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Los cuentos: un juego mágico

Charla entre Cortázar y Omar Prego (c. 1982)

OP: Bueno, si te parece, podríamos entrar al primer capítulo, o como quieras llamarlo después
de esta introducción, que a mi juicio tiene que ser el de tus cuentos.

JC: Muy bien, adelante.

OP: Generalmente, cuando se habla de los cuentos de Julio Cortázar se piensa de una manera
casi automática en lo fantástico. Y de inmediato salta el nombre de Borges. Pero yo me
pregunto si tus cuentos (por ejemplo "Casa tomada","Bestiario", "Cartas de Mamá", "Axolotl")
pueden ser considerados cuentos fantásticos en el sentido tradicional del género. Yo sé que tú
has definido en más de una ocasión tu concepción del cuento fantástico y del cuento breve en
sí, pero me parece inevitable volver sobre ello. Casi me quedaría con la definición de Jaime
Alazraki quien habla de "cuentos neofantásticos". Yo creo que tus cuentos se definen por eso
que vos decís, que se trata de "un orden secreto y menos comunicable", algo así como una
revalorización del pensamiento mágico. Lo que me interesa, para empezar la discusión, es
saber si vos partís de una concepción intelectual de esa diferenciación, caso que exista.

JC: No, ninguna. Ninguna idea intelectual. Muy al contrario. Eso que yo llamaría más bien un
sentimiento frente a la realidad me viene de la primera infancia y es curioso que hace un rato,
cuando -no sé por qué motivo- hiciste una referencia a las historias de cronopios y de famas y
algo así, yo te dije que estoy metido en una mala constelación.

Bueno, eso es una referencia astrológica. Yo no sé nada de astrología, pero nunca he sido un
escéptico en esa materia. Yo tengo la impresión de que hay momentos en que cualquiera de
nosotros -los astrólogos dirían una cuestión de horóscopo- estamos sometidos a buenas o
malas influencias. Lo cual, de alguna manera, explica a veces la acumulación de desgracias. O
una etapa de una vida que se da bajo cierto signo y que luego, bruscamente -pero no tan
bruscamente si se estudia el horóscopo de la persona- entra en una zona que puede ser
totalmente distinta.

Yo sé que hace cinco años que estoy en una más que negativa etapa de mi vida. Pero tan poco
racional soy que no se me ocurre buscar un astrólogo y decirle: "Bueno, mire, investígueme
este asunto", porque sé que no voy a ganar nada con que me lo investigue. Yo tengo el
sentimiento claro de que hay eso que la gente a veces llama Destino, que, en un determinado
momento se pone en contra. Y que además, de alguna manera es verificable, porque todo lo
que me ha sucedido a mí en los últimos cuatro o cinco años se ha repetido cíclicamente y
recurrentemente en cada uno de los veranos de esos cuatro o cinco años.

Acá estamos terminando el último verano y me agarra a mí en un muy mal momento de mi


vida. Me siento muy enfermo, me siento alejado de todo lo que quisiera hacer y que no puedo
hacer. Ahora bien, todo eso que estoy tratando de explicar no es el resultado de una
elaboración de tipo intelectual, sino más bien la asunción de algo que yo siento que me sucede,
contra lo cual no puedo hacer otra cosa que defenderme con los medios a mi alcance.

Desde muy pequeño, hay ese sentimiento de que la realidad para mí era no solamente lo que
me enseñaban la maestra y mi madre y lo que yo podía verificar tocando y oliendo, sino
además continuas interferencias de elementos que no correspondían, en mi sentimiento, a ese
tipo de cosas.

Esa ha sido la iniciación de mi sentimiento de lo fantástico, lo que tal vez Alazraki llama
neofantástico. Es decir, no es un fantástico fabricado, como el fantástico de la literatura llamada
gótica, en que se inventa todo un aparato de fantasmas, de aparecidos, toda una máquina de
terror que se opone a las leyes naturales, que influye en el destino de los personajes. No, claro,
lo fantástico moderno es muy diferente.

OP: Sí. Yo he estado anotando lo más cuidadosamente posible los temas o asuntos de tus
cuentos y encuentro, en primer lugar, una serie de elementos que vuelven de manera obsesiva
aunque literariamente son tratados en distintos planos, es decir, no son repetitivos. Y uno de
esos elementos es lo que yo llamaría un desplazamiento que nos coloca frente a una fisura de
la realidad, a través de la que percibimos otra realidad, otro orden de cosas, una serie de leyes
que no son menos rigurosas de las que rigen en lo que llamamos el mundo real. En Bestiario,
por ejemplo, el elemento fantástico no es el tigre, sino la aceptación natural de la presencia del
tigre en la casa. La tragedia se produce cuando alguien, en este caso la niña, Isabel, viola esas
reglas, transgrede y viola el pacto tácito.

JC: Claro. Lo que no puedo explicar, lo que no puedo decirte es cómo llegué a eso. Lo más que
puedo decir es que las primeras intuiciones que yo tuve en ese plano desde niño fueron
intuiciones tan normales y tan naturales como las que yo podía obtener frente a cualquier
manifestación tangible y aristotélica de la realidad. Es decir, una especie de aceptación, por
adelantado, de cualquier cosa que los demás consideraban como inexplicable, como un juego
de casualidades o como un juego de coincidencias.

OP: Coincidencias en las que vos no creés.

JC: Desde muy niño yo desconfié de esas palabras, coincidencias, casualidades. Porque me
parecía demasiado barato. En realidad, te diré que yo fui un niño muy precoz y entonces todo
lo que había de barato en la inteligencia de lo que los niños llaman "los grandes" -o sea, de mi
familia en esa época- yo lo percibía casi con crueldad.

Yo oía hablar a mi familia y sabía por adelantado lo que iban a decir. Porque un lugar común
traía el otro. Era un sistema de pensamientos ya ordenados en el plano de la política, en el
plano de la comida, en el plano de la salud, de si había que bañarse con agua fría o tibia, que si
el bicarbonato es bueno o malo. Y yo me divertía silenciosamente adelantándome a todo lo que
la gente iba a decir. Yo sabía que después que mi madre dijera una frase determinada, mi
abuela iba a decir otra que, en la mayoría de los casos, era la que yo había previsto.
Empalmaban un lugar común con el otro, un juicio con el otro.

OP: Eso que en las crónicas policiales se describe con una frase también hecha: "Una palabra
trajo la otra..."

JC: Claro. El margen de libertad del pensamiento de los adultos me pareció muy pequeño en el
círculo de mi familia, que era lo único que yo conocía. Si yo me hubiera criado en otro tipo de
familia mucho más evolucionada mentalmente andá a saber cuál hubiera sido mi propio
destino. Pero el hecho es que siendo yo precoz en el plano de las intuiciones, advertía en el
vocabulario de los grandes (y ese vocabulario de los grandes era el reflejo de su realidad, ellos
veían así la realidad, pero no yo) algo así como un desajuste. Frente a ciertos lugares comunes
yo tenía la impresión de que probablemente la verdad estaba en lo contrario.

Naturalmente, el niño no dice esas cosas porque se expone a que le peguen un bife en esos
hogares argentinos donde el niño es el niño y el grande es el grande y tiene razón porque es
grande, no porque sepa más. Pero este salto atrás es para tratar de explicarte cómo no hay un
momento en que yo haya podido definir lo fantástico como tal. Había un mundo paralelo,
permeado, mezclado con el mundo de todos los días, el mundo de la escuela y el mundo de la
casa, y yo me movía fluctuando entre el uno y el otro.

OP: Es decir que de una manera inconsciente ya estabas buscando eso que más tarde
llamarías pasajes.

JC: Sí. Por ejemplo, mis juegos, mis juegos solitarios, no con los amigos, porque esos eran
juegos conocidos, eran prácticamente siempre juegos mágicos. Eran juegos en donde yo me
fabriqué todo un reino imaginario en el jardín de mi casa.

Yo sabía que era el jardín, pero sabía que los grandes no sabían que también era el reino. Eso
se repite después, muy amplificado, en la noción de La Ciudad en 62, Modelo para armar
(Buenos Aires, 1968), esa ciudad hacia la cual pueden ir convergiendo los personajes. De
modo que el día en que yo empecé a escribir poemas y cuentos, me parece que era casi
inevitable que esa permeabilidad se abriera paso. A falta de mejor palabra yo mismo he usado
la palabra "fantástico" y he hablado de cuentos fantásticos.

OP: Claro. Pero fijate que ahí volvemos al sistema por llamarlo de alguna manera- que se da
en Bestiario: la aceptación de eso que vos llamás permeabilidad. Y que vuelve a darse en
"Casa tomada", donde el clima fantástico se instala no a partir de esos ruidos que los hermanos
escuchan, sino de la actitud que adoptan, del ciego acatamiento de esa "presencia" y de su
retirada, de su fuga. En ningún momento se les ocurre ir a investigar. Los hermanos acatan las
reglas del juego y es ese acatamiento lo que instala lo fantástico en el cuento.

JC: Exactamente. Es curioso e interesante que cites ese cuento dentro de este tema, porque
eso nos mete en otra constante (vamos a usar la palabra) de muchísimos de mis cuentos, que
es el elemento onírico.

OP: Justamente, a eso iba.

JC: "Casa tomada" fue una pesadilla. Yo soñé "Casa tomada". La única diferencia entre lo
soñado y el cuento es que en la pesadilla yo estaba solo. Yo estaba en una casa que es
exactamente la casa que se describe en el cuento, se veía con muchos detalles, y en un
momento dado escuché los ruidos por el lado de la cocina y cerré la puerta y retrocedí. Es
decir, asumí la misma actitud de los hermanos. Hasta un momento totalmente insoportable en
que -como pasa en algunas pesadillas, las peores son las que no tienen explicaciones, son
simplemente el horror en estado puro- en ese sonido estaba el espanto total. Yo me defendía
como podía, cerrando las puertas y yendo hacia atrás. Hasta que me desperté de puro
espanto.

Te puedo dar un detalle anecdótico, me acuerdo muy bien de eso porque quedó una especie
de gestalt completa del asunto. Era pleno verano, yo me desperté totalmente empapado por la
pesadilla; era ya de mañana, me levanté (tenía la máquina de escribir en el dormitorio) y esa
misma mañana escribí el cuento, de un tirón. El cuento empieza hablando de la casa -vos
sabés que yo no describo mucho- porque la tenía delante de los ojos. Empieza con esa frase:
"Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy las casas antiguas sucumben
a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros
bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia".

Pero de golpe ahí entró el escritor en juego. Me di cuenta de que eso no lo podía contar como
un solo personaje, que había que vestir un poco el cuento con una situación ambigua, con una
situación incestuosa, esos hermanos de los que se dice que viven como un "simple y silencioso
matrimonio de hermanos", ese tipo de cosas.

Todo eso fue la carga que yo le fui agregando, que no estaba en la pesadilla. Ahí tenés un caso
en que lo fantástico no es algo que yo compruebe fuera de mí, sino que me viene de un sueño.
Yo estimo que hay un buen veinte por ciento de mis cuentos que ha surgido de pesadillas.

OP: "Axolotl", ¿es también una pesadilla? En "Axolotl", desde el comienzo mismo del cuento se
nos obliga a aceptar que el narrador, que fue un hombre, es ahora un axolotl. Se dice,
textualmente: "Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario
del Jardin des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus
oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl". A partir de ese dato, del hecho de que el hombre
se haya convertido en axolotl, se crea el clima fantástico y no se da ninguna explicación. El
lector debe aceptar esa regla de juego y meterse de cabeza en el cuento, cuya única
justificación es literaria.

JC: A tal punto es justo lo que decís que durante mucho tiempo -incluso antes de darlo a la
imprenta- dudé si era bueno o no dejar así esa frase inicial, esa afirmación, "ahora soy un
axolotl". Dudé si no tendría que haberla suprimido y haber hecho el cuento de manera que
finalmente se viera la metamorfosis pero que no esté anunciada. No sé porqué lo dejé. No lo
lamento ahora, tengo la impresión de que se ha jugado limpio, el lector tiene la sensación de
que no le engañan.
Bueno (estás eligiendo buenos ejemplos para ir tratando de acorralar lo fantástico) ahí no se
trata de una experiencia de sueño, de pesadilla. Eso es una experiencia de la vida cotidiana.
Yo fui al Jardin des Plantes y lo visité -a mí me gustan los zoológicos- y de golpe, en una sala
como la que se describe en el cuento, muy vacía y muy penumbrosa, vi el acuario de los axolotl
y me fascinaron. Y los empecé a mirar. Me quedé media hora mirándolos, porque eran tan
extraños que al principio me parecían muertos, apenas se movían, aunque poco a poco veías
el movimiento de las branquias. Y cuando ves esos ojos dorados... Sé que en un momento
dado, en esa intensidad con que yo los observaba, fue el pánico. Es decir, darme vuelta e irme,
pero inmediatamente, sin perder un segundo. Cosa que, naturalmente, no sucede en el cuento.
En el cuento el hombre está cada vez más fascinado y vuelve y vuelve hasta que se da vuelta
la cosa y se mete en el acuario. Pero mi huida, ese día, fue porque en ese momento sentí
como el peligro. Podemos romantizar la cosa, decir que un hombre imaginativo se pone a mirar
y descubre ese mundo fuera del tiempo, esos animales que te están mirando. Vos sentís que
no hay comunicación, pero al mismo tiempo es como si te estuvieran suplicando algo. Si te
miran es que te ven, y si te ven, qué es lo que ven. En fin, toda esa cadena de cosas. Y de
golpe tener la impresión de que hay como una ventosa, un embudo que te podría embarcar en
el asunto.

Y entonces huir. Yo huí. Y esto es absolutamente cierto; será un poco ridículo pero es
completamente cierto: jamás he vuelto al acuario del Jardin des Plantes, jamás me voy a
acercar a ese acuario. Porque yo tengo la impresión de que ese día me escapé. A tal punto que
hace cuatro años, cuando Claude Namer y Alain Carof quisieron hacer una película sobre mí,
previeron una escena en el Jardin des Plantes para mostrar a los axolotl. Pero no me pudieron
convencer de que volviera. No. Me enfocaron saliendo de un pabellón que no era ése,
caminando, e hicieron un truco cinematográfico. Carof entendió perfectamente.

OP: Formidable. Y es significativo (tal vez lo sea) que la escritura de "Circe" te liberó de una
serie de temores neuróticos -en ese caso la sospecha de que la comida pudiera ocultar la
presencia de cucarachas, por ejemplo- mientras que la escritura de "Axolotl" no sirvió como
exorcismo de ese terror sobrenatural. En cierto momento decís que el verdadero lenguaje, la
verdadera realidad "estaban censurados y relegados por la estructura racionalista burguesa
occidental" contra la que se insurgieron los surrealistas. Pero también decís que "los
surrealistas terminaron colgándose de las palabras en vez de despegarse brutalmente de
ellas". Me gustaría que me explicaras un poco esto.

JC: Bueno. En principio soy -y creo que lo soy cada vez más- muy severo, muy riguroso frente
a las palabras. Lo he dicho, porque es una deuda que no me cansaré nunca de pagar, que eso
se lo debo a Borges. Mis lecturas de los cuentos y de los ensayos de Borges, en la época en
que publicó "El jardín de senderos que se bifurcan", me mostraron un lenguaje del que yo no
tenía idea.

Yo me había criado dentro del clima del lenguaje romántico, de toda esa literatura que había
leído de niño -en general en traducciones españolas- Walter Scott, Víctor Hugo, Edgar Allan
Poe, los ingleses, los franceses. Mal traducidos, debo agregar. Y luego los escritores, tanto los
argentinos como otros latinoamericanos y españoles, con una utilización muy (yo no diría
barroca, porque lo barroco es un fenómeno diferente) ampulosa del lenguaje, para volver a esa
palabra, con una adjetivación inútil contra la cual Borges se levantó inmediatamente.

Lo primero que me sorprendió leyendo los cuentos de Borges fue una impresión de sequedad.
Yo me preguntaba: "¿Qué pasa aquí? Esto está admirablemente dicho, pero parecería que
más que una adición de cosas se trata de una continua sustracción". Y efectivamente, me di
cuenta de que Borges, si podía no poner ningún adjetivo y al mismo tiempo calificar lo que
quería, lo iba a hacer. O, en todo caso, iba a poner un adjetivo, el único, pero no iba a caer en
ese tipo de enumeración que lleva fácilmente al floripondio. Entonces, yo fui un poco el
centinela de mi propio lenguaje, desde muy joven. Ése es uno de los motivos por los cuales yo
no quería publicar este tipo de cuentos.

OP: ¿ Qué cuentos?


JC: Los primeros, esos que quedaron enterrados o fueron destruidos. A esa idea centrada en el
rigor del lenguaje se suma esa otra que recién citaste, esos ensayistas sobre el cuento
fantástico, esa idea muy severa, casi geométrica que yo me hago del cuento fantástico. Yo lo
veo un poco como una forma platónica, una forma pura. Es decir, el símbolo, la metáfora del
perfecto cuento es la esfera, esa forma en la que no sobra nada, que se envuelve a sí misma
de una manera total, en la que no hay la menor diferencia de volumen, porque en ese caso
sería ya otra cosa, no ya una esfera.

Siempre sentí el cuento como un recipiente inexistente, porque antes de escribir el cuento no
hay ningún recipiente. Pero yo sabía que al terminar, el punto final del cuento tenía que cerrar
esa noción de esfera. Que, te repito, es simplemente una metáfora. Podía también ser un cubo;
de todas maneras una forma acabada. Una pirámide, por ejemplo.

OP: La esfera, sin embargo, parece traducir mejor esa idea de tensión a la que también aludís.

JC: Tal vez. Así que se suman las dos cosas: por un lado la lección borgiana, en el sentido de
enseñarme la economía. No la de escribir duro, pero sí ceñido, eliminando todo lo eliminable,
que es mucho. Cuando releo pruebas de mis libros, todo el tiempo caigo sobre palabras que
me gustaría suprimir. Cuando todavía puedo, cuando son pruebas de galeras, las suprimo.
Porque por más que cuides tu idioma, se te desliza un adjetivo, una tautología, a veces un
pleonasmo. Y agregado a eso la noción que podríamos llamar estructural del cuento, que
coincide también con mi noción estructural de la lengua. Y eso es lo que te hace decir a vos
que mis cuentos están bien armados.

Pero hay un tercer elemento, que es la música. Para mí, la escritura es una operación musical.
Lo he dicho ya varias veces: es la noción del ritmo , de la eufonía. No de la eufonía en el
sentido de las palabras bonitas, por supuesto que no, sino la eufonía que sale de un dibujo
sintáctico (ahora hablamos del idioma) que al haber eliminado todo lo innecesario, todo lo
superfluo, muestra la pura melodía.

Imaginate una melodía de ópera italiana en que a veces, después de oír la melodía tal cual es,
hay una segunda parte en que el cantante hace variaciones. La melodía está detrás, pero
completamente tapada por las variaciones. Lo que yo podría considerar como mi estilo al
escribir es la eliminación de toda posibilidad de hacer variaciones. Es decir, que la melodía
tiene que darse en toda su pureza; porque si la melodía se da en toda su pureza, la
comunicación de lo intuitivo que yo le quiero dar al lector pasa. Mientras que si no, se pierde en
un dédalo del que el lector imaginativo obtendrá algún resultado, claro. Pero no es lo que yo
quisiera.

Te diré que todo esto es muy polémico, porque si aquí estuviera Alejo Carpentier, o Lezama
Lima, los dos se lanzarían al elogio del barroco latinoamericano para mostrar cómo, al
contrario, la multiplicación de incidentales y de apoyaturas y de volutas, todo lo que hace el arte
barroco visto desde el punto de vista de la escritura, es un maravilloso incentivo para el lector y
es, finalmente, la manera de comunicarle todo.

Yo creo que ellos tienen razón. Lo que pasa es que lo que yo comunico son cosas diferentes. Y
a cada uno su técnica. Beethoven no escribe como Alban Berg porque comunican cosas
diferentes.

OP: Esto me hace pensar en Juan de Mairena y en su célebre "los eventos consuetudinarios
que acontecen en la rúa" y su traducción poética: "Lo que pasa en la calle". Pero volviendo al
barroco, yo creo que el actual barroco latinoamericano se da casi exclusivamente en la novela.

JC: Sí, pero hay también cuentos estropeados por el barroquismo, cuentos que tienen ideas
excelentes y que están muy bien desarrollados hasta un cierto punto. Después el autor se deja
atrapar por esa floración, por esa facilidad. Los resultados no siempre me satisfacen.

Lo que ocurre es que yo soy un escritor, pero también un lector, y el lector responde al escritor,
evidentemente. De modo que todo esto que estoy diciendo no es taxativo ni valorativo, no estoy
hablando mal del barroco. Te podés imaginar que alguien que admira hasta el infinito una
novela como Paradiso no puede sentirse incómodo con el barroco...

OP: Es sabido que una de tus obsesiones literarias es el problema del tiempo. En "El otro cielo"
ese tema está en el centro mismo del cuento, pero hay otros que también cuentan, como el del
doble (en este caso es mejor hablar de un desdoblamiento), el de los pasajes cubiertos. Pero
una vez más nos encontramos con eso que yo llamaría la irrupción de lo fantástico en lo
cotidiano. Ese argentino de los años cuarenta que llega de golpe y porrazo al París de 1870 y
que es aceptado sin extrañeza por ese mundo de prostitutas, macrós y marginales que allí
frecuenta. Un mundo que a pesar de todo sigue siendo cartesiano y para el cual el tiempo fluye
en un solo sentido, como el río de Heráclito.

JC: Yo pienso que eso también puede venir de una ilusión infantil. Mis recuerdos son muy
claros en este sentido: a los siete, ocho o nueve años, la lectura de un libro, de una novela,
sucedía en otra época, en otro tiempo, con otras costumbres, y en una geografía totalmente
distinta de la argentina. Yo la vivía, la absorbía con una tal pasión que creo que eso era una
especie de gimnasia mental que me desligaba, durante el tiempo de la lectura, de una manera
absoluta, de la circunstancia que me rodeaba. Un niño que en el pueblo de Bánfield está en
quinto año de la escuela primaria se encuentra de tal manera absorbido, sometido y entregado
a la acción de la novela, hay una tal empatía y un tal contacto con la lectura que cada vez que
oía la voz de una tía que gritaba "Julio, vení que es la lección de piano", o "Julio, andá bañarte",
experimentaba un sentimiento de pérdida, de desencanto. En ese momento yo tenía que cerrar
el libro y abandonar a los personajes con los que había estado: D'Artagnan, Athos, Aramís. Yo
estaba metido en ese mundo de Los tres mosqueteros, absolutamente fascinante.

Pero no solo metido como lector. Había (yo sé muy bien que esto no es demostrable
científicamente, yo no estaba con D'Artagnan, con Athos y con Aramís, que por lo demás son
personajes imaginarios, creados por un novelista francés) en mí una capacidad de salirme de
las coordenadas tiránicas del tiempo y del espacio habituales y perderme, hundirme totalmente
en la lectura.

Ese tipo de absorción total pienso que me ayudó después a alcanzar cosas un poco más
serias. Cuando ya fui más grande y empecé a tener sentimientos de traspasar barreras
temporales, o barreras espaciales, no ya a través de un libro, sino en determinadas incidencias,
en determinadas esquinas, en determinados momentos, en donde el lenguaje jugaba un papel
muy, muy importante.

Esto te lo digo porque creo que no lo he dicho nunca, es importante y todavía hoy vale para mí.
Es muy curioso que a veces, cuando estoy leyendo un texto, la concatenación, la unión de
ocho o nueve palabras, ya sea el sentido que da esa concatenación, o el hecho simplemente
de que esas palabras estén colocadas en un orden determinado, fuera de su sentido, me
desplazan, me siguen sacando, durante un segundo (digo un segundo, ¿ves?, ahí estoy
usando una medida de las nuestras, pero es un segundo que puede durar mucho a veces,
otras poco), durante un segundo me descoloco, me salgo de mí mismo y estoy en otro
contexto.

Son experiencias muy instantáneas y muy insatisfactorias, porque el resultado es,


naturalmente, que volvés a vos mismo. No podés mantener ese instante de milagro en que te
has salido del tiempo, en que te has salido del espacio.

OP: Como Johnny Carter en "El perseguidor..."

JC: Vos sabés que en "El perseguidor" hay un episodio en donde Johnny cuenta cómo el
tiempo queda abolido. Bueno, eso es absolutamente autobiográfico. Y además no solo me
sucedía en la época en que escribía "El perseguidor" -y que en ese momento, en el orden del
cuento me vino bien, entró esa intuición que tiene Johnny- sino que me sigue sucediendo. Por
ejemplo, hace tres o cuatro días volví por el lado de la Place d'Italie, en el metro, y tenía que
llegar hasta aquí, a la Gare de l'Est. Estaba en un estado de cansancio, de mala salud, como
sabés, y muy distraído. Los estados de distracción (eso que se llama distracción) son para mí
estados de pasaje, favorecen ese tipo de cosas. Cuando estoy muy distraído, en un momento
dado es ahí por donde me escapo.

Bueno, el otro día me pasó exactamente lo mismo en el metro. Entré en el metro, me senté, el
metro echó a andar y yo empecé a pensar. Era el final de una conversación con un amigo;
seguí pensando, le di vueltas a la cosa y aparecieron episodios del pasado, una serie de
imágenes. El solo hecho de que yo te lo esté contando así ya está llevándonos unos cuantos
segundos, ¿no? Pero eso siguió y siguió. Yo no tenía ningún control de tipo temporal,
simplemente estaba perdido en una meditación. Y en un momento determinado sentí el golpe
de los frenos, el tren se detenía. Miré la estación, suponiendo que ya debía estar muy cerca de
la Gare de l'Est. Y era la primera estación después de aquella en que yo lo había tomado.

OP: Que si no me equivoco se llama Campo Formio.

JC: Sí. Es decir, se trata exactamente del mismo episodio de Johnny. Con un poco de trabajo
yo podría reconstruir todo lo que pensé. Y te aseguro que en nuestro tiempo, en el que
podemos medir con este reloj, eso nos llevaría por lo menos diez minutos. Y yo sé
perfectamente que entre esas dos estaciones hay un minuto. Entonces, hay una especie de
superposición de tiempos diferentes, que yo no puedo utilizar. Ojalá pudiera utilizarlos. Lo he
pensado muchas veces con nostalgia, porque si yo pudiera multiplicar mi tiempo sería casi
como ganar una especie de inmortalidad.

OP: ¿Te preocupa la inmortalidad?

JC: No. No es que me preocupe la inmortalidad, pero cuando uno tiene sesenta y nueve años
sabe muy bien que le queda poco tiempo de vida, sentís que el tiempo por venir se te hace más
compacto, más cerrado, más corto. A ese tipo de cosas la gente lo llamaría fenómeno, o
casualidades, o... no sé, pequeñas locuras. Y eso es lo que condiciona la mayoría de mis
cuentos.

OP: En otro de tus cuentos, "La noche boca arriba", se da casi una inversión en el espejo. En
"El otro cielo" el personaje está radicado en lo que podríamos llamar el presente de los años
cuarenta (que por otra parte también es pasado en una cronología exterior al relato) y viaja al
pasado. En "La noche boca arriba", el personaje trata de escaparse hacia el futuro que,
también en una cronología exterior, es nuestro presente. ¿Cómo se te ocurrió esta idea
narrativa?

JC: No te puedo decir cómo surgió la idea -que es una hermosa idea, esa de la inversión del
tiempo- pero la situación central es exacta. Es decir, el tipo que tiene el accidente de
motocicleta, que lo llevan al hospital y que entonces se hunde en una pesadilla -la de la
persecución por los indios- hasta llegar a ese final en que él se aferra desesperadamente a la
idea de despertar y ya no despierta y descubre que la realidad es esa.

OP: Ese cuento tiene un final muy hermoso; se dice en el penúltimo párrafo: "Alcanzó a cerrar
otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que
el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que
había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que
ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas".

JC: Eso creo que estuvo bien escrito. Las últimas seis frases, que describen lo que para
nosotros es la vida cotidiana, en ese momento te das cuenta de que es infinitamente fantástico
para un indio azteca, para un indio mexicano, decir que está montado en una especie de
escarabajo mecánico, que hay luces sin llamas, que hay enormes edificios como no había en
su tiempo. Nuestro presente, para él, es un futuro totalmente fantástico. Eso es, creo, lo que le
da su calidad al cuento.

OP: Exactamente. Ahora bien, si pasamos de estos cuentos tuyos a "El perseguidor" se nota
como una especie de ruptura. Tú dijiste en otra entrevista que no es ahí que tuviste por primera
vez conciencia del peso, de la gravitación de un personaje, pero sí que en este cuento lo que
importa es el personaje, que empezaste a tener una mayor visión existencial de la literatura. Lo
que puede parecer paradójico es que tú no conociste al personaje en cuestión, a Charlie
Parker.

JC: No, yo no lo conocí personalmente, aunque sí estéticamente, porque me tocó vivir en el


momento en que Charlie Parker renovó completamente la estética del jazz y después de un
período en que nadie creía y la gente estaba desconcertada por un sistema de sonidos que no
tenía nada que ver con lo habitual, se dieron cuenta de que allí había un genio de la música. Y
entonces la anécdota de ese cuento es la siguiente: a mí me perseguía desde hacía varios
meses una historia, un cuento largo, en el que por primera vez yo me enfrentaba con un
semejante. Porque la verdad es que, como decís vos, hay una ruptura en "El perseguidor".
En todos los cuentos precedentes, los personajes pueden estar vivos, pueden comunicarle algo
al lector, pero si se analiza bien -es como en los cuentos de Borges- los personajes son
marionetas al servicio de una acción fantástica.

OP: Son cuentos de situaciones.

JC: Claro. Cuentos en los que los personajes están situados, cada uno de ellos, pero no son lo
determinante del cuento. Con una que otra excepción. Antes de "El perseguidor" yo ya había
escrito algunos cuentos que no tienen nada de fantástico , que son muy humanos, como "Final
del juego". Eso ya eran caminos que se me iban abriendo. Pero la primera vez que se me
planteó eso que vos llamás existencial -y es cierto-, es decir el diálogo, el enfrentamiento con
un semejante, con alguien que no es un doble mío, sino que es otro ser humano que no está
puesto al servicio de una historia fantástica, en la que la historia es el personaje, contiene al
personaje, está determinada por el personaje, fue en "El perseguidor".

¿Por qué fue Charlie Parker? Primero porque yo acababa de descubrirlo como músico, había
ido comprando sus discos, lo escuchaba con un infinito amor, pero nunca lo conocí
personalmente. Me perseguía la idea de ese cuento y al principio con la típica deformación
profesional, me dije: "Bueno, el personaje tendría que ser un escritor, un escritor es un tipo
problemático". Pero no me decidía porque me parecía aburrido, me parecía un poco tópico
tomar un escritor.

Pensé en un pintor, pero tampoco me entusiasmaba mucho. Tenía que ser un individuo que
respondiera a características muy especiales. Es decir, todo eso que sale de "El perseguidor":
un individuo que al mismo tiempo tiene una capacidad intuitiva enorme y que es muy ignorante,
primario. Es muy difícil crear un personaje que no piensa, un hombre que no piensa, que
siente. Que siente y reacciona en su música, en sus amores, en sus vicios en su desgracia, en
todo.

Y en ese momento murió Charlie Parker. Yo leí en un diario una pequeña biografía suya -creo
que era de Charles Delonnay- en la que se daba una serie de detalles que yo no conocía. Por
ejemplo, los períodos de locura que había tenido, cómo había estado internado en Estados
Unidos, sus problemas de familia, la muerte de su hija, todo eso. Fue una iluminación. Terminé
de leer ese artículo y al otro día o ese mismo día, no me acuerdo, empecé a escribir el cuento.
Porque de inmediato sentí que el personaje era él; porque su forma de ser, las anécdotas que
yo conocía de él, su música, su inocencia, su ignorancia, toda la complejidad del personaje, era
lo que yo había estado buscando.

OP: Lo que habías estado persiguiendo. El perseguidor eras vos.

JC: Sí. Pero si yo no hubiera leído esa biografía o esa necrológica de Charlie Parker, tal vez no
hubiera escrito el cuento. Porque estaba muy perdido, no encontraba al personaje.

OP: Un escritor en busca de su personaje. Pero además, por lo que yo sé, tuviste otras
dificultades.

JC: Hubo una doble dificultad. La primera me concierne a mí. Yo empecé a escribir "El
perseguidor" profundamente embalado y escribí casi de un tirón toda la primera secuencia, esa
que transcurre en la pieza del hotel, cuando Bruno va a visitar a Johnny y lo encuentra
enfermo, con Dédée. Eso toma unas veinte páginas, es bastante largo. Bruno le deja algún
dinero y se va, se mete en un café y trata de olvidarse, con la ambivalencia típica del
personaje. Y ahí me bloqueé. Al otro día quise seguir el cuento y nada. Releí las veinte páginas
y nada. Quedé totalmente bloqueado, me era imposible seguir.

Entonces metí todo eso en un cajón y pasaron tres meses, una cosa muy excepcional en mi
trabajo de cuentista, porque a mí los cuentos me salen de un tirón. Pasaron tres meses,
entonces, me dieron un contrato en las Naciones Unidas, en Ginebra. Tenía que pasarme tres
meses en una pensión y me puse a sacar papeles. Entre ellos iban esas veinte páginas, pero
yo no me di cuenta. Metí todo en una maleta y me fui. Hasta que un día, en la pensión,
buscando no sé qué papel, salió eso. Después de tres meses vos te releés como si eso que
estás leyendo fuera de otro, ¿no? Leí, y seguí, seguí, terminé las veinte páginas, me senté a la
máquina, puse una hoja y en tres días terminé el cuento.

Nunca me he podido explicar la razón del bloqueo y mucho menos la razón de que haya podido
empalmarlo. Pero creo que si yo no contara esto nadie se daría cuenta de que el cuento estuvo
interrumpido.

OP: Yo creo que no hay ninguna cesura y los críticos no han dicho nada al respecto.

JC: Las cesuras son literarias, cada capítulo está escrito en un tiempo de verbo diferente. Está
hecho a propósito, porque son alusiones musicales. Y salió así hasta el final. En cuanto a la
segunda dificultad a la que aludiste, ocurrió que a mí el cuento me gustó mucho. Por esa época
me fui a Buenos Aires y se lo di a leer a un amigo a quien yo le tenía plena confianza, era uno
de esos lectores privados que tienen muchos escritores. Lo leyó y como era un tipo que no
tenía pelos en la lengua me dijo: "Tiralo".

"Tiralo; es demasiado largo", me dijo. Y agregó: "No tiene sentido".

Bueno, tuve la debilidad de desobedecerle y me traje el cuento de vuelta a París. Y entonces lo


leyó Aurora (Aurora Bernárdez, la primera mujer de Cortázar) y le gustó enormemente. Esto no
quiere decir que yo consulte mucho a otras personas; tal vez se trate de una extraña vanidad.
Pero una vez que yo he conseguido lo que creo que tengo que conseguir, me importa un bledo
que les guste o no les guste. De todos modos, lo di a leer a dos o tres personas. Ese cuento dio
lugar a otro cuento largo, Las armas secretas, ahí ya se armó el libro y se publicó.

OP: Onetti me dijo que había sido uno de los primeros lectores de "El perseguidor" y que de
inmediato te escribió una carta -él, que suele escribir muy pocas cartas- declarándote su total
entusiasmo.

JC: Onetti hizo mucho más que eso. Esto que te voy a contar lo supe por Dolly Muhr (Dorotea
Muhr, la mujer de Onetti). Onetti leyó "El perseguidor", se fue al cuarto de baño de su casa y
rompió el espejo de un puñetazo.

OP: Exactamente. Onetti nos contó eso un día a mi mujer y a mí, allá en Montevideo. Fue esa
secuencia -vos empezás esa parte del cuento abriéndola con esa sola palabra, "secuencias"-
de la muerte de Bee, la hija mayor de Johnny y Lan.

JC: Nadie ha tenido una reacción que me pueda conmover más.

OP: En tu último libro de cuentos, Deshoras, hay un cuento muy particular, "Fin de etapa";
donde vos le das al lector una serie de indicaciones que son casi como guiñadas; hay que estar
muy atento para percibirlas. Pero al margen de eso, y no sé muy bien porqué, mientras lo leía
estuve pensando todo el tiempo en De Chirico.

JC: Bueno, vos viste que ese cuento está dedicado a Sheridan Le Fanu, que creó tantos
ambientes extraños, tantas casas donde después transcurren episodios en los que interviene lo
sobrenatural, los vampiros, una serie de elementos de su época. Pero en primer lugar está
dedicado a Antoni Taulé. Antoni Taulé es un joven pintor catalán que vive en París y que una
vez me mostró sus cuadros. Me sorprendieron mucho. En la mayoría de ellos el tema es
habitaciones dentro de una casa, dentro de una casa que de inmediato te da la sensación de
estar vacía. En la habitación que se muestra hay una silla, o una mesa, a lo sumo dos mesas y
una silla. Y cuando hay personajes, están casi siempre a una cierta distancia, de pie en la
puerta, de espaldas. Todo lo cual da, evidentemente, un clima a la vez irreal y profundamente
real. Es una especie de incitación a pensar que cada uno de esos cuadros es un instante de
algo que todavía no ha sucedido, o que puede suceder en cualquier momento.

Taulé me había mostrado sus cuadros para pedirme que le hiciera un prólogo para una
exposición. Yo no hago nunca prólogos para los pintores, sino que escribo textos paralelos.
Cuando empecé a mirar de nuevo los cuadros -él me había dado reproducciones- los tuve ahí,
delante mío, durante muchos días. Y de golpe surgió la idea de que todas esas habitaciones
podían corresponder a un pequeño museo de provincia donde alguien hacía una exposición.
Un museo al que llegaba esa mujer metida en un viaje -esto se nota enseguida- que era una
despedida. Se trata de una mujer que está de vuelta de un amor que evidentemente ha
fracasado y que simplemente pasea en automóvil.

Todo lo que sigue en el cuento -la trama, el hecho de su llegada al museo, su sorpresa, el
detalle de que no alcanza a ver la última habitación y que luego siente la necesidad imperiosa
de volver, el momento en que lo fantástico empieza a actuar, ese algo que la llama al museo-
no sé cómo se me ocurrió, porque ya sabés que yo no sé cómo se me ocurren esas cosas.
Pero la mujer vuelve al museo y en ese último cuadro, en esa última sala, encuentra su destino.

OP: Sí, pero ahí está ese desplazamiento del que ya hemos hablado. Porque cuando la mujer
regresa al pueblo no vuelve al museo, sino a la casa que está representada en los cuadros. Y
es ahí donde, a mi juicio, se produce el deslizamiento hacia lo fantástico. AL final se dice:
"Podía irse cuando quisiera, por supuesto, y también podía quedarse; acaso sería hermoso ver
si la luz del sol iba subiendo por la pared, alargando más y más la sombra de su cuerpo, de la
mesa y de la silla; o si seguiría así sin cambiar nada, la luz inmóvil como todo el resto, como
ella y como el humo inmóviles".

Otro cuento de este mismo volumen en el que reaparecen algunas de tus obsesiones de
posesión es el del boxeador, "Segundo viaje", en el que en realidad Ciclón Molina ha sido en
cierto modo vampirizado por Mario Pradas, quien busca un imposible desquite con Tony
Giardello.

JC: Sí, ese es el centro del relato. No sé en qué medida asimilarlo con la noción de vampirismo.
Más bien es un caso de posesión. No es la primera vez que me han venido temas en los que la
posesión es un hecho. Por ejemplo, ese largo cuento que se llama "Los pasos en las huellas",
en que se habla de un escritor argentino que se interesa por uno que murió hace veinte años y
empieza a seguir su itinerario hasta que en el momento del triunfo, cuando ha descubierto
todas las claves, se da cuenta de que estaba mintiendo, de que nada era cierto. Es un poco de
eso también.

OP: Sí, pero en este el sentimiento de horror es mucho más intenso.

JC: Por supuesto. En aquel, el personaje está habitado por El Otro, que le dicta la historia como
a él le conviene que salga. Este "Segundo viaje", en cambio, es un producto patológico, porque
el origen viene de una pesadilla que tuve dos o tres días antes de que se me desencadenara
una hemorragia gástrica que casi me mató, en el sur de Francia, hace cuatro o cinco años.

Yo no sabía todavía que estaba gravemente enfermo; me sentía mal, solamente. Y una noche
soñé, tuve una pesadilla que duró muy poco, que no tenía ni principio ni final. La pesadilla
consistía únicamente en esto: yo estaba delante de una camilla, en algo que podía ser un
hospital o una morgue (más parecía una morgue) donde había el cadáver de un hombre que se
había vuelto absolutamente irreconocible por la forma en que estaba, como torturado. Pero se
sentía -eso era lo espantoso de la pesadilla- que en realidad la tortura no había venido de
fuera, sino que era una especie de convulsión interna, como si algo en el interior de ese cuerpo
hubiera luchado por liberarse, por escaparse. Destrozándolo al pasar, contorsionándole,
quebrándole las piernas.
Me desperté con el espanto de esa pesadilla. Y tres días después me tocó a mí la pesadilla, la
otra. Es decir que eso era una cosa muy cargada de fiebre ya, y de enfermedad. Esa idea me
quedó durante varios meses, de cuando en cuando me volvía la imagen, con toda claridad. Y
cuando empecé de nuevo a tener ganas de escribir cuentos, de golpe sentí que efectivamente
la figura de ese individuo respondía a una posesión que finalmente se había roto, que había
quebrado. Y como sabés que me gusta mucho el boxeo lo ubiqué en ese terreno, porque se
prestaba.

OP: A mí siempre me extrañó un poco tu afición al boxeo. Me cuesta un poco imaginarte en un


estadio de box, en el Luna Park, por ejemplo.

JC: Ya sabés que a mí el deporte me gusta muy poco. De chico, claro, jugué como todos los
chicos e incluso en la adolescencia hice un poco de tenis aprovechando mi altura y que
además era zurdo. El hecho de ser zurdo me daba una ventaja adicional y me permitía jugarlo
más o menos pasablemente. Pero nunca puse el corazón en lo que hacía, simplemente me
empujaba el deseo de tener un poco de actividad física. Pero volviendo al boxeo, te diré que
desde pequeño me atrajeron las noticias de los diarios. Te estoy hablando de los años veinte y
treinta, yo era un jovencito, un niño. Esa fue la última etapa del box, la última gran etapa del
boxeo como deporte, porque desde esa época hasta hoy ha ido entrando en una entropía, va
perdiéndose. Todavía hay buenos boxeadores, pero no hay comparación con aquella época, en
la que además había un público mucho más atento que ahora.

Ahora el deporte rey es el tenis, pero en aquellos tiempos, año veintitrés, las páginas estaban
llenas con noticias de boxeo, tanto del que se hacía en la Argentina como del internacional. Yo
he contado por ahí la tragedia ocurrida en 1923, cuando yo tenía nueve años, la noche en que
Dempsey le ganó a Firpo.

OP: Vos decís que ese día te "tocó asistir al nacimiento de la radio y a la muerte del box", para
estupefacción de la señora de turno.

JC: Claro. Esa era la oportunidad para Firpo de ser el campeón mundial de los pesos pesados
y perdió en una pelea que se volvió histórica por muchos motivos. En esos tiempos, en los que
no había televisión, la gente escuchaba la radio, escuchaba a un speaker que trasmitía o
describía lo que estaba viendo. Y yo escuchaba, como los demás. Así hasta el año treinta, o
más bien treinta-treinta y dos, en que empecé a ir a los estadios y me tocó ver un gran boxeo
en la Argentina, con grandes figuras.

Fue entonces cuando, ¿cómo decirte?, fabriqué una especie de filosofía del box, eliminando
todo ese aspecto sangriento y cruel que provoca tanto rechazo y tanta cólera.

OP: Sí, claro. Porque a ti lo que te atrae en el boxeo no es la violencia, el castigo, sino -
paradojalmente- lo contrario, algo que se construye casi a partir de una ausencia. Vos decís,
hablando de Lester Young en La vuelta al día en ochenta mundos, que "escogía el perfil, casi la
ausencia del tema, evocándolo como quizá la antimateria evoca la materia, y yo pensé en
Mallarmé y en Kid Azteca, un boxeador que conocí en Buenos Aires hacia los años cuarenta y
que frente al caos santafesino del adversario de esa noche armaba una ausencia perfecta a
base de imperceptibles esquives, dibujando una lección de huecos donde iban a deshilacharse
las patéticas andanadas de ocho onzas".

JC: Por supuesto. El boxeo que levanta las muchedumbres es siempre el del boxeador
pegador, del tipo que va para adelante y a pura fuerza consigue ganar. A mí eso siempre me
interesó muy poco, y lo que me fascinó siempre fue ver a uno de esos boxeadores enfrentado
con un maestro que, simplemente con un juego negativo de esquives y de habilidad conseguía
ponerlo en condiciones de inferioridad.

OP: Yo sé que tu cuento "Fin de etapa" está de algún modo inspirado en los cuadros de Antoni
Taulé. Pero a mí, y no podría explicarte porqué, me hizo pensar en los cuadros metafísicos de
De Cbirico. Y en particular por el manejo de un elemento, el de la proyección de las sombras,
que en el cuento es naturalmente verbal. Pero en ambos casos parece ser una advertencia o
una indicación que nos induce a sospechar que eso que estamos viendo -leyendo- está fuera
de las leyes ordinarias del tiempo.
JC: Sí, en el cuento las sombras -en los cuadros, en la casa- corresponden a una altura del sol
que no es la verdadera.

OP: Claro. De entrada, en la primera sala del museo, se nos habla de "cuatro o cinco pinturas
que volvían sobre el tema de una mesa desnuda o con un mínimo de objetos, violentamente
iluminada por una luz solar rasante". Y más adelante la mujer, Diana, se dice "Hay algo en la
luz (...) esa luz que entra como una materia sólida y aplasta las cosas". Y cuando encuentra la
casa que reproducen los cuadros en el museo, lo primero que se indica es la ventana que deja
"entrar la cólera amarilla de la luz aplastándose en el muro lateral", mientras que en la realidad
de afuera de la casa el sol cae casi a pico. Y es cuando se ingresa realmente al terreno
fantástico, ese que me hizo pensar en De Chirico.

JC: Yo no recuerdo haber pensado en De Chirico, y eso que a mí me gusta mucho ese período
suyo, ha influido mucho en mi vida onírica. En La Ciudad, esa ciudad a la que bajan los
personajes de 62, las galerías abiertas, las largas calles con galerías que allí se describen, que
se mencionan, son como cuadros de De Chirico. Pero en el cuento no, por la sencilla razón de
que todo sucede en interiores, dentro de la casa. Y los cuadros de De Chirico en general son
visiones de calles, de plazas, donde vos podés deducir que las causas son muy extrañas
puesto que lo exterior también lo es.

OP: Sin embargo, hay un cuadro de De Chirico, El filósofo y el poeta, en el que De Chirico
confronta un cielo estrellado, infinitamente lejano, con otro pintado en un cuadro que también
aparece en la pintura. Es ahí donde yo veía la relación con tu cuento, porque en "Fin de etapa"
hay como un cuadro dentro del cuadro: el museo, que es una casa, que reproduce otra en los
cuadros allí expuestos, simétricamente.

JC: Por supuesto, los cuadros son la casa y la casa es los cuadros. Yo te diría, y podés
agregarlo porque me parece que es todavía una influencia más fuerte que la de De Chirico, que
tal vez se pueda rastrear la presencia de Magritte. Porque Magritte ha pintado muchas veces -
yo recuerdo dos cuadros- una ventana en cuyo fondo se ve un paisaje y al lado de la ventana
hay un cuadro en el caballete que es exactamente el mismo paisaje.

OP: ¡Qué curioso! Porque esa es la impresión que yo extraje de la lectura de tu cuento. Un
cuento que me dejó una indefinible sensación de desacomodo metafísico.

JC: En realidad yo no voy a renegar de esa doble influencia: De Chirico y Magritte. Pero en
este caso concreto, la primera es la de Taulé. Yo conocí a Taulé, quien me mostró sus cuadros.
Me impresionaron mucho esos cuadros de gran tamaño, esas habitaciones donde hay esos
juegos de luz que no se corresponden con la luz exterior. Y hay esa soledad, esa silla vacía o a
veces una silla con un personaje de espaldas en la puerta, lejos.

Taulé me mostró sus cuadros porque tenía que hacer un catálogo y me preguntó si le quería
hacer un texto. Yo vi los cuadros y le dije: "Mirá quiero hacerte el texto, porque me fascinan tus
cuadros. No sé si vendrá o no, pero...". Él me dio una serie de reproducciones y yo hice como
hago siempre (lo acabo de hacer con Luis Tomassello): puse todas las reproducciones en una
pared, clavadas con chinches. Las fotos eran grandes, en color. Y dejé pasar el tiempo, diez,
quince días. Y mientras leía, entraba o salía, los miraba. Y de golpe -ése es el "de golpe" que
deja insatisfecho al lector de este libro y de tantos libros-, de golpe, porque yo no puedo
explicar eso, estaba yo en la máquina viendo la llegada de una mujer a un pueblo que yo sitúo
en el sur de Francia, en la Provenza, su visita al museo y ahí empieza la cosa.

Pero Taulé es la influencia dominante. Que como armónicos en la música haya referencias
mentales subconscientes, por un lado a Magritte y por el otro a De Chirico, es perfectamente
posible. Y además me citás a dos pintores que yo amo, de modo que todo entra en el orden
natural. Yo tendría miedo que alguien me dijera: "Ese cuento tuyo se parece
extraordinariamente a un cuadro de Bernard Buffet", porque en ese momento creo que lo
quemo.
OP: A mí me parece ahora que las referencias son muy claras. Es decir que como yo no
conozco a Taulé y en cambio sí a Magritte y De Chirico, que me gustan muchísimo, son estas
referencias las que se me hicieron presentes al leer "Fin de etapa".
JC: Por supuesto y es una maravilla (no lo digo por mí ahora, sino por este tipo de literatura) las
extrapolaciones mentales inconscientes o subconscientes que se operan en el lector. Es decir,
hasta qué punto este tipo de literatura es fecunda, contra la opinión de los materialistas, que te
dicen que hay que escribir sobre la realidad de todos los días, y sobre el destino de los
pueblos. Esta literatura es mucho más fecunda porque abre en cada individuo una serie de
referencias. En una palabra, y lo digo sin ninguna vanidad, enriquece al lector, como su
experiencia personal ha enriquecido al escritor. Y creo que es muy bueno decir esto porque
siguen jodiendo con eso del contenidismo y del realismo.

OP: Polémica que no se terminará nunca.

JC: No. Yo voy a ir ahora a Bruselas a una reunión organizada por jóvenes abogados y les voy
a hablar de eso, del realismo y de lo fantástico en la literatura latinoamericana, pidiéndoles que
no se pongan en un plano lógico diciendo "aquí está lo fantástico y aquí está lo real", porque en
América Latina las cosas no funcionan así. Trataré de dejarles algunas ideas que les hagan
pensar en eso.

Porque ciertos críticos norteamericanos le han dicho a Carlos Fuentes y me lo han dicho a mí,
nos han preguntado por qué determinados escritores latinoamericanos sitúan sus libros en
Europa, cuando lo que deberíamos producir es literatura de la revolución mexicana, Pancho
Villa, cosas así. Aquí, en Europa, son mucho más finos para decir eso mismo, pero hay muchos
que lo piensan.

OP: Anoche leí de nuevo "La puerta condenada" y descubrí por qué ese cuento me producía
una impresión de déjà vu: y es que en ese mismo hotel Mauricio Müller y yo le hicimos una
entrevista a Borges, allá por el año 1954. Cuando Borges iba a Montevideo solía alojarse allí,
en el hotel Cervantes. Pero ahora, lo que me interesa saber es en qué medida conocés
Montevideo. Me da la impresión de que has estado poco en Montevideo.

JC: Sí, poco. Esa fue la vez en que estuve más, cuando escribí el cuento. Porque ese cuento lo
escribí en el hotel Cervantes.

OP: Creo que eso se nota, porque hay una descripción bastante prolija.

JC: Sí, es bastante cuidadosa. Yo quería que en el cuento quedara la atmósfera del hotel
Cervantes, porque tipificaba un poco muchas cosas de Montevideo para mí. Había el personaje
del Gerente, la estatua esa que hay (o había) en el hall, una réplica de la Venus, y el clima
general del hotel. Esa fue la vez que estuve más tiempo en Montevideo. Fue, creo, en el año
1954, cuando la UNESCO hizo su conferencia general en Montevideo. A mí me contrataron
como traductor y revisor, en París, cosa que me venía muy bien porque lo que yo en realidad
quería era visitar Buenos Aires. Yo en ese tiempo no tenía un centavo, la UNESCO me pagaba
el pasaje, un buen sueldo y me daba la oportunidad de volver a ver Buenos Aires, a mi familia,
que era mucho más numerosa en esa época, han ido desapareciendo todos... Desapareciendo
en el sentido de la muerte natural, cosa que ahora hay que aclarar cuando se usa esa palabra.

Cada cual se iba al hotel que quería. Los altos funcionarios estaban en los grandes hoteles de
Montevideo, pero nosotros, los traductores, nos metíamos donde nos daba la gana. No sé
quién me recomendó el hotel Cervantes, donde en efecto había una piecita chiquita, pero a mí
no me importaba, porque yo estaba todo el día en la UNESCO y a la pieza la quería para
dormir y leer. Una pieza que (curioso: ahora que lo digo sonaba como una profecía) parecía
una celda, la celda de una cárcel. Porque entre la cama, una mesa y un gran armario que
tapaba una puerta condenada, el espacio que quedaba para moverme era el mínimo. Y había
una ventana, una especie de tragaluz más bien, enrejado, que daba por un lado sobre el cielo y
por el otro lado a unos techos de zinc, muy feos. Lo más lindo era alguna paloma que pasaba
por allí.

OP: Sí, eso está señalado en el texto.


JC: Me estoy acordando claramente de eso. Del cuento no me acuerdo tanto, pero me acuerdo
del hotel Cervantes, que para mí tenía grandes ventajas. Era un hotel profundamente
silencioso, porque en ese momento no había nadie o había muy poca gente. Yo entraba y salía
cuando me daba la gana, y además había un cine al lado.

OP: Claro, el cine Cervantes, a cuyas matinés debo haber ido, todos los domingos, entre los
diez y los catorce años.

JC: Y donde yo me fui a ver varias películas que me interesaban. Daban películas viejas,
películas francesas, que me gustaban mucho. Y después, cuando tenía ratos libres, caminaba,
caminaba, me empecé a encontrar con uruguayos y uruguayas, vi a cantidad de amigos.

OP: ¿Quiénes eran tus amigos uruguayos en esa época?

JC: Bueno, muchos no, porque yo nunca he tenido cantidad de amigos. Los amigos más
numerosos eran los colegas de la UNESCO. Pero la UNESCO contrató a unos cuantos
uruguayos para que trabajaran como traductores y como mecanógrafos. Yo me he olvidado de
los nombres. Pero ahí fue cuando me di cuenta de lo que ya era el Uruguay en el plano
económico. Los uruguayos estaban desesperados por ver si podían enganchar contratos con la
UNESCO que los trajeran a Europa. Porque ganaban una miseria y yo recuerdo que uno de
ellos me pidió plata. Sin tener todavía ninguna confianza conmigo. Recuerdo que el hombre
tenía una vergüenza tan enorme que yo le di inmediatamente el dinero para cortar la situación.
Era un mecanógrafo y ganaba muy poco. Por supuesto que me devolvió el dinero
religiosamente.

Después conocí al poeta Fernando Pereda, un gran sonetista, y a Isabel Gilbert. Yo había
conocido a un hermano de Isabel, Gilberto, en un viaje en barco desde Chile a Buenos Aires.
Compartimos un viaje en un barquito que tenía doce metros de eslora. Alguna vez voy a
escribir algo sobre ese viaje, podría hablar una hora, fue algo genial. No te puedo decir que
haya conocido a otros uruguayos. Por ejemplo, a Onetti no lo vi. Y sin embargo debía estar ahí,
en esa época. Yo lo había visto algún tiempo atrás, en Buenos Aires.

OP: Sí, supongo que sí. El presidente Luis Batlle lo había mandado llamar para que se hiciera
cargo de la Secretaría de Redacción de su diario, Acción.

JC: No conocí a la gente de Marcha, a todo ese grupo. Como ya sabés, por lo que hemos
hablado, la política y yo éramos dos cosas diferentes en esa época. A mí me interesaba la
literatura. Sí, claro. Marcha tenía una página literaria...

OP: En ese entonces la dirigía Emir Rodríguez Monegal y yo colaboraba mucho con él.

JC: ... pero yo no fui.

OP: Pero fijate que eso nos trae a un punto del que hablamos ya: cómo era posible que
nosotros, en Montevideo, casi no supiéramos que en la Argentina existía un escritor que se
llamaba Julio Cortázar, que a esa altura había publicado tres libros, uno de los cuales era
Bestiario. Habrá que esperar más o menos hasta 1962, después del Congreso de Escritores
que se realiza en Santiago de Chile en ese año, para que la incomunicación entre los escritores
latinoamericanos empiece a romperse.

JC: Sí, eso es cierto. Fernando Pereda había leído Bestiario, alguien se lo había pasado. Pero
no creo que Benedetti o vos lo hubieran leído.

En el fondo, la explicación es muy simple, y es que en esa época, en 1954, se mantenía aún
una indiferencia profunda hacia los centros locales. Cuando digo locales entiendo Argentina,
Uruguay, que es la misma cosa, o Chile. Yo te conté ya que los primeros derechos de autor
que cobré por Bestiario fueron catorce pesos argentinos. Que era prácticamente lo que costaba
la estampilla de correos para mandar el recibo de vuelta a Buenos Aires desde París. De modo
que no me extraña nada que no me conocieran en el Uruguay.
OP: Aquí en París he estado repasando la colección de la revista Número, que era sin duda la
mejor revista literaria que se publicaba por ese entonces en Montevideo, para tener una idea
concreta de cuáles eran las notas bibliográficas acerca de escritores argentinos. Encontré los
nombres de Borges, Mallea y Gómez Bas.

JC: Claro, porque Mallea era un autor del establishment en la Argentina, era el autor de la
burguesía media alta, había sido protegido (y algo más que protegido) de Victoria Ocampo, que
lo había plantado en Sur. Mallea empezó escribiendo libros muy interesantes, como La ciudad
junto al río inmóvil, Cuentos para una inglesa desesperada, y era muy leído dentro de lo que
eso suponía entonces, unos quinientos ejemplares. No es extraño que Mallea pasara al
Uruguay, y no hablemos de Borges. Pero en las capas más populares argentinas se leía
mucho, mucho, a Roberto Arlt, que también debió llegar a Montevideo.

OP: Sí, entre otras cosas porque Onetti hizo lo posible por hacerlo conocer.

JC: Bueno, ¿volvemos al cuento? Sucedió que yo me aburría bastante después de los primeros
quince días, en parte porque el trabajo en la UNESCO era muy pesado y porque además yo
había recorrido casi todo Montevideo. En los ratos libres me iba a los cafetines, descubrí las
variedades de caña Ancap, todo eso me gustaba mucho. El Mercado del Puerto, claro. Pero
luego me volvía al hotel por que tenía que descansar un poco para el trabajo y me gustaba leer,
en ese tiempo yo estaba leyendo enormemente.

Y fue entonces que me empezó a obsesionar un poco ese armario, que estaba colocado en
una posición artificial en la pieza, no se sabía bien porqué, había otro lugar donde podía haber
estado mejor y se hubiera ganado un metro o algo así. Entonces, como no tenía nada que
hacer, aparté el armario, lo saqué cinco centímetros para ver qué pasaba y vi que el armario
estaba puesto ahí porque condenaba una puerta que daba a la habitación de al lado. Eran
habitaciones independientes, para una o dos personas. Volví a colocar el armario y me acuerdo
muy bien de una noche que no tenía ganas de ir al cine porque no daban nada interesante. De
golpe miré el armario, miré la puerta y el cuento me cayó... así. De golpe, la noción de por qué
estaba condenada la puerta (es extraño que esté condenada) le creaba a la otra habitación un
ambiente extraño. Porque en los hoteles a veces hay puertas que comunican, pero cuando son
personas que no se conocen, la gerencia mete llave y se acabó. Pero, ¿por qué ese armario?
Se me ocurrió pensar que la habitación de al lado podía tener características un poco
diferentes. Todo eso era puramente imaginativo. Fue entonces cuando imaginé la noción de
que en plena noche yo me despertaba sin saber porqué y oía lloriquear a un niñito al lado.
Todo eso es absolutamente inventado o imaginado. Lo que no está inventado es el hotel, el
gerente, mi conversación con el gerente -no sobre la mujer-, charlas banales. Todo eso es
absolutamente exacto.

Te digo, como anécdota complementaria que no tiene nada que ver, frívola pero divertida, que
a lo largo de los años me fui encontrando con muchas mujeres uruguayas, todas las cuales
habían leído el cuento y todas las cuales me dijeron la misma cosa: lo único que no te
perdonaremos jamás es que en ese cuento decís que las mujeres uruguayas van siempre mal
vestidas. ¿Por qué dije yo eso? No lo sabré nunca.

OP: En el cuento, el personaje escucha un lloriqueo, piensa que la mujer que vive al lado tiene
un niño o es una histérica, y una noche, sin poderse contener, se pega a la puerta y se pone a
remedar el llanto del niño, de una manera grotesca. Todo parece solucionado, la mujer
abandona el hotel, el hombre podrá dormir tranquilo. Pero esa noche el hombre se despierta y
vuelve a escuchar el llanto del niño. Es un cuento que me dejó perplejo, porque esa es una
solución que yo (y creo que nadie) se esperaba.

JC: Te diré que es una solución que se acerca al tipo más convencional del cuento de
fantasmas, porque lo que se puede concebir -buscando una solución que yo no busco, ni me
importa- es que en ese cuarto hay lo que podemos llamar un fantasma, una presencia, la de un
niño muy pequeño que llora de noche. El segundo elemento está dado por el hecho de que, al
parecer, la mujer había aceptado esa presencia, puesto que el hombre, desde el otro lado de la
puerta, cree haberla escuchado tratando de calmar al niño, a esa presencia. El hombre deduce,
lógicamente, que el niño es de ella. Y cuando la mujer se va y desaparece, él se queda
tranquilo porque da por supuesto que la mujer no va a irse dejando al niño. Pero resulta que lo
deja. Es decir, deja ese algo que llora de noche. Es lo más que te puedo decir.

OP: Sí, yo creo que ese es precisamente el elemento inquietante, el que te deja un sedimento
de angustia. Por un lado, el hecho de que la mujer hubiera aceptado como natural (o como
sobrenatural) esa presencia que ella trata de arrullar. Y por otro el que abandone
precipitadamente el hotel dejando eso allí. De todos modos, en el cuento se crea una figura
mágica entre el personaje, la mujer y esa presencia, ese llanto en la noche.

JC: Es muy cierto, sí, son simetrías que se dan en ese género. Y buscando se encontrarían
más. Yo pienso ahora en otro cuento mío, "Las armas secretas", en que la variante consiste en
que el fantasma quiere vengarse de la mujer (a él lo habían matado los miembros de la
Resistencia porque violó a la mujer), el procedimiento es distinto. Él, el fantasma, invade el
cuerpo del muchacho francés que está sinceramente enamorado de la chica. Y la chica de él.
Pero en el momento en que él se acerca a la muchacha, que está perfectamente dispuesta a
entregarse, hay de golpe algo en su fisonomía o en la forma en que se le ha caído el pelo a un
costado, que hace que la chica lo rechace desesperadamente, porque le parece reconocer en
él a su violador, al nazi. Y naturalmente no se anima a decírselo a él, porque ella misma no lo
cree. Se deja entender que ella misma piensa que ha quedado traumatizada y enferma y que
cualquier relación sexual le trae ese recuerdo.

OP: Es la pareja de amigos la que introduce ese elemento, ¿no?

JC: Sí, la pareja de amigos explica la cosa , porque el amigo había participado en la ejecución
del nazi. Pero lo que yo creo que hay de terrible en ese cuento es que la posesión empieza por
grados ínfimos, va aumentando, aumentando y finalmente se convierte en total. Y en el
momento en que a su vez el muchacho consigue finalmente acorralar a la chica, la viola y la
mata antes de que lleguen los amigos. El cuento termina antes de que se descubra todo, pero
todos los datos están dados. Y eso es también una modulación dentro de este trío en que hay
un ser incorpóreo y una pareja.

OP: "La puerta condenada" es, en cierto modo, un cuento fuera de serie con relación al
elemento fantástico que allí se introduce.

JC: Es muy posible. En ese cuento hay una cosa que a mí me gusta y es que creo que acerté
con el personaje, porque hice un hombre muy pied-à-terre, es un hombre de negocios que está
en sus cosas, que vino a terminar unos contratos, no es ningún imaginativo en especial. Y
entonces a él la cosa le cae con mucho más violencia, porque sale completamente de su órbita.
Él no se imagina jamás nada extraño hasta la última frase del cuento, en la que él tampoco dice
nada pero es posible imaginar lo que pensó. Supongo que él también huyó.

OP: Sí, claro. El cuento termina así: "Extrañaba el llanto del niño, y cuando mucho más tarde lo
oyó, débil pero inconfundible a través de la puerta condenada, por encima del miedo, por
encima de la fuga en plena noche supo que estaba bien y que la mujer no había mentido al
arrullar al niño, al querer que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse". Ya ahí tenés
claramente dibujada la noción de triángulo: "para que ellos pudieran dormirse".

JC: Vos decís que es un cuento fuera de serie. Yo diría que es más convencional, porque ahí
evidentemente hay un fantasma y a mí no me gusta, como sabés muy bien, trabajar con
fantasmas.

OP: Sí, pero no está demasiado claro tampoco, porque en la literatura moderna todo narrador
es un personaje dudoso. Se acabó la época en que podíamos depositar nuestra confianza en
los narradores, como en los buenos tiempos de un Dickens, por ejemplo. Porque si bien el
cuento está narrado en tercera persona por un narrador no comprometido, de todos modos
está contado desde el punto de vista de Petrone.

JC: Esa tentativa de interpretación (de explicación) de los cuentos fantásticos, míos o de otros,
puede muchas veces optar por esa solución, la de que finalmente el personaje imagina lo que
cree haber vivido. Pero precisamente pensando en eso (lo debo haber pensado) hice de
Petrone el ser menos imaginativo del mundo. Porque si yo hubiera escrito: "Llegué al Hotel
Cervantes, etcétera, etcétera", el lector piensa de inmediato que yo es Julio Cortázar y
enseguida se dice: "Bueno, éste se las piensa todas, se imagina todo, es un neurótico, es un
loco". Tengo ya mi buena fama... Sin embargo, Petrone piensa un poco en algún momento que
a lo mejor la mujer es una histérica que finge. Porque nunca la ha visto con el niño, él se la
cruza una o dos veces en el pasillo y le parece extraño que un niñito tan difícil quede
abandonado en la pieza. Y piensa que en una de esas se trata de una de tantas madres
frustradas que acuna a un niño imaginario y que, a la manera de una ventrílocua, imita los
lloriqueos del niño. Incluso cuando la mujer se va, cuando la mujer abandona el hotel
precipitadamente, Petrone está a punto de explicarse con el gerente. Pero se dice que después
de todo no tiene importancia, que debe tratarse de una histérica.

OP: A mí me interesaba este cuento en particular porque una de las cosas que no figura
demasiado en tus biografías -por otra parte muy parcas- es tu contacto directo con Montevideo,
de donde sin embargo proviene La Maga, a la que además ubicás en un barrio poco ortodoxo
para los uruguayos, el Cerro. ¿Estuviste en él?

JC: Sí, lo visité. Ahora, por qué la puse a ella ahí, no lo sé. Porque no hay que olvidarse de lo
que se cuenta cuando La Maga recuerda lo que le había pasado con un negro y habla de lo
que era la casa. Allí se describe un conventillo y me pareció que el Cerro venía bien para
ubicarla. Pienso que fue por eso.

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