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TEORÍA

DE LA CULTURA

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p r o y e c t o e d i t o r i a l

F...........................................................
I L O S O F Í A
[ h e r m e n e i a ]

d .........................................
i r e c t o r e s
M anuel M aceiras Fafián
J uan M anuel Navarro Cordón
Ramón Rodrígu ez García

3
TEORÍA
DE LA CULTURA

4
Javier San Martín Sala

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............................................................................................
Diseño gráfico
esther morcillo • fernando cabrera

© Javier San Martín Sala

© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso 34
28015 Madrid
Tel 91 593 20 98
http://www.sintesis.com

ISBN: 978-84-995819-7-2

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electróptico, por fotocopia o por cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial
Síntesis, S. A.
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El mundo no es ni materia ni alma sino espíritu.
Husserl, Schapp, Ortega

Tenemos que romper con el pensamiento, que se supone tan evidente y que procede del modo natural
de pensar, que todo lo dado es o físico o psíquico.
E. Husserl, Hua XXIV: 242 (1906/1907)

Sencillamente no es verdad, como asegura el positivismo, que todo ser sea o psíquico o físico.
W. Schapp, 1981: 2 (1910)

El ser definitivo del mundo no es materia ni es alma, no es cosa alguna determinada, sino una
perspectiva.
Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote,
OC. I: 321 (1914)s

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Índice
Introducción

1 El concepto de cultura desde los diversos campos del


saber
1.1. Genealogía del concepto de cultura
1.2. La cultura desde las ciencias sociales
1.3. La cultura desde la biología
1.4. La cultura como mito
1.4.1. Los ámbitos míticos en El mito de la cultura. 1.4.2. Lo
mítico en la cultura como bien social y como idea
metafísica. 1.4.3. Lo mítico en la cultura particular. 1.4.4.
Cultura universal y mito.
1. 5. Deducción y método de la Filosofía de la cultura

2 Fenomenología de la cultura
2.1. La Filosofía de la cultura según Ortega
2.2. Husserl y el concepto de cultura
2.3. La noción heideggeriana de mundo como aportación básica a
una filosofía de la cultura.
2.4. Fenomenología de la cultura
2.4.1. Descripción estática. 2.4.2. Análisis genético. 2.4.3.
La racionalidad cultural. 2.4.4. Los elementos de la cultura.

3 Clases y ámbitos de la cultura


3.1. Los tipos de cultura
3.1.1. Distinciones previas. 3.1.2. Cultura técnica o
instrumental. 3.1.3. Objetos encadenados y objetos libres:

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la cultura ideal. 3.1.4. la cultura práctica.
3.2. Escenarios o espacios culturales
3.2.1. Consideraciones previas. 3.2.2. El ser humano en la
naturaleza: el trabajo. 3.2.3. El ser humano con los otros:
la familia y la política. 3.2.4. El ser humano y los límites: la
muerte. 3.2.5. El ser humano en relación a lo posible: el
juego.

4 El ideal de cultura
4.1. La estructura axiológica de la cultura
4.2. El comportamiento ético como condición de posibilidad del
ideal de cultura
4.3. Cultura fáctica y cultura auténtica: el ideal de cultura

Bibliografía

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Introducción

La última década del siglo XX está siendo pródiga en acontecimientos de


todo tipo, entre los que se encuentran también los filosóficos. La aparición de
la posmodernidad, con tópicos todavía no suficientemente discutidos y con
un contundente tono de seguridad en sus diagnósticos, ha obligado a plantear
filosóficamente la raíz de los problemas que nos rodean. No hay la menor
duda de que la posmodernidad, ante todo, mira críticamente y con máximo
recelo la pretensión universalista de la cultura europea. Mas la crítica
posmoderna se presenta con frecuencia con un alcance incontrolado,
acarreando un desarme teórico y práctico en relación al valor de la ciencia y a
los objetivos e ideales políticos. Esta situación nos ha obligado a volver a la
raíz misma de lo que se cuestiona: la propia cultura. Si lo puesto en tela de
juicio es la cultura europea, antes incluso de saber qué es lo que la
posmodernidad problematiza de lo europeo, se nos impone saber siquiera qué
es la cultura a la que atañe la crítica. Esto pudiera ser una explicación de un
acontecimiento filosófico de la última década que se perfila ya como uno de
los más significativos; acontecimiento ante el que, por una vez, España no se
ha quedado rezagada. Simultáneamente a la revitalización que en Alemania
está experimentando la filosofía de la cultura, entre nosotros, y desde
diversos círculos de pensamiento y sensibilidades epistemológicas y
filosóficas, también han ido surgiendo largas investigaciones sobre la cultura.
Puede que no todas ellas hayan nacido como respuesta al reto de la
posmodernidad, porque algunos de los protagonistas de esas investigaciones
llevan muchos años reflexionando sobre tales temas. Pero no deja de ser
llamativo que en el lapso de tan sólo tres años hayan aparecido en España al
menos cuatro libros que pueden ser llanamente calificados como “filosofías
de la cultura”.
Precisamente esta confluencia, que en mi opinión no es en absoluto
casual, por más que puedan parecer acontecimientos aislados unos de los
otros, no debe pasar desapercibida; y es que los problemas filosóficos y

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políticos que se debaten en esta última década tienen en realidad mucho que
ver con el concepto de cultura (Konersmann, 1996b: 21), un tema que a
principios de siglo estuvo en el candelero filosófico, que pasó después al
dominio indiscutido de las ciencias sociales, con un abandono total por parte
de los filósofos, y que ahora, a la vista de los datos, empieza a ser
tímidamente recuperado por estos últimos. No debemos ignorar este vaivén
del interés por la filosofía de la cultura. Precisamente una cosa que sorprende
en la reciente aportación española a la filosofía de la cultura, al menos en los
libros de J. Mosterín, C. París, J. M. Pérez Tapias y G. Bueno, es que todos
ellos tienen una característica común: que no toman en consideración esa
alternancia del interés por la filosofía de la cultura. Así, para nada tienen en
cuenta que el primer tercio de siglo avanzó en la reflexión filosófica sobre la
cultura lo suficiente como para al menos ser recomendable contar con
aquellos logros; sobre todo en España, donde la obra de Ortega y Gasset, si
de alguna manera pudiera ser clasificada, tendría que serlo como filosofía de
la cultura.
Sólo Carlos París asume a veces algunas de las propuestas de la filosofía
de la cultura de Ortega, aunque no las sustanciales. Los otros tres muestran
un silencio rotundo, cuando no tergiversaciones, que en algún momento
pueden resultar escasamente rigurosas. Ahora bien, el olvido de la
importancia que en su momento tuvo la filosofía de la cultura ha tenido sus
consecuencias. Una es la anunciada: siendo toda la obra de Ortega una
filosofía de la cultura, no aparece para nada en esas obras, ni siquiera como
punto de contraste. Pero otra es que no se ha pensado siquiera por qué de
repente, después de haber sido durante los treinta primeros años del siglo un
tópico obligado de los filósofos, la filosofía de la cultura a partir de la
Segunda Guerra Mundial desaparece totalmente de la filosofía para
reaparecer ahora a finales del siglo.
Pues bien, posiblemente lo que acompañaba al abandono del tema
después de la Segunda Guerra Mundial era nada menos que la duda sobre la
legitimidad misma de una filosofía de la cultura. Por eso es ése el primer
punto que hay que discutir. Puesto que los antropólogos culturales hablaban
legítimamente de la cultura, eran ellos los que decían a los filósofos qué es la
cultura. A éstos, entonces, ya no les correspondía decir nada más al respecto.
Este tema, el declive y reaparición de la filosofía de la cultura, es, pues, el
primer punto que es preciso considerar. Porque ahí se ocultan o condensan
muchas otras cosas; la primera, y no la menos importante, la legitimidad de la

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filosofía para abordar un concepto que desde mitades del siglo pareció
reservado a los antropólogos sociales.
¿Por qué la filosofía puede y debe estudiar este tema? Cuando se
abandona en las manos de los antropólogos ¿qué pasa con la filosofía? ¿Por
qué la filosofía se retira de un ámbito tan reivindicado en las primeras
décadas? Está claro, y así lo veremos, que su recuperación a finales del siglo
está en función de los problemas que el abandono filosófico ha generado,
tales como no saber cómo abordar filosóficamente la pluralidad de las
culturas y el hecho indiscutible de la unidad cultural en muchos ámbitos, por
ejemplo, en el tecnológico, el económico, el deportivo, el artístico, el de las
diversiones y no menos en el político. Así, cuando se extiende por el mundo
una marea unificadora –que a muchos aterra; a mí me aterró ver en una
película un dancing en Mongolia donde se bailaba igual que en cualquier
discoteca de no importa qué ciudad europea–, resulta que la reivindicación de
las diferencias culturales y el cuestionamiento de la cultura europea, que es la
que ha provocado la unificación, produce nada menos que el título con el que
conocemos la filosofía de fin de siglo. La posmodernidad es el fin de la
Ilustración, la cual, si algo buscaba, era la extensión de la cultura europea por
el mundo. Ahora que “esa” cultura se ha extendido, la filosofía certifica el fin
de la Ilustración, el fin de la modernidad. No se repara en que la modernidad
tenía varios rostros, alguno de los cuales pudiera haber quedado en el camino,
pero otros quizá más ocultos y tal vez más siniestros se han podido perpetuar.
Fue precisamente Ortega y Gasset, en La rebelión de las masas, quien
hizo ese diagnóstico. Dice ahí que, si la filosofía del siglo XX era no
moderna –por tanto posmoderna, digo yo–, el modo de vida del siglo XX es
de algún modo resultado de la modernidad. Por eso, en cierta medida, es la
modernidad la que ha triunfado. La unificación planetaria es el triunfo de la
modernidad, por lo menos de uno de los rostros o aspectos de la modernidad;
y aunque ciertamente no es el triunfo de la filosofía ilustrada de la madurez,
sí lo es de otros matices de la Ilustración, la cual avanzaba como un río en el
que iban juntos materiales llegados de muchos suelos diversos.
La diferencia existente entre el proclamado fin de la modernidad y una
unificación cultural innegable ha descolocado a todos. La primera
consecuencia sintomática es que se ha llevado por delante a los mismos
antropólogos culturales. Se ha estado entendiendo que eran ellos los
especialmente investidos de autoridad para monopolizar el estudio de la
cultura, arrebatando ese tema a la filosofía; durante los últimos tiempos ellos

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fueron los máximamente competentes para exponer la diversidad de las
culturas, elevando esa pluralidad a dogma absoluto e inconmovible. Como
contrapartida, desde que consiguieron la hegemonía en esos temas o el
prestigio social para el estudio de la cultura, la filosofía se batió en retirada,
porque, sin más, pasó a ser una mínima y presuntuosa manifestación de la
cultura europea, sin otra relevancia que la de una mala literatura provinciana.
La disolución antropológica de la filosofía es lo que ha preparado la
posmodernidad y la que ha engendrado o, en todo caso, alimentado una
filosofía de fin de siglo que llevaba en su seno su disolución.
Pero, desgraciadamente para la propia antropología, una ambigüedad
ignorada ha sido compañera suya desde el principio. Por un lado proclamaba
la disolución antropológica de la filosofía, a caballo de la diversidad radical
de las culturas; mas, por otro, simultáneamente se proclamaba a sí misma
como la ciencia unitaria de la cultura. Además –y aquí tenemos un ejemplo
de la cara trágica de lo humano–, el mismo hecho de su existencia, con todo
su ritual epistemológico, observación participante, recogida de datos, análisis
etnológico y teorización, proclamaba la tendencia unificadora que era la
única que le permitía ir a “antropologizar”. En una situación de radical
diversidad y aislamiento no son posibles antropólogos que se enteren de las
“intimidades” de los otros. Nadie, dueño absoluto de su destino, tendría
obligación de dejar a extranjeros husmear en sus vidas. La misma ejecución
de la antropología cultural es la primera refutación práctica del relativismo
cultural extremo, por lo menos ese que asegura la diversidad radical de las
culturas, aunque sea por la trágica realidad de que el antropólogo pertenece al
pueblo colonizador, el que ha arrebatado la autonomía a los otros. La
antropología es hija de lo que niega que exista: la unidad de aspectos
elementales de las culturas. Es por ello que la posmodernidad es hija de la
disolución antropológica de la filosofía, si bien en realidad es una mala
filosofía que confiesa, filosóficamente –aunque sea de modo subrepticio–, no
ser filosofía.
Esta situación de perplejidad, de una filosofía que se sitúa en la diferencia
radical pero que no puede hacerlo más que asentándose en un inconfesado
suelo común, creo que es la que obliga a la filosofía a reflexionar de nuevo
sobre la cultura, tema abandonado justo cuando, después de la Segunda
Guerra Mundial, aparecen y se popularizan los grandes trabajos de la
antropología cultural y social con su autoridad sobre cualquier otro tipo de
reflexión. Naturalmente, en esos momentos siempre había estado en juego el

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concepto mismo de filosofía, porque no se sabía muy bien cuál podía ser su
legitimidad para acercarse a un tema sobre el que los antropólogos parecían
decirlo todo.
Sin embargo, yo llevo mucho tiempo advirtiendo que la disolución
antropológica de la filosofía, que es el lecho de Procrusto de la
postmodernidad, es muy traidora, porque lleva consigo la disolución
filosófica de la antropología, y no menos de la misma posmodernidad.
Ambas, proclamando el reino de la diferencia absoluta, lo hacen desde el
púlpito de la uniformidad más aburrida, diciendo los mismos tópicos en París
que en Madrid, en Roma que en Tokio o en los EE UU de América. La
situación de la antropología termina siendo tan curiosa que la uniformización
ha acabado por llevársela consigo. Si al principio sus aportaciones eran
escuchadas por doquier y despertaban gran interés, ahora apenas lo hacen
porque la sustancia de los pueblos ha pasado de la diversidad y diferencia a la
igualdad, ya que gran parte de los problemas que preocupan a los seres
humanos a finales de este siglo son los mismos en nuestro entorno que en
Japón, América o Nueva Zelanda; son problemas fundamentalmente de orden
económico y de integración en el gran Organismo planetario.
Éste es el contexto desde el que se ha impuesto la vuelta al estudio de la
filosofía de la cultura, lo que supone la reafirmación de la filosofía como
modo autónomo de acercamiento. Eso significa reconocer automáticamente
que lo que las ciencias sociales dicen sobre la cultura no es suficiente. En este
punto se encarna toda la problemática que debemos despejar precisamente en
este momento, ya que es, en mi modesta opinión, lo que queda menos
aclarado en las aportaciones de los cuatro autores antes mencionados. En
todas ellas se habla de una filosofía de la cultura, pero ninguna parte de esta
situación, de lo que en ella está implicado, con la seriedad y consecuencias
necesarias. Porque, dado que lo que estudia la antropología cultural como su
campo privilegiado es la cultura, uno de los temas básicos de una filosofía de
la cultura es, sea cual fuere su orientación, legitimarse como saber, legitimar
su modo de aproximación. Porque siempre supone que las ciencias no lo
dicen todo, o que no tienen la última palabra, como decía Husserl (1994b:
174; San Martín, 1994b: 201 s.).
En el umbral de una filosofía de la cultura esta “deducción”, en sentido
kantiano, de la filosofía de la cultura me parece fundamental, necesaria y el
primer paso de la misma. La filosofía ”tiene, por así decirlo, que ganarse la
vida desde la cuna” (Ortega, XII: 489). De entrada no podemos dar por

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descontado que ya tiene legitimidad; eso se puede hacer en trabajos
sectoriales, pero no en un ensayo de cierto alcance. Esta es una de las
carencias que se detectan en las cuatro aportaciones susodichas que en
relación a ese tema han aparecido en nuestro país. Ninguna clarifica ni
“deduce” la filosofía de la cultura, aun cuando su propia ejecución supone
que las ciencias no lo dicen todo. Ahora bien, esa carencia pudiera implicar
dar como válido el propio concepto de cultura utilizado por las ciencias. Al
no plantear con claridad las insuficiencias de las ciencias sociales, tal vez por
cierto complejo ante ellas, las aceptan como suficientes, con lo que, al
contentarse con ese concepto, viven de él. Quizá sea ésta la mayor carencia
de esas aportaciones españolas. Si hubieran echado una ojeada a las
contribuciones de Ortega a la filosofía de la cultura, se habrían dado cuenta
de las insuficiencias de las ciencias sociales en el tratamiento de la cultura,
insuficiencias que han llevado a los atolladeros conceptuales surgidos en la
posmodernidad, como se ha visto en las páginas anteriores.
Así las cosas, nuestro objetivo en esta introducción es ante todo detectar
las insuficiencias del concepto usual de cultura manejado por las ciencias
sociales; eso supone que no lo dicen todo, quizá ni lo más decisivo, por lo
que no tienen la última palabra. A la vez, es también objetivo nuestro
proponer el modo de acercamiento a la filosofía de la cultura, con lo que
quedaría explicado el título con el que inicialmente había pensado denominar
esta obra: “La cultura como realidad y como ideal”, y que adelanta, en
extracto, la filosofía fenomenológica de la cultura.
En efecto, una de las preocupaciones clave de la fenomenología ha sido
siempre mantener la legitimidad de la visión filosófica. Frente a las ciencias
naturales y a las ciencias sociales –saberes perfectamente legitimados en su
práctica y objetivos, a los que en lo que concierne a la cientificidad la
fenomenología no tiene ningún reparo que oponer–, ésta, sin embargo, insiste
en que hay un ámbito, en el que esos saberes se asientan, que no les
corresponde, ya que no tienen instrumentos para estudiarlo, puesto que lo
presuponen, y cuyo alcance les desborda. En el caso de la física, el hecho
mismo de la relación de la naturaleza del físico con la experiencia directa de
un mundo del que el físico prescinde, pero al que acude para verificar sus
propuestas. En el caso de las ciencias sociales, fundamentalmente la
contradicción patente entre la realidad descrita como omniabarcante por la
ciencia social respectiva, que lo relativiza todo en función de esa realidad, y
el hecho de que ella misma parece excluirse de esa realidad omniabarcante.

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Por ejemplo, en el caso de la antropología cultural, la contradicción existente
entre la relatividad de las culturas, o de cada elemento cultural, y la existencia
de una antropología que no lo sería; o dicho de otro modo, la relatividad de
cada elemento a su mundo cultural y la pretensión de la antropología de
describir sus logros transrelativamente diciendo que todo es relativo.
Igualmente en la sociología, la dependencia asegurada del individuo respecto
a la sociedad, donde aquél obtendría las pautas del pensar, estimar y actuar,
hace que el saber sea también relativo al ambiente, con lo que la propia
sociología se embarca en ciertas dificultades para comprender su situación.
No ocurre de modo muy distinto en la historia: cuando los historiadores van
más allá de recopilar, relacionar y explicar hechos históricos y pasan a
proponer la historia como matriz que todo lo relativiza, de manera que todo
se puede rehacer históricamente, empiezan a moverse en un terreno
resbaladizo en el que ya no saben qué es el saber al que aspiran y que ejercen.
En todos estos casos, lo que está en juego es la teoría de la racionalidad,
como ahora se llama. Yo diría que lo que está en juego es sencillamente los
conceptos de razón, verdad y evidencia, tres conceptos básicos en la ciencia,
que los científicos suponen aunque no analizan porque no son sus temas, pero
a los que sus teorías fácilmente terminaban por afectar, ya que, a poco que se
salgan de sus objetos estrictos, se extienden en amplias interpretaciones sobre
los tres. Todas las ciencias asumen de antemano un ámbito de la realidad
como constituido, ya dado, y se aprestan a descubrir y consignar los hechos
que ocurren en ese ámbito, mostrando sus estructuras. El problema está en
que dan por supuesto ese ámbito; lo que quiere decir que no lo
problematizan; a lo sumo, para saber a qué se refieren, lo identifican con un
nombre y con unas definiciones de carácter descriptivo que sirven para
orientar hacia el campo al que dirigen sus preocupaciones, pero no pasan de
esa definición descriptiva; una vez bien orientados respecto a su ámbito
gracias a esas definiciones descriptivas, empieza su trabajo científicamente
riguroso.
En el caso de la antropología cultural, cuyo objetivo es la descripción y
explicación de la diversidad cultural –por tanto, la descripción de la cultura–,
se utiliza de un modo ya convencional la definición que Tylor propuso en su
conocida obra Primitive Culture de un “todo complejo”. Esta definición se
impuso no porque Tylor descubriera o inventara realmente algo, sino porque
en su definición describe ese ámbito que los antropólogos culturales, en
especial en América e Inglaterra, se estaban esforzando por describir. El

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desarrollo de la antropología cultural mantuvo esa línea de estudiar en los
diversos pueblos ese “todo complejo”, para intentar, después, formular
teorías más amplias, bien por áreas geográficas, por nichos ecológicos o
zonas productivas, bien por correlaciones estadísticas, y siempre tratando de
encontrar uniformidades culturales o los llamados universales culturales.
Pero la comprensión del modo de ser de lo cultural apenas había avanzado
un ápice más allá de la descripción primera de Tylor. Como en esa
descripción hay un conglomerado de elementos heterogéneos, aquellos
antropólogos un poco más preocupados por entender la naturaleza de su
práctica se han esforzado por aclarar los aspectos heterogéneos del “todo
complejo” de Tylor y han discutido si la cultura es esto o lo otro, pero, en
realidad, sin salirse de Tylor. Lo único que hacían, aunque no es poco, era
introducir en la definición cierto orden o, como G. Bueno, profundizar en la
“estructura de red” que pertenece al todo complejo. Pero en ningún caso se
cuestiona en ellos el carácter de la definición, sino que se toma como buena y
suficiente esa definición descriptiva, que queda de ese modo como punto de
arranque de las ampliaciones aludidas.
Al abandonar los filósofos la filosofía de la cultura, se dan también por
satisfechos con la definición de Tylor, universalmente asumida, sin
preguntarse si una definición meramente descriptiva es suficiente. Pero una
vez aceptado el principio, dan a la antropología cultural la última palabra, lo
que inicialmente no había sido pretensión de esa ciencia. Incluso el propio
Tylor es muy prudente con su definición, pues afirma: “Cultura o
civilización, entendida en su amplio sentido etnográfico”. Es decir, Tylor se
limita a lo que los antropólogos van a describir, a ese tipo de cosas que
llamamos cultura y que es lo que debe interesar a los antropólogos en la
primera tarea de recogida de datos, es decir, cuando actúan como etnógrafos.
Pues bien, que los filósofos hayan tomado esa mera descripción como la
última palabra del saber sobre la cultura, y que, en cualquier caso, marque el
punto de partida insuperable de la reflexión, no deja de extrañar. Y sólo
cuando esa legitimación de las ciencias sociales como primera y última
palabra ha llevado a serios problemas, ha vuelto la filosofía por sus fueros,
preguntándose, de nuevo, por la cultura; con lo cual ha vuelto a la filosofía de
la cultura. Sin embargo, curiosamente, al menos en nuestro país, la filosofía
de la cultura no inicia esta reflexión por la “deducción” de esa filosofía, es
decir, por su legitimación.
Ahora bien, si no se hace esto o se procede ingenuamente –dando por

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supuestos problemas no resueltos-, o no se avanza sobre lo que dicen las
ciencias sociales más que para clarificar los términos de la definición de
Tylor, o realmente se pierde uno en un constructo confuso de corrientes, de
modo que al final nos quedaremos sin saber en una filosofía de la cultura qué
es la cultura más allá de lo que dicen los antropólogos o de lo que decía
Tylor. Entonces ya no sabremos si hemos alcanzado el nivel de la filosofía de
la cultura.
Por eso es absolutamente imprescindible empezar nuestra reflexión con la
insuficiencia o limitación del concepto de cultura de las ciencias sociales,
enmarcando ese concepto en una tradición mucho más amplia del concepto
de cultura, que sirva para señalarnos, por acotamiento de ese campo más
amplio, la limitación que la cultura en sentido etnográfico ha introducido en
el concepto de cultura. Así, el primer capítulo lo dedicaré a explicitar todo el
ámbito semántico del concepto, con el objetivo fundamental de mostrar que
no podemos ni debemos tomar como punto de partida el concepto de “cultura
en sentido etnográfico”, porque éste no pasa de mostrar unos rasgos
descriptivos para decirnos a qué se va a dedicar el antropólogo, sin ir en
ningún caso más allá de esa pura descripción. Si el antropólogo no va más
allá y se atiene a los elementos descriptivos, no se producirán problemas.
Ahora bien, el hecho de que los filósofos hayan dado rango ontológico a lo
que sólo es descriptivo ha generado serios problemas teóricos cuando no de
orientación política muy graves. El objetivo, pues, del primer capítulo es
“deducir” la filosofía de la cultura, si bien esa deducción tiene como
preparación el estudio de los límites del concepto de cultura manejado por los
sociólogos, biólogos y, en nuestro caso, por Jesús Mosterín y especialmente
por Gustavo Bueno.
El amplio tratamiento del libro de G. Bueno se debe a varios motivos. Por
un lado, creo que no debo caer en el mismo error en el que caemos
continuamente, a saber, el de ignorar lo que hacemos aquí mismo. Segundo,
la oferta filosófica del profesor Bueno ha encontrado en España un gran eco,
del que su filosofía de la cultura también ha participado. Tercero, en su
propuesta hay una filosofía de la cultura que, por ser profundamente
alternativa a la fenomenológica, creo que debía ser expuesta con rigurosidad
y amplitud. Cuarto, creo que en su discusión aprenderemos mucho sobre la
cultura, lo que, sin lugar a dudas, facilitará la comprensión de los capítulos
siguientes. Aunque he procurado, por mi parte, hacer la discusión lo más
asequible posible, los conceptos de Gustavo Bueno son bastante

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concentrados, por lo que aun con la mejor voluntad no resultará del todo fácil
seguirla. De todas maneras, quien esté más interesado en la propuesta
fenomenológica que en la discusión de las tesis del profesor Bueno, puede
pasar directamente al epígrafe quinto.
Una vez asentados “legítimamente” en la filosofía de la cultura, el
capítulo o parte segunda debe elegir el modo de tratamiento más adecuado.
Personalmente creo que la fenomenología es el acercamiento más idóneo y
además el que ha aportado elementos más profundos a la hora de comprender
qué es la cultura. Como preparación a una filosofía de la cultura bosquejada
sistemáticamente se expondrá la filosofía de la cultura en Ortega, Husserl y
Heidegger, tres autores, y en ese orden, que hacen contribuciones
significativas. Llamará seguramente la atención la inclusión de Ortega en esta
terna, pero es que la introducción a Meditaciones del Quijote, «Lector...», y
su «Meditación preliminar» son todo un tratado, espontáneo y vivaz, sobre el
concepto de cultura. De hecho, el primer libro de Ortega sólo es inteligible
desde ese contexto y como una contribución a la filosofía de la cultura (San
Martín, 1998: 17 ss. y 66 ss.). En el caso de Husserl quizá parezca a algunos
poco justificada su inclusión, pero su contribución al concepto
fenomenológico de cultura es clave para una filosofía de la cultura; en
realidad, ya lo he dicho alguna vez, la obra de Husserl está atravesada por
una columna vertebral: el tópico Natur/Geist, naturaleza/espíritu. Dicho así
esto, tal vez parezca que poco puede aportar en relación a las preocupaciones
de este momento, pero todo cambia si relacionamos la palabra Geist, no con
espíritu en el sentido tradicional metafísico medieval con que siempre lo
pensamos en las lenguas románicas, sino con el sentido que late en la palabra
alemana Geisteswissenschaften, que se refiere a las ciencias de la cultura, o
con el sentido estrictamente husserliano, que es el de la persona actuando en
el mundo cultural humano. De acuerdo con este sentido husserliano,
naturaleza/espíritu significa sin más naturaleza y persona, o bien, naturaleza y
cultura –sólo que la consideración fenomenológica impide hipostasiar la
cultura en un dominio al margen de las personas. Por tanto, la columna
vertebral de la obra de Husserl se convierte en “naturaleza y persona o
cultura”. Por eso, el verdadero sentido de la frase de Ortega, puesta como
lema al principio, es que el mundo no es ni materia ni alma, ni realidad física
ni realidad psíquica, sino espíritu, es decir, un modo de ver y actuar. Eso es el
espíritu. Y ésa es la aportación husserliana a la fenomenología de la cultura,
aparte de otros elementos que también consideraremos. En cuanto a

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Heidegger, hay que decir ya desde ahora que su descripción del mundo en
Ser y tiempo es una excelente descripción de lo que es el mundo cultural en
que vivimos, de manera que considero que una filosofía de la cultura no debe
prescindir de esa aportación. Además en su estudio del mundo afloran o se
amplían los conceptos de “significatividad”, “adecuación” o “conformidad”
(Bewandtnis) como estructuras básicas del mundo cultural.
Una vez que hayamos expuesto esa fenomenología de la cultura, nos
aprestaremos a ver los tipos irreductibles de cultura, es decir, las especies de
cultura que podamos detectar: la cultura técnica, la cultura ideal y la cultura
práctica. Sólo entonces estaremos en la situación de estudiar y exponer los
ámbitos o escenarios en que aparece la cultura. Y frente a las varias
posibilidades existentes, por ejemplo, el tratamiento que hace G. Bueno de
las tres capas que él detecta en la cultura –la basal, la cortical y la
conjuntiva–, yo creo que, para detectar los escenarios en que aparece la
cultura, es más clarificador utilizar lo que con Fink llamó los fenómenos
fundamentales de la vida humana, y que son los grandes núcleos de actividad
o experiencia en que siempre nos encontramos a lo largo de la vida: el
trabajo, el amor, el poder, el juego y la muerte. En estos fenómenos de la vida
humana aparece la cultura, en general los tres tipos de cultura mencionados,
pues en todos ellos hay elementos técnicos, ideales y prácticos, así como en
todos ellos actúan aspectos basales, corticales y conjuntivos. Al distinguir
especies de cultura y ámbitos o escenarios de la cultura creo que,
coincidiendo en ciertos aspectos con el enfoque de Carlos París, también me
distancio de él. Carlos París habla, en efecto, de “zonas de cultura” (1994:
77) para señalar las tres especies de cultura, la técnica, el saber y la
orientación de la conducta (homo faber, homo sapiens y homo proyector), –
división esta que coincide globalmente con los tres tipos de cultura antes
señalados–.
Por fin, la última parte estará dedicada a la exploración de los aspectos
axiológicos de la cultura para tratar de exponer el núcleo de un ideal de
cultura, puesto que, si la cultura incluye elementos axiológicos, entre éstos es
plausible detectar un orden o jerarquía. Hasta dónde podemos llevar ese
orden es una pregunta acuciante. Como consecuencia de esa parte,
deberíamos detenernos en lo que podríamos llamar la crítica de la cultura,
donde habría que comparar la realidad concreta cultural con el ideal de
cultura diseñado. Dejamos aquí sugerida una dirección de estudio muy
fecunda, en la que se vislumbran las patologías de la cultura con el malestar

20
en la cultura que nos atenaza hoy día, así como algunos de los problemas
básicos del mundo contemporáneo en relación a la filosofía de la cultura, si
bien los límites de la colección obligan a dejar esa parte para otro momento.
De todas maneras ya en este lugar me parece interesante dejar constancia de
la dirección sistemática emprendida. Para la crítica de la cultura, ineludible
haber elucidado antes qué es la cultura y no darla por supuesta más que en lo
imprescindible.
El trabajo que presento me parece que supone una cierta novedad, ya que
su articulación, siendo rigurosa, resulta innovadora. Sólo en la última parte –
en concreto, en los apartados 4.2. y 4.3– he preferido renunciar a mi propia
propuesta, para hacer la de Husserl; ciertamente un Husserl que sonará a
profundamente nuevo, por desconocido. En nuestro ámbito filosófico la
vertiente práctica y ética de la fenomenología no ha sido casi nunca tomada
en serio, mucho menos centrándose en Husserl. Sólo se pueden citar los muy
recomendables trabajos de Urbano Ferrer (1992a y 1992b), aunque sólo
considera escritos husserlianos de antes de la Primera Guerra Mundial y no
relaciona los valores con el mundo de la cultura, por no ser ése, obviamente,
el objetivo de su investigación. Pues bien, tomar en cuenta las aportaciones
de Husserl para una consideración axiológica y ética de la cultura a partir de
textos de después de la Guerra es la novedad de la última parte de este
ensayo.
Por otro lado, la filosofía de la cultura podía haber sido tratada con mucha
más bibliografía, con otros muchos autores, por ejemplo, de principios o
mitad del siglo, como Cassirer, contando mucho más con su contribución; o
con otros más recientes, como Deleuze o Baudrillard; pero creo que en los
aquí elegidos hay una aportación sistemática que posiblemente recoge
muchas o algunas de las tesis de todos ellos, de manera que, en mi opinión, el
sistema que aquí se propone abre un marco para situar las contribuciones, sin
lugar a duda ricas, de muchos otros filósofos. En realidad este trabajo no pasa
de ser un comienzo de articulación que espero seguir yo mismo, o que puede
ser retomado por otros u otras. Después de muchos años de hibernación, justo
ahora empieza la filosofía de la cultura a ser otra vez reivindicada. Mas
tendrá que pasar bastante tiempo hasta que hayamos consolidado la estructura
con la que pensar las diversas vertientes que constituyen la cultura. Este
ensayo no es más que una pequeña contribución para pensar en esa
estructura.
Quiero expresar mi máximo agradecimiento, ante todo, a mi querida

21
amiga María Luz Pintos, que ha leído el texto con gran cuidado y atención,
haciéndome innumerables sugerencias no sólo de estilo sino también de
contenido, siempre acertadas, como suelen ser todas las suyas. Igualmente
quiero mostrar mi más sincero agradecimiento a los directores de la colección
de Filosofía de la Editorial Síntesis, profesores Juan Manuel Navarro Cordón,
Manuel Maceiras y Ramón Rodríguez, por haberme dado la oportunidad de
realizar este ensayo, que sin su invitación no hubiera sido escrito.

22
1
El concepto de cultura desde los diversos
campos del saber

1.1. Genealogía del concepto de cultura


He anunciado que el objetivo de este primer capítulo es “deducir” la
filosofía de la cultura. Mostrar la insuficiencia del concepto de cultura que
manejan las ciencias sociales es la prueba fundamental de esta deducción.
Para éstas, el concepto de cultura no es un concepto sumamente antiguo.
Según ellas, es un concepto que aparece bastante tarde, explícitamente, con el
sentido más o menos actual, no antes del siglo XIX, y justamente con la
etnología, etnografía o antropología cultural. Así lo enuncia Leslie White al
principio de su magnífica recopilación La ciencia de la cultura, aceptando la
tesis de Kroeber, de que «fue el antropólogo [...] quien “descubrió la
cultura”» (1964: 18). Aceptan, sin embargo, que de modo latente o como
campo semántico existía al menos ya en la Ilustración. Ahora bien, como
enseguida veremos, en la Ilustración existe el concepto de modo explícito, no
sólo de modo latente y, para entonces, ya existía toda una tradición en torno
al tema que no debe ser ignorada. Sólo la recuperación de esa tradición nos
posibilitará la comprensión de la insuficiencia del concepto
socioantropológico de cultura. Por eso es imprescindible revivir esa tradición,
una tradición en la que se aúnan dos elementos: un elemento descriptivo, ya
que la cultura denomina un ámbito de la realidad humana, aquel ámbito que
no procede de la naturaleza, es decir, que no se da por nacimiento; y un
elemento normativo, que marca una gradación axiológica en lo humano, en
donde lo humano aparece como un vector desde lo salvaje, bárbaro,
improductivo, no fértil, incultivado, hasta lo más humano. Precisamente esta
tensión inherente al concepto de cultura es lo que se pierde en el concepto de
cultura de las ciencias sociales. Ya la pretensión de que el concepto de cultura

23
es una creación reciente llama la atención y suscita cierta sorpresa, porque la
utilización de la palabra culto’, por ejemplo, en el castellano del Siglo de Oro
era frecuente. Justo ese uso, procedente del clásico, alude de modo preferente
al motivo axiológico, aunque no excluya el descriptivo.
Por eso para comprender el ámbito del concepto creo que es necesario no
olvidar, primero, el propio sentido etimológico de la palabra, en el que se
aúnan los dos factores, el descriptivo y el normativo axiológico (Rodi, 1995:
167). Pero también es conveniente exponer antes la comprensión mítica del
espacio que después será descrito con el concepto de cultura. Si se olvidan
todos estos antecedentes –como se hace en las historias de la antropología
cultural–, se terminará asegurando que el concepto de cultura nace
recientemente, en última instancia en el momento al que llegue la memoria
histórica de esos historiadores. Pero los mitos están ahí, guardando una
memoria mucho más larga que la de los historiadores de la antropología.
Aunque, según Lévi-Strauss, la mitología de casi todos los pueblos piensa
la oposición Naturaleza/Cultura, en este recorrido por los mitos nos vamos a
ceñir al ámbito europeo, que es donde se formula el concepto de cultura del
que hablamos. En Europa se dispone de dos relatos míticos sumamente
importantes, que piensan el ámbito que luego se llamará cultura y con ésta la
«conciencia de la relación rota con la naturaleza» (Rodi, 1990: 177). El
primer texto es nada menos que el relato del Génesis, que, sin ser obviamente
un texto europeo, se ha convertido en un pilar de la constitución de Europa.
Dentro del Génesis el momento más intenso del relato en lo que concierne a
nuestro tema es el episodio de la expulsión del Paraíso.
En el relato de la expulsión podemos distinguir tres pasos. Primero, Dios
coloca al hombre en el Edén, en el que Adán vive en armonía con la
Naturaleza. Eso significa que la vida paradisíaca es exactamente vida natural.
Mas vida natural, que es la vida animal’, significa que no hay que trabajar
para comer porque el paraíso surte de todo lo necesario. Segundo, que, aun
siendo Adán y Eva una pareja, no sienten vergüenza o pudor; que no tienen,
por tanto, una sexualidad realmente humana. Tercero, que no conocen la
muerte, lo que no quiere decir, como se ha solido interpretar, que fueran
inmortales, sino sencillamente que no conocen la muerte. Paraíso significa,
pues, sencillamente, vida en armonía con la Naturaleza.
El segundo paso del relato es el de la ruptura de la armonía, el pecado.
Adán y Eva rompen la armonía, y la rompen con la comida. En la situación
antes de la ruptura, lo agradable a la vista y al olfato era también bueno para

24
comer. Como dice Kant, el instinto, la voz de Dios, decía qué había que
comer y qué no se debía comer. Ese es el modo de funcionar el instinto: lo
bueno para la vista y el olfato es bueno para comer. Pues bien, el pecado
consistió en comer algo que el instinto prohibía comer, que la voz de Dios
prohibía comer. El pecado, la transgresión del instinto, supuso romper la
armonía previa, y en ese momento se inicia la vida humana. Cuando Adán
come del árbol del bien y del mal, del árbol de la muerte, cuando
desobedecen al instinto, en ese momento lo superan, lo rompen, dejando, por
tanto, de actuar el instinto. El fruto del árbol del bien y del mal, pensado
tradicionalmente como una manzana, era bueno a la vista, aunque estaba
prohibido por el instinto, por la voz de Dios, pero Eva, y por ella Adán, lo
prueban, porque tiene buen aspecto; transgreden así el instinto.
Como dice Kant (1994: 61), a quien en parte estoy siguiendo, el acto
como tal puede parecer una nimiedad, transgredir el instinto una vez puede
parecer poca cosa; pero el éxito de este primer intento, es decir, «el tomar
conciencia de la razón como una facultad que puede sobrepasar los límites
donde se detienen los otros animales, fue algo muy importante y decisivo
para el modus vivendi del hombre».
En efecto, las consecuencias de la transgresión fueron dramáticas, porque
inician un drama; donde no lo había, se genera un verdadero drama. El relato
del Génesis, con gran sabiduría, cita tres de los elementos clave de la vida
humana. Primero, la transgresión supone el descubrimiento de la sexualidad
humana al aparecer el pudor, la vergüenza. Segundo, Adán y Eva descubren
la muerte, por tanto, el tiempo, al conocer el límite del tiempo de que
disponemos. Tercero, toman conciencia de que en adelante ya no les serán
provistos naturalmente los alimentos, por lo que deberán procurárselos ellos
mismos, y eso incluirá esfuerzo, tendrán que trabajar. Aparece así el concepto
de trabajo, procurarse con esfuerzo un alimento que no está disponible. En
esta información se ofrece un concepto sobre el modo no natural de obtener
alimentos, es decir, sobre un modo de procurarse la subsistencia hasta ese
momento no presente en la naturaleza.
Así pues, tenemos una oposición básica entre la vida paradisíaca, natural,
instintiva, y la vida no paradisíaca, no natural, no instintiva. Aquélla era la
primera “felicidad”; ésta tiene al menos dos momentos de infelicidad: el
sudor y esfuerzo del trabajo y la certeza de la muerte. También la sexualidad,
momento de felicidad, queda condenada, porque se parirá con dolor, aunque
eso afecta únicamente a la mujer. Al varón sólo se le castiga con diferir la

25
satisfacción porque las señales sexuales directas quedan ocultas. La oposición
entre vida natural feliz y vida no natural infeliz es muy importante y nos abre
al tercer paso.
Para que la pareja expulsada del Paraíso no vuelva a comer del árbol de la
vida y se hagan inmortales, Dios sitúa un ángel a la puerta del Edén para que
no puedan volver a entrar. Si el Paraíso era el lugar de la felicidad, se querrá
retornar a él, pero es una vuelta imposible: una vez conocida la muerte, ya no
hay vuelta atrás. Cuando el instinto ha sido transgredido o superado, ya no
nos podemos refugiar de nuevo en él. Una vez iniciada la sexualidad humana,
ya no podemos volver a la sexualidad animal. Pero sí existe la representación
del Paraíso perdido como un deseo, como un anhelo que orienta la vida, de
manera que la vida humana siempre transcurrirá bajo el anhelo de recuperar
en su día la felicidad del Paraíso perdido, por más que sea imposible retornar
a la sustancia o estructura de la vida en la naturaleza.
Como se ve, el texto del Génesis es de una considerable riqueza, y en él
abundan matices que fácilmente pasan desapercibidos. Dentro de la multitud
de oposiciones que en él se dan, como lo muestra brillantemente Leach
(1969: 7 y ss.), lo que más me interesa resaltar es la oposición entre los dos
modos de vida que en él se diseñan, modos de vida que en el mito tienen los
mismos protagonistas, pero que en la historia real no será así. En el relato
Adán y Eva viven su vida en dos modos distintos. Es obvio que en la historia
no tenemos la oportunidad de vivir de esos dos modos, ni siquiera hemos
conocido jamás miembros de nuestra especie que vivieran en el modo
natural. De todas maneras interesa tener en cuenta lo que en el mito se dice, a
saber, que existen dos modos de vida humana: una es la vida natural, que
viene relatada como una pérdida que se desea recuperar y que sigue
alumbrando como un polo de atracción, aunque fácticamente sea imposible
volver a ella; sus rasgos se definen como una vida sin tener que trabajar, sin
muerte –eterna, inmortal– y sin sexo humano. El otro modo es el de la vida
auténticamente humana, la que ha roto con la naturaleza en esos tres factores,
el trabajo, el sexo y el conocimiento de la muerte.
Veamos ahora el segundo texto mítico. Se trata del famoso relato de
Protágoras en el diálogo de Platón del mismo nombre, el mito de Prometeo y
Epimeteo, que con elementos distintos ofrece una estructura en cierto modo
semejante a la del Génesis: vida armónica con la naturaleza, transgresión,
vida humana; por tanto, naturaleza, transgresión, vida humana.
Sócrates le dice a Protágoras que tiene serias dudas de que se pueda

26
enseñar la política, y la mejor prueba es que en cuestiones técnicas
preguntamos a un experto, que lo ha tenido que aprender; pero si se trata de
asuntos generales de la política, es decir, de asuntos concernientes a la
organización de la ciudad, todo el mundo puede opinar, y generalmente
opina. Pericles, por ejemplo, ha enseñado a sus hijos cuanto dependía de la
enseñanza de un maestro, pero respecto a la política no les ha enseñado nada.
Se trata del famoso tema de la virtud: la virtud no se enseña. Pero Protágoras
opina lo contrario, y para probarlo cuenta el mito de Prometeo y Epimeteo.
Al crear a los mortales, los dioses encomiendan a los titanes Prometeo y
Epimeteo que distribuyan convenientemente las cualidades que estas criaturas
deban tener. Epimeteo pide a su hermano que se lo deje hacer a él y que
luego se lo supervise. Epimeteo distribuye las cualidades de modo
compensado, equilibrando carencias y disponibilidades, por ejemplo, a un
animal débil le dota de velocidad. Pero cuando ya ha repartido todas las
cualidades aún le queda por proveer al hombre. Al venir Prometeo a
inspeccionar la obra de Epimeteo, encuentra al hombre desprovisto de
cualidades naturales, es decir, desnudo, sin calzado apropiado, sin abrigo, sin
defensas; de ese modo no sería capaz de subsistir. Entonces Prometeo toma
de Atenea los oficios, es decir, los saberes técnicos; y como sin el fuego para
nada sirven, roba a Héfesto el fuego y se lo da a los hombres. Los humanos,
por tanto, ya disponen de la eficacia técnica, pero carecen de la política, de la
capacidad de organizarse para vivir conjuntamente. El dueño de ese saber era
Zeus. Los humanos, al no disponer del saber político, no podían convivir y no
podían defenderse de los animales. Entonces Zeus manda a su mensajero
Hermes dar a los humanos el pudor y la justicia para que puedan convivir;
pero no se los da a personas concretas como, en cambio, sí ocurre con los
oficios, que habían sido repartidos por igual (a unos un oficio, a otros otro,
etc.), sino que se los da a todos, de manera que cada uno tenga su parte de
estas virtudes. Es por tener todos los humanos una participación en el pudor y
en la justicia por lo que se pueden enseñar mediante estímulos, castigos,
consejos, etc. En este sentido es lamentable que, por ejemplo, los expertos en
política no se esfuercen por enseñársela a sus hijos.
Del mito no nos interesa la naturaleza del saber político, de la que
podríamos sacar obviamente un gran rendimiento. Lo que nos interesa es el
modelo de ser humano que en él se propone y, más específicamente, la
estructura global que el mito trasmite o sobre la que el mito adquiere sentido;
sobre todo porque a pesar de las apariencias en él trasluce una estructura

27
parecida a la del relato anterior.
En el mito se destaca y opone la creación del conjunto de los animales y
la del ser humano. Los primeros muestran una armonía y equilibrio.
Epimeteo reparte las cualidades de modo compensado. Precisamente ese
equilibrio es el que queda roto con el ser humano, puesto que con él la
armonía de la naturaleza se rompe, queda transgredida, y aparece un ser
inepto, inadecuado para subsistir, no natural. Ha nacido de la naturaleza pero
no está capacitado para vivir naturalmente; por eso su vida ya no puede ser
natural. El ser humano como ser viable representa una ruptura de la
naturaleza. En el relato del Génesis la ruptura se consuma por comer del árbol
de la ciencia del bien y del mal; en el mito griego, por la imprevisión de
Epimeteo, que provoca que ahora haya una criatura desajustada frente a lo
que ocurría con todas las otras, que vivían en equilibrio y armonía con la
naturaleza.
A continuación tenemos en el mito el resultado o resolución del desajuste.
Según la Biblia, la consecuencia de la transgresión es el nacimiento de la
comunidad sexual humana y el trabajo. En el mito de Prometeo se procede a
la segunda creación del ser humano y se les dota de la capacidad de trabajo
(los oficios y las técnicas), y de las cualidades de la convivencia (el pudor y
la justicia). La intensa experiencia de la polis hace que el mito griego añada
el saber político a las cualidades humanas necesarias. Pero no deja de llamar
la atención que se mencione también el pudor, la vergüenza, como una
cualidad o virtud necesaria para la convivencia, la primera virtud –como
sentimiento– que surge después de la transgresión bíblica.
Tenemos, entonces, en los dos relatos, dos órdenes de realidad claramente
contrapuestos: el natural divino, armónico, equilibrado, que, por tanto, se
reproducirá sin alteraciones –eso es lo que implica el equilibrio–; y el orden
humano, que introduce y representa una transgresión y ruptura de ese orden
de integración natural, pero que busca restaurar de algún modo la ruptura,
compensarla, resolverla. Pues bien, este modelo es básico para comprender el
concepto de cultura.
El segundo elemento que confluye en el concepto de cultura viene
irremediablemente del sentido etimológico mismo de la palabra; sentido éste
que además no está desvinculado del anterior, porque el paso de lo natural a
lo humano siempre exige una acción. En el mito esa acción se comprende
como transgresión, porque supone infligir algún tipo de violencia al orden
anterior. Pero sin esa acción o actuación no hay paso a la vida humana. La

28
actuación necesaria para pasar del orden meramente natural al orden humano
es lo que se enfoca en el sentido etimológico de la palabra cultura como
educación, formación o, en el sentido más estricto, como cultura del ser
humano.
Cultura es el abstracto de colere, labrar el campo, es decir, cultivarlo para
hacerlo fértil, por eso se aplica al ser humano, que debe ser cultivado para
pasar de un estado silvestre a una situación culta. En Grecia a esta formación
la llamaban paideía ya que debía ejercitarse fundamentalmente sobre los
niños. El orden humano ya está constituido cuando nacen los niños y es a los
niños, que vienen al mundo desnudos e indefensos, a los que hay que formar
y a los que hay que enseñar, para introducirlos en el mundo humano. Toda la
organización griega es una organización de la paideía. Por eso, bastaría con
un estudio a fondo de los elementos de la educación griega para poner alguna
base imprescindible de la filosofía de la cultura. Pero en Grecia no se utiliza
la palabra cultura, cuyos elementos metafóricos es necesario analizar.
El cultivo de un campo exige protegerlo y cuidarlo: hegen und pflegen,
dicen los alemanes, en un dúo de palabras unidas idiomáticamente. El cultivo
se da, en primer lugar, en un terreno natural inculto. Segundo, sobre él se
lleva a cabo una actuación de cierta violencia para llevarlo a otro nivel: se
arranca o quema la vegetación natural, se le quitan las piedras, de manera que
aparezca el terreno cultivado con un aspecto claramente distinguible; incluso
contrapuesto al anterior. Este, sin embargo, sigue ejerciendo una no
disimulada presión sobre el orden nuevo, porque sigue sosteniéndolo o
soportándolo. Es decir, lo cultivado sigue siendo también parte de la
naturaleza, sigue siendo natural, pero a lo natural no se le deja seguir su
curso, sino que se interfiere en él con la acción humana, se lo encauza, por
eso hay que acotarlo (hegen) y cuidarlo (pjlegerí) para que no vuelva al
estado anterior; porque para ser cuidado un campo debe ser protegido,
acotado.
Es cierto que en este uso etimológico de la palabra cultura, ésta siempre
aparece de modo adjetivo, campos cultivados, pero la existencia de campos
cultivados lleva a la agricultura, al cultivo del campo, que no es sino el arte
de producir campos cultivados. Del mismo modo, la paideía no es sino el
abstracto de las acciones para lograr niños verdaderamente griegos, niños
formados, educados en la helenidad.
Pero supondría una cortedad de miras quedarse ahí, es decir, quedarse en
la cultura adjetiva –campos cultivados, niños griegos cultivados– como lo

29
importante, porque tras el adjetivo está necesariamente el sustantivo que
constituye el ideal, por ejemplo, en el caso de la helenidad, la cultura griega,
eso que para los griegos es el verdadero modo de ser humano; o en el caso de
los campos cultivados, las técnicas de cultivo que anteceden y rigen las
actuaciones de convertir los campos silvestres en cultivados. La helenidad
antecede a la paideía y la técnica agrícola antecede al cultivo del campo.
Es sabido que Cicerón es el primero que habla de la cultura animi, en
semejanza con la cultura agri. En esa utilización la palabra asume la
tradición griega de la paideía y el sentido etimológico de la cultura agri,
utilizándolo metafóricamente. En ambos casos, siendo el resultado una
cultura adjetiva, espíritu y campo cultivados, la condición para ambas cosas
es que exista el ideal para el cultivo, el modelo, la norma que dirige esas
acciones. Por eso siempre cabe ahí un más y un menos, un mejor y un peor,
una mayor o menor adecuación a la norma. Además, nunca hay que olvidar la
provisionalidad de la cultura. Estemos o no seguros de que vivimos en su
ámbito, el orden natural subsiste siempre por debajo de lo cultural y se
apresta a aflorar a poco que ceda el cuidado.
Esto parece que iría contra la irreversibilidad del orden cultural, que, tal
como es pensado en el mito, no admite marcha atrás. Es cierto esto, pero la
cultura, el cultivo, inicia un proceso muy complejo, y en ese proceso
complejo muchos estadios que en un momento dado fueron culturales han
podido “solidificarse” en elementos naturales; otros han podido convertirse
en modos de vida tan identificados con los mínimos deseables que aparecen
como imprescindibles, de manera que su abandono, por falta de cuidado con
el esfuerzo necesario, significaría para la vida humana como una vuelta a un
mundo natural, aunque en sentido estricto no lo sea.
Precisamente esta idea de un ideal de vida humana, que consiste en la
asimilación de los logros máximos obtenidos en un momento, es lo que está
detrás de esa provisionalidad. En la paideía griega hay un más y un menos;
también lo hay en el cultivo de los campos y no menos en el cultivo del
espíritu. En todos estos casos se diseña un mínimo imprescindible para la
vida humana y un máximo, un ideal de vida humana. Es este ideal el que
siempre está amenazado.
Tenemos, por tanto, hasta ahora, dos sentidos o elementos para configurar
la idea moderna de cultura. Uno es el acotamiento de dos órdenes: el natural
equilibrado y el humano que transgrede o rompe el equilibrio de aquél. El
segundo es la contraposición de un modo de ser humano no formado, no

30
educado, no cultivado, y la existencia humana formada, educada, cultivada.
El primer elemento se refiere a la existencia de la especie como tal: el ser
humano pensado en los mitos es el ser humano como especie. El otro se
refiere a modos concretos de la vida humana, tomando como referencia a
personas concretas sobre las que se actúa para llevarlas al ideal humano.
Aunque entre estas dos direcciones de la definición de cultura hay elementos
dispares, en realidad ambas apuntan a un mismo elemento, que no debe pasar
desapercibido. En el caso de la paideía, el hecho de que la actuación sea
sobre el niño nos lleva al elemento básico del mito: la cultura como
formación es resultado de la transgresión o transcendencia del orden natural.
Este elemento resulta minusvalorado en la traducción de la paideía a cultura,
porque en esa traducción parece que el niño es viable como niño humano
también sin cultura. En la paideía hay dos niveles, uno mínimo y otro
máximo. Para ser humano, todo niño debe aprender al menos los rudimentos
del comportamiento social, por ejemplo, a hablar, o debe adquirir los
conocimientos básicos sobre lo comestible, o ciertas normas de convivencia;
pero existe obviamente también un máximo, un ideal. Al traducir al latín el
concepto de paideía, o al menos su campo semántico, por la metáfora de la
cultura, se focaliza más este segundo nivel, que es el que también aparece en
el concepto de humanismo, descuidando el otro nivel, el mínimo
imprescindible que afecta a la totalidad de los elementos necesarios para la
configuración de la vida humana.
Es cierto que en este desplazamiento de sentido se pierde la radicalidad de
la contraposición nítida entre el orden natural y el orden humano pensada en
el mito, pero se gana la conceptualización de otra contraposición siempre
operativa también en el orden humano, la que existe entre cumplir mejor o
realizar mejor ese orden, que no existe en el orden natural; en este orden no
existe un ámbito para cumplir mejor o peor lo natural. En el orden natural no
se puede ser más o menos natural, siempre se es igualmente natural; en el
orden humano, al contrario, desde el momento que está constituido por
actuaciones reguladas, cabe cumplir mejor o peor la norma; cumplirla o no
cumplirla; y que en un colectivo la cumplan más o menos gente. Hay, por
tanto, un ideal, un gradiente. Este gradiente es lo que se resalta en la
traducción de la paideía con la palabra latina cultura y en el sentido usual de
la palabra ‘humanismo’. Así, tenemos dos ámbitos de realidad: uno el natural
y, otro, el humano, pero éste puede ser descrito del mismo modo que el
anterior; mas el concepto de cultura al que ahora estamos aludiendo incluye

31
un ideal que podemos cumplir o dejar de cumplir. Este elemento ideal
normativo es el que se destaca en la metáfora del cultivo del espíritu.
La evolución del concepto de cultura en el Renacimiento, en el Siglo de
Oro español y en la Ilustración se centrará en este aspecto o elemento ideal
axiológico, el ideal humano que debe ponerse como meta que hay que
conseguir en la educación, en la formación, en la “ilustración”. En La
Dorotea (acto IV, escena II) se pregunta Lope de Vega: «Garcilaso ¿fue
culto? Aquel poeta es culto que cultiva de suerte su poema que no deja cosa
áspera ni escura, como un labrador un campo; que eso es cultura, aunque
ellos dirán que lo toman por ornamento» (véase Azorín, 1975: 933).
Precisamente la Ilustración, como período histórico, basará su propia
definición en la acentuación de este elemento, aunque vaya también más allá,
al darle una profundización mayor en relación a una mera formación
humanística, que podía representar un cultivo relativamente superficial de la
persona. En la Ilustración se asume la cultura como la educación del hombre
para pasar del estadio de inmadurez al de madurez. Parece que fue Samuel
Pufendorf, profesor de Derecho primero en Alemania y luego en Suecia, el
que por primera vez contrapone en su obra de 1686, Eris scandica
(Disputación escandinava), la cultura al estado natural. Esa cultura representa
un dominio que hay que asimilar; por tanto, un dominio ya existente que hay
que asimilar para perfeccionarse.
A la Ilustración se llega, en consecuencia, con una serie de elementos
muy diferentes que terminan por integrarse en las dos vertientes
fundamentales de la cultura: el ámbito subjetivo de la cultura, que había sido
hasta ese momento el predominante, es decir, la cultura como formación o
cultivo del ser humano –incluyendo, siempre en el desplazamiento de sentido
del que hemos hablado, el ideal de vida humana–, y el ámbito objetivo de la
cultura, que sin ser tematizado opera ya desde la paideía; porque de lo que en
ésta se trata es de introducir a los niños en la helenidad, de hacer que los
niños asimilen y practiquen del mejor modo posible el ideal helénico de vida,
ese modo de ser hombre que para los griegos es el ideal; o para los
renacentistas, el mundo clásico que para ellos se convirtió en modelo,
utilizando para ello las humanidades. Pues bien, en la Ilustración en cierta
manera se recuperan los dos sentidos, el trasmitido por el mito y el
desplazamiento de sentido implícito en la utilización de la metáfora de la
cultura, de manera que el ser humano no culto es el inmaduro, y, por tanto, en
cierta medida algo aún no humano, prehumano. La cultura es en ese contexto

32
el ámbito objetivo ya consolidado, que es necesario asimilar para convertirse
en persona madura, es decir, en un ser humano pleno. Para la Ilustración, por
tanto, el estado de incultura no es el estado de naturaleza pura, sino el estado
de inmadurez, que en cierta medida prolonga aquella inmadurez infantil de la
que nos tenía que sacar la paideía griega.
Seguimos contando en todo caso con los mismos elementos que antes,
aunque estén ligeramente desplazados: primero, un orden natural en el que
nacemos, el estado de inmadurez; segundo, un ámbito objetivo no presente en
la naturaleza sin la actuación de los seres humanos, pero que respecto a cada
individuo le antecede; y tercero, una actuación como cultivo, formación,
asimilación de ese ámbito, que debe quedar incorporado –la mayor parte de
las veces en el sentido más estricto de la palabra: hecho parte de nuestro
cuerpo, por ejemplo, en la forma de hábitos– a nuestras vidas, pasando así
éstas del estado de inmadurez a la madurez. Si a este último estado llamamos
cultura subjetiva, y al ámbito citado antes cultura objetiva, siempre tenemos
ese doble, esos dos órdenes o aspectos de la cultura, ambos por su parte
opuestos al orden natural, que puede ser concebido de un modo más o menos
amplio. En el sentido menos amplio, el orden natural significa sólo lo que la
naturaleza da al niño; éste es el único sujeto natural. En un sentido más
amplio o menos estricto, en el que se emplea el término cuando nace la
expresión cultura animi, o en el Renacimiento, ese ámbito natural se amplía
hasta la inmadurez tanto del niño como del adulto, tomando la inmadurez
como la prolongación del estado de naturaleza estricto. En este caso los
adultos desearían, juzgarían y actuarían como niños.
Kant realiza un meritorio esfuerzo en pensar el concepto de cultura o en
explicitar un sentido ya común en su época, a tenor de la contundencia con
que lo utiliza. En su escrito menor pero intenso y profundo Probable inicio
de la historia humana (1994: 57 y ss.) expone la base fundamental de su
concepción. Algunos pasos de ese escrito han sido utilizados en la exposición
del relato del Génesis: la salida del hombre del Paraíso –presentado por la
Razón como la primera morada de la especie– no consistió sino en el tránsito
de la rudeza propia de una simple criatura animal a la humanidad, de las
andaderas del instinto a la guía de la razón, «en una palabra, de la tutela de la
naturaleza al estado de libertad» [aus der Vormundschaft der Natur in den
Stand der Freiheit] (p. 65). Pero en el § 83 de la Crítica del juicio nos da una
definición explícita de cultura, relacionándola con la arquitectura teleológica
de la naturaleza.

33
Es cierto que la naturaleza no ha hecho con el ser humano ninguna
excepción, pues lo tiene sometido en su totalidad a los mecanismos naturales
(1958: 589). El ser humano es una realidad como cualquier otra. La realidad
material humana se compone totalmente con la naturaleza. Ahora bien, si se
tiene en cuenta la arquitectónica configurada por la vida orgánica, el reino
vegetal, los animales herbívoros y los animales carnívoros, el ser humano ya
no aparece igual a los otros seres, sino como el último fin de la naturaleza: el
ser humano «es el último fin de la creación, aquí, en la tierra, porque es el
único ser en la misma que puede hacerse un concepto de fines y, mediante su
razón, un sistema de fines de un agregado de casos formado de modo final»
(p. 588). Esta estructura teleológica no es válida para el juicio determinante,
es decir, para aquel juicio que se fija en las cosas y las determina sub-
sumiéndolas en el sistema, pues en él se va de lo general a lo particular. En la
realidad descrita por el juicio determinante no hay fines. No ocurre así en el
caso del juicio rejlexionante que va de lo particular a lo general,
rejlexionando sobre esa realidad para encontrarle un sentido (Kant, 1958: 123
y 593).
Pero ¿qué es lo “favorecido como fin” en el ser humano?, es decir, ¿qué
aparece en el ser humano como fin por medio de su enlace con la naturaleza?
Kant lo tiene muy claro: o bien aquello que puede ser satisfecho por la misma
naturaleza, es decir, la satisfacción de las necesidades, lo cual constituye un
estado de plenitud, y eso es la felicidad, por lo que la felicidad es entonces un
fin en el ser humano, un momento final de la actividad; o bien «la aptitud o
habilidad para toda clase de fines para los cuales pueda ser utilizada por el
hombre la naturaleza (interior o exteriormente)» (ibídem). Pero con esta
definición Kant excede con mucho los elementos meramente doxográficos de
la Ilustración, para pasar a ofrecer una teoría bastante elaborada de qué es la
cultura. De todas maneras no debe pasar desapercibido que Kant define la
cultura no como un ámbito exterior sino como una “capacidad subjetiva”;
capacidad, además, cuya última condición, «que podría llamarse cultura de la
disciplina, es negativa, y consiste en librar la voluntad del despotismo de los
apetitos, que atándonos a ciertas cosas de la naturaleza, nos hacen incapaces
de elegir nosotros mismos» (o.c.: 598). A continuación habla Kant, sin
embargo, de la ciencia, del arte y de las partes menos importantes de la
cultura, con lo que está resaltando la cultura no tanto como cultivo o
disciplina sino como ámbito objetivo. De todas maneras, al final de la
Ilustración, la Cultura, ahora ya con “K”, la Kultur, es aquello a lo que el ser

34
humano como fin de la naturaleza está llamado para ser auténticamente
maduro. Esta cultura tiene grados, siendo la cultura por excelencia la cultura
superior, el sistema normativo regulado de los tres ámbitos básicos de la vida
humana: en el conocimiento, la Ciencia; en el comportamiento, la Moral; y en
el goce, el Arte. Así, la ciencia, la moral y el arte son los tres grandes ámbitos
de la cultura objetiva superior, cuya formación y adquisición determinan la
del ser humano.
Si, por otro lado, en Kant y en general en la Ilustración, está claramente
mencionada la idea procesual de cultura, es decir, la cultura como cultivo o
producción de una aptitud, sin embargo, este elemento de cultivo, que, según
sabemos, pertenece de modo básico a la configuración tradicional del
concepto de cultura, se irá oscureciendo para resaltar más el aspecto objetivo
de la cultura, es decir, los ámbitos de la Cultura, constituidos, además, en
ámbitos más o menos cerrados, como la Ciencia, la Moral y el Arte. A partir
de ahí se formará un ideal político básico, el de impulsar en una sociedad el
desarrollo de esos ámbitos al margen de los intereses concretos y prioritarios
de los individuos. Así se configura la idea del Estado de Cultura, la idea
política de configurar un Estado cuya meta sea el desarrollo de la Cultura;
Estado que tenía que trabajar para lograr una implementación e implantación
satisfactoria del dominio de la cultura entendida en ese sentido.
Las líneas para llegar a esa idea son varias, y en ellas el idealismo alemán
es decisivo. Primero habría que tener en cuenta a Herder, en quien, en
opinión de Gustavo Bueno, estaría el «embrión de la nueva idea de cultura»
(Bueno, 1996: 55). En segundo lugar estaría Fichte, sobre todo por su
“llamada” al pueblo alemán en sus Discursos a la nación alemana, donde
aparece una elaborada idea de la peculiaridad de lo alemán como pueblo
(Fichte, 1985: 93 y ss.). También habría que tener muy en cuenta a Hegel. En
éste tanto la idea de espíritu subjetivo como la de espíritu objetivo son
claramente formulaciones de lo que ya entonces se llamaba cultura (París,
1994: 60). Jacinto Choza ha investigado la relación entre el espíritu objetivo
de Hegel y la elaboración que de ese concepto hace Dilthey con la teoría de
los hábitos de Sto. Tomás. Por esa investigación tenemos una clara prueba de
en qué medida, a través de la noción de espíritu objetivo de Hegel –espíritu
que es el despliegue del subjetivo, despliegue en el cual «hace aparecer todo
el mundo de las instituciones sociales, más allá de la subjetividad, como
ámbito de expresión y plasmación del reino superior de lo real» (París, o.c.:
61)–, aparece en la teoría diltheyana de las ciencias del espíritu lo que podría

35
ser cultura como actividad humana –es decir, como cultivo del ser humano y
que se da en la forma de hábitos, de «determinaciones reales de una
naturaleza libre» (Choza, 1990: 32)–. Mas, como se sabe, esa denominación
de ciencias del espíritu es la forma en que se denominaba a lo que hoy
llamaríamos ciencias humanas, o en todo caso ciencias de la cultura.
Con esto creo que se ha diseñado sin excesivas retóricas el contexto
global en el que nace la idea de cultura, teniendo presentes las diversas
versiones o matices que dan al concepto cierta polisemia, que sería inútil
eliminar. Resumiendo, tenemos, en primer lugar, una oposición entre
naturaleza y cultura: el ser humano es un ser natural que rompe parcialmente
su vinculación con la naturaleza, por lo que necesita otro modo de
organizarse. Ese modo es la cultura. En segundo lugar, tenemos otra
oposición, la que se da entre un ser humano poco educado, poco participativo
en las posibilidades de una época, y su polo opuesto, el individuo
máximamente participativo en esas posibilidades, el ser humano que cumple
el ideal; por tanto, aquel que realiza el ideal cultural. Ese ideal, que en la
Ilustración es el ideal de madurez, va a consistir posteriormente en la
asimilación de la Ciencia, la Moral y el Arte. El desarrollo del concepto de
cultura introduce en el primer orden de oposiciones –la oposición entre
naturaleza y cultura pensada en el mito–, el vector axiológico, valorativo, de
acuerdo con el peculiar modo de ser del ser humano, que, como veremos (cfr.
capítulo 4), lleva en su vida una diferencia entre lo que es y lo que quiere ser.
Pues bien, este complejo sistema, un orden de oposiciones recubierto por la
diferencia que lo valorativo supone entre lo mejor y peor, es el que queda
oscurecido desde el concepto de cultura de las ciencias sociales y biológicas;
sobre todo desde éstas. Pero hay que tener en cuenta que éstas en realidad no
hacen sino depurar aquel con el que operaban las ciencias sociales.
No quiero dejar de considerar, aunque sea muy por encima, la presumible
diferencia entre civilización y cultura. Recientemente en España Fernando
Savater ha mantenido que existe entre ellas una diferencia, utilizando la
palabra cultura para los ámbitos particulares y restringidos y civilización para
los ámbitos universales (1995: 404). En mi opinión se trata de una distinción
arbitraria; en realidad todo intento en esa dirección va a chocar con la
legitimidad de cualquier otro uso en sentido distinto. La diferencia proviene
del diferente uso que se les deba a estos conceptos en los países que tenían
colonias y en aquellos que no las tenían. En éstos se habló de cultura como el
estado ideal del hombre (Rodi, 1990: 180), tal como hemos visto en Kant,

36
pensando en una arquitectónica. Para éste cultura está en el contexto de la
autodisciplina, por tanto, del autocultivo, mientras que la civilización implica
sólo el uso de las normas establecidas pero sin alcanzar el comportamiento
ético. En ese sentido Humboldt entenderá por civilización una formación
meramente exterior y por cultura una formación interna en el sentido de
constitución de una personalidad ética autónoma (Schnädelbach, 1996: 320).
Ahora bien, en los países que tenían colonias se habló en general de
civilización, con la cual aludían a la europea, que era la designada, a su vez,
por los primeros como la cultura por excelencia, la cultura superior. La
civilización aparecía en la triada salvajismo, barbarie, civilización (París,
1994: 58). Pérez Tapias alude, con buen criterio, a que «en muchos contextos
[el término civilización] se ha reservado para lo que es resultado del
desarrollo material y marcadamente expansivo de ciertas culturas»; ahí se
generaría la diferencia entre culturas, pues «no todas han protagonizado el
salto a “grandes civilizaciones”» (Pérez Tapias, 1995: 21). Desde ese
contexto evolucionista se pensó la civilización como un estadio superior. A lo
largo del siglo XIX, sin embargo, se va perdiendo toda contraposición entre
cultura y civilización, terminando por aparecer como términos equivalentes,
como hemos visto en la definición de Tylor. Un ejemplo significativo de uso
indiferente puede ser el de Freud, quien al menos en El provenir de una
ilusión oscila continuamente entre un término u otro, a pesar de que Carlos
Gómez, comentando este texto y haciéndose eco del uso de la Escuela de
Frankfurt, identifique «los aspectos idealistas de la sociedad» con lo que
«algunos llaman restringidamente cultura», y los utilitarios con lo «que, a
veces, se denomina civilización» (Gómez, 1998: 66; también Freud, 1968: 73
y ss.). Pero ni el uso diferenciado equivalente de Freud ni el uso de la Escuela
de Frankfurt han impedido que la herencia kantiana se mantuviera viva a lo
largo de este siglo, pues la actitud crítica respecto a nuestra cultura o
civilización llevó de nuevo a pensar la civilización como un uso simplificante
de la cultura, un uso meramente oportunista y utilitario de la cultura, como
pensaría Spengler (Ortega, IV: 196) y como también pensará Husserl (Hua
XXVII: 110). Pero últimamente, sobre todo por el influjo de Norbert Elias,
esta contraposición en la que la civilización representa todo aquello que
habría que desechar de la cultura contemporánea, es ya ajena a la generación
actual, siendo sólo un ejemplo de aquella ideología alemana en la que se
contraponía la cultura europea a la civilización técnica americana
(Schnädelbach, 1996: 319 y ss.).

37
A la vista de estos vaivenes en el uso de los dos términos, sólo se puede
decir que no se aprecia ninguna legitimidad para un uso sobre otro. Si en todo
caso consideramos la cultura como el modo básico del ser humano, en
oposición al ser meramente natural, la civilización sería, en la dirección que
fuere, un modo de vivir esa cultura, bien de una manera pervertida, de
acuerdo al uso fundamentalmente alemán, bien como ideal de una
civilización cosmopolita, que sería el modo que propone Savater. Pero no
creo que haya ninguna deducción ni de un uso ni de otro más allá de la
aportación de las pruebas de un uso empírico que no engendra ningún
derecho.

38
1.2. La cultura desde las ciencias sociales
El uso del concepto de cultura por parte de los filósofos desde mitad de
siglo toma como referencia el uso que hacen de él los antropólogos
culturales; uso que se ha convertido ya casi en paradigmático en todos los
ámbitos. Sólo cuando se habla de instituciones como el Ministerio de Cultura,
o de que alguien tiene una cultura muy amplia, el término cultura se refiere al
sentido alemán heredado de la Ilustración, o sencillamente al saber
acumulado en la sociedad en un momento determinado, en el que no entra
tanto la consideración de la cultura “científica5 como la cultura
“humanística” –idiomas, historia, arte, literatura–, así como el conocimiento
y la aceptación de las normas de la “cortesía”. Pero los filósofos toman ya en
general como referente del concepto de cultura el concepto descriptivo que se
pone en marcha en el siglo XVIII y se generaliza en el XIX, haciéndose
plenamente eficaz en las ciencias humanas, sobre todo en la antropología
cultural y social, o en la sociología francesa, que en realidad hasta muy
entrado el siglo XX es el nombre con el que en Francia se llama a los
estudios que en otros lugares se conocen como antropológicos. Para nosotros
es también un concepto muy importante, porque tanto Gustavo Bueno como
Jesús Mosterín lo toman como referencia, operando ambos con él. A este
concepto le vamos a llamar descriptivo-morfológico, porque, en primer lugar,
sirve para describir un tipo o vertiente de la vida humana y, en segundo lugar,
describe esa estructura considerándola constituida por una estructura cuya
morfología se trata de descubrir y así reproducir en la ampliación de la
descripción.
Cuando los antropólogos han querido presentar el concepto de cultura que
manejan, procuran hacer una pequeña historia del mismo, pero no llegan muy
lejos, generalmente no más allá de la Ilustración, en la que se pasa de la
importancia de la naturaleza –Nature– a la importancia del lugar donde uno
nace, que es el que determina la Nurture, la alimentación material y espiritual
que uno recibe. La palabra ‘lugar’ tiene ahí un sentido amplio. Así, Harris
(1979: 9) se remite a los estudios de Kroeber y Kluckhohn, quienes entienden
la cultura como «conjunto de atributos y productos de las sociedades
humanas y por ellos de la humanidad», de carácter –dice– extrasomático y
transmisibles por mecanismos distintos de los biológicos. Este concepto no
existiría antes de 1700, aunque reconocen un uso del concepto de cultura en

39
el ámbito alemán, y por tanto con “K”. Por supuesto, como solía ser habitual
en toda esa época de la posguerra, no se preocupan en absoluto de rastrear el
uso del término en el Siglo de Oro español. No hace falta decir que ese
concepto descriptivo prescinde de la carga normativa axiológica que el
concepto conllevaba desde su formulación en el período clásico.
Para Harris, aun concediendo que ese uso de la antropología cultural es el
de la Ilustración, en realidad el concepto hay que remitirlo, al menos en su
base ideológica, a la filosofía de John Locke, quien, ante la diversidad de las
costumbres y creencias de los diversos pueblos que los descubrimientos
habían puesto de manifiesto, llega a la conclusión de que el ambiente
determina los modos de vida de los individuos y, por tanto, que el
pensamiento, los sentimientos y las acciones de las personas dependen no de
un a priori natural o espiritual –ahí estaba la polémicasino del ambiente, del
entorno social en el que cada uno nace. Lo que el ser humano siente, piensa y
hace depende del mundo social en que nace. Al nacer el individuo es como
un papel en blanco o una caja vacía que se “llena” de ideas tomadas durante
el proceso de aprendizaje en su sociedad. Este proceso, que ahora se llama
“enculturación”, es el aprendizaje de la cultura. Esto se aplica a todos los
principios o elementos tanto de carácter teórico como práctico (político y
moral) y artístico. Por tanto, diferentes experiencias, es decir, diferentes
entornos, llevan a conductas diferentes. Aquí tenemos ya algunos aspectos
básicos de la idea de cultura en sentido descriptivo-morfológico, aspectos
que, luego, cada autor o antropólogo entenderá en un sentido u otro. En todo
caso y para todos ellos, la cultura es el conjunto de esos aspectos de la vida
humana que se aprenden en el grupo social; por tanto, que no se heredan
biológicamente sino socialmente.
Como lo hace notar Harris, en la definición que nos ofrecen Kluckhohn y
Kroeber, hablando de «conjunto de atributos y productos de las sociedades
humanas, y por tanto de la humanidad, que sean extrasomáticos y
transmisibles por mecanismos distintos de la herencia biológica» (Harris,
1979: 9), es cierto que no hay sólo una descripción sino también una teoría,
pues al hablar de “productos” y elementos “extrasomáticos” se habría
traspasado la mera descripción, lo que, por otro lado, es bastante dudoso. Se
puede admitir que la palabra extrasomático es, en este contexto, un poco
ambigua o imprecisa, ya que no parece referirse sólo a los productos, que
obviamente serían extrasomáticos (por ejemplo, un hacha o una obra de arte),
sino también a los atributos sociales; mas en este caso, si nos referimos a una

40
sociedad, por ejemplo, matrilocal, no se ve en qué medida una calificación de
ese tipo excluye el carácter somático; porque, aun concediendo que ese
atributo incluye una “norma” –que no es algo somático–, la norma regula
conductas corporales: qué personas van a vivir a tal sitio. No pasaría lo
mismo si decimos que una sociedad es matrilineal, ya que en este caso se
trata de la familia a la que una persona es vinculada, a la familia de la madre
o a la del padre, aunque a la hora de dar contenido a ese atributo es muy
difícil que no tengamos que remitirnos a conductas corporales. Por eso me
parece que lo único relevante en la definición es el factor “herencia”, y creo
que lo extrasomático se refiere más a que esos atributos no están
incorporados en el cuerpo al estilo de los caracteres físicos, sean del tipo que
sean.
Luego, como sabemos por experiencia que esos caracteres, o el uso de
productos de la actividad humana, se heredan o trasmiten socialmente en el
seno de la sociedad, y que esos usos son muy diferentes, se pasa a llamar
cultura a ese acervo de formas, rasgos, elementos o productos que se
trasmiten dentro de un grupo. Esto es lo que había descrito Tylor en su
famosa definición, por lo que ésta ha sido tomada como la definición
canónica de cultura en sentido etnográfico y, por su éxito epistemológico,
pasa sin más a ser la definición canónica de cultura. Tylor, en el primer
capítulo de su Primitive Culture (1871), afirma que cultura o civilización «en
sentido etnográfico amplio, es aquel todo complejo que incluye el
conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y
cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridos por el hombre en cuanto
miembros de la sociedad» (en Kahn, 1975: 29).
Pues bien, en esta definición tenemos tres partes y una introducción. En la
introducción se señala que se trata de la cultura o civilización. Hay que
subrayar la falta de diferencia entre las dos palabras vistas desde una
perspectiva etnográfica amplia. Lo que Tylor indica con esto es que sólo va a
describir el tipo de cosas o comportamientos que van a recoger los etnógrafos
o en los que se van a fijar o, si se quiere, en que se suelen fijar cuando
trabajan como tales. Por tanto, la definición no tiene otra pretensión más que
señalar al lector, que puede ser un aprendiz de etnógrafo o un ilustrado,
erudito o curioso, qué tipo de realidades o aspectos le interesa, aunque de ese
tipo de realidades apenas se dan algunos rasgos sobre la parte de la vida a la
que pertenecen y alguna señal para distinguirlas.
La primera parte alude a que todos esos elementos constituyen un “todo

41
complejo”. Pero con esa “definición” tampoco se dice mucho, porque, como
no se aclara de dónde le viene la complejidad, no se puede tomar ninguna
decisión. De hecho sólo la investigación posterior podrá hablar de esa
complejidad: si es la de un organismo, la de una agregación o un mixto de
ambas. Sin embargo, es importante señalar la característica que la cultura
tiene de totalidad, de ser un “todo”; pues con la palabra cultura se señala un
ámbito de realidad que ya estaba pensado en el mito como lo no dado por
naturaleza, que sólo se consigue una vez separado el ser humano del dominio
de la naturaleza, del dominio del instinto.
La segunda parte describe el contenido de ese todo complejo, citando, en
concreto, conocimientos, creencias, el arte, la moral, el derecho, las
costumbres y otros hábitos y capacidades. Estas dos últimas palabras son lo
suficientemente abiertas para no excluir nada que cumpla la señal
identificatoria dada en la última parte, la cual, aun refiriéndose expresamente
a estos últimos elementos, también vale para los otros, aunque, como todos
esos elementos –conocimiento, creencias, arte, moral, derecho y
costumbresson citados expresamente, no hace falta ninguna otra señal
identificatoria; pero en la construcción de la frase se ve claramente que su
sentido depende del final, pues habla de «cualesquiera otros hábitos» y
«capacidades adquiridas». Del inventario se infiere que unos elementos son
capacidades adquiridas, otros son hábitos, otros, por fin, son productos
externos o normas reguladoras. El conocimiento es, por ejemplo, una
capacidad adquirida. Si profundizamos es, además, un hábito de
reconocimiento. El arte es un producto externo, pero para su producción y
uso –disfrute– hace falta, por lo general, un hábito o, al menos, una capacidad
adquirida. El derecho es una norma de conducta que obliga coactivamente;
eso implica que los miembros del grupo reconocen legitimidad a unos
paisanos o personas señaladas para obligar a cumplir esas normas a todos.
Las creencias tienen un estatuto muy ambiguo. Pienso que Tylor se refiere
aquí a las opiniones sobre las cosas, sobre todo a aquellas cosas que están en
relación con las realidades últimas de la vida, con el sentido de la vida y de la
sociedad, con el origen y meta de la vida, con el tiempo antes del nacimiento
y después de la muerte y, por fin, con la fundamentación de los derechos. En
todos los casos citados se trata, en definitiva, de realidades que no pueden ser
en sentido estricto “conocidas”, porque de ellas no hay experiencia directa ni
indirecta, es decir, deducida de otras experiencias directas. Por el contrario,
en todos esos casos se trata de “relatos” en los que se cuenta cómo esas

42
realidades u opiniones han llegado a ser o por qué son de ese modo.
Así llegamos a las costumbres, que son los modos usuales de hacer las
cosas de la vida humana, sumamente variadas, y que afectan prácticamente a
la totalidad de los comportamientos. Por lo que sigue, estas costumbres son
“hábitos”, palabra también muy amplia y ambigua, que procede de la
traducción escolástica del “accidente” aristotélico Exis, “lo que se tiene”. Un
hábito es una disposición (Choza, 1990: 28) o propensión a comportarse de
un modo determinado, que puede realizarse prácticamente sin pensar, aunque
no por ello quede anulada la libertad. El hábito es “tenido” por tanto a nivel
corporal –o mental, si es que esto significa algo, que no lo sabemos, en el
nivel de los hábitos-. Por ejemplo, la capacidad de remar: el que no “sabe”
remar no consigue mantener la barca en el rumbo que quiere. El hábito, se ve
ahí, es una capacidad corporal, como el conducir un coche. Pero
preguntémonos si el hablar un idioma, que también es claramente un hábito,
es algo corporal o algo mental. Está claro que se trata de mover la lengua, que
es un músculo, pero también de suscitar la imagen verbal con sus referentes,
lo mismo que ocurre en el conocimiento. En los hábitos morales, esfera
principal en la que se habla de hábitos, éstos son propensiones para aquellos
comportamientos seleccionados como valiosos (virtudes) o negativos
(vicios).
Como se ve, el todo de Tylor es verdaderamente complejo, pero en todo
caso parece que señala a ese tipo de realidades que tiene relación con un
comportamiento habitual, usual, de costumbre, que puede necesitar como su
apoyo el uso de un producto externo, como es el caso del arte, o no
necesitarlo, por ejemplo, un saludo.
La tercera parte señala la condición fundamental para que todo eso sea
considerado etnografiable por pertenecer a la cultura: que esos hábitos,
productos o costumbres sean adquiridos por el ser humano en cuanto
miembro de la sociedad. Esta es la condición fundamental de la definición.
No basta con que una costumbre sea costumbre de uno, sino que tiene que
estar asentada en el grupo y los individuos del grupo deben adquirirla de él.
Por tanto se está hablando de un tipo de realidades que no se adquieren de
modo biológico-natural, sino por la convivencia en el seno de un grupo.
Este aspecto último, que es el que delimita el concepto de cultura, ha sido
el predominante en todas las definiciones de cultura. Pero no es difícil notar
que es una delimitación externa y que sólo muestra un carácter heurístico; de
ahí la importancia de la introducción en la definición de Tylor: «la cultura o

43
civilización en sentido etnográfico amplio». ¿Qué ausencia básica salta a la
vista o reclama su atención en esta definición? Justamente, no señalar esta
carencia básica y, por tanto, asumir este concepto como el definitivo,
arrastrará esa carencia a los otros niveles, entre otros, a la filosofía.
Vamos a ver brevemente, algunas consideraciones de G. Bueno sobre esta
definición. En principio apenas analiza la definición de Tylor dándola por
buena, como la mayoría de los antropólogos y otros científicos o filósofos.
Sólo aludirá a la amplitud de la definición, porque acepta, por un lado,
realidades de carácter subjetivo, subjetual o intrasomático, como le gusta
decir, por ejemplo, los hábitos y las capacidades; y por otro, realidades
claramente extrasomáticas, como el arte, aunque «bajo el rótulo de “arte”
cabe incluir también las tecnologías, como se comprueba al margen de
consideraciones filológicas, deteniéndonos en el contenido del libro» (Bueno,
1996: 96); y por último, realidades con aspectos intersomáticos, y
denominando de esta manera a aquellos a aspectos que tengan una faceta
intersubjetiva, si bien se puede dudar de que, por ejemplo, el derecho pueda
ser correctamente llamado un aspecto intersomático.
Independientemente de la referencia de Tylor a los hábitos y capacidades,
a G. Bueno le parece que su definición se «ajusta mejor al concepto de
“cultura objetiva” que a ningún otro» (ib.). Reconoce G. Bueno la inclusión
de los hábitos y capacidades, que son aspectos subjetivos o subjetuales
ligados «al concepto etológico, psicológico del aprendizaje por repetición de
actos»; pero la forma del aprendizaje es una aportación de G. Bueno, porque
Tylor no alude para nada a cómo se adquiere un hábito. En primer lugar, hay
ciertamente una repetición de actos, si bien con ello no se dice si esa
repetición es meramente mecánica o si es inteligente; en segundo lugar, el
hecho de que esa adquisición se dé en la sociedad hace que el sujeto humano
sea considerado, más que desde su subjetividad intrasomática (etológica,
psicológica y fisiológica), desde su condición de sujeto moldeable por unas
pautas objetivas socialmente cristalizadas o «vinculadas a la realidad no sólo
intrasomática, sino también extrasomática» (ib.). Al final añade que él no
pretende disimular el sesgo “subjetivista” que impregna la definición de
Tylor, aunque ese “sesgo subjetivista” denunciado por los antropólogos, y
que hace que Kroeber y Kluckhohn insistan más en el carácter extrasomático
–posiblemente de modo erróneo–, se convierte en la siguiente frase en la
«dimensión subjetual de la cultura», algo que «aparece de hecho ya en la
propia definición de Tylor, desbordada y envuelta» en una idea de “cultura

44
objetiva” emparentada con la idea alemana. Es decir, para G. Bueno, en la
definición de Tylor, por un lado, se insiste excesivamente en la parte
subjetiva de la cultura, pero, por otro lado, parece que la cultura estaría
también vinculada a la cultura objetiva alemana, y esto último también es
motivo de reproche.
Sin embargo, en conjunto el análisis de G. Bueno es correcto al poner el
punto de mira en el interés gnoseológico de Tylor. En efecto, en la definición
de Tylor sólo se pretende señalar aquellas cosas que el antropólogo va a
recoger y tratar de explicar y correlacionar o, en último caso, a recoger y
exhibir. Así, G. Bueno insiste con razón en que la idea de cultura de la
definición de Tylor es una idea «delineada desde la perspectiva gnoseológica
de la antropología» (o.c.: 95); por tanto, que hay una «correlación entre la
idea de cultura y la ciencia» que con el nombre de antropología propone la
cultura como su campo propio de investigación. Además, según Bueno, el
hecho de que Tylor utilice la fórmula “todo complejo” hace que la cultura sea
«considerada desde una perspectiva lógico-material, gnoseológica» (o.c.: 96),
es decir, que la noción de cultura es en este caso una idea epistemológica,
dependiente del interés de una ciencia, antes que una idea que describe una
sección de lo real al margen de la ciencia. Llama, sin embargo, la atención la
razón que da Bueno para esa interpretación: la cultura está considerada desde
una perspectiva lógico-material, es decir, es una idea epistemológica, porque
«la fórmula “todo complejo” nos remite, desde luego, a una idea de
naturaleza lógico material». Hasta ahí llega la explicación de G. Bueno,
porque a continuación todo su esfuerzo estará dirigido, con gran despliegue
de medios, a analizar el carácter de la complejidad del “todo complejo”.
Ahora bien, el interés de G. Bueno es, como ya he dicho, doble; por un
lado, hay en G. Bueno un afán de contaminar el concepto de cultura de Tylor
con el tono subjetivista que se daría en la idea tradicional de cultura como
cultivo del espíritu; por otro lado, quiere aproximarlo a la idea de cultura
objetiva de la tradición alemana, que parecería surgir de la nada o ser una
traducción del concepto medieval dogmático de Gracia, por tanto, que estaría
al margen de los campos semánticos que hemos descrito en el primer
epígrafe, primero el mítico, luego el griego de la paideía y, por fin, el romano
de la cultura animi. Como el interés de G. Bueno es esa crítica del concepto
de Tylor, desde los postulados que G. Bueno desarrollará en su libro, para
nada considera la limitación básica de la idea etnográfica de cultura,
limitación que consiste en que la cultura es vista desde la adquisición de la

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cultura por parte de las personas que participan de ella y no desde la
producción de la cultura, que es el requisito para que sea aprendida. Es
evidente que para el antropólogo la que podemos llamar “perspectiva de la
adquisición” es suficiente, porque va a describir una cultura ya formada, pues
es lo que le interesa, pero nunca debemos ignorar que para el filósofo puede
ser altamente insuficiente. En una cultura ya dada al antropólogo le interesa,
primero, señalarla y acotarla, para luego describirla y ver las relaciones que
sus partes guardan entre sí; ahora bien, el objetivo de Tylor, y con él el de los
antropólogos, no va más allá; por eso, no se trata de que Tylor se apunte a la
«idea objetiva» de cultura propia de la tradición alemana, sino que toma la
cultura como una realidad ya constituida, y en ese mismo momento obviará
los problemas fundamentales de una definición ontológica de la cultura,
porque hacerlo no le es necesario.
Lo lamentable de esta situación es, primero, que los antropólogos tomen
esa definición, definición que es pragmática en relación a los intereses de ese
momento, como definitiva y, por tanto, que no discutan si lo que se pone
como principal seña de identidad –la adquisición en el seno de la sociedad, es
decir, su aprendizaje o la trasmisión social y no biológica de la misma–, es lo
fundamental o no. O lo que es todavía más grave, que los filósofos la den por
definitiva y sean incapaces de ir más allá, cuando la definición no pasa de una
descripción enumerativa de elementos agrupados por una seña de identidad
tomada desde una perspectiva externa,, es decir, que ya la da por supuesta. G.
Bueno, por su parte, toma la definición como un caso que tiene que ajustar a
su esquema de interpretación. Como éste se centra en los aspectos
metafísicos reaccionarios de la tradición alemana, que estarían en la base del
uso mítico de la cultura, lleva a Tylor hacia esa idea objetiva de cultura. En
mi opinión, esto lo hace sin fundamento alguno, porque lo único que plantea
Tylor es una idea de cultura ya dada, y desde ella difícilmente puede
profundizar en la realidad ontológica que la realidad cultural representa.
Así hemos llegado a una consideración decisiva para la filosofía de la
cultura. El concepto gnoseológico pragmático de cultura que se ha impuesto
como el definitivo toma la cultura como algo ya dado, hecho, definitivo, y
por tanto sólo cabe ya describirlo y explicitarlo. La cultura está dada como
aquello que hay que trasmitir o que hay que adquirir, pero nunca se
cuestionan los rasgos ontológicos que muestra eso que se trata de adquirir o
trasmitir. En ese olvido se incluye también otro olvido importante que no
dejará de tener consecuencias: si la cultura es algo ya dado que hay que

46
adquirir o trasmitir, no importa tampoco cómo se adquiere o cómo se
trasmite; por ejemplo, como decía G. Bueno, en el caso de los hábitos, por
«repetición de actos», sin que le interese ninguna otra faceta.
Tampoco quiero dejar de aludir a los esfuerzos de muchos antropólogos
por ir más allá de la definición de Tylor, hasta proponer características de la
cultura mucho más profundas que la mera adquisición o trasmisión social,
hablando, por ejemplo, de que la cultura incluye necesariamente elementos
simbólicos. La definición misma de Kroeber y Kluckhohn al aludir a lo
extrasomático está en cierta medida neutralizando la alusión del mismo
Kroeber a lo superorgánico, porque no parece que superorgánico sea lo
mismo que extrasomático. Pero en realidad la mayoría de estos intentos,
algunos seguramente muy serios, no pasan de una recopilación de elementos
descriptivos, porque sólo serían asequibles desde toda una fenomenología de
la subjetividad humana, lo que no suele ser el caso. Las únicas excepciones
relevantes, que nos irán saliendo a lo largo de este trabajo, son las de Ralph
Linton, Leslie White y Homer G. Barnett.
Quizás aquí tendríamos que hacer una importante reserva a esta
afirmación si tomamos en cuenta el movimiento de la antropología cognitiva
y la de orientación fenomenológica que termina en C. Geertz, los cuales se
han adentrado en un terreno en el que a veces es difícil decir si estamos en la
filosofía o en la antropología cultural. Pero justamente, a veces la falta
explícita de filosofía puede conducir su reflexión por terrenos problemáticos.
En ellos hay una considerable influencia de la fenomenología, aunque
principalmente desde una fenomenología sólo hermenéutica, incorporando
algunos de los problemas que ésta puede tener. En mi opinión sólo una vez
conocida la propuesta de una fenomenología de la cultura, deberíamos entrar
a evaluar una obra como la de Geertz, aunque también al final de este
capítulo diremos algo al respecto. Además hay que tener en cuenta que
Geertz reflexiona ya desde la conciencia de crisis de la antropología cultural.
No en vano confesaba que, en el caso de la antropología cultural, «el
problema inicial de toda ciencia –definir su objeto de estudio de manera tal
que lo haga susceptible de análisis– ha resultado un problema inusitadamente
difícil de resolver» (1987: 300).

47
1.3. La cultura desde la biología
Uno de los temas de estudio más interesante y llamativo de los biólogos
es el del comportamiento animal. Una vez resuelta o superada la fase de
estudio de la anatomía, la biología no molecular se ha dedicado en una
medida creciente al estudio del comportamiento animal en los hábitat
naturales, que es donde ese comportamiento se despliega en toda su variedad
y esplendor. La riqueza de ese comportamiento, por ejemplo, la enorme
variedad ritual existente en las relaciones entre los miembros del grupo
(relaciones amistosas, de conquista sexual o agresivas), llama poderosamente
la atención. Uno de los aspectos más apasionantes para la investigación es el
del origen de esos comportamientos. Porque globalmente se parte del
convencimiento de que esos comportamientos son “instintivos”; pero no se
termina de saber muy bien qué significa esa palabra referida a un
comportamiento, o sea, cómo un comportamiento se puede heredar. De todas
maneras, también es algo fácilmente comprobable que cada especie de
pájaros tiene su tipo de canto, y que aunque conviven con otros pájaros no
aprenden de ellos o no se ponen a cantar los cantos de las otras especies. Se
ha descubierto, incluso, que la variedad de comportamientos rituales, por
ejemplo, en el cortejo podía perfectamente ser utilizada para separar especies
muy próximas. Pues bien, en ese contexto surge la etología, que es la parte de
la biología que estudia el comportamiento animal, generalmente
comportamientos propios de una especie, y por tanto, en principio,
trasmitidos biológicamente.
Sin embargo, entre los animales no todo comportamiento es de ese tipo;
cualquiera que tenga un animal doméstico lo sabe. Y aun concediendo cierto
grado de artificiosidad a la existencia misma de los animales domésticos, lo
cierto es que comprobará una y mil veces la capacidad de aprendizaje que
tienen. Por lo común, entre los animales se trasmite una especie de pauta
general de comportamientos que luego el animal debe completar adaptándola
a las circunstancias concretas en que vive. Los roedores, los felinos, los
cánidos, por no citar otros, aprenden un considerable acervo de
comportamientos, por los cuales se adaptan precisamente a la vida humana.
Eso conlleva que enseguida el biólogo etólogo se vea obligado a aceptar
como un objetivo de su trabajo el fijar los comportamientos heredados y
distinguirlos de los aprendidos.

48
Desde esa estrategia de investigación, los hallazgos han sido
sorprendentes: desde una variedad inesperada de las situaciones de las
especies de aves en relación a su canto, hasta el descubrimiento de
comportamientos biológicamente heredados en la especie humana. Entre las
aves, por ejemplo, el canto, que parece un comportamiento biológicamente
heredado, no es siempre así; unas veces se hereda sólo la capacidad de
aprendizaje del canto de la especie; otras se heredan ciertos aspectos que sólo
son completados oyendo a otros cantar. En realidad hay para todos los gustos,
como lo demuestra Eibl-Eibesfeldt (1974: 43 y ss.). Entre los primates hay
casos en los que, aunque estén excitados, no consiguen aparearse si no lo han
visto antes (Eibl-Eibesfeldt, o.c.: 269). Entre los cánidos, en la peleas la pauta
de apaciguamiento –mostrar el cuello, ofreciendo al vencedor la yugular–
tiene un efecto de paralización automática de la agresión.
A partir de todas estas investigaciones, en cierta medida apasionantes,
rápidamente se establecen dos categorías de comportamientos animales: la de
aquellos que se trasmiten por herencia biológica y la de aquellos que de algún
modo, o en la medida que sea, se aprenden, bien en la confrontación
individual con el medio, de manera que cuando ese individuo muere ese
comportamiento aprendido desaparece, bien al ver u oír hacerlo a otros de la
misma especie o grupo, con lo que la trasmisión de esos comportamientos se
realiza en el seno del grupo social. Así ocurre en muchos casos entre las aves.
De manera que esos comportamientos pertenecen a la especie, pero no de una
manera biológica o por nacimiento. Por lo general, entre los animales estos
casos son universales para la especie, porque esos comportamientos
pertenecen al grupo como complemento de comportamientos específicos ya
relativamente encauzados o pautados. Pero hay algunos casos, sobre todo
entre los primates, por ejemplo, entre los chimpancés, en los que esos
comportamientos aprendidos y trasmitidos socialmente no son comunes a la
especie sino sólo propios de un grupo que vive en un área determinada de
dispersión, disponiendo los de otra área de otros comportamientos tan
aprendidos como los primeros pero distintos.
Pues bien, esa variación, que no llega muy lejos, es, sin embargo,
suficientemente llamativa como para ponerla sin demora en relación con la
cultura humana. Entre las ciencias antropológicas, que para definir la cultura
se fijaron en el factor de la trasmisión en el seno del grupo, y la etología
tenemos, por tanto, una confluencia en una doble dirección: por un lado,
existen en la base de la cultura retazos de comportamientos heredados; y por

49
otro, existen entre los animales, y como desarrollo de su capacidad de
aprendizaje, comportamientos propios del grupo que no se trasmiten
biológica sino socialmente, lo que constituye la seña de identidad de lo
cultural. Si se define entonces la cultura como los comportamientos –y la
información necesaria para ellos–, trasmitidos socialmente y se descubre que
eso mismo se da entre al menos aquellos animales filogenéticamente cercanos
a nosotros, no tenemos más remedio –dicen– que hablar de cultura animal
con absoluta propiedad.
Esto es lo que se viene haciendo desde hace unas décadas para acá, y lo
que en España, en el ámbito filosófico, hace principalmente Jesús Mosterín.
Pero incluso Gustavo Bueno, que parece dispuesto a tomar la cultura humana
más en serio, llegado un momento importante se encuentra sin criterios para
diferenciar la cultura humana de la “cultura” animal, y lo único que encuentra
es la proporción en que en la vida humana el comportamiento es aprendido,
frente a lo que ocurre en la vida animal. Como él dice: es justamente «el
cambio del peso relativo que corresponde a la cultura extrasomática o
intersomática (al entorno artificial, operatorio) en el proceso causal lo que
diferencia a las culturas animales de las culturas humanas, sin perjuicio de
que sus “factores” sean en absoluto los mismos, [...] y lo específico de la
cultura humana frente a las culturas animales no hay que ponerlo en sus
factores o capas (intrasomáticas, intersomáticas, extrasomáticas) sino en las
proporciones, en los ángulos entre ellos y en la figura resultante según sus
relaciones características» (1996: 178). Después indica que “acaso” [cursiva
mía] lo más característico y nuevo de la cultura humana sea la dimensión
normativa y la histórica, ya que resultan tener un carácter acumulativo y
selectivo a lo largo de las generaciones. En la frase siguiente, el “acaso” ha
desaparecido y de ese modo queda convertida en una aserción contundente:
ambas dimensiones de la cultura, y su influencia acumulativa y selectiva,
«son las que constituyen lo específico de la cultura humana». No va, sin
embargo, muy lejos investigando esa especificidad, que sería lo único
fundamental en la filosofía de la cultura. Tal vez si hubiera investigado en
ella, habría visto la limitación de la definición de Tylor, que es la que lleva a
hablar de la “cultura animal”.
La postura de Mosterín no es muy distinta de la de Bueno, sólo que
Mosterín, como siempre, y en este caso aún más, deslumbrado por los
descubrimientos científicos, o si se quiere, mejor, por las teorizaciones de los
científicos, teorizaciones en gran medida ideológicas, lo que hace es tomar de

50
modo radical la visión de los etólogos geneticistas, por ejemplo, Dawkins.
Como en esa visión niveladora de la cultura humana y de los
comportamientos socialmente aprendidos de los animales, lo que molesta es
justamente el mundo cultural exterior, es decir, los “productos” humanos,
Mosterín propone una idea de cultura que los elimine y pasa a centrar la
cultura en las informaciones necesarias para el manejo y comprensión de esos
productos, así como, en general, en las informaciones necesarias para los
comportamientos pautados y que se trasmiten socialmente. Ahí se lleva el
paralelismo con la biología hasta decir que así como un gen es un paquete de
información que se trasmite genéticamente y que en confrontación con el
medio produce un fenotipo, igualmente la cultura es fundamentalmente el
conjunto de los memes, o paquetes de información que confrontados con el
ambiente producen los comportamientos fenoménicos, por lo general,
parecidos entre sí pero no idénticos. Está claro que la cultura humana dispone
de un número muy superior de memes en comparación con la cultura animal.
A esta teoría, por el recurso a esa entidad nueva, los memes, se la llama
“teoría memética de la cultura”.
No creo que sea necesario detenerse mucho en la refutación de la teoría
memética de la cultura. Será suficiente con algunas pinceladas rápidas. Para
ello hemos de partir del concepto descriptivo de cultura promocionado por las
ciencias sociales y especialmente por la antropología cultural y que ya
conocemos. Estas ciencias, independientemente de algunas teorías de la
cultura que se han generado en su seno, sólo utilizan como criterio
diferenciador dos rasgos: la trasmisión de lo cultural por cauces no
biológicos, es decir, no hereditarios, y el hecho de que lo cultural se guarde
en el grupo o que pertenezca constitutivamente al grupo. Ambos criterios se
dan en ciertas especies animales, por lo que ambos son criterios válidos para
acotar un ámbito de comportamiento en el reino animal. En este reino ese
ámbito está sedimentado en determinados hábitos y capacidades. Por
ejemplo, es esto lo que ocurre entre los monos de Japón, cuando recogen
granos, limpian batatas, etc., o lo que ocurre entre los chimpancés cuando
manejan, por ejemplo, una paja larga para sacar hormigas de un hormiguero.
Como todo esto sucede entre los primates, al parecer se da en ellos una
cultura animal.
Esta es, en sustancia, la tesis de Mosterín, que repite en España las tesis
de los etólogos y sobre todo las teorías de Dawkins. Por eso le llama G.
Bueno, con razón, «expositor de la concepción “sociobiológica” de la

51
cultura» (1996: 165). Para Dawkins, la cultura es el conjunto de los memes,
que respecto al comportamiento que se puede ver (por eso éste pertenece al
fenotipo) cumplen la misma función que los genes en relación al fenotipo.
Los memes son unidades de información, que constituyen las reglas de
acuerdo a las cuales se producen los comportamientos, bien en relación a los
otros, bien en relación a los objetos del mundo, muchos de los cuales serían
los instrumentos. Mosterín no hace sino repetir este conjunto de teorías, por
eso pertenece al grupo de los que defienden esta teoría memética de la
cultura (Mosterín, 1993: 77).
A G. Bueno la teoría de Mosterín le parece más bien resultado de un
enfoque de la cultura a partir de “unidades abstractas” postuladas, como los
memes, desde una analogía con la práctica de los biólogos cuando hablan de
genes. Según Bueno, Mosterín confunde un paralelismo «abstracto y
pragmático intencional» con un paralelismo concreto y efectivo (Bueno,
1996: 149); incluso, dice Bueno, cabrían «planteamientos generales de
carácter estadístico que parezcan reforzar el paralelismo entre las leyes
genéticas de la dinámica evolutiva de los organismos y las leyes mémicas de
la dinámica histórica», aunque duda de que se pueda interpretar eso en serio
más allá de ciertas propuestas utópicas, pues, mientras que «los procesos
genéticos están sometidos a un sistema de leyes bioquímicas determinadas a
escala molecular», en los procesos institucionales, es decir, en aquellos de
carácter cultural, no hay nada de eso, porque sus leyes han de estar dadas «a
escala de las configuraciones morfológicas, es decir, de las instituciones»
(ib.).
Es curioso el tratamiento que en el libro de G. Bueno recibe Mosterín. En
el apéndice bibliográfico habla del libro de éste como un libro caracterizado
por su ingenua voluntad de “claridad científica” «que sólo puede remedarse
al precio de una asombrosa superficialidad en los planteamientos» (Bueno,
1996: 226). Lo sustancial de la crítica que aparece en el texto, sin citar apenas
el nombre de Mosterín, consiste en que la metáfora entre el gen y el meme no
parece que pueda ser llevada muy lejos de una manera científica, es decir,
que pueda ser tomada en serio, aunque tanto los genes como los memes
puedan ser sometidos a un tratamiento estadístico que podría ofrecer algún
viso de parecido. A G. Bueno le parece percibir en Mosterín un sesgo
reduccionista de la cultura a elementos subjetivos, pues el meme solo es un
rasgo de información. Pero en realidad llama la atención la suavidad de la
crítica, porque se reduce a unas opiniones no decisivas; pues afirmar que es

52
preferible llamar cultura a los paquetes de información que cumplen respecto
al comportamiento la misma función que los genes respecto al fenotipo, nos
dice muy poco de la cultura. Ahora bien, asegurar que eso no lleva muy lejos,
no significa hacer una crítica radical. Y es que en definitiva no están tan lejos
G. Bueno y J. Mosterín. Si eliminamos de la propuesta de Mosterín el juego
de los memes, que es un postulado por razones más estéticas que teóricas y
cuya función es sólo reforzar, sin que haga falta, la unidad del reino animal,
podemos quedarnos con la teoría más aceptada entre los biólogos y
científicos sociales: que la cultura es el comportamiento socialmente
aprendido y que pertenece, como acervo adquirido, a un grupo, sea la
especie, como suele ser en la mayoría de los animales, sea ese grupo
subespecífico, como ocurre entre algunos primates, entre ellos en el ser
humano.
Llegados a este punto, no es difícil criticar la teoría de la memética, si
bien esta crítica es prácticamente imposible desde los postulados de G.
Bueno, pues su modelo de cultura es muy parecido. Precisamente, el interés
de la teoría etológica de la cultura, que sería la de G. Bueno, es que depura al
máximo las teorías de los antropólogos que no se preguntan más allá de Tylor
por la naturaleza de la cultura y que se contentan con los caracteres de
trasmisión no biológica y de pertenencia al grupo en cuanto grupo. Por eso,
en cierta medida, la crítica que podemos hacer a las tesis biologicistas de la
cultura valen también para los científicos sociales; no en sentido de que ellos
presentan una teoría no válida de la cultura, sino más bien en la medida en
que pretenden proponer su modelo como básico, convirtiendo así un concepto
gnoseológicamente pragmático en definitivo y único.
La filosofía de la cultura de Mosterín responde con gran claridad a las
cuatro preguntas que el antropólogo cultural se hace en el primer capítulo de
su ciencia: qué estudia la antropología cultural; qué es la cultura (el objeto de
aquélla); cómo se estudia la cultura y quién es el investigador competente
para ello en exclusiva o no. A esas preguntas contesta Mosterín de un modo
no muy grato al antropólogo pero coherente con los postulados de este
último, cuando sólo utiliza los dos criterios descriptivos anteriores, como
suele ser la mayoría de las veces. Para Mosterín el investigador de la cultura
no sería el filósofo, ni siquiera en exclusiva el antropólogo cultural sino, en
realidad, el biólogo. De manera que la “filosofía” de la cultura no es, según
él, sino la explicitación de la ontología que rige la tarea del etólogo. El
filósofo de la cultura asume sin la más mínima crítica el paradigma de la

53
ciencia natural del hombre, cuyo modelo es la genética. En ésta el concepto
básico es el gen como paquete mínimo de información que se trasmite
biológicamente. La genética es el estudio de los genes en sí mismos y en su
reproducción. Por eso la nueva teoría de la cultura se llama memética, donde
el meme es el paquete mínimo de información si bien transmitido
socialmente. De ahí la teoría memética de la cultura. Los comportamientos de
los animales se producen o como resultado de la información almacenada en
los genes, o como resultado de la información almacenada en los memes;
aquélla se trasmite genéticamente, ésta socialmente. La razón de la
equiparación está en la insistencia de los científicos sociales –antropólogos–
en la trasmisión social como criterio diferenciador de la cultura respecto a la
naturaleza. Como esa trasmisión, con el aprendizaje que conlleva, se da entre
los animales, es obvio que existe una cultura animal y una cultura humana, de
manera que cultura es sólo el genérico con al menos dos subgéneros, el de
cultura animal y el de cultura humana.
Esa filosofía de la cultura no es más que la explicitación acrítica de las
nociones de los etólogos, dando su perspectiva como la definitiva. Ahora
bien, lo que caracteriza a ese paradigma es el tomar o mirar al ser humano
DESDE FUERA, adoptando frente al ser humano la misma actitud que tiene
un naturalista cuando actúa científicamente; por eso a esa actitud llama
Husserl actitud naturalista; esa misma actitud es también la del psicólogo
experimental (San Martín, 1995: 116 y ss.). Es importante decir que estas
últimas frases no implican ninguna crítica a la actitud del científico, ya que,
como dice Husserl (Hua IV: 168), la actitud naturalista es una actitud
perfectamente legítima desde la que se constituye un amplio campo de
trabajo. Con todo, nuestro objetivo no es la actitud del científico sino las
consecuencias que puede tener su aplicación sin límites a la vida y cultura
humanas.
Pues bien, mirando al ser humano desde fuera, el biólogo sabe que
genéticamente en cada individuo, o mejor, en cada especie, por lo general los
genes que dirigen la configuración de una misma parte del organismo suelen
ser ligeramente diferentes; se dice entonces que en una especie hay
alelogenes; pues igualmente habrá alelomemes (Mosterín, 1993: 83). Ambos
son soluciones ligeramente diferentes para lo mismo, cada uno en su ámbito.
El genotipo es la dotación genética de un individuo y está constituido bien
por pares de genes con la misma información –con lo que ese individuo, para
ese gen, es homocigótico–; o bien por genes variantes –con lo que ese

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individuo es heterocigótico para ese gen. Los genes variantes se llaman
alelos. En una población –que es la unidad básica con la que opera la nueva
genética ya que sólo en ella se puede estudiar la trasmisión genética–, el
acervo genético, el pool genético, el genotipo de esa población, está
constituido por el conjunto de sus alelogenes. La existencia de alelos en una
población permite que unos sean “preferidos” y por tanto sean
“seleccionados”. Así, esta diferencia de alelos es la base sobre la que actúa la
“selección natural” y, por tanto, por la que puede ocurrir que unas formas
fenotípicas en un momento dado se consoliden como genotípicas. La
preferencia puede ser externa, de manera que unos alelos sean más adecuados
en un nicho ecológico determinado, siendo entonces seleccionado por su
mayor capacidad adaptativa al medio ecológico. En sentido estricto, aquí no
hay “preferencia” alguna, porque nadie “prefiere”, es un modo de hablar
antropocéntrico. Otras veces, en cambio, se prefiere porque la sociedad está
más de acuerdo con un modelo antes que con otro y le da más oportunidades.
A lo largo de la historia filogenética de nuestra especie éste es muy
probablemente el modo como algunos elementos de nuestra especie han
pasado a ser parte esencial genética de la misma.
El fenotipo de un individuo es la apariencia concreta que presenta y que
es resultado de la interacción del genotipo con el ambiente. En el fenotipo
pueden estar ausentes rasgos genotípicos que pertenecen al pool genético.
También puede ocurrir que el fenotipo de una población vaya en una
dirección en la que resultan eliminados algunos rasgos genotípicos,
resultando, así, seleccionado, en la interacción con el ambiente, otro
genotipo. El caso de la falena del abedul es ya más que típico. Esta mariposa
tiene, respecto al color, dos genes distintos, uno claro y otro oscuro; de
manera que la riqueza genética de la especie tiene dos soluciones para el
color. Tradicionalmente predominaba en ella el color claro frente al oscuro,
pero a medida que en Inglaterra, de donde proviene el ejemplo, las cortezas
de los abedules se iban oscureciendo progresivamente debido a la
contaminación de la industrialización, las falenas claras destacaban en los
troncos ennegrecidos más que las oscuras, indetectables en la corteza de los
contaminados abedules; de esa manera se habían convertido en más
vulnerables para sus depredadores, los pájaros. De este modo, en el fenotipo
de la falena, por causas estrictamente externas a la especie, y además sin que
haya en realidad ninguna lucha por la supervivencia, se ha pasado del
predominio del color claro al del color oscuro.

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Este es un buen modelo de la dinámica evolutiva natural, resultado de la
actuación del ambiente, por tanto, de elementos externos, sobre una
población que favorece una solución ya presente frente a otras. En este caso
son los pájaros los que efectuaron la selección. Por tanto, la dinámica
evolutiva que considera el biólogo funciona o por causas azarosas, es el caso
de las mutaciones, que por ser algo sabido no he considerado; o por causas
externas, como ocurre en este ejemplo. Pues bien, en la teoría memética de la
cultura se toma este modelo como fundante: las variaciones culturales son
como alelomemes, soluciones alternativas para los problemas de la vida y de
las cuales se van imponiendo aquellas que son seleccionadas culturalmente.
Hay una selección cultural de acuerdo a la interacción con el medio, es decir,
a la presión ambiental, y es así como se genera la dinámica cultural.
Es, por tanto, el biólogo en su faceta de etólogo, es decir, como científico
naturalista, el que da la pauta para decidir sobre el concepto de cultura, y
desde ese momento el que también da la pauta para la filosofía de la cultura
y, desde ella, también para la filosofía de las ciencias sociales. Quiero añadir
aquí que en la aproximación de G. Bueno, por más profunda que sea en
cuanto a la explicitación del “todo complejo” de Tylor, no se avanza mucho
sobre J. Mosterín en lo que realmente interesa, en el concepto de cultura,
porque da por supuesto el mismo paradigma; y de este modo, cuando tiene
que definir o delimitar la cultura humana frente al comportamiento
socialmente aprendido animal, no pasa de hablar de un «acaso» haya algo
más, que luego se convierte en un vulgar “rutinas victoriosas”: «la norma
sería, en su caso más sencillo, la rutina victoriosa» (ob. cit.: 191), aunque en
ella puedan influir también las rutinas vencidas. Por eso no tiene G. Bueno
ningún reparo en confesar que «la cultura, desde esta perspectiva, en suma, es
un concepto ecológico que es el que utiliza la antropología cultural en su
sentido más estricto» (ib., 190 y ss.). Mucho antes ya nos había advertido que
la cultura subjetiva, es decir, el conjunto de hábitos y capacidades aprendidos
en el grupo, termina siendo un concepto categorial etológico (ob. cit.: 47).
Una vez situados en la perspectiva etnográfica de Tylor, poco más se
puede decir de la cultura de lo que dicen J. Mosterín o G. Bueno. Ambos se
sitúan de manera externa frente a la cultura que ya dan por hecha. Para todos
ellos –Tylor y los antropólogos, J. Mosterín y G. Bueno–, hay dos modos o
principios de explicar el comportamiento de los humanos o de cualesquiera
otros animales. En un caso, los animales se comportan de una manera
determinada porque con los genes han heredado de sus padres

56
comportamientos pautados que se ponen en marcha de manera automática en
las condiciones que el propio genoma determina. En otros casos, en la
especie humana la mayoría de las veces el niño aprende esos
comportamientos de su sociedad, unos comportamientos que han sido las
“rutinas vencedoras”, como dice G. Bueno, a lo largo de la historia y que ya
están ahí dados como un factum idéntico a los genes, que son otro factum,
otro hecho. Esas rutinas –comportamientos fijos o habituales para hacer las
cosas– han “vencido” de modo semejante a como termina dominando un
alelogene frente a otro. Para cerrar la teoría, los etólogos han ideado ese
paralelismo, gratuito por innecesario, entre el gen y el meme. Ciertamente, G.
Bueno no cae en esa analogía inútil, en esa «mitología del gen», como la
llama C. París (1994: 36), pero tampoco sale del modelo etológico/ecológico,
por más que su capacidad analítica preste una inmensa ayuda a las ciencias
sociales, aclarándoles, en una admirable epistemología de la antropología
cultural, el elemento fundamental de la definición canónica: el “todo
complejo”.
Ahora bien, los etólogos y quienes operan con su modelo, al situarse en la
actitud naturalista, que toma la cultura claramente desde fuera, no tienen
capacidad de respuesta al menos para dos preguntas importantes. La primera
pregunta se refiere a cómo surge una solución cultural, diríamos un meme, es
decir, cómo aparecen esas rutinas, esos comportamientos para resolver los
problemas que la vida presenta. La segunda pregunta es cómo se trasmite o
impone un comportamiento de esos frente a otros posibles, es decir, cómo o
por qué se impone una solución, cómo vence –diríamos con G. Bueno.
Porque lo cierto es que existe una solución, es decir, que existen
comportamientos que se trasmiten socialmente. Respecto a la primera
pregunta, en relación a las grandes respuestas culturales, por ejemplo, el
lenguaje, el parentesco o la religión, no podemos saber cuándo o cómo
surgen, pero sí lo sabemos en relación a elementos concretos dentro ya de la
vida cultural humana, donde tenemos como el factor decisivo la invención,
que supone hallar una nueva solución o fórmula para resolver algún
problema. Pues bien, desde una perspectiva externa es imposible analizar la
invención, ya que vista desde fuera, desde la actitud naturalista, queda
reducida a una aparición, azarosa o sin sentido, de un nuevo comportamiento.
Respecto a la segunda pregunta tenemos dos posibilidades. Según la
primera se dice que los comportamientos que constituyen la cultura se
trasmiten por imitación. Un niño imita de manera natural lo que se hace a su

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alrededor, lo mismo que imita un mono. Pero a esta respuesta a la pregunta
segunda hay que contestar con la duda de hasta dónde podemos llegar en la
vida humana con la imitación. En efecto, no es mucho lo que se puede
aprender sólo por imitación, es decir, sin comprensión de lo que supone lo
que se hace. Mas entonces, ¿qué alternativa tiene quien se sitúa ante la
cultura de una manera meramente EXTERNA? En mi opinión, ninguna.
Tanto en el caso de la invención como en el del aprendizaje una perspectiva
externa no puede sino callarse, porque de entrada se ha puesto una venda en
los ojos. Con esto se nos abre la segunda posibilidad de responder a la
pregunta planteada. El aprendizaje implica la mayor parte de las veces una
evaluación y comprensión de la adecuación que la solución inventada
muestra en relación al problema planteado. Pues bien, estas categorías no son
posibles en una perspectiva externa:, tanto la una como la otra exigen superar
la actitud naturalista; exigen ponerse en el lugar del otro como persona y
comprender cómo actúa el otro en cuanto persona, del mismo modo como
actuaría yo mismo. Si una filosofía de la cultura exige manejar categorías
como las de invención, comprensión y evaluación, no es posible una filosofía
de la cultura sólo en una actitud naturalista, en la que no hay acceso a esas
categorías.
En realidad, desde el concepto de cultura propio del etólogo nunca
llegaremos a captar lo esencial de la cultura humana, o nunca podremos
eliminar ese “acaso” que ponía G. Bueno, y comprender por qué vence una
rutina, es decir, un comportamiento pautado habitual. La única respuesta de la
“teoría memética de la cultura” es suficiente cuando, para que funcione la
cultura humana, basta con la repetición mecánica, es decir, cuando es pura
imitación, repetición, por tanto, cuando es mimética. Así pues, la teoría
memética de la cultura es en realidad una teoría mimética de la cultura, una
teoría que considera a los seres humanos meros “imitadores” o autómatas de
lo que se hace en su grupo.
Ahora bien, como lo único que en estas teorías funciona como rasgo
señalizador es la trasmisión de modo distinto del genético, la teoría de la
cultura inspirada en la biología es en realidad negativa, ya que nos dice que
cultura es lo que no se trasmite biológicamente. Al afirmar que se trasmite
socialmente no se quiere decir algo positivo sino algo sólo negativo, pues
sólo se indica que no se trasmite por los genes, sino de otras maneras, las
cuales no se definen más que por mimesis. Y como obviamente hay otras
maneras de trasmisión, a las que, sin embargo, el biólogo o sus seguidores en

58
la filosofía no tienen acceso, no se habla prácticamente nunca de la
trasmisión cultural, siendo éste, no obstante, el elemento clave de la
definición. Por supuesto, tampoco se habla de los elementos fundamentales
en la creación de la cultura, porque la cultura siempre está ya dada o ya
hecha, por más que el nacimiento de nuevos elementos culturales esté
siempre operando a la vista de todos.
Por todo ello creo que la perspectiva biologicista de la cultura arrastra
graves deficiencias, en la que incurren igualmente los sociobiólogos, como lo
prueba ampliamente Carlos París, cuyas críticas son en esto claras y
decisivas. Cuando Carlos París termina de escribir su libro, aún no habría
publicado J. Mosterín el suyo; por eso no se refiere directamente a ese libro,
sino que sólo toma en cuenta un adelanto de Mosterín, en el que París
constata la reducción «aún más aguda» en que cae Mosterín (París, 1994:
209). Por otro lado, el rechazo de la perspectiva biologicista no pone ningún
impedimento a la aproximación propia de C. París de ver la cultura como «un
desarrollo de la biología, que si bien innova los recursos de ésta, al par los
prosigue y se fundamenta en ellos» (o.c.: 71). Precisamente porque la cultura
se asienta en lo natural, tan erróneo sería reducirla a lo natural como separarla
tanto que se convierta en incompatible con lo natural. La filosofía de la
cultura debe perseguir esa «nueva lógica» que, por otro lado, se anuncia y
prepara en la vida animal no cultural o protocultural.
La nivelación entre lo humano y lo animal que se pretende en todas estas
teorías de la cultura tiende a ignorar la enorme brecha imposible de superar
que se da entre la vida humana y la animal. No se puede negar una serie de
pasos intermedios, que una historia del desarrollo de la cultura podría
conjeturar mediante la interpretación de los datos de la paleoantropología.
Pero precisamente el estudio de esos pasos intermedios ya desaparecidos –
desde una perspectiva evolutiva natural, con una considerable velocidad–,
indica que estamos en unos parámetros diferentes. La desaparición, en los dos
o tres últimos millones de años –por no decir, en el último millón de años–,
de varias especies de homínidos, los llamados australopitécidos, el homo
habilis, el homo erectus y los diversos tipos de homo sapiens antes del
sapiens sapiens, obliga a dos consideraciones: primero, que tal desaparición
significa la de esos eslabones reales entre la cultura humana y la precultura,
es decir, el modo de vida propio de nuestros antepasados más cercanos, los
primates antropomorfos, y entre éstos, especialmente el de los chimpancés.
Este modo de vida tiene la forma de una precultura, por depender en cierta

59
medida del aprendizaje social. Segundo, que por la imposibilidad de postular
filosóficamente rupturas radicales estamos obligados a pensar en una
continuidad en la que se dan pasos sucesivos y acumulativos en una dirección
única, hacia la dependencia de la cultura más que de la naturaleza. En esas
condiciones en las que cada vez se da una dependencia mayor del uso de
técnicas e informaciones, son seleccionados unos tipos biológicos sobre
otros, consolidándose el tipo más capaz del uso de esas técnicas y de las
informaciones. El predominio de esos tipos es entonces resultado ya de la
cultura. Así, cada paso evolutivo significa la desaparición biológica de los
que lo generaron y posibilitaron. Por eso, desde cierta perspectiva puede
resultar difícil hablar de un “Rubicón”, cuyo paso fuera el salto a la cultura
(Geertz, 1987: 53 y ss.), como si hubiera una verdadera ruptura. Esta forma
de trascurrir el proceso de hominización es lo que señala Edgar Morin en su
conocido libro El paradigma perdido (1974: 63 y ss.). En última instancia se
viene a decir que incluso desde una perspectiva biológica es la cultura la que
nos ha hecho. Los hombres –dice Geertz– «desde el primero al último
también son artefactos culturales» (1987: 56).
En la historia del desarrollo de la cultura hablamos por lo general de las
“culturas líticas”, como las propias de esos momentos. Es muy posible que en
el caso del homo habilis y del homo erectus no podamos hablar tanto de
cultura como de protocultura, la cual sólo se convertirá en cultura efectiva al
filo del nacimiento del homo sapiens, cuando posiblemente se configura una
situación que requiere unas técnicas más complicadas, unas informaciones
muy superiores y una regulación de la conducta más precisa y ordenada, todo
lo cual constituye la cultura (Pérez Tapias, 1995: 168). Lo que primero no
son sino balbuceos, se terminaría estabilizando en sistemas consolidados,
desapareciendo tanto sus primeros balbuceos así como los estadios
protoculturales que le precedieron y posibilitaron, a la vez que, por
inadaptación o sencillamente por ser aprovechados por sus herederos,
desaparecían los sujetos de esas protoculturas. De este modo nos
encontramos en una “lógica” distinta, sin estar obligados a pensar en una
ruptura inexplicable.

60
1.4. La cultura como mito
Con esto podemos ya pasar al penúltimo apartado de nuestro capítulo,
dedicado a comentar la aportación de Gustavo Bueno, pues por el desafío que
en su libro El mito de la cultura se lanza a toda filosofía de la cultura merece
ser tenida muy en cuenta. Porque si la cultura fuera un mito, como con ese
llamativo título se asegura en su libro, la filosofía de la cultura no tendría otro
objetivo que situar el mito en su lugar. Voy a dividir mis consideraciones
sobre el libro de Bueno en cuatro apartados: en primer término veremos los
ámbitos en que, según el libro de Bueno, parece haber mitos en la cultura; en
segundo lugar estudiaré lo mítico en la idea de cultura como bien social y en
la idea metafísica de cultura que está vinculada con la anterior; en tercer lugar
consideraremos los aspectos “míticos” en la cultura particular; y por último
me centraré en los rasgos míticos que, según Bueno, tiene la que él llama
“cultura universal”.
El interés de una dedicación tan detenida al libro de Bueno no es tan sólo
por el éxito que ese libro ha podido tener, sino porque a lo largo de este
comentario toparemos con muchos de los flancos problemáticos de la
filosofía de la cultura, lo que nos permitirá acercarnos a ella con una mayor
preparación.

1.4.1. Los ámbitos míticos en El mito de la cultura

Empecemos comentando la ambigüedad de la palabra ‘mito’, pues


calificar algo de mítico’ puede suponer el reconocimiento de un valor
positivo o uno negativo. Como valor positivo, el mito es un relato o creencia
que consta de elementos referidos a cómo son las cosas y que tienen un
carácter no justificado racionalmente, pero que instauran un sentido u
orientación en la vida, aclarando el origen o destino de ésta. El mito es un
relato constituyente de sentido, que se escapa a la clarificación racional
basada en una donación directa de sus elementos, o donación indirecta pero
conectada con una directa; que utiliza, por tanto, como modo de expresión un
lenguaje simbólico, en el que se trata de manifestar experiencias profundas
difícilmente accesibles a una experiencia racional (Pérez Tapias, 1995: 32).
En su valor negativo, el mito, según el concepto expuesto en las líneas
anteriores, asume un papel contrario a la clarificación racional, es decir,

61
donde la experiencia racional o la donación directa de elementos puede
realizar su obra de legitimación, el mito, en su significado negativo,
constituye un sentido que abusa de elementos no racionales, no dados
directamente, tergiversando la experiencia a la que tenemos alcance,
sustituyéndola por fábulas o ficciones. El mito, pues, puede tanto revelar
como ocultar. El sentido negativo está, además, presente en la cara oculta que
acompaña al esfuerzo de racionalización que ha caracterizado a la cultura
occidental. En este proceso se han ido generando algunos ideales, cuya base
racional puede ser mínima y que han sido investidos de un halo místico, que
los acerca al tipo de los relatos del pasado calificados de míticos. En este
sentido se habla de las «mitificaciones modernas y contemporáneas» (Pérez
Tapias, o.c.: 34).
Desde estas dos perspectivas decir que la cultura es un mito puede tener
significados muy distintos, pero, en esa frase, Bueno no alude para nada al
sentido positivo del mito sino al negativo, aunque lo único que parece
interesarle es que la cultura es un “concepto muy confuso”, en el que se
mezclan muchos niveles, algunos de los cuales tienen que ver con el sentido
negativo expuesto. De todas maneras, la profusión con la que G. Bueno usa la
palabra mito para calificar la cultura, aconseja hacer un seguimiento de su
propuesta; sobre todo porque en ella se concluye en la tesis de la “limitación
misma de la idea de cultura”, lo que G. Bueno llama «un principio de
limitación interna (dialéctica) de la propia idea de cultura», que es el
«corolario» del descubrimiento más importante de su obra, «la ley del
desarrollo inverso de la evolución cultural». Como termina aceptando sólo
una idea limitada de cultura, según la cual sólo es cultura la particular de los
pueblos que estudia la antropología cultural, todos los otros sentidos de
cultura son míticos.
“Mito de la cultura”, por otro lado, no significa algo excesivamente
técnico; en general, mito es un concepto opuesto a logos. Este, como
lenguaje, significa primariamente, en su función apofántica, afirmar la
donación directa de lo afirmado, o la donación a través de algo que se da él
mismo directamente. Por eso los latinos lo tradujeron como ratio, aludiendo a
la legitimidad de la apófansis. Ahora bien, que el mito se oponga al logos no
significa que siempre sea inferior, aunque, en el uso de Bueno en relación a la
cultura, lo que aparece como relevante es el sentido de mito como
contrapuesto e inferior al logos, inferior al menos en claridad,
fundamentación y capacidad de dar conocimiento.

62
En general, en el mito de la cultura Gustavo Bueno señala tres
características: la confusión, el trasvase de prestigio de unas partes a otras y
la tendencia a separar en lugar de unir. El primer rasgo es la «confusión y
oscuridad (o inadecuación interna) que acompaña siempre a los
componentes» de la cultura. De esa confusión resulta la segunda
característica o rasgo, a saber, que el prestigio de unas partes se trasvasa a
otras. Esto se ve con más claridad en el que, como veremos, es el segundo
núcleo de la idea de cultura, la cultura étnica o particular. Ahí cualquier
elemento insignificante, por ejemplo, el “disco botocudo” –contra el que
parecería que G. Bueno ha emprendido una especial cruzada-adquiere una
dignidad escandalosa. La tercera característica se comprende viendo alguna
de las funciones de la idea de cultura,situados, por tanto, en sus funciones
pragmáticas: y aquí «acaso la función más importante de la idea de cultura
sea la de servir al objeto de separar a unos grupos de otros» (p. 27). Dicho
así, sin embargo, suena, en mi opinión, un tanto exagerado, porque dependerá
de qué idea de cultura estemos manejando, pues igual puede servir para unir
que para separar, como la religión que tanto une como separa. Teniendo en
cuenta, pues, estas características, deberíamos ver si se dan mitos en los tres
ámbitos en que Bueno parece encontrarlos.
El libro de G. Bueno tiene tres cometidos. El primero es estudiar
genealógicamente el concepto de cultura, tanto en su idea limitada como en
su idea general. Si para aquélla el punto de referencia es la idea de Tylor o la
de los antropólogos, para la segunda lo es la idea alemana de cultura. El
segundo objetivo, que ocupa gran parte de su libro, es estudiar el “todo
complejo” de Tylor, para, a partir del análisis de la complejidad, llegar a su
idea de cultura como sistema morfodinámico que se presenta como la
«heredera racional» de la idea metafísica alemana. En esta parte el libro de
Bueno sigue dos direcciones, una, diríamos, descriptiva analítica, que
consiste en buscar y ordenar los componentes del “todo complejo”; y otra que
podríamos calificar de más filosófica, que trata de definir la naturaleza de esa
cultura como sistema morfodinámico. El tercer objetivo, al que responde el
título del libro, es “desmitologizar” los mitos oscurantistas que rodean al
único concepto de cultura que sería razonable aceptar.
Ante estos tres objetivos del libro de Bueno, por mi parte procuraré,
primero, reunir todos los mitos que G. Bueno encuentra en torno al concepto
de cultura. Segundo, exponer y controlar la argumentación que aporta para
mostrar ese carácter mítico. Tercero, verificar si su concepción restringida de

63
la cultura es una idea efectivamente filosófica o una “ontología” naturalista,
que, en ese caso, asume las tesis que hemos rechazado, propias tanto de los
sociobiólogos y etólogos como de los antropólogos culturales, todos los
cuales se limitan a seleccionar un tipo de comportamientos sin más
preocupación.
El libro de G. Bueno no es un libro del que se pueda dar razón en unas
pocas líneas. Cada uno de los objetivos señalados merece cierto espacio.
Aquí nos atendremos a lo que considero esencial para nuestro objetivo, a
saber, preguntarnos si es legítimo el “recorte” que hace del concepto de
cultura, ya que la reduce a lo que, para entendernos, llama en un determinado
lugar, sin ninguna anotación crítica o justificativa de la incoherencia que ello
conlleva, “cultura étnica” (p. 221). La tesis de Bueno es que sólo la cultura
étnica es verdadera cultura; todo lo demás son mitos, es decir, sólo por
oscurantismo mítico se habla de una “cultura no étnica”. Dado este supuesto,
está claro que Bueno acepta como resultado de su investigación la tesis de los
antropólogos culturales: cultura es lo que ellos describen. Es cierto que
Bueno resuelve la contradicción en que aquéllos incurren, porque para los
antropólogos culturales la cultura es lo que ellos describen, mas en su opinión
su descripción es también parte de otra cultura étnica, la occidental, válida
sólo para Occidente. En ese momento la antropología sería también tema de
su propia descripción, y así in infinitum, en una absurda antropología
reiterativa de las antropologías. Si cultura son las totalizaciones que los
antropólogos describen, las culturas étnicas, para Bueno el lugar desde el que
se hace esa descripción, lo que él mismo llama “civilización universal”, ya no
es cultura. Su razonamiento se basa en que el paso de las culturas étnicas a la
civilización universal, es decir, la generación de estructuras desvinculadas de
la cultura étnica, es para él un proceso de desculturización (p. 200), «que se
abre internamente en el mismo seno del desarrollo universal de la cultura».
Por eso, la ciencia, que tiene un contenido universal y que en la tradición era
uno de los elementos básicos de la cultura, para Bueno no es cultural, sólo
serían culturales los resultados erróneos (p. 221). Así, por ejemplo, la teoría
del Big bang no es algo cultural «a pesar de la paradoja de su génesis
cultural’» (p. 221).
Veamos, pues, los niveles en que G. Bueno ve actuaciones míticas en el
concepto de cultura. El procedimiento que sigue es estudiar la génesis del
concepto de cultura en dos pasos: en el primero se explora la idea de la
cultura como cultivo, por tanto, la idea de cultura como una entidad subjetiva

64
en la forma que sea; en el segundo se estudia la génesis del concepto de
cultura como una idea objetiva, la idea moderna de cultura, donde realmente
se generaría el uso mítico del concepto de cultura. Este uso, como ya
sabemos, consiste fundamentalmente en traspasar esa idea limitada de cultura
que G. Bueno nos propone y usarla de un modo mítico.
De todas maneras no le falta oportunidad al profesor de Oviedo al
proponer como una interesante tarea de ilustración el clarificar la enorme
ambigüedad en el uso del término cultura. Por eso en su introducción procura
hacer llegar al lector dos ideas fundamentales: la gran amplitud del concepto
de cultura, así como la confusión en que su continuo uso está inmerso. En
efecto, y así comienza Bueno, la idea de cultura disfruta de un enorme
prestigio, en el que sobrepasa el puesto que «ocupaban hasta hace poco las
Ideas de Libertad, de Riqueza, de Igualdad, de Democracia o de Felicidad»
(p. 11). Este prestigio no es una novedad sino que viene ya de lejos, primero
de la República, y luego del franquismo; pero era también una convicción de
la izquierda, que bajo la contraposición de una cultura burguesa y una cultura
proletaria tenía todo un programa de actuación respecto a la cultura. Sin
embargo, lo único que se ve en esos usos es la confusión que el concepto
arrastra.
En efecto, fácilmente podemos constatar que Bueno lleva razón. La idea
de cultura es una de las pocas ideas con fuerza que movilizan afectivamente,
que, por tanto, representa valores. La cultura es algo que vale, al menos en la
cultura contemporánea, como la libertad, la igualdad, la riqueza o la
democracia. Más aún, parece necesaria para la libertad y la democracia; sin
cultura no hay ni la una ni la otra; la verdadera democracia sólo es viable con
cultura; por no decir que la riqueza sin cultura es o puede ser un valor más
bien despreciable. Ahora bien, al hablar así ya estamos anunciando dos
sentidos distintos de la palabra cultura, puesto que el que carece de cultura es
también culto: el rico “inculto” es también culto. Cuando la Constitución
española de 1978 proclama el derecho de todos a la cultura está utilizando un
concepto de cultura distinto del de los antropólogos, aunque también éste
parece tener su lugar en la Constitución, cuando se proclama la voluntad de
proteger las culturas y tradiciones de los pueblos de España (Prieto, 1993:
102 y ss.). Ahora decimos de alguien, según su forma de vestir, que pertenece
“a la alternativa’, se entiende que pertenece a un movimiento que representa
una alternativa social y cultural. Por lo demás, hasta hace poco en muchos
países del llamado “socialismo real” muchas de las cosas de los países

65
occidentales han sido consideradas como prototipo de la cultura burguesa
alienada, mientras que, en otros casos, la cultura burguesa se habría
apropiado de la cultura de todos, habría “raptado la cultura”, como diría
Carlos París, en uno de sus títulos más explosivos de su época de dedicación
a la política: la cultura ha sido raptada por una clase (París, 1978). Para los
falangistas españoles la cultura resultaba el verdadero motor de la sociedad y
había una cultura de patrimonio universal; según su tan invocada “revolución
pendiente“, había que facilitar a todos el acceso a esa cultura de patrimonio
universal, como nos lo recuerda Gustavo Bueno. Por lo demás, aunque
necesaria, no es tarea fácil la clarificación de lo que en todos estos usos hay
de correcto y de incorrecto.
Justamente la adscripción de valor a la cultura se da en virtud de su
pretensión universal. Cuando se habla de la necesidad de devolver al pueblo
la cultura “raptada por la burguesía”, es porque a aquélla se le concede un
valor universal. Lo mismo que esa cultura de patrimonio universal, o esa a la
que todos tenemos derecho. ¿Qué es esta cultura universal? Actualmente
estamos hablando cada vez más de una cultura cosmopolita, de la cultura
universal propia de la aldea global o de la edad planetaria. De hecho ya
sabemos que cosas o costumbres hasta hace poco patrimonio de un pequeño
pueblo se convertirán o ya lo han hecho en propiedad cultural de la aldea
global. Cuando escribí estas líneas, se acababa de vivir un acontecimiento
que tuvo un gran impacto, la muerte y funeral de Diana Spencer, princesa de
Gales; se piensa que cerca de un tercio de la humanidad, es decir, 2.000
millones de personas siguieron el día 6 de septiembre de 1997 el funeral,
vivieron por tanto de alguna manera un tipo de luto, de duelo, de rito, de
comportamiento culturamente diferenciado. La TV es una tecnología
absolutamente universal como lo son ya otras muchas cosas: los deportes, el
mercado, la política, etc. Existe una cultura universal, al menos así lo parece.
¿Qué es esa cultura universal? ¿Está dotada de ese factor axiológico que
colorea la cultura cuando la Constitución nos asegura que todos tenemos
derecho a ella? Si la cultura es un valor, ¿en qué sentido lo es, por ejemplo, el
fútbol como un elemento de la cultura universal? El fútbol es un tipo de juego
que surge en Inglaterra a finales del siglo XIX y que poco a poco, gracias a la
política expansiva de Occidente, se ha universalizado. Ahora los grandes
acontecimientos futbolísticos movilizan hacia los campos de fútbol o hacia
las televisiones a millones y millones de ciudadanos de todo el mundo. Pues
bien, ¿es ése un valor al que todos tienen derecho?, ¿es un elemento de esa

66
cultura de patrimonio universal? Lo que está claro es que un elemento
descubierto o inventado en un pueblo ha trascendido sus fronteras y se ha
“universalizado” ¿Qué significa, entonces, esta palabra ‘universal’ en el
contexto de la cultura?
Simultáneamente a fenómenos como éstos, que indican la instalación de
una situación de intercambio universal, en la aldea global surgen o han
surgido las reacciones más opuestas, la tendencia a la imposición de
comportamientos excluyentes diferenciadores. Frente a la tendencia a la
liberación de la mujer aceptada en todo el mundo, algunos países islámicos,
los llamados fundamentalistas, van en una dirección muy opuesta: su objetivo
es mantener a la mujer en el papel subalterno que la historia le había
asignado. La “limpieza étnica” propuesta y ejecutada en Bosnia, y que se
basaba en rasgos tan poco naturales como la religión, ha sido uno de los
mayores escándalos del primer lustro de esta década que ahora terminamos.
Sin que Bueno los mencione explícitamente, pero teniendo en cuenta los
ejemplos que aduce y el tenor de sus explicaciones, podemos hablar, por
consiguiente, de tres núcleos en los que actualmente se condensa la idea de
cultura. El primero es el de la cultura como ideal superior A que todos
tenemos derecho, ese ideal cuyo prestigio señala Bueno. Por debajo de esa
cultura superior hay otros elementos culturales de menor rango que se dan
por supuestos y que en principio no representan un valor especial porque
nadie los discute ni se carece de ellos, por ejemplo, hablar un idioma. El
segundo se refiere a la cultura como conjunto de elementos distintivos
peculiares de un pueblo que éste considera importante conservar porque se
identifica a través de ellos. En ese sentido esos elementos son también un
valor para ellos, bien porque su extensión es limitada –no todo el mundo
participa de ellos–, bien porque no pueden ser ejercidos libremente –por
ejemplo, lucir el shadoren la Escuela pública francesa, o el uso del idioma en
un contexto dominado por otra lengua–. En estos casos también se da por
supuesto que esos elementos culturales se asientan sobre otros muchos que no
se estiman como valores, por ejemplo, el disfrutar del mercado, de la
tecnología internacional, etc. El tercero es el de la cultura en sentido
universal,’ es decir, aquel conjunto de elementos que han surgido en pueblos
concretos pero que los han trascendido, se han unlversalizado y en la
actualidad constituyen una serie de comportamientos, instituciones o valores
asentados en todo el planeta como elementos de una “cultura universal”. En
este último caso Bueno habla más bien de “civilización universal”, lo mismo

67
que Savater en su Diccionario (1995: 404), como ya lo hemos dicho. Pero
eso no es más que una forma de escamotear el problema mediante un
nombre, porque ontológicamente son lo mismo. Si, por ejemplo, el uso del
tabaco era un rasgo de las culturas precolombinas, no parece serio decir que
al traspasar sus límites de América deja de ser elemento cultural para
convertirse en elemento de la “civilización” universal. Lo mismo que el baile,
el fútbol o la ciencia, o los valores de la tolerancia, etc.
Pues bien, según Gustavo Bueno, en los tres núcleos que aglutinan el uso
del término cultura habría mitos o elementos míticos; más aún, la cultura es
un mito en los tres sentidos. En el primero, la cultura como bien social, en
una doble dirección. En el segundo, la cultura como elemento peculiar y
distintivo de un pueblo, en el que actúa como su seña de identidad, en torno
al concepto de esta identidad cultural y en torno a la práctica científica de los
antropólogos. Bien es cierto que, en ese momento, después de tratar de
descubrir la existencia de un mito, propone Bueno su idea de cultura válida
sólo en ese segundo sentido y como un concepto autolimitado a las
sociedades particulares; ahí tal vez ya no habría mitos. Según Bueno –y ésta
es su tesis principal–, cuando un rasgo de la cultura de una sociedad
particular trasciende de esa cultura y se convierte en rasgo vigente en todas
las sociedades o grupos (ya sea porque claramente muestra su validez
universal –como le pasa a la ciencia-, o, sencillamente, porque se instaura en
la totalidad del planeta), o bien deja de ser cultura:, como ocurriría con la
ciencia (que en realidad, por lo visto, nunca lo habría sido); o bien deja de ser
cultura para hacerse civilización. De ahí que en el tercer sentido, que se
refiere a la noción de cultura universal, la aparición de mitos esté en la
definición o descripción misma de ese tipo de cultura.
Es posible que en una primera lectura de El mito de la cultura se produzca
cierta confusión entre los tres ámbitos, pero teniéndolos en cuenta se entiende
bastante bien. En lo que sigue trataré de exponer los tres “mitos de la cultura”
que creo distinguir en la obra de Bueno, para deducir lo que tendríamos que
llamar el “uso mítico del concepto de cultura”.

1.4.2. Lo mítico en la cultura como bien social y como idea metafísica

El primer concepto al que se refiere El mito de la cultura es el concepto


de cultura como un bien al que todos tenemos derecho a acceder. Es posible
que el humor de G. Bueno se haya centrado especialmente en este concepto.

68
Lo hace desde dos perspectivas. De acuerdo a la primera, se muestra la
inconsistencia del uso político del concepto de cultura en las unidades
administrativas que se llaman “Ministerio de Cultura“ o, en los pueblos,
“Casa de Cultura”. Para entender este sentido se puede acudir a la distinción
de Snow de las “dos culturas”; o a la usual en la izquierda de los años setenta,
de fuerzas del trabajo y fuerzas de la cultura; o a la de cultura del trabajo y
cultura del ocio. De todos es sabido que cuando un Estado quiere impulsar la
cultura, crea un Ministerio de Cultura, y a ese Ministerio no se le asigna, por
ejemplo, el desarrollo de la Educación o de la Economía, ambas tan culturales
como las otras cosas, sino la supervisión, impulso y promoción de los
elementos de diversión y arte de una sociedad, –por ejemplo, desarrollo
literario, representación teatral y cinematográfica, música, técnicas y artes
populares. En las Casas de Cultura de los Ayuntamientos se practica o
promueve en términos generales lo mismo. Además, hay una vinculación de
esa parte de la cultura o a las horas de ocio del día, o a los días de ocio de la
semana, que de ese modo se oponen a los días de negocio, necocium, de no-
ocio, de trabajo. El uso de esos bienes en una sociedad, o el hecho de que una
sociedad aumente la producción de ese tipo de bienes de la cultura como bien
de ocio, parece incrementar el valor global de la cultura de una sociedad.
Desde una segunda perspectiva que tiene en cuenta Bueno tenemos un uso
más amplio y enfático del término cultura como derecho de todos. Está claro
que cuando nuestra Constitución de 1978 proclama como obligación del
Estado «Promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a
todos una digna calidad de vida» (Preámbulo, párrafo quinto, cf. Prieto, 1993:
193), se entiende que la cultura, a la que pertenece también la ciencia y la
técnica (o.c.: 207), es el verdadero motor de la sociedad o la verdad de los
otros grandes ideales; en este caso no nos referimos sólo a esa cultura del
ocio –como opuesta al negocio–, sino a todos los valores culturales, por
ejemplo, al saber, porque sin saber ni siquiera se pueden utilizar los
elementos de la cultura del ocio. Precisamente uno de los mayores problemas
de la cultura o civilización actual es que se aborda la cultura del ocio con una
preparación mínima, abriendo así paso a la degradación de la cultura, la
cultura del kitsch muy propia de la cultura de masas. En esta cultura el
deporte, por ejemplo, pasa de ser ejercicio corporal a ser espectáculo con
funciones muy dispares. De acuerdo a los resultados que se lograrán en
nuestro capítulo cuarto, una sociedad en que predomine un ideal auténtico de
cultura sabría situar el espectáculo en su lugar y jamás lo convertiría en ideal

69
de cultura como hace la cultura de masas.
Pues bien, según G. Bueno, la cultura en el doble sentido de cultura del
ocio y como bien al que todos tenemos derecho es un mito. Que éste es un
tema fundamental para Gustavo Bueno se ve en la extensión que ocupa,
aproximadamente la mitad del libro, y que está dedicada, primero, a mostrar
la conexión de esa idea con la noción de cultura que fraguó en la filosofía
idealista alemana, la que G. Bueno llamará idea metafísica de cultura;
segundo, a mostrar el “contexto mítico” de este último concepto o idea.
También es posible que en torno a este tema se centre la aportación más
espectacular de G. Bueno, a saber, que la cultura en este sentido es un mito
pues es nada menos que la secularización de la Gracia medieval, pero una
secularización que arrastra, según Bueno, las contradicciones propias del
“Reino de la Gracia”: «Así es –dice de modo tajante–, las contradicciones
más flagrantes que actuaron en la idea de un Reino de la Gracia se nos
manifiestan en el reino de la Cultura» (p. 137). Veamos, pues, la idea
metafísica de cultura.
Para G. Bueno esa idea es la «modulación más representativa, aunque no
la única, del mito de la cultura» (p. 49). Es posible, sin embargo, que en esta
idea metafísica de cultura se centre tanto el núcleo más importante de la
argumentación de Bueno como la forma que tiene de probar su tesis. Con tres
notas describe Bueno esta idea metafísica. Primero, la cultura se conforma
como idea de “cultura sustancial”, como una idea metafísica (p. 48), aunque
no sepamos muy bien qué significa eso. En esa idea metafísica la cultura se
contrapone a la naturaleza. Como la idea de naturaleza es de carácter
ontológico, la perspectiva ahora abordada es de carácter ontológico. Segundo,
esa cultura, constituida como una sustancia, es algo previo que envuelve al
individuo que se forma en su seno; ese mundo envolvente es la verdadera
patria del ser humano. Tercero, esa idea comportaría una visión holística,
incluso como la idea de un organismo viviente, como «interconexión de
partes». Con esta concepción holista está describiendo cómo se entendió en
un momento la idea de cultura, exagerando la interconexión de sus
elementos. De ahí concluye el carácter «normativo y soteriológico» porque es
un envolvente normativo. Está claro que si uno nace en una lengua y no
consigue hablarla o pronunciarla como en su grupo quedará marginado o al
menos señalado. Sólo “se salva” hablando la lengua de modo normal, es
decir, según la norma, y actuando también de modo normal en otros
elementos de la cultura. Hay que señalar la oscilación entre una perspectiva

70
ontológica y una gnoseológica; en aquélla se considera la cultura como modo
de ser de todos los seres humanos –frente a la existencia meramente natural
(p. 48)–, de manera que en ella las diferencias quedan niveladas y la variedad
humana se convierte en ‘hombre’; en la segunda, pero tratando la idea
metafísica de cultura, resulta que la cultura al tiempo que nos hace ‘hombres’,
nos hace también diferentes (p. 49), lo que es cierto, pero no se ve qué se
puede sacar de ahí, porque el plano es distinto.
A continuación se cruzan dos líneas. Por un lado la cultura nos salva de la
condición animal y nos «exalta a la condición de habitantes de un Reino más
valioso» (p. 49); quizás está deslizando una acumulación de adjetivos que
insisten en una visión superior para luego ver que esas funciones las cumplía
la Gracia. Por otro, el reino de la cultura como realización del espíritu es el
reino en el que florece el arte y la libertad. Para Bueno, todo esto es la
modulación fundamental del mito de la cultura. Las razones habrá que
buscarlas a lo largo del capítulo segundo.
La génesis de la idea metafísica de cultura tendría en su base tres
operaciones que parecen llevar a una idea de carácter mítico. Primero, es
necesaria una objetivación de las obras producidas por el ser humano. Esta
objetivación iría más allá de la producción de un objeto que toda creación
cultural supone. La objetivación ahora exigida señala a la posibilidad de
relacionar una producción cultural con otras similares, de manera que
aparezcan no como resultado de acciones sino en relación a las obras del
mismo rango que se dan en otros lugares o momentos; por ejemplo, el arte,
de ser algo vinculado a unos momentos de la vida, se convierte en un ámbito
autónomo desvinculado de las operaciones concretas que lo producen.
Segundo, se requiere una totalización de esas producciones culturales «en
una unidad sustantiva» a la que se denomina cultura y de la que todas son
partes integrantes de una entidad nueva (p. 53). Tercero, es preciso remover
el obstáculo que el concepto de Gracia podía suponer en la medida en que a
ese concepto se adscribían, según Bueno, por ejemplo, las religiones, los
lenguajes, la moral y el Estado, para así oponerlo a la naturaleza (aunque,
dicho sea de paso, en mi opinión cabe dudar de que en las descripciones de
los cronistas de Indias lo que llamaban “moral” fuera adscrito al “Reino de la
Gracia”). Pues bien, esas tres operaciones llevan a una integración límite
respecto a la cual «no está probado» que «sea algo más que una gigantesca
confusión de las cosas más heterogéneas en una masa viscosa dignificada con
una denominación nueva, Cultura, como si fuera la “revelación” que el

71
espíritu del hombre hace al propio hombre» (p. 55).
Es curioso, sin embargo, que de no está probado que sea algo más que’ se
pasa a está probado que no es más que’, pero en ningún caso se muestra el
paso, porque en realidad debería haber tratado de mostrar la imposibilidad de
las tres operaciones señaladas, así como la imposibilidad de oponer la cultura
a la naturaleza. A ninguna de las dos primeras operaciones pone objeción
alguna, a la primera porque no plantea ninguna dificultad en una sociedad
con división del trabajo; en cuanto a la segunda, ya es una cuestión de
interpretación, que no es inherente a la idea de cultura. Tal concepción
organicista de la cultura podría ser mitológica, aunque en un uso del
concepto de mito un tanto abusivo porque no por ser una falsa filosofía es un
mito. En cambio, parece poner objeciones a la idea de que la cultura se opone
a la naturaleza, porque si el ser humano se revela a través de la cultura,
parece, en cambio, «como si la naturaleza no se nos “revelase” también a
través de las obras del hombre (sobre todo de las tecnologías) como si los
contenidos alojados en el “Reino de la cultura” pudieran todos ellos reducirse
a la condición de “obras del hombre”» (p. 55).
Pues bien, en estas dos frases están los argumentos básicos contra la idea
de una cultura objetiva en sentido metafísico. El primero se refiere a que
también la naturaleza se revela a través de obras de los seres humanos. Esto
puede ser así, pero lo que no roma en cuenta Bueno es que en esa revelación
se da precisamente la revelación de una naturaleza que actúa
determinísticamente o por intersección de causas, mientras que lo propio del
reino de la cultura es ser siempre, primero, resultado de actividades u
operaciones humanas y, segundo, ser siempre resultado de una actuación por
motivación y comprensión. También en los seres humanos hay, obviamente,
naturaleza, pero esa naturaleza no entra en el reino de la cultura.
Mas con la frase “como si los contenidos alojados en el Reino de la
cultura pudieran todos ellos reducirse a la condición de obras del hombre”, G.
Bueno está preparando la tesis más chocante de todo su libro: que en el
terreno humano hay cosas que no son ni cultura ni naturaleza; por ejemplo, la
ciencia. Lo cual resulta una tesis ardua muy poco defendible, porque de que
una relación matemática sea objetiva, es decir, nada arbitraria, no se deduce
que pueda ser desconectada, hipostasiada, de manera que exista la
matemática o la física independientemente de la vida humana, de un sujeto
que las comprenda. La física, desconectada de la vida humana, sería la serie
de signos físicos materialmente impresos en los libros, y la trasmisión de la

72
ciencia equivaldría a entregar físicamente el libro. Pero de esto aún
tendremos algo que decir más adelante.
A continuación busca tres ejemplos de desarrollo del mito de la cultura,
Herder, Hegel y Fichte. En relación al primero termina Bueno arriesgándose
«en conclusión, a afirmar que la idea metafísica de cultura o, si se prefiere
[como si, en sentido estricto, fuera lo mismo], el mito de la cultura, está
íntegramente preformado en el “embrión” de Herder». Para justificar lo de
mito Bueno termina la exposición de Herder aludiendo a sus creencias
religiosas, pues para éste no todas las culturas son iguales, no todas
contribuyen igual a la creación de ese reino de los cielos en la tierra, meta de
la cultura humana formada por Cristo. Así Bueno confunde (co-funde) las
tres operaciones para la creación de la Idea de cultura con las ideas religiosas
con que se pueden interpretar las obras de los hombres; como esta
interpretación es mítica, también lo es la idea de cultura. No se añade ningún
otro argumento. No varía mucho la argumentación sobre Fichte. La cultura
objetiva a la que Fichte alude es la cultura europea, que es la cultura
envolvente y organizadora de las generaciones sucesivas, pero que «no puede
ejercerse sobre cada individuo, si no estuviese implantado [?] en la sociedad
política, en el Estado» (p. 62), que de ese modo asume la cultura como su
meta; así, «Fichte está proponiendo por primera vez la idea (mito) de Estado
de Cultura» (ib.). En mi opinión, la utilización de la palabra mito en este
contexto es improcedente, pues en ese uso se confunde la más o menos
justificada objetivación-totalización-oposición con la integración de su
resultado en un contexto filosófico de orientación teológica. G. Bueno pasa
de esta coloración a la idea de cultura. Lo mismo valdría para Hegel, cuya
Filosofía de la historia incluye la guerra como la única relación posible entre
los Estados soberanos, mas siendo eso «el juicio de Dios sobre la Tierra»,
también Hegel está contaminado. Y con esto parece terminada la explicación
del “mito de la cultura” en este ámbito.
Hasta aquí tenemos, por tanto, la conexión entre una idea de cultura más o
menos justificada y una serie de interpretaciones “míticas” que pueden venir
del contexto religioso de las filosofías del idealismo alemán. Curiosamente, el
resto del capítulo II, que trata de la idea metafísica de cultura, es una
exposición ordenada de las rutas del concepto de cultura objetiva al
enfrentarse a las ideas de Hombre y Naturaleza, exponiendo las diversas
posibilidades de comprensión: la cultura como creación emergente a partir de
la naturaleza, o bien como resultado de procesos naturales. En el primer caso

73
tenemos el espiritualismo de la cultura que ampliará después; en el segundo,
nos encontramos con el materialismo de la cultura, también expuesto luego.
Igualmente, en relación con el Hombre se puede o identificar hombre y
cultura o desidentificarlos de tres maneras: por oposición, por superación o
poniendo la cultura debajo; en tercer lugar, también se puede identificarlos en
parte.
Esta taxonomía de las teorías de la cultura, a la que Bueno dedica muchas
páginas, apenas aporta nada sobre qué es el mito de la cultura en la acepción
de la idea metafísica de la cultura, como el conjunto de las obras de los seres
humanos que no son resultado de procesos naturales y que antecede a la
existencia de cada individuo concreto. Las concepciones espiritualista o
materialista pueden ser insatisfactorias, o los problemas que se pueden
generar del modo como se pasa de la Naturaleza humana –diversa en sus
razas– y la Cultura –diversa en la etapa en que la humanidad vivía dispersa
en grupos separados, la etapa particular de la humanidad– al Hombre como
Idea trascendental y a la Cultura en el sentido primero, pueden permanecer
sin resolver, incluso podrían proyectarse, desde ellas, ámbitos o espacios, si
se quiere, míticos, porque tienen detrás relatos constituyentes de su sentido;
pero esa interpretación para nada convierte en mítica la idea primera de
cultura.
Bueno parece pasar del concepto de Cultura al uso más o menos político
del concepto de cultura. Por ejemplo, en su taxonomía de las teorías de la
cultura se sale de la perspectiva ontológica, o mejor, desde la perspectiva
materialista llega a la de las ciencias sociales, tales como la antropología, que
él enmarcaría en una perspectiva gnoseológica. Pues bien, situado ya en este
terreno gnoseológico, en la «filosofía implícita» de la antropología, el
hombre es animal cultural en el que las culturas son como «“vegetaciones”
conformadas por los hombres a partir de una vida natural que, impulsada por
sus “necesidades”, y gracias a la inventiva propia, han ido consolidándose
como “totalidades complejas”» (p. 75). Lo más importante en la antropología
es «la tendencia hacia un armonismo» (p. 75 y ss.), que se da en esas
totalidades, aceptado porque empezaron trabajando con comunidades
preestatales, en las que podía darse ese armonismo. Mas ahora que ya no
existen esas comunidades preestatales, se recupera esa tendencia en el
«armonismo de las regiones». Y aquí vuelve a aparecer otra vez el mito: «la
vitalidad del mito del armonismo de las culturas» (p. 76), con lo que estamos
en un terreno de carácter político.

74
Cabe preguntar, primero, en qué relación está este plano tan alejado del
propio del capítulo –una perspectiva ontológica respecto a la idea global de
cultura– con el mito de la cultura como idea metafísica. Segundo, por qué es
un mito el armonismo cuando no es, respecto a las comunidades preestatales,
sino la constatación del encaje funcional de los diversos elementos de la
cultura; y en las regiones, la expresión de la voluntad posible, que no
necesaria, de las personas de no convertir en conflictivo lo que sólo son
perspectivas diferentes. Y ahora aclara ya de qué se compone el mito: «de
estos dos momentos extremos: lo particular y lo universal» (p. 76), de manera
que la inmersión en lo particular de cada cultura asegura automáticamente el
enraizamiento en la universalidad, según Bueno, porque se confunde la
universalidad directa con la refleja (la universalidad sabida propia de la
antropología cultural) (p. 77). Se me antoja, en todo caso, que el mito del
armonismo poco tiene que ver con el mito de la cultura como idea metafísica,
sino con otros niveles.
Igualmente en la consideración del marxismo se deslizan calificativos de
mitológico muy ajenos al concepto de mito del principio. La creación que
estaría detrás de la cultura es concebida por el marxismo como “producción”.
El contenido de la producción es la cultura. Ahí estudia G. Bueno los
problemas de la aplicación concreta del concepto de cultura en el
materialismo dialéctico, para el cual en la historia contemporánea hay una
escisión entre cultura burguesa, cultura proletaria e ideal cultural de la
sociedad comunista que es la condición de una “ cultura universal"'. El paso
de las culturas particulares, o de la cultura burguesa –en la que la cultura
humana podría estar «raptada» (París, 1978)–, a la cultura universal, podría
obligar «a plantear los problemas de la unidad de la cultura en términos de
una “revolución cultural”. Pues únicamente a través de la trasmutación de las
culturas particulares en una cultura universal podría la humanidad
“conquistarse a sí misma”». Ahora bien, sigue, «la idea de la revolución
cultural es una idea mítica» (p. 84), aunque no da razón alguna, con lo que
nos quedamos sin saber en qué sentido se usa aquí la palabra mítico’. Tal vez
la respuesta es que en la revolución cultural el proletariado universal es
proyectado como sujeto de la historia, de la historia al menos futura; mas ese
proceder sólo es una absolutización ideológica de un factor de producción.
Mas si eso es mítico, toda ideología es una mitología, con lo que el carácter
narrativo de lo mítico desaparece. También llama Bueno solución utópica,
por no decir ridícula aunque sí «desde luego mitológica», «la “solución” del

75
poliglotismo» (p. 86) en una situación de plurinacionalismo y
multiculturalismo, es decir, llama solución mitológica a las propuestas de
soluciones de problemas concretos de la vida política que no admiten
demoras. Siempre que se haga en una dirección imposible de cumplir, se trata
de soluciones “míticas”, mitológicas, etc. Naturalmente, nada tiene que ver
todo esto con el mito de la cultura como idea metafísica, con la que habíamos
empezado.
Quizás la consideración de que la idea metafísica de cultura es heredera
del “Reino de la Gracia” nos hiciera captar más plásticamente su carácter
mítico. Pero el desarrollo del capítulo V, dedicado a ese tema, es un tanto
decepcionante: la idea teológica de un Reino de la Gracia es un mito
inconsistente, mas sus contradicciones pasan, como ya hemos citado, al
Reino de la cultura, o se nos manifiestan en él. Pero a la hora de mostrar
cómo ocurre ese traspaso no se cita ni un sólo caso. Veamos algunas
acepciones de la palabra mito en este contexto.
Posiblemente la evolución del lugar de la “Nación” ha tenido algo que ver
en el argumento de Bueno. Porque el mito de la idea metafísica de Cultura,
que heredaría las contradicciones del Reino de la Gracia, no puede ser la Idea
de una Cultura objetiva universal en su sentido de totalidad, del que ha
hablado al principio, sino la idea de cultura particular propia de una Nación,
ya que en realidad «las culturas genuinas son precisamente las culturas
nacionales como expresiones del espíritu de cada uno de los pueblos (p. 131).
En este contexto, explicando los límites de la originalidad de las culturas
particulares, alude G. Bueno otra vez al carácter mítico de esa concepción,
que consistiría en considerar a los pueblos sujeto de esas culturas, o sea, a las
naciones, «como si fueran intemporales» (p. 135), es decir, en proyectar su
origen fuera del tiempo o a un tiempo mítico, cuando en realidad esas formas
de cultura no eran sino el desarrollo del patrimonio común europeo. Eso hace
que la dialéctica «que cruza todo el siglo XIX y XX entre la “cultura
particular” [...] y la “cultura universal”» sea de carácter ideológico (p. 135),
dice, sin que sepamos muy bien si carácter ideológico es lo mismo que
mítico, o si se trata solamente de una interpretación sesgada de la realidad. Y
sigue: «de ahí el mito de que lo genuinamente particular ha de tener, por ello
mismo, un valor universal» (p. 136), lo que ya había denunciado como mítico
en páginas anteriores. No se alude, sin embargo, a ningún relato. Gustavo
Bueno, por tanto, utiliza la palabra mito en sentido de opinión, ideología
sesgada o falsa, lo que no deja de ser una licencia terminológica. Por eso

76
también me parece un uso exagerado y no canónico, además de incongruente
con el capítulo, una de sus frases finales: «Es sólo un mito decir que el
camino hacia la universalidad pasa necesariamente por el regreso hacia las
esencias nacionales íntimas» (p. 136). Por eso el capítulo termina hablando
de la identidad nacional, cuestión que me parece alejada del comienzo con la
idea metafísica de Cultura que se genera por la totalización frente a la
Naturaleza. Porque, para llegar a esta idea, hemos tenido que prescindir de
los elementos particulares, mientras que ahora sólo desde los elementos
particulares se funda la idea mítica.

1.4.3. Lo mítico en la cultura particular

El segundo núcleo de formación de caracteres míticos está en la idea de


cultura como conjunto de rasgos peculiares de un pueblo, los cuales
constituyen la identidad de tal pueblo. Este concepto es el que se refleja en la
definición de Tylor y por eso es tomado desde la vertiente epistemológica.
Así este segundo núcleo de la formación de mitos se fija fundamentalmente
en la idea de cultura como la utilizan los antropólogos. Y es precisamente en
este núcleo en el que el profesor de Oviedo se esfuerza, por un lado, en
exponer interesantes análisis del concepto de cultura con el que opera la
antropología cultural y, en segundo lugar, en mostrar los rasgos míticos que
pululan en torno a esa idea y a la actividad misma de los antropólogos.
Vamos a intentar aproximarnos a los dos aspectos; al primero, porque la
aportación de Bueno es muy meritoria para entender la dinámica del concepto
de cultura de la antropología. Al segundo, porque es necesario, para nuestro
objetivo global, exponer hasta qué punto se sostiene el “mito de la cultura”.
El análisis de Bueno se centra o parte de la definición de Tylor,
proponiéndose como objetivo explicitar o desarrollar en todas las direcciones
posibles el “todo complejo” en que según Tylor consiste la cultura y que
Bueno explica ayudado de lo que llama «tabla gnoseológica de la cultura».
En esa tabla o matriz existen cabeceras de columna, que designan las partes
de la cultura –idea atributiva de cultura–, y cabeceras de fila, que designan
las diferentes esferas culturales o pueblos sujetos de una cultura –idea
distributiva de cultura–. La idea, entonces, de Bueno es que el “todo
complejo” tiene dos direcciones de lectura y que, por tanto, en él se mezclan
dos direcciones de comprensión: una, la que se refiere a las culturas de cada
pueblo o ámbito geográfico o temporal; por ejemplo, cuando hablamos de la

77
cultura de los pigmeos, de los romanos, de los egipcios, de la cultura jainista
o de la cultura española. En esta forma de hablar, la cultura queda distribuida
en una serie de “especies”, a efectos teóricos, separadas entre sí. Otra, la que
se da cuando uno quiere hacer un estudio de la religión o de la economía o de
cualquier otro elemento sectorial, entonces se habla de la cultura religiosa o
de la cultura económica, etc.; para ello se estudiará la religión en los pigmeos,
en España, entre los jainistas, etc. Lo mismo pasa con la economía u otros
elementos de la cultura. En todos estos casos, una vez sabido qué es la
economía, la religión, etc. se las atribuimos a los diferentes pueblos donde las
podemos estudiar en vivo o en directo o porque nos sirven como
ejemplificaciones, ampliaciones, etc., de esos temas. Cuando hablamos de
cultura en el sentido distributivo, por tanto en un sentido extensional, también
tenemos una idea atributiva de cultura, una idea intensional, por la cual
atribuimos a cada una de las culturas específicas unos atributos, de los cuales
podemos también hablar de manera separada o de modo independiente de los
otros atributos, aunque a la hora de explicar ciertas características debamos
acudir a su relación con otros elementos de la cultura de la sociedad de que se
trate. La antropología cultural como ciencia opera en las dos direcciones, si
bien como disciplina se fija más en la cultura atributiva que en la
distributiva, aunque ésta es obviamente la base empírica –lo que constituye la
etnografía– de aquélla. La “tabla gnoseológica” o matriz en la que G. Bueno
explica todo esto no es original de esta obra, ya que la utilizó en su
interesante libro Etnología y utopía (1971: 131). De acuerdo, pues, con todo
esto la idea de cultura desde la perspectiva gnoseológica es un todo complejo
constituido por diversos círculos o esferas culturales (idea distributiva de
cultura) y por sistemas concatenados de categorías culturales (idea atributiva
de cultura).
Pues bien, si identificamos la antropología clásica como el estudio de las
culturas distributivas, la disolución de las líneas de separación entre las
culturas, por tanto la mezcla de las culturas, tenía que eclipsar el objetivo de
la antropología, al menos como estudio empírico. Por más que se quisiera
«mantener la “mirada antropológica”, buscando en el seno de las
civilizaciones “islas distributivas” de cultura» (p. 100), lo cierto es que ese
estudio se prestaría ya más a la mirada del sociólogo, del economista, etc. Y
aquí nos encontramos, por primera vez en este segundo nivel de la idea de
cultura, con la presencia de un “mito”. La antropología cultural es el estudio
de los “todos distributivos”, pero lo hace atributivamente, es decir, procura

78
estudiar las categorías culturales relacionándolas, a partir del material
empírico, con otros ámbitos de la vida. En ese sentido es la ciencia de la
cultura. Pues bien, en el momento en que las totalidades distributivas, es
decir, las culturas particulares, se empiezan a mezclar y por tanto desaparece
el primer material virgen de la antropología cultural, la antropología es «sólo
una ficción, un mito, un “fantasma gnoseológico”» (p. 101). En realidad no
sabemos si eso ocurre desde que se inició la «disolución de las líneas o
perfiles fronterizos distributivos» (p. 100) o desde el comienzo de la propia
antropología. Y aún añade algo más: la antropología cultural en su trabajo
efectivo pretende partir de los todos distributivos –de las culturas
particulares–, para elaborar las categorías atributivas en la relación que éstas
mantengan bien con otros ámbitos de la vida, bien con elementos tal vez no
empíricos pero con los que el antropólogo cuenta, por ejemplo, necesidades
psicológicas; de ese modo el antropólogo cultural quiere contribuir al estudio
de la “cultura universal”. Para G. Bueno eso no es posible, porque «esa
supuesta “cultura universal” no es una esfera unitaria capaz de ofrecer
legalidades universales susceptibles de ser establecidas por una ciencia
distinta de la Sociología o Etología» (p. 101). Por eso es la antropología una
ficción, un mito. Sólo se podrían establecer legalidades en las categorías
atributivas, pero esas categorías nunca son la cultura.
Estas explicaciones de Bueno suscitan algún reparo. La antropología
cultural pretende estudiar las bases de la cultura, justamente por el acceso que
tiene a todas las diferencias culturales. Y ahora viene el primer reparo: de ese
objetivo no se deduce que la antropología pretenda también estudiar la
“cultura universal”. Se ve que G. Bueno, a través del “mito de la
antropología”, nos prepara para el mito de la “cultura universal”, que es
“supuesta”, como ya antes había hablado de “supuesta civilización
internacional”. Sin embargo, el hecho de que las líneas de distribución o
separación de las culturas se estén “diluyendo” implica que está surgiendo
una cultura planetaria. Llamarla supuesta está en relación con un interés de
preparar el camino a determinada argumentación. La segunda objeción
proviene de la falta de acuerdo en que desde la antropología no se podría
hablar de “legalidades universales”, sí en cambio desde la etología o la
sociología; otros científicos pueden no compartir esta opinión del profesor de
Oviedo; más aún, las tradiciones propias de la sociología y la etología –ésta
es de ámbito muy limitado– no pretenden tanto, o cuando lo han pretendido
lo han hecho incorporando métodos de la propia antropología.

79
Pero no se queda G. Bueno en esta introducción. Si empieza asegurando
que la antropología cultural es un “fantasma gnoseológico”, ahora el mito va
a ser el concepto mismo de cultura. Con esto entramos en el segundo mito en
este núcleo. Lo mítico ahora es «la unidad orgánica» (p. 141), que en realidad
termina siendo el «mito de la unidad categorial» (p. 153), pues éste es
deducido de las explicaciones que conciernen al anterior. Ahora bien, la
calificación de mítica a la unidad categorial de la cultura haría que en última
instancia ésta sea el mito. Mas como el resultado es tan llamativo: que «la
“cultura” no existe (gnoseológicamente) ni siquiera como abstracción
sistemática, sino que es sólo un nombre oscuro y confuso, un mito
gnoseológico» (p. 154), es muy conveniente detenerse en la argumentación
de una tesis tan fuerte, porque éste es uno de los pasajes más impactantes de
la obra de Bueno.
Como el tema es muy interesante y además con ese motivo expone una
parte considerable de su contribución a una epistemología de la antropología,
también aquí tendremos que detenernos en algunas de sus ideas
epistemológicas. Ya hemos dicho que la antropología cultural estudia tanto la
cultura de pueblos particulares –las cabeceras de fila de la tabla gnoseológica
de la cultura– como las categorías que encuentra en todas esas culturas –las
cabeceras de columna-, es decir, que aborda, por ejemplo, la cultura española
o pigmea, pero estudiando su religión o sistema productivo. Una pregunta
importante es, entonces, el tipo de unidad de la cultura, bien en cada una de
las esferas (filas de la tabla o matriz, la cultura pigmea, española, hopi, vasca,
esquimal, etc.), bien en cada una de las categorías o partes de la cultura
(columnas de la tabla gnoseológica: economía, religión, parentesco, etc.).
Empieza G. Bueno con éstas, con las que llama categorías, distinguiendo
las categorías a nivel de ideas globales, equivalentes a los “conceptos
globales” de las ciencias físico-naturales, y los rasgos morfológicos que
constituyen esas categorías. Aquéllas se componen de partes de la totalidad,
que permiten «una recomposición de las mismas en función de leyes» (p.
146), mientras que las otras tienen un carácter más particular y concreto, por
lo que son la manera en que las ideas globales se dan; por ejemplo, la idea
global lengua se da como latín, griego, etc. y dentro de éstas en sus
características concretas, en su morfología sólo aplicable a ese caso. Se trata
entonces de lo que G. Bueno llama instituciones. Las primeras serían las
categorías sistemáticas, las segundas las “categorías morfológicas o
configuraciones morfológicas” (p. 147).

80
Partiendo de ahí se pregunta Bueno por la unidad de la cultura. No
olvidemos que gnoseológicamente cultura es el “todo complejo” de Tylor,
que trata de estudiar el antropólogo y que de un modo u otro ha pasado al
conceptuario usual. Ya sabemos también que puede ser el “todo” de una
cultura o la totalidad de las culturas «como si envolviera a todas las esferas a
título de partes» (p. 150), algo así como la matriz total. Bueno llama a la
cultura distribuida en las esferas “todo Tau” y a la cultura constituida por las
diversas categorías un “todo Te”. La pregunta por la unidad de la cultura es
un poco confusa, porque, si se mira bien, podemos considerar cuatro
totalidades, que Bueno no parece tener en cuenta. A saber, desde la
consideración distributiva, tenemos la totalidad de cada una de las culturas
específicas: española, pigmea, botocuda, etc., los diversos “todos Tau, y el
conjunto de estas totalidades, el que podemos llamar “todo TAU”. Desde la
consideración atributiva tenemos la totalidad de cada rasgo, por ejemplo, la
lengua, es decir, la totalización de todas las lenguas, la religión, el universal o
totalización de todas las religiones, etc. A cada una de estas totalidades
podemos llamar “todo Te”’, pero, en segundo lugar, tenemos la totalidad de
los “todos Te”, el “todo TE”. ¿A cuál de los cuatro conceptos de todo se
refiere la pregunta por la unidad de la cultura? El primero es relativamente
claro y Bueno lo reconoce: se trata del “todo Tau . Ahí parece claro que
podría haber una unidad. Pero el siguiente caso de totalidad ya es más difícil:
«que ese todo atributivo envolviera a todas las esferas, a título de partes»; si
distinguimos el “todo Tau y el “todo TAU”, parece que G. Bueno considera
que el todo es siempre el “todo TAU” pero de manera que la pregunta por la
unidad de la cultura le obliga a reinterpretar el “todo TAU” como “todo TE”,
y así «la cultura en sentido antropológico universal, habría de ser pensada
como una única totalidad atributiva» (p. 150), sin perjuicio de que luego
hubiera partes que vuelven a reproducir subunidades.
Para Bueno el punto clave es «la unidad de la cultura como totalidad
atributiva» (p. 152), es decir, en qué medida se puede suponer que la cultura
como “todo TE” es una unidad. Pues bien, aquí empieza su argumentación o
exposición, y lo hace con una advertencia crítica respecto a los antropólogos
por pensar éstos que la antropología cultural es lo mismo que la culturología,
es decir, por pensar que, cuando proponen una tabla unitaria de categorías
para describir todos los hechos culturales, están reflejando la cultura. Eso les
ocurre porque creen que su objeto efectivo es la cultura, por tanto, que la
antropología es la culturología. Pero no se termina de saber muy bien la

81
oportunidad del reproche, porque a tenor de lo que sigue sobre el tema de la
unidad, sobraba la advertencia. En efecto, el problema es independiente de lo
que crean los antropólogos que es la antropología cultural. La cuestión es que
las categorías pueden tener o no tener conexión con otras en el seno de una
cultura, y aunque la tematización de una categoría, por ejemplo la lengua,
implique «desconexión con las partes de otros círculos categoriales», la
antropología busca la unidad de las diversas partes de una cultura, entendida
ésta como totalidad distributiva, es decir, como “todo Tau”. Mas desde la
perspectiva atributiva, que también asume el antropólogo, las categorías, que
cortan verticalmente las filas de la tabla, dan origen a ciencias que se escapan
a los antropólogos, por ejemplo, la lingüística, la economía, la mitología.
Basándose en esta realidad de las ciencias sociales, argumenta G. Bueno: no
existe una ciencia de las esferas culturales, por ejemplo, la egiptología o la
sinología, que no son sino la enciclopedia sobre los egipcios o los chinos. El
alfabeto egipcio, por ejemplo, no tiene ninguna relación con las formas de
cultivo agrícola en Egipto o con la tipología de los dioses zoomórficos. No se
puede mostrar ninguna unidad teórica estricta de la cultura egipcia que
justificara una ciencia.
Lo que parece decir G. Bueno es que, dado que las categorías
antropológicas seccionan las filas de la tabla, se le escapan al antropólogo,
que ya no puede restaurar un objeto unitario. Y aquí él vuelve a diagnosticar
la existencia de un mito, el de la cultura humana universal, ahora ya el tercer
mito en este segundo núcleo. Veamos ahora este nuevo mito, que empieza
con el de la “unidad categorial de la cultura humana”. Sin embargo, en cuanto
«una totalidad atributiva» no se sabe muy bien qué quiere decir ésta unidad
categorial; por lo que sigue, sólo sabemos que se trata de la «cultura humana
universal» como «supuesta estructura categorial de partes interconectadas»;
pero eso es un mito, aunque sólo sea un mito gnoseológico.
Una totalidad atributiva es la constituida por un rasgo que se encuentra en
todas las culturas o en muchas y que está dotado de unas características lo
suficientemente uniformes como para constituir por sí una ciencia, por
ejemplo, la lengua; eso es lo que llama G. Bueno categorías, es decir, las que
definen los “todos Te”. Son sistemáticas si entran en el sistema global y
constan de partes que en virtud de leyes soportadas por ellas mismas
recomponen el todo, se entiende que recomponen el “todo Te” (p. 145 y ss.).
Estas totalidades tienen una unidad. La cultura como totalidad atributiva,
como “todo TE\ será el conjunto de estas categorías. Pues bien, ese conjunto

82
no tiene ninguna unidad, como no la tiene la ciencia de la cultura egipcia más
allá de la recopilación enciclopédica de los resultados procedentes de las
diversas ciencias sistemáticas aplicadas a un período de tiempo determinado
de Egipto. En ese sentido, la antropología cultural como ciencia de la cultura
no existe, porque los rasgos de la cultura como “todo TE” no tienen una
unidad real investigable sistemáticamente, es decir, despiezable en partes que
la recompongan «en función de leyes o relaciones soportadas precisamente
por esas partes» (ib.).
Así, «la cultura, como “sistema universal”, es la clase vacía, no existe» (p.
154). Lo problemático de la frase es que no sabemos qué significa, ya que
puede no existir la cultura como totalidad atributiva –siendo un mito–, pero
puede existir como totalidad distributiva, y puede existir una totalidad
atributiva pero que no sea realmente cultura, pues ambas afirmaciones no son
lo mismo. Tomemos el ejemplo de la egiptología: en ella existen elementos
dispares que no constituyen una unidad categorial, por tanto, no hay una
ciencia sistemática de los egipcios, pues lo único que hay es su unidad
geográfica y física, pero no existe su cultura como una unidad categorial.
Pues bien, mucho menos tendrá unidad sistemática la cultura humana en
cuanto unidad categorial, como totalidad atributiva en una «cultura humana
universal». Por eso es esa cultura universal un mito y la ciencia antropológica
un «fantasma gnoseológico».
Pero siguiendo esa argumentación igualmente tendríamos que concluir
que la egiptología es un fantasma gnoseológico por el hecho de no constituir
una ciencia sistemática y haber en ella partes que no tienen una conexión
sistemática. Sin embargo, eso no parece tener mucho sentido, sobre todo
cuando los egiptólogos no creo que reclamen una unidad sistemática para la
“cultura egipcia’ más allá del hecho de que todos sus elementos se refieran a
un ámbito temporal y geográfico determinados. ¿No podríamos decir lo
mismo de los antropólogos?
Es evidente que la cultura en el sentido de cultura humana universal,
como totalidad o “todo TE” difícilmente podría constituir una unidad
sistemática porque consta de “todos Taü” separados durante milenios. Pero
los antropólogos ni operan con esa unidad categorial de carácter sistemático
ni lo necesitan. Parten,primero, de un concepto operatorio de “cultura”,
mediante el cual identifican ciertas realidades como culturales frente a otras
que no lo son, de acuerdo a las instrucciones de Tylor, quien se fija en el
aprendizaje y en la trasmisión social. Una vez identificadas y protocolizadas

83
esas realidades, el antropólogo las estudia en los grupos humanos
diferenciados que existen, en los otros, porque ahí es donde surgió la
antropología como ciencia. Cuando ya dispone de protocolos o descripciones
más o menos amplias de muchos otros, se da cuenta, primero, de que existen
diferencias y semejanzas entre esas realidades diferenciadas; segundo, de que
existen correlaciones entre diversos niveles en cada totalidad concreta, lo que
le permite investigar por si existen correlaciones en otras totalidades, por
ejemplo, entre el modo de producción A y el sistema ideológico A.; de ese
modo puede detectar, o busca detectar si las hay, las correlaciones propias de
todos los sistemas culturales humanos, con lo cual podría establecer una
propiedad de la cultura humana universal. Si en ese conjunto de operaciones
o realidades identificadas como cultura existen ciertas correlaciones, tal vez
llegue a la conclusión de que existen en unos ámbitos y no en otros; por
ejemplo, entre la gastronomía y el sistema fonológico en general no parece
existir ninguna correlación, aunque no podamos descartar que se dé en un
lugar concreto, esto pese a que de ahí tampoco podamos concluir nada para
otros pueblos.
La cultura humana universal es una totalidad de partes diferentes según
las totalidades Tau y de partes semejantes según las totalidades Te. Dentro de
aquéllas puede haber correlaciones que deben ser investigadas; por ejemplo,
entre el sistema de parentesco y la mitología de un pueblo determinado; o
entre la economía y el parentesco. El “mito”, o dicho con rigor, una
interpretación errónea de esa cultura universal consistiría en dotar a esa
“cultura humana universal” –como “todo TAU” y “todo TE” de ana unidad
semejante a la que puede tener la lengua. Pero cabe la duda de que exista
algún antropólogo que sostenga tal pretensión.
Pero no hay que engañarse. Del mismo modo que la lengua es identificada
por los órganos productores –el aparato fonador humano–, que imponen un
marco a priori de posibilidades, y por la función –la comunicación–, que
determina otro marco general, también la cultura humana universal tiene sus
elementos a priori, sus determinantes, entre los cuales están la realidad
biológica y psicológica humanas, la realidad intersubjetiva humana y el
contexto o medioambiente. Es posible que estos rasgos a priori de la cultura
no sean tanto una preocupación del antropólogo como del filósofo, pero el
antropólogo opera con ellos, o al menos los da por supuestos, del mismo
modo que el lingüista da por supuestos los suyos. Precisamente, porque
existen tales a priori, el antropólogo muy bien puede pensar que en la cultura

84
humana, dentro o más allá de las diferencias, puede haber semejanzas en las
que se manifiestan justamente esos a priori que determinan la cultura
humana.
Por todo esto nos parece muy poco madura la tesis de Bueno. Su tesis se
apoya en una definición constructivista de la antropología cultural que puede
quedar muy lejos de la práctica efectiva de los propios antropólogos, práctica
esta justificable desde coordenadas menos ambiciosas que las que les asigna
él, pero, pese a ello, no menos interesante de cara a comprender la realidad
humana y que en todo caso no lleva a la necesidad de desmitologizar tanto
como la teoría constructivista le exige a G. Bueno.
La cultura no existe, dice Bueno, «ni siquiera como abstracción
sistemática» (p. 154), pues lo que existen son «las configuraciones
supraindividuales concretas» (ib.), a cuyo conjunto parece que no se le puede
llamar cultura sin incurrir en un mito, porque no tienen una unidad categorial,
como, por ejemplo, la tiene la lengua. Para él será baldío cualquier intento
que se haga de definir esas «configuraciones supraindividuales» más allá de
lo que él dice; por ejemplo, el intento de Leslie White para apoyar la ciencia
de la cultura en el concepto de símbolo (1964: 41). Para White la cultura
implica siempre una comprensión simbólica, de manera que cultura es el
«conjunto de los simbolados» (Bueno, o.c.: 154; White, 1959: 134 y ss.).
Pues bien, G. Bueno comienza reconociendo el carácter riguroso del
concepto, pero eso no es sino una concesión que precede a una terrible
descalificación del honesto esfuerzo de White, porque, para Bueno, la teoría
de White sería como unificar el conjunto de todas las figuras que tienen
semejanza con el guarismo 6 (p. 154). Sin embargo, con esto olvida Bueno
que esas semejanzas son radicalmente accidentales, mientras que, según
White, el carácter simbólico de lo cultural –u otro rasgo que pudiéramos
aducir como definitorio– no lo es, como no lo es el hecho de que la cultura
tenga un origen humano y no sea reducible a leyes naturales. Que esa cultura,
perfectamente identifícable como el conjunto de los simbolados –es decir,
como «las cosas y acontecimientos dependientes del simbolizar» (White,
1959: 135)–, no constituya un «sistema dotado de leyes internas
características» (Bueno, 1996: 154) no impide que esas cosas y
acontecimientos puedan y deban ser agrupados por el hecho de tener un
origen común, lo que muy posiblemente permita detectar legalidades en
ciertos niveles. Así, por ejemplo, si son resultado de la facultad de
simbolizar, les pertenecerán las leyes de la comprensión simbólica, por

85
ejemplo, las que propone Leach para comprender la cultura (1978). Encarar
la cultura como un sistema semiótico (Geertz, 1987: 20, 39) impone a lo
cultural unas características que nada tienen que ver con un parecido casual
como el mencionado por Bueno. Por otro lado, el hecho de que tengan como
a priori la biología y psicología humanas, consideradas tanto individual como
colectivamente, puede también introducir regularidades que impongan a esa
“cultura humana universal” un estilo ontológico que es deber del filósofo
señalar e interpretar.
Y sigue G. Bueno con un argumento que le va a llevar a la tesis, cuando
menos llamativa, de que la ciencia no es cultura, y de que, por tanto, lo más
propio de la idea alemana de Cultura no es cultura. Esta tesis, de la que
hablaremos más detenidamente en el siguiente epígrafe, es importante para
Bueno, para ir eliminando los contenidos de la cultura universal, pues ése
será el objetivo último de “El mito de la cultura”.
Pero todavía nos queda otro rasgo mítico en este núcleo de la idea de
cultura, aunque alguna referencia a él ya ha hecho Bueno en el nivel anterior,
ya que en el estudio del concepto de cultura objetiva o idea metafísica de
cultura veíamos que su contenido mítico más serio terminaban siendo las
identidades particulares en cuanto expresión de los pueblos «considerados
míticamente como si fueran intemporales» (p. 135). Pues bien, ese adelanto
de la caída en la mitología se va a profundizar en el capítulo VII, que trata
precisamente del mito de la identidad cultural. Vamos a verlo ahora, porque
este capítulo y el siguiente incluyen el núcleo de la teoría de Bueno sobre la
cultura, al margen de que la cultura, desde diversas perspectivas, sea un mito.
Por otro lado, en el primero de los dos se muestra de modo claro el estilo del
libro, que consiste, ante todo, en justificar el título general: la cultura es un
mito; en anunciar, luego, en los diversos títulos de los capítulos, como aquí,
que la vertiente cultural de que va a tratar es un mito, en este capítulo, el mito
de la identidad cultural. Tercero, una vez demonizado el concepto con el
anatema del mito, ya está liberado Bueno para analizar con mayor o menor
fortuna dicho concepto. Es entonces cuando empieza la tarea filosófica, que
consiste principalmente en criticar como discernir, separar lo confuso
presente en la comprensión de un concepto. Al análisis filosófico de los
elementos que inciden en el uso de un concepto llama Bueno
“desmitologizar” porque previamente ha llamado mito a lo confuso
prefilosófico; así, es mítico lo que en realidad no es sino la exageración o
falsa interpretación de un aspecto o elemento de un concepto, o su proyección

86
hacia una estructura inconsistente de por sí. Por eso, después de haber
anunciado desde el título el mito de la identidad cultural (p. 157), vemos un
poco más adelante (p. 169) que la identidad cultural tiene un sentido correcto
si se la entiende como «identidad sustancial individual» y como sistema
dinámico. Independientemente de que estemos o no de acuerdo con ello,
tenemos que concluir a posteriori que, como en otros casos, el carácter mítico
no es sino la interpretación que se hace de una realidad o el uso que se hace
del asunto en cuestión. Por tanto, en el mito de la identidad cultural lo mítico
no es tanto la identidad cultural como algún elemento suyo que puede ser
interpretado o proyectado “míticamente”. Ahora bien, hasta qué punto en este
caso el uso del término mito es correcto prefiero dejarlo en manos del lector.
El tratamiento que Bueno da al tema de la identidad es la prueba de que
los pasos que he señalado describen correctamente su modo de proceder.
Empieza exponiendo los sentidos posibles de identidad cultural,
identificándola como la propia de cada una de las especies o círculos
culturales. En la tabla gnoseológica tendrían identidad cultural las culturas
concretas en las que se distribuye la cultura humana y a las que se atribuye
los rasgos de la cultura; se trataría de los “todos Tau \ que tienen una
identidad, es decir, que pueden identificarse y ser identificados como
entidades diferenciadas de otros “todos Tau \ de otras culturas. Por lo general,
los individuos tienen conciencia de esa identidad, al menos si conocen a otros
grupos distintos. En ese caso tienen conciencia de los rasgos, ahora
atributivos, propios de su cultura, que suelen ser sus señas de identidad. Pues
bien, aquí detecta Bueno un uso mítico del concepto de identidad, aunque no
lo va a decir así, sino que va a optar por describir lo que ocurre: «en virtud
del mismo carácter abstracto y arcano de los términos que constituyen el
sintagma (“identidad” y “cultural”)», la identidad cultural sitúa a quien la
invoca u oye «en una especie de “cumbre intelectual”», en «una elevación
ontológica» (p. 158). El político, al invocarla, eleva al pueblo con identidad
cultural a una situación especial y al oyente le pone «ante unas extrañas
raíces o troncos que parecen dotados de una suerte de eterna fecundidad
según pautas perennes» (p. 159). De esta manera nos es «revelada la
identidad» de esas señas como algo profundo; inmediatamente se pide la
conservación de esas señas en su carácter virginal, incontaminado, como era
siempre, etc. Ese uso de la identidad cultural suele implicar proyectos
políticos de conservación o recuperación de señas perdidas.
Tras estos preámbulos viene la sentencia absoluta, sin matiz, como frase

87
completa: «La identidad cultural es sólo un mito, un fetiche» (ib.); así, en
virtud de un uso político –de «la voluntad de las elites»–, la identidad cultural
se convierte en un mito, porque, entre otras cosas, en ese uso político existe
una proyección hacia un pasado para dar a la seña de identidad cierta
profundidad temporal. Una vez hecha la denuncia viene la tarea
desmitologizadora del filósofo: hay que mostrar el carácter mítico del mito.
El problema está en que sobre el mito en cuanto tal no se ha dicho más que la
proyección hacia esas «raíces o troncos que parecen dotados de una suerte de
eterna fecundidad» (p. 159). La tarea de desmitologizar no va a consistir sino
en analizar la idea de identidad, mostrando que es una idea compleja,
radicalmente sintética y más sistemática que esquemática. Pero todavía da
Bueno un paso más, pues esa identidad, independientemente de su uso
mítico, es más un autos que un ¿soy, remite a la misma cultura, pero la
mismidad es la de un autos y no la de un ísos. El tema es tan interesante para
la ontología de la cultura como problemática la solución de G. Bueno. Hay
que partir de que tanto autos como ísos significan el mismo’. Ahora bien, el
adjetivo ísos se remite a una identidad o mismidad esencial, por ejemplo, la
resultante de desarrollar una receta de cocina, o la de ejecutar las operaciones
para realizar una circunferencia. En estos dos casos el resultado, los dos
platos cocinados con la misma receta o las dos circunferencias tienen una
identidad esencial; los dos platos tienen la misma estructura y los mismos
ingredientes; las dos circunferencias son también la misma, pero nunca se
refiere esa identidad a una identidad sustancial. Lo mismo ocurre aún en un
grado mayor con la esencia biológica en los individuos de la misma especie.
El autos, por el contrario, se remite a una identidad sustancial. Cuando se
habla de que es una misma persona, uno mismo, se trata de una identidad
sustancial en los diversos momentos o lugares en que uno aparece. En el caso
de la cultura se hablaría, según Bueno, de una identidad sustancial, es decir,
de la misma cultura como siendo una especie de organismo viviente –
sustancia de un pueblo en el que se perpetúa–. Gustavo Bueno señala que en
el caso de la identidad se trata de una identidad sustancial, y ése es
precisamente el rasgo mítico, el concebir la identidad cultural como un
autos'. «Los postulados de la identidad cultural mantienen una intención
sustancialista (que es la propia de un organismo individual)» (p. 162); es la
vida de ese pueblo que se perpetúa a lo largo de los tiempos. Como prueba
cita una frase de Jorge Oteiza, que pensaría la cultura vasca como sustancia
de su pueblo. Para terminar define qué significa la identidad cultural que ha

88
calificado de mito: «reconocimiento del proceso mediante el cual tendría
lugar la identidad sustancial de un mismo pueblo que, en el curso continuo de
sus generaciones, ha logrado mantener (o “reproducir”) la misma cultura
(misma, en sentido sustancial y esencial) reconociéndose como el mismo
pueblo a través precisamente de la invariancia histórica de una cultura,
convertida en patrimonio y sustancia de la vida de ese pueblo» (p. 163).
En un pueblo natural, que se mantiene como tal a través de sus
generaciones, se repite la misma esencia biológica, por eso es una comunidad
natural En cierto modo se trata también de la misma sustancia, de la única
sustancia biológica. Una comunidad, un pueblo, es en cierto sentido no sólo
metafórico una misma sustancia: la continuidad biológica implica una
conexión real entre individuos, no sólo una conexión mental. Un hijo
reproduce la esencia de sus padres; en esa medida es un ¡sos de ellos, pero
también es un autos, ya que es algo sustancial de los padres, pues el germen
biológico es sustancia real de los padres. Una comunidad natural tiene esta
característica: al no haber rupturas totales en un pueblo, puede haber una
continuidad biológica natural. En estos casos es normal la continuidad
histórica cultural. Pero, lo que se trasmite en la cultura no es ninguna
sustancia sino un recetario, por tanto, sólo se puede hablar de una identidad
esencial, pero no sustancial. El hecho de que los antropólogos se expresen a
veces de manera que inducen a pensar en una identidad sustancial indicaría
las tendencias románticas, de manera que lo que es sólo identidad esencial es
visto como la sustancia de un pueblo, es decir, como una identidad sustancial.
Pero después de unos análisis tan finos, uno ya no sabe si está analizando
la identidad en cuanto mítica o en cuanto real. Que se trata de un elemento
mítico, me parece evidente, por la cita que hace de Oteiza. Ahora bien, en las
páginas siguientes en que Bueno va a exponer el núcleo de su concepción de
la cultura como sistema dinámico, resulta que la identidad de la cultura es
«antes un autos que un ísos» (p. 169), y eso porque esa identidad hay que
buscarla «en el sentido de una identidad sustancial individual». En mi
opinión, esta concepción es incompatible con un concepto correcto de
cultura. Vamos a dejar aquí nada más que apuntado el tema, ya que desde la
fenomenología de la cultura veremos que no es posible concebir la cultura
como autos, desde el momento que la cultura se remite siempre a la creación
y la comprensión. De todas maneras, entre el autos sustancial de la cultura,
tomado de la cita de Jorge Oteiza (Oteiza, 1971: 103), y el autos que
defenderá Bueno hay alguna diferencia, aunque también me parece

89
incompatible con lo que ha dicho antes, que existen «configuraciones
supraindividuales concretas, en función de las cuales se hace preciso decir
que lo abstracto son precisamente las conductas individuales y psicológicas»
(p. 154), con lo que parece difícil que la identidad sea sustancial.
Pero aquí no nos interesa esto sino, primero, el hecho de que existe una
identidad cultural. Segundo, que por el uso político –fundamentado a veces
míticamente–, que se pueda hacer de esa identidad, G. Bueno empieza
calificando la identidad cultural de mito, de fetiche. Luego, a tenor de la
práctica de desmitologización, todo se reduce a una confusión de los
términos, por otro lado, usual en el lenguaje normal de la calle. Es tarea del
filósofo ante todo clarificar estos y otros conceptos. De todas maneras, no nos
parece lo más adecuado empezar calificando algo de “mito” para después
mostrar que el verdadero sentido de esa realidad que se ha denunciado como
mito es el que el autor propone. Porque dé este modo el “mito” oscurantista
de la identidad cultural se ha convertido en la identidad cultural como sistema
morfodinámico, concepto desde el que aborda Bueno el tema del relativismo
cultural, en relación al cual insinúa que está apoyado por el mito de la
identidad, al pensar las culturas como entidades absolutamene separadas (p.
174 y ss.).

1.4.4. Cultura universal y mito

Con esto ya podemos pasar al tercer ámbito de creación de mitos a partir


del concepto de cultura, ahora en torno al concepto de “cultura universal”,
aunque, como hemos visto, en el concepto de cultura desde su idea metafísica
y en el concepto de cultura desde la perspectiva gnoseológica han aparecido
ya algunas indicaciones al respecto.
De todas aneras, creo que en G. Bueno hay una especial contundencia
para denunciar los rasgos que él llama míticos en la postulación del derecho
univesal a la cultura, en el proyecto de una cultura universal, en la
universalidad latente en lo particular, etc. Veamos la opinión de Gustavo
Bueno en esta tercera dirección de lo mítico.
Ya he señalado que la tercera dirección en la que Bueno descubre mitos es
en la idea de cultura universal. Esa imputación aparece en la cabecera del
capítulo final, que lleva por título: «El mito de la cultura universal y la
cultura kitsch cosmopolita». Pero el tema de la cultura universal aparece
constantemente en los otros apartados, como ya se ha visto. En realidad la

90
aparente contradicción de una cultura universal sale ya al principio, cuando
comenta la idea de “cultura de universal patrimonio” –esa cultura raptada por
la burguesía y que sería necesario universalizar, y como dice al principio, no
sólo de hecho, como la cultura del fumar, sino de derecho (p. 13). ¿Qué
puede significar esa cultura “patrimonio universal”? Pronto empieza G.
Bueno con una posibilidad que se dejará sentir a lo largo de toda su obra. Si
la cultura está ligada a un pueblo, es decir, si la cultura es particular ¿cómo
puede ser posible hablar de cultura universal, si todo rasgo de esa cultura
pertenece a un pueblo particular? A partir de esa pregunta estudia G. Bueno
las alternativas: “cultura universal” podría significar «la representación
científica de todas las culturas», o tal vez el ejercicio de todas ellas, lo que
obviamente es imposible porque uno no puede ser a la vez monógamo y
polígamo, o cristiano y musulmán. Por eso, ya en la página cuarta, para abrir
boca, concluye: «La idea de una cultura de universal patrimonio sólo parece
significar algo cuando se mantiene en estado de extrema confusión y
oscuridad» (p. 14).
También cuando habla de Herder aparece la cultura universal como
anhelo de la humanidad –el «reino de los cielos en la Tierra»–. Pero ya
hemos advertido que con esto está G. Bueno preparando el sentido mítico de
la cultura universal, pues la ha “contaminado” con el contenido “mítico” del
cristianismo (p. 60). Se puede comprobar hasta qué punto está presente este
problema en que reaparece en la consideración sobre la idea metafísica de
cultura, en la que Bueno se vuelve a preguntar si la cultura universal no será
el proyecto imperialista de una cultura particular que se autoproclama
católica (sic) universal. La utilización de adjetivos como el de católico no es
indiferente, pues la cultura universal queda metonímicamente contaminada
con los contenidos “míticos” de aquello a lo que se llama católico.
El problema de la cultura universal vuelve a salir en el contexto de su
exposición del marxismo, pues en la revolución comunista se trata, según él,
de superar las culturas particulares –y, sobre todo, la burguesa– en una
cultura universal, requisito para que la humanidad se pueda conquistar a sí
misma (p. 84). Cierto que la revolución cultural «en la perspectiva universal
es una idea mítica» (ib.), y en todo caso siempre fue imposible resolver el
tema de la relación de la cultura universal con las culturas particulares, que,
por otro lado, son las únicas a partir de las cuales se podía efectuar la
revolución. También nos encontramos el mismo problema desde la
perspectiva gnoseológica ya mencionada. La planetarización efectiva supone

91
la desaparición de las diferencias, de los perfiles distributivos de cada cultura,
o al menos de la mayor parte de las culturas, «en la supuesta civilización
internacional» (p. 100). Desde esta perspectiva, la antropología cultural sólo
subsiste por «inercia gremial» (p. 101), pues ya no tiene objeto.
Una pregunta interesante es por qué esa civilización es sólo “supuesta” (p.
100). Un problema parecido al que he mencionado antes aparece sentenciado
un poco más adelante en otro contexto: cuando se reivindica la cultura
humana universal frente a las particulares, en realidad no se haría sino
proclamar lo que suele ser una “cultura étnica” como expresión de cultura
universal (p. 105). Es cierto que la reivindicación de una cultura universal ha
formado parte del pensamiento de la izquierda, pero precisamente como mito,
aunque haya servido para oponerse a las pretensiones racistas; mas la
dificultad estará, según G. Bueno, en determinar los contenidos de esta
«cultura universal» (p. 107), porque sólo existen hombres en mundos
concretos particulares. De modo no menos contundente, ahora centrado ya en
el «mito de la cultura universal», se manifiesta al hablar de la «Declaración
de principios de cooperación cultural internacional»: aquí, dice, el mito «se
nos manifiesta [...] funcionando a toda máquina» (p. 109). Pero aún no define
ahí la cultura universal que va a ser blanco de sus ataques o acusaciones de
mitología. Habrá que esperar un poco más para encontrarnos con esa
definición, al menos en una de sus acepciones.
Ahora bien, con lo que ya sabemos, podemos entender mejor la idea de
una cultura universal. El todo atributivo “cultura” se puede referir a las
diversas esferas culturales, lo que hemos llamado “todo TAU”. Pero también
puede ser entendido como «si envolviera a todas las esferas a títulos de
partes» y esto implicaría rectificar la interpretación de la idea de “cultura
universal” en términos de totalidad TAUdistribuida por las diferentes esferas
o círculos de cultura en favor de una noción de la cultura universal como el
“todo TE”: «Como una única totalidad atributiva sin perjuicio de que muchas
de sus partes tuvieran una estructura análoga o isomorfa» (p. 150). Aunque
no dice quién puede defender tal noción de cultura universal, lo que indica es
que de cultura universal hay dos acepciones, la cultura como “todo TAU” –la
totalidad de culturas particulares, partes distributivas de ese todo–, y la
cultura como “todo TE” –la totalidad de las categorías que se atribuyen a las
culturas–. En relación a esta última, cada cultura particular es una parte, es
decir, cumple unas categorías. Pero me parece que queda al menos otra
posibilidad que quiero citar: que esas “partes distributivas” de la cultura

92
como totalidad atributiva sean sólo casos posibles, no partes de un todo, de
manera que las categorías atributivas se refieran a las partes distributivas
como el género a la especie, o mejor aún, como la especie a los individuos;
individuos, además, con dos peculiaridades: que los individuos (para nuestro
caso, cada una de las culturas particulares), son idiosincrásicos, ya que,
dentro de la totalidad distributiva que cada uno de ellos constituye, sus
elementos establecen relaciones de covariancia con otros segmentos de la
cultura; y, por otra parte, el contacto con otros círculos distributivos puede
acarrear cambios en la morfología sin que varíe su pertenencia –como casos
particulares distributivos– a la cultura atributiva universal. Me da la
impresión de que Bueno ha formulado una definición amañada de cultura
universal. Esta idea es la que él declara que es un mito gnoseológico: la «idea
global de cultura humana como una totalidad atributiva [...] dotada de una
unidad de conjunto (sobre la cual basar una concepción de Hombre en cuanto
contrapuesto a la Naturaleza» (p. 153). Así, en su opinión, la cultura como
sistema universal no existe, es la clase vacía.
Sin embargo, resulta difícil saber qué se quiere decir con esto, porque la
vaciedad pudiera referirse, también aquí, al rasgo de sistema universal. Voy a
intentar aclarar esto con el ejemplo de la ciudad. ¿Qué es una ciudad? Un
conjunto aparentemente aglomerado de sistemas y entidades muy diferentes,
que se caracteriza por proceder de la actividad humana y confluir en un
momento determinado y en un lugar que una población toma como
residencia. En la ciudad hay momentos unitarios que la definen; por ejemplo,
una estructura viaria que la unifica de manera que nada de la ciudad se escapa
a esa estructura viaria. En la ciudad no hay ni un sólo rincón incomunicado.
Sin embargo, eso no significa que no haya múltiples subsistemas
independientes, que no influyen en otros más que en el hecho de ocupar un
lugar en la estructura viaria. Vamos a decir, entonces, que la cultura como
sistema universal, es como una ciudad. Antes de la constitución de la ciudad,
muchos de sus elementos podían estar aislados, aunque compartían con otros
ciertos rasgos, que es lo que posibilitó entrar a formar parte de la ciudad. La
cultura como sistema universal considera las partes anteriores como
elementos aún no integrados en un todo universal. Al incorporarse una
población a la ciudad, no desaparece necesariamente su autonomía, pues, si al
principio perdió cierta autonomía, hasta cierto punto puede restaurarla,
mantenerla o profundizarla, si bien ya siempre en relación a otros elementos.
Cada uno de esos elementos no necesita ser una parte orgánica de la ciudad,

93
ya que sólo la estructura viaria tendría cierto parecido con un organismo o, al
menos, con elementos básicos de un organismo (las vías de alimentación del
organismo), pero no el resto. Más que partes de un organismo son elementos
agregados al organismo, aunque la agregación sólo haya sido posible por
haberse integrado en la red de comunicación, por ejemplo, en la red viaria, lo
que supone también ciertos comportamientos y el acatamiento en la red
viaria.
En estas condiciones ¿se podría decir que la ciudad es la clase vacía
porque no existe ni puede existir una ciencia unitaria de toda la ciudad? Yo
creo más bien lo contrario. En primer lugar, existe una ciencia de la ciudad
que parte del conocimiento precientífico de que la ciudad es un fenómeno
claramente destacado del mundo; y, en segundo lugar, esa ciencia se centra
en aquellos elementos relevantes de la ciudad para poder así comprender o
explicar su nacimiento, constitución y evolución, dejando al margen todos
aquellos fenómenos que también ocurren en ella pero que no son generados
por la ciudad en cuanto ciudad ni inciden en su desarrollo. No veo más
razones para decir que la cultura es la clase vacía. Lo que es vacío es una
concepción de la cultura universal como totalidad atributiva unitaria que vaya
más allá de categorías genéricas o específicas que pueden tener como sus
especies o individuos lo que ocurre en ciertos núcleos aislados o al menos
aislables de otros.
Con estas consideraciones podemos abordar el tema con el que Gustavo
Bueno prepara su última y llamativa conclusión, el «mito de la cultura
universal y la cultura kitsch cosmopolita». Me refiero a la «ley del desarrollo
inverso de las esferas y las categorías», que consiste en que el desarrollo
histórico hace que los grupos sociales que tienen una cultura, en el sentido
distributivo, que les sirve fundamentalmente, para, resolver los problemas
ecológicos –por lo que para G. Bueno «la cultura desde esa perspectiva es un
concepto ecológico» (p. 191)– pasan a una situación en que los grupos se
enfrentan unos a otros. De este modo, aquel concepto de cultura «pierde su
fuerza en el momento en el que tales “culturas distribuidas” [...] comienzan a
enfrentarse no ya con su medio sino con otras sociedades o culturas» (ib.); tal
es el caso de las sociedades industriales, que han desbordado el estado de
distribución. Pues bien, dado ese desarrollo, ocurre que existe un proceso por
el cual la situación inicial de la cultura «evoluciona de suerte que el grado de
distribución (dispersivo) de sus “esferas” (o “culturas”) disminuye en
proporción inversa al incremento del grado de atribución (disociativa)

94
constitutivo de sus categorías» (p. 199).
Independientemente del corolario de Bueno, que veremos enseguida y que
es nuclear en su filosofía de la cultura, aquí lo difícil es entender qué significa
el «incremento del grado de atribución». Por lo que dice después sabemos
qué significa, pero en ese caso la expresión es incorrecta. Veámoslo. La
cultura como “todo TÁU” está dispersa en las diversas esferas culturales
aisladas. Sabemos también que la cultura se compone de una serie de
categorías que se hallan de modo atributivo en cada cultura; por ejemplo, una
de las categorías básicas de la cultura es el sistema de parentesco: en todas las
culturas consideradas distributivamente hay un sistema de parentesco, como
hay una economía, un orden social, una lengua, etc. La primera parte de la ley
se entiende bien: hay una evolución en el sentido de diluirse el grado de
distribución, van disminuyendo las culturas aisladas, cada vez hay menos
círculos culturales aislados, en consecuencia, disminuyen las variaciones de
los sistemas de parentesco. Pues bien, para G. Bueno esa disminución en el
grado de distribución implica el aumento del «grado de atribución»
constitutivo de sus categorías. Esto sólo puede significar una cosa, pero no
tiene sentido pensado respecto al parentesco, pues éste es una categoría
atributiva de toda cultura: que un pueblo deje de estar aislado, sólo significa
que en su sistema de parentesco ha podido tomar rasgos de otros y
desaparecer su sistema propio. Entonces el aumento del grado de atribución
sólo puede significar que en una cultura hay categorías que en el estado de
distribución inicial no se hallaban en muchas culturas, mientras que conforme
van disminuyendo esas culturas aisladas, todos los rasgos de todas las
culturas se van difundiendo, es decir, van pasando de unas culturas a otras;
por ejemplo, el tabaco, que de ser una práctica propia de ciertos países del
mundo precolombino –que por tanto sólo se podía atribuir a unas culturas
precisas–, conforme los círculos culturales aislados van desapareciendo, se
convierte en una práctica atributiva general, en una categoría atributiva de la
cultura. Esta es, como se ve, una constatación fáctica y creo que es el mayor
logro de G. Bueno el haberla formulado, aunque me parece que va a sacar
consecuencias que poco tienen que ver con la ley, y que paso a mencionar en
lo que sigue.
El estudio de la cultura universal propia de la situación planetaria, en la
que ya no hay grupos aislados, ha de partir de una situación perfectamente
reflejada en esa ley del desarrollo inverso de la evolución cultural. Pues bien,
las últimas veinte páginas del libro se basan en esa ley, siendo una

95
interpretación de sus consecuencias. Empieza constatando como «un hecho
histórico» la constitución de una «universalidad efectiva, planetaria», que
está más allá del “catolicismo medieval”, donde la universalidad sólo era
intencional. En esa universalidad efectiva se ha rebasado el «estado de
distribución» o, como digo en otro lugar, «la existencia de la especie en
grupos particulares» (San Martín, 1995: 314). G. Bueno reconoce que eso ya
había ocurrido «con anterioridad a la época moderna en las sociedades
históricas civilizadas» (o.c.: 191). En un segundo punto tratará de explicar
cómo se constituye la universalidad efectiva, ligando esa constitución, más
que a la dinámica general de la cultura, al proceso de “especialización” de las
diversas capas de la cultura. G. Bueno concibe la «dinámica de la cultura»
distributiva como un proceso en el cual se produce la “sustantivación” de los
elementos que constituyen la trama de la cultura, en lo que tradicionalmente
se ha llamado la división del trabajo. Esto significa realmente «un proceso de
diferenciación de las líneas longitudinales [columnas de la matriz] de cada
ámbito cultural» (p. 196) o como lo expone un poco más adelante: «la
disociación de los contenidos objetivos ‘categoriales’» o «disociación mutua
de las categorías substantivas», como ocurre en el caso de la música, que pasa
de ser música adjetiva, es decir, un comportamiento que acompaña a otros
básicos –por ejemplo, el trabajo (la molienda amenizada con ‘molineras’), el
ritual (un funeral cantado, religión con música)–, a música sustantiva, por
ejemplo, música religiosa. Sólo después de esa disociación el molinero dejará
de ser el músico principal y aparecerán los músicos profesionales.
Pero G. Bueno no explica este paso en función o en relación con la
universalización efectiva; sencillamente lo da por supuesto, ligándolo a un
proceso de producción creciente de estructuras o artefactos constituidos por
relaciones objetivas (sociales y extrasomáticas) cada vez más complejas,
imprevistas e independientes de las operaciones en que se produjeron,
productos, por tanto, desprendidos del ser humano, productos, como él dice,
«cada vez más distantes de la escala operatoria» (p. 196), es decir, de las
posibilidades de manejo corporal inmediato o sencillo. A este proceso llama
“objetivación”. Estas “hipóstasis o sustantivaciones” deberían estar
vinculadas a la universalización, pero nada dice G. Bueno al respecto. No nos
sería difícil, sin embargo, conectar ambos procesos, el de disociación y
especialización de los segmentos culturales, por un lado, y el de
universalización, por otro, sobre todo porque los especialistas, por ejemplo,
los músicos, son intercambiables de una sociedad a otra.

96
Sea lo que fuere, teniendo en cuenta que en G. Bueno no aparece todo
esto muy perfilado, tenemos que la universalización de la cultura, o si se
quiere, para ser muy precisos, la constitución de la universalidad efectiva, es
simultánea del proceso descrito, por tanto, que la universalización lleva
consigo la disociación de las categorías, independientemente de las razones
que sean dominantes. Está claro que la universalización efectiva se ha
producido fundamentalmente por la conquista y el imperialismo, aunque
otras veces el motivo ha sido la superioridad de una tecnología que venía a
resolver el problema de escasez de un pueblo. Pero la realidad es que el
proceso de universalización es simultáneo al de disociación de las categorías
o elementos de la cultura. La especialización conlleva naturalmente el
desarrollo autónomo de cada elemento y, por tanto, la dificultad creciente
para otros participantes de la cultura de hacerse con la totalidad de esa parte
en la que los especialistas son ya maestros. Una vez más es la música un buen
ejemplo. En el momento en que la música se independiza de su función
adjetiva, adquiere una complejidad que hace que los no músicos necesiten un
tiempo del que no disponen para ponerse al día, en caso de que tuviesen
aptitud para ello. Creo que G. Bueno insiste en un aspecto como la
objetivación de un modo excesivo. La disociación lleva al desarrollo de
estructuras de especialización que quedan fuera de las posibilidades de los no
expertos, pero que son intercambiables con las capacidades de los expertos de
otras culturas. El desarrollo de la música de manera independiente o
sustantiva hace que su práctica –por ejemplo, tocar un instrumento– sea más
asequible a expertos de otras comunidades ya entrenados que a los miembros
de la propia que no sean expertos. No se trata, por tanto, de que las
estructuras se independicen de los hombres y de las mujeres, sino de que se
complejifican y desarrollan, exigiendo, para dominarlas, un tiempo que el
ciudadano común no suele tener.
G. Bueno relaciona fácticamente la disolución de las culturas particulares
o étnicas, como él las llama, con «el incremento del grado de atribución» (p.
199). Este incremento que Bueno no termina de aclarar, puede ser
interpretado en dos direcciones. Tengamos en cuenta que la explicación de G.
Bueno se refiere sólo al proceso de objetivación e hipostatización, pero deja
de lado el fenómeno fundamental de la universalización. El incremento de
atribución significaría entonces, primero, que hay un proceso creciente de
difusión, de manera que ahora algunos rasgos propios de una cultura se
difunden rápidamente y pasan a instalarse en otras muchas o en todas ellas,

97
por ejemplo, ciertos deportes como el fútbol o el tenis. El complejo “fútbol”
queda atribuido a todas las culturas. Segundo, la hipostatización, objetivación
e independización de las categorías en virtud del aumento de la complejidad
social, las hace más comparables con las correspondientes de otras culturas y
también más contaminables por ellas y, por tanto, más asequibles a los
cambios inducidos en virtud de numerosos factores. Por ejemplo, la
disociación de la familia en relación al modo de producción, lo que ocurre
cuando el trabajo industrial o asalariado se generaliza: en ese momento la
familia se convierte en una categoría autónoma y por tanto comparable con
otros modos de familia, con otros sistemas de parentesco. En ese contexto, la
determinación del parentesco desde la unidad cultural étnica disminuirá,
aumentando su dependencia, no de las tradiciones míticas o étnicas de un
pueblo, sino de las condiciones económicas internacionales. Un proceso
como éste puede durar, pero ésa es la tendencia. Es decir, la independización
de las categorías culturales tiende a difuminar las diferencias entre los
pueblos, y por tanto a promover sincretismos, difusión de elementos étnicos
de unos pueblos a otros, y poco a poco a la conversión de pueblos antes
aislados en pueblos que, en muchos casos, se comportan como la mayor parte
de los pueblos de la tierra. Esto es el incremento real de la atribución, no
tanto que se atribuyen más cosas, cosas que antes no estaban presentes en
muchos grupos, sino que se atribuyen las de un pueblo a otros, de manera que
sustituyen a las que les eran propias. Por ejemplo, los juegos del círculo
cultural A sustituyen o reemplazan en el protagonismo a los juegos del
círculo cultural B.
Pues bien, toda esta explicación era necesaria para seguir la
argumentación de G. Bueno, que se acerca ya a su conclusión última, el mito
de la cultura universal, preparado con el «corolario más importante» que se
desprende de la ley del desarrollo inverso, pues de la especial interpretación
que hace de la ley, y que en mi opinión no es correcta, deriva G. Bueno ese
corolario. La disociación de las categorías sería la objetivación de los
elementos culturales, es decir, la creación de «productos extrasomáticos cada
vez más distantes de la escala operatoria» (p. 196). También sabemos que ahí
se trata de su interpretación del paso a la universalización efectiva. Pues bien,
para G. Bueno en esa objetivación no se trata de una “deshumanización”.
Pero ahora se pregunta en plan retórico –retórico, porque la respuesta
afirmativa a la pregunta es la sustancia de su tesis fundamental y de su
filosofía de la cultura–, si, concediendo que ese proceso no sea de des-

98
humanización, no será tal vez un proceso de des-culturización que se abre
internamente en el mismo seno del desarrollo universal de la cultura (p. 200).
Esto es lo que ha llamado el corolario más importante de la ley que ha
descubierto: «el principio de la limitación interna (dialéctica) de la propia
idea de cultura» (ib.).
Su argumento es muy claro: si cultura es sólo la cultura distributiva, es
decir, la cultura particular étnica, lo que transciende esa situación ya no es
cultura. Por tanto, el proceso de universalización es así, a la vez, de des-
culturización. La ciencia vale como ejemplo: ahí se obtienen resultados que
«cuando son verdaderos, dejan de ser culturales», siendo culturales sólo
«aquellos resultados no verdaderos». Por ejemplo, la clasificación periódica
de los elementos, el sistema solar o la teoría del Big-bang no serían
«considerados como culturales [...] porque se aceptan como verdades
estrictas, de naturaleza cósmica, a pesar de la paradoja de su génesis
“cultural”, humana» (p. 201). Lo mismo pasa con las estructuras
matemáticas, que, por supuesto, no serían naturales, pero tampoco culturales;
por ejemplo, el hipercubo o los conjuntos transfinitos. Todas ellas son
«estructuras transculturales, noemáticas [...] pero no hay ninguna razón
interna para considerarlas como estructuras culturales, aunque tampoco sean
naturales» (p. 202). Por eso, según él, los tratados de antropología cultural no
analizan la química o la geometría.
Tenemos, por tanto, que la disociación, objetivación o hipostatización
generada por la dinámica de la cultura llevaría a la superación de la cultura,,
no de la cultura étnica, sino de la cultura, es decir, a una desculturización.
Llama la atención, por otro lado, que el único ejemplo aducido sea el de la
ciencia; además, que cite como ciencia sólo sus contenidos, como si la
ciencia estuviera ahí, por su cuenta. Pero lo más llamativo es la tesis de que la
universalización efectiva –de eso se trata en la ley del desarrollo inverso-, se
produce por una desculturización. Se entenderá, entonces, que hablar de
cultura universal sea un mito, por supuesto, en el sentido restringido,
peyorativo, en el que lo usa G. Bueno. Este es el tema del último capítulo,
consecuencia del anterior, en el que aparece en toda su crudeza la filosofía –
curiosa– de la cultura de G. Bueno. Veamos ahora este mito de la cultura
universal.
No olvidemos una tesis explicativa de la ley del desarrollo inverso, que
nos lleva al lugar en que se centra la acusación de mito. Antes de terminar
con el estudio de las leyes de la dinámica cultural, se pregunta por el final del

99
proceso; para ello utiliza la matriz con la que opera desde Etnología y utopía',
«el límite [del proceso] está dado por el estado final de la matriz» (p. 199), en
el que se ha pasado de la existencia de la humanidad en totalidades aisladas
(culturas particulares) –la clase distributiva de las culturas, donde la cultura
es un todo distribuido en el conjunto de las culturas aisladas–, a la existencia
de la humanidad en una unidad planetaria, en la que la cultura se ha
convertido en «una clase unitaria». Esta clase unitaria refunde las esferas de
cultura individual en una esfera universal constituida por «especialidades o
círculos categoriales objetivos, desconectados mutuamente, es decir,
inconmensurables» (p. 199). Esta es la definición que encontramos en G.
Bueno de “cultura universal”, resultado del desarrollo de la dinámica cultural.
Pero la característica de esa “cultura universal” es que no es cultura, porque
eso es para él un mito.
Para explicarlo inicia el último capítulo aclarando que la cultura universal
es el contenido mismo de todo proyecto de unidad de la humanidad, pero que
se desdobla en dos en función de que la cultura parcial, a la que se opone la
global, sea especial o particular, según nos fijemos en lo atributivo o en lo
distributivo. En el capítulo anterior se ha explicado cómo la cultura, que era
«la clase distributiva de las culturas» (ib.), se convierte en «una clase
unitaria», que tiene como soporte la universalidad efectiva de una sociedad
planetaria. En la época de la planetarización efectiva las culturas particulares
están desapareciendo, mientras surgen unas especializaciones que “se
atribuyen” a todos los grupos. El conjunto de estas especializaciones son la
realidad efectiva de la cultura universal, aunque en virtud de una posible
“petición de principio” resulta que, al menos aquellas especializaciones que
son auténticamente universales, como la ciencia, no son culturales.
Pues bien, ahora va a considerar otra faceta de la cultura universal,
persiguiendo la contradicción entre la cultura universal, total, general, global,
y las particulares, para exponer que también desde esta faceta la cultura
universal es un mito. La prueba tiene dos partes, una aclaratoria o expositiva
del estado de la cuestión, y otra que trata ya del tema en sentido estricto y que
lleva por título «Carácter mítico del proyecto de una “cultura universal”» (p.
208). El primero es un fino análisis de las posibilidades de relación entre lo
universal y lo particular o especial, para ver el verdadero sentido de la
universalización implicada en el concepto de cultura universal como
proyecto. Porque está claro que hay una universalización efectiva, que
también hay que contemplar en el esquema. El de G. Bueno es por sí mismo

100
muy interesante y sirve para comprender los procesos en juego.
Empieza distinguiendo la cultura por su intensión –la cultura en sentido
atributivo–, y entonces puede ser especial (de la que ha tratado en el capítulo
anterior) o general; y por su extensión –cultura en sentido distributivo-,
referida, pues, a la cultura de un grupo; y ahora la cultura puede ser
particular (étnica) o universal (no étnica). Si cruzamos ambas orientaciones
tenemos cuatro posibilidades de entender la cultura: la cultura especial
particular (la música de la corte de Felipe II), la cultura general particular (la
cultura española a lo largo de los años), la cultura especial universal (la
música de todos los pueblos) y, por fin, la cultura general universal (la
cultura de la humanidad). Además hay dos formas de entender esta matriz: o
en dicotomías integrales excluyentes, o en dicotomías no integrales. En el
primer caso, puede haber alguna clase vacía. En el segundo puede no haber
clase vacía. Por ejemplo, desde el relativismo cultural, que pertenece al
primer caso, la cultura universal no existiría porque todo son culturas
particulares, por tanto étnicas; no existe, por ejemplo, religión de la
humanidad, sino religiones concretas de grupos, como no existe una lengua
universal sino lenguas concretas; o no existe el derecho universal (natural)
sino derechos concretos de cada pueblo, que, además, se pueden poner de
acuerdo para crear un derecho común.
¿Cómo se puede dar el paso a la universalización propia de la cultura
universal? G. Bueno piensa en cuatro opciones. Dos, la primera y la cuarta,
las de los extremos, serían imposibles, «metafísicas», como él las llama (p.
207): una es la integración armónica de las culturas particulares, «de todos
los contenidos culturales específicos» de un momento. La otra imposible
sería la creación de una nueva cultura universal eliminando todos los
contenidos anteriores; por ejemplo, la creación de una nueva lengua. Por eso
nos interesan las otras dos posibilidades: la segunda de las cuatro, la creación
de una cultura universal se daría por universalización de alguno de los
contenidos existentes en algún grupo particular, por ejemplo, la democracia
parlamentaria o la sociedad de mercado. La tercera consistiría en «la creación
de contenidos nuevos por transformación [...] de contenidos ya existentes».
Queda claro que estas dos serían las únicas posibilidades de pensar la cultura
universal y, en todo caso, las dos posibilidades de pensar un eventual ideal de
cultura. Por eso me ha parecido conveniente referirme a esta matriz de G.
Bueno, por la claridad que aporta a la polémica, aparte de ser necesaria para
entender el final de su argumentación, una argumentación que no deja de

101
sorprender por la contradicción en que aparentemente se desenvuelve.
Comienza criticando la idea de crisis de la cultura, porque lo que estaría
en crisis es la idea que nos forjamos de cultura o, a lo sumo, las sociedades
concretas «sobre todo por los conflictos que a través de las culturas los
pueblos mantienen entre sí». A continuación señala la existencia de una
cultura universal en nuestra época (p. 209), fundamentalmente la cultura
instrumental compleja –cultura mundialmente diversificada como «cultura
instrumental» o «cultura compleja universal» (p. 210), que exige a los
individuos un esfuerzo enorme para apropiársela; cualquiera «que quiera
considerarse inmerso en la cultura universal del presente tiene que invertir
todo su tiempo disponible ...». Nótese que habla de «cultura universal del
presente», a la que atribuye como contenido «contenidos culturales
tecnológicos, políticos, etc.» (p. 210). La amplitud y dificultad de estos
contenidos de la cultura universal es lo que da una peculiaridad a nuestro
tiempo, entre otras cosas porque la asimilación de ese mundo no garantiza
«algo similar a la formación»; con lo que G. Bueno contrapone tácitamente la
instrucción, necesaria para asimilar ese mundo, y una formación, no sólo no
garantizada sino incluso impedida por aquélla. La cultura universal exige una
inversión de tiempo no proporcional a la formación que supone. Una «vida
llena [...] íntegramente cultural» (p. 210 y ss.), en el sentido de la cultura
actual, impide una formación. G. Bueno no dice cómo debe ser esa
formación, pero utiliza una analogía de mayor alcance del que él le da y que,
seguramente a su pesar por la despectiva alusión a Ortega sobre el
especialismo, le acercaría a la tesis fundamental de La rebelión de las masas,
ya que ese hombre dedicado a la asimilación, en sus diversas vertientes, de
los contenidos de la cultura universal, es de facto un tipo de ser humano de
un interés no mayor «que el que pueda tener una banda de chimpancés
explorando la selva» (p. 211). Es decir, Bueno propone que la situación de la
cultura universal (que según él no estaría en crisis) produce, no un hombre
bárbaro, sino un prehombre. A continuación lo compara con los «primeros
hombres absorbidos en las tareas que les deparaba un presente intemporal»,
pues los contemporáneos viven «en un presente puntual, fugaz, constituido
por las novedades incesantes que van apareciendo en todos los órdenes» (p.
211).
La despectiva alusión a Ortega es injusta e incoherente, porque la tesis de
Bueno coincide con la de Ortega. Alude Bueno al título del capítulo XII de
La rebelión de las masas, «La barbarie del especialismo» en un sentido

102
radicalmente incorrecto y opuesto al de Ortega. En efecto, comentando el
proceso de la constitución de las especialidades a través de la disociación de
las categorías culturales, tal como hemos visto hace unos momentos, compara
ese proceso con «lo que suele llamarse, de un modo absurdo, “barbarie del
especialismo”» (p. 199), y apostilla entendiendo la frase de Ortega
exactamente al revés que éste: «como si un bárbaro pudiese ser propiamente
especialista en algo». Pues bien, en mi opinión la tesis de Bueno coincide
bastante con la de Ortega. Este denuncia que los especialistas están cayendo
en una especie de barbarie (San Martín, 1998: 209). Ortega nunca ha dicho
que los “bárbaros” hayan sido especialistas, sino al revés, que los
especialistas se convierten en bárbaros, por tanto, que en el corazón de lo más
granado de la cultura europea se produce el germen de la barbarie.
Existe, por tanto, una cultura compleja universal, que, por supuesto, nada
tiene de mito, ya que provoca y produce un hombre salvaje. Más aún, esa
realidad cultural es funcional en relación a la universalidad efectiva de la
sociedad planetaria. Esta se constituye en las diversas unidades que la
integran «a través de algunas de sus instituciones más vigorosas» (ib.), como
pueden ser los juegos olímpicos, el fútbol, etc. Estas instituciones de la
cultura universal son las que permiten integrar las unidades pequeñas, las
naciones antiguas, en la gran unidad planetaria mundial que se ha constituido,
produciendo «la armonía universal de los pueblos» (p. 212). Parecidas
funciones cumple la ópera para la burguesía urbana, ya que son actividades
internacionales, que, al menos para el primer mundo, representan la
plasmación de la sociedad planetaria y de su cultura universal.
Ahora bien, empezando por el fútbol y siguiendo por la ópera, cuyo valor
les vendría por su aportación a la universalidad efectiva, G. Bueno inicia su
crítica final, profundizando con ella aún más en la contradicción en que se
mueve a lo largo de todo el capítulo. Porque de lo que asegura se deduce no
sólo que realmente existe la cultura universal, aunque por el carácter de la
misma se produzcan hombres salvajes, sino que, además, los contenidos de
esa cultura universal son valores intrínsecamente inanes (cf. p. 212). En el
caso del fútbol está claro, pero lo mismo pasaría, por ejemplo, con la ópera.
Y ahora viene la conclusión final, que es consecuencia de todo lo anterior:
«El ideal de cultura universal se realiza, por tanto, principalmente en la
sociedad industrial –tanto en las elites [el caso de la ópera] como en las masas
[el caso del fútbol]– como cultura kitsch» (p. 212). No es, por tanto, que para
él no exista la cultura universal, sino que, existiendo y no siendo por ello

103
ningún mito, resulta que es kitsch, para lo cual necesita Bueno definir lo
kitsch; final que me parece decisivo, porque demuestra la tesis fundamental
que defiendo en este comentario: que el libro de Bueno es un “título en busca
de un libro”. Porque, primero, la cultura no es un mito sino una realidad,
aunque termine siendo una realidad de mal gusto. Segundo, a pesar del título,
la perspicacia de G. Bueno le lleva a reconocer la cultura universal como
contravalor, lo que supone otra posibilidad, esa formación aludida, que la
cultura universal kitsch no aporta, ya que es «una degradación ramplona de
un proceso que pudiera haber seguido otros caminos» (p. 213). La cultura
universal, que ha surgido de la universalización efectiva y que no podía
menos de surgir porque no existe ser humano sin cultura, es
desgraciadamente no un mito sino una realidad degradante; y esto no sólo
para la masa de trabajadores sino también para las elites de vanguardia. A
ellas dedica G. Bueno sus últimas invectivas, para cerrar a las vanguardias la
escapatoria de una cultura universal ramplona.
Pero aquí no me interesa la teoría del kitsch que expone G. Bueno, sino el
espacio, que se abre con su conclusión, de una cultura universal no kitsch.
Pero para entenderlo nos deberemos esforzar por diseñar una correcta
filosofía de la cultura, lo que no hemos visto en G. Bueno, quien oscila
continuamente en su concepto de cultura, y su oscilación llega hasta tal punto
que la formación que viene impedida por la cultura universal kitsch, y que se
me antoja que apuntaría a un ideal de cultura no kitsch, también podría ser
obstaculizada por esa incomprensible anulación del carácter cultural de los
valores universales que la ciencia supone y que en todo caso son contenidos
básicos de un ideal de cultura. Ya sabemos que G. Bueno, al carecer de un
concepto válido de cultura, restringe la validez de su uso a las culturas
particulares; pero, por otro lado, existe un desbordamiento de la
particularidad mediante la cultura universal kitsch. Esto ocurre porque el
desbordamiento auténtico, el de la ciencia o el de las «relaciones que
constituyen la “justicia”» y «que, desde muchos puntos de vista, pueden ser
considerados como los valiosos y universales del todo complejo» (p. 221), no
tienen por qué ser considerados como culturales, porque desbordan cualquier
esfera cultural. Por eso el ideal de cultura universal sería para G. Bueno, en
realidad, un ideal de liberación de la cultura, como si pudiéramos alguna vez
salimos de la cultura hacia la Realidad, que es como termina su libro (p. 222).
Así pues, y con esto termino también mi comentario, estas últimas páginas de
Bueno son un ensayo de pensar el posible contenido de esa cultura universal

104
a la que se declara “mito”, para lamentar inmediatamente que su realidad sea
tan contundente y eficaz como para producir seres humanos semejantes a los
chimpancés en la selva o a los “hombres primitivos”, metáforas ambas del
hombre salvaje.

105
1.5. Deducción y método de la Filosofía de la cultura
Ahora ya podemos ensayar la exposición de cómo debemos proceder en la
filosofía de la cultura, porque si a alguna conclusión podemos llegar de
nuestra discusión con G. Bueno es que su filosofía materialista de la cultura
representa un considerable esfuerzo por aclarar la idea de cultura con que
operan fundamentalmente los antropólogos culturales; en este sentido su
contribución me parece de primer orden, yendo mucho mas allá que J.
Mosterín. Pero no ocurre lo mismo en lo que concierne a la concepción
básica de la cultura, puesto que carece de criterios fundamentales para definir
la peculiaridad esencial de la cultura humana. “Esencial” significa, en este
contexto, que afecta al núcleo responsable de la existencia misma de la
cultura; y me parece claro que el aprendizaje en ningún caso puede ser
esencial, al menos en primera instancia, porque ya supone la cultura como
dada. Para ser aprendida la cultura tiene que existir, luego lo que ya la
presupone como instituida e instalada no puede servir de definición. Puede
que para la etnografía sea eso suficiente, pero en ningún caso lo será para la
filosofía, que pretende ir más allá y que no puede contentarse con caracteres
meramente distintivos.
No quiero decir con esto que la antropología cultural en todo momento se
dé por satisfecha con el rasgo distintivo señalado. Normalmente va más allá a
lo largo de la investigación. Los esfuerzos de Leslie White para definir la
cultura mediante el símbolo, o la exhaustiva enumeración que Ralf Linton
hace de las características de lo cultural, no sólo son meritorias sino que a
poco que se piense desbordan con creces el punto de partida. Linton, en
efecto, atribuye a todo elemento cultural una forma, un uso, un significado y
una función (1972: 389). Esta aportación de Linton supera con mucho lo
meramente distintivo del punto de partida y de llegada de G. Bueno, pues éste
al definir la cultura sólo como las «rutinas victoriosas» (1996: 191) –al
mismo nivel que las de los animales, sólo que la vida humana incluye muchas
más que la animal–, puede acceder a la forma, al uso y a la función de lo
cultural, pero nunca al significado o al sentido. Linton lo dice claramente: «El
sentido o significado de un complejo de caracteres comprende las
asociaciones que una sociedad enlaza a ese complejo. Tales asociaciones son
subjetivas y con frecuencia inconscientes. Sólo hallan expresión indirecta en
la conducta y, por tanto, no pueden establecerse por métodos puramente

106
objetivos» (o.c.: 390). Por esa misma razón G. Bueno se tiene que sentir a
disgusto con los trabajos de White. Este define la cultura por la incorporación
que se hace de lo simbólico, con lo que introduce lo cultural en el ámbito del
significado. Para centrarse en ese terreno hay que adoptar una perspectiva
distinta de la exigida para comprender la vida animal. No digamos nada si
nos situamos en la perspectiva de Clifford Geertz.
Y es que ahí está el problema: una filosofía de la cultura que se sitúa ante
la cultura DESDE FUERA, como lo hace el naturalista, se incapacita para
acceder a elementos básicos de lo cultural, sobre todo para comprender la
emergencia de lo cultural’ para dar razón de la cultura. Algunos podrían
preguntar cómo se puede reprochar a G. Bueno situarse ante la cultura como
el naturalista, cuando en realidad nos habla del aspecto intrasomático o
subjetual de la cultura. Pero la cuestión está en que ese aspecto no aparece
más que deducido. Visto un comportamiento –aspecto somático o
intersomático–, dado que ese comportamiento es reiterativo y semejante a
otros que acaecen en el mismo grupo, se deduce la posesión de un recetario
normativo, que constituye la parte subjetual de la cultura; pero ese recetario
normativo permanece en el mismo nivel distintivo que los demás. También
un animal, cuando va a beber agua a una fuente situada a cierta distancia de
donde se encuentra tiene que disponer de un mapa cognitivo del terreno para
regular la secuencia de su comportamiento. La realidad subjetual de la cultura
no elimina, pues, la actitud naturalista frente a la cultura.
Por mi parte, creo que la filosofía debe ser radical, debe ir a la raíz de los
fenómenos; debe ser, además, autónoma,, es decir, aunque deba contar con
los resultados de la ciencia, no debe utilizarlos como punto de partida, porque
eso la haría heterónoma aunque naturalmente debe tenerlos en cuenta. La
reflexión de miles de científicos no puede ser indiferente; pero no puede darla
por definitiva ni por cerrada, más bien al revés; siendo la filosofía un
pensamiento autónomo, la autonomía lo es, ante todo, frente a los
presupuestos de la reflexión científica. En nuestro caso, mucho más, por
cuanto la problematicidad de la aproximación científica se ve, en primer
lugar, en que adopta una postura externa frente al fenómeno que quiere
describir. Desde esa perspectiva externa no encuentra criterios para
diferenciarlo de la vida animal. En segundo lugar, el aprendizaje como único
criterio deja sin decidir dos cuestiones fundamentales: por qué se aprende y
si se puede aprender todo, o dicho de otro modo, si el aprendizaje es mera
repetición o hay algo más. Tercero, se quedan imposibilitados para superar la

107
aporía fundamental de su práctica, el relativismo cultural. El profesor Bueno
resuelve este relativismo, pero por el curioso expediente de decir que aquello
que supera el marco conceptual étnico deja de ser cultura.
Soy consciente de que a mi exigencia de autonomía se puede replicar que
tal pretensión de la filosofía es absurda porque siempre depende de otros
niveles, aunque sea de los compromisos ontológicos del lenguaje. Esta era la
tesis defendida por el reputado pensador italiano Mario Ruggenini en un
reciente encuentro de fenomenólogos en San Petersburgo. Con ello,
obviamente, no hacía más que expresar la idea de filosofía que proviene de
Heidegger frente a la tradición husserliana y –por qué no decirlo– orteguiana
al menos hasta 1929. Naturalmente que al pensador italiano no le falta razón.
La cuestión está en el sentido de la autonomía. Cuando se pide que la
filosofía debe ser autónoma, no se persigue –porque es absurdo– eliminar de
un plumazo todo el saber clasificatorio propio del lenguaje y de la tradición
que constituye nuestro mundo y con el que también cuentan los científicos; lo
único que se pretende es que, en cuestiones decisivas, la filosofía no se base
en la verdad procedente de otros saberes, fundamentalmente los de las
ciencias. Lo que no significa ignorarlas, ya que los problemas filosóficos
provienen, muchas veces, de los planteamientos mismos de los científicos. En
nuestro caso esto es mucho más claro, pues, como hemos visto, las ciencias,
en este momento, la antropología cultural, plantea problemas que en cierta
medida reproducen los que pudieron haber generado el nacimiento de la
misma filosofía.
¿Qué filosofía de la cultura reclamamos entonces como la única que
responda a las exigencias filosóficas? Una que aborde el fenómeno en su
totalidad, por tanto, no sólo en el momento de su trasmisión sino también y
fundamentalmente en el momento de su emergencia; y que lo aborde además
de un modo autónomo. No quiero prejuzgar si existen muchas posibilidades
al respecto, pero a mí se me antoja que, independientemente de la realidad
fáctica, la fenomenología es la filosofía más adecuada o al menos una
filosofía que de entrada cumple con esos requisitos. Porque hay que superar
esa actitud que ve la cultura DESDE FUERA, como el naturalista, para ver
la cultura tanto DESDE DENTRO como desde fuera. Mas eso significa tomar
el fenómeno en su totalidad, porque la cultura subjetual inducida sólo puede
ser descrita desde dentro. El recetario inducido, es decir, la cultura subjetual
necesaria para manejar, por ejemplo, un instrumento, él mismo no sería más
que una exterioridad inserta en la caja negra, sólo que en ese momento el

108
carácter ‘subjetual’ no significa más que oculto’ al naturalista. ¿Se puede
comprender o se ha dicho todo entendiendo la cultura subjetual como un
recetario externo sólo que inserto en la caja negra de la mente’ o del ‘sujeto’?
¿No tendría éste que leer ese recetario?, ¿y cómo lo interpreta?, ¿mediante
otro recetario? Nos llevaría muy lejos mostrar los problemas que ahí se
anuncian y ver cómo con un recetario externo, aunque inserto en la caja negra
de la mente o cerebro, no podemos comprender cosas tan elementales como
el teorema de Pitágoras. Porque yo puedo escribir y desarrollar gráficamente
la igualdad indicada en el teorema, pero si no la “comprendo”, de nada vale.
El problema está en la “posesión” del recetario, no en el recetario en sí. En
realidad lo que está en juego es la concepción del sujeto precisamente en la
definición de la parte más importante de lo cultural, a saber, en su vertiente
subjetual. Una perspectiva externa es incapaz de captar el fenómeno cultural
en su totalidad. Por eso, sólo aceptando decididamente esta totalidad
podemos emprender su correcta descripción y definición. La fenomenología
se sitúa de entrada en la totalidad del fenómeno, en todas sus vertientes;
procura una descripción completa del fenómeno y únicamente a partir de esa
descripción irá descendiendo a estratos más profundos, en los que pueda
encontrar las condiciones de posibilidad o los supuestos estructurales del
fenómeno. Si nos parece que el aspecto subjetual de la cultura es fundamental
–y la fenomenología es la filosofía especialmente apropiada para abordar ese
aspecto–, nos parece que la fenomenología es una filosofía especialmente
apropiada para la filosofía de la cultura.
Cuando el lector “no ingenuo” se haya topado con la palabra
‘fenomenología, es muy posible que haya encasillado el ensayo de una
“filosofía fenomenológica de la cultura” en un intento ya superado por ser
metafísico. ¿No constituye la fenomenología de Husserl uno de los «vanos
intentos de restauración de la metafísica»? (Pérez Tapias, 1995: 119). Ahora
bien, la pregunta que se puede hacer es qué significa ahí metafísica y si con
esa descalificación se descalifica también la utilización de la fenomenología
en todas sus aplicaciones, por ejemplo, en la que hace Schütz o la
etnometodología. Esto es no es más que una indicación sobre los
inconvenientes de utilizar elementos convencionales para interpretar una
amplia obra. Mas a veces es mejor no hablar de algo sino practicarlo. Eso es
lo que aquí haré y por los resultados se podrá ver si el procedimiento es o no
fecundo. Sólo quiero indicar que, al elegir la fenomenología como método de
una filosofía de la cultura, estoy prescindiendo de entrada de cualquier

109
“deducción” de la cultura misma. Lo que me ha interesado deducir es la
filosofía de la cultura, pero no creo que sea necesario detenerse en las
condiciones de posibilidad de la cultura, que es una pregunta que pertenece
más a la antropología filosófica cuando estudia al ser humano desde abajo, es
decir, desde su realidad biológica. Decir que el ser humano es un ser cultural
no es decir qué es la cultura. Esta es, me parece, una de las principales
insuficiencias que yo señalaría en el, sin duda, muy meritorio libro de José
Antonio Pérez Tapias, en el que se habla quizá más de las condiciones de la
cultura que de la cultura. Como dice Cassirer en su Antropología filosófica,
«no hay que confundir la cuestión genética con la cuestión analítica y
fenomenológica» (1977: 55). La fenomenología no nos permite este tipo de
quid pro quo. Desde ella nos debemos situar ya en el fenómeno cultural,
delimitarlo y abordarlo, como hacía Ortega, con el método de Jericó o de las
series dialécticas, en diversos círculos cada vez más cercanos a su objetivo
hasta conquistarlo. Habiendo escrito bastante sobre la fenomenología, no voy
a ofrecer aquí ninguna descripción del método, sino sencillamente a
practicarlo.
Con estas últimas consideraciones estoy reivindicando también una cierta
autonomía para la filosofía de la cultura dentro de la antropología filosófica.
Creo que esta diferencia se puede percibir muy fácilmente en la citada obra
de Cassirer como también en la del propio Geertz. En cuanto al libro del
primero, como es conocido y él mismo lo explica en el prólogo, se trata de un
libro que escribió cuando le pidieron que publicara una traducción inglesa de
su obra Filosofía de las formas simbólicas. El libro, que, como él mismo
dice, es «enteramente nuevo» (1977: 9), consta de dos partes. La primera
lleva por título «Qué es el hombre». Es obvio que esa pregunta es la pregunta
básica de la antropología filosófica, por eso su libro se titula «Ensayo sobre el
hombre» y es una antropología filosófica, como ha sido correctamente
titulado en castellano. Ahora bien, si se lee esta primera parte, se verá que se
busca, ante todo, situar al ser humano frente a la vida animal. El resultado es
que la vida humana está caracterizada por un modo de vida distinto, que es el
simbólico, que sería la nota distintiva de la cultura. Pero de ésta no se dice
mucho más, prácticamente nada, porque sólo en el estudio de lo cultural
podemos decir qué es. Y a eso está dedicada la segunda parte, que, ésa sí, es
una filosofía de la cultura en sentido estricto. Una estructura muy parecida se
puede percibir en el orden en que Geertz publicó en 1973 su colección de
ensayos The Interpretation of Cultures (Geertz, 1987). Después de un primer

110
capítulo para centrar el tema, viene la parte segunda que equivale a la primera
de Cassirer, una especie de estudio del lugar de la cultura en la vida humana,
pero sin definir la cultura, porque en esos capítulos la cultura no es más que
conducta socialmente aprendida, como contrapuesta en peso a la conducta
animal. Así, el capítulo tercero es una exposición de la tesis, ya generalmente
aceptada, de que la cultura hizo al hombre, sin que tampoco para ello se
necesite ninguna definición específica de la cultura. Estamos, igual que en el
caso de Cassirer, en el estudio de la génesis de la cultura o de las condiciones
de posibilidad de la cultura y del ser humano, por tanto, estaríamos de lleno
en la antropología filosófica. En cuanto al resto de los capítulos, que son ya
estudios concretos de formas culturales, actúa de modo muy parecido, dentro
de las muy diferentes tradiciones de ambos, como Cassirer en la segunda
parte de su libro.
Precisamente el tipo de filosofía de la cultura, que Cassirer ofrece en esa
segunda parte y que antes había desarrollado ya en su Filosofía de las formas
simbólicas, me obliga a alguna consideración sobre su propuesta para
compararla con la fenomenológica. Según Cassirer, en su obra Filosofía de
las formas simbólicas ha tratado de «descubrir [una] nueva vía» para hacer
una filosofía antropológica. Como se dice en el prólogo de esta última obra,
en ella se trata de ampliar el campo de trabajo de Kant a ámbitos que éste no
había considerado. La revolución del pensamiento de Kant consiste,
fundamentalmente, en invertir la relación usual entre el conocimiento y lo
conocido; en lugar de partir de lo conocido, nos debemos ocupar de las
condiciones del conocer mismo (Cassirer, 1964,1: 10). Kant, como se sabe,
no se queda en las condiciones del conocer, sino que considera también las
condiciones de la actuación ética y del juicio estético. Pero la pregunta
decisiva consiste, sigue Cassirer, en saber si captamos la función desde lo
producido en ella o al revés. Pues bien, de lo que se trata en el giro kantiano
es de primar la función sobre el objeto, el conocer sobre lo conocido. A esto
llama Cassirer el «principio fundamental del pensamiento crítico». Ahora
bien, ese principio adquiere una forma diferente según el ámbito, de manera
que se debe procurar formular la función no sólo del conocimiento sino del
lenguaje, de la intuición estética y del pensamiento mítico religioso. Pero
¿cómo estudiar esas funciones sino desde los productos mismos, desde su
modo de ser? Con este planteamiento, dice Cassirer, «la crítica de la razón se
convierte en crítica de la cultura». En este enfoque se toma una decisión muy
importante, porque si el mundo o, en general, los objetos del conocimiento

111
pueden parecer o ser pensados como desvinculados del sujeto, el contenido
de lo cultural no se deja separar de su producción: «aquí el “ser” no es
comprensible de otro modo que en un “hacer”» (1964,1: 11). En esa medida
el nuevo objetivo estará en recorrer los diversos productos de la actividad de
cara a comprenderlos como momentos de una tarea unitaria de la vida
humana. Con este giro a partir de Kant, Cassirer cree dar la respuesta correcta
a la pregunta de qué es el hombre, por tanto, cree abrir una nueva vía para la
filosofía del hombre.
El mismo planteamiento aparece al principio de la segunda parte de su
Antropología filosófica. Y no es casual el lugar en que se expone esa teoría,
exactamente después de haber avanzado mucho en la respuesta a la pregunta
de qué es el hombre. Ahora tiene que justificar por qué el estudio sigue con la
investigación de las obras de los hombres, lo que quiere decir que la primera
parte es un modelo de antropología filosófica ejecutada antes de estudiar las
formas culturales, exactamente lo mismo que le pasa a Geertz, aunque éste no
considera salirse de la reflexión científica. Por eso la afirmación de Cassirer
de que «una filosofía del hombre sería, por tanto, una filosofía que nos
proporcionara una visión de la estructura fundamental de cada una de esas
actividades humanas y que, al mismo tiempo, nos permitiera entenderlas
como todo orgánico» (1977: 108) no implica hacer equivalentes filosofía del
hombre y filosofía de la cultura ni hacer a ésta el paso o acceso a aquélla. La
filosofía del hombre no debe ser pensada como equivalente a una filosofía de
la cultura. Y sin que ahora me detenga en ello, al menos dejo enunciado,
aunque sea como hipótesis problemática, que deberíamos abordar sin dar por
supuesta su solución, que la filosofía de la cultura es un desarrollo dentro de
la antropología filosófica. Esto significa que el modo de ser de la cultura no
es el modo de ser el ser humano, por más que este modo de ser haya sido
fundamentalmente resultado de vivir en un medio cultural.
Con esto expreso también mis reparos a algunas de las afirmaciones de
Pérez Tapias al respecto (1995: 14). En mi opinión la filosofía del hombre no
necesita de la filosofía de la cultura para establecerse legítimamente, porque
hay muchos temas filosóficos sobre el ser humano que ni han requerido ni
requieren de una filosofía de la cultura. La estructura del libro de Cassirer o
la del libro mismo de Pérez Tapias, por no volver a aludir a Geertz, lo
manifiestan. ¿Cómo entender, si no fuera así, el espacio dedicado a las
condiciones de posibilidad de la cultura tanto en el primero como en los otros
dos? Hay momentos en la filosofía de la cultura en que sólo podremos

112
avanzar desde una filosofía del ser humano, por ejemplo, para determinar el
ideal de cultura o incluso la estructura axiológica del mundo. En ese caso no
estudiaremos la cultura sino el modo de ser humano, es decir, cómo es el ser
humano. Como veremos más adelante (capítulo 4), el modo de vida de cada
uno es la condición para que podamos hablar de ideal de cultura. Pero en el
resto de los casos, damos por supuestas las condiciones de posibilidad de la
cultura y nos situamos ya en ella. Nuestro modo de proceder es centrarnos en
un caso de cultura para analizar todos los elementos que en él podemos
distinguir. Después veremos qué otros tipos de cultura se dan, verificando en
qué medida se cumplen en ellos todos los elementos descubiertos en el caso
modelo y, en caso de hacerlo, en qué medida se diferencian del caso modelo.
Por eso la fenomenología de la cultura aquí propuesta es anterior al momento
en que empieza la reflexión de Cassirer. Antes de analizar formas concretas
culturales, hay que hacer una fenomenología de la cultura en general y de los
tipos específicos de cultura. Sólo entonces podríamos abordar con cierta
seguridad las posibildiades que en cada ámbito se abren. Esta tarea me parece
que es lo que falta en Cassirer. Por eso la fenomenología de la cultura que
aquí se va a desarrollar no entra en competición con la que Orth llama
«fenomenología noemática» (Orth, 1987: 138, n. 10) que Cassirer practica en
su Filosofía de las formas simbólicas, sino más bien en una relación de
complementariedad, aunque es también obvio que el paso de los años ha
podido convertir muchas de las tesis de Cassirer en anticuadas, por ejemplo
muy posiblemente todo lo que concierne al llamado pensamiento mítico o
primitivo, respecto al cual en la actualidad tenemos investigaciones muy
rigurosas por parte de los antropólogos culturales, de las que Cassirer no
disponía.
La fenomenología de la cultura que aquí se propone no es –diríamos–
“pura” fenomenología, sino una combinación de dos procedimientos: uno que
se basa en la autoridad, pues utilizo masivamente las aportaciones de
fenomenólogos tales como Ortega, Husserl y Heidegger; el otro
procedimiento, que es ya más estrictamente fenomenológico, es un ejercicio
más descriptivo de los casos tomados como ejemplo, aunque siempre después
de tener unas claras nociones de cómo aquellos tres autores han abordado
estos fenómenos.
Ahora quisiera comentar un aspecto que ya nos ha salido pero que aún no
he desarrollado. Quería “deducir” la filosofía de la cultura. En cierto modo
algo he insinuado a lo largo del debate sobre los límites de la aproximación

113
naturalista; me parece bastante patente la limitación de una mirada
naturalista, que se acerca a los comportamientos desde fuera. La principal
objeción que se le puede hacer es que se le escapa el ámbito del significado;
desde fuera no se puede comprender la conducta “intencional”. Una conducta
tan sencilla como ir a beber agua se le puede escapar al naturalista que sea
incapaz de ponerse del lado del sujeto. Si veo que una persona va a donde
hay agua y bebe, induzco que su comportamiento está “orientado” hacia el
agua, pero sólo situándome en su perspectiva puedo decir que iba a beber
agua. Así, la actitud naturalista a lo más que puede llegar, siendo
consecuente, es a definir la cultura como “rutinas vencedoras”, aludiendo a
aquellos comportamientos que en la selección se han impuesto como se ha
impuesto el color oscuro de las falenas del abedul. Es cierto que la insistencia
en la parte subjetual de la cultura podría hacer pensar en la superación de esa
actitud, pero depende de cómo se interprete la parte subjetual.
Pero dejemos esta actitud naturalista y centrémonos ahora en la práctica
concreta de aquellos antropólogos culturales que no se sitúan sólo en la
actitud naturalista sino que tratan de exponer qué es verdaderamente la
cultura, el caso, por ejemplo, de Ralph Linton o de Homer G. Barnett. Este
último aún va más allá que Linton, al añadir a los cuatro puntos de éste un
quinto fundamental para comprender la cultura: el principio en base al cual la
forma se puede aplicar a un uso (1942; 1953). De ese modo explica (o
comprende) Barnett el hecho cultural en su emergencia y en su trasmisión. La
pregunta es si, asumiendo que ambos fueran antropólogos culturales, aún
habría que ir más allá y formular una filosofía de la cultura. Por supuesto, una
pregunta semejante tendríamos que hacer si tomamos como referencia los
trabajos de Leach o los de Geertz.
Pero en mi opinión, al hacer esas propuestas, todos estos antropólogos
están transcendiendo las exigencias metodológicas o epistemológicas de la
antropología cultural, para adentrarse en el terreno de una ontología de la
cultura. Es obvio que no se contentan con la definición de Tylor –Geertz
alude a los límites de esa definición en la primera página de su libro (1987:
19)– y que profundizan más en el hecho cultural. También me parece claro
que no se desenvuelven a nivel científico estricto, describiendo los hechos
señalados con el distintivo cultural (lo aprendido en el seno social), y
formulando teorías explicativas que den cuenta de la forma de esos hechos.
Cuando Linton y Barnett exponen qué es un rasgo cultural, van mucho más
allá, no están en sentido estricto en ese ámbito sino en otro que lo trasciende.

114
Para ello se han salido del trabajo científico, para adentrarse en el ontológico
o filosófico; sólo que, siendo antropólogos culturales, lo hacen meditando
sobre el tipo de objetos con los que tratan en su trabajo antropológico. Su
trabajo en ese sentido inicia una filosofía de la cultura, si bien al hacerla
instrumental para la antropología cultural no la desarrollan hacia arriba, es
decir, de cara a formular una filosofía del ser humano desde la que
comprender la totalidad humana, o para enmarcarse ella misma en la
totalidad. Es muy posible que el trabajo de Geertz vaya mucho más allá que
el de los anteriores antropólogos, pareciéndose más al de Cassirer que al de
los antropólogos convencionales, sólo que, a diferencia de Cassirer, dispone
de material de interpretación mucho más fiable que el de Cassirer, que estaba
en gran medida mediado por una filosofía evolucionista superada. De todas
maneras, no se plantea explícita y metodológicamente llevar a cabo una
filosofía de la cultura, lo que puede acarrearle las dificultades que pueden
provenir de hablar filosóficamente sin las exigencias de rigor conceptual que
debe caracterizar al pensamiento filosófico. En cualquier caso, no creo que
esté cerrado el tema del lugar que una obra como la de Geertz ocupa en
relación a la ciencia y a la filosofía antropológicas.
Aquí nos situamos directamente en el campo filosófico. En relación a las
ciencias la filosofía se desenvuelve en el terreno de la autonomía y propende
a la pantonomía, como muy bien lo expresó Ortega. Cualquier científico que
profundice en las exigencias del primer capítulo de su obra, de la definición
del objeto de su materia, más allá del primer rasgo indicativo, está en los
aledaños de la filosofía o, sencillamente, en ella, sólo que no la sigue en el
aspecto pantonímico o de totalidad, que también es característico de la
filosofía. Nuestra obligación, por contra, es ésa, no quedarnos en aquellas
primeras, posiblemente, decisivas aportaciones de los antropólogos culturales
que piensan los rasgos ontológicos de la materia que describen, sino referir la
cultura a la totalidad, de ahí que para nosotros, para una filosofía de la
cultura, la imagen del ser humano en ella implícita, su concepción del mundo
y su puesto en él, no sean indiferentes.
Ahora bien, ¿no pretende también la antropología cultural una perspectiva
global, incluso –se dice– holista? Aquí creo que se desliza el error bastante
frecuente de confundir la perspectiva holista con que la etnología accede a las
comunidades que tradicionalmente ha estudiado, tomando, por tanto, la
cultura en sentido distributivo, y la perspectiva de totalidad que caracterizaría
a la antropología general, y que no tiene nada que ver con la anterior. En

115
efecto, la perspectiva holista es el intento plenamente legítimo de comprender
las diversas partes de la cultura de un pueblo de un modo unitario o
interrelacionado. Este intento puede o no tener éxito, lo que depende de la
naturaleza de la cultura que se estudia. No siempre la economía encuentra un
fiel reflejo en la ideología o en el parentesco, porque pueden tener orígenes
distintos, o haber seguido una evolución o desarrollo diferentes. Otras veces,
en cambio, se podrá demostrar la correlación entre los diversos segmentos
culturales. En todo caso, es una cuestión de investigación empírica, que el
antropólogo suele acometer. Poco tiene que ver esa perspectiva con una
interpretación globalizadora de la cultura, lo que sólo sería posible en unas
circunstancias nuevas, que, por otro lado, pueden ser las que se estén
generando en la actualidad en la era de la globalización. Cuando la aldea
global sea una realidad con una mayor profundidad temporal, es muy posible
que la ciencia social de esa aldea global se pregunte por la relación de los
diversos segmentos de la cultura de esa aldea global, trasladando la
perspectiva holista de la antropología cultural al estudio de la aldea global.
Ese ensayo puede tener o no tener éxito, pero como estrategia de
investigación es posible. La perspectiva global de la antropología cultural
está más en las exigencias ontológicas que en cuanto ciencia de la cultura
conlleva y en los supuestos a priori que implica que en los intentos de buscar
correlaciones entre los diversos segmentos de la cultura.
Pero con esto podemos pasar ya a la exposición de la fenomenología de la
cultura porque sólo desde su realización podremos decir si nuestro objetivo
tenía consistencia o si era un puro fantasma ilusorio.

116
2
Fenomenología de la cultura

N o es fácil iniciar el proyecto de una fenomenología de la cultura,


por lo aparentemente novedoso y lo dispar de su objeto. La cultura es
un término sumamente abstracto, ya que abarca cosas tan dispares como un
plato de cocina, determinado, un saludo perdido en un paseo o la realidad
catedral. Encontrar el punto de vista adecuado para que todos estos “objetos”,
–llamémoslos así formalmente, como fórmula– muestren su aspecto cultural,
es difícil. Pero como, por otro lado, la fenomenología no nace hoy, y aun
asumiendo que la filosofía, al menos en la orientación fenomenológica, es
ante todo saber autónomo, tampoco creo que sea pérdida filosófica
rememorar o exponer ordenadamente las reflexiones de algunos
fenomenólogos al respecto. Con esta exposición no se trata de evitar el
esfuerzo del análisis sino de no presentar como propio lo que otros han dicho.
Cuando ellos lo han dicho explícitamente, conviene exponer lo que han
dicho. Así contribuiremos a destapar lo que permanece oculto, a saber, que en
los grandes de la fenomenología hay una importantísima reflexión sobre la
cultura o sobre aspectos que bastaba flexionarlos un poco para convertirlos en
una filosofía de la cultura. En mi opinión, en todos los fenomenólogos existe
esa filosofía de la cultura; pero creo que en los tres que he elegido se dan
aportaciones sustanciales a esa filosofía fenomenológica.
Expongo a Ortega, Husserl y Heidegger en ese orden, porque en él se dan
sus aportaciones, aunque muchos datos se terminen cruzando, y sobre todo
aunque no sea ése el orden definitivo en el que se sitúan sus contribuciones
básicas a la fenomenología de la cultura. De todas maneras, llamará la
atención que sitúe en primer término a Ortega, pero es que en una fecha tan
temprana como 1914, en Meditaciones del Quijote, Ortega propone una
filosofía de la cultura, cuyo alcance nos llega hasta hoy. En realidad, como lo
he mostrado en otro lugar (San Martín, 1998: 17 y ss.), la filosofía de Ortega
se configura desde una filosofía de la cultura de modo explícito. En ese

117
sentido hay que lamentar el desconocimiento de la obra de Ortega en que nos
hemos mantenido. Igualmente, hay que lamentar de manera especial que,
cuando en España se vuelve a la filosofía de la cultura de modo expreso, las
propuestas de Ortega no presidan la reflexión al respecto. Hubiera bastado,
por otro lado, haber atendido al primer capítulo del libro de Pedro Cerezo
(1984) sobre Ortega, donde hay importantísimos apuntes sobre la cultura en
Ortega.
En segundo lugar, creo que Husserl merece un reconocido puesto. Sus
aportaciones resultarán claves y decisivas. Como veremos, él está también
detrás de Ortega. A partir de él creo que la fenomenología de la cultura cobra
todo su alcance, siendo decisiva también para la antropología y la filosofía de
la historia, pues las tres vertientes de la filosofía beben del mismo impulso.
En tercer lugar, creo que no se deben despreciar las aportaciones de
Heidegger, sobre todo en Ser y tiempo, que es donde me centraré, porque su
exposición sobre el carácter del mundo alcanza cotas difícilmente superables.
Llama también la atención que no se haya reparado en que las descripciones
heideggerianas así como la profundidad de su concepto de Bewandtnis
representan un pilar básico de una filosofía de la cultura. Por nuestra parte, ya
con estos preparativos en torno a lo más granado que la fenomenología nos
ofrece, podremos formular de un modo relativamente rápido la propuesta de
una fenomenología de la cultura.

118
2.1. La Filosofía de la cultura según Ortega
La consideración filosófica de la cultura fue una de las constantes del
primer tercio de siglo. La filosofía neokantiana consideraba la filosofía de la
cultura como una cuestión clave. Quizás ello no era sino un reflejo de la
política, que se había propuesto la lucha por la cultura como un objetivo
prioritario. Precisamente en ese contexto, el problema de España, a raíz de la
pérdida de los restos de Imperio colonial, preocupación en la que llegó
Ortega a la situación de adulto, es un problema de cultura. Pero antes hay
que saber qué es la cultura y qué cultura hay que desarrollar en España. Es en
ese entorno mental o ideológico donde inicia Ortega sus reflexiones sobre la
cultura, que él mismo considera aportaciones a una filosofía de la cultura
(Ortega, I: 68; San Martín, 1998: 42). La famosa polémica entre Unamuno y
Ortega, que tuvo lugar durante esos años, es justo una polémica sobre la
cultura que hay que desarrollar en España.
Está claro, por otra parte, que el concepto de cultura de Ortega, o más que
el concepto de cultura, la totalidad de su filosofía de la cultura, depende del
conjunto de su filosofía. Morón Arroyo lo señala muy bien (1968: 335 y ss.),
aunque, según creo, no calibra con precisión el lugar tan importante que, para
el concepto de cultura, ocupa en Ortega la fenomenología de Husserl, sobre
todo a partir de la lectura orteguiana del libro de W. Schapp sobre la
percepción. De todas maneras a nosotros aquí no nos interesa tanto la
evolución de la filosofía de la cultura de Ortega como sus aportaciones
substantivas, fundamentales en tres momentos. En su juventud primera,
cuando está inmerso en el mundo neokantiano, es decir, antes de 1911, para
Ortega, como dice Morón Arroyo, la cultura es «la herencia científica, moral
y estética acumulada lentamente en la historia. Tiene el carácter de
objetividad; de reducirse a los tres modos de conocimiento consagrados por
la cultura europea moderna, y tiene un carácter decididamente normativo»
(1968: 337). Los tres modos supremos de la vida humana, que constituyen la
cultura, son la ciencia, la moral y el arte. En los tres hay un progreso; cultura
implica progreso, un progreso cuyo límite es lo infinito (Ortega, I: 65). Este
carácter o este modo de la cultura, que para Ortega en su mocedad, es el
modo plenamente humano, es el producto de Grecia, que introduce en la vida
humana, en la cultura humana, el vivir mirando a un ideal sin límites. En su
juventud, Ortega consideraba este modo como el humano; los otros, los que

119
están anclados en las metas finitas, ni siquiera serían humanos, serían sólo
posibilidades de lo humano. Posteriormente, cuando el evolucionismo quede
superado, también dará Ortega ese paso, aceptando un nuevo concepto de
cultura, aunque la aportación griega y, por ello, el sentido de Europa que vive
de esa aportación, no serán abandonados, al menos en su obra cumbre La
rebelión de las masas de 1929/1930.
Ortega, antes de 1911, sigue globalmente el concepto neokantiano de
cultura, aunque con un matiz muy interesante que conviene señalar. Entre los
elementos fecundadores de la cultura cita Ortega no los tres que antes he
mencionado, sino sólo la ciencia y la moral, y excluye el arte, justo porque
éste tiene serias dificultades para justificarse en la escala de progreso; el arte
tiene dificultades para explicar sus razones (Ortega, I: 64 y 70; San Martín,
o.c.: 43). Mas lo que permite pasar de lo selvático a lo civil es el dar razón.
Eso significa que ya en su época de mocedad la cultura se vincula con la
capacidad de dar razón; eso es lo que permite la convivencia civil. La
cultura, ya de entrada, queda ligada de ese modo con la capacidad discursiva,
dialogante o de razonar.
Las Meditaciones del Quijote, el primer libro de su amplia obra, y que
publicó Ortega a sus treinta y un años, constituye la gran aportación española
a la filosofía de la cultura. Vamos a ver algunos de sus temas fundamentales
desde esta perspectiva. Pero antes quisiera hacer notar algo que llama la
atención: el hecho de que esta aportación orteguiana no haya sido subrayada
expresamente; y más aún, o como consecuencia de lo anterior, que en las
últimas contribuciones a la filosofía de la cultura que hemos mencionado
anteriormente se pase por alto este punto de manera escandalosa. Pero ni
siquiera Julián Marías, en la edición que preparó de la obra, en una especie de
«comentario perpetuo» (1995: 10), en el que pretende poner «de relieve lo
más sustancial de su contenido» (o.c.: 9), alude en momento alguno al tema
nuclear de Meditaciones del Quijote, la cultura. Claro es que previamente
tenía que ser descubierta la génesis del libro de Ortega y sólo gracias a los
estudios de Inman Fox sabemos cómo se hizo ese libro (1988: 26 y ss.). En
efecto, el libro, en su forma actual, es una respuesta al desafío que D. Miguel
de Unamuno lanza a los europeístas que quieren importar a España la cultura
europea. Para éstos, entre los cuales el joven Ortega es un precoz
portaestandarte, “España es el problema y Europa la solución”; es decir, la
cultura española tiene que incorporar la europea; España tiene que
europeizarse. En esa frase tan repetida está implícita una noción de cultura y

120
de ideal de cultura. Para los europeístas la cultura europea marca un ideal.
Unamuno pensaba, por el contrario, que la cultura europea llevaba en su
seno el nihilismo; la modernidad europea era disolvente de los valores
humanos. Por eso prefería a San Juan de la Cruz frente a Descartes; y, por lo
mismo, al final de El sentimiento trágico de la vida lanza un desafío a los
europeístas, diciéndoles que hagan riqueza, patria, arte, ciencia, ética, que
hagan o más bien traduzcan «sobre todo Kultura, que así mataréis a la vida y
a la muerte», es decir, que así secarán las fuentes del sentido humano
(Unamuno, 1993: 321). Esto salía en 1912. Ortega desde hacía más de un
lustro había mantenido, por carta y en la prensa, una dura polémica con
Unamuno sobre todos estos problemas. Lo que en esa polémica se discute es
el ideal de cultura que interesa a España. Ahora, cuando Unamuno lanza el
desafío, Ortega quiere tomárselo absolutamente en serio. En 1911 ha estado
en Alemania, y ya ha visto que el neokantismo no es capaz de dar razón de
las aportaciones españolas al arte; ha visto que el neokantismo está falto de
veracidad, y él llevaba muchos años situando como virtud básica de la
filosofía la sinceridad; la fenomenología se caracteriza por adoptar la
sinceridad como el punto de partida. La fenomenología viene a decir: “ante
todo, seamos sinceros con las cosas mismas, no nos dejemos engañar por
teorías que las deformen”; por eso es radicalmente autónoma.
Desde esta nueva postura quiere Ortega contestar a Unamuno; para ello
utiliza una parte de un texto sobre la novelística de Baroja que, escrito ya en
1912 en el contexto de comentarios variados sobre temas españoles, se
titulaba «La agonía de la novela». A lo largo de 1913 y 1914 le escribe a ese
texto una «Meditación preliminar» y un prólogo que titula «Lector...», que
por la relación que mantiene con la «Meditación preliminar», creo que está
escrito al final. Pues bien, tanto en el prólogo como en la «Meditación
preliminar» hay toda una teoría filosófica de la cultura, con una apuesta por
un ideal de cultura, que además destaca en el diagnóstico de los males de la
cultura. Cierto que el libro es demasiado escueto y juvenil para todo eso. Pero
en todo caso no deja, aun hoy en día, de representar una cumbre en la
filosofía de la cultura.
De todas maneras, y conviene decirlo, el libro es un libro de encrucijada;
sobre todo, en relación al concepto mismo de cultura, pues en las
Meditaciones se cruzan dos conceptos, el viejo de los años anteriores, con un
sesgo neokantiano y evolucionista que aún perdura, y uno nuevo, que es la
gran aportación de las Meditaciones del Quijote.

121
La interpretación de Meditaciones del Quijote exige, por tanto, un
movimiento doble del texto al contexto en el sentido de la intertextualidad, y
desde ésta al texto. Para nuestra desgracia sólo muy recientemente hemos
descubierto ese contexto e intertextualidad de las Meditaciones del Quijote, y
sólo ahí podemos captar su sentido, porque de lo que se trata es precisamente
de reconstruir el sentido; mas el sentido depende de esa intertextualidad, de
ese contexto, en el que se integran, primero, las cuestiones sobre las que
versa la polémica con Unamuno, cuyo núcleo es la pregunta sobre el ideal de
cultura; segundo, el presupuesto de la decisión sobre ese ideal, la respuesta a
la pregunta de qué es la cultura –la Kultura o la cultura–; y, tercero, la opción
por una filosofía desde la que responder a esa pregunta: la opción por el
neokantismo o por la fenomenología. En 1912, Ortega está estudiando
fenomenología en serio, pero el libro que utilizará como mediador
fundamental de la fenomenología para la redacción de la «Meditación
preliminar» será la Contribución a la fenomenología de la percepción de
Wilhelm Schapp, quien, en el prólogo que escribe para su ensayo, su tesis
doctoral, dice que «procede del círculo de ideas de Edmund Husserl. En él no
sólo se aprovechan las Investigaciones lógicas, sino también los estímulos
que yo [Schapp] he recibido en gran medida durante los tres años en los que
visité las clases y ejercicios y participé en varias conversaciones personales
de Husserl y sus discípulos. Además Husserl se mantuvo a mi lado con su
consejo durante la redacción. Me siento incapaz de medir en particular cuánto
en mis desarrollos procede de tales estímulos» (1981: IX). Puesto que este
libro es básico para la teoría de la cultura de Meditaciones y se gesta en el
seno mismo de las explicaciones de Husserl, la filosofía de la cultura de
Meditaciones tiene sus raíces en la fenomenología más viva. De todas
maneras, el prólogo «Lector...» cita una conferencia de marzo de 1914, por lo
que está redactado inmediatamente antes de la publicación del libro en el
verano de ese mismo año.
Si comparamos la estructura de «Lector...» y de la «Meditación
preliminar», veremos que en ésta los cuatro primeros epígrafes desarrollan
toda una filosofía fenomenológica que transmite lo esencial de la filosofía de
la cultura. El parágrafo o epígrafe 5 es una toma de postura de la nueva
situación que la filosofía expuesta por Ortega representa frente a la del siglo
XIX, una época, la de la Restauración, «en que no se quería reconocer la
profundidad del Quijote [...] durante ella llegó el corazón de España a dar el
menor número de latidos por minuto» (I: 337). España en el XIX no era sino

122
una prolongación del positivismo rampante de Europa, del conjunto de la
filosofía europea, sobre todo francesa.
Precisamente la estructura de «Lector...» refleja la de la «Meditación
preliminar» (San Martín, 1998: 100); en los primeros epígrafes se define el
tipo de nueva filosofía como una filosofía del amor, que se sitúa en el centro
de las cosas para llevarlas a su plenitud, que trata, entonces, de sacar la
totalidad de sentido de cada cosa. E inmediatamente después expone Ortega
su idea de cultura:
Al lado de gloriosos asuntos, se habla muy frecuentemente en estas Meditaciones de
las cosas más nimias (I: 318).

Así empieza uno de los párrafos clave de la filosofía española. Frente a


los sublimes temas de la cultura (Kultura), la filosofía del siglo XX empieza
con la cultura, que se manifiesta en todas las cosas más nimias, en lo que está
cerca, en lo que se halla alrededor, en nuestra circunstancia. Ahí radica el
cambio fundamental que la nueva filosofía supone. Y es que con el universo
conecto a través de mi circunstancia. Necesito tener plena conciencia de mis
circunstancias para poder salir al Universo, para poder llegar a lo sublime. En
este punto se detecta también una importante diferencia entre la «Meditación
primera», que trata del héroe que es don Quijote –o en el mejor de los casos
su creador, Cervantes–, y esta parte de las Meditaciones, escrita después,
donde en realidad todos somos héroes en varia medida: porque todos
hacemos como Don Quijote, olvidarnos de lo que está alrededor. Pues bien,
la nueva filosofía es una llamada de atención a los grandes héroes, para
decirles que antes de la aventura hay asuntos domésticos que resolver, hay
una circunstancia en la que se asienta toda aventura posible y que hay que
tener bien protegida, resuelta, que hay que comprender en la plenitud de su
significado.
Ahora bien, ¿qué es el heroísmo? Para Ortega el héroe es el que no se
contenta con lo que hay, el que se resiste a lo que es, a la herencia y a los
usos sociales, y quiere ser él mismo; que no sean sus antepasados, por los
usos sociales, quienes en él quieren; y lo que él quiere es «inventar una nueva
manera» (I: 390). Esa creación es la cultura. Por eso no se puede asignar el
heroísmo a ciertos contenidos, como ha hecho la modernidad. Todos somos
héroes como los modernos, en la parte negativa de olvido de las
circunstancias; todos tendríamos que ser héroes centrándonos en lo
inmediato. Precisamente, la mayor diferencia que ahora tenemos con el siglo

123
XIX está en el olvido, en ese siglo, de lo inmediato, en su afición a vagar por
las grandes metas, sobre todo por las grandes metas políticas, olvidando la
actividad diaria, sólo desde la cual la política tiene plena realidad. La nueva
sensibilidad quiere destacar, frente o antes de la política –conciencia y
actividad en relación a la organización social–, otras dimensiones de la vida,
la amistad, el amor, el goce de las cosas, dimensiones estas que también
deben merecer nuestra atención y ser “cultivadas”. Con esto se anuncia un
concepto de cultura: el cultivo de lo inmediato y espontáneo de la vida. Así,
Ortega montará su idea de cultura ya desde Meditaciones sobre una
oposición, la de la espontaneidad de la vida y la de su cultivo, en que se
trasciende, purifica, encauza esa espontaneidad vinculada a la vida individual.
Porque la vida es la de cada cual, la realidad concreta, vivida y espontánea,
que vive en una circunstancia concreta, es la de cada uno. Este es el
descubrimiento de la nueva época, que detrás de la Kultura y de la cultura
está la vida concreta de cada uno con su palpitar concreto, vital, con sus
deseos y ansiedades; detrás o antes de la política o de los grandes ideales de
la modernidad –Ciencia, Moral y Arte–, están la amistad, el amor, el goce y
otras necesidades privadas que también hay que cultivar para darles sentido
cultural.
Ahí está el significado de la cultura en esta temprana obra de Ortega.
Frente a la vida espontánea, su cultivo encauza la espontaneidad en una
dirección, en un “sentido”; ese sentido es el logos que se configura en la
espontaneidad de la vida, pero que es necesario extraer si queremos que lo
espontáneo adquiera consistencia. Lo individual humano encierra un logos,
un sentido, pero si no ha sido extraído parece insignificante. Logos es sentido,
conexión, unidad; es el hilo que une la circunstancia, lo inmediato, lo vivido
espontáneamente con el resto.
En este contexto nos da Ortega su definición clave de cultura: «El acto
específicamente cultural es el creador» (I: 321), el que de lo inmediato extrae
el logos, el que formula –y por eso lo crea–, el sentido inherente a la vida
espontánea. Por eso cultura es siempre creación y descubrimiento, o, mejor,
descubrimiento y creación. Descubrimiento porque es extracción del logos
oculto en la vida espontánea. Creación porque implica la formulación, la
expresión, materialización, de alguna manera, de ese logos, de ese sentido.
Como ese sentido, ese logos, está referido a lo inmediato, la cultura creadora
es una vuelta táctica para comprender, asegurarnos, apropiarnos de lo
inmediato.

124
Ortega cree de esta manera superar radicalmente un vicio de la
modernidad, el idealismo. El idealismo moderno consistía en vivir de esas
grandes ideas o ideales, desconectados de la vida concreta. Hay otro
idealismo que es absolutizar lo inmediato, hacer que mi circunstancia sea el
mundo. A este idealismo llama Ortega pueril y mucilaginoso; pueril, porque
absolutiza un momento, no tomándolo como un punto de perspectiva, como
un mirador desde el que se ve, pero que puede ser visto; y es mucilaginoso,
porque forma una capa aislante que le impide conectar con el resto del
universo. Ambos idealismos han de ser superados. Eso es “salvar la
circunstancia”, tomar conciencia de que la circunstancia tiene un sentido, de
que es una parte del universo. La vida nos ofrece continuamente elementos
abstractos; no podemos olvidar que sólo tienen sentido desde la
espontaneidad concreta. Elementos abstractos son el martillo; en realidad sólo
existen los martillazos; lo mejor es siempre abstracto, las cosas buenas son
las que dan sentido a lo mejor. Como un capitán sólo lo es de los soldados, o
el todo sólo lo es de las partes, por eso no existen más que partes, pero el
hecho de que sean partes hace que su sentido esté en el todo. Lo que está en
el entorno más cercano no es la totalidad. La tarea nueva es sacar el sentido
de cada parte, por el que se vincula al todo. Salvar la circunstancia es ponerla
en su lugar. Esta es la tarea máxima de la cultura, sacar el sentido de lo que
nos rodea, de la espontaneidad de la vida, porque todo tiene un nervio divino,
un hilo por el que se conecta con el universo. Toda roca es hontanar. Por eso
en todo hay que practicar el heroísmo. En este sentido Ortega está manejando
dos conceptos de héroe; héroe es el creador de cultura. Los héroes modernos
se centraban en la Kultura. Pero el verdadero heroísmo es el que es capaz de
extraer sentido en lo más inmediato. Desde todas estas oposiciones se
preguntaba Ortega cuándo nos daremos cuenta de que «el ser definitivo del
mundo no es materia ni es alma, no es cosa alguna determinada, sino una
perspectiva» (I: 321). No es ni lo inmediato, ni lo abstracto; sino el sentido en
que vemos lo inmediato. Ese sentido es la cultura. Y la heroicidad es la
creación de cultura en lo inmediato, pero no para quedarnos en la cultura sino
para ver lo inmediato desde la cultura.
Pero en realidad toda esta teoría de «Lector...» es la reflexión sobre el
verdadero análisis concreto de la «Meditación preliminar», en el que se halla
el núcleo de la teoría fenomenológica de la cultura de Ortega. Como el
prólogo «Lector...», también la «Meditación preliminar» tiene claramente dos
partes, una primera la constituyen los cuatro primeros epígrafes; el quinto,

125
que propone la sensibilidad de la nueva época, da paso a la segunda parte,
que no hace sino ampliar, aplicar o desarrollar lo expuesto en los cuatro
primeros epígrafes. Y en éstos es donde se aplican algunas ideas importantes
de Wilhelm Schapp. Y no hay que olvidar dos datos muy significativos. En
primer lugar, que Schapp hace una fenomenología de la percepción, y
segundo, que la hace antes de que Husserl expusiera su teoría de la reducción
trascendental. Ortega utiliza la fenomenología de la percepción de Schapp
para desarrollar su concepto de cultura, concepto que ya ha expuesto en el
prólogo «Lector...»: la cultura como acto creador que extrae y crea el sentido
que se da en lo más inmediato, en la espontaneidad de la vida. Está claro que
lo más inmediato es lo que tenemos alrededor, lo que vemos, tocamos y
oímos; de ahí que el análisis fenomenológico de lo que vemos, tocamos y
oímos sea el fundamento de la filosofía de la cultura. Pues bien, Ortega
formula su filosofía de la cultura una vez que ha leído las Ideas (Hua I) de
Husserl; de ellas tomará varios elementos que permiten integrar las
importantes nociones de Schapp. Posiblemente sin las Ideas de Husserl la
fenomenología de la percepción no le hubiera servido para la filosofía de la
cultura.
La descripción de la percepción emprendida por Schapp prescribe la
práctica de la epojé, en un doble sentido: de desasimiento (San Martín, 1998:
174 y ss.) de las teorías científicas sobre la percepción y de la transferencia
de lo que sabemos por un sentido, como órgano sensorial, al análisis de lo
que sabemos por los otros sentidos. Así, la consideración fenomenológica del
azúcar que “veo” no debe implicar predicados provenientes del gusto;
describir la “rosa que veo”, no debe suponer que es a la vez algo agradable al
olfato. Pero Schapp, que fue a Gotinga a estudiar con Husserl en 1905, a raíz
de haber oído hablar de él a Dilthey y a Stumpf en Berlín, no conocía (o no
podía conocer) la teoría de la reducción o epojé trascendental –aquélla es la
posibilidad abierta por ésta (San Martín 1986; 1987; 1994)– por la cual el
mundo es correlato de la experiencia, es decir, el mundo es la realidad vivida
en la experiencia, y toda idea, concepto, interpretación o intimidad latente de
las cosas son, como partes del mundo, correlatos de la experiencia. Esta tesis
de la fenomenología, que Husserl la expone en las Ideas de 1913, es lo que
marca la diferencia entre Schapp y Ortega. Precisamente, esta idea es clave
para convertir la fenomenología de la percepción de Schapp en la filosofía de
la cultura de Ortega.
Schapp analiza en tres amenos capítulos, primero, cómo se presenta el

126
mundo de cosas mediante el color, el sonido y el tacto; segundo, profundiza
en la presentación del mundo a través del color; tercero, explora la función de
la idea en la percepción para darnos la totalidad de la cosa, de cada cosa.
Estas ideas se nos revelan de pronto, habiendo de ellas una comprensión. La
idea, que también puede ser llamada concepto o esencia, es la que suministra
«la peculiar luz sin la que cualquier percepción, hablando como Kant, sería
ciega» (1981: 130); sin estas “ideas” no podríamos percibir ninguna cosa
(o.c.: 134). La “idea” no es una imagen de la cosa, pertenece a una esfera no
sensible, por la cual el «mundo sensible se convierte efectivamente en
mundo, en algo determinado unívocamente» (o.c.: 140). Normalmente yo no
tengo conciencia objetiva de las ideas, sino que percibo las cosas mediante
ellas. Estas ideas no son algo físico ni algo psíquico: «La idea es lo que da al
mundo sentido, lo que lo hace cosmos» (o.c.: 142). Ese sentido, como algo no
sensible, no tiene predicados sensibles: «Aquello como lo que yo aprehendo
algo, como yo lo percibo, no se quema» (o.c.: 143), por eso ni está en el
espacio ni en el alma.
Estas explicaciones, que proceden directamente de análisis husserlianos
en clase y en los seminarios, es lo que ha leído Ortega en Schapp y lo que va
a convertir en núcleo de su filosofía de la cultura; en una filosofía de la
cultura previa a una filosofía de la Kultura, porque, sin duda, la descripción
fenomenológica no es válida sólo para el hombre europeo, sino para todo ser
humano, aunque en Meditaciones del Quijote aún existan dudas sobre ambos
conceptos de cultura. Sin embargo, los primeros párrafos de la «Meditación
preliminar» que aplican estas ideas son válidos para toda percepción.
Ortega tiene en mi opinión el mérito, ciertamente no reconocido, de
hacernos ver que la filosofía de la cultura, que él empieza con una definición
canónica, hay que construirla –o mejor formularla–, a través de la descripción
fenomenológica de la percepción; y esto es algo que los filósofos que aceptan
el concepto descriptivo de los antropólogos culturales no toman en cuenta, y
siguiéndolos a ellos, prácticamente nadie. Dan por supuesto que cultura son
los comportamientos aprendidos en el grupo, cuando ese comportamiento
dependerá antes del modo como percibimos el mundo. La filosofía ha
investigado el mundo y el mundo de la percepción y con ello se situaban
directamente en el corazón de la filosofía de la cultura. Pero el prejuicio
cientificista de que cultura era lo que los antropólogos culturales describían o
aceptaban como tal les impedía aplicar directamente la filosofía de la
percepción a la filosofía de la cultura. El mérito de Ortega en Meditaciones es

127
precisamente ése: aplicar directamente la fenomenología de la percepción de
Schapp a lafilosofa de la cultura. En efecto, cultura –y no Kultura– es el acto
específicamente creador, es decir, ante todo y en primer término, el acto que
extrae el logos, la idea, el sentido de la percepción inmediata, de la
percepción de lo que tengo alrededor. Ese logos, sentido, concepto, idea son
esas ideas en las cuales o por las cuales percibimos las cosas. Todas las cosas
las percibimos así. Segundo, la cultura, ya objetivada, es el conjunto de esas
ideas, conceptos o perspectivas sobre el mundo, el modo como el mundo se
nos articula en un sentido. Por tanto, el análisis del modo como percibimos
tanto una parte del mundo como el mismo mundo es una contribución básica
a la filosofía de la cultura. Precisamente este análisis es el que presenta
Ortega en los cuatro primeros epígrafes de la «Meditación preliminar», que
avanza en cuatro pasos perfectamente coherentes. Primero, se trata de ver
hasta qué punto el bosque, que actúa como ejemplo del mundo, es una
realidad que existe en función o en virtud de mi experiencia de él. Así el
mundo cósmico tiene que ser re(con)ducido a la experiencia. Segundo, ese
bosque, además, no es un conjunto plano de sensaciones, sino que tiene una
profundidad, una estructura que late tras la patencia sensible. Tercero, esa
estructura de lo sensible y lo patente que constituye el mundo se puede ver
actuando en los diversos momentos de la vida de experiencia, en el oído, en
la visión, en la distancia. Cuarto, es necesario legitimar, dar razón o
fundamento a esa estructura doble; la donación sensible se nos impone, pero
la estructura que late dando sentido no parece imponérsenos sensiblemente,
sin embargo también se nos da, se nos revela, se nos manifiesta; eso es la
verdad, por ella se desvela la estructura del mundo; de repente, en las
sensaciones surge, se constituye un sentido, una estructura, que una vez
instituida ya no puede volver atrás.
Estos cuatro pasos, que merece la pena leer en la «Meditación
preliminar», reproducen, en magnífica síntesis difícilmente superable, las
cuatro secciones de las Ideas de Husserl. Diversos tipos de prejuicios han
impedido hasta ahora verlas así; prejuicios, por un lado, en relación a Ortega
y, por otro, a Husserl. La sección I de Ideas es una exposición de la realidad
del mundo concreto; este mundo no es plano, está estructurado y habitado por
la totalidad de los sentidos que clasifican lo real. Frente al Wittgenstein del
Tractatus, yo diría que el mundo no es “el conjunto de los hechos” sino el
conjunto de los hechos clasificados. Ortega hace esto en el segundo epígrafe.
La sección II de Ideas es la exposición y práctica de la reducción: el mundo

128
es correlato de la experiencia. Ortega lo hace en la sección primera, el bosque
(el mundo) existe sólo en virtud de la experiencia; fuera de ella se desvanece.
La sección III de las Ideas trata del análisis de la experiencia en su doble
vertiente, noética y noemática; en Ortega se trata de la constitución concreta
de la profundidad, de cómo es la experiencia. La sección cuarta de las Ideas
es una teoría de la razón y una fenomenología que expone en qué medida en
esa donación primaria del mundo se da el fundamento de legitimidad racional
que llamamos experiencia racional, es decir, razón. El epígrafe IV de Ortega
también trata de ofrecer los fundamentos de legitimidad que tiene esa
estructura latente que se nos da en la patencia, el fundamento de legitimidad
del mundo; y éste no es otro sino la revelación súbita, la verdad por la que se
nos ofrece en las sensaciones un sentido, una estructura.
Este núcleo es el que se incorpora a la filosofía de la cultura. Veamos en
qué sentido se lleva a cabo esta incorporación y con ello tendremos perfilada
la filosofía de la cultura de Ortega, con la ventaja de que hemos avanzado un
largo trecho en la exposición de la fenomenología de la cultura. La cultura es
el acto creador que extrae el sentido inherente a las cosas, mediante la
revelación o desvelamiento de su estructura. El sentido es el concepto, órgano
de la profundidad, por el cual aprehendemos las cosas, por el cual vemos
cosas en un mirarlas. El mundo es el sentido, la estructura conceptual en que
vemos las cosas, la profundidad que late tras la patencia sensible. La cultura
como conjunto de los conceptos o del sentido del mundo es la retícula de los
límites que definen el lugar de cada cosa. Sólo con esa estructura podremos
actuar con seguridad en el mundo. La cultura, en efecto, empieza en nuestra
apertura al mundo; y la constitución del sentido en que nos adherimos al
mundo es el acto creador específico de cultura. Nuestro comportamiento –que
es donde ponen el acento las ciencias sociales–, es resultado de esa apertura a
un mundo con sentido. La formulación de esa estructura de sentido que sirve
para dar profundidad a las cosas es la invención del concepto, lo que sucede
en Grecia. Aquí Ortega todavía tiene, a sus treinta años, no se olvide, algunas
ideas confusas, ya que habría que matizar qué inventa Grecia en relación a la
cultura, porque es obvio que Grecia no inventa la cultura.
Todavía nos queda un punto interesante, aunque no aparecerá en la
«Meditación preliminar». El curso de 1915/1916 Ortega leyó unas lecciones
sobre los problemas de la psicología que representan una aportación decisiva
a la consolidación de la fenomenología en España. En ella Ortega se
congratula de no necesitar el término concepto (XII: 400), mientras confiesa

129
que el sentido –se entiende la noción de sentido– es «la primera gran
conquista específica del siglo XX» (XII: 420). La renuncia, por tanto, a la
palabra concepto en la lección 7.a, por estar inmerso en lo más profundo de
las meditaciones de los filósofos y «como las naos sumergidas en el fondo del
mar, está cubierto de algas y de ovas, de juicios y prejuicios» (XII: 400), y la
reivindicación del sentido en la lección 11 .a, nos obliga a decir que la cultura
es ante todo el acto creador del sentido por el cual percibimos o nos abrimos
al mundo y en él a las cosas.
Ahora entenderemos perfectamente que el mundo, que emerge en la
institución del sentido, “no es materia ni es alma”; es esa perspectiva del
sentido en el que se nos abren las sensaciones, con la que miramos la
circunstancia y la situamos en un horizonte respecto al cual tiene todos sus
lazos de conexión.
La filosofía de la cultura de Ortega no termina obviamente con los
escritos de estos años de juventud. Toda su obra concierne en alguna medida
a la reflexión filosófica sobre la cultura. Y aunque mi objetivo no sea escribir
un ensayo sobre la filosofía de la cultura en Ortega, quiero hacer alguna
indicación complementaria. Las interesantes aportaciones de los primeros
años fueron decisivas y muchas definitivas. En ellas, sin embargo, late una
“incoherencia” que se ve por el concepto de cultura que aflora, por ejemplo,
en el comentario al escrito de Scheler, de 1915, sobre la apología de la
guerra, y que se publicó en el tomo segundo de El Espectador, en 1917. Dice
Ortega: «La cultura consiste en reabsorber dentro de formas más puras y
exactas lo que de justo, de verdadero o de bello vivía mezclado con caracteres
infrahumanos». Por eso habla de una solución culta de la guerra (II: 208 y
ss.). Eso significa que la guerra no es cultura sino en principio sólo barbarie.
Esto nos llevaría al importante concepto de cultura de La rebelión de las
masas, donde se insiste en la contraposición entre barbarie y cultura, aunque
a la vez la superpone con la contraposición entre naturaleza y cultura, sin que
de ello se derive la identidad de naturaleza y barbarie. Esto indica que en
cierta medida Ortega sigue pensando en la cultura desde el ideal de cultura.
Pero de esto debemos hablar en otro lugar. El mérito de Ortega, dentro de la
insuficiencia de alguna de sus aportaciones, radica en hacer retroceder la
filosofía de la cultura al lugar de emergencia de la cultura, la instauración del
sentido del mundo, mediante la aplicación de la fenomenología de la
percepción.

130
2.2. Husserl y el concepto de cultura
La cultura no es un tema de reflexión explícito en la obra publicada de
Husserl. Si apuramos un poco, es muy posible que ni siquiera exista una
definición formal de la cultura en ninguna de sus obras publicadas en vida.
Tengo dudas de que siquiera salga el término una vez en esas obras. Por
tanto, difícilmente se podía hablar de una filosofía de la cultura en Husserl, y
por eso no era fácil hacer una fenomenología de la cultura. Este hecho ha
tenido consecuencias a la hora de abordar las relaciones de la fenomenología
con las ciencias humanas, sobre todo con la antropología cultural, ya que la
fenomenología de la cultura hubiera sido el lugar más idóneo para dar las
pautas de esa relación. De hecho, quienes nos hemos preocupado de ese tema,
hemos tenido que buscar otros caminos. Ahora bien, desde cierta perspectiva
es cierto que no hay en la obra publicada de Husserl una fenomenología de la
cultura en sentido estricto y explícito, al menos a primera vista –una primera
vista que ha hecho que la bibliografía sobre fenomenología de la cultura sea
muy escasa-; no obstante, no hay que olvidar que la fenomenología nace en el
contexto de una crítica de la cultura positivista, del modo cientifista de ver el
mundo que el siglo XX ha heredado del XIX, por tanto, que la fenomenología
está enmarcada en el cuestionamiento de la cultura de aquel momento. Así,
las preocupaciones por la vida humana desde una perspectiva moral y
política, por los valores que rigen la acción y que, por tanto, configuran el
mundo, es el fondo desde el que Husserl formula su filosofía. Por eso, esa
problemática antes o después tenía que aflorar incluso en su obra publicada.
Lo hace ya explícitamente en la Lógica formal y trascendental de 1929,
donde se habla de la crisis de la razón en la contemporaneidad; con toda
contundencia aparece en La crisis de las ciencias europeas de 1936, donde el
estudio de la crisis de las ciencias se reconduce a una crisis mucho más
profunda, a una crisis antropológica, una crisis en el concepto de ser humano
tal y como hemos pensado que debíamos ser, es decir, una crisis del ideal de
cultura que ha constituido a Europa como cultura. Precisamente el hecho de
que en La crisis se exponga la crisis de la cultura europea, que en esa obra se
proponga, por tanto, un diagnóstico de la cultura europea y, por consiguiente,
que se dibuje un ideal de cultura, hace muy extraño que no nos hayamos
esforzado los intérpretes y comentaristas de Husserl en pasar de esa
preocupación práctica a los fundamentos teóricos de esa filosofía práctica de

131
la cultura. El hecho de que no aparezca en la obra publicada una definición
explícita es lo que ha podido provocar esa impresión de que en Husserl no
existía una filosofía de la cultura explícita. Sin embargo, la publicación de sus
escritos póstumos ha cambiado totalmente la situación.
En primer lugar, ya en otoño el año 1939 Fink publica el importante
escrito El origen de la geometría (Hua, VI: 365 y ss.), a partir del cual ya
podíamos haber descubierto todo el alcance de esa fenomenología de la
cultura. Mas, desgraciadamente, el comentario que en una fecha tan temprana
como 1961 escribió Derrida a este decisivo texto y en el que se expone y
comentan las importantísimas intuiciones husserlianas sobre el mundo de la
cultura, no parece fijarse decididamente en las aportaciones a la filosofía de
la cultura que Husserl hace en ese escrito. Es muy posible que el propio
Derrida, que estaba lógicamente inmerso en el ambiente dominado por los
antropólogos culturales, no pudiera percibir la importancia de las distinciones
que él mismo establece en su número III, entre “cultura empírica” y “cultura
de verdad”, o entre “la cultura histórica de hecho” y el ideal de cultura; o
cuando habla de la «irrupción de lo infinito como revolución en el interior de
la cultura empírica» (Derrida, 1990: 46-48); al menos no las persigue hasta
formular los elementos básicos de una filosofía de la cultura. Por ejemplo, no
parece llamarle mucho la atención el hecho de que la comprensión de un
elemento cultural siempre implica un saber implícito, «un saber cuya
evidencia es irrefutable» y que siempre es inherente al no-saber fáctico, «que
las formaciones culturales reenvían siempre a producciones humanas, por
tanto, a actos espirituales» (o.c.: 44). En realidad hemos tenido que esperar a
las publicaciones de la última década para constatar que la cultura como
concepto es un tema decisivo de Husserl, ciertamente siempre de la mano de
las preocupaciones prácticas. Pero como la Gran Guerra le hace patente que
la crisis epistemológica –crisis que constituyó el contexto en el que concibió
la fenomenología–, era mucho más, o ante todo, una crisis antropológica, una
crisis de los ideales de la cultura, Husserl se ve en la obligación de definir
qué es la cultura. Por eso el primer concepto de cultura de manera explícita
aparece en el tercero de los cinco artículos «Sobre renovación» escritos para
la revista japonesa Kaizo, y de los que sólo se publicaron los tres primeros, el
primero, en alemán y japonés, en 1923 y los siguientes el año 1924, aunque
éstos ya exclusivamente en japonés. Todos estos textos sólo han sido
accesibles al público amplio el año 1988, cuando salió a la luz el tomo
XXVII de las obras de Husserl. Que Husserl llevaba ya cierto tiempo dando

132
vueltas al concepto de cultura se ve por el manuscrito de 1921/1922 (A V 4),
donde también se habla de la cultura, aunque ahí se la identifica con lo
convencional. Pero retrocediendo, vemos que muchos de los análisis del
segundo tomo de las Ideas (Hua IV) se refiere a temas en torno al problema
de la cultura, por ejemplo, los análisis de los «objetos espiritualizados»
[begeistete Objekte] (Hua IV: 236) son una importante aportación a la idea de
cultura, es decir, a una fenomenología de la cultura; no menos que los análisis
de los §§ 16 y 17 de la Psicología fenómeno lógica (Hua IX), en los que de
modo expreso se habla de la cultura y de los objetos culturales. Estas
lecciones proceden del año 1925. Se ve, por tanto, que la preocupación de
Husserl por el concepto de cultura es muy intensa durante los años de
después de la primera guerra mundial, y que hasta el final de su vida no
abandonará esa preocupación, porque el problema de la situación que a él le
tocó vivir era ante todo un problema de cultura, de definir y decidirse por un
ideal correcto de cultura; pero naturalmente, la definición de ese ideal exigía
tener claras las ideas sobre el propio concepto de cultura y sus modalidades.
Como un adelanto, y en breve resumen, puedo indicar algunos de los
rasgos de la aportación husserliana a la idea de cultura, a sabiendas de que en
el apartado 4 de este capítulo se intentará exponer sistemáticamente la
fenomenología de la cultura. En este momento me contentaré con señalar, a
modo de orientación, seis puntos que me parecen básicos. En primer lugar, es
preciso partir del tópico que atraviesa toda la obra de Husserl, y que es
fundamental para entender su visión de la cultura: la diferencia entre
naturaleza y espíritu, entre Natur y Geist. Habitualmente se traduce Geist por
espíritu, pero no tiene el sentido que nosotros asignamos a esa palabra. Geist
para Husserl equivale exactamente a persona que actúa en su mundo. Eso
significa que naturaleza y espíritu equivale a naturaleza y persona. Como la
persona que actúa en su mundo lo hace en un mundo cultural, en realidad el
punto de partida de Husserl es la constatación de que ante el mundo podemos
tener dos actitudes: una, la llamada actitud naturalista, que considera en el
mundo sólo lo natural; otra, la que mira el mundo como el mundo en el que
hay sentido, medios y fines en relación a los cuales actuamos como personas;
por ello a ésta le llama Husserl actitud personalista. Las relaciones en el
mundo de la actitud naturalista son de causalidad; en el de la personalista,
sólo de motivación.
Segundo, los objetos de este mundo personal, los objetos culturales,
remiten a alguien que los ha hecho; todo objeto cultural es resultado de una

133
efectuación. Esta tesis, que es la misma de Ortega, es una tesis fundamental
de la fenomenología de la cultura.
Tercero, la acción señalada en el número anterior no se queda en una
mera acción individual. Para que se convierta en cultura tiene que
incorporarse, materializarse de alguna manera en torno a una materia, que
queda así investida del significado cultural, el cual de ese modo pasa a tener
una objetividad independiente de su creador.
Cuarto, la cultura o lo cultural, para existir o seguir existiendo, necesita
ser rehabilitado, rehecho; que una acción idéntica o parecida a aquella que la
fundó sea repetida por el agente que capta ese objeto en cuanto cultura; eso
implica captar o comprender su significado.
Quinto, los objetos culturales que según el punto anterior han pasado a
constituir el acervo de la comunidad, cuyo sentido es restaurado, rehabilitado,
rehecho en acciones constitutivas de los seres humanos que se enfrentan a
esos objetos, constituyen el mundo de la vida concreto de las comunidades,
en el cual están sedimentados esos resultados de las diversas acciones y
repeticiones de acciones a lo largo de la historia.
El último y sexto punto se refiere a un tema nuclear de toda filosofía de la
cultura y que en Husserl adquiere especial relevancia. La diversidad de las
acciones de los inventores creadores y de los receptores de los objetos
culturales que tienen que rehacer, restaurar o reinventar el sentido de la
acción creadora, lleva a la inevitable diversidad cultural. Pero la diversidad
cultural abre una dinámica cultural desde la cual se instaura una tendencia a
la disminución de la diversidad, que idealmente podría llegar a su superación.
Fácticamente, lo que ocurre es el mantenimiento de una dialéctica de la
diversidad!igualdad que obliga a pensar los factores o elementos de lo uno y
lo otro. Ahí es donde la filosofía de la cultura de Husserl toma partido por la
cultura europea, haciéndola un ideal de cultura del resto y, por tanto,
haciendo a Europa polo de atracción que rige, animada por la libertad de los
seres humanos, la marcha de la historia. La introducción del factor libertad
significa que esa marcha no está determinada, no está escrita de antemano;
por eso la historia puede seguir derroteros distintos.
Como todos estos puntos serán tratados por extenso en las páginas
siguientes, basten aquí como un adelanto de la decisiva aportación de Husserl
a una fenomenología filosófica de la cultura. No quiero, sin embargo, dejar
de señalar una importante limitación de Husserl, que se resalta precisamente
por lo que he expuesto como logro de Ortega. Husserl no pondría el primer

134
paso de una filosofía de la cultura en la fenomenología de la percepción. Más
aún, en su diseño de las reducciones, la fenomenología de la percepción
parece que exige la eliminación de todos los predicados culturales, para
quedarnos con la percepción en sentido estricto; en ese caso en la percepción
en sentido estricto no habría cultura, pues ésta sólo se establecería sobre o
después de lo que se analiza en la fenomenología de la percepción. Así pues,
uno de los puntos más fundamentales que deberemos tratar de clarificar son
los problemas relacionados con este asunto, situando la aportación de Schapp
a la filosofía de la cultura a través de Ortega y más allá de Husserl. Teniendo
en cuenta la propuesta metodológica de Husserl, nos tendríamos que
preguntar si la que él llama reducción primordial (Hua I: § 44; Montero,
1994: 225 y ss.) –por la cual eliminamos de una cosa los predicados
culturales para quedarnos en su pura percepción, en una percepción que sólo
depende de mí y de mis posibilidades–, no será la instalación de la actitud
naturalista, dado que la actitud personalista está en el seno de lo cultural. En
todo caso, un tema interesante es la relación del resultado de la reducción
primordial y el modo de mirar de quien está en la actitud naturalista.

135
2.3. La noción heideggeriana de mundo como
aportación básica a una filosofía de la cultura
A más de uno extrañará la presencia de Heidegger en este lugar; pero creo
que sus análisis en Ser y tiempo son de largo alcance y dan de lleno una
respuesta justamente a la pregunta de cómo podemos entender y analizar la
cultura. Está claro –y no cabe la menor duda de ello–, que Heidegger no se
plantea ni remotamente una contribución a la filosofía de la cultura, de igual
modo que tampoco se plantea una aportación a una antropología filosófica.
Pero no hay que dejarse llevar por las intenciones explícitas de los autores,
porque esas intenciones vienen expresadas en palabras que están
determinadas por un contexto semántico en el que inciden las opiniones más
amplias de la sociedad en un momento determinado. Heidegger se opone –
como Husserl– a la antropología filosófica, que entonces tenía un sentido
muy preciso: saber regional del ser humano en el contexto y conjunto de los
otros seres. Dado que el concepto de subjetividad trascendental, de Husserl, o
el de Dasein, de Heidegger, no encajaban en ese esquema de un mundo
estructurado en regiones ontológicas, porque ambos son el punto de apertura
del mundo mismo, ni el análisis de la subjetividad trascendental ni el del
Dasein pueden confundirse con esa antropología filosófica. Pero, en realidad,
lo que tanto Heidegger como Husserl rechazan es un concepto de ser humano
limitado a un ser encuadrado regionalmente. Lo que hacen, por tanto, ambos
filósofos, si tomamos su propuesta en positivo, es decirnos que una
antropología filosófica que tome al ser humano en ese sentido perderá la
perspectiva idónea y fundamental sobre el ser humano. Declarado esto, la
antropología filosófica deber incorporar, si quiere llegar al ser que quiere
describir, la perspectiva descubierta por Heidegger o por Husserl.
Lo mismo nos pasaría con Heidegger en relación a la filosofía de la
cultura. En Ser y tiempo parece sentir cierto desprecio respecto a la filosofía
de la cultura. Pero lo que piensa en realidad es que hay que ir a la raíz de los
problemas y en la raíz de los problemas está la comprensión del ser,
comprensión que constituye al ser mismo que somos y sólo por la cual
tenemos la posibilidad misma de comprender cualquier entidad. Mas si uno
va a la raíz de los problemas y los aborda con toda decisión es muy posible
que sus análisis tengan alcance muy superior al explícito,
independientemente de su voluntad. En el caso de Heidegger esto, además, es

136
relativamente claro en relación al concepto de mundo, y ahora, también en su
caso, cuando ya tenemos publicados prácticamente la totalidad de las
lecciones de los años anteriores a la redacción de Ser y tiempo, podemos
entender mejor la conexión directa de su teoría del mundo con una filosofía
de la cultura.
Hemos visto en el epígrafe anterior, en el resumen a modo de enunciados
de los puntos fundamentales de la filosofía de la cultura, que toda la obra de
Husserl está en íntima conexión con la elaboración de la oposición
naturaleza/espíritu, actitud naturalista y actitud personalista. Las palabras de
Heidegger al respecto, por ejemplo, en la última lección de Friburgo, en
primavera de 1923 (1988b: 88 y ss.) y la primera de Marburgo, en el otoño e
invierno siguiente (1988a: 82 y ss.), sugiriendo o indicando la opción de
Husserl por el conocimiento teórico, no nos pueden inducir a un error de
perspectiva. Para Husserl la actitud ordinaria del ser humano es la
personalista; nosotros estamos en el mundo como personas que actúan en un
contexto de significado. Sólo a partir de esa actitud se constituye la
naturalista y, en general, la científica. Ahora bien, el sistema de reducciones
planteado por Husserl de cara a lograr la pureza de la visión fenomenológica
anulaba en todo caso la actitud personalista, al despojar de sus predicados
culturales al objeto de nuestro interés fenomenológico. Había, pues, un
predominio de una perspectiva teórica que no dejaba de tener consecuencias
funestas. Este indudable predominio de la perspectiva teórica en la
exposición husserliana de la fenomenología de la percepción es lo que
conlleva la ilusión fenomenológica, por la cual se «introduce
inadvertidamente en la vida natural la relación objetivante en que ella se
sitúa», es decir, introduce en el objeto descrito rasgos que no le pertenecen en
la vida natural sino que proceden de la actitud teórica (Rodríguez, 1997: 81).
Por eso para Heidegger el verdadero problema no estaba tanto en la actitud
naturalista como en la primacía de la actitud teorética (Rodríguez, 1993: 89),
porque, todo hay que decirlo, no es fácil permanecer en la actitud personalista
si eliminamos los predicados culturales.
Así pues, Heidegger se sitúa de entrada en la “actitud” personalista, pero
entendiendo que en sentido preciso ni siquiera es “actitud”, pues ésta es una
mala palabra para describir el modo en el que yo estoy efectivamente en el
mundo. En segundo lugar, la percepción no puede ser reducida a sus
elementos estrictos porque desaparecería como tal. Más bien, la
fenomenología tiene que empezar por hacerse cargo descriptivamente de ese

137
mundo entorno tal y como es, el mundo en que vivimos. Ya desde los
primeros años quiere Heidegger marcar con claridad incluso verbal su
distanciamiento de una filosofía que no toma con decisión lo que las cosas
son; y éstas nos dicen algo muy concreto y preciso: en la situación ordinaria
en que vivimos (lo que Husserl llama actitud personalista) no nos
relacionamos con las cosas desde intereses teóricos sino en las tareas
ordinarias en las que usamos o nos ocupamos con cosas de nuestro entorno.
En esa ocupación no “percibimos” o, como se dice en alemán –que es desde
donde el rechazo de Heidegger adquiere todo su sentido explícito–, no
“tomamos por verdaderas” las cosas (wahrnehmen), sino que las usamos en
“una visión precavida del contorno”, en una Umsicht. Éste es un punto de
partida de Heidegger, en el que no vacilará en ningún momento y que llevará
a su máxima expresión en los capítulos segundo y sobre todo tercero de la
sección primera de Ser y tiempo.
Si, de acuerdo a lo que hemos dicho en referencia a Husserl en el epígrafe
anterior, la fenomenología parte de una constatación del problema cultural y
toma como punto de partida la vida en un contexto cultural, el análisis de
Heidegger, que comienza justo eliminado en la aproximación
fenomenológica cualquier olvido precipitado de ese punto de partida, no
podrá menos que ser un análisis de la vida del ser humano en un contexto
cultural. Por otra parte, no quiere decir esto que los análisis de Heidegger
sean suficientes, más bien al revés, ya que el carácter completo con que los
presenta supone su limitación. Pero la claridad de su enfoque ayuda, por un
lado, a comprender qué es la cultura, y, por otro, esa misma claridad diseña
con precisión el hueco en el que se insertan otros análisis, entre los cuales
entrarían tanto los de Ortega como los de Husserl. Por eso, tanto por lo
primero como por lo segundo, considero que la aportación de Heidegger es
fundamental y de primer orden.
No hace falta detenerse en el contexto en el que Heidegger introduce en
Ser y tiempo el análisis del mundo; no creo que sea para nosotros lo más
relevante, aunque sea conveniente recordar sus elementos básicos. Heidegger
quiere exponer el tipo de entidad que es el Dasein, el ser humano en el que
acaece la comprensión del ser, porque su objetivo primero es comprender el
sentido de ser. Las características que interpretan el ser del ser humano es lo
que Heidegger llama existenciarios, diferentes de las que interpretan o
exponen el ser de las entidades que no son como el ser humano y que
denomina categorías. Pues bien, para Heidegger el ser humano es ser en el

138
mundo; por tanto, la relación con el mundo es un existenciario, una
característica esencial del ser humano; prácticamente la totalidad de la
primera sección de Ser y tiempo es un análisis de este “ser-en-el-mundo”, que
Heidegger descompone en varios elementos: el de ser-en, el quién es en el
mundo y el mundo en el que se es. El último capítulo de esa sección está
dedicado a la Sorge, al cuidado, preocupación o cura, como el modo
fundamental de ser del ser humano, en el que se enraíza todo el resto. La
segunda sección es sabido que consiste en interpretar todos los elementos de
la primera desde la temporalidad originaria del ser humano.
El otro objetivo de Heidegger es, entonces, descubrir el modo de ser del
ser humano, su Seinsverfassung, su constitución. Verfassung es la palabra
alemana para constitución como norma fundamental del Estado. Cuando se
habla de Seinsverfassung se entiende el conjunto de características que
constituyen o configuran esencialmente un ser. Pues bien, la propuesta de
Heidegger es que el estar en el mundo es una nota esencial de la constitución
de ser humano; eso significa que no existe el ser humano y que después se
inicia una relación con el mundo, sino que sólo es en esa relación. Y antes de
analizar el mundo en el que existe y que es su punto de referencia prefiere
Heidegger en Ser y tiempo analizar los modos de estar-en, porque de que se
entiendan bien esos modos depende la comprensión del fenómeno del mundo.
Y aquí inicia Heidegger una vez más un alejamiento de las perspectivas
tradicionales, entre las que claramente se diseña el lugar de Husserl. Para la
perspectiva tradicional de la filosofía, el modo de estar en el mundo ha sido
ante todo el modo teórico, el del conocimiento teórico. Pues bien, para
Heidegger es clave destacar que, si queremos aproximarnos a una correcta
comprensión del mundo, como el referente de nuestros estar en el mundo,
tenemos que empezar captando de manera fiel cuál es nuestro modo primario
de estar en el mundo. Y este punto es especialmente importante para nuestro
objetivo; porque quizá los análisis tradicionales del conocimiento, por ser
fundamentalmente teóricos, quedaban profundamente alejados de la vida
ordinaria, de manera que lo que la filosofía decía tenía escasa conexión con lo
que preocupaba a los científicos sociales, especialmente a la antropología
cultural. Pero la aproximación de Heidegger, que toma radicalmente en serio
como punto de partida lo que Husserl llama actitud personalista, no sólo no
es ajena a lo que hacen las ciencias sociales, o la antropología social y
cultural, sino que se sitúa de entrada en su terreno. Los pasos son: primero,
ante todo explicitar cómo estamos en el mundo de modo primario y

139
fundamental; y, segundo, explicitar el mundo en el que estamos primaria y
fundamentalmente. De esa manera ese mundo pasa a ser sencillamente el
mundo.
El ser humano está en el mundo primaria y fundamentalmente no de una
manera teórica, es decir, desinteresada, sino en el modo “de estar ocupado en
algo”, haciendo algo, en una tarea. El análisis de Heidegger de este modo
primario y fundamental de estar en el mundo es sencillamente magistral y
creativo, porque ha sabido incluso crear un lenguaje propio para describirlo.
En primer lugar, el modo global de ese tipo de estancia es el del besorgen:
procurar algo, trajinar, estar en una tarea; en general “estamos animados por
una ocupación”, por el cuidado (cura, Sorge), nos ocupamos de algo, algo
nos invade centrando nuestra atención en aquello en que estamos atareados.
El modo como nos acercamos al mundo en ese caso es el de la Umsicht, en
una visión del entorno, que es cautelosa, cuidadosa, precisamente porque va
con cuidado, “teniendo en cuenta” las circunstancias. Y ésta es la tercera
palabra clave: Rechnung tragen, tener en cuenta las circunstancias o, como ha
traducido magníficamente Ortega, “contar con” las cosas de alrededor, con
las circunstancias. Carlos París, que es de los pocos que menciona estas
páginas en su filosofía de la cultura, describe «esta forma peculiar de
conocimiento» en el caso de un domador, que más que estudiar los
movimientos del animal, los acecha para descubrir, no claves teóricas, sino
puntos débiles» (1994: 142).
Por cierto, Gaos ha traducido Rechnung tragen (Heidegger, 1974: 95) “en
el modo del dar cuenta de algo”, cuando el sentido es el preteórico; dar
cuenta de algo supone un Rechnung tragen anterior. Gaos parece no haberse
dado cuenta de la conexión del besorgen, el Umsicht y el Rechnung tragen.
Pero en el ejemplo del apeadero o andén cubierto (o.c.: 84) sí traduce
correctamente porque dice: «Un andén cubierto tiene en cuenta el mal
tiempo». Es decir, cuando estamos atareados en algo (besorgen), tenemos una
visión cautelosa del entorno (Umsicht), “contando con” las cosas
concernientes a la tarea (Rechnung tragen). No puede pasar desapercibido,
por otro lado, que Heidegger pone como punto de partida de su análisis del
mundo una tarea, un comportamiento, un Verhalten y, por tanto, un
Verhältnis. Tenemos, pues, un comportamiento en el que se da algún
“cuidado”, una visión cuidadosa del entorno y un contar con una serie de
cosas, sin que, por otro lado, reparemos explícitamente en ellas, porque, si así
fuera, interrumpiríamos la tarea. Este es el modo, por ejemplo, en que un

140
agricultor alemán descubre el verdadero ser del viento del sur que a él le trae
lluvia. Si está en el campo y viene ese viento, cuenta con que viene la lluvia.
No le hace falta explicitarlo; los comportamientos, sus tareas contarán con
esa lluvia.
Pues bien, si éste es el modo primario y fundamental de estar en el
mundo, desde ese convencimiento pasa Heidegger a analizar el mundo. Y lo
hace en varios pasos. Ante todo, hay que tener en cuenta que estamos en un
mundo alrededor. Pero constata Heidegger que no descubrimos sin más la
estructura de nuestro estar en el mundo y del mundo. La verdad es que la
tradición ha ignorado sistemáticamente ese fenómeno; por eso es necesario,
primero, “tomar medidas especiales”, o si nos atenemos a la significativa
palabra alemana, Vorkehrungen,, es necesario «tomar precauciones» o
disposiciones para proceder con seguridad; y, segundo, saber que hay que
empezar, haciendo caso a la «indicación metódica» pertinente, por la
cotidianidad ordinaria. Este comienzo de Heidegger, al describir el mundo
por la forma en que estamos directa, primaria y fundamentalmente en el
mundo ordinario, es determinante de su descripción y de la aplicación o
utilización de esa descripción para la filosofía de la cultura.
Pues bien, nuestro mundo inmediato es el mundo de nuestro alrededor,
nuestra circunstancia concreta. Heidegger quiere ir de la mundanidad de
nuestra circunstancia o nuestro entorno, Umwelt, a la mundanidad del mundo.
¿Cómo hacer esto? En primer lugar tenemos que empezar por lo más
elemental de la circunstancia, por alguna entidad que encontramos en el
entorno. Para describir o captar fenomenológicamente el entorno debemos
fijarnos en algo de él, para, desde ese algo, avanzar hacia adelante. Pero, y
ahora viene la precaución, esa entidad no es un objeto de un conocimiento
teórico (1967a: 67), sino una entidad que tenemos a mano, que usamos, que
empleamos, que aplicamos en esa ocupación. Y si lo que queremos es
interpretar esa entidad fenomenológicamente, comprendiendo su sentido, es
decir, si lo que queremos es «determinar la estructura de su ser» (ib.),
tenemos que «sumirnos» en esa tarea, ponernos en esa situación –lo que, por
cierto, no necesitamos o no hacemos en la vida ordinaria. Ahora bien –y aquí
viene una nueva precaución metodológica-, la actitud fenomenológica debe
reprimir las tendencias interpretativas que ocultan ese fenómeno de cómo
estamos en el mundo de ese modo. Si contestamos, por ejemplo, que la
entidad con que nos encontramos en esta tarea es una cosa, puede ser que
hayamos tomado muchas decisiones sobre qué es una cosa. Por el contrario,

141
la descripción fenomenológica nos obliga a rechazar toda interpretación y
atenernos al fenómeno.
Tomemos el ejemplo citado por Heidegger: quiero entrar en la habitación
y abro la puerta girando el pestillo. El uso del pestillo es algo con lo que
cuento para entrar en la habitación, algo que está en mi entorno “a mano”,
zuhanden, y del que no tengo ningún conocimiento explícito más que el
conocimiento implícito en la visión necesaria para llevar correctamente la
mano. Usar el pestillo es más bien un “saber cómo” que un “saber qué”. El
pestillo es un instrumento, un Zeug, instrumento para abrir y cerrar la puerta;
y por eso, en sentido estricto, no es en sí sino en el contexto de la puerta, en el
conjunto de la puerta; por eso es “algo para”. Así, en el instrumento hay una
remisión a otra cosa, el pestillo tiene la remisión a la puerta. Mas la puerta
misma no existe más que en su función, dar paso a la habitación; la puerta no
tiene sentido más que para, desde un marco, comunicar dos espacios. Pero la
habitación a la que nos abre la puerta es igualmente un instrumento mayor,
un espacio instrumental para algo. Imaginemos que es un taller; será para
hacer cosas en él. En ese taller, a su vez, hay herramientas, multitud de
instrumentos, que, todos ellos, están en la misma relación que el pestillo
respecto a la puerta; todos llevan en sí referencias o remisiones a otros
elementos del taller, que, en definitiva, se remiten a la actividad artesanal.
Heidegger toma como modelo de sus explicaciones precisamente el taller; en
él un martillo es un instrumento que sólo existe como martillo en la acción de
martillear; martillear es lo concreto. El martillo –ya lo decía Ortega en 1914–
«es la abstracción de cada uno de sus martillazos» (I: 321); y esto,
curiosamente, lo decía en la página y en el párrafo en que define formalmente
la cultura.
En estas tareas, en el uso de instrumentos, no somos ciegos. Ya nos había
dicho antes que el comportamiento de ese tipo, que maneja, manipula o usa
algo, «tiene su conocimiento propio», es decir, en ese uso hay un tipo de
conocimiento, el pragmático, el saber cómo usar las cosas (Heidegger o.c.:
ib.); ahora lo vuelve a repetir: «El andar manejando y usando no es ciego,
tiene su propio modo de ver, que dirige el manejo y le presta esa específica
adaptación a las cosas que posee» (Heidegger, o.c.: 69/1974: 82-83). Pero,
continúa Heidegger diciendo en su avance, esa actuación está sometida al
“conjunto de referencias” del “para qué”, porque el uso del martillo, los
martillazos, son tan abstractos como el martillo, martilleamos para algo, por
ejemplo, clavar un clavo. Pero eso mismo es una acción en un contexto más

142
amplio: hacer una mesa. Mas la mesa misma es un instrumento para un uso
concreto. Para Heidegger, todas estas entidades con que topamos en nuestro
modo de estar en el mundo, en nuestra circunstancia, tienen como rasgo de
ser el “estar a mano”, la Zuhandenheit. Los seres del entorno, de nuestra
circunstancia, son seres “a mano”, “enseres”. Todas estas entidades sólo
tienen sentido en un conjunto de referencias o de remisiones o, como dice
Gaos, en «una totalidad de referencias». Respecto al martillo, la mesa o el
mueble en general sería la totalidad de referencia en la que el martillo cobra
sentido.
No deja pasar Heidegger la oportunidad de señalar que en el instrumento
hay también una remisión, a través de los materiales empleados, a la
naturaleza, con sus animales, sus bosques y sus minerales. Pero la naturaleza
de la que habla no es la naturaleza independiente de los físicos, la naturaleza
del conocimiento teórico: «El bosque es parque forestal, o la montaña es una
cantera, el río fuerza hidráulica, el viento es viento en las velas» (o.c.: 70/84).
Es muy importante esta anotación de Heidegger para ver los límites de su
concepto de cultura. Otro ejemplo que pone Heidegger de esta remisión que
nos descubre la naturaleza –pero una naturaleza en ese contexto del uso de un
instrumento– es el siguiente: «Un andén cubierto tiene en cuenta el mal
tiempo». Así queda descubierta la naturaleza en una dirección determinada.
El verdadero ser de la naturaleza, como el del viento sur, se nos abre en el
contar-con ella, con el mal tiempo, con el característico preanuncio de lluvia
por parte del viento sur, o con «una determinada constelación del sistema del
mundo» (pp. 71/84) cuando miramos un reloj. Es muy importante percatarse
de que al ocuparse en algo, por ejemplo, al abrir la puerta, se descubre un ser
a mano, el pestillo, con el que cuento; y del mismo modo se me descubre al
mirar el reloj una posición de las constelaciones estelares, o el mal tiempo en
el uso de un andén, así como la posición solar con que cuento, o el viento con
el que cuento como viento en las velas, o el frío del ambiente. Todas ellas son
entidades del tipo del pestillo con el que cuento para abrir la puerta.
En todo caso, lo que hay es un contexto o conjunto de remisiones, sólo en
el cual es posible andar ocupado en algo; es decir, sólo así el andar ocupado
en algo tiene sentido, es coherente.
A partir de aquí empieza Heidegger el análisis de la estructura mundana,
del sentido mundano: «la mundiformidad de la circunstancia». De ella pasará
después Heidegger, a través del estudio de un instrumento muy peculiar, los
signos, al estudio del mundo. Este estudio comienza con una detallada

143
exposición de lo que ocurre cuando algo falla en nuestra tarea, cuando surge
alguna perturbación. Normalmente las tareas son ejecutadas con una fluidez
en la que los movimientos corporales y los objetos instrumentales son
transparentes: no me fijo en ellos, pero los uso, cuento con ellos, sé cómo
usarlos y estoy familiarizado con ellos. Pero ¿qué pasa si algo va mal, si algo
falla? De acuerdo con Dreyfus, cuya presentación me parece brillante, (1994:
71), aunque en el análisis de Heidegger esté todo esto un poco desordenado,
podemos descubrir tres tipos de fallos, a los que Heidegger llama sorpresa,
impertinencia y obstinación o insistencia,, como Gaos ha traducido este
último. Dreyfus reordena los fallos del siguiente modo: la sorpresa
(Auffalligkeit) es un mal funcionamiento de algo que inicialmente nos
sorprende o nos asusta pero que una vez sabido solemos corregir o nos
habituamos a convivir con él. Luego viene el fallo temporal, la obstinación
(,Aufsässigkeit), algo que bloquea el funcionamiento. El instrumento ofrece
una resistencia, una rebeldía, así no puede darse el manejo; hay algo “que ‘se
cruza en el camino’” (Heidegger, 1967a: 73/ 1974: 87), es rebelde en el
trascurso de las acciones. Tercero, tenemos el fallo total,' necesitamos algo y
no está, sencillamente el curso de la acción queda interrumpido; Heidegger le
llama impertinencia, Aufdringlichkeit, por razones que enseguida veremos.
Veamos estas tres situaciones referidas a un caso que a mí me pasa mucho
con las llaves. Es invierno; he preparado de modo relativamente reflexivo lo
que creo que voy a necesitar; bajo, entonces, al garaje y voy a abrir la puerta;
para ello me busco las llaves en el bolsillo derecho de la gabardina, pero no
las encuentro; automáticamente reviso el bolsillo izquierdo y tampoco están
ahí; sigo por los otros bolsillos de la americana y de los pantalones, y
tampoco las encuentro; entonces, ya sorprendido, me reprocho: “ya se me
han olvidado, pero, no”, me sigo diciendo, “deben de estar en el bolso”; miro,
entonces, en el bolso y las encuentro. Ha habido una sorpresa y un momento
de desconcierto, de susto por tener que volver a por las llaves una vez más,
yo que me estoy esforzando por no parecer, a mi edad, olvidadizo. Otras
veces voy a abrir la puerta del garaje, meto la llave en la cerradura pero no
abre. Insisto, pero sigue sin abrir; “¿qué pasa?”, me pregunto; “es que hay
que hacerlo con mucho cuidado porque esta cerradura funciona mal”, es
decir, no funciona más que si la llave se saca un milímetro y se presiona
hacia arriba, entonces abre. En una posición ordinaria hay una rebeldía
(Aufsässigkeit) frente al instrumento. La tercera posibilidad es la mencionada
por Heidegger en segundo lugar; sencillamente, puede faltar la llave correcta

144
de mi llavero cuando hoy la necesito con urgencia (,Aufdrinlichkeit);
entonces el curso de la acción queda interrumpido.
Veamos las consecuencias de estos fallos. Los tres modos que Heidegger
ha descrito tienen la función de mostrarnos en los instrumentos un carácter no
instrumental, su pura ocurrencia, los objetos en cuanto tales. Al buscar las
llaves, busco un objeto, independientemente de su función; en la
configuración de esa acción aparece el objeto en sí mismo, desligado de su
uso, porque el hecho de que esté es previo al uso, y quiero ante todo ver si
está, sin más. Lo mismo en el fallo parcial o temporal: hay una posición en la
que la llave es inútil, que hace que la llave no cumpla su cometido, es decir,
que no sea llave, que sea un objeto inútil. Y tercero, en el caso de la falta o
del fallo total, la cerradura está ahí como no disponible: dice Heidegger en
una frase que Gaos ha traducido mal (Heidegger, 1974: 87): «Cuanto más
urgentemente [dringlicher] se necesita lo que falta, cuanto más propiamente
nos aparezca como no disponible a mano, tanto más inoportuno
[aufdringlicher] [de obstructor] se hace lo “a mano”, de manera que parece
perder el carácter de “lo a mano”» (1967a: 73), parece perder la
disponibilidad y convertirse en un mero objeto en el mundo, un puro ser
desvinculado de la actividad humana. La puerta, que se me presenta como
algo a mano, aparece de repente como un obstáculo, como algo que ya no
está a mano, que ya no es manejable porque falta la llave: el objeto puerta «se
revela como pura realidad, que sin lo que falta no puede ser quitado de su
lugar» (o.c.: 73/87); sin la llave la puerta no puede ser abierta. En los tres
casos aparecen los instrumentos despojados de su carácter instrumental. Pero
con esto se pregunta Heidegger qué hemos conseguido para la aclaración del
fenómeno del mundo, un fenómeno que aún no ha sido aclarado; «mas ahora
nos hemos puesto en la posibilidad de poner a la vista el fenómeno» (pp.
74/88). Precisamente en las deficiencias se aleja o desaparece el carácter de
“a mano”, la instrumentalidad, pero al hacerlo aparece como tal, y es ahí
donde se ve su rasgo o corte mundano, su “mundiformidad”.
Un instrumento consiste, ya lo sabemos, en un sistema de referencias.
Pues bien, en los fallos aparece precisamente perturbado el “para qué”, por
ejemplo, la referencia de la llave a la cerradura queda interrumpida; pero
precisamente en su perturbación se hace la referencia explícita, y con ella en
realidad la totalidad de las referencias. Si no puedo abrir la puerta, lo que se
me hace presente inmediatamente es el conjunto del curso de operaciones
interrumpidas. Ese curso, esa totalidad instrumental, no aparece como algo

145
nunca visto [nie gesehen] sino como un todo con el que siempre se contaba al
emprender la tarea. Más «con ese todo se anuncia el mundo», dice
lacónicamente Heidegger (pp. 75/88). Lo mismo pasa cuando algo falta; la
visión del entorno tropieza con el vacío y se da cuenta del para qué de lo que
nos falta, nos falta la llave para abrir la puerta; así se alumbra, se ilumina, el
contorno, un contorno que no aparece como si antes no existiera, sino como
algo que ya era sabido. Antes del fallo, en el curso de la acción las cosas se
nos daban sin sorpresas o sobresaltos, sin obstrucciones ni obstáculos. Con el
fallo, aparece el contorno, los cursos de acción, el contexto de remisiones;
pero para hacerse explícitos, debían estar ya abiertos, sabidos de antemano.
Ese estar en las tareas cotidianas, en un entorno sabido en una visión
cautelosa, que cuenta con las cosas, eso es estar en el mundo, en un contexto
de familiaridad, de confianza con las cosas con que contamos, que sólo se
rompe o se interrumpe en los fallos.
Y ahora comienza Heidegger a estudiar ese contexto o esa totalidad de
referencias, en cuya familiaridad nos movemos en las tareas ordinarias, y que,
cuando se rompen los cursos de acción, aparece explícitamente. Lo que
Heidegger busca es la mundanidad del mundo, aquello que hace al mundo
mundo, el sentido del mundo. Pues bien, lo constitutivo de la mundanidad y,
por tanto, el sentido del mundo, es la referencia, la remisión o la totalidad de
remisiones. Por eso, sólo estudiando ésta se puede abordar el carácter o
sentido del mundo. Es sabido que Heidegger toma como modelo privilegiado
el signo, porque el signo es un instrumento, una “cosa”, un objeto que sólo
tiene sentido por la remisión, ya que por su propia naturaleza remite a otro.
Todo instrumento es así, pero un martillo tiene una entidad mostrenca aunque
no sirva para martillear, mientras que un signo sólo existe en la referencia. El
ejemplo que utiliza Heidegger es la señal de tráfico, en concreto, el
intermitente de los coches, en la época de Ser y tiempo una flecha roja que
salía del costado de los coches para indicar en un cruce si el coche iba a girar
a izquierda o derecha. Pues bien, es una señal, primero, utilizada por el
conductor, que es quien regula la posición de la flecha, pero comprendida,
después, fundamentalmente por los peatones y otros conductores, que así
saben a qué atenerse con el conductor, es decir, cuentan con que el conductor
va a hacer lo que indica. Está claro que ese signo sólo tiene sentido en el
conjunto de los aparatos e instrumentos de los medios y reglas de circulación.
Ahora bien, si Heidegger propone el análisis del signo antes de centrarse
en el estudio del sentido del mundo, es porque para él en las tareas en que

146
solemos andar con el signo, con el instrumento signo, éste tiene «un empleo
preferente» (pp. 79/92); empleo que aparece con claridad en la señal de
tráfico: el intermitente nos orienta sobre la dirección que tenemos que seguir,
nos dice si debemos pararnos, esquivar el coche o seguir en nuestra dirección;
en resumen, con la señal nos orientamos en el mundo, en nuestra
circunstancia. De este modo, nos da una característica espacial del mundo,
en el que estamos ocupados en nuestras tareas. La señal nos da, por tanto,
«una vista general [Übersicht] explícita» del entorno, de nuestra
circunstancia; por eso en ella, para el conocimiento propio de las tareas [la
Umsicht], se destaca una totalidad instrumental, de manera que ahí se anuncia
la mundanidad de lo “a mano”, de los instrumentos que pertenecen a esa
circunstancia, que son elementos de la circunstancia. Con ello nos muestra
donde vivimos, en qué momento está nuestra tarea, y «con lo que nos
“conformamos”, que es como traduce Gaos la frase de Heidegger welche
Bewandtnis es damit hat (p. 80, lín. 11/trad. esp. 94). Fijémonos que aquí sale
por primera vez la palabra Bewandtnis (p. 80, lín. 11). En inglés dicen: what
sort of involvement there ist with something. En francés en unos sitios la han
traducido por tournure (1986: 117), mientras la mayor parte de las veces la
traducen como conjointure, contexto, “conjuntura” (o.c.: 120 y ss.). Pues
bien, el signo nos indica dónde vivimos, dónde estamos, en qué tarea y en
qué momento de la tarea estamos, en el sentido de darnos cuenta de en qué
momento del curso de la acción estamos. Por tanto, el signo es un
instrumento que, en su carácter instrumental, muestra la estructura ontológica
de lo “a mano”, su esencial carácter referencial, la totalidad referencial y así
la mundanidad. De ahí la preferencia que Heidegger da al signo, pues ahora
ya puede pasar al estudio de la mundanidad del mundo, que va cifrar en la
Bewandtnis y en la significatividad.
Conviene distinguir los cuatro sentidos en que según Heidegger se emplea
la palabra mundo. Como anota Dreyfus (1994: 89), dos de esos sentidos se
refieren a lo que podemos llamar sentido cósmico, y los otros dos al sentido
existencia/, o como yo le llamaría, fenomenológico. En aquél no está
implicado el ser humano, en éste lo está. En primer lugar, siguiendo la
diferencia que Heidegger establece entre óntico y ontológico podemos tener
dos sentidos: mundo cósmico ónticamente considerado y mundo cósmico
ontológicamente considerado. El primero es el conjunto de los seres que se
encuentran en el mundo; esa totalidad de seres es el mundo. Dreyfus amplía
este sentido a cualquier mundo particular, por ejemplo, el mundo matemático

147
o físico es la totalidad de los objetos matemáticos o físicos. Esta aclaración
sirve para comprender mejor este sentido cósmico desde una perspectiva
ontológica. Ontológico se refiere a la interpretación del ser, es decir, al
sentido de ser que algo tiene. Dreyfus lo aclara de una manera muy
apropiada, aludiendo al eidos husserliano. La comprensión ontológica del
sentido anterior se refiere a aquello peculiar que hace que un objeto
pertenezca a la totalidad respectiva. Por ejemplo, cuando decimos la totalidad
de los seres que componen el mundo, cabe preguntar por el tipo de ser que
tienen esos seres para pertenecer al mundo; o, de modo más claro, cuando
hablamos de mundo matemático, se da por supuesto que los objetos de ese
mundo tienen una peculiaridad, un rasgo o ser por el cual son incluidos en ese
mundo. Lo mismo ocurre con el mundo de la literatura: lo literario además de
ser una realidad óntica, tiene un sentido que lo define ontológicamente. El
mundo de la literatura alude a la idea de ser que define el marco de
pertenencia; eso es lo que Heidegger llama «el ser del ente mencionado en el
número 1» (pp. 64/77). Mundo es el nombre de la región que abarca una
multiplicidad de entes, por ejemplo, el mundo del matemático, «la región de
los objetos posibles de la matemática» (pp. 65/78).
El sentido fenomenológico del mundo es algo diferente –por cierto un
concepto fundamental en las ciencias sociales, por más que sólo a partir de la
fenomenología haya sido descubierto o fijado terminológicamente–: es el
mundo como ámbito de la vida humana, y en este sentido el mundo es
«aquello en que un ser humano concreto vive». Este mundo tiene dos
sentidos: o el público, es decir, el mundo de nuestra comunidad, o se trata de
mi mundo más inmediato, «el mundo circundante [Umwelt] propio’ e
inmediato (familiar)» (ib.). Obviamente, Heidegger está aludiendo al
conjunto del mundo de las ciencias sociales, de la historia, de la antropología,
y es el concepto de mundo al que siempre se refiere la fenomenología. Este
mundo –y es ésta una apreciación importante de Heidegger–, tiene dos
dimensiones, la pública y la particular o propia, que viene definida por su
inmediatez, cercanía o familiaridad doméstica. No sería muy arriesgado
adelantar ya que el mundo en que vivimos no es otro sino el marcado por la
cultura respectiva; y que si es el concepto de mundo propio de las ciencias
sociales, el estudio del sentido de ese mundo no debería haber dejado
indiferentes a las ciencias sociales. Precisamente, el cuarto sentido de mundo,
además el que interesa a Heidegger y el que se va a dedicar a estudiar, es el
sentido ontológico de ese mundo, lo que llama la mundanidad del mundo, qué

148
es el mundo en que vivimos, cómo es su estructura, aquello por lo que el
mundo en sentido fenomenológico es mundo. Al hacer esto, y tomar
Heidegger explícitamente como punto de partida el mundo en que vivimos,
es decir, nuestro mundo cultural e histórico, el estudio de su estructura no
puede menos de ser una aportación directa a una filosofía de la cultura.
Heidegger, al menos en este texto, no explora la relación entre el mundo
público, que sería el efectivamente cultural, y el particular, este mundo propio
inmediato que está a nuestro alrededor. En la exposición de la estructura del
mundo por parte de Heidegger se da una necesaria ambigüedad, porque, por
una parte, la “sustancia” del mundo, por decirlo de algún modo, tiene que ser
la pública, la que proviene del mundo social público, pero la –llamémosla
así–, “instanciación” de ese mundo a la que Heidegger se acoge para
describirlo es siempre la propia. Heidegger describe la estructura de un
mundo propio, sin que por otro lado se plantee el problema del paso del
mundo público al propio.
Después de la preparación de los epígrafes anteriores, el § 18 de Ser y
tiempo es el encargado de exponer la mundanidad del mundo, el sentido de
ser del mundo, lo que hace al mundo ser mundo. Heidegger procede en tres
acometidas. En primer lugar, profundiza en la estructura de los entes “a
mano”, de los instrumentos, de los que ya ha hablado por extenso en las
páginas anteriores. La estructura de estos “entes a mano” es la Bewandtnis, el
ajuste, la adecuación, el encaje, la conformidad, palabras todas ellas que
podrían traducir esta palabra clave de la filosofía de la cultura de Heidegger
y, más allá de ella, de gran parte de la filosofía heideggeriana. El segundo
paso es comprender el sentido de la Bewandtnis como sentido del mundo: el
mundo es la “totalidad de ajuste” de los instrumentos. Tercero, un punto que
en este párrafo queda muy corto, porque será ampliamente desarrollado en
otros lugares de Ser y tiempo', la «totalidad de ajuste», la
Bewandtnisganzheity que constituye el mundo, tiene su condición de
posibilidad en la significatividad, que implica apertura y comprensión. Aún
hay una cuarta parte de este importante epígrafe, en la que Heidegger
rechaza, aunque muy por encima, que al determinar la mundanidad del
mundo como un “contexto de referencias” o de remisiones
(Verweisungsganzheit) –las de la significatividad que mantienen la
posibilidad de la totalidad de ajuste-, se haya disuelto el mundo en puro
pensamiento. Tenemos, pues, un progreso, del “ser a mano” a la totalidad de
ajuste (Bewandtnisganzheit); de ésta al mundo; y, por fin, la estructura de

149
mundo como significatividad. Simultáneamente Heidegger insiste en este
epígrafe en el carácter a priori del mundo, del mundo como estructura. Creo,
por otro lado, que en Heidegger se puede detectar cierto progreso en el
análisis de la estructura del mundo precisamente con la introducción de la
palabra Bewandtnis, que apenas aparece en las lecciones del semestre de
verano de 1925 (1979: 251), a las que siguió la inmediata elaboración de Ser
y tiempo, libro que toma partes casi literales de esas lecciones.
En los análisis preparatorios Heidegger ha mostrado que en nuestras
tareas nos las tenemos que ver con objetos instrumentales, cuya característica
fundamental es el referirse a otros elementos de un contexto. En segundo
lugar, en el análisis de las perturbaciones del funcionamiento se hace patente
que el contexto es previo al uso del enser; sólo porque ese contexto de
referencia es anterior podemos notar la falta de algo o su mal funcionamiento.
Por estos dos hechos empieza ahora Heidegger. Primero, cómo es posible esa
donación previa del contexto de referencia. Segundo, es preciso fijarse con
más detenimiento en el contexto de referencia, en la Verweisungsganzheit. Y
aquí es donde introduce Heidegger la palabra Bewandtnis, porque por su
propia estructura sintáctica hace patente que un instrumento sólo existe en un
contexto de referencia. En efecto, un instrumento siempre implica una
referencia a algo; en él tenemos siempre dos elementos: el instrumento y
aquello a lo que se refiere. Esta dualidad es lo que Heidegger tiene presente
en la construcción sintáctica de la Bewandtnis. Esta palabra es el abstracto de
la construcción es bewenden lassen mit etwas bei etwas, es decir, considerar
algo como suficiente, darse por satisfecho con algo en un contexto
determinado. Aplicada esa expresión a un instrumento quiere decir que el
instrumento es suficiente o adecuado para algo, que me doy por satisfecho
con ese instrumento; por ejemplo, para clavar cíavos es suficiente con un
martillo de tal peso. Esta estructura de “para... con” es lo que se indica en la
palabra alemana Bewandtnis. Para que un martillo sea suficiente para clavar
clavos, o para que con un martillo nos demos por satisfechos para clavar
clavos, el martillo tiene que ser adecuado y apropiado. Este carácter de
adecuación, ajuste, encaje, es lo más importante de la palabra Bewandtnis y
lo que Heidegger indica al elegir la palabra Beivandtnis para señalar el
carácter de instrumento. Lo que ocurre es que el carácter instrumental, es
decir, la adecuación de cualquier instrumento, siempre se da en el seno de
otra adecuación a la que sirve o a la que se somete. Por ejemplo, el martillo es
para clavar clavos, pero clavamos clavos para hacer una mesa, para colocar

150
un cuadro, etc.; la mesa hecha es para sentarnos a comer, para trabajar, etc.
Por tanto, en toda estructura de instrumentalidad antes o después aparece una
posibilidad humana, que ella misma no es instrumental; y es lo que
Heidegger llama un Worum, un “para qué”, o un Umwillen, un “en aras de”:
la mesa es para comer o para trabajar. Es obvio que tanto lo uno como lo otro
son posibilidades humanas, modalidades de la vida que tienen un carácter
distinto de la serie instrumental a su servicio.
Pues bien, para Heidegger el mundo en que vivimos es la totalidad de las
estructuras de adecuación, la Bewandtnisganzheit en la que se desenvuelven
nuestras tareas. La estructura del mundo, la mundanidad del mundo es
precisamente este carácter referencial que está proyectado de antemano, antes
de que se dé el uso concreto de cualquier instrumento; y por eso el mundo
como conjunto de las estructuras de adecuación, de ajuste o encaje de las
series instrumentales, es un «a priori perfecto», es decir, es un presente ya
hecho; siempre volvemos a nosotros mismos y decidimos algo a partir de él.
Es interesante subrayar la naturaleza de este “Perfecto”: el mundo como
proyecto está terminado, es una estructura de referencia; mejor aún, es el
conjunto de estructuras de referencia, o de estructuras de adecuación,
llamadas de antemano, “perfectas”. Por eso el mundo está dado de antemano;
es la circunstancia fáctica en la que nos desenvolvemos, diríamos en términos
orteguianos.
Ahora bien, Heidegger aún da un paso más, aunque en este número lo
toque sólo de pasada. Para que esa estructura de adecuación sea eficaz, para
que permita que en ella puedan darse enseres, instrumentos, tiene que ser
comprendida; la estructura de adecuación es en realidad el tema de la
comprensión (Verständnis), y como la estructura de adecuación es una
estructura de referencia, en ella los elementos están animados de una
indicación, llevan a otros. Esto es lo que Heidegger quiere señalar con la
palabra alemana be-deuten. Deuten es indicar; con el prefijo ‘be’ se señala
que esa indicación es una acción transitiva del que está implicado en esa
actividad, como por ejemplo beseelen es animar algo; bedeuten es tomar algo
como una indicación y esto es “significar”. Por eso la estructura del mundo,
la mundanidad, ya ontológicamente, es una estructura de significatividad, la
Bedeutsamkeit. Mundanidad equivale a significatividad; todo lo mundano
está enmarcado en una significatividad. La significatividad es la sustancia de
la comprensión. De esa manera el mundo es el ámbito de significatividad de
nuestro entorno, de nuestra circunstancia, que conecta todas las cosas en

151
referencias mutuas, remitidas en última instancia a las posibilidades humanas.
Creo que no es difícil darse cuenta de que la descripción de Heidegger no
es otra cosa sino la descripción formal de la cultura concreta en que vive cada
persona; y si nos atenemos a que ese mundo, como lo había dicho antes, era o
el mundo público, es decir, el mundo común, o el propio, basta con adoptar
una u otra perspectiva para describir bien la cultura de un grupo bien cómo
una persona vive esa cultura. Heidegger se sitúa más en este terreno, el del
mundo de cada una de las personas, porque no se puede hablar de
“comprensión” más que en el caso de personas concretas. Lo mismo ocurre
con la Umsicht, el conocimiento precavido del entorno: la colectividad no
puede ver nada, vemos cada uno de nosotros.
Sin embargo, el análisis de Heidegger deja algunos flancos sin atender,
por lo que aceptando su valor, nos obliga a seguir en nuestra exposición. En
primer lugar, y teniendo en cuenta ya todo lo que hemos dicho antes, destaca
el carácter que el mundo muestra de “hecho”: el mundo cultural está
predonado al individuo; la estructura de significatividad es un a priori
perfecto. Por tanto, Heidegger se sitúa en la perspectiva del antropólogo
cultural, aunque describe, desde una comprensión ontológica, lo que éste
enfoca, pero Heidegger no da cuenta ni de la emergencia ni de los cambios de
la estructura. En segundo lugar, hay un aspecto todavía más importante
porque de él depende la postura filosófica de Heidegger. He insistido en la
palabra Bewandtnis que utiliza Heidegger, porque en ella se expone
impersonalmente algo que es personal: “Para clavar clavos es suficiente un
martillo de tal peso” o, habría que traducir correctamente “La razón del
martillo es clavar clavos, siempre que el martillo tenga tal peso”. Bewandtnis
significa exactamente razón (Grimm, J. y W., 1991,1: 1767). El carácter de
“suficiente”, “adecuado” está bien descrito con la Bewandtnis, pero se trata
de una tarea, de una acción de alguien; el carácter de suficiente es para mí,
yo me doy por satisfecho con el martillo para esa tarea, y me doy por
satisfecho porque el martillo cumple los requisitos necesarios, tiene unas
propiedades concretas sin las cuales yo no podría aplicarlo. La estructura de
significatividad incluía la presencia, la conciencia de que el martillo tiene
unas cualidades determinadas, al menos en el modo de contar con esas
cualidades. Más aún, para su uso hubo que haberlas tenido en cuenta, muy
especialmente cuando se inició ese uso por primera vez.
Pero aún hay otro problema mayor. Es cierto que todo instrumento sólo
tiene sentido para una comunidad en la estructura de significatividad, pero

152
también es cierto que dentro de esa estructura de significatividad en cada
elemento una parte fundamental de su sentido viene de la adecuación para la
tarea concreta, por ejemplo, el martillo para clavar clavos o romper una cosa;
puede ser que sólo se clave clavos para algo concreto, por ejemplo, hacer una
mesa, pero también se podría clavar clavos para otras cosas, como para
crucificar a una persona. Entre los romanos el sentido del martillo estaba
vinculado al menos a esas dos cosas, para nosotros, en cambio, de ninguna
manera lo está para crucificar; eso significa que el sentido del martillo no
depende tanto de la totalidad de la estructura de adecuación como de la tarea
precisa para lo que vale. Clavar clavos es para juntar dos realidades
materiales, sean del tipo que sean; el sentido de clavar clavos no depende
totalmente del uso que en un pueblo se haga de clavar clavos, sino que tiene
cierta independencia, aunque en un momento determinado tal independencia
esté como adormecida. Al postular Heidegger que un elemento, un enser,
sólo tiene sentido en una totalidad de significado, en una “totalidad de
adecuación”, está ignorando esta relativa independencia de cada elemento de
una serie; sin embargo, este tema es crucial para la descripción de la cultura
en sus aspectos particulares y en sus aspectos generales. Si es prácticamente
imposible que dos totalidades de significado y de adecuación coincidan, es
decir, que los mundos concretos de los pueblos coincidan, es obvio que entre
dos mundos concretos diferentes en muchos aspectos hay también numerosos
elementos comunes, que la concepción de Heidegger tiende a ignorar.
Tomemos una totalidad de estructuras de adecuación, una
Bewandtnisganzheit, por ejemplo, “martillo, clavar clavos, hacer una mesa,
comer”. El sentido del martillo en una cultura determinada consta de tres
elementos: uno, el que le viene de martillear; otro, el que le viene del uso
concreto de martillear en relación a la tarea final de comer; pero hay un
tercero que no podemos ignorar: la realidad natural del objeto martillo, a la
que se inviste de la utilidad de martillear. Pero está claro que cada uno de los
elementos de la serie tiene cierta independencia en relación a la totalidad de
la serie, pues ni el comer está ligado al martillo, ni el martillo al comer. Si
esto es así, la fenomenología de la cultura derivada de Ser y tiempo de
Heidegger es limitada. Por eso debemos profundizar en una dirección distinta
a la de Heidegger, aun teniendo en cuenta la penetración de su trabajo
analítico.
La importancia de distinguir los tres elementos mencionados es crucial.
Es obvio que el uso del martillo es la forma usual en que yo encuentro o me

153
doy cuenta del martillo, como instrumento para martillear; este uso sólo se da
en el contexto de una tarea profesional o de bricolage. Pero esa realidad del
mundo cultural no debe ocultar su fundamentación en una presencia ‘animal’
del objeto investido como martillo, objeto cuya presencia en una forma
determinada, con una tersura precisa y con un peso también fijo, se me da en
una presencia aún no cultural, cuyo sentido, por tanto, no viene de la serie de
significatividad, de la Bewandtnisganzheit en cuya urdimbre tiene el martillo
su pleno sentido. De ahí que un planteamiento correcto de qué es la cultura
obligue, en primer lugar, a precisar los diversos niveles de un objeto cultural,
sin pasar por alto ninguno de ellos. Si ese primer elemento, siempre presente
en lo cultural, en los enseres, depende de mi presencia corporal y su valor es
precultural, muy bien puede ser intercultural, y así trascender a la cultura
particular. Segundo, aún hay que sacar de nuestro análisis otra consecuencia
muy importante. Si la razón del martillo está en martillear y este sentido es ya
un sentido cultural pero independiente de la totalidad concreta de la
significatividad, o sea, del uso que de ese elemento se haga en una cultura, es
muy posible, y así ocurre, que ese elemento adquiera rápidamente un valor
transferible a otra cultura; por lo cual se hace, o era ya, un elemento no
étnico, es decir, su sentido no dependía de la totalidad de significados de su
uso –totalidad que generalmente es étnica, particular–, sino que su sentido es
independiente de esa totalidad, y por ello no es étnico. Es cultural, porque el
martillo no está dado en la naturaleza, pero es un tipo de cultura no limitada a
un contexto de uso preciso y generalmente particular. Con esto debemos
pasar a una fenomenología de la cultura en la que ya hemos avanzado un
buen trecho.
Pero antes quisiera aludir a un punto del análisis heideggeriano que en la
filosofía de la cultura derivada de su teoría del mundo o mundanidad está
presente pero apenas mencionado y que, siendo el tema a mi modo de ver
fundamental, o al menos uno de los fundamentales, el escaso peso que
Heidegger le da en Ser y tiempo hace que prácticamente pase desapercibido.
Como Heidegger lo menciona, no quiero dejar de aludir a él.
Hemos visto que al término de toda serie instrumental hay siempre un
“para qué”. Toda serie instrumental, cuya totalidad o conjunto constituye la
mundanidad, está al servicio de las posibilidades humanas. Precisamente la
vida humana, el ser humano, lo que Heidegger llama el Dasein, es tal que en
su ser le va su ser. Este ser del que el ser-ahí, el Dasein, se preocupa, se
cuida, es el que está detrás de ese “para qué” de toda serie instrumental, cuyo

154
conjunto constituye el mundo. El ser que constituye la preocupación del ser
humano, su ser, es el punto final de la instrumentalidad. Heidegger no ha
analizado en Ser y tiempo demasiado esta faceta –en sentido estricto sólo en
el § 41– y, sin embargo, es clave porque ella es la que hace que la
mundanidad no sea una pura facticidad de remisiones; las remisiones cobran
un nuevo sentido en vistas a ese “para qué” de la serie. Lo que hace que la
mundanidad sea más que puros hechos encajados unos en otros, aunque sea
en la forma de la Bewandtnis, del ajuste de acciones, es que en última
instancia son tareas humanas para el ser humano, por el cual nos
preocupamos. De ese modo el mundo cultural adquiere un valor de cara al ser
humano. Heidegger, que nos pone en la pista de esa faceta axiológica del
mundo, desde su propia descripción, sin embargo, prácticamente ni la roza,
porque muy pronto su exegesis se orientará hacia el estudio de los dos modos
que el ser humano tiene de preocuparse por su ser, el modo de la autenticidad
y la inautenticidad, de manera que no vemos la conexión esencial de la
mundanidad con el valor. Debo a Wolfgang Orth haberme llamado la
atención sobre la conexión entre el “ser” y el carácter axiológico “ético” de la
cultura, aunque como dice el mismo Orth «Heidegger modifica este motivo»
(1997: 7).

155
2.4. Fenomenología de la cultura
Una vez que hemos recorrido las aportaciones de tres fenomenólogos, es
ya hora de tratar de formular los principios básicos de una fenomenología de
la cultura. Una fenomenología de la cultura tiene que responder a preguntas
que apuntan en varias direcciones, porque el fenómeno “cultura” es un
fenómeno que puede ser visto desde varias perspectivas. Posiblemente en las
aportaciones que hemos expuesto se encuentran representadas la mayor parte
de las perspectivas necesarias para encarar fenomenológicamente el
fenómeno cultural. Para mantener de entrada la mirada atenta, conviene
anunciar, primero, que el fenómeno “cultura” puede ser estudiado desde una
perspectiva estática, es decir, podemos describirlo exponiendo cómo se
presentan formalmente los elementos llamados culturales. Segundo, que
puede y debe ser abordado desde una perspectiva genética, considerando la
dinámica, es decir, la génesis y evolución de esos elementos. Tercero, y ésta
es otra dirección de la investigación fenomenológica, en lo cultural nos las
tenemos que haber fenomenológicamente con el modo como interpretamos la
realidad, si bien en ese modo se nos da la realidad; y cuarto, y en esta misma
serie, en lo cultural no sólo interpretamos la realidad sino que la valoramos,
la realidad no es sólo realidad interpretada sino realidad valorada. Creo que
en los epígrafes preparatorios anteriores se ven aflorar todos estos elementos.

2.4.1. Descripción estática

La fenomenología siempre debe empezar por una descripción estática de


su objeto. Descripción estática significa descripción de las características
propias de un tema, un objeto, un asunto, un comportamiento, tanto en sí
mismo como en la forma en que tenemos conciencia o conocimiento de él. El
problema del objeto “cultura” es la dificultad de abarcarlo en una fórmula, y
tomado en cuenta un solo “ente”: ¿existe algún ente del que podamos decir
que es un ente cultural y que comporta alguna característica común con todos
aquellos que pueden ser catalogados como cosas o entidades culturales? Esta
es la primera pregunta incluso de un análisis estático. Creo que aquí la
tradición viene en nuestra ayuda, porque la propia práctica científica de los
antropólogos nos ha dado la respuesta; no creo que debamos eludir las
definiciones de los propios antropólogos culturales, como una indicación de

156
qué tipo de objetos, qué tipo de entes –como pura denominación formal–
debemos tener enfrente para describir, para analizarlos estáticamente. La
respuesta es: todos aquellos elementos que se transmiten socialmente, por
ejemplo, el uso de una silla, la silla misma, una canción, una receta de cocina,
el uso de una palabra, la palabra misma, etc., prácticamente la totalidad de los
comportamientos humanos que no se transmiten biológicamente. Sólo
después podremos decir si existen entidades de ese tipo en otros elementos
vivos.
Pues bien, tomemos dos objetos culturales, el uso de una silla y la silla
misma, a la que se designa con una palabra, es decir, con un sonido articulado
con los labios y otras partes de la boca que modulan aire de la respiración. Un
análisis estático de este elemento puede asumir la descripción heideggeriana.
Creo que con ayuda de su descripción es con la que mejor podemos captar la
realidad cultural de un elemento. La silla siempre se nos da en un contexto de
uso, él mismo enmarcado en un contexto más amplio que, en definitiva, está
al servicio de una posibilidad humana, cuya raíz está en un ‘deseo’, en querer
algo, que, por tanto, nos atrae. Aunque Heidegger prácticamente ha
silenciado esta última faceta, un análisis estático de la cultura debe mostrarla.
La silla sólo es percibida o tomada en cuenta en su uso: la silla es en vistas a
sentarse a comer, a charlar, a trabajar o a descansar. Ahí tenemos, en una
primera aproximación, llevados de la mano de Heidegger, un típico ejemplo
de un objeto, tarea o comportamiento cultural. Le llamamos cultural porque, a
todas luces, no se da en la naturaleza, porque hemos tenido que aprender su
uso en el seno del grupo.
Ahora bien, en un análisis estático se ve que ese “objeto” –llamémosle así
formalmente, es decir, como una fórmula en la que podemos incluir
elementos o variaciones innumerables– consta, de entrada, de la presencia de
unos elementos materiales referidos a mi cuerpo: la silla, ese objeto dotado
de unas características que aluden, en este caso, a la vista y al tacto en la
modalidad de resistencia. Podríamos aludir al tacto en otras modalidades, o,
en lugar de a la vista, a otros sentidos, por ejemplo, al gusto y olfato, etc.,
pero en este caso lo que está presente alude o compromete a la vista y al tacto
corporal como algo resistente al peso del cuerpo: la silla nos sostiene. Ahora
bien, esa materialidad no se me da en sí misma como algo cerrado, sino en un
sentido, en una o varias referencias, en varias direcciones. Primero en la
referencia inmediata al uso que hago de la silla y que he aprendido de ver a
otros; segundo, se me da en el seno de una significación verbal, investida,

157
redondeada en una palabra que la señala y significa: ¡silla! Esa palabra, por
su parte, tiene cierta independencia, aunque, en realidad, su independencia no
es mayor que la que tiene el objeto silla al margen de su uso. En el análisis
estático, la palabra silla alude a un comportamiento más en el conjunto
“sentarse”; sólo que la palabra silla, al pertenecer al lenguaje, remite de por sí
a una cadena distinta del uso de la silla. El uso de la silla se da siempre en
vistas a un deseo humano, para algo humano: usamos la silla para sentarnos a
la mesa, para trabajar, comer, charlar, descansar, ver una película, etc. La
materialidad de la silla, materialidad referida siempre al cuerpo, en este caso
como una entidad vista y que aguanta el peso del cuerpo, está investida,
interpretada, prolongada en el uso práctico de la silla y, en esa medida, está
también valorada como un elemento que satisface, que cumple un deseo. Así
la silla es un objeto soporte de una interpretación y un valor. La silla es tal
como la interpretamos y vale en función del deseo o necesidad que satisface.
Ahora bien, un análisis estático no puede ignorar los elementos que
integran la totalidad de lo que hemos llamado “objeto cultural”.
Generalmente esa totalidad no aparece analizada, es decir, los elementos que
integran el objeto y que en una descripción primera eran materialidad,
interpretación y valoración, no aparecen separados, sino que se dan de un
modo conjunto. La silla, la utilización de la silla incluye todos esos elementos
simultáneamente. Simultáneamente quiere decir que los tres elementos están
presentes en la utilización de la silla; y si en lugar de utilizarla, le digo a
alguien que me alcance una silla, en la petición van implícitos y no separados
los tres elementos. Por consiguiente, siempre hay una materialidad
interpretada y valorada.
Ahora bien, si en la donación de un elemento cultural se dan esos tres
niveles simultáneamente y nosotros en una primera inspección los hemos
analizado separado, es porque de algún modo hemos podido hacerlo, y lo
hemos podido hacer porque en la misma experiencia ordinaria hay momentos
en que aparecen los tres elementos de modo diferenciado. La materialidad de
la silla está presente siempre que se da en presencia un objeto que sirve para
sentarse; pero hay innumerables veces que la silla no sirve para sentarse, por
ejemplo, en un museo o en una imagen, ahí la silla está aludida sólo en sus
elementos visuales, pero no en los elementos táctiles de resistencia. Por tanto,
la materialidad es una cosa y el uso que de ella hacemos otra; por ejemplo, no
siempre que veo una silla se da el sentarse real, pero sí está presente la
materialidad de la silla. El sentido de la silla es sentarme en ella, pero no

158
siempre nos sentamos en ella, por tanto hay cierta diferencia entre la silla
como materialidad perceptiva y su uso. Esta diferencia es difícil de captar,
pero es muy importante, y es la que nos lleva de la fenomenología de la
percepción a la filosofía o fenomenología de la cultura, pero siempre en un
análisis estático, porque aún estamos analizando el objeto “silla” desde los
componentes que lo constituyen. En la silla puedo disociar lo que proviene o
es aludido sólo en la percepción, en la confluencia de mis sentidos; en este
caso ella es un objeto que se me da a través de la vista y del tacto, pero no del
“uso” corporal. Yo percibo, capto la silla como una superficie que llena un
espacio, a la que tengo acceso también con mis manos y que puedo tocar,
empujar o levantar. En cuanto seres animales que somos, las sillas se me dan
a través de la colaboración de mis sentidos y se puede constituir como la
unidad objetiva de al menos dos sentidos, la vista y el tacto.
Pero en la realidad cotidiana un objeto tal como la silla se me da en el uso
de la silla. El uso es sentarme en ella. Es obvio que tengo siempre presente el
sentarme como posibilidad del sentarme real. En nuestro ejemplo la
diferencia entre el hecho de sentarse realmente o sólo como posibilidad y la
silla es básica y sirve de modelo para comprender la percepción de un objeto
“cultural”, aunque tal vez sólo en el análisis genético podamos ver que algo
es cultural. Cuando veo una silla, la silla está ahí, pero el sentarme sólo es
una posibilidad inherente a la silla; la silla es interpretada como algo para
sentarse, pero la silla como objeto es algo también por sí misma, por tanto, el
sentarme es algo “convencional”, no necesario para la silla, para ese objeto.
La silla es actualidad en sí misma, el sentarme es la posibilidad, diríamos, el
sentido, la dirección a que apunta, eso es el sentido. Pero en este caso, el
sentido es sólo una posibilidad mientras que la silla real es una actualidad; la
diferencia entre el sentido y la silla real es que la silla material presente
siempre es actualidad; el sentido es posibilidad o actualidad, en todo caso una
actualidad posibilitada por la de la silla. Creo que es importante distinguir
estos dos niveles como algo fundamental en un análisis estático. La silla
perceptiva es algo necesariamente actual, la silla interpretada como objeto
para sentarse es sólo una posibilidad que se activa al sentarse, pero “al
sentarse” estaba ya la silla ahí en su materialidad actual, una materialidad
referida al cuerpo orgánico. El sentido, por tanto, no es la realidad, aunque
ésta se nos da habitualmente en un sentido.
Algo parecido ocurre con el valor; la silla tiene un valor, pero es además
un valor; si bien ese valor sólo lo es por referencia a la posibilidad de

159
sentarme en ella. La silla no sólo “es para”, sino que “vale para” sentarme;
este valor de carácter doble, vale para sentarme y vale en función del valor de
sentarme. No son lo mismo ambos valores; para sentarme vale una silla
siempre, pero no siempre sentarme vale igual, entonces el valor de la silla
varía en función del valor de sentarse. También aquí se ve la diferencia entre
la silla como realidad y como valor. El primer valor se incrusta en la
interpretación. Al interpretar la silla como objeto para sentarse, la silla vale
para sentarse, ya ahí hay un valor; aunque no se dice que sentarse sea en sí un
valor. Pero en la medida que sentarse es un “valor para”, la silla queda
conferida también de un valor; si bien en ambos casos la silla no es el valor
de la silla. ¿Podríamos, incluso, ver sillas que no sean valores? Desde el
análisis estático ya no podemos decir mucho más sobre esto.
De todas maneras, no quiero dejar de aludir a un tema, propio también del
análisis estático, pero que por lo general los filósofos rehuimos. Creo que de
la mano de Heidegger he logrado conectar en la raíz de los objetos, –que
veremos en qué medida son culturales-, la materialidad perceptiva, el sentido
interpretativo y la valoración. De este modo hemos visto que nuestra
presencia en el mundo siempre está en un mundo con sentido, en el que los
objetos suelen estar inmersos en un uso, o los comportamientos en unas
tareas, que proporcionan a los objetos un valor. Pues bien, este valor es un
elemento fundamental del mundo ya desde una perspectiva analítica estática,
no sólo desde una perspectiva genética, que tiene que profundizar estos
análisis. La mejor prueba de que el mundo es un valor, es que ese valor tiene
una traducción material en precio; las cosas valen dinero, es decir, tienen un
valor comparativo con otros valores. Cuando se nos rompe una silla, la silla
que tenemos para sentarnos, sabemos que hemos perdido económicamente,
sabemos que se nos ha devaluado algo, que si quiero sustituirla tengo que
pagar. Esto no es algo propio de la contaminación capitalista de nuestro
mundo. Bastaría pasarse a una comunidad no monetarizada de cazadores y
recolectores; en ella, la rotura del arco de caza supone también la pérdida de
un valor, que sólo se puede sustituir o empleando un tiempo adicional en
conseguir otro, o adquiriéndolo mediante un trueque por otros elementos o
productos La mejor manera de comprobar en qué medida el mundo vale es
comprender en qué medida el mundo tiene un precio. Ése sería un buen
criterio para comprender los vericuetos del valor en la realidad cultural. Esto
no significa que todo valor tenga un precio, ése precisamente sería también
un buen criterio para comparar niveles de la cultura.

160
Antes de pasar al análisis genético, quiero comentar el lugar de la
fenomenología de la percepción en relación a la filosofía de la cultura y el
problema de la llamada reducción primordial de Husserl, a la que ya he
aludido (p. 147) y que sería la encargada de conseguir unos objetos puros no
culturales (Hua I: 127/159). Si recordamos la contribución orteguiana,
veíamos que Ortega sitúa la fenomenología de la cultura en la entraña de la
fenomenología de la percepción. Ortega nos dice que en ningún momento
vemos una naranja, porque sólo vemos partes de la naranja. La percepción de
la naranja “exige” completar los datos sensibles con la idea total de la
naranja. Esa idea (en terminología de Schapp), concepto (según el Ortega de
Meditaciones del Quijote) o sentido (según la denominación de sus
Investigaciones psicológicas), es un elemento cultural. Por tanto, si de
acuerdo a la exigencia de lo que Husserl llama reducción primordial son
eliminados los elementos culturales, nos quedaríamos, desde la perspectiva
de Ortega, sólo con los datos sensoriales incapaces de ofrecer objetos
percibidos. Aquí enuncio la diferencia entre la fenomenología de la
percepción husserliana y la orteguiana. Esta es en sí misma una
fenomenología de la cultura, aquélla no. Creo por mi parte que Ortega nos ha
puesto ante los ojos la necesidad de prolongar o llevar la fenomenología de la
percepción a la fenomenología de la cultura, pero quizás lo ha hecho
demasiado pronto, y de ahí la insuficiencia de algunos de sus análisis.
Husserl, para poder abordar la experiencia de los otros, propone que en mi
mundo haga un corte entre todos aquellos elementos referibles a mi vida, de
los que yo puedo dar razón en mi experiencia propia, y aquellos otros que
aluden a otras vidas, que me vienen de otros sujetos. De este modo, todo el
sentido cultural de las cosas, puesto que es algo que nos viene del pasado,
quedaría claramente separado, es decir, quedaría al otro lado del corte. Si me
quedo con lo primero he practicado una reducción primordial, porque me
reduzco a lo que es efectivamente primordial, que, por tanto, no sería cultural,
ya que no alude a la presencia de otros. Desde la perspectiva de Ortega esta
reducción, si la pensamos de acuerdo a las Meditaciones del Quijote, nos
dejaría sin elementos culturales y por tanto sin cosas y sin mundo. No ocurre
así desde la perspectiva de Husserl. La fenomenología de la percepción, al
menos en la medida en que no pretenda ir más allá de lo que pone un
individuo, nos daría al menos entidades materiales completas, por tanto la
fenomenología de la cultura está o empieza en un momento –distinguible sólo
en el análisis posterior– en que los objetos materiales ya están, diríamos,

161
completos.
Esto no invalida la aportación orteguiana porque en la realidad los objetos
se nos dan en la interpretación cultural, en el sentido, de manera que el
sentido, la totalidad de los sentidos en que interpretamos las cosas, es la
totalidad la cultura y, por consiguiente, el mundo en que vivimos. Pero en
una inspección más precisa de los elementos constituyentes de las bases de la
cultura, veríamos que la materialidad, que antes he distinguido del sentido,
tiene en sí misma una teleología interna que lleva en una dirección diferente
de la del sentido cultural. Esta teleología es la que aparece en la reducción
primordial y que está oculta o sólo implícita en el funcionamiento real o en el
uso concreto de las cosas en la vida ordinaria. Sin embargo, creo que esta
teleología interna sólo aparece en la consideración genética. Por eso
conviene pasar ya al análisis genético de lo cultural.

2.4.2. Análisis genético

En este trabajo no tomamos la palabra “genético” desde una ortodoxia


husserliana, según la cual lo genético alude en última instancia a génesis en el
“tiempo interno de la conciencia”. Esta perspectiva husserliana tal vez lleve
el análisis a un terreno un tanto resbaladizo, que hoy nos resulta escasamente
fecundo. En este trabajo “genético” significa sencillamente algo referido al
origen de los elementos considerados en la vida humana y social. Análisis
genético de lo cultural alude al momento en que lo cultural surge o aparece.
Y aquí podemos detectar una gran diferencia entre, por un lado, Ortega y
Husserl y, por otro, Heidegger. Este se mantiene estrictamente en un plano
estático. Su descripción es fundamentalmente estática. Heidegger nos dice
cómo es el mundo humano, nos expone la forma del mundo humano, que no
es otra cosa sino la forma de ser lo cultural. Con la introducción del “ser” que
es nuestra preocupación, lo cultural es una interpretación y una valoración.
Ortega y Husserl se centran más bien en lo genético. Para que lo cultural
pueda ser transmitido socialmente ha tenido que ser “instaurado ’, fundado,
creado. Este momento es el fundamental. Por eso, la definición específica de
lo cultural tiene que aludir a este elemento genético. Si nos fijamos bien en el
análisis estático, muchas veces hemos tenido problemas para definir lo
cultural y en realidad lo hemos tenido que diferir a este momento. Veámoslo,
ahora.
Efectivamente, lo que caracteriza a lo cultural es la génesis, el hecho de

162
que en la cultura se “cree” algo, porque ésta es ante todo creación. El acto
específicamente cultural es el acto creador, decía Ortega; el acto
específicamente cultural es el acto creador de sentido. Precisamente, ésta es
la razón que nos obliga a no tomar la génesis en sentido ortodoxo
husserliano, porque no es la misma la génesis aplicada a la materialidad de la
silla, y la génesis aplicada al sentido. Mientras la materialidad aludida o
comprometida por los órganos sensoriales sólo en una concepción muy
peculiar –la de su fundamentación en la conciencia interna del tiempo–, tiene
una génesis, la fundación del sentido, el uso posible de la silla, tiene
efectivamente su momento de génesis, su comienzo en la historia del grupo y
de cada individuo. Más aún, lo cultural alude siempre a un comienzo, a una
fundación, a una institución, lo que implica que antes no se daba, que no
existía en absoluto, y en segundo lugar y en la misma medida, que puede
dejar de ser. La cultura no es necesaria; lo cultural no es necesario, es
convencional.
Precisamente, la diferencia del elemento genético aplicado a la
materialidad y al sentido es un buen indicador de la dirección de la definición
de lo cultural. En el ejemplo que hemos analizado –la silla–, me basta abrir
los ojos, y si hay delante de mí una silla, es decir, un objeto que llena el
espacio con unas características sensibles determinadas, tengo una silla en su
materialidad actual. Prescindamos ahora del momento creador mismo de la
silla: porque una vez dada ya está ahí, la silla en cuanto vista no tiene génesis,
no surge en mi conciencia, puesto que es simultánea de mi abrir los ojos, es
resultado de mi pasividad. Esa silla tiene en sí misma una teleología interna,
o sea, sus componentes sensoriales indican o implican a otros componentes
de su mismo nivel o de otros sentidos como receptores sensoriales; por
ejemplo, una resistencia al tacto, según el tipo de madera un tacto distinto, un
sonido determinado si la golpeo, y una tensión muscular también
predeterminada si la levanto de acuerdo a su peso. Todas estas características
están implicadas en la visión de la silla, o sencillamente, para no confundir al
lector, por utilizar como ejemplo un objeto cultural, en la visión de un árbol o
una piedra en el camino. Estos objetos son objetos naturales, que a nadie
remiten y que yo los puedo percibir directamente en sí mismos en la
“teleología interna” que la percepción conlleva por sí misma. Este tipo de
percepción es propia de la vida animal, en la medida en que sea requerida
para la utilización de esos objetos en la vida del animal. El ser humano como
animal tiene con la naturaleza una conexión de este tipo; en ella se accede,

163
podríamos decir, a realidades sin “génesis”, “ingenuamente”, para las que no
hay historia, no hay génesis (sólo la génesis en la conciencia interna del
tiempo que en nuestro análisis no entra en consideración). Esto también lo
podríamos formular diciendo que yo no he tenido que aprender a conocer;
por ejemplo, un árbol en su realidad más simple, como un palo más o menos
grueso y de unas características táctiles muy precisas; o posiblemente,
tampoco una silla, que es ese objeto con el cual el niño occidental se topa en
la habitación de una casa nada más ponerse de pie al filo del primer año.
Tampoco hemos tenido que aprender a conocer que el suelo nos aguanta, o el
hecho de que las paredes sean duras y que por ellas no se puede pasar, etc.
Hay toda una capa sensible que se nos da por los sentidos y que lleva en sí
misma una implicación, una teleología que la desarrolla y que sólo alude a
una ampliación de experiencias del mismo nivel.
El problema viene de que la “teleología interna” no se desarrolla en la
vida humana de modo autónomo, sino que, de entrada, está subsumida en una
historia cultural, en una historia en la que se transmite el sentido, lo que
ocurre tan pronto como el niño escucha las palabras que aíslan objetos,
recortando o sustituyendo a esa misma teleología interna. Cuando el niño da
o se topa con las patas de una silla, nada más empezar a andar de pie, lo
normal es que oiga la palabra que designa al objeto entero silla y que no
necesite apenas desarrollar la teleología interna del tacto y vista de la silla,
porque ese sentido reemplaza a la teleología interna sensible. Mas ese sonido
ya no es de experiencia natural, en la naturaleza no tienen lugar sonidos como
señales de cosas precisas; pero que esto ocurra no debe, en mi opinión,
ocultar que detrás del lenguaje y del aprendizaje cultural hay una realidad
material que tiene su propia teleología interna no remitida a elementos
genéticos creativos humanos, sino que prolongan la historia natural.
Lo cultural, por el contrario, se remite a una instauración nueva de
sentido, a una creación no dada en la naturaleza. Lo cultural exige ante todo
una instauración de sentido. Este es el principio primero de una
fenomenología de lo cultural. Lo cultural tiene una génesis, un comienzo en
la historia humana, en el que es creado, formulado, comprendido, explicitado
por primera vez. Toda formación se remite a un formar original (Husserl, Hua
VI: 379); o como lo formuló Ortega muchos años antes: el acto
específicamente cultural es el acto creador. En la materialidad primaria o
primordial no hay acto creador, pero sí lo hay en la instauración de un
sentido; por eso el acto cultural es creación de una forma nueva, por ejemplo,

164
un soporte utilizado para sentarse, pero antes incluso, un material
determinado utilizado para darle forma adecuada a sentarse. La creación
cultural es instauración de un sentido en un material previo que disponía de
por sí de una teleología interna propia, en la que el creador introduce un
nuevo sentido de cara a una serie de utilidades, serie que coincidiría con las
cadenas o totalidades de remisiones descritas por Heidegger.
Pero, se me dirá inmediatamente, con la creación o invención de un
sentido, como la definición de lo específicamente cultural, en la que aún
deberemos profundizar, nos mantendríamos en un nivel individual muy
alejado de lo que es realmente la cultura. Por eso, para contestar a esta
objeción, debemos dar un paso más en la exposición de la fenomenología de
la cultura. El sentido inventado, creado o instituido por un individuo, debe
sedimentarse, adquirir consistencia objetiva, adquirir cuerpo, dice Husserl
(Hua XXVII: 21), es decir, configurarse frente al acto creador, siquiera para
poder ser recuperado por su propio creador. Si un individuo crea un sentido
en una forma sensible y al día siguiente ese sentido, por no estar formulado
en ninguna materialidad de ningún tipo, no puede ni siquiera ser recuperado
por su creador, no puede constituir ninguna cultura. Si yo cultivo un campo y
una tormenta borra mi cultivo, el campo deja de estar cultivado, en él no
existe cultura. Para que algo pueda existir como cultura debe adquirir una
consistencia frente –al menos y como primer requisito– al acto en que fue
formulado por primera vez. El sentido, dice Husserl, debe sedimentarse. Aquí
aparecería lo que Husserl llama “cultura individual” (Hua XIV: 227).
Pero esta sedimentación del sentido no es sino el requisito para el tercer
paso fundamental para la creación cultural, ese sentido debe ser asumido por
los demás. Los demás deben rehacer el acto creador del sentido, entenderlo,
comprenderlo, encuadrarlo en la misma serie de remisiones, de manera que
ese sentido pase al acervo de los sentidos de ese grupo.
Ahora bien, esta reasunción del sentido nos pone, por su parte, en la pista
de un factor que no hemos citado pero que es crucial. Para que el sentido
sedimentado sea asumido por los otros debe o bien ser congruente, adecuado
con la serie de remisiones en la que se integra, o bien cumplir una función
para la que no había otro “sentido”, o bien mostrar por sí una necesidad; de lo
contrario no será asumido y no superará la tercera etapa de la creación
cultural. Vamos a formular esta tercera etapa con la palabra utilizada por
Derrida al traducir a Husserl para comprender este momento (Husserl/Derrida
1990: 203; Hua VI, trad, fr., 1976: 420): los otros deben ser solidarios del

165
sentido instituido y sedimentado. Naturalmente, la solidaridad sólo se
muestra en unas condiciones determinadas que coincidirán con las que he
citado. La invención o creación del sentido martillo para un objeto de la
forma de un martillo, sólo puede despertar la solidaridad si el martillo es, por
sus características, adecuado para martillear; la invención de un objeto
matemático, si su formulación es capaz de despertar en los otros una
evidencia, la que lo produjo. La formulación de una palabra, como señal o
signo de una experiencia o concepto, sólo será asumida solidariamente si no
existiera otra que cumpliese esa función y existe realmente la experiencia
aludida y que pueda ser tenida en cuenta por el que rehace o recupera el
sentido. La solidaridad necesaria para el objeto cultural requiere en el objeto
un tipo de razón, una racionalidad, del tipo que sea. No puede haber
solidaridad al margen de la racionalidad, aunque ésta sea puramente
instrumental. Eso significa que la cultura siempre lleva en sí un nivel de
racionalidad. No podemos olvidar –ya lo he mencionado– que, de acuerdo al
diccionario de los hermanos Grimm, Bewandtnis significa exactamente ratio.
La solidaridad necesaria para lo cultural implica esta ratio en el nivel que sea.
De ahí que una fenomenología de la cultura nos lleva directamente a hablar
de la racionalidad de la cultura.

166
2.4.3. racionalidad cultural
Precisamente esta característica de la cultura nos obliga a preguntar al
menos dos cosas. Por un lado, por las características de esa racionalidad
postulada en la fenomenología de la cultura; y, en segundo lugar, por la
génesis misma de la racionalidad. La racionalidad de la cultura representa una
apuesta tan importante en la fenomenología de la cultura que exige
profundizar en ella. Empecemos diciendo que en Heidegger está enmascarada
en la Bewandtnis. En realidad Heidegger con ese término despersonaliza lo
que es personal. La razón del martillo es martillear; el martillo encuentra su
conformidad o ajuste en el martillear; eso es lo que se expresa con la
Bewandtnis. Pero la realidad es que no hay martillos en la naturaleza; que un
creador instaura un sentido, una tarea, una función, un uso en un objeto, que,
dotado de unas características correspondientes a su “teleología interna”, hace
que sirva para cumplir esa tarea. La Bewandtnis no es más que la descripción
estática de una situación dinámica en que una persona ha instaurado un
sentido, que se ha sedimentado en unos comportamientos materiales
concretos que han sido incorporados al acervo cultural. Lo que está detrás de
la Bewandtnis es la adecuación para cumplir la tarea de martillear. La
comprensión de la adecuación es una comprensión del ajuste del medio al fin;
esta comprensión es una comprensión racional; y es ella la que está detrás de
la creación cultural. Y es ella también la que permite que el sentido
sedimentado sea reasumido solidariamente por los otros.
La otra pregunta es más problemática; si en la creación cultural hay una
comprensión racional, en consecuencia la cultura conlleva una carga de
racionalidad, que nos permite hablar con legitimidad de la racionalidad de la
cultura, –y utilizo la fórmula que emplea J. Hart (1992b), a quien debo
algunas de las ideas aquí expuestas, ¿de dónde surge esa racionalidad?
Porque parece que en la naturaleza no existe y que en la vida animal no
aparece. El problema está en que la descripción que he realizado se hace en el
seno ya de la cultura, en la que está instaurada la comprensión racional, la
comprensión de la adecuación, como comprensión de la adecuación de los
medios a unos fines. Sobre la base de esa comprensión propongo que la
cultura implica una racionalidad. La pregunta que se puede hacer es si la
cultura no precede a esa instauración de la racionalidad; porque la única
experiencia de que disponemos para un análisis fenomenológico –sea éste

167
estático o genético– es que toda creación de sentido se da ya en el seno de
una vida con sentido. Lo que hacemos aparentemente es: a un sentido ya
constituido, al menos lingüísticamente, le añado otro sentido que puede
remitirse a un nuevo uso. Toda creación de sentido, tal como la hemos visto,
es en realidad ampliación de un sentido, del mismo modo que toda
ampliación o modificación del lenguaje da por supuesto ya el medio del
lenguaje. El problema aquí atañe al alcance del método: a saber, si el estudio
genético de los elementos de la cultura me permiten pensar legítimamente la
cultura como reino o ámbito de la vida humana, entendida ésta como genitivo
subjetivo, o más bien, si la cultura es de entrada el supuesto sólo en el cual se
puede dar la génesis de cualquier nuevo sentido, con lo que el genitivo
anterior se convierte en objetivo, la vida humana sólo es posible como
cultura.
No sé si podemos responder a esta cuestión, porque con ella vamos a los
límites de la vida humana. Es muy posible que sólo se puedan instaurar
sentidos, crear sentidos, porque ya hay sentido; incluso que la vida humana
adquiera su forma humana en la simultaneidad de la creación del sentido en
la creación de un sentido. Ese momento sería el de la “instauración
simbólica” –por usar la formula de Marc Richir (1987; 1994)-, porque la
instauración del sentido parece llevar en sí lo que se suele llamar carácter
simbólico, es decir, la remisión a otros elementos. Con ella surgiría un nuevo
nivel de realidad, en el que el mundo entero se hace significativo, aunque eso
no implica que sea conocido mejor. Lévi-Strauss aplica esta explicación a la
génesis del lenguaje (1971: 39), pero creo que es válida en general para la
génesis de la cultura humana. Ahora bien, éste es un ámbito que desde una
perspectiva fenomenológica sólo puede ser abordado constructiva-mente, es
decir, como una exigencia más o menos deducida de los fenómenos, pero que
en sí misma no tiene posibilidad de darse fenoménicamente, porque, por la
misma definición, la instauración del sentido está supuesta en la instauración
de un sentido, y sólo de ésta podemos tener experiencia.
Otra cuestión muy importante o al menos interesante es la pregunta por
los lugares en los que hay experiencia racional. Porque hemos visto que la
cultura implica un nivel de racionalidad, como elemento fundamental para la
solidaridad implícita en la reasunción o rehabilitación del sentido instaurado.
Sabemos que para la instauración del sentido disponemos previamente –al
menos de modo teórico– de una materialidad a la que investimos con un
nuevo sentido que goza de un tipo de racionalidad. Pero aquella materialidad

168
misma, la experiencia de aquella materialidad ¿no disponía ella misma de un
elemento de razón, de una legitimidad?
Es cierto que en este momento estamos en un terreno muy difícil, porque
estamos descoyuntando una experiencia global en la que hay elementos como
el de la comprensión racional, la materialidad, el sentido, y ahora
pretendemos disolverla o analizarla en cada uno de sus elementos, para ver si
en cada uno de ellos hay rasgos que posiblemente sólo se puedan dar en la
totalidad de la experiencia. Sin embargo, puede haber momentos en que esa
totalidad de la experiencia se rompa y entonces aparecen los diversos
elementos de la experiencia total descoyuntados. No es otro el sentido de las
perturbaciones de los cursos de acción que Heidegger expuso. En esas
perturbaciones aparecen o se hacen presentes los diversos elementos que
constituyen la experiencia cultural, la materialidad –lo que Heidegger llama
la Vorhandenheit– el sentido y la adecuación, que se hace presente por la
inadecuación. Porque la falta de adecuación es la que nos descubre
precisamente la razón de la falta de adecuación, y como contrapartida, las
exigencias de la adecuación; pero, simultáneamente, aparece también un
elemento de legitimidad, de adecuación en la propia materialidad, unas
características que muy bien pueden servir para otras cosas, en otras
circunstancias, etc.; es decir, cada elemento de la experiencia en que se
descompone la global tiene su parte de elemento de “legitimidad”, contribuye
en una otra medida a la racionalidad global de la experiencia. Más aún, en la
donación de la materialidad primera, que está en la base de la instauración del
sentido, ya había una comprensión racional en relación siquiera a su propia
existencia. La percepción, en cuanto apertura de un mundo material, en el que
aparece una serie de rasgos que no han tenido “que ser aprendidos”, aporta
una base de legitimidad racional, que en la instauración del sentido queda
sublimada en la racionalidad de la adecuación. No puedo decidir, no sé
siquiera si se puede hacer, si la legitimidad racional inherente a la primera
donación de un mundo material es independiente de la instauración del
sentido que representa la creación cultural. No hay que olvidar una cosa: uno
de los elementos fundamentales de instauración del sentido es la
denominación misma de la materialidad, de la experiencia material con un
sonido, con una palabra. Es la que recorta esa experiencia y la constituye
como una objetividad en el curso de la experiencia continuada. Por eso
podríamos aplicar a todas las cosas lo que Goethe dice del nombre de las
personas: «El nombre propio de un ser humano no es como un abrigo que le

169
cuelga alrededor y del que en todo caso se puede tirar o estirar, sino que es un
vestido perfectamente adecuado, incluso es como la piel que le ha ido
creciendo y que no se puede raer o desollar sin herirle» (en Cassirer, 1964 II:
54). Todos los nombres son de este tipo porque producen las unidades de la
experiencia sensible. Por supuesto, el sonido mismo como denominación es
una creación cultural sometida a las tres fases de la instauración cultural; muy
bien puede ser que al margen de esa experiencia no sea posible la experiencia
misma de la racionalidad, que de ese modo quedaría vinculada a la creación
cultural misma a través de los recortes de la experiencia que la palabra
produce. Pero eso no significa identificar palabra y razón, aunque la palabra
como creación cultural sea la única que puede mostrar o transmitir lo que
llamamos experiencia racional.

2.4.4. Los elementos de la cultura

De todo lo hasta aquí explicado se deduce, en primer lugar, que en lo


cultural, y en la cultura, se integran elementos procedentes de diverso origen,
y en segundo lugar, que el resultado de la actuación cultural, que tiene como
producto inmediato la sedimentación del sentido, es la producción del mundo
cultural. En la medida en que la actuación cultural siempre es sobre otras
actuaciones culturales y en un mundo ya cultural, el mundo cultural humano
es un mundo histórico: siempre haciéndose de nuevo porque los diversos
grupos humanos están siempre actuando en él y siempre de nuevo
provocando nuevos sedimentos de sentido que lo alteran. El mundo humano
es un mundo necesariamente en continuo cambio, por ser un mundo en el que
se depositan los resultados de las acciones humanas. Pero veamos estos dos
aspectos de nuestra consideración.
En primer lugar, es imprescindible no olvidar que en la cultura siempre
nos las tenemos que haber con un elemento material relacionado en persona –
en su realidad efectiva– con nuestro cuerpo, con nuestros sentidos. Ese
elemento no es un elemento cuya génesis se remita a la creación, a la
formación (bilden); por eso vamos a decir que es un elemento precultural Lo
precultural puede ampliarse “teóricamente” en varias direcciones: puede ser
considerado como sensible, como racional individual (legitimidad de
existencia) o como comportamientos no pautados ni tradicionales; un ejemplo
puesto por el propio Husserl es tirar una piedra a un perro (Hua XIV: 225). El
carácter de ese rasgo sensible es fundamentalmente animal, es decir, está

170
referido a mi cuerpo como realidad animal. Segundo, tenemos un sentido,
una interpretación añadida, implicada de diversos modos en la materialidad
precultural y que es la que se remite a una creación, a un formar, a un bilden.
Ese elemento, el fundamentalmente cultural, consta por su parte de dos
rasgos claramente diferenciados; uno procede de la serie de remisiones
fácticas del elemento y es el que determina el sentido de éste; esa totalidad
del sentido, la que Heidegger llama Bewandtnisganzheit, totalidad de ajuste,
depende de una circunstancia histórica concreta, y es esta circunstancia la que
marca su carácter particular por irrepetible. Cada mundo tiene su
peculiaridad y como individualidad es irrepetible. A este elemento particular,
porque es irrepetible y está sometido a un espacio y tiempo concretos, es al
que llamo elemento étnico de la cultura; los grupos humanos siempre viven
en él, porque siempre viven en un momento histórico concreto y en unos
grupos delimitados, cuyas decisiones determinan la peculiaridad concreta del
sentido. A este elemento es al que Husserl llama el elemento encadenado al
tiempo, zeitgebunden (Hua VI: 385), encadenado a un tiempo que tiene un
contenido concreto.
Pero tenemos que tener en cuenta todavía otro elemento, que en una
fenomenología de la cultura no puede ser minusvalorado o despreciado. El
elemento particular del sentido, el elemento étnico, no debe hacer olvidar ni
ignorar que detrás de la Bewandtnis de hecho, del sentido total de hecho, la
instauración del sentido se hace sobre una solidaridad. Esta solidaridad puede
ser limitada, por ejemplo, en la instauración de los significantes, que son
aceptados solidariamente sólo por quienes hablan una lengua; pero hay otras
muchas cosas en las que la solidaridad no es limitada, por ejemplo, en el caso
del uso de un martillo. Para martillear se usa un martillo; este uso no tiene
detrás a un sujeto particular. La instauración del sentido martillear, es decir,
la creación de un martillo para martillear, tendrá lugar en un contexto étnico,
por tanto, para llevar a cabo tareas que sólo son pensables en unas
determinadas circunstancias y condiciones. Sin embargo, la relación entre el
martillo y martillear se basa en las características de la materialidad del
martillo; es, pues, independiente de su ocurrencia en ese momento y lugar
determinado y por eso no está encadenado al tiempo, es nicht zeitgebunden.
No se trata, entonces, de un carácter étnico, aunque tenga lugar siempre en un
contexto étnico. Precisamente, la descripción del mundo de Heidegger tiene
su debilidad mayor en el hecho de no distinguir la confluencia de lo étnico y
lo no étnico en los elementos culturales. Por el contrario, para una

171
fenomenología de la cultura esa distinción es nuclear; y si no lo es desde una
perspectiva estática, lo es desde la perspectiva dinámica, tanto en relación a la
génesis de la cultura como en relación a su evolución, sobre todo en ese
momento de la historia en que los pueblos entraron en contacto entre ellos.
En efecto, sólo desde el supuesto de que en la creación cultural entran en
juego tanto elementos de referencia animal,, referidos, por consiguiente, a la
vida humana como especie animal –lo que he llamado precultural–, como
elementos no étnicos, puede darse contacto entre las culturas, préstamos de
unas a otras y, en definitiva, comunicación entre todos los seres humanos.
Los mundos culturales que son estrictamente irrepetibles y particulares son
comprensibles para los otros y reasublimes para miembros de otras culturas
porque en ellos hay elementos que se comparten con otros mundos. La
evolución de la historia humana se basa en gran medida en lo que en la
antropología cultural se llama difusión; pero la difusión no es un
acontecimiento ciego y mecánico. Si no siempre, innumerables veces la
difusión acontece porque un pueblo de modo activo toma prestado de otro un
rasgo cultural. Es prácticamente imposible tomar prestada la totalidad del
sentido que determina ese rasgo; lo normal es asumir o imitar los elementos
preculturales implícitos en ese rasgo junto con los elementos no étnicos, que
se refieren a las funciones y tareas inmediatas que ese rasgo desempeña de
cara al mantenimiento de la vida humana. Como esto ocurre
fundamentalmente en el terreno de los elementos técnicos, son éstos los más
proclives a difundirse.
Pero aún hemos citado un segundo punto que resulta de la fenomenología
de la cultura: que la sedimentación del sentido representa siempre una nueva
configuración de mundo. Si esta configuración es estable, por ejemplo,
cuando creamos o fabricamos un nuevo objeto, el mundo queda
efectivamente alterado; si la configuración no es estable, por ejemplo, si se
trata de un sonido que pasa o de un comportamiento que no cambia la
realidad material, el cambio se da sólo en la percepción o captación que los
otros han hecho de esa producción, que les permite a su vez repetirla. Pero
muchas veces, el cambio es del primer tipo, con lo que la sedimentación
representa un cambio real del mundo material. Como la rehabilitación del
sentido se hace a partir de esa realidad concreta, las nuevas creaciones
culturales se producen a partir de esa realidad; con ello la alteración del
mundo prosigue ininterrumpidamente. Más aún, el mundo termina siendo el
resultado de las efectuaciones culturales sedimentadas. Pero no sólo eso, sino

172
que el mundo es resultado de la cultura todavía en otra dirección que es
necesario tener en cuenta.
La cultura nos ofrece las posibilidades de actuación de cara a cumplir las
tareas propias de la vida humana. La cultura, al menos en gran medida, es
efectuación, creación de un sentido con vistas a satisfacer los deseos
humanos. Para que la creación cultural sea tal, ya hemos visto que es
necesario que sea solidariamente asumida, una vez sedimentado el sentido.
Ahora bien, la asunción de un sentido él mismo implicará muchas veces
repetición de la misma sedimentación, con lo cual en la rehabilitación de
sentido se da, por un lado, la reproducción del acto creador y, segundo, la
reproducción de la sedimentación. Como la creación cultural generalmente
acaece en función de la satisfacción de los deseos humanos, también en
función de estos deseos humanos ocurre la sedimentación de sentido. Por
tanto, la configuración del mundo ocurre en función de los deseos humanos,
que son los que rigen la acción concreta. Así la configuración del mundo no
es sino resultado de las decisiones humanas tomadas en virtud de los deseos
humanos, que están dirigidos por el valor o valores cuya sede está en la vida
humana. El mundo humano es, entonces, el resultado de las valoraciones
humanas. Lo que es el mundo realmente es resultado de las decisiones
tomadas por nuestras generaciones precedentes, a patir de las valoraciones
que dirigieron su conducta y que se daban en el contexto de unas
disponibilidades culturales e históricas determinadas. El mundo es resultado
de la creación cultural, la sedimentación de esas efectuaciones, la
rehabilitación del sentido y las decisiones prácticas tomadas desde esas
efectuaciones culturales. Por eso el mundo es el resultado de una cultura y
una serie de decisiones prácticas valorativas. El mundo no es una pura
facticidad sino resultado de una valoración que ocurre en el seno de la
interpretación de la realidad dada o propuesta por la cultura de un
momento. Como a mí me gusta decir, el mundo es resultado del sistema de
preferencias de un grupo a lo largo de su historia. Ese sistema de
preferencias, a su vez, ha tenido que contar con el mundo heredado, sólo a
partir del cual ha podido actuar y ser eficaz.
Desde este momento podemos entender tres definiciones que Husserl da
para la palabra cultura y que ratifican nuestro enfoque. Las tres definiciones
proceden de los mismos años, en torno a 1922, que es cuando está
escribiendo sobre la renovación de la cultura europea. La primera procede
precisamente de los artículos que escribió para la revista Kaizo, y dice:

173
Bajo cultura no entendemos otra cosa que el conjunto de efectuaciones que se
producen en las actividades sucesivas de los seres humanos que viven en comunidad,
efectuaciones que llevan una existencia personal permanente en la unidad de la
conciencia de la comunidad y de una tradición que se va manteniendo. Sobre la base de la
incorporación física, de la expresión que exterioriza esas efectuaciones, en relación a su
creador original, son asequibles, en el sentido espiritual que tienen, para cada uno de los
competentes para entenderlas. En lo sucesivo pueden siempre de nuevo convertirse en
puntos de irradiación de efectos espirituales (Hua XXVII: 21).

Tenemos, pues, en esta definición, primero, la caracterización de la


cultura como un “dominio específico”, el de los resultados de actividades que
se dan en el seno de la vida comunitaria y en el seno de la tradición. Segundo,
la indicación de que son resultado de un creador original. Tercero, que deben
sedimentarse en la realidad física; y cuarto, que constituyendo parte del
mundo, sirven para realizar a partir de ellas otras actividades de orden
cultural.
Las otras dos definiciones aparecen en un manuscrito de la misma época.
Aquí toma la cultura en dos sentidos. El primero alude a ese dominio (Reich
lo ha llamado), que no es sino el mundo descrito por Heidegger. Dice
Husserl:
1) Cultura no es sino el dominio total [Gesamtbereich] del entorno social (a veces
también individual personal) en su significatividad social subjetiva (o también individual
subjetiva). Eso es, entonces, un concepto práctico-axiológico, pues no todo lo subjetivo,
como los fenómenos de las cosas, puede ser tenido en cuenta. Además, esta
significatividad es ámbito de predicados válidos, que se mantienen como ponentes de ser,
es decir, en una validez habitual (Hua XIV: 230).

Como se ve, aquí están aludidos los dos elementos básicos del mundo que
Heidegger describe: primero, el mundo en el que vivimos, eso es la cultura; y
segundo, ese mundo como un mundo pleno de significatividad. Y aquí usa
Husserl el mismo término, en 1921/1922, que Heidegger usará en Ser y
tiempo: Bedeutsamkeit. Pero inmediatamente añade Husserl una característica
fundamental y clave para ese concepto de mundo social, de cultura, el
carácter práctico-axiológico; carácter éste, edemás perfectamente perfilado.
En el mundo cultural no entra lo estrictamente subjetivo, los modos de
aparición de las cosas que no tienen un sentido “práctico-axiológico”. Que yo
vea la habitación desde una perspectiva u otra, siendo algo real aunque
subjetivo, es, sin embargo, fundamental para la orientación, pero no entra en
la cultura, no pertenece al mundo entorno socio-cultural. Heidegger hizo
entonces muy bien en no tenerlo en cuenta, porque no pertenecía al mundo

174
que él describía. Respecto a la última frase, deberemos esperar al capítulo
siguiente para entenderla.
Pero aun avanza Husserl una tercera (en este texto, segunda) definición de
cultura, porque ahora va a profundizar en uno de los aspectos que Heidegger
considerará básico en su noción de mundo:
2) La cultura es un reino de producciones y de productos, de cara a una meta
[zwecktátige Erzeugungen:], que como tales están bajo normas de la razón. Lo
convencional se convierte en un dominio de cultura, si la norma de lo usual es
determinante de la acción (y es valorado en consecuencia) y la producción está orientada
a cumplirla lo mejor posible –pero todo esto no está aún suficientemente claro– (ib.).

Efectivamente, el factor axiológico de lo cultural no está suficientemente


claro y a él debemos dedicar el cuarto capítulo de nuestro trabajo. Pero antes
debemos explorar los tipos de cultura que podemos encontrar y los ámbitos o
escenarios de la cultura en que esos tipos aparecen.

175
3
Clases y ámbitos de la cultura

E n las páginas anteriores hemos dado un gran paso para comprender


la cultura; pero hemos permanecido en un plano aún bastante general,
de manera que no sabemos en qué medida se aplica esa definición a
elementos o tipos de cultura que pudieran estar alejados del modelo que nos
ha servido para describir y la cultura, la realidad y el uso de una silla. ¿En qué
se parece esa realidad cultural a lo que hace un matemático cuando explica
matemáticas?, ¿o a un futbolista cuando juega al fútbol?, ¿o a un espectador
que ve jugar a ese mismo futbolista? Es necesario dar un paso más y estudiar,
en primer término, los diversos tipos de cultura y luego los ámbitos o
escenarios en que la cultura se manifiesta.
Antes de seguir quiero hacer una reflexión retrospectiva sobre un aspecto
que habrá llamado la atención del lector. Después de haber rechazado en la
primera parte el punto de vista de las ciencias sociales como el determinante
de la aproximación que el filósofo debe hacer a la cultura, a la hora de
describirla fenomenológicamente, para elegir una realidad cultural he
preferido apoyarme expresamente en las ciencias sociales. Así, he tomado
como punto de partida el convencimiento de que una realidad cultural es
aquello que se transmite socialmente. Pues bien, no quiero que se vea
ninguna contradicción entre este recurso al criterio de las ciencias sociales y
lo defendido sobre los límites de su perspectiva. La transmisión social es un
criterio heurístico que nos sitúa en el lugar de investigación, pero no quiere
decir que nos hayamos contentado con él. Precisamente el análisis tanto
estático como genético nos sirvió para percibir el superior alcance del
tratamiento filosófico. En ese criterio asoma, por otro lado, un aspecto de la
cultura ya pensado en el mito: su contraposición a la naturaleza, su
trascendencia de la naturaleza. Esto no quiere decir que lo cultural sea ajeno a
la misma, más bien hemos visto que es instauración de un sentido en la
naturaleza, ya que debe incorporarse a la misma, tomar cuerpo, sedimentarse

176
en ella, y, en tercer lugar, ser aceptado solidariamente por el grupo.
Ahora bien, aunque este criterio de oposición a la naturaleza nos ha
servido para la fenomenología, ésta no podía avanzar más en la exploración
de los tipos de cultura basándose únicamente en ese criterio. Es por ello que
ahora, ya desde la fenomenología, vamos a profundizar en el aspecto de
instauración de un sentido, para poder circunscribir sus posibilidades. Esto
quiere decir que en esta parte se estudia otra faceta del concepto de cultura no
atendida en las páginas anteriores: el hecho de que, al instaurar un sentido en
la naturaleza, ésta queda elaborada, trabajada y, en definitiva, cultivada. Con
esto estamos en la otra fuente de la configuración del sentido de cultura más
cercano al clásico. Cultura es cultivo del espíritu o cuerpo humanos, es decir,
introducción de un orden en la vida humana. Pues bien, el modo como se
introduzca ese orden, ese sentido, ese cultivo, nos dará los diversos tipos de
cultura.
Esta parte tercera constará de dos subapartados, en el primero se
expondrán los tipos fundamentales de cultura; en el segundo los escenarios
en que aparecen esos tipos de cultura. El primer subapartado profundizará en
lo que podríamos llamar aspectos ontológicos básicos de la cultura, mientras
que en el segundo se intentará una aproximación filosófica a lo que es la vida
humana, la cual siempre lo es en un contexto cultural. Antes de iniciar el
estudio de los tipos de cultura despejaré algunos malentendidos en el uso de
la palabra cultura, para centrarme después en el estudio de lo que es básico en
la ontología de la cultura.

177
3.1. Los tipos de cultura
3.1.1. Distinciones previas

El epígrafe que aquí se inicia tal vez debiera haber sido colocado mucho
antes, incluso al principio; pero desde una perspectiva didáctica hubiera
podido ser contraproducente. Ahora que ya sabemos bastante sobre la cultura,
sin duda resultará mucho más asimilable. En estas páginas, antes de abordar
el difícil tema de los tipos básicos de cultura, voy a intentar despejar el
camino de la cantidad de obstáculos que pudieran presentarse. Porque cuando
hablo de tipos básicos de cultura me refiero a tipos irreductibles entre sí; pero
hay que diferenciarlos de otras denominaciones usuales, en concreto de
aquellas que podrían dar la sensación de ofrecer una especie de taxonomía de
la cultura. Pensemos que el término cultura es uno de los que más
adjetivaciones admite. En esta misma obra hemos utilizado ya varias, por
ejemplo, cultura descriptiva, cultura normativa, cultura superior –lo que
supone una inferior–, cultura étnica, cultural no étnica, particular y no
particular. Es hora, pues, antes de pasar al estudio de los tipos básicos, de
mencionar siquiera las calificaciones más frecuentes, para no confundir
planos.
En primer lugar voy a referirme a ciertas consecuencias del capítulo
anterior. Desde él tenemos algunas distinciones de la cultura que, sin
embargo, no dan lugar a elementos clasificables como especies o tipos de
cultura, que es lo que a mí me interesa en este capítulo; y no son especies
porque se dan conjuntamente. Por ejemplo, en el caso que hemos analizado,
claramente se diseña una cultura étnica y una cultura no étnica, es decir, una
cultura particular y una cultura no particular. El contenido de la primera son
los elementos que proceden de la totalidad de la cadena de sentido que un
elemento tiene en un momento y espacio determinados y que lo “encadenan”
a ese momento y lugar, por lo que no es transferible a otro momento. El
contenido de la segunda, que en mi opinión se da simultáneamente,
configurando el rasgo cultural, son los elementos que, perteneciendo también
al ‘sentido’ y siendo, por tanto, resultado de una instauración creadora, no
están vinculados a un tiempo y lugar precisos, por lo que son comprensibles y
transferibles a otros momentos. En los ejemplos de cultura que hemos
utilizado, he tratado de mostrar ese elemento no étnico, no particular, en ese

178
sentido, universal, al menos respecto a nuestro mundo conocido y a los seres
humanos.
Simultáneamente, utilizando el mismo ejemplo de la silla y de su uso o
sentido, podemos ver plasmadas unas diferencias que, aun siendo importantes
en la cultura, están lejos de lo que –como veremos– son especies de cultura.
La silla es una realidad objetiva que, como tal, se “compone” efectivamente
con las realidades de su entorno; es decir, relacionada con esas realidades
produce efectos, los que sean. Pero como, por otra parte, la silla es una
realidad cultural, ante ella nos hallamos frente a un ejemplo de cultura
objetiva, es decir, a un ámbito de realidad mundana. Sin embargo, al no ser
sólo realidad mundana, sino ser ‘cultura, la silla remite, si queremos
entenderla y saber qué es, a una comprensión de su sentido; pues su carácter
cultural radica en que las personas a cuyo mundo pertenece sepan qué hacer
con ella. En esas personas tiene que darse el saber usar la silla. Ese saber usar
la silla –el cual es, en definitiva, saber qué es la silla, aunque no se sepa
expresarlo–, ese “saber cómo”, es la cultura subjetiva, o subjetual, la cual por
necesidad acompaña o da contenido a la cultura objetiva. Cultura objetiva y
cultura subjetiva no son especies de cultura sino los vectores o elementos
necesarios del hecho cultural. No hay cultura que no sea objetiva y subjetiva
o subjetual. En el caso de la cultura objetiva, también se puede hablar, y así
se hace muchas veces, de cultura material, e incluso de cultura extrasomática
si el carácter objetivo real consiste en una realidad desvinculada del cuerpo.
Por otro lado, en la cultura, desde el momento en que se ponga el sentido de
algo en un uso determinado –como es el caso del ejemplo utilizado–, esa
cultura incluye siempre un rasgo somático, se remite al cuerpo; se trata de
una cultura somática. Posiblemente, este aspecto se halla presente en toda
cultura, dado que toda cultura es instauración de un sentido en una realidad
material; pero a veces esta realidad material será el propio cuerpo, y entonces
podremos decir que esa cultura no trasciende la realidad corporal hasta
convertirse en una cultura objetiva. De todas maneras, con las
denominaciones cultura objetiva, somática y subjetual o subjetiva no estamos
describiendo tipos o especies culturales.
Lo mismo tenemos que decir con el uso popular del término cultura en la
Administración política, aunque aquí ya se debe introducir algún atisbo de
sospecha. En efecto, en el habla popular se distingue una persona “de
cultura” o “con cultura” de una persona “sin cultura”. Es obvio que este
segundo caso no es viable; se trata, por tanto, de una denominación

179
inadecuada. No hay personas sin cultura. Pero en ese caso se alude a personas
que han asimilado la cultura superior de un momento y a personas que no
participan de esa cultura superior, por tanto, que se mantienen en los niveles
imprescindibles de la cultura. Y cuando se habla de Ministerio de Cultura,
cultura se refiere ahí más bien a aquellos elementos –si no a todos al menos a
algunos–, que constituyen el contenido de esa cultura superior, sin que se
ponga en duda que la cultura inferior sea cultura. He dicho que, en principio,
aquí no estamos hablando de especies de cultura, aunque también he
mencionado que prefería dejar caer un atisbo de sospecha, porque si es cierto
que superior e inferior no son especies, tal denominación podría muy bien
aputar a un elemento específico. En principio lo superior e inferior no supone
ninguna diferencia específica. Un caballo que corre no es superior a un
caballo que corre menos. La música clásica puede ser considerada cultura
superior, y así tener derecho a ser tutelada por el Ministerio de Cultura, frente
a la música ligera o a la música popular, que no necesitan de esa tutela. No se
hacen Auditorios para la música ligera, pero sí para los conciertos de
orquesta, pese a que ambos tipos de música pertenecen a la misma especie de
cultura. Sin embargo, quiero dejar planteada la pregunta de si en la
circunscripción que se hace de la cultura (cultura circunscrita) cuando se
habla de cultura superior –y que más o menos coincide con lo que suele ser
tutelado, fomentado o regulado por los Ministerios de Cultura, cuando los
haya–, no se esconde un elemento específico que la diferencia así
específicamente de lo que pudiéramos llamar en relación a ella cultura
inferior. Pero para responder a esto necesitamos antes elaborar los tipos o
especies de cultura.
También quiero aludir a la distinción establecida por Gustavo Bueno, de
la que ya hemos tratado, entre cultura atributiva y cultura distributiva,, que es
una distinción que, como ya sabemos, juega un gran papel en su filosofía de
la cultura, aunque me temo que sea de un alcance más limitado en una
aproximación fenomenológica; y no porque no sea válida, sino porque se
sitúa en el terreno de las ciencias sociales, lo que la hace más una distinción
epistemológica que ontológica, que sirve, por tanto, más para comprender el
modo de operar las ciencias sociales que para hacernos profundizar en la
comprensión filosófica de la cultura.
La cultura distributiva se refiere al “todo” que define Tylor y que se halla
distribuido en cada grupo o comunidad humana. En ese sentido está muy
cerca de lo que yo he llamado, desde una perspectiva distinta, cultura étnica.

180
Partiendo de la enumeración de elementos culturales que hace Tylor, el
antropólogo encuentra grupos humanos concretos, vinculados a una historia y
a un espacio determinados que hacen que esos elementos del “todo” de Tylor
deban ser pensados como distribuidos en cada uno de los grupos humanos. El
antropólogo sociocultural empieza ante todo describiendo los elementos del
“todo” de Tylor en un grupo y luego en cada uno de los grupos. Así tenemos
la cultura hopi, vasca, mexicana, alemana, africana, o la que queramos,
cultura referida siempre a una totalidad humana que debe ser separable de
otras totalidades del mismo nivel. La cultura alemana no se compone con la
africana, sino con la rusa, española, inglesa, etcétera; la africana es una
totalidad que se opone/compone con la americana, europea, asiática, etcétera;
la vasca se opone/compone con la aquitana, la catalana, la gallega, la
alemana, celta, etcétera y la hopi con las correspondientes de su mundo o de
otros mundos previos a la industrialización. Cada una de estas totalidades,
determinable empíricamente hasta cierto punto, tendrá su propia cultura, es
decir, realizará el “todo” de Tylor de una manera determinada. Esta forma de
considerar la cultura es una forma distributiva, pero se observará que no
transcendemos el carácter descriptivo que pueda tener el concepto de Tylor.
Algo parecido nos ocurre con la otra dirección de la investigación, que da
como resultado la cultura atributiva. Aquí, en lugar de ver la cultura
distribuida en cada uno de los grupos humanos, podemos verla de otro modo,
aislando cada uno de los rasgos nombrados por Tylor y estudiándolos en cada
uno de los grupos, como una categoría específica; entonces ya no hablaremos
de la cultura hopi, vasca o alemana, sino de la cultura religiosa, cultura
musical, cultura familiar, etcétera.
Si la cultura distributiva equivale a la étnica, no podemos equiparar sin
reservas la cultura atributiva de G. Bueno a la cultura no étnica que ha sido
deducida del análisis fenomenológico de la parte anterior, aunque una cosa es
cierta: si podemos establecer en los diversos grupos un estudio transversal de
los rasgos mendonados por Tylor, es porque en ellos se insinúan elementos
que siendo culturales son comunes, es decir, trascienden la particularidad, la
etnicidad del grupo y permiten, por tanto, a la antropología social superar la
mera recopilación enciclopédica de los saberes sobre los diversos grupos, y
así aspirar al estudio de los elementos comunes de la vida humana. Una
prueba más de esta dirección está en lo que he anunciado sobre la dinámica
cultural: el carácter particular de lo cultural, lo étnico, no se transmite; la
difusión está vinculada a los elementos no étnicos de la cultura; esos

181
elementos son fundamentales para la antropología, y pueden constituir el
núcleo del concepto de cultura atributiva. De todas maneras, estos dos
conceptos de cultura tampoco constituyen especies o tipos de cultura sino un
buen punto de vista sobre la cultura, en todo caso con un interés
epistemológico. Por eso es hora ya de pasar al estudio de los tipos básicos o
especies fundamentales de la cultura.

3.1.2. Cultura técnica o instrumental

Para descubrir los tipos o especies de cultura debemos tomar como punto
de partida la definición que hemos dado de cultura: el acto específicamente
cultural es el acto creador, creador o ins-taurador de sentido. No olvidemos
que esta creación, para convertirse en cultural, debe sedimentarse y ser
asumida solidariamente por los demás. Ahí debemos buscar el principio
básico para diferenciar los tipos de cultura; según sea la
instauración/sedimentación del sentido, será el tipo de cultura. Por eso
debemos profundizar en lo que ocurre en esa instauración. Diríamos que la
instauración de un sentido es la creación, en un material sensible referido a
nuestro cuerpo, de una interpretación y valoración que remiten a cuestiones,
elementos o aspectos que no están en esa forma sensible. Pero aquí está ya
aflorando otro sentido de lo cultural: en la cultura lo sensible es cultivado,
cultivado por acciones humanas que le impregnan exactamente del sentido de
esas acciones, de manera que la percepción de lo sensible remite a esas
acciones. A partir de ahí, lo sensible es interpretado desde esas acciones. De
ahí que el cultivo, tal como se practica en un campo de labranza, sea algo más
que metáfora para el concepto del cultura. En la cultura hay una acción sobre
el material sensible por la que éste queda marcado, al dejar en él su huella, y
a la que se remite la percepción de lo sensible, de manera que en adelante esa
percepción de lo sensible lleva a la comprensión de aquella acción, a su
“representificación”, es decir, a hacérnosla presente. En esa remisión o
“representificación” de las acciones o sentido, que se da en lo sensible,
debemos encontrar el punto de partida para estudiar las diversas posibilidades
de diferenciación de tipos culturales, o sencillamente, para descubrir las
especies de cultura.
Mas esto, que nos puede parecer sencillo, no es un punto de partida usual
en la historia de la fenomenología de la cultura. Llama la atención que este
planteamiento sea casi inexistente. Sólo he encontrado tres autores que

182
ofrecen un planteamiento parecido al que aquí inicio. Por un lado, el propio
fundador de la fenomenología, Husserl, quien en su importante escrito El
origen de la geometría da las pautas fundamentales para la diferenciación de
especies culturales de acuerdo a las diferencias en los sentidos instaurados.
Derrida, en el amplio comentario a ese texto, amplía algunos aspectos,
aunque ignora otros. Por su parte Iso Kern, en su importante libro de 1975,
Idea y método de la filosofía, complementa y profundiza estos temas de una
manera decisiva, aunque en una dirección discutible. Voy a intentar atenerme
a los logros de estos tres autores aunque discrepando de la tesis fundamental
de Iso Kern de que el cultivo de la sensibilidad por el entendimiento, dejando
en aquélla su huella, es la esencia de la razón. No creo que sea imprescindible
esta asunción de la arquitectónica kantiana (sensibilidad, entendimiento,
razón) para nuestro propósito. Pero para hallar los diversos tipos de cultura es
muy útil la exposición de los tipos de sentido a que remite la acción en lo
sensible.
Lo mejor para avanzar es partir del mismo ejemplo utilizado en el
capítulo anterior para nuestros análisis, para desde ahí deducir, en una
exploración, por su novedad, provisional, los tipos de cultura específicamente
divergentes del modelo de partida. Específicamente divergentes significa que
tienen algo en común pero también algo disyuntivamente diferente. Lo
primero que resalta es que una silla es un objeto instrumental, cuya finalidad
no está en ella, por lo que, siendo el instrumento «el paradigma más acabado
de lo teleológico» (París, 1994: 153), su finalidad no está en sí sino en otro,
su teleología le es «ajena» (ib.). Como primer punto digno de señalar
tenemos, por tanto, un caso de cultura instrumental o técnica, porque se trata
de un elemento técnico para una acción. Este rasgo instrumental marca
incluso su morfología (París, o.c.: 152). También hay que señalar que esta
acción es una acción corporal, por tanto sensible. Pero aún hay más. En el
caso de la silla, para la eficacia de la acción, es imprescindible la presencia de
la silla, de esta silla real a la que tengo acceso con mi cuerpo. Eso significa
que la creación, invención e instauración de un sentido en el material con el
que configuramos la silla, es de tal naturaleza que para ser eficaz debe
repetirse en cada caso, de manera que hay tantas sillas cuantas sillas reales
existan; no existe la silla sino una silla, ésta. El modelo de quien inventó la
silla se realiza y repite o multiplica en cada una de las sillas. Como dice Iso
Kern, con el modelo o idea de una silla, de una carabela, o de una máquina de
vapor, no se puede hacer nada de lo que con ellos se pretende en la realidad.

183
Con el modelo de una silla no nos podemos sentar (1975: 163). En este
sentido podríamos hablar aquí, usando las palabras de Derrida, de objetos
culturales encadenados a la realidad sensible, pero en los que el objetivo
cultural es una acción sensible. Al ser esta acción sensible, para ser eficaz
debe existir en la realidad sensible.
La repetibilidad del instrumento (Husserl VI: 368), como rasgo de la
cultura técnica o instrumental, marca una especie de cultura; esta cultura está
vinculada a la satisfacción de aquellos deseos que sólo se cumplen
disponiendo de una realidad sensible; por eso sólo es eficaz como realidad
sensible. Husserl menciona como pertenecientes a este tipo los instrumentos
de trabajo (martillo, tenazas) o los edificios. Está claro que un edificio es
repetible. En este caso, sin embargo, podríamos profundizar y distinguir entre
elementos repetibles de la arquitectura y elementos no repetibles, por
ejemplo, edificios absolutamente singulares vinculados a un espacio y
entorno sólo en el cual son realizables, donde el arquitecto pretende un efecto
único de carácter estético. Una de las discusiones más fértiles de la
arquitectura fue la que tuvo lugar en el momento en que el arquitecto se vio
obligado a dejar de ser artista, creador de edificios singulares únicos, para
convertirse en diseñador de un modelo industrial repetible. Se trata de la
disyuntiva que vive el arquitecto entre la industria y el arte, es decir, entre el
sometimiento a las imposiciones de la industria inmobiliaria y la iniciativa
que ofrece a los poderes públicos o privados de ideas innovadoras creativas;
en esta alternativa se podría seguir la diferencia entre objetos culturales
repetibles y los no repetibles.
De todas maneras, la cultura técnica de carácter instrumental consta de
elementos materiales repetibles que están al servicio de acciones corporales;
se trata de elementos para realizar otras actividades corporales. En ese sentido
se enmarcan dentro de las cadenas de significatividad tan bien descritas por
Heidegger. En última instancia el mundo que describe Heidegger es un
mundo visto sólo desde este primer plano de la cultura, la cultura técnica
instrumental. Pero es que también en última instancia el mundo que nos rodea
está configurado primaria y fundamentalmente por esta cultura; los objetos
que percibimos nos remiten fundamentalmente a acciones corporales. Por ser
su sentido una acción corporal, este tipo de cultura tiene muy pocos
elementos étnicos y es en su mayor parte una cultura no étnica, comprensible
para otros pueblos y, por eso, fácilmente transferible de unos grupos humanos
a otros. Eso no quiere decir que no tenga su componente étnico. Así, lo que la

184
caza significa en un pueblo y en otro puede ser muy distinto, lo que da a los
instrumentos de caza un significado globalmente distinto. Ese significado es
étnico y no es transferible, porque no es fácil que se repitan las mismas
circunstancias. Pero los instrumentos de caza, si son más eficaces, serán
aceptados porque pueden ser evaluados como superiores, siempre que no se
confronten a elementos étnicos que impidan esa aceptación. De todas
maneras, este ámbito cultural pertenece al núcleo de lo que podemos llamar
cultura de la necesidad porque ahí están implicadas las acciones que la vida
humana tiene que llevar a cabo para su mantenimiento.

3.1.3. Objetos encadenados y objetos libres: la cultura ideal

Frente a los objetos de carácter instrumental que componen la cultura


instrumental o la cultura sensible, como la llama Iso Kern (o.c.: 160), existen
otros objetos que, aunque se den como todo objeto cultural en un soporte
material sensible, tienen con éste una relación distinta de la que tienen los
anteriores. A ellos refiere Husserl en El origen de la geometría se. Como
modelo más claro de este tipo de objetos culturales –lo son porque son
instituidos, creados y formulados en un material sensible– cita Husserl la
geometría. En el caso de los objetos de este tipo se trata de una “objetividad
ideal” que pertenece a “toda una clase de productos espirituales del mundo de
la cultura” (Husserl VI: 368). A esta clase de objetos pertenecen las
formaciones científicas, las ciencias mismas y también “los productos
[Gebilde] de las bellas letras”. Pues bien, lo que caracteriza a estas
objetividades ideales es el existir sólo una vez,, el no ser repetibles. Así, la
geometría o el teorema de Pitágoras sólo existen una vez. Por más que se
exprese, primero en multitud de posibles actos míos a lo largo de mi vida,
luego en multitud de actos de colegas, de mi idioma o de cualquier idioma,
no existe más que un teorema de Pitágoras, y no hay más teorema de
Pitágoras que el único teorema de Pitágoras. Lo mismo pasa con las obras
literarias: no hay más que un Quijote, por más que sea traducido y
reproducido.
Pero, sigue Husserl, una objetividad de este tipo pertenece también al
lenguaje; la palabra ‘Lówe’, ‘león’, es única, sólo existe una vez frente a la
multitud de veces en que es pronunciada u ocurre en el lenguaje hablado y
escrito. Con todo esto tenemos una diferencia muy importante respecto a los
objetos del apartado anterior, donde veíamos que cualquier instrumento era

185
repetible, de manera que sólo era instrumento como un martillo, como una
máquina; porque el martillo como modelo era ineficaz para martillear. Aquí
tenemos lo contrario. No podemos hablar de un teorema de Pitágoras, sino
del teorema de Pitágoras, uno y mismo en cada una de sus repeticiones, o de
la palabra, una y misma en cada ocurrencia. En estos casos la presencia
material aparece como disminuida, diríamos que está como neutralizada, es
decir, no hace más que de soporte rápido hacia el sentido. Derrida compara
esto con lo que en terminología fenomenológica se llama reducción eidética,
es decir, esa reducción en la que nos quedamos sólo con la esencia de algo,
neutralizando su realidad individual particular: «La palabra no es más que la
práctica de una eidética inmediata» (1990: 58) y cita a André de Muralt,
quien habla de que «la reducción está implícitamente operada», o sea, que en
el continuo uso de este tipo de objetos ideales se opera implícitamente con la
reducción eidética. Pero, en mi opinión, esto no es más un abuso
terminológico, ya que supone confundir planos metodológicos, es decir, el
concepto de “reducción”, que es parte del método fenomenológico, con lo
que en la experiencia ordinaria puede ser considerado como modelo de los
conceptos metodológicos. Es obvio que en el uso de lenguaje, no tanto en su
función apofántica como en la semántica, hay una neutralización del referente
y en ese sentido es modelo de la reducción eidética; pero, en general, el uso
del lenguaje no hace sino ratificar que Husserl tiene razón cuando, en la
primera sección de su libro las Ideas, por tanto, en el umbral mismo de la
fenomenología, muestra que el mundo no es el conjunto de los hechos, sino
de los hechos clasificados. Veámoslo. Cada cosa es percibida como un
ejemplar de una clase. La palabra designa, mediante el sentido, el carácter de
pertenencia a esa clase. Si nos interesa más el ejemplar que la cosa empírica,
la realidad aparece neutralizada, el referente empírico puede pasar, en ese
caso, a segundo plano. Esta dualidad, referente empírico y sentido, es
fundamental en el mundo, pero en las cosas que estamos considerando más si
cabe, porque en los objetos matemáticos y en los objetos lingüísticos es el
verdadero punto de atención.
Mas la idealidad de la palabra, o el grado de su objetividad, es primaria,,
añade Derrida, porque esa palabra, la palabra Lowe, queramos o no, sólo
ocurre en alemán y no representa ningún sentido o ninguna idealidad fuera
del mundo que hable alemán; por eso «su objetividad ideal es relativa» (ib.).
Ahora bien, si en lugar de fijarnos en la palabra reparamos en su sentido, que
puede ser expresado en otros idiomas, estamos en un grado superior de

186
idealidad, la que llama Derrida secundaria. Pero tampoco este caso está
totalmente libre de la experiencia fáctica, pues el que ese sentido sea
asumible depende de que efectivamente se dé la experiencia de un león. El
sentido “León” no es independiente de la experiencia, por eso Derrida,
siguiendo a Husserl, llama a los objetos de ese tipo “idealidades
encadenadas” (Derrida, o.c.: 63). Husserl habla de idealidades libres
(Husserl, EU, § 65: 321), en un texto que procede de 1929 (ver Lohmar,
1996: 66).
Ahora bien, la idealidad del objeto geométrico es total, su vinculación a
un tiempo y espacio la imprescindible para existir, pero su sentido es
trascender todo momento y espacio concreto. Como dice Husserl hablando de
los objetos matemáticos, las formaciones lógico-matemáticas «no están
ligadas a ningún territorio, o viceversa, su territorio es el mundo entero y todo
mundo posible» (ib.). Pero eso no significa para él que sean menos culturales
que otros objetos, sino sólo que, frente a la cultura instrumental, los objetos
geométricos diseñan una cultura verdaderamente ideal, instaurada por un
creador humano, como toda cultura, a través de las tres fases de la cultura:
instauración, sedimentación y aceptación solidaria, pero tal que en esa
creación el sujeto humano puede ser sustituido por cualquier sujeto. Así, esta
cultura ideal, por una parte, muestra rasgos opuestos a la cultura
instrumental, pues en ésta la idealidad es mínima. El martillo como modelo es
físicamente ineficaz y lo que en ese objeto cultural predomina es un martillo.
Por otra, comparte el carácter ideal con un tipo de objetos culturales, que,
pese a que son ideales, están encadenados bien a un grupo étnico (lengua),
bien al hecho de la experiencia fáctica (sentido de las palabras). Tenemos, por
tanto, aquí un tipo específico de cultura opuesto a la anterior; si aquélla es
una cultura material, sensible, porque su sentido está en el ámbito de la
materialidad sensible –aunque como cultura sea un cultivo de la sensibilidad
a la que impregna de sentido-, ahora tenemos un tipo de cultura que, como
toda cultura, es también cultivo de la sensibilidad, si bien ahora el sentido ya
no es repetible, sino que es lo único importante y, además, trasciende toda
particularidad étnica, con lo que estamos en un ámbito radicalmente distinto
del que se ha elegido como hilo conductor para el análisis.
Todos los elementos que hemos encontrado en el caso que hemos tomado
como modelo siguen siendo válidos para la cultura ideal, pero desplazados.
En primer lugar, antes de ser creado el objeto cultural no existe en absoluto;
hay, pues, una creación del objeto cultural. Se da, en segundo lugar, una

187
sedimentación del sentido en un material sensible, pero de manera que el
objeto material sensible remite al sentido ideal que de ese modo está
representificado en el soporte material. La racionalidad aquí no está tanto en
la legitimidad de lo sensible como en la legitimidad o valor de verdad del
objeto ideal. Ésta es la que fundamenta la asunción solidaria por parte de los
otros. Esta asunción es el tercer rasgo del objeto cultural. El peso del carácter
ideal no repetible hace que no sea imprescindible la materialidad física más
que para la comunicación y, en ese sentido, para ser cultura en sentido
estricto; pero uno puede “hacer” matemáticas o ciencia sin escribirlas
físicamente, uno puede resolver un problema “mentalmente”, lo que no se
podría hacer con la cultura instrumental. Uno que resuelve “mentalmente” un
problema lo resuelve efectivamente; pero el que se sienta en la silla sólo
mentalmente no se sienta de hecho.
Hemos establecido, pues, dos polos de tipos culturales, el de la cultura
instrumental y de la cultura ideal Hemos visto este último en su rasgo más
puro, que es aquel que Husserl llama el de las objetividades no encadenadas o
libres; lo hemos contrapuesto, por tanto, por un lado a la cultura instrumental
y, por otro, a las objetividades encadenadas; por ejemplo, citando a Husserl,
la que constituye el lenguaje y los objetos fácticos referidos en el lenguaje.
Entre un triángulo como objeto ideal que trasciende toda contingencia, y la
palabra Lówe> que como unidad ideal no repetible sólo existe en alemán, y el
objeto León, que depende de las condiciones fácticas de la Tierra, hay
diferencias esenciales que nos llevan a explorar otras modalidades de la
cultura.
Pero antes quiero aludir una vez más al ensayo de Iso Kern sobre este
particular, porque me parece que es el intento más serio al respecto. A la hora
de exponer los tipos de lo que él llama cultura espiritual como opuesta a la
sensible–la que aquí he llamado instrumental–, expone como variaciones de
esa cultura las imágenes, los juegos, los signos, el lenguaje y la cultura ética.
Todas ellas son modalidades de la razón, es decir, instituciones del cultivo de
lo sensible por el entendimiento. Kern parte de una idea muy precisa,
procedente de la arquitectónica kantiana, según la cual distingue, por un lado,
la sensibilidad o conciencia directa, lo que “está” –steht, de ahí Stand–, y que
él expone en términos básicamente husserlianos; por otro lado, el
entendimiento como el desplazamiento o trascendencia de la sensibilidad:
Ver-stand, conciencia desplazada (Ver) de la sensibilidad. Si la sensibilidad
es presencia directa, presentación, notificación o “presentificación” de algo,

188
el entendimiento, el Verstand\ es “representificación“. El tercer paso está
constituido por la razón, Vernunft, que es la instauración de ese
desplazamiento de la sensibilidad en la propia sensibilidad; por tanto, la
instauración de la representifica- ción en la sensibilidad. Pues bien, esta
instauración es la cultura, ya que la razón cultiva la sensibilidad. Como
modos de ese cultivo, aunque sin llevar «los análisis hasta lo último», es
decir, sin pretender ser exhaustivo (1975: 164), cita o estudia las modalidades
que he mencionado.
Era necesario hacer esta alusión al ensayo de Iso Kern, porque es de los
pocos que intentan dar una definición filosófica de la cultura; y, después,
porque se esfuerza en descubrir los tipos específicos de cultura. Pero también
creo que en su planteamiento hay puntos difíciles de asumir. El primero se
refiere al concepto mismo de razón como el entendimiento en cuanto cultiva
la sensibilidad (o.c.: 158). El segundo se refiere a la ausencia de
arquitectónica en las modalidades de cultura: las imágenes, el juego, el
lenguaje y la cultura ética no pertenecen al mismo nivel descriptivo. Entender
la razón primariamente como actividad cultivadora de la sensibilidad para
hacer a ésta punto de arranque de una representificación no me parece una
buena definición de razón, porque esa actividad no es sino un punto de
partida para el concepto de razón. La razón en la cultura debería ir en una
dirección distinta. Preguntar por la razón es preguntar por la legitimidad o el
derecho de algo. Al margen de esa pregunta crítica no parece que haya razón.
En el ensayo de Iso Kern esta faceta no aparece como la primaria.
Respecto al segundo punto, es evidente que la imagen, el signo y el
lenguaje son elementos de la vida cultural. El juego es, por contra, una parte
de la vida cultural; una parte que se compone de esos elementos, ya que en el
juego hay imágenes, signos, palabras, como ocurre en otros sectores de la
vida cultural. Lo mismo que con la cultura ética, que tampoco está en el
mismo nivel que el lenguaje o las imágenes. No hay cultura imaginativa,
cultura de imágenes o cultura lingüística del mismo modo que cultura ética;
son cosas muy distintas. Pues bien, el error de Iso Kern en el descubrimiento
de los tipos culturales viene, a mi modo de ver, de adoptar un punto de
partida individual y situado en el nivel de actos, en el que la vida humana es
seccionada y tomada en un punto de esa vida. Desde una perspectiva
fenomenológica en relación a la cultura ése es un modo de acceso ineficaz, en
primer lugar porque, como hemos visto, la cultura exige la aceptación
solidaria de los demás, por tanto, no cabe captarla sólo en un momento.

189
Segundo, la cultura no puede ser captada como un acto sensible, intelectual o
racional, porque la cultura se da primero como mundo cultural, y como tal
mundo cultural tiene en frente la vida humana. Todo elemento cultural se da
en un conjunto, que es la vida humana y el mundo humano. La cultura
siempre se da en éste o en aquélla. Gracias a las aportaciones de Heidegger,
autor con el que Iso Kern no cuenta, vemos que el modo de ser del mundo
humano es el de la cultura instrumental ya que el mundo humano está
constituido en su mayor parte por objetos de uso, cuya naturaleza cultural es
la que hemos expuesto. En ese mundo también hay signos; pero no podemos
decir que haya juegos; el juego no es como un signo, su naturaleza es
distinta. Lo mismo pasa con la cultura ética. En el mundo no hay cultura ética
como hay un signo. La cultura ética está en un plano distinto.
El punto de partida aquí elegido –ver el tipo de objeto representificado al
que remite lo sensible cultivado–, nos da elementos básicos de la cultura, que
se diferencian específicamente. Luego veremos si podemos hallar algún otro
elemento diferenciador. De momento hemos topado ya en nuestro análisis
estático con el lenguaje: cualquier instrumento de nuestro entorno que remita
a un uso, o cuyo sentido sea un uso, tiene además un nombre; incluso
podemos decir que el sentido o significado –no entro en las peculiaridades
técnicas con que los lingüistas distinguen estos términos– de la palabra es el
objeto, por lo general un objeto de uso. Si en el objeto de uso, la silla, la
materialidad de la silla, apunta o dirige nuestra atención, es decir, si nos
representifica un uso, su uso, sentarse en ella, siendo éste su uso, al decir
silla, también el sonido silla cumple una función representificadora del
sentido: la “silla que sirve para sentarse”. Por tanto, el lenguaje nos
representifica, o lo que es igual, es signo de una realidad, de un objeto, de un
sentido.
Tenemos, de ese modo, en el lenguaje un ejemplo típico de cultura. Ya
hemos dicho en el análisis estático que toda cultura camina de la mano del
lenguaje. En el lenguaje se hace manifiesta, como ya hemos visto, una doble
idealidad: primero, la idealidad no repetible de las palabras, pues cada vez
que pronunciamos una palabra pronunciamos la misma palabra; luego, la
idealidad del objeto, que trasciende tanto el momento como el modo en que
nos referimos a él. Es muy posible que mientras no se capte esta realidad
ontológica de la palabra, obviamente de modo operativo, no se sepa hablar.
Este podría ser el sentido de esa iluminación de la cara de Helen Keller que
su instructora narra cuando se dio cuenta del significado de la palabra agua.

190
Cita Cassirer las palabras de la señora Sullivan, la maestra de Helen Keller,
niña ciega, sorda y muda, que estaba, por tanto, profundamente incomunicada
con el mundo: «Cuando desea conocer el nombre de algo señala en su
dirección y acaricia mi mano. Yo deletreé “a-g-u-a” y ya no pensé más en el
asunto. Más tarde fuimos a la fuente e hice que Helen tuviera la jarra bajo el
grifo en tanto que yo daba a la bomba. Mientras salía el agua fría y llenaba la
jarra deletreé “a-g-u-a” sobre la mano abierta de Helen. La palabra, que se
juntaba a la sensación del agua fría que caía en su mano, la dejó perpleja.
Dejó la jarra y se quedó como paralizada. Entonces una nueva luz iluminó su
cara. Deletreó “agua” varias veces» (1977: 60; 1964 III: 131, nota 2). Helen
Keller identificó las dos palabras y los dos referentes, palabras y referentes
que en la realidad para nada eran idénticos. Esa era la condición fundamental
del uso del lenguaje y más allá del lenguaje, una de las características de este
tipo de cultura.
Pero, sin detenernos más en el lenguaje, porque en él se ven fácilmente
los rasgos que definen la cultura y es objeto de estudio en otros muchos
lugares, sólo quiero decir que el lenguaje es el responsable de introducir en el
mundo las delimitaciones que supone la clasificación. No es imposible que la
sensibilidad clasifique; de hecho, la conciencia animal dispone de un buen
repertorio clasificatorio, pero en ningún caso iría muy lejos su alcance. La
verdadera estructura de clasificación procede del lenguaje, lo mismo que la
identificación. Clasificación e identificación van parejas. De ese modo el
mundo de la sensibilidad queda recubierto de una estructura escasamente
sensible, de una tenue capa material, pero tan poco material como el
evanescente aire del que están hechas las palabras; una capa, sin embargo,
que constituye una trama de remisiones firmes como las rocas mismas. Por
eso la cultura es, ante todo, lenguaje, aunque su idealidad se sitúa a medio
camino entre la escasa idealidad de los objetos instrumentales y la casi total
de los objetos ideales.
Sin embargo, la cultura no está hecha sólo de lenguaje; el lenguaje es un
tipo de signo, si bien hay otros muchos signos que componen la cultura.
Como sabemos, Heidegger, para mostrar la entraña de los objetos mundanos,
de lo que él llama la “cosas a mano”, los enseres, apela al signo, que es un
tipo de enser hecho para señalar o significar otra cosa. Esa es también una
función del lenguaje. Mas lo que en otros enseres es un aspecto
concomitante, en el signo es esencial. Por ejemplo, si el martillo es para
martillear y, por tanto, señala la acción de martillear, con todo el carácter de

191
señalar no es su sustancia, pues ésta es el martillear. En el signo, en cambio,
la acción de significar o señalar es consustancial; el signo es sólo para
señalar. Es muy posible, incluso, que la interpretación de señales sea uno de
los primeros pasos de la cultura, porque ahí se da una trascendencia de la
inmediatez, una representificación. Está claro que los animales comprenden
las señales, el humo, las huellas, etc. El siguiente paso sería crear esas señales
para uno mismo o para otros. El signo será elemento de la cultura cuando,
una vez creado, haya sido asumido por los otros. Como en principio entre el
signo y lo que en él se pretende significar o señalar no tiene que haber por
obligación ningún parecido, para que algo funcione y permanezca como un
signo, es necesario un acuerdo. Sin embargo, Iso Kern prefiere no hablar de
convención para la creación de un signo (o.c.: 170) porque uno –dice– se lo
puede crear para sí mismo. Pero entonces –se le puede objetar– no se tratará
de un signo cultural sino más bien de una cultura individual, que no
constituye más que el primer estadio de la cultura. Sin haber convenido entre
los integrantes de un grupo no puede haber signos. Lo que ocurre es que el
punto de partida de Kern ya hemos visto que es individualista, olvidando que
ante todo el ser humano nace desde una cultura que le preexiste, que le lleva a
ser, de entrada, social y tradicional.
Hay un aspecto interesante en la reflexión de Kern. Un signo no sólo
implica una regla de uso. Esto es cierto y básico para poder comprender un
signo desde fuera de un contexto; pero es que, además, el signo, y esto como
un rasgo esencial, implica que en su presencia se nos representifica la
actuación convenida. Si veo una luz intermitente encendiéndose en un coche,
no se trata sólo de una regla de uso (el conductor debe darlo si va a girar),
sino también y fundamentalmente se trata de la representificación –en todo
caso para el que lo ve y entiende-, de lo que va a hacer el conductor. Para
Heidegger esta “apertura5 del curso de la acción futura, con lo que lleva de
despliegue del espacio en el que se juega acción, es lo que da al signo la
ventaja de mostrarnos la espacialidad del mundo.

3.1.4. La cultura práctica

Hasta ahora hemos señalado dos especies de cultura, aunque en una de


ellas hayamos podido distinguir algunos subtipos. La primera, tomada como
ejemplo para el análisis fenomenológico, era la cultura técnica o
instrumental, que constituye en gran medida la sustancia del mundo. El

192
mundo es hasta cierto punto el conjunto o estructura global de las cadenas
técnicas en que transcurre la vida humana. La segunda cultura señalada es la
cultura ideal porque en ella se apunta a unos objetos ideales. De éstos, unos
son radicalmente libres o desvinculados del mundo real, por lo que son
objetos no encadenados; otros están vinculados al mundo real, dándole a éste
una red clasificatoria que le hace trascender la inmediatez sensible; el
lenguaje es el prototipo de esta actuación de la cultura. Estas dos clases de
cultura no son más que los elementos básicos para la vida humana. En el
esquema heideg-geriano esta estructura se percibe con facilidad: porque las
series de remisiones que constituyen las totalidades de ajuste siempre
terminan, como veíamos, en una actividad humana, en algo que es ya una
acción para la vida humana. Por ejemplo, el martillo se integra en el conjunto
instrumental de un taller, en el que sirve para, por ejemplo, clavar clavos,
para hacer una mesa o una silla, que sirvan, por ejemplo, a su vez, para
sentarse a comer. Pues bien, sentarse y comer son ya actividades para la vida
humana. La totalidad de la cultura instrumental tiene esta forma, está al
servicio de la existencia humana, del Dasein, del ser humano que constituye
la preocupación del propio ser humano. Nos preocupamos de nuestro ser, por
eso la preocupación es la entraña de la vida humana, pero en sí misma esa
preocupación no es sino la mirada puesta en nuestro ser. Aquí Heidegger
puede resultar un tanto ambiguo al decir que el ser del Dasein, del ser-ahí, del
ser humano, es el cuidado, la preocupación, la Sorge, porque el ser del ser
humano es eso de lo que se preocupa en la preocupación, lo que el ser
preocupado tiene siempre delante y lo que quiere ser. Pues bien, ese ser es el
ser en vista del cual, en aras del cual –Worumwillen, dice Heidegger,
convirtiendo esta categoría en básica de la estructura cultural–, se llevan a
cabo las acciones, en las que queda enmarcada la cultura técnica.
Ahora bien, tenemos que tener en cuenta dos aspectos fundamentales, que
Iso Kern, por su punto de partida, no toma en consideración: uno es que el ser
del ser humano es siempre un ser-con, un ser en sociedad o comunidad; el
otro, que es un ser que ha nacido; esto significa que se llega a ser en un
contexto ya formado, en el que toma sentido su ser como ser-con o su ser
social. Y ahí empieza el ser humano a aprender lo que quiere ser. La que se
puede llamar cultura práctica va a ser enfocada desde este punto de vista.
Entiendo por cultura práctica las regulaciones del comportamiento
humano de cara a realizar modelos sociales de conducta. No iba en realidad
muy descaminado Freud cuando definía la cultura desde dos vertientes: la

193
cultura, dice Freud, es «la suma de las producciones e instituciones que
distancian nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y que sirven a
dos fines: proteger al ser humano contra la Naturaleza y regular las relaciones
de los hombres entre sí» (1930: 21). Si los dos primeros tipos de cultura que
hemos señalado se coordinan para cumplir el primer objetivo señalado por
Freud, nos queda por considerar el segundo. Ya sabemos lo que es la cultura
técnica y la cultura ideal; en ellas hay un material sensible que remite o
“representifica” un sentido. Según la naturaleza o forma de ser de ese sentido
hemos podido diferenciar los tipos de cultura. Lo que ahora cambia
sustancialmente es el soporte sensible sobre el que actúa la instauración
cultural, porque el soporte sensible no es ya una realidad mundana separada
de nosotros, aunque en el caso del lenguaje sea el aire de la respiración.
Ahora de lo que se trata es de “instaurar un sentido” en el comportamiento
humano, en los movimientos corporales, pero no para la utilización de los
enseres técnicos sino para organizar las acciones humanas, en orden a un tipo
de ser, a ser de una determinada manera. En este sentido la cultura práctica
organiza esas actividades que están al final de las series que constituyen la
cultura técnica, conectando, por un lado, los propios elementos de la cultura
técnica y, por otro, introduciendo movimientos reglamentados que pasan a
ser el curso de las acciones pertenecientes a un modo de ser. Así, comer
implica varios aspectos de carácter técnico; en vistas a comer se desarrollan
multitud de actividades técnicas; como luego veremos, la comida es el
sentido (fin) de uno de los grupos máximos de creación cultural técnica. Pero
comer no sólo engendra cultura técnica, sino también cultura práctica,
comemos de un modo determinado, con unas personas determinadas y en
unos lugares y tiempos determinados. La sociedad no deja casi ni un solo
detalle de la comida al azar, prácticamente todo está regulado. Incluso
decimos de alguien, al menos en nuestra cultura de clase media, que es
“educado” o no, según conozca, acepte y use las normas de urbanidad. Eso
significa que hay unas normas de comensalía aceptadas por la sociedad; esas
normas regulan todos los aspectos de la comida y no es fácil que falten; cada
grupo tendrá las suyas. Cuando de alguien decimos que come muy
educadamente, queremos decir que acepta las normas de nuestra sociedad.
Lógicamente, aquel que no las acepta tendrá las suyas particulares o las de su
familia; pero en ningún caso comer se deja al azar. Lo mismo pasa con las
otras actividades básicas de la vida humana, las que afectan o se refieren al
mantenimiento de la misma, como comer, beber, excretar, amar; todas estas

194
actividades están muy reguladas. Eso significa que cada elemento de la
actividad apunta a la totalidad de la actividad en el modo en que está
regulada, con lo cual los que conviven con uno saben de antemano cómo va a
actuar y, por tanto, saben a qué atenerse.
Por cierto, por lo general también entre los animales están estas
actividades reguladas, pero, en una gran medida, entre ellos la regulación no
se da por aprendizaje social, aunque también ése sea el caso muchas veces,
sino por pautación genética. Esto es evidente en lo que se refiere al
apareamiento, conducta en la que la exuberancia de pautación genética es
enorme, como lo demuestran sobre todo Konrad Lorenz (1974: 29 y ss.) o
Irenáus Eibl-Eibesfeldt (1974: 158). La pérdida de la vinculación humana a la
pautación instintiva, no porque hayamos perdido todos los instintos, sino
porque éstos han dejado de ser concretos, es decir, porque ya no determinan
los comportamientos corporales concretos, ha llevado a los seres humanos a
regular esos comportamientos, pero ahora desde la creatividad cultural y, por
tanto, siendo normal la proliferación de una diversidad enorme.
Pero la sociedad no sólo regula ese tipo de comportamientos sino también
las propias conductas de los individuos según la posición que ocupen en el
grupo. La sociedad no deja al azar cómo se ha de comportar un individuo
pequeño, una joven, un adulto o un viejo, o los de la misma posición del otro
sexo; también aquí nos pasa como en las actividades consideradas en primer
lugar. Entre los animales suele ser la herencia la que regula los
comportamientos de acuerdo a las diversas posiciones según la edad o altura
de la vida. Un macho adulto de cualquier especie no se comporta como un
macho joven; existen las reglas de conducta, entre la mayoría de las especies
reguladas genéticamente, aunque muchas veces el comportamiento sea
impuesto por la fuerza física, y ésta sea ejercida, por lo general, para
mantener un tipo de estructura del grupo definida por la especie. Lo mismo
pasa en la especie humana, la creatividad cultural ha sustituido a la base filo-
genética a la hora de regular esos comportamientos, de manera que un
elemento del comportamiento “representifica” la serie, lo que supone que el
curso de la acción es previsible, cuestión básica para la convivencia.
Éste es un factor clave de la cultura práctica que la diferencia
específicamente de los otros dos tipos señalados, la cultura técnica y la ideal.
Pues bien, si tanto en la una como en la otra la vinculación entre la realidad
sensible y lo que ésta representifica o a lo que ésta remite es, supuesta la
convención o instauración cultural, necesaria, no pasa lo mismo en el caso de

195
la cultura práctica. En la cultura técnica hay una vinculación necesaria entre
la silla y su uso; un martillo sirve para golpear; la palabra silla designa de
modo necesario el objeto silla, y no cabe pensar de otro modo; si uno se
empeña en trastocar las remisiones culturales de la cultura técnica y de la
cultura ideal, diríamos que ha perdido la razón. Si uno se empeña en cambiar
todos los significados de las palabras o el uso de las cosas, diríamos que está
loco.
No ocurre eso en el caso de la cultura práctica. La cultura regula cómo se
come, cómo se ama, cómo se viste, cómo se comporta un viejo, una joven, un
joven; eso da cierto preconocimiento de cómo va a actuar el otro y cómo los
otros esperan que actúe yo mismo. Sin embargo, eso puede no ocurrir porque
soy libre de hacerlo de ese modo, y también los otros son libres en el mismo
sentido. Por tanto, en la cultura práctica no hay necesidad: en ella se señalan
cursos de acción, pero el que se siga esos cursos de acción depende de la
voluntad, carácter o decisión tanto mías, en mi caso, como de los otros en el
suyo.
Antes de terminar esta primera sección, quiero aludir a otro gran grupo de
creatividad cultural en este apartado de la cultura práctica. La sociedad no
sólo regula los cursos de acción que indican la posición, sino otros muchos;
pero entre todos ellos sobresalen unos decisivos, los cuales, si no son
decisivos en las sociedades sencillas, sí lo son en las complejas, no sólo en
las nuestras sino también en unidades relativamente pequeñas pero dotadas
de una cierta complejidad; la sociedad regula con bastante precisión unos
cursos de acción fundamentales que afectan a la totalidad de la vida de las
personas. En la actualidad llamamos a estos cursos de acción la profesión.
Antes se ha hablado de la posición. Desde la posición se desarrolla lo que en
la sociología se llamó la división del trabajo; pero la división del trabajo,
debido al aumento de la complejidad social y de la cultura técnica, se
convierte en la existencia de cursos de acción diseñados idealmente que
afectan a la totalidad de la vida de los individuos y que pasarán a constituir el
modo como uno va a vivir, lo que uno va a hacer y, como resultado, lo que
uno va a ser. Esto hasta el punto de que la decisión de la profesión es, llegado
un joven a la adolescencia, uno de los elementos fundamentales de esa
preocupación que, según Heidegger, constituye nuestro ser. Pero el objeto de
nuestro cuidado, de nuestra preocupación, de nuestra Sorge, es el ser por el
que nos preocupamos, lo que queremos ser. Esa es la gran pregunta al filo del
abandono de la infancia. Es ahí donde la sociedad ofrece los modelos

196
profesionales no sólo como los cursos de acción disponibles sino también
como los modelos ideales de la cultura práctica de una sociedad.
Evidentemente, esos modelos no están disponibles para todos; la sociedad ha
decidido también de antemano el margen de elección de cada uno según
criterios que la propia sociedad ha decidido aplicar; criterios, a su vez,
decididos o establecidos sobre parámetros de valoración que configuran sus
ideales o, lo que podemos llamar, su ideal de cultura. De ahí que las
profesiones no sean sólo un modo de cultura práctica sino tal vez el principal
sector de la cultura práctica. Primero, porque en la profesión regulamos la
mayoría de nuestra vida; la mayor parte de nuestro modo de vida depende de
nuestra profesión. Pero, segundo, porque en la profesión es donde más incide
el carácter evaluativo de la cultura. Ya sabemos que lo que da a la cultura
técnica valor es la modalidad de ser a la que sirve o que está detrás de ella.
Esas modalidades de ser también están regidas por una valoración, la
valoración fundamental radica justo en estos modos de ser y al menos uno de
los modos de ser fundamentales es el de la profesión. La cultura establece
valoraciones o evaluaciones entre las diversas profesiones. Esa evaluación es
una fuente fundamental del valor en la sociedad. De ahí la importancia de la
profesión en la filosofía de la cultura.

197
3.2. Escenarios o espacios culturales
3.2.1. Consideraciones previas

Hemos visto, pues, los tipos o especies de cultura, fijándonos, primero, en


la diferencia entre el elemento material sensible que actúa como punto de
partida del elemento de sentido y, por tanto, como la realidad cultivada, y
fijándonos, en segundo lugar, en la diferencia del mismo sentido. Conviene
ahora detallar los ámbitos, escenarios o campos en los que se centra la
creación cultural. Pero antes voy a señalar dos cosas. En primer lugar, que el
orden en que he tratado los tipos de cultura, cultura técnica, ideal y práctica,
no es azaroso, sino que está orientado a esta segunda sección del capítulo.
Esto se debe a que la cultura, vista desde una perspectiva muy amplia-es
decir, tomando al ser humano en el reino ontológico al que pertenece, el de
los mamíferos–, no es sino el modo como el ser humano, que ha perdido la
concreción de los instintos, resuelve las tareas de la vida; éstas serían,
entonces, el punto de referencia de lo que he llamado cultura práctica. La
cultura técnica y la cultura ideal son, por así decirlo, los soportes de actuación
o apoyo de la cultura práctica. No son la cultura técnica o la cultura ideal lo
primario, sino la cultura práctica. Es cierto que las dos primeras son las más
llamativas, las que primero se ponen a la vista del investigador; por eso es
más fácil empezar por ellas. Heidegger empieza por el mundo, que es el
conjunto de lo que para nosotros es cultura técnica. Directamente vinculado a
la cultura técnica está el lenguaje, parte esencial de la cultura ideal, que se
nos amplía también por el lado de los objetos no encadenados. Ahora bien, y
éste es el segundo punto que quería señalar, Heidegger, habiendo mostrado
muy bien la conexión de la cultura técnica con las tareas humanas –con el ser
del que el ser humano se preocupa– no dedica a éste prácticamente nada.
Sólo lo califica de auténtico o de inauténtico. En la medida en que la
autenticidad es sólo la asunción decidida del ser para la muerte –tesis muy
empobrecedora a la hora de describir la vida humana– todo el resto queda
bajo la categoría de lo inauténtico, sin que eso sea ningún punto de vista para
diferenciar las diversas modalidades de la cultura práctica humana. Por eso
nos corresponde ahora exponer los aspectos diferenciadores de la cultura
práctica.
¿Cómo proceder? Gustavo Bueno nos contestaría enumerando los

198
problemas que tiene que resolver un grupo humano, que no son muy
diferentes de los que tiene que resolver un grupo animal. De ahí deduce tres
ámbitos fundamentales que diferenciarían la cultura, y que se refieren a lo
que llamo cultura práctica. El primer ámbito se refiere a lo que Bueno
denomina capa basal’ a través de la cual eso que él llama sistema
morfodinámico, que es la cultura, garantiza el aprovisionamiento de la
energía necesaria para la vida. Otra capa es la cortical, por la cual el grupo
mantiene su entidad frente al exterior y así se defiende de las agresiones. En
tercer lugar existiría una capa conjuntiva, que garantizaría la conexión de la
capa basal y la cortical (Bueno, 1996: 170). No es difícil ver que en estas
denominaciones hay un ensayo sistematizador de la cultura práctica,
enumerando las tareas que la cultura tiene que resolver y resuelve.
Este esquema, sin embargo, deja fuera elementos que son propios sólo de
la cultura humana y que no encajan en ninguna de las tres capas, por ejemplo,
los juegos, que sólo de una manera muy forzada entrarían en la capa
conjuntiva; o la misma reproducción, que también de una manera dificultosa
sería parte de la capa conjuntiva o cortical. Por mi parte, prefiero acudir una
vez más a la intuición que ha guiado a los antropólogos sociales a la hora de
describir la cultura humana de modo sistemático. Esa intuición no apareció al
alba de la antropología sino más bien cuando la tradición antropológica ya
estaba granada y, traspasando sin complejos los ámbitos de su propia
disciplina, miró a otros campos. En mi opinión, el mejor punto de partida
para hacer un recuento de las tareas humanas es el que lleva a cabo la
antropología americana basada en las intuiciones de Marx sobre la estructura
social, desde la que se formula el modelo o patrón universal (universal
pattern) que dice Marvin Harris (1981: 130 y ss.). Según este modelo y
partiendo de la distribución tópica marxiana de infraestructura, estructura y
superestructura, la sociedad o las tareas necesarias de un grupo humano caen
siempre en uno de esos grupos descriptivos, sin que con ello se pretenda, al
menos aquí, nada más allá de una descripción que debe proceder de un modo
sistemático.
Según este modelo, un grupo humano debe garantizar la provisión de
energía; lo que corresponde a la capa basal de Gustavo Bueno. Segundo, el
grupo tiene una estructura en la que se garantizará la reproducción del grupo,
su cohesión interna y el mantenimiento frente al exterior. Y tercero, el grupo
dispone de todo un conjunto de elementos que no pertenecen ni a la
producción ni a la reproducción y que son de carácter ideológico, es decir,

199
que constan de ideas por las cuales se piensan las otras dos capas y otros
muchos aspectos de la vida social, aunque en la enumeración de M. Harris
esta capa quede un tanto confusa.
Si bien el primer nivel del modelo universal coincidiría con el propuesto
por Bueno, los otros sólo de manera forzada serían aproximables. Por mi
parte, aceptando globalmente el punto de vista del modelo universal, creo
conveniente hacerle algunas matizaciones, sobre todo en lo que concierne a la
superestructura, porque ahí no se consigue individualizar de manera
sistemática el principio diferenciador, ya que, obviamente, éste no puede ser
el hecho de manejar ideas, pues la cultura humana, que regula los dos
primeros niveles, sólo con ideas puede hacerlo. Yo voy a utilizar un criterio
distinto, que puso en marcha Eugen Fink al identificar lo que él llama los
fenómenos fundamentales de la vida humana (Fink, 1979), y que no son sino
los grandes núcleos que aglutinan la actividad cultural del ser humano y, por
tanto, del grupo. En algunos puntos se podría identificar este criterio con el
modelo universal, pero en lo que concierne al tercer nivel, el superestructural,
se parte de una concepción, en primer lugar, distinta, es decir, para nada
tópica (infra y supra) y, en segundo lugar, tampoco vectorial, pues cada
núcleo es autónomo o irreductible a los demás, aunque esto no quiera decir
que no ejerzan una profunda influencia unos en los otros. Estos “fenómenos”
son el trabajo, el amor, el dominio o la guerra, la muerte y el juego, tal como
Fink los menciona. Detrás de esos nombres yo prefiero ver los grandes
núcleos del comportamiento humano que en ellos se trata de regular. En
efecto, en el trabajo lo que se piensa es la relación del ser humano con la
naturaleza; en el amor, el principio de la reproducción; en el dominio o la
guerra el modo de relacionarse con los otros no familiares; en la muerte se
anuncia el fenómeno de los límites de la vida humana; en el juego, por fin, la
experimentación con lo posible. No hay grupo social humano que no regule
estos cinco ámbitos, de manera que ellos son escenarios en que se plasma la
cultura técnica, la cultura ideal y que constituyen la cultura práctica.

3.2.2. El ser humano en la naturaleza: el trabajo

Tal vez la elemental relación del hombre con la naturaleza para su


sustento sea el primer campo, escenario o ámbito de actuación cultural. Su
carácter “fundante” y primordial podría verse en el hecho mismo de que es
éste el único aspecto de la cultura en el que coinciden los tres modelos que he

200
citado. Y es que la prime ra tarea insustituible de un grupo humano es
proveer del sustento diario al grupo, aportar los nutrientes, comida y agua,
imprescindibles para vivir. A esta actividad primordial de un grupo le
llamamos trabajo.Y no es éste el momento de especificar o analizar con
detenimiento el concepto de trabajo, porque no es el objetivo de esta
investigación. Por trabajo, en sentido genérico, entendemos el conjunto de
actividades por las cuales los seres humanos de un grupo consiguen de la
naturaleza las aportaciones energéticas necesarias para vivir. Este conjunto de
actividades constituye la primera tarea de la vida humana; hay que
alimentarse a diario y, por tanto, a diario hay que aprovisionarse. Puesto que
los alimentos no están disponibles, hay que producirlos, recogerlos, lo que
sea. Es el primer gran campo de actuación de la cultura. Se trata, pues, de una
cultura práctica orientada a resolver una tarea primordial de la vida humana,
si bien esa cultura práctica, que decide quién y cómo trabaja, es uno de los
escenarios fundamentales de la cultura técnica. La máxima creatividad
cultural se produce en la creación de instrumentos para cazar, recoger
alimentos, trasportarlos, elaborarlos, conservarlos, cocinarlos, distribuirlos,
etc., siempre dentro de lo que Carlos París llama el principio cairológico, la
combinación de la necesidad y la madurez para una solución (París, 1994:
106 y ss.).
Toda manipulación de estos instrumentos, de lo que Heidegger llamaría
“cosas a mano”, que en buen castellano estamos llamando enseres, es una
cultura técnica, que cumple perfectamente los requisitos que le hemos
asignado. Esos enseres están integrados en totalidades de remisiones y
significación, cuya última meta está en satisfacer una “necesidad” humana.
Por eso, toda esta cultura está en el ámbito de la cultura de la necesidad.
Necesidad en un doble sentido, necesidad respecto a los condicionamientos
ambientales que permiten una cultura y no otra; y necesidad respecto a las
exigencias de la vida humana que tiene la característica de exigir
periódicamente la satisfacción de esa necesidad. En la palabra latina
necessitas no se da este aspecto de periodicidad. “Necesidad” es lo que no es;
a partir de ese concepto hay necesidades no notadas, pero en la vida es
imprescindible que de alguna manera la necesidad sea notada. En la palabra
alemana, por el contrario, se insiste en el carácter periódico: necesidad es “lo
que vuelve”: (Notwendigkeit), la urgencia (Not) vuelve (wendet). Es ésta una
buena descripción del estatuto de la necesidad.
Ahora bien, esta cultura de la necesidad, que se concentra

201
fundamentalmente en el trabajo y es inspiradora de muchos de los elementos
de la cultura técnica, no carece de un componente fundamental de cultura
ideal; Gustavo Bueno lo había notado muy bien al definir su concepto de
capa basal, aunque tal vez con una cierta incongruencia. Según él, la cultura
en su capa basal extrae la energía «a través del análisis que el sistema haya
podido hacer del entorno desde sus propias categorías» (1996: 170); así, lo
que él llama capa basal supone un elemento cultural de interpretación del
entorno. Esa interpretación, necesaria para la aplicación de la cultura técnica,
es parte de la cultura ideal de un pueblo. Es muy posible que la cultura ideal
opere en el ámbito del trabajo como en uno de sus primeros escenarios. Para
cazar hay que conocer los itinerarios, el tiempo, las costumbres de los
animales; para cultivar el suelo es imprescindible un gran conocimiento de
botánica, botánica folk, edafología folk, meteorología folk, conocimientos
todos ellos sedimentados en el lenguaje y transmitidos por tradición, una
tradición que se asume, en general, con el proceso de enculturación, de
aprendizaje cultural en que consiste la educación de un niño. La imperiosidad
de la cultura de la necesidad hace que una cultura sea, ante todo, una cultura
técnica para recoger o producir alimentos, y una cultura ideal, un conjunto de
ideas para garantizar el éxito de esa recogida y producción de alimentos. La
pérdida de la concreción de los instintos obliga a aplicarse a esta primera
tarea, por ser la más imperiosa e ineludible. Hasta qué punto es así se ve en
que un considerable número de profesiones, que como sabemos constituyen
los modos en que las sociedades complejas organizan una gran parte de la
cultura práctica y en los que se encuadra a las personas, se refieren a
posiciones relativas a la cultura del trabajo, o a un tipo de trabajo referido a la
relación del hombre con la naturaleza, para extraer de ella los alimentos, o a
cualquier otro momento de la cadena de alimentación, por ejemplo,
producción de instrumentos para trabajar, elaboración de los mismos,
distribución de los alimentos para poder trabajar, etc.
Pero las necesidades no se terminan con la alimentación; hay otra
necesidad si no tan básica como la alimentación al menos, según los lugares,
también necesaria: la protección frente a la naturaleza. Aquí la pérdida de la
concreción de los instintos ha ido acompañada de una pérdida de capacidad
de protección frente a la pérdida de calor o a las inclemencias del tiempo. La
necesidad de protegernos de la pérdida de calor y la necesidad de guarida no
es muy fuerte en los trópicos, que sería donde, según la ciencia actual,
aparece el antepasado de nuestra especie, el homo sapiens. Pero en otros

202
hábitat, el homo no puede vivir sin protección, y como la naturaleza, es decir,
los instintos, no se la proporcionan, tiene que procurársela él mismo. De este
modo, vestido y guarida se convierten, junto a la alimentación, en
necesidades más o menos perentorias según los lugares. Protegerse del frío y
guarecerse por la noche de la lluvia y de otros fenómenos atmosféricos puede
ser una necesidad tan ineludible como alimentarse, y gran parte el trabajo
humano está orientado en esa dirección. También aquí la cultura práctica,
bien como profesión, bien como resolución de una necesidad en un momento,
coordina elementos de cultura técnica e ideal, ya que es necesario un
considerable conocimiento de las propiedades de las cosas, del
comportamiento y características de los animales, de las variaciones del
clima, de las estaciones, etcétera, elementos todos ellos sedimentados una vez
más en el lenguaje transmitido.
El carácter fundante de estos aspectos de la cultura se ve en la utilización
metafórica que, por ejemplo, en alemán se hace de la morada, de habitar,
wohnen, para la propia cultura. La cultura es el conjunto de las
Gewohnheiten, es decir, el conjunto de “estructuras en que moramos”; la
cultura, como morada, es el lugar en que habitamos. También el vestido es
fuente metaforizante para la cultura, en la denominación de hábito; la cultura
es el conjunto de los hábitos de una sociedad; mas hábito es también vestido;
con lo cual se ve que cultura es lo que un cuerpo tiene encima para
comportarse de un modo determinado.

3.2.3. El ser humano con los otros: la familia y la política

El punto de partida que hemos aceptado en esta investigación sobre la


cultura es el de tomar la cultura tal como se presenta, es decir, como una
tradición que cada individuo debe aprender, de manera que sólo en ese
aprendizaje se hace tal ser humano. Nuestra perspectiva filosófica cuestiona
esa tradición que ya estaba allí antes. No nos situamos en un sujeto aislado,
porque la cultura misma es una entidad que sólo desde el carácter de realidad
social de la vida humana puede ser abordada. Eso significa que en todo
momento hemos tenido en cuenta que el ser humano es un ser- con; como
dice Husserl, el ser humano es un ser que vive generativamente en grupos
humanos (Hua VI: 13). Vivir generativamente quiere decir que “es nacido”,
del mismo modo que “es mortal”. Que el ser humano es mortal-lo sabemos
filosóficamente desde Hegel– significa que el sentido de su vida –por

203
ejemplo, la capacidad de separar la animalidad y el significado, por tanto, de
comprender el significado ideal–, proviene del hecho esencial de saberse
mortal. El ser humano no “es” mortal como los otros animales porque sabe
que es mortal y este saber es decisivo en la configuración de la estructura de
su vida.
Pues bien, como sobre todo Hanna Arendt ha puesto de manifiesto, es
también “nacido” (1998: 23), pero no como cualquier animal, ya que al
contrario de ellos sabe que es “nacido”. De ahí dependen también muchas
cosas de la estructura de la vida, y es que la estructura de la vida humana es
ante todo una estructura “sabida” de generatividad. Como dice Husserl: «No
hay vida sin amor. Toda vida sólo llega a ser consciente en unidad con una
conciencia de amor» (1997: 210). Eso es lo que significa el vivir
generativamente, vivimos de entrada en una familia, a partir de una familia
que constituye el centro de nuestro enraizamiento en el mundo. Este
centramiento que la familia supone o significa se da por estar rodeado cada
individuo por unas generaciones superiores, de las que nos viene esa cultura
que vamos aprendiendo, y por unas personas de la misma edad, los llamados
hermanos o primos que, frente a los mayores, son semejantes a nosotros y en
la estructura de la familia ocupan el mismo lugar. Esta es la estructura básica
en la que surgimos a la luz de la vida consciente.
Casi toda vida animal tiene también esa estructura, pero los hilos que la
componen vienen en gran medida determinados por la naturaleza. Es la
herencia fijada genéticamente la que determina cómo se comportan los padres
respecto a sus crías y éstas respecto a sus padres, al resto de las crías y a los
de fuera. En cambio, en el caso de los humanos, una vez más la cultura tiene
que suplir la indeterminación de los instintos, de nuestra herencia genética.
Porque no es que no exista en nosotros herencia genética. Por ejemplo, la
importancia decisiva que el cuidado de una prole indefensa supone hace que,
probablemente, en este caso haya más condicionamientos instintuales que en
otros, al menos en lo que se refiere a la madre. Sin embargo, si salimos de la
relación madre/hijo, el resto de las relaciones de la estructura familiar están
indeterminadas. Y ahí vuelve otra vez a actuar la cultura determinando esas
relaciones; y lo determina prácticamente todo, siempre tomando como base,
al menos por lo general, los elementos que la naturaleza –es decir la herencia
genética– ofrece. Pero hay un punto en el que la cultura incide de modo
decisivo; incluso podría tener algo que ver con el nacimiento mismo de la
cultura, a saber, la creación o el establecimiento de nuevas unidades

204
familiares.
La cultura no trabaja aquí en una indeterminación absoluta. La naturaleza
ha regulado casi siempre la maduración sexual y la formación de unidades
familiares; pero el caso es que en la vida humana desde una perspectiva
natural todo está muy abierto, de manera que la cultura, posiblemente
ayudada por una disminución –o anulación– del estímulo sexual entre los
hermanos y hermanas que parece resultar del hecho de su convivencia desde
pequeños, orienta la búsqueda de estímulos con significación sexual hacia
fuera de la familia, con lo que ésta queda a salvo de lo que podemos llamar
con Merleau-Ponty “percepción erótica” (1985: 173). Esa ausencia de
percepción erótica en la familia, a saber, entre los miembros de los distintas
generaciones y entre los hermanos y las hermanas, queda resguardada o
garantizada por el pudor. Es Klaus Held el que en sus últimas conferencias ha
llamado la atención sobre este aspecto básico de la cultura. El pudor es el
sentimiento que resguarda la intimidad sexual de los padres en relación a los
hijos, de éstos en relación a aquéllos y entre los hermanos, de manera que ni
los padres para los hijos, ni éstos para aquéllos ni unos hermanos para otros
son objeto de percepción erótica. Eso lleva consigo que los hermanos y
hermanas, cuando va llegando la hora de su madurez sexual, mirarán hacia
afuera, los chicos hacia las chicas y éstas hacia los chicos, aunque eso no se
suele hacer en soledad sino en el seno del grupo de amigos o amigas. Porque
antes de ello, los chicos y las chicas han constituido sus respectivos grupos de
edad, de manera que es desde estos grupos desde los que se dará la búsqueda
de compañe-ro/compañera. Pero todo esto dentro de pautas de
comportamiento transmitidas por los padres, de qué se debe hacer y qué no se
debe hacer; cuándo, dónde y cómo. La cultura no gusta dejar todo este
conjunto de comportamiento sin “cultivar”; al contrario, prácticamente todos
ellos están regulados en las sociedades: están regulados los grupos de edad; la
edad de la relación entre jóvenes de distinto sexo; lo permitido y lo no
permitido en esas relaciones; y, por supuesto, las normas o reglas de contacto,
de saludo, etc., exactamente o de modo parecido a como están reguladas las
relaciones interiores de la familia, en lo que corresponde a cada miembro. En
verdad, cada posición en la familia es algo así como una profesión, en el
sentido que la definíamos en el capítulo anterior. Cuando uno sabe que va a
ser padre o madre asume un principio de regulación que va a afectar al modo
como se va a comportar a lo largo de su vida, al menos mientras exista esa
relación, por más que a lo largo de los años varíe, de acuerdo a la variación

205
de las posiciones de la otra parte. La cultura, cada cultura, da contenido
preciso a esa especie de profesión, a ser padre, a ser madre, a ser tío materno,
tío paterno, etc. Según la opción cultural de cada sociedad, esa posición
puede ser muy diferente en un lugar u otro; y, por supuesto, también muy
variable a lo largo de la historia.
Pues bien, este hecho, buscar fuera del núcleo familiar al compañero o
compañera sexual con quien iniciar una nueva unidad familiar, constituye un
punto fundamental en la historia de la especie. Al hablar de la historia de la
especie estamos hablando de un hecho universal. En la historia de la
antropología este hecho es conocido como la prohibición del incesto o, en su
contrapartida positiva, como el intercambio de mujeres, tal como lo
denominará el antropólogo francés Lévi-Strauss (1972: 44 y ss.). Está claro
que su sentido no es tanto el intercambio de mujeres como la búsqueda fuera
de la familia más inmediata –padres/madres, en la configuración que sea, y
hermanos/hermanas– de compañero o compañera sexual. Esa búsqueda
conlleva un desplazamiento del sentido natural de lo sexual, una diferencia
fundamental en la percepción de los hermanos y hermanas en relación a los
jóvenes de ambos sexos de fuera; el hermano o la hermana no serán
percibidos como posibles compañeros o compañeras sexuales, sino como
tales para otros. Lévi-Strauss interpreta esto como la instauración simbólica,
porque, según él, las hermanas e hijas serán percibidas como prenda de
intercambio por mujeres de fuera del grupo, con lo cual la realidad natural
queda revestida de un sentido de cursos de acción futura, lo que es, como
sabemos, la creación cultural. Por eso dice Lévi-Strauss, «la prohibición del
incesto se encuentra, a la vez, en el umbral de la cultura, en la cultura y, en
cierto sentido [...] es la cultura misma» (1969: 45), es el «pasaje de la
naturaleza a la cultura» (o.c.: 59). El hecho plausible de que esto se haya
llevado a cabo en principio con las hijas y hermanas antes que con los hijos y
hermanos podría estar en relación directa con la historia filogenética de la
humanidad actual, es decir, del homo sapiens sapiens, a partir de grupos de
cazadores, previsiblemente a finales del Pleistoceno medio o principios del
Pleistoceno superior, cuando la caza adquiere cierta importancia y exige una
fuerte separación de los papeles sexuales. Esta consideración, por otro lado,
no supone ninguna legitimidad añadida a esa situación, ni la exclusión de
motivos convergentes que, junto con el primero citado, hayan llevado a ese
hecho histórico tan determinante del contenido real de la historia de la
humanidad. Uno de esos motivos muy bien puede haber sido el deseo, por

206
parte de los hombres, de “acapararlas [a las mujeres], controlarlas y poder
disponer de ellas según sus propios intereses: “los de los hombres”», dado
que en la especie humana los hombres «disponen de mayor fuerza bruta y
pueden dominar físicamente» (Pintos, 1997: 48). Pero el sentido humano y
cultural del tema que aquí perseguimos no está vinculado al intercambio de
mujeres, sino al hecho de buscar compañero o compañera fuera del núcleo
familiar. También el conocido relato de Freud en Tótem y tabú sobre la
génesis de la estructura social humana es en la actualidad interpretado en la
misma dirección. Carlos Gómez lo resume muy bien: «Cuando se abandona
el fantasma del protopadre, poseedor de todas las mujeres; cuando se
renuncia a la fantasía de omnipotencia que le acompaña y suscita, se puede
acceder al orden simbólico de la cultura... Así, la renuncia al incesto y a la
totalidad [de las mujeres], la aceptación de la ley del padre, es condición del
ser humano» (1998: 59).
La existencia del núcleo familiar no es sólo una cuestión mental y de
comportamientos o de cultura práctica. Una vez más la cultura práctica, que
regula los modos de comportarse con los otros en lo que concierne a la
reproducción y a la estructura del parentesco, utiliza la cultura técnica y la
cultura ideal. La estructura del parentesco es una red clasificatoria muy firme
y de una amplitud variable según los pueblos; más aún, es quizá la primera
clasificación estructural de la sociedad. La familia establece las primeras
categorías básicas de lo social: padres, hermanos, tíos, casadero/no casadero,
hijos. Pero no sólo se trata de una cultura ideal que conlleva unos
comportamientos, una cultura práctica precisa, ya que esta cultura comporta
también una cultura técnica, en primer lugar, para señalar a la propia familia
–normalmente la familia tiene una morada, una casa del tipo que sea–, y, en
segundo lugar, para permitir o facilitar el pudor. Este, en efecto, como
sentimiento y emoción que acompaña a algunos aspectos de las relaciones
intergeneracionales o intrageneracionales de distinto sexo dentro de la
familia, se ayuda también de elementos propios de la cultura técnica, tales
como el vestido y la propia casa. El modo de la arquitectura o construcción
de las moradas humanas está relacionado con el pudor, es una forma de
posibilitar el pudor. Pero la relación con los otros (en el sentido de la
vertiente humana de ser-con) no termina en la familia y en las relaciones y
estructuras del parentesco, es decir, en todo aquello que constituye la relación
que en nuestra cultura llamamos amor-sexual, maternal, filial, de hermanos,
de amigos-sino que se extiende a la vez a un grupo más amplio. Por eso

207
Husserl hablaba de la unidad generativa en un grupo. De ahí que, si hemos
visto la actuación de lo cultural en la unidad generativa, ahora debemos
fijarnos en la otra parte, en el hecho de que también seamos intersubjetivos
en la convivencia fuera de la familia, en la comunidad, en la polis. Esta
convivencia es la otra cara de la anterior, porque la creación de nuevas
unidades tiene como requisito la existencia previa del grupo de familias; ésa
es la condición de que se pueda buscar fuera compañera o compañero. Más
aún, si la familia propia es el centro del enraizamiento en el mundo, de hecho
ese centro es un poco más amplio, porque tiene una amplitud tan grande
como el pueblo, la aldea o la ciudad de uno. Vemos el mundo desde la
comunidad natural, en la que se habla como nosotros, en la que la gente se
comporta como nosotros, donde tenemos los amigos y, en definitiva, donde
confiamos encontrar compañero o compañera futuros.
En las sociedades muy sencillas estas comunidades estaban constituidas
por una ampliación de la estructura del parentesco, pero también solían
disponer de una estructura dual, extendiendo a todo el grupo la división
básica de donadores o receptores de compañero o compañera sexual (Lévi-
Strauss, o.c.: 119 y ss.). Esa división dual imponía unas conductas concretas,
que, por tanto, se basaban en unas clasificaciones, que dieron lugar a lo que
se denominó, por error, totemismo y que no era tanto un tipo de religión
como un sistema de clasificación social, que determinaba los
comportamientos de los grupos entre sí, como lo demostró el ya citado Lévi-
Strauss (1965).
Pero más allá de la estructura del grupo como lugar donde encontrar
compañero, el grupo es o puede ser la unidad básica de trabajo.Tal es el caso
de la caza mayor, o el de las obras de aprovisionamiento, o ese otro tan
importante como es el de la defensa de la comunidad respecto al exterior, y
no menos para el mantenimiento de la concordia dentro de la misma; porque
es muy frecuente que en la convivencia surjan conflictos entre las unidades
que constituyen una comunidad, o entre individuos de distintas unidades. La
comunidad es la unidad que resuelve o regula el curso de esos conflictos.
Entre los animales los conflictos están pautados o regulados por la herencia
genética. Una vez más la especie humana está sin defensas genéticas para
resolver los conflictos y, por tanto, también tiene que acudir a instancias
culturales. La cultura utiliza elementos genéticos, por ejemplo, para intimidar
al otro y defenderse; pero esos elementos genéticos, tales como señalar la
ferocidad en la cara, el hinchamiento del pecho, el levantamiento de los

208
hombros, nada pueden ni tienen por lo general ningún efecto automático ante
un individuo que dispone de un arma, sobre todo si puede causar daño a
distancia. La cultura técnica humana, que puede matar fácilmente sin
arriesgar nada, impone mucho más que entre los animales el control cultural
de los conflictos internos del grupo. Dado que causar la muerte es un asunto
muy fácil, a diferencia de lo que ocurre entre los primates, donde es muy
difícil matarse, la cultura tiene que incidir ahí de modo muy tajante. Entre los
cánidos, donde matarse también sería fácil, mordiendo en la yugular del
adversario, la filogénesis, en el gesto de ofrecer la yugular al vencedor ha
creado, un inhibidor automático de la agresión. Un lobo, en cuanto ve que
puede perder una batalla, ofrece la yugular a su vencedor y éste queda
bloqueado e inhibido en su ataque. Como entre los antropomorfos no existe
ese peligro, no tienen inhibidores innatos, y mucho menos los tiene el ser
humano, heredero del programa genético de los antropomorfos. Sin embargo,
la disponibilidad de armas y de una cultura técnica más eficaz que cualquier
arma corporal, exige sustituir los inhibidores genéticos por otro tipo de
control cultural. Es la cultura la que tiene que regular la conducta en el grupo
para preservar un orden de convivencia que supere los conflictos.
Pero no sólo de cara a la convivencia interna del grupo es necesaria la
cultura o actúa la cultura. También opera de cara al exterior del grupo. En
este caso, como en el otro, ya no es el sujeto la unidad familiar, sino el grupo
en cuanto tal. Y hay que decir que en la primera etapa de la humanidad ese
grupo ha estado constituido, a la hora de la decisión y la acción, en general,
por el grupo de hombres, tanto con responsabilidad familiar –los padres o
tíos-como sin responsabilidades –los jóvenes varones. En un grupo los
varones en general constituyen una comunidad de defensa frente al exterior.
Esa comunidad se basa en una cultura ideal cuyo contenido es el
conocimiento del medio del que se dispone o en el que se vive, de cara a la
defensa, y en una cultura técnica orientada a esa defensa. Aquí vemos la
subordinación de la cultura técnica y de la cultura ideal a la cultura práctica,
en la modalidad de mantener la existencia del grupo en las condiciones de
vida en que estaba. Si el grupo no puede garantizar esa permanencia y antes
no es destruido, lo normal es que emigre. Pero todo eso está previsto,
regulado, pensado en la cultura de un grupo. Muchas veces el saber
tradicional transmite acontecimientos del pasado relacionados con la
existencia misma del grupo, de su fundación, confrontación con otros
pueblos, victorias, fracasos, etc. El grupo como tal suele tener su historia, la

209
historia de su existencia como unidad en medio de otros grupos hostiles o
amistosos, más o menos cercanos.
Desde Heráclito sabemos filosóficamente de la importancia de la guerra.
Pero la guerra no es sino una manifestación de la estructura de las relaciones
humanas de carácter político, que se basan en la defensa y el poder. No es,
entonces, tanto la guerra lo que está en juego como las pautas culturales por
las que el grupo regula la convivencia interna y externa, a fin de mantener el
orden que permita a las unidades familiares cumplir su cometido y garantizar
la existencia misma del grupo en el espacio en que vive y en el modo de vida
que tiene. El ser humano es esencialmente, dice Fink (1979: 106) luchador,
está dispuesto a defenderse frente a las agresiones, del tipo que sean. Esto a
veces sólo se puede mantener en un conflicto armado con otros grupos. Eso
es lo que llamamos la guerra. Pero esto no quiere decir que ésta sea un
fenómeno básico de la vida humana. En cambio, lo que sí es un escenario
fundamental para la creatividad cultural es la creación y mantenimiento de un
grupo –generalmente los varones– preparado para la defensa de la
comunidad, si es necesario acudiendo a la confrontación parcial o total. La
extensión de la especie humana contemporánea por la totalidad del Globo
indica que esa confrontación tuvo que ser parcial, es decir, que antes de ser
exterminado un grupo, organizaba la emigración y búsqueda de nuevos
territorios; antes de la guerra era más fácil emigrar. Cuando esto ya no fue
posible, la guerra aumentaría su importancia. A partir de ese momento la
guerra, la confrontación armada con otros grupos, se convierte en un
escenario básico de la creatividad cultural tanto en relación a la cultura
técnica como a la cultura ideal.

3.2.4. El ser humano y los límites: la muerte

Pero la vida humana no se reduce a su mantenimiento, defensa de sus


condiciones de vida y reproducción. Aún hay otro elemento básico inspirador
de la actividad creativa cultural. Si antes hemos relacionado la generatividad
con el “saberse nacido”, ahora debemos atender a la otra faceta, o a la otra
dirección, el “saberse mortal”. Se dice que el ser humano es mortal, pero ese
rasgo no es como el de cualquier animal, porque la mortalidad impregna su
vida; el ser humano sabe de sus límites biológicos, de la limitación y
terminación de su vida. Ya he mencionado que por ese saber, según Hegel,
alcanza a separar de la animalidad el concepto o significado (ver Kojéve,

210
1972: 143 y ss.). La comprensión de la muerte es la condición de la
comprensión de nuestra facticidad, y sólo frente a ésta se destaca lo no
fáctico, lo ideal, incluso lo valioso: «Desde que el ser humano conoce la
muerte, puede él amar la vida como tal» (Fink, 1979: 157). Este podría ser
incluso un buen criterio para diferenciar la fenomenología de Husserl y la de
Heidegger. Para éste la vida humana es radicalmente mortal y, por tanto, la
verdad se remite a un sujeto mortal, con lo que Heidegger se sitúa en una
tradición opuesta a la de Espinosa (sentimur experimurque nos aeternos esse;
Etica, parte V, prop. XXIII, schl.), Hegel o Husserl, para quienes la verdad se
fundamenta en la superación epistémica de la muerte. En la verdad, sea esta
teórica o práctica, nos situamos al otro lado de la muerte. También, en
opinión de Simmel, ésa sería la condición para poder separar la vida y los
contenidos significativos, porque la muerte «puede anular el proceso de la
vida, pero no [puede] atacar a la significación de sus contenidos» (1986: 60).
Mas ésa es la condición de la existencia de la noción misma de verdad.
Esta realidad ontológica de la vida humana afecta al modo como
entendemos la totalidad de la vida. Primero porque nos pone en la pista de la
comprensión del sentido último de la enfermedad, de la situación en que el
cuerpo puede deteriorarse y acercarse a la muerte. La enfermedad, aunque no
siempre esté relacionada con la muerte, es un modo de mediación de la
muerte y, desde ese momento, fuente de máxima actividad creativa cultural, a
nivel de cultura técnica y cultura ideal, ésta en cuanto preparación de
elementos técnicos que exigen el conocimiento del medio, de las cualidades
medicinales de la naturaleza, la observación precisa de síntomas, etc. Una vez
más, como en el caso de la guerra, el problema genera la tensión necesaria
para investigar y producir avances importantes en el conocimiento. Son
patentes los avances del conocimiento producidos en la actualidad para
resolver los problemas del cáncer o del sida, lo que no es sino una batalla
contra la muerte.
Pero en la lucha contra la muerte no hay más que victorias parciales; sólo
pequeñas batallas se pueden ganar, ya que al fin la muerte nos espera de
modo inexorable. El conocimiento de la muerte, el hecho de ser
verdaderamente mortales, genera, por un lado, actividad creativa cultural
sobre la defensa del grupo, tanto interna como externa, porque lo que está
detrás de la lucha es, sobre todo, el anuncio o riesgo de muerte presente en el
conflicto. Por otro conlleva la recopilación de conocimientos sobre el medio
y el cuerpo, para buscar remedios a la enfermedad. Pero, sobre todo, la

211
muerte como tal, en cuanto absolutamente ineludible, nos abre a un dominio
distinto del de la vida, ante el que la vida humana no puede dejar de
pronunciarse. El límite de la vida, dado que es sabido, genera también el
saber de lo que está más allá del límite, es decir, nos abre a esa dimensión.
Mas como de eso que está más allá nada se sabe, la fantasía humana se
apresura a “poblarlo” en una dirección u otra, de manera que lo que está más
allá del limite –y que por saber de la muerte, también es sabido–, no impida
la actividad ordinaria de la vida. Como decía Fink en el seminario sobre
Heráclito que organizó con Heidegger: «Todos los seres humanos intentan
poblar y urbanizar en el pensamiento la tierra al otro lado del Aqueronte»
(Heidegger-Fink, 1970: 243). La muerte es, entonces, uno de los ámbitos
máximos de creatividad cultural. Además todo esto es específico sólo de la
vida humana, porque no parece que otras especies sean mortales como
nosotros. La muerte es la condición trascendental de la totalidad de los
fenómenos de la vida humana, ya que en los otros tres fenómenos que hemos
considerado antes, el trabajo, el amor, la lucha, en opinión de Fink, se puede
ver la raíz de la muerte, que alienta en sus entrañas; de ella toman su último
sentido. El amor, como lo vio Platón, no sería sino la forma humana de
superar la muerte; el trabajo es una actividad obligada por la comprensión de
la muerte: moriremos si no logramos obtener alimentos; la resolución de los
conflictos tanto internos como externos vive al lado de la muerte que hay que
evitar y que sólo se consigue arriesgando la vida.
Pero no es tarea de este momento perseguir esas relaciones, que
constituirían un capítulo decisivo de una antropología fundamental. La
muerte interesa aquí como centro de creatividad cultural. Y es que una vez
que se da el conocimiento de la muerte y, por tanto, del otro lado de la
muerte, la voz de los muertos se convierte en la presencia de ese otro ámbito
que, por su carácter de “desconocido conocido”, motiva una intensa actividad
de creatividad cultural impregnada de profundos sentimientos, que le dan una
consistencia muy superior a cualquier otro aspecto de la vida humana.
Esta fuente de creatividad cultural tiene muchos niveles. Primero –este
orden no responde a una sucesión temporal sino que es sólo expositivo– el
trato mismo con la muerte que llega o ha llegado; segundo, el cuidado de los
muertos en los que se hace presente su mundo; tercero, el delineamiento de
esa “vida” donde están los muertos; cuarto, la relación de esa vida o de ese
mundo con el mundo de los vivos y que puede ser más o menos intensa, más
o menos cercana.

212
No creo que me aleje mucho de la verdad si relaciono todo esto con lo que
se suele entender por religión. No quiero asegurar, porque no estoy en
situación de hacerlo, que la religión proceda del conocimiento de la muerte;
lo que sí me parece obvio es que sólo por la muerte tenemos acceso a la
dimensión más allá de la vida, a la dimensión de los muertos y que una gran
parte de la religión saca su contenido del conocimiento de esa dimensión.
Alrededor de la muerte se genera, en primer lugar, una cultura práctica:
la cultura determina cómo comportarnos con la muerte que ha llegado; cómo
resolver el cambio experimentado en una comunidad con una muerte, al nivel
que sea. El duelo es una de las grandes instituciones culturales; por él vemos
qué inmensa es la creatividad cultural y, paralelamente, la variedad de la
cultura, al igual que la riqueza de los recursos para integrar a las personas que
se sienten especialmente afectadas por la pérdida de una vida muy cercana,
como es el caso de las viudas. Marcial Gondar (1991) ha estudiado este
aspecto referido a Galicia, si bien toda comunidad regula ese tipo de
comportamientos.
Esta cultura práctica en torno a la muerte dispone también de elementos
técnicos, aunque esto ocurre sólo en pueblos en que hay un tratamiento muy
específico de los cadáveres; por ejemplo, en la cultura egipcia, en la que la
construcción de la morada de los muertos ha sido, sin duda, uno de los
núcleos más importantes de creación de cultura técnica. Esto en dos
vertientes: una en el tratamiento directo del cadáver, en la momificación, lo
que lleva a la investigación técnica y logro de conocimientos-cultura ideal–,
en relación al propio cuerpo y a los productos químicos de conservación; la
otra, en la construcción misma de las tumbas, actividad que llegará a
movilizar a la mayor parte de la sociedad egipcia. O entre los trobriandeses,
donde el duelo suponía un cuidado muy intenso también del cadáver
(Malinowski, 1975: 144 y ss.).
En tercer lugar, hay que señalar la acumulación de conocimientos
generados en este contexto, transmitidos oralmente o consignados por escrito,
los cuales serían elementos de una cultura ideal, así como la cantidad de
relatos sobre ese mundo de los muertos y sobre la relación de ese mundo con
el nuestro. Una vez establecida esta relación del mundo de los muertos con
nuestro mundo, caben muchas posibilidades; entre ellas, una de las más
frecuentes, fuente abundante de creatividad cultural, es el ver ese mundo que
envuelve al de los vivos (mundo al que al fin y al cabo irán a parar éstos),
como el fundamento y diseño del orden del mundo de los vivos. Así, el grupo

213
puede encontrar en ese mundo la razón de sus modos de actuar, de sus modos
de ser y de sus aspiraciones. El conjunto sedimentado de esas creencias
constituye, por lo general, el núcleo de los mitos de una comunidad o de la
cultura de esa comunidad. Esos mitos admiten múltiples variantes, pues
pueden ser legitimadores del mundo de los vivos o pueden ser, al revés, ideal
al que aspiraríamos pero que sólo en ese mundo de los muertos se puede dar;
por tanto, pueden ser modelo de este mundo, o su contramodelo; o también
sencillamente, causa y explicación de la ocurrencia de las cosas en este
mundo. Como puede comprenderse fácilmente, todo esto es el contenido de
lo que se llama religión.
He hablado del conocimiento de la muerte como el límite máximo; mas
toda la vida humana está atravesada por límites. Es tentador pensar que sólo
podemos establecer límites porque conocemos el límite máximo: la muerte.
Lo cierto es que los límites que atraviesan la vida humana siempre tienen
cierto aire de cercanía a la contraposición vida/muerte y por eso el
conocimiento de esos límites reproduce, en cierta medida, los elementos
básicos de la cultura práctica centrada en torno a la muerte. Hemos dicho que
la cultura práctica se centra en los principios reguladores del comportamiento
que van a afectar a una parte sustancial de la vida. Así, el ser padre o madre
es el comienzo de algo muy importante; ahí hay un límite entre una vida
anterior que muere y una nueva vida que comienza. Lo mismo en el paso de
la niñez a la adolescencia y a la madurez, ya que hay una vida que
desaparece, la niñez, y una vida nueva. El límite de la niñez será tratado
como una verdadera muerte y el paso a la situación de adulto marcado con
una serie de conductas, que constituyen un conjunto muy rico de actividad de
cultura práctica, muy importante en muchas sociedades. Consideremos la
variedad y riqueza de los ritos de paso, los ceremoniales de ingreso en
comunidades religiosas o, por ejemplo, la celebración de las bodas, donde se
celebra el nacimiento de una nueva vida, de un nuevo modo de vida; o la
riqueza, por ejemplo, de los rituales de paso a la vida adulta en las
comunidades africanas; o la celebración de los quince años en México. Todos
ellos son complejos de cultura práctica, modalidades de acuerdo al esquema
básico del conocimiento del límite, en el que se da el paso de una vida que se
abandona a una nueva vida que en adelante será la única.
Este mundo más allá de los límites de la vida y que se nos hace presente
por nuestros muertos y por el anticipo de mi misma muerte puede estar muy
poblado; por lo general reproducirá las jerarquías que se dan en el mundo de

214
los vivos, y respecto a él o a esas jerarquías es normal mantener las mismas
relaciones que se mantienen en el mundo de los vivos. De todas maneras hay
que tener en cuenta un aspecto importante, el trato con el mundo de los
muertos implica siempre revivir la experiencia del límite y eso no se puede
hacer más que reproduciendo de algún modo la conducta que se observa en
relación al límite máximo. De ahí que la penetración en un espacio de los
muertos o el trato con el mundo de los muertos exija la observación de
elementos rituales que la cultura predetermina para ese trato. En realidad se
vuelve a reproducir a cierta escala la misma experiencia: abandonamos una
vida para sumergirnos en otra, aunque ahora sólo sea para tratar con el
mundo de los muertos. No se puede pasar de un mundo al otro sin algunos
comportamientos que señalen las diferencias.Muchas veces se realiza eso
invirtiendo los comportamientos ordinarios, por ejemplo, si en la calle está
permitido hablar como uno quiera, en una iglesia no lo está, hay que guardar
silencio, o casi silencio; tampoco se puede ir vestido en una iglesia como se
quiera, como se puede hacer en la calle. Cada cultura regula estas conductas a
su modo, pero de ninguna manera quedan al azar.

3.2.5. El ser humano en relación a lo posible: el juego

Hasta ahora hemos comentado cuatro grandes escenarios o núcleos que


aglutinan la producción o creatividad cultural. Prácticamente la totalidad de
la cultura humana transcurre en esos escenarios: trabajo, generatividad,
convivencia y permanencia del grupo, y experiencia de los límites, la muerte.
Sin embargo, aún nos queda un elemento decisivo de toda vida humana, que
en alguna medida está también anunciado en el escenario anterior; porque
decíamos que el mundo de los muertos, al que tenemos acceso por la muerte,
es un mundo que sólo por la fantasía podemos poblar. No nos había salido
antes la fantasía; sin embargo, parece que actúa en la vida humana con mucha
más frecuencia que la hasta ahora supuesta. En la cultura, ya lo sabemos, se
genera una trascendencia o desbordamiento del presente. Todo elemento
cultural lleva en sí una “representificación”, hace presente algo que no lo
está. Al principio de este capítulo me refería a este aspecto como uno de los
más destacados en lo cultural. Pues bien, existe en la vida humana una
especial morosidad e insistencia en “explorar” las posibilidades de la
“representificación”. En efecto, lo representificado puede serlo de tal
naturaleza que se presente con cualidades de la misma consistencia que lo

215
real presente, o que incluso pueda ser presente. Un recuerdo, por ejemplo, es
un tipo de representificación; lo recordado se caracteriza por ser como lo
actual, porque era actual cuando ocurrió; pero puede también independizarse
de esa constricción de lo actual, puede liberarse de la necesidad y
limitaciones de lo actual, de lo presente. Eso es la fantasía, la
representificación de algo con elementos de lo presente, de lo actual pero
liberado de la constricción que la vinculación a un espacio y tiempo concreto
conlleva. Pero esta posibilidad no afecta sólo al pasado, que por ser pasado en
cierta medida ya se había liberado de la constricción del presente; la realidad
misma presente, en la medida en que se abre al futuro, abre horizontes no
constreñidos a un tiempo y espacio concretos. Más aún, el futuro, que se abre
en el presente, goza siempre de un margen de indeterminación en el que
anidan las posibilidades de la fantasía; la fantasía puede poblar el futuro,
describir qué va a ser o puede ser el futuro, del cual una parte será presente,
se actualizará, y otra parte quedará como “posible”. Más aún, esa situación
hace que el presente esté habitado por lo posible. Lo presente es, en efecto,
un haz de posibilidades.
Esta característica de la vida humana es la que nos queda por explorar,
porque en ella se asienta todo un enorme campo de creatividad cultural tan
decisivo que para algunos, como Huizinga, es nada menos que el lugar donde
brota la cultura humana. Este es el sentido de su conocida obra Homo Ludens
(1972: 8). Como él dice expresamente, uno de sus objetivos es mostrar que
«la cultura surge en forma de juego» (o.c.: 63), que es el fenómeno que ahora
nos toca considerar. El juego es, de todas maneras, un fenómeno curioso,
apenas tratado por la filosofía, porque al fin y al cabo parece ser una cosa de
niños que no merecería entrar en el corpusphilosophicum. Los griegos al
conjunto de los juegos los llamaban paidiá, “cosas de niños” (Huizinga, o.c.:
45). Pero es que el juego, además de ser cosa de niños, es un fenómeno difícil
de abarcar en una mirada y unificar en una teoría. Aún más, es que incluso su
denominación usual, es decir, la del lenguaje popular, ha tenido problemas
con él; y eso es debido a que no había una orientación precisa hacia ese
fenómeno. De todas maneras, hay dos pilares importantes que deberían haber
llamado un poco más la atención de la filosofía contemporánea: por un lado
la condena que hace Platón del “juego”, al menos de un tipo de juego; y
segundo, la propuesta de Nietzsche de que el superhombre supone la
superación del camello y del león, siendo como un niño que juega. Frente al
mundo platónico sin juego, el mundo ideal de Nietzsche es juego. ¡Qué

216
máximo contraste para la filosofía! Al menos hay ahí una orientación de que
en el tema del juego yace una capacidad evocativa de posibilidades que le
dan el máximo alcance. Si a esto añadimos unas consideraciones sobre la
cultura contemporánea, tendremos completo el cuadro sobre la importancia
del juego. Uno de los caracteres fundamentales de la configuración de la
cultura contemporánea es el rasgo de su universalidad, el de estar abierta a
todos los grupos particulares; por tanto, el hecho de que en ella participen
todos los grupos particulares, siendo por ello una cultura verdaderamente
universal. Este carácter universal de la cultura contemporánea se da en gran
medida a caballo de la universalización de los deportes y la música. Por eso
deberíamos tomarnos en serio la cuestión del juego. En la novela El nombre
de la rosa, ese magnífico lector e intérprete de nuestro mundo que es
Umberto Eco sintetizó, la esencia de la época inspirada por la filosofía
medieval en la incapacidad de admitir la risa. La risa es la expresión máxima
del temple propio del juego; frente a la seriedad de la vida, el juego debe
fomentar o favorecer el temple jovial, la alegría, cuyo grado máximo es la
risa. Es obvio que uno puede y suele jugar de modo muy serio, pero la
seriedad no es sino la antesala de la tensión ante el desenlace del juego, que
explota con toda su fuerza cuando el desenlace es favorable. No hay que
olvidar que ‘jovial’ significa temple propio del día festivo. Pues bien, en un
mundo filosofía de que todo es serio no cabe la risa. Por eso en la filosofía
escolástica, en la historia de la salvación en la economía cristiana, no caben
juego ni risa; lo que las hace bastante anacrónicas en un presente en el que el
juego, como espectáculo o como ejercicio, se ha convertido en uno de los
pivotes del mundo.
Pero ¿qué es el juego y por qué o en qué medida es un núcleo básico de
creatividad cultural al mismo nivel que los otros que hemos llamado con Fink
fenómenos fundamentales de la vida humana? Ya hemos dicho que el juego
se enraíza en el hecho de que la realidad está habitada por un haz de
posibilidades. Y aunque no es éste el lugar para ofrecer una definición
rigurosa de juego debemos dar algunas indicaciones. Según Huizinga, el
juego «es una acción libre ejecutada “como si” y sentida como situada fuera
de la vida corriente [...] que se desarrolla en un orden sometido a reglas»
(o.c.: 26). Fink cita como características del juego, el ser un lugar de felicidad
– Oasis de la felicidad,\ se titula su primer libro sobre el juego–, tener un
sentido, es decir, darse en él una acción humana, un episodio de la vida
humana, el implicar una comunidad, someterse a reglas y por lo general

217
utilizar algún elemento material, un juguete (1957: 27 ss.). Para nosotros lo
más importante es que en esa realidad material se finge otra realidad en la que
nos situamos; por eso en el juego estamos en un escenario distinto del real.
Por ejemplo, el escenario del teatro no es tal sino una habitación donde los
actores viven una escena de la vida, no de su vida real, sino de la vida
fingida. Por eso en el juego nos liberamos de la realidad y de esa manera
«disfrutamos de la posibilidad de recuperar las posibilidades perdidas» (Fink,
I960: 79). El juego es,en definitiva, un trato con lo posible. El juego es tomar
cualquier realidad como representación de una posibilidad y ejecutar esa
posibilidad “como si” fuera la realidad; por eso el juego es también una
representificación. Por ejemplo, podemos marcar unas líneas en un espacio y
decidir que en el espacio real señalado por las líneas reales, o sólo señaladas
como una línea trazada de modo imaginario entre dos piedras, vamos a
establecer un campo de batalla, donde no nos vamos a matar dos equipos o
grupos humanos, sino sólo a pelearnos por vencer al otro metiendo una pelota
entre unos palos.El campo real está atravesado por una ficción: la de ser un
campo de batalla. Entonces las personas de cada equipo se convierten en
enemigos; pero no en enemigos reales sino fingidos, ya que asumen un papel
de representación. De este modo hemos jugado a la guerra, un grupo humano
contra otro. Unos niños toman una muñeca y con ella juegan a mamás y
papás, juegan al amor; jugamos a médicos, a policías y ladrones, a detener
“policialmente”, etc.El ajedrez es un tablero real en el que se finge un campo
de batalla, en el que operan todas las fuerzas de dos ejércitos, con sus
fortalezas, su caballería, sus consejeros –el alfil en alemán e inglés se llama
obispo–, la reina y el rey. La victoria se consigue matando al rey, que por eso
tiene que estar muy protegido y su movilidad muy restringida, porque si cae
en una emboscada {gambito, zancadilla en italiano) ya está todo perdido. A
poco que observemos, veremos que jugamos a todo lo demás; es toda la vida
humana –diríamos–seria la que entra en el ámbito del juego. Se juega a todo,
a trabajar, a amar, a luchar, a morir o matar y, por supuesto, se puede jugar a
jugar, por ejemplo, en una pieza teatral se puede jugar al ajedrez, ahí el juego
mismo es jugado, lo mismo que Cervantes se refiere en el Quijote al D.
Quijote “real” (II, cap. 2) y al D. Quijote “falso”, el de Avellaneda (II, cap.
59). En todos estos juegos estamos en la realidad pero viéndola “libremente”
en otra dimensión y, de este modo, liberados de la constricción del presente.
Por eso la esencia del juego es la “liberación” fantasiosa del presente. El
juego nos hace libres, en él superamos la dura realidad, esa realidad que nos

218
atenaza y no permite ser más de lo que es. En este sentido se puede entender
también la actuación de la fantasía en el mundo de los muertos: como ese
mundo no está definido por la realidad, la fantasía puede actuar en él
libremente, pintando un mundo en el que nos libramos de las cadenas del
presente.
Hay muchas formas de llevar a cabo esa “liberación” del presente. En
general, en los juegos de representación, en el teatro en todas sus
modalidades. Este sobre todo era el tipo de juego que Platón quería prohibir,
pues no le parecía ideal que la educación se hiciera fundamentalmente en el
teatro, como había ocurrido en la Grecia clásica (Jaeger, 1967: 253). Platón
exige mirar lo esencial y no lo que sólo es una participación de lo esencial.
Por eso reivindica, frente al teatro, la filosofía. En general, la utilización del
lenguaje para describir otros mundos es un ejercicio de la libertad; la creación
poética parte de la ruptura de los significados usuales para crear un mundo
nuevo (Ortega, VI: 262; San Martín, 1998: 144). En la creación pictórica se
crean nuevos mundos visuales, nuevos paisajes, centrando, además, la
perspectiva de manera a veces inexistente en la realidad. El arte del retrato
consiste en ofrecer en un cuadro el carácter de la persona, en una plasmación
sensible que en la realidad nunca se podría dar. El carácter es real pero su
manifestación en la realidad sólo parcial; el artista recrea ese carácter
ofreciéndolo en su totalidad a la intuición; nos da, así, lo esencial de la
persona. Lo mismo ocurre con el teatro, con la novela, ya que todos ellos
rompen los moldes restrictivos del presente y así nos pueden dar la esencia de
la realidad, una esencia que se manifiesta sólo parcialmente en la realidad.
Por eso hay que liberar la realidad de los marcos reales que la constriñen. No
menos juego es la música, la experimentación con los sonidos, producidos de
muchas maneras, con los labios, con los dedos, con las manos, con los pies,
con cuerdas tensas, con superficies flexibles pero también tensas –los
tambores–, con aire que se hace pasar por orificios muy estrechos; en todos
los casos hay una experimentación con sonidos, creando mundos sonoros
fantásticos.
En qué medida toda esta experimentación que trasciende el presente hacia
un mundo irreal, posible, pero que nos puede dar la entraña del mundo real,
produce lo que llamamos goce estético es una pregunta muy posterior; lo que
sí produce es una sensación de alivio, de libertad, de liberación de lo que es.
La fuerza motivadora de esta liberación o el deseo de liberación que anida
en la vida humana se comprende fácilmente con dos consideraciones.

219
Primera, ese deseo constituye en gran medida la fuente que moldea el mundo
de los muertos. El contenido de muchas religiones depende de esa fuerza
motivadora. Pero, segundo, el enorme éxito de los llamados “juegos de azar”
proviene de la misma fuerza motivadora. ¿En qué consiste un juego de azar
como, por ejemplo, la lotería? En apostar contra el azar una pequeña cantidad
cuya pérdida no nos cambia nada la vida, para poder cambiarla radicalmente.
Jugando a la lotería se despliega como posibilidad la liberación radical de lo
que realmente somos. Como esa liberación sólo es posible con un golpe de
suerte, apostamos para que se nos dé ese golpe de suerte. La apuesta está
acompañada, si no siempre sí muchas veces, por la satisfacción de lo que
representaría el premio, el mundo que se nos abriría en ese caso.
Siendo, por tanto, el ámbito de juego, como trato con lo posible, tan
importante, es normal que en ese ámbito se condense una gran parte de la
creatividad cultural. Además, muchos de los elementos que nos han salido en
el capítulo anterior están en íntima conexión con el juego; la señalización de
los límites internos de la vida se suele hacer en gran medida con elementos
lúdicos (Huizinga, o.c.: 28). Del mismo modo que señalamos un espacio de
juego, viendo en el espacio real un espacio irreal en el que desempeñamos
irrealmente unas funciones, señalamos en un espacio real el espacio de los
muertos, o el lugar en el que nos ponemos en contacto con los dioses, que son
los señores de lo real y de lo posible. El ámbito del juego puede confundirse
o tiene características muy semejantes a los ámbitos y tiempos producidos o
alimentados con la experiencia de los límites. Es que, en definitiva, la
experiencia del límite, la muerte, constituye la apertura radical del ámbito de
la posibilidad. Por eso, para Hegel, la muerte es lo que separa el significado
de su encarnación material y constituye la condición de posibilidad del trato
con lo posible, porque el significado, desvinculado de los límites materiales,
queda libre para experimentar con él, para representarlo en otras
circunstancias, para alterarlo; en definitiva, para jugar.
En general jugamos con los otros; los solitarios no son más que una
sustitución del juego normal de cartas, que es comunitario; y si jugamos con
otros es porque siempre estamos en comunidad. La exploración de las
posibilidades es comunitaria o para la comunidad. Por eso la comunidad tiene
sus juegos; en principio ya ha decidido qué juegos jugar, qué tipo de arte
impulsar, que tipo de música tocar, etcétera. Unas veces depende de las
posibilidades técnicas, otras de la tradición, muchas veces de la invención de
un individuo, que ha inventado un juego que ha sido asumido como una

220
actividad. Como la capacidad liberadora del juego es tan grande, a la
sociedad le interesa especialmente controlarlo, regularlo, situarlo en sus
límites precisos. Por eso el juego es en su conjunto uno de los núcleos
fundamentales de la creatividad cultural. En él lo que predomina es la cultura
práctica. La cultura ideal, muy fuerte en el caso de la literatura, está
subordinada a la representación de retazos de vida práctica posible; cultura
técnica sólo existe la imprescindible para la representación como tal; en la
pintura la cultura técnica es un medio para mostrar lo pretendido; incluso una
vez realizado el cuadro, la cultura técnica prácticamente ha desaparecido, y
nuestra intención va a lo que vemos en el cuadro; esa visión –entiendo por tal
un comportamiento autónomo–, es lo perseguido por el artista; esa visión
imposible en la vida ordinaria es el objetivo del pintor. En el cuadro nos
liberamos del modo de ver ordinario, sometido a los intereses de la vida
cotidiana, cuyo tráfago tenemos que interrumpir para ver un paisaje como tal.
Normalmente la ciudad es el ámbito de nuestros quehaceres, de resolución de
nuestros problemas. El pintor Antonio López es capaz de romper ese
encadenamiento de la ciudad a la vida ordinaria, al tráfico, a los negocios, y
convertirla en puro ocio, en objeto puro, por supuesto irreal, entregado a
nuestra contemplación.
Desde nuestra perspectiva las imágenes con que opera la pintura son
modo de acceder a algo irreal y de situarse en esa irrealidad. El tablero de
ajedrez es una imagen muy poco parecida a un campo real. Una actuación
teatral es una imagen de una conducta práctica; el actor hace lo mismo –pero
fingido-que harían en la vida real los diversos personajes, el guerrero, el
amante, el violador. También un retrato es una imagen de una realidad
ausente. Es cierto que no toda imagen es o pertenece al ámbito del manejo de
lo posible, del juego; hay imágenes que son útiles de orientación en el
mundo; desde esa perspectiva son elementos de la cultura técnica, como ya lo
sabemos desde Heidegger. En esos casos las imágenes, los signos, por
ejemplo, el plano de una ciudad, serían un mero útil, que incorpora un
elemento ideal encadenado, pues supone la realidad actual representada en él.
No parece, por tanto, que se esté en una especie cultural distinta de las
señaladas. No ocurre eso con un retrato artístico. Ahí hay una distinta ruptura
de los marcos reales para brindar una acceso directo a lo que en la vida
ordinaria no se puede hacer. En este sentido no estoy de acuerdo con la
clasificación de Iso Kern al poner la imagen, el Bild, como uno de los tipos
básicos de la cultura. De todas maneras habría que estudiar mucho más

221
detenidamente el lugar de la imagen en la cultura, teniendo en cuenta,
además, que muchas veces el manejo de lo posible como juego se puede
convertir en un manejo de lo real, pues los límites entre los sectores de la
cultura pueden difuminarse. En el ámbito del juego vemos continuamente
hasta qué punto juego y vida seria se mezclan y alternan. Pero esto no
invalida el hecho de que esa faceta de la vida humana quede señalada como
uno de los grandes núcleos o escenarios de la creatividad cultural.

222
4
El ideal de cultura

Sólo es posible cultura auténtica mediante una autocultura auténtica, y en el marco de


una regulación ética por parte de ésta.

(Husserl, XXVII:
42)
Desde el principio de nuestra investigación
hemos insistido en que el concepto de cultura implica una doble vertiente,
una descriptiva y otra axiológica. A través de todo el texto hemos dado por
sentado este supuesto, en el que también nos hemos basado para mantener
una actitud crítica respecto a las ciencias sociales, porque su punto de mira
enfoca sólo el aspecto descriptivo, por más que en ese aspecto descriptivo se
encuentren también las preferencias de una sociedad. Nuestro enfoque
filosófico, en este caso de la mano de Heidegger, nos ha mostrado un
concepto de cultura que nos llevaba directamente al mundo del “valor”.
Hemos tomado como punto de partida lo que después resultó ser una cultura
técnica; pero, basándonos en la propia explicación de Heidegger, hemos
llegado a la conclusión de que la cultura técnica está al servicio de la cultura
práctica. Es de la cultura práctica de donde dimana el valor de la cultura
técnica. Hemos visto, a la vez, que el manejo tanto de la una como de la otra
implica una cultura ideal, que está sedimentada en el lenguaje, donde se
atesoran los conocimientos necesarios para clasificar el mundo, ordenarlo y
utilizarlo en la cultura práctica. Esta es aquello en aras de lo cual está la
técnica, aquello que hace que la cultura técnica tenga un valor. En términos
heideggerianos veíamos que eso aparecía, de acuerdo a la descripción de Ser
y tiempo, en la estructura misma de la mundanidad constituida por cadenas de
remisiones de ajuste, todas ellas subordinadas a una meta final, a un ser que
era aquello por lo que se preocupa el Dasein, el ser humano. El ser humano
es un ser que se preocupa por su ser. Es obvio que su ser no está constituido
por ninguno de los elementos que componen la mundanidad, por ninguno de

223
ser humano se preocupa por su ser, no es que se preocupe de que la silla esté
bien o mal, de que un martillo sea útil o de que la carretera no tenga baches.
Todos estos elementos son sólo medios, elementos técnicos para cumplir los
objetivos de la vida humana, para satisfacer sus necesidades, para realizar el
ser humano.
Pues bien, es hora ya que abordar esta faceta axiológica de la cultura, pero
ya no tanto en su parte técnica, a la que también nos deberemos referir, como
en su parte práctica. Y es necesario abordar esta cuestión por varias razones;
primero, si desde el principio hemos dicho que la cultura tiene un aspecto
descriptivo y un aspecto valorativo, parece necesario abordar esto de modo
directo. En efecto, la cultura es el modo como interpretamos el mundo, y lo
hacemos, según nuestra clasificación, en la cultura técnica y la cultura ideal;
pero, segundo, hemos dicho ya muchas veces, que la cultura es también el
modo como valoramos el mundo. Por el estudio que hasta ahora hemos
desarrollado, sabemos ya que el mundo lo valoramos en función de la cultura
práctica, de los comportamientos concretos de las personas para llevar a cabo
los objetivos de la vida humana. Esta vida humana debe ser objeto de nuestra
atención.
En segundo lugar, el estudio del concepto de cultura no tendría de por sí
excesivo interés sin este carácter axiológico. La cultura no sólo regula nuestro
comportamiento y nuestro conocimiento, y en consecuencia nuestra
manipulación de mundo, sino que nos regula a nosotros mismos. En este
momento ya estamos en un plano muy distinto. Podríamos decir que, al
regular el mundo y nuestro manejo de mundo, somos unos sujetos que
utilizan la cultura como su instrumento; la cultura son instrucciones de
manejo del mundo que yo aprendo en mi vida y que diferencio claramente de
mi propia vida. Ahora bien, cuando digo que la cultura me regula a mí
mismo, ya no soy sólo sujeto de la cultura, sino también objeto de la misma,
ya no es el mundo el cultivado, sino yo, y por tanto soy entonces resultado de
la cultura; la cultura me hace; lo que soy yo, soy resultado de mi cultura. Y
en la medida en que soy un ser que se preocupa de su ser, estoy diciendo que
me preocupo de la cultura, no tanto de la cultura sobre el mundo, sino de la
cultura que me hace. La cultura no es algo exterior que yo puedo mirar de
modo indiferente, como una casa o una morada que puedo abandonar o
cambiar por otra, por más costoso que sea; la cultura es mi propio ser, en ella
está previamente decidido lo que yo voy a aspirar a ser y lo que
efectivamente voy a ser. Entonces, preocuparme por mi ser lleva

224
automáticamente a preocuparme por la cultura en que vivo. Se me podría
decir que la preocupación por mi ser lleva directamente a la cultura técnica, a
concentrar mi mirada en las disponibilidades técnicas del mundo, a procurar
que el mundo esté organizado, de manera que mi vida no corra peligro. Pero
ya no es tanto las disponibilidades del mundo lo que nos preocupan como la
vida misma; aquéllas no son más que un instrumento para ésta; la vida es lo
que está siempre al final de la serie de remisiones. La preocupación por las
disponibilidades no es más que una preocupación medial. Nuestro ser es lo
que está siempre detrás y en último lugar.
En tercer término, es preciso abordar el estudio de la faceta axiológica de
la cultura no desde una perspectiva científico-social sino filosófica. Las
ciencias sociales son plenamente conscientes de que en la cultura se
transmiten “valores”, ideales, preferencias, y tienen medios suficientes, o han
desarrollando estrategias para estudiarlos y describirlos, pero con ser eso
mucho, y por cierto no al alcance de todas las estrategias de investigación,
para nosotros, en una perspectiva filosófica, no es suficiente. Nuestro
objetivo no es sólo describir o no es tanto describir las estructuras axiológicas
de la cultura, cuanto, en primer lugar, descubrir la estructura misma de la
cultura en su función axiológica o valorativa; y, segundo pero
principalmente, estudiar si en esa estructura podemos detectar orientaciones
para someter la misma estructura axiológica a “evaluación”. Nuestro objetivo
no es, pues, meramente ontológico neutral sino más bien comprometido. No
nos interesa sólo decir: la cultura funciona con ideales, o lo que es lo mismo,
tiene una estructura axiológica, sino tratar de determinar o de sopesar esos
mismos ideales; lo que por supuesto es mucho más osado e incluso pudiera
estar condenado al fracaso. En todo caso, es un objetivo al que prácticamente
ninguna filosofía de la cultura renuncia, aunque, por lo general, lo hagan de
modo negativo. Casi todos los textos sobre la cultura tienen un apartado de
“crítica de la cultura”. Naturalmente, si hacen una crítica de la cultura, es que
“evalúan” su estructura axiológica, aunque no se atrevan a proponer en
positivo los resultados de su crítica; sin embargo, parece obvio que sólo
desde una proyección de ese aspecto positivo se puede hacer una evaluación
crítica.
Así pues, tenemos de momento tres objetivos, por no decir cuatro. En
primer lugar, debemos recuperar o profundizar en el aspecto axiológico de la
cultura, precisamente en un momento en que la filosofía ha renunciado a
hablar de valores. En los primeros veinte años del siglo la filosofía de los

225
valores era una de las partes más consolidadas de la filosofía. A partir de los
años treinta esa filosofía se ha hecho tan anacrónica como la propia filosofía
de la cultura. ¿Queremos volver a una filosofía de los valores cuando
hablamos de la estructura axiológica de la cultura? Si la cultura transmite una
escala de valores, ¿deberemos volver a la “filosofía de los valores” para
determinar la estructura axiológica de la cultura? Me temo que la confusión
en todas estas cuestiones no es pequeña.
En segundo lugar, si pretendemos dar un paso más allá que la mera
constatación de la exixtencia de valores, antes debemos analizar o discutir las
condiciones para poder “evaluar” esa estructura axiológica. Si, de acuerdo al
primer punto, sabemos que en la cultura existe una escala de valores, unos
ideales, un sistema de preferencias, cabe preguntarse si entre esos valores
reina un orden, si el sistema es verdaderamente una estructura ordenada. En
tercer lugar, y partiendo de una respuesta afirmativa, nos esforzaremos por
ofrecer una propuesta positiva sobre el ideal de cultura; es decir, apostamos
claramente por la formulación de una cultura auténtica, por la formulación de
un ideal de cultura como polo orientador de la actividad cultural y, por tanto,
de la vida social.
Por último, si logramos proponer un ideal de cultura, habremos puesto la
base fundamental para elaborar una crítica de la cultura, sobre todo de la
cultura contemporánea. En este sentido creo que es interesante anotar que
esta parte de la filosofía de la cultura es una de las más frecuentadas hasta el
punto de que cuantos escriben sobre la cultura es para terminar en la “crítica
de la cultura”, aunque generalmente no se llega a esa crítica de la cultura
desde un estudio previo de los diversos niveles que constituyen la cultura, y
mucho menos desde la propuesta, posiblemente osada, de un ideal de cultura.
Ahora bien, el hecho de que el presente ensayo sea ya bastante largo y que
desde el siglo XIX prácticamente todos los filósofos hagan una “crítica de la
cultura” nos dispensa de momento de emprenderla en este lugar.

226
4.1. La estructura axiológica de la cultura
Por la cultura no sólo interpretamos el mundo sino que lo valoramos. La
cultura nos ofrece, por tanto, pautas de valoración. En las páginas anteriores
hemos mostrado ampliamente este aspecto. Desde esa perspectiva ya
sabemos que en el mundo, en la cultura técnica, no sólo hay una
interpretación del mundo sino también una valoración. Aludíamos en ese
sentido a que el mundo tenía un valor cuantificable en precio. El hecho de
que el dinero midiera el ajuste de las cosas, el valor de los enseres, era una
buena prueba de en qué medida en la cultura existía un nivel axiológico. Con
la cultura, en sus dos facetas de creación y de aceptación solidaria, se dan
pautas de valoración del mundo. Crear un objeto técnico que sea aceptado es
producir un valor en el mundo. Desde esa pauta de valoración, las cosas valen
más o menos, están más o menos ajustadas; si se estropean debemos invertir
un tiempo, un valor –y por tanto un precio– en repararlas, sustituirlas,
inventar otras, etc.
Ahora bien, si las cosas valen –y tienen un precio– podemos
“compararlas”; el resultado de la comparación es que podemos “comprarlas”,
sustituir unas por otras, sumar unas a otras, etc. Las cosas del mundo están
sometidas a una lógica curiosa, a una “lógica de los valores”, que poco tiene
que ver con la “lógica de las verdades”, pero que es tan consistente como
ésta. Por ejemplo, en una valoración existe una “estructura racional”, que
hace diferenciar la valoración auténtica, la captación de un valor auténtico, de
la mera presunción de un valor. Puedo valorar una carretera como buena,
pero al final de un viaje por ella, al final de mi uso de esa carretera puedo
llegar a la conclusión de que mi apreciación era errónea, pues la carretera
estaba en mal estado, era una carretera mala, inadecuada. El juicio axiológico
(bueno, malo, adecuado, inadecuado) inicialmente positivo se mostró
equivocado. Tratándose de enseres, de instrumentos, esto puede ser traducido
en términos económicos: el valor de esta carretera en el estado que le atribuí
al principio era de una cuantía económica determinada, pero al final creo que
habría que invertir tantos millones para lograr que adquiriera el nivel que
consideré al principio. Mi estimación (es decir: mi valoración inicial) se
mostró errónea. Por supuesto, los valores pueden ser sumados. Dos valores
positivos, en principio, valen más que cualquiera de ellos; dos martillos valen
más que uno; dos casas valen más que una.

227
Pero no iríamos muy lejos por este camino, porque ese enfoque implica
tomar el mundo técnico, la cultura técnica, como algo independiente,
existente por sí, como meta definitiva; mas ya sabemos que la cultura técnica
está al servicio de la cultura práctica; que el valor no le pertenece de modo
autónomo, sino que deriva del lugar que ocupa en la cultura práctica. Por eso
nos debemos centrar en ésta.
Es muy posible que el rechazo de la filosofía de los valores provenga de
la sustantivación que se produce al tomar la cultura técnica, el mundo cultural
sensible, como un mundo autónomo. Como éste es un mundo que vale y que
tiene un precio y el precio, por su parte, es una realidad omnipresente, la
filosofía de los valores legitimaría una sustantivación de los valores como
entidades o realidades autónomas. La existencia, además, de una “lógica de
los valores” parecería apoyar este carácter sustantivo y autónomo de los
valores. Por eso, en general, la crítica a la filosofía de los valores apunta a
una concepción de los mismos como entidades autoconsistentes que se les
pega a los seres de un modo místico dándoles una cualidad propia.
Nuestra perspectiva es, sin embargo, más matizada, pues rechaza de plano
dos cosas, primero toda sustantivación o hipostatización de los valores. Por
tanto, rechazamos toda filosofía de los valores en el sentido tradicional de
una aceptación de los valores como un nivel independiente de la realidad que
el ser humano no tiene más que aceptar pasivamente como aceptamos
pasivamente el mundo de la naturaleza. Sin embargo, diríamos con
Heidegger, pero en un sentido muy distante del suyo, que el rechazo de la
filosofía de los valores no quiere decir que se despoje a las cosas de su valor,
no quiere decir «que todo aquello que se declara como valores, la “cultura”,
el “arte”, la “ciencia”, la “dignidad humana”, el “mundo”, “Dios”, no valgan»
(Heidegger, 1967b: 179). Aceptamos, pues, con todas sus consecuencias esa
frase: que los valores no “sean” una entidad autónoma independiente de la
vida humana no quiere decir que las cosas no valgan. Por eso, rechazar la
filosofía tradicional de los valores no quiere decir que no podamos hablar de
valores. Por el contrario, los valores son dimensiones fundamentales del
mundo que rompen la monotonía de éste. Las cosas no tienen en el mundo el
mismo lugar, unas nos atraen más que otras, unas son deseadas por nosotros
más que otras; así, en el mundo hay una estructura de desnivelación; pero eso
no significa que esa estructura le pertenezca al mundo cósmico de suyo.
La contundente oposición de Heidegger a toda filosofía de los valores ha
hecho que en la actualidad éstos casi hayan desaparecido del lenguaje

228
filosófico. Por los trabajos de Josefina García Gainza (1997) sabemos que la
cuestión del valor o de la génesis de lo valioso está en el origen del
pensamiento de Heidegger. Este se opone a la sustantivación del bien que la
metafísica viene arrastrando desde Platón, sustituyéndola, como ya hemos
visto, por el Umwillen (García Gainza, 1997: XXI). En Ser y tiempo ni
siquiera aparece la categoría de valor, que por fin queda anatematizada, pues
«pensar en valores es aquí [aplicado a Dios] como en cualquier otro ámbito
la mayor blasfemia que se puede pensar contra el ser», como dirá en la Carta
sobre el humanismo, en 1946 (Heidegger, 1967b: 179). Desde ese momento,
sus discípulos ya se vieron dispensados de pensar sobre los valores. De ese
modo, además, se verían libres de tener que leer El capital' que, como se sabe
-y aquí no lo he querido utilizar– empieza, primero, distinguiendo en el
mundo las cosas como valores de uso y de cambio; y, segundo, mostrando el
proceso de “fetichización de la mercancía” cuando las cosas se convierten en
meros valores de cambio, por tanto, en cosas para cambiar, al margen de su
uso, independizándose, pues, de la vida humana. Sin embargo, no es fácil ver
cómo se puede hablar del mundo técnico y del mundo de la economía al
margen de la noción de valor. En mi opinión es imposible prescindir de la
palabra valor, si la estructura del mundo sensible es una “estructura de
ajuste”, por tanto de “mayor” o “menor” ajuste, lo que significa que las cosas
del mundo son mejores o peores para desempeñar la tarea en la que se
ajustan, en la que encuentran su “conformidad”. En la utilización de estos
adjetivos estamos utilizando irremediablemente valoraciones y, por tanto,
haciendo uso de la categoría de valor. Si, utilizando el ejemplo de Heidegger,
en una estación, el andén tiene por finalidad proteger a los viajeros de la
inclemencia del tiempo, la percepción del andén no puede dejar de evaluar su
mayor o menor adecuación para esa finalidad. Puede ser que el andén deje
penetrar el frío viento del invierno, mas entonces es evaluado como deficiente
para su cometido: no vale tanto para eso como si estuviera construido de otro
modo. En realidad en Ser y tiempo el valor está implícito tanto en la categoría
de Bewandtnis, de ajuste, adecuación o conformidad, como en la de
significatividad. Si las cosas son significativas, quiere decir que hay
diferenciales entre ellas; eso significa que valen más o menos. Si necesito un
martillo para clavar un clavo y miro en mi caja de herramientas,
inmediatamente se destaca el martillo adecuado frente a los no adecuados. El
adecuado es el que encaja para esta tarea, es el relevante, el significativo.
Todo son expresiones para evitar el hecho de que es el que vale.

229
La percepción del mundo está por lo general acompañada de una
evaluación del estado de adecuación de las cosas para su uso. Cuando al
amanecer abrimos la ventana, “vemos” que el día es bueno o malo, se
entiende que es mejor o peor para nuestras expectativas. En el uso de las
cosas hay siempre una evaluación de su posición en la escala de ajuste, en la
cadena de remisiones, como algo sustituible o insustituible, de máximo,
mediano o nulo valor, adecuado o inadecuado. Pero en ningún caso esa
valoración o evaluación queda separada de mis actividades; la evaluación es
siempre con vistas a lo que pretendo, a aquello para lo que lo evaluado estaba
o está destinado. En la cultura técnica toda evaluación es la correspondiente a
un medio, evaluando las cosas como los medios más o menos adecuados para
llevar a cabo alguna tarea. Naturalmente, una filosofía de los valores que
tome esta experiencia como punto de partida para la absolutización de los
valores da un paso que no aparece en la experiencia descrita. Por eso
debemos rechazar tanto la absolutización o hipostatización de los valores
propia de la filosofía tradicional de los valores como la negativa a hablar de
valores por el hecho de que éstos no sean independientes de la vida humana,
por el hecho, ratificado en la experiencia que he descrito, de que los valores
se remiten a nuestra experiencia de la valoración de las cosas en su relación a
las tareas humanas. No debemos ni afirmar la hipostatización de los valores
ni rechazar su existencia. Por eso, la estructura técnica del mundo, el mundo
descrito por Heidegger, no está completamente descrito sin tener en cuenta la
experiencia axiológica, estimativa o valorativa. En mi opinión el interés
heideggeriano, en Ser y tiempo, por evitar la palabra Valor’ convierte su
magnífica descripción del mundo en incompleta. La noción de
significatividad, por ser más de carácter cognitivo, no puede incorporar toda
la carga semántica procedente de la valoración. La experiencia perceptiva
ordinaria prefiere unas cosas a otras, por tanto las valora de diferente manera.
Esta tesis de una descripción fenomenológica precisa es también un principio
básico de la fenomenología de Scheler, quien, como se sabe, incluso sitúa la
preferencia o, como él dice, «la comprensión valorativa», antes de la
percepción misma (1954: 216; 1969: 159). De todas maneras, sin entrar en la
discusión de esta tesis, porque no es necesario, lo que sí está claro desde la
propia descripción de Heidegger es que la percepción ordinaria no es
axiológicamente neutral sino que va acompañada de una valoración. Esa
valoración se nos da fundamentalmente por la cultura, que nos enseña a
interpretar y a valorar el mundo.

230
Pero en realidad no hemos hecho más que empezar, pues, si es cierto que
toda percepción en el mundo ordinario transmite una valoración, es decir, la
estimación o preferencia de una cosa de acuerdo al estado de ajuste o
adecuación que muestra en la cadena instrumental, en definitiva no se trata
más que de una valoración medial, o sea, la valoración de unos medios para
unos fines, cuando, en realidad, a lo que por ellos se apunta es a los valores
fines, a cuyo servicio están, pues ya sabemos que la cultura técnica, es decir,
el conjunto del mundo como totalidad de remisiones, está al servicio del ser
humano, del que proceden las fuentes del valor.
En efecto, ese ser del que el ser humano se cuida es la meta, el fin de toda
la cultura técnica. Como dice Heidegger en un esfuerzo por reacuñar
expresiones que eviten las viejas palabras, el Umwillen es el “en aras de” toda
la cultura técnica. Hacemos o usamos una silla para sentarnos “en aras de”
comer. Comer es la actividad que da “sentido”, o en virtud de la cual los
enseres que se usan en esa actividad valen. Sin la necesidad de comer y de
tener que cocinar las ollas serían puros seres inertes. La fuente del valor es la
actividad humana. Pero esto que estaba implícito en la descripción
heideggeriana del mundo y que con ciertos matices lo habría apoyado
también Scheler y sobre lo que Husserl escribió muy importantes textos en
los años veinte, que desgraciadamente permanecieron inéditos, significa o
expresa una estructura interna de la vida humana que es necesario señalar.
Aparece con toda claridad en la frase misma de Heidegger: « el ser humano
[Dasein] es un ente al que en su ser le va este mismo sen (1967a: 191/212;
cursivas mías). Este “irle su ser” indica una separación entre el primer ser que
hace que el ser humano sea un ente y el ser por el que se preocupa o del que
se cuida. El objeto de la preocupación –Heidegger llama a esta preocupación
Son ge–, el ser del que se preocupa, es un ser en la distancia del primer ser, al
menos en la medida en que es objeto o tema de la preocupación. En todo
caso, lo que la frase señera de Heidegger indica es que en el ser humano hay
una fractura, hay una diferencia entre el ser del ente que es y el ser del que se
preocupa. Dicho de otro modo, su ser está diferido, por eso hay diferencia
(Stikkers 1997: 137 y ss.).
Husserl, que no trató más que en escasas ocasiones de acuñar o reacuñar
palabras nuevas, porque le parecía que en el lenguaje ordinario había grandes
posibilidades de expresión, acude a experiencias de nuestro autoconocimiento
para expresar prácticamente lo mismo que Heidegger, pero tal vez de manera
más comprensible. Para Husserl la vida humana está atravesada por una

231
estructura tendencial, pues siempre queremos o buscamos algo; nuestro vivir
siempre está con la vista puesta en algo; es un continuo hacer. La vida es
streben, un “tender”. Mas si esto es así, tendrá que haber un objeto de la
tendencia. Pues bien, el objeto fundamental de la tendencia es el ser humano
mismo, su propio ser; es decir, el mantenerse en lo que es, el conservar su
identidad. Como esta identidad, “lo que es”, es siempre una identidad que
incluye un desarrollo, un proyecto de vida, eso es precisamente lo que está
propuesto como meta del tender o de la tendencia. Como lo ha formulado
recientemente H. Rainer Sepp, comentando textos de Husserl de los años
veinte, «el yo posee una tendencia esencial hacia la autoconservación» (1997:
39). Con esta tendencia a la auto-conservación vincula Husserl la idea de
persona y la de personalidad. Personalidad es la unidad que resulta del estilo
en la toma de partido y en las decisiones. En la personalidad, la persona es el
sujeto desde la perspectiva de las decisiones y tomas de postura de las que es
responsable; por tanto, es el sujeto responsable de sus actos, es decir, el
sujeto libre, que, aceptando una motivación, actúa. El resultado de esas
actuaciones, que siguen un estilo, es la personalidad. Pues es ese estilo, la
personalidad de uno, lo que constituye su identidad. Para ésta hace falta,
naturalmente, una continua referencia a uno mismo, una autoapercepción, un
saber de nuestra propia vida.
Ya hemos citado los artículos que sobre la “renovación” escribió Husserl,
en 1922, para la revista japonesa Kaizo. La vida europea estaba hundida. El
fracaso de la cultura ilustrada había sido total, como se podía constatar por la
primera gran guerra. En ese momento era, pues, necesario volver a pensar la
vida europea desde su raíz, era preciso poner las bases de una profunda
renovación de esa vida. Además, Europa no era ya sólo Europa. Su destino
era en realidad el del mundo entero, porque los problemas de Europa se
hacían patentes igualmente en otras partes del mundo. El destino de la cultura
europea era simultáneamente el destino del mundo. En ese contexto escribió
Husserl los artículos mencionados. El mismo título Kaizo significa
renovación. Desgraciadamente, esos artículos sólo hace unos años han sido
conocidos. En ellos expone Husserl en una magnífica síntesis su propuesta
ética y de ideal de cultura. En el tercero de ellos hace un breve resumen de su
punto de partida: lo que es la vida humana. Y dice ahí Husserl que a la
esencia de la vida humana pertenece existir siempre en la forma de la
tendencia, pero de la tendencia positiva, es decir, de la tendencia a la
obtención o logro de valores positivos, porque el rechazo de los valores

232
negativos, como, por ejemplo, evitar el dolor, es sólo un requisito o el paso
para ponerse a la búsqueda de los valores positivos.
El esfuerzo husserliano se va a encaminar, entonces, a seguir las
implicaciones de este presupuesto sobre lo que es la vida humana;
presupuesto que es lo mismo que decir que la vida humana tiene una
estructura “diferente”, que en ella hay una “diferencia” radical entre lo que es
y lo que quiere ser, pues eso es lo que significa interpretar la vida humana
como una tendencia.
Ahora bien, lo que uno quiere ser se remite necesariamente al futuro; mas
el futuro, decía Cassirer, es fuente constante de decepción (1977: 87). Por eso
esa estructura de la vida implica vivir siempre en la posibilidad del fracaso,
bien por no poder lograr lo que se pretendía, bien porque eso que se pretendía
no merecía la pena, con lo cual podemos tener la experiencia de la decepción
o desvalorización, o una experiencia muy importante, y aunque sea una de las
más frecuentes, difícil de interpretar: la experiencia del aburrimiento. Este es
para Husserl una muestra de que se echa en falta algo que desear y, por tanto,
la constatación de que lo que se deseaba o se ha logrado no merecía la pena;
o, como solemos decir: que no nos llena, que nos aburre. Por tanto, en la
estructura tendencial de la vida hay una comprensión de lo que esos valores,
esos fines, esas metas, representan en la propia vida. Y es que la persona
tiene siempre una visión sobre su propia vida. Precisamente por eso y por la
experiencia a veces negativa sobre los propios logros se procura tener
claridad, evidencia sobre las propias metas, sobre la corrección de la propia
vida. La estructura tendencial de la vida está, por tanto, acompañada de un
saber evaluativo de la misma.
Precisamente, esta consideración sobre uno mismo, sobre la vida de uno
mismo, esto es, la capacidad de autoconciencia, es lo que, en estos artículos,
pone Husserl como el «punto de partida» [Ausgangspunkt] (XXVII: 23). Pero
no se trata de una autoconciencia teórica, sino de una autoconciencia
evaluativa, ya que continuamente nos estamos valorando ¿Qué es lo que
valoramos? Ni más ni menos que el lugar que ocupa nuestra vida en relación
a las posibilidades que le asignamos. Valoramos todo lo referente a nuestra
vida: los logros, nuestro carácter, nuestras capacidades, las posibilidades que
tenemos, etc., es decir, nuestro modo de estar en el mundo, considerado a éste
nuestro ámbito de posibilidades, como diría Ortega, ya que nuestra estancia
en el mundo está acompañada siempre de una “apreciación” de cómo nos va
en la vida. Y esto es lo que toma Husserl como el punto de partida de sus

233
reflexiones. Además, la forma en que evaluamos nuestra vida, y en ella sus
logros o resultados, no es sólo, como dice Husserl, particular sino general. No
nos referimos sólo a una acción concreta, a un valor preciso, sino a una
categoría de valores; estimo tal tipo de comportamientos, no sólo este
comportamiento.
Pues bien, desde esta estructura de la vida humana se comprende el
siguiente paso fundamental para poder clarificar la estructura axiológica de la
cultura. La autoobservación, o la visión que tenemos de nosotros mismos –la
cual incluye una valoración sobre nosotros–, eso es lo que permite, junto con
esa actitud sobre valores de una categoría, tomar como meta de la vida un
objetivo global, o sea, un objetivo que afecta a la totalidad de la vida. En un
momento determinado, al filo de la madurez, cada uno decide qué quiere ser
en la vida, qué quiere lograr, por qué valores va a luchar, cuáles son sus
objetivos personales. De esa manera cada uno propone una regulación de su
vida., de su vida completa, decide qué hacer, a qué dedicarse. Lógicamente
decide unas metas más o menos alejadas según el punto del que parta. Esa
decisión de qué va a ser en la vida es uno de los momentos decisivos en la
biografía de cada uno, aunque para los demás pueda pasar bastante
desapercibido; incluso para uno mismo puede ser resultado de todo un
proceso de maduración o reflexión que ocurre en momentos de intimidad y,
por tanto, que no están al alcance de los demás. Ortega diría que ocurre en los
momentos de ensimismamiento. Yo creo que esas grandes decisiones,
decisiones que afectan a la totalidad de la vida, sólo se pueden tomar cuando
la vida está interrumpida –se entiende la vida ordinaria, el tráfago de la
vida–. Pues bien, la vida ordinaria se interrumpe fundamentalmente en tres
lugares precisos, que los americanos designan con las tres B; lugares de los
que también dicen que son los lugares de la invención. En realidad son los
lugares del ensimismamiento, de la intimidad y, por tanto, de los momentos
de la máxima toma de decisiones: el bus (autobús, los viajes); el bad, el
cuarto de baño, lugar de excusado, retiro o retrete; y el bed, la cama,
fundamentalmente cuando nos disponemos a dormir. Estos tres momentos
son los de máximo ensimismamiento, porque sólo nos las tenemos que haber
con nosotros, con nuestra vida, y ahí es donde se suelen madurar las grandes
decisiones, decisiones que, por lo general, implican una toma de postura
sobre un curso de acciones que pueden afectar a la mayor parte de la vida
futura o a un tramo importante de la vida. Decidimos, como dice Husserl,
«una autorregulación de toda la vida personal» (XXVII: 27).

234
Ahora bien ¿por qué se decide esta autorregulación?, ¿qué es lo que se
sopesa en la decisión? El logro de unas metas, la realización de unos valores
que se estima y que sólo de ese modo se pueden lograr. Pero es evidente que
al hablar así estamos aludiendo a las profesiones. Ya sabemos que las
profesiones son los grandes marcos de decisión que nos vemos obligados a
tomar al filo de la madurez. La opción por una profesión no es una cuestión
baladí. En esa opción se decide la mayor parte de la vida de uno o de una: se
decide su forma de vida, a saber, cómo va a trascurrir su vida. Cuando la
persona opta por esa forma de vida es que, de acuerdo a una evaluación
global sobre sus posibilidades y sobre las disponibilidades de su mundo, opta
por esa profesión. De entrada, con esa decisión se decide hacer un tipo de
cosas. En adelante sabe qué tipo de comportamientos va a emprender, es
decir, en qué tipo de conducta práctica se va a implicar. Pues bien,
indefectiblemente, detrás de su opción hay una preferencia por unos valores u
otros.
Mas cuando decimos que hay una preferencia por unos valores estamos
asegurando que una profesión implica elegir unos valores frente a otros. ¿Es
que el joven que a los dieciocho años decide “ponerse a trabajar” elige ese
“valor”: trabajar, frente a, por ejemplo, estudiar? Debemos ser claros y
precisos en el uso de las palabras. En toda profesión están implícitos unos
valores, lo que ocurre es que la mayoría de las profesiones no son en ellas
mismas un valor sino sólo un medio para “ganarse la vida”, es decir, un
medio que vale para obtener un dinero con el cual ocupar un lugar en la
sociedad. No se busca la profesión como valor en sí sino como medio; la
profesión se estima como un medio para; el valor final está en lo que se
pretende lograr con lo que se obtiene con la profesión. Toda profesión es
ciertamente una “profesión”, es decir, un reconocerse como perteneciente a
un grupo al que se “profesa”; es una confesión de pertenencia; pero no toda
profesión lo es por vocación.
No nos ha salido aún esta importantísima palabra de la ética y de la
consideración axiológica de la vida humana. Profesión en alemán se dice
Beruf que viene de rufen, llamar; los “profesos” en las órdenes religiosas son
“llamados”. Pero los alemanes distinguen una profesión por vocación, Beruf
aus Berufung, de la que no lo es. La diferencia está en quién llama a ejercer
tal profesión. En la profesión religiosa se habla de una llamada de Dios; por
eso hay en ella “vocación”, uno es “vocado”, llamado; pero entre las
profesiones ordinarias hay algunas por vocación hacia la profesión; por

235
ejemplo, la medicina, la abogacía, la economía, la ciencia, el arte, ya que uno
puede ser convocado, llamado por lo que en estas profesiones se realiza. Por
ejemplo, a uno le puede realmente convocar, motivar, para tomar la gran
decisión, dedicarse a curar a los demás, a defender o a planificar la sociedad,
a desarrollar la ciencia, a crear arte. Estas profesiones lo son entonces por
vocación, por llamarnos los valores que en ellas se estiman, y que nos
motivan a decidir poner la vida a su servicio, es decir, a su logro. Uno decide
entonces hacerse médico o abogado. ¿Cuáles son en estos casos los valores
en juego? Pues bien, lo que está en juego son unas conductas prácticas, por
ejemplo, la solicitud, la piedad, la filantropía, que son todas ellas valores,
pero no valores “abstractos” que existan en otro lugar, en un cielo superlunar.
El deseo de curar a los demás y de evitar así el sufrimiento, y que arranca de
la compasión, la solicitud o la piedad, motiva conductas prácticas que se
estiman por encima de las opuestas y que pueden constituir las razones por
las que se elige, por ejemplo, la profesión de médico. Lo que en estos casos
se elige es un modo de vida en el que se realizan esos valores, esos
comportamientos estimados, valorados como superiores frente a otros.
Hay otras muchas profesiones que apenas implican realización de valores
en sí mismas, pues son sólo un medio para otras cosas. Cuando un joven de
dieciocho años decide dejar de estudiar y ponerse a trabajar, lo único que
decide es hacer algo que le aporte una cantidad de dinero con la cual pueda
adquirir los bienes que estime oportuno. El trabajo decidido no es más que un
valor medial “para” otra cosa. Y aquí nos aparece algo muy interesante que
tendremos que considerar muy detenidamente: en estos casos, a los que hay
que sumar todos aquellos de otras profesiones elegidas no por “vocación”
sino porque con ellas se gana mucho o más dinero, el valor es realmente el
dinero y lo que se puede comprar por medio de él. Mas no olvidemos que lo
que se puede comprar es lo que tiene un valor cuantitativo, un precio, lo que
encaja fundamentalmente en lo que hemos descrito como cultura técnica, que
sólo es medio. Entonces, la profesión es un medio para un medio, porque la
cultura técnica es en sí misma un medio para el cumplimiento de actividades
humanas.
Pues bien, ya vimos al estudiar la cultura práctica que ésta en realidad
aparece ordenada en los grandes grupos de posición o status, de profesiones,
etc. Ahora sabemos que detrás de las profesiones hay una opción por un
modo de vida que es preferido porque en él se logra realizar unos valores
estimados o, como diríamos, un ideal humano, o porque en ellas se obtienen

236
unos medios para obtener otros medios, por los cuales se satisfacen también
unos objetivos. Es decir, detrás de toda conducta práctica, cuya regulación
realiza la cultura, lo que hay son unos ideales humanos, puestos y preferidos
directa o indirectamente. Dado que la cultura práctica aparece regulada en las
profesiones y en las posiciones o status, lo que realmente regula y ofrece la
cultura práctica es un abanico de ideales humanos, de ideales de formas de
vida. El que elige la medicina elige o bien un ideal humano –el ideal del
hombre o mujer solícitos por evitar el dolor o la enfermedad, poniendo como
su ideal humano el del ser humano sano y como su valor práctico el de
procurar llevar a las personas a ese ideal”–, o sencillamente lo que prefiere es
el hecho de que con la medicina se gana mucho dinero y se tiene un estatus
social alto. Lo que, por tanto, nos da la cultura en las profesiones son ideales
humanos, es decir, valores ofrecidos a los individuos a través de su
encuadramiento en las profesiones y en los status o posición social.
Aunque apenas he mencionado los status o las posiciones; hay que
tenerlas igualmente en cuenta, porque la sociedad también ofrece las
posiciones sociales no de una manera neutra sino jerarquizada, por más que
entre nosotros esa jerarquización no sea definitiva. La jerarquización de las
posiciones no es totalmente arbitraria, ya que mantiene cierta lógica con la
propia estructura de la reproducción social. Todo individuo debe hacerse
adulto, es decir, tiene que madurar; mas la madurez incluye que debe
participar en la reproducción de la sociedad tanto laboralmente –es decir,
debe contribuir con su trabajo al sustento de la sociedad–, como
biológicamente. Para ello la sociedad nos impele valorativamente a tomar
estado, a adoptar una profesión y a fundar una familia o, sencillamente, a
reproducir la especie. La sociedad –por tanto, la cultura como el modo de
vida estandarizado de la sociedad–, prefiere, estima más unas posiciones que
otras. Y dentro de esa preferencia general es en la que se presenta el abanico
de los ideales humanos que cada profesión significa.
Así pues, la cultura práctica de una sociedad está atravesada, en primer
lugar, por una estructura axiológica de preferencias generales en relación a
los estados o posiciones que en ella hay que ocupar y, en segundo lugar, por
las propuestas de unos ideales humanos representados fundamentalmente en
las profesiones que en esa cultura se ofrezcan como modos de vida.
Pero aún nos queda por considerar el carácter axiológico de la cultura
ideal. Porque ¿no es la cultura ideal el conjunto de objetos ideales,
encadenados o no a una experiencia fáctica, establecidos, descubiertos o

237
instaurados en un grupo en un momento determinado? Y si es así ¿no son
más bien axiológicamente neutrales? Cuando Husserl habla de los objetos
culturales y establece la diferencia entre los repetibles y los no repetibles, está
dando una indicación clave para la filosofía de la cultura. En efecto, uno de
los problemas más agudos de la filosofía de la cultura es su relación con el
conocimiento y el lenguaje. No quiero decir que aquí lo hayamos resuelto.
Pero sí hemos dado, desde la fenomenología, algunas pistas para tratar el
asunto con ciertas garantías. Conocimiento lo hay en todos los ámbitos de la
cultura. La cultura técnica implica un conocimiento, primero, de la base que
hemos llamado vinculada al cuerpo. Ahí hay un conocimiento perceptivo,
sensible, al que le asignábamos una teleología interna reprimida por el
lenguaje. También es conocimiento, en segundo lugar –y aunque en este caso
sea de carácter representificativo– el del sentido interpretativo; el objeto
cultural “silla” implica el conocimiento de ese sentido: objeto para sentarse.
En fin, conocimiento es, igualmente, el propio de la cultura práctica, porque
implica conocer los cursos de acción que una determinada conducta exige o
va a poner en marcha. En realidad, la famosa teoría de los marcos de acción
de Minski, tan importante en el desarrollo de la inteligencia artificial y en
general en la computación, no consiste más que en hacer uso del
conocimiento que todos, al vivir dentro de una cultura, tenemos de la cultura
práctica y de la cultura técnica. Así, se convierten en proposiciones
computables cada uno de los pasos de cualquier conducta. Esa es la condición
para poder incorporar una conducta a un ordenador. Por tanto, al preguntar
por el carácter axiológico de la cultura ideal, no planteamos un problema
específico referido al conocimiento en general, dado que éste es propio de
toda cultura desde el momento en que la cultura implica siempre un elemento
sensible y una remisión representificadora de otros elementos. Lo que
cuestionamos es el carácter peculiar de la que hemos llamado cultura ideal.
Veámoslo un poco más de cerca. Cuando Husserl, y con él Derrida, nos
hablan de los objetos ideales encadenados, por ejemplo, el objeto león, como
unidad ideal de la multitud de experiencias posibles a él remitidas, o de la
palabra ‘león, como unidad lingüística ideal que da sentido a cuantos actos de
habla o de escritura la usan, y luego de objetos libres, como las obras
literarias, los objetos artísticos y científicos, están poniendo ejemplos de todo
un amplísimo reino, que yo he llamado el de la cultura ideal y que abarca la
totalidad de los llamados “conocimientos” disponibles en una cultura aunque
no vinculados a una acción concreta. Precisamente ahí está su carácter de

238
objetos ideales. El lenguaje está vinculado a la acción técnica y a la cultura
práctica; pero al margen de esa conexión, que entraría en lo que se suele
llamar la función pragmática del lenguaje, éste tiene una función autónoma
semántica y apofántica independiente, que consiste en designar esos objetos
ideales, esos sentidos que se constituyen como entidades ideales referidas en
múltiples experiencias. Por ejemplo, la palabra ‘león designa el objeto león
como unidad ideal, Husserl diría noemática, cuyo sentido está descrito por la
red de conexiones semánticas propias de ese lenguaje y que en realidad son
parte del sistema de clasificación del mundo. El objeto ‘león es parte del
saber enciclopédico propio de la tradición cultural y que uno aprende al
aprender a hablar. Aprender a hablar no es sólo aprender a designar las cosas
de las cadenas de remisiones de uso técnico. Es también aprender un saber
enciclopédico sobre el mundo (Sperber, 1974: 103), un sistema de
clasificación del mundo y de las realidades que lo constituyen. Lo mismo
pasa con las palabras del lenguaje. Uno no aprende la unidad ideal ‘león;
aprende el tipo lingüístico al que pertenece, que queda definido por la
posición que puede ocupar en el lenguaje. Quiero decir que ‘león no es una
unidad definible por sí, ni en cuanto a su objeto ni como elemento lingüístico;
en el primer caso nos las estamos habiendo con el saber enciclopédico,
mientras que en el otro con la competencia lingüística. En ambos casos se
trata, además, de una descripción del mundo y de una competencia expresiva
que muy posiblemente pudieron estar en su momento muy vinculadas, bien a
la cultura técnica, bien a la cultura práctica, pero que en sentido estricto no
les pertenecen.
La clasificación del mundo puede surgir del modo como los individuos o
los grupos se ven entre sí, por ejemplo, como lo hemos dicho ya, como
dadores o receptores de esposas. Es decir, en su clasificación en dos mitades,
una comunidad puede determinar el modo de conducta práctica de sus
miembros, ya que no se comportan del mismo modo con los pertenecientes a
una parte que con los de la otra. Estos sistemas de clasificación social muy
bien pudieron preceder a los de clasificación del mundo, como lo han
mostrado E. Durkheim y M. Mauss (1971: 40 y ss.). Pero lo cierto es que
esos sistemas terminan remitiendo a unidades de experiencia repetible, con lo
que se convierten en objetos ideales de multiplicidad de experiencias que no
los multiplican, y así se independizan de cualquier praxis, adquiriendo
entidad por sí. Valen por sí mismos, no en función de una acción. Pero la
clasificación del mundo, el saber enciclopédico sobre el mundo, no es sólo

239
sobre el mundo exterior. Hay un saber enciclopédico transmitido por el
lenguaje referido a nosotros mismos en lo que se llamará psicología
“popular” o folk. Ese saber se refiere, por ejemplo, a las emociones.
Pensemos en una sola de ellas, en el temor y en las distinciones que el
lenguaje establece entre temor, pavor, miedo, horror, susto, sorpresa, angustia
e inquietud. Es muy posible que todas estas clasificaciones de emociones
surgieran de necesidades prácticas, pero lo cierto es que cuando ya se
sedimentan en el lenguaje pasan a ser unos “tipos ideales”, elementos de un
saber enciclopédico que se transmite con el lenguaje al margen de las
necesidades prácticas. Lo mismo pasa con los otros objetos ideales, los de la
ciencia, que muy posiblemente también surgieron de necesidades prácticas,
pero que una vez establecidas sus características ideales, son objetos que
adquieren una consistencia propia más allá de cualquier necesidad práctica.
Pues bien, en la descripción precedente, que no es sino una especie de
recuento de obviedades, se pueden atisbar algunos aspectos axiológicos
importantes. Primero, por lo general, la cultura ideal tuvo su origen en la
práctica; los conocimientos eran elementos mediadores necesarios en la
acción técnica o práctica; para actuar era imprescindible tener algún
conocimiento de las características de las cosas, además ese conocimiento iba
acompañado del lenguaje. En ese sentido ya tenemos un valor medial
indiscutible. Pero en segundo lugar, la independización en relación a la
práctica que la cultura ideal conlleva implica la génesis de dos elementos más
de valoración. Uno es el que proviene de la estructura misma intencional que
caracteriza a la experiencia en que ese objeto ideal aparece o es conocido.
Esta estructura intencional está dotada de una diferencia entre los dos modos
de mención de la unidad ideal: como puramente aludida o como
efectivamente dada. En este segundo caso, lo efectivamente dado se muestra
en su propia carne, en su propia persona; respecto a él tomamos partido,
tomamos una postura que para el que la toma constituye un punto de
referencia fundamental, constituye un “valor adquirido”; ese objeto, diríamos,
tiene en ese caso un valor de verdad. De hecho, la creación cultural a todos
los niveles suele ser una experiencia de ese tipo, por eso en ella se trata de
valores adquiridos. Cuando ya ha pasado el momento de la experiencia
creadora seguimos usando esos “valores adquiridos” sin volver a las fuentes
de los que tomaron su valor de verdad, pero dándolas por supuestas. Detrás
de las clasificaciones lingüísticas ha habido una experiencia originaria que
supuso la adquisición válida de un conocimiento sedimentado en el lenguaje.

240
Pero aún hay otro elemento axiológico fundamental. Es cierto que el saber
enciclopédico y las clasificaciones lingüísticas, como hemos dicho, provienen
de las necesidades prácticas, ya que antes de todo –como se reconoce en el
pensamiento contemporáneo occidental, al menos desde Fichte–, está la
acción, la praxis. Es la praxis la que lleva a la teoría, como muy bien dejó
escrito Husserl a lo largo de sus numerosos trabajos sobre la génesis de la
filosofía y la ciencia. Aunque éstas son también un tipo de praxis, una praxis
teórica, tienen la característica de suspender la otra praxis, la praxis ordinaria.
Pues bien, el desarrollo del saber enciclopédico, desvinculado en principio de
la praxis, es fundamental para la misma praxis. Es más, precisamente de la
riqueza del saber enciclopédico dependerá la seguridad de la propia praxis.
Esta es la experiencia histórica que hace que el saber, la cultura ideal,
además del valor que tiene en sí misma por la donación que en ella pueda
haber de objetos en sí mismos, tiene también un importantísimo valor
añadido en la vida humana en la función que puede y ha solido representar en
relación a la praxis, a las necesidades vitales. Justo en este sentido, el saber y
su desarrollo tienen un gran valor económico.
Precisamente son por lo general las necesidades vitales las que a lo largo
de la historia han llevado a establecer con la máxima precisión las
características de las cosas y en consecuencia a aumentar el saber
enciclopédico. Este, una vez independizado de las necesidades prácticas,
puede desarrollarse al margen de esas necesidades, pero, en todo caso,
siempre tendrá un valor añadido en función de los servicios que pueda
aportar al ámbito de la satisfacción de las necesidades.

241
4.2. El comportamiento ético como condición de
posibilidad del ideal de cultura
Una vez que hemos visto hasta qué punto la cultura incorpora rasgos
valorativos es necesario dar un paso más, con el fin de determinar las
“valencias” de esa cultura, de determinar si en esa estructura axiológica hay
momentos más importantes que otros, elementos a los que podamos asignar
un valor superior a otro. Nuestra meta, como lo hemos anunciado en la
introducción, es tratar de establecer un ideal de cultura. Para ello, repasemos,
hemos empezado por mostrar que la cultura ofrece ideales, que la cultura
transmite o representa valores. Hemos constatado ese carácter axiológico de
la cultura en los tres tipos de cultura que hemos establecido, si bien de
acuerdo a su estructura, ha aparecido claramente la subordinación de la
cultura técnica a la cultura práctica. En cuanto a la cultura ideal, en ella
hemos determinado un valor medial, en lo que se asemeja a la cultura técnica;
pero también le hemos asignado un valor por sí misma, como valor de verdad
en la medida en que en ella hay una donación originaria de objetos. En cuanto
a la cultura práctica sólo hemos dicho que toda sociedad establece una
jerarquía en ciertas posiciones; por ejemplo, el llegar a ser adulto reproductor
de la especie es un valor superior para la mayoría de los grupos humanos. En
relación al otro núcleo del grupo de cultura práctica, las profesiones, sólo
hemos explicado la función que cumplen en la cultura y en la sociedad,
incluso se ha adelantado que en ellas se transmite un ideal humano, pero nada
se ha comentado sobre la posibilidad o no de establecer jerarquías sobre el
ideal humano trasmitido por las profesiones, por tanto, entre las mismas
profesiones. Pues bien, éste es ahora nuestro siguiente objetivo: ver en qué
medida nos basta el ideal humano de un modo u otro trasmitido e implícito en
las profesiones, es decir, si de cara a establecer un ideal de cultura el ideal
humano trasmitido en las profesiones es independiente y autónomo, si no
necesita, pues, ser él mismo medido por otro ideal.
En efecto, podríamos decir que sobre la base de ese ideal humano unas
profesiones son más elevadas que otras, de manera que pusiéramos el ideal
de cultura precisamente en esas profesiones. Incluso podríamos decir que el
ideal humano y, por tanto, el ideal de cultura filosóficamente legitimable, es
el que se nos trasmite en las profesiones y en las posiciones, de manera que el
ideal es lograr realizar lo mejor posible la profesión y la posición. Pero no es

242
difícil darse cuenta de la insuficiencia de ese criterio, por la sencilla razón de
que la profesión o cualquiera de las posiciones estimadas o desestimadas por
la sociedad y, por tanto, situadas en un lugar determinado de la estructura
axiológica de la cultura, no afectan más que a una parte de la vida, por muy
importante que tal parte sea, y, por tanto, que el ideal humano establecido
mediante ese criterio no puede ser sino un ideal parcial.
Supongamos que uno es un padre excelente y que como tal es ideal, ya
que para una sociedad determinada un padre excelente es un ideal humano.
Lo que no se puede decir es que ése es el ideal humano para todos los
individuos de esa sociedad y, yendo más allá, el ideal humano que merezca la
pena promocionar; esto no se puede decir sobre todo porque uno puede ser un
padre excelente, pero, a la vez, un pésimo ciudadano, un pésimo trabajador o
sencillamente una mala persona. Ahora bien, lo mismo nos pasa con
cualquier otra profesión: por más abarcadora de la vida que la profesión sea,
es decir, por más fuerza reguladora que conlleve para la vida, nunca abarcará
la totalidad de ésta; por eso la profesión y su ideal no pueden ser el criterio
para establecer un posible ideal humano o un posible ideal cultural de
carácter general y válido para todos. Eso no quiere decir que no haya
profesiones en las que resulte realmente difícil cumplir el ideal humano que
se puede proponer como núcleo de la cultura auténtica. Pero todo esto
significa que las profesiones no son medidas por sí mismas, sino por cumplir
más o menos el ideal o los ideales humanos.
Pues bien, en el artículo antes citado, Husserl pretende establecer los
criterios de un ideal humano que sirva para evaluar a las personas y a las
culturas según su cumplimiento o acercamiento a ese ideal. En efecto, dice
Husserl, las formas de vida que hasta ahora hemos considerado, las
profesiones, «abarcan ciertamente a la totalidad de la vida, pero no de manera
que regulen y determinen cada una de las acciones, aportando a cada una de
ellas una configuración normativa que tenga su fuente originaria en la
voluntad general que impuso esa regla», es decir, en aquella decisión que la
voluntad hubo de tomar cuando se decidió por esa profesión. Por más que la
profesión de médico afecte y regule la vida de un médico, no toda acción de
su vida queda sometida a la profesión médica. La profesión sólo regula las
actividades profesionales (Hua XXVII: 29). La profesión únicamente nos da
lo que debemos hacer en el marco profesional. Pero en ese contexto
operamos, dice Husserl, dentro de cierta ingenuidad, porque aceptamos las
tareas impuestas por la profesión sin dudar de que los valores en ella

243
supuestos sean valores “definitivos”, inmunes a la crítica, suficientes para
garantizar ¿qué?, ahí está la cuestión: ¿qué me garantiza la profesión? En la
decisión por la que optamos en la vida ser de una profesión determinada se ve
claramente que «falta la intención habitual de una crítica de los objetivos y de
los caminos que llevan a ellos así como en lo que concierne a que sean
asequibles, adecuación a la meta, y a que sean transitables, y a la validez
axiológica y a su autenticidad valorativa» (ib. 30). En la profesión no
tenemos ninguna garantía de que, logrados los objetivos profesionales, el
trabajo dedicado a ellos no sea inútil. Con un ejemplo entenderemos esto
mejor. Situémonos en la profesión médica. Uno decide hacerse médico para
ayudar a los demás, pero en el trabajo de la profesión tiene que realizar tal
cantidad de actividades en las que apenas ayuda a los demás, que muy bien
puede preguntarse en un momento de su vida si realmente el ideal humano de
ser un hombre que ha puesto su vida al servicio de los otros lo ha cumplido
en su profesión o no. Si llega a la conclusión de que no lo ha cumplido, los
éxitos profesionales muy bien pueden representar una frustración respecto a
la meta que orientó su decisión. Por contra, si cumple el objetivo profesional
de ayudar a los demás, comprueba que esta meta es la que sigue dando
sentido a su vida. Esto nos indica que, por encima del éxito o logros
profesionales, hay siempre una conciencia, una evaluación distinta de la
profesión como tal que se refiere a valores que no coinciden exactamente con
los de la propia profesión. ¿Por qué? Pues porque lo que está enjuego es la
propia vida.
En este contexto utiliza Husserl la misma palabra que Heidegger para
definir la situación en ese momento o, como dice éste, para definir incluso el
ser del Dasein. Para Heidegger el ser humano es cuidado, Sorge, cuidado de
su ser. Como ya se ha insinuado (apartado 3.1.3.), la expresión de Heidegger
es ambigua, porque no sabemos si el cuidado, que es el ser del Dasein, es a la
vez el ser del que se cuida. Por eso parece una expresión un tanto ambigua,
por no decir inexacta. Heidegger sustituye el carácter intencional de la vida
humana por el cuidado, la Sorge. El análisis fenomenológico de Husserl me
parece, en cambio, más preciso. La vida humana es tendencia a una vida
plenamente cumplida y, por tanto, satisfecha, perfecta. Todos queremos ser
plenamente felices y para ello utilizamos las posibilidades que el medio
social pone a nuestro alcance, a saber, el resultado de una determinada
tradición, en la que se incluye una cultura técnica y unas profesiones
concretas, es decir, unos marcos de actuación predeterminados que

244
utilizaremos para aquel objetivo. Pero la penosa experiencia de la
desvalorización y la consiguiente decepción implican, para Husserl, un
cuidado, una «preocupación acuciante» (bedrängende Sorge) (XXVII: 38 lín.
12) por aspirar a unos valores, a unas metas seguras, a salvo de las
desvalorizaciones, y que me den la garantía de que su logro es inmune a la
penosa experiencia de que no ha valido la pena.
En realidad, esto que acabamos de exponer es precisamente el punto de
partida de Husserl. La estructura tendencial de la vida humana no es hacia la
verdad sino hacia la autoconservación, en la que se incluye la identidad del
individuo, es decir, la permanencia de sus objetivos y de su logro. Y es ahí,
en esa tendencia donde, teniendo en cuenta las frecuentes decepciones, se
enraíza la preocupación. Preocupación, satisfacción y decepción son las tres
palabras claves que se conjugan con la característica de la vida humana de ser
tendencia. Si la vida es tendencia, es tendencia al cumplimiento, el cual
conlleva la sensación o sentimiento de satisfacción o felicidad. Pero,
simultáneamente, en la raíz de la tendencia existe una preocupación de que
no llegue a término, una preocupación por la decepción. Hans Rainer Sepp ha
comentado los numerosos textos manuscritos en que Husserl expone esta
estructura de la vida humana. Pues bien, el breve texto husserliano sobre
Renovación utiliza esta misma estructura para llegar a la propuesta de una
vida ética. Veámoslo. Empecemos admitiendo que las metas de la vida, como
dice Husserl, los valores a cuya realización tendemos, no son independientes
unos de los otros. La vida es vida activa, es decir, tendencia a algo. El algo al
que se tiende en cada momento está en relación con los objetivos de otros
momentos. Entre los objetos deseados porque los estimamos hay una o
múltiples relaciones. Si yo quiero escribir un libro tengo que efectuar una
serie ordenada de acciones sometidas al objetivo final. Pero a veces los
valores son concurrentes; yo puedo querer escribir un libro, pero a la vez
debo ser docente. Investigación directa y docencia, por ejemplo, en los
primeros cursos de universidad, en los que hay que exponer el saber ya
instituido, pueden concurrir y oponerse. Hay casos en que el valor superior
puede absorber al inferior; pero otras veces sencillamente los valores pueden
concurrir y oponerse. De todas maneras la lógica de la elección implica elegir
lo mejor.
Pero la satisfacción y la felicidad no se logran con la obtención o
realización de un valor, sino «con la certeza de una satisfacción que dure lo
máximamente posible en la totalidad de la vida». Es decir, la vida feliz no se

245
consigue por haber logrado una meta parcial, sino sólo si se tiene «la certeza
evidente de poder realizar la vida en acciones logradas en la mayor medida
posible, y en las cuales estemos seguros, en relación a sus presupuestos y
metas, frente a desvalorizaciones». En definitiva, se trata de estar seguro de
manera evidente de que no me voy a reprochar el haber configurado mi vida
de ese modo (o.c.: 32).
Entonces, si ése es el criterio, por lo general ninguno de los grupos de
cultura práctica que hemos citado aparece como autónomo. En realidad, la
mayor parte de ellos son modos de “ganarse la vida”, es decir, ante todo son
formas de poder insertarse en la reproducción social y, una vez llegados a la
madurez, poder cumplir con ese requisito social de participar en la vida
social. Según la evaluación que en su momento se haga se tomará una
decisión u otra; pero en principio la profesión es un modo de ganarse la vida.
Y ahí es donde debemos empezar. Hay modos más penosos que otros, que
conllevan un esfuerzo y, por tanto, una tensión corporal o psíquica superior a
otros; en ese sentido podrían representar un ideal inferior, un modo de vida
inferior; a pesar de que ese modo todavía podría hacerse deseable si hubiera
algún tipo de compensación. De todas maneras, el grado de satisfacción en la
vida no depende sólo del logro profesional o de cumplir satisfactoriamente lo
que nuestra posición nos exige, pues la profesión, y no menos la posición,
terminan siendo sólo una parte de la vida. La felicidad depende de otros
muchos factores, entre los cuales la profesión es uno más, por muy
importante que sea. En realidad, el criterio global es que, teniendo en cuenta
de cara al futuro las posibles decepciones que generen insatisfacción –
decepciones que nos pueden hacer ver que nuestra vida no ha merecido la
pena–, desde esa experiencia el ideal de conducta práctica no es una
profesión u otra, una posición u otra, sino una acción que esté fundada en
consideraciones evidentemente racionales que «impliquen la garantía de su
derecho» (ib.). Por eso llama Husserl a este nivel el de la «profesión universal
de la vida» (cfr. Sepp, o.c.: notas 179 y 185).
Esa experiencia de una acción que lleva incorporada la seguridad de haber
actuado en justicia, en rectitud, en la posibilidad de responder de la acción,
por tanto en plena responsabilidad, eso es la conciencia moral. Por esos
mismos años, nos da en otro lugar la siguiente definición de ella: «relación
retrospectiva y reflexiva como toma de postura anímica del yo en relación a
sí mismo, que frecuentemente se convierte en un juicio sobre uno mismo, un
juicio sobre el valor de uno mismo» (Hua VIII: 105). Una regulación de la

246
vida desde esa experiencia moral va mucho más allá de la vida profesional y
en realidad abarca como posibilidad a toda la vida. Así, el objetivo
fundamental en la conducta práctica es configurar toda la vida «en el sentido
de la razón». Aquí se diseña «la forma de vida humana ideal», que nace de la
estructura de la vida humana, de la estructura tendencial, que tiende al
cumplimiento, con la satisfacción y felicidad consiguientes, pero que está
atravesada también por la preocupación de la desvalorización futura.
Partiendo de ahí, el ideal de vida humana es actuar en la vida, en toda vida
activa, persiguiendo «lo prácticamente racional en general y de una manera
pura por su valor absoluto», es decir, por metas que estén a salvo de
desvalorizaciones futuras, porque el valor o la meta están dados en sí mismos
en su valor (o.c.: 33). Como nos dice después en unas importantes
aclaraciones, todas las profesiones han de ser evaluadas desde este criterio,
por tanto, preguntándose en qué medida en ellas se puede cumplir ese
objetivo de regular la vida desde principios racionales. Y esto es para Husserl
el imperativo categórico, el único imperativo categórico que debe regir la
vida humana, porque todos los demás son imperativos condicionales o
hipotéticos, sometidos por tanto al categórico; éste es el que mide todas las
demás decisiones. Con estas explicaciones se comprenderá el acierto de la
formula de James Hart para describir la filosofía fenomenológica de la
cultura: de la racionalidad de la cultura a la cultura de la racionalidad
(1992b).
En la autoevaluación surge una «gradualidad esencial de la perfección
humana» (o.c.: 35), que es la fuente de todo ideal. De esa fuente hay que
hacer surgir todo ideal humano. Lo que ahí está en juego no es este u otro
valor, este u otro ideal, sino el ser humano mismo, su esencia; esta esencia es
el ideal para uno mismo, su esencia en su plenitud. Lo ideal es la esencia
humana misma, porque lleva inscrita una plenitud de perfección diseñada en
el límite de modo absoluto, lo que sería sencillamente la idea de Dios, es
decir, la perfección absoluta que todo ser humano ético lleva en sí como un
horizonte humano de posibilidad práctica. Ese ideal de perfección absoluta lo
llevamos como a priori de nosotros mismos y no es sino nuestro «verdadero y
mejor yo». Hay, pues, de este ideal dos versiones, una absoluta y otra
relativa. Esta es medida por aquélla, y si aquel ideal es la idea de la
perfección absoluta en el ser humano –es decir, Dios en nosotros–, en cuanto
seres humanos lo que nos orienta es el ideal humano, un ideal relativo frente
a aquél, pero en desarrollo y evolución hacia el ideal absoluto.

247
El imperativo categórico es entonces muy sencillo: «Sé un verdadero ser
humano y lleva una vida que puedas justificar intuitivamente, una vida desde
la razón práctica» (o.c.: 36), es decir, una vida cuyas metas se ofrezcan en su
valor de modo intuitivo, de forma que esté asegurada frente a
desvalorizaciones futuras. Unos años antes había definido la fórmula del que
llama imperativo categórico del siguiente modo: «Haz en cada momento lo
mejor entre lo alcanzable en el conjunto de la esfera sometida al ámbito de
influencia razonable». Para Husserl ésta es la fórmula de Brentano, que
aunque «sea un poco recargada [überfüllt]... no puede ser mejorada» (Hua
XXVIII: 350; ver Sánchez-Migallón, 1996: 249 y ss.).
Desde ese momento, desde el momento en que el sujeto humano decide
someter su vida a ese imperativo categórico, es sujeto de sus actos éticos,
pero a la vez su vida se va haciendo una vida ética. Puesto que su vida es
objeto de su acción, se va configurando a sí misma; por ello es sujeto y objeto
de su tendencia. Sus actos son racionales y su vida está realizada
racionalmente. En la medida en que esto es necesariamente un proceso desde
estadios de imperfección o, al menos, desde momentos en los que el móvil no
son valores inatacables por la decepción y en un proceso cuyo límite es la
personalidad perfecta –meta esta sólo situada en el infinito-, la vida humana
es una «vida del método», del método para una humanidad ideal Más aún,
«la estructura ideal de la vida auténticamente humana se muestra como un
“panmetodismo”», según el cual toda la vida humana sólo puede llegar a la
felicidad y satisfacción plenas como «autorregulación y autocultura» (Hua
XXVII: 39).
Si aquí estamos hablando de una autoconfiguración y auto-cultura, es
porque ya contamos, como fondo, con un concepto de cultura individual
ética,, o si se prefiere, con un «concepto individual ético de cultura». Cultura
es aquí auto cultivo; y lo auto-cultivado es la vida misma de uno. La vida es
la vida activa que como vida activa está sometida a las reglas de la razón, de
buscar objetivos, metas, valores sometidos a la crítica razonable sobre su
legitimidad. Como el objeto de la posible acción es la totalidad de lo
conocido como objeto de acción posible, todo eso «está sometido, de una
manera individualmente variable, a la voluntad y a una elaboración de
acuerdo a metas. La totalidad de los bienes subjetivos (en el caso especial, los
bienes auténticos) logrados en las acciones personales (especialmente en las
racionales) podría ser denominado como el reino de su cultura individual y,
en especial, de su cultura auténtica. El mismo es entonces a la vez sujeto de la

248
cultura y objeto de la misma» (o.c.: 41).
En ese momento no sigue Husserl desarrollando más estos puntos. En
realidad en su propuesta, como muy acertadamente dice H. R. Sepp en el
comentario a estas páginas, no se presenta ninguna prescripción concreta, ni
siquiera los marcos para decisiones éticas. Sólo ofrece una «morfología
fenomenológica, es decir, los posibles pasos motivacionales en el desarrollo
de un ser humano hacia un ser humano racional» (1997: 165). Pero eso no
quiere decir que, en la propuesta de la necesidad de tomar la decisión de ser
una persona ética –es decir, de someterse al imperativo categórico, de actuar
en cada momento lo mejor posible–, no estén implicados ciertos elementos
axiológicos decisivos, que darían, podríamos decir, cierto contenido a la
propuesta husserliana. Husserl mismo especifica que los elementos racionales
se refieren a todos los ámbitos de la vida, a la verdad, a la valoración y a la
acción. En la medida en que la ética es la teoría de la actuación racional, a su
campo pertenecerían tanto la lógica (como acción dirigida a la verdad) como
la axiología y la práctica. La verdad es una meta racional del impulso
cognitivo, que, una vez puesto en marcha como actuación, está sometido a
normas éticas como cualquier otra acción. En esa acción también existe la
posibilidad de la decepción y, por tanto, se da también la exigencia de una
dedicación conscienzuda al logro de verdades definitivas, fundadas, y sólo a
darse por satisfecho en ese momento. Además, mezclar en la búsqueda de la
verdad otros intereses es faltar a la norma ética fundamental.
Pero aún hay más. En la última frase de Husserl que he citado se habla de
“acciones personales y, en especial, de las acciones racionales y de los bienes
subjetivos logrados en esas acciones personales”. Para los objetivos éticos de
Husserl está claro que los valores subjetivos que se proponen como metas
que hay que lograr cuentan más que el valor de verdad, que también es un
valor. Valores subjetivos son los que cultivan a la propia persona, que
configuran la propia personalidad, y cuyo logro está regido por la exigencia
racional, es decir, que se dan en intuición evidente.
En un texto recientemente publicado (1997), que proviene de febrero de
1923, Husserl, después de haber expuesto su teoría ética, se pregunta que
cuáles son los «valores superiores». De entrada, ratifica una tesis
fundamental: no hay valores más que como correlatos de las personas, en
consecuencia, una cosa sólo tiene valor en relación a lo que signifique para el
sujeto. Con esto no hace más que expresar la tesis clave de toda su axiología,
que, por otro lado, está bajo el patrocinio de Fichte, de quien cita una

249
sentencia básica: «Nada tiene valor y significado absoluto más que la vida;
todo el resto, el pensamiento, la poesía, el saber, sólo valen en la medida en
que de algún modo se refieran a la vida, procedan de ella y tengan la
intención de retornar ella» (Hua XXV: 278). Pero, ¿cuáles son entonces los
valores superiores? En principio, los de la subjetividad en cuanto tal y,
principalmente, los de aquella subjetividad dirigida a lo mejor posible.
Naturalmente que todo esto no es fácil de determinar. Hay que tener en
cuenta que siempre hablamos de objetivos estimados, de metas que
generalmente son acciones o comportamientos en relación a nosotros o a los
otros, es decir, que no se trata de llevar a cabo acciones para lograr bienes
materiales. Pues bien, hay muchos valores que entran en concurrencia entre
sí, incluso puede ser difícil compararlos para saber qué es lo mejor que debo
hacer. Esta es la objeción que le puso a Husserl el fenomenólogo Geiger (Hua
XXVIII: 419). Lo que está claro para Husserl es que lo mejor es enemigo de
lo bueno, pero no en el sentido político usual de que si elegimos lo mejor
corremos el riesgo de perder también lo bueno. El sentido ético es que si hay
dos bienes o dos comportamientos, uno mejor que otro, éste se convierte en
moralmente malo. Sin embargo, hay muchas veces valores absolutos
incomparables y concurrentes, entre los que hay que elegir. Cuando nos
vemos en esos casos habla Husserl de la «tragedia de la voluntad», que debe
sacrificar y abandonar valores nobles a los que el corazón puede estar muy
apegado en favor de otros; y cita un ejemplo: «abandono de un bienestar
seguro para otro en favor de una tarea vital propia». Posiblemente este caso
sea el más frecuente en los grandes dilemas que afrontamos en la vida
muchos profesionales: el bienestar de las personas que uno tiene a su lado o
la profesión. Y entonces habla Husserl de «resolución de esas disonancias
trágicas en la idea de una teleología social» (Hua XXVIII: 420).
Aquí está la clave decisiva de la ética husserliana, ya que la teleología
social es el elemento fundamental de esa ética, que culmina aquella frase
heideggeriana con la que comprendíamos la estructura axiológica del mundo:
el ser humano, el Dasein, es un ente al que le va su ser, que se preocupa por
su ser. Desde Husserl, el ser que queremos ser no es sólo un ser profesional,
la profesión por la que decidimos ser un determinado tipo social; más bien lo
que debemos querer ser es ser lo mejor posible. Pero el ser que en todo caso
somos es un ser generativo y social, un ser-con; por tanto, lo social está
siempre en la entraña de la consideración de los valores superiores que deben
determinar toda decisión. La ética husserliana, que lleva al autocultivo como

250
un deber, como la única forma de realizar el ideal humano, el verdadero ser
humano, no nos encierra en un yo solip-sista que pusiera su autocultivo como
objetivo prioritario, porque en el autocultivo están implicados los otros como
personas. Por eso el párrafo en el que se pregunta por los valores superiores
termina diciendo: el mejor mundo posible, el mundo que constituiría el valor
superior porque permitiría realizar lo mejor posible, sería un mundo «que
ofreciera las mayores posibilidades para la realización de los mayores
valores. Este permitiría la máxima socialización y, de esta forma, la
posibilidad de la realización de valores de la forma máxima, valores de la
sociabilidad, valores de la comunidad de amor» (1997: 221). Esta es, en
definitiva, la que da sentido a aquella teleología social, sólo en la cual
podemos resolver, seguramente no sin dolor, lo que Husserl llama,
“disonancias trágicas”.
Pero al llegar a este punto de nuestra exposición, conviene preguntarse
por el objetivo de esta sección. En ella nos hemos dedicado
fundamentalmente a algunas consideraciones sobre la ética, en las cuales sólo
me he esforzado en llevar, de la mano de Husserl, la estructura de la vida a su
expresión. Para esta tarea la fenomenología es posiblemente el método más
adecuado. Ahora bien, gracias a la fenomenología de la cultura ya conocemos
los elementos que definen lo cultural. Así pues, con el ideal de cultura, es
decir, con los aspectos axiológicos de la cultura, ha de ocurrir lo mismo que
con los otros niveles de la cultura: que se remiten a los individuos concretos y
que, del mismo modo que no hay una cultura más que desde un individuo que
la haya creado y una colectividad que reciba solidariamente lo creado por los
individuos, sólo puede haber una cultura auténtica si hay personas en un
grupo social que vivan éticamente, que se planteen su vida desde la decisión
ética. Por eso termina Husserl el tercer artículo sobre Renovación con el
concepto individual ético de cultura:para que podamos hablar de ideal de
cultura debemos contar previamente con individuos que hayan descubierto el
“ideal ético”, que hayan formulado como su propio ideal el ideal ético. Y es
que aquí estamos en un caso muy peculiar, porque los valores éticos, el ideal
de las personas o la persona ideal no puede estar en nada exterior, en una
exterioridad objetiva, como otros elementos culturales. Por eso ha sido
necesario decir que los valores superiores son en todo caso los de las
personas, los de la subjetividad. No hay un ideal de cultura externo, como así
ocurre, en cambio, en otros aspectos culturales, por ejemplo, en la cultura
técnica y en la cultura ideal, ya que ambos son posibles como cultura

251
objetiva. Pero no es posible un ideal de cultura sin personas que se lo hayan
apropiado, aunque sea -todo hay que decirlo–, en la historia pasada de un
pueblo y estando consignada en la cultura ideal de ese pueblo, es decir, en el
acervo tradicional oral o escrito. En todo caso el ideal de cultura se remitirá al
ser humano ideal, al ideal de persona humana. Por eso dice Husserl: sólo es
posible cultura verdadera o auténtica como autocultura auténtica y en el en
ese marco ético de ésta, que es el que le da las normas. Con esto podemos
pasar ya al ideal de cultura.

252
4.3. Cultura fáctica y cultura auténtica: el ideal de
cultura
Al establecer el ideal cultural individual, es decir, el concepto individual
ético de cultura como un autocultivo, ¿no hemos establecido o propuesto
automáticamente el ideal cultural social? Porque parece ya relativamente
sencillo postular que el ideal cultural –en el sentido propio y estricto de
cultura, por tanto, en ese sentido que incluye los tres pasos necesarios para el
establecimiento cultural– es él mismo ya aceptado solidariamente y por eso
instaurado y sedimentado como tradición en la sociedad. Sin embargo, el
tema no es tan sencillo, porque nos tenemos que preguntar si ese ideal
humano manifestado o expresado en el “imperativo categórico”, que para
Husserl termina siendo la realización de la convivencia social en una
comunidad de amor, es viable en las culturas fácticas normales, es decir, en
lo que, con G. Bueno, podemos llamar culturas en sentido distributivo, o en
mi terminología, culturas étnicas, por tanto, particulares. Si esto no fuera así,
el paso al ideal de cultura o, también, la instauración del ser humano
verdaderamente ético sólo serían posibles en el marco del nacimiento de esa
nueva etapa de la humanidad que se caracteriza por ejercer sobre su vida una
crítica total, lo que representa ni más ni menos que el nacimiento de la
filosofía.
Estamos, pues, partiendo de una contraposición existente entre la cultura
fáctica ordinaria –la que constituye a los grupos humanos y consta de los tres
tipos de cultura en los cinco escenarios que hemos encontrado–, y la idea de
una cultura auténtica que cumple el ideal de cultura, en el que se realizan las
máximas posibilidades humanas, las máximas metas humanas de plenitud y
satisfacción. ¿Es esto posible en el marco de una cultura étnica, de una
cultura que, por definición, tiene una noción particular de ser humano y
excluye de su comunidad a cuantos no le pertenezcan? Para Husserl estaba
claro que esto no era posible.
Para comprender el alcance de esta opinión, quizá sea interesante hacer
algunas consideraciones de carácter histórico y crítico sobre ella. En primer
lugar, debemos tener presente un dato fundamental: una cultura particular
está inmersa en un mundo particular, lo que significa que su cultura técnica,
ideal y práctica no exceden de su ámbito; su mundo es el pensado en ese

253
contexto particular; por tanto, nunca podría abandonar ese contexto limitado
más que por una ruptura con él. La cultura ideal de que dispone es la precisa
para las necesidades técnicas, para la reproducción del grupo y la
preservación de su identidad, es decir, de las condiciones de subsistencia.
Esas culturas étnicas particulares están inmersas en lo que Husserl llama el
desarrollo orgánico de la especie. Para saber, incluso, si es posible la
propuesta de una personalidad ética desde ellas, les hemos tenido que hacer
violencia, porque sólo podemos discutir esa propuesta desde fuera de ellas.
Es lo mismo que ocurre con las cuestiones referentes al relativismo cultural.
Se dice que todas las culturas son relativas a su entorno social, cultural,
histórico y ecológico; lo que es radicalmente cierto, pero de ahí se quiere
sacar la conclusión de que la cultura de quien lo dice es tan relativa a su
entorno y, por tanto, tan limitada en su validez como la que cae bajo el
principio del relativismo cultural. Pero no se dan cuenta quienes así juzgan
que, para hacer la proposición de que toda cultura es relativa, han tenido que
trascender el marco particular, pues sólo así podremos hablar de que “toda
cultura es esto o lo otro”. La fundamentación del establecimiento de ese
marco es una cuestión epistemológica ineludible, que, desgraciadamente, no
se halla en casi ningún antropólogo cultural, ya que suelen gustar descalificar
las propuestas explícitas sobre lo que ellos están utilizando continuamente.
Desde un marco particular no se puede hacer ninguna afirmación que lo
trascienda; otra cosa es que en la cultura particular aniden efectivamente
elementos de alcance universal. Ya lo hemos probado en la fenomenología de
la cultura. Precisamente los elementos no étnicos que operan en esas culturas
particulares son los que han posibilitado la difusión y la convergencia de las
culturas particulares hacia otro estadio cultural distinto en el que esos
elementos no étnicos, la presencia de rasgos específicos universales, dejan de
ser sólo operativos y se plantean reflexivamente, si bien, al plantearse así,
quedan desvinculados de su conexión particular.
Lo mismo ocurre con el ideal de cultura. La pregunta misma ya supone
que nos situamos en un lugar distinto, más allá de la cultura particular. Desde
una de éstas no puedo formular un ideal de cultura como el previsto por
Husserl, porque el ideal de cultura de un pueblo está limitado a ese pueblo y
no incorpora a otros miembros de la especie. Además hay un dato muy
significativo, al que ya hemos aludido (apartado 3.2.3): el desarrollo orgánico
de la especie humana se ha basado en la confrontación, de manera que sólo es
comprensible desde la confrontación. El grupo más débil elude la

254
confrontación emigrando. Cuando esa emigración ya no sea posible, se
pasará a la confrontación directa o, al menos, a la amenaza de confrontación
directa con los riesgos que eso implica. En esas condiciones el ideal cultural,
lo que define lo bueno y lo malo, no vale más que para los del grupo. No hay
duda de que en toda cultura hay normas sobre lo bueno y lo malo, pero sólo
valen en su contexto. Eso no quiere decir que una vez establecido un marco
no particular no podamos descubrir en los valores éticos particulares de
muchas culturas, y posiblemente de la mayoría de ellas, prefiguraciones o
anuncios de lo que incluye una cultura auténtica. Más aún, estoy convencido
de que en esas culturas que tanto tiempo hemos llamado “primitivas” en
realidad está en gran medida nuestro futuro (ver San Martín, 1992: 133 y ss.;
1995:201,217).
La etapa del desarrollo particular del género, el desarrollo orgánico de la
especie, en la que ésta seguía el desarrollo dictado por instancias fácticas,
desarrollo orgánico de la vida (tasa de reproducción biológica) y, en
consecuencia, imposición diferencial a otros grupos, es una etapa superada en
la realidad y que, por tanto, ya ha pasado a la historia. Pasa a la historia,
primero, en una etapa preparatoria a través del desarrollo de los Estados, y, en
segundo lugar, en el hecho epocal de la fundación o instauración de la
filosofía y la ciencia, es decir, del saber explícitamente universal, que es lo
que desencadena realmente la superación de la etapa particular del género
humano, para iniciar una nueva etapa, en la cual se puede establecer aquella
pregunta. Es muy posible que sin el desarrollo de los Estados, que están más
bien en el desarrollo orgánico pero ya con un fuerte ejercicio de la razón, no
hubiera sido posible el nacimiento de la ciencia y de la filosofía. Por eso lo
importante no es tanto la ciencia –en términos globales podía ser ya
patrimonio de los Estados– como el nacimiento de la actitud filosófica en la
que desde el siglo V a. C. se desarrollará la ciencia y su metodología.
Ahora bien, ocurre que en esta última etapa los valores éticos, los ideales
normativos que pudieran haber sido patrimonio de los grupos particulares, no
sólo no fueron respetados, ni la cultura de la confrontación que caracterizaba
al desarrollo particular del género superada, sino todo lo contrario,
intensificada. Incluso cuando se refundo en la Edad Moderna el ideal cultural
que de un modo u otro había sido elaborado por los griegos pero que en su
mezcla con el cristianismo había perdido nitidez y eficacia, y cuando la
actitud filosófica había llegado a las máximas cumbres de claridad, nos
encontramos con que tanto el final del siglo XVIII como los comienzos de

255
siglo XIX y los del XX fueron sacudidos por episodios de crueldad que nunca
antes había conocido la historia. La Revolución francesa no ocultó su terror.
Napoleón extendió la guerra a toda Europa. A principios del siglo XX la
primera guerra mundial fue una guerra también de confrontación
prácticamente en toda Europa. La refundación y recuperación del ideal
ilustrado se había saldado con el mayor de los fracasos, arruinando las
pretensiones de la filosofía de dictar las reglas de un ideal humano y un ideal
de cultura.
Desde este contexto reflexiona Husserl en dos etapas. En la primera
recupera el ideal del saber filosófico; cuestión decisiva, porque ese saber
universal es el que inspiraba tanto la génesis y fundación de la filosofía como
su restauración. Pero se puede preguntar si la ciencia del siglo XIX no estaba
inspirada también por ese mismo ideal. Sólo aparentemente, porque esa
ciencia había sido interpretada de una manera psicologista por parte de la
filosofía de ese siglo. La ciencia, por su parte, aparentando vivir del ideal
ilustrado, había terminado por sucumbir a ciertos errores filosóficos sobre su
alcance, basándose también en el proyecto psicologista. De acuerdo a esa
opinión bastante generalizada, la vida humana era vista como una
prolongación de la naturaleza, de manera que todo lo que constituye la vida
humana, por ejemplo, las leyes que rigen la lógica o las elecciones de la
voluntad, no son más que leyes naturales que en otras condiciones serían
distintas. Con esta tesis se estaba volviendo a instaurar un particularismo
desde otro presupuesto que el de la existencia particular del género. Con esas
tesis propias de la ciencia y filosofía del siglo XIX la propia Ilustración
dejaba de tener sentido. Pues bien, contra esa interpretación psicologista se
dirige Husserl para rescatar la verdadera actitud filosófica. Por eso Husserl en
su primera etapa filosófica, que dura hasta mediados de la primera gran
guerra refutará el psicologismo, tanto el teórico como el práctico y
axiológico. Ni la lógica, ni la axiología ni la práctica son cuestiones de azar,
sino que están regidas por leyes de validez universal que definen al sujeto
racional. Podemos ir contra las leyes racionales, sean lógicas, axiológicas o
prácticas, pero en ese caso sabemos que procedemos de manera irracional,
que vamos contra la razón.
La segunda etapa de la reflexión husserliana arranca de la experiencia de
la Gran Guerra. Ahí se da cuenta Husserl de hasta dónde ha llegado el fracaso
de la Ilustración y, con él, también el de la idea de Europa que se había
constituido con la recuperación del ideal clásico en el Renacimiento. En una

256
carta a Arnold Metzger, de septiembre de 1919 –sigo el comentario de H. R.
Sepp, (o.c.: 182 nota)– sitúa Husserl su crítica anterior a la ciencia y a
filosofía «en el marco de la relación práctica de la filosofía». Como dice en la
carta, su crítica a la situación de la filosofía no surgió por consideraciones
teóricas sino por «una indescriptible necesidad anímica». Confiesa que aún
no se había dado cuenta de que la insuficiencia de la filosofía o su falta de
cientificidad reflejaba la «vaciedad interna de la totalidad de la cultura
europea» (Briefwechsel IV: 408), porque, como él escribe, «aún no tenía ojos
para las realidades prácticas y culturales ni para el conocimiento de los
hombres y de los pueblos, todavía vivía en el empeño de un trabajo casi
exclusivamente teórico». La Gran Guerra le hace superar ese “desinterés” por
las realidades prácticas culturales y orientar su mirada en dos direcciones, una
más bien negativa, la otra positiva, aunque ambas en íntima conexión; en
ellas se configuran dos tareas o misiones. La primera, de carácter negativo, es
querer saber en qué está el error, el fallo de la cultura europea, y cómo la
vaciedad científica de la filosofía, que refleja un seguimiento irresponsable de
los métodos de las ciencias físicas o su sometimiento a ellas, traduce,
primero, una carencia de profundidad y responsabilidad de la propia ciencia
y, segundo, una pérdida de los ideales de cultura por los que se definía la
propia cultura europea. La misión positiva consistía en definir con precisión
esa cultura europea, es decir, lo que era históricamente inherente a la cultura
europea. La búsqueda de esa definición le hace plantearse la pregunta de en
qué medida la cultura europea definida de ese modo era sólo una cultura
particular de la Europa de ese momento o la cultura de la humanidad en la
etapa de la globalización, es decir, en la etapa en que el género humano ya
no vive en la particularidad sino en la universalidad, en la conexión total de
todos los grupos. Estos planteamientos son los que dirigen la reflexión de
Husserl durante sus veinte últimos años de vida, si bien en ellos no se desdice
de los logros de las primeras reflexiones. Por ejemplo, las leyes formales de
la lógica axiológica (ver Ferrer, 1992b: 69 y ss.) no quedan abolidas. A ello
se refiere Husserl expresamente en el tercer artículo para Kaizo: la ley de
absorción, según la cual un bien o valor mayor absorbe a uno menor, «se
mezcla con otras leyes esenciales de la práctica formal» (Hua XXVII: 31;
Hart, 1997b: 194 y ss.). Pero ahora le interesan a Husserl las realidades
culturales prácticas y no sólo las formales al margen de la historia.
Pues bien, la reflexión de Husserl parece estar puesta bajo el patronazgo
de Fichte, a quien se debía de sentir muy cercano, pues al menos hasta 1918

257
mantuvo seminarios sobre Fichte en repetidas ocasiones (ver Hart, 1995:
135). Pero ahora esa relación se hace mucho más patente. En efecto, unas
conferencias sobre Fichte para excombatientes darán en 1917 la señal de
partida de esta nueva etapa de Husserl. Es significativo este punto de partida,
primero, por lo que representa Fichte en el momento en que Husserl disertará
para los excombatientes. Fichte es un teórico capaz de entusiasmar al pueblo
alemán y convertir en héroes a personas vulgares. Unos ideales bien
formulados son capaces de convertir nuestra vida, la vida de un pueblo, la
cultura de un pueblo, en algo superior. Segundo, en Fichte hay un boceto de
filosofía de la historia muy preciso que será asumido íntegramente por
Husserl, de manera que lo que en 1917 es expuesto como propio de Fichte,
aparecerá después como la filosofía de la historia de Husserl. Tercero, con
Fichte comprendemos perfectamente lo que el ideal de cultura tiene de
“divino”. Mas no se debe olvidar que Fichte, en su propuesta primera, fue
acusado de ateísmo (ver Fraijó, 1998: 176).
Es muy interesante la introducción a estas conferencias sobre Fichte. En
ella vemos el sentido del nuevo trabajo de Husserl y el nuevo tono de su
filosofía. Comenta aquí que la vida cultural alemana había transcurrido en
una especie de estepa cultural, con pocas grandes montañas individuales:
Copérnico, Kepler, luego Leibniz. Sólo a finales del XVIII surge un
verdadero macizo montañoso con una serie de nombres impresionantes, pero,
como él reconoce lamentándose, ese macizo, que en su momento fue
determinante de la cultura y vida alemanas, ahora ya no ejerce ningún influjo:
es «como si una densa niebla se hubiera abatido sobre las cumbres nevadas,
en su momento tan radiantes, y las hubiera ocultado a la humanidad
moderna» (Hua XXV: 267). Esto ocurre porque a mitades del siglo XIX, de
golpe, se extingue el impulso de vida del idealismo, y se impone el dominio
de las ciencias físicas y, paralelamente, «la cultura técnica que ellas
determinaban» (o.c.: 268). La filosofía idealista, que marcaba a la vida
humana unos ideales superiores, desaparece totalmente y se hace incluso
radicalmente incomprensible.
La crítica con que Husserl había iniciado su trayectoria filosófica era
precisamente crítica a la filosofía heredera de esa situación. Pero fue entonces
cuando llegó la guerra; una guerra en la que todo el mundo se alió contra
Alemania. En ese momento era necesario pararse y reflexionar sobre lo que
había pasado. Y ahí es donde vuelve a Fichte, a un filósofo que supo
despertar las conciencias de los alemanes, dándoles fuerzas para luchar,

258
mediante la recuperación del valor ideal de la vida humana. Ahora, dice
Husserl en 1917, «la necesidad y la muerte son hoy los educadores»; la
muerte ha dejado de ser un suceso excepcional y no puede ser falsificada con
montones de coronas de flores: «La muerte ha conquistado de nuevo su
sagrado derecho originario. La muerte es de nuevo el gran oráculo de la
eternidad en el tiempo. Y así nos han vuelto a crecer órganos de visión para
el idealismo alemán, especialmente para J. G. Fichte, el filósofo de las
guerras de liberación. De él, de la nueva configuración del ideal de un
auténtico ser humano a partir de las profundas fuentes de la filosofía quiero
hablar» (o.c.: 269). Quiere hablar de él porque Fichte había orientado su
filosofía hacia la práctica,, y esa orientación es la que más interesa a Husserl
ahora, puesto que es la renovación de la fracasada cultura europea lo que más
le preocupa en ese momento.
El objetivo de la acción moral, según Fichte, es la producción teleológica
de un mundo humano, de espíritus libres que estén entre ellos en relaciones
libres, manteniéndose de ese modo un orden moral del mundo. Y si bien la
naturaleza material es un momento necesario de ese orden –pues sólo sobre
ella pueden existir comunidades humanas morales–, ese orden moral del
mundo es el único valor absoluto pensable. Para Fichte esta idea es la causa
teleológica misma del mundo, y eso es Dios, que no es más que el orden
moral del mundo. Fichte piensa a Dios como yo puro que produce ese orden
moral. Pero cada uno de nosotros participa de ese yo; lo cual implica un
enaltecimiento del ser humano. De este modo, a través de la filosofía se opera
un renacer del ser humano, al crearle un ideal humano totalmente nuevo: a
saber, la contribución a la producción del orden moral del mundo. Y como el
ser humano es parte de esa realidad divina, la máxima ética es “actúa según
tu determinación”, es decir, según lo que eres.
Pues bien, de acuerdo a la realización del ideal ético, la historia humana
podría dividirse en cinco épocas. La primera es la del instinto, en ella no
actúa la voluntad. Es la etapa de la animalidad. El ser humano en cuanto
animal está atado a la sensibilidad. La segunda es la etapa de la autoridad; en
esta etapa los individuos no están sometidos al instinto sino a autoridades que
imponen su voluntad; hay un imperativo categórico pero heterónomo. Esta
sería la etapa de los pueblos tal como viven en la etapa del desarrollo
particular del género. La tercera etapa supone una rebelión contra la
autoridad, una ruptura de los vínculos de la tradición, adquiriendo el
individuo un papel en la elección; la razón ya no está sólo en el exterior, está

259
en cada uno y dirige la vida, aunque aún no sea plenamente consciente de sí
misma. En la cuarta etapa, la de la reflexión, la razón reconoce su ley como
disciplina universal. En la quinta y última etapa la razón se convierte en
realidad en el mundo real. Este desarrollo aparece en el escrito de Fichte Los
caracteres de la edad contemporánea, de 1806.
Husserl utilizará y parafraseará estas mismas cinco etapas. En la primera
el ser humano vive sólo de los sentidos; se trata de la etapa de la
sensibilidady del ocultamiento de la razón; una etapa en que el ser humano
vive una vida sólo animal. En la segunda etapa ya hay un deber, una
legalidad del deber; los individuos saben lo que deben hacer; se mueven en el
plano de las costumbres que imponen deberes. La vida humana que hemos
conocido siempre ha estado en esta etapa, aunque distribuida en culturas
particulares. Es tan sólo en la tercera etapa cuando aparece la moralidad
auténtica, porque el individuo ya elige por sí mismo. De acuerdo con lo que
será el desarrollo posterior de Husserl, esta etapa equivale a la regulación de
la propia vida en función de la elección de valores que nos atraen, por
ejemplo en las profesiones o en las aficiones. Hay un deber; la coherencia
con uno mismo; uno sabe si es fiel a sí mismo, a los valores que ha elegido en
su vida. Aquí coexisten varios tipos de ideales humanos no comparables; por
ejemplo, un científico, un técnico y un político, cada uno de ellos se entrega a
su valor, bien sea la verdad, el dominio de la naturaleza o la realización del
Estado ideal como el orden ideal de la comunidad. También estaría el artista,
pero como trabaja con pasión, dice Husserl que en él «no hay imperativo
categórico» (Hua XXV: 288).
Sin embargo, es fácil que se fracase en el logro de estos ideales y,
entonces, el individuo será infeliz. De ahí la necesidad de una moralidad
distinta. Se trata de la misma fundamentación que hemos establecido en la
sección anterior: la profesión deja sin regular aspectos importantes de la vida.
Por eso en estas conferencias parafrasea Husserl la cuarta etapa de Fichte; en
esta nueva época moral lo que se busca ya no son valores como obras
externas, aunque éstas sean tan sublimes como las citadas en la etapa
anterior; ahora el objeto de la acción es la perfección de uno mismo. Como
afirma el propio Fichte: si en la etapa anterior se trataba de mostrar y de
realizar ideas divinas en el mundo, en la cuarta uno mismo tratará de
mostrarse a sí mismo como divino, es decir, tratará de realizar la perfección
divina en uno mismo, porque uno mismo es parte de Dios, cada uno es
«continente santificado de Dios», y lo mismo ocurre con los demás. De este

260
modo, la perfección buscada de uno mismo incluye la perfección de cada uno
de los otros, el amor al otro, al prójimo, y por tanto, la búsqueda de su bien.
El tercer artículo para Kaizo se corresponde con el paso de la tercera etapa
a la cuarta según las etapas de Fichte, partiendo de que sólo en la cuarta se
diseña el verdadero ideal humano, que en términos de Fichte es la producción
del orden moral del mundo. En las conferencias sobre Fichte, Husserl llama a
esta etapa la de la religiosidad, la etapa religiosa moral. El amor al ser
humano tiene obviamente consecuencias prácticas, pues, como hijos de Dios,
el prójimo debe ser tratado como uno mismo, de manera que siempre se mire
el germen de Dios en ellos; el individuo «se esforzará en promocionar lo que
constituye su noble humanidad» (Hua XXV: 291). Aquí está perfectamente
diseñado el ideal humano, el ideal moral que rige la vida humana y que mide
todas las acciones incluso las profesionales: «así, termina Husserl, cada
individuo humano se hace miembro de un mundo espiritual ideal, de un reino
de Dios en la Tierra. Es en realidad el Reino que pedimos: “venga a nosotros
tu Reino”». La interpretación del cristianismo que hace M. Fraijó (1997: 47)
o la interpretación del Evangelio de Marcos por parte de Puente Ojea (1994:
86) no me parecen alejadas de esta idea. Pues bien, en los artículos para
Kaizo aprovecha Husserl estas mismas ideas como propias (Hart, 1995: 153)
sin aludir a Fichte y sin apenas mencionar el carácter divino que aparece en
las lecciones sobre Fichte; lo que, sin embargo, sí menciona es que el ideal
humano al que aspiramos, y que en todo caso da contenido al imperativo
categórico, es la idea de Dios en nosotros, que no es otra cosa sino la
realización de la comunidad ideal (ver Hart, 1992c: 99 y ss.; 1997b: 199 y
ss.).
Pero con esto no se ha terminado. Aún hay según Fichte un paso más, una
quinta etapa. En el texto que hemos citado de Fichte, donde se decía que en la
quinta etapa la razón es real, se quería decir que se cumple el ideal humano
en la sociedad, en su modo de vida. La explicación husserliana de esta quinta
etapa parece un poco más complicada. En efecto, no se trataría sólo de ser
consdente de la idea de Dios en nosotros, o de colaborar en la realización del
orden moral del mundo, y de ver, por tanto, a los otros como hijos de Dios.
Tal como cita Husserl, Fichte había dicho: «¿Quieres ver a Dios, ver cómo es
en sí mismo cara a cara? No lo busques más allá de las nubes, pues lo puedes
encontrar en cualquier lugar en que tú estés. Mira la vida de sus devotos, y lo
ves. Dedícate tú mismo a él, y lo encontrarás en tu corazón» (Hua XXV:
291). Pero todo esto es individual. Por eso hay una posibilidad mayor, la de

261
llevar todo esto a su máximo grado, al grado del saber. Ya no se trata,
entonces, de sentirse identificado con Dios, sino de la posibilidad del saber
de Dios, de desarrollar el punto de vista de la ciencia, de convertir la cuarta
etapa en tema científico, o sea, de convertirla en cultura, habría que decir, y
de llevarla a la evidencia filosófica de un saber absolutamente fundado, al
alcance de cualquiera; sólo entonces el ideal humano llegará a su plenitud.
No es baladí esta afirmación husserliana. Con ella, llegamos por fin al
lugar idóneo para hablar de ideal de cultura. El tercer artículo sobre
renovación, como muy bien dice H. R. Sepp (o.c.: 156), muestra un
desarrollo equivalente a las etapas tercera y cuarta del desarrollo de Fichte.
Ahí estamos en un plano individual. Aunque yo trabaje por la realización del
orden moral del mundo, ese ideal humano que dirige mi acción –hacer en
cada momento lo mejor posible; algo que se resuelve en la colaboración en la
creación y mantenimiento de una comunidad de amor que, en última
instancia, tiene que abarcar a la humanidad entera– no puede ser más que un
ideal de cultura individual; no es un ideal de cultura. Para que ese objetivo
sea ideal de cultura hay que dar un paso decisivo, el paso de la elevación de
ese ideal al saber. No en vano el cuarto artículo de Husserl se titula:
«Renovación y ciencia». Aunque ese título puede extrañar, en él se trata de
responder a la pregunta por las condiciones de una cultura verdadera y a la
pregunta por las condiciones de cómo a una cultura «no verdadera,
inauténtica y no valiosa se le puede dar la forma de una cultura verdadera y
plena de valor» (Hua XXVII: 43). Pues bien, el artículo que responde a estas
preguntas lleva por título «Renovación y ciencia».
Desde las conferencias sobre Fichte se entiende esto perfectamente: sólo
elevando la actitud ética, el ideal humano individual, que por supuesto
implica a los otros, a la evidencia del saber o de la ciencia, se convierte esta
actitud en un bien cultural y, por tanto, en el diseño de una cultura auténtica.
Está claro que para convertirse en un bien cultural tiene que recorrer los
pasos de toda cultura: instauración, sedimentación, aceptación solidaria; mas
ésta, tratándose de un ideal de cultura sedimentado –por tanto que asume la
forma de una cultura ideal–, tiene que basarse en la convicción racional, lo
que sólo es posible si la ciencia de la cultura auténtica lleva la forma de la
evidencia.
Como punto de partida de toda reflexión sobre una cultura auténtica o un
ideal de cultura tenemos que tener clara la contraposición entre dos tipos de
cultura desde el punto de vista axiológico: la contraposición entre una cultura

262
no auténtica [unechte], no valiosa [unwertigen] –como la llamó Husserl–, no
verdadera, y la que se va configurando de acuerdo al ideal de cultura. Este es
el primer requisito para la discusión. Porque más de uno considerará fútil,
voluntarioso o sencillamente inadecuado el planteamiento y se preguntará
entre qué está la contraposición, ya que puede aparecer entre dos niveles
distintos. La exposición sobre filosofía de la historia que hemos hecho al
principio era necesaria para comprender esto. El polo opuesto al ideal de
cultura, o cultura que se renueva de acuerdo al ideal de cultura, es de modo
inmediato la cultura que en ese momento no se desarrolla de acuerdo a esos
ideales. Husserl lo menciona expresamente: una comunidad es una pluralidad
de seres humanos movidos en parte por motivos egoístas y en parte por
motivos altruistas, y la mayoría de las veces dirigidos pasivamente: «Así la
vida de la comunidad y en ella la vida individual se juega entre el bien y el
mal, y en tal vida ha crecido históricamente la cultura de la comunidad» (Hua
XXVII: 47), con toda clase de instituciones, bienes culturales buenos y
malos. Es decir, la cultura fáctica es «una mezcla de cosas valiosas y no
valiosas». La cultura es resultado de acciones buenas y acciones malas. La
cultura resultado de acciones malas o indiferentes sería un polo situado frente
a la cultura auténtica.
Pero aún hay otra posibilidad que no quiero dejar de nombrar, porque no
hacerlo nos podría llevar a engaños. Si el ideal de cultura husserliano se sitúa
en lo equivalente a la quinta etapa de Fichte, y como veremos, según Husserl
también se necesita que la cultura sea filosófica –es decir, que sólo se puede
dar una cultura auténticamente humana en la etapa de globalización– a la
cultura auténtica se oponen todas las anteriores a la etapa de globalización, o
sea todas las culturas de la etapa del desarrollo particular del género, aquellas
a las que podemos llamar culturas fácticas o culturas en sentido distributivo.
De hecho, ésa parece ser la interpretación de Derrida en su comentario a El
origen de la geometría,, aunque no persiga en él la diferencia y las
condiciones de esa denominación. En efecto, para Derrida (1990: 47),
Husserl distinguía por un lado la cultura empírica, «es decir, la cultura
histórica de hecho, donde la sedimentación del sentido no excluye la
caducidad del valor enraizado en la lengua, el suelo, la época, etc., y, por otro
lado, la cultura de verdad, cuya idealidad es absolutamente normativa»; ésta,
que no es posible sin aquélla, «es su máxima posibilidad». Pero, a nuestro
pesar, poco más dice Derrida al respecto, y siendo uno de los temas decisivos
de la filosofía de Husserl, en la larga introducción derridiana nada volvemos

263
a oír sobre ese tema tan clave para una fenomenología de la cultura.
Tenemos, pues, aquí una equiparación entre la cultura empírica y las
culturas históricas de hecho, es decir, las culturas fácticas, que quedan así
opuestas a la cultura de verdad. Es cierto que en el texto que comenta Derrida
no se hace explícita para nada esa contraposición. En realidad en él sólo se
menciona la diferencia entre elementos vinculados al tiempo [zeitgebunderl],
que serían todos los elementos que he llamado étnicos, y los no vinculados al
tiempo, los elementos no étnicos. La formulación explícita de éstos supone
un paso decisivo en la historia de la humanidad, pero eso no significa que no
se den en las culturas fácticas. En realidad, el planteamiento de Derrida es
insuficiente, porque parte sólo de la consideración de la ciencia. El punto de
partida de Husserl, por el contrario, no está en la ciencia sino en la
preocupación por la cultura, fijándose en especial en lo que la interpretación
de la ciencia representa de síntoma de la crisis antropológica, del
derrumbamiento y fracaso de la Europa ilustrada. Por eso, el plano de la
“cultura de verdad”, de la cultura auténtica, no es el de la geometría, que es
modelo de cultura ideal, sino el del ideal de cultura. Luego veremos qué
representa ahí la geometría.
¿En qué sentido, pues, las culturas empíricas son culturas inauténticas,
culturas no valiosas? Y ¿se puede decir eso en general? Creo que en absoluto.
En toda cultura hay elementos no étnicos, es decir, elementos de carácter
universal; más aún, si bien toda cultura es una mezcla de cosas buenas y
malas, presumiblemente las culturas llamadas “primitivas” tienen bastante
más de cosas buenas que de cosas malas. Sólo que desde ellas mismas son
particulares, en ellas no se puede incluir a la totalidad de la humanidad. Esto
implica a la vez una seria limitación para un juicio moral sobre ellas, porque
ese juicio moral sólo puede ser establecido desde otra etapa histórica de la
humanidad.
En la actualidad ya estamos situados en el seno de la cultura en la etapa de
la globalización, en la que ningún grupo se escapa a la participación –activa o
pasiva– en la globalización y planetarización. Aquí sí que es fácil ver una
contraposición entre niveles de valor y autenticidad de la cultura. Pero
autenticidad ¿respecto a qué?
Veamos cómo se concibe esa autenticidad en la fenomenología. Ya
sabemos cuál es la forma del ser humano auténtico, el tipo de hombre ético,
el que se somete al imperativo categórico. Pero ya sabemos que el ser
humano es un ser-con; el ser por el que se preocupa es un ser-con. Pues bien,

264
este estar referido a otros, el pertenecer a una comunidad, «tiene unas
consecuencias que determinan de antemano la conducta ética» (Hua XXVII:
45), pues mi autorresponsabilidad incluye también a los otros: «Su ser
[Dasein] también es ser [Dasein] para mí y en cuanto ser-para-mí en
comunicación, es decir, en comunidad de vida, es también una unidad de
actuación personal, de la que, por ser práctica, hay que corresponsabilizarse
de mí y de él, por mi parte desde mí y por su parte desde él», como dice en un
manuscrito de 1931 citado por Sepp (1997: 153). Es decir, yo tengo una
responsabilidad respecto a mi ser y al del otro, pero a la vez el otro tiene
también una responsabilidad para conmigo y con respecto a él mismo, por lo
que en realidad se trata de una corresponsabilidad. En la vida social –que es
lo que es esencialmente mi vida–, que el otro sea mejor es un valor para él,
pero también es un valor en sí y, por tanto, yo tengo directamente un interés
en la vida moral del otro, en su mejora. Esto pertenece «a lo exigido
categóricamente»; por eso, «el mejor ser, querer y actuar posibles de los otros
pertenece a mi propio ser, querer y actuar, y viceversa». De ahí que «yo no
sólo debo desearme como bueno a mí, sino a toda la comunidad como una
comunidad de seres buenos». De ahí se sigue la conclusión: «Ser un
verdadero ser humano es querer ser un verdadero ser humano e incluye en sí
querer ser miembro de una verdadera humanidad, o querer la comunidad a la
que uno pertenece como una verdadera comunidad, en los límites de la
posibilidad práctica». Eso incluye, por supuesto, en el caso de discrepancias,
acudir «al acuerdo ético», es decir, tomar las decisiones en justicia y equidad,
y, por supuesto, «en todo eso subyace una organización ética de la vida
activa, en la que los particulares no actúen unos junto o frente a otros, sino en
las diversas formas de una comunidad de voluntad (de acuerdo de la
voluntad)» (Hua XXVII: 46).
Sin embargo, conocemos cómo es la realidad fáctica. La cultura nos
ofrece un mundo que no es resultado de ese acuerdo, de esa voluntad moral,
sino más bien de lo contrario. La vida socio-cultural, consolidada en las
instituciones, no representa de entrada ningún ideal ético. En ese contexto
actuamos todos. Pues bien, la exigencia ética nos obliga a procurar «acercar
la comunidad según esas posibilidades a la idea de una comunidad buena en
el sentido anterior». Porque, en la medida en que estamos vinculados a la
comunidad como nuestro ambiente, la reflexión ética nos hace ver
rápidamente que sólo podemos dar a la vida individual un valor relativo.
Somos sujetos de valor absoluto en proyección hacia los demás: haciendo lo

265
mejor posible en relación a nosotros y a los demás, aunque aun en este caso
nuestra vida sólo pueda lograr un valor relativo, que aumentará cuanto más se
extienda el círculo de la gente buena, de aquellos que se han determinado
éticamente. Cuanto más elevado sea el valor del mundo humano, es decir,
cuanto más esté determinado por decisiones éticas, más bella y hermosa será
la vida relativa a ese mundo. Como este mundo está siempre mediado por las
decisiones de los otros, las posibilidades de realización de la vida propia, el
nivel axiológico que yo pueda alcanzar, depende de los otros. Pero lo mismo
ocurre en la comunidad: ésta no sólo vale o es auténtica en función de los
individuos «sino que la comunidad tiene valor como unidad de una
comunidad de cultura y como un ámbito de valores fundados que no se
disuelven en valores individuales, sino que están fundados en el trabajo de los
valores individuales, en su individualidad, impartiendo a éstos un valor más
alto, incluso incomparablemente superior» (o.c.: 48).
Tenemos, por tanto, varias fases. Primero, la existencia de individuos que
hayan tomado una decisión ética. Segundo, ésta implica a los otros, porque es
también de la decisión ética de los otros de lo que depende la bondad de la
comunidad. Esta tiene que mostrarse en una comunidad de cultura, ya que es
en ella donde se debe mostrar una estructura axiológica de valores fundados,
en el sentido de que no estén aislados, de que no se terminen en sí mismos.
Ejemplos de valores aislados no fundados son todos los valores de la
sensibilidad: una vez satisfechos, se terminan porque sólo entonces empieza
la vida auténticamente humana. Aquí tenemos, por ejemplo, una orientación
muy precisa sobre el contenido del ideal de cultura: un ideal de cultura tiene
que estar en la cultura de una comunidad que establezca como ideal la
realización de «valores fundados», que no se disuelvan en valores
individuales aislados, porque de entrada eso limitaría radicalmente el modelo
de ser humano que posibilitan. Pero luego volveremos sobre esto.
De lo anterior extrae Husserl una consecuencia muy importante: no puede
haber comunidad auténtica, una cultura auténtica, si sus portadores, los seres
humanos individuales, no son auténticos seres humanos, es decir, también
ellos mismos tienen que estar determinados por el ideal ético. De ahí la
relación funcional entre ambas magnitudes. Y como la sociedad tiene
igualmente sus formas colectivas de autocrítica, de “reflexión” sobre su
situación, esa reflexión influye en los individuos; y viceversa. De tal modo
que las reflexiones éticas sobre uno mismo y sobre la comunidad
«experimentan una comunitarización, se propagan en un “movimiento social”

266
[...], motivan acciones sociales de un estilo propio y, finalmente en el caso
ideal, una dirección de la voluntad por la autoconfiguración y nueva
configuración de la comunidad como comunidad ética» (o.c.: 49).
Todo esto es tema de investigación científica, adelanta Husserl. Ya se
sabe que “científico” en Husserl significa lo que ahora diríamos, sin más,
filosófico. Pero aún no ha llegado a entrar a fondo en la necesidad del saber
para todo eso. Antes expone, en resumen, las condiciones de posibilidad de la
comunidad ética. Sus etapas de desarrollo son las mismas que en un
individuo: la vida humana ha pasado por una vida orgánica, luego una vida
personal y, por fin, la vida ética. En la comunidad tendríamos la mera
comunidad de vida, luego la comunidad personal y finalmente una
comunidad éticamente personal. Puesto en los términos que ya nos han
salido, la primera es la comunidad orgánica. Esto está claro respecto a la
relación entre comunidades sometidas a un desarrollo orgánico. Por supuesto,
las comunidades conocidas, las comunidades fácticas, siempre están en el
segundo nivel, el de la comunidad personal. Pero la éticamente personal,
como hemos visto, sólo se daría, dada su exigencia de universalidad, en la
etapa de la globalización. Pues bien, para estos pasos es imprescindible que
«la idea de una comunidad ética adquiera antes en personas particulares una
forma intencional», (o.c.: 50), aunque también hay que conocer de una
manera científica las posibilidades de desarrollo de la comunidad y en qué
medida eso está en relación con la configuración ética de los individuos. Esto
lleva a la reflexión de si con estas exigencias no se requiere la conciencia
explícita de una meta. Mas todo esto es cuestión de ciencia, de la ética
“científica”.
Pero ¿es necesaria esta ciencia para lograr que una comunidad pueda
conocer sus metas más altas, para que una comunidad pueda iniciar el camino
de su configuración ética? La pregunta es muy importante porque en la
medida en que esa ciencia no es otra que la filosofía, nos preguntamos si un
ideal de cultura sólo puede ser aquel que incluya entre sus elementos la
ilustración filosófica. Pues bien, la primera etapa es evidentemente que, en un
individuo, aparezca o surja la idea de su ideal humano y del ideal de su
comunidad: «La idea de una comunidad de sólo gente buena [Gemeinschaft
von lauter Guíen]» (o.c.: 50). Pero con esto no se ha logrado que esa
comunidad se haya convertido en verdaderamente humana. Esa idea tiene que
propagarse, y Husserl la equipara con el principio “espiritual” de Huygens:
todos los puntos de una onda de luz se comportan como fuentes de ondas

267
expansivas. En realidad éste es un principio básico para la difusión de
muchos elementos de la cultura; en nuestras comunidades nos referimos a
esto como el “de boca en boca”; cada uno lo trasmite a otros y así cada uno se
convierte en punto de irradiación. Para Husserl éste sería el modo de
propagarse aquella idea: «Aparece como una posibilidad práctica ganar a los
otros por una prédica moral y en general por enseñanza ética y así, mediante
la actuación sobre los otros, que a su vez lo propagarían, [trasplantar] el
efecto, dándose de ese modo la producción de un movimiento espiritual»
(o.c.: 52). Husserl menciona otras posibilidades, como que se llegue a la
conclusión de que es necesario un conocimiento del mundo de cara al
desarrollo ético de la comunidad, de manera que el conocimiento y esa
ciencia se extiendan verbal y literariamente.
En el movimiento espiritual anterior, se trata de crear una unidad en la
determinación de la voluntad [Willenseinstimmigkeit], para la realización de
las ideas comunes que haga avanzar a la comunidad en esa dirección. Los
participantes vivirían unidos en la conciencia «del ser y deber ser de una
comunidad que deberían mantener continuamente por su propio trabajo y por
una cultura continuada en la forma de la educación de los que están
creciendo» (ib.). Es decir, esa voluntad debería ser transmitida por educación
a los jóvenes, de manera que se convirtiera en un elemento estable en la
sociedad. Ahí existiría una voluntad común hacia el bien, la cual se basa en la
comunidad de las voluntades. Y ahora viene una comparación magnífica:
«De manera equivalente a como, por ejemplo ahora, la totalidad de los
matemáticos constituyen una comunidad de voluntad, en la medida en que el
trabajo de cada uno de los particulares vale para la misma única ciencia, que
es bien común, y por esto está determinado para cada uno de los otros
matemáticos. El trabajo de cada uno saca partido del trabajo de cada uno de
los otros y en cada uno se da la conciencia de la totalidad y del objetivo
común, del trabajo que se debe hacer y que determina el intercambio» (o.c.:
53). Esta voluntad común es caracterizada con un adjetivo que tanto en el
mundo husserliano de aquellos años como en el nuestro está
sobredeterminado simbólica y semánticamente, por eso, es decisivo y
profundamente significativo a la hora de ofrecer la determinación
fenomenológica del ideal de cultura. Se trata, dice Husserl, «de una conexión
universal de la voluntad, que crea una unidad de las voluntades sin existir una
organización imperialista de la voluntad, es decir, una voluntad central en la
que se centren todas las voluntades particulares, a la que se sometan de modo

268
voluntario y de la que cada uno se sepa funcionario» (ib; las cursivas son
mías). Y ahí añade una nota que aún aclara más el modelo de la comunidad
científica como modelo del ideal de cultura: «Aquí podríamos hablar también
de unidad comunista de voluntad [komunistische Willenseinheií] frente a la
imperialista» (ib. nota). Obviamente, en este momento no es necesario
comentar todas las resonancias de la palabra comunista. De todas maneras
significa que cada miembro de esa unidad es igual que los demás; lo único
que les puede diferenciar es la competencia, pero jamás puede tener autoridad
como poder. No hay voluntad central. En la ciencia todos son funcionarios,
pero a nadie sometidos sino libres. Son funcionarios porque son función de la
ciencia, es decir, su nivel científico es el de la ciencia, pero también
desarrollan una función para la ciencia, propagándola, enseñándola o
desarrollándola siempre a partir de lo que es en un momento determinado.
Los bienes científicos, además, son bienes absolutamente comunes, en la
ciencia no tiene ningún sentido la propiedad privada.
¿Es posible esa comunidad ética sin filosofía? Antes había dicho Husserl
que la meta debe ser sabida; la situación, evaluada; los caminos para el
progreso, sopesados. Pues bien, precisamente todo eso es objeto de la ética.
Sin ética, es decir, sin reflexión sobre las metas últimas de la humanidad,
planteadas explícita y reflexivamente, no puede haber ideal absoluto de
cultura. Husserl nos propone ahora como modelo de la constitución de la
voluntad de aquellos en quienes se debe basar ese ideal de cultura, la forma
en que los matemáticos, o en general los científicos, se relacionan a su
ciencia y entre sí. Pero a continuación da un paso más. Debe haber
profesionales de esa idea, funcionarios de esa idea de la sociedad auténtica;
es decir, en la sociedad debe haber un gremio, un Stand, un status de
empleados de esa idea, debe existir la profesión de los filósofos. Más
únicamente cuando ese grupo se haya creado una autoridad reconocida, sólo
entonces podrá ser considerada esa idea como propia de esa comunidad. Hay
casos de un reconocimiento semejante de autoridad, por ejemplo, la autoridad
de los filósofos de la antigüedad, autoridad representada en Sócrates, al que
los impíos no podían permitir seguir hablando y por eso quisieron expulsarlo.
O la autoridad de los clérigos en las comunidades sometidas a la religión. La
postura de Husserl respecto a esto es muy clara: sólo una sociedad que prime
ese status con una autoridad de carácter universal, es decir, que les reconozca
autoridad moral –como diríamos ahora– a los que se identifican con ese ideal
de cultura –habría que añadir: de modo teórico y práctico-, está en la senda

269
del progreso hacia la cultura auténtica, está orientada por el ideal de cultura.
Esta tesis de Husserl despierta muchas reticencias, aunque sospecho que
el desconocimiento de los textos ha impedido entender la tesis en todo su
alcance. En principio, parece que la filosofía no sería necesaria para el ideal
de cultura. Ciertamente, la filosofía no es el ideal de cultura; éste es el orden
moral del mundo, la comunidad universal de amor, el Reino de Dios en la
Tierra, como se diría desde un lenguaje religioso. La pregunta primera es si
esto es viable sin un saber preciso. Y la segunda, ¿cuándo podemos evaluar
que ese ideal de cultura está instalado en la sociedad? La respuesta de Husserl
es que ese ideal sólo puede ser designado como propio de una comunidad si
sus funcionarios se han creado autoridad, por tanto, si la sociedad les
reconoce esa autoridad. Otra cosa es la fuente de esa autoridad, que puede ser
la religión o la filosofía. Es evidente que se nos podría decir que el ideal de
cultura es inviable al margen de la autoridad religiosa y que, en efecto, la
esencia del ser humano es su vinculación a Dios, a la religiosidad, y, en
consecuencia, que no hay ideal de cultura al margen del reconocimiento
religioso de la autoridad del que predica el Reino de Dios en la Tierra. La
filosofía, por contra, parte del ser humano como tal; en él encuentra el
impulso y la tendencia a la plenitud. Plenitud es necesariamente plenitud de
la sociedad, pues sólo en ella se puede dar la individual. El ideal de cultura en
una filosofía de la cultura no puede apelar a la autoridad religiosa sino
exclusivamente a la filosofía. Esto significa que el lugar que una comunidad
ocupa en el camino hacia el ideal de cultura estará marcadoy por supuesto
entre otras muchas cosas, por el lugar que dispensa a la filosofía.
Husserl es consciente de lo que está diciendo: que la condición de
posibilidad de que «se constituya una auténtica comunidad racional» es que,
más allá de los casos de gente que hace filosofía, se cree una posición de los
filósofos y una configuración de bienes comunes objetivos, es decir, un
sistema cultural, la filosofía, que se desarrolle objetivamente. Los filósofos
son los «representantes vocacionales del espíritu de la razón [berufenen
Reprdsentanten des Geistes der Vernunft], el órgano espiritual en el que la
comunidad llega originaria y continuamente a la conciencia de su verdadera
determinación (de su verdadera mismidad) y el órgano vocacional para la
propagación de esta conciencia en el círculo de los laicos». Por otro lado,
concluye Husserl, la filosofía es también «reino de valores objetivos en sí
mismos». Mas «toda creación de valores ideales absolutos aumenta el valor
del ser humano que los crea». Ya sabemos que «la creación, considerada en sí

270
y por sí, es una capa de vida absolutamente valiosa». Como además este valor
es siempre común, al igual que el valor de toda ciencia, lo que realmente se
aumenta con la creatividad es el valor de la propia sociedad (o.c.: 54).
Con esta última anotación recuperamos, además, un aspecto de la idea de
cultura que se nos había quedado olvidado, el de la producción cultural
misma. Sólo que Husserl la pone al final de su recorrido. En realidad, esto no
se aplica solamente a la filosofía sino a toda creación cultural, pues como
bien se puede deducir de la explicación de la segunda parte –y esto lo hemos
dicho expresamente–, en toda cultura hay elementos ideales, siquiera sean los
lingüísticos. Toda cultura tiene un sentido, que por tanto es expresable. Desde
esa perspectiva, toda innovación cultural es creación de un sentido. En
general, como ya lo sabemos desde Ortega, el creador de cultura es el
auténtico ser cultural; si el acto cultural por excelencia es el acto creador, el
ser humano máximamente cultural es el creador de cultura, el innovador, el
héroe no satisfecho con lo que hay, con repetir lo que hay, el que tiene «la
voluntad de la aventura» (Ortega, I: 382). Todo creador aumenta el valor –
positivo o negativo– de una sociedad. (Es obvio que el creador de conductas
negativas aumenta el valor negativo de su sociedad.) El descubridor de
nuevos espacios enriquece la sociedad, el que formula nuevos
comportamientos positivos se enriquece él y enriquece a su sociedad.
Desde esta perspectiva podríamos establecer ahora una diferencia entre
las profesiones, de cara a la realización de la persona, aunque siempre tengan,
por otro lado, que estar medidas por el grado de sometimiento de sus sujetos
al imperativo categórico. La mayoría de las profesiones tienen como meta
ganarse la vida, es decir, conseguir un dinero con el que asegurar la
reproducción de la vida propia y de la vida de los propios. Pero hay
profesiones que, aparte de eso, tienen un matiz decisivo, un matiz de
creatividad. En ellas el objetivo fundamental no es tanto servir de medio para
ganarse la vida como crear o contribuir directamente al bienestar de los
demás. Tenemos profesiones que se refieren directamente a la producción,
reproducción y distribución de elementos de la cultura técnica. Otras que se
dirigen directamente al bienestar o perfeccionamiento físico o psíquico de los
otros, por tanto, que tienen como objeto de su actuación a los sujetos como
sujetos de cultura práctica. Otras que se refieren a la creación de cultura ideal.
Obviamente, todas son necesarias para la reproducción social; pero entre ellas
hay una diferencia básica, que se detecta en lo que podríamos llamar “el test
de la lotería”. Se trata del experimento mental que se pone en marcha cuando

271
jugamos a la lotería. Hay profesiones que no resisten la prueba del test. Así,
en ese mundo posible que un golpe de azar puede abrir a alguien, uno no se
ve a sí mismo, pongamos por caso, de barrendero, pero se seguirá viendo de
artista, de político, de médico o de empresario. Eso significa que en unas
profesiones se “crea” verdaderamente y uno se enriquece en esa misma
medida; en otras no se crea nada y por eso el trabajo empleado en ellas no
nos enriquece humanamente. Eso no significa que uno no pueda poner lo
mejor de sí mismo en toda profesión y hacerlas expresión de su personalidad
y sobre todo de su personalidad ética; pero eso ya no depende de la profesión
sino de la actitud moral de la persona. Todo esto nos permite introducir en el
ideal de cultura una ordenación de las profesiones, posiblemente muy distinta
de la consagrada. Pero de esto deberíamos hablar en una sección siguiente.
Sigamos ahora con el ideal de cultura tal como se nos va configurando.
Una cultura auténtica tiene que tener incorporada la filosofía, nos dice
Husserl; pero es que una cultura auténtica debe ser consciente, plenamente
consciente y responsable de sus pasos. Recordemos la definición de
conciencia moral, aquella conciencia que evalúa las actuaciones de la vida,
dando plena razón de ellas, respondiendo de ellas con seguridad respecto a su
bondad o maldad. La conciencia moral es un con-saber evaluativo de
nuestros actos. Si el ideal de cultura implica la instauración del desarrollo de
una vida ética como sistema ideal de vida, implica también que en la cultura
estén presentes las razones morales de las actuaciones, el orden jerárquico de
los valores, la autoevaluación social de su lugar en el camino hacia el
desarrollo de una auténtica sociedad, etc. Mas todo esto sólo es posible en la
filosofía, es decir, en una conciencia crítica sistemática. Por eso me parece
que no hay que despreciar esa tesis de Husserl. La filosofía es, podríamos
decir, la “conciencia moral cultural” del ideal de cultura. En alemán se
entiende esto mejor. Saber se dice wissen; el sistema del saber, la ciencia, se
dice Wissenschaft; conciencia moral se dice Gewissen, algo así como “saber
reflejo sobre sí mismo”. Mas en el saber sobre sí mismo siempre se da la
evaluación de dónde estamos respecto a nuestras metas y a la bondad o
maldad de las mismas. Una sociedad no puede estar en el camino de su
autenticidad –por tanto, no puede haber asimilado una cultura auténtica– sin
la filosofía que les aporte claridad y evidencia. Sólo mediante la filosofía
como “sistema cultural” consigue la comunidad ese Gewissen evaluativo
responsable de su situación. Sin la conciencia moral sobre sí misma una
comunidad no puede haber iniciado la senda hacia su autenticidad. Dice

272
Husserl: «De ese modo consigue la comunidad en sus científicos (los
filósofos como científicos estrictos) una incomparablemente alta
autoconciencia como conciencia de las formas y de las normas de su ser
auténticamente humano y de los métodos de realizarlo y de embarcarse en la
senda de un desarrollo progresivo» (o.c.: 55). A la filosofía así concebida
seguirá, o de ella saldrá, una técnica: «La técnica de la auto-rrealización de
una humanidad auténtica. La determinación de la voluntad se dirige a
transformar la vida comunitaria de modo correspondiente en todas las
configuraciones presentes, y a poner delante de todas las instituciones
comunitarias sus verdaderas normas (normas de la autenticidad
correspondiente a su peculiaridad)» (o.c.: 56). Por supuesto, también tiene
que hacer lo mismo en todos los otros ámbitos culturales, incluyéndose a sí
misma.
Con esto, la propia teoría de la ciencia (teoría de la razón = ética y lógica)
es el órgano y el rasgo que definen a una sociedad en el desarrollo hacia la
autenticidad. No ocurre esto con el arte. Y aquí hay que aludir a una intuición
del joven Ortega, que ya hemos mencionado (p. 130), cuando rechazaba el
arte como un elemento fecundador de la cultura, precisamente por la
dificultad que tiene para dar razón de sí mismo. Pues bien, según Husserl, al
arte no le corresponde el mismo lugar que a la filosofía como elemento
decisivo para el ideal de cultura.
Una pregunta muy significativa, aunque no decidida por Husserl, pero
que, una vez que ha hecho constar la contraposición entre institución
imperialista e institución comunista, él se plantea si el ideal de cultura –es
decir, la comunidad de voluntad constituida, como sabemos, por una “unidad
comunista” de la voluntad– no exigirá para su desarrollo transformarse en
una comunidad imperialista, a saber, en un Estado en el que esté centralizada
la voluntad. En Kaizo no responde Husserl a esa pregunta, pero lo hace en
otros textos de manera positiva, y tanto desde una perspectiva esencial, como
desde una empírica. La distinción es muy importante, porque pudiera ser que
en un nivel esencial de determinado rango no sea compatible el ideal de
cultura con el Estado. Pero puede haber modelos de Estado, de “voluntad
imperialista”, que realmente sean compatibles con el ideal de cultura. Lo que
sí está claro es que en todo caso es distinto si se consideran las condiciones
concretas empíricas, que son siempre resultado de la posibilidad del
“pecado”, es decir, de la debilidad humana al elegir un valor inferior frente a
uno superior; por tanto, que la historia es resultado de esa mezcla de

273
comportamientos altruistas y egoístas. Por todo eso, en las condiciones
empíricas reales, que no son sólo pasadas sino presentes y futuras, hay que
dar por supuesta la necesidad del Estado.
En ese contexto es imprescindible plantear la relación entre Estado y
nación, así como la relación de la “hipernación” con las naciones que la
constituyen, cuando una cultura ha adquirido esa configuración, por ejemplo,
la configuración “Europa” como forma de hipernación o hiperestado. Desde
esa nueva perspectiva hay que hacer la pregunta de si esas configuraciones,
cualquiera de ellas, pueden llevar a cabo el ideal de cultura cerrándose frente
al exterior o si no se exige en la comunidad ética crecer y abrirse a la
«totalidad del mundo, tan lejos como sea posible el intercambio de acuerdos»
(o.c.: 58 y ss.). Así «llegamos a la última idea de una humanidad ética
universal, a un pueblo mundial verdaderamente humano sobre todos los
pueblos particulares –los hiperpueblos que abarcan a los anteriores, las
culturas unitarias–, por tanto, a un Estado único mundial sobre todos los
sistemas particulares de Estados y Estados particulares» (o.c.: 59).
La consecuencia de exigir para el ideal de cultura la filosofía y la ciencia,
ésta en todo caso conectada e ilustrada por aquélla, hace que el ideal de
cultura no pueda excluir a ningún pueblo ni cultura particular. Si, en segundo
lugar, se tienen en cuenta las condiciones empíricas, parece necesaria la
organización estatal. Sin embargo, lo mismo pasa a nivel mundial. El ideal de
cultura, ideal sólo pensable en la era de la globalización, sólo es compatible
con una organización mundial estatal, sometida, por supuesto, a las
condiciones normativas del propio ideal de cultura, que, no lo olvidemos, está
regido por la idea de ser humano auténtico.
Llegados aquí, todavía quiero aludir a otro tema implícito en la exigencia
filosófica del ideal de cultura o de una cultura auténtica. La cultura auténtica
debe llevar incorporadas las razones evidentes, o una evidencia o intuición
del valor de los comportamientos en ella estimados. Eso significa que una
cultura auténtica tiene dos parámetros, el valor –el auténtico ser humano–, y
la intuición de ese valor. Por contra, cuando detrás de una conducta o una
institución no exista evidencia de la realidad social o comportamental que
está detrás de ella, es decir, cuando se carezca de evidencias de las
implicaciones de esa institución, no puede tratarse de una cultura auténtica;
será, pues, inauténtica. James Hart recuerda esta dualidad en relación a la
tesis husserliana de captación auténtica e inauténtica de números: cuando
realizamos de modo mecánico una operación matemática, por ejemplo,

274
multiplicar nueve por siete, generalmente no tenemos evidencia del cálculo;
aplico las normas, efectúo el cálculo y nada más. Husserl aplica esto a la
cultura. Hart cita un manuscrito de Husserl donde se señala que una cultura
inauténtica es «aquella que ha perdido sus posibles justificaciones, o que, en
la superposición o ajustes de diversas tradiciones, representa el tipo de
formación estructural que sencillamente no se puede justificar» (ver Hart,
1992a: 408). En este sentido en toda tradición habría una multitud de
elementos no auténticos.
Pero esto merece alguna anotación. No creo que debamos extender ese
criterio de autenticidad de manera universal. En la mayor parte de los
elementos técnicos pueden darse elementos que yo no puedo entender. Lo
importante me parece tener claridad respecto a las consecuencias de
nuestras acciones–por ejemplo, de carácter económico o del modo de vida
respecto al ecosistema– y, por tanto, respecto a nuestra responsabilidad para
las generaciones futuras. Este criterio, que el propio Hart tiene muy presente
cuando comenta la irresponsabilidad moral al integrarnos acríticamente en la
«megamáquina cultural exterminadora» (1992b: 657; también 1992a: 410 y
ss.), es verdaderamente importante y elemento fundamental para una crítica
de la cultura. Pero hay otros muchos elementos de la cultura cuya razón
difícilmente puedo alcanzar a ver, por ejemplo, recetas culinarias que
generalmente se hacen de modo mecánico, ya que ni siquiera se tiene tiempo
para estudiar más a fondo las razones de un uso que resulta eficaz; o, por
ejemplo, en ciertos gestos sociales, que tuvieron un origen y una razón que se
han perdido pero que quedan como supervivencias a veces, incluso, con una
función distinta. No creo que la ignorancia de esas razones convierta a una
cultura en inauténtica, como se podría inferir de esa cita de Husserl. En la
configuración misma de la tradición está implícita esta pérdida irremediable
del origen. Para hacer matemáticas puedo tener que rehacer la evidencia
originaria pero para jugar auténticamente al tenis no me hace falta saber por
qué se empezó a contar de ese modo aparentemente tan anárquico. Puede ser
muy importante, sin embargo, conocer las consecuencias de nuestro modo de
vida y en qué medida nuestra sociedad sigue una senda radicalmente opuesta
a todo ideal de cultura, siendo, por tanto, su cultura una cultura radicalmente
inauténtica desde los dos puntos de vista que he mencionado.
Hay, sin embargo, un punto de verdad al que se debe aludir, porque
pudiera ser esencial. Ese aspecto, además, es el que subyace a la concepción
husserliana de la diferencia entre cultura y civilización que vimos en su

275
momento (apartado 1.1). En efecto, el carácter histórico acumulativo de la
cultura, el cual hace que ésta se vaya sedimentando en la realidad material, no
es un proceso neutro respecto al ser humano, sino que, por el contrario, tiene
serias consecuencias. Con un ejemplo lo veremos claramente. El desarrollo
de la ciencia es un proceso acumulativo. El sujeto de la ciencia es la totalidad
de los sujetos que la han producido. Y aquí viene el problema: cuanto más
numeroso sea ese sujeto responsable y el proceso acumulativo sea mayor,
más dificultad tendrá cada individuo para acceder a ese acervo cultural, con
lo que la cultura aparecerá de modo ineludible cada vez más como
inabarcable, y cada vez más enajenada de cada una de las personas. Si
introducirse en la matemática de los griegos pudiera no costar mucho tiempo,
hacerse con los rudimentos de la matemática contemporánea puede llevar
media vida o más. La matemática es un producto cultural acumulativo en este
momento, por su volumen, algo profundamente enajenado de la vida de una
persona. Difícilmente podemos aspirar a rehacer las evidencias matemáticas
más que de una parte mínima de la matemática. Pero lo mismo pasa ya con
casi todos los ámbitos culturales. El mundo de la cultura objetivada ha
desbordado tanto las capacidades de las personas que nos sentimos
absolutamente abrumados ante la inabarcable riqueza de los productos
culturales. Esto ha llevado en la ciencia, por ejemplo, a la necesidad de la
especialización. Sólo especializándose se puede contribuir a la ciencia. Pero
la especialización implica vivir el resto de la ciencia de un modo
radicalmente inauténtico, desesperadamente inauténtico, porque es una
inautenticidad insuperable, al menos desde los parámetros de autenticidad
que hemos visto antes. A esta diferencia insalvable entre las posibilidades de
cada persona y la realidad de la cultura ya en todos sus niveles, es a lo que
Cassirer se refiere magistralmente en el último capítulo de su magnífico libro
Las ciencias de la cultura como la «tragedia de la cultura». Nos dice
Cassirer: «Los progresos de la cultura van depositando en el regazo de la
humanidad nuevos y nuevos dones; pero el individuo se ve excluido de su
disfrute en medida cada vez mayor. Y ¿para qué sirve, en realidad, una
riqueza que jamás el yo puede llegar a transformar en acervo vivo? ¿No
contribuye más bien a entorpecerle, en vez de liberarle?» (1972: 158). No es
despreciable la solución propuesta por Cassirer, quien lejos de negar el
aspecto trágico que puede tener la cultura vista desde esa perspectiva, lo
acepta, pero anota también que el mundo cultural objetivo no es término en
sí, no es nada absoluto, sino sólo punto de transición desde un yo al otro, y en

276
esto estriba la función de la cultura (o.c.: 165). En esta faceta de la cultura
como transición o transferencia se fija Konersmann para describir la cultura
como metáfora: «Cultura es el conjunto de todo aquello de lo que se dice que
nunca cesaremos de entender» (1996c: 327), por tanto, que nos lleva siempre
más allá, es decir, que nunca podemos recuperar. En realidad, en la noción de
aceptación solidaria como requisito de la instauración cultural se podría ver
implícito este carácter comunitario pero transferente y transcendente de lo
cultural, que hace que, si por lo cultural objetivo nos podemos sentir
anonadados en la impotencia, a la vez nos podemos sentir también partícipes
de una fuerza creadora común, pero que no está en lo presente sino que sólo
se hace presente gracias a lo que lo cultural supone de transferencia. Y ahí es
donde se puede reactivar de nuevo el ideal de cultura, en la reconstrucción o
construcción de la comunidad ideal, que es la auténtica comunidad de la
cultura, el sujeto verdaderamente comunitario. Por eso creo que el ideal de
cultura no está tanto en vivir todo lo cultural de modo auténtico, lo que es
absolutamente imposible, como en la vertiente ética de la vida humana, que
siempre tiene como objetivo la realización de la comunidad ideal, en
definitiva, la comunidad ideal de amor.
La fenomenología de la cultura como filosofía de la cultura tiene una
segunda parte, que consiste en la comparación de nuestra cultura con el ideal
de cultura que aquí se ha diseñado o con el que siempre se cuenta en toda
filosofía de la cultura. Esa segunda parte, y subrayo lo de segunda, consistiría
en la investigación de las líneas que en la cultura operan en la dirección de la
realización del ideal de cultura o en una dirección opuesta o indiferente. Ese
estudio es lo que podríamos llamar la “filosofía crítica de la cultura”, donde
la palabra crítica es un adjetivo del sustantivo y que en mi opinión sólo es
ejecutable una vez sabemos cuál es el ideal de cultura, para lo que es
imprescindible saber antes qué es la cultura y sus diversos tipos. Por
supuesto, esa segunda parte exigiría otra investigación para la que aquí y
ahora no tenemos ni tiempo ni espacio. Por otro lado, éste es el aspecto más
tratado de una hipotética “filosofía de la cultura”. No hay que olvidar que
desde el siglo pasado, primero Marx, luego Nietzsche y por fin Freud, han
dedicado gran parte de su reflexión a mostrar los puntos críticos de la cultura
de su tiempo. Pero su tiempo es, con ligeras diferencias –que probablemente
acentúan los aspectos negativos–, el nuestro. Por eso sus reflexiones nos
siguen concerniendo en la mayor parte de su contenido, y la reflexión sobre
su obra crítica sigue siendo uno de los lugares más fecundos para la misma

277
filosofía de la cultura. También en la fenomenología hay una crítica explícita
de la cultura, al igual que en Ortega, en su famoso libro La rebelión de las
masas. Lo mismo pasa con el llamado segundo Heidegger, fundamentalmente
conocido por la crítica de la cultura occidental y, sobre todo, de la cultura
técnica contemporánea. En nuestra época numerosos filósofos se han
esforzado por realizar esa crítica de la cultura. Entre ellos merecen especial
mención los de la Escuela de Frankfurt, quienes han hecho contribuciones
muy importantes en la misma dirección. Todo ese material es bastante
asequible, lo que me dispensa de entrar en él. Pero no estará de más insistir
en que, siendo todas esas reflexiones filosofías críticas de la cultura, apenas
han generado filosofías de la cultura, con lo que el concepto de cultura ha
quedado escasamente elaborado desde una perspectiva filosófica, tarea a la
que hemos dedicado nuestro esfuerzo en este ensayo.

278
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287
Índice
Título de la Página 4
Derechos de Autor Página 6
Índice 8
Introducción 10
1 El concepto de cultura desde los diversos campos del
23
saber
1.1. Genealogía del concepto de cultura 23
1.2. La cultura desde las ciencias sociales 39
1.3. La cultura desde la biología 48
1.4. La cultura como mito 61
1.4.1. Los ámbitos míticos en El mito de la cultura 61
1.4.2. Lo mítico en la cultura como bien social y como idea
68
metafísica
1.4.3. Lo mítico en la cultura particular 77
1.4.4. Cultura universal y mito 90
1.5. Deducción y método de la Filosofía de la cultura 106
2 Fenomenología de la cultura 117
2.1. La Filosofía de la cultura según Ortega 119
2.2. Husserl y el concepto de cultura 131
2.3. La noción heideggeriana de mundo como aportación básica a una
136
filosofía de la cultura.
2.4. Fenomenología de la cultura 156
2.4.1. Descripción estática 156
2.4.2. Análisis genético 162
2.4.3. La racionalidad cultural 167
2.4.4. Los elementos de la cultura 170
3 Clases y ámbitos de la cultura 176
3.1. Los tipos de cultura 178

288
3.1.1. Distinciones previas 178
3.1.2. Cultura técnica o instrumental 182
3.1.3. Objetos encadenados y objetos libres: la cultura ideal 185
3.1.4. la cultura práctica 192
3.2. Escenarios o espacios culturales 198
3.2.1. Consideraciones previas 198
3.2.2. El ser humano en la naturaleza: el trabajo 200
3.2.3. El ser humano con los otros: la familia y la política 203
3.2.4. El ser humano y los límites: la muerte 210
3.2.5. El ser humano en relación a lo posible: el juego 215
4 El ideal de cultura 223
4.1. La estructura axiológica de la cultura 227
4.2. El comportamiento ético como condición de posibilidad del ideal
242
de cultura
4.3. Cultura fáctica y cultura auténtica: el ideal de cultura 253
Bibliografía 279

289

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