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A esa pequeña Villa de Rampé, en Bélgica, poco antes del medio día llegó un joven.

Había huido de la
guerra, cansado de ver tanta sangre y con los oídos martirizados por tantas explosiones y gritos de
dolor y muerte.

El pueblo de Rampé era largo, dividido al medio por un camino angosto y polvoriento. Agotado,
sediento y temeroso golpeó las manos a la entrada de la primera casa. Caritativamente le ofrecieron
un vaso con agua. Mientras saciaba la sed, le comentó a esa señora que tenía un bebé en brazos, que
él venía huyendo, que tenía hambre, que estaba desorientado buscando su casa.

- No tenemos alimentos, porque los soldados que pasaron por aquí se han llevado todo lo que podían,
respondió la dueña de casa, mientras calmaba a su hijita que le pedía algo.

- No se preocupe -respondió el forastero- aquí tengo algo mágico para preparar un guiso abundante,
y sacó de su bolso una piedra bien pulida por el tiempo. Y agregó:

- Sólo necesito una olla grande, agua y fuego...

Una vecina se acercó para recoger novedades referente al inesperado visitante. Y saltó lo de la piedra
para hacer un gran guiso. Después de satisfacer su curiosidad, a pesar de la hambruna que reinaba
en la zona, dijo que ella tenía algunas legumbres. Se encaminó a su casa y de paso comentó con quien
encontró en el camino, la novedad del soldado prófugo, del secreto de la piedra mágica y de una
comida a la que todos estaban invitados. En minutos la Villa estaba enterada. Y así fueron desfilando
uno a uno los vecinos, trayendo algo para dar fuerza a esa olla que tomaba el aspecto de comunitaria.

Aparecieron algunas papas, ajos, zanahorias, una cebolla y hasta un trozo de carne de liebre que un
muchacho había cazado en un bosquecito, ayudado por dos perros galgos.

Mientras el guisado tomaba forma, el soldado aprovechaba la oportunidad para saciar la curiosidad
de tantas preguntas que le hacían sobre la guerra, a la vez que les anunciaba un plato caliente y
extraordinario que abría el apetito, gracias a una receta que se basaba en esa piedra milagrosa.

Una vez que hirvió lo suficiente, el soldado probó el guisado y exclamó:

- Esto sí que está bueno, esto da vida.

Y comenzaron a servirse. Más de uno después de probar hasta saciarse, pedía para llevar a las casas
donde sabía que había ancianos y enfermos. En una palabra la alegría había vuelto al pueblo de
Rampé.

A media tarde el promotor del suceso de despidió y como agradecimiento le dejó, a la familia que lo
recibió, la piedra milagrosa, diciéndole con una sonrisa:

- Si usan esta receta, mañana nadie pasará hambre.

Buscando su hogar, en el pueblito siguiente aplicó la misma técnica, hasta que un día pudo abrazar a
los suyos.

Hasta aquí la leyenda que tiene su cuna en Bélgica.

Compartir, es el vocablo que hace milagros. Y compartir tiene como base el amor. A este respecto
nos enseña San Pablo: "El amor es paciente, servicial y sin envidia. No aparenta ni busca su propio
interés" (1 Corintios 13,4).
Cuando se ama se comparte los talentos, el tiempo y los bienes. Cuando se vive y se obra así,
compartiendo, allí está Dios que es Amor

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