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UNA HISTORIA DE ORO

Fue una noche de septiembre con un cielo inmensamente estrellado, la que el abuelo
eligió para despedirse del pequeño Juan. Quería darle a su amado nieto un recuerdo
para toda la vida, algo que jamás olvidaría.
—Juan, esta noche quiero darte un regalo especial —dijo el abuelo.
—¿Qué regalo abuelo?—preguntó el pequeño muy feliz—, ¡Pero si todavía no es la
navidad!
—No es navidad, es cierto, pero todos los días son buenos para recibir un regalo —
respondió el abuelo seguro que para las fiestas de fin de año él ya no estaría en casa.
Mientras Juan esperaba sentado en la vieja canoa del abuelo, él sacó de su bolsillo un
objeto de metal dorado que destelló levemente a la luz de la luna. Lo tomó en la mano y
con su pañuelo lo frotó suavemente haciendo que brillara aún más.
—¡Qué estrella más bonita! —respondió Juan muy emocionado—, ¡Gracias abuelo!¡Nunca
he visto una igual!
—Es una estrella que hice especialmente para ti —respondió el abuelo que tenía un
gran don para hacer objetos hermosos con sus manos.
—¡Es muy brillante! —dijo el niño asombrado que su estrella brillaba más que las del
cielo. 
—La estrella brilla así porque es de oro —le explicó el abuelo al nieto.
—¿De verdad es de oro? —preguntó Juan extrañado de tener tal fortuna—. ¡Pero si
somos muy pobres!
—Sí, está hecha de pequeñas chispitas de oro que recogí en el río durante toda mi vida
—explicó el abuelo—. Esta estrella es toda la riqueza material que puedo heredarte.
—¡Gracias... Gracias... Gracias abuelo! —repetía sin cesar—. La cuidaré siempre... ¡Esta
estrella es mi tesoro!
—Querido Juan, con el tiempo descubrirás cuál es el verdadero tesoro del hombre  —
le dijo el abuelo mientras caminaban de regreso a casa con pasos lentos y descansos
seguidos.
En ese momento Juan no sabía que la estrella era la despedida y el último regalo del
abuelo, quien algunas semanas antes de la navidad dejó la tierra para subir al cielo.
Juan fue creciendo, y a pesar que el abuelo ya no estaba sentía que siempre lo
acompañaba. Cada vez que miraba la estrella recordaba algún momento de felicidad
vivido con el abuelo, esos recuerdos eran como chispitas de oro que lo animaban
cuando estaba triste.
Con el paso de los años Juan comprendió el mayor tesoro que le había dejado el
abuelo: "su amor" que a pesar del tiempo seguía brillando más que su estrella de oro. 

POR: Liliana Mora León


DIOS Y EL AMOR EN FAMILIA

De un modo muy sencillo: si comprendemos que Dios es Amor, es


Trinidad, es donación mutua, entonces acoger a Dios en la propia familia
permite vivir a fondo el amor.
Una familia que deja a Dios
entrar en los corazones sabe
rezar. La oración une, da
esperanza, consuela en los
sufrimientos, anima al
trabajo.
Una familia que vive junto al
Hijo de Dios hecho Hombre
acepta el gran regalo de la
Redención, se deja perdonar y aprende a perdonar.
Una familia que puede llamar "Padre" a Dios experimenta una alegría
inmensa ante la llegada de cada hijo, y enseña a los hijos a amar
agradecidamente a sus padres.
Una familia en la que el bautismo ha marcado a cada uno se deja
iluminar por el Espíritu Santo, y entra así en la misma vida de la
Trinidad.
Es maravilloso dejar que Dios sea el centro de una familia. No se
arreglarán todos los problemas, porque la vida está llena de pruebas.
Pero habrá un modo diferente de afrontar cada asunto: con amor.
Por eso, lo más grande, lo más serio, lo más hermoso que pueden hacer
los esposos, los padres, los hijos, los demás parientes, es recibir a Dios
en sus corazones y entre las paredes del hogar.
Cada día es una nueva oportunidad para dejar que Dios entre en casa. La
familia, así, recibirá un consuelo incomparable, y tendrá unos recursos
insospechados para crecer en el amor y para abrirse a los demás.
Que Dios viva en la propia familia es, en definitiva, uno de los modos
más hermosos de acoger el Evangelio, y de entrar en la gran acción de
gracias de quien ha recibido la bendición de la Trinidad.
Fuente: Catholic.net

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