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Julian Barnes, el drag de la novela.

Julian Patrick Barnes nació en Leicester, el 19 de enero de 1946 y vivió en los suburbios
de Londres. Sus dos padres fueron profesores de francés, lo que podría hacer de El loro
de Flaubert una larga carta familiar (o algo semejante). Something to declare (frase
aduanera que aparece en El loro) es el título del libro que recopila sus ensayos sobre
cultura francesa. Estudió Lenguas Modernas en el Magdalen College de Oxford, trabajó
como lexicógrafo para el Diccionario Inglés de Oxford. Posteriormente, fue editor literario y
crítico cinematográfico.
Su primera novela fue Metroland (1980), que cuenta la historia de Christopher, un
joven de los suburbios londinenses que viaja a París como estudiante y vuelve a su
ciudad. En la novela se analizan dos temas que ustedes ya conocen por Berg: el
idealismo y la fidelidad. Su segundo novela fue Before She Met Me (1982), una oscura
historia de celos y venganza. El loro de Flaubert (1984), su tercera novela, le valió la fama
internacional y, para nosotros, la desdicha de que pasara a integrar el “dream team” de
los escritores británicos que publicaba (y sigue publicando) Anagrama por entonces. Sus
traducciones, ya lo sabemos, son horribles. El loro de Flaubert fue finalista del Premio
Booker, como Inglaterra, Inglaterra (1998) y Arthur & George (2005). Finalmente lo ganó
con El sentido de un final (2011). Sus novelas e historias cortas participan
desprejuiciadamente del posmodernismo literario.
Es muy frecuente encontrar papers que comparan burocráticamente una novela
modernista (digamos: Las olas o Mrs. Dalloway) con una posmodernista (cualquiera de
Barnes), asunto trivial pero que dice algo sobre el malestar en la novela (occidental).
Barnes publicó novelas policiales con el seudónimo Dan Kavanagh (que van desde
ejercicios más de tipo serie negra hasta casos clásicos de crímenes en espacios
cerrados, protagonizadas por Nick Duffy, uno de los primeros detectives británicos
homosexuales1). Kavanagh era el apellido de su esposa Pat, que murió en 2008 y que en
1980 lo había dejado por un tiempo para entregarse a las mieles del amor sáfico con
Jeanette Winterson. Su hermano es el filósofo Jonathan Barnes, especializado en
filosofía antigua. Julian patrocina las organizaciones Freedom and Torture, que ayuda a
las víctimas de la tortura, y Dignity in Dying, en favor de la eutanasia.

*
El punto de partida de El loro de Flaubert es Un coeur simple, libro que examina el Dr.
Braithwaite y sobre el que Roland Barthes ya se había detenido.

1 Duffy (1980), Fiddle City (1981), Con las botas puestas (Putting the Boot In, 1985), Going to the Dogs,
1987.
De hecho, El loro de Flaubert empieza con un “incidente” bien barthesiano: unos
norafricanos jugando a las bolitas al pie de la estatua de Flaubert en una plaza de Rouen.
Hay un punctum (que en La cámara clara se opone al studium: no es el centro de la
escena, sino lo que llama la atención, “como una picadura”; es, una vez más: la voz del
lector), y un espacio erótico en uno de esos cuerpos: “Me llamó la atención una
arremangada camisa blanca, un antebrazo desnudo y una mancha en el envés de la
muneca” (¿Acaso el lugar más erótico de un cuerpo no es donde la ropa se abre?): esa
mancha no es ni un accesorio, ni una inscripción, sino un calquito (un simulacro). Todo el
libro desarrollará el asunto “simulacro” hasta las últimas consecuencias (es decir: hasta el
lugar del narrador).
La estatua de Flaubert había sido hecha (dos veces) según un molde de Leopold
Bernstamm (simulacro del simulacro). La profusión de datos sobre los “restos” de
Flaubert dicen una cosa: el narrador es un fetichista que, al mismo tiempo, contempla con
cierta distancia esa “excitación” que provocan “las reliquias”.
Aquí se establece una distancia tal vez insostenible entre las palabras y otros
restos de vida que, desde el punto de vista experiencial e incluso archivístico, comparten
un mismo estatuto. Las palabras y las cosas (emblematizadas en el loro de Flaubert) se
intersectan en un plano de consistencia que al narrador le cuesta reconocer como tal.
El narrador es un médico viudo aficionado a la obra de Flaubert que sostiene dos
principios: sólo se puede hacer bien una sola cosa y la vida es sobre todo potencia
(“ilusión”, su actualización es vista como el “desolado desván de su cumplimiento”).
Sostiene, además, dos procesos de duelo: uno por Flaubert y otro por su esposa.
En cuanto a Flaubert.... Visita el museo y un par de incidentes le hace recordar la

famosa caricatura de Lemot en la que Flaubert aparece diseccionando a Emma Bovary. El


novelista agita en el extremo de un largo tenedor el goteante corazón que acaba de
arrancar triunfalmente del cuerpo de su heroína. Blande en todo lo alto el órgano como una
valiosa prueba quirúrgica, mientras que en la izquierda del dibujo asoman, apenas visibles,
los pies de la tendida y violada Emma. El escritor como carnicero, el escritor como
delicado bruto.

El asunto supone una valoración ética de la relación entre autor y personaje. Creo
que conviene detenerse en ello unos instantes.
Leídos los juicios contra Flaubert (declarado inocente) y Baudelaire (declarado
culpable) en continuidad (los archivos de Internet los tienen), resulta que Baudelaire no
podía sino ser condenado, precisamente por los alegatos de la fiscalía (Ernest Pinard) y,
más aún, de la defensa (Antoine Marie Jules Sénard) a propósito de las acusaciones de
“ofensa a la moral pública y ofensa a la moral religiosa” hechas contra Madame Bovary, la
primera novela de Gustave Flaubert.
Gustave Louis Chaix d'Est-Ange, el abogado defensor de Baudelaire, cuyo libro
Las flores del mal fue condenado (y su autor y su editor multados), no tenía chance
alguna después del brillante ejercicio de crítica literaria ejercido por Sénard, que fija de
una vez y para siempre el sentido de Madame Bovary y, sobre todo, la relación entre el
público lector y las ensonaciones poéticas.
En ambos juicios el fiscal fue el mismo, Pinard, por lo que la carga de la acusación
es la misma y los argumentos son idénticos. D’Est-Ange copia algunos de los argumentos
de Sénard pero lo que no puede hacer, bajo ningún concepto, es desarmar la brillante
presentación de su colega según la cual la culpa no es de Emma, ni tampoco de Flaubert,
sino de la educación que la muchacha pobre de provincias ha recibido, muy por encima
de su clase. La culpa es de la poesía y de las ensonaciones, lo que se llama, desde
entonces, bovarysmo y que sirve para designar un síndrome que tanto sufre Emma como,
antes que ella, Alonso Quijano, poco tiempo después la nina inmortalizada por Lewis
Carroll, autor prerrafaelista, en Aventuras de Alicia en el país de las maravillas (1865), y
hasta la fan de La asesina de Lady Di (2001) de Alejandro López.
En el proceso contra Madame Bovary, Pinard pierde. Pero mucho más pierden la
novela misma y, sobre todo, Gustave Flaubert, cuya crueldad, deplorada hasta por su
abogado defensor, quedará como su sello distintivo para siempre.
Madame Bovary (1856) y Las flores del mal (1857) no se parecen en casi nada,
como tampoco sus autores. Una novela (la primera de un autor casi desconocido), por un
lado, y una recopilación poética de toda la obra (mayormente ya publicada en revistas) de
un reconocidísimo poeta, por el otro.
Así como Flaubert es cruel como narrador, es mezquino como lector, de lo que son
prueba suficiente las cartas intercambiadas a propósito de estos procesos. Baudelaire, en
cambio, no sólo nos legó Las flores del mal, no sólo tradujo a Edgar Allan Poe, el autor de
“Los crímenes de la calle Morgue” al francés, sino que propuso, en El pintor de la vida
moderna, una teoría de las relaciones entre el arte y la sociedad que el siglo XX (por la
vía de Benjamin) utilizaría como clave de definición de las vanguardias (“La modernidad
es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y
lo inmutable”)2. El artículo sobre Madame Bovary que escribió Baudelaire es prueba de su
generosidad y su agudeza lectora. Pero tal vez la tensión entre modernidad y pos-
modernidad (es decir: entre ética y estética de acuerdo con dos modelos se deje leer en
la relación de uno y otro con su propio discurso).

2 Encontrarán en la carpeta Barnes una copia de El pintor de la vida moderna.


Lo que Flaubert tiene de maníaco y de megalómano (su odio a la burguesía y al
sentido común parten de esa base), en Baudelaire (que llama a su obra ordenada un
“mísero diccionario de la melancolía y del crimen”) es curiosidad y ansias de absoluto.
Baudelaire es el autor del Mal, Flaubert es el escritor de la estupidez y la maldad.
De hecho, lo que se juega en relación con la masa de discurso que constituyen la
obra de uno y otro (y en los correspondientes procesos penales) tiene que ver sobre todo
con la noción (moderna) de autor: su aparición y su desaparición al mismo tiempo de la
escena (del crimen) y el modo en que la responsabilidad (penal y ética) permite relacionar
unos determinados enunciados con unos determinados nombres propios (de ninguna otra
cosa brindan testimonio estos procesos). La obra, a partir de Flaubert y Baudelaire y para
siempre, será un paso de vida, una fábrica, al mismo tiempo, de acontecimientos de
discurso y de experiencias.
El 16 de enero de 1852, Gustave Flaubert escribió en una carta a Louise Colet, a
propósito de Madame Bovary, la novela que estaba escribiendo: “Lo que me parece
hermoso, lo que quisiera hacer, es un libro sobre nada, un libro sin atadura externa, que
se sostuviera por sí mismo, por la fuerza interna de su estilo, como el polvo se mantiene
en el aire sin que lo sostengan, un libro que casi no tuviera asunto o al menos que el
asunto fuera casi invisible, si pudiera ser. Las obras más bellas son las que tienen menos
materia (...). Creo que el futuro del arte está en estas vías” 3
Pobre Flaubert. Qué poco preparado estaba para cumplir con esta utopía radical de
l'art pour l'art (enemiga, como tal, de toda forma de realismo). Nadie pudo (ni podrá
nunca) leer Madame Bovary como un "libro sobre nada, un libro sin materia", hasta tal
punto hay en él un conjunto de preocupaciones éticas y políticas entre las que suelen
destacarse los efectos de la literatura sentimental en los corazones y las mentes febriles
de las pobres muchachas, o las muchachas pobres, de provincias. Y también la
preocupación (moral, y pedagógica) por la estupidez, la sólida estupidez de la ideología
pequenoburguesa.
Un ejercicio más logrado de esta "literatura sobre nada", de un "relato sin materia"
es Salambó (1862), novela en la cual hay muchos momentos adecuados para sostener
esta utopía, como el relato de la primera entrada en Cartago. Spendius y Matho, que
lideran a los mercenarios que tienen sitiada la ciudad, atraviesan clandestinamente la
muralla. Entran por el acueducto. El relato es vibrante, exacto, y hace un uso del
suspense que los guionistas de Indiana Jones o de Lara Croft aprovecharían más tarde.
Salambó es ya decididamente un "relato sobre nada" que se sostiene sólo por la fuerza
3 La novela, los manuscritos, sus correcciones, el análisis genético, los materiales relacionados con ellos y
los alegatos del proceso pueden leerse en http://www.bovary.fr/.
interna de su estilo, que se mantiene en el aire, como el polvo, sin que lo sostengan. Es
ya, indudablemente, la utopía estética del siglo XX: un arte sin materia, un arte sobre
nada. La nada (el vacío de sentido) brilla allí con un esplendor al que el propio Flaubert no
llegó a atreverse ni siquiera en Bouvard y Pécuchet (1881), esa denuncia de la estupidez
humana, y que Baudelaire adivinó no tanto con sus Flores del mal (1857) sino en sus
traducciones del autor de “El cuervo”, cuyos textos fundan la literatura “de evasión” del
siglo XX.
Pero Madame Bovary, todavía, se coloca del lado del inmoralismo (en la
perspectiva del fiscal) o del afán moralizador (en la perspectiva triunfante de la defensa).
Mr. Pinard insiste en que la novela es pictórica y que, con sus descripciones
magistrales (si algo supo hacer Flaubert fue describir), embriaga los sentidos y despierta
sentimientos lúbricos. Los fragmentos que selecciona para presentar al tribunal son los
momentos más exquisitos (en los que mejor se nota el tesón maníaco del laborioso
practicante de le mot juste)4. Mr. Sénard contraargumenta: es cierto, pero no puede
descontextualizarse. Flaubert ha hecho eso, pero no es “un confeccionador de cuadros
lascivos”, sino un moralizador5. La mejor prueba de ello es la atroz muerte por
envenamiento a la que condena a Emma, al final de la novela, “un suplicio nunca visto”. El
abogado defensor cita el veredicto eminentísmo de Lamartine: “¡Usted me ha hecho dano,

4 Acusación contra Madame Bovary del senor abogado imperial Ernest Pinard: “(...) Esa es la novela; la he
contado íntegra, sin suprimir ninguna escena. Su título es Madame Bovary; si ustedes quieren darlo otro,
pueden llamarla justamente: Historia de los adulterios de una mujer de provincia.
Senores, la primera parte de mi labor está cumplida. Ahora, después de haber relatado, voy a citar,
y tras las citas vendrá la incriminación, que tiene por objeto dos delitos: ofensa a la moral pública y
ofensa a la moral religiosa. La ofensa a la moral pública se halla en los lascivos cuadros que expondré a
sus miradas, la ofensa a la moral religiosa en las imágenes voluptuosas que han sido mezcladas con las
cosas sagradas. Empiezo con las citas; seré breve, pues ustedes leerán la novela entera. Me limitaré a
citarles cuatro escenas, o más bien cuatro cuadros. El primero, el de los amores y la caída con
Rodolphe; el segundo, el de la transición religiosa entre los dos adulterios; el tercero, el de la caída con
León, o segundo adulterio; y en fin, el cuarto que citaré es la muerte de Madame Bovary.
Antes de destacar estos cuatro extremos del cuadro, me preguntaré, con el permiso de ustedes,
acerca del color, de la pincelada de Monsieur Flaubert, pues a fin de cuentas su novela es un cuadro, y
hay que saber a qué escuela pertenece, cuál es el color que utiliza y cuál es el retrato de su heroína.
¡El tono general del autor, permítanme decirlo, es el tono lascivo, antes, durante y después de las
caídas! (...)
5 Defensa de Madame Bovary de Monsieur Antoine Marie Jules Sénard: “Monsieur Gustave Flaubert está
aquí a mi lado, y afirma ante ustedes que ha escrito un libro honesto, que el espíritu de su libro, desde la
primera hasta la última línea, es un espíritu moral y religioso, el cual, de no ser desvirtuado (...) sería
para ustedes (y pronto lo será) lo que ha sido ya para los lectores; un espíritu eminentemente moral y
religioso que puede traducirse en estas palabras: la incitación a la virtud mediante el horror al vicio. (...)
¿Qué clase de mujer ha pintado mi cliente en Madame Bovary? ¡Ay, Dios mío!, es triste reconocerlo,
pero es cierto; se trata de una joven, nacida honrada, como lo son casi todas –o al menos la mayor
parte–, y que como ellas se hace frágil cuando la educación, en vez de fortificarla, la ablanda o la empuja
por el mal camino. (...) Esas pobres ninas, naturalmente crédulas y débiles, se dejan atrapar por todo
eso, por la poesía y por la ensonación, en vez de apegarse a algo razonable y severo.
(...) Esto no sólo es maravilloso, literariamente hablando; no puede negarse la absolución al hombre
que escribe tan admirables pasajes, con el fin de advertir a todos de los peligros que comporta una
educación de este género, con el fin de advertir a las jóvenes los escollos de la vida que van a
emprender.
me ha hecho sufrir literalmente! ¡La expiación es desproporcionada con relación al
crimen!... Usted se ha excedido y ha herido mis nervios” (pág. 63).
Ése es Flaubert: el que ha querido escribir una muerte horrenda y, para poder
hacerlo, ha inventado una peripecia que condujera a ese final y ha creado una vida que
atravesará ese trance espantoso para siempre. Y ése es el libro ligero que Flaubert
pretendía que pareciera “como que casi no tuviera asunto”.
Para el fiscal (equivocado), el asunto es excitar la lubricidad. Para el defensor (que
acierta), el asunto es condenar la educación sentimental a través de relatos, poemas y
ensonaciones que están por encima de la clase social a la que Emma pertenece, “fuera
de su esfera”, por culpa de “la autoridad imprevisora de un padre al que se le ocurre hacer
educar en un convento a esta muchacha nacida en la granja y que debía casarse con un
granjero, con un campesino”. ¿Se puede pensar en una crueldad mayor, se puede
sostener un punto de vista más misógino que ése?
Sí, Flaubert es, como su defensa lo quiere, un moralista (el más cruel, el más
implacable), y por eso su libro y él mismo pierden toda posibilidad de sostener lo viviente
en el instante mismo en que el tribunal los absuelve de la acusación lanzada contra ellos.
El lenguaje encrático de la cultura, sostenido por el Estado, está en todas partes:
es un discurso difuso, expandido y repleto (lo sabemos por Barthes). No hay lugar en él
para el otro que sería el arte (paradoja de nuestro tiempo: el arte como el otro de la
cultura, la cultura como la antítesis del arte). Es la hegemonía de la cultura industrial, un
panesteticismo que nos envuelve como una cáscara pegajosa y opaca. Y todo viene de
ese deseo incumplido de Flaubert de hacer libros sin fundamentos y sin consecuencias
éticas. Pocos meses después de su proceso, Baudelaire es convocado bajo las mismas
acusaciones, por Las flores del mal. El poeta pierde el juicio y es condenado a pagar 300
francos de multa (que luego la Emperatriz reduce a 50) y su libro sufre la supresión de
seis poemas.
Son inútiles los alegatos del abogado defensor, que subraya que todo lo que ha
escrito Baudelaire ya era conocido en la literatura moderna de Francia (ni que decir en los
textos de la antigüedad clásica). Inútiles también sus protestas en relación con la
presentación del Mal (respecto del cual Baudelaire senala que es una fuerza operante).
El tribunal ha aprendido de Flaubert el riesgo que supone distribuir encantamientos,
pronunciar palabras prohibidas, susurrar caricias en los oídos de las muchachas recién
alfabetizadas: al hacerlo, las campesinas, las hilanderas, las trabajadoras del telégrafo, y
las mucamas se imaginarán a si mismas como posibilidades de vida (no encadenadas a
la moral y los códigos de comportamiento que la época, la clase y la geografía les dicta),
como potencias puras.
¿No había sido Emma la víctima ejemplar de esas lecturas enganosas, de esas
novelitas de amor, de esas canciones populares, de esos paisajes escapistas, de esos
poemas equívocos?
En su lectura de Madame Bovary, contemporánea del proceso del que es víctima,
Baudelaire senala con extraordinaria perspicacia: “No digamos, pues, como tantos otros
afirman con un ligero e inconsciente mal humor, que el libro ha debido su inmensa suerte
al proceso y a la absolución” (no lo digamos, pero registremos esa circunstancia: la figura
retórica que Baudelaire usa aquí se llama preterición).
Y Baudelaire prosigue, en su intento para rescatar a Emma del lugar espantoso
(“víctima de la sociedad”) en el que la ha puesto, en primer término, la obscena tecnología
narrativa de Flaubert, “titiritero”6 que no hace sino combinar mecánicamente un paisaje
(“la provincia”), los actores más insoportables (“la gente de a pie”), el organillo más
menesteroso (“el adulterio”) y una mujer bonita como cosa llevada y traída por los vientos.
Pese “a todo su desvelo de comediante” (de un Flaubert preocupado sobre todo
por la maldad y la estupidez), Baudelaire consigue rescatar a Emma del lugar mecánico
en el que el novelista la ha colocado: “Al autor, para culminar completamente su hazana,
no le quedaba más que despojarse (en lo posible) de su sexo y hacerse mujer” (no lo
consigue del todo, según Baudelaire, y es por eso que la experiencia fracasa). El devenir
mujer (del autor) que Baudelaire subraya es correlativo del devenir hombre del personaje:
“este curioso andrógino ha conservado todas las seducciones de un alma viril en un
encantador cuerpo femenino” (pág. 180).
Baudelaire, el condenable, salva a Emma, la condenada, sacándola del espacio
tecnofílico y equívoco de l’art pour l’art y poniéndola en una dimensión ética desde la cual
no sólo se sobrepone a la crueldad misógina de Flaubert (“a pesar de la sistemática
dureza del autor”), sino que lo arrastra haciéndolo devenir mujer con ella, deviniendo ella
misma guerrero espiritual, “Palas armada”, Lady Macbeth.
Qué moral ni qué inmoralidades: lo que está en juego en Madame Bovary
(“insignificante ficción burguesa” para Baudelaire), lo subraya un poeta condenado, es la
política misma de lo viviente, la capacidad para pensarse como posibilidad pura y
radiante. Emma triunfa allí donde Flaubert fracasa.

6 El autor “a fait tous ses efforts pour être absent de son oeuvre et pour jouer la fonction d'un montreur de
marionnettes”. El texto de Baudelaire, en francés, lo encontrarán en la carpeta Julian Barnes.
Llegamos al corazón del libro (iba a escribir novela, pero: ¿lo es?, ¿qué tiene de “novela”
El loro de Flaubert (1984)? Luego lo discutiremos, pero escribí también “el corazón del
libro” porque recordé En el corazón de junio (1983), la novela argentina que también lee
“Un corazón sencillo” en clave paranoico-crítica (es decir: en clave borgeana).
Quizás el lector conozca la historia de [Un coeur simple]. Trata de una criada pobre e
inculta llamada Félicité, que sirve a la misma senora durante medio siglo, sacrificando sin
resentimiento su propia vida por la de los demás. Siente afecto, sucesivamente, por un
tosco novio, por los hijos de su ama, por su propio sobrino, y por un anciano que tiene un
brazo canceroso. El azar se los arrebata a todos: mueren, o se van, o sencillamente la
olvidan. Es una existencia en la que, como podía esperarse, los consuelos de la religión
compensan la desolación de la vida.
El último objeto de esa serie cada vez más reducida de afectos es Loulou, el loro. Cuando,
a su debido tiempo, también él muere Félicité lo hace disecar. Guarda la adorada reliquia a
su lado, e incluso forma el hábito de rezarle,
arrodillándose ante él. Una confusión doctrinal acaba formándose en su simple cerebro: se
pregunta si no sería mejor representar al Espíritu Santo, al que suele darse aspecto de
paloma, como un loro. La lógica está sin duda de su parte: tanto los loros como el Espíritu
Santo hablan, cosa que no les ocurre a las palomas. Al final del relato muere la propia
Félicité. «Sus labios sonreían. Los movimientos de su corazón se hicieron cada vez más
lentos, de latido en latido, cada vez más remotos, más suaves, como una fuente que se
seca, como un eco que se desvanece; y, cuando exhaló el último suspiro, creyó ver, en el
cielo entreabierto, un loro gigantesco que planeaba sobre su cabeza.»
El control del tono es vital. Imagínese el lector la dificultad técnica que supone escribir un
cuento en el que un pájaro mal disecado y con un nombre ridículo termina representando
una tercera parte de la Trinidad, y cuya intención no es satírica, sentimental ni blasfema.
Imagínese además que hay que contar esa historia desde el punto de vista de una vieja
ignorante, sin que el relato suene despectivo ni tímido. Pero es que el objetivo de Un
coeur simple es completamente distinto: el loro es un ejemplo perfecto y controlado del
estilo grotesco de Flaubert.

El asunto le sirve a Barnes para preguntarse si el escritor es algo más que un loro
complicado, es decir: alguien que repite palabras ya dichas. En la novela argentina, el loro
(asesinado) es testigo de hechos que el narrador no termina de contar pero que pueden
leerse a través de indicios. Son como dos caminos diferentes del jardín de senderos
bifurcados, pero el jardín es el mismo: Borges.
Julian Barnes conoció a Jorge Borges en 1971 en Oxford. Vio en él la “presencia
más noble”, que lo impulsó hacia la escritura de ficción.
En “La senora Thatcher recuerda”, publicado originalmente en The New Yorker
(1993) y recogido luego Cartas desde Londres (1995), Barnes deplora la guerra de
Malvinas, a la que caracteriza con una frase de Borges:
Las Malvinas, con su deprimida economía de economato, su mínima población y su pista
de aterrizaje militarmente insuficiente, no tenían ningún interés para los británicos excepto,
quizás entre los filatelistas (…); no quisimos realmente, o pensamos en querer, las islas
hasta que otro las quiso. De ahí la guerra dulcemente caracterizada por Borges -un “vano
intelectual” viviendo bajo una “dictadura”- como “dos pelados peleándose por un peine”.
Si Borges fue director de la Biblioteca Nacional, Barnes fue lexicógrafo para el
Oxford English Dictionary: los dos lidiaron con sistemas clasificatorios y el alcance de los
nombres. En sus libros, Barnes se reserva el derecho de componer sus índices y fue
invitado a presidir una de esas raras instituciones británicas, la “Sociedad de
Indexadores”. El loro de Flaubert es, podría decirse, un laberíntico museo documental
tanto como una novela o un ensayo biográfico. Equivale, en ese punto, a las “Ficciones”
borgeanas que, la mayoría de las veces, no lo son. En todo caso, El loro de Flaubert es
de género híbrido o mestizo.
Tratándose de la lucha de lo viviente en el archivo, tema bonifaciano por
excelencia, tema biopolítico, Barnes elige como narrador de Una historia del mundo en
diez capítulos y medio (1989), que revuelve el archivo biblíco y revisita el mito de Noé y el
diluvio universal desde una perspectiva radicalmente nueva (Noé era un tirano alcohólico),
a una termita, que se cuela como polizón en el arca luego de haber sido desechada como
especie salvable. Es una interrogación de la especie humana a partir de uno de sus textos
fundadores, algo así como “El fin” en la serie borgeana:
Probablemente aun pensáis que Noé, a pesar de todos sus defectos, era básicamente una
especie de conservacionista primitivo, que reunió a todos los animales porque no quería
que se extinguieran, que no podía soportar no volver a ver una jirafa nunca más, que lo
hacía por nosotros (los animales). Pues no era el caso. Nos reunió porque su modelo se lo
ordenó, pero también por propio interés, incluso por cinismo. Quería tener algo que comer
cuando el diluvio acabase ... Así que la mayoría de nosotros sabía que a los ojos de Noé
no éramos más que cenas sobre dos, cuatro o las patas que fueran. Si no ahora, luego; si
no nosotros, nuestros descendientes. (32)

En su deriva, el arca de Noé se topa con otros barcos y naves. Entre las historias
de unos y otros se trazan “impertinentes conexiones”, en el sentido en que hemos
pensado el asunto a partir de John Berger: el sentido se desplaza de un barco a otro. En
El loro de Flaubert lo mismo se designa como “conjunciones irónicas”. Nosotros podemos
llamar a eso “síntesis disjuntiva” y recordar que en “El efecto de Real”, Roland Barthes
postula esa noción precisamente analizando “Un corazón sencillo”.
En Inglaterra, Inglaterra (1998), un millonario inglés se propone crear en una isla
británica un parque temático compuesto por los hitos de la cultura inglesa: Robin Hood, la
hora del té, la monarquía, el Manchester United, algunos edificios hstóricos, etcétera. El
motivo “isla” asociado a un archivo de imágenes es la clave de La invención de Morel,
como ustedes ya saben. Y Bioy Casares, también lo saben, es el amigo tilingo de Borges.

*
Volvamos al loro flaubertiano y a la divisa de le mot juste (que el siglo XX llevará en una
dirección más bien beckettiana o blanchotiana: no hay ni palabra ni imagen justa: “No una
imagen justa, sino sólo una imagen”7, dice el poster de Viento del Este, película de 1969 y
el lema vuelve como un mantra en Histoire(s) du cinéma). Barnes sugiere que el problema
de Flaubert es no poder acceder al Nombre, y para probar esa hipótesis recurre al archivo
(que conoce de memoria):
«Me fastidia mi tendencia a la metáfora que, indudablemente, me domina en exceso. Me
devoran las comparaciones como a otros los piojos, y me paso el día aplastándolas.» A
Flaubert le salían las palabras con facilidad; pero también supo ver la insuficiencia
subyacente de la Palabra. Recuérdese su triste definición en Madame Bovary: «La palabra
humana es como una caldera rota en la que tocamos melodías para que bailen los osos,
cuando quisiéramos conmover a las estrellas.»

Barnes discute la lectura de El idiota de la familia y de “los sartreanos”. Pero se


puede ir más allá, y no pensar la relación loro-escritor-Nombre como un “fracaso” sino
como un imperativo dicendi.
En Croisset el narrador encuentra otro museíto flaubertiano, donde los objetos
están dispuestos según la lógica de las “conjunciones irónicas” que obligan a posturas o
bien de devoto o del buscador de tesoros.
“Félicité halló consuelo en su amontonamiento de objetos diversos, unidos
solamente por el carino de su propietaria”. Roland Barthes nota el mismo desorden en la
descripción flaubertiana. Hay un barómetro debajo del piano: ¿cuál es su función
narrativa? No puede no tener ninguna, porque la gramática de un texto debe ser
completa. Finalmente lo dice: es un shifter de Real, un operador de realia. Es “como la
vida misma”.
Como en la vida misma, el narrador de El loro de Flaubert encuentra en ese
museíto un segundo loro embalsamado. Así como no hay unicidad de la voz, tampoco la
habrá de su símbolo. Recurso paranoico: escribir cartas para saldar el debate sobre la
autenticidad de las reliquias.
Barnes (en fin, el narrador de El loro de Flaubert) ha leído a Roland Barthes y, en
particular, el libro que ustedes han leído: RB por RB:
Todo el mundo tiene su lista particular, y las de las demás personas en seguida nos
parecen bobas y sentimentales. El otro día leí una lista titulada: «Mis gustos.» Decía así:
«Ensaladas, canela, queso, pimiento, mazapán, el aroma del heno recién segado [¿hay
alguien capaz de seguir leyendo?]... , las rosas, las peonías, el espliego, el champagne,
las convicciones políticas que no sean demasiado firmes, Glenn Gould...» Esta lista,
firmada por Roland Barthes, continúa, como suele ocurrir con todas las listas. A veces nos
parece bien una de las cosas citadas, pero la siguiente nos provoca una tremenda

7 En francés: «Ce n'est pas une image juste, c'est juste une image» (“juste une image” significa “sólo una
imagen”)
irritación. Después del «vino de Médoc» y de «llevar suelto», Barthes dice que le gusta
«Bouvard et Pécuchet». Bien; magnífico; seguiremos leyendo. ¿Y qué viene a
continuación? «Caminar calzado con sandalias por las carreteras del sudoeste de
Francia.» Me parece suficiente como para tomar el coche, irme hasta el sudoeste de
Francia, y dejar las carreteras sembradas de remolacha.

Por supuesto, el narrador (no Barnes) es injusto con Barthes. Es lista está hecha
precisamente para demostrar el carácter precario del imaginario, es decir: la imposibilidad
de compartir “una lista”. Es el fragmento “Me gusta, no me gusta”:
Me gusta, no me gusta: esto no tiene la más mínima importancia para nadie;
aparentemente, no tiene sentido. Y, sin embargo, todo esto quiere decir: mi cuerpo no es
igual al tuyo. Así, en esta espuma anárquica de los gustos y las repugnancias, suerte de
picadillo distraído, se esboza poco a poco la figura de un enigma corporal que compele a
la complicidad o a la irritación. Aquí comienza la intimidación del cuerpo, que obliga al otro
a soportarme liberalmente, a permanecer silencioso y cortés ante goces o rechazos que
no comparte.

(Una mosca me molesta y la mato: uno mata lo que lo molesta. Si no hubiese matado a la
mosca hubiera sido por puro liberalismo: soy liberal para no ser un asesino.)

La segunda parte es una cronología a partir de la cual se plantea la relación entre


vida y biografía (es decir: entre registro documentado de una experiencia y resto de vida).

La tercera parte narra un episodio que interroga centralmente el archivo. Las cartas
presuntamente halladas por casualidad de la amante-novia de Flaubert (la institutriz de su
sobrina). Quien encuentra las cartas, un profesor americano, las quema. ¿Por qué?
Porque Flaubert había pedido a su corresponsal que así lo hiciera: “Bien, en la última
carta, él le dice que en caso de que fallezca le serán devueltas las cartas a ella, y le
ordena que queme toda esa correspondencia.”
Es, de nuevo, el caso K.
La cuarta parte, “El bestiario” analiza las metáforas animales que aparecen en la
correspondencia de Flaubert. Él es un oso (Gourstave, le dice el narrador). Ahora bien, el
designante “Oso” hace sentido inmediato en el sistema de nombres de la comunidad gay:
oso, nutria, etc..., pero Barnes no se detiene en ello. Sigue con la serie: camello, cordero
de cinco patas, mono, asno, …. loro. Y todo vuelve a comenzar.

*
Para empezar, los loros son humanos; al menos etimológicamente. Perroquet es un
diminutivo de Pierrot; parrot viene de Pierre; perico es un derivado de Pedro. Para los
griegos, su capacidad de hablar era uno de los elementos utilizados en la discusión
filosófica en torno a las diferencias entre el hombre y los animales. Eliano informa que «los
brahmanes les honran más que a ningún otro pájaro. Y anaden que su actitud no puede
ser más razonable; pues sólo el loro imita bien la voz humana». Aristóteles y Plinio
observan que, cuando están borrachos, los loros son muy lascivos. De forma más
pertinente, Buffon comenta que tienen propensión a la epilepsia. Flaubert estaba enterado
de esta flaqueza fraternal: en las notas que tomó sobre los loros cuando preparaba Un
coeur simple hay una lista de sus enfermedades: gota, epilepsia, aftas y úlceras de
garganta.

El nombre “loro” en la obra de Flaubert, ése es el tema que cohesiona todos los
fragmentos de el libro de Barnes. Incluso, lo que Barnes no escribe: por ejemplo, la frase
que escribe el judío de Praga en su diario: “escribo Bouvard y Pécuchet antes de tiempo”.
Claro: el judío de Praga escribe también su propio bestiario, donde abundan los
perros músicos, los monos sabios, los insectos gigantes, los grajos, los chacales, las
ratonas cantantes (en fin: es un abuso). Pero no tiene loro.
Podría decirse que el bestiario del judío de Praga es la continuación del bestiario
flaubertiano, o la parte inconclusa de Bouvard y Pécuchet:
La segunda parte de Bouvard et Pécuchet, que quedó sin concluir, iba a consistir
fundamentalmente en lo que su autor llamaba «La Copie», un enorme fichero de rarezas,
imbecilidades y citas autodescalificadoras, que los dos oficinistas tenían que copiar
solemnemente para su propia edificación, y que Flaubert pensaba reproducir con intención
sardónica. Entre los miles de recortes de prensa que coleccionó para su posible inclusión
en ese fichero se encuentra esta noticia, recortada de L'Opinion nationale, el 20 de junio de
1863:
«En Gérouville, cerca de Arlon, vivía un hombre que poseía un loro magnífico. Era
su único amor. De joven había sido víctima de una infortunada pasión. La
experiencia le convirtió en un misántropo, y últimamente vivía solo con su loro. Le
había ensenado a pronunciar el nombre de la novia que le había abandonado, y el
loro lo repetía cientos de veces diariamente. Aunque esto fuese lo único que sabía
hacer el pájaro, a los ojos de su propietario, el infortunado Henri K... , esta
demostración de talento compensaba sobradamente sus limitaciones. Cada vez
que oía el nombre sagrado pronunciado con la extrana voz del animal, Henri se
estremecía de júbilo; para él, era como una voz proveniente del más allá, una voz
misteriosa y sobrehumana.
"La soledad inflamó la imaginación de Henri K... , y poco a poco el loro comenzó a
adquirir para él una extrana significación, era como un pájaro sagrado: al tocarlo lo
hacía con profundo respeto, y se pasaba horas contemplándolo en éxtasis. El loro,
devolviendo impávidamente la mirada de su amo, murmuraba la palabra
cabalística, y el alma de Henri se empapaba del recuerdo de su felicidad perdida.
Esta extrana vida duró bastantes anos. Un día, sin embargo, la gente se fijó en
que Henri K... parecía más sombrío que de costumbre; y que había en sus ojos un
raro destello cargado de malignidad. El loro había muerto.
»Henri K... , siguió viviendo solo, pero ahora del todo. No había nada que le
vinculase al mundo exterior. Se enroscaba cada vez más en sí mismo, y hasta se
pasaba varios días seguidos sin salir de su habitación. Comía cualquier cosa que
le llevaran, pero no parecía enterarse de la presencia de sus vecinos. Poco
a poco empezó a creer que se había convertido en un loro. Imitando al pájaro
muerto, gritaba el nombre que tanto le gustaba oír; intentaba andar como un loro,
se colgaba en lo alto de los muebles y extendía los brazos como si tuviese alas y
pudiese volar.
»En ocasiones se ponía furioso y comenzaba a romperlo todo; su familia decidió
entonces enviarle a una maison de santé que había en Gheel. En el transcurso del
viaje hacia allí, sin embargo, logró huir aprovechando la oscuridad de la noche. A
la manana siguiente le encontraron encaramado a un árbol. Como era muy difícil
convencerle de que bajase, alguien tuvo la idea de poner al pie de su árbol una
enorme jaula de loro. En cuanto la vio, el infortunado monomaníaco bajó y pudo
ser atrapado. Actualmente se encuentra en la maison de santé, de Gheel.»
Sabemos que a Flaubert le asombró esta historia encontrada en la prensa. A continuación
de la línea que decía «poco a poco el loro comenzó a adquirir para él una extrana
significación», Flaubert escribió lo siguiente: «Cambiar el animal: en lugar de un loro, que
sea un perro.» Algún breve plan para una obra futura, no cabe duda. Pero cuando,
finalmente, se puso a escribir la historia de Loulou y Félicité, no cambió el loro, sino su
propietario.

Será el judío de Praga el que cambia al loro por los perros.

*
¿Es El loro de Flaubert una novela posmoderna o posmodernista? ¿En qué sentido lo
sería? Por ejemplo, en el manejo de la ironía.
¿Quién se atreve a decir que está en contra de la ironía? Y sin embargo, a veces me
pregunto si la ironía más ingeniosa y resonante no será en el fondo una simple utilización,
culta y repeinada, de la coincidencia.
No sé qué pensaba Flaubert de la coincidencia. Yo confiaba en encontrar alguno de sus
típicos comentarios en su incansablemente irónico Dictionaire des idées recues; pero salta
intencionadamente de cognac a corto. De todos modos, es evidente que la ironía le
apasionaba; es una de sus caracteristicas mas modernas. En Egipto disfrutó horrores al
descubrir que almeb, la palabra que significa «marisabidilla», había ido perdiendo
gradualmente su sentido original y había acabado significando «puta».

Lo es, en todo caso, tanto como el autor de Lolita y Pálido fuego, citado en la
novela y él mismo también un flaubertiano confeso. Ahora bien, la ironía no sería un rasgo
moderno, sino posmoderno (y aún: posmodernista).
En su penetrante lectura de la novela, Catherine Bernard8 ha senalado que Barnes,
Con Umberto Eco, también parece reconocer que solo la ironía puede hoy permitir que la
novela reviva la dinámica programática que es suya yendo más allá de la aporía a la que
el agotamiento de la mimesis la condena. Los callejones sin salida de la representación,
de sus significados ahora prohibidos y los lados que la ficción debe tomar prestada, nada
de esto es desconocido para Barnes, quien parece haber abrazado completamente la
misión contradictoria que en 1980 John Barth asignó a los novelistas que él mismo definió
como posmodernistas.

Todo esto es lo que ya sabíamos. La modernidad es más bien trágica (su tono se
deja oír en Baudelaire, en Beckett, en Bachmann). La posmodernidad es más bien irónica
(su tono se parece más al de el autor de Bouvard y Pécuchet, o al de Borges, que
“vindicó” esa novela, o al de Barnes).
El loro de Flaubert lo subraya, cuando piensa sobre las palabras y las cosas:
We no longer believe that language and reality “match up” so congruently — indeed, we
probably think that words give birth to things as much as things give birth to words.

8 Catherine Bernard, ‘Flaubert’s Parrot: le reliquaire mélancolique [the melancholy reliquary]’, Etudes
anglaises, 54:4 (2001), pp. 453–64.
Los ojos de Emma

Diré que éste es uno de los fragmentos principales de El loro de Flaubert, el más
memorable, en todo caso. Allí se lee toda una teoría sobre la posibilidad de la novela,
sobre la cualidad del autor, sobre la relación de lectura (apropiación / identificación) y
sobre la distancia entre una verdad de tipo ético y una de tipo estético.
A propósito de los ojos de Emma Bovary, y para negar, en última instancia, que el
escritor sea un loro complicado (un loro cultivado), precisamente porque la mímesis ya no
es posible y el texto construye una realidad, Barnes carga contra Enid Starkie, “a small,
sharp woman, reputed to be a lesbian, who wore splendid clothes in startlingly flamboyant
colours; purple, pink and orange”, según cuenta Marvin W. Anderson, uno de sus
discípulos en Oxford9. Es Cocteau quien dice que, en uno de sus encuentros, Enid “iba
vestida como un marinero”10(la información que aparece en El loro de Flaubert está
tomada, pues, del archivo oxoniano).

Enid Starkie, by Patrick George (Oil on canvas, 66 x 54 cm)


Collection: Somerville College, Oxford
(Image: Public Catalogue Foundation/BBC Your Paintings)

Christopher Ricks11, el otro académico mencionado, también es un personaje

9 Cfr https://epdf.pub/queue/the-university-of-oxford-a-new-history.html.
10 “Enid met Cocteau that morning dressed in her beloved approximation of a French sailor’s outfit, much to
Cocteau’s amusement, if not consternation: ‘Enid est charmante, éprise de la France et du français
qu’elle enseigne. Mais elle boit … Quelle n’était pas notre stupeur, le matin de mon discours, de la voir
arriver en matelot français, avec le béret à pompom, la vareuse, le pantalon à pont et le barda sur
l’épaule’.” Clare Hills-Nova de la Bodleian Libraries ha recuperado esa historia. Cfr.
http://blogs.bodleian.ox.ac.uk/taylorian/author/hillsnovac/page/2/
11 Nota de wikipedia: Christopher Bruce Ricks, FBA (18 de septiembre de 1933) es un académico
británico y crítico literario.1 Es profesor de Humanidades y co-director del Editorial Institute en
la Universidad de Boston (Estados Unidos), y fue profesor de poesía en la Universidad de Oxford (Reino
Unido) de 2004 a 2009. Fue presidente de la Asociación de Críticos y Académicos Literarios. Es un
conocido académico de la poesía victoriana; un entusiasta del músico Bob Dylan, cuyas letras ha
analizado en profundidad en un libro, Dylan's Visions of Sin. Es un crítico feroz de aquellos escritores
“realmente existente”. Todo esto nos lleva a preguntarnos:
¿Qué es El loro de Flaubert?

En los paratextos de la primera edición en inglés (la contratapa, claro), tres


resenadores prestigiosos la califican como “novela”. La edición americana de 1984 la
nombra como “a novel (in disguise)”. Una novela de incógnito, disfrazada, drageada,
travestida.
El epígrafe del libro se inclina hacia la “biografía”.
Luego el texto fue leído como un collage, como un híbrido, como un compendio de
géneros, incluso como una sátira menipea (tal como Bajtín la describió en su historia de la
novela: libertad formal, invención filosófica, combinaciones oximorónicas y una variedad
de géneros incluidos).
El uso de las listas ha sido leído en línea con la “enumeración caótica” de la que ya
hemos dicho algo: es una forma de decir el vacío de sentido del mundo (es decir: la
ausencia de Dios: Barnes es agnóstico). Catherine Bernard12, ha caracterizado el libro
como un “relicario melancólico”, un poco porque su tema es la reliquia y otro poco porque
la novela misma sobreviviría allí (en la línea con lo que hemos estado planteando) como
una reliquia de algo que melancólicamente se sabe imposible.
Naturalmente, no hemos llegado hasta aquí para ponernos severos con los
principios clasificatorios. Vuelvo a citar a Catherine Bernard:
Barnes así se apropia del tema nocturno de la escritura del desastre caro a Blanchot o al
Barthes de Roland Barthes por Roland Barthes (uno de los hipotextos de El loro de
Flaubert). El trabajo de luto de Geoffrey Braithwaite, su hipermnesia13, se encuentra en
esta alegoría de la paradoja de la que Barnes decide agarrarse. El pasado, ya sea privado
o estético, insiste, persiste en regresar. El regreso simétrico e irónico de la novela en su
propio funcionamiento, sin embargo, no puede aliviar una memoria demasiado cruelmente
precisa, demasiado resistente a cualquier intento de dialectización, un recuerdo que
mantiene el objeto oscuro del deseo, la verdad del ser amado -Flaubert o Ellen, en una
especie de presencia-ausencia insuperable.

El loro de Flaubert es, también, el luto de la modernidad, el duelo por la muerte de


la novela (burguesa). ¿Qué queda? Revisitar el archivo según el método de las
“impertinentes conexiones” o las “conjunciones irónicas”. La literatura ya no es (tal cosa o
cual cosa), sino que hay literatura (en algún lugar, de algún modo).

que considera pretenciosos (Marshall McLuhan, Christopher Norris, Geoffrey Hartman, Stanley Fish); y
un cálido defensor de aquellos que piensa son más humanos o humorístico (F. R. Leavis, W. K. Wimsatt,
Christina Stead).23 Hugh Kenneralabó su elocuencia, y Geoffrey Hill su "inteligencia crítica sin
parangón".45 W. H. Auden describió a Ricks como "exactamente la clase de crítico que todo poeta
suena encontrar".6 John Carey le denomina el "crítico literario vivo más importante"
12 Catherine Bernard, ‘Flaubert’s Parrot: le reliquaire mélancolique [the melancholy reliquary]’, Etudes
anglaises, 54:4 (2001), pp. 453–64.
13 Exaltación anormal de la memoria.
Conviene, entonces, conformarnos con lo que el mismo libro dice que es, la
estetización de un género menor:

Diccionario de tópicos de Geoffrey Braithwaite. ¡Todo lo que necesita usted saber de


Flaubert para saber tanto como el que más! Unos cuantos apartados más y quedará
concluido. La letra X será un problema. En el diccionario del propio Flaubert no hay
ninguna palabra que empiece por X.)

Es decir: la recuperación de uno de los momentos más altos de la cultura libresca,


a partir de la pacotilla de la cultura industrial.
Tal vez se podría recuperar lo que senalaba aquella filóloga norteamericana: la
posmodernidad supone el divorcio definitivo de Mercurio (la interpretación) y la Filología
(la materialidad textual). Si El loro de Flaubert fue leído como una novela dragueada, esa
misma política de las identidades (tan cara a nuestro tiempo), nos permitiría leerla como
un ensayo dragueado. ¿Acaso importa? En todo caso, lo importante es el placer de la
lectura, es decir: el efecto general del gesto.
Lo mismo, exactamente lo mismo que hace Alain de Botton en Cómo cambiar tu
vida con Proust.

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