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Podemos y la horma del zapato populista

Un fantasma recorre el mundo: el fantasma del populismo. Esta elemental


paráfrasis imitativa, fácil y cómoda, no deja de ser pertinente cuando se trata de alertar
acerca de un inminente peligro, el del acceso al poder de Podemos: un movimiento
político que, parafraseando otra vez, en este caso a Isaiah Berlin, es la horma del zapato
populista. En una conferencia impartida por Berlin en Londres en 1967, llamó
“complejo de Cenienta” al desesperado intento de los politólogos por encontrar la
definición más omnicomprensiva de una tendencia política tan multiforme como es el
populismo. Fíjese el lector, como ejemplo de la proliferación de vestigios populistas en
la fauna política vigente, que en España el más importante partido de la derecha porta en
su título el adjetivo de “Popular”, llamativa impronta heredada del populismo
postfranquista de Fraga Iribarne, su fundador: un personaje que sólo aceptó a
regañadientes, y gracias a un sabio instinto de conservación, los más elementales
principios del liberalismo democrático. En este caso y para más inri, pues no deja de ser
jocoso, originariamente el sustantivo de su apelación no era Partido, sino “Alianza”; un
término con arraigados matices populistas que constata una significativa coincidencia
terminológica con la Farmer’s Alliance norteamericana de los años ochenta del siglo
XIX, y que, como la creación de Fraga, finalizó llamándose People’s Party. Este
movimiento, que en sus orígenes era típicamente corporativista aunque acabó
presentándose a las elecciones de 1892 obteniendo con un éxito nada desdeñable,
concuerda con mucha fidelidad con lo que Guy Hermet, en este caso en afortunada
paráfrasis, denominó “populismo de los antiguos”.
Pero abandonemos la chanza de lo que sólo es pasado y retornemos a la tragedia
de nuestro tiempo y lugar: “el populismo de los modernos” representado en España,
aunque no exclusivamente, por Podemos. La tragedia consiste en que esta organización,
que a mi entender encierra un potencial totalitario, pretende acceder al poder de la mano
del PSOE, un partido integrado en el institucionalismo liberal vigente y en la
democracia representativa y que, por el momento, es la única esperanza, junto a sus
colegas socialdemócratas europeos, para la reparación futura de los graves daños
infringidos al Estado Social por el neoliberalismo que asola Europa.
¿Qué es Podemos? ¿Cuál es su naturaleza y por qué decimos que encierra un
potencial totalitario? Podemos es la horma del zapato populista del pie izquierdo. En

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Europa la del pie derecho la han fabricado con anterioridad, entre otros, los Silvio
Berlusconi y Jean-Marie Le Pen: solo era necesario, por lo tanto, crear una horma
simétrica para calzar el otro pie. Sin embargo tildar a Podemos de populista no debería
considerarse un arduo descubrimiento: ellos no lo ocultan, y si no fuera por la confusión
introducida por la metodología tertulianesca del periodismo español, empeñado en
denunciar una supuesta inspiración leninista del movimiento encabezado por Pablo
Iglesias, muchos analistas, y el propio PSOE, lo tendrían ya mucho más claro. Existen
algunos elementos comunes y ciertas afinidades entre ambas familias políticas, el
leninismo y el populismo de izquierda, lo que facilita el intercambio de militantes entre
formaciones de ambos tipos, pero el fundamento teórico de cada una de ellas es muy
diferente, incluso antagónico en los principios fundamentales que inspiran sus análisis
sociológicos y políticos. El populismo es un fenómeno específico cuyos fundamentos
teóricos e ideológicos es necesario esclarecer.
Podemos es la cristalización de las teorías de Chantal Mouffe y Ernesto Laclau.
Fundamentalmente las del segundo, hasta el punto de podríamos afirmar que Podemos
es un partido “laclausista”. Chantal Mouffe tiene publicada una obra de cierta
envergadura, pero la abstracción de sus análisis los aleja de una aplicabilidad inmediata
a la práctica política; excepto en una cuestión de transcendental importancia para
percibir los riesgos que entraña su filosofía política: su propuesta de que la izquierda
debe imitar los procedimientos de los grandes movimientos políticos de la derecha
populista. No es un secreto que Mouffe se encuentra subyugada por el Frente Nacional
de los Le Pen. En la actualidad la importancia política de Mouffe se limita a ser una
activa propagandista de la ideas de su marido Ernesto Laclau.
El encuentro de los dirigentes de Podemos con las teorías de estos dos
profesores, que se consideran a sí mismos como postmarxistas y cuya actividad
académica en una gran parte se desarrolló en la Universidad de Essex, ha tenido lugar
en Sudamérica. Unos y otros acostumbran a pasar largas temporadas entre los dirigentes
de los partidos populistas de aquella región. Su relación con los dirigentes de Podemos
ha sido muy intensa: Laclau murió en España durante una visita realizada en 2014, y
Mouffe, su viuda, ha publicado recientemente un libro de conversaciones con Íñigo
Errejón.
De una entrevista a Chantal Mouffe publicada por el periódico El País en abril
de 1915, podemos sacar esta cita que resulta altamente esclarecedora de su seducción
por la extrema derecha francesa; dice así: “Desgraciadamente los partidos que

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entienden mejor la política hegemónica en este momento son los partidos populistas de
derechas. Mire el caso de Marine Le Pen. Ha entendido que la política es crear
fronteras, que la política es crear identidades colectivas, y entiende el papel de las
pasiones. Todo esto el populismo de derechas lo entiende y por eso tiene una ventaja en
muchos países sobre la izquierda. Lo que hay que hacer es reapropiarse de ese término
porque la dimensión populista es demasiado central en la política para dejarla a la
derecha”. Mouffe, ha dicho en varias ocasiones que el populismo de izquierda en
Europa solo necesitaría depurar el contenido xenófobo del Front National. La pasión de
esta profesora por la ultraderecha francesa, no es un hecho incidental producido
meramente por el ascenso electoral de esa familia política, sino que es substancial a su
pensamiento, pues una parte de su trabajo académico ha consistido en rescatar las
teorías de Carl Schmitt: un jurista y filósofo del Derecho, ideólogo del nazismo, que
tuvo que vérselas al finalizar la guerra con el Tribunal de Nuremberg. Mouffe acepta
básicamente en casi todos sus términos la contradicción que Schmitt creyó encontrar
entre liberalismo y democracia, que no es otra, según él, que la existente entre derecho
individual y el igualitarismo identitario que cree necesario a toda sociedad de masas; en
definitiva la contradicción entre lo personal sustentado en la diferencia entre los
individuos, y la homogenización social que tienden a reproducir los totalitarismos. Se
entiende así, que del mismo modo que desde una perspectiva estratégica Lenin
descubrió la circunstancia favorecedora de la revolución en lo que llamó “el eslabón
más débil de la cadena” y que entrañaba una serie compleja de contradicciones políticas,
económicas e incluso bélicas, Mouffe cree encontrar la oportunidad de oro para el
asalto populista al poder en el aprovechamiento inteligente de “la tensión necesaria que
existe -en términos schmittianos- entre la lógica del liberalismo y la lógica de la
democracia”; es decir: en la explotación política del antagonismo, que ella considera
irreconciliable, entre los principios liberales de libertad individual y pluralismo, con los
democráticos de soberanía popular y homogeneidad identitaria que los populistas
aceptan como el principio fundamental de su definición de Pueblo. Es interesante
conocer además, que la Mouffe, como resultado de lectura de Schmitt, ha construido
una teoría de la democracia, que bajo el epígrafe de “democracia agonística” no es otra
cosa que una presentación aliviada de la oposición amigo/enemigo que el académico
nazi vio como constitutiva de la política.
Ernesto Laclau, recientemente fallecido, era un personaje singular. Argentino de
origen y peronista impenitente, se dice de él que saludaba a sus amigos con la expresión

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“Lacan y Perón ¡Un solo corazón!”; así lo cuenta Jorge Alemán, psicoanalista
lacaniano y Consejero Cultural de la Embajada Argentina en España. Y es que el
surrealismo al que son capaces de llegar los argentinos nunca nos dejará de sorprender.
Laclau es el más explícito y directo teorizador del populismo. Bueno, tal vez lo de
directo sea mucho decir, pues Laclau tiene la habilidad de presentar los más obvios y
elementales argumentos con una retórica compleja y obscura, que en sus momentos
más sublimes alcanza cotas heideggerianas de este tenor: “… el populismo es una
categoría ontológica y no óntica”. No deja de ser divertido observar la manera como
Errejon, uno de los jefes máximos de Podemos, intenta en sus escritos imitar con
ímprobos esfuerzos la prosa de su mentor, pero lo que en el maestro es un estilo que en
algunos momentos alcanza una apreciable belleza, en el discípulo se transforma en
execrable sintaxis.
Para entender a Laclau hay que asumir que su metodología es catacrética;
consite esto en trasladar términos y conceptos de diversos campos disciplinares para
nombrar y explicar hechos y fenómenos tácitos de índole política y sociológica que
carecen de un término específico y propio que los nombre.Y Laclau no lo esconde; no
soy yo quien recurro al tropo para interpretarle; él mismo lo ha escrito en diversas
ocasiones: “La construcción política del pueblo es esencialmente catacrética”. Y es
verdad, pues en la táctica populista todo es maquinación y artificio. A diferencia de la
metodología marxista que define la clase objetivamente desde su determinación
económica (las relaciones de producción), el pueblo de los populistas es variable y
circunstancial, y debe ser constantemente inventado. Eso explica tres cosas: la
plasticidad proteiforme de los populismos, su imprevisible arbitrariedad y su odio a los
partidos marxistas cuya división de la sociedad en clases objetivamente determinadas
obstaculiza el oportunismo que es esencial a la política populista. Tiene mucha razón el
profesor José Luis Villacañas en su reciente obra “Populismo” (La Huerta Grande,
2015) cuando escribe: “No se entiende nada de populismo cuando, por ejemplo, se
juzga el desencuentro entre Podemos e Izquierda Unida como táctico”; a pesar de que
los jefes de Izquierda Unida, jubilados o en activo, no se enteren de nada. En efecto:
Izquierda Unida y Podemos son, o deberían ser, partidos políticos radicalmente
distintos; entre ellos no hay ninguna convergencia estratégica. Si se lee el programa
presentado por Podemos a las elecciones legislativas de 2015, uno cree estar leyendo los
Cahiers de doléances: relación de quejas presentadas por las parroquias y corporaciones
del Tercer Estado con motivo de la convocatoria de los Estados generales por el rey

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francés Luis XVI en 1788. Nada hay de sistemático ni organizado, incluso abundan
propuestas contradictorias. Es llamativa, además, la ausencia casi absoluta de
vindicaciones de índole sindical: un marxista tradicional hubiera dicho que el de
Podemos es un programa de contenido “pequeño burgués”.
Negados los derechos individuales como el fundamento de la democracia, y
despreciando las relaciones de producción como el determinante objetivo de las clases
sociales, el populismo recurre a la demanda o vindicación, cualquiera sea su índole,
como referencia última del análisis social y explicación de la política. Pero
evidentemente el espectáculo de reclamaciones sociales en una sociedad desarrollada
como la española, con un sistema político que muestra severos defectos funcionales
acentuados por una profunda crisis de representación, una población amenazada por los
severos desequilibrios ecológicos que afectan a todo el planeta, y víctima de una grave
crisis económica con cifras altísimas de paro para cuya solución el último gobierno de
Zapatero y sobre todo el de Rajoy han recurrido como medida fundamental al
desmantelamiento del raquítico Estado del bienestar que en España existía es,
lógicamente, de un abigarramiento mareante, oscilante e impetuoso. No es gratuito, ni
mucho menos, el término de “mareas” que los ideólogos de Podemos han encontrado
para este fenómeno. En el lenguaje solipsista de Laclau esto se analiza con los términos
o categorías -dicho sólo para información del lector sin pretender entrar en detalles- de
diferencia, equivalencia, significantes vacíos y flotantes, y hegemonía: complejo
aparato conceptual que tiene por función facilitar la puesta en marcha de un artificioso
proceso para la fabricación de identidades colectivas, con el objeto de homogenizar y
circunscribir en agrupaciones significativas el fárrago apabullante de las dispersas
demandas sociales.
“Este libro se interroga sobre la lógica de formación de las identidades
colectivas”, escribe Laclau en el prefacio de su obra fundamental “La Razón populista”.
Siendo esa su intención, podríamos preguntarnos si se trata, en efecto, de un trabajo de
investigación sociológica con un propósito científico e imparcial. Desde luego imparcial
no es en absoluto, pues el autor no se limita a descubrir a modo de un observador
objetivo la lógica natural de fenómenos sociales, sino que lo que pretende es, sobre
todo, acceder a la metodología más efectiva para imitar y producir artificialmente
fenómenos de agrupamiento de masas con el objeto de lograr la mayor efectividad
política para la organización de movimientos populistas. Más que de ciencia se trata de
ingeniería (social): “El populismo es, simplemente, un modo de construir lo político”,

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dice Laclau. Es de agradecer que por una vez el autor se exprese con claridad y con
desfachatez casi mussoliniana (“… la nostra feroce volontà totalitaria”), porque
pretender construir desde posiciones partidarias e interesadas lo político -que es un
ámbito natural de desarrollo de la vida humana- es una acción esencialmente totalitaria,
mucho más cuanto que, a diferencia de la política que pertenece según Laclau y la
Mouffe al nivel óntico, lo político se sitúa según ellos en el ontológico. O no saben lo
que dicen en este uso esnob de categorías heideggerianas, o es demasiada presunción
pretender construir desde la política “el ente en cuanto ente”, pues tamaña pretensión
entiendo que estaría reservada solo a Dios; o ni siquiera a Él, pues tal vez Dios sea el
ente inmutable en su mismidad. Aquella exclamación que escuchamos no hace mucho
al Jefe Supremo de Podemos, “El cielo no se toma por consenso, se toma por asalto”,
aparece llena de contenido ahora cuando conocemos sus fundamentos intelectuales. En
fin, si Mussolini tuvo su Giovanni Gentile, que a menudo tampoco sabía lo que decía y
abusaba con extrema frivolidad de categorías hegelianas, Iglesias tiene a Laclau y la
Mouffe como deidades inspiradoras de sus discursos. Cuando Carl Schmitt afirma que
el Soberano (el Führer) para crear Derecho no necesita tener derecho, es mucho más
humilde que los Laclau, pues se limita a permanecer en el nivel de lo óntico.
Esta sofisticada ingeniería social del populismo debe completarse
necesariamente con la fabricación de un Líder, pues tanto abigarramiento vindicativo,
tan grande disparidad sociológica de los sujetos demandantes y la descontrolada
oscilación de las mareas, sólo pueden ser encauzadas por un jefe carismático, el único
capaz de crear conmensurabilidad entre lo diferente. Si la historia del populismo nunca
ha existido sin un Líder, la cristalización del 15-M en Podemos y su triunfal irrupción
sociológica y política demuestran su indisoluble vínculo a “la resistible ascensión” de
Pablo Iglesias. Así, Laclau que en su obra fundamental “La Razón populista” incluye un
extenso estudio erudito acerca del liderazgo de innegable valor historiográfico, concluye
por afirmar: “La unificación simbólica del grupo en torno a una individualidad –y aquí
estamos de acuerdo con Freud- es inherente a la formación de un pueblo”. Tan
importante para los movimientos populistas es la fabricación de un líder y su unánime
aceptación que Laclau, con su particular jerigonza, denomina a este fenómeno
“investidura radical”.
Sin embargo, no podemos olvidar que los liderazgos entrañan un riesgo de
totalitarismo porque se fundamentan en la substitución de la argumentación y la
racionalidad por la pasión y los sentimentalismos. La fuerza de la investidura, reconoce

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Laclau, reside en su pertenencia al orden de los afectos. Lo que exige un esfuerzo de
teatralización y representación escenográfica con alto riesgo de falsificación de la
política. Un riesgo de involución totalitaria que se acentúa por la necesidad que tiene el
Líder de fortalecer y asegurar permanentemente la legitimidad de su poder.. Así lo
señala Leonard Schapiro en su obra “El totalitarismo”. En este pequeño librito, aunque
grande en conceptos clarificadores, el autor nos descubre un hecho fundamental para la
comprensión de la arbritariedad absoluta del totalitarismo: la substitución de las
instituciones por la voluntad del Líder. Esa es, además, la garantía de su permanencia;
así: Hitler substituyó al Estado, Stalin al Partido y la debilidad y caída de Mussolini, que
hizo del Estado el centro de su proyecto político, residió precisamente, dice este autor,
en su empecinamiento en perseverar como “ocupante de varios cargos estatales”; hecho
que confirma la insoslayable necesidad que tiene el Líder de suplantar a las instituciones
para garantizar de forma vitalicia su poder personal.
Tal vez en nuestros días, una experiencia tan monstruosa y extrema como la que
experimentó Europa desde los años treinta hasta el final de la Segunda Guerra, no es
fácilmente reproducible, pero no olvidemos que los crímenes de las guerras de
Yugoslavia son muy recientes, y los genocidas que los perpetraron como Ratko Mladic
y Radovan Karadzic aún viven y pasan sus días en una confortable prisión. Más
próximos aún en el espacio y en el tiempo han tenido lugar los horribles crímenes de
ETA, cuyos responsables ideológicos no han sido ni serán nunca juzgados por un
tribunal. Aunque los regímenes populistas de América Latina, no deberían clasificarse
estrictamente como totalitarios, sí han alimentado gobiernos autoritarios y dictatoriales
de distinta intensidad. Si el totalitarismo europeo fue un fenómeno alimentado desde
una controlada tecnología de propaganda, lo que obliga a considerarlo como un
fenómeno moderno distinto a las dictaduras que lo precedecieron, aún estamos por
descubrir qué es lo que las nuevas tecnologías digitales puestas al servicio de la
identificación populista de las masas como sujeto político pueden generar. De hecho la
irrupción de Podemos es un producto de propaganda y manipulación digital que se ha
desarrollado imparablemente hasta desbordar las más optimistas previsiones de sus
promotores.
Es muy importante reconocer que en España el populismo de los modernos no
comienza con Podemos, pues llevamos muchos años padeciendo las consecuencias
desestabilizadoras de un populismo muy arraigado en una nación como la nuestra con
unas instituciones de las que los ciudadano desconfían cada vez más: los nacionalismos

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regionales. Los nacionalismos vasco y catalán y la hegemonía política y cultural que
ejercen sobre las poblaciones de esas Comunidades autónomas, son ejemplos
paradigmáticos de populismo y práctica política populista. Ambos están instalados en el
poder desde hace muchos años y del estudio de esta experiencia –cuyas consecuencias
finales están aún por llegar- podemos obtener útiles conclusiones para la prevención de
las amenazas populistas. Viene al caso esta cita de Loris Zanatta, historiador italiano
estudioso del populismo sudamericano, pues expresa muy bien la negación que el
populismo hace de las instituciones, lo que ha sido el sello del período Ibarreche en el
País Vasco y es lo que define la estrategia de los nacionalistas en la Cataluña de hoy.
Dice Zanatta: “Llegados al poder, los populistas hablan en nombre del ‘pueblo’ del que
afirman encarnar la homogeneidad y la virtud, y ante el cual agitan la sombra de los
enemigos, internos o externos, que los amenazan. En nombre de esa homogeneidad…
despojan al Estado de derecho de su espíritu y substancia: “el pueblo me ha elegido’ es
su lema, y ningún órgano constitucional, o sea no electivo, puede imponer límites a la
voluntad popular y al líder que ha elegido” (Loris Zanatta: “El populismo”; Katz
editores, 2014; reimpreso en 2015). Esta es la esencia del “derecho a decidir” –por
cierto una expresión de connotaciones schmittianas- una bandera agitada permanente
desde la Presidencia del Gobierno autónomo vasco durante muchos años por el
Lehendakari Juan José Ibarreche, y utilizada posteriormente por Artur Mas, espejos
ambos de populistas.
Esta técnica de agitación de las masas desde el poder no es un fenómeno nuevo,
ni mucho menos, pues es consubstancial a todos los totalitarismos y los populismos. En
el ámbito del peronismo se conoce como “movimientismo”, y tiene por objeto reforzar
las identificaciones colectivas de las masas y la figura del líder. El “movimientismo”
tiene sus precedentes conceptuales en la noción de movilización total (totale
Mobilmachung) con la que Ernst Jünger, el “glorificador de la guerra” como lo llamó
Thomas Mann y uno de los primeros teorizadores de la filosofía totalitaria, exaltó la
Gran Guerra (Primera Guerra Mundial) como un acontecimiento transcental para la
creación de una comunidad nacional. Sospecho que no es ajeno al concepto de Jünger
que el título con el que se nombró oficialmente desde 1943 al partido único de
franquismo fuera el de “Movimiento Nacional”: cauce único y común de la
participación de los españoles en la política. Explica muy bien Schapiro, que la
movilización es un recurso que desde la antigüedad han empleado los tiranos para
intervenir del modo más efectivo en la vida privada de los ciudadanos. Lo que es más

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sorprendente –lo señalo simplemente como una incidencia que da qué pensar, mucho
más si lo asociamos a los casos de Heidegger y Schmitt- es que políticos de la
socialdemocracia europea, como François Miterrand o Felipe González, hace algunos
años se sintieran fascinados por filósofos del totalitarismo como Ernst Jünger.
La reciente historia del País Vasco nos ofrece un ejemplo de alto valor empírico
para analizar resultados y efectos de este fenómeno movimientista: durante el período de
Ibarreche la agitación de la bandera del “derecho a decidir” coincidió con uno de los
períodos más sangrientos de ETA y con la aparición de gravísimas tensiones en el seno
de la sociedad vasca vividas por los ciudadanos con una intensidad como no se había
experimentado durante nuestra reciente democracia. Durante el gobierno del socialista
Pachi López no se tomó medida alguna contraria a la hegemonía cultural nacionalista,
sin embargo López dejó de agitar, como no podía ser de otro modo, aquel señuelo
movilizador, y eso fue suficiente para aliviar las tensiones e instaurar un nuevo período
más pacífico, que se ha impuesto incluso al nuevo lehendakari nacionalista.
No ha tardado Iglesias en utilizar la reivindicación nacionalista como el
“equivalente” más eficaz para unificar la dispersión regional de sus “colectivos”. En la
jerga de Laclau un equivalente es lo que unifica y reúne con un mismo significado
demandas heterogéneas que se dan dispersas en el seno de los grupos sociales. No es un
lapsus gratuito el que en un debate preelectoral se inventara un inexistente referéndum
de autodeterminación en Andalucía; ni es un capricho que una de las primeras
propuestas para el Gobierno en que pretende ejercer la vicepresidencia sea la de un
ministerio de la Plurinacionalidad. Parece un chiste leído en la aguda y divertida novela
“El viaje del profesor Caritat”, escrita en 1995 por el profesor y politólogo Steven
Lukes, pero no es así sino que va muy en serio. El nacionalismo casi siempre ha sido un
componente imprenscindible para la cristalización de los movimientos populistas, pero
España carece de un imaginario nacional mediante el que sus habitantes puedan
reconocerse como conciudadanos. Esto produce notables efectos disgregadores que son
mayores en tanto que la simbología que debería representar a la Nación y a sus
instituciones, ha sido suplantada por apócrifas identidades regionales desarrolladas
artificialmente al amparo del Estado de las autonomías. Si por una parte esta carencia de
imaginario nacional dificulta en España el arraigo de un concepto republicano de
Nación, capaz de generar solidaridad y de alimentar el apoyo de la población a sus
instituciones, también supone para el populismo un obstáculo para crear la
homogenización que necesita. El resultado está ahí: Podemos aparece dividido en

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grupos regionales cuya desunión puede estallar en cualquier momento. A modo de
contraste podríamos comprobar como el desarrollo del Front Nacional en Francia, que
tanto envidian los populistas laclausianos, se beneficia del arraigado imaginario
nacional de nuestros vecinos. En este contexto la metodología laclausiana puesta en
práctica por Iglesias no presenta dudas: trata de recoger y “federar” los imaginarios
nacional-regionalistas, que el Estado de las autonomías ha exacerbado hasta extremos
difícilmente controlables, para fundir en un proyecto “multinacionalista” común a todas
las fuerzas interesadas en desafiar al Estado democrático y a sus instituciones. En ese
proceso Iglesias sólo necesitaría neutralizar a sus competidores nacional-populistas que
desde hace tanto tiempo son hegemónicos en el País Vasco y Cataluña. Por eso, el
PSOE debería entender muy bien que el momento no es nada propicio para una reforma
federal de la Constitución, pues supondría facilitar el camino a los populistas
fomentando nacionalismos regionales allí donde aún no existen.
He de confesar que llegando a final de mi escrito debería corregir mi paráfrasis
del comienzo. En 1848, fecha de la primera edición del Manifiesto Comunista el
comunismo no suponía una amenaza para los gobiernos europeos, la verdadera amenaza
para los restos del Antiguo régimen eran la revoluciones democráticas que se
extendieron por gran parte de Europa. La advertencia con que comienza el Manifiesto
fue una ocurrente fanfarronada de Marx y Engels, aunque en algo sí tenían razón: el
comunismo era sólo un fantasma. Hoy el populismo no es un fantasma, es una amenaza
muy real.

Rafael Simón Marín

Valladolid, febrero de 2016

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