinarlos con ella para crear una obra de arte, el
plot es una reducción de la acción y está próximo a la fabula en el sentido
reducido, causalmente informado, que apuntábamos. Sólo puede ser parte del plot
lo que es parte de la acción narrada, la story en Chatman. La manera de narrarla
(discourse en Chatman) no entra en la definición de Forster. O, mejor dicho, entra
en el tercer ejemplo que proponía, pero subrepticiamente.
Nor can story be equated with fabula, though both presuppose an abstraction and
a chronogical reconstitution of events. For the second defining property of story is
its purely additive sequence, while fabula may, and often does, involve causal
concatenation. As Tomashevski explicitly states, “il faut souligner que la fable
exige non seulement un indice temporel, mais aussi l´indice de causalité”.
(Sternberg12)
The plot is exciting and can be beautiful, yet is it not a fetich, borrowed from the
drama, from the spatial limitations of the stage? Cannot fiction devise a framework
that is not so logical yet more suitable to its genius? (Forster 104)
In the losing battle that the plot fights with the characters, it often takes a cowardly
revenge. Nearly all novels are feeble at the end. This is because the plot requires
to be wound up. Why is this necessary? Why is there not a convention which
allows a novelist to stop as soon as he feels bored? Alas, he has to round things
off, and usually the characters go dead while he is at work. (Forster 102)
Esta insistencia en ligar la noción de plot a los aspectos más mecánicos de la
narración se entiende cuando vemos que la noción de acontecimiento (event) es
muy limitada en Forster (y en el uso popular del cual deriva su concepción). Está
claro que no considera que puedan pertenecer al plot las acciones ajenas a la vida
pública, los acontecimientos no claramente definidos o los que no llevan a
choques de intereses entre los personajes. Se trata además de acciones en
abstracto, realizadas por actores (actors) todavía sin individualizar, sin una
identidad (Forster 51). Aquí Forster se ve obligado a defender una novela
“orgánica” de carácter (104) frente a una novela “mecánica” o novela de
argumento. La dicotomía novela de carácter / novela de acción es frecuente en las
teorías de comienzos de siglo, herencia de la teoría y práctica de novelistas
victorianos como Trollope o James. (53). En cuanto a la oposición entre formas
mecánicas y orgánicas, tiene una larga tradición romántica (cf. por ej. Coleridge,
“Shakespeare’s Judgement Equal to His Genius”), y se halla implícita en las
polémicas en torno a los plots mecánicos de Dickens o en las pullas de los
“orgánicos” Thackeray y Trollope al “mecánico” Wilkie Collins (ver Sternberg, 184-
200). El resultado es que Forster, habiéndose ceñido a Aristóteles en su definición
de acción, ahora tiene que declararla insuficiente:
“All human happiness and misery”, says Aristotle [1450 a], take the form of action.
We know better. We believe that happiness and misery exist in the secret life,
which each of us leads privately and to which (in his characters) the novelist has
access. And by the secret life we mean the life for which there is no external
evidence (…) There is, however, no occasion to be hard of Aristotle. He had read
few novels and no modern ones—the Odyssey but not Ulysses—he was by
temperament apathetic to secrecy (...) and when he wrote the words quoted above
he had in view the drama, where no doubt they hold true. (Forster 91)
What is character but the determination of incident? What is incident but the
illustration of character? What is either a picture or a novel that is not of character?
(James, “The Art of Fiction” 88)
Vemos que en James se trata más bien de una subordinación orgánica que de
una relación de igual a igual entre acontecimientos y caracteres. (54).
Evidentemente, James también está pensando en acontecimientos “sociales”, en
choques de intereses entre personajes, decisiones, sorpresas, etc. Forster y
James no pueden encontrar el alma de una novela moderna en la acción
entendida así, al margen de una psicología más sutil e interiorizada. Story y plot
en Forster o James son, pues, explícitamente apsicológicos. La necesidad
expuesta por James de integrarlos orgánicamente con los personajes es por tanto
un reto artístico más bien que un a priori estructural. (55).
En este aspecto como en otros, las nociones de fabula y siuzhet son más
generalmente aplicables que las de story y plot. (56). La limitación autoimpuesta
en el alcance de sus conceptos amenaza ya en Forster con hacerlos inútiles para
el estudio en profundidad de la narración literaria. De hecho, el concepto de plot
que utiliza Forster en sus ejemplos tomados de Meredith, Charlotte Brontë,
Dickens, etc., es el segundo propuesto por él, el del tercer ejemplo del rey y la
reina, que añade a la causalidad la noción de punto de vista. (57).
to translate “fabula versus sujet” into “story versus plot” is not only to mislead the
reader but to blur a set of very useful theoretical distinctions. For if the properties of
each of the four are strictly distinguished, the critic may find their complementary
nature of great help. (Sternberg 12)
1.1.4.2. Muir
The term plot (…) is a definite term, it is a literary term and it is universally
applicable. It can be used in the widest popular sense. It designates for everyone,
not merely for the critic, the chain of events in a story and the principle which knits
it together. (Muir 16)
Entendido así, plot puede designar tanto a la fabula como al siuzhet, tanto a la
story de Forster como a cualquiera de sus conceptos de plot. La definición es
sencilla, pero excesivamente general y sólo aparentemente clara. Parece claro
que para Muir story es el conjunto del texto, y plot un elemento aislable de ese
conjunto (es la relación normal entre ambos términos en inglés, como entre
“narración” y “argumento” en español). Muir también utiliza “story” en el sentido de
un género determinado, “the most simple form of prose fiction (...) which records a
succession of events, generally marvellous” (17). Del libro de Muir se desprende
un concepto de argumento semejante al de Forster (y Aristóteles), un énfasis en el
poder organizador de la causalidad, que opera ante todo al nivel de la acción. Los
sugestivos estudios de Muir sobre la distinta experiencia del tiempo en la novela
de caracteres, en la novela dramática o en la crónica, poco nos dicen sobre las
técnicas narrativas que permiten esas distintas construcciones. Son estudios de la
experiencia del lector, y sólo indirectamente se refieren a la estructura de la obra.
Este relativo impresionismo se debe en parte a la insuficiente elaboración teórica
del concepto de plot utilizado por Muir.
Señalábamos que los conceptos anglosajones story y plot pierden identidad frente
al par fabula / siuzhet del formalismo ruso en la segunda mitad de nuestro siglo; de
hecho, tan pronto como se introducen en Occidente los trabajos de los formalistas.
Esta introdución se puede fechar, en lo que respecta al tema que nos ocupa, a
partir de 1949; es el año de publicación de Theory of Literature, fruto de la
colaboracion entre Austin Warren y René Wellek, un antiguo miembro del Círculo
de Praga, escuela ésta que tuvo contactos directos con los formalistas rusos.
Wellek y Warren resuelven así las limitaciones del concepto tradicional anglosajón
de plot:
The narrative structure of play, tale, or novel has traditionally been called the “plot”;
and probably the term should be retained. But then it must be taken in a sense
wide enough to include Chekhov and Flaubert and Henry James as well as Hardy,
Wilkie Collins, and Poe: it must not be restricted to a pattern of close intrigue (…).
The last third of Huck Finn, obviously inferior to the rest, seems prompted by a
mistaken sense of responsibility to provide some “plot”. The real plot, however, has
already been in successful progress: it is a mythic plot (…). (217)
(...) “sujet” is plot as mediated through “point of view”, “focus of narration”. “Fable”
is, so to speak, an abstraction from the “raw materials” of fiction (the author’s
experience, reading, etc.); the “sujet” is an abstraction from the “fable”, or, better, a
sharper focusing of narrative vision. (Wellek y Warren 218)
Let us begin this discussion by thinking of some action—it doesn’t matter whether it
is real or imaginary—in its full and massive array of facts, all disposed in their
chronological order. The teller of a story, whether in idle conversation or in the
serious business of writing a thousand-page novel, could not possibly use all the
facts involved in the situation. He has to select the facts that seem to him useful for
his particular purpose. (Brooks y Warren 79)
Pero por otra parte Brooks y Warren parecen ver ya una cierta selección en el
nivel de las acciones, tal y como nos llega en el mundo real, sin ningún propósito
deliberado, espontánea. De los ejemplos que dan, concluyen: “In these actions we
recognize, too, unity and significance. That is, these actions move towards an end,
and the end settles something” (78). Esta ligera ambigüedad ya estaba,
recordémoslo, en Aristóteles, cuando hablaba de coherencia tan pronto
refiriéndose al mythos como a la praxis de la cual es “imitación”. Podemos quizá
pensar en la selección de hechos que realiza el autor sobre la acción para
elaborar el plot como un proceso que duplica la selección intuitiva que nos hace
ver una acción como tal, recortando sus bordes, enfatizando la causalidad y
encerrándola en sí misma para fijar nuestra atención en ella. Percibimos
secuencias de acción en la vida real, y las enfatizamos en la literatura: sólo
Tristram Shandy era incapaz de hacerlo. Brooks y Warren arguyen que este
proceso de selección obedece en literatura a dos móviles, que definen, como
todos sus contemporáneos anglosajones, en términos de una estética realista y
humanista:
Vividness and significance—these are the tests of usefulness in selection. But the
two tend to merge. The vivid detail that catches the imagination helps create the
special quality, the “feel” of a story, and this “feel”, this atmosphere (…) is an
element of the meaning. (79)
Hay entonces en el plot una selección de hechos de la acción. También hay una
reordenación; el plot ya no tiene por qué seguir el orden cronológico. Brooks y
Warren dan el siguiente esquema como ejemplo:
Una ventaja, sin embargo, presenta este concepto de plot frente al siuzhet
formalista: mientras el siuzhet se definía “desde arriba”, contrastando la obra
efectiva con la fabula reconstruida, el plot es un concepto que se ha ido
desplazando “desde abajo”, desde un nivel correspondiente a la fabula formalista.
Conserva sus orígenes claramente, y aunque aquí ya está muy lejos de poder ser
interpretado como un mero esquema de la acción, no corre nunca el peligro que
veíamos en el siuzhet (sobre todo en las definiciones de Shklovski y Tynianov) de
indentificarse con la superficie textual o el conjunto de la estructura narrativa. El
plot es siempre inseparable de una noción de acción (cf. Brooks y Warren 77); es
siempre una abstracción realizada sobre un “aspecto” del discurso narrativo, y no
el discurso mismo.
Brooks y Warren ven el plot como un elemento del “diseño” (pattern o design) de
una obra. El diseño consiste en una estructura de repeticiones (directas o
indirectas) que nos conduce a atribuir un sentido a la obra. El argumento sería la
manifestación lógica del diseño; los caracteres de los personajes la manifestación
psicológica:
The items are all related to the line of interest, to the question, but each item
introduces a modification, even if the modification is merely a modification of
intensity through cumulative effect. In this sense, the pattern of logical, and
psychological change, logical as it relates to the theme of the story, psychological
as it relates to the motivation and development of character within the story.
Sometimes the logical, and sometimes the psychological, aspect of the pattern
may be the more obvious. (63).
Hay que señalar que el concepto de plot que están desarrollando aquí Brooks y
Warren no tiene mucho que ver con el que han desarrollado anteriormente; la
coherencia pediría que utilizasen aquí la palabra “lógica” aplicada a la action; si el
plot obedece a una lógica, se trata de una lógica de otra especie, una lógica de la
composición.
Otros autores no dudan en extender el término plot hasta cubrir toda el área de lo
que Brooks y Warren llaman pattern. Así, por ejemplo, Ronald S. Crane (“The
Concept of Plot and the Plot of Tom Jones “), que ve el plot como la síntesis de
tres ingredientes: la acción, el pensamiento y el carácter (conceptos que Crane
deriva respectivamente de mythos, diánoia y ethos en Aristóteles). Como señala
Elizabeth Dipple, Crane añade a la noción de plot elementos que en la Poética
corresponden a un nivel textual superior:
Lo que define al plot según Crane es el uso que hace de estos tres elementos, y
que él denomina una “temporal synthesis” (Crane 66). Robert Scholes y Robert
Kellogg formulan quizá con más claridad un concepto de plot tan amplio como el
de Crane:
Si bien el plot de Crane (o el “real plot” al que aludían Wellek y Warren) es una
realidad indudable, no resuelve el problema de cómo describir con precisión la
estructura narrativa de una obra. Está claro que necesitamos un surtido de
instrumentos conceptuales mucho mayor, unos más generales que otros, y otros,
por qué no, más mecánicos que unos. Scholes y Kellogg se ven obligados a volver
a un concepto más tradicional y limitado de plot en la conclusión de su capítulo
sobre “Plot in narrative”:
Plot, in the large sense, will always be mythos and always be traditional. (…)
Quality of mind (as expressed in the language of characterization, motivation,
description, and commentary) not plot, is the soul of narrative. Plot is only the
indispensable skeleton which, if fleshed out with character and incident, provides
the necessary clay into which life may be breathed. (239)
Pero el problema es que, como hemos visto y como ha mostrado el mismo Volek,
tampoco los términos formalistas tienen un significado unitario. La fabula de
Shklovski no es la de Tomashevski, el siuzhet de éste no es el de Propp, Volek
cree que los de Krausova no coinciden con ninguno de éstos y él mismo propone
más adelante una interpretación diferente.
Parece inevitable que cada teoría construya sus términos ad hoc, utilizando los
elaborados por las anteriores sólo en la medida en que pueden ayudarle a formar
un sistema coherente. Si los términos adoptados resultan deformados o mutilados,
no siempre habrá sido para mal: en este proceso de bricolage pueden
manifestarse debilidades de aquellas teorías, o surgir sentidos inesperados que
podrán ser integrados junto con los originales mal interpretados en una teoría más
inclusiva. La profusión terminológica rara vez es injustificable, aun si queda
injustificada.
Notas
3. Cf. Roman Ingarden, The Literary Work of Art 218 ss; Karl Bühler, Teoría del
Lenguaje 69; Félix Martínez Bonati, La estructura de la obra literaria 184.
4. Por ejemplo, Claude Bremond: “Le raconté a ses signifiants propres, ses
racontants: ceux-ci ne sont pas des mots, des images ou des gestes, mais les
événements, les situations et les conduites signifiés par ces mots, ces images, ces
gestes” (“Le message narratif” 4).
9. De hecho, todos los géneros poéticos resultan ser mixtos según este criterio: la
tragedia y la comedia utilizan el espectáculo, los gestos y la música, ésta última
utilizada también por la poesía lírica y el ditirambo; incluso en la épica entra un
componente no propiamente lingüístico (el ritmo).
10. Ricœur (Time and Narrative 1, 36) también utiliza este sentido amplio del
término “narrativo”. El sentido restringido del término “narrativo” debe también
conservarse: se refiere, evidentemente, a los géneros que narran una acción
verbalmente y no dramáticamente: epopeya, novela, historia, anécdota... Ver otras
soluciones terminológicas a esta dualidad en Ricœur (238 n.15). Observemos que
el hecho de que Aristóteles se ocupe sólo de géneros narrativos en sentido amplio
no debería interpetarse en el sentido de restringir el sentido de mimesis a la
relación entre mythos y praxis, como querría Ricœur (Time and Narrative 1, 34);
véase el cap. 1 de la Poética.
11. Cf. Genette, "Discours" 184 ss; Tomás González Rolán, "Breve introducción a
la problemática de los géneros literarios: su clasificación en la Antigüedad clásica";
Stephen Halliwell, Aristotle's Poetics 132 ss.
13. Cf. Ricœur, Time and Narrative 1, 38. El mismo Aristóteles presupone que la
tragedia no es sino la manifestación más elaborada y excelente de fenómenos
miméticos que también se dan en otros géneros.
14. Suponiendo que queramos considerar que en Aristóteles el nivel de las
acciones está efectivamente presente en la obra. En la lista aristotélica de las seis
partes constitutivas de la tragedia se encuentran incluídos mythos y dicción, pero
no praxis. Probablemente Aristóteles considera que la acción no tiene un lugar en
su análisis al margen del mythos, porque sólo se manifiesta a través de él.
17. Ricœur (Time and Narrative1, 33, 48) sostiene una interpretación distinta,
según la cual los términos aristotélicos no se refieren a estructuras, sino a
operaciones. A pesar del saludable énfasis de Ricœur en los aspectos
cognosicitivos y dinámicos de la Poética, parece claro que una operación
estructuradora determinada da lugar a una estructura correspondiente.
19. Para Dupont-Roc y Lallot hay que distinguir praxeis (datos externos a la obra,
referenciales) de pragmata: estos acontecimientos ya organizados en una acción
unificada (praxis) son ya productos de una primera actividad mimética,
configuradora (219).
20. Esta actividad del receptor es lo que Ricœur denomina mimesis 3 (Time and
Narrative 1, 46). El mismo énfasis en la actividad configuradora del receptor se
encuentra en un pasaje paralelo de la Retórica de Aristóteles (I, 1371b). Sobre la
actividad del receptor, ver más adelante las secciones 3.3.3 y 3.4.2.
21. Aunque quizá se aproxime más a la que el lector recuerda tras la lectura.
22. Nos estamos refiriendo al nivel de las acciones, por lo cual la definición que
buscamos no es del tipo de la que da Aristóteles refiriéndose a la tragedia como el
género que por medio de la piedad y el terror nos purifica de tales pasiones;
tampoco definiciones genéricas basadas en la métrica, etc.
23. De hecho, Aristóteles suele hablar de peripecia, anagnórisis, etc. como partes
del mythos y no como partes de la praxis. Pero recordemos que no incluía a esta
última como una parte específica de la tragedia. Anagnórisis y peripecia son parte
del mythos en tanto en cuanto son partes de la praxis imitada por éste. A veces
Aristóteles es más explícito: "Los argumentos [tôn mython] son simples y
complejos, pues también son así las acciones [práxeis] de las que son imitación"
(1452 a).
24. Michael J. Toolan, Narrative: A Critical Linguistic Introduction 91; Ricœur, Time
and Narrative 1, 44.
25. Cf. por ejemplo Claude Bremond ("La logique des possibles narratifs") o Mieke
Bal (Teoría de la narrativa 40).
26. Seguimos aquí el énfasis que Ricœur pone en esta interacción (Time and
Narrative 1, 38 ss).
28. Cf. por ejemplo la transposición de las categorías de Freytag por parte de Bliss
Perry, A Study of Prose Fiction 129-153.
29. Ver por ej. Lord Raglan, The Hero; Jack Matthews (ed.), Archetypal Themes in
the Modern Story; Juan Villegas, La estructura mítica del héroe en la novela del
siglo XX; Ted Spivey, The Journey Beyond Tragedy: A Study of Myth and Modern
Fiction. A un nivel más general, Ricœur (Time and Narrative 2, 35) relaciona la
estructura básicamente tripartita de Propp con los conceptos aristotélicos de
complicación y resolución, todavía más universales, por supuesto.
31. Por ej. en Lubomír Dolezel ("Toward a Structural Theory of Content in Prose
Fiction").
34. Cf. sin embargo la crítica de Claude Bremond, “Message”, así como el análisis
de Ricœur (Time and Narrative 2, 33-38.
35. Ya podemos suponer, sin embargo, que Propp no entra en el debate sobre la
naturaleza verbal o extraverbal de los recursos artísticos de la literatura, debate en
el que Zhirmunski defendía, frente a Vinogradov y Eïjenbaum, la naturaleza no
verbal de algunos recursos estilísticos (cf. Erlich 234).
42. Por ejemplo, en el caso de Molloy o de cualquier novela que haga uso de
elemementos mítico-folklóricos, las estructuras folklóricas o su distorsión
identificadas con un análisis funcional al modo de Propp no nos dan sino una
pequeña porción de los motivos ligados de la obra en su conjunto. Es, por
ejemplo, fundamental que sea Molloy quien al final escribe su propia historia, pero
este hecho es indiferente desde la perspectiva de Propp.
43. "Los motivos que modifican la situación son dinámicos, mientras que los que
no la modifican son estáticos” (Tomashevkski, Teoría 188).
45. "Dejemos además por bien asentado que la tragedia es imitación de una
acción entera y perfecta (…). Está y es entero lo que tenga principio, medio y final;
siendo principio aquello que no tenga que seguir necesariamente a otra cosa,
mientras que otras tengan que seguirle a él o para hacerse o para ser; y fin, por el
contrario, lo que por naturaleza tiene que seguir a otro, sea necesariamente o las
más de las veces, mas a él no le siga ya ninguno; y medio, lo que sigue a otro y es
seguido por otro" (Poética 1450 b).
46. Según la definición y los ejemplos de Aristóteles (Poética 1452 a), la peripecia
es el giro inesperado de una acción, que frustra las expectativas de un personaje
al producir resultados contrarios a los previstos.
47. Cf. Hayden White, Metahistory; "The Value of Narrativity in the Representation
of Reality".
48. Tynianov, "Ob osnovaj kino". Cit. en Volek 133.
49. Cf. por ej. Nora Krausova, "K teorii sujetu", cit. en Volek 132.
50. Lemon y Reis (Russian Formalist Criticism: Four Essays). Son también las
equivalencias establecidas por Erlich (véase 1.1.3.2 supra) o Peter Steiner
(Russian Formalism: A Metapoetics 58 passim).
51. Por ej. Tomashevski, Teoría 182. Cf. también Aristóteles, Poética 1451 a.
52. Estos tres términos no son sinónimos, como no lo son plot, siuzhet y relato.
53. Véase p. ej. Perry 141-142, o Edwin Muir, The Structure of the Novel 7-40.
Paradójicamente, James defiende esta oposición entre carácter y acción
negándola (cf. la cita de la página siguiente).
57. Todo esto hace aún más sorprendente la ligereza con que Forster trata los
intentos de clasificación de puntos de vista que hace Percy Lubbock inspirándose
en James. Cf. Lubbock,The Craft of Fiction; Forster 85-86.
58. Por ejemplo: no procede hacer coincidir en ningún caso fabula y siuzhet
porque se trata precisamente de términos relacionados diferencialmente. Si por
siuzhet entendemos una estructura de acción que no incluye la manifestación
verbal (relato) no se trataría de un nivel manifiesto, sino abstractivo. El punto de
vista es normalmente no irrelevante sino decisivo para definir una “trama”,
“argumento” o plot. Etc.
60. Según Volek, “esta concepción es más análoga a la formalista, pero al mismo
tiempo se revelan en ella los puntos débiles de las concepciones
anglonorteamericanas: pese a cierta oposición espontánea, entre los términos
story y plot no ha evolucionado nunca la relación rigurosa y complementaria,
inequívocamente definible, que caracteriza a la oposición de fábula y siuzhet,
entre otras cosas porque lo ha frenado el enlace histórico de los términos” (134).
61. P. 81. Cf. el mismo error denunciado en Freytag por Sternberg (13).
Tomashevski presentaba unos conceptos equivalentes, pero los aplicaba,
acertadamente, a la fabula (Teoría 189).
63. Brooks y Warren (655). Cf. las observaciones de James y Forster, 1.1.4.1
supra.
1.2.1. Diferentes teorías sobre los niveles de análisis del texto literario
discurso (texto)
relato ----------------- paráfrasis del relato
acción ---------------- paráfrasis de la acción
(cuadro nº 2)
En el caso del discurso, podemos hablar directamente de resumen; para el relato y
la acción debemos suponer un paso intermedio que llamaremos esquema. En
cuanto a las paráfrasis, parece claro que una paráfrasis del relato o de la historia
es un desideratum y que en la práctica una paráfrasis es la verbalización de un
esquema del relato o de la historia, obedeciendo a un principio de selección u otro.
Los resúmenes o paráfrasis del relato y de la acción recogen lo esencial de cada
uno de los niveles. Qué sea lo esencial, sin embargo, no puede determinarse a
partir del texto, sino a partir de la situación comunicativa en la que se está
haciendo uso del texto. La estructura narrativa constituída por la serie de
funciones en un cuento maravilloso ruso sería en nuestra terminología no la
acción, sino un esquema de la acción, que selecciona los elementos de ésta que
son relevantes para un determinado estudio de literatura comparada. El término
discurso engloba aquí tanto el nivel lingüístico-textual como las situaciones
comunicativas en las que se utilizan efectivamente los textos (como se ve, sería
facil desglosar aquí un cuarto nivel de análisis).Volveremos más adelante sobre
los detalles de esta clasificación de los niveles del texto narrativo. Ahora nos
interesa más justificar su naturaleza y delimitarla frente a otras al uso.
No consideramos que estos niveles sean entes objetivos que estén ocultos en los
textos, esperando ser descubiertos.18 Creemos que se pueden establecer en el
análisis textual tantos niveles como se deseen (cf. Segre, Principios 126), al
menos mientras se logren mantener separados. Pero unas distinciones son más
clarificadoras que otras, sobre todo por el hecho de que muchos teorizadores,
empezando por Aristóteles, las han usado implícitamente, sin definirlas con
claridad, llevando así a frecuentes confusiones. Por ejemplo, Barthes
(“Introduction”) establece una triple división entre “nivel de las funciones”, “nivel de
las acciones” y “nivel de la narración”, saltándose con ello aparentemente el nivel
del relato. Pero sólo aparentemente, porque desde luego Barthes no ignora la
diferencia entre texto y relato de un modo radical. Simplemente la utiliza de una
manera implícita.19 Otro ejemplo: Cesare Segre (Las estructuras y el tiempo 14)
establece la triple división fábula, intriga y discurso. El discurso sería “el texto
narrativo significante”, la intriga “el contenido del texto en el mismo orden en el que
se presenta” y la fábula “el contenido, o mejor, sus elementos esenciales,
colocado en un orden lógico y cronológico”. Observemos en esta última definición
una ligera inseguridad entre dos significados posibles, “el contenido” o “sus
elementos esenciales”. Esta ambivalencia entre lo abstracto y lo concreto aparece
también en Barthes (“Introduction”), en Tomashevski (Teoría), donde la fabula era
ya la serie de motivos, ya “esencialmente” la serie de motivos ligados; también en
las definiciones de plot de la crítica anglonorteamericana, que hacían oscilar a
este concepto entre el relato y el esquema de la historia, o ya en Aristóteles, con la
distinción sólo parcial entre los esbozos de argumentos y los argumentos
elaborados con episodios.
1.2.2. La narratividad
Mieke Bal define así lo que en nuestra teoría serían los tres niveles “verticales”
definidos en la sección anterior (discurso, relato, acción):
2. Un RECIT est le signifié d’un texte narratif. Un récit signifie à son tour une
histoire.
3. Une HISTOIRE est une série d’événements logiquement reliés entre eux, et
causés ou subis par des acteurs.
3.1. Un événement est le passage d’un état à un autre. Tout changement, aussi
minime qu’il soit, constitue un événement. (...)
3.7. L’ensemble des événements dans leur ordre chronologique, dans leur
situation locale, dans leurs relations avec les acteurs qui les causent ou les
subissent, constitue l’histoire. (Narratologie 4)
Bal sólo considera en su estudio los textos lingüísticos, aunque remite a Lotman
(Estructura) para la discusión sobre el término texto aplicado a estructuraciones de
signos no lingüísticos. Señala sin embargo (16) que el nivel del relato (récit) ya no
es propiamente lingüístico, sino más ampliamente semiótico. Lo mismo sucede
con la acción (» histoire; cf. también Segre, Principios 214). Más exactamente,
dice Bal, “le récit (...) est linguistique par rapport au texte, non-linguistique par
rapport à l’histoire”. La histoire es según esta concepción una estructura no
lingüística que ordena (y subyace a) un texto lingüístico. El lenguaje será uno de
los medios que se pueden usar para transmitirla, pero no el único. Es fácil ver que
hay otras artes narrativas, aparte de la literatura.20 El cine presenta elementos de
una narratividad común con la literatura y de otra más propiamente fílmica. Otras
artes basadas en signos icónicos son capaces de transmitir una acción; así el
comic o la misma pintura.21
Pero, ciñéndonos a los textos lingüísticos, ¿existe una implicación necesaria entre
texto y acción? ¿Es una acción, tal como la hemos definido, una estructura
profunda presente en todos los textos? Observemos que Bal habla primero de
texto, e inmediatamente de texto narrativo. No a todos los textos subyace una
acción.22 De aquí se deriva necesariamente que estos textos no narrativos
tendrán, por el hecho de ser textos, algún tipo de estructuración; hay, además de
las acciones, otras estructuras capaces de organizar un texto, sean lingüísticas o
no, y coexistan o no en un texto dado con una acción. Para Cesare Segre, “se
podría afirmar la individualidad de un texto cuando éste permite, a algún nivel, una
paráfrasis unitaria” (Principios 373). Ese nivel no tiene por qué ser una acción. 23
Sin embargo, creemos que a la vez Lotman mezcla aquí varias cuestiones muy
distintas. Aceptamos que en el caso de los textos literarios tenga el argumento esa
función original o subyacente de contraste ideológico (cf. también Kristeva, Texto),
pero podemos dudar razonablemente de que sea siempre en el sentido de
favorecer el dinamismo ideológico o el progresismo social, sentido que se insinúa
subrepticiamente en la formulación dada por Lotman. Por otra parte, un texto no
narrativo puede presentar una tensión ideológica semejante, y una circulación
semejante entre los dos campos ideológicos. No hay que confundir la movilidad
semántica indudable que produce (o en la que consiste) el argumento con el
contraste ideológico señalado, más problemático, o llegar hasta el punto de creer
que los textos con argumento son de izquierdas. Creemos que es más exacto
afirmar que los textos con argumento y los textos sin argumento, en función de la
diferente estructura semántica señalada por Lotman, desempeñan funciones
discursivas diferentes. La guía de teléfonos, ejemplo de texto sin argumento dado
por Lotman, es ideológicamente más bien neutra que conservadora.
the homological structure, as Lévi-Strauss had then formulated it, took no account
of the linear development of the story but assumed that various relationships would
be repeated throughout the tale. the plot as a whole would have the same structure
as a series of four actions or episodes, or at least the homology representing its
structure would have to be so abstract that it could be found repeated in different
parts of the story. (Structuralist Poetics 215)
Most stories, in Greimas’s view, move either from a negative to a positive contract
(alienation from society to reintegration into society) or from a positive contract to
the breaking of that contract. Although this distinction is not easy to make (...) it
does draw our attention to an important aspect of plot structure which is already
adumbrated in the model of narrative as a move from inverted content to resolved
content. (Culler, Structuralist Poetics 214)
William O. Hendricks (Essays on Semiolinguistics and Verbal Art 175 ss) propone
asimismo una doble estructura subyacente: una subestructura paradigmática, en
la que los personajes se organizan en campos temáticos, y una subestructura
sintagmática, que corresponde al argumento, cuya misión es temporalizar el
conflicto “espacial” de la estructura paradigmática, planteando una situación inicial
y conduciendo a su inversión. Recordemos ahora las observaciones de Lotman
sobre los textos con argumento:
También Emil Volek coincide en lo fundamental con Greimas, van Dijk, Hendricks
o Lotman:
La baja narratividad de la obra de Beckett hace que muchos estudios sobre ella se
basen implícitamente en esquemas semejantes. La trilogía podría describirse
básicamente como la siguiente oposición correlativa: palabra : silencio :: mentira :
verdad. La resolución narrativa habría de romper las equivalencias establecidas y
hallar una palabra verdadera, equivalente al silencio. Pero la trilogía acaba con
una aporía: esa palabra es innombrable, en un doble sentido: por una parte no es
decible, por otra, es decible negativamente, es la palabra “innombrable”, el título y
concepto generador de L’Innommable, la tercera novela de la trilogía. En un
sentido, la trilogía avanza hacia esta aporía; pero se trata de un desvelamiento,
porque la aporía existe desde el principio, y es frecuentemente anunciada en
Molloy. Así, habrá que distinguir esa aporía atemporal de su desvelamiento
narrativo temporal y éste de otras temporalidades presentes en el discurso
narrativo.
Para que una narración sea tal, deben estar presentes las “constricciones
adicionales” que señala van Dijk (Text Grammars): debe constituirse un nivel
sintagmático profundo (con una temporalidad propia independiente de la del
discurso), personajes, una situación y su transformación, acontecimientos. Todos
estos elementos no son por tanto el “significado” último de la narración artística, ni
tampoco de la narración instrumental cotidiana, que también juega con recursos
lingüísticos que van mas allá de la simple referencialidad. Como ya intuyeron los
formalistas y afirma decididamente el estructuralismo, la acción y sus elementos
(personajes, acontecimientos, etc.) son forma, no contenido. Por ejemplo, para
Julia Kristeva, la evolución del “texto” (acción)
no es del orden del significado: es una mutación del significante narrativo, de las
figuras y las configuraciones del relato, sin alcanzar el significado que sos-tiene la
distribución narrativa. (Texto 60)
En modelos tan distintos como los de Lotman o Brooks y Warren veíamos resaltar
la importancia de oponer un estado inicial a un estado final en la descripción de la
acción, mediados por un acontecimiento o transgresión de límites semánticos.
Claude Bremond36 desarrolla sobre estos principios un modelo para el análisis
microestructural de la narración. Es decir, lo aplica no al conjunto de la acción,
sino a cada uno de los acontecimientos que la constituyen. Bremond parte del
modelo funcional de Propp y lo reformula, transformándolo de modelo cerrado,
destinado al estudio abstractivo de un corpus de textos, en modelo abierto,
pensado para el análisis de textos tomados individualmente (cf. Segre, Principios
304). Bremond flexibiliza el modelo de Propp, suprimiendo entre otras cosas la
obligatoriedad de sucesión de las funciones en una secuencia establecida;
posibilita así el análisis de relatos con varias líneas de acción, pero paga el precio
de reducir drásticamente el contenido mítico del modelo, que se transforma en un
puro esquema formal. Bremond resume así su modelo descriptivo:
a) une fonction qui ouvre la possibilité du processus sous forme de conduite à tenir
ou d’événement à prévoir;
b) une fonction qui réalise cette virtualité sous forme de conduite ou d’événement
en acte;
a theory of narrative is a system <E, R > of a set E of events <e1, e2,...> and a set
R of relations over members of E. We might say that E is a sort of ‘vocabulary’ of
the theory of narrative and R is a set of ‘grammatical’ rules which define the well-
formed narrative sequences over E. A narrative structure N is thus defined as an n-
tuple of events <e1, e2, … en> ordered by one or more relations. One of these
relations is the relation Prec (for ‘preceding’) which will be introduced as an
undefined term. (Text Grammars 307)
Fonctions et Indices recouvrent donc une autre distinction classique: les Fonctions
impliquent des relata métonymiques, les Indices des relata métaphoriques; les
unes correspondent à une fonctionnalité du faire, les autres à une fonctionnalité de
l’ être. (“Introduction” 9)
Pour qu’une fonction soit cardinale, il suffit que l’action à laquelle elle se réfère
ouvre (ou maintienne, ou ferme) une alternative conséquente pour la suite de
l’histoire, bref, qu’elle inaugure ou conclue une incertitude. (“Introduction” 9)
No hay que suponer que sean los lenguajes artísticos los únicos que se
superponen a una hipotética “lengua común” que no crearía esos sistemas
secundarios; no hay tal lenguaje ordinario, sino sólo usos y registros diversificados
en situaciones discursivas concretas. Si los textos artísticos difieren de los del
lenguaje común en cuanto a la modelización secundaria, es sólo en cuanto al tipo
y al grado de ésta, y no porque se halle ausente de otros fenómenos discursivos.
El estudio de la narración es un buen ejemplo: las narraciones no literarias y las
literarias comparten un buen número de características.44
Perhaps the best way to understand taxonomies is to treat the historian or critic as
“native speaker”, a user proficient in a code. It is his behaviour, as much as the
work itself, that we need to examine. (Story and Discourse 94)
Traduciendo al tema que nos ocupa: no podremos decidir qué acciones o tipos de
acciones deberán considerarse nucleares más que en el marco no ya de un texto,
sino de una lectura dada, que será, evidentemente, nuestra lectura. Un enfoque
estructural no se puede aplicar a a prioris inmateriales. Pero esto no significa un
retorno al impresionismo o una aceptación del caos. La creación de sentido sigue
unos pasos medibles en un contexto dado; es inevitable que los distintos
intérpretes de un texto compartan una hermenéutica en función de su pertenencia
a una misma cultura. Corresponde al teorizador desarrollar los conceptos
abstractos que mejor puedan explicitar los presupuestos de las interpretaciones
efectivas.45 Más adelante volveremos sobre los problemas de las lecturas
individuales. Por el momento, concentrémonos en el intento de elaborar una
terminología precisa para describir los elementos más objetivos de la acción.
(Figura nº 2)
Son matrices generativas de este tipo las que consituyen el nivel semiótico más
profundo según Greimas, y las que rigen la construcción de todo sentido. Se
remiten a una matriz semejante, por ejemplo, los rasgos caracterizadores de
personajes que los oponen significativamente, así como los rasgos que sirven
para describir una fase del argumento con respecto a otra (por ejemplo, mediante
el paso del parecer al ser, o de la ignorancia al conocimiento, etc.). Mediante este
mecanismo se puede analizar estructuralmente el sentido que subyace a
conceptos narratolóticos más elaborados, como por ejemplo “anagnórisis”,
“clausura”, etc.
Aunque las teorías de Greimas y sus colaboradores tienen por objetivo explicar la
creación de significado en todo tipo de objetos semióticos, sólo nos fijaremos
ahora en algunos aspectos que nos darán una primera aproximación a lo que
sería un análisis en rasgos distintivos de los conceptos de estado y de
acontecimiento. Encontramos en su teoría (134) una definición de acción:
Le discours, et, plus particulièrement, le discours narratif, peut être considéré
comme une suite d’états, précédés et/ou suivis de transformations. La
représentation logico-sémantique d’un tel discours devra donc introduire des
énoncés d’état, correspondant à des jonctions entre sujets et objets, et des
énoncés de faire qui expriment les transformations.48
Enunciados de acción (énoncés de faire) y enunciados de estado (énoncés d’état)
no son parte del texto que transmite la acción; se trata de enunciados
metalingüísticos, semejantes a otros que ya hemos visto (más o menos
claramente definidos) en Barthes o Tomashevski, y semejantes también a los
process statements / stasis statements de Chatman (Story and Discourse 31-41).
Se trata de dos tipos de enunciados elementales que no son reducibles a una
forma común. Ambos tipos de enunciados pueden desempeñar dos papeles
diferentes en la descripción: “Lorsque un énoncé (de faire ou d’état) régit un autre
énoncé de faire ou d’état, le premier est dit énoncé modal, le second énoncé
descriptif” (Greimas y Courtés 124). Este sentido de “modal”, “modalidad”, deriva
de la concepción clásica tal como se entiende, por ejemplo, en la definición de los
verbos modales. Greimas y Courtés (231) proponen el cuadro de modalidades que
aquí traducimos:
_____________________________________________________________
MODALIDADES virtualizantes actualizantes realizantes
_____________________________________________________________
exotáxicas DEBER PODER HACER
_____________________________________________________________
endotáxicas QUERER SABER SER
_____________________________________________________________
(Cuadro nº 3)
la structure constituée par un énoncé de faire régissant un énoncé d’état (…) [L]e
PN [programme narratif] peut être interprété, en mauvais français, comme un
“faire-ëtre” du sujet, comme l’appel à l’existence d’un nouvel “état de choses”,
comme génération (saisissable tant au niveau de la production qu’à celui de la
lecture) d’un nouvel “être sémiotique”. (382)
(Figura nº 3)
La asignación de equivalentes textuales a cada uno de los roles actanciales de un
modelo de este tipo resulta en uno de los posibles esquemas de la acción que
sintetizan (e interpretan) una acción determinada. Es de notar que esta asignación
puede hacerse a diferentes niveles de abstracción: de ahí el elemento
interpretativo. La escala personaje / actor / actante puede reducirse a una tipología
de combinaciones de rasgos distintivos. Rasgos de carácter más general se
atribuirían al nivel actancial, algunos rasgos estarán limitados a (ciertos tipos de)
actores humanos, etc. (cf. Kristeva, Texto 167).
3. Steht die Konstanz bzw. Variabilität in irgendeiner Beziehung zur Handlung des
Märchens?
(Frankenberg 353)
Frankenberg señala la existencia de lo que podríamos llamar personajes
mediadores, que de alguna manera están en el centro del transvase de rasgos
que se opera en la acción entre los principales bloques de personajes enfrentados.
Bal (Teoría 95) llega conclusiones semejantes. Los modelos estructuralistas
actuales integran de este modo el carácter y la acción, desarrollando las
intuiciones de teorizadores como James (cf. 1.1.4.1 supra) o el propio
Aristóteles.57 Una descripción semejante debe explicitar el valor estructural de los
elementos tomados en consideración: cada rasgo de los personajes, cada acción,
cada descripción de ambiente... Es de señalar que la descripción de la acción
como estructura profunda del texto narrativo entraña a veces notables
transformaciones de los elementos presentes en éste. Así, Bremond señala que
es casi siempre posible convertir las descripciones de ambiente en proposiciones
cuyo verdadero sujeto desde el punto de vista narrativo es un personaje.58 Habría
pues un antropocentrismo de la narración, traducido en una circulación semántica
entre descripción y narración que hace que la información sobre los personajes
pueda obtenerse indirectamente. Podríamos decir con Chatman (Story and
Discourse 31, 146) que tales descripciones son un enunciado narrativo oculto,
formulable metalingüísticamente; normalmente un enunciado “estático”, un
adjetivo que caracteriza al personaje.59 No conviene confundir el estatismo de un
rasgo con su importancia, como parece hacer Chatman (Story and Discourse 127
ss) separando los rasgos de carácter de los estados de ánimo (traits / moods). Así,
habrá rasgos centrales y rasgos periféricos, pudiendo ambos ser permanentes o
no permanentes. Evidentemente, se pueden relacionar estas dos oposiciones; Bal
(Teoría 93) señala la repetición como el factor decisivo en la creación de la imagen
de un personaje, determinante de qué rasgos van a caracterizarlo. Habría que
añadir que la importancia de la repetición es inversamente proporcional a lo
idiosincrásico del rasgo según los esquemas socioculturales y más
específicamente literarios del lector. Una acción considerada trivial deberá
subrayarse de modo que se haga perceptible si ha de llegar a caracterizar a un
personaje. Hay unos rasgos más permanentes que otros y sin duda muchos se
mantienen inalterados a los largo de la acción. Pero es igualmente frecuente el
caso de que alguno de los rasgos centrales en la construcción de un personaje
desaparezca y se vea sustituido por uno nuevo como resultado del desarrollo de la
acción (cf. Bal, Teoría 97). Y recordemos, por último, que si el personaje es un
proceso, no sólo es un proceso al nivel de la acción, sino también con respecto a
los niveles superiores del relato y del discurso. Al nivel del relato, por ejemplo,
habrá que tener en cuenta el desarrollo del punto de vista del cual son sujetos u
objetos los personajes, pues también esto pasa a ser un “rasgo de carácter” a este
nivel de análisis superior. A un nivel discursivo, un proceso adicional al que se
somete el personaje es el de la lectura. Desde el punto de vista de su
manifestación al lector, todos los rasgos, incluso los permanentes, son datos
contingentes, variables, que deben ir apareciendo para constituir gradualmente la
estructura en proceso de le acción, y que luego pueden o bien mantenerse o bien
desaparecer, dejando tan sólo una huella virtual.
Una de las muchas aplicaciones del análisis que hemos esbozado puede ser el
estudio del punto de vista en la acción. Si bien el estudio del punto de vista será
de primera importancia únicamente en el análisis del relato, conviene ahora
observar que las raíces de este fenómeno se hunden en buena medida en la
acción.
One could argue that every narrative operates according to this double logic,
presenting its plot as a sequence of events which is prior to and independent of the
given perspective on these events, and, at the same time, suggesting by its implicit
claims to significance that these events are justified by their appropriateness to a
themic structure. (“Fabula and sjuzhet in the analysis of narrative” 32)
Será útil, por tanto, confrontar el mundo de la acción con el del narrador y el del
autor: sólo así se puede llegar a una interpretación del texto, aun limitándose al
plano narrativo. La identificación de roles actanciales (cf. Greimas, Sémiotique)
sólo puede hacerse sobre la base de la globalidad del texto, no sobre un esquema
de la acción. O, mejor dicho, un esquema relevante de la acción ha de basarse en
el conjunto del texto; y como se desprende de las observaciones de Culler, sólo
puede constituirse retrospectivamente.1
Uno de los más eficaces mecanismos para integrar la acción con los otros niveles
del texto narrativo es la identificación efectiva que se puede dar entre la
competencia modal del sujeto actancial y la de las entidades pertenecientes a
otros planos, como el narrador o el lector. Esta duplicación de las estructuras
modales parece darse sobre todo en lo que Greimas y Courtés denominan las
modalidades del saber, del querer y del ser (moda-lidades endotáxicas), aunque
no es impensable su extensión a las modalidades exotáxicas en textos
experimentales. Encontramos aquí la base de lo que la crítica
anglonorteamericana ha denominado, con característica inclusividad, “punto de
vista” (point of view), en todas las acepciones en que se suele tomar el término en
crítica literaria, desde la “focalización” de Genette (“Discours”) o Bal (Narratologie)
a las “distancias” de Booth.2 La duplicación en sí es lo que constituye el punto de
vista, y la estudiaremos en sus diferentes manifestaciones en los capítulos
dedicados al relato y al discurso. Ahora sólo nos interesa apuntar rápidamente la
naturaleza de lo duplicado, de lo presente en la acción.
Not wholly paradoxically, the most interesting suggestions seem to come from the
domain of literary theory, especially the theory of narrative structures, whatever the
methodological weakness of these approaches still may be. (Text Grammars 134-
135)
El mismo van Dijk propone categorías subsumidas bajo una misma proposición
macroestructural que coinciden parcialmente con las ya expuestas. Estas
categorías pueden utilizarse como rasgos diferenciadores en una tipología de
discursos. En la narración, van Dijk propone a título de ejemplo una categoría que
rija la especificación de tiempo, espacio y personajes (Texto 227). Si se trata de
una macroestructura, deberá corresponderse con algún momento del análisis
narratológico que venimos realizando; y encontramos un momento semejante en
el paso del esquema de la acción a la acción. Podríamos encontrar equivalentes
de esta misma operación descriptiva en muchas otras teorías narratológicas,
desde Aristóteles (Poética 1455 b) hasta Mieke Bal, que describe de un modo
semejante el paso de la histoire al récit. Las proposiciones gobernadas por esta
macroestructura se entremezclarán en la linealidad textual con las que domine la
macroestructura específicamente narrativa (esquema de la acción), que es el
equivalente aproximado en la teoría de van Dijk a la secuencia funcional de Propp:
Obsérvese que las frases o proposiciones individuales no tienen, como tales, esta
función narrativa, sino sólo la proposición macro-estructural vinculada por una
secuencia de proposiciones. Es posible, en este caso, que la secuencia que
determina una macro-proposición con tal función narrativa concreta sea
discontinua.10
Las estructuras narrativas son, según la gramática textual de van Dijk, una
estructuración adicional impuesta sobre un texto, más bien que el equivalente de
hipotéticas estructuraciones diferentes de nivel semejante que estarían presentes
en los textos no narrativos. Esto es, al menos, lo que se desprende de sus
reflexiones sobre la diferencia estructural entre prosa y poesía. Las reglas
macroestructurales sólo operarían en poesía en la estructura profunda temática.
Reglas más propiamente “sintácticas” de tipo macroestructural sólo se darían en la
narración:
La definición explícita del texto poético viene dada, pues, por reglas y
transformaciones que manifiestan esta estructura profunda en la superficie
oracional. A diferencia de lo que ocurre en el texto narrativo, son sobre todo las
microoperaciones (fónicas, sintácticas y gráficas) las que dominan en este tipo de
textos literarios. (“Aspectos de una teoría generativa del texto poético” 239. Cf.
Text Grammars 275)
Más exactamente, van Dijk admite que en algunos tipos de prosa pueden existir
macroestructuras temáticas proyectadas sobre la superficie textual. En este tipo
de prosa, “both types [of macrostructures] actualize their typical operations” (Text
Grammars 275). Se daría esto en textos literarios como las novelas en prosa
poética o el “nouveau roman”, que alcanza un nivel de “entropía”11 similar al de la
poesía. El caso de Beckett es particularmente evidente: lo narrativo es una simple
armazón (obsoleta y denunciada por la voz narrativa) para la presentación de una
poderosa estructura temática, que organiza con gran rigor la selección de
imágenes, el pensamientos subyacente a la obra y las mismas estructuras
narrativas tanto a nivel de acción como de relato o de discurso. La palabra falsa o
insuficiente se expande en un abanico de símbolos análogos: la vejez, la
esterilidad, la putrefacción, símbolos escatológicos de todo tipo. A la vez, gobierna
el uso de las macroestructuras narrativas convencionales: la empresa arquetípica
del héroe no puede acabar sino en fracaso. Y la aporía de la inefabilidad, el círculo
vicioso del pensamiento beckettiano, se traducen a la vez en la perversa
reflexividad de toda la estructura textual, que sigue reposando sobre una base
narrativa a pesar de denunciarla.
Una macroestructura de un texto puede ser utilizada para elaborar una paráfrasis
más o menos exhaustiva de ese texto. La importancia de la paráfrasis viene dada
por el hecho de que es el instrumento utilizado tanto por el lector como por el
crítico a la hora de procesar los contenidos textuales. No hay medios objetivos
para caracterizar elementos textuales como los acontecimientos. Al ser éstos de
naturaleza no lingüística, debemos recurrir a paráfrasis para hablar sobre ellos (cf.
Segre, Principios 300). Las paráfrasis son textos de menor extensión que el
original pero en los cuales se halla presente la macroestructura que lo organiza.
Esta es proyectada a un nivel superficial, oracional, por un sistema más sencillo de
reglas de transformación. Es esta característica de la textualidad la que llevó a la
poética estructuralista a inspirarse en la gramática oracional intentando encontrar
categorías aptas para el análisis de textos. Sírvanos de ejemplo Roland Barthes:
Esta definición capta muy bien el uso común de la palabra “argumento”.32 De ahí
que explique también el peculiar uso de los tiempos verbales que se da en este
tipo de paráfrasis, según observaba Stanzel. El presente es la forma verbal menos
marcada temporalmente, y por tanto la más adecuada para transmitir un contenido
simulando atemporalidad en esa transmisión. Esta noción de “argumento” no
coincide con la acción ni con el plot de Forster, pero tampoco necesariamente con
la serie de funciones.33 Por eso es sorprendente que Segre equipare más tarde el
argumento a una invariante presente en todos los textos de un corpus,
perpetuando así la indiferenciación entre núcleos y funciones que aparece en
Aristóteles.34
Hay además otro fenómeno de la práctica textual que difumina los límites
teóricamente claros entre acción y discurso. Para determinar el nivel de la acción
sólo son relevantes aquéllas (macro)estructuras que nos permiten comprender el
universo narrado “en sí”, haciendo abstracción de su transmisión semiótica: son
las estructuras que definen las relaciones entre los elementos de ese mundo
(personajes, lugares, objetos, acciones, etc. Cf. Hendricks 175 ss). En los textos
narrativos convencionales, estas estructuras de la acción están claramente
delimitadas respecto de las estructuras del discurso. Una de las características de
la escritura vanguardista (la de Beckett, por excelencia) es la confusión de unas y
otras estructuras, la circulación libre y desconcertante entre la acción y el discurso.
1. Abstract.
2. Orientation.
3. Complicating action.
4. Evaluation
5. Result or resolution
6. Coda
(Labov 363)
the clauses of the various narratives could be classified as (1) narrative clauses,
that is, those that are locked in position or strictly related in temporal order with
other adjacent clauses, (2) free clauses capable of ranging over the whole
narrative, and (3) restricted clauses whose range is limited to some positions only.
(Gutwinski 154. Cf. Labov, Language in the Inner City 360-361)
Las secciones 2, 3 y 5 del relato modélico propuesto por Labov se oponen a las
secciones 1, 4 y 6 como se oponen en Benveniste la “enunciación histórica”
(énonciation historique) y la “discursiva” (énonciation discoursive), también
conocidas a veces como “historia” (histoire) y “discurso” (discours).38 Benveniste
no interpreta historia y discurso como dos estratos coexistentes en cualquier
narración, sino como dos modos de enunciación diferentes, tal como se reflejan en
el sistema verbal del francés. Ya el intento de relacionar directamente modos de la
enunciación y el sistema de tiempos verbales puede parecer sospechoso de
reduccionismo. Para Benveniste, unos textos serán “históricos” porque están
escritos utilizando determinados tiempos verbales (aoristo + condicional +
imperfecto + pluscuamperfecto + prospectivo [futuro perifrástico]) y porque no hay
intervención directa del hablante: “Nous définirons le récit historique comme le
mode d’énonciation qui exclut toute forme linguistique ‘autobiographique’”
(“Relations” 239). Analizando un texto de Balzac, Benveniste concluye que “no hay
narrador”, que los hechos parecen contarse a sí mismos; tal es la “objetividad” de
la enunciación histórica.
Se trata aquí de una unión más fundamental de lo que sugiere Genette. Este no
rompe totalmente con la alternancia “horizontal” que establecía Benveniste entre
histoire y discours, aunque en sus discusiones sobre la disimetría entre los dos
elementos ya se apunta la interpretación “vertical” que dan Todorov (“Catégories”)
y Barthes (“Introduction”) a estos conceptos. Según esta interpretación (que es la
que hacemos nuestra oponiendo acción a relato / discurso) sería absurda la idea
de una “transitividad pura” del texto, de una “objetividad” absoluta de algún modo
de la enunciación, tal como las entiende Benveniste (y, hasta cierto punto, Genette
en “Frontières”). Si la acción es un nivel “inferior” de descripción, necesariamente
se ha de transmitir a través de, o por medio de, un nivel superior, el discurso. Para
el actual analista del discurso pueden parecer simplistas estos planteamientos,
aunque su clarificación haya costado no poco tiempo y trabajo. Hoy parece
evidente que todo contenido narrativo es transmitido por medio de un discurso,
que la enunciación siempre se halla presente en el enunciado.
En sus momentos más inspirados, Todorov llega a insinuar el defecto del enfoque
de Benveniste y Genette, la razón por la que creían poder prescindir en ocasiones
del elemento subjetivo del discurso: así, por ejemplo, cuando dice que “ce n’est
que le contexte global de l’énoncé (...) qui détermine le degré de subjectivité
propre à une phrase”. Traducción a términos actuales: sólo una lingüística del
discurso (que incluye una pragmática del texto, y no únicamente las gramáticas
oracionales en las que se basa Benveniste) puede enfocar correctamente el
problema de la subjetividad en el lenguaje (y, por ende, servir de base a una teoría
narratológica). Pero todo esto está aún implícito en el Todorov de “Catégories…”.
De hecho, si Todorov da “profundidad” al par histoire / discours de Benveniste, es
a costa de identificarlo con los formalistas fabula / siuzhet, identificación que tiene
tanto de intuición sagaz como de craso error. Para Emil Volek,
Esto es muy cierto, pero Volek no aprecia lo que esta confusión tiene de
comprensible, y las nuevas perspectivas que abre al análisis del relato, al tender
en potencia un puente entre la narratología literaria y el análisis del discurso
corriente.41
d) “World” statements without specific reference to process but always allowing its
construction. (Ruthrof 6; cursiva añadida)
En literatura es camino obligado partir del texto narrativo para llegar a la acción.
Este proceso está implícito como condición previa en el acercamiento que
hagamos desde la acción al discurso. En la narración utilitaria, el nivel de la acción
está difuminado, diluido. Como hemos dicho, está dominado por una masa de
información preexistente al texto; la aportación de éste no es siempre lo
determinante en un análisis del discurso real. Con esta observación pretendemos
marcar un límite a la aplicación del método de análisis que esbozamos, destinado
al estudio de textos narrativos literarios, y sólo aplicable a los textos narrativos
“naturales” en tanto en cuanto estén unidos a una situación de enunciación
literaria (condición “fuerte”) o en la medida en que comparten necesariamente
muchas características con los textos literarios, por el hecho de que ambos tipos
de textos son designables como “narrativos”. El texto narrativo natural, en muchos
casos oral, puede ser mucho más alusivo, elíptico, por su fuerte anclaje en un
contexto específico. Los textos narrativos conversacionales, por ejemplo, suelen
estar mucho más ligados a un contexto compartido específicamente por los
interlocutores; las crónicas políticas periodísticas o radiofónicas presuponen todo
un contexto institucional. El texto literario también tiene su contexto propio, que es
la tradición literaria o la intertextualidad (cf. Kristeva, Texto; Hutcheon), pero raras
veces se trata de un contexto específico, que proporcione información relevante a
nivel de los referentes de la acción. De ahí la necesidad de lograr un difícil
equilibrio entre la extensión de un texto y la información necesaria que ha de
proporcionar sobre su mundo ficticio, que además ha de ser presentada de un
modo estéticamente satisfactorio, acorde con las convenciones literarias de una
época dada o un género. Lotman y van Dijk hablaban de la alta “entropía” de un
texto poético. Este concepto también es aplicable a la relación entre el texto y la
información sobre la acción que proporciona, activando códigos significativos
presupuestos en la competencia del receptor. Una estructura textual
aparentemente simple puede, por tanto, tener una elevada organización si hay una
complementación adecuada entre los códigos utilizados por emisor y receptor.45
story in one sense is the continuum of events presupposing the total set of
conceivable details, that is, those that can be projected by the normal laws of the
physical universe. In practice, of course, it is only that continuum and that set
actually inferred by a reader, and there is a room for a difference in interpretation.
(Story and Discourse 28. Cf. también 29)
En primer lugar, hay que señalar que sólo en cierto sentido se trata de un proceso
lineal.49 Evidentemente, la materia física que constituye los significantes del
discurso se distribuye linealmente. Los sonidos del lenguaje se suceden
necesariamente unos a otros en el tiempo, y las formas visuales del lenguaje
escrito, si bien coexisten espacialmente, nos remiten por convención a un orden
temporal análogo al de la lengua oral. Pero ya construcciones lingüísticas
microestructurales, como la palabra, el sintagma, la oración, etc., presuponen una
acumulación de la información recibida linealmente y su ordenación en una
simultaneidad estructurada. La sucesión es sólo una condición necesaria impuesta
por el canal para la transmisión de las señales: en tanto que éstas son signos o,
con mayor razón, símbolos, las articulaciones principales del código presuponen
una sistematización. La información es clasificada según categorías preexistentes
convencionalmente (y en la mente del receptor). Esta preexistencia hace posible
que las señales, signos, etc., pasen a ser indicios: por medio de procesos de
hipercodificación, el hablante infiere los posibles desarrollos inmediatos de la
información que está recibiendo. Estas inferencias se contrastan con la
información subsiguiente, dando lugar a un intenso proceso de retroalimentación
entre los distintos roles (interactivo, receptivo) que desempeña el receptor.
¯¯
Información
¯ Hipótesis
proyectiva
Información ¯
¯ l Confirmación
de la hipótesis l
¯ln¯
Hipótesis rechazada
n¯l
Nuevas hipótesis
¯¯¯
(Figura nª 4)
No entendemos, por tanto, a qué se refiere Segre cuando afirma que, con el paso
del tiempo, “no son las estructuras semióticas las que se transforman: es el
observador el que llega a percibir nuevas relaciones, nuevas perspectivas, dentro
de una serie de puntos de vista que se pueden considerar inagotables” (Principios
263). ¿Cómo llamar a la percepción de una nueva relación entre elementos
significativos, si no la llamamos “transformación de la estructura semiótica”? Segre
parece concebir una especie de actualización total de las potencialidades
semióticas de un texto cuyo significado existiría encerrado en sí mismo, y que las
sucesivas lecturas irían descubriendo. Pero esa actualización del significado sólo
se da en una lectura real, efectiva (cf. Ingarden, Literary Work 322 ss). Nuestra
metodología puede sentar el axioma de que existen sentidos potenciales, incluso
infinitos, en el texto; pero no por ello hemos descubierto la estructura de una obra
dada. Hemos definido, si se quiere, la estructura de nuestra comprensión, pero no
la de la obra. Todos esos sentidos serán imaginarios o potenciales mientras no los
describamos efectivamente. Está claro que sólo lograremos describir una parte de
esos recorridos de lectura, y así habremos identificado una estructura determinada
para la obra. Nuestra teoría puede aceptar (de hecho, no puede no aceptar) la
posibilidad de otras lecturas, que atribuirán a la obra una estructura distinta. Pero
también debe señalar la mayor o menor centralidad de una estructura dada, ya
sea en una obra o en un género (lo que Hirsch llamaría la diferencia entre
meaning y significance) para evitar caer en el caos de la relatividad absoluta.
Dicha centralidad se determina con relación a una comunidad de lectores o una
práctica institucionalizada de lectura.54
Una acción no se interpreta en sí, aisladamente, sino más bien como una figura
que contrasta con un fondo. Este hecho invita a desarrollar una visión dialéctica de
la acción y de las demás formas literarias: una vez asimilada una determinada
acción, pasa a formar parte del fondo sobre el cual contrastarán acciones
compuestas posteriormente. Es una invitación a la supresión de redundancias, a
dar por hecho lo que ya figura en el acervo común de la intertextualidad, y por
tanto es también una invitación a constituir nuevas unidades operativas a partir de
las ya existentes, de manera que resulte siempre renovada la estructura de las
nuevas obras sin que por ello se anulen los significados con que han sido
constituidas. Esta permanencia de lo viejo en lo nuevo, como parte integrante o
como clave externa, es lo que asegura la inteligibilidad de la nueva obra.
2. Relato
Notas
Este hecho se percibe con más claridad en los textos que establecen un
hiato entre el narrador y el mundo narrado (textos en tercera persona).
Mieke Bal (Narratologie 6 ss) nos parece algo ingenua sobre este punto. Es
el “descubrimiento” de los niveles de análisis el que los crea como objetos
intencionales.
Cf. Bal (Narratologie 5-6) para una crítica de las teorías de Barthes, DoleΩel
y Genette sobre la estratificación de los textos narrativos.
Cf. también Bal (Teoría 31): las diversas estructuraciones posibles tienen
diferente importancia en textos diferentes. La acción puede ser un nivel inexistente
en unos textos e irrelevante en otros para determinado fin práctico.
Hay que recordar, sin embargo, que el trabajo de Propp tiene una finalidad
precisamente abstractiva, que es el estudio de un género y que está basado en un
corpus: no es un método destinado al análisis de textos, como se cree a veces.
Cf. Mary Louise Pratt, Towards a Speech Act Theory of Literary Discourse,
cap. II.
Ver Greimas y Courtés para más detalles. Puede verse un primer intento de
sistematizar la acción del sujeto (personaje) mediante caracterizaciones
mutuamente exclusivas en Aristóteles (Poética, cap. XIV, 1453 b).
Cf. Vítor Manuel de Aguiar e Silva, Teoría de la literatura 16; Lotman 31 ss.
Ezio Raimondi, Tecniche della critica letteraria (Turín: Einaudi, 1967) 121.
Cit. en García Berrio, Significado 217.
Cit. por Hamon (“Statut” 163). Este tipo de intuiciones se pueden remontar al
menos hasta la pathetic fallacy de John Ruskin (Modern Painters vol. III, IV. xii).
Cf. sin embargo la observación de Culler: ésto es sólo una de las dos
posibles perspectivas sobre la acción.
Cf. Jorge Lozano, Cristina Peña-Marín, Gonzalo Abril, Análisis del discurso
86.
Cf. Segre, Principios 293 -294; Wendell V. Harris, Interpretive Acts 93 ff.
Cf. Segre, Principios 375; Bal, Teoría 15; Linda Hutcheon, “Literary
borrowing… and Stealing: Plagiarism, Sources, Influences and Intertexts”.
Iser, The Implied Reader. Véase también en esta línea mi trabajo Reading
“The Monster”.
Barthes, “Introducción” 3. Cf. también por ej. Genette, Nouveau discours 14.
Cf. van Dijk, Text Grammars 151; Texto 239; Hendricks, 85 ss.
William Labov, Language in the Inner City 360. Se observará que Labov
ignora el análisis en estratos del texto narrativo. Esta concepción limita
enormemente la utilidad de sus conceptos para nuestros propósitos.
“Discours…” 75. Cf. también Nouveau discours 15. De hecho, Genette nos
habla de un récit mínimo, y no de una acción (histoire) mínima, aunque su
razonamiento parece extenderse a ésta por implicación.
Como señala Segre, cuáles sean los elementos esenciales del texto que han
de ser recogidos por la paráfrasis no es algo determinable a priori: “esencialidad
equivale a ‘pertinencia en una determinada situación pragmática’ “ (Principios
374). Un estudio como el que estamos haciendo debe entenderse así como
inserto en el contexto de una semiótica general (cf. Eco, Tratado 40).
Quizá sea pertinente relacionar esta cuestión con la distinción entre sistema
y estructura, tal como la presenta Segre (Principios 52): “la estructura es una de
las realizaciones posibles, y la que se realiza de hecho, entre las posibilidades
ofrecidas por el sistema”. Los tiempos verbales son un sistema (de langue); su
combinación en un texto es una estructura (de discours). Para una exposición
detenida de esta distinción entre langue y discours, procedente de Saussure a
través de Buyssens, cf. Segre (Principios 195-205).
Cf. Iser, Implied Reader; Ruthrof 55 ss; Sternberg 260 ss; Eco, Lector 289.
1.1.4.5 supra. Cf. Ricœur, Time and Narrative 2, 8-14., sobre esta expansión
en la novela.
“In this sense, narrative understanding retains, integrates within itself, and
recapitulates its own history” (Ricœur, Time and Narrative 2,14). Ricœur interpreta
en este sentido de sedimentación cultural los arquetipos narrativos de la Anatomy
of Criticism de Frye (Time and Narrative 2,15-19).
2. RELATO
2.1. DEFINICIÓN Y ORÍGENES DEL CONCEPTO DE RELATO
tres son las cosas que hay que tratar acerca del discurso: lo uno, de dónde se
sacarán los medios de persuasión; lo segundo, sobre la elocución; lo tercero,
cómo es preciso disponer las partes de un discurso. (Retórica 1403 b)
Estas fases no coinciden exactamente con las que delimita más tarde la Rhetorica
ad Herennium, ya mencionadas, pues Aristóteles incluye la actio, la cuarta fase
distinguida por la Rhetorica ad Herennium, dentro de la elocución. Y trata de la
dispositio en tercer lugar, asunto de cierta relevancia si tenemos en cuenta que en
la retórica clásica no tratamos con niveles de análisis (aunque sea posible
extrapolar hasta cierto punto en este sentido) sino con instrucciones para fases
sucesivas en la composición del discurso. Observemos que Aristóteles ha
asignado a la inventio la elaboración de los medios de persuasión; asigna además
a la elocutio la elaboración de los elementos estilísticos microestructurales. Resta
a la dispositio, por tanto, la organización de argumentos y figuras en la extensión
del discurso, de la manera más eficaz posible. La dispositio es, por tanto, el nivel
macroestructural, el primero donde el discurso aparece como tal discurso, como
un gran sintagma unificado, y no como un paradigma de recursos y figuras; de ahí
que Aristóteles le asigne el tercer lugar en su clasificación. La efectividad de un
discurso depende de su coherencia, de la articulación correcta entre sus partes
constitutivas, y la dispositio tal como es definida por Aristóteles se refiere así a las
partes del discurso:
Las partes indispensables son, pues, exposición y argumentación. Estas son las
esenciales, y cuando más, exordio, exposición, argumentación, epílogo; porque la
refutación de la parte contraria pertenece a la argumentación, y el cotejo de
razones es ampliación de las razones de uno mismo, de modo que es una parte
de los argumentos, pues demuestra algo el que tal hace; mas no es éste el fin del
prólogo ni el del epílogo, sino que hacen recordar. (Retórica 1414 b)
the first happiness of the poet’s imagination is properly Invention, or finding the
thought; the second is fancy, or the variation, deriving or moulding of that thought,
as the judgement represents it proper to the subject; the third is elocution, or the
art of clothing and adorning the thought so found and varied in apt, significant and
sounding words: the quickness of the imagination is seen in the invention, the
fertility in the fancy and the accuracy in the expression. (10)
El arte siempre separa los objetos y muestra una parte en lugar del todo, un rasgo
en vez del todo, y, aunque sea muy detallado, siempre ofrece una línea
intermitente en lugar de la línea continua. El arte siempre separa lo semejante y
une lo diferente. Es escalonado y montable. (La disimilitud de lo similar 70)
Tomashevski señala, además de las alteraciones temporales que definen la
construcción del siuzhet, un aumento de importancia de los motivos libres y
estáticos, por oposición a la fabula, en la que predominan los motivos asociados y
dinámicos (“Thématique” 270-272).
Los herederos de las teorías formalistas han partido de los conceptos de fabula
y de siuzhet buscándoles una fundamentación teórica en la lingüística o en la
semiótica, a la vez que pormenorizaban la descripción de los recursos narrativos
específicos de cada nivel. Emil Volek (135 ss) ha mostrado cómo los trabajos de
los estructuralistas franceses tendían a reducir la estructura narrativa a fabula y
texto, esfumándose el nivel correspondiente al relato [siuzhet]. Conviene, sin
embargo, recordar que las estructuras propias de este nivel siguen estando
presentes y son tomadas en cuenta en tanto en cuanto se manifiestan en el nivel
textual, y también que no se ha producido tanto una perversión de los conceptos
del formalismo ruso como una diferencia de énfasis: oponiendo el concepto de
discours al de fabula / histoire, se estaba en parte subsanando (si bien de una
manera deficiente) la indiferenciación que aparecía en el formalismo ruso entre las
estructuras discursivas y las del complejo relato-acción. Así, Barthes
(“Introduction”) nos presenta tres niveles (funciones, acciones y narración) que
atienden a dos aspectos de la acción y al discurso, pasando por alto el nivel del
relato. Todorov (“Catégories”) estudia los relatos como “historia” (acción) o como
discurso, ignorando también lo específico del relato. En un estudio más extenso
(Poétique) habla de los aspectos “semántico”, “sintáctico” y “verbal”, pero lo que
nosotros consideraríamos “sintáctico” a nivel de relato está incluido junto con el
estudio del discurso en el “aspecto verbal”; los aspectos semántico y sintáctico de
Todorov son enfoques diferentes dados a la acción.
El modelo de análisis estructuralista del relato más detallado y difundido ha sido
el desarrollado por Gérard Genette en su “Discours du récit”. Distinguiendo tres
aspectos de la realidad narrativa, Genette los define así:
Je propose, sans insister sur les raisons d’ailleurs évidentes du choix des termes,
de nommer histoire le signifié ou contenu narratif (même si ce contenu se trouve
être, en l’occurrence, d’une faible intensité dramatique ou teneur événementielle),
récit proprement dit le signifiant, énoncé, discours ou texte narratif lui-même, et
narration l’acte narratif producteur et, par extension, l’ensemble de la situation
réelle ou fictive dans laquelle il prend place. (“Discours” 72)
dans la série: histoire, récit, narration, on rencontre un niveau, le dernier, qui est
hétérogène par rapport aux deux autres. La narration concerne le procès
d’énonciation, tandis que les deux autres concernent le produit d’ une activité:
l’histoire, qui est le produit de l’invention, et le récit, qui est pour Genette le produit
de la disposition et de la narration. La narration, en tant qu’activité, devrait être
mise avec les autres activités productrices des niveaux: narration, disposition,
invention. (Narratologie 6)
Añádase que combiene distinguir claramente entre dos conceptos cubiertos aquí
por el término “narración”: el acto comunicativo real del autor y el ficticio, interno al
texto, del narrador.
Mieke Bal pasa a justificar la necesidad de atribuir un nivel de estudio separado
al proceso de disposición de la acción. Fundamenta así un auténtico modelo
narratológico en tres niveles de análisis (ver 1.2.1 supra), del cual deriva el que
aquí estamos proponiendo:
Bal deja fuera del cuadro, e incluso explícitamente fuera de su teoría (ver
Narratologie 38) ciertas cosas que convendría incluir. Por ejemplo, una
diferenciación entre autor real y autor textual, así como una definición de los
papeles respectivos del autor y del narrador a la hora de producir el texto (cf.
3.1.4.2, 3.4.1.1 infra). Su personaje nº 6, el “lecteur explicite ou implicite”, es
especialmente desafortunado, y resulta mucho más claro poner en su lugar al
narratario (narrataire) de Genette (“Discours” 265). En cuanto al focalizador
(focalisateur), conviene que lo examinemos ahora algo más detenidamente, pues
su actividad está estrechamente ligada al nivel que nos ocupa, el relato.
Bal ha personalizado al focalizador desarrollando la noción de “relato
focalizado” que Genette (“Discours” 203 ss) elabora a partir de las tipologías de
puntos de vista de Jean Pouillon (Temps et roman) y Todorov (“Catégories”). Bal
distingue un sujeto de la focalización, o focalizador, de un objeto de la focalización,
o focalizado (Narratologie 33). La distinción es fundamental, aun si el alcance
explicativo que pretende dar Bal a su teoría parece excesivo. Genette (Nouveau
discours 48) considera que Bal hace un empleo abusivo de conceptos
desarrollados por él con fines más limitados, y se desentiende (en nuestra opinión,
precipitadamente) de la teoría de aquélla. Como veremos, es excesivo atribuir
exclusivamente a la focalización las alteraciones que transforman la acción en
relato; creemos que Bal pasa por alto muchos fenómenos que de ser explicados
recurriendo a la focalización no tardarían en desdibujar la teoría y hacerle perder
la utilidad que tiene si se la restringe adecuadamente. Restricción por lo demás
nada estrecha, pues consideraremos que tiene sentido usar el concepto de
focalización como la motivación principal de las transformaciones de selección y
ordenación que (entre otras) relacionan la acción y el relato.
Por oposición a las tipologías de puntos de vista de las que deriva, el estudio de
la focalización se presta a ser utilizado en un estudio microestructural de la
narración; aparece aquí la posibilidad de una interesante convergencia con el
estudio de la intertextualidad, de la pluridiscursividad de un texto, desarrollado por
la semiótica soviética. El estudio del punto de vista realizado por Boris Uspenski
resulta, según Segre, en un uso microscópico del mismo del mismo:
Dado que a todo ser le están siempre asociados ciertos elementos inherentes a su
sustancia, se sigue de allí que podemos hallar un factor de sublimidad en la
consistente y apropiada selección de esos elementos y en la posibilidad de
combinar esos rasgos constituyentes para formar un todo orgánico. (Sobre lo
sublime X. i, 105. Cursiva añadida.)
Notas
The temporal potentialities of literary art as a whole have particularly complex and
potent manifestations in texts with a narrative backbone. For here the textual
dynamics deriving from the sequential nature of the verbal medium as a continuum
of signs necessarily combines and interacts (as it does not do in music or
descriptive poetry) with the dynamics of at least two other sequences of processes,
informed by a largely extraverbal logic that relates to the semantic referents of
those signs: the twofold development of the action, as it objectively and
straightforwardly progresses in the fictive world from beginning to end (within the
fabula) and as it is deformed and patterned into progressing in our mind during the
reading-process (within the sujet). (Sternberg 34)
Esta definición es una buena síntesis de las reflexiones sobre este punto hechas
por la narratología formalista y estructuralista. Llamaremos a los tres tiempos
distinguidos por Sternberg tiempo del discurso, tiempo de la acción y tiempo del
relato, respectivamente. Estas definiciones, sin embargo, habrán de ser matizadas
y ampliadas.
Ya hemos tratado en el capítulo anterior del tiempo de la acción, cuya lógica de
funcionamiento coincide en gran parte con la que aplicamos a la comprensión de
la vida real. La creación de un tiempo del relato que contrasta con este tiempo de
la acción es uno de los recursos retóricos que dan forma a ese “discurso oculto”
que se manifiesta en la obra de arte de forma indirecta (cf. Booth, Rhetoric 273
ss). Es importante subrayar la interrelación estrecha que existe entre estos dos
niveles y el tercero, el tiempo del discurso. Aunque en ocasiones hagamos
abstracción de ella, siempre ha de tenerse en cuenta para describir la estructura
textual en toda su complejidad. Las relaciones entre el tiempo de la acción y el
tiempo del relato constituyen sin lugar a dudas una estructura de por sí, pero una
estructura que no se manifiesta inmediatamente como tal. Su manifestación a
través del tiempo del discurso la complica un grado más y nos da la estructura
final del tiempo de la obra en su conjunto, que coincide con la fórmula temporal
producida en un acto de lectura más o menos idealizado. Un estudio estructural de
este tipo tiene así la posibilidad de estrechar sus lazos con la lingüística moderna.
En efecto, un estudio lingüístico adecuado de un texto narrativo no debe atender
sólo a descubrir relaciones estáticas entre sus elementos, pues proporcionaría así
una visión inexacta de la estructura textual, que es esencialmente secuencial. Los
estudios lingüístico-estilísticos basados en gramáticas oracionales no pueden
integrar el aspecto temporal de la narración como un elemento más de su
estructura; así se les ha acusado de ignorar la naturaleza secuencial del texto y de
dejar de lado las cuestiones del tiempo y del ritmo. Peter Hartmann (cit. en van
Dijk, Text Grammars 29-30) distingue procedimientos de análisis lineales y no
lineales, así como microestructurales y macroestructurales. Son abstracciones
legítimas, pero creemos que una buena teoría del análisis lineal y macroestructural
de un texto incluye por definición las teorías no secuenciales y microestructurales.
La subordinación del tiempo de la acción al del relato, y de éste al tiempo del
discurso deberá también tenerse presente en los análisis parciales que hagamos
de estos niveles subordinados.
El punto de partida para la distinción entre tiempo de la acción y tiempo del
relato podría hallarse en la teoría dramática, en la Poética y en las discusiones de
los críticos neoclásicos sobre la unidad dramática de tiempo. Son interesantes, por
ejemplo, las observaciones que se encuentran en Castelvetro (Poetica d’Aristotele
vulgarizzata et sposta) sobre las diferencias entre el tiempo real de la
representación dramática y el tiempo representado de la acción, y sobre la
conveniencia de que coincidan. También las de Corneille (“Discours des Trois
Unités”) sobre la interrelación de las tres unidades y la conveniencia de evitar una
contraposición explícita entre el tiempo real y el de la acción. En el ámbito
anglosajón, podemos mencionar a Dryden (An Essay of Dramatic Poesy), que
aboga por una cierta moderación de las convenciones neoclásicas sobre la unidad
de tiempo. Pero en lo referente específicamente a la narración, será más
provechoso partir del primer acercamiento sistemático al tema, la distinción
formalista entre fabula y siuzhet.
Tomashevski (Teoría 268-269) insiste en el hecho de que aunque la ordenación
de los acontecimientos de la fabula sea la natural, representa una abstracción con
respecto a la experiencia efectiva del lector, experiencia que es la de la
temporalidad propia del siuzhet. Esta distinción formalista es similar a la que hace
Spitzer entre erzählte Zeit (♠ tiempo de la acción) y Erzählzeit (♠ tiempo del relato).
Gunther Müller (“Erzählzeit und erzählte Zeit”) y Eberhard Lämmert (Bauformen
des Erzählens) desarrollan esta oposición básica, clasificando las posibles formas
de interacción de las temporalidades de manera rigurosa. Gérard Genette parte de
los estudios de Müller y Lämmert para exponer en su “Discours du récit” la
descripción más detallada hasta la fecha de un método para analizar la estructura
temporal de un relato.
Parecerá sorprendente la afirmación de que todo el detallado aparato utilizado
por Genette para el análisis de la temporalidad descansa sobre distinciones
conceptuales insuficientes; sin embargo, así es. Ya hemos señalado anteriormente
(2.1 supra) lo que nos parece, siguiendo a Bal, una limitación en el sistema de
niveles de análisis textual propuesto por Genette. El análisis de la temporalidad
que hace Genette refleja la borrosa distinción entre su segundo y su tercer nivel.
Genette identifica los niveles que llamamos relato y discurso en un único nivel
(récit). De la misma manera, no establece una distinción clara entre tiempo del
relato y tiempo del discurso. Genette se apoya en el siguente texto de Christian
Metz para justificar un análisis basado en dos secuencias temporales en lugar de
tres:
Le récit est une séquence deux fois temporelle (...): il y a le temps de la chose
racontée et le temps du récit (temps du signifié et temps du signifiant). Cette
dualité n’est pas seulement ce qui rend possibles toutes les distortions temporelles
qu’il est banal de relever dans les récits (trois ans de la vie du héros résumés en
deux phrases d’un roman, ou en quelques plans d’un montage “fréquentatif” de
cinéma, etc.); plus fondamentalement, elle nous invite à constater que l’une des
fonctions du récit est de monnayer un temps dans un autre temps.
Le récit littéraire écrit (…) ne peut être “consommé”, donc actualisé, que dans un
temps qui est évidemment celui de la lecture (…). Sa temporalité est en quelque
sorte conditionnelle ou instrumentale; produit, comme toute chose, dans le temps,
il existe dans l’espace et comme espace, et le temps qu’il faut pour le
“consommer” est celui qu’il faut pour le parcourir ou le traverser, comme une route
ou un champ. Le texte narratif, comme tout autre texte, n’a pas d’autre temporalité
que celle qu’il emprunte, métonymiquement, à sa propre lecture. (“Discours” 78)
du point du vue du récit, ce que nous appelons le temps n’existe pas, ou du moins
n’ existe que fonctionnellement, comme élément d’un système sémiotique: le
temps n’appartient pas au discours proprement dit, mais au référent; le récit et la
langue ne connaissent qu’un temps sémiologique; le “vrai” temps est une illusion
référentielle, “réaliste” (...). (“Introduction” 12)
Esto no es cierto; Barthes pasa por alto que el discurso no sólo se realiza
necesariamente en un momento del tiempo y tiene una duración, tanto en lo
referente a su emisión como a su recepción, sino que además es susceptible de
multiplicarse, dando origen a temporalidades discursivas ficticias (por ejemplo, la
duración de la escritura de Malone en Malone meurt) o simplemente significadas.
En el discurso pueden en principio encontrarse marcas de todos estos hechos.
Por tanto, en nuestro análisis no nos limitaremos a distinguir tres tiempos, sino
que reconoceremos la capacidad de generar una temporalidad que posee cada
nivel de análisis. Esta capacidad puede quedar en una mera potencialidad o
actualizarse de modo relevante en un texto dado. No todos los niveles son
igualmente productivos, y la atención que les han prestado las teorías
narratológicas es directamente proporcional a su productividad. Podemos señalar
aquí las principales líneas temporales susceptibles de análisis en un texto
narrativo de ficción:
Seguiremos a grandes rasgos esta división establecida por Genette, con las
matizaciones que se derivarán de las diferencias ya expuestas entre su
concepción de la estructura del relato y la nuestra. Así, por ejemplo, nosotros
ligaríamos menos estrechamente la categoría de la duración a la cantidad de
texto, y más a la naturaleza o estructuración del mismo. Un texto largo puede
autorrepresentarse como un texto corto, y eso ha de reflejarse en la descripción.
Se observará una relación entre los procesos de selección y ordenación que
contribuyen a dar forma al relato (cf. 2.1 supra) y las categorías de la duración y el
orden, respectivamente: éstas son la manifestación de aquellas en la temporalidad
del relato. En cuanto a la frecuencia, creemos que su valor propiamente temporal
deriva también de los procesos de selección y ordenación, y por tanto las
variaciones de frecuencia pueden explicarse en términos de orden y duración.
Pero creemos también que es posible por otra parte desarrollar el valor aspectual
de esta categoría (más relativo a la representación o reconfiguración temporal que
a cuestiones de selección y orden); después de todo, las taxonomías de
frecuencias que presenta Genette están más próximas a lo que en gramática se
ha denominado tradicionalmente aspecto verbal que al tiempo propiamente dicho.
Además, es posible distinguir otras categorías aspectuales pertinentes para el
estudio del relato. Por ello, dedicaremos una sección propia a los aspectos del
relato, y no sólo a la frecuencia. A pesar de su conexión con los problemas de la
temporalidad, la aspectualidad narrativa tiene suficiente entidad como para
considerarla categoría aparte.
2.2.1. Orden
The material's order may follow two possible courses: at one time it advances
along the pathway of art, at another it travels the smooth road of nature. Nature's
smooth road points the way when "things" and "words" follow the same sequence,
and the order of discourse does not depart from the order of occurrence. The
poem travels the pathway of art if a more effective order presents first what was
later in time, and defers the appearance of what was actually earlier. Now, when
the natural order is thus transposed, later events incur no censure by their early
appearance, nor do early events by their late introduction. Without contention,
indeed, they willingly assume each other's place, and gracefully yield to each other
with ready consent. Deft artistry inverts things in such a way that it does not
pervert them; in transposing, it disposes the material to better effect. The order of
art is more elegant than natural order, and in excellence far ahead, though it puts
last things first.
Las anacronías pueden ser, según van Dijk, de tipo pragmático, relacionadas con
la importancia comunicativa de las proposiciones, o de tipo conceptual-epistémico.
En este último caso, “no es la ordenación misma de los hechos, sino la ordenación
de las percepciones y conocimiento acerca de las mismas lo que determina la
estructura del discurso” (Texto 154-155). Como veremos, ambos tipos se dan de
una manera interrelacionada en la narración literaria, si bien son siempre los
pragmáticos los últimos determinantes. En efecto, las percepciones literarias
suelen ser ficticias, y en todo caso se hallan insertas en un esquema retórico que
determina hasta qué punto ha de respetarse o alterarse el orden perceptual, de
acuerdo con criterios que en última instancia son estéticos (y por tanto
pragmáticos).
Fueron los formalistas rusos los primeros en dar toda su importancia al estudio
del orden del relato. La reorganización de los acontecimientos en una
temporalidad convencional de la obra de arte es para ellos una de las principales
características que diferencian al siuzhet de la fabula. Puede contribuir, por
ejemplo, a crear un ritmo que no existía en los acontecimientos mismos de la
fabula. Para Lev Vygotsky,
Como corolario de esta ley, el relato debe interpretarse como un mecanismo que
impide la clausura prematura, mediante la manipulación de las secuencias,
manteniendo abierta la expectativa del lector hasta alcanzar el final; el relato
controla la apertura y clausura a su debido tiempo de cada secuencia proairética.
La interacción entre la temporalidad de la acción, que sigue presente en las
maniobras de comprensión del lector, y la del relato, conlleva la aparición de
nuevos valores, permitiendo que se modulen las dosis de suspense o de misterio.
Ambos fenómenos están basados en la naturaleza del texto narrativo en tanto que
es un sistema de huecos informacionales, huecos que han de ser colmados
provisionalmente con expectativas del lector sobre el posible desarrollo ulterior (en
el relato o en la acción) de los acontecimientos. El desarrollo efectivo confirma o
rechaza estas expectativas. Sternberg opone así el suspense a la curiosidad:
A work that resorts to the fabulaic order (...) always creates suspense but not
curiosity. It creates suspense, because as long as the end has not been reached,
the reader necessarily lacks information about the future resolution of events. But it
does not create curiosity, because the reader possesses at each stage all the
relevant information about the past. While the dynamics of the narrative future
naturally arises from the dynamics of the action, the ambiguation of the past can
arise only from the dynamics of presentation, perceptibly manipulating and
distributing some antecedents so as to turn what is chronological “past” into a
hoped-for textual “future”. (164)
Une anachronie peut se porter, dans le passé ou dans l’avenir, plus ou moins loin
du moment “présent”, c’est à dire du moment de l’histoire où le récit s’est
interrompu pour lui faire place: nous appellerons portée de l’anachronie cette
distance temporelle. Elle peut aussi couvrir elle-même une durée d’histoire plus ou
moins longue: c’est ce que nous appellerons son amplitude. (89)
Estos conceptos, adoptados por Mieke Bal, han sido traducidos al español como
distancia y lapso, respectivamente (Bal, Teoría 67-69). Las analepsis pueden ser
parciales o completas. Una analepsis parcial termina en elipsis, es decir, en un
salto sobre el tiempo de la acción para volver a alcanzar el relato primero. En una
analepsis completa, la distancia y el lapso son iguales, y la anacronía se prolonga
ininterrumpidamente hasta el relato primero.
Bal añade a su vez una diferencia entre anacronías “puntuales” y “durativas”:
Esta distinción, al igual que otra anterior (69) entre anacronías completas e
incompletas, no es de naturaleza propiamente temporal. Se manifiesta en las
anacronías como lo hace en cualquier otro fragmento narrativo. Eso sí, los efectos
son aquí distintos, pues interactúa con una diferencia temporal. Aquí nos
habremos de limitar a señalar lo específico de cada categoría narrativa, dejando
para el análisis práctico de textos el estudio de cómo funcionan efectivamente en
cooperación unas con otras. Es fácil concebir que el número de combinaciones
entre fórmulas temporales, aspectuales, focalización, voz narrativa, etc. es
prácticamente ilimitado. Por tanto, volveremos sobre la oposición puntual /
durativo solamente en el apartado dedicado al aspecto del relato.
Una observación, sin embargo, sobre la anacronía en la narración en primera
persona. Es característica de este tipo de narración una unión indisoluble entre la
acción y el discurso. La acción se transforma en una gran analepsis que culmina
en el momento de la escritura; el discurso producido es a la vez el receptáculo que
la contiene y su límite temporal. De hecho, el discurso es aquí parte de la acción,
pues es una construcción epistémica realizada por un personaje, construcción que
en idealmente engloba a todas las demás y se engloba a sí misma. Por tanto, los
hechos narrados en primera persona poseen a priori, además de un valor fáctico
derivado de la pertenencia del narrador al mundo intradiegético, una potencialidad
de irrealidad, en cuanto que se presentan como evocación, y no como experiencia.
Stanzel observa que “a first-person narrator not only remembers his earlier life, but
can also re-create phases of it in his imagination” (82); Jean Pouillon (Temps 45
ss) relaciona en este sentido la autobiografía con la novela. Por su misma
naturaleza, la primera persona invita ser asociada a la retrospección, mientras que
la tercera sugiere un desarrollo progresivo. Naturalmente, esta tendencia puede
ignorarse, como se hace con frecuencia, o invertirse. La potencialidad de cada
técnica no llega siempre a manifestarse; así, pocos textos escritos en primera
persona explotan significativamente el elemento imaginativo como factor que da
forma al pasado. Sin embargo, esa potencialidad existe. Ello ha llevado a algunos
teorizadores como Käte Hamburger a establecer una diferencia radical entre las
narraciones en primera y en tercera persona. Para Hamburger, sólo en la
narración en primera persona tiene el pretérito indefinido narrativo un valor de
pasado real. En la tercera persona se convierte en una simple “marca de ficción”
(cf. 3.2.2.4.1 infra) . Igualmente, para DoleΩel, el pasado en el discurso del
narrador no ofrece indicaciones sobre la posición temporal del narrador respecto
de la acción. Según Lintvelt (74): en el tipo narrativo actorial (el relato focalizado
de Genette) el pretérito da la ilusión de una narración simultánea en presente,
aunque no creemos que abdique necesariamente de su valor de pasado, como
afirma Lintvelt. Todas estas afirmaciones parecen precipitadas en exceso. Si bien
nos pueden dar información acerca de las líneas maestras del uso de las personas
narrativas, se convertirán en un obstáculo si pretendemos aplicarlas en abstracto y
de una manera rígida al análisis de un texto concreto, donde el valor exacto de los
timpos narrativos puede estar determinado por muchas otras circunstancias al
margen de la persona. Dorrit Cohn (Transparent Minds 167) señala la posibilidad
de encontrar el mismo fenómeno de anulación del valor temporal de los tiempos
verbales en la narración en primera persona, llamándolo entonces “self-narrated
monologue”. Señala además la naturaleza distinta que adquieren técnicas
narrativas utilizadas en tercera persona al ser reescritas en primera persona (15).
Todo ello subraya la diferencia de base que apuntábamos antes.
En lo que respecta al estudio del tiempo, la consecuencia inmediata es que en
las narraciones en primera persona cambia de sentido, estrictamente hablando, la
diferenciación que hacíamos entre el tiempo de la acción y el tiempo del acto
narrativo, pasando el último a ser un fragmento del primero. Pero la pertenencia
del discurso a la acción puede estar más o menos marcada, y de hecho muchos
relatos la ignoran o la disimulan. Por esta razón, y por una mayor claridad
metodológica, trataremos de la temporalidad del discurso en primera persona junto
con el de tercera persona.
Volvamos a la clasificación de las anacronías. La observación que acabamos de
hacer sobre la diferencia entre narración en primera y en tercera persona afecta
en dos puntos a la clasificación de las anacronías del relato: se trata de los ejes de
clasificación entre anacronías homodiegéticas y heterodiegéticas por una parte, y
anacronías extradiegéticas (u objetivas) e intradiegéticas (o subjetivas) por otra.
Las analepsis pueden ser, según Genette, “hétérodiégétiques, c’est à dire,
portant sur une ligne d’histoire, et donc un contenu diégétique différent de celui (ou
ceux) du récit premier” (“Discours” 91). Debemos entender aquí histoire en sentido
restringido. Evidentemente, tales anacronías pertenecen a la acción en sentido
amplio que aquí damos al concepto, si bien son periféricas a la línea de acción
principal. Por supuesto, toda anacronía se refiere en principio al mismo mundo
(ficticio) del relato primero, mundo cuyo aspecto dinámico es la acción. Según
Genette, la función principal de estas analepsis suele ser proporcionar
antecedentes de los personajes, caracterizándolos sin afectar mucho a la línea de
acción principal.
Genette divide estas analepsis internas en completivas (las que vienen a colmar
una laguna anterior del relato) y repetitivas (las alusiones del relato a su propio
pasado, recogiendo un fragmento de acción ya narrado).
Genette también divide las anacronías en subjetivas y objetivas (“Discours” 89).
Será necesario además distinguir claramente entre las anacronías que son
acontecimientos internos a la acción (anacronías intradiegéticas, normalmente
subjetivas) y las anacronías extradiegéticas (normalmente objetivas) introducidas
por el discurso del narrador principal. Esta distinción resulta de aplicar
sistemáticamente la noción de nivel narrativo. Las anacronías subjetivas se dan en
el relato de algún personaje o son producto de su actividad mental; también cabe
la anacronía contenida intradiegéticamente en un objeto semiótico (por ejemplo,
una fotografía). Las demás anacronías objetivas son las motivadas
extradiegéticamente por el narrador.
Van Dijk proporciona otra definición de las anacronías subjetivas, desde un
punto de vista exclusivamente lingüístico-textual. Son un tipo especial de
transformaciones permutativas en la descripción generativa de un texto narrativo.
Las anacronías en general son cambios de orden lógico en las secuencias, pero
manteniendo en su interior reglas de coherencia espacio-temporal. Continúa van
Dijk:
There is an interesting exception to this rule of spatio-temporal coherence. Verbs
like to say, to present, to think, to dream, to hope, to predict, etc. may have
embedded textoids in which temporal indication and semantic structure are
incompatible with related textoids not dominated by those verbs (Text Grammars
304).
Es obvio que una anacronía subjetiva tiene un valor distinto de una objetiva. En
principio, es menos llamativa (a menos que su construcción atente contra la
verosimilitud) pues no supone una ruptura del orden diegético: el desplazamiento
temporal se produce en un nivel narrativo diferente. También es obvio que la
relación entre prolepsis y analepsis subjetivas no es simétrica a la relación entre
prolepsis y analepsis objetivas. Sus condiciones de verosimilitud están más
limitadas; los géneros realistas exigirán que las prolepsis subjetivas no se
interpreten factualmente, sino más bien como deseos, intuiciones, etc.
Establecida así la diferencia entre anacronías subjetivas y objetivas,
observamos que en el relato en primera persona (o, hablando con más propiedad,
en el relato homodiegético, en el cual el narrador pertenece al mundo diegético)
los dos tipos de anacronía terminan por converger. Deberemos introducir el criterio
de cuál es la motivación de la anacronía para mantener la diferenciación. La
motivación puede estar justificada por una estructura epistémica presente en el
momento de la acción que se está narrando, o bien puede deberse solamente a la
intervención retrospectiva y compositiva del narrador, que actúa así de manera
próxima a un autor-narrador en tercera persona.
Las prolepsis son más escasas que las analepsis (Genette, “Discours” 105 ss).
Las prolepsis objetivas son uno de los medios más “autoriales” de controlar las
expectativas del lector. Autores como Trollope (Barchester Towers 129-130) o
Lawrence Durrell (Justine 66-67) han expresado su utilidad como medio de
suspender artificialmente la curiosidad despertada por el argumento para evitar
que ésta aparte la atención del lector de aquéllo que el autor considera un
elemento más artístico que el desarrollo de la trama (el retrato del carácter o el
ambiente, la elaboración microestilística, etc.). Y, aunque en la práctica siempre se
han utilizado de manera muy limitada, las anacronías objetivas al estilo de Trollope
levantaron las iras de los críticos de la primera mitad de este siglo, seguidores
unas veces del peculiar ideal artístico de Henry James y llevados otras por una
concepción psicologista-existencialista de la novela. Así, Pouillon o Sartre
rechazan las novelas que utilizan este tipo de recursos porque presuponen un
personaje ya construido, frente al cual se encuentran en desigualdad el autor y el
lector. La novela, dice Pouillon, toma así la apariencia de una deducción o una
demostración. Por otra parte, tampoco sería solución ocultar al lector una
información ya conocida:
2.2.2.1. Definición
El tiempo de la fábula es aquél en que se considera que han ocurrido los hechos
expuestos; el de la narración es, en cambio, el tiempo ocupado por la lectura de la
obra (o por la duración del espectáculo). En esta última acepción, el concepto de
tiempo coincide con el de volumen de la obra. (Teoría 194)
Preferiríamos sustituir “coincide” por “guarda relación con”. El inconveniente del
primer criterio, el tiempo de lectura, es su alto grado de variabilidad según los
individuos, y su carácter fragmentario y errático. Según Genette no se puede
medir la duración del récit (léase discurso) con exactitud:
La difficulté qu’on éprouve à mesurer la durée d’un récit n’est pas essentielle à son
texte, mais seulement à sa présentation graphique: un récit oral, littéraire ou non, a
sa durée propre et parfaitement mesurable. (Nouveau discours 22)
Genette niega que exista una igualdad rigurosa entre la duración de la acción y el
tiempo del relato. Incluso en las escenas dialogadas esa igualdad es aproximada y
convencional. Propone, pues, renunciar a una confrontación directa de dos
temporalidades, y medir la duración del relato por referencia a sí mismo, como
“constante de velocidad”:
On entend par vitesse le rapport entre une mesure temporelle et une mesure
spatiale (tant de mètres à la seconde, tant de secondes par mètre): la vitesse du
récit se définira par le rapport entre une durée, celle de l’histoire, mesurée en
secondes, minutes, heures, jours, mois et années, et une longueur, celle du texte,
mesurée en lignes et en pages. (123)
Según hemos dicho, la longitud del texto remite a un tiempo de lectura
estandarizado. Se observará entonces que resulta precipitado subsumir todos los
aspectos del tiempo del relato en la longitud del texto. Ello supondría identificar
tiempo de enunciación ficticio, tiempo de lectura ficticio y tiempo de lectura “real”
(estandarizado). Habrá que tomar con precaución las afirmaciones de Genette
cuando tratemos con textos en los que se activen significativamente los diferentes
tiempos que hemos mencionado. Sólo resultarán válidas en lo que podríamos
llamar el caso no marcado, es decir, cuando el texto no especifique una diferencia
entre estos tiempos. Aceptamos la afirmación de Genette en el sentido de que es
posible y provechoso analizar las variaciones de velocidad, de ritmo, a las que
denomina anisocronías (anisochronies; 123), pero creemos que hay que definir
más claramente a qué temporalidad se refieren esas variaciones.
Genette observa que el tiempo de la acción progresa uniformemente mientras
que la cantidad de texto que le corresponde se expande o se comprime
determinando el ritmo del relato. Entre tiempo del relato y tiempo de la acción,
viene a decir Genette, pueden darse cuatro relaciones fundamentales: son lo que
Genette denomina los cuatro movimientos (mouvements) narrativos básicos: la
pausa, la escena, el resumen y la elipsis (pause, scène, sommaire, ellipse) .
Genette los define así:
2.2.2.2. Pausa
2.2.2.3. Escena
tout ce qu’on peut affirmer d’un tel segment narratif (ou dramatique) est qu’il
rapporte tout ce qui a été dit, réellement ou fictivement, sans rien y ajouter; mais il
ne restitue pas la vitesse à laquelle ces paroles ont été prononcées, ni les
éventuels temps morts de la conversation. Il ne peut donc nullement jouer le rôle d’
indicateur temporel, et le jouerait-il que ses indications ne pourraient servir à
mesurer la “durée de récit” des segments d’allure différente qui l’entourent.
(“Discours” 123)
Il est sans doute inutile de préciser qu’un tel récit n’existe pas, et ne peut exister
qu’à titre d’expérience de laboratoire: à quelque niveau d’élaboration esthétique
que ce soit, on imagine mal l’existence d’un récit qui n’admettrait aucune variation
de vitesse, et cette observation banale est déjà de quelque importance: un récit
peut se passer d’anachronies, il ne peut aller sans anisochronies (...), sans effets
de rhythme. (“Discours” 123)
2.2.2.4. Resumen
2.2.2.5. Elipsis
Notas
(Cuadro nº 4)
2.3.1. Frecuencia
Entre ces capacités de “répétition” des événements narrés (de l’histoire) et des
énoncés narratifs (du récit) s’établit un système de relations que l’on peut a priori
ramener à quatre types virtuels, par simple produit des deux possibilités offertes de
part et d’autre: événement répété ou non, énoncé répété ou non. Très
schématiquement, on peut dire qu’un récit, quel qu’il soit, peut raconter une fois ce
qui s’est passé une fois, n fois ce qui s’est passé n fois, n fois ce qui s’est passé
une fois, une fois ce qui s’est passé n fois. (“Discours” 146)
2.3.2. Permanencia
Las otras diferencias aspectuales que vamos a examinar son el par estabilidad /
cambio, que decíamos define las proposiciones asertivas eternas frente a las
otras, y el par puntualidad / duración, relativo a las proposiciones históricas. Será
conveniente integrar ambas oposiciones en un solo eje que va de la aspectualidad
permanente o eterna a la puntual.
Podemos tomar como punto de partida para clasificar estos aspectos el trabajo
de Alexander P. D. Mourelatos sobre la predicación verbal. Sintetizando las
conclusiones de investigadores precedentes sobre el aspecto puntual o durativo
implícito a los verbos, Mourelatos prefiere hablar de tipos de predicación verbal
antes que de tipos de verbos (“Events, Processes and States” 196). Así, los
verbos de “estado” pueden a veces usarse como verbos de “acción”. Mourelatos
señala que muchos otros tipos de información, aparte de los cubiertos por su
estudio, pueden ser transmitidos por el aspecto verbal: “for example, endeavor,
serialization, spatial distribution, temporary or contingent state” (194). Algunos de
estos aspectos son importantes en la narración: son los que hemos denominado
deícticamente condicionados. Pero tampoco nos ocuparemos de ellos: nos
interesa más la sistematización de la aspectualidad relativa a la puntualidad o
duración de la acción. Mourelatos propone organizar escalonadamente diversas
distinciones aspectuales emparentadas, dando lugar así al esquema que
reproducimos seguidamente.
Propiedades Situaciones
_______________________________
Estados Acontecimientos
_____________________________
Extendidos Puntuales
Notas
2.4.1. Distancia
2.4.1.1. Mostrar
(Figura nº 5)
la notion même d’imitation sur le plan de la lexis est un pur mirage, qui s’évanouit à
mesure qu’on l’approche: le langage ne peut imiter parfaitement que du langage,
ou plus précisément un discours ne peut imiter parfaitement qu’un discours
parfaitement identique; bref, un discours ne peut imiter que lui-même. En tant que
lexis, l’imitation directe est, exactement, une tautologie. (“Frontières” 155).
Debe quedar claro, sin embargo, que la relación de unas palabras citadas
directamente en el discurso con sus referentes en la acción no es comprendida
como una identidad, sino más bien como lo que es: la relación entre dos
especímenes (tokens) de un mismo tipo (type). Las palabras en discurso directo
no son las palabras del personaje sin más: son las palabras del personaje citadas
por el narrador. Las palabras propias del narrador son usadas por él, mientras que
el discurso directo del personaje es más bien mencionado. El narrador puede
“repetir” literalmente las palabras del personaje, pero no puede evitar que el
contexto de esas palabras se duplique: al contexto original (ficticio), se superpone
el co-texto que las rodea, el discurso narrativo: las palabras requieren dos
contextos diferentes para su interpretación (cf. 3.2.2.3.2.2 infra). Su presencia
como discurso directo inserto en un texto narrativo, y no como los especímenes
comunicativos “originales” altera irremisiblemente su naturaleza, e impide que
identifiquemos estos dos tipos de parlamentos como pretende Genette: el discurso
directo no es “la chose même” (156): es otra cosa. Esa diferencia aún queda más
clara si la narración nos indica que hemos de suponer que el narrador manipula de
algún modo las palabras del personaje citadas: por ejemplo, traduciendo al propio
idioma las palabras de un extranjero. Allí el discurso directo difícilmente representa
“la cosa misma”. Llevada a sus últimas consecuencias, la teoría de Genette resulta
en una oposición entre los fragmentos en discurso directo y el resto del discurso
(cf. Bal, Narratologie 26-27).
Sí podemos aceptar que el discurso directo es el fenómeno más próximo a una
transcripción punto por punto de estructuras de la acción. Una narración será tanto
más dramática cuanto mayor uso haga del discurso directo (Bal, Teoría 153). Pero
si reducimos a esto el contraste dramatización / narración vamos a pasar algo por
alto. Aunque el resto del relato no sea mimético en este sentido, hay que
reconocer que lo es en otros sentidos. Deberemos analizar esos posibles
elementos dramáticos del relato, que han sido señalados de manera más o menos
sistemática por muchos teorizadores.
Si reducimos lo “mostrable” al discurso directo y sostenemos que todo lo demás
no es sino “decible”, ya no es en absoluto legítimo identificar la oposición entre
mimesis y diégesis a la oposición entre telling y showing (o narration /
dramatization) utilizada por la crítica anglosajona a partir de James, Lubbock y
Beach. La exhortación de James (“dramatize! dramatize!”) va mucho más allá de
una apología del discurso directo. En Aristóteles o Platón, la noción de mimesis
entendida al modo de Genette se restringiría al empleo o no del discurso directo.
Este tipo de “distancia” es ya un criterio valorativo para Platón y Aristóteles. Platón
critica a Homero por su abundante uso del discurso directo, mientras que
Aristóteles lo alaba por lo mismo. Según Aristóteles, la representación de acciones
busca producir un efecto concreto, de manera semejante a los discursos de la
retórica, pero se trata de una retórica del mostrar y no del decir. Lo que sí hay que
representar en los géneros narrativos diciéndolo es el sentido que no resultaría
dramatizado por la simple retórica de las acciones:
Hay que tratar, evidentemente, las acciones según estas mismas ideas siempre
que hayan de ser en efecto compasivas, tremefacientes, grandiosas o verosímiles;
la diferencia está en que las acciones han de aparecer por sí mismas, sin
instrucciones; mientras que los efectos de la palabra tienen que ser preparados
por el orador y provenir del discurso mismo. Porque si no, ¿para qué serviría el
que habla si su pensamiento apareciera por sí mismo, y no mediante sus
palabras? (Poética, 1456 b)
the art of fiction does not begin until the novelist thinks of his story as a matter to
be shown, to be so exhibited that it will tell itself (...). The thing has to look true, and
that is all. It is not made to look true by simple statement. (62)
• to show characters dramatically engaged with each other, motive clashing upon
motive, the outcome depending upon the resolution of motives.
o bien
• to give the impression that the story is taking place by itself, with the characters
existing in a dramatic relationship vis-à-vis the spectator, unmediated by a narrator
and decipherable only through inferential matching of word to word and word to
deed. (“Distance and Point-of-View” 185-186)
Un dramatismo de la acción frente a un dramatismo del discurso, por tanto.
Refiriéndose a un texto de Fielding en el que el narrador relata una situación
conflictiva y las reacciones que provoca en cada personaje, todo ello en un relato
rápido y resumido, superficialmente neutro pero en realidad impregnado de ironía,
Booth se pregunta si hay o no dramatismo en la presentación de esa escena.
Concluye sorprendentemente que la ambigüedad de utilizar dramatic (o showing)
en estos casos resta toda utilidad al concepto. Pero examinando el ejemplo puesto
por Booth (Joseph Andrews, I.12) vemos que la insatisfacción de Booth se debe a
que ninguna de las dos definiciones anteriores de dramatic capta el sentido
preciso en el que esta escena es dramática. La primera es insuficiente, pues se
trata de un dramatismo en el relato. La segunda parece demasiado exigente, pues
en ese texto falta el detalle concreto y el punto de vista definido que exigían
Lubbock y Friedman. Sin embargo, el “autor”, a pesar de su presencia hecha
evidente por el uso del resumen, se limita a narrar, sin emitir juicios de valor
explícitos. Naturalmente, se hallan implícitos, pero el lector extrae sus propias
conclusiones a partir de la información que recibe sobre las acciones de los
personajes. Los personajes no sólo son caracterizados mediante una descripción
que les atribuya esta o aquella cualidad. También se manifiestan dramáticamente
ante el lector cuando sus acciones nos son narradas.
La ambigüedad de los conceptos de showing y telling denunciada por Booth
debe resolverse analizándolos más detenidamente. Booth prefiere desecharlos y
recurrir al autor implícito como deus ex machina; el lector, según Booth, es
“persuadido” por el autor implícito. Pero la principal característica del autor
implícito es… que está implícito. La persuasión deberá ser el efecto combinado de
todos los elementos de la estructura narrativa, entre ellos la narración directa y la
dramatización.
En la ficción, el relato también es dramático en el sentido en que utiliza el
término Martínez Bonati (55-57). La frase narrativa de ficción es dramática en
cuanto que, por la naturaleza misma de la situación narrativa, aceptamos este tipo
de frases del narrador como creadoras del mundo ficticio de la acción. La
condición de la ficción es este crédito dado al narrador, la identificación de un texto
con un mundo. El mismo Genette (“Frontières” 160) reconoce que la dicción propia
de la narración es la transitividad absoluta del texto, que da la ilusión de contarse
a sí mismo, aunque observa que la introducción de elementos discursivos hace
que “rara vez” se dé la forma pura. Martínez Bonati niega que se pueda dar esa
transitividad: aunque el texto pretendiese ser sólo signo que nos remita al relato, y
nunca al narrador (como parece suceder, por ejemplo, en algunos relatos de
Hemingway), siempre ofrecerá una información sobre la actividad de aquél en
tanto que indicio. Este doble valor del lenguaje se ha subrayado con frecuencia
desde la época romántica. Para Coleridge, “language is framed to convey not the
object alone, but likewise the character, mood and intentions of the person who is
representing it” (Biographia 263). La distinción de funciones expresivas y emotivas
del lenguaje frente a la evidente función referencial es un lugar común de las
teorías clásicas de la enunciación. Otro elemento “dramático” proviene de esas
funciones indiciales.
Ya nos hemos referido a la distinción que hace Todorov (“Catégories” 145;
Poética 68) entre el valor subjetivo y el objetivo de los enunciados, refiriéndose a
la distinción establecida por Austin entre enunciados constativos (constative) y
realizativos (performative). Para Todorov, en la narración predomina el valor
constativo u objetivo, pero en los diálogos y en las intrusiones del narrador
predomina el valor realizativo o subjetivo. Podríamos concluir, quizá, que es la
fuerza ilocucionaria, y no el significado de esos parlamentos lo que adquiere
especial prominencia para el lector (3.1.1 infra). Son actos (de habla) realizados
directamente ante nosotros, y mediante ellos el autor dramatiza al narrador o al
personaje, haciendo que se nos revele de forma inmediata. Sin duda, Henry
James se hubiera sorprendido de ver elevados a la categoría de elemento
dramático de la novela a los intrusivos narradores de Dickens, Trollope o
Thackeray, tan criticados por él como “undramatic”.
Los actos de habla que aparecen directamente ante el lector son, pues,
interpretados por éste según ciertas convenciones lingüísticas, discursivas o más
generalmente sociales. Esta interpretación sería otro tipo de relación “dramática”
hacia algo “directamente” dado. Pero la misma actitud dramática, activa,
interpretativa, puede darse respecto a algo no directamente dado, sino
simbolizado, representado, como los parlamentos en discurso directo de los
personajes o el tipo de presentación de actos que señalaba Booth en Fielding.
Tanto los actos de habla presentados directamente como los actos (de habla o no)
presentados indirectamente son elementos ofrecidos a la posible interpretación del
lector. Genette niega la posibilidad de una mimesis de las acciones:
acertadamente, si considerásemos que la identidad de materia entre el signo y su
referente es condición necesaria para la mimesis. Pero es una condición
demasiado estricta. El relato sí puede mimetizar la comprensión que en la vida
real tenemos de los actos. El significado de un acto, sea o no de habla, no es
constante, sino que se determina en la interacción de un código más o menos fijo
y un contexto variable. Es, pues, contextual: un acto puede tener sentidos
completamente distintos según la situación en la que se ejecute. Un autor puede
así narrar actos realizados por los personajes en una escena especificando al
máximo su significación en ese contexto determinado (su “fuerza”), o bien puede
informarnos exclusivamente de su forma (en el caso de los actos de habla, de su
aspecto locucionario) dejando que extraigamos el significado contextual a partir de
nuestro conocimiento previo de la novela y de las reglas de actuación social.
Al igual que otros muchos teorizadores, Genette observa en el relato de
palabras una gradación que va de la forma puramente mimética, el discurso
directo, pasando por dos formas intermedias, el indirecto libre y el indirecto, hasta
la forma menos mimética, el “discours narrativisé, c’est-à-dire, traité comme un
événement parmi d’autres et assumé comme tel par le narrateur lui-même”
(“Discours” 190). El acto de habla está en este último caso considerado
sencillamente como acto, y como observa el mismo Genette, cabe aquí una
gradación entre unas formas que hacen mención escueta del acto y otras más
descriptivas, en las cuales “on pourrait sans aucun doute pousser plus loin la
réduction du discours à l’événement” (191). Pues bien, una gradación similar a
ésta es posible en la narración de acciones no verbales. Las acciones humanas
tienen relevancia semiótica, son también un lenguaje, y como tal puede transmitir
mensajes traducibles y resumibles. También aquí tenemos grados de mimesis y
no sólo grados de diégesis como pretende Genette (186). Más bien, en cuanto
admitimos la posibilidad de “grados”, parece inevitable relacionar de manera
inversamente proporcional los dos conceptos: un grado de diégesis supone un
grado complementario de mimesis.
Si recapitulamos los factores ya expuestos que determinan la distancia
narrativa, podemos proponer una serie de dicotomías que son distintas
acepciones posibles, distintas manifestaciones de la distinción intuitiva entre
presentación directa (showing, mimesis) y presentación indirecta (telling, diégesis).
Las reproducimos en el cuadro que sigue:
En los textos que desafían este presupuesto (el Innombrable de Beckett es quizá
el caso paradigmático), la distancia es mínima. El texto se repliega sobre sí mismo
para arrastrar al lector al interior de su estructura, y hacerle personaje de un
drama abismal de la escritura.
2.4.1.2. Decir
2.4.2. Perspectiva
2.4.2.1. Definición
En el terreno de la narración, definiremos provisionalmente la perspectiva (o
focalización, cf. 2.4.2.3 infra) como el proceso de selección de acontecimientos
que transforma la acción en relato. Atenderemos aquí a la naturaleza de los
acontecimientos seleccionados (y no a su duración; cf. 2.2.2.1 supra) y sobre todo
a la relación cognoscitiva que mantienen con ellos los diversos sujetos textuales
(personajes y narrador). La acción es potencialmente infinita, inagotable. Es
concebible como una masa de datos que han de ser elaborados para su
transmisión narrativa: es impensable su comunicación directa y total. “Ist aber die
Aussparung unumgänglich,” observa Weimann,” so ist bei Bewertung des
Erzählten schon nicht mehr die Tatsache der Auswahl, sondern der Standpunkt
bemerkenswert, von dem aus sie vorgenommen wird” (“Erzählerstandpunkt” 388).
Por lo tanto, esta categoría nos remite a un nivel superior al del relato: la
perspectiva puede estudiarse también como una estrategia discursiva. Y así, nos
remitirá al estratega, al enunciador del discurso narrativo, en su doble aspecto de
autor y narrador (cf. 3.2.1.2 infra). El personaje tiene su propia perspectiva sobre
la acción, un pequeño modelo del mundo. De la misma manera la tiene el autor
sobre la realidad que interpreta y transforma en un acto de imaginación. “However
objective he strives to be, he looks out upon the world through the lens of his own
personality” (Perry 247). Hoy, Fredric Jameson (The Political Unconscious) formula
esta intuición en términos de ideología y actuación simbólica del autor sobre la
realidad social. Sea cual sea la formulación que adoptemos, la cuestión del punto
de vista es en última instancia un eco en la estructura textual del acto de visión (en
ambos sentidos) y de perspectivización de la realidad en que tiene su fundamento
la comunicación narrativa entre autor y lector.
Hemos hablado antes del punto de vista a nivel de la acción. Utilizaremos ahora
el término perspectiva más restringidamente para referirnos a un fenómeno
semiótico del nivel del relato, la focalización. Cervellini, inspirándose en Bal, define
a la focalización como la conjunción de tres actividades: visión, selección y
presentación (43). Greimas y Courtés dan una definición más estrictamente
semiótica (150): la focalización es “une procédure de débrayage actantiel”; es “la
délégation faite par l’énonciateur à un sujet cognitif, appelé observateur, et son
installation dans le discours narratif”. Greimas y Courtés diferencian la
focalización, que requiere este personaje-observador, de la perspectiva:
Ricœur propone como definición del “punto de vista” “the orientation of the
narrator’s attitude towards the characters and the characters’ attitudes toward one
another” (Time and Narrative 2, 93). Para desarrollar esta definición se remite a los
conceptos desarrollados por Uspensky en su Poética de la composición. Esa
orientacion es un complejo de fenómenos en diversos planos, que desborda el
concepto más restringido de perspectiva que proponemos aquí, y que sin embargo
tiene el mérito de atraer la atención sobre la incidencia de las cuestiones
perspectivísticas sobre otros aspectos de la estructura de la obra. El plano más
general o ideológico se refiere a la presencia en la obra de diversos universos
culturales o concepciones del mundo. Este plano sólo nos concierne aquí en tanto
en cuanto se manifiesta con recursos formales específicos, como por ejemplo un
contraste temporal o una interferencia de voces. El plano fraseológico se refiere
específicamente a las relaciones entre el discurso del narrador y el de los
personajes. Este aspecto del “punto de vista”, que incluye la problemática de la
narración representada, el estilo directo, indirecto libre, etc., lo estudiaremos como
un problema de voz narrativa (3.2.2.3). Otros planos perspectivísticos distinguidos
por Uspenski se refieren a la orientación espacial y temporal. La perspectiva no se
restringe a un punto de vista fijo, sino que el narrador puede orientar su
presentación de los acontecimientos con respecto a la situación de un personaje o
proyectando un punto de referencia virtual. Ya hemos hablado de conceptos
perspectivísticos en su relación con la reestructuración temporal, las anacronías y
el aspecto. Estudiaremos la focalización en más detalle en breve (2.4.2.3) y
volveremos a encontrar aspectos de perspectivización temporal al hablar del
tiempo de la narración (3.2.2.4 y 5). El uso de los tiempos verbales constituye para
Uspenski otro plano del punto de vista. El uso del presente, el pasado o el futuro
por parte del narrador se utiliza para adoptar la propia perpectiva o para marcar el
paso a otro centro de orientación. Así un “mismo” momento de la acción puede
presentarse perspectivísticamente como el pasado del narrador, el presente de un
personaje, o como un pasado que en tiempo fue futuro. La orientación por medio
de los deícticos obedece a una problemática semejante. Por último, lo que
Uspensky llama plano “psicológico” del punto de vista, la oposición entre la
presentación de hechos como fenómenos objetivos o subjetivos, es lo que aquí
consideraremos el problema central de la perspectiva. Recordemos, pues, que la
perspectivización tiene repercusiones en los diversos planos de la ideología, la
estructuración temporal, la voz, etc., pero en lo que sigue nos centraremos en la
articulación mutua de la objetividad del relato y las representaciones de la
experiencia subjetiva que incorpora.
What is perceived or felt or thought of may be a simple phenomenon (...) but it may
also be what we might call a ‘metaphenomenon’: a fact or a report —a
phenomenon that has already as it were been filtered through the medium of
language. (“Language Structure”153)
Van Dijk (Texto 159) nos presenta una base gramatical semejante para el estudio
de la perspectiva cuando relaciona el “mirar fuera” en la narración con un cambio
de tópico de discurso. Lo mismo sucede con “pensar”, el predicado “creador de
mundo” (Texto 160).
El problema del punto de vista, de la perspectiva, está íntimamente ligado a dos
cuestiones que son objeto de estudio tradicional de la lingüística: la temporalidad y
la deixis (para la temporalidad cf. 2.2 supra). La deixis (en sentido amplio)
representa una orientación espacio-temporal respecto de un punto que se toma
como centro. Benveniste (“Subjectivité” 262) identifica ese punto con el hablante, y
por tanto, con su posición espacio-temporal. Quizá esto sea así en un análisis
lingüístico-filosófico del tema como el que está haciendo Benveniste, pero en un
acercamiento práctico a los textos hemos de reconocer inmediatamente que la
orientación deíctica no siempre se hace por referencia al “yo” hablante, ni siquiera
en la lengua oral corriente. Más bien, el yo hablante es el origen y el centro no
marcado de la deixis, pero es capaz de elaborar estrategias retóricas para
delegarla en un foco secundario (cf. 3.2.1.2 infra). Debemos distinguir el aquí y
ahora del yo hablante del aquí y ahora del foco orientador de la deixis, que puede
o no coincidir con él. La primera formulación de esta cuestión, y ya a un nivel
narrativo-textual, parece ser la de Bühler, con su estudio de los demostrativos (138
ss) y, sobre todo, de las transposiciones o cambios de punto de vista. En la
narración, observa Bühler, hay otras orientaciones temporales al margen del “yo-
aquí-ahora” del sujeto hablante:
Y como una misma ciudad contemplada desde diferentes lugares parece diferente
por completo y se multiplica según las perspectivas, ocurre igualmente que,
debido a la multitud infinita de sustancias simples, hay como otros tantos
diferentes universos, que no son, empero, sino las perspectivas de uno solo,
según los diferentes puntos de vista de cada Mónada. (Monadología § 57)
En Kant encontramos la oposición entre un hipotético conocimiento
“nouménico”, o conocimiento de una cosa en sí, y un conocimiento “fenoménico”,
sometido a las formas puras de la experiencia que son el espacio y el tiempo. No
conocemos la cosa misma, sino una parte del infinito número de sus
manifestaciones posibles. Es decir, la experiencia humana, siendo fenoménica, es
perspectivística. Tenemos un “punto de vista” sobre las cosas, y con frecuencia la
existencia de ese punto de vista particular impide la adopción de puntos de vista
alternativos. Las consecuencias de esta relativización del conocimiento fueron
extraídas de muy diversas maneras por el positivismo o el pensamiento
nietzscheano en el siglo XIX, o la fenomenología y el existencialismo en el XX.
La teoría estética clásica, basada en una concepción mimética del objeto
artístico, no podía ignorar el problema de la perspectiva. El análisis
fenomenológico de las obras de arte resulta tener características muy especiales,
dada la naturaleza semiótica del objeto artístico. Al ser éste (frecuentemente) una
imitación, una representación de un fragmento de la realidad más o menos
convencionalizada, consta de una estructura fenomenológica imitativa ya fijada,
que es parte constituyente de la obra. Al mismo tiempo, la obra es un objeto físico,
un fenómeno de por sí, sometido a las leyes generales de la percepción y la
acción humana. Un cuadro puede estar mal iluminado, el “mensaje” de una novela
puede parecernos simplista, etc. Se trata en estos casos de cuestiones de punto
de vista en principio exteriores a la estructura de la obra (lo cual no quiere decir en
absoluto que carezcan de interés para la teoría del arte). Un enfoque más
restringido, y que conlleva un grado de abstracción, estudia la organización interna
de la obra al margen de las circunstancias concretas de su composición o
recepción. Pero aun en el marco de este enfoque “intrínseco” nos encontramos
con una noción demasiado amplia y polisémica de perspectiva. Cada arte resulta
tener condiciones de percepción y comprensión particulares; convenciones
diferentes rigen a los diversos estilos y períodos. La escultura, por ejemplo, utiliza
en grado mucho menor que la pintura la codificación de un punto de vista interno a
la obra. La pintura se asemeja a la literatura en tanto en cuanto que produce la
ilusion de una situación espacial dada respecto a los fenómenos representados. Si
un texto era tradicionalmente comparado a una “pintura con palabras”, podemos
reflexionar un momento sobre el punto de vista en pintura y extraer algunos
paralelos posibles con la literatura. Para simplificar, nos limitaremos a la pintura
clásica, la pintura perspectivista de la época moderna, que continúa con nosotros
a pesar de los ataques de los cubistas, expresionistas, futuristas, y las
abstracciones de todo género.
Es en la teoría de la pintura donde el concepto de perspectiva alcanza
tempranamente un desarrollo notable: así sucede en los escritos Leonardo y otros
teorizadores sobre pintura del Renacimiento italiano. A fines de la Edad Media la
representación pictórica deja de ser intemporal y abstracta para pasar a constituir
una escena, un punto en el espacio y en el tiempo. Esto ya supone una
perspectivización. La sucesión temporal está en principio ausente de la pintura,
aunque haya un buen número de convenciones que la invitan a entrar por la
puerta trasera. Pensemos, por ejemplo, en la convención que autoriza al pintor a
representar en distintos planos de profundidad momentos sucesivos de la escena
representada. No es éste el único sistema. Si tomamos como ejemplo el clásico
motivo pictórico de la Última Cena, está claro que el espectador no intepreta este
cuadro fuera de todo contexto: en las relaciones con el contexto, o más
exactamente con el intertexto, se halla en este caso la narratividad. El espectador
conoce la historia bíblica, y el cuadro remite así a toda una secuencia narrativa
mediante la representación de un momento convencionalizado. Toda la
temporalidad de esta secuencia se halla comprimida en el momento de la
bendición del pan eucarístico. La actitud implícita del pintor hacia su tema se
expresa, entre otras maneras, por su tratamiento de las convenciones narrativas.
Si un pintor representase la Última Cena con todos los comensales comiendo a
dos carrillos, no se trataría de una leve infracción de las reglas: sólo un momento
de la acción es relevante para el simbolismo cristiano. De igual modo, el punto de
vista físico sobre la escena a la vez se adapta a ella y la organiza. Observaremos
que en las versiones convencionales de este tema pictórico, la disposición de los
Apóstoles realza la figura central de Cristo, y que todos se hallan sentados al
mismo lado de la mesa, para no bloquear la visión del espectador implícito. Un
cambio de perspectiva significa un cambio de tema: Dalí pinta la Crucifixión vista
desde arriba en El Cristo de San Juan, y Velázquez da la vuelta al tema del retrato
real en Las Meninas, pintando la escena vista por los reyes que posan para su
retrato. En la pintura clásica, el espacio se representa de una manera parcial, que
representa la impresión que de él tenemos en la vida real. Sin embargo, se carga
de significaciones adicionales, entre otras la del tiempo. El tiempo se somete al
espacio en la pintura, al menos en lo que concierne a las estructuras primarias de
la percepción. No se debe tanto a que se trate en el caso de la pintura de un arte
visual, pues también lo son el cine o el comic mudos: lo determinante es que es un
arte no temporal, ni esencialmente narrativo.
El elemento narrativo no lo es todo en el comic, el cine o la literatura. Incluso
hay géneros, como la lírica, en los que está bastante restringido. Pero en general
es un principio de organizacion considerable, y es a menudo la base sobre la cual
se construyen efectos de otro género (simbólicos, catárticos, etc.). Señalábamos
una ambigüedad en el término “narrativo” tal como acabamos de utilizarlo: un
sentido (amplio) de “narrativo” sería “que transmite un relato”; otro (restringido),
“que es el producto de un narrador.” De hecho, el uso de “narrativo” en la primera
acepción podría considerarse metonímico, porque la narración verbal de un
narrador no es sino un medio entre otros de presentar un relato. El teatro no tiene
narrador, pero es narrativo en tanto en cuanto nos cuenta una historia con un
punto de vista implícito. Por cierto, no es correcto presentar la diferencia entre
teatro y cine como la ausencia de un punto de vista en la escena. La elección
misma de las escenas dramatizadas supone ya una perspectivización: no hay más
que una diferencia (muy considerable) de articulacion semiológica y de movilidad
del punto de vista entre el teatro y el cine.
Para la aplicación del concepto de perspectiva a la literatura, hay que
remontarse a algunos pensadores románticos y prerrománticos, desde Burke
hasta Coleridge, con su nueva insistencia en el subjetivismo y el impresionismo.
Proclaman que el estilo ha de surgir orgánicamente del contenido, y recrear para
el lector la experiencia que se desea transmitir. La literatura deja de concebirse
como una imitación y pasa a considerarse como expresión de estados de ánimo
subjetivos. Ya no importa tanto comunicar un objeto “en sí” o una visión objetiva;
se valoran más la percepción del objeto como fenómeno y la experiencia subjetiva
que de él se tiene.
En la segunda mitad del siglo XIX ya se encuentran usos de la expresión punto
de vista en un sentido semiespecializado, aplicado a la narración. Por ejemplo, E.
P. Whipple alaba en un artículo sobre Hard Times la elección del punto de vista
desde el cual nos presenta Dickens la historia. No ha elegido, como hubiera hecho
un autor francés, el punto de vista de la heroína, técnica comprensiva y corruptora
a la vez, según manifiesta Whipple, probablemente pensando en Flaubert. En todo
caso, está claro que este crítico no se refiere a la elección de una determinada voz
narrativa, sino exclusivamente a la elección de determinados hechos de la acción
para su narración, y quizá al sujeto no de la acción sino de la visión, de la
percepción y la sensibilidad, ya sea la heroína u otro.
La distinción teórica entre narración y perspectiva se remonta al menos a Henry
James. En su prólogo a The Portrait of a Lady, James comenta su técnica de
presentar la acción a través de la percepción y juicio de un personaje al que
denomina “center of consciousness” (294); en el prólogo a The Wings of the Dove
utiliza el término “reflector” (354 ss). Cada unidad deberá conservar esta
coherencia de punto de vista, aunque James no excluye la variabilidad en distintas
secciones de la novela (358). Puede haber varios “reflectores” a lo largo de una
novela de James, que se organiza preferentemente en bloques dominados por
uno de ellos. Para James, es el uso del punto de vista restringido de un personaje
lo que da su concentración y fuerza a la última obra mencionada; y esta técnica
está necesariamente ligada a la presentación escénica (355). Como se ve, la
distinción entre narración y perspectiva ya está allí: el reflector de James es el
focalizador de Bal. Booth observa que James formulaba su teoría de la narración
con reflector presentando a éste como un perceptor agudo, discerniente y
privilegiado, aunque en la práctica muchos de sus reflectores son observadores
limitados, defectuosos o confundidos, que deben ser leídos entre líneas por el
lector (340 ss).
La aportación esencial de James está en ver que la presentación de una
percepción subjetiva no está necesariamente unida a la narración en primera
persona; que lo fundamental es la situación con respecto a la acción (situación
interna o externa) no del narrador, sino del focalizador, el center of consciousness.
Esta distincion perspectivística de primera importancia aparece de manera más o
menos clara en todos los enfoques posteriores, desde Lubbock hasta Uspenski,
Bal (Narratologie 37 ss; Teoría 111), Lozano, Peña-Marín y Abril (135) o Rimmon-
Kenan (74), pasando por Stanzel o Pouillon; Genette es quien la formula más
explícitamente (“Discours” 203 ss). A veces, la distinción está implícita en los
análisis prácticos, aunque las definiciones teóricas sean confusas.
Las teorías de James sobre el punto de vista son continuadas en las primeras
décadas de nuestro siglo por teorizadores como Beach, Lubbock o Friedman. En
un principio, la discusión teórica sobre el tema iba generalmente unida al concepto
más general de “punto de vista”, que se extendía por lo general hasta incluir la
cuestión de la voz narrativa. Vernon Lee (“On Literary Construction”) distingue tres
maneras de presentar a un personaje: desde el punto de vista de un “analytical,
judicious author”, desde el punto de vista interno del mismo personaje y desde el
exterior, “nobody’s point of view”. Como se verá, es una clasificación harto vaga
que engloba voz y perspectiva narrativa, sin diferenciarlas. Lubbock presenta una
clasificación comparable de las diferentes “vistas” que pueden adoptarse sobre la
acción, distinguiendo cuatro principales. Estas pueden luego combinarse entre sí
dando lugar a otras intermedias. Son la “view from outside” o “pure drama”, en la
que la acción, que parece contarse a sí misma, es narrada tal como la vería un
observador imaginario, excluyendo toda interioridad de los personajes; el
“panoramic survey”, o narración omnisciente en tercera persona: la visión del
“dramatized narrator”, cuando el punto de vista ya es “interno a la novela” y esta
es narrada en primera persona; y, por último, “view from the position of a
character” o “dramatized mind”, la favorita de Lubbock, que corresponde a la
narración con reflector de James (Lubbock 252; cf. Lintvelt 120). Teorías
comparables se encuentran en la narratología alemana y entre los formalistas
rusos. Así, Friedemann describe fenómenos como la perspectiva subjetiva
resaltando bien que se trata de un fenómeno relativo a la actividad mental, la
percepción o la memoria de un personaje y diferenciándolos bien de la narración
en primera persona (ver por ej. Friedemann 38). Brooks y Warren nos hablan de
un foco narrativo que puede ser o no interior a la acción; combinando este criterio
con el criterio del conocimiento interno o externo de los personajes se obtiene una
tipología básica de cuatro “puntos de vista” distintos:
The focus of narration has to do with who tells the story. We may make four basic
distinctions: (1) a character may tell his own story in the first person; (2) a
character may tell, in the first person, a story which he has observed; (3) the author
may tell what happens in the pure objective sense—deeds, words, gestures—
without going into the minds of the characters and without giving his own comment.
These four types of narration may be called: (1) first-person, (2) first-person
observer, (3) author-observer, and (4) omniscient author. Combinations of these
methods are, of course, possible. (Brooks y Warren 684)
The most important unacknowledged narrators in modern fiction are the third-
person “centers of consciousness” through whom authors have filtered their
narratives (...) they fill precisely the function of avowed narrators—though they can
add intensities of their own.
Ortega y Gasset también cae en la misma confusión al afirmar que “en literatura,
el punto de vista es más bien un punto de hablada”.
Sin embargo, algunos estudios descansan sobre distinciones más claras y
siguen perfilando la distinción entre perspectiva y voz que subyacía a los
comentarios de Whipple o James. Es de destacar la temprana aportación de
Bernard Fehr (“Substitutionary Narration and Description: A Chapter in Stylistics”).
En palabras de Helmut Bonheim,
Fehr saw that a character’s consciousness (…) may take the form of perception as
well as thought (…). This third plane beyond speech and thought Fehr called
“substitutionary perception”, a concept taken over by Hernadi and others.
(Bonheim 50)
the implicit or explicit recognition that most of the information which a narrator
conveys to the reader can also be loaded onto the vehicle of characters, who take
over one of the jobs of conveying details of the fictional world. (69)
un foyer situé, c’est à dire une sorte de goulet d’information qui n’en laisse passer
que ce qu’autorise sa situation (...) En focalisation interne, ce foyer coïncide avec
un personnage, qui devient alors le “sujet” fictif de toutes les perceptions, y
compris celles qui le concernent lui-même comme objet: le récit peut alors nous
dire tout ce que ce personnage perçoit et tout ce qu.’il pense (…) En focalisation
externe, le foyer se trouve situé en un point de l’univers diégétique choisis par le
narrateur, hors de tout personnage (Nouveau discours 49-50).
3. Discurso
Notas
“Catégories” 141. Por supuesto, el aspect de Todorov no tiene nada que ver
con el “aspecto” que hemos definido en el apartado anterior.
O bien a la imitación de fenómenos auditivos que podríamos considerar
pseudo-enunciaciones, como “el relincho de los caballos, el mugido de los toros, el
murmullo de los ríos, del mar, del rayo” (República III, 104). Platón parece tener
muy presente el principio señalado por Genette, que “la mimésis verbale ne peut
être que mimésis du verbe” (“Discours” 185-186).
“Discours” 185. Obsérvese la diferencia entre los intereses de la clasificación
platónica y la de Genette. En Platón, es la haplé diégesis la manifestación más
inmediata del objeto, y la mimesis supone una mediatización potencialmente
engañosa.
Vemos aquí una de las maneras en que la naturaleza del discurso
condiciona las relaciones entre relato y acción. Este límite señalado por el discurso
directo sólo es válido para la narración lingüística: obviamente, la cinematográfica
o la pictórica tendrán límites diferentes. Según Bonheim (39) la escala de
inmediatez en el discurso narrativo pasa del discurso directo a la narración, la
descripción, el comentario y la metanarración (cf. 2.3.2, 2.4.1.1 infra).
A esta relación se superpone, además, la de un signo con su referente. El
hecho de que el especimen referente pueda ser ficticio, debido a una mentira en el
discurso o al hecho más general de que la acción es ficticia no afecta aquí a la
cuestión: el pacto narrativo implica la posibilidad de semejantes maniobras
semióticas vacías de contenido referencial. Para la distinción type / token, debida
a Peirce, véase por ej. J. Lyons (Semantics I, 1.4).
Para la diferencia entre uso y mención, cf. J. Lyons (Semantics I, 1.2); para
la relevancia de esta distinción al relato de palabras, cf. Lozano, Peña-Marín y
Abril 147; John R. Searle, “Reiterating the Differences” 200-201.
Cf. Van Overbeke 473; Ruthrof 61 ss; Lozano, Peña-Marín y Abril 149.
Joseph Warren Beach, The Twentieth Century Novel: Studies in Technique
(véase p. ej. el capítulo II, “Exit Author”, 12-24). Genette (“Discours” 184 ss) y su
comentadora Rimmon-Kenan (Narrative Fiction 109) realizan esta identificación
precipitada de showing / telling con mimesis / diegesis; también Segre (Principios
308). Helmut Bonheim señala la misma confusión en Chatman (Bonheim, The
Narrative Modes 5 ss).
Aunque, desde luego, no carece de relación con un uso peculiar del estilo
directo en algún experimento de James, como The Awkward Age. Sobre esta
novela véase el ensayo de Todorov en Poétique de la prose. La pasión de James
por la narración “dramática” ya puede encontrarse anteriormente en Dickens (ver
Miriam Allott, Novelists on the Novel 270), Stendhal (cf. Aguiar e Silva, Teoría 236)
Diderot (Jacques le Fataliste et son maître 302) o Richardson (en Allott 258).
Todos ellos alaban el “mostrar” sobre el “decir”.
Sin embargo, entre los méritos que Aristóteles encuentra en Homero podría
encontrarse implícita una noción de dramatización más compleja: la menor
condensación de la epopeya homérica la hace superior (¿por permitir una mayor
dramatización?) a obras como la Cipríada o la Pequeña Ilíada. Recordemos que
Aristóteles favorece a la tragedia sobre la épica, y que recomienda al poeta no
hablar en su propia voz, pues en cuanto lo hace deja de ser un artista imitativo.
Susan Ringler (Narrators and narrative contexts in fiction; cit. por Genette,
Nouveau discours 30) sostiene que los términos showing y telling no figuran en
James, Lubbock ni Beach, sino que son introducidos probablemente por Wellek y
Warren. Pero como contesta Genette, sí aparecen en críticos anteriores estos
conceptos con palabras muy similares (cf. por ej. Lubbock, citado a continuación).
Con el término “autor”, estos críticos suelen referirse a un narrador
extradiegético, heterodiegético y fiable.
Cf. la distinción que hace Stanzel (2.2.2.3 supra) entre dos acepciones del
término “escena”.
A pesar de introducir el valioso concepto de autor implícito (implied author),
Booth confunde en numerosas ocasiones las atribuciones del autor y del narrador,
así como las del narrador y el focalizador o “reflector”.
Cf. Axel Olrik, “Epic Laws of Folk Narrative”, cit. en Hendricks 112;
Tomashevski, “Thématique” 244.
Cf. 3.2.1.2 infra.
Bühler, 69 ss; Richards, Principles 210 ss, etc. Cf. 3.1.1 n. 16, 3.3.1.1 infra.
Una distinción comparable, aunque más intuitiva, entre un conocimiento
objetivo y otro subjetivo se puede encontrar en Pouillon (Temps 65 ss) o en
Auerbach (Mimesis, cit. por Ruthrof, 93 ss), aunque Auerbach denomina
“descripción objetiva” del hablante a la que obtenemos al interpretar el valor
expresivo de sus enunciados. En cuanto a la teoría de Todorov, ganaría en
precisión si se refiriese más bien a la distinción que se da, según el mismo Austin
(145 ss) entre actos locucionarios (locutionary acts) y actos ilocucionarios
(illocutionary acts), o entre significado (meaning) y fuerza ilocucionaria
(illocutionary force).
Obsérvese que esta distinción no coincide con la de Booth citada
anteriormente. Lo “directamente” dado no tiene por qué ser dramático en el primer
sentido señalado por Booth.
Por. ej. Fowler (Linguistics and the Novel), Uspenski, Lanser… cf. 3.2.2.3.2
infra.
El tiempo de la escena tiene un valor icónico superior al del resumen.
Ello no impedirá que más adelante volvamos sobre conceptos como los
actos de habla, el estilo directo, etc. en tanto que fenómenos propios del discurso
(3.1.1, 3.2.2.3.2.2 infra, etc.).
Así Friedemann (176, 180, 192), pero cf. también Aristóteles (al tratar
conceptos como la anagnórisis), Longino (en su discusión del presente histórico),
Lessing (al ligar la descripción a la acción de un personaje).
Cf. la definición algo vaga de Bal: “Me referiré con el término focalización a las
relaciones entre los elementos presentados y la concepción a través de la cual se
presentan. La focalización será, por tanto, la relación entre la visión y lo que se
‘ve’, lo que se percibe” (Teoría 108). Todas las teorías de la narración emplean
metáforas ópticas (punto de vista, perspectiva, focalización, cámara, reflectores,
visión panorámica, restricción de campo, etc.), aunque el proceso de transposición
que señalamos va mucho más allá de lo visual o de lo perceptivo. La desaparición
del narrador de la novela como una personalidad identificable lleva a organizar la
novela en torno a la experiencia de un personaje, de una manera casi instintiva.
No creemos en absoluto que este hecho, señalado por tantos críticos de nuestro
siglo, sea una mera falacia humanizadora o una construcción imaginaria debida a
un horror vacui de los críticos, como parece insinuar Culler (Structuralist Poetics
201); cualquier análisis crítico de un texto narrativo mostrará claramente los
fenómenos perspectivísticos que señalamos más abajo.
Por “perspectiva icónica de la pintura” entendemos aquí no sólo la conocida
acepción mimética del término (tal como es definido, por ejemplo, por Panofsky en
La perspectiva como forma simbólica) sino también lo que Cervellini denomina
“focalización” en la pintura, adaptando el término de Bal. Según Cervellini, este
concepto permite interpretar muchos elementos de la pintura clásica no como
realistas-miméticos, sino como autorreferenciales y orientadores de la percepción
del lector y de la interpretación del cuadro. Tales son, por ejemplo, los famosos
“personajes-comentadores” cuya función ya fue señalada por León Bautista Alberti
(Cervellini 50 ss).
Cf. también las observaciones de Genette (“Discours” 133 ss) sobre la
descripción en Proust.
Así, por ejemplo, Thomas Lister, escribiendo en la Edinburgh Review en
1832: algunos novelistas fracasan, dice “because they present to us objects as
they are, rather than as they appear (...). Others, though they in part describe
objects as they appear to the spectator, yet mix them confusedly with
circumstances of which the eye could not have taken cognisance at all,—or could
not have seen from the same point of view” (cit. en Victorian Criticism of the Novel,
ed. Edwin M. Eigner y George J. Worth, 6).
“The Teller and the Observer: Narration and focalization in narrative texts”
141-142.
Esto nos haría pensar que el desarrollo continuo de técnicas
perspectivísticas va ligado a un fenómeno más general que William Edinger
(Samuel Johnson and Poetic Style xiii ss) caracteriza como el paso de una norma
estética conceptual a una norma estética perceptiva. Edinger encuentra
fenómenos asociados a este cambio ya a partir de la reacción cartesiana y
empirista contra el aristotelismo tardío. Según Francisco Rico, ya en la técnica del
Guzmán de Alfarache se evidencia que al narrador y protagonista “le interesa el
punto de vista tanto o más que la propia vista” (La novela picaresca y el punto de
vista 85). El libro de Rico es una excelente aproximación al tratamiento histórico
de la perspectiva narrativa.
Cf. las observaciones hechas sobre la mostración en el lenguaje, 2.4.1.1
supra.
Cf. Pouillon 82 ss; o también los focalizados perceptibles e imperceptibles de
Bal, Narratologie 41-42.
También entraría bajo esta categoría la presentación de un punto de vista
único o la fragmentación del relato según los puntos de vista de múltiples
personajes.
Todorov añade una última categoría, la “apreciación” o “evaluación” de los
acontecimientos. A nuestro juicio, no tiene una relación esencial con la perspectiva
tal como aquí la definimos.
Lintvelt realiza un estudio metateórico de las tipologías de Lubbock, Friedman,
Leibfried, Füger, Stanzel, etc., pero obtiene un abanico de categorías más
reducido, y muchas de ellas, como señala Lintvelt, se refieren a la voz más bien
que a la perspectiva. Por lo general, estos teorizadores atienden únicamente a la
posición del centro de orientación dentro o fuera de la acción (perspectiva “interna”
o “externa”) o a la naturaleza perceptible o imperceptible del focalizado
(“profundidad” en Füger; “grado de ciencia” en Todorov). El criterio de la
objetividad o subjetividad del conocimiento aparece en Stanzel bajo la forma
relativamente borrosa de la oposición telling / showing.
Lanser (150 ss) también realiza un análisis categorial comparable. Contempla
las variables narrativas como ejes con dos categorías polares y muchos grados
intermedios. Todas sus categorías relativas a la perspectiva (conocimiento limitado
× omnisciencia, visión subjetiva × objetiva, visión interna × externa, focalización
fija × variable, panorámica × limitada, etc.) pueden ser reducidas a las ya
expuestas.
Ver la exposición sobre Uspenski en Ricœur 94.
Por supuesto, en una fase ulterior la estructura tópico / comento puede
independizarse de la posicionalidad, añadiendo una capa más de
perspectivización a la estructura de la frase.
Cf. infra. Así, van Dijk (Text Grammars 84 ss) distingue tres tipos de
indicación espacial y temporal en el texto: un primer locus, pragmático, que es el
aquí y ahora de la enunciación, un segundo locus que es el foco de orientación
temporal o espacial; por último, tenemos los indicadores temporales o espaciales
de la estructura profunda de las frases.
Si bien se trata de la selección efectuada por el autor y no por un personaje;
2.2.1 supra.
Cf. Edinger 119 ss; passim; W. K. Wimsatt y Cleanth Brooks, Literary
Criticism: A Short History, caps. XIV y XVII.
Esto no es siempre cierto. En el prólogo a What Maisie Knew, James
comenta el hecho de que el reflector, una niña, no entiende gran parte de lo que
sucede a su alrededor, aunque la percepción que tiene de la acción permite al
lector hacer sus propios juicios (que, de todos modos, están dirigidos por el
narrador).
Esta noción, “nobody’s point of view”, es problemática si se lleva a un
extremo. Teorizadores como Friedman (que propone un “camera mode” en “Point
of view”) parecen creer seriamente en la posibilidad de un relato puramente
neutral, denotativo y objetivo, un relato de simples exterioridades. Pero Pouillon
(95) considera que toda visión exterior es reveladora de una interioridad (y por
tanto está ya condicionada). Como señala Lanser (210), “It is debatable whether
any wholly external vision is even possible”; lo mismo opina Todorov (Poética 69).
Cf. el análisis de la teoría de Lubbock realizado por Lintvelt (115-123).
Comparable al “dramatic mode” de Friedman (“Point-of-view”) o a la visión
“desde afuera” de Pouillon (infra). Cf. nota 16.
Una definición parcial del reflector (o personaje focalizador) puede hallarse
en Tomashevski: “el personaje es, frecuentemente, una especie de hilo conductor
de la narración, o sea, en forma disimulada, el narrador mismo: el autor, aunque
hablando en nombre propio, se esfuerza, al mismo tiempo, por referir solamente lo
que su héroe podría contar” (Teoría 192). Se observará que la confusión
terminológica entre autor, narrador y focalizador impide afirmar hasta qué punto
existe un concepto claro de cada una de estas instancias. Lo mismo podríamos
decir de Booth (Rhetoric) que, al igual que Tomashevski, llama al reflector
“narrador disimulado”. La distinción hecha por Tomashevski entre relato subjetivo
y objetivo parece basarse en una indistinción de voz narrativa y perspectiva. Una
distinción semejante a la de Tomashevski se encuentra ya en el siglo XIX, en
Friedrich Spielhagen (Beiträge zur Theorie und Technik des Romans 132 ss) o, en
última instancia, en Lessing (Laocoonte, cap. XXI).
Que ellos no distinguen de la perspectiva; cf. Genette, “Discours” 204.
Véanse por ejemplo Thomas Beer, Stephen Crane 163-164, o Perry 251.
Tanto Lanser como Lintvelt señalan la imposibilidad del camera mode de
Friedman. Sin embargo, como señala Lanser, “Friedman’s system (at least with
the deletion of the ‘camera’ mode and the addition of a ‘multiple-I’ category)
remains a very useful ‘shorthand’ method for classifying texts according to
macroscopic structures of point of view” (34).
Lintvelt (107 ss) señala una confusión de criterios semejante en Lubbock.
Rhetoric 153 ss; cf. también Sternberg 290 ss.
Rhetoric 153. Para Booth, la focalización es ante todo una técnica para
mistificar al lector, encerrándolo en la mente limitada de un personaje, ocultándole
información o confundiéndole sobre las verdades fundamentales de la acción.
Señala que la simpatía producida por la visión interna exclusiva a través de un
personaje tiende a anular el juicio moral del lector sobre ese personaje; es la
técnica de Jane Austen en Emma (Booth 249 ss). A este respecto, Stanzel
observa que muchas veces los autores no son conscientes de ello, y obtienen un
efecto no deseado (127). El correctivo necesario utilizado a veces por Jane
Austen, señala Booth, es el juicio explícito del narrador sobre el personaje.
“Prólogo-conversación con Fernando Vela”; cit. en García Berrio, Significado
259 n. 48). La lista de las confusiones entre voz y perspectiva sería interminable. A
veces se trata de una simple vaguedad, pero otras veces conduce a absurdos
evidentes. Oscar Tacca (Las voces de la novela 72) retoma las clasificaciones de
Pouillon y Todorov (infra) y señala tres relaciones posibles entre el conocimiento
del narrador y el del pesonaje: omnisciencia, equisciencia y deficiencia. Pero
afirma que en la narración en primera persona sólo es posible la equisciencia,
cuando el análisis de cualquier narración en primera persona demuestra todo lo
contrario. El yo narrador siempre sabe más que su antiguo yo personaje.
Nosotros diríamos, más bien, que el focalizador es externo a la acción.
Así Friedemann (72).
“Discours” 203 ss. Naturalmente, reconoce Genette (Nouveau discours 79
ss), voz y perspectiva van muy unidas en la realidad práctica de los textos; de ahí
la utilidad de nociones sintéticas como la de “situación narrativa” debida a Stanzel.
Bastantes estudiosos siguen un criterio tipológico, en lugar del analítico de
Genette; pero evidentemente han de basar sus clasificaciones en categorías
obtenidas analíticamente. Así, en la clasificación de Stanzel subyace una
diferenciación entre voz y perspectiva. Un concepto como el de “centro de
orientación del lector” (Stanzel, Theory 49 passim; cf. Lintvelt 144 ss) es
perspectivístico, no narrativo. Stanzel diferencia la perspectiva interna que se da si
el centro de orientación se encuentra en el interior de la acción de la perspectiva
externa (cf. n. 6), y distingue así una tercera persona autorial de otra actorial;
estos dos tipos, junto con la narración en primera persona, son la base de su
tipología. Boris Uspenski (A Poetics of Composition 59ss, 84) sigue un criterio
parecido al de Stanzel, pero distinguiendo dos tipos de orientación: la espacio-
temporal y la psicológica. Otras tipologías semejantes son las de Füger o Lintvelt
(cf. Lintvelt 140).
Cf. Lintvelt 44. La expresión “relato no focalizado” ha sido criticada por
recordar a absurdos perspectivísticos como el “camera mode” de Friedman (cf. 2.1
supra). Si adoptamos la noción de focalización de Bal (Narratologie), el concepto
de relato no focalizado carece de sentido. Para Berendsen (“Teller” 184) se trata
de unacontradictio in terminis; lo mismo opinamos nosotros. Según sus partidarios,
la “focalización cero” sería la correspondiente al célebre “narrador omnisciente” (cf.
3.2.1.3 infra). Así, “relato no focalizado” sería sinónimo de “relato multifocalizado”
(Genette, “Discours” 210), lo cual lleva a confusión. Otra acepción de “focalización
cero”, totalmente opuesta, es propuesta por Segre (Principios 29): se daría en el
caso de que el narrador no asumiese nunca la perspectiva de los personajes. Esto
nos parece prácticamente inexistente; buena parte de la perspectivización del
relato ya procede de la acción, aunque no asuma la forma completa de un cambio
de nivel de focalización. Sin embargo, no querríamos desechar tajantemente su
posibilidad. Stanzel (12 ss) observa que la descripción en la novela de los dos
primeros tercios del XIX suele ser aperspectivística, y que sólo hacia finales de la
época victoriana se hace general la descripción perspectivizada. Pero esto no es
exacto: la perspectiva actorial se manifestaba ya de formas más soterradas en
otros aspectos de la narración, como la selección de lo focalizado, la profundidad
de focalización, etc.
Narratologie 28. El análisis de Bal es sumamente clarificador. Recubre y
sistematiza otras distinciones comparables pero más limitadas, como la de Fowler
(Linguistics and the Novel 74 ss, 89 ss) que distingue la pura perspectiva visual,
ocular, del grado de penetración en la mente del personaje; Lintvelt (48) relaciona
este tipo de planteamiento con la distinción de Bal. Estudios posteriores a Bal,
como los de Lintvelt, Lanser (137 ss) o Berendsen, aplican ventajosamente esta
distinción entre sujeto y objeto de la focalización. El intento de Genette (Nouveau
discours 48 ss) de desautorizarla es una sorprendente acumulación de
despropósitos.
Recordemos que Bal relaciona la perspectiva con la constitución del nivel
intermedio de análisis del texto narrativo, el relato (récit); cf. el cuadro que ya
hemos reproducido en un apartado anterior (2.1 supra).
Ver el cuadro de Bal reproducido antes (2.1). Sobre el “lector explícito o
implícito” cf. 3.3 infra. La identificación de un sujeto y un objeto discernibles al
margen del sujeto y objeto narrativos es un caso más del fenómeno señalado por
Lotman: “puesto que el modelo artístico en su forma más general reproduce la
imagen del mundo para una conciencia dada, es decir, modeliza la relación del
individuo y del mundo (un caso particular: la relación entre el individuo sujeto de
conocimiento y el mundo objeto del mismo) esa tendencia [la tendencia a
establecer jerarquías de relaciones en el texto] tendrá un carácter de sujeto/objeto”
(321).
Cf. Halliday, 2.4.2.2 supra. Este papel mediador ya había sido observado en
el caso de los verbos de visión por Anna Hatcher (“‘Voir’ as a Modern Novelistic
Device” [Philological Quarterly 23 (1944) 354-374; cit. en D. Cohn,Transparent
Minds 51). Berendsen (“Formal Criteria” 87) habla de “verbs of mental and physical
perception, or clauses and phrases with a similar function”; la ambigüedad de
nivel, como en el caso de la narración, también puede ser una señal de transición
(143; cf. D. Cohn, nota siguiente).
Cf. las observaciones de Genette sobre la descripción (Nouveau discours 25)
y las de Lotman sobre la impresión de subjetividad en el cine (Lotman 334). La
ambigüedad de nivel es algo perfectamente posible y frecuente, sobre todo en las
transiciones. Como observa Berendsen, “we cannot always be sure of an
imbedded focalisor’s realizing particular things. Such cases must be considered as
instances of ambiguous or double focalization” (“Formal Criteria” 90). En la
narración, un ambigüedad sobre quién sea el sujeto de la focalización contribuye a
ligar fuertemente el relato al discurso. Es el caso que se da según Cohn
(Transparent Minds 75) en el estilo que ella llama quoted monologue, es decir, la
inserción de fragmentos de monólogo interior en una narración en tercera persona.
Cf. la free indirect perception señalada por Chatman (Story and Discourse
204), que también señala su presencia en la narración cinematográfica. La
traducción española de Bal (Teoría 118) utiliza la expresión “focalización libre
indirecta”.
Bal identifica la ambigüedad de nivel y la focalización transpuesta (Teoría
118), dos conceptos que no son idénticos y que a veces puede ser útil diferenciar.
Según Berendsen, esto sería aplicable también a la intertextualidad: “I
propose that existing texts quoted by the primary narrator focalisor are indeed
imbedded and entail a shift in narrator-focalisor” (Berendsen, “Formal Criteria” 83).
Cf. sin embargo 3.2.2.3.2.2 infra.
Las teorías sobre la perspectiva de Stanzel (Theory 111) o Gullón (89-90)
también pasan por alto la distinción entre sujeto y objeto de la focalización.
“Tout changement de niveau constitue une figure. On découvrira, dans un
récit particulier, prédominance d’un certain type de figure. Il y aura, par exemple,
beaucoup ou peu de changements de niveau. Il y aura un grand nombre de
changements de niveau narratif, ou relativement peu. Les changements de niveau
de focalisation avantageront tel personnage. Un personnage-focalisé sera souvent
imperceptible, un autre personnage-focalisé sera toujours perceptible. Ou, au
contraire, les changements de niveau de focalisation seront distribués pêle-mêle
parmi les personnages” (Narratologie 46-47).
Esta posibilidad teórica, por abstrusa que parezca, puede darse de hecho en
textos experimentales. Cf. la separación entre la voz narrativa y “el ojo” en Mal vu
mal dit de Beckett (ver mi artículo “‘Unnullable Least’: la metaficción y el vacío en
el Beckett de los 80”.
Incluso para la “omnisciencia” se pueden encontrar ciertas bases en los
modos de conocimiento presentes en la acción. Cf. Pouillon (supra); Todorov,
“Catégories” 143.
Los narradores de Beckett son un buen ejemplo de autoconsciencia narrativa
(ver mi análisis en Samuel Beckett y la narración reflexiva).
Genette, Nouveau discours 80. Laurence Bowling (“What is the Stream of
Consciousness Technique?”, cit. en Chatman, Story and Discourse 187) distingue
así el interior monologue, de naturaleza verbal, del stream-of-consciousness, que
incluye tanto palabras como percepciones. El propio Chatman señala la posibilidad
de un perceptual interior monologue, limitado a las percepciones del personaje.
Cohn (Transparent Minds 234) también establece una distinción semejante. Cf.
3.2.2.3.3.2 infra.
Para Lozano, Peña-Marín y Abril, el observador y el enunciador coinciden si
no hay una diversificación de puntos de vista (134). Pero creemos que es más util
mantener la diferenciación: aunque coincidan en un mismo sujeto, las actividades
son distintas, y pueden incluso llevar a un desdoblamiento del sujeto en dos
papeles diferentes: así, un enunciador que reconoce inventar su historia, y no
tiene por tanto restricciones de motivación (cf. 3.2.2.1 infra) para restringir la
perspectiva, puede hacerlo a pesar de todo, desdoblándose así en narrador y
focalizador invisible.
Pouillon 56-57; cf. Lintvelt 81 ss; Stanzel, Theory 99, 145; Bronzwaer,
“Implied Author” 15; Cohn, Transparent Minds 167 ss; cf. 3.2.1.8 infra. Genette
señala (Nouveau discours 80 ss) que puede darse asimismo el narrador
“homodiegético neutro”, es decir, la narración en primera persona que no presenta
pensamientos o percepciones del narrador (del narrador en tanto que personaje,
claro está). Los ejemplos serían los relatos de Hammett o L’Etranger.
Cf. James, “The Art of Fiction”; Lubbock; Jean-Paul Sartre, “M. François
Mauriac et la liberté”; Pouillon, Tiempo 69 ss; Friedman, “Point of view”; Booth,
Rhetoric 160 ss; Tacca 73 ss, etc. Por supuesto, en nuestra época esencialmente
ecléctica todas esas polémicas modernistas han quedado atrás (cf. Booth,
Rhetoric 60 ss; Lotman 322; Genette, “Discours” 211; Fowler, Linguistics and the
Novel 90 ss; Stanzel, Theory 61).
Genette, “Discours” 206, Nouveau discours 49; Raymonde Debray-Genette,
“Du mode narratif dans les Trois Contes,” cit. por Lintvelt (47); Todorov, Poética
71.
Genette rechaza el término “omnisciencia”: “l’auteur n’a rien à savoir,
puisqu’il invente tout” (Nouveau discours 49). Efectivamente, pero términos como
“omnisciencia” y “focalización” no se definen por relación a la actividad del autor,
sino a la del narrador. Un narrador omnisciente es perfectamente concebible; un
autor omnisciente no. Hay una relación comprensible entre voz y perspectiva;
como señala Genette, “le narrateur hétérodiégétique n’est pas comptable de son
information, l’omniscience fait partie de son contrat” (51). Pero ya se sabe que en
el arte las leyes están ahí para romperlas; es absurdo negar, como hace Lintvelt
(98) la posibilidad de omnisciencia y omnipresencia en la narración homodiegética
actorial; deberíamos añadir que esta imposición se da solamente en la literatura
realista.
Así adquieren sentido términos en principio absurdos, como la selective
omniscience de Friedman (“Point-of-view”) o la restricted omniscience de Robert
Humphrey (Stream-of-Consciousness in the Modern Novel). Todorov (Poétique 70)
propone restringir el término “narrador omnisciente” a aquel narrador que presenta
la interioridad de todos los personajes. Quizá no haya ninguno.
Naturalmente, no debemos limitarnos a interpretar literalmente el elemento
visual que sugiere el término “espectador”. La percepción de imágenes visuales
subliminales forma parte natural de la lectura de textos narrativos (cf. Richards,
Principles 90; Lotman 270) pero es una sensación que sigue a una
conceptualización.
Para esta noción, cf. Bühler (169 ss); Stanzel, Theory 170 ss; Lintvelt 39 ss.
El papel del receptor como espectador implícito es expuesto con bastante claridad
por Bal (“Laughing Mice” 203).
Cf. la definición de la perspectiva dada por Stanzel: “The opposition
perspective (...) involves the control of the process of apperception which the
reader performs in order to obtain a concrete perceptual image of the fictional
reality” (Theory 111). El resto de la definición de Stanzel es defectuosa, pues no
integra adecuadamente la focalización con este control efectuado sobre la
apercepción del lector, cuando obviamente su relación es muy estrecha. Stanzel
(48 ss) separa los conceptos de modo (narración + focalización) y perspectiva (la
del lector, y a veces la del focalizador); creemos, como Cohn, que no tiene función
práctica esta diferenciación; es mejor cortar por otro lado.
Remitimos aquí a textos como “Visual Pleasure and Narrative Cinema”, de
Laura Mulvey; “The Subject of Narrative,” capítulo final de Telling Stories, de
Steven Cohan y Linda Shires, los capítulos iniciales de Peter Brooks, Reading for
the Plot, o “Desire in Narrative” de Teresa de Lauretis.
3. DISCURSO
3.1. LA ESTRUCTURA PRAGMÁTICA DE LA NARRACIÓN LITERARIA
En nuestro esquema básico del texto narrativo hemos aislado ya los elementos no
exclusivamente lingüístico-textuales en dos fases: el estudio de la acción y el
estudio del relato. Son éstos los elementos privativamente narrativos, los que
establecen un parentesco entre la narración verbal y otras artes narrativas, como
el teatro, el cine o el comic. Pero ya hemos visto que en el caso de la narracion
literaria ambos niveles, relato y acción, no son sino abstracciones útiles que
realizamos a partir de un nivel de manifestación superficial, que es el texto
narrativo. Pasamos ahora a un aspecto del estudio de la narratividad a nivel
discursivo: el estudio del texto narrativo como discurso. Hemos hablado
anteriormente de tres niveles principales de análisis del texto literario. Ahora
debemos entrar en más detalles: nuestro tercer nivel, el discurso, no puede
presentarse como un objeto homogéneo. Lo describiremos más bien como un
complejo proceso; un proceso de representación que como tal es distinguible del
proceso narrativo representado. El discurso debe ser analizado a su vez, como ya
hemos apuntado, en sub-niveles correspondientes a la comunicación narrador-
narratario y a la comunicación autor-lector. Para el análisis del discurso como
proceso a cada uno de estos niveles es básica la noción de texto como
instrumento comunicativo, como estructura verbal que es transmitida por un
emisor a un receptor. El estudio de este aspecto de la obra será, por tanto, un
estudio lingüístico. Sólo atendermos, sin embargo, a aquellos aspectos del
discurso más inmediatemente relacionados con la comunicación de los niveles
inferiores, la acción y el relato. Es decir, pasaremos por alto la posibilidad,
perfectamente justificable en otro tipo de estudio, de subdividir el estudio del
discurso en niveles lingüísticos diferentes: fonético, fonológico (o bien grafémico /
grafológico), morfológico, sintáctico, semántico… Por supuesto, en cierto sentido
tales niveles están implícitos en nuestro estudio en la misma medida en que están
implícitos en cualquier enfoque crítico. Pero prestaremos atención al discurso
como fenómeno específicamente semántico-pragmático. Antes de pasar al estudio
de la narrativa de ficción propiamente dicha dedicaremos este apartado a sentar
algunos presupuestos metodológicos.
3.1.1. Pragmática
Para ser eficaz, un método de análisis lingüístico de un texto literario habrá de
reunir al menos dos condiciones que no son satisfechas armónicamente por las
gramáticas tradicionales:
• Deberá contemplar el estudio de unidades lingüísticas superiores a la oración. La
diferencia entre texto y oración ya se encuentra en Aristóteles (Peri hermeneias,
V.5). Sin embargo, la gramática tradicional no considera que el nivel textual sea un
objeto de estudio propio de la lingüística, y fija su límite superior en el estudio de la
oración. La lingüística de los veinte últimos años ha abandonado de manera casi
general la oración como unidad superior de análisis formal, para pasar a
considerar el texto.
• Deberá estudiar el uso del lenguaje, y no sólo describirlo como sistema
abstracto, salvando de alguna manera la distancia entre lo que Saussure llamó la
lengua y el habla. Una vía en esta dirección la proporciona la doble distinción de
Frege entre proposición y juicio por una parte (es decir, entre proposición
abstracta y su emisión efectiva), y entre sentido y referencia por otra (ver “Sobre
sentido y referencia”). Sin embargo, el análisis del discurso debe ir más allá de
estas distinciones básicas, y combinarlas de un modo no previsto por Frege. Así lo
hace notar Searle:
The basic unit of language use is not a word or a sentence but a ‘text’, and
the’textual’component in language is the set of options by means of which a
speaker or writer is enabled to create texts—to use language in a way that is
relevant to the context. (“Language Structure” 160-161)
The anthropologist rather than the linguist is the key figure because the ‘unit’ of
linguistic performance is not the sentence but the language situation defined
culturally, or communicative event, that gives sentences a function and a
characteristic shape.
In written discourse, the conditions of action are altered in obvious ways: the
audience is dispersed and uncertain; there is often nothing but internal evidence to
tell us whether the writer has beliefs and feelings appropriate to his acts, and
nothing at all to tell us whether he conducts himself appropriately afterwards.
Nonetheless, writing is parasitic upon speech in this, as in all that matters.
(Ohmann, “Speech” 248).
Es evidente que Ohmann debería decir “literatura” donde dice “discurso escrito”,
pues nada de lo que dice se aplica, por ejemplo, a la correspondencia por escrito.
Tampoco nos parece satisfactoria la última frase. Por supuesto, tiene que haber
algún rasgo esencial de la escritura que la identifique frente a la oralidad, o al
menos una familia de rasgos que operen en contextos diferentes. Pero esta
vaguedad en la definición es muy frecuente. De manera similar a Ohmann,
Sanford y Garrod señalan cómo la comunicación escrita obedece a grandes
rasgos a las mismas estrategias pragmáticas que la comunicación oral, a pesar de
la gran divergencia de su material semiótico. Sin embargo, creemos que no llegan
a definir la esencia de la escritura frente a la oralidad:
Sanford y Garrod proponen pues otra ecuación: oral / interactivo versus escrito /
no interactivo. Diríamos, más bien, que la incapacidad de interacción inmediata es
algo muy ligado a la comunicación escrita. Pero el ver en ello la esencia de la
escritura es otra precipitación, y eso tanto en un sentido como en otro. No toda
comunicación escrita es no interactiva, y no toda comunicación no interactiva es
escrita. Tampoco hay que identificar comunicación oral con comunicación
interactiva: los asistentes a un discurso solemne de un político no interactúan con
el hablante como lo hacen en una conversación. En algunas variedades de
comunicación escrita, como en la oral, los interlocutores pueden dirigirse
personalmente uno a otro; en otras, podemos tener una comunicación unilateral
que no espera respuesta del lector; es el caso de una carta frente a un libro (cf.
3.1.3 infra ). Hay, pues, toda una variedad de situaciones comunicativas que
utilizan la escritura.
A los participantes en la comunicación escrita no les está negada por definición
la interacción comunicativa. Pueden incluso estar en presencia uno de otro, de
manera que el intercambio comunicativo sea casi inmediato. Por supuesto, esto
rara vez se da, y la distancia temporal y espacial entre interlocutores es uno de los
rasgos que se suelen asociar a la mayoría de situaciones en que se usa la
comunicación escrita. El texto escrito suele así ser más independiente del contexto
inmediato que el texto oral (cf. Segre, Principios 41); no es accidental que (en las
culturas desarrolladas) los textos de exhibición (3.1.3 infra) sean mayormente
textos escritos.
Otro condicionamiento pragmático más característico de la escritura es el hecho
de que una vez escrito el discurso se ha vuelto algo fijo, conservable, permanente,
se ha materializado. Ha dejado de ser un proceso, y se ha convertido en un objeto.
Para Castilla del Pino, escribir es algo intermedio entre el hablar y el actuar:
La permanencia de lo escrito, la individualidad de la grafía, convierte a la escritura
en una objetivación personal, una prolongación objetiva de nuestra persona. (....)
Lo escrito es ya permanentemente nuestro, difícilmente puede ser desdicho, es
la constancia de lo que somos por lo que fuimos capaces de escribir. Por eso es
difícil escribir todo lo que, no obstante, pese a la enorme resistencia, puede ser
oralmente verbalizado. (“Psicoanálisis” 284)
with the exception of vanity press publications, every book bears with it at least the
message that some professional judge, someone other than the writer himself,
thinks that within its genre and subgenre the text is “worth it”. (Pratt 119).
resulta claro no ser oficio del poeta el contar las cosas como sucedieron sino cual
desearíamos hubieran sucedido, y tratar lo posible según verosimilitud o
necesidad. Que, en efecto, no está la diferencia entre poeta e historiador en que el
uno escriba con métrica y el otro sin ella (...), empero diferéncianse en que el uno
dice las cosas tal como pasaron y el otro cual ójala hubieran pasado. Y por este
motivo la poesía es más filosófica y esforzada empresa que la historia, ya que la
poesía trata sobre todo de lo universal, y la historia, por el contrario, de lo singular.
(Poética IX, 1451 b)
Es decir, el objeto de la mimesis no tiene por que ser real: puede ser ideal, puede
incluso manifestar de una forma más perfecta que los objetos reales la esencia y
potencialidades de la naturaleza.
En otro pasaje igualmente famoso, Aristóteles pide a los poetas que sean lo
más “miméticos” posible, “que el poeta mismo ha de hablar lo menos posible por
cuenta propia, pues así no sería imitador” (Poética XXIV, 1460 a). Es decir: no
sería artista. Son frecuentes en la crítica posterior las condenaciones aristotélicas
a la voz directa del autor, que se considera un elemento necesariamente extra-
artístico. Parece difícil no ver en este pasaje aristotélico una contradicción con la
anterior definición de los modos de la mimesis, cuando Aristóteles dice que “se
puede imitar y representar las mismas cosas con los mismos medios, sólo que
unas veces en forma narrativa—como lo hace Homero—, o conservando el mismo
sin cambiarlo” (Poética III, 1448 a). Habrá que admitir que Aristóteles entiende por
mimesis dos cosas diferentes en uno y otro contexto. Puede llevar esto a una
molesta confusión entre ficción y literatura, que comprensiblemente será muy
frecuente en los teorizadores más variopintos (3.1.6.1 infra ).
Durante numerosos siglos, la teoría literaria no va mucho más allá de las teorías
platónica y aristotélica en cuanto al problema de la ficcionalidad. San Agustín
reconoce que las obras de arte tienen verdad a su manera, precisamente por el
hecho de ser una especie de falsedad, pues es el papel del artista ser en cierto
modo un fabricante de mentiras. Boccaccio añade algunos matices interesantes.
Identifica deliberadamente los conceptos de poesía y ficción; lo que se nos
presenta “compuesto bajo un velo”, con la verdad oculta bajo apariencia de
falsedad, es poesía y no retórica. La poesía no es en absoluto “mentira”, debido a
este significado oculto que se interpreta a partir del aparente y superficial. El poeta
ya trabaja dentro de una convención y debe ser leído de acuerdo con ella: “Poetic
fiction has nothing in common with any variety of falsehood, for it is not a poet’s
purpose to deceive anybody with his inventions”.
Este mismo razonamiento subyace a los planteamientos posteriores del
problema del valor de verdad de la ficción en la teoría literaria del Renacimiento.
Es conocido el argumento de Sir Philip Sidney en defensa de la poesía:
the poet, he nothing affirms, and therefore never lieth. For, as I take it, to lie is to
affirm that to be true which is false. (...) But the poet (as I said before) never
affirmeth. The poet never maketh any circles about your imagination, to conjure
you to believe for true what he writes. (...) And therefore, though he recount things
not true, yet because he telleth them not for true, he lieth not (...). (Sidney 124)
Esta solución clásica tiene sus equivalentes modernos (cf. 3.1.4.2 infra ). Sin
embargo, es muy parcial e incompleta. Sólo resuelve el problema relativo al
aspecto superficial del discurso: superficialmente, la ficción no es una afirmación,
por tanto no puede ser una mentira. Sin embargo, las teorías renacentistas,
incluída la del propio Sidney, suponen que la ficción sí afirma algo de una manera
subyacente, puesto que mantiene con la realidad una relación de inteligibilidad
semejante a la descrita por Aristóteles. Y Sidney distingue, inspirándose en Platón,
una poesía fantástica, que se ocupa de objetos triviales o indignos, de una poesía
icástica, “figuring forth good things” (125).
En suma, la ficción no es en absoluto una mentira: más bien, tiene posibilidades
de ser una afirmación verdadera sobre la realidad. Esta visión aristotélica pervive
esencialmente durante los siglos XVII y XVIII. Para Samuel Johnson, “[t]he Muses
wove, in the loom of Pallas, a loose and changeable robe, like that in which
Falsehood captivated her admirers; with this they invested Truth, and named
herFiction.” En gran medida, es la postura que sigue vigente hoy mismo, ya se
formule en términos lingüísticos, hermenéuticos, marxistas o psicoanalíticos. Sólo
marginalmente es contestada.
Los románticos van más allá esta solución aristotélica. Afirman de nuevo una
postura que contiene elementos platónicos, aunque invertidos. Lo que hace
importante a la ficción no es que haya una realidad previa a la ficción con la cual
esta se corresponde secretamente, sino precisamente una no-coincidencia
fundamental: los artistas nos presentan cosas que no son, y precisamente por ello
son creadores de ideales, de modelos. Así, por ejemplo, arguye Oscar Wilde en
“The Decay of Lying”. Todavía hoy John Fowles piensa que el novelista tiene
mucho de mentiroso en su constitución. Pero estas observaciones se colocan a
un nivel más complejo, que desborda las convenciones interpretativas básicas que
estamos examinando.
Tanto Dryden (“A Defence of an Essay on Dramatic Poesy” 89) como Johnson o
Coleridge observan que nunca hay una confusión por parte del receptor entre la
ficción y la realidad. De haberla, se debería a un error. La actitud que el receptor
adopta ante la ficción no consiste en creerla, sino más bien en colaborar con la
ficción, entrar en el juego, “to transfer from our inward nature a human interest and
a semblance of truth sufficient to procure for these shadows of imagination that
willing suspension of disbelief for the moment, which constitutes poetic faith”
(Coleridge, Biographia Literaria 168). El concepto dewilling suspension of disbelief,
suspensión deliberada de la incredulidad, sigue en la base de las teorías
contemporáneas. En él se encuentra implícito un principio básico de la descripción
pragmática de la ficción: “fiction is defined by its pragmatic structure, and, in turn,
this structure is a necessary part of the interpretation of fiction” (Jon-K. Adams,
Pragmatics and Fiction 2). Observemos que aun en el caso de la llamada “realidad
virtual” se trata de un espacio acotado en el interior de la realidad pública, según
convenciones de uso bien establecidas.
Ingarden (Literary Work 342) formula un principio comparable al de Coleridge:
no hemos de ser absolutamente conscientes de la ficcionalidad, y tampoco
confundir la ficción con la realidad. Si se da cualquiera de estos dos extremos el
efecto de la ficción fracasa. Esto no impide, continúa Ingarden, que reaccionemos
emocionalmente ante la ficción como ante la realidad. Según Bullough (757), el
hecho de que un personaje de una narración sea o no ficticio no altera nuestros
sentimientos hacia él; quizá esto sea excesivo, pero sí podemos admitir que la
posición básica del espectador ya ha sido acotada por la forma narrativa y la
escritura. Bullough quiere resaltar el placer básicamente estético de la ficción. Las
teorías estéticas de finales del siglo pasado y principios del presente expresan el
status peculiar de la poesía refiriéndose a su valor intrínseco o autónomo (cf.
Bradley 738), un concepto que con frecuencia se ha prestado a exageraciones o
malinterpretaciones. El psicoanálisis explicaría lo mismo diciendo que el contenido
de la narración es siempre fantástico (Castilla del Pino, “Psicoanálisis…” 302).
Tanto en la narración literaria real como en la ficticia la intervención del lector
consiste en una proyección de deseos propios sobre el mundo narrado. Por ello,
como veremos, en literatura no es tajante la diferencia entre ficción y no ficción ni
entre realismo y fantasía: lo importante es que tanto la ficción “realista” como la
ficción “fantástica” siguen unas pautas de organización semejantes. Las
estructuras narrativas proporcionan muchas de esas pautas.
Es necesario, sin embargo, distinguir teóricamente los conceptos de narración y
ficción, así como distinguir de la ficcionalidad otros fenómenos como la
convencionalidad o la semioticidad. Teorías desarrolladas en nuestro siglo,
notablemente entre ellas el estructuralismo, el marxismo y el psicoanálisis, han
revelado la naturaleza codificada y estructurada de fenómenos antes considerados
inanalizables o brutos, como son la estructura psíquica del sujeto, el
comportamiento consciente o inconsciente, la ideología. Resulta de ello a veces
una tendencia a considerar todos estos fenómenos así estructurados como
“ficciones” colectivas o culturales. Este es un sentido vago del término que hay
que evitar. En concreto, y volviendo al tema que aquí nos ocupa, el hecho de que
una narración imponga una configuración sobre la acción narrada, o el hecho de
que siga convenciones genéricas de estilo, de clausura, descripción, etc., no
significa que sea por ello necesariamente “ficticia”; como tampoco están reñidos
en la novela la consciencia del artificio por una parte y el realismo por otra.
Entenderemos como caso paradigmático de ficción el acto comunicativo que se
propone como ficción y que es interpretado como tal. La proporción de
ficcionalidad que haya en otros fenómenos deberá medirse con respecto a este
caso central.
3.1.4.2. Ficción y actos de habla
When this happens, the statements which appear in the poetry are there for the
sake of their effects upon feelings, and not for their own sake. Hence to challenge
their truth or to question whether they deserve serious attention as statements
claiming truth, is to mistake their function. (Richards, Practical Criticism 186)
Las creencias e ideas de la obra no chocan al lector por su discordancia con las
suyas propias, afirma Richards: se asumen como ficciones poéticas, y no se
interpretan referencialmente. “The absence of intellectual belief need not cripple
emotional belief, though evidently enough in some persons it may” (278). Sin
embargo, Richards comenta que esto no es precisamente una willing suspension
of disbelief, según había afimado Coleridge: ni sentimos incredulidad ni la
suspendemos voluntariamente (277).
En nuestra opinión, la teoría de Richards es anti-intelectualista en exceso.
Postula una diferencia radical entre la ficción y la no ficción, y por lo tanto
subestima el hecho de que los conocimientos enciclopédicos que el lector aporta a
su actividad discursiva “práctica” le sirven igualmente en la actividad simbólica de
la literatura. En la ficción no cambia radicalmente la naturaleza de nuestra
comprensión, sino la interpretación que le damos a lo comprendido, la clasificación
que asignamos al conjunto del acto discursivo en nuestra organización de la
realidad.
Van Dijk (Text Grammars 152) propone una fase de descripción textual que
introduca operadores modales a nivel ya sea de todo el texto o de alguna sección,
operadores que identifiquen los textos contrafactuales. En este concepto, al
parecer, se deberían incluir tanto las mentiras como los sueños o la ficción. En un
sentido puede resultar útil y económico englobar ambos fenómenos en un signo
común para la descripción textual, pues tienen algunos rasgos comunes, pero
nunca identificarlos. Creemos que en la utilización discursiva real de un texto la
modalidad entendida en este sentido está más especificada. En el caso de la
mentira, la contrafactualidad sólo existe (en principio) como operador
macroestructural en la representación del hablante; la ficción, para ser tal, debe
existir también en la del oyente (cf. van Dijk, Text grammars 290). Más adelante
(300) van Dijk introduce un operador modal Fict exclusivo para los textos de
ficción, pero sin distinguirlo claramente de otros contrafactuales (cf. 336). Son
comparables a los textos contrafactuales de van Dijk los modos “virtuales” de
Bonheim: “[t]he virtual form (...) consists of imagined speech, of report conceivable
rather than actual, or of imaginary description” (Bonheim 34). Como observa
Bonheim, la importancia de estos fenómenos en literatura va en aumento (por
ejemplo, en el modernismo frente al realismo clásico).
Podemos admitir que se engloben ficción y mentira bajo el término general de
contrafactualidad, junto con algún otro tipo de fenómenos, como el lenguaje
figurativo. Pero esta categoría modal es demasiado inclusiva, y requiere un
análisis que dé cuenta de las diferencias reales que se perciben entre estas
acciones discursivas.
En términos de la teoría de los actos de habla de Austin, podríamos decir que la
ficción tiene la categoría de un acto ilocucionario: es un pacto discursico, pues su
existencia como tal ficción exige el reconocimiento por parte del oyente. Por el
contrario, la mentira es el ejemplo perfecto de acto no definible en términos de
ilocución, sino solamente de intención perlocucionaria. Para que la mentira se
produzca, debemos tener la intención de que el interlocutor no reconozca nuestra
intención de mentir: y así volvemos a recordar la defensa de Sir Philip Sidney
contra los que identifican mentira y poesía. Coincide en lo esencial con esta visión
la teoría del “presupuesto de ficción” de Castilla del Pino (“Psicoanálisis” 321).
Como señala Castilla del Pino, el oyente debe inferir lo que el hablante presupone;
la cualidad de ficcionalidad podrá así describirse como una presuposición del
hablante que es inferida por el oyente.
Que sepamos, el primer análisis filosófico detenido del concepto de
ficcionalidad, delimitándolo frente a realidad, idealidad, potencialidad, etc., es el de
Ingarden. Como muchos otros estudiosos (cf. 3.1.6.1 infra) Ingarden no define
con suficiente claridad su concepto de literariedad, con lo que éste queda
confundido con el de ficcionalidad. Pero de su análisis queda bien claro qué parte
de su estudio se refiere a la literatura en cuanto ficción. Por tanto, hablaremos de
“ficción” donde Ingarden dice “literatura” mientras exponemos sus ideas.
Para Ingarden, los objetos ficticios son “puramente intencionales”. En general,
el “estrato de los significados” (meaning stratum; cf. nuestro “mundo narrado” y
“acción”, 1.1.1) de una obra de ficción tiene una existencia puramente intencional,
como todo correlato de una forma lingüística. Este objeto puramente intencional
has no autonomous ideal existence but is relative, in both its origin and its
existence, to entirely determinate subjective conscious operations. On the other
hand, however, it should not be identified with any concretely experienced
“psychic” content or with any real existence. (Literary Work 104)
sentences which have the form of assertive propositions can be modified in such a
way that, in contrast to genuine “judgments”, they make no claim of “striking” an
objective state of affairs. (131)
For this reason the corresponding purely intentional states of affairs are only
regarded as really existing, without, figuratively speaking, being saturated with the
character of reality. That is why, despite the transposition into reality, the
intentionally projected states of affairs form their own world. (Literary Work 118)
Un mundo propio que, como reconoce Ingarden, está anclado hasta cierto punto
en el mundo objetivo (3.1.4.4 infra).
En principio, la distinción de Ingarden entre la carencia de habitus en la
proposición, elhabitus externo del (pseudo)juicio y la “saturación” del habitus en el
juicio parece relacionable con la diferencia antes mencionada entre los niveles
locucionario e ilocucionario, admitiendo la existencia de ilocuciones ficticias. Es
decir, además de consistir en proposiciones con valor semántico, el discurso de
ficción adopta la forma de un acto de habla (ilocucionario) sin por ello adquirir una
referencialidad real. Por supuesto, los conceptos de Ingarden no son
completamente coincidentes con los de la teoría de los actos de habla tal como la
entendemos aquí, y habría que guardarse de hacer identificaciones precipitadas.
El principal inconveniente que presenta la explicación de Ingarden es que en su
taxonomía la frase (de ficción) literaria se presenta como si le faltase algo que sí
tienen las frases “ordinarias”, cuando es más conveniente describirla como el
resultado de una codificación ulterior: la frase “ordinaria” más unas reglas de
interpretación adicionales. Un discurso de ficción sí es un tipo particular de acto de
habla (ilocucionario), un acto de habla particular cuya descripción presupone
lógicamente la descripción de un acto de habla comparable formalmente pero que
tenga referencia real. Sin embargo, los puntos de coincidencia entre ambas
teorías son significativos.
Martínez Bonati caracteriza la naturaleza lingüística básica de la obra de ficción
a partir de dos rasgos fundamentales. El primero es la presencia en ella de
lenguaje mimético. Se refiere Martínez Bonati a la vez a la mimesis aristotélica y a
la creación de un mundo a partir del texto según acabamos de ver en la teoría de
Ingarden. Para Martínez Bonati, el lenguaje mimético es transparente: no atrae la
atención sobre sí mismo en tanto que lenguaje, sino que nos remite al mundo
ficticio en el acto mismo de nombrarlo.
Literalidad Referencialidad
Literal + ∅
Referencial ∅ +
Figurativo – ∅
Histórico + +
Ficcional ∅ –
Figurativo y ficcional – –
(Cuadro nº 8)
There are two overlapping distinctions that we need to have a firm grasp of: fiction
and nonfiction on one hand, and discourse and nondiscourse on the other. Fiction
and nonfiction are both modes of discourse; so when we talk about either one we
are talking about entities, properties, or states of affairs of discourse. The
difference between them is that when we talk about fiction we assume as a matter
of convention that what we are talking about has only discourse properties. And
when we talk about nonfiction we assume as a matter of convention that what we
are talking about has both discourse and nondiscourse properties. (J.-K. Adams 7)
Le récepteur (spectateur) se laisse toucher par ce qui lui est présenté, parce que
les ressemblances partielles avec ce qu’il connaît lui font accepter la possibilité
d’une ressemblance avec quelque chose qui lui était jusqu’alors inconnu et qu’on
lui dévoile. (Clefs pour la sémiologie 63)
literature can be accurately defined as discourse in which the seeming acts are
hypothetical. Around them, the reader, using the elaborate knowledge of the rules
for illocutionary acts, constructs the hypothetical speakers and circumstances—the
fictional world—that will make sense of the given acts. This performance is what
we know as mimesis.
Searle (“Logical Status” 324 ss) sostiene una teoría semejante a la de Ohmann:
afirma que el autor finge realizar actos de habla, amparado por las convenciones
de la ficción, que suspenden las reglas ilocucionarias que normalmente ligarían a
la realidad los actos de habla que el autor finge realizar. El caso de la narración en
primera persona es algo diferente. Searle diría entonces que el autor finge ser un
personaje que realiza actos de habla ilocucionarios (auténticos). Según Searle
(325) no hay huellas formales de esta ficcionalidad: sería un puro problema de
intencionalidad. ¿Cómo hace, pues, el autor, para fingir que realiza un acto
ilocucionario? Searle no responde, o más bien propone un absurdo: la pretensión
se hace realizando un acto de habla locucionario. Pero ello no supondría ninguna
diferencia respecto de los actos de habla ilocucionarios “auténticos”: también en la
conversación “seria” el hablante realiza un acto de habla locucionario para realizar
el acto ilocucionario no fingido. Por otra parte, para Searle el autor no está
realizando ningún acto de habla real específico: sólo actos ficticios, y a través de
ellos actos de habla reales no específicos del discurso literario.
Pero se hace evidente la insuficiencia del concepto del acto de habla ficticio.
Imaginemos una novela epistolar. ¿Qué acto de habla, o de discurso, es ficticio en
ella? No el del personaje que escribe la carta, porque no es ficticio en su propio
nivel; en la acción, el personaje escribe efectivamente una carta sin la menor
intención de ficcionalidad (cf. Ingarden, Literary Work 172). En la realidad
extraficcional, el autor escribe algo en forma de cartas. Aquí está la ficcionalidad:
las cartas no son tales cartas en realidad. Ello no quiere decir, sin embargo, que
todos los actos de habla del autor sean ficticios. Porque el autor ha escrito cartas
ficticias, pero una novela auténtica; la escritura de la novela es un acto de habla,
de discurso, de la misma manera que lo es la escritura de la carta en el nivel de la
acción. Es más, la carta está al servicio de la novela; en los términos de los
formalistas rusos, la carta es un artificio de motivación de la novela (cf. 3.2.2.1
infra). Y esta servidumbre siempre deja huellas formales harto evidentes, en
contra de lo que afirma Searle (cf. Eco, Lector 109). Por tanto, concluímos que
puede decirse que el autor esté realizando actos de habla ficticios, pero solamente
como medios para realizar un acto de habla auténtico, que ha de definirse como la
creación de un discurso de ficción. Searle admite la posibilidad de que el autor
realice actos de habla auténticos que no se encuentran en el texto, pero parece
entender esos actos de habla como tomas de postura del autor ante la realidad, y
no como actos ilocucionarios pragmáticamente definibles. Sorprendentemente, no
acepta que pueda haber actos de habla como “escribir una novela” o “contar una
historia”.
Esto es comprensible si se entiende en el sentido de que “escribir una novela” o
“contar una historia” no son ilocuciones primitivas. Pero Searle no hace esta
distinción, y así, según su propuesta, la ficción no es en sí ningún acto de habla
definido: sólo actos ficticios. Ya puede adivinarse cuál es nuestra postura sobre si
tales actos existen: “escribir una novela” no es un acto de habla ilocucionario
primitivo, y resultaría absurdo colocarlo a ese nivel, como bien dice Searle
(“Logical Status” 323). Sin embargo, sí que es una actividad literaria bien definida,
y por tanto un acto de discurso (complejo y derivado). Pero nos interesa más
insistir en que Searle tampoco acepta un nivel intermedio de análisis: los actos de
discurso primitivos, como son en distintos órdenes “contar una historia” o “crear un
discurso de ficcion”. Aquí sí es relevante distinguir actos ilocucionarios específicos
de una manera que Searle no termina de hacer con su insistencia exclusiva en el
acto de habla fingido.
J.-K. Adams también se opone a una teoría de la ficción basada en el concepto
de acto de habla ficticio, pero propone una solución distinta de la que acabamos
de esbozar:
Quizá esto sea mucho decir. Adams está negando que la ficción literaria sea una
forma de comunicación, lo cual es cuanto menos discutible. También está
suponiendo una estanqueidad entre los niveles narrativos que no se da en la
práctica, como veremos al estudiar las figuras “intrusivas” del personaje-autor y del
autor-narrador (3.2.1.10, 3.2.1.11 infra). En la narración no intrusiva, las figuras del
autor y del narrador están más claramente separadas. Es este tipo de discurso de
ficción el que suelen estudiar los pragmatólogos. Aun así, sus definiciones no
llegan a ser satisfactorias—no vemos cómo puede un autor crear a un narrador sin
hacerlo mediante un acto de habla.
Según Lanser, “fiction instructs us to disbelieve in order to believe” (291).
Recordemos que Coleridge definía al revés la actitud del receptor: “a willing
suspension of disbelief”. La teoría de la literatura ha de mostrar la identidad
fundamental de estas afirmaciones en apariencia contradictorias: creemos que son
compatibles debido a la fragmentación de las actitudes del lector y a que
corresponden a fases (lógicas, no cronológicas) diferentes de la toma de contacto
con la ficción:
• por una parte, se orienta el lector hacia la situación comunicativa real
• por otra, hacia los espacios que el texto le reserva en su interior.
“Readers of such literary works”, observa Pratt, “are in theory attending to at least
two utterances at once—the author’s display text and the fictional speaker’s
discourse, whatever it is” (173). Consideramos que los análisis pragmáticos de la
ficción que hemos venido citando son incompletos porque no llegan a tener en
cuenta la totalidad de los actos de habla simultáneos que se realizan en la obra de
ficción, insertos unos dentro de otros jerárquicamente. En este sentido, las teorías
de Searle y de J.-K. Adams no son tan diferentes. Por ejemplo, J.-K. Adams opina
que el autor no realiza actos de habla, y que no tiene “autoridad retórica” sobre el
texto:
The speaker [= el narrador], by the act of speaking, has rhetorical authority over
what he says, but when the writer [= el autor] writes fiction, it is this very rhetorical
authority that he gives up, for in creating a fictional speaker, the writer becomes a
non-speaker, and as a non-speaker he can have no rhetorical authority over a
speaker. Unlike the speaker, the writer does not report what anyone says.
Whatever authority the writer has over the speaker derives from writing and not
from speaking; that is, it is creative authority rather than rhetorical authority. (60)
Esta visión del asunto ignora la estratificación del texto de ficción, que supone el
cumplimiento de unos actos de habla internos a él como medio para el
cumplimiento del propio texto como acto de habla. Van Dijk muestra que las
conexiones entre actos de habla simples forman actos de habla complejos, o
macro-actos de habla:
En general (...) los criterios de conexión corresponden a relaciones condicionales
entre actos de habla: un acto de habla puede servir como una condición (posible,
probable o necesaria), como un componente o una consecuencia de otro acto de
habla. (“Pragmática” 174)
El texto de ficción es, en cierto modo, un gigantesco acto de habla indirecto (3.1.1
supra). El autor no deja en modo alguno de ser un hablante. Podríamos argüir
que el autor sólo deja de hablar según las convenciones de la retórica para hablar
según las convenciones de la poética. Y espera que se le interprete según ellas:
no se desentiende de su creación. ¿Acaso no es la literatura un uso del lenguaje,
un tipo de discurso? La conclusión lógica del razonamiento de Adams (12) cuando
niega que el autor realice acto de habla alguno, fingido o auténtico, debería ser
que no, que la literatura no es un tipo de discurso, lo cual es manifiestamente
absurdo. Observa, sí, que el autor de un relato de ficción atribuye a otro las
palabras que escribe, y en ese sentido no es el enunciador de esas palabras: pero
no ve que lo que atribuye es la narración ficticia, no la obra (cf. 3.4.1 infra). Si el
nombre del autor aparece en la portada del libro, difícilmente podremos sostener
que se le atribuye a otro. Quizá Great Expectations esté escrito (ficticiamente) por
Pip, pero está escrito (realmente) y firmado por Dickens. Con frecuencia, las
caracterizaciones pragmáticas del fenómeno literario suelen dejar de lado el nivel
de análisis correspondiente a la narración para confundirlo en la totalidad de la
obra; es decir, pretenden basarse únicamente en un análisis de los actos de habla
efectuados por el autor. Pero la literatura es un juego continuo con la enunciación:
“fictional discourse is particularly free to create structures that reflect and
manipulate the images of status, contact and stance which the reader will construct
in decoding the text” (Lanser 98). La ficción no es sólo un acto de habla
determinado, sino una manipulación de otros tipos de actos de habla y de discurso
que quedan subordinados al acto de discurso global, a la escritura. Inversamente:
no es sólo una manipulación de discursos. También es un acto discursivo
determinado.
(Figura nº 6)
W (S ( text) H) R
W= writer, S= speaker, text = text, H= hearer, R= reader
The underline [sic] marks the communication context, which is fictional.
Este esquema de Adams es comparable a otro propuesto por Lanser (118). Sobre
la necesidad de incluir al autor y lector textuales y reales en el esquema, véase 3.3
infra. Ya hemos señalado que Bal los suprime precipitadamente en su formulación.
En Adams encontramos una versión más moderada, pero también insuficiente.
Las denominaciones speaker y hearer se refieren a las instancias que nosotros
llamamos narrador y narratario. En contra de lo que parece suponer Adams, el
narrador puede ser además el autor (ficticio) de la versión escrita del texto (cf.
3.2.1.10 infra). Se observará que a pesar de marcar la diferencia ontológica entre
la acepción real y la acepción ficticia del texto (con los dobles paréntesis).
Adams no tiene nombre para el objeto transmitido por el autor al lector; ello va
unido al hecho de que no reconoce que exista una comunicación entre ellos; el
único contexto comunicativo que reconoce es el ficticio. Pero esto es absurdo: hay
una comunicación entre el autor y el lector que es la participación de ambos en la
actividad literaria; el contexto comunicativo real está desdoblado en escritura,
publicación y lectura, y el objeto transmitido es el libro. No hay, por tanto, un
“desplazamiento” del autor y lector fuera del contexto comunicativo, para dejar sitio
al narrador y narratario, como pretende Adams (14); lo que hay es una
superposición lógica de los dos contextos comunicativos. La enunciación ficticia,
de haberla, es solamente el paso obligado para llegar a la enunciación real.
Observemos de paso que a pesar de tratarse de un elemento ficticio, no por ello
deja de ser necesario para la caracterización óntica del texto (en contra de lo que
afirma Martínez Bonati, 41-42): en los objetos semiológicos no tiene sentido
separar a priori lo real de lo ficticio sin tener en cuenta su papel estructural.
Los niveles que hemos señalado en el esquema anterior no deben ser
confundidos con los niveles de inserción narrativa ni con los niveles puramente
ontológicos de ficcionalidad (una vez hecha abstracción de la codificación
semiótica). Una diferencia ontológica existente entre algunos niveles es una
simple diferencia de rango semiótico: un nivel es significado por otro; o, siendo
codificado por medio de signos, constituye el nivel siguiente. Es lo que sucede con
las relaciones entre acción, relato y texto ficticio. Pero esta diferencia está implícita
en la noción misma de significación: en un signo, el significante está presente ante
nosotros, existe para nosotros, de distinta manera que el significado. Ello no
significa que estos distintos niveles no puedan pertenecer a un mismo mundo
posible. Se trata aquí de una diferencia ontológica distinta. La diferencia entre el
texto ficticio o el real, o entre el narrador ficticio y el autor textual, no es una simple
diferencia de codificación: se trata de instancias pertenecientes a diversos mundos
posibles: el mundo real y el mundo de ficción. Los niveles de ficcionalidad serían
representables según el esquema de la figura 7.
(Figura nº 7)
Por otra parte, hay que diferenciar estas dos figuras de una tercera (nº 8), que
esquematiza la inserción narrativa del discurso directo de los personajes.
Observemos que en la figura 7 eran mundos ficticios construídos por los sucesivos
personajes lo que se multiplica hacia el interior. En la figura 8, cada nivel
enunciativo puede referirse al mundo del nivel anterior o a un mundo diferente: es
decir, no hay aquí marcas de jerarquía ontológica. Además, se refiere a un
fenómeno específicamente lingüístico (cf. 3.2.2.3.2.2 infra).
Podríamos contemplar la figura nº 6 como una derivación compleja de las
figuras 7 y 8, que por lo demás se pueden combinar entre sí de formas muy
variadas, como veremos más adelante. Algunos de los niveles de la figura nº 6
son, por tanto, un grupo posible de niveles (cf. 3.2.1.4 infra). Esto nos da una
primera posibilidad de complicación de la estructura básica que hemos
presentado. Hay dos posibilidades básicas de multiplicación:
• Mediante una primera multiplicación vertical algunas entidades de la figura nº 6
pueden multiplicarse dentro de su propio nivel: un narrador ficticio puede introducir
a otro narrador ficticio, un focalizador a otro focalizador, y así sucesivamente. Esta
propiedad deriva de la capacidad que tienen las figuras 7 y 8 de multiplicar sus
niveles al infinito en profundidad.
(Figura nº 8)
Defoe ventured on irony, attacking the Jacobites in 1712 with his Reasons against
the succession of the House of Hanover. But the literal Whigs prosecuted him for
issuing a treasonable publication, and once more he was imprisoned.
En este caso vemos cómo el autor ha realizado actos de habla ficticios, y sin
embargo se le hace responsable de su literalidad, pues no se ha identificado su
intención o se la considera irrelevante. Vemos, por tanto, que no sólo el punto de
vista del autor es el relevante: en ciertos géneros el autor deberá cuidar de marcar
su texto como tal texto ficticio, de modo que se pueda reconocer o suponer la
intención con la que él está escribiendo, que es la intención de invocar las
convenciones del discurso de ficción. Aunque el autor pueda invocar esas
convenciones, es el lector quien las reconoce y las aplica, si procede. Los indicios
de que se sirve el lector para juzgar que el autor invoca las convenciones de la
ficción son de diversos tipos. En el caso de la literatura, ya hemos señalado las
marcas externas de edición, aun reconociendo su carácter contingente. Más
fundamentales parecen las convenciones formales inherentes a la literatura en
cada época histórica: sólo en raros casos es necesario verificar por otros medios
si un escrito pretende o no ser ficticio. Lo que nos interesa ahora, empero, no es lo
que pueda llevar al lector a atribuir esa intención, sino el hecho mismo de que
deba atribuirla.
Desde un punto de vista cronológico, es el lector quien tiene la última palabra
sobre el asunto. Por otra parte, el análisis del discurso ya prevé este problema a
nivel de los actos de habla microestructurales, y así introduce conceptos como
uptake en Austin o “negociación” en Fabbri y Sbisà (3.1.1 supra), para determinar
el cumplimiento de los actos de habla. Las teorías modernas ya insisten en el
papel decisivo del receptor:
Como cualquier otro tipo de acto ilocucionario, el discurso de ficción requiere una
ratificación por parte del oyente. Por supuesto, una vez reconocida la pretensión
de ficcionalidad o de factualidad, el lector puede rechazarla. Sin embargo, ello no
afecta a nuestro análisis. Si un lector no acepta como auténtica una obra con
pretensiones de factualidad, no diremos por ello que la obra se transforma en una
obra de ficción: el intercambio discursivo en el que ha participado es diferente, y
no se confunde con el de la obra cuya pretensión es aceptada por el lector. En
este sentido, cada lectura y cada escritura están históricamente marcadas.
Debe quedar claro, además, que una obra es ficticia si así queda determinado
en el nivel de la comunicación real. El nivel comunicativo ficticio puede
presentarse como productor de un texto real o de un texto de ficción. Esto es una
técnica de motivación que complica la descripción del texto, pero que de por sí no
determina en modo alguno la interpretación última que se dé al texto narrativo. La
ficcionalidad de una obra no es establecida por el texto del narrador sino por la
interpretación que el lector hace del texto del autor.
3.1.5.1. La narratología
Except for the fact that they are not literature, natural narratives clearly fall within
the category of self-focussed messages as described by structuralists. They are
not utterances whose chief function is to transmit information. Oftentimes, the
“information” content is given in the abstract, but the story goes on anyway. (69)
Hemos visto que estos dos conceptos se confunden con frecuencia; a veces se da
por hecho que toda la literatura es ficción y viceversa, o, al menos, no se presta al
problema la atención necesaria. Como observa Pratt, “the relation between a
work’s fictivity and its literariness is indirect” (92). Es decir, la ficción es un discurso
especialmente apto para la comunicación literaria, pero no toda la ficción es
literatura. Tampoco toda la literatura es ficción. Si definimos provisionalmente la
literatura como el tipo de discurso no utilitario, que no es consumido como medio
de información o como acto socialmente impuesto, veremos que sólo parcialmente
coincide con el concepto de ficción. “As a glance at today’s best-seller lists can
show, non-fictional narratives—memoirs, survival stories, travel tales, and the
like—are as much a part of the public’s literary preference as fiction” (Pratt 96).
Cuantitativamente hablando, pues, no toda la literatura es ficción.
Cualitativamente hablando, los límites entre ficción y no ficción no siempre son
claros. Por una parte está el componente de realidad que entra en la constitución
de las entidades ficticias (3.1.4.4 supra). Por otro, la misma actitud estética
adoptada frente a la literatura. Por el mismo hecho de presentarse como literatura,
una narración auténtica adquiere muchos de los rasgos que normalmente
asociamos con las narraciones ficticias (cf. Pratt 93 ss). Algunas teorías estéticas
hablan de desinterés, de satisfacción intrínseca, distancia estética, distancia
psíquica o debilitación de la respuesta práctica para referirse a esta cualidad del
objeto estético que tiende a anular la diferencia práctica entre ficción y no ficción.
Según Bullough, la distancia psíquica con que se contemplan las obras literarias
no está determinada por su carácter de ficción o realidad. El proceso es más bien
inverso: “distance, by changing our relation to the characters, renders them
seemingly fictitious” (757). La apreciación del valor estético de una obra requiere
una capacidad de juicio por parte del lector, capacidad que desaparece si su
interés práctico y personal en el tema de la obra es demasiado grande. Ello no
quiere decir que el interés personal del lector no exista en la obra de arte; quiere
decir que ha debido ser depurado, filtrado: “It has been cleared of the practical,
concrete nature of its appeal, without, however, thereby losing its original
constitution” (Bullough 757). Es decir, el objeto literario puede tener un valor de
verdad, pero no es esa la cualidad que nos interesa en la experiencia estética; se
vuelve en cierto modo irrelevante salvo en la medida en que contribuya al efecto
estético. Ohmann recoge estas nociones cuando habla de detachment para definir
la relación entre el lector y el texto. Pratt se opone a esta idea insistiendo en el
compromiso continuo del lector: “our role in literary works presupposes aesthetic
commitment, not detachment” (99). Creemos que no hay una contradicción
auténtica si adoptamos la formulación original de Bullough, que veía la “distancia
psíquica” como algo que ha de aparecer entre el lector y sus propios intereses
prácticos. Así, el lector se compromete con el texto en tanto en cuanto acepta el
papel de lector implícito que éste le indica. Haciendo esto, se desliga de sus
intereses prácticos inmediatos. Puede, por el contrario, no aceptar ese papel y
desligarse del texto, afirmándose como individuo frente a la individualidad del
autor.
Así pues, podemos concluir que aunque no existe una relación rígida entre
literatura y ficción, la ficción es en cierta manera la manifestación más espontánea
del fenómeno literario: “la literatura, en sentido estricto, encuentra en la ficción su
posibilidad”. Otros fenómenos y tipos de texto pueden presentarse o leerse como
literatura, pero esto se debe a que no se leen en un vacío: se trata en este caso de
un fenómeno secundario y derivado del caso más central, el de la creación poética
plena que se da en la ficción. Un fenómeno de derivación semejante nos podría
llevar a la reflexión más general de que en la comunicación literaria no se da en
modo alguno una suspensión o debilitamiento de las convenciones del lenguaje
(en contra de las teorías de algunos pragmatólogos como Austin o Searle) sino un
fenómeno de sobredeterminación semiótica. Las convenciones lingüísticas
ordinarias operan plenamente, pero se ven subsumidas en una estructuración
pragmática más compleja.
3.1.6.1. El concepto de literatura
El texto literario pertenece a una categoría de actos de habla más amplia, los
textos de exhibición. Ya hemos observado que no había lugar en las
clasificaciones más difundidas de los actos de habla para la literatura. Este es un
problema general de la categoría de los textos de exhibición. La teoría de los actos
de habla nació ligada al estudio de los actos de habla, es decir, interesada por el
aspecto más inmediatamente pragmático y utilitario del lenguaje (Lanser 286 ss);
se interesó, ante todo, por el estudio de los performativos, la conversación, el
lenguaje “corriente”, etc. (cf. Austin 1; Lozano, Peña-Marín y Abril 174). Un texto
de exhibición (un libro sería la forma más típica) está desligado de su enunciador,
correspondiendo por tanto al receptor un papel al menos igulamente activo en el
uso comunicativo del texto: por ejemplo, escoger leer una narracion en un
determinado contexto práctico (como entretenimiento, como objeto de análisis,
etc.). De ahí que sea tan relevante en las definiciones de literatura el acto de
discurso realizado por el receptor, y no sólo por el autor.
Según Lanser, “the illocutionary activity signalled by the production of a display
text requires a posture of contemplation rather than direct action” (286). Esto es
muy relativo. Hay pasividad en el sentido de que (idealmente) el receptor presta
atención al texto completo sin proceder a ocupar el terreno comunicativo para
interactuar con el emisor. Pero la aparente pasividad del receptor puede ocultar
una intensa actividad intelectual. “La comprensión del texto “, afirma Umberto Eco,
“se basa en una dialéctica de aceptación y rechazo de los códigos del emisor y de
propuesta y control de los códigos del destinatario”. La proliferación de sentido
característica del texto literario depende pues no sólo del autor, sino también en
gran medida del receptor, que se transforma a veces en una especie de autor
invitado, o en un espontáneo que interrumpe la celebración.
Pratt critica las definiciones intrínsecas del hecho literario. Tales definiciones están
ignorando que los textos ya llegan a nuestras manos usados, valorados. No hay
obras de por sí literarias, sino obras a las que se ha permitido entrar en la
literatura: “[t]he “honorific” sense of literature is a legitimate one if it is understood
to refer to a set of literary works that have passed a filtering process carried out by
a group of people” (l22). Se trata de obras comunicativamente efectivas o
artísticamente valiosas, según el juicio emitido por una serie de lectores
cualificados, que pueden ir desde un solo editor hasta el consenso histórico de la
tradición en el caso de los grandes clásicos. Todas las anomalías formales que en
las obras se encuentren son analizadas por el lector a la luz de ese conocimiento,
y de acuerdo con el presupuesto de que toda desviación está dirigida a obtener un
efecto comunicativo especial (170 ss). Una construcción anómala se naturaliza si
la leemos como recurso literario: podríamos decir con Lotman que en este proceso
interpretativo “[l]as unidades yuxtapuestas incompatibles en un sistema obligan al
lector a construir una estructura complementaria en la cual esta imposibilidad
desaparece” (340). Observemos que nuestra atención ha pasado de la
intencionalidad autorial, por el camino de la aceptación social, a la acción
individual del lector. Como veremos, todos estos elementos son relevantes a la
hora de discutir el status literario de una obra: éste se define por la tensión entre
unos y otros criterios (cf. Lotman 347). Pero no parece haber un acuerdo en torno
a esta cuestión.
J.-K. Adams (9) parece privilegiar el punto de vista del lector cuando señala que
el concepto de literariedad se refiere a una manera de leer el libro, y no a una
manera de escribir el libro. Este argumento no se encuentra tan alejado como
parecería de la propuesta de Todorov (“The notion of literature” 8) de sustituir la
diferencia entre literatura y no literatura por una clasificación formal de las
tipologías de discursos. De sus argumentos sobre la función transitoria de la
poética (Poética 124 ss) puede concluirse que, sorprendentemente, Todorov ha
invertido los presupuestos formalistas de los que partía. No puede existir la poética
como un estudio de lo específicamente literario porque no existe lo
específicamente literario: la literatura no es un concepto bien definido, sino lo que
Wittgenstein llamaría “a family-resemblance notion” (Searle, “Logical Status” 320).
Para Segre, “las diferencias entre los textos literarios y los demás no son de
naturaleza, sino de cualidad y de función” (Principios 179). Es evidente que la
noción de literatura no es fija: lo que ayer no era literatura hoy puede considerarse
literatura; lo que uno considera literatura otro puede considerarlo basura (cf.
Searle, “Logical Status” 321). La versión extrema de esta postura llevaría a no
reconocer una forma específica del texto literario y a ignorar la intencionalidad del
autor a la hora de escribir el texto en lo referente a su literariedad. Cualquier texto
podría, pues, ser leído como un texto literario, y no habría criterios interpersonales
para llegar a una definición de literatura. “Roughly speaking, whether or not a work
is literature is for the readers to decide”, nos dice Searle.
David Lodge critica este planteamiento, señalando la necesidad de justificar el
canon literario tradicional, así como de mantener ciertos criterios formales:
There are a great many texts which are and have always been literary because
there is nothing else for them to be, that is, no other recognisable category of
discourse of which they could be instances... The Faerie Queene, Tom Jones and
«Among School Children» are examples of such texts; but so are countless, bad,
meretricious, ill-written and ephemeral poems and stories. These, too, must be
classed as literature because there is nothing else for them to be: the question of
value is secondary... But works of history or theology or science only «become»
literature if enough readers like them for «literary» reasons—and they can retain
this status as literature after losing their original status as history, theology or
science.
Dicho de otra manera: los textos no sólo pueden leerse como textos literarios:
también pueden escribirse con la intención de que sean leídos como textos
literarios. Una voluntad de que se reconozca su peculiar intencionalidad
comunicativa es lo que caracteriza a los actos ilocucionarios, de los cuales la
literatura es un tipo particular: según la teoría de Lodge, “although the literary text
may be formally identical to any other sort of text, it is, of its nature, deviant as
discourse, that is, in its communicative function”. Creemos que hay que incluir el
acto de escritura en una consideración de la literariedad: no es indiferente a este
fenómeno, por ejemplo, el que un libro sea escrito con una intención literaria o no,
el que apunte a un determinado público o mercado, etc. Y esto
independientemente de que se trate o no de un texto de ficción, de un texto
narrativo o no.
Los New Critics americanos solían definir la obra literaria como un todo
orgánico, una estructura cerrada en el que cada detalle significaba de modo
coherente. Los análisis prácticos, sin embargo, siempre se enfrentaban a
problemas insuperables a la hora de demostrar este presupuesto. Y es que se
trata precisamente de un presupuesto: la unidad inflexible de la obra literaria es
algo que se da por hecho desde le momento en que sabemos que se trata de una
obra literaria. Es una cuestión referente no a la estructura de la obra definida
aisladamente, sino más bien a las expectativas del lector:
“Every poem must necessarily be a perfect unity”, says Blake: this, as the wording
implies, is not a statement of fact about all existing poems, but a statement of the
hypothesis which every reader adopts at first trying to comprehend even the most
chaotic poem ever written.
What the writer gives up in abandoning the communicative context to the speaker,
he attempts to win back through the reader’s recognition of the text as fiction. (...)
The writer’s use of language is creative rather than communicative, but in fiction
these two uses become mirror images of each other: the writer gives up the
communicative use of language so that he can create that same communicative
use in a fictional speaker. (72)
Esta explicación nos parece insostenible (cf. 3.1.4.2 supra). El autor realiza un
acto de lenguaje al cual llamamos escribir una novela. Y ese acto de habla se
produce en una situación comunicativa real: la escritura de la obra, su publicación
y su lectura. En realidad, habría que distinguir varias acepciones del término
“comunicación” antes de considerar en qué medida es comunicativa la literatura.
La objeción de Adams no va dirigida tanto a la literatura en sí como a la literatura
en tanto que usa de la ficción. La noción de comunicación en semiótica suele
ligarse estrechamente a la de intencionalidad. “Buyssens, Prieto, Mounin
s’accordent pour reconnaître dans l’‘intention de communiquer’ le critère
fondamental du comportement sémiologique”. Ya hemos visto que a este
concepto añade la teoría de los actos de habla el de reconocimiento de la
intencionalidad. Adams basa su teoría en el hecho de que el lector reconoce que
el discurso del narrador es ficticio. Pero es ese reconocimiento precisamente lo
que señala el cumplimiento de un acto ilocucionario, como ha señalado el mismo
Adams (63) siguiendo a Austin y a Searle (cf. 3.1.1 supra). La comunicación no
consiste en ser convencido ( perlocución) sino en la identificación de intenciones
comunicativas ( ilocución). “A communicative illocutionary act”, observan Bach y
Harnish, “can succeed even if the speaker is insincere and even if the hearer
believes he is insincere” (57); de manera semejante podríamos describir el hecho
comunicativo en la ficción. Si interpretamos el discurso del narrador como un
discurso ficticio, no es el acto ilocucionario del narrador el que hemos reconocido,
sino el del autor.
Aún más: es únicamente la relación autor / lector la que es forzosamente una
relación comunicativa. No podemos decir lo mismo de la relación narrador /
narratario (speaker / hearer para Adams), como nos lo demuestra la existencia del
monólogo interior, fenómeno no comunicativo, en este nivel (3.2.2.3.3.2 infra). Por
supuesto, el estudio de los contextos comunicativos (incluido el propio contexto
comunicativo literario) es de gran ayuda para el estudio de este nivel, y cubre una
amplia mayoría de los casos efectivos. Pero siempre habremos de tener presente
que este nivel de análisis trata con seres ficticios y por tanto tiene un
funcionamiento mucho más elástico que el nivel autor / lector.
Mediante su actividad creadora el autor se erige, pues, en hablante privilegiado
frente a su comunidad; aspira a una “participación deslumbrante” en el
intercambio comunicativo. En este sentido la literatura también tiene un aspecto
intencional perlocucionario; el estilo del autor es el conjunto de rasgos que
determinan la estructura textual “como resultado de la adecuación del instrumento
lingüístico a las finalidades específicas del acto en que fue producido”. Es el
aspecto deliberado, planeado, consciente, de la literatura. En este sentido,
favorecido por la crítica neoclásica, la literatura sería una forma de retórica, un
discurso persuasivo. Algunos autores (Lanser 63) proponen suprimir la distinción
entre poética y retórica, ya heredada por Aristóteles. Esto no parece factible, pues
llevaría a ignorar muchos aspectos del fenómeno literario. Y la teoría de los actos
de habla, basada en la intencionalidad, no es la panacea de la teoría de la
literatura. “The conventional links between speech act and perlocutionary effect”,
sostiene Lanser, “(…) bridge the traditional gap between poetics and rhetoric” (71).
Pero esto no es así, ni mucho menos. En absoluto hay una relación convencional
entre un acto de habla y su efecto perlocucionario. Hay una relación calculable
hasta cierto punto, sobre un determinado oyente, en un determinado contexto, etc.
La relación “automática” que define la teoría de los actos de habla no es entre el
acto ilocucionario y el efecto perlocucionario, sino entre el acto ilocucionario y su
reconocimiento por parte del oyente.
De todos modos, la definición de comunicación que hemos presentado, utilizada
en la teoría de los actos de habla, es insuficiente para explicar la actividad
semiótica que tiene lugar en la lectura de un texto. Como observa Janet Dean
Fodor (Semantics 23), la teoría semántica tal como es definida por Grice sería una
teoría del significado para el emisor; la fuerza ilocucionaria es una mínima parte
del significado de una expresión. Incluso hemos visto que este elemento
comunicativo puede obviarse o virtualizarse (aunque sospechamos que los casos
en que un texto no literario es leído como un texto literario derivan del caso central
definible en términos comunicativos [macro-]ilocucionarios). Pero la
caracterización ilocucionaria reorienta la interpretación de toda la semántica
textual, determina la operatividad de unos u otros códigos semánticos en el
procesamiento del texto: así, en el texto literario la semántica se activa, el signo se
vuelve polifuncional e icónico. Por todo ello, es crucial reconocer el carácter
peculiar de la literatura como una forma de comunicación.
Ahora bien, la comunicación que se da en la literatura no es la comunicación
lingüística corriente; hemos visto (3.1.6.1 supra) que en gran medida literatura y
ficción son conceptos coextensivos. El gran problema de la crítica literaria siempre
ha sido el definir en qué sentido el arte es comunicativo, y de qué manera se le
puede encontrar un valor de verdad, una relación de homología con la realidad. No
todo en la literatura es comunicación. El escritor también explora y descubre; no
transmite significados ya hechos, sino que construye esos significados a la vez
que el vehículo que los transmite. Construye su mensaje, pero también deja que
su cultura, su lenguaje, hablen a través de toda su personalidad. Ni siquiera en su
uso estándar el lenguaje es un instrumento de comunicación sin más: “[p]arler
d’instrument, c’est mettre en opposition l’homme et la nature (…). Le langage est
dans la nature de l’homme, qui ne l’a pas fabriqué” (Benveniste, “Subjectivité”
259). En este sentido, la creación literaria sería la quintaesencia del uso del
lenguaje.
Además de estos aspectos referenciales, intencionales o no, de la literatura, no
hay que olvidar la presencia invariable del sujeto productor en la obra:
es preciso decir (al otro) de uno mismo al decir de cualquier cosa; decir de nuestra
intención que pueda ser manifiesta; decir excluyendo intenciones que se interesa
ocultar. En suma, la función comunicativa ha de ser cumplida sólo hasta el límite
de lo que se propone al interlocutor y se propone el comunicante. (Castilla del
Pino, “Aspectos epistemológicos” 298)
3.2. Discurso
Notas
Cf. Segre, Estructuras 14; Bal, Narratologie 4 ss; Volek 149; 1.1.1 supra.
Cf. Ruthrof (viii). Eïjenbaum (“Comment est fait Le manteau de Gogol” 212)
señala que el interés de una obra puede depender por entero de su presentación,
del discurso, y no de la acción. Este desplazamiento se ha observado con
frecuencia en relación a narraciones vanguardistas, ya sea en novela o en cine.
Algunas de estas divisiones son recogidas por otros estudios no
específicamente narratológicos, como los de W. Conrad (“Der ästhetische
Gegenstand”, cit. en Ingarden 32) o el propio Ingarden (30 passim ).
Van Dijk, Text Grammars 8, passim; Texto 32; Siegfried J. Schmidt, Teoría
del texto 25. Para una introducción, ver Robert de Beaugrande y W. Dressler,
Introduction to Text Linguistics, Enrique Bernárdez, Introducción a la lingüística del
texto, o G. Brown y G. Yule, Discourse Analysis.
“Il n’y a pas de métaphores dans le dictionnaire” (Paul Ricœur, La métaphore
vive, cit. en Schofer y Rice 135).
Para Benveniste, es discurso “toute énonciation supposant un locuteur et un
auditeur, et chez le premier l’intention d’influencer l’autre en quelque manière”
(“Relations” 242). Sobre el elemento intencional, cf. 3.1.1 infra. Sobre la noción
saussureana de discours como el aspecto sintagmático del lenguaje, cf. Segre
(Principios 188 ss), Hendricks (77 ss).
Cf. Barthes,”Introduction” 22, Hendricks 12. Según Ingarden (Literary Work
145) este hecho ya es enfatizado por T. A. Meyer (Das Stilgesetz der Poesie 18).
Pratt 7. Cf. sin embargo la noción de “lengua literaria” del Círculo Lingüístico
de Praga como una especie de transición entre la langue y la parole (Karl D. Uitti,
Teoría literaria y lingüística 126).
Curso 152. Cf. sin embargo Segre, Principios 190.
Cf.: “lo que nosotros necesitamos no es una teoría adicional de la actuación
sino una teoría adecuada de la competencia” (J. W. Oller, “Transformational
Theory and Pragmatics”; cit. por Schmidt, Teoría 35).
Cf. Maurice van Overbeke (“Pragmatique linguistique: I - Analyse de
l’énonciation en linguistique moderne et contemporaine” 396 ss), Lozano, Peña-
Marín y Abril (34 ss). Un paralelo histórico a la reacción de los analistas del
discurso contra la lingüística estructuralista (en la que incluímos la generativa-
transformacional) podría verse en el siglo XVIII, en la reacción de Condillac contra
la tradición gramatical cartesiana de Port-Royal (cf. Uitti, Teoría 74 ss).
Cf. van Dijk (Texto 37, 325 ss), Janos S. Petöfi y Antonio García Berrio
(Lingüística del texto y crítica literaria 95 ss), Lozano, Peña-Marín y Abril (200).
Ingarden también anticipa este concepto: “what lies at the basis and is the
determining factor is not the already formed whole itself but only its “conception”,
the more or less precise outline of what is to be formed (...). The author must have
a certain perspective on something that transcends the individual sentences that
are formed at any given point in the work” (Literary Work 146-147; cf. 153, 205).
Pratt 18; van Overbeke 464.
Cf. por ej. J. Ross, “On Declarative Sentences”; Jerrold M. Sadock,
“Whimperatives”; van Overbeke (450 ss); 3.1 infra.
Cf. Gerald Gazdar, Pragmatics: Implicature, presupposition and logical form
15 ss; Lyons, Semantics 778.
Leonard Bloomfield, Language 139. Cf. Horst Geckeler, Semántica
estructural y teoría del campo léxico 52.
Cf. las observaciones sobre la conexión entre la significacion y la referencia
objetiva en Husserl, (Investigaciones lógicas 1 § 13, 1.250-51) o la noción de
“juego lingüístico” de Wittgenstein, que ve en el uso del lenguaje una actividad a la
vez regulada y cradora de normas (Philosophical Investigations §§ 23, 117ss,
198ss). Cf. también Bach y Harnish (105); Lotman (71); Ducrot (“Pragmatique” 550
ss); o la negociación de la intención comunicativa descrita por M. Sbisà y P. Fabbri
(“Models (?) for a Pragmatic Analysis”), que sin embargo quizá desprecia en
exceso el reconocimiento de la intencionalidad del hablante.
Bühler (115-123). Cf. también 530 ss, para una distinción de los enfoques
semántico y pragmático de la significación. La importancia de la obra de Bühler en
el desarrollo de una teoría global del lenguaje no se puede sobreestimar (cf. van
Overbeke 416).
Mejor diríamos: entre significantes y significados y entre signos y conceptos.
Las relaciones con los objetos son más bien un problema de referencia, y por
tanto pragmático.
D. Wunderlich, “Die Rolle der Pragmatik in der Linguistik”, cit. en Schmidt,
Teoría 43 ss; van Dijk, Text Grammars 3 ss. Wunderlich y van Dijk distinguen aún
una teoría de la actuación (theory of performance) cuyo objeto de estudio es el uso
efectivo que se hace de esos tres componentes de la competencia lingüística (cf.
van Dijk 313 ss).
“Pragmatique” (518). Nos atendremos a esta definición, que es más amplia
que la propuesta en última instancia por Ducrot, y utilizaremos el término
enunciador donde muchas veces Ducrot diría locutor. Veamos un momento esta
diferenciación: “X cite ce qui a été dit par Y. Bien que X soit le locuteur de l’énoncé
au moyen duquel il rapporte les paroles de Y, on doit admettre, pour comprendre
son discours, qu’il n’est pas l’énonciateur de cet énoncé, car il ne se donne pas
comme engagé pour lui” (“Pragmatique” 518). Pero X sí está comprometido con el
acto de habla consistente en citar las palabras de Y: deberá responder, por
ejemplo, de la exactitud de la cita o de su interpretación de las palabras. Por eso,
mantendremos que en este sentido X es un enunciador cuya enunciación engloba
(presupone, remite a) la enunciación de Y. En tanto que simple portavoz será un
locutor, pero su compromiso a la hora de citar va mucho más allá: citar es también
hablar.
“Teoría” 28; cf. Todorov, Poética 76; Ducrot, “Pragmatique” 520.
Para una buena exposición de estos principios, véanse los estudios de E. D.
Hirsch contenidos en Validity in Interpretation y The Aims of Interpretation. La
sistematización clásica de la hermenéutica es la efectuada por Schleiermacher.
Por supuesto, estos estudios no son radicalmente nuevos. Ya Protágoras
distinguía entre lo que él denominaba “fundamentos de los discursos” (pythmenas
logon) cuatro tipos: la pregunta, la súplica, la respuesta y la orden. Otras
clasificaciones se encuentran en Alcidamante y Anaxímenes (Antonio López Eire,
Orígenes de la poética 17 ss). El mismo Aristóteles presenta una lista comparable
(mandato, ruego, explicación, amenaza, pregunta, respuesta, etc.), añadiendo
además que este tipo de estudio no es propio de la poética: “Por el conocimiento o
ignorancia de estas cosas no se puede hacer al arte del poeta reproche alguno
digno de especial atención. Porque, ¿cómo suponer falta alguna en lo que achaca
Protágoras a Homero, quien, al decir “canta, oh diosa, la ira...”, pensó rogar y lo
que hizo fué ordenar, puesto que, según palabras de Protágoras, decir en
imperativo que se haga o no algo es una orden? Dejemos pues, de lado tales
consideraciones que son propias de otras artes, no de la poética” (Poética 1456
b). Rudimentos pragmáticos de este tipo se encuentran durante siglos en las
Lógicas, Retóricas y Gramáticas de toda especie, hasta su sistematización gradual
en nuestro siglo (cf. van Dijk 24; van Overbeke 412). Antes de los “actos de habla”
vinieron las “funciones del lenguaje” o “usos del lenguaje” (hay versiones en
Malinowski, Brugmann, Sonnenschein, Steinthal, Bally, Richards, Bühler,
Jakobson, Martínez Bonati, Halliday, Castilla del Pino, etc.), una noción que no
debe considerarse desbancada por este nuevo enfoque, pues sólo está recubierta
parcialmente por él.
How to Do Things with Words (95 ss). Cf. Searle (Actos 32); van Dijk (Text
Grammars 318 ss, Texto 278 ss), Schmidt (Teoría 59 ss); Pratt (80); Lyons
(Semantics 730); Lozano, Peña-Marín, Abril (188). Una interesante prefiguración
de la diferenciación de Austin aparece en la teoría de Ingarden (Literary Work 107
ss).
La noción del lenguaje como una forma de actuar es evidentemente anterior
a Austin. Cf. por ejemplo Roman Ingarden (“The Functions of Language in the
Theater” 382); Benveniste (“Subjectivité” 265).
Searle 47, 65 ss; Pratt 81; Lyons, Semantics 733; van Overbeke 458 ss;
Ducrot, “Pragmatique” 519.
“Intention and Convention in Speech Acts” 456-457. Cf. Hirsch, Aims 67-71.
Para A. V. Cicourel, la comunicación deja de ser una simple transacción de
significados y deviene un intercambio de actos de habla (“Three Models of
Discourse Analysis: The Role of Social Structure”, cit. en Lozano, Peña-Marín y
Abril 41).
“So the performance of an illocutionary act involves the securing of uptake”
(Austin 117). Cf. Strawson, Searle (Actos 52); Lyons (Semantics 733); Lozano,
Peña-Marín y Abril (194 ss). Subrayemos que es la fuerza ilocucionaria lo que ha
de reconocerse, y no la intención perlocucionaria no convencionalizada, como
sostenía Grice (cf. la refutación de esta postura en Searle, Actos 51 ss). Van Dijk
(Texto 282 ss) también descuida esta distinción, lo cual imposibilitaría, por
ejemplo, una diferenciación teórica entre ficción y mentira (3.1.4.2 infra ). Sin
embargo van Dijk no confunde estos dos actos (cf. “La pragmática de la
comunicación literaria” 180).
“El habla, la literatura y el espacio que media entre ambas” 40.
Bach y Harnish (10). Cf. Searle: “El acto o actos de habla realizados al emitir
una oración son, en general, una función del significado de la oración” (Actos 27).
Bach y Harnish también demuestran que aun en los casos en que la fuerza
ilocucionaria se haga explícita en el significado locucionario no por ello
desaparece el nivel propiamente ilocucionario: el oyente deberá reconocer que la
atribución de fuerza ilocucionaria declarada es exacta y debe interpretarse
literalmente. Además, la semántica de la frase sólo nos diría qué tipo de acto
locucionario se realiza: no nos dice que se haya realizado efectivamente (204 ss).
Cf. Zelig S. Harris, “Discourse Analysis”; DoleΩel, “Structural Theory” 95;
Halliday, “Linguistic Function” 334; Petöfi y García Berrio 245.
Cf. Karl D. Uitti (“Philology: Factualness and History” 112), Richard Ohmann
(“Speech, Action, and Style”, 245), D. Sperber (“Rudiments de rhétorique
cognitive”), van Dijk (Text Grammars 3, Texto 32), Schmidt (Teoría 51 ss), Lanser
(71), Segre (Principios 377). Hjelmsev ya trataba ciertos fenómenos semánticos,
como la connotación, a nivel de discurso (Martinet 177).
Van Dijk, Texto 325 ss; cf. Pratt 85. Para Ohmann, en una novela, “behind
the acts of stating is the all-encompassing illocutionary act of telling a story”
(“Speech” 247). Ohmann señala, con cierta razón, que también la estilística clásica
ignoraba el nivel ilocucionario del discurso.
Ver 3.1.6.2 infra. Desarrollo algunos aspectos de la literatura desde la teoría
de los actos de habla en los artículos “Speech Act Theory and the Concept of
Intention in Literary Criticism” y “Speech Acts, Literary Tradition, and Intertextual
Pragmatics.” Otros desarrollos pueden verse en Sandy Petrey, Speech Acts and
Literary Theory.
Roger Fowler, “The Structure of Criticism and the Languages of Poetry: An
Approach through Language” 185.
Searle, Actos 65. Jacques Derrida (Limited Inc) ha criticado esta actitud
como “logocéntrica”. Con respecto a la crítica deconstructivista al estructuralismo
en general, sólo podemos apuntar aquí brevemente que a nuestro juicio gran parte
de las objeciones quedan invalidadas si se hace una interpretación situacional y
constructivista de la actividad estructuralista: las estructuras no son arquetipos
platónicos, sino modelos provisionales contruidos para un acto interpretativo
específico en un contexto discursivo dado.
T. Ballmer y W. Brennenstuhl, Speech Act Classification: A Study in the
Lexical Analysis of English Speech Activity Verbs 26.
Cf. Lanser (280, 289). Por supuesto, algunos autores ya han trabajado en
esta dirección hace tiempo. En la (muy incompleta) clasificación de actuaciones
verbales presentada por Brugmann, que incluye ocho categorías sí se recoge
como un tipo individual el “statement about imagined reality” (Verschiedenheiten
der Satzgestaltung nach Massgabe der seelischen Grundfunktionen; cit. por
Jespersen, 301). El análisis de Ingarden (3.1.4.2 infra) es ya bastante detallado.
Ludwig Wittgenstein, Philosophische Untersuchungen § 23; Habermas,
Theorie der Gesellschaft oder Sozialtechnologie, cit. en Schmidt, Teoría 124 ss;
Schmidt, Teoría 128 ss.
Algunas definiciones de la pragmática literaria no contemplan el análisis
pragmático de los contextos comunicativos interiores al texto (por ej. van Dijk,
“Pragmática” 191; Tomás Albadalejo Mayordomo, “La crítica lingüística” 191).
La crítica de J. Derrida en “Signature événement contexte”, que
supuestamente niega la diferencia esencial entre palabra y escritura, sólo parece
aplicable al contraste descontextualizado entre estos dos medios. En los rasgos
“esenciales” queremos incluir también las condiciones discursivas usuales de
estos medios.
Por supuesto, el proceso es (idealmente) recuperable a partir del objeto. Lo
mismo sucede con cualquier tipo de “escritura” no gráfica, como la grabación
magnética. Y, de todos modos, la distinción entre proceso y objeto es relativa,
como deja claro el estudio de Derrida sobre la materialidad de la escritura.
En Hypertext y Hyper/Text/Theory, libros escrito y editado respectivamente
por George Landow, se exploran algunas implicaciones de la hipertextualidad para
la teoría interpretativa, la estructura narrativa o la interacción entre escritor y lector,
que llegan a fusionarse en un “wreader” (“escrilector”, quizá).
Cf. 3.1.2 supra; Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 290; Segre, Principios 21.
Ver Jenny Shepherd, “Pragmatic Constraints on Conversational Storytelling.”
Cf. Saussure 24 ss; Bloomfield 139 ss; Sanford y Garrod, cap. VIII; Segre,
Principios 141. Nos centramos aquí en el aspecto de comprensión presente en el
uso del lenguaje, sin negar por ello que el oyente haga algo más que comprender
(por ejemplo, adaptar , interpretar, manipular, etc. el mensaje)
Ver por ej. Interaction Ritual de Goffman.
Cf. Paul Ricoeur, “The Model of the Text: Meaningful Action Considered as a
Text” 97. Cit. en Lanser 117.
Sociología de la literatura, cap. I. i.
Ver los interesantísimos análisis de Maurice Couturier en La Figure de
l’auteur.
En Sofistas: Testimonios y fragmentos (Gorgias).
Ingarden, Literary Work 173 n. 157; Lubbock 123; Mark Schorer, “Technique
as Discovery”; Friedman, “Point of View”, etc. Cf. 3.2.1.1, 3.2.2.3.5 infra.
Soliloquia II, x; cit. en Wimsatt y Brooks 125.
Genealogy of the Gentile Gods (XIV. ix, 428). Es decir, la ficción consiste en
la “creación”, mediante la palabra, de una realidad al margen de la referencia
objetiva. Cf. las ideas de Scaliger (Poetics 139) o Sidney (An Apology for Poetry
100). Para algunos, la ficcionalidad sería necesaria para distinguir la literatura de
la historia (Castelvetro, Aristotle’s Poetics I, 145; Dryden, “An Account of the
Ensuing Poem [Annus Mirabilis] in a Letter to the Honourable Sir Robert Howard”
8). Antes se discutía en este sentido la Farsalia de Lucano; hoy se discute el
status literario de In Cold Blood. Cf. 3.1.4.4 infra.
Genealogy XIV. xiii, 131. Argumentos parecidos aparecen ya, según G.
Shepherd (199), en la Rhetorica ad Herennium y en las Etimologías de San
Isidoro. Para una definición de este argumento en el marco de la teoría de los
actos de habla, cf. 3.1.4.2 infra.
Johnson, Rambler 96. Cf. también Hegel, Introducción a la Estética II, 49;
John Stuart Mill, “What is poetry?” 538; Paul de Man, Blindness and Insight 18.
Susana Onega, “Fowles on Fowles” 76.
Cf. también Edward Bullough, “‘Psychical Distance’ as a Factor in Art and an
Aesthetic Principle” 760; Richards, Practical Criticism 277.
Cf. Ricœur, Time and Narrative 2, 3, 13.
3.2.1. El narrador
Pasamos ahora a ocuparnos del enunciador del texto narrativo, el narrador. Con el
estudio de la enunciación entramos lo que Gérard Genette denomina problemas
de voz (voix). En su teoría también deriva este concepto de una categoría verbal,
la voz entendida como “aspect de l’action verbale considéree dans ses rapports
avec le sujet”. Nosotros entenderemos: con el sujeto de la enunciación. Jakobson
distingue teóricamente entre sujeto de la enunciación y sujeto del enunciado. Así
nos proporciona otra analogía gramatical corriente para el estudio de la
enunciación: la persona verbal. En efecto, según Jakobson, “La personne
caractérise les protagonistes du procès de l’énoncé par référence aux
protagonistes du procès de l’énonciation” (“Embrayeurs” 182). Encontraremos en
la narración ficticia que, si bien hay un sujeto de la enunciación bien delimitado (el
autor) y un sujeto del enunciado bien delimitado (el personaje), existe como
mediación entre uno y otro la figura del narrador, que comparte características de
ambos y hace bastante complicado el estudio de la enunciación en la ficción
literaria. El estudio del narrador consistirá en determinar la proporción de autor
(enunciador) y la proporción de personaje (enunciado) que hay en él. Por tanto, la
clasificación de los tipos de narración estará fundada en la oposición básica
enunciador-enunciado.
Hay que tratar, evidentemente, las acciones según estas mismas ideas [propias de
la retórica] siempre que hayan de ser en efecto compasivas, tremefacientes,
grandiosas o verosímiles; la diferencia está en que las acciones han de aparecer
por sí mismas, sin instrucciones; mientras que los efectos de la palabra tienen que
ser preparados por el orador y provenir del discurso mismo. Porque si no, ¿para
qué serviría el que habla si su pensamiento apareciera por sí mismo, y no
mediante sus palabras? (Poética XIX, 1456 b)
Wir nennen in der Kunstsprache einen Roman, dessen Held als Selbserzähler
seiner Fata auftritt, einen Ich-Roman zum Unterschiede von den anderen
Romanen, in welchen der Held eine dritte Person ist, dessen Schicksale uns von
dem Dichter erzählt werden. (Spielhagen 131)
Pero esta separación no se hace extensiva a la narración en tercera persona
hasta una fecha relativamente tardía. La crítica de la primera mitad de nuestro
siglo aún confunde a menudo las áreas del narrador y del autor en la narración
heterodiegética. Tanto James como Vernon Lee, Perry o Tomashevski hablan de
“autor” para referirse al narrador heterodiegético. Para Tomashevski, sólo hay
narrador diferenciado del autor cuando el relato imita el lenguaje oral, y se crea un
personaje concreto que se hace cargo de la narración. Esto no sucede siempre,
pues es frecuente encontrar “narración abstracta, sin narrador y sin desarrollo del
skaz [relato oral]” (Teoría 254; cf. Eïjenbaum, “Prose” 199; “Manteau” 212). Ahora
bien, para los formalistas este “autor” que narra no es identificable sin más con el
autor real. Eïjenbaum lo expresa de modo un tanto exagerado: “pas une seule
phrase de l’oeuvre littéraire ne peut être en soi une ‘expression’ directe des
sentiments personnels de l’auteur, mais elle est toujours construction et jeu”
(“Manteau” 228; cf. 3.4.1.1 infra). El autor siempre habla, pues, a través de la
máscara del artificio.
En gran número de teorizadores de la literatura de la primera mitad de nuestro
siglo todavía no se considera la posibilidad de distanciamiento estético que se
produce entre el autor y su creación. Para Croce o Vossler, la obra es expresión
directa de la subjetividad del autor. Era de esperar que se reaccionase
violentamente contra estas posturas (cf. Martínez Bonati 154). Una reacción tal es
la famosa “deshumanización del arte” de Ortega y Gasset o T. E. Hulme
(“Romanticism and Classicism”). Cuando cobra generalidad con la Nueva Crítica
americana y luego con la influencia del formalismo ruso y del estructuralismo un
esfuerzo diferenciador entre el autor y su obra, éste es a menudo exagerado.
“L’artiste, homme sensible qui éprouve telle ou telle humeur,” afirma Eïjenbaum,
“ne peut et ne doit pas être recrée à partir de sa création” (“Manteau” 228). O la
afirmación excesivamente general y absolutista de Wolfgang Kayser: “le narrateur
n’est pas l’auteur (...); le narrateur est un personnage de fiction en qui l’auteur s’est
métamorphosé” (“Qui raconte?” 72). Pero habremos de reconocer que la voz y la
perspectiva de ese narrador son de alguna manera la responsabilidad del autor:
negar la voluntad configuradora del autor sería ignorar un aspecto fundamental del
fenómeno literario.
Es de notar que si las concepciones sobre la enunciación literaria varían con el
tiempo, es entre otras razones porque también varía su objeto de estudio. Formas
literarias y conceptos críticos, y el uso que se da a unas y otros, son fenómenos
históricos: el desarrollo de los últimos va fuertemente ligado al desarrollo de las
primeras, que a su vez está ligado a la vida entera de una cultura. Como observa
Weimann, está fuera de lugar analizar la épica clásica con presupuestos
inmanentistas como los del New Criticism (“Erzählerstandpunkt” 392). Este es un
caso de especial divergencia entre método y objeto: tendremos que aspirar a
desarrollar una metodología más flexible, adaptable a distintas modalidades
genéricas e históricas de la narración.
Le langage n’est possible que parce que chaque locuteur se pose comme sujet, en
renvoyant à lui-même comme je dans son discours. (...) [J]e se réfère à l’acte de
discours individuel où il est prononcé, et il en désigne le locuteur. C’est un terme
qui ne peut être identifié que dans ce que nous avons appellé ailleurs une instance
de discours, et qui n’a de référence qu’actuelle. (Benveniste, “Subjectivité” 260).
The problem that third person narratives present is that in many of them the
speaker lacks all characteristic except the ability to narrate, and therefore, it is
difficult to attribute fictional characteristics—or any other kind of characteristics—to
him. (J.-K. Adams 19)
A vrai dire, il n’y a même plus de narrateur. Les événements sont posés comme ils
se sont produits à mesure qu’ils apparaissent à l’horizon de l’histoire. Personne ne
parle ici; les événements semblent se raconter eux-mêmes. Le temps fondamental
est l’aoriste, qui est le temps de l’événement hors de la personne d’un narrateur.
Nur scheinbar weicht man der Personifizierung des “Erzählers” aus, wenn man
einen “fiktiven Erzähler” aufstellt, um eine biographische Identität mit dem Autor zu
umgehen. Einen fiktiven Erzähler, der, wie es offenbar vorgestellt wird, als eine
Projection des Autors aufzufassen wäre, ja als “eine vom Autor geschaffene
Gestalt” (F. Stanzel), gibt es nicht, gibt es auch in den Fällen nicht, wo durch
eingestreute Ich-Floskeln wie ich, wir, unser Held, u.a. dieser Anschein erweckt
wird (...). Es gibt nur den erzählenden Dichter und sein Erzählen. Und nur dann,
wenn der erzählende Dichter wirklich einen Erzähler “schafft”, nämlich den Ich-
Erzähler der Ich-Erzählung, kann man von diesem als einem (fiktiven) Ich-Erzähler
sprechen. (Hamburger 115)
Pero es evidente que esto no es siempre así: no hay relación necesaria entre la
ficcionalidad del narrador y el hecho de que sea homodiegético o heterodiegético:
hay, como mucho una tendencia, basada en la evolución histórica de los modos
ficticios, a una mayor ficcionalización del narrador en primera persona. Además, a
falta de una caracterización precisa del narrador, éste se identifica con el autor
textual (es decir, la identidad autor textual / narrador es el caso no marcado en
nuestra clasificación; cf. Lanser 151). Semejante aserción parece ir en contra de la
tradición estructuralista y formalista, pero no sería fácil rebatirla. Detrás de las
teorías enunciativas de Kayser, Hamburger, J.-K. Adams o Martínez Bonati (151)
hay una distinción insuficiente entre estas tres figuras: narrador ficticio, autor
textual y autor. Esta tríada ya es expuesta bastante claramente por Booth:
“‘Narrator’ is usually taken to mean the ‘I’ of a work, but the ‘I’ is seldom if ever
identical with the implied image of the artist”. Siempre hay (además del autor
histórico) un autor textual, un segundo yo o imagen del autor, tal como es
reconstruido por los lectores a partir de la obra. El autor textual asume en principio
la narración, a menos que la encomiende a un enunciador con una identidad o
función narrativa diferenciada de la suya, que es a quien llamaremos “narrador
ficticio” o sencillamente “narrador”.
Se dice a veces que “el autor” no puede tener contacto directo con el mundo de
la ficción. Esta afirmación presupone una división tajante entre realidad y ficción
que no compartimos en absoluto. Parece inapropiado postular un narrador ficticio
en obras como The Ambassadors de James o “Hills like White Elephants” de
Hemingway. Siguiendo la lógica del argumento, deberíamos aceptar que cuando
relatamos una anécdota ficticia o un chiste en nuestra vida corriente, nos
desdoblamos en dos: nuestro yo cotidiano y el narrador del chiste. Es obvio que
en este caso no se trata de un desdoblamiento de personalidad sino de una
determinada actitud adoptada, un rol discursivo asumido para permitir una
actuación lingüística determinada. Por supuesto, tales juegos suponen una cierta
modelación de nuestro yo, una pequeña delegación de nuestra identidad, pero no
distinta en sustancia de otras muchas actitudes enunciativas que adoptamos para
la vida práctica y que no tienen mucho que ver con la ficción (cf. Lozano, Peña-
Marín y Abril 112 ss). Este fenómeno se suele dar, según observan Lozano, Peña-
Marín y Abril en el uso de los performativos (o realizativos):
a fiction must have a communicative context as part of its linguistic structure, for in
order to present a fictional world with language, speech acts must be performed,
and they must be performed by someone in some context. (J.-K. Adams 23)
Pero este contexto comunicativo no tiene por qué ser un contexto ficticio
radicalmente diferente del contexto real, como quiere concluir Adams. En un
contexto real adecuado (la comunicación literaria) el autor puede realizar actos de
habla de un tipo particular (“pseudo-actos de habla”, quasi-judgements o “frases
miméticas”; cf. 3.1.4.2 supra), que pueden limitarse a construir un mundo ficticio o
pueden volverse sobre la propia figura del enunciador para superponer al autor un
narrador ficticio. Podemos incluso aceptar que en el caso de la narración
“impersonal” el autor se desdobla en dos roles, autor (“serio”) y narrador (cf. la
terminología de Adams, writer y speaker), pero no tenemos por qué deducir de ahí
una división de personalidad tan grave como para atribuirle dos identidades. Benjy
Compson se parece bastante poco a William Faulkner; en cambio, el narrador
anónimo de The Ambassadors se parece bastante a Henry James. Y también en
otros contextos de discurso adoptamos roles discursivos determinados—por
ejemplo, los varones españoles suelen comunicarse con sus compañeros de
trabajo varones hablando de fútbol—sin que ese “entrar en el papel” se interprete
como una ficcionalización del yo. Hay que cuidarse pues, por una parte, de
considerar a un sujeto en su papel de narrador y en su papel de autor textual
como si de dos sujetos se tratase; por otra, de confundir la competencia del sujeto
en tanto actúa como narrador o como autor textual.
El narrador, en tanto que tal narrador, tiene una competencia modal respecto de la
acción y de sus interlocutores. Podemos definirla con el mismo cuadrado
semiótico desarrollado por Greimas que nos servía para analizar la competencia
del personaje. La finalidad de este cuadrado es la descripción de los sujetos, con
vistas ante todo a su hacer. El narrador es el sujeto de la enunciación. Su hacer es
ante todo la actuación lingüística: narrar, comunicar; pero no podemos reducir su
descripción a una simple competencia lingüística o aun a una competencia
comunicativa. El narrador no sólo comunica su mensaje: se comunica a sí mismo
(3.1.1 supra), y por tanto hay que definir no sólo su hacer, sino también su ser,
deber, querer, poder y saber. Es especialmente significativa en este sentido la
relación narrador / personaje. Según Cohn, dos actitudes básicas diferentes se
dan en este sentido: la actitud del narrador puede ser consonante con el personaje
o disonante:
one is dominated by a prominent narrator who, even as he focuses intently on an
individual psyche, remains emphatically distanced from the consciousness he
narrates; the other is mediated by a narrator who remains effaced and who readily
fuses with the consciousness he narrates. (Transparent Minds 26)
3.2.1.3.1. Deber
El narrador adquiere implícita o explícitamente una serie de deberes frente al
narratario en lo que se refiere a la transmisión del relato o a la actividad discursiva
en general. Estos deberes son los deberes de todo interlocutor en una
conversación, definibles por las “máximas” de Paul Grice. En realidad, se trata de
presupuestos generales sobre la actividad comunicativa que en principio son
compartidos por los interlocutores. Grice distingue cuatro tipos de máximas:
• De cantidad:
• De cualidad:
• De relación:
Be relevant.
• De modo:
Estas máximas pueden resumirse en una ley general, que Grice denomina el
principio de cooperación (Cooperative Principle): “Make your conversational
contribution such as is required, at the stage at which it occurs, by the accepted
purpose or direction of the talk exchange in which you are engaged” (Grice 26).
Como se puede ver, estas normas de interacción comunicativa son muy
generales, y además están pensadas para la conversación. En cada tipo de
situación comunicativa deberán flexibilizarse y concretarse con otras más
específicas, que definan cuál es el grado de relevancia, claridad, etc. que se
requiere. La literatura también obedece a normas comparables, desde el
momento que existe una tradición y unas convenciones literarias. Pero en este
caso la forma concreta en que se realice cada máxima será muy distinta de las
que se dan en la conversación cotidiana: por ejemplo, la “evidencia” requerida de
un narrador omnisciente está presupuesta de entrada. Estas normas,
naturalmente, no son fijas sino que están sujetas a cambio según los géneros y la
tradición literaria. Del mismo modo, nos pueden servir de modelo para clasificar
los subgéneros de la narración. Cada una de las posibles circunstancias narrativas
que citamos tiene en potencia leyes distintas, que son utilizables para motivar un
distinto comportamiento discursivo por parte del narrador, así como distintas
estructuraciones del relato, como ya observaron los formalistas rusos
(Tomashevski, Teoría 191).
Observemos que el narrador (como cualquier hablante) puede no observar las
máximas comunicativas. Puede que su relato no sea interesante, o relevante para
su oyente: estamos ante el narrador incompetente, que rompe un contrato básico
de la narración: el no hacer perder el tiempo a sus oyentes. Esto es un desastre
en la narración auténtica, pero puede ser un recurso estético en la narración
literaria. Para Roventa (78 ss) la ruptura de las máximas conversacionales de
Grice es una de las fuentes del absurdo en el teatro de Beckett. Lo mismo
podríamos decir de sus narraciones, y de las de autores como Nabokov, Robbe-
Grillet, etc. En general, un narrador podrá falsear la información, mentir, o no
entender perfectamente los hechos que narra. Se transforma así en un narrador
no fiable. La fiabilidad del saber del narrador varía de acuerdo con su status,
personalidad, situación temporal, etc. Sería erróneo generalizar sobre la fiabilidad
o no fiabilidad del narrador en base al status del narrador. No podemos decir, por
ejemplo, que todo narrador homodiegético es ya de entrada no fiable, o que todo
narrador autorial es fiable. La narración homodiegética adolece en cierto sentido
de una inferioridad ontológica en este sentido frente a la narración autorial
heterodiegética, pero esta inferioridad ha de someterse al axioma fundamental de
que el narrador es competente mientras no se demuestre lo contrario. Convendría
distinguir en este punto entre dos fenómenos que Booth engloba en el término
unreliability: la ignorancia y la mala fe. El narrador en primera persona es en
principio más ignorante que el narrador autorial, pero no necesariamente menos
honrado. En este sentido, no obtendremos una no fiabilidad automática en la
primera persona, sino un horizonte de expectativas que hace que la no fiabilidad
(si de hecho se comprueba) no sea tan chocante. Normalmente el texto deja claro
muy pronto cuándo la información es fiable, y en caso de duda siempre son
posibles los apoyos o correcciones por parte de otros narradores, de los
personajes, del desarrollo de la acción, etc. (cf. Booth 159 ss). Obviamente, las
deficiencias del narrador son suplidas por el lector, que las interpreta como parte
de la estrategia literaria del autor textual (cf. Martínez Bonati 66). Existe una
relación de proporcionalidad inversa entre la autoridad narrativa del narrador y la
autoridad interpretativa del lector: la actividad de este se hace más y más decisiva
a medida que el narrador incumple sus deberes (cf. Ruthrof 122).
Hemos afirmado que hay una presunción de veracidad narratorial por parte del
lector. El caso narrativo no marcado es, por tanto, la coincidencia entre las voces
del narrador y del autor textual. En palabras de Pratt,
[a]s long as the fictional speaker of a novel does fulfill all the rules for narrative
display texts and written discourse, the reader will execute the text as he would a
real-world narrative display text. He will make all and only the implications
necessary to maintain the assumption that the speaker is fulfilling the CP
[cooperative principle] and maxims as defined for the unmarked case (...) and he
will assume that the author intends him to calculate exclusively those implicatures.
(207-208)
3.2.1.3.2. Poder
El poder del narrador es en principio el poder del uso del lenguaje; el narrador
actúa mediante la palabra, y su poder como hablante es pues definible en
términos retóricos. Es éste un poder de acción en el que hay que considerar no
sólo la acción abierta ante el oyente, sino también la acción subliminal, que puede
ir desde la manipulación deliberada y maquiavélica hasta el simple uso
espontáneo de convenciones discursivas de las que no son conscientes ni
hablante ni oyente. Más específicamente narrativo es el poder de configuración de
que dispone sobre el relato, el de dosificar y distribuir la información de que
dispone. Nociones como “omnisciencia” u “omnipresencia” se refieren más bien a
un grado de conocimiento del narrador. En el caso de un narrador autor de ficción,
también dispone de poder ilimitado sobre los personajes y la acción. Puede
gobernarlos a su antojo, y crear personajes y ambientes ex nihilo. La narración
reflexiva puede utilizar esta circunstancia de modo ingenioso y pintoresco:
¿Cómo son las escaleras? ¿De caracol quizás? En cualquier caso, muchas,
demasiadas para un hombre de mi edad. Si las subo, me canso. Pero ya están
ahí, ya las nombré, ya trepan hasta la altura encajonadas en piedra. (...) Si yo
fuera de carne y hueso, y la torre de piedra, podría cansarme, y resbalar, y hasta
romperme la crisma. Pero la torre y yo no somos más que palabras. Sús, y arriba.
Voy repitiendo: piedra, escaleras, yo. Es como una operación mágica, y de ella
resulta que subo las escaleras. (Torrente Ballester, Fragmentos de Apocalipsis 15)
Ya hemos señalado que tan relevante como la caracterización del narrador como
narrador omnisciente es determinar en qué medida el narrador comparte sus
conocimientos con el lector. Un narrador puede saberlo todo y sin embargo callar
lo más importante. Sternberg ve en Fielding una omnisciencia “supresiva”, en
Trollope, una omnisciencia “omnicomunicativa” (264).
3.2.1.3.4. Querer
El narrador también puede adoptar una actitud volitiva ante la acción. Puede estar
más o menos emocionalmente comprometido con su narración en general (Lanser
202); puede simpatizar con unos personajes o gustar de cierto tipo de técnica.
También puede presentarnos alternativas hipotéticas a a los hechos de la acción.
Todo ello puede contribuir a caracterizarlo como un sujeto concreto y como algo
más que una mera “función narrativa” (cf. Hamburger 111 ss) aun en el caso de
que sea un narrador extradiegético y anónimo. Así también aumenta la
prominencia de los elementos puramente discursivos, de la transmisión del relato
más que del relato en sí. La personalidad del narrador, caso de estar desarrollada,
motivará en gran medida estas actitudes; su poder y su deber determinarán la
medida en que lleguen a ser un elemento discursivo a tener en cuenta. La
posibilidad de enfrentar narrador y lector es especialmente vistosa en la actitud
volitiva hacia la acción.
3.2.1.3.5. Hacer
Genette (“Discours” 261 ss) se basa en los elementos de la situación comunicativa
distinguidos por Jakobson (“Linguistics and Poetics”) para determinar las posibles
funciones del narrador:
• Función narrativa: transmisión de la acción. O su invención, en el caso de
narradores-autores. En todo caso, el narrador adquiere una autoridad retórica: es
él quien transforma la acción en relato, quien determina la temporalidad narrativa,
la distancia, la perspectiva… En este sentido, habría que añadir a la
caracterización del narrador los criterios de análisis del relato ya tratados en el
capítulo anterior. Este hacer del narrador actualiza lo que en los puntos anteriores
contemplábamos como sus potencialidades de actuación. El contraste entre autor
implícito y narrador, cuando se da, requiere que la retórica del narrador haya de
traicionarle de algún modo.
• Función administrativa (Genette: fonction de régie): construcción del discurso
(texte) determinando sus articulaciones, su organización interna. Estas dos
funciones son obligatoriamente desempeñadas por el narrador según Genette,
aunque pueden serlo de una manera más o menos reflexiva y consciente. Se
observan a veces en las narraciones en primera persona, especialmente, curiosas
interferencias entre narradores supuestamente limitados en sus recursos
expresivos puntuales y la eficaz elaboración global de su narración. Y es que por
detrás del narrador de ficción siempre se encuentra el narrador real, el autor, que
es quien administra la retórica del texto aunque pueda delegar parte de ella a un
personaje de ficción.
• Función comunicativa: establecimiento de una orientación hacia el narratario (ver
3.2.3).
• Función testimonial: la que da cuenta de las relaciones entre narrador y acción
(afectivas, morales, intelectuales, etc.).
• Función ideológica, cuando el narrador comenta directamente sobre la acción.
Esta función también puede ser desempeñada por los personajes, investidos con
mayor o autoridad por el narrador (y por el autor implícito, añadiríamos). La
función ideológica habrá de interpretarse sobre el telón de fondo del contexto
cultural original de la obra. Así podremos ver la medida en que la ideología del
narrador se somete a la dominante en su época y clase, el sentido histórico que
tiene el apoyo narratorial a determinados tipos de personaje, etc. (Lanser 215 ss).
La ideología no es una característica de la individualidad del narrador o del autor:
es elaborada por los grupos sociales a los que pertenecen o favorecen, y sólo
emerge explícitamente en un acto de interpretación ulterior. Por tanto, la
comunicación a este nivel debería analizarse en relación con el acto interpretativo
que identifica la ideología. Debería además estudiarse macroestructuralmente,
considerando a los narradores o autores (según las distintas convenciones
discursivas que gobiernan su actuación) como portavoces de una comunicación
entre grupos sociales. Críticos como Fernando Ferrara han elaborado versiones
estructurales de la teoría marxista de la literatura en esta línea.
Estas tres últimas funciones son opcionales en el sentido de que algunos
narradores las desempeñan deliberadamente y otros no. Sin embargo, toda
narración contiene inevitablemente de modo implícito una orientación hacia el
narratario o hacia la acción, y una ideología. No podemos entrar aquí en el
complicado problema de las relaciones entre literatura e ideología. Subrayemos
solamente que, desde un punto de vista metacrítico, la ideología se define de
manera relacional: no mediante el análisis textual únicamente, sino teniendo en
cuenta la interacción entre el texto y la ideología del crítico. Esta cuestión tiene
implicaciones narratológicas desde el momento en que un determinado enfoque
crítico puede ver cómo una aparente divergencia entre la ideología del narrador y
la del autor textual esconde en realidad presupuestos ideológicos comunes, con
respecto a esta óptica crítica.
3.2.1.3.6. Ser
El ser del narrador, su identidad, puede ser definido desde muchos enfoques
posibles. Es absurdo decir, como se hace a veces (Tacca 69) que el narrador no
tiene identidad. Más bien diríamos que muchas figuras con distintas identidades
pueden asumir el rol de narrador. Más adelante veremos al narrador como autor,
como personaje, etc. Su identidad conlleva cierta visión del mundo, ciertas
peculiaridades lingüísticas o ideológicas, ciertos atributos y capacidades, etc.
Lanser (166 ss) señala como rasgos más importantes de la personalidad de un
narrador (al margen de su caracterización estrictamente narratológica) los datos
que definen más generalemente a un sujeto: su sexo, profesión, nacionalidad,
estado civil, preferencias sexuales, educación, raza, clase socioeconómica.
Señala que el caso no marcado (en la narración occidental moderna, se entiende)
es el narrador masculino, blanco, heterosexual, de clase media o alta: una figura
vagamente reconstruída sobre la base de la (supuesta) personalidad media de los
autores. Esta es la figura con la que esperará encontrarse el lector, a menos que
haya algún signo que induzca a lo contrario, como por ejemplo el nombre de una
autora en la portada. Con frecuencia algún aspecto de la identidad del narrador es
la base para la motivación de diversas estrategias textuales, pero también es
posible que el texto nos invite a pasar esta identidad por alto y atribuir a un
narrador una narración que en buena lógica jamás podría haber venido de él (por
ejemplo, en el caso de los animales narradores).
Una curiosa paradoja de la narración literaria es que supuestamente es el
narrador quien ha producido el texto, pero en realidad es el texto quien “produce”
al narrador, que no existe al margen del valor referencial o indicial que nos
proporcione el texto: según Ohmann, “textual personae are actually created by
being assigned illocutionary and locutionary acts” (“Literature”; cf. Lanser 80).
Existen múltiples convenciones que guían la reconstrucción de la persona del
narrador, igual que han guiado su construcción por parte del autor. Pero esas
convenciones pueden ser expuestas a la luz y desautomatizadas. El autor puede
jugar con las convenciones y ofrecernos narradores inesperados, inusuales. O
puede dificultar las estrategias seguidas por el lector para dar coherencia al
narrador. Es lo que sucede en Watt. Según Ohmann, las expresiones del narrador
son paradójicas, su actitud ante la acción es equívoca:
La transición de un nivel narrativo a otro está mediada por un acto narrativo que
delimita la frontera de cada relato. Es bin conocido el efecto sorpresivo que causa
la interferencia entre niveles narrativos, cuando, por ejemplo, personajes de un
relato secundario se mezclan repentinamente con personajes del nivel principal.
Estas interferencias resultan fantásticas o humorísticas: son, en sus casos
extremos, lógicamente transgresivas.
Genette denomina metalepsis (métalepse) a la transición ilegítima de un nivel
narrativo a otro. El uso de este término es confuso, pues éste no es el significado
tradicional que tiene en la retórica, y deriva de una definición poco sistemática de
Fontanier. Para Fontanier, la meta¬lepsis consistiría en “substituer l’expression
indirecte à l’expression directe, c’est-à-dire, . . . faire entendre une chose par une
autre, qui la précède, la suit ou l’accompagne, en est un adjoint, une circonstance
quelconque, ou enfin s’y rattache ou s’y rapporte de manière à la rappeler
aus¬sitôt à l’esprit” (Fontanier 1977: 127-28). Fontanier incluye como una
va¬riante, de manera a nuestro parecer totalemente arbitraria, el tipo de ruptura de
marco narrativo discutido por Genette. Arguye Fontanier que “On peut rap¬porter
à la métalepse le tour par lequel un poëte, un écrivain, est représenté ou se
représente comme pro¬duisant lui-même ce qu’il ne fait, au fond, que ra¬conter ou
décrire” (1977: 128); y añade como otra variante más la del poeta dirigiéndose
directamente al objeto poético para darle órdenes y así describirlo. Se ve que la
definición de este tropo se va alejando absurdamente de sus defi¬niciones
clásicas, centradas en la indirección. Hay un elemento de indirección en todas las
variantes clásicas del término, pero las rupturas de marco no son relacionadas con
la metalepsis por otros teóricos de la retórica. Fontanier parece ser la única fuente
de las supuestas metalepsis “transgresivas” de Genette. Y en los ejemplos
relativos a la acción/verbalización del poeta asimilados por Fontanier a la
metalepsis no es la indirección la causa del efecto sorpresivo o chocante. Este
viene dado por un ejemplo ajeno a la definición que da Fontanier: la transgresión
de las fronteras entre los niveles narrativos u ontológicos. Conviene, pues, evitar
extender el nombre de metalepsis al tipo de figura narrativa que estamos
comentando. Se trata empero de una figura (o grupo de figuras) importante.
Definiremos aquí diversos tipos de rupturas de marco. Este término nos permitirá
además ampliar la definición demasiado limitada de Genette, para incluir rupturas
de marcos no sólo narrativos o enunciativos, sino más generalmente semióticos.
Como señala Genette, la figura es corriente en sus versiones más moderadas;
así algunas ruturas de marco temporales” jouent sur la double temporalité de
l’histoire et de la narration (..) comme si la narration était contemporaine de
l’histoire et devait meubler ses temps morts” (244). Otras veces la ruptura de
marco proporciona la situación central de la acción, como en algunas obras de
Pirandello (Genette 245). Y también existen relatos que hacen de ella un uso
sistemático, tanto narrativo como temático; así Jacques le Fataliste, de Diderot, o
Fragmentos de Apocalipsis, de Torrente Ballester. La ruptura de marco puede ser
también sólo aparente: así , un personaje intradiegético puede aparecer luego
como por casualidad en el relato marco sin que haya consistencia lógica real, sino
sólo más o menos aparente, según el status ficticio que se otorgue al relato
inserto.
Esto nos lleva al problema de los tipos de marco y de fronteras entre ellos.
Genette limita indebidamente la ruptura de marco-”métalepse” a la transgresión de
nivel narrativo. Ya hemos señalado que hay varios posibles tipos de relato
intradiegético. En cada uno de ellos la ruptura de marco narra¬tivo tiene
implicaciones distintas. La diferencia entre relatos intradiegéticos homodiegéticos
y heterodiegéticos establecida por Genette (Figures II 202) no re¬cubre la
diferencia de status ontológico: puede no haber interferencia ni co¬nexión entre la
acción de dos relatos (en el mismo nivel narrativo o en niveles distintos) sin que
por ello uno sea ficticio con respecto al otro. Así pues, hay que cuidar de distinguir
el nivel narrativo (statut narratif en Genette) del status ontológico; como hemos
dicho antes, aquí reservaremos el nombre de status para la diferencia entre
fic¬ción y realidad.
Una variante señalada por Genette es el relato pseudo-diegético (pseudo-
diégétique), en el que se pasa por alto un nivel entero de discursivización: es el
fenómeno que se da en el Teeteto de Platón, cuando el relato del diálogo socrático
deja de ser tal relato, pasando el diálogo a primer plano y desapareciendo el nivel
narrativo que lo introducía (Genette 246).
De hecho, podemos distinguir un tipo de ruptura de marco que no tiene que ver
con la ruptura de niveles narrativos, y sí con la transgresión de la frontera entre
mundos reales y posibles: un ejemplo lo vemos en el cuento de Yourcenar
“Comment Wang-Fô fut sauvé”, en el que un pintor escapa a la muerte huyendo a
través de uno de sus cuadros. El mismo tema aparece ate¬nuado o amagado en
la autobiografía de Nabokov Speak, Memory, donde el autor sólo imagina que
entra en un cuadro. No hay en estos ejemplos ruptura de nivel narrativo, pero sí
una ruptura de marco ontológico/semiótico. Hay una transgre¬sión de un nivel
semiológico, el nivel de los signos pictóricos nombrados, que se identifica
repentinamente al mundo de referencia efectivo del texto que leemos. La
transgresión de un mundo real a un mundo ficticio sería sólo un tipo de
transgresión ontológica. En efecto, no puede haber mundo ficticio, ni siquiera en
un segundo nivel de significación, sin una je¬rarquía ontológica y una base
semiótica que lo sustente. Pero no toda trans¬gresión ontológica su¬pone un paso
de la realidad a la ficción. Una fotografía representa nuestro mundo real, pero no
por ello podemos introducirnos dentro de ella. Y toda fron¬tera significada es una
frontera virtual, cuya entidad puede tanto res¬petarse como anularse poniendo de
manifiesto su cualidad de signo. Con esta ambigüedad juega la épica clásica al
introdu¬cir la écfrasis, o descripción de una representación plástica que es
animada de modo ambiguo o imposible por el movimiento de la narra¬ción (por
ejemplo, el es¬cudo de Aquiles en la Ilíada).
En suma, parece adecuado extender el concepto de ruptura de marco a una
transgresión más general entre niveles reales y niveles significados (sea cual sea
el código significante). Así serían también ejemplos de ruptura de marco el salto a
través de la pantalla cinematográfica en La rosa púrpura del Cairo de Woody Allen
o las manos de Escher que se dibujan recíprocamente. Los diversos tipos de
ruptura de marco podrían clasificarse formalmente, se¬gún la jerarquía, naturaleza
y estructuración de los códigos semiológicos transgredidos, y ontológicamente,
según el status real o ficticio de los mundos así comuni¬cados. Por supuesto, son
muy frecuentes los casos en los que se presentan simultáneamente los dos tipos
de ruptura de nivel: el narrativo y el de ficcionalidad. Es lo que sucede cuando en
el monólogo final de Ulysses Molly Bloom exclama Jamesy en lugar de God .
Jamesy es el autor textual, en el cual se juntan papeles narrativos y creativos.
3.2.1.7. Persona
Le choix du romancier n’est pas entre deux formes grammaticales, mais entre
deux attitudes narratives (dont les formes grammaticales ne sont qu’une
conséquence mécanique): faire raconter l’histoire par l’un de ses “personnages” ou
par un narrateur étranger à cette histoire. (“Discours” 252)
On distinguera donc ici deux types de récits: l’un à narrateur absent de l’histoire
qu’il raconte (...), l’autre à narrateur présent comme personnage dans l’histoire qu’il
raconte (...). Je nomme le premier type, pour des raisons évidentes,
hétérodiégétique, et le second homodiégétique (252).
Stanzel (Theory 90 ss) observa que sólo el grado de presencia física, corporal, del
narrador en el mundo de la acción, determina la persona narrativa. En la ausencia
de acciones o referencias explícitas del narrador en este sentido, su situación
respecto de la acción puede ser averiguada a partir del uso de los deícticos. Pero
no olvidemos que éstos pueden obedecer a centros de orientación puramente
conceptuales con una libertad que a veces se infravalora.
A esta misma distinción de persona parece referirse Booth cuando opone los
“observadores” a los “agentes narradores” (Rhetoric 154-155), aunque deberemos
tener en cuenta su enormemente inclusivo concepto de “narrador”, que incluye a
los personajes focalizadores. Como observa Booth, la intervención en la acción del
agente narrador puede ser más o menos decisiva. Diremos con Genette
(“Discours” 253) que un narrador homodiegético es autodiegético si es el
protagonista de la acción en la cual aparece.
Pour qu’un récit soit homodiégétique, il suffit qu’ ego y figure comme personnage.
Qu’il y figure seul, ce serait la forme absolue de l’autodiégétique. (Nouveau
discours 93)
The opposition between first and third person narration and the underlying
opposition of the identity and non-identity of the realms of existence of the narrator
and the fictional characters is still an area of immediate interest for contemporary
authors.
the autobiographical “I”, the auto- in autobiography, is the exorcising substitute for
the linguistic tautology that “I” is the one who says “I”. It tries to exorcise the
tautology, to divert it, to substantivize and deformalize it. This is a process of “de-
shifterizing” the shifter. How? By filling this “I” who says “I” with an image. (295-
296)
the exclusive affirmation of the “I” favours the interests of an apparently vanished
“he”. The impersonal event becomes a secret parasite on the “I” of the monologue,
fading and depersonalizing it. One need only examine the writings of Samuel
Beckett to discover how the constantly repeated “first person” comes to be the
equivalent of a “non-person”. (288)
No hay que confundir el uso del yo narrado como focalizador con la ausencia
absoluta de distancia entre el yo narrador y el yo narrado. En el primer caso, se
trata de una estrategia retórica atribuible al narrador; en el segundo caso, toda la
retórica es del autor.
Otra forma autodiegética que nos interesa es el diario. La diferencia principal
entre autobiografía y diario a la hora de motivar un relato de ficción es que la
autobiografía suele ir dirigida al público desconocido, mientras que en el diario el
único narratario es el propio narrador. Así pues, tienen en principio menos
justificación las maniobras retóricas, la creación intencionada de suspense, la
exposición ordenada, etc. La ruptura de la motivación puede resultar grotesca: por
ejemplo, Malone recordándose “a sí mismo” su situación presente en su diario,
mezclando así en él una convención que para beneficio del lector utilizan otros
géneros narrativos.
Una forma próxima al diario es la novela epistolar con narrador único, como las
Lettres d’une religieuse portugaise. Ya las diferencias son notables: el narratario
es otro personaje; no estamos ante un monólogo sino ante un diálogo. Si la novela
epistolar comenzó utilizando las cartas de un solo personaje, pronto adquirió una
forma más específica. Se transforma en un dúo (Love Letters Between a
Nobleman and his Sister, de Aphra Behn) o combina las narraciones epistolares
de varios personajes, como sucede en las novelas de Richardson o Les Liaisons
Dangereuses. La novela epistolar es, pues, la forma espontánea de la narración
múltiple. También es ésta una forma que se presta a ser “editada” e introducida
por un personaje más o menos anónimo; también aquí se fosiliza pronto esta
convención, transformándose en la excusa para un juego de voces ya en
Richardson o Laclos.
Caben asimismo muchas otras formas de narración múltiple no epistolar:
podemos tener una combinación del diario de dos personajes, colecciones de
informes, combinaciones de diario, informe, carta, etc. como sucede en The
Woman in White de Wilkie Collins, o de narración “real” y narración ficticia en
segundo grado, como en Malone meurt. Las combinaciones son infinitas, y cada
novela encuentra su propia fórmula.
Melville uses the limitations of the narrator’s metaphysical insights to hint things
that could be meaningless if said directly.
Thus the author of a secondary first-person novel is not forced to deal directly
with transcendent experience but can deal with it through the mask of a compulsive
narrator who has experienced as much as can be talked about, yet who urges
himself, in the aim of relating the hero’s experience, even deeper into regions that
can hardly be guessed at. (Kawin 49, 35)
En Moby Dick hay para Kawin toda una serie de acercamientos progresivos a lo
inefable; esta experiencia es transmitida al lector a través de filtros sucesivos: el
narrador Ishmael, Ahab y la misma ballena. Una estructura parecida descubre
Kawin en Heart of Darkness, donde la experiencia de lo inefable es intuida por el
narrador a través de la narración intradiegética de Marlow, de la aventura de Kurtz
y del viaje al corazón de las tinieblas. Otros ejemplos aportados por Kawin son
Pale Fire o los relatos de Castaneda.
En el corpus beckettiano hay una obra, Watt, que presenta rasgos semejantes
(Kawin 64 ss), si bien algo más complejos. La estructura narrativa duplica el tema
de la obra. El narrador Sam es un intermediario entre Watt y el lector, como Watt
es un intermediario entre la experiencia de lo inefable en la casa de Mr. Knott y la
narración de Sam. El drama más angustioso de El Innombrable es que no hay
intermediarios entre el yo y su propia experiencia.
3.2.1.10. El narrador-autor
3.2.1.11. El autor-narrador
Una vez rechazado el mito del discurso impersonal (3.2.1.2 supra), la semiótica
actual insiste en señalar la presencia necesaria del enunciador en su enunciación
(3.3.1.1 infra). En literatura podemos encontrarnos con el autor de manera
implícita (3.3.1.2 infra) o apareciendo explícitamente, asumiendo el discurso como
obra suya. Esta modalidad narrativa está relacionada con un tipo determinado de
las clásicas “intrusiones del autor”, aquéllas en las que el autor comenta sobre su
actividad creativa. Desde una perspectiva lingüística, estas “intrusiones” son un
desarrollo a nivel discursivo de enunciados performativos “parentéticos” (Lyons
739) del tipo “pienso”, “creo”, etc. Se trata, según Lozano, Peña-Marín y Abril, de
“indicadores metalingüísticos, expresiones de una relación del enunciador con su
enunciado”. En palabras de Greimas, “el enunciado llamado enunciación se
muestra como una posible isotopía del discurso poético” (“Teoría” 28). Greimas
propone clasificar semánticamente esta isotopía en tres tipos de contenidos: los
relativos al ser del autor, los relativos a su hacer y los relativos a la finalidad de su
hacer (28). Aquí nos interesa particularmente la actitud del autor frente a la
naturaleza ficticia de la acción .
El autor puede señalar su ficción como tal ficción, representándose en el texto
como el creador del mundo ficticio; es lo que hace Diderot, por ejemplo, en
Jacques le fataliste et son maître, así también el Fielding de Tom Jones, el
Trollope de Barchester Towers o el Thackeray de Vanity Fair. Si preferimos,
podemos precisar que no se trata del autor como tal, sino de un autor-narrador;
habría que estudiar en cada caso la relevancia de esta distinción. Pero si el autor
habla en tanto que autor no está delegando sus actos de habla a ningún otro
enunciador: mientras esté comentando la ficcionalidad de su creación tiene las
cartas sobre la mesa. O, mejor dicho, debemos suponer que las tiene, aunque
sólo sea provisionalmente, para seguir el hilo de su estrategia narrativa. El autor-
narrador ofrece a veces un aspecto un tanto esquizofrénico: se desdobla en autor
(que comenta la ficcionalidad de la obra) y en narrador (que, sin inmutarse por
ello, continúa inmediatamente narrando la historia a modo de cronista). En tanto
que habla como autor, debemos suponer una interacción comunicativa entre él y
el lector. La frontera entre la novela, el ensayo, la biografía o la historia puede ser
muy tenue, debido precisamente a esta capacidad del autor para desdoblarse en
narrador de ficción de manera casi imperceptible, sin un cambio visible de
identidad. Nada impide al autor aludir al (probable) contexto real en el que su obra
se leerá. Pero esos fragmentos se definen precisamente en relación a los
fragmentos propiamente narrativos, los que nos transmiten el relato. Y en esos
fragmentos el valor de verdad de las frases del narrador no es el mismo. Esas
frases sí deben ser entendidas como “atribuídas”, si no a otro enunciador, sí a otra
posición enunciativa: a la pose narrativa del autor-narrador, a su actuación como
narrador. Al adoptar el papel de narrador, el autor se coloca dentro de la ficción, y
habla en función de ella—se ficcionaliza. Es de gran interés estudiar la transición
de unas actitudes a otras en estos tipos de discurso . El autor no tiene por qué
adoptar una postura coherente: la figura autorial de una novela puede muy bien
ser coherente con su papel de principio a fin, pero la de otra puede tan pronto
jugar con las cartas sobre la mesa como cambiar las reglas del juego a su libre
albedrío. Así, el autor-narrador “Diderot” en Jacques le fataliste, tras reconocerse
como el creador de la ficción, finge ignorancia sobre un punto de la acción en un
momento dado (Jacques le fataliste 264).
La definición del autor-narrador es de gran complejidad teórica. A pesar de su
aparente “naturalidad”, se subsumen en esta modalidad enunciativa otras formas
de narración estructuralmente más simples, como la narración homodiegética y la
narración heterodiegética ficticia; la definición de ésta, a su vez, presupone la
narración heterodiegética real. Es decir, a un determinado nivel, debemos
entender al narrador como si creyese aquello que está contando: el narrador, al
menos en uno de sus roles simultáneos, está realizando actos de habla que se
interpretan comunicativamente. El elemento de comunicación está implícito en la
estructura de la narración ficticia, aunque otras funciones se le hayan superpuesto.
3.2.2. Narración
Narrative structure has room for a large variety of acts of narrating, apart from
reporting, describing or remembering. We find acts of teaching, reprimanding,
exhorting, ridiculing, explaining, projecting, comparing, prophesying or abstracting.
(Ruthrof 122)
Pero pocos de estos actos de habla son tan capaces de sostener la estructura
narrativa de una novela entera como lo es el acto de habla de la narración
propiamente dicha, cuando aparece explícitamente. “Reporting” o “describing” son
susceptibles de interpretarse como macro-actos discursivos, en cuyo caso sería
necesario especificar más su composición. Se puede narrar en circunstancias muy
diversas y de muy diversas maneras. Las principales formas de la narración
auténtica son familiares, y sirven de base a las clasificaciones usuales de voces
narrativas. Así, Tomashevski distingue, aparte del “relato abstracto” (3.2.2.2 infra),
la novela-manuscrito encontrado, la novela-relato del protagonista, la novela-
diario, la novela epistolar… Es importante analizar en qué consiste precisamente
la motivación de estas técnicas narrativas, qué otros fenómenos estructurales
posibilitan.
Hay que considerar las formas motivadas como formas derivadas, mediante
transformaciones más o menos complejas, de las formas elementales de la
narración. Dos tipos de actos de habla son cruciales para llegar a esa definición.
El primero es genética y lógicamente básico: el acto de la narración oral como
representación de una experiencia temporal o una secuencia de acción (3.2.2.3.1
infra). El segundo es la narración no ficticia escrita. La novela es, por supuesto, un
género escrito. Pero proviene en última instancia de formas narrativas orales, y
puede conservar restos de oralidad, o simular la oralidad de formas diversas.
Podemos establecer una distinción básica entre narración épica y narración
novelesca en base a su papel histórico y su forma de presentación. La épica nace
como un género oral, la novela como un género escrito. En su origen, la narración
literaria es un acto oral, y no problemático. El narrador tradicional, el narrador
épico, no ha de adoptar una postura especial ante su narración: esta postura le
viene dada por la tradición y por su papel de sintetizador de los ideales
comunitarias. El autor de la novela, por el contrario, se plantea su posición
enunciativa como un problema a resolver: la actitud narrativa no viene
automáticamente dada, y debe ser motivada—o problematizada, en la escritura de
vanguardia. La manera en que sucede ésto en la novela es mediante la
multivocidad descrita por Bajtín. La novela más que ningún otro género se apropia
de otros géneros discursivos, literarios o no, y los carnivaliza creando nuevas
modalidades de enunciación y estructuras de enunciaciones complejas contenidas
unas por otras. Más generalmente, los formalistas rusos ya señalaban que no
existe un “estilo literario” definido; la literatura engloba y utiliza todos los estilos no
literarios para sus fines. Cada tipo de lenguaje literario tendrá un lenguaje utilitario
correspondiente (cf. Erlich 235); y así habrá modos narrativos literarios que
mimetizan y transforman otros modos no literarios.
Por supuesto, algunos géneros discursivos son más productivos que otros para
la novela, en razón directamente proporcional a su parentesco con la narración
escrita auténtica (no motivada). Abundan las novelas-autobiografía. En cambio
será rara, y evidencia de una tradición elaborada, una novela que imita la edición
anotada de un poema (como Pale Fire, de Nabokov). También hay que tener en
cuenta la variabilidad histórica de los artificios de motivación. Las novelas
epistolares son abundantes en una determinada época, alrededor de la segunda
mitad del siglo XVIII. Poco antes habían predominado las memorias ficticias, y en
el siglo XIX será la narración autorial el modo favorito (Watson 15). A continuación
examinamos a grandes rasgos los principales patrones discursivos utilizados para
motivar la narración novelesca (cf. Chatman 168 ss).
• Orales:
—La narración oral (skaz para los formalistas rusos). La narración literaria
escrita imita a menudo formas orales en mayor o menor grado. “Parfois la
nouvelle côtoie la parole, d’où l’introduction d’un certain narrateur dont la présence
est motivée par l’auteur ou laisée sans explication” (Eïjenbaum, “Prose” l99). El
impacto de un lenguaje fuertemente oral, de los rasgos coloquiales, incoherencias,
exclamaciones, etc. produce un efecto completamente distinto en boca del
narrador y en el discurso directo de un personaje: el segundo caso no es
especialmente notable, mientras que el primero fue durante mucho tiempo un
rasgo de narración vanguardista (cf. Volek 115).
—El diálogo, normalmente introducido por un narrador extradiegético (The
Awkward Age, de James; Casandra, de Galdós). Esta subordinación del diálogo a
la voz del narrador es manifestación de un fenómeno más general que señala
Kristeva:
very often, novelists do not explicitly identify who the fictional speaker is or what
real-world speech act is being imitated (...). We are intended to treat these novels
as (imitation) written narrative display texts and to decode them according to the
generic norms alone. (Pratt 207)
Ejemplos (hay muchos) podrían ser The Ambassadors de James o The Old Man
and the Sea de Hemingway. En estos casos no se busca una motivación oral o de
otro tipo para la narración. Podríamos decir que la motivación de estas novelas no
viene de su propia acción, sino del hecho mismo de que son literatura. Sólo
recurren a la motivación compositiva de Tomashevski (Teoría 199-200). El acto de
habla que se imita no es el de los personajes sino el del narrador. Pero tampoco
se trata de una forma primitiva. En las formas más simples, se imitan los
protocolos de una narración auténtica; inmediatamente de ahí deriva el caso en el
que se imita una narración autorial literaria (así sucede en una novela-pastiche
postmoderna como The Sot-Weed Factor de Barth). Debemos tener en cuenta que
estos casos están sucesivamente marcados unos respecto de otros, y que
suponen una complicación del proceso de interpretación.
Los polos de la narración no motivada se sitúan en la narración autorial por una
parte y lo que los formalistas llamaban “relato abstracto” o “narración impersonal”
por otro. El narrador impersonal no es neutral. Aun prescindiendo de la retórica de
personajes y situaciones propia de la acción y del uso del ritmo y el punto de vista
en el nivel del relato (que deben atribuírsele mientras no se nos indique lo
contrario), en el propio nivel de la narración puede disponer de recursos
valorativos e ideológicos que operan silenciosa pero efectivamente. Chatman
observa cómo “a covert narrator can always establish something as given without
actually asserting it”, mediante el uso de la presuposición y la topicalización de la
frase. No olvidemos, sin embargo, que esta topicalización se puede atribuir a
veces a la influencia de un personaje focalizador, en cuyo caso deberemos ver un
artificio de motivación realista.
Las convenciones genéricas son de una importancia capital para determinar las
expectativas del lector, la verosimilitud, etc. Por ejemplo, para el análisis de la
trilogía novelesca de Beckett Molloy, Malone meurt, L’Innommable, es utilizable la
distinción entre novela y anatomía establecida por Frye Según Frye habría cuatro
grandes géneros literarios basados en la narracion escrita (opuestos a la narración
oral de la épica). Serían la confesión (nuestro ejemplo era Rousseau), la novela, el
romance (o novela romántica; así Los trabajos de Persiles y Sigismunda), y la
anatomía o sátira menipea (la tradición de Luciano, Rabelais y Swift). La novela
busca una verosimilitud, una motivación. La sátira menipea descuida la
motivación, o juega con ella, de la misma manera que juega con la acción. La
lógica de la narración sufre grandes distorsiones en la sátira menipea: Frye señala
el frecuente error de analizar estas distorsiones como defectos, resultado de la
atención predominante que se suele dedicar a la novela. La sátira menipea es una
narración “de ideas”, que puede llegar a ofrecer el aspecto de una enfermedad del
intelecto: “At its most concentrated the Menippean satire presents us with a vision
of the world in terms of a single intellectual pattern” (Frye 310). Sus formas usuales
son el diálogo o el coloquio; sus temas normales son filosóficos o políticos,
combinando en una mezcla grotesca el la especulación y el delirio intelectual con
irreverencias y obscenidades. Las múltiples narraciones sobre utopías también
están en la tradición genérica de la sátira menipea. A veces presenta la menipea
una tendencia enciclopédica: la erudición, y no la narración, puede ser su principio
de organización, como en el caso de la Anatomy of Melancholy de Burton (Frye
311), un tratado infectado por elementos de sátira menipea. Las formas
intermedias entre sátira menipea y novela nos dan novelas enormes, digresivas y
paradójicas como Tristram Shandy (Frye 311). La obra de Beckett tiene mucho de
anatomía, pero de una anatomía solipsista, vuelta sobre sí misma, sólo ocupada
de sus condiciones de existencia. Molloy es lo más semejante a una novela dentro
de la trilogía, pero ya allí el realismo mimético se resquebraja. A la vez, la trilogía
adopta la motivación externa de la confesión: muchos pasajes de L’Innommable
se leen como las memorias de un Rousseau esquizofrénico, y poco en común
tiene esta obra con escritos centrales de la tradición novelesca, como las obras de
Dickens o Jane Austen, cuyas convenciones aparecen sólo como restos
lamentables de una “normalidad” parodiada. Las narraciones de Beckett sólo se
definen como novelas para destruir mejor la novela. El concepto de “trilogía
novelesca” debe ser, pues, matizado. De hecho lo hace la misma trilogía,
partiendo de la novela para ir a dar al extraño engendro (innombrable) que es
L’Innommable .
Speech act theory helps us understand that fundamental narrative units—the story
statements—cannot be equated with sentences, either their surface or underlying
deep structures. (Story and Discourse 163)
Let me rave and ramble on for a teeny while more, my dearest, since I know this
letter has been by now torn by you, and its pieces (illegible) in the vortex of the
toilet. My dearest, mon très, très cher (...). (Lolita 68)
Estos fenómenos son juegos reflexivos con la convención que ordena las diversas
voces de la narracion, desvelando la convención por el sistema de reducirla al
absurdo.
El discurso directo, lo hemos visto, es un modo dramático, dinámico. Ello hace
que su uso haya ido creciendo proporcionalmente en la narración literaria
(Bonheim 8): de ser un cuerpo extraño en medio de la narración ha pasado a ser
un elemento que compite con ella como modo narrativo. “Direct speech”, observa
Bonheim, “is now one of the most popular of the narrative modes, but it has not
always been thought to be an essential ingredient of fiction at all, and some 19th-
century narratives do almost wholly without it” (21). Hoy un libro como Mémoires
d’Hadrien de Yourcenar se convierte en toda una excepción al no usar en absoluto
el discurso directo (Watson 41). No es infrecuente que en la novela del siglo XX se
sucedan escenas con un predominio de rápidos diálogos en discurso directo sobre
cualquier otro movimiento (cf. Stanzel 65). La trilogía de Beckett Molloy, Malone
meurt y L’Innommable es notable por el poco uso que hace del diálogo, pero poco
antes Beckett escribe Mercier et Camier, novela con una altísima proporción de
diálogo. El narrador se inhibe de tal manera que hay que deducir la acción a partir
de las conversaciones de los protagonistas, hechas de intervenciones muy breves,
frecuentemente alusivas y enigmáticas. Una novela, pues, que es un caso límite y
una parodia de la pasión contemporánea por el diálogo narrativo.
Según los datos estadísticos de Bonheim, este uso de nuestra época contrasta
con la narración clásica, en la que el discurso directo, si bien no es raro, tiende a
concentrarse en largos parlamentos en boca de un personaje insertos en un
contexto predominantemente narrativo: una herencia de la tradición retórica, que
es un antepasado de la novela con frecuencia pasado por alto. Bonheim observa
que es especialmente vistoso el aumento de frecuencia de los principios y finales
de narraciones con discurso directo. En los principios, éste suele ser una especie
de fachada atractiva para abrir el relato, y da paso inmediatamente a tipos de
exposición más tradicional, como la narración de acontecimientos con abundantes
dosis de descripción integrada. Como conclusión (y sin olvidar usos más
convencionales de tono moralizante o sentencioso) puede ser una de las formas
más espectaculares de presentar un final abierto que escapa al control del
narrador (el caso límite sería Changing Places de David Lodge).
Bien qu’un peu plus mimétique que le discours raconté et en principe capable
d’exhaustivité, cette forme ne donne jamais au lecteur aucune garantie, et surtout
aucun sentiment de fidélité littérale aux paroles “réellement” prononcées: la
présence du narrateur y est encore trop sensible dans la syntaxe même de la
phrase pour que le discours s’impose avec l’autonomie documentaire d’une
citation. Il est pour ainsi dire admis d’avance que le narrateur ne se contente pas
de transposer les paroles en propositions subordonnées, mais qu’il les condense,
les intègre à son propre discours, et donc lesinterprète en son propre style.
(“Discours” 192; cf. Bonheim 21)
En efecto, el elemento interpretativo es mayor en el discurso indirecto que en el
directo, y se vuelve cada vez más dominante a medida que avanzamos hacia el
discurso narrado. Aún más que en el discurso directo, queda en evidencia que no
existe una transformación indirecta pragmáticamente neutra: la modalidad
originaria de las palabras citadas en discurso indirecto siempre se ve afectada
(van Overbeke 473).
Stanzel observa que el discurso indirecto es comparativamente raro en la
narración literaria; ello parecería contradecir la aparente fluidez de su inserción en
la narración de acontecimientos (Theory 68). Pero no es sorprendente: el discurso
indirecto no es tan económico gramaticalmente como el discurso narrado o el
discurso directo, ni tan dramático como el discurso indirecto libre. De hecho su
inserción es sintácticamente más engorrosa que la del indirecto libre, pues la
forma más usual del discurso directo requiere su introducción mediante un verbo
de habla y en una oración subordinada, dos requisitos que en principio no se dan
en el indirecto libre.
dès que, dans le texte du narrateur, nous rencontrons une indication de l’opinion
d’un acteur, il s’agit, aux yeux de DoleΩel et de Schmid, d’un état intermédiaire
entre les deux textes. Schmid appelle ce phénomène Textinterferenz, interférence
de textes. En fait, il n’est pas nécessairement question, dans un tel cas, d’un
changement de parole, donc de texte. (...) Ce qui change, cela peut aussi bien être
la vision. Le narrateur ne fait alors que raconter l’opinion de l’acteur, et s’il y a
interférence, celle-ci n’est pas interférence de textes. (Narratologie 11; cf.
“Laughing Mice” 207 ss).
la différence essentielle est l’absence de verbe déclaratif, qui peut entraîner (sauf
indications données par le contexte) une double confusion. Tout d’abord entre
discours prononcé et discours intérieur (...). Ensuite et surtout, entre le discours
(prononcé ou intérieur) du personnage et celui du narrateur. (“Discours” 192)
On a (...) beaucoup insisté (les vosslériens [...], Hernadi, Pascal) sur la valeur
d’empathie, entre narrateur et personnage, de la fameuse ambiguïté; à cela, Bally
et Bronzwaer opposent justement la présence presque systématique d’indices
désambiguïsants (Nouveau discours 37).
El uso del indirecto libre no implica, ni mucho menos, que haya una comunidad
de sentimientos o de opiniones entre narrador y personaje, como se afirma a
veces. De hecho, es muy frecuente la asociación de esta variedad discursiva a la
ironía narrativa sobre el personaje. Podemos afirmar con Berendsen que no existe
conexión necesaria entre la simpatía del narrador y el uso del indirecto libre. Este
es sencillamente “a cue that an embedded point of view is presented, and whether
the primary narrator-focalizor agrees or disagrees with [the character] is completely
irrelevant” (“Teller” 143 ss). Lo que sí suele haber, por contraste con el discurso
del narrador, es un fuerte elemento emocional en el lenguaje, que dependiendo
del contenido puede trabajar a favor o en contra del personaje. Según Cohn, esto
es aplicable tanto al discurso indirecto libre como al pensamiento indirecto libre
que trataremos más adelante:
Precisely because they cast the language of a subjective mind into the grammar of
objective narration, they amplify emotional notes, but they also throw into ironic
relief all false notes struck by a figural mind. (Transparent Minds 117).
Fenómenos de este tipo se dan también en la lengua hablada: el indirecto libre
no es un fenómeno esencialmente literario, como se sostiene a veces (por ejemplo
Genette, Nouveau discours 36). Como técnica literaria, el discurso indirecto libre
está ligado a la novela del siglo XIX, siendo Jane Austen la primera que lo utiliza
abundante y magistralmente: es un fenómeno estilístico que, como ciertos tipos de
perspectivización en el nivel del relato, va unido históricamente a las formas
ideológicas propias de la modernidad: presupone una organización narrativa en
torno a la subjetividad, la individualidad del personaje, y su contraste con una voz
narrativa autorizada. Ello no quiere decir que el discurso indirecto libre no
apareciera con anterioridad al momento de su triunfo histórico, pero era utilizado
raras veces y de manera no sistemática.
Ahora bien, algunos tipos de desviación a partir del discurso indirecto “estándar”
son más comunes que otros, y muchos sin duda sí son puramente literarios. Aún
más: propios de la literatura escrita, pues a veces su procesamiento requiere una
concentración y una finura a la que no se presta la comunicación oral. Bronzwaer
ofrece un curioso ejemplo: en la versión de Great Expectations preparada para sus
lecturas públicas, Dickens simplificó notablemente el complejo juego de uso de los
deícticos en torno a dos puntos focales (el yo narrador y el yo narrado),
restringendo el punto de orientación al más evidente, el del narrador: “In the novel,
we are invited to identify with Pip; in the reading version, with Mr. Pirrip” (“Implied
Author” 16).
No es sorprendente que las formas puramente literarias de indirecto libre hayan
contribuido a crear identificadores del discurso indirecto libre que sólo tienen
aplicación en la lengua escrita. Algunos rasgos distintivos del indirecto libre son,
pues, puramente grafológicos: se refieren a convenciones tipográficas. El uso de
comillas, hoy restringido al discurso directo, solía extenderse en siglos pasados al
discurso indirecto o al indirecto libre (Bonheim 61). De modo comparable, un
escritor experimental de hoy (como Beckett en la trilogía, o Anthony Burgess en A
Dead Man in Deptford)puede renunciar al uso de las convenciones tipográficas
que identifican al discurso directo, produciendo así un cruce peculiar entre el
discurso directo y el discurso indirecto libre.
in all those things, those finer details of feeling which separate us from the people
of the time of Elizabeth, nay, from the people of the time of Fielding, who have
been those that have discovered, made familiar, placed within the reach of the
immense majority, subtleties of feeling barely known to the minority some hundred
years before? The novelists, I think (...) the modern human being has been largely
fashioned, in all his more delicate peculiarities, by those who have written about
him; and most of all, therefore, by the novelist.
A pesar del lenguaje un tanto idealista (el sentimiento, el énfasis primordial sobre
la representación literaria) no es difícil reconocer aquí algunos elementos
relevantes para una teoría de la narración como self-fashioning o construcción
semiótico-cultural de los sujetos.
Sin embargo, las formas estrictamente lingüísticas a que dan lugar la
peculiaridad fenomenológica de la novela y su exploración de la subjetividad no
son radicalmente novedosas. El pensamiento funciona de modo similar al lenguaje
a la hora de su clasificación narrativa. Nociones como discurso directo, discurso
indirecto y discurso narrado se podrían aplicar tanto a la narración de palabras
como a la de pensamientos. Hansen (cit. por Bonheim, 4) distingue el
pensamiento indirecto (Gedankensreferat) del discurso indirecto (Redereferat).
Genette observa que el “análisis” de pensamientos de la novela psicológica
tradicional equivale a una extensión del pensamiento narrado (narrativisé). El
monólogo interior del siglo XX, por el contrario, es una forma emparentada con el
discurso directo. De modo similar, Bonheim (50) propone clasificar el discurso de
los personajes en base a dos criterios: tendremos por un lado el eje discurso
directo / discurso indirecto; por otro, el eje discurso interior (pensamiento) /
discurso exterior. Los cuatro tipos principales que surgen de esta clasificación son
el discurso directo, el pensamiento directo, el discurso indirecto y el pensamiento
sustitutivo (substitutionary thought). Lanser (212) presenta un equivalente más
desarrollado de estos ejes. La “profundidad de visión” se daría en multitud de
grados diversos desde del inconsciente a la verbalización, pasando por distintos
grados de pensamiento preverbal y de endofasia. Cada una de estas fases podría
presentarse de una manera más directa o más narrativizada, según las diversas
gradaciones que van de lo narrado a lo directamente presentado.
Dorrit Cohn propone que se distingan en el pensamiento tres fases de
integración al texto del narrador (que corresponden aproximadamente a los tipos
de discurso de Genette). En la narración heterodiegética (third-person narrative)
las denomina quoted monologue (≈ discurso directo), narrated monologue (≈
discurso indirecto libre) y psycho-narration ( ≈ discurso narrado o discurso
indirecto). La narración homodiegética (first-person narrative) presenta
equivalentes formales: “psycho-narration becomes self-narration (...) and
monologues can now be either self-quoted or self-narrated” (14). Tras esta
simetría formal hay que ver, sin embargo, una gran diferencia de sentido entre las
formas homodiegéticas, “naturales”, y las heterodiegéticas, que, como observa
Hamburger, son propiamente literarias. Las primeras tienen un valor rememorativo
que no se da en las segundas, al no haber identidad entre el personaje y el
pasado del narrador. Aun teniendo en cuenta esta diferencia, que por otra parte no
se limita al ámbito de la narración de pensamientos, es útil hablar de la narración
de pensamientos de modo paralelo a la narración de palabras, distinguiendo dos
polos: el pensamiento directo y el pensamiento narrado, entre los cuales se sitúan
las variadas formas de pensamiento indirecto y pensamiento indirecto libre.
Bonheim señala que las convenciones en la narración de pensamientos
devienen cada vez más complejas en la literatura contemporánea a medida que se
interioriza el fenómeno narrado. Los escritores han de romper las convenciones
gramaticales existentes, y aun las mismas convenciones literarias que otros
autores han propuesto anteriormente. Hay un límite a la ruptura de convenciones,
la inteligibilidad. Así, cualquier innovación en la técnica narrativa es un
compromiso entre la voluntad innovadora y la gramaticalidad (tanto lingüística
como literaria; cf. Bonheim 69). Pero la inteligibilidad y la “gramaticalidad” literaria
son límites móviles, pues la técnica que se consideraba ilegible o vanguardista en
su momento es a veces asimilada por una diversidad de autores y se vuelve un
tanto menos desconcertante. Acto seguido presentamos a grandes rasgos algunos
de los principales tipos de narración de pensamientos usados en la narración
moderna.
contrary to a widely held belief, the novelist who wishes to portray the least
conscious strata of psychic life is forced to do so by way of the most indirect and
the most traditional of the available modes. (Cohn, Transparent Minds 56)
Vemos que ya se resalta el parentesco con el estilo directo. En esta definición hay
algunas paradojas (por ejemplo, el concepto de “expresión” o la ecuación
monólogo interior = pensamiento íntimo = preconsciente) que serán evitadas por
definiciones posteriores, como la de Robert Humphrey:
Interior monologue is (...) the technique used in fiction for representing the psyche
content and processes of character, partly or entirely unuttered, just as these
processes exist at various levels of conscious control before they are formulated
for deliberate speech. (Humphrey 24)
El fenómeno que nos interesa aislar aquí es en particular lo que Humphrey
denomina monólogo interior directo: “direct interior monologue is that type of
interior monologue which is represented with negligible author interference and
with no auditor assumed” (Humphrey 25). La única mente que conocemos es la
del personaje: su monólogo no va inserto en una narración marco en boca de otro
narrador. La narración consiste así únicamente en los pensamientos del
personaje, que se convierte así en una especie de narrador involuntario. El
monólogo interior directo presenta una interesante excepción a la motivación
comunicativa del texto narrativo (cf. Humphrey 3). Como en muchos otros casos,
el texto del autor difiere ampliamente de la narración del narrador. Pero ¿tenemos
derecho en este caso a hablar de narrador? No, en el sentido habitual y coloquial
del término; sí, en el sentido específico que aquí damos a ese término.
Obviamente, el problema del monólogo interior es distinto en este punto del
que nos planteaba la narración impersonal (3.2.1.2 supra). En aquel caso, el texto
se identificaba sin lugar a dudas con un texto narrativo; el monólogo interior no es
una actividad narrativa para sus sujeto: las palabras ficticias no proceden de un
speaker (cf. J.-K. Adams, 3.1.4.2 supra); el contexto comunicativo y el oyente no
están “implícitos” o “ausentes”, sino descartados de entrada. El lenguaje no
aparece en el monólogo interior como aquello que nos permite comunicarnos, sino
como aquello que somos. No hay enunciador, no hay enunciación, no hay
receptor. El “narrador” no habla ni escribe, ni “narra” en un sentido abstracto, ni
realiza tipo alguno de acto de habla: piensa y percibe. Conocemos su pasado a
través de sus pensamientos, pero no porque nos lo narre: más bien exclama sobre
él o lo comenta (mentalmente). Conocemos sus acciones presentes por
deducción, pero si se las narra a sí mismo de una manera que no se corresponde
con una representacion creíble del pensamiento real, sino que está encaminada a
facilitar la comprensión del lector, la motivación fracasa: es lo que sucede en Les
lauriers sont coupés de Dujardin, la obra inaugural de esta técnica.
El monólogo interior se distingue de la narración tradicional por representar un
fenómeno no comunicativo; por ello, se hacen especialmente evidentes “las
limitaciones de una palabra estructurada en y por la comunicación” (Kristeva,
Texto 144). Adaptaremos nuestros términos a la descripción de esta situación
postulando que la narración (entendida como la actividad del sujeto de un texto de
ficción que permite la reconfiguración narrativa realizada por el lector) no es
forzosamente un fenómeno comunicativo, aunque siempre es instrumentalizada
ulteriormente con fines comunicativos (literarios) a un nivel estructuralmente
superior. También podremos llamar narración al discurso producido por esta
actividad, entendiendo que en este caso extirpamos de los términos “narrador” y
“narración” todo matiz de deliberación y toda intención comunicativa. En cuanto al
narratario, consideraremos que no existe en el caso del monólogo interior puro.
Puede haber narratarios virtuales, interlocutores imaginarios (cf. Cohn,
Transparent Minds 229 ss), pero no son necesarios. Salvo en la medida, por
supuesto, en que se considere inscrito al “Otro” en la naturaleza misma del
lenguaje monológico:
Collapsing the normal dichotomy of speech, in which “you” always refers to the
person spoken to, “I” to the person speaking, monologic language makes these
two persons coincide, each pronoun containing the other within itself. (Cohn 90).
The phenomenon that interior monologue imitates is, contrary to its reputation,
neither the Freudian unconscious, nor even the Jamesian stream of
consciousness, but quite simply the mental activity psychologists call interior
language, inner speech, or, more learnedly, endophasy. (Transparent Minds 77)
Pero no siempre tiene que ser así. Por su naturaleza ficticia, puede el monólogo
interior imponer un patrón verbal a fenómenos no verbales, propios incluso del
más profundo subconsciente. Puede, por ejemplo, revelar la multiplicidad de
impulsos que subyacen a la aparente unidad del yo, disgregando al narrador en un
haz de voces que se alternan, se superponen, se contradicen. O, más
moderadamente, puede reproducir las distintas líneas de pensamiento presentes a
la consciencia simultáneamente, pasando la atención de una a otra (cf. Cohn 92).
Cohn observa que pueden darse diversos tipos de monólogo interior, según se
nos transmita un pensamiento más o menos verbal, o bien más o menos
consistente en percepciones o imágenes. Por eso, arguye Cohn, no se pueden
identificar sin más las variedades de focalización interna con categorías
lingüísticas:
One of the drawbacks of this approach is that it tends to leave out of account the
entire nonverbal realm of consciousness, as well as the entire problematic
relationship between thought and speech.
3.2.2.3.2.3. El soliloquio
By leaving the relationship between words and thoughts latent, the narrated
monologue casts a peculiarly penumbral light on the figural consciousness,
suspending it on the threshold of verbalization in a manner that cannot be achieved
by direct quotation. (Cohn, Transparent Minds 103)
3.2.2.3.4. Descripción
Como vemos, resulta de esta definición que los fenómenos descriptivos tienen una
importante dimensión a tratar en términos de aspecto narrativo (ver 2.3 supra). Lo
descrito puede ser en grado variable una cualidad permanente, un proceso o un
acto puntual. Por otra parte, puede haber frases descriptivas y narrativas
claramente identificables, pero también casos muy borrosos o fronterizos:
There is often little difference between report and description: the depiction of a
person at rest is (...) description, the depiction continued when that person begins
to move is report. The element of volition is also important (Bonheim 22)
Si quiere Homero presentarnos cómo iba vestido Agamenón, hace que se vista a
nuestros ojos pieza por pieza todo su atavío (...). Es indudable que vemos el
atavío completo mientras el poeta pinta la acción de vestirse; otro, en su lugar,
hubiera descrito los vestidos hasta la más pequeña franja, y nada hubiéramos
podido ver de la acción. (154)
3.2.2.3.5. Comentario
sólo la frase mimética del narrador es objeto de esta aceptación inmediata. No así
sus otras afirmaciones, las no narrativo-descriptivas (generalizaciones, sentencias,
creencias, normas morales: juicios teóricos, universales y particulares no
miméticos)., de las cuales se toma nota (...) con reserva. Estas afirmaciones se
deponen en otro plano lógico de validez; son opiniones, ideas propias del
narrador; están desde el comienzo relativizadas a su persona; y no es imagen de
mundo lo que fluye de esas frases, sino imagen del narrador, pues estos juicios
generales se presentan y quedan como tales, como juicios, pensamiento,
interioridad, y como lenguaje, acto, expresión.
Reader, I think proper, before we proceed any farther together, to acquaint thee
that I intend to digress through this whole story as often as I see occasion; of which
I am myself a better judge than any pitiful critic whatever. (Tom Jones, I. 3)
Como señala Booth, este tipo de comentario ironiza con frecuencia sobre las
convenciones de la narración y sobre sí mismo (Rhetoric 207 ss). Sus formas
varían según la motivación de la narración. Algunos narradores no pueden
dirigirse a su narratario para comentar sobre su narración, pero se hablan a sí
mismos (Malone). Otros en cambio, como Fielding o Diderot, gustan de hacer
alardes de sus aptitudes y poder de narradores. Los narradores-escritores de las
memorias o la novela epistolar suelen comentar el proceso físico de la escritura.
No sólo en su relación con el estilo, el contenido narrado, etc., sino llegando a
describir el ruido de la pluma, la calidad del papel (cf. Cohn, Transparent Minds
209 ss). Malone nos proporcionará abundantes ejemplos. Bonheim (13) propone
llamar metanarración (metanarrative) a este tipo de comentario, y lo considera un
modo narrativo aparte. Para Kristeva (Texto 150) deberían considerarse
elementos metanarrativos enunciados por el autor elementos tales como los
epígrafes, títulos de capítulos, etc. Pero estos elementos no suelen pertenecer al
nivel de la narración, sino al de la obra literaria. Normalmente no son
responsabilidad del narrador, sino del autor textual (cf. 3.3.1.3 infra). En cualquier
caso, el comentario siempre es en cierto modo una crítica del texto sobre sí
mismo, un elemento potencialmente metatextual, y una clasificación de los tipos
de comentario podría ayudarse de una clasificación de los tipos de lectura crítica.
Ya hemos mencionado (2.1 supra) la noción de los tiempos del discurso. Cada
una de las enunciaciones reales o ficticias que necesitamos postular para el
análisis del discurso está ligada a un espacio y un tiempo concretos (cf. Bühler
169). La mayoría de estos loci espacio-temporales no son sino centros de
orientación tan ficticios como los enunciadores mismos: constituyen así focos
temporales virtuales, instalables en cualquier punto del continuo temporal (cf.
Lozano, Peña-Marín y Abril 127). Para Bühler son transposiciones del yo-aquí-
ahora originario de la enunciación: “en todas las narraciones épicas e históricas
desempeñan un importante papel las trasposiciones bien ordenadas”. Este hecho
es un desarrollo a nivel discursivo y literario de fenómenos ya presentes en el
discurso corriente, y que incluso dejan su huella en el sistema lingüístico.
Por supuesto, en toda enunciación hay un elemento de base que es el aquí y
ahora del enunciador, que sirve de base para proyectar otros puntos focales.
Ricœur extrae la importante conclusión de que de esta manera el tiempo ficticio
nunca está completamente aislado del tiempo vivido e histórico (Time and
Narrative 2, 75). Con frecuencia, una narración consiste en un paseo por la
temporalidad de la acción, paseo en el cual la temporalidad del discurso es a la
vez el punto de salida y el de llegada—pero también es el vehículo. Este es el
caso más sencillo, frecuente en la narración natural (cf. Labov, Language 369). La
base enunciativa manifiesta es la enunciación real. Pero las relaciones temporales
con este punto de origen no tienen por qué estar gramaticalmente explicitadas en
el discurso: el discurso de ficción suele proponer una temporalidad inmanente a él
como nivel de base. La estructura de la narración ficticia permite al autor ser tan
indirecto como lo desee en este sentido. Naturalmente, nunca escapará a una
fijación temporal no mencionada en el texto: la que se desprende del conjunto del
texto como indicio, en tanto que forma histórica concreta situada dentro de una
tradición literaria. Tampoco el lector escapará a su propia localizacion histórica,
que determina su perspectiva en relación al texto. Todos estos factores son
relevantes para el estudio del tiempo del discurso.
Para Genette (“Discours” 228), la expresión del tiempo de la narración es
obligatoria. El espacio en el que se realiza el acto narrativo es menos
trascendente: el tiempo, en cambio, iría necesariamente indicado en la forma
misma del lenguaje. Pero cada punto temporal tiene su espacio correspondiente,
y vice-versa. El espacio mismo de la hoja de papel en la que está impreso el texto
narrativo puede constituirse en campo mostrativo y dar lugar a su propia
temporalidad, por referencia al tiempo que se tarda en recorrerlo con la vista: así
encontramos los deícticos “ahora”, “antes”, “dentro de poco”, referidos al tiempo de
lectura (cf. Bühler 383).
Las relaciones ontológicas del tiempo de la narración con el tiempo de la acción
son evidentemente las mismas que existen entre el narrador y la acción o los
personajes (cf. 3.1.4 supra). En lo que se refiere a las relaciones puramente
temporales, será útil distinguir en el tiempo de la narración las categorías de orden
y duración.
3.2.2.4.1. Orden
Die Fiktionalisierung, das als Jetz und Hier der fiktiven Personen dargestellte
Geschehen vernichtet die temporale Bedeutung des Tempus, in dem eine
erzählende Dichtung erzählt ist: die präteritive des grammatischen Imperfekts, aber
ebenso auch die präsentische des historischen Präsens (84).
También en este caso son perfectamente posibles las relaciones que hemos
señalado:
• Anterioridad de la narración a la escritura: Las novelas históricas en primera
persona, como I, Claudius o Sinuhé el egipcio.
• Posterioridad: Looking Backward, de Bellamy, o casi cualquier otra novela de
ciencia-ficción anticipatoria. No hay que confundir este caso con la narración
ulterior.
• Simultaneidad: en los casos en que narrador y autor tienden a coincidir, como en
la escritura histórica. Se emparentan con ella a este respecto las novelas con
“autor-narrador”.
• Intercalación: Imaginemos un diario escrito perezosamente al día siguiente
después de los hechos, pero ignorando ese desfase en la narración. No es una
posibilidad tan rebuscada como parece: es el caso de muchos, por ejemplo del
London Journal (1762-63) de James Boswell.
• Indeterminación: Incontables novelas, por ejemplo The Old Man and the Sea.
• Neutralidad: Hay muchos casos en que se puede anular la relevancia de estas
relaciones; pensemos por ejemplo en las series de aventuras de héroes del comic,
publicadas a lo largo de muchos años, pero que supuestamente transcurren son
narradas de forma continuada a lo largo de pocos meses o años de la vida de un
personaje: el héroe no envejece, creando así muchas paradojas narrativas. Es
parte del arte del comic el utilizar de modo creativo estas condiciones peculiares
que impone la continuidad de la serie.
3.2.2.4.2. Duración
dans presque tous les romans du monde, excepté Tristram Shandy, est censée
n’avoir aucune durée. (...) Contrairement à la narration simultanée ou intercalée,
qui vit de sa durée et des relations entre cette durée et celle de l’histoire, la
narration ultérieure vit de ce paradoxe, qu’elle possède à la fois une situation
temporelle (par rapport à l’histoire passée) et une essence intemporelle, puisque
sans durée propre. (“Discours” 234).
La trilogía de Beckett es otra excepción en este sentido, siendo el caso más claro
de narración durativa el de Malone meurt. Las tres novelas utilizan la duración de
la narración paradójicamente, a la vez contraponiéndola e identificándola a la de la
acción. El drama ha jugado siempre con el desfase entre el tiempo representado y
el de la representación, pero en el caso de la enunciación narrativa suele evitarse
aludir a la duración del proceso narrativo. Quizá por una razón simple: el
mencionarlo lo alarga; el signo temporal que se nombra a sí mismo despilfarra
ostentosamente el tiempo del lector.
Toda narración vive en cierto modo de su propio final, y las más conscientes
pueden elaborar en torno a su conclusión toda una parafernalia de símbolos y
ceremonias del final: conclusiones parciales, emblemas de clausura, alegorías del
propio deseo de finalidad y conclusión del lector. El ejemplo analizado por Brooks
es la piel de zapa de la novela de Balzac, que va encogiendo a medida que
consumen la vida y el deseo del protagonista, así como la narración que los
contiene. Un argumento es para Brooks un mecanismo de saturación gradual del
deseo, una máquina de posponer el final; en este sentido la narración es
profundamente ambivalente. Postpone lo que desea, pues el haber narrado es una
finalidad inherente en todo narrar. Pero es una postposición que tiene y crea
sentido. Según Freud, cada vida busca el final que le es más propio. Así, cada
narración necesita encontrar su propia modalidad de clausura narrativa. Las
modalidades estructurales son muy diversas: desde obras con múltiples clausuras
menores, nuevas aperturas de secuencias y un ritmo global de continuidad (así
Orlando Furioso o Tristram Shandy) hasta obras obsesionadas con un desenlace
total, que viven sólo de cara a su final (como Hamlet o Macbeth). Un personaje de
la novela de David Lodge Small World habla a este respecto de narrativas con
patrones orgásmicos femenino y masculino, respectivamente—y la analogía entre
deseo narrativo y deseo sexual, si bien humorística en este caso, no es de
despreciar.
La clausura apropiada se encuentra al nivel de la acción, mediante la
representación de logros y conclusiones que expresan los valores propuestos por
el narrador, o se rechazan implícitamente (mediante el contraste intertextual) las
modalidades de representación de acciones predominantes en otros géneros u
obras. Se encuentra también la clausura apropiada a nivel de relato. Es el relato
una reconfiguración de la acción que mediante el uso de las alteraciones
temporales, el punto de vista, y las demás categorías que le son propias (ver
sección 2) da forma a una secuencia de intereses, identificaciones, deseos e
interrogantes que se propone como un problema y halla su solución en la
clausura. Qué es lo que se oculta, qué es lo que se desea y cómo sale a la luz o
cómo se satisface el deseo—son éstas estructuras narrativas del relato relevantes
para determinar qué tipo de clausura narrativa se ha alcanzado. El valor de la
clausura, como señala Ricœur, no es sólo instantáneo, pues una clausura
satisfactoria supone una reconfiguración retrospectiva de lo que la precede;
relaciones ocultas salen a la luz y crean a posteriori una coherencia en aspectos
de la obra hasta entonces disgregados.
La clausura también tiene un valor interactivo a nivel de discurso. Si la narración
es el producto de un contrato narrativo establecido entre dos interlocutores, la
clausura es también el cumplimiento del contrato y el retorno ritual al mundo
público de la acción (discursiva o no) después del paréntesis abierto por el mundo
(a veces mundo ficticio) de la narración. Toda interacción discursiva manifiesta
señales interactivas que señalan el acuerdo de ponerle fin. En este sentido, la
clausura narrativa es una adaptación de este ritual interactivo a los distintos
géneros narrativos. La clausura también manifiesta así de modo privilegiado la
justificación comunicativa, el sentido en suma, de la interacción que ha tenido
lugar.
Se ha señalado con frecuencia una crisis de la clausura en la narración
moderna. Esta crisis puede adoptar distintas formas, por ejemplo, la clausura
misma puede devenir una crisis, en lugar de una restauración de un orden estable.
Formas paradójicas y reflexivas del final pueden sustituir a la clausura sencilla. La
trilogía de Beckett es una vez más un ejemplo adecuado de un final que, por así
decirlo, tiene lugar en otra dimensión de la realidad; un final imposible y a la vez
necesariamente realizado, situación difícil que se resuelve metaficcionalmente (ver
mi Samuel Beckett 215-26). No olvidemos, sin embargo, que la función cultural
exploradora de estas subversiones de la clausura se ve compensada por la
función estabilizadora de la gran masa de lecturas y lectores que siguen
esquemas de clausura más tradicionales.
3.2.3. El narratario
Hasta aquí la definición parece acertada. Según Genette, sin embargo, el narrador
intradiegético se dirige necesariamente a un narratario intradiegético; “Le narrateur
extradiégétique, au contraire, ne peut viser qu’un narrataire extradiégétique, qui se
confond ici avec le lecteur virtuel et auquel chaque lecteur peut s’identifier” (266).
Esta parte de la definición puede llevar a confusión. El narratario extradiegético no
tiene por qué confundirse con el lector virtual (o textual) tal como lo definimos más
adelante (3.3.3). Puede ser un personaje tan bien definido y diferente del lector
textual como lo es el narratario intradiegético. Tampoco nada impide que un
narrador de un relato inserto (un narrador intradiegético) se dirija al público en
general (narratario extradiegético). Aquí como en otras ocasiones el problema
viene de la vaguedad de los términos “intradiegético” y “extradiegético” tal como
son utilizados por Genette. Recordemos que gran parte de lo “intradiegético”
puede aparecer también en el nivel extradiegético si no hay un cambio de nivel de
ficcionalidad.
En tanto que aparece como una figura independiente, el narratario, como el
narrador, deviene un personaje interno a la ficción. Pero el caso no marcado es
su identificación con el lector textual, y, por tanto, la ausencia en él de rasgos de
personalidad muy definidos. Prince (“Introduction” 181-182) ha hablado de un
“narratario grado cero”, un caso no marcado que satisfaría el mínimo de
condiciones comunicativas para desempeñar adecuadamente su papel (conocer el
idioma del narrador, no conocer previamente la historia, saber extraer las
presuposiciones del de la narración, seguir el relato ordenadamente de principio a
fin… Sin embargo, no deja claro que todas estas condiciones hacen que el rol de
narratario pierda identidad frente al de lector textual. El caso no marcado, lógica y
filogenéticamente, es precisamente esa identidad. Es el caso de la narración oral y
de la narración escrita auténtica. Como en otras cosas, el polo del narratario es en
esto paralelo al del narrador. Y precisamente porque los autores tienen valores e
ideología, estos casos no marcados de narrador y narratario no pueden ser
ideológicamente neutros.
Toda desviación de ese imposible grado cero construirá la imagen de un
narratario individualizado. Estas desviaciones se pueden producir muy
calladamente. Por definición, el narratario no es una voz en el texto, y no puede,
como tal narratario, tomar la palabra (actuaría en ese caso como personaje o
como narrador). Pero es el receptor de la voz del narrador, y se ha señalado que
en la ausencia de cualquier otro rasgo, hay una imagen del narratario que emana
de la misma estructura pragmática de la narración. Ya hemos visto cómo la ficción
mimética se definía por una activación inversa de la dinámica discursiva: en lugar
de determinarse los actos discursivos y el significado del mensaje a partir de la
situación comunicativa, se determinan los elementos de la situación comunicativa
(reales o imaginarios) a partir de los elementos discursivos. Lo que por redundante
no se dice en la actuación discursiva corriente debe ser reconstruido en la ficción a
partir de los datos disponibles. Entre estos elementos está el narratario. No es
accesible a través de un indicio propio, como lo es el narrador a través de su
discurso. Pero sí es accesible la imagen que el narrador tiene del narratario: los
elementos apelativos de su narración definirán esa imagen. En palabras de
Martínez Bonati, esto sucede de manera paralela a como conocemos la imagen
del narrador: “lo expresado intrínseco se enajena en hablante ficticio, lo apelado
intrínseco, en oyente ficticio”. Esta apelación se puede manifestar de diversa
manera. La más evidente son los pronombres de segunda persona, o los
pronombres de primera persona del plural si son inclusivos (cf. Prince, Narratology
18). También puede manifestarse en el tipo de contacto que mantiene el narrador,
el lenguaje formal o familiar utilizado, pseudo-preguntas que se dirige el narrador a
sí mismo, etc. Pero, sobre todo, a partir de la estructura informativa del mensaje.
El proceso discursivo es analizable como una sucesión de temas y de remas,
de información conocida por el oyente que se pone como marco de fondo para la
información nueva. El hablante parte de la base de que el oyente está
familiarizado con los elementos que él introduce como temas. El narrador efectúa
una serie de presuposiciones, a partir de las cuales podemos inferir la figura del
narratario. Da por supuestos conocimientos comunes, da explicaciones sobre
objetos, acciones o lugares que supuestamente desconoce el narratario, etc. Un
caso particular entre éstas son las presuposiciones del narratario que son
desmentidas anticipadamente por el narrador (cf. Prince, “Introduction” 183).
Nombrando algo sin más, dándolo por sabido, se sienta como algo irrefutable de
manera más segura que parándose a dar explicaciones. (cf. Prince, Narratology
44). Se crea así una cierta comunidad entre narrador o narratario, ante el que en
ocasiones des difícil resistirse: la retórica narrativa amenaza al lector con pasar
por un ignorante si cuestiona una presuposición. La medida en que debamos
fiarnos de este procedimiento tan indirecto estará en función de la naturaleza del
narrador y las intenciones del autor textual, que puede hacer que un narrador no
fiable nos dé (a sabiendas o no) una imagen fiable de su interlocutor. Por otra
parte, es cierto que lo que se halla implícito no es matemáticamente determinable:
está en función de la capacidad de interpretación del lector o crítico (Prince,
Narratology 37).
Jon-K. Adams señala que la interpretación que hace el lector de los actos de
habla del narrador pasa por la situación comunicativa ficticia y por el narratario
(hearer): “Since the speaker’s rhetoric is directed at the hearer, the hearer always
represents a potential rhetorical model for the reader”. El lector ha de ocupar así
distintos espacios textuales, desempeñar roles variados que le son asignados por
el texto como condición de su interpretación. Así, el narratario puede constituirse
en una motivación de ciertas actitudes discursivas dirigidas al lector. Adams
señala cómo en los Evangelios (Marcos 4.10, Lucas 8.9-10, Mateo 13.10; 13.36)
los discípulos piden a Jesucristo que les explique el significado de la parábola. Así
se transforman en una analogía del lector dentro del texto. De modo similar, Dios,
el narratario de las Confesiones de San Agustín, garantiza la veracidad y
sinceridad de la palabra del narrador con vistas a su recepción por el lector textual,
el cristiano medio (cf. Starobinski 289). El narratario puede servir de justificación
para otras maniobras narrativas, como la ironía (cf. Prince, “Introduction” 192),
dirigida contra él mismo o incluso contra el narrador, al que servirá de contraste
(así en La chute de Camus). Otro contraste posible es el del narrador ignorante
que presupone otro narratario igualmente ignorante, y contribuye a magnificar así
la solidaridad irónica del autor y lector textuales (así sucede en Huckleberry Finn).
En general, podemos decir que el narrador se define a sí mismo a la vez que
define a su narratario, mediante su actitud interlocutiva (cf. Prince, “Introduction”
192-193). Desde el punto de vista del lector, por tanto, el narratario es un rol virtual
que se le pide asumir. Pero esto no debe entenderse como una característica
exclusiva de la narración, literaria o no. Lozano, Peña-Marín y Abril (227 ss)
proponen, siguiendo a Récanati, describir la actitud de todo receptor como una
posibilidad de desdoblamiento en destinatarios distintos, para recoger las múltiples
fuerzas ilocucionarias que se pueden desplegar en un mismo texto. Subrayemos
que esta polifonía discursiva no se da sólo en literatura, como se supone a veces.
La figura del narratario siempre existe como posición teórica en un relato
(excepto quizá en el caso del monólogo interior, 3.2.2.3.3.2 supra), pero puede
estar más o menos definida o diluida. Prince señala que es inútil intentar una
clasificación según la personalidad: el criterio habrá de ser la situación narrativa
(“Introduction” 187 ss). Puede existir como una simple huella de una convención
retórica en una narración que no va dirigida a nadie en el nivel comunicativo
ficticio. O bien puede asimilarse a una instancia que desempeñe otro papel en la
estructura textual. Puede asimilarse por ejemplo al narrador; Genette propone los
ejemplos de relatos en segunda persona como La Modification de Butor o Zone de
Apollinaire. Más corriente es que se asimile a un personaje (Prince, “Introduction”
188). Por tratarse de una figura un tanto pasiva, es corriente que de
personalizársele se le dé el papel de algún personaje secundario (Gide,
L’Immoraliste). Por lo mismo, es más raro que se asimile al protagonista (Prince,
“Introduction” 178); pensemos sin embargo en Cinco horas con Mario de Delibes,
donde el narratario (que por cierto está muerto) es al menos el coprotagonista. El
narratario también puede presentarse en diversos grados de virtualidad que son
otras tantas posiciones que el narrador marca frente a su discurso (cf. Prince,
“Introduction” 183). Un narratario muerto como Mario es menos narratario que uno
vivo; en el monólogo en el cual narrador y narratario coinciden el narratario no
pasa de ser un rol proyectado ficticiamente por el narrador, una simulación de
comunicación. Tacca (159) recuerda el caso tan explícito del diario de Anna Frank,
donde asistimos a la patética creación de un narratario ideal e imaginario, la amiga
que no tenía Anna.
El narratario desempeña potencialmente un papel activo en la recepción del
relato. Tanto más activo podrá ser su papel cuanto más personalizado esté, y
cuanto más inmediata sea su relación comunicativa con el narrador. El narratario
puede ser un interlocutor en una conversación. En este caso los papeles de
narrador y narratario se intercambian rápidamente entre ambos interlocutores. Los
términos aquí nos traicionan: en estos casos podemos llegar a hallarnos más
cerca del drama que de la narración (cf. 2.4.1.1 supra). Las intervenciones de
cada uno de los interlocutores no tienen por qué ser narraciones, y quizá
convenga llamarlos simplemente interlocutores, y no narrador y narratario. Pero
uno de ellos puede asumir un papel dominante, tener una historia que contar;
tenemos así el narrador de un relato oral, como en las novelas-marco (Mil y Una
Noches, Cuentos de Canterbury, el Decamerón, el Heptamerón) o como en tantas
novelas de Joseph Conrad. El “narratario” puede interrumpir al narrador, comentar
sobre la calidad de la narración o el interés de la acción, etc. En esos momentos
deja de ser narratario y se convierte en interlocutor, pero no olvidemos que sí es el
narratario de los parlamentos de su interlocutor.
Muy diferente será el papel del narratario si la situación comunicativa ficticia no
es un relato oral, sino un relato escrito (cf. Prince, “Introduction” 188). Su posición
se aproxima un grado más a la del lector, pero puede aún ser muy diferente. Es la
situación que se da en las novelas epistolares, donde la acción es real para
narrador y narratario, y ficticia para el lector. En ellas los papeles de narrador y
narratario están bien fijados en cada carta, pero se alternan en la contestación a
esa carta. Un caso más frecuente, sin embargo, es el del narrador-autor que se
dirige al público en general. Aquí no es raro que el narratario pierda sus rasgos
ideológicos diferenciadores, para convertirse en el reflejo ideológico del propio
narrador.
Otras diferencias relevantes para clasificar los narratarios son paralelas a las
utilizadas en la clasificación de los narradores: narratario único o múltiple, de
personalidad fija o variable, que cambia o no de status a lo largo de la narración,
con conocimiento parcial o desconocimiento de la acción, con una competencia
modal más o menos lejana de la del narrador, el autor o el lector textuales,
narratario que se corresponda o no con la imagen que de él tenía el narrador,
narratario intradiegético o extradiegético, etc. Si la situación comunicativa ficticia
es a su vez una creación literaria, su semejanza con la real es mucho mayor, y el
papel asignado al narratario es potencialmente coincidente con el del lector textual
aunque persiste siempre la posibilidad de diferenciación. Mientras el texto no tome
medidas que aseguren lo contrario, el lector adoptará el papel del narratario y
responderá por él al discurso del narrador.
Lo que hemos dicho es aplicable tanto a los narratarios intradiegéticos como a
los extradiegéticos. En la mayoría de las narraciones, el narratario extradiegético
se asimila de facto al lector textual, de la misma manera que se asimilan autor
textual y narrador. Pero este caso debe describirse como una misma identidad
desempeñando diversos roles discursivos potencialmente diferentes. No podemos
identificar sin más al narratario extradiegético y al lector textual. Es lo que hace
Rimmon-Kenan, que cree ver en el sistema de Genette
a partly false symmetry between the narrator and the narratee (...) confined to the
extradiegetic narrator / narratee. While the extradiegetic narrator is a voice in the
text, the extradiegetic narratee, or implied reader is not any element of the text but
a mental construct based on the text as a whole. In fact the implied reader parallels
the implied author (...).
3.3. Discurso
Notas
Vendryès, cit. por Genette (“Discours” 226). Esta definición de voz gramatical
es un poco sospechosa: como observa Jakobson, “la Voix caractérise la relation
qui lie le procès de l’énoncé à ses protagonistes sans référence au procès de
l’énonciation ou au locuteur” (“Les embrayeurs, les catégories verbales et le verbe
russe” 183). De hecho, el sujeto al que se refiere la definición de Vendryès es el
sujeto de la acción, y no el de la enunciación, como parece creer Genette.
Podemos conservar, sin embargo, el término voz narrativa para referirnos a todos
los problemas de la enunciación narrativa, aun despreciando la analogía
gramatical.
Jakobson, “Embrayeurs” 181. Cf. Kristeva, Texto 133.
Cf. Greimas y Courtès (sub “Narrateur”); Segre (Principios 20). No es
infrecuente leer que el narrador es el sujeto de la enunciación (por ej. en Todorov,
Poética 74). Esto puede llevar a confusión. Ya hemos visto que en el fenómeno
literario hay con frecuencia una superposición de enunciaciones. El narrador es el
sujeto de una enunciación, pero no de la enunciación global del fenómeno literario:
para eso está el autor (textual; 3.3.1 infra). En “Catégories”, la confusión creada
por Todorov analizando una novela epistolar, Les liaisons dangereuses, es aún
mayor. “Le narrateur dans les Liaisons dangereuses n’est évidemment pas
Valmont, celui-ci n’est qu’un personnage provisoirement chargé de la narration
(146). Ahora Todorov niega el papel de narrador a un enunciador ficticio, e
identifica narrador y autor textual: un uso del término que es contrario a toda la
tradición crítica.
Lintvelt (37) considera que la oposición básica es la oposición narrador -
personaje. Pero una figura tan derivada como es el narrador (ficticio) no puede
hallarse en la base de una clasificación. Además, de los cuatro planos que Lintvelt
toma de Uspenski para organizer su tipología narrativa (perceptivo-psíquico,
temporal, espacial, verbal) sólo el último es competencia exclusiva del narrador;
los demás se refieren a la focalización.
Cf. Georg Lukács, “Die Theorie des Romans”; Weimann,
“Erzählerstandpunkt”.
Entre las obras dedicadas a la narración experimental y postmodernista,
merecen destacarse las de Alain Robbe-Grillet, Pour un nouveau roman; Jean
Ricardou, Nouveaux Problèmes du Roman; Patricia Waugh, Metafiction; Linda
Hutcheon, A Poetics of Postmodernism; Brian McHale, Postmodernist Fiction y las
colecciones Surfiction (ed. Raymond Federman) y Metafiction (ed. Mark Currie).
O, más exactamente, a un referente (ver 3.2.2.3.3.2 infra).
Ver también infra 3.2.2.3.2.2, 3.2.3.3.2.3.
Boileau, Art poétique III, versos 295-307; Ignacio de Luzán, La poética IV. xi,
606; cf. William Blake, A Descriptive Catalogue 415; Coleridge, Biographia XV,
177; Ruskin, “Of the Pathetic Fallacy” 619; Emile Zola, “The experimental novel”
652; James, “Art” 167; Irving Babbitt, “Romantic Melancholy” 793 ss.; Stanzel,
Theory 11; Labov 372-373.
Dryden se refiere al Ovidio de las Heroidas.
Cf. Booth, Rhetoric; Weimann, “Erzählerstandpunkt”; Lanser 49; Bronzwaer,
“Implied author”.
Por ejemplo, Todorov, Poética 58; cf. 3.1.1 supra.
Lintvelt 58. Cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 102.
Cf. esta misma idea referida a la extensionalidad de nombres y predicados
en J. Lyons 172; Van Overbeke 432.
Que puede utilizarse para crear subjetividad, o más bien para objetivar la
subjetividad. La autobiografía, señala Starobinski, pretende objetivar y des-
formalizar este pronombre vacío, llenarlo de contenido (290). Cf. también las
observaciones sobre lenguaje y subjetividad en Jacques Lacan, “Fonction et
champ de la parole et du langage en psychanalyse”, en Écrits I. Para una crítica a
la rigidez del sistema de Benveniste, cf. Starobinski 287; Ducrot, Dire et ne pas
dire 99; Culler, Structuralist Poetics 198; Cohn, Transparent Minds 188-189.
Según la teoría semántica a la que se adhería en este momento van Dijk,
esto no sería más que un caso particular de este tipo de transformaciones, que
siempre suprimirían en las oraciones de superficie elementos como los verbos
performativos, las presuposiciones, etc. (Cf. Ross, “On Declarative Sentences”;
Jerrold M. Sadock, “Super-Hypersentences”). Para una aplicación específica de
esta teoría a la literatura y a la narración ficticia, cf. Samuel R. Levin,
“Consideraciones sobre qué tipo de acto de habla es un poema”; Gisa Rauh,
Linguistische Beschreibung deiktischer Komplexität in narrativen Texten. Para una
crítica a este modelo de descripción, cf. Gazdar, Pragmatics, cap. II.
Cf. Tomashevski, Teoría 13-14; Aguiar e Silva, Teoría 16 ss. Un ejemplo
extremo de flexibilidad en el uso de los pronombres para referirse a un sujeto
problemáticamente ausente puede encontrarse en El Innombrable de Beckett. Ver
mi artículo “Personne”.
Ver 2.4.2.3 supra; cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 102; Bronzwaer, “Implied
author” 11 ss.
Cf. Martínez Bonati 169; Fowler, Linguistics and the Novel 83; Tacca 67;
Sternberg 255-256; 3.2.1.10 infra.
Cf. supra, nuestra diferenciación entre identidad ficticia y rol narrativo, así
como las observaciones sobre el autor-narrador (3.2.1.11 infra).
Es decir: la casilla del autor y la del narrador (siempre teóricamente
diferenciables, infra) están ocupadas por el mismo sujeto. Cf. Tomashevski,
“Thématique” 278; Friedman, “Point of View” 125; Booth, Rhetoric 151; Weimann,
“Erzählerstandpunkt” 373; Genette, “Frontières” 162; Miller, “Three Problems” 29;
van Dijk, Text Grammars 302; Tacca 35; Pratt 173; Chatman, Story and Discourse
147 ss; Bronzwaer, “Implied author” 8; Lanser 44, 152; Segre, Principios 26;
Hawthorn 94. Ello equivale a decir que, si bien en un sentido tanto la narración
autorial como la ficticia son fenómenos de la estructura superficial del discurso
(como afirma Stanzel, Theory 15 ss) en el segundo caso esa estructura superficial
es más compleja, y consta de más niveles enunciativos (lo cual nos revierte
parcialmente a la posición de Hamburger que refutaba Stanzel). La coincidencia
entre autor textual y narrador es el caso no marcado lógica e históricamente. Esta
flexibilidad de la estructura narrativa plantea problemas terminológicos, que sólo
se resolverían con una fastidiosa exactitud en el uso de términos: “autor textual no
identificado con el narrador ficticio”, etc. Normalmente daremos por supuesta esta
flexibilidad, dejando que el contexto aclare cuándo nos referimos a un autor textual
en funciones de narrador y cuándo a un narrador ficticio.
Cf. Bajtín, The Dialogical Imagination; Weimann, “Erzählerstandpunkt” 392;
Ruthrof viii ss.
Cf. Jakobson, “Embrayeurs”; Eco, Lector 88; Greimas y Courtés 125;
Lozano, Peña-Marín y Abril 42, 90; Lanser 118.
Ingarden, Literary work 206; Kayser, “Qui raconte?” 80.
“Relations” 241. Cf. Kristeva, Texto 255; Lintvelt 58; Lozano, Peña-Marín y
Abril 93 ss. La paradoja de que el discurso “histórico” de Benveniste sea
precisamente el más específicamente narrativo (y no, por ejemplo, conversacional)
se hace evidente cuando DoleΩel llama “discurso del narrador” a algo equivalente
al discurso “histórico” de Benveniste, que supuestamente “no tenía narrador”
(DoleΩel, Narrative Modes 4). Sobre la objetividad narrativa, cf 2.4.1.1 supra. En
cuanto al aoristo narrativo, ya Jespersen (276) observaba que carece del tono
emotivo que suele ir asociado al imperfecto. Cf. 3.2.2.4.1 infra.
Segre, Principios 26; cf. Stanzel, Theory 8. Compárese este fenómeno
literario con la diferencia entre el estilo cinematográfico “clásico” de Hollywood y el
cine “de arte” europeo, que problematiza reflexivamente sus normas narrativas
(ver por ej. Daniel Dayan, “The Tutor-Code of Classical Cinema”; David Bordwell,
Narration in the Fiction Film 162-64).
Cf. la oposición entre la narración “personal” en 1ª o 2ª persona y la
“apersonal” en 3ª persona según Füger (Zur Tiefenstruktur des Narrativen 274; cit.
por Lintvelt, 136). La tercera persona es la persona “épica” por excelencia; a veces
se ha hablado del efecto lírico de la narración en primera persona (R. Freedman,
“Nature and Form of the Lyrical Novel”; Stanzel, Typische Erzählsituationen 163-
168; Ruthrof 65).
Nouveau discours 66. Aquí se retracta Genette de la postura mantenida en
“Frontières”, donde, siguiendo a Benveniste, defendía la posibilidad de un relato
impersonal.
Tiene muchas analogías con esta idea de Benveniste la teoría de Banfield
sobre la ausencia de narrador en el estilo indirecto libre (ver Banfield,
Unspeakable Sentences; Berendsen, “Formal Criteria” 85, “Teller” 142; J.-K.
Adams 16 ss). Banfield niega la necesidad de un narrador basándose en una
argumentación sintáctico-generativa. Como observa Adams, esta argumentación
no está bien dirigida, pues la presencia o no de narrador es un fenómeno
pragmático; una sintaxis determinada será una consecuencia más de la estructura
pragmática. Pero la pragmática desborda el modelo de Banfield.
Rhetoric 73. Cf. Prince, “Introduction” 178.
Ver 3.1.4.4 supra.
Las dificultades de la teoría de Martínez Bonati afloran cuando se ve
obligado a aceptar un hablante ficticio en estos casos, más bien que un rol. Esto
es obviamente insatisfactorio, y Martínez Bonati parece verlo, al vacilar en su
terminología: ahora habla de “algo así como un hablante ficticio”, un “hablante
inmanente” (152-153). De igual manera, al hablar de escritos no literarios parece
ver impropio el término “hablante ficticio” (153). Esta misma diferenciación entre
hablante ficticio, hablante inmanente y autor es la que ha de introducirse en la
narración literaria.
Ver Wimsatt y Brooks 379 ss; Peter Szondi, "Friedrich Schlegel und die
Romantische Ironie”. Sobre la ironía en general, ver sobre todo: Wayne Booth, A
Rhetoric of Irony; Linda Hutcheon, Irony’s Edge; Gary J. Handwerk, Irony and
Ethics in Narrative o (más generalmente aún) W. Jankelevitch, La ironía.
Cf. 3.2.1.10 y 3.2.1.11 infra.
1.2.3 supra; Lozano, Peña-Marín y Abril 75 ss; cf. Chatman, Story and
Discourse 196.
Cf. Booth, Rhetoric 155 ss; Gullón 123 ss; Bonheim 52; Prince, Narratology
13.
La variabilidad en la caracterización del narrador (sobre todo en lo referente
al uso de la perspectiva) es frecuentemente condenada por los narratólogos
anglosajones de los dos primeros tercios de nuestro siglo, como Beach o Lubbock.
Véase Friedman, “Point of View”.
Paul Grice, Studies in the Way of Words 26-27.
Ohmann (“Speech” 247) observa así cómo el narrador de la novela de
Beckett Watt rompe las “condiciones de felicidad” (3.1.1 supra) de la narración
tradicional. En aquélla, “the teller always endures the fictive world of the story for
its duration, and, again, by convention, does not acknowledge that it is a fiction.
When Beckett’s narrator admits a discrepancy between his fictive world and the
real world, he violates both rules” (“Speech…” 247). Estas rupturas son, como
señala Ohmann, un rasgo estilístico importante (251). Cf. sin embargo infra sobre
el supuesto carácter ilocucionario de estas reglas.
Cf. Labov, Language 366; Culler, “Fabula and siuzhet” 35 ss.
Es absurdo negar esto, como hace Tacca (67).
Booth (Rhetoric 339) introduce el término unreliable narrator. Lanser (169)
habla de la mimetic authority del narrador, que varía entre los polos de la total
competencia y honestidad y la total incompetencia y deshonestidad narrativas.
Chatman (Story and Discourse 135 ss) prefiere hablar de unreliable discourse más
bien que de unreliable narrator.
Es lo que hace Stanzel (Theory 89) respaldado por Wolfgang Lockemann
(“Zur Lage der Erzählforschung”).
Stanzel (Theory 89) muestra lo erróneo de esta suposición de Lockemann.
Pouillon 61 ss; Todorov, “Catégories” 141 ss; Füger 274; Tacca 72; cf. V.
Lee, “Construction” 20.
Jean-Pierre Faye, Théorie du recit 1, cit. en Tacca 66.
Cf. Kayser, Interpretación 274; Friedman, “Point of View” 121; F. K. Stanzel,
Erzählsituationen 49; Humphrey 33; Tacca 73 ss; Lintvelt 44; Lozano, Peña-Marín
y Abril 134; Sternberg 256; Lanser 161; Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 309;
Rimmon-Kenan 79; cf. 2.4.2.2 supra.
Cf. por ej. Tacca 34 ss; José María Bardavío, La versatilidad del signo 171
ss.
Booth avisó suficientemente sobre la engañosa neutralidad de otras técnicas
más dramáticas (Rhetoric 377 ss). Según Stanzel (Theory 18 ss) el paso de una
poética normativista a una poética descriptiva tuvo lugar antes en Alemania (años
50) que en los países anglosajones (años 60). Es bueno relativizar más y observar
que muchos enunciados supuestamente descriptivos encierran valoraciones
implícitas.
Cf. Friedemann 84; cf. Sternberg 254; Chatman, Story and Discourse 212.
“Theory and Model for the Structural Analysis of Fiction”, New Literary History
5.2. (1974); cit. en Lanser 228.
Cf. DoleΩel, Narrative Modes 7; Lintvelt 26, 61 ss. Según Berendsen (“Teller”
141) la función testimonial e ideológica serían competencia del focalizador, y no
del narrador. Esta idea nos parece absurda: la focalización es una estrategia
retórica empleada por el narrador; se puede atribuir al narrador una función
ideológica instrumental, pero el último depositario de esta función es el autor.
Cf. van Dijk: “we may define both speaker and hearer in an abstract way, that
is we do not simply identify these notions with particular human individuals, but
conceive of them as sets of pragmatically relevant relations (...) between sets of
properties, e.g. (i) a set of physiological properties (ii) a set of psychological
properties and (iii) a set of sociological properties” (Text grammars 322). Al igual
que hacíamos en el caso de los personajes, van Dijk propone distinguir
propiedades más o menos permanentes, etc.
Para estos conceptos, cf. Shklovski, “Construction” 196; Eïjenbaum, “Prose”
210; 3.2.2.1 infra.
Structuralist Poetics 170; cf. Martinet 40.
El círculo hermeneútico es descrito por Schleiermacher (164, 198-200,
passim). Para algunas consecuencias narratológicas, ver Culler, “Fabula and
Sjuzhet”, Ricœur, “Narrative Time”, y mi artículo “Understanding Misreading”.
only implied authors and audiences are immanent to the work, constructs of the
narrative-transaction-as-text. The real author and audience of course
communicate, but only through their implied counterparts. (Chatman, Story and
Discourse 31).
Habremos de tener en cuenta, sin embargo, que a esta “inmanencia” sólo se llega
tras una adecuada contextualización de los procesos textuales e interpretativos.
Quizá sería más acertado decir que autor y lector textual son inmanentes a la
creación e interpretación de la obra, a su uso en tanto que discurso históricamente
situado.
Una cuestión importante que se suele pasar por alto al describir la estructura
“autor : autor implícito :: lector implícito : lector” es la falsa simetría existente entre
los pares de términos. Podemos emparejar al autor implícito con el lector implícito
y al autor real con el lector real en virtud de esta “presencia” en el texto de los
primeros. Pero veremos que esta misma presencia implica que desde un punto de
vista práctico el paralelismo se establece en otro sentido.
Jakobson observó que en la descripción de la comunicación en general hay que
suponer la existencia no de un código compartido por emisor y receptor, sino de
dos códigos parcialmente coincidentes: el del emisor y el del receptor. La
comunicación queda así problematizada: no hay una traducción directa de los
contenidos, sino que es necesaria a la vez una negociación de los códigos
empleados. En literatura, como en cualquier otra forma de comunicación, el código
que permita crear sentido en el texto “es sólo parcialmente compartido por las dos
partes, y los códigos en juego son todos los códigos culturales”. Aún hay más
circunstancias que contribuyen a la mediatización de la comunicación literaria.
Teniendo en cuenta el carácter escrito y no interactivo de la comunicación literaria,
observaremos que en la escritura del texto y en su lectura efectiva no son autor y
lector quienes entran en contacto. El circuito comunicativo en literatura “está
dividido en dos partes, emisor-mensaje y mensaje-destinatario” (Segre, Principios
19). Castilla del Pino también llama la atención sobre esta circunstancia. En la
escritura de la obra, el autor sólo dispone de la mitad del contexto. La otra mitad,
la del lector, le es desconocida. Debe crearla en cierto modo. La situación se
invierte en el proceso de lectura, en el cual el lector real sólo tiene acceso a la
imagen textual del lector. En cierto sentido, el contexto de la comunicación literaria
estándar es un doble contexto, compuesto de dos contextos reales que sólo
imaginativamente entran en contacto.
Las “parejas” tal como se presentan en el fenómeno literario son, por tanto, autor /
lector textual y autor textual / lector (cf. los cuadros en 3.1.4.2 [nº 1] supra; 3.3.1
infra). Deberemos tener este hecho en cuenta aunque agrupemos a continuación
al autor y lector textuales por su status fenomenológico semejante.
Llamaremos autor textual o enunciador del texto literario al sujeto real que asume
la enunciación de la obra literaria, tal como es concebido por un lector. Sigue de
aquí que puede haber “varios” autores textuales, pues su voz es resultado de un
acto interpretativo. Y la construcción del autor textual realizada por un mismo
lector puede variar a medida que tiene en cuenta un contexto interpretativo más
amplio (por ejemplo, datos biográficos sobre el autor, otras obras del mismo,
nuevas estrategias interpretativas...).
Ya nos hemos referido a las funciones que el lenguaje desempeña
simultáneamente en todo acto comunicativo. Lyons las sintetiza así:
every utterance is, in general and regardless of its more specific function, an
expressive symptom of what is in the speaker’s mind; a symbol descriptive of what
is signified and a vocative signal that is addressed to the receiver. (Semantics 52)
Nicht Künstlerpsychologie allein sei zu treiben, oder gar nur von dem auszugehen,
was der Künstler wollte, um von da zu verstehen, was er erreicht hat, sondern
umgekehrt, aus der Form eines Kunstwerks sei unmittelbar das herauszulesen,
was der Künstler wollte. (viii)
Naturalmente, esto sólo es cierto desde el punto de vista estético que sólo
considera la obra como un objeto de arte que contemplar; no puede convertirse en
un axioma de hermenéutica general ni puede limitar la crítica ideológica o la
semiótica cultural que estudia otros aspectos del fenómeno literario más allá del
puramente estético.
Aún otra posibilidad de modulación de la figura del autor en la obra nos lleva a
la “neutralidad” o la “impasibilidad” autorial (cf. Booth, Rhetoric 77 ss). Por razones
estéticas o de otra índole, el autor real aprovecha la refente du sujet antes
mencionada para presentar una personalidad más abstracta o ideal que la suya
propia. Las grandes obras, observa Booth, tienden a proponer valores que son
aceptables para la mayoría: la tolerancia desempeña un papel importante (141).
La célebre impassibilité buscada por Flaubert no es necesariamente una
característica del autor real, sino del autor textual (cf. Booth 82). De ahí que
podamos rechazar las ideas de un autor como persona, pero seguir
considerándolo un artista, si ha creado un autor textual con un grado de
objetividad suficiente. En cambio, si rechazamos la ideología del autor textual, el
libro nos parece malo o miope (Booth 138). Hemos señalado en relación al
narrador que en gran medida la inteligibilidad de la comunicación pasaba por la
reconstrucción del enunciador a partir de su texto. Si el narrador no coincide con el
autor textual, debemos realizar una doble reconstrucción: el texto en tanto que
narración y su contexto ficticio nos hacen identificar al narrador; el texto en tanto
que obra literaria y el contexto de la comunicación literaria nos guían en la
identificación del autor textual. Como señala Booth, “any story will be unintelligible
unless it includes, however subtly, the amount of telling necessary to make us
aware of the value system which gives it meaning” (Rhetoric 112). No creemos sin
embargo que la obra sea “ininteligible” si no se nos llega a convencer para
compartir esos valores, como afirma Booth a continuación; será más bién
éticamente confusa, rechazable, o simplemente problemática.
[auteur réel [auteur implicite [narrateur [récit] narrataire] lecteur implicite] lecteur
réel]
ce qui commence à faire beaucoup de monde pour un seul récit. A moi Occam!
(Nouveau discours 96)
Pero si nos descuidamos nos podemos cortar los dedos con la navaja de Occam.
Ante todo, ya hemos dicho que no puede representarse la relación entre autor,
autor textual, lector y lector textual como un simple sistema de cajas chinas como
el que rechaza Genette en Chatman (Story and Discourse 151) o en Bronzwaer.
Una representación más adecuada sería la que ofrece Carlos Castilla del Pino
(“Psicoanálisis” 269):
(...)
(A = contexto del autor; L= contexto del lector. Las líneas [gruesas] muestran el
componente empírico del contexto; las [finas], el componente imaginario del
contexto)
Cela aurait permis de condamner un texte sans condamner son auteur, et vice-
versa. Proposition très séduisante pour le gauchisme des années soixante.
Pero esta figura no resulta sólo de una conveniencia moral o política, sino también
de una estricta necesidad semiótica, como debería desprenderse del análisis de
Castilla del Pino. La alteridad irremediable entre el signo y la cosa suele ser
ignorada por convención; ello hace posible la comunicación, pero no elimina la
posibilidad del error, la incoherencia, el simplismo o el engaño deliberado en la
interpretación del signo. Es en estos casos cuando se hace evidente la diferencia
entre el autor histórico de un texto y su autor textual.
Genette mismo acepta que hay casos que nos podrían llevar a disociar al autor
real de su imagen textual (Nouveau discours 101):
• Un caso sería cuando una personalidad inconsciente del autor se manifiesta en
sus escritos. Este caso es problemático; pero habremos de admitir que el autor
textual es aquí una construcción consciente del lector, además de una
construcción inconsciente del autor.
• Otro sería el caso de la disimulacion voluntaria; “je ne vois”, nos dice Genette,
“aucune raison pour que cette image soit infidèle” (Nouveau discours 99).
Veamos un caso de disimulación voluntaria, el de Kierkegaard:
[D]esde el punto de vista de toda mi actividad como autor, concebida
íntegramente, la obra estética es un engaño, y en eso estriba la más profunda
significación del uso de seudónimos. (...) ¿Qué significa, pues, “engañar”?
Significa que no se debe empezar directamente con la materia que uno quiere
comunicar, sino empezar aceptando la ilusión del otro hombre como buena. Así,
pues (para mantenernos dentro del tema de que se trata especialmente aquí), no
se debe empezar de este modo: yo soy cristiano; tú no eres cristiano. Ni tampoco
se debe empezar así: estoy proclamando el Cristianismo; y tú estás viviendo
dentro de categorías puramente estéticas. No, se debe empezar de este modo:
vamos a hablar de estética. El engaño está en el hecho de que uno habla de ella
simplemente para llegar al tema religioso. (...) No puedo detallar más la
descripción de mi existencia personal aquí; pero estoy convencido de que
raramente ningún autor ha empleado tanta astucia, intriga y sagacidad para lograr
honores y reputación en el mundo con vistas a engañarlo, como yo he
desarrollado para engañarlo inversamente en beneficio de la verdad. (…) Este es
el primer período: mediante mi modo de existencia yo pretendía apoyar la obra
estética y escrita bajo seudónimo en su totalidad. (...) [E]n la época en que se me
consideraba como irónico, la ironía no se hallaba donde «el público altamente
estimado» pensaba (...). [L]a ironía estribaba precisamene en el hecho de que
dentro de este autor estético, bajo su apariencia mundana, estaba oculto el autor
religioso (Mi punto de vista, caps. I.5- II)
Si alguien no ve aquí en qué sentido la imagen textual del autor no es fiel al autor,
es inútil entrar en mayores explicaciones. Booth arguye que no tiene sentido
hablar de insinceridad del autor real en la obra: “A great work establishes the
‘sincerity’ of its implied author, regardless of how grossly the man who created that
author may belie in his other forms of conduct the values embodied in his work”
(Rhetoric 75). El ejemplo de Kierkegaard también parece dejar claro que hay una
sinceridad del autor real que no se confunde con la sinceridad del autor textual. La
no coincidencia entre los valores de ambos no es en modo alguno irrelevante. Por
otra parte, Genette aún ha de aceptar de mala gana otros casos igualmente
evidentes de divergencia evidente entre autor y autor textual: los escritos
apócrifos, los escritos de autor múltiple firmados por una sola persona, etc.
Un argumento de otro género presenta Genette contra el autor textual: aun
aceptando su existencia, no sería una figura de la incumbencia de la narratología:
El caso quizá más común, pero también el más sutil, es aquel en que una palabra
ajena es a la vez mostrada como extraña y utilizada “dialógicamente” con la
propia, o aquel en que una forma, un registro, un estilo, son vistos a la vez
burlonamente y con “simpatía”: el sujeto no deja de ver su lado ridículo, pero no
deja tampoco de sentirse en cierto sentido representado por o identificado con
ella. Nos encontramos así fraccionados como sujetos en posiciones o actitudes no
del todo concordantes. (Lozano, Peña-Marín y Abril 164)
Por supuesto, el lector ironiza sobre el narrador, pero reconoce que el autor
también adopta la misma postura; en la ironía del autor hay siempre una llamada a
la solidaridad del lector. El autor que elige manifestarse mediante este tipo de
ironía es en cierto modo el equivalente del eiron, personaje central de la comedia
que en algunas variedades renuncia a su papel ordenador y de contención para
permitir el libre desarrollo de la acción (cf. Frye 174 ss). El autor irónico tendría su
contrapartida en el autor satírico: allí el autor es el equivalente del agroikos, del
aguafiestas o plain dealer, que fustiga moralmente a los demás y clama contra la
reconciliación cómica (ver Frye 226 ss).
La ironía del autor textual puede desembocar en la parodia, si se utilizan de
manera irónica convenciones ideológicas o retóricas bien establecidas y conocidas
por el lector. La parodia es una utilización de la palabra ajena contra sí misma
(Segre 137). La lógica original de esa palabra es puesta en ridículo punto por
punto: para ello es preciso que el lector esté refiriendo constantemente el objeto
paródico a la norma virtualmente presente del objeto parodiado; la parodia es así
un ejercicio eminentemente intertextual.
Ya hemos dicho que esta maniobra, calculada por el autor con vistas a un
lector implícito más o menos determinado, puede fracasar si el lector real se niega
a aceptar la visión del autor textual. Esta nos puede parecer limitada o incluso
repugnante. Hablamos de parcialidad del autor cuando sus valoraciones de la
acción o de la enunciación del personaje no parecen defendibles a la luz de los
hechos dramatizados (cf. Booth, Rhetoric 79). Quizá sea más frecuente el caso en
el que son esos mismos hechos, las acciones y discursos de los personajes, lo
que el lector se niega a aceptar, lo que ya pone de manifiesto la evidente
parcialidad del autor. En este caso se están cotejando sus modelos y
convenciones de construcción literaria, de personajes, de argumentos, con los de
otros estilos o autores y con la propia experiencia de la realidad.
3.3.2. La obra narrativa
[The speaker] may flout a maxim; that is, he may blatantly fail to fulfill it. On the
assumption that the speaker is able to fulfill the maxim and can do so without
violating another maxim (because of a clash), is not opting out, and is not, in view
of the blatancy of his performance, trying to mislead, the hearer is faced with a
minor problem: how can his saying what he did say be reconciled with the
supposition that he is observing the overall Cooperative Principle? This situation is
one which characteristically gives rise to a conversational implicature; and when a
conversational implicature is generated in this way, I shall say that a maxim is
being exploited. (Grice 30).
Es decir, el burlar una regla es realizar un tipo específico de acto ilocucionario, que
requiere para su éxito el reconocimiento del oyente, mientras que el éxito que va
ligado a la violación de reglas es una mera perlocución.
a distinction should be drawn between the work itself and its concretizations, which
differ from it in various respects. These concretizations are precisely what is
constituted during the reading and what, in a manner of speaking, forms the mode
of appearance of a work, the concrete form in which the work itself is apprehended.
Pero esto no debería entenderse en el sentido de que la obra es algo que existe
en una plenitud que sólo llega parcialmente a un lector incapaz. Como señala
Ruthrof, la obra sólo existe de una manera esquemática, que ha de ser
complementada con la aportación del lector (37). Esto sucede tanto con la acción
como con el relato o el discurso: todo es expandido en el proceso de
concretización, teniendo lugar la expansión natural en la secuencia determinada
por el texto (cf. 3.4.2.3 infra). Cualquier objeto, de hecho, nos aparece según la
fenomenología en un escorzo perceptivo en el que muchas propiedades sólo
están para el sujeto de la percepción de manera potencial o imaginativa; así,
vemos sólo la parte delantera de un objeto pero podemos suponer su cara oculta.
En una extensión del mismo principio fenomenológico se basa la expansión de la
obra al ser concretizada.
El proceso cognoscitivo descrito no es pues una característica peculiar de la
comunicación literaria; ni siquiera de la comunicación escrita, sino que se da en
grados diferentes en la recepción de cualquier tipo de discurso (Pratt 153 ss). Ya
hemos señalado cómo el conocimiento que el lector tiene de la obra está
mediatizado no sólo por la narración en sí, sino por todas las imágenes del
receptor proyectadas por el texto: el espectador implícito, el narratario, el lector
implícito (cf. Bal, Narratologie 32). Así pues, con sus conocimientos de cada
momento, el lector aplica sus conocimientos enciclopédicos para proyectar una
posible estructura textual. A partir de entonces el proceso de la lectura deviene un
continuo juego de hipótesis, ordenamientos provisionales, huecos informacionales,
etc. (cf. 3.4.2.3 infra).
La concretización es la obra tal como es percibida por el lector, y en ella se
actualizan las características estructurales (aspectuales, perspectivísticas, etc.)
que en la obra tienen sólo una existencia potencial (Parathaltung, holding-in-
readiness en Ingarden, Literary Work 321 ss). Por otra parte, la concretización
tampoco se confunde con la experiencia psicológica de percepción de la obra.
Para Ingarden, la concretización no es un proceso psicológico de percepción, sino
una versión subjetiva de la obra que es también un objeto intencional, con una
estructura semiótica determinable: “With respect to the experiences of
apprehension, it is just as transcendent as the literary work itself” (Literary Work
336).
Ingarden no deja muy claro cómo es en absoluto concebible la obra al margen
de una concretización específica, pero de su formulación parece deducirse que la
obra es el núcleo común a las diferentes concretizaciones; tendría así una
existencia intersubjetiva (Literary Work 336-337). Para no caer en el angelismo
tendremos que admitir (cosa que Ingarden no hace) que lo que llamamos “la obra”
es una concretización más, pero elaborada por referencia no sólo a la obra, sino a
concretizaciones anteriores. Esto parece justificar las pretensiones que los críticos
tienen de conocer la obra mejor que el lector corriente; la crítica trabaja por
referencia no sólo a la obra sino también a otras interpretaciones previas (cf.
3.4.2.5 infra). La obra es así la concretización intersubjetiva considerada como
sistema de relaciones semióticamente descriptibles, y no como experiencia
efectiva (cf. Literary Work 338 ss). Greimas (Sémantique) introduce la noción de
isotopía, o “itérativité, le long d’une chaîne syntagmatique, de classèmes qui
assurent au discours-énoncé son homogénéité.” Las isotopías relevantes de un
texto pueden identificarse y utilizarse como criterio de juicio para determinar el
grado de adecuación de las concretizaciones (cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 31-
32). Para que esta identificación sea relevante, tiene que responder a la
experiencia común de la lectura, y por tanto requiere un análisis del texto detenido
o sucesivas relecturas, y no una primera impresión (cf. Eco, Lector 248). Así, de
modo general,
(I) the literary work “lives” while it is expressed in a manifold of concretizations; (2)
the literary work “lives” while it undergoes change as a result of ever new
concretizations appropriately formed by conscious subjects. (397-398).
Pourquoi le scriptible est-il notre valeur? Parce que l’enjeu du travail littéraire (de la
littérature comme travail) c’est de faire du lecteur, non plus un consommateur,
mais un producteur du texte (...). En face du texte scriptible s’établit donc sa
contrevaleur, sa valeur négative, réactive: ce qui peut être lu, mais non écrit: le
lisible. Nous appelons classique tout texte lisible. (S/Z 10; cf. Hawkes 113 ss)
Hay una paradoja entre el grado de actividad del lector, la cerrazón de la obra y
su identidad como tal obra. En efecto, cuanto más se encomiende a la actividad
del lector, más controlada de antemano tendrá que estar la actividad de éste si las
distintas concretizaciones de la obra han de tener un núcleo común significativo
(cf. Culler, Deconstrucción 68). Bonheim señala que el grado de apertura de un
texto no es solamente una propiedad del texto, sino una función de la respuesta
del lector. Señala la tensión existente entre el deseo moderno de una obra abierta
y la tendencia cada vez más consciente a transformar la narración en una
estructura altamente calculada y elaborada. “To grasp the ending of a story as
totally open, the reader would have to see it as a blind alley or an excrescence, a
useless extension outside the narrative economy” (Bonheim 157). Y si el crítico
declara totalmente abierto un final, es que no ha conseguido interpretarlo, darle un
sentido (157). El problema de la clausura, narrativa o de sentido, está plenamente
vigente, tanto en la teoría de la escritura como en la de la interpretación.
La apertura de una obra puede definirse siempre en relación al lector medio en
una época dada. Pero cada lector puede contribuir a abrir la obra, haciendo su
lectura creativa. Si vemos el esfuerzo requerido por una lectura como una
proporcionalidad inversa entre la aportación del autor y la del lector (cf. Todorov,
Poética 87), parece claro que un lector especialmente activo complementa la obra
en muchos sentidos, y en cierto modo la abre artificialmente. La crítica así
mantiene permanentemente abierto el sentido de las obras clásicas. Por tanto,
dicotomías como las mencionadas, entre obras abiertas y cerradas, legibles y
escriptibles, etc., pueden complicarse considerablemente en la práctica. Una
buena lectura crítica consigue mostrar cómo un texto que parecía completamente
transparente era en realidad opaco hasta que el crítico ha revelado en él nuevas
áreas de sentido, utilizando protocolos de lectura no propuestos ni por el texto ni
por lectores anteriores. Así podemos decir que el propio Barthes, leyendo un texto
“legible” como el relato de Balzac “Sarrasine” en S/Z lo vuelve retrospectivamente
escriptible, quizá desconstruyendo así su propia dicotomía.
3.3.3.1. Concepto
there are two readers distinguishable in every literary experience. First, there is the
“real” individual (...) whose personality is as complex and ultimately inexpressible
as any dead poet’s. Second, there is the fictitious reader—I shall call him the
“mock reader” —whose mask and costume the individual takes on in order to
experience the language. The mock reader is an artifact, controlled, simplified,
abstracted out of the chaos of day-to-day sensation. (“Authors, Speakers, Readers
and Mock Readers” 2)
Booth señala que las obras están llenas de ayudas al lector. Aun en el caso de
que el autor escriba para sí mismo, adopta el papel de un lector hipotético. En
estas identificaciones debemos tener en cuenta, sin embargo, que por tratarse de
conceptos estructuralmente ligados entre sí, un cambio en la definición de uno de
ellos repercute sobre los demás. Así, el mock reader no es exactamente
equivalente al implied reader de autores posteriores.
Es Wolfgang Iser quien utiliza el término implizite Leser o implied reader en este
sentido (The Implied Reader xii). Su concepción, derivada de la fenomenología de
Ingarden, le lleva a definir el texto como un sistema de esquemas comunicativos,
huecos de información, presuposiciones, etc., en el la personalidad del lector
implícito surge tanto lo no dicho como de lo dicho. Aún más clara queda la
naturaleza implícita del receptor en la teoría del cine. Las reflexiones de Oudart,
Heath, Mulvey o de Lauretis sobre la instalación estructural del espectador
introducen un importante componente psicoanalítico: es el control del deseo del
espectador lo que permite atribuirle un papel implícito en el intercambio semiótico,
produciendo la “sutura” entre sujeto y texto. El mismo tipo de receptor textual
presuponen los estudios de Peter Brooks en Reading for the Plot. Por supuesto, la
sutura puede tener mayor o menor éxito, del mismo modo que la instalación
implícita del lector en Iser no determina el sentido del texto, sino que sólo lo
orienta. El sentido efectivo surge de la lectura real del texto, en la que el receptor
implícito es sólo uno de los elementos de la síntesis final del sentido. Sería una
ilusión interpretar estos conceptos estructurales como métodos de fijar el sentido
del texto, pues éste sentido no está contenido en la estructura textual; se crea en
los diversos contextos de lectura, es decir, en un proceso de semiosis social
mucho más amplio que la semiosis intrínseca al texto. De hecho, la identificación
misma del receptor implícito supone que se ha escapado en cierto modo a la
retórica del texto: si todo texto espera ser leído, pocos textos, al margen de
algunas metaficciones, esperan ser analizados.
El papel del lector implícito varía enormemente de unos géneros a otros. Unos
piden identificación emocional; otros, distanciamiento y análisis; unos exigen al
lector que responda como individuo, otros, que se integre en un grupo colectivo, el
público. La narración escrita es un género individualista: cada lector se siente a
solas con el autor al contrario de lo que sucede en la épica oral o el teatro. Pero
muchas modulaciones son posibles dentro de cada género. El tono emotivo u
observador de una obra también es, pues, una llamada al lector para que adopte
ciertos roles. El lector textual es el catalizador de todos los mecanismos utilizados
para “instalar” al lector real en el texto: esquemas de acción, perspectiva, diversas
motivaciones, plano de la narración, etc. (cf. Lintvelt 40). No es extraño que su
estudio vaya adquiriendo mayor importancia a medida que se conoce mejor la
importancia que tienen en todo fenómeno discursivo lo no dicho, lo presupuesto y
las convenciones genéricas.
3.3.3.2. Lector textual, lector proyectado, lector histórico, lector ideal, lector…
¿Pero es que existen todos?
El lector textual, como el autor textual, suele ser una víctima inocente de la navaja
de Occam. J.-K. Adams deja al autor y lector textuales fuera de su esquema del
contexto pragmático del discurso de ficción: cree que sobran términos como lector
ideal, implícito, etc.:
most of the numerous types of readers that are discussed in reader criticism simply
indicate qualities of the real reader in the pragmatic structure (...) the term ‘implied
reader’ is at best an unnecessary one, for all the characteristics attributed to the
so-called implied reader can be accounted for by the pragmatic structure: by the
text, by the reader, or by the hearer. (J.-K. Adams 27)
W (letter) IR R
Una expresión como |el mundo de referencia efectivo| indica cualquier mundo a
partir del cual un habitante del mismo juzga y valora otros mundos (alternativos o
sólo posibles). Dicho de una manera sencilla: si Caperucita Roja pensase en un
mundo posible donde los lobos no hablasen, el mundo “efectivo” sería el suyo,
donde los lobos hablan. (Lector 190)
Bien por las comillas: ya hemos visto cómo los mundos imaginarios pueden
engarzarse unos dentro de otros. Pero el mundo efectivo, sin comillas, es el
mundo donde inventamos a Caperucita o la ponemos como ejemplo en un estudio
sobre mundos posibles. Observemos que en el cuadro de los niveles de
ficcionalidad hay un mundo que no está encuadrado. Es el mundo del intérprete y
del creador, el filón de donde se extrae el material para construir todos los demás
y los criterios para interpretarlos. Podemos pensar un mundo que englobe al
nuestro como una posibilidad más, pero el efectivamente englobado será ese
mundo ficticio. Por supuesto, nuestro mundo también es una construcción cultural,
como afirma Eco, pero una construcción que construye, una construcción de
primer grado; es la construcción que nosotros somos, y carece de sentido
pretender que somos indiferentes a ese hecho. Si hay que encuadrar también ese
mundo, ésa es una cuestión que Borges y el Calderón de La vida es sueño
deberán resolver antes de que se transforme en un problema para la teoría de la
literatura.
“Una condición cognoscitiva importante de la coherencia semántica”, observa
van Dijk, “es la supuesta normalidad de los mundos implicados” (Texto 156). Sólo
el presupuesto de que el mundo ficticio se rige por leyes semejantes al normal
permite al lector utilizar irrestringidamente sus sistemas de estructuración
semántica (cf. 3.4.2.3 infra). Por tanto, el criterio más relevante para clasificar los
mundos imaginarios será su relación con este nivel de base. Podemos establecer
las siguientes oposiciones, muchas de las cuales son susceptibles de multiplicarse
en sucesivos niveles de ficcionalidad:
• mundos imaginarios obra del autor (mundo diegético) versus mundos
imaginarios obra de personajes internos al texto (mundos intradiegéticos).
• mundos imaginarios que se presentan como nivel de base (pseudo-reales)
versus mundos ficticios designados como tales mundos ficticios.
• mundos ficticios intradiegéticos que son relativos a (futuros o desconocidos)
estados efectivos del mundo diegético real versus mundos ficticios intradiegéticos
ques son relativos a mundos intradiegéticos en segundo grado.
• mundos imaginarios cuyo status ontológico (ficticio) es determinado versus
mundos en los que queda indeterminado.
• mundos con cierta consistencia versus mundos provisionales (o maniobras de
ficcionalización que no llegan a crear un mundo propiamente dicho).
• mundos imaginarios del lector previstos por el autor versus mundos construidos
contra el texto voluntaria o erráticamente (por ej., mundo de la acción vs.
maniobras inferenciales creadas por asociaciones subjetivas de un lector dado).
• mundos sometidos a la narratividad de la accion, de modo que son a)
confirmados o b) refutados por posteriores estados de la acción, versus mundos
que no alcanzan esa certificación. La misma oposición podríamos hacer en el nivel
del relato.
Una vez más, resaltaremos que la especificidad de la narrativa en este área de
semiótica literaria general está en su poder de organización de contextos,
acciones, objetos semióticos, enunciaciones o invenciones de segundo nivel que
abren mundos dentro de mundos.
3.4. Discurso
Notas
3.4.1. El autor
Gran parte de la poética tradicional puede leerse como una serie de intentos de
definir la competencia del autor en tanto que sujeto del discurso de ficción. Dos
tipos de autores, o dos perspectivas contrapuestas sobre la creación, distingue la
crítica ya desde la Antigüedad. Platón nos presenta al primer tipo, con bastante
ironía:
the poet is a light and winged and holy thing, and there is no invention in him until
he has been inspired and is out of his senses, and reason is no longer in him: no
man, while he retains that faculty, has the oracular gift of poetry. (Ion 15)
Longino (Sobre lo sublime, caps. X-XI) también nos presenta un poeta fuera de sí,
arrebatado por su propia creación. A su vez, el entusiasmo del autor contagia y
arrebata al público. Por su parte, Aristóteles insistirá en la posibilidad de otro tipo
de poeta, el hombre de poder creativo superior:
then it seems that from this larger perspective the artist may once again come to
be seen as a medium through which the operations of natural and greater forces
are channelled. Inspiration, it could be argued, has been naturalized within the
Aristotelian view of art. (Halliwell 92)
We arrive then at the idea that a poetry of emotion “cannot with strict propriety be
called an art of imitation” [Burke]. As other writers of the time were putting it,
poetry, along with music, is a kind of passionate “expression”. (Wimsatt y Brooks
300)
He must write as the interpreter of nature, and the legislator of mankind, and
consider himself as presiding over the thoughts and manners of future generations;
as a being superior to time and place. (Rasselas X, 62)
I aspire to give no more than a faithful account of men and things as they have
mirrored themselves in my mind. The mirror is doubtless defective; the outlines will
sometimes be disturbed; the reflection faint or confused; but I feel as much bound
to tell you, as precisely as I can, what that reflection is, as if I were in the witness-
box narrating my experience on oath. (Adam Bede XVII, 221)
Como vemos, es una postura no tan objetivista como se interpreta a veces: el
autor no nos muestra las cosas “como son”, sino tal como se le aparecen. La
veracidad que debe asegurar el escritor realista consiste en representar
adecuadamente su visión. Si no la distorsiona deliberadamente, la veracidad de su
visión está asegurada, pues según el pensamiento idealista es el hecho mismo de
su visión lo que constituye la objetividad histórica que el poeta debe recoger.
En algunos pensadores este hecho adquiere tintes místicos. Si el subjetivismo
romántico es sólo una apariencia, un vehículo es porque el poeta está guiado por
fuerzas superiores a su individualidad. No es sólo el poeta quien habla: es la
naturaleza la que habla a través de él, la conciencia secreta de las cosas la que se
expresa en su creación. Para Coleridge (Biographia XV,176 ss), toda creación es
una objetivación del espíritu del autor. Cuanto más lograda esté esta objetivación
mejor será la obra. Esta idea va más allá del simple expresionismo romántico, y
reduce al absurdo el rechazo hacia el uso de narradores o máscaras irónicas que
se encuentra en Samuel Johnson (Edinger 167) o F. J. Furnivall. Para T. S. Eliot
el autor forja su personalidad artística mediante una especie de renuncia a su
personalidad, a los elementos más enfermizamente originales de su obra. El
progreso artístico es para Eliot una labor de despersonalización: el escritor se
inserta en una tradición, y aprende a mantener su individualidad al margen de sus
escritos. Durante el proceso de composición este hecho se manifiesta en la
autocensura, la corrección, la revisión que el escritor hace de su obra, una
actividad que divide su personalidad entre creador y crítico (“The Function of
Criticism” 30).
Como señala Richards, el objeto de la “despersonalización” del artista, su
“objetividad” o su “impasibilidad” es la obtención de una mayor eficacia
comunicativa. El artista es una persona capaz de concebir y objetivar experiencias
especialmente valiosas y por tanto dignas de ser conservadas y comunicadas
(Principles 20, 149 ss). La comunicabilidad exige una cierta normalidad, por parte
del artista: “the least eccentricity on his part (...) will be disastrous” (151).
Semejante objetividad parece por definición inalcanzable, a no ser en un grado
limitado. El poeta puede llegar a ser el portavoz de un grupo, de una nación, de
una clase social, de una ideología, de un credo humanista o religioso. Pero nunca
alcanzará la objetividad total; si lo hiciese, quizás callaría en lugar de escribir. El
psicoanálisis y el marxismo han insistido en los condicionamientos del escritor:
condicionamientos psicológicos y sociológicos, respectivamente.
Una actitud relacionada con esta objetividad del autor es el requerimiento de
que cree personajes “objetivos”, con una individualidad reconocible y no
evidentemente guiada por el artista. La novela debe revelar una conciencia, la del
personaje, que sea tan compleja y “respetable” como una persona real. El autor
que falsea la psicología de sus personajes comete un crimen capital. La apariencia
de objetividad es crucial. El New Criticism llegó a hacer formulaciones exageradas
del principio de objetividad. En lugar de contemplar la obra como un objeto
procedente de un acto discursivo, la contemplaba como un objeto en sí,
independiente de la subjetividad del autor y del lector. Este distanciamiento, como
muestra el psicoanálisis, es siempre problemático.
La crítica psicoanalítica descubre bajo la intencionalidad y el elemento
consciente de la obra un núcleo de fantasía inconsciente. Ya hemos mencionado
el efecto catártico de la creación. Para Edward Bullough, el distanciamiento
estético hacia las propias obsesiones ya es de por sí una forma de catarsis para el
artista. En la objetivación de esas obsesiones hay un aspecto de liberación, de
satisfacción de impulsos reprimidos, como ha insistido el psicoanálisis. Freud ve
el origen de este distanciamiento en una maniobra de autocensura psíquica ante
el carácter prohibido de muchas de las fantasías narradas. La forma más evidente
de catarsis mediante la creación es la proyección de los deseos del autor sobre el
héroe pero hay satisfacciones menos obvias. Hay así una tensión entre la
identificación elemental del ello con lo fantaseado y la reacción contraria del yo. La
obra misma se origina en una tensión subyacente, y parte de su papel es
resolverla o aliviarla. Toda objetividad, nos vuelve a decir el psicoanálisis, es
parcial y aparente. La obra literaria manifiesta de cualquier modo el yo escondido
del autor; es una “autobiografía profunda”. que adecuadamente interpretada
revela la personalidad del autor mucho más radicalmente que las biografías
usuales. El psicoanálisis desmitifica en gran medida la personalidad del creador
literario al describir su actividad como una acción indirecta sobre la realidad, una
acción que es un retorno parcial tras una huida inicial (Castilla del Pino,
“Psicoanálisis” 277). El autor tiene mucho de narcisista que se rebela ante la
realidad frustrante. Pronunciando palabras, crea imaginariamente sus referentes y
modela así su propia realidad (cf. 3.2.1.8 supra). Este hecho ya había sido
señalado en relación a la novela por Hegel, que veía en ella “eine subjektive
Epopee, in welcher der Verfasser sich die Erlaubnis ausbittet, die Welt nach seiner
Weise zu behandeln”. Aún más: modelando al autor implícito, modela su propio
yo, de una manera que a veces repercute directamente en su vida social, por la
imagen peculiar del autor que es la que circula y le populariza. El autor, y no sólo
la obra, puede ser dominio público. Esto no sucede en todos los casos. Sin
embargo, en el plano de la psicología individual, la modelación del propio yo
parece ser inherente a la creación de una ficción narrativa:
Las más de las novelas, especialmente las que podríamos caracterizar como de
acción, deben ser consideradas como formaciones reactivas del autor: en ellas “se
hace” simplemente lo que el autor no puede hacer. La trama de la narración se
constituye por así decirlo en la imagen inversa de la vida misma del narrador. Por
lo pronto, la inversión más saliente es la de sujeto pasivo frente a sujeto
(fantaseado) activo. (Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 309).
Otras veces la relación es menos directa. Pero en general los distintos personajes
representan distintas pulsiones en lucha en el inconsciente del autor (cf. Frye,
Anatomy 216). En este sentido es evidente la necesidad de que el autor sepa
diferenciarlos de su propia individualidad, objetivarlos de modo que no parezcan
marionetas.
La transvaloración experimentada en la vivencia imaginaria de la acción es, por
tanto, la forma primitiva de la gratificación fantástica, y la que es transmisible al
lector. Observemos que esta satisfacción es el caso primitivo y no marcado de la
narración ficticia. En formas literarias más elaboradas, como la novela psicológica
o naturalista, la acción no suele ser un objeto claramente deseable, y por tanto no
cumple esa función de modo tan directo. Allí la identificación del autor o del lector
ya no se proyecta tnato hacia el personaje como hacia el narrador. En géneros
más complejos, el objeto de la identificación va en cierto modo escalando estratos
en nuestro esquema de la estructura narrativa: el autor textual es el límite en el
que tiene sentido el concepto de identificación, aunque no hay que descartar el
elemento de reelaboración reflexiva del yo mediante el proceso creativo de lectura
(identificación del lector con la imagen del lector implícito por él construida).
La gratificación narcisista de la escritura no termina en la identificación con los
diversos sujetos textuales. En tanto en cuanto esta realidad posee un valor moral,
cognoscitivo o artístico para la comunidad, el artista habrá actuado realmente
sobre el mundo, a través de su actuación fantástica. El autor se ha divorciado en
cierto modo de su identidad social por el hecho de escribir: la sociedad recaptura
esa palabra para los fines de la comunicación colectiva, y simboliza esta
reconciliación mediante el acto de honrar al escritor y hacer de él un personaje
(Barthes, “Style” 4). De otro modo, los premios literarios deberían darse al autor
textual, y no al autor real. Aceptando la obra como suya el escritor se reintegra a la
sociedad. Así pues, satisface doblemente sus impulsos narcisistas, mediante la
creación y mediante el reconocimiento social de su obra manifestado en la
admiración del público, los premios o el mero hecho de la publicación. El escritor
creativo necesita al lector, necesita saberse en contacto con un público: de otro
modo “el escribir llega fácilmente a ser una rutina profesional desenvuelta en el
vacío, y, más que un soliloquio, el discurso de un demente, sin engarces con el
mundo exterior; en definitiva, una actividad desprovista de sentido” (Ayala, “Para
quién escribimos?” 182). No habría que olvidar, sin embargo, los aspectos lúdicos
de la escritura, como de cualquier otro tipo de creación (Freud, “Creative Writers”
749). En este sentido la escritura puede ser también una actividad que se justifica
a sí misma, con un circuito social virtual limitado a su función en la economía
psíquica del autor.
El proceso de escritura supone un compromiso entre distintos impulsos de la
psique. Resultará práctico distinguir el impulso creador, quizá ligado al ello, del
impulso crítico y censor, ligado al super ego. Milic ha mostrado cómo la
participación mental consciente del autor durante el proceso de composición es
más importante en el rol de crítico (Milic 80 ss), y cómo los rasgos estilísticos más
permanentes son aquéllos que más escapan a la atención consciente del escritor
(85). De ello se deriva que los rasgos más permanentes e inconscientes son útiles
para caracterizar el conjunto de la obra de un escritor, y los rasgos variables y
conscientes la intencionalidad autorial en una obra determinada (89). Las
“metáforas obsesionantes” y los “mitos personales” de Mauron son rasgos
imaginales y temáticos del primer tipo. Naturalmente, estos rasgos se han de
identificar sobre el telón de fondo de los usos normales y tradicionales de las
imágenes y mitos; sólo así se caracterizan como individuales.
El marxismo coincide con el psicoanálisis en la medida en que ve en la fantasía
y la creatividad del poeta una forma de relación con la realidad, más que una mera
evasión. Para el marxismo, la obra de un autor siempre será reveladora en otro
sentido: es un síntoma del lugar ocupado por el autor en los conflictos sociales de
su época. Esto no quiere decir que el autor esté determinado por la ideología de
su clase. Engels recalca precisamente, al definir su noción de realismo, que el
autor puede llegar a resultados que contradicen sus propias opiniones políticas
(cit. en Fokkema e Ibsch 112). Así pues, el autor textual no tiene por qué compartir
la ideología del autor real: son conocidos en este sentido los análisis marxistas de
la obra de Dickens o de Balzac (ver Hawthorn 85). Otra manera de exponer este
hecho que puede ser más adecuada en muchos casos es identificar una fisura en
la obra entre lo conscientemente expuesto y lo inconscientemente dramatizado
(aquí inconsciente no tiene tanto el sentido freudiano como el sentido de que
muchos fenómenos sociales son experimentados como condiciones de existencia
o presuposiciones, no como representaciones conscientes).
Como apunta Pierre Macherey lo que un autor calla es tan revelador como lo
que dice. Así pues, para un determinado tipo de interpretación marxista, un autor
escribe siempre en cierto modo de manera objetiva en el sentido de que expresa
espontáneamente una ideología, y no puede escapar de esta necesidad de
representación como no puede escapar de la sociedad. Toda actuación discursiva
tiene lugar desde una determinada posición social; como señala Luce Irigaray con
respecto a la interacción entre lenguaje y diferencia sexual, el discurso nunca es
neutro. Muchas teorías, de Platón a Sartre, han señalado la responsabilidad
social del escritor. Los peligros potenciales que presenta la poesía son para Platón
una razón suficiente para exigir en su República ideal una completa sumisión de la
poesía al Estado. Hay que garantizar la responsabilidad social del poeta,
coartando su libertad mediante la censura, todo en bien de la comunidad. Se pide
al poeta que proporcione ficciones que puedan traducirse en realidades sociales
deseables. Esta actitud es común al platonismo, a los defensores del “realismo
socialista” o a cualquier teorizador que haga una interpretación primordialmente
moral o política de la literatura (así por ejemplo las formas más elementales de la
crítica feminista hoy en día).
Milton veía en los poetas a los enemigos del despotismo; tienen una clara
misión cívico-religiosa: educar al pueblo en las virtudes de las libertades públicas y
la verdadera religión. También esta idea del autor como predicador es recogida
por la crítica política, marxista de nuestro siglo. La obra hace algo más que
reflejar la realidad: la comenta (Weimann, “Erzählerstandpunkt” 382); y el autor
debe hacer algo más que observar adecuadamente la realidad: debe instar a
transformarla.
El marxismo ve en la literatura una parte de la superestructura que es en última
instancia determinada por la realidad económico-social. El autor adopta una
posición ideológica, ya sea consciente o inconscientemente. No es un creador,
sino un productor. No crea a partir de la nada, sino que su labor se define como la
transformación de unos materiales preexistentes (Macherey 68). Para Walter
Benjamin, la toma de conciencia del autor debe traducirse no sólo en el contenido
de su mensaje, sino también en la forma en que llega al público: el autor debe
reconocer que, si quiere ser influyente ideológicamente, su producto habrá de
llegar a un público amplio. La labor del artista ha de tener en cuenta la manera en
que su obra llega al público. Walter Benjamin se interesó especialmente por la
explotación artística de los mass media, y Bertolt Brecht insistía en la necesidad
de destruir las formas tradicionales del arte para crear una forma polémica, que
reclame la actividad reflexiva del espectador y le haga tomar conciencia de la
necesidad de adoptar una postura política.
Con frecuencia, sin embargo, se ha señalado el peligro que supone para el
artista una intención deliberada, como es el compromiso político. Para Goethe (cit.
en V. Hall 165), el artista comprometido deja automáticamente de ser artista. El
artista puede estar comprometido como hombre, pero su visión artística debe estar
libre de objetivos inmediatos. Esta teoría no excluye la efectividad política o moral
del arte: podríamos decir con Benjamin Constant que el arte auténtico no tiene
objetivo, pero que sin embargo lo alcanza.
Es muy corriente que el autor se sitúe en cierta medida al margen de su
comunidad. Es conocida la figura del escritor exiliado que sin embargo no cesa de
incidir en sus escritos sobre la sociedad de la cual ha escapado, e incluso ve en el
exilio una circunstancia favorable a su creatividad. Tanto Joyce como Beckett son
ejemplos de escritores autoexiliados, irlandeses fuera de Irlanda por motivos tanto
vitales como artísticos. Otra posible obligación del autor iría dirigida no a la
comunidad, sino al lector individual, en tanto que receptor. El autor debe ser un
autor competente, de manera que el lector no se arrepienta de haber perdido su
tiempo y dinero con el libro. La incompetencia narrativa se tolera en el narrador
ficticio, pero nunca en el autor real (Pratt 166, 173). Hemos llamado competencia
literaria al conjunto de normas de naturaleza variadísima que permiten a un autor y
a sus lectores ser copartícipes en el fenómeno literario. La competencia literaria
activa del autor es el correlato necesario de la competencia literaria pasiva del
lector en la comprensión del texto , —aunque la competencia del lector no puede
reducirse a este papel pasivo, pues leer, y sobre todo interpretar, es más que
comprender.
Cada tradición literaria concretiza de modo determinado la competencia literaria
del autor; se definen reglas a respetar o a romper, objetivos a cumplir, etc.—
protocolos pragmáticos de actuación en un género o ámbito dados. La cortesía del
autor puede estar más o menos definida en una tradición determinada. En cierto
pasaje de Barchester Towers Trollope anticipa a su lector el final de la novela,
renunciando explícitamente a engañarle con el suspense planteado. Como todo en
literatura, la competencia modal del autor se puede instrumentalizar y devenir un
tema literario.
El uso de la palabra por parte del autor también va más allá de la comunicación,
y más allá de la expresión o catarsis. A partir del romanticismo se insiste en que
la escritura es también una manera de conocimiento, una manera de fijar
intuiciones o experiencias que no son comúnmente accesibles fuera de la
experiencia literaria. El autor no comunica un sentido preestablecido, sino que su
misma creación le lleva a descubrir ese sentido (Bradley 745). Por tanto, la
escritura es una praxis, y no sólo en el sentido de hacer, sino también en el de
hacerse. La literatura no es una excepción al uso general del lenguaje, en el que el
hablar significa comprometerse (Searle, Actos 201). Y la acción verbal no sólo nos
define frente a los demás, sino también nos ayuda a descubrirnos a nosotros
mismos: “By speaking with another person, we not only reveal ourselves to him—
be he friend or foe—but to ourselves as well” (Ingarden, “Functions” 391). Esto
sucede en un grado máximo en ese uso especial de la palabra que es la creación
literaria.
El proceso de composición puede tematizarse, e incluso afectar decisivamente
como tal tema a la estructura narrativa de la obra. Frye (Anatomy 267) define dos
actitudes básicas del autor a este respecto. Puede presentar la obra como algo ya
hecho, un perfecto objeto acabado, a la manera de Henry James, por ejemplo. O,
por el contrario, dejar entrar al proceso de creación a formar parte de la obra: es la
postura de Sterne. Por supuesto, todo esto se puede hacer de muy diversas
maneras. No es sólo la creación real la que puede dramatizarse: puede
presentársenos el proceso de creación ficticia de la obra (que es lo que de hecho
sucede en Tristram Shandy) tendiendo referencias más o menos explícitas a la
creación real. Son formas tanto más complejas del hacer y del hacerse del sujeto
literario.
Hemos visto que está generalmente aceptada la idea de que la intención del autor
no es suficiente para dar cuenta de la obra. El marxismo, el psicoanálisis y el
estructuralismo insisten de modos diversos en aspectos inconscientes de la
creación, subrayando el hecho de que es legítimo ver en la obra una creación
supraindividual, cuyos condicionantes e implicaciones van por tanto va más allá de
su autor individual. Y no es que sea preciso acudir a estas escuelas, que
ejemplifican bien lo que H.-G. Gadamer ha llamado la “hermenéutica de la
sospecha”, para ir más allá del sentido consciente e intencional. La Nueva Crítica
ya había mostrado las limitaciones del intencionalismo ingenuo. Incluso en pleno
siglo diecinueve y en pleno paradigma estético-humanista sobre la literatura
podemos encontrar una afirmación como la siguiente:
the highest function of the critic is to act as the interpreter of genius, which, working
under the impulse of its creative instincts, may be, and we believe frequently is,
unconscious of the deep truths embodied in his own productions.
I am assuming that the work of art we propose to analyze (...) has its source not in
the personal unconscious of the poet, but in a sphere of unconscious mythology
whose primordial images are the common heritage of mankind. I have called this
sphere the collective unconscious to distinguish it from the personal unconscious.
(817)
Cuando una obra apela a impulsos o imágenes del inconsciente colectivo, provoca
una especial intensidad emocional, que arrebata tanto al autor como al lector: “At
such moments we are no longer individuals, but the race; the voice of all mankind
resounds in us” (818). Los elementos poéticos y narrativos analizados por la
escuela jungiana, como los arquetipos de iniciación, el cruce del umbral, la
oposición entre símbolos de régimen diurno o nocturno, de regeneración o de
decadencia estacional, etc. pertenecen al inconsciente despersonalizado, a una
función imaginaria del espíritu humano que no tiene en los mitos o en la creación
de los artistas más que manifestaciones concretas.
El estructuralismo reaccionó contra el psicologismo literario, herencia de la
época romántica, sobre todo tal como era practicado por críticos como Vossler o el
primer Spitzer. La misma noción de estilística estaba alentada por un ánimo
psicologista, bien patente en la famosa frase de Buffon: “le style, c’est l’homme”.
Algunos enfoques interpretativos producto de la convergencia entre el
estructuralismo y el psicoanálisis han proclamado la disolución del sujeto
productor del texto ante los métodos actuales de estudio del significado. El
significado sería estructuralmente anterior al sujeto, y éste emana del proceso
significativo como una estrategia interpretativa. Kristeva distingue entre el análisis
del nivel profundo del texto (“geno-texto”) y el del superficial (“feno-texto”). El
sujeto no es único en el nivel profundo, sino que es destruído o generado para
generar sentido:
3.4.2. El lector
Poder: Como depositario último del intercambio textual, el lector puede decidir
sobre tal intercambio. No tiene la posibilidad de prolongar el contacto, a no ser
mediante la relectura, pues éste viene ya dado por la naturaleza del texto, pero sí
le corresponde, en cambio, decidir si acepta o no establecer, interrumpir o
reanudar el contacto (cf. Lázaro Carreter, “La literatura” 159-160). Puede
seguidamente adoptar o no una actitud cooperativa con los roles que el texto le
ofrece: es la prerrogativa de todo destinatario en el intercambio comunicativo (cf.
Lozano, Peña-Marín y Abril, 233).
Deber: En principio, el lector no tiene deberes. Es libre. Sin embargo, si quiere
participar con provecho en el intercambio discursivo debe ser capaz de colocarse
al nivel del texto, debe tener un mínimo de imaginación y de inteligencia, y utilizar
su competencia para colaborar provechosamente con el texto. Podemos también
argüir que es deber del lector ante sí mismo realizar una lectura placentera y
crítica; como todo intercambio comunicativo, la lectura es una actuación en el
mundo y un modo de (auto)construcción del sujeto.
Querer: En principio, el lector desea colaborar con el autor en la comunicación
literaria. Es decir, acepta las reglas de comportamiento discursivo tal como las
hemos definido anteriormente: desea que la obra le divierta, que se construya un
mundo coherente o bien que se produzca un juego interesante con el lenguaje, etc
(cf. Booth, Rhetoric 125 ss). Los deseos del lector también juegan un papel
importante en el funcionamiento narrativo del discurso mediante la identificación
con los diversos sujetos textuales.
Está el problema de la coordinación entre el deseo del sujeto y el orden social.
La teoría neoclásica introducía a este respecto el concepto de justicia poética. El
principal problema que plantea ese concepto es una posible contraposición entre
las leyes de probabilidad aceptadas por el lector y sus propios deseos. Para
Samuel Johnson la justicia poética es esencialmente de un medio de complacer al
público, no de educarlo; es aceptable siempre que no distorsione la verosimilitud
de la acción (cf. Edinger 184).
Frente al moralismo de la crítica humanista clásica, el esteticismo del siglo XIX
resalta el placer estético resultante de aceptar los valores de la propia obra. Sirva
de ejemplo una temprana declaración de Thomas Griffiths Wainewright: “I hold that
no work of art can be tried otherwise than by laws deduced from itself: whether or
not it be consistent with itself is the question”. En la Nueva Crítica estética del
siglo XX se mantiene la preeminencia del enfoque “intrínseco”, y un respeto casi
religioso al proyecto estético de cada obra, que no debería ser distorsionado por
un crítico en desacuerdo ideológico. Naturalmente esto es una ilusión, y de hecho
este criterio se aplicaba a obras canónicas previamente seleccionadas por la
tradición; la función social e ideológica de la crítica va más allá de respetar el
proyecto estético de la obra. La crítica ética y política (humanista, marxista,
feminista, etc.) ha vuelto con fuerza en años recientes a afirmar la importancia del
conflicto ideológico en literatura.
Booth, por ejemplo, se opone al inmanentismo del New Criticism, y señala que
el lector no abandona sin más sus creencias al enfrentarse a una obra de arte. La
ideología, moral e imagen del mundo del lector afectan sensiblemente a su lectura.
(Rhetoric 137 ss). El lector proyecta sus deseos sobre los personajes de la obra,
de manera semejante al autor (3.4.1.2 supra). Estas maniobras de identificación,
de simpatía y antipatía, son la base misma de la narración. En la narración clásica,
son explícitas: el interés principal suele consistir en un espectáculo de alternativas
morales de los personajes. En la narración contemporánea desempeñan un papel
más discreto, aunque perviven de forma oculta (Booth, Rhetoric 83 ss, 129 ss).
Según Booth, estos procesos de identificación no se realizan de una manera
directa según las actitudes subjetivas del lector, sino que son modelados en parte
por la obra. Booth señala que en el proceso de “suspensión voluntaria de la
incredulidad” al leer ficción, la retórica de la obra debe llenar las lagunas dejadas
por la retirada de las creencias del lector. Las actitudes normales del lector hacia
determinado tema o tipo de personaje son así anuladas, manipuladas o incluso
invertidas (Rhetoric 112 ss). Conviene quizá apuntar aquí que es labor de la crítica
desvelar estos fenómenos retóricos y éticos, revelando la auténtica dimensión de
la ideología de la obra.
Saber: En general, el lector ha de tener conocimiento de los códigos semióticos
activados en la obra. Dichos códigos son enormemente variados. De primera
importancia es comprender el idioma en que está escrita la obra. También
identificar correctamente el tipo de fenómeno discursivo de que se trata: una obra
de ficción no debe ser confundida con un documento real, etc. Ya hemos hablado
de la enciclopedia presupuesta en el lector proyectado, así como de la
compentencia literaria (3.3.3.3. supra). Los conocimientos del lector real también
podrían describirse de esta manera. Naturalmente, varían en cada lector real con
respecto a los del lector textual y de otros lectores. Toda enciclopedia es distinta, y
ello hace que elementos como la caracterización, la relevancia de los
acontecimientos, la temática fundamental y el efecto varíen de un lector a otro (cf.
Prince, Narratology 69 ss). Sólo hasta cierto punto es calculable la medida en que
se producirán las asociaciones extratextuales deseadas. A la hora de explicar
lecturas divergentes hay que hablar, sin embargo, de grados de diferencia, y no de
diferencias absolutas. Tras la aparente divergencia de muchas lecturas se
esconde el resto del iceberg, la coincidencia fundamental que se da por supuesta
y no llama la atención.
Hacer: El lector procesa el texto (Prince, Narratology 103), y actualiza o no
actualiza los códigos que estructuran la obra, o propone otros adicionales. Lotman
ha señalado una importante diferencia en el comportamiento semiótico (ideal) del
autor y del lector en la comunicación literaria:
El lector está interesado en recibir la información necesaria con el mínimo gasto
de esfuerzos (el placer obtenido mediante la prolongación del esfuerzo es una
posición típicamente de autor). Por eso, si el autor tiende a aumentar el número de
sistemas de código y a hacer más compleja su estructura, el lector se inclina por
reducirlos, dejándolos en un mínimo que a él se le antoja suficiente. La tendencia
a hacer más complejos los caracteres es una tendencia de autor. La estructura en
blanco y negro, de contraste, es una actitud de lector. (Lotman 356-357)
Pero el lector no siempre es tan perezoso como sugiere Lotman. Sucede esto
sobre todo cuando trata con obras de arte consagradas o con obras no artísticas
que por alguna razón están siendo leídas como artísticas, o bien en un contexto
institucional de lectura como es la crítica o la enseñanza. En estos y otros casos el
lector puede encontrar (o crear) estructuraciones suplementarias aplicando
códigos diferentes a los previstos por el autor: así se producen lecturas críticas,
lecturas creativas, o bien lecturas aberrantes. Por supuesto, también se da el
caso de la descodificación insuficiente, que no encuentra el código pertinente para
integrar los elementos de la obra en un sentido. Cuando una lectura interactúa con
otras y se pasa a evaluar su adecuación, ya entramos en el terreno de la crítica
(3.4.2.5). Es en la crítica donde aparece con mayor claridad el poder
reconfigurador de la lectura, extrayendo un nuevo sentido de los elementos
estructurales de la obra y de la interacción de ésta con el contexto cultural de la
lectura.
Esta teoría señala de modo útil los aspectos emocionales y las reacciones
subliminales o huellas de comportamiento activadas en el receptor (attitudes); pero
su semántica y su pragmática, aspectos que aquí nos conciernen especialmente,
son caóticas. Le falta precisamente todo aquello que Hawthorn (también de
manera insuficiente) entiende por “reading”: “(i) decoding written words into spoken
words; (ii) establishing verbal meaning; (iii) moving to an understanding of the
written text which involves a consideration of its significance and implication”
(Hawthorn 17). Y Richards, como todos los formalistas, parece entender la
recepción como un proceso enteramente guiado por la obra.
En general, podemos decir que a nivel semántico la lectura no es una simple
acumulación gradual y uniforme de significado: es un proceso de sucesivas
estructuraciones y reestructuraciones del contenido. El texto se parcela en bloques
semánticos, entre los cuales se establecen diversos tipos de transacciones y
paralelismos, y sucesivas fases de la lectura van redefiniendo esa parcelación y
estableciendo nuevas relaciones semánticas.
En este sentido, los formalistas ven que el funcionamiento de los rasgos de
“contenido” es semejante al de los rasgos formales tal como fue descrito desde
Coleridge: una tensión entre lo conocido, lo previsto, y la sorpresa que rompe esa
previsión. El ritmo semántico es comparable al ritmo fónico: no consta tanto de la
presencia efectiva de elementos rítmicamente repetidos como de la tensión entre
la previsión que permite esa repetición y la frustración de esa expectativa, que a
su vez puede crear nuevas expectativas. Esta noción interactiva de la recepción
expuesta por la crítica contemporánea no es totalmente nueva: la teoría
neoclásica ya definía las partes del drama o su unidad con relación a las
expectativas y reacciones del espectador, y no solamente en base a las acciones
mismas.
Las expectativas del receptor son en primer lugar situacionales. A partir del
contexto comunicativo de la narración, el lector ya se ha formado una idea sobre el
tipo de texto al que se enfrenta. Las primeras frases confirman esa hipótesis y
hacen bajar la guardia en ese sentido, o bien obligan a desecharla y a probar otra
nueva. Un primer contacto con la acción o con la retórica del narrador provoca la
proyección de nuevas macroestructuras. Ya hemos descrito a éstas como vastas
estructuras de relaciones entre datos cuyas casillas están o bien totalmente
indeterminadas, vacías y dispuestas a llenarse de información, o bien en estado
de suspensión. Va creciendo así una estructura cada vez más determinada, y que
determina cada vez un número mayor de implicaciones que deberán ser
satisfechas por los estados posteriores para que se mantenga la legibilidad. Según
Van Dijk, “el mundo posible en el que una frase se interpreta está determinado por
la interpretación de las frases previas en los modelos anteriores del modelo
discursivo” (Texto 152). Si bien esta formulación ayuda a comprender un aspecto
del proceso, recordemos que en este modelo excesivamente formalista Van Dijk
concede un papel demasiado limitado a la actividad configurativa del receptor, que
sólo va orientada, y no determinada por el texto.
Cada nuevo estado textual construido por el lector se contrasta con las
posibilidades ofrecidas por lo ya construído, y se naturaliza con relación a ese
sistema, modificando el sistema en caso necesario con una estructuración
adicional, o incluso desechando cuanto sea necesario para mantener la
coherencia. Este proceso es especialmente claro en los textos narrativos. Lo
esencial es intentar que cada estado sucesivo del texto englobe a todos los
precedentes manteniendo una coherencia.
Un aspecto importante es la alternancia de información nueva con información
ya codificada, redundante. La información que en un principio es nueva puede
darse por presupuesta en un número de operaciones mayor o menor, durante el
cual permanece como una posibilidad hipotética. Cada frase se refiere a frases
anteriores (menos las primeras, claro está; cf. 3.2.2.5 supra), de manera que el
texto se vuelve progresivamente más redundante (van Dijk, Text grammars 133).
La referencia anafórica del texto a sus propios elementos, sin embargo, se basa
cada vez menos en recursos “explícitos” y más en la presuposición o la estructura
temática. El texto que no sigue esta ley y es excesivamente redundante
(“supracompletivo”, según van Dijk, Texto 173) es tan anormal comunicativamente
hablando como el “infracompletivo”. El procesamiento de la referencia anafórica
puede ser más o menos trabajoso para el lector, dependiendo del grado de
redundancia del texto. Un texto que utilice marcos de referencia poco usuales para
el lector dificultará la proyección de la información nueva sobre la ya procesada:
The mapping process occurs at the time of comprehending the sentence and is a
function of the semantic relatedness of an anaphor and its antecedent. If the
anaphor and the antecedent bear a low conjoint frequency relation to one another,
the reading time is longer than with a high conjoint frequency relation. (Sanford y
Garrod 107)
Hemos visto que la actividad del lector aun en lectura básica o no crítica es
considerable y conlleva el dominio y manipulación de muchos códigos literarios.
Sin embargo, gran parte de esta respuesta es espontánea y subliminal. Acabamos
de señalar una profunda raíz psíquica de la atención en la lectura, y la experiencia
corriente parece sugerir que el lector no se distancia del texto, sino que se deja
llevar. Todo esto nos hace considerar la posibilidad de una influencia inconsciente
de la literatura sobre la personalidad del receptor.
Esta es una idea tan vieja al menos como Platón (República 281 ss). Para
Platón, esa influencia consiste en un desbordamiento de pasiones reprimidas, y es
perniciosa. Aristóteles introduce el tan comentado concepto de catarsis; la
literatura tiene un efecto emocional (presumiblemente inconsciente), pero es
benéfico, es una purificación de las pasiones. Como observa Monroe Beardsley
(Estética 30), la teoría aristotélica de la catarsis no se refiere a los efectos
inmediatos de la experiencia artística, sino a sus más hondos efectos psicológicos.
Esta idea no se ha abandonado en absoluto: está en la base de las principales
teorías psicoanalíticas de la literatura, según las cuales tanto autor como lector se
liberan de tensiones mentales reprimidas mediante su satisfacción imaginaria a
través de la identificación con los conflictos de los personajes ficticios o su simple
objetivación. La simple transformación de fantasías inconscientes en significado
consciente ya es de por sí una satisfacción. El psicoanálisis habla de una sutura
entre el texto y el sujeto lector, al entrar el deseo de éste en interacción con el
proceso textual: un complejo juego de identificaciones y deseos constantemente
satisfechos y reavivados. Las distintas estrategias narrativas son desde esta
perspectiva una tecnología para la reelaboración semiótica del deseo y la
orientación volitiva y emocional del sujeto.
Ya Aristóteles liga determinadas respuestas emocionales del público a la
naturaleza de la obra: así puede recomendar cuáles son los tipos de temática o de
estructura más patéticos, o los que mejor producen piedad y miedo (Poética 1453
b). La respuesta del público sería, en cierto modo, calculable y potencialmente
controlable, tanto en sus efectos inmediatos como en los más ocultos. También
Longino (Sobre lo sublime, cap. XVII) presupone un efecto subliminal de la poesía
cuando observa que las figuras retóricas utilizadas no deben ser perceptibles,
deben escapar a la atención del oyente. Para Longino, el oyente es arrebatado por
la expresión sublime, una reacción que bien poco tiene de analítica. Longino
proporciona al lector un criterio valorativo seguro para juzgar el texto: su reacción
espontánea. “Su lección más importante es decirnos que podemos estar seguros
de la grandeza de un pasaje determinado cuando a él responden al unísono
intelecto, sentidos y voluntad” (V. Hall 43). En épocas mas recientes muchos
críticos han vuelto a declarar el mismo criterio valorativo como el único válido.
Aunque son menos los que (como Castelvetro, Johnson, Howells, Tolstoi o el
propio Longino) han llegado a aceptar el juicio del público medio como el más
válido; es más frecuente entre la crítica la actitud que afirma que “el gusto de la
muchedumbre jamás puede dar leyes al arte”. Y en nuestro siglo la liteatura
reflexiva y experimental tiende con frecuencia no sólo al elitismo sino también a
desconfiar del impuso directo sobre la emoción.
La doctrina clásica sobre la finalidad de la literatura es bien clara: la poesía
deleita y/o instruye; la mejor deleita e instruye a la vez, siguiendo el consejo de
Horacio:
3.4.2.5. El crítico
reading is subject not to the text as its law, but to the law to which the text is
subject. This law forces the reader to betray the text or deviate from it in the act of
reading it, in the name of a higher demand that can yet be reached only by way of
the text. This response creates yet another text which is a new act.
No poet, no artist of any art, has his complete meaning alone. His significance, his
appreciation is the appreciation of his relations to the dead poets and artists (...).I
mean this as a principle of aesthetic, not merely historical, criticism. (...) [W]hat
happens when a new work of art is created is something that happens
simultaneously to all the works of art which preceded it. the existing monuments
form an ideal order among themselves which is modified by the introduction of the
new (the really new) work of art among them. (“Tradition and the Individual Talent”
45)
Es evidente, sin embargo, que este orden literario y estas relaciones sólo pueden
existir en tanto que son concebidos por un lector. Es un lector ideal el que ve cada
obra en sus relaciones con las demás, un lector ideal del que lectores comunes y
críticos son encarnaciones reales, y por tanto siempre imperfectas, limitadas,
parciales. Pero la percepción de un lector real es real, y en ese sentido es superior
a la percepción imaginada de un lector ideal. No hay grandes sistemas abstractos
o eternos más que en tanto son elaborado por lectores efectivos. Es decir, el
sistema de Eliot no existe en tanto que tal sistema, sino en tanto que instrumento
de comunicación, herramienta conceptual que responde a una empresa crítica
determinada y que, contrariamente a lo que Eliot parece sugerir, es un fenómeno
históricamente y localmente concreto. Sin embargo, no queremos oponer a
visiones inmanentistas como la de Eliot una atomización igualmente radical.
Volviendo a la visión historicista de Hegel, podemos decir que aun a pesar de la
subjetividad del acto crítico, cada lectura tendrá la objetividad de su vinculación
histórica con otros fenómenos culturales (especialmente con otras lecturas).
Podemos encontrar interés en averiguar qué interpretaciones se han hecho de la
literatura, y estaremos trabajando entonces con las lecturas anteriores en tanto
que datos críticos objetivables (cf. Frye, Anatomy 346).
Hay quienes han querido ver en la reconstrucción de la recepción histórica
original de una obra la única actividad crítica realmente válida. Tales intentos de
extraer la literatura de la circulación semiótica están condenados al fracaso;
ignoran que la comprensión que tengamos de la época pasada también está
sujeta a una negociación histórica, y que por tanto nunca lograremos definir un
sentido cerrado y monolítico en una obra literaria. No debemos ceñirnos a la
lectura original, de una obra literaria (la de los contemporáneos del autor), pero
también es un error ignorarla totalmente, pues forma parte de la intertextualidad
más o menos invisible que rodea (y constituye) a la obra. Los rasgos formales o
las cualidades estéticas de cada obra no tienen una existencia objetiva, sino que
se definen en relación al lenguaje literario de su época; según Tynianov, son el
resultado de un acto concreto de percepción dentro de un contexto histórico
particular ; ese acto es luego reinterpretado como un fenómeno histórico por
épocas sucesivas.
Pero ¿podemos conocer las interpretaciones de otros lectores? Pues a veces
se ha negado esto. Para J.-K. Adams, “the literary critic cannot describe any
reading except his own, mainly because he cannot directly observe the act of
reading except in himself” (27). La falacia de la argumentación es evidente: sólo
podríamos describir las lecturas que conocemos directamente. Estaríamos cada
uno encerrados con nuestra propia lectura; no podríamos describir la lectura de
otro crítico; aunque éste hubiese dedicado un libro de trescientas páginas al
análisis de un poema, la comunicación sería imposible. Este argumento ignora que
puede haber lecturas enriquecedoras, que podemos hacer nuestra la lectura de
otro. Es deber del crítico conocer otras lecturas al margen de la suya propia antes
de llegar a una conclusión, entre ellas las lecturas contemporáneas a la obra y
que, en cierto sentido, están implícitas en ella (cf. 3.3.3.1 supra), pero también,
desde luego, las lecturas de críticos recientes que reinterpretan la obra a los
sistemas ideológicos contemporáneos. La crítica es eminentemente un diálogo
intertextual entre lectores. Pero el panorama teórico actual todavía permite
un margen de maniobra mayor. El crítico y el teorizador de la literatura manejan
códigos de interpretación muy diferentes a los del lector medio, códigos derivados
de la psicología, semiótica y lingüística, sociología y antropología, teoría política,
ética, ciencias históricas y naturales, etc.. La crítica y teoría literaria también
desempeñan la labor de traducir unos códigos culturales en otros, y asegurar así
el lenguaje común de la cultura. Para ello es necesario suponer cierta capacidad
de objetividad operativa en la crítica. El hecho mismo de que la estética de la
recepción sea capaz de investigar la diferencia hermenéutica entre las pasadas
recepciones de una obra y las actuales presupone tal capacidad de objetivación.
Para ello necesitamos postular un tipo de objetividad en la lectura que va más allá
de su carácter de dato histórico. En esta interpretación siempre hay algo de auto-
interpretación, pero no solamente auto-interpretación. Para comprender el papel
cultural de la proliferación de sentidos hay que atender a la intencionalidad e
ideología de cada interpretación, contextualizarla. Vemos así que la diversidad de
interpretaciones no es un caos. Cada interpretación se vuelve más clara y
coherente cuando la colocamos en el contexto en que se realizó. Asimismo, es útil
metodológicamente distinguir la interpretación del sentido textualde la aplicación o
interpretación de la significación crítica. La primera es más ceñida al texto, se
somete a él para extraer su sentido; es un primer paso necesario antes de la
segunda, que actúa sobre el texto para someterlo a la intencionalidad del
intérprete y a su sistema de referencias, en una negociación con la intencionalidad
supuesta en el autor. Conceptos semejantes, como la “fase literal” de la Anatomy
de Frye o la “lectura-objeto” de Castilla del Pino, derivados de la oposición básica
entre denotación y connotación (“Psicoanálisis” 271), son comunes en cualquier
teoría de la interpretación; aquí hemos opuesto una descripción básica del
proceso de lectura a otras lecturas institucionalmente especializadas. El crítico
puede guiarse en su interpretación por otras lecturas acumuladas culturalmente, y
puede aplicar al texto una estrategia interpretativa elaborada que no está al
alcance del lector medio. Estas estructuras interpretativas van desde tempranas
teorías sobre plurisignificación, como la doctrina escolástica sobre los cuatro
niveles de sentido de la Escritura (literal, alegórico, moral y místico) hasta el
contexto inmensamente más rico y variado que ofrecen en la actualidad las
escuelas estructuralistas, psicoanalíticas, marxistas o desconstructivas. Así, toda
crítica adecuada es hoy metacrítica, pues supone un debate teórico con los
presupuestos de otras lecturas y una asimilación de lecturas previas no como
datos acumulativos, sino como resultado de una perspectiva crítica global que
debe trascenderse.
Hemos distinguido estas lecturas especializadas de una lectura básica o
instrumental ideal. Esta diferenciación es necesaria para todo estudio de la
literatura. Subyace por ejemplo a la oposición de Ingarden entre la obra y sus
concretizaciones (Literary Work 334), o en la diferenciación que hace J.-K. Adams
(55 ss) entre pragmatic structure e interpretive strategy, oponiéndose al
reduccionismo de Stanley Fish, quien querría poner a un mismo nivel de
objetividad todos los aspectos de la recepción: “Interpretive structures are not a
constituent of the act of reading because they are dependent on performing the act
of reading” (Adams 57). En el acto de lectura se identifica la estructura pragmática.
Durante la misma lectura, según Adams, se van haciendo interpretaciones
provisionales, que luego pueden ser rechazadas, pero la estructura pragmática del
intercambio comunicativo permanece: “An interpretive strategy is selected or
rejected to confront the possibilities of the text; it is neither part of the text nor part
of the interpretation that it determines. In contrast, the pragmatic structure is both”
(Adams 58). También otros aspectos del lenguaje de la obra, aspectos
semánticos, fónicos, etc., existen a un nivel de objetividad distinto de los aspectos
concretizados por el lector a partir de marcos de referencia, o de las
interpretaciones ideológicas, como ha señalado Hirsch. Y a través del lenguaje
que las transmite, también las estructuras básicas del relato y la acción tienen una
existencia objetiva; sólo la historia de la recepción de cada obra nos muestra
cuáles de los aspectos del argumento, por ejemplo, han sido objeto de debate
crítico; tal debate tiene lugar sobre un trasfondo de significados que se
presuponen como no problemáticos. La obra no puede limitar la interpretación del
crítico, pero sí la orienta con su objetividad textual y con las convenciones
pragmáticas que invoca. Una lectura que ignore el texto o sus condicionantes
pragmáticas es una recreación o reescritura de la obra más bien que una
interpretación. Una interpretación adecuada debe subsumir el conjunto de la obra
en su interpretación, incluyendo aspectos “invisibles” como son los niveles de
emisión y recepción virtuales y la problemática crítica/intertextual previa que la
caracteriza como objeto cultural.
La obra crítica tiene su propio lector textual, que puede no coincidir con el lector
textual de la obra objeto de comentario. “When the critic writes about the reader of
literature, he attempts to relate the reader he writes about, the reader of the literary
text, to the reader he writes for, the reader of the critical text” (J.-K. Adams 27). El
crítico debe proponer su lectura e intentar que el lector del texto crítico lea el texto
literario como lo ha leído el “lector ideal” de este texto literario, es decir, el crítico
mismo. Exteriorizando nuestra lectura, dejamos de ser nuestro propio lector ideal y
pasamos a ser un “lector histórico” para los demás. La lectura resulta a fin de
cuentas ser un fenómeno histórico. Según Adams, “[l]iterary competence as
shared background knowledge is what allows literary criticism to be a public
activity, but the private activity of the critic’s own reading is the essence of
criticism” (J.-K. Adams 31). Esta separación entre “literary competence” y “reading”
como “generalidad” e “individualidad” es un tanto desconcertante. Si un crítico
realiza una lectura adecuada, parece que se deberá a que posee un alto grado de
competencia literaria. Hasta qué punto es “suya” y hasta qué punto es “de todos”
es una cuestión bastante más compleja; pero parecería redundante, después del
estructuralismo y la crítica ideológica, insistir en qué medida nuestra subjetividad
es el punto de encuentro de normas, códigos y estrategias que no proceden de la
individualidad de cada cual. En el carácter intersubjetivo de los códigos que hacen
posible la actividad y la comunicacion humanas es donde reside la justificación de
la actividad crítica, del metalenguaje técnico y de la aspiración a establecer
fundamentos objetivos para la teoría de la literatura. Optamos pues por una teoría
crítica objetivista, pero un objetivismo que no consiste en establecer verdades
eternas e inamovibles, sino en promover la comunicación y la traducibilidad entre
distintas teorías y actividades interpretativas.
4. Conclusión
Notes
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Notas
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