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© W b d e n f e l d a n d N k z m o lso n , L o n d r e s
Este libro ha sido traducido de la edición francesa, publicada en 1973 por .
Éditions Gallimard (Bibliothéque des Histoires), bajo el título Guerriers et paysans
ISBN: 978-84-323-1390-5
Depósito legal: S. 607-2009
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https://tinYurl.com/Y9malmmm
Indice
ADVERTENCIA.................................................................................................. 1
PRIMERA PARTE
LAS BASES
Siglos vi] y vid
. SEGUNDA PARTE
LOS BENEFICIOS DE LA GUERRA
Siglo x - m ed iad o s d el siglo xi
TERCERA PARTE
LAS CONQUISTAS CAMPESINAS
Mediados del siglo xi - ñnes del xn
1. LA ÉPOCA FEUDAL...............................................................
Los primeros signos de la expansión, 208.— El orden feudal, 213.— Los
tres órdenes, 217.— El señorío, 222.— Los resortes del crecimiento, 233.
2. LOS CAMPESINOS......................................................................
El número de los trabajadores, 237.— El factor técnico, 244.— La ro
turación, 260.
3. LOS SEÑORES................................................................
El ejemplo monástico, 278.— Explotar, 289.— La renta de La tierra, 289.— ’
La expbtación directa, 292. —La exphtación de bs hombres, 296.— Gastar,
303.
4. EL DESPEGUE................................................................................................ 335
tear una síntesis de los estudios rurales en Europa para aplicar su pro
pia receta. Las enseñanzas de Marc Bloch seguían siendo su principal
guía, si bien en combinación con la perspectiva de la longue durée tan
querida a Braudel y con asunciones del materialismo histórico sobre
la naturaleza de la explotación y la relación entre las clases. Aplicó,
como sólo Bloch había hecho hasta entonces, el método com parado
mirando a todas las sociedades del occidente medieval y buscó la expli
cación del cambio y la generación de preguntas como primer objetivo.
Hay un especial cuidado en este trabajo para no aplicar un vocabulario
y unas nociones del presente al pasado, sobre todo lo referente a las
categorías jurídicas de propiedad. Sin embargo, llama la atención que
en el mismo año de la publicación de este libro (1962), el autor recla
mó en un artículo que se incluyeran en el análisis de los historiadores
las aspiraciones espirituales que expresaban los actores sociales cuan
do donaban a centros religiosos, pues de lo contrario, en su opinión,
se concedía a las infraestructuras una importancia y una función que
no tuvieron en la Edad M edia10.
La crítica más fuerte a los estudios de geografía histórica y de his
toria económica la hizo en un artículo de 1970n. Consideraba que los
primeros estaban excesivamente obsesionados por el trabajo regional
y los segundos por la estadística y la cuantificación y, si bien en un
principio esto había ayudado a arrinconar las dominantes interpre
taciones de corte jurídico del pasado, habían derivado hacia lo que
denomina «la fascinación del núm ero»12. Desarrolló una adelantada
crítica a las interpretaciones ethic de la economía medieval, en otras
palabras, a las aplicaciones anacrónicas a sociedades preindustria
les de presupuestos de economías capitalistas, a Ja naturalización de
las relaciones económicas actuales. En el artículo advirtió sobre el
peligro de construir una imagen de la economía que no correspon
de a la actitud que los contem poráneos tuvieron frente a la riqueza.
Con este planteam iento rompió de m anera radical con el marxismo
estructuralista francés al decir que la estructura de una sociedad no
XVI I PRÓLOGO A LA NUEVA EDICIÓN
} Con casi 300 títulos y 16 libros eií'su haber todos con más de una edición, ha sido tradu
cido a más de veinte lenguas, excepto su tesis doctoral y el libro de feanne de’Arc (Jacques
Dalarun, «Georges Duby», en Pellistrandi, Benoit (ed.), La historiografíafrancesa del siglo xxy
su acogida en España, Collecdon de la Casa de Velázquez, n ° 80, Madrid, 2001, pp. 3-19).
2 Dalarun, «George Duby...», p. 10.
3 Les caracteres onginaux de Pkutoire ruralefran$aisc se publicó en 1931, los dos volúmenes de
La sociét¿jeodale en 1940. Ambos marcaron una época en la academia. La historia de las
mentalidades tenía tres grandes precedentes: Les Rois thaumaturges de Bloch de 1924, Martin
Luther de 1927 y Leprobleme de l1incroyance mi XV stAcle. La religión de Rabeims de 1942 ambos
de Luden Fevbre.
4 Georges Duby, Hombresy estructuras de la Edad Media, Siglo XXI, Madrid, 1993, p. 240.
5 T. H. Aston y C. H. E. Philpin (cds.), The Brenner Debate. Agrarian Class Structure and Eco-
nomic Development ui Prandustrial Europe, Cambridge, 1976. La revista Past and Present se
fundó en 1952. E. J. Hobsbawm, Thompson, R. Hilton y C. Hill hacían un llamami-
— cnto por una historia desde abajo, una historia que diera cuenta de la acción colectiva
y de sus identidades. Duby tuvo una importante amistad con Hilton.
6 «El feudalismo ¿una mentalidad medieval?» (1958) en G. Duby, Hombres y estructuras de
la Edad Media, 1993, pp. 19 y 27.
7 A propósito del libro de B. D. Lyon, Fromfief to Indentúme: the bransihonfrom feudal to non-
feudal centrad in Western Europe, 1957 deda:'«las ligazones y las discordancias entre la evolu
ción de las condiciones materiales y la psicología colectiva, mata a prolongar la historia
económica en la historia de las mentalidades» (.Hombresy estructuras..., 1993, p. 27).
8 Dalarun, «George Duby...», 2001, p. 7.
9 Hombres y estructuras, p. 80; L. Genicot sobre Namur, Goubert sobre Beauvais, Pierre
Vilar y Bonnassie sobre Cataluña, Toubert sobre el Lacio italiano, Guy Bois sobre Nor-
mandia, Fossicr sobre Picardía.
10 Hombres y estructuras, p. 120. En 1967 Duby se embarcaba en escribir El año mil y se
quejaba de cuán poco se conocían las acritudes mentales de la Edad Media [Hombresy
estructuras, p. 198). ’
11 Renue roumaine d:Históire, 9 (1970), pp. 451-458.
12 Tras la Segunda Guerra Mundial y durante la rápida industrialización económica del
Occidente europeo, la segunda generación de Annales de Braudel y Labrousse aliada
con la Historia económica impuso trabajos regionales cuantitativos, mientras el mar
xismo informaba las principales preguntas y conceptos (Carlos Antonio Aguirre Rojas,
«La historia económica en Francia durante el período de los “Annales Braudelianos” »,
Aportes. Revista de la Facultad de Economía, BUAI^ VI (2004), pp. 11-38.
NOTAS ! XXXI
|3 Hombresy estructuras, p. 242, 244 y 259 y prólogo d.e Reyna Pastor, p.5.
14 Hombresy estructuras, pp. 252-253. Duby declararía posteriormente en L’Historie continué
9 *
que, aunque no le gustaba el concepto de «mentalidad», le parecía interesante haber
dejado de utilizar la palabra espíritu del idealismo alemán para acentuar que las rep
resentaciones mentales están ancladas por las condiciones materiales {Reyna Pastor,
2001, pp. 119-122). . .
]5 Esta idea arranca de la fuerte dimensión demográfica y de cultura material que tenía
la historia económica de Braudel que incluía aspectos como alimentación, moneda,
vestido y consumo y que se traspasaron al concepto de civilización (Tomo i de Cim-
lización material, economíay capitalismo 1967; Aguirre Rojas, 2004).
16 La pregunta se formula: ¿Cómo conectar la historia de Jas mentalidades con el con
junto de la investigación histórica? y declara que va a dedicar su cátedra a eso (Hombres
y estructuras, pp. 253-269). •
17 Hombres y estructuras, pp. 270-271.
18 José Enrique Ruiz-Doménec, «Georges Duby (1919-1996)», enjaume Aurell y Francisco
C rosas (eds.), Rewriting tht Middie Ages in the Twmdeth Century, Turnout, 2005, p. 296.
19 Hombres y estructuras, p. 251.
20 Ruiz-Doménec, «Georges Duby... », p. 297, Yolanda Guerrero Navarrete, «Georges
Duby», Medievalismo, 7 (1997), p. 296.
21 A pesar de su queja en un articulo de 1966 por el atraso de la arqueología medieval
en Francia en comparación con lo que pasaba en Inglaterra, Escandinavia o la Europa
del este (Hombresy estructuras, p. 150).
22 Duby es el único autor al que se refieren con igual devoción tanto los continuistas como
los mutacionistas (Dalarun, «George D uby...», p. 16) porque en sus trabajos vino a
sostener una idea difícilmente controvertible: que en torno al año 1000 se produjo una
nueva ordenación de las relaciones humana, el feudalismo, pero que se había iniciado
en época carolingia (pp. 199-200) y se prolongó hasta el siglo xn (p. 332).
23 Estructurasfeudalesy feudalismo en el mundo mediterráneo, Barcelona, 1984.
24 Monique Bourin, «Aspectos y gestión de los espacios incultos en la Edad Media», en
Ana Rodríguez (ed.), El lugar del campesino, Valencia, 2007, pp. 179-191.
25 T. Head y R. Landes (eds.), The Peace of God: Social Violence and Religious Response in France
araund tkeyear 1000, Ithaca, 1992.
26 Desde 1960, el medievalismo español ha publicado el 80% de la documentación origi
nal y casi dos tercios' de los títulos que existen (J. A. García de Cortázar, «Glosa de un
balance sobre la historiografía medieval española en los últimos treinta años (I) », La
Historia medieval en España, un balance kistoriagráfica (1968-1998). Actas de la XXV Semana
de Estudios Medievales de Elstella, 4-18 julio 1998, Pamplona, 1999).
27 Chris Wickham, Framing the Early Middie Ages. Europe and the Mediterranean, 400-800,
Oxford, 2005
XXXI1 I NOTAS
qué se desarrolla con fuerza desde la Inglaterra del siglo xvm a los diferentes períodos
de la Historia. Se reflexiona sobre la tensión entre grupo e individuo en él pasad©.
El año mil, Barcelona, Gedísa, 1988 {or. 1967). Una visión desde las fuentes para desmitificar
, . . . -
. El domingo de Bouvines, Madrid, Alianza, 1988 (or. 1973). A pesar del desprecio de los Anna-
* les por el acontecimiento y los epifenómenos políticos, Duby reivindicó el hecho histó-
* rico como forma de análisis de estructuras más profundas. Estudiando la batalla de
• * \ • * * '
Bouvines de 121.4 entre los reyes capetos franceses y los plantagenet ingleses hace una
sociología de la guerra medieval. Estilo muy colorista. £1 libro alcanzó un gran éxito
en Francia, no así en España.
Europa en La Edad Media, Paidós, 1990 (or. 1979). Libro ilustrado a todo color sobre la sig-
. nificación del arte medieval y su relación con lo social y lo cultural. Se repasan mul
titud de ideas que aparecen en la iconografía medieval como el concepto de realeza.
Incluye textos originales.
Historia de las mujeres, Madrid, Taurus, 5 vols., 1991-1993 (or. 1990-1992, 5 vols.), codirigido
con Michdle Perrot. Un intento de colocar a las mujeres en el centro del relato histó
rico como actores activos que fueron del mismo si bien en un mundo masculino. No
tiene carácter enciclopédico, sino que toma casos significativos de mujeres que por lo
que se sabe de ellas permiten reflexionar sobre el tema.
San Bernardo y el arte cisterciense (el nacimiento del gótico), Madrid, Taurus, 1992 (or. 1976) Un
amante de la pintura y pintor él mismo, consideraba el arte medieval la mejor expresión
de la mentalidad de la época. En.esta obra conecta el pensamiento de Bernardo, funda
dor y abad de Clairvaux en el siglo xu, con las características del arte cisteráense.
La época de tas catedrales. Artey Sociedad, 980-1420, Cátedra, 1993 (or. 1976). Este libro era una
recuperación de los tres libros titulados la Adolescencia del cristianismo publicados por Ski-
ra en 1966-67. En este caso Gallimard lo titulo*Les Temps des cathédrales. Varí et la Socié
. té, 980-1420. Sobre la obra se Hizo una serie cultural de nueve emisiones exhibida en
1980 por la televisión francesa, realizada por R. Stéphane y R. Darbois. ■
Año 1000, año 2000, Santiago de Chile, Andrés Bello, 1995 for. 1995). Una comparación de
los mitos apocalípticos y milenaristas que acercan ambas fechas. Libro con gran can
tidad de ilustraciones. •
El siglo de los caballeros, Madrid, Alianza, 1995 (or. 1993). Con una narrativa atractiva y colo
rida, Duby muestra el mundo de castillos, caballeros errantes y torneos de estos segun
dones de las familias nobiliarias que llenaron la literatura cortés del siglo xu y crearon
la estética y la ética de toda una época.
Damas del siglo XU, Madrid, Alianza Editorial, 1996 (or. 1995). El primer volumen de esta
trilogía repasa el caso de mujeres históricas o de leyenda que permiten acercarse al
mundo femenino de la época. El segundo libro estudia los miedos, estereotipos e imá
genes que los hombres contemporáneos tenían de sus abuelas. El tercero se centra en
la influencia y control que tenia el clero sobre las mujeres.
usta de obras por orden cronológico I XXXV
£ / caballero, La mujery tlcurn. El matrimonio en la Franciafeudal, Madrid, Taurus, 1999 (or. 1981).
^ ^ estu d io más profundo sobre las estructuras familiares, la'evolución del matrimonio
. y el papel de la mujer en el triángulo de dominio patriarcal e ideológico que le impo-
. níaa padres, maridos y eclesiásticos.' . .
* * * * • . * * . -* ‘
El amor eé/f c & lad Media y otros ensayos, Madrid, Alianza Editorial, 2000 (or. 1988). Colección
• •w * ** ' _
de ensayos sobre las metodologías para el estudio del amor, las estructuras de paren
tesco y la función de hombres y mujeres dentro de las mismas.
Guillermo el Mariscal, Madrid, Alianza Editorial, 1985 (or. 1984). Partiendo del poema que
el hijo primogénito de Guillermo el Mariscal escribió a la muerte de su padre, el libro
reconstruye la vida de este caballero anglonormando y del mundo de los torneos y
sus rituales.
Entre sus textos de reflexión metodológica están: * • ^ -
«L’Histoire des mentalités», en L’Histoire et ses métkodes, Encyclopedie de la Plédiade, 1967
«Entrevista con A. Casanova», en Aujourd’hui l ’Histoire, Editions sociales, 1974
«Histoire social et idéologies des sociétés», en Faite de l’Histoire, Tomo I,
Gallimard, 1974 •
Diálogo sobre la historia. Conversaciones c&n Guy Lardreau Madrid, Alianza, 1988 (or. 1980). Entre
1978-1979 se recopilan sus conversaciones publicadas como Dialogues, exposición deta
llada de su pensamiento. Duby está en el momento culminante de su carrera Su interés
es ya el estudio de la sensibilidad y las mentalidades en el pasado.
La historia continúa, Madrid, Debate, 1993 (or. 1991). Este libro es un relato de su propia histo
ria, de su carrera, de sus decisiones, maestros y sus ascendientes intelectuales. También
• reflexiona sobre su método y sobre la labor de otros historiadores franceses.
También ha dirigido las siguientes obras colectivas: .
Histoire de France, Larousse, 1970, 3 vols. ‘
Histoire de la civilisationJran$aise, en colaboración con R. Mandrou, (t. 1. : Moyen Age), Colín,
1958 . .
«
Histoire de La France rurale, con A. Wallon, Seuil, 1975-1976, 4 vols.
Atlas Histórico medieval, Debate, 1988 (or. 1978). 320 mapas que ilustran desde aspectos de
economía y política hasta artísticos y culturales.
UEurasie (xhxm síteles), PUF, 1982
Civilización latina, Laia, S. A., 1989 (or. 1986)
Los ideales del Mediterráneo. Historia, filosofía y literatura en la cultura europea, Barcelona, Icaria,
1997 .
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^ ' .
LAS BASES
Siglos vil y viii
A fines del siglo vi, cuando se halla prácticamente cerrado en Occiden
te, con el asentamiento de los lombardos en Italia y de los vascos en
Aquitania, el período de las grandes migraciones de pueblos, la Europa
de que trata este libro —es decir, el espacio en el que el cristianismo de
rito latino se extendería progresivamente hacia fines del siglo xji— , es
un país profundamente salvaje, y por ello se halla en buena parte fue
ra del campo de estudio de la historia. La escritura se halla en regre
sión en las zonas que tradicionalmente la usaban y en las demás la pe
netración del escrito es lenta. Los textos conservados son, pues, escasos;
los documentos más explícitos son los de la protohistoria, los que pro
porciona la investigación arqueológica. Pero estos documentos también
son defectuosos: los vestigios de la civilización material son, en la mayor
parte de los casos, de datación insegura; se hallan además dispersos, al
azar de los descubrimientos, y su repartición esporádica, con grandes
lagunas, hace difícil y peligrosa toda interpretación de conjunto. Insis
tamos, como punto de partida, sobre los reducidos límites del conoci
miento histórico, sobre el campo desmesuradamente amplio dejado a
las conjeturas. Añadamos que, sin duda, el historiador de la economía
se encuentra especialmente desamparado. Le faltan casi por completo
las cifras, los datos cuantitativos que permitirían contar, medir. Necesita,
sobre todo, abstenerse de ampliar abusivamente los modelos construi
dos por la economía m oderna cuando intente observar en este mun
do primitivo los movimientos de crecimiento que lentamente, entre los
siglos Vil y XII, han hecho salir a Europa de la barbarie. Es evidente, en
la actualidad, que los pioneros de la historia económica medieval han
sobreestimado, a menudo involuntariamente, la importancia del comer
cio y de la moneda. La labor más necesaria —y sin duda también la
más difícil^— consiste, pues, en definir las bases y los motores auténticos
de la economía en esta civilización, y para llegar a esta definición las
reflexiones de los economistas contemporáneos son menos útiles que
las de los etnólogos.
6 I LAS BASES
LA NATURALEZA
es. decir, sus reacciones a las influencias climáticas. Pero las especies
arbóreas europeas son de longevidad insuficiente para proporcionar
t
indicios aplicables a la Alta Edad Media. Los datos más útiles para el
médievalismo siguen siendo, en Europa, los que proporciona el estu- .
dio de los avances y retrocesos de los glaciares alpinos. La turbera de
Fernau, en el Tirol, situada en la proximidad de un frente glaciar, ha
estado en varias ocasiones, en el curso de la historia, recubierta por los
hielos. La acumulación de vegetales fue entonces interrum pida, y en el
espesor de la turbera se pueden descubrir hoy día capas de arena más
o menos espesas que se intercalan entre las capas de descomposición
vegetal. Corresponden a los avances del glaciar. Es posible así propo
ner una cronología, evidentemente aproximada, de los flujos y reflujos
glaciares, es decir, de las oscilaciones climáticas, puesto que los movi
mientos del glaciar están directamente relacionados con las variaciones
de la tem peratura y de la pluviosidad. Parece ser, pues, que los Alpes
han conocido, durante la Edad Media, un prim er avance glaciar que
se puede situar entre los comienzos del siglo v y la prim era mitad del
siglo vin. Esta fase fue seguida de un retroceso que se prolongó hasta
mediados del siglo XH, y la retirada de los hielos fue entonces, al pare
cer, claramente más acentuada de lo que lo es en la actualidad. Esto
hace suponer que Europa occidental se benefició durante el período
correspondiente al retroceso de los hielos de un clima más suave que
el actual, y también menos húmedo: no se observa en las turberas la
presencia de musgos higrófilos. Después, los glaciares progresan de
nuevo desde mediados del siglo xil, y muy bruscam ente: el glaciar
de Aletsch recubrió en esta época todo un bosque de coniferas cuyos
troncos momificados han quedado al descubierto tras el retroceso
actual. Esta segunda fase activa term ina hacia 1300-1350. Debe ser
relacionada con un descenso de la tem peratura media (débil, en rea
lidad: los especialistas la creen inferior a un grado centígrado) y con
un aumento de la pluviosidad cuyas huellas son visibles por todas par
tes: en las proximidades de una aldea provenzal ciertas grutas fueron
12 I IAS BASES
F igura 2. «Diagrama de polen del Rotes Moor», según Deiort: iniroducúon aux
Sciences auxiümres de l’histone. A. Colín, 1968. (Cereales: cereales; charme\ hojaranzo;
coudner. avellano; plantain'. llantén; kétre: haya; bouleau: abedul).
14 ¡ L A S ba ses
los efectos de la coyuntura clim ática sobre las actividades hum anas
no son tan simples y, además, hay que considerar que la fluctuación
fue ciertam ente de escasa am plitud, dem asiado escasa al menos para
que la elevación de la tem p eratu ra y la reducción de la pluviosidad
hayan podido determ inar en el m anto vegetal cambios de especie. Sin
embargo, incluso si el aum ento de las medias térm icas anuales, como
se puede suponer en la hipótesis más prudente, fue inferior a un grado
centígrado, no dejó, en el estado de las técnicas agrícolas de la épo
ca, de repercutir sobre las aptitudes de los suelos cultivados; obser
vemos, en efecto, que tal variación corresponde poco más o menos a
la diferencia existente en la Francia actual entre el clima de D unker
que y el de Rennes, entre el clim a de Belfort y el de Lyon. Además,
todo hace creer que este aum ento de tem p eratu ra fue acom pañado
de una relativa sequedad, y esto es lo im portante. Investigaciones rea
lizadas en base a docum entos ingleses correspondientes a una época
ligeram ente posterior a la que aquí estudiam os han establecido, en
efecto, que en los campos europeos sometidos a la influencia atlánti
ca la cosecha cerealista no se vio afectada por las oscilaciones térm i
cas, pero era tanto m ejor cuanto más secos eran el verano y el otoño
y, po r el contrario, se hallaba com prom etida p o r lluvias dem asiado
abundantes, sohre todo cuando el exceso de pluviosidad se situaba
en el período o to ñ al1. No se puede, por tanto, olvidar este dato que
nos ofrece la m oderna historia del clima: en los cam pos de E uropa
occidental que estaban a principios del siglo vn todavía sumidos en
la hostilidad de un largo período de hum edad fría, las condiciones
atm osféricas, según todas las apariencias, se hicieron poco después
y de form a lenta más propicias a los trabajos de la tierra y a la pro
ducción de las subsistencias. De esta ligera m ejoría se beneficiaron,
sobre todo, las provincias septentrionales; en la zona m editerránea, en
cambio, el aum ento de la aridez hizo, sin duda, más frágil la cober
tura forestal y, por consiguiente, más vulnerable el suelo a los efectos
destructores de la erosión.
LAS FUERZAS PRODUCTIVAS i
CONJETURAS DEMOGRÁFICAS
De estos útiles apenas sabemos nada. Son peor conocidos que los de los
campesinos del Neolítico. Los textos, los raros textos de esta época, no
nos enseñan nada sobre ellos: nos dan palabras, y aun en estos casos se
18 I U S BASES
bastante bien gracias a los estatutos prom ulgados por el abad Adalar-
do en el año 822, existía un solo taller p ara el que se com praba hie
rro de m odo regular y donde se llevaban a rep arar todos los útiles de
trabajo de los diferentes dominios rurales; pero allí no se fabricaban
los arados em pleados en la huerta de la abadía; proporcionados por
los campesinos, eran construidos y reparados con sus propias manos y,
por consiguiente, parece, sin utilizar el metal. Nos inclinamos a pen
sar, por tanto, que en las grandes explotaciones agrícolas sobre las que
nos inform an los m anuscritos de la época carolingia — a excepción tal
vez de los redactados en L om bardía que hablan más a m enudo de los
herreros y que aluden a algunos colonos obligados a entregar en censo
rejas de hierro— , el arado, el instrum ento básico para el cultivo de los
cereales, figuraba entre los útiles de m adera olvidados por los redacto
res de los inventarios que se contentaban con anotar que había «sufi
cientes». El arado no era construido por un especialista, capaz de tra
bajarlo de m anera más com pleja y eficaz, sino en la casa campesina.
Se puede pensar que su p u n ta de ataque, en su totalidad de m adera
endurecida al fuego, y en el mejor de los casos recubierta de una del
gada lámina de metal, era poco capaz, incluso cuando el útil fuera muy
pesado, estuviera provisto de ruedas y lo arrastraran seis u ocho bue
yes, de remover suelos compactos. No podía ni siquiera remover bas
tante profundam ente las tierras ligeras p ara estimular vigorosamente
la regeneración de sus principios de fertilidad. Frente a la potencia de
la vegetación natural el arado era un arm a irrisoria.
De hecho, no es seguro que el personal de los grandes dom inios
que describen los inventarios del siglo ix haya estado tan bien equi
pado como los cultivadores de las comarcas más salvajes. Estas explo
taciones pertenecían casi todas a monjes, es decir, a hom bres letra
dos, influidos por los modelos clásicos de la agricultura rom ana, que
intentaban aplicar sus fórm ulas a la puesta en valor dé la tierra. Pero
la civilización rom ana, porque era pred o m in an tem en te m ed iterrá
nea, porque el M editerráneo es pobre en metales, porque los suelos
LAS FUERZAS PRODUCTIVAS I 21
EL PAISAJE
R e a lm e n te , e sta s e s tr u c tu r a s r e p r e s e n ta n u n v e stig io d el p a s a d o ,
-vías de degradación como todas las realizaciones de la civilización
íjjpmana. Y una de las razones de su progresiva degradación se halla
fe . , . . .
^ el hecho de que las tradiciones alimenticias sufren una lenta m odi
ficación. En Galia, puesto que los contactos comerciales disminuyen
íy .hay que vivir de lo que se tiene a mano, el uso del tocino, de la gra-
^ de la cera, tiende a desplazar al aceite en la alim entación y en la
iliiminación. Idénticos cam bios se producen en Italia del norte por
influencia de las costumbres im portadas por los invasores germánicos,
cuyo prestigio de guerreros victoriosos las hace atractivas: en Italia, la
ración diaria de los artesanos especializados como los maestri comacini
t—la conocemos po r reglam entos de m ediados del siglo vil— conce
de un amplio lugar a la carne de cerdo. En las casas de los ricos cada
vez se consume más caza. Es decir, los productos del saltus, de la natu
raleza salvaje, tienen una función cada vez más im portante en la ali
mentación de los hombres. Pero el paisaje de tipo rom ano se degrada
también porque la agricultura de llanura, recordémoslo, es frágil. La
amenazan y la destruyen poco a poco las actividades de los m erodea
dores — a los que la incapacidad del poder público deja en libertad,
y que convergen hacia los lugares en los que se acum ulan las rique
zas fáciles de tom ar— y el abandono de las organizaciones colectivas
de drenaje, incapaces en adelante de contener eficazmente la acción
de las aguas. Insensiblemente, las zonas bajas del ager se despueblan y
quedan abandonadas. A lo largo del siglo vil innum erables villae, cuyo
emplazamiento en medio de tierras de labor descubren los arqueólo
gos, son abandonadas, m ientras que los vici pierden su carácter y se
convierten en simples villae. Estos fenómenos coinciden con la disminu
ción general de la población. Pero pudiera ser, igualmente, que desde
esta época se haya iniciado en ciertas regiones de la E uropa m edite
rránea, en Italia central, un lento movimiento de transform ación del
hábitat, un reflujo hacia los lugares encaram ados en las alturas, una
revigorización de los marcos primitivos del poblam iento indígena. La
2 8 I LAS BASES
¡^d escu b rim ien to s arqueológicos, W. Abel ha calculado que los cam-
Sós^ultivados cerca de las aldeas de Alemania central eran demasiado
t
extensos para procurar más de un tercio de las calorías necesarias
füienes los cultivaban. D ebían, pues, extraer la m ayor parte de sus
f^ n e n to s de la horticultura, de la recogida de frutos, de la pesca, de
jf&caza y de la ganadería. El paisaje cuyas huellas se descubren en la
Ijfttfopa bárbara responde indudablem ente a un sistema de producción
^íás pastoril que agrícola. Sabemos que la ganadería estaba mezcla-
•da^y que la proporción de las diferentes especies animales variaba de
\
3¿uerdo con las aptitudes naturales. Los bueyes y las vacas eran más
Numerosos en las zonas donde predom inaba la hierba en la vegetación
gatural: en el territorio de una pequeña aldea de G erm ania a orillas del
Mar del Norte, que estuvo ocupada entre los siglos vi y * , los esqueletos
¿e animales se distribuyen de la siguiente m anera: ganado bovino, 65
por 100; ovino, 25 por 100; porcino, 10 por 100. No obstante, de una
manera general, y puesto que en casi todas partes el bosque do enci
nas y de hayas constituía el elemento principal del paisaje, la cría del
cerdo era el gran sum inistrador de los alimentos cárnicos: en el títu
lo II de la ley sálica dieciséis artículos tratan de los robos de cerdos, y
precisan minuciosam ente, según la edad y el sexo del animal, la tarifa
de indemnización; los bosques ingleses se hallan cubiertos de denns} es
decir, de instalaciones dedicadas a la ceba de los cerdos.
* La asociación íntim a de la ganadería y de la agricultura, la com
penetración del cam po de labor y del espacio pastoril, boscoso y h er
báceo, es sin duda el rasgo que más claram ente diferencia el sistema
agrario «bárbaro» del sistema rom ano, en el que el ager y el salius apa
recen disociados. Sin embargo, la distinción entre los dos sistemas se
hallaba durante la Alta Edad M edia en proceso de progresiva atenua
ro n . Porque, por una parte, en su conjunto, el mundo rom ano volvía
aria barbarie; porque, por otro lado, el m undo bárbaro se civilizaba;
parque tal vez la penetración del cristianismo destruía lentam ente los
tabúes paganos que se oponían a la roturación de los bosques; por-
3 2 j LAS BASES
que seguram ente los hom bres salvajes se acostum braban poco a pocá?
. x í
a com er pan y a beber vino. En el corazón de los bosques alemanes eii
estudio del polen de las turberas dem uestra en los siglos vi y vn, pes^j
a Jos brotes de peste y a todas las m ortalidades, el avance lento p er^
continuo de los cereales a expensas de los árboles y del m atorral. Táci^
to se había extrañado de que los germ anos de su tiem po «no exigía^
a la tierra más que cosechas» y no plantaban viñas; ahora bien, ésta?;
reciben ya una protección especial en el código penal de la ley sálicáf
.i
y cuando, en el siglo vil, algunos grandes propietarios germánicos
deshacen de su dom inio a cambio de una renta vitalicia en alimentos^
exigen del beneficiario fuertes entregas de vino. K?
De la fusión de estos dos sistemas de producción nació finalmente
el que caracteriza al O ccidente medieval, y la fusión fue sin duda más
^ i
precoz y más rápidam ente fecunda en las regiones en las que se daba
un contacto más estrecho entre am bas civilizaciones: en el corazóq
de la fealia franca, es decir, en la cuenca parisina. En ella subsistían
amplios espacios forestales: los grandes dominios cuya estructura des^
cubren en los siglos vi y vn los testam entos de los obispos de Le Mans
estaban en gran parte cubiertos por bosques y eriales. Pero los espacio?
ocupados por la vegetación natural y destinados a ser explotados ai
modo germ ánico estaban próximos a «llanuras» con zonas roturadas
desde antiguo y en las que se habían im plantado las prácticas agríco
las de Roma. Los primeros documentos verdaderam ente explícitos que
revelan los procedim ientos aplicados a la explotación rural — las guías
de administración y los inventarios de dominios redactados por orden dé
los soberanos carolingios de fines del siglo VIII y comienzos del IX— .
se refieren precisam ente a regiones de confluencia de ambos sistemas.
En este punto de equilibrio entre la inm adurez del m undo campesina
primitivo y la degradación de los cam pos del sur, en tierras relativa
m ente favorecidas por las influencias climáticas y por la calidad de los
suelos, los docum entos nos m uestran empresas de producción dirigí-:
das por los agentes del rey y por los delegados de los grandes monas-?
LAS FUERZAS PRODUCTIVAS
fteno. Dicho de otro modo, los rendim ientos de estos cuatro cerca-
|'Habían sido respectivam ente, el año en cuestión, de 1,8 por l, 1,7,
fey’l por 1, es decir, nulo. Estas tasas son tan bajas que muchos his-
Üádores se han negado a adm idr que sean reales. Sin em bargo, hay
Éé-hacer notar que el año en el que se realizó el inventario la cose-
?elía'había sido mala, p o r lo menos peor que la del año precedente, de
/jaique se conservaban im portantes cantidades de cebada y de escanda,
por otra parte, la productividad había sido ligeram ente más elevada
ék las explotaciones dependientes de la corte central, en las que el ren
dimiento de la cebada llega a alcanzar el 2,2 por 1. En cualquier caso,
es evidente que rendim ientos de este nivel, es decir, situados entre el
\\6 y el 2,2 por 1, distan m ucho de ser excepcionales en la agricultura
antigua: tasas sem ejantes se conocen p a ra el siglo xiv en Polonia e
incluso en algunas tierras de N orm andía que no eran especialm ente
malas. Por último, otros indicios dispersos en las fuentes escritas de la
época carolingia nos inducen a pensar que los grandes terratenientes
no esperaban de su dominio una productividad más elevada. El monas
terio lombardo de Santa Giulia de Brescia, que consumía cada año unas
9.000 medidas de trigo, h a d a sem brar 6.000 para cubrir sus necesida
des — es decir, que el rendim iento norm al se calculaba en 1,5 por 1.
En uno de los dominios de la abadía parisina de Saint-G erm ain-dés-
Prés donde habían sido sem bradas 400 medidas de cereal en los cam
pos señoriales, las sernas de trilla estaban calculadas para una cosecha
de 650 medidas; el rendim iento previsto se situaba en este caso alre
dedor del 1,6 por 1. Retengamos por consiguiente la imagen, insegura
pero probablemente justa, de un cultivo cerealista muy difundido, pero
extraordinariam ente extensivo, muy exigente en m ano de obra y pese
a todo m uy poco productivo. O bligados a reservar p a ra la fu tu ra
simiente una parte de la cosecha, cuando menos igual a la que nece
sitaban para alim entarse — y esta parte se la disputaban durante todo
el año los roedores y en parte se pudría— , bajo la am enaza de ver este
débil sobrante reducirse sensiblem ente cuando el tiem po de otoño o
LAS BASES
L O S E SC L A V O S
En la Europa de los siglos vn y vm, todos los textos que subsisten reve
lan la presencia de numerosos hombres y mujeres a los que el vocabu
lario latino denom ina servus y ancilla o que son conocidos con el sustan
tivo neutro de mancipium, que expresa más claram ente su situación de
objetos. En efecto, son propiedad de un dueño desde que nacen hasta
que mueren, y los hijos concebidos por la mujer esclava son obligados
a vivir en la misma sumisión que ésta hacia el propietario de su madre.
No tienen nada propio. Son instrumentos, útiles dotados de vida a los
que el dueño usa según sus deseos, m antiene si le parece conveniente,
de los que es responsable ante los tribunales, a los que castiga como
quiere, a los que vende, com pra o regala. Útiles de valor cuando se
hallan en buen estado, pero que parecen tener, en algunas regiones al
menos, un precio relativamente bajo. En Milán, en el año 775, se podía
adquirir un muchacho franco por doce sueldos; un buen caballo costa
ba quince. Tam bién en las comarcas próximas a zonas agitadas por la
guerra era corriente que los simples campesinos poseyesen estos útiles
para todo: en el siglo íx, el adm inistrador de un dominio perteneciente
a la abadía flamenca de Saint-Bertin, que cultivaba en propiedad vein
ticinco hectáreas de labor, m antenía una docena de esclavos, y los
pequeños campesinos dependientes del señorío del monasterio austra-
siano de Prüm hacían cumplir por sus propios mandpia los servicios de
siega del heno y de recolección a que estaban obligados. No había casa
aristocrática, laica o religiosa, que no dispusiera de un equipo domes-
U S ESTRUCTURAS SOCIALES I 4 3
rey lom bardo Rotario, prom ulgado el año 643, sitúa entre el libre y el
esclavo al liberto y al semilibre. Pero estas personas, pese a no hallarse
tan estrictam ente atados p o r los lazos de la servidum bre, seguían en
estrecha dependencia de un señor que pretendía disponer de sus fuer
zas y de sus bienes. La existencia en el interior del cuerpo social de
un núm ero considerable de individuos obligados al servicium, es decir,
a la prestación gratuita de un trabajo definido, y cuya descendencia y
propiedades estaban a disposición de otro, es uno de los rasgos funda
mentales de las estructuras económicas de esta época. Incluso si lentos
movimientos en profundidad p reparan ya, pero a muy largo plazo, la
integración de la población servil en el cam pesinado libre y tienden,
por consiguiente, a m odificar radicalm ente la significación económ i
ca de la esclavitud.
Las reglas jurídicas, los títulos que atribuían a los individuos, m ante
nían la existencia de una frontera entre la servidum bre y la libertad.
Por ella no se entendía la independencia personal, sino el hecho de
pertenecer al «pueblo», es decir, de depender de las instituciones públi
cas. E sta distinción era m ás clara en los lugares m ás prim itivos: las
sociedades de G erm ania se basaban en un cuerpo de hom bres libres.
El derecho de llevar arm as, de seguir al jefe de guerra en las expedi
ciones em prendidas cada prim avera y, p o r tanto, de participar en los
eventuales beneficios de estas agresiones, eran la expresión esencial de
la libertad, que im plicaba además la obligación de reunirse periódica
mente p ara decidir el derecho, para hacer justicia. Finalmente, la liber
tad autorizaba a explotar colectivamente las partes incultas del territo
rio, a decidir sobre la aceptación de nuevos miembros en la com unidad
de «vecinos» o a negarles la entrada. En las provincias rom anizadas
la libertad campesina era menos consistente y no excluía la sumisión
LAS ESTRUCTURAS SOCIALES I 4 5
de los diversos elem entos disem inados por la tierra circundante que
proporcionaban al grupo lo necesario para alimentarse. Este asidero
fundamental, este punto clave de inserción de la población agrícola en
pl suelo que la alim enta recibe en Inglaterra el nombre de hide — pala
bra que Beda el Venerable traduce al latín: tena uniusfamiliae, «la tierra
de una familia»— y en G erm ania se conoce con la denom inación de
¡tuba. En los textos latinos redactados en el centro de la cuenca parisi
na se emplea por prim era vez en este sentido, en 639-657, el térm ino
mansus, que se extiende poco a poco hacia Borgoña, las regiones del
Mosela, Flandes y Anjou, aunque es raro hasta mediados del siglo vm.
El vocablo mansus alude ante todo a la residencia. Designa en prim er
lugar la parcela cercada, totalm ente rodeada de barreras, que delimi
tan el área inviolable dentro de la cual la familia se encuentra en su
casa, con su ganado y sus provisiones. Pero la palabra, igual que hide
o que hubo, llega a designar el conjunto de los bienes situados alrede
dor de esta parcela habitada, todos los anejos esparcidos p o r la zona
de huertos, de campos perm anentes, de pastos y de eriales que ya no
pertenecen a la familia, pero sobre los que tiene un derecho de uso*.
Se llega incluso a atribuir al manso un valor tradicional, a utilizarlo
como una m edida que define la extensión de tierra necesaria para el
mantenim iento de un hogar. Se habla así de la hide o de la huba como
de la «tierra de un arado», por la que entendem os la superficie arable
que norm alm ente podía labrar en un año una yunta, es decir, cien
to veinte acres, ciento veinte «jornales», ciento veinte días de trabajo
aratorio repartidos entre las tres «estaciones» del laboreo. La estructu
ra de la explotación de la que se alim enta la familia cam pesina varia
de acuerdo con los m odos de ocupación del suelo. Los cam pos que
LOS SEÑORES
Existen mansos que, por su estructura, son similares a los que ocupan
los campesinos, pero m ucho más amplios, m ejor construidos, pobla
dos por numerosos esclavos y por im portantes rebaños, cuyos appendicia
se extienden considerablem ente. E n las regiones que han conservado
el uso del vocabulario rom ano clásico se los conoce como uillae y, de
hecho, a m enudo se hallan situados en el em plazam iento de una anti
gua villa rom ana. Pertenecen a los «grandes», a los jefes del pueblo y
a los establecimientos eclesiásticos.
En las estructuras políticas creadas después de las migraciones bár
baras, el poder de m andar, de dirigir el ejército y de adm inistrar la
justicia entre la población corresponde al rey. Este debe su poder al
nacimiento, a la sangre de la que procede, y su carácter dinástico deter
m ina en gran parte la posición económ ica del linaje real. La heren
cia favorece la acum ulación de riquezas en sus manos, pero como las
reglas de distribución sucesoria! son las mismas en esta familia que en
las restantes, y como la penetración de las costumbres germ ánicas ha
hecho triunfar en todas partes el principio de una división del p atri
monio a partes iguales entre los herederos, esta fortuna corre el riesgo,
al igual que las demás fortunas laicas, de fragm entarse en cada gene
ración. Pero la fortuna de los reyes es con mucho la más considerable;
LAS ESTRUCTURAS SOCIALES I 4 9
sin cesar por el mecanism o de las limosnas, de los favores del rey
¿r<le la Iglesia, de los castigos y de las usurpaciones, de los m atrim o
nios y de las divisiones sucesorias, cuyas reglas varían de acuerdo con
las costum bres de los diferentes pueblos. Intervienen tam bién p a ra
modificar constantem ente la posición de las fortunas aristocráticas el
progreso mismo de la civilización, la im plantación de la Iglesia cris
tiana en regiones de las que estaba ausente, el lento increm ento de
la producción en las com arcas más salvajes, que hace poco a poco a
las tribus más miserables capaces de soportar el peso de una nobleza.
Pero si los contornos del patrim onio son inaprehensibles debido a su
fluidez, resulta aún más difícil conocer su estructura interna. Y ape
nas podemos intuir cómo los grandes obtenían beneficios de sus dere
chos sobre la tierra.
En el siglo vn, la existencia de grandes dominios está atestiguada en
todas las provincias que no han caído en una total oscuridad docum en
tal: en Galia por las donaciones testamentarias de los obispos merovin-
gios, en Inglaterra por los artículos de las leyes del rey Ine que colocan
bajo el control real las relaciones entre señores y colonos, en G erm a-
nia por las leyes de alemanes y bávaros que regulan las obligaciones de
los campesinos sometidos, en la Italia lom barda por la clasificación que
establece entre los trabajadores de las grandes explotaciones rurales el
edicto del rey Rotario. Los países latinizados utilizan varias palabras para
designar a estos grandes conjuntos territoriales, jundus, praedium y más
corrientemente villa. Los grandes dominios se extienden a veces por un
territorio homogéneo, de una extensión de millares de hectáreas, como
la villa de Treson en Maine, cuyos límites nos proporciona el testamento
del obispo Domnole; generalmente son de dimensiones más reducidas, y
los textos latinos emplean diminutivos para designarlos; hablan de loce-
llum, de mansionik, de villare; algunos, disgregados por las donaciones o
por las divisiones sucesorias, aparecen en forma de fragmentos, de «por
ciones», de «partes»; otros están formados por múltiples islotes disemi
nados entre diferentes tierras o repartidos por las franjas avanzadas del
popam iento. Ninguno se halla totalmente cultivado. La diversidad de
su consistencia depende de su propia historia — los grandes dominios
compactos, en poder de los reyes y de las familias de vieja aristocracia,
parecen a menudo, en Gaiia por ejemplo, sucesores de los latifundio, de
Roma— , así como de la disposición del paisaje natural: en las regiones
de la actual Bélgica, las villae más amplias se hallan en zonas de suelo
propicio, considerablemente roturadas en época rom ana, mientras que
en las tierras menos fértiles las unidades señoriales, reducidas por la difi
cultad de la explotación y por la débil densidad de la ocupación hum a
na, ocupan espacios mucho más reducidos.
Estas grandes concentraciones de tierra son ante todo objeto de una
explotación directa. La gestión señorial se basa en el empleo de grupos
de esclavos reforzados de vez en cuando, cuando la tarea es urgente,
por mano de obra auxiliar, como son obreros, por ejemplo, a los que un
pasaje de Gregorio de Tours muestra en el trabajo durante la recolección
en los campos de un noble de Auvernia. No hay una gran explotación en
la que no esté atestiguada la presencia de domésticos de condición servil,
y en muchas los esclavos mantenidos en la casa del señor son los únicos
trabajadores. Sin em bargo, y el caso es más frecuente en las regiones
más evolucionadas, se descubren villae cuya tierra no es trabajada sólo
por los servidores de la casa. Por un lado, se halla dividida en mansos,
en explotaciones satélites concedidas a familias campesinas*. Así, cerca
de la villa de Treson, en la que sólo trabajaban esclavos, otro dominio,
también provisto de un equipo servil, contaba entre su personal de explo
tación con diez campesinos designados con el nombre de coloni
El térm ino procede del vocabulario rom ano: designa a hom bres
que no son dueños de la tierra que cultivan, pero que jurídicam ente,
La palabra francesa que designa estas parcelas es tenure, y sus «dueños» reciben el nom
bre de tenanciers. Ni una ni otra tienen equivalente en castellano; con el primer sentido
utilizamos manso, y designamos a los cultivadores de estas parcelas con el nombre cata
lán de masoueros o con el de tenenles, aunque este calificativo se aplica en los textos caste
llanos a quienes tienen del rey un cargo público. (K del T.)
LAS ESTRUCTURAS SOCIALES I 5 3
■ • / « y i i y
Traducimos indistintamente por serna o canea ta palabra francesa corvéei con la que se
designan las prestaciones personales debidas por Los titulares de los mansos. Sema puede
igualmente designar la zona de la reserva puesta eri cultivo por el trabajo de los campe
sinos dependientes. (M del T.)
LAS BASES
por este hecho al soberano, com prar su clemencia, pagar para dio una
de las multas cuyas tarifas fijan m inuciosam ente las leyes bárbaras e
incluso, si la falta es extraordinariam ente grave, entregar al rey toda su
fortuna y hasta su persona. Todo el espacio del reino es, por otra parte,
un bien personal del rey, es decir, que toda tierra que no es propiedad
de nadie le pertenece y que cualquiera que ponga en explotación tierras
no apropiadas le debe algo en principio. Del sistema fiscal del Imperio
romano subsisten algunos restos que han hecho suyos los jefes bárbaros,
y en particular un conjunto de tasas sobre la circulación de los productos,
los «peajes» cobrados a la entrada de las ciudades y en el curso de los
ríos. En las principales reuniones de la corte, los grandes no se presen
tan sin llevar regalos. El pueblo, por último, asegura el mantenimiento,
durante Los desplazamientos de la casa real, del rey y de todo su séqui
to: los hombres libres anglosajones, los ceorls, se asocian por grupos de
aldeas para aportar lo que se llama la feorm: alimentos para el soberano
y para su escolta durante veinticuatro horas. De este modo, lo que los
textos latinos llaman en algunas regiones el bannum, la misión de m an
tener el orden, el derecho de m andar y de castigar, se halla en la base
de importantes movilizaciones de riqueza y legitima nuevas punciones
en los recursos del campesinado. Y como la realeza es pródiga por su
propia naturaleza, como el rey abandona una amplia parte de sus pre
rrogativas en manos de quienes le sirven, de los que am a o de los que
teme, como, en un país dividido por tantos obstáculos naturales y por
la extrema dispersión del poblamiento, el soberano no se halla en dis
posición la mayor parte del tiempo de hacer uso personalmente de sus
poderes, a m enudo son los jefes locales, los señores de las grandes villae
cuyos graneros rebosan en medio de la común penuria, quienes, ayuda
dos por grupos de servidores armados, ejercen cada día el poder de la
forma más eficaz, y obtienen los beneficios que de él derivan. De hecho,
la tendencia parece ser, durante esta época oscura, el reforzamiento pro
gresivo de la aristocracia por la lenta m aduración de lo que constituye
el marco dominante de la economía medieval: el señorío.
58 ! LAS BASES
Para definir sin dem asiada inexactitud el papel del comercio propia
mente dicho en la econom ía de este tiem po y para conocer los resor
tes profundos del movimiento de las riquezas, es preciso adentrarse en
el conocimiento de las actitudes mentales. Su incidencia es tan deter
minante como la de los factores de la producción o de las relaciones
de fuerza entre los diferentes estratos de la sociedad. Ante todo deben
destacarse dos características de com portam iento fundam entales. En
primer lugar, este m undo salvaje se halla dom inado por el hábito del
saqueo y por las necesidades de la oblación. Arrebatar, ofrecer: de estos
dos actos complementarios dependen en gran parte los intercambios de
bienes. U na intensa circulación de regalos y contrarregalos, de presta
ciones ceremoniales y sacralizadas, recorre de pies a cabeza el cuerpo
social; las ofrendas destruyen en parte los frutos del trabajo, pero ase
guran una cierta redistribución de la riqueza, y sobre todo procuran
a los hom bres ventajas que éstos consideran decisivas: el favor de las
64 1 LAS BASES
piante eran considerados así por unos y por otros. Lo mismo ocurría
con el pago del precio de la sangre, por el que, después de un hom i
cidio, se establecía la paz entre la familia de la víctima y la del agre
sor. Lo mismo, con las concesiones de tierra en «precaria» — es decir,
casi gratuitas que, a m enudo contra su voluntad, las iglesias concedían
a los grandes de la vecindad. O con el considerable desplazam iento
de riquezas que lleva consigo todo m atrim onio: cuando en el 584 el
rey de los francos Chilperico entregó a su hija, futura esposa del rey
de los godos, al em bajador de éste, la reina Fredegunda aportó «una
inmensa cantidad de oro, de plata y de vestidos» y los nobles francos
ofrecieron, a su vez, oro, plata, caballos y joyas9: los grandes del reino
debían acudir a la corte con las m anos llenas; sus regalos periódicos
no eran solamente la manifestación pública de su am istad y sumisión,
sino tam bién una garantía de paz sem ejante a la obtenida entre los
pueblos por m edio del intercam bio de presentes. Ofrecidos al sobera
no, al que cada uno consideraba el intercesor natural entre el pueblo
en su conjunto y las potencias del más allá, los regalos garantizaban a
todos la prosperidad; prom etían un suelo fecundo, cosechas abundan
tes, el fin de las pestes.
Todas estas ofrendas debían a su vez ser compensadas por las lar
guezas de quienes las recibían. Ningún rico podía cerrar su puerta a
los pedigüeños, despedir a los ham brientos que pedían una lim osna
ante sus graneros, rechazar a los desgraciados que le ofrecían sus ser
vicios, rehusar alim entarlos y vestirlos, tom arlos bajo su patrocinio.
U na buena parte de los bienes que la posesión de la tierra y la autori
dad sobre los humildes proporcionaban a los señores era de este modo
redistribuida entre los mismos que habían entregado dichos bienes. A
través de la munificencia de los señores la sociedad realizaba la justicia
y suprimía, dentro de una pobreza generalizada, la indigencia total. Y
no solamente los monasterios organizaban un servicio de ayuda cuyo
papel era norm alizar la redistribución entre los pobres. En cuanto a
los príncipes, su prestigio estaba en función de su generosidad: no opri-
68 i LAS BASES
empresas militares de saqueo, y que form aron uno de los sectores más
im portantes del sistema económico. No producían nada: vivían de lo
que recibían del trabajo de otros. A cam bio de estas prestaciones con
cedían oraciones y otros gestos sagrados, en beneficio del conjunto del
pueblo. Toda la Iglesia no estaba, ciertam ente, en la misma situación
económica: el bajo clero de los cam pos explotaba él mismo sus p ar
celas, labraba, vendim iaba y apenas se distinguía de los campesinos.
Pero incluso los sacerdotes más humildes eran rentistas en una parte al
menos de sus ingresos. Los clérigos asociados al obispo en el servicio
de las catedrales y los monjes ocupaban una posición auténticam en
te señorial, ociosa y consum idora. La práctica universal del donativo,
del sacrificio ritual a la potencia divina acrecentaba constantem ente
su fortuna territorial. Ya hemos reconocido en el flujo de las donacio
nes de tierras en favor de la Iglesia una de las corrientes económicas
más amplias y más regulares de esta época.
Se com prueba así cuán falso es considerar cerrada esta economía.
Sin duda, en todas las casas, desde la del rey a la de los monjes o a la
de los campesinos más pobres, reinaba la preocupación de bastarse a
sí mismos y de sacar de la propia tierra lo esencial de los bienes de
consumo. Esta inclinación a la autarquía, el deseo de vivir de lo suyo
y de pedir lo menos posible en el exterior, llevaba, por ejemplo, a' los
monasterios situados en las provincias donde el cultivo de la viña era
poco viable a unir a su patrim onio anejos vitícolas situados a veces
muy lejos, en climas más clementes. Pero por toda la sociedad entera
corrían los canales, continuam ente diversificados, de una circulación
de riquezas y de servicios suscitada por lo que he llamado las genero
sidades necesarias. Las de ios dependientes hacia sus patronos, las de
los padres hacia la desposada, las de los amigos hacia el organizador
de una fiesta, las del rey hacia los grandes, las de todos los ricos hacia
todos los pobres, y finalm ente las de todos los hom bres p a ra con los
muertos y p ara con Dios. Se trata de intercam bios — y son innum e
rables— , pero no se trata de comercio. Considerem os, p o r ejemplo,
74 ! LAS bases
el tráfico del plomo a través de la Galia del siglo IX, que no lo produ
cía y lo im portaba de las Islas Británicas. Para cubrir la techum bre de
un santuario en su abadía de Seligestadt, Eginardo debió com prarlo y
pagar u n a gran cantidad de dinero; pero para hacerse con este metal,
Lupo, abad de Ferriéres cerca de O rleans, escribió al rey de M ercia
para que se lo enviase, prom etiéndole a cam bio oraciones; y el papa
A driano recibió de la generosidad de C arlom agno mil libras de plo
mo, que los oficiales de la corte llevaron en sus equipajes, en paquetes
de cien libras, hasta Roma. En los dos últimos casos no hay comercio
ni pago, y sin em bargo este producto raro circula, y a larga distancia.
Como las especias que amigos rom anos enviaban a San Bonifacio a
cambio de liberalidades com pensadoras. Al haber descubierto pocas
huellas de un verdadero comercio, numerosos historiadores de la eco
nom ía han atribuido a la E uropa de los tiem pos oscuros un replie
gue que no era real; en otros casos han considerado falsamente como
comerciales intercam bios que no lo eran de ningún m odo. En reali
dad. la expansión del comercio en la Europa medieval, cuyo desarrollo
intentaremos seguir en esta obra, no fue sino la muy progresiva y siem
pre incom pleta inserción de una econom ía del saqueo, del donativo
y de la largueza en el m arco de la circulación m onetaria. Este m arco
existía; era el legado de Roma.
año 732 en Saint-Denis, este medio era considerado como norm al. Se
trata de una decisión real por la que se concedía a un establecimiento
religioso la exención de las tasas cobradas sobre las m ercancías: «Le
hemos concedido la gracia, p ara sus representantes que com ercien o
se desplacen por cualquier otro motivo, de no pagar al fisco el peaje
o cualquier otro impuesto, cada año por tantas carretas, cuando van
a M arsella o cualquier otro puerto de nuestro reino a com prar lo que
necesitan p a ra lum inarias (es decir, el aceite). Por tanto..., no recla
maréis ni exigiréis ningún peaje por tantas carretas de este obispo en
Marsella, Toulon, Fos, Arles, Avignon, Valence, Vienne, Lyon, Chalón
y demás ciudades de nuestro reino en las que se exige, tanto si se trata
de impuestos sobre el transporte en barco como en carro, en los cam i
nos, en los puentes, por el polvo levantado, por la reverencia debida o
por la hierba consum ida»10. Pero este docum ento m enciona en prim er
lugar barcos, y el itinerario que m enciona es efectivamente el seguido
por los barcos. De hecho, los ríos se convertían en las vías principales
de circulación, lo que favorecía, respecto a las otras aglomeraciones, a
las situadas en la proxim idad de aquéllos. Por último, se encuentran en
esta fórm ula alusiones muy claras a compras, a puntos de percepción
de impuestos atravesados por mercatores, por mercaderes.
La circulación de productos lejanos no consistía sólo en el in ter
cam bio de regalos; intervenían tam bién, sin duda, especialistas del
comercio. Se tratab a a veces — com o lo sugiere la fórm ula anterior
mente citada— de servidores enviados por un señor p ara ocuparse en
tierras lejanas de los negocios del dueño, pero también había, sin duda,
auténticos mercaderes. Verdaderam ente, es difícil saber si los negociato-
res que aparecen en los docum entos eran independientes o criados de
un patrón. Probablem ente, y esto desde el Bajo Im perio, los grandes
se habían habituado a contratar agentes comerciales, más al corriente
de las prácticas del negocio. Estos profesionales obtenían ventajas de
su pertenencia, tem poral, a la casa de un señor poderoso: gracias a él
podían conseguir salvoconductos y privilegios que facilitaban sus pro-
LAS ACTITUDES MENTALES ! 7 9
un donativo como del pago de una renta, de una tasa, o de una ven
ta. Desde entonces su empleo no dejará de vulgarizarse, lentam ente al
comienzo, más rápidam ente después, y la plata, que se había concen
trado en los tesoros, no cesará de circular cada vez en mayor cantidad.
Un movimiento de im portantes consecuencias se inicia entonces, cuya
progresión y efectos sobre el crecim iento de la econom ía occidental
convendrá señalar a lo largo de esta obra.
La trayectoria de este crecim iento se en cu en tra en sus orígenes
orientados en gran parte por un cierto núm ero de desequilibrios que
esta presentación sumaria ha hecho aparecer progresivamente. En pri
m er lugar po r el desigual desarrollo de los diferentes sectores del espa
cio europeo. Las migraciones de pueblos, la lenta difusión de las formas
I LAS BASES
PRIMERA PARTE
1 | las f u e r z a s p r o d u c t iv a s
2 I LAS E ST R U C T U R A S SO C IA LES
3 I LAS A C T IT U D E S M EN TA LES
7. Ph. Grierson, «Commerce in the Dark Ages, a critique of the evidences», Transactions.of'
the Royal Historical Society, 1959.
8. Les atours précieux, trad. Wiet, El Cairo, 1955, p. 160.
9. Grcgoire de Tours, VI, 45 (cd. I^atouche, II, p. 69).
10. Marculfi, Formularum hbri dúo, Upsala, 1962, p. 332.
SEGUNDA PARTE
pacíficas, pero las prepararon, y por esta razón las tendencias agresivas
que contenían las sociedades primitivas de la Europa bárb ara pueden
ser consideradas como uno de los más poderosos resortes del desarro
llo en el inicio del crecimiento económico de Europa.
Las tendencias agresivas tuvieron o tra consecuencia no m enos
directa. Provistos de m ejores arm as, m ontados en m ejores caballos,
conduciendo mejores navios, bandas de guerreros se lanzaron, d u ran
te los siglos, VIH, ix, x y xi, a la conquista de provincias cuya relativa
prosperidad, y en ocasiones el prestigio que aún conservaban de la
época rom ana, excitaban su avidez. Estas empresas fueron en sus orí
genes destructoras, y muchas no superaron este estadio: dieron lugar a
destrucciones, a saqueos, al empobrecimiento de las regiones atacadas,
cuyos despojos, llevados por los agresores a sus países de origen, no sir
vieron más que de adorno improductivo de los dioses, de los jefes o de
ios muertos. Pero algunos conquistadores llevaron más lejos su acción
y sus expediciones acabaron creando condiciones favorables al desa
rrollo de las fuerzas productivas. Construyeron Estados. Sus empresas
militares provocaron sim ultáneam ente la destrucción de las estructuras
tribales, el reforzam iento de la posición económ ica de la aristocracia
por la im plantación de los vencedores y el perfeccionam iento del sis
tema de explotación señorial, la instauración de la paz interior favora
ble a la acumulación de capital, el establecimiento de contactos entre
diversas regiones, el ensancham iento de las zonas de intercam bio. De
este modo, tam bién la guerra aceleró la m archa del crecim iento. En
este lento proceso se distinguen, entre los siglos vm y XI, dos etapas
que corresponden a las dos aventuras políticas y militares más im por
tantes: la de los carolingios y la de los vikingos.
1 I La etapa carolingia
EL GRAN DOMINIO
cosecha del año anterior que de la del año de la visita. Puesto que el
volumen de las cosechas es extrem adam ente variable, mientras que las
necesidades no son elásticas, la economía del gran dominio conduce al
despilfarro. Despilfarro de tierra, despilfarro de m ano de obra. Tanto
como la insuficiencia de las técnicas, las irregularidades de la produc
ción obligan a am pliar desm esuradam ente, sobre el espacio agrario
y sobre los campesinos, la influencia de la gran explotación señorial.
Se ha podido calcular que la subsistencia de uno solo de los sesenta
monjes de la abadía de Saint-Bertin consumía las prestaciones de una
treintena de hogares dependientes. Y puesto que el régimen señorial
es de una productividad irrisoria, las bases del edificio económ ico y
social que sirve de soporte a la aristocracia son extraordinariam ente
amplias. Esto incita a los grandes a defender celosam ente sus dere
chos sobre la tierra, y más aún sobre los hom bres, y a esforzarse por
ampliarlos si es posible.
En segundo lugar, y dado que el consum o orienta en realidad la
producción del dominio, el verdadero m otor del crecimiento hay que
buscarlo en las necesidades de la alta aristocracia, que tiende irresisti
blemente a utilizar su poder sobre la tierra y sobre los hombres para
gastar más. En sí, el reforzamiento gradual de una élite social en ciertas
regiones de la Europa carolingia aparece como uno de los estimulan
tes más eficaces del desarrollo. Todos los grandes desean dar la mayor
amplitud posible a su «mesnada», porque su prestigio se mide en fun
ción del núm ero de hom bres que les rodean; y todos aspiran a tratar a
estos comensales mejor que los demás, porque su generosidad y el lujo
de su acogida son la ilustración de su poder. Estos deseos les incitan
a obtener mayores rendimientos de la tierra, no tanto aum entando la
productividad de los campos y viñas que poseen com o am pliando el
núm ero de unos y otras. El deseo de ostentación desarrolla la rapaci
dad y el espíritu de agresión mucho antes de que lleve a una m ejora de
los procedimientos de explotación de la fortuna territorial. Los señores
no piensan en esta forma de aum entar sus ingresos más que cuando les
LA ETAPA CAROLINGIA I 123
las había hecho caer en desuso. Y se conocen otros casos en los que la
justicia del soberano apoyó a los trabajadores que se resistían a las
nuevas exigencias señoriales. El continuo y sordo com bate en el que
se enfrentaron las fuerzas cam pesinas a los dueños de la tierra no era
en la práctica tan desigual como puede parecer, y sus resultados fuc-
Fon diversos. Pequeñas explotaciones autónom as fueron absorbidas en
gran núm ero p o r la am pliación de la autoridad señorial, pero en el
centro mismo del dominio la inercia, el disimulo, las tolerancias com
pradas al intendente, la am enaza de huir a las tierras próxim as en las
que toda persecución era imposible y de incorporarse a las bandas de
forajidos que los capitulares francos intentaron inútilm ente disolver,
eran otras tantas arm as eficaces contra las presiones del régimen eco
nómico. Ningún gran propietario disponía de los medios, y tal vez ni
siquiera tuviera intención de im pedir el juego activo de ventas o de
intercambios de tierras que conducían a rom per poco a poco la uni
dad de las cargas cam pesinas: «En algunos lugares, cultivadores de
dominios reales y eclesiásticos venden su herencia, es decir, los mansos
que tienen no solamente a sus iguales, sino también a clérigos del cabil
do o a curas parroquiales o a otros hombres. Sólo conservan su casa,
y en consecuencia los dominios son destruidos, porque no se pueden
cobrar los censos, y ni siquiera es posible saber qué tierras dependen
de cada m anso»2. El edicto de Carlos el Calvo denunciando el fenó
meno en el año 864 intenta tom ar medidas para paliarlo, que sin duda
no tuvieron ningún efecto. D ado que carecían de rigor, los límites del
gran dominio se borraron, m inados por las resistencias, conscientes o
no, de estos hom bres muy «pobres», muy «humildes», muy «débiles»,
que trabajaban los campos y que, en su indigencia y bajo los piadosos
calificativos con que los designa el vocabulario de nuestras fuentes, lle
vaban en sí el germ en del crecim iento. Todo políptico describe un
organismo parcialm ente descom puesto y cuya disgregación intenta,
vanamente, retrasar. Por su propensión al despilfarro, por sus desm e
suradas exigencias, por todas las exacciones que m antenían en estado
126 I LOS B EN ÉFICO S DE LA CUERRA
EL C O M E R C IO
Estas dos áreas, que seguirán siendo los polos de atracción del gran
comercio medieval, se sitúan en los puntos de unión entre el m ar y los
ejes principales de la red fluvial europea. La prim era se abre a través del
Po, que conduce hacia el m ar bizandno, a otros espacios económicos
más prósperos, de los que llegan productos de gran lujo, tejidos m ara
villosos y especias. La otra, a través del Sena, el Mosa, el Rin y el m ar
del Norte, se abre a países más salvajes, siempre agitados por las guerras
tribales, pero que, por esta misma razón, suministran esclavos.
Las secuelas de una guerra atroz y posteriorm ente la migración del
pueblo lom bardo habían dejado desam parado el norte de Italia a lo
largo de todo el siglo vil. Toda huella de actividad m arítim a desapa
reció en Génova en el 642, después de que se acentuara el dominio de
los bárbaros. Por un m om ento, el valle del R ódano se convirtió en la
vía principal hacia Oriente, y fue entonces cuando el rey franco Dago-
berto (629-679) concedió algunas ventajas en los puertos de Provenza
a los monasterios del norte de la Galia: el m onasterio de Saint-Denis
recibió una renta anual de cien sueldos de oro, basada en el peaje de
Fos, cerca de Marsella, para com prar aceite y otros artículos; exencio
nes de im puestos fueron concedidas en los puertos de M arsella y de
Fos para la com pra de papiro y de especias, y estos privilegios fueron
renovados hasta el año 716. Pero ya entonces eran anacrónicos. El iti-
LA ETAPA CAROUNGIA I 1^5
del reino franco, por Verdún, el valle del Saona y el del Ródano, hacia
las ciudades de la España musulmana. La mayor parte de los esclavos
que pasaban por esta ruta eran paganos, germanos o eslavos; pero para
los dirigentes de la Iglesia, llenos de ardor misionero, eran almas que
conquistar, y, además, con ellos iban mezclados cristianos capturados en
ruta por los traficantes. A partir del año 743 los monarcas prohibieron
vender esclavos a compradores paganos y les vedaron igualmente el paso
de las fronteras. La misma repetición de estas leyes prueba su inefica
cia. En el siglo IX, el obispo Agobardo de Lyon, en su tratado contra los
judíos, conjura a los cristianos para que «no vendan esclavos cristianos,
a los judíos (en cuyas manos estaba una parte de este tráfico) ni perm i
tan que los vendan en España». Por lo que se refiere a la usura, era una
práctica norm al en una sociedad rural primitiva, privada de reservas
monetarias y sin embargo recorrida por múltiples redes de intercambios,
comerciales o no. Todo hombre, fuera cual fuera su nivel en la jerarquía
de las fortunas, se hallaba de vez en cuando obligado a pedir prestado
para cumplir con sus obligaciones. La moral cristiana obligaba a ayudar
y
LOS ATAQUES
regiones más bárbaras, buscaban tam bién las joyas y los metales prc«
ciosos que, como pronto supieron, se hallaban tesaurizados en grandes
cantidades en los santuarios. Por la acum ulación de tesoros, reunidos
para la gloria de Dios o de los príncipes, O ccidente era a los ojos de
los invasores un Eldorado fascinante. Las incursiones de los siglos ix
y X fueron obra de hom bres que, en su mayoría, form aban parte de
la aristocracia de sus pueblos respectivos. Partían en búsqueda de glo
ria, y tam bién — ios epitafios rúnicos de los guerreros escandinavos
lo prueban claram ente— a la captura de riquezas cuyo brillo sería la
mejor prueba, al regreso, de su valor. Por último, algunos jefes vikingos,
especialm ente después de m ediados del siglo ix, buscaron en las tie
rras ultram arinas un lugar en el que instalarse perm anentem ente con
sus com pañeros de arm as. De hecho, la mayor parte de los invasores
estaban animados por los mismos deseos que las bandas conquistado
ras que, durante los siglos vil y vm, habían salido de la nobleza franca.
Buscaban el éxito individual, tesoros para alim entar su munificencia,
esclavos que realzaran su vivienda, y tam bién tierras para instalar en
ellas el poder de sus armas.
Estas aventuras pudieron producirse con éxito en este m om ento
preciso de la historia europea debido quizá a ciertos cambios que afec
taron a las condiciones de existencia en los países de origen de los sal
teadores. Es posible que lentas mutaciones climáticas hayan avivado la
m archa hacia el oeste de los pueblos de la estepa, y que hayan favore
cido en los países escandinavos un despertar demográfico que fue uno
de los resortes de la expansión. Sin em bargo, si se puede pensar para
N oruega en un acrecentam iento de la población durante el siglo vil,
la hipótesis no parece válida p ara D inam arca, de donde procedían los
más peligrosos invasores. Cabe la posibilidad de que la form ación de
bandas de aventureros se viese favorecida, entre los pueblos del norte,
por la evolución de las estructuras políticas, por el paso de la tribu al
Estado m onárquico. En cualquier caso, la causa principal de las últi
mas invasiones que debía sufrir E uropa se halla en la inferioridad mili-
LAS ÚLTIMAS AGRESIONES i 1^1
LOS EFECTO S
Es posible que las fuentes escritas hayan exagerado la gravedad del gol
pe. Proceden en su totalidad de eclesiásticos: están bien dispuestos a
gemir y llorar la desgracia de los tiempos y a poner en evidencia todas
las manifestaciones aparentes de la cólera divina; además, soportaron
los mayores daños, puesto que conservaban los tesoros más atractivos
y no se hallaban en condiciones de defenderlos. Es necesario situar en
su justo lím ite tales testimonios: entre las cincuenta y cinco cartas y
diplomas que se han conservado concernientes a Picardía, situada sin
152 i LOS BENEFICIOS DE LA GUERRA
pieron las grandes pulsiones que, desde hacía casi mil años, habían
Janeado sobre el O ccidente de Europa oleadas sucesivas de conquis
tadores ávidos. Esta parte del mundo — éste es su privilegio— se libró
de las invasiones. La inm unidad explica el desarrollo económ ico y los
progresos ininterrum pidos de los que fue, desde entonces, el centro.
La Europa salvaje
toreo, pero que concedieron u n a plaza cada vez m ayor al cultivó '$j|
los cereales, descansaban sobre la esclavitud. Es probable que la c o Lq |
taba personalm ente un dom inio; las com unidades laponas vecinas le
com praban la seguridad m ediante entregas periódicas de pieles y de
^ornam entas de renos; de tanto en tanto cargaba estos productos en
¿n navio que llevaba a los lugares de intercam bio del sur de N oruega,
de D inam arca y de Inglaterra.
De sus aventuras en las provincias anglosajonas y francas, los vikin
gos obtuvieron muchos más esclavos de los que podían em plear en sus
tierras. C om erciaron con ellos, exportándolos en rebaños hacia Jos
mercados ingleses. O btuvieron también oro y plata, que abundan en el
siglo x en las colonias noruegas de Islandia. La acum ulación del botín
llegado del sur y la necesidad de liquidarlo hicieron la fortuna de algu
nos lugares situados en el cruce de vías de navegación, en la desem bo
cadura de las corrientes de intercam bios que, por el este, llevaban los
varegos hasta el corazón de Asia y hacia Constantinopla. Especialistas
del comercio, que en su mayoría no eran escandinavos, sino extranje
ros, en particular frisones cristianos, hicieron pingües negocios, trafi
cando sobre todo con esclavos y pieles. Junto con Birka, en Suecia, en
una isla del lago M elar, el más activo de estos emporia fue H aithabu,
en Dinam arca. Adam de Bremen, que escribió a fines del siglo xi sus
recuerdos de viaje por el Báltico, evoca todavía su actividad: a decir
verdad, en esta época sólo q u ed ab a el recuerdo de este lugar cuyo
dominio se habían disputado germ anos y daneses, que los noruegos
arruinaron poco después del año 1000, y que fue saqueado todavía en
el año 1066 por los vendos. Es conocido sobre todo por la Vita Anscha-
rii, relato de una misión carolingia de evangelización realizada en los
países del norte hacia m ediados del siglo ix; este texto m uestra que
Haithabu estaba conectado regularm ente con Duurstede. Es nom bra
do por prim era vez en el 804, y su prosperidad culm ina en los años
cercanos al 900, es decir, en los buenos tiempos de los ataques vikin
gos. La im portancia de estos lugares no debe hacer olvidar su carác
ter excepcional; fueron siempre extraños al medio am biente, simples
excrecencias suscitadas po r las fortunas de la guerra y desaparecidas
1Ó2 LOS BENEFICIOS DE LA GUERRA
con ellas. U n caso similar fue el del nido de piratas (en el Báltico, como
en el m ar del N orte, no hay fronteras claras entre piratería y com er
cio) poblado por eslavos, griegos y «bárbaros», dom inado seguramente
por los salteadores vikingos, del que hablan Adam de Bremen y, hacia
el 968, d m ercader judío Ibrahim Ibn Jaqub, y que hay sin duda que
identificar con Wollin, en la desem bocadura del Oder.
Existen relaciones muy estrechas entre el desarrollo económico de
Escandinavia y el de los confines eslavos y húngaros. En una época
ligeram ente más tardía se revelan aquí las mismas conexiones entre el
nacim iento del Estado, la evangelización, la form ación de ciudades y
el lento progreso de producción rural. Sobre el fondo muy primitivo
de una agricultura itinerante, disem inada por bosques y praderas en
las tierras más ligeras y realizada por una población muy reducida, se
opera en el transcurso del siglo X, prim ero en Bohemia, más tarde en
Polonia y finalm ente en H ungría, la disolución de los antiguos m ar
cos tribales y la concentración de los poderes en manos de un prínci
pe. Este cambio parece ser consecuencia, una vez más, de la actividad
guerrera. Algunos jefes habían reunido a su alrededor un equipo de
combatientes ligados a ellos por un compromiso m oral y por la espe
ranza de participar en los beneficios del pillaje; estos guerreros form an
la drujina, sem ejante al hirdth escandinavo. Estas bandas perm itieron
a los jefes im ponerse por la fuerza, rom per o absorber la aristocracia
de las tribus, explotar al cam pesinado indígena, lanzar expediciones
depredadoras contra los pueblos vecinos, del mismo m odo que hicie
ron, aunque en una escala mucho mayor, los jinetes húngaros en Occi
dente. El botín aseguraba el m antenim iento de la trustis dominica^ del
séquito de fieles arm ados que vivían alrededor del príncipe. Procura
ba tam bién alimentos, pieles, miel, cera, esclavos, susceptibles de ser
cam biados, en las regiones menos atrasadas del oeste y del sur, por
las joyas que no era posible coger p o r la fuerza. De esta circulación
de objetos de lujo se benefició el pequeño grupo de amigos del señor,
los auxiliares de su poder. Poco a poco, y debido a que en los pue-
*
LAS ÚLTIMAS AGRESIONES ! 163
sus miradas. Así sucedió con los frisones encontrados en Birka por el
autor de la Vita Anschañi. Lentam ente, los m ercaderes occidentales se
arriesgaron a penetrar en este m undo que las agresiones de los vikin
gos hacían menos extraño para la cristiandad latina; com praron dir-
hems ofreciendo a cam bio productos tentadores; y llegaron de este
modo a desviar hacia E uropa occidental una parte del dinero de los
tesoros, lo que contribuyó, sin duda, ya desde el siglo IX, a acelerar la
expansión comercial en las orillas cristianas del m ar del Norte. Poco a
poco los m ercaderes habituaron a las poblaciones noruegas y eslavas
a no considerar las piezas m onetarias como joyas, y a utilizarlas en los
intercambios. Desde comienzos del siglo x se hallan en los tesoros del
Báltico dirhem s fraccionados con la finalidad de que sirvieran más
cóm odam ente p ara las transacciones.
En Polonia, los tesoros m onetarios más antiguos se hallan sobre
todo en la proxim idad del m ar; se en cu en tran cada vez m ás en el
interior, cerca de los centros fortificados en los que se apoyaban los
jóvenes estados, en tiem pos posteriores, es decir, en la época en la
que se organizaba, a p artir de los principales m ercados, la red de un
tráfico continental. A p artir de mediados del siglo X las m onedas ára
bes son menos num erosas, y se las ve desaparecer desde el 960 en la
región dom inada por las tribus eslavas occidentales, desde el 980 en
Polonia y en Escandinavia, y hacia el año 1000 en los países bálticos.
Por otro lado, los últimos dirhem s de los tesoros escandinavos proce
den de talleres situados no en el este, sino en el oeste del m undo
m usulm án; probablem ente han llegado no como antes por la vía de
las llanuras rusas que controlaban los varegos, sino a través de Euro
pa central y por medio de Praga. En compensación aum enta el núm e
ro de m onedas acuñadas en O ccidente; no se encuentran m onedas
procedentes de G alia, sino algunas de talleres de la región del Mosa:
Huy, D inant, Lieja, N am ur, M aastricht, y, en muy escaso núm ero,
algunas batidas en Italia. La mayor parte han sido acuñadas en Ingla
terra, en Frisia, en B aviera, en R enania y, sobre todo, en Sajorna,
l 68 ¡ LOS BENEFICIOS DE LA GUERRA
donde com enzaba la acuñación. Esta en trad a del dinero en los p aí
ses escandinavos y rnás allá del E lba está carg ad a de significado.
Señala ante todo una nueva etapa en la habituación al uso económ i
co del instrum ento m onetario: m enos pesado que el dirhem y, por
tanto, más m anejable, el dinero fue recihido com o una m edida esta
ble del valor de las cosas, lo que hizo d ism in u ir el em pleo hasta
entonces preponderante de la m oneda fuerte. Su penetración en los
años anteriores al 1000 atestigua igualm ente el desarrollo de las rela
ciones entre la Europa todavía salvaje y el O ccidente, a través de una
zona de contacto político que se extiende desde Inglaterra, donde se
estableció la dom inación danesa, hasta M agdeburgo y Ratisbona. En
Sajonia, las acuñaciones de esta época responden m ucho menos a las
necesidades del m ercado interior que a las de una política de presti
gio y magnificencia realizada por su soberano de cara a ios príncipes
de los confines septentrionales y orientales. Por último, la sustitución
de las m onedas islámicas por las que em iten las potencias occiden
tales es un indicio claro de la lenta integración de Escandinavia, Polo
nia, Bohemia, H ungría, en el área económ ica de la cristiandad lati
na; y esto sucede en el m om ento mismo en que estos países acababan
de insertarse en el sistema de creencias y en la organización política de
O ccidente.
No parece menos significativa la desaparición progresiva, en una
etapa ulterior, de los tesoros monetarios. Los prim eros indicios de este
fenómeno proceden de fines del siglo X. En Polonia los mayores tesoros
fueron enterrados en los decenios siguientes al año 1000, pero pasado
el 1050 la masa y la calidad de los tesoros declinan rápidam ente; los
años setenta del siglo XI — retengamos este hito cronológico— señalan
el abandono de esta m anera de acum ular valores. E staba de acuer
do con un estadio económico todavía muy atrasado, el de sociedades
primitivas y depredadoras que, a lo largo de la vida, no encontraban
ocasión de em plear como instrum ento de los intercam bios las piezas
de m oneda cogidas en el exterior: su valor era dem asiado fuerte para
LAS ÚLTIMAS AGRESIONES i 169
los artículos que los barcos llevaban p o r el Sena, especialm ente vino.
Los guerreros establecidos en N orm andía concentraron en esta zona
enorm es masas de bienes muebles traídos de las costas inglesas sobre
las que lanzaban ataques desde el siglo x; del sur de Italia, donde se
aventuraron más tarde, y finalm ente del reino de Inglaterra, del que
se apoderó su jefe en 1066. Posiblem ente no haya en toda E uropa
una provincia en la que, desde fines del siglo X, circulen los metales
preciosos en mayor cantidad que en la región del bajo Sena. Testigos
de esta circulación son la constitución del tesoro del m onasterio de
Fécam p, la política de com pra de tierras que llevó su abad Ju a n en
1050, la generosidad de los laicos que ofrecieron a la pequeña cole
giata de Aumale recientem ente fundada un cáliz de oro, dos de p la
ta, una cruz, candelabros dorados. M ás claram ente aún lo atestigua
la iniciación de grandes obras en las que se construyeron tantas nue
vas iglesias. Los jefes de las bandas que habían probado fortuna en
C am pania y en A pulia financiaron la construcción de las catedrales
de Sées y de G outances; el duque G uillerm o, con el botín de la con
quista inglesa, pagó la construcción de los dos grandes m onasterios
de C aen. Estas em presas constructivas hicieron que se difundieran
grandes cantidades de num erario entre todas las capas de la sociedad
local a través dé los jo rn ales pagados a los canteros, a los carreteros,
a los albañiles. Igualm ente provocaba un m ovim iento de num erario
la preparación de las cam pañas a larga distancia; habituaba a m ane
ja r el dinero y a movilizar todas las form as de riqueza p a ra obtener
préstam os garantizados por la tierra. Así se form ó, en el séquito de
los duques y de los grandes señores de la Iglesia, una aristocracia del
dinero, muy interesada en los negocios. La vivacidad de la circulación
de los bienes, acelerada por la conquista de Inglaterra, se refleja en el
increm ento de los ingresos que proporcionaba el peaje de Saint-Ló:
se evaluaban en 15 libras en 1049, en 220 en 1093. Esta vivacidad se
refleja tam bién en el desarrollo urbano. Dieppe, Caen, Falaise, Valog-
ne se convierten en ciudades en esta época, y en el cam po proliferan
LA5 ULTIMAS AGRESIONES
La vertiente meridional
las arm as, aportaron el refuerzo de su poder m ilitar a los jefes locales.
Éstos, desde m uchos años antes, dirigían contra los infieles una gue
rra cuyas fases alternas de éxitos y fracasos los llevaba en ocasiones, a
través de la zona desierta que form aba la frontera, hasta las regiones
prósperas, llenas de botín, que dom inaba el Islam. Ayudados por los
guerreros ultrapirenaicos, pudieron proseguir hacia el interior sus alga
radas y volvieron de ellas cargados de botín. Pronto impusieron a los
príncipes musulmanes, independientes tras la disgregación del califato
de C órdoba y al mismo tiempo aislados unos de otros, tributos, pañas;
cuyos beneficios regulares en m oneda enriquecieron en el siglo xi a
todos los soberanos cristianos de España. U na g u erra cada vez más
afortunada, cuyos ecos resuenan en las leyendas épicas de Occidente y
que m antuvieron la fascinación o la nostalgia de maravillosos saqueos,
dirigió hacia los pequeños Estados de las m ontañas a g ran núm ero
de cautivos — como esos esclavos m usulm anes, que «ladraban como
perros», con los que se divirtieron las poblaciones del Lemosín cuan
do los caballeros peregrinos llevaron estas curiosidades al otro lado de
los Pirineos— y toda clase de objetos procedentes de la refinada arte
sanía m ozárabe, algunos de los cuales se conservan todavía en el teso
ro de las iglesias de Francia. Para la cristiandad, esta guerra fue una
fuente de metales preciosos, más im portante tal vez que las minas de
Sajonia. Proporcionó plata: por ejemplo, la que una banda de guerre
ros recogió, después de la victoria, de los cadáveres de un cam po de
batalla y ofreció a la abadía de Cluny, y que sirvió al abad O dilón, en
la prim era m itad del siglo XI, p ara a d o rn a r los altares del santuario.
Suministró oro, y en tal cantidad que el rey de Castilla pudo, cincuenta
años más tarde, crear en favor de la com unidad cluniacense una renta
anual, valorada en m oneda m usulm ana; esta renta perm itió al abad
H ugo concebir y em prender la reconstrucción, grandiosa, de la igle
sia abacial. U na buena parte de las capturas term inó, según vemos, e*n
el corazón de O ccidente, del que procedían numerosos combatientes.
Pero el resto perm aneció en el medio local y lo estimuló. Este se acos
LAS ÚLTIMAS AGRESIONES I 187
ques de Istria y de D alm acia, necesaria para los arsenales del Islam.
Vendían igualm ente esclavos capturados entre los eslavos del sur, en
las fronteras inciertas de los dominios francos y bizantinos, y otros que
llegaban en caravanas desde el centro de Europa a través de los Alpes:
en el siglo X i, el obispo de Coire cobraba, al paso de los traficantes,
una tasa de dos dineros por cabeza. Q uizás las gentes de las lagunas
llevaran hacia Bizancio trigo de Lom bardía: a mediados del siglo X,
los aduaneros de Constantinopla inform aron al obispo Liutprando de
Crem ona, enviado de O tón el G rande, de que los mercaderes venecia
nos cam biaban alimentos por tejidos de seda. Todos estos tráficos se
vieron facilitados por las exenciones de tasas aduaneras otorgadas por
el em perador de O riente en el 922. H acia la misma época, sabemos
que sus barcas rem ontaban el Po cargadas de mercancías. Por medio
de estas actividades se enriqueció poco a poco un grupo aristocrático,
que empleó una parte de sus ganancias en la adquisición de dominios
en los islotes de la laguna y en tierra firme. Pero jam ás dejó de arries
gar cantidades im portantes en las aventuras marítimas.
Amalfi, como Venecia, estaba protegida de los peligros proceden
tes de tierra, no por las lagunas, sino por precipicios infranqueables.
Escapó po r consiguiente a las perturbaciones políticas, causadas por
las rivalidades entre jefes bárbaros y griegos, que term inaron arru i
nando a Nápoles. Este refugio amalfitano se beneficiaba tam bién del
lejano protectorado de Bizancio, que perm itió a sus m arinos traficar
con C onstantinopla en igualdad de condiciones con los venecianos.
Traían de O riente tejidos de lujo, que servían p ara realzar los corte
jos y la liturgia y que se colgaban en las paredes de iglesias y palacios.
En Rom a los ofrecían a los com pradores a mejor precio que los nego
ciantes del Adriático: el biógrafo de san Geraldo de Aurillac nos infor
ma de que su héroe, que era conde y vivía en el um bral del siglo x,
regresaba un día de R om a con tejidos orientales; en Pavía, unos m er
caderes venecianos los valoraron en más de lo que le habían costado.
Guando el em perador de O riente concedió privilegios a los venecia
I LOS BENEFICIOS DE LA GUERRA
SEGUNDA PARTE
1 LA E T A PA CAROLINGLA
2 I LAS Ú L T IM A S A G R E SIO N E S
LAS CONQUISTAS
CAMPESINAS
M e d ia d o s d e l s ig l o x i -
FINES DEL XII
1 I La época feudal
Tam bién había que pagar salarios en dinero. Por tanto, la renovación
de los edificios eclesiásticos se vio favorecida por el aum ento de la
circulación m onetaria, y a su vez aceleró la movilización de los m eta
les preciosos que se habían acum ulado lentam ente en el tesoro de los
santuarios y de los grandes, porque éstos contribuyeron con sus limos
nas en oro y plata a la construcción de un decorado más suntuoso en
el que p u d iera desarrollarse el oñcio divino. Indicios dispersos por
los textos de la época sum inistran la p ru eb a de este m ovim iento de
dcstcsaurización. Frecuentem ente, en el relato que hacen del em be
llecimiento de los edificios religiosos, los cronistas evocan, presentán
dolos com o un milagro, el descubrim iento y la utilización inm ediata
de tesoros ocultos. Así, R aúl G laber, al hablar de la reconstrucción
de la catedral de Orleans: «C uando el obispo y los suyos proseguían
activam ente la obra com enzada a fin de acabarla cuanto antes de for
m a magnífica, recibieron una aprobación manifiesta de Dios. Un día
en el que los albañiles, p ara elegir el em plazam iento de los cimientos
de la basílica, sondeaban la solidez del suelo, descubrieron una gran
cantidad de oro que consideraron suficiente p ara llevar a cabo toda
la obra, aunque ésta fuera grande; cogieron el oro descubierto por
azar y lo llevaron al obispo, quien dio gracias a Dios todopoderoso
por el regalo que le hacía, lo tom ó y lo entregó a los guardianes de
la obra, ordenándoles que lo gastaran íntegram ente en la construc
ción de la iglesia... Así, no solam ente fue rehecho el edificio de la
catedral, sino que, por consejo del obispo, las demás iglesias que se
d eterio rab an en la ciudad y las basílicas edificadas en m em oria de
los santos fueron reconstruidas más bellas que las antiguas... Incluso
la ciudad se cubrió de casas... » H elgaud de Saint-Benoít-sur-Loire,
biógrafo del rey de Francia R oberto el Piadoso, an o ta, entre otras
cosas, que la reina C onstanza, después de la m uerte de su esposo,
«hizo re tirar del oro con el que el soberano había hecho revestir el
altar de San Pedro en la catedral de O rleans» siete libras y las dio
p ara «em bellecer la techum bre de la iglesia»5.
LA ÉPOCA FEUDAl I 213
Por último, los narrado res de com ienzos del siglo Xl observaron
señales de renovación de un tercer tipo. Estas señales revelan la ins
tauración de un orden nuevo, es decir, el establecimiento de las estruc
turas feudales.
EL ORDEN FEUDAL
exterior del mundo cristiano. C ontra los enemigos de Dios, contra los
«infieles» no sólo estaba permitido, sino que era eminentemente saluda
ble guerrear Los hombres de guerra fueron por tanto invitados a des
plegar fuera de la cristiandad su función específica. El espíritu de cru
zada, que procede directam ente de la nueva ideología de la paz, dirigió
a los guerreros hacia frentes de agresión exteriores, hacia las franjas flo
recientes en las que los combates contribuían poderosam ente a poner
en circulación las riquezas. Por el contrario, apoderarse por la violencia
militar de los bienes de las iglesias y de los pobres apareció cada vez más
claram ente, a quienes tenían vocación de combatir, com o un peligro
para la salvación del alma. Sin embargo, si las capturas que provenían
en otro tiempo de la agresión les fueron en principio prohibidas, pudie
ron realizar otras, a condición de que fueran pacíficas, de que se inscri
bieran en los marcos del señorío. C ondenando los beneficios de la vio
lencia, la m oral de la paz de Dios legitim ó en co m p en sació n la
explotación señorial al presentarla como el precio de la seguridad ofre
cida, en las nuevas estructuras, a la masa de los trabajadores.
Esta m oral desem bocaba en una representación sociológica que
vino a ajustarse estrechamente a la realidad de las relaciones económi
cas y que, sim ultáneam ente, dio a éstas m ayor firmeza. A lrededor del
año mil, las prohibiciones aprobadas en los concilios de paz llevaron
a la m adurez la teoría de los tres órdenes que lentam ente se elaboraba
en el pequeño m undo de los intelectuales: Dios, desde la creación, ha
dado a los hombres tareas específicas; unos tienen la misión de rezar
por la salvación de Lodos, olios están llamados a com batir p ara prote
ger al conjunto de la población, y al tercer grupo, con mucho el más
numeroso, le corresponde m antener con su trabajo a las gentes de Igle
sia y a las gentes de guerra. Este esquema, que se impuso muy rápida
mente a la conciencia colectiva, ofrecía una im agen simple, conforme
al plan divino y servía para justificar las desigualdades sociales y todas
las formas de explotación económica. En este m arco m ental, rígido y
claro, se incluyeron sin dificultad todas las relaciones de subordinación
LA ÉPOCA FEUDAL I 217
creadas desde tiempo rem oto entre los trabajadores y campesinos y los
señores de la tierra, que son las que rigen los mecanismos de un siste
ma económico que se puede Llamar, simplificando, feudal.
Iglesia, los más ricos, los que recibían las mayores ofrendas, eran puros
consumidores. Vivían con com odidades señoriales próximas a las de
los laicos más poderosos, especialm ente los que vivían alrededor de
las iglesias catedralicias. Por último, no concebían que su función, el
servicio divino, pudiera ser realizada sin suntuosidad. Sin duda dedi
caban una parte de las riquezas — cuya abundante recepción conside
raban com pletam ente norm al— a socorrer a los pobres; practicaban
ampliamente la hospitalidad; los necesitados recibían alimento o algu
nas monedas a la puerta de los santuarios, y estas limosnas rituales se
increm entaban en épocas de calamidad. Esta redistribución, que orde
nan con cuidado los reglamentos de los grandes centros monásticos, no
era despreciable e incluso puede aceptarse que contribuyó muy eficaz
mente a reducir la extensión de la miseria en una sociedad siempre des
provista que m antenía en sus niveles inferiores una masa num erosa de
indigentes y desclasados; sin em bargo, la redistribución era de im por
tancia secundaria si la com param os con la exigencia fundam ental, la
de celebrar el oficio divino con el lujo más resplandeciente. El mejor
uso que los dirigentes de monasterios e iglesias creían poder hacer de
sus riquezas era embellecer el lugar de la plegaria, reconstruirlo, ador
narlo, acum ular alrededor del altar y de las reliquias de los santos los
esplendores más llamativos. Dueños de recursos que la generosidad de
los fieles no dejaba de acrecentar, no tenían más que una actitud eco
nómica: gastar, para mayor gloria de Dios.
La m ism a actitud tenían los m iem bros del segundo orden de la
sociedad, los especialistas de la guerra. T am bién gastaban, pero p ara
su propia gloria y en los placeres de la vida. Esta categoría social,
que p ro p o rcio n ab a a la Iglesia los equipos dirigentes, que tenía la
fuerza y que la u tilizab a d u ra m e n te a p e sa r de las p ro h ib icio n es
levantadas por la m oral de la paz de Dios, debe ser considerada la
clase dom inante de este tiem po, pese al valor preem inente atribuido
a las funciones de los eclesiásticos y pese a las riquezas y a la in d u
dable superioridad num érica de estos últimos. De hecho, la teoría de
2 2 0 ! LAS CONQUISTAS CAMPESINAS
obras do las iglesias, las obras de los castillos que es preciso renovar.
Los gastos de guerra, no son todo en este grupo social dom inado por
el espíritu de com petición y en el que el valor individual no se mide
solamente por la bravura y el virtuosismo en el ejercicio de las arm as,
sino tam bién p o r el lujo, p o r el fasto y p o r la prodigalidad. En la
m oral que esta aristocracia se ha ido dando, la largueza, es decir, el
placer de derrochar, es u n a de las virtudes prim ordiales. Com o los
reyes de otro üempo, el caballero debe tener las manos siempre abier
tas y distribuir riqueza a su alrededor. La fiesta, las reuniones en las
que los bienes de la tierra son colectiva y alegrem ente destruidos en
francachelas y en com peticiones de ostentación son, ju n to a la gue
rra, el punto fuerte de la existencia aristocrática. El medio económ i
co que representa, en la sociedad de la época, el grupo de los cab a
lleros es, por vocación profesional, el de la rapiña. Por sus hábitos,
es el del consumo.
Falta el tercer orden, el de los trabajadores, la capa m adre form a
da p o r la gran m asa del pueblo y sobre la cual todos coinciden en
que debe proporcionar a las dos élites de los oratores y de los bellatores,
de quienes rezan y de quienes com baten, medios p ara m an ten er su
ocio y alim ento p ara sus gastos. Su misma función, la situación espe
cífica que, según los decretos de la Providencia, la aboca, sin espe
ranza de liberarse, al trabajo m anual considerado degradante, la p ri
va de la libertad plena. M ientras que se diluyen las últimas form as
de la esclavitud, m ientras que en la m ayor parte de las provincias de
Francia se pierde a comienzos del siglo Xli el uso de la palabra servus,
el cam pesinado en su conjunto, sobre el que pesa, reforzado, lo que
subsiste de coacción del poder, ap arece som etido, p o r su m ism a
actuación, a la explotación de otros. O tros ganan para él su salvación
p o r m edio de p legarias; otros están en carg ad o s, en p rin c ip io , de
defenderlo contra las agresiones. G om o precio de estos favores, las
capacidades de producción del cam pesinado están totalm ente presas
en el m arco del señorío.
2 2 2 1 LAS CONQUISTAS CAMPESINAS
El señorío
ción encargados por los jefes de adm inistrar sus dominios se elevaban
rápidamente; se apropiaban en parte de los poderes en ellos delegados;
los utilizaban para explotar a sus subordinados, para crear a expen
sas del señorío de su patrón una red de recaudación cuyos beneficios
se reservaban íntegram ente y que, en la práctica, form aban su seño
río personal. Todo esto no impide que la sociedad feudal se ordene en
dos clases, una de las cuales, la de los señores, engloba la categoría de
ios eclesiásticos y la de los caballeros. Y la conciencia que esta clase
LA ÉPOCA FEUDAL I 2 2 3
Esta última clase estaba lejos de ser homogénea: no todos los señores
estaban al mismo nivel y no todos se beneficiaban de la misma m ane
ra del trabajo ajeno. Superpuestas, profundam ente mezcladas unas a
otras hasta el punto de confundirse incluso para los hombres de la épo
ca, existieron sin embargo tres formas distintas de explotación señorial.
Dado que se confundía con lo que entonces se designaba con el nom
bre de familia, con la «casa» que rodeaba a todo personaje de alguna
im portancia, se podría calificar a la prim era de doméstica, entendien
do por esta designación el tipo de enajenación que ponía el cuerpo de
una persona a disposición de otra, E ra el residuo tenaz de la esclavi
tud. Bajo la presión del poder del ban la servidumbre de tipo antiguo
se había atenuado; se había diluido; se había reabsorbido. Por otro
lado, y bajo esta nueva form a, h ab ía progresado en o rm em en te a
expensas de la antigua población libre, por medio de la «encomienda»,
a causa de la necesidad que llevó a tantos débiles, a tantos pobres
— para escapar del ham bre, de la opresión de los sargentos del caste-
23O I LAS CONQUISTAS CAMPESINAS
rra que poseían. Concedían una buena parte a tenentes, que en ocasio
nes eran «sus hombres», a veces los «hombres» de otro, o se hallaban
libres de toda sujeción personal. Conceder la tierra equivalía a adquirir
un poder: el de participar en los recursos de las familias tenentes. De
hecho, esta participación no era ilimitada, como en el caso de los sier
vos. Estaba estrictamente fijada por los términos de un contrato en los
países en Jos que, como en Italia, se había conservado mejor el uso de
la escritura, o por normas consuetudinarias igualmente obligatorias. Se
trataba siempre, o casi siempre, del cobro de una parte de la producción
del manso, en productos agrícolas o en dinero. A menudo iba acom pa
ñado de la requisa de la capacidad de trabajo de la familia campesina,
obligada a realizar un núm ero determ inado de sernas.
El tercer tipo de explotación señorial deriva del ejercicio del dere
cho de ban. A cabam os de definir éste; repitam os solam ente que en
casos lím ites p erm itía a quienes lo ten ían to m ar cuanto p o d ía ser
cogido en las casas cam pesinas: m oneda, cosechas, ganado e inclu
so trabajo por m edio de requisas p ara la reconstrucción del castillo
o p ara el transporte de vituallas. E ra en la práctica una especie de
saqueo, legitim ado, organizado, m oderado sólo por la nueva m oral
de la paz y po r la resistencia de la solidaridad cam pesina. A ñ ad a
mos que esta últim a form a de explotación económ ica se acum ula
ba a las dos prim eras y con frecuencia com petía con ellas. Estaba
mucho más concentrada que las anteriores; sólo un pequeño núm e
ro de señores se beneficiaban de sus ventajas, que eran con m ucho
las más considerables.
La desigual repartición del poder de ban creó la principal distin
ción en el in terio r de la clase señorial. D e un lado estaban los que
la docum entación llam a en el siglo xi los «grandes» (optimates, prínci
pes) y, en el siglo xn, los «ricos hom bres». Individualm ente el título
de «don» (dominus) aco m p añ a su nom bre en los escritos. Son efec
tivam ente señores, y precisam en te por esto son los más ricos. Ya
sean altos dignatarios de la Iglesia -^obispos, abades de los monas-
2 3 2 I LAS CONQUISTAS CAMPESINAS
LO S R E S O R T E S D E L C R E C IM IE N T O
Las bases del crecim iento demográfico hay que buscarlas en una
serie de condiciones favorables, más o menos determ inantes. Entre
ellas cabe m encionar la pérdida de fuerza de los ataques exteriores, la
im plantación del orden feudal y de las instituciones de paz, pero no
hay que exagerar sus efectos, porque la guerra, atizada p o r las discor-
*
2 4 0 I LAS CONQUISTAS CAMPESINAS
rosos entre los esclavos que en los dem ás grupos sociales. G uando los
señores perm itieron que se disolvieran estos equipos, cuando decidie
ron instalar a sus esclavos por parejas en parcelas de tierra, no sólo
estimularon la capacidad de producción de estos trabajadores, en ade
lante directam ente interesados en aum entar el rendim iento de su tra
bajo, sino que al mismo tiempo crearon mejores condiciones p ara que
se reprodujeran y pudieran criar a sus hijos, entre los que reclutarían
en adelante los domésticos que consideraban necesarios; pero muchos
de los hijos e hijas de los esclavos asentados seguían estando disponi
bles para crear nuevos hogares. Y cuando la situación de campesinos
libres y esclavos se niveló, p o r estar unos y otros sometidos al poder
del ban, se m ultiplicaron los m atrim onios m ixtos que unían, con el
beneplácito de los señores, a los hijos de los esclavos con los de otros
súbditos, regidos ahora p o r la misma costum bre. Estos m atrim onios
eran numerosos, ya a comienzos del siglo ix, entre los masoveros de la
abadía de Saint-Germ ain-des-Prés. Pronto desapareció la segregación
m atrim onial entre los grupos campesinos separados antiguam ente por
los criterios jurídicos de la servidumbre, y la movilidad de la población
rural, favorecida por el crecim iento demográfico, precipitó la fusión:
un documento procedente de la abadía de Cluny nos habla de un inmi
grante de origen libre que se instaló en una aldea a orillas del Saona.
Se casó, en una localidad cercana, con una m ujer de condición servil,
y sus descendientes se extendieron por todos los lugares próximos. Sin
ningún género de duda, el paso de la esclavitud a la servidum bre fue
el estimulante más vigoroso de la fecundidad, en la medida en que hizo
que se dispersaran los equipos de esclavos domésticos y que aum enta
ran las células autónom as de producción. Por mi parte, me atrevería
a situar en esta m utación, que quizá tam bién dio lugar a una prolon
gación de la longevidad, el resorte principal del continuo aum ento del
número de hombres. Desde la Alta Edad M edia parece seguro que el
dinamismo demográfico era más vivo en G erm ania y en Inglaterra, es
decir, en las provincias de O ccidente en las que los lazos de la esclavi-
2 4 2 1 LAS CONQUISTAS CAMPESINAS
EL FACTOR TÉCNICO
ampliable. Todo perm ite suponer que hasta fines del período que nos
ocupa, el auge demográfico y los progresos en la ocupación del suelo
no fueron lo bastante acusados como para quitar a la agricultura, en la
mayor parte de las provincias de Europa, su carácter itinerante. He aquí
dos testimonios que conciernen a la Isla de Francia, es decir, insistamos
una vez más, a una de las regiones más caracterizadas por el dinamismo
agrícola. En 1166, el rey de Francia perm ite a los campesinos cultivar
antiguas tierras roturadas en bosques que le pertenecen, a condición de
que «las cultiven y recojan los frutos durante dos cosechas solamente; y
vayan después a otras partes del bosque»8. La práctica cuyo empleo se
estimula aquí es la muy primitiva de una roza periódica que deja al bar
becho un lugar considerable. Este método parece el único capaz, en un
terreno sin duda mediocre, de procurar cosechas aceptables de las que
el dueño de la tierra pueda obtener un beneficio apreciable. El segundo
documento es un siglo posterior. D a cuenta de un progreso cierto, pues
to que el señor impone en principio a los campesinos a los que autoriza
a roturar el bosque un ritmo trienal de cultivo; pero prevé derogacio
nes necesarias y de hecho autoriza a los cultivadores a dejar la tierra
en descanso durante varios años seguidos «por razón de pobreza» (es
decir, si se encuentran m om entáneam ente desprovistos del im portante
equipo que la intensificación del cultivo hacía necesario) o «para mejo
rar la tierra»9. No hay, pues, ninguna norm a, en parte porque el suelo
es frágil y no conviene agotarlo exigiéndole demasiado, y en parte p o r
que la reducción del tiempo de barbecho requiere un equipo de calidad
que no está al alcance de los «pobres». Llegamos con esto al punto fun
damental: si, en la Europa de los siglos xi y xii, la agricultura cerealis
ta se desarrolló, fue principalm ente gracias al trabajo y esfuerzo de los
hombres. Estos se dedicaron en mayor núm ero al trabajo de la tierra,
a remover el suelo para ayudarle, ante la falta de abonos, a regenerarse
más rápidamente. Utilizaron para esto instrumentos aratorios más efi
caces. El éxito agrícola de esta época se basa ante todo en un perfeccio
namiento de las labores.
2$2 I U S CONQUISTAS CAMPESINAS
los Alpes y el Macizo central, son frecuentes las alusiones a los marti^
LOS CAMPESINOS I
netes, y por estos mismos años com ienzan las menciones de minas de
hierro: en su libro Des merveilles, Pedro el Venerable habla de los m ine
ros de la región de Grenoble, de los peligros que corren en las galerías,
de los beneficios que les produce la venta de sus productos a los herre
ros de las cercanías. M ás num erosas son las alusiones a los talleres
forestales en los que se trataba el mineral, como los ofrecidos en limos
na po r el conde de C h am p añ a a varias abadías cistercienses de la
región entre 1156 y 1171. El metal se hace de uso más corriente: hacia
1160 los navegantes venecianos dejan de alquilar anclas para cada tra
vesía; en adelante, cada barco posee la suya. El hierro producido en
las zonas boscosas, en la proxim idad del combustible necesario para
la fundición, fue prim ero elaborado, según parece, en los centros urba
nos. En Arras, hacia 1100, servía todavía esencialmente para fabricar
instrumentos cortantes: cuchillos, hoces, layas. Pero pronto fue utiliza
do p ara fabricar las rejas de los arados. Así ocurría en el siglo xii en
la ciudad de M etz, donde los siete «rejeros» form aban la asociación
gremial más poderosa. Y rápidam ente los herreros se establecieron en
las zonas rurales cerca de la clientela campesina. Desde 1100, en Beau-
vaisis, se vendía carbón de forja en las aldeas. En Picardía se puede
seguir la difusión de este artesanado rural: no hay ninguna huella ante
rior al siglo XII, pero entre 1 125 y 1180 aparecen, en la docum enta
ción ocasional, treinta /abrí; por estos años, existe un herrero en diez
de las treinta aldeas próxim as al priorato de Hesdin. Asombrosa p ro
porción, sin duda m ucho m enor en provincias atrasadas que p erm a
necieron fieles a los viejos útiles de m adera, del mismo modo que a los
bueyes de labor. Pese a todo, esta proporción es prueba de la am plitud
del cambio tecnológico que se produjo antes de finales del siglo xii en
el nivel más humilde de la actividad rural. Gomo la del molino, la ap a
rición de la forja cam pesina — más tardía, pero, como ella, causante
de la instalación en el seno de la sociedad cam pesina de un trabajador
especializado muy dependiente sin duda del señor local, su principal
,cliente, si no el dueño de su cuerpo, y sin em bargo colocado, por su
256 1 LAS CONQUISTAS CAMPESINAS
útiles de trabajo entre los habitantes de una misma aldea o entre los
de comarcas vecinas.
pamiento; el dominio en el que las cosechas son con mucho las mejo
res es aquel en el que los establos están m ejor provistos y donde los
arados son más numerosos; el alza de los rendimientos parece, pues, a
través de este documento, muy directam ente ligada a la intensificación
de la labor. H ay que considerar, por otro lado, que la escasa produc
tividad se halla acentuada en la investigación cluniacense por circuns
tancias climáticas desfavorables: los visitadores han observado que el
año había sido malo y que los administradores calculaban que la cose
cha norm al era superior en un quinto. Si se efectúan las correcciones
necesarias, inm ediatam ente se descubre que, incluso en las tierras
menos fértiles y peor trabajadas, los rendimientos eran superiores a los
que se pueden hallar a duras penas a p artir de los docum entos caro-
lingios. Sin duda es muy arriesgado com parar indicaciones numéricas
tan aisladas y p o r tanto privadas de la m ayor parte de su valor. Al
menos, se puede suponer que entre el siglo ix y el xm {antes de que
W alter de H enley considerara en su tratad o de agronom ía práctica
que no era rentable una tierra que no produjera al menos tres veces
lo sembrado) la productividad del suelo había aum entado al tiempo
que se difundían insensiblemente las mejoras técnicas, y cuando aún
el suelo cultivable era suficientemente amplio como para que no fuera
preciso forzarlo y se le pudiese dejar el tiempo necesario de reposo. De
ritmo muy lento, pero claram ente más rápido a m edida que los due
ños del suelo se dedican a dotar a la em presa agrícola de medios más
eficaces, este progreso no es desdeñable: cuando el rendim iento pasa
de 2 a 3 por 1, se duplica la parte de la cosecha destinada al consumo.
Los efectos del alza de la productividad se hicieron sentir en toda la
economía campesina. Cuando la tierra directamente explotada por ellos
dio cosechas más abundantes, los señores y los adm inistradores de
los dominios, o bien pensaron en vender los excedentes — en uno de sus
•
LA ROTURACIÓN
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Figura 3. M apa de población del valle medio del Yonne en el siglo xi, según La
Ronciere-Cortamine-Delort-Rouche, L’Europe au MoyenAge, 1969, Colín, Colección
«U», t. 2.
LOS CAMPESINOS I 267
mayor parte de las empresas de este tipo fueron suscitadas por la ini
ciativa de los señores. Precisemos bien: de los mayores, de los dueños
del ban que habían heredado de los soberanos la posesión de las g ran
des extensiones incultas. D ecidieron arrancarlas al yermo y convertir
las en cam pos de labor. Pagaron el precio necesario para multiplicar
el núm ero de sus súbditos. Al hacerlo, se preocupaban menos de rea
lizar beneficios propiam ente agrícolas que de acrecentar el importe de
los tributos y de los derechos de justicia; les interesaba más establecer,
p ara m ejor controlar el territorio, com unidades que pudieran even
tualm ente cooperar a la defensa del país. Para ellos era ante todo una
operación fiscal y política.
Esta última forma de roturación difiere, pues, por sus incidencias eco
nómicas, sensiblemente de la segunda y muy fuertemente de la primera.
Implica ante todo una decisión formal por parte del señor, que abre a
los pioneros el bosque, las zonas pantanosas, las extensiones de las que se
retira el mar: estamos, pues, ante una opción y una reflexión conscien
te sobre los beneficios de la empresa y sobre los sacrificios que merece.
Por otro lado, se inserta más estrechamente en una economía monetaria,
porque el señor cuenta ante todo con efectuar cobros en dinero de los
nuevos habitantes de la tierra, y para hacer que acudan, para instalarlos,
necesita las más de las veces adelantar fondos. Transform ar un desier
to en un lugar habitado exigía un trasvase de población a veces desde
largas distancias. Campesinos llegados desde Flandes, a petición de los
obispos, ocuparon las zonas pantanosas de Alemania del noroeste, crea
ron terrenos de pasto, más tarde campos de trigo, y su desplazamiento
en los primeros años del siglo xn no fue más que la prim era oleada de
una fuerte migración. Esta llevó en el curso del siglo a unos doscientos
mil colonos alemanes más allá del Elba y del Saale, hacia suelos fértiles
de los que los eslavos sólo cultivaban los más ligeros, y que los colonos
pudieron cultivar gracias a sus mejores útiles. Para atraer a los hombres
había que prometerles ventajas, crear una «salvedad» rodeada de cruces
en la que escaparan a las violencias, establecer, mediante acuerdo oral o
27O I LAS CONQUISTAS CAMPESINAS
escrito, que los pobladores serían liberados de las exacciones más pesa
das y que la explotación señorial sería menos opresiva que en sus luga
res de origen: «Los habitantes serán exentos y libres de tallas y de cual
quier exacción injusta; no irán en hueste sino en los casos en que puedan
regresar a su casa en el mismo día o en caso de guerra...; las multas por
delitos serán de cinco sueldos para los que m erezcan sesenta, de doce
dineros para quienes deban ser castigados con cinco sueldos, y quien se
quiera purgar mediante juram ento podrá hacerlo y no pagará nada»11.
Estas eran las ventajas ofrecidas en 1182 por el rey de Francia a los cam
pesinos que acudieran a fundar una aldea en uno de sus bosques.
Era preciso además que estas condiciones fuesen dadas a conocer,
que fueran difundidas en los lugares propicios, en aquellos donde la
superpoblación apareciese más penosa, las cargas señoriales más duras,
y que se pusiese a disposición de los emigrantes los bienes muebles nece
sarios para su desplazamiento y para su prim era instalación. La organi
zación de una publicidad, de las entregas de fondos eran indispensables.
Bien porque los dueños de áreas colonizables eran demasiado im por
tantes para interesarse personalmente en la operación, bien porque esta
ban demasiado desprovistos de num erario para financiar la empresa, la
fundación de nuevas aldeas se realizó muy a menudo mediante una aso
ciación. A veces, por medio de los contratos llamados en Francia paria-
ges, un señor laico, dueño del suelo que se quería poner en explotación,
se entendía con un establecim iento religioso cuyas relaciones lejanas
podían favorecer el reclutamiento de los colonos y que hallaba fácilmen
te en su tesoro el dinero que era necesario invertir. Los dos asociados
prom etían dividir a partes iguales los beneficios. A veces, y éste fue el
caso más corriente en G erm ania, el señor se ponía de acuerdo con un
locator, un verdadero contratista, hombre de Iglesia o segundón de fami
lia aristocrática, que tom aba el asunto en sus manos y recibía en recom
pensa un establecimiento en la nueva aldea y una participación en los
ingresos señoriales: «He dado a H eriberto una aldea llam ada Pechau,
con todas sus dependencias en campos, prados, bosques y aguas, para
LOS CAMPESINOS I 2 "/l
estructuras agrarias es difícil de seguir. Fue sin duda más o menos pre
coz según las regiones; pero el siglo xil, en líneas generales, es solamente
el comienzo de un proceso que se desarrollaría a lo largo de decenios.
Es en cualquier caso un hecho decisivo en la historia de la economía
rural. El trabajo de los roturadores extendió el área de ocupación muy
poco determ inada de la que cada aglom eración cam pesina sacaba su
subsistencia; pero, al mismo tiempo, el crecimiento demográfico tendía
a concentrar el hábitat en el centro de esta tierra en expansión. Y mien
tras que los límites retrocedían poco a poco, mientras que en las zonas
de contacto se creaban nuevos prados capaces de alim entar un mayor
número de bueyes, susceptibles por tanto de producir más estiércol, las
parcelas centrales del espacio agrícola, las trabajadas desde los primeros
tiempos, un poco viejas por tanto, pero también las más cercanas a las
casas, a los establos, a los corrales, y por consiguiente las mejor provistas
de abono vegetal y de estiércol, se convirtieron poco a poco en lugares de
cultivo menos extensivos, sometidos a ritmos de rotación más apretados,
en los que el barbecho tenía cada vez m enor duración. Este núcleo de
agricultura más exigente se amplió poco a poco a m edida que se exten
día en la periferia el área de las tierras nuevamente roturadas, es decir,
una organización más metódica de la cría de ganado bovino. A fines del
siglo xil quedaba todavía en casi todas partes lugar para nuevas rotura
ciones y para que persistiese durante algún tiempo la necesaria flexibi
lidad entre los royes, los soles, los Gewannen, por una parte, situados en el
corazón del térm ino de la aldea y am enazados de agotam iento por la
intensificación de los métodos de cultivo, y, por otra, las franjas pioneras
menos oprimidas por las obligaciones colectivas, que se beneficiaban de
la juventud de un suelo todavía virgen. Amplios espacios se ofrecían aún
para acoger a los hom bres sobrantes y para disminuir en todas partes
la presión del poblamiento. Esta situación explica que los rendimientos
agrícolas hayan podido elevarse y que las hambres, si no desaparecie
ron, al menos perdieran su carácter trágico, favoreciendo un crecimiento
equilibrado de la producción y del núm ero de hombres.
LOS CAMPESINOS-
El siglo xii fue en Europa la época del campesino conquistador. Las exi
gencias de los señores lo empujaban hacia adelante: para responder, sem
braba trigo, plantaba viñas, trataba de conseguir, vendiendo su trabajo
o en los mercados los productos de la tierra, el dinero para el pago de
los censos o de las multas judiciales. Pero en sentido inverso y al mismo
tiempo en form a com plem entaria, la independencia que poco a poco
alcanzaba el campesino le servía también de estímulo. En efecto, delibe
radam ente o no, los señores redujeron ligeramente la utilización del tra
bajo campesino. Fue su m odo de invertir: dejar a los trabajadores con
qué desarrollar las fuerzas de producción de su familia, criar más hijos,
alimentar mayor número de animales de tiro, añadir al arado las piezas
necesarias, ganar tierra de cultivo a expensas de las zonas incultas. Entre
1075 y 1180, el modo principal de inversión y de ahorro fue el relaja
miento de las cargas señoriales. Esta liberación, que fue sin duda el agente
más activo del crecimiento, se manifestó especialmente en tres niveles.
2 7 6 i LAS CONQUISTAS CAMPESINAS
EL EJEMPLO MONÁSTICO
netrar poco a poco, a través de redes cada vez más finas, hasta lo más
profundo del m edio cam pesino, por m ediación de los salarios p ag a
dos a los transportistas, a los canteros y a los equipos de trabajadores
eventuales em pleados en la construcción de la iglesia, y a través de
las com pras de alimentos. No es extraño, pues, que en los dominios
del m onasterio los censos en dinero hayan sustituido a las sernas: el
señor se desinteresaba de la tierra; los campesinos ganaban con rela
tiva facilidad el dinero.
Pero al basar deliberadam ente sobre la m oneda toda su economía
de consumo la abadía se m etía sin darse cuenta en dificultades, que
comenzaron a ser considerables en el prim er cuarto del siglo x ii. M ien
tras que algunas de las fuentes de num erario disminuían, la animación
de los circuitos m onetarios hacía elevarse el precio de los productos.
H ubo que utilizar las reservas; el tesoro disminuyó. El abad Pedro el
Venerable, que soportó todo el peso de la crisis, acusó a su predecesor
Ponce de Melgueil de haber dilapidado el tesoro. De hecho, el cam a
rero no podía, con el producto de los censos, cubrir los gastos a los que
se habían habituado los monjes durante el período eufórico de fines
del siglo xi. D urante veinticinco años, el abad de Gluny intentó sanear
la situación económ ica, esforzándose en reducir las salidas de dinero,
obligando a los monjes — a pesar de las recrim inaciones— a restrin
gir parcialm ente su consumo; pero no era posible llegar muy lejos por
la vía de la austeridad: habría equivalido a retirar al grupo monástico
el aire señorial que la tradición cluniacense le había conferido. Q u e
daban dos recursos: volver a la explotación racional del dom inio para
obtener de él el avituallamiento del refectorio en pan y en vino, lo que
obligaba a poner orden en la gestión, a proseguir la acción em prendida
en los alrededores del año 1100 contra los adm inistradores laicos que
habían construido su dominio parásito en detrim ento de los derechos
de la abadía; calcular m ediante encuestas minuciosas los beneficios de
cada dominio; repartir más equitativam ente los servicios del mesaúatm,
y vigilar el cobro de los censos. E ra preciso ante todo desarrollar la
2 8 4 f LAS CONQUISTAS CAMPESINAS
EX PLOTAR
dos, pero no han renunciado a los diezmos; eran dem asiado im por
tantes. Sus ingresos, así como los que proceden de hornos y molinos,
siguen incrementándose a m edida que aum enta la superficie de las tie
rras cultivadas, que progresa el uso del pan, que aum enta el número de
hombres. Q uienes poseen estos derechos obtienen con qué alim entar
abundantem ente a su familia, y a veces obtienen dinero cuando alqui
lan estos derechos. Se aferran a ellos como a una de las fuentes más
seguras de ingresos. Estos bienes son en el siglo x ii el objetivo principal
de los procesos entre señores y campesinos dependientes: en los seño
ríos que poseían las iglesias de Picardía la m ayor parte de los ingresos
procedía, hasta aproxim adam ente 1080, de los censos territoriales tra
dicionales; después, el predom inio pasó a las tasas cobradas a los usua
rios de los bosques, de los molinos, de los hornos, y a los diezmos.
El progreso técnico, las deforestaciones, el auge de la viticultura,
no dejaron, por consiguiente, de aum entar el valor de la renta terri
torial en el siglo xu, lo que explica el bienestar de los caballeros y de
las gentes de Iglesia a pesar de que la concesión de feudos, la prolife
ración de los linajes, la fundación de numerosos establecimientos reli
giosos hayan aum entado considerablem ente su número. No obstante,
hay que hacer tres observaciones: a) la vitalidad de la expansión agra
ria parece lo bastante fuerte com o para que el aum ento de ingresos
haya podido ir acom pañado de una disminución de la presión señorial
sobre los campesinos; b) con anterioridad a 1180 la parte que tiene el
dinero en esta renta es limitada: de los setenta y dos mansos que tenía
en una aldea, la catedral de M acón sacaba cada año, además del pan
y del vino necesarios para avituallar a una sola familia de sirvientes,
escasamente cuarenta sueldos, es decir, el precio de un mal caballo; c)
por último, los ingresos más rentables, percibidos sobre las cosechas o
por derechos de utilización, sólo eran efectivos cuando el señor vigila
ba de cerca; en los señoríos extensos y dispersos era preciso, para no
ver desaparecer estos ingresos, recurrir a m andatarios, que se queda
ban con una parte considerable de los beneficios.
2 9 2 I LAS CONQUISTAS CAMPESINAS
La explotación directa
Por esta razón, p ara todos los señores territoriales de ia época, excep
tuados tal vez los mayores, la renta tiene menos interés que la explo
tación directa. La m ayor parte de sus recursos procede de los «domi
nios», de la tierra que hacen cultivar por sus criados y de la que les
pertenecen todos los frutos. Es posible descubrir en los textos alusio
nes a la desm em bración y a la disolución de ia reserva señorial: las
donaciones piadosas, las divisiones sucesorias, las creaciones de feu
dos dislocaron con frecuencia las grandes explotaciones, y a m enudo
la creación de parcelas, cuyo cultivo era confiado a masoveros, era el
mejor m odo de explotar estos lotes dispersos. Por otra parte, la inten
sificación del trabajo agrícola y la productividad creciente de la tierra
autorizaban a reducir, sin graves pérdidas, la extensión de la reserva.
Pero, al igual que Suger o que Pedro el Venerable, en el siglo xii la
m ayor p arte de los jefes de las casas aristocráticas in ten taro n m an
tener la reserva, reconstruirla, am pliarla m ediante la deforestación y
la plantación de viñedos. En todas partes los m ejores pagos, las tie
rras más productivas, se hallan en la reserva señorial. En Picardía
hay señores laicos cuya reserva ab arca, com o en los tiem pos caro-
lingios, centenares de hectáreas. En el Domesday Book no hay ningún
señorío sin una reserva cuya superficie sea m ayor que la del conjun
to de los mansos, y que siempre engloba las tierras más fértiles y las
m ejor cultivadas.
En efecto, las casas de los señores parecen bien provistas de m ano
de obra. Los trabajos p erm an en tes incum ben siem pre a un equipo
dom éstico, form ado p o r u n a veintena o una trein ten a de personas,
entre las que predom inan los «yugueros», los conductores de arado.
Estas gentes «viven del p a n de su señor», como dicen los textos de
la época. Pero a m enudo se les deja consum ir esta «prebenda» en la
casa, rodeada de un huerto, que se les concede en la proxim idad de
la «corte» señorial. Este pequeño m anso les perm ite vivir en familia,
LOS SEÑORES I 2^ 3
criar hijos. Les une más sólidam ente a la explotación, en una épo
ca en la que los hom bres son menos num erosos que la tierra y en la
que la movilidad cam pesina es grande. Los campesinos que los docu
mentos ingleses denom inan bordiers o cottiers tienen una situación poco
diferente de la descrita. T am bién están asentados en una peq u eñ a
parcela; a cam bio, deben trab ajar gratuitam ente uno o dos días p o r
sem ana en el dom inio; por el resto de su trabajo reciben un salario.
Sin em bargo, la desigual repartición del trabajo rural a lo largo del
año, la alternación de tiempos m uertos y de períodos de gran trabajo
obligaban a añadir refuerzos tem porales a estos em pleados p e rm a
nentes. Ante todo se requería la ayuda de los cam pesinos obligados
a las prestaciones personales. T oda E uropa conocía aun el trabajo
forzoso y gratuito. Pero su im portancia económ ica no era igual en
todas partes:
prim er lugar, de los m iem bros de la familia. Los señores del siglo xii
com enzaron a darse cuenta de que la explotación de sus «criados»
sería más rentable si dejaban a éstos una mayor autonom ía económica;
Sin duda, reclutaban al igual que antiguam ente la m ayor parte de sus
0
domésticos entre quienes dependían de ellos; pero preferían autorizar
les a establecerse, a enriquecerse: una fiscalidad cuya eficacia parece
reforzarse sin cesar les perm itía participar am pliam ente en este enri
quecimiento. Podían «vender» la libertad, del mismo m odo que ven
dían las sernas, y esta venta proporcionaba grandes beneficios: hacia
1185, el abad de Ferriéres, en Gátinais, decidió conceder a sus hom
bres franquicias: el derecho de moverse y de disponer librem ente de
sus bienes; «en gracia a esta libertad, cada jefe de familia debió dar a
la iglesia cinco sueldos en censo anual». Liberar la familia a cambio de
una renta en dinero era una solución aceptable, aunque sin duda no
la más lucrativa. Era más práctico conservar la posibilidad de seguir
explotando al dependiente. C uando éste m oría, en G erm ania, el Buteil
concedía al señor un tercio o la m itad de los bienes muebles; en el
norte de Francia el señor elegía el «m ejor caiel», la m ejor res o, si se
trataba de la sucesión de una mujer, el vestido más rico. Se le podía
explotar tam bién cuando infringía la costum bre o com etía un delito.
La justicia, su adm inistración, era el derecho sobre los hom bres que
perm itía más fácilmente quitar a los trabajadores el dinero que hubie
ran podido ganar.
LOS SEÑORES ! 297
GASTAR
LOS SEÑORES I 3O 5
gaba solamente a dar a Dios, sino tam bién a los amigos, a acogerlos
en gran número, a am pliar cuanto fuera posible la casa, a adornarla.
Las cortes, en el centro del señorío, fueron, pues, al igual que los gran
des monasterios, lugares de acogida abiertos a todos; la m ayor gloria
del dueño radicaba en distribuir placeres, y su largueza hacía p a rti
cipar de los placeres de la vida a sus huéspedes, perm anentes y tem
porales, y a sus servidores. La corte se convierte de esta form a en el
vértice de la econom ía de consumo, que ella estimula y que cada vez
impulsa más hacia adelante. Porque el renombre de una corte depende
ante todo de su lujo, es decir, de la abundancia de productos insólitos
para la mesa, el cuerpo y el espíritu. El señor está socialmente obliga
do a mostrarse en posesión de todos los refinamientos que los viajes a
O riente han m ostrado a los caballeros latinos y a hacer que los com
p artan quienes le rodean. La corte se halla de esta form a en el pun
to de partida de un movimiento muy vivo de vulgarización que hace
aparecer necesidades nuevas en un grupo de consumidores cada vez
más amplio. Es tam bién un centro de emulación en el que cada uno
rivaliza en el despilfarro. El crecimiento económico hace a la sociedad
m undana del siglo xn cada vez más sensible a la m oda y a su constan
te búsqueda de novedades. Pero la m ateria de este lujo es en térm inos
estrictos «exterior», p ara utilizar un térm ino tom ado del vocabulario
m onástico y con el que se designan los artículos que no se producen
en la casa y que hay que com prar. M antener esta fiesta perm anente
que tiene lugar en los centros aristocráticos exige por tanto recurrir a
especialistas del aprovisionamiento de artículos desconocidos, m aravi
llosos y lejanos, es decir, a los mercaderes.
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batanado, cuyo fin es hacer el paño más espeso, más suave, más pesado
—y cuyas necesidades hicieron difundirse al mismo tiempo y al mismo
ritmo los batanes— el tinte, que distingue el tejido de los de fabrica
ción corriente. Estas operaciones com plem entarias, que exigían gran
des cuidados, fueron confiadas a otros especialistas. Por prim era vez,
en el curso de la segunda m itad del siglo XI, en el noroeste del reino
de Francia y p ara la confección de paños de lujo, una operación arte
sanal adoptó la form a de un complejo en el que el trabajo se dividía
entre muchos «oficios». A daptación esencial: el valor del producto, es
decir, la salida que podía tener, y que tuvo efectivamente de una punta
a la otra de la cristiandad, entre los consumidores más ricos y exigen
tes, dependía de la repartición de las tareas. Esta división del trabajo
exigía una organización minuciosa, unas practicas de asociación, una
disciplina colectiva, la reunión de todos los tejedores, bataneros, tin
toreros en el seno de un verdadero «municipio» en el que cada uno se
comprometiese a respetar un reglamento, garantía del renom bre de la
producción y de su homogeneidad. Este marco sólo las ciudades podían
ofrecerlo, y las ciudades que no dependieran demasiado estrecham en
te de un señor. En esta situación se hallaban las aglom eraciones que
se habían form ado en Flandes, en Artois, en los lugares de cruce de
la navegación por barco. Ciudades igualm ente — los portas flamencos
eran de esta clase— que frecuentaban los m ercaderes de larga distan
cia. Porque la clave del éxito se hallaba en manos de los mercaderes.
Y los m ercaderes fueron de hecho los verdaderos responsables de la
organización de la nueva pañería.
cuyo importe era proporcional a las tasas que pagaban ios habitant§|;
y por tanto a la fortuna de éstos, pasó de treinta libras en 1060 a cie^
en 1086, ciento cuarenta en 1130, ciento ochenta a fines del siglo xüí
La construcción de una nueva m uralla, que englobaba la ampliación
reciente y protegía las riquezas burguesas, señala una etapa decisivá
en este crecimiento, etapa que se puede fechar sin dem asiado error!
Esta etapa es claram ente más tardía al norte de los Alpes que en Italia^
Pero el m omento de m ayor intensidad de la fortificación invita a situar
en el último tercio del siglo xu, tanto en G erm ania como en Francia]
la fase más intensa del desarrollo urbano.
El aflujo de inmigrantes, el enriquecimiento, la vitalidad de los bur¿
gos, favorecieron la debilitación de los lazos que encerraban a la pobla
ción urbana en una dependencia doméstica. La m inisterialidad esta
blecida en la ciudad no difería de la de los campos ni por su estatuto
jurídico ni por su situación económ ica. Al igual que los prebostes de
las aldeas, algunos de los hom bres que tenían como misión avituallar
las cortes se elevaron en la jerarquía de las fortunas, y más rápidam en
te sin duda porque ningún medio era más perm eable y más favorable
a la capilaridad social que la ciudad, en la que la m oneda circulaba
cada vez más intensam ente. Algunos incluso, de la misma form a que
los grandes oficiales señoriales, pudieron forzar la entrada en la caba
llería. Desde com ienzos del siglo xi, los docum entos distinguen del
común de la población urbana a los optimi ávitatis, los primores, los mello-
res: estos «mejores» son todos mercaderes. H echa la fortuna, estas gen
tes se esforzaron por liberarse, separarse de la «familia» del señor. Para
hombres cuyo éxito dependía estrecham ente de la libertad de actuar,
la dependencia era muy molesta debido a las obligaciones judiciales
que im ponía y a los servicios, arbitrarios e indefinidos, que el señor
LOS SEÑORES 1 3 Y J
d ones familiares, en costum bres im itadas del com portam iento nobi
liario, este grupo «bajo cuya autoridad se rige la ciudad y en cuyas
manos reside lo mejor del derecho y de las cosas», como se afirm a de
los meliores de Soest en 1165, se había apropiado insidiosam ente los
atributos inferiores del señorío basado en el ban. Los explotaba menos
abiertam ente que los antiguos señores o sus ministeriales, pero siem
pre en form a muy lucrativa, que le perm itió, en la segunda m itad del
siglo xii, aum entar su control de la econom ía urbana.
Sin em bargo, la mayor parte del ban y de sus beneficios seguía en
manos del señor. De la misma form a que los dueños de espacios incul
tos habían elegido, en las cartas de población, la renuncia a algunas
de sus prerrogativas para atraer inm igrantes y aum entar así los ingre
sos de su poder fiscal, dism inuido pero regularizado, de igual forma
los señores de los burgos sacrificaron algunos de sus derechos con la
esperanza, raram ente fallida, de un alza notable de sus ingresos. M an
tuvieron el control de los oficios artesanales y el de las guildas de m er
caderes a través de los monopolios que les concedían y por m edio de
las ventajas que podían obtener p ara ellas de los señores de las ciu
dades vecinas, amigos suyos. Eran tan útiles a los traficantes más ricos
que éstos accedían sin resistencia a sus peticiones de préstam o. Por
m edio de las tallas o de los derechos de p o sad a y yantar, fijos pero
recibidos con regularidad — tanto más rentables cuanto que la inm i
gración aum entaba sin cesar el núm ero de hogares— , a través de las
punciones realizadas sobre el tráfico de las mercancías y del dinero al
paso de los puentes o en el m ercado, a través de la alta justicia, que
habían logrado conservar en la m ayor parte de los casos, y a través
de la protección que concedían a la com unidad ju d ía y a todos los
«extranjeros», gentes llegadas de fuera que pagaban caro su patroci
nio, la ciudad era p ara el señor una fuente de ingresos muy superior
a cualquier señorío rural. Cualquiera que haya sido la am plitud de los
privilegios y de las desgravaciones otorgadas a las com unidades urba
nas, los señoríos más poderosos del siglo xn eran los que dom inaban
322 I LAS CONQUISTAS CAMPESINAS
para él y para los habitantes del burgo» y que tenga circulación en las
aldeas próximas. Las estructuras económicas que el texto deja entrever
están claramente abiertas a estímulos de origen urbano. Estos estímulos
refuerzan los efectos de las exigencias señoriales, vienen a fomentar más
vivamente la producción rural. En ésta, lentam ente en principio, pero
de form a cada vez más clara, com ienza a destacar un sector propia
mente externo, en el sentido de que no sirve para el m antenim iento del
productor y de su familia, de que tam poco es absorbido por las pun-?
ciones que realiza el señor: se orienta hacia la venta, es decir, hacia la
ciudad. Este sector es m arginal con relación a la tierra de cultivo¿
la cual sigue dedicada preferentem ente a la alim entación de los hom
bres, es decir, al cultivo de cereales. Se desarrolla en el área cercada de
los huertos, de donde proceden las plantas tintóreas y la uva, y en los
espacios todavía incultos, donde pacen los animales que proporcionan
carne y lana. Esta actividad marginal es, en la econom ía de la familia
campesina, terreno de aventura, de ganancia: la brecha todavía redu
cida por la que se insinúa el ánimo de lucro en las conciencias cam pe
sinas; de esta actividad procede el dinero, indispensable no para com
prar — excepto el hierro de los útiles y los animales de tiro— , sino para
pagar al señor lo que le deben la tierra y los hombres. Sin embargo,
este sector es muy limitado en el siglo xn, demasiado incluso para satis
facer las necesidades de dinero. La m oneda — esta m oneda que los
señores han gastado en la ciudad después de haberla obtenido de
los campesinos— vuelve al campo desde las cajas de los burgueses más
por medio del crédito que a través del comercio.
Pese a las prohibiciones eclesiásticas, los m ercaderes cristianos del
burgo prestan a interés, como los judíos, a todas las gentes del campo
el dinero que éstas necesitan: al señor de la tierra que debe dotar a su
hija o arm ar caballero a su hijo; al pequeño caballero que se apresta a
tom ar parte en un torneo en el que será visto por toda la provincia y
en el que gastará en un día, incluso si vence, cien veces más dinero del
que tiene; a los masoveros de humilde condición obligados a rcempla-
LOS SEÑORES I 333
Sin embargo, son muy raros todavía a fines del siglo xu aquellos para
quienes la m oneda es algo más que un instrum ento de m edida utiliza
do en circunstancias excepcionales, casi anormales, y en cualquier caso
muy al m argen de las realidades económ icas profundas. U no de los
frenos más eficaces puestos al desarrollo reside de hecho en la resisten
cia tenaz de ciertas actitudes mentales y de los modelos culturales que
las soportan. El más sólido y el más fascinante se había construido para
uso del «orden» dom inante de la sociedad feudal, la caballería. Pro
ponía como modelo, como única acritud digna del hom bre perfecto,
un cierto com portam iento con respecto a la riqueza: no producir sino
destruir; vivir como un señor de la posesión de la tierra y del poder
sobre los hom bres, únicas fuentes de ingresos no consideradas inno
bles; gastar locamente en fiestas. En el m om ento mismo en que, en la
segunda m itad del siglo xii, las dificultades financieras de los más
im portantes señores de la nobleza laica se agravan, en que se acumu-
336 I LAS CONQUISTAS CAMPESINAS
lan las deudas de los grandes señores con los burgueses, en que el arte
de gobernar utilizando dinero inclina a los príncipes a elegir sus mejo
res servidores no entre los nobles, sino entre los guerreros mercenarios
y los hombres que saben contar, es decir, los mercaderes, este modelo,
esta etiqueta del ocio caballeresco y del despilfarro adquiere mayor
fuerza todavía en la E uropa feudal. Form a la osam enta de la concien
cia de clase en un grupo social que percibe por prim era vez fenóme
nos de prom oción en el interior de los estratos a los que dom inaba
hasta entonces, y que com ienza a sentirse am enazado en su superio
ridad económica, según puede verse claram ente expuesto en uno de
los temas difundidos, hacia el año 1200, p o r la literatura com puesta
para un público de caballeros: el tem a del «nuevo rico», del hombre
de origen rústico que sube los peldaños de la escala social, sustituye en
el ejercicio del poder señorial, gracias a su dinero, a los hombres bien
nacidos, que se esfuerza por copiar las m aneras señoriales sin conse
guir otra cosa que ponerse en ridículo y hacerse odioso por la especie
de usurpación de que es culpable. Escándalo del nuevo rico, que no
es, como el noble, desinteresado, ni generoso, ni está lleno de deudas.
A m edida que se acelera el progreso de la econom ía m onetaria, la
moral de los gentiles hombres condena con mayor insistencia que nun
ca el ánim o de lucro, el gusto por el acrecentam iento de las riquezas.
Todavía a mediados del siglo XíH, los tratados de agronom ía práctica
escritos para la aristocracia laica de Inglaterra — un medio social preo
cupado en mayor m edida que cualquier otro p o r una buena adminis
tración de la tierra señorial, debido a que el poder de la m onarquía
en este país le dejaba muy poco poder sobre los hom bres— proponen
organizar la economía doméstica en función solamente deí gasto, para
aten d er al cual se d e te rm in a rá un cierto techo de producción y se
intentará m antenerse en él: «Ver las cuentas — según W alter de Hen-
ley— es algo que se hace para conocer el estado de las cosas...», no
para decidir qué se puede invertir. Y si existen excedentes, el consejo
que se da es el de guardarlos para los malos días, el de emplearlos para
EL DESPEGUE i 3 3 7
Sebastián Ziani, que fue dogo de Venecia en 1172; está com puesta
fundam entalm ente de dom inios en la laguna, en el delta del Po, en
la cam piña de Padua. Y cuando el obispo O tón de Freising descu
brió las ciudades italianas a m ediados del siglo X ii, se escandalizó
de ver a gran núm ero de hijos de artesanos y de com erciantes acce^
dcr a la caballería, vivir en la proeza y el despilfarro. En Italia como
en todas partes, los hijos de los ricos aspiraban a la ociosidad de los
nobles; pero llevaban la adm inistración de sus bienes rurales como
un negocio, en el que el dinero tenía que producir. Exigían de sus
masoveros no rentas en dinero, sino trigo, vino, que vendían perso
nalmente. Form aban con los trabajadores de las aldeas «compañías»,
societates del mismo tipo que las asociaciones comerciales: ellos apor
taban el capital, el cam pesino su trabajo y sus cuidados; el beneficio
era dividido. Los contratos de soccida, de mezzadria, inyectaron así la
m oneda en empresas de plantación, de pastoreo, de explotación agrí
cola. Y este hecho aceleró el equipam iento de los cam pesinos, hizo
nacer alrededor de las ciudades un paisaje agrario nuevo altam ente
productivo, estimuló en todas partes, exceptuadas las llanuras coste
ras infestadas de m alaria, un poderoso im pulso de crecim iento del
que la econom ía u rb an a, gracias a estas íntim as conexiones m one
tarias, se benefició más directam ente que en las tierras situadas al
norte de los Alpes.
Desde el último cuarto del siglo xi los m ercaderes de Italia fran
queaban los Alpes, cada vez en mayor número, en búsqueda de mayo
res beneficios. ¿Qué llevaban consigo a la salida de M ont-Cenis y de
los otros puertos? D inero ante todo, piezas de esta m oneda que se
había acum ulado en los puertos y en las ciudades de la llanura del
Po y que era todavía tan rara y tan preciosa en el m undo en que p e
netraban. Llevaban tam bién técnicas, un saber que les confería, en la
econom ía com pletam ente cam pesina de aquellos países, la superiori
dad que había sido privilegio de los judíos: la práctica de la escritura,
de la cifra y de los contratos de asociación que, desde Constantinopla
EL D ESPEO JE 1 3 4 3
en los viejos países francos de Galia y G erm ania, en los que confluyen
las corrientes del gran comercio. Aquí puede hablarse de un auténtico
despegue cuyos indicios hemos visto aparecer en el transcurso de este
ensayo. Helos aquí reunidos.
y 1199, un 40 por 100; un 130 por 100 entre 1200 y 1219, si nos refe
rimos al núm ero de dineros — un 25 y un 50 por 100 si la referencia
se hace a la plata contenida en estas monedas. Estos datos numéricos
ponen en evidencia sim ultáneam ente una depreciación progresiva de
la m oneda y un alza acelerada de los precios. U na y otra son provo
cadas por la brusca intensificación de los intercambios.
3. En el último cuarto del siglo x n se observa, por últim o, en la
sociedad rural u n a prim era ru p tu ra de las prim itivas actitudes eco
nómicas. Al mismo tiempo que aparecen las prim eras señales de una
renovación de la pequeña aristocracia por la penetración en la caba
llería de individuos de origen hum ilde — de esta form a se concreta el
tema del nuevo rico difundido por estos años en la literatura caballe
resca— , al mismo tiempo, la propensión a gastar siempre más comien
za a introducir en las finanzas de los pequeños señores de aldea unas
dificultades perm anentes, equiparables a las que desde cien años antes
conocían los príncipes y los prelados. Estos caballeros no hallan como
en otro tiempo en el círculo de los parientes o de sus vecinos nobles
la ayuda en dinero que les habría sacado de apuros; deben recurrir al
préstamo de los burgueses, luego a venderles parte de su dominio; no
pudiendo soportar los gastos de las fiestas, algunos renuncian a arm ar
caballeros a sus hijos y se aferran con m ayor fuerza a sus privilegios
nobiliarios. En Inglaterra, se ven difundirse nuevas formas de adminis
trar los dominios a partir de 1180. En este m om ento — el mismo en el
que en su Diálogo de la tesorería real Ricardo Fitzneal intenta explicar por
qué las prestaciones en dinero han reem plazado, en el señorío rural,
a los censos en especie— las grandes abadías benedictinas renuncian
a arrendar ios manors; los explotan directam ente, y la preocupación de
los señores por hacer que rindan más sus tierras les lleva a introducir
diversas innovaciones. Por ejemplo, asimilar la condición de los cam
pesinos a la antigua servidum bre, p ara poderlos explotar más d u ra
mente. Por ejemplo, hacer controlar de un m odo estricto la adm inis
tración de los intendentes rurales por especialistas de la cifra que saben
EL DESPEGUE ! 3$1
Si he elegido cerrar este ensayo en los años ochenta del siglo xu, se
debe a que me parece que este m om ento corresponde a un hito fun
dam ental en la historia económ ica europea, de la misma form a que el
prim er jalón, el punto de partida, menos preciso en razón de la esca
sez docum ental: el siglo V il. En esta prim era fecha se había iniciado
un movimiento de crecimiento. El progreso de la producción agrícola
lo sostenía, y este progreso respondía a las exigencias de una aristocra
cia m ilitar que poseía la tierra, dom inaba a quienes la trabajaban y
cuya prim era preocupación era hacer siempre más suntuosa su m uni
ficencia ostentatoria. H asta el siglo xi, el trabajo rural tuvo un débil
rendim iento, y el crecimiento fue obra principalm ente de una econo-
3 5 2 I LAS CONQUISTAS CAMPESINAS
TERCERA PARTE
1 i LA EPOCA FEUDAL
3 I LOS SEÑORES
4 I EL DESPEGUE
16. Documento del commercio uenegano nd secodXl-Xll (ed. M. della Rocca e Lombardo), 1.1, p. 12.
17. C. Haase, Die Enstokung des westfdhschen Stddto, 1960.
Orientación bibliográfica
Esta lista de obras es voluntariamente breve. Este libro, repito, no es un manual sino un
ensayo. Indico los principales trabajos que han orientado mis reflexiones y. por otro lado, las
publicaciones en las que se podrán hallar las bibliografías más útiles y más recientes.
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