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ACCIÓN, RELATO, DISCURSO:

ESTRUCTURA DE LA FICCIÓN NARRATIVA

José Ángel García Landa


ÍNDICE

0. Introducción

1. ACCIÓN

1.1. EL CONCEPTO Y SU HISTORIA

1.1.1. Los niveles del texto narrativo: la acción

1.1.2. Origen aristotélico de los conceptos de acción y relato

1.1.3. Modelos de la acción en el formalismo ruso: el par fabula / siuzhet

1.1.3.1. Propp
1.1.3.2. Shklovski
1.1.3.3. Tomashevski
1.1.3.4. Tynianov
1.1.3.5. Evolución posterior de los conceptos de fabula / siuzhet: Emil
Volek

1.1.4. Modelos de la acción en la crítica anglonorteamericana: story /plot


versus fabula /siuzhet

1.1.4.1. Forster
1.1.4.2. Muir
1.1.4.3. Wellek y Warren
1.1.4.4. Brooks y Warren
1.1.4.5. Crane; Scholes y Kellogg

1.2. LA ACCIÓN EN LA NARRATOLOGÍA ESTRUCTURALISTA

1.2.1. Diferentes teorías sobre los niveles de análisis del texto literario

1.2.2. La narratividad

1.2.3. El análisis de la acción en rasgos distintivos

1.2.4. El punto de vista en la acción


1.2.5. La acción como macroestructura discursiva

1.2.6. Resumen, acontecimiento y acción mínima. La relación acción /


discurso

1.2.7. Concretización de la acción en la lectura

1.2.8. Las transformaciones de la acción

2. RELATO

2.1. DEFINICIÓN Y ORÍGENES DEL CONCEPTO DE RELATO

2.2. TIEMPO DEL RELATO

2.2.1. Orden

2.2.2. Duración

2.2.2.1. Definición
2.2.2.2. Pausa
2.2.2.3. Escena
2.2.2.4. Resumen
2.2.2.5. Elipsis

2.3. ASPECTO DEL RELATO

2.3.1. Frecuencia

2.3.2. Permanencia

2.4. MODO DEL RELATO

2.4.1. Distancia

2.4.1.1. Mostrar
2.4.1.2. Decir

2.4.2. Perspectiva
2.4.2.1. Definición
2.4.2.2. Perspectiva y gramática
2.4.2.3. Teorías de la perspectiva

3. DISCURSO

3.1. LA ESTRUCTURA PRAGMÁTICA DE LA NARRACIÓN LITERARIA

3.1.1. Pragmática

3.1.2. Pragmática y escritura

3.1.3. Pragmática e interacción comunicativa

3.1.4. Pragmática y ficción

3.1.4.1. Historia del concepto


3.1.4.2. Ficción y actos de habla
3.1.4.3. Cuándo es ficticio un texto
3.1.4.4. Grados de ficcionalidad
3.1.4.5. La insuficiencia de la pragmática lingüística

3.1.5. Pragmática y narración

3.1.5.1. La narratología
3.1.5.2. El narrar como acto de habla
3.1.5.3. La narración natural
3.1.5.4. Narración y ficción (status narrativo)

3.1.6. Pragmática y literatura

3.1.6.1. Literatura y ficción


3.1.6.2. El concepto de literatura
3.1.6.3. La comunicación autor-lector
3.1.6.4. Las "cualidades metafísicas" de la obra literaria
3.1.6.5. Los géneros literarios

3.2. NARRADOR, NARRACIÓN Y NARRATARIO

3.2.1. El narrador

3.2.1.1. Historia del concepto.


3.2.1.2. La autonomía del nivel de la narración
3.2.1.3. La competencia modal del narrador

3.2.1.3.1. Deber
3.2.1.3.2. Poder
3.2.1.3.3. Saber
3.2.1.3.4. Querer
3.2.1.3.5. Hacer
3.2.1.3.6. Ser

3.2.1.4. Niveles narrativos.


3.2.1.5. Los relatos intradiegéticos
3.2.1.6. Rupturas de marco
3.2.1.7. Persona.
3.2.1.8. El narrador autodiegético.
3.2.1.9. El narrador testigo
3.2.1.10. El narrador-autor
3.2.1.11. El autor-narrador

3.2.2. Narración

3.2.2.1. La motivación realista de la narración literaria.


3.2.2.2. La narración no motivada diegéticamente

3.2.2.2.1. Combinaciones de narraciones

3.2.2.3. Los movimientos narrativos

3.2.2.3.1. Narración de acontecimientos.


3.2.2.3.2. Narración de palabras

3.2.2.3.2.1. El discurso narrado.


3.2.2.3.2.2. El discurso directo
3.2.2.3.2.3. Discurso indirecto
3.2.2.3.2.4. Discurso indirecto libre

3.2.2.3.3. Narración de pensamientos

3.2.2.3.3.1. El pensamiento narrado; el pensamiento indirecto


3.2.2.3.3.2. El pensamiento directo y el monólogo interior
3.2.2.3.3.3. El soliloquio
3.2.2.3.3.4. El pensamiento indirecto libre

3.2.2.3.4. Descripción
3.2.2.3.5. Comentario
3.2.2.4. El tiempo de la narración.

3.2.2.4.1. Orden

3.2.2.4.1.1. Orden respectivo de la narración y la acción


3.2.2.4.1.2. Orden respectivo de la narración y de la recepción
ficticia
3.2.2.4.1.3. Orden respectivo de la narración y de la escritura del
autor
3.2.2.4.1.4. Orden respectivo de la narración y del momento de
la lectura

3.2.2.4.2. Duración

3.2.2.5. La narración como secuencia temporal.


3.2.2.6. La clausura narrativa

3.2.3. El narratario

3.3. AUTOR TEXTUAL, OBRA, LECTOR TEXTUAL

3.3.1. El autor textual

3.3.1.1. Autor textual y autor real.


3.3.1.2. ¿Es necesario el autor textual?
3.3.1.3. Autor textual y narrador

3.3.2. La obra narrativa

3.3.2.1. Narración y obra narrativa


3.3.2.2. Obra y concretización de la obra
3.3.2.3. La "vida" de la obra
3.3.2.4. El papel del lector y la apertura de la obra

3.3.3. El lector textual

3.3.3.1. Concepto
3.3.3.2. Lector textual, lector proyectado, lector histórico, lector ideal,
lector... ¿Pero es que existen todos?
3.3.3.3. La competencia literaria

3.4. AUTOR Y LECTOR

3.4.1. El autor
3.4.1.1. Autor real y autor textual.
3.4.1.2. Expresión, creación, comunicación. Teorías de la competencia
modal del autor.
3.4.1.3. Más allá del autor

3.4.2. El lector

3.4.2.1. El lector real frente al lector textual


3.4.2.2. La competencia modal del lector
3.4.2.3. El proceso de la recepción
3.4.2.4. La influencia de la obra sobre el lector
3.4.2.5. El crítico

4. CONCLUSIÓN

BIBLIOGRAFÍA
0. INTRODUCCIÓN

Trataremos (...) de la manera en que hay que estructurar


los relatos si se quiere que la composición esté lograda,
además del número y naturaleza de las partes que la
constituyen, y asimismo de todas las demás cuestiones
relacionadas con esto. Siguiendo el orden natural,
trataremos primero lo primero.

Aristóteles, Poética, I

No se trata de manifestar una estructura,


sino, en la medida de lo posible,
de producir una estructuración.

Roland Barthes, S/Z, XII

El objeto inmediato del presente libro son las teorías de la narración y, a través de
ellas, los textos narrativos. Su estudio tendrá un carácter puramente especulativo,
y apuntará en la dirección de la semiótica y la lingüística más bien que hacia la
crítica aplicada. No se articulará en torno a comentarios de obras literarias
específicas (al margen de ejemplos ilustrativos ocasionales), y se desarrollará
según un plan estrictamente conceptual. Tampoco se trata de una introducción a
las diferentes teorías del relato, sino de un estudio crítico y comparativo de las
mismas, colocándolas en el marco de una teoría más integradora que contribuya a
la vez a esclarecer las relaciones entre teoría lingüística, semiótica, y teoría
literaria. (1). En este sentido nos resultará útil un acercamiento a la pragmática, el
enfoque que ha revolucionado la lingüística de los últimos años, introduciendo en
el análisis del lenguaje conceptos tan centrales como los de gramática textual,
interacción discursiva o acto de habla.

La teoría de la narración, como la teoría de la literatura en general, ha prestado


insuficiente atención al desarrollo de la lingüística, de la misma manera que la
lingüística, en su exploración de unidades formales y de sentido superiores a la
oración, no siempre ha sabido aprovechar el camino ya abierto en gran medida
por la crítica literaria. Establecer una mayor comunicación entre las dos disciplinas
es una necesidad constante. Hoy, el beneficio para la teoría literaria es evidente:
una vez más, como sucedió en la época de la estilística de los años veinte-treinta,
y del estructuralismo desde los años sesenta, la teoría literaria toma nuevo
impulso y adquiere un mayor rigor formal. De esta toma de contacto resultará
también una flexibilización de las categorías de la lingüística. Es lo propio y lo
normal que los lingüistas de tradición formalista trabajen con ejemplos de
laboratorio, abstraídos de la realidad comunicativa para aislar y centrar el
problema teórico que presentan. Esto es obvio, por ejemplo, en las teorías de los
actos de habla de J. L. Austin y J. R. Searle, basadas por conveniencia en una
gramática oracional (y no en una gramática textual o discursiva). Pero la teoría
literaria ha de explicar un fenómeno complejo en el que las estructuras lingüísticas
se complican, se multiplican, se engastan unas dentro de otras o se superponen,
dando lugar a una nueva gramática, una gramática de la acción discursiva. Las
dos disciplinas, lingüística y teoría de la literatura, se hacen así mutuamente
transparentes, traducibles, aprenden a hablar el mismo idioma y a encontrar su
lugar en el marco más amplio de la semiótica. Los continuos avances en
lingüística y teoría literaria se encargan de que este proceso de adaptación mutua
sea una labor constante, que no puede tener un final en el que la integración de
ambas disciplinas sea completa.

Por supuesto, la noción de relato, en torno a la cual se articula la narratología,


desborda los límites de la pragmática lingüística. Si definimos el relato como la
representación semiótica de una serie de acontecimientos, está claro que esa
representación puede ser no lingüística. La variedad del fenómeno narrativo es
inmensa: en la conversación corriente, en la literatura, en el cine, pintura, comic o
serial televisivo, en los anuncios, en la historia y en la conceptualización de
nuestra propia actividad encontramos elementos narrativos. Aquí nos
concentraremos en la intersección del fenómeno narrativo y el fenómeno
lingüístico-textual, y especialmente en la narración literaria escrita. Y no podemos
siquiera aspirar a tratar todas las relaciones entre estas dos áreas. Nuestro trabajo
se concentrará en un nivel intermedio de especificidad, y habrá de descuidar o
más bien dar por supuestas cuestiones de carácter general, como las relativas a la
hermenéutica literaria, así como otras más específicas dentro ya del marco de la
narratología, como las diferencias entre los subgéneros narrativos (cuento /
novela, narración fantástica / narración realista, etc.) o la problemática de la
evolución literaria, para situarnos en el terreno de la metodología narratológica
más general.

Estudiaremos la narración literaria como actuación discursiva, como acto de


lenguaje en el marco de la pragmática. También estudiamos las consecuencias
pragmáticas de la ficcionalización y del desdoblamiento de los enunciadores que
se producen en las obras literarias, intentando así un estudio más sistemático de
los roles enunciativos textuales y más concretamente de las voces narrativas, un
tema que aun en la narratología estructuralista adolece de cierto impresionismo.
Esto en cuanto al análisis de la estructura superficial del discurso narrativo. La
escala de abstracción que nos proporciona la teoría de los actos de habla (actos
perlocucionarios, ilocucionarios, locucionarios) servirá de modelo para adentrarnos
en la estructura narrativa, considerando el texto a diversos grados de abstracción.
Así definimos otros niveles de análisis, como la acción y el relato, junto con las
categorías que les son propias (perspectiva o aspecto en el relato, función o rasgo
distintivo en la acción, etc.). A la vez, estudiamos las principales teorías
narratológicas formuladas hasta hoy intentando resolver sus puntos de conflicto
desde una perspectiva más amplia. El desarrollo que seguiremos será, sin
embargo, opuesto al aquí exponemos, de manera que nos enfrentamos desde un
principio con la diferencia específica del género narrativo: comenzaremos por un
estudio de la acción, y llegamos a la definición del discurso narrativo sólo a través
del estudio de la acción y de su transformación discursiva en el relato. Pasamos,
por así decirlo, de la semántica de la narración, o de la acción en cuanto
significado narrativo, a la sintaxis narrativa, o el relato como estructuración; y de
aquí al nivel lingüístico-textual, al estudio pragmático del discurso narrativo como
acto de comunicación.

Es uno de los objetivos de este libro contribuir a una teoría pragmática de la


narración literaria. Una teoría de estas características no tiene una validez
intrínseca, eterna e inmutable, sino que es el producto de una situación concreta.
Más específicamente, su papel es el de aumentar la mutua traducibilidad entre
distintas áreas intelectuales, en este caso entre dos disciplinas humanísticas que
se encuentran actualmente en un momento de expansión, como son la pragmática
textual y la narratología. La teoría de la narración ocupa un lugar privilegiado en
los estudios literarios. Es marco de referencia obligado en los estudios filológicos
no sólo de todas las áreas de conocimiento (literatura clásica, francófona,
hispánica...) sino también sea cual sea la perspectiva crítica que se adopte:
historia de la literatura, crítica aplicada, estudios genéricos o comparativos, etc.
Por otra parte, la teoría de la narración no cesa de inspirar nuevos caminos en
disciplinas humanísticas vecinas al estudio de la literatura: teoría de la
comunicación, poética cinematográfica, antropología, etc. Se trata de una
auténtica encrucijada donde se encuentran hablando el mismo lenguaje
especialistas en los estudios más diversos. Pero sus contactos con la pragmática
textual son todavía tentativos e insuficientes.

En nuestra exposición remitiremos a muchas teorías anteriores, y elaboraremos


un buen número de conceptos y definiciones que han de entenderse en general
como procedimientos heurísticos, herramientas analíticas. No "hay" tres niveles de
análisis, o cuatro, en un texto narrativo, ni "hay" una diferencia entre voz y punto
de vista, o entre narrador y autor, si por ello se entiende que esas diferencias se
encuentran presentes en el texto como hechos brutos. No hay definiciones
absolutas, ni teorías verdaderas en este sentido ingenuo del término. (2). Sólo
hay definiciones o teorías más o menos explicativas, en un momento dado del
desarrollo de una disciplina. Una definición es una especie de traducción: nos
ayuda a captar un fenómeno en términos de otros fenómenos a los que ya
tenemos acceso de una u otra manera. Por tanto, la definición de un objeto
determinado varía según el "idioma" en que la queremos formular. Lo mismo
podría decirse de las teorías en general. Teorías y definiciones responden a una
finalidad determinada. Desde un punto de vista metateórico, la definición en cierto
modo crea al objeto definido. El hacer mutuamente traducibles las teorías de la
narración y el tender puentes hacia la semiótica y la pragmática nos ayudará, por
tanto, a comprender mejor las relaciones entre contextos disciplinares muy
diferentes con vistas a los cuales se elaboraron las teorías, y a delimitar terrenos
de encuentro. Esto debe tenerse en cuenta antes de dar un carácter absoluto a las
definiciones que damos de relato, de perspectiva, etc. Un estudio metateórico
también tiene un proyecto y un contexto, y sus conceptos deben medirse en
relación a él. No es que definamos hoy lo que es un relato con más exactitud que
Aristóteles: lo que sucede es que Aristóteles no necesitaba remitir este concepto a
tantas disciplinas y áreas de la experiencia como ha de hacerlo la crítica actual,
debido sobre todo a la división del trabajo (y por ende del trabajo intelectual), a la
creciente especialización del conocimiento y de la actividad discursiva. Las
definiciones o teorías, por tanto, nunca serán exactas en cierto sentido, y en otro
sentido siempre lo serán (aunque sólo sea en un contexto limitado). Entre ambos
sentidos se encuentra el área en que es posible trabajar con provecho, procurando
aumentar la traducibilidad entre distintas visiones del mundo, y en este caso entre
distintas disciplinas humanísticas y distintas teorías de la narración.

—o—oOo—o—

Notas

1. Para una breve introducción a la historia de la narratología, véase Narratology,


ed. Susana Onega y José Angel García Landa. Cf. también Paul Ricœur, Time
and Narrative; Wallace Martin, Recent Theories of Narrative; Patrick O’Neill,
Fictions of Discourse.

2. Cf. Mark Freeman, Rewriting the Self 5-6.


1. ACCIÓN

1.1. El concepto y su historia

1.1.1. Los niveles de análisis del texto literario: la acción

La labor de las definiciones no es proporcionar una esencia ideal del objeto


definido, sino permitirnos un acceso a este objeto por la vía de otras áreas de la
actividad humana, otras disciplinas de estudio. La definición tiene, por tanto,
mucho en común con la traducción. Definiendo establecemos, siquiera sea
implícitamente, un tipo determinado de acercamiento al objeto, una demarcación
del área de discurso en la que nos situamos. La definición misma que demos de
narración establecerá ya una división en niveles de análisis que nos interesará
desarrollar. Definamos, pues, la narración como la representación semiótica de
una serie de acontecimientos. Esta definición, como los cientos de definiciones
semejantes que encontramos en las diversas teorías literarias, nos remite a dos
niveles de análisis: la serie de acontecimientos y su representación semiótica.
Podemos someter el texto narrativo, pues, a una doble consideración: en cuanto
artefacto semiótico, texto o discurso y en cuanto acción, serie de acontecimientos
que podemos aislar de ese texto mediante un proceso abstractivo. Resultará útil
en el análisis de la narración establecer distinciones conceptuales claras sobre el
nivel de abstracción al que se está considerando el texto narrativo. Dos conceptos
centrales en este sentido son, pues, los de acción y discurso narrativo. Aún
añadiremos el concepto de relato (1), habida cuenta de que el discurso narrativo
desborda la acción, no se limita a transmitir la acción. En una definición provisional
diremos que la acción consiste en la serie de acontecimientos narrados, y que el
discurso narrativo es el proceso semiótico que elabora o transmite la narración
(por ejemplo, el uso de un texto lingüístico). El relato es el terreno común entre
ambos: la acción tal como aparece en el discurso.

El relato es la representación de la acción en tanto en cuanto ésta es transmitida


narrativamente, y el discurso narrativo (hay, claro está, muchos otros tipos de
discurso) es la representación del relato. También podemos considerar al discurso
narrativo la estructura superficial del relato, y a éste la estructura superficial de la
acción narrada. Inversamente, un relato es la estructura profunda de un discurso
narrativo, y una acción es la estructura profunda de un relato. Los términos
“estructura profunda” y “estructura superficial” han de entenderse aquí en el
sentido más amplio posible, sin considerarlos otra cosa que términos operativos
en una descripción semiótica. Denominaremos transformación al conjunto de
operaciones que nos permiten pasar de una estructura superficial a una profunda
o inversamente. (2).

El primer nivel que estudiaremos será la acción, término éste cuyo significado
iremos delimitando gradualmente. A grandes rasgos, podemos dar una primera
definición en los términos de la poética fenomenológica: la acción es un aspecto
del estrato fenoménico mundo presente en la obra narrativa, el nivel
correspondiente a la dimensión representativa-referencial del lenguaje de la obra.
(3). Es importante señalar las diferencias y también las semejanzas entre este
estrato de la obra literaria y el mundo real. No toda la labor corresponde a la
literatura o al lector a la hora de elaborar el material de la experiencia. La literatura
trabaja sobre un material ya configurado por las estrategias cognoscitivas con las
que interpretamos la realidad. Así, cuando se hace alusión a un nivel “no
semiótico” del texto narrativo, constituido por los fenómenos del mundo narrado (4)
hay que añadir que esos hechos no deben entenderse como hechos brutos, sino
como hechos institucionales, hechos potencialmente significativos y con una
relevancia social—fenómenos semióticos, por tanto. Con el estudio de la acción
estamos buscando técnicas de descripción de acciones que sean aptas para los
estudios literarios. Por tanto, las “acciones” serán en realidad conceptos de
acciones, extraídos metalingüísticamente de los textos en cuestión, una vez tenida
en cuenta la “segunda articulación” que supone la estructuración semiótica ya
presente en nuestra concepción del mundo real.

Cada nivel descriptivo (acción, relato, discurso) será un objeto semiótico resultado
de una abstracción más o menos generalizada. Será la misma descripción la que
determine cuál es exactamente la abstracción que se ha realizado. Las
operaciones abstractivas pueden teóricamente establecer tantos niveles de
análisis como se desee; las reglas de acuerdo con las cuales se realiza la
abstracción sobre un nivel dado son las reglas de transformación que constituyen
el nivel siguiente. (5). Para el estudio del nivel de la acción consideramos al
discurso narrativo sólo en tanto en cuanto representa un mundo narrado, unos
personajes y acontecimientos, al margen de su verbalización o de su
reestructuración narrativa. Es por el contrario esta reestructuración la que nos
ocupará al estudiar el nivel del relato.

Sobre la noción de transformación que hemos expuesto, quizá no esté de más


señalar que la entendemos en el sentido más general posible en semiótica, según
la definición de A. J. Greimas y J. Courtés:

On peut entendre par transformation, de manière très générale, la corrélation (ou


son établissement) entre deux ou plusieurs objets sémiotiques: phrases, segments
textuels, discours, systèmes sémiotiques, etc. (Greimas y Courtés 399)

Es decir, podemos hablar de los niveles superficiales como transformación de los


niveles profundos o viceversa: por ejemplo, para dar cuenta del proceso de
recepción de la narrativa puede interesarnos describir la acción como el resultado
de una transformación que el lector aplica al relato. Más generalmente,
entendemos esta correlación transformacional como una correlación descriptiva,
metalingüística. Precisemos que no es el modelo de transformación de Chomsky
(Syntactic Structures ; Aspects of the Theory of Syntax), también presentado a
veces como metalingüístico, el que estamos proponiendo. Se trataría en todo caso
de un modelo más próximo al de la semántica generativa, aunque en todo rigor
habríamos de hablar más bien de pragmática generativa, una pragmática que
daría cuenta no sólo de la producción y estructura de los textos, sino también de la
actividad interpretativa que los toma como objeto. Para nuestros propósitos
inmediatos es suficiente esta interpretación metalingüística, poco ambiciosa, de
las transformaciones. La misma interpretación se puede aplicar a los interrogantes
sobre la naturaleza fenoménica de los niveles de la acción, el discurso o el relato.
Veremos que es tanto la naturaleza del objeto de estudio como la naturaleza de la
actividad crítica la que nos lleva a esta concepción, y no un rechazo a las
aplicaciones prácticas de la teoría. Al contrario: en ocasiones quizá nuestra teoría
parezca rebasar las competencias de la poética narrativa en cuanto a los
fenómenos estudiados. Si es así, esos excursos se harán como un apoyo más a la
teoría, aunque no consideremos que la relevancia de ésta en el campo de la
narratología esté inevitablemente vinculada a su capacidad explicativa en otras
áreas. Así pues, las observaciones que hagamos sobre otros géneros o artes
distintos de la prosa narrativa literaria (discursos no artísticos, teatro, poesía, cine,
pintura), sobre psicología o lingüística no deben entenderse como
pronunciamientos categóricos sobre cómo deben enfocarse tales cuestiones, sino
como sugerencias de analogías útiles y, en todo caso, ejemplos que nos ayuden a
delimitar mejor nuestro objetivo principal, que es el estudio del relato. Quede claro
asimismo que estamos estudiando las articulaciones del sistema narrativo en
cuanto tal, en un acercamiento “estructuralista” si así se le quiere llamar. Nociones
como la de motivo o tradición nos interesarán no en lo que aporten de contenido
concreto, sino sólo en cuanto que contribuyen (a varios niveles y de modos
distintos) a la sintagmática del texto. Por ejemplo, de la crítica temática nos
interesará la pura definición de motivo o tema, y no los repertorios de motivos o
temas, sus relaciones con arquetipos o traumas psíquicos, o el problema de las
variantes culturales de esos motivos o temas.

La acción en el sentido que intentamos definir no está necesariamente vinculada a


la literatura. De hecho, como veremos, el mismo concepto de relato, situado a un
nivel superior, más específico, no es privativo de la narratología literaria u oral
(pudiendo concebirse narratologías fílmica, pictórica, de la historieta, etc., que
utilicen un concepto de relato comparable al que se da en la narratología literaria).
Con mayor razón, pues, la acción, estructura profunda del relato, podrá subyacer
en un nivel mayor de generalidad a distintos relatos / estructuras superficiales, e
incluso a estructuras superficiales que no sean relatos.

Más adelante veremos tanto ejemplos de estas afirmaciones como limitaciones y


precisiones a ellas. Pero en la primera parte de este capítulo daremos un breve
repaso a las teorías de la narración previas a la irrupción del estructuralismo.
Como veremos, la mayor parte del trabajo estructuralista en este sentido ha
consistido en desarrollar y sistematizar un tipo de análisis que se inaugura con la
Poética de Aristóteles. Con esta obra enlazan los diversos formalismos de la
primera mitad del siglo XX.

1.1.2. Origen aristotélico de los conceptos de acción y relato

Históricamente, el punto de partida para el tipo de estudio que realizamos se


encuentra en la Poética de Aristóteles. Allí aparecen por primera vez nociones
como la de argumento como elemento constitutivo (junto a otros) de una obra,
relación entre carácter y acción, definiciones de las partes de la acción,
clasificación de las acciones en unitarias, episódicas, simples, complejas, únicas y
dobles, etc. Aristóteles ya emplea una terminología técnica para permitir una
comprensión unitaria de fenómenos diversos; así ve cómo unos elementos u otros
se utilizan de manera diferente en los distintos géneros o artes. Sus comentaristas
en siglos posteriores no mejoraron sensiblemente el enfoque original de
Aristóteles, y en lo que toca al tema que nos ocupa hay que esperar al siglo XX y a
los formalistas rusos para encontrar pronunciamientos teóricos comparables a la
Poética en el terreno de la narratología. Por tanto, partiremos provisionalmente, y
un poco a título de homenaje, de los conceptos aristotélicos, para modificarlos
después con las aportaciones de la poética de nuestro siglo. (6).

Aristóteles desarrolla en los cuatro primeros capítulos de la Poética una teoría de


la imitación (mimesis), pues considera que es ésta la base común a todo género
de actividad artística (y quizá humana), incluyendo a la literatura. Es tentador
reformular la teoría de Aristóteles en dirección a la semiótica actual, estableciendo
la equivalencia imitación = significación. Sería, efectivamente, tratar con mucha
ligereza la noción aristotélica. Pero la inconmensurabilidad de nuestro sistema
conceptual y el de Aristóteles sólo puede postularse en una de las dos direcciones
históricas. Nuestros conceptos deben ser capaces de analizar a los de Aristóteles,
pues de lo contrario habríamos de renunciar no sólo a establecer una equivalencia
entre nuestros sistemas de análisis del relato, sino también a traducirlo y leerlo. Es
inevitable reducir a Aristóteles a nuestras categorías de pensamiento al discutir su
teoría; eso no quiere decir que tengamos que establecer identidades de concepto
donde no las veamos. Reconocemos, pues, un elemento de significación en la
“imitación” aristotélica, una significación no propiamente lingüística, sino más
general, semiótica. Veamos un ejemplo :

La epopeya, y aun esotra obra poética que es la tragedia, la comedia lo mismo


que la poesía ditirámbica y las más de las obras para flauta y cítara, da la suerte
que todas ellas son, en conjunto, reproducciones por imitación, que se diferencian
unas de otras de tres maneras: 1) O por imitar con medios genéricamente
diversos; 2) O por imitar objetos diversos; 3) O por imitar objetos no de igual
manera sino de diversa de la que son. (Poética 1447 a)
Vemos que las “imitaciones” nos remiten a un objeto de modo parecido a un signo
que nos remite a un referente. Quizá haya que dar a esta relación semiótica un
carácter un tanto general, y suponer que para Aristóteles serían miméticos tanto el
signo de Saussure como la tríada símbolo, icono e indicio de Peirce. (7).
Conservaremos el término original mimesis para referirnos a esta noción
aristotélica de semiosis, por lo demás muy intuitiva e inmediata. En otros lugares,
Aristóteles se acerca aún más a una noción moderna de representación semiótica,
cuando intenta reducir el placer estético a una especie de gozo intelectual de la
imagen:

[T]odos se complacen en las reproducciones imitativas.

E indicios de esto hallamos en la práctica; cosas hay que, vistas, nos desagradan,
pero nos agrada contemplar sus representaciones y tanto más cuando más
exactas sean. Por ejemplo: las formas de las más despreciables fieras y las de
muertos. (Poética 1448 b)

Puesto que aprender es agradable y admirar también, es preciso también que


sean agradables cosas tales como lo imitativo; así la pintura y estatuaria, y la
poesía, y todo lo que está bien imitado, aun cuando lo imitado no sea placentero,
pues no es el goce sobre ello mismo, sino que hay un razonamiento de que esto
es aquello, de manera que resulta que se aprende algo. (Retórica 1371 b)

Hay que resaltar, a pesar del énfasis de estos textos en la exactitud mimética, que
la “imitación” hace algo, no es una simple repetición de su objeto; el significado de
configuración es un aspecto esencial de la noción de mimesis aristotélica. (8). Al
valor de re-presentación de algo preexistente, el sentido quizá más corriente de
mimesis o “imitación” lo llama Ricœur mimesis 1, y lo distingue de la noción de
mimesis como configuración, estructuración, una mimesis 2 creativa.

Aristóteles ha establecido una clasificación de las distintas artes y géneros


literarios según los tres criterios apuntados: el medio, los objetos y el modo de la
imitación. Los aplica jerárquicamente: con el primero distingue a la poesía de las
demás artes, pues imita por medio de palabras y no por medio de imágenes o
gestos. (9). El segundo criterio no sirve para diferenciar unas artes de otras, sino
para establecer géneros dentro de cada arte, según el objeto representado. Es
curioso que Aristóteles sólo considere en su discusión de los objetos de imitación
lo que él llama “hombres en acción [práttontes]” (Poética 1448 a), restringiendo así
su discusión de la poesía a lo que llamaremos “géneros con acción”, o narrativos
en el sentido amplio del término. (10). como la épica o la comedia, y descuidando
los “géneros sin acción” como la lírica. La mimesis puede ser de personas
inferiores, iguales o superiores a nosotros. Aristóteles pone ejemplos de esta triple
jerarquía en pintura. En literatura, opone sobre todo la tragedia y la epopeya,
cuyos personajes son superiores, a la comedia y la sátira, que tratan objetos bajos
y personajes risibles. El tercer criterio de Aristóteles, el modo de la imitación, es ya
privativo de la literatura (o “poesía”). Sirve para completar la división en géneros y
para distinguir “modos” diferentes dentro de cada género, como sucede en el caso
de la epopeya. Este criterio ya había sido utilizado de manera algo diferente por
Platón en el libro III de la República. Allí Platón distinguía la narración simple
empleada en los ditirambos, en los que el poeta “habla en su propio nombre”, de la
imitativa que se da en la tragedia, al hablar el poeta “fingiendo” que hablan los
personajes. Hay asimismo una narración compuesta de ambas en el caso de la
epopeya, cuando el poeta habla ya en su propio nombre, ya por boca de los
personajes. Platón piensa aquí fundamentalmente en el estilo directo
contraponiéndolo a la narración (cf. infra, 2.4.1.1). Aristóteles modifica un poco
esta clasificación. (11). Pero sobre todo invierte la valoración platónica de cada
modo: mientras Platón deplora el modo imitativo, Aristóteles coloca a la tragedia,
género imitativo puro, en la cumbre de la poesía, y alaba a Homero por el uso
frecuente que hace de la narración imitativa. Aristóteles define sistemáticamente
los parecidos y diferencias que hay entre la tragedia y la epopeya:

Convienen, por tanto, epopeya y tragedia, en ser, mediante métrica, reproducción


imitativa de esforzados, diferenciándose en que aquélla se sirve de métrica
uniforme y de estilo narrativo. (Poética 1449 b)

En cuanto a los elementos constitutivos, algunos son los mismos; otros, peculiares
a la tragedia (...) porque todo lo que hay en los poemas épicos lo hay en la
tragedia, pero no todo lo de la tragedia es de hallar en la epopeya. (1449 b)

En cuanto a la imitación narrativa y en métrica es evidentemente preciso, como en


las tragedias, componer las tramas o argumentos dramáticamente y alrededor de
una acción unitaria, íntegra y completa, con principio, medio y final, para que,
siendo, a semejanza de un viviente, un todo, produzca su peculiar deleite. (1459 a)

El “argumento” (mythos) es sólo una de las seis “partes cualitativas” de una


tragedia. Las demás son los caracteres, el pensamiento, la dicción, la música y el
espectáculo (1449 b). Nos detendremos en este concepto de mythos, pues de él
parte la noción de relato que intentamos definir. (12). Cada una de las seis “partes
cualitativas” es en cierto modo un nivel de análisis, una consideracion de un
determinado aspecto de la tragedia. Así, Aristóteles puede considerar el “agente”
haciendo abstracción del carácter (VI, 1449 b), una concepción que allana el
camino a las posteriores concepciones de Forster o Greimas. También puede
considerar la tragedia como texto lingüístico, haciendo abstracción de los
elementos representativos o texto visual (1462 a). Como se verá, estamos
presuponiendo que muchos elementos del análisis aristotélico de la tragedia son
extensibles, ya por analogía o por implicación lógica, a una teoría general de las
formas narrativas. (13).

Entendiendo que hablar de la tragedia de modo global correspondería en nuestro


modelo al análisis del discurso, de un tipo especial de discurso literario, veamos
cómo concibe Aristóteles las relaciones entre acción y relato.

Aristóteles sólo habla de mythos al tratar de la tragedia y la comedia o sus


correspondientes en el género narrativo, la epopeya y el poema satírico del tipo
del desaparecido Margites atribuido a Homero. No lo aplica a los géneros poéticos
breves como los himnos o las sátiras. Es sabido que en su definición de la
tragedia Aristóteles valora la acción, el movimiento narrativo, a expensas del
carácter y el elemento descriptivo de la obra (1450 a). Donde a veces se ha
querido ver una norma prescriptiva nosotros vemos más bien una consecuencia
directa del enfoque ontológico y filogenético de Aristóteles: la tragedia es un arte
narrativo, y por tanto lo más propio de la tragedia es aquéllo que aporta en tanto
que estructura más compleja y evolucionada, aquéllo que no comparte con artes
estáticas o descriptivas: la transformación narrativa producida en la acción y el
relato, o, en los términos de la Poética, en el mythos. Veamos más de cerca la
definición de mythos :

la trama o argumento es precisamente la reproducción imitativa de las acciones;


llamo, pues, trama o argumento [mythos] a la peculiar disposición de las acciones
[pragmata]. (1450 a)

Es preciso, pues, que, a la manera como en los demás casos de repreducción por
imitación, la unidad de la imitación resulta de la unidad del objeto, parecidamente
en el caso de la trama o intriga [mythos]: por ser reproducción imitativa de una
acción [praxis], debe ser la acción una e íntegra, y los actos parciales [pragmata]
estar unidos de modo que cualquiera de ellos que se quite o se mude de lugar se
cuartee y descomponga el todo (...). (1451 a)

el poeta ha de serlo más bien de tramas o argumentos que de métricas, que es


poeta en cuanto y por cuanto reproductor por imitación, e imita precisamente
acciones [práxeis]. (1451 b)

Es interesante ver cómo apunta aquí una diferenciación de distintos niveles


compositivos de la obra. El mythos ocuparía un lugar intermedio entre la acción
(14) y el nivel propiamente textual o poiema (por ejemplo, una tragedia). La
problemática relativa exclusivamente a la superficie textual viene representada en
la Poética por los capítulos sobre dicción, métrica y retórica. Derivando de esta
distinción se encuentra en Aristóteles una diferenciación entre el tiempo y el
espacio de la representación, del mythos, y los de la praxis representada: se trata
de las indicaciones en las que se basarán los tratadistas del Renacimiento
(Robortello, Escalígero, Castelvetro, etc.) para establecer las unidades de tiempo y
espacio dramáticos. Así, en lo relativo al tiempo, distingue entre la duración
relativa a los acontecimientos, cuya medida es la memoria del espectador, y la
duración de la representación, cronometrable con reloj (VII, 1450 b). Asimismo
distingue entre la tragedia, que por su carácter dramático debe representar una
praxis confinada espacial y temporalmente, y la epopeya, que no tiene tales límites
(V, 1449 b; XXIV, 1459 b). (15).

Como veremos más adelante, la triple distinción entre praxis, mythos y poiema es
utilizada implícitamente por un gran número de estudiosos de la literatura, pero
rara vez se le ha intentado dar una formulación teórica precisa. Relacionaremos
estos tres niveles aristotélicos con lo que en nuestra terminología serán la acción,
el relato y el discurso.

Correspondencias semejantes se han señalado con anterioridad. O. B. Hardison


identifica acciones y mythos con el par story / plot frecuente en la crítica
anglonorteamericana. (16). Meir Sternberg (Expositional Modes and Temporal
Ordering in Fiction 307) señala estos conceptos aristotélicos como antecedentes
de la pareja formalista fabula / siuzhet. Para Chatman la estructura descrita por
Aristóteles es aún más compleja:

For Aristotle, the imitation of actions in the real world, praxis, was seen as forming
an argument, lógos, from which were selected (and possibly rearranged) the units
that formed the plot, mythos. (Story and Discourse 19)

Pero quizá estemos haciendo una lectura demasiado generosa de Aristóteles. El


texto de la Poética está lleno de dificultades. Incluso si inferimos de las palabras
de Aristóteles la triple división que hemos indicado, hay que reconocer que no
aparece de modo tan explícito como la división en partes “cualitativas” o la
posterior en partes “cuantitativas” o secuenciales de la tragedia. Cabe además
arguir que Aristóteles sí establece esa división, pero que la entiende no
“verticalmente” como hemos descrito, sino sólo genéticamente, es decir, no como
estructuras semióticas coexistentes en la obra, sino como fases en la composición
de la misma. Es cierto que estos dos sentidos están intrínsecamente relacionados:
debe haber acciones realizadas en la vida antes de que puedan imitarse en el
arte, y de ahí sigue un cierto carácter filogenético de la estratificación
fenomenológica de la obra. No debemos presentar una interpretación unilateral,
dejando que se pierdan esos diversos sentidos posibles, y atribuir así al texto
original lo que es más bien una interpretación y desarrollo del mismo. (17).

También es un riesgo establecer correspondencias demasiado estrechas entre


estos tres niveles narrativos (praxis, mythos y lexis) y las fases de composición de
un discurso distinguidas por la retórica clásica, inventio, dispositio y elocutio. (18).
El empleo de estos términos fuera del contexto para el cual se acuñaron, la
oratoria, será necesariamente vago, analógico o sólo parcialmente equivalente.

Hemos visto, pues, que existe en la composición de la obra un nivel previo al


mythos, el de la acción (praxis) de la cual ese mythos es imitación. Nos
centraremos ahora en la noción de praxis en la Poética, para pasar luego a
nociones semejantes (relativas a la acción) en otros teorizadores, y a la manera de
llegar a una formulación clara del lugar de este concepto en la teoría de la
narración.

Aristóteles no habla de la praxis como si se tratase de una creación o producción


del poeta. El verbo poieo está reservado a la elaboración de la obra y en ella del
mythos como “imitación” (mimesis) de una praxis aparentemente ya dada. Esto no
significa que el poeta deba trabajar sobre hechos de una veracidad estricta; es
famosa la distinción de Aristóteles entre poesía e historia:
De lo dicho resulta claro no ser función del poeta el contar las cosas como
sucedieron sino cual desearíamos hubieran sucedido, y tratar lo posible según
verosimilitud o según necesidad. (1451 a)

Si la acción es inventada por el poeta, deberá ser verosímil, y, por tanto,


asemejarse a las acciones reales. Aristóteles aún va más allá, al desligar los
requisitos de verosimilitud de una correspondencia estricta con la realidad:

En general: lo imposible ha de considerarse en relación a la poesía, a lo mejor, a


la opinión corriente. En relación a la poesía: es de preferir imposible creíble a
posible increíble. Tal vez sea imposible el que haya hombres tales como Zeuxis
los pintó, pero los pintó mejores, que es preciso que el modelo supere lo real. La
opinión común también puede justificar lo irracional; aparte de que no siempre lo
irracional lo es en verdad, que es verosímil pasen cosas contra lo verosímil mismo.
(1461 b)

Aparte de los problemas de verosimilitud, hay criterios formales a la hora de


decidir si una acción es adecuada o no para ser “imitada” en el mythos de una
obra. Aristóteles define así la manera en que la praxis ha de constituir un todo
unitario:

los actos parciales deben estar unidos de modo que cualquiera de ellos que se
quite o se mude de lugar se cuartee y descomponga el todo, porque lo que puede
estar o no estar en el todo, sin que en nada se eche de ver, no es parte del todo.
(1451 a)

Seguimos viendo cierta ambigüedad en la naturaleza de la praxis. Por una parte


es algo que se imita; luego, es algo presente en la naturaleza, previo al arte. El
hecho de que la mayoría de las tragedias griegas estén basadas en narraciones
míticas tradicionales puede explicar en parte semejante planteamiento. Por otra
parte, vemos que la praxis es algo seleccionado por el poeta, si no inventado,
previamente a la elaboración del mythos. Una acción unitaria, ¿será creación del
poeta o será una cierta manera de contemplar las acciones reales (es decir,
considerándolas sólo en lo que tienen de unitario)? ¿No se trata en cualquier caso
de una elaboración? Aristóteles no se pronuncia con claridad sobre esta cuestión:
sólo podemos hacer inferencias sobre cómo se relacionan entre sí la realidad, la
praxis unitaria y el mythos. (19). Esta relación aún podrá parecer más
problemática si consideramos el párrafo siguiente:

En cuanto a los asuntos, estén ya hechos o hágaselos uno, es preciso trazarse el


plan general y despues pasar a episodios y desarrollos.

Y voy a decir la manera de dar esa general mirada a las cosas, tomando por
ejemplo el de Ifigenia. En el momento de ser sacrificada una cierta doncella, se les
desaparece misteriosamente a los sacrificadores; es transportada a otro país en
donde es de ley sacrificar a los extranjeros en honor de la Diosa, y tal es el cargo
sacerdotal que se le da. Al cabo de un tiempo llega el hermano de la sacerdotisa—
el hecho de que el Dios le mandara ir allá, por qué causa y para qué fines, cae
fuera de la trama—. Llegado, pues, y preso el hermano, y en el punto mismo ya de
ir a ser sacrificado, se da a conocer—sea como lo hace Eurípides o como
Polyidos, diciendo, y es verosímil, que "no sólo su hermana tenía que ser
sacrificada sino él también", y de aquí le vino la salvación.

(...) Y una vez dados, después de esto, los nombres a los personajes, toca a su
vez a los episodios, viendo la manera de que sean apropiados—como en el caso
de Orestes: la locura, ocasión de su captura y su salvación mediante la
purificación. (1455 b)

Si interpretamos la mimesis exclusivamente como un proceso que el poeta realiza


sobre una acción preexistente para producir el argumento, nos encontramos con
contradicciones insalvables. ¿Cómo conciliar la necesidad de mimetizar las
acciones no ya con el hecho de que éstas sean ficticias, sino con la posibilidad (o
necesidad) de elaborar una primera versión del mythos sin haber decidido la
naturaleza exacta de las acciones a las que se pretende “imitar”? ¿O debemos
entender que la “forma básica” de la historia es lo que antes hemos llamado
praxis? Se trata de dos cosas muy distintas. En nuestra terminología, la Ifigenia de
Eurípides y la de Polyido tendrían una estructura profunda común en un sentido (la
“forma básica” del mythos, el argumento, o mejor aún, el esquema de la acción) y
dos estructuras profundas diferentes en otro sentido (sus respectivas acciones),
además de presentar dos estructuras superficiales (textos o discursos) diferentes.

Más adelante veremos algunas versiones modernas de esos dos acercamientos al


nivel de las acciones. En cuanto a la mimesis, parece que tenemos que invertir
radicalmente la interpretación anterior, o al menos señalar que, entre los varios
significados que según decíamos abarca este término, el sentido más interesante
en el que lo usa Aristóteles parte del receptor, es decir, sigue un camino inverso al
que hemos contemplado hasta ahora. No se trata ahora de que el poeta trabaje
sobre unas acciones para elaborar el mythos ; lo que sucede es que el poeta, por
medio del mythos, “hace creer” al lector o espectador que determinadas acciones
tienen lugar, o, mejor dicho, le (re)presenta determinadas acciones. En el
concepto aristotélico de mimesis, entre el objeto representado y la obra está
escondido un tercero: el receptor. (20). Las acciones pueden existir o no en el
mundo real (cf. Martínez Bonati 71-74), pero existen necesariamente en la mente
del lector de Homero o del espectador de Eurípides. Queda este nivel de la acción,
por tanto, deslindado de la realidad física para convertirse en algo conceptual.
Ahora se entiende mejor cómo puede una acción cumplir los requisitos de
coherencia que exige Aristóteles. El poeta no elabora (poiéo) la acción: elabora el
mythos. El mythos imita la acción, lo cual quiere decir que ésta emana de él como
emanan de cualquier obra de arte plástica los objetos representados, por un
proceso que para Aristóteles es natural en la comprensión humana (Poética, cap.
IV).
Hemos visto cómo en un momento dado amenaza confundirse la acción en cuanto
modelo de la imitación de un poeta con una “primera versión” sin especificar del
argumento. Vista así, la acción no sería desde luego la historia que lee el lector en
todos sus detalles. (21). Se trata allí de un esquema, un resumen de la acción.
Varias obras, como veíamos en el caso de las dos Ifigenias, se podrían quizás
resumir de la misma manera. Parece lógico llevar el razonamiento más allá y
preguntarse si a un nivel de abstracción suficiente no podrá encontrarse un
esquema común a todas las obras pertenecientes a un género dado, precisamente
por el hecho de pertenecer a ese género. Se trata de buscar la acción propia de
un determinado género, o de variedades dentro de lo que consideremos un mismo
género. Algo así se encuentra en las definiciones aristotélicas de la acción trágica.
(22). Así, por ejemplo, tras afirmar que lo específico de la tragedia no son los
caracteres o sus discursos sino el argumento y el entramado de la acción,
Aristóteles define elementos de la acción como la peripecia, la anagnórisis o el
patetismo (Poética 1452). (23). La definición más general que encontramos de una
acción, una historia digna de ser contada, se encuentra en fórmulas como “paso
de la desgracia a la dicha o de la dicha a la desgracia” (1451 a) o “cambio de
fortuna” (1452 a). Pensemos en las definiciones de la narratividad que se hacen
hoy, por ejemplo la de Toolan: “an event, bringing a change of state, is the most
fundamental requirement in narrative”, o la de Ricœur, que extiende la
universalidad los elementos aristotélicos de peripecia y anagnórisis. (24).

Una última cuestión, antes de pasar a la crítica de nuestro siglo, sobre el concepto
de acción en Aristóteles. Ya hemos visto que exige de ésta una perfecta
coherencia e interdependencia de las partes. ¿Qué sucede en las obras en las
que no existe tal coherencia, como en muchas epopeyas menores? ¿Habrá una
acción mal construida, o varias acciones? Aristóteles distingue dos casos. En el
capítulo XXIII de la Poética, hablando de la Cipríada y de la Pequeña Ilíada, utiliza
la expresión “acción compuesta de muchas partes”; es lo que antes ha llamado
acción episódica. En el capítulo XIII, hablando de la Odisea, se refiere a otro tipo
de combinación de las acciones. Es la acción doble :

El segundo grado de perfección en la estructura, que algunos colocan en el


primero, es la que tiene una doble trama, como la Odisea, y termina de una
manera opuesta para los personajes buenos y para los malos. (1453 a)

Entendido así, el concepto de “acción una y completa” cambia. No es tanto la


integración total del conjunto de la obra como cada una de las unidades “formales”
o “cambios de fortuna” que se suceden o entrecruzan en el argumento. En
Aristóteles se encuentra la raíz lejana del estudio de la acción realizado por la
moderna crítica formalista y estructuralista; muchos de sus conceptos siguen
siendo utilizados de manera bastante próxima a la original. (25). En la definición
de totalidad o unidad que aplica Aristóteles a la acción (1450 b) podemos ver tanto
las virtudes como los defectos de posteriores enfoques formalistas.

Quizá estos enfoques hayan enfatizado más el elemento de concordancia o


unidad presente en la poética que el concepto complementario e igualmente
necesario de discordancia. (26). La conexión entre los elementos del relato no
debe ser obvia, pues entonces no sería necesario un relato para exponerla. Es
crucial que esa conexión o concordancia sea algo que surge, algo que se llega a
conocer; el proceso narrativo es necesariamente un proceso de intelección
secuenciada, temporalizada. La concordancia o unidad final que crea un resultado
estéticamente satisfactorio ha de construirse sobre la base de una discordancia, y
quizá haya aquí un elemento de proporción inversa: a mayor la discordancia inicial
de los elementos narrativos, tanto más lograda estará la concordancia obtenida
por la clausura narrativa. En este sentido la congruencia construida narrativamente
se asemeja a la obtenida en otras maniobras semióticas, como la metáfora o la
alegoría, que también establecen una congruencia entre materiales inicialmente
dispersos. Subrayemos, con Ricœur, que en el concepto aristotélico de mythos
hay un fuerte componente cognoscitivo: la estructura narrativa es algo que guía la
intelección del receptor hacia una mayor inteligibilidad de la acción. Para
Aristóteles, según la lúcida lectura de Ricœur, elaborar un argumento a partir de
una serie de acciones es transformar lo casual en causal o inteligible; es extraer lo
universal a partir de lo singular, lo verosímil de lo contingente o episódico (Ricœur,
Tiempo y acción 1, 41).

Hemos visto cómo en la concepción de Aristóteles se planteaban, de manera más


o menos explícita, los siguientes problemas relativos a la acción y el relato de la
misma:

• El problema de la ontología de la obra y sus niveles de representación. Una obra


poética narrativa (drama o epopeya) es un artefacto mimético con al menos dos
planos ontológicos: por una parte es un objeto de la acción del poeta y su público;
por otra nos remite miméticamente a otro plano de realidad, un mundo
representado en el que tiene lugar la acción narrada.

• El problema de la esencia de lo narrativo. En Aristóteles, el problema de la


esencia de la tragedia en tanto que arte narrativa. La respuesta es que el
elemento central y definitorio en este sentido es la presencia de la acción en tanto
que transformación narrativa.

• La diferentes características estructurales de géneros narrativos distintos (por


ejemplo, la tragedia frente a la epopeya).

• La pertenencia o no de la acción a la obra de arte. Para Aristóteles, sólo el


mythos es parte integrante de la obra de arte. La praxis sólo está presente en la
obra en tanto en cuanto es “imitada” por el mythos.

• La diferencia entre el espacio y el tiempo de la praxis y del mythos.

• La situación de la acción en el mundo extraliterario como algo ofrecido a la


capacidad imitativa (re-presentativa) del poeta, y el camino inverso: la acción
como algo presentado al receptor de la obra, algo que no tiene por qué tener un
referente real.
• La necesidad de una coherencia estructural en la acción.

• La posibilidad de “imitar” un mismo objeto a través de medios y modos


diferentes.

• El carácter optativo de la acción como objeto a “imitar” en poesía; la existencia


de obras sin acción. No toda la poesía es narrativa, en este sentido amplio.

• La posibilidad de elaborar mythoi (argumentos, acciones) que sean a la vez


distintos y el mismo, por diferir en la forma específica de algunos acontecimientos
pero mantener los más importantes o sustituirlos por otros que desempeñan su
misma función.

• El resumen de las obras, o de los acontecimientos principales de la acción, como


plan de trabajo utilizado por el poeta para su elaboración posterior con episodios
concretos.

• La división de las acciones en simples y complejas.

• La noción de acción básica como “cambio de fortuna”, y la consiguiente


ambigüedad del término cuando se usa en obras con varios “cambios de fortuna”,
como sucede en las obras de acción doble o en las episódicas.

• Asimismo, Aristóteles introduce en el análisis de la acción conceptos como la


complicación y el desenlace, el punto de inflexión de la acción, etc.

Obras tan fundamentales e influyentes como la de Freytag sobre la estructura


dramática (27) o los trabajos narratológicos pioneros de Henry James y Käte
Friedemann elaboran elementos ya apuntados en la Poética. En la medida en que
la acción es un elemento común entre el drama y la narración verbal, los
conceptos y técnicas de análisis del drama desarrollados por la tradición
aristotélica (exposición, clímax de la acción, etc.) son utilizables igualmente en el
estudio de la novela u otros tipos de narración verbal. (28). Muchas de las
aportaciones de la tradición aristotélica son replanteadas en la teoría de la prosa
de los formalistas rusos, cuyos trabajos son la fuente directa de los conceptos
utilizados por la narratología actual.
1.1.3. Modelos de la acción en el formalismo ruso:

el par fabula / siuzhet

Ni la terminología utilizada en la teoría de la narración formalista ni los conceptos


que subyacen a ella son homogéneos en todos los representantes de esta
corriente. No podemos hablar, pues, del “formalismo ruso” más que a un cierto
nivel de generalidad; será más conveniente presentar las concepciones de los
formalistas rusos por separado. Una primera línea de división es especialmente
clara: la que hay entre Vladimir Propp y otros estudiosos del relato como
Shklovski, Tomashevski y Tynianov que mantuvieron estrechas relaciones en los
círculos propiamente formalistas (OPOIAZ, Círculo Lingüístico de Moscú).

1.1.3.1. Propp

La obra de Vladimir Propp La morfología del cuento difiere de las obras de otros
formalistas por la tradición en la que se inserta, la finalidad a la que sirve y por el
mismo objeto de su estudio.

Propp no estudia el arte, sino el folklore. Como veremos, la misma naturaleza de


los cuentos populares hace poco relevantes ciertos problemas que se plantean
Shklovski o Eïjenbaum en sus teorías sobre el arte como procedimiento para
desautomatizar la percepción, teorías que a su vez están influenciadas por el
material de estudio preferido de estos autores, la vanguardia artística con la que
tenían contacto directo. Tal situación ya nos hace sospechar una posible
complementariedad en sus teorías, que a veces parecen contradictorias. El cuento
es tradicional, anónimo y popular. El estudio de Propp hace resaltar su
uniformidad, y no precisamente la originalidad o la ruptura de esquemas.

El tipo de secuencia identificado por Propp es en común a muchas otras


narraciones que no forman parte de su corpus. Consiste básicamente en un
estado inicial estable que se ve alterado por un desequilibrio, carencia o agresión.
Un héroe se revela como el llamado a solucionar dicha carencia, mediante un viaje
más allá de los límites del mundo de la comunidad, que le lleva a cumplir una
misión excepcional, como es apoderarse de un objeto mágico, enfrentándose a
enemigos y recibiendo el apoyo de aliados. El héroe regresa triunfante al mundo
de su comunidad y alcanza una posición de relevancia (la corona, pongamos) o la
integración social (matrimonio, etc.). Esta estructura arquetípica ha sido estudiada
desde otros puntos de vista por la crítica mítica y antropológica. En The Hero with
a Thousand Faces Joseph Cambell realiza un estudio con muchos puntos de
contacto con el de Propp, aunque su intención y lenguaje crítico son polarmente
opuestos. Campbell describe el monomito que subyace a religiones, mitologías y
folklore en todo tipo de culturas tradicionales: es una estructura similar a la
descrita por Propp. Como han señalado numerosos estudiosos, estas estructuras
míticas rigen todavía en gran medida la estructura de las formas narrativas
modernas. (29). Su relevancia no está en cuestión; el peligro está más bien en
limitar la estructura narrativa al tipo de estructura perceptible con esta
metodología. Con frecuencia, la problemática propia del relato y del discurso
desaparece y hay una concentración exclusiva en estructuras de acción.

La finalidad del estudio de Propp no es proporcionar un método universalmente


aplicable al estudio del género narrativo. Se ciñe a un subgénero muy específico,
el cuento maravilloso del folklore, par proporcionar un método de análisis formal
que pueda servir de base a un estudio antropológico. Esa es la razón por la que
ha elegido un género folklórico. Resulta de ello que la metodología está
doblemente condicionada:

mientras no exista un estudio morfológico correcto, no puede haber un buen


estudio histórico. Si no sabemos descomponer un cuento según sus partes
constitutivas, no podemos establecer comparación alguna que resulte justificada.
Y si no podemos hacer comparaciones, ¿cómo podremos proyectar alguna luz,
por ejemplo, sobre las relaciones indio-egipcias, o sobre las relaciones de la fábula
griega con la fábula india? Si no sabemos comparar dos cuentos entre sí, ¿cómo
estudiar los lazos existentes entre el cuento y la religión, cómo comparar los
cuentos y los mitos? (Propp, Morfología 28-29)

Propp no crea un método para un estudio morfológico exhaustivo. Su método sólo


es capaz de estudiar aquellos elementos del cuento fantástico que serán
relevantes para un estudio comparativo. Observemos que muchos aspectos de lo
que en Aristóteles se llama praxis o mythos no son relevantes en el estudio de
Propp: en general, no lo serán todos aquellos elementos de la obra que la
caractericen como individuo, y no como género.

La tradición crítica en la que se inscribe Propp es, por tanto, más específica que la
de los otros formalistas. Es la tradición de la literatura comparada, en la que aún
resuenan ecos de su relación original con la gramática comparada de la época
romántica y sus intentos de reconstruir un hipotético origen común de la
civilización indoeuropea. Propp se remite a las recopilaciones de cuentos
realizadas por los Grimm, Afanassiev, Bolte y Polivka, y otros estudiosos;
considera que los instrumentos conceptuales normalmente utilizados para la
sistematización del material por Bédier, Veselovski, Wundt, Aarne o Volkov son
acientíficos y poco prácticos. No dan cuenta de la unidad fundamental de los
cuentos maravillosos. Wundt, Aarne y Volkov intentan clasificar los cuentos por
temas (“los inocentes perseguidos”, “el héroe simple de espíritu”, etc.). Pero
entendido así el tema, muchos temas pueden entrecruzarse en un cuento. Nunca
llegaremos a una clasificación coherente, científica (Morfología 15-24).
Observemos que el criterio para el establecimiento de tales temas es de orden
exclusivamente paradigmático: tal o cual tema se da en tal cuento y en tal otro, y
por tanto ambos pertenecen a la misma clase. Estas vagas unidades eran las que
habían sido utilizadas por los comparatistas, desde los Grimm hasta Aarne, en su
búsqueda de fuentes, influencias o elementos comunes (Antonio García Berrio,
Significado actual del formalismo ruso 207).
El planteamiento de Bédier en Les Fabliaux es algo diferente. En palabras de
Propp,

fue el primero en reconocer que existe en el cuento una cierta relación entre sus
valores constantes y sus valores variables. Bédier intentó expresar eso de forma
esquemática. Llamó elementos a los valores constantes, esenciales, los designó
con la letra griega omega (w). Los demás valores, que son variables, los designó
por medio de letras latinas. De suerte que el esquema de un cuento es w + a + b +
c, el de otro w + a + b + c + n, el de otro más w + l + m + n, etcétera. Pero esta
idea fundamental exacta choca con la imposibilidad de definir exactamente esa
omega. Sigue sin explicar qué representan, de hecho, objetivamente, los
elementos de Bédier. (Morfología 26)

La importancia de la intuición de Bédier reside en el hecho de que es obviamente


imposible identificar ese elemento constante con un tema o motivo tal como
hemos visto que los entendían los comparatistas. Propp llevará esa intuición a una
formulación coherente.

El trabajo de Veselovski es también un importante paso intermedio entre las


primeras concepciones comparatistas y las de Propp. Consiste en una mejor
definición de motivo y de tema : estas nociones son diferenciadas y relacionadas
jerárquicamente:

Una serie de motivos es un tema (siuzhet). El motivo se desarrolla como tema. (...)
Por motivo entiendo la unidad más simple de la narración (...). El motivo se señala
por su esquematismo elemental e imaginado: los elementos de mitología y de
cuento que presentamos más adelante son así: no pueden descomponerse más.
(30).

Todavía hoy muchos antropólogos no proppianos encuentran práctico el uso de


los motivos entendidos al modo de Veselovski (véase Segre, Principios 347 ss.);
también se encuentran, más raramente, en las teorías estructuralistas de la
narración. (31). Pueden ser instrumentos teóricos útiles en ciertas descripciones.
(32).

Propp basa su crítica a Veselovski en el hecho de que los motivos presentados


por éste (por ej., “la hermosa joven se va de casa”; “Iván lucha contra el dragón”,
etc.) no le parecen simples e indescomponibles :

En los casos citados, encontramos valores constantes y valores variables. Lo que


cambia, son los nombres (y al mismo tiempo los atributos) de los personajes; lo
que no cambia son sus acciones, o sus funciones. Se puede sacar la conclusión
de que el cuento atribuye a menudo las mismas acciones a personajes diferentes.
Esto es lo que nos permite estudiar el cuento a partir de las funciones de los
personajes. (Morfología 32)
Propp resume así los resultados de su estudio del cuento fantástico ruso:

Por función, entendemos la acción de un personaje desde el punto de vista de su


significación en el desarrollo de la intriga (...)

1. Los elementos constantes, permanentes, del cuento son las funciones de los
personajes, sean cuales fueren estos personajes y sea cual sea la manera en que
se cumplen esas funciones. Las funciones son las partes constitutivas
fundamentales del cuento.

2. El número de funciones que incluye el cuento maravilloso es limitado. (...)

3. La sucesión de las funciones es siempre idéntica. (...)

4. Todos los cuentos maravillosos pertenecen al mismo tipo en lo que concierne a


su estructura. (Morfología 33-35)

En este análisis es crucial la naturaleza estructural (morfológica, diría Propp) de


los elementos narrativos. Una función tiene sentido por relación al conjunto; el
desarrollo de la narración no es un tiempo uniforme y acumulativo, sino un tiempo
ordenado, configurado con respecto a una lógica de la acción; la temporalidad
narrativa es para Propp un fenómeno estructural y configurativo, en el que es el
sentido total el que gobierna el de las secciones. (33).

Resulta evidente, aunque Propp nunca lo aclare explícitamente, que las funciones
no son acciones puntuales de los personajes tal y como pueden ser expresadas
por los verbos de las oraciones que componen el cuento. Las funciones son una
abstracción realizada sobre esas acciones (cf. Barthes, “Introduction” 7). Propp
descuida aquí sus definiciones engañado por las características peculiares de su
objeto de estudio: los dos niveles que señalamos (acciones concretas /
abstracción realizada sobre ellas) están separados en el cuento maravilloso por un
espacio muy pequeño. Pero es evidente que en otros géneros literarios las
diferencias pueden ser mayores. En el ejemplo aristotélico de las dos Ifigenias,
relativo a un asunto semejante, diríamos que la función de la anagnórisis es la
misma en la Ifigenia de Eurípides y en la de Polyido, aunque la acción
(acontecimiento) que la materializa sea diferente en cada obra. La serie de
funciones será un resumen de la acción del cuento, y no la acción misma. La falta
de claridad sobre este punto lleva a Propp a dar definiciones insuficientes, en las
que si bien el nivel de las funciones queda bien explicitado, el nivel de las acciones
concretas realizadas en el mundo narrado (acción), el relato y el discurso narrativo
se mezclan en un todo difuso:
Todo el contenido de un cuento puede enunciarse en frases cortas, del tipo de
éstas: los padres parten hacia el bosque, prohíben a sus hijos salir fuera, el
dragón rapta a una doncella, etcétera. Todos los predicados reflejan la estructura
del cuento y todos los sujetos, complementos, y las demás partes de la oración
definen el argumento. Dicho de otra manera: la misma composición puede servir
de base para diferentes asuntos. (Morfología 131)
Estas frases cortas, similares a los “motivos” de Veselovski, no son las que
componen el cuento tal y como llega al folklorista. Son, como bien dice Propp, “el
contenido”; son el resultado de una abstracción y, por tanto, parte de un
metalenguaje (cf. Segre, Principios 210). Por tanto, es un poco engañoso deducir
de la uniformidad de esas acciones en diversos cuentos confrontada a la
variabilidad de sujetos y complementos una bipartición en dos niveles como la que
hace Propp en estructura (de funciones) y argumento, o composición y asunto,
como se les llama en la cita anterior, donde asunto traduce el término ruso siuzhet.
La formulación nos hace creer que esta división emana por naturaleza del mismo
cuento, cuando en realidad sólo es el resultado de una imprecisión en el
metalenguaje utilizado por Propp. Bien es cierto que el análisis mismo de Propp no
resulta muy afectado por esta limitación conceptual, pues Propp no se ocupa
prácticamente más que del nivel de las funciones. (34). Pero queda claro que la
división establecida en la cita anterior es insuficiente para captar las articulaciones
propias del relato y del discurso, y se limita a la mera variación tipológica en el
nivel de la acción (una huella metodológica más de los presupuestos y fines de
Propp). Lo que Propp llama un argumento o un asunto no analiza un nivel de
configuración superior nivel de la acción; sólo proyecta la secuencia de acciones
de un cuento sobre un esquema general, o genérico, la secuencia global de
funciones posibles. El método de Propp y Propp mismo son absolutamente
insensibles a las distorsiones impuestas en la serie de acontecimientos de la
acción por la temporalidad característica del relato (véanse, por ej., los
argumentos utilizados para rebatir en este punto a Shklovski, en Morfología 34).

Propp renuncia, por tanto, a elaborar una noción de argumento que pueda ser de
aplicabilidad general: “Admitimos que puede haber otras definiciones de la noción
de argumento, pero la que damos es adecuada para los cuentos maravillosos”
(Morfología 131). Lo mismo sucede con su caracterización de las funciones:
resultan ser de difícil transposición a géneros distintos del cuento maravilloso.

Podemos resumir rápidamente algunos otros resultados de la teoría de Propp. En


primer lugar, como buen formalista, encuentra una organización formal, o mejor
aún, funcional, allí donde se había tendido a ver “contenido” más o menos
inanalizable. Propp suscribiría las palabras de Zhirmunski, “In literary art, the
elements of so-called content have no independent structure and are not exempt
from the general laws of esthetic structure” (cit. por Victor Erlich, Russian
Formalism 185)—si incluyésemos las narraciones folklóricas en el “arte literario”.
(35).

Es importante asimismo ver que Propp establece la divisibilidad del cuento en


estructura y argumento (aunque no quede claro en qué sentido se encuentran a
niveles fenoménicos diferentes en un cuento dado), y la de estructura (funcional)
en una serie de funciones claramente definidas y numeradas. No se trata de tres
niveles diferentes, sino de un nivel fenoménico y dos niveles morfológicos. La
“estructura” de un cuento de Propp sólo es visible por referencia a la generalidad
de los cuentos maravillosos, no es un nivel de análisis discernible en un cuento
aislado. La diferencia entre la función de Propp y el motivo de Tomashevski es
más profunda de lo que puede parecer a primera vista. Según Cesare Segre,

no es sólo diferencia entre menor y mayor grado de generalidad, sino que es


también diferencia entre definición exacta, no sistemática, relativa a un solo texto,
y definición en relación con el conjunto del corpus, (...) sistemática. (Principios
210. Cf. también 302)

Como consecuencia sin duda de las características del género estudiado, a Propp
le resulta posible llevar a un límite extremo la definición aristotélica de la acción
como una estructura. (36). Propp especifica los contenidos de esa estructura (del
género considerado globalmente, no de un cuento): las 31 funciones y las siete
“esferas de acción” de los personajes (agresor, donante, auxiliar, princesa y su
padre, mandatario, héroe, falso héroe), comparables a lo que Greimas llamará
“actantes”. Ricœur observa que Propp distribuye sus funciones entre los
personajes de una manera que ya hace pensar en la génesis mutua entre
desarrollo del personaje y el desarrollo del relato (Time and Narrative 2, 37).

Como Aristóteles, Propp se enfrenta con el problema de la posible existencia de


diversas estructuras parciales, a las que llamará secuencias, en una misma obra.
De modo semejante a Aristóteles, que pasa a ampliar su teoría proponiendo
diversos enlaces de acciones completas (en obras de trama única o doble por una
parte, y episódicas o no episódicas por otra), Propp desarrolla (Morfología 107-
111) diversos tipos de enlaces de secuencias. Como veíamos insinuarse en la
Poética, la serie de acciones o secuencias se vuelve por ello mismo un
instrumento de análisis más preciso, pero también más alejado de la problemática
de los niveles de superficie (relato, discurso).

De modo rudimentario o implícito (como sucede en la Poética de Aristóteles con el


asunto de la acción resumida) Propp asocia la serie de funciones a un esquema
mental disponible para el autor a la hora de componer un cuento (Morfología 129-
130).

Aparte de la caracterización del personaje que pueda hacerse en cuanto a la


función que desempeña, y que es el objetivo más inmediato de Propp (como lo era
de Aristóteles), Propp apunta la posibilidad de un estudio de aquellos atributos de
los personajes no necesariamente relacionados con su funcionalidad. Lo mismo se
podría hacer con los demás elementos que se han dejado de lado en el estudio,
como la manifestación concreta que adoptan las funciones:

El héroe encuentra un obstáculo y venciéndole encuentra el medio para llegar a su


fin. Desde este punto de vista es absolutamente indiferente saber lo que es la
tarea en sí misma. En efecto, una gran parte de estas tareas no deben ser
consideradas más que como las partes constitutivas de una determinada
estructura literaria. Pero en relación con las formas fundamentales de las tareas,
se puede observar que tienen un fin particular y oculto. (...) El análisis de los
atributos permite una interpretación científica del cuento. Desde el punto de vista
histórico, esto significa que el cuento maravilloso en su base morfológica es un
mito. (Morfología 104)

Existe el peligro de malinterpretar el estudio de Propp si se pretende aplicarlo


como método hermenéutico para el análisis de la novela o el cuento moderno. Ya
desde antiguo, la novela es una perversión del mito y una problematización del
discurso social presupuesto en ella (véase por ej. Julia Kristeva, Le texte du
roman). La novela difiere del cuento popular no sólo en su extensión, sino en el
conjunto de su estructura, incluyendo en este concepto la manera en que toma
posición frente a la ideología social. La novela como género problematiza los
esquemas narrativos propios del cuento folklórico y del mito, a la vez que los
utiliza. Este hecho es especialmente llamativo en la novela de nuestro siglo. En
una novela como Molloy, de Samuel Beckett, encontramos una estructura que
parece prestarse al análisis funcional de Propp. En la primera parte, el vagabundo
Molloy parte en busca de su madre y pasa por diversas peripecias en las cuales
podríamos reconocer diversas funciones del esquema de Propp. En la segunda
parte, el detective Moran recibe una orden de partir en busca de Molloy. Los temas
de la carencia y el viaje del héroe son por tanto un elemento tradicional, mítico-
folklórico, presente en esta novela. Pero son elementos utilizados como un
ingrediente más en el juego textual: no nos dan de por sí la clave de la obra. Y, por
supuesto, aparecen parodiados. Nunca están claras las razones que tiene Molloy
para ir a ver a su madre (ni siquiera sabemos si su madre es realmente su madre).
Su viaje será increíblemente lento y tortuoso, sin dirección fija. Molloy pasa de la
bicicleta a las muletas, y de las muletas a la reptación. Y el viaje termina en un
interrogante. Una desviación comparable se da en la historia de Moran. En ambos
casos el elemento del fracaso en la empresa arquetípica va unido simbólicamente
a su “fracaso” en tanto que textos convencionales, a la frustración del lector que
pretende reducirlos a esquemas familiares y al fracaso metafísico que es el núcleo
temático de la obra de Beckett en su conjunto. (37).

En conclusión, discernir estructuras folklóricas y míticas en la narración actual


tiene perfecto sentido, pues se hallan de manera más o menos evidente en la
base de textos modernos muy elaborados—pero no acaba ahí la tarea del crítico.
El análisis de Propp facilita en gran medida la identificación de ciertas estructuras
folklóricas; en modo alguno nos da, sin embargo, la clave constructiva del texto en
el cual hemos identificado una estructura semejante. De modo más general,
podríamos decir que los análisis formalistas no han de confundirse con la
interpretación crítica, pues son más específicos y menos ambiciosos. No son una
interpretación empobrecida o limitada, sino una actividad distinta de la
interpretación. Son instrumentos necesarios pero no suficientes para el crítico;
normalmente, una interpretación mínimamente relevante ha de ir mucho más allá
de la identificación de ciertos patrones formales en un texto.
1.1.3.2. Shklovski

Si por las razones ya expuestas la teoría de Vladimir Propp presenta


peculiaridades que obligan a separarla de la del resto de los formalistas, sería un
error creer que las ideas de Shklovski, Tomashevski, Eïjenbaum o Tynianov sobre
la estructura de la narración son algo más que parcialmente unitarias. Es verdad
que todos utilizan el par fabula / siuzhet como el instrumento conceptual básico en
su teoría de la prosa, pero estos términos no tienen el mismo significado o función
ni la misma relación en cada uno de los autores.

Erlich presenta así la génesis de estos dos conceptos en Shklovski y Eïjenbaum:

According to Sklovskij and Ejxenbaum, “plot”, which is usually considered a part of


“content” is as much “an element of form as rime”. In what was clearly an
application to the problems of narrative fiction of the dynamic dichotomy between
“device” and “materials”, the Formalists differentiated between “fable” (fabula) and
“plot” (sjuzet). In Opojaz parlance the “fable” stood for the basic story stuff, the
sum-total of events to be related in the work of fiction, in a word, the “material for
narrative construction” (...). (Erlich 240)

Para el Shklovski de los años 20 del que habla Erlich, la acción no es un elemento
artístico, sino un material previo que requiere la intervención del artista, y su
organización en un siuzhet para transformarse en obra de arte. En palabras del
propio Shklovski:

El concepto de siuzhet se confunde demasiado a menudo con la descripción de


los sucesos, con lo que propongo llamar convencionalmente fábula. En realidad, la
fábula no es sino el material para la configuración del siuzhet. (Cit. en Emil Volek,
Metaestructuralismo 130)

Son en gran mediada las distorsiones temporales las que determinan la


elaboración artística de la fabula para un Shklovski un tanto dado a
generalizaciones epatantes:

Chklovski (...) croyait pertinent pour la structure de l’œuvre le fait que le


dénouement soit placé avant le nœud de l’intrigue; mais non le fait que le héros
accomplisse tel acte au lieu de tel autre. (Tzvetan Todorov, “Les catégories du
récit littéraire” 127)

Pero no son esas distorsiones cronológicas la única diferencia entre fabula y


siuzhet. El siuzhet no es exactamente una estructura de incidentes para Shklovski,
sino más bien el resultado de todos los recursos empleados para narrar la fabula.
Con esta interpretación, el siuzhet engloba no sólo el mythos aristotélico, sino
también la lexis, tanto el relato como el discurso; pasa a identificarse con la obra
entendida como elaboración artística. Una noción de siuzhet muy distinta, pues, a
la empleada por Veselovski. Pero Shklovski no utiliza el término de manera
coherente, como señala acertadamente Emil Volek:
el concepto de siuzhet ha conservado para sí cierta ambivalencia: en su forma
adjetivada, los términos “con siuzhet / sin siuzhet” (siuzhetny / bessiuzhetny)
designan en Shklovski la prosa o el género literario que tienen o que carecen de
“historia” (story, récit, Geschichte), es decir, conservan el significado del concepto
dado por Veselovski. (Volek 130)

De hecho no se puede encontrar a lo largo de los trabajos de Shklovski un


concepto uniforme de fabula y siuzhet. Veamos dos pronunciamientos tardíos de
Shklovski sobre el tema. El primero parece moderar el alcance de la definición de
siuzhet, pues está ausente el nivel verbal; el segundo niega la utilidad de la
separación fabula / siuzhet :

En mis viejos trabajos hacía distinción entre los “acontecimientos de la obra” y


“argumento de la obra”. El argumento [siuzhet] no es el suceso que tiene lugar en
el relato o novela. El argumento es una construcción que, recurriendo a sucesos,
personajes y paisajes, comprimiendo el tiempo, extendiéndolo o trasponiéndolo,
crea como resultado cierto fenómeno perceptible, vivido tal como el autor lo desea.
(La cuerda del arco: sobre la disimilitud de lo símil 84)

Il est impossible et inutile de séparer la partie événementielle de son agencement


compositionnel, car il s’agit toujours de la même chose: la connaissance du
phénomène. (O judozhestvennoï proze ; cit. en Todorov, “Catégories” 127)

Observemos, por último, que si bien Shklovski es quien instaura la pareja fabula /
siuzhet como una “oposición binaria de términos correlacionados y funcionalmente
diferenciados” (Volek 130) no queda claro en sus definiciones si se trata de un par
que funcione como tal en la comprensión efectiva de un texto. La fabula no parece
ser en modo alguno interesante para el lector en la teoría de Shklovski. Es un
simple material previo ofrecido al artista; una parte del proceso de producción de
la obra, y no parte de la obra misma. Todo el arte está en el siuzhet, y no en la
acción conjunta de éste y la fabula :

El siuzhet no es una llave, sino una ganzúa. Los esquemas de siuzhet


corresponden sólo muy aproximadamente al material de la vida práctica que
configuran. El siuzhet desfigura el material ya por el simple hecho de elegirlo. (38).

En términos de Ricœur, diríamos que Shklovsi está más interesado en la mimesis


2 que en la mimesis 1, y que no considera el papel de la fabula en la mimesis 3.
La concepción de Shklovski está menos próxima de las posteriores teorías
formalistas que de formulaciones organicistas más clásicas y generales, como la
oposición que establece A. C. Bradley entre el tema u objeto del poema previo a la
actuación del poeta (subject matter) y el poema elaborado, en el que la
significacion ya no es diferenciable de la forma. (39).
1.1.3.3. Tomashevski

La teoría narratológica más completa y coherente elaborada por el formalismo


ruso se encuentra en el apartado “Temática” de la Teoría de la literatura de Boris
Tomashevski. Nos ocuparemos por el momento de su concepto de siuzhet, muy
diferente del de Shklovski, aunque superficialmente Tomashevski adopte la
terminología de Shklovski al oponer fabula a siuzhet. (40).

Tomashevski comienza definiendo el “tema” de una obra (siuzhet en ruso; la


traducción “tema” puede llevar a confusión, y sería preferible traducir
“composición” o “estructura” en algunos casos). Es una unidad compuesta de
pequeños elementos temáticos, dispuestos en una relación determinada:

En la disposición de estos elementos temáticos, se observan dos tipos principales:


1) un nexo causal-temporal liga el material temático; 2) los hechos son narrados
como simultáneos, o en una diversa sucesión de los temas, sin un nexo causal
interno. En el primer caso, tenemos obras con fábula (cuentos, novelas, poemas
épicos); en el segundo, obras sin fábula, “descriptivas” (poesía descriptiva y
“didáctica”, lírica, “viajes”(...). (Teoría 182)

Observemos que Tomashevski ha desplazado de una manera casi previsible el


sentido que tenía el término fabula en Shklovski. Veselovski llamó siuzhet a la
sucesión de motivos en la obra en cuanto que constituían una organización;
Shklovski introdujo el término fabula para designar el material no literario previo a
esa organización; pero al querer diferenciar las obras que narran acciones
temporal y causalmente ordenadas de las que no las narran, se veía forzado a
hacer un uso ambiguo de la palabra siuzhet. Tomashevski parece resolver el
problema distinguiendo dos niveles de organización, uno de los cuales ya está
presente en lo que Shklovski había considerado como material no organizado, la
fabula. Comparando con los términos aristotélicos, diríamos que si el siuzhet de
una obra narrativa ( » mythos) se presenta como un todo organizado, parte de esa
organización ya está presente en la fabula ( » praxis) de la cual deriva (por
mimesis). (41).

Volveremos más adelante sobre el concepto de siuzhet en Tomashevski, para


concentrarnos ahora sólo en su definición de fabula :

El tema de la obra con fábula constituye un sistema más o menos unitario de


hechos, derivados el uno del otro, y recíprocamente relacionados. Es
precisamente el conjunto de los acontecimientos en sus recíprocas relaciones
internas a lo que nosotros llamamos fábula. (Teoría 183)

Hay que señalar que si bien para Tomashevski la fabula es un todo ordenado, eso
no quiere decir que sea una construcción exclusivamente artística. Un hecho real
puede servir como fabula (Teoría 186) y difícilmente se podrá decir que es
producto de la labor del autor. Queda clara así (como, de hecho, estaba ya en
Aristóteles) la diferencia entre coherencia estructural de la acción y construcción
artística. Es sólo el siuzhet lo que es el elemento enteramente artístico.

Como sucedía en las obras de Aristóteles y Propp, se advierte en Tomashevski


una ligera ambigüedad en lo referente a la extensión que debe darse al concepto
de fabula. ¿Constituyen la fabula todos los acontecimientos de la obra, o sólo los
que presentan una unión necesaria entre sí? (cf. Poética, cap. XVII; Propp,
Morfología 129 ss.). Tomashevski divide primero la obra en motivos : la definición
“El tema de una parte indivisible de la obra se llama motivo” (Teoría 185) recuerda
a Veselovski. Pero los motivos de Tomashevski no sirven para establecer
comparaciones temáticas con otras obras, sino para delimitar las mínimas
unidades de sentido dentro de una misma obra, unidades que Tomashevski
identifica con las oraciones: “cada frase tiene su motivo” (185). Veamos cómo se
llega a la ambigüedad que decíamos:

Los motivos de una obra pueden ser heterogéneos. Basta parafrasear la fábula de
una obra para comprender inmediatamente qué es lo que se puede eliminar sin
destruir el nexo causal entre los hechos. Los motivos que no se pueden omitir se
llaman ligados ; los que pueden eliminarse sin perjudicar a la integridad de la
relación causal-temporal de los hechos que se denominan, en cambio, libres. Para
la fábula, tienen importancia solamente los motivos ligados; en la trama, en
cambio, son, a veces, precisamente los motivos libres (las “digresiones”) los que
desempeñan una función dominante, que determina la estructura de la obra.
(Teoría 186-187)

Los motivos ligados se conservarán en el resumen (¿fabula?) de la obra; la serie


de motivos ligados es comparable (no idéntica) a la serie de funciones de Propp o
al argumento resumido en Aristóteles (Poética 1455 b). (42). Tomashevski corre el
peligro de que su concepto de fabula se vuelva ambiguo, porque en otra acepción
del término tienen importancia para la fabula todos los motivos, y no solamente los
motivos ligados. Si creemos que la fabula es “un conjunto de motivos en su lógica
relación causal-temporal, mientras que la trama es el conjunto de los mismos
motivos, en la sucesión y en la relación en la que se presentan en la obra”
(Tomashevski, Teoría 186), y a la vez queremos introducir una jerarquía en la
importancia de los motivos, como parece deseable, tendremos que admitir que
trabajamos con dos conceptos distintos: una acepción de fabula es la
reconstrucción de la totalidad de la acción efectuada por un lector a través del
siuzhet ; otra es la serie de motivos ligados, y aún podríamos añadir otra acepción
básica, la de fabula como serie de motivos ligados y dinámicos. (43). Se podrían ir
sumando distinciones de este tipo más o menos relevantes (cf. por ej. Forster,
1.1.4.1. infra), pero de hecho sólo hay dos acepciones claramente diferenciables:
o bien consideramos todas las acciones, o bien dejamos abierta la posibilidad de
infinitos resúmenes de la obra según consideremos a los motivos más o menos
importantes: “su grado de importancia, desde el punto de vista de la fábula, puede
establecerse comparando un resumen conciso de la fábula con uno más
pormenorizado” (Tomashevski, Teoría 188). En cualquier caso, está implícita en
Tomashevski la naturaleza metalingüística de los motivos, aunque los relacione
uno a uno con las frases del texto. Para Cesare Segre (Principios 113) tanto fabula
como siuzhet se entienden en el formalismo ruso como paráfrasis de la obra. No
creemos que sea esto exactamente lo que querían decir los formalistas, ni
tampoco la manera en que se debe plantear hoy la cuestión. Fabula y siuzhet son
formulables lingüísticamente sólo como paráfrasis del texto (cf. Segre, Principios
107), pero no son en sí paráfrasis, ni textos : son estructuras semióticas
abstractas. Idénticamente, los motivos sólo se pueden extraer del texto
metalingüísticamente, porque son unidades culturales, no lingüísticas. Es esta
ambigüedad o insuficiente diferenciación entre lo lingüístico y lo no linguístico (44)
la que impedirá la clarificación de los conceptos de fabula y siuzhet en el
formalismo ruso, siendo en parte causante de las distorsiones que señala Emil
Volek:

Fábula y siuzhet serían al mismo tiempo ontológicamente discretos, pero estarían


genéticamente enlazados. La fábula, existente “antes” y “después” de la obra,
sería, a fin de cuentas, innnecesaria para esta última. No sorprende entonces que
los formalistas mismo se dedicasen casi exclusivamente a la investigación del
siuzhet y de las leyes de su construcción (con excepción de Vladimir Propp, que
trabajaba sobre los siuzhets en el sentido de Veselovski) y que tratasen la fábula
como un mero instrumento más bien didáctico del análisis de la construcción de
aquél. (Volek 132)

Recordemos, sin embargo, que lo que se da en Tomashevski es más bien una


ambigüedad que una interpretación claramente limitada del papel de la fabula. No
queda claro hasta qué punto la considera un elemento activo en la comprensión
de la obra por parte del lector, y en ocasiones queda abierto el camino para leer
en Tomashevski un concepto de la relación fabula / siuzhet similar al expuesto por
el propio Volek (ver 1.1.3.5 infra). Teniendo en cuenta estas matizaciones,
podemos pasar a ver el método de descripción de la fabula según Tomashevski.

Tomashevski hace esa descripción en dos pasos, que se corresponden con un


estudio sincrónico y uno diacrónico, respectivamente, aunque Tomashevski no
utilice estos términos:

• Sincrónicamente, la fabula es una situación, definida por Tomashevski como un


complejo de relaciones y proyectos :

Las relaciones recíprocas entre los personajes, en cada momento preciso,


constituyen la situación. (...) La situación típica es la de las relaciones
contrastantes, en la que cada uno de los personajes quiere modificar de manera
distinta la situación existente. (Teoría 183)

• Es también posible, incluso necesaria, la presencia de situaciones sin conflicto,


pues, diacrónicamente, “el desarrollo de la fábula puede definirse, en general,
como el paso de una situación a la otra” (Teoría 183). Tomashevski especifica,
como lo hacía Propp a su manera, cómo es posible interpretar de una manera
concreta la definición aristotélica, completamente abstracta, de principio, medio y
final del argumento (45) relacionando estas nociones con los personajes y las
relaciones que mantienen entre sí:

El desarrollo de la intriga (…) conduce a la eliminación de los contrastes o a la


creación de otros nuevos. Por lo general, al final de la fábula, tenemos una
situación en la que todos los contrastes se resuelven y los intereses se concilian.
Mientras una situación que contiene contrastes pone en movimiento la fábula,
porque entre dos principios en lucha uno debe prevalecer y es imposible que
coexistan mucho tiempo, una situación en la que se hayan superado los
contrastes, en cambio, no da lugar a ulterior movimiento, ni suscita expectativas:
por ello, esta situación se encuentra al final, y se llama desenlace. (Teoría 183)

De manera semejante, Tomashevski llama exordio a la situación inicial de


equilibrio en la que no han intervenido aún los motivos dinámicos que lo romperán,
y Spannung al punto culminante de la tensión:

En la estructura dialéctica más sencilla de la fábula, la tesis está constituída por el


exordio, la antítesis por la Spannung, la síntesis por el desenlace. (Teoría 185)

El exordio determina, en general, todo el curso de lafábula, y la intriga se reduce a


la variación de los motivos que determinan el contraste fundamental, introducido
por el exordio. Estas variaciones reciben el nombre de peripecias (paso de una
situación a otra). (Teoría 184)

Vemos que la filiación del formalismo ruso es a veces abiertamente aristotélica (cf.
el capítulo XVIII de la Poética para las nociones de nudo y desenlace). El término
peripecia es sin embargo mucho más general que en Aristóteles (46); aquí
tenemos abierta la posibilidad de utilizarlo como instrumento para analizar los
contrastes entre los motivos de diferentes partes de la obra. Observemos
igualmente el “contraste fundamental” que se menciona, y que tendrá
descendencia. Iuri Lotman (Estructura del texto artístico 291) basa en la existencia
de ese contraste una teoría sobre el papel ideológico de las obras con fabula y
también la posibilidad de que ésta se pueda parafrasear. En la semiótica soviética
moderna se insiste en el funcionamiento de la obra de arte como modelo del
mundo; esta idea también se remonta a los formalistas, pues ese es el sentido
profundo de la terminología hegeliana que Tomashevski introduce en apariencia
anecdóticamente. Aquí no es la obra, sino la fabula la que reproduce en su
estructura los procesos que gobiernan realidades más amplias. ¿Debemos
entender que para Tomashevski cada elemento de la obra es un modelo del
mundo? Aunque no profundiza más en esta cuestión, Tomashevski insiste en la
analogía del desarrollo de la fabula con el de los procesos histórico-sociales
(Teoría 184). Es curioso ver cómo las relaciones entre narración y proceso
histórico establecidas por Tomashevski se invierten en la historiografía
estructuralista de Hayden White, según el cual es más bien nuestra visión de la
historia la que se construye a la manera de una fabula, mediante la imposición
(ideológicamente cargada) de una causalidad y una teleología. (47).
1.1.3.4. Tynianov

Una última definición de fabula en el ámbito del formalismo ruso es la de Tynianov,


aplicada a la narración cinematográfica. Según Volek,

encontramos un importante intento de reformular la oposición fábula y siuzhet en


Iuri Tynianov (…). Tynianov rechaza ante todo dos concepciones corrientes de
fábula: la fábula como “esquema estático de relaciones” entre los personajes y
como “esquema de la acción”. (Volek 133)

El esquema estático de las relaciones entre personajes es un momento sincrónico


de la fabula, si nos atenemos a la concepción de Tomashevski. En cuanto a la
fabula como esquema de la acción, Tynianov no la considera suficiente para dar
cuenta adecuadamente de la obra:

O corremos el riesgo de crear esquemas que no se ajustan a la obra, o debemos


definir la fábula como el dibujo semántico (significativo) global de la acción. El
siuzhet se entenderá entonces como el dinamismo que surge a partir de la
interacción de todas las conexiones del material (entre otras cosas, también las de
la fábula como la conexión de la acción): conexiones del estilo, de la fábula, etc.
(48).

Tynianov da así a siuzhet un sentido totalizante semejante al que R. S. Crane dará


al concepto de plot (1.1.4.5. infra). Y ya hemos señalado antes en Shklovski la
tendencia a concebir el siuzhet como el conjunto de “procedimientos” de la obra.
Tal interpretación es en última instancia contraria a un concepto de siuzhet
orgánicamente enlazado con el de fabula. Como señala Volek (133) Tynianov (y
Shklovski antes que él, añadiríamos) corre el riesgo de asimilar el siuzhet al
conjunto de la estructura narrativa, a la totalidad de las estructuras textuales. Se
pierde entonces la utilidad metodológica que tiene una contraposición entre acción
y relato como esquemas de organización de acontecimientos significados.

Por otra parte, parece imprescindible un concepto de fabula semejante al


delineado por Tynianov para dar cuenta de la realidad de la obra. El aspecto más
básico de nuestra comprensión exige (como ya mostraron Husserl, los gestaltistas,
o Ingarden) presuponer nuestra idea de la completitud en la percepción de lo
incompleto. Pero de ahí no hay que concluir, como parece hacer Tynianov, que
sería erróneo trabajar con esquemas de acción; en nuestra teoría tendrá que
haber un lugar para el relato y la acción y otro para los esquemas del relato o
esquemas de la acción que se consideren pertinentes (cf. 1.5.1. infra). El concepto
de fabula como esquema de acción es básico en al menos dos tipos de estudio:

• Los estudios que buscan determinar una cierta estructura organizadora de todo
el texto a un determinado nivel. Los esquemas de fabula son así lo que Manfred
Bierwisch y Teun A. van Dijk (cf. 1.2.5. infra) denominan macro-estructuras.
• Los estudios comparativos del tipo realizado por Propp, en los cuales se renuncia
a dar cuenta de la especificidad de cada obra para concentrarse en los esquemas
básicos comunes a un género.

1.1.3.5. Evolución posterior de los conceptos de fabula / siuzhet : Emil Volek

Emil Volek (Metaestructuralismo) retoma la distinción formalista entre fabula y


siuzhet tras un estudio de los avatares que sufrió en las interpretaciones
estructuralistas de los años 60 y 70. Para Volek, estas interpretaciones (las de
Todorov, Barthes, Nora Krausova, etc.) suponen un empobrecimiento del sentido
original de estos conceptos. Pero también reconoce que Tomashevski y Tynianov
no lograron formular con claridad la intuición básica que anima sus teorías; hay en
ellas una insuficiente delimitación del siuzhet con respecto al texto y de la fabula
con respecto a la “materia” y al nivel de las funciones. Señala Volek la posibilidad
de distinguir varios planos a distintos niveles de abstracción, como esqueleto del
texto en lo que él denomina el plano de la historia (story, récit ; Volek 152),
difiriendo de la fabula “por la jerarquización de los elementos, por su variada
proporción y por el orden de presentación” (153). Son, dice Volek, separaciones
artificiales pero necesarias, cuya confusión sería metodológicamente nefasta. Pero
la mayor originalidad de la teoría de Volek se encuentra en la funcionalidad que
tiene en ella el par fabula / siuzhet: frente a una concepción estática de los dos
términos, según la cual la fabula sería el material previo con el que se elabora el
siuzhet, y que debe ser reconstruído por el lector a través del mismo (49). Volek
los presenta como un “par estructural fenoménico” :

En la acumulación semántica, la fábula y el siuzhet actúan simultáneamente como


dos fuerzas polarmente opuestas y al mismo tiempo dialécticamente entrelazadas.
En este proceso, el siuzhet, que está dado más directamente, domina, juega con
la fábula; la fábula como parte integrante del desarrollo dinámico del siuzhet está
dada como expectación de coherencia lógica de la historia, expectación que el
siuzhet va cumpliendo o frustrando. Como resultado aparece un proceso dinámico,
dialéctico, en que se busca a tientas el contorno de la fábula y ésta, a su vez,
reconstruye la conexión lógica de los elementos del siuzhet. La fábula es la
“medida” creada sucesivamente a partir del siuzhet, al que “mide”
retroactivamente. (…) Entendidos en esta perspectiva, la fábula y el siuzhet dejan
de ser abstracciones formalistas, metafísicas; dejan de ser dos alternativas
separadas de ordenar la historia; cesan de ser un mero instrumento didáctico para
descubrir “lo artístico” de la estructura y se revelan, en su actuación de conjunto,
como el mecanismo constructivo semiótico fundamental de la estructura narrativa,
fundamental tanto para la construcción como para la recepción y concretización de
esta estructura. (Volek 154-155)

Es decir, estas categorías, surgidas en defensa del organicismo de la obra de arte


en contraposición a sus materiales (así en Bradley o Shklovski) salen de la
estética para integrarse en una teoría semiótica no específicamente artística, la
narratología. Además, la concepción dinámica de la relación entre fabula y siuzhet
impide que la narratología derive hacia un formalismo abstracto: la tensión entre
fabula y siuzhet es a la vez una estructura presente la obra y una maniobra
hermenéutica del lector, un puente tendido entre el análisis estructural y la
fenomenología de la comprensión semiótica (o la mimesis 3 de Ricœur). La
distinción entre fabula y siuzhet demuestra su utilidad en la medida en que el
enfoque de Volek es más clarificador sobre este punto que otro enfoque
estructural fenoménico, el de Ruthrof, cuya distinción entre “presentational
process” y “presented world” no deja claramente sentado que se trata de dos
fenómenos situados a distinto nivel semiológico.

1.1.4. Modelos de la acción en la crítica anglonorteamericana:

story / plot versus fabula /siuzhet

1.1.4.1. Forster

Los términos que se utilizaron en un principio para traducir fabula y siuzhet al


inglés fueron, respectivamente, story y plot. (50) La elección no es del todo
acertada, pues story y plot son términos ya tradicionales en la terminología crítica,
que expresan conceptos diferenciados más o menos claramente uno de otro y
cuya relación tal como se entiende en el uso corriente no corresponde a la
existente entre fabula y siuzhet. La exposición que más ha contribuído a
fundamentar teóricamente una diferencia entre story y plot es la de E. M. Forster
(Aspects of the Novel), coincidente en el tiempo con el desarrollo de las teorías
formalistas sobre la narración, aunque no existiese ninguna influencia ni relación
directa entre ambas líneas de pensamiento. Forster se apoya para elaborar su
distinción en el uso corriente de los términos, coincidiendo en lo fundamental con
el empleo que de ellos había hecho otro importante teorizador de la novela, Henry
James (por ej. en “Guy de Maupassant” 217), si bien las diferencias entre los dos
términos no son expuestas tan explícitamente por este último. Para Forster, story
es

the lowest and simplest of literary organisms. Yet it is the highest factor common to
all the very complicated organisms known as novels. (...)

A story, by the way, is not the same as a plot. It may form the basis of one, but the
plot is an organism of a higher type. (Forster 35, 38)

Por el momento, la relación parece semejante a la existente entre fabula y siuzhet:


story como algo no elaborado y que debe extraerse de las obras concretas; plot
como una elaboración sobre ese material. Pero observemos el matiz “may form”:
quizá no toda story se presente bajo la forma de plot. Forster no saca todas las
conclusiones a las que parece apuntar.

Meir Sternberg (11) expone más exhaustivamente las consecuencias de las


premisas sentadas por Forster. Este señala el orden cronológico como el rasgo
principal que define a la story:

And now the story can be defined. It is a narrative of events arranged in their time
sequence—dinner coming after breakfast, Tuesday after Monday, decay after
death, and so on. (Forster 35)

Pero no contrapone este orden cronológico al desorden cronológico, como hacían


Shklovski y Tomashevski para caracterizar el siuzhet, sino al orden causal.
Sternberg señala la originalidad del matiz que añade Forster a un conocido
principio aristotélico:

The distinction between temporally and causally propelled sequences clearly


originates in the Poetics: “It makes all the difference whether any given event is a
case of propter hoc or post hoc” [1452 a]. But while Aristotle’s application of this
insight is confined to the differentiation between episodic chronicles and properly
artistic wholes, Forster acutely realizes that both story and plot may well coexist as
distinct “aspects” of the same work—the more so (one may add) since every
causal sequence necessarily subsumes a chronological dimension. (Sternberg 11)

Vemos que el razonamiento de Forster no está encaminado al estudio de las


distorsiones temporales producidas por el relato sobre la acción. Y, sin embargo,
las introduce en sus comentarios sobre el plot, comprometiendo así la claridad de
este concepto. Para explicar qué es un plot, Forster nos cuenta tres historias de
reyes y reinas:

We have defined a story as a narrative of events arranged in their time-sequence.


A plot is also a narrative of events, the emphasis falling on causality. “The king
died and then the queen died”, is a story. “The king died, and then the queen died
of gried”, is a plot. The time-sequence is preserved, but the sense of causality
overshadows it. Or again: “The queen died, no one knew why, until it was
discovered that it was through grief at the death of the king”. This is a plot with a
mystery in it, a form capable of high development. It suspends the time-sequence,
it moves as far away from the story as its limitations will allow. (Forster 94)

Sternberg explica así la diferencia que habría entre llamar al tercer ejemplo siuzhet
y llamarlo plot:

If plot is, like sujet, a high artistic form, this is not because of its “deformity”, but
because of its superior tightness in comparison with the atavistic principle
informing the story. (…) According to Forster it is not the deformation of the
chronology that turns this combination of motifs into a plot but again the sine qua
non causal linkage, the “logical intellectual aspect”. (Sternberg 11)
Si aceptamos esto, en su tercer ejemplo Forster supervalora el alcance de la
definición de plot que ha dado. Si bien es innegable que hay un placer intelectual
en descubrir las causas a partir de los efectos que es superior al de contemplar la
sucesión causa-efecto en su orden lógico, el meollo de este tercer ejemplo ya no
es la causalidad al nivel de la acción, como lo era en el segundo. El énfasis
debería estar ahora en la curiosidad, en el conocimiento y la ignorancia, y no en la
causalidad. Hemos añadido un tercer personaje (colectivo) al rey y a la reina, al
presuponer un observador. Con el tercer ejemplo, Forster deja de presentarnos los
acontecimientos “en sí” para introducir un punto de vista limitado sobre la acción,
una categoría que hace de ella un relato. Tanto las alteraciones temporales como
el “misterio” dependen de ese punto de vista, y no de la conexión causal, que
también le debe su mayor tensión. La causalidad nos permite la solución del
misterio, pero es ajena a la existencia misma del misterio. Por tanto, la distinción
de Forster entre story y plot sólo es plenamente válida para establecer un
contraste entre los dos primeros ejemplos. Y no hay nada en ellos que nos
recuerde siquiera lejanamente al par fabula / siuzhet. Como arguye Emil Volek
(134) estas definiciones de story y plot de Forster “son más bien análogas a la
diferenciacion formalista entre crónica y fábula”. (51)

Hay otro aspecto en el que plot y siuzhet se oponen claramente, y parecen ir en


direcciones opuestas a partir de una hipotética base común:

Si consideramos el significado de plot en el lenguaje corriente (especialmente “a


ground plan; chart; diagram” y “an outline of the action of a narrative or drama”,
véase The American Heritage Dictionary), vemos que se podría interpretar tanto
en el sentido de fábula como en el de siuzhet. (Volek 135).

Pero, subrayaríamos, siempre en el sentido de una reducción efectuada sobre la


obra, un esquema de algún tipo que mantenga, por ejemplo, la cronología
cognoscitiva de la obra (» esquema del siuzhet o, en nuestra terminología,
esquema del relato), o que, por el contrario, resuma los hechos sin respetar el
punto de vista impuesto sobre ellos en la obra (esquema de la acción, fabula o
story (52).). De hecho, la noción de siuzhet tal como es expuesta por los
formalistas rusos no invita a pensar en reducciones de ningún tipo, sino más bien
en una totalidad que, como veíamos, no es muy claramente diferenciada del texto
mismo. Plot sí parece acercarse en este sentido al siuzhet de Propp o a la fabula
de Tomashevski (en la acepción de “conjunto de los motivos ligados”). El siuzhet
se opone a la fabula en el formalismo ruso como “lo dado” frente a “lo abstraído”,
“lo reconstituído”. Y, como observa Sternberg,

there is no corresponding difference between story and plot. Both are primarily
abstractions—the story is also a reconstitution—denoting different organizing
principles that may coexist in isolation from each other in a single work (or sujet).
(Sternberg 10)
Mientras el siuzhet es (para Shklovski o Tomashevski) una ampliación y
potenciación de la fabula que puede incluir elementos ajenos a la acción (como las
digresiones del narrador) y combinarlos con ella para crear una obra de arte, el
plot es una reducción de la acción y está próximo a la fabula en el sentido
reducido, causalmente informado, que apuntábamos. Sólo puede ser parte del plot
lo que es parte de la acción narrada, la story en Chatman. La manera de narrarla
(discourse en Chatman) no entra en la definición de Forster. O, mejor dicho, entra
en el tercer ejemplo que proponía, pero subrepticiamente.

Si plot no se confunde en absoluto con siuzhet y parece tender a identificarse con


(una cierta noción de) fabula, ¿qué pasa con la story? ¿Se trata de un nivel más
básico, menos elaborado que el de la fabula, que ya se presentaba sin embargo
como un material previo a la elaboración? Así parece: Forster considera que el
elemento artístico sólo está presente en el plot, y no en la story (Forster 96).
Estamos viendo que si bien toda narración tiene en principio ambos “aspectos”,
son especialmente dominantes o prominentes en algunas; de ahí que a veces
parezca Forster referirse a tipos de narración o subgéneros distintos. Recordemos
que Aristóteles exigía un determinado tipo de acciones, las unidas orgánicamente,
causalmente, como objeto de la “imitación” en un mythos para los buenos poetas.
Por tanto, concluímos con Sternberg:

Nor can story be equated with fabula, though both presuppose an abstraction and
a chronogical reconstitution of events. For the second defining property of story is
its purely additive sequence, while fabula may, and often does, involve causal
concatenation. As Tomashevski explicitly states, “il faut souligner que la fable
exige non seulement un indice temporel, mais aussi l´indice de causalité”.
(Sternberg12)

Forster comprende que la noción de plot, aun en el sentido “indebidamente”


ampliado que expone con su tercer ejemplo, no basta para dar cuenta del
fenómeno estético que se da en una novela:

The plot is exciting and can be beautiful, yet is it not a fetich, borrowed from the
drama, from the spatial limitations of the stage? Cannot fiction devise a framework
that is not so logical yet more suitable to its genius? (Forster 104)

Y así le vemos explicando cómo el plot puede introducir un elemento de


automatismo que vaya contra el espíritu de la obra, o que no contribuya a él, como
sucede, dice, en The Vicar of Wakefield entre muchas otras novelas:

In the losing battle that the plot fights with the characters, it often takes a cowardly
revenge. Nearly all novels are feeble at the end. This is because the plot requires
to be wound up. Why is this necessary? Why is there not a convention which
allows a novelist to stop as soon as he feels bored? Alas, he has to round things
off, and usually the characters go dead while he is at work. (Forster 102)
Esta insistencia en ligar la noción de plot a los aspectos más mecánicos de la
narración se entiende cuando vemos que la noción de acontecimiento (event) es
muy limitada en Forster (y en el uso popular del cual deriva su concepción). Está
claro que no considera que puedan pertenecer al plot las acciones ajenas a la vida
pública, los acontecimientos no claramente definidos o los que no llevan a
choques de intereses entre los personajes. Se trata además de acciones en
abstracto, realizadas por actores (actors) todavía sin individualizar, sin una
identidad (Forster 51). Aquí Forster se ve obligado a defender una novela
“orgánica” de carácter (104) frente a una novela “mecánica” o novela de
argumento. La dicotomía novela de carácter / novela de acción es frecuente en las
teorías de comienzos de siglo, herencia de la teoría y práctica de novelistas
victorianos como Trollope o James. (53). En cuanto a la oposición entre formas
mecánicas y orgánicas, tiene una larga tradición romántica (cf. por ej. Coleridge,
“Shakespeare’s Judgement Equal to His Genius”), y se halla implícita en las
polémicas en torno a los plots mecánicos de Dickens o en las pullas de los
“orgánicos” Thackeray y Trollope al “mecánico” Wilkie Collins (ver Sternberg, 184-
200). El resultado es que Forster, habiéndose ceñido a Aristóteles en su definición
de acción, ahora tiene que declararla insuficiente:

“All human happiness and misery”, says Aristotle [1450 a], take the form of action.
We know better. We believe that happiness and misery exist in the secret life,
which each of us leads privately and to which (in his characters) the novelist has
access. And by the secret life we mean the life for which there is no external
evidence (…) There is, however, no occasion to be hard of Aristotle. He had read
few novels and no modern ones—the Odyssey but not Ulysses—he was by
temperament apathetic to secrecy (...) and when he wrote the words quoted above
he had in view the drama, where no doubt they hold true. (Forster 91)

Forster sí ha leído Ulysses y, dado su concepto de acción, no encuentra para ella


ni siquiera el espacio relativamente honorífico que le concedía Henry James
vinculándola orgánicamente al carácter:

What is character but the determination of incident? What is incident but the
illustration of character? What is either a picture or a novel that is not of character?
(James, “The Art of Fiction” 88)

I might envy, though I couldn’t emulate, the imaginative writer so constituted as to


see his fable first and to make out its agents afterwards. I could think so little of any
fable that didn’t need its agents positively to launch it; I could think so little of any
situation that didn’t depend for its interest on the nature of the persons situated,
and thereby on their way of taking it. (James, prólogo a The Portrait of a Lady 289)

Vemos que en James se trata más bien de una subordinación orgánica que de
una relación de igual a igual entre acontecimientos y caracteres. (54).
Evidentemente, James también está pensando en acontecimientos “sociales”, en
choques de intereses entre personajes, decisiones, sorpresas, etc. Forster y
James no pueden encontrar el alma de una novela moderna en la acción
entendida así, al margen de una psicología más sutil e interiorizada. Story y plot
en Forster o James son, pues, explícitamente apsicológicos. La necesidad
expuesta por James de integrarlos orgánicamente con los personajes es por tanto
un reto artístico más bien que un a priori estructural. (55).

El concepto de acontecimiento utilizado por Tomashevski es más amplio. Tras


haber definido el desarrollo de la fabula como el paso de una situación a otra de
manera comparable a la de Forster, Tomashevski incluye en una nota:

La situación no cambia si, en lugar de una serie de personajes, tenemos una


novela psicológica, en la que se expone la íntima historia psicológica de un
personaje. Los distintos motivos psicológicos de sus acciones, los diversos
aspectos de su vida espiritual, los instintos, las pasiones, etc., no hacen más que
desempeñar el papel de los personajes habituales. Desde este punto de vista,
puede generalizarse todo lo anterior y todo lo que sigue. (Teoría 184)

En este aspecto como en otros, las nociones de fabula y siuzhet son más
generalmente aplicables que las de story y plot. (56). La limitación autoimpuesta
en el alcance de sus conceptos amenaza ya en Forster con hacerlos inútiles para
el estudio en profundidad de la narración literaria. De hecho, el concepto de plot
que utiliza Forster en sus ejemplos tomados de Meredith, Charlotte Brontë,
Dickens, etc., es el segundo propuesto por él, el del tercer ejemplo del rey y la
reina, que añade a la causalidad la noción de punto de vista. (57).

Las interpretaciones de story y plot utilizadas por la teoría literaria


anglonorteamericana de la segunda mitad del siglo XX representan un
acercamiento a los planteamientos formalistas. Rara vez se usa hoy la palabra plot
en el sentido estricto definido por Forster; ya hemos dicho que ni él mismo lo
hacía. Sin embargo, como señala Sternberg, la distinción de Forster merece ser
conservada:

to translate “fabula versus sujet” into “story versus plot” is not only to mislead the
reader but to blur a set of very useful theoretical distinctions. For if the properties of
each of the four are strictly distinguished, the critic may find their complementary
nature of great help. (Sternberg 12)

Sternberg (13) propone el siguiente cuadro para recoger esas diferencias:


Propone Sternberg además añadir los cuatro términos story-type fabula, story-type
sujet, plot-type fabula y plot-type sujet para una caracterización más precisa de los
tipos de estructura narrativa según el nivel al que nos refiramos (fabula o siuzhet)
y según el papel relativo de la causalidad (plot) frente a la mera sucesión (story).
Se observará que el estudio que hemos realizado de estos cuatro conceptos nos
obliga a hacer alteraciones en el esquema de Sternberg. Así, el plot en el sentido
puramente causal de la definición de Forster implica un orden cronológico, nunca
“deformado”, y deberá ser reconstruído. Las demás categorías sólo son
“indispensables” en géneros específicos; ya Tomashevski señalaba (Teoría 182)
que los libros de viajes, a pesar de su carácter narrativo, son obras sin fabula,
pues no interviene el principio causal. El “punto de vista” de la fabula no es
objetivo: más bien no existe (además, ¿cómo puede un punto de vista ser
objetivo? Parece un oxímoron). Aún habría que añadir otras modificaciones, pero
no nos extenderemos en en ellas. (58).

La trilogía de Beckett Molloy, Malone meurt, L’Innommable ofrece una buena


ejemplificación de las diferencias entre estos conceptos. Podemos ver en su
narratividad una presencia importante, aunque más o menos paradójica, de una
story y de un siuzhet; en cambio, tienen una mínima presencia, prácticamente
despreciable, los elementos causales que nos permitiesen hablar de fabula o de
plot en el sentido propuesto por Sternberg. Como bien señalaba Forster, plot es un
concepto estrechamente relacionado al drama, y, por tanto, a la acción pública y
social: en novelas como las de Beckett, con personajes solitarios y sin objetivos
muy definidos, estas nociones pierden sentido. También trabaja en su contra la
fusión que hace Beckett de todos los niveles del texto narrativo, la circulación
constante entre uno y otro. Este es un terreno poco favorable para la causalidad
proairética (59) tradicional, que necesita un alojamiento estable en un texto menos
problemático.

1.1.4.2. Muir

El siguiente pronunciamiento teórico sobre este tema en el área anglosajona es el


de Edwin Muir, también muy popular. Pero hemos dicho mal: Muir no pretende ser
“teórico”, creyendo así ser eficaz, y, en efecto, su definición de plot no aporta
ninguna elaboración teórica. Más bien las anula todas:

The term plot (…) is a definite term, it is a literary term and it is universally
applicable. It can be used in the widest popular sense. It designates for everyone,
not merely for the critic, the chain of events in a story and the principle which knits
it together. (Muir 16)

Entendido así, plot puede designar tanto a la fabula como al siuzhet, tanto a la
story de Forster como a cualquiera de sus conceptos de plot. La definición es
sencilla, pero excesivamente general y sólo aparentemente clara. Parece claro
que para Muir story es el conjunto del texto, y plot un elemento aislable de ese
conjunto (es la relación normal entre ambos términos en inglés, como entre
“narración” y “argumento” en español). Muir también utiliza “story” en el sentido de
un género determinado, “the most simple form of prose fiction (...) which records a
succession of events, generally marvellous” (17). Del libro de Muir se desprende
un concepto de argumento semejante al de Forster (y Aristóteles), un énfasis en el
poder organizador de la causalidad, que opera ante todo al nivel de la acción. Los
sugestivos estudios de Muir sobre la distinta experiencia del tiempo en la novela
de caracteres, en la novela dramática o en la crónica, poco nos dicen sobre las
técnicas narrativas que permiten esas distintas construcciones. Son estudios de la
experiencia del lector, y sólo indirectamente se refieren a la estructura de la obra.
Este relativo impresionismo se debe en parte a la insuficiente elaboración teórica
del concepto de plot utilizado por Muir.

1.1.4.3. Wellek y Warren

Señalábamos que los conceptos anglosajones story y plot pierden identidad frente
al par fabula / siuzhet del formalismo ruso en la segunda mitad de nuestro siglo; de
hecho, tan pronto como se introducen en Occidente los trabajos de los formalistas.
Esta introdución se puede fechar, en lo que respecta al tema que nos ocupa, a
partir de 1949; es el año de publicación de Theory of Literature, fruto de la
colaboracion entre Austin Warren y René Wellek, un antiguo miembro del Círculo
de Praga, escuela ésta que tuvo contactos directos con los formalistas rusos.
Wellek y Warren resuelven así las limitaciones del concepto tradicional anglosajón
de plot:

The narrative structure of play, tale, or novel has traditionally been called the “plot”;
and probably the term should be retained. But then it must be taken in a sense
wide enough to include Chekhov and Flaubert and Henry James as well as Hardy,
Wilkie Collins, and Poe: it must not be restricted to a pattern of close intrigue (…).
The last third of Huck Finn, obviously inferior to the rest, seems prompted by a
mistaken sense of responsibility to provide some “plot”. The real plot, however, has
already been in successful progress: it is a mythic plot (…). (217)

Se ha aflojado el nexo causal para dar lugar a otros tipos de progreso en la


historia narrada (quizá míticos, metafóricos, etc.); el conjunto la estructura
narrativa (cf. siuzhet) es lo realmente importante, y no la causalidad estricta. Sin
embargo, Wellek y Warren, aunque introducen los conceptos formalistas (“motivo”,
“procedimiento”, fabula y siuzhet, etc.) no llegan a proponer una equivalencia total
entre plot y siuzhet (a pesar de identificar a cada uno por su lado con la “estructura
narrativa”):

The Russian formalists distinguished the “fable”, the temporal-causal sequence


which, however it may be told, is the “story”, or story-stuff, from the “sujet “, which
we might translate as “narrative structure”. The “fable” is the sum of all the motifs,
while the “sujet” is the artistically ordered presentation of the motifs (often quite
different) (...).

(...) “sujet” is plot as mediated through “point of view”, “focus of narration”. “Fable”
is, so to speak, an abstraction from the “raw materials” of fiction (the author’s
experience, reading, etc.); the “sujet” is an abstraction from the “fable”, or, better, a
sharper focusing of narrative vision. (Wellek y Warren 218)

Aparte de algunas insólitas observaciones sobre la fabula formalista, encontramos


aquí de nuevo la duda de Forster. Wellek y Warren no se atreven a identificar plot
y siuzhet, conceptos intuitivamente bastante alejados, y después de pasear al plot
por la superficie de la estructura narrativa, lo devuelven a un nivel más profundo:
será necesaria la introducción de un punto de vista para que el plot pase a ser
siuzhet. Con ello queda un concepto de plot más amplio que el sentido restringido
de Forster (su ejemplo segundo) y más restringido que el sentido amplio e
insuficientemente definido de su tercer ejemplo, puesto que de de los ejemplos
puestos por Forster se deduce que en esta acepción de plot se ha introducido una
perspectiva limitada que produzca en el lector los enigmas necesarios.

1.1.4.4. Brooks y Warren

En Understanding Fiction, de Cleanth Brooks y Robert Penn Warren, aparece un


concepto de plot ya claramente separado del nivel de la acción (» praxis en
Aristóteles), y que tiende a equipararse al relato (» mythos). Plot aparece allí
contrapuesto a action:

Plot, we may say, is the structure of an action as it is presented in a piece of fiction.


It is not, we shall note, the structure of an action as we happen to find it out in the
world, but the structure within a story. It is, in other words, what the teller of the
story has done to the action in order to present it to us. (Brooks y Warren 77)

El plot es formado por el autor utilizando el material de la action y sometiéndolo a


dos procesos: la selección y la ordenación (cf. 2.1.1 infra). Brooks y Warren
consideran a veces la acción como algo totalmente informe, que debe ser
manipulado con un propósito práctico:

Let us begin this discussion by thinking of some action—it doesn’t matter whether it
is real or imaginary—in its full and massive array of facts, all disposed in their
chronological order. The teller of a story, whether in idle conversation or in the
serious business of writing a thousand-page novel, could not possibly use all the
facts involved in the situation. He has to select the facts that seem to him useful for
his particular purpose. (Brooks y Warren 79)

Pero por otra parte Brooks y Warren parecen ver ya una cierta selección en el
nivel de las acciones, tal y como nos llega en el mundo real, sin ningún propósito
deliberado, espontánea. De los ejemplos que dan, concluyen: “In these actions we
recognize, too, unity and significance. That is, these actions move towards an end,
and the end settles something” (78). Esta ligera ambigüedad ya estaba,
recordémoslo, en Aristóteles, cuando hablaba de coherencia tan pronto
refiriéndose al mythos como a la praxis de la cual es “imitación”. Podemos quizá
pensar en la selección de hechos que realiza el autor sobre la acción para
elaborar el plot como un proceso que duplica la selección intuitiva que nos hace
ver una acción como tal, recortando sus bordes, enfatizando la causalidad y
encerrándola en sí misma para fijar nuestra atención en ella. Percibimos
secuencias de acción en la vida real, y las enfatizamos en la literatura: sólo
Tristram Shandy era incapaz de hacerlo. Brooks y Warren arguyen que este
proceso de selección obedece en literatura a dos móviles, que definen, como
todos sus contemporáneos anglosajones, en términos de una estética realista y
humanista:

Vividness and significance—these are the tests of usefulness in selection. But the
two tend to merge. The vivid detail that catches the imagination helps create the
special quality, the “feel” of a story, and this “feel”, this atmosphere (…) is an
element of the meaning. (79)

Hay entonces en el plot una selección de hechos de la acción. También hay una
reordenación; el plot ya no tiene por qué seguir el orden cronológico. Brooks y
Warren dan el siguiente esquema como ejemplo:

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(Figura 1. Brooks y Warren 80)

Pero el plot definido por Brooks y Warren todavía no se identifica al siuzhet de


Tomashevski. (60). Brooks y Warren se contradicen al definir las partes de la
acción en su desarrollo (“exposition”, “complication”, “climax” y “denouement”)
como si fuesen partes del plot. (61). Esta confusión de Brooks y Warren es
comprensible, pues no han dejado clara la naturaleza de la action. Han
relacionado el plot con el tema y el carácter (Brooks y Warren 80-82), pero no con
el punto de vista. Y así no queda claro si la selección que se ha operado sobre la
serie de acciones es una simple estrategia narrativa que nos deja inferir las
acciones que no se nos han contado directamente o si, por el contrario, las
acciones no seleccionadas no existen en el plot ni siquiera en estado implícito.
Llegamos así a una confusión aún más general, pues Brooks y Warren no
establecen una distinción teórica suficiente entre la acción como una secuencia
(hipotética o no) de hechos utilizada como material para elaborar un plot y la
acción tal como es reconstruida por el lector a partir del plot. (62).

Una ventaja, sin embargo, presenta este concepto de plot frente al siuzhet
formalista: mientras el siuzhet se definía “desde arriba”, contrastando la obra
efectiva con la fabula reconstruida, el plot es un concepto que se ha ido
desplazando “desde abajo”, desde un nivel correspondiente a la fabula formalista.
Conserva sus orígenes claramente, y aunque aquí ya está muy lejos de poder ser
interpretado como un mero esquema de la acción, no corre nunca el peligro que
veíamos en el siuzhet (sobre todo en las definiciones de Shklovski y Tynianov) de
indentificarse con la superficie textual o el conjunto de la estructura narrativa. El
plot es siempre inseparable de una noción de acción (cf. Brooks y Warren 77); es
siempre una abstracción realizada sobre un “aspecto” del discurso narrativo, y no
el discurso mismo.

Brooks y Warren ven el plot como un elemento del “diseño” (pattern o design) de
una obra. El diseño consiste en una estructura de repeticiones (directas o
indirectas) que nos conduce a atribuir un sentido a la obra. El argumento sería la
manifestación lógica del diseño; los caracteres de los personajes la manifestación
psicológica:

The items are all related to the line of interest, to the question, but each item
introduces a modification, even if the modification is merely a modification of
intensity through cumulative effect. In this sense, the pattern of logical, and
psychological change, logical as it relates to the theme of the story, psychological
as it relates to the motivation and development of character within the story.
Sometimes the logical, and sometimes the psychological, aspect of the pattern
may be the more obvious. (63).

Hay que señalar que el concepto de plot que están desarrollando aquí Brooks y
Warren no tiene mucho que ver con el que han desarrollado anteriormente; la
coherencia pediría que utilizasen aquí la palabra “lógica” aplicada a la action; si el
plot obedece a una lógica, se trata de una lógica de otra especie, una lógica de la
composición.

1.1.4.5. Crane; Scholes y Kellogg

Otros autores no dudan en extender el término plot hasta cubrir toda el área de lo
que Brooks y Warren llaman pattern. Así, por ejemplo, Ronald S. Crane (“The
Concept of Plot and the Plot of Tom Jones “), que ve el plot como la síntesis de
tres ingredientes: la acción, el pensamiento y el carácter (conceptos que Crane
deriva respectivamente de mythos, diánoia y ethos en Aristóteles). Como señala
Elizabeth Dipple, Crane añade a la noción de plot elementos que en la Poética
corresponden a un nivel textual superior:

[t]his is an interesting perversion of Aristotle, using a far-reaching idea of plot and


action to set up formal ideas palatable to a modern audience. Crane replaces the
word tragedy with plot, and works from there (Dipple 15).

Lo que define al plot según Crane es el uso que hace de estos tres elementos, y
que él denomina una “temporal synthesis” (Crane 66). Robert Scholes y Robert
Kellogg formulan quizá con más claridad un concepto de plot tan amplio como el
de Crane:

Plot can be defined as the dynamic, sequential element in narrative literature.


Insofar as character, or any other element in narrative, becomes dynamic, it is a
part of the plot. (Scholes y Kellogg 207)

Todos estos autores pretenden escapar a un concepto estrecho de plot como el


que condenaban Trollope, James of Forster; ven que la novela moderna es
dinámica en muchos sentidos, y no sólo en tanto que en ella transcurre un tiempo
y se narran acciones. Pero es dudoso que con la extensión del término plot a
todos los aspectos dinámicos de la novela se logren más ventajas que la de hacer
resaltar ese dinamismo. Crane puede ahora hablar de plots of action oponiéndolos
a plots of character o a plots of thought, pero con el riesgo de perder el concepto
más tradicional de plot, que sería utilizable como un instrumento práctico
contrastable con la acción, como en Brooks y Warren. Tampoco, naturalmente,
puede ser utilizado el término en el sentido de Forster. Además, el sistema se
presta a la proliferación. Si intentamos clasificar las novelas de Beckett de acuerdo
con el método propuesto por Crane, tendremos problemas. Es evidente que su
atención no está dedicada al carácter ni a la acción; éstos no progresan, sino que
más bien están sumidos en un marasmo, en un estancamiento insuperable. (64).
Y no sería mucho más satisfactoria la calificación de plots of thought para obras
como Molloy, Malone meurt o L’Innomable. La movilidad, el progreso que se da en
ellas, dentro de cada una y en su secuencialidad en la trilogía, es de otro género.
Es una excavación de los propios mecanismos textuales, que se enfrentan más y
más obsesivamente a sí mismos, dejando en el camino argumento, personajes y
pensamiento. Lo que evoluciona no son las relaciones entre personajes, sino las
relaciones entre estratos textuales. ¿Deberíamos hablar en este caso de un plot of
narrative structures?

Si bien el plot de Crane (o el “real plot” al que aludían Wellek y Warren) es una
realidad indudable, no resuelve el problema de cómo describir con precisión la
estructura narrativa de una obra. Está claro que necesitamos un surtido de
instrumentos conceptuales mucho mayor, unos más generales que otros, y otros,
por qué no, más mecánicos que unos. Scholes y Kellogg se ven obligados a volver
a un concepto más tradicional y limitado de plot en la conclusión de su capítulo
sobre “Plot in narrative”:

Plot, in the large sense, will always be mythos and always be traditional. (…)
Quality of mind (as expressed in the language of characterization, motivation,
description, and commentary) not plot, is the soul of narrative. Plot is only the
indispensable skeleton which, if fleshed out with character and incident, provides
the necessary clay into which life may be breathed. (239)

Ahora bien, parece una empresa desesperada el intentar rescatar términos


concretos, como story, plot, etc. de la proliferación semántica que hemos
contemplado e intentar devolverles un sentido preciso en la teoría de la literatura.
Nunca se logrará un consenso para hacer corresponder términos y conceptos, y ni
siquiera los conceptos subyacentes a la terminología serán compartidos por todos
los estudiosos. Además, sería imposible desconectar tales términos de su uso
corriente, que a veces es tan poderoso que arrastrará siempre a la definición
técnica, como señala Volek en el caso de plot:

el significado natural de plot oscila entonces entre “plan, esquema” (argumento) y


“trama”. Tanto los filólogos, que lo utilizan para traducir al inglés el “mythos”
aristotélico, como los eslavistas, que, siguiendo a Brooks y Warren, traducen
unánimemente por el mismo el concepto de siuzhet, aprovechan las posibilidades
latentes de la palabra; pero plot, a su vez, por su dinamismo polisémico, se
escapa a las dos delimitaciones. Por todos los posibles equívocos que acabamos
de bosquejar, consideramos que lo mejor es mantener los términos originales
[fabula y siuzhet]. (Volek 135).

Pero el problema es que, como hemos visto y como ha mostrado el mismo Volek,
tampoco los términos formalistas tienen un significado unitario. La fabula de
Shklovski no es la de Tomashevski, el siuzhet de éste no es el de Propp, Volek
cree que los de Krausova no coinciden con ninguno de éstos y él mismo propone
más adelante una interpretación diferente.

Parece inevitable que cada teoría construya sus términos ad hoc, utilizando los
elaborados por las anteriores sólo en la medida en que pueden ayudarle a formar
un sistema coherente. Si los términos adoptados resultan deformados o mutilados,
no siempre habrá sido para mal: en este proceso de bricolage pueden
manifestarse debilidades de aquellas teorías, o surgir sentidos inesperados que
podrán ser integrados junto con los originales mal interpretados en una teoría más
inclusiva. La profusión terminológica rara vez es injustificable, aun si queda
injustificada.

Notas

1. Estos tres términos (acción, relato, discurso [narrativo]) aparecerán en cursiva


cuando se utilicen en el sentido estrictamente narratológico que aquí definimos.

2. Cf. Oswald Ducrot y Tzvetan Todorov, Dictionnaire encyclopédique des


sciences du langage 315; A. J. Greimas y J. Courtés, Sémiotique: Dictionnaire
raisonné de la théorie du langage 294.
De lo ya dicho se infiere que no hay que identificar estructura superficial con
manifestación efectiva, material o textual; vemos que el relato es por una parte
una estructura profunda (con relación al texto) y por otra una estructura superficial
(respecto de la acción). De hecho, en algunas descripciones puede resultar útil no
considerar al discurso mismo la manifestación semiótica, la estructura más
superficial, o bien prescindir del nivel del relato para considerar a la acción como la
estructura profunda del discurso. La relatividad de los términos “profundo” y
“superficial” no es, sin embargo, obstáculo para que sea la proximidad al nivel
semiótico manifiesto postulada en la descripción la que determine que un nivel
dado sea considerado “relativamente más profundo” o “relativamente más
superficial”.

3. Cf. Roman Ingarden, The Literary Work of Art 218 ss; Karl Bühler, Teoría del
Lenguaje 69; Félix Martínez Bonati, La estructura de la obra literaria 184.

4. Por ejemplo, Claude Bremond: “Le raconté a ses signifiants propres, ses
racontants: ceux-ci ne sont pas des mots, des images ou des gestes, mais les
événements, les situations et les conduites signifiés par ces mots, ces images, ces
gestes” (“Le message narratif” 4).

5. De ahí las no coincidencias entre las distintas estratificaciones que proponen


Boris Tomashevski (Teoría de la literatura), Vladimir Propp (Morfología del
cuento), Ingarden, H. Sorensen (Studier i Baudelaires Poesi), Wayne C. Booth
(The Rhetoric of Fiction), Roland Barthes (“Introduction à l'analyse structurale des
récits”), Gérard Genette (“Discours du récit”), Tzvetan Todorov (Poética), Mieke
Bal (Narratologie), Seymour Chatman (Story and Discourse), Horst Ruthrof (The
Reader's Construction of Narrative), Paul Ricoeur (Temps et récit) y Cesare Segre
(Principios de análisis del texto literario) entre otros. Por ejemplo, es obvio que el
nivel de la “manifestación” de Chatman (26) incluye al (sub)nivel lingüístico de
Ingarden, y muchos subniveles más en los que se podría desglosar: uno
morfológico, otro sintáctico, etc. (cf. Segre, Principios 53, 76, 105, 245).

6. Utilizo varias traducciones de la Poética que se encontrarán en la lista de obras


citadas, modificándolas con referencia al texto original cuando los términos
utilizados por el traductor oscurecen la coherencia del razonamiento aristotélico.

7. Dupont-Roc y Lallot traducen mimesis por réprésentation. El mythos sería a la


praxis como el significante al significado (Aristote: La Poétique 219-20); Ricœur
utiliza los términos fenomenológicos de noesis (para la mimesis) y correlato
noemático (para su objeto, la praxis) (Time and Narrative 1, 34-35).

8. Ricœur, Time and Narrative 1, 34; Dupont-Roc y Lallot 20.

9. De hecho, todos los géneros poéticos resultan ser mixtos según este criterio: la
tragedia y la comedia utilizan el espectáculo, los gestos y la música, ésta última
utilizada también por la poesía lírica y el ditirambo; incluso en la épica entra un
componente no propiamente lingüístico (el ritmo).

10. Ricœur (Time and Narrative 1, 36) también utiliza este sentido amplio del
término “narrativo”. El sentido restringido del término “narrativo” debe también
conservarse: se refiere, evidentemente, a los géneros que narran una acción
verbalmente y no dramáticamente: epopeya, novela, historia, anécdota... Ver otras
soluciones terminológicas a esta dualidad en Ricœur (238 n.15). Observemos que
el hecho de que Aristóteles se ocupe sólo de géneros narrativos en sentido amplio
no debería interpetarse en el sentido de restringir el sentido de mimesis a la
relación entre mythos y praxis, como querría Ricœur (Time and Narrative 1, 34);
véase el cap. 1 de la Poética.

11. Cf. Genette, "Discours" 184 ss; Tomás González Rolán, "Breve introducción a
la problemática de los géneros literarios: su clasificación en la Antigüedad clásica";
Stephen Halliwell, Aristotle's Poetics 132 ss.

12. Como en el caso de la mimesis, las peculiaridades del concepto aristotélico


evitan que lo identifiquemos con un concepto que pueda ser operativo en nuestra
propia teoría; relato sería el más cercano. Conservaremos el término griego mejor
que la traducción corriente de "argumento", que añade connotaciones de
esquematismo no deseables.

13. Cf. Ricœur, Time and Narrative 1, 38. El mismo Aristóteles presupone que la
tragedia no es sino la manifestación más elaborada y excelente de fenómenos
miméticos que también se dan en otros géneros.
14. Suponiendo que queramos considerar que en Aristóteles el nivel de las
acciones está efectivamente presente en la obra. En la lista aristotélica de las seis
partes constitutivas de la tragedia se encuentran incluídos mythos y dicción, pero
no praxis. Probablemente Aristóteles considera que la acción no tiene un lugar en
su análisis al margen del mythos, porque sólo se manifiesta a través de él.

15. Aristóteles también es más explícito que Platón a la hora de distinguir la


representación teatral del simple uso “mimético” del estilo directo, usando el
término appagelía para referirse a la actividad del narrador.

16. O. B. Hardison, "A Commentary on Aristotle's Poetics” 123.

17. Ricœur (Time and Narrative1, 33, 48) sostiene una interpretación distinta,
según la cual los términos aristotélicos no se refieren a estructuras, sino a
operaciones. A pesar del saludable énfasis de Ricœur en los aspectos
cognosicitivos y dinámicos de la Poética, parece claro que una operación
estructuradora determinada da lugar a una estructura correspondiente.

18. En Aristóteles, heúresis, táxis y léxis. Es evidente que la identificación es


tentadora. Cf. Barthes, "Introduction" 5; Segre, Principios 226; 2.1. infra.

19. Para Dupont-Roc y Lallot hay que distinguir praxeis (datos externos a la obra,
referenciales) de pragmata: estos acontecimientos ya organizados en una acción
unificada (praxis) son ya productos de una primera actividad mimética,
configuradora (219).

20. Esta actividad del receptor es lo que Ricœur denomina mimesis 3 (Time and
Narrative 1, 46). El mismo énfasis en la actividad configuradora del receptor se
encuentra en un pasaje paralelo de la Retórica de Aristóteles (I, 1371b). Sobre la
actividad del receptor, ver más adelante las secciones 3.3.3 y 3.4.2.

21. Aunque quizá se aproxime más a la que el lector recuerda tras la lectura.

22. Nos estamos refiriendo al nivel de las acciones, por lo cual la definición que
buscamos no es del tipo de la que da Aristóteles refiriéndose a la tragedia como el
género que por medio de la piedad y el terror nos purifica de tales pasiones;
tampoco definiciones genéricas basadas en la métrica, etc.

23. De hecho, Aristóteles suele hablar de peripecia, anagnórisis, etc. como partes
del mythos y no como partes de la praxis. Pero recordemos que no incluía a esta
última como una parte específica de la tragedia. Anagnórisis y peripecia son parte
del mythos en tanto en cuanto son partes de la praxis imitada por éste. A veces
Aristóteles es más explícito: "Los argumentos [tôn mython] son simples y
complejos, pues también son así las acciones [práxeis] de las que son imitación"
(1452 a).
24. Michael J. Toolan, Narrative: A Critical Linguistic Introduction 91; Ricœur, Time
and Narrative 1, 44.

25. Cf. por ejemplo Claude Bremond ("La logique des possibles narratifs") o Mieke
Bal (Teoría de la narrativa 40).

26. Seguimos aquí el énfasis que Ricœur pone en esta interacción (Time and
Narrative 1, 38 ss).

27. Gustav Freytag, Die Technik des Dramas (1863).

28. Cf. por ejemplo la transposición de las categorías de Freytag por parte de Bliss
Perry, A Study of Prose Fiction 129-153.

29. Ver por ej. Lord Raglan, The Hero; Jack Matthews (ed.), Archetypal Themes in
the Modern Story; Juan Villegas, La estructura mítica del héroe en la novela del
siglo XX; Ted Spivey, The Journey Beyond Tragedy: A Study of Myth and Modern
Fiction. A un nivel más general, Ricœur (Time and Narrative 2, 35) relaciona la
estructura básicamente tripartita de Propp con los conceptos aristotélicos de
complicación y resolución, todavía más universales, por supuesto.

30. A. N. Veselovski, Poetika siuzhetov, cit. en Propp, Morfología 25.

31. Por ej. en Lubomír Dolezel ("Toward a Structural Theory of Content in Prose
Fiction").

32. Observemos, en contra de la opinión de Chatman (Story and Discourse 44),


que no se puede equiparar esta noción de motivo con la de acontecimiento
frecuente en la narratología estructuralista. Si en el estudio puramente
sintagmático de una obra no hay gran diferencia, sobre todo en la formulación que
da Tomashevski (infra), "motivo" tiene en Veselovski o Propp unas connotaciones
paradigmáticas y comparatistas que no recoge el concepto de acontecimiento.

33. Ver Ricœur, Tiempo y relato 2, 38.

34. Cf. sin embargo la crítica de Claude Bremond, “Message”, así como el análisis
de Ricœur (Time and Narrative 2, 33-38.

35. Ya podemos suponer, sin embargo, que Propp no entra en el debate sobre la
naturaleza verbal o extraverbal de los recursos artísticos de la literatura, debate en
el que Zhirmunski defendía, frente a Vinogradov y Eïjenbaum, la naturaleza no
verbal de algunos recursos estilísticos (cf. Erlich 234).

36. "Estructura" en un sentido comparable al actual: cf. la definición de unidad de


acción en la Poética, cap. VIII.
37. Recurriremos con frecuencia a la obra de Beckett, y en particular a la trilogía
Molloy, Malone muere, El Innombrable como exponente representativo (por lo
extremo) de ciertas tendencias en la novela de nuestro siglo. La prosa de Beckett
es de una enorme densidad, y utiliza como material a elaborar y a parodiar todo
tipo de tradiciones, técnicas y convenciones de la narración clásica o modernista.
Estas técnicas o convenciones siguen presentes y activas en la narración de
Beckett, pero sometidas a un principio organizador distinto—aufgehoben, en
términos hegelianos. Se trata de una ley general de la dinámica literaria que se
hace especialmente perceptible en la obra de Beckett por la extremada
reflexividad de ésta.

38. Viktor Shklovski, O Teorii prozy 246. Cit. en Volek 158.

39. A. C. Bradley, "Poetry for Poetry's Sake".

40. En las citas que siguen, "trama" es la traducción de siuzhet.

41. Meir Sternberg ( 208) critica a Tomasevski (e implícitamente a Aristóteles)


sobre este punto, pidiendo que se distinga un nivel inferior menos organizado que
la fabula (infra).

42. Por ejemplo, en el caso de Molloy o de cualquier novela que haga uso de
elemementos mítico-folklóricos, las estructuras folklóricas o su distorsión
identificadas con un análisis funcional al modo de Propp no nos dan sino una
pequeña porción de los motivos ligados de la obra en su conjunto. Es, por
ejemplo, fundamental que sea Molloy quien al final escribe su propia historia, pero
este hecho es indiferente desde la perspectiva de Propp.

43. "Los motivos que modifican la situación son dinámicos, mientras que los que
no la modifican son estáticos” (Tomashevkski, Teoría 188).

44. Cf. 1.1.3.1. n. 3 supra.

45. "Dejemos además por bien asentado que la tragedia es imitación de una
acción entera y perfecta (…). Está y es entero lo que tenga principio, medio y final;
siendo principio aquello que no tenga que seguir necesariamente a otra cosa,
mientras que otras tengan que seguirle a él o para hacerse o para ser; y fin, por el
contrario, lo que por naturaleza tiene que seguir a otro, sea necesariamente o las
más de las veces, mas a él no le siga ya ninguno; y medio, lo que sigue a otro y es
seguido por otro" (Poética 1450 b).

46. Según la definición y los ejemplos de Aristóteles (Poética 1452 a), la peripecia
es el giro inesperado de una acción, que frustra las expectativas de un personaje
al producir resultados contrarios a los previstos.

47. Cf. Hayden White, Metahistory; "The Value of Narrativity in the Representation
of Reality".
48. Tynianov, "Ob osnovaj kino". Cit. en Volek 133.

49. Cf. por ej. Nora Krausova, "K teorii sujetu", cit. en Volek 132.

50. Lemon y Reis (Russian Formalist Criticism: Four Essays). Son también las
equivalencias establecidas por Erlich (véase 1.1.3.2 supra) o Peter Steiner
(Russian Formalism: A Metapoetics 58 passim).

51. Por ej. Tomashevski, Teoría 182. Cf. también Aristóteles, Poética 1451 a.

52. Estos tres términos no son sinónimos, como no lo son plot, siuzhet y relato.

53. Véase p. ej. Perry 141-142, o Edwin Muir, The Structure of the Novel 7-40.
Paradójicamente, James defiende esta oposición entre carácter y acción
negándola (cf. la cita de la página siguiente).

54. Obsérvese, por ejemplo, que el carácter es la determinación del incidente,


pero el incidente es solamente la ilustración del carácter.

55. Cf. Brooks y Warren (656) para un razonamiento semejante al de James.

56. Cf. también Sternberg (308, n. 21).

57. Todo esto hace aún más sorprendente la ligereza con que Forster trata los
intentos de clasificación de puntos de vista que hace Percy Lubbock inspirándose
en James. Cf. Lubbock,The Craft of Fiction; Forster 85-86.

58. Por ejemplo: no procede hacer coincidir en ningún caso fabula y siuzhet
porque se trata precisamente de términos relacionados diferencialmente. Si por
siuzhet entendemos una estructura de acción que no incluye la manifestación
verbal (relato) no se trataría de un nivel manifiesto, sino abstractivo. El punto de
vista es normalmente no irrelevante sino decisivo para definir una “trama”,
“argumento” o plot. Etc.

59. Es decir, relativa al juego de la intencionalidad actorial, la acción y la


causalidad. El término es utilizado por Roland Barthes (S/Z 25).

60. Según Volek, “esta concepción es más análoga a la formalista, pero al mismo
tiempo se revelan en ella los puntos débiles de las concepciones
anglonorteamericanas: pese a cierta oposición espontánea, entre los términos
story y plot no ha evolucionado nunca la relación rigurosa y complementaria,
inequívocamente definible, que caracteriza a la oposición de fábula y siuzhet,
entre otras cosas porque lo ha frenado el enlace histórico de los términos” (134).
61. P. 81. Cf. el mismo error denunciado en Freytag por Sternberg (13).
Tomashevski presentaba unos conceptos equivalentes, pero los aplicaba,
acertadamente, a la fabula (Teoría 189).

62. Esta confusión también se produjo en ocasiones en el formalismo ruso, como


observa Volek (132).

63. Brooks y Warren (655). Cf. las observaciones de James y Forster, 1.1.4.1
supra.

64. Se podría hablar de la progresiva decadencia de Molloy y sobre todo de la de


Moran, pero la evolución más importante del texto no se da en este sentido.
1.2. La acción en la narratología estructuralista

1.2.1. Diferentes teorías sobre los niveles de análisis del texto literario

La narratología moderna suele emplear los términos “historia” y “fábula” para


referirse a lo que a grandes rasgos hemos visto llamar action o story entre los
críticos anglonorteamericanos, el nivel que nosotros denominaremos acción.
“Historia” es histoire, término común fundamentado teóricamente y popularizado
por Benveniste, Genette y Todorov. “Fábula” es la traducción más corriente del
mythos aristotélico, pasado por el formalismo ruso. También se encuentran
frecuentemente versiones modernas del concepto de esquema de la acción; por
ejemplo, en Todorov (Poétique), A. J. Greimas (Sémantique structurale), Barthes
(“Introduction”), etc.

Lo que raramente se encuentra de manera explícita es una triple división


semejante a la establecida más arriba entre acción, relato y discurso; cuánto
menos una más específica que distinga entre acción como material (al modo de
Shklovski), como estructura de acontecimientos, como resumen para una
elaboración posterior, como elemento más detallado que entra en contraste con el
relato, etc. El formalismo ruso, con su distinción entre fabula y siuzhet, nos
proporciona las líneas generales de un modelo que nos permita distinguir entre
acción por un lado (fabula) y relato -texto por otro (siuzhet). Por otra parte, parece
que el análisis mecánico de las distorsiones efectuadas por el relato sobre la
acción deja un resto más difícilmente tratable: todos los elementos de un texto
narrativo que remiten a la enunciación del relato en tanto en cuanto éste es algo
que se enuncia.16 Hay una intersección, si se quiere, entre el par fabula / siuzhet
y los conceptos histoire / discours de Benveniste (definidos en su artículo “Les
relations de temps dans le verbe français”). Este hecho nos lleva a adoptar (con
Bal, Narratologie 4) un modelo de estratificación del texto narrativo en tres niveles
básicos de análisis, que denominaremos discurso, relato y acción.17 Si el primero,
el discurso, es de naturaleza lingüística, y por tanto accesible directamente, los
otros niveles son construcciones semióticas sólo formulables lingüísticamente
mediante una paráfrasis (cf. Segre, Principios 177). Por lo tanto, tendríamos al
lado de las estructuras ideales las respectivas manifestaciones parafrásticas:

discurso (texto)
relato ----------------- paráfrasis del relato
acción ---------------- paráfrasis de la acción

Entendemos “paráfrasis” en un sentido amplio, como una transposición


(meta)semiótica entre dos sistemas de significación diferentes. Presuponemos una
competencia semiótica (comunicativa) general, que permite una inmediata
traducción de un código a otro. La existencia de los niveles virtuales relato y
acción se manifiesta no sólo en la capacidad del crítico para elaborar una
paráfrasis aceptable o clarificadora de un texto, sino también en el simple hecho
de que el lector entienda el texto o el escritor sea capaz de producirlo (todas ellas
maniobras discursivas). Una experiencia exhaustiva de la acción o del relato
puede darse, hasta cierto punto, en la lectura; pero la comprensión global del texto
o su discusión in absentia no presuponen sino una versión sintética o esquemática
de estos niveles. Hay que completar, pues, nuestro cuadro con las respectivas
versiones reducidas de cada nivel, abstractas o manifestadas lingüísticamente en
una paráfrasis:

discurso(texto) --------------------------------------------------------- resumen del texto


relato -------------------------- esquema del relato ------------------ paráfrasis del relato
acción ------------------------- esquema de la acción ------------- paráfrasis de la acción

(cuadro nº 2)
En el caso del discurso, podemos hablar directamente de resumen; para el relato y
la acción debemos suponer un paso intermedio que llamaremos esquema. En
cuanto a las paráfrasis, parece claro que una paráfrasis del relato o de la historia
es un desideratum y que en la práctica una paráfrasis es la verbalización de un
esquema del relato o de la historia, obedeciendo a un principio de selección u otro.
Los resúmenes o paráfrasis del relato y de la acción recogen lo esencial de cada
uno de los niveles. Qué sea lo esencial, sin embargo, no puede determinarse a
partir del texto, sino a partir de la situación comunicativa en la que se está
haciendo uso del texto. La estructura narrativa constituída por la serie de
funciones en un cuento maravilloso ruso sería en nuestra terminología no la
acción, sino un esquema de la acción, que selecciona los elementos de ésta que
son relevantes para un determinado estudio de literatura comparada. El término
discurso engloba aquí tanto el nivel lingüístico-textual como las situaciones
comunicativas en las que se utilizan efectivamente los textos (como se ve, sería
facil desglosar aquí un cuarto nivel de análisis).Volveremos más adelante sobre
los detalles de esta clasificación de los niveles del texto narrativo. Ahora nos
interesa más justificar su naturaleza y delimitarla frente a otras al uso.

No consideramos que estos niveles sean entes objetivos que estén ocultos en los
textos, esperando ser descubiertos.18 Creemos que se pueden establecer en el
análisis textual tantos niveles como se deseen (cf. Segre, Principios 126), al
menos mientras se logren mantener separados. Pero unas distinciones son más
clarificadoras que otras, sobre todo por el hecho de que muchos teorizadores,
empezando por Aristóteles, las han usado implícitamente, sin definirlas con
claridad, llevando así a frecuentes confusiones. Por ejemplo, Barthes
(“Introduction”) establece una triple división entre “nivel de las funciones”, “nivel de
las acciones” y “nivel de la narración”, saltándose con ello aparentemente el nivel
del relato. Pero sólo aparentemente, porque desde luego Barthes no ignora la
diferencia entre texto y relato de un modo radical. Simplemente la utiliza de una
manera implícita.19 Otro ejemplo: Cesare Segre (Las estructuras y el tiempo 14)
establece la triple división fábula, intriga y discurso. El discurso sería “el texto
narrativo significante”, la intriga “el contenido del texto en el mismo orden en el que
se presenta” y la fábula “el contenido, o mejor, sus elementos esenciales,
colocado en un orden lógico y cronológico”. Observemos en esta última definición
una ligera inseguridad entre dos significados posibles, “el contenido” o “sus
elementos esenciales”. Esta ambivalencia entre lo abstracto y lo concreto aparece
también en Barthes (“Introduction”), en Tomashevski (Teoría), donde la fabula era
ya la serie de motivos, ya “esencialmente” la serie de motivos ligados; también en
las definiciones de plot de la crítica anglonorteamericana, que hacían oscilar a
este concepto entre el relato y el esquema de la historia, o ya en Aristóteles, con la
distinción sólo parcial entre los esbozos de argumentos y los argumentos
elaborados con episodios.

Esta triple distinción entre niveles “horizontales” y “verticales” será la base de


nuestra discusión, y será más que suficiente para la mayor parte de ella, pero
siempre podremos añadir ulteriores diferencias cuando así lo hagan aconsejable el
detalle del estudio o las características especiales del texto que se examine. Por
ejemplo, al margen de multiplicar el nivel del discurso en niveles más detallados
(lingüístico-textual, comunicativo, institucional, etc.) podríamos “descender” más
allá del nivel de la acción, y resolverla en elementos acronológicos o campos de
fuerza semánticos al modo de Lévi-Strauss (en Mythologiques, por ejemplo) que
son los ladrillos constructivos del sistema ideológico que subyace a una narración.
Cada tipo de análisis es de por sí un proyecto diferente que requiere adaptar
herramientas ad hoc.

1.2.2. La narratividad

Es característica la orientación mimética de las teorías literarias en las primeras


fases de su evolución. No nos sorprenderá, por tanto, que muchas teorías clásicas
de la narración literaria coloquen el énfasis en la acción y sus elementos básicos,
que serán (por ej. en Perry 307) los personajes, los acontecimientos y los
ambientes. Y de hecho la esencia de un texto narrativo se halla en el nivel de la
acción, y en cómo la transmisión o reconstrucción de este nivel condiciona las
estructuras semióticas que lo representan. En el estudio de la narratividad tiene
una primacía lógica el estudio de la acción y sus elementos. Hagamos, pues, un
primer acercamiento al texto al nivel de la acción, sin olvidar que este componente
es una abstracción obtenida a partir del conjunto de la estructura textual.

Mieke Bal define así lo que en nuestra teoría serían los tres niveles “verticales”
definidos en la sección anterior (discurso, relato, acción):

1. Un TEXTE est un ensemble fini et structuré de signes linguistiques (...)

2. Un RECIT est le signifié d’un texte narratif. Un récit signifie à son tour une
histoire.

3. Une HISTOIRE est une série d’événements logiquement reliés entre eux, et
causés ou subis par des acteurs.
3.1. Un événement est le passage d’un état à un autre. Tout changement, aussi
minime qu’il soit, constitue un événement. (...)

3.7. L’ensemble des événements dans leur ordre chronologique, dans leur
situation locale, dans leurs relations avec les acteurs qui les causent ou les
subissent, constitue l’histoire. (Narratologie 4)

Bal sólo considera en su estudio los textos lingüísticos, aunque remite a Lotman
(Estructura) para la discusión sobre el término texto aplicado a estructuraciones de
signos no lingüísticos. Señala sin embargo (16) que el nivel del relato (récit) ya no
es propiamente lingüístico, sino más ampliamente semiótico. Lo mismo sucede
con la acción (» histoire; cf. también Segre, Principios 214). Más exactamente,
dice Bal, “le récit (...) est linguistique par rapport au texte, non-linguistique par
rapport à l’histoire”. La histoire es según esta concepción una estructura no
lingüística que ordena (y subyace a) un texto lingüístico. El lenguaje será uno de
los medios que se pueden usar para transmitirla, pero no el único. Es fácil ver que
hay otras artes narrativas, aparte de la literatura.20 El cine presenta elementos de
una narratividad común con la literatura y de otra más propiamente fílmica. Otras
artes basadas en signos icónicos son capaces de transmitir una acción; así el
comic o la misma pintura.21

Pero, ciñéndonos a los textos lingüísticos, ¿existe una implicación necesaria entre
texto y acción? ¿Es una acción, tal como la hemos definido, una estructura
profunda presente en todos los textos? Observemos que Bal habla primero de
texto, e inmediatamente de texto narrativo. No a todos los textos subyace una
acción.22 De aquí se deriva necesariamente que estos textos no narrativos
tendrán, por el hecho de ser textos, algún tipo de estructuración; hay, además de
las acciones, otras estructuras capaces de organizar un texto, sean lingüísticas o
no, y coexistan o no en un texto dado con una acción. Para Cesare Segre, “se
podría afirmar la individualidad de un texto cuando éste permite, a algún nivel, una
paráfrasis unitaria” (Principios 373). Ese nivel no tiene por qué ser una acción. 23

Lotman (289) sigue a Shklovski y Tomashevski estableciendo una diferencia entre


textos con y sin argumento. Traza una profunda división entre ellos; la utilidad
social y la función ideológica de unos textos y otros son para Lotman radicalmente
diferentes. Lotman y otros semiólogos soviéticos presentan al texto como un
modelo del mundo: todo texto instaura relaciones de analogía entre él y el mundo,
y establece en su interior tensiones semánticas que reflejan estructuras presentes
en la realidad social (cf. también Segre, Principios 253, 256). Lo fundamental para
Lotman es el tipo de relación existente entre esas áreas semánticamente
enfrentadas en el interior del texto. Los textos sin argumento son para Lotman
“clasificaciones del mundo”. Establecen unos límites semánticos inamovibles, por
lo que es revelador ver qué aspectos del mundo clasifican: el resto no existe para
ellos. El texto sin argumento, dice Lotman, afirma la inmutabilidad de los límites
establecidos. Frente a él, el texto con argumento presenta bajo la forma de
personajes una dinamización de esta estructura: los personajes traspasan lo que
en principio se ha presentado como una barrera prohibitiva:
el argumento puede reducirse siempre a un episodio principal: el franqueamiento
del límite topológico fundamental en su estructura espacial. (...) Así, pues, el
sistema sin argumento es primario y puede realizarse en un texto independiente.
Mientras que el sistema con argumento es secundario y representa siempre una
capa superpuesta sobre la estructura fundamental sin argumento. La relación
entre ambas capas es siempre conflictiva: precisamente aquello cuya
imposibilidad afirma la estructura sin argumento constituye el contenido del
argumento. El argumento es el “elemento revolucionario” respecto a la “imagen del
mundo”. (291)

Es importante esta noción del argumento como la representación de un


enfrentamiento ideológico o la estructuración secuencial de una oposición
semántica que es culturalmente significativa. La narración es así, para Lotman
como para el estructuralismo en general, un instrumento de articulación semántica
e ideológica, de (re)configuración cultural.

Sin embargo, creemos que a la vez Lotman mezcla aquí varias cuestiones muy
distintas. Aceptamos que en el caso de los textos literarios tenga el argumento esa
función original o subyacente de contraste ideológico (cf. también Kristeva, Texto),
pero podemos dudar razonablemente de que sea siempre en el sentido de
favorecer el dinamismo ideológico o el progresismo social, sentido que se insinúa
subrepticiamente en la formulación dada por Lotman. Por otra parte, un texto no
narrativo puede presentar una tensión ideológica semejante, y una circulación
semejante entre los dos campos ideológicos. No hay que confundir la movilidad
semántica indudable que produce (o en la que consiste) el argumento con el
contraste ideológico señalado, más problemático, o llegar hasta el punto de creer
que los textos con argumento son de izquierdas. Creemos que es más exacto
afirmar que los textos con argumento y los textos sin argumento, en función de la
diferente estructura semántica señalada por Lotman, desempeñan funciones
discursivas diferentes. La guía de teléfonos, ejemplo de texto sin argumento dado
por Lotman, es ideológicamente más bien neutra que conservadora.

La noción de argumento de Lotman se refiere más bien al plano de la acción que


al del relato; se trata esencialmente de un esquema de la acción, como queda
claro en la primera parte del párrafo citado, cuando Lotman se refiere a un
resumen que prescinde de lo accidental. Esta idea de reducir la acción a su
momento más revelador, a un paso fundamental, es bastante común entre los
estudiosos de la narración. Ya apunta a ella Aristóteles (1455 b), y se insinúa en
los formalistas rusos (por ej., en Tomashevski, Teoría 186). En Brooks y Warren
(652) aparece la noción de conflicto (conflict) como núcleo de la acción,
prácticamente equivalente a la “transgresión de los límites” de Lotman. Brooks y
Warren fundan en esta centralidad del conflicto un esquema tripartito de la
narración fundamental: situación anterior al conflicto, conflicto, situación resultado
del conflicto (73). Como veremos más adelante, existe prácticamente un consenso
sobre la relevancia de un esquema básico semejante, a juzgar por la cantidad de
estudiosos que desarrollan conceptos semejantes o idénticos a éste.24
Retendremos la idea de un nivel profundo de la obra literaria que podríamos
caracterizar diversamente como semántico o como ideológico. Cuando Lotman
habla de argumento, sólo le interesa la acción en cuanto que contiene un
desplazamiento ideológico o meramente semántico a partir de un “estado inmóvil
del mundo” inicial. Pero eso no es lo específico de los textos con acción tal y como
veníamos entendiendo ésta hasta ahora: el que haya una movilidad semántica o
ideológica no implica que ésta haya de asumir la forma de una acción con
personajes y acciones. Al hablarnos de textos con o sin progresión semántica
(“argumento”), Lotman nos ha llevado a un nivel más abstracto que la acción. Es
decir: aunque consideremos útil establecer a ésta como nivel de análisis, queda la
posibilidad de descender a unidades menores o más abstractas, desmenuzando lo
que en el nivel de la acción son unidades mínimas, inanalizables (personajes,
ambientes, etc.). Admitiendo que todas las acciones producen una movilidad
semántica, tendremos entonces la posibilidad no sólo de textos con acción, sino
también de dos posibles tipos de textos sin acción: los semánticamente estáticos y
los semánticamente dinámicos.

Claude Lévi-Strauss, en un examen de la teoría de Propp, acusaba a éste de


buscar la estructura de los cuentos “demasiado cerca del nivel de la observación
empírica”.25 Propone Lévi-Strauss una reducción abstractiva mucho más radical
que la de Propp, sustituyendo el orden cronológico de las funciones por una matriz
abstracta de elementos fundamentales que produciría las funciones por medio de
transformaciones. Lévi-Strauss pretende dar cuenta del doble carácter que tiene la
representación del tiempo en todos los sistemas míticos: la narración está a la vez
“en el tiempo” (consiste en una serie de acontecimientos) y “fuera del tiempo” (su
valor significativo es siempre actual). (“La estructura” 37)

Pero, como reconoce el propio Lévi-Strauss (y le echa en cara Propp 26), en su


método “el orden de sucesión cronológica es reabsorbido en una estructura de
matiz atemporal.” Es decir, su método sólo da cuenta del aspecto atemporal de la
narración, describiendo sus potencialidades de sentido en perjuicio del desarrollo
efectivo de la misma. Propp prefiere atenerse a la descripción de la acción.

Si Lotman nos mostraba textos estáticos y textos donde se dinamizaba un


estatismo previo, Lévi-Strauss revela un estatismo presente en los textos con
acción, o un aspecto estático de la misma que es en cierto modo la condición de
su existencia, un nivel de análisis inferior a ella. Propp insiste en que un enfoque
tal acaba con lo específicamente literario del texto en cuestión.

Es evidente que el enfoque de Propp y el de Lévi-Strauss son complementarios. El


esquema de Propp sólo puede volver al texto concreto y a la interpretación si se
complementa con un análisis estructural del sentido.27 El mismo Propp apuntaba
la posibilidad de completar su estudio con un análisis que podríamos considerar
estructural de los rasgos de los personajes (cf. 1.1.3.1 supra). A cambio, Propp
ofrece una teoría de los contenidos a nivel de sintaxis narrativa, lo cual es ya
objeto específico de estudio de la narratología. Los modelos de Lévi-Strauss no
explican la manera en que se genera el sentido narrativo; serían igualmente
aplicables (y quizá con mayor propiedad) a lo que Lotman llamaba “textos sin
argumento”. Lo propiamente narrativo es para Lévi-Strauss una cuestión formal, y
no relativa al nivel más profundo del texto; por eso escapa a su análisis. Como
señala algo ácidamente Propp,

para el profesor Lévi-Strauss el argumento no tiene ningún interés y traduce esta


palabra al francés por “thème”. Evidentemente, prefiere este término porque
“argumento” es una categoría que hace referencia al tiempo, mientras que “tema”
no tiene esta característica. Pero ningún estudioso de la literatura aceptará nunca
esta sustitución. (“Estructura” 68)

Todorov intenta aplicar al relato literario el método de Lévi-Strauss, pensado


originariamente para las narraciones míticas. Los presupuestos de Todorov son
semejantes a los de Lévi-Strauss:

on suppose que le récit représente la projection syntagmatique d’un réseau de


rapports paradigmatiques. On découvre donc dans le récit une dépendance entre
certains éléments, et on cherche à la retrouver dans la succession. Cette
dépendance est, dans la plupart des cas, un “homologie”, c’est à dire une relation
proportionnelle à quatre termes (A: B:: a: b). (“Catégories” 130)

Se observará que, si bien estas homologías pueden estar presentes en la


narración, no son en absoluto lo que la caracteriza como tal narración; podríamos
encontrarlas igualmente en poesía. Aquí Todorov se acerca peligrosamente al
defecto denunciado por Tynianov (1.1.3.4 supra) de reducir la acción a la
descripción de una situación. Como señala Jonathan Culler,

the homological structure, as Lévi-Strauss had then formulated it, took no account
of the linear development of the story but assumed that various relationships would
be repeated throughout the tale. the plot as a whole would have the same structure
as a series of four actions or episodes, or at least the homology representing its
structure would have to be so abstract that it could be found repeated in different
parts of the story. (Structuralist Poetics 215)

Algo semejante sugiere A. J. Greimas (en “Eléments pour une théorie de


l’interprétation du récit mythique”), estableciendo una correlación entre las
secuencias narrativas y el contenido. A un nivel de gran abstracción, Greimas ve
en un relato mítico una homología entre cuatro términos:

contenu topique vs. contenu corrélé


contenu posé vs. contenu inversé

La descripción semántica es proyectada en una estructura narrativa similar a la


definida por Propp, pero con el número de funciones y de personajes reducido por
un proceso de racionalización (cf. también Greimas, Sémantique 17, 180). Hay en
el modelo de Greimas una función mediadora central, que consiste en el
establecimiento de un contrato (explícita o implícitamente) que dinamiza las
relaciones entre actores:

Most stories, in Greimas’s view, move either from a negative to a positive contract
(alienation from society to reintegration into society) or from a positive contract to
the breaking of that contract. Although this distinction is not easy to make (...) it
does draw our attention to an important aspect of plot structure which is already
adumbrated in the model of narrative as a move from inverted content to resolved
content. (Culler, Structuralist Poetics 214)

Abundan en la narratología actual las concepciones semejantes a la de Greimas o


que se inspiran en ella. Así, por ejemplo, las estructuras temáticas postuladas por
Teun A. van Dijk son un plan global de configuraciones semánticas que guía las
selecciones de las estructuras superficiales. Para van Dijk, “this structure is not
syntactic in the formal sense but paradigmatic or taxonomic and often has
antithetic properties” (Some Aspects of Text Grammars 279). Esta estructura
profunda de semas, cuyas repeticiones significativas constituyen isotopías, es la
base sobre la cual se aplica una sintaxis, una progresión narrativa (van Dijk, Texto
y Contexto 265).

William O. Hendricks (Essays on Semiolinguistics and Verbal Art 175 ss) propone
asimismo una doble estructura subyacente: una subestructura paradigmática, en
la que los personajes se organizan en campos temáticos, y una subestructura
sintagmática, que corresponde al argumento, cuya misión es temporalizar el
conflicto “espacial” de la estructura paradigmática, planteando una situación inicial
y conduciendo a su inversión. Recordemos ahora las observaciones de Lotman
sobre los textos con argumento:

en la base de la construcción del texto subyace una estructura semántica y una


acción que representa siempre un intento de superarla. Por eso se dan siempre
dos tipos de funciones: de clasificación (pasivas) y de actuante (activas). (Lotman
292)

También Emil Volek coincide en lo fundamental con Greimas, van Dijk, Hendricks
o Lotman:

La historia modelo, tal como la estamos desarrollando aquí, se refiere a un


acontecer (extraverbal o discursivo) que media entre los contrarios y produce un
conflicto (un problema o un enigma) que se “resuelve” en la equivalencia
semántica de los límites. (Volek 169)

La baja narratividad de la obra de Beckett hace que muchos estudios sobre ella se
basen implícitamente en esquemas semejantes. La trilogía podría describirse
básicamente como la siguiente oposición correlativa: palabra : silencio :: mentira :
verdad. La resolución narrativa habría de romper las equivalencias establecidas y
hallar una palabra verdadera, equivalente al silencio. Pero la trilogía acaba con
una aporía: esa palabra es innombrable, en un doble sentido: por una parte no es
decible, por otra, es decible negativamente, es la palabra “innombrable”, el título y
concepto generador de L’Innommable, la tercera novela de la trilogía. En un
sentido, la trilogía avanza hacia esta aporía; pero se trata de un desvelamiento,
porque la aporía existe desde el principio, y es frecuentemente anunciada en
Molloy. Así, habrá que distinguir esa aporía atemporal de su desvelamiento
narrativo temporal y éste de otras temporalidades presentes en el discurso
narrativo.

La “temporalización” de la que hablan algunos de los críticos cuyas teorías


estamos comentando no deriva en modo alguno de la discursivización, de la
linealidad del significante lingüístico. Esta otra temporalidad discursiva está,
naturalmente, presente en los textos narrativos, pero también en poesía. Jacques
Geninasca habla de una “narratividad” del poema, pero se observará que esta
narratividad no es la misma a la que se refería van Dijk, por ejemplo, a pesar de
un parecido superficial de la definición dada por Geninasca:

esta discursividad [del lenguaje] es susceptible de manifestar una sucesión


orientada de contenidos y operaciones. El desarrollo de la cadena hablada puede
tener dos finalidades, que no siempre son fáciles de diferenciar: plantea un
contenido y lo transforma. (Geninasca, “Fragmentación convencional y
significación” 65)

La temporalidad del discurso del poema no narrativo se superpone directamente a


un esquema generativo atemporal, y no a una temporalidad anterior, significada
por ella, como es la temporalidad de los textos narrativos.28

Para que una narración sea tal, deben estar presentes las “constricciones
adicionales” que señala van Dijk (Text Grammars): debe constituirse un nivel
sintagmático profundo (con una temporalidad propia independiente de la del
discurso), personajes, una situación y su transformación, acontecimientos. Todos
estos elementos no son por tanto el “significado” último de la narración artística, ni
tampoco de la narración instrumental cotidiana, que también juega con recursos
lingüísticos que van mas allá de la simple referencialidad. Como ya intuyeron los
formalistas y afirma decididamente el estructuralismo, la acción y sus elementos
(personajes, acontecimientos, etc.) son forma, no contenido. Por ejemplo, para
Julia Kristeva, la evolución del “texto” (acción)

no es del orden del significado: es una mutación del significante narrativo, de las
figuras y las configuraciones del relato, sin alcanzar el significado que sos-tiene la
distribución narrativa. (Texto 60)

No hay que deducir de lo dicho que la poesía se funda en la proyección inmediata


de las estructuras temáticas sobre el discurso; podríamos decir, con Ruqaia
Hasan, que en todo texto literario hay estructuraciones mediadoras entre la
estructura temática y la manifestación lingüística:
In literature there are two layers of symbolization: the categories of the code of the
language are used to symbolize a set of situations, events, processes, entities, etc.
(as they are in the use of language in general): these situations, events, entities,
etc., in their turn, are used to symbolize a theme or theme-constellation.29

El número de niveles de simbolización que se distingan, como ya hemos dicho


antes, depende tanto del objeto como del método de estudio; existe un consenso
general para reconocer en las formas artísticas como la literatura la existencia de
constricciones adicionales a las del lenguaje utilitario, constricciones que se
traducirán en la necesidad de establecer más niveles de análisis. Los niveles más
profundos de análisis tienden a la generalidad y a la indiferenciación; ya veíamos
que muchos esquemas interpretativos son igualmente aplicables tanto a la
literatura como a la vida real en el nivel de laacción. Dentro de la literatura misma,
los elementos en común son todavía mayores entre los textos narrativos y otros.
Los niveles superiores, estableciendo diferentes constricciones semióticas o
lingüísticas, definen los distintos géneros o subgéneros.

Esta comunidad de estructuras profundas es un ingrediente importante del


fenómeno llamado intertextualidad, que no se limita a influencias directas o citas
explícitas entre textos.30 Un texto participa intertextualmente de todo un universo
discursivo que le precede y rodea. Entre las estructuras profundas diversas que se
podrían atribuir a una acción en literatura, tendría especial importancia para la
interpretación de un texto dado aquella estructura que es constituida activamente
por el mismo texto más bien que heredada directamente del contexto cultural o del
acervo intertextual. Serían los principios que ordenan el “modelo del mundo”
elaborado por ese texto. Sería el elemento pragmático de la obra en sentido
amplio, la “tesis” de las novelas de tesis, la dianoia de Northrop Frye,31 el
elemento ideológico del cual nos hablaba Lotman o el “significado intrínseco” de
Panofsky. La representación de este nivel podría asumir una forma semejante a la
propuesta por Lévi-Strauss (“Estructura”; Mito y significado) o Greimas
(“Eléments”) en sus análisis de los esquemas subyacentes a los relatos míticos.
Sería, pues, útil diferenciar los esquemas textuales presentes conscientemente de
aquellos que lo gobiernan secretamente, dejar constancia de las metamorfosis que
se produzcan en la formulación de las estructuras conscientes y medir sus
tensiones con el sistema inconsciente. En efecto, la noción de “modelo
constituyente” puede englobar tanto los esquemas conscientes que rigen la acción
como los inconscientes. Según Segre, que retoma los modelos de Greimas o Lévi-
Strauss,

el modelo constituyente sería a la narración lo que la semántica frente a la


sintaxis. Es acrónico (frente a la temporalidad del modelo narrativo) y conceptual
(frente a la factualidad de las funciones). (Principios 341)

Estas definiciones son indiferenciadas en el mismo sentido en que lo eran las de


Greimas y Lévi-Strauss. Podemos encontrar útil establecer diferentes conceptos
de estructura temática según las direcciones que apuntábamos más arriba:
distinguir entre una estructura temática propia de la obra objeto de estudio,
estructura que se proyecta íntegramente en la acción, o estructuras más generales
(intertextuales) que la obra comparte con otras de su mismo género (o de géneros
diferentes: estructuras comunes a distintas obras de un mismo autor, géneros y
temas literarios favorecidos por una determinada época o clase social, etc.). En
este caso, la acción sería una encarnación particular de la estructura temática, que
por su generalidad podría subyacer a muchas acciones. También sería
conveniente, como hemos apuntado, distinguir hasta qué punto es consciente el
autor de las estructuras temáticas que identificamos en su obra.32 Se observará
asimismo que la intersección de los dos criterios expuestos podría conducir a
resultados interesantes, donde tanto la sociología de la literatura como los
enfoques psicoanalíticos encontrarían un lugar dentro del análisis estructural de la
obra.

Pero la labor de la narratología es más limitada. El nivel temático no le interesa en


sí; sólo en cuanto que es la base necesaria para edificar niveles más propiamente
narratológicos, el más inmediato de los cuales es la acción. Repetimos que este
“nivel profundo” de la narratología es relativamente superficial en la estructura total
del texto (por no hablar de la estructura de la situación discursiva / comunicativa):
tendremos que decir con Forster que, en efecto, en toda narración hay un
elemento fundamental, que es la serie de acontecimientos.33

Puntualicemos que la mediación temporal-causal a través de una acción no es la


única resolución posible que se puede dar a las tensiones de la estructura
temática para generar con ellas un sentido en un texto narrativo. Términos como
“novela lírica” o, ya desde Aristóteles, “tragedia de caracteres”, nos indican que la
acción, la historia, puede relegarse y quizá no mediar significativamente entre las
oposiciones temáticas generativas del texto. Shklovski (cit. en Volek 164) señala
dos procedimientos para crear la sensación de desenlace: el primero sería
mediante la actuación de los personajes; la resolución se daría en la acción. El
segundo es el que se da cuando acciones o situaciones contrarias se presentan
como paralelas, equivalentes en cierto modo una a otra; Shklovski pone como
ejemplo el relato de Tolstoi Tres muertes.34 Preferiríamos reservar el término
“desenlace” para la resolución propiamente narrativa, para la resolución efectiva
del conflicto en su propio nivel, el de la acción. El texto de Tolstoi no tiene un
desenlace propiamente dicho, sino que alcanza un equilibrio, se completa en tanto
que fenómeno estético: es una compleción externa en cierto modo al texto; precisa
de un observador externo a la acción para poder tener lugar. Las tensiones y su
resolución a través de la experiencia no son ya tanto las de los personajes como
las del lector del texto, que lo experimenta de una manera dramática. Volveremos
más adelante sobre las diversas formas en que estructuras dramáticas puede
infiltrarse en la narración. Tengamos presente mientras que el elemento
puramente narrativo puede ser relegado a un segundo lugar en los relatos,
limitándose a organizar bloques de contenido que luego interactúan entre sí de
modo no narrativo; esta instrumentalización parece aumentar a medida que
observamos la evolución histórica de las formas narrativas literarias.
De la discusión precedente ha de quedar claro que todas las unidades de análisis
que utilizaremos son descomponibles, pero también que no compete a la
narratología el descomponerlas, sino a una semiótica general; la narratología ha
de ocuparse del nivel específicamente narrativo. Este es un lugar de paso
obligado para la comprensión del texto narrativo, aunque no nos revela por sí solo
todo el significado; crea parte del sentido, aun si en él puede manifestarse
indirectamente una mayor proporción de ese sentido.

Antes de volver a ocuparnos de conceptos más manejables, como el de acción o


el de personaje, podemos echar un último vistazo a los niveles más básicos del
texto literario, y preguntarnos si la estructura temática es el nivel más profundo
que podemos invocar en la descripción textual. Inmediatamente se hace evidente
que no. Dada la definición de estructura profunda que manejamos (cf. 1.1.1
supra), resulta que estaremos postulando ulteriores estructuras profundas de la
obra cuando al estudiar las estructuras temáticas nos remitamos a modelos
interpretativos no exclusivamente literarios (psicoanálisis, sociología, etc.).
Evidentemente, estas estructuras profundas serán de carácter cada vez más
general, y la pertinencia de su uso en un estudio literario puede ser variada. Cada
lectura es un fenómeno concreto, con sus variaciones contextuales que pueden
determinar la mayor o menor relevancia de una determinada estructura profunda.
Sería útil relativizar en este sentido la distinción establecida por E. D. Hirsch entre
los elementos objetivos de la obra literaria (meaning) y los significados ligados a
una lectura particular (signification).35 Las estructuras narrativas básicas, tan
centrales en cualquier lectura de un texto narrativo, tendrán previsiblemente un
alto grado de objetividad—y un bajo rendimiento en la plurisignificación
interpretativa.

En modelos tan distintos como los de Lotman o Brooks y Warren veíamos resaltar
la importancia de oponer un estado inicial a un estado final en la descripción de la
acción, mediados por un acontecimiento o transgresión de límites semánticos.
Claude Bremond36 desarrolla sobre estos principios un modelo para el análisis
microestructural de la narración. Es decir, lo aplica no al conjunto de la acción,
sino a cada uno de los acontecimientos que la constituyen. Bremond parte del
modelo funcional de Propp y lo reformula, transformándolo de modelo cerrado,
destinado al estudio abstractivo de un corpus de textos, en modelo abierto,
pensado para el análisis de textos tomados individualmente (cf. Segre, Principios
304). Bremond flexibiliza el modelo de Propp, suprimiendo entre otras cosas la
obligatoriedad de sucesión de las funciones en una secuencia establecida;
posibilita así el análisis de relatos con varias líneas de acción, pero paga el precio
de reducir drásticamente el contenido mítico del modelo, que se transforma en un
puro esquema formal. Bremond resume así su modelo descriptivo:

1. L’unité de base, l’atome narratif, demeure la fonction, appliquée, comme chez


Propp, aux actions et aux événements qui, groupés en séquences, engendrent un
récit;
2. Un premier groupement de trois fonctions engendre la séquence élémentaire.
Cette triade correspond aux trois phases obligées de tout processus:

a) une fonction qui ouvre la possibilité du processus sous forme de conduite à tenir
ou d’événement à prévoir;

b) une fonction qui réalise cette virtualité sous forme de conduite ou d’événement
en acte;

c) une fonction qui clôt le processus sous forme de résultat atteint;

3. A la différence de Propp, aucune de ces fonctions ne nécessite celle qui la suit


dans la séquence. Au contraire, lorsque la fonction qui ouvre la séquence est
posée, le narrateur conserve toujours la liberté de la faire passer à l’acte ou de la
maintenir à l’état de virtualité. (“Logique des possibles narratifs” 60)

Para Segre (Principios 304) el modelo de Bremond es una concreción de la tríada


abstracta principio-medio-fin establecida por Aristóteles (cf. 1.1.2 supra), en el
sentido de la sucesión virtualidad-actualización (conceptos que ya de por sí son
muy aristotélicos, añadiríamos). Este modelo de tres estados básicos (estado
inicial, transformación, estado final) puede aplicarse a la descripción del conjunto
de la acción: ya lo veíamos en Brooks y Warren (73), a los que podríamos añadir
muchos otros. Esquemas semejantes se utilizan para analizar secuencias de
acción en antropología,37 sociolingüística,38 o análisis del discurso,39 sin contar
con tríadas de más rancia solera como las de Proclo o Hegel. Julia Kristeva ve en
la estructura de la narración (novelística) un proceso dialéctico en el sentido
plenamente hegeliano del término (Texto 80 ss). Si, como sostiene Volek (187), la
“historia básica” es un arquetipo platónico y una falacia, habrá que buscar alguna
buena razón que dé cuenta de todas sus manifestaciones y de la especial
fascinación que parece ejercer sobre la mente de los analistas. El error está en
querer ver en el modelo triádico algo más que un esquema cognoscitivo, y creer
que se puede reducir el estudio de la obra literaria a la detección de las tres fases.
Un modelo estructural universal será por definición poco revelador de lo específico
que pueda haber en la obra; parece un poco ingenuo pretender extraer de él40
algo más que las condiciones generales de comprensión o interpretación, por no
hablar ya de la evaluación crítica. Por ello, el modelo de Propp, adecuado a los
cuentos maravillosos, parece perder utilidad al pretender extenderlo a otros
géneros; por eso el modelo de Bremond ha de ser totalmente abstracto y tendente
a la tautología. El esquema actancial de Greimas (Sémantique) resulta por ello de
una generalidad molesta; es difícil hacer poner los pies en el suelo a modelos tan
abstractos, cuyas casillas pueden ser ocupadas tanto por personajes como por
grupos sociales o estados de ánimo, según la inspiración particular del
intérprete.41 Los mayores problemas del análisis del relato vienen a la hora de
explicar la conexión de los niveles relativamente superficiales (relato, acción) con
las interpretaciones ideológicas que resultan de una lectura, o, más generalmente,
trazar la generación del significado (contextualizado) textual a partir de segmentos
mínimos cuyo enlace narrativo no es suficiente para dar cuenta de ese sentido
global. En los términos de Greimas, podríamos decir que es difícil deducir
algorítmicamente el predominio de una isotopía en un texto dado. Más aún: ese
predominio no es cuantitativo, sino cualitativo, ligado al proyecto crítico que se
esté desarrollando. Por ejemplo, las lecturas feministas de textos clásicos
desentierran un gran número de ejes isotópicos relevantes para el proyecto crítico
que se está desarrollando y que no eran percibidos por anteriores lectores. Pero,
una vez más, la diferencia interpretativa requiere un mínimo acuerdo interpretativo:
debemos ser capaces de ponernos de acuerdo sobre en qué diferimos. Las
estructuras narrativas más básicas gozan así de una cierta objetividad.

Al definir la narración partiendo de presupuestos lingüístico-generativos, van Dijk


debe volver (y nosotros con él) a los viejos conceptos de acontecimiento, sucesión
y causalidad, ya utilizados por Aristóteles. Van Dijk ordena así los elementos de
una teoría de la narración:

a theory of narrative is a system <E, R > of a set E of events <e1, e2,...> and a set
R of relations over members of E. We might say that E is a sort of ‘vocabulary’ of
the theory of narrative and R is a set of ‘grammatical’ rules which define the well-
formed narrative sequences over E. A narrative structure N is thus defined as an n-
tuple of events <e1, e2, … en> ordered by one or more relations. One of these
relations is the relation Prec (for ‘preceding’) which will be introduced as an
undefined term. (Text Grammars 307)

Deberemos entender que este análisis se realiza a un nivel poco profundo. Un


análisis ulterior no podría definir así la narración, porque habría descompuesto los
acontecimientos en unidades menores cuyo estudio ya no sería privativamente
narratológico. Sería de un análisis semejante de donde debería partir la
interpretación total del texto: el nivel narrativo situado entre la superficie textual y
la interpretación semántico-pragmática del texto no determina un enlace entre el
sentido y la serie de sucesos; lo narrativo es una armazón presente en el texto, lo
organiza, pero está muy lejos de dirigir su sentido.42

Este es un problema general, que afecta tanto a la interpretación ideológica del


texto como a algo tan aparentemente “lingüístico” como es su parafraseabilidad.
Ambos problemas se reducen a uno. En efecto, dado un determinado nivel del
texto literario, toda estructura profunda que propongamos para él deberá
formularse bajo la forma de una paráfrasis del mismo, que presumiblemente
mantendrá una relación de homología con ese nivel en los puntos que son objeto
de análisis. Recordemos la línea de razonamiento que une el pasaje aristotélico
sobre los resúmenes de argumentos (Poética, cap. XVII; cit. supra, p. 16) con el
concepto de la secuencia de funciones en Propp o con las series de motivos
(ligados / libres y estáticos / dinámicos) de Tomashevski. Se trata de distintos
acercamientos a lo que hemos denominado esquema de la acción. Examinaremos
ahora las teorías estructuralistas que han intentado fundamentar un nivel de
análisis semejante, y el papel que conceden a la interpretación para determinar
ese nivel.
El enfoque propuesto por Tomashevski parece fructífero, pues es redescubierto o
retomado en sus líneas generales por otros teorizadores. Así, Petsch distingue
entre motivos nucleares, motivos marco y motivos de relleno; Sperber habla de
motivos primarios, secundarios y accesorios (ver Segre, Principios 346-355).
Chatman (Story and Discourse 53) propone de manera similar distinguir entre
kernels y satellites, siguiendo ya a Barthes (“Introduction…”) que ha dado la
formulación más conocida, y ya netamente semiótica, de una diferenciación
cualitativa entre los acontecimientos de la acción. Para Barthes (8) hay dos clases
de unidades: las funciones (fonctions) y los indicios (indices). De estos últimos
podría separarse, dice Barthes, la clase de las informaciones (informations) que
sitúan al relato en el espacio y en el tiempo. Las funciones se integran con
unidades en su mismo nivel, mientras que los indicios tienen por misión integrar
unos niveles con otros: son creadores de atmósfera, caracterizadores, etc.

Fonctions et Indices recouvrent donc une autre distinction classique: les Fonctions
impliquent des relata métonymiques, les Indices des relata métaphoriques; les
unes correspondent à une fonctionnalité du faire, les autres à une fonctionnalité de
l’ être. (“Introduction” 9)

Ya hemos definido lo propiamente narrativo como la transformación o colisión de


bloques paradigmáticos mediante una estructura sintagmática no lingüística, la
acción. Por tanto, nos centraremos en el estudio de las funciones, a las que
Barthes divide en núcleos (noyaux) y catalizadores (catalyses): son los primeros
los que forman el esqueleto básico de la acción, la armazón narrativa que es
rellenada por los catalizadores, que tienen una naturaleza completiva. El mayor
problema es decidir a cuál de los dos grupos pertenece una unidad dada. Ningún
tipo de descripción formal puede proporcionarnos un criterio, como señala Lotman:

una misma realidad cotidiana puede adquirir o no carácter de acontecimiento


según los textos (...).

Esto es válido no sólo para los textos artísticos (...). El suceso-desviación


significante de la norma (es decir, un “acontecimiento”, puesto que el cumplimiento
de la norma no es “acontecimiento”) depende del concepto de norma. (Lotman
284, 286)

Por eso Barthes da una definición funcional, no formal, de núcleo:

Pour qu’une fonction soit cardinale, il suffit que l’action à laquelle elle se réfère
ouvre (ou maintienne, ou ferme) une alternative conséquente pour la suite de
l’histoire, bref, qu’elle inaugure ou conclue une incertitude. (“Introduction” 9)

Con esta “incertidumbre” nos vemos proyectados de nuevo a la interacción entre


el texto, los códigos culturales que lo han inspirado, y los que utiliza el lector para
interpretarlo.
También estos elementos se pueden utilizar de forma “gramaticalizada” y reflexiva
en la escritura moderna. En el caso de la escritura de Beckett, está bien claro que
gran parte de las incertidumbres planteadas por el texto se refieren no ya a la
acción sino a la técnica narrativa, al discurso. Así, al margen de las aventuras de
Malone, el lector sigue las aventuras de Malone meurt. Una función cardinal en
este sentido será la referencia a Malone en tercera persona en un momento dado;
un catalizador será cualquiera de los símbolos de agotamiento y muerte que llenan
el texto, y que se refieren por una parte a la muerte de Malone como individuo, por
otra a la muerte del personaje narrativo como tal.43

El equivalente aproximado de las funciones de Barthes en la teoría de Julia


Kristeva (Texto 170 ss) son los adjuntores. Se trata de complejos operadores en la
descripción del texto que pueden cualificar al actante cumpliendo una función
adjetiva (pensemos en los catalizadores) o producir un sintagma verbal (»
núcleos):

Actuaría de predicado aquel adjuntor que, remitido al espacio intertextual en que


queda encerrado, corresponde a las constantes dominantes del discurso social del
que forma parte el texto en cuestión. (Texto 173)

También Kristeva nos remite, pues, directamente al contexto cultural como


determinante de qué elementos de la acción son pertinentes. Pero preferiríamos
hablar de interacción entre el texto y el discurso social, y no de determinación. En
efecto, si el texto está inserto en estructuras más amplias que condicionan
fuertemente sus posibilidades significativas, hay que señalar que a su vez el texto
es una estructura que remodela los materiales aislados que la constituyen; los
códigos culturales previos son filtrados por el texto, que les atribuye un papel
determinado en el interior de su propio sistema. Es precisamente Kristeva quien,
con otros teorizadores, acuña el concepto de intertextualidad para referirse a la
presencia de otros textos u otros códigos culturales particulares en la estructura de
un texto dado. Cada texto hace uso de otros textos para sus fines particulares; con
ello a la vez refuerza y altera el valor cultural de esos textos.

La semiótica de la cultura desarrollada en la escuela de Tartu durante la última


época soviética difundió la visión de la literatura como un sistema de modelización
secundario, que utilizando las estructuras de la lengua natural crea una nueva
estructura que es en sí, en tanto que estructura, portadora de información:

Sujeta a unas reglas de construcción únicas, la estructura no es portadora de


información, ya que todos sus nudos se hallan predeterminados de un modo
unívoco por el sistema de construcción. Ello está relacionado con la conocida tesis
de Wittgenstein de que en lógica no existen sorpresas. Pero, dentro de los límites
de un texto artístico, el lenguaje se convierte asismismo portador de información.
(Lotman 360)

Creemos que, como ya ha sucedido en otras ocasiones, la teoría estética se ha


adelantado a la lingüística, pero sin extender suficientemente sus conclusiones.
Hasta cierto punto, en grado menor sin duda al que se da en literatura, todo texto
es un sistema de modelización secundario más o menos guiado por la
intertextualidad cultural, es decir, menos o más potente. Como afirma Lotman,

todo lenguaje es un sistema no sólo de comunicación, sino también de


modelizacion, o más exactamente, ambas funciones se hallan indisolublemente
ligadas. (25)

No hay que suponer que sean los lenguajes artísticos los únicos que se
superponen a una hipotética “lengua común” que no crearía esos sistemas
secundarios; no hay tal lenguaje ordinario, sino sólo usos y registros diversificados
en situaciones discursivas concretas. Si los textos artísticos difieren de los del
lenguaje común en cuanto a la modelización secundaria, es sólo en cuanto al tipo
y al grado de ésta, y no porque se halle ausente de otros fenómenos discursivos.
El estudio de la narración es un buen ejemplo: las narraciones no literarias y las
literarias comparten un buen número de características.44

Jonathan Culler (Structuralist Poetics) basa sus objeciones a la poética


estructuralista en el argumento de que ésta nos ofrece falsas soluciones: debajo
de su brillante terminología técnica se esconde siempre un recurso a axiomas no
definidos o a la intuición del analista. Pero difícilmente podría ser de otro modo.
Estamos tratando con hechos institucionales, no con hechos brutos (cf. John
Searle, Speech Acts). Desde que Saussure definió el signo como algo
esencialmente arbitrario no hay esperanza de llegar a un conocimiento “científico”
de los fenómenos culturales, si se entiende por ello un conocimiento que no
necesite recurrir a un intérprete conocedor de la cultura en cuestión, un “hablante
nativo”. Como observa Chatman, el crítico no es una excepción a esa regla:

Perhaps the best way to understand taxonomies is to treat the historian or critic as
“native speaker”, a user proficient in a code. It is his behaviour, as much as the
work itself, that we need to examine. (Story and Discourse 94)

Traduciendo al tema que nos ocupa: no podremos decidir qué acciones o tipos de
acciones deberán considerarse nucleares más que en el marco no ya de un texto,
sino de una lectura dada, que será, evidentemente, nuestra lectura. Un enfoque
estructural no se puede aplicar a a prioris inmateriales. Pero esto no significa un
retorno al impresionismo o una aceptación del caos. La creación de sentido sigue
unos pasos medibles en un contexto dado; es inevitable que los distintos
intérpretes de un texto compartan una hermenéutica en función de su pertenencia
a una misma cultura. Corresponde al teorizador desarrollar los conceptos
abstractos que mejor puedan explicitar los presupuestos de las interpretaciones
efectivas.45 Más adelante volveremos sobre los problemas de las lecturas
individuales. Por el momento, concentrémonos en el intento de elaborar una
terminología precisa para describir los elementos más objetivos de la acción.

1.2.3. El análisis de la acción en rasgos distintivos


Los conceptos de espacio, personaje, estado y acontecimiento pueden ser
analizados mediante el método de reducirlos a haces de rasgos distintivos
(semánticos) que contrastan entre sí. No se tratará de un análisis lógico, abstracto:
recordemos que la acción es un nivel relativamente superficial, que está
constituído por acciones humanas (comunicativas, de actuación sobre el mundo,
etc. Cf. Chatman, Story and Discourse 45). En términos de A.J. Greimas y J.
Courtés (134), diríamos que no estudiamos la “sintaxis fundamental” de la
narración, sino sólo la “sintaxis narrativa de superficie”. Si bien Greimas y Courtés
reconocen la primacía lógica de la sintaxis fundamental, señalan que en una
consideración genética es la sintaxis narrativa de superficie la anterior.
Añadiremos que también es más inmediata intuitivamente.46 El nivel semiótico
más profundo había sido definido por Greimas y Rastier como una matriz
semántica que genera las diferencias semánticas que luego se someten a
narrativización. Greimas suele utilizar el llamado “cuadrado semiótico”, que se
remonta a la lógica clásica, para definir los rasgos significativos como resultado de
un sistema de relaciones. Por ejemplo, el término “ser” genera un contrario,
“parecer”, y cada uno de ellos genera un contradictorio, “no ser” y “no parecer”.
Cada contradictorio es el complementario del contrario a su contradictorio, y estas
relaciones generan categorías semióticas derivadas del sistema generativo
fundamental (por ej., “verdad” o “falsedad”).47 Gráficamente:
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(Figura nº 2)
Son matrices generativas de este tipo las que consituyen el nivel semiótico más
profundo según Greimas, y las que rigen la construcción de todo sentido. Se
remiten a una matriz semejante, por ejemplo, los rasgos caracterizadores de
personajes que los oponen significativamente, así como los rasgos que sirven
para describir una fase del argumento con respecto a otra (por ejemplo, mediante
el paso del parecer al ser, o de la ignorancia al conocimiento, etc.). Mediante este
mecanismo se puede analizar estructuralmente el sentido que subyace a
conceptos narratolóticos más elaborados, como por ejemplo “anagnórisis”,
“clausura”, etc.

Aunque las teorías de Greimas y sus colaboradores tienen por objetivo explicar la
creación de significado en todo tipo de objetos semióticos, sólo nos fijaremos
ahora en algunos aspectos que nos darán una primera aproximación a lo que
sería un análisis en rasgos distintivos de los conceptos de estado y de
acontecimiento. Encontramos en su teoría (134) una definición de acción:
Le discours, et, plus particulièrement, le discours narratif, peut être considéré
comme une suite d’états, précédés et/ou suivis de transformations. La
représentation logico-sémantique d’un tel discours devra donc introduire des
énoncés d’état, correspondant à des jonctions entre sujets et objets, et des
énoncés de faire qui expriment les transformations.48
Enunciados de acción (énoncés de faire) y enunciados de estado (énoncés d’état)
no son parte del texto que transmite la acción; se trata de enunciados
metalingüísticos, semejantes a otros que ya hemos visto (más o menos
claramente definidos) en Barthes o Tomashevski, y semejantes también a los
process statements / stasis statements de Chatman (Story and Discourse 31-41).
Se trata de dos tipos de enunciados elementales que no son reducibles a una
forma común. Ambos tipos de enunciados pueden desempeñar dos papeles
diferentes en la descripción: “Lorsque un énoncé (de faire ou d’état) régit un autre
énoncé de faire ou d’état, le premier est dit énoncé modal, le second énoncé
descriptif” (Greimas y Courtés 124). Este sentido de “modal”, “modalidad”, deriva
de la concepción clásica tal como se entiende, por ejemplo, en la definición de los
verbos modales. Greimas y Courtés (231) proponen el cuadro de modalidades que
aquí traducimos:

_____________________________________________________________
MODALIDADES virtualizantes actualizantes realizantes
_____________________________________________________________
exotáxicas DEBER PODER HACER
_____________________________________________________________
endotáxicas QUERER SABER SER

_____________________________________________________________
(Cuadro nº 3)

Los enunciados modales articulados en base a estas categorías (y a sus


combinaciones, que dan lugar a las modalidades epistémicas, aléticas, etc.)
describen la competencia modal del sujeto.49 El análisis de ambientes, etc. va en
principio lógicamente supeditado al de los personajes: objetos o lugares son
narrativamente extensiones de los atributos de los personajes, y van ligados a sus
deseos, capacidad, etc. Ya se presente esta relación bajo el aspecto de la
causalidad o el de la mera asociación simbólica, la descripción estructural
relacionará todo elemento de la acción a la actuación de los sujetos texturales.

Como toda actuación presupone lógicamente una competencia, así la descripción


de la actuación del sujeto presupone la descripción de su competencia. Este tipo
de análisis exige una concepción estructural de personajes y ambientes, condición
de su analizabilidad. Pero tal descripción sería estática sin el elemento
fundamental de la sintaxis narrativa, al que Greimas y Courtés llaman programa
narrativo, y que es la definición semiótica del acontecimiento.50 Para Greimas y
Courtés, el programa narrativo es

la structure constituée par un énoncé de faire régissant un énoncé d’état (…) [L]e
PN [programme narratif] peut être interprété, en mauvais français, comme un
“faire-ëtre” du sujet, comme l’appel à l’existence d’un nouvel “état de choses”,
comme génération (saisissable tant au niveau de la production qu’à celui de la
lecture) d’un nouvel “être sémiotique”. (382)

El enfoque de Greimas y Courtés no es sino una mayor formalización de


elementos presentes en todas las teorías de la narración, como son los
personajes, los ambientes, las situaciones y las acciones. Quizá convenga
introducir una distinción entre personajes, actores y actantes (cf. Forster; Greimas,
Sémantique; Bal, Teoría). Un personaje es un ser humano o humanizado; un actor
es una entidad que desempeña una función en el argumento por medio de su
acción, no siendo necesariamente humano. Un actante (según Greimas) es un rol
en una estructura de acción llamada modelo actancial. El actante es de naturaleza
abstracta, y puede estar encarnado en uno o varios actores. Greimas elabora este
modelo a partir de los de Propp, Etienne Souriau (Les Deux Cent Mille Situations
Dramatiques) y Lucien Tesnière (Éléments de syntaxe structurale). Según
Greimas (Sémantique 180) el modelo actancial mítico es el más operativo;
presenta la siguiente estructura actancial:
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(Figura nº 3)
La asignación de equivalentes textuales a cada uno de los roles actanciales de un
modelo de este tipo resulta en uno de los posibles esquemas de la acción que
sintetizan (e interpretan) una acción determinada. Es de notar que esta asignación
puede hacerse a diferentes niveles de abstracción: de ahí el elemento
interpretativo. La escala personaje / actor / actante puede reducirse a una tipología
de combinaciones de rasgos distintivos. Rasgos de carácter más general se
atribuirían al nivel actancial, algunos rasgos estarán limitados a (ciertos tipos de)
actores humanos, etc. (cf. Kristeva, Texto 167).

Pero a distintos niveles de abstracción, los “actantes” y el “programa narrativo” de


Greimas intentan explicar el mismo tipo de fenómeno que los existents y events de
Chatman o los “objetos” y “procesos” de Bal (Teoría 21). El lector constituye
durante la lectura del texto narrativo bloques semánticos ordenados, paradigmas
de rasgos que están presentes virtual-mente en la linealidad del desarrollo de la
narración y que son alterados por este desarrollo. Cada “programa narrativo” o
“acontecimiento” a nivel abstracto ha de suponer la transformación de uno de esos
complejos de rasgos que llamamos personajes o ambientes, transformación que
repercute en el valor que tiene ese elemento dentro del sistema de la acción o del
texto entero. En efecto, un texto presupone un sistema ordenado de contenidos
sobre los cuales actuará ese texto. En el caso del texto literario, este sistema es
en gran medida constituido por el texto mismo, al estar éste menos ligado a la
situación comunicativa por lazos de referencialidad. Cada rasgo semántico del
texto ve su valor original redefinido, modalizado.51 Obsérvese que no decimos
eliminado, ni trazamos una diferencia de esencia entre el texto narrativo literario y
el no literario: es la diferencia entre el estructuralismo y un formalismo
inmanentista. El valor de cada rasgo está determinado por la relación que
mantiene con los demás rasgos: cada elemento del texto ayuda a constituir a los
demás. El texto es una estructura en el sentido que da a este término Jean Piaget:
un todo coherente y autorregulado.52 Y es una estructura de nivel superior, muy
alejada del “umbral inferior” de la semiótica (cf. Umberto Eco, Tratado de semiótica
general 53 ss). Esto es, cada uno de los elementos inferiores que lo constituyen es
otro objeto semiótico estructurado, un subsistema. Hemos visto que la acción es
uno de estos subsistemas; ya hemos citado anteriormente un fragmento
sorprendentemente “estructuralista” de la Poética de Aristóteles donde se la
definía como un todo cuyos elementos son interdependientes. Como bien dice
Chatman, sólo esta naturaleza sistemática explica el fenómeno tan corriente de
que una misma acción pueda servir de base a una película o a una novela: “This
transportability of the story is the strongest reason for arguing that narratives are
indeed structures independent of any medium” (Story and Discourse 26). Una
prueba más, decíamos, es la posibilidad de su análisis en rasgos distintivos.

Un típico intento de análisis estructural del personaje es el de Philippe Hamon.53


Tras remitir las especulaciones psicológicas al texto y al lector, Hamon intenta una
definición puramente semiológica. Un personaje sería un morfema doblemente
articulado, manifestado por un significante discontinuo (un cierto número de
marcas o designaciones en el texto) que remite a un significado discontinuo (el
“sentido” o el “valor” del personaje). Estará definido por un haz de relaciones de
parecido, de oposición de jerarquía y de ordenamiento (o distribución a lo largo del
texto) que va contrayendo sucesiva y simultáneamente con otros personajes y
elementos de la obra, en el plano del significante y en el del significado, tanto in
praesentia como in absentia. 54

Observemos que en su análisis del personaje Hamon no tiene en cuenta el


carácter estratificado de la obra literaria; en este momento sólo nos interesan
aquellos elementos pertenecientes al plano de la acción. Sin embargo, no todos
los “significantes” del personaje han de pertenecer forzosamente a la acción:
también se pueden encontrar los que sólo se dan a nivel de discurso, procediendo
de un narrador extradiegético.

Todo rasgo significativo que caracteriza a un personaje está incluido en la


definición de Hamon: es más amplia que otros tratamientos estructuralistas como
el de Todorov (“Catégories”) que sólo opone entre sí las acciones de los
personajes, lo cual explicaría una parte solamente de los rasgos que los
caracterizan—explicaría exactamente los rasgos descriptibles por los “enunciados
modales exotáticos realizantes” de Greimas (cf. 1.2.3 supra); ya hemos visto que a
la modalidad del hacer suman Greimas y Courtés las del deber, querer, poder,
saber y ser.

El origen del análisis de los personajes en rasgos distintivos está ligado al


desarrollo de la fonología estructural. De hecho, fue uno de los “inventores” del
fonema, N. S. Trubetzkoi, quien señaló la aplicabilidad del método estructuralista
en este campo, al explicar en su Dostoevskij als Künstler el funcionamiento de los
personajes de Dostoievski como un sistema de oposiciones comparable al que
constituye los fonemas en una lengua dada. Ezio Raimondi sintetiza así la teoría
de Trubetzkoi:
Supponendo che un personaggio A sia caratterizzato in forza dell’ acostamento ai
personaggi B, C e D, si potrà dire che se nel riscontro fra A e B si mette in rilievo
per A il tratto a, che poi si contrappone a quello b di B, il confronto di A e C fa
emergere un altro elemento a di contro al c di C, e cosí di seguito per ogni tipo di
coppia. D’altro canto, perché i personaggi B, C e D risultino profilati con nettezza,
occorrerà che essi siano giustapposti non solo ad A ma anche fra di loro, ed è
probabile che intorno ad esi si raggruppino, con nuove funzioni caratterizzanti, altre
figure... L’importante è che si affermi comunque l’autonomia dei personaggi, ossia
di altrettanti universi psichici soggetti a un gioco di combinazioni del tutto simile a
ciò che si intende in musica per contrappunto.55
El peligro de una definición semejante está en extremar la analogía formal y no
pasar de describir un sistema rígido, un estado, cuando el análisis de la acción
exige la descripción del personaje como proceso.56 El desarrollo argumental, la
transformación de las líneas de fuerza semánticas de la narración es pues un
elemento crucial de la descripción. Un buen ejemplo de teoría estructural del
personaje que satisface este requisito es la expuesta por Hartwig Frankenberg
(“Ein Beitrag zur Strukturalen Narrativik: Sprache-Märchen-Mythos”),
especialmente atento al “dibujo” constituído por las variables relaciones que se
han establecido entre los personajes a los largo de un relato. Frankenberg
sintetiza en los siguientes puntos lo que debe tener en cuenta una descripción
semejante:
1. Welche Merkmale besitzen die Figuren?

2. Unterscheidung zwischen Konstanz und Variabilität der Merkmale?

3. Steht die Konstanz bzw. Variabilität in irgendeiner Beziehung zur Handlung des
Märchens?

4. Ist diese Beziehung Strukturbildend?

5. Welche Struktur lässt sich ableiten?

(Frankenberg 353)
Frankenberg señala la existencia de lo que podríamos llamar personajes
mediadores, que de alguna manera están en el centro del transvase de rasgos
que se opera en la acción entre los principales bloques de personajes enfrentados.
Bal (Teoría 95) llega conclusiones semejantes. Los modelos estructuralistas
actuales integran de este modo el carácter y la acción, desarrollando las
intuiciones de teorizadores como James (cf. 1.1.4.1 supra) o el propio
Aristóteles.57 Una descripción semejante debe explicitar el valor estructural de los
elementos tomados en consideración: cada rasgo de los personajes, cada acción,
cada descripción de ambiente... Es de señalar que la descripción de la acción
como estructura profunda del texto narrativo entraña a veces notables
transformaciones de los elementos presentes en éste. Así, Bremond señala que
es casi siempre posible convertir las descripciones de ambiente en proposiciones
cuyo verdadero sujeto desde el punto de vista narrativo es un personaje.58 Habría
pues un antropocentrismo de la narración, traducido en una circulación semántica
entre descripción y narración que hace que la información sobre los personajes
pueda obtenerse indirectamente. Podríamos decir con Chatman (Story and
Discourse 31, 146) que tales descripciones son un enunciado narrativo oculto,
formulable metalingüísticamente; normalmente un enunciado “estático”, un
adjetivo que caracteriza al personaje.59 No conviene confundir el estatismo de un
rasgo con su importancia, como parece hacer Chatman (Story and Discourse 127
ss) separando los rasgos de carácter de los estados de ánimo (traits / moods). Así,
habrá rasgos centrales y rasgos periféricos, pudiendo ambos ser permanentes o
no permanentes. Evidentemente, se pueden relacionar estas dos oposiciones; Bal
(Teoría 93) señala la repetición como el factor decisivo en la creación de la imagen
de un personaje, determinante de qué rasgos van a caracterizarlo. Habría que
añadir que la importancia de la repetición es inversamente proporcional a lo
idiosincrásico del rasgo según los esquemas socioculturales y más
específicamente literarios del lector. Una acción considerada trivial deberá
subrayarse de modo que se haga perceptible si ha de llegar a caracterizar a un
personaje. Hay unos rasgos más permanentes que otros y sin duda muchos se
mantienen inalterados a los largo de la acción. Pero es igualmente frecuente el
caso de que alguno de los rasgos centrales en la construcción de un personaje
desaparezca y se vea sustituido por uno nuevo como resultado del desarrollo de la
acción (cf. Bal, Teoría 97). Y recordemos, por último, que si el personaje es un
proceso, no sólo es un proceso al nivel de la acción, sino también con respecto a
los niveles superiores del relato y del discurso. Al nivel del relato, por ejemplo,
habrá que tener en cuenta el desarrollo del punto de vista del cual son sujetos u
objetos los personajes, pues también esto pasa a ser un “rasgo de carácter” a este
nivel de análisis superior. A un nivel discursivo, un proceso adicional al que se
somete el personaje es el de la lectura. Desde el punto de vista de su
manifestación al lector, todos los rasgos, incluso los permanentes, son datos
contingentes, variables, que deben ir apareciendo para constituir gradualmente la
estructura en proceso de le acción, y que luego pueden o bien mantenerse o bien
desaparecer, dejando tan sólo una huella virtual.

Este aspecto puramente formal de la descripción por rasgos pasa a ser un


proyecto ideológico y crítico cuando se superpone un esquema de valoración al
esquema semántico descrito. Los rasgos narrativos no son creación de la
narración, que en este aspecto como en otros es una reconfiguración de
estructuras preexistentes.60 Los rasgos semánticos manipulados son signos
ideológicos, elementos de la estructuración social y comunicación social que es la
base de la actividad narrativa. En realidad, como veremos más adelante, los
rasgos de la acción son sometidos a toda una serie de procesos de
reconfiguración a nivel de relato y de discurso, incluyendo en esta última fase las
valoraciones ideológicas tando de figuras textuales (narradores, autor textual)
como extratextuales (lectores históricos, críticos...).

1.2.4. El punto de vista en la acción

Una de las muchas aplicaciones del análisis que hemos esbozado puede ser el
estudio del punto de vista en la acción. Si bien el estudio del punto de vista será
de primera importancia únicamente en el análisis del relato, conviene ahora
observar que las raíces de este fenómeno se hunden en buena medida en la
acción.

Es significativa en el estudio del texto narrativo la contraposición que se puede


hacer entre dos acercamientos a la acción, ya sea considerándola como un
fenómeno inmanente previo su transmisión textual y “representado” por el
discurso, ya sea adoptando la visión contraria para ver en ella algo constituido por
y para el discurso. Sólo de esta confrontación podremos deducir la manera y
medida exactas en que el discurso modaliza a la acción. Jonathan Culler habla de
una tensión interna al texto narrativo que justificaría ese acercamiento:

One could argue that every narrative operates according to this double logic,
presenting its plot as a sequence of events which is prior to and independent of the
given perspective on these events, and, at the same time, suggesting by its implicit
claims to significance that these events are justified by their appropriateness to a
themic structure. (“Fabula and sjuzhet in the analysis of narrative” 32)

Será útil, por tanto, confrontar el mundo de la acción con el del narrador y el del
autor: sólo así se puede llegar a una interpretación del texto, aun limitándose al
plano narrativo. La identificación de roles actanciales (cf. Greimas, Sémiotique)
sólo puede hacerse sobre la base de la globalidad del texto, no sobre un esquema
de la acción. O, mejor dicho, un esquema relevante de la acción ha de basarse en
el conjunto del texto; y como se desprende de las observaciones de Culler, sólo
puede constituirse retrospectivamente.1

Uno de los más eficaces mecanismos para integrar la acción con los otros niveles
del texto narrativo es la identificación efectiva que se puede dar entre la
competencia modal del sujeto actancial y la de las entidades pertenecientes a
otros planos, como el narrador o el lector. Esta duplicación de las estructuras
modales parece darse sobre todo en lo que Greimas y Courtés denominan las
modalidades del saber, del querer y del ser (moda-lidades endotáxicas), aunque
no es impensable su extensión a las modalidades exotáxicas en textos
experimentales. Encontramos aquí la base de lo que la crítica
anglonorteamericana ha denominado, con característica inclusividad, “punto de
vista” (point of view), en todas las acepciones en que se suele tomar el término en
crítica literaria, desde la “focalización” de Genette (“Discours”) o Bal (Narratologie)
a las “distancias” de Booth.2 La duplicación en sí es lo que constituye el punto de
vista, y la estudiaremos en sus diferentes manifestaciones en los capítulos
dedicados al relato y al discurso. Ahora sólo nos interesa apuntar rápidamente la
naturaleza de lo duplicado, de lo presente en la acción.

Cada personaje ya tiene un punto de vista sobre la acción: unos proyectos y


deseos, una identidad, y un conocimiento más o menos limitado de los hechos y
de los otros personajes. Así pues, hay tantos puntos de vista internos sobre la
acción como personajes, puntos de vista que pueden potencialmente contribuir a
dar forma al texto. Como en el punto de vista textual, podríamos distinguir en ellos
aspectos cognoscitivos por una parte e ideológicos por otra. La acción contiene
(potencialmente en el caso de la ficción) todos estos puntos de vista en igual
medida, y está constituída por el conjunto de todos ellos.3 Su transformación en
relato supone una selección de algunos de estos puntos de vista, la eliminación de
otros, y la reducción de otros más a un estado de latencia.

La medida en que esto contribuya a la constitución de estructuras textuales es


muy diversa. Hay corrientes enteras de literatura (como por ejemplo la que siguió
a Henry James) que se han basado en un tipo determinado de relación
perspectivística entre acción y relato: el uso continuado de personajes
focalizadores (cf. 2.4.2.3 infra). En la trilogía de Beckett el rendimiento de la acción
en este sentido es bastante bajo y mayormente auxiliar, aunque se encuentran
gran variedad de fenómenos perspectivísticos. Es lógico que sea en Molloy donde
se dan en mayor grado estas figuras: hay variedad (!) de personajes y por tanto
variedad de perspectivas. La narración de Moran nos ofrece a un Molloy
irreconocible desde otro punto de vista; y hasta un mismo personaje como Moran
tiene opiniones distintas en distintos momentos de la acción (como narrador y
como personaje), influyendo con ello en la perspectiva narrativa. En Malone meurt
la perspectiva de la acción se centra: hay un único personaje en escena. En
L’Innommable hay un único personaje existente (hasta sus misteriosos
atormentadores son producto de su mente), y en el solipsismo no cabe la
perspectiva: es curioso ver sin embargo cómo el narrador se fragmenta en
distintas actitudes y pseudo-personajes que añaden la tensión y alteridad
suficiente como para continuar la narración. Si estos textos son excepcionalmente
obsesivos, se debe en parte a esta concentración en la mente de un solo
personaje, limitando la perspectivización, siquiera potencial, que aportan otros
personajes en el nivel de la acción.4.

Es importante observar, pues, que ya en la acción encontramos el germen del


perspectivismo global del texto literario, así como ver el grado en que el discurso
narrativo desarrolla ese germen o, por el contrario, trabaja contra él,
superponiendo a la acción una lógica que le es ajena. El estudio del discurso
literario puede incluir la descripción de las isotopías modales en el eje
sintagmático y de dimensiones modales en el paradigmático. En esta descripción
pueden basarse (de hecho, se basan implícitamente) las tipologías de textos.5

Es importante recalcar, para terminar, el sentido importante en que la perspectiva


sobre la acción debe finalmente estudiarse a nivel de relato. La acción de por sí se
reconfigura al devenir relato. Una acción es relatada desde un punto de vista que
la supera, presuponiendo su coherencia global. Es esta coherencia global la que
determina la selección y organización de los acontecimientos—de hecho, lo que
cuenta como acción y lo que no cuenta. El estudio del nivel de la acción está pues
dialécticamente relacionado con el del relato, pues la misma fenomenología de la
acción humana presupone su estructuración y reelaboración continua mediante
procesos narrativos. Como señalan Ricœur o Freeman (8), siempre damos a los
acontecimientos sentidos que sólo se hacen visibles retrospectivamente, mediante
una configuración narrativa; creamos así esquemas de acción y relaciones
simbólicas que no existen en los acontecimientos en sí, sino tán sólo en su
reelaboración narrativa. En este sentido es el punto de vista el que constituye la
acción.

1.2.5. La acción como macroestructura discursiva

Hemos dicho que para definir la narración es necesario suponer un nivel, la


acción, que no se confunde con la superficie del texto ni con la semántica más
profunda del mismo. La estructura de la acción es una estructura textual (no la
estructura textual). Si consideramos, con Bierwisch, que la serie de funciones
(para nosotros, un esquema de la acción) es una macroestructura del texto,
tendremos que reconocer que se dan macroestructuras a distintos niveles de
consideración (cf. 1.2.1. supra). Esta es la manera en que plantea van Dijk (Text
Grammars) la aplicabilidad de este término. Postula primero la existencia de
macroestructuras de tipo semántico: serían estructuras profundas abstractas que
organizarían el texto globalmente. Van Dijk y otros estudiosos de la gramática
textual llevan a sus últimas consecuencias la reacción contra la gramática
generativa transformacional de Chomsky iniciada por la semántica generativista
(Lakoff, Fillmore). La estructura profunda de las frases es semántica como
proponen los partidarios de esta escuela, pero no es independiente: está sometida
a la macroestructura que organiza el texto completo.6 Aquí la lingüística ya da
paso a las ciencias sociales, como la antropología o la psicología, e incluso los
estudios literarios.7 Van Dijk (131 ss) observa que esta teoría presupone un orden
en los “contenidos”, o, mejor, una semántica estructural. La semántica ha de ser
entonces una sintaxis en el sentido que da Peirce a este término. Pero no se trata
de una semántica “taxonómica”, insiste van Dijk, sino “generativa”, que dé cuenta
de la dinamicidad del proceso de comprensión de un texto, que no consiste en una
asimilación lineal y pasiva, sino en inferencias de estructuras generales, hipótesis
confirmadas o rechazadas por lo que va a seguir, etc.:

Textual deep structure can neither be a fixed “schema” having sufficient


abstractness to apply to any text, nor a differentiated set of such schemata
underlying different types of texts. The infinite number of deep structures must thus
be accounted for by an algorythm (…)

Not wholly paradoxically, the most interesting suggestions seem to come from the
domain of literary theory, especially the theory of narrative structures, whatever the
methodological weakness of these approaches still may be. (Text Grammars 134-
135)

El acercamiento de la poética a las (macro)estructuras profundas no es nuevo: ya


hemos visto precedentes en Aristóteles (Poética, cap. XVIII): todo depende de lo
explícitamente lingüística que haya de ser la formulación que buscamos.
Corresponde a la poética y a la lingüística actuales explicitar al máximo sus
presupuestos comunes; no parece que de una reformulación lingüística de
algunos de sus conceptos haya de resultar la disolución de la poética.8

Los usos implícitos del concepto de macroestructura se extienden por toda la


historia de la poética. Un paso decisivo constituye, sin duda, la Morfología del
cuento de Propp, donde por primera vez se afirma explícitamente la unidad formal
de todos los textos de un determinado género considerados a un determinado
nivel de abstracción. Pero aún no se ha producido en Propp el contacto con la
lingüística (el concepto de “morfología” lo toma Propp de las ciencias naturales, y
en última instancia del Goethe naturalista). La noción de estructura profunda
tendrá que esperar a Harris y a Chomsky para ser formulada. Hendricks traza la
evolución de los conceptos de Propp en manos de los antropólogos: Grimes y
Glock analizan cómo en distintas variantes de un mismo relato cambia la
distribución del significado en oraciones: un relato utiliza dos, otro cuatro, etc. para
referirse al mismo bloque de contenido. (Hendricks 57 ss). Gleason ve en la
cadena de acontecimientos la estructura profunda de la narración. Niega que sea
identificable en modo alguno con los verbos que aparecen realmente en el texto,
en las oraciones de la estructura superficial (la misma conclusión se desprende de
la observación de Grimes y Glock). Inversamente, lo accesorio a un nivel
superficial puede formar parte de la cadena de acontecimientos que nos permite
relacionar un cuento determinado con otros del mismo género. Dundes o Fischer
(cit. por Hendricks, 92) establecen una separación entre “estructura folklórica” y
“estructura lingüística”. La tendencia general en los antropólogos es negar una
relación de dependencia entre ambas estructuras. Hendricks reacciona contra este
enfoque. Para él se trata de una estructura profunda lingüística. Hendricks aduce
el argumento de la parafraseabilidad como prueba de la existencia de una
estructura profunda lingüística en el relato. El resumen es una descripción
estructural de la acción, pero también del texto. Siguiendo a Miller, Galanter y
Pribram, tanto Hendricks como van Dijk relacionan este resumen / estructura
profunda con la formación de planes proyectivos para la actuación verbal durante
los actos comunicativos. Observemos que esta idea coincide básicamente con la
descripción aristotélica de las fases que atraviesa la composición de un mythos:
primero se deciden las grandes articulaciones del tema, luego la forma concreta
que adoptarán. El esquema narrtivo básico, con una complicación y una
resolución, también debe compararse con la estructura de cualquier interacción
comunicativa, y por tanto, del nivel del discurso (hacia la que va orientada la
estructura de la acción).Según la pragmática de Goffman, los participantes en
actos comunicativos se guían por toda una serie de esquemas ritualizados de
comportamiento entre los cuales se encuentran estrategias sobre cómo finalizar
un intercambio.9

Van Dijk especifica ulteriormente el concepto de macroestructura flexibilizándolo:

una macro-estructura de una secuencia de frases es una representacion


semantica de algún tipo, es decir, una proposición vinculada por la secuencia de
proposiciones que subyacen al discurso (o parte de él) (...)
Debemos hablar de varios niveles de macro-estructura en un discurso. Dada la
definición, cualquier proposición vinculada por un subconjunto de una secuencia
es una macro-estructura para esa subsecuencia. En el próximo nivel estas
proposiciones macro-estructurales pueden de nuevo estar sujetas a integración
dentro de un marco más grande, es decir, pueden vincular, conjuntamente, una
macro-estructura más general. (Texto 204-205)

Tal como la concebimos aquí, esa “integración” y determinación de


macroestructuras es una labor interpretativa, y no algorítmica. Como aclara van
Dijk más adelante (213-219), esta integración no ha de entenderse sólo en una
dirección “horizontal”, es decir, en el sentido de que distintas partes sucesivas de
un texto son descritas por macro-estructuras parciales que quedan subsumidas en
la macroestructura global del texto completo, sino también en un sentido “vertical”.
A este último nos referíamos al hablar del establecimiento potencial de numerosos
niveles de descripción en un texto, además de los que usaremos con mayor
frecuencia. Un esquema del relato es una macroestructura presente en el texto
narrativo, como también lo es a un nivel mayor de generalidad un esquema de la
acción. Veíamos en Lotman la posibilidad de reducir el argumento del texto que lo
tenga al franqueamiento del límite topológico fundamental de su estructura
semántica (cf. 1.2.2 supra). Esto es lo que van Dijk denominaría LA
macroestructura de una secuencia (en este caso, del texto narrativo entero; cf. van
Dijk 205). Ejemplos en la trilogía beckettiana: una macroestructura es el viaje
arquetípico del héroe utilizado como armazón en Molloy; otra macroestructura
aislada (y privilegiada) por una lectura crítica avanzada podría ser la ya señalada
correlación entre palabra y mentira, silencio y autenticidad; la macroestructura del
texto como tal no existe, pues es siempre relativa al uso discursivo que se haga
del mismo.

El mismo van Dijk propone categorías subsumidas bajo una misma proposición
macroestructural que coinciden parcialmente con las ya expuestas. Estas
categorías pueden utilizarse como rasgos diferenciadores en una tipología de
discursos. En la narración, van Dijk propone a título de ejemplo una categoría que
rija la especificación de tiempo, espacio y personajes (Texto 227). Si se trata de
una macroestructura, deberá corresponderse con algún momento del análisis
narratológico que venimos realizando; y encontramos un momento semejante en
el paso del esquema de la acción a la acción. Podríamos encontrar equivalentes
de esta misma operación descriptiva en muchas otras teorías narratológicas,
desde Aristóteles (Poética 1455 b) hasta Mieke Bal, que describe de un modo
semejante el paso de la histoire al récit. Las proposiciones gobernadas por esta
macroestructura se entremezclarán en la linealidad textual con las que domine la
macroestructura específicamente narrativa (esquema de la acción), que es el
equivalente aproximado en la teoría de van Dijk a la secuencia funcional de Propp:

Obsérvese que las frases o proposiciones individuales no tienen, como tales, esta
función narrativa, sino sólo la proposición macro-estructural vinculada por una
secuencia de proposiciones. Es posible, en este caso, que la secuencia que
determina una macro-proposición con tal función narrativa concreta sea
discontinua.10

Esta observación, referida en el texto de van Dijk a la macroestructura que


gobierna la exposición gradual de la acción es también aplicable a la secuencia de
núcleos (noyaux, kernels). Sería la formulación moderna de la exigencia
aristotélica de dar una estructuración firme a la acción. Pero ampliada en su
extensión y reducida a una constatación: la narratividad se da necesariamente
como un fenómeno estructural, y no en los elementos que constituyen la
estructura, tomados aisladamente.

Las estructuras narrativas son, según la gramática textual de van Dijk, una
estructuración adicional impuesta sobre un texto, más bien que el equivalente de
hipotéticas estructuraciones diferentes de nivel semejante que estarían presentes
en los textos no narrativos. Esto es, al menos, lo que se desprende de sus
reflexiones sobre la diferencia estructural entre prosa y poesía. Las reglas
macroestructurales sólo operarían en poesía en la estructura profunda temática.
Reglas más propiamente “sintácticas” de tipo macroestructural sólo se darían en la
narración:

La definición explícita del texto poético viene dada, pues, por reglas y
transformaciones que manifiestan esta estructura profunda en la superficie
oracional. A diferencia de lo que ocurre en el texto narrativo, son sobre todo las
microoperaciones (fónicas, sintácticas y gráficas) las que dominan en este tipo de
textos literarios. (“Aspectos de una teoría generativa del texto poético” 239. Cf.
Text Grammars 275)

Más exactamente, van Dijk admite que en algunos tipos de prosa pueden existir
macroestructuras temáticas proyectadas sobre la superficie textual. En este tipo
de prosa, “both types [of macrostructures] actualize their typical operations” (Text
Grammars 275). Se daría esto en textos literarios como las novelas en prosa
poética o el “nouveau roman”, que alcanza un nivel de “entropía”11 similar al de la
poesía. El caso de Beckett es particularmente evidente: lo narrativo es una simple
armazón (obsoleta y denunciada por la voz narrativa) para la presentación de una
poderosa estructura temática, que organiza con gran rigor la selección de
imágenes, el pensamientos subyacente a la obra y las mismas estructuras
narrativas tanto a nivel de acción como de relato o de discurso. La palabra falsa o
insuficiente se expande en un abanico de símbolos análogos: la vejez, la
esterilidad, la putrefacción, símbolos escatológicos de todo tipo. A la vez, gobierna
el uso de las macroestructuras narrativas convencionales: la empresa arquetípica
del héroe no puede acabar sino en fracaso. Y la aporía de la inefabilidad, el círculo
vicioso del pensamiento beckettiano, se traducen a la vez en la perversa
reflexividad de toda la estructura textual, que sigue reposando sobre una base
narrativa a pesar de denunciarla.

De la precedente discusión sobre las estructuras temáticas (1.2.2 supra) se


desprende que asignamos a éstas un papel mucho más generalizado que el
definido por van Dijk; asimismo, insistiríamos con Eco en que es necesario referir
estas y otras estrategias interpretativas a unos previos conocimientos
enciclopédicos del intérprete (cf. 3.4.3 infra). Pero nos interesa en especial un
aspecto de las macroestructuras de van Dijk que quizá no ha quedado
suficientemente claro en su exposición ni en la nuestra; es su vertiente
psicolingüística.

Es evidente que estos conceptos, sea cual sea su utilidad en la poética,


desbordan ampliamente el marco de ésta, pues han sido pensados como
instrumentos explicativos para todo tipo de texto lingüísticos. De igual modo,
podemos postular la aplicabilidad de esta teoría en sus líneas generales a otros
textos no lingüísticos. Cuanto más general sea el tipo de estructura capaz de
unificar un texto, mayor será su campo de aplicación en otras variedades textuales
más o menos afines. Así, es evidente que las macroestructuras narrativas son
comunes a varios lenguajes, hecho derivado de la similaridad de las estructuras
narrativas formulables en esos lenguajes. Antes hemos apuntado la posibilidad de
que el concepto de acción, considerado en sí y no en cuanto que subyace a un
relato, pueda tener una aplicación de orden más general. Ahora vemos más
claramente cuál puede ser la aplicabilidad equivalente del esquema de acción.
Imponiendo un esquema de acción sobre una serie de acontecimientos los
comprendemos como una historia organizada en medida variable por los principios
aristotélicos de compleción, causalidad y teleología. Podemos comprender así de
modo narrativo cualquier aspecto de nuestra experiencia cotidiana o cualquier
manifestación cultural, y elaborar la narración episódica de nuestra relación con
nuestras amistades o concebir imaginativamente la historia de Europa como una
novela de final feliz, en la cual los múltiples malentendidos del argumento no
impiden la unión de los protagonistas al final. La determinación de
macroestructuras en un texto (literario o cultural) no es sino un caso particular del
análisis de la experiencia mediante marcos de referencia12. Estos marcos son
familias de estructuras de datos organizados jerárquicamente, que definen las
características clasificadoras de la experiencia que sean de cumplimiento obligado
(niveles inferiores) o bien optativas o específicas de cada tipo de fenómeno
(niveles superiores). La capacidad de establecer relaciones lógicas entre los
acontecimientos, capacidad que preside la creación y comprensión de la acción a
partir de su esquema psicolingüístico está, pues, estrechamente relacionada con
la comprensión de la experiencia directa en la vida real.13 Entre los distintos
marcos de referencia se encuentran las extraordinariamente fecundas estructuras
narrativas. El pensamiento postestructuralista recurre con frecuencia a análisis
narrativos incluso de las disciplinas que se presentan como investidas de una
estructuración meramente fáctica, como la historia,14 o lógica, como la filosofía.15

Las convenciones propias de la literatura en el nivel de la acción no parten pues


de un vacío, sino que son una sobredeterminación de otras preexistentes. Gran
parte de la discusión crítica sobre narración o teatro, quizá la parte más
tradicional, se dedica en gran medida a aplicar a la obra conceptos que serían
reducibles a una teoría general de la acción real, ya sea la de Aristóteles en su
Etica o la de Von Wright en Norm and Action. No queremos aquí negar el valor de
semejante acercamiento a la literatura, sino más bien entenderlo en su significado
cultural y hacerlo extensivo a todos los planos de la obra. En efecto, también los
planos superiores (discursivos) de una obra literaria pueden ser competencia de
una teoría de la acción. Escribir, publicar y ser leído son actos (de habla)
realizados por hablantes privilegiados, que pretenden incidir sobre el patrimonio
discursivo de su cultura.16 Para Segre,

la cultura ofrece organizados, según se ha visto, en torno a la lengua, todos los


estereotipos necesarios para “hablar” de la realidad. El escritor, en cambio, da
forma a una realidad entera, un mundo, confiriéndole una estructura homóloga a la
del mundo por él experimentado. Este modelo es asimilado por la cultura y
perfecciona o enriquece su patrimonio de estereotipos. (Principios 180)

Los esquemas de actuación de los personajes en literatura y de los seres


humanos en la realidad encuentran así una cierta fundamentación común en una
teoría semiótica del comportamiento. Aquí tienen su lugar no sólo una “semiótica
de las pasiones” como la propuesta por Greimas y Courtés o Lozano, Peña-Marín
y Abril, sino también estudios más específicamente literarios, como una teoría de
los géneros entendidos como programas culturalmente codificados para la
actuación del escritor, sistemas de convenciones que aseguran la inteligibilidad de
los textos17; o bien un estudio de los temas y motivos literarios como
(hiper)codificaciones de la experiencia.18 Los estudios literarios también se
benefician de enfoques semejantes aplicados a otras actividades culturales (así el
Barthes de Mythologies), pues la obra como sistema engloba todos los sistemas a
los cuales se refiere. La relación de la literatura con la realidad se entiende así
dinámicamente, y no como una subordinación:

Nuestro modo de esquematizar la realidad está determinado también por clichés


literarios (…). Así, la dialéctica de temas y motivos contribuye a la institución del
sentido (…). Motivos y temas son el lenguaje de nuestro contacto cognoscitivo con
el mundo humano. (Segre 364, 366)

A través, añadiríamos, de nuestro conocimiento de la relación del mundo literario


con el mundo real. Sólo un enfoque semejante puede reintegrar la literatura en la
realidad una vez hemos trazado la separación entre ambas. Si la realidad imita al
arte, como afirmaba Oscar Wilde, no hay que olvidar que el arte es parte de la
realidad.

Tenemos que ampliar, pues, la definición de estructura profunda, puramente


operativa, de la que hemos partido (1.1.1 supra) para hacer sitio a la acepción
psicológica e interpretativa del concepto de macroestructura. Pero conviene
distinguir entre ambas acepciones: su identificación puede llevar a construcciones
abstrusas por las que se ha criticado (a veces exageradamente) al estructuralismo
francés de los años sesenta.19 Según el tipo de análisis que realicemos
convendrá aproximar más o menos nuestros conceptos operativos de esquema
del relato, acción, etc. a lo que suponemos puedan ser los procesos psicológicos
efectivos que tienen lugar durante la lectura de una narración.
Toda distinción entre ambas acepciones será relativa, puesto que los conceptos
operativos derivan en última instancia de las lecturas individuales. El único polo
claramente definible (en la medida en que es claramente accesible, y siendo aun
así de una utilidad teórica limitada) es la lectura concreta hecha por un
determinado lector individual, con toda su parafernalia de interrupciones,
elementos erráticos, interpretaciones defectuosas, saltos, etc. Una lectura
estructuralista de un texto está muy lejos de una lectura “efectiva” del mismo por
parte de un lector particular o del “lector medio”; no es asimilable tampoco a una
lectura hecha por un analista de la literatura. El análisis estructural exige una
superposición de lecturas efectivas, cristalizadas en un texto crítico que describe
las relaciones potencialmente perceptibles y relevantes entre los elementos del
texto objeto de análisis; es además una lectura altamente sensible a, y en diálogo
con, un contexto cultural determinado. Tendría interés, y podría encontrar su lugar
en ese análisis textual, un estudio de la lectura estándar que se hace de un libro
(por capas socioculturales, épocas históricas, edades, sexos, etc.); el
estructuralismo se une allí a la estética de la recepción y a una fenomenología de
la lectura que está aún por desarrollar; la estética de la recepción de Iser señala
una dirección posible.20 El análisis estructural en sí mismo presupone un
hipotético “lector ideal”, capaz de dominar todos los códigos que funcionan en su
cultura (no sólo los específicamente literarios) y de actualizar con ellos todas las
potencialidades semánticas de la obra. Lamentablemente, ningún lector ideal
puede ser más sagaz que el crítico que lo invoca. Por ello, el análisis estructural
también es en última instancia reinterpretable como un fenómeno histórico y
contextual, como una actividad interpretativa específica en un marco discursivo
(crítico) determinado.

1.2.6. Resumen, acontecimiento y acción mínima.

La relación acción / discurso

Una vez delimitado el alcance del concepto de acción dentro y fuera de la


narratología, podemos continuar su análisis no ya semántico, sino morfológico. La
acción se suele definir como una serie de acontecimientos, y el acontecimiento
como el paso de un estado a otro, como cambio. Recordemos la definición que
daba Aristóteles del mythos de la tragedia como “cambio de fortuna”, y tengamos
presente el “principio de la parafraseabilidad” de Hendricks (1.2.5 supra) y la teoría
de Lotman sobre el límite semántico fundamental del argumento. Para rendir
cuenta adecuadamente del parentesco de estas consideraciones, necesitamos
una unidad de análisis menor que el “estado” (tal como se define a éste, por
ejemplo, en Bal, Narratologie 4): se tratará del rasgo mínimo distintivo tal como lo
hemos visto aplicar al análisis de la acción. El mínimo índice de narratividad podrá
describirse como la aparición, desaparición o transferencia de un rasgo distintivo
en los complejos de rasgos identificados en el análisis.21

Una macroestructura de un texto puede ser utilizada para elaborar una paráfrasis
más o menos exhaustiva de ese texto. La importancia de la paráfrasis viene dada
por el hecho de que es el instrumento utilizado tanto por el lector como por el
crítico a la hora de procesar los contenidos textuales. No hay medios objetivos
para caracterizar elementos textuales como los acontecimientos. Al ser éstos de
naturaleza no lingüística, debemos recurrir a paráfrasis para hablar sobre ellos (cf.
Segre, Principios 300). Las paráfrasis son textos de menor extensión que el
original pero en los cuales se halla presente la macroestructura que lo organiza.
Esta es proyectada a un nivel superficial, oracional, por un sistema más sencillo de
reglas de transformación. Es esta característica de la textualidad la que llevó a la
poética estructuralista a inspirarse en la gramática oracional intentando encontrar
categorías aptas para el análisis de textos. Sírvanos de ejemplo Roland Barthes:

le discours a ses unités, ses règles, sa “grammaire”: au delà de la phrase et


quoique composé uniquement de phrases, le discours doit être naturellement
l’objet d’une seconde linguistique (...). C’est à partir de la linguistique que le
discours doit être étudié; s’il faut donner une hypothèse de travail à une analyse
dont la tâche est immense et les matériaux infinis, le plus raisonnable est de
postuler un rapport homologique entre la phrase et le discours (...). Le discours
serait une grande “phrase”(...) tout comme la phrase, moyennant certaines
spécifications, est un petit discours. Il est donc légitime de postuler entre la phrase
et le discours un rapport “secondaire”, que l’on appellera homologique, pour
respecter le caractère purement formel des correspondances.22

El hecho de que podamos parafrasear un texto es lo que nos demuestra, y no a


título de analogía como propone Barthes, sino como ejemplo práctico, efectivo,
que a las oraciones y a los textos subyacen estructuras semejantes, como han
puesto de manifiesto los lingüistas que desarrollan las gramáticas textuales.23
Todas estas propuestas suponen, naturalmente, una estructura profunda
semántica.24 Es frecuente señalar la coincidencia entre una teoría lingüística que
postule una estructura profunda semántica (aun a nivel oracional) como la “case
grammar” de Fillmore o el modelo de oración de Pike, y las propuestas de Propp o
Greimas, que reducen el texto narrativo a la interacción de un sistema reducido de
actantes. De hecho, el concepto de actante fue desarrollado por Greimas a partir
de la gramática (oracional) de Tesnière.25 Por otra parte, ya había interesantes
precedentes de estas teorías dentro del campo de la crítica literaria en la obra de
Kenneth Burke.26

Un escollo metalingüístico parece plantearse a este paralelismo entre el texto


narrativo y la frase. ¿No sería una narración por necesidad un conjunto de frases,
una sucesión de acontecimientos? Van Dijk opina que sí: “mono-propositional
texts cannot be narratives” (Text Grammars 292). Segre (Principios 305) establece
una relación entre las “frases núcleo” (equivalentes a las funciones) que sirven
para determinar la estructura narrativa de una acción y la frase núcleo que
equivale a una paráfrasis sucinta del contenido. Señala, sin embargo, que ésta no
puede ser una síntesis de aquéllas, puesto que a veces lo fundamental en un texto
narrativo no es la acción, sino las descripciones, el ambiente, etc. Parece
deducirse de su exposición, sin embargo, que la acción en sí podría resumirse en
una sola frase. William Labov se inclina, como van Dijk, por definir la narración
mínima como “a sequence of two clauses which are temporally ordered: that is, a
change in their order will result in a change in the temporal sequence of the original
semantic interpretation”.27

Pero la reducción máxima a la que puede prestarse el relato según algunas


propuestas estructuralistas no es ya a una frase, sino a un verbo. El verbo es el
centro de las teorías oracionales con base semántica que decíamos se toman
como modelo, como la de Fillmore y otras anteriores: ya en Bühler (603) aparece
el verbo como el centro del “campo simbólico” en las lenguas indoeuropeas. Así,
Genette establece analogías entre el funcionamiento de un texto y el de un verbo:

Puisque tout récit—fût-il aussi étendu et aussi complexe que la Recherche du


Temps perdu—est une production linguistique asssumant la relation d’un ou
plusieurs événement(s), il est peut-être légitime de le traiter comme le
développement, aussi monstrueux qu’on voudra, donné à une forme verbale, au
sens grammatical du terme: l’expansion d’un verbe”.28

Todo esto no invalida nuestras anteriores conclusiones sobre la narratividad como


fenómeno que relaciona al menos dos estados de cosas. Podemos argüir que
desde el momento en que un verbo o una sola frase se presentan como una
“acción mínima”, ya no los estamos considerando como una estructura profunda
desde el punto de vista de la narratividad. Se trataría de una estructura de
superficie, a la que subyacen dos proposiciones (o tres, según la descripción que
elijamos) en la estructura profunda. Por tanto, creemos que es preferible una
formulación parecida a la de Labov o la de van Dijk, pero realizada a un nivel
metalingüístico, en el que las dos proposiciones no se entiendan como oraciones
efectivas del texto narrativo, sino que describan la estructura profunda de los
acontecimientos: estaríamos describiendo una acción, y no el acto de habla
llamado narración, que no sería pertinente a este nivel. Una acción mínima sería
semejante en su descripción estructural a un acontecimiento, 29 es decir, se
describiría como una sucesión de dos proposiciones metalingüísticas. Veíamos
que a una definición semejante responde el “programa narrativo” de Greimas. La
reducción metalingüística máxima a una proposición no nos da la esencia de la
acción, sino de una descripción.30 La narratividad necesitaría para ser descrita,
siguiendo nuestras conclusiones anteriores, una estructura algo más compleja.
Conviene subrayar que estamos hablando de una acción mínima de carácter
metalingüístico, que no conviene confundir con conceptos como el que Volek
llama “historia mínima”:

La historia elemental, pues, se basa en el paso de una situación a la contraria. La


historia mínima, el “grado cero” de la historia en esta dimensión, se limita a sugerir
o a iniciar ese paso. (172)
Se observará que Volek llama “historia elemental” a lo que nosotros hemos
llamado hasta ahora historia mínima. Sólo aceptaríamos la definición que da de su
propia acepción de “historia mínima” si se entiende que estamos hablando de un
nivel de superficie, de manifestación efectiva. Parece claro que en el nivel
profundo de análisis su “historia mínima” de una fase presupone las dos fases de
la “historia elemental”, los dos contrarios entre los que se insinúa la mediación.

Hemos distinguido anteriormente (1.2.1 supra) entre un esquema del relato y un


esquema de la acción. La distinción puede ser provechosa: se evitan confusiones
si especificamos qué nivel del texto pretendemos reflejar al hacer una sinopsis o
postular una macroestructura. Como observa F. K. Stanzel, “it is characteristic
about the summary that it says nothing about the form of mediacy” (A Theory of
Narrative 22-23), entendiendo por “mediacy” aspectos como el punto de vista, la
persona narrativa, etc. Stanzel observa que en general se abandona incluso el
tiempo pasado característico de la narración, y que los resúmenes producidos
espontáneamente están en presente. Señala, tras un estudio de las notas de
redacción de Henry James, que lo mismo sucede (al menos en el caso de este
novelista) con los primeros esbozos elaborados de un argumento.31 Stanzel
diferencia el resumen así reducido, referido al mundo objeto de la narración de la
“paráfrasis”, que en la acepción de Stanzel refleja en parte el proceso de
mediación (cf. en nuestra terminología la oposición entre el esquema de la acción
y el esquema del relato). Pero Stanzel concluye con demasiada precipitación que
el resumen carece de mediación, lo cual es un absurdo: significaría que se trata de
una acción no filtrada a través de un texto y unos procesos narrativos, sino
conocida “en sí”. De hecho, el resumen referido a un esquema de la acción sólo
carece de mediación en tanto en cuanto lo consideramos metalenguaje y hacemos
abstracción de esa mediación; ahora bien, todo metalenguaje es también lenguaje,
y en este sentido esos esquemas están sometidos a las condiciones de todo texto.
El “resumen” de Stanzel no tiene la mediación del texto del cual es resumen, pero
tiene su propia mediación aun si ésta, por una convención inherente al uso de los
metalenguajes, queda anulada, declarada no relevante. Segre, siguiendo en parte
a Weisstein, expresa así la diferencia esencial que separa a una “fábula” de un
“argumento”; es también la diferencia existente entre lenguaje y metalenguaje:

El asunto o argumento podría definirse así: la enunciación de los términos


sustanciales de una historia. Esta enunciación se realiza lingüísticamente, por
tanto temporalmente, pero su comprensión es atemporal, como lo es la asimilación
del contenido de una frase o de un breve enunciado. (Principios 342)

Esta definición capta muy bien el uso común de la palabra “argumento”.32 De ahí
que explique también el peculiar uso de los tiempos verbales que se da en este
tipo de paráfrasis, según observaba Stanzel. El presente es la forma verbal menos
marcada temporalmente, y por tanto la más adecuada para transmitir un contenido
simulando atemporalidad en esa transmisión. Esta noción de “argumento” no
coincide con la acción ni con el plot de Forster, pero tampoco necesariamente con
la serie de funciones.33 Por eso es sorprendente que Segre equipare más tarde el
argumento a una invariante presente en todos los textos de un corpus,
perpetuando así la indiferenciación entre núcleos y funciones que aparece en
Aristóteles.34

El uso de lenguajes descriptivos formalizados (cf. Propp, Morfología; Todorov,


Gramática) para describir un nivel determinado puede evitar confusiones entre
metalenguaje y lenguaje-objeto, pero al precio de una gran rigidez y engorro en su
manejo, precio que creemos preferible no pagar.

Al menos en su acepción metalingüística y operativa, las macroestructuras pueden


proponerse a cualquier nivel de la descripción del texto, haciendo abstracción de
los elementos no pertinentes en cada momento. Hemos visto que el esquema de
la acción ignora la mediación impuesta por el relato; inversamente, se puede
proponer una acepción de esquema del relato que (sin excluir otros esquemas
posibles) ignore la acción. Por ejemplo, cuando decimos que “se trata de un relato
limitado al punto de vista de un personaje”. Son éstas herramientas cuya
relevancia queda justificada por el uso continuo que se hace de ellas. Según cual
sea nuestro objetivo inmediato en el análisis textual, será más adecuada una
abstracción más profunda o una más próxima al texto.35 Es más: en general, la
síntesis metalingüística del texto artístico se refiere en general a lo que Cesare
Segre llama “un discurso por debajo del discurso”:

es un discurso virtual, que pasa al acto sólo a través de los intentos de


interpretación; es un discurso que por definición resuelve (salvo errores de análisis
o voluntaria oscuridad) la ambigüedad del discurso explícito. Las condiciones de la
aceptabilidad de la paráfrasis en que este discurso se realiza pueden ser, quizá,
definidas en la convergencia de una teoría de la acción y una teoría del discurso.
(Principios 213. Cf. tambien 355- 356)

Como señalamos en otro lugar (Reading “The Monster”), la aceptabilidad de una


paráfrasis es con frecuencia un problema interpretativo en un sentido más radical:
presupone una intervención activa del lector, que desambigúa el texto y construye
elementos de la acción según su propia orientación ideológica.

Hay además otro fenómeno de la práctica textual que difumina los límites
teóricamente claros entre acción y discurso. Para determinar el nivel de la acción
sólo son relevantes aquéllas (macro)estructuras que nos permiten comprender el
universo narrado “en sí”, haciendo abstracción de su transmisión semiótica: son
las estructuras que definen las relaciones entre los elementos de ese mundo
(personajes, lugares, objetos, acciones, etc. Cf. Hendricks 175 ss). En los textos
narrativos convencionales, estas estructuras de la acción están claramente
delimitadas respecto de las estructuras del discurso. Una de las características de
la escritura vanguardista (la de Beckett, por excelencia) es la confusión de unas y
otras estructuras, la circulación libre y desconcertante entre la acción y el discurso.

Otra superposición desconcertante de acción y discurso (muy distinta) puede


darse cuando se considera sólo el discurso como acción, como acto de habla.
William Labov efectúa un análisis de la narración “natural”, los relatos orales de
anécdotas reales. No pretende hacer un análisis semiológico, sino funcional: por
eso no establece una división en niveles fenomenológicos como la que suelen
hacer los narratólogos de la literatura. Sus subdivisiones del texto analizado
pretenden ser “horizontales” o temporalmente sucesivas.36 Según Labov, una
narración completa puede incluir los siguientes elementos:

1. Abstract.

2. Orientation.

3. Complicating action.

4. Evaluation

5. Result or resolution

6. Coda

(Labov 363)

Es evidente que estas partes cuantitativas presuponen una división cualitativa,


cuyo criterio creemos que es una mayor o menor presencia en el discurso de los
elementos de la acción. Volveremos más adelante sobre los análisis de Labov.
Ahora sólo observaremos que la esencia de la narratividad como sucesión
defendida por Labov (cf. supra) debe estudiarse a su nivel propio, el de la acción,
antes de ver qué nuevas articulaciones imponen los niveles superiores. Este
análisis se ha de realizar a nivel metalingüístico, y no con frases del texto mismo.
Si la distancia entre un nivel y otro es menor en secciones como la tercera, no por
ello deja de tratarse de frases sometidas a unas reglas discursivas.37

La noción de narración mínima, útil para la definición de narratividad, no puede


establecerse al nivel de la superficie textual sin más. Se requiere una descripción
que dé cuenta de qué elementos propios para la constitución de la narratividad (o
de diversos tipos de narratividad) aporta cada uno de los niveles que suponemos
existen en el texto narrativo. La clasificación de frases narrativas que realizan
Labov y Joshua Waletzky (“Narrative Analysis”) adolece de este mismo defecto.
Según Waldemar Gutwinski, que la retoma,

the clauses of the various narratives could be classified as (1) narrative clauses,
that is, those that are locked in position or strictly related in temporal order with
other adjacent clauses, (2) free clauses capable of ranging over the whole
narrative, and (3) restricted clauses whose range is limited to some positions only.
(Gutwinski 154. Cf. Labov, Language in the Inner City 360-361)

Ni Labov ni Gutwinski especifican a qué “tiempo” de los varios estratos temporales


que se pueden identificar en el texto narrativo se refiere la definición de las frases
narrativas. No se explica qué es lo que hace que unas frases sean “libres” y otras
“restringidas”, ni se relaciona esta clasificación con un estudio del contenido de las
frases que no sea, al parecer, la constatación intuitiva de su mayor o menor
movilidad. En definitiva, se ignoran las estructuras subyacentes a las frases, para
concentrarse en el texto de superficie, que queda por tanto mutilado. La narración
oral, a pesar de su relativa simplicidad, es un fenómeno que requiere categorías
mucho más elaboradas para su análisis.

Las secciones 2, 3 y 5 del relato modélico propuesto por Labov se oponen a las
secciones 1, 4 y 6 como se oponen en Benveniste la “enunciación histórica”
(énonciation historique) y la “discursiva” (énonciation discoursive), también
conocidas a veces como “historia” (histoire) y “discurso” (discours).38 Benveniste
no interpreta historia y discurso como dos estratos coexistentes en cualquier
narración, sino como dos modos de enunciación diferentes, tal como se reflejan en
el sistema verbal del francés. Ya el intento de relacionar directamente modos de la
enunciación y el sistema de tiempos verbales puede parecer sospechoso de
reduccionismo. Para Benveniste, unos textos serán “históricos” porque están
escritos utilizando determinados tiempos verbales (aoristo + condicional +
imperfecto + pluscuamperfecto + prospectivo [futuro perifrástico]) y porque no hay
intervención directa del hablante: “Nous définirons le récit historique comme le
mode d’énonciation qui exclut toute forme linguistique ‘autobiographique’”
(“Relations” 239). Analizando un texto de Balzac, Benveniste concluye que “no hay
narrador”, que los hechos parecen contarse a sí mismos; tal es la “objetividad” de
la enunciación histórica.

Será prudente mantener las distinciones de Benveniste como potencialidades


generales del sistema verbal, y no extenderlas a la acción discursiva, que puede
hacer usos de ese sistema mucho más complejos de lo que podría explicar la
teoría de Benveniste. Lo mismo podemos decir de otras propuestas semejantes,
como la de Harald Weinrich. Tras distinguir entre tiempos narrativos y
comentativos, en dos listas casi coincidentes con las que Benveniste atribuye,
respectivamente, a la enunciación histórica y a la discursiva, Weinrich pretende
deducir de la alternancia de tiempos la diferencia entre las partes diegéticas y las
de comentario (Le temps 22). Si bien matiza luego esta posición desarrollando una
“combinatoria temporal” que articule el uso de los tiempos con otros elementos
estructurantes del tiempo textual, como son los adverbios o las conjunciones
supraoracionales (259-290), su análisis no abandona el nivel microestructural más
que para conceder un papel a las grandes articulaciones macro-sintácticas
(macrosyntaxiques; 273), negando la capacidad explicativa de la semántica y la
pragmática en este terreno. Veremos más adelante que no existe una relación
directa, a pesar de las apariencias, entre las formas verbales y la temporalidad del
relato. Por eso Weinrich se ve obligado a hablar de “predominio” de unos u otros
tiempos en cada modo de enunciación.39 Benveniste y, en menor grado,
Weinrich, tienden a proyectar demasiado rígidamente el sistema en las estructuras
superficiales, ignorando la mediación de estructuras profundas. A la misma
precipitación aludíamos anteriormente, al observar que no es posible determinar
sobre bases lingüístico-paradigmáticas qué es o no un acontecimiento en un texto
dado.

Genette (“Frontières”) dedica una parte de su artículo a delimitar las fronteras


entre el récit (la “enunciación histórica” de Benveniste) y el discours, encontrando
huellas de la enunciación en los ejemplos de “enunciación histórica” puestos por
Benveniste; así pues, concluye Genette,

ces essences du récit et du discours ainsi définies ne se trouvent presque jamais a


l’état pur dans aucun texte: il y a toujours une certaine proportion de récit dans le
discours, une certaine dose de discours dans le récit. (161)

Se trata aquí de una unión más fundamental de lo que sugiere Genette. Este no
rompe totalmente con la alternancia “horizontal” que establecía Benveniste entre
histoire y discours, aunque en sus discusiones sobre la disimetría entre los dos
elementos ya se apunta la interpretación “vertical” que dan Todorov (“Catégories”)
y Barthes (“Introduction”) a estos conceptos. Según esta interpretación (que es la
que hacemos nuestra oponiendo acción a relato / discurso) sería absurda la idea
de una “transitividad pura” del texto, de una “objetividad” absoluta de algún modo
de la enunciación, tal como las entiende Benveniste (y, hasta cierto punto, Genette
en “Frontières”). Si la acción es un nivel “inferior” de descripción, necesariamente
se ha de transmitir a través de, o por medio de, un nivel superior, el discurso. Para
el actual analista del discurso pueden parecer simplistas estos planteamientos,
aunque su clarificación haya costado no poco tiempo y trabajo. Hoy parece
evidente que todo contenido narrativo es transmitido por medio de un discurso,
que la enunciación siempre se halla presente en el enunciado.

De hecho, ya en estas teorías de los años 60 se aprecia un interés en medir la


“cantidad de informador”.40 Todorov realiza una importante contribución al
plantear el problema de los niveles del relato en los términos del estudio lingüístico
de la enunciación en la línea de Benveniste (“De la subjectivité dans le langage”) y
Austin (How to do Things with Words):

Toute parole est, on le sait, à la fois un énoncé et une énonciation. En tant


qu’énoncé, elle se rapporte au sujet de l’énoncé et reste donc objective. En tant
qu’énonciation, elle se rapporte au sujet de l’énonciation et garde un aspect
subjectif car elle représente dans chaque cas un acte accompli par ce sujet. Toute
phrase présente donc ces deux aspects mais à des degrés différents; certaines
parties du discours ont pour seule fonction de transmettre cette subjectivité (les
pronoms personnels et démonstratifs, les temps du verbe, certains verbes, cf. E.
Benveniste dans Problèmes de linguistique générale), d’autres concernent avant
tout la réalité objective. Nous pouvons donc parler, avec John Austin, de deux
modes du discours, constatif (objectif) et performatif (subjectif). (Todorov,
“Catégories” 145)

En sus momentos más inspirados, Todorov llega a insinuar el defecto del enfoque
de Benveniste y Genette, la razón por la que creían poder prescindir en ocasiones
del elemento subjetivo del discurso: así, por ejemplo, cuando dice que “ce n’est
que le contexte global de l’énoncé (...) qui détermine le degré de subjectivité
propre à une phrase”. Traducción a términos actuales: sólo una lingüística del
discurso (que incluye una pragmática del texto, y no únicamente las gramáticas
oracionales en las que se basa Benveniste) puede enfocar correctamente el
problema de la subjetividad en el lenguaje (y, por ende, servir de base a una teoría
narratológica). Pero todo esto está aún implícito en el Todorov de “Catégories…”.
De hecho, si Todorov da “profundidad” al par histoire / discours de Benveniste, es
a costa de identificarlo con los formalistas fabula / siuzhet, identificación que tiene
tanto de intuición sagaz como de craso error. Para Emil Volek,

los conceptos de histoire y discours tienden a reducir la estructura narrativa a


fábula y texto (...). En la metamorfosis perpetrada por Todorov, bajo apariencia de
continuidad con el Formalismo Ruso, uno de los conceptos clave del método
formal [el siuzhet] en realidad se evapora del campo visual de la teoría. (Volek
138-139)

Esto es muy cierto, pero Volek no aprecia lo que esta confusión tiene de
comprensible, y las nuevas perspectivas que abre al análisis del relato, al tender
en potencia un puente entre la narratología literaria y el análisis del discurso
corriente.41

Un intento semejante al de Todorov por disociar lo “objetivo” (lo perteneciente a la


acción) de lo “subjetivo” (relativo a su enunciación) es el de Martínez Bonati (cf.
2.4.1.1 infra). Entiende por narración “la representación puramente lingüística de la
alteración de determinadas personas, situaciones y circunstancias en el curso del
tiempo” (53)—es decir, no toma el término en su sentido amplio (incluyendo cine,
teatro, etc.). La esencia de la narración está pues para Martínez Bonati en la
transmisión de una acción por medio de un texto lingüístico. Al preguntarse cual es
la manifestación textual específica de la acción, Martínez Bonati concluye que es
en esencia el lenguaje “mimético”, el conjunto de los juicios aseverativos de sujeto
concreto-individual el que predomina y determina el carácter de la obra; es para
Martínez Bonati la infraestructura básica sobre la que descansan los otros
momentos lingüísticos presentes en el texto. La condición para la posibilidad de la
prosa narrativa es la construcción de un mundo a partir del elemento mimético del
lenguaje de la obra. Decimos “elemento mimético” porque Martínez Bonati no
piensa en frases concretas, sino en proposiciones contenidas por esas frases. Lo
mimético se obtiene por abstracción a partir del discurso del narrador (que incluye
a los de los personajes). Esta abstracción se produce natural y espontáneamente
al leer u oir una narración. En cada frase se dividen “el contenido mimético, que se
enajena y desaparece del plano lingüístico, y el resto de forma idiomática y
subjetiva, que queda como expresión, como lenguaje” (75). Bühler (69-72) había
identificado los modos de significar del signo (como indicio, símbolo o señal) con
su pertenencia a las áreas del hablante, los objetos y el oyente, respectivamente.
Martínez Bonati arguye que la presencia del hablante en el discurso no tiene por
qué ser sólo sintomática, ni la del oyente sólo apelativa. “No es pura y
simplemente la relación del signo con el hablante o con el oyente, lo que
determina modos de significar distintos del representativo-simbólico” (96): y
pueden también formarse imágenes del hablante y del oyente
representativamente. La función representativa no remite puramente a “objetos y
estados de cosas” (Bühler 69), sino más generalmente a “aquello de lo que se
habla” (Martínez Bonati 26), que pueden ser los objetos (en los textos narrativos,
la acción), el hablante o el oyente. Esta no-coincidencia es fundamental, y lleva a
Martínez Bonati a corregir el esquema estratificado de la obra literaria propuesto
por Ingarden. Dos puntos de esta modificación afectan a la discusión presente: a)
el estrato de las “significaciones” propuesto por Ingarden ha de presentar tres
dimensiones. Además de la significación representativa, son base óntica de la
obra la significación expresiva y la significación apelativa. b) El estrato de las
“objetividades” es igualmente triple, agregándose al mundo el hablante y el oyente.
Vemos aquí apuntar dos interesantes desfases, especialmente pertinentes en la
narración literaria, que se producen entre las categorías propuestas por Martínez
Bonati: el que aparece entre la acción y el “estrato de las objetividades”, por un
lado, y el existente entre las imágenes del hablante formadas diversamente por la
función expresiva y la representativa, por otro. Estos desfases nos permitirán más
adelante establecer una tipología de narradores (o de técnicas narrativas) según
cuál sea la relación que mantiene el narrador con la acción por un lado y con el
autor por otro.

Una concepción semejante, abstractiva, de la acción propone Ruthrof, que


también parte de Ingarden para elaborar su teoría fenomenológica de la narración.
No hay un área textual dedicada exclusivamente a la transmisión de la acción (que
en Ruthrof sería un aspecto del presented world): “Narrative surface texts are sets
of signs coding at the same time two ontologically different sets of signifieds:
presentational process and presented world” (Ruthrof viii). Hay, según Ruthrof,
cuatro tipos de frases narrativas:

a) Process statements with reference to presented world

b)”World” statements with reference to process

c) Process statements without reference to presented world (pure process


markers)

d) “World” statements without specific reference to process but always allowing its
construction. (Ruthrof 6; cursiva añadida)

Es significativo el contraste entre las formas c) y d), si pensamos en las


elucubraciones de Benveniste y Genette sobre la posibilidad de una transmisión
“pura” del relato, sin contaminaciones discursivas. Relato o acción se presentan
siempre como discurso. Por eso es un tanto confuso el esquema propuesto por el
mismo Ruthrof (12), que no llega a sugerir el dinamismo existente entre el
“proceso de presentación” y el “mundo presentado”. Estos no son tanto dos
bloques significativos “diferentes”, lo cual sugiere independencia mutua, como dos
estratos superpuestos. Por otra parte, también el “mundo” presentado en la
narración es un proceso (la acción) y no una construcción estática. Ruthrof
presenta un proceso abstractivo-transformacional que nos lleva del texto de
superficie a los dos “procesos” codificados en un primer paso, a la ideología de
cada uno de ellos en un segundo paso, y por último a la integración de ambas en
un significado conjunto. Pero conviene subrayar que esa relación abstractiva se da
también entre el “proceso de presentación” y el “mundo presentado”. La
bifurcación abstractiva que se da entonces (del proceso de presentación a su
ideología por una parte y al mundo presentado por otra) no es un obstáculo a la
coherencia del análisis; es la condición universal de la semiosis, la traducibilidad
de unos sistemas interpretativos a otros. Acción y discurso se relacionan entre sí y
remiten uno a otro: en el análisis del crítico, en la mente del lector o en la
estructura textual, según sea la perspectiva que adoptemos. Concluyamos
apuntando una aspecto importante de esta relación: si la acción es un tipo de
discurso, pues se articula la semiosis social y cultural en la que se basa la obra, el
discurso es un tipo de acción, pues la actuación verbal del hablante también dibuja
un panorama cambiante de relaciones con los personajes y destinatarios, y
configura un mapa cambiante de distribuciones semánticas.

1.2.7. Concretización de la acción en la lectura

Martínez Bonati nos demuestra el modo preciso en que el discurso narrativo no se


limita a transmitir la acción. Ahora bien, también debemos invertir los términos y
añadir que no toda la acción es discurso, o, más bien, que las potencialidades
significativas de un texto superan con mucho a lo que es la pura denotación de las
frases que lo constituyen efectivamente. No hablamos ahora de los valores
emotivos del lenguaje, sino de los procesos abductivos (Eco, Tratado 238; Lector
in fabula 116 ss) que hacen de la recepción una actividad dinámica; nos referimos
a la concretización del mundo narrado. El término procede de Ingarden (Literary
Work 333 ss)42. Horst Ruthrof lo retoma, y distingue dos tipos de
transformaciones operadas por el lector sobre un texto: transformaciones
reductivas que analizan el contenido proposicional de un texto43 y
transformaciones expansivas, que concretizan los significados lingüísticos del
texto, interpretándolos según los códigos culturales vigentes (incluídos los
específicamente literarios).44 Así se da una manifestación concreta a los
elementos explícitamente presentes en el texto, pero también se crean en cierto
modo ex nihilo algunos aspectos de la acción; a veces estos desarrollos ya existen
de manera implícita en el texto, como por ejemplo el espacio (Bal, Teoría 105) o
las acciones del personaje no narradas pero necesarias para la coherencia lógica
de la acción. De hecho, no es posible determinar qué está “en el texto” y qué está
presupuesto en los protocolos semióticos que regulan el uso de los textos más
que dentro de un proyecto crítico determinado con unos presupuestos dados a
este respecto.
Los textos de ficción plantean un problema hermenéutico distinto al originado por
las narraciones “utilitarias”. La diferencia entre ambos tipos de texto es en principio
de naturaleza (son distintos actos discursivos), pero puede presentarse como una
diferencia de grado, pues se reduce esencialmente a la relación isomórfica o no
isomórfica que se impone al intérprete entre texto y mundo. Un relato de hechos
ficticios mantiene (idealmente) una relación de isomorfismo con el mundo ficticio
que es su (pseudo-) referente. Lo mismo sucede en los casos en que el referente
es real pero sólo es alcanzable a través del texto en cuestión (supongamos, como
ejemplo, una versión única e inverificable de un acontecimiento histórico). Pero en
la mayoría de las ocasiones, los discursos narrativos utilitarios se presentan como
parcialmente isomorfos a sus referentes. La acción que contienen es un elemento
más de contraste frente a otros discursos narrativos previos o posteriores en un
juego de perspectivas que limita la potencia descriptiva de un texto particular en
relación al mundo al que alude. La medida en que el “mundo narrado” es
satisfactoriamente representado por un texto se determina pragmáticamente: la
fidelidad del texto es relativa a los propósitos instrumentales del sujeto intérprete.
Todo tipo de combinaciones intermedias se dan entre estos dos polos. El
isomorfismo del texto literario con su mundo no es nunca perfecto, pues el texto
utiliza por necesidad materiales ya elaborados que lo atan irremisiblemente al
mundo real (aunque con intensidad y relevancia variables: pensemos en la Irlanda
de Molloy frente a la de Ulysses). Inversamente, la narración de una anécdota real
puede operar de modo semejante a un texto artístico, si las circunstancias de la
enunciación son las adecuadas. La diferencia se halla, pues, no tanto en “hechos
en sí” como en la perspectiva crítica que adoptemos ante ellos.

En literatura es camino obligado partir del texto narrativo para llegar a la acción.
Este proceso está implícito como condición previa en el acercamiento que
hagamos desde la acción al discurso. En la narración utilitaria, el nivel de la acción
está difuminado, diluido. Como hemos dicho, está dominado por una masa de
información preexistente al texto; la aportación de éste no es siempre lo
determinante en un análisis del discurso real. Con esta observación pretendemos
marcar un límite a la aplicación del método de análisis que esbozamos, destinado
al estudio de textos narrativos literarios, y sólo aplicable a los textos narrativos
“naturales” en tanto en cuanto estén unidos a una situación de enunciación
literaria (condición “fuerte”) o en la medida en que comparten necesariamente
muchas características con los textos literarios, por el hecho de que ambos tipos
de textos son designables como “narrativos”. El texto narrativo natural, en muchos
casos oral, puede ser mucho más alusivo, elíptico, por su fuerte anclaje en un
contexto específico. Los textos narrativos conversacionales, por ejemplo, suelen
estar mucho más ligados a un contexto compartido específicamente por los
interlocutores; las crónicas políticas periodísticas o radiofónicas presuponen todo
un contexto institucional. El texto literario también tiene su contexto propio, que es
la tradición literaria o la intertextualidad (cf. Kristeva, Texto; Hutcheon), pero raras
veces se trata de un contexto específico, que proporcione información relevante a
nivel de los referentes de la acción. De ahí la necesidad de lograr un difícil
equilibrio entre la extensión de un texto y la información necesaria que ha de
proporcionar sobre su mundo ficticio, que además ha de ser presentada de un
modo estéticamente satisfactorio, acorde con las convenciones literarias de una
época dada o un género. Lotman y van Dijk hablaban de la alta “entropía” de un
texto poético. Este concepto también es aplicable a la relación entre el texto y la
información sobre la acción que proporciona, activando códigos significativos
presupuestos en la competencia del receptor. Una estructura textual
aparentemente simple puede, por tanto, tener una elevada organización si hay una
complementación adecuada entre los códigos utilizados por emisor y receptor.45

Volveremos más tarde sobre el proceso de la lectura en el capítulo dedicado al


papel del lector a nivel de discurso. Sólo añadiremos aquí algunas maneras
específicas en que el nivel de la acción se ve afectado por el hecho de hallarse
codificado en un texto. Chatman sintetiza así el problema:

story in one sense is the continuum of events presupposing the total set of
conceivable details, that is, those that can be projected by the normal laws of the
physical universe. In practice, of course, it is only that continuum and that set
actually inferred by a reader, and there is a room for a difference in interpretation.
(Story and Discourse 28. Cf. también 29)

Añadiríamos algunas modificaciones a la formulación de Chatman. En primer


lugar, no es el universo físico el que determina las normas que rigen (y más
particularmente, concretizan) el texto, sino el texto mismo, actuando sobre el
modelo de mundo presupuesto por el receptor (cf. Eco, Lector 166 passim). Por
otra parte, vemos que al intentar una aproximación teórica a la acción se nos
presenta un problema inherente a todo estudio de las estructuras de signos. Estos
últimos no existen al margen de un acto interpretativo, ya corresponda éste al
emisor o al receptor. Al margen de su creación o su desciframiento, los signos se
reducen a meras materialidades inertes, que esperan su activación en un acto
comunicativo. Sin embargo tales actos puede parecer que escapan
irremediablemente a la sistematización por su alta proporción de elementos
erráticos e individuales. Nuestro análisis no se ha de referir a una estructura de
signos abstraída de toda situación comunicativa, pues esto sería una contradicción
en los términos, sino, por el contrario, a las actualizaciones que se dan de esa
estructura en situaciones comunicativas consideradas modélicas, relevantes o
simplemente estándar. Estas actualizaciones han de prescindir, sin embargo, de
todos los elementos erráticos que contiene una lectura individual.46 Esto no
significa prescindir de lo individual de tal lectura, lo que consideremos una
actualización semiótica valiosa o significativa aportada por un acto de lectura.
Cada lectura del texto concretiza de una manera efectiva distinta los elementos de
la acción. También es evidente que estas distintas concretizaciones de la acción
obedecerán a regularidades significativas. Es más, habrá un fondo común a todas
que contenga como mínimo los elementos textuales explícitos, caracterizados con
los semas comunes impuestos por el lenguaje. De hecho, las distintas
concretizaciones (lecturas) de un texto consideradas relevantes se basan en la
aplicación al mismo de muchos esquemas comunes a todas ellas. Nos acercamos
a la posición estructuralista al tomar como acepción básica (no única) de acción la
que posee una generalidad tal.47
Por tanto, al hablar del “lector” hablaremos o bien de una interpretación particular
dada por un lector determinado, o bien de una abstracción que desprecia los
rasgos individuales de las hipotéticas lecturas posibles para considerar lo que
creamos que puede ser una concretización plausible del texto, una “vía” (cf. Eco,
Lector 166 ss) permitida por la estructura textual. Cabría además, desde luego, la
posibilidad de estudiar diferencias relevantes en las reacciones de distintos
públicos, por clases sociales, edades, épocas históricas, sexos, etc.48 Frente a la
intuición del analista se puede oponer en apariencia el método estadístico, pero
observemos que resulta difícil fundamentar de manera objetiva el primer paso
interpretativo: siempre será preciso un primer paso “intuitivo” o ideológico que
determine qué aspectos de la estructura es oportuno estudiar, cuáles son
relevantes. En todo caso, una lectura no será tachada de impresionista si pone de
manifiesto los marcos interpretativos obligados a los que se ajustan tanto ella
misma como otras lecturas.

Ruthrof (37) establece una diferenciación en el nivel de la acción entre el mundo


esquemáticamente significado (schematically signified world) y el mundo
concretizado (concretized world); en esencia, una diferencia entre el texto y su
lectura. A nuestro parecer, esta diferenciación puede ser útil si se la entiende
correctamente, pero tal y como se encuentra formulada descansa sobre un
absurdo. Ningún texto existe como tal al margen de las lecturas que se hagan de
él; así, la frontera entre el mundo esquemáticamente significado y el mundo
concretizado resulta ser muy borrosa. No puede tratarse de una oposición sencilla
entre unos significados delimitados y transmitidos de un modo totalmente explícito,
por un lado, y un añadido caótico de elementos extraños realizado por el lector,
por otro. La cuestión de qué contiene un texto, lingüísticamente hablando,
decíamos antes, es más compleja de lo que parece a primera vista. Hay que
recurrir por una parte a un modelo semántico enciclopédico, como el propuesto en
Eco (Tratado; Lector); a ello se refiere Ruthrof cuando habla del “total stock of
knowledge” que el lector aporta a la lectura de un texto (42). Pero por otra parte
está la necesidad de evitar la ramificación hasta el infinito de las asociaciones
semióticas (cf. Eco, Lector 63 ss). Eco resuelve el problema aplicando la noción de
topic; en los textos utilitarios, es la actividad pragmática a realizar la que decide
hasta qué punto deben activarse las transformaciones semióticas de la
enciclopedia, en principio ilimitadas. Una actividad “teórica” como la que estamos
realizando no escapa a esta regla general; podremos considerar sólo los
recorridos semióticos más usuales, con lo que nuestra lectura tendrá un fin más
instrumental, o bien podemos llevar un paso más allá la reflexividad, enfrentar las
categorías semióticas a sus propios límites, separando así nuestra lectura un
grado más del texto en cuestión, buscando la potencialidad más bien que la
actualidad significativa. Cuando procedamos así, es evidente que podremos
postular una variedad ilimitada de niveles de abstracción. En este caso sí
podríamos entender por “mundo esquemáticamente significado” una
estandarización máxima, donde los árboles semánticos de la enciclopedia han
sido podados por una actividad (meta)teórica previa. Pero hay muchos otros
niveles de abstracción posibles que pueden ser competencia de la poética aparte
de este mundo esquemáticamente significado al cual propone Ruthrof (39)
restringir los estudios de semiótica literaria. Como él mismo ha observado (38), “it
is not the schematically signified but the concretized worlds which are in conflict”.
Sería un pacifismo exagerado el intentar evitar estos conflictos. Entender el mundo
esquemáticamente significado como la estricta literalidad textual supone una
abstracción tan radical que ninguna interpretación o estudio coherente de un texto
literario puede restringirse a este nivel: la misma naturaleza del lenguaje, su
alusividad intrínseca, las huellas que usos previos han dejado en él, todo nos
empuja más allá, hacia una comprensión textual que supera los estrechos límites
de una semántica de diccionario. Si surgen conflictos entre la comprensión de los
distintos lectores, no es misión de la poética estructural ignorar estos conflictos,
como tampoco lo es resolverlos. Debe aspirar más bien a explicarlos, a
describirlos y a comprender el hecho de que se den en determinadas
circunstancias.

El proceso de construcción de la acción es necesariamente análogo al que rige el


ordenamiento del resto de la información discursiva, al ser la acción una
abstracción que hemos realizado sobre el conjunto del discurso. Adelantaremos
aquí algunas características de ese proceso.

En primer lugar, hay que señalar que sólo en cierto sentido se trata de un proceso
lineal.49 Evidentemente, la materia física que constituye los significantes del
discurso se distribuye linealmente. Los sonidos del lenguaje se suceden
necesariamente unos a otros en el tiempo, y las formas visuales del lenguaje
escrito, si bien coexisten espacialmente, nos remiten por convención a un orden
temporal análogo al de la lengua oral. Pero ya construcciones lingüísticas
microestructurales, como la palabra, el sintagma, la oración, etc., presuponen una
acumulación de la información recibida linealmente y su ordenación en una
simultaneidad estructurada. La sucesión es sólo una condición necesaria impuesta
por el canal para la transmisión de las señales: en tanto que éstas son signos o,
con mayor razón, símbolos, las articulaciones principales del código presuponen
una sistematización. La información es clasificada según categorías preexistentes
convencionalmente (y en la mente del receptor). Esta preexistencia hace posible
que las señales, signos, etc., pasen a ser indicios: por medio de procesos de
hipercodificación, el hablante infiere los posibles desarrollos inmediatos de la
información que está recibiendo. Estas inferencias se contrastan con la
información subsiguiente, dando lugar a un intenso proceso de retroalimentación
entre los distintos roles (interactivo, receptivo) que desempeña el receptor.

Esquemáticamente, podríamos representar este proceso de la siguiente forma:

Competencia comunicativa e interpretativa previa

¯¯

Información
¯ Hipótesis

proyectiva

Información ¯

¯ l Confirmación

de la hipótesis l

Información ¯ Nueva hipótesis

¯ln¯

Hipótesis rechazada

n¯l

Nuevas hipótesis

(...) (...) (...)

¯¯¯

Comprensión o interpretación (más o menos provisionales)

(Figura nª 4)

Se da una interacción entre el proceso de recepción de información y la estructura


parcial, inestable, que construye el lector (cf. Ruthrof 70 ss). En el nivel de la
acción, este proceso determina en primer lugar la naturaleza del mundo ficticio y
las leyes que deben aplicársele. Por ejemplo, en la novela de sociedad los
presupuestos sobre las convenciones que rigen el mundo ficticio son en principio
análogos a los que utilizamos para interpretar la vida cotidiana; en los relatos de
ciencia-ficción, por el contrario, presuponemos como un rasgo genérico básico la
alteración de estos parámetros en direcciones imprevisibles.50 Acordemente, en
cada tipo de lectura hay una adaptación de los esquemas interpretativos usuales,
que se someten a las leyes del género en el que situamos la obra (y, a través de
ella, a la acción). La determinación de qué leyes de verosimilitud se han de aplicar
suele realizarse muy rápidamente; cuanto mayor sea la “competencia literaria” del
receptor, menor será en principio la necesidad de realizar reajustes macro-
estructurales sobre la marcha. Este tipo de hipótesis globales sobre la naturaleza
del texto tienden a permanecer estables a lo largo del proceso de recepción. Sólo
una tensión muy fuerte entre la capacidad interpretativa del lector y la complejidad
del texto puede alterarlas sustancialmente. Evidentemente, esta circunstancia es
aprovechada con frecuencia por la literatura: una enorme cantidad de textos se
basan en rupturas semejantes—por ejemplo, en The Man that was Thursday
Chesterton nos hace pasar inesperadamente de una novela de espionaje y
aventuras a una alegoría religosa. Podemos extender a este tipo de maniobra
semántica la denominación de figura (ver Genette, Figures). El discurso, a la vez
que constituye la acción, nos orienta sobre la manera en que ésta debe ser
concretizada.51 También pone límites a la concretización, al determinar cuáles de
los huecos informativos que el lector postula van a ser rellenados y cuáles
permanecerán como áreas de indeterminación.52 Recordemos aquí la distinción
de Eco (Obra abierta, Lector) entre obras abiertas y obras cerradas. Las obras
abiertas dejan en suspenso la secuencia de acontecimientos; su estructura
permite proyectar varios desenlaces diferentes. Una cuestión distinta es si lo
permiten también las lecturas particulares que de ella se hagan: es decir, una obra
puede incitar al lector a dejar en suspenso la indecisión entre conclusiones
igualmente plausibles, o puede estimular a lectores distintos a dar conclusiones
diversas a una acción, aun cuando todas ellas sean excluyentes, “autoritarias”. En
cualquier caso, el lector se apoya para determinar su opción en la interacción
producida entre la lógica de las acciones en el género literario de que se trate y la
lógica del texto narrativo mismo, que puede ajustarse a unos aspectos u otros de
esas convenciones, o introducir lógicas ajenas: pertenecientes a otros géneros (cf.
Tynianov, “De l’évolution littéraire”), o bien la lógica percibida por el lector como
operante en la vida real, por contraposición a la literatura. Un problema parecido
es el de los textos ambiguos en algunos puntos intermedios (Vanity Fair: ¿pecó o
no pecó Rebecca?) o que mantienen abierta una doble interpretación a lo largo de
toda la acción (cf. la polémica en torno a The Turn of the Screw).53 El analista del
relato no tiene en principio por misión el escoger entre una u otra interpretación,
sino ver si ambas parecen plausibles y por qué.

Queda igualmente claro que un análisis de este tipo no se puede desvincular de


una visión histórica de la escritura y la lectura, de una estética de la producción y
de la recepción. Si vemos en la estructura de la obra literaria algo más que la
armazón lingüística, si consideramos ese elemento lingüístico como un molde que
se rellena con las aportaciones de la enciclopedia del lector, elemento
esencialmente variable, tendremos que admitir también una variabilidad en la
estructura de la obra siguiendo los avatares de su lectura. La estructura de la obra
cambia: de hecho, cada lector postula una estructura en la obra, y, aunque
muchos elementos de esas estructuras serán comunes, no será ésta la única
regularidad significativa: ya hemos apuntado que distintos públicos realizarán
distintas “lecturas medias” por el hecho de aplicar enciclopedias similares a la
obra.

No entendemos, por tanto, a qué se refiere Segre cuando afirma que, con el paso
del tiempo, “no son las estructuras semióticas las que se transforman: es el
observador el que llega a percibir nuevas relaciones, nuevas perspectivas, dentro
de una serie de puntos de vista que se pueden considerar inagotables” (Principios
263). ¿Cómo llamar a la percepción de una nueva relación entre elementos
significativos, si no la llamamos “transformación de la estructura semiótica”? Segre
parece concebir una especie de actualización total de las potencialidades
semióticas de un texto cuyo significado existiría encerrado en sí mismo, y que las
sucesivas lecturas irían descubriendo. Pero esa actualización del significado sólo
se da en una lectura real, efectiva (cf. Ingarden, Literary Work 322 ss). Nuestra
metodología puede sentar el axioma de que existen sentidos potenciales, incluso
infinitos, en el texto; pero no por ello hemos descubierto la estructura de una obra
dada. Hemos definido, si se quiere, la estructura de nuestra comprensión, pero no
la de la obra. Todos esos sentidos serán imaginarios o potenciales mientras no los
describamos efectivamente. Está claro que sólo lograremos describir una parte de
esos recorridos de lectura, y así habremos identificado una estructura determinada
para la obra. Nuestra teoría puede aceptar (de hecho, no puede no aceptar) la
posibilidad de otras lecturas, que atribuirán a la obra una estructura distinta. Pero
también debe señalar la mayor o menor centralidad de una estructura dada, ya
sea en una obra o en un género (lo que Hirsch llamaría la diferencia entre
meaning y significance) para evitar caer en el caos de la relatividad absoluta.
Dicha centralidad se determina con relación a una comunidad de lectores o una
práctica institucionalizada de lectura.54

1.2.8. Las transformaciones de la acción

Una acción no se interpreta en sí, aisladamente, sino más bien como una figura
que contrasta con un fondo. Este hecho invita a desarrollar una visión dialéctica de
la acción y de las demás formas literarias: una vez asimilada una determinada
acción, pasa a formar parte del fondo sobre el cual contrastarán acciones
compuestas posteriormente. Es una invitación a la supresión de redundancias, a
dar por hecho lo que ya figura en el acervo común de la intertextualidad, y por
tanto es también una invitación a constituir nuevas unidades operativas a partir de
las ya existentes, de manera que resulte siempre renovada la estructura de las
nuevas obras sin que por ello se anulen los significados con que han sido
constituidas. Esta permanencia de lo viejo en lo nuevo, como parte integrante o
como clave externa, es lo que asegura la inteligibilidad de la nueva obra.

Eco denomina hipercodificación al proceso por el cual se regula el sentido de


ristras sintácticas macroscópicas, pasando las “frases” de un código a constituir
las “palabras” de un código más analítico hasta entonces inexistente (Tratado
239). Para Eco son ejemplos de hipercodificación todas las reglas estilísticas y
retóricas, todos los procesos mediante los cuales se da un valor connotativo a una
unidad o construcción denotativa proporcionada por un código preexistente. Como
veremos más adelante, una de las manifestaciones de este fenómeno en la
evolución del género narrativo ha sido la aparición de nuevas formas en las cuales
la acción no se presenta de manera narrativa sino (relativamente) dramática. Una
vez asumido el hecho de que la novela cuenta una historia, una vez las formas
literarias derivadas de la narración natural son ya el supuesto sobre el que se
trabaja, la forma en que se presenta la acción sigue convenciones más
elaboradas. Los núcleos de la acción dejan de alojarse en las “frases miméticas”
de Martínez Bonati para situarse en diálogos, descripciones, o incluso ser
proyectados fuera del texto, hacia las inferencias encomendadas al lector implícito.
Por ejemplo, en una novela basada en el diálogo, como algunas de Compton-
Burnett o The Awkward Age de James,55 la acción no “es narrada”, sino que
“tiene lugar”. Otra posible hipercodificación es la siguiente: el área del discurso
invade la acción, y entonces se nos narra una acción consistente en narrar una
acción. Es lo que sucede, por ejemplo, en Tristram Shandy, donde la enunciación
amenaza con sustituir al enunciado. Todavía otra posibilidad: puede haber una
tensión entre una acción convencional y una acción artísticamente más elaborada
que no se transmite con recursos específicamente narrativos, sino de una manera
elíptica o dramática (cf. 1.1.4.3 supra, la observación de Wellek y Warren sobre el
argumento de Huckleberry Finn). Se podría, pues, establecer una tipología de los
modos en los que la forma tradicional o “natural” de la acción es instrumentalizada,
pasando de ser el elemento básico de la estructura a ser uno más entre otros, o
incluso un cebo que atraiga la atención del lector por su aparente significación
mientras lo realmente decisivo se asimila inconscientemente por otros medios, en
otro plano.

Así pues, es fundamental disociar el concepto de acción de conceptos como


narrador o frase narrativa. Esto ya se desprendía de nuestra definición de la
acción como una macroestructura interpretativa que desborda el campo de la
narratología y de la poética para enlazar con la psicología cognoscitiva. Más
adelante veremos hasta qué punto un narrador implica una acción. Por ahora,
observemos que no se tratará en ningún caso de una implicación reversible.
Entendidas así las cosas, la narración escrita habría pasado a absorber elementos
de la lírica y del drama, limitando a la vez de una manera creciente el
protagonismo de los medios que le son propios. Muchas veces se ha hablado de
la novela experimental de nuestro siglo como de una novela “sin acción” o “sin
argumento”. Habría que matizar: con frecuencia se está hablando de una
transformación en las técnicas narrativas de superficie, que no siguen los patrones
tradicionales. Sería absurdo pretender que estas novelas no proyectan la imagen
de un mundo interno a ellas, o que su acción carece de un elemento de desarrollo
temporal, progresivo. Se trata aquí de una confusión que atribuye a la acción unos
cambios que pertenecen a otros niveles. La “muerte de la novela” no sería, pues,
la desaparición de la acción, sino la desaparición de determinadas estrategias
discursivas.56

Un proceso de hipercodificación presupone la existencia de un código original que


es utilizado como material para constituir un código nuevo. Por lo tanto, no
asistimos a la muerte de la novela, sino a su evolución. Las viejas técnicas no son
eliminadas, sino más bien asimiladas por las nuevas: pasan a funcionar como
elementos constitutivos en una estructura más compleja.57 Así, la trilogía de
Beckett hace un amplio uso de estos procedimientos de hipercodificación. Los
restos de acción convencional que presenta no son sino un engaño y un soporte
para la verdadera acción, que consiste en la evolución de sus estructuras
discursivas y su progreso hacia una mayor reflexividad. A un nivel, puede verse en
la trilogía la historia de las aventuras de Molloy, Malone o Mahood. Este nivel es
un medio de acceso necesario para llegar a la auténtica historia de la trilogía, que
es el enfrentamiento de la conciencia humana a sí misma, simbolizado en el
enfrentamiento del texto a sí mismo.

Otras formas de transformación de la acción se dan en géneros narrativos más


abstractos, como la historia, cuando los agentes sociales dejan de ser humanos y
se convierten en abstracciones culturales o sujetos colectivos. Otras expansiones
de la acción tradicional serían en literatura los plots of character o plots of thought
que Crane distingue de los plots of action.58

En general, las formas literarias se desarrollan, pues, de una manera filogenética.


Las formas elaboradas siguen obedeciendo a los principios que rigen las formas
simples, pero se han añadido nuevas reglas de uso que sobredeterminan el
funcionamiento e interpretación de estos mecanismos básicos. En el caso de la
narración se observa un desplazamiento del centro de gravedad del plano de la
acción hacia el plano del discurso. Las estructuras discursivas de la novela
moderna incluyen, o presuponen, las líneas generales de la evolución del género,
como sucesivos estratos más o menos estandarizados. De esta manera, la forma
contiene la historia; el proceso cultural de evolución del género narrativo es parte
constituyente de la narración actual y de su comprensión.59 Cuando aprendemos
a interpretar una narración vanguardista hemos pues de recorrer un largo camino,
y llegar a ella conociendo otras convenciones previas que rigen géneros más
simples. Los niños, en su gradual aprendizaje de convenciones narrativas cada
vez más complejas, recorren a grandes rasgos la evolución formal de la
literatura.60 Y enseñándoles las convenciones interpretativas básicas
mantenemos entrenados los marcos, convenciones y reglas que operan todavía
en nuestra comprensión de formas más complejas derivadas de ellas.

2. Relato

Notas

Este hecho se percibe con más claridad en los textos que establecen un
hiato entre el narrador y el mundo narrado (textos en tercera persona).

Texte narratif, récit e histoire en Bal (Narratologie). Aunque también


utilizaremos el término “texto” para aludir a un aspecto del discurso (cf. 3.1.1 infra)
preferimos los términos acción y discurso antes que historia y texto por su mayor
generalidad: son más claros para referirse a lo no verbal y a lo no escrito,
respectivamente. Estos niveles pueden también definirse por relación a los tres
niveles semióticos básicos descritos por A. J. Greimas y François Rastier en “The
Interaction of Semiotic Constraints”: las estructuras profundas, que determinan las
condiciones básicas de inteligibilidad de los objetos semióticos; las estructuras
intermedias, que efectúan la articulación narrativa, y el nivel de manifestación
semiótica. Tanto acción como relato serían según este modelo estructuras
intermedias, y el discurso una estructura de manifestación.

Mieke Bal (Narratologie 6 ss) nos parece algo ingenua sobre este punto. Es
el “descubrimiento” de los niveles de análisis el que los crea como objetos
intencionales.

Cf. Bal (Narratologie 5-6) para una crítica de las teorías de Barthes, DoleΩel
y Genette sobre la estratificación de los textos narrativos.

La división entre artes narrativas y no narrativas está ya implícita en la


clasificación aristotélica de los géneros literarios y en su discusión sobre la
importancia de la acción (1448 a, 1450 a) y su diferencia semiótica ya está
claramente expuesta en Lessing (Laocoonte 39, 155 ss).

Lessing 166 ss. Cf. Cervellini, “Focalizzacione e manifestacione pittorica”;


Chatman, Story and Discourse 34 ss; Bal, “The Laughing Mice: or, On
focalization”, etc.

Cf. 1.2.2, 1.1.3.2 supra.

Cf. también Bal (Teoría 31): las diversas estructuraciones posibles tienen
diferente importancia en textos diferentes. La acción puede ser un nivel inexistente
en unos textos e irrelevante en otros para determinado fin práctico.

La trilogía de Beckett, que subvierte tantos esquemas narrativos, tampoco


perdona a éste. Mientras una novela termina ordinariamente con una resolución,
un pacto entre las fuerzas enfrentadas o la victoria de una de ellas, la trilogía
termina con un punto muerto, una aporía, que se traduce en el paradójico final de
L’Innommable, la interrupción que sigue a la promesa de continuar.

“La estructura y la forma: reflexiones sobre una obra de Vladimir J. Propp”


36-37.

“Estructura e historia en el estudio de los cuentos” 68.

Hay que recordar, sin embargo, que el trabajo de Propp tiene una finalidad
precisamente abstractiva, que es el estudio de un género y que está basado en un
corpus: no es un método destinado al análisis de textos, como se cree a veces.

Evidentemente, un poema calificado de modo general como “no narrativo”


(por ejemplo, The Waste Land) puede contener elementos narrativos de la misma
manera que en la novela pueden a veces llegar a predominar lo que según
nuestras definiciones serían recursos poéticos. Pero ahora atendemos solamente
a las características que oponen la esencia de un género a la del otro, haciendo
abstracción de las combinaciones que de hecho se dan en cada texto concreto.
Ruqaia Hasan, “Rime and Reason in Literature” (309). Podríamos recordar
aquí la distinción establecida por Erwin Panofsky entre significado primario o
natural, constituido por las formas materiales que sirven para comunicar los
motivos, significado secundario o convencional, el constituido por los temas, y
significado intrínseco o contenido, lo que entendemos por “sentido” de la obra
artística; cf. también la explicación que da Sto. Tomás de Aquino sobre los niveles
de sentido de la Escritura distinguidos por la Escolástica (significados literal,
alegórico, moral, anagógico. Summa Theologica,1ª parte, vol. 1, qu. I, art. I, § X:
“Utrum sacra Scriptura sub una littera habeat plures sensus”).

Sobre la intertextualidad pueden consultarse entre otros Heinrich Plett (ed.),


Intertextuality; Michael Worton y Judith Still (eds.), Intertextuality: Theories and
Practices; Beatriz Penas (ed.), The Intertextual Dimension of Discourse.

Aunque no la dianoia de Aristóteles, referida únicamente a los personajes.


Compárense Anatomy of Criticism (79) y la definición aristotélica (Poética XIX).

En el caso de Beckett, el enfrentamiento fundamental entre palabra y silencio


que se da en su obra es perfectamente evidente para el autor. De hecho, la
exploración y desarrollo de este enfrentamiento se hace mediante la
autorreflexividad de la novela, su propia consciencia del problema al cual se
enfrenta.

Parece precipitado reducir los acontecimientos a acciones, como hace van


Dijk (Text Grammars 308): “We postulate therefore that narrative structure is
characterized by actions rather than by events”. Si bien en la inmensa mayoría de
las narraciones hay una intencionalidad humana implícita o explícita en el nivel de
la acción, no parece en modo alguno que sea debida a una necesidad estructural.
Podemos narrar, y de hecho narramos, un hecho tan ajeno a la intencionalidad
humana como es la deriva de los continentes. Asunto distinto es la presencia de
intencionalidad a nivel del discurso o de la situación comunicativa, como veremos
más adelante. Por tanto, una teoría de la narración no coincide con una teoría de
la acción humana, como pretende van Dijk (308). La conclusión trivial a la que
hemos de llegar es otra, a saber, que una teoría de la narración incluye o
presupone una teoría de la acción humana.

A este ejemplo podríamos comparar el caso de Molloy, en donde cada


parte, aun siendo relativamente autónoma en tanto que acción y aun manteniendo
con la otra relaciones que van más allá de la simple yuxtaposición o el enlace
temático, obtiene un significado adicional de esta yuxtaposición. A ambos casos
podríamos aplicar esta observación de Shklovski: “el paralelismo produce la
impresión de una totalidad y de un desenlace. El paralelismo, la equivalencia
metafórica de acciones contrarias, se establece, pues, como uno de los posibles
límites de la historia” (Volek 164).

Cf. E. D. Hirsch, Validity in Interpretation 6 passim.


En “Message”, “Logique des possibles narratifs”, Logique du récit.

Por ejemplo, Joseph Campbell, The Hero with a Thousand Faces.

William Labov y Joshua Waletzky, “Narrative Analysis: Oral Versions of


Personal Experience”.

T. Ballmer y W. Brennenstuhl, Speech Act Classification.

Como parece que quiere hacer Bal (Teoría 26).

El problema es menor si se tiene claro en qué nivel de la estructura del texto


se reconoce un modelo actancial. Así, en su análisis de la escritura beckettiana,
Niels Egebak (L’écriture de Samuel Beckett) utiliza el modelo actancial de Greimas
y lo aplica en un doble sentido: a la acción en el sentido tradicional y a la acción
que emerge de la confrontación entre estructuras discursivas, distinguiendo
claramente entre los dos sentidos.

Así, tras desarrollar un sistema de descripción de la acción en su Gramática


del Decamerón, Todorov debe reconocer que la esencia (o la pertinencia, o lo
artístico) del cuento analizado puede escapar por completo a la descripción
proporcionada por su método (Gramática 36-39). El método consiste en hacer una
abstracción radical de ciertos elementos (caracteres, acciones concretas, etc.)
describiendo sólo las articulaciones sintácticas que los enlazan (proyectos de los
personajes presentados en una formulación abstracta, su cumplimiento o
frustración, engaños, errores, etc.). Lo que revela la ideología del cuento, o lo que
lo hace digno de ser contado, no es necesariamente la acomodación a tal o cual
estructura: en el modelo de Todorov eso es (deliberadamente) imprevisible. Es
imposible deducir la estructura de una narración a partir de su superficie textual
mediante métodos estandarizados; hay enormes dificultades hasta en la tarea más
limitada de llegar a un esquema de la acción a partir de textos elementales (cf.
DoleΩel,”Structural Theory” 103 ss); véase un intento en Hendricks (175 ss.). Y
este proyecto, que tendría un cierto interés para la lingüística del texto, sería
irrelevante para la crítica literaria.

Desarrollo más por extenso el análisis de este aspecto de la escritura de


Beckett en Samuel Beckett y la narración reflexiva.

Cf. Mary Louise Pratt, Towards a Speech Act Theory of Literary Discourse,
cap. II.

Cf. Emil Staiger, Conceptos fundamentales de poética 81; Volek 17-49.

Ricœur comenta sobre los modelos analíticos greimasianos que “our


narrative understanding, our understanding of the plot, precedes any
reconstruction of the narrative on the basis of a logical syntax” (Time and Narrative
2,47).

Adapto el ejemplo de Greimas y Courtés 29-33.

Se observará que Greimas y Courtés desprecian, supongamos que por


razones de orden práctico para sus fines inmediatos, los niveles superiores del
discurso narrativo, y pasan a considerarlo directamente como acción.

Ver Greimas y Courtés para más detalles. Puede verse un primer intento de
sistematizar la acción del sujeto (personaje) mediante caracterizaciones
mutuamente exclusivas en Aristóteles (Poética, cap. XIV, 1453 b).

Evénement en Bal (Narratologie 4) o, en un enfoque más semejante, event


en van Dijk (Text Grammars 308).

Cf. Vítor Manuel de Aguiar e Silva, Teoría de la literatura 16; Lotman 31 ss.

Le structuralisme, cit. por Terence Hawkes, Structuralism and Semiotics 16.

Hamon, “Pour un statut sémiologique du personnage”. Enfoques


comparables, más o menos inclusivos, se encuentran en Lévi-Strauss
(“Estructura” 35), Hendricks, Greimas y Courtés (8), Frankenberg (353), Segre
(Principios 306), Bal (Teoría 33, 41, 50) o Toolan (99-102).

Un rasgo que caracteriza a un personaje in absentia es, por ejemplo, el


desacuerdo entre la imagen “extratextual” de un personaje ya conocida por el
lector (en el caso de personajes tradicionales, históricos, etc.) y su imagen en el
texto. De modo semejante opera la contextualización del personaje en un
determinado género o tipo como marco de verosimilitud (cf. desde Aristóteles
[Poética, XV] u Horacio [Epistola ad Pisones, versos 119 - 124] hasta Bal (Théorie
91-92]).

Ezio Raimondi, Tecniche della critica letteraria (Turín: Einaudi, 1967) 121.
Cit. en García Berrio, Significado 217.

El peligro de suprimir la dimensión temporal en el análisis de rasgos es


criticada por Ricœur (Time and Narrative 2, 31).

Aristóteles subordina el carácter a la acción (praxis; Poética 1450 a). Esta


idea adquiere un sentido más amplio si entendemos por acción “aquello que
sucede” y no sólo “aquello que se ve hacer a los personajes”. En Cesare Segre
(Principios 213) encontramos una versión moderna del viejo error denunciado por
Aristóteles, el error de considerar el elemento estático de la obra como “superior”
al dinámico (pues Segre concede la primacía al elemento dinámico sólo en una
consideración esquemática de la obra): para Segre, las relaciones entre
personajes son más importantes que las acciones. Pero toda alteración de esas
relaciones y esos personajes es, según nuestra definición, acción. Y la
presentación del carácter no es estática, sino dinámica.

Cit. por Hamon (“Statut” 163). Este tipo de intuiciones se pueden remontar al
menos hasta la pathetic fallacy de John Ruskin (Modern Painters vol. III, IV. xii).

Cf. la distinción de Lubomír DoleΩel (“Narrative Semantics”) entre predicados


de acción y de causa por una parte, y de situación por otra.

Cf. Ricœur, Time and Narrative 2, 32, o el concepto de la literatura como


sistema de modelización secundario expuesto por Lotman en su Estructura del
texto artístico.

Un razonamiento similar subyace a las objeciones de Ricœur a las


“gramáticas narrativas” de Greimas y otros: el análisis de los niveles profundos
viene teleológicamente orientado por la experiencia de los niveles discursivos (por
ej. Time and Narrative 2, 56). No creemos sin embargo que este hecho invalide el
modelos narratológicos, que no pretenden ser deductivos sino analíticos.

“Distance and Point of View: An Essay in Classification” y The Rhetoric of


Fiction; cf. 3.2.1.3 infra.

Cf. sin embargo la observación de Culler: ésto es sólo una de las dos
posibles perspectivas sobre la acción.

Hablamos a grandes rasgos. Hasta en L’Innommable hay fenómenos que en


cierto modo también son perspectivísticos, aunque sea virtualmente, gracias a las
ficciones que inventa el narrador.

Cf. Jorge Lozano, Cristina Peña-Marín, Gonzalo Abril, Análisis del discurso
86.

Van Dijk propone más adelante el concepto de macroestructura pragmática,


traduciendo a términos aceptables para la lingüística textual las teorías sobre los
actos de habla desarrolladas principalmente por J. L. Austin (How to Do Things
with Words) y J. R. Searle (Speech Acts).

Véanse a este respecto algunos interesantes puntos de contacto entre


estudios literarios y pragmática general en el tratamiento que da Cesare Segre
(Principios) a las nociones de motivo y tema.

Cf. la opinión contraria en Todorov (Poétique 126).

Véanse obras de Goffman como Interaction Ritual o Frame Analysis.

Van Dijk, Texto 227. Cf. Barthes, “Introduction” 23.


Sic. Cf. van Dijk, Text Grammars 327; Lotman 39; Werner Abraham,
Diccionario de terminología lingüística actual 173. Si lo que se pretende al utilizar
el término “entropía” en semiótica es introducir una metáfora inspirada en la
termodinámica, debería utilizarse justamente al revés: un lenguaje denso,
informativo, altamente organizado tiene un bajo grado de entropía.

Frames; cf. Goffman, Frame Analysis; Marvin Minsky, “A Framework for


Representing Knowledge”; A.J. Sanford y S.C. Garrod, Understanding Written
Language.

Cf. Segre, Principios 132; Bal, Teoría 14, 20, 57.

Véase p. ej. Hayden White, Metahistory: The Historical Imagination in


Nineteenth-Century Europe; Ricœur, Time and Narrative 1.

Así Miguel Morey, El orden de los acontecimientos: Sobre el saber narrativo


21, 164 passim. Que la filosofía intente ocultar su narratividad es, naturalmente,
muy revelador desde el punto de vista postestructuralista.

Cf. Pratt, cit. 3.1.3, 3.1.6.2 infra.

Cf. Segre, Principios 293 -294; Wendell V. Harris, Interpretive Acts 93 ff.

Cf. Eco, Tratado; Segre 357-366.

Cf. Segre, Principios 375; Bal, Teoría 15; Linda Hutcheon, “Literary
borrowing… and Stealing: Plagiarism, Sources, Influences and Intertexts”.
Iser, The Implied Reader. Véase también en esta línea mi trabajo Reading
“The Monster”.

Cf. Greimas y Rastier, “Interaction”; Lotman, Estructura; Ricœur, Time and


Narrative 2, 49ss.

Barthes, “Introducción” 3. Cf. también por ej. Genette, Nouveau discours 14.

Dressler, “Towards a Semantic Deep Structure of Discourse Grammar”;


Hendricks 55 ss; Roger Fowler, Linguistics and the Novel 23.

Cf. van Dijk, Text Grammars 151; Texto 239; Hendricks, 85 ss.

Greimas, Sémantique; Tesnière, Éléments 105 ss.

Kenneth Burke, A Grammar of Motives; cf. Segre, Principios 213, 301.

William Labov, Language in the Inner City 360. Se observará que Labov
ignora el análisis en estratos del texto narrativo. Esta concepción limita
enormemente la utilidad de sus conceptos para nuestros propósitos.
“Discours…” 75. Cf. también Nouveau discours 15. De hecho, Genette nos
habla de un récit mínimo, y no de una acción (histoire) mínima, aunque su
razonamiento parece extenderse a ésta por implicación.

Cf: “el acontecimiento puede realizarse como una jerarquía de


acontecimientos de planos más particulares, como una cadena de
acontecimientos, el argumento. En este sentido, aquello que a nivel de cultura
representa un acontecimiento, en tal o cual texto real puede desarrollarse en
argumento “ (Lotman 286).

Martínez Bonati (53) considera a la descripción el género común de las dos


especies, narración y descripción. Cf. al contrario Genette, “Frontières” 156 ss.

A este respecto podemos tener presente también lo ya dicho (1.2.5 supra)


sobre el papel de las macroestructuras en la actuación verbal.

Este uso corriente no recoge la diferencia entre esquema de la acción y


esquema del relato; aquí utilizaremos “argumento” como un término genérico que
englobe a ambos, expresando la anulación de su oposición en determinado
contexto.

Sí se halla próxima, sin embargo, a la “serie de motivos ligados” de


Tomashevski o la serie de noyaux de Barthes (1.1.3.3., 1.2.2. supra).
Poética, cap. XVII. Cf. Dupont-Roc y Lallot 287.

Como señala Segre, cuáles sean los elementos esenciales del texto que han
de ser recogidos por la paráfrasis no es algo determinable a priori: “esencialidad
equivale a ‘pertinencia en una determinada situación pragmática’ “ (Principios
374). Un estudio como el que estamos haciendo debe entenderse así como
inserto en el contexto de una semiótica general (cf. Eco, Tratado 40).

Sólo en esta acepción contextualizada del término “resumen” no resulta


disparatado decir, como hace Mary Louise Pratt (60) que el título de una novela es
un “abstract” de esa novela (aun en el sentido específicamente narratológico,
establecido por Labov, al que se refiere Pratt). Esta función está más clara en los
títulos del siglo XVIII que comenta Pratt que en los títulos que hoy suelen ponerse
a las novelas. Pero aún hoy llaman la atención los títulos que no se remiten, por
muy vagamente que sea, a un bloque semántico fundamental de la obra, lo que
podríamos llamar “títulos-etiqueta” (por ej., en la obra de Beckett, el de Act Without
Words, Ohio Impromptu o Rough for Radio).

Cf. las “partes cuantitativas” de la tragedia frente a las “cualitativas” en


Aristóteles (Poética, caps. VI y XII) y todas las subsiguientes distinciones
equivalentes a ésta.
Teniendo en cuenta esto, parece sorprendente que Pratt, al elaborar una
teoría lingüístico discursiva del lenguaje literario se apresure a adoptar el modelo
de Labov y malinterprete, en cambio, la orientación de los conceptos desarrollados
por el formalismo ruso (68). Las definiciones de “frase narrativa” de Pratt o Labov
son claramente insuficientes: “Narrative clauses are clauses with a simple preterite
verb, or in some styles, a verb in the simple present” (Pratt 44); “The skeleton of a
narrative (...) consists of a series of temporally ordered clauses which we may call
narrative clauses” (Labov 361).

Emile Benveniste, “Les relations de temps dans le verbe français”. Se


observará que, a pesar de la semejanza terminológica, la “historia” y el “discurso”
de Benveniste sólo tienen un parentesco lejano con nuestros niveles llamados
acción y discurso.

Quizá sea pertinente relacionar esta cuestión con la distinción entre sistema
y estructura, tal como la presenta Segre (Principios 52): “la estructura es una de
las realizaciones posibles, y la que se realiza de hecho, entre las posibilidades
ofrecidas por el sistema”. Los tiempos verbales son un sistema (de langue); su
combinación en un texto es una estructura (de discours). Para una exposición
detenida de esta distinción entre langue y discours, procedente de Saussure a
través de Buyssens, cf. Segre (Principios 195-205).

La expresión es de Genette (“Discours” 187). Este autor ha reformulado su


teoría en el sentido que apuntamos aquí (Genette, “Discours”; Nouveau discours).

Genette (Nouveau discours 10) persiste en la identificación del par histoire /


récit de su teoría del “Discours” con los conceptos formalistas fabula y siuzhet (no
aclara cuáles de todos), desentendiéndose explícitamente del posible parentesco
con los términos de Benveniste. A nuestro parecer, es renunciar precipitadamente
a un fortalecimiento posible de las bases conceptuales de la narratología.

Si bien Ingarden señala que la concretización de una obra no debe


confundirse con el proceso psicológico de recepción, también reconoce que no
puede darse al margen de él (Literary Work 335).

Aunque aceptamos las líneas generales de la teoría fenomenológica de


Ruthrof, no compartimos todas sus afirmaciones. No creemos, por ejemplo, que
los procesos e reducción que llevan a la comprensión global del texto se limiten a
un análisis del contenido proposicional de las oraciones. Más bien se requiere,
como ya hemos dicho, una pragmática a nivel textual, que dé cuenta del
significado real, contextual, de las oraciones. Por significado “real” entendemos
aquí el que considera el aspecto ilocucionario de las frases en cada nivel
correspondiente, y no sólo su significado locucionario.

Ruthrof (12 ss). Eco (Lector 46 ss) habla igualmente de un movimiento


reductivo seguido de uno expansivo que se dan en la captación que del sentido
del texto realiza un lector.
Cf. para todo esto Eco (Lector) así como los trabajos de Kolmogorov y su
discusión en Lotman (39 ss).

Obsérvese que no nos estamos refiriendo ahora a la diferencia entre la


lectura en tanto que proceso y la asunción final, “atemporal”, de la obra en tanto
que estructura. Pues se elaboran interpretaciones basadas en una estandarización
del proceso de lectura de un texto como se elaboran estudios de las estructuras
que emergen de ese proceso (cf. Ruthrof 55 ss).

Esta es a nuestro juicio la interpretación más provechosa que puede hacerse


de la “ausencia del sujeto” que se da en tantos análisis estructuralistas
precisamente allí donde hemos postulado la necesidad de un intérprete. Sin
embargo, algunas críticas postestructuralistas a esa noción (por ej. Hutcheon,
“Literary Borrowing”) nos parecen demasiado duras: la empresa de
“descentramiento del sujeto” realizada por el estructuralismo conserva su validez
aun si un sujeto concreto es la condición de todo acto sémico. Simplemente se
trata de no confundir la investigación sobre las condiciones del significado con un
estudio más particular de un acto semiótico determinado.

Un ejemplo con el que hemos trabajado en este sentido es la recepción de la


temática racial en un relato de Stephen Crane (García Landa, “Reading Racism”;
Reading “The Monster”).

Nos referimos aquí a una no-linealidad específica del discurso en tanto en


cuanto se limita a transmitir la acción; las alteraciones de orden temporal que
estudiaron los formalistas rusos, Müller, Genette, etc., pertenecen a otro nivel, el
del relato, del cual hacemos abstracción por el momento. Sin embargo, hay que
tener en cuenta la mediación del relato, que superpone sus propias formas de no-
linealidad a las ya presentes en la comprensión de la acción.

Ver la exposición de Carl Malmgren en Worlds Apart: Narratology of Science


Fiction.

Cf. Ruthrof 52, y el capítulo “Relato “, infra.

Cf. Iser, Implied Reader; Ruthrof 55 ss; Sternberg 260 ss; Eco, Lector 289.

Ver por ej. Shoshana Felman, “Turning the Screw of Interpretation”; E. A.


Sheppard, Henry James and The Turn of the Screw.

Ver sin embargo algunas objeciones a la noción de “comunidad


interpretativa” propuesta por Stanley Fish en Is There a Text in This Class? : C. E.
Reeves, “Literary Conventions and the Noumenal Text”; J. A. García Landa
“Stanley E. Fish's Speech Acts”.
Cf. Todorov (Les genres du discours) para un estudio de las peculiaridades
que presenta The Awkward Age debido a su forma dialogada, desde el punto de
vista de la narratología.

Distintas opiniones sobre esta supuesta muerte de la novela pueden verse


en Humphrey (Stream of Consciousness in the Modern Novel), Norman Friedman
(“Point-of-View in Fiction”), Robert Weimann (“Erzählerstandpunkt und point of
view“), Genette (“Frontières”), Robert Scholes (The Fabulators), Leslie Fiedler
(“The Death and Rebirths of the Novel”), Peter Schneider (“El futuro de la novela”)
o Carlos Fuentes (Geografía de la novela).

Husserl presenta la siguiente definición de estructura: “Si dos elementos (...)


se colocan juntos y constituyen una relación, esos dos elementos son la materia
frente a la forma de esa relación” (cit. en D. W. Fokkema y Elrud Kunne-Ibsch,
Teorías de la literatura del siglo XX 39). Si a esta sencilla definición, de la cual se
deduce la centralidad del proceso de hipercodificación en la formación de
significados, confrontamos las teorías formalistas sobre la evolución literaria como
contraste con formas anteriores (cf. Tynianov, “Evolution…”; Erlich 261 ss; Aguiar
e Silva, Teoría 405 ss) quizá veamos más claro cómo puede un estudio estructural
escapar a las acusaciones de ahistoricismo que tan frecuentemente se lanzan
contra este método.

1.1.4.5 supra. Cf. Ricœur, Time and Narrative 2, 8-14., sobre esta expansión
en la novela.

“In this sense, narrative understanding retains, integrates within itself, and
recapitulates its own history” (Ricœur, Time and Narrative 2,14). Ricœur interpreta
en este sentido de sedimentación cultural los arquetipos narrativos de la Anatomy
of Criticism de Frye (Time and Narrative 2,15-19).

Véase el capítulo 6, “Children’s Narratives”, del libro de Toolan.

2. RELATO
2.1. DEFINICIÓN Y ORÍGENES DEL CONCEPTO DE RELATO

El relato es el nivel intermedio en nuestro modelo de análisis por estratos de un


texto narrativo: el relato es la acción considerada no en sí misma, sino en tanto
que es expuesta por el discurso. En literatura, el estudio del relato va unido al
estudio del discurso narrativo; el discurso narrativo se define como tal porque
transmite o contiene un relato.
Los orígenes de este concepto suelen buscarse remontándose hasta la retórica
clásica y su distinción de tres fases principales en la composición de un discurso:
inventio, dispositio y elocutio. El relato correspondería a la dispositio, la ordenación
y elaboración de los materiales proporcionados por la inventio. Pero una
identificación precipitada puede ser problemática. Conviene no olvidar que la
retórica clásica se ocupaba del estudio de un género muy concreto, la oratoria. Es
éste un género argumentativo que en principio tiene poco que ver con la narración,
aunque puedan incluirse narraciones como ejemplos (o como parte constitutiva en
la oratoria forense, según la Retórica de Aristóteles, 1414 a). Veamos la definición
aristotélica de las fases de composición de un discurso:

tres son las cosas que hay que tratar acerca del discurso: lo uno, de dónde se
sacarán los medios de persuasión; lo segundo, sobre la elocución; lo tercero,
cómo es preciso disponer las partes de un discurso. (Retórica 1403 b)

Estas fases no coinciden exactamente con las que delimita más tarde la Rhetorica
ad Herennium, ya mencionadas, pues Aristóteles incluye la actio, la cuarta fase
distinguida por la Rhetorica ad Herennium, dentro de la elocución. Y trata de la
dispositio en tercer lugar, asunto de cierta relevancia si tenemos en cuenta que en
la retórica clásica no tratamos con niveles de análisis (aunque sea posible
extrapolar hasta cierto punto en este sentido) sino con instrucciones para fases
sucesivas en la composición del discurso. Observemos que Aristóteles ha
asignado a la inventio la elaboración de los medios de persuasión; asigna además
a la elocutio la elaboración de los elementos estilísticos microestructurales. Resta
a la dispositio, por tanto, la organización de argumentos y figuras en la extensión
del discurso, de la manera más eficaz posible. La dispositio es, por tanto, el nivel
macroestructural, el primero donde el discurso aparece como tal discurso, como
un gran sintagma unificado, y no como un paradigma de recursos y figuras; de ahí
que Aristóteles le asigne el tercer lugar en su clasificación. La efectividad de un
discurso depende de su coherencia, de la articulación correcta entre sus partes
constitutivas, y la dispositio tal como es definida por Aristóteles se refiere así a las
partes del discurso:
Las partes indispensables son, pues, exposición y argumentación. Estas son las
esenciales, y cuando más, exordio, exposición, argumentación, epílogo; porque la
refutación de la parte contraria pertenece a la argumentación, y el cotejo de
razones es ampliación de las razones de uno mismo, de modo que es una parte
de los argumentos, pues demuestra algo el que tal hace; mas no es éste el fin del
prólogo ni el del epílogo, sino que hacen recordar. (Retórica 1414 b)

Vemos lo ligadas que están las definiciones de Aristóteles al contexto específico


de la oratoria; poco hay aquí directamente aplicable al análisis de la narración, y
desde luego es imposible ver una distinción entre nuestros niveles del discurso y
del relato. La dispositio es una disposición de actos de habla, y corresponde, por
tanto, a nuestro nivel del discurso.
La distinción entre inventio, dispositio y elocutio se aplicó tardíamente a los
estudios literarios. Podemos reconocerla fácilmente en la clasificación de las
clases de ingenio (wit) poético que realiza Dryden en el prefacio a su poema
Annus Mirabilis:

the first happiness of the poet’s imagination is properly Invention, or finding the
thought; the second is fancy, or the variation, deriving or moulding of that thought,
as the judgement represents it proper to the subject; the third is elocution, or the
art of clothing and adorning the thought so found and varied in apt, significant and
sounding words: the quickness of the imagination is seen in the invention, the
fertility in the fancy and the accuracy in the expression. (10)

La tríada ha ganado en generalidad lo que ha perdido en claridad. Dryden


relaciona cada fase de composición de un poema con una potencia determinada
de la mente (una idea que hará fortuna más tarde en manos de Coleridge), pero
las disocia en cambio del contexto específico que tenían en la retórica clásica, sin
que por ello nos resulte posible determinar a qué operaciones significativas en el
género narrativo debemos atribuir la categoría de invention y a cuáles la de
variation. La invención puede referirse al diseño de la acción, o a la concepción de
un pensamiento o dianoia original, en cuyo caso parecería corresponderse oon la
variación la expresión de esa dianoia por medio de la acción. Pero la variación
puede referirse también a la elaboración en detalle de una acción sobre la base de
un esquema de acción, etc. Es obvio que Dryden no pensaba únicamente en la
narración, sino en la composición poética en general. Por todo ello, sólo se
pueden establecer paralelismos muy vagos entre los niveles de análisis de la
retórica clásica y los de la narratología moderna. Por otra parte, los adelantos han
sido enormes, las distinciones reconocibles se han multiplicado, y ello resulta en
una inconmensurabilidad de los conceptos utilizados.
Un terreno más seguro que la retórica para buscar las raíces históricas del
concepto de relato es la Poética de Aristóteles. Ya hemos mencionado (1.1.2
supra) la manera en que nuestra distinción entre acción, relato, y discurso subyace
a la clasificación aristotélica de las partes constitutivas de la tragedia y de la épica.
El hecho de que Aristóteles proyectase la acción (praxis) fuera de la obra oscurece
la relación entre relato y mythos. Aristóteles trata además en la sección dedicada
al mythos muchos aspectos que no son específicos de este nivel de análisis, sino
que sólo se hallan en él en tanto en cuanto la acción es representada por el relato.
Y, por último, Aristóteles sólo trata implícitamente las operaciones que constituyen
el mythos a partir de la praxis. Pero es evidente que el mythos no es la acción,
sino la acción tal como se presenta en la obra, es decir, el relato: “la trama o
argumento [mythos] es precisamente la reproducción imitativa de las acciones;
llamo, pues, trama o argumento a la peculiar disposición de las acciones” (Poética
1450 a). Ya se encuentran en la Poética, como iremos apuntando, observaciones
relativas a la reestructuración temporal de las acciones y al uso del punto de vista,
que suponen un valioso antecedente para los pensadores posteriores.
Hay que esperar al siglo XX para encontrar el desarrollo lógico de algunas de
las ideas aristotélicas, con los formalistas rusos y la distinción ya comentada entre
fabula y siuzhet. La mayor innovación de estos conceptos formalistas está en la
identificación de una estructura virtual, la fabula, que subyace a la efectivamente
presente, el siuzhet. Además, son conceptos ya específicamente destinados al
estudio de textos narrativos. Ahora bien, está claro que si establecemos una
identificación aproximada entre fabula y acción, siuzhet parece englobar tanto el
relato como el discurso. Los formalistas no establecen claramente la posibilidad
teórica de una estructura intermedia entre el texto narrativo y la fabula. Shklovski
rechaza explícitamente la posibilidad de interpretar el siuzhet como una mera
estructura de acontecimientos: el siuzhet es el resultado de la totalidad de los
recursos utilizados para narrar la acción: “The plot of Eugene Onegin’ is not
Onegin’s love affair with Tatjana, but the artistic treatment of the fable, achieved by
means of interpolating digressions.” Según esta definición, siuzhet incluye la
elocution de Dryden además de esas otras capacidades menos rigurosamente
verbales que son fancy e invention. Sin embargo, la teoría formalista está cerca de
dar un paso que hubiera resuelto lo que de este modo son definiciones
incompletas y problemáticas. Por ejemplo, para Tomashevski, “la fable apparaît
comme l’ensemble des motifs dans leur succession chronologique, et de cause à
effet; le sujet apparaît comme l’ensemble des mêmes motifs, mais selon la
succession qu’ils respectent dans l’oeuvre” (“Thématique” 269). Si Tomashevski
considera que el siuzhet es otra cosa que una estructura de acontecimientos, su
definición, desde luego, no recoge esa distinción. Para reconciliar las teorías de
Shklovski y Tomashevski sobre este punto, necesitamos postular un nivel de
análisis intermedio entre la fabula y la superficie textual, un nivel que siga siendo
una estructura de acontecimientos (a diferencia del siuzhet de Shklovski, que
desborda una definición tal) sin por ello identificarse con la fabula. Sea como sea,
los formalistas están de acuerdo en que el siuzhet es un elemento más artístico
que la fabula: “Un fait divers que l’ auteur n’aura pas inventé peut lui servir de
fable. Le sujet est une construction entièrement artistique” (Tomashevski 27). La
definición del dinamismo del arte dada por Shklovski casi se confunde con una
descripción de la diferencia entre fabula y siuzhet:

El arte siempre separa los objetos y muestra una parte en lugar del todo, un rasgo
en vez del todo, y, aunque sea muy detallado, siempre ofrece una línea
intermitente en lugar de la línea continua. El arte siempre separa lo semejante y
une lo diferente. Es escalonado y montable. (La disimilitud de lo similar 70)
Tomashevski señala, además de las alteraciones temporales que definen la
construcción del siuzhet, un aumento de importancia de los motivos libres y
estáticos, por oposición a la fabula, en la que predominan los motivos asociados y
dinámicos (“Thématique” 270-272).
Los herederos de las teorías formalistas han partido de los conceptos de fabula
y de siuzhet buscándoles una fundamentación teórica en la lingüística o en la
semiótica, a la vez que pormenorizaban la descripción de los recursos narrativos
específicos de cada nivel. Emil Volek (135 ss) ha mostrado cómo los trabajos de
los estructuralistas franceses tendían a reducir la estructura narrativa a fabula y
texto, esfumándose el nivel correspondiente al relato [siuzhet]. Conviene, sin
embargo, recordar que las estructuras propias de este nivel siguen estando
presentes y son tomadas en cuenta en tanto en cuanto se manifiestan en el nivel
textual, y también que no se ha producido tanto una perversión de los conceptos
del formalismo ruso como una diferencia de énfasis: oponiendo el concepto de
discours al de fabula / histoire, se estaba en parte subsanando (si bien de una
manera deficiente) la indiferenciación que aparecía en el formalismo ruso entre las
estructuras discursivas y las del complejo relato-acción. Así, Barthes
(“Introduction”) nos presenta tres niveles (funciones, acciones y narración) que
atienden a dos aspectos de la acción y al discurso, pasando por alto el nivel del
relato. Todorov (“Catégories”) estudia los relatos como “historia” (acción) o como
discurso, ignorando también lo específico del relato. En un estudio más extenso
(Poétique) habla de los aspectos “semántico”, “sintáctico” y “verbal”, pero lo que
nosotros consideraríamos “sintáctico” a nivel de relato está incluido junto con el
estudio del discurso en el “aspecto verbal”; los aspectos semántico y sintáctico de
Todorov son enfoques diferentes dados a la acción.
El modelo de análisis estructuralista del relato más detallado y difundido ha sido
el desarrollado por Gérard Genette en su “Discours du récit”. Distinguiendo tres
aspectos de la realidad narrativa, Genette los define así:

Je propose, sans insister sur les raisons d’ailleurs évidentes du choix des termes,
de nommer histoire le signifié ou contenu narratif (même si ce contenu se trouve
être, en l’occurrence, d’une faible intensité dramatique ou teneur événementielle),
récit proprement dit le signifiant, énoncé, discours ou texte narratif lui-même, et
narration l’acte narratif producteur et, par extension, l’ensemble de la situation
réelle ou fictive dans laquelle il prend place. (“Discours” 72)

Podemos observar aquí una inconmensurabilidad entre los términos de Genette y


los nuestros semejante a la que se produce con relación a los estudios de Barthes,
Todorov o los formalistas rusos. Nuestra traducción de récit no sería relato, sino,
como dice el mismo Genette, texto o discurso narrativo. Récit no es una estructura
abstracta, sino un enunciado lingüístico. Histoire es en principio equivalente a
nuestra acción. En cuanto a narration, nos remitimos a la crítica que Mieke Bal ha
hecho del concepto:

dans la série: histoire, récit, narration, on rencontre un niveau, le dernier, qui est
hétérogène par rapport aux deux autres. La narration concerne le procès
d’énonciation, tandis que les deux autres concernent le produit d’ une activité:
l’histoire, qui est le produit de l’invention, et le récit, qui est pour Genette le produit
de la disposition et de la narration. La narration, en tant qu’activité, devrait être
mise avec les autres activités productrices des niveaux: narration, disposition,
invention. (Narratologie 6)

Añádase que combiene distinguir claramente entre dos conceptos cubiertos aquí
por el término “narración”: el acto comunicativo real del autor y el ficticio, interno al
texto, del narrador.
Mieke Bal pasa a justificar la necesidad de atribuir un nivel de estudio separado
al proceso de disposición de la acción. Fundamenta así un auténtico modelo
narratológico en tres niveles de análisis (ver 1.2.1 supra), del cual deriva el que
aquí estamos proponiendo:

Les instances qui fonctionnent, hiérarchiquement, dans chaque récit, forment la


série suivante qui caractérise le récit comme écriture:
narrateur ---- focalisateur ------ acteur qui ont chacun une activité:
narration --- focalisation ----- action dont les objets sont:
narré ------¬-- focalisé ---¬-------- objet de l’action
(Narratologie 32)

A continuación reproducimos el cuadro en el que resume Bal su concepción de


la estructura narrativa.

(Figura nº 5; Bal, Narratologie 33)

Bal deja fuera del cuadro, e incluso explícitamente fuera de su teoría (ver
Narratologie 38) ciertas cosas que convendría incluir. Por ejemplo, una
diferenciación entre autor real y autor textual, así como una definición de los
papeles respectivos del autor y del narrador a la hora de producir el texto (cf.
3.1.4.2, 3.4.1.1 infra). Su personaje nº 6, el “lecteur explicite ou implicite”, es
especialmente desafortunado, y resulta mucho más claro poner en su lugar al
narratario (narrataire) de Genette (“Discours” 265). En cuanto al focalizador
(focalisateur), conviene que lo examinemos ahora algo más detenidamente, pues
su actividad está estrechamente ligada al nivel que nos ocupa, el relato.
Bal ha personalizado al focalizador desarrollando la noción de “relato
focalizado” que Genette (“Discours” 203 ss) elabora a partir de las tipologías de
puntos de vista de Jean Pouillon (Temps et roman) y Todorov (“Catégories”). Bal
distingue un sujeto de la focalización, o focalizador, de un objeto de la focalización,
o focalizado (Narratologie 33). La distinción es fundamental, aun si el alcance
explicativo que pretende dar Bal a su teoría parece excesivo. Genette (Nouveau
discours 48) considera que Bal hace un empleo abusivo de conceptos
desarrollados por él con fines más limitados, y se desentiende (en nuestra opinión,
precipitadamente) de la teoría de aquélla. Como veremos, es excesivo atribuir
exclusivamente a la focalización las alteraciones que transforman la acción en
relato; creemos que Bal pasa por alto muchos fenómenos que de ser explicados
recurriendo a la focalización no tardarían en desdibujar la teoría y hacerle perder
la utilidad que tiene si se la restringe adecuadamente. Restricción por lo demás
nada estrecha, pues consideraremos que tiene sentido usar el concepto de
focalización como la motivación principal de las transformaciones de selección y
ordenación que (entre otras) relacionan la acción y el relato.
Por oposición a las tipologías de puntos de vista de las que deriva, el estudio de
la focalización se presta a ser utilizado en un estudio microestructural de la
narración; aparece aquí la posibilidad de una interesante convergencia con el
estudio de la intertextualidad, de la pluridiscursividad de un texto, desarrollado por
la semiótica soviética. El estudio del punto de vista realizado por Boris Uspenski
resulta, según Segre, en un uso microscópico del mismo del mismo:

el texto narrativo entero puede dividirse sucesivamente en un conjunto de


microtextos cada vez más reducidos, cada uno de ellos delimitado por la
alternancia de posiciones del autor externas e internas. (Segre, Principios 140)

Un último problema, de orden terminológico, plantea la teoría de Bal que hemos


expuesto. El término récit, al igual que relato, tiene un indeseable matiz de
verbalidad. Del mismo defecto adolece narrative, la traducción inglesa propuesta
por Marjet Berendsen. Ha de quedar claro que el récit de Bal, así como su
próximo pariente, el relato, han de entenderse en este contexto como estructuras
abstractas, al margen de su manifestación en cualquier medio semiótico.
Hemos definido, pues, el relato como la acción tal como es expuesta mediante
el discurso. Es el proceso narrativo lo que constituye el relato a partir de la acción,
y eso hace difícil definir este nivel intermedio sin incurrir en una excesiva
artificialidad. La acción está implícita en el relato, es una abstracción (cf. Todorov,
“Catégories” 127) y siempre es percibida (o inventada) y contada por alguien. Es
importante señalar, como lo hace Volek respecto de los conceptos de fabula y
siuzhet, hasta qué punto la acción y el relato se definen mutuamente (154 ss; cf.
1.1.3.5 supra). Para Tomashevski (Teoría 192, 206) un concepto tan ligado a la
fabula como es el de protagonista sólo es definido por el siuzhet; si reflexionamos
sobre este ejemplo, veremos que sólo tiene sentido hablar de acción y relato si
estamos hablando de uno con relación al otro. La reflexión teórica es útil para
definir mejor los conceptos y descubrir nuevas distinciones debajo de identidades
aparentes, pero no hay que esperar encontrar fronteras nítidas en los textos objeto
de estudio propiamente dichos. El punto básico de esta definición del relato como
intersección entre la acción y el discurso es la exclusión que hemos hecho de
todos los elementos específicamente discursivos, los que no pertenecen al mundo
diegético o de la acción. Sólo aquellos elementos del discurso que condicionen el
conocimiento de los hechos de la acción son relevantes para definir el relato.
Cuanto más estrecha sea la unión entre acción y discurso (como sucede con
frecuencia, por ejemplo, en las narraciones en primera persona) tanto menos
definido estará lo específico del relato. Si, por el contrario, el discurso rehuye toda
relación de dependencia con la acción, la interacción entre ambos será mucho
más nítida. Es obvio, además, que sólo tiene sentido hablar de relato en textos
que contienen una acción. Cuanto más difusa sea la serie de acontecimientos y
menos responda a la definición de acción, menos sentido tendrá aplicar a su
estudio categorías como la focalización, propias del nivel del relato.
Muchas de las características del nivel denominado diversamente récit, discours
o siuzhet no interesan a los teorizadores que lo definen por el hecho de que
constituyan enunciados lingüísticos, sino sólo en tanto en cuanto suponen una
reorganización de la acción. Es decir, el tipo de estudio que realiza Bal no es
nuevo, simplemente su objeto y su metodología están mejor delimitados. Otros
estudiosos han llegado a conclusiones parecidas a las de Bal. Así, Emil Volek
reelabora el concepto formalista de siuzhet en este sentido, restringiéndolo a lo
que nosotros denominamos relato, y señala que “fabula y siuzhet no están dados
directamente sino por mediación del texto” (Volek 149). Cesare Segre (Principios
118) conserva los términos “fábula” y “trama”, traducción de fabula y siuzhet, pero
efectuando una transformación semejante: distingue un nivel más superficial, el
“discurso”, y otro más profundo, el “modelo narrativo” entendido al modo de Propp.
Anteriormente Segre ya había propuesto una división en tres niveles, “fábula”,
“intriga” y “discurso” (Estructuras 14; cf. 1.2 supra).
Con su transformación en relato, los elementos de la acción se modifican, y
pueden adquirir un valor diferente. El relato no es la acción, a pesar de contener
únicamente acción. Es un signo (o representación) de la acción, y las relaciones
entre los elementos de su estructura lo distinguen de la acción, aunque los
elementos en sí sean los mismos. En términos peirceanos (cf. Eco, Lector 41 ss),
la acción es el objeto del relato, y se ve sustituida por éste en el proceso
comunicativo. Pero esta sustitución no está gobernada por la totalidad de los
aspectos de la acción, sino solamente por el ground de la representación. El
ground, uno de los componentes que Peirce distingue en su análisis de la
significación, es definido así por Eco:

El ground es un atributo del objeto en la medida en que dicho objeto se ha


seleccionado de determinada manera y sólo algunos de sus atributos se han
elegido como pertinentes para la construcción del Objeto Inmediato del signo.
(Lector 45)

La selección de un punto de vista narrativo es así un caso más del fenómeno


semiótico general por el cual un signo atiende solamente a ciertos atributos de su
referente. En el caso de la ficción, el objeto inmediato, el objeto tal como es
representado por el signo, es con frecuencia el único objeto existente. A la acción
ficticia sólo podemos acceder por medio del relato. La acción se convierte así en
un puro objeto inmediato, inaccesible para nosotros a través de otros signos
producidos en virtud de otro ground. Nos hallamos así en presencia de un bloque
de sentido homogéneo que imita las estructuras propias de un proceso
significativo. Continuaremos, sin embargo, hablando de las relaciones entre el
relato y la acción al margen de una distinción ente sus manifestaciones ficcionales
y las no ficcionales, procedimiento justificable por el hecho de que las estructuras
ficcionales imitan exactamente a las no ficcionales en su funcionamiento a este
nivel; la diferente interpretación es un fenómeno de orden discursivo.
Los recursos del relato constituyen de por sí un poderoso instrumento de
modelación de la acción, de producción de nuevos sentidos a partir de ella. Booth
(Rhetoric 271 ss) muestra el potencial ideológico presente en recursos tales como
la elección de las partes dramatizadas y las simplemente narradas a la hora de
presentar una acción, así como del punto de vista y de la reestructuración
temporal. La estructura temporal del siuzhet era enfatizada de modo especial por
los formalistas rusos, y el uso del punto de vista pareció contener el secreto de la
calidad artística a los teorizadores anglonorteamericanos que siguen a Henry
James.
Un relato se define frente a una acción por reglas constructivas que le son
propias. Constituyen estas reglas de transformación de la acción una entidad
particular tanto frente a la acción como a la manifestación efectiva que pueda
recibir esta entidad de carácter abstracto. El relato tiene, por tanto, una estructura
propia.
La imposición sobre la acción de esta estructura ajena a ella supone una
perspectivización de la misma. No debemos confundir esta perspectivización
impuesta por todo relato con un tipo de perspectivización más específica, que es
una de las formas que asume la primera en el género novelístico. Es esta segunda
perspectivización lo que Stanzel define como “the regulation of the spatio-temporal
arrangement with respect to the centre or the focus of the narrated events”, siendo
este foco ya un personaje, ya un narrador ajeno al mundo de los personajes (o
bien periférico). Stanzel habla de perspectiva interna (centrada en un personaje) y
externa (centrada en el narrador) (Theory 49). La aparición de esta
perspectivización, añade Stanzel, es un fenómeno histórico, localizable en el
tiempo. Considera (precipitadamente) que la novela victoriana es previa a la
perspectivización: ésta aparecería con Flaubert y James: “With the advent of
impressionism, traditional patterns of perception decline more and more in
importance and are supplanted by individual, subjective perceptions” (123). Más
generalmente, el desarrollo de formas perspectivísticas tanto en las artes plásticas
como en literatura va unido al desarrollo de la subjetividad y la individualidad en la
cultura occidental, que pasa por fases variadas a través de ideologías como el
cristianismo, el capitalismo, o de fenómenos culturales como el Renacimiento o el
Romanticismo, antes de llegar a los experimentos modernistas en que piensa
Stanzel.
No deja de ser curioso comprobar cómo Norman Friedman (“Point of view”), tras
detectar una evolución semejante a la observada por Stanzel, observa en cierta
literatura de la vanguardia de los años 40 y 50 lo que él diagnostica como una
slice of life sin selección alguna del material. Friedman niega carácter artístico a
este tipo de narración, y parece creer seriamente en su posibilidad; se trataría de
una presentación directa de la acción, sin la perspectivización obligatoria impuesta
por el relato, sin mediación. Nosotros descartamos enteramente esta posibilidad,
pero será preciso hacer un estudio mucho más exhaustivo de la perspectivización
realizada por el relato para decidir en qué sentido esta técnica narrativa es carente
de perspectiva, en qué sentido es extremadamente perspectivista (pues, después
de todo, Friedman la denomina “camera mode”) y en qué sentido la literatura de
James y Flaubert es más perspectivista que la de Dickens. “Perspectiva” es un
término muy general, bajo el que se ocultan diferentes conceptos, emparentados
pero no identificables entre sí.
Hemos mencionado ya lo que puede ser un primer paso para semejante
análisis. El relato impone una selección, una ordenación y una significación sobre
los acontecimientos de la acción. Estos conceptos son de antiquísima tradición
clásica, en una aplicación más general:

Dado que a todo ser le están siempre asociados ciertos elementos inherentes a su
sustancia, se sigue de allí que podemos hallar un factor de sublimidad en la
consistente y apropiada selección de esos elementos y en la posibilidad de
combinar esos rasgos constituyentes para formar un todo orgánico. (Sobre lo
sublime X. i, 105. Cursiva añadida.)

Pouillon explica así la necesidad de un proceso de selección efectuado sobre la


acción en el género novelístico:

Cuando el novelista nos presenta los personajes se encuentra frente al problema


de su pluralidad. Como no estamos en el teatro, es imposible “que éste nos
presente” simultáneamente a todos los héroes. En una novela, en cambio, vemos
unos personajes a través de otros. Lo que nos hace conocerlos no son solamente
las palabras que se dicen cuando están juntos en el escenario, sino lo que piensan
unos de otros. Entonces cabe preguntar: ¿Qué punto de vista, qué perspectiva se
debe elegir para ordenar y recorrer de manera novelística esta pluralidad? (…)
Una de las características de la novela, es la de que los protagonistas puedan
existir de diferente manera, no estar en el mismo plano, puesto que no son vistos
de la misma manera. (Tiempo 23-24)

El punto de vista (y con éste el artificio discursivo que lo manifiesta e incluso lo


justifica o motiva de modo realista) gobiernan no sólo la selección, sino también en
gran medida la disposición de los acontecimientos. En gran medida, pues por una
parte el discurso puede renunciar a justificar la estructura del relato, y en todo
caso justificarla en diversa medida o de diversas maneras. Por otra parte,
deberemos introducir más adelante la diferencia entre discurso real y discurso
ficticio superpuesto a aquél. Veremos entonces más claramente que el relato
puede desbordar al discurso ficticio y estar parcialmente organizado por el
discurso real de manera directa. Una estructuración de este tipo (por ejemplo, la
que gobierna las relaciones entre los distintos discursos ficticios que constituyen
algunas novelas de Faulkner, como The Sound and the Fury y As I Lay Dying) no
pueden ser justificadas por las estructuras discursivas ficticias: es el artista como
tal quien se hace responsable de ellas, sin motivarlas mediante un proceso o
personaje de la ficción. Tampoco cabe decir que esto un problema de focalización
sin más, pues, como arguye Bal, la focalización necesita un sujeto focalizador. No
tenemos en estos casos otro remedio que reconstruir un sujeto a partir de la
estructura del relato y llamarlo “autor textual” —pero así dejamos de hablar de
focalización y entramos en el área de la composición artística. Este fenómeno
afecta tanto a la selección como a la ordenación y significación de los
acontecimientos. La selección de acontecimientos debe forzosamente transmitirse
por medio de un discurso, y es responsabilidad de un narrador, elemento
intratextual, antes de serlo del autor textual: pero el sistema del narrador queda
desbordado desde el momento en que hay varios narradores cuyas narraciones
deben ordenarse. La ordenación de acontecimientos puede estar por una parte,
como hemos dicho, sometida al punto de vista y al discurso del narrador, pero
puede manifestarse a la vez textual y silenciosamente en la articulación de los
discursos de distintos narradores y en general en una ordenación de secuencias
no motivada de modo realista por elementos intratextuales, como no está
motivada en las novelas mencionadas. Será necesario, cuando hablemos del
tiempo del relato, ver a qué tipo de motivación discursiva obedecen la selección,
reordenación y representación temporal.
Podemos distinguir un grado de justificación en los procesos de selección,
ordenación y representación intermedio entre la justificación diegética y aquélla
que es responsabilidad única del autor implícito. Nos referimos a la justificación de
carácter exclusivamente narratorial, la que es propia de un narrador
heterodiegético y extradiegético (el de Little Dorrit, Le Père Goriot o Barchester
Towers). Esta justificación discursiva se da cuando la selección, ordenación o
representación de acontecimientos no es relacionable con ningún proceso
cognoscitivo interior a la misma acción, pero sí son asumidas explícitamente por el
narrador. En estos casos vemos escindirse la función desempeñada que en otros
casos por la focalización, cuando por una parte nos transmitía la acción
sígnicamente, nos daba a conocer lo focalizado, y por otra nos hacía compartir, en
tanto que espectadores implícitos, la experiencia del focalizador, experimentar la
acción. En el caso del fenómeno mencionado podríamos hablar de focalización
extradiegética, seguimos conociendo lo focalizado, pero la actividad del
focalizador ya no nos comunica acción, sino una especie de virtualidad de la
acción: el narrador adopta perspectivas variables, y algunas son exclusivas de su
conocimiento privilegiado, pero otras son una imitación de posibles procesos
cognoscitivos de actores que son imitados por el narrador (por ejemplo, lo que “la
gente” dice, o lo que “un paseante” podría ver).
La focalización, en suma, no debe identificarse ni con el simple proceso de
selección de acontecimientos, ni con el conjunto de alteraciones de la acción
producidas conjuntamente por la selección, ordenación y representación. Algunas
transformaciones son de naturaleza puramente compositiva, y existe así la
posibilidad de una selección, ordenación y representacion de acontecimientos que
no es regida por la focalización. La transición de la focalización a la composición
es un continuo, pero en última instancia la composición es un principio de carácter
superior, que utiiza la focalización como recurso formal.En consecuencia,
sostendremos que la focalización no es el proceso exclusivo que da forma al
relato, contrariamente a lo que da a entender el esquema de Bal (Narratologie 33),
aunque sí es uno de los más importantes.
Hay que evitar también identificar con la selección el nacimiento de un espacio
del relato, y tampoco limitar al tiempo los efectos de la disposición. Tanto
selección como disposición tienen un aspecto temporal y otro espacial.
Volveremos más adelante al problema del espacio en la novela; observemos
ahora sólo que la constitución de un espacio novelesco está estrechamente ligada
a los rasgos caracterizadores de los personajes y a la focalización. Pero
insistimos en que la focalización no sólo organiza el espacio perceptivo del
personaje o del narrador, sino también las alteraciones temporales que resultan de
la actividad del personaje focalizador o del narrador. Asimismo, la redisposición de
acontecimientos no tiene únicamente un valor temporal, ya que enfrenta también
los espacios ligados a esos acontecimientos, pudiendo surgir de ello relaciones
creadoras de significado. El espacio de la novela, tanto como el tiempo, está
estructurado (cf. Gullón, Espacio y novela 21), y esta estructuración debe poder
describirse. Intuiciones como la de Muir, que señala el predominio del tiempo en
las novelas dramáticas y del espacio en las de personajes (cit. por Gullón 11) así
como los efectos de simultaneización del tiempo o la espacialización de la novela
(Joseph Frank, “Spatial Form in Modern Literature”; Gullón) pueden expresarse de
una manera sistemática desarrollando los principios que hemos venido
exponiendo.
Una última observación sobre el concepto de relato antes de pasar a su
desarrollo. Observamos que mientras por una parte se mantiene la tensión relato /
acción descrita por Volek, mediante la cual ambos se definen e identifican
mutuamente, por otra el relato es susceptible de constituirse en una nueva acción
y de reproducir en su propio nivel todos los mecanismos de funcionamiento que
describíamos en el capítulo anterior. Así, por ejemplo, la oposición dialéctica entre
disyunción y no disyunción que Julia Kristeva descubre en la novela (Texto 79)
podrá manifestarse en ésta en cuanto que es acción o en cuanto que es relato, en
cuyo caso la oposición habría sido establecida únicamente mediante el juego de
las categorías que dan lugar al relato (temporalización, aspectualización,
modalización). Otro tanto, podemos adelantar, sucede en el nivel del discurso.
Creemos que la importancia que este tipo de fenómenos tengan en un relato
depende de esta ley más general formulada por Volek:

A medida que el siuzhet se aleja de la fábula, el centro de gravedad de su


construcción, como por una suerte de compensación estructural, se desplaza de
los nexos cronológico-causales hacia las relaciones de composición entre los
elementos: el eje metonímico de la fábula está como intersecado por el eje
metafórico de la composición. (Volek 155)

Pero no entraremos en más detalle para definir teóricamente estas complicaciones


de la estructura semiótica. Como las transformaciones de la acción sobre las que
llamábamos la atención en el apartado 1.2.8, o como la cuestión de la reflexividad
o metaficción que mencionaremos esporádicamente analizando el nivel del
discurso, se trata de fenómenos de segundo grado, derivados de las formas
narrativas más generales que son el objeto de nuestra atención. Estos fenómenos
son de indudable relevancia, especialmente en la narración contemporánea,
hecha con la sedimentacion de materiales elaborados por tradiciones narrativas
anteriores. En ella, la referencia intertextual es mayor que nunca, y la estructura
narrativa puede alcanzar grados de complejidad insospechados en el pasado.
Pero consideramos que aquí es suficiente concentrarnos en la lógica de
funcionamiento específica de cada nivel. La forma que adopten no se puede
determinar al margen del análisis de un texto o un tipo de textos, un subgénero
narrativo concreto, una época o un autor determinados.
2.2. Relato

Notas

Cf. Barthes, “Introduction” 5; Todorov, “Catégories” 127; García Berrio,


Significado 209; Segre, Principios 216.
Diánoia en el sentido más amplio que Frye da al término: el significado de la
obra (Anatomy of criticism 73).
Es precipitado decir, como Ricœur (Time and Narrative 2, 12), que a la
mimesis aristotélica, una noción no unívoca, es totalmente ajeno el sentido de
reproducir, de “hacer una copia”; este sentido del término mimesis, aunque quizá
no el más innovador, sí es indudablemente un ingrediente en la Poética.
Han de tenerse en cuenta las matizaciones de Volek y las nuestras propias
sobre este punto (1.1.3.3 supra).
Shklovski, O teorii prozy 204; cit. en Erlich 242.
Hay, naturalmente, otras acepciones corrientes del término “narración”; la
más común es texto narrativo.
Oponemos selección a ordenación de tal manera que las alteraciones
estructurales del relato dependen unas de la selección, y otras de la ordenación.
Hay que añadir además los procesos de significación o representación que
intervienen en otras transformaciones como la aspectualización, modalización y
perspectivización.
Marjet Berendsen, “The Teller and the Observer: Narration and focalization in
narrative texts” 140. Lo mismo sucede con “narracion” en español, cf. la nota
previa a la anterior.
La traducción española de Bal (Teoría de la narrativa) termina de complicar
las cosas, al utilizar los términos “fábula”, “historia” y “texto” para los niveles que
en Narratologie se llamaban respectivamente histoire, récit y texte. Esta
circunstancia deberá tenerse en cuenta en las citas de Teoría de la narrativa.
Chatman (Story and Discourse 43) define plot como “story-as-discoursed”.
Nuestro concepto de relato está próximo, pues, a esta nueva acepción de plot.
No estamos, pues, de acuerdo con Chatman (Story and Discourse 106)
cuando declara que “verbal narratives can be completely nonscenic” ni con
Genette, que en su Nouveau discours du récit intenta nadar y guardar la ropa, al
defender a la vez el detallado método de análisis desarrollado en su “Discours du
récit” y la laxitud terminológica, la falta de rigorismo. Genette se niega a hacer una
diferencia entre focalización variable, focalización cero y ausencia de focalización.
Así declara que “à la différence du cinéaste, le romancier n’est pas obligé de
mettre sa caméra quelque part: il n’a pas de caméra” (Nouveau discours 48). Pero
al igual que Chatman, Genette parece confundir aquí el género novelístico con la
narración. La narración es un fenómeno lingüístico, o retórico si se prefiere, que no
es sino uno de los ingredientes del género novelístico. Pero lo que estamos
intentando definir con nociones como la de focalización es el modo narrativo, y no
la novela. Y, desde luego, al narrar hay que narrar algo, y poner la “cámara” en
alguna parte. La proporción de acción que contenga una novela puede ser
mínima, pero quizá tenga cierto peso a la hora de diferenciarla de un libro de
ensayos.
Sustitución peculiar, que trataremos más adelante, en el caso de la ficción,
en que el objeto es imaginario.
Por ej. Lubbock, The Craft of Fiction; Schorer, “Technique as discovery”, o
Friedman, “Point of view”.
Esto no quiere decir que la independencia respecto del medio semiótico sea
total. Es obvio que hay medios de transmisión que favorecen determinadas
estrategias del relato; es un lugar común, por ejemplo, que la novela es más apta
que el cine para la manifestación del carácter, mientras que el cine es
especialmente adecuado para narrar acciones. Las diferencias básicas entre
literatura y artes plásticas en este sentido están admirablemente expuestas en el
Laocoonte de Lessing.
Cf. Chatman: “The discourse can be manifested in various media, but it has
an internal structure qualitatively different from any of its possible manifestations”
(Story and Discourse 43). Chatman, sin embargo, ascribe a este nivel que en
principio parece coincidir con nuestro concepto de relato algunos elementos que
nosotros consideraremos discursivos.
Sirvan de ejemplo el análisis de Clemens Lugowski en Die Form der
Individualität im Roman, o la “Theorie des Romans” de Lukács. Cf. también las
relaciones entre forma y subjetivismo observadas en William Edinger, Samuel
Johnson and Poetic Style, o Francisco Rico, La novela picaresca y el punto de
vista.
Cf. por ejemplo los distintos tipos de fenómenos perspectivísticos sugeridos
por Lozano, Peña-Marín y Abril (130); ver también David Lee, Competing
Discourses.
Chatman (28) señala order y selection como los dos únicos rasgos
relevantes en la definición del discourse (♠ relato), incurriendo según creemos en
incoherencias con su propia teoría. Sternberg (51), al definir un hueco informativo
permanente frente a uno temporal, define así el papel de la selección y la
combinación en el paso de la acción al relato: “The former gap [el permanente]
results already form the process of selection that produces the fabula, the latter [el
provisional] from the process of combination and displacement that produces the
sujet”. Sternberg está obviamente interpretando selección o bien en un sentido
expansivo que no nos concierne aquí, identificándola a invención, o bien se refiere
a una selección de acontecimientos causalmente concatenados (selección, por
tanto, en el sentido de eliminación) que da forma a una fabula a partir de una story
entendida al modo de Forster (cf. Sternberg 11 ss). Pero esta selección ya es para
nosotros un proceso del relato. Además, Sternberg está tratando sobre los huecos
informativos dejados por el relato, y así presta atención únicamente a una
selección cuantitativa: qué acontecimientos forman parte de la fabula. Igualmente
importante es, sin embargo, la selección cualitativa efectuada por las diversas
modalidades de representación, que ya no se puede atribuir en modo alguno al
nivel de la fabula: qué acontecimientos son presentados de qué manera, cómo son
representados o significados. Por tanto, no es sólo la ordenación lo que constituye
el siuzhet o el relato, según nos llevaría a creer esta definición, sino los procesos
combinados de selección y ordenación, más el elemento de reestructuración
modal, perspectística, etc.
Cf. los artificios de motivación realista estudiados por el formalismo ruso.
Tomashevski habla así de la motivación mediante un artificio discursivo: “Si el
material de la fábula no se desarrolla de un modo lineal, adquiere gran importancia
el “narrador”, pues los desplazamientos en el interior de la trama se introducen,
por lo general, como una propiedad del relato” [♠ del proceso narrativo] (Teoría
191). Sternberg incluye una noción parecida en su clasificación de los tipos de
estructuras creadoras de suspense, y define la motivación como “the explicit or
implicit justification, explanation, or dissimulation of an artistic convention, device,
or necessity either in the terms of artistic exigencies, goals, and functionality
(aesthetic or rhetorical motivation) or in terms of the referential pattern of the fictive
world (realistic or quasi-mimetic motivation)” (247). Señala asimismo que el uso de
un punto de vista es “the most comprehensive principle (or framework) motivating
the selection, combination, and distribution of elements in the narrative text” (254).
A esta distinción superpondríamos otro criterio: el que la motivación esté
justificada a nivel de acción o a nivel de discurso. Cf. 3.2.2.1 infra.
Cf. el implied author de Booth (Rhetoric 71 ss, 211 ss). Bal sostiene que el
estudio de la focalización terminaría de disolver a esta figura fantasmal: “Tout ce
qu’on a traditionnellement considéré comme intrusions d’auteur, les traces du
implied author, peut être analysé en traces du narrateur et traces du focalisateur”
(Narratologie 38). Pero si confrontamos esta afirmación con los ejemplos de
Faulkner a que aludimos, vemos que resulta exagerada y, como hemos dicho,
contradictoria con la propia teoría de Bal. Cf. 3.3.1.2. infra.
Partimos de la terminología de Genette (“Discours”); cf. 3.2.1.4 infra.
Aunque sólo la navaja de Occam nos hace usar aquí el mismo término,
“focalización”.
“La representación del espacio en el texto está muy ligada a la de las
personas por la relación que tiene con la cuestión del punto de vista” (Lozano,
Peña-Marín y Abril 129).
Cf. 1.1.3.5 supra. Naturalmente, Volek la formula en términos de fabula y
siuzhet.

2.2. TIEMPO DEL RELATO


El tiempo es algo inherente a la obra literaria. Ya Lessing observó (151 ss) que por
la misma naturaleza de los signos que utiliza, la literatura es un arte “progresivo”,
apto para representar sucesiones de acontecimientos. Hegel califica a la literatura
de “arte temporal”, arte que subjetiva el espacio lo reduce a un punto del tiempo.
En ello coincide la literatura con la música, pero Hegel continúa:

En la poesía [literatura], el punto corresponde igualmente al tiempo, pero éste, en


lugar de ser una negatividad formal, es perfectamente concreto, en tanto que
punto del espíritu, en tanto que sujeto pensante asociado al sonido temporal en el
espacio infinito de la representación. (Introducción a la Estética 155)

La literatura es a la vez un arte temporal y representativa. Estas dos


características no se dan aisladas. Además de darse en una temporalidad, la
literatura puede representar una temporalidad, como en el caso de la narración, y
no lo hace de manera directa o unívoca, sino mediante estructuras de signos que
nos remiten a otras estructuras de signos, en un proceso con capacidad
generativa que puede alcanzar un alto grado de complejidad y comprometer a
todos los elementos del proceso comunicativo. El género narrativo posee
características especiales que son definidas así por Meir Sternberg:

The temporal potentialities of literary art as a whole have particularly complex and
potent manifestations in texts with a narrative backbone. For here the textual
dynamics deriving from the sequential nature of the verbal medium as a continuum
of signs necessarily combines and interacts (as it does not do in music or
descriptive poetry) with the dynamics of at least two other sequences of processes,
informed by a largely extraverbal logic that relates to the semantic referents of
those signs: the twofold development of the action, as it objectively and
straightforwardly progresses in the fictive world from beginning to end (within the
fabula) and as it is deformed and patterned into progressing in our mind during the
reading-process (within the sujet). (Sternberg 34)

Esta definición es una buena síntesis de las reflexiones sobre este punto hechas
por la narratología formalista y estructuralista. Llamaremos a los tres tiempos
distinguidos por Sternberg tiempo del discurso, tiempo de la acción y tiempo del
relato, respectivamente. Estas definiciones, sin embargo, habrán de ser matizadas
y ampliadas.
Ya hemos tratado en el capítulo anterior del tiempo de la acción, cuya lógica de
funcionamiento coincide en gran parte con la que aplicamos a la comprensión de
la vida real. La creación de un tiempo del relato que contrasta con este tiempo de
la acción es uno de los recursos retóricos que dan forma a ese “discurso oculto”
que se manifiesta en la obra de arte de forma indirecta (cf. Booth, Rhetoric 273
ss). Es importante subrayar la interrelación estrecha que existe entre estos dos
niveles y el tercero, el tiempo del discurso. Aunque en ocasiones hagamos
abstracción de ella, siempre ha de tenerse en cuenta para describir la estructura
textual en toda su complejidad. Las relaciones entre el tiempo de la acción y el
tiempo del relato constituyen sin lugar a dudas una estructura de por sí, pero una
estructura que no se manifiesta inmediatamente como tal. Su manifestación a
través del tiempo del discurso la complica un grado más y nos da la estructura
final del tiempo de la obra en su conjunto, que coincide con la fórmula temporal
producida en un acto de lectura más o menos idealizado. Un estudio estructural de
este tipo tiene así la posibilidad de estrechar sus lazos con la lingüística moderna.
En efecto, un estudio lingüístico adecuado de un texto narrativo no debe atender
sólo a descubrir relaciones estáticas entre sus elementos, pues proporcionaría así
una visión inexacta de la estructura textual, que es esencialmente secuencial. Los
estudios lingüístico-estilísticos basados en gramáticas oracionales no pueden
integrar el aspecto temporal de la narración como un elemento más de su
estructura; así se les ha acusado de ignorar la naturaleza secuencial del texto y de
dejar de lado las cuestiones del tiempo y del ritmo. Peter Hartmann (cit. en van
Dijk, Text Grammars 29-30) distingue procedimientos de análisis lineales y no
lineales, así como microestructurales y macroestructurales. Son abstracciones
legítimas, pero creemos que una buena teoría del análisis lineal y macroestructural
de un texto incluye por definición las teorías no secuenciales y microestructurales.
La subordinación del tiempo de la acción al del relato, y de éste al tiempo del
discurso deberá también tenerse presente en los análisis parciales que hagamos
de estos niveles subordinados.
El punto de partida para la distinción entre tiempo de la acción y tiempo del
relato podría hallarse en la teoría dramática, en la Poética y en las discusiones de
los críticos neoclásicos sobre la unidad dramática de tiempo. Son interesantes, por
ejemplo, las observaciones que se encuentran en Castelvetro (Poetica d’Aristotele
vulgarizzata et sposta) sobre las diferencias entre el tiempo real de la
representación dramática y el tiempo representado de la acción, y sobre la
conveniencia de que coincidan. También las de Corneille (“Discours des Trois
Unités”) sobre la interrelación de las tres unidades y la conveniencia de evitar una
contraposición explícita entre el tiempo real y el de la acción. En el ámbito
anglosajón, podemos mencionar a Dryden (An Essay of Dramatic Poesy), que
aboga por una cierta moderación de las convenciones neoclásicas sobre la unidad
de tiempo. Pero en lo referente específicamente a la narración, será más
provechoso partir del primer acercamiento sistemático al tema, la distinción
formalista entre fabula y siuzhet.
Tomashevski (Teoría 268-269) insiste en el hecho de que aunque la ordenación
de los acontecimientos de la fabula sea la natural, representa una abstracción con
respecto a la experiencia efectiva del lector, experiencia que es la de la
temporalidad propia del siuzhet. Esta distinción formalista es similar a la que hace
Spitzer entre erzählte Zeit (♠ tiempo de la acción) y Erzählzeit (♠ tiempo del relato).
Gunther Müller (“Erzählzeit und erzählte Zeit”) y Eberhard Lämmert (Bauformen
des Erzählens) desarrollan esta oposición básica, clasificando las posibles formas
de interacción de las temporalidades de manera rigurosa. Gérard Genette parte de
los estudios de Müller y Lämmert para exponer en su “Discours du récit” la
descripción más detallada hasta la fecha de un método para analizar la estructura
temporal de un relato.
Parecerá sorprendente la afirmación de que todo el detallado aparato utilizado
por Genette para el análisis de la temporalidad descansa sobre distinciones
conceptuales insuficientes; sin embargo, así es. Ya hemos señalado anteriormente
(2.1 supra) lo que nos parece, siguiendo a Bal, una limitación en el sistema de
niveles de análisis textual propuesto por Genette. El análisis de la temporalidad
que hace Genette refleja la borrosa distinción entre su segundo y su tercer nivel.
Genette identifica los niveles que llamamos relato y discurso en un único nivel
(récit). De la misma manera, no establece una distinción clara entre tiempo del
relato y tiempo del discurso. Genette se apoya en el siguente texto de Christian
Metz para justificar un análisis basado en dos secuencias temporales en lugar de
tres:

Le récit est une séquence deux fois temporelle (...): il y a le temps de la chose
racontée et le temps du récit (temps du signifié et temps du signifiant). Cette
dualité n’est pas seulement ce qui rend possibles toutes les distortions temporelles
qu’il est banal de relever dans les récits (trois ans de la vie du héros résumés en
deux phrases d’un roman, ou en quelques plans d’un montage “fréquentatif” de
cinéma, etc.); plus fondamentalement, elle nous invite à constater que l’une des
fonctions du récit est de monnayer un temps dans un autre temps.

Dos secuencias temporales pueden a primera vista parecer suficientes si estamos


pensando ante todo en la estructura del relato fílmico, como hace Metz. En el cine,
el discurso se limita a ser relato mucho más estrictamente que en la literatura.
Pero aun así, la propia definición de Metz parece implicar que si lo que hace el
relato es distribuir una temporalidad con respecto a otra, “monnayer un temps
dans un autre temps”, lo que resultará de la interacción de esas dos secuencias
temporales no será ni una ni otra, sino un tercer término, una relación entre
ambas. En los términos utilizados por Sternberg, la interacción entre “the
sequential order of the verbal medium as a continuum of signs” (tiempo del
discurso) y “the action, as it objectively and straightforwardly progresses in the
fictive world from beginning to end” (tiempo de la acción) nos da el tiempo del
relato, es decir, el tiempo de la acción “as it is deformed and patterned into
progressing in our mind during the reading-process”.
Otras limitaciones del modelo de Genette están ligadas a su análisis del
discurso, sobre el cual volveremos más adelante. Baste por ahora señalar que,
debido a una insuficiente distinción entre narratario, lector real y lector implícito,
Genette simplifica en exceso (y, por tanto, complica) la exposición del tiempo del
discurso:

Le récit littéraire écrit (…) ne peut être “consommé”, donc actualisé, que dans un
temps qui est évidemment celui de la lecture (…). Sa temporalité est en quelque
sorte conditionnelle ou instrumentale; produit, comme toute chose, dans le temps,
il existe dans l’espace et comme espace, et le temps qu’il faut pour le
“consommer” est celui qu’il faut pour le parcourir ou le traverser, comme une route
ou un champ. Le texte narratif, comme tout autre texte, n’a pas d’autre temporalité
que celle qu’il emprunte, métonymiquement, à sa propre lecture. (“Discours” 78)

En el capítulo dedicado al discurso volveremos sobre estas afirmaciones de


Genette y la denominación de “pseudo-temps” que aplica al tiempo del récit (78).
Por ahora, queremos dejar sentado que todas ellas tienen poco que ver con el
elemento de relato contenido en el récit de Genette. El tiempo del relato no es el
tiempo necesario para leerlo. Se trata de un tiempo relativo a la secuencia de
acontecimientos, al igual que el de la acción. Uno es tan “pseudo-tiempo” como el
otro, aunque no les aplicaremos esta denominación, sino más bien la de tiempo
significado.
Sin embargo, sí podríamos decir que el tiempo del relato es un pseudo-tiempo
en un sentido distinto al que se refiere Genette. El contenido diegético del tiempo
del relato (como del relato en su totalidad) no está realmente en sí mismo: es en
realidad el esquema de construcción de una temporalidad (virtual), la de la acción.
Suele haber dificultades a la hora de deslindar este esquema de construcción de
las dos líneas temporales que combina. Barthes también confunde los tiempos del
relato y del discurso:

du point du vue du récit, ce que nous appelons le temps n’existe pas, ou du moins
n’ existe que fonctionnellement, comme élément d’un système sémiotique: le
temps n’appartient pas au discours proprement dit, mais au référent; le récit et la
langue ne connaissent qu’un temps sémiologique; le “vrai” temps est une illusion
référentielle, “réaliste” (...). (“Introduction” 12)

Esto no es cierto; Barthes pasa por alto que el discurso no sólo se realiza
necesariamente en un momento del tiempo y tiene una duración, tanto en lo
referente a su emisión como a su recepción, sino que además es susceptible de
multiplicarse, dando origen a temporalidades discursivas ficticias (por ejemplo, la
duración de la escritura de Malone en Malone meurt) o simplemente significadas.
En el discurso pueden en principio encontrarse marcas de todos estos hechos.
Por tanto, en nuestro análisis no nos limitaremos a distinguir tres tiempos, sino
que reconoceremos la capacidad de generar una temporalidad que posee cada
nivel de análisis. Esta capacidad puede quedar en una mera potencialidad o
actualizarse de modo relevante en un texto dado. No todos los niveles son
igualmente productivos, y la atención que les han prestado las teorías
narratológicas es directamente proporcional a su productividad. Podemos señalar
aquí las principales líneas temporales susceptibles de análisis en un texto
narrativo de ficción:

• Tiempo real de la producción del texto (fecha y duración de la escritura).


• Tiempo real de la lectura de un texto (fecha y duración de una lectura particular).
• Tiempo implícito de producción del texto (fecha y duración).
• Tiempo implícito de lectura del texto (fecha y duración).
• Tiempo del acto de narración (fecha y duración).
• Tiempo del acto de recepción (fecha y duración).
• Tiempo del relato.
• Tiempo de la acción (fecha y duración)

Excepto la última y penúltima, estas distinciones se refieren al tiempo del discurso.


Suelen pasarse por alto, pues tienen un bajo rendimiento en la significación de los
textos, o bien se confunden con el tiempo del relato. Así, Tomashevski (Teoría 54)
olvida el tiempo del relato, el tiempo propio de los significados ordenados por el
siuzhet, para quedarse con una oposición entre el tiempo de la fabula y el del
discurso-significante, lo cual es claramente insuficiente para sus propósitos.
Además, identifica los tiempos de narración y de lectura de la obra. Del mismo
modo, Genette no establece distinciones entre los tiempos de recepción en los
distintos niveles, quizá llevado por una excesiva tendencia a identificar esos
niveles en la práctica.
En general, podemos decir que cualquier teoría que utilice sólo dos términos
para describir la temporalidad del texto narrativo es incapaz de recoger la
complejidad que hemos señalado en el momento en que ésta se presente. Sucede
así con los términos Erzählzeit y erzählte Zeit. Sucederá también con los sistemas
que se limitan a establecer una oposición entre enunciación y enunciado. Según
Roman Jakobson (“Les embrayeurs, les catégories verbales et le verbe russe”
183) “le Temps caractérise le procès de l’énoncé par référence au procès de
l’énonciation”. Jakobson está definiendo aquí categorías lingüísticas, no
narratológicas; éstas han de ser descritas como un sistema de enunciaciones y
enunciados, y no como una oposición simple. Otras oposiciones relacionadas con
éstas, como represented time / representational time (Sternberg 14), “tiempo del
discurso” / “tiempo del universo ficticio” (Todorov, Poétique 58; cf. “Catégories”
139), o reading time / plot time (Chatman, Story and Discourse) son igualmente
insuficientes, y a veces confusas.
Todorov (“Catégories” 141) llega a distinguir cuatro tiempos, equivalentes a
nuestros tiempos de la acción, del relato, de la escritura real y de lectura real.
Estos últimos están, por supuesto, implícitos en todas las teorías que hemos
mencionado, pero Todorov apunta la posibilidad de que se incluyan dentro del
texto. Utiliza la expresión temps du discours para referirse a nuestro tiempo del
relato. Pero si hablamos de la fragmentación del tiempo de la acción refiriéndola
directamente al tiempo del discurso, corremos el riesgo de ignorar luego el
auténtico tiempo del discurso, el necesario al discurso, como cadena de signos
lingüísticos, para manifestarse. Esta cadena, al igual que la de los acontecimientos
de la acción, puede ser alterada y reordenada. Por lo tanto, es mejor hablar de
tiempo del relato al referirnos al que se opone a la pluridimiensionalidad de la
acción y la reduce a una linealidad.
Ya hemos indicado anteriormente (1.2.4 supra) de qué manera el relato se
construía frecuentemente siguiendo esquemas cognoscitivos ya presentes en la
acción. En lo referente al tiempo, por ejemplo, la acción no es un continuo
indiferenciado de progresión; incluye elementos de distorsión que pueden ser
utilizados ulteriormente en la construcción del relato. A la temporalidad “efectiva”
de la acción se superponen temporalidades virtuales de carácter intradiegético, es
decir, que forman parte de esa acción. Son lo que Umberto Eco llama
“construcciones doxásticas de los personajes” (Lector 218 ss): los “mundos
posibles” constituidos por las creencias, expectativas, recuerdos, etc. de los
personajes. Eco estudia la interacción de estas construcciones doxásticas no sólo
con las del lector (cf. 3.3.3.3 infra), sino entre ellas: un personaje puede atribuir a
otro una creencia o proyecto que el otro no posee, etc. Muchas veces la línea de
la acción se oculta para el lector tras su manifestación en las mentes de los
personajes. En este capítulo nos ceñiremos a las relaciones temporales existentes
entre el relato y la acción, incluyendo los fenómenos que acabamos de señalar.
Genette aplica tres categorías al análisis del tiempo del relato:

nous étudierons les relations entre temps de l’histoire et (pseudo-)temps du récit


selon ce qui m’en paraît être les trois déterminations essentielles: les rapports
entre l’ordre temporel de succession des événements dans la diégèse et l’ordre
pseudo-temporel de leur disposition dans le récit (…); les rapports entre la durée
variable de ces événements, ou segments diégétiques, et la pseudo-durée (en fait,
longueur de texte) de leur relation dans le récit; rapports, donc, de vitesse (…);
rapports enfin de fréquence, c’est à dire, pour nous en tenir ici à une formule
encore approximative, relations entre les capacités de répétition de l’histoire et
celles du récit. (“Discours” 78)

Seguiremos a grandes rasgos esta división establecida por Genette, con las
matizaciones que se derivarán de las diferencias ya expuestas entre su
concepción de la estructura del relato y la nuestra. Así, por ejemplo, nosotros
ligaríamos menos estrechamente la categoría de la duración a la cantidad de
texto, y más a la naturaleza o estructuración del mismo. Un texto largo puede
autorrepresentarse como un texto corto, y eso ha de reflejarse en la descripción.
Se observará una relación entre los procesos de selección y ordenación que
contribuyen a dar forma al relato (cf. 2.1 supra) y las categorías de la duración y el
orden, respectivamente: éstas son la manifestación de aquellas en la temporalidad
del relato. En cuanto a la frecuencia, creemos que su valor propiamente temporal
deriva también de los procesos de selección y ordenación, y por tanto las
variaciones de frecuencia pueden explicarse en términos de orden y duración.
Pero creemos también que es posible por otra parte desarrollar el valor aspectual
de esta categoría (más relativo a la representación o reconfiguración temporal que
a cuestiones de selección y orden); después de todo, las taxonomías de
frecuencias que presenta Genette están más próximas a lo que en gramática se
ha denominado tradicionalmente aspecto verbal que al tiempo propiamente dicho.
Además, es posible distinguir otras categorías aspectuales pertinentes para el
estudio del relato. Por ello, dedicaremos una sección propia a los aspectos del
relato, y no sólo a la frecuencia. A pesar de su conexión con los problemas de la
temporalidad, la aspectualidad narrativa tiene suficiente entidad como para
considerarla categoría aparte.

2.2.1. Orden

La definición aristotélica de principio, medio y final es el punto de partida para una


definición del orden narrativo. Trataremos en esta sección cuestiones
relacionadas con la segmentación en fases del relato (apertura, desarrollo y
clausura narrativa) y con las alteraciones de orden que pueden modular esa
segmentación.
El orden natural que los acontecimientos presentan en la acción puede alterarse
en el relato. Estas alteraciones se denominarán anacronías. Las anacronías no
son exclusivas de la literatura, sino que se dan también en la narración oral o
escrita no artística. Están casi invariablemente presentes, por ejemplo, en las
narraciones de anécdotas centradas en algún misterio o sorpresa. Labov (cit. por
Pratt, 69) señala asimismo la gran frecuencia con que aparece en la narración oral
de anécdotas un resumen anticipatorio al comienzo del relato. Labov incluye este
resumen en su esquema de la narración oral estándar. El uso de las anacronías
como recurso retórico se da dentro y fuera de la literatura, pero tanto el número de
casos como la variedad de formas hacen especialmente interesante el estudio de
este fenómeno en literatura. Hasta tal punto que, según afirma van Dijk, “the
literary grammar of narrative thus seems nearly hopelessly powerful because it
imposes almost no constraints on the order of surface segments, i.e., any
permuted order is GL-grammatical” (es decir, aceptable desde el punto de vista de
la literatura; Text Grammars 304). Genette señala asimismo (“Discours” 79 ss;
105) que las anacronías están presentes ya en los textos literarios de la más
remota antigüedad: abundan, por ejemplo, diversos tipos en la épica homérica.
La poética clásica no ha concedido demasiada atención a esta figura, quizá
dándola por supuesta. Aristóteles sólo menciona el tema de pasada, y como si
fuese un fenómeno que se diese exclusivamente en la épica:

[M]ientras a la Tragedia no le es posible imitar diversas partes de una acción que


transcurren simultáneamente, sino tan sólo lo que los actores representan en
escena, en la Epopeya, por ser toda narración, pueden presentarse
simultáneamente muchas partes de la acción. (Poética 1459 b)

La formulación exacta sería más bien “pueden presentarse sucesivamente


muchas partes simultáneas de la acción”. Como señala Halliwell, no existe en el
teatro la imposibilidad teórica que señala Aristóteles. Pero, como nos indica la
existencia misma de esa afirmación aristotélica, una anacronía en un drama griego
parece algo en cierto modo sacrílego, y no podemos recordar ningún ejemplo ni
siquiera en obras de vanguardia, tan artificioso es el fenómeno (descartamos,
claro está, las anacronías subjetivas presentes en los parlamentos de los
personajes).
Si deseamos ir algo más allá en la interpretación de Aristóteles, podemos
suponer que el concepto de anacronía está lógicamente implicado por el de
mythos desarrollado en la Poética. Según Chatman (Story and Discourse 19) el
mythos supone una selección y una posible reordenación de unidades a partir de
la praxis o acción. De cualquier modo, la primera observación sobre el tema de las
anacronías se debe a Aristóteles, y sigue estando en la base del pensamiento
actual sobre el tema.
Horacio introdujo la célebre expresión “in medias res”. Pero este término tiene
hoy un sentido engañoso. En Horacio no alude a una anacronía, sino a una elipsis
(cf. 2.2.2.5 infra) . La expresión aparece en un párrafo que aconseja sobre la
manera hacer un relato interesante y coherente a la vez, a partir de una acción.
Horacio alaba la práctica de Homero, con criterios semejantes a los aristotélicos:
nec reditum Diomedis ab interitu Meleagri,
nec gemino bellum Troianum orditur ab ovo;
semper ad eventum festinat et in medias res
non secus ac notas auditorem rapit et quae
desperat tractata nitescere posse relinquit (...)
(Epistola ad Pisones, versos 146-150)

El uso popular de la expresión in medias res no atiende a la elipsis recomendada


por Horacio, sino que utiliza la expresión para describir un fenómeno de orden
narrativo: una vez transportado el lector al meollo de la acción (in medias res) se
le puede poner en antecedentes con la consiguiente anacronía. Esta será la
interpretación que darán a las palabras de Horacio los tratadistas italianos del
Renacimiento (Sternberg 35 ss). Horacio, sin embargo, no se refiere a ello. Más
bien implicaría lo contrario: los antecedentes sobran. Horacio está presuponiendo
relatos elaborados sobre narraciones míticas, acciones ya conocidas para el
lector. Para nosotros es una observación interesante, pues nos permite justificar la
posibilidad teórica de que un elemento de la acción no haya sido seleccionado por
el relato, pero a la vez haga notar su influencia sobre la interpretación, es decir,
que esté a la vez ausente y presente gracias a una modalidad particular de
intertextualidad.
La influencia de Horacio sumada a la de diversos rétores clásicos es la
autoridad que sigue la poética retórica medieval para contraponer el ordo naturalis
al ordo artificialis. Veamos por ejemplo la formulación que ofrece de estos
conceptos la Poetria nova de Geoffrey of Vinsauf:

The material's order may follow two possible courses: at one time it advances
along the pathway of art, at another it travels the smooth road of nature. Nature's
smooth road points the way when "things" and "words" follow the same sequence,
and the order of discourse does not depart from the order of occurrence. The
poem travels the pathway of art if a more effective order presents first what was
later in time, and defers the appearance of what was actually earlier. Now, when
the natural order is thus transposed, later events incur no censure by their early
appearance, nor do early events by their late introduction. Without contention,
indeed, they willingly assume each other's place, and gracefully yield to each other
with ready consent. Deft artistry inverts things in such a way that it does not
pervert them; in transposing, it disposes the material to better effect. The order of
art is more elegant than natural order, and in excellence far ahead, though it puts
last things first.

Esta oposición entre la secuencia cronológica y sus alteraciones suele encontrarse


en los estudios de poética sobre épica y narración; siguiendo la tradición
aristotélica, parece siempre presuponerse que el dramaturgo no puede permitirse
alterar la cronología.
Los ejemplos de la poética clásica ya sugieren un punto de partida para
esquematizar cómo se constituye el tiempo del relato a partir del tiempo de la
acción. Se trata del establecimiento de equivalencias entre un conjunto de series
cronológicas (contenidas en la acción) por un lado, y una sola serie cronológica
(la del relato) por otro. Esta proyección admite omisiones, anacronías y síntesis de
acontecimientos. En principio, podemos definir una serie de acontecimientos a
partir de la actividad de cada personaje de la acción. Cuanto mayor sea el número
de series aisladas que intervengan, tanto más se acentuará el carácter espacial y
compositivo del relato (cf. Gullón 12-13). Se presenta también el problema de
organizar sucesivamente lo que es simultáneo en la acción. Pero lo normal es que
las series no estén aisladas, sino que incidan unas sobre otras, contando con
elementos comunes, y se integren jerárquicamente. Al actuar unos personajes
sobre otros, estas series temporales se definen mutuamente; y normalmente no
todas tienen la misma importancia: suelen subordinarse a una principal, la del
protagonista. La definición de una serie principal en términos de la cual se
formulan las otras ya supone un proceso de selección: no existe representación
posible de la acción totalmente al margen del relato.
Estrictamente hablando, no hay conexión necesaria entre la vectorialidad del
relato, consecuencia de su manifestación por medio de un discurso verbal, y por
tanto propiedad de un sistema semiótico específico, y la vectorialidad de la acción,
que es imitación de la temporalidad real. Como dice Roger Fowler (Linguistics and
the Novel 6-7), la linealidad o vectorialidad es una propiedad de la estructura
superficial que es utilizada para comunicar de manera implícita algo sólo en
apariencia idéntico, el tiempo de la estructura profunda. Naturalmente, nada hay
más lógico que la identificación de estas dos secuencias temporales, o más bien la
utilización de una para significar, para manifestar la otra (cf. Lessing, 2.4.1.1 infra)
. El relato puede manipular su uso de la iconicidad: en la novela Time’s Arrow, de
Martin Amis, el orden del relato invierte punto por punto el orden de la acción: la
novela comienza con la muerte invertida del personaje y su constante
“rejuvenecimiento,” mientras todos los personajes hablan y se mueven hacia atrás
en un mundo narrado al revés, y se invierte la cronología de todas sus acciones
hasta que el protagonista se disuelve en el cuerpo de su madre. Pero la acción de
esta novela es una acción realista históricamente verosímil (sobre el nazismo) y el
discurso tiene principio, mitad y final por ese orden, y está escrito en inglés y no
en sèlgni. Este ejemplo permite apreciar los diferentes principios de orden que
rigen acción, relato y discurso.
Está claro que Time’s Arrow es un caso límite, y que subvierte un principio
presupuesto por prácticamente todas las narraciones. Así, van Dijk puede sentar
criterios para definir qué es un orden normal:

Para las acciones y sucesos la ordenación del discurso se denominará normal si


su ordenación temporal y causal corresponde a la del orden lineal del discurso.
Para las descripciones de estados, donde los hechos existen todos al mismo
tiempo, se supondrá que una ordenación normal corresponde a las relaciones
generales / particulares y del todo / la parte entre hechos. (Texto 154)

Las anacronías pueden ser, según van Dijk, de tipo pragmático, relacionadas con
la importancia comunicativa de las proposiciones, o de tipo conceptual-epistémico.
En este último caso, “no es la ordenación misma de los hechos, sino la ordenación
de las percepciones y conocimiento acerca de las mismas lo que determina la
estructura del discurso” (Texto 154-155). Como veremos, ambos tipos se dan de
una manera interrelacionada en la narración literaria, si bien son siempre los
pragmáticos los últimos determinantes. En efecto, las percepciones literarias
suelen ser ficticias, y en todo caso se hallan insertas en un esquema retórico que
determina hasta qué punto ha de respetarse o alterarse el orden perceptual, de
acuerdo con criterios que en última instancia son estéticos (y por tanto
pragmáticos).
Fueron los formalistas rusos los primeros en dar toda su importancia al estudio
del orden del relato. La reorganización de los acontecimientos en una
temporalidad convencional de la obra de arte es para ellos una de las principales
características que diferencian al siuzhet de la fabula. Puede contribuir, por
ejemplo, a crear un ritmo que no existía en los acontecimientos mismos de la
fabula. Para Lev Vygotsky,

la disposition même des événements dans le récit, la combinaison même des


phrases, représentations, images, actions, actes, répliques, obéit aux mêmes lois
de construction esthétique auxquelles obéissent la combinaison des sons en
mélodie ou des mots en vers. (Psychologie de l’art; cit. en Todorov, “Catégories”
139)

Del mismo modo, Tomashevski divorcia la noción de exposición del orden


cronológico del relato. Frente a concepciones como la bien conocida de Freytag,
que vienen a identificar la exposición con el comienzo del relato, Tomashevski
parece concebir la exposición como perteneciente al nivel de la acción (cf.
Sternberg 5 ss), mientras que el orden efectivo que encontramos en la obra es el
del relato. No todas las narraciones, observa Tomashevski, comienzan con la
exposición. Habrá exposiciones retardadas y comienzos inesperados que se
oponen a la exposición directa. Las innovaciones que introduce Tomashevski en el
concepto de exposición son esenciales. Sin embargo, convendría afinar un poco
más la definición: no es exposición la primera parte del relato, pero tampoco la
situación inicial considerada en el nivel de la acción. El concepto de exposición es
relacional: es la exposición la situación inicial de la acción en tanto en cuanto se
ve reflejada (ya sea inicial o retardadamente) en el nivel del relato. Y aún conviene
no abandonar totalmente la formulación de Freytag, que recoge un hecho básico.
El principio de un texto puede no ser expositivo en términos de proairesis, en
relación a las complicaciones de la intriga, pero siempre supone la instalación del
lector en un universo textual, por ejemplo, un mundo ficticio donde aprende a
reconocer tal y cual personaje o a identificar la validez, la aplicabilidad, de
determinadas normas de procesamiento textual: reglas de género, determinados
esquemas culturales, etc. El principio tiene, pues, una función estructural bien
definida, simétrica a la del final o cierre textual. Los dos tipos de “exposición”
pueden ir muy unidos o ser relativamente independientes. Convendría quizás
reservar el término “exposición” para el fenómeno analizado por Tomashevski,
referente a la proairesis y a las relaciones temporales entre acción y relato.
Simétricamente, habría que evitar confundir el final de la acción con el final del
relato; si bien la convergencia es el caso no marcado, la diferenciación más o
menos visible puede producir figuras narrativas. Hay que tener en cuenta que el
final de la acción como tal ya viene definido por consideraciones de prioridad
narrativa desde los niveles superiores: de por sí, las acciones serían de otro modo
series de acontecimientos continuas. Pero este impulso hacia el futuro de la
acción interactúa siempre con el principio de clausura: toda acción busca un
objetivo, un final que la justifica y cierra como entidad psíquica. La secuencia sólo
encuentra así sentido completo vista desde el final, y como señala Peter Brooks,
eso lleva a una compleja interacción temporal de la secuencia con su final:
recorremos la secuencia de acción con una anticipación de la futura mirada
retrospectiva que sólo será posible desde la clausura. Brooks hace explíticta la
relación que existe entre esta experiencia temporal de la clausura en la narración y
la experiencia humana de la mortalidad. Es quizá Freud quien mejor explica la
función psíquica de la clausura narrativa como un deseo del fin, de una tendencia
innata a cerrar toda secuencia abierta y alcanzar una representación simbólica de
la muerte. Sin necesidad de ir hasta las implicaciones escatológicas o cósmicas
de esta teoría, también se puede relacionar la clausura narrativa con un fenómeno
lingüístico más básico:

CLOSURE. In processing a particular linguistic unit (phrase, clause, etc.), the


language user (speaker or hearer) attempts to obtain closure on that unit as early
as possible.

Como corolario de esta ley, el relato debe interpretarse como un mecanismo que
impide la clausura prematura, mediante la manipulación de las secuencias,
manteniendo abierta la expectativa del lector hasta alcanzar el final; el relato
controla la apertura y clausura a su debido tiempo de cada secuencia proairética.
La interacción entre la temporalidad de la acción, que sigue presente en las
maniobras de comprensión del lector, y la del relato, conlleva la aparición de
nuevos valores, permitiendo que se modulen las dosis de suspense o de misterio.
Ambos fenómenos están basados en la naturaleza del texto narrativo en tanto que
es un sistema de huecos informacionales, huecos que han de ser colmados
provisionalmente con expectativas del lector sobre el posible desarrollo ulterior (en
el relato o en la acción) de los acontecimientos. El desarrollo efectivo confirma o
rechaza estas expectativas. Sternberg opone así el suspense a la curiosidad:

A work that resorts to the fabulaic order (...) always creates suspense but not
curiosity. It creates suspense, because as long as the end has not been reached,
the reader necessarily lacks information about the future resolution of events. But it
does not create curiosity, because the reader possesses at each stage all the
relevant information about the past. While the dynamics of the narrative future
naturally arises from the dynamics of the action, the ambiguation of the past can
arise only from the dynamics of presentation, perceptibly manipulating and
distributing some antecedents so as to turn what is chronological “past” into a
hoped-for textual “future”. (164)

Según Sternberg, el misterio procede normalmente de huecos informativos


provisionales, pertenecientes únicamente al relato. No siempre es posible decidir
sobre la naturaleza de un hueco durante el proceso de lectura; más de un texto
puede sorprendernos al dejar abierto un hueco que esperábamos iba a cerrarse—
he aquí otra manera que tiene la acción de estar a la vez presente en el discurso,
al menos como implicación, y ausente materialmente de él. Los huecos
permanentes (sean o no reconocidos como tales durante la lectura) pertenecen
tanto a la fabula como al siuzhet, según Sternberg (238 ss). Otra distinción
relevante hecha por Sternberg es la que opone los curiosity gaps, aquellos huecos
que se reconocen como tales desde el momento en que aparecen, a los surprise
gaps, que sólo revelan su importancia una vez que el desarrollo de la acción hace
evidente que las hipótesis que se creían adecuadas no lo son, reabriendo así a
distancia el hueco informativo (244-245).
Sternberg señala las consecuencias posibles de la alteración del orden
relacionando esta estrategia retórica con la ley psicológica según la cual las
primeras impresiones producidas de un objeto condicionan fuertemente las
posteriores;

The tendentious delay, distribution, and ordering of information can thus be


exploited not only for creating and sustaining narrative interest but also for the
equally dynamic control of distance, response, and judgement as well as a variety
of less emotively or ethically coloured hypotheses. (Sternberg 97)

Naturalmente, no es el orden el único factor a tener en cuenta. El simbolismo


utilizado, los juicios explícitos del narrador, la ideología del lector... todos son
factores que determinan conjuntamente el fondo sobre el cual resaltarán los
elementos nuevos. Pero, ceteris paribus, el orden informativo es de por sí capaz
de construir relaciones significativas.
La reordenación de los acontecimientos es la más llamativa de las alteraciones
temporales impuestas por el relato sobre la acción; para los formalistas es la
principal estructuración presente en el siuzhet. Estas alteraciones pueden
clasificarse reduciéndolas a unas cuantas líneas maestras. En primer lugar, debe
aclararse que no entran por ahora en nuestro estudio las alteraciones de orden
referidas a elementos lingüísticos, sino solamente a acontecimientos. Existe,
desde luego, el paralelismo que señala Barthes entre esta alteración producida a
nivel textual y fenómenos como la distaxia (o el hipérbaton) a nivel de la oración.
Ya Bühler (196 ss) introduce los términos de anticipación y retrospección a nivel
de discurso, relacionándolos con la anáfora y la catáfora, respectivamente. El
orden es para Bühler el medio originario de diferenciación sintáctica. Pero
debemos limitarnos a señalar cómo algunos recursos de creación de sentido
operan en varios niveles del texto narrativo, sin que el parecido o el origen común
de esos recursos nos lleve a confundir los niveles. El lugar adecuado para el
estudio de las figuras que hemos mencionado es un estudio estilístico del nivel del
discurso.
Tomashevski adopta los términos de la narratología alemana Vorgeschichte y
Nachgeschichte para designar, respectivamente, a la “narración coherente de
buena parte de los hechos anteriores a aquéllos en el curso de los cuales se
introduce esa narración” y al “relato de acontecimientos todavía por venir, insertos
en una narración coherente antes de que se produzcan los hechos que preparan
tales acontecimientos” (Teoría 188). Observemos que a pesar de su menor
elaboración teórica estos conceptos son equivalentes, respectivamente, a las
“analepsis” y “prolepsis” de Genette: la anterioridad o posterioridad se definen en
relación a los acontecimientos del relato que les sirven de contexto inmediato, y no
en relación al momento de la enunciación.
Lo que nunca queda claro en las teorías formalistas es en qué medida
permanece la fabula como estructura textual al margen de su manifestación en
tanto que siuzhet. Emil Volek presenta un cuadro más completo de la situación, al
ver en la relación fabula / siuzhet (que de hecho se ha transformado en lo que
llamamos relación acción / relato) un “par estructural fenoménico”: el siuzhet
[relato] no sólo desordena para crear un orden nuevo: a la vez mantiene
soterradamente el orden de la fabula [acción]. Podemos hablar así, por ejemplo,
de la tensión que surge entre la información propiamente expositiva de una
retrospección y la información proporcionada hasta ese momento por el relato. La
acción está presente, pues, en el texto como una macroestructura interpretativa en
tanto que acción, y no sólo en tanto que relato; y suele asegurar la coherencia del
texto frente a las alteraciones producidas por el relato. En el caso que
contemplamos, las alteraciones del orden de los acontecimientos, hay que decir
que el orden del relato se superpone al de la acción (desde el punto de vista
estructural) o constituye al de la acción (desde el punto de vista del lector). Es
decir, no lo anula, sino que lo hace existir en tanto que presuposición y mecanismo
generador de presuposiciones. El acceso al orden lógico de la acción está
problematizado, pero sólo a través de él adquiere sentido la alteración efectuada.
Gutwinski (54 ss) señala la importancia del orden de las frases como factor
cohesivo de un texto. Pero ese orden debe remitirse a un paradigma de
ordenamientos posibles. Un paradigma que incluya modelos de acción, pero que
también especifique las modalidades en que ese orden se puede manifestar a
través de un orden distinto; paradigma también de modelos de relato y de
estructuras narrativas en general. Elementos de este paradigma serían figuras
estructurales como el secreto, el proyecto, el engaño, el descubrimiento, el
recuerdo, la expectativa, el relato inserto, etc. Muchas de estas figuras conllevan
anacronías.
Gérard Genette, inspirándose en Tomashevski y en los continuadores de la
tradición alemana (Müller, Lämmert) añade mayor precisión al estudio de las
anacronías (“Discours” 78 ss). Propone comenzar el análisis estableciendo
segmentos temporales identificables a partir de las referencias presentes explícita
o implícitamente en el texto. Podemos añadir una regla general que permite fijar
la temporalidad de las frases que no contengan semejantes indicaciones: la
estructura espacio-temporal de una frase se aplica a las frases siguientes
infiriéndose una sucesión inmediata en el caso de un texto narrativo, mientras las
frases no contengan elementos que nos lleven a una interpretación distinta.
Genette llama relato primero (récit premier) al nivel temporal en relación al cual
una anacronía se define como tal anacronía. Esta noción es de gran utilidad,
aunque sea difícil determinarla con exactitud en algunos relatos complejos. No por
ello deja de ser analizable el orden temporal: siempre podremos describir las
relaciones entre los distintos segmentos temporales que identifiquemos, sin
establecer necesariamente una jerarquía entre ellos (cf. Bal, Teoría 65-66). Si la
anacronía nos remite a un punto temporalmente ulterior del relato primero, se
tratará de una prolepsis (prolepse) o anticipación. Si se nos remite a un momento
ya pasado en el discurrir del relato primero, se tratará de una analepsis (analepse)
o retrospección. Es importante distinguir las nociones de prolepsis y analepsis de
otras fácilmente confundibles con ellas, como narración anterior o narración
retrospectiva. La anacronía (prolepsis o analepsis) es una relación de orden entre
acción y relato. Toma como punto de referencia el discurrir mismo del relato. Por
el contrario, las nociones de narración anterior o narración retrospectiva toman
como punto de referencia el momento de la narración, de la enunciación del
discurso narrativo. Describimos con ellas las relaciones de orden entre acción y
discurso.
El relato primero es también concebible como un fragmento de la acción con un
principio y un final. El comienzo del relato primero coincidirá con el comienzo del
relato, a menos que este último se revele luego como algún tipo de analepsis o
prolepsis; el final coincide con el último momento no anacrónico del relato. En las
narraciones estándar, son fácilmente determinables. Pero de la definición que
damos se derivan dos consecuencias. (1ª) En una narración donde las anacronías
sean dominantes, llega a ser imposible fijar una noción de relato primero en este
sentido. (2ª) El concepto de relato primero debe definirse en relación al
conocimiento secuencial que el lector tiene de la obra. En una obra que comience
con una escena analéptica, el lector puede creer que se trata del relato primero
hasta que descubra la analepsis.
Si las anacronías se refieren a momentos incluidos en el segmento temporal
cubierto por el relato primero, se llamarán anacronías internas (Genette,
“Discours” 90, 106). Genette distingue dos rasgos significativos en las anacronías:

Une anachronie peut se porter, dans le passé ou dans l’avenir, plus ou moins loin
du moment “présent”, c’est à dire du moment de l’histoire où le récit s’est
interrompu pour lui faire place: nous appellerons portée de l’anachronie cette
distance temporelle. Elle peut aussi couvrir elle-même une durée d’histoire plus ou
moins longue: c’est ce que nous appellerons son amplitude. (89)

Estos conceptos, adoptados por Mieke Bal, han sido traducidos al español como
distancia y lapso, respectivamente (Bal, Teoría 67-69). Las analepsis pueden ser
parciales o completas. Una analepsis parcial termina en elipsis, es decir, en un
salto sobre el tiempo de la acción para volver a alcanzar el relato primero. En una
analepsis completa, la distancia y el lapso son iguales, y la anacronía se prolonga
ininterrumpidamente hasta el relato primero.
Bal añade a su vez una diferencia entre anacronías “puntuales” y “durativas”:

Estos términos se han tomado prestados de la distinción lingüística de los


aspectos temporales de los tiempos verbales. Lo puntual se corresponde con el
pretérito indefinido en castellano y con el aoristo en griego. Lo durativo indica que
la acción lleva más tiempo (...). Lo puntual se usa en este apartado para indicar
que sólo se evoca un instante del pasado o del futuro. (Teoría 70)

Esta distinción, al igual que otra anterior (69) entre anacronías completas e
incompletas, no es de naturaleza propiamente temporal. Se manifiesta en las
anacronías como lo hace en cualquier otro fragmento narrativo. Eso sí, los efectos
son aquí distintos, pues interactúa con una diferencia temporal. Aquí nos
habremos de limitar a señalar lo específico de cada categoría narrativa, dejando
para el análisis práctico de textos el estudio de cómo funcionan efectivamente en
cooperación unas con otras. Es fácil concebir que el número de combinaciones
entre fórmulas temporales, aspectuales, focalización, voz narrativa, etc. es
prácticamente ilimitado. Por tanto, volveremos sobre la oposición puntual /
durativo solamente en el apartado dedicado al aspecto del relato.
Una observación, sin embargo, sobre la anacronía en la narración en primera
persona. Es característica de este tipo de narración una unión indisoluble entre la
acción y el discurso. La acción se transforma en una gran analepsis que culmina
en el momento de la escritura; el discurso producido es a la vez el receptáculo que
la contiene y su límite temporal. De hecho, el discurso es aquí parte de la acción,
pues es una construcción epistémica realizada por un personaje, construcción que
en idealmente engloba a todas las demás y se engloba a sí misma. Por tanto, los
hechos narrados en primera persona poseen a priori, además de un valor fáctico
derivado de la pertenencia del narrador al mundo intradiegético, una potencialidad
de irrealidad, en cuanto que se presentan como evocación, y no como experiencia.
Stanzel observa que “a first-person narrator not only remembers his earlier life, but
can also re-create phases of it in his imagination” (82); Jean Pouillon (Temps 45
ss) relaciona en este sentido la autobiografía con la novela. Por su misma
naturaleza, la primera persona invita ser asociada a la retrospección, mientras que
la tercera sugiere un desarrollo progresivo. Naturalmente, esta tendencia puede
ignorarse, como se hace con frecuencia, o invertirse. La potencialidad de cada
técnica no llega siempre a manifestarse; así, pocos textos escritos en primera
persona explotan significativamente el elemento imaginativo como factor que da
forma al pasado. Sin embargo, esa potencialidad existe. Ello ha llevado a algunos
teorizadores como Käte Hamburger a establecer una diferencia radical entre las
narraciones en primera y en tercera persona. Para Hamburger, sólo en la
narración en primera persona tiene el pretérito indefinido narrativo un valor de
pasado real. En la tercera persona se convierte en una simple “marca de ficción”
(cf. 3.2.2.4.1 infra) . Igualmente, para DoleΩel, el pasado en el discurso del
narrador no ofrece indicaciones sobre la posición temporal del narrador respecto
de la acción. Según Lintvelt (74): en el tipo narrativo actorial (el relato focalizado
de Genette) el pretérito da la ilusión de una narración simultánea en presente,
aunque no creemos que abdique necesariamente de su valor de pasado, como
afirma Lintvelt. Todas estas afirmaciones parecen precipitadas en exceso. Si bien
nos pueden dar información acerca de las líneas maestras del uso de las personas
narrativas, se convertirán en un obstáculo si pretendemos aplicarlas en abstracto y
de una manera rígida al análisis de un texto concreto, donde el valor exacto de los
timpos narrativos puede estar determinado por muchas otras circunstancias al
margen de la persona. Dorrit Cohn (Transparent Minds 167) señala la posibilidad
de encontrar el mismo fenómeno de anulación del valor temporal de los tiempos
verbales en la narración en primera persona, llamándolo entonces “self-narrated
monologue”. Señala además la naturaleza distinta que adquieren técnicas
narrativas utilizadas en tercera persona al ser reescritas en primera persona (15).
Todo ello subraya la diferencia de base que apuntábamos antes.
En lo que respecta al estudio del tiempo, la consecuencia inmediata es que en
las narraciones en primera persona cambia de sentido, estrictamente hablando, la
diferenciación que hacíamos entre el tiempo de la acción y el tiempo del acto
narrativo, pasando el último a ser un fragmento del primero. Pero la pertenencia
del discurso a la acción puede estar más o menos marcada, y de hecho muchos
relatos la ignoran o la disimulan. Por esta razón, y por una mayor claridad
metodológica, trataremos de la temporalidad del discurso en primera persona junto
con el de tercera persona.
Volvamos a la clasificación de las anacronías. La observación que acabamos de
hacer sobre la diferencia entre narración en primera y en tercera persona afecta
en dos puntos a la clasificación de las anacronías del relato: se trata de los ejes de
clasificación entre anacronías homodiegéticas y heterodiegéticas por una parte, y
anacronías extradiegéticas (u objetivas) e intradiegéticas (o subjetivas) por otra.
Las analepsis pueden ser, según Genette, “hétérodiégétiques, c’est à dire,
portant sur une ligne d’histoire, et donc un contenu diégétique différent de celui (ou
ceux) du récit premier” (“Discours” 91). Debemos entender aquí histoire en sentido
restringido. Evidentemente, tales anacronías pertenecen a la acción en sentido
amplio que aquí damos al concepto, si bien son periféricas a la línea de acción
principal. Por supuesto, toda anacronía se refiere en principio al mismo mundo
(ficticio) del relato primero, mundo cuyo aspecto dinámico es la acción. Según
Genette, la función principal de estas analepsis suele ser proporcionar
antecedentes de los personajes, caracterizándolos sin afectar mucho a la línea de
acción principal.

Bien différente est la situation des analepses internes homodiégétiques, c’est à


dire qui portent sur la même ligne d’action que le récit premier. Ici, le risque
d’interférence est évident, et même aparemment inévitable. (“Discours” 92)

Genette divide estas analepsis internas en completivas (las que vienen a colmar
una laguna anterior del relato) y repetitivas (las alusiones del relato a su propio
pasado, recogiendo un fragmento de acción ya narrado).
Genette también divide las anacronías en subjetivas y objetivas (“Discours” 89).
Será necesario además distinguir claramente entre las anacronías que son
acontecimientos internos a la acción (anacronías intradiegéticas, normalmente
subjetivas) y las anacronías extradiegéticas (normalmente objetivas) introducidas
por el discurso del narrador principal. Esta distinción resulta de aplicar
sistemáticamente la noción de nivel narrativo. Las anacronías subjetivas se dan en
el relato de algún personaje o son producto de su actividad mental; también cabe
la anacronía contenida intradiegéticamente en un objeto semiótico (por ejemplo,
una fotografía). Las demás anacronías objetivas son las motivadas
extradiegéticamente por el narrador.
Van Dijk proporciona otra definición de las anacronías subjetivas, desde un
punto de vista exclusivamente lingüístico-textual. Son un tipo especial de
transformaciones permutativas en la descripción generativa de un texto narrativo.
Las anacronías en general son cambios de orden lógico en las secuencias, pero
manteniendo en su interior reglas de coherencia espacio-temporal. Continúa van
Dijk:
There is an interesting exception to this rule of spatio-temporal coherence. Verbs
like to say, to present, to think, to dream, to hope, to predict, etc. may have
embedded textoids in which temporal indication and semantic structure are
incompatible with related textoids not dominated by those verbs (Text Grammars
304).

Es obvio que una anacronía subjetiva tiene un valor distinto de una objetiva. En
principio, es menos llamativa (a menos que su construcción atente contra la
verosimilitud) pues no supone una ruptura del orden diegético: el desplazamiento
temporal se produce en un nivel narrativo diferente. También es obvio que la
relación entre prolepsis y analepsis subjetivas no es simétrica a la relación entre
prolepsis y analepsis objetivas. Sus condiciones de verosimilitud están más
limitadas; los géneros realistas exigirán que las prolepsis subjetivas no se
interpreten factualmente, sino más bien como deseos, intuiciones, etc.
Establecida así la diferencia entre anacronías subjetivas y objetivas,
observamos que en el relato en primera persona (o, hablando con más propiedad,
en el relato homodiegético, en el cual el narrador pertenece al mundo diegético)
los dos tipos de anacronía terminan por converger. Deberemos introducir el criterio
de cuál es la motivación de la anacronía para mantener la diferenciación. La
motivación puede estar justificada por una estructura epistémica presente en el
momento de la acción que se está narrando, o bien puede deberse solamente a la
intervención retrospectiva y compositiva del narrador, que actúa así de manera
próxima a un autor-narrador en tercera persona.
Las prolepsis son más escasas que las analepsis (Genette, “Discours” 105 ss).
Las prolepsis objetivas son uno de los medios más “autoriales” de controlar las
expectativas del lector. Autores como Trollope (Barchester Towers 129-130) o
Lawrence Durrell (Justine 66-67) han expresado su utilidad como medio de
suspender artificialmente la curiosidad despertada por el argumento para evitar
que ésta aparte la atención del lector de aquéllo que el autor considera un
elemento más artístico que el desarrollo de la trama (el retrato del carácter o el
ambiente, la elaboración microestilística, etc.). Y, aunque en la práctica siempre se
han utilizado de manera muy limitada, las anacronías objetivas al estilo de Trollope
levantaron las iras de los críticos de la primera mitad de este siglo, seguidores
unas veces del peculiar ideal artístico de Henry James y llevados otras por una
concepción psicologista-existencialista de la novela. Así, Pouillon o Sartre
rechazan las novelas que utilizan este tipo de recursos porque presuponen un
personaje ya construido, frente al cual se encuentran en desigualdad el autor y el
lector. La novela, dice Pouillon, toma así la apariencia de una deducción o una
demostración. Por otra parte, tampoco sería solución ocultar al lector una
información ya conocida:

hay entonces un privilegio inadmisible del autor sobre el lector: el primero es el


único que conoce el final de la historia y sólo lo explica al lector en un orden
arbitrario que falsea el tiempo sin respetar la psicología, porque no hay ninguna
razón para que el lector sepa menos que el autor sobre lo que éste le muestra.
(Tiempo 73).
Parece sin embargo más razonable ver en la anacronía (autorial) objetiva un
recurso retórico cuyo valor no está determinado en sí, sino que depende del efecto
buscado y de la habilidad con que se use, por ejemplo “explicitly controlling the
reader’s expectations, insuring that he will not travel burdened with the false hopes
and fears held by the characters” (Booth, Rhetoric 173).
Genette observa que hay numerosos casos fronterizos entre sus categorías, así
como combinaciones complejas: “Annonces rétrospectives? Rappels
anticipatoires? Quand l’arrière est devant et l’avant derrière, définir le sens de la
marche devient une tâche délicate” (“Discours” 118). No creemos, sin embargo,
que el resultado de la complejidad sea una acronía (achronie). Serán acrónicos
(con respecto a la línea cronológica principal) aquellos segmentos que carezcan
de indicaciones temporales que nos permitan situarlos con relación a ella (cf.
Genette 119).
Una posibilidad que todavía no nos hemos planteado es la de que un relato
conste de más de una acción. Es factible, sin embargo, que un relato combine
materiales de acciones completamente distintas, sin personajes ni
acontecimientos en común, e incluso pertenecientes a mundos ficticios muy
diferentes o a convenciones genéricas distintas. La cuestión más importante que
presenta esta situación en lo que ahora nos concierne es el orden en el que se
presentan las diferentes acciones, dado que la interacción entre ellas está
excluida.
Todorov clasifica las posibles relaciones de orden entre varias acciones,
distinguiendo tres modalidades: el encadenamiento (enchaînement) , la inserción
(enchâssement) y la alternancia (alternance):

L’enchaînement consiste simplement à juxtaposer différentes histoires: la


première une fois achevée, on commence la seconde (...)
L’enchâssement, c’est l’inclusion d’une histoire à l’intérieur d’une autre.
(...) l’ alternance (…) consiste à raconter les deux histoires simultanément, en
interrompant tantôt l’une, tantôt l’autre, pour la reprendre à l’interruption suivante.

Esta sencilla clasificación temporal podría concretarse más añadiendo las


nociones de nivel narrativo y de nivel ontológico, como haremos en el capítulo del
discurso, o combinándola con la clasificación que hace Genette de las diversas
funciones de los relatos insertos (“Discours” 242 ss). La clasificación más compleja
que presenta Propp (Morfología 108 ss), a pesar de su parecido superficial, no
opera con acciones, sino con secuencias de acontecimientos, muchas de las
cuales pueden formar parte de una misma acción; de ahí sus divergencias. Propp
afirma que no existen criterios precisos para determinar cuándo varias secuencias
constituyen un cuento (obra) y cuándo varios. Lo mismo podemos afirmar con
respecto a las acciones, y por una razón muy sencilla: esta cuestión no atañe al
nivel de la acción, sino al nivel del discurso.
2.2.2. Duración

2.2.2.1. Definición

Si definimos el tiempo del relato como la interacción entre el tiempo de la acción y


el tiempo del discurso (2.2 supra) tendremos que dar cuenta de al menos tres
aspectos durativos de esa relación:
• Cuánto tiempo del discurso (y cuánto espacio textual) está dedicado al relato.
• Cuánto tiempo de la acción recoge el relato.
• Hasta qué punto, en qué segmentos y de qué manera es utilizada la
temporalidad del discurso para transmitir icónicamente la de la acción; qué otros
recursos (no icónicos) pueden utilizarse para transmitir esa temporalidad.
Para el primer punto nos remitimos al apartado dedicado al comentario
extradiegético (3.2.2.3.5 infra) .
En cuanto a los otros dos puntos, se observará que lo que llamamos tiempo del
relato no existe como tal tiempo más que en tanto en cuanto es tiempo del
discurso (del significante) o tiempo de la acción (del referente). Estos son
procesos temporales pertenecientes al mundo real o a mundos ficticios; el tiempo
del relato no es propiamente más que una relación de proporcionalidad entre
ambas series. Pero no se reduce a cada una por separado ni a su simple
superposición: una acción de determinada duración narrada en un discurso de
determinada duración podría manifestarse a través de infinitas variedades de
relatos posibles, cada uno con su fórmula temporal característica.
El segundo punto se refiere a lo que anteriormente hemos llamado selección
cuantitiativa (2.1 supra, nota) ; el tercero es un proceso de selección cualitativa.
Vemos que tenemos que introducir para tratar este punto la noción de tiempo del
discurso. La mayoría de los teorizadores, según hemos visto anteriormente, se
conforman con distinguir dos niveles de análisis en la temporalidad; por ello
remiten al tiempo del discurso todos los aspectos que nosotros vamos a tratar en
este punto.
La oposición durativa entre el tiempo de la acción y el tiempo del discurso está
históricamente ligada a la controversia en torno a la “unidad de tiempo” en el
drama, una normativa de vago origen aristotélico (1.1.2 supra), y a la distinción
entre un tiempo interno a la obra y un tiempo real, la duración de la
representación. Ya hemos señalado algunos de los desarrollos posteriores de
estos conceptos, en sus aplicaciones a la narración. Un problema se presenta en
esta transposición a un género diferente: en el drama, el tiempo de la
representación está perfectamente determinado, pero la noción se vuelve más
borrosa cuando se intenta reconocerla en la espacialidad de un texto escrito.
Tomashevski ofrece dos soluciones:

El tiempo de la fábula es aquél en que se considera que han ocurrido los hechos
expuestos; el de la narración es, en cambio, el tiempo ocupado por la lectura de la
obra (o por la duración del espectáculo). En esta última acepción, el concepto de
tiempo coincide con el de volumen de la obra. (Teoría 194)
Preferiríamos sustituir “coincide” por “guarda relación con”. El inconveniente del
primer criterio, el tiempo de lectura, es su alto grado de variabilidad según los
individuos, y su carácter fragmentario y errático. Según Genette no se puede
medir la duración del récit (léase discurso) con exactitud:

La difficulté qu’on éprouve à mesurer la durée d’un récit n’est pas essentielle à son
texte, mais seulement à sa présentation graphique: un récit oral, littéraire ou non, a
sa durée propre et parfaitement mesurable. (Nouveau discours 22)

Pero, en contra de lo que parece sugerir Genette, no hay ninguna diferencia


esencial entre un relato oral y uno escrito. La duración del proceso de lectura
también es determinable, aunque debido a las circunstancias de la comunicación
escrita presentará un aspecto altamente complejo: distracciones, vueltas hacia
atrás, saltos, etc. Los problemas empiezan si se quiere ver el tiempo del discurso
al margen de cualquier lectura, real o hipotética. El texto considerado al margen de
la lectura es una masa inerte de papel y tinta; en otro nivel de abstracción, puede
considerarse que existe de manera simultánea como estructura de significados.
Pero es evidente que un acercamiento adecuado para los fines del análisis del
relato siempre considerará al texto como algo en cierto modo secuencial, y por
tanto algo que se está viendo en relación a un proceso de lectura, por abstracto
que sea éste todavía. Las mediciones objetivas de la duración del texto, como las
de Müller, Barthes o Genette (Genette, “Discours” 123), basadas en el segundo
criterio expuesto por Tomashevski, el volumen de la obra, no carecen pues
totalmente de relación con el primer criterio del formalista, el tiempo de lectura. Se
trata sencillamente de mediciones realizadas en base a un tiempo del lectura
ideal, que desprecia los factores no previstos por el texto y que son, sin embargo,
un componente ineludible de las lecturas efectivas.
El criterio “espacial” defendido por Müller o Genette para definir la duración o
ritmo de un texto ignora esta referencia a un marco ideal. Y resultará insuficiente
en otro sentido más. Veamos más de cerca ese criterio espacial. Según Genette,
para medir la duración del récit,

le point de référence, ou degré zéro, qui en matière d’ordre était la coïncidence


entre succession diégétique et succession narrative, et qui serait ici l’isochronie
rigoureuse entre récit et histoire, nous fait ici défaut. (“Discours” 122)

Genette niega que exista una igualdad rigurosa entre la duración de la acción y el
tiempo del relato. Incluso en las escenas dialogadas esa igualdad es aproximada y
convencional. Propone, pues, renunciar a una confrontación directa de dos
temporalidades, y medir la duración del relato por referencia a sí mismo, como
“constante de velocidad”:

On entend par vitesse le rapport entre une mesure temporelle et une mesure
spatiale (tant de mètres à la seconde, tant de secondes par mètre): la vitesse du
récit se définira par le rapport entre une durée, celle de l’histoire, mesurée en
secondes, minutes, heures, jours, mois et années, et une longueur, celle du texte,
mesurée en lignes et en pages. (123)
Según hemos dicho, la longitud del texto remite a un tiempo de lectura
estandarizado. Se observará entonces que resulta precipitado subsumir todos los
aspectos del tiempo del relato en la longitud del texto. Ello supondría identificar
tiempo de enunciación ficticio, tiempo de lectura ficticio y tiempo de lectura “real”
(estandarizado). Habrá que tomar con precaución las afirmaciones de Genette
cuando tratemos con textos en los que se activen significativamente los diferentes
tiempos que hemos mencionado. Sólo resultarán válidas en lo que podríamos
llamar el caso no marcado, es decir, cuando el texto no especifique una diferencia
entre estos tiempos. Aceptamos la afirmación de Genette en el sentido de que es
posible y provechoso analizar las variaciones de velocidad, de ritmo, a las que
denomina anisocronías (anisochronies; 123), pero creemos que hay que definir
más claramente a qué temporalidad se refieren esas variaciones.
Genette observa que el tiempo de la acción progresa uniformemente mientras
que la cantidad de texto que le corresponde se expande o se comprime
determinando el ritmo del relato. Entre tiempo del relato y tiempo de la acción,
viene a decir Genette, pueden darse cuatro relaciones fundamentales: son lo que
Genette denomina los cuatro movimientos (mouvements) narrativos básicos: la
pausa, la escena, el resumen y la elipsis (pause, scène, sommaire, ellipse) .
Genette los define así:

On pourrait assez bien schématiser les valeurs temporelles de ces quatre


mouvements par les formules suivantes, où TH désigne le temps d’histoire et TR le
pseudo-temps, ou temps conventionnel, de récit:
pause : TR = n, TH = 0. Donc: TR ∞> TH
scène : TR = TH
sommaire : TR < TH
ellipse : TR = 0, TH = n. Donc: TR ∞< TH.
(“Discours” 129)

Podríamos argüir que el “ritmo” de Genette es demasiado mecánico, pues ignora


la naturaleza de los acontecimientos de la acción, sometiéndolos todos al criterio
uniformizador de la narración: es difícil introducir en este esquema la pertinencia
de la durée bergsoniana, el tiempo psicológico marcado por nuestra distinta
relación vital o afectiva con los distintos tipos de acontecimientos. Pero tengamos
en cuenta que el tiempo de la acción ya viene sometido a una subjetivización, que
todavía se acentúa más en los niveles del relato y del discurso: la experiencia y
perspectiva del narrador o del personaje (sobre todo en su papel de focalizador)
organiza ese tiempo y lo habita afectivamente. Hay que tener en cuenta que en el
texto narrativo (y en el análisis efectivo del mismo) estas categorías temporales
abstractas se concretan y adquieren forma propia al unirse a una acción
específica, y a modalidades concretas de punto de vista y voz narrativa. El sistema
de Genette es una manera útil de embarcarse en la naturaleza de esa
temporalización, un primer asidero para la comprensión de fenómenos que
pueden ser de una gran evanescencia; nos proporciona uno de los esquemas
lógicos a que se somete toda modalización temporal.
Examinaremos a continuación cada uno de los movimientos narrativos
distinguidos por Genette, para ver el lugar que les corresponde en nuestra teoría,
teniendo en cuenta las diferencias de base existentes respecto a la de Genette.

2.2.2.2. Pausa

De nuestra definición de relato y sus diferencias con el récit de Genette se


desprende que hay un lugar más limitado para el concepto de pausa (tal como lo
hemos definido) en este lugar de la estructura narrativa. En efecto, si el relato está
formado necesariamente por elementos de la acción sometidos a procesos de
selección, combinación y modulación, no tiene sentido decir que existe un tiempo
del relato que no recoge ningún tiempo de la acción. El récit de Genette incluía
relato y discurso. Existen fragmentos de discurso narrativo no estrictamente
narrativos, cuya introducción interrumpe el relato, pero nos ocuparemos de ellos
en otro momento.
Dos matizaciones a lo anterior: en primer lugar, si en el relato se combinan
varias acciones o varias líneas de una sola acción, tendrá cierto sentido decir que
hay una pausa a este nivel cada vez que las acciones o líneas de acción se
alternen. Esta alternancia puede influir significativamente en el proceso
comprensivo de cada uno de los relatos; puede, por ejemplo, producir un efecto de
suspense, como consecuencia del retraso impuesto al desenlace de la acción
interrumpida (Sternberg 6). Lo mismo podríamos decir de las pausas descriptivas
o las digresiones a nivel del discurso. En el caso de acciones alternantes, hay
pausa en tanto en cuanto consideramos el sentido amplio de relato, la articulación
de una acción con otra, más allá de la simple reorganización interna de los
contenidos de cada acción.
En segundo lugar, existe la excepción parcial de la pausa descriptiva. En un
principio, Genette afirmaba que la descripción está irremediablemente privada de
la coincidencia temporal con el objeto; que suspendía la línea temporal del relato
para instalarlo en el espacio (“Frontières” 158). Pero esta afirmación era
exagerada, pues aunque la pausa descriptiva renuncia a imitar con la sucesión del
discurso la línea de acontecimientos de la acción, sigue manteniendo relaciones
temporales de otro tipo con ella. La descripción suele añadir una serie de notas a
los personajes o ambientes de la acción, notas que se perciben como
provisionales o permanentes, y que por tanto están sometidas a una temporalidad.
Aun en los casos en que la descripción sea una auténtica inmovilización del
tiempo que congele un momento de la acción, no está por ello privada de
temporalidad: es la descripción de ese momento dado, y tiene una relación
temporal definible con el resto de los acontecimientos de la acción.
Más tarde (“Discours” 133 ss) admite Genette la posibilidad de una mayor
temporalización del desarrollo mismo de la descripción. Esta no coincide
necesariamente con una pausa, pudiendo asociarse a un proceso de percepción:
tales son las descripciones de Proust, Stendhal o Flaubert:
En fait, la “description” proustienne est moins une description de l’objet contemplé
qu’un récit et une analyse de l’activité perceptive du personnage contemplant, de
ses impressions, découvertes progressives, changements de distance et de
perspective, erreurs et corrections, enthousiasmes ou déceptions, etc.
Contemplation fort active en vérité, et qui contient “toute une histoire”. (Genette,
“Discours” 146)

Se trata en este caso de descripciones realizadas a través de un personaje


focalizador. Como en los demás casos de focalización (2.4.2.3 infra) se hace
necesario insistir a menudo en la actividad perceptiva del personaje. En el caso de
la descripción, el no hacerlo lleva a anular el progreso del relato, a congelarlo en
un momento de la acción, abriéndose una pausa. Balzac, en contraste con Proust,
presenta el modelo de descripción “atemporal” (Genette 134). Señala Genette
asimismo (Nouveau discours 25) que es frecuente encontrar casos intermedios,
ejemplos en los cuales se comienza a hacer una descripción motivándola por
medio de un focalizador para al poco rato abandonar la motivación, con la
consiguiente pérdida de verosimilitud. Philippe Hamon (“Qu’est-ce qu’une
description?”) señala otras formas de “dinamizar” la descripción, utilizadas por
Zola, basándose en la presentación de personajes hablando sobre el objeto o
actuando sobre él, además de la simple percepción del objeto por parte de un
personaje. Volveremos sobre la descripción en sí (no como fenómeno durativo)
más adelante (3.2.2.3.4 infra).
Genette distingue la pausa descriptiva de otros tipos de pausa. También
suponen pausas en el récit las digresiones del narrador. Allí otro tipo de discurso
sustituye a la narración, mientras que en la pausa descriptiva encontramos
sencillamente una variante del discurso narrativo (Genette, Nouveau discours 25
ss).
En resumen: mientras estemos considerando la materia perteneciente al nivel
de la acción, creemos que sólo hasta cierto punto tiene sentido hablar de pausas
impuestas a la acción por el relato. La pausa descriptiva, el único fenómeno
comparable, no deja de comunicar una temporalidad soterrada, que también
merece estudio. Las digresiones ajenas a la acción (y, hasta cierto punto, una
acción diferente intercalada es una digresión con respecto a una acción dada)
deben distinguirse como un tipo específico de pausa narrativa.

2.2.2.3. Escena

Tomashevski señala varios métodos para transmitir el tiempo de la fabula. Se trata


de crear la impresión de la duración de la fabula: “suivant la longueur du discours,
ou la durée normale d’une action, ou suivant d’autres indices secondaires, nous
mesurons approximativement le temps pris par les événements exposés”
(“Thématique” 281). El primero es el indicio más directo, en caso de ser utilizado.
Antes hemos hablado de un uso icónico del tiempo del discurso para significar el
tiempo de la acción en la presentación escénica. Tomashevski advierte en contra
de una interpretación demasiado estricta:
il faut noter que l’écrivain emploie cette (…) forme assez librement, en intercalant
des discours prolongés dans des laps de temps assez courts, et, inversement, en
étendant des paroles brèves et des actions rapides sur de longues périodes. (281)

Mantendremos, sin embargo, la denominación de iconicidad para esta relación


entre los dos tiempos, entendiendo bien no sólo que es una relación icónica que
interactúa con otro tipo de referencias temporales (la duración normal de una
acción, etc.), sino también que los signos icónicos no son una excepción a la
naturaleza arbitraria del signo (ver Eco, Tratado 340 ss). Debemos modificar en
este sentido, relativizándola, la definición de escena dada por Genette. No es
precisa una identidad perfecta de los dos tiempos: puede quedar sugerida en
diversos grados. El relato bien puede recorrer completamente un fragmento de
acción con un movimiento escénico sin que la duración física del discurso deba
extenderse hasta superponerse a la de ese fragmento de acción.
Genette define el ritmo clásico de la novela como una alternancia de escena y
resumen, y observa que el desarrollo del género apunta a una gradual supresión
del resumen, cuyas funciones van siendo asumidas por las escenas, enlazadas
ahora directamente unas con otras. A la vez, los momentos significativos de la
acción se concentran tradicionalmente en las escenas, quedando para los
resúmenes el elemento de estructuración global, relleno y transición. Sternberg
señala otra característica de la narración novelesca clásica: suele emplearse la
primera escena de la novela como marca del fin de la exposición. Se da entonces
la ilusión de haber llegado a un “presente” ficticio, a un punto de referencia que no
es el momento de narración sino el momento de desarrollo de la acción; la primera
escena marca el comienzo del relato primero. Habría que concretar más: la
primera escena suele marcar el fin de la exposición inicial, la exposición que
conserva el orden correspondiente a la acción. Si, como señala Sternberg (8), la
exposición no es la primera parte del relato (“sujet”) sino de la acción (“fabula”),
pueden encontrarse elementos expositivos distribuidos a lo largo de todo el relato.
También esta distribución clásica se ve alterada en la novela contemporánea, al
asumir la escena la totalidad de las funciones (“Discours” 142 ss). De hecho,
convendría quizá añadir que ese “ritmo tradicional” de la novela no ha sido eterno
ni uniforme: se halla sometido a una incesante evolución histórica. George Watson
(The Story of the Novel 124-125) señala la diferencia existente a este respecto
entre los novelistas del siglo XIX y los del XVIII: ha habido una evolución a un
ritmo intermedio, que ya no tolera ni las interminables escenas de Richardson ni el
paso acelerado de Defoe. La noción de scenic norm propuesta por Sternberg (20),
relativa a la proporción entre el tiempo escénico y no escénico de cada obra
resulta útil en una visión histórica de este tipo así como en el análisis concreto de
cada obra.
Stanzel (Theory 45 ss) observa que la expresión “presentación escénica”
(scenic presentation) se refiere a una modalidad narrativa no unitaria, que
comprende dos técnicas distintas: la escena dramatizada compuesta básicamente
de diálogo con pequeños fragmentos narrativos, por una parte; y por la otra, la
presentación de los sucesos ficticios a través de lo que aquí denominaremos un
personaje focalizador, sin que haya comentario explícito por parte del narrador. A
las dos técnicas las une la relativa neutralidad y objetividad del narrador; enfrentan
en cierto modo al lector directamente con el universo ficticio, disminuyendo la
refracción impuesta por el medio narrativo; son técnicas que dramatizan, que
muestran. Se oponen así al resumen, caracterizado por un grado mayor de
intervención narratorial:

The concepts reportorial narration or telling, abstraction and conceptualisation


have in common an oblique mode of perception and expression, which includes
the aspects of compressed report, summarizing abstraction and conceptualisation.
The concepts scenic presentation or showing, empathy and impressionism refer to
a direct mode which includes the aspect of scenic presentation of the event “in
actu”, concretization of the idea, and immediacy of the impression. (Stanzel,
Theory 142)

A través de la escena, la narración parece querer sobrepasar sus propios límites,


transformándose en “la cosa misma” o al menos en drama. Wayne Booth
(“Distance”; Rhetoric) y Genette (“Discours”) reaccionan contra este tipo de
argumentación señalando el sentido limitado en el que puede decirse que una
narración “presenta” o “muestra objetivamente” la acción. El estudio de la
escenificación desborda naturalmente el marco de la temporalidad narrativa. Es
importante, por ejemplo, ver qué se escenifica; escenificar es una forma de
evaluar. Pero se trata de una evaluación implícita, pues el modo escénico es
precisamente alabado por su “objetividad”; tiene al menos tanto de mostración
(showing) como de mención (telling). Examinaremos más ampliamente estas
cuestiones en la parte dedicada al discurso. Ahora sólo nos interesa la dimensión
temporal de la escena, la escena como movimiento.
Ninguno de los dos tipos de escena descritos por Stanzel satisface
necesariamente la condición de isocronía entre la acción y el discurso; ello nos
impide aceptar la definición de escena dada por Genette. Incluso la escena
dialogada, o, más estrictamente hablando, lo que Genette llama “narración de
palabras” (“Discours” 189 ss) no tiene por qué corresponder, al nivel del discurso,
a la misma duración que se le atribuye en la acción. El mismo Genette lo reconoce
así:

tout ce qu’on peut affirmer d’un tel segment narratif (ou dramatique) est qu’il
rapporte tout ce qui a été dit, réellement ou fictivement, sans rien y ajouter; mais il
ne restitue pas la vitesse à laquelle ces paroles ont été prononcées, ni les
éventuels temps morts de la conversation. Il ne peut donc nullement jouer le rôle d’
indicateur temporel, et le jouerait-il que ses indications ne pourraient servir à
mesurer la “durée de récit” des segments d’allure différente qui l’entourent.
(“Discours” 123)

Pero de este hecho no sacaremos la conclusión de que el tiempo del discurso es


un pseudo-tiempo (como hace Genette, “Discours” 78), sino más bien veremos
una prueba más de la conveniencia de introducir el relato como un nivel abstracto
intermedio. El tiempo del discurso o, mejor, los tiempos del discurso, son en
potencia algo bien definible; si no nos sirven para medir el ritmo con que se nos
presenta la acción será porque en tanto que actúen como tiempo del relato no se
les ha destinado a ese fin. El proceso de selección que forma el relato a partir de
la acción puede desdeñar las pausas y la velocidad de pronunciación, pero
también puede encontrar recursos para expresarlas si así se desea; todo esto aún
aparece más claramente en el caso de la lectura en voz alta de un texto narrativo,
que da al discurso una duración más objetiva. Con la introducción del relato como
nivel de análisis también queda más claro por qué no es requisito imprescindible
en el movimiento escénico una coincidencia de los tiempos de la acción y el
discurso. Es preferible definir la relación entre ellos como una “ilusión de
coincidencia”.
La excesiva rigidez del sistema de Genette se manifiesta en dos observaciones
sobre supuestas imposibilidades narrativas. Por una parte niega que se dé un
quinto movimiento narrativo que parece sugerido por su esquema antes citado
(2.2.2.1 supra) . Se trataría de “une forme à mouvement variable symétrique du
sommaire, et dont la formule serait TR > TH: ce serait évidemment une sorte de
scène ralentie” (“Discours” 130). Según Genette, no parece posible un
alargamiento que no se deba a inserciones ajenas al progreso de la acción :
descripciones, elementos extranarrativos, analepsis. Se contradice al afirmar que
“le dialogue pur ne peut être ralenti”: dado que no hay relación necesaria entre su
duración en la acción y su duración en el discurso, ¿por qué suponer que es
siempre acelerado, y nunca expandido? En cuanto a la narración de hechos,
Genette duda; a nosotros nos parece claro que un hecho puede tardar más en
narrarse que en suceder, sin que tengamos que suponer una inserción de
elementos ajenos al progreso de la acción para explicar esa mayor duración. Las
“analepsis memorísticas”, a las que Genette llama “inserciones” (130, nota) serían
un buen ejemplo de ello. Y no son en absoluto tales inserciones; son elementos
del discurrir de la acción. Es sólo la insuficiente diferenciación que hace Genette
entre las anacronías subjetivas y las objetivas la que le hace caer en este error.
La segunda “imposibilidad” es el relato perfectamente isocrónico:

Il est sans doute inutile de préciser qu’un tel récit n’existe pas, et ne peut exister
qu’à titre d’expérience de laboratoire: à quelque niveau d’élaboration esthétique
que ce soit, on imagine mal l’existence d’un récit qui n’admettrait aucune variation
de vitesse, et cette observation banale est déjà de quelque importance: un récit
peut se passer d’anachronies, il ne peut aller sans anisochronies (...), sans effets
de rhythme. (“Discours” 123)

Sin embargo, si pensamos en la retransmisión radiofónica de un acontecimiento


deportivo, veremos que el modelo básico sería un relato isocrónico; tanto más si
consideramos la retransmisión en directo televisivo como narración visual. Dorrit
Cohn señala otro caso de relato isocrónico con más interés literario: el monólogo
interior continuo (Transparent Minds 219). El monólogo interior entra dentro de lo
que Genette (86) ha denominado relato de palabras. Como hemos visto, Genette
negaba que fuese posible la perfecta coincidencia de tiempos aun en el relato de
palabras, por dos razones: los tiempos muertos y la falta de indicaciones de
velocidad. Concedemos el último punto: el monólogo interior sugiere a primera
vista una identidad entre la duración de la lectura y la de la acción, pero
inmediatamente su dificultad intrínseca nos llevará a preguntarnos si la página que
nos ha costado varios minutos leer no debe suponerse en realidad el producto de
unos pocos segundos de actividad mental. De hecho, tampoco este planteamiento
es el correcto. En su análisis de los diferentes tipos de monólogo interior, Dorrit
Cohn muestra cómo es una forma de gran flexibilidad. Así, puede haber cambios
de ritmo en el curso de un monólogo interior continuo sin que se hayan dado
indicaciones de elipsis (Transparent Minds 240). Pero sigue en pie la posibilidad
antes anunciada, el relato isocrónico, no ya necesariamente en el sentido de una
auténtica coincidencia con el tiempo de la lectura, sino en cuanto que la
proporción entre el tiempo de la acción narrado y la cantidad de texto es
constante. Y una importante puntualización: ello no quiere decir que no haya
cambios de ritmo. El ritmo es una noción compleja que desborda la definición de
Genette antes citada. Aun dentro de un movimiento uniformemente escénico, tal
como este último tipo de monólogo interior, hay un lugar para los cambios de ritmo
en tanto en cuanto son producto de la actividad mental del “narrador”, de la mente
desvelada por el monólogo. El elemento perceptual podría quizás definirse como
sencillamente uniforme, pero las representaciones psíquicas que crean mundos
posibles en la mente de los personajes, las retrospecciones, el pensamiento en
suma, contendrán un ritmo significado que admite variaciones aun cuando su
significante, la “palabra interior”, o bien la imagen percibida y traducida a palabras,
brote a un ritmo uniforme por definición (esto es, si ese relato particular así lo ha
definido). Genette descuida el hecho de que toda la estructura narrativa es
potencialmente reduplicable (en tanto que significada) desde el momento en que
el discurso menciona una mente, es decir, una entidad capaz de generar un nuevo
discurso que quedará inserto en el primero, y que esto tiene consecuencias para
la modulación de la temporalidad.

2.2.2.4. Resumen

Si la escena parece querer ir más allá de la narración, el resumen, por el contrario,


sería el movimiento narrativo por excelencia. Sin embargo, Genette observa que
la misma brevedad requerida por su definición le hace constituir una pequeña
parte del conjunto en la mayoría de los relatos. Esto es válido aun en la literatura
clásica, en la cual veíamos que el resumen es el lazo de unión más común entre
las escenas. Añade Genette que este movimiento se da en la mayoría de las
retrospecciones, y en particular en la analepsis completa, la que alcanza el
principio del relato primero (“Discours” 130 ss). En Proust observa Genette una
alteración de este papel reservado al resumen, en el sentido de que es
prácticamente eliminado (132; cf. Cohn, Transparent Minds 39). Parece no tratarse
de un caso aislado. Ya señalaba Norman Friedman (“Point of view…”) una
creciente tendencia del género narrativo durante el siglo XX a prescindir del
resumen y a concentrarse en la presentación de escenas. En ciertas corrientes
novelísticas de la primera mitad de siglo, esta tendencia estaba ligada a la célebre
“desaparición del autor” (a la cual habría que llamar más bien “reducción de
elementos discursivos extradiegéticos”) preconizada por novelistas y críticos tan
dispares como Hemingway, Joyce o Lubbock. Como observa Chatman (223; cf.
también Stanzel, supra) la presencia del resumen pone de manifiesto la actividad
de una mente que desea justificar el paso del tiempo; es, por tanto, un movimiento
refractario a un tratamiento “impersonal”.
La función tradicional de enlace desempeñada por el resumen va unida,
naturalmente, a cierto tipo de contenidos transmitidos por él. Volviendo a la
clasificación que Barthes hace de las funciones (núcleos vs. catalizadores),
recordaremos que correspondía a los catalizadores una función cronológica, de
enlace. Esperaremos pues que en principio los núcleos vayan asociados a las
escenas, y los catalizadores al resumen. Las dos modificaciones principales que
se podrán introducir en otro sentido serán la supresión de cierto número de
catalizadores tradicionalmente presentes o la inversión del emplazamiento
respectivo de núcleos y catalizadores: los primeros pasarían a ser narrados de
manera resumida, mientras que los catalizadores llenarían escenas enteras. El
proceso se puede complicar hasta el infinito, haciendo que los núcleos sean falsos
núcleos, mientras lo que se presenta superficialmente como un catalizador remita
simbólicamente al auténtico núcleo, etc.
Lämmert distingue aparte de un resumen mutativo (que desempeñaría lo que
hemos llamado la función tradicional de enlace) el resumen iterativo y el durativo.
Esta distinción es más bien aspectual que temporal, y la recogeremos más
adelante junto con otras similares.

2.2.2.5. Elipsis

La elipsis es la manifestación más evidente del proceso de selección que a partir


de una acción contribuye a formar un relato. El concepto de elipsis nos remite por
una parte a la focalización: todos los aspectos de la acción no focalizados de una
u otra manera son elididos. Por otra, a la competencia interpretativa del lector:
suele elidirse lo evidente, lo que se espera que va a ser deducido por el lector. Ya
hemos mencionado antes la manera en que los esquemas interpretativos del
lector son previstos por el texto (o por la competencia discursiva del autor), de
manera que determinado elemento puede estar a la vez presente y ausente de la
estructura textual: físicamente ausente, pero implícito en la interpretación que se
suele hacer del texto. La definición de elipsis debería tener en cuenta este
fenómeno. La reconstrucción de la acción a partir del relato por parte del lector
era, decíamos, potencialmente ilimitada; de hecho, los elementos focalizados son
una mínima parte de los implicados, y el relato está cruzado por enormes elipsis.
El texto nos orienta sobre cuáles de estas elipsis son significativas, acogiéndose a
un determinado código de coherencia. Al leer tomamos este código como base de
referencia (sin que sea obstáculo para que esté dominado por un código
interpretativo distinto impuesto por cada lector para sus propios fines) y a partir de
él se deduce, por implicación, la existencia de la elipsis y su relevancia. La
mayoría de las elipsis identificables son irrelevantes:

we understand time gaps not as violations of sequence but as spaces where


nothing important to the story happened; if we are not told how a character got
from point A to point B, we assume he did so in some normal and untellable way.
(Pratt 158)

Pero otro tipo de elipsis constituyen un elemento de enorme importancia a la hora


de modelar el relato como un sistema de huecos informativos, para que se
presente como un problema continuo a la atención del lector. Se trata de los
acontecimientos inferidos por el lector basándose en la estandarización de los
códigos de construcción e interpretación de la acción. Una vez una acción
responde a un molde conocido para el lector, el relato puede permitirse el lujo de
pasar por alto algunos de los acontecimientos que la definen: la acción es
presentada así metonímicamente, y su reconstrucción pasa por un proceso de
inferencia. De esta manera pueden elidirse incluso acciones nucleares, funciones
básicas, que estarán presente en la concretización hecha por el lector aunque
ausentes de la superficie textual. Es de hecho este último tipo el que justifica que
incluyamos a la elipsis entre los movimientos narrativos; de lo contrario podríamos
creer que la elipsis está meramente “ausente” y no sería un movimiento narrativo
por no afectar a la duración del relato.
En cuanto al aspecto estrictamente temporal de la elipsis, Genette distingue una
elipsis determinada, en la cual se indica la porción de tiempo elidida, de una
indeterminada. Observemos que la información sobre la cantidad de tiempo elidida
puede y suele encomendarse a la inferencia del lector.

Notas

A menos, naturalmente, que el texto instituya leyes propias de un universo


imaginario (desde los viajes al futuro hasta Alice in Wonderland, pasando por el
universo de causalidad hipertrofiada que encontramos en las comedias de
enredo).
Ian Gregor, “Criticism as an Individual Activity: The Approach Through
Reading”; cf. Rieser, “El desarrollo de la gramática textual” 44.
Una conexión más estrecha entre ambas temporalidades está implícita en
los escritos de los formalistas, y es desarrollada explícitamente por Volek (1.1.3.5
supra).
Bal (Narratologie 21) declara que el modelo de análisis temporal de Genette
es “coherente”, sin ver en qué medida se ve afectado por los defectos que ella
misma critica en otras partes de la teoría de Genette.
Essais sur la signification au cinéma (Paris: Klincksieck, 1968) 27. Cit. en
Genette, “Discours” 77.
Es obvio que por tiempo del relato no entendemos tampoco el tiempo
necesario para producir el texto, el tiempo de escritura (ni real ni ficticia).
Como se observará, hay una relación directa entre esta lista y el análisis de
la enunciación ficticia tal como la representamos más adelante (3.1.4.2 infra).
“Le narrateur extradiégétique (...) ne peut viser qu’un narrataire
extradiégétique, qui se confond ici avec le lecteur virtuel, et auquel chaque lecteur
réel peut s’identifier” (“Discours” 266). Sin embargo, Genette llama la atención
sobre la duración del acto narrativo (228 ss). Volveremos más adelante sobre su
análisis, así como sobre todas las distinciones relativas al tiempo del discurso.
También Kristeva (Texto 250) distingue en la novela sólo dos
temporalidades: la de la enunciación y la del enunciado.
Para sorpresa nuestra, Chatman identifica reading time a discourse-time y
plot-time a story-time, tras haberse esforzado por distinguir conceptualmente plot,
próximo al discourse, y story. Sólo nos habla de dos posibles puntos de referencia
temporal (now-points), el de la story y el del discourse. Pero es evidente que el
narrador de una historia puede tomar otro punto de referencia distinto de aquél en
que se encuentra; por ejemplo, el de la lectura, o crear otros imaginarios; cf. mi
análisis de la temporalidad virtual en Samuel Beckett y la narración reflexiva § 3.1.
Con lo cual ya tendríamos seis tiempos potencialmente distintos. Todorov no
aclara, sin embargo, la diferencia entre las alusiones textuales a la producción real
del texto y las que nos remiten a un proceso de enunciación ficticio.
De lo ya dicho se deducirá que consideramos imposible aplicar a la narración
literaria algunos esquemas de análisis del relato que, a nuestro juicio, han de
resultar insuficientes aun para los relatos instrumentales orales que están
destinados a analizar. Así, Labov y Waletzky (“Narrative Analysis: Oral Versions of
Personal Experience”) e, inspirados en ellos, Gutwinski (159) y Dittmar y Wildgen
(“Pragmatique psychosociale: variation linguistique et contexte social” 710) definen
las “frases narrativas” como aquéllas que están fijadas cronológicamente en su
posición en el discurso en relación a las que las preceden y a las que las siguen.
Parece obvio que estas frases estarán fijadas en tanto que son acción (están
fijados los acontecimientos que predican) pero no en tanto que son relato o
discurso.
Virtuales en segundo grado, o virtuales respecto de esa temporalidad ya
indirecta, significada, que es la temporalidad de la acción.
Esta acepción de aspecto, próxima a su sentido gramatical, no deberá
confundirse con la establecida por Todorov (“Catégories” 141 ss), que
corresponde a lo que aquí llamaremos perspectiva.

Poética 1450 b. Ver 1.1.3.3. supra.


Anachronies (Genette, “Discours” 79).
Cf. Genette (“Frontières” 158). Todorov tambien parte de un supuesto
semejante a éste (“Catégories” 139).
Poetria nova 129. Cf. también el prólogo de Bernard Silvester a su
comentario de la Eneida.
Dos ejemplos: Torquato Tasso, Discourses on the Heroic Poem 61; y
Friedemann 107. Tasso opone “the straightforward natural sequence in which what
happened first is recounted first, the historian’s customary practice” y “the artificial
sequence”: “some events that occurred frist should be told first, some postponed,
and some disregarded for the time being or put aside for a better occasion, as
Horace teaches”. El fin de estas distorsiones es según Tasso crear suspense y
admiración en el lector. Friedemann señala que las alteraciones de orden son una
posibilidad de la narración que no ofrece el drama. Observemos que son sin
embargo frecuentes en otro arte de “representación” como es el cine.
Ver un primer tratamiento sistemático de esta cuestión en Friedemann 102
ss.
Cf. Pouillon, Tiempo 23; Stanzel, Teoría 111 ss; Jaap Lintvelt, Essai de
typologie narrative: le point de vue 67, 86.
Según señala Sternberg, “[a]s the straight chronological order of presentation
is the most logical and hence natural arrangement, any deviation from it is clearly
an indication of artistic purpose—such as the endeavour to move away form a
concern with exposition as such and to make the expositional motifs serve
functions apart from the merely referential” (33).
Ver Frank Kermode, The Sense of an Ending; David Richter, Fable’s End; A.
D. Nuttall, Openings.
“Anticipation of retrospection [is] our chief tool in making sense of narrative”
(Brooks, Reading for the Plot 23).
Sigmund Freud, Más allá del principio del placer.
G. D. Prideaux y W. J. Baker, Strategies and Structures 32.
Roland Barthes, S/Z 81-83, 112 (§§ XXXII, XLVI).
Cf. 1.2.7 supra; Eco, Lector 15 ss; Sternberg 50 ss.
Esta idea puede compararse a la siguiente formulación de van Dijk en
términos de lógica: “El mundo posible en el que una frase se interpreta está
determinado por la interpretación de las frases previas en los modelos narrativos
anteriores del modelo discursivo” (Texto 152).
Cf. Tomashevski 185. También recientemente se encuentran a veces
definiciones semejantes del nivel del relato. Segre (Estructuras 14) define la
“intriga”, nivel equivalente, como “el contenido del texto en el orden en que se
presenta”, oponiéndolo al orden cronológico de la “fábula”.
Ver por ejemplo el ánalisis de la “disposición del material” en Friedemann 99-
119.
Cf. Tomashevski (Teoría 281) o los “identificadores temporales” de Kristeva
(Texto 178).
Cf. T. Trabasso, D. W. Nicholas, R. C. Omanson y L. Johnson, “Inferences in
Story Comprehension” (Symposium on the Development of Discourse Processing
Skills; New Orleans, 1977). Cits. en Sanford y Garrod 5 ss. De modo general, hay
que presuponer a nivel discursivo leyes de procesamiento que definen casos
marcados y no marcados, como por ejemplo el principio de no ambigüedad
expuesto por Prideaux y Baker: “NON-AMBIGUITY. The language user assumes
that the unit being processed is not ambiguous” (32).
Esta noción corresponde a la Nachgeschichte de Tomashevski o a la
anticipación de Bühler (supra).
Vorgeschichte en Tomashevski; retrospección en Bühler. Los términos
flashback y flashforward usados en el análisis del cine corresponden también a
analepsis y prolepsis respectivamente.
Cf. 3.2.2.4.1 infra. Shlomith Rimmon-Kenan cae en esta confusión: “any
prolepsis is, of course, a pocket of anterior narration” (Narrative Fiction:
Contemporary Poetics 90).
Narrative Modes in Czech Literature, cit. en Lintvelt 156.
Cf. 3.2.1.8 infra, cf. Genette, “Discours…” 228 ss; Bal, Narratologie 29-30.
O, utilizando la terminología más precisa de Genette, entre narración
homodiegética (récit homodiégétique) y narración heterodiegética (récit hétéro-
diégétique). Ver 3.2.1.7. infra.
Cf. Bal, Narratologie 117 ss; Teoría 64. Ver también 3.2.1.4 infra y mis
artículos "Enunciación, ficción y niveles semióticos en el texto narrativo” y “Nivel
narrativo, status, persona y tipología de las narraciones”.
Teóricamente, claro está. Si sus temporalidades internas estuviesen
relacionadas, si hubiese conexiones causales entre una y otra, se trataría de la
misma acción. Solamente en cada caso particular será útil determinar la distancia
a cada uno de estos polos, que por lo demás suelen darse en estado puro.
Todorov, “Catégories” 140. Cf. Viktor Shklovski, “La construction de la
nouvelle et du roman” 196.
De hecho Todorov ha usado implícitamente el criterio de nivel al hablar de
inserción.
Stanzel también define el ritmo de una manera semejante, distinguiéndolo
del perfil narrativo (narrative profile): “If the profile of a narrative results from the
sequence of narrative and dialogue blocks, the rhythm of a narrative can be
determined form the succession of the various basic forms of narration which
comprise the narrative part of a work (report, commentary, description, scenic
presentation interspersed with action, report) and from their relation to the narrative
profile” (69). Este último punto es básico, pues carecería de sentido separar
totalmente los fragmentos dialogados de aquéllos propiamente narrativos que les
sirven de marco. Podemos comparar esta distinción de Stanzel al concepto de
scenic norm de Sternberg (ver 2.2.2.3 infra).
Cf. la crítica de Paul Ricœur, Temps et récit II 120-130. Según Toolan, en la
definición del ritmo “the crucial thing seems not to be a ratio of story time to textual
extent, but of story time to story events” (Toolan 88). Se trataría, diríamos, de dos
tipos de ritmo distintos.
Cf. Todorov, 2.2.1 supra; Bal, Teoría 84.
Obsérvese que la definición de Tomashevski no se refiere únicamente a una
duración semejante entre discurso y acción, sino que entiende por presentación
escénica también aquélla que se basa en los marcos de referencia del lector
relativos a la duración de los acontecimientos.
Robert Weimann, cit. en Susan Sniader Lanser (The Narrative Act: Point of
View in Prose Fiction 200). Cf. también Culler, “Fabula” 35 ss.
Lanser 200. Lanser ve en la escena y el resumen dos límites extremos de un
eje que admite muchos grados intermedios.
Sobre este tipo de narraciones véase el artículo de Marie-Laure Ryan
“Narrative in Real Time”.
Cf. la oposición establecida por Otto Ludwig (cit. por Hernadi en Stanzel,
Theory xi) entre narración escénica y narración propiamente dicha.
Cf. García Berrio, Significado 259. Tanto entre los formalistas rusos como en
Lubbock encontramos, sin embargo, una contraposición entre la “escena”,
considerada subjetiva, y el “panorama” objetivo. No se trata de una contradicción
con lo que acabamos de exponer. La visión panorámica ofrecida por el narrador es
calificada de objetiva precisamente porque impide la manifestación directa de la
subjetividad de los personajes.
Lo mismo sucede en la exposición, según Sternberg: “the ‘real kernel’ of a
narrative must necessarily consist of a concrete action, while the deconcretized
opening might have paved the way for any number of stories” (Sternberg 25).
Cf. los valores del presente puntual, habitual y atemporal, respectivamente.
Cf. Bal, Teoría 41 ss. Observemos que este punto, como otros aspectos de
la estructura narrativa, contribuye a formar la imagen de un lector implícito, imagen
que puede prestarse a juegos y contrastes con las expectativas reales del autor
sobre los lectores efectivos. Volvemos más adelante sobre la figura del lector
implícito.
Genette divide las elipsis en explícitas, implícitas e hipotéticas. Si la elipsis
no ha supuesto una ruptura de la línea temporal, tenemos la variante de la
paralipsis o elipsis lateral (“Discours” 139). La diferencia entre elipsis y paralipsis
no es únicamente temporal, sino también de focalización.
Cf. Iser, Implied Reader, cap. 1; Sternberg 236 ss; Eco, Lector 289 ss.
Es lo que arguye Toolan (57), sin tener en cuenta el caso que acabamos de
exponer.

2.3. ASPECTO DEL RELATO

Genette divide el estudio de la temporalidad narrativa en tres grandes apartados:


orden, duración y frecuencia. Hemos visto cómo orden y duración son
primordialmente la manifestación temporal de dos procesos básicos de
constitución del relato, la combinación y la selección, respectivamente. En cuanto
a la frecuencia, no querríamos considerarla una categoría de nivel comparable al
del orden y la duración. Es para nosotros más bien una subdivisión del aspecto del
relato, que por su estrecha relación con el tiempo podría considerarse la tercera
gran categoría temporal. Genette mismo señala esta proximidad de su categoría
frecuencia al aspecto gramatical (“Discours” 145). Pero la gramática distingue bajo
la denominación de “aspecto” otras relaciones aparte de la frecuencia de Genette.
Algunas de ellas pueden resultar útiles para una teoría del relato. Veamos
rápidamente algunas clasificaciones del aspecto tal como se emplean en el
análisis del sistema verbal.
Según Roger Fowler, “aspect characterizes the manner, duration, repetition, etc.
of an action or state, relative to the temporal base-line set by the time of utterance”
(Understanding Language 114). En una descripción generativo-transformacional,
dice Fowler, el aspecto está subsumido bajo el signo AUX (auxiliar de la base
verbal) junto con otras categorías como el tiempo, el modo y la voz. Fowler pasa a
distinguir diferentes aspectos: progresivo, perfecto, momentáneo, habitual,
iterativo y genérico. Los dos primeros nos parece que se atienen a su definición, y
se miden con relación al momento de la elocución. Pero las restantes categorías
están en cierto modo autocontenidas: no toman ese momento como punto de
referencia, y pueden estudiarse al margen de la elocución. La definición que ha
dado Fowler, por tanto, no es satisfactoria, al no cubrir todas las variedades del
aspecto.
Paradójicamente, no resulta mucho más inexacta la definición ofrecida por
Jespersen (The Philosophy of Grammar 286 ss) al afirmar que el término “aspecto”
es sólo un cajón de sastre donde se engloban nociones diferentes, independientes
entre sí. Distingue entre ellas las siguientes, presentadas en forma de pares
opuestos:
• tempo aoristo / imperfecto
• verbos conclusivos / no conclusivos
• aspecto durativo o permanente / puntual o transitorio
• aspecto acabado / inacabado
• aspecto descriptivo de aquéllo que ocurre sólo una vez / iterativo, frecuentativo
• estabilidad / cambio
• Implicación / no implicación de resultado
Estas categorías diferenciadas por Jespersen no son completamente ajenas unas
a otras: la excesiva atomización tampoco refleja de modo exacto el funcionamiento
del aspecto.
Lozano, Peña-Marín y Abril (138 ss) ven la imposibilidad de llegar a una
definición unificada del aspecto tomando como punto de referencia a la
enunciación; las definiciones que pretenden ver en él una temporalidad inmanente
a la acción (Jakobson, “Embrayeurs”) o las que ven en él un “punto de vista” sobre
la acción (Comrie; también Fowler) resultan insuficientes. Lozano, Peña-Marín y
Abril consideran que son inmanentes a la acción los pares aspectuales puntual /
durativo y télico / atélico. En cambio, los pares perfectivo / imperfectivo e incoativo
/ terminativo estarían ligados a la enunciación. Entienden además que, en última
instancia, todos los aspectos están ligados a la enunciación, y que la división
establecida es convencional.
Sin esperanza de resolver la maraña del aspecto verbal, podemos buscar un
marco de referencia que sea conveniente para contener las distinciones
aspectuales que nos resulten útiles para el análsis del relato. Eco (Tratado 124)
nos proporciona la siguiente clasificación de enunciados según las proposiciones
que transmiten:

(Cuadro nº 4)

Podemos aplicar este esquema de manera analógica como base de una


clasificación de los aspectos narrativos. El eje de frecuencias estudiado por
Genette, y que comprende los aspectos singulativo / repetitivo / iterativo, entraría
bajo la rúbrica de las proposiciones asertivas históricas; también la oposición entre
los aspectos puntual y durativo. Entendemos las proposiciones ocasionales como
aquéllas que reposan en un deíctico para su interpretación. Clasificaríamos aquí
los aspectos progresivo / perfectivo, imperfecto / aoristo, incoativo / terminativo. El
par aspectual permanencia / cambio define a las proposiciones asertivas eternas
frente a las demás proposiciones asertivas. En cuanto a las proposiciones no
asertivas, no nos incumben tan directamente, pues lo que define la esencia de la
narración son las proposiciones asertivas. Sin embargo, creemos que se podrían
reducir a una proposición asertiva gobernada por un operador modal indiferente en
cuanto al aspecto.
En los textos narrativos, el momento de la enunciación es el principal punto
orientador de la deixis. Hay otros puntos de referencia posibles para orientar la
deixis, sin embargo. Se trata de las posiciones del focalizador y del focalizado.
Estas se encuentran lógicamente subordinadas a la posición del enunciador; por lo
tanto, su elección como foco orientador de la aspectualidad no será un asunto
indiferente a la narración, sino una determinada figura narrativa. Una acción
terminada desde el punto de vista de la enunciación puede ser presentada como
incoativa si adoptamos el locus del focalizador; tal otra, perfectiva para el
focalizador, puede ser imperfectiva para el focalizado. Estas opciones son
susceptibles de organizarse sistemáticamente y crear así un sentido del relato
superpuesto al de la acción. Volveremos sobre los matices de la aspectualidad
deícticamente ligada cuando tratemos sobre sus puntos de referencia, al estudiar
la focalización y la enunciación.

2.3.1. Frecuencia

La “frecuencia” de Genette se definía como una relación entre las funciones


repetitivas del relato y las de la acción (“Discours” 78). Genette señala lo relativo
que puede ser el término “repetición”, que nos remite al problema de delimitar la
identidad de los hechos repetidos. Nos remite a Saussure, aclarando que toda
identidad es resultado de una abstracción, y que los elementos “iguales” que se
repiten son considerados sólo en cuanto a su parecido (“Discours” 145-146).
También se pueden definir movimientos en lo relativo a la frecuencia narrativa:

Entre ces capacités de “répétition” des événements narrés (de l’histoire) et des
énoncés narratifs (du récit) s’établit un système de relations que l’on peut a priori
ramener à quatre types virtuels, par simple produit des deux possibilités offertes de
part et d’autre: événement répété ou non, énoncé répété ou non. Très
schématiquement, on peut dire qu’un récit, quel qu’il soit, peut raconter une fois ce
qui s’est passé une fois, n fois ce qui s’est passé n fois, n fois ce qui s’est passé
une fois, une fois ce qui s’est passé n fois. (“Discours” 146)

Por una curiosa asimetría, los cuatro tipos de relato resultantes no se


corresponden con las relaciones así definidas. Bajo la denominación relato
singulativo (récit singulatif) Genette engloba las dos primeras relaciones; el relato
singulativo se define pues como aquél que establece una relación biunívoca entre
los acontecimientos del relato y sus referentes en la acción. Siguen el relato
repetitivo (récit répétitif) y el relato iterativo, correspondientes a la tercera y cuarta
relaciones de repetición, respectivamente. Genette añade en nota a pie de página
(146) que no se da en la práctica un quinta posibilidad teórica, “où l’on raconterait
plusieurs fois ce qui s’est passé plusieurs fois aussi, mais un nombre différent
(supérieur ou inférieur) de fois”. Según Bal (Narratologie 129 ss) este tipo de
frecuencia, intermedio entre el singulativo y el iterativo, puede manifestarse de
hecho y ser significativo, como lo demuestra en su análisis de una novela de
Duras.
Podemos hacer contrastar el iterativo no sólo con el singulativo, sino también
con lo que podríamos llamar el frecuentativo y el multiplicativo. Fowler
(Understanding Language 116) define al iterativo como el aspecto que caracteriza
a una acción que sucede regularmente pero no de manera continua. Podríamos
hablar del eje de regularidad en la recurrencia, y tendríamos en un polo el iterativo
y en otro el frecuentativo, para referirnos a acontecimientos que se repiten a
intervalos regulares. El multiplicativo se referiría a la inmediatez con que se
producen las repeticiones: la diferencia gramaticalizada en la oposición entre los
verbos rusos streliat’ (disparar una vez, tirar) y strelivat’ (disparar varias veces,
“tirotear”).
La frecuencia puede estudiarse a diversos niveles: Jespersen (210, 287) estudia
diversas lexicalizaciones y gramaticalizaciones, a nivel de langue, basadas en el
reconocimiento de un aspecto iterativo en determinada acción. El estudio de
Genette se refiere únicamente a la frecuencia en el discurso narrativo, no en
niveles morfológicos o sintácticos microestructurales. Las gramaticalizaciones
serán aquí más sutiles, y quizá sean características del idiolecto (estilo) de un
hablante (autor) dado, pero siempre podrá determinarse una evolución histórica a
medida que los estilos en un tiempo vanguardistas van siendo asimilados por
sectores más conservadores del público escritor y lector.
Tradicionalmente, dice Genette, el iterativo aparece subordinado al singulativo.
Madame Bovary es la primera excepción parcial. En A la recherche du temps
perdu encuentra Genette un protagonismo inusitado del iterativo, tanto en su
extensión textual como en su importancia temática y su elaboración técnica. Las
escenas singulativas llegan a contaminarse de iteración, dando lugar al fenómeno
que Genette denomina pseudo-iterativo: un acontecimiento individualizado,
descrito pormenorizadamente, es presentado como si se repitiese una y otra vez.
El resultado de la iteración hipertrofiada de La recherche es, según Genette, una
singularización hipersensible de los lugares y una confusión de los momentos.
Qué tipo de acciones son susceptibles de iteración (y, por tanto, la frontera
entre el iterativo y el pseudo-iterativo) es algo no determinable a priori: es un
asunto a determinar por la interacción entre la voluntad de verosimilitud del texto,
el uso efectivo que se haga de la frecuencia, y los marcos intertextuales y
pragmáticos del lector. Bal (Teoría 86) observa que cuanto más banal sea el
acontecimiento, menos sorprendente será su iteración en sí; sin embargo, tanto
más resalta por otra parte la atención narrativa que se le concede.
Genette refina su estudio con matizaciones en las que no nos extenderemos
aquí: iteración externa o generalizante opuesta a iteración interna o limitada a una
escena, etc. (cf. “Discours” 150 ss; Nouveau discours 27). El iterativo es para
Genette una síntesis del tiempo de la acción por medio de la asimilación y la
abstracción, opuesta a la síntesis por aceleración que es el resumen. El relato
iterativo trabaja contra la diacronía externa, la marcada por cambios de estado
irreversibles, identificando entre sí los momentos semejantes (“Discours” 167 ss).
Como observa Philippe Lejeune el iterativo es especialmente frecuente en la
autobiografía. Este hecho no puede ser accidental: podemos ver en él un modo de
afirmación de la identidad a través de los años del individuo, de la coherencia de
su vida, sentando la estabilidad de su ser frente al tiempo y a las circunstancias
cambiantes que tienden a reducirlo a un devenir (cf. 3.2.1.8 infra).

2.3.2. Permanencia

Las otras diferencias aspectuales que vamos a examinar son el par estabilidad /
cambio, que decíamos define las proposiciones asertivas eternas frente a las
otras, y el par puntualidad / duración, relativo a las proposiciones históricas. Será
conveniente integrar ambas oposiciones en un solo eje que va de la aspectualidad
permanente o eterna a la puntual.
Podemos tomar como punto de partida para clasificar estos aspectos el trabajo
de Alexander P. D. Mourelatos sobre la predicación verbal. Sintetizando las
conclusiones de investigadores precedentes sobre el aspecto puntual o durativo
implícito a los verbos, Mourelatos prefiere hablar de tipos de predicación verbal
antes que de tipos de verbos (“Events, Processes and States” 196). Así, los
verbos de “estado” pueden a veces usarse como verbos de “acción”. Mourelatos
señala que muchos otros tipos de información, aparte de los cubiertos por su
estudio, pueden ser transmitidos por el aspecto verbal: “for example, endeavor,
serialization, spatial distribution, temporary or contingent state” (194). Algunos de
estos aspectos son importantes en la narración: son los que hemos denominado
deícticamente condicionados. Pero tampoco nos ocuparemos de ellos: nos
interesa más la sistematización de la aspectualidad relativa a la puntualidad o
duración de la acción. Mourelatos propone organizar escalonadamente diversas
distinciones aspectuales emparentadas, dando lugar así al esquema que
reproducimos seguidamente.

(Cuadro nº 5; Mourelatos 201).

Algunos ejemplos propuestos por el propio Mourelatos:

STATE : The air smells of jasmine


PROCESS : It is snowing.
DEVELOPMENT : The sun went down.
PUNCTUAL OCCURRENCE : The cable snapped. He blinked. The pebble hit
the water.

Si incluimos las predicaciones adjetivas relativas a propiedades inherentes a un


objeto, podemos integrar este esquema (estado / acontecimiento) con el par
aspectual estabilidad / transitoriedad, con lo que el esquema asumiría la forma
siguiente:
(Cuadro nº 6)
Predicaciones
________________________

Propiedades Situaciones
_______________________________

Estados Acontecimientos
_____________________________

Procesos Sucesos (o acciones)


_______________________________

Extendidos Puntuales

Cada predicación presente en el texto se refiere a uno u otro estado de cosas en


la acción. Un segmento particular del texto puede así tener por misión predicar un
aspecto más o menos transitorio o durativo de la acción. En el caso de los
acontecimientos puntuales se puede producir la ilusión de coincidencia entre el
relato y la acción. Como se ve, esta faceta de la aspectualidad del relato está muy
ligada a la duración temporal (2.2.2.3 supra). Pero no nos interesa en este punto la
relación entre la duración del discurso y la duración de la acción, sino sólo cómo la
acción es contemplada de diversas maneras utilizando el potencial abstractivo del
lenguaje: se seleccionan y expresan verbalmente diferentes aspectos de ella para
representarla, y se imprime así al relato la aspectualidad que en ellos predomina.
El esquema anterior no se refiere únicamente a una consideración aspectual de
los tipos de predicación que podríamos encontrar en las frases del discurso.
Proponemos en todo caso que se lo interprete como perteneciente a aquel nivel
del lenguaje que gobierna la base misma de nuestra percepción de la realidad, y
que en consecuencia rige tanto la construcción de la acción como la del discurso.
Por supuesto, a este nivel no intentaremos establecer ninguna conexión entre
estas variedades aspectuales y las construcciones sintácticas o morfológicas
particulares de un idioma. De hecho, creemos que se trata de una categoría
semiótica, y no simplemente lingüística. La separación es sin embargo difícil de
hacer, pues los contenidos de esta categoría son vagos al margen de su
materialización en un sistema de signos concreto, y desde luego es en el lenguaje
donde se manifiestan con mayor claridad y variedad de matices.
Pero este es un problema que afecta a nuestra definición del relato en general.
Hemos postulado que se trataba de una estructura. En principio, debería
conservar una identidad a través de manifestaciones diversas, podríamos decir de
discursos diversos, sea en literatura, cine, comic o cualquier otro medio narrativo.
No es así, sin embargo. Cada medio semiótico es más o menos apto para la
transmisión de un tipo determinado de significados, y si bien podemos definir la
identidad de un relato dado de una manera aproximativa para dar sentido a la
noción corriente de transposición entre medios semióticos (la película de la novela,
o la novela de la película), habremos de reconocer en última instancia que ese
relato concreto no ha sido transpuesto, pues su forma está irremediablemente
ligada al medio que lo transmite.
Así pues, un relato literario y su transposición cinematográfica sólo coinciden
parcialmente, aun cuando tengan en común algo más que la acción. Esto no
quiere decir que en este terreno sólo se pueda hablar con aproximaciones y
vaguedades. Podemos definir dos tipos de estructuras y materiales en el relato a
la hora de abstraerlo del discurso :
• Aquéllos que sólo son codificables por medio del discurso que lo contiene y se
pierden totalmente en la transposición.
• Aquéllos que se pueden desligar del medio semiótico original y traducirse a otro
sistema de signos íntegramente.
• Quizá el caso más frecuente: los aspectos del relato que encuentran un
equivalente parcial, pragmáticamente adecuado, en el nuevo sistema de signos.
En principio, el conjunto de lo transpuesto no constituye la totalidad del relato: lo
que se transpone de un medio a otro es, por tanto, un esquema del relato (cf. 1.2.1
supra), que se complementa con materiales y estructuras adecuados al nuevo
medio semiótico. A la vez que definamos lo que pueden tener en común un relato
cinematográfico y uno literario, quedará definido lo que los separa esencialmente,
es decir, lo que los hace definirse mutuamente como dos relatos distintos. Así
ayudan a revelar, además, la naturaleza de los medios semióticos que los
codifican y las convenciones de uso de los mismos vigentes en un contexto o un
género dado.

Notas

A pesar de que en la teoría de la gramática oracional el aspecto se suele


considerar como una categoría independiente del tiempo, en la práctica su unión
es más estrecha.
El ejemplo de Jespersen es la oposición en ingles entre be y get (+ adjetivo).
En español podríamos añadir ser / estar.
Sin embargo, aquí nos interesa precisamente el nivel a que trabaja esa
distinción convencional; hacemos abstracción del hecho de que toda orientación
temporal es en última instancia dependiente del hecho de darse en una
enunciación. Cf. las “transposiciones” de Bühler, 2.4.2.2, 3.2.1.2 infra. En su
Maupassant Greimas establece varias de estas distinciones aspectuales pero las
sitúa en el nivel profundo de su modelo. Cf. la crítica de Ricœur (Time and
Narrative 2, 52).
Formalmente asertivas. No nos referimos al valor de verdad ni a la fuerza
ilocucionaria del texto en su conjunto. Cf. Ingarden, 3.1.4.2 infra.
Jespersen (210, 277, 287) usa “iterativo” y “frecuentativo” pero sin establecer
diferencias.
Le pacte autobiographique, cit. en Genette, Nouveau discours 26.
Cf. dos de los tipos de aspectualidad distinguidos por Greimas en
Maupassant, la “duratividad” y la “tensitividad” o tensión entre semas durativos y
puntuales.
Principalmente Z. Vendler, Linguistics in Philosophy, y A. Kenny, Action,
Emotion and Will.
“Non è forse necessario”, se pregunta Cervellini,”andare a cercare ad un
livello più profondo della struttura si vi siano e quali siano dei meccanismi comuni
di generazione di tali ‘effeti di senso’?” (Cervellini 40).

2.4. MODO DEL RELATO

Genette toma de la gramática el nombre de modo. De la misma manera que una


forma verbal declarativa puede pertenecer al modo indicativo o al subjuntivo,
también en el relato puede haber “diferencia de grado” en la declaración:
On peut en effet raconter plus ou moins ce qu’on raconte, et le raconter et le
raconter selon tel ou tel point de vue; et c’est précisément cette capacité, et les
modalités de son exercise, que vise notre catégorie du mode narratif. (“Discours”
183)

Así, Genette propone distinguir dos subdivisiones modales: la distancia (“raconter


plus ou moins”) y la perspectiva (“selon tel ou tel point de vue”). Genette elabora
su sistema a partir del de Todorov (“Catégories”), que denominaba aspect a lo que
aquí llamaremos focalización: “différents types de perception, reconnaissables
dans le récit”. La “distancia” de Genette está incluida junto con la “voz” (Genette
74 ss) en la categoría que Todorov denomina mode. Deberemos recordar esta
diferencia: el “modo” de Todorov se refiere casi exclusivamente a problemas del
discurso, mientras que el de Genette es una categoría del relato.
Posteriormente, Todorov ha enfocado la cuestión de otra manera, limitándose a
presentar en forma de pares contrastados las categorías cuya combinación
permitiría definir las distintas “visiones” (o “aspectos”, como los denominaba
anteriormente) del relato (Poética 72). Todorov sigue a Genette, proponiendo una
nueva definición de modo: “La categoría del modo concierne al grado de presencia
de los acontecimientos evocados en el texto” (58; cf. “Catégories” 145).
Examinaremos a continuación cada una de las dos categorías modales de
Genette, intentando integrarlas con otros trabajos relativos a esta cuestión.

2.4.1. Distancia

2.4.1.1. Mostrar

La distancia se refiere al mayor o menor carácter dramático de la narración; una


definición muy vaga que se irá haciendo más explícita a lo largo de este apartado.
Genette nos remite origen de la teoría de los géneros, cuando Platón contrasta
dos modos narrativos en los siguientes términos:

si el poeta no se ocultase nunca bajo la persona de otro, todo su poema y su


narración [diégesis] serían simples y sin imitación (…). [H]ay una especie de
narración que es opuesta a ésta. Es aquella en la que el poeta, suprimiendo todo
lo que intercala por su cuenta en los discursos de aquellos a quienes hace hablar,
sólo deja el diálogo (...). [E]n la poesía y en toda ficción hay tres clases de
narraciones. la primera es imitativa y (...) pertenece a la tragedia y a la comedia.
La segunda se hace en nombre del poeta, y la verás empleada en los ditirambos.
La tercera es una mezcla de una y otra, y nos servimos de ella en la epopeya y en
otras cosas. (República III, 102)
Podríamos esquematizar la teoría de los géneros y los modos en Platón en la
figura que sigue.

(Figura nº 5)

La traducción de diégesis por “enunciación” puede parecer demasiado libre; sin


embargo, es obvio que Platón se está refiriendo a un problema de enunciación, y
que en este momento es indiferente para su razonamiento el que los contenidos
de esa enunciación sean narrativos o no (cf. 3.2.2.3.2.2 infra). La traducción más
corriente de haplé diégesis es “narración simple”; Genette propone traducir récit
pur, “narración pura”. Esta preferencia no parece estar desligada del hecho de que
inmediatamente reduzca el esquema de Platón a una oposición originaria entre
diégesis y mimesis, suprimiendo haplé e ignorando la jerarquización de los
términos así como su derivación de un concepto común, diégesis, que de género
en Platón pasa a ser especie en Genette. Si contemplamos la mimesis como una
enunciación superpuesta a otra (es el significado de la flecha de nuestro esquema
que une “enunciación simple” a “enunciación imitativa”) en vez de verla como un
cuerpo extraño ajeno a la haplé diégesis, preferiremos traducir haplé por “simple”,
y no por “puro”. Genette está interpretando la teoría de Platón como algo que es
accidentalmente, una observación sobre el mayor o menor realismo de los modos
narrativos, en lugar de ver que lo realmente importante para Platón es que el
discurso directo es una imitación en segundo grado, y por tanto potencialmente
peligrosa, pues puede llevar a un hombre de bien a presentar en su imitación
hechos indignos de su rango social y moral.
Genette interpreta, a nuestro parecer erróneamente, que al hablar de “narración
imitativa” Platón se está refiriendo a una imitación de la acción por parte del
discurso narrativo. De hecho, Platón se refiere a la imitación que un enunciador (el
poeta) hace de otro enunciador (el personaje). Por supuesto, el personaje es un
elemento de la acción, pero no todo en la acción son personajes. En todo caso,
Genette sí está intentando determinar la mayor o menor “distancia” entre acción y
discurso / relato, y encuentra conveniente establecer una primera oposición entre
diégesis y mimesis: “Dans ces termes provisoirement adaptés, le “récit pur” sera
tenu pour plus distant que l’imitation: il en dit moins, et de façon plus médiate”
(“Discours” 184). Pasa de ahí a señalar la necesidad de tratar separadamente
hasta qué punto es posible la mimesis en el relato de acontecimientos por una
parte, y en el de palabras por otra. Señala que una mimesis entendida en el
sentido de “manifestación inmediata” del objeto narrado es imposible: sólo
tendremos distintos grados de diégesis, “à moins, bien sûr que l’objet signifié
(narré) ne soit pas lui-même du langage”.
La diferenciación es correcta. Podemos colocar con Genette el límite de la
mostración (showing ), la menor distancia entre acción y discurso, en la narración
de palabras en discurso directo. Esta mínima distancia se debe al hecho de que el
material semiótico utilizado para transmitir el relato (el lenguaje) se encuentra
también dentro de la acción, constituyendo un fragmento de ella que puede pasar
a formar parte del discurso. Sólo la semejanza “natural” (en realidad, física) con la
realidad designada parece ser una “mostración” aceptable para Genette (cf.
Hernadi, Teoría 152). Esta postura tiene mucho en común con la teoría defendida
en el siglo XVIII por Thomas Twining, para quien “la poesía dramática es la única
forma poética imitativa, porque imita, mediante palabras, las palabras de los
personajes” (Aguiar e Silva, Teoría 107). Genette ha llegado a hacer una
formulación extrema y francamente exagerada de este principio:

la notion même d’imitation sur le plan de la lexis est un pur mirage, qui s’évanouit à
mesure qu’on l’approche: le langage ne peut imiter parfaitement que du langage,
ou plus précisément un discours ne peut imiter parfaitement qu’un discours
parfaitement identique; bref, un discours ne peut imiter que lui-même. En tant que
lexis, l’imitation directe est, exactement, une tautologie. (“Frontières” 155).

Debe quedar claro, sin embargo, que la relación de unas palabras citadas
directamente en el discurso con sus referentes en la acción no es comprendida
como una identidad, sino más bien como lo que es: la relación entre dos
especímenes (tokens) de un mismo tipo (type). Las palabras en discurso directo
no son las palabras del personaje sin más: son las palabras del personaje citadas
por el narrador. Las palabras propias del narrador son usadas por él, mientras que
el discurso directo del personaje es más bien mencionado. El narrador puede
“repetir” literalmente las palabras del personaje, pero no puede evitar que el
contexto de esas palabras se duplique: al contexto original (ficticio), se superpone
el co-texto que las rodea, el discurso narrativo: las palabras requieren dos
contextos diferentes para su interpretación (cf. 3.2.2.3.2.2 infra). Su presencia
como discurso directo inserto en un texto narrativo, y no como los especímenes
comunicativos “originales” altera irremisiblemente su naturaleza, e impide que
identifiquemos estos dos tipos de parlamentos como pretende Genette: el discurso
directo no es “la chose même” (156): es otra cosa. Esa diferencia aún queda más
clara si la narración nos indica que hemos de suponer que el narrador manipula de
algún modo las palabras del personaje citadas: por ejemplo, traduciendo al propio
idioma las palabras de un extranjero. Allí el discurso directo difícilmente representa
“la cosa misma”. Llevada a sus últimas consecuencias, la teoría de Genette resulta
en una oposición entre los fragmentos en discurso directo y el resto del discurso
(cf. Bal, Narratologie 26-27).
Sí podemos aceptar que el discurso directo es el fenómeno más próximo a una
transcripción punto por punto de estructuras de la acción. Una narración será tanto
más dramática cuanto mayor uso haga del discurso directo (Bal, Teoría 153). Pero
si reducimos a esto el contraste dramatización / narración vamos a pasar algo por
alto. Aunque el resto del relato no sea mimético en este sentido, hay que
reconocer que lo es en otros sentidos. Deberemos analizar esos posibles
elementos dramáticos del relato, que han sido señalados de manera más o menos
sistemática por muchos teorizadores.
Si reducimos lo “mostrable” al discurso directo y sostenemos que todo lo demás
no es sino “decible”, ya no es en absoluto legítimo identificar la oposición entre
mimesis y diégesis a la oposición entre telling y showing (o narration /
dramatization) utilizada por la crítica anglosajona a partir de James, Lubbock y
Beach. La exhortación de James (“dramatize! dramatize!”) va mucho más allá de
una apología del discurso directo. En Aristóteles o Platón, la noción de mimesis
entendida al modo de Genette se restringiría al empleo o no del discurso directo.
Este tipo de “distancia” es ya un criterio valorativo para Platón y Aristóteles. Platón
critica a Homero por su abundante uso del discurso directo, mientras que
Aristóteles lo alaba por lo mismo. Según Aristóteles, la representación de acciones
busca producir un efecto concreto, de manera semejante a los discursos de la
retórica, pero se trata de una retórica del mostrar y no del decir. Lo que sí hay que
representar en los géneros narrativos diciéndolo es el sentido que no resultaría
dramatizado por la simple retórica de las acciones:

Hay que tratar, evidentemente, las acciones según estas mismas ideas siempre
que hayan de ser en efecto compasivas, tremefacientes, grandiosas o verosímiles;
la diferencia está en que las acciones han de aparecer por sí mismas, sin
instrucciones; mientras que los efectos de la palabra tienen que ser preparados
por el orador y provenir del discurso mismo. Porque si no, ¿para qué serviría el
que habla si su pensamiento apareciera por sí mismo, y no mediante sus
palabras? (Poética, 1456 b)

La discusión sobre el elemento dramático de la narración que surge en nuestro


siglo tiene intenciones valorativas comparables, aunque basadas en presupuestos
filosóficos completamente distintos, como también es distinto su concepto de
mimesis, y de presentación “directa” o “dramática”. James, Lubbock, Beach y una
infinidad de seguidores hasta bien entrada la segunda mitad del siglo propugnan la
preponderancia de la representación, lo que podríamos llamar la “distancia cero”,
sobre la narración: quizá convenga por ahora conservar sus términos, showing y
telling (“mostrar” y “decir”). Como Aristóteles, estos teorizadores afirman que la
excelencia de la narración consiste en acercarse al género dramático, en dejar
que la acción se desarrolle “por sí misma” ante el lector. El “autor” debe
abandonar la tiranía que ejercía sobre el mundo novelesco a la manera típica del
siglo XIX y desaparecer de la escena, o al menos “hacerse transparente”, evitando
orientar explícitamente el juicio del lector y romper la ilusión mimética de la
narración. Para Lubbock,

the art of fiction does not begin until the novelist thinks of his story as a matter to
be shown, to be so exhibited that it will tell itself (...). The thing has to look true, and
that is all. It is not made to look true by simple statement. (62)

Lubbock analiza la práctica de James, y concluye que la presentación “directa” tan


necesaria encuentra su forma ideal si se narran en tercera persona las
experiencias, percepciones y pensamientos de un personaje dado, el reflector.
Para que el procedimiento sea efectivo, la base de la obra ha de ser la escena, y
no el resumen narrativo. Lo propiamente narrativo no se considera dramático: ya
había aparecido esta actitud en el rechazo de las narraciones de mensajeros por
parte de la teoría dramática a partir del romanticismo (ver por ejemplo Ingarden,
Literary Work 321). Friedman (“Point of view” 153) aclara que por “escena” no
debemos entender solamente el diálogo: lo realmente importante es la atención al
detalle concreto en un marco espacio-temporal bien definido. El comentario
personal del “autor” está prohibido.
Vemos cómo Lubbock y Friedman no entienden por “presentación directa” lo
mismo que entendían Platón o Aristóteles por “enunciación imitativa” o mimética.
Para los griegos, sólo el discurso directo era mimético punto por punto,
presentación (casi) inmediata. Los críticos anglosajones afirman que el discurso
puede dramatizar también acciones. El método será la presentación escénica
(requiriendo, además de un tiempo del relato escénico, una determinada técnica
de focalización) y la supresión del “autor”: la reducción al mínimo del elemento
propiamente discursivo de la novela, diríamos nosotros. Como el drama, las
novelas de la tradición jamesiana tienden a dividirse en bloques espacio-
temporales bien definidos, y tiende a reducir el discurso a la transmisión de un
relato.
La reacción contra ciertas limitaciones de esta posición surge pronto. El libro de
Käte Friedemann Die Rolle des Erzählers in der Epik defendía ya a principios de
siglo los recursos propiamente narrativos frente a la “dramatización” propugnada
por Spielhagen. El estudio de Friedemann es un importante punto de referencia
para definir el concepto de narración dramática así como los efectos no
dramáticos de la voz del narrador, que Friedemann contempla como centrales al
género narrativo (3). Friedemann distingue también por ejemplo entre la
caracterización “dramática” de un personaje en la narración y su caracterización
en boca del narrador al margen de una situación específica (133) pero tiende en
cualquier caso a señalar que el efecto dramático es sólo un efecto subordinado a
un contexto global narrativo. Para Friedemann, se trata de técnicas de
presentación distintas, recursos retóricos que consiguen efectos diferentes, y no
necesariamente es más artístico lo más elaborado (144).
Un reivindicación similar de lo narrativo, y una aportación comparable al
repertorio conceptual de la narratología, realiza en el área anglosajona la Rhetoric
of Fiction de Wayne C. Booth. Este arguye que la mediatización del relato es
inevitable, y la desaparición del discurso del autor, ilusoria. La insuficiente
distinción conceptual establecida por Lubbock (et al.) entre autor y narrador va
ahora camino de convertirse en un serio malentendido. En la solución que
propone, Booth parece dispuesto a acabar con la enfermedad matando al
enfermo, pues intenta refutar la validez de la oposición showing / telling mostrando
la vaguedad de estos conceptos. Así, observa que una situación dramática no
tiene por qué ser presentada de una manera dramática; hay, pues, dos sentidos
de “dramático”:

• to show characters dramatically engaged with each other, motive clashing upon
motive, the outcome depending upon the resolution of motives.

o bien

• to give the impression that the story is taking place by itself, with the characters
existing in a dramatic relationship vis-à-vis the spectator, unmediated by a narrator
and decipherable only through inferential matching of word to word and word to
deed. (“Distance and Point-of-View” 185-186)
Un dramatismo de la acción frente a un dramatismo del discurso, por tanto.
Refiriéndose a un texto de Fielding en el que el narrador relata una situación
conflictiva y las reacciones que provoca en cada personaje, todo ello en un relato
rápido y resumido, superficialmente neutro pero en realidad impregnado de ironía,
Booth se pregunta si hay o no dramatismo en la presentación de esa escena.
Concluye sorprendentemente que la ambigüedad de utilizar dramatic (o showing)
en estos casos resta toda utilidad al concepto. Pero examinando el ejemplo puesto
por Booth (Joseph Andrews, I.12) vemos que la insatisfacción de Booth se debe a
que ninguna de las dos definiciones anteriores de dramatic capta el sentido
preciso en el que esta escena es dramática. La primera es insuficiente, pues se
trata de un dramatismo en el relato. La segunda parece demasiado exigente, pues
en ese texto falta el detalle concreto y el punto de vista definido que exigían
Lubbock y Friedman. Sin embargo, el “autor”, a pesar de su presencia hecha
evidente por el uso del resumen, se limita a narrar, sin emitir juicios de valor
explícitos. Naturalmente, se hallan implícitos, pero el lector extrae sus propias
conclusiones a partir de la información que recibe sobre las acciones de los
personajes. Los personajes no sólo son caracterizados mediante una descripción
que les atribuya esta o aquella cualidad. También se manifiestan dramáticamente
ante el lector cuando sus acciones nos son narradas.
La ambigüedad de los conceptos de showing y telling denunciada por Booth
debe resolverse analizándolos más detenidamente. Booth prefiere desecharlos y
recurrir al autor implícito como deus ex machina; el lector, según Booth, es
“persuadido” por el autor implícito. Pero la principal característica del autor
implícito es… que está implícito. La persuasión deberá ser el efecto combinado de
todos los elementos de la estructura narrativa, entre ellos la narración directa y la
dramatización.
En la ficción, el relato también es dramático en el sentido en que utiliza el
término Martínez Bonati (55-57). La frase narrativa de ficción es dramática en
cuanto que, por la naturaleza misma de la situación narrativa, aceptamos este tipo
de frases del narrador como creadoras del mundo ficticio de la acción. La
condición de la ficción es este crédito dado al narrador, la identificación de un texto
con un mundo. El mismo Genette (“Frontières” 160) reconoce que la dicción propia
de la narración es la transitividad absoluta del texto, que da la ilusión de contarse
a sí mismo, aunque observa que la introducción de elementos discursivos hace
que “rara vez” se dé la forma pura. Martínez Bonati niega que se pueda dar esa
transitividad: aunque el texto pretendiese ser sólo signo que nos remita al relato, y
nunca al narrador (como parece suceder, por ejemplo, en algunos relatos de
Hemingway), siempre ofrecerá una información sobre la actividad de aquél en
tanto que indicio. Este doble valor del lenguaje se ha subrayado con frecuencia
desde la época romántica. Para Coleridge, “language is framed to convey not the
object alone, but likewise the character, mood and intentions of the person who is
representing it” (Biographia 263). La distinción de funciones expresivas y emotivas
del lenguaje frente a la evidente función referencial es un lugar común de las
teorías clásicas de la enunciación. Otro elemento “dramático” proviene de esas
funciones indiciales.
Ya nos hemos referido a la distinción que hace Todorov (“Catégories” 145;
Poética 68) entre el valor subjetivo y el objetivo de los enunciados, refiriéndose a
la distinción establecida por Austin entre enunciados constativos (constative) y
realizativos (performative). Para Todorov, en la narración predomina el valor
constativo u objetivo, pero en los diálogos y en las intrusiones del narrador
predomina el valor realizativo o subjetivo. Podríamos concluir, quizá, que es la
fuerza ilocucionaria, y no el significado de esos parlamentos lo que adquiere
especial prominencia para el lector (3.1.1 infra). Son actos (de habla) realizados
directamente ante nosotros, y mediante ellos el autor dramatiza al narrador o al
personaje, haciendo que se nos revele de forma inmediata. Sin duda, Henry
James se hubiera sorprendido de ver elevados a la categoría de elemento
dramático de la novela a los intrusivos narradores de Dickens, Trollope o
Thackeray, tan criticados por él como “undramatic”.
Los actos de habla que aparecen directamente ante el lector son, pues,
interpretados por éste según ciertas convenciones lingüísticas, discursivas o más
generalmente sociales. Esta interpretación sería otro tipo de relación “dramática”
hacia algo “directamente” dado. Pero la misma actitud dramática, activa,
interpretativa, puede darse respecto a algo no directamente dado, sino
simbolizado, representado, como los parlamentos en discurso directo de los
personajes o el tipo de presentación de actos que señalaba Booth en Fielding.
Tanto los actos de habla presentados directamente como los actos (de habla o no)
presentados indirectamente son elementos ofrecidos a la posible interpretación del
lector. Genette niega la posibilidad de una mimesis de las acciones:
acertadamente, si considerásemos que la identidad de materia entre el signo y su
referente es condición necesaria para la mimesis. Pero es una condición
demasiado estricta. El relato sí puede mimetizar la comprensión que en la vida
real tenemos de los actos. El significado de un acto, sea o no de habla, no es
constante, sino que se determina en la interacción de un código más o menos fijo
y un contexto variable. Es, pues, contextual: un acto puede tener sentidos
completamente distintos según la situación en la que se ejecute. Un autor puede
así narrar actos realizados por los personajes en una escena especificando al
máximo su significación en ese contexto determinado (su “fuerza”), o bien puede
informarnos exclusivamente de su forma (en el caso de los actos de habla, de su
aspecto locucionario) dejando que extraigamos el significado contextual a partir de
nuestro conocimiento previo de la novela y de las reglas de actuación social.
Al igual que otros muchos teorizadores, Genette observa en el relato de
palabras una gradación que va de la forma puramente mimética, el discurso
directo, pasando por dos formas intermedias, el indirecto libre y el indirecto, hasta
la forma menos mimética, el “discours narrativisé, c’est-à-dire, traité comme un
événement parmi d’autres et assumé comme tel par le narrateur lui-même”
(“Discours” 190). El acto de habla está en este último caso considerado
sencillamente como acto, y como observa el mismo Genette, cabe aquí una
gradación entre unas formas que hacen mención escueta del acto y otras más
descriptivas, en las cuales “on pourrait sans aucun doute pousser plus loin la
réduction du discours à l’événement” (191). Pues bien, una gradación similar a
ésta es posible en la narración de acciones no verbales. Las acciones humanas
tienen relevancia semiótica, son también un lenguaje, y como tal puede transmitir
mensajes traducibles y resumibles. También aquí tenemos grados de mimesis y
no sólo grados de diégesis como pretende Genette (186). Más bien, en cuanto
admitimos la posibilidad de “grados”, parece inevitable relacionar de manera
inversamente proporcional los dos conceptos: un grado de diégesis supone un
grado complementario de mimesis.
Si recapitulamos los factores ya expuestos que determinan la distancia
narrativa, podemos proponer una serie de dicotomías que son distintas
acepciones posibles, distintas manifestaciones de la distinción intuitiva entre
presentación directa (showing, mimesis) y presentación indirecta (telling, diégesis).
Las reproducimos en el cuadro que sigue:

Mostración directa / Representación indirecta


______________________________________________________
1. Discurso directo / Narración
2. Escena / Resumen
3. Narración con “reflector” / Narración sin “reflector”
(personaje focalizador) (narrador-focalizador)
4. Descripción / Valoración
5. Discurso / Relato
6. Indicio / Signo
7. Icono / Signo
8. Especimen / Signo
9. Fuerza ilocucionaria / Significado (locucionario)
10. Significante / Significado
11. Signo / Referente
(Cuadro nº 7)

Se observará que algunas de estas categorías (las definidas semióticamente)


tienen una validez más amplia que las otras; de hecho, debería ser posible reducir
toda oposición mimético / diegético a oposiciones de carácter semiótico como las
de los pares 6-10. Así, el discurso es más directo que el relato en tanto en cuanto
es su significante y en tanto en cuanto la fuerza ilocucionaria suele ser más
evidente en los elementos puramente discursivos que en los narrativos (nos
referimos a una revelación de la subjetividad del narrador). El carácter directo del
diálogo y la escena puede asociarse a sus valores de especimen e icono,
respectivamente. En tanto que especimen o icono, el texto narrativo muestra
directamente el mundo narrado, pero con categorías como 5, 6 y 9 lo que se
muestra directamente es la enunciación de ese mundo y su enunciador. A su vez,
el valor mimético de las técnicas discursivas y la fuerza ilocucionaria podrían
relacionarse con su carácter indicial.
Como vemos, se halla aquí en juego toda la estructura textual: no podemos dar
una definición simple de “distancia” si queremos ver cierta relación entre todos
estos elementos que contribuyen a constituirla; sí podemos observar que
convergen en la actividad interpretativa del lector, en el tipo de maniobras
cognoscitivas requeridas por parte del receptor. El funcionamiento conjunto de
todas estas categorías es muy complejo: tomemos por ejemplo la fuerza
ilocucionaria. No debemos olvidar, al estudiarla, que hay al menos tres niveles
básicos de enunciación en un texto narrativo: la enunciación real del autor (que
incluye los procesos de composición y publicación así como el acto de lectura), la
enunciación ficticia del narrador, y los parlamentos de los personajes. A la hora de
valorar estas distintas enunciaciones, el lector sigue al menos tres códigos
diferentes (cf. 3.1.4.2 infra). La fuerza ilocucionaria de las palabras de los
personajes dramatiza la acción, pero las intervenciones del narrador que ayudan a
perfilarla nos alejan de la inmediatez de esa acción al mostrarla como serie de
palabras: es el discurso lo dramatizado en este caso. Así pues, unas partes de la
estructura textual trabajan contra otras, y por tanto no es ilógico que en los pares
parezcan invertirse las áreas respectivas de lo mostrado y lo representado.
Además, estos recursos son susceptibles de ser remodelados en cada texto
concreto, “reprogramados” en cierto modo por la dialéctica discursiva, resultando
en una interpretación diferente a la que les corresponde en sí. Las palabras
citadas en discurso directo pueden revelarse como falsos referentes, como
mentiras, un largo discurso puede ser proferido en unos segundos por un
personaje ficticio, etc.
Tras comprobar cómo la ilusión de mimesis en el relato de acciones repercutía
en la duración del discurso por una parte (dada la necesidad de escenas) y en la
voz por otra (“ausencia” del narrador), Genette concluía que “le mode n’est ici que
la résultante de traits qui ne lui appartiennent pas en propre” (“Discours” 187). Bal
(Narratologie 26 ss) y Rimmon-Kenan (Narrative Fiction 141) proponen suprimir el
concepto de distancia como categoría modal independiente, basándose en esta
“impureza” de su definición. Creemos, sin embargo, que la distancia tiene un
sentido definido como el resultado de la traducción de la acción en relato según
unas u otras técnicas semióticas (mediante signos, iconos, etc.); la experiencia
cognitiva resultante para el lector es autónoma, y su conexión con cuestiones
como la de la temporalidad se percibe como accidental o secundaria. La ausencia
de mediación es algo que tiene mucho de ilusión, de efecto retórico. Muchas
veces es la resultante de la constancia con que se mantiene una forma narrativa
tanto como de sus cualidades intrínsecas. La mezcla de modos narrativos
aumenta la sensación de mediación (cf. Bonheim 6).
Podríamos definir la experiencia resultante de la dramatización como una forma
de comunicación específicamente artística (y, en algunos aspectos,
específicamente literaria o narrativa). Queremos decir con ello que se trata de una
forma de comunicación no específicamente lingüística. No está codificada por el
sistema del lenguaje, sino por el conjunto de códigos significativos utilizados por el
lector, orquestados por el texto en tanto que sistema modelizador secundario (cf.
Lotman 20). El lenguaje explícito de la obra no es sino un vehículo para la palabra
silenciosa del “autor implícito” o del texto mismo.
El lenguaje es la manera más económica de comunicar una experiencia, pero al
precio de que deje de ser estrictamente hablando una experiencia, y pase a ser
lenguaje. Esto puede suponer una devaluación: ya Longino señalaba que la
auténtica sublimidad se expresaba a veces mejor mediante el silencio que
mediante el lenguaje (Sobre lo sublime, cap. IX); para Mallarmé (“The Evolution of
Literature” 689) nombrar es destruir el objeto artístico; éste debe ser revelado,
descubierto, mostrado. Más recientemente, I. A. Richards (Principles 108 ss)
formula tentativamente un principio general de la comunicación artística: lo que se
puede transmitir de modo directo no debe transmitirse de modo indirecto. La
gramática ha de ceder el sitio a la poética.
Bruce F. Kawin (The Mind of the Novel 100) parafrasea así a Wittgenstein:
“Language and logic amount to a point of view. A point of view cannot observe
itself”. Esta situación se supera en dos direcciones: superponiendo un nuevo
lenguaje, un metalenguaje tomado como punto de observación desde donde
estudiar el lenguaje; o intentando reproducir la experiencia en una obra de arte. La
reproducción puede ser más o menos ambiciosa, y el papel de lo mostrado más o
menos decisivo para el proyecto de la obra. Varía desde la presencia de una ironía
ocasional hasta el ahuecamiento de toda la estructura textual en un intento de
expresar lo inexpresable. Kawin estudia este caso límite, en el que la novela
pretende ser un acto de mostración de aquello mismo que queda más allá del
lenguaje y que carece de sentido nombrar:

The ineffable is characterized by absolute presence, the effable by différance. It is


not that the ineffable is an illegitimate concern but that language deals properly and
only with what is not ultimately present. It is not that language fails to express the
ineffable, but that the effable is the province of that failure which is language. (233)

En los textos que desafían este presupuesto (el Innombrable de Beckett es quizá
el caso paradigmático), la distancia es mínima. El texto se repliega sobre sí mismo
para arrastrar al lector al interior de su estructura, y hacerle personaje de un
drama abismal de la escritura.

2.4.1.2. Decir

Descripción y narración son las formas del decir, instrumentalizadas en mayor o


menor grado para proporcionar la experiencia de la dramatización. Al contrario de
lo que sucedía con la dramatización de acontecimientos, se trata en este caso de
recursos no específicamente literarios (aunque sus formas particulares sí puedan
ser específicas de la literatura). Son técnicas expresivas del lenguaje utilitario
tanto como del estético. Sus maneras de mostración están estrechamente ligadas
a su carácter lingüístico, y por ello será más provechoso estudiarlos directamente
como un fenómeno discursivo ( 3.2.2.3.1, 3.2.2.3.4 infra).

2.4.2. Perspectiva

2.4.2.1. Definición
En el terreno de la narración, definiremos provisionalmente la perspectiva (o
focalización, cf. 2.4.2.3 infra) como el proceso de selección de acontecimientos
que transforma la acción en relato. Atenderemos aquí a la naturaleza de los
acontecimientos seleccionados (y no a su duración; cf. 2.2.2.1 supra) y sobre todo
a la relación cognoscitiva que mantienen con ellos los diversos sujetos textuales
(personajes y narrador). La acción es potencialmente infinita, inagotable. Es
concebible como una masa de datos que han de ser elaborados para su
transmisión narrativa: es impensable su comunicación directa y total. “Ist aber die
Aussparung unumgänglich,” observa Weimann,” so ist bei Bewertung des
Erzählten schon nicht mehr die Tatsache der Auswahl, sondern der Standpunkt
bemerkenswert, von dem aus sie vorgenommen wird” (“Erzählerstandpunkt” 388).
Por lo tanto, esta categoría nos remite a un nivel superior al del relato: la
perspectiva puede estudiarse también como una estrategia discursiva. Y así, nos
remitirá al estratega, al enunciador del discurso narrativo, en su doble aspecto de
autor y narrador (cf. 3.2.1.2 infra). El personaje tiene su propia perspectiva sobre
la acción, un pequeño modelo del mundo. De la misma manera la tiene el autor
sobre la realidad que interpreta y transforma en un acto de imaginación. “However
objective he strives to be, he looks out upon the world through the lens of his own
personality” (Perry 247). Hoy, Fredric Jameson (The Political Unconscious) formula
esta intuición en términos de ideología y actuación simbólica del autor sobre la
realidad social. Sea cual sea la formulación que adoptemos, la cuestión del punto
de vista es en última instancia un eco en la estructura textual del acto de visión (en
ambos sentidos) y de perspectivización de la realidad en que tiene su fundamento
la comunicación narrativa entre autor y lector.
Hemos hablado antes del punto de vista a nivel de la acción. Utilizaremos ahora
el término perspectiva más restringidamente para referirnos a un fenómeno
semiótico del nivel del relato, la focalización. Cervellini, inspirándose en Bal, define
a la focalización como la conjunción de tres actividades: visión, selección y
presentación (43). Greimas y Courtés dan una definición más estrictamente
semiótica (150): la focalización es “une procédure de débrayage actantiel”; es “la
délégation faite par l’énonciateur à un sujet cognitif, appelé observateur, et son
installation dans le discours narratif”. Greimas y Courtés diferencian la
focalización, que requiere este personaje-observador, de la perspectiva:

A la différence du point de vue, qui nécessite la médiation d’un observateur, la


perspective joue sur le rapport énonciateur / énonciataire, et relève des procédures
de la textualisation.
Fondée sur la structure polémique du discours narratif, la mise en perspective
consiste, pour l’énonciateur, dans le choix qu’il est amené à faire dans
l’organisation syntagmatique des programmes narratifs, compte tenu des
contraintes de la linéarisation des structures narratives. Ainsi, par exemple, le récit
d’un hold-up peut mettre en exergue le programme narratif du voleur ou celui du
volé; de même, le récit proppien privilégie le programme du héros aux dépens de
celui du traître. (274)

Aquí no estableceremos este tipo de distinción entre focalización y perspectiva.


Esta acepción de “perspectiva” de Greimas y Courtés parece basarse en una
interpretación defectuosa de la relación de orden entre el tiempo de la acción y el
tiempo del discurso. De nuestro análisis de la temporalidad del relato (2.2 supra)
se desprende que la linearidad del discurso no es ningún determinante para la
transmisión de la significación narrativa; todo lo más puede servirle de apoyo
icónico (cf. un error comparable en Hawthorn 61). Nuestra perspectiva se da
necesariamente, pero su forma exacta es determinada por la estrategia del
narrador, y no por un automatismo excluyente como el que parece sugerir la
definición de Greimas y Courtés.
Como hemos señalado anteriormente, la perspectiva del relato se basa en
mayor o menor grado en la perspectiva inherente a la acción. Muchos
teorizadores, sin llegar a proponer una definición sistemática de la perspectiva,
resaltan la impresión vívida que resulta en la narración al incorporar detalles de la
experiencia o percepción subjetiva de un personaje en el discurso del narrador.
Es importante definir las formas posibles en que la perspectiva de la acción, ligada
a la percepción y la subjetividad de los personajes, puede manifestarse en el
relato.
La perspectiva puede definirse de manera más o menos amplia, más o menos
ambiciosa, ya sea restringiéndola al ámbito de una teoría de la narración literaria o
intentando ampliarla al lenguaje en general, e incluso a otros medios semióticos.
Es claro que existen fenómenos comparables en todo tipo de comunicación;
cuanto mayores sean las afinidades entre ese medio y la narración literaria, más
clara y detallada será la definición que se pueda dar a las técnicas de
perspectivización que les sean comunes. Así, una teoría de la perspectiva teatral o
fílmica tendría por una parte elementos comunes con la narrativa (p. ej., el papel
del espectador implícito, los fragmentos de la acción seleccionados en el relato,
etc.) y otros aspectos más próximos a la perspectiva icónica de la pintura.
A este respecto vuelve a ser de primera importancia la diferenciación entre artes
narrativas o no narrativas, artes espaciales y artes temporales (Lessing 148 ss).
En las artes representativas se superponen al espacio o al tiempo físicos
ocupados por el objeto artístico un espacio o tiempo significados, virtuales.
Lessing señala que en virtud misma de la naturaleza de los signos utilizados, la
literatura es un arte temporal: sus signos se ordenan en series sucesivas, y por
ello es más apta que la pintura para representar series de acciones. Acepta que la
arbitrariedad del signo literario le haría en principio susceptible de representar con
igual adecuación acciones o cuerpos. Pero al igual que la simultaneidad de los
signos pictóricos proporciona una percepción inmediata de la espacialidad, la
sucesión de los signos representa de modo vívido la temporalidad de las acciones
significadas. Hoy diríamos que aunque el mundo narrado es significado
sígnicamente, su temporalidad puede ser significada icónicamente. Lessing añade
que la manera más propia en que la literatura puede introducir un espacio
representado es subordinándolo a una serie temporal: los objetos deben
describirse ya asociados a una serie de sentimientos del poeta que los contempla
(163) o en lo que puedan tener de temporal, por ejemplo, en el proceso de su
fabricación o su utilización (170 ss). Podríamos añadir: o de su percepción.
Philippe Hamon (“Qu’est-ce qu’une description?”) hace una observación
semejante sobre el problema de la descripción de objetos: una descripción
dinámica nos presenta al objeto bien a través de una actuación sobre él, bien a
través de la observación que de él realiza un personaje. La perspectiva es, en
primer lugar, una forma de subjetivizar la experiencia del relato, de articular un
argumento eficaz y motivarlo asociándolo a la experiencia y la percepción de un
personaje. Es, pues, un importante recurso para crear la ilusión de verosimilitud,
aún más, de naturalidad y espontaneidad en la forma artística, evitando la
impresión de manipulación deliberada a manos del novelista. Ya en la época
victoriana aparece la conciencia teórica de la perspectiva como una técnica de
motivación realista.
Creemos que pondría en peligro la claridad del concepto una interpretación
demasiado amplia de la perspectiva, que la lleve más allá del nivel del relato para
hacerla la clave de toda toma de postura en el texto (incluyendo, por ejemplo, el
“punto de vista ideológico” de Uspenski en fragmentos puramente discursivos).
Marjet Berendsen intenta aplicar el concepto de focalización en frases evaluativas,
y llega incluso a afirmar que “the testimonial and ideological function clearly belong
to the domain of focalization and not of narration”. Nosotros veríamos más bien el
uso de la focalización como una figura regida en principio por la narración, y
restringiríamos su uso a las frases narrativas, a la transmisión del relato. Es una
figura que puede presentarse a nivel microestructural (un matiz en una frase, una
palabra) o macroestructual: puede invadir la totalidad del texto y alterar de manera
radical la naturaleza y efectos de la acción para el lector. La percepción se
convierte en una experiencia, casi en una nueva acción (cf. Booth, Rhetoric 340
ss). El modo de ver el objeto prima sobre el objeto en sí. Esto es evidente de una
manera inmediata en la misma definición de algún subgénero como la novela de
misterio (cf. Sternberg 192 ss); en ella, el personaje deja de ser tema y deviene
técnica. Algunos teorizadores (Todorov, Poética 106; Kawin 162) señalan cómo en
casos extremos la narración focalizada se utiliza como un medio de aproximación
a lo inefable de la experiencia vivida; la experiencia de la acción sustituye
ventajosamente a la acción; podríamos decir que es el punto de vista el que crea
el objeto. Pero en general debemos evitar establecer correspondencias rígidas
entre perspectiva y temática, o perspectiva e ideología (cf. Lotman 56). No se
pueden identificar sin más una determinada técnica perspectivística y una posición
filosófica ante la realidad: la fragmentación perspectivística puede ser tanto un
instrumento de descripción de una realidad objetiva como la demostración de que
toda realidad es subjetiva; es la diferencia de énfasis que dan a esta técnica Wilkie
Collins en The Moonstone y Faulkner en As I Lay Dying.
Parece útil la sistematización de los criterios que se siguen al establecer las
clasificaciones de puntos de vista. El trabajo de Todorov (Poética 65 ss) va en este
sentido. Propone las siguientes categorías:
• Presencia o ausencia de conocimiento sobre un determinado punto (cf. nuestra
selección).
• Subjetividad u objetividad del conocimiento (cf. Todorov, “Catégories” 141 ss).
• Grado de ciencia, o capacidad para captar lo interior o únicamente lo exterior.
Aquí hablaremos de visión interna o externa.
• Unicidad o multiplicidad de los distintos tipos de focalización en relación a los
personajes (cf. la jerarquización y funcionalidad de los personajes: definición de
héroe, confidente, mensajero, observador, reflector, etc.)
• Constancia o variabilidad de la perspectiva a lo largo del relato (cf. las
“alteraciones” de Genette, “Discours” 211).

Ricœur propone como definición del “punto de vista” “the orientation of the
narrator’s attitude towards the characters and the characters’ attitudes toward one
another” (Time and Narrative 2, 93). Para desarrollar esta definición se remite a los
conceptos desarrollados por Uspensky en su Poética de la composición. Esa
orientacion es un complejo de fenómenos en diversos planos, que desborda el
concepto más restringido de perspectiva que proponemos aquí, y que sin embargo
tiene el mérito de atraer la atención sobre la incidencia de las cuestiones
perspectivísticas sobre otros aspectos de la estructura de la obra. El plano más
general o ideológico se refiere a la presencia en la obra de diversos universos
culturales o concepciones del mundo. Este plano sólo nos concierne aquí en tanto
en cuanto se manifiesta con recursos formales específicos, como por ejemplo un
contraste temporal o una interferencia de voces. El plano fraseológico se refiere
específicamente a las relaciones entre el discurso del narrador y el de los
personajes. Este aspecto del “punto de vista”, que incluye la problemática de la
narración representada, el estilo directo, indirecto libre, etc., lo estudiaremos como
un problema de voz narrativa (3.2.2.3). Otros planos perspectivísticos distinguidos
por Uspenski se refieren a la orientación espacial y temporal. La perspectiva no se
restringe a un punto de vista fijo, sino que el narrador puede orientar su
presentación de los acontecimientos con respecto a la situación de un personaje o
proyectando un punto de referencia virtual. Ya hemos hablado de conceptos
perspectivísticos en su relación con la reestructuración temporal, las anacronías y
el aspecto. Estudiaremos la focalización en más detalle en breve (2.4.2.3) y
volveremos a encontrar aspectos de perspectivización temporal al hablar del
tiempo de la narración (3.2.2.4 y 5). El uso de los tiempos verbales constituye para
Uspenski otro plano del punto de vista. El uso del presente, el pasado o el futuro
por parte del narrador se utiliza para adoptar la propia perpectiva o para marcar el
paso a otro centro de orientación. Así un “mismo” momento de la acción puede
presentarse perspectivísticamente como el pasado del narrador, el presente de un
personaje, o como un pasado que en tiempo fue futuro. La orientación por medio
de los deícticos obedece a una problemática semejante. Por último, lo que
Uspensky llama plano “psicológico” del punto de vista, la oposición entre la
presentación de hechos como fenómenos objetivos o subjetivos, es lo que aquí
consideraremos el problema central de la perspectiva. Recordemos, pues, que la
perspectivización tiene repercusiones en los diversos planos de la ideología, la
estructuración temporal, la voz, etc., pero en lo que sigue nos centraremos en la
articulación mutua de la objetividad del relato y las representaciones de la
experiencia subjetiva que incorpora.

2.4.2.2. Perspectiva y gramática

M. A. K. Halliday (“Language Structure and Language Function”160) presenta un


modelo lingüístico que distingue tres funciones llevadas a cabo por el lenguaje:
ideacional, interpersonal y textual. Cada una de ellas se manifiesta en
determinadas estructuras lingüísticas; respectivamente, el tema, el modo y la
transitividad. Resulta tentador ver en cada una de estas estructuras el generador
de cada uno de nuestros tres niveles de análisis: la acción sería la manifestación a
nivel textual-narrativo de la temática, el relato de la estructura modal y el discurso
de la transitividad.
A nivel textual-narrativo, por lo tanto, la perspectiva estaría relacionada con la
función interpersonal, al margen de su unión más evidente con la función textual,
en tanto que va ligada a la voz. Halliday ve en la función interpersonal aquélla que
define roles “sociales” (nosotros preferiríamos decir “comunicativos”). Es la que
rige la manera en que las categorías gramaticales organizan el material lógico
suministrado por la estructura de la transitividad. Se asiste así a una creación de
sentido adicional, pero no un sentido “lógico”: “The notion ‘grammatical subject’ by
itself is strange, since it implies a structural function whose only purpose is to
define a structural function”. Pero resulta ser” a meaningful function in the clause,
since it defines the communication role adopted by the speaker”. En la oposición
posible entre roles sintácticos y roles lógicos o semánticos encontramos pues una
primera estructura de perspectivización a nivel oracional. En caso de desfase
entre los dos tipos de roles, las gramáticas suelen remitirnos a la voluntad del
interlocutor de hacer recaer el énfasis sobre un elemento u otro de la oración. La
voz pasiva es sin duda el fenómeno más institucionalizado o gramaticalizado en
este sentido. En la construcción pasiva, no nos interesa resaltar el protagonismo
del agente lógico, o lo desconocemos, o no es un elemento que entre en los
esquemas presupositivos del hablante para esta frase. Por lo tanto, el objeto
lógico pasa a ocupar el centro de atención, desempeñando el papel de sujeto
gramatical: un papel que tanto cuantitativamente como lógicamente (y con toda
probabilidad también genéticamente) va asociado en principio a la noción de
agente lógico. La pasiva es así una forma sobredeterminada. Utiliza una forma
vaciada pero todavía significante, y juega con dos tipos de relaciones
sujeto/objeto. Otro ejemplo, menos institucionalizado éste en la gramática de las
lenguas indoeuropeas y más tardíamente reconocido por los lingüistas, es el caso
de la topicalización: los desfases producidos no ya entre los roles lógicos y
sintácticos, sino entre los roles sintácticos y los posicionales. El tópico puede
asumir así la forma de un elemento sintácticamente independiente del resto de la
frase: “Los acuerdos no es que haya todavía compromisos firmes...”, etc. El
estudio de la topicalización sólo adquiere pleno sentido a nivel textual: sólo en un
contexto concreto comprendemos por qué ciertos elementos son tópicos
organizadores del discurso, cuáles se dan por supuestos y cuáles son información
nueva que ha de introducirse en forma de rema o comento, asegurándole un
mínimo de redundancia.
A nivel textual, la perspectivización es una entre muchas otras estructuras de
topicalización compleja. El personaje, el héroe, es por lo general un tópico
organizador del relato, y las distintas estructuras narrativas y perspectivísticas
pueden contemplarse como modalizaciones o sobredeterminaciones impuestas
sobre la topicalización narrativa primitiva, centrada en el héroe. Un recurso como
el uso de un personaje focalizador único por medio del cual nos presenta la
historia de otro protagonista es un ejemplo claro de cómo un contenido básico
puede modularse perspectivísticamente, “topicalizando” ciertos elementos de la
acción que en una forma narrativa menos elaborada hubiesen ocupado un
segundo lugar. Pero cualquier técnica narrativa sirve de ejemplo. No debemos
olvidar que el lector no sólo trabaja con esquemas importados de la vida real o de
la literatura que le llevan a decidir qué es lo narrativamente importante, sino
también recurre a distintos esquemas de técnicas perspectivísticas y
topicalizadoras. Géneros, subgéneros, normas intrínsecas establecidas por un
texto determinado, son en este sentido otros tantos niveles de referencia más allá
de los estudiados por la lingüística. No existe un repertorio fijo de estructuras de
perspectivización que sea lingüísticamente determinable: cada texto modaliza a su
manera la herencia del lenguaje, la de otros textos y la de la experiencia real.
Hemos dicho anteriormente que la perspectiva que se manifiesta en el relato
hunde sus raíces en fenómenos similares del nivel de la acción. Se trataría en esta
interpretación del modelo de Halliday de las “frases de proceso mental” que
distingue dentro de los tipos de frases según la transitividad. Son las frases que
expresan percepción (see, look), reacción (like, please), actividad cognoscitiva
(believe) o verbalización (say, speak). Añade Halliday:

What is perceived or felt or thought of may be a simple phenomenon (...) but it may
also be what we might call a ‘metaphenomenon’: a fact or a report —a
phenomenon that has already as it were been filtered through the medium of
language. (“Language Structure”153)

Van Dijk (Texto 159) nos presenta una base gramatical semejante para el estudio
de la perspectiva cuando relaciona el “mirar fuera” en la narración con un cambio
de tópico de discurso. Lo mismo sucede con “pensar”, el predicado “creador de
mundo” (Texto 160).
El problema del punto de vista, de la perspectiva, está íntimamente ligado a dos
cuestiones que son objeto de estudio tradicional de la lingüística: la temporalidad y
la deixis (para la temporalidad cf. 2.2 supra). La deixis (en sentido amplio)
representa una orientación espacio-temporal respecto de un punto que se toma
como centro. Benveniste (“Subjectivité” 262) identifica ese punto con el hablante, y
por tanto, con su posición espacio-temporal. Quizá esto sea así en un análisis
lingüístico-filosófico del tema como el que está haciendo Benveniste, pero en un
acercamiento práctico a los textos hemos de reconocer inmediatamente que la
orientación deíctica no siempre se hace por referencia al “yo” hablante, ni siquiera
en la lengua oral corriente. Más bien, el yo hablante es el origen y el centro no
marcado de la deixis, pero es capaz de elaborar estrategias retóricas para
delegarla en un foco secundario (cf. 3.2.1.2 infra). Debemos distinguir el aquí y
ahora del yo hablante del aquí y ahora del foco orientador de la deixis, que puede
o no coincidir con él. La primera formulación de esta cuestión, y ya a un nivel
narrativo-textual, parece ser la de Bühler, con su estudio de los demostrativos (138
ss) y, sobre todo, de las transposiciones o cambios de punto de vista. En la
narración, observa Bühler, hay otras orientaciones temporales al margen del “yo-
aquí-ahora” del sujeto hablante:

en todas las narraciones épicas e históricas desempeñan un importante papel las


trasposiciones bien ordenadas (...). Si un ámbito es mencionado primero mediante
nombres propios, como “París, Revolución, Napoleón I”, o está dado como
supuesto tácito, se producen en el decir las transposiciones a ese ámbito y de él a
otros ámbitos de un modo casi tan inadvertido como las trasposiciones en los
saltos de la cámara en el cine (...). Las trasposiciones son un segundo medio de
desligamiento de las manifestaciones lingüísticas. (Bühler 547-548)

Del sistema de orientación del narrador pasamos al sistema de orientación del


personaje. Veremos cómo una distinción semejante subyace a la distinción entre
persona y perspectiva narrativas que se va desarrollando gradualmente en la
crítica literaria durante este siglo. El foco orientador de la deixis en un texto
narrativo puede ser el narrador, pero también el sujeto o el objeto de la
focalización. Un ejemplo lo suficientemente “lingüístico”: como observa Dorrit
Cohn (“Narrated Monologue: Definition of a Fictional Style” 101), en algunas
modalidades del estilo indirecto libre, los adverbios indicadores de lugar o tiempo
parecen romper las reglas normales de concordancia con los verbos: una forma
adverbial indicadora de inmediatez, y regida por el foco deíctico, coexiste con una
forma verbal en pasado, regida por el aquí y ahora del narrador, o viceversa.
Podemos encontrar en un contexto literario adecuado frases que según un
enfoque lingüístico ajeno a la pragmática del discurso serían anómalas. Por
ejemplo, “ayer llegará el correo” o “ahora no supo cómo reaccionar” requieren para
su análisis una separación semejante entre dos focos orientadores de la deixis
temporal.

2.4.2.3. Teorías de la perspectiva

Los antecedentes de lo que denominamos perspectiva narrativa no faltan desde la


Antigüedad tanto en las observaciones sobre arte como en la tradición filosófica.
Ya hemos mencionado el in medias res horaciano referido más bien a la selección
de hechos que han de ser narrados que a su orden. En el orden del pansamiento
filosófico, podríamos mencionar la oposición de Platón a la perspectiva en el
Sofista, oponiendo la “icástica”, o arte de la representación de la realidad a la
“fantástica” o arte de la representación según la apariencia y la perspectiva (235d-
236d). Pero pocos pensadores aparte de Platón pueden permitirse el lujo de
hablar de las cosas como son y oponerlas con tanta seguridad a cómo aparecen.
Con la nueva filosofía de la era moderna, el conocimiento se fragmenta y la noción
de perspectiva adquiere un lugar preponderante en las teorías filosóficas.
Pensemos, por ejemplo, en el perspectivismo metafísico de Leibniz y la doctrina
de las mónadas:

Y como una misma ciudad contemplada desde diferentes lugares parece diferente
por completo y se multiplica según las perspectivas, ocurre igualmente que,
debido a la multitud infinita de sustancias simples, hay como otros tantos
diferentes universos, que no son, empero, sino las perspectivas de uno solo,
según los diferentes puntos de vista de cada Mónada. (Monadología § 57)
En Kant encontramos la oposición entre un hipotético conocimiento
“nouménico”, o conocimiento de una cosa en sí, y un conocimiento “fenoménico”,
sometido a las formas puras de la experiencia que son el espacio y el tiempo. No
conocemos la cosa misma, sino una parte del infinito número de sus
manifestaciones posibles. Es decir, la experiencia humana, siendo fenoménica, es
perspectivística. Tenemos un “punto de vista” sobre las cosas, y con frecuencia la
existencia de ese punto de vista particular impide la adopción de puntos de vista
alternativos. Las consecuencias de esta relativización del conocimiento fueron
extraídas de muy diversas maneras por el positivismo o el pensamiento
nietzscheano en el siglo XIX, o la fenomenología y el existencialismo en el XX.
La teoría estética clásica, basada en una concepción mimética del objeto
artístico, no podía ignorar el problema de la perspectiva. El análisis
fenomenológico de las obras de arte resulta tener características muy especiales,
dada la naturaleza semiótica del objeto artístico. Al ser éste (frecuentemente) una
imitación, una representación de un fragmento de la realidad más o menos
convencionalizada, consta de una estructura fenomenológica imitativa ya fijada,
que es parte constituyente de la obra. Al mismo tiempo, la obra es un objeto físico,
un fenómeno de por sí, sometido a las leyes generales de la percepción y la
acción humana. Un cuadro puede estar mal iluminado, el “mensaje” de una novela
puede parecernos simplista, etc. Se trata en estos casos de cuestiones de punto
de vista en principio exteriores a la estructura de la obra (lo cual no quiere decir en
absoluto que carezcan de interés para la teoría del arte). Un enfoque más
restringido, y que conlleva un grado de abstracción, estudia la organización interna
de la obra al margen de las circunstancias concretas de su composición o
recepción. Pero aun en el marco de este enfoque “intrínseco” nos encontramos
con una noción demasiado amplia y polisémica de perspectiva. Cada arte resulta
tener condiciones de percepción y comprensión particulares; convenciones
diferentes rigen a los diversos estilos y períodos. La escultura, por ejemplo, utiliza
en grado mucho menor que la pintura la codificación de un punto de vista interno a
la obra. La pintura se asemeja a la literatura en tanto en cuanto que produce la
ilusion de una situación espacial dada respecto a los fenómenos representados. Si
un texto era tradicionalmente comparado a una “pintura con palabras”, podemos
reflexionar un momento sobre el punto de vista en pintura y extraer algunos
paralelos posibles con la literatura. Para simplificar, nos limitaremos a la pintura
clásica, la pintura perspectivista de la época moderna, que continúa con nosotros
a pesar de los ataques de los cubistas, expresionistas, futuristas, y las
abstracciones de todo género.
Es en la teoría de la pintura donde el concepto de perspectiva alcanza
tempranamente un desarrollo notable: así sucede en los escritos Leonardo y otros
teorizadores sobre pintura del Renacimiento italiano. A fines de la Edad Media la
representación pictórica deja de ser intemporal y abstracta para pasar a constituir
una escena, un punto en el espacio y en el tiempo. Esto ya supone una
perspectivización. La sucesión temporal está en principio ausente de la pintura,
aunque haya un buen número de convenciones que la invitan a entrar por la
puerta trasera. Pensemos, por ejemplo, en la convención que autoriza al pintor a
representar en distintos planos de profundidad momentos sucesivos de la escena
representada. No es éste el único sistema. Si tomamos como ejemplo el clásico
motivo pictórico de la Última Cena, está claro que el espectador no intepreta este
cuadro fuera de todo contexto: en las relaciones con el contexto, o más
exactamente con el intertexto, se halla en este caso la narratividad. El espectador
conoce la historia bíblica, y el cuadro remite así a toda una secuencia narrativa
mediante la representación de un momento convencionalizado. Toda la
temporalidad de esta secuencia se halla comprimida en el momento de la
bendición del pan eucarístico. La actitud implícita del pintor hacia su tema se
expresa, entre otras maneras, por su tratamiento de las convenciones narrativas.
Si un pintor representase la Última Cena con todos los comensales comiendo a
dos carrillos, no se trataría de una leve infracción de las reglas: sólo un momento
de la acción es relevante para el simbolismo cristiano. De igual modo, el punto de
vista físico sobre la escena a la vez se adapta a ella y la organiza. Observaremos
que en las versiones convencionales de este tema pictórico, la disposición de los
Apóstoles realza la figura central de Cristo, y que todos se hallan sentados al
mismo lado de la mesa, para no bloquear la visión del espectador implícito. Un
cambio de perspectiva significa un cambio de tema: Dalí pinta la Crucifixión vista
desde arriba en El Cristo de San Juan, y Velázquez da la vuelta al tema del retrato
real en Las Meninas, pintando la escena vista por los reyes que posan para su
retrato. En la pintura clásica, el espacio se representa de una manera parcial, que
representa la impresión que de él tenemos en la vida real. Sin embargo, se carga
de significaciones adicionales, entre otras la del tiempo. El tiempo se somete al
espacio en la pintura, al menos en lo que concierne a las estructuras primarias de
la percepción. No se debe tanto a que se trate en el caso de la pintura de un arte
visual, pues también lo son el cine o el comic mudos: lo determinante es que es un
arte no temporal, ni esencialmente narrativo.
El elemento narrativo no lo es todo en el comic, el cine o la literatura. Incluso
hay géneros, como la lírica, en los que está bastante restringido. Pero en general
es un principio de organizacion considerable, y es a menudo la base sobre la cual
se construyen efectos de otro género (simbólicos, catárticos, etc.). Señalábamos
una ambigüedad en el término “narrativo” tal como acabamos de utilizarlo: un
sentido (amplio) de “narrativo” sería “que transmite un relato”; otro (restringido),
“que es el producto de un narrador.” De hecho, el uso de “narrativo” en la primera
acepción podría considerarse metonímico, porque la narración verbal de un
narrador no es sino un medio entre otros de presentar un relato. El teatro no tiene
narrador, pero es narrativo en tanto en cuanto nos cuenta una historia con un
punto de vista implícito. Por cierto, no es correcto presentar la diferencia entre
teatro y cine como la ausencia de un punto de vista en la escena. La elección
misma de las escenas dramatizadas supone ya una perspectivización: no hay más
que una diferencia (muy considerable) de articulacion semiológica y de movilidad
del punto de vista entre el teatro y el cine.
Para la aplicación del concepto de perspectiva a la literatura, hay que
remontarse a algunos pensadores románticos y prerrománticos, desde Burke
hasta Coleridge, con su nueva insistencia en el subjetivismo y el impresionismo.
Proclaman que el estilo ha de surgir orgánicamente del contenido, y recrear para
el lector la experiencia que se desea transmitir. La literatura deja de concebirse
como una imitación y pasa a considerarse como expresión de estados de ánimo
subjetivos. Ya no importa tanto comunicar un objeto “en sí” o una visión objetiva;
se valoran más la percepción del objeto como fenómeno y la experiencia subjetiva
que de él se tiene.
En la segunda mitad del siglo XIX ya se encuentran usos de la expresión punto
de vista en un sentido semiespecializado, aplicado a la narración. Por ejemplo, E.
P. Whipple alaba en un artículo sobre Hard Times la elección del punto de vista
desde el cual nos presenta Dickens la historia. No ha elegido, como hubiera hecho
un autor francés, el punto de vista de la heroína, técnica comprensiva y corruptora
a la vez, según manifiesta Whipple, probablemente pensando en Flaubert. En todo
caso, está claro que este crítico no se refiere a la elección de una determinada voz
narrativa, sino exclusivamente a la elección de determinados hechos de la acción
para su narración, y quizá al sujeto no de la acción sino de la visión, de la
percepción y la sensibilidad, ya sea la heroína u otro.
La distinción teórica entre narración y perspectiva se remonta al menos a Henry
James. En su prólogo a The Portrait of a Lady, James comenta su técnica de
presentar la acción a través de la percepción y juicio de un personaje al que
denomina “center of consciousness” (294); en el prólogo a The Wings of the Dove
utiliza el término “reflector” (354 ss). Cada unidad deberá conservar esta
coherencia de punto de vista, aunque James no excluye la variabilidad en distintas
secciones de la novela (358). Puede haber varios “reflectores” a lo largo de una
novela de James, que se organiza preferentemente en bloques dominados por
uno de ellos. Para James, es el uso del punto de vista restringido de un personaje
lo que da su concentración y fuerza a la última obra mencionada; y esta técnica
está necesariamente ligada a la presentación escénica (355). Como se ve, la
distinción entre narración y perspectiva ya está allí: el reflector de James es el
focalizador de Bal. Booth observa que James formulaba su teoría de la narración
con reflector presentando a éste como un perceptor agudo, discerniente y
privilegiado, aunque en la práctica muchos de sus reflectores son observadores
limitados, defectuosos o confundidos, que deben ser leídos entre líneas por el
lector (340 ss).
La aportación esencial de James está en ver que la presentación de una
percepción subjetiva no está necesariamente unida a la narración en primera
persona; que lo fundamental es la situación con respecto a la acción (situación
interna o externa) no del narrador, sino del focalizador, el center of consciousness.
Esta distincion perspectivística de primera importancia aparece de manera más o
menos clara en todos los enfoques posteriores, desde Lubbock hasta Uspenski,
Bal (Narratologie 37 ss; Teoría 111), Lozano, Peña-Marín y Abril (135) o Rimmon-
Kenan (74), pasando por Stanzel o Pouillon; Genette es quien la formula más
explícitamente (“Discours” 203 ss). A veces, la distinción está implícita en los
análisis prácticos, aunque las definiciones teóricas sean confusas.
Las teorías de James sobre el punto de vista son continuadas en las primeras
décadas de nuestro siglo por teorizadores como Beach, Lubbock o Friedman. En
un principio, la discusión teórica sobre el tema iba generalmente unida al concepto
más general de “punto de vista”, que se extendía por lo general hasta incluir la
cuestión de la voz narrativa. Vernon Lee (“On Literary Construction”) distingue tres
maneras de presentar a un personaje: desde el punto de vista de un “analytical,
judicious author”, desde el punto de vista interno del mismo personaje y desde el
exterior, “nobody’s point of view”. Como se verá, es una clasificación harto vaga
que engloba voz y perspectiva narrativa, sin diferenciarlas. Lubbock presenta una
clasificación comparable de las diferentes “vistas” que pueden adoptarse sobre la
acción, distinguiendo cuatro principales. Estas pueden luego combinarse entre sí
dando lugar a otras intermedias. Son la “view from outside” o “pure drama”, en la
que la acción, que parece contarse a sí misma, es narrada tal como la vería un
observador imaginario, excluyendo toda interioridad de los personajes; el
“panoramic survey”, o narración omnisciente en tercera persona: la visión del
“dramatized narrator”, cuando el punto de vista ya es “interno a la novela” y esta
es narrada en primera persona; y, por último, “view from the position of a
character” o “dramatized mind”, la favorita de Lubbock, que corresponde a la
narración con reflector de James (Lubbock 252; cf. Lintvelt 120). Teorías
comparables se encuentran en la narratología alemana y entre los formalistas
rusos. Así, Friedemann describe fenómenos como la perspectiva subjetiva
resaltando bien que se trata de un fenómeno relativo a la actividad mental, la
percepción o la memoria de un personaje y diferenciándolos bien de la narración
en primera persona (ver por ej. Friedemann 38). Brooks y Warren nos hablan de
un foco narrativo que puede ser o no interior a la acción; combinando este criterio
con el criterio del conocimiento interno o externo de los personajes se obtiene una
tipología básica de cuatro “puntos de vista” distintos:

The focus of narration has to do with who tells the story. We may make four basic
distinctions: (1) a character may tell his own story in the first person; (2) a
character may tell, in the first person, a story which he has observed; (3) the author
may tell what happens in the pure objective sense—deeds, words, gestures—
without going into the minds of the characters and without giving his own comment.
These four types of narration may be called: (1) first-person, (2) first-person
observer, (3) author-observer, and (4) omniscient author. Combinations of these
methods are, of course, possible. (Brooks y Warren 684)

Como ha señalado Genette, sólo el criterio sobre el grado de conocimiento


(interno / externo) se refiere a una distinción de perspectiva. Norman Friedman
presenta una tipología de “puntos de vista” que también combina criterios de voz y
de perspectiva. Distingue ocho tipos de situaciones narrativas en una línea que va
desde editorial omniscience a camera mode, de una mayor a una menor intrusión
del “autor” en el material narrado. Esta última variedad, el punto de vista de la
cámara, es una persistente anacronía derivada de las antiguas teorías miméticas
del arte, y más concretamente de su influyente versión decimonónica, el realismo
naturalista. El mito de una reproducción no mediata de los fenómenos
extraartísticos tiende a sobrevivir en las tempranas teorizaciones de las nuevas
artes “mecánicas”, como la fotografía y el cine, o en los rechazos a la escritura
vanguardista. A veces los críticos escépticos perciben ésta como un fragmento
bruto de la realidad, no sometido a una elaboración artística.
Como observa Genette (“Discours” 203 ss), muchos de los estudios clásicos de
la primera mitad de nuestro siglo y buena parte de los demás hasta hoy confunden
o delimitan insuficientemente dos conceptos narratológicos: “quién habla”, el
concepto de narración, con el concepto de “quién ve”, o mejor aún (Nouveau
discours 44), “quién percibe”, el concepto de perspectiva. Denuncia Genette los
criterios ambiguos seguidos por Brooks y Warren, Friedman, Stanzel, Booth. Así,
las preguntas que dirige Friedman al texto narrativo son a veces vagas desde el
punto de vista teórico. Habla de contar la historia desde una posición o ángulo,
que puede estar situado arriba, en la periferia, en el centro, ser móvil... No queda
del todo claro qué sentido debemos dar a esta lluvia de metáforas espaciales.
Señala también, sin embargo, que debemos observar qué canales se utilizan para
transmitir al lector los estados mentales de los personajes. Según Genette, el
capítulo “Distance and point of view” de la Rhetoric of Fiction de Booth está
dedicado por completo a cuestiones de voz. Booth presenta una cierta distinción
entre narrador y focalizador, pero viciada por una terminología inadecuada. Booth
llama a los reflectores “narradores dramatizados” o “no reconocidos”:

The most important unacknowledged narrators in modern fiction are the third-
person “centers of consciousness” through whom authors have filtered their
narratives (...) they fill precisely the function of avowed narrators—though they can
add intensities of their own.

Ortega y Gasset también cae en la misma confusión al afirmar que “en literatura,
el punto de vista es más bien un punto de hablada”.
Sin embargo, algunos estudios descansan sobre distinciones más claras y
siguen perfilando la distinción entre perspectiva y voz que subyacía a los
comentarios de Whipple o James. Es de destacar la temprana aportación de
Bernard Fehr (“Substitutionary Narration and Description: A Chapter in Stylistics”).
En palabras de Helmut Bonheim,

Fehr saw that a character’s consciousness (…) may take the form of perception as
well as thought (…). This third plane beyond speech and thought Fehr called
“substitutionary perception”, a concept taken over by Hernadi and others.
(Bonheim 50)

Fehr ve el fenómeno que llama erlebte Wahrnehmung, vision by proxy o narrated


perception como un fenómeno paralelo a la erlebte Rede o estilo indirecto libre,
pero en el plano de la percepción, y no el del lenguaje. Bonheim señala que ya se
encuentra en esta distinción de Fehr el elemento básico para una distinción entre
narración y punto de vista,

the implicit or explicit recognition that most of the information which a narrator
conveys to the reader can also be loaded onto the vehicle of characters, who take
over one of the jobs of conveying details of the fictional world. (69)

Jean Pouillon presenta una clasificación de lo que él denomina las “visiones”


del relato, o diversos modos de comprensión, de conocimiento de la acción y los
personajes (Pouillon 60 ss):
• La visión “con” nos presenta al personaje elegido desde adentro. Su conducta no
se ve imparcialmente, sino tal y como le aparece a él. Vemos a los otros
personajes a través de él; los captamos como los correlatos de los sentimientos
del personaje principal, sentimientos que son lo único que vemos directamente. No
sólo eso, sino que el héroe mismo sólo es captado a partir del conocimiento que
tiene de los otros.
• En la visión “por detrás”, el autor se separa de la experiencia del personaje para
comprenderlo objetiva y directamente. Señala Pouillon que aquí el “foco de visión”
no forma parte de la novela, sino que se encuentra en el novelista que se
mantiene a distancia de sus personajes. Lo psíquico se capta directamente, no se
deduce a partir de los hechos o palabras; lo que se diga sobre un personaje nos
remite directamente a ese personaje, y no a la comprensión del héroe. Para
Pouillon, los personajes pierden vida y la novela se hace mecánica; la posición del
autor es tiránica y supone un ventajismo inaceptable respecto del lector y los
personajes.
• La visión “desde afuera” nos presenta puras exterioridades, pero éstas se
interpretan como reveladoras del adentro, de la personalidad y psicología. Esta es
al parecer la visión más correcta éticamente, y es favorecida por Pouillon. Señala
que su funcionamiento es complejo, pues de por sí la exterioridad no significa
nada, y debe ser interpretada remitiéndonos a la visión “por detrás” y la visión
“con”.
Según Pouillon, cada una de estas técnicas narrativas de la novela corresponde
a una actitud psicológicamente real; es la manifestación en literatura de diferentes
modos de conocimiento de la vida cotidiana (Pouillon 20, 33). La visión “con”
corresponde a la conciencia inmediata, irreflexiva, que tenemos de nosotros
mismos; la visión “por detrás” equivale al conocimiento reflexivo; la visión “desde
afuera”, al conocimiento que tenemos de los otros. Esta clasificación de “visiones”
en Pouillon también se refiere únicamente a la perspectiva, y no a la voz. Así,
Pouillon observa que la visión “con” se da comúnmente en las novelas en primera
persona; ello no obsta para que luego presente como modelo de visión “con” una
novela en tercera persona, The Man of Property, de Galsworthy. Esta
diferenciación teórica entre focalización variable y focalización restringida a un
personaje está igualmente presente en la base de otro de los conceptos
perspectivísticos más influyentes en el área francófona, el de restriction de champ
de Georges Blin (Stendhal et les problèmes du roman). Un narrador en principio
omnisciente “restringe” su visión en ocasiones a la de un personaje, por intereses
narrativos, de suspense, etc. Señalemos que estas restricciones “arbitrarias” son
consideradas inartísticas por diversos teorizadores de la primera mitad de nuestro
siglo, que exigen una coherencia en el uso de la perspectiva, un juego de
perspectivas motivado por la experiencia de los personajes.
Todorov retoma con ligeros cambios la clasificación de Pouillon: sus “aspectos”
del relato (las “visiones” de Pouillon) son “différents types de perception,
reconnaissables dans le récit (...). Plus précisément, l’aspect reflète la relation
entre un il (dans l’histoire) et un je (dans le discours), entre le personnage et le
narrateur” (“Catégories” 141). Las tres modalidades de perspectiva definidas por
Todorov son distintas relaciones entre el conocimiento del personaje y el del
narrador: en la visión”por detrás”, el narrador sabe más que el personaje; en la
visión “con” el narrador sabe lo mismo que el personaje, y en la visión “desde
fuera” el narrador sabe menos que el personaje. Esta clasificación de Todorov es
defectuosa por no distinguir entre lo que el narrador dice y lo que sabe. Lo que es
relevante en una discusión de la perspectiva es ante todo lo que el narrador dice;
pero un narrador puede saber y no decir; veremos ésto como una cuestión de voz.
Genette plantea explícitamente el problema y distingue claramente (quizá es el
primero) entre perspectiva y voz. Parte de Pouillon y Todorov para establecer su
tipología básica de perspectivas: relato no focalizado, relato con focalización
interna o relato con focalización externa (correspondientes, respectivamente, a la
“visión por detrás”, la “visión con” y la visión “desde afuera”). Tanto Todorov como
Genette señalan que estas visiones pueden superponerse o alternarse en una
misma novela; un personaje es focalizado externamente en un principio, pero
luego esta focalización se pierde, o se transforma en focalización interna; un
segundo personaje es contemplado externamente mientras conocemos la
interioridad del primero, etc.; ello no quita para que pueda hablarse de un tipo de
perspectiva dominante en un relato:

On parlera alors de focalisation variable, d’omniscience avec des restrictions de


champ partielles, etc. (...) je nommerai donc en général altérations ces infractions
isolées, quand la cohérence d’ensemble demeure cependant assez forte pour que
la notion de mode dominant reste pertinente. (Genette 211).

Las infracciones realizadas al modo dominante pueden ir en el sentido de


proporcionar más información de la esperable (paralepsis) o menos (paralipsis).
Genette tiene el mérito de formular más claramente que los críticos anteriores la
diferencia entre voz y perspectiva, pero no amplía sensiblemente el análisis de la
perspectiva. Como Pouillon y Todorov, no ofrece una teoría general de la
perspectiva, sino más bien una descripción (más limitada) del conocimiento
relativo de personajes y narrador.
Bal acepta la división entre voz y perspectiva, pero critica la tipología de
Genette, creemos que con acierto. A su parecer, ésta es insostenible por basarse
en dos criterios heterogéneos no diferenciados:

Il est vrai que, du premier au troisième type, la “science” du narrateur diminue, et la


série est, dans ce sens, homogène. Mais cette différence ne concerne pas le point
de vue ou la “focalisation”. Entre le récit non-focalisé et le récit a focalisation
interne, la différence réside dans l´instance “qui voit”: le narrateur, qui, omniscient,
voit plus que le personnage, ou, dans le deuxième type, le narrateur qui voit “avec”
le personnage, autant que lui. Dans le deuxième type, le personnage “focalisé”
voit, dans le troisième il ne voit pas, il est vu. Ce n´est pas cette fois une différence
entre les instances “voyantes”, mais entre les objets de la vision.

Esta sistematización de la tipología de Genette la conduce a formular una teoría


generalizada de la perspectiva narrativa. Bal propone llevar aún más allá la
separación establecida por Genette entre voz y perspectiva, estableciendo no sólo
dos actividades distintas (narración y focalización) como constitutivas
respectivamente del texto narrativo y el relato, sino también consecuentemente
dos sujetos diferenciados que llevan a cabo tales actividades: el narrador
(narrateur) y el focalizador (focalisateur); los objetos de esas actividades son lo
narrado (narré) y lo focalizado (focalisé). Cada uno de estos sujetos productores
tiene su receptor correspondiente: el lector explícito (o implícito) (lecteur explicite
ou implicite) y el espectador implícito (spectateur implicite; Narratologie 31 ss.). El
focalizador no tiene por qué coincidir con el narrador. Puede ser invisible si el
narrador lo es, o puede ceder la focalización a un personaje; Bal nos remite a los
reflectores de James y a la restricción de campo de Blin. Los términos focalización
interna y focalización externa de Genette se refieren no tanto al sujeto de la
focalización como a su objeto, el focalizado; Bal prefiere hablar de focalizados
perceptibles o imperceptibles (38). Sobre este punto habremos de tener en cuenta
las observaciones de Pouillon (supra, 2.4.2.3) sobre lo relativo de la distinción
entre exterioridad e interioridad.
Paralelamente a las categorías de nivel narrativo descritas por Genette (cf.
3.2.1.4 infra) Bal define niveles de focalización (cf. 3.2.1.4 infra) y cambios de nivel
de focalización (Narratologie 40 ss), introduciendo las siguientes nociones:
•Focalización en segundo nivel (focalisation au deuxième niveau), por analogía
con el discurso directo en la narración. El narrador-focalizador del primer nivel
puede ceder la focalización a un personaje, que pasa a ser el focalizador. Esta
concepción de Bal es un desarrollo de la “visión con” de Pouillon o la restriction de
champ de Blin. Entre otras novedades, Bal deja abierta la posibilidad de ulteriores
niveles de focalización (Narratologie 51; cf. 3.2.1.4 infra). Según Marjet
Berendsen, “Generally there will be at most three focalisors operative when there
is only one narrator. One comes across double embedded focalisors for example in
a focalisor-character’s remembrances of another character’s ideas or words”
(“Formal Criteria of Narrative Embedding” 84). Ya hemos señalado el peligro de
desviar la interpretación de la focalización hacia lo conceptual o ideológico,
alejándose de lo perceptivo. Sin embargo, creemos que son posibles varios
cambios de nivel en el plano puramente perceptivo, incluso sin necesidad de
recurrir a lo fantástico. Genette (Nouveau discours 51) niega que pueda haber
cualquier tipo de transposición de nivel en la focalización. Creemos que comete
aquí el mismo tipo de error que señalamos en su definición del discurso directo
(2.4.1.1 supra): no parece ver cómo palabras o percepciones de un personaje nos
llegan siempre a través de las palabras o percepciones del narrador, y se hallan
por tanto a un segundo nivel.
•Connotador de enlace (connotateur de relais), por analogía con los verba dicendi
que introducen el discurso directo. Se trata de verbos que indican actividad
perceptiva. Chatman señala que el verbo de percepción no es un requisito
imprecindible para el cambio de nivel: “Once a verbal narrative has established a
locus in a character’s mind, it may communicate his perceptual space without
explicit perceptual verbs (just as it can render inner views without explicit cognitive
verbs)” (Story and Discourse 103). Pero si ha habido un cambio de nivel y se
desea mantener la impresión de ese cambio, deberán aparecer regularmente
algún tipo de marcas que identifiquen al sujeto de la focalización.
• Bal también identifica el fenómeno que denomina focalización transpuesta
(focalisation transposée), por analogía con el estilo indirecto libre:

Dans le discours transposé le narrateur assume la parole du personnage, auquel il


adhère le plus étroitement possible sans effectuer un changement de niveau; dans
la focalisation transposée le focalisateur emprunte la vue du personnage, sans
pour autant lui céder la focalisation. (Narratologie 41).

Este fenómeno, al igual que la ambigüedad de nivel, es frecuente en las


transiciones de un nivel de focalización a otro.
Por supuesto, todos estos fenómenos se pueden dar independientemente de
que se den o no sus homólogos en el plano de la narración. Pero un cambio en el
nivel de narración suele conllevar un cambio de focalizador. En consecuencia, si
un texto está compuesto por diversas narraciones autónomas, también habrá otros
tantos focalizadores del primer nivel.
Los méritos de esta definición de la perspectiva son una mayor claridad y una
explicación más económica de la estructura narrativa. Es en la teoría de Bal donde
se hace completamente explícita la diferencia entre narración y focalización que
venía haciéndose desde James. Las anteriores teorías de la narración explicaban
insuficientemente el funcionamiento de la focalización, y para dar cuenta del sujeto
de la focalización insistían ya en la actividad perceptiva del personaje (sin explicar
que ese mismo personaje es a la vez objeto de la focalización del narrador), ya en
la “percepción” del narrador, que se acercaría o alejaría de los personaje (con lo
cual el papel activo de éstos es infravalorado). Además de su coherencia
conceptual, el modelo de Bal es más flexible, más útil para el análisis
microestructural de los textos narrativos. Con lo focalizado se introduce un
concepto mucho más amplio que otros enfoques de la perspectiva, que se limitan
a considerar los personajes. La teoría de Bal permite así relacionar más
estrechamente la caracterización y la descripción de ambientes. Otra ventaja: la
categoría genettiana de relatos “no focalizados” admite ahora ser analizada y
especificada hasta el infinito: no hay dos relatos iguales (aunque, por otra parte, el
modelo se presta fácilmente a la sistematización y el establecimiento de tipologías
si es preciso).
Genette (Nouveau discours 48) ve en la teoría de Bal “une volonté abusive de
constituer la focalisation en instance narrative”, un peligro de personalizar al
focalizador al margen de su manifestación en un narrador o en un personaje
concreto. El focalizador (término este rechazado por Genette) no es sino un
instrumento de selección,

un foyer situé, c’est à dire une sorte de goulet d’information qui n’en laisse passer
que ce qu’autorise sa situation (...) En focalisation interne, ce foyer coïncide avec
un personnage, qui devient alors le “sujet” fictif de toutes les perceptions, y
compris celles qui le concernent lui-même comme objet: le récit peut alors nous
dire tout ce que ce personnage perçoit et tout ce qu.’il pense (…) En focalisation
externe, le foyer se trouve situé en un point de l’univers diégétique choisis par le
narrateur, hors de tout personnage (Nouveau discours 49-50).

Realmente no vemos tanta diferencia entre la teoría de Genette y la de Bal en este


punto. Obsérvese que la formulación de Genette deja lugar, tanto como la de Bal,
a que el focalizador (llámesele si se quiere “foyer” o “goulet d’information” no
coincida ni con el narrador ni con un personaje, aunque precisamente parecía la
intención de Genette negar esa posibilidad. Lo que sí se da en Bal es un cierto
imperialismo de la noción de focalización, que parece querer transformarse en la
clave de los demás niveles textuales. Bal afirma que utilizando su noción de la
focalización, “[l]e ‘savoir’ du narrateur et du personnage, concept inopérant parce
que purement métaphorique, peut (...) rester hors considération” (Narratologie 37).
Esto es absurdo, pues como hemos señalado con anterioridad (1.2.3 supra) el
saber del personaje (al igual que las demás categorías de descripción modal) es
un concepto imprescindible para la comprensión del nivel de la acción. Lo mismo
podemos decir del saber del narrador y el nivel del discurso. Obviamente, sólo hay
dos saberes plenamente auténticos en juego en la comunicación literaria: el del
autor y el del lector. Los demás son construcciones, representaciones, técnicas
literarias, “voces” del autor (cf. Booth, Rhetoric 16 ss). Tienen, sin embargo, un
papel estructural. Son saberes ficticios o virtuales, pero que deben ser
reconocidos y tenidos en cuenta; no se pueden suprimir de un plumazo (cf. 3.2.1.3
infra). Se puede describir en cada momento de la acción el saber de cada
personaje o del narrador, o bien la ambigüedad que se da en nuestra información
sobre ese saber. Y si no existe el saber del personaje, difícilmente podría existir la
focalización, que, como hemos mostrado, deriva del perspectivismo que ya se da
al nivel de la acción.
Podemos hacer respecto de la focalización del sujeto una distinción semejante
a la establecida por Todorov en la narración (“Catégories…” 140): la focalización
no sólo nos informa sobre su objeto; es posible un conocimiento “dramático” del
sujeto a través de su actividad perceptiva (cf. Bal, Narratologie 43). Sternberg
observa que los “vessels of consciousness” o personajes focalizadores pueden ser
más o menos conscientes de su actividad pero que la mayoría de los
focalizadores son semi-conscientes de su propia percepción. Como ha señalado
D. Cohn en el caso del monólogo interior (Transparent Minds 77), “inconsciente”
no significa “subconsciente”. Quizá sea más clara la terminología de Kuroda o
Banfield (cits. en Berensen, “Formal Criteria” 86), que proponen una distinción
entre la consciencia reflexiva y la no reflexiva de un personaje; en el caso de la
consciencia no reflexiva, la atención del personaje no está activa y
conscientemente dirigida a sus observaciones; presumiblemente, la primera
permite un grado de independencia mayor del focalizador, una mayor cesión de
atribuciones por parte del narrador. La focalización de la mente de un personaje
puede recoger la totalidad de su actividad mental, o restringirse alternativamente a
sus pensamientos o a sus percepciones. Podemos distinguir así diversos tipos de
monólogo interior y pensamiento narrado.
Con respecto al saber del narrador (cf. Lintvelt 48), Bal parece caer en el error
corriente de confundir otros dos conceptos: lo que el narrador sabe y lo que dice
(cf. su distinción en Sternberg 281 ss). Su afirmación de que el análisis de la
focalización hace superflua la figura del autor implícito (Narratologie 36) es
asimismo exagerada e inexacta (3.3.1 infra). En cambio, es útil el concepto de
narrador-focalizador introducido por Bal, y que sirve para mantener a la vez
separadas y unidas a estas dos entidades cuando el relato no es orientado por la
percepción de un personaje. Puede haber diversos tipos de narrador-focalizador;
un mismo tipo de estructura perspectivística adquiere un aspecto totalmente
distinto, por ejemplo, en primera y en tercera persona. Por supuesto, un corolario
de la distinción efectuada entre voz y perspectiva es que también en los relatos en
primera persona se puede dar una distinción entre la actuación del “yo” en tanto
que narrador y en tanto que focalizador. Así, el capítulo primero de Great
Expectations está narrado por Pip adulto, pero focalizado por Pip niño; los
primeros capítulos de Watt (de Beckett) están narrados por Sam, pero focalizados
por Watt.
Un problema perspectivístico especial plantea el narrador-focalizador
“omnisciente”, blanco favorito de polémicas entre los críticos por su disposición a
presentar los personajes ya hechos y determinados, a romper la ilusión dramática
y a “contar” en lugar de “mostrar”. Muchas definiciones de la “omnisciencia” del
narrador son confusas y no resisten un mínimo análisis. Acabamos de criticar este
término (que no esta técnica), sobre todo porque se le suele utilizar sin prestar
atención a la diferencia entre lo que el narrador sabe y lo que comunica al lector.
En principio, el término parece que sólo se debería aplicar al narrador autorial (cf.
3.2.1.11 infra) que lo sabe todo sobre el mundo ficticio porque lo ha inventado él.
Pero si un narrador-autor es “omnisciente” pero poco “comunicativo”, la distinción
no es tanto de perspectiva como de voz. Un narrador consciente de su actividad
narrativa (que no tiene por qué ser un narrador-autor) puede hacer múltiples
referencias a ella, o aprovecharse de conocimientos posteriores para organizar su
narración presentando un importante grado de conocimiento de las motivaciones
internas de los personajes que sólo están justificadas por la posterioridad del acto
narrativo. Estos fenómenos tampoco son, estrictamente hablando,
perspectivísticos, sino más bien discursivos. Otras características del “narrador
omnisciente” no son ya de voz, sino de perspectiva: se trata, por ejemplo, de su
capacidad de comunicarnos pensamientos, percepciones, etc., que ningún otro
personaje conoce; la interioridad imperceptible de los personajes. Ello no está
necesariamente relacionado con la posición discursiva autorial que acabamos de
mencionar. Tampoco tiene mucho que ver con la “omnipresencia”, o la capacidad
del narrador-focalizador para presentarnos escenas que no están hiladas por la
presencia de ningún personaje (Todorov, “Catégories”142). Esta capacidad suele
también meterse en el cajón de sastre de la “omnisciencia” (Chatman, Story and
Discourse 105). Hay que tener en cuenta, pues, que puede haber infinitas
variedades de “narrador omnisciente”, y que sobre este punto hay que prestar
especial atención a la diferencia entre voz y perspectiva.
El último elemento de la teoría de la perspectiva es el espectador implícito, que
queda un tanto desdibujado en la exposición de Bal. El espectador implícito será
para nosotros el lector en tanto en cuanto conoce el relato, es decir, en tanto en
cuanto hace suya la actividad perceptiva de los sujetos de la focalización. A través
de los focalizadores, el lector se instala en el texto; comparte su centro de
orientación. Podrá su experiencia corresponder a la de un personaje, pero si hay
en el texto una fragmentación de puntos de vista también podrá el lector
consitutirse en “un sujeto disperso compuesto de varios centros cuyas relaciones
crean significados artísticos complementarios” (Lotman 322). El lector asume
todos esos papeles; la perspectivización entera del texto está encaminada a que
los asuma. De este modo se da forma a la identificación del lector con unos u
otros valores de la narración, y con unos u otros objetos de conocimiento y deseo
narrativo. Por ejemplo, la narración tradicional suele asignar distintas posiciones
perspectivísticas a los personajes masculinos y femeninos, tendiendo a identificar
la posición masculina con la de sujeto no sólo de la acción, sino también de la
percepción. Por contra, el objeto de la percepción o acción es muchas veces un
personaje femenino. La mujer desempeña en muchos relatos el papel de
obstáculo al progreso del argumento, o foco de contemplación que sitúa al
espectador en una posicion voyeurista. La distinción entre sujeto y objeto de la
focalización nos lleva hacia un análisis ideológico cuando estos roles perceptuales
se distribuyen sistemáticamente según líneas de fuerza culturalmente
determinadas. La relevancia de estas estructuras perspectivísticas para integrar
los enfoques críticos formal e ideológico ha sido destacada por la crítica feminista
y postestructuralista. La perspectivización es un instrumento crucial del proceso
narrativo entendido como comunicación no ya meramente de “contenidos” y de
datos sobre la acción o los personajes, sino de formas de percepción, de (auto-
)representación y de articulación del sujeto.

3. Discurso

Notas

“Catégories” 141. Por supuesto, el aspect de Todorov no tiene nada que ver
con el “aspecto” que hemos definido en el apartado anterior.
O bien a la imitación de fenómenos auditivos que podríamos considerar
pseudo-enunciaciones, como “el relincho de los caballos, el mugido de los toros, el
murmullo de los ríos, del mar, del rayo” (República III, 104). Platón parece tener
muy presente el principio señalado por Genette, que “la mimésis verbale ne peut
être que mimésis du verbe” (“Discours” 185-186).
“Discours” 185. Obsérvese la diferencia entre los intereses de la clasificación
platónica y la de Genette. En Platón, es la haplé diégesis la manifestación más
inmediata del objeto, y la mimesis supone una mediatización potencialmente
engañosa.
Vemos aquí una de las maneras en que la naturaleza del discurso
condiciona las relaciones entre relato y acción. Este límite señalado por el discurso
directo sólo es válido para la narración lingüística: obviamente, la cinematográfica
o la pictórica tendrán límites diferentes. Según Bonheim (39) la escala de
inmediatez en el discurso narrativo pasa del discurso directo a la narración, la
descripción, el comentario y la metanarración (cf. 2.3.2, 2.4.1.1 infra).
A esta relación se superpone, además, la de un signo con su referente. El
hecho de que el especimen referente pueda ser ficticio, debido a una mentira en el
discurso o al hecho más general de que la acción es ficticia no afecta aquí a la
cuestión: el pacto narrativo implica la posibilidad de semejantes maniobras
semióticas vacías de contenido referencial. Para la distinción type / token, debida
a Peirce, véase por ej. J. Lyons (Semantics I, 1.4).
Para la diferencia entre uso y mención, cf. J. Lyons (Semantics I, 1.2); para
la relevancia de esta distinción al relato de palabras, cf. Lozano, Peña-Marín y
Abril 147; John R. Searle, “Reiterating the Differences” 200-201.
Cf. Van Overbeke 473; Ruthrof 61 ss; Lozano, Peña-Marín y Abril 149.
Joseph Warren Beach, The Twentieth Century Novel: Studies in Technique
(véase p. ej. el capítulo II, “Exit Author”, 12-24). Genette (“Discours” 184 ss) y su
comentadora Rimmon-Kenan (Narrative Fiction 109) realizan esta identificación
precipitada de showing / telling con mimesis / diegesis; también Segre (Principios
308). Helmut Bonheim señala la misma confusión en Chatman (Bonheim, The
Narrative Modes 5 ss).
Aunque, desde luego, no carece de relación con un uso peculiar del estilo
directo en algún experimento de James, como The Awkward Age. Sobre esta
novela véase el ensayo de Todorov en Poétique de la prose. La pasión de James
por la narración “dramática” ya puede encontrarse anteriormente en Dickens (ver
Miriam Allott, Novelists on the Novel 270), Stendhal (cf. Aguiar e Silva, Teoría 236)
Diderot (Jacques le Fataliste et son maître 302) o Richardson (en Allott 258).
Todos ellos alaban el “mostrar” sobre el “decir”.
Sin embargo, entre los méritos que Aristóteles encuentra en Homero podría
encontrarse implícita una noción de dramatización más compleja: la menor
condensación de la epopeya homérica la hace superior (¿por permitir una mayor
dramatización?) a obras como la Cipríada o la Pequeña Ilíada. Recordemos que
Aristóteles favorece a la tragedia sobre la épica, y que recomienda al poeta no
hablar en su propia voz, pues en cuanto lo hace deja de ser un artista imitativo.
Susan Ringler (Narrators and narrative contexts in fiction; cit. por Genette,
Nouveau discours 30) sostiene que los términos showing y telling no figuran en
James, Lubbock ni Beach, sino que son introducidos probablemente por Wellek y
Warren. Pero como contesta Genette, sí aparecen en críticos anteriores estos
conceptos con palabras muy similares (cf. por ej. Lubbock, citado a continuación).
Con el término “autor”, estos críticos suelen referirse a un narrador
extradiegético, heterodiegético y fiable.
Cf. la distinción que hace Stanzel (2.2.2.3 supra) entre dos acepciones del
término “escena”.
A pesar de introducir el valioso concepto de autor implícito (implied author),
Booth confunde en numerosas ocasiones las atribuciones del autor y del narrador,
así como las del narrador y el focalizador o “reflector”.
Cf. Axel Olrik, “Epic Laws of Folk Narrative”, cit. en Hendricks 112;
Tomashevski, “Thématique” 244.
Cf. 3.2.1.2 infra.
Bühler, 69 ss; Richards, Principles 210 ss, etc. Cf. 3.1.1 n. 16, 3.3.1.1 infra.
Una distinción comparable, aunque más intuitiva, entre un conocimiento
objetivo y otro subjetivo se puede encontrar en Pouillon (Temps 65 ss) o en
Auerbach (Mimesis, cit. por Ruthrof, 93 ss), aunque Auerbach denomina
“descripción objetiva” del hablante a la que obtenemos al interpretar el valor
expresivo de sus enunciados. En cuanto a la teoría de Todorov, ganaría en
precisión si se refiriese más bien a la distinción que se da, según el mismo Austin
(145 ss) entre actos locucionarios (locutionary acts) y actos ilocucionarios
(illocutionary acts), o entre significado (meaning) y fuerza ilocucionaria
(illocutionary force).
Obsérvese que esta distinción no coincide con la de Booth citada
anteriormente. Lo “directamente” dado no tiene por qué ser dramático en el primer
sentido señalado por Booth.
Por. ej. Fowler (Linguistics and the Novel), Uspenski, Lanser… cf. 3.2.2.3.2
infra.
El tiempo de la escena tiene un valor icónico superior al del resumen.
Ello no impedirá que más adelante volvamos sobre conceptos como los
actos de habla, el estilo directo, etc. en tanto que fenómenos propios del discurso
(3.1.1, 3.2.2.3.2.2 infra, etc.).
Así Friedemann (176, 180, 192), pero cf. también Aristóteles (al tratar
conceptos como la anagnórisis), Longino (en su discusión del presente histórico),
Lessing (al ligar la descripción a la acción de un personaje).
Cf. la definición algo vaga de Bal: “Me referiré con el término focalización a las
relaciones entre los elementos presentados y la concepción a través de la cual se
presentan. La focalización será, por tanto, la relación entre la visión y lo que se
‘ve’, lo que se percibe” (Teoría 108). Todas las teorías de la narración emplean
metáforas ópticas (punto de vista, perspectiva, focalización, cámara, reflectores,
visión panorámica, restricción de campo, etc.), aunque el proceso de transposición
que señalamos va mucho más allá de lo visual o de lo perceptivo. La desaparición
del narrador de la novela como una personalidad identificable lleva a organizar la
novela en torno a la experiencia de un personaje, de una manera casi instintiva.
No creemos en absoluto que este hecho, señalado por tantos críticos de nuestro
siglo, sea una mera falacia humanizadora o una construcción imaginaria debida a
un horror vacui de los críticos, como parece insinuar Culler (Structuralist Poetics
201); cualquier análisis crítico de un texto narrativo mostrará claramente los
fenómenos perspectivísticos que señalamos más abajo.
Por “perspectiva icónica de la pintura” entendemos aquí no sólo la conocida
acepción mimética del término (tal como es definido, por ejemplo, por Panofsky en
La perspectiva como forma simbólica) sino también lo que Cervellini denomina
“focalización” en la pintura, adaptando el término de Bal. Según Cervellini, este
concepto permite interpretar muchos elementos de la pintura clásica no como
realistas-miméticos, sino como autorreferenciales y orientadores de la percepción
del lector y de la interpretación del cuadro. Tales son, por ejemplo, los famosos
“personajes-comentadores” cuya función ya fue señalada por León Bautista Alberti
(Cervellini 50 ss).
Cf. también las observaciones de Genette (“Discours” 133 ss) sobre la
descripción en Proust.
Así, por ejemplo, Thomas Lister, escribiendo en la Edinburgh Review en
1832: algunos novelistas fracasan, dice “because they present to us objects as
they are, rather than as they appear (...). Others, though they in part describe
objects as they appear to the spectator, yet mix them confusedly with
circumstances of which the eye could not have taken cognisance at all,—or could
not have seen from the same point of view” (cit. en Victorian Criticism of the Novel,
ed. Edwin M. Eigner y George J. Worth, 6).
“The Teller and the Observer: Narration and focalization in narrative texts”
141-142.
Esto nos haría pensar que el desarrollo continuo de técnicas
perspectivísticas va ligado a un fenómeno más general que William Edinger
(Samuel Johnson and Poetic Style xiii ss) caracteriza como el paso de una norma
estética conceptual a una norma estética perceptiva. Edinger encuentra
fenómenos asociados a este cambio ya a partir de la reacción cartesiana y
empirista contra el aristotelismo tardío. Según Francisco Rico, ya en la técnica del
Guzmán de Alfarache se evidencia que al narrador y protagonista “le interesa el
punto de vista tanto o más que la propia vista” (La novela picaresca y el punto de
vista 85). El libro de Rico es una excelente aproximación al tratamiento histórico
de la perspectiva narrativa.
Cf. las observaciones hechas sobre la mostración en el lenguaje, 2.4.1.1
supra.
Cf. Pouillon 82 ss; o también los focalizados perceptibles e imperceptibles de
Bal, Narratologie 41-42.
También entraría bajo esta categoría la presentación de un punto de vista
único o la fragmentación del relato según los puntos de vista de múltiples
personajes.
Todorov añade una última categoría, la “apreciación” o “evaluación” de los
acontecimientos. A nuestro juicio, no tiene una relación esencial con la perspectiva
tal como aquí la definimos.
Lintvelt realiza un estudio metateórico de las tipologías de Lubbock, Friedman,
Leibfried, Füger, Stanzel, etc., pero obtiene un abanico de categorías más
reducido, y muchas de ellas, como señala Lintvelt, se refieren a la voz más bien
que a la perspectiva. Por lo general, estos teorizadores atienden únicamente a la
posición del centro de orientación dentro o fuera de la acción (perspectiva “interna”
o “externa”) o a la naturaleza perceptible o imperceptible del focalizado
(“profundidad” en Füger; “grado de ciencia” en Todorov). El criterio de la
objetividad o subjetividad del conocimiento aparece en Stanzel bajo la forma
relativamente borrosa de la oposición telling / showing.
Lanser (150 ss) también realiza un análisis categorial comparable. Contempla
las variables narrativas como ejes con dos categorías polares y muchos grados
intermedios. Todas sus categorías relativas a la perspectiva (conocimiento limitado
× omnisciencia, visión subjetiva × objetiva, visión interna × externa, focalización
fija × variable, panorámica × limitada, etc.) pueden ser reducidas a las ya
expuestas.
Ver la exposición sobre Uspenski en Ricœur 94.
Por supuesto, en una fase ulterior la estructura tópico / comento puede
independizarse de la posicionalidad, añadiendo una capa más de
perspectivización a la estructura de la frase.
Cf. infra. Así, van Dijk (Text Grammars 84 ss) distingue tres tipos de
indicación espacial y temporal en el texto: un primer locus, pragmático, que es el
aquí y ahora de la enunciación, un segundo locus que es el foco de orientación
temporal o espacial; por último, tenemos los indicadores temporales o espaciales
de la estructura profunda de las frases.
Si bien se trata de la selección efectuada por el autor y no por un personaje;
2.2.1 supra.
Cf. Edinger 119 ss; passim; W. K. Wimsatt y Cleanth Brooks, Literary
Criticism: A Short History, caps. XIV y XVII.
Esto no es siempre cierto. En el prólogo a What Maisie Knew, James
comenta el hecho de que el reflector, una niña, no entiende gran parte de lo que
sucede a su alrededor, aunque la percepción que tiene de la acción permite al
lector hacer sus propios juicios (que, de todos modos, están dirigidos por el
narrador).
Esta noción, “nobody’s point of view”, es problemática si se lleva a un
extremo. Teorizadores como Friedman (que propone un “camera mode” en “Point
of view”) parecen creer seriamente en la posibilidad de un relato puramente
neutral, denotativo y objetivo, un relato de simples exterioridades. Pero Pouillon
(95) considera que toda visión exterior es reveladora de una interioridad (y por
tanto está ya condicionada). Como señala Lanser (210), “It is debatable whether
any wholly external vision is even possible”; lo mismo opina Todorov (Poética 69).
Cf. el análisis de la teoría de Lubbock realizado por Lintvelt (115-123).
Comparable al “dramatic mode” de Friedman (“Point-of-view”) o a la visión
“desde afuera” de Pouillon (infra). Cf. nota 16.
Una definición parcial del reflector (o personaje focalizador) puede hallarse
en Tomashevski: “el personaje es, frecuentemente, una especie de hilo conductor
de la narración, o sea, en forma disimulada, el narrador mismo: el autor, aunque
hablando en nombre propio, se esfuerza, al mismo tiempo, por referir solamente lo
que su héroe podría contar” (Teoría 192). Se observará que la confusión
terminológica entre autor, narrador y focalizador impide afirmar hasta qué punto
existe un concepto claro de cada una de estas instancias. Lo mismo podríamos
decir de Booth (Rhetoric) que, al igual que Tomashevski, llama al reflector
“narrador disimulado”. La distinción hecha por Tomashevski entre relato subjetivo
y objetivo parece basarse en una indistinción de voz narrativa y perspectiva. Una
distinción semejante a la de Tomashevski se encuentra ya en el siglo XIX, en
Friedrich Spielhagen (Beiträge zur Theorie und Technik des Romans 132 ss) o, en
última instancia, en Lessing (Laocoonte, cap. XXI).
Que ellos no distinguen de la perspectiva; cf. Genette, “Discours” 204.
Véanse por ejemplo Thomas Beer, Stephen Crane 163-164, o Perry 251.
Tanto Lanser como Lintvelt señalan la imposibilidad del camera mode de
Friedman. Sin embargo, como señala Lanser, “Friedman’s system (at least with
the deletion of the ‘camera’ mode and the addition of a ‘multiple-I’ category)
remains a very useful ‘shorthand’ method for classifying texts according to
macroscopic structures of point of view” (34).
Lintvelt (107 ss) señala una confusión de criterios semejante en Lubbock.
Rhetoric 153 ss; cf. también Sternberg 290 ss.
Rhetoric 153. Para Booth, la focalización es ante todo una técnica para
mistificar al lector, encerrándolo en la mente limitada de un personaje, ocultándole
información o confundiéndole sobre las verdades fundamentales de la acción.
Señala que la simpatía producida por la visión interna exclusiva a través de un
personaje tiende a anular el juicio moral del lector sobre ese personaje; es la
técnica de Jane Austen en Emma (Booth 249 ss). A este respecto, Stanzel
observa que muchas veces los autores no son conscientes de ello, y obtienen un
efecto no deseado (127). El correctivo necesario utilizado a veces por Jane
Austen, señala Booth, es el juicio explícito del narrador sobre el personaje.
“Prólogo-conversación con Fernando Vela”; cit. en García Berrio, Significado
259 n. 48). La lista de las confusiones entre voz y perspectiva sería interminable. A
veces se trata de una simple vaguedad, pero otras veces conduce a absurdos
evidentes. Oscar Tacca (Las voces de la novela 72) retoma las clasificaciones de
Pouillon y Todorov (infra) y señala tres relaciones posibles entre el conocimiento
del narrador y el del pesonaje: omnisciencia, equisciencia y deficiencia. Pero
afirma que en la narración en primera persona sólo es posible la equisciencia,
cuando el análisis de cualquier narración en primera persona demuestra todo lo
contrario. El yo narrador siempre sabe más que su antiguo yo personaje.
Nosotros diríamos, más bien, que el focalizador es externo a la acción.
Así Friedemann (72).
“Discours” 203 ss. Naturalmente, reconoce Genette (Nouveau discours 79
ss), voz y perspectiva van muy unidas en la realidad práctica de los textos; de ahí
la utilidad de nociones sintéticas como la de “situación narrativa” debida a Stanzel.
Bastantes estudiosos siguen un criterio tipológico, en lugar del analítico de
Genette; pero evidentemente han de basar sus clasificaciones en categorías
obtenidas analíticamente. Así, en la clasificación de Stanzel subyace una
diferenciación entre voz y perspectiva. Un concepto como el de “centro de
orientación del lector” (Stanzel, Theory 49 passim; cf. Lintvelt 144 ss) es
perspectivístico, no narrativo. Stanzel diferencia la perspectiva interna que se da si
el centro de orientación se encuentra en el interior de la acción de la perspectiva
externa (cf. n. 6), y distingue así una tercera persona autorial de otra actorial;
estos dos tipos, junto con la narración en primera persona, son la base de su
tipología. Boris Uspenski (A Poetics of Composition 59ss, 84) sigue un criterio
parecido al de Stanzel, pero distinguiendo dos tipos de orientación: la espacio-
temporal y la psicológica. Otras tipologías semejantes son las de Füger o Lintvelt
(cf. Lintvelt 140).
Cf. Lintvelt 44. La expresión “relato no focalizado” ha sido criticada por
recordar a absurdos perspectivísticos como el “camera mode” de Friedman (cf. 2.1
supra). Si adoptamos la noción de focalización de Bal (Narratologie), el concepto
de relato no focalizado carece de sentido. Para Berendsen (“Teller” 184) se trata
de unacontradictio in terminis; lo mismo opinamos nosotros. Según sus partidarios,
la “focalización cero” sería la correspondiente al célebre “narrador omnisciente” (cf.
3.2.1.3 infra). Así, “relato no focalizado” sería sinónimo de “relato multifocalizado”
(Genette, “Discours” 210), lo cual lleva a confusión. Otra acepción de “focalización
cero”, totalmente opuesta, es propuesta por Segre (Principios 29): se daría en el
caso de que el narrador no asumiese nunca la perspectiva de los personajes. Esto
nos parece prácticamente inexistente; buena parte de la perspectivización del
relato ya procede de la acción, aunque no asuma la forma completa de un cambio
de nivel de focalización. Sin embargo, no querríamos desechar tajantemente su
posibilidad. Stanzel (12 ss) observa que la descripción en la novela de los dos
primeros tercios del XIX suele ser aperspectivística, y que sólo hacia finales de la
época victoriana se hace general la descripción perspectivizada. Pero esto no es
exacto: la perspectiva actorial se manifestaba ya de formas más soterradas en
otros aspectos de la narración, como la selección de lo focalizado, la profundidad
de focalización, etc.
Narratologie 28. El análisis de Bal es sumamente clarificador. Recubre y
sistematiza otras distinciones comparables pero más limitadas, como la de Fowler
(Linguistics and the Novel 74 ss, 89 ss) que distingue la pura perspectiva visual,
ocular, del grado de penetración en la mente del personaje; Lintvelt (48) relaciona
este tipo de planteamiento con la distinción de Bal. Estudios posteriores a Bal,
como los de Lintvelt, Lanser (137 ss) o Berendsen, aplican ventajosamente esta
distinción entre sujeto y objeto de la focalización. El intento de Genette (Nouveau
discours 48 ss) de desautorizarla es una sorprendente acumulación de
despropósitos.
Recordemos que Bal relaciona la perspectiva con la constitución del nivel
intermedio de análisis del texto narrativo, el relato (récit); cf. el cuadro que ya
hemos reproducido en un apartado anterior (2.1 supra).
Ver el cuadro de Bal reproducido antes (2.1). Sobre el “lector explícito o
implícito” cf. 3.3 infra. La identificación de un sujeto y un objeto discernibles al
margen del sujeto y objeto narrativos es un caso más del fenómeno señalado por
Lotman: “puesto que el modelo artístico en su forma más general reproduce la
imagen del mundo para una conciencia dada, es decir, modeliza la relación del
individuo y del mundo (un caso particular: la relación entre el individuo sujeto de
conocimiento y el mundo objeto del mismo) esa tendencia [la tendencia a
establecer jerarquías de relaciones en el texto] tendrá un carácter de sujeto/objeto”
(321).
Cf. Halliday, 2.4.2.2 supra. Este papel mediador ya había sido observado en
el caso de los verbos de visión por Anna Hatcher (“‘Voir’ as a Modern Novelistic
Device” [Philological Quarterly 23 (1944) 354-374; cit. en D. Cohn,Transparent
Minds 51). Berendsen (“Formal Criteria” 87) habla de “verbs of mental and physical
perception, or clauses and phrases with a similar function”; la ambigüedad de
nivel, como en el caso de la narración, también puede ser una señal de transición
(143; cf. D. Cohn, nota siguiente).
Cf. las observaciones de Genette sobre la descripción (Nouveau discours 25)
y las de Lotman sobre la impresión de subjetividad en el cine (Lotman 334). La
ambigüedad de nivel es algo perfectamente posible y frecuente, sobre todo en las
transiciones. Como observa Berendsen, “we cannot always be sure of an
imbedded focalisor’s realizing particular things. Such cases must be considered as
instances of ambiguous or double focalization” (“Formal Criteria” 90). En la
narración, un ambigüedad sobre quién sea el sujeto de la focalización contribuye a
ligar fuertemente el relato al discurso. Es el caso que se da según Cohn
(Transparent Minds 75) en el estilo que ella llama quoted monologue, es decir, la
inserción de fragmentos de monólogo interior en una narración en tercera persona.
Cf. la free indirect perception señalada por Chatman (Story and Discourse
204), que también señala su presencia en la narración cinematográfica. La
traducción española de Bal (Teoría 118) utiliza la expresión “focalización libre
indirecta”.
Bal identifica la ambigüedad de nivel y la focalización transpuesta (Teoría
118), dos conceptos que no son idénticos y que a veces puede ser útil diferenciar.
Según Berendsen, esto sería aplicable también a la intertextualidad: “I
propose that existing texts quoted by the primary narrator focalisor are indeed
imbedded and entail a shift in narrator-focalisor” (Berendsen, “Formal Criteria” 83).
Cf. sin embargo 3.2.2.3.2.2 infra.
Las teorías sobre la perspectiva de Stanzel (Theory 111) o Gullón (89-90)
también pasan por alto la distinción entre sujeto y objeto de la focalización.
“Tout changement de niveau constitue une figure. On découvrira, dans un
récit particulier, prédominance d’un certain type de figure. Il y aura, par exemple,
beaucoup ou peu de changements de niveau. Il y aura un grand nombre de
changements de niveau narratif, ou relativement peu. Les changements de niveau
de focalisation avantageront tel personnage. Un personnage-focalisé sera souvent
imperceptible, un autre personnage-focalisé sera toujours perceptible. Ou, au
contraire, les changements de niveau de focalisation seront distribués pêle-mêle
parmi les personnages” (Narratologie 46-47).
Esta posibilidad teórica, por abstrusa que parezca, puede darse de hecho en
textos experimentales. Cf. la separación entre la voz narrativa y “el ojo” en Mal vu
mal dit de Beckett (ver mi artículo “‘Unnullable Least’: la metaficción y el vacío en
el Beckett de los 80”.
Incluso para la “omnisciencia” se pueden encontrar ciertas bases en los
modos de conocimiento presentes en la acción. Cf. Pouillon (supra); Todorov,
“Catégories” 143.
Los narradores de Beckett son un buen ejemplo de autoconsciencia narrativa
(ver mi análisis en Samuel Beckett y la narración reflexiva).
Genette, Nouveau discours 80. Laurence Bowling (“What is the Stream of
Consciousness Technique?”, cit. en Chatman, Story and Discourse 187) distingue
así el interior monologue, de naturaleza verbal, del stream-of-consciousness, que
incluye tanto palabras como percepciones. El propio Chatman señala la posibilidad
de un perceptual interior monologue, limitado a las percepciones del personaje.
Cohn (Transparent Minds 234) también establece una distinción semejante. Cf.
3.2.2.3.3.2 infra.
Para Lozano, Peña-Marín y Abril, el observador y el enunciador coinciden si
no hay una diversificación de puntos de vista (134). Pero creemos que es más util
mantener la diferenciación: aunque coincidan en un mismo sujeto, las actividades
son distintas, y pueden incluso llevar a un desdoblamiento del sujeto en dos
papeles diferentes: así, un enunciador que reconoce inventar su historia, y no
tiene por tanto restricciones de motivación (cf. 3.2.2.1 infra) para restringir la
perspectiva, puede hacerlo a pesar de todo, desdoblándose así en narrador y
focalizador invisible.
Pouillon 56-57; cf. Lintvelt 81 ss; Stanzel, Theory 99, 145; Bronzwaer,
“Implied Author” 15; Cohn, Transparent Minds 167 ss; cf. 3.2.1.8 infra. Genette
señala (Nouveau discours 80 ss) que puede darse asimismo el narrador
“homodiegético neutro”, es decir, la narración en primera persona que no presenta
pensamientos o percepciones del narrador (del narrador en tanto que personaje,
claro está). Los ejemplos serían los relatos de Hammett o L’Etranger.
Cf. James, “The Art of Fiction”; Lubbock; Jean-Paul Sartre, “M. François
Mauriac et la liberté”; Pouillon, Tiempo 69 ss; Friedman, “Point of view”; Booth,
Rhetoric 160 ss; Tacca 73 ss, etc. Por supuesto, en nuestra época esencialmente
ecléctica todas esas polémicas modernistas han quedado atrás (cf. Booth,
Rhetoric 60 ss; Lotman 322; Genette, “Discours” 211; Fowler, Linguistics and the
Novel 90 ss; Stanzel, Theory 61).
Genette, “Discours” 206, Nouveau discours 49; Raymonde Debray-Genette,
“Du mode narratif dans les Trois Contes,” cit. por Lintvelt (47); Todorov, Poética
71.
Genette rechaza el término “omnisciencia”: “l’auteur n’a rien à savoir,
puisqu’il invente tout” (Nouveau discours 49). Efectivamente, pero términos como
“omnisciencia” y “focalización” no se definen por relación a la actividad del autor,
sino a la del narrador. Un narrador omnisciente es perfectamente concebible; un
autor omnisciente no. Hay una relación comprensible entre voz y perspectiva;
como señala Genette, “le narrateur hétérodiégétique n’est pas comptable de son
information, l’omniscience fait partie de son contrat” (51). Pero ya se sabe que en
el arte las leyes están ahí para romperlas; es absurdo negar, como hace Lintvelt
(98) la posibilidad de omnisciencia y omnipresencia en la narración homodiegética
actorial; deberíamos añadir que esta imposición se da solamente en la literatura
realista.
Así adquieren sentido términos en principio absurdos, como la selective
omniscience de Friedman (“Point-of-view”) o la restricted omniscience de Robert
Humphrey (Stream-of-Consciousness in the Modern Novel). Todorov (Poétique 70)
propone restringir el término “narrador omnisciente” a aquel narrador que presenta
la interioridad de todos los personajes. Quizá no haya ninguno.
Naturalmente, no debemos limitarnos a interpretar literalmente el elemento
visual que sugiere el término “espectador”. La percepción de imágenes visuales
subliminales forma parte natural de la lectura de textos narrativos (cf. Richards,
Principles 90; Lotman 270) pero es una sensación que sigue a una
conceptualización.
Para esta noción, cf. Bühler (169 ss); Stanzel, Theory 170 ss; Lintvelt 39 ss.
El papel del receptor como espectador implícito es expuesto con bastante claridad
por Bal (“Laughing Mice” 203).
Cf. la definición de la perspectiva dada por Stanzel: “The opposition
perspective (...) involves the control of the process of apperception which the
reader performs in order to obtain a concrete perceptual image of the fictional
reality” (Theory 111). El resto de la definición de Stanzel es defectuosa, pues no
integra adecuadamente la focalización con este control efectuado sobre la
apercepción del lector, cuando obviamente su relación es muy estrecha. Stanzel
(48 ss) separa los conceptos de modo (narración + focalización) y perspectiva (la
del lector, y a veces la del focalizador); creemos, como Cohn, que no tiene función
práctica esta diferenciación; es mejor cortar por otro lado.
Remitimos aquí a textos como “Visual Pleasure and Narrative Cinema”, de
Laura Mulvey; “The Subject of Narrative,” capítulo final de Telling Stories, de
Steven Cohan y Linda Shires, los capítulos iniciales de Peter Brooks, Reading for
the Plot, o “Desire in Narrative” de Teresa de Lauretis.

3. DISCURSO
3.1. LA ESTRUCTURA PRAGMÁTICA DE LA NARRACIÓN LITERARIA

En nuestro esquema básico del texto narrativo hemos aislado ya los elementos no
exclusivamente lingüístico-textuales en dos fases: el estudio de la acción y el
estudio del relato. Son éstos los elementos privativamente narrativos, los que
establecen un parentesco entre la narración verbal y otras artes narrativas, como
el teatro, el cine o el comic. Pero ya hemos visto que en el caso de la narracion
literaria ambos niveles, relato y acción, no son sino abstracciones útiles que
realizamos a partir de un nivel de manifestación superficial, que es el texto
narrativo. Pasamos ahora a un aspecto del estudio de la narratividad a nivel
discursivo: el estudio del texto narrativo como discurso. Hemos hablado
anteriormente de tres niveles principales de análisis del texto literario. Ahora
debemos entrar en más detalles: nuestro tercer nivel, el discurso, no puede
presentarse como un objeto homogéneo. Lo describiremos más bien como un
complejo proceso; un proceso de representación que como tal es distinguible del
proceso narrativo representado. El discurso debe ser analizado a su vez, como ya
hemos apuntado, en sub-niveles correspondientes a la comunicación narrador-
narratario y a la comunicación autor-lector. Para el análisis del discurso como
proceso a cada uno de estos niveles es básica la noción de texto como
instrumento comunicativo, como estructura verbal que es transmitida por un
emisor a un receptor. El estudio de este aspecto de la obra será, por tanto, un
estudio lingüístico. Sólo atendermos, sin embargo, a aquellos aspectos del
discurso más inmediatemente relacionados con la comunicación de los niveles
inferiores, la acción y el relato. Es decir, pasaremos por alto la posibilidad,
perfectamente justificable en otro tipo de estudio, de subdividir el estudio del
discurso en niveles lingüísticos diferentes: fonético, fonológico (o bien grafémico /
grafológico), morfológico, sintáctico, semántico… Por supuesto, en cierto sentido
tales niveles están implícitos en nuestro estudio en la misma medida en que están
implícitos en cualquier enfoque crítico. Pero prestaremos atención al discurso
como fenómeno específicamente semántico-pragmático. Antes de pasar al estudio
de la narrativa de ficción propiamente dicha dedicaremos este apartado a sentar
algunos presupuestos metodológicos.

3.1.1. Pragmática
Para ser eficaz, un método de análisis lingüístico de un texto literario habrá de
reunir al menos dos condiciones que no son satisfechas armónicamente por las
gramáticas tradicionales:
• Deberá contemplar el estudio de unidades lingüísticas superiores a la oración. La
diferencia entre texto y oración ya se encuentra en Aristóteles (Peri hermeneias,
V.5). Sin embargo, la gramática tradicional no considera que el nivel textual sea un
objeto de estudio propio de la lingüística, y fija su límite superior en el estudio de la
oración. La lingüística de los veinte últimos años ha abandonado de manera casi
general la oración como unidad superior de análisis formal, para pasar a
considerar el texto.
• Deberá estudiar el uso del lenguaje, y no sólo describirlo como sistema
abstracto, salvando de alguna manera la distancia entre lo que Saussure llamó la
lengua y el habla. Una vía en esta dirección la proporciona la doble distinción de
Frege entre proposición y juicio por una parte (es decir, entre proposición
abstracta y su emisión efectiva), y entre sentido y referencia por otra (ver “Sobre
sentido y referencia”). Sin embargo, el análisis del discurso debe ir más allá de
estas distinciones básicas, y combinarlas de un modo no previsto por Frege. Así lo
hace notar Searle:

Necesitamos distinguir, lo que Frege no logró hacer, el sentido de una expresión


referencial de la proposición comunicada por su emisión. El sentido de tal
expresión viene dado por los términos generales descriptivos contenidos en, o
implicados por, esa expresión; pero en muchos casos el sentido de la expresión
no es suficiente por sí mismo para comunicar una proposición, sino que más bien
la emisión de la expresión en un cierto contexto comunica una proposición.
(Searle, Actos 100)

Una distinción semejante ya se halla en Ingarden (cf. 3.1.4.2 infra ). Es básica


para el estudio de muchos fenómenos literarios. Por ejemplo, la metáfora requiere
para su explicitación una distinción entre el significado y el uso, y no una mera
semántica de sistema: “no hay metáforas en el diccionario”.
Los dos nuevos enfoques que hemos señalado, el textual y el contextual,
convergen espontáneamente. En palabras de Halliday,

The basic unit of language use is not a word or a sentence but a ‘text’, and
the’textual’component in language is the set of options by means of which a
speaker or writer is enabled to create texts—to use language in a way that is
relevant to the context. (“Language Structure” 160-161)

Así, como cualquier otra actividad lingüística efectiva, la narración literaria es un


uso de textos, no una suma de frases descontextualizadas. La literatura, más
generalmente, es un tipo de discurso, un uso del lenguaje en una situación
concreta: en términos de Bühler, una obra literaria es un producto lingüístico
(Sprachwerk), y no una forma lingüística (Sprachgebilde) (Teoría 98). Un estudio
de las formas oracionales es claramente insuficiente; necesitamos una lingüística
textual para enfrentarnos al texto literario.
Un texto puede concebirse como una estructura atemporal de relaciones
coexistentes. Pero una aproximación más fructífera a la realidad textual será la
que lo conciba en su dimensión temporal. Esta temporalidad del texto no debe ser
confundida con la temporalidad propia de la acción, que es en cierto sentido ajena
al texto. Nos referimos ahora a la temporalidad del texto en tanto que es lenguaje,
en tanto que el código semiótico que lo constituye incluye necesariamente la
sucesión de unos elementos a otros. Por tanto, un texto narrativo es dos veces
temporal, en tanto que acción representada y en tanto que sucesión de signos.
Esta sería una primera acepción del término discurso: el texto en tanto en cuanto
es un discurrir de signos en el tiempo (cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 33).
Tampoco es suficiente un estudio de la forma del texto (suponiendo que sea
posible disociar el estudio de la estructura formal de un texto del estudio de su
función); es necesario estudiar el uso de las formas. La lingüística de la primera
mitad del siglo XX suele descuidar este aspecto del lenguaje. Así sucede tanto en
Saussure y sus descendientes estructuralistas como en la “lingüística funcional”
del Círculo Lingüístico de Praga o en el estructuralismo norteamericano
descendiente de Bloomfield (cf. Rieser 23). Las famosas divisiones establecidas
por Saussure entre lengua (langue) y habla (parole) (Curso 27 ss) y por Chomsky
entre competencia (competence) y actuación (performance) asignan a la
lingüística ante todo el estudio del sistema lingüístico, no del uso lingüístico. No es
que Saussure malinterprete las relaciones entre langue y sintagmática en general;
no relega los fenómenos sintagmáticos a la parole: “hay que atribuir a la lengua,
no al habla, todos los tipos de sintagmas construídos sobre formas regulares”.
Simplemente, Saussure no tiene en cuenta la existencia de formas regulares en
sintagmas superiores a la oración. Y a medida que avanzamos hacia los
sintagmas jerárquicamente superiores, la diferencia entre langue y parole se hace
cada vez más difícil de delimitar. De ahí que aparezca en nuestros días una
lingüística de la parole que sería paradójica para un saussuriano estricto, así como
es paradójica para la gramática generativa la idea de un teoría de la actuación. El
estudio del sistema se liga indisolublemente al estudio del proceso lingüístico. La
oración se contempla hoy como una estructura subordinada al texto, a un texto
que es contemplado como parte de un proceso comunicativo contextualizado. Este
carácter subordinado de la oración ya fue señalado por Ingarden hace varias
décadas:

The sentence-forming or duplicating operation (...) is in most instances only a


relatively dependent phase of a much broader subjective operation, from which
arise not only individual, out-of-context sentences but, instead, entire complexes of
sentences or manifolds of connected sentences. When, for example, we conduct a
proof or develop a scientific theory or simply narrate an account, we are attuned,
usually from the very beginning, to the whole which we are to “develop” even
before we have formed the individual sentences by which it will be “developed”.
(Literary Work 103; cf. 1.2.5 supra )

Hoy podríamos decir que la estructura profunda de un texto ha de ser formulada


pragmáticamente, no semánticamente; es decir, ha de contemplarse al texto en su
funcionamiento contextual, en su uso, y no limitarse a hacer un estudio lingüístico
abstractivo del mismo. Paralelamente, el estudio de la composición y de la
recepción ha tener una base a nivel textual: se tratará de lo que antes hemos
denominado las macroestructuras que se activan en la actuación comunicativa.
Nuestra segunda acepción de discurso, que es la que queremos resaltar aquí,
será la de texto instrumentalizado en una situación comunicativa determinada.
Serán competencia de una lingüística del discurso no sólo las estructuras de
signos lingüísticos, sino también las modalidades de enunciación y las situaciones
discursivas (cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 35).
La división entre langue y parole hace más que descuidar la sintagmática
lingüística: relega muchas reglas de uso del sistema al campo de lo individual, lo
no sistematizable. Esto equivale a ignorar lo que hoy entendemos por pragmática
o a identificarlo a la semántica. Los gramáticos generativistas partidarios de lo que
Gerald Gazdar llama la “hipótesis performativa” optan explícitamente por esta
última solución, al pretender incluir el significado pragmático en la descripción
semántica de las oraciones. Esta teoría ha sido enérgicamente refutada. Otra
postura opuesta (y que resultaría en la imposibilidad de un estudio sistemático de
la semántica) es la adoptada por los partidarios del contextualismo estricto para el
estudio del significado, como Bloomfield.
Bühler propone una cierta integración de ambos enfoques: el análisis de la
significación necesita proponer una base intersubjetiva que sin embargo puede ser
modificada en el acto concreto. La palabra usada en contexto adquiere un sentido
específico que debe ser deducido por los oyentes con un “procedimiento
detectivesco” —usando la inferencia y la inducción.
Movida por un espíritu semejante, la semiótica norteamericana de Morris señala
tres tipos de estudios semióticos. Los dos primeros han sido el objeto de estudio
preferente de los lingüistas: son los sintácticos, referentes a la forma de los
enunciados, a las relaciones de unos signos con otros, y los semánticos, que
atienden a la significación de los enunciados, a las relaciones entre signos y
objetos. El tercer tipo de estudios semióticos son los pragmáticos, relativos al uso
que se hace de los sistemas de signo en la comunicación, a la relación entre los
signos y sus usuarios (Lyons, Semantics 114 ss).
La pragmática no se confunde con un estudio de la actuación individual tal
como es definida por Chomsky (Aspects I.1). Podemos hablar de un estudio ideal
de estructuras pragmáticas y de una competencia pragmática o competencia
comunicativa. Los elementos de la comunicación lingüística que son objeto
específico de los estudios pragmáticos son todos aquellos relacionados con el uso
efectivo del lenguaje en una situación dada, todos aquellos necesarios para el
estudio del lenguaje como texto o discurso: el enunciador, el receptor, la
enunciación, los modelos de enunciado, los modelos de contexto. La pragmática
debe llevar a cabo, por tanto, el estudio de los modelos de referencia efectiva del
lenguaje a la realidad, una referencia que sólo se da en el uso efectivo del
lenguaje en una situación comunicativa dada (Schmidt, Teoría 84).
El estudio del discurso va necesariamente ligado al estudio de la enunciación
como acto constitutivo y regulador del mismo. Ducrot define la enunciación no ya
como el hecho físico de la producción lingüística, sino como “l’engagement d’une
personne—que j’appelle ‘l’énonciateur’—à l’égard de la phrase employée”. Por la
enunciación, el discurso nos remite a los interlocutores, que asumen el papel de
enunciador y destinatario. La enunciación y el enunciador no son sólo condiciones
extrínsecas del discurso: también quedan (parcialmente) inscritos en él. En este
sentido, afirma Greimas, “la enunciación podría formularse como un enunciado de
un tipo especial, es decir, como un enunciado llamado enunciación porque
comporta otro enunciado en calidad de actante-objeto”. El “enunciado llamado
enunciación” puede constituir una posible isotopía del discurso: en el caso de la
literatura, según Greimas, el sujeto puede hablar de sí mismo, de su actividad
discursiva y de la finalidad de su actividad (“Teoría” 28; cf. Ducrot, “Pragmatique”
534). Es uno de los aspectos de la reflexividad del discurso.
Pero la enunciación no es sólo un contenido textual. Es, ante todo, la actividad
que constituye al discurso. Es en este sentido en el que el estudio del contexto es
imprescindible: hemos dicho que la enunciación sólo se inscribe parcialmente en
el discurso (cf. Ducrot, 3.2.1.2 infra ). Para una comprensión más completa de su
sentido necesitamos tanto el texto como las circunstancias concretas de su
enunciación, incluyendo las convenciones particulares que puedan regir en cada
género o en cada época. La lingüística textual debe en última instancia converger
con los principios generales de la hermenéutica clásica, centrada alrededor del
significado autorial o histórico de un texto. La teoría de los actos de habla
desarrollada por los filósofos y lingüistas (Bühler, Wittgenstein, Austin, Searle,
Sadock, Bach y Harnish, etc.) intenta sistematizar los principios de la enunciación,
y resultará imprescindible para una hermenéutica lingüística generalizada, un
estudio lingüístico del discurso.
El lenguaje puede ser analizado a distintos niveles de abstracción. En palabras
de Austin, podríamos decir que al hablar estamos realizando varios actos
simultáneos: actos locucionarios (fonéticos, fáticos, réticos ), ilocucionarios,
perlocucionarios. Siguiendo la versión de Bach y Harnish (Linguistic
Communication and Speech Acts ), podríamos presentar así el esquema de los
actos de habla realizados en la comunicación lingüística:
• Enunciación: el hablante enuncia una forma lingüística en un contexto
determinado dirigiéndose a un oyente.
• Acto locucionario: el hablante transmite una serie de significados al oyente
mediante esa forma lingüística (se trata del significado semánticamente
codificado).
• Acto ilocucionario: el hablante realiza un determinado acto, una acción, en un
determinado contexto mediante la transmisión de esos significados (“significado
pragmático” o fuerza ilocucionaria). Para que un acto ilocucionario se pueda
realizar efectivamente, para que sea tal acto ilocucionario, deberá cumplir unas
condiciones de felicidad (felicity conditions) que varían de un acto a otro y sirven
para definirlos.
• Acto perlocucionario: Mediante su acto ilocucionario, el hablante influye de
alguna manera sobre el oyente, provoca una reacción en él (perlocución o efecto
perlocucionario). La intención perlocucionaria de provocar ese efecto no tiene por
qué ser manifiesta para el oyente. Además, la intención perlocucionaria puede
fracasar sin que ello afecte a la realización efectiva del acto. Las condiciones de
felicidad, por el contrario, han de cumplirse.
La linguística tradicional, o la estructural descendiente de Saussure o
Bloomfield, sólo se ocupaba del estudio de los actos locucionarios, y eso cuando
no era despreciada la semántica como un elemento no sistematizable. Es decir,
identificaba el estudio de la langue con el estudio de los actos locucionarios,
relegando los actos ilocucionarios al campo de la parole. Según Searle, “un
estudio adecuado de los actos de habla es un estudio de la langue” (27), y no de
la parole. Esta formulación es demasiado radical, y no permite entender bien la
flexibilidad contextual y la evolución constante a que está sometido el nivel
ilocucionario del lenguaje. P. F. Strawson ha observado que no todos los actos
ilocucionarios son convencionales en el mismo sentido: habría que hablar más
bien de una gama de posibilidades entre el polo de la convencionalización
ilocucionaria y el de la convencionalización meramente locucionaria. Por otra
parte, la afirmación de Searle, como la distinción entre langue y parole, sólo tiene
sentido en el marco de una gramática oracional, y es desbordada por una
gramática textual. El estudio de la oración en tanto que acto locucionario sólo nos
permite acceder a una parte de la significación; simplemente habremos
interpretado el significado literal, el que está perfectamente codificado en la
langue. La semántica se ocupa de las condiciones de verdad (intensionalmente
definidas) de los enunciados, no de su significado en situaciones concretas. El
producto de un acto locucionario es una proposición de algún tipo; el del acto
ilocucionario tiene que ser un movimiento comunicativo, una acción por parte del
hablante, un acto de habla propiamente dicho. El acto ilocucionario es un acto
socialmente codificado, aunque no necesariamente lingüísticamente codificado. La
comunicación consiste en la realización de actos ilocucionarios, no en la
realización de actos locucionarios. Podemos decir que un acto ilocucionario se ha
realizado cuando el hablante consigue que el oyente reconozca la intención que
tiene el hablante de hacerle reconocer el acto ilocucionario que está realizando; es
decir, cuando hay una identificación correcta de la fuerza ilocucionaria. Este
reconocimiento se basa, según Bach y Harnish, en una premisa tácita de la
comunicación: las creencias contextuales mutuas (mutual contextual beliefs ).
Para una comunicación efectiva, tanto hablante como oyente han de creer que su
interlocutor cree que ambos comparten estas suposiciones (una visión del mundo
mínimamente coincidente, una lengua común, una interpretación semejante
acerca del hecho discursivo en el que están participando, etc.). Son conocimientos
factuales que se suponen comunes; a ellas habría que añadir normas de accion
discursiva que también se suponen comunes, como las máximas de
comportamiento conversacional de Grice (3.2.1.3 infra) o la linguistic presumption
y la communicative presumption de Bach y Harnish (7, passim ).
Hay que distinguir las reglas que permiten la existencia del los actos
ilocucionarios de otro tipo de reglas que rigen la utilización social de dichos actos.
Es fácil confundir unas con otras. Richard Ohmann sintetiza así las condiciones
necesarias que han de suponerse para el cumplimiento de los actos ilocucionarios:

1. Las circunstancias deben ser las apropiadas.


2. Las personas deben ser las adecuadas.
3. El hablante debe tener los sentimientos, pensamientos o intenciones
apropiadas a su acto.
4. Ambas partes deben comportarse a continuación de forma apropiada.
Ohmann confunde aquí la realización efectiva del acto ilocucionario con su éxito
ulterior. Una promesa puede romperse o hacerse sin intención de cumplirla, pero
sigue siendo una promesa que se realiza efectivamente en tanto que acto de
habla: de lo contrario, difícilmente podría romperse. Las dos últimas condiciones
no son condiciones de felicidad, y Ohmann ha descuidado la descripción del
complejo juego de reconocimiento de intenciones requerido por la comunicación
ilocucionaria.
Hemos dicho que la cumplimentación del acto ilocucionario consiste en su
reconocimiento como tal, en su identificación correcta por parte del oyente. Esta
identificación no está ligada mecánicamente al significado (semántico) del acto
locucionario (Bach y Harnish 10). De ahí la posibilidad de actos ilocucionarios
directos o indirectos. El hablante puede basarse en conocimientos comunes con el
oyente, en la capacidad de inferencia de éste, así como en los presupuestos
normales de la interacción discursiva, para realizar un acto de habla utilizando
(instrumental y superficialmente) la realización de otro acto de habla. Sin embargo,
hay una presuposición de literalidad del acto ilocucionario siempre que las
condiciones lingüísticas y contextuales así lo autoricen. Existe una cierta relación,
aunque sea flexible, entre los actos locucionarios y los ilocucionarios. “There is no
one-to-one relationship between grammatical structure (...) and illocutionary force;
but we cannot employ just any kind of sentence in order to perform any kind of
illocutionary act” (Lyons, Semantics 733). O, mejor: no podemos utilizarla en
cualquier circunstancia con la misma facilidad.
La indirección continuada de un acto de habla puede resultar en una
estandarización de la fuerza ilocucionaria desviada. Es lo que sucede según Bach
y Harnish en frases como “¿Me pasas la sal?”, que se interpretan directamente
como una petición y no como una pregunta (192 ss; cf. Lozano, Peña-Marín y Abril
220 ss).
A pesar del avance que supone, la teoría de los actos de habla no es suficiente
para un estudio de todos los fenómenos discursivos, al menos en sus primeras
versiones. La teoría de Austin se presta a una interpretación más amplia (Lozano,
Peña-Marín y Abril 173); pero Searle ya parte explícitamente de una lingüística
oracional:

La unidad de la comunicación lingüística no es, como se ha supuesto


generalmente, el símbolo, palabra, oración, ni tan siquiera la instancia del símbolo,
palabra u oración, sigo más bien la producción o emisión del símbolo, palabra u
oración al realizar el acto de habla. (Searle, Actos 26)

La oración es una abstracción útil para el análisis sintáctico o semántico, pero


como hemos visto la concepción misma de una pragmática lleva a postular un
nivel superior de análisis: el texto, y el texto contextualizado: el discurso.
Parafraseando a Searle, diremos que la unidad de la comunicación lingüística no
es el texto concebido como un sistema abstracto de relaciones supraoracionales,
sino la producción del texto en una situación determinada, la actuación discursiva
(cf. van Dijk, Text Grammars 321 ss).
Podemos así concebir la estructuración de un intercambio discursivo como una
serie de actos de habla bien codificados, puntuales; el hablante utiliza la oración
como apoyo básico para su realización. Pero estos actos de habla oracionales son
instrumentalizados en el nivel textual-discursivo; a nivel de discurso, no tenemos
(únicamente) los actos de habla sencillos analizados y clasificados por Austin o
Searle, sino actos de habla discursivos o macro-actos de habla. Los actos de
habla discursivos suelen englobar una multitud de micro-actos de habla diferentes,
organizados por la macroestructura discursiva que caracteriza al acto global como
tal acto. Los tipos de actos globales pueden contemplarse como especificaciones
o derivaciones de los tipos de actos de habla microestructurales o primitivos.
Podemos definir entre ellos distintos niveles de complejidad y hablar así de actos
de discurso primitivos, como podría ser “narrar”, y derivados, como “escribir una
novela”. Estas distinciones pueden ser útiles a la hora de discutir el status
lingüístico de la literatura.
La comunicación está fuertemente condicionada por el tipo de relaciones que
mantenga el hablante con el tipo de acto de habla realizado, por su relación con el
oyente y por su actitud hacia el mensaje. Lanser (86) propone hablar,
respectivamente, de status, contacto y actitud (status, contact, stance ). Estas
circunstancias serían clasificables con un análisis modal (cf. Greimas y Courtés
273) de la comunicación. Más adelante volveremos sobre este tema en relación a
los enunciadores del texto narrativo. En efecto, poco se puede hacer con estos
elementos en abstracto al margen de ofrecer sus definiciones. Para ver las
modalidades de su funcionamiento hay que ir más allá de la lingüística; hay que
adentrarse en el estudio de una disciplina que haga uso de los textos:

The anthropologist rather than the linguist is the key figure because the ‘unit’ of
linguistic performance is not the sentence but the language situation defined
culturally, or communicative event, that gives sentences a function and a
characteristic shape.

En abstracto sólo se pueden definir una serie de actos de habla nucleares. El


resto, y tanto más cuanto más complejos y macroscópicos, están ligados a
culturas determinadas y contextos culturales particulares (cf. Lyons, Semantics
737); cuanto más buscamos la especificidad, menos sentido tiene el intentar
construir un sistema abstracto que los detalle a todos.
La literatura, por supuesto, sería una de esas situaciones culturalmente
definidas. “Literary works,” insiste Pratt, “like all our communicative activities, are
context-dependent. Literature itself is a speech context” (86). Entendidos así, los
estudios literarios serían una parte de los estudios antropológicos; se habrían
determinado más claramente las relaciones entre literatura y lingüística (Pratt 88),
y del conjunto de estas dos disciplinas con la antropología.
Pensemos, por ejemplo, en un concepto introducido por Austin: el acto
perlocucionario. En el contexto de los estudios literarios, es obvio que una gran
parte de la crítica literaria de todos los tiempos se ha preguntado la finalidad de la
literatura, ha discutido las emociones provocadas por las obras literarias, ha
desarrollado teorías sobre cómo componer una obra con vistas a producir un
determinado efecto sobre el público. Es decir, se ha dedicado al estudio de los
efectos perlocucionarios de la literatura. Esto nos podría llevar a la reflexión más
general de que la crítica literaria siempre se ha ocupado del estudio de la
pragmática de la comunicación literaria. Lo que es nuevo en los estudios
contemporáneos es la voluntad de hallar unos principios comunes para la
sistematización de la acción discursiva, una sistematización que alcanzaría a la
lengua “corriente” (en sus infinitas variedades) y a la literatura. Un estudio de este
tipo descubrirá lo mucho que hay en común entre los fenómenos literarios y los no
literarios.
Pero la lingüística siempre ha tenido problemas a la hora de tratar el fenómeno
literario, y la teoría de los actos de habla no es una excepción. Ya es famosa la
resistencia a englobar lo “no serio” de los primeros estudios de los actos de habla
realizados por Austin y Searle. La literatura es un ejemplo de esos usos “no serios”
del lenguaje. Esa resistencia es por otra parte comprensible, pues Austin y Searle
estaban desarrollando una teoría a un nivel de abstracción bastante determinado:
los actos ilocucionarios simples y primitivos, cuando las obras literarias son actos
discursivos y derivados. Muchos estudios posteriores siguen teniendo esa
dificultad para situar a la literatura en sus esquemas. A título representativo:
Ballmer y Brennenstuhl proponen una clasificación de actos de habla en siete
speech-act models: (emotion, enaction, struggle, institutional, valuation, discourse,
text y theme) que se distribuyen en cuatro speech activities (expression, appeal,
interaction y discourse ). Podemos intentar determinar el lugar que ocuparía la
narración literaria en este esquema, pero tendremos problemas. En principio,
parecería que el tipo de acción discursiva a que nos referimos sería un tipo de
discourse, como actividad y como modelo. Esta clasificación es muy incompleta y
poco explicativa a la hora de situar la narración literaria en una teoría general de
los actos de habla, y eso no sólo en tanto que literatura, sino en tanto que
narración.
Como una primera aproximación, podemos señalar los distintas
condicionamientos pragmáticos que tienen diferentes tipos de discurso:
• la literatura frente a la no literatura (cf. 3.1.6.2 infra ). Este tipo de uso del
lenguaje es completamente ignorado en la clasificación de Ballmer y Brennenstuhl.
• la ficción frente a la no ficción (3.1.4 infra ). Tampoco encontramos un enfoque
sistemático de este importante uso del lenguaje en Ballmer y Brennenstuhl. Sus
tipos de discurso no están sistemáticamente organizados. Junto a “make rhymes”,
“write poetry”, “produce (science) fiction” (!) encontramos clasificados actos de
habla como “draft a speech”, “keep a diary”, “tell untruths”, “prophesy”. Es evidente
que una clasificación de los actos de discurso no puede seguir en este estado, y
que sería necesario un criterio relevante, que recogiera las diferencias entre estos
actos de discurso tal como se entienden en la actividad humana corriente.
• La narración frente a la descripción, las instrucciones, los actos de habla
institucionalizadores, etc. Ballmer y Brennenstuhl clasifican a la narración bajo el
encabezamiento Utter: narrate (a story) aparece junto a manifest, mention, say,
publish, remark, etc.; la construcción de una narración sería un tipo de texting.
También estas categorías parecen bastante desorganizadas.
• La comunicación escrita frente a la oral. La clasificación de Ballmer y
Brennenstuhl tampoco atiende de modo sistemático a esta diferencia semiótica,
que sin duda es relevante para una clasificación de los actos de habla, además de
intuitivamente inmediata. Otras clasificaciones más someras son las de
Wittgenstein, Austin, Searle, Habermas, Schmidt o Bach y Harnish. Al ser
clasificaciones de actos de habla oracionales, microestructurales, la mayoría no se
proponen dar cuenta de la infinita variedad de modelos discursivos. Wittgenstein
es una excepción: aunque sólo menciona el tema de pasada, incluye la ficción
literaria entre sus “juegos de lenguaje”. Austin (151 ss) ignora por completo
categorías como narración, ficción, etc. La narración sería definible en términos de
Austin como una compleja combinación de expositives. En Searle se trataría de
representatives (cf. “Logical status” 325); en Bach y Harnish (41), constatives
siempre que no fuese un relato ficticio (cf. 3.1.4.2 infra ); etc. Schmidt atiende a
muchas más distinciones; de hecho no presenta una clasificación de actos de
habla sino de “actividades comunicativas”. Por ejemplo, además de clasificar las
fuerzas ilocucionarias distingue entre “tipo de discurso” (lenguaje usual, científico,
literario…) y “tipo de texto” (narrativo, expositivo, “performativo”…). Sin embargo,
no llega a integrar estas distinciones entre sí.
Una novela no es distinta de una factura sólo en tanto en cuanto es literatura: la
novela es además narrativa y ficticia. Narratividad y ficcionalidad son rasgos
discursivos que no son privativos de la literatura. El estudio pragmático de la
literatura no debe atender solamente a la definición del hecho literario en tanto que
es un determinado uso del lenguaje socialmente codificado, o a las condiciones de
producción y recepción de las obras literarias. También nos ayuda a entender la
estructura textual, que engloba dentro de sí multitud de fenómenos pragmáticos de
diverso orden, por ejemplo los actos de habla de narradores y personajes. Un
examen previo por separado de algunos de estos fenómenos nos ayudará a
sentar las bases de un discurso tan sobredeterminado como es la narración
escrita, literaria y de ficción, objeto principal de nuestro estudio.

3.1.2. Pragmática y escritura

Es fácil generalizar indebidamente sobre los condicionamientos pragmáticos


característicos de la escritura si nos acercamos a ella desde un punto de vista
literario; inversamente, es difícil en un análisis de la narración literaria aislar los
condicionamientos que provienen específicamente de su carácter escrito. Veamos
un ejemplo:

In written discourse, the conditions of action are altered in obvious ways: the
audience is dispersed and uncertain; there is often nothing but internal evidence to
tell us whether the writer has beliefs and feelings appropriate to his acts, and
nothing at all to tell us whether he conducts himself appropriately afterwards.
Nonetheless, writing is parasitic upon speech in this, as in all that matters.
(Ohmann, “Speech” 248).
Es evidente que Ohmann debería decir “literatura” donde dice “discurso escrito”,
pues nada de lo que dice se aplica, por ejemplo, a la correspondencia por escrito.
Tampoco nos parece satisfactoria la última frase. Por supuesto, tiene que haber
algún rasgo esencial de la escritura que la identifique frente a la oralidad, o al
menos una familia de rasgos que operen en contextos diferentes. Pero esta
vaguedad en la definición es muy frecuente. De manera similar a Ohmann,
Sanford y Garrod señalan cómo la comunicación escrita obedece a grandes
rasgos a las mismas estrategias pragmáticas que la comunicación oral, a pesar de
la gran divergencia de su material semiótico. Sin embargo, creemos que no llegan
a definir la esencia de la escritura frente a la oralidad:

Just as the participants in a conversation must try to refer to a common situational


model, and each participant expects this, so it is with writing. The major difference
between the conversational and written methods of communicating is seen not as
being one of modality (oral/aural versus writing / visual), but as being one of
opportunities for interaction. With conversation, interruption by the hitherto silent
participant is possible, if necessary, in order to clarify the common discourse model
(or domain of reference). With writing, it is not. Beyond that, there is no reason to
suppose any major differences in the psychological processes undelying the two.
(Sanford y Garrod 208).

Sanford y Garrod proponen pues otra ecuación: oral / interactivo versus escrito /
no interactivo. Diríamos, más bien, que la incapacidad de interacción inmediata es
algo muy ligado a la comunicación escrita. Pero el ver en ello la esencia de la
escritura es otra precipitación, y eso tanto en un sentido como en otro. No toda
comunicación escrita es no interactiva, y no toda comunicación no interactiva es
escrita. Tampoco hay que identificar comunicación oral con comunicación
interactiva: los asistentes a un discurso solemne de un político no interactúan con
el hablante como lo hacen en una conversación. En algunas variedades de
comunicación escrita, como en la oral, los interlocutores pueden dirigirse
personalmente uno a otro; en otras, podemos tener una comunicación unilateral
que no espera respuesta del lector; es el caso de una carta frente a un libro (cf.
3.1.3 infra ). Hay, pues, toda una variedad de situaciones comunicativas que
utilizan la escritura.
A los participantes en la comunicación escrita no les está negada por definición
la interacción comunicativa. Pueden incluso estar en presencia uno de otro, de
manera que el intercambio comunicativo sea casi inmediato. Por supuesto, esto
rara vez se da, y la distancia temporal y espacial entre interlocutores es uno de los
rasgos que se suelen asociar a la mayoría de situaciones en que se usa la
comunicación escrita. El texto escrito suele así ser más independiente del contexto
inmediato que el texto oral (cf. Segre, Principios 41); no es accidental que (en las
culturas desarrolladas) los textos de exhibición (3.1.3 infra) sean mayormente
textos escritos.
Otro condicionamiento pragmático más característico de la escritura es el hecho
de que una vez escrito el discurso se ha vuelto algo fijo, conservable, permanente,
se ha materializado. Ha dejado de ser un proceso, y se ha convertido en un objeto.
Para Castilla del Pino, escribir es algo intermedio entre el hablar y el actuar:
La permanencia de lo escrito, la individualidad de la grafía, convierte a la escritura
en una objetivación personal, una prolongación objetiva de nuestra persona. (....)
Lo escrito es ya permanentemente nuestro, difícilmente puede ser desdicho, es
la constancia de lo que somos por lo que fuimos capaces de escribir. Por eso es
difícil escribir todo lo que, no obstante, pese a la enorme resistencia, puede ser
oralmente verbalizado. (“Psicoanálisis” 284)

La materialización de nuestra palabra hace posible su que se multiplique el acto


comunicativo, al poderse reproducir (manual o mecánicamente) el texto según
procedimientos estandarizados; la escritura puede dirigirse a una masa enorme de
individuos, y no solo a una persona o un grupo (cf. 3.1.3 infra). En este sentido, los
medios audiovisuales y de comunicación de masas han venido a crear formas
intermedias entre la palabra y la escritura tradicionales. Cada uno de ellos tiene
sus propios condicionantes: por ejemplo, los programas de radio quedan “escritos”
en cierto modo al grabarse y ser recuperables o citables literalmente; la escritura
electrónica de las redes informáticas permite nuevos tipos de interacción, como el
establecimiento de conexiones hipertextuales, etc.
El discurso escrito, en cualquiera de sus formas, se vuelve además accesible a
otros tipos de acción que la simplemente interpretativa. Tendremos así que
distinguir entre el texto como objeto físico y el texto como objeto semiótico. El
primero es la manifestación inmediata accesible a la actuación (no
necesariamente comunicativa), el nivel de manifestación inmediata: unas hojas de
papel, una corriente electrónica, una imagen... El texto como objeto semiótico
puede pasar a considerarse a su vez doblemente: texto como significante y texto
como significado, y éste podría desglosarse aún en varios niveles más (cf. 1.1 n. 4
supra; Ruthrof 12, 25) hasta llegar, en el caso de la narración literaria, a los niveles
específicamente narrativos que son objeto de nuestro estudio.

3.1.3. Pragmática e interacción comunicativa

Los primeros estudios de pragmática lingüística se han centrado sobre la


comunicación oral conversacional, lo cual ha supuesto un cierto obstáculo para la
aplicación de un enfoque pragmalingüístico a la literatura, que es un tipo de acción
discursiva bastante diferente.
No es infrecuente oír hablar de la comunicación literaria como “fenómeno
dialógico”, como “diálogo entre escritor y lector”. “El sujeto-destinador vive su
diálogo con el sujeto-destinatario a través de la estructura dialógica de la novela”
(Kristeva, Texto 113). Un concepto amplio de lo dialógico proviene de Bajtín: “En
Bajtín, el diálogo puede ser monológico, y lo que se denomina monólogo es con
frecuencia dialógico” (Kristeva 122). Es decir, bajo la forma de un monólogo puede
haber una especie de diálogo entre diversas tendencias o ideologías conflictivas
presentes en un mismo sujeto. Esta noción de dialogismo es útil si no se extrema
hasta perder de vista sus puntos de referencia, como sucede si definimos al
discurso novelesco, de entrada, como un diálogo. La narración escrita literaria no
es de por sí un fenómeno dialógico. Tiene en común ciertos elementos con la
comunicación dialógica, pero se trata precisamente de aquellos elementos que no
son específicamente narrativos ni específicamente dialógicos. En el diálogo,
emisor y receptor no son papeles asignados, sino intercambiables; podemos
hablar de interlocutores, y no de locutor y receptor sin más. En el caso de la
narración escrita, tenemos un fenómeno en principio no interactivo, en el sentido
en que es interactivo el diálogo. La dirección del proceso comunicativo es
unilateral, no recíproca; además, interviene el elemento de la distancia espacial y
temporal tan ligadas a la escritura. Conviene no confundir este uso un tanto
metafórico del término “dialógico” con su sentido más propio. Así, Kristeva ha de
admitir más adelante que “en el universo discursivo del libro, el propio destinatario
está incluido únicamente en calidad de discurso” (Texto 119). Con lo cual no sólo
revela el dudoso carácter dialógico (en el sentido literal) de la novela, sino que
descuida la diferencia entre lector real y lector textual. La narración dialógica en el
sentido más estricto (no meramente oral), por ejemplo la narración de experiencias
personales entre amistades, adopta formas mucho más discontinuas y
fragmentarias que el discurso literario, debido precisamente a que se ve sometida
a la interacción entre hablante y oyente.
Con la separación de emisor y receptor se acentúa una tendencia inherente a la
estructura comunicativa. En principio, en cualquier tipo de comunicación, el emisor
parte de un estímulo contextual (en sentido amplio) y produce un texto, concebible
como una reacción a ese estímulo. El texto es el estímulo para el oyente, que ha
de reconstruir la intención comunicativa del oyente a partir de él. Es decir, el
oyente debe naturalizar el texto en relación al contexto, invirtiendo así el proceso
seguido por el hablante. La comunicación escrita priva al oyente de muchas
claves contextuales auxiliares: ha de inferirse el contexto además de su posible
relevancia para el texto. La ficción escrita aún extrema más este proceso de
inferencia que produce contextos para acoger el mensaje coherentemente.
Veíamos que la comunicación escrita no conlleva de por sí la imposibilidad de
interacción comunicativa; tampoco es el único caso en que se ve suspendida esta
interacción. La comunicación oral tal y como se da en las emisiones públicas de
radio o televisión también condiciona la interacción del oyente con el receptor. La
combinación de programas de radio y televisión con la conversación telefónica de
los oyentes salva parcialmente la asimetría de la retransmisión, aunque la
interacción tampoco así se efectúe en igualdad de condiciones. Una breve
reflexión sobre el fenómeno de la interacción en los medios de comunicación nos
revelaría cómo el problema no es tanto de imposibilidades intrínsecas de
reciprocidad: en cualquier caso ésta se regula institucionalmente, de acuerdo con
imperativos sociales, económicos y políticos de diversa índole. Con frecuencia, la
ausencia de interacción no deriva de una imposibilidad física sino de una
convención institucional, de las propias convenciones de la actuación discursiva
que se está realizando, y que normalmente van ligadas a diversas estructuras de
organización social, poder y autoridad. En una conferencia, los oyentes deben
aguardar al final de la conferencia para hacer las preguntas u observaciones que
deseen, si se les invita a ello; en el ejército no se discuten en principio las órdenes
recibidas, etc. Por supuesto, siempre hay interacción en un sentido comunicativo
más amplio, no necesariamente lingüístico, por el hecho mismo de que tenga lugar
un acto socialmente ritualizado. Así, el hablante y el oyente interactúan en la
definición de sus propios papeles sociales y del tipo de intercambio que tiene
lugar. La pragmática del lenguaje debe colocarse así en el marco de una
pragmática general o una antropología social.
Haciendo abstracción de muchas otras circunstancias que rigen la interacción,
una distinción relevante a la hora de definir si un acto de comunicación lingüística
es interactivo o no es la medida en que el destinatario es conocido por el emisor e
individualizado, o por el contrario se presupone un destinatario abstracto y
anónimo: el receptor (lector) textual (cf. 3.5.3 infra ). La literatura cortesana de la
Edad Media o el Renacimiento iba con frecuencia dirigida a un público poco
numeroso y conocido por el autor. La literatura impresa es, por el contrario, un
medio de comunicación de masas. En el tipo de lenguaje escrito que nos interesa
aquí, la literatura escrita de la época moderna, el emisor es en principio
desconocido para el receptor medio salvo en la medida en que se manifiesta a
través de su obra. El emisor deja de ser una causa y se convierte, desde el punto
de vista del receptor, en una consecuencia del texto, una emanación, una figura
más o menos hipotética que se postula para la comprensión del texto: el autor
textual (cf. 3.3.1 infra ). La duplicación de los roles del autor y lector que presenta
nuestro modelo de estructura del texto literario se debe principalmente al hecho de
que vaya dirigido al análisis de textos escritos y lanzados al mercado, no al hecho
de que sea literatura. Lo mismo sucede en las publicaciones científicas, políticas,
etc. La diferencia es que ahí el autor rara vez habla como individuo: su
individualidad está cedida a un rol social o a un grupo determinado, del cual es
portavoz; lo que se revela, pues, es una “personalidad colectiva” que en principio
ya es conocida por el lector, y que está limitada a unos pocos rasgos o actitudes
relevantes. La literatura, en cambio, implica la personalidad individual de su
creador de manera mucho más inclusiva (aunque rara vez de manera radical; cf.
3.2.1.2 infra ).
De hecho, la situación de la literatura moderna en cuanto a la interacción ni
siquiera es tan simple como la hemos presentado. La forma escrita y la
publicación masiva demoran la interacción, u obligan a parcelarla de un modo
mucho más fijo que la comunicación oral, pero no tiene por qué suprimirla. Hay
comunicaciones bilaterales indirectas aun en el caso de modos discursivos
aparentemente unilaterales. Los libros reciben críticas, lo que es un tipo de
respuesta y de posible interacción. En el caso de una obra literaria, se la puede
parodiar; en el caso de una obra científica o filosófica, se la puede refutar. Los
periódicos reciben cartas al director, y los autores reciben correo del lector común
o del académico. La simple aceptación de un libro para ser publicado, y el
volumen de ventas subsiguiente tienen un lado comunicativo para el escritor. Sólo
se comunican unilateralmente el autor muerto o el mediocre, el que no recibe
respuesta alguna... aunque los silencios también son elocuentes. En el caso de la
literatura del pasado, hay que tener en cuenta el papel desempeñado por la crítica.
Se ha dicho que un papel que desempeña ésta es asegurar en cierto modo el
“diálogo” de la actualidad con los escritores y pensadores del pasado, evitar que el
mensaje de éstos caiga en la unilateralidad (cf. Frye, Anatomy 346). Una
interpretación menos idealista verá en la crítica una interacción entre diversas
interpretaciones de la historia y de los textos, no entre vivos y muertos.
Ya nos hemos referido a las normas de interacción comunicativa en la
conversación (3.1.1 supra; cf. 3.2.1.3 infra ). La regla básica de la interacción
comunicativa es la cooperación, expuesta así por Grice en forma de máxima:
“Make your conversational contribution such as is required, at the stage at which it
occurs, by the accepted purpose or direction of the talk-exchange in which you are
engaged” (Studies in the Way of Words 26). En el intercambio oral de información,
esta regla se traduce en la exigencia de relevancia informativa, claridad y
brevedad. Pero, como observa Pratt, esta máxima no sólo guía la interacción
comunicativa oral, sino cualquier actividad cooperativa, siempre que se traduzca
en reglas particulares apropiadas para cada contexto (131). Por ello, también es
aplicable en líneas generales a la comunicación literaria. El lector supone que el
autor no le está haciendo perder el tiempo deliberadamente, que está colaborando
seriamente intentando hacer una obra literaria de mérito, acorde a las
convenciones de su género. Es decir, la cooperación del autor también está sujeta
al principio de que su intervención discursiva debe ser relevante, de que su relato
debe ser digno de ser contado (tellable; Pratt 142). Vemos que en literatura hay un
claro desequilibrio en la participación de cada uno de los hablantes. Para Robert
Escarpit el fenómeno estético de la literatura es posibilitado por la anonimidad del
público: sería imposible si éste perdiese la sensación de seguridad que le da el
anonimato. El escritor, en cambio, se compromete inevitablemente. Por supuesto,
contrae compromisos ideológicos, morales, estéticos, etc. Pero nos interesa ahora
insistir en el compromiso puramente comunicativo, y que es relativo al tipo de acto
de habla que realiza. Este tipo de acto se caracteriza por el hecho de que uno de
los hablantes ocupa todo el terreno comunicativo.
Pratt incluye la literatura, junto con la narración oral de anécdotas en el grupo
más general de los textos de exhibición (display texts). Son éstos textos que son
en gran medida desgajables de su contexto inmediato; son repetibles en varios
contextos por su relevancia intrínseca, y con frecuencia presentan un alto grado
de elaboración. Fernando Lázaro Carreter presenta a este respecto el concepto
comparable, aunque más general de lenguaje literal, el discurso que ha sido fijado
para su uso en bloques compactos (“La literatura como fenómeno comunicativo”
164). Los textos de exhibición y el lenguaje literal no se someten a las reglas del
lenguaje informativo y conversacional tal como son definidas por Grice:
“‘Informativeness’, ‘perspicuity’, ‘brevity’ and ‘clarity’ are not the criteria by which
we determine the effectiveness of a display text, though there are limits on how
much elaboration and repetition we will find worth it” (Pratt 147). La narración
impone sus propias regulaciones convencionales sobre la interacción
comunicativa. La narración oral puede ser o no un texto de exhibición; tanto más lo
será cuanto más ritualizado o regulado esté el acto narrativo, cuanto menos
utilitario sea, menos ligado a la mera transmisión de información. En las distintas
circunstancias de la narración oral, los oyentes confrecuencia están posibilitados y
autorizados, en grado variable, para interrumpir al hablante. En el caso de una
novela, tenemos un caso completamente distinto: normalmente, toda la narración
ya está concluida y ofrecida al lector antes de que éste pueda dirigirse al autor. En
general, encontramos en la creación literaria un grado máximo de independencia
del contexto y de posibilidad de elaboración:

We assume the literary utterance is expressly designed to be as fully “detachable”


as possible, since its success is in part gauged by the breadth of its Audience and
since its legitimate addresee is ultimately anyone who can read or hear. (Pratt
148).

Esto condiciona de forma peculiar la interacción, aunque no la suprime en


absoluto: el autor recibe críticas, gana o pierde público, explota o abandona la
fórmula ya ensayada en su producción subsiguiente, y pasa o no a ser incluído en
las historias de la literatura. Siempre hay que matizar y no olvidar las
circunstancias particulares (estéticas, económicas, históricas, etc.) que pueden
fragmentar a cada género en una multitud de subgéneros en lo referente a su
estructura discursiva. La situación en el caso de la novela puede ser distinta en el
caso de la publicación por entregas de las novelas, un modo de difusión muy
corriente en el siglo pasado. Dickens alteró sus planes narrativos al menos en una
ocasión (Martin Chuzzlewit) teniendo en cuenta las reacciones del público ante los
episodios ya publicados. Los culebrones televisivos también en ocasiones se
hacen sensibles a la respuesta del público, eliminando o promocionando
personajes según su popularidad. Y aun si no nos ocupamos de investigar el
funcionamiento de estos mecanismos, hay que observar que pueden dejar huella
en el texto narrativo: el producto final siempre contiene en cierta medida el
proceso que lo ha consittuido.
Pratt señala cómo hay maniobras de toma de turno comunicativo en varios tipos
de textos de exhibición. Tanto en la narración natural como en una conferencia o
un espectáculo se imponen restricciones inhabituales sobre la libertad de
interacción del interlocutor (103 ss). En todos ellos ha de realizarse una petición
del terreno comunicativo, que normalmente ha de ser cedido libremente por el
público. Una novela es un acto de habla que requiere una intervención continuada
de un solo hablante, que se erige por tanto en protagonista del intercambio
comunicativo. En circunstancias normales, este protagonismo no es impuesto,
sino negociado. De hecho, señalaríamos, el acto discursivo más relevante no es la
novela en abstracto sino la lectura de la misma, y el protagonista del acto de habla
de la lectura es el lector. Pratt (114) señala cómo el título es el equivalente a las
maniobras de petición del escenario comunicativo que se dan mediante otros
recursos en la conversación oral. La forma de libro establece de por sí una forma
de interacción particular. En general, “requests to perform a speech act of a certain
type presuppose that said speech act is imposing an unwanted obligation on an
equal or superior” (Pratt 103). El derecho del lector a no perder su tiempo solo se
abandona ante la garantía suficiente de que el texto vale la pena. La petición del
escenario no se limita a un título. El título es equívoco hasta cierto punto en una
obra de literatura; está sometido a la evolución de gustos; está relacionado con la
estructura literaria y por tanto forma parte de la misma mercancía que pretende
vender. La cubierta está también destinada a esta función, y la suele cumplir
eficientemente. Pero el lector necesita datos más fiables de la validez del texto, y
los encuentra en el lado editorial del libro:

with the exception of vanity press publications, every book bears with it at least the
message that some professional judge, someone other than the writer himself,
thinks that within its genre and subgenre the text is “worth it”. (Pratt 119).

El lector evalúa el libro a través de su evaluación de la casa editorial, del “juez”,


por el tipo de discurso utilizado para atraer su atención, etc. El editor forja la figura
de un comprador implícito, con la cual el lector ha de identificarse. Podemos
añadir que en este sentido todo el marketing editorial equivale a una enorme
maniobra de petición de terreno; una petición que nos muestra de nuevo cómo la
comunicación también es algo que se vende; por trueque en la conversación, por
dinero en la comunicación escrita—un intercambio de objetos garantizados. Por
supuesto, tales procesos de selección se aplican a los libros en general, y no sólo
a la literatura. Lo que sí podemos encontrarnos en literatura es el uso reflexivo de
todos estos fenómenos: por ejemplo, la figura del editor ficticio, en novelas como
Pamela de Richardson, figura lógicamente implicada por la posibilidad de la figura
del autor ficticio (3.2.1.10 infra ). Una prueba más de que con todo se puede hacer
literatura: la literatura juega así con las propias convenciones que marcan su
status discursivo; haciendo ésto, las problematiza y se redefine constantemente.
Nuestra discusión se ha centrado en la forma que asume la interacción
comunicativa en la literatura contemporánea, basada mayormente en la
publicación en forma de libro. En otras sociedades han predominado otros tipos de
transmisión literaria, que condicionarán la forma narrativa de manera diversa, pues
también esas relaciones autor-público se pueden ficcionalizar de diversa manera e
integrarse en la estructura de la obra. Por ello hay que evitar el absolutizar los
análisis estructurales: la forma tiene un anclaje contextual e histórico que debe ser
precisado en cada caso.

3.1.4. Pragmática y ficción

3.1.4.1. Historia del concepto

Desde la antigüedad griega, la reflexión sobre la literatura (o “poesía”) va unida a


una reflexión simultánea sobre el sentido de la ficcionalidad, y sus relaciones con
otros conceptos como imitación, realismo o verosimilitud. De hecho, podríamos
decir que más que unida va mezclada.
Así, Platón distingue en el Sofista entre imitación icástica e imitación fantástica,
y condena a esta última por ser creadora de falsedades. La ficción no tiene cabida
exacta en estas categorías, pero nada bueno parece augurarse para ella. En la
República Platón pronuncia su célebre condena contra los poetas: “los poetas (...)
no son más que imitadores de fantasmas, sin llegar jamás a la realidad” (X, 283).
Está claro que para Platón la ficción es algo muy cercano a la mentira; lo mismo
declara Solón (cit. por Aristóteles, Metafísica I. ii, 983 a). Para Gorgias, la ficción
(poesía) es una forma de mentira en la cual el engañado es más sabio que el que
no se deja engañar.
La tradición crítica posterior, comenzando por Aristóteles, pugnará por
diferenciar los conceptos de ficción y mentira: hay una correspondencia
subyacente entre la realidad y la ficción que no se da en el caso de la mentira.
Aristóteles opone la poesía a la historia, pero no se trata de la oposición entre
mentira y verdad. Para Aristóteles la ficción es fiel a la verdad en un sentido que
va más allá de la mera literalidad de la historia:

resulta claro no ser oficio del poeta el contar las cosas como sucedieron sino cual
desearíamos hubieran sucedido, y tratar lo posible según verosimilitud o
necesidad. Que, en efecto, no está la diferencia entre poeta e historiador en que el
uno escriba con métrica y el otro sin ella (...), empero diferéncianse en que el uno
dice las cosas tal como pasaron y el otro cual ójala hubieran pasado. Y por este
motivo la poesía es más filosófica y esforzada empresa que la historia, ya que la
poesía trata sobre todo de lo universal, y la historia, por el contrario, de lo singular.
(Poética IX, 1451 b)

Es decir, el objeto de la mimesis no tiene por que ser real: puede ser ideal, puede
incluso manifestar de una forma más perfecta que los objetos reales la esencia y
potencialidades de la naturaleza.
En otro pasaje igualmente famoso, Aristóteles pide a los poetas que sean lo
más “miméticos” posible, “que el poeta mismo ha de hablar lo menos posible por
cuenta propia, pues así no sería imitador” (Poética XXIV, 1460 a). Es decir: no
sería artista. Son frecuentes en la crítica posterior las condenaciones aristotélicas
a la voz directa del autor, que se considera un elemento necesariamente extra-
artístico. Parece difícil no ver en este pasaje aristotélico una contradicción con la
anterior definición de los modos de la mimesis, cuando Aristóteles dice que “se
puede imitar y representar las mismas cosas con los mismos medios, sólo que
unas veces en forma narrativa—como lo hace Homero—, o conservando el mismo
sin cambiarlo” (Poética III, 1448 a). Habrá que admitir que Aristóteles entiende por
mimesis dos cosas diferentes en uno y otro contexto. Puede llevar esto a una
molesta confusión entre ficción y literatura, que comprensiblemente será muy
frecuente en los teorizadores más variopintos (3.1.6.1 infra ).
Durante numerosos siglos, la teoría literaria no va mucho más allá de las teorías
platónica y aristotélica en cuanto al problema de la ficcionalidad. San Agustín
reconoce que las obras de arte tienen verdad a su manera, precisamente por el
hecho de ser una especie de falsedad, pues es el papel del artista ser en cierto
modo un fabricante de mentiras. Boccaccio añade algunos matices interesantes.
Identifica deliberadamente los conceptos de poesía y ficción; lo que se nos
presenta “compuesto bajo un velo”, con la verdad oculta bajo apariencia de
falsedad, es poesía y no retórica. La poesía no es en absoluto “mentira”, debido a
este significado oculto que se interpreta a partir del aparente y superficial. El poeta
ya trabaja dentro de una convención y debe ser leído de acuerdo con ella: “Poetic
fiction has nothing in common with any variety of falsehood, for it is not a poet’s
purpose to deceive anybody with his inventions”.
Este mismo razonamiento subyace a los planteamientos posteriores del
problema del valor de verdad de la ficción en la teoría literaria del Renacimiento.
Es conocido el argumento de Sir Philip Sidney en defensa de la poesía:

the poet, he nothing affirms, and therefore never lieth. For, as I take it, to lie is to
affirm that to be true which is false. (...) But the poet (as I said before) never
affirmeth. The poet never maketh any circles about your imagination, to conjure
you to believe for true what he writes. (...) And therefore, though he recount things
not true, yet because he telleth them not for true, he lieth not (...). (Sidney 124)

Esta solución clásica tiene sus equivalentes modernos (cf. 3.1.4.2 infra ). Sin
embargo, es muy parcial e incompleta. Sólo resuelve el problema relativo al
aspecto superficial del discurso: superficialmente, la ficción no es una afirmación,
por tanto no puede ser una mentira. Sin embargo, las teorías renacentistas,
incluída la del propio Sidney, suponen que la ficción sí afirma algo de una manera
subyacente, puesto que mantiene con la realidad una relación de inteligibilidad
semejante a la descrita por Aristóteles. Y Sidney distingue, inspirándose en Platón,
una poesía fantástica, que se ocupa de objetos triviales o indignos, de una poesía
icástica, “figuring forth good things” (125).
En suma, la ficción no es en absoluto una mentira: más bien, tiene posibilidades
de ser una afirmación verdadera sobre la realidad. Esta visión aristotélica pervive
esencialmente durante los siglos XVII y XVIII. Para Samuel Johnson, “[t]he Muses
wove, in the loom of Pallas, a loose and changeable robe, like that in which
Falsehood captivated her admirers; with this they invested Truth, and named
herFiction.” En gran medida, es la postura que sigue vigente hoy mismo, ya se
formule en términos lingüísticos, hermenéuticos, marxistas o psicoanalíticos. Sólo
marginalmente es contestada.
Los románticos van más allá esta solución aristotélica. Afirman de nuevo una
postura que contiene elementos platónicos, aunque invertidos. Lo que hace
importante a la ficción no es que haya una realidad previa a la ficción con la cual
esta se corresponde secretamente, sino precisamente una no-coincidencia
fundamental: los artistas nos presentan cosas que no son, y precisamente por ello
son creadores de ideales, de modelos. Así, por ejemplo, arguye Oscar Wilde en
“The Decay of Lying”. Todavía hoy John Fowles piensa que el novelista tiene
mucho de mentiroso en su constitución. Pero estas observaciones se colocan a
un nivel más complejo, que desborda las convenciones interpretativas básicas que
estamos examinando.
Tanto Dryden (“A Defence of an Essay on Dramatic Poesy” 89) como Johnson o
Coleridge observan que nunca hay una confusión por parte del receptor entre la
ficción y la realidad. De haberla, se debería a un error. La actitud que el receptor
adopta ante la ficción no consiste en creerla, sino más bien en colaborar con la
ficción, entrar en el juego, “to transfer from our inward nature a human interest and
a semblance of truth sufficient to procure for these shadows of imagination that
willing suspension of disbelief for the moment, which constitutes poetic faith”
(Coleridge, Biographia Literaria 168). El concepto dewilling suspension of disbelief,
suspensión deliberada de la incredulidad, sigue en la base de las teorías
contemporáneas. En él se encuentra implícito un principio básico de la descripción
pragmática de la ficción: “fiction is defined by its pragmatic structure, and, in turn,
this structure is a necessary part of the interpretation of fiction” (Jon-K. Adams,
Pragmatics and Fiction 2). Observemos que aun en el caso de la llamada “realidad
virtual” se trata de un espacio acotado en el interior de la realidad pública, según
convenciones de uso bien establecidas.
Ingarden (Literary Work 342) formula un principio comparable al de Coleridge:
no hemos de ser absolutamente conscientes de la ficcionalidad, y tampoco
confundir la ficción con la realidad. Si se da cualquiera de estos dos extremos el
efecto de la ficción fracasa. Esto no impide, continúa Ingarden, que reaccionemos
emocionalmente ante la ficción como ante la realidad. Según Bullough (757), el
hecho de que un personaje de una narración sea o no ficticio no altera nuestros
sentimientos hacia él; quizá esto sea excesivo, pero sí podemos admitir que la
posición básica del espectador ya ha sido acotada por la forma narrativa y la
escritura. Bullough quiere resaltar el placer básicamente estético de la ficción. Las
teorías estéticas de finales del siglo pasado y principios del presente expresan el
status peculiar de la poesía refiriéndose a su valor intrínseco o autónomo (cf.
Bradley 738), un concepto que con frecuencia se ha prestado a exageraciones o
malinterpretaciones. El psicoanálisis explicaría lo mismo diciendo que el contenido
de la narración es siempre fantástico (Castilla del Pino, “Psicoanálisis…” 302).
Tanto en la narración literaria real como en la ficticia la intervención del lector
consiste en una proyección de deseos propios sobre el mundo narrado. Por ello,
como veremos, en literatura no es tajante la diferencia entre ficción y no ficción ni
entre realismo y fantasía: lo importante es que tanto la ficción “realista” como la
ficción “fantástica” siguen unas pautas de organización semejantes. Las
estructuras narrativas proporcionan muchas de esas pautas.
Es necesario, sin embargo, distinguir teóricamente los conceptos de narración y
ficción, así como distinguir de la ficcionalidad otros fenómenos como la
convencionalidad o la semioticidad. Teorías desarrolladas en nuestro siglo,
notablemente entre ellas el estructuralismo, el marxismo y el psicoanálisis, han
revelado la naturaleza codificada y estructurada de fenómenos antes considerados
inanalizables o brutos, como son la estructura psíquica del sujeto, el
comportamiento consciente o inconsciente, la ideología. Resulta de ello a veces
una tendencia a considerar todos estos fenómenos así estructurados como
“ficciones” colectivas o culturales. Este es un sentido vago del término que hay
que evitar. En concreto, y volviendo al tema que aquí nos ocupa, el hecho de que
una narración imponga una configuración sobre la acción narrada, o el hecho de
que siga convenciones genéricas de estilo, de clausura, descripción, etc., no
significa que sea por ello necesariamente “ficticia”; como tampoco están reñidos
en la novela la consciencia del artificio por una parte y el realismo por otra.
Entenderemos como caso paradigmático de ficción el acto comunicativo que se
propone como ficción y que es interpretado como tal. La proporción de
ficcionalidad que haya en otros fenómenos deberá medirse con respecto a este
caso central.
3.1.4.2. Ficción y actos de habla

El estudio de la diferencia entre ficción y realidad ha sido tradicionalmente objeto


de la teoría de la literatura y de la filosofía, más bien que de la lingüística. Esta
carecía hasta una época relativamente reciente de categorías conceptuales que le
permitieran tratar el asunto de la ficcionalidad en sus propios términos analíticos.
Sin embargo, está claro que aun a nivel de sistema la lingüística ya poseía un
embrión de estas categorías en la medida en que era capaz de enfrentarse al
fenómeno de la enunciación. El estudio de los deícticos o de los tiempos del verbo
se ha aplicado así al estudio de la enunciación literaria, con mayor o menor
fortuna. Un concepto como el de modalidad verbal también era un terreno apto
para iniciar la discusión: toda modalidad debe ser considerada en relación con el
acto de palabra; es una marca puesta por el sujeto sobre el enunciado para darle
una categoría u otra, para modalizarlo con respecto a la realidad o a sus
intenciones (cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 64 ss). Podríamos pensar, en base a
ello, que un discurso de ficción sufre algún tipo de modalización para diferenciarlo
de los discursos sobre hechos reales. Más adelante veremos algunos desarrollos
de estas categorías a nivel de gramática textual.
Deslindaremos primero desde un punto de vista pragmático los conceptos de
ficción y mentira, para concentrarnos seguidamente en el análisis de la ficción. La
caracterización dada por Frege al fenómeno de la ficción (literaria) enlaza
directamente con la formulación de Sidney antes citada. La ficción no es
lógicamente igual a la mentira: es más bien un enunciado que no se somete a la
prueba de la verdad. I. A. Richards también investiga la naturaleza del lenguaje
poético, y llega a conclusiones semejantes a las de Frege (cf. también Ingarden,
3.1.4.2 infra). Para Richards (en Science and Poetry), la poesía está compuesta
de pseudo-aserciones (pseudo-statements) que no se deben juzgar de acuerdo
con su valor de verdad. Richards distingue cuatro componentes en la noción de
significado, o cuatro tipos de significado posibles:

• Sense: es el significado referencial, que consiste en dirigir la atención del oyente


hacia un estado de cosas externo.
• Feeling: la actitud subjetiva hacia el estado de cosas, que también se transmite
en el mensaje.
• Tone: la actitud hacia el oyente por parte del hablante, la relación entre ambos
asumida por el hablante.
• Intention: el objetivo que busca el hablante (cf. la intención perlocucionaria, 3.1.1
supra; Richards no distingue entre ilocución y perlocución).

En el lenguaje científico o no poético en general, predominaría el sentido


referencial, mientras que en la literatura este valor queda según Richards
convencionalmente anulado, y son los valores afectivos lo significativo:

When this happens, the statements which appear in the poetry are there for the
sake of their effects upon feelings, and not for their own sake. Hence to challenge
their truth or to question whether they deserve serious attention as statements
claiming truth, is to mistake their function. (Richards, Practical Criticism 186)

Las creencias e ideas de la obra no chocan al lector por su discordancia con las
suyas propias, afirma Richards: se asumen como ficciones poéticas, y no se
interpretan referencialmente. “The absence of intellectual belief need not cripple
emotional belief, though evidently enough in some persons it may” (278). Sin
embargo, Richards comenta que esto no es precisamente una willing suspension
of disbelief, según había afimado Coleridge: ni sentimos incredulidad ni la
suspendemos voluntariamente (277).
En nuestra opinión, la teoría de Richards es anti-intelectualista en exceso.
Postula una diferencia radical entre la ficción y la no ficción, y por lo tanto
subestima el hecho de que los conocimientos enciclopédicos que el lector aporta a
su actividad discursiva “práctica” le sirven igualmente en la actividad simbólica de
la literatura. En la ficción no cambia radicalmente la naturaleza de nuestra
comprensión, sino la interpretación que le damos a lo comprendido, la clasificación
que asignamos al conjunto del acto discursivo en nuestra organización de la
realidad.
Van Dijk (Text Grammars 152) propone una fase de descripción textual que
introduca operadores modales a nivel ya sea de todo el texto o de alguna sección,
operadores que identifiquen los textos contrafactuales. En este concepto, al
parecer, se deberían incluir tanto las mentiras como los sueños o la ficción. En un
sentido puede resultar útil y económico englobar ambos fenómenos en un signo
común para la descripción textual, pues tienen algunos rasgos comunes, pero
nunca identificarlos. Creemos que en la utilización discursiva real de un texto la
modalidad entendida en este sentido está más especificada. En el caso de la
mentira, la contrafactualidad sólo existe (en principio) como operador
macroestructural en la representación del hablante; la ficción, para ser tal, debe
existir también en la del oyente (cf. van Dijk, Text grammars 290). Más adelante
(300) van Dijk introduce un operador modal Fict exclusivo para los textos de
ficción, pero sin distinguirlo claramente de otros contrafactuales (cf. 336). Son
comparables a los textos contrafactuales de van Dijk los modos “virtuales” de
Bonheim: “[t]he virtual form (...) consists of imagined speech, of report conceivable
rather than actual, or of imaginary description” (Bonheim 34). Como observa
Bonheim, la importancia de estos fenómenos en literatura va en aumento (por
ejemplo, en el modernismo frente al realismo clásico).
Podemos admitir que se engloben ficción y mentira bajo el término general de
contrafactualidad, junto con algún otro tipo de fenómenos, como el lenguaje
figurativo. Pero esta categoría modal es demasiado inclusiva, y requiere un
análisis que dé cuenta de las diferencias reales que se perciben entre estas
acciones discursivas.
En términos de la teoría de los actos de habla de Austin, podríamos decir que la
ficción tiene la categoría de un acto ilocucionario: es un pacto discursico, pues su
existencia como tal ficción exige el reconocimiento por parte del oyente. Por el
contrario, la mentira es el ejemplo perfecto de acto no definible en términos de
ilocución, sino solamente de intención perlocucionaria. Para que la mentira se
produzca, debemos tener la intención de que el interlocutor no reconozca nuestra
intención de mentir: y así volvemos a recordar la defensa de Sir Philip Sidney
contra los que identifican mentira y poesía. Coincide en lo esencial con esta visión
la teoría del “presupuesto de ficción” de Castilla del Pino (“Psicoanálisis” 321).
Como señala Castilla del Pino, el oyente debe inferir lo que el hablante presupone;
la cualidad de ficcionalidad podrá así describirse como una presuposición del
hablante que es inferida por el oyente.
Que sepamos, el primer análisis filosófico detenido del concepto de
ficcionalidad, delimitándolo frente a realidad, idealidad, potencialidad, etc., es el de
Ingarden. Como muchos otros estudiosos (cf. 3.1.6.1 infra) Ingarden no define
con suficiente claridad su concepto de literariedad, con lo que éste queda
confundido con el de ficcionalidad. Pero de su análisis queda bien claro qué parte
de su estudio se refiere a la literatura en cuanto ficción. Por tanto, hablaremos de
“ficción” donde Ingarden dice “literatura” mientras exponemos sus ideas.
Para Ingarden, los objetos ficticios son “puramente intencionales”. En general,
el “estrato de los significados” (meaning stratum; cf. nuestro “mundo narrado” y
“acción”, 1.1.1) de una obra de ficción tiene una existencia puramente intencional,
como todo correlato de una forma lingüística. Este objeto puramente intencional

has no autonomous ideal existence but is relative, in both its origin and its
existence, to entirely determinate subjective conscious operations. On the other
hand, however, it should not be identified with any concretely experienced
“psychic” content or with any real existence. (Literary Work 104)

El objeto puramente intencional, ya sea el significado de una sola palabra o el


nivel de la acción de un discurso narrativo, puede según Ingarden corresponder
(no óntica, sino significativamente) a una realidad externa, con una limitación:
“Objective states of affairs can directly correspond (...) only to assertive
propositions”. Esta correspondencia, sin embargo, no tiene nada de necesaria;
puede no darse:

sentences which have the form of assertive propositions can be modified in such a
way that, in contrast to genuine “judgments”, they make no claim of “striking” an
objective state of affairs. (131)

La naturaleza óntica de la proposición (universalidad, necesidad, factualidad, etc.)


es independiente de esta correspondencia, señala Ingarden. En otros términos
(diríamos hoy): la ficcionalidad no afecta a la semántica de la forma lingüística,
sino solamente a su caracterización pragmática. Rasgos semánticos que son
contradictorios, mutuamente excluyentes, en las referencias a la realidad, pueden
coexistir sin ningún problema en las frases que no aspiran a esa conexión
pragmática: es lo que Platón llamó despectivamente la fantasía. También se hace
posible la multiplicidad de sentidos, si el bloque semántico fundamental no está
claramente determinado sino que es “opalescente”, es decir, si se presta a
diversos tipos alternativos de asociaciones semánticas (Ingarden 143).
Pero aún hay más. Las proposiciones de una obra de ficción no sólo coinciden
con las proposiciones de la no ficción en su caracterización semántica, sino
también en ciertos aspectos de su referencialidad (llamados su habitus por
Ingarden). Para Ingarden, la relación entre una proposición y la realidad sería una
no-relación: la proposición asertiva se contenta con tener la forma de una
proposición asertiva (es decir, a tener dicha estructura semántica) sin dar el paso
de constituirse en una proposición judicativa, en un juicio (es decir, sin establecer
una relación de referencialidad con la realidad). En la ficción, la proposición va sin
embargo dirigida a la constitución de un nivel óntico de significados. Con ello, la
esfera óntica del estado de cosas no se constituye independientemente de la
proposición misma, al superponerse a la esfera óntica de un posible correlato
exterior, sino que queda ligada a la proposición en cuestión.
Ingarden opone la afirmación a la aserción. Una proposición afirmativa puede
referirse a un estado de cosas en la realidad: pasa entonces a ser un juicio. De
proposición afirmativa deviene juicio asertivo. En un juicio propiamente dicho, el
estado de cosas significado por la proposición se hace transparente y nos remite
al estado de cosas coincidente con él que existe en la realidad objetiva. “Between
the two extremes—of the pure affirmative proposition and the genuine judicative
proposition—lies the kind of sentences that we find in the (modified) assertive
propositions in literary works” (Literary Work 167). Las proposiciones de la ficción
crean así otra realidad.
En efecto, no son frases meramente afirmativas en abstracto: no las
consideramos a nivel de lengua, sino de habla; en tanto que son usadas en un
contexto, devienen asertivas. Pero no por ello se actualiza en ellas el habitus
intencional de proyección hacia la realidad: “the assertive propositions in a literary
work have the external habitus of judicative propositions, though they neither are
nor are meant to be genuine judicative propositions” (167). Tienen una especie de
intención referencial, el habitus que las actualiza como juicios, pero en cambio no
poseen un valor de verdad—como si no fuesen proposiciones asertivas siquiera.
Son lo que Ingarden denomina pseudo-juicios (quasi-judgments). Algunos de los
pseudo-juicios se acercan más al polo asertivo, otros al judicativo. Pero todos
tienen un rasgo en común: el estado de cosas significado por la proposición es
proyectado intencionalmente hacia una actualización, es desligado de la
proposición, y deviene transparente con relación a estados de cosas existentes al
margen de la frase. Esos estados de cosas, sin embargo, no se corresponden con
estados de cosas identificables en el mundo real. No hay referencialidad al mundo
real, sino a un mundo ficticio. Somos conscientes durante la lectura de que el
contenido intencional de los pseudo-juicios tiene su origen en la frase:

For this reason the corresponding purely intentional states of affairs are only
regarded as really existing, without, figuratively speaking, being saturated with the
character of reality. That is why, despite the transposition into reality, the
intentionally projected states of affairs form their own world. (Literary Work 118)

Un mundo propio que, como reconoce Ingarden, está anclado hasta cierto punto
en el mundo objetivo (3.1.4.4 infra).
En principio, la distinción de Ingarden entre la carencia de habitus en la
proposición, elhabitus externo del (pseudo)juicio y la “saturación” del habitus en el
juicio parece relacionable con la diferencia antes mencionada entre los niveles
locucionario e ilocucionario, admitiendo la existencia de ilocuciones ficticias. Es
decir, además de consistir en proposiciones con valor semántico, el discurso de
ficción adopta la forma de un acto de habla (ilocucionario) sin por ello adquirir una
referencialidad real. Por supuesto, los conceptos de Ingarden no son
completamente coincidentes con los de la teoría de los actos de habla tal como la
entendemos aquí, y habría que guardarse de hacer identificaciones precipitadas.
El principal inconveniente que presenta la explicación de Ingarden es que en su
taxonomía la frase (de ficción) literaria se presenta como si le faltase algo que sí
tienen las frases “ordinarias”, cuando es más conveniente describirla como el
resultado de una codificación ulterior: la frase “ordinaria” más unas reglas de
interpretación adicionales. Un discurso de ficción sí es un tipo particular de acto de
habla (ilocucionario), un acto de habla particular cuya descripción presupone
lógicamente la descripción de un acto de habla comparable formalmente pero que
tenga referencia real. Sin embargo, los puntos de coincidencia entre ambas
teorías son significativos.
Martínez Bonati caracteriza la naturaleza lingüística básica de la obra de ficción
a partir de dos rasgos fundamentales. El primero es la presencia en ella de
lenguaje mimético. Se refiere Martínez Bonati a la vez a la mimesis aristotélica y a
la creación de un mundo a partir del texto según acabamos de ver en la teoría de
Ingarden. Para Martínez Bonati, el lenguaje mimético es transparente: no atrae la
atención sobre sí mismo en tanto que lenguaje, sino que nos remite al mundo
ficticio en el acto mismo de nombrarlo.

Al estrato mimético no lo vemos como estrato lingüístico. Sólo lo vemos como


mundo. Su representación del mundo es una “imitación” de éste, que lo lleva a
confundirse, a identificarse con él. El discurso mimético se mimetiza como mundo.
Se enajena en su objeto. (Martínez Bonati 72)

El lenguaje mimético será para nosotros el discurso en tanto que transmite el


relato. Ya hemos señalado anteriormente (1.2.6 supra) que esto no se debe
entender en términos de párrafos concretos o fragmentos textuales: el lenguaje
mimético es un aspecto presente en mayor o menor grado en el conjunto del texto.
Martínez Bonati ve en la mimesis una abstracción realizada a partir del discurso
del narrador (que incluye los de los personajes), una abstracción que se realiza de
manera natural y espontánea, al leer u oír el texto. En cada frase se divide “el
contenido mimético, que se enajena y desaparece del marco lingüístico, y el resto
de forma idiomática y subjetividad expresa, que queda como expresión, como
lenguaje” (75). De manera similar, Ohmann ve la mimesis como una inversión de
la dirección usual de inferencia. En lugar de intentar fijar el sentido del acto de
habla a partir de las circunstancias de la enunciación, se da por supuesto el
sentido y se reconstruye a partir de él el contexto (ficticio) de enunciación y el
mundo significado (“Habla” 47). Esto se hace en gran medida a través de la
topicalización, la presuposición y la deixis en fantasma (3.2.1.2 infra; cf. Oomen
145).
La otra característica de la ficción literaria según Martínez Bonati es que no
utiliza frases auténticas, sino pseudo-frases. La obra no se enuncia con intención
de verdad: simplemente se hace presente, se cita: la enunciación del narrador es
para Martínez Bonati una enunciación citada, es decir, presentada “icónicamente”
(cf. 2.4.1.1 supra), no lingüísticamente. La literatura es lenguaje imaginario
(Martínez Bonati 133). Nos parece que esta solución no hace sino remitir el
problema de la enunciación del texto de ficción a una enunciación ajena (que, por
cierto, según la teoría habrá de ser ficticia, inexistente), sin resolverlo realmente.
Además plantea problemas a la hora de relacionar al autor con su obra (3.4.1.1
infra).
Robert Champigny añade una puntualización interesante sobre la diferencia
entre el discurso de ficción y el lenguaje figurativo. Según Champigny, la ficción no
se opone lógicamente al lenguaje literal, sino al lenguaje referencial. En efecto, la
ficción contiene tanto lenguaje literal como lenguaje figurativo (cf. Searle, “Logical
Status” 320 ss). Partimos de su teoría para diferenciar de la siguiente manera
lenguaje literal, referencial, figurativo, histórico y de ficción:

Literalidad Referencialidad

Literal + ∅
Referencial ∅ +
Figurativo – ∅
Histórico + +
Ficcional ∅ –
Figurativo y ficcional – –
(Cuadro nº 8)

Es importante que no nos lleve a confusión el concepto de referencialidad que


acabamos de introducir: se trata de una referencialidad extratextual, que conecte
el mundo semántico del texto con el mundo real (cf. Ingarden, 3.1.4.2 supra); se
trataría en realidad del concepto tradicional de referencialidad. Searle (“Logical
Status” 329 ss) propone el “axioma de la existencia” para delimitar qué es
referencia: sólo nos podemos referir a cosas que consideramos realmente
existentes. En el caso de la ficción tendríamos una referencia fingida en tanto en
cuanto participamos en la ficción. Esta posición es contestada por Ziff, quien opina
que no es la existencia de un referente, sino la coherencia en la referencia lo
realmente determinante. Por otra parte, Searle y Van Inwagen señalan que
podemos considerar a las entidades ficticias existentes en tanto que “entidades
teóricas”, y por tanto hacer referencia (literal) a ellas en tanto que tales. Con lo
cual ya tenemos dos conceptos de referencialidad distintos, o un mismo concepto
aplicado en dos niveles que es preciso distinguir. Además, la ausencia de
referencialidad no está necesariamente unida a la literatura, ni siquiera al lenguaje
no literal, sino que se da en frecuentes construcciones del lenguaje “corriente”
(según señala Ohmann, “Actos” 16).
J.-K. Adams observa que en el tratamiento de la referencia habría que
distinguir un aspecto epistemológico y un aspecto pragmático: “claims about the
epistemological aspects of referring to fictional entities are incoherent when placed
next to the pragmatic aspects of how those fictional entities are actually used in
discourse”. No habría de ser así en una epistemología y una pragmática
adecuadas. Lo que nos interesa de la teoría de Adams es la manera en que
resalta que existe una referencialidad intradiscursiva que opera en la ficción como
en cualquier otro tipo de discurso:

There are two overlapping distinctions that we need to have a firm grasp of: fiction
and nonfiction on one hand, and discourse and nondiscourse on the other. Fiction
and nonfiction are both modes of discourse; so when we talk about either one we
are talking about entities, properties, or states of affairs of discourse. The
difference between them is that when we talk about fiction we assume as a matter
of convention that what we are talking about has only discourse properties. And
when we talk about nonfiction we assume as a matter of convention that what we
are talking about has both discourse and nondiscourse properties. (J.-K. Adams 7)

Pero parece erróneo negar al discurso de ficción la posibilidad de una referencia al


mundo real. Aparte de la posibilidad de una referencialidad parcial de sus
elementos (3.1.4.4 infra), deberemos reconocer una cierta congruencia entre el
mundo de ficción y la realidad si queremos sostener que la literatura de ficción es
(o puede ser) un comentario válido sobre la realidad. Deberemos admitir que el
mundo ficticio guarda una relación de analogía con la realidad. Para Jeanne
Martinet la obra de ficción es un icono de la realidad, pero que no opera por
semejanza, como los demás iconos, sino analógicamente:

Le récepteur (spectateur) se laisse toucher par ce qui lui est présenté, parce que
les ressemblances partielles avec ce qu’il connaît lui font accepter la possibilité
d’une ressemblance avec quelque chose qui lui était jusqu’alors inconnu et qu’on
lui dévoile. (Clefs pour la sémiologie 63)

Abundan los conceptos de ficcionalidad similares a los que hemos visto en


Ingarden y Martínez Bonati. Richard Ohmann propone describir la ficción
basándose en el concepto de “acto de habla hipotético”:

literature can be accurately defined as discourse in which the seeming acts are
hypothetical. Around them, the reader, using the elaborate knowledge of the rules
for illocutionary acts, constructs the hypothetical speakers and circumstances—the
fictional world—that will make sense of the given acts. This performance is what
we know as mimesis.

Searle (“Logical Status” 324 ss) sostiene una teoría semejante a la de Ohmann:
afirma que el autor finge realizar actos de habla, amparado por las convenciones
de la ficción, que suspenden las reglas ilocucionarias que normalmente ligarían a
la realidad los actos de habla que el autor finge realizar. El caso de la narración en
primera persona es algo diferente. Searle diría entonces que el autor finge ser un
personaje que realiza actos de habla ilocucionarios (auténticos). Según Searle
(325) no hay huellas formales de esta ficcionalidad: sería un puro problema de
intencionalidad. ¿Cómo hace, pues, el autor, para fingir que realiza un acto
ilocucionario? Searle no responde, o más bien propone un absurdo: la pretensión
se hace realizando un acto de habla locucionario. Pero ello no supondría ninguna
diferencia respecto de los actos de habla ilocucionarios “auténticos”: también en la
conversación “seria” el hablante realiza un acto de habla locucionario para realizar
el acto ilocucionario no fingido. Por otra parte, para Searle el autor no está
realizando ningún acto de habla real específico: sólo actos ficticios, y a través de
ellos actos de habla reales no específicos del discurso literario.
Pero se hace evidente la insuficiencia del concepto del acto de habla ficticio.
Imaginemos una novela epistolar. ¿Qué acto de habla, o de discurso, es ficticio en
ella? No el del personaje que escribe la carta, porque no es ficticio en su propio
nivel; en la acción, el personaje escribe efectivamente una carta sin la menor
intención de ficcionalidad (cf. Ingarden, Literary Work 172). En la realidad
extraficcional, el autor escribe algo en forma de cartas. Aquí está la ficcionalidad:
las cartas no son tales cartas en realidad. Ello no quiere decir, sin embargo, que
todos los actos de habla del autor sean ficticios. Porque el autor ha escrito cartas
ficticias, pero una novela auténtica; la escritura de la novela es un acto de habla,
de discurso, de la misma manera que lo es la escritura de la carta en el nivel de la
acción. Es más, la carta está al servicio de la novela; en los términos de los
formalistas rusos, la carta es un artificio de motivación de la novela (cf. 3.2.2.1
infra). Y esta servidumbre siempre deja huellas formales harto evidentes, en
contra de lo que afirma Searle (cf. Eco, Lector 109). Por tanto, concluímos que
puede decirse que el autor esté realizando actos de habla ficticios, pero solamente
como medios para realizar un acto de habla auténtico, que ha de definirse como la
creación de un discurso de ficción. Searle admite la posibilidad de que el autor
realice actos de habla auténticos que no se encuentran en el texto, pero parece
entender esos actos de habla como tomas de postura del autor ante la realidad, y
no como actos ilocucionarios pragmáticamente definibles. Sorprendentemente, no
acepta que pueda haber actos de habla como “escribir una novela” o “contar una
historia”.
Esto es comprensible si se entiende en el sentido de que “escribir una novela” o
“contar una historia” no son ilocuciones primitivas. Pero Searle no hace esta
distinción, y así, según su propuesta, la ficción no es en sí ningún acto de habla
definido: sólo actos ficticios. Ya puede adivinarse cuál es nuestra postura sobre si
tales actos existen: “escribir una novela” no es un acto de habla ilocucionario
primitivo, y resultaría absurdo colocarlo a ese nivel, como bien dice Searle
(“Logical Status” 323). Sin embargo, sí que es una actividad literaria bien definida,
y por tanto un acto de discurso (complejo y derivado). Pero nos interesa más
insistir en que Searle tampoco acepta un nivel intermedio de análisis: los actos de
discurso primitivos, como son en distintos órdenes “contar una historia” o “crear un
discurso de ficcion”. Aquí sí es relevante distinguir actos ilocucionarios específicos
de una manera que Searle no termina de hacer con su insistencia exclusiva en el
acto de habla fingido.
J.-K. Adams también se opone a una teoría de la ficción basada en el concepto
de acto de habla ficticio, pero propone una solución distinta de la que acabamos
de esbozar:

as an alternative to the pretended speech act analysis, I will propose a pragmatic


description of fiction that is based on an act the writer performs but which is not a
speech act. The writer creates a fiction when he attributes what he writes to
another speaker, which means, the writer attributes the performance of his speech
acts to a speaker he creates. From this act of creation and attribution, it follows that
every fictional text is embedded in a fictional context that includes a fictional
speaker and hearer. The real writer and reader, on the other hand, are not part of
this context and therefore do not interact with each other on the communicative
level. (J.-K. Adams 10)

Quizá esto sea mucho decir. Adams está negando que la ficción literaria sea una
forma de comunicación, lo cual es cuanto menos discutible. También está
suponiendo una estanqueidad entre los niveles narrativos que no se da en la
práctica, como veremos al estudiar las figuras “intrusivas” del personaje-autor y del
autor-narrador (3.2.1.10, 3.2.1.11 infra). En la narración no intrusiva, las figuras del
autor y del narrador están más claramente separadas. Es este tipo de discurso de
ficción el que suelen estudiar los pragmatólogos. Aun así, sus definiciones no
llegan a ser satisfactorias—no vemos cómo puede un autor crear a un narrador sin
hacerlo mediante un acto de habla.
Según Lanser, “fiction instructs us to disbelieve in order to believe” (291).
Recordemos que Coleridge definía al revés la actitud del receptor: “a willing
suspension of disbelief”. La teoría de la literatura ha de mostrar la identidad
fundamental de estas afirmaciones en apariencia contradictorias: creemos que son
compatibles debido a la fragmentación de las actitudes del lector y a que
corresponden a fases (lógicas, no cronológicas) diferentes de la toma de contacto
con la ficción:
• por una parte, se orienta el lector hacia la situación comunicativa real
• por otra, hacia los espacios que el texto le reserva en su interior.
“Readers of such literary works”, observa Pratt, “are in theory attending to at least
two utterances at once—the author’s display text and the fictional speaker’s
discourse, whatever it is” (173). Consideramos que los análisis pragmáticos de la
ficción que hemos venido citando son incompletos porque no llegan a tener en
cuenta la totalidad de los actos de habla simultáneos que se realizan en la obra de
ficción, insertos unos dentro de otros jerárquicamente. En este sentido, las teorías
de Searle y de J.-K. Adams no son tan diferentes. Por ejemplo, J.-K. Adams opina
que el autor no realiza actos de habla, y que no tiene “autoridad retórica” sobre el
texto:

The speaker [= el narrador], by the act of speaking, has rhetorical authority over
what he says, but when the writer [= el autor] writes fiction, it is this very rhetorical
authority that he gives up, for in creating a fictional speaker, the writer becomes a
non-speaker, and as a non-speaker he can have no rhetorical authority over a
speaker. Unlike the speaker, the writer does not report what anyone says.
Whatever authority the writer has over the speaker derives from writing and not
from speaking; that is, it is creative authority rather than rhetorical authority. (60)

Esta visión del asunto ignora la estratificación del texto de ficción, que supone el
cumplimiento de unos actos de habla internos a él como medio para el
cumplimiento del propio texto como acto de habla. Van Dijk muestra que las
conexiones entre actos de habla simples forman actos de habla complejos, o
macro-actos de habla:
En general (...) los criterios de conexión corresponden a relaciones condicionales
entre actos de habla: un acto de habla puede servir como una condición (posible,
probable o necesaria), como un componente o una consecuencia de otro acto de
habla. (“Pragmática” 174)

El texto de ficción es, en cierto modo, un gigantesco acto de habla indirecto (3.1.1
supra). El autor no deja en modo alguno de ser un hablante. Podríamos argüir
que el autor sólo deja de hablar según las convenciones de la retórica para hablar
según las convenciones de la poética. Y espera que se le interprete según ellas:
no se desentiende de su creación. ¿Acaso no es la literatura un uso del lenguaje,
un tipo de discurso? La conclusión lógica del razonamiento de Adams (12) cuando
niega que el autor realice acto de habla alguno, fingido o auténtico, debería ser
que no, que la literatura no es un tipo de discurso, lo cual es manifiestamente
absurdo. Observa, sí, que el autor de un relato de ficción atribuye a otro las
palabras que escribe, y en ese sentido no es el enunciador de esas palabras: pero
no ve que lo que atribuye es la narración ficticia, no la obra (cf. 3.4.1 infra). Si el
nombre del autor aparece en la portada del libro, difícilmente podremos sostener
que se le atribuye a otro. Quizá Great Expectations esté escrito (ficticiamente) por
Pip, pero está escrito (realmente) y firmado por Dickens. Con frecuencia, las
caracterizaciones pragmáticas del fenómeno literario suelen dejar de lado el nivel
de análisis correspondiente a la narración para confundirlo en la totalidad de la
obra; es decir, pretenden basarse únicamente en un análisis de los actos de habla
efectuados por el autor. Pero la literatura es un juego continuo con la enunciación:
“fictional discourse is particularly free to create structures that reflect and
manipulate the images of status, contact and stance which the reader will construct
in decoding the text” (Lanser 98). La ficción no es sólo un acto de habla
determinado, sino una manipulación de otros tipos de actos de habla y de discurso
que quedan subordinados al acto de discurso global, a la escritura. Inversamente:
no es sólo una manipulación de discursos. También es un acto discursivo
determinado.

(Figura nº 6)

Así, podemos establecer la estructura ontológico-semiótica de la narración


ficticia literaria. Esquematizamos esta estructura en la figura nº 6. En los apartados
siguientes volveremos detenidamente sobre aquellos niveles y figuras que todavía
no hemos tratado. Señalemos, de momento, la interpretación que queremos dar a
la posición de cada elemento en esta figura. Para ello, deberemos justificar
nuestro esquema frente a otros al uso.
J.-K. Adams (12) presenta un esquema más reducido de la estructura
pragmática del discurso ficticio:

W (S ( text) H) R
W= writer, S= speaker, text = text, H= hearer, R= reader
The underline [sic] marks the communication context, which is fictional.
Este esquema de Adams es comparable a otro propuesto por Lanser (118). Sobre
la necesidad de incluir al autor y lector textuales y reales en el esquema, véase 3.3
infra. Ya hemos señalado que Bal los suprime precipitadamente en su formulación.
En Adams encontramos una versión más moderada, pero también insuficiente.
Las denominaciones speaker y hearer se refieren a las instancias que nosotros
llamamos narrador y narratario. En contra de lo que parece suponer Adams, el
narrador puede ser además el autor (ficticio) de la versión escrita del texto (cf.
3.2.1.10 infra). Se observará que a pesar de marcar la diferencia ontológica entre
la acepción real y la acepción ficticia del texto (con los dobles paréntesis).
Adams no tiene nombre para el objeto transmitido por el autor al lector; ello va
unido al hecho de que no reconoce que exista una comunicación entre ellos; el
único contexto comunicativo que reconoce es el ficticio. Pero esto es absurdo: hay
una comunicación entre el autor y el lector que es la participación de ambos en la
actividad literaria; el contexto comunicativo real está desdoblado en escritura,
publicación y lectura, y el objeto transmitido es el libro. No hay, por tanto, un
“desplazamiento” del autor y lector fuera del contexto comunicativo, para dejar sitio
al narrador y narratario, como pretende Adams (14); lo que hay es una
superposición lógica de los dos contextos comunicativos. La enunciación ficticia,
de haberla, es solamente el paso obligado para llegar a la enunciación real.
Observemos de paso que a pesar de tratarse de un elemento ficticio, no por ello
deja de ser necesario para la caracterización óntica del texto (en contra de lo que
afirma Martínez Bonati, 41-42): en los objetos semiológicos no tiene sentido
separar a priori lo real de lo ficticio sin tener en cuenta su papel estructural.
Los niveles que hemos señalado en el esquema anterior no deben ser
confundidos con los niveles de inserción narrativa ni con los niveles puramente
ontológicos de ficcionalidad (una vez hecha abstracción de la codificación
semiótica). Una diferencia ontológica existente entre algunos niveles es una
simple diferencia de rango semiótico: un nivel es significado por otro; o, siendo
codificado por medio de signos, constituye el nivel siguiente. Es lo que sucede con
las relaciones entre acción, relato y texto ficticio. Pero esta diferencia está implícita
en la noción misma de significación: en un signo, el significante está presente ante
nosotros, existe para nosotros, de distinta manera que el significado. Ello no
significa que estos distintos niveles no puedan pertenecer a un mismo mundo
posible. Se trata aquí de una diferencia ontológica distinta. La diferencia entre el
texto ficticio o el real, o entre el narrador ficticio y el autor textual, no es una simple
diferencia de codificación: se trata de instancias pertenecientes a diversos mundos
posibles: el mundo real y el mundo de ficción. Los niveles de ficcionalidad serían
representables según el esquema de la figura 7.

(Figura nº 7)

Por otra parte, hay que diferenciar estas dos figuras de una tercera (nº 8), que
esquematiza la inserción narrativa del discurso directo de los personajes.
Observemos que en la figura 7 eran mundos ficticios construídos por los sucesivos
personajes lo que se multiplica hacia el interior. En la figura 8, cada nivel
enunciativo puede referirse al mundo del nivel anterior o a un mundo diferente: es
decir, no hay aquí marcas de jerarquía ontológica. Además, se refiere a un
fenómeno específicamente lingüístico (cf. 3.2.2.3.2.2 infra).
Podríamos contemplar la figura nº 6 como una derivación compleja de las
figuras 7 y 8, que por lo demás se pueden combinar entre sí de formas muy
variadas, como veremos más adelante. Algunos de los niveles de la figura nº 6
son, por tanto, un grupo posible de niveles (cf. 3.2.1.4 infra). Esto nos da una
primera posibilidad de complicación de la estructura básica que hemos
presentado. Hay dos posibilidades básicas de multiplicación:
• Mediante una primera multiplicación vertical algunas entidades de la figura nº 6
pueden multiplicarse dentro de su propio nivel: un narrador ficticio puede introducir
a otro narrador ficticio, un focalizador a otro focalizador, y así sucesivamente. Esta
propiedad deriva de la capacidad que tienen las figuras 7 y 8 de multiplicar sus
niveles al infinito en profundidad.

(Figura nº 8)

• Por otra parte, también se pueden multiplicar las entidades de la figura nº 6


horizontalmente: es lo que sucede, por ejemplo, cuando tenemos una alternancia
de distintos narradores ficticios en el mismo nivel. En este caso no es un narrador
quien introduce al otro: es la figura jerárquicamente superior quien lo hace. El
autor textual puede introducir así a varios narradores ficticios, el narrador a varios
focalizadores, etc.
Más adelante volveremos sobre otros aspectos de estos esquemas para
desarrollarlos en profundidad. Por ahora, volvamos a centrarnos en la
caracterización de la ficción. Se desprende de nuestro esquema que la diferencia
entre el discurso de ficción del autor (la obra) y el discurso ficticio del narrador (la
narración) no es reducible a una inserción narrativa de uno en otro (cf. 3.2.1.4
infra); no estamos tratando aquí el rango narrativo de los textos, sino su rango
ontológico. El texto ficticio puede coincidir “físicamente” con el texto real salvo en
ciertas marcas (posiblemente incluso virtuales) que señalan la primacía ontológica
del último: por ejemplo, el nombre del autor, y quizá una indicación del género
literario al que pertenece el libro. Estos elementos tienen un carácter metatextual,
sin por ello transformar al texto ficticio en un discurso intradiegético respecto del
texto real (cf. 3.2.1.5 infra). En última instancia, son prescindibles. Es decir: un
mismo texto, materialmente entendido, contiene al narrador y al autor textual;
ambos son los enunciadores de ese texto. Pero lo son en sentidos distintos, los
que hemos señalado anteriormente; de ahí el desdoblamiento en texto real y texto
ficticio. Podemos relacionar la ficcionalidad a la distinción mucho más básica entre
actos de habla directos e indirectos. Como hemos señalado más arriba, un acto de
habla indirecto es “an illocutionary act that is performed subordinately to another
(usually literal) illocutionary act. It is indirect in the sense that success is tied to the
success of the first act” (Bach y Harnish 70). En el discurso de ficción, la
identificación del contexto ficticio es un paso necesario en la comprensión correcta
(3.2.1.3 infra). De ahí la analogía que hemos señalado entre la ficción y los actos
de habla indirectos. Por supuesto, no sólo puede existir una duplicación o una
triplicacion de contextos y fuerzas ilocucionarias: es posible toda una
jerarquización múltiple, tanto en la ficción como en el discurso ordinario (Cf.
Lozano, Peña-Marín y Abril 242).
Aún hay un tercer tipo de actos de habla en el discurso de ficción: los realizados
por los personajes. Pero la definición general de estos en el discurso narrativo de
ficción es común a la del discurso narrativo ordinario (cf. 3.1.5 infra). Como ya
señaló Ingarden para el caso del drama, “words spoken by a represented person
in a situation signify an act and hence constitute a part of the action, in particular in
the confrontations between represented persons” (“Functions” 386). Así, estos
actos de habla contribuyen al progreso de la acción como cualquier otro acto
(2.4.1.1 supra). Pero además pueden desempeñar otras funciones en el nivel del
discurso.
• En tanto que actos realizados por los personajes, contribuyen a su
caracterización desde el punto de vista del lector e incluso pueden ser
determinantes en su constitución como tales personajes.
• Entre los posibles tipos de discurso que pueden utilizar los personajes está, por
supuesto, el discurso de ficción, con lo cual se duplica o se multiplica la estructura
ontológica según hemos descrito anteriormente (cf. Ingarden, Literary Work 182).
• Un acto de habla interno a la acción tiene varios sentidos superpuestos, es
descifrado simultáneamente de acuerdo con distintos tipos de convenciones
interpretativas: las del contexto (ficticio) interno a la acción, las del discurso de
ficción y las del discurso real; es un caso particular de la perspectiva pragmática
descrita por van Dijk (Texto 322). La fuerza ilocucionaria del acto de habla es
distinta en cada uno de esos contextos enunciativos, a veces sorprendentemente
distinta. Su mismo rango ontológico es distinto: real para el personaje, ficticio para
el espectador. El espectador no está viendo lo mismo que los personajes de
ficción: de ahí la posibilidad de diversas modalidades de ironía, patetismo,
suspense, etc. Esta superposición de distintas enunciaciones puede alcanzar una
gran complejidad. Nos encontramos tanto con el caso de un mismo tipo de
superposición que se multiplica por recursividad (la superposición de relatos
intradiegéticos, 3.2.1.4 infra) como con la superposición de distintos tipos de
enunciación muy distintos. Por ejemplo, si seguimos la argumentación de
Bronzwaer (“Implied author” 11 ss), encontramos que en una lectura pública como
las que solía dar Dickens, en la actuación del novelista podían superponerse no
menos de cuatro tipos de enunciación diferentes: su enunciación real, su
enunciación en tanto que encarnación del autor implícito, la enunciación del yo-
narrador de la novela y la enunciación indirecta libre del yo-personaje. Y aun en el
caso en que consideremos el valor del acto de habla en el nivel de la ficción, la
existencia del receptor en tanto que intérprete en este nivel posibilita la explotación
de una diferente fuerza ilocucionaria. Roventa observa cómo Beckett ha explotado
esto en su obra dramática como fuente de absurdo y comicidad:

Pour le dialogue beckettien il est à remarquer un clivage dans l’interprétation des


phrases prononcées sur la scène: tandis que les personnages perçoivent les
répliques comme des actes de langage directs, le destinataire (lecteur /
spectateur) les interprète comme des actes de langage indirects. (81)
De hecho, la variedad de situaciones posibles es enorme. Este es uno más de
los muchos juegos de lenguaje que nos propone la literatura, uno que con
frecuencia pasa desapercibido pero que no por ello es menos activo o deja de
tener sus propias normas estéticas, sus propias “reglas del juego”. Por supuesto,
la literatura se basa en las reglas del lenguaje normal, pero también añade
algunas nuevas. Es un sistema que engloba al del lenguaje corriente, o lo
presupone.

3.1.4.3. Cuándo es ficticio un texto

Es conveniente distinguir la actitud que ante la ficción adoptan el narrador, el autor


implícito y el autor real, así como sus interlocutores. Estas actitudes no son
independientes entre sí, sino que están lógicamente subordinadas; son, además,
uno de los criterios a tener en cuenta para determinar la relevancia de la
separación entre estos tres pares de instancias o, inversamente, para determinar
la anulación de su oposición potencial. Las actitudes interiores al texto narrativo,
así como la intencionalidad atribuida al autor, son tenidas en cuenta por el lector,
el último depositario de la significación, para su propia comprensión del texto. Es
el lector quien decide en última instancia la relación entre ficcionalidad y no
ficcionalidad que se da en una obra determinada, aunque esa decisión no es en
general arbitraria ni caótica.
Es frecuente encontrar, sin embargo, la teoría opuesta: sería el autor quien
concedería el status de ficción o de realidad a su creación. Hemos visto que para
Searle una obra no contiene marcas expresas, semánticas, formales, de su
ficcionalidad. Es sólo la intención ilocucionaria del autor la que determina el status
de la obra: “whether or not it is fiction is for the author to decide”. Un problema no
resuelto por Searle es el reconocimiento de esa intención ilocucionaria. ¿Cómo
íbamos a saber que un texto es ficticio sin preguntarle al autor sobre sus
intenciones? Recordemos que Searle no admite ninguna diferencia formal entre
textos de ficción y de no ficción.
También para Jon-K. Adams, el rasgo básico que caracteriza a un discurso de
ficción es la no coincidencia entre autor (writer) y narrador (speaker): “the writer is
always the speaker in nonfiction, but the reader may or may not be the hearer”
(70). Es lo que sucede, por ejemplo, cuando leemos correspondencia ajena
(3.3.3.2 infra). ¿Es, pues, en el polo de los emisores donde hemos de buscar la
frontera entre el discurso ficticio y el no ficticio? La respuesta afirmativa parece
pecar de precipitación: estaríamos identificando la intencionalidad del autor con la
interpretación del lector. A veces pueden estar muy lejanas. Pero esto parecen
sugerir algunas de estas teorías, quizá influidas por la noción de intencionalidad
tan ligada a la definición de los actos ilocucionarios (3.1.1 supra). El concepto de
ficción es definible, afirma Adams, en la estructura pragmática interna al texto,
aunque no es esta estructura pragmática interna lo único a tener en cuenta.
Adams acepta la posición básica de Searle: “fiction is defined from the writer’s
point of view rather than the reader’s (...) The writer decides whether or not a text
he is writing is fiction, and when he decides that it is to be fiction, he creates a
disctinct pragmatic structure” (Adams 9). Pero la ficción parece tener una
naturaleza más contractual de lo que sugiere esta definición. Sería más exacto
decir que el género está sometido a un grado de variabilidad contextual e histórica.
Un autor puede escribir un libro con la intención de hacer una crónica, un libro
científico o una revelación, y sus lectores pueden en principio aceptar esta
proposición del autor, leyendo el libro con la intención deseada por el autor. Los
criterios de verdad asumidos por el autor (o, más ampliamente, los de su época)
pueden ponerse en duda más adelante, y el texto pasa a leerse como ficción, mito
o alegoría. Pensemos, por ejemplo, en las controversias entre creacionistas,
alegoristas diversos y materialistas-evolucionistas sobre el relato bíblico del
Génesis.
Este ejemplo que acabamos de citar no corresponde exactamente al análisis
que hemos realizado, aunque en cierto modo está emparentado con él. No
corresponde, pues los autores de esos textos “históricos” reinterpretados más
tarde como textos no históricos no habían invocado las convenciones del discurso
ficticio. Con este ejemplo modificaríamos hasta cierto punto la proposición de
Searle, que quedaría así: el autor puede decidir de entrada sobre la ficcionalidad
de un texto: ahora bien, si el texto es propuesto como un texto real, el autor se
expone a que el lector no acepte el valor de verdad propuesto para el texto, y su
caracterización se aproximará a la de las obras de ficción a pesar de la intención
contraria de su autor. De todos modos, hay que tener en cuenta los requerimientos
distintos de los diferentes géneros y contextos de lectura. Nosotros leemos Moll
Flanders como una novela, pero un estudio histórico requiere que consideremos la
perspectiva de un lector de principios del siglo XVIII, cuando no estaban en
absoluto claras las fronteras entre el género “novela” y el género “memorias”, y
Defoe podía publicar la obra como unas memorias en principio auténticas, y su
público leerlas como tales, sin que se pueda decir en justicia que hubiese engaño
alguno. Es decir, no era esencial para los fines de la mayoría de los lectores de
Defoe el identificar tajantemente esta obra como unas memorias o como una
novela.
También puede darse el caso inverso al expuesto, que es el que hace más
problemática la tesis de Searle o Adams. También Defoe nos servirá de ejemplo,
en este caso por lo sucedido con sus panfletos en apoyo a los Whigs:

Defoe ventured on irony, attacking the Jacobites in 1712 with his Reasons against
the succession of the House of Hanover. But the literal Whigs prosecuted him for
issuing a treasonable publication, and once more he was imprisoned.

En este caso vemos cómo el autor ha realizado actos de habla ficticios, y sin
embargo se le hace responsable de su literalidad, pues no se ha identificado su
intención o se la considera irrelevante. Vemos, por tanto, que no sólo el punto de
vista del autor es el relevante: en ciertos géneros el autor deberá cuidar de marcar
su texto como tal texto ficticio, de modo que se pueda reconocer o suponer la
intención con la que él está escribiendo, que es la intención de invocar las
convenciones del discurso de ficción. Aunque el autor pueda invocar esas
convenciones, es el lector quien las reconoce y las aplica, si procede. Los indicios
de que se sirve el lector para juzgar que el autor invoca las convenciones de la
ficción son de diversos tipos. En el caso de la literatura, ya hemos señalado las
marcas externas de edición, aun reconociendo su carácter contingente. Más
fundamentales parecen las convenciones formales inherentes a la literatura en
cada época histórica: sólo en raros casos es necesario verificar por otros medios
si un escrito pretende o no ser ficticio. Lo que nos interesa ahora, empero, no es lo
que pueda llevar al lector a atribuir esa intención, sino el hecho mismo de que
deba atribuirla.
Desde un punto de vista cronológico, es el lector quien tiene la última palabra
sobre el asunto. Por otra parte, el análisis del discurso ya prevé este problema a
nivel de los actos de habla microestructurales, y así introduce conceptos como
uptake en Austin o “negociación” en Fabbri y Sbisà (3.1.1 supra), para determinar
el cumplimiento de los actos de habla. Las teorías modernas ya insisten en el
papel decisivo del receptor:

Al dar mayor importancia a la intervención del «polo receptor» que en la teoría


clásica, prevemos la definición retrospectiva de los actos y postulamos que el
locutor anticipa estratégicamente las respuestas al acto que propone;
correlativamente, sólo la sanción implícita en la respuesta del interlocutor autoriza
a considerar que el acto se ha cumplido o no. (Lozano, Peña-Marín y Abril 206).

Como cualquier otro tipo de acto ilocucionario, el discurso de ficción requiere una
ratificación por parte del oyente. Por supuesto, una vez reconocida la pretensión
de ficcionalidad o de factualidad, el lector puede rechazarla. Sin embargo, ello no
afecta a nuestro análisis. Si un lector no acepta como auténtica una obra con
pretensiones de factualidad, no diremos por ello que la obra se transforma en una
obra de ficción: el intercambio discursivo en el que ha participado es diferente, y
no se confunde con el de la obra cuya pretensión es aceptada por el lector. En
este sentido, cada lectura y cada escritura están históricamente marcadas.
Debe quedar claro, además, que una obra es ficticia si así queda determinado
en el nivel de la comunicación real. El nivel comunicativo ficticio puede
presentarse como productor de un texto real o de un texto de ficción. Esto es una
técnica de motivación que complica la descripción del texto, pero que de por sí no
determina en modo alguno la interpretación última que se dé al texto narrativo. La
ficcionalidad de una obra no es establecida por el texto del narrador sino por la
interpretación que el lector hace del texto del autor.

3.1.4.4. Grados de ficcionalidad

La ficción no surge a partir de la nada. Es una construcción con elementos


tomados de la realidad, y siguiendo principios también tomados de la realidad. Por
tanto, no hay actor, situación o ambiente puramente ficticio: todos se sitúan en
algún punto de la línea que une la realidad con la ficción, sin alcanzar nunca este
segundo polo, que es más una virtualidad que una posibilidad: una ficción útil.
Lo mismo sucede con los narradores, como veremos adelante. No siempre es
preciso diferenciar un hablante ficticio, el narrador, de un hablante real, el actor.
Un supuesto principio de coherencia, sin embargo, se aduce a veces para separar
los enunciados narrativos de ficción, aun los más “impersonales”, de los del autor:
“speakers who use fictional language cannot use nonfictional language”. Es una
característica que, según Adams, une a estos narradores anónimos con sus
equivalentes más locuaces. Ambos tipos de narradores mantendrían la misma
relación con los personajes cuyas aventuras relatan. La no-ficción no podría estar
insertada (embedded) en medio de la ficción: un personaje ficticio sólo podría
pasearse por una calle ficticia, no por una calle real.
Este argumento no nos parece coherente (cf. 3.2.1.2 infra). El Londres de los
relatos de Sherlock Holmes no es tan ficticio como el Londres de 1984, y éste es
menos ficticio que la Utopía de More. Sabemos que el Londres de Sherlock
Holmes es un Londres con Oxford Street, con Westminster Abbey y con Trafalgar
Square. Quizá no nos atreveríamos a decir tanto del Londres de Orwell; sin
embargo, sabemos que está en Inglaterra y podemos suponer razonablemente
que por él pasa el Támesis. Los rasgos peculiares de Utopía, en cambio, no se
construyen por proyección, sustracción y alteración de un todo ya conocido: todo
ha de hacerse por adición a partir de prácticamente nada. Las calles del Londres
de Conan Doyle son ficticias sólo en tanto en cuanto se pasea por ellas Sherlock
Holmes; las de Utopía son casi totalmente ficticias. Pero un mundo radicalmente
ficticio sería incomprensible, inanalizable e incluso imperceptible para nosotros. El
material que constituye la ficción es siempre la realidad. Simplemente, la ficción
hace un uso limitado de objetos o situaciones individuales y se basa sobre todo en
los rasgos semánticos y conceptos básicos de la enciclopedia que el autor postula
en un lector medio muy abstracto. “The author”, dice Searle, “will establish with the
reader a set of understandings about how far the horizontal conventions of fiction
break the vertical connections of serious speech”.
Otra cuestión muy relacionada con ésta es si el discurso de ficción puede incluir
actos de habla o de discurso que no son leídos como ficción. Es la opinión de
Searle y otros muchos (“Logical Status…” 331; cf. 3.2.2.3.5 infra). Según Lanser,
“the fictional text may contain a good deal of nonfictional discourse” (285). Esta
característica del discurso de ficción se debe en gran medida al hecho de que en
su misma esencia deriva del discurso real; su definición lo presupone. La misma
noción de acto de habla ficticio responde a esta descripción. Lanser (290) propone
que sus “hypothetical speech acts” se basen parcialmente en elementos de las
otras categorías de actos de habla definidos por Searle: así, tomarían de los
declarativos su compromiso de coherencia, etc. El mismo Searle indica el camino
para derivar los actos de habla complejos de los básicos, y constituir el mundo
ficticio a partir de los actos de habla representativos (“Logical Status…” 324. Cf.
3.1.4.2 supra).

3.1.4.5. La insuficiencia de la pragmática lingüística

Una pragmática lingüística está centrada en torno al fenómeno de la palabra, de la


verbalización. Pero la literatura está interesada en la totalidad de la acción
humana, no sólo en los actos de habla. La palabra tal como aparece en el discurso
de ficción es a veces una transcripción convencionalizada de fenómenos mucho
más complejos, que pueden consistir desde una vaga intencionalidad
preconceptual hasta imágenes, percepciones, recuerdos, sueños, deseos. Todo
es verbalizado en literatura, y todo ha de ser analizado verbalmente; pero no
debemos caer en la ilusión de creer que nuestra mente está hecha de lenguaje y
nada más; del mismo modo, habrá que determinar qué partes de ese lenguaje del
cual está hecha la literatura han de interpretarse literalmente como tal lenguaje y
en cuáles el lenguaje es meramente instrumental en su representación. La
comunicación verbal tiene lugar en el marco de protocolos sociales que desbordan
lo verbal, y que también son comunicación: nuestra realidad está semióticamente
consituida, y la actuación verbal ha de interpretarse en el marco de una
pragmática social más amplia. En el campo que nos concierne, esto ha de
aplicarse tanto a lo que la narración es (el acto narrativo tiene lugar en el marco de
un contexto institucional, comunicativo, etc. más ampio) como a lo que la narración
representa (así, la palabra de los personajes ha de analizarse en el marco de su
actuación, no como mero fenómeno “lingüístico”).
Por otra parte, es obvio que el concepto de ficción no se limita a la literatura, y
que no es estrictamente lingüístico, sino semiótico (cf. 3.2.1.4 infra). Puede haber
imágenes ficticias, gestos ficticios, etc. en medios como la pintura, el teatro o el
cine (cf. Ingarden, Literary Work 327). Lozano, Peña-Marín y Abril (198) señalan la
posibilidad de desarrollar un análisis de la comunicación paralelo a la teoría de los
actos de habla, extrapolando el análisis en la medida de lo posible. El resultado de
semejante análisis para la teoría del arte no estaría demasiado alejado de los
estudios estéticos de Ingarden, Iser, u otros teorizadores formalistas o
fenomenólogos. El camino para este tipo de análisis ya ha sido allanado por la
estética tradicional; a este respecto podríamos remontarnos al capítulo primero de
la Poética de Aristóteles.

3.1.5. Pragmática y narración

3.1.5.1. La narratología

Denominamos narración al acto comunicativo que consiste en la configuración o


comunicación de un relato. La narratología es la disciplina semiótica a la que
compete el estudio estructural de los relatos, su comunicación y recepción.
La narratología no se limita a ser una parte de la teoría literaria, aunque
podemos distinguir entre sus variedades una narratología literaria que estudia las
características propias de las narraciones literarias. De igual modo podremos
estudiar las características de las narraciones en otros tipos de discurso: histórico,
conversacional, jurídico, etc. Pero tampoco se limita la narratología a estudiar los
diversos tipos de narraciones lingüísticas. También hay narratologías fílmica,
teatral, narratologías del comic o pictórica, etc., y fenómenos narrativos que van
más allá de lo comunicativo, como por ejemplo los que entran en la constitución de
la identidad subjetiva. Cada uno de estos géneros y fenómenos tiene sus propias
características y sus propios recursos, pero también es mucho lo que tienen en
común con las narraciones verbales. Así, las nociones de acción, relato, discurso,
perspectiva, anacronía, y muchos otros conceptos clave son utilizables en el
análisis de todo tipo de relatos, sean verbales o icónicos.
Como ya hemos señalado anteriormente, el género narrativo viene definido por
la presencia de un relato. Pero no es el relato lo directamente dado, sino el
discurso narrativo. La estructura del relato era en cierta medida común a la
narratología verbal y a la icónica: su superficie textual, en cambio, es totalmente
diferente. Nos concentraremos en el análisis de la narración lingüística, ante todo
la narración escrita, literaria y novelística, por ese orden.
Como señala Genette (Nouveau discours 7), el análisis narratológico de una
obra no pretende en absoluto ser exclusivista; hay muchos otros enfoques
igualmente fecundos que se pueden aplicar al texto literario narrativo. Para
nosotros, el análisis narratológico es una simple descripción de ciertas estructuras
textuales; es en cierto modo instrumental, una contribución a la mejor comprensión
del texto. La narratología literaria no pretende proporcionar criterios de valor: no es
crítica ideológica o valorativa, sino semiótica, lingüística o teoría literaria
estructural.
En la narratología lingüística y literaria, los niveles de análisis que hemos
denominado acción y relato quedan subsumidos en el estudio del discurso
narrativo. Los personajes, las secuencias de acción, la perspectiva o las
estructuras temporales del mundo narrado y del relato pasan a ser así elementos
textuales, estructuras discursivas. O, desde otra perspectiva, acción y relato son
sucesivos grados de abstracción en el análisis del discurso narrativo. En
consecuencia, el estudio narratológico del relato literario no puede limitarse al
estudio de la acción o del relato, que no son sino vetas que atraviesan el discurso.
Una situación parecida se da en el análisis de cualquier acto de habla. No basta el
análisis semántico de la proposición transmitida, pues (en palabras de R. R.
McGuire) “The propositional content roughly establishes the connections of the
communication with the world of events and objects, while the illocutionary force
establishes the mode of communication between speaker and hearer, as well as
the pragmatic context of the propositional content.” Locución e ilocucion, como
acción o discurso, no son realidades brutas, sino abstracciones en el marco de
una teoría. Acción o relato podrían concebirse como el “contenido proposicional”
del acto de discurso narrativo (si bien sólo en un muy indirecto sentido
filogenético). Debemos también estudiar la fuerza ilocucionaria de ese acto
discursivo. Así, la narratología deberá también tener en cuenta el vehículo de
transmisión del relato, el discurso narrativo. Como observaba Shklovski, la acción
puede ser un mero pretexto para el despliegue de materiales verbales en los
cuales radica muchas veces el auténtico interés de la narración. Muchas veces no
es lo narrado lo interesante, sino la manera de narrarlo, o incluso el hecho fático
de la narración. El estudio del discurso nos remite a las figuras de su enunciador y
su receptor, así como a la situación comunicativa en la que se produce la
narración, una situación altamente codificada. Pero la enunciación no es un
fenómeno simple, y menos en un discurso de ficción. Por tanto es necesario tener
en cuenta en el análisis de la narración fenómenos que a primera vista no son
específicamente narrativos, como la ironía o el desdoblamiento del enunciador en
autor, autor implícito, narrador, etc. Lo que sí está claro es que el estudio de la
enunciación narrativa debe incluir la enunciación efectiva, a nivel del autor real y
del receptor real, y no sólo la enunciación ficticia del narrador, como viene siendo
costumbre en algunas teorías narratológicas influyentes, como las de Genette o
Bal, que puestas a excluir excluyen no sólo la enunciación y recepción efectivas
sino también las imágenes textuales del emisor y del receptor.
Por último, la narratología puede ir más allá de su misión descriptiva. Es
potencialmente una disciplina deductiva, y nos puede llevar a postular la
posibilidad de formas todavía no observadas, y quizá aún inexistentes. La teoría,
observa Genette, puede así contribuir a transformar la práctica (Nouveau discours
100).

3.1.5.2. El narrar como acto de habla

En nuestra teoría de la narración literaria, denominaremos narración o discurso


narrativo a un discurso que nos transmite un relato. Es el producto lingüístico de
la actividad de un narrador (Lintvelt 31).
Nuestro interés al estudiar el discurso narrativo se debe a que es un vehículo de
primer rango para la literatura. Con frecuencia los críticos señalan que la enorme
variedad de géneros literarios se puede agrupar en torno a unos pocos “modos”
fundamentales: “Los modos literarios son diversos tipos fundamentales de
situaciones comunicativas imaginarias”. La épica se suele considerar uno de los
tres grandes “modos” literarios, junto con la lírica y el drama; en ocasiones se liga
la “esencia” de cada uno de estos géneros a una determinada función del lenguaje
que es prominente en ellos. A la épica correspondería según Bühler la dimensión
representativa del lenguaje (cf. la crítica de Martínez Bonati,176 ss). En general,
se suele ver en la narración la base de la épica. Este es un primer paso para una
teoría lingüística de los géneros literarios en general y de la narración en
particular, pero debe especificarse más. Una definición estrictamente literaria de la
narración sería confusa y no concluyente. El camino para la descripción de la
narración como forma literaria ha de partir de una noción más simple de narración,
común a la historia, a la narración oral cotidiana y a las narraciones literarias.

La narración es una realización lingüística mediata que tiene como objeto


comunicar a uno o más interlocutores una serie de acontecimientos, para hacer
participar a los interlocutores de dicho conocimiento, ampliando su contexto
pragmático. (Segre, Principios 298).

Quizá la palabra clave en esta definición sea “mediata”. Lo dramático implica


presencia, inmediatez; lo narrativo (en este sentido limitado del término, cf.
2.4.2.3) implica ausencia, o más bien presencia mediata. Mientras el drama simula
la visión directa de una acción, la narración supone, además de una acción, la
mediación de un narrador. El narrador es, pues, el intermediario entre el lector y el
mundo narrado.
He symbolizes the epistemological view familiar to us since Kant that we do not
apprehend the world in itself, but rather as it has passed through the medium of an
observing mind. In perception, the mind separates the factual world into subject
and object.

La caracterización lingüística de la narración está fuertemente relacionada con


esa ausencia fundamental de aquello de lo que se habla. Así, los deícticos con
frecuencia no tienen en la narración una referencia actual, no remiten por
ostensión a su referente, sino que más bien lo postulan ex nihilo, lo hacen
discursivamente presente (cf. van Dijk, Text Grammars 117; 3.2.1.2 infra).
La narración es, pues, un tipo de acto de habla, o de discurso, bien delimitado.
Por tanto, su estudio puede partir de los principios generales de la teoría de los
actos de habla (3.1.1 supra). Como en el caso de la ficción, las primeras
clasificaciones de actos de habla no permitían situar bien a la narración. Ello se
debe a que no es un acto de habla nuclear o primitivo. Ya hemos mencionado
anteriormente el debate sobre si debería considerarse o no narrativa a una sola
oración. Las clasificaciones de Austin o Searle, hechas desde una perspectiva
oracional, sólo nos pueden proporcionar la base para desarrollar una teoría de los
actos de habla de rango discursivo. Desde la perspectiva de esas clasificaciones,
sólo podemos decir de una manera muy vaga que la narración debería derivar de
los actos de habla “expositivos” de Austin (161) o sus equivalentes en las otras
clasificaciones: una narración podría describirse así como una sucesión de
aserciones. Pero el conjunto forma una unidad característica, y no una simple
acumulación: “behind the acts of stating is the all-encompassing illocutionary act of
telling a story”. En tanto que acto de discurso, la narración ha sido definida como
un “illocutionary primitive” (van Dijk, Text Grammars 289). No olvidemos, sin
embargo, que la definición de actos de discurso deriva lógicamente de la de actos
de habla microscópicos, entre los cuales no encontraremos a la narración como
forma elemental. Las formas bien definidas de pacto narrativo conservan algunos
elementos de ilocucion, definibles en términos de expectativas claras despertadas
en el oyente, presuposiciones activadas, responsabilidades discursivas del
narrador, todos ellos rasgos que requerirían un estudio más detallado. Dentro de
esta caracterización general, deberíamos mencionar dos tipos principales de
narraciones: las ligadas referencialmente al contexto comunicativo y las que están
relativamente desligadas. Estas últimas son un tipo particular de lo que Pratt
denomina textos de exhibición (display texts). Del carácter “gratuito” o “recreativo”
de muchas narraciones orales así como de la literatura se ha derivado el no
reconocimiento de la narración como un tipo particular de actuación lingüística.
Una limitación, sin embargo, debemos imponer a este tipo de análisis. Al hacer
esta aproximación ilocucionaria a la narración no debemos olvidar que hay rasgos
de narratividad en muchos comportamientos discursivos y extradiscursivos, y que
en estos casos no podemos hablar de lo narrativo como una ilocución discursiva,
sino como un mero rasgo estructural. La frontera entre ambos tipos de
caracterización es, como todas las fronteras no geográficas, bastante borrosa. El
concepto mismo de ilocución deviene cada vez menos definido a medida que
desciende de su limbo normativo, oracional y metalingüístico para aplicarse a
acciones discursivas concretas a nivel textual. Y en el caso concreto que nos
ocupa, no sería difícil demostrar que el pacto narrativo tiene menos rasgos de
ilocución que el pacto que instaura la ficcionalidad, que lo narrativo es más una
estructuración que un compromiso comunicativo. Felizmente, no todo el análisis
del discurso descansa sobre el concepto de ilocución, y siempre podemos recurrir
a descripciones más elásticas de la narración u otros actos discursivos en
términos de rasgos estructurales no siempre ligados por la lógica inflexible de la
ilocución. Al ser un complejo menos rígidamente definido que una ilocución, una
convención genérica puede modificarse en algunos aspectos a la vez que
mantiene otros intactos. Señalemos, además, que la narración literaria tiene una
facilidad especial para manipular las convenciones comunicativas bajo las cuales
se interpreta. Elementos como prólogos del autor o del editor, notas, en general
todo el acompañamiento paratextual de la narración puede utilizarse en ese
sentido. Pero no es menos activo el propio texto narrativo y su manipulación
implícita de las convenciones genéricas de otros textos del mismo género o de
otros discursos sociales.

3.1.5.3. La narración “natural”

No es éste el único tipo de narración lingüística que podemos oponer a la


narración literaria, pero sí el más frecuente, y uno que es frecuentemente utilizado
como motivación por la literatura misma. Con frecuencia los narratólogos literarios
(por ej., Bal, Teoría 12) ignoran a este pariente supuestamente pobre, que sin
embargo presenta muchos puntos de contacto con la narración literaria.
Pratt señala cómo la idea de un “lenguaje poético” se desarrolló a expensas de
asumir implícitamente que la literatura era el único tipo de discurso que
presentaba una organización superior a la meramente gramatical, normas de uso
de la lengua: “Such norms exist for extraliterary discourse and are of the same
type as those making the so-called langue of literature. Indeed, the two overlap to
a significant extent” (10). Así, señala Pratt, la narración oral de anécdotas posee
muchas de las características que los estructuralistas creían restringidas a la
literatura:

Except for the fact that they are not literature, natural narratives clearly fall within
the category of self-focussed messages as described by structuralists. They are
not utterances whose chief function is to transmit information. Oftentimes, the
“information” content is given in the abstract, but the story goes on anyway. (69)

Tanto la literatura como este tipo de narraciones cotidianas pertenecen, según


Pratt, a una categoría más amplia de actos de habla, y de ahí derivan sus rasgos
comunes; se trata en ambos casos de textos de exhibición (display texts). Son
textos desligados en gran medida de la situación de enunciación inmediata:
contienen dentro de sí gran cantidad de elementos que en un texto normal
remitirían a la situación extratextual. En muchos casos, el mundo narrado debe ser
reconstruido íntegramente a partir del texto narrativo, sin que el oyente tenga
sobre él más datos que los generalmente enciclopédicos. Como señala Ruthrof
(4), se requiere del lector de un texto narrativo una doble interpretación del
proceso de narración y del mundo narrado. Más que de una simultaneidad
interpretativa se trata de una superposición. Ya hemos señalado anteriormente la
superposición de contextos comunicativos en el texto de ficción. En la narracion
auténtica no se superpone una enunciación ficticia a una real, pero sí pueden
superponerse varias narraciones reales una a otra (cf. 3.2.1.4 infra). Los lectores
disponen, por tanto, de estrategias interpretativas y repertorios enciclopédicos
sobre contextos y estrategias narrativas, y no solamente sobre el mundo narrado
(cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 144). Este hecho no debe pasarse por alto a la
hora de elaborar una teoría de la narración.
Es evidente que la narración oral cotidiana puede ser ficticia o real, que no se
puede establecer una ecuación entre narración natural = narración real y narración
literaria o narración artificial = ficción. Esta confusión también se da con
frecuencia.
A pesar de la inmensa capacidad de elaboración y experimentación formal de
la literatura, raro es el fenómeno de la narración literaria que no encuentra un
equivalente más o menos embrionario en la narración oral cotidiana. Según Eco,
ambos tipos de narración son analizables con presupuestos semejantes: “[]]a
narrativa artificial abarca simplemente una cantidad mayor de cuestiones de tipo
extensional” (Lector 100). El “simplemente” es una exageración: la narración
literaria desarrolla estructuras que le son peculiares. En la narración cotidiana,
como en la literaria, podemos utilizar conceptos como los de modalidad narrativa,
descripción, exposición, discurso directo o indirecto, etc. Pero si los elementos
básicos son los mismos, no lo es su combinación y distribución, como veremos
más adelante. Lo que sí parece claro es que una teoría satisfactoria de la
narración literaria debería poder dar cuenta de todos los elementos básicos de la
narración instrumental o anecdótica; deberemos tener en cuenta, además, que la
literatura puede englobar potencialmente cualquier tipo de discurso no literario (cf.
Pratt 69).
La narración oral cotidiana no es el objeto de nuestro estudio. Para el estudio
ulterior de sus formas básicas remitimos, por todo lo dicho, a los capítulos
dedicados a la narración literaria (3.2.2.3 infra).

3.1.5.4. Narración y ficción (status narrativo)

Un importante objeto de estudio narratológico en la novela resultará del carácter


de ficcionalidad de la obra. La relación del narrador con su narración se cruza con
otra independiente de ella, la relación de ficcionalización que se da entre el autor y
la novela que es creación suya. Entre estas dos lógicas de significación que se
hallan en todo texto narrativo se establece un juego, una transposición más o
menos extensa de atributos, que determinará la manera en que el narrador
aparece en su narración. Así, el narrador puede ser un narrador autorial, que no
se distingue sino convencionalmente del autor real, o puede ser un personaje
ficticio que escribe: el autor de un informe, como Moran en Molloy o de una
novela, como Malone en Malone meurt (un "personaje-narrador-autor"), etc. Cada
novela modela de una manera la caracterización ontológica de los elementos
textuales (narrador, acción, narración, narratario...) y de las relaciones entre
ellos—es decir, modela de una manera diferente su status narrativo, y la
identificación de esa naturaleza ontológica es un elemento orientativo de primera
importancia para el lector.
Podríamos pensar que en la narración sólo existe una caracterización posible,
un "modo", el indicativo. Pero no todo lo narrado se narra como factual: la ficción,
la hipótesis, la mentira son otras tantas construcciones de realidades alternativas
que han de ser analizadas, sobre todo si penetran la estructura del relato en la
medida en que lo hacen en la escritura contemporánea. A esta categoría
caracterizadora de la cualidad ontológica de la narración le daremos el nombre de
status, reservando el nombre de modo para los fenómenos de modulación de la
información que ya hemos tratado en otra sección (2.4). Elegimos este nombre
por analogía con la definición que da Jakobson del status como categoría verbal.
En el sistema verbal de las lenguas que disponen de esta categoría, el status es
una categoría designadora que determina la acción con referencia únicamente al
proceso del enunciado. Está por ello estructuralmente relacionada con el aspecto
verbal. Pero si el aspecto es un cuantificador, el status es un cualificador. Define
la cualidad lógica del objeto (afirmativo, negativo o hipotético). Como ejemplo,
podemos pensar en el status hipotético del idilio de Frédéric Moreau en el
penúltimo capítulo de L'Education sentimentale de Flaubert, cuando se encuentra
con su antiguo objeto de admiración tras muchos años y ambos se dedican a
fantasear sobre cuánto se hubieran amado. Un autor vanguardista como Beckett
va aún más lejos: la hipótesis corroe la base misma desde la cual se narra la
historia. Todos los mundos evocados son mundos posibles, y no son pensados
desde ninguna certidumbre.

3.1.6. Pragmática y literatura

3.1.6.1. Literatura y ficción

Hemos visto que estos dos conceptos se confunden con frecuencia; a veces se da
por hecho que toda la literatura es ficción y viceversa, o, al menos, no se presta al
problema la atención necesaria. Como observa Pratt, “the relation between a
work’s fictivity and its literariness is indirect” (92). Es decir, la ficción es un discurso
especialmente apto para la comunicación literaria, pero no toda la ficción es
literatura. Tampoco toda la literatura es ficción. Si definimos provisionalmente la
literatura como el tipo de discurso no utilitario, que no es consumido como medio
de información o como acto socialmente impuesto, veremos que sólo parcialmente
coincide con el concepto de ficción. “As a glance at today’s best-seller lists can
show, non-fictional narratives—memoirs, survival stories, travel tales, and the
like—are as much a part of the public’s literary preference as fiction” (Pratt 96).
Cuantitativamente hablando, pues, no toda la literatura es ficción.
Cualitativamente hablando, los límites entre ficción y no ficción no siempre son
claros. Por una parte está el componente de realidad que entra en la constitución
de las entidades ficticias (3.1.4.4 supra). Por otro, la misma actitud estética
adoptada frente a la literatura. Por el mismo hecho de presentarse como literatura,
una narración auténtica adquiere muchos de los rasgos que normalmente
asociamos con las narraciones ficticias (cf. Pratt 93 ss). Algunas teorías estéticas
hablan de desinterés, de satisfacción intrínseca, distancia estética, distancia
psíquica o debilitación de la respuesta práctica para referirse a esta cualidad del
objeto estético que tiende a anular la diferencia práctica entre ficción y no ficción.
Según Bullough, la distancia psíquica con que se contemplan las obras literarias
no está determinada por su carácter de ficción o realidad. El proceso es más bien
inverso: “distance, by changing our relation to the characters, renders them
seemingly fictitious” (757). La apreciación del valor estético de una obra requiere
una capacidad de juicio por parte del lector, capacidad que desaparece si su
interés práctico y personal en el tema de la obra es demasiado grande. Ello no
quiere decir que el interés personal del lector no exista en la obra de arte; quiere
decir que ha debido ser depurado, filtrado: “It has been cleared of the practical,
concrete nature of its appeal, without, however, thereby losing its original
constitution” (Bullough 757). Es decir, el objeto literario puede tener un valor de
verdad, pero no es esa la cualidad que nos interesa en la experiencia estética; se
vuelve en cierto modo irrelevante salvo en la medida en que contribuya al efecto
estético. Ohmann recoge estas nociones cuando habla de detachment para definir
la relación entre el lector y el texto. Pratt se opone a esta idea insistiendo en el
compromiso continuo del lector: “our role in literary works presupposes aesthetic
commitment, not detachment” (99). Creemos que no hay una contradicción
auténtica si adoptamos la formulación original de Bullough, que veía la “distancia
psíquica” como algo que ha de aparecer entre el lector y sus propios intereses
prácticos. Así, el lector se compromete con el texto en tanto en cuanto acepta el
papel de lector implícito que éste le indica. Haciendo esto, se desliga de sus
intereses prácticos inmediatos. Puede, por el contrario, no aceptar ese papel y
desligarse del texto, afirmándose como individuo frente a la individualidad del
autor.
Así pues, podemos concluir que aunque no existe una relación rígida entre
literatura y ficción, la ficción es en cierta manera la manifestación más espontánea
del fenómeno literario: “la literatura, en sentido estricto, encuentra en la ficción su
posibilidad”. Otros fenómenos y tipos de texto pueden presentarse o leerse como
literatura, pero esto se debe a que no se leen en un vacío: se trata en este caso de
un fenómeno secundario y derivado del caso más central, el de la creación poética
plena que se da en la ficción. Un fenómeno de derivación semejante nos podría
llevar a la reflexión más general de que en la comunicación literaria no se da en
modo alguno una suspensión o debilitamiento de las convenciones del lenguaje
(en contra de las teorías de algunos pragmatólogos como Austin o Searle) sino un
fenómeno de sobredeterminación semiótica. Las convenciones lingüísticas
ordinarias operan plenamente, pero se ven subsumidas en una estructuración
pragmática más compleja.
3.1.6.1. El concepto de literatura

El texto literario pertenece a una categoría de actos de habla más amplia, los
textos de exhibición. Ya hemos observado que no había lugar en las
clasificaciones más difundidas de los actos de habla para la literatura. Este es un
problema general de la categoría de los textos de exhibición. La teoría de los actos
de habla nació ligada al estudio de los actos de habla, es decir, interesada por el
aspecto más inmediatamente pragmático y utilitario del lenguaje (Lanser 286 ss);
se interesó, ante todo, por el estudio de los performativos, la conversación, el
lenguaje “corriente”, etc. (cf. Austin 1; Lozano, Peña-Marín y Abril 174). Un texto
de exhibición (un libro sería la forma más típica) está desligado de su enunciador,
correspondiendo por tanto al receptor un papel al menos igulamente activo en el
uso comunicativo del texto: por ejemplo, escoger leer una narracion en un
determinado contexto práctico (como entretenimiento, como objeto de análisis,
etc.). De ahí que sea tan relevante en las definiciones de literatura el acto de
discurso realizado por el receptor, y no sólo por el autor.
Según Lanser, “the illocutionary activity signalled by the production of a display
text requires a posture of contemplation rather than direct action” (286). Esto es
muy relativo. Hay pasividad en el sentido de que (idealmente) el receptor presta
atención al texto completo sin proceder a ocupar el terreno comunicativo para
interactuar con el emisor. Pero la aparente pasividad del receptor puede ocultar
una intensa actividad intelectual. “La comprensión del texto “, afirma Umberto Eco,
“se basa en una dialéctica de aceptación y rechazo de los códigos del emisor y de
propuesta y control de los códigos del destinatario”. La proliferación de sentido
característica del texto literario depende pues no sólo del autor, sino también en
gran medida del receptor, que se transforma a veces en una especie de autor
invitado, o en un espontáneo que interrumpe la celebración.

Por tanto, la definición semiótica del texto estético proporciona el modelo


estructural de un proceso no estructurado de interacción comunicativa (...). El texto
estético se convierte así en la fuente de un acto comunicativo imprevisible cuyo
autor real permanece indeterminado, pues unas veces es el emisor, y otras el
destinatario, quien colabora en su expansión semiósica.

Esto nos conduce al problema de la literariedad, y de una manera problemática,


pues el énfasis en la creatividad del lector desafía la solución clásica de este
problema.
El criterio tradicional más corriente afirma que la literariedad de un texto es
definida por el texto mismo; se trataría de una cuestión formal. Se ha discutido con
frecuencia la cuestión del “lenguaje poético”. Para Roman Jakobson, “la poesía no
consiste en añadir al discurso adornos retóricos, es una revaluación total de él y
de todos sus componentes sean los que fueren” (Lingüística y poética 74). Esta
afirmación se vuelve más problemática en la prosa. En cualquier caso, la
autosuficiencia que al texto exige su carácter de literatura suele llevarle a elaborar
estructuras lingüísticas peculiares, que lo separan de géneros de discurso
comparables que no sean literarios. Habría en el texto un “uso poético del
lenguaje” que reclama para la obra la condición de obra literaria. El lenguaje de la
obra forma un todo autosuficiente, vuelto sobre sí mismo. El único contexto
relevante sería el dictado por el propio texto.
Para la posición radicalmente opuesta, el concepto de literatura no es definible
a partir de la estructura pragmática interna al texto. Sí es, en cambio, un concepto
relativo a la estructura pragmática real de la comunicación entre autor y lector. El
concepto de literatura pertenece a lo que llamaremos el uso de la obra, la relación
pragmática entre el autor y el lector (empíricos) por medio de la obra:

With a context-dependent linguistics, the essence of literariness or poeticality can


be said to reside not in the message, but in a particular disposition of speaker and
audience with regard to the message, one that is characteristic of the literary
speech situation. (Pratt 87)

La lectura de una obra literaria no es la ausencia de contexto, sino la presencia


de un contexto específico, el de la situación comunicativa literaria. O más bien las
situaciones, porque frente a una obra dada no es la misma la posición del crítico,
la del historiador de la literatura y la del lector que lee por diversión. Cada posición
institucional conlleva una serie de convenciones distintas, y supone una actividad
discursiva diferente.

Far from being autonomous, self-contained, self-motivating, context-free objets


which exist independently from the “pragmatic” concerns of “everyday” discourse,
literary works take place in a context, and like any other utterance they cannot be
described apart from that context. (...) Far from suspending, transforming, or
opposing the laws of nonliterary discourse, literature, in this aspect at least, obeys
them. (Pratt 115).

Pratt critica las definiciones intrínsecas del hecho literario. Tales definiciones están
ignorando que los textos ya llegan a nuestras manos usados, valorados. No hay
obras de por sí literarias, sino obras a las que se ha permitido entrar en la
literatura: “[t]he “honorific” sense of literature is a legitimate one if it is understood
to refer to a set of literary works that have passed a filtering process carried out by
a group of people” (l22). Se trata de obras comunicativamente efectivas o
artísticamente valiosas, según el juicio emitido por una serie de lectores
cualificados, que pueden ir desde un solo editor hasta el consenso histórico de la
tradición en el caso de los grandes clásicos. Todas las anomalías formales que en
las obras se encuentren son analizadas por el lector a la luz de ese conocimiento,
y de acuerdo con el presupuesto de que toda desviación está dirigida a obtener un
efecto comunicativo especial (170 ss). Una construcción anómala se naturaliza si
la leemos como recurso literario: podríamos decir con Lotman que en este proceso
interpretativo “[l]as unidades yuxtapuestas incompatibles en un sistema obligan al
lector a construir una estructura complementaria en la cual esta imposibilidad
desaparece” (340). Observemos que nuestra atención ha pasado de la
intencionalidad autorial, por el camino de la aceptación social, a la acción
individual del lector. Como veremos, todos estos elementos son relevantes a la
hora de discutir el status literario de una obra: éste se define por la tensión entre
unos y otros criterios (cf. Lotman 347). Pero no parece haber un acuerdo en torno
a esta cuestión.
J.-K. Adams (9) parece privilegiar el punto de vista del lector cuando señala que
el concepto de literariedad se refiere a una manera de leer el libro, y no a una
manera de escribir el libro. Este argumento no se encuentra tan alejado como
parecería de la propuesta de Todorov (“The notion of literature” 8) de sustituir la
diferencia entre literatura y no literatura por una clasificación formal de las
tipologías de discursos. De sus argumentos sobre la función transitoria de la
poética (Poética 124 ss) puede concluirse que, sorprendentemente, Todorov ha
invertido los presupuestos formalistas de los que partía. No puede existir la poética
como un estudio de lo específicamente literario porque no existe lo
específicamente literario: la literatura no es un concepto bien definido, sino lo que
Wittgenstein llamaría “a family-resemblance notion” (Searle, “Logical Status” 320).
Para Segre, “las diferencias entre los textos literarios y los demás no son de
naturaleza, sino de cualidad y de función” (Principios 179). Es evidente que la
noción de literatura no es fija: lo que ayer no era literatura hoy puede considerarse
literatura; lo que uno considera literatura otro puede considerarlo basura (cf.
Searle, “Logical Status” 321). La versión extrema de esta postura llevaría a no
reconocer una forma específica del texto literario y a ignorar la intencionalidad del
autor a la hora de escribir el texto en lo referente a su literariedad. Cualquier texto
podría, pues, ser leído como un texto literario, y no habría criterios interpersonales
para llegar a una definición de literatura. “Roughly speaking, whether or not a work
is literature is for the readers to decide”, nos dice Searle.
David Lodge critica este planteamiento, señalando la necesidad de justificar el
canon literario tradicional, así como de mantener ciertos criterios formales:

There are a great many texts which are and have always been literary because
there is nothing else for them to be, that is, no other recognisable category of
discourse of which they could be instances... The Faerie Queene, Tom Jones and
«Among School Children» are examples of such texts; but so are countless, bad,
meretricious, ill-written and ephemeral poems and stories. These, too, must be
classed as literature because there is nothing else for them to be: the question of
value is secondary... But works of history or theology or science only «become»
literature if enough readers like them for «literary» reasons—and they can retain
this status as literature after losing their original status as history, theology or
science.

Dicho de otra manera: los textos no sólo pueden leerse como textos literarios:
también pueden escribirse con la intención de que sean leídos como textos
literarios. Una voluntad de que se reconozca su peculiar intencionalidad
comunicativa es lo que caracteriza a los actos ilocucionarios, de los cuales la
literatura es un tipo particular: según la teoría de Lodge, “although the literary text
may be formally identical to any other sort of text, it is, of its nature, deviant as
discourse, that is, in its communicative function”. Creemos que hay que incluir el
acto de escritura en una consideración de la literariedad: no es indiferente a este
fenómeno, por ejemplo, el que un libro sea escrito con una intención literaria o no,
el que apunte a un determinado público o mercado, etc. Y esto
independientemente de que se trate o no de un texto de ficción, de un texto
narrativo o no.
Los New Critics americanos solían definir la obra literaria como un todo
orgánico, una estructura cerrada en el que cada detalle significaba de modo
coherente. Los análisis prácticos, sin embargo, siempre se enfrentaban a
problemas insuperables a la hora de demostrar este presupuesto. Y es que se
trata precisamente de un presupuesto: la unidad inflexible de la obra literaria es
algo que se da por hecho desde le momento en que sabemos que se trata de una
obra literaria. Es una cuestión referente no a la estructura de la obra definida
aisladamente, sino más bien a las expectativas del lector:

“Every poem must necessarily be a perfect unity”, says Blake: this, as the wording
implies, is not a statement of fact about all existing poems, but a statement of the
hypothesis which every reader adopts at first trying to comprehend even the most
chaotic poem ever written.

Es decir: la literatura es un uso particular que se da a un determinado texto, un


tipo particular de acción por medio de los textos, y no un tipo determinado de
textos. Es una práctica discursiva. En este sentido, las características formales del
texto literario, su peculiar estructura tal como era definida por Jakobson y los
formalistas, no consiste en una serie de rasgos presentes sin más en el texto. Por
una parte, algunos rasgos sirven de identificadores del acto ilocucionario que se
realiza: son “marcas de literariedad” que hacen que el oyente adopte hacia el texto
la actitud adecuada. Gran parte del resto de los rasgos no son activos a priori, sino
sólo en cuanto reconocemos en el texto un texto literario: nuestras expectativas se
abren para sistematizar todos los elementos del texto y reducirlo a esa perfecta
unidad. No nos limitamos a reconocer que un texto es literario porque tiene una
determinada estructura o unos efectos particulares, sino que esta direccion
interpretativa interactúa con otra en sentido contrario: postulamos una estructura y
prevemos un tipo determinado de efectos partiendo del hecho de que se trata de
un texto literario. La producción literaria es a veces, pues, un tipo particular de acto
ilocucionario a nivel discursivo y responde en general al mismo tipo de requisitos
de convencionalización. Pero también podemos repetir la limitación introducida a
propósito de la ilocución narrativa, y decir que no siempre son los aspectos
ilocucionarios y comunicativos lo más relevante. Volvemos a experimentar aquí la
difuminación de las convenciones ilocucionarias a nivel discursivo, pero sobre todo
la posibilidad de su virtualización. La literatura también puede definirse como el
resultado de la voluntad interpretativa del lector, normalmente en base a ciertos
rasgos estructurales de la obra. El pacto literario puede ser bilateral o unilateral, y
en este último caso podría describirse, si así se desea, como un pacto imaginativo
establecido con un emisor o receptor virtual. Esta ilocución virtual se
instrumentaliza en una actuación discursiva del lector consigo mismo o con otros
lectores.

3.1.6.3. La comunicación autor-lector


Algunos autores niegan que se de en la literatura (de ficción) una comunicación
lingüística. Ya nos hemos referido a la teoría de Martínez Bonati, según la cual la
obra literaria está hecha no de frases, sino de pseudo-frases: las frases que
vemos no son frases que el autor nos dirige, sino iconos que reproducen frases
imaginariamente producidas por el narrador (cf. 3.1.4.2 supra). La virtud de la
pseudo-frase es hacer presente una frase auténtica (auténtica e imaginaria en el
caso de la literatura) de otra circunstancia comunicativa. En definitiva,

lo que el autor nos comunica no es una determinada situación (situación


comunicada) a través de signos lingüísticos reales, sino signos lingüísticos
imaginarios a través de signos no lingüísticos. Es decir, que el autor no se
comunica con nosotros por medio del lenguaje, sino que nos comunica lenguaje.
(131)

De la misma manera, sostiene Martínez Bonati que no nos comunicamos


lingüísticamente si hablamos en broma, irónicamente, etc. (153). Pero parece
demasiado riguroso privar al lenguaje de estos recursos, y la base de su teoría no
es sostenible. En primer lugar, el témino “icono” no es apto para describir
fenómenos de recreación de un fenómeno semiológico utilizando el mismo código:
según la terminología de Peirce, la frase del autor y la frase del personaje son dos
especímenes (tokens) de la misma forma lingüística. La idea de que este
fenómeno es ajeno al lenguaje responde a una concepción del lenguaje en cuanto
sistema; en cambio, para una teoría de la comunicación lingüística, o para una
pragmática de cualquier tipo, es indispensable incorporar estos fenómenos. Para
una teoría del uso del lenguaje como la que hemos esbozado anteriormente (3.1.1
supra) no supone ningún problema ver en fenómenos como la cita o la narración
ficticia un comportamiento lingüístico perfectamente integrable con los demás.
Mediante un razonamiento comparable, J.-K. Adams niega que en la literatura de
ficción se dé comunicación lingüística de algún tipo entre autor y lector. Ya hemos
visto que niega que el autor realice acto de habla alguno. El autor de una novela
abandonaría el contexto comunicativo, dejándolo en manos del narrador
(speaker):

What the writer gives up in abandoning the communicative context to the speaker,
he attempts to win back through the reader’s recognition of the text as fiction. (...)
The writer’s use of language is creative rather than communicative, but in fiction
these two uses become mirror images of each other: the writer gives up the
communicative use of language so that he can create that same communicative
use in a fictional speaker. (72)

Esta explicación nos parece insostenible (cf. 3.1.4.2 supra). El autor realiza un
acto de lenguaje al cual llamamos escribir una novela. Y ese acto de habla se
produce en una situación comunicativa real: la escritura de la obra, su publicación
y su lectura. En realidad, habría que distinguir varias acepciones del término
“comunicación” antes de considerar en qué medida es comunicativa la literatura.
La objeción de Adams no va dirigida tanto a la literatura en sí como a la literatura
en tanto que usa de la ficción. La noción de comunicación en semiótica suele
ligarse estrechamente a la de intencionalidad. “Buyssens, Prieto, Mounin
s’accordent pour reconnaître dans l’‘intention de communiquer’ le critère
fondamental du comportement sémiologique”. Ya hemos visto que a este
concepto añade la teoría de los actos de habla el de reconocimiento de la
intencionalidad. Adams basa su teoría en el hecho de que el lector reconoce que
el discurso del narrador es ficticio. Pero es ese reconocimiento precisamente lo
que señala el cumplimiento de un acto ilocucionario, como ha señalado el mismo
Adams (63) siguiendo a Austin y a Searle (cf. 3.1.1 supra). La comunicación no
consiste en ser convencido ( perlocución) sino en la identificación de intenciones
comunicativas ( ilocución). “A communicative illocutionary act”, observan Bach y
Harnish, “can succeed even if the speaker is insincere and even if the hearer
believes he is insincere” (57); de manera semejante podríamos describir el hecho
comunicativo en la ficción. Si interpretamos el discurso del narrador como un
discurso ficticio, no es el acto ilocucionario del narrador el que hemos reconocido,
sino el del autor.
Aún más: es únicamente la relación autor / lector la que es forzosamente una
relación comunicativa. No podemos decir lo mismo de la relación narrador /
narratario (speaker / hearer para Adams), como nos lo demuestra la existencia del
monólogo interior, fenómeno no comunicativo, en este nivel (3.2.2.3.3.2 infra). Por
supuesto, el estudio de los contextos comunicativos (incluido el propio contexto
comunicativo literario) es de gran ayuda para el estudio de este nivel, y cubre una
amplia mayoría de los casos efectivos. Pero siempre habremos de tener presente
que este nivel de análisis trata con seres ficticios y por tanto tiene un
funcionamiento mucho más elástico que el nivel autor / lector.
Mediante su actividad creadora el autor se erige, pues, en hablante privilegiado
frente a su comunidad; aspira a una “participación deslumbrante” en el
intercambio comunicativo. En este sentido la literatura también tiene un aspecto
intencional perlocucionario; el estilo del autor es el conjunto de rasgos que
determinan la estructura textual “como resultado de la adecuación del instrumento
lingüístico a las finalidades específicas del acto en que fue producido”. Es el
aspecto deliberado, planeado, consciente, de la literatura. En este sentido,
favorecido por la crítica neoclásica, la literatura sería una forma de retórica, un
discurso persuasivo. Algunos autores (Lanser 63) proponen suprimir la distinción
entre poética y retórica, ya heredada por Aristóteles. Esto no parece factible, pues
llevaría a ignorar muchos aspectos del fenómeno literario. Y la teoría de los actos
de habla, basada en la intencionalidad, no es la panacea de la teoría de la
literatura. “The conventional links between speech act and perlocutionary effect”,
sostiene Lanser, “(…) bridge the traditional gap between poetics and rhetoric” (71).
Pero esto no es así, ni mucho menos. En absoluto hay una relación convencional
entre un acto de habla y su efecto perlocucionario. Hay una relación calculable
hasta cierto punto, sobre un determinado oyente, en un determinado contexto, etc.
La relación “automática” que define la teoría de los actos de habla no es entre el
acto ilocucionario y el efecto perlocucionario, sino entre el acto ilocucionario y su
reconocimiento por parte del oyente.
De todos modos, la definición de comunicación que hemos presentado, utilizada
en la teoría de los actos de habla, es insuficiente para explicar la actividad
semiótica que tiene lugar en la lectura de un texto. Como observa Janet Dean
Fodor (Semantics 23), la teoría semántica tal como es definida por Grice sería una
teoría del significado para el emisor; la fuerza ilocucionaria es una mínima parte
del significado de una expresión. Incluso hemos visto que este elemento
comunicativo puede obviarse o virtualizarse (aunque sospechamos que los casos
en que un texto no literario es leído como un texto literario derivan del caso central
definible en términos comunicativos [macro-]ilocucionarios). Pero la
caracterización ilocucionaria reorienta la interpretación de toda la semántica
textual, determina la operatividad de unos u otros códigos semánticos en el
procesamiento del texto: así, en el texto literario la semántica se activa, el signo se
vuelve polifuncional e icónico. Por todo ello, es crucial reconocer el carácter
peculiar de la literatura como una forma de comunicación.
Ahora bien, la comunicación que se da en la literatura no es la comunicación
lingüística corriente; hemos visto (3.1.6.1 supra) que en gran medida literatura y
ficción son conceptos coextensivos. El gran problema de la crítica literaria siempre
ha sido el definir en qué sentido el arte es comunicativo, y de qué manera se le
puede encontrar un valor de verdad, una relación de homología con la realidad. No
todo en la literatura es comunicación. El escritor también explora y descubre; no
transmite significados ya hechos, sino que construye esos significados a la vez
que el vehículo que los transmite. Construye su mensaje, pero también deja que
su cultura, su lenguaje, hablen a través de toda su personalidad. Ni siquiera en su
uso estándar el lenguaje es un instrumento de comunicación sin más: “[p]arler
d’instrument, c’est mettre en opposition l’homme et la nature (…). Le langage est
dans la nature de l’homme, qui ne l’a pas fabriqué” (Benveniste, “Subjectivité”
259). En este sentido, la creación literaria sería la quintaesencia del uso del
lenguaje.
Además de estos aspectos referenciales, intencionales o no, de la literatura, no
hay que olvidar la presencia invariable del sujeto productor en la obra:

es preciso decir (al otro) de uno mismo al decir de cualquier cosa; decir de nuestra
intención que pueda ser manifiesta; decir excluyendo intenciones que se interesa
ocultar. En suma, la función comunicativa ha de ser cumplida sólo hasta el límite
de lo que se propone al interlocutor y se propone el comunicante. (Castilla del
Pino, “Aspectos epistemológicos” 298)

Con frecuencia se ha llegado a identificar a la literatura con la función emotiva o


expresiva del lenguaje, por reacción a la interpretación estrictamente
referencialista. Pero hay una expresión voluntaria, que entra a formar parte de la
estructura ilocucionaria de la obra, y otra involuntaria que es la condición misma
del uso del lenguaje. Como observaba Bühler (69 ss), el lenguaje no sólo cumple
una función referencial o apelativa, sino una función expresiva: es un indicio del
emisor. La función expresiva, aun si no organiza la fuerza ilocucionaria, siempre
existirá en tanto que perlocución (cf. Fowler, Understanding Language 246) para el
lector que sea sensible a tales indicios.
3.1.6.3. Las “cualidades metafísicas” de la obra literaria

El hecho de que un texto se considere literario supone en principio que su lectura


es de por sí una lectura valiosa en el sentido más amplio de la palabra, y el pacto
ilocucionario literario puede basarse en rasgos de este género. El texto literario
puede tener por finalidad el puro juego con nuestros códigos significativos, la
“gimnasia semiótica” que señala Eco (Tratado 434). La ficción, el distanciamiento
estético, el juego continuo con la enunciación que se da en la literatura puede ser
un medio esencial de ampliación de las posibilidades semióticas de la lengua. Esta
postura parece reforzada por las investigaciones gramaticales de pragmatistas
como Ducrot, que señalan la presencia de la enunciación en la estructura del
mensaje. “Les termes au moyen desquels nous parlons de la réalité”, concluye
Ducrot, “avec le sentiment de désigner des propriétés des choses, peuvent n’être
que la cristallisation d’énonciations antérieures” (“Pragmatique” 554). Esta idea es
una democratización de la vieja noción de que los poetas crean el mundo
hablando de él.
La literatura también puede proporcionarnos una catarsis moral, una
experiencia especialmente rica o única (Richards, Principles 136 ss). La definición
de estos fenómenos plantea problemas a una teoria narratológica. Según Searle,
las obras literarias transmiten mensajes que no se encuentran en el texto.
Centrándonos en el marco de la narratología, aceptamos que los mensajes no se
encuentren en la narración en el sentido en que aquí entendemos esa palabra; sin
embargo, sostenemos que deben encontrarse en la obra (3.3.2 infra) siempre que
ésta es correctamente leída. En palabras de Eco, siempre que la obra (“texto”)
encuentre su lector modelo: “El lector modelo es un conjunto de condiciones de
felicidad, establecidas textualmente, que deben satisfacerse para que el contenido
potencial de un texto quede plenamente actualizado” (Lector 89). Van Dijk
describe el “mensaje no dicho” como un enunciado implicado (ei) por lo dicho.
Propone así cuatro reglas que describirían las condiciones de felicidad del
enunciado literario como acto de habla:

(i) El hablante no desea, necesariamente, que el oyente crea que p [la


estructura proposicional compleja del enunciado] es verdadera (...)
(i’) El hablante desea que el oyente crea que p implica q y que q es verdadera.
(...)
(ii) El hablante desea que al lector le guste ei [el enunciado implicado, el texto
literario]. (...)
(ii’) El hablante cree y desea que el oyente crea que (la indicación) ei es buena
para el oyente.

La obra literaria es una obra de ficción o es leída como si lo fuese, con un


distanciamiento estético. Según Ingarden (Literary Work 293 ss) es la misma
limitación ontológica, el “no pertenecer al mismo mundo” de la obra literaria lo que
la hace susceptible de manifestar al lector determinadas cualidades metafísicas.
La base será el nivel de la acción (correspondiente al object stratum de Ingarden),
pero se requiere la colaboracion de todos los niveles de la obra para llevarla a
efecto (Ingarden 297): todos los niveles deben colaborar en una polifonía de
formas y sentidos de la cual resulta la experiencia artística (369). La “verdad” de
una obra, o su “idea” han de entenderse así no como un juicio conceptual
disimulado en la obra, sino como la consistencia estética de la obra, su
coherencia, y la manifestación de las cualidades metafísicas a que alude Ingarden
(303). Los términos “estético” y “metafísico” no son muy afortunados hoy en día,
en especial por los partidarios de una crítica ideológica y política. Quizá pueda
servir de puente entre estas dos concepciones una interpretación semiótica de
esos valores estéticos o metafísicos. Las interpretaremos como la expansión del
sentido recibido de palabras, acciones y situaciones resultante de la interacción
entre los distintos niveles y códigos de la obra. Esta expansión es a la vez la
manifestación de la ontología peculiar de la obra y la posibilidad de intervención en
la semiótica cultural mediante la producción o interpretación literaria.
Parafraseando a Ingarden, diríamos que la expansión semiótica no se logra
mediante un “lenguaje poético”, sino mediante un “uso poético del lenguaje”, que
incluye una actitud especial del intérprete. En la lectura del texto literario es
relevante el uso de códigos interpretativos simbólicos, arquetípicos, el uso del
punto de vista, etc., según leyes propias de la literatura y de cada género en
particular, históricamente entendido. Este “lenguaje” no es específicamente verbal
aunque se transmita verbalmente: la retórica de la acción, de personajes y
situaciones es tan importante como las estructuras lingüísticas del discurso. Así,
por ejemplo, en un personaje puede encarnar un autor una serie de valores que
son afirmados o refutados por la sintaxis de la acción: no se trataría de un juicio
explícito del autor, pero sí de un juicio. Lo mismo podríamos decir del significado
creado a nivel del discurso mediante la elaboración y el desarrollo orgánicos de
una estructura de imágenes.
La lingüística contemporánea ha puesto el acento sobre los aspectos no
proposicionales del lenguaje que ayudan a determinar el sentido en el proceso de
uso (cf. Fowler, Linguistics and the Novel 46 ss). El lenguaje conversacional oral
se ayuda así, además de las leyes de la gramática y del intercambio dialógico, de
recursos como el tono, la gestualidad, etc., que modulan el contenido lingüístico
comunicado. El uso literario del lenguaje es un contexto particular con sus propias
leyes de modulación suprasegmental, sólo parcialmente análogas a las de otros
contextos. El contenido proposicional de un texto narrativo (ya sea al nivel de la
acción, ya al de las manifestaciones ideológicas explícitas de la obra) es sólo uno
de los elementos que entran a formar parte del significado literario del texto en
cuestión.

Cumulatively, consistent structural options, agreeing in cutting the presented world


to one pattern or another, give rise to an impression of a world-view, (…) a mind-
style. In the novel, there may be a network of voices at different levels, each
presenting a distinct mode of consciousness: the I-figure narrating, the characters,
the implied author who controls both narrator and characters, and who often takes
a line on them. (Fowler, Linguistics and the Novel 76)

Y, añadiríamos, la voz del lector o intérprete que no es ajena a lo más intrínseco


de la fenomenología literaria. En esta interacción dialógica de los diversos
discursos de la obra y del discurso de su lectura hay que buscar a la vez las
cualidades “metafísicas” y la ideología de la obra: ambas son algo que no existe
en el texto a priori, sino que es sólo definible relacionalmente, mediante un acto
interpretativo que no es algo sobreaañadido al fenómeno literario, sino el marco de
actuación discursiva en el que éste tiene lugar, en el que se reactiva
continuamente la semiosis de la obra. La interpretación literaria, como la actividad
cognoscitiva en general, no capta meramente un sentido previamente existente y
contenido en la obra, sino que reconfigura y saca a la luz sentidos que se han ido
formando en la actividad discursiva global que rodea al fenómeno interpretado.

3.1.6.4. Los géneros literarios

La moderna lingüística textual subraya la unión esencial entre un texto y su


contexto. Como se ha señalado frecuentemente, el contexto de un texto literario
no es solamente la situación comunicativa inmediata en la que se recibe, sino
también la tradición literaria, el resto de la literatura.
Es interesante preguntarse en qué medida podría contribuir la pragmática
discursiva a una mejor comprensión de la noción de género literario. Para Richard
Ohmann (“Speech” 253) los distintos tipos de actos de habla realizados podrían
ser rasgos que identifican unos géneros literarios frente a otros. Pero parece haber
relaciones más orgánicas entre la noción de género y la de acto de habla.
Según Pratt (86), la visión de la literatura en general como un contexto
comunicativo permitiría tratar la definición de los distintos géneros literarios en
términos de condiciones de felicidad. Cada género es, por tanto, un cierto modelo
de discurso que requiere ciertas convenciones para ser reconocido como tal.
Jauss ha aplicado a la literatura en este sentido la interesante noción de Popper
relativa al “horizonte de expectativas” del receptor. Este horizonte estaría
constituído por el conocimiento que el receptor tiene de las posibles convenciones
y variedades literarias, entre las que se encontrarían las tipologías de géneros.
Para Popper, “el horizonte de expectativas desempeña el papel de pauta de
referencia sin la cual las experiencias, observaciones, etc., no tendrían sentido”.
Los géneros no son, pues, normas a las que hay que ajustarse para gustar al
lector. Son más bien convenciones en las que se apoyan tanto autor como lector
para participar en la construcción del sentido. No sólo apreciamos las obras
porque siguen unas normas de género, sino que también conseguimos
entenderlas por ello. Los géneros literarios son, pues, ulteriores elaboraciones
discursivas de carácter ilocucionario (cf. Bruss 17) y a su vez actúan como rasgos
estructurales para posibilitar la caracterización ilocucionaria de la obra en tanto
que literatura.
Pero no habría que intentar necesariamente reducir una obra a uno sólo de
estos actos ilocucionarios. Debemos tener en cuenta que nos hallamos aquí muy
lejos del nivel de los actos ilocucionarios primitivos y proposicionales. Las
“condiciones de felicidad” requeridas para la correcta ejecución de una obra
perteneciente a un género dado no han de considerarse, pues, al mismo nivel que
las condiciones necesarias para la promesa, por ejemplo, tal como son descritas
por Searle en Speech Acts. Son mucho más flexibles, laxas y negociables. Como
observa Pratt, al escribir Tristram Shandy Sterne está rompiendo las
convenciones, las “condiciones de felicidad” de una autobiografía. El principio de
cooperación queda salvado, sin embargo, a este nivel, pues lo que Sterne escribe
no es una autobiografía sino una novela. En este sentido tenemos un simple
artificio de motivación (cf. 3.2.2.1 infra). “But certainly”, añade Pratt, “Sterne is
flouting the rules for novels as well as the rules for autobiographies”. En efecto:
Sterne no está escribiendo una novela normal, sino una novela paradójica,
sorprendente, “desautomatizada”. Y sin embargo se la reconoce como tal novela:
cae a la vez dentro y fuera del género tal como éste se presentaba dentro del
horizonte de expectativas de los lectores. Así contribuye a ensanchar el género
novelístico ensanchando ese horizonte y redefiniendo la naturaleza y límites del
pacto narrativo y el pacto literario. La obra de genio es un discurso anómalo, pero
de una anomalía comprensible, recuperable para la comunicación social, pues
crea una nueva inteligibilidad a partir de las convenciones anteriores. Al explicar
esta nueva inteligibilidad es crucial apelar a las nociones bakhtinianas de
“polifonía” o “multivocalidad”. Una obra de interés normalemente acude no a una
convención genérica, sino a una diversidad de ellas, convirtiéndose en un discurso
que apela a convenciones anteriores a la vez que escapa de ellas. Una teoría de
los géneros adecuada debe tener en cuenta tanto el lado “reglamentado” de los
géneros, la existencia de convenciones identificables, como el hecho de que
muchas veces estas convenciones pertenecen no tanto a la obra misma que las
usa como a su trasfondo intertextual. Una obra innovadora apela así a una
diversidad de géneros, e interviene sobre ellos a la vez que invoca las
convenciones genéricas.

3.2. Discurso

Notas

Cf. Segre, Estructuras 14; Bal, Narratologie 4 ss; Volek 149; 1.1.1 supra.
Cf. Ruthrof (viii). Eïjenbaum (“Comment est fait Le manteau de Gogol” 212)
señala que el interés de una obra puede depender por entero de su presentación,
del discurso, y no de la acción. Este desplazamiento se ha observado con
frecuencia en relación a narraciones vanguardistas, ya sea en novela o en cine.
Algunas de estas divisiones son recogidas por otros estudios no
específicamente narratológicos, como los de W. Conrad (“Der ästhetische
Gegenstand”, cit. en Ingarden 32) o el propio Ingarden (30 passim ).
Van Dijk, Text Grammars 8, passim; Texto 32; Siegfried J. Schmidt, Teoría
del texto 25. Para una introducción, ver Robert de Beaugrande y W. Dressler,
Introduction to Text Linguistics, Enrique Bernárdez, Introducción a la lingüística del
texto, o G. Brown y G. Yule, Discourse Analysis.
“Il n’y a pas de métaphores dans le dictionnaire” (Paul Ricœur, La métaphore
vive, cit. en Schofer y Rice 135).
Para Benveniste, es discurso “toute énonciation supposant un locuteur et un
auditeur, et chez le premier l’intention d’influencer l’autre en quelque manière”
(“Relations” 242). Sobre el elemento intencional, cf. 3.1.1 infra. Sobre la noción
saussureana de discours como el aspecto sintagmático del lenguaje, cf. Segre
(Principios 188 ss), Hendricks (77 ss).
Cf. Barthes,”Introduction” 22, Hendricks 12. Según Ingarden (Literary Work
145) este hecho ya es enfatizado por T. A. Meyer (Das Stilgesetz der Poesie 18).
Pratt 7. Cf. sin embargo la noción de “lengua literaria” del Círculo Lingüístico
de Praga como una especie de transición entre la langue y la parole (Karl D. Uitti,
Teoría literaria y lingüística 126).
Curso 152. Cf. sin embargo Segre, Principios 190.
Cf.: “lo que nosotros necesitamos no es una teoría adicional de la actuación
sino una teoría adecuada de la competencia” (J. W. Oller, “Transformational
Theory and Pragmatics”; cit. por Schmidt, Teoría 35).
Cf. Maurice van Overbeke (“Pragmatique linguistique: I - Analyse de
l’énonciation en linguistique moderne et contemporaine” 396 ss), Lozano, Peña-
Marín y Abril (34 ss). Un paralelo histórico a la reacción de los analistas del
discurso contra la lingüística estructuralista (en la que incluímos la generativa-
transformacional) podría verse en el siglo XVIII, en la reacción de Condillac contra
la tradición gramatical cartesiana de Port-Royal (cf. Uitti, Teoría 74 ss).
Cf. van Dijk (Texto 37, 325 ss), Janos S. Petöfi y Antonio García Berrio
(Lingüística del texto y crítica literaria 95 ss), Lozano, Peña-Marín y Abril (200).
Ingarden también anticipa este concepto: “what lies at the basis and is the
determining factor is not the already formed whole itself but only its “conception”,
the more or less precise outline of what is to be formed (...). The author must have
a certain perspective on something that transcends the individual sentences that
are formed at any given point in the work” (Literary Work 146-147; cf. 153, 205).
Pratt 18; van Overbeke 464.
Cf. por ej. J. Ross, “On Declarative Sentences”; Jerrold M. Sadock,
“Whimperatives”; van Overbeke (450 ss); 3.1 infra.
Cf. Gerald Gazdar, Pragmatics: Implicature, presupposition and logical form
15 ss; Lyons, Semantics 778.
Leonard Bloomfield, Language 139. Cf. Horst Geckeler, Semántica
estructural y teoría del campo léxico 52.
Cf. las observaciones sobre la conexión entre la significacion y la referencia
objetiva en Husserl, (Investigaciones lógicas 1 § 13, 1.250-51) o la noción de
“juego lingüístico” de Wittgenstein, que ve en el uso del lenguaje una actividad a la
vez regulada y cradora de normas (Philosophical Investigations §§ 23, 117ss,
198ss). Cf. también Bach y Harnish (105); Lotman (71); Ducrot (“Pragmatique” 550
ss); o la negociación de la intención comunicativa descrita por M. Sbisà y P. Fabbri
(“Models (?) for a Pragmatic Analysis”), que sin embargo quizá desprecia en
exceso el reconocimiento de la intencionalidad del hablante.
Bühler (115-123). Cf. también 530 ss, para una distinción de los enfoques
semántico y pragmático de la significación. La importancia de la obra de Bühler en
el desarrollo de una teoría global del lenguaje no se puede sobreestimar (cf. van
Overbeke 416).
Mejor diríamos: entre significantes y significados y entre signos y conceptos.
Las relaciones con los objetos son más bien un problema de referencia, y por
tanto pragmático.
D. Wunderlich, “Die Rolle der Pragmatik in der Linguistik”, cit. en Schmidt,
Teoría 43 ss; van Dijk, Text Grammars 3 ss. Wunderlich y van Dijk distinguen aún
una teoría de la actuación (theory of performance) cuyo objeto de estudio es el uso
efectivo que se hace de esos tres componentes de la competencia lingüística (cf.
van Dijk 313 ss).
“Pragmatique” (518). Nos atendremos a esta definición, que es más amplia
que la propuesta en última instancia por Ducrot, y utilizaremos el término
enunciador donde muchas veces Ducrot diría locutor. Veamos un momento esta
diferenciación: “X cite ce qui a été dit par Y. Bien que X soit le locuteur de l’énoncé
au moyen duquel il rapporte les paroles de Y, on doit admettre, pour comprendre
son discours, qu’il n’est pas l’énonciateur de cet énoncé, car il ne se donne pas
comme engagé pour lui” (“Pragmatique” 518). Pero X sí está comprometido con el
acto de habla consistente en citar las palabras de Y: deberá responder, por
ejemplo, de la exactitud de la cita o de su interpretación de las palabras. Por eso,
mantendremos que en este sentido X es un enunciador cuya enunciación engloba
(presupone, remite a) la enunciación de Y. En tanto que simple portavoz será un
locutor, pero su compromiso a la hora de citar va mucho más allá: citar es también
hablar.
“Teoría” 28; cf. Todorov, Poética 76; Ducrot, “Pragmatique” 520.
Para una buena exposición de estos principios, véanse los estudios de E. D.
Hirsch contenidos en Validity in Interpretation y The Aims of Interpretation. La
sistematización clásica de la hermenéutica es la efectuada por Schleiermacher.
Por supuesto, estos estudios no son radicalmente nuevos. Ya Protágoras
distinguía entre lo que él denominaba “fundamentos de los discursos” (pythmenas
logon) cuatro tipos: la pregunta, la súplica, la respuesta y la orden. Otras
clasificaciones se encuentran en Alcidamante y Anaxímenes (Antonio López Eire,
Orígenes de la poética 17 ss). El mismo Aristóteles presenta una lista comparable
(mandato, ruego, explicación, amenaza, pregunta, respuesta, etc.), añadiendo
además que este tipo de estudio no es propio de la poética: “Por el conocimiento o
ignorancia de estas cosas no se puede hacer al arte del poeta reproche alguno
digno de especial atención. Porque, ¿cómo suponer falta alguna en lo que achaca
Protágoras a Homero, quien, al decir “canta, oh diosa, la ira...”, pensó rogar y lo
que hizo fué ordenar, puesto que, según palabras de Protágoras, decir en
imperativo que se haga o no algo es una orden? Dejemos pues, de lado tales
consideraciones que son propias de otras artes, no de la poética” (Poética 1456
b). Rudimentos pragmáticos de este tipo se encuentran durante siglos en las
Lógicas, Retóricas y Gramáticas de toda especie, hasta su sistematización gradual
en nuestro siglo (cf. van Dijk 24; van Overbeke 412). Antes de los “actos de habla”
vinieron las “funciones del lenguaje” o “usos del lenguaje” (hay versiones en
Malinowski, Brugmann, Sonnenschein, Steinthal, Bally, Richards, Bühler,
Jakobson, Martínez Bonati, Halliday, Castilla del Pino, etc.), una noción que no
debe considerarse desbancada por este nuevo enfoque, pues sólo está recubierta
parcialmente por él.
How to Do Things with Words (95 ss). Cf. Searle (Actos 32); van Dijk (Text
Grammars 318 ss, Texto 278 ss), Schmidt (Teoría 59 ss); Pratt (80); Lyons
(Semantics 730); Lozano, Peña-Marín, Abril (188). Una interesante prefiguración
de la diferenciación de Austin aparece en la teoría de Ingarden (Literary Work 107
ss).
La noción del lenguaje como una forma de actuar es evidentemente anterior
a Austin. Cf. por ejemplo Roman Ingarden (“The Functions of Language in the
Theater” 382); Benveniste (“Subjectivité” 265).
Searle 47, 65 ss; Pratt 81; Lyons, Semantics 733; van Overbeke 458 ss;
Ducrot, “Pragmatique” 519.
“Intention and Convention in Speech Acts” 456-457. Cf. Hirsch, Aims 67-71.
Para A. V. Cicourel, la comunicación deja de ser una simple transacción de
significados y deviene un intercambio de actos de habla (“Three Models of
Discourse Analysis: The Role of Social Structure”, cit. en Lozano, Peña-Marín y
Abril 41).
“So the performance of an illocutionary act involves the securing of uptake”
(Austin 117). Cf. Strawson, Searle (Actos 52); Lyons (Semantics 733); Lozano,
Peña-Marín y Abril (194 ss). Subrayemos que es la fuerza ilocucionaria lo que ha
de reconocerse, y no la intención perlocucionaria no convencionalizada, como
sostenía Grice (cf. la refutación de esta postura en Searle, Actos 51 ss). Van Dijk
(Texto 282 ss) también descuida esta distinción, lo cual imposibilitaría, por
ejemplo, una diferenciación teórica entre ficción y mentira (3.1.4.2 infra ). Sin
embargo van Dijk no confunde estos dos actos (cf. “La pragmática de la
comunicación literaria” 180).
“El habla, la literatura y el espacio que media entre ambas” 40.
Bach y Harnish (10). Cf. Searle: “El acto o actos de habla realizados al emitir
una oración son, en general, una función del significado de la oración” (Actos 27).
Bach y Harnish también demuestran que aun en los casos en que la fuerza
ilocucionaria se haga explícita en el significado locucionario no por ello
desaparece el nivel propiamente ilocucionario: el oyente deberá reconocer que la
atribución de fuerza ilocucionaria declarada es exacta y debe interpretarse
literalmente. Además, la semántica de la frase sólo nos diría qué tipo de acto
locucionario se realiza: no nos dice que se haya realizado efectivamente (204 ss).
Cf. Zelig S. Harris, “Discourse Analysis”; DoleΩel, “Structural Theory” 95;
Halliday, “Linguistic Function” 334; Petöfi y García Berrio 245.
Cf. Karl D. Uitti (“Philology: Factualness and History” 112), Richard Ohmann
(“Speech, Action, and Style”, 245), D. Sperber (“Rudiments de rhétorique
cognitive”), van Dijk (Text Grammars 3, Texto 32), Schmidt (Teoría 51 ss), Lanser
(71), Segre (Principios 377). Hjelmsev ya trataba ciertos fenómenos semánticos,
como la connotación, a nivel de discurso (Martinet 177).
Van Dijk, Texto 325 ss; cf. Pratt 85. Para Ohmann, en una novela, “behind
the acts of stating is the all-encompassing illocutionary act of telling a story”
(“Speech” 247). Ohmann señala, con cierta razón, que también la estilística clásica
ignoraba el nivel ilocucionario del discurso.
Ver 3.1.6.2 infra. Desarrollo algunos aspectos de la literatura desde la teoría
de los actos de habla en los artículos “Speech Act Theory and the Concept of
Intention in Literary Criticism” y “Speech Acts, Literary Tradition, and Intertextual
Pragmatics.” Otros desarrollos pueden verse en Sandy Petrey, Speech Acts and
Literary Theory.
Roger Fowler, “The Structure of Criticism and the Languages of Poetry: An
Approach through Language” 185.
Searle, Actos 65. Jacques Derrida (Limited Inc) ha criticado esta actitud
como “logocéntrica”. Con respecto a la crítica deconstructivista al estructuralismo
en general, sólo podemos apuntar aquí brevemente que a nuestro juicio gran parte
de las objeciones quedan invalidadas si se hace una interpretación situacional y
constructivista de la actividad estructuralista: las estructuras no son arquetipos
platónicos, sino modelos provisionales contruidos para un acto interpretativo
específico en un contexto discursivo dado.
T. Ballmer y W. Brennenstuhl, Speech Act Classification: A Study in the
Lexical Analysis of English Speech Activity Verbs 26.
Cf. Lanser (280, 289). Por supuesto, algunos autores ya han trabajado en
esta dirección hace tiempo. En la (muy incompleta) clasificación de actuaciones
verbales presentada por Brugmann, que incluye ocho categorías sí se recoge
como un tipo individual el “statement about imagined reality” (Verschiedenheiten
der Satzgestaltung nach Massgabe der seelischen Grundfunktionen; cit. por
Jespersen, 301). El análisis de Ingarden (3.1.4.2 infra) es ya bastante detallado.
Ludwig Wittgenstein, Philosophische Untersuchungen § 23; Habermas,
Theorie der Gesellschaft oder Sozialtechnologie, cit. en Schmidt, Teoría 124 ss;
Schmidt, Teoría 128 ss.
Algunas definiciones de la pragmática literaria no contemplan el análisis
pragmático de los contextos comunicativos interiores al texto (por ej. van Dijk,
“Pragmática” 191; Tomás Albadalejo Mayordomo, “La crítica lingüística” 191).
La crítica de J. Derrida en “Signature événement contexte”, que
supuestamente niega la diferencia esencial entre palabra y escritura, sólo parece
aplicable al contraste descontextualizado entre estos dos medios. En los rasgos
“esenciales” queremos incluir también las condiciones discursivas usuales de
estos medios.
Por supuesto, el proceso es (idealmente) recuperable a partir del objeto. Lo
mismo sucede con cualquier tipo de “escritura” no gráfica, como la grabación
magnética. Y, de todos modos, la distinción entre proceso y objeto es relativa,
como deja claro el estudio de Derrida sobre la materialidad de la escritura.
En Hypertext y Hyper/Text/Theory, libros escrito y editado respectivamente
por George Landow, se exploran algunas implicaciones de la hipertextualidad para
la teoría interpretativa, la estructura narrativa o la interacción entre escritor y lector,
que llegan a fusionarse en un “wreader” (“escrilector”, quizá).
Cf. 3.1.2 supra; Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 290; Segre, Principios 21.
Ver Jenny Shepherd, “Pragmatic Constraints on Conversational Storytelling.”
Cf. Saussure 24 ss; Bloomfield 139 ss; Sanford y Garrod, cap. VIII; Segre,
Principios 141. Nos centramos aquí en el aspecto de comprensión presente en el
uso del lenguaje, sin negar por ello que el oyente haga algo más que comprender
(por ejemplo, adaptar , interpretar, manipular, etc. el mensaje)
Ver por ej. Interaction Ritual de Goffman.
Cf. Paul Ricoeur, “The Model of the Text: Meaningful Action Considered as a
Text” 97. Cit. en Lanser 117.
Sociología de la literatura, cap. I. i.
Ver los interesantísimos análisis de Maurice Couturier en La Figure de
l’auteur.
En Sofistas: Testimonios y fragmentos (Gorgias).
Ingarden, Literary Work 173 n. 157; Lubbock 123; Mark Schorer, “Technique
as Discovery”; Friedman, “Point of View”, etc. Cf. 3.2.1.1, 3.2.2.3.5 infra.
Soliloquia II, x; cit. en Wimsatt y Brooks 125.
Genealogy of the Gentile Gods (XIV. ix, 428). Es decir, la ficción consiste en
la “creación”, mediante la palabra, de una realidad al margen de la referencia
objetiva. Cf. las ideas de Scaliger (Poetics 139) o Sidney (An Apology for Poetry
100). Para algunos, la ficcionalidad sería necesaria para distinguir la literatura de
la historia (Castelvetro, Aristotle’s Poetics I, 145; Dryden, “An Account of the
Ensuing Poem [Annus Mirabilis] in a Letter to the Honourable Sir Robert Howard”
8). Antes se discutía en este sentido la Farsalia de Lucano; hoy se discute el
status literario de In Cold Blood. Cf. 3.1.4.4 infra.
Genealogy XIV. xiii, 131. Argumentos parecidos aparecen ya, según G.
Shepherd (199), en la Rhetorica ad Herennium y en las Etimologías de San
Isidoro. Para una definición de este argumento en el marco de la teoría de los
actos de habla, cf. 3.1.4.2 infra.
Johnson, Rambler 96. Cf. también Hegel, Introducción a la Estética II, 49;
John Stuart Mill, “What is poetry?” 538; Paul de Man, Blindness and Insight 18.
Susana Onega, “Fowles on Fowles” 76.
Cf. también Edward Bullough, “‘Psychical Distance’ as a Factor in Art and an
Aesthetic Principle” 760; Richards, Practical Criticism 277.
Cf. Ricœur, Time and Narrative 2, 3, 13.

Cf. 3.2.1.2; 3.2.2.4.1 infra.


Frege, "Sentido" 59; cf. Todorov, Poética 41; Searle, "Logical Status" 324.
Cf. la crítica que en este sentido hace a Richards Stanley Fish ("Literature in
the Reader" 89-92).
Literary Work 60, 103 ss, 129 ss, 221.
Literary Work 129. Desde nuestra perspectiva, consideraremos que este
asunto sólo puede tratarse a nivel de discurso: es decir, no hablaremos de los
states of affairs de una oración asertiva sin tener en cuenta el mundo (ficticio o
real) al que el texto en su conjunto nos remite, mundo en el cual tiene lugar la
acción.
También basan su definición de la ficción en una contraposición a la frase
asertiva Martínez Bonati (55 ss) y Searle. Este último muestra cómo la regla
fundamental a la que obedece la aserción, el compromiso del hablante con la
factualidad de lo que afirma, no se da en el lenguaje ficticio, y cómo todas las
demás reglas constitutivas del acto ilocucionario se desprenden lógicamente de
este primer paso ("Logical Status" 322 ss). Criticaremos más adelante algunos
aspectos de la concepción de Searle.
Según Frege, "por juicio entendemos el paso de un pensamiento a su valor
veritativo" ("Sentido" 83).
Hay una complicación posterior del concepto de proposición. Según Lyons:
"a proposition is what is expressed by a declarative sentence when that sentence
is uttered to make a statement” (Semantics 141-142). Searle diría que la
realización efectiva de un acto de habla asertivo (juicio) sólo se puede determinar
a partir de las intenciones ilocucionarias del hablante ("Logical Status" 325; cf.
Actos 38). Como vemos, a la descripción de Frege se superpone en Searle y
Lyons el problema de la diferenciación entre actos locucionarios e ilocucionarios
(primitivos); a ello habrá que superponer, además, la posibilidad de que esos actos
ilocucionarios sean imitados por otros actos (derivados) distintos a ellos en
naturaleza. De la proposición deriva el juicio según Frege; del juicio derivará de
modo parecido el acto ilocucionario efectivamente realizado.
Cf. la diferencia establecida por R. M. Hare (Practical Inferences) entre el
elemento trópico y el néustico de un acto de habla (ilocucionario). Esta analogía
nos podría llevar a precisar más lo que hay de común entre un discurso de ficción
y una cita (de una enunciación imaginaria): "when we embed a declarative
sentence as the object of a verb of saying in indirect discourse, we associate the it-
is-so [tropic] component, but not the I-say-so [neustic] component, with the
proposition that is expressed by the embedded sentence" (Lyons 750).
Searle, en cambio, propone hablar de referencia ficticia o fingida, y no de
referencia a un mundo ficticio ("Logical status" 330). El sentido es, sin embargo,
equivalente: Ingarden entiende aquí "referencia a un mundo ficticio como si se
tratase de un mundo real"; Searle distingue este caso de la referencia a un mundo
ficticio como tal mundo ficticio.
Por ejemplo, no queda claro en la teoría de Ingarden qué son las frases de
una obra de ficción si no son juicios—es decir, cuál es la categoría común que
engloba a juicios y pseudo-juicios. Para Ingarden estos últimos no son
propiamente hablando ni proposiciones ni juicios. Su teoría requiere una categoría
intermedia, que sólo es definida vagamente, en lugar de suponer una progresiva
instrumentalización e hipercodificación lingüística, según proponemos nosotros.
Además, a pesar de su mérito histórico, la noción de textualidad de Ingarden está
insuficientemente desarrollada, y es infrautilizada en su discusión de la
ficcionalidad. La peculiaridad óntica del discurso de ficción no debería describirse
en base al "quasi-judgemental character of its assertive propositions" (Literary
Work 172) sino en base a una peculiaridad pragmática del texto entero como acto
de habla global. En la edición de 1965 de Das Literarische Kunstwerk, Ingarden
hace extensivo su análisis al resto de las frases de la obra: así, habrá pseudo-
preguntas, pseudo-evaluaciones, etc. (182 ss) pero no modifica radicalmente su
análisis. El punto más débil del mismo es hacer descansar la ontología de la obra
en exceso sobre la frase y no sobre la obra en su conjunto o en las convenciones
genéricas, elementos que sin embargo tiene en cuenta someramente Ingarden
(secc. 23).
En un sentido algo distinto al de Richards, pero que según creemos coincide
fundamentalmente con el de Ingarden. "Las frases literarias", aclara Martínez
Bonati, "son juicios auténticos, pero imaginarios, no cuasi-juicios reales, como
sostiene Ingarden" (216). De la descripción de Ingarden se desprende que las
diferencias son sólo terminológicas.
Ontology of the Narrative (The Hague: Mouton, 1972); cit. en Lanser 285.
Actos 86; "Logical Status" 330. Cf. también Castilla del Pino, "Psicoanálisis"
319 ss.
Pragmatics and Fiction. 2. J.-K. Adams (5) pretende que algunos de los
ejemplos de Searle o Quine están viciados por no tener en cuenta este doble
sentido de la referencialidad: ignoran que sus ejemplos también están sometidos a
condicionantes discursivos, a saber, los del propio discurso filosófico que los
introduce. Cf. por ejemplo la afirmación de Searle sobre la carencia absoluta de
referencialidad, incluso ficticia, de la expresión "la señora de Sherlock Holmes"
(Actos 86; "Logical Status" 329). Pero creemos que Searle está haciendo
abstracción de su propio discurso, está utilizando metalenguaje, y que sus
conclusiones son perfectamente aceptables en este punto.
"El conocimiento según la analogía (...) no significa, como se entiende
generalmente la palabra, una semejanza incompleta de dos cosas, sino una
semejanza completa de dos relaciones entre cosas completamente desemejantes"
(Kant, Prolegómenos § 58, p.180).
"Speech" 254. Cf. Frye, Anatomy 79, 84-85; Pratt 173; Ruthrof 53. Es obvio
que estos autores se están refiriendo a la literatura en cuanto ficción (cf. 3.1.6.1
infra). Lanser propone definir la ficción como un conglomerado de actos de habla
hipotéticos, "‘hypothetical’ illocutionary acts, acts of pretending" (280). Sobre la
idea de Ohmann de que el contexto va incluido en cierto modo en el texto, cf.
Greimas "Teoría" 28 ss; Ducrot, "Pragmatique" 534). Es una idea ampliamente
difundida: cf. Gullón 83 ss; Lanser 118, 243; Lázaro Carreter, “La literatura” 160.
"Logical Status" 326. Según Lanser (284) tanto Searle como Ohmann e Iser
comparten el concepto del texto literario como conjunto de actos de habla
"fingidos", "imitados", "hipotéticos". La postura original Ohmann no está a veces
nada clara: tan pronto niega que los actos literarios tengan fuerza ilocucionaria
como afirma que se realiza el acto de "fingir" (cf. "Actos" 27-29); una vacilación
semejante vemos en Oomen (139, 147). Posteriormente Ohmann reconoce una
fuerza ilocucionaria específica de la ficción (o más bien de la "literatura", lo cual no
es tampoco satisfactorio; "Habla…" 47 passim).
Cf. también José Domínguez Caparrós, "Literatura y actos de lenguaje" 115.
Un discurso de ficción puede ser comunicativo en dos sentidos (cf. 3.4.3
infra), en el sentido de que nos es comunicado y en el sentido de que se nos
comunica algo a través de él. La idea de que la ficción literaria puede ser una
forma de comunicación no es en absoluto novedosa o infrecuente. Cf. por ej.
Booth, Rhetoric 397; Roland Posner, "Poetic Communication vs. Literary
Language, or: The Linguistic Fallacy in Poetics" 125 ss; Oomen 139; Pratt 86;
Chatman, Story and Discourse 31; Lanser 4; Lázaro Carreter, “La literatura” 169;
van Dijk, "Pragmática…" 175.
La teoría de los actos de habla de Récanati (La transparence et
l’énonciation; "Qu’est-ce qu’un acte locutionnaire?") es más flexible que la de
Searle a la hora de explicar los escalonamientos, instrumentalizaciones y
desdoblamientos de los actos de habla. Tzvetan Todorov ("La notion de
littérature", en Les genres du discours) y Oomen (148) también presuponen una
descripción semejante de la superposición de enunciaciones.
La postura de J.-K. Adams recuerda la distinción establecida por Ducrot
entre enunciador y locutor ("Pragmatique" 518). Según Ducrot, en el caso de
ironía, el locutor es meramente el productor del enunciado, y no su enunciador.
Pero, como señalan Lozano, Peña-Marín y Abril (115) el locutor sí es responsable
de la ironía en tanto que ironía, y debemos suponer un desdoblamiento de su
actividad.
Cf. Bal, Narratologie 33; Chatman, Story and Discourse 151; Lintvelt 16, 32.
El modelo más semejante al que proponemos es el de Lanser (144).
El concepto de mundo posible deriva de Leibniz (Monadologie § 53). Para
aplicaciones a la teoría de la ficción literaria, ver Eco, Lector 172 ss, y Ruth Ronen,
Possible Worlds in Literary Theory.
Cf. por ejemplo el análisis del sobreentendido presentado por Lozano, Peña-
Marín y Abril (224 ss).
Cf. Ingarden, Literary Work 60, 183 ss; Friedman, "Point of View" 123;
Fowler, Linguistics and the Novel 37; Lanser 80; Richard Ohmann, "Literature as
Act" 99.
Cf. Ingarden, "Functions" 383, 393. Ingarden señala que este estudio ya fue
iniciado por Waldemar Conrad a principios de siglo.
Cf. por ejemplo la opinión de T. S. Eliot sobre la retórica teatral: "A speech in
a play should never appear to be intended to move us as it might conceivably
move other characters in the play, for it is essential that we should perceive our
position of spectators, and observe always from the outside though with complete
understanding" ("‘Rhetoric’ and poetic drama", 40). Por supuesto, nosotros vemos
esta afirmación no como una ley universal, sino como una ley de un lenguaje
dramático concreto que está definiendo Eliot; otros estilos dramáticos pueden
recrearse en el involucramiento y la ignorancia del espectador. Situaciones
comparables se producen en la narración. Así, por ejemplo, se puede motivar la
exposición de un acontecimiento al lector por medio de una conversación entre los
personajes (Bardavío, La versatilidad del signo 181; Sternberg, 250. Cf. 3.2.2.1
infra).
Ohmann afirma que no existe sistema literario distinto del sistema del
lenguaje corriente, sino sólo un uso distinto: "the writer is using the system of
language and language acts describable by the ordinary rules, but using it in a
special way” (257). Pero en el análisis del discurso un uso distinto, si obedece a
regularidades, es un sistema distinto. De hecho, por “lenguaje corriente” solemos
entender una descripción general de niveles de funcionamiento básico del
lenguaje (también la conversación cotidiana desbordaría al “lenguaje corriente” en
este sentido).
Cf. J.-K. Adams: "It should be emphasized that the pragmatic structure is not
a device for determining whether or not a text is fictional. That is ultimately the
responsibility of the writer, who can use external conventions, such as having "a
novel" printed on the title page, or internal conventions, such as writing in a
language that is overtly marked as fictional. The pragmatic structure is a
description of what is generally implied once the conventions of fiction are invoked"
(23). Esto no parece suficiente para cubrir todos los casos. El que los libros de
Carlos Castaneda sean considerados "reportajes" o novelas no depende sólo de
las indicaciones de Castaneda, sino de las creencias de su lector y la manera en
que interprete la actitud de Castaneda hacia su obra, así como de diversos
protocolos editoriales.
George Sampson (The Concise Cambridge History of English Literature
379). Defoe no escarmentaba: ya diez años antes había sido encarcelado por otro
panfleto (The Shortest Way to Deal with the Dissenters) cuya ironía no se captó en
un principio.
Cf. Ohmann, "Actos" 28.
Así lo sostiene S.-Y. Kuroda en "Reflections on the Foundations of Narrative
Theory."
J.-K. Adams 19. Cf. van Dijk, Text Grammars 300.
J.-K. Adams (21); cf. Ingarden (Literary Work 224). Sobre la posición de
Ingarden, cf. sin embargo Literary Work 170 ss.
"Logical Status…" 331. Cf. también Ruthrof 81; Toolan 97.
Para Kristeva (Texto 71), la narración (el "relato") es un fenómeno lingüístico
(podríamos decir "primario") mientras que la literariedad es un hecho de discurso
social, un nivel superior. A pesar de entrecruzarse, estos hechos no están al
mismo nivel.
Genette propone una definición de narratología mucho más restringida. Se
limitaría ésta al estudio del relato transmitido lingüísticamente, “puisque la seule
spécificité du narratif réside dans son mode, et non dans son contenu, qui peut
aussi bien s’accommoder d’une ‘réprésentation’ dramatique, graphique ou autre"
(Nouveau discours 12). Pero habrá de reconocer que hay elementos específicos
de todos estos fenómenos "representables", frente a otros fenómenos menos
representables narrativamente y que no son competencia de una ciencia de los
relatos (por ejemplo, la guía telefónica). Que se llame narratología a la ciencia
genérica o sólo a la específica ya es una cuestión de terminología. Al igual que
hay acepciones más y menos amplias de narración, las habrá de narratología.
Cf. José María Pozuelo Yvancos, Teoría del Lenguaje Literario 245.
R. R. McGuire, "Speech Acts, Communicative Competence and the Paradox
of Authority" 36. Cit. en Lanser 79.
O teoriï prozy 204; cit. en Erlich 243.
Muchas definiciones descuidan este punto. Cf. por ej. Bal (Teoría 126). Al
tratar obras de ficción, y por conveniencia terminológica, utilizaremos "narración"
para referirnos a la actividad del narrador, y “obra narrativa” para la del autor.
Martínez Bonati 180. Cf. Frye, Anatomy 244 ss.
Véase una entretenida historia de esta tríada en la Introduction à l’architexte
de Genette. Hernadi )Teoría de los géneros) recoge muchas variantes de la
tríada.
Cf. Goethe, "Naturformen der Dichtung" (cit. en Genette, Introduction à
l’architexte 67); Husserl, Logische Untersuchungen y J. Petersen, Die
Wissenschaft der Dichtung (cits. en Staiger 23, 237); Staiger 21; Bühler 75;
Stanzel, Typische Erzählsituationen 166; Wolfgang Kayser, Interpretación y
análisis de la obra literaria 442; Ruthrof 78; Lintvelt 82. Hernadi (Teoría 117),
añade el ensayo como cuarto gran género.
Stanzel, Theory 4; cf. Typische Erzählsituationen 4; Friedman, "Point of
View"; Scholes y Kellogg 4.
Esto ha llevado a que Ruthrof (viii, 37) negase la relevancia de la teoría de
los actos de habla para el análisis de la narración. Su planteamiento es, sin
embargo, insostenible ante una teoría como la de Pratt. De hecho, la misma teoría
de Ruthrof propone un equivalente de los macro-actos de habla (58) así como una
jerarquización ontológica de los actos de habla de personajes, narrador y autor
(196).
Ohmann, "Speech" 247; cf. Chatman, Story and Discourse 165 ss; Ricœur,
Time and Narrative 2, 30.
Así, Martínez Bonati opone la actuación verbal de los personajes en el teatro
a la del narrador en la novela: "Estos hablantes dramáticos son personas cuyo
discurso es esencialmente una ación pragmática y nunca simplemente
‘informativo’, como el del narrador épico, o simplemente ‘expresivo’, como el del
hablante lírico" (182). Deberemos entender que éste es el caso no marcado de la
narración literaria no motivada (3.2.2.2 infra).
La “paratextualidad” o textualidad marginal es definida por Genette en
Palimpsestes. Para casos prácticos de su uso en la modelación de convenciones
genéricas, ver Couturier, La Figure de l’auteur.
Está por ejemplo la narración oficial, institucional (el informe): "Wahrend dem
ERZÄHLEN ein universelles wahrheitsbegriff zugrunde liege, der die Darstellung
fiktiver Ereignise und Vorgänge ermöglicht, gelte für das BERICHTEN der
Wahrheitsbegriff der zweiwertigen Logik, derzufolge jeder Aussage das eindeutige
Merkmal ‘wahr’ oder ‘falsch’ (bzw. ‘wirklich’ oder ‘unwirklich’) zugeordnet wird"
(Klaus-Peter Klein, "Handlungstheoretische Aspekte des ‘Erzählens’ und
‘Berichtens’" 230).
Es lo que reprocha Culler al Barthes de S/Z, que no incluye códigos relativos
a la narración entre los múltiples códigos interpretativos que describen la actividad
del lector (Structuralist Poetics 203)
A veces en Teun A. van Dijk: "Artificial narrative does not respect the
pragmatic conditions of natural narrative" ("Philosophy of Action and Theory of
Narratives" 323); "One of the characteristic pragmatic (or, perhaps, pragmatico-
semantic) properties of artificial narration is that the narrator is not obliged to tell
the truth" ("Action, Action Description and Narrative"). Cits. en Ruthrof 22 ss.
Cf. Shklovski, “La construction de la nouvelle et du roman”; Fowler,
Linguistics and the Novel 114.
Pueden consultarse más específicamente los trabajos de Labov y J.
Shepherd citados; y además Richard Bauman, Story, Performance, and Event;
Livia Polanyi, “Literary Complexities in Everyday Storytelling”; Uta M. Quasthoff,
Erzählen in Gesprächen; y Deborah Tannen, “Oral and Literate Strategies in
Spoken and Written Narratives”.
Así opina Genette, "Discours" 183.
Jakobson, "Embrayeurs" 182.
Pratt (94 ss) reprocha este defecto al análisis de la literariedad hecho por
Ohmann, al cual nos hemos referido anteriormente. Criterios poco claros se
encuentran asimismo en Todorov (Poética 41). Aguiar e Silva también funde en
una las nociones de ficcionalidad y literariedad; la "función poética" actúa en la
obra de modo que ésta "crea un universo de ficción que no se identifica con la
realidad empírica, de suerte que la frase literaria significa de modo inmanente su
propia situación comunicativa, sin estar determinada inmediatamente por
referentes reales—por un contexto de situación externa" (Teoría 16). Un universo
de ficción es el que no admite la posibilidad de referentes reales; es distinto el
caso de una obra histórica a la cual leemos como literatura "cortando" una
referencia que sí existe en principio. Esta distinción es ignorada con frecuencia (cf.
3.1.4.1 supra; Ohmann, infra). Para Lanser, "a careful distinction must be made
between fiction and literature" (283); una distinción que según ella es ignorada por
Searle, Ohmann o Iser.
Cf. van Dijk, Text Grammars 336; Searle, "Logical Status" 319-320; Pratt
199.
Kant, Crítica del Juicio, § 5, 109.
George Santayana, "The Nature of Beauty" 706.
Psychical distance (Bullough).
Martínez Bonati 71; cf. Schmidt, "Comunicación" 211.
Display texts en Pratt 173. Cf. Tomashevski, Teoría 14.
Ver mi artículo “Speech Acts, Literary Tradition, and Intertextual Pragmatics,”
esp. 41-43.
Tratado 435. Cf. 3.3.3.3; 3.4.2.3 infra.
Tratado 436. Este énfasis en la indeterminación esencial de la comunicación
literaria es frecuente en las teorías actuales de la interpretación. Cf. Ruthrof (195),
Segre (372).
Según Ohmann ("Habla" 42), esto equivaldría a una definición del aspecto
meramente locucionario de la literatura.
Cf. Tomashevski, Teoría 21; Ingarden, Szkice z filozofii literatury; cit. en
Grabowicz lvii; Aguiar e Silva, Teoría 16; Lázaro Carreter, “La literatura” 160.
Searle, "Logical Status" 320, 325; J.-K. Adams 9
"Logical Status" 320. Cf. Schmidt, "Comunicación" 202; Lázaro Carreter, “La
literatura” 153.
The Modes of Modern Writing 7.
Una idea semejante subyace a la distinción de Ingarden (Literary Work 369)
entre obra literaria y obra de arte literaria. Cf. también Aguiar e Silva, Teoría 29.
Susana Onega, "An Approach to the Fictional Text" 94. Cf. van Dijk, Text
Grammars 336; Castilla del Pino, "Aspectos epistemológicos de la crítica
psicoanalítica" 295.
Frye, Anatomy 77. Cf. Lotman 196.
Cf. Lotman 197-198; Ohmann, "Actos" 20, Posner 130-132; van Dijk,
"Pragmática" 193.
Cf. Pratt 173; E. W. Bruss, "L’autobiographie considerée comme acte
littéraire".
La literatura se suele considerar una forma de comunicación. Cf. por ejemplo
Richards, Principles 20 ss; Roland Harweg, "Präsuppositionen und
Rekonstruktion" (cit. en Stanzel, Theory 180); Castilla del Pino, "Psicoanálisis"
280. Martínez Bonati (130 ss) y J.-K. Adams consideran que la literatura es
comunicación, pero no comunicación lingüística.
Martinet 49. Cf. también Husserl, Logische Untersuchungen (cit. en Martínez
Bonati 108), J. Lyons 32, Searle, Actos 26; Castilla del Pino, "Psicoanálisis…" 271.
Bach y Harnish (97 ss) no comparten, sin embargo, este análisis. Para ellos
no hay comunicación en dos tipos de situaciones: 1) Cuando la intención
perlocucionaria se puede realizar sólo si no es reconocida: son los casos de
engaño, manipulación, ambigüedad deliberada, etc. 2) Cuando se renuncia
abiertamente a la intención comunicativa, aun explotando la presunción de
comunicación; sería el caso del hablar en broma, la narración de ficción, el
recitado. Para nosotros se trata de fenómenos ilocucionarios discursivos: si bien
complejos, perfectamente definibles.
Antonio García Berrio, "Más allá de los "ismos": sobre la indispensable
globalidad crítica" 379.
José G. Herculano de Carvalho, Teoria da linguagem (Coimbra: Atlântida,
1967) 303; cit. en Aguiar e Silva, Teoría 457. Cf. Segre, Principios 236.
Scaliger 137; Booth, Rhetoric 394; Ruthrof 194.
Otras confusiones entre efectos ilocucionarios y perlocucionarios en
literatura se dan en Samuel R. Levin ("Consideraciones sobre qué tipo de acto de
habla es un poema" 72) y van Dijk ("Pragmática" 188).
Austin 121 ss; Searle, Actos 55; Bach y Harnish 15.
Con respecto a la semántica peculiar de la obra literaria, véanse el libro de
Lotman y las páginas 76-85 de la Teoría del lenguaje literario de José María
Pozuelo.
García Berrio, "Ismos" 380. Cf. la distinción romántica entre alegoría y
símbolo.
Es la clásica postura romántica (3.4.1.3 infra).
"Serious (i.e. nonfictional) speech acts can be conveyed by fictional texts,
even though the conveyed speech act is not represented in the text" ("Logical
Status" 332). Esta idea aparece de diversas formas en otras teorías literarias
desde tiempos remotos: la lectura alegórica sería su primera manifestación. Para
nociones contemporáneas de un "discurso dentro del discurso" o "a través del
discurso", cf. Jakobson, Lingüística y poética 62; Eco, Lector 71; Castilla del Pino,
"Psicoanálisis" 271; Segre, Principios 355.
"Pragmática" 186 ss. Todas estas reglas deberían reformularse, añadiendo
esto al principio de cada una: "El oyente cree que".
Idea que subyace cualquier análisis de la acción, desde Aristóteles a
Kristeva (Texto 163) o Culler ("Fabula and Sjuzhet").
Cf. F. R. Leavis, "The Novel as Dramatic Poem: Hard Times "; Steven
Marcus, "The Novel Again"; William Handy, "Toward a Formalist Criticism of
Fiction".
Freeman 79-80; ver también mi artículo “Understanding Misreading”.
Cf. T. S. Eliot, "Tradition and the Individual Talent"; Petöfi y García Berrio
263; Ricœur (Time and Narrative 2, 31) critica la narratología semiótica por hacer
abstracción de la tradición histórica de las formas. Se requiere, pues, una
semiótica cultural y una narratología consciente de la historia literaria.
Segre, Principios 293; Karl Robert Mandelkow distingue entre expectativas
relativas a la época, a la obra y al autor ("Probleme der Wirkungsgeschichte", cit.
en Fokkema e Ibsch 178).
Karl Popper, "Naturgesetze und theoretische Systeme", cit. en Fokkema e
Ibsch 180.
Cf. W. K. Wimsatt, Jr., "Battering the Object: The Ontological Approach".
Mijail Bajtín, The Dialogic Imaginaton. Sobre Bajtín, ver Michael Holquist,
Dialogism.
Sobre este acercamiento “flexibilizado” a la teoría de los géneros, ver Jean-
Marie Schaeffer, “Literary Genres and Textual Genericity”; Jonathan Culler,
“Towards a Theory of Non-Genre Literature”; Alistair Fowler, "The Future of Genre
Theory: Functions and Constructional Types."

3.2. NARRADOR, NARRACIÓN Y NARRATARIO

3.2.1. El narrador

Pasamos ahora a ocuparnos del enunciador del texto narrativo, el narrador. Con el
estudio de la enunciación entramos lo que Gérard Genette denomina problemas
de voz (voix). En su teoría también deriva este concepto de una categoría verbal,
la voz entendida como “aspect de l’action verbale considéree dans ses rapports
avec le sujet”. Nosotros entenderemos: con el sujeto de la enunciación. Jakobson
distingue teóricamente entre sujeto de la enunciación y sujeto del enunciado. Así
nos proporciona otra analogía gramatical corriente para el estudio de la
enunciación: la persona verbal. En efecto, según Jakobson, “La personne
caractérise les protagonistes du procès de l’énoncé par référence aux
protagonistes du procès de l’énonciation” (“Embrayeurs” 182). Encontraremos en
la narración ficticia que, si bien hay un sujeto de la enunciación bien delimitado (el
autor) y un sujeto del enunciado bien delimitado (el personaje), existe como
mediación entre uno y otro la figura del narrador, que comparte características de
ambos y hace bastante complicado el estudio de la enunciación en la ficción
literaria. El estudio del narrador consistirá en determinar la proporción de autor
(enunciador) y la proporción de personaje (enunciado) que hay en él. Por tanto, la
clasificación de los tipos de narración estará fundada en la oposición básica
enunciador-enunciado.

3.2.1.1. Historia del concepto

El status de las voces narrativas textuales refleja de manera en cierto modo


filogenética el planteamiento del problema de la enunciación. En principio, tanto
histórica como estructuralmente, la voz narrativa es la voz del autor, la voz
“autorizada” que encontramos en la épica clásica. Esta voz narrativa autorial actúa
a modo de coro, y contempla la acción desde el punto de vista de una colectividad
que engloba igualmente al lector textual y a los lectores reales originales. Con la
desintegración del feudalismo y la aparición del espíritu burgués, la posición
discursiva del enunciador se problematiza, se subjetiviza y se multiplica en una
variedad de roles. En la novela clásica en tercera persona sigue predominando
durante mucho tiempo la voz narrativa autorizada (es la de Cervantes, de Fielding
o de Trollope, incluso la de James), pero aun este reducto de fiabilidad irá siendo
minando por la novela contemporánea—nos referimos, claro está, a la novela
esencialmente contemporánea, la novela experimental y la postmodernista.
El “yo” del texto puede remitir a un enunciador que no es el autor (Stanzel,
Theory 15). Este hecho ya fué observado por Platón, que distinguió esta narración
“imitativa” de la enunciación “simple” (2.4.1.1 supra). En la primera, el narrador
“habla por boca de otro” y “trata de conformarse todo lo posible con el lenguaje de
aquél en cuyo nombre habla” (República 101). Platón engloba bajo el concepto de
enunciación imitativa tanto el simple discurso directo de la epopeya homérica
como los parlamentos de los actores en la tragedia y la comedia. Paralelamente,
habremos de reconocer aquí que los problemas de voz narrativa tienen un
estrecho parentesco con la diferencia entre el discurso directo y el indirecto tratada
con anterioridad ; en la diferencia platónica entre enunciación simple y discurso
directo, se encuentra el germen, la base lingüística elemental, de toda la variedad
de problemas de voz narrativa (cf. Todorov, “Catégories” 144).
Aristóteles resalta más la diferencia entre el discurso directo y la representación
teatral (1448 a). Platón condenaba la enunciación imitativa; Aristóteles, por el
contrario, considera que “el poeta mismo ha de hablar lo menos posible por cuenta
propia, pues así no sería imitador” (Poética 1460 a). Homero siempre cede la
palabra a alguno de sus personajes e interviene en persona lo menos posible; es
el mejor de los poetas épicos porque es el más dramático, el menos entrometido.
Esta idea se repite frecuentemente en los tratados clásicos sobre la narración, y
tiene numerosas versiones modernas, más o menos prescriptivas. Aristóteles ve
en el diseño de la acción algo así como la palabra indirecta del autor, con vistas a
provocar un efecto (perlocucionario, diríamos hoy) determinado, de manera
comparable a como lo haría un discurso. Aunque favorece la presentación
inmediata, dramática, de la acción, reconoce que la palabra directa del autor
también tiene sus valores propios:

Hay que tratar, evidentemente, las acciones según estas mismas ideas [propias de
la retórica] siempre que hayan de ser en efecto compasivas, tremefacientes,
grandiosas o verosímiles; la diferencia está en que las acciones han de aparecer
por sí mismas, sin instrucciones; mientras que los efectos de la palabra tienen que
ser preparados por el orador y provenir del discurso mismo. Porque si no, ¿para
qué serviría el que habla si su pensamiento apareciera por sí mismo, y no
mediante sus palabras? (Poética XIX, 1456 b)

Esto no le impide minusvalorar los géneros y efectos narrativos propiamente


dichos frente al drama, afirmando de modo harto cuestionable que la tragedia
tiene todos los elementos de la épica y algunos más que le son propios. Y lo que
ni Platón ni Aristóteles toman en consideración es la posibilidad de una narración
en la que incluso el marco narrativo que encuadra al discurso directo sea imitativo
o dramático: que el “yo” del narrador no remita al autor.
Esta idea aparece gradualmente. Dryden (“Account” 11) contrasta los estilos
poéticos de Ovidio y Virgilio basándose en una distinción semejante a la platónica:
Virgilio habla con su propia voz, y Ovidio habla como los dramaturgos, con la voz
de sus personajes. Para Dryden, este estilo requiere una especial atención a la
expresión (frente a la invención y disposición del material), y hace que el estilo de
Ovidio sea especialmente apto para la presentación de caracteres, mientras que el
de Virgilio se presta más a la narración de acciones. Wordsworth habla de
“dramatic parts” en sus propios poemas: son “those parts when the poet speaks
through the mouth of his characters” (“Preface” 439); deben estas partes guardar
un estricto decorum, ciñéndose estrictamente al vocabulario e ideas del personaje-
narrador, y no presentar una elaboración lingüística excesiva que convendría más
bien a la propia voz del poeta. Coleridge señala un peligro del uso de un narrador
ficticio: el “ventriloquismo”, que se da “where two are represented as talking while
in truth one man only speaks” (Biographia, cap. XXII). Wordsworth, a pesar de sus
propósitos, ha caído en este defecto en opinión de Coleridge.
Estas distinciones entre narrador y autor relativamente tempranas se refieren
únicamente a la narración homodiegética; es el caso más evidente. Así,
Spielhagen puede separar claramente en su teoría el autor y el narrador en
primera persona:

Wir nennen in der Kunstsprache einen Roman, dessen Held als Selbserzähler
seiner Fata auftritt, einen Ich-Roman zum Unterschiede von den anderen
Romanen, in welchen der Held eine dritte Person ist, dessen Schicksale uns von
dem Dichter erzählt werden. (Spielhagen 131)
Pero esta separación no se hace extensiva a la narración en tercera persona
hasta una fecha relativamente tardía. La crítica de la primera mitad de nuestro
siglo aún confunde a menudo las áreas del narrador y del autor en la narración
heterodiegética. Tanto James como Vernon Lee, Perry o Tomashevski hablan de
“autor” para referirse al narrador heterodiegético. Para Tomashevski, sólo hay
narrador diferenciado del autor cuando el relato imita el lenguaje oral, y se crea un
personaje concreto que se hace cargo de la narración. Esto no sucede siempre,
pues es frecuente encontrar “narración abstracta, sin narrador y sin desarrollo del
skaz [relato oral]” (Teoría 254; cf. Eïjenbaum, “Prose” 199; “Manteau” 212). Ahora
bien, para los formalistas este “autor” que narra no es identificable sin más con el
autor real. Eïjenbaum lo expresa de modo un tanto exagerado: “pas une seule
phrase de l’oeuvre littéraire ne peut être en soi une ‘expression’ directe des
sentiments personnels de l’auteur, mais elle est toujours construction et jeu”
(“Manteau” 228; cf. 3.4.1.1 infra). El autor siempre habla, pues, a través de la
máscara del artificio.
En gran número de teorizadores de la literatura de la primera mitad de nuestro
siglo todavía no se considera la posibilidad de distanciamiento estético que se
produce entre el autor y su creación. Para Croce o Vossler, la obra es expresión
directa de la subjetividad del autor. Era de esperar que se reaccionase
violentamente contra estas posturas (cf. Martínez Bonati 154). Una reacción tal es
la famosa “deshumanización del arte” de Ortega y Gasset o T. E. Hulme
(“Romanticism and Classicism”). Cuando cobra generalidad con la Nueva Crítica
americana y luego con la influencia del formalismo ruso y del estructuralismo un
esfuerzo diferenciador entre el autor y su obra, éste es a menudo exagerado.
“L’artiste, homme sensible qui éprouve telle ou telle humeur,” afirma Eïjenbaum,
“ne peut et ne doit pas être recrée à partir de sa création” (“Manteau” 228). O la
afirmación excesivamente general y absolutista de Wolfgang Kayser: “le narrateur
n’est pas l’auteur (...); le narrateur est un personnage de fiction en qui l’auteur s’est
métamorphosé” (“Qui raconte?” 72). Pero habremos de reconocer que la voz y la
perspectiva de ese narrador son de alguna manera la responsabilidad del autor:
negar la voluntad configuradora del autor sería ignorar un aspecto fundamental del
fenómeno literario.
Es de notar que si las concepciones sobre la enunciación literaria varían con el
tiempo, es entre otras razones porque también varía su objeto de estudio. Formas
literarias y conceptos críticos, y el uso que se da a unas y otros, son fenómenos
históricos: el desarrollo de los últimos va fuertemente ligado al desarrollo de las
primeras, que a su vez está ligado a la vida entera de una cultura. Como observa
Weimann, está fuera de lugar analizar la épica clásica con presupuestos
inmanentistas como los del New Criticism (“Erzählerstandpunkt” 392). Este es un
caso de especial divergencia entre método y objeto: tendremos que aspirar a
desarrollar una metodología más flexible, adaptable a distintas modalidades
genéricas e históricas de la narración.

3.2.1.2. La autonomía del nivel de la narración


Debemos, pues, ver en qué sentido el nivel de la narración no se identifica
simplemente con la actividad del autor, sin ser por ello independiente de ella. Para
ello debemos analizar los fundamentos de la teoría de la enunciación en la que se
basan los enfoques estructuralistas. La lingüística moderna ha insistido en la
presencia de la enunciación en el enunciado, ya sea como un contenido
representado en él o como un punto de referencia necesario. Un buen ejemplo de
esta última noción aparece en la teoría de Benveniste:

Le langage n’est possible que parce que chaque locuteur se pose comme sujet, en
renvoyant à lui-même comme je dans son discours. (...) [J]e se réfère à l’acte de
discours individuel où il est prononcé, et il en désigne le locuteur. C’est un terme
qui ne peut être identifié que dans ce que nous avons appellé ailleurs une instance
de discours, et qui n’a de référence qu’actuelle. (Benveniste, “Subjectivité” 260).

La insistencia de Benveniste en la vaciedad de sentido de este deíctico (“est


‘ego’ qui dit ‘ego’” [“Subjectivité” 260]) oscurece algunas posibles complicaciones
que puede presentar la enunciación. La discusión de Benveniste supone una
relación simple, rígida y mecánica entre lenguaje y subjetividad. Pasa por alto la
diferencia existente entre la referencia “discursiva” a un personaje y la referencia
al narrador. De un modo más general, no entra en consideración de lo que Bühler
(199 ss) llama deixis en fantasma, o deixis mediata, que también puede afectar al
deíctico “yo”, como a cualquier otro. El sistema de coordenadas lingüísticas “yo-
aquí-ahora” no es inamovible, sino desplazable, manipulable (cf. Bühler 170, 216,
547). La existencia misma del sujeto gramatical es en parte un recurso para
desligar la enunciación del hablante (Bühler 549). En un momento ulterior, el
enunciador se puede desligar de los mismos deícticos que señalan hacia él,
instrumentalizándolos, convirtiéndolos en símbolos. No siempre es “ego” quien
dice “ego”; quien dice “ego” puede estar citando a alguien que dice “ego”. Esta
confusión se deriva de un malentendido más fundamental relativo al
funcionamiento de los deícticos. Benveniste parte de la constatación jakobsoniana
(“Embrayeurs”) de la variabilidad de sentido de los deícticos (shifters o
embrayeurs) según el contexto en que se emitan. Pero la variabilidad contextual
de los deícticos es aún más amplia de lo que nos llevaría a creer la exposición de
Jakobson o Benveniste, porque la variabilidad (cualitativa) de contextos es
también mayor. La deixis no está ligada directamente al uso efectivo, como parece
creer Benveniste: apunta a un contexto, pero a un contexto significado; es un
contenido transmitido por el signo deíctico (Eco, Tratado 211). Los deícticos se
orientan en base a un punto de referencia espacio-temporal que puede muy bien
ser el acto de la enunciación, pero también puede ser un punto virtual proyectado
por el discurso, un punto que carezca incluso de una base material significada (cf.
Stanzel, Theory 92). Benveniste no establece una distinción básica: la más
inmediata actualidad del contexto enunciativo no es suficiente para identificar al
enunciador. Nuestro discurso está heredado del discurso de los demás; a veces,
recreamos incluso la situación comunicativa originaria de las palabras que
repetimos. Si reproducimos en discurso directo las palabras de alguien, “yo”
significará ese hablante, “aquí” y “ahora” se referirán al contexto comunicativo
originario. En este sentido nos parece necesario insistir con Ducrot en la diferencia
entre locución y enunciación (cf. 3.1.1 supra). La actividad de enunciación puede
influir en ciertas estructuras lingüísticas, o haberlas originado, pero ello no quiere
decir que esté representada forzosamente por ellas. “Seule son effectuation la
manifeste (...), sa place dans l’énoncé est une place vide” (Ducrot, “Pragmatique”
534). Por tanto, “yo” no es un creador de subjetividad, como afirma Benveniste; es
un operador de la subjetividad. Debemos tener en cuenta esta posibilidad
estructural, que en literatura da origen, por derivacion, a la figura del narrador. En
una descripción pragmática de un texto con un narrador ficticio deberíamos, por
tanto, suponer una enunciación implícita o no manifestada como tal en el
enunciado: la del autor. Van Dijk propone introducir en la descripción de la
estructura profunda un verbo performativo suprimido por transformación en la
estructura superficial. “In this case the I of the text can in fact be considered to be
a third person category in deep structure which is realized as I in surface structure”
(Text Grammars 300). Este hecho no sería muy distinto de las simples
transformaciones necesarias para explicar el uso de los deícticos en el discurso
directo (cf. el ejemplo de van Dijk, 301). Por ello no habría que proponerlo como
un rasgo específico de la pragmática literaria, como hace van Dijk (Text Grammars
334), pues da origen a fenómenos específicamente literarios y a otros que no lo
son. Lo que sí parece darse en la literatura y en la narración es el máximo
desligamiento posible entre las circunstancias de la enunciación original y el
enunciado efectivamente transmitido. “La necesidad de liberar del campo
mostrativo actual el contenido representativo de un decir”, observa Bühler, “surge
en el discurso narrativo” (Bühler 554). La literatura, y en particular la narración
ficticia, llevan a un extremo esta posibilidad del lenguaje.
Otros deícticos, al margen del pronombre de primera persona, pueden ser
utilizados de manera virtual o figurativa (por ejemplo, por un narrador
extradiegético). Se pueden así crear sujetos hipotéticos secundarios, que
desempeñen, por ejemplo, el papel de focalizadores; hay, por tanto, maniobras de
creación de sujetos textuales más fundamentales que otras.
Mediante este recurso, el autor real puede desligar la enunciación de su
persona en la medida en que lo desee. Puede no decir “yo” nunca; todo “yo” del
texto remitirá a otro enunciador distinto del inmediato. El caso más sencillo y
corriente es la creación de un narrador-personaje ficticio, como Huckleberry Finn o
Gulliver. El “yo” también puede aludir al autor, pero de una forma equívoca o
parcial en grado variable, de tal modo que se produzca una ficcionalización del
autor; podemos por tanto utilizar el concepto de narrador ficticio tanto en textos
escritos en primera como en tercera persona.
Es más: en principio, el autor real puede aparecer en la narración y ser aludido
en tercera persona, puede pasar a ser un “él”, mientras el “yo” narrativo se reserva
para un narrador ficcionalizado. Es lo que sucede de maneras distintas en los
escritos históricos de César y en la alusión a Cervantes en la historia del Cautivo
del Quijote (I, XXXIX-XLII). Ciertas estrategias discursivas se podrían describir, de
modo inverso, como resultado de la cancelación parcial del sujeto de la
enunciación, de su renuncia a las señales de persona, de tiempo, etc. (cf. Lozano,
Peña-Marín y Abril 118 ss). El nivel de la narración puede gozar, pues, de una
completa autonomía. La “instancia narrativa” no debe ser confundida con el
focalizador ni con el autor: “le narrateur est un rôle fictif, fût-il directement assumé
par l’auteur” (Genette, “Discours” 226); “qui parle (dans le récit) n’est pas qui écrit
(dans la vie), et qui écrit n’est pas qui est” (Barthes, “Introduction” 20).
Podríamos preguntarnos si esta enunciación ficticia sólo se da en aquellos
casos en que se presenta de manera explícita. De su gran autonomía respecto de
la enunciación real se saca a veces la conclusión de que el “yo” narrativo en una
narración literaria no puede remitir al autor, lo cual parece excesivo. En un cierto
sentido, el enunciador que emana del texto es un ser de papel. Pero hay que
matizar: esta concepción procedente del estructuralismo es problemática si se
extrema. Puede conducirnos al solipsismo absurdo de creer que un autor no
puede escribir otra cosa que ficción, o que todo enunciador que reconozcamos en
un texto es ficticio. Veremos que el autor siempre está presente en la obra como
autor textual (3.3.1.1 infra). El “yo” narrativo puede remitir a una situación
enunciativa imaginaria, pero también puede remitir a una real, la enunciación del
propio texto literario.
Siempre hay un autor real y una imagen textual del mismo; puede no haber
narrador ficticio, en cuyo caso el autor textual asume directamente la enunciación.
“On the whole”, opina Lanser, “it is safe to posit an inverse relationship between
author-narrator equivalence and the degree to which the narrator is ‘fleshed-out’ as
a textual character” (153). Los narradores de Beckett, señala Lanser, se
encontrarían en el extremo opuesto a la identificación con el autor. Una
perspectiva histórica o genérica más amplia podría hacernos ser aún más cautos a
la hora de generalizar. Así, géneros como el relato (tale) de ficcionalidad
indeterminada parecerían cuestionar la clasificación misma: valga de ejemplo el
Oroonoko de Aphra Behn, donde la “autora” es testigo y narradora de una historia
de dudosa autenticidad que sin embargo se presenta como auténtica. La
gradación entre enunciación real y ficticia es infinita; los casos intermedios,
numerosísimos. Pero ello no quita validez a la polaridad conceptual necesaria para
la definición y “medición” de cada caso (cf. Volek 30 ss).
Lo que sí es de resaltar es que en la narración literaria no está determinado por
adelantado el papel del enunciador: es el texto el que lo modela con enorme
libertad, y propone una modelación similar del papel del destinatario. En este
sentido sí podemos decir que el emisor y el receptor están presentes en el texto
no sólo como los interlocutores entre los que el texto circula, sino como roles
actanciales del significado textual. No tienen por qué ser mencionados
explícitamente, aunque siempre están presentes en tanto que sujeto y destinatario
de la enunciación ficticia, que se halla enmarcada en la enunciación real que
circula del autor textual al lector (cf. 3.3.1.2 infra).
Para algunos teorizadores (Kayser, Martínez Bonati, J.-K. Adams) siempre
existe el narrador en tanto que hablante ficticio. El hecho de que haya un discurso
implica un hablante: si este discurso no es asumido por el hablante real, el autor,
debemos postular un hablante ficticio o narrador. El narrador (speaker) es siempre
ficticio para J.-K. Adams mientras nos hallemos ante un texto de ficción. Esto
parece obvio en los textos en primera persona, pero requiere una argumentación
especial en los textos en tercera persona:

The problem that third person narratives present is that in many of them the
speaker lacks all characteristic except the ability to narrate, and therefore, it is
difficult to attribute fictional characteristics—or any other kind of characteristics—to
him. (J.-K. Adams 19)

Así se ha llegado a hablar de “relatos que se cuentan a sí mismos” (Lubbock),


relatos “impersonales”, “sin narrador”, en los que no se manifestaría la función
expresiva. Benveniste ve en lo que él denomina énonciation historique una
modalidad narrativa que se caracterizaría por su objetividad, por la no intervención
del enunciador en el discurso:

A vrai dire, il n’y a même plus de narrateur. Les événements sont posés comme ils
se sont produits à mesure qu’ils apparaissent à l’horizon de l’histoire. Personne ne
parle ici; les événements semblent se raconter eux-mêmes. Le temps fondamental
est l’aoriste, qui est le temps de l’événement hors de la personne d’un narrateur.

La énonciation discoursive descrita por Benveniste está personalizada: en ella


aparecen constantes referencias al locutor, al interlocutor y a la situación
comunicativa: gira alrededor de lo que para Benveniste son propiamente hablando
las formas personales del pronombre, yo y tú, acompañados por todos los
indicadores lingüísticos que remiten a una enunciación concreta: deícticos,
tiempos verbales referidos al tiempo de la narración, interrogaciones y
exclamaciones, modalizaciones, etc. Yo y tú constituyen la situación comunicativa;
él es en principio un elemento ajeno, aunque necesario, cuyo tiempo característico
es el pasado:

El intercambio dialógico yo-tú no es posible en su forma pura; en ese caso debería


excluir terceras personas ausentes y el pasado, cuando yo y tú no dialogaban
todavía, sino que se encontraban en otras situaciones dialógicas. (Segre,
Principios 25)

No hay discours sin histoire, no hay enunciación totalmente presente y centrada


en los interlocutores. Pero Benveniste sostiene que puede haber histoire sin
discours. En la enunciación histórica habría según Benveniste una ausencia de
persona: sólo interviene en él una “no-persona”, la tercera persona él. El discurso
centrado en “él” tiende a evitar referencias a sí mismo; nos presenta el mundo de
la acción como una objetividad sólida, mientras que en el diálogo o el monólogo el
acento suele desplazarse al discurso mismo y a sus interlocutores e incluso a
veces la atención narrativa se desplaza de la acción al desarrollo mismo del
discurso (Starobinski 288). La narración que aspire a la neutralidad utilizará
palabras sencillas y se limitará a referirse a hechos de la acción: eso es lo que por
convención consideramos neutralidad narrativa (Chatman 168). Greimas señala la
prioridad lógica de la enunciación discursiva sobre la histórica:

podemos decir que la estructura económica de la enunciación en la medida en que


se puede identificar con la comunicación de un objeto enunciado entre un
remitente y un destinatario, es lógicamente anterior y jerárquicamente superior a la
estructura del enunciado simple. De esto se deduce que los enunciados
lingüísticos del tipo “yo-tú” dan la impresión de estar más cerca del sujeto no
lingüístico de la enunciación y producen una “ilusión de realidad” más intensa.
(“Teoría” 28-29).

Observemos, sin embargo, que la narración tradicional y clásica no suele poner


explícitamente de manifiesto el intercambio discursivo, y deja que el narrador se
mantenga impersonal, emanando simplemente de sus historia.
La “persona tertia” ya había sido caracterizada por Bühler como perteneciente a
un plano distinto a yo y tú; Bühler ve en la tercera persona el límite de la
objetivación en el lenguaje natural, el mayor desligamiento posible de las
circunstancias de la enunciación. Pero Bühler en ningún momento insinúa que la
enunciación real desaparezca de la vista.
Para Genette, la “enunciación histórica” de Benveniste es un mito, una hipérbole
abusiva: “enfin, tout énoncé est en lui-même une trace de l’énonciation; c’est, me
semble-t-il, un des enseignements de la pragmatique”. La noción de una narración
sin huellas enunciativas ya está suficientemente refutada por varias décadas de
estudios sobre la enunciación. Aunque no hubiese narrador ficticio para hacerse
cargo de estos sucesos, nunca podríamos renunciar a la presencia del autor como
narrador. El concepto de una posible “ausencia de narrador” parece resultar, sin
embargo, especialmente fascinante para muchos teorizadores.
Muchas veces la cuestión está mal planteada. Presumiblemente, pocos de
estos teorizadores negarían que estos relatos “neutros” son narrados por el autor.
Según Hamburger, esto es lo que sucede en la narración “épica”, heterodiegética:

Nur scheinbar weicht man der Personifizierung des “Erzählers” aus, wenn man
einen “fiktiven Erzähler” aufstellt, um eine biographische Identität mit dem Autor zu
umgehen. Einen fiktiven Erzähler, der, wie es offenbar vorgestellt wird, als eine
Projection des Autors aufzufassen wäre, ja als “eine vom Autor geschaffene
Gestalt” (F. Stanzel), gibt es nicht, gibt es auch in den Fällen nicht, wo durch
eingestreute Ich-Floskeln wie ich, wir, unser Held, u.a. dieser Anschein erweckt
wird (...). Es gibt nur den erzählenden Dichter und sein Erzählen. Und nur dann,
wenn der erzählende Dichter wirklich einen Erzähler “schafft”, nämlich den Ich-
Erzähler der Ich-Erzählung, kann man von diesem als einem (fiktiven) Ich-Erzähler
sprechen. (Hamburger 115)

Pero es evidente que esto no es siempre así: no hay relación necesaria entre la
ficcionalidad del narrador y el hecho de que sea homodiegético o heterodiegético:
hay, como mucho una tendencia, basada en la evolución histórica de los modos
ficticios, a una mayor ficcionalización del narrador en primera persona. Además, a
falta de una caracterización precisa del narrador, éste se identifica con el autor
textual (es decir, la identidad autor textual / narrador es el caso no marcado en
nuestra clasificación; cf. Lanser 151). Semejante aserción parece ir en contra de la
tradición estructuralista y formalista, pero no sería fácil rebatirla. Detrás de las
teorías enunciativas de Kayser, Hamburger, J.-K. Adams o Martínez Bonati (151)
hay una distinción insuficiente entre estas tres figuras: narrador ficticio, autor
textual y autor. Esta tríada ya es expuesta bastante claramente por Booth:
“‘Narrator’ is usually taken to mean the ‘I’ of a work, but the ‘I’ is seldom if ever
identical with the implied image of the artist”. Siempre hay (además del autor
histórico) un autor textual, un segundo yo o imagen del autor, tal como es
reconstruido por los lectores a partir de la obra. El autor textual asume en principio
la narración, a menos que la encomiende a un enunciador con una identidad o
función narrativa diferenciada de la suya, que es a quien llamaremos “narrador
ficticio” o sencillamente “narrador”.
Se dice a veces que “el autor” no puede tener contacto directo con el mundo de
la ficción. Esta afirmación presupone una división tajante entre realidad y ficción
que no compartimos en absoluto. Parece inapropiado postular un narrador ficticio
en obras como The Ambassadors de James o “Hills like White Elephants” de
Hemingway. Siguiendo la lógica del argumento, deberíamos aceptar que cuando
relatamos una anécdota ficticia o un chiste en nuestra vida corriente, nos
desdoblamos en dos: nuestro yo cotidiano y el narrador del chiste. Es obvio que
en este caso no se trata de un desdoblamiento de personalidad sino de una
determinada actitud adoptada, un rol discursivo asumido para permitir una
actuación lingüística determinada. Por supuesto, tales juegos suponen una cierta
modelación de nuestro yo, una pequeña delegación de nuestra identidad, pero no
distinta en sustancia de otras muchas actitudes enunciativas que adoptamos para
la vida práctica y que no tienen mucho que ver con la ficción (cf. Lozano, Peña-
Marín y Abril 112 ss). Este fenómeno se suele dar, según observan Lozano, Peña-
Marín y Abril en el uso de los performativos (o realizativos):

El cumplimiento de actos performativos implica ciertas posiciones de los agentes


respecto a sus interlocutores efectivos o virtuales, respecto al discurso y respecto
a las propias reglas. Estas posiciones definen categorías de personajes
discursivos. (...) Así, el funcionario que enuncia
[6] /Me veo en la obligación de sancionarlo/
ejecuta un acto de autoridad postulando cierta institución como remitente y
adoptando la posición enunciativa de portavoz. (180)

Es sólo un caso especialmente visible de un fenómeno de posicionamiento del


yo inherente a al actuación lingüística. Otra de estas actitudes que parece producir
un especial desdoblamiento de identidad es la ironía. El concepto de “ironía
romántica” de Friedrich Schlegel y K. W. F. Solger, una ironía que se vuelve
contra las actitudes del autor y sus propios procedimientos literarios, es un paso
más en esta dirección. En la vida corriente, usamos lenguaje “ficticio” o real sin
perder por ello nuestra identidad, sino más bien administrándola. Lo mismo puede
suceder en la narración literaria.
J.-K. Adams señala que podemos entender las oraciones del texto (como tales
oraciones) sin necesidad de tener en cuenta al narrador o al narratario. En cambio,
debemos identificar a ambos para interpretar los actos de habla (utterances) que
se están realizando, pues el significado de los actos de habla está ligado al
contexto comunicativo: “The communicative content of a poem and the
interpretation of a poem have a reciprocal relationship, for one implies the other”
(42). La obra contiene un contexto comunicativo que incluye al narrador (speaker)
y al narratario (hearer). La interpretación del lector pasa necesariamente por el
narratario; ha de ser en principio compatible con la situación comunicativa que se
da entre narrador y narratario. El lector no ha de tener en cuenta únicamente el
contexto comunicativo real, sino también el ficticio. Si en la comunicación real es el
objetivo (goal) el que guía la identificación de los actos de habla realizados, en el
discurso de ficción ese objetivo se interioriza, es el de la situación comunicativa
ficticia (J.-K. Adams 44 ss). Una demanda pragmática es insoslayable:

a fiction must have a communicative context as part of its linguistic structure, for in
order to present a fictional world with language, speech acts must be performed,
and they must be performed by someone in some context. (J.-K. Adams 23)

Pero este contexto comunicativo no tiene por qué ser un contexto ficticio
radicalmente diferente del contexto real, como quiere concluir Adams. En un
contexto real adecuado (la comunicación literaria) el autor puede realizar actos de
habla de un tipo particular (“pseudo-actos de habla”, quasi-judgements o “frases
miméticas”; cf. 3.1.4.2 supra), que pueden limitarse a construir un mundo ficticio o
pueden volverse sobre la propia figura del enunciador para superponer al autor un
narrador ficticio. Podemos incluso aceptar que en el caso de la narración
“impersonal” el autor se desdobla en dos roles, autor (“serio”) y narrador (cf. la
terminología de Adams, writer y speaker), pero no tenemos por qué deducir de ahí
una división de personalidad tan grave como para atribuirle dos identidades. Benjy
Compson se parece bastante poco a William Faulkner; en cambio, el narrador
anónimo de The Ambassadors se parece bastante a Henry James. Y también en
otros contextos de discurso adoptamos roles discursivos determinados—por
ejemplo, los varones españoles suelen comunicarse con sus compañeros de
trabajo varones hablando de fútbol—sin que ese “entrar en el papel” se interprete
como una ficcionalización del yo. Hay que cuidarse pues, por una parte, de
considerar a un sujeto en su papel de narrador y en su papel de autor textual
como si de dos sujetos se tratase; por otra, de confundir la competencia del sujeto
en tanto actúa como narrador o como autor textual.

3.2.1.3. La competencia modal del narrador

El narrador, en tanto que tal narrador, tiene una competencia modal respecto de la
acción y de sus interlocutores. Podemos definirla con el mismo cuadrado
semiótico desarrollado por Greimas que nos servía para analizar la competencia
del personaje. La finalidad de este cuadrado es la descripción de los sujetos, con
vistas ante todo a su hacer. El narrador es el sujeto de la enunciación. Su hacer es
ante todo la actuación lingüística: narrar, comunicar; pero no podemos reducir su
descripción a una simple competencia lingüística o aun a una competencia
comunicativa. El narrador no sólo comunica su mensaje: se comunica a sí mismo
(3.1.1 supra), y por tanto hay que definir no sólo su hacer, sino también su ser,
deber, querer, poder y saber. Es especialmente significativa en este sentido la
relación narrador / personaje. Según Cohn, dos actitudes básicas diferentes se
dan en este sentido: la actitud del narrador puede ser consonante con el personaje
o disonante:
one is dominated by a prominent narrator who, even as he focuses intently on an
individual psyche, remains emphatically distanced from the consciousness he
narrates; the other is mediated by a narrator who remains effaced and who readily
fuses with the consciousness he narrates. (Transparent Minds 26)

Pero el análisis comparativo puede ser mucho más detenido, y no limitarse a la


relación entre narrador y personaje. Como veremos, también estas categorías
modales definen la actuación comunicativa del autor o del lector. La comparación
entre la caracterización modal de los distintos participantes en el intercambio
discursivo nos permitirá medir la mayor o menor divergencia entre ellas: podemos
así tomar en consideración la distancia moral, intelectual, etc., existente entre los
diversos sujetos participantes en el fenómeno literario: entre narrador y personaje,
entre autor textual y narrador, etc. Es así como podremos distinguir entre
narradores fiables y narradores no fiables (Booth, Rhetoric 273 ss), o describir en
qué sentido y medida un autor textual ironiza sobre el narrador (Booth 300 ss).
Estas modalidades no deben entenderse como caracterizaciones estáticas: son
atribuciones de cada sujeto a los otros: están sometidas a una continua
negociación. En primer lugar han de descubrirse y atribuirse; además, son
potencialmente variables: un narrador que no es fiable al comienzo de la novela
puede terminar siendo digno de confianza. Y en las modalidades discursivas más
dinámicas, los interlocutores no sólo se identifican modalmente uno a otro, sino
que intentan cambiar la situación, atribuyéndose roles mutuamente (Greimas;
Lozano, Peña-Marín y Abril 75 ss): el narrador intenta construir un narratario a su
medida, o al menos atraerle hacia su terreno. Las variadas combinaciones de
estas modalidades y los posibles dibujos modales que surgen de la negociación
discursiva definen un número tan elevado de casos que aquí sólo podemos
apuntar algunos ejemplos conflictivos.

3.2.1.3.1. Deber
El narrador adquiere implícita o explícitamente una serie de deberes frente al
narratario en lo que se refiere a la transmisión del relato o a la actividad discursiva
en general. Estos deberes son los deberes de todo interlocutor en una
conversación, definibles por las “máximas” de Paul Grice. En realidad, se trata de
presupuestos generales sobre la actividad comunicativa que en principio son
compartidos por los interlocutores. Grice distingue cuatro tipos de máximas:

• De cantidad:

1. Make your contribution as informative as is required (for the current purposes


of the exchange).
2. Do not make your contribution more informative than is required.

• De cualidad:

Under the category of Quality falls a supermaxim—”Try to make your


contribution one that is true”—and two more specific maxims:
1. Do not say what you believe to be false.
2. Do not say that for which you lack adequate evidence.

• De relación:

Be relevant.

• De modo:

the supermaxim—”Be perspicuous”—and various maxims such as:


1. Avoid obscurity of expression.
2. Avoid ambiguity.
3. Be brief (avoid unnecessary prolixity).
4. Be orderly.

Estas máximas pueden resumirse en una ley general, que Grice denomina el
principio de cooperación (Cooperative Principle): “Make your conversational
contribution such as is required, at the stage at which it occurs, by the accepted
purpose or direction of the talk exchange in which you are engaged” (Grice 26).
Como se puede ver, estas normas de interacción comunicativa son muy
generales, y además están pensadas para la conversación. En cada tipo de
situación comunicativa deberán flexibilizarse y concretarse con otras más
específicas, que definan cuál es el grado de relevancia, claridad, etc. que se
requiere. La literatura también obedece a normas comparables, desde el
momento que existe una tradición y unas convenciones literarias. Pero en este
caso la forma concreta en que se realice cada máxima será muy distinta de las
que se dan en la conversación cotidiana: por ejemplo, la “evidencia” requerida de
un narrador omnisciente está presupuesta de entrada. Estas normas,
naturalmente, no son fijas sino que están sujetas a cambio según los géneros y la
tradición literaria. Del mismo modo, nos pueden servir de modelo para clasificar
los subgéneros de la narración. Cada una de las posibles circunstancias narrativas
que citamos tiene en potencia leyes distintas, que son utilizables para motivar un
distinto comportamiento discursivo por parte del narrador, así como distintas
estructuraciones del relato, como ya observaron los formalistas rusos
(Tomashevski, Teoría 191).
Observemos que el narrador (como cualquier hablante) puede no observar las
máximas comunicativas. Puede que su relato no sea interesante, o relevante para
su oyente: estamos ante el narrador incompetente, que rompe un contrato básico
de la narración: el no hacer perder el tiempo a sus oyentes. Esto es un desastre
en la narración auténtica, pero puede ser un recurso estético en la narración
literaria. Para Roventa (78 ss) la ruptura de las máximas conversacionales de
Grice es una de las fuentes del absurdo en el teatro de Beckett. Lo mismo
podríamos decir de sus narraciones, y de las de autores como Nabokov, Robbe-
Grillet, etc. En general, un narrador podrá falsear la información, mentir, o no
entender perfectamente los hechos que narra. Se transforma así en un narrador
no fiable. La fiabilidad del saber del narrador varía de acuerdo con su status,
personalidad, situación temporal, etc. Sería erróneo generalizar sobre la fiabilidad
o no fiabilidad del narrador en base al status del narrador. No podemos decir, por
ejemplo, que todo narrador homodiegético es ya de entrada no fiable, o que todo
narrador autorial es fiable. La narración homodiegética adolece en cierto sentido
de una inferioridad ontológica en este sentido frente a la narración autorial
heterodiegética, pero esta inferioridad ha de someterse al axioma fundamental de
que el narrador es competente mientras no se demuestre lo contrario. Convendría
distinguir en este punto entre dos fenómenos que Booth engloba en el término
unreliability: la ignorancia y la mala fe. El narrador en primera persona es en
principio más ignorante que el narrador autorial, pero no necesariamente menos
honrado. En este sentido, no obtendremos una no fiabilidad automática en la
primera persona, sino un horizonte de expectativas que hace que la no fiabilidad
(si de hecho se comprueba) no sea tan chocante. Normalmente el texto deja claro
muy pronto cuándo la información es fiable, y en caso de duda siempre son
posibles los apoyos o correcciones por parte de otros narradores, de los
personajes, del desarrollo de la acción, etc. (cf. Booth 159 ss). Obviamente, las
deficiencias del narrador son suplidas por el lector, que las interpreta como parte
de la estrategia literaria del autor textual (cf. Martínez Bonati 66). Existe una
relación de proporcionalidad inversa entre la autoridad narrativa del narrador y la
autoridad interpretativa del lector: la actividad de este se hace más y más decisiva
a medida que el narrador incumple sus deberes (cf. Ruthrof 122).
Hemos afirmado que hay una presunción de veracidad narratorial por parte del
lector. El caso narrativo no marcado es, por tanto, la coincidencia entre las voces
del narrador y del autor textual. En palabras de Pratt,

[a]s long as the fictional speaker of a novel does fulfill all the rules for narrative
display texts and written discourse, the reader will execute the text as he would a
real-world narrative display text. He will make all and only the implications
necessary to maintain the assumption that the speaker is fulfilling the CP
[cooperative principle] and maxims as defined for the unmarked case (...) and he
will assume that the author intends him to calculate exclusively those implicatures.
(207-208)

En la ficción, un tipo de validez especial de la palabra del narrador deriva de la


misma naturaleza ficticia de su narración (Martínez Bonati 70). Es ésta el único
asidero que tiene el lector para instalarse en el mundo ficticio: a menos que el
propio texto nos dé indicaciones de lo contrario, es absurdo poner en duda la
palabra del narrador. Como observa Martínez Bonati (65 ss), en principio el
narrador merece nuestro crédito irrestringido. Ya no necesariamente en cuanto a
sus comentarios, opiniones, etc. sino en cuanto al elemento puramente narrativo-
mimético de su narración. Si la palabra de un personaje entra en contradicción en
cuanto a los hechos de la acción con las informaciones que nos proporciona el
narrador, sabemos que (en principio) el personaje miente o desconoce los hechos,
y disfrutamos así de una superioridad irónica sobre los personajes (Martínez
Bonati 66). Es ésta una premisa de la narración ficticia que opera de manera
diferente según las condiciones particulares de cada texto. No esperamos la
misma validez de la palabra del narrador en una narración autorial y en una
narración epistolar. Si se trata de un texto con varios narradores, uno puede
contradecir al otro y merecer mejor nuestra confianza. O bien puede
encomendarse al lector la tarea de leer entre líneas una narración no fiable que
nos permite, sin embargo, deducir los auténticos hechos de la acción. En este
caso sí podemos decir que “in ‘unreliable narration’ the story undermines the
discourse” (Chatman, Story and Discourse 233). Pero aun en estos fenómenos se
mantiene en cierto modo el axioma que hemos señalado: el narrador es en
principio fiable. Al tratarse éste del caso no marcado, es utilizado como punto de
referencia incluso en aquellos casos en que se infringe.
Es de notar que el narrador ficticio no tiene responsabilidades respecto del
lector: sólo las adquiere en su propio nivel comunicativo, hacia el narratario. Por
eso perdonamos a los narradores incompetentes, siempre que tras ellos se oculte
un autor competente, un autor que cumpla los deberes contraídos (3.4.1.2 infra).
De manera similar, podemos constatar que un narrador no es fiable y sin embargo
sentirnos atraídos por su personalidad o prestar más credibilidad a su versión de
los hechos de la que prestamos a un narrador pretendidamente fiable. Esto
sucede porque la fiabilidad del narrador ha de definirse en primer lugar en relación
al lector textual, con el que los lectores efectivos pueden o no identificarse (cf.
Prince, Narratology 11).

3.2.1.3.2. Poder
El poder del narrador es en principio el poder del uso del lenguaje; el narrador
actúa mediante la palabra, y su poder como hablante es pues definible en
términos retóricos. Es éste un poder de acción en el que hay que considerar no
sólo la acción abierta ante el oyente, sino también la acción subliminal, que puede
ir desde la manipulación deliberada y maquiavélica hasta el simple uso
espontáneo de convenciones discursivas de las que no son conscientes ni
hablante ni oyente. Más específicamente narrativo es el poder de configuración de
que dispone sobre el relato, el de dosificar y distribuir la información de que
dispone. Nociones como “omnisciencia” u “omnipresencia” se refieren más bien a
un grado de conocimiento del narrador. En el caso de un narrador autor de ficción,
también dispone de poder ilimitado sobre los personajes y la acción. Puede
gobernarlos a su antojo, y crear personajes y ambientes ex nihilo. La narración
reflexiva puede utilizar esta circunstancia de modo ingenioso y pintoresco:

¿Cómo son las escaleras? ¿De caracol quizás? En cualquier caso, muchas,
demasiadas para un hombre de mi edad. Si las subo, me canso. Pero ya están
ahí, ya las nombré, ya trepan hasta la altura encajonadas en piedra. (...) Si yo
fuera de carne y hueso, y la torre de piedra, podría cansarme, y resbalar, y hasta
romperme la crisma. Pero la torre y yo no somos más que palabras. Sús, y arriba.
Voy repitiendo: piedra, escaleras, yo. Es como una operación mágica, y de ella
resulta que subo las escaleras. (Torrente Ballester, Fragmentos de Apocalipsis 15)

Se observará que estas modalidades virtualizantes y actualizantes (poder, deber)


que caracterizan al narrador sólo adquieren su sentido pleno cuando las
estudiamos en conjunción con las modalidades realizantes: lo que el narrador
hace efectivamente, y quién es.
3.2.1.3.3. Saber
El saber del narrador está en principio condicionado por su identidad, sus
relaciones con la acción y el tipo de situación comunicativa (ficticia) en que se
encuentre. Esta categoría ya ha sido tratada parcialmente al hablar de la
perspectiva del relato, a la que motiva en gran medida. Así, veíamos que el
narrador puede saber (o presentarse como si supiera) más, menos o igual que el
personaje, y ello daba lugar a distintos tipos de perspectiva.
Algunos críticos rechazan el concepto del saber del narrador. Para Bal, es un
concepto “puramente metafórico” (Narratologie 37). Pero lo mismo opina del saber
del personaje. Nosotros opinamos que se trata de conceptos imprescindibles en
una teoría del relato, pues dan cuenta de la manera efectiva en que se comprende
éste (cf. Sternberg, 282). Por ejemplo, el lector de Far from the Madding Crowd de
Thomas Hardy tiene constancia de que el narrador sabe que el adversario Troy no
ha muerto; tiene constancia asimismo que la protagonista Bathsheba y los demás
personajes lo ignoran hasta un determinado momento. No comprendemos cómo
se podría plantear de otro modo un análisis de la acción ni del discurso en esta
novela. Un problema distinto (e irrelevante aquí) es que se trate de un narrador o
de personajes ficticios.
Un posible límite para determinar el saber del narrador sería la ignorancia total,
pero ésta es difícilmente concebible en un agente narrativo: casos que de por sí ya
son extremos, como Benjy en The Sound and the Fury, se hallan muy por encima
de este límite. Como señala Prince, la ignorancia y la narratividad no son buenas
compañeras: “narrative dies from sustained ignorance and indecision” (Narratology
149). Aun si hay contadas obras, como la trilogía novelesca de Beckett, que
juegan a desafiar y explotar esta expectativa, en principio exigimos del narrador
que sepa qué contarnos, que no nos haga perder el tiempo. La misma etimología
de la palabra “narración” está ligada al concepto de conocimiento, de saber: “le
Narrateur—gnarus, celui qui sait—est mot à mot l’opposé de l’ignare qui ne
sachant rien ne peut rien raconter”.
El otro límite del saber del narrador es la omnisciencia: el privilegio del narrador-
autor que conoce a la perfección el pasado, presente y futuro de sus criaturas, y
hasta sus más recónditos pensamientos. Como señala Chatman (Story and
Discourse 212), este término se suele usar simplemente para indicar que el
narrador puede leer la mente de los personajes (es decir, tiene acceso a
focalizados invisibles). Pero esto debe definirse con más precisión, mediante el
estudio detallado de la focalización. Sería deseable usar “omnisciencia” en su
sentido literal, y evitar expresiones como “omnisciencia selectiva” (Friedman,
“Point of View” 128) u “omnisciencia confinada a un personaje” (Humphrey 34).
Genette rechaza el concepto de omnisciencia en el análisis de la ficción:
“l’auteur n’a rien à ‘savoir’, puisqu’il invente tout” (Nouveau discours 49). Pero el
término “autor omnisciente” de la narratología de hace unas décadas no se refería
al autor real, sino al narrador. Y el narrador puede ser omnisciente. Puede no
inventar nada y saberlo todo. También puede ser un subnormal, un burro
(Apuleyo, El asno de oro) o un muerto (Pérez Galdós, El amigo Manso). Todas
estas situaciones implican grados de conocimiento distintos, y motivan
determinadas maniobras discursivas. La omnisciencia está ligada intuitivamente a
la ficcionalidad de la creación. La forma más directa de narración omnisciente no
busca motivación alguna; la voz del narrador omnisciente es allí la voz del autor
omnisciente. Se explica así que muchos críticos no distingan entre narrador
autorial y autor.
La novelística y la crítica del siglo XX reaccionaron contra esta técnica narrativa
a la vez que reaccionaban contra la idea misma del autor consciente y
responsable total de su palabra (cf. John Barth, “The Literature of Exhaustion” 30);
se le acusa de ser una técnica poco democrática, dictatorial incluso, fraudulenta y
manipuladora del lector (Bardavío 203). El narrador omnisciente suele tomar
partido en favor de unos personajes, y guiar la identificación del lector de manera
obvia, y ello resultaba irritante para las teorías miméticas de la narración
desarrolladas a principios de siglo, que nos ofrecen ejemplos recientes de poéticas
abiertamente normativistas. El lugar relevante para el estudio de estas
observaciones normativistas así como de las técnicas que aprueban es una
poética histórica y sociológica, que muestre la relación entre las técnicas
narrativas, la demanda que de ellas se hace en un determinado momento, y la
ideología del momento:

an unreliable narrator, for example, cannot be seen as the structural equivalent of


an unreliable autor; but the unrelieable narrator might indeed represent the
structural equivalent within the fiction of a communicative context in which the
writer’s access to truth or authority to speak is for whatever reasons perceived or
ideologically determined to be problematic or impossible. (Lanser 104)

Ya hemos señalado que tan relevante como la caracterización del narrador como
narrador omnisciente es determinar en qué medida el narrador comparte sus
conocimientos con el lector. Un narrador puede saberlo todo y sin embargo callar
lo más importante. Sternberg ve en Fielding una omnisciencia “supresiva”, en
Trollope, una omnisciencia “omnicomunicativa” (264).

3.2.1.3.4. Querer
El narrador también puede adoptar una actitud volitiva ante la acción. Puede estar
más o menos emocionalmente comprometido con su narración en general (Lanser
202); puede simpatizar con unos personajes o gustar de cierto tipo de técnica.
También puede presentarnos alternativas hipotéticas a a los hechos de la acción.
Todo ello puede contribuir a caracterizarlo como un sujeto concreto y como algo
más que una mera “función narrativa” (cf. Hamburger 111 ss) aun en el caso de
que sea un narrador extradiegético y anónimo. Así también aumenta la
prominencia de los elementos puramente discursivos, de la transmisión del relato
más que del relato en sí. La personalidad del narrador, caso de estar desarrollada,
motivará en gran medida estas actitudes; su poder y su deber determinarán la
medida en que lleguen a ser un elemento discursivo a tener en cuenta. La
posibilidad de enfrentar narrador y lector es especialmente vistosa en la actitud
volitiva hacia la acción.

3.2.1.3.5. Hacer
Genette (“Discours” 261 ss) se basa en los elementos de la situación comunicativa
distinguidos por Jakobson (“Linguistics and Poetics”) para determinar las posibles
funciones del narrador:
• Función narrativa: transmisión de la acción. O su invención, en el caso de
narradores-autores. En todo caso, el narrador adquiere una autoridad retórica: es
él quien transforma la acción en relato, quien determina la temporalidad narrativa,
la distancia, la perspectiva… En este sentido, habría que añadir a la
caracterización del narrador los criterios de análisis del relato ya tratados en el
capítulo anterior. Este hacer del narrador actualiza lo que en los puntos anteriores
contemplábamos como sus potencialidades de actuación. El contraste entre autor
implícito y narrador, cuando se da, requiere que la retórica del narrador haya de
traicionarle de algún modo.
• Función administrativa (Genette: fonction de régie): construcción del discurso
(texte) determinando sus articulaciones, su organización interna. Estas dos
funciones son obligatoriamente desempeñadas por el narrador según Genette,
aunque pueden serlo de una manera más o menos reflexiva y consciente. Se
observan a veces en las narraciones en primera persona, especialmente, curiosas
interferencias entre narradores supuestamente limitados en sus recursos
expresivos puntuales y la eficaz elaboración global de su narración. Y es que por
detrás del narrador de ficción siempre se encuentra el narrador real, el autor, que
es quien administra la retórica del texto aunque pueda delegar parte de ella a un
personaje de ficción.
• Función comunicativa: establecimiento de una orientación hacia el narratario (ver
3.2.3).
• Función testimonial: la que da cuenta de las relaciones entre narrador y acción
(afectivas, morales, intelectuales, etc.).
• Función ideológica, cuando el narrador comenta directamente sobre la acción.
Esta función también puede ser desempeñada por los personajes, investidos con
mayor o autoridad por el narrador (y por el autor implícito, añadiríamos). La
función ideológica habrá de interpretarse sobre el telón de fondo del contexto
cultural original de la obra. Así podremos ver la medida en que la ideología del
narrador se somete a la dominante en su época y clase, el sentido histórico que
tiene el apoyo narratorial a determinados tipos de personaje, etc. (Lanser 215 ss).
La ideología no es una característica de la individualidad del narrador o del autor:
es elaborada por los grupos sociales a los que pertenecen o favorecen, y sólo
emerge explícitamente en un acto de interpretación ulterior. Por tanto, la
comunicación a este nivel debería analizarse en relación con el acto interpretativo
que identifica la ideología. Debería además estudiarse macroestructuralmente,
considerando a los narradores o autores (según las distintas convenciones
discursivas que gobiernan su actuación) como portavoces de una comunicación
entre grupos sociales. Críticos como Fernando Ferrara han elaborado versiones
estructurales de la teoría marxista de la literatura en esta línea.
Estas tres últimas funciones son opcionales en el sentido de que algunos
narradores las desempeñan deliberadamente y otros no. Sin embargo, toda
narración contiene inevitablemente de modo implícito una orientación hacia el
narratario o hacia la acción, y una ideología. No podemos entrar aquí en el
complicado problema de las relaciones entre literatura e ideología. Subrayemos
solamente que, desde un punto de vista metacrítico, la ideología se define de
manera relacional: no mediante el análisis textual únicamente, sino teniendo en
cuenta la interacción entre el texto y la ideología del crítico. Esta cuestión tiene
implicaciones narratológicas desde el momento en que un determinado enfoque
crítico puede ver cómo una aparente divergencia entre la ideología del narrador y
la del autor textual esconde en realidad presupuestos ideológicos comunes, con
respecto a esta óptica crítica.

3.2.1.3.6. Ser
El ser del narrador, su identidad, puede ser definido desde muchos enfoques
posibles. Es absurdo decir, como se hace a veces (Tacca 69) que el narrador no
tiene identidad. Más bien diríamos que muchas figuras con distintas identidades
pueden asumir el rol de narrador. Más adelante veremos al narrador como autor,
como personaje, etc. Su identidad conlleva cierta visión del mundo, ciertas
peculiaridades lingüísticas o ideológicas, ciertos atributos y capacidades, etc.
Lanser (166 ss) señala como rasgos más importantes de la personalidad de un
narrador (al margen de su caracterización estrictamente narratológica) los datos
que definen más generalemente a un sujeto: su sexo, profesión, nacionalidad,
estado civil, preferencias sexuales, educación, raza, clase socioeconómica.
Señala que el caso no marcado (en la narración occidental moderna, se entiende)
es el narrador masculino, blanco, heterosexual, de clase media o alta: una figura
vagamente reconstruída sobre la base de la (supuesta) personalidad media de los
autores. Esta es la figura con la que esperará encontrarse el lector, a menos que
haya algún signo que induzca a lo contrario, como por ejemplo el nombre de una
autora en la portada. Con frecuencia algún aspecto de la identidad del narrador es
la base para la motivación de diversas estrategias textuales, pero también es
posible que el texto nos invite a pasar esta identidad por alto y atribuir a un
narrador una narración que en buena lógica jamás podría haber venido de él (por
ejemplo, en el caso de los animales narradores).
Una curiosa paradoja de la narración literaria es que supuestamente es el
narrador quien ha producido el texto, pero en realidad es el texto quien “produce”
al narrador, que no existe al margen del valor referencial o indicial que nos
proporcione el texto: según Ohmann, “textual personae are actually created by
being assigned illocutionary and locutionary acts” (“Literature”; cf. Lanser 80).
Existen múltiples convenciones que guían la reconstrucción de la persona del
narrador, igual que han guiado su construcción por parte del autor. Pero esas
convenciones pueden ser expuestas a la luz y desautomatizadas. El autor puede
jugar con las convenciones y ofrecernos narradores inesperados, inusuales. O
puede dificultar las estrategias seguidas por el lector para dar coherencia al
narrador. Es lo que sucede en Watt. Según Ohmann, las expresiones del narrador
son paradójicas, su actitud ante la acción es equívoca:

As a consequence, it is difficult to fix the narrator, his values or his social


background. his language seems to flow from an unimaginable co-presence of
feelings and perceptions rather than from a coherent selfhood. (“Speech” 242)
Todo ello es expresión de una voluntad experimentadora que Beckett lleva más
allá en las novelas posteriores a Watt. Beckett subvierte aquí las condiciones
mismas de la comunicación literaria. “Our major device of order”, observa Culler,
“is, of course, the notion of the person or speaking subject, and the process of
reading is especially troubled when we cannot construct a subject who would serve
as source of the poetic utterance”. La reconstrucción del narrador, del enunciador
inmediato, es un paso básico en la interpretación del texto literario. Es un
problema de general de interpretación o uso del lenguaje, y es describible, como
muchas otras de estas cuestiones, mediante el círculo hermenéutico que relaciona
el todo textual y sus partes: la lectura de una parte del texto nos lleva a
presuponer un determinado narrador, y esa figura proyectada condiciona la lectura
del resto del texto, que puede confirmar o modificar las hipótesis del lector; el
proceso de caracterización del narrador es por tanto necesariamente una
experiencia de hermenéutica temporal.

3.2.1.4. Niveles narrativos

Ya nos hemos referido a la noción de nivel narrativo, que deriva lógicamente de la


noción más básica de nivel discursivo. La distinción básica se remonta a Platón,
cuya clasificación de los modos enunciativos hemos comentado con anterioridad
(2.4.1.1 supra). Es la distinción entre enunciación simple y discurso directo o
enunciación ajena insertada en la propia enunciación. En el caso de que la
enunciación ajena insertada sea una narración, diremos que se ha creado un
nuevo nivel narrativo.
Genette define así la noción de nivel narrativo (niveau narratif o niveau
diégétique): “tout événément raconté par un récit est à un niveau diégétique
immédiatement supérieur à celui où se situe l’acte narratif producteur de ce récit”
(“Discours” 238). El narrador ocupa el nivel extradiegético con respecto a su
narración; el personaje ocupa el nivel diegético (o intradiegético). Una narración
dentro de la narración principal será una narración intradiegética o un relato
intradiegético (méta-récit en Genette, hypo-récit para Bal). El personaje
protagonista de una narración intradiegética ocupa el nivel intradiegético en
segundo grado . El narrador de este relato ocupa, como hemos dicho, una
posición extradiegética respecto del propio relato, pero su posición respecto del
relato principal es intradiegética. Téngase en cuenta que estamos hablando del
narrador sólo en tanto que narrador. En la narración homodiegética el yo-
personaje es, por supuesto, intradiegético; pero el yo-narrador es extradiegético
con relación a su narración: “[l]a narration et la réception du récit premier ayant lieu
hors de la diégèse, le narrateur et le narrataire appartiennent au niveau narratif
extradiégétique” (Lintvelt 210). Al margen de su posición en tanto que personaje,
hablaremos del nivel del narrador en dos sentidos: uno, relativo, con respecto a su
propia narración; otro, absoluto, con respecto a la narración principal. Así, pues,
cuando hablemos de narradores intradiegéticos siempre habremos de suponer un
nivel exterior que engloba al relato de este narrador; siempre habrá un narrador
extradiegético. En este sentido absoluto del término hay que prestar especial
atención para no confundirlo con un problema de persona narrativa: el narrador
extradiegético puede estar presente como personaje en la acción, puede ser tanto
homodiegético como heterodiegético (3.2.1.7 infra; cf. Bronzwaer, “Implied author”
2).
Tomando la dirección inversa, y adentrándonos en el relato, no encontramos
límite alguno: siempre podemos insertar un nivel intradiegético en tercer grado, en
cuarto grado, etc. Esto no es absoluto un rasgo propio de la novela moderna, pues
los ejemplos más extremos de múltiples inserciones provienen frecuentemente de
un género tan rancio como la novela-marco. Otro subgénero que también
presupone inserciones repetidas es que Frye denomina “cuddle fiction”: obras
como The Turn of the Screw de James, donde la narración principal es una
narración intradiegética narrada en una reunión de personajes intimista y
rememorativa (Anatomy 202; cf. Tynianov, “De l’évolution littéraire” 117). Como
observa Lanser (137) cada uno de los niveles comunicativos es potencialmente
multiplicable. Pero añadiríamos que algunos, como el autor textual o el narrador
extradiegético sólo se pueden multiplicar en dirección “horizontal”,
paratácticamente. No hay problema en multiplicar los relatos intradiegéticos:
aunque no tienen”la misma jerarquía lógica”, observa Martínez Bonati,” [t]ales
narraciones tienen todas la misma naturaleza lógica” (64). El narrador
extradiegético o el autor textual tienen, en cambio, una naturaleza lógica distinta
uno de otro. Es decir: puede haber una obra con varios autores textuales o varios
narradores extradiegéticos en distintas secciones de la obra, pero por definición no
puede haber un narrador extradiegético cuya narración introduzca (en sentido
“vertical”, o hipotácticamente) a otro narrador extradiegético. En otros casos se
trata en realidad de una simple cuestión terminológica: podríamos igualmente
hablar de la irrepetibilidad del “editor extradiegético”, si fuese relevante distinguir
esta figura frente a la multiplicación de posibles “editores intradiegéticos”. En pura
lógica, los niveles discursivos intradiegéticos son multiplicables hasta el infinito.
Esta multiplicación jerárquica no afecta grandemente al relato que sirve de marco,
a no ser que la multiplicación de niveles desborde la memoria del lector y
produzca incoherencias y cruces entre ellos: si se prolonga demasiado una
narración intradiegética, el lector tiende a olvidar la existencia del nivel
extradiegético que la introdujo. Como observa Pratt, “the limits on embedding are
pragmatic rather than logical” (211). Lo mismo sucede, en general, con cualquier
complicación de la estructura narrativa.
Algunas teorías (cf. por ejemplo Lanser 137) establecen una diferenciación
entre public narrator y private narrator: el primero, aun pudiendo ser totalmente
ficticio, se dirige al público en general (sería el caso de Robinson Crusoe); la
narración del segundo va dirigida hacia otro personaje ficticio, más bien que hacia
un equivalente textual del público (así el narrador de L’Immoraliste de Gide). Para
nosotros no se trata de niveles diferentes, como parece indicar el cuadro de
Lanser (144). En cada texto suele haber un narrador (público o privado) sin que
sea necesario distinguirlos como dos niveles coexistentes. A menos, claro, que en
el caso de textos con un private narrator aparezca algún tipo de editor ficticio que
haya transformado el documento privado en una obra literaria. En cualquier caso,
se trata para nosotros de un artificio más de motivación del texto narrativo (3.2.2.1
infra). Aún se podrían establecer ulteriores diferencias: ¿es como obra literaria
como se nos presenta la narración del narrador público, o cambia su sentido
radicalmente al leerla como literatura, a pesar de tener un destinatario colectivo?
Es crucial no confundir los niveles narrativos con los niveles de ficcionalidad, lo
que hemos llamado status narrativo (3.1.4.2; 3.1.5.4 supra). En este sentido,
podríamos distinguir los relatos intradiegéticos homodiegéticos de los relatos
intradiegéticos heterodiegéticos en mayor o menor medida, o ficticios en un
segundo grado (cf. Lozano, Peña-Marín y Abril, 141). Como observa Lanser (137),
convendría ampliar la noción de nivel, no restringiéndola a la inserción narrativa,
para dar cabida a fenómenos como los editores ficticios, etc., que se constituirían
en un primer nivel más básico que el del narrador. El escalonamiento de los
niveles enunciativos (y no exclusivamente narrativos) iría así desde el autor hacia
los narradores intradiegéticos, pasando por el autor textual, los posibles editores
ficticios, y el narrador extradiegético. No toda inserción relevante en un texto
narrativo tiene por qué ser una inserción narrativa. Es decir: podemos considerar
útil una distinción de diferentes niveles dentro de un texto según criterios ajenos a
la inserción discursiva. Se trataría de inserciones semióticas o psicológicas.
Fenómenos de inserción semiótica comparables, pero de carácter no lingüístico,
se han descrito en relación con otras artes narrativas, como el cine o la pintura (cf.
Bal, “Laughing Mice” 203 ss; Cervellini 52). Estos fenómenos también afectan a la
estructura del discurso.
Entendemos que hay una inserción semiótica cuando en el texto narrativo se
menciona un objeto semiótico que codifica un mundo posible (real o ficticio) que
puede coincidir o no con el mundo codificado por el texto narrativo que le sirve de
base. Es decir: tampoco hay que confundir estas diferencias de nivel semiológico
con diferencias ontológicas de status, aunque el proceso mismo de codificación
semiótica sí supone de por sí una diferencia ontológica propia. Los niveles de
actividad psíquica provienen del contraste entre el nivel narrativo de base y los
mundos posibles originados en el pensamiento o, más ampliamente, las
concepciones de los personajes. En este sentido, los cambios de nivel narrativo
distinguidos por Genette y a los cuales nos hemos referido en primer lugar no son
sino un tipo particular de estos cambios de nivel semiótico. Los cambios de nivel
de focalización de Bal serían otro tipo. Los pensamientos, los sueños de los
personajes pueden dar lugar a otros tantos mundos posibles que dejan huellas
relevantes en la coherencia del texto. Van Dijk habla del “predicado ‘creador de
mundos’ pensar” (Texto 160) y observa que “verbs like to say, to present, to think,
to dream, to hope, to predict, etc. may have embedded textoids in which temporal
indication and semantic structure are incompatible with related textoids not
dominated by those verbs” (Text Grammars 304). La ruptura de cualquiera de
estos tipos de nivel provoca una figura narrativa cuya naturaleza habrá que
especificar.
Se ha criticado frecuentemente a la narratología por su tendencia al formalismo,
y a definir conceptos a un nivel ideal y un tanto metafísico. La narratología
estructural sería un caso extremo de “logocentrismo” que privilegia las nociones de
centro y límite. En cuanto al tema que nos ocupa, para Andrew Gibson, “the idea
of narrative levels is an excellent example of the narratological imaginary as [I
have] sought to call it in question. It might even be thought of as its apotheosis.
The geometry of levels has a comforting clarity and simplicity. With narrative levels,
you know where you are”, etc. No sería difícil mostrar la manera en que el estudio
de Gibson, como sucede inevitablemente con la desconstrucción, presupone los
conceptos que luego procede a desmantelar. Y no puede ser de otra manera.
Utilizando la analogía de los colores: el hecho de que la narratología
descomponga el verde en azul y amarillo no quiere decir que niegue la existencia
del verde, o los usos simbólicos del verde, etc. Así pues, para describir
adecuadamente la oscilación entre lo real y lo ficticio en un determinado texto,
debemos poseer una diferenciación conceptual entre ambos; esto no implica que
todo fenómeno se haya de reducir a un solo rasgo conceptual. Los análisis de
Gibson son relevantes a otro nivel de análisis del relato, una narratología aplicada
que necesariamente presupone y a la vez problematiza las categorías básicas que
aquí describimos. Como señala el propio Gibson sobre el trabajo de la escritura
sobre las formas discursivas recibidas, “form (...) becomes merely a provisional
container to be exploded repeatedly by force. Force is made most perceptible
precisely in its deformations of form” (58). Invirtiendo los términos, podríamos decir
que sólo conociendo qué formas son deformadas podemos saber qué fuerza se
está aplicando.

3.2.1.5. Los relatos intradiegéticos

El relato intradiegético es una variante particular de la narración de palabras, más


concretamente del discurso directo. No es un fenómeno único en su género, sino
un caso particular de la inserción que puede efectuarse de cualquier tipo de
discurso, incluidos otros géneros literarios o documentos escritos (poemas, cartas,
noticias, etc; cf. Volek 118).
El relato intradiegético puede ser ficticio o no ficticio: es decir, puede pertenecer
al mismo mundo narrado (ficticio o no) de la acción principal o hallarse un
(segundo) grado de ficción más allá. Si es un relato ficticio, y uno de los
personajes es su autor, asistimos a un desdoblamiento de la estructura pragmática
que hemos descrito anteriormente (3.1.4.2 supra; cf. 3.2.1.10 infra). Una segunda
estructura se superpone a la del relato principal. Así, en la novela de Doris Lessing
The Golden Notebook Anna Wulf es la autora (y narradora heterodiegética) de la
historia de Ella en “The Yellow Notebook”. En Malone meurt Malone es el autor de
la historia de Macmann, y ve peligrar su posición de narrador extradiegético a
medida que el personaje se le va pareciendo más y más. Si ninguno de los
personajes es el autor podemos tener un caso como el de la novela de El curioso
impertinente en el Quijote, en este caso con la complicación adicional de que
Cervantes es a la vez el autor del relato que contiene la historia “real” y del relato
intradiegético ficticio. En general, será aplicable a los relatos intradiegéticos todo lo
que hemos venido diciendo sobre el relato principal, aunque la finalidad narrativa a
la que están dirigidos hará que ciertas categorías de análisis sean muy poco
productivas en este segundo nivel.
Perteneciendo al mismo mundo narrado, la acción del relato intradiegético
puede pertenecer o no a la acción del relato principal. Puede ser una anécdota
contada como real pero con personajes distintos a los de la acción principal. Es lo
que sucede en la narración de Cardenio en el Quijote, o con las narraciones del
Heptaméron de Margarita de Navarra. Puede también referirse a la misma acción
y ser el equivalente de la narración del mensajero en la tragedia griega: así, por
ejemplo, el relato del posadero hacia el final de Jane Eyre. O puede tener un
carácter retrospectivo, rememorativo, como la narración de Nelly Dean en
Wuthering Heights. La importancia y el papel de los relatos intradiegéticos en
relación al conjunto del discurso puede ser muy variable. En Malone meurt se
utiliza como un artificio reflexivo sobre la propia creación, y el proceso de su
escritura es parte del argumento. Pero pensemos en el variado papel que juegan
en obras como el Decamerón, El conde Lucanor o The Canterbury Tales por un
lado, o The Woman in White de Wilkie Collins, Bleak House de Dickens, Ulysses,
The Golden Notebook.... los ejemplos son tan numerosos como relatos hay en el
mundo. Aquí podemos hacer poco más que mencionar esa variedad, definible
mediante la utilización conjunta de las categorías que venimos aislando. Genette
(“Discours” 241 ss; Nouveau discours 62-63) propone un mínimo esquema para
clasificar los principales tipos de funciones del relato intradiegético:
• El primer tipo requiere un nexo causal entre el relato y el relato intradiegético (es
decir, que ambos pertenezcan a la misma acción). La función del relato
intradiegético será explicativa (cf. 2.2.1; supra). Para ello es preciso que el relato
intradiegético sea homodiegético, es decir, debe haber personajes comunes y
acciones conectadas entre ambos.
• En el caso de una prolepsis metadiegética, la función es predictiva. Por ejemplo,
es el caso del segundo mensaje que Youdi dirige a Moran en Molloy .
• La relación entre relato intradiegético y relato principal puede también ser
temática. No hay relaciones de causalidad entre las acciones, sólo de contraste o
analogía. Los casos más espectaculares y representativos de paralelismo temático
son las distintas variedades de reduplicación interna, mise en abyme o “texto
espejo” (Bal 1985: 151): ya no es sólo el acto narrativo el que se duplica, sino
otros elementos temáticos o estructurales: el desenlace, el conflicto central... La
reduplicación puede variar entre la mera analogía o relación figurativa hasta la
ruptura de marco e incluso la inserción paradójica del relato en sí mismo. “Toda
parte de la obra puede ser considerada como isomorfa en la obra entera” —en
este principio simbolista se basa la reduplicación interna de la narrativa
experimental moderna.
• La relación temática puede no cumplir una función puramente estética, sino
persuasiva; pensemos en El conde Lucanor.
• En otros casos, las acciones no mantienen relaciones de ningún tipo: es el acto
de narración del relato intradiegético lo que es significativo, cumpliendo una
función obstructiva en la historia. El ejemplo de Genette es Las mil y una noches.
La función también puede ser distractiva, como en el Decamerón (estas dos
últimas funciones ya son distinguidas por Shklovski, “Construction” 189). Y, por
supuesto, el valor obstructivo o distractivo de la narración puede simultanearse
con otros valores: para Malone (en Malone meurt) su narración es un juego, una
distracción, pero a la vez es una analogía temática de su propia situación (y de la
de su autor), y quizá una retrospección una vida pasada.
3.2.1.6. Rupturas de marco

La transición de un nivel narrativo a otro está mediada por un acto narrativo que
delimita la frontera de cada relato. Es bin conocido el efecto sorpresivo que causa
la interferencia entre niveles narrativos, cuando, por ejemplo, personajes de un
relato secundario se mezclan repentinamente con personajes del nivel principal.
Estas interferencias resultan fantásticas o humorísticas: son, en sus casos
extremos, lógicamente transgresivas.
Genette denomina metalepsis (métalepse) a la transición ilegítima de un nivel
narrativo a otro. El uso de este término es confuso, pues éste no es el significado
tradicional que tiene en la retórica, y deriva de una definición poco sistemática de
Fontanier. Para Fontanier, la meta¬lepsis consistiría en “substituer l’expression
indirecte à l’expression directe, c’est-à-dire, . . . faire entendre une chose par une
autre, qui la précède, la suit ou l’accompagne, en est un adjoint, une circonstance
quelconque, ou enfin s’y rattache ou s’y rapporte de manière à la rappeler
aus¬sitôt à l’esprit” (Fontanier 1977: 127-28). Fontanier incluye como una
va¬riante, de manera a nuestro parecer totalemente arbitraria, el tipo de ruptura de
marco narrativo discutido por Genette. Arguye Fontanier que “On peut rap¬porter
à la métalepse le tour par lequel un poëte, un écrivain, est représenté ou se
représente comme pro¬duisant lui-même ce qu’il ne fait, au fond, que ra¬conter ou
décrire” (1977: 128); y añade como otra variante más la del poeta dirigiéndose
directamente al objeto poético para darle órdenes y así describirlo. Se ve que la
definición de este tropo se va alejando absurdamente de sus defi¬niciones
clásicas, centradas en la indirección. Hay un elemento de indirección en todas las
variantes clásicas del término, pero las rupturas de marco no son relacionadas con
la metalepsis por otros teóricos de la retórica. Fontanier parece ser la única fuente
de las supuestas metalepsis “transgresivas” de Genette. Y en los ejemplos
relativos a la acción/verbalización del poeta asimilados por Fontanier a la
metalepsis no es la indirección la causa del efecto sorpresivo o chocante. Este
viene dado por un ejemplo ajeno a la definición que da Fontanier: la transgresión
de las fronteras entre los niveles narrativos u ontológicos. Conviene, pues, evitar
extender el nombre de metalepsis al tipo de figura narrativa que estamos
comentando. Se trata empero de una figura (o grupo de figuras) importante.
Definiremos aquí diversos tipos de rupturas de marco. Este término nos permitirá
además ampliar la definición demasiado limitada de Genette, para incluir rupturas
de marcos no sólo narrativos o enunciativos, sino más generalmente semióticos.
Como señala Genette, la figura es corriente en sus versiones más moderadas;
así algunas ruturas de marco temporales” jouent sur la double temporalité de
l’histoire et de la narration (..) comme si la narration était contemporaine de
l’histoire et devait meubler ses temps morts” (244). Otras veces la ruptura de
marco proporciona la situación central de la acción, como en algunas obras de
Pirandello (Genette 245). Y también existen relatos que hacen de ella un uso
sistemático, tanto narrativo como temático; así Jacques le Fataliste, de Diderot, o
Fragmentos de Apocalipsis, de Torrente Ballester. La ruptura de marco puede ser
también sólo aparente: así , un personaje intradiegético puede aparecer luego
como por casualidad en el relato marco sin que haya consistencia lógica real, sino
sólo más o menos aparente, según el status ficticio que se otorgue al relato
inserto.
Esto nos lleva al problema de los tipos de marco y de fronteras entre ellos.
Genette limita indebidamente la ruptura de marco-”métalepse” a la transgresión de
nivel narrativo. Ya hemos señalado que hay varios posibles tipos de relato
intradiegético. En cada uno de ellos la ruptura de marco narra¬tivo tiene
implicaciones distintas. La diferencia entre relatos intradiegéticos homodiegéticos
y heterodiegéticos establecida por Genette (Figures II 202) no re¬cubre la
diferencia de status ontológico: puede no haber interferencia ni co¬nexión entre la
acción de dos relatos (en el mismo nivel narrativo o en niveles distintos) sin que
por ello uno sea ficticio con respecto al otro. Así pues, hay que cuidar de distinguir
el nivel narrativo (statut narratif en Genette) del status ontológico; como hemos
dicho antes, aquí reservaremos el nombre de status para la diferencia entre
fic¬ción y realidad.
Una variante señalada por Genette es el relato pseudo-diegético (pseudo-
diégétique), en el que se pasa por alto un nivel entero de discursivización: es el
fenómeno que se da en el Teeteto de Platón, cuando el relato del diálogo socrático
deja de ser tal relato, pasando el diálogo a primer plano y desapareciendo el nivel
narrativo que lo introducía (Genette 246).
De hecho, podemos distinguir un tipo de ruptura de marco que no tiene que ver
con la ruptura de niveles narrativos, y sí con la transgresión de la frontera entre
mundos reales y posibles: un ejemplo lo vemos en el cuento de Yourcenar
“Comment Wang-Fô fut sauvé”, en el que un pintor escapa a la muerte huyendo a
través de uno de sus cuadros. El mismo tema aparece ate¬nuado o amagado en
la autobiografía de Nabokov Speak, Memory, donde el autor sólo imagina que
entra en un cuadro. No hay en estos ejemplos ruptura de nivel narrativo, pero sí
una ruptura de marco ontológico/semiótico. Hay una transgre¬sión de un nivel
semiológico, el nivel de los signos pictóricos nombrados, que se identifica
repentinamente al mundo de referencia efectivo del texto que leemos. La
transgresión de un mundo real a un mundo ficticio sería sólo un tipo de
transgresión ontológica. En efecto, no puede haber mundo ficticio, ni siquiera en
un segundo nivel de significación, sin una je¬rarquía ontológica y una base
semiótica que lo sustente. Pero no toda trans¬gresión ontológica su¬pone un paso
de la realidad a la ficción. Una fotografía representa nuestro mundo real, pero no
por ello podemos introducirnos dentro de ella. Y toda fron¬tera significada es una
frontera virtual, cuya entidad puede tanto res¬petarse como anularse poniendo de
manifiesto su cualidad de signo. Con esta ambigüedad juega la épica clásica al
introdu¬cir la écfrasis, o descripción de una representación plástica que es
animada de modo ambiguo o imposible por el movimiento de la narra¬ción (por
ejemplo, el es¬cudo de Aquiles en la Ilíada).
En suma, parece adecuado extender el concepto de ruptura de marco a una
transgresión más general entre niveles reales y niveles significados (sea cual sea
el código significante). Así serían también ejemplos de ruptura de marco el salto a
través de la pantalla cinematográfica en La rosa púrpura del Cairo de Woody Allen
o las manos de Escher que se dibujan recíprocamente. Los diversos tipos de
ruptura de marco podrían clasificarse formalmente, se¬gún la jerarquía, naturaleza
y estructuración de los códigos semiológicos transgredidos, y ontológicamente,
según el status real o ficticio de los mundos así comuni¬cados. Por supuesto, son
muy frecuentes los casos en los que se presentan simultáneamente los dos tipos
de ruptura de nivel: el narrativo y el de ficcionalidad. Es lo que sucede cuando en
el monólogo final de Ulysses Molly Bloom exclama Jamesy en lugar de God .
Jamesy es el autor textual, en el cual se juntan papeles narrativos y creativos.

3.2.1.7. Persona

Ya hemos mencionado la posibilidad de trazar una analogía entre este aspecto de


nuestro estudio y la categoría gramatical de la persona del verbo. A nivel
gramatical, “la première personne signale l’identité d’un des protagonistes du
procès de l’énoncé avec l’agent du procès de l’énonciation, et la seconde
personne son identité avec le patient actuel ou potentiel du procès de
l’énonciation” (Jakobson, “Embrayeurs” 182). Siguiendo un rígido criterio
gramatical, se ha propuesto frecuentemente una clasificación de las narraciones
en base a la persona pronominal: podríamos hablar de relatos en primera persona
y relatos en tercera persona, e incluso (más raramente) de relatos en segunda
persona. Pero como ya hemos visto al hablar de tiempo verbal y temporalidad
narrativa, deberíamos desconfiar de transposiciones directas entre el sistema
gramatical y la estructura dicursiva. No hay relación necesaria entre la persona
gramatical y la persona narrativa (cf. Lintvelt 56, 80), como no la hay entre tiempo
verbal y temporalidad narrativa. Tras la aparente sencillez de la clasificación según
la persona gramatical se esconde una variedad de criterios y una ambigüedad en
cuanto a algo tan decisivo como el referente de ese pronombre. Al hablar de
narración en primera persona, se da por supuesto que el referente es el narrador;
al hablar de narración en tercera persona, el personaje. Bajo un concepto
aparentemente sencillo se esconden varios criterios de clasificación. Cada uno de
ellos es básico para caracterizar una narración; sólo la confusión existente en
torno al tema podría justificar que Booth (Rhetoric 150 ss) quite importancia al
criterio de la persona narrativa.
La definición más literal de relato en primera persona sería “aquel relato en el
que el narrador hace uso de la primera persona para referirse a sí mismo”. En ello
no se diferenciaría el narrador de cualquier otro enunciador, pues todo enunciador
utiliza la primera persona para referirse a sí mismo. Según Prince, “we can say
that the narrator is a first person, the narratee a second person and the being and
object narrated about a third person” (Narratology 7). En este sentido no
podríamos hablar de relatos en segunda persona o en tercera persona salvo en
aquellos casos en los cuales, guiado por alguna extraña estrategia retórica, el
narrador se refiriese a sí mismo en segunda o en tercera persona. Ni siquiera
obras como La modification de Butor, Esmond de Thackeray, De bello gallico de
César o la Anábasis de Jenofonte parecen ajustarse estrictamente a esta
definición. Podemos decir que según esta definición, todos los relatos están
escritos en primera persona. Para Genette es así en el sentido de que el narrador
siempre puede aludir a sí mismo. Siempre hay un hablante (o escribiente, o
pensante) en el nivel del discurso (cf. 3.2.1.2 supra).
La observación no es tan perogrullesca como parece: ya hemos mencionado la
noción de récit historique propuesta por Benveniste (“Relations” 239): un estilo
narrativo en el que se evita (en la medida de lo posible) toda referencia a la
situación enunciativa. El narrador no hace referencia a sí mismo en primera
persona porque no hace referencia a sí mismo en absoluto. Este tipo de narración
sería un derivado, una especie de técnica retórica de distanciamiento. Como
señala Greimas,

podemos decir que la estructura económica de la enunciación en la medida en que


se puede identificar con la comunicación de un objeto enunciado entre un
remitente y un destinatario es lógicamente anterior y jerárquicamente superior a la
estructura del enunciado simple. De esto se deduce que los enunciados
lingüísticos del tipo “yo-tú” dan la impresión de estar más cerca del sujeto no
lingüístico de la enunciación y producen una “ilusión de realidad” más intensa.
(“Hacia una teoría del discurso poético” 28-29)

Nuestra segunda acepción de “relato en primera persona” sería, por tanto, la ya


mencionada “enunciación discursiva” de Benveniste. El narrador que utiliza la
primera persona reconoce en cierto modo que está haciendo una narración,
establece un “contacto declarado” con el narratario. Por ello, es útil determinar un
eje de posibles actitudes del narrador a este respecto, que van desde la continua
referencia a su persona hasta su desaparición total como referente pronominal. Es
lo que Lanser (174) denomina el axis of directness en su tipología de voces y
perspectivas narrativas; Booth ya había distinguido (con bastante más
ambigüedad) los narradores dramatizados de los no dramatizados (dramatized /
undramatized narrators; Rhetoric 151 ss).
Para Scherer y para Friedemann, el narrador siempre está virtualmente
presente en su narración, y no tiene sentido denunciar (como hacían James o
Spielhagen) las “intrusiones del autor” o su). Toda narración, por el hecho de serlo,
nos remite constantemente de modo implícito a un mediador entre nosotros y el
mundo representado; todo el material narrativo expresa a su narrador. Es lo que
define a la narración frente a la representación o presentación (Darstellung)
dramática.
Hemos visto que en cierto sentido todo relato está “en primera persona”. Pero,
podemos replicar, puede formar parte de la estrategia del hablante no aludir a sí
mismo; como hemos dicho antes, no sólo se ha de juzgar al narrador por lo que
puede hacer, sino también por lo que hace efectivamente . Cuando el James de
The Ambassadors se descuida y deja escapar un “I”, la intrusión es mucho más
violenta que cualquiera imaginada por Trollope. Por supuesto, no es el uso de la
primera persona del singular el único rasgo que hace más vívida la presencia del
narrador: los pronombres de primera persona del plural, los pronombres de
segunda persona, las referencias explícitas a su personalidad, el conocimiento
que manifieste de acontecimientos distintos de la acción narrada… todo contribuye
a personalizar o despersonalizar su imagen (cf. Prince, Narratology 9; 3.2.1.3
supra).
La definición de “relato en primera persona” como sinónimo de la énonciation
discoursive de Benveniste no responde, sin embargo, al uso que se ha hecho de
este término y de su correlato “relato en tercera persona”. Genette señala la
vaguedad de ambos términos, y el sentido real que se pretende darles:

Le choix du romancier n’est pas entre deux formes grammaticales, mais entre
deux attitudes narratives (dont les formes grammaticales ne sont qu’une
conséquence mécanique): faire raconter l’histoire par l’un de ses “personnages” ou
par un narrateur étranger à cette histoire. (“Discours” 252)

La primera persona gramatical es en sí ambigua: puede referirse al narrador en


tanto que narrador, lo cual no implicaría su presencia dentro de la acción, o puede
señalar una identidad narrador-personaje, una narración hecha por uno de los
actores en el nivel de la acción. Esta es la “primera persona” en el sentido
corriente, sentido que se veía complicado por la existencia de narradores como el
Fielding de Tom Jones, narradores “en tercera persona”, ausentes de la acción, y
que sin embargo aluden constantemente a sí mismos. Como bien ve Friedemann
(36), la distinción clásica entre relatos en primera persona y relatos en tercera
persona debe definirse no en relación a la persona gramatical más frecuente, sino
atendiendo a la identidad o no identidad del narrador con uno de los personajes de
la acción. Lo mismo señala Genette, subrayando la diferencia con su terminología:

On distinguera donc ici deux types de récits: l’un à narrateur absent de l’histoire
qu’il raconte (...), l’autre à narrateur présent comme personnage dans l’histoire qu’il
raconte (...). Je nomme le premier type, pour des raisons évidentes,
hétérodiégétique, et le second homodiégétique (252).

Stanzel (Theory 90 ss) observa que sólo el grado de presencia física, corporal, del
narrador en el mundo de la acción, determina la persona narrativa. En la ausencia
de acciones o referencias explícitas del narrador en este sentido, su situación
respecto de la acción puede ser averiguada a partir del uso de los deícticos. Pero
no olvidemos que éstos pueden obedecer a centros de orientación puramente
conceptuales con una libertad que a veces se infravalora.
A esta misma distinción de persona parece referirse Booth cuando opone los
“observadores” a los “agentes narradores” (Rhetoric 154-155), aunque deberemos
tener en cuenta su enormemente inclusivo concepto de “narrador”, que incluye a
los personajes focalizadores. Como observa Booth, la intervención en la acción del
agente narrador puede ser más o menos decisiva. Diremos con Genette
(“Discours” 253) que un narrador homodiegético es autodiegético si es el
protagonista de la acción en la cual aparece.

Pour qu’un récit soit homodiégétique, il suffit qu’ ego y figure comme personnage.
Qu’il y figure seul, ce serait la forme absolue de l’autodiégétique. (Nouveau
discours 93)

Es ésta la situación narrativa que Beckett ensaya en L’Innommable, llevando a la


paradoja de que así proliferan las pseudo-identidades provisionales para el
narrador. En modalidades más habituales, el narrador homodiegético puede ser un
personaje importante, como en Heart of Darkness de Conrad, un personaje
secundario, como en The Great Gatsby de Fitzgerald, o un simple observador,
como en La de Bringas de Galdós; cada una de estas situaciones motivará (o bien
pondrá en evidencia) distintas perspectivas narrativas. De todos modos, la
frontera entre la narración homodiegética y la heterodiegética no es tajante, sino
borrosa (cf. Genette, Nouveau discours 55). Es útil la propuesta de Lanser (159)
de ver en la narración heterodiegética y en la autodiegética dos polos extremos
con muchas gradaciones posibles entre ellos.
La situación enunciativa de un narrador puede así determinarse en relación a
dos criterios: el del nivel narrativo, que definirá a los narradores extradiegéticos,
intradiegéticos, intra-intradiegéticos, etc., y el de la persona narrativa (en nuestra
tercera acepción), que define narradores homodiegéticos (autodiegéticos o
testigos) y heterodiegéticos (Genette, “Discours” 255 ss). Hay que recalcar que
ninguno de estos criterios es de por sí la clave para todas las diferencias de voz:
por ejemplo, un narrador ficticio homodiegético puede encontrarse en el mismo
nivel narrativo que un narrador heterodiegético no ficticio (Bal, Narratologie 31).
Recordemos además que estos criterios no tienen por finalidad atender a la
coincidencia o no coincidencia entre narrador y autor textual (un problema de
estructuración ideológica) ni al status ficticio o real del narrador respecto del autor
(pues nos venimos refiriendo al status de la narración respecto del narrador). Así,
los narradores de la Autobiography de Trollope y de Great Expectations de
Dickens son muy distintos en su caracterización estructural global, pero ambos
son narradores factuales (no fabuladores), autodiegéticos y extradiegéticos.
La situación enunciativa de un narrador no siempre es claramente determinable:
pueden darse variaciones a lo largo de un relato como la que se da en Madame
Bovary, donde el narrador comienza siendo extradiegético y homodiegético, para
convertirse seguidamente en extradiegético y heterodiegético ; también puede
darse una ambigüedad generalizada, como en algunas novelas de Robbe-Grillet.
Normalmente la narración homodiegética se utiliza de modo realista, respetando
su motivación autobiográfica, epistolar, etc.; es decir, se mantiene dentro de los
límites de la credibilidad o al menos no los rompe abiertamente. Este tipo de
narración está más condicionado de entrada que la narración heterodiegética:

la narration homodiégétique, par nature ou convention (en l’occurrence c’est tout


un), simule l’autobiographie bien plus étroitement que la narration hétérodiégétique
ne simule ordinairement le récit historique. En fiction, le narrateur hétérodiégétique
n’est pas comptable de son information, l’omniscience fait partie de son contrat.
(Genette, Nouveau discours 52)

La elección de persona narrativa no es, por tanto, indiferente al contenido de la


narración. No son raros los casos de escritores que han comenzado a escribir un
relato en primera persona para después pasar a la tercera, o al revés. Si Kafka
reescribió en tercera persona su manuscrito de Das Schloss, Rushdie reescribió
en primera persona el borrador en tercera persona de Midnight’s Children. Estas
revisiones suelen entrañar una profunda transformación del contenido narrativo.
Pero el discurso narrativo es infinitamente manipulable, y puede perfectamente
darse una transposición directa entre personas narrativas; incluso se puede dar
lugar de esta manera a efectos modales inusitados. Son concebibles así modos
narrativos poco “naturales” (y altamente artísticos): por ejemplo, un relato en el
que sólo se nos presenten focalizados perceptibles (“visión desde afuera”) que sin
embargo sea narrado en primera persona; es el caso de L’Étranger. Podemos
también tener varios tipos de interferencias o incoherencias entre la omnisciencia
autorial y la perspectiva limitada del narrador homodiegético. La literatura no se
ha cansado de explorar el terreno que media entre la primera y la tercera persona,
mostrando que su extensión no se agota, sino que crece a medida que se penetra
en él.

The opposition between first and third person narration and the underlying
opposition of the identity and non-identity of the realms of existence of the narrator
and the fictional characters is still an area of immediate interest for contemporary
authors.

Beckett no es el menos llamativo de estos autores: otros son Grass, Frisch,


Brooke-Rose, Torrente Ballester, etc. La literatura fantástica abre nuevas
posibilidades que con frecuencia no son previstas en las tipologías (cf. por ejemplo
las limitaciones impuestas por Lintvelt (79 ss) a la narración homodiegética. La
mayoría de ellas sólo tienen justificación en la literatura realista). Por ejemplo,
nada impide que los narradores de Malone meurt o Pincher Martin nos narren su
propia muerte; Wells llega a “matar” a su lector implícito en The Man Who Worked
Miracles (Bronzwaer, “Implied Author” 8). Y en una novela sobre la telepatía como
Dying Inside de Robert Silverberg se problematiza quién es el “yo” responsable del
pensamiento compartido por dos mentes. Todo tipo de combinación entre voz y
perspectiva es posible en principio (Genette, Nouveau discours 85 ss), aunque
siempre habrá que distinguir entre lo común y lo excepcional. Todo es posible,
pero no todo es probable, especialmente en la narración natural. La necesidad de
esta distinción es especialmente evidente en el estudio diacrónico de la evolución
de las técnicas narrativas (Nouveau discours 89). Este es quizá el mejor
argumento para el estudio tipológico tradicional de las “situaciones narrativas”, en
el que se combinan voz y perspectiva, un enfoque sintético (Nouveau discours 78),
frente al analítico por el que hemos venido exponiendo. En los puntos siguientes,
adoptaremos una perspectiva tipológica / sintética como modo de acercamiento a
algunas de las situaciones narrativas más características.

3.2.1.8. El narrador autodiegético

En la narración homodiegética, la distancia entre narrador y personaje no


desaparece, si bien su sentido se modifica al ser los dos fases distintas de una
identidad. Narrador y personaje son un mismo sujeto, escindido en dos roles: el yo
narrado y el yo narrador, lo que Spitzer llamaba erlebendes Ich y erzählendes Ich .
Se percibe aquí claramente que hablar de la “identidad” de un sujeto no es
suficiente, y que debemos situar estructuralmente la posición y actuación del
sujeto.
Según Stanzel, en cada una de sus situaciones narrativas básicas (1ª persona,
autorial, actorial) domina una determinada categoría de mediación: la voz, la
perspectiva y el modo, respectivamente (Theory 5). A nuestro parecer “dominar”
es vago: lo que sí parece darse es una motivación de distinto alcance en cada
situación: en una novela en primera persona se motiva la narración (y subordinada
a ella, la perspectiva); en una narración heterodiegética focalizada actorialmente,
solamente la perspectiva. Esta motivación de la perspectiva no es, por supuesto,
la misma en la narracion homodiegética y la heterodiegética. La focalización está
en el primer caso ligada a un personaje y un cuerpo físico; esto impone sobre la
focalización constricciones que no pueden ignorarse a la ligera (cf. Stanzel 93).
La narración homodiegética, y en particular la autodiegética, presenta otras
peculiaridades. Ya hemos señalado antes que en este caso el discurso narrativo
resulta ser un acontecimiento de la acción. Es ésta una peculiaridad que puede
ignorarse o explotarse. El yo narrador está señalado no solamente por las
referencias al presente de la narración, sino por la totalidad de la narración en
tanto que indicio: el estilo de la narración homodiegética tiene la peculiaridad de
remitir a la acción de esta doble manera (cf. Starobinski 286). La autobiografía o
libro de memorias es la forma de narración homodiegética por excelencia. Su tema
es el propio yo y sus experiencias. De hecho, la narración homodiegética
novelesca deriva de las memorias auténticas, tanto lógica como históricamente (cf.
Watson 16 ss). Memorias normalmente publicadas póstumamente: de ahí lo que
Watson llama la convención del “viejo arcón de roble” en el que un editor
encuentra la narración que se nos ofrece, con la conveniente explicación en un
prólogo. Por tanto, el narrador es un “narrador privado”; es el editor quien se
encuentra en el auténtico nivel extradiegético. Esta tradición se presta a infinitas
variantes, y parodias. Véanse los casos de prólogo auténticamente engañoso,
como el de algunas obras de Defoe, doble prólogo, con doble función, en casos
como The Unfortunate Traveller, las alusiones fosilizadas a la vieja convención en
algunas novelas del XIX (Watson 19), la resurrección de aquélla en el prólogo
lleno de ironía y ambigüedad de El nombre de la rosa, etc. Un buen estudio de
este tipo de fenómenos se encontrará en La Figure de l’auteur de Couturier.
El estilo de la autobiografía es especialmente revelador: “to the explicit self-
reference of the narration itself the style adds the implicit self-referential value of a
particular mode of speaking” (Starobinski 285). Ya hemos mencionado la distinción
de Spitzer entre erzählendes Ich y erlebendes Ich. Una separación semejante no
es en absoluto privativa de la narración homodiegética: se encuentra implícita en
fenómenos lingüísticos mucho más básicos, como la primera persona gramatical
(cf. Jakobson, “Embrayeurs”) o las tomas de postura del enunciador tal como son
definidas por Ducrot .
En principio, el yo narrador está separado del yo personaje por una distancia
temporal, la que media entre los hechos de la acción que se narran y el acto
narrativo. Esta distancia temporal puede conllevar una diferencia de carácter. La
competencia de uno y otro puede ser variable (cf. 3.2.1.3 supra). Genette observa
que normalmente se hallan separados por una diferencia de edad que permite al
narrador tratar con superioridad y condescendencia al inexperto personaje.
Starobinski señala una constante de la autobiogradía confesional: el narrador ya
no es el mismo que el personaje, pero asume la responsabilidad por las acciones
pasadas (290 ss). Es conocido el virtuosismo que Dickens introdujo en el
tratamiento de esta diferencia entre narrador y personaje en novelas como David
Copperfield o Great Expectations (Watson 19 ss). Este progreso psicológico puede
asumir matices muy distintos: pensemos, por ejemplo, en las Confessions de
Rousseau tal como las describe Starobinski: “the past (...) is at once the object of
nostalgia and the object of irony; the present is at once a state of (moral)
degradation and (intellectual) superiority” (293). Starobinski encuentra en
Rousseau una alarma ante la vaciedad deíctica del pronombre “yo”, sujeto de la
autobiografía, y un intento de sustancializarlo mediante la ficción:

the autobiographical “I”, the auto- in autobiography, is the exorcising substitute for
the linguistic tautology that “I” is the one who says “I”. It tries to exorcise the
tautology, to divert it, to substantivize and deformalize it. This is a process of “de-
shifterizing” the shifter. How? By filling this “I” who says “I” with an image. (295-
296)

No hay frontera clara entre autobiografía y novela; el autobiógrafo no sólo


recuerda su pasado, sino que lo inventa. Utiliza hacia sí mismo la misma
comprensión imaginativa que utilizamos para acceder a la conciencia de los
demás a partir de su comportamiento externo y atribuir una intencionalidad a sus
acciones. Se ha señalado con frecuencia este impulso ficcionalizador de la
autobiografía, esta tendencia a buscar un patrón coherente en la propia vida, una
sustancialidad en una personalidad en última instancia disgregada. El caso
memorable de las Confessions de Rousseau puede compararse con otro relato
límite, la empresa de Beckett en The Unnamable. Tanto uno como otro desarrollan
ciertas tendencias inherentes al género autobiográfico. Starobinski señala la gama
posible de objetivación de la autobiografía basándose en la teoría de la
enunciación de Benveniste. Esta gama va desde el relato “histórico” descrito por
Benveniste y centrado en la acción (forma elegida, por ejemplo, por César en De
bello gallico) hasta el modo extremadamente “discursivo” de las autobiografías
líricas o meditativas. Estas tienden a centrarse en el yo narrador y el desarrollo del
discurso. Para Starobinski, la concentración absoluta sobre un “yo” acaba por
destruir la inmediatez de la primera persona, que ha de definirse frente a una
tercera:

the exclusive affirmation of the “I” favours the interests of an apparently vanished
“he”. The impersonal event becomes a secret parasite on the “I” of the monologue,
fading and depersonalizing it. One need only examine the writings of Samuel
Beckett to discover how the constantly repeated “first person” comes to be the
equivalent of a “non-person”. (288)

La diferencia considerable entre yo narrador y yo personaje es, pues, una


posibilidad estructuralmente justificada en la narración homodiegética
autobiográfica. También puede, por supuesto, ignorarse, con lo que se asume una
perfecta identidad psicológica entre narrador y personaje. Esto sería paradójico,
pues el hecho mismo de una narración en primera persona supone “narrar desde
el final”, desde una experiencia distinta y una personalidad modificada; el
conocimiento retrospectivo modela de modo invisible y necesario la estructura
misma de lo que se narra aunque el lector se concentre en el movimiento hacia el
futuro de la narración. Según Freeman, “the most fundamental act one is
perpetrating in the very act of telling is the idea of starting at the beginning, when in
reality ‘you have started at the end’” (96). La narración homodiegética implica
inevitablemente una diferencia de conocimiento. El narrador en primera persona
sabe el resultado que tendrán los actos del personaje; a mayor distancia temporal
ente ambos, mayor será la perspectiva de que goce, y tanto más indiferenciada
estará su narración de la de un narrador omnisciente. Pero el uso de la
focalización para dosificar adecuadamente la perspectiva del lector puede
modificar enormemente este panorama.
Así pues, la narración homodiegética autobiográfica se presta en principio a dos
tipos polarmente opuestos de perspectiva narrativa:
• El conocimiento a posteriori de los hechos, lo cual produce en ocasiones el
fenómeno que hemos señalado, un efecto semejante a la omnisciencia (cf. 3.2.1.3
supra; Lintvelt 84); hay que distinguir, sin embargo entre estos dos tipos de visión
“por detrás”. Una convención útil para la narración homodiegética, aunque no
imprescindible, es la memoria perfecta del narrador (cf. Cohn, Transparent Minds
144).
• La visión “con” el personaje, es decir, el relato en el que el yo personaje, y no el
yo narrador, es el focalizador (cf. Lintvelt 86). Esta posibilidad es descuidada por
muchos teorizadores que no distinguen las visiones del yo personaje y el yo
narrador (por ejemplo Ingarden, Literary Work 230). Ello no quiere decir que sea
rara, ni mucho menos. La variante extrema sería la ausencia de distancia entre yo
narrador y yo narrado. Puede justificarse de diversas maneras, y servir a su vez de
justificación a efectos distintos de la reposada meditación sobre el propio pasado:

the narrative distance, which in the quasi-autobiographical first-person novel


constitutes the prerequisite for the well-balanced and judicious attitude of the
narrating self to his earlier experiences, almost always decreases with the
withdrawal of the narrating self (...). Beckett’s first-person characters vegetate
towards their existential disintegration, a disintegration which can also be observed
in the absence of distance between the narrating and experiencing selves.
(Stanzel, Theory 211)

No hay que confundir el uso del yo narrado como focalizador con la ausencia
absoluta de distancia entre el yo narrador y el yo narrado. En el primer caso, se
trata de una estrategia retórica atribuible al narrador; en el segundo caso, toda la
retórica es del autor.
Otra forma autodiegética que nos interesa es el diario. La diferencia principal
entre autobiografía y diario a la hora de motivar un relato de ficción es que la
autobiografía suele ir dirigida al público desconocido, mientras que en el diario el
único narratario es el propio narrador. Así pues, tienen en principio menos
justificación las maniobras retóricas, la creación intencionada de suspense, la
exposición ordenada, etc. La ruptura de la motivación puede resultar grotesca: por
ejemplo, Malone recordándose “a sí mismo” su situación presente en su diario,
mezclando así en él una convención que para beneficio del lector utilizan otros
géneros narrativos.
Una forma próxima al diario es la novela epistolar con narrador único, como las
Lettres d’une religieuse portugaise. Ya las diferencias son notables: el narratario
es otro personaje; no estamos ante un monólogo sino ante un diálogo. Si la novela
epistolar comenzó utilizando las cartas de un solo personaje, pronto adquirió una
forma más específica. Se transforma en un dúo (Love Letters Between a
Nobleman and his Sister, de Aphra Behn) o combina las narraciones epistolares
de varios personajes, como sucede en las novelas de Richardson o Les Liaisons
Dangereuses. La novela epistolar es, pues, la forma espontánea de la narración
múltiple. También es ésta una forma que se presta a ser “editada” e introducida
por un personaje más o menos anónimo; también aquí se fosiliza pronto esta
convención, transformándose en la excusa para un juego de voces ya en
Richardson o Laclos.
Caben asimismo muchas otras formas de narración múltiple no epistolar:
podemos tener una combinación del diario de dos personajes, colecciones de
informes, combinaciones de diario, informe, carta, etc. como sucede en The
Woman in White de Wilkie Collins, o de narración “real” y narración ficticia en
segundo grado, como en Malone meurt. Las combinaciones son infinitas, y cada
novela encuentra su propia fórmula.

3.2.1.9. El narrador testigo

En esta variedad de la narración homodiegética, el protagonista no es el narrador,


sino un personaje conocido por el narrador (cf. Friedman 125). Con frecuencia,
este personaje ha vivido una experiencia de importancia transcendental. Su
carácter sagrado, terrorífico o simplemente indefinible hace necesario el
desdoblamiento en narrador y protagonista. “There is a Platonic form behing these
shadows, an ideal first-person narration, and such works as The Unnamable have
approached it” (Kawin 37). Pero L’Innommable es un caso de reflexividad extrema,
que subsume o más bien devora la estructura de la narración testimonial como
devora toda otra estructura narrativa. En general, la narración testimonial se presta
a una moderada reflexividad, predominando su aspecto de motivación realista.
Según Kawin (34), esta técnica narrativa es adoptada a menudo por sus
posibilidades dramáticas. El lector comparte la experiencia del narrador; ambos se
encuentran excluidos de la experiencia fundamental del protagonista, que puede
ser de un carácter no fácilmente comunicable. El narrador testigo es un
intermediario ante la experiencia de lo innombrable: la señala, sin llegar a
mostrarla, utilizando como excusa la relativa inferioridad de la experiencia del
narrador. Es lo que sucede en Moby Dick:

Melville uses the limitations of the narrator’s metaphysical insights to hint things
that could be meaningless if said directly.
Thus the author of a secondary first-person novel is not forced to deal directly
with transcendent experience but can deal with it through the mask of a compulsive
narrator who has experienced as much as can be talked about, yet who urges
himself, in the aim of relating the hero’s experience, even deeper into regions that
can hardly be guessed at. (Kawin 49, 35)

En Moby Dick hay para Kawin toda una serie de acercamientos progresivos a lo
inefable; esta experiencia es transmitida al lector a través de filtros sucesivos: el
narrador Ishmael, Ahab y la misma ballena. Una estructura parecida descubre
Kawin en Heart of Darkness, donde la experiencia de lo inefable es intuida por el
narrador a través de la narración intradiegética de Marlow, de la aventura de Kurtz
y del viaje al corazón de las tinieblas. Otros ejemplos aportados por Kawin son
Pale Fire o los relatos de Castaneda.

It is characteristic that a secondary first-person narrator be a man of words and


blame his “inability” to deal with or adequately convey the hero’s experience in his
own moody bookishness; it is also characteristic that this specific limitation is his
chief asset. (Kawin 72)

En el corpus beckettiano hay una obra, Watt, que presenta rasgos semejantes
(Kawin 64 ss), si bien algo más complejos. La estructura narrativa duplica el tema
de la obra. El narrador Sam es un intermediario entre Watt y el lector, como Watt
es un intermediario entre la experiencia de lo inefable en la casa de Mr. Knott y la
narración de Sam. El drama más angustioso de El Innombrable es que no hay
intermediarios entre el yo y su propia experiencia.

3.2.1.10. El narrador-autor

Es ya una especie de tradición en la teoría de la novela el confundir las


atribuciones respectivas del narrador y el autor. Al narrador y al autor no los
distingue sólo el hecho de que el narrador sea ficticio y el autor no lo sea. El autor
es el creador de una obra literaria; el narrador no tiene por qué serlo. Hay
narradores que son escritores (de ficción o no), que pueden incluso aludir con
frecuencia a su actividad, hasta convertirla en un tema de la propia narración.
Este fenómeno tiene obviamente influencias enormes en la estructura de la
narración: el narrador es consciente (dentro de la ficción) de enfrentarse a un
público, y ésto facilita el acceso a la narración por parte del lector real: la
motivación está en cierto modo asegurada de antemano, por la duplicación de la
función narrativa.
Pero el narrador puede ser extradiegético, y en tal caso no es infrecuente que
se presente abiertamente como un autor (escritor creador de ficciones). Este es el
caso no marcado desde una perspectiva histórica. Si observamos las tempranas
clasificaciones de voces narrativas, desde Platón a los formalistas rusos, veremos
que dan por hecho que el narrador extradiegético en tercera persona es “el autor”.
Como se deducirá de nuestra teoría, no hay diferencias tajantes entre esta figura y
el autor real, sino una difuminación gradual; puede tratarse de un narrador
completamente ficticio, de un alter ego del autor, o sencillamente, de su ego. Si los
escritores cobran derechos de autor en persona, es justo que se les conceda la
oportunidad de contarnos sus historias en persona.
Esta posible duplicación (o multiplicación) de la función de autor es ignorada
con frecuencia. Por último, deberemos recordar que hay que diferenciar los
narradores que no aluden a su actividad compositiva de los que explícitamente se
nos presentan como no-escritores, es decir, como hablantes, pensadores, etc.
En la tradición realista del siglo XVIII, el narrador puede escribir un diario, una
carta o unas memorias. Así se hace necesaria la intervención de un nuevo
personaje, implícito o explícito, perteneciente a la “esfera de acción” del narrador:
el editor, el personaje ficticio que recoge ese documento privado para presentarlo
después al lector. Su importancia puede variar, según sea un simple marco y un
transmisor, o intervenga (como artificio de motivación) sobre la presentación del
texto. También los editores tienen cierta autoridad retórica, en especial a la hora
de reducir, censurar y suprimir. Pensemos en el “editor” de Roxana o Moll
Flanders de Defoe, que no sólo recoge su confesión y la transcribe, sino que
mejora el estilo, sin por ello abandonar la primera persona de la protagonista.

3.2.1.11. El autor-narrador

Una vez rechazado el mito del discurso impersonal (3.2.1.2 supra), la semiótica
actual insiste en señalar la presencia necesaria del enunciador en su enunciación
(3.3.1.1 infra). En literatura podemos encontrarnos con el autor de manera
implícita (3.3.1.2 infra) o apareciendo explícitamente, asumiendo el discurso como
obra suya. Esta modalidad narrativa está relacionada con un tipo determinado de
las clásicas “intrusiones del autor”, aquéllas en las que el autor comenta sobre su
actividad creativa. Desde una perspectiva lingüística, estas “intrusiones” son un
desarrollo a nivel discursivo de enunciados performativos “parentéticos” (Lyons
739) del tipo “pienso”, “creo”, etc. Se trata, según Lozano, Peña-Marín y Abril, de
“indicadores metalingüísticos, expresiones de una relación del enunciador con su
enunciado”. En palabras de Greimas, “el enunciado llamado enunciación se
muestra como una posible isotopía del discurso poético” (“Teoría” 28). Greimas
propone clasificar semánticamente esta isotopía en tres tipos de contenidos: los
relativos al ser del autor, los relativos a su hacer y los relativos a la finalidad de su
hacer (28). Aquí nos interesa particularmente la actitud del autor frente a la
naturaleza ficticia de la acción .
El autor puede señalar su ficción como tal ficción, representándose en el texto
como el creador del mundo ficticio; es lo que hace Diderot, por ejemplo, en
Jacques le fataliste et son maître, así también el Fielding de Tom Jones, el
Trollope de Barchester Towers o el Thackeray de Vanity Fair. Si preferimos,
podemos precisar que no se trata del autor como tal, sino de un autor-narrador;
habría que estudiar en cada caso la relevancia de esta distinción. Pero si el autor
habla en tanto que autor no está delegando sus actos de habla a ningún otro
enunciador: mientras esté comentando la ficcionalidad de su creación tiene las
cartas sobre la mesa. O, mejor dicho, debemos suponer que las tiene, aunque
sólo sea provisionalmente, para seguir el hilo de su estrategia narrativa. El autor-
narrador ofrece a veces un aspecto un tanto esquizofrénico: se desdobla en autor
(que comenta la ficcionalidad de la obra) y en narrador (que, sin inmutarse por
ello, continúa inmediatamente narrando la historia a modo de cronista). En tanto
que habla como autor, debemos suponer una interacción comunicativa entre él y
el lector. La frontera entre la novela, el ensayo, la biografía o la historia puede ser
muy tenue, debido precisamente a esta capacidad del autor para desdoblarse en
narrador de ficción de manera casi imperceptible, sin un cambio visible de
identidad. Nada impide al autor aludir al (probable) contexto real en el que su obra
se leerá. Pero esos fragmentos se definen precisamente en relación a los
fragmentos propiamente narrativos, los que nos transmiten el relato. Y en esos
fragmentos el valor de verdad de las frases del narrador no es el mismo. Esas
frases sí deben ser entendidas como “atribuídas”, si no a otro enunciador, sí a otra
posición enunciativa: a la pose narrativa del autor-narrador, a su actuación como
narrador. Al adoptar el papel de narrador, el autor se coloca dentro de la ficción, y
habla en función de ella—se ficcionaliza. Es de gran interés estudiar la transición
de unas actitudes a otras en estos tipos de discurso . El autor no tiene por qué
adoptar una postura coherente: la figura autorial de una novela puede muy bien
ser coherente con su papel de principio a fin, pero la de otra puede tan pronto
jugar con las cartas sobre la mesa como cambiar las reglas del juego a su libre
albedrío. Así, el autor-narrador “Diderot” en Jacques le fataliste, tras reconocerse
como el creador de la ficción, finge ignorancia sobre un punto de la acción en un
momento dado (Jacques le fataliste 264).
La definición del autor-narrador es de gran complejidad teórica. A pesar de su
aparente “naturalidad”, se subsumen en esta modalidad enunciativa otras formas
de narración estructuralmente más simples, como la narración homodiegética y la
narración heterodiegética ficticia; la definición de ésta, a su vez, presupone la
narración heterodiegética real. Es decir, a un determinado nivel, debemos
entender al narrador como si creyese aquello que está contando: el narrador, al
menos en uno de sus roles simultáneos, está realizando actos de habla que se
interpretan comunicativamente. El elemento de comunicación está implícito en la
estructura de la narración ficticia, aunque otras funciones se le hayan superpuesto.

3.2.2. Narración

3.2.2.1. La motivación realista de la narración literaria

En lo que sigue, narración tendrá sus dos sentidos habituales en el lenguaje: o


bien texto narrativo (escrito o no) o bien acto de narrar. Especificaremos alguno de
los dos sentidos cuando sea preciso; muchas veces será relevante utilizarlos
juntos. Sí limitaremos el alcance de los términos en el lenguaje corriente en un
sentido: nos referiremos con ellos a la enunciación (escritura, etc.) del narrador en
tanto que tal, por oposición a la enunciación (escritura, etc.) del autor en tanto que
tal. Con frecuencia, pues, nos estaremos refiriendo en el caso de la novela o el
relato breve a una narración ficticia o ficcionalizada.
El que en un texto se nos presente una narración ficticia no es interpretado
como una ruptura de la comunicación, sino como una complicación de sus
convenciones (3.1.4.2 supra). “The fictional speaker”, señala Pratt, “(...) produces
a lack of consensus, and the author implicates that this lack of consensus is part of
what he is displaying, part of what he wants us to experience, evaluate and
interpret”. La narración ficticia que se nos comunica es, pues, una parte esencial
del mensaje literario.
Hay con frecuencia estructuras de acceso a la ficción, por ejemplo mediante un
anclaje realista de la misma. Gran parte de las narraciones ficticias se presentan
como narraciones hechas por un personaje de la acción . El autor justifica así la
existencia del discurso, naturalizándolo dentro del mundo ficticio, evitando que se
ponga de manifiesto su carácter artificioso. Se trata de una aplicación al nivel del
discurso de un principio que ya hemos visto funcionar de modo análogo en el nivel
del relato. En términos de los formalistas rusos, diríamos que el autor motiva el
discurso de manera realista. Para Tomashevski es motivación “el sistema de los
procedimientos destinados a justificar la introducción de motivos, o de conjuntos
de motivos”. La motivación realista justifica las estructuras del discurso mediante
las estructuras de la acción: así, un personaje de la acción puede escribir unas
memorias que leeremos, quedando así “explicada” la existencia misma del
discurso en términos de la acción. Esta circularidad acción-discurso produce un
efecto de sutura característico, de la escritura mimética clásica. A través de la
motivación de la narración, el autor puede motivar también el relato. Por ejemplo,
el orden de los acontecimientos. Van Dijk (Texto 316) señala los siguientes
determinantes (semánticos y pragmáticos) del orden de representación de los
hechos en la narración:
(i) El orden de la secuencia de hechos.
(ii) El orden de la observación / percepción / comprensión de la secuencia de
hechos.
(iii) El orden de la transmisión de información.
(iv) El orden de los actos ilocucionarios
Podríamos decir que estas son las constricciones posibles en una situación
discursiva real. El alegarlas o simplemente utilizarlas en un discurso de ficción es,
por tanto, un ejemplo de motivación realista. El equivalente real imitado sirve de
justificación para la introducción de unas constricciones que de hecho no tienen
por qué aplicarse.
Otra posibilidad es que exista una constricción semiótica, pero que su
manifestación específica sea determinable por el autor. También en este caso
podemos hablar de motivación. Pensemos en la perspectiva que transforma la
acción en relato. Evidentemente, un cierto tipo de selección de acontecimientos es
necesario, pero qué selección concreta se haga es algo a determinar. Así pues,
podemos decir que el uso literario de la perspectiva está motivado de entrada,
aunque corresponde al autor tomar esa necesidad y hacer de ella un principio
estético (cf. Weimann, “Erzählerstandpunkt”
388).
Vemos que el concepto de motivación realista está estrechamente ligado por
una parte a la definición estructural de los estratos del texto literario, y por otra a
efectos de lectura como la verosimilitud. Muchas teorías narrativas están
centradas alrededor de problemas de motivación. Así, la teoría de la perspectiva
de Henry James podría resumirse como una llamada a la motivación intradiegética
de la misma. De modo más general, la doctrina de James y sus seguidores
enfatiza el hecho de que debe haber una conexión íntima entre el material
presentado y la forma de presentación: ésta no se puede imponer arbitrariamente,
sino que debe emanar de la misma naturaleza de lo narrado (cf. Sternberg 290
ss). Las referencias implícitas a esta cuestión son variadísimas. Un defecto de
motivación narrativa parece ser lo que T. S. Eliot considera el principal defecto de
The Moonstone de Wilkie Collins: “If Miss Gwilt did not have to bear such a large
part of the burden of revealing her own villainy, the construction would be almost
perfect” (“Wilkie Collins and Dickens” 468). La parafernalia narrativa utilizada por
Collins en sus novelas es a veces difícil de motivar, y no es ésta la única
incoherencia a la que le lleva. Otro ejemplo: Cohn (Transparent Minds 240) señala
que en el monólogo interior la credibilidad exige la ausencia de una sensación de
principio o de final. Lo cual viene a querer decir que no se puede distorsionar el
flujo de pensamientos del narrador con fines de exposición: ésta habrá de respetar
la motivación. En resumen, podemos decir que el concepto de motivación es
fundamental para una teoría de la narración literaria, por la conexión que
establece entre la técnica narrativa y el mundo narrado.
La motivación puede funcionar a nivel de relato o a nivel de discurso; se puede
motivar en mayor o menor proporción cada uno de estos niveles. Así, por ejemplo,
la intervención de algunos personajes está subordinada a necesidades de
motivación. Son lo que Hamon llama personnages-embrayeurs: personajes como
los mensajeros del teatro, los interlocutores de los diálogos socráticos, los
charlatanes que dan a conocer información al lector. La proporción en que se den
estos fenómenos es significativa. Además, las estrategias de motivación pueden
ser más o menos originales, etc. Todos esto da lugar a rasgos estilísticos que
ayudan a determinar la estructura de una narración.
El que llamemos a este aspecto del discurso “narración” no debe llevar a
confusión: es un término genérico que utilizamos para lo que en realidad pueden
ser muchos actos de habla diferentes. Cualquier actividad lingüística, y no sólo la
narración, es utilizable para motivar el discurso narrativo:

Narrative structure has room for a large variety of acts of narrating, apart from
reporting, describing or remembering. We find acts of teaching, reprimanding,
exhorting, ridiculing, explaining, projecting, comparing, prophesying or abstracting.
(Ruthrof 122)

Pero pocos de estos actos de habla son tan capaces de sostener la estructura
narrativa de una novela entera como lo es el acto de habla de la narración
propiamente dicha, cuando aparece explícitamente. “Reporting” o “describing” son
susceptibles de interpretarse como macro-actos discursivos, en cuyo caso sería
necesario especificar más su composición. Se puede narrar en circunstancias muy
diversas y de muy diversas maneras. Las principales formas de la narración
auténtica son familiares, y sirven de base a las clasificaciones usuales de voces
narrativas. Así, Tomashevski distingue, aparte del “relato abstracto” (3.2.2.2 infra),
la novela-manuscrito encontrado, la novela-relato del protagonista, la novela-
diario, la novela epistolar… Es importante analizar en qué consiste precisamente
la motivación de estas técnicas narrativas, qué otros fenómenos estructurales
posibilitan.
Hay que considerar las formas motivadas como formas derivadas, mediante
transformaciones más o menos complejas, de las formas elementales de la
narración. Dos tipos de actos de habla son cruciales para llegar a esa definición.
El primero es genética y lógicamente básico: el acto de la narración oral como
representación de una experiencia temporal o una secuencia de acción (3.2.2.3.1
infra). El segundo es la narración no ficticia escrita. La novela es, por supuesto, un
género escrito. Pero proviene en última instancia de formas narrativas orales, y
puede conservar restos de oralidad, o simular la oralidad de formas diversas.
Podemos establecer una distinción básica entre narración épica y narración
novelesca en base a su papel histórico y su forma de presentación. La épica nace
como un género oral, la novela como un género escrito. En su origen, la narración
literaria es un acto oral, y no problemático. El narrador tradicional, el narrador
épico, no ha de adoptar una postura especial ante su narración: esta postura le
viene dada por la tradición y por su papel de sintetizador de los ideales
comunitarias. El autor de la novela, por el contrario, se plantea su posición
enunciativa como un problema a resolver: la actitud narrativa no viene
automáticamente dada, y debe ser motivada—o problematizada, en la escritura de
vanguardia. La manera en que sucede ésto en la novela es mediante la
multivocidad descrita por Bajtín. La novela más que ningún otro género se apropia
de otros géneros discursivos, literarios o no, y los carnivaliza creando nuevas
modalidades de enunciación y estructuras de enunciaciones complejas contenidas
unas por otras. Más generalmente, los formalistas rusos ya señalaban que no
existe un “estilo literario” definido; la literatura engloba y utiliza todos los estilos no
literarios para sus fines. Cada tipo de lenguaje literario tendrá un lenguaje utilitario
correspondiente (cf. Erlich 235); y así habrá modos narrativos literarios que
mimetizan y transforman otros modos no literarios.
Por supuesto, algunos géneros discursivos son más productivos que otros para
la novela, en razón directamente proporcional a su parentesco con la narración
escrita auténtica (no motivada). Abundan las novelas-autobiografía. En cambio
será rara, y evidencia de una tradición elaborada, una novela que imita la edición
anotada de un poema (como Pale Fire, de Nabokov). También hay que tener en
cuenta la variabilidad histórica de los artificios de motivación. Las novelas
epistolares son abundantes en una determinada época, alrededor de la segunda
mitad del siglo XVIII. Poco antes habían predominado las memorias ficticias, y en
el siglo XIX será la narración autorial el modo favorito (Watson 15). A continuación
examinamos a grandes rasgos los principales patrones discursivos utilizados para
motivar la narración novelesca (cf. Chatman 168 ss).
• Orales:
—La narración oral (skaz para los formalistas rusos). La narración literaria
escrita imita a menudo formas orales en mayor o menor grado. “Parfois la
nouvelle côtoie la parole, d’où l’introduction d’un certain narrateur dont la présence
est motivée par l’auteur ou laisée sans explication” (Eïjenbaum, “Prose” l99). El
impacto de un lenguaje fuertemente oral, de los rasgos coloquiales, incoherencias,
exclamaciones, etc. produce un efecto completamente distinto en boca del
narrador y en el discurso directo de un personaje: el segundo caso no es
especialmente notable, mientras que el primero fue durante mucho tiempo un
rasgo de narración vanguardista (cf. Volek 115).
—El diálogo, normalmente introducido por un narrador extradiegético (The
Awkward Age, de James; Casandra, de Galdós). Esta subordinación del diálogo a
la voz del narrador es manifestación de un fenómeno más general que señala
Kristeva:

la novela absorbe la duplicidad (el dialogismo) de la escena carnavalesca, pero la


somete a la univocidad (el monologismo) de la disyunción simbólica que garantiza
una instrancia transcendental, el Autor, asumiendo la totalidad del enunciado de la
novela. (Texto 64)

Sin embargo, el diálogo (y, más generalmente, el dialogismo implícito estudiado


por Bakhtin y Kristeva) abre el texto literario a la multiplicidad de estilos y a la
pluralidad ideológica, y le confiere un semantismo mucho más dinámico, pues
multiplica los enunciadores y con ello las estrategias y los móviles discursivos (cf.
Volek 100). Y con frecuencia es problemático suponer que las voces que se han
dejado surgir a lo largo de la narración quedan suficientemente subsumidas o
subordinadas en la autoridad ideológica del narrador.
—El monólogo. El monólogo suele tener un carácter marcadamente oral y
coloquial. El narrador no debe primordialmente narrar, sino meditar, o exponerse a
sí mismo ante un oyente más o menos hipotético (cf. Humphrey 35 ss): en
literatura se trata, evidentemente, de una forma bastante artificiosa, y muy alejada
de la forma efectiva de tales fenómenos en la vida real. La paradoja del monólogo
es que rara vez es unívoco. No pone en evidencia la unidad del sujeto hablante,
sino su fragmentación. En el hablante coexisten tendencias opuestas: su yo íntimo
frente a su yo social son frecuentes interlocutores (Gullón 100 ss). Se nos
presenta el narrador como una conciencia desdoblada, en pugna consigo misma.
El monólogo es en realidad un “monodiálogo”, como lo llamaba Unamun; y los
formalistas rusos ven en el monólogo una forma derivada del diálogo.
• Escritos:
—La autobiografía o memorias (cf. 3.2.1.8 supra)
—El informe
—El diario
—La carta
—La obra literaria (incluída la novela)
Es obvio que la “consciencia de la propia escritura (o narración)” que tenga el
narrador no puede discutirse al margen de la motivación de su narración: la
consciencia de la propia escritura no significa lo mismo en una novela epistolar
que en una novela dialogada. Pensemos, por ejemplo, en el lapsus de Margarita
de Navarra en el cuento XXV del Heptaméron, donde un narrador oral
intradiegético hace repentinamente referencia a su narración como algo escrito.
• También hay patrones de motivación no estrictamente discursivos o verbales,
como en el caso del monólogo interior. Podríamos distinguir:
- El pensamiento
- La percepción
Así, también están parcialmente motivados diegéticamente los modos
impersonales descritos por diversos críticos y que se basan en esquemas de
pensamiento o percepción derivados de los utilizados por los personajes de la
acción, o análogos a ellos, como la “mente dramatizada” de Lubbock, la “visión
desde afuera” de Pouillon, los undramatized narrators de Booth (Rhetoric 151-152)
o los covert narrators de Chatman (Story and Discourse 196 ss).
Podemos clasificar las narraciones desde el punto de vista de la motivación en
monomorfas o polimorfas. La narración monomorfa se basa en una sola
modalidad discursiva, mientras que la polimorfa es motivada mediante varias
modalidades de discurso (The Woman in White, La verdad sobre el caso Savolta,
Fragmentos de Apocalipsis, Mazurca para dos muertos, etc.). En general, la
narración literaria no motivada es monomorfa, monológica, autoritativa, construída,
no situada y estética (cf. Volek 100 ss). Pero algunos tipos de discurso utilizados
en la motivación pueden tener de por sí alguno de estos rasgos (por ejemplo, si se
utiliza como artificio narrativo un informe médico (Briefing for a Descent into Hell,
de Doris Lessing), o un libro de crítica literaria como en el caso ya citado de Pale
Fire).

3.2.2.2. La narración no motivada diegéticamente

La narración no motivada diegéticamente no tiene por qué ser narración


“auténtica”, narración puesta directamente en boca del autor. Es igualmente
posible la figura del narrador ficticio en tercera persona, incluso disfrazado de
autor.

very often, novelists do not explicitly identify who the fictional speaker is or what
real-world speech act is being imitated (...). We are intended to treat these novels
as (imitation) written narrative display texts and to decode them according to the
generic norms alone. (Pratt 207)

Ejemplos (hay muchos) podrían ser The Ambassadors de James o The Old Man
and the Sea de Hemingway. En estos casos no se busca una motivación oral o de
otro tipo para la narración. Podríamos decir que la motivación de estas novelas no
viene de su propia acción, sino del hecho mismo de que son literatura. Sólo
recurren a la motivación compositiva de Tomashevski (Teoría 199-200). El acto de
habla que se imita no es el de los personajes sino el del narrador. Pero tampoco
se trata de una forma primitiva. En las formas más simples, se imitan los
protocolos de una narración auténtica; inmediatamente de ahí deriva el caso en el
que se imita una narración autorial literaria (así sucede en una novela-pastiche
postmoderna como The Sot-Weed Factor de Barth). Debemos tener en cuenta que
estos casos están sucesivamente marcados unos respecto de otros, y que
suponen una complicación del proceso de interpretación.
Los polos de la narración no motivada se sitúan en la narración autorial por una
parte y lo que los formalistas llamaban “relato abstracto” o “narración impersonal”
por otro. El narrador impersonal no es neutral. Aun prescindiendo de la retórica de
personajes y situaciones propia de la acción y del uso del ritmo y el punto de vista
en el nivel del relato (que deben atribuírsele mientras no se nos indique lo
contrario), en el propio nivel de la narración puede disponer de recursos
valorativos e ideológicos que operan silenciosa pero efectivamente. Chatman
observa cómo “a covert narrator can always establish something as given without
actually asserting it”, mediante el uso de la presuposición y la topicalización de la
frase. No olvidemos, sin embargo, que esta topicalización se puede atribuir a
veces a la influencia de un personaje focalizador, en cuyo caso deberemos ver un
artificio de motivación realista.
Las convenciones genéricas son de una importancia capital para determinar las
expectativas del lector, la verosimilitud, etc. Por ejemplo, para el análisis de la
trilogía novelesca de Beckett Molloy, Malone meurt, L’Innommable, es utilizable la
distinción entre novela y anatomía establecida por Frye Según Frye habría cuatro
grandes géneros literarios basados en la narracion escrita (opuestos a la narración
oral de la épica). Serían la confesión (nuestro ejemplo era Rousseau), la novela, el
romance (o novela romántica; así Los trabajos de Persiles y Sigismunda), y la
anatomía o sátira menipea (la tradición de Luciano, Rabelais y Swift). La novela
busca una verosimilitud, una motivación. La sátira menipea descuida la
motivación, o juega con ella, de la misma manera que juega con la acción. La
lógica de la narración sufre grandes distorsiones en la sátira menipea: Frye señala
el frecuente error de analizar estas distorsiones como defectos, resultado de la
atención predominante que se suele dedicar a la novela. La sátira menipea es una
narración “de ideas”, que puede llegar a ofrecer el aspecto de una enfermedad del
intelecto: “At its most concentrated the Menippean satire presents us with a vision
of the world in terms of a single intellectual pattern” (Frye 310). Sus formas usuales
son el diálogo o el coloquio; sus temas normales son filosóficos o políticos,
combinando en una mezcla grotesca el la especulación y el delirio intelectual con
irreverencias y obscenidades. Las múltiples narraciones sobre utopías también
están en la tradición genérica de la sátira menipea. A veces presenta la menipea
una tendencia enciclopédica: la erudición, y no la narración, puede ser su principio
de organización, como en el caso de la Anatomy of Melancholy de Burton (Frye
311), un tratado infectado por elementos de sátira menipea. Las formas
intermedias entre sátira menipea y novela nos dan novelas enormes, digresivas y
paradójicas como Tristram Shandy (Frye 311). La obra de Beckett tiene mucho de
anatomía, pero de una anatomía solipsista, vuelta sobre sí misma, sólo ocupada
de sus condiciones de existencia. Molloy es lo más semejante a una novela dentro
de la trilogía, pero ya allí el realismo mimético se resquebraja. A la vez, la trilogía
adopta la motivación externa de la confesión: muchos pasajes de L’Innommable
se leen como las memorias de un Rousseau esquizofrénico, y poco en común
tiene esta obra con escritos centrales de la tradición novelesca, como las obras de
Dickens o Jane Austen, cuyas convenciones aparecen sólo como restos
lamentables de una “normalidad” parodiada. Las narraciones de Beckett sólo se
definen como novelas para destruir mejor la novela. El concepto de “trilogía
novelesca” debe ser, pues, matizado. De hecho lo hace la misma trilogía,
partiendo de la novela para ir a dar al extraño engendro (innombrable) que es
L’Innommable .

3.2.2.2.1. Combinaciones de narraciones


El ejemplo de la trilogía nos lleva también al problema de las combinaciones de
narraciones. Varias narraciones se pueden combinar en un todo mayor, que pasa
a considerarse una gran narración con narradores múltiples (cf. Prince,
Narratology 35 ss; Stanzel, Theory 71). Hay que distinguir en cada caso ante todo
si se trata de una multiplicidad de narradores o de una multiplicidad más
fundamental de acciones o mundos (cf. 3.1.4.2 supra). Cualquier combinación de
unidad o multiplicidad de narradores y de mundos es perfectamente posible
(Ruthrof 112).
En cuanto al engarce de las diferentes narraciones, la sintaxis oracional nos
puede servir de modelo para distinguir dos tipos de combinaciones básicas (cf.
Shklovski, “Construction” 196). Ya hemos mencionado la combinación mediante la
inserción narrativa o subordinación (cf. también 3.2.1.5 supra). El otro
procedimiento es la concatenación, ya sea yuxtapositiva o coordinativa, de
diversas narraciones. Cada narrador está en pie de igualdad con respecto a los
otros, y no hay un solo narrador extradiegético, sino varios. “That their narratives
are highly interdependent thematically speaking is no counter evidence”
(Berendsen, “Teller” 155). Berendsen sostiene, sin embargo, que en la novela
epistolar el editor representa el primer nivel narrativo, y las cartas son relatos
insertos, aunque no haya un narrador primario que las contenga a todas en su
narración. De ser así, habremos de reconocer que puede ser un primer nivel muy
diáfano, cuya disolución (resultante en la concatenación pura de las cartas) puede
ser casi imperceptible; habría que ver cada caso particular. El editor de la novela
epistolar es un artificio para subrayar la unidad de una secuencia de narraciones
parciales. Puede haber casos de unidad más problemática, como la trilogía de
Beckett que mencionábamos, donde la relación entre las distintas novelas es en
gran medida cuestión de interpretación. Piénsese también en casos de secuencias
narrativas oscuras o parciales, en los que es la actividad interpretativa del lector
quien construye la historia narrada. Mencionemos sólo dos casos muy distintos: 1)
la secuencia de sonetos de Shakespeare, donde se trasluce una historia personal
leída de modo diferente por diferentes críticos; 2) las secuencias de relatos breves
que a la vez forman y no forman una novela, como Winesburg, Ohio de Sherwood
Anderson o More Pricks than Kicks de Beckett.

3.2.2.3. Los movimientos narrativos

Volveremos ahora con una perspectiva más amplia sobre el problema de la


distancia narrativa (2.4.1 supra), visto ahora ya en el marco del análisis del
discurso. Hemos mencionado anteriormente diversos modos de presencia de la
acción en el relato. Ahora partiremos de la superficie textual del discurso narrativo
para contemplar la relación que éste mantiene con el relato y la acción. Este
estudio nos servirá asimismo de marco para ver con mayor detalle los distintos
tipos de motivación narrativa.
Podemos dividir a grandes rasgos los fragmentos textuales según cuál sea su
objeto principal, según el tipo de relación que mantienen con los niveles inferiores
del texto. Una primera distinción intuitiva separaría las partes del texto que aluden
a la acción de las que no lo hacen. Dentro de las primeras separaríamos la
descripción de la narración; en la narración podríamos distinguir entre narración
propiamente dicha y diálogo en discurso directo. Bonheim propone así cuatro
movimientos narrativos, a los que llama comment, description, report y speech.
Preferimos sin embargo seguir una división ligeramente distinta en este último
punto: a pesar de las peculiaridades del discurso directo, lo englobaremos junto
con otras técnicas de narración de palabras y lo opondremos a la narración de
acontecimientos. Estas divisiones u otras comparables, más o menos analíticas,
pueden considerarse formas elementales, primitivas; están en la base de cualquier
estudio sobre la narración. En principio, parece que se trataría aquí de tipos de
actos de habla que pueden ser realizados por el narrador (cf. Chatman, Story and
Discourse 165). Pero dada la complicación a que se prestan en el análisis
práctico, preferiremos ver en ellos problemas de la narratología, más bien que
fenómenos claramente delimitados. Normalmente, un fragmento textual presenta
una dominante, pero cada uno de los movimientos es susceptible de contener al
otro en un grado variable de integración; habremos de tener en cuenta esta
distinción entre modos dominantes e integrados a lo largo de esta exposición.
Es difícil concebir una obra literaria basada en un solo movimiento narrativo.
Normalmente estos se suceden, se alternan según una fórmula narrativa más o
menos característica de la obra en cuestión, lo que Stanzel (Theory 69) denomina
ritmo narrativo de la obra; la interacción de esta fórmula discursiva con la temática
y el dinamismo propios del relato o la acción produce una dialéctica semántica
cuyo estudio es básico para determinar la estructura narrativa de la obra.
Si bien cada obra tiene su fórmula narrativa particular, es posible a veces
distinguir fórmulas narrativas características de un género, u otras que son
preferidas por un autor en el conjunto de sus obras o en una fase determinada de
su producción (Stanzel, Theory 75). Los estudios de estilística deberían tener en
cuenta esta posibilidad. Por otra parte, un estudio semejante no tendría sentido
fuera de una teoría narratológica comparativa y diacrónica, que estableciese el
uso y combinación de los movimientos narrativos en cada género, época y cultura.
Desgraciadamente, nuestra atención a este hecho ha de ser sólo marginal; pero
es uno de los caminos por los que ha de dirigirse la investigación de historia
comparada y literatura comparada: quede claro, en cualquier caso, que en el
estudio de una obra concreta no es posible divorciar el estudio de su estructura del
estudio histórico de las formas que hereda o transforma.

3.2.2.3.1. Narración de acontecimientos

Es éste el modo no marcado en la narración, el que corresponde más


estrechamente a la definición que hemos dado de la narración como acto de
habla. En tanto que verbalización de la acción (a través del relato) remitimos para
su tratamiento a los capítulos correspondientes (secciones 1 y 2). En tanto que
fenómeno discursivo, es, como decimos, el caso no marcado. Es una forma de la
cual derivan las demás; observemos en nuestro análisis de la teoría enunciativa
platónica (2.4.1.1 supra) que es de la narración simple de donde derivan la
narración imitativa y la mixta; es una forma elemental y primitiva. Su definición es
por tanto relativamente sencilla (cf. Stanzel, Theory 143).
Según Martínez Bonati (55), la frase narrativa (como la descriptiva) es una frase
“mimética”. Es decir: la base de la narración son las frases aseverativas que
transmiten juicios singulares de sujeto concreto individual. Si el sujeto del
enunciado al que nos referimos es una generalidad, si el juicio es universal, no
tenemos narración; en principio, ésta tiene lugar en un mundo de individuos (56).
Tampoco la tenemos si la proposición transmitida por la frase no es aseverativa, si
es una pregunta o una orden.
En este sentido, no todos los movimientos narrativos que hemos mencionado
en el punto anterior son exclusivamente narrativos. El report de Bonheim parece
en principio el único de sus modos que es propiamente narrativo: “Probably a work
of fiction which contains little report will tend to slip off into another genre”
(Bonheim 22). Son varios los críticos que denominan a este modo “narración
propiamente dicha” o de manera equivalente (cf. Ludwig, Friedman, etc., cits. por
Stanzel, Theory 47).
La narración de acontecimientos es, pues, el modo narrativo por antonomasia, y
el que sirve de transición entre unos modos y otros. La pureza de los fragmentos
narrativos, como la de cualquier otro movimiento, varía, y podríamos distinguir
entre narración como modo dominante y narración como modo integrado. Por
ejemplo, la narración suele ser menos pura en los párrafos iniciales, cuando
contiene altas dosis de descripción integrada (Bonheim, 99). Según Martínez
Bonati, todos los estratos de la obra narrativa (p. ej., el discurso de los personajes)
descansan en última instancia sobre el lenguaje narrativo, mimético, del narrador:
sobre frases narrativas. “Al estudiar la frase mimética, estudiamos, pues, la
esencia de la narración” (61). Si bien esto suele ser así, conviene no olvidar que
en la ausencia de frases narrativas explícitas, la proyección mimética del mundo
significado será realizada a partir del diálogo, o del pensamiento de los
personajes, mediante procesos de inferencia por parte del lector. Las afirmaciones
de Martínez Bonati o Bonheim son adecuadas para la narración oral o la narración
literaria tradicional. Pero la narración literaria, en especial la moderna, puede
independizarse mucho de la frase narrativa; puede especializarse mucho más.
Así, Chatman puede separar la noción corriente de statement de la que opera en
la narración:

Narrative discourse consists of a connected sequence of narrative statements,


where “statement” is quite independent of the particular expressive medium (...).
For example, a narrative statement may be manifested by questions or commands
as well as by declarative constructions in natural language. (Story and Discourse
31)

Speech act theory helps us understand that fundamental narrative units—the story
statements—cannot be equated with sentences, either their surface or underlying
deep structures. (Story and Discourse 163)

Es decir: en la narración cualquier dato es bueno para proceder a la


reconstrucción de la acción; así podemos tener “nonnarrated stories” o “‘found’
narratives” (168; 3.2.2.1 supra). Es evidente que la superposición de contextos
comunicativos puede darse en la narración real, y con ella la posible multiplicación
de fuerzas ilocucionarias de una misma expresión para cada uno de los contextos.
Pero las convenciones de la narración literaria son mucho más inclusivas que las
de la narración instrumental cotidiana; así, el monólogo interior, que poco tiene en
principio de fenómeno narrativo y de comunicativo, es narrativo y comunicativo en
literatura (3.2.2.3.3.2 infra). Hay que distinguir así distintas acepciones de
“narrativo”; lo narrativo literario comprende una instrumentalización con fines
narrativos de muchos tipos de actos de habla u otros fenómenos semióticos que
no son narrativos lingüísticamente hablando. (No olvidemos, sin embargo, que ya
en la narración oral corriente un fenómeno lingüístico se nos puede mostrar en
lugar de sernos narrado, por ejemplo cuando se citan palabras en discurso directo;
cf. 3.2.2.3.2.2 infra).
La narración literaria actual no se basa únicamente, pues, en el modo narrativo
tradicional. Podríamos relacionar con ello el hecho de que en muchos textos de la
vanguardia de nuestro siglo es cada vez más difícil distinguir en ella entre lo
narrado y la estructura que lo narra (cf. Culler, Structuralist Poetics 197). La
referencialidad de la narración se vuelve más y más indirecta y problemática. En
principio, podríamos pensar que las nociones básicas de la teoría narratológica
están pensadas para una literatura más primitiva, que opone de una manera mejor
delimitada el objeto narrado y el texto que lo narra. Pero la literatura actual se
basa en las mismas categorías que la tradicional: de hecho éstas actúan en ella a
través de la dialéctica intertextual que les hace aparecer como tales textos de
vanguardia. Y su descripción ha de partir de las formas lógicamente primitivas,
que no se transforman. Es en sus relaciones, en la complejidad de los engarces
entre ellas, en el intercambio de funciones a desempeñar donde se halla la
complejidad narrativa, que de cualitativa deviene para el analista (por así decirlo)
cuantitativa.

3.2.2.3.2. Narración de palabras

En términos generales, las modalidades de representación de palabras pueden


ser más dramáticas o más narrativizadas, como la representación de
acontecimientos en general que discutíamos en el apartado 2.4.1. Pero en la
representación del discurso del personaje en el marco del discurso del narrador se
manifiestan fenómenos importantes y muy característicos de las formas narrativas
que estudiamos, como son el contraste y la interpenetración de las voces de
personaje y narrador. Examinaremos algunas modalidades de la representación
de palabras y las cuestiones teóricas que plantea.
Veíamos que según Halliday (“Language Structure” 152) los tipos de oraciones
que organizan la transitividad de un texto pueden dividirse en oraciones de
relación y oraciones de proceso mental. Entre las segundas distingue las
oraciones de percepción, reacción, conocimiento y verbalización. En cualquiera de
estos tipos nos podemos encontrar la expresión de un fenómeno o la de un
metafenómeno, “a phenomenon which has already as it were been filtered throught
the medium of language” (“Language Structure” 153). Ya hemos tenido ocasión de
señalar este hecho en lo referente a las oraciones de percepción, donde resultaba
en variedades de focalización. Y veremos que reacción y conocimiento
experimentan modificaciones similares en la narración de pensamientos.
Percepción, reacción y conocimiento pueden englobarse bajo el epígrafe de
narración de acontecimientos, pero observamos en literatura una estrecha relación
entre la representación de estos fenómenos intencionales y la representación de
enunciaciones, pues no son representables aisladamente del lenguaje que los
manifiesta en el texto. La diferencia entre fenómenos y metafenómenos aparece
más o menos sistematizada en algunas teorías, referida a la multiplicidad posible
de enunciadores o focalizadores en un texto.
Una compleja cuestión que dejaremos bastante de lado (por inabarcable aquí,
no por ajena) es el problema de la intertextualidad, de la enunciación ajena
apropiada, de las citas no expresas. En estos casos el enunciador no cita a los
demás, sino que es los demás: “la entidad que pueda tener el enunciador está
hecha también de otros personajes a través de los cuales habla” (Lozano, Peña-
Marín y Abril 158). Es evidente que se trata de una cuestión de importancia
trascendental, que afecta tanto al nivel del narrador como al del autor, y que
abarca fenómenos tan diversos como la influencia literaria, el conocimiento
común, los enunciados colectivos (refranes, etc.), el uso de la presuposición,
patrones sintácticos específicos, la polifonía cultural del texto (estudiada por Bajtin
o Kristeva)… En última instancia, todos estamos hechos de las enunciaciones
recibidas, y el estudio de la intertextualidad es expandible hasta el infinito:
históricamente, estructuralmente o interdisciplinariamente. Los objetivos de cada
análisis particular han de determinar hasta qué punto será útil demarcar el terreno
de lo propio y lo ajeno, a la hora de recuperar alguna conexión relevante con el
lenguaje ajeno, alguna influencia que había pasado desapercibida al verse
asimilada a la identidad del enunciador y su actuación lingüística “propia”.
La distinción que Hare establece entre los diversos contenidos de la
proposición puede ser útil para determinar la diferencia entre el funcionamiento
discursivo de la palabra propia y de la palabra ajena transmitida por ella. Hare
distingue, además del elemento frástico o contenido proposicional el elemento
trópico y el neústico. El elemento trópico es una señal de modo, que asocia la
proposición al tipo de acto de habla que (en principio) está destinada a transmitir.
En una aserción, el contenido trópico vendría a añadir al contenido proposicional
la nota “esto es así”. El elemento néustico es una especie de signo de apoyo
(“sign of subscription”) por parte del hablante: indica su compromiso con la
factualidad o lo deseable del contenido proposicional (phrastic). En una aserción,
el contenido neústico añade la nota “yo digo que esto es así”. Observamos que,
según esta diferenciación, el discurso citado difiere en su contenido neústico de la
palabra propia.
En el discurso narrativo, opondremos los segmentos discursivos con los cuales
se compromete (néusticamente) el narrador y aquéllos a los que no se adhiere,
declarándolos así palabra ajena. Así podemos distinguir, con DoleΩel y otros,
entre discurso del narrador y discurso del personaje: “El discurso narrativo está
caracterizado por la separación en dos zonas desiguales, de un status lógico y
ontológico diferente y de distinta fuerza ilocucionaria: la del ‘narrador’ y la de los
‘personajes’”. En principio, la enunciación del narrador tiene preeminencia lógica
sobre la del personaje; el lector otorga a las palabras del narrador un “crédito
básico” que no obtienen las de los personajes (Martínez Bonati 66).
Pero además las frases de verbalización, de narración de palabras, han de
recibir un tratamiento especial. Ya hemos señalado anteriormente la peculiaridad
fenoménica que ofrece la narración de palabras frente a la de acontecimientos: la
identidad semiológica de lo narrado (las palabras del personaje) y el discurso
narrativo posibilita una mostración “inmediata” del discurso del personaje (2.4.1.1
supra). Es lo que se suele llamar “estilo directo”, y que aquí llamaremos por
coherencia terminológica discurso directo. Esta peculiaridad justifica la separación
metodológica hecha por Genette entre narración de palabras y narración de
acontecimientos.
Ahora bien, la narración de palabras puede estar más o menos claramente
delimitada respecto a la narración de acontecimientos. El uso de la palabra es
también un acontecimiento, un acto de habla. Podemos enfatizar más el “acto” o el
“habla”. Las gramáticas, y muchos estudios narratológicos, suelen distinguir
solamente el discurso directo del indirecto. A lo más, añaden el indirecto libre.
Genette (“Discours” 191 ss) presenta tres tipos básicos de inserción de las
palabras del personaje en la narración: el discurso directo (discours rapporté), el
discurso indirecto (discours transposé) con su variante el discurso indirecto libre, y
por último el discurso narrado (discours narrativisé). Algunos teorizadores han
intentado establecer tipologías más detalladas. Las nociones de discurso indirecto
y discurso indirecto libre son muy útiles, pero están separadas por una gradación y
no por una frontera rígida. De hecho, veremos que lo mismo sucede entre el
indirecto libre y el discurso directo, y entre el discurso narrado y el indirecto. En
una caracterización teórica detenida, preferimos ver en el discurso directo y el
discurso narrado los extremos de una gama que tiene infinitos matices.
Sin embargo, desde un punto de vista más formal es útil señalar algunos
jalones formales que nos sirvan de orientación en ese continuo valorativo: el
problema formal consiste en determinar cuántos jalones conviene distinguir.
Bonheim señala que se necesita distinguir un mínimo de tres grados de inserción
de palabras para que el sistema de análisis resulte útil. Hemos visto que Genette
distingue cuatro, añadiendo el discurso narrado. Por ser éste uno de los polos,
parece imprescindible aceptarlo. El uso de los otros términos está plenamente
justificado por su uso generalizado en lingüística y teoría literaria.
Insistimos en que una visión puramente formal como la que estamos realizando
puede resultar engañosa en un sentido: estas formas no son históricamente
neutras, sino que están unidas al desarrollo histórico de la literatura y la sociedad
de una manera en la que no nos podemos detener aquí. Baste apuntar que la
evolución histórica ha ido en el sentido de desarrollar las formas mixtas entre el
área del narrador y del personaje (Cohn, Transparent Minds 138), las formas que
juegan con la subjetividad, la trastocan y la desarrollan lingüísticamente, como se
ha desarrollado y problematizado crecientemente a partir de la Edad Media en el
plano social.
Sólo una concesión nos podemos permitir hacer a este imprescindible enfoque
histórico: tendremos en cuenta que las formas lógicamente primitivas son también
lógicamente anteriores, y procederemos en primer lugar a su definición. El
discurso narrado es el más cercano a la narración de acontecimientos que
acabamos de estudiar, y lo veremos por tanto en primer lugar.
3.2.2.3.2.1. El discurso narrado

Genette define el discours narrativisé como la mayor reducción posible de las


palabras, su presentación como acontecimientos (“Discours” 191; cf. Bal, Teoría
147). El discurso narrado, pues, no nos presenta las palabras sino su valor de
cambio: es decir, no nos presenta el acto locucionario del personaje, sino que nos
informa ya sea sobre la fuerza ilocucionaria de sus palabras, ya sobre la intención
perlocucionaria o el efecto perlocucionario. Son estas posibilidades otros tantos
límites del discurso narrado. Las palabras del personaje llegan al lector de modo
más indirecto, más interpretado, a medida que nos acercamos al polo del discurso
narrado. Por ello, es frecuente que se utilicen éste o el discurso indirecto para
modalizar afectivamente la intervención de un personaje (cf. Toolan 121).

3.2.2.3.2.2. El discurso directo

El diálogo de los personajes está en principio claramente delimitado respecto de


las palabras del narrador: es ésta, como hemos visto (2.4.1.1.), una de las más
tempranas distinciones narratológicas, debatida ya por Platón y Aristóteles. Otto
Ludwig (“Formen der Erzählung”) opone la “narración escénica”, con predominio
del diálogo, a la “narración propiamente dicha”. En efecto, en cierto sentido los
otros modos de narración de palabras no narran palabras: en ellos las palabras no
son “imitadas”, sino que se narran como cualquier otro hecho del mundo ficticio.
En el discurso directo se narran palabras de una forma bien delimitada y
caracterizada: por convención tipográfica destaca sobre la página de una manera
evidente, usualmente entre comillas, a veces en párrafo aparte. También por
convención, consideraremos que el discurso del narrador ficticio no es una cita en
discurso directo, sino un nivel de base, al igual que el discurso del autor (cf.
Bonheim 33), en el que se insertan los parlamentos. Es evidente que un nivel de
base es necesario para caracterizar la inserción como tal inserción. Es fácil hacer
una formulación demasiado radical de la diferencia entre el nivel de los personajes
y el del narrador. Para Chatman, “the speech acts of characters differ logically from
those of narrators” (Story and Discourse 165). Los parlamentos del personaje
pertenecerían a la acción (story), los del narrador al discurso (discourse). Pero
esta división en apariencia sencilla se complica cuando el narrador es a la vez un
personaje, y el discurso es lógicamente parte de la acción. Vemos que en un
sentido, lejos de diferir, los actos de habla del personaje y del narrador son lo
mismo. Claro que esto sólo se aplica a un acto de habla del narrador en primera
persona: el de narrar la historia. Sus propios actos de habla citados y los actos de
habla de otros personajes sí responden a la definición de Chatman. Pero
deberemos tener presente que en última instancia los actos de habla del narrador
están emparentados con los de los personajes, en un grado variable. No hay sólo
diferencia.
Veíamos que para Bonheim el speech o discurso directo era uno de los cuatro
movimientos narrativos básicos. Bonheim reconoce, sin embargo, que su
distinción no es uniforme (113). El discurso directo ha sido definido de acuerdo
con un criterio formal, dice, mientras que en la definición de los otros se atendía al
contenido. El contenido del discurso directo habría de ser estudiado no sólo
descubriendo la presencia de los otros movimientos en su interior, sino incluyendo
un análisis de las funciones no referenciales del lenguaje. El lenguaje en discurso
directo no sería homogéneo en tanto que acto de habla, mientras que los demás
movimientos sí lo serían (114; cf. Martínez Bonati 64).
De nuestro análisis del nivel de la acción y de la distancia narrativa (2.4.1 supra)
se desprende que este planteamiento es insuficiente. Las palabras del personaje
también son un hecho de la acción. Es decir: el speech es, jerárquicamente, parte
de la narración de acontecimientos; no es un elemento que se pueda colocar sin
más al mismo nivel analítico. En tanto que acto de citar, el discurso directo usado
por el narrador sí es un tipo particular de acto de habla. Ya hemos señalado su
peculiar naturaleza semiótica: se trata esencialmente de palabras que son
propuestas como especímenes (tokens) que remiten a especímenes idénticos (las
palabras del personaje), que en el caso de la ficción son virtuales. Pero es
evidente que este caso funciona por analogía con el caso no marcado, el discurso
real. También en la no ficción hay una complicación estructural en el modo de
significar del discurso directo. Frege señaló que en el discurso directo las palabras
no tienen su referencia normal: “se refieren entonces en primer lugar a las
palabras del otro, y tan sólo estas últimas tienen la referencia corriente” (“Sentido”
53). O, en palabras de Bajtín, el discurso directo (“enunciado objetual”) está
orientado al objeto para el personaje, pero es a su vez objeto de la orientación del
narrador (cit. por Kristeva, Texto… 132). En principio no es modificado—una
presuposición que aplicamos al uso del discurso directo en la ficción.
El discurso directo tiene peculiaridades formales que permiten concebirlo como
una modalidad bien definida. Pero la variedad que cabe dentro del lenguaje citado
(a la que se suma la posible variedad del comentario del narrador y del lenguaje
narrativizado en mayor o menor grado) hace que la narración sea un tipo de
discurso extraordinariamente complejo y polimorfo: “un texto narrativo presenta
todos los problemas teóricos que hay en cualquier otro tipo de texto, además de
algunos que le son propios”. Las funciones que se den al discurso directo en la
narración pueden muy variadas, dado este infinito potencial semántico. Su primera
misión es mostrarse a sí mismo, como parte que es de la acción. Puede
sencillamente ser un medio de caracterizar a los personajes. Puede utilizarse
como medio de transmitir una porción mucho mayor de la acción, filtrándola y
fragmentándola a través de las palabras de los personajes, si se trasluce a través
de una conversación. También puede describir, comentar sobre la acción,
narrar… En general, puede desempeñar las funciones del lenguaje de los actores
en el drama, que son una modificación de todas las funciones del lenguaje (cf.
Ingarden, “Functions”).
No olvidaremos, sin embargo, (a) que el referente en la acción siguen siendo
palabras, y que entre ellas y el discurso del narrador siempre habrá una gradación,
no una diferencia tajante. (b) Que, como bien dice Platón, el narrador imita al
personaje y hace lo posible por hacernos creer que se ha esfumado y le ha cedido
el terreno. Pero las palabras en discurso directo son en principio palabras de los
personajes y del narrador: el discurso directo es la forma más indirecta en la que
se manifiesta el discurso del narrador (Bonheim 56), sin que por ello llegue a ser
una forma objetiva de aparición de los personajes. El narrador no “desaparece”, ni
mucho menos; antes bien es el contexto original de las palabras citadas el que
desaparece, para que éstas se inserten en el discurso del narrador, con la
consiguiente manipulación de su finalidad original, real o virtual. Las palabras
“directas” del personaje en la narración no son drama: están jerárquicamente
sometidas a la enunciación del narrador, y no son “ellas mismas”, sino sus signos.
Podemos hacer extensiva al discurso directo la observación de van Overbeke
sobre el discurso indirecto: “il ne s’agit simplement d’une phrase emboîtée dans
une autre, mais d’un faisceau d’intentions, d’attitudes et d’actes subordonné à un
autre faisceau qui représente l’eventuelle force illocutionnaire exprimée par le
rapporteur” (van Overbeke 473). Hemos dicho que en principio presuponemos una
fidelidad en las palabras transmitidas; también decimos que una enunciación que
reproduce a otra nunca es “fiel” a ella, sino que la subordina a la finalidad de un
nuevo acto de habla (y esto se aplica tanto a la ficción como a otras formas de
discurso). El espacio entre estos dos fenómenos es el espacio que queda abierto
a la interacción ideológica y retórica del hablante y el oyente.
Además de la voz del narrador, detrás del personaje puede hacerse visible más
o menos involuntariamente la voz del autor: los personajes de algunos autores
hablan todos de una manera idénticamente inverosímil, la “manera” del autor. Esto
se suele señalar como un defecto, pues el personaje queda puesto en evidencia
como una simple marioneta. En tanto que supone la superposición de dos
hablantes, el discurso directo siempre es potencialmente una complicación de la
estructura narrativa. Las palabras de los personajes proyectan un nuevo estrato de
los objetos (object stratum en Ingarden, Literary Work 209) que puede incluso
constituirse en un nuevo nivel de la acción independiente del principal. “When a
text contains an embedded text”, observa Berendsen, “we do not usually speak of
direct discourse any more” (“Formal Criteria” 80). Seguiremos la tradición, y
hablaremos de discurso (relato) intradiegético cuando un fragmento de discurso
directo presenta cierta autonomía o completitud frente a su entorno. Pero
formalmente hablando, no hay diferencia cualitativa entre la introducción de un
narrador intradiegético (3.2.1.4 supra) y la cita en discurso directo de las palabras
de un personaje: en ambos casos el enunciador principal adopta la palabra y el
centro de referencia de un enunciador secundario; en ambos casos, la convención
nos lleva a creer que la palabra se cede a un personaje. Algunos críticos ven un
problema a la hora de definir qué es un relato intradiegético y qué es un
parlamento en discurso directo que no merezca tal nombre. No vemos que haya
aquí un problema específico. El límite entre discurso intradiegético y discurso
intradiegético narrativo se determinará del mismo modo que el límite entre
discurso y discurso narrativo generalmente hablando.
Un elemento narrativo unido a la narración de palabras son los verba dicendi
que introducen el discurso directo o indirecto y lo atribuyen a tal o cual personaje.
Prince (cit. en Berendsen, “Formal Criteria” 81) llama a estas frases introductorias
attributive discourse en el caso del discurso directo; Bonheim usa el término
clásico de inquit: “The inquit acts as a hinge between passages of speech and the
adjacent narrative modes, and belongs properly to the mode of report” (75). El
inquit latino estaba restringido a la introducción del discurso directo (Jespersen
290 ss), pero en general los verba dicendi y sus sujetos introducen tanto el
discurso directo como el indirecto. No son estrictamente necesarios, pero su
ausencia total en el discurso directo suele traer problemas de comprensión, a
menos que haya indicios muy claros de qué interlocutor está hablando en cada
momento. Hay quien habla en estos casos de estilo directo libre (free direct style).
Existe por otra parte toda una gama literaria de usos de verba dicendi como
recurso estilístico, al margen de los más frecuentes en el lenguaje oral (Rozental’
292).
Hemos dicho que el discurso directo se lee como la transposición inmediata de
las palabras del personaje, sin que sufran alteraciones, interpretaciones o
reducciones por parte del narrador. Pero está claro que éste es solamente el caso
no marcado; su validez normativa sólo está garantizada por una convención que
se puede romper. Hemos visto que no hay una presencia directa de las palabras
del personaje, sino, como decía Platón, una imitación, una ilusión de presencia
directa. Un narrador puede presentarnos en discurso directo un parlamento
reducido, imitado, traducido, mediatizado por otro personaje, o caricaturizado.
Bonheim (57 ss) clasifica en este sentido una serie de fenómenos problemáticos.
En estos casos, la presunción de literalidad que acompaña al discurso directo
queda suspendida en su valor absoluto, pero sigue interviniendo en la
interpretación como un factor manejado por la retórica del narrador. Si no
contrastasen implícitamente con la norma no marcada, estos recursos estilísticos
no podrían producir el efecto de extrañeza, humor o absurdo al que con frecuencia
dan lugar. Puede servir como ejemplo el sarcástico narrador de Lolita de Nabokov,
Humbert Humbert, “citando” una carta de amor inoportuna que ha recibido, y
contaminándola con una ironía que contrasta con el sentimentalismo de la autora
de la carta:

Let me rave and ramble on for a teeny while more, my dearest, since I know this
letter has been by now torn by you, and its pieces (illegible) in the vortex of the
toilet. My dearest, mon très, très cher (...). (Lolita 68)

Estos fenómenos son juegos reflexivos con la convención que ordena las diversas
voces de la narracion, desvelando la convención por el sistema de reducirla al
absurdo.
El discurso directo, lo hemos visto, es un modo dramático, dinámico. Ello hace
que su uso haya ido creciendo proporcionalmente en la narración literaria
(Bonheim 8): de ser un cuerpo extraño en medio de la narración ha pasado a ser
un elemento que compite con ella como modo narrativo. “Direct speech”, observa
Bonheim, “is now one of the most popular of the narrative modes, but it has not
always been thought to be an essential ingredient of fiction at all, and some 19th-
century narratives do almost wholly without it” (21). Hoy un libro como Mémoires
d’Hadrien de Yourcenar se convierte en toda una excepción al no usar en absoluto
el discurso directo (Watson 41). No es infrecuente que en la novela del siglo XX se
sucedan escenas con un predominio de rápidos diálogos en discurso directo sobre
cualquier otro movimiento (cf. Stanzel 65). La trilogía de Beckett Molloy, Malone
meurt y L’Innommable es notable por el poco uso que hace del diálogo, pero poco
antes Beckett escribe Mercier et Camier, novela con una altísima proporción de
diálogo. El narrador se inhibe de tal manera que hay que deducir la acción a partir
de las conversaciones de los protagonistas, hechas de intervenciones muy breves,
frecuentemente alusivas y enigmáticas. Una novela, pues, que es un caso límite y
una parodia de la pasión contemporánea por el diálogo narrativo.
Según los datos estadísticos de Bonheim, este uso de nuestra época contrasta
con la narración clásica, en la que el discurso directo, si bien no es raro, tiende a
concentrarse en largos parlamentos en boca de un personaje insertos en un
contexto predominantemente narrativo: una herencia de la tradición retórica, que
es un antepasado de la novela con frecuencia pasado por alto. Bonheim observa
que es especialmente vistoso el aumento de frecuencia de los principios y finales
de narraciones con discurso directo. En los principios, éste suele ser una especie
de fachada atractiva para abrir el relato, y da paso inmediatamente a tipos de
exposición más tradicional, como la narración de acontecimientos con abundantes
dosis de descripción integrada. Como conclusión (y sin olvidar usos más
convencionales de tono moralizante o sentencioso) puede ser una de las formas
más espectaculares de presentar un final abierto que escapa al control del
narrador (el caso límite sería Changing Places de David Lodge).

3.2.2.3.2.3. Discurso indirecto

Si en el discurso narrado nos referíamos a los actos ilocucionarios o


perlocucionarios realizados y en el discurso directo a las palabras pronunciadas, el
discurso indirecto se caracterizará por referirse al significado de las palabras o
frases pronunciadas (al acto locucionario fático, según la caracterización de
Austin). “En el estilo indirecto se habla del sentido (...) del discurso de otro. (...)
[E]n este modo de hablar, las palabras no tienen su referencia usual, sino que se
refieren a lo que habitualmente es su sentido” (Frege, “Sentido” 53). Las
características del discurso indirecto son el cambio de persona, tiempo, modo, y el
cambio de la forma de las preguntas, órdenes o peticiones. Así lo define
Jespersen (290 ss), quien señala asimismo que puede mezclarse en grados muy
variables con el discurso directo. El discurso indirecto no suele demarcarse
tipográficamente para diferenciarlo de la narración de acontecimientos; sin
embargo, hasta el siglo pasado no era raro el uso de comillas para el estilo
indirecto en inglés (Watson 43).
Genette define al discurso indirecto (discours transposé) como una forma
intermedia entre la pura mímesis del discurso directo y la condensación
interpretativa del discurso narrado:

Bien qu’un peu plus mimétique que le discours raconté et en principe capable
d’exhaustivité, cette forme ne donne jamais au lecteur aucune garantie, et surtout
aucun sentiment de fidélité littérale aux paroles “réellement” prononcées: la
présence du narrateur y est encore trop sensible dans la syntaxe même de la
phrase pour que le discours s’impose avec l’autonomie documentaire d’une
citation. Il est pour ainsi dire admis d’avance que le narrateur ne se contente pas
de transposer les paroles en propositions subordonnées, mais qu’il les condense,
les intègre à son propre discours, et donc lesinterprète en son propre style.
(“Discours” 192; cf. Bonheim 21)
En efecto, el elemento interpretativo es mayor en el discurso indirecto que en el
directo, y se vuelve cada vez más dominante a medida que avanzamos hacia el
discurso narrado. Aún más que en el discurso directo, queda en evidencia que no
existe una transformación indirecta pragmáticamente neutra: la modalidad
originaria de las palabras citadas en discurso indirecto siempre se ve afectada
(van Overbeke 473).
Stanzel observa que el discurso indirecto es comparativamente raro en la
narración literaria; ello parecería contradecir la aparente fluidez de su inserción en
la narración de acontecimientos (Theory 68). Pero no es sorprendente: el discurso
indirecto no es tan económico gramaticalmente como el discurso narrado o el
discurso directo, ni tan dramático como el discurso indirecto libre. De hecho su
inserción es sintácticamente más engorrosa que la del indirecto libre, pues la
forma más usual del discurso directo requiere su introducción mediante un verbo
de habla y en una oración subordinada, dos requisitos que en principio no se dan
en el indirecto libre.

3.2.2.3.2.4. Discurso indirecto libre

Como concepto teórico, el discurso indirecto libre no se encuentra claramente


definido en la retórica clásica, donde se le incluye bajo el nombre común de
sermocinatio (cf. Lausberg, § 432-433) junto con otros fenómenos de
multiplicación enunciativa. Las definiciones fundamentales originales son las de
Bally (“Le style indirect libre en français moderne”) y Marguerite Lips (Le style
indirect libre); cf. también el “relato representativo” de Eïjenbaum (“Manteau” 213).
Se suele caracterizar el indirecto libre como una forma de discurso indirecto que
reproduce con mayor fidelidad las palabras o pensamientos del personaje
insertándolos sin embargo en un discurso procedente del narrador: lo que Hernadi
llama una perspectiva dual (“Dual Perspective”). Lozano, Peña-Marín y Abril
hablan de dos enunciaciones que son gramaticalmente una; Stanzel considera
que pierde significación la oposición entre primera y tercera persona (Theory 110),
y para Chatman (Story and Discourse 201) las voces del narrador y el personaje
se unifican o neutralizan. Estas descripciones pueden ser confusas si se entiende
que hay una simple anulación de la oposición “persona”. Después de todo están
refiriendo la definición del indirecto libre a una oposición entre dos enunciaciones:
y esta oposición que pretenden suprimir está dialécticamente implicada en su
superación.
Voloshinov señala que el problema de las formas del indirecto libre no se debe
enfocar como una cuestión tipológica abstracta, sino como fenómeno de
generación simultánea del lenguaje y de la subjetividad. Su estudio
sociolingüístico del indirecto libre en El marsixmo y la filosofía del lenguaje es
crucial para una comprensión del discurso indirecto libre como un acto de habla
intertextual. Para Voloshinov, el elemento valorativo es esencial en la generación
del discurso indirecto libre, y tal valoración adopta infinitos matices basados en los
valores y discursos sociales enfrentados en el dialogismo cultural. Es por tanto a
esta función ideológica a lo que deberá ir encaminado el análisis crítico de un
fenómeno dado de combinación entre dos actos de habla. Aquí, sin embargo,
debemos limitarnos a estudiar la estructura formal de los recursos discursivos que
son el vehículo de estos fenómenos ideológicos ideológicas.
Según Hernadi, “la aplicabilidad del modo de narración dual va desde el
discurso sustitutivo (...) a través del pensamiento sustitutivo (...) hasta la
percepción sustitutiva” (Teoría 152). En efecto, el discurso indirecto libre suele ir
asociado a la presencia de personajes focalizadores, y Ducrot ha señalado cómo
a veces una indeterminación entre lo que se dice y lo que se piensa es crucial
para la definición de los efectos del indirecto libre. Sin embargo, aquí
distinguiremos en principio entre las dos formas, pues también en este sentido es
necesario describir su diferencia antes de la anulación de esa diferencia. Discurso
indirecto libre y pensamiento indirecto libre son potencialmente diferenciables, y
por tanto sólo hablaremos de discurso indirecto libre en tanto en cuanto el
narrador recoja palabras enunciadas por el personaje (para el pensamiento, cf.
3.2.2.3.3 infra). Bal ha establecido así una diferenciacion entre la narración
focalizada por un personaje y el discurso indirecto libre:

dès que, dans le texte du narrateur, nous rencontrons une indication de l’opinion
d’un acteur, il s’agit, aux yeux de DoleΩel et de Schmid, d’un état intermédiaire
entre les deux textes. Schmid appelle ce phénomène Textinterferenz, interférence
de textes. En fait, il n’est pas nécessairement question, dans un tel cas, d’un
changement de parole, donc de texte. (...) Ce qui change, cela peut aussi bien être
la vision. Le narrateur ne fait alors que raconter l’opinion de l’acteur, et s’il y a
interférence, celle-ci n’est pas interférence de textes. (Narratologie 11; cf.
“Laughing Mice” 207 ss).

Si insistimos en definir los efectos de cambio de nivel de focalización como una


interferencia de textos, como hace Bronzwaer (“Bal’s Concept” 197 ss), tendremos
que admitir que en el caso de la focalización inserta el texto es un texto virtual,
creado por el narrador como “the expression of [the character’s] focalization”. Por
el contrario, en el caso del discurso indirecto libre debemos interpretar que el
narrador imita unas palabras realmente pronunciadas por el personaje: el texto
está presente como tal texto ya en la acción. Y es el narrador quien ha de imitar la
voz del personaje, no el autor en cuanto creador del personaje. Pero el status del
discurso directo puede ser notablemente complejo, aun en la no ficción. Así,
Boswell nos dice de sus anécdotas de la vida de Samuel Johnson que “the
authenticity of every article is unquestionable. For the expression, I, who wrote
them down in his presence, am partly answerable”. Ello no le impide transcribir
las palabras de Johnson en discurso directo: son aceptadas por convención como
pronunciadas por Johnson (y como muy características de él en cuanto a su
expresión, por cierto). Vemos así cómo una obra con voluntad estrictamente
referencial admite sin embargo dentro de sí una estructura narrativa ficcional.
Los rasgos formales del discurso indirecto libre son muy variables. Banfield
pretende que no se hallan en el indirecto libre las formas lingüísticas típicas de
una comunicación yo-tú entre dos interlocutores: no habría pronombres de
segunda persona, ni marcadores discursivos del tipo “francamente”, etc. Genette
ha señalado lo absurdo de esta teoría, según la cual no podría además darse el
discurso indirecto libre en una narración autodiegética (Nouveau discours 36-37).
Según algunos teorizadores, el discurso indirecto libre conserva las
transposiciones temporales del discurso indirecto y los deícticos (“ahora”, “éste”)
nos orientan con relación al personaje, y no al narrador. No sería difícil encontrar
ejemplos que desmintiesen esta afirmación, a pesar de que es cierta si nos
atenemos a un criterio estadístico. Es preferible proponer una serie de rasgos
distintivos posibles que podrían entrar en variadas combinaciones: el tiempo
narrativo y la referencia pronominal gozarían de cierta centralidad, pero podrían
desaparecer, en cuyo caso otros rasgos en principio periféricos (la deixis espacial,
las peculiaridades léxicas) devendrían decisivos para la identificación del indirecto
libre. Según Genette,

la différence essentielle est l’absence de verbe déclaratif, qui peut entraîner (sauf
indications données par le contexte) une double confusion. Tout d’abord entre
discours prononcé et discours intérieur (...). Ensuite et surtout, entre le discours
(prononcé ou intérieur) du personnage et celui du narrateur. (“Discours” 192)

Para nosotros la ausencia de verbo declarativo es un rasgo central, no esencial.


La ambigüedad que observa Genette se debe también a la ausencia de marcas
fijas y la variabilidad de las formas del discurso indirecto libre; también puede
resultar en una ambigüedad sobre si lo que encontramos es discurso, palabras
pronunciadas por el personaje, o pensamiento indirecto libre, verbalizado en
mayor o menor medida por el narrator. Pero como apunta Genette
posteriormente, no son tan frecuentes los auténticos problemas de atribución:

On a (...) beaucoup insisté (les vosslériens [...], Hernadi, Pascal) sur la valeur
d’empathie, entre narrateur et personnage, de la fameuse ambiguïté; à cela, Bally
et Bronzwaer opposent justement la présence presque systématique d’indices
désambiguïsants (Nouveau discours 37).

El uso del indirecto libre no implica, ni mucho menos, que haya una comunidad
de sentimientos o de opiniones entre narrador y personaje, como se afirma a
veces. De hecho, es muy frecuente la asociación de esta variedad discursiva a la
ironía narrativa sobre el personaje. Podemos afirmar con Berendsen que no existe
conexión necesaria entre la simpatía del narrador y el uso del indirecto libre. Este
es sencillamente “a cue that an embedded point of view is presented, and whether
the primary narrator-focalizor agrees or disagrees with [the character] is completely
irrelevant” (“Teller” 143 ss). Lo que sí suele haber, por contraste con el discurso
del narrador, es un fuerte elemento emocional en el lenguaje, que dependiendo
del contenido puede trabajar a favor o en contra del personaje. Según Cohn, esto
es aplicable tanto al discurso indirecto libre como al pensamiento indirecto libre
que trataremos más adelante:

Precisely because they cast the language of a subjective mind into the grammar of
objective narration, they amplify emotional notes, but they also throw into ironic
relief all false notes struck by a figural mind. (Transparent Minds 117).
Fenómenos de este tipo se dan también en la lengua hablada: el indirecto libre
no es un fenómeno esencialmente literario, como se sostiene a veces (por ejemplo
Genette, Nouveau discours 36). Como técnica literaria, el discurso indirecto libre
está ligado a la novela del siglo XIX, siendo Jane Austen la primera que lo utiliza
abundante y magistralmente: es un fenómeno estilístico que, como ciertos tipos de
perspectivización en el nivel del relato, va unido históricamente a las formas
ideológicas propias de la modernidad: presupone una organización narrativa en
torno a la subjetividad, la individualidad del personaje, y su contraste con una voz
narrativa autorizada. Ello no quiere decir que el discurso indirecto libre no
apareciera con anterioridad al momento de su triunfo histórico, pero era utilizado
raras veces y de manera no sistemática.
Ahora bien, algunos tipos de desviación a partir del discurso indirecto “estándar”
son más comunes que otros, y muchos sin duda sí son puramente literarios. Aún
más: propios de la literatura escrita, pues a veces su procesamiento requiere una
concentración y una finura a la que no se presta la comunicación oral. Bronzwaer
ofrece un curioso ejemplo: en la versión de Great Expectations preparada para sus
lecturas públicas, Dickens simplificó notablemente el complejo juego de uso de los
deícticos en torno a dos puntos focales (el yo narrador y el yo narrado),
restringendo el punto de orientación al más evidente, el del narrador: “In the novel,
we are invited to identify with Pip; in the reading version, with Mr. Pirrip” (“Implied
Author” 16).
No es sorprendente que las formas puramente literarias de indirecto libre hayan
contribuido a crear identificadores del discurso indirecto libre que sólo tienen
aplicación en la lengua escrita. Algunos rasgos distintivos del indirecto libre son,
pues, puramente grafológicos: se refieren a convenciones tipográficas. El uso de
comillas, hoy restringido al discurso directo, solía extenderse en siglos pasados al
discurso indirecto o al indirecto libre (Bonheim 61). De modo comparable, un
escritor experimental de hoy (como Beckett en la trilogía, o Anthony Burgess en A
Dead Man in Deptford)puede renunciar al uso de las convenciones tipográficas
que identifican al discurso directo, produciendo así un cruce peculiar entre el
discurso directo y el discurso indirecto libre.

3.2.2.3.3. Narración de pensamientos

Las formas diferenciadas de la narración de pensamientos van ligadas al


fenómeno que se ha llamado “interiorización” de la novela, su gradual
acercamiento a los aspectos más íntimos y subjetivos de la experiencia.
Recordemos que la novela es ya de por sí un género subjetivo, frente a la
objetividad épica ; algunas de sus formas más características van por tanto unidas
a la representación de la experiencia subjetiva. Muchos tipos de narración de
pensamientos son fenómenos restringidos a la narración literaria. “Die epische
Fiktion”, señala Käte Hamburger, “ist der einzige erkenntnistheoretische Ort, wo
die Ich-Originität (oder Subjektivität) einer dritten Person als einer dritten
dargestellt werden kannt” (Hamburger 73). Las implicaciones culturales de este
fenómeno son importantes. Si la novela es un laboratorio de la representación,
donde se acuñan nuevas formas de percepción y donde cristalizan nuevas
perspectivas sobre la realidad, las implicaciones para el sujeto de este proceso
(autor o lector), sujeto humano fluido y en perpetua configuración, son notables.
En palabras de Vernon Lee,

in all those things, those finer details of feeling which separate us from the people
of the time of Elizabeth, nay, from the people of the time of Fielding, who have
been those that have discovered, made familiar, placed within the reach of the
immense majority, subtleties of feeling barely known to the minority some hundred
years before? The novelists, I think (...) the modern human being has been largely
fashioned, in all his more delicate peculiarities, by those who have written about
him; and most of all, therefore, by the novelist.

A pesar del lenguaje un tanto idealista (el sentimiento, el énfasis primordial sobre
la representación literaria) no es difícil reconocer aquí algunos elementos
relevantes para una teoría de la narración como self-fashioning o construcción
semiótico-cultural de los sujetos.
Sin embargo, las formas estrictamente lingüísticas a que dan lugar la
peculiaridad fenomenológica de la novela y su exploración de la subjetividad no
son radicalmente novedosas. El pensamiento funciona de modo similar al lenguaje
a la hora de su clasificación narrativa. Nociones como discurso directo, discurso
indirecto y discurso narrado se podrían aplicar tanto a la narración de palabras
como a la de pensamientos. Hansen (cit. por Bonheim, 4) distingue el
pensamiento indirecto (Gedankensreferat) del discurso indirecto (Redereferat).
Genette observa que el “análisis” de pensamientos de la novela psicológica
tradicional equivale a una extensión del pensamiento narrado (narrativisé). El
monólogo interior del siglo XX, por el contrario, es una forma emparentada con el
discurso directo. De modo similar, Bonheim (50) propone clasificar el discurso de
los personajes en base a dos criterios: tendremos por un lado el eje discurso
directo / discurso indirecto; por otro, el eje discurso interior (pensamiento) /
discurso exterior. Los cuatro tipos principales que surgen de esta clasificación son
el discurso directo, el pensamiento directo, el discurso indirecto y el pensamiento
sustitutivo (substitutionary thought). Lanser (212) presenta un equivalente más
desarrollado de estos ejes. La “profundidad de visión” se daría en multitud de
grados diversos desde del inconsciente a la verbalización, pasando por distintos
grados de pensamiento preverbal y de endofasia. Cada una de estas fases podría
presentarse de una manera más directa o más narrativizada, según las diversas
gradaciones que van de lo narrado a lo directamente presentado.
Dorrit Cohn propone que se distingan en el pensamiento tres fases de
integración al texto del narrador (que corresponden aproximadamente a los tipos
de discurso de Genette). En la narración heterodiegética (third-person narrative)
las denomina quoted monologue (≈ discurso directo), narrated monologue (≈
discurso indirecto libre) y psycho-narration ( ≈ discurso narrado o discurso
indirecto). La narración homodiegética (first-person narrative) presenta
equivalentes formales: “psycho-narration becomes self-narration (...) and
monologues can now be either self-quoted or self-narrated” (14). Tras esta
simetría formal hay que ver, sin embargo, una gran diferencia de sentido entre las
formas homodiegéticas, “naturales”, y las heterodiegéticas, que, como observa
Hamburger, son propiamente literarias. Las primeras tienen un valor rememorativo
que no se da en las segundas, al no haber identidad entre el personaje y el
pasado del narrador. Aun teniendo en cuenta esta diferencia, que por otra parte no
se limita al ámbito de la narración de pensamientos, es útil hablar de la narración
de pensamientos de modo paralelo a la narración de palabras, distinguiendo dos
polos: el pensamiento directo y el pensamiento narrado, entre los cuales se sitúan
las variadas formas de pensamiento indirecto y pensamiento indirecto libre.
Bonheim señala que las convenciones en la narración de pensamientos
devienen cada vez más complejas en la literatura contemporánea a medida que se
interioriza el fenómeno narrado. Los escritores han de romper las convenciones
gramaticales existentes, y aun las mismas convenciones literarias que otros
autores han propuesto anteriormente. Hay un límite a la ruptura de convenciones,
la inteligibilidad. Así, cualquier innovación en la técnica narrativa es un
compromiso entre la voluntad innovadora y la gramaticalidad (tanto lingüística
como literaria; cf. Bonheim 69). Pero la inteligibilidad y la “gramaticalidad” literaria
son límites móviles, pues la técnica que se consideraba ilegible o vanguardista en
su momento es a veces asimilada por una diversidad de autores y se vuelve un
tanto menos desconcertante. Acto seguido presentamos a grandes rasgos algunos
de los principales tipos de narración de pensamientos usados en la narración
moderna.

3.2.2.3.3.1. El pensamiento narrado - El pensamiento indirecto

Aunque se trata potencialmente de fenómenos aislables, suelen darse juntos en la


técnica narrativa denominada por Cohn psycho-narration o self-narration
(refiriéndose a la narración heterodiegética y homodiegética, respectivamente).
Naturalmente, nos estaremos refiriendo tan sólo a la reproducción del aspecto
verbal de los pensamientos. Pero lo verbal puede ser sólo una pequeña parte de
la conciencia de un personaje. La vida psíquica, como señala Cohn, no se limita a
la palabra interior, y no puede tratarse sólo con aquéllos conceptos gramaticales.
Decisiones, sentimientos, fantasías, etc. no son forzosamente verbales. Esto es
tanto más cierto cuanto más profundo es el nivel de pensamiento que se desea
representar.
El pensamiento indirecto o narrado es una forma clásica de exploración de la
conciencia del personaje, y no tiene el tono de técnica vanguardista característico
del monólogo interior. En conjunto es semejante al discurso indirecto o narrado.
Hay algunas diferencias obvias, sin embargo. Los pensamientos no son
introducidos por verbos de habla; los verbos de pensamiento no son verbos de
comunicación.

If (...) indirect discourse represents thoughts, it is introduced by other classes of


verbs that take that-clauses:
1 - emotives like “to regret” and “to be delighted”
2 - verbs of inference like “to deduce” and “to prove”
3 - epistemic predicates like “to believe” and “to realize”
(Berendsen, “Formal Criteria” 85)
Bal engloba todos estos fenómenos en su concepto de focalización: cualquier
representación de la actividad mental (no discursiva) de un personaje en el
discurso del narrador sería un fenómeno de focalización.
Según la definición de Cohn (Transparent Minds 21 ss), en esta técnica es
evidente y fundamental la actividad del narrador, analizando e interpretando los
pensamientos del personaje además de informarnos sobre ellos; es una técnica
que se presta además al resumen, a la compresión y abstracción generalizadora,
producto todo ello de la actividad del narrador. El uso de un narrador superior al
personaje permite una profundidad de reflexión y de análisis mucho mayor que la
de técnicas más dramáticas. Ello lleva a Cohn a afirmar su mayor inclusividad en
cuanto a la variedad de fenómenos mentales así presentados:

contrary to a widely held belief, the novelist who wishes to portray the least
conscious strata of psychic life is forced to do so by way of the most indirect and
the most traditional of the available modes. (Cohn, Transparent Minds 56)

Pero esto no parece necesario. El pensamiento directo o monólogo interior puede


revelar dramáticamente todo lo que en el caso del pensamiento narrado queda a
cargo del comentario y análisis del narrador. El inconsciente del personaje queda
entregado a la tarea analítica del lector. Naturalmente, la tarea del lector (y del
autor) se complica en extremo: lo revelado depende en parte del poder de
interpretación del destinatario de la revelación, pero eso es otra cuestión más de
hermenéutica general que de narratología. La diferencia básica entre el
pensamiento dramatizado y el tamizado por el narrador está en que el
pensamiento directo o monólogo interior se ata a la exposición literal de la
superficie verbal o sensorial de la consciencia; el pensamiento narrado o indirecto
interpreta palabras, impresiones sensoriales, emociones, inclinaciones, en un
análisis total de la vida psíquica del personaje. No se obvia así empero el
problema hermenéutico: decía T. S. Eliot que el destino de toda interpretación es
ser interpretada de nuevo.
Genette señala que en el caso de pensamientos no verbales ya no estamos
hablando de narración de palabras, sino de narración de acontecimientos. Lo que
no tiene sentido es distinguir formas propias de una narración de pensamientos
(Nouveau discours 42). Por lo mismo, no podemos decir que tengamos en el caso
del pensamiento indirecto un fenómeno claramente delimitado, una forma
exclusivamente destinada a la narración de pensamientos; sus fronteras con la
narración de acontecimientos son muy borrosas (Cohn, Transparent Minds 12).

3.2.2.3.3.2. El pensamiento directo y el monólogo interior

Hablaremos de pensamiento directo cuando nos enfrentemos a un párrafo que


recoge directamente la consciencia de un personaje, enmarcado dentro de un
texto perteneciente a otra modalidad narrativa.
El pensamiento directo suele aparecer, como el discurso directo, entre comillas;
el uso es sin embargo bastante laxo (Bonheim 64). Un texto que prescinda de las
señales más obvias de transición entre el discurso del narrador y el pensamiento
directo del personaje puede parecer desconcertante a primera vista. En la mayoría
de los capítulos de Ulysses es ésta la técnica utilizada (y no el monólogo interior):
un discurso de un narrador anónimo y el pensamiento directo del personaje, que
se suceden sin enlace aparente, sin comillas ni verba dicendi (o mejor, cogitandi;
cf. Cohn, Transparent Minds 62 ss). Sus diferencias con el discurso hablado son
bien conocidas, y se deben a la voluntad de imitación del lenguaje interior. A
primera vista, encontramos una fragmentación sintáctica. Vygotsky señala cómo
se suprimen los “sujetos” de las oraciones y se conservan sólo los “predicados”.
Como observa Cohn, no se refiere Vygotsky a los sujetos gramaticales, sino a los
sujetos “psicológicos”; más bien deberíamos decir que se suprime la redundancia
del tópico (herramienta comunicativa que no tiene sentido en la endofasia) y se
nos proporciona un texto que parece una superposición atropellada de comentos.
Un análisis semántico más detenido nos revelaría el grado en que las ideas están
sometidas a ligazón asociativa y no deliberada por parte del personaje. Esta
reproducción permite una dramatización de la mente del personaje, más o menos
sutil y elaborada (Cohn 76 ss). Toda reproducción del pensamiento es, por
supuesto, una estilización forzosa, que puede producir una mayor impresión de
realidad, pero que siempre simplifica la complejidad de los procesos psicológicos
(empezando ya por el problema de representar los elementos no verbales de la
consciencia). Los “pensamientos” de la novela decimonónica nos chocan hoy por
su verbalidad y su evidente organización retórica. Como observa Cohn, un caso
extremo de voluntad mimética está representado por Joyce y algunos de sus
seguidores. El inconveniente de esta técnica es la relativa ininteligibilidad a la que
acaba conduciendo. La gran corriente novelística post-Joyceana (desde Faulkner)
recurre a técnicas intermedias, que si en cierto modo son una simplificación del
pensamiento directo tal como fue usado por Joyce por su mayor legibilidad, en
otro sentido utilizan ese recurso junto con otros ingredientes, y pasan con ello a
ser una forma más compleja (cf. 3.2.2.3.2.3 infra).
Frente al pensamiento directo, el monólogo interior es algo más que una técnica
narrativa; según Dorrit Cohn, deviene un género narrativo independiente
(Transparent Minds 15). La primera definición del monólogo interior parece ser la
de su “inventor” Edouard Dujardin:

discours sans auditeur et non prononcé par lequel un personnage exprime sa


pensée la plus intime, la plus proche de l’inconscient, antérieurement à toute
organisation logique, c’est-à-dire en son état naissant, par le moyen de phrases
directes réduites au minimum syntaxial, de façon à donner l’impression du tout
venant.

Vemos que ya se resalta el parentesco con el estilo directo. En esta definición hay
algunas paradojas (por ejemplo, el concepto de “expresión” o la ecuación
monólogo interior = pensamiento íntimo = preconsciente) que serán evitadas por
definiciones posteriores, como la de Robert Humphrey:

Interior monologue is (...) the technique used in fiction for representing the psyche
content and processes of character, partly or entirely unuttered, just as these
processes exist at various levels of conscious control before they are formulated
for deliberate speech. (Humphrey 24)
El fenómeno que nos interesa aislar aquí es en particular lo que Humphrey
denomina monólogo interior directo: “direct interior monologue is that type of
interior monologue which is represented with negligible author interference and
with no auditor assumed” (Humphrey 25). La única mente que conocemos es la
del personaje: su monólogo no va inserto en una narración marco en boca de otro
narrador. La narración consiste así únicamente en los pensamientos del
personaje, que se convierte así en una especie de narrador involuntario. El
monólogo interior directo presenta una interesante excepción a la motivación
comunicativa del texto narrativo (cf. Humphrey 3). Como en muchos otros casos,
el texto del autor difiere ampliamente de la narración del narrador. Pero ¿tenemos
derecho en este caso a hablar de narrador? No, en el sentido habitual y coloquial
del término; sí, en el sentido específico que aquí damos a ese término.
Obviamente, el problema del monólogo interior es distinto en este punto del
que nos planteaba la narración impersonal (3.2.1.2 supra). En aquel caso, el texto
se identificaba sin lugar a dudas con un texto narrativo; el monólogo interior no es
una actividad narrativa para sus sujeto: las palabras ficticias no proceden de un
speaker (cf. J.-K. Adams, 3.1.4.2 supra); el contexto comunicativo y el oyente no
están “implícitos” o “ausentes”, sino descartados de entrada. El lenguaje no
aparece en el monólogo interior como aquello que nos permite comunicarnos, sino
como aquello que somos. No hay enunciador, no hay enunciación, no hay
receptor. El “narrador” no habla ni escribe, ni “narra” en un sentido abstracto, ni
realiza tipo alguno de acto de habla: piensa y percibe. Conocemos su pasado a
través de sus pensamientos, pero no porque nos lo narre: más bien exclama sobre
él o lo comenta (mentalmente). Conocemos sus acciones presentes por
deducción, pero si se las narra a sí mismo de una manera que no se corresponde
con una representacion creíble del pensamiento real, sino que está encaminada a
facilitar la comprensión del lector, la motivación fracasa: es lo que sucede en Les
lauriers sont coupés de Dujardin, la obra inaugural de esta técnica.
El monólogo interior se distingue de la narración tradicional por representar un
fenómeno no comunicativo; por ello, se hacen especialmente evidentes “las
limitaciones de una palabra estructurada en y por la comunicación” (Kristeva,
Texto 144). Adaptaremos nuestros términos a la descripción de esta situación
postulando que la narración (entendida como la actividad del sujeto de un texto de
ficción que permite la reconfiguración narrativa realizada por el lector) no es
forzosamente un fenómeno comunicativo, aunque siempre es instrumentalizada
ulteriormente con fines comunicativos (literarios) a un nivel estructuralmente
superior. También podremos llamar narración al discurso producido por esta
actividad, entendiendo que en este caso extirpamos de los términos “narrador” y
“narración” todo matiz de deliberación y toda intención comunicativa. En cuanto al
narratario, consideraremos que no existe en el caso del monólogo interior puro.
Puede haber narratarios virtuales, interlocutores imaginarios (cf. Cohn,
Transparent Minds 229 ss), pero no son necesarios. Salvo en la medida, por
supuesto, en que se considere inscrito al “Otro” en la naturaleza misma del
lenguaje monológico:
Collapsing the normal dichotomy of speech, in which “you” always refers to the
person spoken to, “I” to the person speaking, monologic language makes these
two persons coincide, each pronoun containing the other within itself. (Cohn 90).

En todo caso, el narratario desaparece aquí como un sujeto diferenciado del


narrador. No es de hecho un caso radicalmente distinto a otros casos en que la
narración funciona como sistema de comunicación del sujeto consigo mismo o de
su yo consciente con otros elementos de su estructura psíquica. En la escritura
automática, diarios secretos, etc. el narratario es en principio el propio narrador;
también pueden surgir narratarios virtuales más o menos diferenciados, en la
medida en que haya producción deliberada del discurso con intención
comunicativa, ya sea ésta plena, inconsciente, o retórica. Y hay de hecho un
elemento de autocomunicación en cualquier actividad narrativa, aun si va dirigida
a un narratario externo claramente individualizado. Todo esto subraya el
parentesco entre un fenómeno psíquico “no narrativo” como el monólogo interior
con otras formas más habituales de la narración. A pesar de sus peculiares
características, el monólogo interior literario es un modalidad narrativa, pues
posee las características fundamentales que hemos venido señalando en los
textos narrativos: un discurso verbal que nos hace acceder a un relato y a una
acción. Las características peculiares del monólogo interior hacen que Dorrit
Cohn lo clasifique como un género narrativo aparte cuando no va incluido en un
marco narrativo diferente (en cuyo caso sería una técnica narrativa; cf.
Transparent Minds 15). Es “a meeting-place, or better, a vanishing point, for anti-
narrative tendencies of all sorts contained within narration itself” (174).
Ya hemos señalado algunas de esas tendencias cuando contraponíamos la
dramatización a la narración (2.4.1.1 supra). Cohn señala la proximidad del
monólogo interior autónomo tanto al drama como a la lírica. Como en el drama, el
personaje (narrador) aparece ante nosotros inmediatamente, se ofrece a nuestra
interpretación. No se nos describen las características de la personalidad del
personaje, sino que las deducimos directamente de sus pensamientos y
asociaciones de ideas, los fenómenos que atraen su percepción, su vocabulario,
etc. Tal es la intensidad de la presencia del personaje que Pouillon (111 ss)
prefiere hablar de “participación” y no de “dramatización”. Las posibilidades
interpretativas son infinitas si el personaje está bien construido, si tiene un
“idiolecto mental” consistente.
Otro rasgo antinarrativo ya hemos señalado: al contrario que los narradores
convencionales, el narrador del monólogo interior medita o exclama, pero no
narra: Cohn señala que la secuencia “yo + verbo de acción”, base del modo
narrativo en primera persona, es tabú en el monólogo interior que se precie de tal.
El lenguaje del monólogo es predominantemente emotivo, y choca por ello con las
necesidades referenciales propias de la narración (Transparent Minds 220, 227,
208). El monólogo interior representa así un límite posible y una culminación lógica
de la evolución de la novela, que ya desde su origen evolucionaba hacia un
alejamiento de lo estrictamente (lingüisticamente) narrativo para desarrollar una
narratividad sui generis, una narratividad propiamente literaria. La desviación
sistemática respecto de las previsiones del sistema lingüístico acaba por constituir
un sistema nuevo, una gramaticalidad peculiar de la narración literaria (cf. van
Dijk, Text Grammars 199 ss).
Tanto el soliloquio como el monólogo interior se sitúan en la tradición de la
literatura “mimética inferior” tal como es definida por Frye. El modelo es la lengua
oral. Denham habla de un “neurotic, compulsive babble of the ego, as in
Dostoevsky’s Notes from Underground and in Beckett” como una de las
derivaciones del uso literario del lenguaje coloquial y familiar. La tendencia a
imitar el lenguaje corriente y reciclarlo con fines literarios se lleva aquí a un límite.
Una complicación del monólogo interior viene cuando toma como motivación el
pensamiento de un personaje en el curso de su vida activa. Allí la asociación
espontánea de ideas debe mezclarse con impresiones visuales, diálogo, etc.,
procedentes del exterior. Es la diferencia, a grandes rasgos, entre el monólogo
nocturno de Molly Bloom y el pensamiento directo diurno de Bloom, que debe
refugiarse en una narración en tercera persona que dé cuenta de la realidad
objetiva que le rodea. El riesgo de incomprensibilidad sería mucho mayor en el
segundo caso, de no recurrir a un modo narrativo diferente del monólogo interior
(cf. Cohn, Transparent Minds 232 ss).
El narrador no tiene por qué ser consciente de su actividad mental, pero no es
éste un requisito imprescindible. Este problema está ligado al sentido exacto que
se atribuye a las palabras en el monólogo interior. Esas palabras, ¿son
literalmente acción, son efectivamente pensadas por el personaje, o son sólo
discurso, una representación verbal de un fenómeno no verbal? Observemos que
en este último caso la motivación intradiegética del discurso sería menor: el
personaje no sería responsable de la verbalización de sus pensamientos. Julia
Kristeva parece creer que el monólogo interior es no verbal, por definición: “la
novela se debate contra el signo (la palabra) quedándose en la palabra (en la
“phoné” considerada como la expresión de una idea anterior a su formulación
lingüística)”. Ya hemos visto la postura contraria. Cohn opina que, al contrario, el
monólogo interior es comparable al pensamiento directo, y representa en principio
un fenómeno (si bien mental) verbal:

The phenomenon that interior monologue imitates is, contrary to its reputation,
neither the Freudian unconscious, nor even the Jamesian stream of
consciousness, but quite simply the mental activity psychologists call interior
language, inner speech, or, more learnedly, endophasy. (Transparent Minds 77)

Pero no siempre tiene que ser así. Por su naturaleza ficticia, puede el monólogo
interior imponer un patrón verbal a fenómenos no verbales, propios incluso del
más profundo subconsciente. Puede, por ejemplo, revelar la multiplicidad de
impulsos que subyacen a la aparente unidad del yo, disgregando al narrador en un
haz de voces que se alternan, se superponen, se contradicen. O, más
moderadamente, puede reproducir las distintas líneas de pensamiento presentes a
la consciencia simultáneamente, pasando la atención de una a otra (cf. Cohn 92).
Cohn observa que pueden darse diversos tipos de monólogo interior, según se
nos transmita un pensamiento más o menos verbal, o bien más o menos
consistente en percepciones o imágenes. Por eso, arguye Cohn, no se pueden
identificar sin más las variedades de focalización interna con categorías
lingüísticas:

One of the drawbacks of this approach is that it tends to leave out of account the
entire nonverbal realm of consciousness, as well as the entire problematic
relationship between thought and speech.

Pero de hecho el monólogo interior no tiene por qué someterse de manera


“realista” a la representación de ningún fenómeno psicológico. Al igual que la
narración, fenómeno comunicativo, es instrumentalizada y deformada de diversas
maneras para proporcionar una motivación intradiegética al texto narrativo, el
monólogo interior puede ser (es de hecho) una simple apariencia de transcripción
de fenómenos psíquicos, y presenta formas paradójicas que se hallan a mitad de
camino entre lo psíquico y lo puramente textual, formas imposibles de justificar
intradiegéticamente. Kawin descubre este fenómeno en las obras de Faulkner, que
ocultan un misterioso transcriptor del mónólogo interior de sus personajes: “[t]his
transcriber may be described as the textuality of Quentin’s or Benjy’s
consciousness, or the agency of their having been made textual” (257). Esta
instrumentalización da lugar a una forma emparentada con el monólogo interior, el
soliloquio.

3.2.2.3.2.3. El soliloquio

Humphrey define el soliloquio como una simulación de situación comunicativa:


“although it is spoken solus, it nevertheless is represented with the assumption of a
formal and immediate audience” (Humphrey 35). Presenta, por tanto, una
combinación de características del monólogo interior y del discurso narrativo
coloquial: una mayor coherencia e inteligibilidad que el primero, y una asociación
de ideas extrañamente libre para el segundo. Humphrey lo presenta como una
técnica ecléctica, que permite utilizar las adquisiciones del monólogo interior sin
por ello romper con la narración tradicional (cf. también Cohn, Transparent Minds
216). Está claro que este eclecticismo puede dar lugar a formas “inverosímiles”.
Por supuesto, el monólogo interior es de por sí inverosímil como es inverosímil la
narración autorial omnisciente. Pero el caso del soliloquio es aún más provocativo:
conocemos los pensamientos de un personaje por medio de un texto que no se
presenta explícitamente ni como un escrito del personaje, ni como una
transcripción de sus pensamientos, ni siquiera como un harto convencional
monólogo dramático. Un texto, sin embargo, que combina características de todos
estos fenómenos: su motivación es múltiple, ambigua, problemática. Algo parecido
sucede, en menor grado, con la forma original de este tipo de fenómenos: los
monólogos dramáticos o las “exclamaciones” de la novela del siglo XVIII o de la
primera mitad del XIX, donde los personajes novelescos meditan en voz alta y nos
comunican sus pensamientos (cf Cohn 58 ss). Ambos son una verbalización
forzada de los pensamientos del personaje, debida a exigencias del guión.
Imaginemos ahora la extensión de este fenómeno al conjunto del texto narrativo, y
tendremos una primera forma del soliloquio. El término “soliloquio” es un mal
menor a la hora de clasificar estos textos a veces contradictorios en su propio
interior, que se presentan tan pronto como pensados, hablados o escritos (cf.
Cohn 176). Por supuesto, el problema del receptor es paralelo (Cohn 178 ss).
¿Oyente imaginario, virtual? ¿Identidad de narrador y narratario? Cada soliloquio
define su propia fórmula en este sentido.
Una variedad, entre otras, será el memory monologue descrito por Cohn.
Algunas obras de Faulkner o Claude Simon (As I Lay Dying, La Route des
Flandres), son ejemplos canónicos. En ellas, “the monologist exists merely as a
disembodied medium, a pure memory without clear location in time and space”.
Estos textos con frecuencia presentan complejos problemas de análisis. El
momento de narración suele ser virtual: es decir, la narración en primera persona
puede no ser un acontecimiento de la acción, al contrario de lo que sucede en
cualquier otra narración homodiegética. Así sucede en los monólogos de As I Lay
Dying.
Los casos mixtos son innumerables. Podemos tener una narración
homodiegética autobiográfica perfectamente normal de no ser porque el personaje
no ha podido escribirla en ningún momento, por incapacidad o defunción, como en
L’Étranger. Es lo que Tacca llama “escritura numénica” (128). Podemos tener una
narración escrita perfectamente motivada y coherente, pero que imita
deliberadamente al estilo oral o incluso a la asociación mental de ideas (ya desde
Tristram Shandy) de tal manera que deviene problemática. “The more digressive a
fictional autobiographer,” observa Cohn, “the greater his likeness to a monologist”
(Transparent Minds 187). También se da el caso inverso, un texto en apariencia
no problemático que es traicionado por una pequeña incoherencia temporal o
perspectivística. Para Cohn, los narradores de la trilogía de Beckett ejercen esta
problemática modalidad narrativa:

Beckett’s narrators—Molloy, Moran, Malone—though they often mention working


with pencil and paper, also “sound” more like monologists than like authors. For
their ultimate successor, the Unnamable, the origin of the text remains undecided,
though it is discussed at some length. His immobile position, “seated, my hands on
my knees,” let alone his identity as “a big talking ball,” offers little promise for the
scribal act. “How, in such conditions, can I write, to consider only the manual
aspect of that bitter folly? I don’t know.” And yet, he reasserts as a fact: “It is I who
write, who cannot rise my hand from my knee. It is I who think, just enough to write,
whose head is far.” We have here a last, ironically twisted vestige of the traditional
imperative to motivate the connection between head and hand—in a text that, in
most other respects, abandons all semblance of realistic motivation. (Transparent
Minds 177)

Es conocida la crítica de Lukács a Beckett como el representante por excelencia


de la inesencialidad de la vanguardia moderna, que se pierde en el subjetivismo y
en técnicas abstrusas sin llegar a la gran meditación integradora sobre el mundo
contemporáneo que se da según Lukács en las grandes obras realistas. A ello se
ha respondido que a pesar de la aparente no referencialidad histórica de las obras
de Beckett, alusivas a un mundo abstracto o ahistórico, estas obras son
objetivamente polémicas en tanto que creaciones históricas: lo son por su
estructura misma, expresión inevitable y magistral de la condición alienada del
sujeto moderno. Las auténticas obras de vanguardia, como el monólogo interior o
el soliloquio, no han de preocuparse por su justificación histórica: la llevan impresa
en su misma forma.

3.2.2.3.2.4. El pensamiento indirecto libre

Los teorizadores suelen englobar el pensamiento indirecto libre en su definición


del discurso indirecto libre. Por una parte, las fronteras entre el pensamiento
indirecto libre y el discurso indirecto libre no siempre están claras. Ya hemos
señalado anteriormente que no es infrecuente la ambigüedad sobre si las palabras
son pronunciadas o pensadas:

By leaving the relationship between words and thoughts latent, the narrated
monologue casts a peculiarly penumbral light on the figural consciousness,
suspending it on the threshold of verbalization in a manner that cannot be achieved
by direct quotation. (Cohn, Transparent Minds 103)

De modo más general, los dos fenómenos son paralelos en su definición: “A


transformation of figural thought-language into the narrative language of third-
person fiction,” observa Cohn “is precisely what characterizes (...) narrated
monologue” (100). Como en el caso del discurso indirecto libre, esta
transformación es gradual, sobre todo en la dirección que lleva al discurso del
narrador (Cohn, “Narrated Monologue” 98). No se ha cruzado la frontera de la
citación directa, y ello permite pasar sin saltos bruscos de un grado mayor a uno
menor de integración, o vice-versa, entre el discurso del narrador y el pensamiento
del personaje: “psycho-narration flows readily into a narrated monologue” (Cohn,
Transparent Minds 104). La diferencia entre el pensamiento indirecto y el indirecto
libre es también la ausencia en el último de verbos introductorios (de actividad
mental en este caso).
Según Bonheim (66), el pensamiento indirecto libre puede estar diferenciado
del pensamiento directo por nueve tipos de señales: la puntuación, los verba
dicendi, el tiempo verbal, la persona pronominal, la deixis temporal y la espacial,
las idiosincrasias fonológicas, gramaticales o léxicas del personaje. A la hora de
definir estas diferencias habría que tener en cuenta que varían de un idioma a
otro, según de los recursos gramaticales de que disponga cada lengua para
indicar distanciamiento enunciativo. Todo ello es comparable a la diferencia entre
discurso directo y discurso indirecto libre. Cohn observa que las formas del
indirecto libre están más marcadas en alemán y en francés que en inglés, cuyo
sistema verbal ofrece posibilidades de contraste más limitadas (“Narrated
Monologue” 103 ss). Pero los rasgos más centrales son comunes a todas las
lenguas. La forma más frecuente mantiene la referencia pronominal en tercera
persona (en el caso de la narración heterodiegética) y el tiempo pasado
característico de la narración, que son los rasgos más frecuentemente utilizados
para caracterizar a esta modalidad narrativa ; los demás rasgos se combinan con
mayor libertad. Por supuesto, el contenido narrativo responde a la focalización del
personaje, y no a la del narrador. Convendría restringir el término “pensamiento
indirecto libre” a la narración de pensamientos, denominando a la narración de
percepciones simplemente narración focalizada por tal o cual personaje (cf. Cohn
110 ss). Con frecuencia coinciden de hecho (al igual que suelen coincidir la
narración autorial y el pensamiento indirecto; cf. Cohn 138). Los primeros estudios
narratológicos suelen englobar ambos fenómenos bajo una sola denominación:
por ejemplo, dramatized mind en Lubbock (143, passim). Las fronteras pueden ser
muy borrosas, pero también muy claras. Por ello es oportuno distinguirlos
teóricamente.
Creemos que es precipitado hablar del efecto producido por esta forma
narrativa como si se tratase de algo unívoco. A veces se dice que produce “ironía”,
otras veces, al contrario, “desaparición de la distancia entre narrador y personaje”
(Cohn, “Narrated Monologue” 99). Es evidente que puede prestarse a usos muy
variados, que deberán estudiarse en cada contexto.
Esta modalidad narrativa no está en modo alguno restringida a la interacción
entre un narrador heterodiegético y un personaje; es perfectamente posible su
aparición en una narración homodiegética. Según la definición de Cohn, en este
caso la relación yo narrador / yo narrado equivale exactamente a la existente en la
narración heterodiegética entre el narrador neutro y el personaje focalizador: “the
narrator momentarily identifies with his past self, giving up his temporally distanced
vantage point and cognitive privilege for his past time-bound bewilderments and
vacillations.” Como ejemplo, “it is the form in which Beckett’s Moran asks his
seventeen questions” (Transparent Minds 167-68). Esta técnica representa la
mayor proximidad entre narración homodiegética y heterodiegética: es, sin duda,
lo que permitió a Kafka reescribir el manuscrito de Das Schloss mediante el
sencillo método de sustituir todos los pronombres de primera persona por nombres
y pronombres de tercera persona (Cohn 169). Al contrario de lo que podría
parecer, este estilo es puramente novelesco, y no deriva de la autobiografía. En la
autobiografía, señala Cohn, el momento favorito de reflexión es el presente del
narrador, y no el presente del personaje (171), un esquema seguido además por la
mayoría de las novelas digresivas y meditativas (Tristram Shandy, A la recherche
du temps perdu, Molloy, etc.).

3.2.2.3.4. Descripción

Uno de los límites mostrativos del relato es la explotación de sus recursos


dramáticos (2.4.1.1 supra). La descripción es otro fenómeno que atañe a la
distancia narrativa. y nos lleva a otro posible límite del relato. La dramatización del
relato parecía mostrarnos la esencia última del mismo, su desarrollo natural. La
descripción, cuando está sustancialmente presente, parece sin embargo algo
ajeno al discurso narrativo, algo que se inserta en él como un cuerpo extraño. Al
igual que el comentario, es un modo no narrativo (Watson 44). Por supuesto, es
algo más íntimamente ligado a la narración que el comentario: podríamos englobar
el conjunto descripción / narración como los movimientos narrativos diegéticos
(relativos al mundo narrado y a la acción), frente al comentario extradiegético (cf.
Genette, “Frontières” 158). Para Martínez Bonati, las frases descriptivas, al igual
que las narrativas, son frases miméticas (cf. 3.1.4.2 supra). Pero dentro de la
diégesis, el objeto propio de la descripción, los seres del mundo narrado, es
distinto del objeto de la narración, las acciones. La acción tal como la hemos
definido no se limita a una secuencia abstracta de acontecimientos, sino que atañe
a toda la fenomenidad del mundo narrado que esté ligada de alguna manera a
estos acontecimientos. Gran parte de ese mundo narrado es conocido mediante la
inferencia a partir de los acontecimientos; otra parte es descrita.
La descripción es, pues, un “fragmento textual en el que se le atribuyen rasgos
a objetos” (Bal, Teoría 135). Las definiciones suelen caracterizar a la descripción
como algo atemporal, mientras que la narración se liga necesariamente al tiempo
de la acción. Obsérvese que no nos estamos refiriendo a la temporalidad del
discurso: veremos que la descripción no va necesariamente unida a la pausa
narrativa. La descripción es la actividad textual que recoge los aspectos no
dinámicos de la acción:

Narración se llama, preferentemente, a la representación puramente lingüística de


la alteración de determinadas personas, situaciones y circunstancias en el curso
del tiempo. Descripción, en cambio, es, según este uso, la representación de
aspectos inalterados de las cosas, permanentes, momentáneos o recurrentes, o
de hechos sin mayor duración. (Martínez Bonati 53)

Como vemos, resulta de esta definición que los fenómenos descriptivos tienen una
importante dimensión a tratar en términos de aspecto narrativo (ver 2.3 supra). Lo
descrito puede ser en grado variable una cualidad permanente, un proceso o un
acto puntual. Por otra parte, puede haber frases descriptivas y narrativas
claramente identificables, pero también casos muy borrosos o fronterizos:

There is often little difference between report and description: the depiction of a
person at rest is (...) description, the depiction continued when that person begins
to move is report. The element of volition is also important (Bonheim 22)

Así pues, Bonheim define la descripción como el acto de nombrar la existencia y /o


las cualidades de algo que está en reposo o que no se mueve deliberadamente
(24).
Se puede oponer narración a descripción como las dos direcciones, temporal o
espacial, que puede seguir el proceso de selección que da lugar al relato:

la narration s’attache à des actions ou des événements considérés comme purs


procès, et par là même elle met l’accent sur l’aspect temporel et dramatique du
récit; la description au contraire, parce qu’elle s’attarde sur des objets et des êtres
considérés dans leur simultanéité, et qu’elle envisage les procès eux-mêmes
considérés comme des spectacles, semble suspendre le cours du temps et
contribue à étaler le récit dans l’espace. (Genette, “Frontières” 158).

Convendría aquí introducir la diferencia establecida por Bonheim (24) entre


descripción expositiva (expository description), o fragmento textual con dominante
descriptiva, y descripción integrada (fused description), que se inserta a nivel de
palabra o de frase en textos predominantemente narrativos y comentativos. En el
caso de la descripción expositiva, al que parece referirse ante todo Genette, el
estatismo propio a la descripción puede afectar notablemente a la temporalidad
del relato, y dar lugar a la pausa descriptiva. La descripción parece constituirse en
una alternativa a la narración, otra perpectiva sobre el mundo narrado.
La descripción ocupa un lugar incierto en el análisis de textos; se discuten tanto
su función como los elementos que la componen, y hasta su misma naturaleza.
Veamos primero la función. Habrá que identificar la función de las descripciones
tanto en su contexto como en la obra en su conjunto. Genette señala dos grandes
funciones posibles:

La première est d’ordre en quelque sorte décoratif. On sait que la rhétorique


traditionnelle range la description, au même titre que les autres figures de style,
permi les ornements du discours: la description étendue et détaillée apparaît ici
comme une pause et une récréation dans le récit, de rôle purement esthétique,
comme celui de la sculpture dans un édifice classique. (...) La seconde grande
fonction de la description, la plus manifeste aujourd’hui parce qu’elle s’est
imposée, avec Balzac, dans la tradition du genre romanesque, est d’ordre à la fois
explicatif et symbolique: les portraits physiques, les descriptions d’habillements et
d’ameublements tendent, chez Balzac, et ses succésseurs réalistes, à révéler et
en même temps à justifier la psychologie des personnages, dont ils sont à la fois
signe, cause et effet.(...) [L]a description a sans aucun doute perdu en autonomie
ce qu’elle a gagné en importance dramatique. (“Frontières” 157)

Subrayemos que se trata de funciones de la descripción, no de tipos de


descripción sustancialmente diferentes (aunque, como observa Genette, la
primera función es particularmente evidente en la descripción expositiva). Ambas
funciones pueden encontrarse en mayor o menor grado en toda descripción. La
referencia a Balzac, por supuesto, debería entenderse como una orientación
histórica y genérica, y no como una atribución de patente; Dickens sería el
equivalente más claro en la literatura inglesa. Philippe Hamon destaca en su
estudio sobre las descripciones de Zola la misma función simbólica observada por
Genette, y describe así la contribución de la descripción (expositiva) al dinamismo
textual:

La description est donc le lieu où le récit s’arrête, où il se suspend, mais aussi


l’endroit indispensable où il se “met en conserve”, où il “stocke” son information, où
il se noue et se redouble, où personnages et décor, en une sorte de “gymnastique”
sémantique (…) entrent en redondance; le décor confine, précise et dévoile le
personnage comme faisceau de traits significatifs simultanés, ou bien il introduit
une annonce (ou un leurre) pour la suite de l’action. (Hamon, “Description” 483).

Y Bal llega a ver en ciertas descripciones de Madame Bovary un “icono


diagramático” (icône diagrammatique), en el sentido de que la descripción
establece analogías con la acción en su desarrollo; la descripción puede ser un
símbolo no ya de un personaje, sino una mise en abyme de todo el texto. una
metáfora de una macroestructura semántica de la obra relevante para su sentido
global (Narratologie 89 ss).
Otra función, más familiar, asigna Barthes a la descripción en su artículo “L’effet
du réel”. Para él, la descripción es un “denotador de mímesis”, un “efecto de
realidad”. Aunque ve en la descripción una “notación insignificante”, que no afecta
a la estructura global del discurso, no tenemos por qué aceptar esa parte de su
razonamiento; el efecto de realidad es una función posible pero no exclusiva ni
necesaria de la descripción. Mas’ud Zavarzadeh (The Mythopoeic Reality 63ss)
establece a este respecto una distinción entre descripción nouménica y
descripción fenoménica; la primera revela la verdad de la cosa, la segunda su
mera apariencia fenoménica. La descripción puede muy bien realizar a la vez
estas funciones tan diversas; puede ser un efecto de realidad, un ornamento, una
“gimnasia semántica” o un “icono”, aunque no toda descripción tiene que
desempeñar cada una de estas funciones.
Hemos visto que, tradicionalmente, la descripción expositiva aparece como un
elemento de por sí subordinado a la narración, una digresión frecuentemente
ornamental, un excurso que interrumpe el desarrollo de la acción. La forma
tradicional de aparición de la descripción expositiva es la pausa descriptiva.
Genette (“Discours” 133 ss) estudia la pausa descriptiva como un elemento de la
temporalidad del relato, recalcando que no toda pausa es descriptiva ni toda
descripción tiene por qué detener el relato. Este tipo de observaciones tiene su
origen en el Laocoonte. Lessing se opuso a la poesía descriptiva tanto como a la
pintura narrativa, por considerar que limitaban indebidamente la esencia de ambas
artes. Los signos utilizados en la literatura, signos lingüísticos que se desarrollan
en el tiempo, son más aptos para la narración que para la descripción visual. En la
literatura, arte temporal, la narración es jerárquicamente superior a la descripción.
Así, Lessing indica alguna manera de introducir la descripción en un poema de
manera efectiva, aceptando esta subordinación. Es un artificio ya utilizado por los
mejores poetas desde Homero, sostiene Lessing:

Si quiere Homero presentarnos cómo iba vestido Agamenón, hace que se vista a
nuestros ojos pieza por pieza todo su atavío (...). Es indudable que vemos el
atavío completo mientras el poeta pinta la acción de vestirse; otro, en su lugar,
hubiera descrito los vestidos hasta la más pequeña franja, y nada hubiéramos
podido ver de la acción. (154)

Otras veces se nos presentará la historia de un objeto, o su fabricación… nunca


una descripción “congelada” que nunca alcanzaría su fin, presentar una visión de
conjunto de los objetos: la simultaneidad espacial de éstos le es inaccesible. Por
tanto, el artificio de una buena descripción “consiste en cambiar el carácter
coexistente de dichos objetos en una real sucesión de fenómenos” (162). La
descripción deja así de ser una interrupción del relato, y se vuelve dinámica.
Genette presenta la cara inversa de este razonamiento:

En principe, il est évidemment possible de concevoir des textes purement


descriptifs, visant à représenter des objets dans leur seule existence spatiale, en
dehors de tout événement et même de toute dimension temporelle. Il est même
plus facile de concevoir une description pure de tout élément narratif que l’inverse,
car la désignation la plus sobre des éléments et des circonstances d’un procès
peut déjà passer pour une amorce de description (“Frontières” 156)

El estudio de la temporalidad no parece, pues, el lugar más adecuado para tratar


la descripción. En cuanto fenómeno del relato, es la naturaleza selectiva de la
descripción su rasgo predominante, y ello nos llevará a considerarla ante todo en
su faceta perspectivística; la inserción de la descripción, a nivel de relato, es
tratable en términos de focalización, igual que el resto de la acción. Bonheim (28)
introduce además una diferenciación entre descripción perceptiva y aperceptiva; la
descripción perceptiva tiende a presentar una suma de fenómenos; la aperceptiva
muestra la interpretación o reacción psicológica del perceptor a esos fenómenos.
La descripción aperceptiva tiende a fundirse con el monólogo interior (si procede
de un personaje) y con el comentario (si procede del narrador).
Por otra parte, la descripción no se limita a ser una percepción: tambien es, a
veces ostentosamente, una variedad de discurso, una verbalización. Puede
establecerse una tipología de las descripciones atendiendo al papel de las dos
instancias determinantes del relato, el narrador y el focalizador, así como al objeto
descrito (o focalizado; 2.4.2.3 supra). Este será un estudio de la forma de la
descripción:
• Una descripción puede ser efectuada por el narrador extradiegético (3.2.1.4
supra) o por un narrador en segundo grado, un personaje. La interpretación que el
lector haga de la descripción está condicionada por este sujeto de la enunciación.
Así, en una novela dada las descripciones procedentes de un personaje no son
fiables, mientras que las del narrador serán “objetivas”; etc. El carácter de las
descripciones efectuadas por el narrador primero determina en gran medida el
grado de dramatización o personalización, objetividad o subjetividad, de esa
narración. Habrá que considerar la proporción existente entre la actividad
descriptiva del narrador y la del personaje, así como el tipo de objetos que se
encomiendan a la descripción de cada uno. También habrá que determinar hasta
qué punto el lenguaje utilizado en la descripción es introducido por el narrador y
cuál por el personaje. Este punto está ya muy ligado al siguiente punto, el uso de
la focalización.
• El narrador que describe puede ser o no el focalizador del objeto descrito (2.4.2.3
supra). El narrador primero puede asumir la responsabilidad de la descripción o
ver el objeto a través de los ojos de un personaje. Pueden presentarse numerosos
grados intermedios entre un caso y otro. Habrá que determinar cuál es la
estrategia de un texto determinado sobre este punto, qué percepciones o
pensamientos corresponden al personaje y cuáles al narrador. Un personaje es
normalmente el focalizador de sus descripciones, pero no olvidemos que desde el
punto de vista de la narratología esto no deja de ser una convención del género
“realista”.
• En cuanto al objeto descrito, se tratará de un actante clasificable según una
determinada competencia modal en su relación con el sujeto o sujetos de la
descripción. Una clasificación más familiar y somera nos daría una lista de
posibles objetos descriptibles cuya presencia y distribución estratégica en los
distintos espacios textuales contribuye en gran medida a determinar el tono del
relato: paisajes, interiores, objetos, personajes, estados de ánimo. Especialmente
notable es la diferencia entre objetos perceptibles e imperceptibles, por la
distribución de papeles que normalmente ocasiona entre los diversos sujetos de la
enunciación. De hecho, también ésta es una cuestión de focalización, categoría
que rige en gran medida tanto la descripción como el resto de los elementos del
relato.
Como sucede con cualquier elemento de la estructura textual, el papel de la
descripción y las maneras en que se manifieste están histórica y genéricamente
condicionados. Así, la descripción masiva inicial típica de cierto realismo
novelístico decimonónico ha desaparecido en favor de exposiciones más
dramáticas y dinámicas (Bonheim 93 ss). El estudio de la estructura textual ha de
situarse siempre sobre el telón de fondo de las convenciones de época sobre las
que trabaja el texto; no es definible la función estructural de un elemento sino con
referencia a una intertextualidad histórica.

3.2.2.3.5. Comentario

Además de narrar la historia, el narrador puede comentarla, darnos sus opiniones


sobre ella. El drama puede en ocasiones hacer oír la voz del autor de manera
harto directa, superponiéndola incluso a la acción dramática (como sucede en la
parábasis de las obras de Aristófanes) o articulándola con el elemento dramático
(en personajes “sabios” o en el coro de la tragedia clásica). Pero es una obvia
baza del novelista la posibilidad de comentar directamente sobre la acción e
introducir materiales no estrictamente miméticos, ajenos a la acción. El comentario
es frecuentemente el movimiento narrativo equivalente al coro en el drama clásico,
y suele ser aquí donde la ideología del autor se deja oír con mayor claridad. Sus
contenidos son muy variados: “commentary can, of course, range over any aspect
of human experience, and it can be related to the main business in innumerable
ways and degrees”. Mediante el comentario, el texto se refiere a sí mismo o se
remite a la enciclopedia extratextual, y ayuda así a su propio procesamiento por
parte del lector (Prince, Narratology 115).
Hay un peligro claro en el comentario: que el autor deje de ser “poeta” como
diría Aristóteles, y en lugar de mostrar dejando que emane el significado
espontáneamente de la acción, de relato y de su reconfiguración por el lector,
pase a hablar como un predicador, apresurándose a cerrar el sentido en un tono
didáctico. Es un peligro frecuentemente denunciado por los teorizadores de la
novela: el sentido narrativo debe ser algo a lo que se llega a través del argumento
y la forma, algo mostrado, y no algo dicho. Estas indicaciones un tanto
prescriptivas, especialmente frecuentes en la crítica británica, deberían entenderse
como una defensa de papel de la configuración narrativa y de la actividad del
lector en la elaboración del sentido (tal como estos conceptos son teorizados por
Ricœur) y son por tanto valiosas intuiciones sobre la especificidad semiótica de la
narrativa de ficción. Ahora bien, en otro sentido sí pueden resultar excesivamente
ingenuas: en el comentario es la voz del narrador lo que oímos, y esa voz pasa a
ser un elemento más de la configuración narrativa global, estando su autoridad en
relación dialéctica con otras voces y con los demás elementos de la estructura
narrativa.
El comentario no es un tipo definido de acto de habla, aunque sí hay una serie
de actividades del narrador que son definibles en conjunto como comentario:
interpretaciones, juicios, generalizaciones, referencias a la propia narración, a las
circunstancias de la enunciación, evaluaciones... Según Bonheim, “we expect
[commentary] to use evaluative modifiers, generalizations not imputed to one of the
fictional characters or judgements using a fairly high level of abstraction” (30).
Podríamos encontrar diversos tipos de fundamentación lingüística para el
comentario narrativo. El uso de conectores lógicos elaborados o de adverbios del
tipo possibly, it might be that, etc. suele ser revelador de una actividad organizativa
del narrador que es un comentario disimulado. Estas actividades son concebibles
como un todo propiamente discursivo frente a la pura verbalización del relato. La
narración de palabras y acontecimientos o la descripción están destinados ante
todo a transmitir el relato. El comentario, sin embargo, se coloca frente al relato
como algo que no es relato, algo que es actitud hacia el relato o señal de la
mediatización discursiva del mismo.
Esto nos permite considerar el comentario como movimiento discursivo
determinado dentro del marco de la narratología. Deberemos tener en cuenta, sin
embargo, la variedad enorme de formas y funciones que puede adoptar en la
narración literaria, y la importancia diversa de éstas: desde el puro ornamento o la
digresión panfletaria hasta el comentario integrado al progreso de la acción. Es el
tipo de comentario que aparece, según Booth, en A Tale of a Tub o en Tristram
Shandy, donde el auténtico progreso de la obra se halla en las digresiones, y no
en la acción (Rhetoric 221 ss). El valor del comentario, por tanto, no se puede
determinar al margen de sus relaciones con el resto de la obra, y particularmente
al margen de la relación entre narrador y lector.
El comentario es el elemento más explícitamente modalizante de la narración,
que puede manifestarse no ya a nivel léxico sino en fragmentos textuales bien
delimitados, constituyendo un acto discursivo. En los términos usados Martínez
Bonati, podríamos decir que si la base lingüística de la narración (en cuanto
transmisión de un relato) es la frase del narrador apofántica de sujeto concreto y
singular, una base del comentario será la frase del narrador no aseverativa o de
sujeto universal o abstracto. Pero al igual que la descripción, el comentario no
siempre aparece como el modo narrativo dominante en un fragmento textual:
puede insertarse a nivel de frase, de palabra o incluso de rasgo distintivo en
secciones predominantemente narrativas o descriptivas. Su identificación se
vuelve progresivamente más difícil (Bonheim 30), y sus fronteras con la
modalización lingüística son borrosas.
La modalización no tiene por qué constituirse en comentario. En el análisis
lingüístico de la proposición es posible distinguir el conjunto “verbo + nombre” de
lo que Fillmore llama “modalidad constituyente”, que incluye la modalización
conjunta de la frase mediante categorías como negación, tiempo, modo, aspecto.
De modo similar, a un gran nivel de abstracción analítica, un texto aparentemente
carente de comentario podría revelar grandes dosis de comentario integrado en
elementos como la terminología del narrador, el uso de la sintaxis o del punto de
vista. A ello atiende nuestra delimitación de diversos niveles analíticos en el texto:
acción, o contenido textual no modalizado; relato, o contenido modalizado
mediante categorías narratológicas; discurso, o contenido modalizado mediante el
conjunto de maniobras semióticas y concretamente lingüísticas.
Bonheim (31) propone clasificar los tipos de comentario basándose en la
clasificación hecha por Melanchton de las variedades de sermones, o en los
niveles de interpretación textual escolástica: así, tendríamos un nivel de
comentario literal, otro alegórico destinado a reforzar creencias y otro moral, que
pretende influir en la actuación del receptor. El comentario del narrador autorial
puede servir para generalizar de manera explícita sobre el significado total de la
obra (Booth, Rhetoric 197). Normalmente tal juicio se encomienda al propio lector,
en base a la evidencia espontánea presentada por la obra; ya hemos dicho que la
tradición crítica valora el mostrar narrativo por encima del decir; y muy
especialmente desde la novela esteticista de James, influenciada por el culto
simbolista de la sugerencia, está más valorada la dramatización de las actitudes
que el juicio explícito y literal sobre el mundo ficticio por parte del autor: “it is
better, in the great majority of cases certainly, that his sympathy should be
implicitly rather than explicitly expressed” (Perry 101). Pero en otras estéticas no
está prohibida esa explicitación del juicio autorial. Con frecuencia es fundamental
el papel del comentario como un puente, una transición entre lo extradiegético y lo
diegético, en cuestiones tales como la verosimilitud o la valoración. Chatman
observa que en la ficción tradicional, el comentario general sirve para normalizar o
naturalizar los momentos difíciles de la acción (52); para Booth, su necesidad y la
eficacia de su uso aumentan en proporción directa a la complejidad del personaje
o situación que son su objeto (Rhetoric 183).
Señalábamos con Martínez Bonati el crédito básico que otorga el lector de la
narración literaria a la palabra del narrador. No sucede lo mismo en principio con
el comentario:

sólo la frase mimética del narrador es objeto de esta aceptación inmediata. No así
sus otras afirmaciones, las no narrativo-descriptivas (generalizaciones, sentencias,
creencias, normas morales: juicios teóricos, universales y particulares no
miméticos)., de las cuales se toma nota (...) con reserva. Estas afirmaciones se
deponen en otro plano lógico de validez; son opiniones, ideas propias del
narrador; están desde el comienzo relativizadas a su persona; y no es imagen de
mundo lo que fluye de esas frases, sino imagen del narrador, pues estos juicios
generales se presentan y quedan como tales, como juicios, pensamiento,
interioridad, y como lenguaje, acto, expresión.

El comentario no es narrativo, y ni siquiera es mimético en el sentido que da


Martínez Bonati a esta expresión. Se presta a ser el vehículo directo de la
ideología del autor, frente al modo relativamente dramático en que la acción
expresa esa ideología. No es de extrañar, por tanto, que en un determinado
momento se haya visto el comentario como un elemento ajeno a la esencia de la
narración, una “intrusión del autor” (Friedman, “Point of View” 121; Pratt 63). Los
personajes portavoces directos del autor ya habían sido condenados con
anterioridad: seguidamente le llegó el turno a la figura del narrador. La crítica
anglonorteamericana de la primera mitad de nuestro siglo rechaza el comentario,
en favor de una narración sin valoración explícita por parte del narrador, una
narración supuestamente objetiva y dramática (ver 2.4.1.1 supra), más
intensamente realista (véase Booth, Rhetoric 23 ss). Este es el elemento común
que hay en conceptos críticos como el objective correlative de T. S. Eliot, y la
“visión con” o “desde afuera” de Pouillon.
Estas ideas han sido suficientemente relativizadas por Booth y por varias
décadas de postmodernismo. La retórica explícita del narrador no es una
impureza, sino un elemento del todo artístico, con funciones más sutiles y variadas
de las que discernían en él los críticos que lo condenaban. Según Booth, el
comentario del narrador puede reforzar las creencias que el público debe aportar a
la lectura de la obra; puede relacionar los detalles de la acción con las normas
sociales establecidas, realzar el significado de los acontecimientos, generalizar el
significado total de la obra, manipular el estado de ánimo del lector. Al margen de
la información explícita que aporte, el comentario produce un sentimiento de
alianza entre el lector y el narrador (Booth, Rhetoric 98, 200 ss). También puede
usarse como simple volumen textual, para crear una pausa narrativa que puede
tener efectos de suspense (Sternberg 160).
Por otra parte, la ausencia de comentario (explícito) no significa, ni mucho
menos, neutralidad u objetividad por parte del autor; la retórica de personajes,
situaciones y punto de vista es en este sentido tan determinante como el
comentario, si no más (Booth, Rhetoric 144, 274 ss, passim). La acción ya es
elaborada con vistas a que el lector haga una evaluación determinada (cf. Klein
239).
El comentario ha sido rechazado sin embargo por la corriente general de la
novela contemporánea, influenciada por la estética modernista, y que favorece la
dramatización sobre la voz explícita del autor. Bonheim observa que el
comentario está en franco retroceso estadísticamente hablando; así, por ejemplo,
ha desaparecido prácticamente de los comienzos y finales de narraciones, donde
solía ser un medio de exposición favorito y un colofón triunfante, en favor de
métodos expositivos dramáticos y conclusiones simbólicas o irónicas (92, 112). El
final con comentario autorizado es característico de obras cerradas; el final
simbólico o irónico se presta más a las obras abiertas; también muestran éstas
una preferencia por el final con discurso directo o narración (Bonheim 135).
Pero pueden establecerse diferencias significativas, como la que opone los
comentarios ficticios a los reales. A veces, según Searle, “the author of a fictional
utterance will insert utterances in the story which are not fictional and are not part
of the story” (“Logical Status” 331). Otras veces sus comentarios son ficticios en el
mismo sentido en que lo son sus frases narrativas. Otra distinción relevante
emparentada con ésta separaría el comentario irónico del que no lo es. Con otro
criterio más exclusivamente narratológico podemos distinguir entre el comentario
sobre la acción y el comentario sobre el relato o sobre el discurso. Oigamos, por
ejemplo, a Fielding comentando sobre sus comentarios:

Reader, I think proper, before we proceed any farther together, to acquaint thee
that I intend to digress through this whole story as often as I see occasion; of which
I am myself a better judge than any pitiful critic whatever. (Tom Jones, I. 3)
Como señala Booth, este tipo de comentario ironiza con frecuencia sobre las
convenciones de la narración y sobre sí mismo (Rhetoric 207 ss). Sus formas
varían según la motivación de la narración. Algunos narradores no pueden
dirigirse a su narratario para comentar sobre su narración, pero se hablan a sí
mismos (Malone). Otros en cambio, como Fielding o Diderot, gustan de hacer
alardes de sus aptitudes y poder de narradores. Los narradores-escritores de las
memorias o la novela epistolar suelen comentar el proceso físico de la escritura.
No sólo en su relación con el estilo, el contenido narrado, etc., sino llegando a
describir el ruido de la pluma, la calidad del papel (cf. Cohn, Transparent Minds
209 ss). Malone nos proporcionará abundantes ejemplos. Bonheim (13) propone
llamar metanarración (metanarrative) a este tipo de comentario, y lo considera un
modo narrativo aparte. Para Kristeva (Texto 150) deberían considerarse
elementos metanarrativos enunciados por el autor elementos tales como los
epígrafes, títulos de capítulos, etc. Pero estos elementos no suelen pertenecer al
nivel de la narración, sino al de la obra literaria. Normalmente no son
responsabilidad del narrador, sino del autor textual (cf. 3.3.1.3 infra). En cualquier
caso, el comentario siempre es en cierto modo una crítica del texto sobre sí
mismo, un elemento potencialmente metatextual, y una clasificación de los tipos
de comentario podría ayudarse de una clasificación de los tipos de lectura crítica.

3.2.2.4. El tiempo de la narración

Ya hemos mencionado (2.1 supra) la noción de los tiempos del discurso. Cada
una de las enunciaciones reales o ficticias que necesitamos postular para el
análisis del discurso está ligada a un espacio y un tiempo concretos (cf. Bühler
169). La mayoría de estos loci espacio-temporales no son sino centros de
orientación tan ficticios como los enunciadores mismos: constituyen así focos
temporales virtuales, instalables en cualquier punto del continuo temporal (cf.
Lozano, Peña-Marín y Abril 127). Para Bühler son transposiciones del yo-aquí-
ahora originario de la enunciación: “en todas las narraciones épicas e históricas
desempeñan un importante papel las trasposiciones bien ordenadas”. Este hecho
es un desarrollo a nivel discursivo y literario de fenómenos ya presentes en el
discurso corriente, y que incluso dejan su huella en el sistema lingüístico.
Por supuesto, en toda enunciación hay un elemento de base que es el aquí y
ahora del enunciador, que sirve de base para proyectar otros puntos focales.
Ricœur extrae la importante conclusión de que de esta manera el tiempo ficticio
nunca está completamente aislado del tiempo vivido e histórico (Time and
Narrative 2, 75). Con frecuencia, una narración consiste en un paseo por la
temporalidad de la acción, paseo en el cual la temporalidad del discurso es a la
vez el punto de salida y el de llegada—pero también es el vehículo. Este es el
caso más sencillo, frecuente en la narración natural (cf. Labov, Language 369). La
base enunciativa manifiesta es la enunciación real. Pero las relaciones temporales
con este punto de origen no tienen por qué estar gramaticalmente explicitadas en
el discurso: el discurso de ficción suele proponer una temporalidad inmanente a él
como nivel de base. La estructura de la narración ficticia permite al autor ser tan
indirecto como lo desee en este sentido. Naturalmente, nunca escapará a una
fijación temporal no mencionada en el texto: la que se desprende del conjunto del
texto como indicio, en tanto que forma histórica concreta situada dentro de una
tradición literaria. Tampoco el lector escapará a su propia localizacion histórica,
que determina su perspectiva en relación al texto. Todos estos factores son
relevantes para el estudio del tiempo del discurso.
Para Genette (“Discours” 228), la expresión del tiempo de la narración es
obligatoria. El espacio en el que se realiza el acto narrativo es menos
trascendente: el tiempo, en cambio, iría necesariamente indicado en la forma
misma del lenguaje. Pero cada punto temporal tiene su espacio correspondiente,
y vice-versa. El espacio mismo de la hoja de papel en la que está impreso el texto
narrativo puede constituirse en campo mostrativo y dar lugar a su propia
temporalidad, por referencia al tiempo que se tarda en recorrerlo con la vista: así
encontramos los deícticos “ahora”, “antes”, “dentro de poco”, referidos al tiempo de
lectura (cf. Bühler 383).
Las relaciones ontológicas del tiempo de la narración con el tiempo de la acción
son evidentemente las mismas que existen entre el narrador y la acción o los
personajes (cf. 3.1.4 supra). En lo que se refiere a las relaciones puramente
temporales, será útil distinguir en el tiempo de la narración las categorías de orden
y duración.

3.2.2.4.1. Orden

La ordenación temporal de la enunciación puede verse ya implícita ya en una


definición de Platón: “Todo lo que dicen los poetas y los autores de fábulas, ¿es
otra cosa que una narración de las cosas pasadas, presentes o futuras?“
(República III, 101). De hecho, hay varios puntos de referencia posibles para
determinar el orden de la narración: la acción, otra narración, el momento de la
lectura, el momento de la escritura o de la publicación. Con respecto a cada uno,
la narración puede mantener una relación de simultaneidad, anterioridad,
posterioridad, intercalación, indeterminación o neutralidad.

3.2.2.4.1.1. Orden respectivo de la narración y la acción

La más activa de estas relaciones de orden es la que se da entre narración (acto


de enunciación del narrador) y acción. Muchas veces es de la posterioridad de la
narración a la acción de donde surge la ocasión misma de la narración. Narrar es
reelaborar la experiencia, y a veces el significado de la experiencia sólo surge a
posteriori, en una reelaboración o en la distancia temporal. Este principio se puede
aplicar a la narración en primera persona, donde el narrador suele hablar desde
una experiencia superior adquirida precisamente tras la acción que nos va a
contar: toda novela en primera persona se engendra a sí misma en este sentido
amplio. Y por extensión, también la novela en tercera persona es eminentemente
retrospectiva. Derivando estructuralmente de la narración de acontecimientos
pasados, el narrador (aun si no se presenta como un autor-narrador) está
virtualmente en posesión de los destinos subsiguientes de los personajes; el
significado global de la narración está orientado por lo que llegarán a ser, por la
síntesis argumental que tendrá lugar. El mismo principio de retrospectividad
podríamos aplicar a la novela histórica: su justificación suele hallarse en un
aspecto de la historia que sólo aparece desde una perspectiva lejana. Aparte de
ligarse así la ocasión narrativa en sí, el orden de la narración también incide sobre
muchos aspectos formales más concretos, como por ejemplo, la temporalidad de
los verbos.
Damos, pues, por supuesto que la relación normal entre la narración y la acción
es la de posterioridad del acto narrativo. Pero otras son posibles:

il faudrait donc distinguer, du simple point de vue de la position temporelle, quatre


types de narration: ultérieure (position classique du récit au passé, sans doute de
très loin la plus fréquente), antérieure (récit prédictif, généralement au futur, mais
que rien n’interdit de conduire au présent, comme le rêve de Jocabel dans Moyse
sauvé), simultanée (récit au présent contemporain de l’action) et intercalée (entre
les moments de l’action).

Esta narración intercalada es la que se da en la novela epistolar, género favorito


en el siglo XVIII, que frecuentemente se deleita (señala Genette) en jugar con los
más pequeños matices de la distancia temporal, retratando todas las alteraciones
de la psicología del personaje. Anterioridad, simultaneidad y ulterioridad, tal como
son descritas por Genette, son la derivación a nivel textual de los tiempos pasado,
presente y futuro a nivel gramatical (véase la definición de éstos en van Dijk, Text
Grammars 84).
Es dudoso, sin embargo, que esas cuatro relaciones temporales, que
podríamos llamar determinadas, agoten todo el panorama. Convendrá añadir una
cuarta relación: la indeterminación, e incluso una quinta: la neutralidad. En el caso
de las narraciones determinadas, podremos además intentar establecer la
distancia que separa la narración de la acción (cf. Lanser 199 ss). Al hacerlo,
deberemos tener en cuenta las variaciones que provienen del progreso en el
tiempo de ambas, un progreso que en general las hace converger, pero que puede
también hacerlas diverger.
La narración ulterior es por razones obvias la más frecuente y menos llamativa.
Constituye así una especie de ordenación no marcada. “The degree zero for
novelistic ordination”, señala Lanser, “is the posterior view with relative silence
about the relation of the narrative instance to the narrated world” (200). Pero aquí
es donde se impone una diferenciación. La narración ulterior y la narración
indeterminada se caracterizan por emplear ambas (en principio) el tiempo pasado.
Para Genette (“Discours” 232), el simple hecho de que se use un pasado indica en
principio una narración ulterior, sin que ello signifique que la distancia temporal
entre narración y acción quede explícita. Existe también la postura opuesta. Para
Käte Hamburger los tiempos narrativos del relato de ficción carecen de valor
temporal, siendo una simple “marca de ficción”.

Die Fiktionalisierung, das als Jetz und Hier der fiktiven Personen dargestellte
Geschehen vernichtet die temporale Bedeutung des Tempus, in dem eine
erzählende Dichtung erzählt ist: die präteritive des grammatischen Imperfekts, aber
ebenso auch die präsentische des historischen Präsens (84).

El pasado en el relato en primera persona tiene un auténtico valor de pasado,


pues nos remite a la distancia entre el yo narrador y el yo narrado. Pero este
incremento rememorativo no se da en la narración “épica” (heterodiegética
autorial). Allí lo narrado se desarrolla inmediatamente, dramáticamente podríamos
decir, en un presente disfrazado de pasado. Ya veíamos que para Benveniste o
Weinrich el pretérito indefinido era propio del relato histórico, que hace abstracción
de su enunciación: “la referencia temporal del pretérito perfecto es el momento del
discurso, mientras que la del aoristo es el momento del acontecimiento”. Según
Hamburger, toda narración “épica” se centraría en esta referencia sobre la acción,
y presentaría en tanto que discurso una indeterminación temporal con respecto a
la acción. Pero ya hemos visto lo manipulables que son estos aspectos verbales:
el hecho mismo de que la narración en primera persona haga el mismo uso del
pretérito indefinido lo demuestra. Además, otros autores atribuyen valores
completamente diferentes al pasado narrativo. Y todavía complica más la
situación la ficcionalidad del propio narrador, pues la hipótesis de Hamburger se
basa en la imposibilidad de un narrador ficticio en tercera persona.
La interpretación de Hamburger es obviamente falsa si se propone como ley
universal, pero la indeterminación de la posición del narrador con relación a la
acción se da de hecho con bastante frecuencia. Entenderemos por tal
indeterminación el efecto producido cuando el narrador no sólo no proporciona
indicaciones sobre su posición temporal (al margen del pasado verbal) sino que no
explota su conocimiento del conjunto de la acción para introducir anacronías
objetivas. Observa Genette que la medida en que debamos interpretar el pretérito
épico como un tiempo pasado (indicador de narración ulterior) no puede
determinarse a priori, al margen de los datos de un texto concreto. Hay señales,
como las prolepsis fiables, que nos pueden inclinar a postular un relato ulterior aun
en ausencia de toda posición explícitamente adoptada por el narrador (Nouveau
discours 54 ss). Nuestras observaciones anteriores sobre la relación entre niveles
de narración y niveles de ficcionalidad nos ayudarán a distinguir los casos
posibles.
El fenómeno señalado por Hamburger es una posibilidad entre muchas otras
para el relato en tercera persona. Así, distinguiremos una narración
temporalmente definida (normalmente ulterior) de una narración temporalmente
indeterminada y una narración temporalmente neutra. La narración neutra, al
contrario que la indeterminada, se colocaría explícitamente (y no implícitamente)
fuera del universo temporal de la acción. El narrador nos informaría de su
situación temporal anómala con respecto a los personajes (así lo hace por ejemplo
Nabokov en Transparent Things). Y ello no quita para que un narrador
neutralmente situado respecto a lo narrado utilice luego como artificio de
motivación una narración temporalmente determinada (anterior, simultánea o
ulterior), indeterminada o incluso neutra. Lo mismo podríamos hacer extensivo a
los otros tipos de temporalidad narrativa. Hay que señalar que los casos
indefinidos o neutros son formas derivadas de la forma básica ulterior, y que este
origen mismo conecta estas formas narrativas a la experiencia narrativa general
como reelaboración del tiempo vivido. Los efectos de disociación entre la
narración y la experiencia tienen lugar sobre el marco básico de esta relación
entre la narración y lo que Ricœur llama el tiempo de la vida.
En cuanto a la inmediatez dramática de la narración épica señalada por
Hamburger, creemos que no es un fenómeno exclusivo de la narración
heterodiegética, y que no está en absoluto reñido con una significación intrínseca
de distanciamiento temporal. La misma inmediatez se puede dar en la narración
homodiegética, siempre que el narrador no nos remita a su presente de narrador,
acentuando el efecto de distanciamiento.
El relato simultáneo está en principio asociado al tiempo presente, aunque
también podría utilizar otros tiempos, si así lo dispone el narrador. Deberá tenerse
en cuenta, además, que no toda frase en presente es relato simultáneo: puede
tratarse sencillamente de un comentario inserto en una narración ulterior, y que no
constituye por sí mismo una narración aparte. Tampoco hay que creer que en la
narración simultánea todo tiempo presente indica simultaneidad. Podemos señalar
tres valores básicos que corrientemente se asocian al presente verbal en las
gramáticas:
• El presente gnómico, o atemporal, utilizado para enunciar verdades
permanentes. Este uso no es propiamente narrativo.
• El presente habitual, que nos dará una variedad de narración iterativa (cf. 2.3.1
supra) pero que no indica en absoluto simultaneidad de acción y narración. Como
observa Cohn, el uso de este tiempo es masivo en la trilogía de Beckett, y crea
una peculiar visión de la inercia de un yo y su mundo, “in which the present
becomes a kind of dead and deadly time, eternal in the worst sense of the word”.
La figura del círculo vicioso y la reflexividad de la trilogía de Beckett están ligadas
a esta peculiar temporalidad.
• El presente puntual, que en principio indicaría aquí simultaneidad entre
enunciación y acontecimiento enunciado, aunque también se puede usar para
referirse al futuro y al pasado. Pero ni siquiera en el primer caso el acontecimiento
enunciado pertenece necesariamente a la acción narrada: el relato en presente
puede orientarse ya sea hacia la acción, dándonos la ilusión de una absoluta
transparencia del discurso, ya sea hacia el discurso. En este caso los verbos en
tiempo presente no se refieren al desarrollo de la acción, sino a la producción del
discurso. Se trata del fenómeno que ya hemos visto como comentario sobre la
acción o la propia actividad de escritura. La narración autobiográfica suele oscilar,
como ya hemos visto, entre el presente-pasado del yo narrado y el presente del yo
narrador. En casos extremos, este comentario en presente se hace dominante: la
acción queda reducida a un pretexto, y puede llegar a desaparecer, “effet déjà
sensible chez Dujardin, et qui ne cesse de s’accentuer chez un Beckett, un Claude
Simon, un Roger Laporte” (Genette, “Discours” 231). Esta diversidad de efecto va
muy unida a la posición del narrador: un narrador extradiegético y heterodiegético
que use el presente desaparece de nuestra vista y se convierte en un instrumento
para la aparición de la acción ; un narrador homodiegético e intradiegético, como
los de las novelas en monólogo interior, está constantemente ante nosotros.
Precisamente el monólogo interior constituye el extremo de la narración
simultánea dirigida hacia la acción: debemos tener en cuenta, sin embargo, su
peculiar estructura narrativa. En cuanto al soliloquio, con frecuencia da la
impresión de un monólogo interior ulteriorizado. Los tipos de soliloquio más
próximos al monólogo interior presentan, en efecto, esta interferencia con la
narración tradicional: véase la diferencia entre los monólogos de The Sound and
the Fury y los de Ulysses. Los primeros no contienen ninguna referencia al
momento presente de los narradores, excepto en la medida en que localicemos el
momento (virtual) de enunciación a partir de los últimos datos narrados; los
segundos mezclan constantemente pasado, presente y futuro (ver Cohn,
Transparent Minds 182, 247 ss).
Un fenómeno emparentado con la narración simultánea es el uso del presente
histórico intercalado en un relato ulterior. Constituye una especie de simulación de
la narración simultánea, colocando un punto secundario de orientación temporal
en el momento mismo de la acción, contribuyendo así a crear la impresión de
inmediatez y precipitación de acontecimientos. Recordemos que en la
fenomenología temporal de los géneros literarios el tiempo por excelencia del
drama es el presente, y el de la narración el pasado. Hablaremos de presente
histórico y no de relato simultáneo cuando el momento de enunciación sea
obviamente posterior a los hechos, ya sea porque se trata de una narración de
hechos reales o porque el uso del presente es una evidente figura retórica del
narrador, que contrasta súbitamente en el marco de una narración ulterior (véase,
por ejemplo el capítulo XIII de la novela de George Eliot Adam Bede). El punto
focal puede coincidir con la situación temporal de un personaje: es lo que sucede
en el discurso o el pensamiento indirecto libre, que aunque no utilicen tiempos
presentes sí suelen transponer los indicadores temporales de la deixis, y producen
una fuerte impresión de simultaneidad : el contexto de la narración indica que se
trata de una transposición transitoria a una pseudo-narración-simultánea. El uso
del presente en estos casos es un recurso retórico bastante análogo a otros
fenómenos ya señalados (la focalización restringida no motivada, la deixis en
fantasma…) en el sentido de que presupone la proyección un punto (temporal)
virtual sobre el que se orienta una categoría que tiene su centro de orientación
básico en otra parte.
La narración anterior a la acción es un fenómeno muy limitado, pues o bien no
responde totalmente a la definición de narración o bien presupone un elemento
fantástico. De no haber elemento fantástico, quizá deberíamos hablar de narración
de proyectos, o de narración hipotética. Genette señala que “[l]e récit prédictif
n’apparaît guère, dans le corpus littéraire, qu’au niveau second “ (“Discours” 231).
Los verbos pueden aparecer en futuro, en presente (cf. Genette 229) o incluso en
pasado.
La narración intercalada podría describirse como una combinación de
narraciones ulteriores (Prince, Narratology 166 n. 10), o bien como una narración
ulterior en la cual el punto de enunciación se mueve en el tiempo, siguiendo con
poca diferencia el curso de la acción narrada. Suele asumir la motivación del
diario o de la carta. No debe esperarse una coherencia matemática en este punto,
sin embargo. El narrador que sea además creador de sus personajes puede
situarse respecto a ellos en cualquier posición virtual: no por ello dejará de ser una
ficción su relación con ellos, y sólo aparentemente se encuentran en una relación
temporal. Así, Fielding tan pronto nos dice que puede hacer lo que desee con sus
personajes de ficción como nos confiesa que Allworthy quizá está vivo todavía en
el momento en que leemos la novela. El mundo ficticio se calca en gran medida
sobre el mundo real, y eso lleva a curiosas incoherencias en todos los planos,
entre ellos el temporal. Ulterioridad, indeterminación o neutralidad son en muchas
narraciones sólo polaridades, conceptos que nos permiten describir ciertos hechos
discursivos, no principios organizativos inflexibles. En algunos textos, como los
que presentan una cierta convergencia con el presente del narrador (Genette pone
los ejemplos de Eugénie Grandet o Madame Bovary) la diferencia entre la
ulterioridad y los otros status temporales se hace evidente; en otros muchos
casos, las mismas categorías de neutralidad, posterioridad e indeterminación
parecen anularse en un solo bloque indiferenciado.
La convergencia que hemos señalado es especialmente clara en los textos en
primera persona. Aquí, “la convergence finale est presque de régie” (Genette,
“Discours” 233); la culminación lógica y casi cómica es el caso en el que el
narrador narra su vida hasta el momento mismo en que está escribiendo, llegando
a repetir su propia narración. Es el ideal que Tristram Shandy no puede alcanzar,
porque su relato es más minucioso que su vida, y la distancia entre ambos crece
en lugar de disminuir. Otros, sin embargo, se acercan más a ese momento: si al
final de Molloy hay un amago cuando parece que el narrador va a alcanzarse a sí
mismo por detrás, el drama del Innombrable es que se ha alcanzado ya sin
encontrarse.
También puede fecharse una narración con respecto a otra narración (a veces,
se trata de una variante del caso anterior, por ser las dos narraciones parte de una
misma acción). Nos limitaremos a poner algún ejemplo. EnWuthering Heights, la
narración de Lockwood es posterior a la narración de Nelly Dean; de ahí que
pueda incluirla. En The Sound and the Fury, la narracion de Quentin sigue en el
texto a la de Benjy, pero es varios años anterior a ella en la acción. En The Wild
Palms, también de Faulkner, hay dos narraciones que se alternan en su
distribución textual pero que son temporalmente neutras una respecto de la otra.

3.2.2.4.1.2. Orden respectivo de la narración y de la recepción ficticia

• Anterioridad de la enunciación del narrador con respecto a su recepción ficticia


por parte del narratario: es el caso no marcado, debido a su analogía con la
comunicación escrita no ficticia.
• Posterioridad de la narración a la recepción ficticia. Este caso carecería de toda
lógica en el nivel de la comunicación real, extradiegética. Pero la máquina del
tiempo de Wells es un artefacto intradiegético, y no resultaría difícil utilizarlo para
proporcionarnos un ejemplo. En diversas películas de ciencia-ficción (como
Terminator) un personaje recibe un mensaje del futuro que le apremia a actuar
precisamente para que dicho futuro pueda realizarse: es una variante sobre el
clásico motivo del destino y los oráculos.
• Simultaneidad de narración y recepción ficticias. Los relatos internos de la
Odisea, las Mil y Una Noches, Manon Lescaut, Wuthering Heights, etc., dejan
claro que este caso es mucho más natural y frecuente. Es el de la conversación
corriente y sus derivados literarios. También podemos mencionar un equivalente
virtual no literario, como es el uso en latín de los llamados “tiempos epistolares”,
“in which the writer of a letter transports himself to the time when it will be read,
and therefore uses the imperfect or perfect where to us the present tense is the
only natural one” (Jespersen 295).
• Intercalación de narración y recepción ficticias; por ejemplo, en las novelas
epistolares.
• Indeterminación y neutralidad entre narración y recepción ficticias: la prolepsis
con que termina Hard Times, de Dickens, nos sugiere poner esta novela como
ejemplo de indeterminación o de neutralidad: tal es la vaguedad temporal que
produce. No sabemos si el novelista nos habla como a lectores futuros o si se
transporta virtualmente a nuestro lado para aconsejarnos.

3.2.2.4.1.3. Orden respectivo de la narración y de la escritura del autor

También en este caso son perfectamente posibles las relaciones que hemos
señalado:
• Anterioridad de la narración a la escritura: Las novelas históricas en primera
persona, como I, Claudius o Sinuhé el egipcio.
• Posterioridad: Looking Backward, de Bellamy, o casi cualquier otra novela de
ciencia-ficción anticipatoria. No hay que confundir este caso con la narración
ulterior.
• Simultaneidad: en los casos en que narrador y autor tienden a coincidir, como en
la escritura histórica. Se emparentan con ella a este respecto las novelas con
“autor-narrador”.
• Intercalación: Imaginemos un diario escrito perezosamente al día siguiente
después de los hechos, pero ignorando ese desfase en la narración. No es una
posibilidad tan rebuscada como parece: es el caso de muchos, por ejemplo del
London Journal (1762-63) de James Boswell.
• Indeterminación: Incontables novelas, por ejemplo The Old Man and the Sea.
• Neutralidad: Hay muchos casos en que se puede anular la relevancia de estas
relaciones; pensemos por ejemplo en las series de aventuras de héroes del comic,
publicadas a lo largo de muchos años, pero que supuestamente transcurren son
narradas de forma continuada a lo largo de pocos meses o años de la vida de un
personaje: el héroe no envejece, creando así muchas paradojas narrativas. Es
parte del arte del comic el utilizar de modo creativo estas condiciones peculiares
que impone la continuidad de la serie.

3.2.2.4.1.4. Orden respectivo de la narración y del momento de la lectura

• Anterioridad de la narración a la lectura: Este es el caso más frecuente, no


marcado en literatura debido a las circunstancias normales de la comunicación
escrita.
• Posterioridad de la narración a la lectura: Este es el caso que suele darse en las
novelas de anticipación y ciencia-ficción. La acción transcurrirá en el futuro del
lector, y su narración es posterior a ella, “ce qui illustre bien l’autonomie de cette
instance fictive par rappport au moment de l’écriture réelle” observa Genette
(“Discours” 231). Observemos que no siempre coincidirá este caso con sus
“equivalentes” en los apartados anteriores. Por ejemplo, hemos leído la novela de
Orwell 1984 en dos situaciones estructuralmente distintas antes y después del año
1984, y otro fenómeno comparable sucederá al releer Looking Backward, narrada
desde principios del siglo XXI.
• La simultaneidad de narración y recepción real es estándar en el caso de la
narración oral (la forma estándar de recepción de la narración durante milenios).
La escritura convencional no presenta formas paralelas, pero sí se dan en
fenómenos como los subtítulos del cine, algunos tipos de mensajes informáticos,
etc., casos que a su vez pueden ser ficcionalizados.
• Intercalación de narración y lectura: en la narración epistolar (real) continuada, o
en la lectura del Quijote para un contemporáneo que esperase la segunda parte.
• Indeterminación temporal entre narración y lectura: Caso frecuente en las
narraciones ficticias de sucesos “recientes”; los lectores de Tom Jones o de Hard
Times podrían haber sentido una indeterminación en esas obras; hoy este efecto
se ha perdido en ellas.
• Neutralidad: La de las narraciones que se sitúan fuera del tiempo histórico.
Abundan en la obra de Beckett: L’Innommable, Comment c’est, Le Dépeupleur,
Lessness, Worstward Ho...
Esta fastidiosa clasificación podría todavía alargarse, pero realmente no vale
mucho la pena. Tampoco volveremos más adelante sobre la situación respectiva
de la acción respecto de la escritura, o de la lectura real, situación que puede
someterse a una clasificación comparable a éstas. La productividad de algunos de
estos tipos narrativos es muy baja, por razones obvias. Bástenos tener presentes
los principios que hemos aplicado para determinar la ordenación temporal entre
unos y otros aspectos del discurso. Lo que sí es importante resaltar es que
muchos de los fenómenos estructurales que señalamos dependen del tiempo real
de la historia y de la tradición literaria: con el paso del tiempo, lo escrito cambia y
ni siquiera el pasado se queda donde estaba; la estructura narrativa de las obras
está intrínsecamente ligada a la perspectiva histórica que adoptamos sobre ellas.

3.2.2.4.2. Duración

Ya hemos tenido en cuenta anteriormente la noción de duración narrativa para


estudiar la temporalidad del relato. Remitimos allí, por tanto, para un primer
acercamiento a esta cuestión.
“Speech is of time”, decía el profesor Teufelsdröck de Carlyle (Sartor Resartus
III, 532). Los actos de habla reales se desarrollan en un tiempo y un espacio
concretos, aunque no necesariamente coincidan los del enunciador y el
enunciatario (cf. van Dijk, Text Grammars 320). El acto narrativo ficticio no sólo
puede tener una situación temporal: tambien puede ocupar un tiempo, tiene una
duración: “ Raconter prend du temps (la vie de Schéhérazade tient à ce seul fil), et
lorsqu’ un romancier met en scène, au second degré, une narration orale, il
manque raremente d’en tenir compte” (Genette, “Discours” 233). También es
frecuente esta indicación en la narración simultánea (Prince, Narratology 31). No
sucede lo mismo con la narración extradiegética ulterior: Genette señala que en
este caso la narración ficticia,

dans presque tous les romans du monde, excepté Tristram Shandy, est censée
n’avoir aucune durée. (...) Contrairement à la narration simultanée ou intercalée,
qui vit de sa durée et des relations entre cette durée et celle de l’histoire, la
narration ultérieure vit de ce paradoxe, qu’elle possède à la fois une situation
temporelle (par rapport à l’histoire passée) et une essence intemporelle, puisque
sans durée propre. (“Discours” 234).

La trilogía de Beckett es otra excepción en este sentido, siendo el caso más claro
de narración durativa el de Malone meurt. Las tres novelas utilizan la duración de
la narración paradójicamente, a la vez contraponiéndola e identificándola a la de la
acción. El drama ha jugado siempre con el desfase entre el tiempo representado y
el de la representación, pero en el caso de la enunciación narrativa suele evitarse
aludir a la duración del proceso narrativo. Quizá por una razón simple: el
mencionarlo lo alarga; el signo temporal que se nombra a sí mismo despilfarra
ostentosamente el tiempo del lector.

3.2.2.5. La narración como secuencia temporal

Ya hemos nombrado la diferencia entre dos maneras de concebir la obra literaria:


como una estructura total o como un proceso de recepción. No se trata
simplemente de dos alternativas ajenas una a la otra. En la concepción estructural
debería incluirse la secuencialidad de la obra, la manera en que la estructura está
ligada a una secuencia narrativa más sutil que la de la acción: la construcción
gradual de las estructuras discursivas. Hawthorn sugiere que la visión “secuencial”
estricta corresponde a la obra tal como es leída por primera vez, y que la relectura
de la obra hace resaltar los elementos estructurales, más perceptibles una vez
conocemos el texto completo (Hawthorn18 ss).
La secuencialidad temporal del texto narrativo está sobredeterminada: la acción
es secuencial, el relato es secuencial, el discurso también lo es, sin que cada una
de estas secuencialidades implique necesariamente las otras. Se superponen, sin
embargo, se entremezclan y se complementan. Su conjunto produce una
secuencialidad peculiar de la obra, que no tolera ser alterada o invertida.
Aristóteles ya distinguió entre las partes de la acción de una obra (en la
tragedia, exposición, nudo y desenlace) y las partes sucesivas de la obra como tal,
es decir, como discurso (en la tragedia, prólogo, episodio, cantos corales [párodos,
commos o estásimon], y éxodo; ver Poética, caps. XVIII y XII ).
Ingarden (Literary Work 313) propone describir las partes secuenciales de la
obra como una estructura de fases sucesivas en las que la acción progresa más o
menos, la tensión del lector crece o decrece, etc. En este sentido, cada estrato es
susceptible de tener su dinámica interna particular, pero la interacción de todos
crea la secuencialidad del discurso, que presupone a las demás. Ya hemos
señalado las diferentes relaciones que las diversas estructuraciones del relato
pueden producir entre la sucesión de la acción y las partes del discurso. Así pues,
no volveremos aquí sobre las modulaciones de la temporalidad producidas
medinate recursos como el final anunciado, el comienzo in medias res, etc. Sí
volveremos algo sobre los conceptos de exposición y de clausura.
“It is the function of exposition”, dice Sternberg,” to introduce the reader into an
unfamiliar world, the fictive world of the story, by providing him with the general and
specific antecedents indispensable to the understanding of what happens in it.”
Una acción que adopte una forma convencional no supone problemas de
comprensión si se respeta su orden natural. En el drama clásico, la exposición se
halla al comienzo. La preceptiva dramática neoclásica recomendaba presentar una
situación casi estática en el primer acto, para permitir al lector familiarizarse con
los principales personajes y su problemática inicial antes de que sobrevenga la
complicación argumental, que se hace progresivamente más compleja; la acción
sólo se complica una vez que el espectador ya domina el estado de la cuestión
(Corneille 222; Dryden, “Essay” 31).
Pero la narrativa siempre ha sido mucho más libre en cuanto a las relaciones
temporales entre acción y relato. Esto repercute en la actividad del lector. El
retraso en la exposición provoca curiosidad, pero puede dificultar la comprensión.
Las novelas suelen defenderse de este peligro mediante comienzos que son
cualitativamente bastante diferentes a sus secciones intermedias. Comienzos y
finales suelen ser fragmentos de una intensidad semántica mayor a la media. Por
ejemplo, las referencias espaciales y temporales son básicas al comienzo de un
texto, para instalar al lector en él cuanto antes (cf. Segre, Principios 44 ss).
Aunque sólo sea virtualmente: las primeras palabras de la narración folklórica nos
remiten a “un reino” donde “había una vez” un héroe. En las primeras frases de
una novela suelen también fijarse las expectativas sobre la técnica narrativa, el
punto de vista, la voz del narrador: se establece el decorum o normativa interna de
la obra (Lanser 235 ss). El principio de una narración es de una importancia
significativa crucial, y en él suele aparecer de manera especialmente nítida la
técnica narrativa que se utilizará (Stanzel, Theory 155). El comienzo de una obra
es el equivalente a nivel textual de la topicalización oracional. Y la misma
topicalización oracional es especialmente reveladora en los primeros párrafos de
la obra, pues se utiliza para determinar las presuposiciones del narrador y debe
tenerse en cuenta. Comienzo y final tienen una carga significativa añadida al
actuar como marcos que separan el universo estético de la obra del universo
discursivo habitual desde el cual se solicita la atención del lector.
Las reacciones a la ley general, en esta materia como en otras, son casi otra
ley general en literatura. Varían en radicalidad, según la medida en que
redistribuyan las relaciones de lo que sería una estructura no marcada. Un
comienzo convencional en una narración de vanguardia puede confiar al lector de
manera que las sorpresas posteriores sean mayores. Lo mismo podríamos decir
de los finales. “Two novels, Sterne’s Sentimental Journey (1768) and Samuel
Beckett’s Malone meurt (1951) end whimsically without even a mark of
punctuation” (Watson 77). El caso de Sterne es whimsical aunque su novela
también se interrumpe así por muerte del autor. En Malone, en cambio, no hay
punto final porque muere el narrador (lo mismo sucede en Le noeud de vipères de
Mauriac). Este tipo de final u otras variedades del final abierto (ver 3.3.2.4)
contrastan precisamente con la tradición narrativa que concede una importancia
significativa crucial a la clausura dejando los finales bien atados y cerrando
estructuralmente en ellos a la vez la acción, relato y discurso. Tal es la relevancia
estructural de la clausura que estos finales “abiertos” sólo lo son en sentido muy
limitado, y la mayoría de las funciones estructurales de la clausura narrativa se
conservan intactas también en este tipo de obras. Se afirma incluso que una obra
literaria que renuncia a la clausura renuncia a una configuración estética o a una
voluntad artística. Aun señalando que hay muchos otros valores estéticos que
pueden mantenerse, convenimos en que la clausura es una herramienta
significativa crucial en la narración. Veamos pues cúales son las características
fundamentales de la clausura como elemento estructural de la narracion.

3.2.2.6. La clausura narrativa

Al ser la estructura narrativa un todo secuenciado, un conjunto de relaciones que


se construyen y se modifican como un proceso, la totalidad estructural sólo está
disponible para el receptor una vez se ha cerrado el proceso. La clausura es algo
más que una interrupción de la narración: es el fin de un largo proceso de
reconstrucción narrativa emprendido por el lector y ofrece una perspectiva
privilegiada sobre el conjunto de la estructura; podríamos decir que desde la
clausura se determina finalmente el valor estructural de cada parte, que está en
suspenso hasta que el final confirma o modifica por fin la función y sentido de cada
elemento y relación. Para Frank Kermode, la narración y en concreto su cierre son
así esquemas cognoscitivos de primer orden, pues consisten en imponer un
orden, que Kermode considera ficticio, en una masa de acontecimientos que de
otro modo carecerían de estructura. La narración impone una configuración, y de
este modo crea un sentido humano en la acción y en la interpretación de los
hechos. Para Kermode, la configuración narrativa, y el deseo de clausura,
responde a una necesidad humana de coherencia más que a la estructura
inherente de los hechos; de ahí su tendencia un tanto precipitada a englobar todo
tipo de estructura narrativa (religiosa, literaria, histórica) bajo el término de
“ficción.”
Si la clausura organiza el sentido, no es sorprendente encontrar que los
distintos géneros y modalidades narrativas presenten variedades de clausura
acorde con el tipo de configuración semiótica que les es propia. La narración
tradicional, por ejemplo, presenta finales altamente codificados que expresan con
claridad los valores comunitarios: así los finales moralizantes de los cuentos
maravillosos, o los relatos míticos de hazañas heroicas. Las clausuras descritas
por Campbell en el monomito o por Propp en su estudios de los cuentos
maravillosos (1.1.3.1. supra) pertenecen a formas narrativas estructural e
ideológicamente estables; la clausura solucionan de modo satisfactorio las
ansiedades y problemas cuyo planteamiento y clausura es la esencia misma del
proceso narrativo tradicional. Obsérvese que la problemática narrativa de las
formas narrativas populares (y de la manera popular de procesar la narración)
sigue respondiendo en gran medida a este simple proceso de saturación de las
líneas de acción previamente desencadenadas.
De hecho la clausura es tan intrínseca a lo narrativo que suele producirse
virtualmente aunque desaparezca del nivel explícito. Autores como Kermode han
señalado la importancia del final como un elemento organizador del sentido. La
narración es un modo de dar forma al tiempo de la experiencia humana, ya sea en
la ficción o en las “ficciones” narrativas que proyectamos a nuestra interpretacion
del mundo real. El tiempo adquiere sentido organizándolo narrativamente, y la
conclusión va así ligada a la consecución de objetivos, a la afirmación de valores y
a la interpretación del sentido de la acción humana en su conjunto. La vida
humana se organiza de por sí en secuencias narrativas; la percibimos como un
fenómeno estructurado narrativamente. Recordemos las palabras finales del coro
de Edipo Rey: ningún mortal puede ser llamado feliz o desdichado hasta que han
terminado sus días. Según esta lógica narrativa, el final tiene el privilegio de
reorganizar retrospectivamente lo que le precede. El final tiene una primacía
hermenéutica pues toda la estructura narrativa es revisada y reinterpretada desde
esta especie de atalaya estructural. Kermode ve en la persistencia de esta
estructura narrativa una influencia del concepto cristiano del tiempo. La
cosmogonía cristiana es de hecho altamente narrativa, pudiendo leerse la Biblia
como un gran mito con su origen, peripecias y clausura apocalíptica. Para
Kermode, toda obra con principio, medio y final es una versión reducidad del gran
mito que aparece en su forma plena y literal en el gran relato bíblico que va del
Génesis al Apocalipsis. Pero si esta es una manifestación importante y una
influencia indudable, la preeminencia estructural de los procesos narrativizados va
más allá de influencias o movimientos culturales específicos. Observemos cómo
incluso en el pensamiento científico materialista supone un desarrollo significativo
de las disciplinas su narrativización: así la biología estática propuesta por la
“filosofía natural” clásica cede el paso en el siglo XIX a una biología evolucionista
que necesariamente ha de presentarse en forma narrativa. La física newtoniana,
compatible en sus presupuestos con un universo estable y eterno, se ve
reemplazada por una nueva física “narrativa” al desarrollarse el concepto del
espacio-tiempo y las teorías del origen de la materia. La termodinámica que
postula la irreversibilidad de la flecha del tiempo y somete así la estructura de la
materia y la energía a una narrativización. La historia que comienza en el Big Bang
y que según algunos físicos concluiría en el Big Crunch, la forma avanzada de la
disciplina en nuestros días, es a la vez la moderna formulación de la más vieja
narración de Occidente, el mito de los orígenes de la Teogonía o del Génesis.
Cualquier proceso temporalizado, pues, se interpreta mediante una
estructuración narrativa. Esto es tanto como decir que la experiencia humana,
necesariamente temporal, es también necesariamente narrativa. La frase, el texto
secuenciado, el argumento y el proceso hermenéutico de la interpretación son
distintas fases de un continuo narrativo cuya fundamentación última es la
temporalidad humana. Como vemos, la clausura narrativa tiene relación no sólo
con una plenitud de sentido, sino también con la muerte. Todo final es una
pequeña muerte. En su estudio del deseo narrativo, motor de la narratividad, Peter
Brooks señala que la satisfacción del deseo va unida psicológicamente a un deseo
del final, el principio tanático descrito por Freud en su ensayo Más allá del principio
del placer:

If the motor of narrative is desire, totalizing, building ever-larger units of meaning,


the ultimate determinants of meaning lie at the end, and narrative desire is
ultimately, inexorably, desire for the end. (Brooks, Reading for the Plot 52)

Toda narración vive en cierto modo de su propio final, y las más conscientes
pueden elaborar en torno a su conclusión toda una parafernalia de símbolos y
ceremonias del final: conclusiones parciales, emblemas de clausura, alegorías del
propio deseo de finalidad y conclusión del lector. El ejemplo analizado por Brooks
es la piel de zapa de la novela de Balzac, que va encogiendo a medida que
consumen la vida y el deseo del protagonista, así como la narración que los
contiene. Un argumento es para Brooks un mecanismo de saturación gradual del
deseo, una máquina de posponer el final; en este sentido la narración es
profundamente ambivalente. Postpone lo que desea, pues el haber narrado es una
finalidad inherente en todo narrar. Pero es una postposición que tiene y crea
sentido. Según Freud, cada vida busca el final que le es más propio. Así, cada
narración necesita encontrar su propia modalidad de clausura narrativa. Las
modalidades estructurales son muy diversas: desde obras con múltiples clausuras
menores, nuevas aperturas de secuencias y un ritmo global de continuidad (así
Orlando Furioso o Tristram Shandy) hasta obras obsesionadas con un desenlace
total, que viven sólo de cara a su final (como Hamlet o Macbeth). Un personaje de
la novela de David Lodge Small World habla a este respecto de narrativas con
patrones orgásmicos femenino y masculino, respectivamente—y la analogía entre
deseo narrativo y deseo sexual, si bien humorística en este caso, no es de
despreciar.
La clausura apropiada se encuentra al nivel de la acción, mediante la
representación de logros y conclusiones que expresan los valores propuestos por
el narrador, o se rechazan implícitamente (mediante el contraste intertextual) las
modalidades de representación de acciones predominantes en otros géneros u
obras. Se encuentra también la clausura apropiada a nivel de relato. Es el relato
una reconfiguración de la acción que mediante el uso de las alteraciones
temporales, el punto de vista, y las demás categorías que le son propias (ver
sección 2) da forma a una secuencia de intereses, identificaciones, deseos e
interrogantes que se propone como un problema y halla su solución en la
clausura. Qué es lo que se oculta, qué es lo que se desea y cómo sale a la luz o
cómo se satisface el deseo—son éstas estructuras narrativas del relato relevantes
para determinar qué tipo de clausura narrativa se ha alcanzado. El valor de la
clausura, como señala Ricœur, no es sólo instantáneo, pues una clausura
satisfactoria supone una reconfiguración retrospectiva de lo que la precede;
relaciones ocultas salen a la luz y crean a posteriori una coherencia en aspectos
de la obra hasta entonces disgregados.
La clausura también tiene un valor interactivo a nivel de discurso. Si la narración
es el producto de un contrato narrativo establecido entre dos interlocutores, la
clausura es también el cumplimiento del contrato y el retorno ritual al mundo
público de la acción (discursiva o no) después del paréntesis abierto por el mundo
(a veces mundo ficticio) de la narración. Toda interacción discursiva manifiesta
señales interactivas que señalan el acuerdo de ponerle fin. En este sentido, la
clausura narrativa es una adaptación de este ritual interactivo a los distintos
géneros narrativos. La clausura también manifiesta así de modo privilegiado la
justificación comunicativa, el sentido en suma, de la interacción que ha tenido
lugar.
Se ha señalado con frecuencia una crisis de la clausura en la narración
moderna. Esta crisis puede adoptar distintas formas, por ejemplo, la clausura
misma puede devenir una crisis, en lugar de una restauración de un orden estable.
Formas paradójicas y reflexivas del final pueden sustituir a la clausura sencilla. La
trilogía de Beckett es una vez más un ejemplo adecuado de un final que, por así
decirlo, tiene lugar en otra dimensión de la realidad; un final imposible y a la vez
necesariamente realizado, situación difícil que se resuelve metaficcionalmente (ver
mi Samuel Beckett 215-26). No olvidemos, sin embargo, que la función cultural
exploradora de estas subversiones de la clausura se ve compensada por la
función estabilizadora de la gran masa de lecturas y lectores que siguen
esquemas de clausura más tradicionales.

3.2.3. El narratario

Ya hemos aludido con frecuencia al narratario. Este es el destinatario de la


narración, de los actos de habla realizados por el narrador. Genette define así su
posición estructural:

Comme le narrateur, le narrataire est un des éléments de la situation narrative, et il


se place nécessairement au même niveau diégétique: c’est-à-dire qu’il ne se
confond pas plus a priori avec le lecteur (même virtuel) que le narrateur ne se
confond pas nécessairement avec l’auteur. (Genette, “Discours” 265; cf. Prince,
“Introduction” 178).

Hasta aquí la definición parece acertada. Según Genette, sin embargo, el narrador
intradiegético se dirige necesariamente a un narratario intradiegético; “Le narrateur
extradiégétique, au contraire, ne peut viser qu’un narrataire extradiégétique, qui se
confond ici avec le lecteur virtuel et auquel chaque lecteur peut s’identifier” (266).
Esta parte de la definición puede llevar a confusión. El narratario extradiegético no
tiene por qué confundirse con el lector virtual (o textual) tal como lo definimos más
adelante (3.3.3). Puede ser un personaje tan bien definido y diferente del lector
textual como lo es el narratario intradiegético. Tampoco nada impide que un
narrador de un relato inserto (un narrador intradiegético) se dirija al público en
general (narratario extradiegético). Aquí como en otras ocasiones el problema
viene de la vaguedad de los términos “intradiegético” y “extradiegético” tal como
son utilizados por Genette. Recordemos que gran parte de lo “intradiegético”
puede aparecer también en el nivel extradiegético si no hay un cambio de nivel de
ficcionalidad.
En tanto que aparece como una figura independiente, el narratario, como el
narrador, deviene un personaje interno a la ficción. Pero el caso no marcado es
su identificación con el lector textual, y, por tanto, la ausencia en él de rasgos de
personalidad muy definidos. Prince (“Introduction” 181-182) ha hablado de un
“narratario grado cero”, un caso no marcado que satisfaría el mínimo de
condiciones comunicativas para desempeñar adecuadamente su papel (conocer el
idioma del narrador, no conocer previamente la historia, saber extraer las
presuposiciones del de la narración, seguir el relato ordenadamente de principio a
fin… Sin embargo, no deja claro que todas estas condiciones hacen que el rol de
narratario pierda identidad frente al de lector textual. El caso no marcado, lógica y
filogenéticamente, es precisamente esa identidad. Es el caso de la narración oral y
de la narración escrita auténtica. Como en otras cosas, el polo del narratario es en
esto paralelo al del narrador. Y precisamente porque los autores tienen valores e
ideología, estos casos no marcados de narrador y narratario no pueden ser
ideológicamente neutros.
Toda desviación de ese imposible grado cero construirá la imagen de un
narratario individualizado. Estas desviaciones se pueden producir muy
calladamente. Por definición, el narratario no es una voz en el texto, y no puede,
como tal narratario, tomar la palabra (actuaría en ese caso como personaje o
como narrador). Pero es el receptor de la voz del narrador, y se ha señalado que
en la ausencia de cualquier otro rasgo, hay una imagen del narratario que emana
de la misma estructura pragmática de la narración. Ya hemos visto cómo la ficción
mimética se definía por una activación inversa de la dinámica discursiva: en lugar
de determinarse los actos discursivos y el significado del mensaje a partir de la
situación comunicativa, se determinan los elementos de la situación comunicativa
(reales o imaginarios) a partir de los elementos discursivos. Lo que por redundante
no se dice en la actuación discursiva corriente debe ser reconstruido en la ficción a
partir de los datos disponibles. Entre estos elementos está el narratario. No es
accesible a través de un indicio propio, como lo es el narrador a través de su
discurso. Pero sí es accesible la imagen que el narrador tiene del narratario: los
elementos apelativos de su narración definirán esa imagen. En palabras de
Martínez Bonati, esto sucede de manera paralela a como conocemos la imagen
del narrador: “lo expresado intrínseco se enajena en hablante ficticio, lo apelado
intrínseco, en oyente ficticio”. Esta apelación se puede manifestar de diversa
manera. La más evidente son los pronombres de segunda persona, o los
pronombres de primera persona del plural si son inclusivos (cf. Prince, Narratology
18). También puede manifestarse en el tipo de contacto que mantiene el narrador,
el lenguaje formal o familiar utilizado, pseudo-preguntas que se dirige el narrador a
sí mismo, etc. Pero, sobre todo, a partir de la estructura informativa del mensaje.
El proceso discursivo es analizable como una sucesión de temas y de remas,
de información conocida por el oyente que se pone como marco de fondo para la
información nueva. El hablante parte de la base de que el oyente está
familiarizado con los elementos que él introduce como temas. El narrador efectúa
una serie de presuposiciones, a partir de las cuales podemos inferir la figura del
narratario. Da por supuestos conocimientos comunes, da explicaciones sobre
objetos, acciones o lugares que supuestamente desconoce el narratario, etc. Un
caso particular entre éstas son las presuposiciones del narratario que son
desmentidas anticipadamente por el narrador (cf. Prince, “Introduction” 183).
Nombrando algo sin más, dándolo por sabido, se sienta como algo irrefutable de
manera más segura que parándose a dar explicaciones. (cf. Prince, Narratology
44). Se crea así una cierta comunidad entre narrador o narratario, ante el que en
ocasiones des difícil resistirse: la retórica narrativa amenaza al lector con pasar
por un ignorante si cuestiona una presuposición. La medida en que debamos
fiarnos de este procedimiento tan indirecto estará en función de la naturaleza del
narrador y las intenciones del autor textual, que puede hacer que un narrador no
fiable nos dé (a sabiendas o no) una imagen fiable de su interlocutor. Por otra
parte, es cierto que lo que se halla implícito no es matemáticamente determinable:
está en función de la capacidad de interpretación del lector o crítico (Prince,
Narratology 37).
Jon-K. Adams señala que la interpretación que hace el lector de los actos de
habla del narrador pasa por la situación comunicativa ficticia y por el narratario
(hearer): “Since the speaker’s rhetoric is directed at the hearer, the hearer always
represents a potential rhetorical model for the reader”. El lector ha de ocupar así
distintos espacios textuales, desempeñar roles variados que le son asignados por
el texto como condición de su interpretación. Así, el narratario puede constituirse
en una motivación de ciertas actitudes discursivas dirigidas al lector. Adams
señala cómo en los Evangelios (Marcos 4.10, Lucas 8.9-10, Mateo 13.10; 13.36)
los discípulos piden a Jesucristo que les explique el significado de la parábola. Así
se transforman en una analogía del lector dentro del texto. De modo similar, Dios,
el narratario de las Confesiones de San Agustín, garantiza la veracidad y
sinceridad de la palabra del narrador con vistas a su recepción por el lector textual,
el cristiano medio (cf. Starobinski 289). El narratario puede servir de justificación
para otras maniobras narrativas, como la ironía (cf. Prince, “Introduction” 192),
dirigida contra él mismo o incluso contra el narrador, al que servirá de contraste
(así en La chute de Camus). Otro contraste posible es el del narrador ignorante
que presupone otro narratario igualmente ignorante, y contribuye a magnificar así
la solidaridad irónica del autor y lector textuales (así sucede en Huckleberry Finn).
En general, podemos decir que el narrador se define a sí mismo a la vez que
define a su narratario, mediante su actitud interlocutiva (cf. Prince, “Introduction”
192-193). Desde el punto de vista del lector, por tanto, el narratario es un rol virtual
que se le pide asumir. Pero esto no debe entenderse como una característica
exclusiva de la narración, literaria o no. Lozano, Peña-Marín y Abril (227 ss)
proponen, siguiendo a Récanati, describir la actitud de todo receptor como una
posibilidad de desdoblamiento en destinatarios distintos, para recoger las múltiples
fuerzas ilocucionarias que se pueden desplegar en un mismo texto. Subrayemos
que esta polifonía discursiva no se da sólo en literatura, como se supone a veces.
La figura del narratario siempre existe como posición teórica en un relato
(excepto quizá en el caso del monólogo interior, 3.2.2.3.3.2 supra), pero puede
estar más o menos definida o diluida. Prince señala que es inútil intentar una
clasificación según la personalidad: el criterio habrá de ser la situación narrativa
(“Introduction” 187 ss). Puede existir como una simple huella de una convención
retórica en una narración que no va dirigida a nadie en el nivel comunicativo
ficticio. O bien puede asimilarse a una instancia que desempeñe otro papel en la
estructura textual. Puede asimilarse por ejemplo al narrador; Genette propone los
ejemplos de relatos en segunda persona como La Modification de Butor o Zone de
Apollinaire. Más corriente es que se asimile a un personaje (Prince, “Introduction”
188). Por tratarse de una figura un tanto pasiva, es corriente que de
personalizársele se le dé el papel de algún personaje secundario (Gide,
L’Immoraliste). Por lo mismo, es más raro que se asimile al protagonista (Prince,
“Introduction” 178); pensemos sin embargo en Cinco horas con Mario de Delibes,
donde el narratario (que por cierto está muerto) es al menos el coprotagonista. El
narratario también puede presentarse en diversos grados de virtualidad que son
otras tantas posiciones que el narrador marca frente a su discurso (cf. Prince,
“Introduction” 183). Un narratario muerto como Mario es menos narratario que uno
vivo; en el monólogo en el cual narrador y narratario coinciden el narratario no
pasa de ser un rol proyectado ficticiamente por el narrador, una simulación de
comunicación. Tacca (159) recuerda el caso tan explícito del diario de Anna Frank,
donde asistimos a la patética creación de un narratario ideal e imaginario, la amiga
que no tenía Anna.
El narratario desempeña potencialmente un papel activo en la recepción del
relato. Tanto más activo podrá ser su papel cuanto más personalizado esté, y
cuanto más inmediata sea su relación comunicativa con el narrador. El narratario
puede ser un interlocutor en una conversación. En este caso los papeles de
narrador y narratario se intercambian rápidamente entre ambos interlocutores. Los
términos aquí nos traicionan: en estos casos podemos llegar a hallarnos más
cerca del drama que de la narración (cf. 2.4.1.1 supra). Las intervenciones de
cada uno de los interlocutores no tienen por qué ser narraciones, y quizá
convenga llamarlos simplemente interlocutores, y no narrador y narratario. Pero
uno de ellos puede asumir un papel dominante, tener una historia que contar;
tenemos así el narrador de un relato oral, como en las novelas-marco (Mil y Una
Noches, Cuentos de Canterbury, el Decamerón, el Heptamerón) o como en tantas
novelas de Joseph Conrad. El “narratario” puede interrumpir al narrador, comentar
sobre la calidad de la narración o el interés de la acción, etc. En esos momentos
deja de ser narratario y se convierte en interlocutor, pero no olvidemos que sí es el
narratario de los parlamentos de su interlocutor.
Muy diferente será el papel del narratario si la situación comunicativa ficticia no
es un relato oral, sino un relato escrito (cf. Prince, “Introduction” 188). Su posición
se aproxima un grado más a la del lector, pero puede aún ser muy diferente. Es la
situación que se da en las novelas epistolares, donde la acción es real para
narrador y narratario, y ficticia para el lector. En ellas los papeles de narrador y
narratario están bien fijados en cada carta, pero se alternan en la contestación a
esa carta. Un caso más frecuente, sin embargo, es el del narrador-autor que se
dirige al público en general. Aquí no es raro que el narratario pierda sus rasgos
ideológicos diferenciadores, para convertirse en el reflejo ideológico del propio
narrador.
Otras diferencias relevantes para clasificar los narratarios son paralelas a las
utilizadas en la clasificación de los narradores: narratario único o múltiple, de
personalidad fija o variable, que cambia o no de status a lo largo de la narración,
con conocimiento parcial o desconocimiento de la acción, con una competencia
modal más o menos lejana de la del narrador, el autor o el lector textuales,
narratario que se corresponda o no con la imagen que de él tenía el narrador,
narratario intradiegético o extradiegético, etc. Si la situación comunicativa ficticia
es a su vez una creación literaria, su semejanza con la real es mucho mayor, y el
papel asignado al narratario es potencialmente coincidente con el del lector textual
aunque persiste siempre la posibilidad de diferenciación. Mientras el texto no tome
medidas que aseguren lo contrario, el lector adoptará el papel del narratario y
responderá por él al discurso del narrador.
Lo que hemos dicho es aplicable tanto a los narratarios intradiegéticos como a
los extradiegéticos. En la mayoría de las narraciones, el narratario extradiegético
se asimila de facto al lector textual, de la misma manera que se asimilan autor
textual y narrador. Pero este caso debe describirse como una misma identidad
desempeñando diversos roles discursivos potencialmente diferentes. No podemos
identificar sin más al narratario extradiegético y al lector textual. Es lo que hace
Rimmon-Kenan, que cree ver en el sistema de Genette

a partly false symmetry between the narrator and the narratee (...) confined to the
extradiegetic narrator / narratee. While the extradiegetic narrator is a voice in the
text, the extradiegetic narratee, or implied reader is not any element of the text but
a mental construct based on the text as a whole. In fact the implied reader parallels
the implied author (...).

Por tanto, Rimon-Kenan propone suprimir el concepto de narratario extradiegético:


hay siempre lector implícito, pero nunca hay un narratario extradiegético
diferenciable de él.
De lo dicho anteriormente sobre la diferencia entre el narrador y el autor textual
debería quedar claro que esa construcción mental que es el narratario se realiza
de acuerdo con convenciones diferentes en cada caso, aun cuando se parta del
conjunto del texto. Es decir, sucede en el área del narratario lo mismo que en la
del narrador: aunque sean teóricamente diferenciables como posiciones
estructurales, el lector textual y el narratario pueden coincidir en todo lo demás, y
éste es el caso no marcado. El diferenciarlos es una maniobra retórica por parte
del autor, que puede por así decirlo atacar al lector por dos frentes, el del lector
textual y el del narratario. Se le ofrece un rol evidentemente inadecuado, el de
narratario, para que se resista menos a adoptar el de lector textual. Aun cuando no
hubiese un solo texto que ejemplificase esta diferencia, no habría por qué
suprimirla. Pero esos textos existen: en Le Rouge et le Noir o La Chartreuse de
Parme el narratario es un personaje convencional que contempla al protagonista
con condescendencia e ironía: el lector textual lo admira. Los efectos retóricos,
señala Adams, pueden resistirse, “but doing so fractures the speech act and
foregrounds the speaker’s rhetoric” (66). Podemos negarnos a colaborar en la
acción discursiva de un hablante o sencillamente observar que sus actos de habla
no alcanzan el efecto perlocucionario deseado: si afirma o promete algo, podemos
no creerle; si nos amenaza, podemos no asustarnos. El lector puede responder de
este modo, por transferencia, a los actos de habla del narrador. Pero el lector
también responde a los actos de habla del autor textual. Para aceptar a ‘Faulkner’
en The Sound and the Fury habremos de rechazar a Jason. Es necesario, pues,
mantener la figura del narratario extradiegético como una posibilidad teórica que
se hace muy real en numerosos textos.

3.3. Discurso

Notas
Vendryès, cit. por Genette (“Discours” 226). Esta definición de voz gramatical
es un poco sospechosa: como observa Jakobson, “la Voix caractérise la relation
qui lie le procès de l’énoncé à ses protagonistes sans référence au procès de
l’énonciation ou au locuteur” (“Les embrayeurs, les catégories verbales et le verbe
russe” 183). De hecho, el sujeto al que se refiere la definición de Vendryès es el
sujeto de la acción, y no el de la enunciación, como parece creer Genette.
Podemos conservar, sin embargo, el término voz narrativa para referirnos a todos
los problemas de la enunciación narrativa, aun despreciando la analogía
gramatical.
Jakobson, “Embrayeurs” 181. Cf. Kristeva, Texto 133.
Cf. Greimas y Courtès (sub “Narrateur”); Segre (Principios 20). No es
infrecuente leer que el narrador es el sujeto de la enunciación (por ej. en Todorov,
Poética 74). Esto puede llevar a confusión. Ya hemos visto que en el fenómeno
literario hay con frecuencia una superposición de enunciaciones. El narrador es el
sujeto de una enunciación, pero no de la enunciación global del fenómeno literario:
para eso está el autor (textual; 3.3.1 infra). En “Catégories”, la confusión creada
por Todorov analizando una novela epistolar, Les liaisons dangereuses, es aún
mayor. “Le narrateur dans les Liaisons dangereuses n’est évidemment pas
Valmont, celui-ci n’est qu’un personnage provisoirement chargé de la narration
(146). Ahora Todorov niega el papel de narrador a un enunciador ficticio, e
identifica narrador y autor textual: un uso del término que es contrario a toda la
tradición crítica.
Lintvelt (37) considera que la oposición básica es la oposición narrador -
personaje. Pero una figura tan derivada como es el narrador (ficticio) no puede
hallarse en la base de una clasificación. Además, de los cuatro planos que Lintvelt
toma de Uspenski para organizer su tipología narrativa (perceptivo-psíquico,
temporal, espacial, verbal) sólo el último es competencia exclusiva del narrador;
los demás se refieren a la focalización.
Cf. Georg Lukács, “Die Theorie des Romans”; Weimann,
“Erzählerstandpunkt”.
Entre las obras dedicadas a la narración experimental y postmodernista,
merecen destacarse las de Alain Robbe-Grillet, Pour un nouveau roman; Jean
Ricardou, Nouveaux Problèmes du Roman; Patricia Waugh, Metafiction; Linda
Hutcheon, A Poetics of Postmodernism; Brian McHale, Postmodernist Fiction y las
colecciones Surfiction (ed. Raymond Federman) y Metafiction (ed. Mark Currie).
O, más exactamente, a un referente (ver 3.2.2.3.3.2 infra).
Ver también infra 3.2.2.3.2.2, 3.2.3.3.2.3.
Boileau, Art poétique III, versos 295-307; Ignacio de Luzán, La poética IV. xi,
606; cf. William Blake, A Descriptive Catalogue 415; Coleridge, Biographia XV,
177; Ruskin, “Of the Pathetic Fallacy” 619; Emile Zola, “The experimental novel”
652; James, “Art” 167; Irving Babbitt, “Romantic Melancholy” 793 ss.; Stanzel,
Theory 11; Labov 372-373.
Dryden se refiere al Ovidio de las Heroidas.
Cf. Booth, Rhetoric; Weimann, “Erzählerstandpunkt”; Lanser 49; Bronzwaer,
“Implied author”.
Por ejemplo, Todorov, Poética 58; cf. 3.1.1 supra.
Lintvelt 58. Cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 102.
Cf. esta misma idea referida a la extensionalidad de nombres y predicados
en J. Lyons 172; Van Overbeke 432.
Que puede utilizarse para crear subjetividad, o más bien para objetivar la
subjetividad. La autobiografía, señala Starobinski, pretende objetivar y des-
formalizar este pronombre vacío, llenarlo de contenido (290). Cf. también las
observaciones sobre lenguaje y subjetividad en Jacques Lacan, “Fonction et
champ de la parole et du langage en psychanalyse”, en Écrits I. Para una crítica a
la rigidez del sistema de Benveniste, cf. Starobinski 287; Ducrot, Dire et ne pas
dire 99; Culler, Structuralist Poetics 198; Cohn, Transparent Minds 188-189.
Según la teoría semántica a la que se adhería en este momento van Dijk,
esto no sería más que un caso particular de este tipo de transformaciones, que
siempre suprimirían en las oraciones de superficie elementos como los verbos
performativos, las presuposiciones, etc. (Cf. Ross, “On Declarative Sentences”;
Jerrold M. Sadock, “Super-Hypersentences”). Para una aplicación específica de
esta teoría a la literatura y a la narración ficticia, cf. Samuel R. Levin,
“Consideraciones sobre qué tipo de acto de habla es un poema”; Gisa Rauh,
Linguistische Beschreibung deiktischer Komplexität in narrativen Texten. Para una
crítica a este modelo de descripción, cf. Gazdar, Pragmatics, cap. II.
Cf. Tomashevski, Teoría 13-14; Aguiar e Silva, Teoría 16 ss. Un ejemplo
extremo de flexibilidad en el uso de los pronombres para referirse a un sujeto
problemáticamente ausente puede encontrarse en El Innombrable de Beckett. Ver
mi artículo “Personne”.
Ver 2.4.2.3 supra; cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 102; Bronzwaer, “Implied
author” 11 ss.
Cf. Martínez Bonati 169; Fowler, Linguistics and the Novel 83; Tacca 67;
Sternberg 255-256; 3.2.1.10 infra.
Cf. supra, nuestra diferenciación entre identidad ficticia y rol narrativo, así
como las observaciones sobre el autor-narrador (3.2.1.11 infra).
Es decir: la casilla del autor y la del narrador (siempre teóricamente
diferenciables, infra) están ocupadas por el mismo sujeto. Cf. Tomashevski,
“Thématique” 278; Friedman, “Point of View” 125; Booth, Rhetoric 151; Weimann,
“Erzählerstandpunkt” 373; Genette, “Frontières” 162; Miller, “Three Problems” 29;
van Dijk, Text Grammars 302; Tacca 35; Pratt 173; Chatman, Story and Discourse
147 ss; Bronzwaer, “Implied author” 8; Lanser 44, 152; Segre, Principios 26;
Hawthorn 94. Ello equivale a decir que, si bien en un sentido tanto la narración
autorial como la ficticia son fenómenos de la estructura superficial del discurso
(como afirma Stanzel, Theory 15 ss) en el segundo caso esa estructura superficial
es más compleja, y consta de más niveles enunciativos (lo cual nos revierte
parcialmente a la posición de Hamburger que refutaba Stanzel). La coincidencia
entre autor textual y narrador es el caso no marcado lógica e históricamente. Esta
flexibilidad de la estructura narrativa plantea problemas terminológicos, que sólo
se resolverían con una fastidiosa exactitud en el uso de términos: “autor textual no
identificado con el narrador ficticio”, etc. Normalmente daremos por supuesta esta
flexibilidad, dejando que el contexto aclare cuándo nos referimos a un autor textual
en funciones de narrador y cuándo a un narrador ficticio.
Cf. Bajtín, The Dialogical Imagination; Weimann, “Erzählerstandpunkt” 392;
Ruthrof viii ss.
Cf. Jakobson, “Embrayeurs”; Eco, Lector 88; Greimas y Courtés 125;
Lozano, Peña-Marín y Abril 42, 90; Lanser 118.
Ingarden, Literary work 206; Kayser, “Qui raconte?” 80.
“Relations” 241. Cf. Kristeva, Texto 255; Lintvelt 58; Lozano, Peña-Marín y
Abril 93 ss. La paradoja de que el discurso “histórico” de Benveniste sea
precisamente el más específicamente narrativo (y no, por ejemplo, conversacional)
se hace evidente cuando DoleΩel llama “discurso del narrador” a algo equivalente
al discurso “histórico” de Benveniste, que supuestamente “no tenía narrador”
(DoleΩel, Narrative Modes 4). Sobre la objetividad narrativa, cf 2.4.1.1 supra. En
cuanto al aoristo narrativo, ya Jespersen (276) observaba que carece del tono
emotivo que suele ir asociado al imperfecto. Cf. 3.2.2.4.1 infra.
Segre, Principios 26; cf. Stanzel, Theory 8. Compárese este fenómeno
literario con la diferencia entre el estilo cinematográfico “clásico” de Hollywood y el
cine “de arte” europeo, que problematiza reflexivamente sus normas narrativas
(ver por ej. Daniel Dayan, “The Tutor-Code of Classical Cinema”; David Bordwell,
Narration in the Fiction Film 162-64).
Cf. la oposición entre la narración “personal” en 1ª o 2ª persona y la
“apersonal” en 3ª persona según Füger (Zur Tiefenstruktur des Narrativen 274; cit.
por Lintvelt, 136). La tercera persona es la persona “épica” por excelencia; a veces
se ha hablado del efecto lírico de la narración en primera persona (R. Freedman,
“Nature and Form of the Lyrical Novel”; Stanzel, Typische Erzählsituationen 163-
168; Ruthrof 65).
Nouveau discours 66. Aquí se retracta Genette de la postura mantenida en
“Frontières”, donde, siguiendo a Benveniste, defendía la posibilidad de un relato
impersonal.
Tiene muchas analogías con esta idea de Benveniste la teoría de Banfield
sobre la ausencia de narrador en el estilo indirecto libre (ver Banfield,
Unspeakable Sentences; Berendsen, “Formal Criteria” 85, “Teller” 142; J.-K.
Adams 16 ss). Banfield niega la necesidad de un narrador basándose en una
argumentación sintáctico-generativa. Como observa Adams, esta argumentación
no está bien dirigida, pues la presencia o no de narrador es un fenómeno
pragmático; una sintaxis determinada será una consecuencia más de la estructura
pragmática. Pero la pragmática desborda el modelo de Banfield.
Rhetoric 73. Cf. Prince, “Introduction” 178.
Ver 3.1.4.4 supra.
Las dificultades de la teoría de Martínez Bonati afloran cuando se ve
obligado a aceptar un hablante ficticio en estos casos, más bien que un rol. Esto
es obviamente insatisfactorio, y Martínez Bonati parece verlo, al vacilar en su
terminología: ahora habla de “algo así como un hablante ficticio”, un “hablante
inmanente” (152-153). De igual manera, al hablar de escritos no literarios parece
ver impropio el término “hablante ficticio” (153). Esta misma diferenciación entre
hablante ficticio, hablante inmanente y autor es la que ha de introducirse en la
narración literaria.
Ver Wimsatt y Brooks 379 ss; Peter Szondi, "Friedrich Schlegel und die
Romantische Ironie”. Sobre la ironía en general, ver sobre todo: Wayne Booth, A
Rhetoric of Irony; Linda Hutcheon, Irony’s Edge; Gary J. Handwerk, Irony and
Ethics in Narrative o (más generalmente aún) W. Jankelevitch, La ironía.
Cf. 3.2.1.10 y 3.2.1.11 infra.
1.2.3 supra; Lozano, Peña-Marín y Abril 75 ss; cf. Chatman, Story and
Discourse 196.
Cf. Booth, Rhetoric 155 ss; Gullón 123 ss; Bonheim 52; Prince, Narratology
13.
La variabilidad en la caracterización del narrador (sobre todo en lo referente
al uso de la perspectiva) es frecuentemente condenada por los narratólogos
anglosajones de los dos primeros tercios de nuestro siglo, como Beach o Lubbock.
Véase Friedman, “Point of View”.
Paul Grice, Studies in the Way of Words 26-27.
Ohmann (“Speech” 247) observa así cómo el narrador de la novela de
Beckett Watt rompe las “condiciones de felicidad” (3.1.1 supra) de la narración
tradicional. En aquélla, “the teller always endures the fictive world of the story for
its duration, and, again, by convention, does not acknowledge that it is a fiction.
When Beckett’s narrator admits a discrepancy between his fictive world and the
real world, he violates both rules” (“Speech…” 247). Estas rupturas son, como
señala Ohmann, un rasgo estilístico importante (251). Cf. sin embargo infra sobre
el supuesto carácter ilocucionario de estas reglas.
Cf. Labov, Language 366; Culler, “Fabula and siuzhet” 35 ss.
Es absurdo negar esto, como hace Tacca (67).
Booth (Rhetoric 339) introduce el término unreliable narrator. Lanser (169)
habla de la mimetic authority del narrador, que varía entre los polos de la total
competencia y honestidad y la total incompetencia y deshonestidad narrativas.
Chatman (Story and Discourse 135 ss) prefiere hablar de unreliable discourse más
bien que de unreliable narrator.
Es lo que hace Stanzel (Theory 89) respaldado por Wolfgang Lockemann
(“Zur Lage der Erzählforschung”).
Stanzel (Theory 89) muestra lo erróneo de esta suposición de Lockemann.
Pouillon 61 ss; Todorov, “Catégories” 141 ss; Füger 274; Tacca 72; cf. V.
Lee, “Construction” 20.
Jean-Pierre Faye, Théorie du recit 1, cit. en Tacca 66.
Cf. Kayser, Interpretación 274; Friedman, “Point of View” 121; F. K. Stanzel,
Erzählsituationen 49; Humphrey 33; Tacca 73 ss; Lintvelt 44; Lozano, Peña-Marín
y Abril 134; Sternberg 256; Lanser 161; Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 309;
Rimmon-Kenan 79; cf. 2.4.2.2 supra.
Cf. por ej. Tacca 34 ss; José María Bardavío, La versatilidad del signo 171
ss.
Booth avisó suficientemente sobre la engañosa neutralidad de otras técnicas
más dramáticas (Rhetoric 377 ss). Según Stanzel (Theory 18 ss) el paso de una
poética normativista a una poética descriptiva tuvo lugar antes en Alemania (años
50) que en los países anglosajones (años 60). Es bueno relativizar más y observar
que muchos enunciados supuestamente descriptivos encierran valoraciones
implícitas.
Cf. Friedemann 84; cf. Sternberg 254; Chatman, Story and Discourse 212.
“Theory and Model for the Structural Analysis of Fiction”, New Literary History
5.2. (1974); cit. en Lanser 228.
Cf. DoleΩel, Narrative Modes 7; Lintvelt 26, 61 ss. Según Berendsen (“Teller”
141) la función testimonial e ideológica serían competencia del focalizador, y no
del narrador. Esta idea nos parece absurda: la focalización es una estrategia
retórica empleada por el narrador; se puede atribuir al narrador una función
ideológica instrumental, pero el último depositario de esta función es el autor.
Cf. van Dijk: “we may define both speaker and hearer in an abstract way, that
is we do not simply identify these notions with particular human individuals, but
conceive of them as sets of pragmatically relevant relations (...) between sets of
properties, e.g. (i) a set of physiological properties (ii) a set of psychological
properties and (iii) a set of sociological properties” (Text grammars 322). Al igual
que hacíamos en el caso de los personajes, van Dijk propone distinguir
propiedades más o menos permanentes, etc.
Para estos conceptos, cf. Shklovski, “Construction” 196; Eïjenbaum, “Prose”
210; 3.2.2.1 infra.
Structuralist Poetics 170; cf. Martinet 40.
El círculo hermeneútico es descrito por Schleiermacher (164, 198-200,
passim). Para algunas consecuencias narratológicas, ver Culler, “Fabula and
Sjuzhet”, Ricœur, “Narrative Time”, y mi artículo “Understanding Misreading”.

Cf. Martínez Bonati 64. 3.1.4.2 supra; 3.2.2.3.2.2 infra.


Metadiegético (métadiégétique) en Genette (“Discours” 238-239); la
extensión perfectamente lógica del prefijo intra- también es insinuada por Genette
(Nouveau discours 61), sin que por ello se decida a adoptarla. Aunque seguimos
en líneas generales la terminología de Genette, nos parece que es acertada la
crítica de Bal: el prefijo meta- tendría aquí un sentido contrario al que tiene, por
ejemplo, en el término metaficción: debería utilizarse un prefijo que indicase un
nivel inferior, menos inclusivo (Narratologie 35; cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 141;
Volek 174). Bal propone hypo-récit, hypo-diégétique. Prince (Narrratology 15)
habla de main, secondary, tertiary narrators. Aquí utilizaremos el mismo prefijo
intra- para hablar tanto de narradores como de narraciones, pero en caso en que
se superpongan varios niveles es preferible utilizar un ordinal, porque la repetición
del prefijo lleva a confusión. Sobre la noción de inserción narrativa, cf. también
Shklovski, “Construction” 189 ss, Pratt 209; Ruthrof 93 ss.
Cf. Bal Narratologie 31; Berendsen “Teller” 149 ss.
Todorov (“Los hombres-relatos”) y Genette, (“Discours” 241) señalan la
multiplicación de niveles en las Mil y Una Noches; José Luis Otal señala hasta seis
niveles superpuestos en The Canterbury Tales (“Sistema de indicadores gráficos
del estilo directo en varios manuscritos y ediciones de The Canterbury Tales” 28).
A menos que se rompa la lógica de los niveles. En la novela de Mailer Why
Are We in Vietnam? cada uno de los dos narradores inventa al otro.
Cf. Martínez Bonati 64; Todorov, “Hombres-relato”; Bal, Narratologie 35.
Sobre la noción de cambio de nivel de focalización, cf. Bal (Narratologie 38
ss; “Laughing Mice” 203 ss); para una crítica a la concepción de Bal, cf. Bronzwaer
(“Bal’s Concept” 197 ss) Genette (Nouveau discours 51).
Andrew Gibson, Towards a Postmodern Theory of Narrative 216 Otros
críticos, como Ian Reid (Narrative Exchanges) o Peter Brooks critican los
presupuestos estructurales; en nuestra opinión es ingenuo creer que se trata de
un enfoque que se pueda suprimir u obviar; puede, eso sí, trascenderse.
Se pueden establecer subdivisiones ulteriores: según la teoría dramática
neoclásica, la narración del mensajero es de dos tipos: puede colocar al público en
antecedentes de una situación o bien referir el resultado de alguna línea de acción
que se ha desarrollado sobre escena (Corneille, “Unities” 221 ss; Dryden, “Essay”
44). La primera es, se dice, menos recomendable.
Sólo podemos apuntar la relevancia de este tema para un tratamiento de los
niveles narrativos y estructurales en general, y remitir a la obra de Lucien
Dällenbach Le Récit spéculaire para un tratamiento detallado de la mise en
abyme.
Z. G. Ming, “El concepto de texto y la estética simbolista” 142.
Todorov, “Los hombres-relatos” 175; Genette, “Discours” 243-244; Lintvelt,
210.
Por ejemplo, en Pseudo-Plutarco la metalepsis “por sinonimia indica una
cosa dife¬rente” (Sobre la vida y poesía de Homero § II 21; p. 59); para San
Isidoro, “Metalepsis es un tropo por el que el consiguiente se toma del
antecedente” (Etimologías I.37.7; p. 340-41); para Vico “Metalepsis is a species of
metonymy where the expression of an action of cause is given in place of an
expresion of an actoin of effect (antecedens ponitur pro consequente) (...) or, on
the contrary, where the consequent is given for the antecedent” (The Art of
Rhetoric § 45, p. 147). Du Marsais, Littré y Lausberg también defi¬nen la
metalepsis como una figura donde el antecedente se toma por el consecuente;
Dupriez, que recoge éstas y otras variantes, relaciona la figura con la alusión, la
metonimia y el eufe¬mismo (Dupriez 284-85). Para Lázaro Carreter, en la
metalepsis “en lugar de una pala¬bra se emplea otra que es sinónima de su
homónimo” (Diccionario de términos filológicos y literarios 311); en Harold Bloom
es “the trope of a trope, the metonymic substitution of a word for a word already
figurative” (A Map of Misreading 74). Prince (A Dictionary of Narratology), repite la
de¬finición de Genette (con errores conceptuales en su ejemplo, por cierto). La
primera alu¬sión de Genette a la metalepsis (Figures II 215-16) se ceñía más a la
definición de Fontanier.
También Beckett, por supuesto. En Samuel Beckett y la narración reflexiva
analizo numerosas variantes, usando el término “metalepsis” al modo de Genette.
Ver 3.1.5.4 supra. Recalquemos la existencia de diversas relaciones de
status: por ejemplo, entre el autor textual y el narrador (a) y entre el narrador y su
narra¬ción (b). Un narrador ficticio puede narrar un relato que es factual para él.
En Todorov, que habla de “pasos de un grado a otro” (“Hombres-relatos”
175) tampoco se apre¬cia un intento de diferenciar conceptualmente el status
(ficticio / no ficticio) de la simple dife¬ren¬cia de nivel (diegético / intradiegético).
Booth, Rhetoric 150; Füger 272 ss (cit. en Lintvelt 136); Kristeva, Texto 134;
Second-Person Narrative, ed. Monika Fludernik.
“Discours” 252; Nouveau discours 66; cf. Bal, Narratologie 34; Sternberg
279, Stanzel, Theory 48. Esta inevitabilidad de la primera persona, dada por la
misma naturaleza del lenguaje, ya era subrayada por Theodor Lipps (Grundlegung
der Ästhetik 497; cit. en Ingarden, Literary Work 206).
Edmond Scherer, Poetik 246ss; cit. en Friedemann 27.
El sentido en que utilizan este término Friedemann (35-36), Leibfried, Füger
o DoleΩel (cits. por Lintvelt 134 ss), Stanzel (Theory 48), Tacca (65), Ruthrof
(103), Prince (Narratology 13), etc.
Por ejemplo por el mismo Stanzel, Theory 92. Sobre el uso de los deícticos
para ordenar el texto en relación a diversos enunciadores, focalizadores o
presupuestos cognoscitivos, ver Bronzwaer (“Implied author” 4); John Tynan
(“Pronouns and Possible Worlds”); Gisa Rauh, Linguistische Beschreibung; Essays
on Deixis, ed. Gisa Rauh; Keith Green, “Deixis and the Poetic Persona”.
Cf. Prince, Narratology 14; Stanzel, Theory 49. Booth (Rhetoric 153) utiliza
observer en un sentido distinto, referido (¿solamente?) a los narradores
heterodiegéticos.
De no atender a esta limitación de alcance, la definición de “narración en
primera persona” se puede complicar innecesariamente. Asi, según Pratt, “[t]he
author of a literary work may identify the fictional speaker as someone other than
himself, usually by giving him a proper name. This is the configuration we normally
call first-person narration. Jane Eyre is a good example of a first person novel in
which the unmarked case is realized” (208). Pero según esta definición no
podríamos llamar “narración en primera persona” a la narra¬ción real,
autobiográfica, (cuando en realidad es éste el caso no marcado). Un descuido
seme¬jante comete Stanzel en su propia definición de la primera persona (Theory
48).
Genette, “Discours” 253; cf. Lanser 159.
Genette observa en Proust una sorprendente indiferencia a esta convención:
el narrador de A la recherche du temps perdu “n’en sait pas seulement, et tout
empiriquement, davantage que le héros: il sait, dans l’absolu, il connaît la Vérité”
(“Discours” 260).
Cohn, Transparent Minds 169 ss; Genette, Nouveau discours 74 ss; Stanzel,
Theory 84 ss. Cf. sin embargo Genette: “Les conséquences modales du choix
narratif ne me paraissent ni si massives ni surtout si mécaniques qu’on le dit
souvent” (Nouveau discours 76). Bien es verdad que las técnicas narrativas
exploradas sistemáticamente durante el siglo XX han reducido la distancia que en
principio separa a la narración homodiegética de la heterodiegética.
Genette (Nouveau discours 83 ss). Algunos teorizadores no acaban de
aceptar esta independencia entre la perspectiva y la persona, entre el relato y el
discurso. Lintvelt (84) niega la posibilidad de este fenómeno, al que
hipotéticamente denomina “homodiegético neutro”. Como señala Genette, esta
negativa se debe a una diferenciación insuficiente por parte de Lintvelt entre dos
tipos de “objetividad”: la de los pensamientos y la de las percepciones. La teoría
de Bal (2.4.2.6 supra) evita este tipo de confusiones.
Kayser, “Qui raconte?” 75 ss; Genette, “Discours” 214 ss.
Stanzel, Theory 84. Stanzel relaciona el juego de ambigüedad entre primera
y tercera persona con la psicología de la personalidad dividida (106; 150).
Son interesantes a este respecto los comentarios de Brooke-Rose
(“Remaking”) sobre su autobiografía en tercera persona Remake y otros
problemas de persona en sus novelas.
Enfoques tipológicos de distintos tipos se encuentran en Richardson (en
Allott 258), Lee (cf. 2.4.2.3 supra), Lubbock, Friedman, Stanzel, Booth, Lintvelt,
etc. Algunos críticos miran estos enfoques sintéticos con desconfianza; cf.
Genette, Nouveau discours 77 ss; Chatman, Story and Discourse 165 ss; Ruthrof
4 ss. Para una defensa del método tipológico, cf. Stanzel, Theory 58 ss.
Stilstudien II; cit. en Cohn, Transparent Minds 298 n.3. Cf. Cohn 143 ss,
Ruthrof 63, Tacca 138.
Cf. Watson 17, Hawthorn 89.
Cf. Susana Onega, “Sobre la importancia del punto de vista en la novela” 54.
Ducrot distingue entre el enunciador en tanto que tal (“Je1”) y el enunciador
en tanto que persona del mundo que coincide con el enunciador (“Je2”)
(“Pragmatique” 531, 574).
Pouillon, Tiempo 44 ss; Frye, Anatomy 307; Freeman 30 passim. Lothar
Cerny rastrea este mismo hecho en la autobiografía ficticia de David Copperfield
(Erinnerung bei Dickens, cit. en Stanzel, Theory 82.
Sobre la novela epistolar, cf. Watson 30 ss; Robert A. Day, Told in Letters;
Laurent Versini, Laclos et la tradition; Le Roman épistolaire.
Cf. Watson 33; Todorov, “Catégories” 127.
Véase el brillante análisis de Hillis Miller en “Heart of Darkness Revisited”.
Cf. los self-conscious narrators de Booth (Rhetoric 155). Cf. Prince,
Narratology 12; Tacca 113 ss.
Véase 3.1.3 supra; cf. Sternberg 254 ss. José María Pozuelo llega a incluir al
narrador-autor en su esquema básico de la comunicación literaria, llamándolo
“autor implícito representado” y distinguiéndolo tanto del narrador como del autor
textual, al que llama “autor implícito no representado” (Pozuelo 236, 239). Para
nosotros, se trata de una figura derivada mediante una reduplicación de una
estructura más básica y corriente, y en modo alguno esencial en un esquema
básico de la comunicación narrativa.
Platón, República III, 102; Aristóteles, Poética XXIV, 1460 a; Richardson (en
Allott 258).
Pero recordemos de todos modos con Freud que el ego es sólo el actor y
que hay bambalinas detrás del escenario.
Por ejemplo, por Jon-K. Adams en su tratamiento de la “autoridad retórica”:
“the writer’s authority over the speaker is different from the speaker’s authority over
a character, for the levels of embedding are not comparable. The speaker has
rhetorical authority over a character because both are in the same fictional world”
(60). Tanto el narrador como los personajes están en un mundo ficticio, pero ese
mundo no tiene por qué ser el mismo. Si queremos llamar speaker o “narrador” a
la voz narrativa que abre El amigo Manso de Galdós, ahí tenemos un ejemplo.
Obras metaficcionales La dentellière, de Pascal Lainé o Fragmentos de
Apocalipsis, de Torrente Ballester, presentan otras variantes.
Análisis del discurso 185. Como señalan estos autores, los enunciados
realizativos metalingüísticos se pueden relacionar con los verbos realizativos
“expositivos” de Austin (161).
Cf. Lanser 157. Chatman cree ver una diferencia entre voz y perspectiva en
este sentido: “point of view is in the story (when it is the character’s), but voice is
always outside, in the discourse” (Story and Discourse 153). Pero como ya hemos
señalado, la narración homodiegética también pertenece a la acción en tanto que
acontecimiento. Tanto la voz como el punto de vista utilizados en los niveles
superiores pueden tener su origen dentro de la acción (cf. 1.2.4 supra).
Teoría 195. Cf. Eïjenbaum (“Théorie de la méthode formelle”). Para
Sternberg motivación es “the explicit or implicit justification, explanation or
dissimulation of an artistic convention, device, or necessity either in the terms of
artistic exigencies, goals, and functionality (aesthetic or rhetorical motivation) or in
terms of the referential pattern of the fictive world (realistic or quasi-mimetic
motivation” (247). Esta clasificación también procede de Tomashevski (Teoría 195
ss). Cuando hablemos de motivacion a secas nos referiremos al segundo tipo; en
el primer tipo podría decirse que hay simple imposición de una técnica o de un
motivo, más que motivación—a menos que haya una no-coincidencia entre el fin
estético alegado y el que se obtiene efectivamente (cf. la “falsa motivación” de
Tomashevski, 196).
Ver los análisis de Barthes en “Introduction” o S/Z.
“Statut” 121-122. Cf. Booth, Rhetoric 152; Ingarden, “Functions” 384.
Teoría 265; cf. distinciones similares en Eïjenbaum, “Prose” 198.
Cf. Eïjenbaum, “Prose” 199; “Manteau” 215; Staiger 139.
Cf. Lukács, Théorie du roman; Staiger 138 ss; Frye, Anatomy 248; Weimann,
“Erzählerstandpunkt” 391 ss.
Kayser, “Qui raconte?” 70 ss; Weimann, “Erzählerstandpunkt” 391; cf. Segre,
Principios 26.
La elección de la motivación es libre para el autor, pero determinada para la
historia. Es difícil imaginar una situación narrativa de pesadilla como la de
L’Innommable fuera del peculiar contexto histórico del autor: el cruce de las
esotéricas vanguardias esteticistas de París con el existencialismo y la experiencia
de la segunda guerra mundial.
Bajtín, The Dialogic Imagination 300 passim. Sobre “multivocidad”,
“dialogismo” e “intertextualidad” ver también Tzvetan Todorov, Mikhail Bakhtin:
The Dialogical Principle; Holquist, Dialogism; Beatriz Penas, “Intertextuality, a
Dialogical Relation”.
Viktor Vinogradov, “Itogi obsuzhdeniia voprosov stilistiki”, cit. en Ditmar
El’iashevich Rozental’, Prakticheskaia stilistika russkogo iazyka 49.
Eïjenbaum, “Méthode” 54 ss; Tynjanov, “Évolution” 117 ss.
Remitimos al debate en la crítica neomarxista y en el Nuevo Historicismo
sobre la autoridad de la clausura narrativa, tema prominente por ej. en los ensayos
reunidos en Materialist Shakespeare, ed. Ivo Kamps.
Los formalistas consideraban una distinción básica la oposición del
monólogo al diálogo. Cf. por ejemplo L. Iakubinski “O dialogicheskoï rechi”; cit. en
Erlich 235.
L. V. Scerba, Vostoeno loujickoïe narecie, cit. en Kristeva, Texto 121-122;
Bajtín, Problems of Dostoevsky’s poetics; cf. Benveniste, “L’appareil formel de
l’énonciation”, cit. en Lozano, Peña-Marín y Abril 94.
Booth 165; Lanser 177.
Tomashevski (Teoría 265); Eïjenbaum, (“Manteau” 226); cf. Volek (103).
Story and Discourse 210. Toolan analiza múltiples ejemplos.

The Narrative Modes 1. Distinguen estos movimientos narrativos (o algunos


de ellos, asimilando el discurso directo a la narración) muchos autores, entre ellos
Genette, "Frontières"; Hendricks 218 ss; Berendsen, "Formal Criteria" 90; Bal,
Teoría 16, etc. James ("Art" 173 ss) se muestra escéptico sobre la posibilidad de
separar unas funciones de otras en una novela: cualquier fragmento realiza todas
las funciones a la vez.
Cf. Genette, "Discours" 184 ss.; Prince, Narratology 47. De hecho, el criterio
de Bonheim a la hora de determinar qué es lo que entiende por speech no está
muy claro; a veces incluye el estilo indirecto (21).
Así podemos añadir a las clasificaciones de modos narrativos de Platón y
Aristóteles antes mencionadas (2.4.1.) las de otros teóricos. Henry James
diferencia el resumen de la escena. Robert Petsch (Wesen und Formen der
Erzählkunst, cit. en Bonheim 3) distingue entre "presentación", "narración",
"descripción", "reflexión", "cuadro", "escena" y "diálogo". Watson propone
"authorial voice", "coloured narrative", "free indirect speech", "indirect speech",
"direct speech" y "description". Weimann ("Erzählerstandpunkt" 388) propone otra
diferenciación más sencilla, al parecer ligada a los tres elementos de la situación
comunicativa: tendremos así comentario, narración y apelación al lector. Para un
análisis de algunas de estas clasificaciones así como de otras menores
(Koskimies, Kayser, Lämmert, Hansen, Thale, Bain, Kinneavy, Chatman, Hernadi,
Weinrich) véase Bonheim 1 ss; Stanzel, Theory 63 ss. Los estudios de Todorov y
Genette clarifican mucho el panorama y revelan la necesidad de introducir una
jerarquización entre los términos de estas clasificaciones.
Cf. la concepción de Weimann sobre la historicidad de las convenciones de
la novela: "Seine Formen betrachten wir als ein historisches Paradigma"
("Erzählerstandpunkt" 390). Es común que las obras teóricas señalen la
historicidad de las modalidades en sí. Algunos apuntes sobre la variabilidad
histórica de su combinatoria se pueden ver en Watson (44 passim) o Bonheim.
Ruthrof (194) concluye de ello que la narración literaria escapa a una
definición de narración en el marco de la teoría de los actos de habla. No creemos
que sea así; ya hemos señalado nociones como la de perlocución o acto de habla
indirecto que permiten explicar estos fenómenos de instrumentalización.
Ya observa este hecho Friedemann (157).
Practical Inferences, cit. en Lyons, Semantics 748 ss.
Cf. la distinción de Ducrot (supra) entre el enunciador en tanto que tal (Je1)
y el enunciador en tanto que persona del mundo que coincide con el enunciador
(Je2).
Volek 114. Cf. DoleΩel, Narrative Modes 4; Martínez Bonati 65; Kristeva,
Texto 64 ss; Lintvelt 31; Ruthrof 95; Genette, Nouveau discours 42.
Lintvelt (30 ss) llega a distinguir en la acción un "mundo narrado" y un
"mundo citado". Pero es evidente que lo narrado y lo citado pertenecen al mismo
mundo: se trata de diferentes objetos, no de diferentes mundos.
Randolph Quirk y Sidney Greenbaum, A University Grammar of English 341-
342; cf. Ingarden, Literary Work 107; Heinrich Lausberg, Elementos de retórica
literaria, § 432.
Jespersen 290 ss; Tacca 80 ss; Rozental’ 291 ss; Real Academia 516-517;
Dupriez 383; Fowler, Linguistics and the Novel 102.
Cf. Mijail Bajtin, Problemi poetiki Dostoïevskovo, cit. en Kristeva, Texto 129
ss; McHale, "Free Indirect Discourse: A survey of recent accounts"; cit. en Genette,
Nouveau discours 38; cf. también el cuadro elaborado por Bonheim (55).
Cf. Norman Page, Speech in the English Novel, cit en Bonheim 51; Lozano,
Peña-Marín y Abril 156; Lanser 187; Bonheim 54, Toolan 128. Friedemann (157
ss) ya proporciona una tipología, situando al estilo indirecto entre el directo y el
que aquí llamamos narrado, así como combinaciones entre el estilo directo y el
indirecto,
Ver un magistral acercamiento a esta cuestión en V. N. Voloshinov, Marxism
and the Philosophy of Language cap. 4.
Es decir: las formas de la narración tradicional permanecen como base de
las actuales formas narrativas; en ningún modo se ha neutralizado, por ejemplo, la
distinción entre discurso del narrador y discurso del personaje, como pretende
DoleΩel (Narrative Modes 18); esta diferencia está presupuesta en las formas más
complejas como el estilo indirecto libre, que no podrían ser problemáticas si no
fuese porque las formas simples permanecen como puntos de referencia. Ya nos
hemos referido en otros momentos a esta estructuración filogenética de las formas
narrativas.
Oswald Ducrot, "Analyse de textes et linguistique de l’énonciation", en Ducrot
et al., Les mots du discours (Paris: Minuit, 1980); cit. en Lozano, Peña-Marín y
Abril 151.
Cf. Ducrot ("Pragmatique" 572 ss) para el uso del discurso narrado como un
elemento del discurso indirecto libre.
Bal, Narratologie 26 ss; Banfield, Unspeakable Sentences; cit. en Berendsen,
"Teller" 154.
Cf. Ingarden, Literary Work 209.
Bonheim propone utilizar para ello el modelo de funciones lingüísticas de
Jakobson o la teoría de los actos de habla de Searle.
Cf. Martínez Bonati 184; Berendsen, "Teller"154.
Sin embargo, el lenguaje funcionando como especimen que remite a otra
enunciación se funde insensiblemente con el uso directo del lenguaje. Ello explica
que una cita directa de un personaje traducida de otro idioma por el narrador se
interprete de modo análogo a una repetición de las palabras originales.
Eco (Lector 100); cf. Ingarden (Literary Work 107). Es interesante comparar
esta afirmación con la vieja idea de que la novela es un género que sintetiza todos
los otros géneros y los contiene: así Friedrich Schlegel, Brief über den Roman,
Chevirev, Moskvitianine I [1843] 574; cit. por Eïjenbaum, "Prose…" 201). La mejor
formulación moderna es la de Bajtín (The Dialogic Imagination).
Cf. Martínez Bonati 77.
Kristeva, Texto 118; cf. 2.4.1.1 supra.
Cf. Gullón 90 ss; Ingarden, "Functions" 380.
Cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 149; Tacca 137; Volek 115. Por tanto, sólo
figuradamente se cede la palabra al personaje en el estilo directo. Bal
(Narratologie 27; Teoría 15) parece interpretar esta "cesión" al pie de la letra.
Genette admite que se trata de una cesión figurada ("Discours" 190, 194), con lo
cual parece entrar en contradicción con su anterior definición del discurso directo
como una técnica no representativa, como "la chose même” ("Frontières" 154).
Coleridge, Biographia XXII, 254, sobre Wordsworth; cf. sin embargo Tacca
80; Eïjenbaum, "Manteau" 224.
Incluso ficticio con respecto a él. Ver 3.2.1.6 supra.
Cf. Genette, "Discours" 241; Bal, Narratologie 35; Berendsen, "Formal
Criteria" 79; Genette, Nouveau discours 61.
Bal, Narratologie 56 n. 14; Berendsen, "Formal Criteria" 81 ss.
Cf. Bonheim 60; Prince, Narratology 47. Como observa Bonheim, el uso en
este sentido es vago, y se suele confundir con diversas formas de estilo indirecto
libre. Nosotros lo reservaremos al caso que acabamos de describir. Bonheim
opone el estilo libre al marcado (tagged) mediante un verbum dicendi, y realiza un
interesante estudio textual sincrónico y diacrónico sobre la frecuencia de
colocación de los verba dicendi al principio, en medio o al final del discurso que
introducen, su aparición explícita u oculta, el orden sujeto-verbo, etc. El uso
moderno tiende a la colocación final en el caso de parlamentos cortos, o a la
supresión en favor de una narración más económica (Bonheim 75 ss).
Cf. Genette, Nouveau discours 39; Stanzel, Theory 141.
Cf. Bonheim, 110 ss; Watson 41.
Ver Bárbara Arizti, Metafiction in Changing Places.
Cf. también Jespersen 290 ss; Kayser, "Qui raconte?" 78; Cohn,"Narrated
Monologue" 98; Rozental’ 293; Watson 43. Wolf Schmid y DoleΩel hablan de
"interferencia textual" (Textinterferenz) entre los textos del narrador y el personaje.
Cf. además la "focalización transpuesta" o "libre indirecta" descrita por Bal
(Teoría 117).
"Pragmatique" (565). Cf. Chatman: "Free speech and thought are expressed
identically, and thus ambiguously, unless the context clarifies" (Story and
Discourse 201).
Bronzwaer ("Bal’s Concept" 200). El que Bronzwaer admita esto parece
deberse más a un lapsus desconstruible que a una voluntad consciente (pues el
texto del narrador interferiría consigo mismo).
James Boswell, The Life of Samuel Johnson 2: 318.
Unspeakable Sentences, cit. por Berendsen, "Formal Criteria" 85. Ver
también Christine Brooke-Rose, “Ill Locutions”
Genette, "Discours" 192; Fowler, Linguistics and the Novel 102; Fillmore,
"Pragmatics and the description of discourse", cit. por Lozano, Peña-Marín y Abril,
155.
Cf. DoleΩel, Narrative Modes; cit. en Cohn, Transparent Minds 134.
Banfield, Unspeakable Sentences, cit. en Berendsen, "Teller" 143 ss.
Puede verse un ejemplo en la King James Bible (Acts 17: 2-3).
Goethe considera la novela una “epopeya subjetiva” (Maximen und
Reflexionen, cit. en Friedemann 13); Rudolph Gottschall la novela pinta una
experiencia individual (Poetik, cit. en Friedemann 14). Sobre la “interiorización” de
la novela, ver Kahler, The Inward Turn of Narrative.
Ver por ej. Michel Butor, “The Novel as Research”.
Vernon Lee, “A Dialogue on Novels” 236-37.
Cf. Stephen Greenblatt, Renaissance Self-Fashioning from More to
Shakespeare.
Genette, "Discours" 191; Rozental’ 291 ss; Berendsen, "Formal Criteria" 81;
Lanser 187; Bonheim 33.
Cf. Bal, "Laughing Mice" 205; 2.4.2.3 supra.
Eliot, Knowledge and Experience in the Philosophy of F. H. Bradley 164.
Chatman propone llamar interior monologue a lo que aquí llamamos
pensamiento directo, y stream of consciousness al monólogo interior, la forma no
enmarcada en una narración extradiegética.
Dujardin (Le monologue intérieur; cit. por Genette, "Discours" 193 n. 2) habla
de "phrases directes réduites au minimum syntaxial"; Fehr ("Substitutionary
Narration") utiliza el término atactic. Cf. Prince, Narratology 48.
Thought and Language; cit. en Cohn, Transparent Minds 96.
Para las nociones de tópico y comento, cf. Ducrot y Todorov 345; C. N. Li,
Subject and Topic.
Le monologue intérieur 59; cit. en Genette, "Discours" 193 n. 2.
Se suele afirmar que no hay narrador en el monólogo interior
(Cohn,"Narrated Monologue"; Chatman, Story and Discourse 153; Lintvelt 78;
Hernadi, "Preface" xii). Ruthrof (6 ss) va más allá al afirmar que el monólogo
interior es íntegramente acción, "mundo presentado" (presented world), y no
discurso, "proceso de presentación" (presentational process). Pero parece claro
que si bien no para el personaje, el monólogo interior sí es un discurso narrativo
para el lector. Ruthrof reconoce que en el caso del monólogo interior autónomo,
hay una fuerte impresión de que el personaje actúa como narrador.
Cf. Cohn, Transparent Minds 174.
Cohn 236; cf. también M. Raimond, Le monologue intérieur, cit. en Tacca,
106.
Cf. Chatman, Story and Discourse 31. Según Cohn (Transparent Minds 173)
Joyce no consideraba que fuese narración la técnica de Dujardin.
Transparent Minds 255. Considera al monólogo interior un género dramático
Stanzel (Theory 66).
Cohn, Transparent Minds 244; Fowler, Linguistics and the Novel 103 ss.
Weimann habla de un continuo "Zurücktreten des epischen Elementes in der
Erzälerperspektive" ligado al desarrollo del capitalismo y el liberalismo en
Occidente ("Erzählerstandpunkt" 410). Stanzel (Theory 66) también detecta una
evolución gradual de la novela, que se aleja de lo narrativo para acercarse a lo
dramático. El monólogo interior no es sino la exacerbación de un fenómeno que ya
en el siglo XIX se manifestó en el aumento del diálogo directo a expensas de la
narración. Cf. Eïjenbaum, "Prose" 201.
Robert D. Denham, Northrop Frye and Critical Method 104.
Texto 144. Sorprendentemente, Kristeva ve el ejemplo más acabado de
este fenómeno en Sarraute y Beckett, más bien que en Joyce. La técnica narrativa
de las novelas de Beckett se suele describir erróneamente como monólogo interior
(por ej., Stanzel, Theory 61, 226).
"Narrated monologue". Distinciones semejantes aparecen en Chatman o en
Laurence Bowling (Chatman 170 ss). Chatman señala la posibilidad de distinguir
un monólogo interior "perceptivo" de uno "conceptual" en este sentido.
Transparent Minds 11. Cohn está criticando la teoría de Derek Bickerton
("Modes of Interior Monologue"), que relaciona el soliloquio con el estilo directo, la
descripción mental por parte del autor omnisciente con el estilo indirecto, el
monólogo interior indirecto con el estilo indirecto libre y el monólogo interior directo
con el estilo directo libre, sin verbum dicendi introductorio.
Otros fenómenos relacionados con el monólogo interior por derivación
pueden no adoptar la forma narrativa, como hace el soliloquio. Así, Humphrey (38
ss) señala formas dramáticas como el episodio de "Circe" en Ulysses, o poéticas,
como Rahab de Waldo Frank.
Transparent Minds 247. Un ejemplo favorito de motivación problemática es
As I Lay Dying (Cohn 205 ss; Kawin 260 ss; García Landa, “Reflexivity in the
Narrative Technique of As I Lay Dying”).
Lukács, The Meaning of Contemporary Realism; Theodor W. Adorno, "Pour
comprendre Fin de partie ".
Cf. Cohn, "Narrated Monologue" 98; Transparent Minds 100.
W. Bronzwaer, Tense in the Novel 53-62; cit. en Cohn, Transparent Minds
302 n. 47.
Cf. Genette, "Frontières" 156-157; también Lessing 158 ss.
Philippe Hamon ("Description" 466) propone tres fases en el estudio de la
descripción:1) la manera en que la descripción se inserta en el discurso (récit); 2)
el funcionamiento interno, la cohesión semántica de la descripción; 3) el papel que
desempeña en la economía global del discurso (récit). El tratamiento que da a la
primera cuestión le lleva a un estudio de diversas formas de motivar la
introducción de una descripción en la secuencia del relato comparables a las que
presenta Lessing (cap. XVI; cf. 2.4.2.3 supra) y perfectamente reducibles a
diferencias de focalización.
La narratología clásica suele contemplar la descripción como un ejercicio de
estilo, como una excusa para lucir todos los recursos de la pluma del autor con la
máxima libertad. Aristóteles recomienda utilizar la dicción más brillante "en las
partes sin acción, sin caracteres ni pensamientos" (Poética XXIV, 1460 b). Y
Boileau aconseja así a los poetas épicos: “Soyez vif et pressé dans vos narrations;
/ Soyez riche et pompeux dans vos descriptions. / C’est là qu’il faut des vers étaler
l’élégance; / N’y présentez jamais de basse circonstance” (Art poétique III, versos
257 - 260).
Bonheim (25) divide a este respecto los objetos a describir en place, person,
thing. Con frecuencia se encomienda a la descripción expositiva la localización
(implícita) de la acción histórica o geográficamente.

Friedemann 204ss; en tono más preceptivo puede verse en Tasso 87.


Booth, Rhetoric 155; cf. también Perry 67.
Ver por ej. el prólogo de Eigner y Worth; o el capítulo sobre “Prophecy” de
Forster.
Aquí el comentario deviene rápidamente metaficción. Ver p. ej. mi Samuel
Beckett 105-9.
Cf. lo que van Dijk llama “pragmatic topics of textual expansion” (Text
Grammars 119).
Booth, Rhetoric 155; Labov y Waletzky 14; Chatman, Story and Discourse
228; Dittmar y Wildgen 709; Prince, Narratology 12; Ruthrof 47.
Bonheim 30; Prince, Narratology 9.
No habría que limitar sin embargo los términos “discurso” o “discursivo” a
este tipo de fenómenos, como hace Bal (Teoría 133).
Así, Prince distingue los signos que nos remiten a la narración de los que
nos remiten al acto de narrar (Narratology 7; cf. Ducrot, “Pragmatique” 520); para
Ruthrof, “narrative surface texts are sets of signs coding at the same time two
ontologically different sets of signifieds: presentational process and presented
world” (viii). Es evidente que en la narración homodiegética el comentario, como el
proceso mismo de narración, es potencialmente un acontecimiento más de la
acción, pero este hecho suele ignorarse en la práctica; en cualquier caso, se
presenta al lector como cualitativamente diferente del resto de la acción en tanto
que modo no narrativo. Cf. también Watson 44.
Cf. Booth, Rhetoric 155. Observemos que Booth no distingue claramente el
comentario de la narración: para él son comentario también los hechos de la
acción que conocemos a través de las palabras de un narrador heterodiegético en
las secciones sin dominante narrativa, a través de notas a pie de página, en las
descripciones, etc. Para nosotros es comentario lo que no es acción (cf. el texto de
Martínez Bonati que citamos unos párrafos más adelante).
Cf. Bonheim 41. Pratt (48, 64) distingue asimismo entre evaluative
commentary y sentence-internal evaluation. Insistimos, sin embargo, en que
nosotros consideramos comentario sólo aquéllo que no está en la acción, sino que
es añadido por el narrador. No consideraremos comentario en este sentido a las
palabras de los personajes portavoces del autor, por muy explícita que sea su
función. Jonathan Culler (“Fabula and Sjuzhet” 35-36) ha mostrado la situación
paradójica a que nos puede llevar el análisis del comentario insertado: en última
instancia, se confunde con el análisis de la acción, pues con frecuencia ésta no
esta allí sino como comentario implícito, o como base de apoyo a la postura del
narrador. Es de resaltar, pues, la interacción entre los planos referencial y
evaluativo de la narración; ésto es aplicable tanto a su producción como a su
interpretación por parte del receptor (Klein 237).
Charles Fillmore, “The Case for Case” 23; cf. van Dijk, Text Grammars 37.
Martínez Bonati 68. Para Klein (239), en la reconstrucción comunicativa de la
narración efectuada por el oyente son teóricamente diferenciables un plano
referencial y uno evaluativo. Cf. también la oposición de Castilla del Pino entre
“funciones indicativas” y “funciones estimativas” en su modelo de descripción
textual (“Psicoanálisis” 319 ss).
T. S. Eliot, “Hamlet and His Problems” 145. Ver E. Vivas, “The Objective
Correlative in T. S. Eliot”.
Cf. Booth, Rhetoric 3 ss, passim; Bonheim 32; 2.4.1.1 supra.
Es bien sabido desde los formalistas rusos, e incluso desde Poe (“The
Philosophy of Composition”), que el final de una novela y el de un cuento no son
estructuralmente equivalentes; el final del cuento soporta un peso significativo
mayor, y es por ello más efectista, más cuidado, más sorprendente. Cf. sin
embargo Bonheim (165 ss).
P. 30. Prince (Narratology 117) utiliza el término metanarrative en un sentido
distinto, derivado de Jakobson: sería “metanarrativa” toda explicitación de los
códigos a que obedece el texto narrativo (lingüísticos o de cualquier tipo). Está
claro que en este sentido “a narrator’s intrusion or an explanation does not
necessarily constitute a metanarrative sign” (171 n. 14). Pero también parece claro
que esta explicitación debería llamarse metasemiótica, pues no se refiere
exclusivamente a lo narrativo.
Para diversas clasificaciones de distintos niveles de lectura crítica, ver por ej.
Frye, Anatomy 71 ss; Susan R. Horton, Interpreting Interpreting; Jameson, “On
Interpretation”, en The Political Unconscious, 31 passim; Hawthorn 22 ss. La base
fundamental de estos niveles de lectura es el mayor o menor ámbito hermenéutico
considerado como contexto de la obra. La primera teorización moderna de estos
fenómeno interpretativo se encuentra en Schleiermacher (Hermeneutik).
Teoría 547. Observemos que no se trata de una transposición en el sentido
de que se abandone el punto focal original, el de la enunciación real: simplemente
se constituyen por referencia más o menos directa a ese punto otros focos
virtuales.
Ya nos hemos referido a la deixis en fantasma. En cuanto a fenómenos
estrictamente temporales, necesitamos por ejemplo postular tales puntos focales
en la definición de los tiempos perfectos. Cf. Bühler 208 ss, 219; Weinrich, Le
Temps 74 passim; van Dijk, Text Grammars 84).
Vemos difícilmente cómo un tiempo puede abstraerse de un espacio. Si
existe una relación auténticamente temporal entre el narrador y la acción
(narradores intradiegéticos) es inevitable la relación espacial, aunque pueda ser
secundaria o estar implícita. Si no es posible establecer una relación espacio-
temporal entre narrador y acción, quizá sea debido a que la relación entre ambos
sea pseudo-temporal (hablaremos de relación temporal neutra en lo que sigue).
Con la noción de tiempo de la narración sólo intentamos una clasificación de
las articulaciones enunciativas del discurso. No entraremos en consideraciones
sobre la filosofía del tiempo en el género narrativo, o sus diferencias cualitativas
con el tiempo de la lírica o el del drama. Cf. Staiger 101 ss; Aguiar e Silva, Teoría
168 ss; Segre, Principios 274 ss; Ricœur, Time and Narrative.
Cf. el argumento de Steven Kellman en The Self-Begetting Novel.
Cf. Friedemann 156. En términos de Freeman: “rather than being the mere
fictions they are sometimes assumed to be, [narratives] might instead be in the
service of attaining exactly those forms of truth that are unavailable in the flux of
the immediate” (224).
Así lo observa Friedemann (96). Cf. el argumento sobre la significación de la
distancia temporal del historiador en la escritura de la historia en Ricœur, Tiempo y
Narracion 1.
Genette, “Discours” 229; cf. Lanser 198 ss; Lintvelt 86 passim; Prince,
Narratology 27 ss.
Ademád de las posibilidades que aportan a la intriga el hecho físico de la
escritura mezclada con la acción, o el discurso-carta manejable por los personajes
en tanto que objeto.
En la medida en que se las quiera considerar relaciones temporales, claro
está.
Genette, “Discours” 234; Prince, Narratology 30.
Cf. una idea semejante, expuesta menos combativamente, en Ingarden,
Literary Work; Sartre, Qu’est-ce que la littérature?; Ramon Fernandez, Messages
60-61; A. A. Mendilow, Time and the Novel 94; Stanzel Theory 25; Lintvelt 74.
Benveniste, “Relations”; cit. por Lozano, Peña-Marín y Abril 103.
La insuficiencia de una solución simple se pone de manifiesto cuando vemos
a Fowler afirmar que normalmente el tiempo pasado de la narración “signals only a
claim of validity for the report, not an insistence on its pastness” (Linguistics and
the Novel 74). La “marca de validez” de Fowler parece en principio contradictoria
con la “marca de ficcionalidad” de Hamburger.
Piénsese, por ejemplo, en Silas Marner: narración heterodiegética autorial
que se propone explícitamente como posterior en varias décadas al momento de
la acción.
Ver por ejemplo sus críticas a Weinrich y Hamburger en Tiempo y relato 2,
65 ss, esp. 75, 98-99. Ricœur enfatiza el valor temporal del pasado narrativo.
Habría que subrayar, sin embargo, que por estar inscritoese valor
estructuralmente en la narración de ficción por su génesis histórica, puede darse
poe supuesto e incluso construirse una estructura paradójica que lo niegue (por ej.
separando con un foso de ficción la acción y el narrador), sin que por ello deje de
ser virtualmente activo.
Cf. Kayser, “Qui raconte?” 77.
Cf. Real Academia, Esbozo 464; Quirk y Greenbaum, 41; Abraham, 360;
Cohn, Transparent Minds 188 ss; cf. nuestras observaciones anteriores sobre el
eje aspectual de permanencia (2.3.2).
Cohn, Transparent Minds 193. Para las consecuencias narratológicas, ver mi
Samuel Beckett 96.
“Discours”; Starobinski 286; Cohn, Transparent Minds 14-15, 143.
Sin embargo, observa Genette, en un relato lo suficientemente ambiguo, la
narración simultánea vuelca la interpretación del texto hacia una interpretación
homodiegética. Es lo que sucede con frecuencia en las lecturas de La Jalousie de
Robbe-Grillet (Nouveau discours 55).
Cf. la observación del pseudo-Longino: “Narrar hechos pretéritos como si
fueran presentes y estuviesen desarrollándose ante nosotros, ya no será una mera
narración; será una escena llena de vida” (Sobre lo sublime, cap. XXV). Cf.
también Kayser, “Qui raconte?” 77; Lausberg,§ 369; Real Academia, Esbozo 464;
Rozental’ 160; Dupriez 383.
Para Kayser estos súbitos contrastes demuestran la falsedad de la teoría de
Hamburger sobre el valor atemporal del pretérito narrativo: “La fonction que remplit
le présent historique, et qui consiste à accentuer le phénomène d’actualisation
temporelle montre que les temps du passé, utilisés par ailleurs, conservent leur
fonction prétériale” (“Qui raconte?” 77). Pero lo que se demuestra no es eso, sino
más bien lo contrario: el que una temporalidad que sólo es presente virtualmente
pueda causar impresión de inmediatez nos lleva a pensar, por analogía, que el
pasado con el que contrasta puede causar impresion de preteridad sin que tenga
que tratarse de algo más que de un pasado virtual. Los tiempos verbales no tienen
por qué tener su valor literal en la narración (cf. van Dijk, Text Grammars 291;
Prince, Narratology 28). Como ya hemos dicho anteriormente, es inútil intentar
extraer categorías del sistema de la lengua y transponerlas de manera mecánica a
la estructura del discurso, sin tener en cuenta el valor añadido que adquieren del
conjunto de relaciones que configuran esta estructura.
Cohn, Transparent Minds 127 ss; Lintvelt 86.
Cf. van Dijk, Text Grammars 291; Prince, Narratology 166 n. 9.
Véase en Fragmentos de Apocalipsis de Torrente el final de la “Quinta
Secuencia Profética”.
Cf. Cohn (Transparent Minds 209). Hemos visto que también es concebible
la movilidad de este punto en una narración plenamente ulterior (Tristram Shandy).
La narración intercalada puede derivar hacia este polo, o hacia el contrario,
transformándose en narración simultánea. Es lo que sucede en parte en Malone
meurt de Beckett y en Le Nœud de vipères de Mauriac.
Para simplificar, ignoraremos la diferencia posible entre el momento implícito
de la escritura y el real; seguidamente también despreciamos la diferencia entre el
tiempo de lectura implícito y el real. Ello no quiere decir que estas diferencias no
sean explotables narrativamente.
Genette señala un caso más complejo por darse en la figura de un autor-
narrador: el de Stendhal, que fechaba la narración de algunas novelas algunos
años antes a su escritura real (“Discours” 232 n.4).
Van Dijk (Text Grammars 291) confunde a este respecto los tiempos de
enunciación real y ficticia en su definición de la narración ulterior.
Véase el prólogo a la edición de Frederick A. Pottle, 12.
Sobre el tema de la continuidad y sobre la especificidad narratológica de
este tipo de comics puede verse Super Heroes: A Modern Mythology, de Richard
Reynolds.
Lévi-Strauss establece una contraposición absurda entre el mito y la
narración literaria en este sentido: parece creer que el mito puede ser
contemplado como estructura o como proceso, mientras que la novela sería sólo
un proceso temporal, una mera secuencia o acumulación de frases (Mito y
significado 68). La “estructura musical” que Lévi-Strauss descubre en el mito es
una característica de todo texto, que se hace más evidente en textos tradicionales
o en géneros fuertemente convencionalizados.
Ingarden niega que la obra sea secuencial: lo que sería secuencial sería su
concretización (Literary Work 305; cf. 3.3.2.2 infra ). Podríamos decir que la
concretización es efectivamente temporal y secuencial; pero esto no es accidental,
pues ya hemos dicho que está inscrito en la obra. Ingarden, en cambio, considera
que la obra en tanto que estructura es atemporal, y que sólo podemos hablar de
principio, mitad y fin, no como tiempo sino como “orden secuencial”. Pero es un
orden que presupone un tiempo. Si lo preferimos, podemos hablar de
secuencialidad significada.
Ingarden (Literary Work 308). A menos, naturalmente, que el autor haya
contado con que algunas partes son prescindibles o su orden alterable (por
ejemplo, Fielding en Tom Jones o Cortázar en Rayuela) proponen una opción de
lectura alternativa consistente en saltarse los capítulos críticos o metaficcionales).
Con posibilidad, naturalmente, de superposiciones, hipercodificaciones y
complicaciones numerosas. Cf. 2.2.1 supra sobre la exposición y sus relaciones
con la estructura temporal del relato.
Lotman 261-65.
Barbara Herrnstein Smith, Poetic Closure 265ss; Ricœur, Time and Narrative
2, 22.
Kermode, Sense 45-46, 66-67 passim; cf. Ricœur, Time and Narrative 2,
27.
Ver Kermode, The Sense of an Ending.
Para Frye (Anatomy) es el mito central de la cultura occidental.
Ver a este respecto el análisis de Macbeth en Kermode, Sense 84-89.
Kermode también relaciona clausura narrativa e impulso tanático (Ricœur, Time
and Narrative 2, 26-27).
Ricœur, Time and Narrative 2, 21.
Ver por ej. Goffman, Interaction Ritual 38; cf. Ricœur: “the search for
concordance is part of the unavoidable assumptions of discourse and
communication” (Time and Narrative 2, 28).
Kermode, “The Modern Apocalypse,” en Sense 93-124; Ricœur, Time and
Narrative 2, 24.
En Nouveau discours du récit Genette matiza esta afirmación: “faute d’une
distinction nette entre les narrataires intradiégétiques (M. de Renoncour dans
Manon Lescaut) et extradiégétiques (le narrataire du Père Goriot), la dissociation
nécessaire entre narrataire et lecteur se trouve passablement brusquée “ (90).
Cf. Prince, “Introduction” 180; Tacca 157.
Por cierto, algunas de las condiciones puestas por Prince parecen un tanto
extrañas. Por ejemplo, el narratario grado cero no sería capaz, al parecer, de
captar las evocaciones desprendidas de los hechos, o no dispondría de criterios
de verosimilitud. Diríamos más bien que no dispone de criterios de verosimilitud
distintos de los del lector textual. Además, olvida una condición fundamental: el
narratario “grado cero” no es descrito por el narrador como un individuo particular.
En lugar de eso dice que no tiene personalidad, características sociales o morales.
Eso es ya mucho decir: el lector textual sí tiene características de ese tipo, aunque
se manifiesten implícitamente.
Por supuesto y redundante deberíamos callarlo: el narrador también puede
describir directamente a su interlocutor ficticio (cf. Martínez Bonati 94, 188).
Estos conceptos fueron introducidos por la escuela de Praga. Topic y
comment son dos equivalentes en la lingüística del discurso desarrollada en los
países anglosajones. Cf. Chomsky, Aspects, cap. IV; Segre, Principios 41; Leo
Hickey, “Topicalization: How Does It Take Place?”.
Según Castilla del Pino, “inferir es postsuponer por uno lo presupuesto en
otro “ (“Psicoanálisis” 324); pero también podemos inferir lo que el otro no sabe
que presupone, y adquirimos así una perspectiva irónica sobre él (es el caso de
muchos narradores no fiables).
Prince, “Introduction” 184 - 185; “Notes” 101; Narratology 18 ss.
J.-K. Adams 66; cf. Chatman, Story and Discourse 168.
Según Friedemann (37) el efecto es como si el narrador hablase consigo
mismo.
Cf. Prince, “Introduction” 189 ss; Narratology 21 ss.
“Comprehensive Theory” 58. Genette acepta esta identificación de buena
gana: “Voilà une instance d’excisée, pour la plus grande joie de notre maître
Occam, et ces petites économies ne sont pas à mépriser par les temps qui
courent” (Nouveau discours 95).
Lo cual sucede raras veces. En efecto, lo común es que el narratario, sobre
todo si está personalizado, sólo tenga conocimiento de la narración, y no de los
elementos metatextuales de la obra, como el título, las referencias editoriales,
prólogos, etc. (al contrario de lo que cree Prince, Narratology 24).

3.3. AUTOR TEXTUAL - OBRA - LECTOR TEXTUAL

Autor textual y lector textual son lo que denominaremos instancias virtuales de la


comunicación literaria. Son figuras que, de acuerdo con las convenciones de
lectura e interpretación literaria normalmente vigentes, son un elemento esencial
de la estructura de la obra, aun cuando no se haga referencia a ellos de acuerdo
con las reglas de comprensión lingüística usuales. Son la manifestación en el
interior de la obra, entendida como discurso históricamente situado, de los
interlocutores reales, el autor y el lector. Estos no están presentes como tales en
la obra; es decir, no accedemos a ellos mediante los múltiples discursos que nos
permiten construir su figura histórica, sino sólo a través de las convenciones
literarias por la obra, que configuran una imagen implícita del enunciador y del
receptor:

only implied authors and audiences are immanent to the work, constructs of the
narrative-transaction-as-text. The real author and audience of course
communicate, but only through their implied counterparts. (Chatman, Story and
Discourse 31).

Habremos de tener en cuenta, sin embargo, que a esta “inmanencia” sólo se llega
tras una adecuada contextualización de los procesos textuales e interpretativos.
Quizá sería más acertado decir que autor y lector textual son inmanentes a la
creación e interpretación de la obra, a su uso en tanto que discurso históricamente
situado.
Una cuestión importante que se suele pasar por alto al describir la estructura
“autor : autor implícito :: lector implícito : lector” es la falsa simetría existente entre
los pares de términos. Podemos emparejar al autor implícito con el lector implícito
y al autor real con el lector real en virtud de esta “presencia” en el texto de los
primeros. Pero veremos que esta misma presencia implica que desde un punto de
vista práctico el paralelismo se establece en otro sentido.
Jakobson observó que en la descripción de la comunicación en general hay que
suponer la existencia no de un código compartido por emisor y receptor, sino de
dos códigos parcialmente coincidentes: el del emisor y el del receptor. La
comunicación queda así problematizada: no hay una traducción directa de los
contenidos, sino que es necesaria a la vez una negociación de los códigos
empleados. En literatura, como en cualquier otra forma de comunicación, el código
que permita crear sentido en el texto “es sólo parcialmente compartido por las dos
partes, y los códigos en juego son todos los códigos culturales”. Aún hay más
circunstancias que contribuyen a la mediatización de la comunicación literaria.
Teniendo en cuenta el carácter escrito y no interactivo de la comunicación literaria,
observaremos que en la escritura del texto y en su lectura efectiva no son autor y
lector quienes entran en contacto. El circuito comunicativo en literatura “está
dividido en dos partes, emisor-mensaje y mensaje-destinatario” (Segre, Principios
19). Castilla del Pino también llama la atención sobre esta circunstancia. En la
escritura de la obra, el autor sólo dispone de la mitad del contexto. La otra mitad,
la del lector, le es desconocida. Debe crearla en cierto modo. La situación se
invierte en el proceso de lectura, en el cual el lector real sólo tiene acceso a la
imagen textual del lector. En cierto sentido, el contexto de la comunicación literaria
estándar es un doble contexto, compuesto de dos contextos reales que sólo
imaginativamente entran en contacto.

La identidad o comunidad de ambos contextos es una tarea imaginaria: en efecto,


el autor cree dirigirse a un lector que le ha de entender, y el lector cree entender al
autor, ambos precisamente porque se imaginan en el mismo contexto o capaces
de situarse en tal.

Las “parejas” tal como se presentan en el fenómeno literario son, por tanto, autor /
lector textual y autor textual / lector (cf. los cuadros en 3.1.4.2 [nº 1] supra; 3.3.1
infra). Deberemos tener este hecho en cuenta aunque agrupemos a continuación
al autor y lector textuales por su status fenomenológico semejante.

3.3.1. El autor textual

3.3.1.1. Autor textual y autor real

Llamaremos autor textual o enunciador del texto literario al sujeto real que asume
la enunciación de la obra literaria, tal como es concebido por un lector. Sigue de
aquí que puede haber “varios” autores textuales, pues su voz es resultado de un
acto interpretativo. Y la construcción del autor textual realizada por un mismo
lector puede variar a medida que tiene en cuenta un contexto interpretativo más
amplio (por ejemplo, datos biográficos sobre el autor, otras obras del mismo,
nuevas estrategias interpretativas...).
Ya nos hemos referido a las funciones que el lenguaje desempeña
simultáneamente en todo acto comunicativo. Lyons las sintetiza así:

every utterance is, in general and regardless of its more specific function, an
expressive symptom of what is in the speaker’s mind; a symbol descriptive of what
is signified and a vocative signal that is addressed to the receiver. (Semantics 52)

El autor no puede evitar, por tanto, su presencia implícita en la obra; no puede


eliminar el valor indicial de ésta. Todo texto nos remite parcialmente a la situación
comunicativa; todo texto escenifica el diálogo que a través de él tiene lugar entre
emisor y receptor. Consecuentemente con su teoría de la ficción, Martínez Bonati
afirma que la obra literaria no es un síntoma lingüístico del autor como la frase lo
es del hablante (131). Esta afirmación es una moderación de la afirmación de la
independencia total entre autor y obra corriente entre los formalistas y los New
Critics (cf. Eïjenbaum, “Manteau” 288). La palabra no es sólo un signo-referencia;
también es un síntoma o indicio, una huella de su productor, tanto en sus usos
instrumentales como en los artísticos. En tanto que síntoma del hablante, la obra
literaria no sigue las mismas reglas que otro tipo de síntoma, por ejemplo, un
discurso político: pero el problema es si queremos dar a esa manifestación
sintomática el carácter de “lingüística” o no; que existe es innegable. No es
argumento válido decir que el productor (virtual) de la narración es el narrador y
que todo indicio remitiría a él, pues es obvio que el productor (real) es el autor, y
corresponde al intérprete dar sentido a los indicios con los que se encuentra de
acuerdo con diversos códigos interpretativos adecuados. Al comprender la obra
hemos interpretado no sólo el acto ilocucionario directo (o mensaje) del narrador,
sino también el acto ilocucionario indirecto (o metamensaje) del autor (cf. Castilla
del Pino, “Psicoanálisis” 314). Presuponemos, por tanto, dos contextos
comunicativos diferentes desde el momento mismo en que comprendemos la
obra. Y un mismo indicio adquiere diferente sentido en relación a uno y a otro.
Interpretaremos los indicios de la personalidad del narrador de acuerdo con el
marco comunicativo ficticio. Pero sabemos que ese marco está a la vez
encuadrado en un marco comunicativo real, la comunicación literaria, dentro del
cual los indicios adquieren otro sentido, pues se añaden nuevas reglas
interpretativas. No obtendremos grandes conocimientos sobre Faulkner si
interpretamos la narración de Benjy Compson como un indicio siguiendo los
mismos códigos que nos han permitido construir la persona de Benjy. Pero
podemos utilizar otros desde el momento en que sabemos que esa narración está
enmarcada en una novela, y no es una transcripción real de los pensamientos de
un idiota. Faulkner quedará así caracterizado cuanto menos como un autor de
vanguardia frente la tradición literaria.
Por tanto, el sujeto hablante siempre se manifiesta en el discurso. Puede elegir
dentro de ciertos límites el modo de su manifestación, pero no eliminar ésta. Para
empezar, la función “expresiva” del lenguaje se da en gran medida a través de
efectos perlocucionarios que escapan al control del hablante. Aun si el autor de
una obra no se manifiesta de manera explícita, siempre se halla implícito en el
texto. Es conocida la respuesta de Booth a las teorías narrativas “dramáticas” de
la primera mitad del siglo que preconizaban la “desaparición del autor” y la
“objetividad”: “though the author can to some extent choose his disguises, he can
never choose to disappear” (Rhetoric 20). La obra literaria es un acto de habla, y
por tanto una toma de postura de un sujeto ante una situación.
Pero el autor tampoco puede manifestarse plena y explícitamente al lector.
Podríamos también invertir los términos de Booth, y afirmar que si bien la palabra
revela necesariamente a su productor, nunca lo revela totalmente. La narración
literaria actual es narración escrita. Esto supone que todo contacto usual entre el
autor y el lector se efectúa por medio del lenguaje. Y el lenguaje tiene una
limitación inherente a la hora de revelar al hablante. Es inútil que el sujeto de la
enunciación busque traducirse íntegramente en un sujeto del enunciado: se
produce una alienación del sujeto en su discurso, lo que Lacan ha denominado la
refente du sujet: “El ‘yo’ del discurso indica el (yo) sujeto hablante, pero sin llegar a
significarlo, el significado se desvanece en el significante”. Angustiado por la
incapacidad de fijar su yo, el autor puede recurrir a la fantasía, a la ficción, y crear
una ilusoria personalidad más sólida que el fluir permanente de la conciencia. Para
Lacan, esta situación está inscrita en la esencia misma del lenguaje y de la
estructura del sujeto:

El drama del sujeto en el verbo consiste en que experimenta su carencia de ser. Al


objeto de aliviar este instante de carencia, viene una imagen a la posición de
soportar todo cuanto un deseo conlleva: proyección, función de lo imaginario.

Por supuesto, es fácil exagerar estas afirmaciones. Se trata de una ausencia en


términos absolutos: es evidente que siempre podemos tener una presencia o
ausencia relativas (es decir, relativas a un determinado objetivo pragmático). Pero
la división fundamental entre el sujeto y sus representaciones semióticas
permanece: el lenguaje sólo traduce a su enunciador de una manera parcial.
Por otra parte, del carácter normalmente escrito, masivo y no interactivo de la
narración literaria (cf. 3.1.3 supra) se deriva otra no coincidencia fundamental
entre el autor y la imagen textual que de él forma un lector. El aspecto físico del
autor no desempeña un papel relevante en la comunicación, como tampoco todos
aquellos aspectos de su personalidad que no se vean reflejados en el texto. El
autor textual es por tanto una imagen del autor real que sufre de una reducción
descriptiva impuesta por la naturaleza misma del texto. A veces los teorizadores
ven en esto una limitación, un impedimento para la comunicación. Otras veces se
contempla la no coincidencia entre autor real y autor textual como una ventaja. El
autor real es un individuo limitado, defectuoso. El autor incluído en el marco de la
obra está purificado de esas imperfecciones: sólo nos ofrece la personalidad ideal
del autor real; un yo despersonalizado y saturado de valores sociales (Fowler,
Linguistics and the Novel 80). Es así como se produce el fenómeno corriente de
que la obra pueda parecer superior al hombre que la ha hecho (cf. Machado 52).
Es en este sentido en el que Booth ha propuesto la figura del “autor implícito”
(implied author) como la figura construida por el lector para dar cuenta del todo
artísticamente completo de la obra. El autor implícito de Booth es el guardián de
los valores de la obra, el que cuida de que ésta sea un pronunciamiento definido
sobre la realidad, y no una simple objetividad cuyo sentido está a la libre
disposición del lector. Booth remite a conceptos anteriores, como el “second self”
del autor señalado por Edward Dowden o por Kathleen Tillotson (The Tale and the
Teller), o el “Authorial ‘I’” de Geoffrey Tillotson (Thackeray the Novelist). De hecho,
este concepto ya es corrientemente utilizado, aunque con cierta confusión, durante
siglo que precede a Booth. Cuando se habla de la “desaparición del autor” o
“impersonalidad” (como lo hacen de una u otra manera Flaubert, James, Yeats,
Eliot, Pound, Beach, Joyce, Huxley, Lubbock, Schorer, Kayser o Friedman) ya se
está aludiendo en mayor o menor medida al autor textual, y no al autor real, que
difícilmente puede desaparecer del panorama sin que con él desaparezca la obra.
Aunque siguiendo a Booth se suele usar el término de “autor implícito” para
referirse a esta peculiar voz textual, preferimos hablar de autor textual, para
resaltar que no siempre se trata de una voz implícita. Se trata de un rol
comunicativo que puede manifestarse explícitamente o implícitamente.
El autor textual, en cuanto tal, aparece en la obra inmutable e inmortal. Para un
lector dado, el texto ofrece una imagen de su productor que no cambiaría sino con
la alteración del propio texto (de hecho también cambia con la alteración de las
convenciones según las cuales se le interpreta, aunque esto está fuera del
horizonte del lector medio). El autor real, en cambio, está inmerso en el tiempo: no
sólo está destinado a morir, sino que su personalidad evoluciona: es “el hombre
contingente que se ha quedado fuera para desintegrarse en el incesante fluir del
tiempo”. Ello no quiere decir que el autor siempre se manifieste en las obras de la
misma manera. Definimos el concepto de autor textual con relación a una obra por
razones prácticas, pero es evidente que no se trata de un concepto
necesariamente ligado a la unidad de la obra. Puede ser que la imagen del autor
textual que se desprende de la totalidad de una obra sea diferente de la que se
desprende de un fragmento de la misma, ya sea por efecto deliberado o por
defecto de cálculo por parte del autor o del lector.
Tampoco tiene esta imagen textual por qué aparecer inmutable (para un
intérprete dado) en diferentes obras del mismo autor, sobre todo si el autor real ha
sufrido un cambio considerable. Además, tanto la presencia como la ausencia del
autor pueden devenir temas literarios, reflexiones del autor sobre su actividad, o
estrategias literarias, instrumentalizaciones retóricas de un marco interpretativo
que autor y lector comparten. El autor real puede controlar hasta cierto punto su
imagen, buscando un efecto estético particular: “the writer sets himself out with a
different air depending on the needs of particular works” (Booth, Rhetoric 71). Si
consideramos el conjunto de la producción de un autor, nos haremos una idea de
su personalidad literaria mucho más compleja que si nos basamos en una sola
obra.
De la misma manera, diferentes intérpretes pueden construir diversos tipos de
autor textual sobre un mismo texto. Las divergencias pueden deberse a simple
ignorancia de uno de los intérpretes, a un desconocimiento de cualquiera de las
convenciones que nos permiten reconstruir la figura del autor textual (en cuyo
caso el conflicto tiene una menor trascendencia cultural) o a una divergencia
crítica o ideológica más profunda, que ponga de manifiesto conflictos existentes
entre valores socialmente aceptados. Lo que es subjetivo para unos intérpretes
suele ser objetivo según otros, y en estos casos siempre es conveniente encontrar
terrenos comunes entre las dos interpretaciones y averiguar si la diferencia es
resoluble a través de la argumentación objetiva mediante criterios y datos
compartidos. Puede incluso suceder que un mismo lector proyecte
simultáneamente diversas figuras de autor textual, sin lograr decidir cuál es la
adecuada, o bien a modo de inferencia, mientras está teniendo lugar la
concretización de la obra, o bien porque el lector renuncia explícitamente a atribuir
un sentido determinado a la obra. Todos estos casos son perfectamente posibles,
y no deberemos olvidar que el autor textual es ante todo el producto de una
estrategia interpretativa del receptor. Pero la posibilidad de su multiplicidad,
transitoriedad, inesencialidad, etc., no debería cegarnos ante la evidencia de que
en la inmensa mayoría de las situaciones discursivas necesitamos fijar de alguna
manera el significado de la obra, y postular un autor textual determinado. O, más
bien, en la mayoría de las situaciones de lectura no reflexionamos demasiado
sobre el asunto y aceptamos la imagen del autor textual como un elemento más
de la estructura del discurso, como un dato proporcionado por la obra. Y en cada
caso la exigencia de comunicabilidad nos obliga a entender “nuestro” autor textual
como el autor textual sin más.
El autor textual suele mantener una visión y una ideología semejantes o, en
todo caso, no contrarias a las del autor real o histórico. Esta suele ser la voluntad
del autor real: comunicar sus ideas y su visión del mundo, y es el funcionamiento
normal de la institución literaria: “[r]eaders do give implied authors an authorial
weight, and the culture does give intellectual and cultural pre-eminence to authors
on the basis of their literary voices” (Lanser 132). El autor prevé que los lectores
sabrán escuchar esta voz extradiegética, que habla entre líneas, haciendo uso de
su competencia literaria.
Pero la imagen textual no corresponde forzosamente punto por punto al autor
real (cf. Tomashevski, Teoría 182). Es frecuente que el autor real quiera
diferenciar de sí su imagen textual, en mayor o menor grado. El autor puede estar
“especializado” en un determinado tipo de imagen textual, al margen de su
personalidad cotidiana: el humorista, el moralista, el observador, etc. (Booth,
Rhetoric 128). Esta imagen puede convertirse así en una mercancía, y el autor en
un vendedor de “estilo”. Se puede vender un estilo masivamente aceptado, o
desarrollar su propio estilo y crear así en cierto modo la necesidad de esa
mercancía. El artista creativo, como señala Weimann, no escapa a las leyes de
libre competencia de la sociedad moderna, y ello afecta al modo en que su
individualidad se manifiesta en el texto. Otra posibilidad es la disimulación
deliberada, el engaño o falsificación de estilos, (cf. infra) en cuyas motivaciones y
variedades posibles no entraremos, o la producción involuntaria de una imagen
textual que no corresponde a la intención del autor. Aún otro fenómeno se da
cuando el autor practica una estética de la despersonalización, una escritura
experimental en la que el autor escape al control de la interpretación del lector. En
el caso de Flaubert, señala Barthes (hiperbólicamente), “on ne sait jamais s’il est
responsable de ce qu’il écrit (s’il y a un sujet derrière son langage); car l’être de
l’écriture (le sens du travail qui la constitue) est d’empêcher jamais de répondre à
cette question: Qui parle?”.
La principal razón para separar la intención del autor real de la intención del
autor textual es, sin embargo, que la primera se encuentra fuera del ámbito de
relevancia estética para el lector de una obra literaria. Como vemos en la figura nº
6 (en la sección 3.1.4.2), el lector construye la intención textual a partir de la obra,
sin que sea inmediatamente relevante el que en la composición de la obra el autor
haya buscado deliberadamente los efectos de sentido así producidos. Como
resultado de este cambio de perspectiva, y no como un rechazo a la naturaleza
intencional del discurso, hay que interpretar la denuncia de la “falacia intencional”
que hacía la crítica formalista. Las intenciones relevantes son (idealmente al
menos) las que se encuentran inscritas en la propia obra, y que el autor haya sido
consciente o no de ellas es un problema secundario. En palabras de Käte
Friedemann,

Nicht Künstlerpsychologie allein sei zu treiben, oder gar nur von dem auszugehen,
was der Künstler wollte, um von da zu verstehen, was er erreicht hat, sondern
umgekehrt, aus der Form eines Kunstwerks sei unmittelbar das herauszulesen,
was der Künstler wollte. (viii)

Naturalmente, esto sólo es cierto desde el punto de vista estético que sólo
considera la obra como un objeto de arte que contemplar; no puede convertirse en
un axioma de hermenéutica general ni puede limitar la crítica ideológica o la
semiótica cultural que estudia otros aspectos del fenómeno literario más allá del
puramente estético.
Aún otra posibilidad de modulación de la figura del autor en la obra nos lleva a
la “neutralidad” o la “impasibilidad” autorial (cf. Booth, Rhetoric 77 ss). Por razones
estéticas o de otra índole, el autor real aprovecha la refente du sujet antes
mencionada para presentar una personalidad más abstracta o ideal que la suya
propia. Las grandes obras, observa Booth, tienden a proponer valores que son
aceptables para la mayoría: la tolerancia desempeña un papel importante (141).
La célebre impassibilité buscada por Flaubert no es necesariamente una
característica del autor real, sino del autor textual (cf. Booth 82). De ahí que
podamos rechazar las ideas de un autor como persona, pero seguir
considerándolo un artista, si ha creado un autor textual con un grado de
objetividad suficiente. En cambio, si rechazamos la ideología del autor textual, el
libro nos parece malo o miope (Booth 138). Hemos señalado en relación al
narrador que en gran medida la inteligibilidad de la comunicación pasaba por la
reconstrucción del enunciador a partir de su texto. Si el narrador no coincide con el
autor textual, debemos realizar una doble reconstrucción: el texto en tanto que
narración y su contexto ficticio nos hacen identificar al narrador; el texto en tanto
que obra literaria y el contexto de la comunicación literaria nos guían en la
identificación del autor textual. Como señala Booth, “any story will be unintelligible
unless it includes, however subtly, the amount of telling necessary to make us
aware of the value system which gives it meaning” (Rhetoric 112). No creemos sin
embargo que la obra sea “ininteligible” si no se nos llega a convencer para
compartir esos valores, como afirma Booth a continuación; será más bién
éticamente confusa, rechazable, o simplemente problemática.

3.3.1.2. ¿Es necesario el autor textual?

Algunos críticos niegan la necesidad de contemplar la figura del autor textual


(implied author) en el estudio pragmático del discurso de ficción. Genette, a su
vez, lo despacha de la narratología: no hay sitio en su “Discours du récit” para el
autor textual. A su juicio, el autor implícito es una complicación innecesaria del
polo de la enunciación:

si l’on conserve l’instance de l’auteur implicite, cela fait trois instances—d’où ce


tableau “complet” dont on trouve diverses variantes chez Chatman, Bronzwaer,
Schmid, Lintvelt et Hoek:

[auteur réel [auteur implicite [narrateur [récit] narrataire] lecteur implicite] lecteur
réel]

ce qui commence à faire beaucoup de monde pour un seul récit. A moi Occam!
(Nouveau discours 96)

Pero si nos descuidamos nos podemos cortar los dedos con la navaja de Occam.
Ante todo, ya hemos dicho que no puede representarse la relación entre autor,
autor textual, lector y lector textual como un simple sistema de cajas chinas como
el que rechaza Genette en Chatman (Story and Discourse 151) o en Bronzwaer.
Una representación más adecuada sería la que ofrece Carlos Castilla del Pino
(“Psicoanálisis” 269):
(...)

(A = contexto del autor; L= contexto del lector. Las líneas [gruesas] muestran el
componente empírico del contexto; las [finas], el componente imaginario del
contexto)

Este diagrama representa la perspectiva de la comunicación literaria desde el


punto de vista del autor. Si adoptamos la perspectiva del lector, como ya hemos
apuntado anteriormente, se invertirían los componentes empíricos e imaginarios
del diagrama, y aparece el autor textual como una construcción realizada por el
lector, y que está por lo tanto sujeto a variabilidad según la interpretación de cada
lector. Para Berendsen, “we should avoid speaking of the implied author. There are
as many implied authors as there are global interpretations of the entire narrative”
(“Teller” 148). Esto supone al menos el reconocimiento del autor textual como
casilla hermenéutica a rellenar, aunque su manifestación efectiva en cada lectura
pueda ser muy diferente. Es evidente, sin embargo, que las obras literarias son
comprensibles, y que con frecuencia muchos aspectos de sus valores o de su
intencionalidad no son objeto de disputa. Las interpretaciones de distintos lectores
se agrupan en torno a un núcleo medio, lo cual puede servirnos para dar cierta
consistencia adicional a la figura del autor textual.
Aún otro argumento se suele aducir contra el concepto de autor textual: sería un
intento absurdo de desvincular al autor real de su obra:

Aucune raison pour décharger de ses responsabilités effectives (idéologiques,


stylistiques, techniques et autres) l’auteur réel—sauf à tomber lourdement du
formalisme dans l’angélisme. (Genette, Nouveau discours 97).

Cela aurait permis de condamner un texte sans condamner son auteur, et vice-
versa. Proposition très séduisante pour le gauchisme des années soixante.

Pero esta figura no resulta sólo de una conveniencia moral o política, sino también
de una estricta necesidad semiótica, como debería desprenderse del análisis de
Castilla del Pino. La alteridad irremediable entre el signo y la cosa suele ser
ignorada por convención; ello hace posible la comunicación, pero no elimina la
posibilidad del error, la incoherencia, el simplismo o el engaño deliberado en la
interpretación del signo. Es en estos casos cuando se hace evidente la diferencia
entre el autor histórico de un texto y su autor textual.
Genette mismo acepta que hay casos que nos podrían llevar a disociar al autor
real de su imagen textual (Nouveau discours 101):
• Un caso sería cuando una personalidad inconsciente del autor se manifiesta en
sus escritos. Este caso es problemático; pero habremos de admitir que el autor
textual es aquí una construcción consciente del lector, además de una
construcción inconsciente del autor.
• Otro sería el caso de la disimulacion voluntaria; “je ne vois”, nos dice Genette,
“aucune raison pour que cette image soit infidèle” (Nouveau discours 99).
Veamos un caso de disimulación voluntaria, el de Kierkegaard:
[D]esde el punto de vista de toda mi actividad como autor, concebida
íntegramente, la obra estética es un engaño, y en eso estriba la más profunda
significación del uso de seudónimos. (...) ¿Qué significa, pues, “engañar”?
Significa que no se debe empezar directamente con la materia que uno quiere
comunicar, sino empezar aceptando la ilusión del otro hombre como buena. Así,
pues (para mantenernos dentro del tema de que se trata especialmente aquí), no
se debe empezar de este modo: yo soy cristiano; tú no eres cristiano. Ni tampoco
se debe empezar así: estoy proclamando el Cristianismo; y tú estás viviendo
dentro de categorías puramente estéticas. No, se debe empezar de este modo:
vamos a hablar de estética. El engaño está en el hecho de que uno habla de ella
simplemente para llegar al tema religioso. (...) No puedo detallar más la
descripción de mi existencia personal aquí; pero estoy convencido de que
raramente ningún autor ha empleado tanta astucia, intriga y sagacidad para lograr
honores y reputación en el mundo con vistas a engañarlo, como yo he
desarrollado para engañarlo inversamente en beneficio de la verdad. (…) Este es
el primer período: mediante mi modo de existencia yo pretendía apoyar la obra
estética y escrita bajo seudónimo en su totalidad. (...) [E]n la época en que se me
consideraba como irónico, la ironía no se hallaba donde «el público altamente
estimado» pensaba (...). [L]a ironía estribaba precisamene en el hecho de que
dentro de este autor estético, bajo su apariencia mundana, estaba oculto el autor
religioso (Mi punto de vista, caps. I.5- II)

Si alguien no ve aquí en qué sentido la imagen textual del autor no es fiel al autor,
es inútil entrar en mayores explicaciones. Booth arguye que no tiene sentido
hablar de insinceridad del autor real en la obra: “A great work establishes the
‘sincerity’ of its implied author, regardless of how grossly the man who created that
author may belie in his other forms of conduct the values embodied in his work”
(Rhetoric 75). El ejemplo de Kierkegaard también parece dejar claro que hay una
sinceridad del autor real que no se confunde con la sinceridad del autor textual. La
no coincidencia entre los valores de ambos no es en modo alguno irrelevante. Por
otra parte, Genette aún ha de aceptar de mala gana otros casos igualmente
evidentes de divergencia evidente entre autor y autor textual: los escritos
apócrifos, los escritos de autor múltiple firmados por una sola persona, etc.
Un argumento de otro género presenta Genette contra el autor textual: aun
aceptando su existencia, no sería una figura de la incumbencia de la narratología:

La narratologie n’a pas à aller au-delà de l’instance narrative, et les instances de


l’implied author et l’implied reader se situent clairement dans cet au-delà.

Nos parece esta una interpretación demasiado estrecha del campo de la


narratología. Esta debe atender no sólo a la forma “tangible” de los relatos sino a
toda su estructura, incluyendo en ella todos los factores virtuales que intervienen
en la comunicación narrativa. Hay géneros narrativos (por ejemplo, el monólogo
interior) que no se definen como tales narraciones más que en el nivel de la
comunicación autor textual-lector; y en cualquier caso, narrador y autor textual se
definen recíprocamente, por oposición uno a otro o por identidad: no podemos
dejar a uno dentro y a otro fuera del esquema descriptivo. Abogamos aquí por una
concepción de la narratología mucho más amplia que la de Genette—de hecho,
una narratología que englobe el estudio teórico de lo que es propiamente narrativo
en todos sus aspectos. Si bien la voz del autor no es una característica exclusiva
del género narrativo, tampoco lo son los hablantes ficticios, el punto de vista, etc.;
sin embargo, todas estas categorías (a) son elementos estructurales del texto
narrativo, y (b) adoptan modalidades específicas en los textos narrativos. En
ambos sentidos son incumbencia de la narratología.
Genette, pues, acaba aceptando a regañadientes la existencia del autor textual
como estrategia interpretativa. Un proceso de autodesmentido comparable al de
Genette aparece en el libro de Toolan, quien se dispone a demostrar la
irrelevancia del autor textual en una teoría interpretativa, un estudio de “the
individual or ‘position’ we judge to be the immediate source and authority for
whatever words are used in the telling” (Toolan 76). Su razonamiento se desvía
inconscientemente, hasta que acaba reducido a la afirmación de que el autor
textual no “funciona” en una teoría de la transmisión literaria: “it is not a real role in
narrative transmission. It is a projection back from the decoding side, not a real
projecting stage on the encoding side” (Toolan 78). Por supuesto. Pero una teoría
de la narración presupone una teoría de la interpretación. No podemos reducir los
estudios literarios al monoperspectivismo, al estudio de sólo la mitad del proceso
comunicativo, la que une lector y obra, desdeñando la actividad del lector. Si el
concepto de autor textual es una categoría necesaria en el estudio de la
interpretación, es suficiente para tenerlo en cuenta en un estudio global de
fenómenos narrativos comunicativos. Y aún más: la afirmación de que esta figura
no afecta a la transmisión narrativa es harto precipitada. Un autor conoce y puede
explotar de diversos modos el hecho de que el público recibirá sólo una imagen
virtual del autor de la obra. El proceso discursivo no puede seccionarse
limpiamente entre emisión y recepción: cada una de ellas se infiltra en la
estructura de la otra; autor, autor textual, lector y lector textual se presuponen
mutuamente.

3.3.1.3. Autor textual y narrador

Ya hemos señalado antes (3.2.1.2 supra) en qué medida el autor renuncia a la


palabra desde el momento en que crea un narrador ficticio. Jon-K. Adams (60)
niega que el autor textual [implícito] disponga, generalmente hablando, de
recursos retóricos. Sólo uno le quedaría: la selección de lo narrado, “because
selection of material does not in itself require the writer to be a speaker” (61). Ya
hemos señalado lo absurdo de la teoría de Adams al no reconocer como actividad
lingüística el acto de habla del autor. Es absurdo no concederle una retórica
cuando debemos atribuirle una póética que necesariamente incluye una retórica.
Hay además en la propuesta de Adams una división inadecuada de tareas entre
autor y narrador. La selección de lo narrado (concepto que incluye, por ejemplo, la
focalización) puede ser igualmente tarea del narrador. En el caso de un narrador-
autor o de un narrador-novelista, la desempeña de modo explícito y
autoconsciente. Puede también aparecer la figura del editor, como en Les liaisons
dangereuses de Laclos o La nausée de Sartre, para explicar la ausencia de parte
del material producido por el narrador o narradores, cartas aburridas o páginas
perdidas, y justificar la existencia del documento privado como literatura. Al asunto
de la selección podríamos añadir la combinación. Cada narrador es responsable
de la organización del material dentro de su narración. Sólo si esa narración ha
sido alterada, descontextualizada o combinada con otras narraciones se hacen
necesarias estas figuras editoriales. La frontera entre ellas y el autor textual es
borrosa, pero existe. En The Sound and the Fury no aparece editor que justifique
la naturaleza de las cuatro narraciones de Benjy, Quentin, Jason y el narrador
extradiegético, o su combinación en un todo. Esta es atribuida al autor, que así
interviene directamente, aunque sin voz, en la organización narrativa. La diferencia
exacta entre autor textual y autor-narrador-editor explícito es ciertamente difícil de
establecer. ¿A quién atribuir, por ejemplo, las fechas que encabezan cada uno de
los capítulos de The Sound and the Fury? Proponíamos antes (3.2.1.10) hablar de
“autor-narrador” en tales casos, sin querer entender por ello una multiplicación de
personalidades. Se trata sencillamente de diversas formas de representación del
autor en el texto: el autor textual actúa de manera implícita en tanto que
selecciona y ordena narraciones de otros; explícitamente en tanto que narra, firma
o fecha como tal autor. Tendríamos pues en cualquier obra literaria que nos
presente una narración ficticia dos áreas textuales: la narración en sí, enunciación
en primer lugar del narrador, y la enmarcación de esa narración, en la que se oye
la voz directa del autor textual. Este marco tiene una existencia virtual y
convencional en cualquier caso, pero también aparece explícitamente en mayor o
menor medida: nos referimos a elementos como títulos, epígrafes no atribuidos al
narrador, prefacios, glosarios, índices, etc.
Estos elementos pueden influir considerablemente en la interpretación del
lector, pues suelen contener evaluaciones implícitas u otras indicaciones de la
intencionalidad autorial, aunque sea mediante recursos simbólicos. El título de las
obras literarias es según Pratt el equivalente funcional del abstract identificado por
Labov en la narración oral de anécdotas. Según Dressler, el título es un elemento
que va estrechamente unido al tópico textual, y manifiesta así la estructura
profunda del texto. Pero en la novela su relación con el texto del narrador no es
uniforme: Stanzel (Theory 39) y Watson (51 ss) señalan diversos grados de
integración funcional entre títulos de capítulos y texto, mostrando cómo el uso del
título es un elemento a tener en cuenta a la hora de caracterizar la estructura del
discurso. De todos modos, existe gran variación en este aspecto, y conviene aquí
remitir a las obras sobre el texto marginal de Genette y Couturier. Booth (Rhetoric
198 n. 25) observa que en la novela actual, en la que el comentario explícito del
autor textual está “prohibido”, tienen mucha mayor importancia estos elementos, al
ser la única manifestación explícita de la voz del autor.
Otro modo de manifestación del autor textual es más esquivo: la ironía. Frye
rastrea las raíces del concepto de ironía, y ve su esencia en “a technique of
appearing less than one is, which in literature becomes most commonly a
technique of saying as little and meaning as much as possible” (Anatomy 40). Ya
hemos visto que hay un límite al decir en literatura, que es el mostrar. En cierto
sentido, el autor que muestra “calla”, parece no decir. Juega con el elemento de
proyección objetiva de la palabra, aparentando haber suprimido de su lenguaje
toda función menos la referencial. Pero a pesar de todo puede jugar con las
convenciones interpretativas del lector, entre las que se encuentran sus
estrategias de competencia literaria, su capacidad de interpretar la construcción de
la obra literaria. Así el autor puede ironizar sobre la acción calladamente: el lector
interpretará la narración (del narrador) según las convenciones del género
lingüístico que se utilice como motivación, pero interpretará la obra (del autor
textual) según las convenciones de la literatura. Hay que distinguir aquí, pues, dos
tipos fundamentales de ironía en el discurso: la ironía del narrador y la del autor
textual. Ambos comparten el principio básico de la ironía: el destinatario ha de
reconocer en el enunciador una no adhesión a su comportamiento lingüístico (cf.
Lozano, Peña-Marín y Abril 160).
El narrador puede ejercer su ironía de la misma manera que cualquier hablante.
La ironía supone aquí que el narrador utiliza una enunciación ajena (real o virtual)
situándola en el contexto de su propia enunciación, en el cual la primera se vuelve
incoherente. Así se pone en evidencia la superioridad del narrador sobre el
enunciador al que se alude, aunque también son posibles casos más matizados:

El caso quizá más común, pero también el más sutil, es aquel en que una palabra
ajena es a la vez mostrada como extraña y utilizada “dialógicamente” con la
propia, o aquel en que una forma, un registro, un estilo, son vistos a la vez
burlonamente y con “simpatía”: el sujeto no deja de ver su lado ridículo, pero no
deja tampoco de sentirse en cierto sentido representado por o identificado con
ella. Nos encontramos así fraccionados como sujetos en posiciones o actitudes no
del todo concordantes. (Lozano, Peña-Marín y Abril 164)

La ironía del narrador es normalmente una maniobra local: inmediatamente el


narrador vuelve a hablar de acuerdo con sus propias actitudes y convicciones. Ello
no quita para que haya textos en los que el narrador sostiene largamente un tono
irónico; así algunas obras de Dickens como The Pickwick Papers u Oliver Twist. Y
de hecho es concebible una obra en la que se sostenga una actitud irónica
permanente de principio a fin. La diferencia no se puede colocar, por tanto, en una
inestabilidad o transitoriedad en la ironía del narrador frente a la permanencia de
la ironía del autor textual. Más bien deberíamos hablar de dos procesos
completamente inversos. Si en la ironía del narrador es el discurso quien socava
las actitudes presentes en la acción, en la ironía del autor textual es la acción la
que mina las bases del discurso (Chatman, Story and Discourse 233), o es una
narración la que contrasta irónicamente con otra.
La ironía del autor textual supone una separación radical entre autor textual y
narrador: el autor textual no se manifiesta directamente; de este caso deriva
quizás el término tan frecuente (y que puede llevar a confusión) de “autor
implícito”. El enunciador sobre el cual se ironiza no es aquí una construcción
textual transitoria, sino una personalidad fija y constante: el mismo narrador del
texto. La visión “objetiva” de la acción que se trasluce para el lector a través de
una narración no fiable es un lazo de unión entre autor textual y lector, que hacen
frente común contra el narrador no fiable. Booth habla de una “‘secret communion’
between author and reader” producida por la colaboración de lector y autor textual
en el desenmascaramiento del narrador no fiable (Rhetoric 300 ss). Puede tratarse
de una complicidad cognoscitiva, si el conocimiento del narrador es inferior al
conocimiento del lector. O bien de una complicidad moral, si lo que rechazamos es
la personalidad misma y los valores del narrador (Rhetoric 305).
En cualquiera de estos casos se aprecia de manera especialmente clara la
diferencia entre autor textual y narrador, y los distintos contextos a que referimos
la actividad de cada uno (cf. 3.2.1.2 supra). Hemos dicho que el narrador puede
incumplir las máximas de cooperación comunicativa en su propio nivel, sin que por
ello la obra sea defectuosa, de la misma manera que pueden incumplirlas los
personajes en el nivel de la acción. Es competencia del autor textual velar el que
estas normas se cumplan en el nivel de la comunicación literaria entre autor
textual y lector. Sólo el choque entre el texto y el contexto (literario) permite
calificar el texto de irónico. Se trata, pues, de una forma peculiar y extrema de la
ironía; según la distinción de Frye sería la forma más compleja y sofisticada:

Irony is naturally a sophisticated mode, and the chief difference between


sophisticated and naive irony is that the naive ironist calls attention to the fact that
he is being ironic, whereas sophisticated irony merely states, and lets the reader
add the ironic tone himself. (Frye 41).

Por supuesto, el lector ironiza sobre el narrador, pero reconoce que el autor
también adopta la misma postura; en la ironía del autor hay siempre una llamada a
la solidaridad del lector. El autor que elige manifestarse mediante este tipo de
ironía es en cierto modo el equivalente del eiron, personaje central de la comedia
que en algunas variedades renuncia a su papel ordenador y de contención para
permitir el libre desarrollo de la acción (cf. Frye 174 ss). El autor irónico tendría su
contrapartida en el autor satírico: allí el autor es el equivalente del agroikos, del
aguafiestas o plain dealer, que fustiga moralmente a los demás y clama contra la
reconciliación cómica (ver Frye 226 ss).
La ironía del autor textual puede desembocar en la parodia, si se utilizan de
manera irónica convenciones ideológicas o retóricas bien establecidas y conocidas
por el lector. La parodia es una utilización de la palabra ajena contra sí misma
(Segre 137). La lógica original de esa palabra es puesta en ridículo punto por
punto: para ello es preciso que el lector esté refiriendo constantemente el objeto
paródico a la norma virtualmente presente del objeto parodiado; la parodia es así
un ejercicio eminentemente intertextual.
Ya hemos dicho que esta maniobra, calculada por el autor con vistas a un
lector implícito más o menos determinado, puede fracasar si el lector real se niega
a aceptar la visión del autor textual. Esta nos puede parecer limitada o incluso
repugnante. Hablamos de parcialidad del autor cuando sus valoraciones de la
acción o de la enunciación del personaje no parecen defendibles a la luz de los
hechos dramatizados (cf. Booth, Rhetoric 79). Quizá sea más frecuente el caso en
el que son esos mismos hechos, las acciones y discursos de los personajes, lo
que el lector se niega a aceptar, lo que ya pone de manifiesto la evidente
parcialidad del autor. En este caso se están cotejando sus modelos y
convenciones de construcción literaria, de personajes, de argumentos, con los de
otros estilos o autores y con la propia experiencia de la realidad.
3.3.2. La obra narrativa

3.3.2.1. Narración y obra narrativa

El texto que el autor pone ante el lector no es exactamente coincidente con la


narración que el narrador dirige al narratario. Puede ser un tipo de acto discursivo
distinto. Pamela escribe cartas a sus padres, pero nosotros las leemos como una
novela. Mary Louise Pratt afirma que un desafío semejante a las reglas del género
es el dato principal que nos hace postular una diferencia entre autor y narrador. Se
trataría de un caso específico de juego con las máximas de la cooperación
comunicativa (cf. 3.1.1; 3.2.1.3 supra), y no de una auténtica ruptura. El principio
de cooperación comunicativa se rompe en el nivel literal, pero se respeta al nivel
de lo implicado (Pratt 162). Es decir, en las obras de literatura, el presupuesto
comunicativo siempre se respeta: cualquier atentado contra él es rescatado por el
lector atribuyendo al autor la intención de lograr una comunicación más efectiva
mediante la explotación de las máximas comunicativas, una explotación que
requiere su previa burla (flouting). Grice distingue así burlar una regla de violar una
regla. Ambos son casos intencionados de insubordinación contra las reglas por
parte del emisor, pero la violación pretende hacer al receptor una víctima,
engañarlo. No es este el propósito de la burla a la regla:

[The speaker] may flout a maxim; that is, he may blatantly fail to fulfill it. On the
assumption that the speaker is able to fulfill the maxim and can do so without
violating another maxim (because of a clash), is not opting out, and is not, in view
of the blatancy of his performance, trying to mislead, the hearer is faced with a
minor problem: how can his saying what he did say be reconciled with the
supposition that he is observing the overall Cooperative Principle? This situation is
one which characteristically gives rise to a conversational implicature; and when a
conversational implicature is generated in this way, I shall say that a maxim is
being exploited. (Grice 30).

Es decir, el burlar una regla es realizar un tipo específico de acto ilocucionario, que
requiere para su éxito el reconocimiento del oyente, mientras que el éxito que va
ligado a la violación de reglas es una mera perlocución.

Our knowledge that the CP [Cooperative Principle] is overprotected in works of


literature acts as a guarantee that, should the fictional speaker of the work break
the rules and thereby jeopardize the CP, the jeopardy is almost certainly
exclusively mimetic. (Pratt 215)
Como señala Pratt, la novela actual juega continuamente con tales rupturas de
reglas comunicativas. Esta ruptura no es por otra parte exclusiva de la literatura:
Pratt (216) señala ejemplos comparables en el lenguaje familiar, las bromas, los
insultos fingidos a los amigos, etc. El contexto ritual de la literatura hace que el
principio de cooperacion sea invulnerable (Pratt 217).
Por su parte, Jon-K. Adams (71) señala que no es necesario suponer esta burla
a las reglas para establecer la diferencia entre narrador y autor. La desviación
señalada por Pratt se da en algunos textos, pero la diferencia autor / narrador se
da en todos. Parece conveniente, en efecto, adoptar una definición más elástica
de la relación entre el nivel del narrador y el del autor textual.
La obra de arte literaria es un gigantesco juego con el lenguaje, una maniobra
significativa de profunda intencionalidad, aun en los casos en que el resultado
desborda ampliamente la intencionalidad del escritor. Este aspira a construir un
discurso capaz de capturar al oyente y producir en él por medios muy indirectos
ciertos efectos perlocucionarios. El texto narrativo no coincide con la obra literaria.
Normalmente la voz del narrador ficticio está marcada como tal por convenciones
editoriales: la narración está presentada no como la obra del narrador, sino como
la obra del autor. Está puesta entre paréntesis, y lo que hay fuera del paréntesis
es el título, la firma del autor y todo el resto del aparato editorial que nos indica la
auténtica autoría, categoría e intencionalidad de la obra. Estos elementos no
pertenecen al mundo ficticio, y son interpretados con los valores de verdad
aplicados al discurso ordinario (cf. Lanser 122). Personaje, narrador y autor
constituyen así con sus niveles textuales correspondientes un “cadena de
autoridad” (Lanser 147). Observemos que aun en el caso de que estos elementos
no diegéticos se vean reducidos a su mínima expresión, el contexto institucional
de lectura de la obra, de edición, distribución, etc., activa las convenciones que
permiten la doble lectura del texto como narración ficticia y como obra literaria.

3.3.2.2. Obra y concretización de la obra

La obra de arte no existe al margen de su percepción. Hoy no vemos el sentido de


posturas inmanentistas extremas como las de Roger Fry o Clive Bell, que
contemplan la obra como un mundo en sí, al margen del creador y del receptor. La
obra tendría valor en sí misma, sin referencia alguna a una realidad externa a ella.
Las teorías actuales rechazan estos formalismos extremos, y favorecen un
enfoque más abierto y dinámico de la textualidad. Todo texto es intertexto, y deriva
su sentido de convenciones sociales y estéticas que le preceden y constituyen,
convenciones activadas mediante una interacción entre el receptor y la obra. El
texto literario en sí no es sino un esquema que debe ser rellenado con la
aportación del lector. Eco lo ha definido como “una máquina perezosa que exige
del lector un arduo trabajo cooperativo para colmar espacios de ‘no dicho’ y de ‘ya
dicho’ (...) el texto no es más que una máquina presuposicional” (Lector 39). Como
veremos más adelante, la aportación del lector asume las formas más variadas en
todos los puntos de la estructura textual.
Esta actividad del lector puede sin embargo devenir problemática desde el
punto de vista teórico. Ingarden señala el peligro de disolver la obra en una
multitud de experiencias separadas (Literary Work 12-13); es lo que según él se
desprende de las teorías psicologistas que ven la esencia de la obra en la
experiencia del autor (Werner, Audiat, Kucharski, Kleiner) o en la del lector (ver
Literary Work 23). Todas esas experiencias, dice Ingarden, son parciales: “the
literary work is never fully grasped in all its strata and components but always
partially, always, so to speak, in only a perspectival foreshortening” (334). Ingarden
propone así separar conceptualmente la obra de su concretización:

a distinction should be drawn between the work itself and its concretizations, which
differ from it in various respects. These concretizations are precisely what is
constituted during the reading and what, in a manner of speaking, forms the mode
of appearance of a work, the concrete form in which the work itself is apprehended.

Pero esto no debería entenderse en el sentido de que la obra es algo que existe
en una plenitud que sólo llega parcialmente a un lector incapaz. Como señala
Ruthrof, la obra sólo existe de una manera esquemática, que ha de ser
complementada con la aportación del lector (37). Esto sucede tanto con la acción
como con el relato o el discurso: todo es expandido en el proceso de
concretización, teniendo lugar la expansión natural en la secuencia determinada
por el texto (cf. 3.4.2.3 infra). Cualquier objeto, de hecho, nos aparece según la
fenomenología en un escorzo perceptivo en el que muchas propiedades sólo
están para el sujeto de la percepción de manera potencial o imaginativa; así,
vemos sólo la parte delantera de un objeto pero podemos suponer su cara oculta.
En una extensión del mismo principio fenomenológico se basa la expansión de la
obra al ser concretizada.
El proceso cognoscitivo descrito no es pues una característica peculiar de la
comunicación literaria; ni siquiera de la comunicación escrita, sino que se da en
grados diferentes en la recepción de cualquier tipo de discurso (Pratt 153 ss). Ya
hemos señalado cómo el conocimiento que el lector tiene de la obra está
mediatizado no sólo por la narración en sí, sino por todas las imágenes del
receptor proyectadas por el texto: el espectador implícito, el narratario, el lector
implícito (cf. Bal, Narratologie 32). Así pues, con sus conocimientos de cada
momento, el lector aplica sus conocimientos enciclopédicos para proyectar una
posible estructura textual. A partir de entonces el proceso de la lectura deviene un
continuo juego de hipótesis, ordenamientos provisionales, huecos informacionales,
etc. (cf. 3.4.2.3 infra).
La concretización es la obra tal como es percibida por el lector, y en ella se
actualizan las características estructurales (aspectuales, perspectivísticas, etc.)
que en la obra tienen sólo una existencia potencial (Parathaltung, holding-in-
readiness en Ingarden, Literary Work 321 ss). Por otra parte, la concretización
tampoco se confunde con la experiencia psicológica de percepción de la obra.
Para Ingarden, la concretización no es un proceso psicológico de percepción, sino
una versión subjetiva de la obra que es también un objeto intencional, con una
estructura semiótica determinable: “With respect to the experiences of
apprehension, it is just as transcendent as the literary work itself” (Literary Work
336).
Ingarden no deja muy claro cómo es en absoluto concebible la obra al margen
de una concretización específica, pero de su formulación parece deducirse que la
obra es el núcleo común a las diferentes concretizaciones; tendría así una
existencia intersubjetiva (Literary Work 336-337). Para no caer en el angelismo
tendremos que admitir (cosa que Ingarden no hace) que lo que llamamos “la obra”
es una concretización más, pero elaborada por referencia no sólo a la obra, sino a
concretizaciones anteriores. Esto parece justificar las pretensiones que los críticos
tienen de conocer la obra mejor que el lector corriente; la crítica trabaja por
referencia no sólo a la obra sino también a otras interpretaciones previas (cf.
3.4.2.5 infra). La obra es así la concretización intersubjetiva considerada como
sistema de relaciones semióticamente descriptibles, y no como experiencia
efectiva (cf. Literary Work 338 ss). Greimas (Sémantique) introduce la noción de
isotopía, o “itérativité, le long d’une chaîne syntagmatique, de classèmes qui
assurent au discours-énoncé son homogénéité.” Las isotopías relevantes de un
texto pueden identificarse y utilizarse como criterio de juicio para determinar el
grado de adecuación de las concretizaciones (cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 31-
32). Para que esta identificación sea relevante, tiene que responder a la
experiencia común de la lectura, y por tanto requiere un análisis del texto detenido
o sucesivas relecturas, y no una primera impresión (cf. Eco, Lector 248). Así, de
modo general,

es necesario tener en cuenta la diferencia posible entre lo que el autor entiende


por texto, lo que su auditorio percibe como un todo artístico primario y, por último,
el punto de vista del investigador que percibe el texto como una cierta útil
abstracción de la unidad artística. (Lotman 345)

Ya hemos señalado el carácter limitado y esquemático de la acción tal como es


codificada en la obra. Sólo a través de la acción de un lector adquiere una
apariencia de completitud: sus esquemas cognoscitivos suplementan en parte las
indicaciones del texto. Así, por ejemplo, se utilizan esquemas situacionales y
orientativos de la vida común para añadir la espacialidad a la obra literaria,
suplementando las indicaciones efectivamente presentes, que suelen ser muy
pocas. También los esquemas de actuación convencional ayudan a dar por
hechas o a reconstruir las transiciones entre acciones. Como observa Ingarden,
las transiciones tal como aparecen en la obra se caracterizan por su brusquedad
(jumpiness), una brusquedad que deja en gran medida de ser perceptible en la
concretización de la obra (Literary Work 268). Todo esto debe entenderse como
una complementación semánticamente descriptible, y no como el proceso de
recepción. Así, por ejemplo, la concretización de la obra plantea una determinada
estructura temporal (es de esperar que no muy distinta de la de la obra) pero la
temporalización efectiva de la obra sólo se da en el proceso de lectura (en contra
de lo que afirma Ingarden, Literary Work 343). También se construyen los
personajes a partir de los signos del texto (cf. Hamon, “Statut” 117). La perspectiva
de la obra se completa con los esquemas del lector: como ya decíamos, se hace
así posible la dramatización; el conocimiento del interior de los personajes a partir
del exterior en los textos con perspectiva restringida (cf. Ruthrof 130).
Para Ingarden, esta suplementación nunca es completa. La acción, ya lo hemos
dicho, como el mundo narrado en general, tiene una capacidad de expansión
inagotable. Sin embargo la apariencia de compleción es posible porque la
perspectivización de la acción en un relato sólo hace relevantes los aspectos que
efectivamente se presentan. El relato es, sin embargo, como un fragmento de
terreno iluminado en medio de la oscuridad que envuelve al resto de la acción. La
obra está llena de áreas de indeterminación (spots of indeterminacy), muchas de
las cuales son permanentes, mientras que otras van desapareciendo a medida
que progresa el relato (cf. Ingarden, Literary Work 252 ss). También dependen del
grados de actividad del lector, su creatividad, etc. (Ruthrof 199). Las lagunas
predominan en la obra, y se reducen considerablemente en la concretización.
“The total sphere of unformulated text alternatives”, observa Ruthrof, “(...)
functions as a potential set of modal qualifiers of a text” (199). El que esta
potencialidad se actualice depende de la competencia del lector, la tensión entre
su ideología y la del texto, etc. El lector puede, por tanto, trasformar el texto
radicalmente y transformarse en una especie de co-autor de la concretización a
que ha dado lugar su lectura. Además, cada lector puede realizar diferentes
concretizaciones de la obra en relecturas sucesivas (Ingarden, Literary Work 347;
Hawthorn 9). Esto contradice hasta cierto punto el concepto tan difundo según el
cual la obra literaria lleva consigo su propio contexto y está así asegurada contra
el cambio (cf. 3.1.5.2 supra; Lázaro Carreter, “La literatura” 160). Es ése un ideal
que se realiza sólo en mayor o menor medida: ya hemos dicho que las
concretizaciones tienen siempre un núcleo común que es, precisamente, la obra.
La distancia que establecemos entre obra y concretización está basada en la
posibilidad del metalenguaje teórico, del estudio metacrítico de diversas
concretizaciones que permite alcanzar una visión más totalizadora de la obra; en
definitiva, en la necesidad de un concepto de objetividad crítica. La actividad
crítica, sin embargo, necesita tanto de un núcleo de sentido objetivable como de
conflictos entre distintas interpretaciones; la obra nunca controla el contexto
hermenéutico global de su lectura, aunque aporte a él su horizonte ideológico.
La experiencia estética de la obra va ligada, naturalmente, a una concretización
determinada. En términos de Mukarovsky, el objeto estético no es el texto físico, el
“artefacto” sino la “expresión y correlato del artefacto en la conciencia del
receptor”. Se echa de ver que esta visión eminentemente activa del papel del
receptor es bastante opuesta a las ideas clásicas que cifran la actividad de
percepción estética en la receptividad desinteresada del espectador, en la pura
contemplación. Si bien hay que reconocer los elementos de simple contemplación
y recepción existentes en la experiencia hermenéutica, una teoría estética e
interpretativa más global (que ha de ser la base de una teoría más específica de la
estética o semiótica narrativa) necesita tener en cuenta el elemento dinámico de la
comprensión, cambiante según diversos contextos de recepción y diversos
proyectos críticos. El sentido “intrínseco” al texto, en la medida en que es
objetivable, no es sino una de las fases antitéticas sometidas a la dialéctica global
del acto de interpretacion.

3.3.2.3. La “vida” de la obra


Este concepto hasta cierto punto intuitivo es redefinido por Ingarden en el marco
de su fenomenología literaria:

(I) the literary work “lives” while it is expressed in a manifold of concretizations; (2)
the literary work “lives” while it undergoes change as a result of ever new
concretizations appropriately formed by conscious subjects. (397-398).

Las primeras concretizaciones influyen a las posteriores; cada época determina,


sin embargo, un cierto tipo de concretizaciones. Esto es posible debido a la
naturaleza inacabada y perspectivística de la obra. Según Ingarden, cada crítico
describe “la obra” a su manera: lo que en realidad describe es su propia
concretización. Pero es necesario postular la existencia intersubjetiva de la obra
como algo distinto de las sucesivas concretizaciones: “despite the indisputable fact
of its ‘life’, the literary work cannot be psychologized” (Ingarden 368).
A pesar del interés de esta formulación fenomenológica, quizá sea pertinente
definir la “vida” de una obra en términos culturales e institucionales: una obra
canónica es la que alcanza una pervivencia significativa y adquiere el status de
símbolo cultural. La crítica que consiste en la relectura de estas obras, o en la
redefinición del canon, es así un acto de intervención cultural e ideológica en el
marco de una institución dada (la academia, la edición, el periodismo, etc.). Es de
resaltar que la vida de una obra no depende de la vigencia de sus valores, sino de
que haya estimulado en sus lectores nuevos modos de lectura y nuevos sentidos
culturalmente significativos. Es por tanto un fenómeno cultural cuyos
condicionantes van mucho más allá de la obra en sí, e implican muy activamente a
los lectores.

3.3.2.4. El papel del lector y la apertura de la obra

La literatura moderna ha aumentado el grado de participación del lector en la obra.


Paralelamente, la nueva crítica ha dirigido al lector un interés sin precedentes.
Para la actual teoría de la lectura y la recepción, el lector tiene un papel central en
la creación de sentido de la obra. Definiendo al receptor no como un individuo,
sino como un grupo social, veremos que en última instancia son los grupos
sociales los que crean los códigos que gobiernan el sentido (Guiraud 23). Pero a
este nivel de análisis convendría también definir al grupo social como emisor y no
sólo como receptor. Nos concentraremos aquí en el papel del receptor individual
en tanto que contribuye a definir la estructura y significado de la obra.
Este papel viene en parte propuesto por la obra misma, inscrito en su estructura
semiótica; por ejemplo, en las maniobras de procesamiento requeridas por los
distintos movimientos o elementos narrativos. Bonheim señala que el discurso
directo y la narración de acontecimientos son movimientos narrativos que invitan la
participación, mientras que la descripción y el comentario no requieren tanta
actividad por parte del lector. Señala que sin embargo son la descripción y el
comentario los que, de estar ausentes, son “añadidos” con más facilidad por el
lector. La acción y el diálogo, en efecto, provocan la creatividad del lector, pero
más en lo referente a lo “accesorio” que a lo “fundamental” del texto: no provocan
la reconstrucción de acciones y diálogos, sino de imágenes y comentario
(Bonheim 48). El espacio de la obra, por ejemplo, es algo que se suele dejar
implícito, de manera que será añadido en gran medida por los marcos de
referencia del lector (Bal, Teoría 103). En cambio, el carácter no puede ser
supuesto sin más: el lector ha de recibir alguna indicación del texto en este área
tan crucial (Chatman, Story and Discourse 141).
Ya hemos tratado en términos generales el problema de la clausura narrativa
(3.2.2.6). Veremos ahora su relación con la actividad del lector. Eco plantea una
diferenciación general entre obras cerradas y obras abiertas, distinguiendo esta
característica formal del problema más general de la apertura de toda obra de arte
en cuanto tal obra de arte:

1) las obras “abiertas” en cuanto en movimiento se caracterizan por la invitación a


hacer la obra con el autor; 2) en una proyección más amplia (como género de la
especie “obra en movimiento”) hemos considerado las obras que, aun siendo
físicamente completas, están, sin embargo, “abiertas” a una germinación continua
de relaciones internas que el usuario debe descubrir y escoger en el acto de
percepción de la totalidad de los estímulos; 3) toda obra de arte, aunque se
produzca siguiendo una explícita o implícita poética de la necesidad, está
sustancialmente abierta a una serie virtualmente indefinida de lecturas posibles,
cada una de las cuales lleva a la obra a revivir según una perspectiva, un gusto,
una ejecución personal.

Barthes parece creer que esta división no es absoluta, sino históricamente


relativa. Los textos de vanguardia del presente son escriptibles, y son difíciles de
leer, al no venir dadas por la tradición los protocolos que permiten su
procesamiento; los textos ya “dominados” heredados del pasado son legibles: no
requieren una participación creativa por parte del lector:

Pourquoi le scriptible est-il notre valeur? Parce que l’enjeu du travail littéraire (de la
littérature comme travail) c’est de faire du lecteur, non plus un consommateur,
mais un producteur du texte (...). En face du texte scriptible s’établit donc sa
contrevaleur, sa valeur négative, réactive: ce qui peut être lu, mais non écrit: le
lisible. Nous appelons classique tout texte lisible. (S/Z 10; cf. Hawkes 113 ss)

Un estilo definido, cerrado, sitúa a la obra en un género definido. La escritura de


vanguardia contemporánea tiende a problematizar su relación con modelos
anteriores, tendiendo a constituir una instancia única de cruce de géneros, o de
escritura sin género. El rechazo a la coherencia narrativa tradicional y a la
clausura que cierra el sentido es un caso específico de esta rebelión contra los
paradigmas literarios heredados.
Como cualquier otro fenómeno semiótico, la apertura textual o la ilegibilidad
pueden ser susceptibles de hipercodificación (1.2.8); puede instrumentalizarse,
gramaticalizarse. Eco ve así que hay distintos tipos de textos que solicitan una alta
participación:
Algunos requieren un máximo de intrusión, no sólo a nivel de la fabula; son textos
“abiertos”. Otros, en cambio, aparentan requerir nuestra cooperación, pero
subrepticiamente siguen atendiendo sus propios asuntos: son textos “cerrados” y
represivos. (Lector 304)

Hay una paradoja entre el grado de actividad del lector, la cerrazón de la obra y
su identidad como tal obra. En efecto, cuanto más se encomiende a la actividad
del lector, más controlada de antemano tendrá que estar la actividad de éste si las
distintas concretizaciones de la obra han de tener un núcleo común significativo
(cf. Culler, Deconstrucción 68). Bonheim señala que el grado de apertura de un
texto no es solamente una propiedad del texto, sino una función de la respuesta
del lector. Señala la tensión existente entre el deseo moderno de una obra abierta
y la tendencia cada vez más consciente a transformar la narración en una
estructura altamente calculada y elaborada. “To grasp the ending of a story as
totally open, the reader would have to see it as a blind alley or an excrescence, a
useless extension outside the narrative economy” (Bonheim 157). Y si el crítico
declara totalmente abierto un final, es que no ha conseguido interpretarlo, darle un
sentido (157). El problema de la clausura, narrativa o de sentido, está plenamente
vigente, tanto en la teoría de la escritura como en la de la interpretación.
La apertura de una obra puede definirse siempre en relación al lector medio en
una época dada. Pero cada lector puede contribuir a abrir la obra, haciendo su
lectura creativa. Si vemos el esfuerzo requerido por una lectura como una
proporcionalidad inversa entre la aportación del autor y la del lector (cf. Todorov,
Poética 87), parece claro que un lector especialmente activo complementa la obra
en muchos sentidos, y en cierto modo la abre artificialmente. La crítica así
mantiene permanentemente abierto el sentido de las obras clásicas. Por tanto,
dicotomías como las mencionadas, entre obras abiertas y cerradas, legibles y
escriptibles, etc., pueden complicarse considerablemente en la práctica. Una
buena lectura crítica consigue mostrar cómo un texto que parecía completamente
transparente era en realidad opaco hasta que el crítico ha revelado en él nuevas
áreas de sentido, utilizando protocolos de lectura no propuestos ni por el texto ni
por lectores anteriores. Así podemos decir que el propio Barthes, leyendo un texto
“legible” como el relato de Balzac “Sarrasine” en S/Z lo vuelve retrospectivamente
escriptible, quizá desconstruyendo así su propia dicotomía.

3.3.3. El lector textual

3.3.3.1. Concepto

El lector textual desempeña un papel estructural respecto del autor que es


comparable en algunos aspectos al papel del autor textual respecto del lector. Por
otra parte, la existencia del lector textual no es sino una manifestación particular
del principio general de que todo mensaje contiene una imagen del emisor y otra
del receptor dentro de sí. En el marco de una teoría de la acción discursiva, es útil
definir al lector textual en términos de presuposición. El lector textual es el receptor
presupuesto por el autor para su mensaje. Ya hemos insistido en que todo
fenómeno literario tiene su analogía o su germen en la comunicación normal. Así,
podemos decir que toda acción discursiva necesita de maniobras presupositivas
semejantes. Es esencial en todo tipo de comunicación tener en cuenta la identidad
del destinatario: según quién sea éste, así se configurará el mensaje. Debido a
la necesidad lógica de la existencia de un lector textual o implícito, no es de
sorprender que se puedan buscar las raíces de este concepto ya en Aristóteles,
como hace Ricœur (Time and Narrative 1, 50), si bien en este caso hace falta
sumar la labor interpretativa de Ricœur a lo que se halla implícito en el texto
aristotélico. La formulación explícita habrá de esperar algo más. Un paralelismo
entre imágenes textuales del autor y del lector ya fue señalado por Hoffmansthal
(cit. en Kayser, “Qui raconte” 69).
La noción de una imagen del lector creada por el autor aparece en la crítica
anglonorteamericana desde Henry James, quien proclama que el novelista no sólo
crea a sus personajes, sino también a su lector, y en la misma medida (Sternberg
261). Este lector textual es bautizado por primera vez, al parecer, como implied
audience por Rebecca Price Parkin. Inmediatamente después tenemos el mock
reader de Walker Gibson:

there are two readers distinguishable in every literary experience. First, there is the
“real” individual (...) whose personality is as complex and ultimately inexpressible
as any dead poet’s. Second, there is the fictitious reader—I shall call him the
“mock reader” —whose mask and costume the individual takes on in order to
experience the language. The mock reader is an artifact, controlled, simplified,
abstracted out of the chaos of day-to-day sensation. (“Authors, Speakers, Readers
and Mock Readers” 2)

El auténtico problema teórico, sin embargo, consiste en diferenciar este receptor


implícito en los casos en que no coincide con el narratario. W. Gibson no distingue
teóricamente este mock reader del narratario, y ambos se funden en algunos de
los casos que analiza, pero sus comentarios sobre The Great Gatsby sugieren
que el interlocutor implícito de Nick Adams no coincide con el de Fitzgerald. La
diferencia con el narratario queda de todos modos desdibujada en W. Gibson.
Paralelamente a su concepto del implied author Booth también apunta la
existencia una imagen textual del lector (a la que, siguiendo a W. Gibson,
denomina mock reader):
The author creates (...) an image of himself and another image of his reader; he
makes his reader, as he makes his second self, and the most successful reading is
the one in which the created selves, author and reader, can find complete
agreement.

Booth señala que las obras están llenas de ayudas al lector. Aun en el caso de
que el autor escriba para sí mismo, adopta el papel de un lector hipotético. En
estas identificaciones debemos tener en cuenta, sin embargo, que por tratarse de
conceptos estructuralmente ligados entre sí, un cambio en la definición de uno de
ellos repercute sobre los demás. Así, el mock reader no es exactamente
equivalente al implied reader de autores posteriores.
Es Wolfgang Iser quien utiliza el término implizite Leser o implied reader en este
sentido (The Implied Reader xii). Su concepción, derivada de la fenomenología de
Ingarden, le lleva a definir el texto como un sistema de esquemas comunicativos,
huecos de información, presuposiciones, etc., en el la personalidad del lector
implícito surge tanto lo no dicho como de lo dicho. Aún más clara queda la
naturaleza implícita del receptor en la teoría del cine. Las reflexiones de Oudart,
Heath, Mulvey o de Lauretis sobre la instalación estructural del espectador
introducen un importante componente psicoanalítico: es el control del deseo del
espectador lo que permite atribuirle un papel implícito en el intercambio semiótico,
produciendo la “sutura” entre sujeto y texto. El mismo tipo de receptor textual
presuponen los estudios de Peter Brooks en Reading for the Plot. Por supuesto, la
sutura puede tener mayor o menor éxito, del mismo modo que la instalación
implícita del lector en Iser no determina el sentido del texto, sino que sólo lo
orienta. El sentido efectivo surge de la lectura real del texto, en la que el receptor
implícito es sólo uno de los elementos de la síntesis final del sentido. Sería una
ilusión interpretar estos conceptos estructurales como métodos de fijar el sentido
del texto, pues éste sentido no está contenido en la estructura textual; se crea en
los diversos contextos de lectura, es decir, en un proceso de semiosis social
mucho más amplio que la semiosis intrínseca al texto. De hecho, la identificación
misma del receptor implícito supone que se ha escapado en cierto modo a la
retórica del texto: si todo texto espera ser leído, pocos textos, al margen de
algunas metaficciones, esperan ser analizados.
El papel del lector implícito varía enormemente de unos géneros a otros. Unos
piden identificación emocional; otros, distanciamiento y análisis; unos exigen al
lector que responda como individuo, otros, que se integre en un grupo colectivo, el
público. La narración escrita es un género individualista: cada lector se siente a
solas con el autor al contrario de lo que sucede en la épica oral o el teatro. Pero
muchas modulaciones son posibles dentro de cada género. El tono emotivo u
observador de una obra también es, pues, una llamada al lector para que adopte
ciertos roles. El lector textual es el catalizador de todos los mecanismos utilizados
para “instalar” al lector real en el texto: esquemas de acción, perspectiva, diversas
motivaciones, plano de la narración, etc. (cf. Lintvelt 40). No es extraño que su
estudio vaya adquiriendo mayor importancia a medida que se conoce mejor la
importancia que tienen en todo fenómeno discursivo lo no dicho, lo presupuesto y
las convenciones genéricas.

3.3.3.2. Lector textual, lector proyectado, lector histórico, lector ideal, lector…
¿Pero es que existen todos?

El lector textual, como el autor textual, suele ser una víctima inocente de la navaja
de Occam. J.-K. Adams deja al autor y lector textuales fuera de su esquema del
contexto pragmático del discurso de ficción: cree que sobran términos como lector
ideal, implícito, etc.:

most of the numerous types of readers that are discussed in reader criticism simply
indicate qualities of the real reader in the pragmatic structure (...) the term ‘implied
reader’ is at best an unnecessary one, for all the characteristics attributed to the
so-called implied reader can be accounted for by the pragmatic structure: by the
text, by the reader, or by the hearer. (J.-K. Adams 27)

Para Adams sólo se da la contraposición entre hearer (narratario) y reader (lector).


Parece sentir la necesidad de justificar incluso este desdoblamiento, y lo hace por
analogía con otro tipo de discurso que presenta un desdoblamiento similar en el
polo de la recepción. Pero veremos que el mismo ejemplo que utiliza demuestra la
necesidad de introducir al lector textual en el análisis. Si leemos una carta que no
está destinada a nosotros, arguye Adams, nuestro acto discursivo tendrá la
siguiente estructura pragmática:

W (letter) IR R

en donde W representa al escritor, R al lector que somos nosotros, IR al


destinatario original de la carta. La cursiva representaría al contexto comunicativo.
Tenemos aquí pues una figura (IR) que presenta rasgos del lector textual y del
narratario. Para Adams, se trataría simplemente de un narratario, puesto que no
acepta la figura del lector textual. Pero es obvio que el autor de un relato de ficción
no espera que el narratario sea quien realmente reciba e interprete su mensaje. El
autor de Pamela sabe que la correspondencia de su heroína va a ser interceptada
de manera semejante por un lector. Imagina a ese lector con unas ciertas
características, lo construye en cierto modo, intenta guiarlo a través de la novela.
De hecho, el lector textual de Pamela es una mujer. Pero ese lector “idóneo” que
responde perfectamente a las intenciones de Richardson no es un lector real. El
narratario extradiegético es, indudablemente, una figura textual. El lector textual se
identifica en la mayoría de los textos con ese narratario, pero siempre subsiste la
posibilidad de diferenciación. El lector real puede asumir el rol que le es indicado
por el relato (narratario extradiegético o lector textual) o mantenerse al margen,
rehusar la identificación con el lector textual (cf. 3.4.2.1 infra). Este receptor
implícito, arguye J.-K. Adams, no es una figura textual, sino contextual. Nosotros
diríamos más bien que es una evidencia de cómo el texto solicita su contexto
apropiado. El contexto efectivo puede ser bien distinto (por ejemplo, un seminario
sobre la novela epistolar). Las marcas del contexto invocado se encuentran en el
texto, siempre que hagamos una lectura históricamente contextualizada.
J.-K. Adams observa (32) que el lector textual (implied reader) rara vez es
definido en relación con el autor textual (implied author). Sin duda, esto se debe a
la estructura cruzada que señalábamos antes. Comunicativamente hablando, el
lector textual no forma pareja con el autor textual, sino con el autor real (3.3.1.2
supra). Toolan sí percibe esta estructura cruzada, pero extrae consecuencias
equivocadas de ella. Cree librarse del lector textual como se libraba del autor
textual: arguyendo que en este caso se trata de una mera construcción hipotética
del autor. Esto equivale a ignorar que esta mera hipótesis del autor está
estructuralmente inscrita en el texto, y por tanto también es necesaria desde el
punto de vista del lector para la existencia de la comunicación literaria: la figura del
lector textual deviene también una hipótesis del lector, y tiene su lugar en una
teoría de la interpretación, no sólo en una teoría de la producción literaria. No
podemos establecer una división tan radical entre el acto de la emisión y el de la
recepción, pues por su misma naturaleza semiótica ambos se entrelazan
estructuralmente. El lector textual no es sólo una imagen en la cabeza del autor.
Del hecho mismo de que esa imagen condicione el texto de alguna manera se
deriva la posibilidad de reconstruirla: se hace accesible al lector real. Normalmente
esto sucede en casos de obvia diferencia entre las actitudes de ambos. Sólo así
se lleva al lector a reflexión sobre el papel que se le pide realizar. Pero un estudio
crítico de un texto debería ser capaz de perfilar un lector textual en cualquier caso.
Subsiste una cuestión: ese lector textual que descubre el lector o el crítico, ¿es
realmente el mismo que se halla en la intencionalidad del autor? En tanto que
estas figuras ocupan posiciones estructuralmente distintas, es obvio que no.
Pueden pensarse ejemplos muy claros: el autor puede haberse dirigido
inconscientemente a un tipo de público distinto del de su intención consciente, etc.
Pero en el caso de que nos estemos refiriendo a las intenciones realizadas del
autor, parece claro que las dos posiciones estructurales devienen una sola,
excepto para el ojo del cielo. Sobre las intenciones de un autor nunca podremos
saber más de lo que averigüemos o nos permitamos suponer: su objetividad
histórica en el caso de autores desaparecidos es inalcanzable. En este sentido, la
reflexión sobre el lector textual ha de remitirse a la discusión más general sobre la
intencionalidad autorial. En todo caso, esta reflexión de Perogrullo nos habrá
servido para matizar la definición de lector textual. Si lo deseamos, podemos
aprovechar un término de Hawthorn (113) para introducir una diferencia entre
lector proyectado (intended reader) y lector textual (implied reader). El lector
textual no es simplemente “a mental construct based on the text as a whole”
(Bronzwaer). Es una función de nuestra imagen del lector proyectado y del texto.
Aún otras figuras de lector imaginario son necesarias para dar cuenta de los
análisis ordinarios de la crítica literaria. Así, por ejemplo, podemos hablar del lector
ideal, el lector competente y el lector medio. A ellos podríamos añadir el lector
histórico. Todas estas figuras del lector “existen” pero no porque estén contenidas
por el texto, según lo hubiese definido la narratología tradicional. Son relevantes
para el análisis textual porque representan diversos enfoques críticos sobre un
texto que no es un recipiente o estructura cerrada sino un fenómeno histórico
concreto (de ahí la determinabilidad de las figuras del receptor) donde se cruzan
multiplicidad de códigos significativos y que puede someterse a multiplicidad de
usos en una diversidad de contextos y de proyectos interpretativos más o menos
especializados (de ahí la multiplicidad de figuras).

3.3.3.3. La competencia literaria

El hablante presupone en el oyente una serie de competencias, una personalidad


más o menos determinada según el tipo y las circunstancias de la situación
comunicativa, unas ideas comunes acerca de la relación entre ambos y acerca del
tipo de acto discursivo que está teniendo lugar, etc. (cf. Castilla del Pino,
“Psicoanálisis” 318). El análisis del discurso introduce la noción de consenso
pragmático para la determinación de lo que se puede dar por presupuesto en una
determinada situación comunicativa. Por supuesto, el contrato no es una
imposición de uno de los interlocutores, sino algo sometido a negociación. En la
interacción conversacional normal, “los actores discursivos presuponen a partir de
los enunciados parciales de su interlocutor el modelo o tipo de interacción que
éste hace valer” (Lozano, Peña-Marín y Abril 212). En la comunicación escrita,
literaria, la interacción sólo funciona en un sentido, puesto que no hay un feed-
back en dirección al autor. Sólo el lector conserva un margen de maniobra. Es así
como el lector real puede no identificarse con el lector textual (3.4.2.1 infra).
Hemos hablado de dos códigos que delimitan un terreno común en la
comunicación, el del emisor y el del receptor. En el caso de actividades
discursivas complejas como la literatura, es más adecuado hablar de sistemas de
códigos. En efecto, cualquier código significativo es capaz de contribuir al
significado de una obra literaria, ya sea a nivel de mundo narrado y acción, de
relato o de discurso. La “competencia literaria” está pues constituida por el dominio
de los códigos significativos de una cultura dada en función de esta capacidad de
relevancia para la literatura. Naturalmente, cada interlocutor tiene su propia
competencia literaria, con lo cual la significación de la obra para autor y lector
puede variar en mayor o menor grado. No se trata de una gramática inflexible que
permitiría dar un sentido único a cada texto. Es preferible el término “enciclopedia”,
o “enciclopedias”.
Una enciclopedia se caracterizaría, frente a una gramática, por incluir todos los
códigos y datos a disposición del hablante, organizados según los esquemas
semánticos y situacionales que le permiten activarlos para su actuación en el
mundo. Es de notar que la enciclopedia también incluye, como elemento reflexivo,
sus propias reglas de uso. Otra diferencia entre la enciclopedia y la gramática es
que la enciclopedia tiene límites borrosos: está estructurada por tal multiplicidad
de códigos que la ausencia de elementos o de códigos enteros en la enciclopedia
de un lector puede no afectar sensiblemente a su comportamiento comunicativo
general. Una gramática, por el contrario, consistiría en un sistema mucho más
limitado y rígidamente definido. Idealmente, todas las gramáticas dicen lo mismo:
describen un lenguaje. Pero las enciclopedias contienen un núcleo común de
intereses proporcionalmente más vago que las gramáticas. Por lo mismo, son
fácilmente ampliables sin consecuencias drásticas para el conjunto. La
enciclopedia es un puente entre la rigidez de una hipotética gramática de la
narración y el caos de las “opiniones” o “impresiones subjetivas” del lector. Los
lectores aportan algo a la obra, pero no aportan sólo peculiaridades propias:
aportan mayormente convenciones (cf. Lanser 54). Y esas convenciones remiten a
la cultura que ha producido el texto o a la que lo interpreta: “structures ‘in the text’
imply patterns of relationships, and systems of knowledge, in the community which
has produced the text and its readers” (Fowler, Linguistics and the Novel 124).
Este enfoque nos permite poner de manifiesto que tanto el texto como la
subjetividad de sus lectores son productos culturales y semióticamente
estructurados.
El inconveniente de la enciclopedia es que es inabarcable para una descripción
total. Podemos diseñar una gramática de la narración si queremos pero siempre
será esquemática e insuficiente. Podrá, a lo más, intentar dar cuenta de lo
específicamente narrativo. Pero el procesamiento de una narración necesita
mucho más que lo específicamente narrativo, y mucho más que los
específicamente literario. Las enciclopedias dan cuenta de ello, pero se han de dar
por presupuestas. A lo más se pueden nombrar o esquematizar: su descripción
exhaustiva (e ideal) sería la enciclopedia misma. Como señala Segre (Principios
54) este análisis se refiere a las capacidades perceptivas y representativas en
general, y desborda la competencia de la lingüística textual (cf. Sanford y Garrod,
cap. I.A.).
La enciclopedia del lector contiene, pues, los códigos que dan sentido a los
rasgos distintivos de personajes y acontecimientos, y posibilita así la
reconstrucción de la acción y su sintaxis (cf. 1.2.3 supra). Estos códigos
pertenecen a la competencia de actuación en general, y no son exclusivamente
literarios. Tiene sentido, pues, hablar a distintos niveles de análisis de la
competencia cultural o competencia discursiva de un sujeto. Por supuesto, la
medida en que sean aplicables a la interpretación de la acción es determinada por
los niveles discursivos superiores que modalizan a la acción. Al margen de estos
códigos culturales extraliterarios relevantes para la comprensión de la acción, la
enciclopedia del lector contiene esquemas relativos a organizaciones estructurales
de la acción, del relato, del discurso: es decir, el “horizonte de expectativas”
literario. Por ejemplo, contendrá una regla según la cual en un texto narrativo es
usual encontrarse con una división de los personajes en protagonista(s) y
personajes secundarios; contendrá convenciones de apertura y clausura, criterios
genéricos de verosimiltud, etc. La transformación del relato en acción también
requiere una serie de conocimientos y reglas que han de ser interiorizados; gran
parte de ellos corresponden a la experiencia corriente de la percepción en la vida
real, especialmente en los géneros realistas.
Es la constante referencia del lector a sus conocimientos enciclopédicos de todo
tipo lo que permite la comprensión del texto. Eco señala que estos “paseos
inferenciales” por la enciclopedia son orientados por el texto (166-167). También
es la enciclopedia, en su interactuación con el texto, lo que posibilita la percepción
de la obra como fenómeno estético. Greimas señalaba que las isotopías del
discurso deben resolverse en relación a una “grille culturale”, y no postulando una
activación mecánica. Así pues, en el análisis o interpretación no hay que tener en
cuenta solamente el texto, sino también la naturaleza y objetivo de la lectura que
de él se hace. Los rasgos estilísticos no son computables estadísticamente, pues
sólo tienen sentido en relación a elementos extratextuales, la enciclopedia del
lector. El lector recibe cada obra sobre el trasfondo de su enciclopedia literaria
personal, la procesa, clasifica y evalúa de acuerdo con las reglas de género
cultural y socialmente elaboradas, tal como han sido filtradas por su experiencia
subjetiva. En esto no se diferencian los criterios genéricos y estéticos de cualquier
otro marco de referencia psicológico, y la comprensión de la obra es un juego de
expectativas, anticipaciones y vías inferenciales que son frustradas o confirmadas
(cf. 1.2.7. supra). Vistas desde esta perspectiva psicológico-pragmática adquiere
un nuevo matiz la vieja teoría del intencionalismo literario. Por ejemplo, la
observación de Perry: “The total impression made by any work of fiction cannot be
rightly understood without a sympathetic perception of the artistic aim of the writer”
(Perry 213). Es decir, una comprensión adecuada por parte del lector requiere una
comprensión de qué tipo de acto de lenguaje es la obra en cuestión, a qué especie
y subespecie pertenece (incluyendo las subespecies específicamente literarias o
géneros), cómo modifica esa obra el concepto mismo de género con el que la
analizamos; en definitiva, en qué contexto (humano, literario, histórico) se sitúa
exactamente esa obra. También es de tener en cuenta la relación entre las viejas
teorías intencionalistas y el nuevo análisis de la intencionalidad en el que se basa
la teoría pragmática de los actos de habla. Desde el punto de vista pragmático,
desde luego, posturas antiintencionalistas como las defendidas por T. S. Eliot,
John Dewey, W. K. Wimsatt y Monroe Beardsley, Roland Barthes han de ser muy
matizadas: en última instancia, el antiintencionalismo sin más es insostenible,
pues la literatura, como el lenguaje, encuentra en la intencionalidad humana la
misma condición de su existencia.
Otro asunto digno de notar es que la competencia literaria (discursiva, cultural,
etc.) del lector es frecuentemente modificada por el texto. Por una parte, el texto
puede aportar nuevos datos para esa competencia, y así contribuir a crearla.
Como todo acto de lenguaje procesado por un oyente, el texto narrativo es
sometido a una serie de inferencias con vistas a fijar las condiciones de felicidad
que permitan interpretarlo. Es decir, el texto es un estímulo que debe ser
naturalizado dentro del sistema cognoscitivo del lector. Si no puede serlo, ese
sistema se modifica para darle cabida: se suponen esquemas hipotéticos por
analogía con otros ya existentes, se hacen presuposiciones pragmáticas sobre la
base de las presuposiciones semánticas de la enciclopedia (203), se postulan
convenciones y códigos ad hoc si son necesarios para crear sentido: es lo que
Eco ha llamado los procesos de hipercodificación e hipocodificación (cf. Tratado
232 ss). Por otra parte, la participación discursiva puede requerir la suspensión de
la incredulidad, es decir, la no activación de muchos esquemas relevantes o la
activación de muchos que en otras circunstancias no serían relevantes. El autor
puede, con sus indicaciones, decidir que una cosa es “normal” o del dominio
público, que debe presuponerse. Es en gran medida la función de las célebres
expresiones de complicidad de la novela realista del XIX: “uno de esos hombres
que…”, “esa sensación que sobreviene cuando…”. Estas expresiones no siempre
apelan a un conocimiento compartido: a veces lo instituyen (cf. Chatman, Story
and Discourse 245). La competencia “hecha” por la obra puede ser provisional y
de validez limitada. Algunos géneros dependen en gran medida de este recurso:
quizá el mayor atractivo de la literatura de ciencia-ficción y fantasía es la
construcción de un mundo paralelo que requiere a veces reorganizaciones
considerables en la enciclopedia del lector, todas ellas orientadas por el texto. La
especificidad que aportan las diversas formas narrativas en cuanto al fenómeno
más general de la competencia discursiva estriba fundamentalmente en su
capacidad para abarcar y reproducir miméticamente muchos aspectos de la
realidad humana, entre ellos múltiples formas distintas de semiosis y géneros
discursivos muy variados. Su capacidad de duplicar o insertar formas semióticas a
un segundo nivel es inmensa.
Por último, una nota sobre el concepto de los “mundos ficticios” o “mundos
posibles” constituidos por el texto, un concepto utilizado frecuentemente en
relación con la interpretación de la ficción:
• Estos mundos son contenidos o construcciones de la enciclopedia del lector, ya
sea formados de modo previo al contacto con el texto (por pertenecer a la
intertextualidad cultural) o creados parcialmente por éste. No son formados
íntegramente por una obra, sino que ésta ya recurre en mayor o menor medida a
esquemas de posibles mundos posibles, enraizados 1) en una fantástica general
2) en la intertextualidad cultural.
• Los mundos posibles se definen en última instancia en base al mundo cultural del
intérprete, por adición, sustracción o la combinación de ambas (sustitución).
• No están en pie de igualdad con él: no existen como alternativas en pie de
igualdad para la descripción del significado. El adjetivo posibles es de hecho una
indeseable herencia del origen metafísico de esta noción. Sería preferible decir
mundos imaginarios o ficticios (cf. Schmidt, “Comunicación” 206). Eco desprecia
olímpicamente esta importante puntualización:

Una expresión como |el mundo de referencia efectivo| indica cualquier mundo a
partir del cual un habitante del mismo juzga y valora otros mundos (alternativos o
sólo posibles). Dicho de una manera sencilla: si Caperucita Roja pensase en un
mundo posible donde los lobos no hablasen, el mundo “efectivo” sería el suyo,
donde los lobos hablan. (Lector 190)

Bien por las comillas: ya hemos visto cómo los mundos imaginarios pueden
engarzarse unos dentro de otros. Pero el mundo efectivo, sin comillas, es el
mundo donde inventamos a Caperucita o la ponemos como ejemplo en un estudio
sobre mundos posibles. Observemos que en el cuadro de los niveles de
ficcionalidad hay un mundo que no está encuadrado. Es el mundo del intérprete y
del creador, el filón de donde se extrae el material para construir todos los demás
y los criterios para interpretarlos. Podemos pensar un mundo que englobe al
nuestro como una posibilidad más, pero el efectivamente englobado será ese
mundo ficticio. Por supuesto, nuestro mundo también es una construcción cultural,
como afirma Eco, pero una construcción que construye, una construcción de
primer grado; es la construcción que nosotros somos, y carece de sentido
pretender que somos indiferentes a ese hecho. Si hay que encuadrar también ese
mundo, ésa es una cuestión que Borges y el Calderón de La vida es sueño
deberán resolver antes de que se transforme en un problema para la teoría de la
literatura.
“Una condición cognoscitiva importante de la coherencia semántica”, observa
van Dijk, “es la supuesta normalidad de los mundos implicados” (Texto 156). Sólo
el presupuesto de que el mundo ficticio se rige por leyes semejantes al normal
permite al lector utilizar irrestringidamente sus sistemas de estructuración
semántica (cf. 3.4.2.3 infra). Por tanto, el criterio más relevante para clasificar los
mundos imaginarios será su relación con este nivel de base. Podemos establecer
las siguientes oposiciones, muchas de las cuales son susceptibles de multiplicarse
en sucesivos niveles de ficcionalidad:
• mundos imaginarios obra del autor (mundo diegético) versus mundos
imaginarios obra de personajes internos al texto (mundos intradiegéticos).
• mundos imaginarios que se presentan como nivel de base (pseudo-reales)
versus mundos ficticios designados como tales mundos ficticios.
• mundos ficticios intradiegéticos que son relativos a (futuros o desconocidos)
estados efectivos del mundo diegético real versus mundos ficticios intradiegéticos
ques son relativos a mundos intradiegéticos en segundo grado.
• mundos imaginarios cuyo status ontológico (ficticio) es determinado versus
mundos en los que queda indeterminado.
• mundos con cierta consistencia versus mundos provisionales (o maniobras de
ficcionalización que no llegan a crear un mundo propiamente dicho).
• mundos imaginarios del lector previstos por el autor versus mundos construidos
contra el texto voluntaria o erráticamente (por ej., mundo de la acción vs.
maniobras inferenciales creadas por asociaciones subjetivas de un lector dado).
• mundos sometidos a la narratividad de la accion, de modo que son a)
confirmados o b) refutados por posteriores estados de la acción, versus mundos
que no alcanzan esa certificación. La misma oposición podríamos hacer en el nivel
del relato.
Una vez más, resaltaremos que la especificidad de la narrativa en este área de
semiótica literaria general está en su poder de organización de contextos,
acciones, objetos semióticos, enunciaciones o invenciones de segundo nivel que
abren mundos dentro de mundos.

3.4. Discurso

Notas

Es el defecto de la mayoría de las teorías que admiten los conceptos de


autor y lector “implícitos” o textuales, en las que el proceso discursivo e
interpretativo se encuentra excesivamente simplificado. Así, en el enfoque
supuestamente pragmático de María Dolores de Asís Garrote, “el 'autor
abstracto'... es quien produce el mundo novelístico que transmite a su receptor, el
'lector abstracto'“ (Formas de comunicación en la narrativa 21). Dejando así las
cosas, la autora hace caso omiso a las críticas a semejantes modelos estáticos
que ha citado apenas dos páginas antes.
Segre, Principios 11. Cf. Eco, Lector 77; Prince, Narratology 108.
“Psicoanálisis” 269. Cf. Searle, Actos 26; Segre, Principios 20; Sanford y
Garrod, cap. II.B; Eco, Lector 90.
Cf. Eco, Tratado 476; Greimas y Courtés 128; Lozano, Peña-Marín y Abril
112. El receptor correspondiente (no el lector textual, sino el lector real) será el
enunciatario. Los equivalentes en la teoría de Ducrot no serían enunciador y
enunciatario, sino locutor y alocutario (cf. Les mots du discours, cit. por Lozano,
Peña-Marín y Abril 114; “Pragmatique” 518).
Cf. Lozano, Peña-Marín y Abril 146; Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 268;
Fowler, Linguistics and the Novel 78.
“Jeder Schriftsteller”, nos dice Goethe, “schildert sich einigermaßen in seinen
Werken, auch wider Willen, selbst” (Rezensionen, cit. en Weimann,
“Erzählerstandpunkt” 389). Cf. también Friedemann 6.
Además, no todo dato sobre el hablante tiene por qué ser indicial: volviendo
contra Martínez Bonati su argumentación sobre la doble caracterización del
narrador (indicial y simbólica) podríamos decir que también el autor puede hablar
directamente de sí mismo en la obra: así Smollett en Humphry Clinker.
Greimas, “Teoría” 28; Lozano, Peña-Marín y Abril 112; cf. Weimann,
“Erzähler-standpunkt” 379.
Bolívar Botia 98; cf. Todorov, Poética 74.
Lacan, Écrits II; cit. en Bolívar Botia 101.
J.-K. Adams 33; cf. Lanser 118.
La no coincidencia entre el autor y su imagen en la obra ya había sido
observada con anterioridad a Booth (cf. infra). Rebecca Price Parkin ya habla de
“implied dramatic speaker” (“Alexander Pope's Use of the Implied Dramatic
Speaker” 137; cit. en Sternberg 261). Pero no es difícil encontrar alusiones a
efectos implícitos de la retórica del autor en críticos anteriores. Así, por ejemplo,
W. C. Roscoe, describiendo el efecto dramático de las voces de los personajes en
la novela de Thackeray, señala que a pesar de ello no desaparece la “voz” del
autor de la escena, “but with an ease which veils consummate dexterity, he makes
these dramatic speeches carry on the action and even convey the author’s private
inuendo” (“W. M. Thackeray, Artist and Moralist” 125).
Cf. Booth, Rhetoric 71. Como señalan Bal (“Laughing Mice” 209) y
Bronzwaer (“Implied Author” 3) las razones de Booth para introducir este concepto
son éticas, y no propiamente narratológicas.
Naturalmente, la idea de que el autor textual puede desaparecer de la
literatura es igualmente absurda (cf. Lanser 26).
Cf. por ej. Rimmon-Kenan, “A Comprehensive Theory of Narrative: Genette's
Figures III and the structuralist study of fiction”; Fowler, Linguistics and the Novel
76; Sternberg 255 ss; Schmidt, “Comunicación” 204; Stanzel, Theory 15; Ruthrof
136; Bronzwaer, “Implied author”; Bal, “Laughing Mice”; Genette, Nouveau
discours ; Segre, Principios 21; Volek 112, etc. Martínez Bonati (169) habla de
“autor ideal”, Prince (“Introduction” 178) opone el hombre al 'novelista'; Lanser
habla de extrafictional voice y Lintvelt (17) de auteur abstrait. Ver también Ansgar
Nünning, “Renaissance (...) des implied author”.
Francisco Ayala, “Reflexiones sobre la estructura narrativa” 13.
Ver las discusiones de Hirsch (Validity in Interpretation); Horton (Interpreting
Interpreting), Wendell V. Harris (Interpretive Acts: In Search of Meaning), y mis
trabajos “Deconstructive Intentions” y Reading”The Monster”.
Otras obras relevantes a este punto: Sean Burke, The Death and Return of
the Author; Wendell V. Harris, ed., Beyond Poststructuralism.
Señal ésta de actitudes más generales respecto de la identidad y la
escritura: “we still live in a civilization in which property is evidenced by the
signature, the sign of the proper name. Style too is a substitute for the proper
name; literature is the institution which consists of attaching one's name to a verbal
product” (Barthes, “Style” 15). Cf. Frye, Anatomy 268.
“Erzählerstandpunkt” (393). Son muy interesantes las observaciones de
Weimann sobre el condicionamiento histórico de las técnicas narrativas, y la
manera en que reflejan la ideología del autor.
Al margen de consideraciones éticas, siempre relevantes el terreno de la
autorrepresentación, pueden leerse los casos recogidos por George Dawson
(“Literary Forgeries and Impostures”) o John Whitehead (This Solemn Mockery:
The Art of Literary Forgery) como experimentos de intertextualidad.
S/Z 146. Como se ve por la gramática de esta cita, Barthes parece extender
esta característica a un principio general de la escritura; a mi entender se trata de
una tendencia prominente en el modernismo pero en conflicto con otras fuerzas
estructurales mucho más básicas y que tienden a la constitución antes que a la
disolución de los sujetos textuales.
Ver Wimsatt y Beardsley, “The Intentional Fallacy”; Wimsatt, “Genesis: A
Fallacy Revisited” y otros ensayos recogidos en Newton-De Molina, On Literary
Intention. Cf. también García Landa, “Authorial Intention in Literary Hermeneutics:
On Two American Theories”.
Booth es demasiado exigente respecto a la relación entre literatura y moral.
Aceptamos su descripción de cómo nuestros valores e ideología no pueden
divorciarse de nuestro juicio estético, pero no su excesiva preocupación por los
peligros de las lecturas incorrectas y su conclusión de que “an author has an
obligation to be as clear about his moral position as he possibly can be” (Rhetoric
389). La máxima claridad posible se encuentra en los catecismos y tratados de
ética, y no en la literatura. No faltan críticos que ven en la ambigüedad moral o la
indeterminación semántica la marca de la genialidad (p. ej. Todorov, “Catégories”
151; Hannelore Link, “'Die Appellstruktur der Texte' (...)'“; cit. en Fokkema e Ibsch
185), o la fuente de los valores éticos propiamente literarios. Según I. A. Richards
(Principles of Literary Criticism) una de las funciones primordiales del crítico es
impedir la reducción de los valores literarios a los valores éticos ya
institucionalizados, impedir la confusión entre poesía y moral. Mucha teoría
reciente, sin embargo, insiste en una responsabilidad ética de la literatura más
directa (Martha Nussbaum, “Perceptive Equilibrium: Literary Theory and Ethical
Theory”, David Hirsch, The Deconstruction of Literature; Adam Zachary Newton,
Narrative Ethics; Harris, Beyond Poststructuralism, etc.).
“The implied author is not a pragmatic category means, simply, that it does
not use language, that it neither writes nor speaks” (J.-K. Adams 33). Cf. también
Rimmon-Kenan (Narrative Fiction 88). Como hemos visto esto es erróneo: el autor
implícito sí es un enunciador, y un rol pragmático.
Cf. la crítica a Genette hecha por Rimmon-Kenan (“Comprehensive Theory”).
“Implied Author” 10. Cf. el mismo sistema en Lintvelt (32) o Lanser (144-145).
Mieke Bal, “Notes on Narrative Embedding”, Poetics Today 2.2 (1981); cit. en
Genette, Nouveau discours 97.
Nouveau discours 94. Cf. Bronzwaer, “Implied author” 9, Susan Suleiman,
“The Reader and the Text”, L'Esprit créateur (1981) 89-97, Bal, De teorie van
vertellen en verhalen, cits. en Berendsen, “Teller” 146.
Una objeción semejante es la de Bal (“Laughing Mice” 209): el narrador sería
una categoría “pragmática” y tendría su lugar por ello en la estructura textual; el
autor textual (implied author) sería en cambio una reconstrucción efectuada sobre
el “contenido semántico” y por tanto no relevante en este tipo de estudio. El
estudio del autor implícito sería, según Bal, incompatible con la teoría
narratológica derivada de Genette. Confesamos que no acertamos a imaginar qué
puede estar entendiendo Bal por “pragmático”. No parece muy pragmático excluir
así al sujeto de la enunciación real de la obra literaria, y limitarse al estudio de las
enunciaciones ficticias contenidas en ella. Por otra parte, Bal aboga en este
artículo por una estanqueidad entre los diferentes enfoques teóricos que nos
parece nefasta.
Sobre este concepto más amplio de la narratología, ver la introducción a
Onega y García Landa, Narratology.
Por supuesto, existe en el caso que presentamos un pequeño
desdoblamiento de personalidad en el autor textual. El Faulkner que firma es el
autor como signo del autor real; el 'Faulkner' que fecha es el autor-narrador.
Cf. Booth, Rhetoric 198; Watson 62; Lanser 122; los mejores estudios de
estos elementos son los de Genette (Seuils) y Couturier (La Figure de l’Auteur).
Pratt 61 ss; cf. Watson 51 ss.
“Modelle und Methoden der Textsyntax”; cit. por Schmidt, Teoría 156.
En este sentido afirma Weimann que el estudio del punto de vista (en su
acepción más amplia) proporciona “a potential link between the actual and the
fictive means of narrative communication and representation” (Structure and
Society in Literary History 247).
Según Pratt, “Shandy, the fictional speaker, could be guilty of all kinds of
maxim nonfulfillment: Sterne, the real-world author, cannot” (166). Pero
deberíamos hablar más bien de Sterne el autor real en tanto que se identifica con
'Sterne' el autor textual. Volviendo a nuestro ejemplo de Kierkegaard, es evidente
que en tanto que autor textual, el 'Kierkegaard' irónico cumplía las máximas de
cooperación a su propio nivel comunicativo y dejaba satisfechos a sus oyentes; su
ruptura de las máximas en tanto que autor real opuesto al autor textual no es
percibida (por definición) como tal ruptura hasta que es revelada por una
manifestación posterior del propio Kierkegaard.
Sobre la parodia ver sobre todo Genette, Palimpsestes; Linda Hutcheon, A
Theory of Parody; Margaret Rose, Parody: Ancient, Modern, and Post-Modern.
Cf. 3.2.1.2 supra nuestras matizaciones a la postura de Adams.
Estas ideas aparecen también ocasionalmente con distintas variantes entre
los formalistas rusos, los New Critics (cf. Erlich 184; H. Adams 897) y los
estructuralistas (por ej. en Jakobson y Lévi-Strauss; “Les chats de Charles
Baudelaire” ; cf. Eco, Lector 15; Fokkema e Ibsch 90 ss).
Literary Work (322). Ingarden se inspira en el proceso de realización descrito
por Waldemar Conrad. Alusiones a una diferenciación semejante aparecen en
Jakobson (Lingüística y poética 53), Lotman (73). J.-K. Adams utiliza el término
text para referirse a la existencia física del discurso escrito, y poem para el
resultado de la convergencia entre ese discurso y el lector. Esta distinción no
coincide con la de Ingarden: la obra tal como la ve Ingarden no es un objeto físico.
Ver Husserl, Invcstigaciones lógicas 6 § 14, 638-39.
De todos modos, Ingarden ve la obra con un objetivismo que hoy puede
parecer insostenible. Así, por ejemplo, cree que la obra puede a veces
desaparecer durante siglos bajo concretizaciones inadecuadas (Literary Work
340). Podemos aceptar esto si se entiende que sucede desde el punto de vista de
un intérprete posterior.
Greimas y Courtés 197. Esta noción deriva de otra, más específica de
Jakobson: su famosa descripción de la función poética como la proyección del
principio de equivalencia del eje paradigmático sobre el sintagmático (Lingüística y
poética 40). Para una posible clasificación semiótica de tipos de isotopías, cf. Eco,
(Lector 131 ss).
En esencia, en la raíz es el mismo problema semiótico planteado por la
fragmentación de una secuencia cinematográfica en secuencias y fotogramas. Ver
por ej. Dai Vaughan, "The Space Between Shots”; Vivian Sobchack, Address of
the Eye: A Phenomenology of Film Experience.

Para Ingarden, el estrato de los aspectos esquematizados (stratum of


schematized aspects ; cf. Literary Work 255 ss).
Cf. Ingarden, Literary Work 339; Eco, Tratado, cit. supra ; Castilla del Pino,
“Psicoanálisis” 295. Ver Fish, Is There a Text in This Class?; Iser, The Act of
Reading; Jane P. Tompkins, ed., Reader-Response Criticism.
Estetická funkoe, norma a hodnota jako sociální fakty (1935), cit. por
Fokkema e Ibsch, 50; cf. Ingarden, Literary Work 372.
David Hume, “Of the Standard of Taste” 319; Kant, Crítica §§ 1-5, 104 ss;
Ingarden, Literary Work 325.
Observemos que la obra en sí sólo es concebible como elemento de trabajo
en dos sentidos: como hipótesis metateórica, abstracta (por ejemplo, en el libro de
Ingarden) y como hipótesis de trabajo: debemos pensar que en nuestro trabajo
sobre una obra ésta es accesible a nosotros, mientras que los demás críticos sólo
nos proporcionan concretizaciones subjetivas. Naturalemente, en este caso
nuestra concepción de la obra se vuelve una concretización más para críticos
posteriores.
Estudio en detalle un caso práctico de la vida de una obra en Reading “The
Monster”. Sobre la crítica como reconfiguración del sentido de la obra, ver mi
artículo “Understanding Misreading.” Sobre el actual debate sobre el canon, ver
por ej. Canons: Critical Inquiry 10 (Sept. 1983); Karen Lawrence, ed.,
Decolonizing Tradition; John Guillory, Cultural Capital; Harold Bloom, The
Western Canon.
Cf. 3.3.3.3 ; 3.4.2.3 infra ; Booth, Rhetoric 38; Alain Robbe-Grillet, Pour un
nouveau roman; Raymond Federman, ed., Surfiction; Patricia Waugh, Metafiction.
Ver por ej. Culler, On Deconstruction, cap. 1; Susan R. Suleiman e Inge
Crosman, eds. The Reader in the Text:; Tompkins, Reader-Response Criticism.
Obra abierta 87. Posteriormente Eco revisa su clasificación y la flexibiliza,
reconociendo que toda obra es abierta en cierto modo, en el sentido de que todo
texto necesita una participación del lector: es una cuestión de grados, de elección
de técnicas narrativas convencionales o no. Las “obras abiertas” de su libro
anterior son sólo casos extremos de actividad participativa (Lector 16, 169-70).
Cf. Maurice Blanchot, Le Livre à venir; Roland Barthes, “Littérature et
signification”; Robbe-Grillet, Nouveau roman; Culler, “Non-genre lit.”; Ricœur,
Time and Narrative 2,7.
Eco ya explora esta paradoja en su Obra abierta. Cf. también Ricœur, Time
and Narrative 2, 25.
Ver por ej. la discusión de J. Yellowlees Douglas, referente a las narraciones
hipertextuales, en “‘How Do I Stop This Thing?’ Closure and Indeterminacy in
Interactive Narratives”.
Cf. 3.1.1 supra ; Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 271; Fowler, Linguistics and
the Novel 78.
Cf. Sartre, “Qué es la literatura?” 92; Francisco Ayala, “Para quién
escribimos nosotros?” 182.
En su artículo de 1949 sobre el “Implied Dramatic Speaker” en Pope. Cit. en
Sternberg 261.
Rhetoric 138. Booth, como siempre, coloca un énfasis ético en su definición;
Iser y otros dan una definición más atenta a elementos cognoscitivos e
ideológicos. En un análisis ideológico, la “mejor lectura” no tiene por qué buscar
los criterios de coherencia de la obra requeridos por Booth.
Rhetoric 109; cf. Michel de M'Uzan, “Observations sur le processus de la
création littéraire”, cit. en Clancier 80.
Conceptos semejantes se encuentran en múltiples críticos. Cf. Kayser, “Qui
raconte” 70; Stanley Fish, Surprised by Sin: The Reader in Paradise Lost; Prince,
“Introduction” 180; Ohmann “Speech” 258; Ayala “Reflexiones” 23; Tacca 152 ss;
Sternberg 261; Chatman, Story and Discourse 150; Eco, Lector 79; Ruthrof xi ss;
Lanser 144; Lintvelt 27; Culler, Deconstrucción 33 ss; Lozano, Peña-Marín y Abril
116; Castilla del Pino “Psicoanálisis” 291; Hawthorn 112; Darío Villanueva,
“Narratario y lectores implícitos”; Bordwell 30; Martin 161; Malmgren, “SF and the
Reader”, en Worlds Apart 23-51.
Frye, Anatomy 66; cf Staiger 69, passim.
Weimann, “Erzählerstandpunkt” 392; Tacca 156 ss.
Este problema se nos vuelve a presentar en la teoría de la crítica (infra). Cf.
la posición razonable de Frege sobre la identidad de representaciones de una obra
en diversas conciencias: “Naturalmente, sin cierto parentesco entre las
representaciones humanas, el arte no sería posible; pero nunca puede
averiguarse exactamente en qué medida nuestras representaciones corresponden
a los propósitos del poeta” (“Sentido” 56).
Infra ; cf. en Eco (Tratado 48 ss) un cuadro con las posibilidades de
atribución de intención significativa a un emisor. Sobre la problemática de la
intención literaria, pueden verse los ensayos recogidos en On Literary Intention,
editado por David Newton-De Molina; también Denis Dutton, “Why Intentionalism
Won't Go Away”; W. Harris, Interpretive Acts y Beyond Poststructurlaism; García
Landa, “Speech Act Theory” y Reading “The Monster”.
Nuestra imagen del lector proyectado no es el lector proyectado.
Propuesto por Michel Riffaterre, Essais de stylistique structurale. Cf. Booth,
Rhetoric 140; R. de Maria, “The Ideal Reader: A Critical Fiction”; 3.4.2.5 infra.
Ingarden, Literary Work 212. Cf. la concepción más modesta y posibilista de
Fish (“Literature” 87), para quien el “informed reader” es el lector que hace lo
posible por informarse acerca del texto.
Esta noción, referida a lectores reales, es evidentemente bastante antigua.
Es común, por ejemplo, en Johnson y otros críticos del XVIII; actualmente es la
base de ciertos estudios de la teoría de la recepción (cf. Weimann,
“Erzählerstandpunk” 355; Fokkema e Ibsch 189 ss).
Infra ; cf. Hawthorn 115. Aún abundan otras figuras más o menos delimitadas
frente a éstas: el “reading self” de Walter Slatoff (With Respect to Readers 55), el
“inscribed reader” de Hawthorn (114).
Cf 3.1.2. supra. Por supuesto, el autor puede fingir que revisa sus
presupuestos comunicativos en el curso de la composición, e incluso revisarlos
realmente. Pero en el primer caso ya no estaríamos hablando de autor y de lector,
sino de esos dobles “fingidos” que son narrador y narratario. En el segundo,
tendríamos que suponer una fragmentación en la persona del autor, una evolución
ideológica.
Cf. Culler, Structuralist Poetics 113-130; Lozano, Peña-Marín y Abril 19 ss;
Vítor Manuel de Aguiar e Silva, Competencia lingüística y competencia literaria ;
Prince, Narratology 130.
Cf. Lotman 31. De este mismo hecho surge la necesidad de crear un lector
textual cuya competencia sea comparable a la del autor (Eco, Lector 79).
Para un posible modelo de descripción de la enciclopedia, cf. Eco (Lector
109 ss). En lugar de “enciclopedia”, Ruthrof utiliza la expresión “total stock of
knowledge” (42); Sanford y Garrod por su parte llaman knowledge-base a “all
information stored in memory which is brought to bear in understanding a piece of
discourse” (14). Cf. también Schmidt, “Comunicación” 207.
Cf. Freddy Decreus, “Structure linguistique et structure poétique” 334.
Cf. Todorov, Gramática ; van Dijk, Text Grammars 288 ss; Prince,
Narratology 80 ss.
3.1.5.2 supra ; cf. Chatman 117.
Cf. Georg Lukács, Problèmes du réalisme ; cit. por Hamon, “Statut” 179 n.
79.
Ingarden, Literary Work 264. Cf. la observación de Henry James: “Selection
will take care of itself, for it has a constant motive behind it. That motive is simply
experience. As people feel life, so they will feel the art that is most closely related
to it” (“Art” 177).
“Le fait qu'une telle grille est, dans l'état actuel de nos connaissances, difficile
à imaginer pour les besoins de l'analyse mécanique signifie que la description elle-
même dépend encore, dans une large mesure, de l'appréciation subjective de
l'analyseur” (Sémantique 90). No vemos cómo podría ser de otra manera (cf.
3.4.2.2 ; 3.4.2.5 infra).
Cf. Tynianov, cit. supra ; Halliday, “Linguistic Function” 344; Josephine Miles,
“Style as Style” 24 ss.
John Dewey, Art as Experience ; W. K. Wimsatt y Monroe Beardsley, “The
Intentional Fallacy”; W. K. Wimsatt, “Genesis: A Fallacy Revisited”; Monroe
Beardsley, The Possibility of Criticism; Roland Barthes, “The Death of the Author”;
Jacques Derrida, Limited Inc. Para una crítica básica a la posición
antiintencionalista, véanse las obras de Hirsch Validity in Interpretation y The Aims
of Interpretation. En Intentionality, J. R. Searle sostiene la necesidad la
intencionalidad desde el punto de vista de la filosofía analítica; Daniel Dennett, en
The Intentional Stance, más relativista, conviene sin embargo en que la atribución
de intencionalidad por parte del intérprete, cuando menos, es una maniobra
heurística básica en la comprensión de la actuación y producciones humanas.
“Por un lado, el autor presupone la competencia de su Lector Modelo; por
otro, en cambio, la instituye” (Eco, Lector 80-81).
Ohmann, “Actos” 29; Pratt 93.
Evidentemente, este proceso puede ir más allá de las intenciones del autor:
“Al recibir un mensaje artístico, para cuyo texto debe aún elaborar el código para
descifrarlo, el receptor construye un determinado modelo. Pueden surgir aquí
sistemas que organicen los elementos casuales del texto confiriéndoles
significación” (Lotman 38-39). Pero conviene distinguir con Hirsch entre la
interpretacion del significado autorial y la interpretación de significados
accidentales, construídos deliberadamente o no por el intérprete.
Cf. Ingarden, Literary Work 252; Ruthrof 92 ss; Malmgren, passim.
Cf. Pouillon 33; Martínez Bonati 217.

3.4. AUTOR Y LECTOR


El estudio del enunciador y del receptor efectivos o históricos es necesario en un
modelo pragmático de la narración. La ideología del autor o del lector o las
presiones del contexto determinan el sentido del discurso. Como es el caso de
otros aspectos de las estructuras narrativas que hemos visto, hay que señalar que
no se trata de un estudio específicamente narratológico. Pero en una teoría de la
narración literaria, género que tematiza su situación enunciativa de manera
peculiar y en mayor grado que los demás, será útil hacer una breve revisión del
área crítica reservada al autor y lector efectivos. Por una parte evitaremos
confusiones posibles con las atribuciones de los enunciadores virtuales; por otra
parte llamamos así la atención sobre muchos fenómenos enunciativos
susceptibles de tematización, arrastrados con frecuencia al interior de la obra, por
ejemplo mediante la figura de un narrador-autor. Además, desde la perspectiva
más amplia de una teoría literaria o discursiva general, convendrá recordar que
emisor y receptor no admiten ser reducidos al “interior” del texto, como solía hacer
la crítica estructuralista (cf. Pratt 74). Y no podemos dejar fuera de los estudios
literarios al autor y lector reales, alegando que se encuentran “fuera de la obra” o
que se trata de un estudio “extrínseco”. La obra, además de ser un texto, es en un
sentido su creación y composición; en otro su lectura concreta, su recepción o
interpretación individual e históricamente determinada. Los autores textuales sólo
escriben virtualmente, y los lectores textuales no son, felizmente para los libreros,
los únicos lectores de la obra.

3.4.1. El autor

3.4.1.1. Autor real y autor textual

En ciertos tipos de narración escrita no ficticia, como la autobiografía, el diario, la


carta, etc., el escritor es el gran protagonista; aparece directamente en escena, en
la medida en que se lo permite la transmisión escrita del relato. Pero sólo es “el
autor” en un sentido limitado. Es el autor del discurso, pero la acción es real;
puede modularla imaginativamente, pero parte de una experiencia no fantástica.
Por supuesto, nada impide a este autor autobiográfico ocultarse (humilde o
arteramente) de la vista del público; ya hemos mencionado el ejemplo de Julio
César, autor de una “autobiografía heterodiegética” (Genette, Nouveau discours
72). Se trata, por supuesto, de casos bastante excepcionales.
En una obra de ficción, el escritor es el creador tanto del discurso como de la
acción. Ya hemos visto (3.3.1.1 supra) que puede presentarse como tal (autor-
narrador) o transformarse en mayor o menor grado en un narrador ficticio,
adoptando una personalidad o actitudes diferenciadas de la enunciación autorial
implícita. Pero por mucho que se oculte siempre queda una huella de la presencia
del autor: nada menos que el conjunto del texto, interpretado como un indicio,
teniendo en cuenta las leyes genéricas, el momento histórico de su producción, las
convenciones sociales habituales, etc.; se constituye así la figura que llamábamos
autor textual. Repetimos: el autor textual es el producto de una interpretación; es
una construcción del lector a partir del texto. El lector de una obra conoce en
principio al autor textual, y no necesariamente al autor; intenta fijar los valores y la
intención del autor, pero en tanto se limite a la obra en sí sólo alcanzará al autor
textual.
El autor textual es un ser de papel, una entidad mental; el autor, en cambio, es
un ser de carne y hueso. No se encuentra paralizado en una actitud, al menos
téoricamente, mientras está vivo. Sus creencias, ideología, etc. pueden ser
contrarias a las del autor textual de sus escritos, ya por una mala interpretación del
lector (un fracaso en la comunicación) ya como resultado de una estrategia
retórica deliberada (3.3.1.2 supra). En resumen: el autor textual no es simplemente
la manifestación espontánea del autor real. Por una parte tiene algo de estrategia
compositiva, comparable al narrador ficticio o al personaje. En este sentido es
parte del estilo del autor. Por otra, es un producto del trabajo de la interpretación,
y “pertenece” así en cierto modo al lector tanto como al autor real. No debemos
olvidar que el autor real no se puede manifestar en la obra en tanto que tal: lo
hace por definición a través de su imagen textual.
No es que el autor real escape totalmente a una condición textual. Entra en su
conocimiento un elemento de interpretación; la imagen los autores del pasado,
sobre todo, se refracta a través de la interpretación histórica. Pero aun en este
caso el autor escapa a los límites de la obra: es una multiplicidad de discursos la
que los manifiesta, desde el horizonte ideológico de su época hasta otras obras o
documentos, en el caso de autores del pasado, o la interacción comunicativa, el
reportaje o el debate en el caso de los autores vivos. Entrevistas, conferencias,
prólogos, son modos de manifestación “extrínseca” que pueden condicionar la
actitud de los lectores. Así, Bronzwaer (“Implied Author” 10) ve en las lecturas
públicas de Dickens un deseo por parte del autor de reducir la distancia entre él y
el público. El Dickens-lector no estaría sin embargo suprimiendo al Dickens-autor
textual, sino que más bien estaría encarnando el papel de éste ante un público
físicamente presente.
Pero el autor real es más que una estrategia o efecto retórico. Es un estratega,
el responsable último de la construcción de la obra, de buena parte de su valor
estético e ideológico. Todo lo que el lector conoce de la obra, todo lo que ve, lo
hace en última instancia a través del novelista, que es quien ha diseñado los
recursos de presentación de la acción y de instalación del lector en el texto (cf.
Pouillon 25). Esto nunca ha dejado de reconocerse: después de todos sus
diagnósticos de “eliminación” o “extinción” del autor, un crítico tan inmanentista
como Friedman (“Point of View” 130) afirma que se trata sólo de técnicas elegidas
por el autor. Aquí habría que matizar que esa elección puede ser consciente o
deliberada en muy diverso grado; pero queda en cualquier caso bien patente que
sólo es el autor textual quien desaparece para Friedman: el autor real es tan sólido
como siempre en su teoría. Weimann insiste enérgicamente en la necesidad de
tener en cuenta las circunstancias reales e históricas de la enunciación para dar
cuenta de los fenómenos formales de la obra literaria, en oposición a los New
Critics que no pasaban del nivel del autor textual: “Sie haben die Wahl der
Perspektive auf ein erzähltechnisches Problem reduziert und die mit der
Wirklichkeit verbundene ‘Ich-Origo des Erzählers’ den ‘fiktiven Ich-Origines der
Gestalten’ aufgeopfert” (“Erzählerstandpunkt” 370). Los modos de enunciación son
para Weimann, como para la crítica materialista en general, producciones histórica
y socialmente situadas.
No sólo es relevante la relación del autor a la obra: es la relación del autor con
la realidad la que determina la forma de la narración. Un autor puede desconocer
su manera de relación con la realidad (ya según observa Perry 191, poco
sospechoso de afinidades marxistas o freudianas); no todos sus recursos tienen
que ser, ni pueden ser, deliberados, y corresponde al crítico formular la visión del
mundo del autor, o la relación entre ésta y la realidad. La ideología de la obra no
es un objeto bruto ni algo ya dado, sino que debe ser interpretada o desvelada
mediante el trabajo de la lectura; es una relación interpretativa entre autor, obra y
lector.

3.4.1.2. Expresión, creación, comunicación. Teorías de la competencia modal del


autor.

Gran parte de la poética tradicional puede leerse como una serie de intentos de
definir la competencia del autor en tanto que sujeto del discurso de ficción. Dos
tipos de autores, o dos perspectivas contrapuestas sobre la creación, distingue la
crítica ya desde la Antigüedad. Platón nos presenta al primer tipo, con bastante
ironía:

the poet is a light and winged and holy thing, and there is no invention in him until
he has been inspired and is out of his senses, and reason is no longer in him: no
man, while he retains that faculty, has the oracular gift of poetry. (Ion 15)

Longino (Sobre lo sublime, caps. X-XI) también nos presenta un poeta fuera de sí,
arrebatado por su propia creación. A su vez, el entusiasmo del autor contagia y
arrebata al público. Por su parte, Aristóteles insistirá en la posibilidad de otro tipo
de poeta, el hombre de poder creativo superior:

[e]l arte de la poesía es propio o de naturales bien nacidos o de locos; de aquéllos,


por su multiforme y bella plasticidad; de éstos, por su potencia de éxtasis.
(Aristóteles, Poética 1454 b).

Ni la plasticidad ni la potencia de éxtasis son realmente apreciadas por Platón. En


él tenemos el ejemplo arquetípico de suspicacia ante el poeta por su falta de
“seriedad” intelectual, y por su capacidad de perturbar los sólidos conceptos y
valores aceptados, los límites establecidos. El poeta adopta roles enunciativos
diversos, escapa a su identidad. Es un perspectivista, como lo es el pintor, que no
presenta las cosas como son, sino como se ven. Y la perspectiva es engañosa
para un esencialista como Platón, que sólo acepta la visión total (República X,
280).
Frente a las teorías inspiracionalistas corrientes en su época, Aristóteles insiste
en el lado artesanal y laborioso de la creación literaria. La poesía no es un instinto,
sino una capacidad o arte. La poesía puede ser reducida a método y enseñada.
Aristóteles parece querer refutar la idea de inspiración ignorándola. Sin embargo,
Aristóteles nos habla de la influencia que tiene en la creación la naturaleza del
poeta. Este es un hombre especialmente dotado para penetrar en la experiencia
ajena. La obra ha de poseer, además, un valor cognoscitivo; revela cualidades
universales o tenidas por tales en la cultura del poeta:

then it seems that from this larger perspective the artist may once again come to
be seen as a medium through which the operations of natural and greater forces
are channelled. Inspiration, it could be argued, has been naturalized within the
Aristotelian view of art. (Halliwell 92)

En la antigüedad no existe la noción de literatura como expresión de la


individualidad del autor. Hasta el poeta inspirado habla de la realidad, no de sí
mismo. Hoy no podemos librarnos totalmente del concepto romántico de
imaginación creadora, ligado a la subjetividad que el poeta nos expresa. El
concepto de arte presente en Aristóteles, por el contrario, no es subjetivo, y sólo
limitadamente creativo. El arte nos presenta una visión de la realidad compartida
por todos, y no la experiencia interna; una realidad externa que se mimetiza, y no
una experiencia interna que surge de la actividad creadora del espíritu (cf. Halliwell
57 ss).
La influyente tradición horaciana también insiste sobre la labor consciente del
poeta y la elaboración cuidadosa. Para Horacio, el poeta puede tener cualidades
benéficas enseñando y agradando a los lectores; pero abundan los malos poetas
que importunan a los demás insistiendo en que oigan sus versos: el poeta es un
ser ávido de aplausos (Odas II. i) y el hombre prudente se asegurará de la calidad
de sus versos antes de atreverse a publicar, tanto con la reflexión y autocensura
como con el auxilio de opiniones más imparciales (Epistola ad Pisones, versos 366
ss; Odas, II. ii).
Una postura u otra son con frecuencia erigidas en exclusiva, y con razón; el
poeta ha de hablar fuera de sí, ya sea en nombre de los dioses o en empatía con
el cosmos, o meditadamente, bajo su propia responsabilidad.
Un interés especial por la psicología de la creación (así como de la recepción)
se despierta a partir del el siglo XVII. Los empiristas ingleses se interesarán por el
papel de la memoria, la asociación de ideas, la imaginación, etc. Bacon (The
Advancement of Learning 192) declara que la literatura no tiene un origen racional
sino volitivo: es una especie de satisfacción compensatoria de los deseos
irrealizables. Para los críticos de la Restauración y el siglo XVIII, la creación
literaria es esencialmente una tensión entre imaginación y razón: la imaginación
como el deseo pugna por desbordarse, la razón y las normas socialmente
aceptadas (el “decoro”) la circumscriben a sus justos límites.
Con la teoría materialista de la creación desarrollada por Hobbes en el siglo
XVII las teorías inspiracionalistas tocan fondo. Para Hobbes (“Answer to
Davenant’s Preface to Gondibert” 214) todo el proceso creativo deriva de la
memoria de una manera casi mecánica; no hay ningún elemento misterioso por el
camino. Hobbes ve en la poesía un fenómeno plenamente racional; valora la
sabiduría y la razón más que la supuesta inspiración, en la que el poeta hablaría
como un mero instrumento de una voluntad ajena, “like a bagpipe”. La literatura en
ningún caso podrá ser descubrimiento o intuición: el escritor no debe tratar de
expresar más que aquello que comprende perfectamente. Este es un principio
eminentemente neoclásico: los poetas deben refrenar su fantasía mediante la
razón, “stoop to what they understand”.
Basándose en las ideas psicológicas de Locke, Addison (On the Pleasures of
Imagination II, 290) define la labor del escritor como una como una creación de
imágenes que se contraponen en el proceso de percepción a los objetos reales. El
autor no copia estos objetos, sino que los idealiza, orientando así la atención del
lector. Por supuesto, el lector debe tener una determinada capacidad de
seguimiento en cuanto que ha de ser capaz de experimentar las asociaciones de
ideas que el autor desea evocar (cf. 3.4.2.2 infra). Hume y Hartley también utilizan
el asociacionismo para explicar el placer producido por el arte. Este principio
psicológico no se abandona, como atestiguan la influencia en el siglo XX de
conceptos como el monólogo interior o la rememoración proustiana.
A la vez que esta psicología de la literatura se desarrolla en el siglo XVIII el
discurso crítico sobre el genio poético. La imitación, la sujeción a una tradición
dejan de ser el ideal: el genio debe ser creativo, original. Las virtudes del genio
son la pasión, la emoción, el éxtasis.

We arrive then at the idea that a poetry of emotion “cannot with strict propriety be
called an art of imitation” [Burke]. As other writers of the time were putting it,
poetry, along with music, is a kind of passionate “expression”. (Wimsatt y Brooks
300)

Podemos ver un anuncio prerromántico cuando Dennis proclama el valor estético


del “entusiasmo”, una pasión poética “whose cause is not comprehended by us”
(The Advancement and Reformation of Modern Poetry 275). El Romanticismo
invertirá los términos del razonamiento neoclásico: es la poesía la que trabaja al
borde de la incomprensión colonizando así nuevos terrenos para la comprensión.
El arte, y sobre todo la literatura, es el medio de expansión y vitalización del
lenguaje humano, de las categorías perceptivas que nos permiten entender la
realidad. No será éste una actividad conceptual, sino un trabajo que va desde las
emociones a la expresión lingüística: “The poet thinks and feels in the language of
human passions” (Wordsworth, “Preface” 440). La poesía no pretende ser una
comunicación de ideas, sino de emociones. Más exacto es decir que es “the
spontaneous overflow of powerful feelings” (441), una expresión de emociones
que se vuelven comunicativas accidentalmente. El autor ignoraría totalmente al
lector en la composición; compone para sí, y el papel del público es una especie
de intromisión. La lírica, a la que se ha llamado la comunicación “yo-yo” (Lotman,
cit. por Segre, “Principios” 29) es la literatura por excelencia. El planteamiento de
Mill es el típicamente romántico: lo narrativo presupone un público, y es una forma
de arte posible, pero ciertamente inferior a la lírica (537). La unidad de una obra
romántica será una unidad emocional, “orgánica”, no una unidad formal,
“mecánica”; todo en la obra es uno porque todo es expresión de la subjetividad del
autor. Una subjetividad vivida como proceso vital, y no como intencionalidad. Una
forma mecánica es la traducción de un concepto previo, una forma orgánica nos
permite asistir al nacimiento de un nuevo concepto que es a la vez intuición. El
romanticismo no valora la idea preestablecida, sino la idea que se encuentra, la
idea a la que se llega. Esta noción de la escritura como exploración (y los
corolarios que de ella se derivan) sigue viva en nuestros días, aun en las
posiciones más lejanas al romanticismo y el individualismo. En el siglo XIX
tendremos el culto al estilo y al mundo propio creado por el escritor, un mundo que
es una extensión de su yo, que le revela. Todo en la obra es símbolo de su autor;
con el romanticismo hay “a general turn of interest from the external world to the
knowing and expressing subject”.
La creación es para los románticos el producto de un principio espiritual activo
en la mente humana, la imaginación, que no se somete a las leyes mecánicas
supuestas por los empiristas. La imaginación es un principio organizador de la
experiencia: armoniza las cualidades opuestas, el caos de los impulsos
contradictorios. La imaginación, presente en toda mente humana, está presente
en grado sumo en la mente del artista. Para Shelley, “[p]oetry is the record of the
best and happiest moments of the happiest and best minds” (511); la
comunicación de esta experiencia única al lector es el objeto de la literatura.
Según Croce, toda creación literaria es la objetivación del ego mismo del autor,
“an objectification in which the ego sees itself on the stage, narrates itself, and
dramatizes itself”. Para Freud, el escritor satisface impulsos eróticos imposibles
de realizar en la vida real creando una vida imaginaria, en la que sublima sus
impulsos. El artista es en cierto modo un neurótico, pero un neurótico que alivia su
neurosis, algo que no suele hacer el común de los hombres, que son igualmente
neuróticos.
Pero otra visión del autor se perfila al menos desde Samuel Johnson. Es el ideal
de objetividad del autor. El autor es, evidentemente, un ser limitado y encerrado en
su subjetividad. Pero su virtud está en ensanchar su visión más allá de su yo,
liberándose de limitaciones que entorpezcan su visión, conociendo la variedad de
la realidad humana y aproximándose a los intereses de la generalidad de los
hombres, haciendo su obra universal y representativa.

He must write as the interpreter of nature, and the legislator of mankind, and
consider himself as presiding over the thoughts and manners of future generations;
as a being superior to time and place. (Rasselas X, 62)

El realismo del siglo XIX no se halla tan lejos de la sensibilidad romántica. Si el


poema romántico requiere una sensibilidad especial, la novela realista necesita de
un observador que dé fiel cuenta de su visión de la realidad. George Eliot es un
buen ejemplo. En un famoso fragmento en el que define su noción de realismo,
comienza con una declaración de que el novelista está sujeto a la verdad, “obliged
to keep servilely after nature and fact”. Pero inmediatamente define cuál es esa
verdad:

I aspire to give no more than a faithful account of men and things as they have
mirrored themselves in my mind. The mirror is doubtless defective; the outlines will
sometimes be disturbed; the reflection faint or confused; but I feel as much bound
to tell you, as precisely as I can, what that reflection is, as if I were in the witness-
box narrating my experience on oath. (Adam Bede XVII, 221)
Como vemos, es una postura no tan objetivista como se interpreta a veces: el
autor no nos muestra las cosas “como son”, sino tal como se le aparecen. La
veracidad que debe asegurar el escritor realista consiste en representar
adecuadamente su visión. Si no la distorsiona deliberadamente, la veracidad de su
visión está asegurada, pues según el pensamiento idealista es el hecho mismo de
su visión lo que constituye la objetividad histórica que el poeta debe recoger.
En algunos pensadores este hecho adquiere tintes místicos. Si el subjetivismo
romántico es sólo una apariencia, un vehículo es porque el poeta está guiado por
fuerzas superiores a su individualidad. No es sólo el poeta quien habla: es la
naturaleza la que habla a través de él, la conciencia secreta de las cosas la que se
expresa en su creación. Para Coleridge (Biographia XV,176 ss), toda creación es
una objetivación del espíritu del autor. Cuanto más lograda esté esta objetivación
mejor será la obra. Esta idea va más allá del simple expresionismo romántico, y
reduce al absurdo el rechazo hacia el uso de narradores o máscaras irónicas que
se encuentra en Samuel Johnson (Edinger 167) o F. J. Furnivall. Para T. S. Eliot
el autor forja su personalidad artística mediante una especie de renuncia a su
personalidad, a los elementos más enfermizamente originales de su obra. El
progreso artístico es para Eliot una labor de despersonalización: el escritor se
inserta en una tradición, y aprende a mantener su individualidad al margen de sus
escritos. Durante el proceso de composición este hecho se manifiesta en la
autocensura, la corrección, la revisión que el escritor hace de su obra, una
actividad que divide su personalidad entre creador y crítico (“The Function of
Criticism” 30).
Como señala Richards, el objeto de la “despersonalización” del artista, su
“objetividad” o su “impasibilidad” es la obtención de una mayor eficacia
comunicativa. El artista es una persona capaz de concebir y objetivar experiencias
especialmente valiosas y por tanto dignas de ser conservadas y comunicadas
(Principles 20, 149 ss). La comunicabilidad exige una cierta normalidad, por parte
del artista: “the least eccentricity on his part (...) will be disastrous” (151).
Semejante objetividad parece por definición inalcanzable, a no ser en un grado
limitado. El poeta puede llegar a ser el portavoz de un grupo, de una nación, de
una clase social, de una ideología, de un credo humanista o religioso. Pero nunca
alcanzará la objetividad total; si lo hiciese, quizás callaría en lugar de escribir. El
psicoanálisis y el marxismo han insistido en los condicionamientos del escritor:
condicionamientos psicológicos y sociológicos, respectivamente.
Una actitud relacionada con esta objetividad del autor es el requerimiento de
que cree personajes “objetivos”, con una individualidad reconocible y no
evidentemente guiada por el artista. La novela debe revelar una conciencia, la del
personaje, que sea tan compleja y “respetable” como una persona real. El autor
que falsea la psicología de sus personajes comete un crimen capital. La apariencia
de objetividad es crucial. El New Criticism llegó a hacer formulaciones exageradas
del principio de objetividad. En lugar de contemplar la obra como un objeto
procedente de un acto discursivo, la contemplaba como un objeto en sí,
independiente de la subjetividad del autor y del lector. Este distanciamiento, como
muestra el psicoanálisis, es siempre problemático.
La crítica psicoanalítica descubre bajo la intencionalidad y el elemento
consciente de la obra un núcleo de fantasía inconsciente. Ya hemos mencionado
el efecto catártico de la creación. Para Edward Bullough, el distanciamiento
estético hacia las propias obsesiones ya es de por sí una forma de catarsis para el
artista. En la objetivación de esas obsesiones hay un aspecto de liberación, de
satisfacción de impulsos reprimidos, como ha insistido el psicoanálisis. Freud ve
el origen de este distanciamiento en una maniobra de autocensura psíquica ante
el carácter prohibido de muchas de las fantasías narradas. La forma más evidente
de catarsis mediante la creación es la proyección de los deseos del autor sobre el
héroe pero hay satisfacciones menos obvias. Hay así una tensión entre la
identificación elemental del ello con lo fantaseado y la reacción contraria del yo. La
obra misma se origina en una tensión subyacente, y parte de su papel es
resolverla o aliviarla. Toda objetividad, nos vuelve a decir el psicoanálisis, es
parcial y aparente. La obra literaria manifiesta de cualquier modo el yo escondido
del autor; es una “autobiografía profunda”. que adecuadamente interpretada
revela la personalidad del autor mucho más radicalmente que las biografías
usuales. El psicoanálisis desmitifica en gran medida la personalidad del creador
literario al describir su actividad como una acción indirecta sobre la realidad, una
acción que es un retorno parcial tras una huida inicial (Castilla del Pino,
“Psicoanálisis” 277). El autor tiene mucho de narcisista que se rebela ante la
realidad frustrante. Pronunciando palabras, crea imaginariamente sus referentes y
modela así su propia realidad (cf. 3.2.1.8 supra). Este hecho ya había sido
señalado en relación a la novela por Hegel, que veía en ella “eine subjektive
Epopee, in welcher der Verfasser sich die Erlaubnis ausbittet, die Welt nach seiner
Weise zu behandeln”. Aún más: modelando al autor implícito, modela su propio
yo, de una manera que a veces repercute directamente en su vida social, por la
imagen peculiar del autor que es la que circula y le populariza. El autor, y no sólo
la obra, puede ser dominio público. Esto no sucede en todos los casos. Sin
embargo, en el plano de la psicología individual, la modelación del propio yo
parece ser inherente a la creación de una ficción narrativa:

Las más de las novelas, especialmente las que podríamos caracterizar como de
acción, deben ser consideradas como formaciones reactivas del autor: en ellas “se
hace” simplemente lo que el autor no puede hacer. La trama de la narración se
constituye por así decirlo en la imagen inversa de la vida misma del narrador. Por
lo pronto, la inversión más saliente es la de sujeto pasivo frente a sujeto
(fantaseado) activo. (Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 309).

Otras veces la relación es menos directa. Pero en general los distintos personajes
representan distintas pulsiones en lucha en el inconsciente del autor (cf. Frye,
Anatomy 216). En este sentido es evidente la necesidad de que el autor sepa
diferenciarlos de su propia individualidad, objetivarlos de modo que no parezcan
marionetas.
La transvaloración experimentada en la vivencia imaginaria de la acción es, por
tanto, la forma primitiva de la gratificación fantástica, y la que es transmisible al
lector. Observemos que esta satisfacción es el caso primitivo y no marcado de la
narración ficticia. En formas literarias más elaboradas, como la novela psicológica
o naturalista, la acción no suele ser un objeto claramente deseable, y por tanto no
cumple esa función de modo tan directo. Allí la identificación del autor o del lector
ya no se proyecta tnato hacia el personaje como hacia el narrador. En géneros
más complejos, el objeto de la identificación va en cierto modo escalando estratos
en nuestro esquema de la estructura narrativa: el autor textual es el límite en el
que tiene sentido el concepto de identificación, aunque no hay que descartar el
elemento de reelaboración reflexiva del yo mediante el proceso creativo de lectura
(identificación del lector con la imagen del lector implícito por él construida).
La gratificación narcisista de la escritura no termina en la identificación con los
diversos sujetos textuales. En tanto en cuanto esta realidad posee un valor moral,
cognoscitivo o artístico para la comunidad, el artista habrá actuado realmente
sobre el mundo, a través de su actuación fantástica. El autor se ha divorciado en
cierto modo de su identidad social por el hecho de escribir: la sociedad recaptura
esa palabra para los fines de la comunicación colectiva, y simboliza esta
reconciliación mediante el acto de honrar al escritor y hacer de él un personaje
(Barthes, “Style” 4). De otro modo, los premios literarios deberían darse al autor
textual, y no al autor real. Aceptando la obra como suya el escritor se reintegra a la
sociedad. Así pues, satisface doblemente sus impulsos narcisistas, mediante la
creación y mediante el reconocimiento social de su obra manifestado en la
admiración del público, los premios o el mero hecho de la publicación. El escritor
creativo necesita al lector, necesita saberse en contacto con un público: de otro
modo “el escribir llega fácilmente a ser una rutina profesional desenvuelta en el
vacío, y, más que un soliloquio, el discurso de un demente, sin engarces con el
mundo exterior; en definitiva, una actividad desprovista de sentido” (Ayala, “Para
quién escribimos?” 182). No habría que olvidar, sin embargo, los aspectos lúdicos
de la escritura, como de cualquier otro tipo de creación (Freud, “Creative Writers”
749). En este sentido la escritura puede ser también una actividad que se justifica
a sí misma, con un circuito social virtual limitado a su función en la economía
psíquica del autor.
El proceso de escritura supone un compromiso entre distintos impulsos de la
psique. Resultará práctico distinguir el impulso creador, quizá ligado al ello, del
impulso crítico y censor, ligado al super ego. Milic ha mostrado cómo la
participación mental consciente del autor durante el proceso de composición es
más importante en el rol de crítico (Milic 80 ss), y cómo los rasgos estilísticos más
permanentes son aquéllos que más escapan a la atención consciente del escritor
(85). De ello se deriva que los rasgos más permanentes e inconscientes son útiles
para caracterizar el conjunto de la obra de un escritor, y los rasgos variables y
conscientes la intencionalidad autorial en una obra determinada (89). Las
“metáforas obsesionantes” y los “mitos personales” de Mauron son rasgos
imaginales y temáticos del primer tipo. Naturalmente, estos rasgos se han de
identificar sobre el telón de fondo de los usos normales y tradicionales de las
imágenes y mitos; sólo así se caracterizan como individuales.
El marxismo coincide con el psicoanálisis en la medida en que ve en la fantasía
y la creatividad del poeta una forma de relación con la realidad, más que una mera
evasión. Para el marxismo, la obra de un autor siempre será reveladora en otro
sentido: es un síntoma del lugar ocupado por el autor en los conflictos sociales de
su época. Esto no quiere decir que el autor esté determinado por la ideología de
su clase. Engels recalca precisamente, al definir su noción de realismo, que el
autor puede llegar a resultados que contradicen sus propias opiniones políticas
(cit. en Fokkema e Ibsch 112). Así pues, el autor textual no tiene por qué compartir
la ideología del autor real: son conocidos en este sentido los análisis marxistas de
la obra de Dickens o de Balzac (ver Hawthorn 85). Otra manera de exponer este
hecho que puede ser más adecuada en muchos casos es identificar una fisura en
la obra entre lo conscientemente expuesto y lo inconscientemente dramatizado
(aquí inconsciente no tiene tanto el sentido freudiano como el sentido de que
muchos fenómenos sociales son experimentados como condiciones de existencia
o presuposiciones, no como representaciones conscientes).
Como apunta Pierre Macherey lo que un autor calla es tan revelador como lo
que dice. Así pues, para un determinado tipo de interpretación marxista, un autor
escribe siempre en cierto modo de manera objetiva en el sentido de que expresa
espontáneamente una ideología, y no puede escapar de esta necesidad de
representación como no puede escapar de la sociedad. Toda actuación discursiva
tiene lugar desde una determinada posición social; como señala Luce Irigaray con
respecto a la interacción entre lenguaje y diferencia sexual, el discurso nunca es
neutro. Muchas teorías, de Platón a Sartre, han señalado la responsabilidad
social del escritor. Los peligros potenciales que presenta la poesía son para Platón
una razón suficiente para exigir en su República ideal una completa sumisión de la
poesía al Estado. Hay que garantizar la responsabilidad social del poeta,
coartando su libertad mediante la censura, todo en bien de la comunidad. Se pide
al poeta que proporcione ficciones que puedan traducirse en realidades sociales
deseables. Esta actitud es común al platonismo, a los defensores del “realismo
socialista” o a cualquier teorizador que haga una interpretación primordialmente
moral o política de la literatura (así por ejemplo las formas más elementales de la
crítica feminista hoy en día).
Milton veía en los poetas a los enemigos del despotismo; tienen una clara
misión cívico-religiosa: educar al pueblo en las virtudes de las libertades públicas y
la verdadera religión. También esta idea del autor como predicador es recogida
por la crítica política, marxista de nuestro siglo. La obra hace algo más que
reflejar la realidad: la comenta (Weimann, “Erzählerstandpunkt” 382); y el autor
debe hacer algo más que observar adecuadamente la realidad: debe instar a
transformarla.
El marxismo ve en la literatura una parte de la superestructura que es en última
instancia determinada por la realidad económico-social. El autor adopta una
posición ideológica, ya sea consciente o inconscientemente. No es un creador,
sino un productor. No crea a partir de la nada, sino que su labor se define como la
transformación de unos materiales preexistentes (Macherey 68). Para Walter
Benjamin, la toma de conciencia del autor debe traducirse no sólo en el contenido
de su mensaje, sino también en la forma en que llega al público: el autor debe
reconocer que, si quiere ser influyente ideológicamente, su producto habrá de
llegar a un público amplio. La labor del artista ha de tener en cuenta la manera en
que su obra llega al público. Walter Benjamin se interesó especialmente por la
explotación artística de los mass media, y Bertolt Brecht insistía en la necesidad
de destruir las formas tradicionales del arte para crear una forma polémica, que
reclame la actividad reflexiva del espectador y le haga tomar conciencia de la
necesidad de adoptar una postura política.
Con frecuencia, sin embargo, se ha señalado el peligro que supone para el
artista una intención deliberada, como es el compromiso político. Para Goethe (cit.
en V. Hall 165), el artista comprometido deja automáticamente de ser artista. El
artista puede estar comprometido como hombre, pero su visión artística debe estar
libre de objetivos inmediatos. Esta teoría no excluye la efectividad política o moral
del arte: podríamos decir con Benjamin Constant que el arte auténtico no tiene
objetivo, pero que sin embargo lo alcanza.
Es muy corriente que el autor se sitúe en cierta medida al margen de su
comunidad. Es conocida la figura del escritor exiliado que sin embargo no cesa de
incidir en sus escritos sobre la sociedad de la cual ha escapado, e incluso ve en el
exilio una circunstancia favorable a su creatividad. Tanto Joyce como Beckett son
ejemplos de escritores autoexiliados, irlandeses fuera de Irlanda por motivos tanto
vitales como artísticos. Otra posible obligación del autor iría dirigida no a la
comunidad, sino al lector individual, en tanto que receptor. El autor debe ser un
autor competente, de manera que el lector no se arrepienta de haber perdido su
tiempo y dinero con el libro. La incompetencia narrativa se tolera en el narrador
ficticio, pero nunca en el autor real (Pratt 166, 173). Hemos llamado competencia
literaria al conjunto de normas de naturaleza variadísima que permiten a un autor y
a sus lectores ser copartícipes en el fenómeno literario. La competencia literaria
activa del autor es el correlato necesario de la competencia literaria pasiva del
lector en la comprensión del texto , —aunque la competencia del lector no puede
reducirse a este papel pasivo, pues leer, y sobre todo interpretar, es más que
comprender.
Cada tradición literaria concretiza de modo determinado la competencia literaria
del autor; se definen reglas a respetar o a romper, objetivos a cumplir, etc.—
protocolos pragmáticos de actuación en un género o ámbito dados. La cortesía del
autor puede estar más o menos definida en una tradición determinada. En cierto
pasaje de Barchester Towers Trollope anticipa a su lector el final de la novela,
renunciando explícitamente a engañarle con el suspense planteado. Como todo en
literatura, la competencia modal del autor se puede instrumentalizar y devenir un
tema literario.
El uso de la palabra por parte del autor también va más allá de la comunicación,
y más allá de la expresión o catarsis. A partir del romanticismo se insiste en que
la escritura es también una manera de conocimiento, una manera de fijar
intuiciones o experiencias que no son comúnmente accesibles fuera de la
experiencia literaria. El autor no comunica un sentido preestablecido, sino que su
misma creación le lleva a descubrir ese sentido (Bradley 745). Por tanto, la
escritura es una praxis, y no sólo en el sentido de hacer, sino también en el de
hacerse. La literatura no es una excepción al uso general del lenguaje, en el que el
hablar significa comprometerse (Searle, Actos 201). Y la acción verbal no sólo nos
define frente a los demás, sino también nos ayuda a descubrirnos a nosotros
mismos: “By speaking with another person, we not only reveal ourselves to him—
be he friend or foe—but to ourselves as well” (Ingarden, “Functions” 391). Esto
sucede en un grado máximo en ese uso especial de la palabra que es la creación
literaria.
El proceso de composición puede tematizarse, e incluso afectar decisivamente
como tal tema a la estructura narrativa de la obra. Frye (Anatomy 267) define dos
actitudes básicas del autor a este respecto. Puede presentar la obra como algo ya
hecho, un perfecto objeto acabado, a la manera de Henry James, por ejemplo. O,
por el contrario, dejar entrar al proceso de creación a formar parte de la obra: es la
postura de Sterne. Por supuesto, todo esto se puede hacer de muy diversas
maneras. No es sólo la creación real la que puede dramatizarse: puede
presentársenos el proceso de creación ficticia de la obra (que es lo que de hecho
sucede en Tristram Shandy) tendiendo referencias más o menos explícitas a la
creación real. Son formas tanto más complejas del hacer y del hacerse del sujeto
literario.

3.4.1.3. Más allá del autor

Hemos visto que está generalmente aceptada la idea de que la intención del autor
no es suficiente para dar cuenta de la obra. El marxismo, el psicoanálisis y el
estructuralismo insisten de modos diversos en aspectos inconscientes de la
creación, subrayando el hecho de que es legítimo ver en la obra una creación
supraindividual, cuyos condicionantes e implicaciones van por tanto va más allá de
su autor individual. Y no es que sea preciso acudir a estas escuelas, que
ejemplifican bien lo que H.-G. Gadamer ha llamado la “hermenéutica de la
sospecha”, para ir más allá del sentido consciente e intencional. La Nueva Crítica
ya había mostrado las limitaciones del intencionalismo ingenuo. Incluso en pleno
siglo diecinueve y en pleno paradigma estético-humanista sobre la literatura
podemos encontrar una afirmación como la siguiente:

the highest function of the critic is to act as the interpreter of genius, which, working
under the impulse of its creative instincts, may be, and we believe frequently is,
unconscious of the deep truths embodied in his own productions.

Y ya señalaba Samuel Johnson (“Preface to Shakespeare”) que una obra no es


simplemente el producto de la intencionalidad de su autor, sino que es una
confluencia del autor y su época. (A esto añadiremos más adelante el papel del
lector y de su propia época histórica).
Si el psicoanálisis freudiano ya pareció un cuestionamiento radical del autor,
examinando las condicionantes inconscientes de la creatividad, las escuelas
subsiguientes han acentuado aún más las determinantes de la obra que
desbordan al sujeto que se presenta como su autor. La escuela psicoanalítica
jungiana reacciona contra la génesis individualista de la obra tal como fue
concebida por Freud. Las circunstancias personales de un autor no son
suficientes, según Jung, para dar cuenta de la creación. Para Jung como para
Freud, la creatividad es en gran medida inconsciente, y la impresión de control
consciente sobre su obra que tienen muchos autores es una ilusión (815). La
fuente de la obra es esencialmente un complejo autónomo que se desarrolla al
margen de la intencionalidad del autor, un complejo autónomo que para Jung está
determinado en gran medida por factores supraindividuales:

I am assuming that the work of art we propose to analyze (...) has its source not in
the personal unconscious of the poet, but in a sphere of unconscious mythology
whose primordial images are the common heritage of mankind. I have called this
sphere the collective unconscious to distinguish it from the personal unconscious.
(817)

Cuando una obra apela a impulsos o imágenes del inconsciente colectivo, provoca
una especial intensidad emocional, que arrebata tanto al autor como al lector: “At
such moments we are no longer individuals, but the race; the voice of all mankind
resounds in us” (818). Los elementos poéticos y narrativos analizados por la
escuela jungiana, como los arquetipos de iniciación, el cruce del umbral, la
oposición entre símbolos de régimen diurno o nocturno, de regeneración o de
decadencia estacional, etc. pertenecen al inconsciente despersonalizado, a una
función imaginaria del espíritu humano que no tiene en los mitos o en la creación
de los artistas más que manifestaciones concretas.
El estructuralismo reaccionó contra el psicologismo literario, herencia de la
época romántica, sobre todo tal como era practicado por críticos como Vossler o el
primer Spitzer. La misma noción de estilística estaba alentada por un ánimo
psicologista, bien patente en la famosa frase de Buffon: “le style, c’est l’homme”.
Algunos enfoques interpretativos producto de la convergencia entre el
estructuralismo y el psicoanálisis han proclamado la disolución del sujeto
productor del texto ante los métodos actuales de estudio del significado. El
significado sería estructuralmente anterior al sujeto, y éste emana del proceso
significativo como una estrategia interpretativa. Kristeva distingue entre el análisis
del nivel profundo del texto (“geno-texto”) y el del superficial (“feno-texto”). El
sujeto no es único en el nivel profundo, sino que es destruído o generado para
generar sentido:

Esto nos permite decir que el semanálisis des(cons)truye el signo y el sujeto


(enunciados por el feno-texto) al hablar de ellos, y abre un dominio en el que aún
no se encuentran: el dominio donde se aplican o se oponen las diferencias
significantes (“Semanálisis” 284).

Para este enfoque postestructuralista, el texto literario no tiene sujeto; éste es un


“yo vacío”, una mera necesidad de las leyes del significante. El autor desaparece
como elocutor: queda reducido a ser el director de orquesta, y no el compositor, de
los significados textuales “To our way of thinking the text is written through the
author much more than it is written by him”. Estas ideas no son completamente
novedosas: ya fueron propuestas el siglo pasado en el marco (más relacionado
con la cultura popular y menos con la gran tradición literaria) de los estudios de
literatura comparada. Para Veselovski, el talento individual es prácticamente
indiscernible entre la oferta y la demanda masivas de argumentos, motivos, temas
y fórmulas en el mercado sociopoético. La conexión se encuentra, naturalemente,
en el formalismo ruso, que también minimiza el papel de la individualidad creativa
reaccionando contra el psicologismo del XIX y estudiando las leyes
supraindividuales que condicionan la literatura. Era éste un raro punto de contacto
entre formalismo y marxismo.
Un antipsicologismo diferente se da en los New Critics americanos: allí el papel
del autor está limitado a la composición, pero en el momento de la publicación el
autor pierde sus derechos sobre la obra, y su intención se transforma en algo
irrelevante. Está entregada a la libre interpretación del público. Se trata por lo tanto
de más bien de un antihistoricismo más bien que de un antiintencionalismo: la
creación de sentido individual no desaparece, sino que se remite al lector
(Hawthorn 65). Al ser el énfasis de los New Critics predominantemente estético, es
de hecho la intención que mejor unifique estéticamente la obra (aun si es la del
crítico) la que deviene relevante.
Como vemos, estas teorías son parciales debido a su énfasis en una sola faceta
del fenómeno literario (la interpretación, el valor estético, etc.). Hoy parece
indispensable para una semiótica narrativa o literaria no prescindir del estudio de
la relación entre el autor y su obra, teniendo en cuenta los presupuestos más
amplios establecidos por la confluencia del marxismo, el psicoanálisis y el
estructuralismo. Las estructuras supraindividuales descritas por estas corrientes
de pensamiento tienen su manifestación efectiva y el principio de su
transformación en la acción individual. El estudio de la intención del autor es, por
tanto, perfectamente legítimo; simplemente habrá que renunciar a imponerla como
el sentido único de la obra, y encuadrarla en su marco histórico para revelarla
como síntoma o efecto y no sólo como causa. También será relevante el estudio
de la intención que otros receptores han creído ver en el autor. Así pues, la
individualidad del autor siempre será un tema de atención adecuado para los
estudios literarios, pues no hay división tajante entre la constitución del yo del
autor y la de sus imágenes literarias.

3.4.2. El lector

Si en la comunicacion narrativa es el autor el estratega, el lector es quien declara


válida la estrategia; el enunciatario es quien ratifica la validez de los movimientos
discursivos propuestos por el enunciador; añade además una labor semiótica
retroactiva. En la narración literaria, el lector es el último depositario de la actividad
textual. Es también el concretizador de la obra literaria (3.4.1.3 infra). En algunas
artes o géneros (música, teatro) puede haber necesidad de un intérprete que
actúe como mediador entre el autor y el receptor, y efectúe una primera
concretización de la obra. En la narración, en cambio, las figuras de receptor e
intérprete se unen en una sola: el lector es el primer y único concretizador de la
obra. Es de notar que la interpreta en dos sentidos: una representación de una
obra de teatro ya viene mediatizada, interpretada, fijada en cierto modo, mientras
que en la lectura de esa obra o en la de una novela la recepción y la interpretación
no están compartimentadas de esta manera; son simultáneas (Hawthorn 108).
La importancia del papel concedido a la actividad interpretativa del lector ha ido
creciendo continuamente en la teoría literaria. La via media de Perry, según el
cual “the spectator, the listener, the reader, plays an active as well as a passive
rôle” (205) es, creemos, la más recomendable para seguir: la concretización de la
obra no es ni un proceso mecánico ni una invención libre; lo mismo puede decirse
de la interpretación. Ya hemos visto la medida en que la figura del lector textual
actúa como mediadora en el proceso de lectura. Será necesario en primer lugar
delimitar al lector real frente a esta figura textual.

3.4.2.1. El lector real frente al lector textual

Algunas teorías inmanentistas suprimen la diferencia entre el lector real y el lector


textual, al considerar que el papel del lector ya está predeterminado por el texto. El
lector real no sería un sujeto relevante en la teoría literaria, y ésta se ocuparía
sencillamente del lector textual. Pero el papel del lector no está predeterminado.
Puede enfrentarse activamente al texto, y rechazar los posibles roles que éste le
propone. Podemos descubrir en el lector textual “a person we refuse to become, a
mask we refuse to put on, a role we will not play”. La crítica feminista ha insistido
de manera especial en la necesidad de una lectura alerta, resistente al texto para
evitar ser víctima de la ideología consciente o inconsciente del mismo.
El lector real puede adoptar, pues, una actitud muy diferente de la que
asignamos al lector textual:” the reader does not have to accept these attitudes in
order to understand the text; he does not even have to like the text in order to read
it, and there is nothing improper in reading a text and disliking it” (J.-K. Adams 37).
De ello quiere concluir Adams la inutilidad del concepto de lector textual (implied
reader) para el análisis del texto. De este razonamiento más bien se desprende lo
contrario: sólo identificando el rol que el texto le propone podrá el lector oponerse
a él. No tenemos por qué aceptar nuestro papel, pero sí debemos saber qué papel
se nos ofrece; si no, difícilmente se podrá decir que hemos entendido el texto.
Para la lectura de textos que parten de presupuestos culturales distintos a los
nuestros, esta distinción es básica. Y un completo rechazo de los roles propuestos
por el texto es imposible, o improcedente. No podemos considerar que es una
buena lectura de la Odisea la que rechaza el libro por no creer en la existencia de
los cíclopes, como no lo sería una que aceptase la veracidad histórica de la épica.
El lector debe asumir hipotéticamente el papel de griego antiguo, en la medida en
que le sea posible, para una aproximación correcta al texto; el distanciamiento
crítico subsiguiente, imprescindible en la labor hermenéutica, ha de medirse en
relación a este acercamiento.
Hemos mencionado en varias ocasiones la negociación discursiva entre el
lector y el narrador. J.-K. Adams observaba que la resistencia a la retórica del
narrador fracturaba el acto de habla y ponía en evidencia esa retórica. Debemos
extender esta observación a la situación comunicativa efectiva: de igual modo
sucede en la comunicación literaria entre autor y lector. Si el lector no acepta
identificarse con el lector textual en un grado adecuado, se disloca la
comunicación literaria, y queda revelada la “literatura” del autor.

3.4.2.2. La competencia modal del lector

Poder: Como depositario último del intercambio textual, el lector puede decidir
sobre tal intercambio. No tiene la posibilidad de prolongar el contacto, a no ser
mediante la relectura, pues éste viene ya dado por la naturaleza del texto, pero sí
le corresponde, en cambio, decidir si acepta o no establecer, interrumpir o
reanudar el contacto (cf. Lázaro Carreter, “La literatura” 159-160). Puede
seguidamente adoptar o no una actitud cooperativa con los roles que el texto le
ofrece: es la prerrogativa de todo destinatario en el intercambio comunicativo (cf.
Lozano, Peña-Marín y Abril, 233).
Deber: En principio, el lector no tiene deberes. Es libre. Sin embargo, si quiere
participar con provecho en el intercambio discursivo debe ser capaz de colocarse
al nivel del texto, debe tener un mínimo de imaginación y de inteligencia, y utilizar
su competencia para colaborar provechosamente con el texto. Podemos también
argüir que es deber del lector ante sí mismo realizar una lectura placentera y
crítica; como todo intercambio comunicativo, la lectura es una actuación en el
mundo y un modo de (auto)construcción del sujeto.
Querer: En principio, el lector desea colaborar con el autor en la comunicación
literaria. Es decir, acepta las reglas de comportamiento discursivo tal como las
hemos definido anteriormente: desea que la obra le divierta, que se construya un
mundo coherente o bien que se produzca un juego interesante con el lenguaje, etc
(cf. Booth, Rhetoric 125 ss). Los deseos del lector también juegan un papel
importante en el funcionamiento narrativo del discurso mediante la identificación
con los diversos sujetos textuales.
Está el problema de la coordinación entre el deseo del sujeto y el orden social.
La teoría neoclásica introducía a este respecto el concepto de justicia poética. El
principal problema que plantea ese concepto es una posible contraposición entre
las leyes de probabilidad aceptadas por el lector y sus propios deseos. Para
Samuel Johnson la justicia poética es esencialmente de un medio de complacer al
público, no de educarlo; es aceptable siempre que no distorsione la verosimilitud
de la acción (cf. Edinger 184).
Frente al moralismo de la crítica humanista clásica, el esteticismo del siglo XIX
resalta el placer estético resultante de aceptar los valores de la propia obra. Sirva
de ejemplo una temprana declaración de Thomas Griffiths Wainewright: “I hold that
no work of art can be tried otherwise than by laws deduced from itself: whether or
not it be consistent with itself is the question”. En la Nueva Crítica estética del
siglo XX se mantiene la preeminencia del enfoque “intrínseco”, y un respeto casi
religioso al proyecto estético de cada obra, que no debería ser distorsionado por
un crítico en desacuerdo ideológico. Naturalmente esto es una ilusión, y de hecho
este criterio se aplicaba a obras canónicas previamente seleccionadas por la
tradición; la función social e ideológica de la crítica va más allá de respetar el
proyecto estético de la obra. La crítica ética y política (humanista, marxista,
feminista, etc.) ha vuelto con fuerza en años recientes a afirmar la importancia del
conflicto ideológico en literatura.
Booth, por ejemplo, se opone al inmanentismo del New Criticism, y señala que
el lector no abandona sin más sus creencias al enfrentarse a una obra de arte. La
ideología, moral e imagen del mundo del lector afectan sensiblemente a su lectura.
(Rhetoric 137 ss). El lector proyecta sus deseos sobre los personajes de la obra,
de manera semejante al autor (3.4.1.2 supra). Estas maniobras de identificación,
de simpatía y antipatía, son la base misma de la narración. En la narración clásica,
son explícitas: el interés principal suele consistir en un espectáculo de alternativas
morales de los personajes. En la narración contemporánea desempeñan un papel
más discreto, aunque perviven de forma oculta (Booth, Rhetoric 83 ss, 129 ss).
Según Booth, estos procesos de identificación no se realizan de una manera
directa según las actitudes subjetivas del lector, sino que son modelados en parte
por la obra. Booth señala que en el proceso de “suspensión voluntaria de la
incredulidad” al leer ficción, la retórica de la obra debe llenar las lagunas dejadas
por la retirada de las creencias del lector. Las actitudes normales del lector hacia
determinado tema o tipo de personaje son así anuladas, manipuladas o incluso
invertidas (Rhetoric 112 ss). Conviene quizá apuntar aquí que es labor de la crítica
desvelar estos fenómenos retóricos y éticos, revelando la auténtica dimensión de
la ideología de la obra.
Saber: En general, el lector ha de tener conocimiento de los códigos semióticos
activados en la obra. Dichos códigos son enormemente variados. De primera
importancia es comprender el idioma en que está escrita la obra. También
identificar correctamente el tipo de fenómeno discursivo de que se trata: una obra
de ficción no debe ser confundida con un documento real, etc. Ya hemos hablado
de la enciclopedia presupuesta en el lector proyectado, así como de la
compentencia literaria (3.3.3.3. supra). Los conocimientos del lector real también
podrían describirse de esta manera. Naturalmente, varían en cada lector real con
respecto a los del lector textual y de otros lectores. Toda enciclopedia es distinta, y
ello hace que elementos como la caracterización, la relevancia de los
acontecimientos, la temática fundamental y el efecto varíen de un lector a otro (cf.
Prince, Narratology 69 ss). Sólo hasta cierto punto es calculable la medida en que
se producirán las asociaciones extratextuales deseadas. A la hora de explicar
lecturas divergentes hay que hablar, sin embargo, de grados de diferencia, y no de
diferencias absolutas. Tras la aparente divergencia de muchas lecturas se
esconde el resto del iceberg, la coincidencia fundamental que se da por supuesta
y no llama la atención.
Hacer: El lector procesa el texto (Prince, Narratology 103), y actualiza o no
actualiza los códigos que estructuran la obra, o propone otros adicionales. Lotman
ha señalado una importante diferencia en el comportamiento semiótico (ideal) del
autor y del lector en la comunicación literaria:
El lector está interesado en recibir la información necesaria con el mínimo gasto
de esfuerzos (el placer obtenido mediante la prolongación del esfuerzo es una
posición típicamente de autor). Por eso, si el autor tiende a aumentar el número de
sistemas de código y a hacer más compleja su estructura, el lector se inclina por
reducirlos, dejándolos en un mínimo que a él se le antoja suficiente. La tendencia
a hacer más complejos los caracteres es una tendencia de autor. La estructura en
blanco y negro, de contraste, es una actitud de lector. (Lotman 356-357)

Pero el lector no siempre es tan perezoso como sugiere Lotman. Sucede esto
sobre todo cuando trata con obras de arte consagradas o con obras no artísticas
que por alguna razón están siendo leídas como artísticas, o bien en un contexto
institucional de lectura como es la crítica o la enseñanza. En estos y otros casos el
lector puede encontrar (o crear) estructuraciones suplementarias aplicando
códigos diferentes a los previstos por el autor: así se producen lecturas críticas,
lecturas creativas, o bien lecturas aberrantes. Por supuesto, también se da el
caso de la descodificación insuficiente, que no encuentra el código pertinente para
integrar los elementos de la obra en un sentido. Cuando una lectura interactúa con
otras y se pasa a evaluar su adecuación, ya entramos en el terreno de la crítica
(3.4.2.5). Es en la crítica donde aparece con mayor claridad el poder
reconfigurador de la lectura, extrayendo un nuevo sentido de los elementos
estructurales de la obra y de la interacción de ésta con el contexto cultural de la
lectura.

3.4.2.3. El proceso de la recepción

Lo que hace el lector durante el proceso de la recepción no se limita, sin embargo,


a descubrir o descodificar un significado, sino que consiste en aprehender
activamente el conjunto de las relaciones textuales y generalmente discursivas: el
significado proposicional, las modalizaciones que experimenta, las características
sintácticas, fonéticas, léxicas, el nivel ilocucionario, la reconstrucción de los niveles
inferiores, etc. Hay aspectos aún más activos de la lectura, sobre todo en tipos de
lectura especializados como la interpretación y la crítica. Hay un proceso más
básico de lectura que es una primera fase necesaria para ellos, y al que
normalmente se reduce lo que entendemos por leer en la mayoría de los
contextos. Pero aun este proceso básico de lectura es dinámico e interactivo. De
esta lectura básica trataremos a continuación.
El lector no recibe pasivamente la obra, sino que organiza y reconfigura lo que
recibe; experimentando la obra en diversos planos: representativo, valorativo,
afectivo. A partir de las señales visuales o fonéticas construye los signos
lingüísticos; a partir de éstos reconstruye el discurso, las figuras de enunciación y
los papeles que el texto le asigna. Construye el relato a partir del discurso y la
acción a partir del relato, y esta reconstrucción de los niveles profundos redefine
los niveles superiores según el proceso ya descrito. Podríamos intentar dividir las
actividades del lector durante la recepción en los aspectos representativo, ético y
afectivo mencionados, o bien en actividades físicas y mentales (Klein 237) pero la
frontera entre estas experiencias no existe: así, el aspecto físico de actividades
como la percepción o la verbalización obedece estrechamente a aptitudes
adquiridas mecánicamente mediante la sujeción a un código de significación, que
es de naturaleza mental. Ni siquiera en este sentido limitado es la recepción un
proceso mecánico: la obra requiere toda una personalidad culturalmente definida
para su comprensión y efecto. Las características de este proceso no son, por
supuesto, exclusivas de la literatura ni de la narración: se dan en todo tipo de
comunicación discursiva (Pratt 154). Sólo algunas de las estructuras proyectadas
durante el procesamiento de un texto narrativo, como las de la acción y el relato,
se refieren a la narratividad del texto o a su literariedad.
Richards (Principles 90) propone describir el proceso de lectura de un poema
en seis fases, que corresponden a seis fenómenos psicológicos diferentes que se
dan en esa lectura:

I. The visual sensations of the printed words.


II. Images very closely associated with these sensations.
III. Images relatively free.
IV. References to, or ‘thinkings of’ various things.
V. Emotions.
VI. Attitudes.

Esta teoría señala de modo útil los aspectos emocionales y las reacciones
subliminales o huellas de comportamiento activadas en el receptor (attitudes); pero
su semántica y su pragmática, aspectos que aquí nos conciernen especialmente,
son caóticas. Le falta precisamente todo aquello que Hawthorn (también de
manera insuficiente) entiende por “reading”: “(i) decoding written words into spoken
words; (ii) establishing verbal meaning; (iii) moving to an understanding of the
written text which involves a consideration of its significance and implication”
(Hawthorn 17). Y Richards, como todos los formalistas, parece entender la
recepción como un proceso enteramente guiado por la obra.
En general, podemos decir que a nivel semántico la lectura no es una simple
acumulación gradual y uniforme de significado: es un proceso de sucesivas
estructuraciones y reestructuraciones del contenido. El texto se parcela en bloques
semánticos, entre los cuales se establecen diversos tipos de transacciones y
paralelismos, y sucesivas fases de la lectura van redefiniendo esa parcelación y
estableciendo nuevas relaciones semánticas.
En este sentido, los formalistas ven que el funcionamiento de los rasgos de
“contenido” es semejante al de los rasgos formales tal como fue descrito desde
Coleridge: una tensión entre lo conocido, lo previsto, y la sorpresa que rompe esa
previsión. El ritmo semántico es comparable al ritmo fónico: no consta tanto de la
presencia efectiva de elementos rítmicamente repetidos como de la tensión entre
la previsión que permite esa repetición y la frustración de esa expectativa, que a
su vez puede crear nuevas expectativas. Esta noción interactiva de la recepción
expuesta por la crítica contemporánea no es totalmente nueva: la teoría
neoclásica ya definía las partes del drama o su unidad con relación a las
expectativas y reacciones del espectador, y no solamente en base a las acciones
mismas.
Las expectativas del receptor son en primer lugar situacionales. A partir del
contexto comunicativo de la narración, el lector ya se ha formado una idea sobre el
tipo de texto al que se enfrenta. Las primeras frases confirman esa hipótesis y
hacen bajar la guardia en ese sentido, o bien obligan a desecharla y a probar otra
nueva. Un primer contacto con la acción o con la retórica del narrador provoca la
proyección de nuevas macroestructuras. Ya hemos descrito a éstas como vastas
estructuras de relaciones entre datos cuyas casillas están o bien totalmente
indeterminadas, vacías y dispuestas a llenarse de información, o bien en estado
de suspensión. Va creciendo así una estructura cada vez más determinada, y que
determina cada vez un número mayor de implicaciones que deberán ser
satisfechas por los estados posteriores para que se mantenga la legibilidad. Según
Van Dijk, “el mundo posible en el que una frase se interpreta está determinado por
la interpretación de las frases previas en los modelos anteriores del modelo
discursivo” (Texto 152). Si bien esta formulación ayuda a comprender un aspecto
del proceso, recordemos que en este modelo excesivamente formalista Van Dijk
concede un papel demasiado limitado a la actividad configurativa del receptor, que
sólo va orientada, y no determinada por el texto.
Cada nuevo estado textual construido por el lector se contrasta con las
posibilidades ofrecidas por lo ya construído, y se naturaliza con relación a ese
sistema, modificando el sistema en caso necesario con una estructuración
adicional, o incluso desechando cuanto sea necesario para mantener la
coherencia. Este proceso es especialmente claro en los textos narrativos. Lo
esencial es intentar que cada estado sucesivo del texto englobe a todos los
precedentes manteniendo una coherencia.
Un aspecto importante es la alternancia de información nueva con información
ya codificada, redundante. La información que en un principio es nueva puede
darse por presupuesta en un número de operaciones mayor o menor, durante el
cual permanece como una posibilidad hipotética. Cada frase se refiere a frases
anteriores (menos las primeras, claro está; cf. 3.2.2.5 supra), de manera que el
texto se vuelve progresivamente más redundante (van Dijk, Text grammars 133).
La referencia anafórica del texto a sus propios elementos, sin embargo, se basa
cada vez menos en recursos “explícitos” y más en la presuposición o la estructura
temática. El texto que no sigue esta ley y es excesivamente redundante
(“supracompletivo”, según van Dijk, Texto 173) es tan anormal comunicativamente
hablando como el “infracompletivo”. El procesamiento de la referencia anafórica
puede ser más o menos trabajoso para el lector, dependiendo del grado de
redundancia del texto. Un texto que utilice marcos de referencia poco usuales para
el lector dificultará la proyección de la información nueva sobre la ya procesada:

The mapping process occurs at the time of comprehending the sentence and is a
function of the semantic relatedness of an anaphor and its antecedent. If the
anaphor and the antecedent bear a low conjoint frequency relation to one another,
the reading time is longer than with a high conjoint frequency relation. (Sanford y
Garrod 107)

O, añadiríamos, la legibilidad disminuye. Prince opone en este sentido el atractivo


de un texto (readability) a su legibilidad (legibility). El primero depende de la
subjetividad de cada lector; la segunda es potencialemente medible: “the more
work (per number of constituents) a text requires in order to be understood, the
less legible it is”. La ambigüedad, las elipsis, contradicciones, engaños,
complicaciones del relato o de la acción... todo contribuye a disminuir la legibilidad
de un texto (Narratology 133 ss). Pero a la vez aumenta la posibilidad de
intervención del lector sobre el texto, pues el recorrido de lectura no va totalmente
guiado por esquemas ya elaborados (cf. nuestra discusión anterior sobre los
textos abiertos, 3.3.2.4). Es obvio que, a nivel estadístico, los conceptos de
atractivo, legibilidad y apertura pueden relacionarse: la literatura de masas debe
ser legible para atraer a su público y tiende a ser cerrada; la vanguardista exige
cierta ilegibilidad, y la ha buscado con deliberación. Por otra parte, está claro que
un texto puede en un sentido ser supracompletivo para un lector competente e
infracompletivo para un lector inexperto, pero también pueden determinarse estas
características de los discursos a diversos niveles de objetividad. refiriéndolos a
rasgos determinables de la estructura textual, una vez se ha determinado el
contexto comunicativo, histórico, etc., de los actos de lectura en cuestión. También
pueden utilizarse estos conceptos a nivel microestructural, y ver sus variaciones
dentro de una misma obra (Prince 142). Es obvia la relación de los conceptos
psicolingüísticos de redundancia, accesibilidad de la referencia, marcos, etc. con
otros conceptos más familiares en la teoría de la crítica literaria, como por ejemplo
el del procedimiento (priiom) y la desautomatización (ostranienie) de Shklovski y
otros formalistas.
El lector no aplica, pues, sus esquemas macroestructurales a una masa de
oraciones sueltas para unificarlas en un sentido. Más bien realiza una hipótesis
sobre posibles estructuras y las proyecta por adelantado (van Dijk, Text Grammars
132 ss). Las hipótesis proyectivas del lector pueden ser relativas a cualquier nivel
de la estructura del texto narrativo, desde la ideología, pasando por el tipo de
acción, los esquemas de relato hasta la misma superficie fónica del discurso.
Obviamente, las expectativas sobre este último nivel se refieren ante todo a la
poesía, donde los esquemas métricos activan una expectación constante que
atrapa la atención del lector hacia la propia sustancia fónica de las palabras y su
disposición. Pero éstas son hipótesis proyectivas a corto plazo. Las hipótesis
proyectivas temáticas pueden ser macroestructuras globales, referidas a la
totalidad del texto; lo mismo sucede con las relativas a la naturaleza del proceso
discursivo.
Ya hemos aludido a la diferencia entre suspense y curiosidad y cómo
corresponden a peculiares estructuras del relato; naturalmente, estas estructuras
sólo actualizan sus potencialidades a nivel discursivo. Una narración determinada
puede aprovechar las posibilidades inherentes al relato o bien reaccionar contra
ellas, y presentar una estructura que señale hacia el suspense sin producirlo, o
que produzca falsas curiosidades. Los esquemas cognoscitivos del lector, su
enciclopedia de formas estereotipadas le permiten realizar hipótesis proyectivas
sobre lo ya conocido; de hecho, la acción se constituye a base de tales hipótesis
(cf. Volek, 1.1.3.5 supra). Pero normalmente, el mérito de la obra residirá
precisamente en no someterse totalmente al ordenamiento supuesto por el
receptor, en una resistencia a la predecibilidad que sin embargo no suponga una
excesiva violencia a los códigos interpretativos del receptor. Una predecibilidad
excesiva daña a la calidad de la obra; vemos en ella una astracanada o un
melodrama en lugar de una comedia o una tragedia.
Las reglas que ha de seguir el lector para proyectar una u otra posible
estructura, un modelo u otro de compleción, van indicadas en gran medida por el
mismo texto. Así pues, una narración puede marcar desde el primer momento
unas leyes de verosimilitud que requerirán que se dé a cada alternativa una
motivación aceptable (cf. Chatman, Story and Discourse 48 ss). Estas reglas o
marcas no son, por supuesto, explícitas: se basan en operaciones intertextuales
que presuponen un cierto grado de competencia litraria en el lector. Una novela
puede funcionar ajustándose a los esquemas previstos por el lector, invocándolos
mediante rasgos de estilo, de género o de situación, o desafiar esos esquemas
intertextuales, jugando con ellos, a la manera de lo que se llamó la “antinovela”
(Chatman 53 ss). En realidad, estudiando la historia del género novelístico se llega
pronto a la conclusión de que todas las novelas han sido antinovelas, que el
género se ha caracterizado de modo notable por revisar constantemente sus
propias convenciones y poner en evidencia sus estrategias discursivas. También
esto contribuye a hacer el texto más o menos legible. En general, hace falta un
mínimo de convencionalidad y redundancia para posibilitar la lectura del texto. El
lector puede aportar una cierta dosis de trabajo a la lectura de la obra; si se le pide
que aporte demasiado, el proceso de lectura resulta ser “too violent a labour for
the brain”; la comunicación fracasa, y con ella la obra si esto sucede
constantemente. Hay obras, sin embargo (pongamos Finnegans Wake) salvadas
por su éxito en lecturas institucionalmente autorizadas a pesar de los fracasos
mucho más numerosos ante el público (culto, incluso). Por otra parte, una
excesiva predecibilidad o hipercodificación discursiva produce obras manidas,
escritas por epígonos incapaces de suscitar interés crítico desarrollando códigos
originales. Ello no impide (más bien tiende a facilitar) su éxito en otros ámbitos de
lectura.
La lectura de la narración es una experiencia esencialmente temporal,
secuencial, según se deriva de la propia naturaleza del lenguaje y de la narración
según la hemos descrito. La lectura es un estado de ansiedad constante en
espera de encontrar la señal del final del texto. Esta señal puede ser de tipos muy
distintos. Por supuesto, este estado de ansiedad está ligado íntimamente a la
obra; cesa en cuanto cerramos el libro y nos dedicamos a otras tareas, pero en
circunstancias normales se reconstruye inmediatamente cuando retomamos la
lectura y activamos gradualmente el conocimiento relativo a la obra. La unidad de
tensión de la obra, por tanto, no tiene por qué limitarse al máximo de resistencia
física proclamado por Poe (“The Poetic Principle” 564); la unidad estructural tiene
en principio bien poco que ver con la unidad del proceso de lectura. A la par que
identificaba ambas, Poe era totalmente incapaz de apreciar la unidad estructural
de una novela o un poema épico.
Una narratividad peculiar a la naturaleza de la experiencia literaria (incluso en
los géneros no estrictamente narrativos) puede describirse en términos
psicoanalíticos. La liberación de tensiones en el lector requiere su previa
acumulación, proporcionándonos así el esquema básico de movilidad semántica
de la acción (1.2.2 supra):
Toda lectura-objeto exige, y el autor ha de procurarlo si no quiere fracasar en el
empeño, la creación de un preclímax, en el que la tensión se suscite; un clímax en
el cual la tensión alcanza su plenitud; y, por último, el anticlímax en el que la
tensión se relaja y que permite fácilmente la abreacción que el sujeto precisa
necesariamente (Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 299)

El psicoanálisis ayuda así a ver la raíz de las estructuras narrativas en la


naturaleza misma de la experiencia psíquica, en los procesos de tensión y
distensión con que la mente humana reacciona ante los objetos de deseo y
atención. Vista la estructura narrativa de experiencias tan básicas, no es de
sorprender que las formas narrativas literarias tengan una capacidad especial de
organizar y asimilar la experiencia humana, y una capacidad de atracción tan
fuerte para la atención de sus lectores.

3.4.2.4. La influencia de la obra sobre el lector

Hemos visto que la actividad del lector aun en lectura básica o no crítica es
considerable y conlleva el dominio y manipulación de muchos códigos literarios.
Sin embargo, gran parte de esta respuesta es espontánea y subliminal. Acabamos
de señalar una profunda raíz psíquica de la atención en la lectura, y la experiencia
corriente parece sugerir que el lector no se distancia del texto, sino que se deja
llevar. Todo esto nos hace considerar la posibilidad de una influencia inconsciente
de la literatura sobre la personalidad del receptor.
Esta es una idea tan vieja al menos como Platón (República 281 ss). Para
Platón, esa influencia consiste en un desbordamiento de pasiones reprimidas, y es
perniciosa. Aristóteles introduce el tan comentado concepto de catarsis; la
literatura tiene un efecto emocional (presumiblemente inconsciente), pero es
benéfico, es una purificación de las pasiones. Como observa Monroe Beardsley
(Estética 30), la teoría aristotélica de la catarsis no se refiere a los efectos
inmediatos de la experiencia artística, sino a sus más hondos efectos psicológicos.
Esta idea no se ha abandonado en absoluto: está en la base de las principales
teorías psicoanalíticas de la literatura, según las cuales tanto autor como lector se
liberan de tensiones mentales reprimidas mediante su satisfacción imaginaria a
través de la identificación con los conflictos de los personajes ficticios o su simple
objetivación. La simple transformación de fantasías inconscientes en significado
consciente ya es de por sí una satisfacción. El psicoanálisis habla de una sutura
entre el texto y el sujeto lector, al entrar el deseo de éste en interacción con el
proceso textual: un complejo juego de identificaciones y deseos constantemente
satisfechos y reavivados. Las distintas estrategias narrativas son desde esta
perspectiva una tecnología para la reelaboración semiótica del deseo y la
orientación volitiva y emocional del sujeto.
Ya Aristóteles liga determinadas respuestas emocionales del público a la
naturaleza de la obra: así puede recomendar cuáles son los tipos de temática o de
estructura más patéticos, o los que mejor producen piedad y miedo (Poética 1453
b). La respuesta del público sería, en cierto modo, calculable y potencialmente
controlable, tanto en sus efectos inmediatos como en los más ocultos. También
Longino (Sobre lo sublime, cap. XVII) presupone un efecto subliminal de la poesía
cuando observa que las figuras retóricas utilizadas no deben ser perceptibles,
deben escapar a la atención del oyente. Para Longino, el oyente es arrebatado por
la expresión sublime, una reacción que bien poco tiene de analítica. Longino
proporciona al lector un criterio valorativo seguro para juzgar el texto: su reacción
espontánea. “Su lección más importante es decirnos que podemos estar seguros
de la grandeza de un pasaje determinado cuando a él responden al unísono
intelecto, sentidos y voluntad” (V. Hall 43). En épocas mas recientes muchos
críticos han vuelto a declarar el mismo criterio valorativo como el único válido.
Aunque son menos los que (como Castelvetro, Johnson, Howells, Tolstoi o el
propio Longino) han llegado a aceptar el juicio del público medio como el más
válido; es más frecuente entre la crítica la actitud que afirma que “el gusto de la
muchedumbre jamás puede dar leyes al arte”. Y en nuestro siglo la liteatura
reflexiva y experimental tiende con frecuencia no sólo al elitismo sino también a
desconfiar del impuso directo sobre la emoción.
La doctrina clásica sobre la finalidad de la literatura es bien clara: la poesía
deleita y/o instruye; la mejor deleita e instruye a la vez, siguiendo el consejo de
Horacio:

Aut prodesse volunt, aut delectare poetae,


aut simul et iucunda et idonea dicere vitae. (...)
[O]mne tulit punctum qui miscuit utile dulci,
lectorem delectando pariterque monendo.

El aspecto “instructivo” de la poesía se entiende en la Antigüedad, la Edad Media y


la Edad Moderna como una simple ejemplificación o presentación vívida de
conceptos abstractos, de universales culturales ya establecidos. Por supuesto,
también se encuentra en ocasiones la postura puramente hedonista, e incluso la
hedonista-utilitarista: “poetry has been found solely to delight and recreate, and I
say to delight and recreate the minds of the common people”. Pero ésta es rara
entre los críticos en cualquier época.
Más moderna que el didacticismo es la interpretación emotivo-volitiva del efecto
de la literatura: más que transmitir conocimientos, la literatura produce emociones
que nos mueven a la acción. Esta idea ya aparece en Sidney (112 ss) y es
frecuente entre los románticos como Shelley (A Defense of Poetry 509). En el
Romanticismo el concepto de imaginación creadora tiene su contrapartida en el
polo del receptor. Según Shelley (512), la poesía nos abre los ojos al mundo,
permitiéndonos ver las cosas con ojos nuevos. Puede devolver a la experiencia
una frescura originaria que había perdido; suprime “the film of familiarity” y nos
hace sentir lo que sabemos: “It creates anew the universe, after it has been
annihilated in our minds by the recurrence of impressions blunted by reiteration”.
Esta es una temprana definición de la desfamiliarización tan popularizada por los
formalistas. Aun más, para Shelley la poesía ensancha los límites del mundo, al
crear nuevos objetos de conocimiento afinando el lenguaje con el cual nos
enfrentamos a la realidad. Muchos autores han insistido en este aspecto de la
creatividad verbal desde la época romántica, resaltando ya sea la educación
perceptiva, ya la afectiva y emocional.
Los románticos insisten en el lado subjetivo y afectivo-emocional de la poesía,
no en el comunicativo. Por ello, es lógico que el efecto educativo de la poesía
consista no tanto en una transmisión de conocimientos como en una nueva actitud
ante ellos; un cambio en el sujeto que percibe o siente, y no una nueva aportación
de datos. La poesía nos enseña a ver las cosas y, sobre todo, a sentirlas. Somete
los sentimientos a una organización calculada, la de la obra, que les da forma, los
articula en el lector. El lector crea por revelación: en él se reproduce la emoción
que el autor ha calculado transmitir en el texto. Así puede experimentar emociones
o estados de ánimo peculiares que de otra manera se le hubiesen escapado. Es
una educación emocional (Mill 537). Una educación que, según T. S. Eliot, puede
ser una influencia muy fuerte; la afición adolescente hacia la poesía se debe
muchas veces a “[an] invasion of the undeveloped personality by the stronger
personality of the poet”. Según Eliot, nuestra lectura no sólo afecta a nuestro
gusto estético, sino al conjunto de nuestra personalidad.
Ya nos hemos referido a las fases que Richards distingue en la recepción de
una obra. Nos interesa subrayar el sentido de la última fase de Richards, que en
cierto modo es aún semiótica, aunque ya no lingüística. Richards propone
describir el efecto de la literatura sobre el lector en términos de los que él
denomina “actitudes” (attitudes), imágenes psíquicas de movimientos corporales,
emociones; sentimientos que han devenido signos y funcionan como tales en la
reacción del lector ante la obra. La literatura puede así ser una especie de
educación de los impulsos: guiándonos en nuestra reacción psíquica a través de
una multiplicidad de impulsos que nunca habríamos logrado organizar y coordinar
por nuestra cuenta, construye caminos ya trillados para nuestras reacciones no
imaginales. Sería un caso más de una ley psicológica que para Richards es
inflexible: “to know anything is to be influenced by it, directly when we sense it,
indirectly when the effects of past conjunctions of impressions come into play”
(Principles 69). Los rasgos formales sólo tienen valor en tanto en cuanto
determinan un efecto sobre el receptor (107). Para Richards, la literatura y el arte
en general son comunicativos en el sentido de que reproducen en el receptor una
experiencia semejante a la del emisor, un efecto calculado por este dentro de
ciertos límites (Principles 139): se ha podido decir así que Richards propone una
definición perlocucionaria de la literatura.
Es también posible considerar a la literatura como una manipulación del oyente.
Se ha intentado relacionar el efecto sobre el lector con la utilización de técnicas
literarias específicas. Para Schopenhauer, la manipulación del lector en poesía ya
empieza por el ritmo, que tiene un efecto hipnótico: “this gives the poem a certain
empathic power of convincing independent of all reasons” (III, 483). Las simpatías
del autor hacia determinados personajes, y la “bendición” que derrama sobre su
comportamiento puede afectar al lector e influir en su propio comportamiento, cree
T. S. Eliot (“Religion” 392). Booth (Rhetoric 377 ss) y Stanzel (127-128) observan
la influencia que puede tener el uso de una perspectiva personal o dramática
atrayendo las simpatías del lector. Genette (Nouveau discours 106) es más
escéptico: “je ne crois pas que les procédés du discours narratif contribuent
massivement à déterminer ces mouvements affectifs”; para él es algo tan
“primitivo” como la caracterización del personaje el elemento decisivo a la hora de
determinar estas simpatías.
El psicoanálisis también ha influido sensiblemente sobre la interpretación de la
lectura. Veíamos como desde el punto de vista del autor la obra era una
proyección y alivio de deseos, complejos y pulsiones ocultos (3.4.1.2 supra; cf.
Frye, Anatomy 136). Este trabajo sobre las tensiones inconscientes es transmitido
por analogía al lector. El lector puede adoptar diversas actitudes ante esta
identificación: así, mientras algunos teorizadores insisten en el aspecto regresivo
de la lectura, que es una especie de huída de la realidad, Pouillon (37) ve en la
lectura de la novela un autoanálisis del lector. La manera en que un lector
reaccione a una obra está condicionada pero no determinada por ella. Así, la
lectura que se hace de una obra puede también ser objeto de un análisis
psicoanalítico, al igual que su escritura. Es reveladora de las pulsiones
inconscientes del lector. Esto tiene consecuencias de peso para la teoría de la
crítica literaria. “El psicoanálisis”, nos dice Castilla del Pino, “ha situado al
intérprete (el experimentador de la Física) dentro del propio contexto, del campo
de lo interpretado” (“Aspectos” 289. Cf. 3.4.2.5 infra).
Para las teorías de la enunciación actuales, todo texto, en tanto que acto de
habla, puede afectar a la relación entre los interlocutores (Lozano, Peña-Marín y
Abril, 146). Y hay que interpretar esta relación en un plano que va más allá de la
psique individual, atendiendo a la formación de sujetos e ideologías en el marco
de una semiótica cultural. Los interlocutores del hecho literario son más que autor
y lector, son grupos sociales, ideologías, valores; la obra presenta o reelabora
discursos sociales que la transcienden. La influencia de la literatura sobre la
cultura es sin embargo enorme. No sólo favorece la difusión de ideas y la
homogeneización de la cultura. Se trata de un proceso de producción, y no es una
excepción a la observación de Marx: “Production (..) not only creates an object for
the subject, but also a subject for the object” (Grundrisse, cit. en Eagleton 70). El
“autoanálisis” del lector ideal es por tanto un autoanálisis ideológico, pero tampoco
aquí está el sujeto fuera del campo de lo interpretado.
Al hablar de la reflexividad literaria en la sección anterior subrayábamos el
aspecto intelectual de este fenómeno frente a los emocionales que hemos
destacado aquí., Observábamos que la obra puede elegir revelar las estrategias
tradicionales de la literatura, exponer la retórica ante el público e incitarle así a la
reflexión. Es el sentido que tiene en Brecht el concepto de Verfremdung, o la
finalidad crítica, desmitificadora, de la “nueva novela” en Robbe-Grillet. Sin
embargo, es debatible hasta qué punto puede una obra desvelar sus propias
maniobras retóricas, y no meramente las de la literatura a la que se opone. En
este sentido como en otros, la configuración ideológica de la obra no se encuentra
en ella misma, sino en la relación crítica con un intérprete.

3.4.2.5. El crítico

Nos hemos referido anteriormente el concepto de lectura básica. Podemos


contraponerlo a la lectura especializada o metalectura técnica (Castilla del Pino,
“Psicoanálisis…” 293). Siguiendo a Castilla del Pino, denominaremos lector a
quienquiera que lleve a cabo una lectura básica (“lectura-objeto”) del texto. Por
contraposición, el crítico o el teorizador de la literatura llevarían a cabo
metalecturas técnicas de diversos tipos (estética, filosófica, estilística, lingüística,
psicoanalítica, sociológica, etc.) según los presupuestos teóricos y áreas de
interés de su actividad. El lector de literatura sólo busca disfrutar del texto: el
crítico estudia el texto con la finalidad de relacionar la obra con otros discursos
culturales. Por supuesto, no hay una frontera nítida entre lectores y críticos; por
una parte todo crítico es un lector, y por otra “there can be few—perhaps no—
ordinary readers whose reading habits have not been at least partly formed
through education” (Hawthorn 7-8). Pero una diferencia clara sí hay en un sentido:
los lectores simplemente leen, los críticos escriben (o transmiten de otra manera)
su lectura. Una lectura-objeto no se escribe: se disfruta. Si escribimos sobre un
texto, a menos que lo copiemos o lo parafraseemos, siempre nos remitimos fuera
de ese texto. La mera paráfrasis conlleva una interpretación (bastante
convencionalizada, normalmente). Escribir es realizar una metalectura técnica,
desarrollada o embrionaria. El crítico no se conforma con disfrutar: escribe su
lectura para influir en la lectura de los demás. Según Miller, sólo hasta cierto punto
se trata de una actividad sometida al texto:

reading is subject not to the text as its law, but to the law to which the text is
subject. This law forces the reader to betray the text or deviate from it in the act of
reading it, in the name of a higher demand that can yet be reached only by way of
the text. This response creates yet another text which is a new act.

Desde esta perspectiva, es comprensible que la crítica literaria tienda a


contemplarse a sí misma como una actividad autotélica. Aquí resaltaríamos más
bien que esa “ley” de la lectura es un producto de la interacción entre el texto y un
discurso crítico o ideológico al que no accedemos sólo “by way of the text” (lo cual
sería muy inmanentista). En cualquier caso, la crítica cada vez renuncia en mayor
grado a proponer “la verdad” sobre el texto, y se limita a ofrecer una lectura
reflexivamente sometida al conflicto de las interpretaciones. La proliferación de
interpretaciones lleva con frecuencia a hablar de caos. Algunos críticos han
llegado a reaccionar contra la idea de la literatura como transmisión de sentido. No
ven en el texto literario un instrumento de comunicación, consistente en una
estructuración de significados; se trataría más bien de una “galaxia de
significantes” (Barthes, S/Z) que permite al lector la creación de significados.
Cualquier lectura tiene al menos una parte de legitimidad, parece decirnos
Barthes. Se ha hablado del texto como de una escena donde se genera el
significado como proceso que escapa a los interlocutores y los supera (Kristeva,
“Semanálisis” 286). Pero sólo idealmente, potencialmente, hay una infinidad de
sentidos posibles. En la práctica, cada lectura fija el texto a su manera (Hutcheon,
“Borrowing” 234). Las lecturas vienen de contextos infinitamente plurales, y hay en
cada intérprete una potencialidad de sentido infinita, que fácilmente puede llevar a
creer en la disolución total del sentido del texto: “Nada en el lugar del sujeto,
‘excepto quizá una constelación’: el texto, oriundo estelar, tejido de número que,
como los astros, es el des-astre de una infinidad de sentidos que estamos
invitados a reconstruir” (Kristeva, “Semanálisis” 305). Por supuesto: la creatividad
es libre. Pero cuando más ignoremos al texto como discurso histórico del autor,
más interpretable se volverá nuestra interpretación como un fenómeno también
históricamente fijado. La crítica es una actividad productiva, de una potencialidad
productiva infinita (Frye, Anatomy 18), pero de no atenerse a ciertas normas de
debate racional dejaría de ser crítica y devendría literatura. Los aspectos objetivos
del texto y de su circunstancia histórica siempre actúan como un límite para la
libertad de interpretación, en la medida en que queramos atender a ellos. Pero
ello no debe hacernos olvidar que la historia misma está sujeta a ser
reinterpretada. Lo fundamental es que la lectura crítica entable un diálogo
significativo y relevante con otras lecturas críticas influyentes.
Muchas teorías críticas contemporáneas (así como el mismo hecho de la
proliferación de escuelas y teorías) han reforzado la tendencia a la disolución de
un sentido unitario en la obra. El marxismo contextualiza la lectura crítica, y por
tanto la contempla como una producción, de manera semejante a la escritura; la
crítica implica siempre una toma de postura política o ideológica. Lo mismo hace a
su manera la crítica feminista. La estética de la recepción ha subrayado la
necesaria vinculación histórica de cada acto de lectura. La literariedad misma del
texto es dependiente de ello: “[l]a época del crítico es un elemento esencial en la
constitución del objeto estético porque ella es la que decide qué obras del pasado
sobreviven como literatura y cuáles no” (Fokkema e Ibsch 168). Y ya señalábamos
que para el psicoanálisis la lectura es una proyección de deseos y tensiones, igual
que la misma escritura. ¿Tiene sentido, en esas circunstancias, una lectura crítica
con pretensiones de objetividad?

La investigación analítica ha relativizado nuestra interpretación al introducirnos,


como reautores, en la obra de arte. Con ello . . . disuelve la antinomia derivada de
la alternativa entre goce estético y análisis científico, pues este último habrá de
contar siempre con el intérprete en tanto sujeto mismo del goce, como realizador
de sus propios deseos en el deseo (no necesariamente idéntico al nuestro) del
autor; en suma, como ineludible componente del contexto mismo de la obra que
analiza.

Hacerse consciente de estos condicionantes de la interpretación, a pesar de su


ligero regusto de círculo vicioso, puede más bien promover que disolver el
conocimiento del fenómeno literario. Según Fredric Jameson, cada lectura debe
justificarse a sí misma, tratando de exponer de manera deliberada sus
presupuestos en un “metacomentario”. Y si bien el lector de la obra crítica debe
someter a un nuevo escrutinio tales “metacomentarios”, la actividad crítica no
puede así hacerse sino más reflexiva y consciente de su propia naturaleza
discursiva e ideológica.
Es famosa la visión del sistematismo histórico de la literatura expuesta por T. S.
Eliot:

No poet, no artist of any art, has his complete meaning alone. His significance, his
appreciation is the appreciation of his relations to the dead poets and artists (...).I
mean this as a principle of aesthetic, not merely historical, criticism. (...) [W]hat
happens when a new work of art is created is something that happens
simultaneously to all the works of art which preceded it. the existing monuments
form an ideal order among themselves which is modified by the introduction of the
new (the really new) work of art among them. (“Tradition and the Individual Talent”
45)

Es evidente, sin embargo, que este orden literario y estas relaciones sólo pueden
existir en tanto que son concebidos por un lector. Es un lector ideal el que ve cada
obra en sus relaciones con las demás, un lector ideal del que lectores comunes y
críticos son encarnaciones reales, y por tanto siempre imperfectas, limitadas,
parciales. Pero la percepción de un lector real es real, y en ese sentido es superior
a la percepción imaginada de un lector ideal. No hay grandes sistemas abstractos
o eternos más que en tanto son elaborado por lectores efectivos. Es decir, el
sistema de Eliot no existe en tanto que tal sistema, sino en tanto que instrumento
de comunicación, herramienta conceptual que responde a una empresa crítica
determinada y que, contrariamente a lo que Eliot parece sugerir, es un fenómeno
históricamente y localmente concreto. Sin embargo, no queremos oponer a
visiones inmanentistas como la de Eliot una atomización igualmente radical.
Volviendo a la visión historicista de Hegel, podemos decir que aun a pesar de la
subjetividad del acto crítico, cada lectura tendrá la objetividad de su vinculación
histórica con otros fenómenos culturales (especialmente con otras lecturas).
Podemos encontrar interés en averiguar qué interpretaciones se han hecho de la
literatura, y estaremos trabajando entonces con las lecturas anteriores en tanto
que datos críticos objetivables (cf. Frye, Anatomy 346).
Hay quienes han querido ver en la reconstrucción de la recepción histórica
original de una obra la única actividad crítica realmente válida. Tales intentos de
extraer la literatura de la circulación semiótica están condenados al fracaso;
ignoran que la comprensión que tengamos de la época pasada también está
sujeta a una negociación histórica, y que por tanto nunca lograremos definir un
sentido cerrado y monolítico en una obra literaria. No debemos ceñirnos a la
lectura original, de una obra literaria (la de los contemporáneos del autor), pero
también es un error ignorarla totalmente, pues forma parte de la intertextualidad
más o menos invisible que rodea (y constituye) a la obra. Los rasgos formales o
las cualidades estéticas de cada obra no tienen una existencia objetiva, sino que
se definen en relación al lenguaje literario de su época; según Tynianov, son el
resultado de un acto concreto de percepción dentro de un contexto histórico
particular ; ese acto es luego reinterpretado como un fenómeno histórico por
épocas sucesivas.
Pero ¿podemos conocer las interpretaciones de otros lectores? Pues a veces
se ha negado esto. Para J.-K. Adams, “the literary critic cannot describe any
reading except his own, mainly because he cannot directly observe the act of
reading except in himself” (27). La falacia de la argumentación es evidente: sólo
podríamos describir las lecturas que conocemos directamente. Estaríamos cada
uno encerrados con nuestra propia lectura; no podríamos describir la lectura de
otro crítico; aunque éste hubiese dedicado un libro de trescientas páginas al
análisis de un poema, la comunicación sería imposible. Este argumento ignora que
puede haber lecturas enriquecedoras, que podemos hacer nuestra la lectura de
otro. Es deber del crítico conocer otras lecturas al margen de la suya propia antes
de llegar a una conclusión, entre ellas las lecturas contemporáneas a la obra y
que, en cierto sentido, están implícitas en ella (cf. 3.3.3.1 supra), pero también,
desde luego, las lecturas de críticos recientes que reinterpretan la obra a los
sistemas ideológicos contemporáneos. La crítica es eminentemente un diálogo
intertextual entre lectores. Pero el panorama teórico actual todavía permite
un margen de maniobra mayor. El crítico y el teorizador de la literatura manejan
códigos de interpretación muy diferentes a los del lector medio, códigos derivados
de la psicología, semiótica y lingüística, sociología y antropología, teoría política,
ética, ciencias históricas y naturales, etc.. La crítica y teoría literaria también
desempeñan la labor de traducir unos códigos culturales en otros, y asegurar así
el lenguaje común de la cultura. Para ello es necesario suponer cierta capacidad
de objetividad operativa en la crítica. El hecho mismo de que la estética de la
recepción sea capaz de investigar la diferencia hermenéutica entre las pasadas
recepciones de una obra y las actuales presupone tal capacidad de objetivación.
Para ello necesitamos postular un tipo de objetividad en la lectura que va más allá
de su carácter de dato histórico. En esta interpretación siempre hay algo de auto-
interpretación, pero no solamente auto-interpretación. Para comprender el papel
cultural de la proliferación de sentidos hay que atender a la intencionalidad e
ideología de cada interpretación, contextualizarla. Vemos así que la diversidad de
interpretaciones no es un caos. Cada interpretación se vuelve más clara y
coherente cuando la colocamos en el contexto en que se realizó. Asimismo, es útil
metodológicamente distinguir la interpretación del sentido textualde la aplicación o
interpretación de la significación crítica. La primera es más ceñida al texto, se
somete a él para extraer su sentido; es un primer paso necesario antes de la
segunda, que actúa sobre el texto para someterlo a la intencionalidad del
intérprete y a su sistema de referencias, en una negociación con la intencionalidad
supuesta en el autor. Conceptos semejantes, como la “fase literal” de la Anatomy
de Frye o la “lectura-objeto” de Castilla del Pino, derivados de la oposición básica
entre denotación y connotación (“Psicoanálisis” 271), son comunes en cualquier
teoría de la interpretación; aquí hemos opuesto una descripción básica del
proceso de lectura a otras lecturas institucionalmente especializadas. El crítico
puede guiarse en su interpretación por otras lecturas acumuladas culturalmente, y
puede aplicar al texto una estrategia interpretativa elaborada que no está al
alcance del lector medio. Estas estructuras interpretativas van desde tempranas
teorías sobre plurisignificación, como la doctrina escolástica sobre los cuatro
niveles de sentido de la Escritura (literal, alegórico, moral y místico) hasta el
contexto inmensamente más rico y variado que ofrecen en la actualidad las
escuelas estructuralistas, psicoanalíticas, marxistas o desconstructivas. Así, toda
crítica adecuada es hoy metacrítica, pues supone un debate teórico con los
presupuestos de otras lecturas y una asimilación de lecturas previas no como
datos acumulativos, sino como resultado de una perspectiva crítica global que
debe trascenderse.
Hemos distinguido estas lecturas especializadas de una lectura básica o
instrumental ideal. Esta diferenciación es necesaria para todo estudio de la
literatura. Subyace por ejemplo a la oposición de Ingarden entre la obra y sus
concretizaciones (Literary Work 334), o en la diferenciación que hace J.-K. Adams
(55 ss) entre pragmatic structure e interpretive strategy, oponiéndose al
reduccionismo de Stanley Fish, quien querría poner a un mismo nivel de
objetividad todos los aspectos de la recepción: “Interpretive structures are not a
constituent of the act of reading because they are dependent on performing the act
of reading” (Adams 57). En el acto de lectura se identifica la estructura pragmática.
Durante la misma lectura, según Adams, se van haciendo interpretaciones
provisionales, que luego pueden ser rechazadas, pero la estructura pragmática del
intercambio comunicativo permanece: “An interpretive strategy is selected or
rejected to confront the possibilities of the text; it is neither part of the text nor part
of the interpretation that it determines. In contrast, the pragmatic structure is both”
(Adams 58). También otros aspectos del lenguaje de la obra, aspectos
semánticos, fónicos, etc., existen a un nivel de objetividad distinto de los aspectos
concretizados por el lector a partir de marcos de referencia, o de las
interpretaciones ideológicas, como ha señalado Hirsch. Y a través del lenguaje
que las transmite, también las estructuras básicas del relato y la acción tienen una
existencia objetiva; sólo la historia de la recepción de cada obra nos muestra
cuáles de los aspectos del argumento, por ejemplo, han sido objeto de debate
crítico; tal debate tiene lugar sobre un trasfondo de significados que se
presuponen como no problemáticos. La obra no puede limitar la interpretación del
crítico, pero sí la orienta con su objetividad textual y con las convenciones
pragmáticas que invoca. Una lectura que ignore el texto o sus condicionantes
pragmáticas es una recreación o reescritura de la obra más bien que una
interpretación. Una interpretación adecuada debe subsumir el conjunto de la obra
en su interpretación, incluyendo aspectos “invisibles” como son los niveles de
emisión y recepción virtuales y la problemática crítica/intertextual previa que la
caracteriza como objeto cultural.
La obra crítica tiene su propio lector textual, que puede no coincidir con el lector
textual de la obra objeto de comentario. “When the critic writes about the reader of
literature, he attempts to relate the reader he writes about, the reader of the literary
text, to the reader he writes for, the reader of the critical text” (J.-K. Adams 27). El
crítico debe proponer su lectura e intentar que el lector del texto crítico lea el texto
literario como lo ha leído el “lector ideal” de este texto literario, es decir, el crítico
mismo. Exteriorizando nuestra lectura, dejamos de ser nuestro propio lector ideal y
pasamos a ser un “lector histórico” para los demás. La lectura resulta a fin de
cuentas ser un fenómeno histórico. Según Adams, “[l]iterary competence as
shared background knowledge is what allows literary criticism to be a public
activity, but the private activity of the critic’s own reading is the essence of
criticism” (J.-K. Adams 31). Esta separación entre “literary competence” y “reading”
como “generalidad” e “individualidad” es un tanto desconcertante. Si un crítico
realiza una lectura adecuada, parece que se deberá a que posee un alto grado de
competencia literaria. Hasta qué punto es “suya” y hasta qué punto es “de todos”
es una cuestión bastante más compleja; pero parecería redundante, después del
estructuralismo y la crítica ideológica, insistir en qué medida nuestra subjetividad
es el punto de encuentro de normas, códigos y estrategias que no proceden de la
individualidad de cada cual. En el carácter intersubjetivo de los códigos que hacen
posible la actividad y la comunicacion humanas es donde reside la justificación de
la actividad crítica, del metalenguaje técnico y de la aspiración a establecer
fundamentos objetivos para la teoría de la literatura. Optamos pues por una teoría
crítica objetivista, pero un objetivismo que no consiste en establecer verdades
eternas e inamovibles, sino en promover la comunicación y la traducibilidad entre
distintas teorías y actividades interpretativas.

4. Conclusión

Notes

Bronzwaer (“Implied author” 3) sitúa este estudio dentro de la teoría literaria,


pero fuera de la teoría narrativa.
En este sentido sí es aceptable la tesis de Derrida, que ve en la intención del
autor una creación de la interpretación del lector (cit. por Culler, Sobre la
deconstrucción 190 ss). Pero incurriremos en absurdos si no tenemos en cuenta la
otra dirección: la intención histórica del autor real. Eco propone unos “límites
naturales” de la semiótica que dejan fuera al sujeto de la enunciación excepto en
la medida en que va presupuesto por el enunciado (Tratado 476). Esto tiene cierto
sentido para una teoría de la interpretación formalista, basada solamente en la
obra en sí, pero es absurdo dejar fuera de la semiótica la actividad de producción
del enunciado. Hutcheon (“Literary Borrowing” 233) señala que la diferencia entre
la perspectiva centrada en el autor y la centrada en el lector es ignorada por
muchos críticos estructuralistas (otro ejemplo es Kristeva). Cf. también Pratt (74).
Cf. la paradoja de Louis T. Milic sobre la asociación tradicional de estilo y
personalidad: el estilo más personal es también el estilo menos controlado por el
autor, el que lo revela de manera más espontánea, sin posibilidad de refracción
(“Rhetorical Choice and Stylistic Option: The Conscious and Unconscious Poles”
79-80).
Cf. Weimann, “Erzählerstandpunkt” 378; Stanzel, Theory 147; Ruthrof 80 ss;
Lanser 128 (aunque estos autores parecen dar menor papel al lector en la
determinación del valor estético o ideológico).. En contra de lo que afirman
algunos teorizadores (Booth, Rhetoric 73 passim; Bronzwaer, “Implied Author” 7,
“Bal’s Concept” 196) sostenemos que la responsabilidad estética o ideológica no
corresponde propiamente hablando al autor textual, aunque así pueda aparecer
desde la perspectiva limitada del lector. El autor textual impone normas o es un
sujeto activo en este sentido sólo en tanto en cuanto coincide con el autor real.
Platón no es en este sentido sino un precedente ilustre para muchos otros
apologistas de la seriedad intelectual. Ver por ej. Thomas Love Peacock, “The
Four Ages of Poetry”, 497; Max Eastman, The Literary Mind: Its Place in an Age of
Science.
Cf. Hall 25. Esta idea aparece en múltiples versiones a lo largo de toda la
historia de la crítica literaria; recordemos a título de ejemplo a) las discusiones
sobre la capacidad de Shakespeare para encarnarse en personajes “vivos” o
creíbles (tema que aparece por ejemplo en la crítica de Coleridge), o la noción de
la “capacidad negativa” expuesta por Keats (carta a Benjamin Bailey, en H.
Adams).
En realidad, la idea de imaginación creadora y las analogías que hacen del
poeta un segundo dios ya aparecen en algunos humanistas del Renacimiento, en
una línea que va de Boccaccio (“Genealogy” 127) a Sidney pasando por
Escalígero (139; cf. Shepherd 155).
Boccaccio, “Genealogy” XIV, viii, 127; Escalígero 139 ss; H. Reynolds,
Mythomystes 209; Giambattista Vico, “The New Science” 297 ss; William Blake,
“Annotations to Reynolds’ Discourses “, 405; 409; Friedrich Schelling, La relación
del arte con la naturaleza 67 ss; John Keats, carta a Benjamin Bailey; Percy
Bysshe Shelley, A Defense of Poetry 510; Ralph Waldo Emerson, “The Poet” 551;
Friedrich Nietzsche, Ecce Homo 129 ss, etc. Coleridge disocia la inspiración del
arrebato irracional: Dios inspira al poeta, pero lo hace a través de todas las fuerzas
morales, imaginativas y racionales de éste (“Shakespeare’s Judgement”;
Biographia XV, 178 ss). Cf. Benedetto Croce, “Intuition and art” 732.
Castelvetro, IV, 147; XVII; Jacopo Mazzoni,”On the Defense of the Comedy
of Dante” 185-186; Dryden, “Preface to Troilus and Cressida “. La creación, sin
embargo, no está al alcance de cualquiera para estos autores: no hay que
confundir la capacidad creativa superior, el genio, con la inspiración, ni creer que
negando ésta hemos negado aquél. Cf. J. Reynolds, Discourses on Art VII, 366.
John Dryden, “To the Right Honourable Roger, Earl of Orrery [Prefixed to
The Rival Ladies]” 1, 6; “Account” 10.
Pope, An Essay on Criticism, verso 67. Cf. Horacio, Epistola ad Pisones,
versos 38 ss; Boileau, Art poétique, I, versos 150 ss.
Por ej. Edward Young, “Conjectures on Original Composition”; William Duff,
An Essay on Original Genius; Kant, Crítica del Juicio §§ 46-47, 213 ss; Charles
Baudelaire, The Salon of 1859 III, 628. Ver Paul Kaufman, “Heralds of Original
Genius”.
Cf. Vico, “New Science” 301 ss; Shelley 500 ss.; Goethe, en Conversations
with Eckermann, 515; Emerson 549.
Para Wordsworth se trata, sin embargo, de la espontaneidad de una mente
superior, sensible y reflexiva (“Preface”, 435 ss); espontaneidad no equivale a
desorden. Cf. Edinger 2.
Shelley 502; John Stuart Mill, “What is Poetry?” 539.
Nunca falta la excepción: Edgar Allan Poe.
Cf. Kristeva, Texto 90; Segre, Principios 375.
Hippolite Taine, History of English Literature, 602; 613.
Con este fenómeno habrá que relacionar la “interiorización” que se produce
en la novela, con un relativo desfase, a principios del siglo XX, señalada por
Beach, Magny, Kahler, etc., así como el creciente interés en la cuestión de la
unificación del punto de vista (cf. Lotman 325).
Así Coleridge, Biographia VII, 72; XIII, 167 ss; Shelley; Ralph Waldo
Emerson, “The Poet”. Ver M. H. Abrams, The Mirror and the Lamp; James Engell,
The Creative Imagination.
Coleridge, Biographia XIV, 173; Richards, Principles, cap. XXXII.
Tolstoi, What is Art? V, 709; Richards, Principles 22.
Sub “Aesthetic”, Encyclopaedia Britannica (ed. 1937). Cit. por Wimsatt y
Brooks 510.
Hegel, cit. por Weimann, “Erzählerstandpunkt” 384. Cf. Weimann 409.
Schelling 66 ss; Shelley 501 passim; Emerson 549; cf. también Martin
Heidegger, “L’origine de l’œuvre d’art”.
Cit. en Wimsatt y Brooks 537. Sobre la distinción entre autores subjetivos y
autores objetivos, cf. Coleridge, Biographia 176 ss; John Ruskin,”The Pathetic
Fallacy” 619.
“Tradition and the Individual Talent” 17 ss; cf. Richards, Principles, cap.
XXIV.
Así por ej. Zola, 649; Sartre, “Literatura” 271 n. 31; Pouillon 94 ss; Weimann,
“Erzählerstandpunkt” 389; Tacca 133.
Cf. por ej. Roger Fowler, “The Structure of Criticism and the Languages of
Poetry” 178.
Norman H. Holland, “The’Unconscious’ of Literature: The psychoanalytic
approach” 151. El psicoanálisis hablará de creadores “psicológicos” más
deliberados y creadores “visionarios” más guiados por el inconsciente. Ver por ej.
Isabel Paraíso, Psicoanálisis de la experiencia literaria 66-67.
“‘Psychical Distance’ as a Factor in Art and an Aesthetic Principle” 758. Cf.
Irving Babbitt, “Romantic Melancholy” 802.
Más que de una gratificación de deseos, Castilla del Pino ve en la creación
literaria un intento de gratificacion (“Aspectos” 306). La gratificación sólo se realiza
(sustitutivamente) con el éxito profesional.
Freud, “Creative Writers” 752; cf. Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 310.
Cf. Freud, “Creative Writers” 750; Carl G. Jung, “On the Relation of Analytical
Psychology to Poetry” 815; Castilla del Pino, “Aspectos” 303; Pierre Luquet, “Les
identifications précoces dans la structure du Moi “ y Nicolas Abraham, “Le temps,
le rhytme et l’inconscient”, cits. por Clancier, 75 ss, 83; Guy Michaud, Le visage
intérieur, cit. por Clancier, 158-159; Frye, Anatomy 158; Charles Mauron, “Les
personnages de Victor Hugo, étude psychocritique”; cit. en Clancier 269; Paraíso,
101-34.
Cf. Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 255; cf. “Aspectos” 300. Para Michel de
M’Uzan (“Observations sur le procéssus de la création littéraire”, cit. en Clancier
83) la obra puede llegar a ser un “auto-análisis” del autor.
Maximen und Reflexionen; cit. en Weimann, “Erzählerstandpunkt” 389.
Cf. Tynianov, “Évolution” 133-134. El concepto de self-fashioning de
Greenblatt ha desarrollado esta noción desde un punto de vista postestructuralista.
Ver ejemplos en Greenblatt, Renaissance Self-Fashioning; Leigh Gilmore,
Autobiographics; David Walton, Mail Bondage.
Cf. Coleridge, 3.2.1.1 supra; Fowler, Linguistics and the Novel 89.
Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 283 ss. Cf. Miller, Ethics 89 ss.
Charles Mauron, Des métaphores obsédantes au mythe personnel.
Tynianov, “Évolution” 134-135; Mauron, Psychocritique du genre comique,
cit. en Clancier 265.
Pierre Macherey, A Theory of Literary Production 98-100.
Luce Irigaray, Parler n’est jamais neutre.
Cf. la teoría de Lunacharski, cit. en Fokkema e Ibsch 127; o
Benjamin, “The Work of Art in the Age of Mechanical Reproduction”; Brecht,
Escritos sobre teatro.
Journal intime de Benjamin Constant, 10 feb. 1804; cit. en Wimsatt y Brooks
477.
Cf. Francisco Ayala, “Para quién escribimos nosotros?” Sobre la asimilación
del exilio como una forma de construcción del yo, ver Beatriz Penas, “Thinking
Russian, Speaking English: Textual Traces of an Emigré’s Conflict” [Nabokov]. Ver
también George Steiner, Extraterritorial.
Cf. Antonio García Berrio, “Lingüística, literaridad / poeticidad (Gramática,
Pragmática, Texto)”; cit. en Albadalejo Mayordomo 185.
“ Although any novel or speech act is in the first place an instance of Rhema,
to the extent that it probes the question of its own ability to speak (...) it attempts to
become an instance of ‘essential Saying’“ (Kawin 225-226).
William Butler Yeats, “The Symbolism of Poetry” 723; Benedetto Croce,
“Intuition and Expression” 731.
“Recent Works of Fiction” (artículo anónimo de 1853) en Eigner y Worth 84-
92 (86).
Ver por ej. Freud, “Creative Artists and Daydreaming”.
Cf. Campbell, I. i; Gilbert Durand, Las estructuras antropológicas de lo
imaginario 24 ss.
Todorov, “Style” 30. Cf. Frye, Anatomy 98, 132; Kristeva, “Semanálisis” 290 o
Texto; Barthes, “The Death of the Author”; Michel Foucault, “What Is an Author?”.
Ver Burke, Death and Return.
Aleksandr Veselovski, Istoricheskaia poètika, cit. en Erlich 29.
Tynianov, “Évolution” 132”; Erlich 172, 190; García Berrio, Significado 300
ss.
Según Erlich, “Ejxenbaum paraphrased, perhaps unwittingly, Engels’ famous
phrase when he wrote: ‘The freedom of the individual writer lies in his capacity to
be timely, to hear the voice of history’“ (254).
Cf. Hawthorn 74; García Berrio, “Ismos” 377 ss; S. Burke 173-74; Wood 22
ss; Walton 3-5.
Cf. Lotman 43; Eco, Lector 16 ss; Lanser 128; Lozano, Peña-Marín y Abril
194.
No hay que olvidar que la lectura es lógicamente previa a la interpretación,
pues el intérprete ha de tomar un contacto individual con la obra antes de poder
interpretarla (cf. Ingarden, Literary Work 252, 349; Hawthorn 107).
Cf. Jane P. Tompkins, “The Reader in History: The Changing Shape of
Literary Response”. La desconstrucción, en contra de lo que se sostiene a veces,
no sostiene la completa libertad de acción del intérprete. Ver por ej. Hillis Miller,
The Ethics of Reading; García Landa, “Deconstructive Intentions”.
Cf. Tomashevski, Teoría 182; Tacca 67.
W. Gibson 5. Cf. también Weimann (376), cuya reacción contra el
inmanentismo le lleva al absurdo de negar la existencia del lector textual.
Elaine Showalter, “Women and the Literary Curriculum” 855 ss; Judith
Fetterley, The Resisting Reader xi ss; Culler, Deconstrucción 49 ss. Naturalmente,
un autor también puede prever semejante actitud por parte del lector e integrarla
como un elemento en el proyecto estético e ideológico de su obra. Cf. David I.
Grossvogel, Limits of the Novel 4.
Cf. Fetterley xii. Con el rechazo a su estética, la literatura aparece como
producción ideológica.
No sucede lo mismo con el crítico, el lector cuya lectura ha de pasar a los
demás; cf. Miller (Ethics 43). La lectura es una institución, pero sólo en el caso de
la crítica se manifiesta la responsabilidad pública del sujeto adquirida en ella.
Joseph Addison, “On the pleasures of the imagination” 291. Cf. infra.
Cit. en Oscar Wilde, “Pen, Pencil and Poison” 997.
Véase el desarrollo de estos presupuestos desde el punto de vista marxista y
feminista en textos críticos clave como Marxism and Literary Criticism de Eagleton
y Sexual Politics de Kate Millett.
1 Cf. Richards, Practical Criticism; Eco, Lector 248 ss; Lozano, Peña-Marín y
Abril 28; David Bleich, Subjective Criticism; Norman Holland, The Dynamics of
Literary Response.
Cf. Todorov, cit. en Hawkes 100 ss; Lanser 243.
No hay que describir la reconstrucción de los niveles inferiores como un
simple recorrido en un sentido, como hacen Ingarden (Literary Work 148) o
Chatman (Story and Discourse 41). Cf. Volek, 1.1.3.5 supra.. Inversamente,
también llevan a confusión Barthes cuando proclama que “dans le texte, seul parle
le lecteur”(S/Z 157) o Stanley Fish haciendo del lector el único artírice del texto
(ver García Landa, “Stanley Fish’s Speech Acts). Estas propuestas, si bien
cumplen una función de contrapeso hiperbólico, no se sustentan en una
semiología mínimamente creíble.
Segre (Principios 356) niega que se trate de procesos semánticos,
entendiendo por ello que en su realización efectiva no siempre tienen carácter
lingüístico, o consciente siquiera. Sin duda, pero sí son procesos semióticos (como
lo es todo proceso intencional), y han de ser semánticamente descriptibles con un
metalenguaje.
Cf. Viktor Shklovskij, Xod konja, cit. en Erlich, 244; Handy, “Formalist
Criticism”.
Cf. Coleridge, Biographia XVIII, 207; Tomashevski, “Sur le vers”; Erlich 215
ss.
Cf. Dryden, “Essay” 31; prefacio a Troilus and Cressida 163. Samuel
Johnson llega a sugerir una definición de los géneros trágico y cómico por su
efecto sobre las emociones del público, y no por la acción (Rambler 125).
Otros conceptos psicolingüísticos relacionados con la estructuración
pragmática de datos son los marcos de referencia (frames; cf. Minski; Goffman,
Frame Analysis; van Dijk, Texto 157) o el área de referencia (domain of reference),
guiones (scenarios) y roles de Sanford y Garrod (cap. VI). Bástenos pensar en
familias de datos interrelacionados a diversos niveles de abstracción, relativos ya
sea a estructuras o procesos, y que relacionan entre sí los diversos datos de la
enciclopedia. Estas nociones son desarrolladas en gran medida por la
fenomenología husserliana antes de llegar a la psicología cognitiva, y ya son
introducidas parcialmente por Ingarden en el estudio de la recepción de la
literatura.
Cf. Eco, Lector; Ruthrof 83 passim; Sanford y Garrod I.A; Sternberg 164
passim; Segre, Principios 49. Observemos que el ámbito de tal coherencia no
tiene por qué limitarse al modelo de coherencia propuesto por el texto mismo. Así,
por ejemplo, al leer “a través” de un texto para discernir su ideología nuestra
lectura sigue un recorrido coherente, pero de una coherencia ajena al proyecto
textual.
“Art” 77 ss, “Construction” 174 ss; Eïjenbaum, “Méthode” 43 ss.
Según Coleridge, estos movimientos de la atención son “too slight indeed to
be at any one moment objects of distinct consciousness” (Biographia XVIII, 207).
Richards (Principles 103) parece creer lo contrario: las hipótesis proyectivas
tendrían en la lectura de poesía mucho más alcance que las de la prosa. Esto es
cierto de las hipótesis formales puramente fónicas; las hipótesis estructurales
sobre la técnica narrativa o el argumento son de mucho mayor alcance, pero
Richards las ignora totalmente.
Cf. 2.2.1 supra; Chatman (Story and Discourse 59) habla de suspense y
surprise.
Halliwell (3 ss) ve en esta tensión la clave de la teoría aristotélica del relato
[mythos]: la metábasis o inversión de la situación debe ser a la vez inesperada y
creíble: “cuando los hechos ocurren contra lo que se espera, si bien derivándose
uno del otro (...) tales temas [mythous] son necesariamente más hermosos”
(Poética 1452 a).
Cf. Eliot, “Collins and Dickens” 468; Richards, Principles 158.
Sobre este proceso de reflexividad en la novela, ver Robert Alter, Partial
Magic; Linda Hutcheon, Narcissistic Narrative; Wolfgang Schröder, Reflektierter
Roman; Patricia Waugh, Metafiction; Brian McHale, Postmodernist Fiction; Brian
Stonehill, The Self-Conscious Novel.
Addison, Spectator 411, p. 289; cf. Prince, Narratology 141.
Cf. Richards, Principles 157; Posner 134.
Cf. Ian Gregor, “Criticism as an Individual Activity: The approach through
reading” 210 ss.
Cf. la definición que da Corneille de la “unidad de acción” en el drama: debe
haber sólo una acción global que al completarse deje “serena” la mente del
espectador (219). Puede haber compleciones parciales, acciones secundarias que
sin embargo mantienen un “suspense agradable” según Corneille.
Véase “The Poetic Principle” 564; ”The Philosophy of Composition” 873.
Aristóteles sólo habla de catarsis en el caso de la tragedia, pero de la lógica
de su argumento parece justificado extender esta observación a la literatura en
general, o al menos a la literatura con argumento.
Sigmund Freud, “Creative Writers” 753; El humor; Personajes Psicopáticos
en la escena; cits. por Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 264-265; cf. Frye, Anatomy
177, o Croce, Aesthetic 735
Cf. Norman H. Holland, “The ‘Unconscious of Literature: The Psychoanalytic
Approach” 151.
Ver Heath, “Notes on Suture”; Cohan y Shires 162-75.
Para Aristóteles las reacciones del lector a la trama trágica, la piedad y el
terror, están ligadas orgánicamente entre sí y tienen un origen en cierto modo
egoísta (la piedad al otro procede de una analogía que nos haría sentir miedo por
nosotros mismos en esa situación). La respuesta afectiva tiene raíces
intelectuales, y está inseparablemente unida para Aristóteles a la comprensión del
mythos (Halliwell 171 ss).
Sainte-Beuve, Una tradición literaria, cit. en V. Hall 182; Anatole France,
“The Adventures of the Soul”; Santayana 692, etc.
Johann Joachim Winckelmann, “Aclaración”, en Reflexiones sobre la
imitación del arte griego en la pintura y la escultura 121. Cf. Henry Reynolds 204;
John Dryden, “To the Right Honourable John, Lord Haughton” 190.
Epistola ad Pisones, versos 333-344. Esta idea es repetida hasta la
saciedad: cf. Boccaccio 130; Scaliger 137; Hobbes 213; John Dryden, “Essay” 25;
“A Defence of an Essay of Dramatic Poesy” 79; Johnson, “On Fiction” 326; Shelley
502 ss.
Castelvetro, Poetics I, 146 (cf. sin embargo los capítulos XIII y XIV); Jacopo
Mazzoni, On the Defense of the Comedy of Dante, 185 ss.
O a la inacción; cf. Schopenhauer, The World as Will and Idea 486.
Shelley 500; Emerson 546 ss; Wilde, “Decay” 680; Yeats 723; T. E. Hulme,
“Bergson’s Theory of Art” 776 ss; Freud, Lo ominoso (cit. por Castilla del Pino,
“Psicoanálisis” 264); Richards, Practical Criticism 276; Heidegger, “Origine”;
Gregor 163; Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 297. Ver también Abrams, The Mirror
and the Lamp; Wolfgang Iser, The Fictive and the Imaginary.
Cf. Richards, Principles 23, 182 ss; Sartre, “Qué es la literatura?” 67 ss;
Aguiar e Silva, Teoría 82; Frye, Anatomy 81; Hawthorn 112.
“Religion and literature” 394; Cf. Tolstoi, cap. XV, 713 ss; Harold Bloom
convierte la rebelión contra esta influencia en un principio creador en The Anxiety
of Influence.
Para Richards, se trata de imágenes sensoriales de todo tipo, no meramente
auditivas o visuales. Cf. Croce, Aesthetic 733.
Ohmann (“Habla” 42). Creemos que a pesar de todo lo que Richards pasa
por alto, una integración entre las teorías cognitivas y afectivas como la que
preconizan Sanford y Garrod (212) ha de tener en cuenta su obra.
Holland, “Unconscious” 152; Yvon Belaval, prólogo a Clancier, 17; Castilla
del Pino, “Aspectos” 289.
Por ejemplo, Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 296.
Cf. O. Mannoni, Clefs pour l’imaginaire ou l’autre scène, cit. en Clancier 137
ss.; Holland, The Dynamics of Literary Response y “Unity Identity Self Text”.
Ethics 120. Miller ve esto como una característica de la lectura en general, y
no de la crítica, lo cual parece un tanto exagerado. La lectura, como hemos dicho,
es libre.
Cf. Hirsch, Validity in Interrpetation; Hutcheon 238-239; Hawthorn 67; Prince,
Narratology 112.
Culler, Deconstrucción 42 ss; Eagleton, Marxism and Literary Criticism;
Fetterley, The Resisting Reader.
Carlos Castilla del Pino, “Aspectos epistemológicos de la crítica
psicoanalítica” 309.
Jameson, “Metacommentary”. Ver por ej. la discusión metodológica en
Walton.
Lector ideal: idealización del lector real; no sinónimo de lector implícito (cf.
Hasan 307; Prince, “Introduction” 180). Richards (Principles 177) rechaza la idea
de un “ideal reader” para definir al poema en tanto que conjunto de experiencias
similares agrupadas en torno a una experiencia estándar a la que identifica con
“the relevant experience of the poet when contemplating the completed
composition”. Esta equivalencia sobra: ya en el cap. IV ha declarado que no lleva
a ninguna parte el hablar de los estados mentales del artista.
Por ej., John Ruskin, “Athena Chalinitis”, 626; también Geoffrey Tillotson,
Essays in Criticism and Research y F. W. Bateson, English Poetry: A Critical
Introduction (cits. por Wimsatt y Brooks, 545).
Cf. John Dryden, “Preface to Sylvae”, 203; Hume 319.
Iuri Tynianov, “Literaturnyï fakt” (1924); cit. en Fokkema e Ibsch 41; cf.
3.1.6.4 supra.
Cf. Fokkema e Ibsch 172.
: “Description of the interpretive process in fiction may focus on the profusion
of possible contexts” (J.-K. Adams, 34); Adams enfatiza la función contextual de la
interpretación.
Los conceptos de meaning y significance son distinguidos, de modo
demasiado idealista, por Hirsch, pero parece válida la distinción de grados de
objetividad en las interpretaciones según el nivel semiótico objeto de la
interpretación; así, todas las interpretaciones presuponen una cierta estabilidad en
las estructuras verbales, sobre la cual edifican sus disensiones. Comento más
detenidamente estas cuestiones en Reading the Monster. Culler se opone a la
noción de intencionalidad que se halla en la base de la teoría pragmática de la
interpretación. Para él, el contexto es infinito. A eso sólo cabe decir que es infinito
dentro de un orden. J.-K. Adams señala además que este panorama se puede
complicar con intencionalidades inconscientes (47). Pero la intencionalidad
inconsciente está perfectamente presente en el contexto interpretativo una vez ha
sido señalada por el intérprete; el acto de habla ha de interpretarse entonces
desde dos puntos de vista distintos, pero sin que ello suponga más problema que
el que se da en la descripción de los sobreentendidos (J.-K. Adams 48). Por su
parte, Stanley Fish pretende que, ya que los actos de habla han de ser
interpretados, no es posible que nos auxilien en la interpretación. Pero esta
argumentación es falaz: se trata dos niveles de interpretación distintos (J.-K.
Adams 48; García Landa, “Stanley E. Fish’s Speech Acts”.).
Cf. Frye, Anatomy 71 ss; Hirsch, Validity in Interpretation; Petöfi y García
Berrio 263; Hawthorn 20 ss.
Por ejemplo en Sto. Tomás o en Dante. Cf. Beardsley, 41-42.
J.-K. Adams define el término historical reader como “a general label for any
reader other than the critic himself” (29); señalemos que como en el caso de
cualquier otro fenómeno histórico deberá existir algún rastro o documento sobre
ese acto de lectura, con lo cual se aproxima su problemática a la del texto crítico.
Hasan señala que de explicitar los criterios evaluativos la evaluación deja de ser
un elemento extracientífico (303; cf. Castilla del Pino, “Psicoanálisis” 314 ss); pero
recordemos lo ya dicho sobre el “metacomentario”: cada interpretación debe ser
reinterpretada. Así cada lectura encuentra su lugar en la historia como dato,
aunque no sea un dato bruto sino un complejo fenómeno de semiótica cultural.
4. CONCLUSIÓN

En la última sección hemos abandonado el terreno estrictamente narratológico


para dar un rápido vistazo al contexto pragmático en el cual se produce y recibe la
narración literaria. Vemos que la creacion literaria está generalmente reconocida
como una actividad definida y con rasgos propios ya se la considere desde el
punto de vista psicológico o sociológico. Poco más hace falta para concebir la
literatura como un tipo definido de actividad discursiva, pragmática. El análisis
pragmático, una vez supera un cierto grado de abstracción evidente en sus
primeras fases, ha de concebir toda actividad semiótica en relación con la función
que desempeña, función que inevitablemente nos hace remitirnos a contextos
discursivos particulares, ligados a tradiciones o instituciones concretas, formas
efectivas en las que cristalizan las posibilidades de acción discursiva
abstractamente concebidas. La literatura no es un sólo tipo de acto de lenguaje,
sino una galaxia de fenómenos discursivos o de modos de usar los textos. Pero es
precisamente la necesaria contextualización de las variedades discursivas, y su
variabilidad histórica y cultural, la que debería disuadirnos de hacer
caracterizaciones lingüísticas demasiado estrictas, que representarían
generalizaciones indebidas hechas sobre la base de lo que es la literatura aquí y
ahora. Un acontecimiento tan significativo como la generalización de la escritura
electrónica o el hipertexto podría suponer transformaciones radicales de la
institución llamada literatura en su conjunto, así como de formas, géneros y
protocolos de lectura específicos.

La narración no es un género discursivo al mismo nivel de abstracción en el que


acabamos de caracterizar a la literatura. La hemos definido como un sistema de
rasgos estructurales que están presentes en mayor o menor medida en distintos
textos o actividades discursivas, siendo dominantes en ocasiones. Veíamos que
hay diversos grados de narratividad, que las estructuras narrativas pueden
vertebrar los fenómenos discursivos en muy diversa medida; en suma, no hay una
línea clara que separe la narración de las formas no narrativas. La forma narrativa
está constituida por el conjunto de estructuras que hemos ido describiendo,
partiendo de las estructuras básicas de la acción representada, del relato que la
reconfigura y del discurso que la articula comunicativamente. Los desarrollos
ulteriores de estas estructuras básicas (las variedades de voces narrativas,
perspectivas, etc.) van ligadas a tipos discursivos más concretos, como son las
variedades y tradiciones de la novela o del cine. Desde el punto de vista de la
pragmática, pues, las diversas modalidades narrativas equivalen a otras tantas
modalidades de actuación comunicativa: así por ejemplo, los novelistas que
desarrollaron la perspectiva actorial estaban posibilitando nuevas modalidades de
representación y comunicación lingüística de la experiencia y nuevos protocolos
de interacción entre escritores y público. Todos estos fenómenos estudiados por la
crítica literaria son elementos de una pragmática literaria avant la lettre.
No todos los géneros narrativos presentan el mismo nivel de desarrollo y
elaboración. Sucede con la narratología como con la zoología o la antropología:
hay especies o fenómenos culturales que pueden caracterizarse como nucleares o
arcaicos, mientras que otros que han alcanzado un grado de especialización o
desarrollo mayor no sólo se reproducen constantemente a partir de ese núcleo
arcaico de una manera filogenética, sino que presentan una estratificación en la
cual formas residuales de una fase arcaica anterior coexisten con las estructuras
más desarrolladas que las caracterizan como evolutivamente más avanzadas.
Una lógica semejante es la que rige, por ejemplo, la oposición entre las
estructuras básicas y las superficiales del texto narrativo, entre la acción y su
codificación semiótica; también subyace a la relación entre las formas narrativas
del pasado y las actuales. Las técnicas narrativas cambian; nacen de formas
lingüísticas embrionarias, se desarrollan, se establecen y más que morir pasan a
darse por supuestas y a funcionar implícitamente en una fase posterior de
desarrollo. La especialización por géneros también se somete a esta regla: la
novela psicológica del siglo XX es así un área especializada de producción
narrativa, un reducto limitado donde se acelera el desarrollo de una convención
determinada, se potencia determinada estructura narrativa (como puede ser la
perspectiva, de Flaubert a James, a Joyce, a Faulkner y Beckett). Cúmulos de
actividades y relaciones sociales producen el lenguaje tanto en sus aspectos
léxico y gramatical como en las convenciones de uso estudiadas por la
pragmática. La sedimentación de las convenciones produce una multiplicidad de
estructuras narrativas en una multiplicidad de contextos sociales específicos—y no
nos referimos sólo al hecho no despreciable de que la actividad literaria es uno de
esos contextos, sino también a que la experiencia individual del escritor que
produce una forma literaria nueva es el resultado de su situación social e histórica:
que una forma fija (acto ilocucionario, género literario, técnica narrativa), es en
definitiva la estandarización de toda una serie de experiencias de la realidad
posibilitadas por una nueva posición de los sujetos en un complejo histórico y
cultural. La reacción de unas formas artísticas frente a otras tan favorecida por los
formalistas rusos es un aspecto más de esta estandarización de la experiencia
comunicable. Un escritor utiliza las formas que hereda de la tradición no en un
vacío, sino en una situación concreta que le hace reaccionar hacia ellas de una
manera u otra; por otra parte, esas formas ya representan de por sí una
sedimentación de convenciones previas y de relaciones sociales.

El estudio del funcionamiento de las categorías que hemos descrito en su


mutua interacción es, como hemos apuntado ya en ocasiones, algo que no puede
hacerse al margen de un análisis textual concreto. Cada obra efectúa su propia
reconfiguración de los elementos aquí descritos, y por supuesto de otros muchos
cuya consideración no entraba en nuestro proyecto. La escritura, siendo un trabajo
semiótico sobre las convenciones de representación heredadas, no puede sino
manifestar las estructuras narrativas que hemos expuesto en forma cada vez más
compleja, e incluso problematizar y desconstruir muchas de las categorías básicas
de la narratología. No carece de justificacion, sin embargo, reexaminar estas
categorías, pues son el objeto inmediato de este trabajo de reelaboración, que
presupone como ya hemos dicho las formas más elementales, y las fronteras
conceptuales ideales con que trabaja la narratología estructural pueden ser
problematizadas por la crítica desconstructivista que analice el trabajo de la
escritura. Se trata, como decimos, de tipos de estudio con objetivos diferentes.

No cabe duda de que en la cultura contemporánea la convencionalización de


los géneros discursivos y de la actividad intelectual en general va mano a mano
con el proceso generalizado de división del trabajo y especialización del mismo
que rige la producción en la sociedad contemporánea, tanto en el aspecto material
como en el intelectual. Semejante convencionalización es inherente al desarrollo
de las formas semióticas. Podría demostrarse igualmente con la evolución de los
elementos decorativos en arquitectura o del espacio geométrico en pintura. Pero la
capacidad significativa de la literatura es muy superior al de estos otros
fenómenos culturales. La literatura utiliza como material la existencia psíquica y
las relaciones sociales, y por tanto su poder de representación y reconfiguración
imaginativa de la realidad es mucho mayor. Las estructuras narrativas son un
elemento clave en este sentido, una herramienta modeladora de primer orden. Un
texto artístico narrativo es una imagen del mundo, no en el sentido de
reproducción realista, sino en tanto en cuanto es una estructuración ideológica de
la realidad, una perspectivización de la misma desde un determinado aspecto, una
toma de posición existencial e ideológica. Por tanto insistimos en la necesidad del
estudio concreto, histórico, sociológico, psicológico, de la realidad a la cual el texto
de ficción se opone como un mundo hipotético: si la forma de la ficción se define
dinámicamente y por oposición, la mitad de su forma está fuera de él y ha de
buscarse en la realidad cultural de la cual parte.

Por lo mismo, un estudio como el presente, que en general hace abstracción de


textos concretos y de la evolución histórica para concentrarse en la representación
conceptual de las estructuras narrativas, es sólo una herramienta de reflexión
teórica. No ha de confundirse con una teoría crítica general o con una guía de
interpretación, aunque a veces hayamos tocado aspectos en los que es relevante
la teoría de la interpretación. En el análisis crítico de una obra, la mecánica de la
narración que hemos descrito ha de concebirse en interacción dialéctica con cada
elemento de un texto concreto y con su contexto histórico. También con el
contexto histórico de la interpretación. En definitiva, no sólo la literatura, sino
también la crítica y teoría literarias son un género discursivo que ha de entenderse
en relación con el contexto en el que tiene lugar: un contexto que en el caso de la
teoría y crítica literaria, como en las demás actividades intelectuales, viene
definido por la subdivisión del trabajo en áreas especializadas. La narratología no
es sino una de estas actividades discursivas especializadas, aunque su situación
de encrucijada la convierte en un nódulo interdisciplinar especialmente fructífero.
En este sentido habría que entender la vocación objetivista de la narratología que
expresábamos al final del capítulo anterior: la narratología es un punto de
encuentro donde se hacen mutuamente inteligibles una gran variedad de
disciplinas y discursos culturales, pues múltiples son también las funciones
culturales que desempeña la narración que es su objeto de estudio.

—o—oOo—o—
Notas

1. Ver Landow, Hyper/Text/Theory; Alvin Kernan, “Plausible and Helpful Things to


Say About Literature in a Time When All Print Institutions Are Breaking Down”;
Bernard Sharratt, “Cybertheory”.

2. Para la analogía sociológica, ver los conceptos de formas culturales residuales,


emergentes y dominantes en Raymond Williams, Marxism and Literature.

3. Es la tesis que desarrolla más por extenso A. Gibson en Towards a Postmodern


Theory of Narrative.
BIBLIOGRAFÍA

La presente bibliografía incluye sólo las obras teóricas y críticas citadas en el


texto. Para una bibliografía general sobre narratología, y sobre otras materias de
teoría de la literatura, véase en Internet mi base de datos Literary Theory and
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