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Alejandro Nieto
E D I T O R I A L T R O T T A
COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS
Serie Derecho
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Tu cogitabis.
Piensa por tu cuenta.
(Cinus da Pistoia, 1270-1333)
Advertencia previa
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para qué y contra quién van a dirigirse. Se trata, en suma, de una técnica
normativa.
En un tercer nivel se encuentran quienes, conociendo los objetivos
generales de la política legislativa y dominando la técnica normativa,
se encargan de operar con las leyes (y con el Derecho en general) para
alcanzar unos objetivos concretos: la resolución de un conflicto, si son
jueces; la satisfacción de los intereses de un cliente, si son abogados. Así
es como aparece el Derecho practicado.
En cuarto lugar están quienes, más allá de los textos singulares (y
por supuesto sin preocuparse de las intenciones prácticas) se dedican al
análisis metanormativo del Derecho, es decir, a indagar su concepto y
funciones. Estamos aquí, por tanto, en la filosofía del Derecho.
Pues bien, lo que en este libro importa es el último nivel, la Razón
Jurídica, que, como se pormenorizará inmediatamente, es el aparato
intelectual que permite comprender el Derecho, mejorar sus normas y
orientar su práctica.
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Placentino en el siglo xii: Ius dicitur locus in quo iura redduntur. Ius quo-
que vocatur sanguinis necessitudo. Ius quoque dicitur instrumentum vel
forma petendi ut actio ius est. Item ius dicitur rigor iuris. Ius est ars boni
et aequi (Se llama derecho al lugar en que se reconocen los derechos.
Se llama también derecho al vínculo de la sangre y se llama igualmente
derecho a la forma o instrumento de pedirlo, y así la acción es derecho.
También se llama derecho a la severidad del derecho. El derecho es el
arte de lo bueno y lo equitativo).
Para entender esta pluralidad de opiniones —y, sobre todo, la plau-
sible corrección de todas y cada una de ellas— basta pensar que un con-
cepto es una construcción intelectual que su autor realiza con materiales
distintos que ha elegido libremente bajo su propia responsabilidad. En
definitiva, por tanto, toda definición depende de los referentes utilizados.
Unos referentes que, como acabamos de ver, ciertos pensadores encuen-
tran en la Justicia y otros en la voluntad del soberano o en la utilidad
pública, sin que sea posible demostrar qué referente es el más correcto
ya que todos lo son desde el punto de vista subjetivo de cada autor. Y
si luego son desarrollados con coherencia y lógica, ¿quién se atreverá a
afirmar que el concepto de Rousseau es el correcto y no el de Hobbes?
En estas condiciones parece inexcusable empezar señalando los re-
ferentes que condicionan el concepto de Derecho que en este libro se
maneja y que son de dos tipos: por un lado los de índole real, es decir,
fenómenos que se manifiestan en la naturaleza (social), que se identifi-
can sumariamente a continuación y que marcan ya el entorno externo
o formal en que vamos o movernos; y por otro lado ciertos referentes
no reales sino de índole ética, religiosa y en todo caso intelectual que en
el capítulo siguiente nos servirán para ponderar el valor intrínseco del
concepto de ellos inferido.
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Ars iuris
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Derecho
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casos sus efectos equivalen a los de una sentencia, como sucede con los
acuerdos privados de resolución de un conflicto pendiente.
Por otro lado, además de los efectos singulares deseados y directos
se imputan a las resoluciones efectos indirectos de carácter general y abs-
tracto como si de disposiciones generales se tratara. Esto es lo que sucede,
en concreto, con la doctrina jurisprudencial inducida de varias sentencias
repetidas, que se convierte en fuente de Derecho. Y lo mismo sucede con
la costumbre inducida de comportamientos individuales reiterados.
En definitiva, por debajo de la aparente diversidad de los distintos
fenómenos jurídicos late una nota común que impide separar radical-
mente sus naturalezas y permite —e incluso exige— su agrupación en el
concepto globalizador del Derecho.
Soy perfectamente consciente de la novedad —por lo demás, re-
lativa— de este concepto, que se separa de otros más usuales por las
siguientes notas: a) rompe la equiparación tradicional entre Derecho y
norma: aquí el Ordenamiento es sólo una parte del Derecho; b) rompe
el monopolio estatal de creación de normas: aquí el Derecho es obra
de una pluralidad de agentes: de los tres Poderes constitucionales del
Estado, pero también de los particulares, sean organizaciones o perso-
nas físicas; y, por lo mismo, el Derecho no se refiere sólo a normas y a
su creación sino también a las operaciones de su ejecución, aplicación,
cumplimiento y, por supuesto, de su control; c) se magnifica la impor-
tancia de los juristas no sólo como intérpretes y aplicadores de normas
sino como colaboradores en la formación del Ordenamiento Jurídico;
d) el Derecho como conjunto no debe confundirse con sus elementos ni
tampoco con la suma de ellos: aquí el valor funcional de los elementos
sólo alcanza sentido dentro del sistema; e) todos estos elementos operan
interactuados y se conexionan en un sistema de red.
Las consecuencias concretas, teóricas y prácticas, de este esquema
son tan numerosas como intensas y constituyen el eje de este libro, en
cuyas páginas se irán desarrollando con pormenor tanto las notas esen-
ciales indicadas como sus corolarios y consecuencias.
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La Razón Jurídica
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Funciones
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La Razón Jurídica ha de ser, ante todo, crítica, puesto que es ésta la cua-
lidad que da sentido a la autorreflexión. El ser humano, según apuntó
ya Kant, es un «animal crítico», ya que sin la crítica —y la autocríti-
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No puede pasarse por alto, en fin, una última cuestión importante por
sí misma, pero más todavía por la recurrencia con que aparece en todas
las denuncias y polémicas. Me refiero con ella al hecho de que cuando
se constata la presencia de un fenómeno desviado e incluso perverso,
unos afirman que se trata de alguna excepción del sistema que no empa-
ña la bondad de éste, mientras que otros entienden que la aparición, y
más si es frecuente, de la anomalía afecta al propio sistema y no es algo
«colateral», y mucho menos ajeno a él.
La indiferencia ante la realidad no significa, ni mucho menos, igno-
rancia de la misma. Los juristas son de ordinario prácticos experimen-
tados que saben de sobra lo que pasa en el mundo: entre otras cosas,
que la defraudación fiscal es ingente, que buena parte de los delitos y
la mayor parte de las infracciones quedan impunes, que el urbanismo
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más claro no, como pudiera esperarse, en las masas ignorantes —ya que
éstas se arrebatan fácilmente una vez conquistada su imaginación— sino
en los profesionales que tienen intereses creados en la tradición y en el
monopolio de la cultura».
Así es como se explica que, de hecho, en la cultura jurídica espa-
ñola, y pese a la renovación de varias generaciones, aún sigue viva —a
veces enmascarada y a veces con arrogancia descubierta— la teoría del
positivismo legalista con todas sus perversas consecuencias. Hay libros,
en consecuencia, que no pueden ser aceptados por los contemporáneos
del autor y únicamente encuentran lectores receptivos en las generacio-
nes siguientes.
Sea como fuere, esta situación ha provocado una inequívoca es-
quizofrenia a muchos juristas que, dicho sea en términos prosaicos, les
permite «jugar con dos barajas» o, si se quiere, a vivir bajo el signo de
una doble verdad (que en el fondo refleja una doble moral): la que pro-
claman en público, que es a la que ajustan su conducta oficial, y la que
reconocen en privado. Los juristas, como los políticos, se comportan
como actores que dicen unas cosas en el escenario, de las que luego se
distancian —y aun de ellas se burlan— cuando bajan de él.
Pensemos en los profesores. Son de ordinario personas cultas que se
han asomado a la literatura extranjera y que, por lo tanto, saben de so-
bra la obsolescencia universal del positivismo legalista. Más todavía: en
el ejercicio habitual de la abogacía conocen las prácticas de un Derecho
no positivista. Y, sin embargo, en sus lecciones magistrales defienden
rutinariamente esta actitud como si aún vivieran en los tiempos de Man-
resa o Alonso Martínez.
La posición más dramática es, con todo, la de los jueces. Los jueces
para hacer las oposiciones han tenido que memorizar la teoría tradi-
cional del Derecho; pero a la hora de dictar sentencia siguen dos líneas
de actuación absolutamente incompatibles. En unos casos reconocen la
justicia que abona a una de las partes mas no le dan la razón, «porque la
ley es la ley» y hay que respetarla aunque sancione posiciones material-
mente injustas. Ahora bien, en otros casos no vacilan en salirse de ella
—sin llegar a contradecirla desde luego— para, al margen de su letra y
de su espíritu, decidir basándose en argumentos metalegales como son
los de Justicia, razonabilidad, racionalidad o arbitrariedad.
¿Habrá, entonces, alguna posibilidad de liberarse de esta herencia
maldita y, en su caso, de esa manifestación esquizofrénica? La gran lec-
ción de los tiempos posmodernos es la de la convivencia de los dispares.
El jurista actual tiene que aprender a convivir con quienes piensan de
otra manera. Una convivencia no indiferente —ni mucho menos sin-
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inválida. Por decirlo con las viejas palabras (siglo xiv) de Luca de Penna,
cum voluntas principis ab aequitate, justitia aut ratione, non est lex
(cuando la voluntad del príncipe se aparta de la equidad, de la justicia
o de la razón, no es ley).
Por otra parte, la constatación de este dato nos ha introducido con
cierta brusquedad en uno de los problemas capitales del libro: con el
Derecho se ordena y controla la sociedad; pero el Derecho debe ser con-
trolado, a su vez, desde los valores superiores a cuyo servicio está. Las
normas jurídicas (el Legislativo estatal, digamos en trazos gruesos) orde-
nan y controlan la sociedad mientras que ellas son controladas, a su vez,
por los jueces y juristas. Lo cual significa que dentro del Derecho operan,
entre otros, varios elementos: las normas, los valores, los actos de con-
trol de aquéllas sobre éstos y, en fin, los órganos y personas que realizan
tal control. Por tanto, a la hora de analizar un sistema jurídico, resulta
imprescindible examinar si estos elementos diferenciados cumplen ho-
nestamente su papel de control o si, por el contrario, debidamente mani-
pulados por el Poder político o por otras fuerzas, se abstienen de hacerlo
para aceptar acríticamente las leyes sin preocuparse de su contenido.
En definitiva, de una verificación empírica indiscutida (la instrumen-
tación normativa de valores) hemos inferido lógicamente una consecuen-
cia teórica (el valor superior sirve para controlar la validez de la norma
instrumental). Ahora bien, este principio lógicamente impecable ¿se
traduce necesariamente en la realidad? De esto ya no podemos estar tan
seguros porque en ocasiones no existe garantía alguna de que ese control
axiológico material pueda hacerse efectivo; y, además, porque tampoco
es siempre factible identificar sin dudas el valor superior potencialmente
controlante. No todas las leyes son explícitas sobre todo cuando se trata
de valores muy generales —como la Justicia, el Orden, el Progreso—,
pues entonces lo que se gana en amplitud se pierde en precisión.
El relativismo axiológico
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que sea el mercado el que los fije libremente. ¿Es justo tratar igual a los
hombres y a las mujeres?, ¿deben ser los impuestos proporcionales a la
riqueza o progresivos?, ¿puede haber diferencia entre las prestaciones
sanitarias de los catalanes y de los gallegos? La importancia que cada
uno da a un valor es cosa personal suya y no puede pretender imponer
su criterio a los demás. Estamos, pues, en el corazón del relativismo
axiológico que inevitablemente abre la posibilidad de que con el tiempo
cambien los valores socialmente admitidos y se provoque la pérdida
de sentido de las leyes que protegían a los que se han vuelto obsoletos.
¿Qué valor superior se protegía con la tipificación del delito de sodo-
mía? Lo que ayer estaba rigurosamente prohibido hoy está permitido
o, mejor aún, es legalmente irrelevante. La sociedad mantiene valores
muy viejos al tiempo que abandona otros que parecían inconmovibles.
Aceptando que los valores son imprescindibles en la Sociedad y en el
Derecho, forzoso es reconocer que —por causa de su inevitable subje-
tividad— constituyen una fuente constante de conflictos. Piénsese en el
distinto valor que tiene la propiedad para un rico o para un mendigo; o
la religión para un agnóstico o para un fundamentalista. No se discute
el valor de la igualdad; pero conviene tener siempre presente la amarga
ironía de A. France cuando hablaba de «la majestuosa igualdad de las
leyes que prohíben tanto al rico como al pobre dormir bajo los puentes,
mendigar en las calles y robar pan». Y no se trata sólo de eso: es que
individualmente y en el fuero interno pueden rechazarse valores oficia-
les recogidos externamente en la política y en las leyes, como el medio
ambiente, la planificación urbanística, la monarquía y la democracia.
Ante esta pluralidad de sentimientos y de opiniones, el Derecho,
dando por supuesta —o reconociendo de forma expresa— la existencia
y primacía de algunos de ellos, establece mecanismos para su imposi-
ción y realización. En este sentido podría decirse que el Derecho es el
desarrollo técnico concreto de valores políticamente asumidos (nótese
que no se dice «socialmente asumidos»). Una afirmación teoréticamente
esencial pero que habrá que manejar con sumo cuidado, ya que, hablan-
do de valores, toda precaución es poca.
Insistiendo en lo que ya se ha apuntado, ninguna duda ofrece que los
valores están vinculados entre sí en una relación finalista o de subordi-
nación. La prohibición de fumar está al servicio del valor superior de la
salud. Pero la articulación de la escala ofrece, al menos, dos dificultades.
La primera de ellas es la eventual contradicción de valores superiores
entre sí; porque la conservación forzosa de la salud puede ser incompa-
tible con la libertad de disposición sobre el cuerpo propio y no sabemos
cuál de ellos ha de prevalecer. La contradicción de dos valores simultá-
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ofrece un inconveniente que resulta letal (en España, desde luego), a sa-
ber: su vulnerabilidad política, que también le convierte de hecho en un
instrumento del Poder. El Gobierno no puede actualmente manipular de
forma directa los valores constitucionales, mas puede hacerlo a través del
Tribunal Constitucional cuando se apodera de él, y esto ya lo ha hecho.
La farsa continúa, pues, aunque sea con otro escenario más complejo y
disimulado.
Lo que ha sucedido, por otra parte, es que el relativismo axiológico
no ha desaparecido y se ha refugiado en el Tribunal Constitucional. Pién-
sese, por ejemplo, que la Constitución (en su art. 14) ha consagrado el
principio de la igualdad, colocándolo al parecer por encima de cualquier
subjetivismo. Pero ¿qué igualdad es ésa? Todos los españoles somos cons-
titucionalmente iguales ante la ley y en la aplicación de la ley; mas eso no
impide que con el mismo patrimonio unos paguen más impuestos que
otros o reciban mejores servicios y prestaciones públicas que otros según
sea la Comunidad Autónoma en la que están domiciliados. Y es cabal-
mente el Tribunal Constitucional el que lo ha ratificado y proclamado.
En definitiva, la Igualdad (como la Justicia, el Orden y los demás valores
superiores) es hoy lo que dicen los doce magistrados que componen este
tribunal. Con lo cual volvemos a tener ante los ojos la advertencia bíblica
del mane-tecel-fares con la que el juez Hughes amargó hace ya muchos
años las apresuradas alegrías del festín del Estado constitucional: We
are under a constitution, but the constitution is what the judges say it.
Dicho sea con otras palabras, el relativismo axiológico se ha despe-
jado en la fase de determinación de los valores superiores, que ahora
ya están enumerados en una lista fijada en la Constitución; pero aún se
conserva en la fase de determinación del contenido de tales valores fijos,
tal como hemos visto en el ejemplo de la igualdad. De nada nos vale,
en efecto, la garantía de la igualdad constitucionalmente declarada si
no sabemos hasta dónde llega en el caso concreto, si luego resulta que
a cualquier ley —y en último extremo el en Tribunal Constitucional—
pueden darle el contenido más inesperado de acuerdo con los intereses,
caprichos, ideologías e influencias de un puñado de magistrados. Los
valores superiores han regresado ciertamente al Derecho pero con ellos
ha vuelto también el voluntarismo jurídico: antes era un colegio de teó-
logos —que admitía sin reparos la esclavitud— el que se pronunciaba
sobre el contenido de la igualdad y del bien común, mientras que hoy
desarrolla esa tarea un colegio de magistrados designados por el Poder
político. ¿Podemos creer, entonces, que tanto ha cambiado la situación?
En esta confusión han terminado imponiéndose, en mi opinión, las
«apariencias», es decir, la publicidad de ciertos valores en los que no cree
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El Derecho intrascendente
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más grave: quien establece las reglas (el Estado) participa también en el
juego y no tiene empacho en establecer reglas parciales a su favor. Mas
lo peor es, en fin, que este jugador-árbitro tiene la facultad de cambiar
las reglas a mitad de la partida cuando le va mal.
Todo esto va en contra de la naturaleza de un juego y demuestra
que el Derecho es inexorablemente trascendente, dado que las irregu-
laridades indicadas son consecuencia indiscutible de la intervención de
intereses que influyen tanto en las reglas como en la partida.
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cuestión para limitarnos a indagar las relaciones que median entre los
campos indicados. Porque no existe un ámbito de Derecho puro sepa-
rado nítidamente de otro ámbito también puro de Moral (o de religión,
cultura, etc.) sino que la frontera, cuando la hay, es imprecisa, y sobre
todo porque dentro del Derecho operan elementos morales y culturales
que son inseparables de él. De donde resulta cabalmente la inutilidad (y
en su caso imposibilidad) de su diferenciación rigurosa salvo acudiendo
a criterios formales de los que aquí queremos deliberadamente distan-
ciarnos.
La Razón Jurídica desviada es en este punto escrupulosa. Autojusti-
ficándose en un pragmatismo riguroso y con la herramienta del llamado
método jurídico pretende ser «pura», es decir, rechaza cuantos elementos
no sean estrictamente jurídicos. La consecuencia de este afán de pureza
es la necesidad de precisar con rigor lo que no es Derecho para luego
desentenderse de ello. Pero de esta forma se olvida que en la naturaleza
nada hay puro y que el agua destilada no es potable ni quita la sed.
Antes, sin embargo, las cosas no se veían así y los jueces y los abo-
gados no tenían empacho alguno en argumentar con razones religiosas
o morales dando por supuesto que formaban parte del Derecho. Había
en el fondo una alianza implícita entre Religión, Moral y Derecho que
se potenciaban sinérgicamente, puesto que las tres fuerzas tenían el ob-
jetivo común de mantener el orden constituido. Más tarde, aunque se
han separado los sacerdotes de los jueces, no ha logrado evitarse que
haya una conexión material entre estos sistemas y que el Derecho puro
sea una entelequia.
En cualquier caso, la cuestión de que se trata no puede abordarse
desde una perspectiva dogmática y atemporal sino histórica. Porque de
la misma manera que cada época tiene su propio concepto del Derecho,
que no es lícito transpolar ni a las anteriores ni a las posteriores, así
sucede también con el ámbito de lo jurídico y con la delimitación de la
Religión y la Moral o, mejor aún, con la cuestión de sus interdependen-
cias e influencias recíprocas. La situación en el cesaropapismo o en el
Estado confesional ha de ser a todas luces completamente distinta que
la del actual Estado laico. Ahora bien, esta evidente diferencia no nos
autoriza a pasar por alto los rasgos comunes que aún se conservan como
herencia de un pasado que no se ha borrado del todo y que nos ayudan
a entender mejor lo que hoy estamos viviendo.
En los manuales de Teoría del Derecho al igual que en los de Filo-
sofía —partiendo por descontado de una concepción normativista— se
separa el Derecho de lo que no lo es utilizando de ordinario el criterio
de la juridicidad de las normas. Dicho sea con mayor precisión: si el
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Religión
Las normas religiosas son probablemente más viejas que las jurídicas,
puesto que la religión es el medio más antiguo (y más efectivo) de dar
coherencia a un grupo social a través de un orden determinado. Ade-
más, cuando el Poder eclesiástico y el Poder civil se unen —bien sea en
las mismas personas o en forma de alianza— las sinergias resultantes,
que van del cesaropapismo al nacionalcatolicismo, aseguran un control
social extremo, que se potencia todavía más cuando median remisiones
recíprocas: la Iglesia obliga a sus fieles a que obedezcan a las autoridades
del Estado y las leyes civiles protegen a las autoridades eclesiásticas e
imponen coactivamente sus decisiones.
En las sociedades primitivas los sacerdotes eran los encargados de
relacionar a la comunidad con las divinidades e imponían a aquélla man-
datos y prohibiciones que afirmaban proceder de éstas (tabúes, fetiches,
formalidades, sacrificios, ceremonias). Con el tiempo, sin embargo, se
inició un proceso de diferenciación que en Roma se manifestó en el
desdoblamiento de dos ámbitos —uno sagrado (fas) y otro profano
(ius)— cuya distinción era muy sencilla, puesto que su declaración es-
taba encomendada a órganos distintos (sacerdotes en un caso, pretores
y jueces en el otro).
El cristianismo irrumpió en el Derecho romano imperial a partir de
Constantino, y en los reinos germánicos y durante toda la Edad Media
estuvo en el cenit la confusión entre Religión y Derecho como conse-
cuencia fundamentalmente de la interpenetración de las capas sociales
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Moral
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criminales (mafias), cada una de las cuales se rige por sus códigos propios.
Y si es cierto que los autores se niegan a admitir la naturaleza jurídica
de estos códigos, habrá que reconocer al menos que tienen una evidente
efectividad, superior incluso a la del Ordenamiento estatal.
Además y por otra parte, yo creo en la supervivencia y efectividad
de las normas culturales en sentido estricto, ya que no en una sociedad
tan compleja, plural y heterogénea como la actual, sí desde luego en
ciertas subculturas más homogéneas y sencillas como son las de grupos
corporativos formados por afinidades técnicas y profesionales. Piénse-
se, por ejemplo, en las corporaciones de abogados o en los grupos de
entradores y subasteros, en cuyo seno se forman indefectiblemente sub-
culturas propias que pueden plasmarse incluso en códigos deontológi-
cos. Pero en cualquier caso saben sus miembros con precisión —aunque
nada se haya escrito ni prohibido de forma expresa— lo que desde su
perspectiva pueden o no pueden hacer.
Lo no normado y lo no jurídico
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casos problemática en cuanto que exigen una previa actividad del Estado
tanto en vía legislativa como administrativa (organizativa y prestacio-
nal). Derechos, en suma, que precisan de una inevitable colaboración
administrativa que ya no está al alcance del juez.
En estas condiciones el esquema de estatus (de derechos y libertades,
positivo y negativo) de Jellinek ha quedado desbordado y con frecuencia
no sabemos exactamente a qué atenernos. Si pensamos, por ejemplo,
en el «derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado» del artículo
45.1 de la Constitución nos encontramos o bien ante un modestísimo
palo de escoba que no vale realmente para nada o bien ante un instru-
mento milagroso que en manos de un brujo puede mantener limpio todo
el territorio nacional. De hecho ambas posibilidades se están dando cada
día y casi siempre de manera impredecible. Así las cosas, parece muy
fuerte tener que aceptar que en la mano del juez está dejar el citado
artículo 45 en estado latente, como un papel retórico, o por el contrario
convertirlo en una palanca rigurosamente jurídica capaz de mejorar la
calidad de vida de todos los españoles. Una vez más podemos comprobar,
por tanto, que el Derecho es una figura social de confines imprecisos, a la
manera del horizonte marítimo en el que no resulta fácil determinar en
la bruma lo que es agua o cielo.
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Datos referenciales
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El Derecho practicado
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Chatarra legal
Tal como estamos viendo, la práctica social no sólo enriquece con am-
pliaciones y precisiones el Ordenamiento Jurídico originario sino que
también lo empobrece al no usar alguno de sus elementos. Pero ¿qué
hacer de esa parte del Derecho normado que los jueces no validan ni
aplican, las administraciones públicas no ejecutan y los demás agentes
sociales no cumplen ni observan y que, por su inutilidad, aquí se está
llamando gráficamente chatarra legal?
En la chatarra legal se van acumulando textos quiescentes, aletar-
gados aunque vivos, puesto que en cualquier momento pueden volver a
ser operativos, de manera esporádica o general, al cabo de años de no
serlo. Para la teoría del Derecho practicado los textos quiescentes no
ofrecen dificultad alguna de comprensión, dado que no se mira tanto a
su naturaleza como a sus efectos. Todos los textos normativos origina-
rios cumplen su papel de referencia y, en cuanto tales, han de ser tenidos
a la vista por los agentes sociales, incluso aunque éstos —ponderando
sus ventajas y desventajas— no los utilicen y los dejen abandonados en
el almacén de la chatarra.
La duda está en si esto ha de ser siempre así, en si la disponibilidad
referencial ha de ser indefinida. El viejo artículo 5 del código civil de-
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medicina. Y ello por la sencilla razón de que tales reglas son un presu-
puesto de la acción —un referente— y se aplicarán por los especialistas
competentes, debidamente adaptadas, al caso concreto. La ley (salvo
las retroactivas, que dejamos a un lado para no complicar el discurso)
ignora los casos concretos singulares, que son posteriores a ella y que
sólo conocen los operadores jurídicos cuya opinión —o declaración,
tratándose de un juez— se reclama.
Si la regla general no puede resolver el caso singular futuro (aunque
pueda colaborar eficazmente a su solución en su condición de referen-
te) tampoco, y por las mismas razones, puede hacerlo la declaración
judicial singular en cuanto tal, sin perjuicio de su eventual importancia
también como referente.
Piénsese, por lo pronto, que dos casos son siempre fenómenos
distintos, ya que de otra suerte serían un solo caso. Otra cosa es que
sean iguales o diferentes. En rigor, casos exactamente iguales no exis-
ten. Podrán serlo tendencial o dominantemente, pero siempre habrá
algún signo que los diferencie, como una oveja respecto de otra oveja,
incluso gemelas y hasta clonadas. Cuanto menores sean las diferencias,
tantas más probabilidades habrá de que la solución sea la misma, pero
sólo serán probabilidades y, además, la solución posterior nunca vendrá
dada automáticamente porque siempre ha de intervenir un operador
jurídico que valore la trascendencia de las diferencias y, sobre todo,
que ha de decidir si le parece adecuada la solución dada al primer caso,
ya que puede considerarla incorrecta o, aun siendo correcta para el
primer caso, inadecuada para el segundo. De no ser así, ¿cómo explicar
el extendido fenómeno de las llamadas sentencias contradictorias? La
refinada técnica norteamericana del distinguishing ha precisado y desa-
rrollado suficientemente lo que acaba de decirse.
En definitiva, frente al mito de la certidumbre legal la experiencia
enseña que nada hay tan movible e inseguro como el Derecho, que es
un río de fluir continuo en el que no hay reposo ni caben descansos, ya
que, resuelto un conflicto, aparece inmediatamente otro. A una decisión
sigue otra, que puede reproducir la anterior o ser distinta, ya que, aun
en la hipótesis de que la ley aplicable siga siendo la misma, cambian las
circunstancias como cambian las actitudes intelectuales y vitales modi-
ficando implacablemente los criterios anteriores. De la misma manera
que la aparición de la norma (el llamado Derecho objetivo o Derecho
normado) no expresa —como antes ingenuamente se creía— la reve-
lación de la razón o la paz social sino un nuevo acto en la permanente
lucha de los intereses sociales, igual sucede con el Derecho practicado,
que también es flor de un día y cada día cambia.
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CONTENIDO: DERECHO NORMADO Y DERECHO PRACTICADO
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Un sistema permeable
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CONTENIDO: DERECHO NORMADO Y DERECHO PRACTICADO
sustituirlo —no en todos los casos, claro está— por el Derecho automa-
tizado de la edad tecnológica. Y esto sí que puede ser extremadamente
grave, porque si no se realiza una adaptación feliz se corre el riesgo de
que el Derecho desaparezca en un acontecimiento mucho más trascen-
dente que el de la invasión de los bárbaros. Porque ésta —vista hoy con
la suficiente perspectiva histórica— supuso una simple sustitución de
un Derecho por otro (o, más precisamente todavía, la fusión de dos De-
rechos), mientras que la tecnología informática puede implicar, como
acaba de decirse, la extinción del Derecho en un próximo mundo de
futuro-ficción.
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NORMAS JURÍDICAS
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doscientos años. O dicho sea con mayor precisión: si los autores del
Antiguo Régimen se preocupaban sustancialmente de la Justicia, a par-
tir del siglo xix el iuspositivismo centró su atención en las leyes y
luego, ya en el siglo xx, en las normas jurídicas en general. Una actitud
fácilmente explicable si se piensa que para la doctrina dominante du-
rante los dos pasados siglos el Derecho ha sido en esencia un conjunto
de normas jurídicas (de las que se derivan los demás fenómenos jurí-
dicos). Habida cuenta de la indicada abundancia bibliográfica, en este
lugar no se van a tratar muchas cuestiones, particularmente de índole
formal y analítica, que se dan por sabidas, mientras que aparecerán
otras nuevas que de ordinario suelen ser pasadas por alto y, sobre todo,
se pondrán de relieve las abundantes falacias de un sistema construido
en gran parte sobre la irrealidad más escandalosa.
Estas falacias de las leyes y su debilidad efectiva explican el afán que
siempre han puesto en defenderlas sus autores oficiales y los juristas a
sus órdenes. Valga de ejemplo, por todas, la bella retórica del Breviario
de Alarico: lex est aemula divinitatis, antestis religionis, fons discipli-
narum, artifex iuris, boni mores inveniens atque componens, guberna-
culum civitatis, iustitiae nuntia, magistra vitae, anima totius corporis
popularis (la ley es rival de la divinidad, oráculo de la religión, fuente
de las disciplinas, creadora del Derecho, guardiana y promotora de las
buenas costumbres, gobernadora de la ciudad, embajadora de la justicia,
maestra de la vida y alma de la corporación popular).
En estos momentos nada hay quizás más urgente que la renova-
ción de una «teoría de las normas» pesadamente obsoleta. Porque sin
menospreciar los notables avances introducidos en la primera mitad
del siglo pasado por los ensayos analíticos, forzoso es confesar que tal
no es el camino que se necesita para romper la inercia arrastrada. La
teoría analítica dio un gran paso para mejorar el conocimiento de las
normas y las reglas de su manejo, cuando lo más imprescindible era
—y es— la asignación de un lugar adecuado a las normas en el complejo
mundo del Derecho así como la identificación de sus verdaderas funcio-
nes propias. Una obra que hay que empezar con la paciente y agresiva
tarea de derribo y desescombro, tal como se pretende hacer aquí con
determinadas precisiones y con la denuncia de una larga batería de fala-
cias que la Razón Jurídica recta no puede seguir aceptando acríticamente.
El jurista occidental debe contentarse —y ya es bastante— con esta
labor de limpieza o desescombro; pero conste que en otras culturas se
ha llegado a mucho más al negarse la idoneidad de las leyes como forma
de expresión del Derecho y de regla de comportamiento. Tal es el caso,
concretamente, de China, a cuyo efecto sirva por todas —y para no
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Funcionalidad
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Plasticidad
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NORMAS JURÍDICAS
formulado esta idea con mayor contundencia al escribir que «la norma
general suministra las directrices para que el órgano jurisdiccional ela-
bore la norma jurídica individualizada (ya que) las leyes y reglamentos
son sencillamente materiales básicos para que pueda haber auténticas
normas jurídicas completas, las cuales son solamente aquellas que se
dan en las sentencias judiciales y en las resoluciones administrativas».
La inexistencia del determinismo legal —o, si se quiere, la concep-
ción de la ley como una oferta o directriz— es una pieza de la teoría
del Derecho entendido como un sistema reticular interactivo. Porque
aquí vemos confirmada en la práctica la tesis de que la ley se dirige al
juez pero no en forma de mandato de inexcusable aplicación sino más
bien como una directriz que se ofrece a su arbitrio. Por ello el juez, una
vez que tiene noticia de la ley, a la hora de aplicarla al caso concreto
puede hacer alguna de estas cosas: o bien aplicarla de forma automática
y literal; o bien aplicarla pero no de forma automática sino tras una
reflexión en la que precisa el alcance de la ley más allá de su texto liberal
(variante perfecta de interacción, ya que las matizaciones introducidas
por la jurisprudencia terminan incorporándose al texto y se toman de
referencia en otros conflictos posteriores); o bien no aplicarla ni poco
ni mucho, si el juez no está de acuerdo con ella (las llamadas sentencias
contraley).
Esta última variedad es formalmente ilegal, pero realmente posible,
eficaz y perfectamente válida si la sentencia llega a ser firme por muy
ilegal que parezca. De hecho se trata de algo que recuerda un «golpe
de estado», y puesto que el juez realiza lo que no le compete: criticar la
ley, sobre todo, sustituir la voluntad del Legislador por la suya propia.
Como, a pesar de su trascendencia, no quiero detenerme en este punto
ya que existe una abundante bibliografía sobre el mismo y yo ya he
expuesto detenidamente mi opinión en otro lugar (El arbitrio judicial),
baste aquí con el recordatorio de un ejemplo cotidiano sobre todo en
el área del Tribunal Superior de Justicia de Barcelona. Según es sabi-
do, el código penal considera delito la venta callejera no autorizada de
productos falsificados (singularmente vídeos, DVD y CD: los populares
«top manta»): una actividad que da ocupación a miles de trabajadores
«sin papeles» y que mueve centenares de millones de euros. Pues bien,
los jueces de lo Penal y la Audiencia de Barcelona han decidido no casti-
gar estas conductos por entender que, diga lo que diga el código penal,
«la venta callejera es el último eslabón del comercio ilegal y no tiene en-
tidad suficiente para justificar la aplicación del Derecho penal»; siendo
injusto por consiguiente tratar con tanta dureza a quienes «sólo buscan
una manera de ganarse la vida ante la imposibilidad de otros medios
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CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA
El Ordenamiento Jurídico
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NORMAS JURÍDICAS
está en condiciones de cerrar por sí mismo las lagunas que van apare-
ciendo y, lo que es más importante, puede progresar adaptándose a los
tiempos, es decir, desprendiéndose de las reglas formalmente obsoletas,
generando otras nuevas y alterando el sentido de las vigentes. Es, en
suma, un organismo vivo de existencia real (aunque no física) como lo
es el Estado.
La gran ventaja técnica del Ordenamiento Jurídico es que permite
reunir en un solo concepto y bajo un único término una pluralidad de
elementos heterogéneos imposibles de equiparar de otra suerte aunque
todos cumplan la misma función. Constitución, leyes, reglamentos, cos-
tumbres, principios y jurisprudencia tienen una naturaleza distinta y se
subdividen cada uno en múltiples variedades y subvariedades dificultando
su manejo útil. En estas condiciones el hallazgo de esta nueva expresión
clarifica la referencia al Derecho objetivo, crea más sinergias, supera no
pocas contradicciones y, sobre todo, convierte una norma inicialmente
inerte en un conjunto vivo que evoluciona por sí mismo de acuerdo con
reglas internas propias favoreciendo en último extremo la plasticidad de
las normas, que es el factor más seguro de evitar, o al menos atenuar, la
obsolescencia. Además, el Ordenamiento Jurídico ha contribuido eficaz-
mente a facilitar la integración de las normas que han ido apareciendo
procedentes del Derecho comunitario europeo y de la globalización.
El Ordenamiento Jurídico, en definitiva, no es una simple figura lin-
güística —un término— sino que se ha cosificado en un concepto, en un
ente real técnicamente muy útil pero cuyo contenido debe ser precisado
para evitar el error, hoy tan extendido, de identificarlo con el Derecho:
porque forma parte del Derecho ciertamente, mas no lo agota, ya que
no coincide exactamente con él. El Ordenamiento Jurídico es una parte
del Derecho, la que reúne los elementos normativos y sólo ellos, puesto
que deja fuera los no directamente normativos, es decir, los singulares
y concretos, que, de acuerdo con la tesis que aquí se sostiene, también
forman parte de él.
Los particulares están obligados a cumplir las leyes; mas para poder ha-
cerlo se encuentran a veces con la insuperable dificultad de su descono-
cimiento. Porque es el caso que la plétora de las leyes hace físicamente
imposible el dominio de los cientos de miles, posiblemente millones, de
preceptos que hemos de cumplir. Con lo cual se llega a la incongruente
situación de tener que cumplir obligaciones ignoradas: una aberración
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NORMAS JURÍDICAS
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Los pleitos (y las leyes en general) han sido siempre una calamidad so-
cial pero al tiempo una fuente de riqueza individual. Para realizar el
principio de que una organización social debe ordenarse y resolver sus
conflictos de forma pacífica y de acuerdo con el Derecho es imprescin-
dible la colaboración de una serie de profesionales jurídicos —notarios,
registradores, abogados, procuradores, jueces, fiscales— que sirven a
la ley y de ella deben vivir y cuya existencia y actividades son lícitas
y aun recomendables, puesto que los beneficios de la paz social, en la
que tan eficazmente colaboran, son sencillamente incalculables. Aunque
también existe otro aspecto inequívocamente parasitario. Porque es in-
dudable que de los conflictos —lleguen o no a un estadio forense— vi-
ven profesionales. Tales son algunos de los «efectos colaterales» de los
conflictos que estamos obligados a aceptar sobre todo si son moderados
e inevitables. El presente epígrafe no va a referirse, por tanto, a ellos
sino a los supuestos en que tales efectos son previstos y admitidos —e
incluso buscados— por la ley.
El colmo de la perversión normativa tiene lugar cuando la ley pro-
voca deliberadamente una distorsión económica y social en beneficio de
ciertos grupos o personas. Aquí la ley manifiesta con absoluto cinismo
su condición de instrumento del Poder, mas no de un poder abstracto
que puede ser bienintencionado y altruista sino del Poder entendido
como aparato de extorsión en beneficio de sus titulares políticos y de
sus aliados sociales.
Aunque comprendo que esta proposición puede ser tachada de pro-
vocadora, o al menos de desmesurada, quiero ratificarla sin reservas ni
paliativos, puesto que he constatado que el caso es más frecuente de lo
que parece y, sobre todo, porque considero que ya es hora de que la
Razón Jurídica recta denuncie a gritos lo que la Razón Jurídica desviada
con tanto cuidado silencia. El secreto de Arlequín —que todos conocen
y del que nadie quiere hablar— debe ser aireado sin miramientos. Y
para ilustrar lo que estoy diciendo nada mejor que acudir a un ejemplo
singular (pormenorizada con detalle en un libro anterior titulado Bala-
da de la Justicia y la Ley) bien conocido de juristas y legales: el urbanis-
mo. Porque es muy fácil demostrar que la legislación urbanística no es
más que un mecanismo para que ciertos políticos y empresarios hagan
estupendos negocios bajo la capa de una técnica jurídica sofisticada y
de una desvergonzada invocación a intereses generales, que de hecho
se pisotean.
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EL DERECHO SECUESTRADO
Para una teoría realista del Derecho el análisis de las normas jurídicas
no es más que el comienzo —convencional e incompleto— del estudio
del Derecho, ya que aquéllas, por sí solas, no tienen valor ni senti-
do, que sólo adquirirán a medida que se vayan ejecutando, aplicando y
cumpliendo. En este capítulo y en el siguiente va a continuarse, pues, la
indagación siguiendo el hilo de la vida de las normas y de los actores en
cuyas manos está, es decir, de los Poderes Legislativo y Ejecutivo, de los
jueces, de los juristas y del pueblo.
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Domini iuris
La pregunta de quiénes sean los dueños del Derecho —o sea, los agentes
sociales que están en condiciones de crearlo y manejarlo— admite varias
respuestas según sea la perspectiva desde la que se aborde. La solución
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diga nuestro código civil, hay otras fuerzas sociales que también inter-
vienen y que, además, acostumbran a llegar a un acuerdo entre ellas, de
tal manera que no actúan como antagonistas sino como colaboradoras
más o menos voluntarias, dado que el Derecho que vive y se aplica no
es un texto legal sino una norma jurídica elaborada conjuntamente, a
partir de ese texto, por los jueces, los autores y el pueblo y que, además,
son estos últimos quienes la aplican y cumplen con una autonomía que
escapa de los controles del Legislador. Recuérdese cómo corregía el De-
creto de Graciano la aparente rotundidad del principio de la soberanía
de la ley: Leges instituuntur cum promulgantur, cum moribus utentium
approbantur. Sicut enim moribus utentium in contrario nonnullae leges
hodie abrogatae sunt, ita moribus utentium leges confirmantur (Las le-
yes se establecen cuando se promulgan y se confirman cuando se aprue-
ban por las costumbres de los destinatarios. Y así como las costumbres
en contrario de las leyes terminan derogándolas, del mismo modo por
las costumbres de los que las usan se confirman aquéllas). Declaración
que se ejemplificaba a renglón seguido en términos contundentes que
explican muy bien la trascendencia de tales interacciones y la inutilidad
de estudiar el Derecho desde las normas sin tener en cuenta las prác-
ticas: Unde illus Telesphori Papae (qui decrevit, ut clerici generaliter a
quinquagesima a carnibus et deliciis ieiunent) quia moribus utentium
approbatum non est, aliter agentes transgressionis reos non arguit (Por lo
cual la ley del papa Telesforo —que decretó que los clérigos en general
ayunasen de carne y se privasen de placeres desde quincuagésima—,
como se da el caso de que no fuese confirmada por las prácticas de sus
destinatarios, no es lícito ya inculpar como reos de trasgresión a los que
obran de otra manera).
Como se ve, incluso cuando y donde el poder público de forma ex-
presa reconoce y declara la soberanía de las leyes, no por ello se rinden
necesariamente las demás fuerzas sociales, que en ocasiones continúan
manteniendo una resistencia tenaz frente a ellas, de ordinario eficaz,
puesto que consiguen inevitablemente deteriorarlas, hacerse un sitio de
convivencia y a veces hasta desplazarlas, según acaba de verse en la
lección de las leyes del papa Telesforo.
En efecto, admitido el monopolio oficial del Soberano (antes la Co-
rona, hoy el Parlamento) en la creación del Derecho, distinta es su ope-
ratividad real entre otras cosas por la imperfección y rigidez de las leyes
que se sesga y desfigura inevitablemente por la presencia de otros auto-
res con aclaraciones y comentarios de ordinario imprescindibles que de
él emanan. Desde el Breviario de Alarico hasta hoy, cada línea —y aun
cada palabra— de una ley va acompañada de un inacabable rosario de
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Cumplimiento de la ley
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Desarrollo de la ley
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Ejecución de la ley
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Tal como acaba de verse, el secuestro estatal del Derecho, tan pregona-
do, terminó fracasando. El único que sigue en manos del Estado es el
Derecho normativo porque de nada sirvió la toma de rehenes del falso
Estado de Derecho y, sobre todo, porque la Sociedad no lo admitió y los
agentes sociales han mantenido su protagonismo en los términos que
seguidamente van a pormenorizarse según los sectores y estamentos.
La lista de los Derechos no normativos directamente debe empezar
con el Derecho Judicial, dado que los jueces, aun siendo orgánicamente
funcionarios del Estado, dictan sus resoluciones a título rigurosamente
personal, en lo que se distinguen a ojos vistas de los legisladores y auto-
ridades que crean las normas legales y reglamentarias.
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c) Los jueces son, en fin, quienes dicen la última palabra, los que
ofrecen seguridad y certidumbre. Hasta que ellos se pronuncian todo
son dudas, cavilaciones y esperanzas que luego con la sentencia se acla-
rarán, confirmarán o frustrarán. De aquí el empeño por salir de la pro-
visionalidad y por entrar en una situación cierta.
Sea por las razones que fueren, el hecho es que la progresiva judicia-
lización de las relaciones sociales y políticas ha traído consigo un corre-
lativo aumento del peso político y social de los jueces. El Estado legal se
está convirtiendo a ojos vistas en un Estado judicial, como anunció hace
ya muchos años el austriaco René Marcic.
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índice de estos libros. De estos tratados prácticos uno de los más fa-
mosos y manejados se debe al abogado toledano Jerónimo de Cevallos,
quien en 1599 recopiló nada menos que ochocientas cuestiones en un
libro célebre titulado Speculum aureum practicarum et variarum quaes-
tionum opinionum communium contra communes, que todavía seguía
siendo popular en 1834 y en cuya introducción se justificaba con estas
palabras su propósito: «Para que todos se admiren de la confusión y
oscuridad en que se encuentra todo el derecho y de cómo no hay una
opinión cierta y verdadera que no pueda ser refutada por opiniones y
fundamentos contrarios; y así todos los asuntos se resuelven más por el
arbitrio judicial que por disposiciones jurídicas ciertas, de tal modo que
en asuntos iguales se dicta sentencia a veces a favor del demandante
y a veces a favor del demandado sin que se haya alterado el derecho
sino solamente porque unos jueces prefieren una opinión y otros la
contraria». Un género muy de moda entonces. Poco después apareció
en Italia una obra similar de Paolo Francesco Perremuto: Conflictus
iureconsultorum inter se discrepantium.
Nos encontramos, en suma, ante un hecho que nadie se ha atre-
vido nunca a negar: el mismo conflicto es objeto siempre de varias
opiniones doctrinales y es resuelto por los jueces de diferente manera.
A partir de aquí algunos sostienen que la solución correcta es una sola
y que las demás son incorrectas y están equivocadas; mientras que otros
entendemos que de ordinario caben varias soluciones legalmente co-
rrectas y que esta circunstancia es una nota característica de la función
judicial. La tesis sostenida en una sentencia no puede demostrarse (en
el sentido lógico del término) sino únicamente argumentarse y en esta
argumentación caben infinidad de opiniones contrarias, cuyo poder de
convicción depende de la habilidad del expositor y de la receptividad
del auditorio.
Una vez precisada la relación que conecta a la sentencia con la ley, pro-
cede examinar el papel que ésta juega en la elaboración de aquélla y que
en principio es doble. Por lo pronto antes de que el juez haya tomado
su decisión ha de contar con la ley, puesto que de ordinario será en ella
donde encuentre las pautas o criterios orientadores de su tarea. Pero en
esta fase no hay que olvidar que la ley es un dato más entre otros posi-
bles. En ocasiones podrá ser el único criterio manejable, pero hay que
tener presente que de ordinario el juez cuenta con otros complemen-
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Una vez probados los hechos relevantes y establecida la norma que re-
gula sus consecuencias jurídicas aparece la gran cuestión de encajar una
y otros en una operación intelectual: lógica como muchos entienden
o quizás intuitiva como sostienen algunos, e incluso de experiencia en
la conocida opinión del juez Holmes, mas desde luego y en todo caso
voluntarista. Circunstancias concurrentes de singular complejidad que
explican por qué no pueden tomarse decisiones informáticas y por qué
se han levantado tantas discusiones sobre el particular.
La verdad es que la cuestión sería más sencilla si los jueces nos ex-
plicasen cómo proceden para llegar al fallo; pero —salvo excepciones
tan notables como la de Cardozo— no se atreven a hacerlo y es muy
probable que ni siquiera lo sepan, puesto que no están acostumbrados
al análisis introspectivo. A ellos lo único que se les ha enseñado —y
legalmente obligado a hacer— es a desarrollar una justificación de lógi-
ca legal. A través de ella el juez actúa como un abogado defensor de su
fallo, por lo que siempre es parcial a favor de éste y casi nunca puede
convencer a quien esté en su contra.
De hecho —y contra lo que de ordinario se afirma— no hay un
solo camino para llegar al fallo sino muchos y muy distintos. De entre
ellos los más practicados son el del silogismo de subsunción y el de la
ponderación de intereses, de cuyo análisis va a prescindirse aquí cabal-
mente por ser muy conocidos, dirigiendo la atención, en cambio, a otras
variantes que, a pesar de su frecuente uso, suelen ser silenciadas por la
doctrina y hasta tachadas de heterodoxas o inadmisibles.
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Los testimonios que a tal propósito nos han dejado algunos de esos
jueces sinceros son incontables. En Alemania Vierhans contaba que el
presidente de su Sala refería sin avergonzarse que se fiaba primero de
su intuición y que luego eran los magistrados quienes le proporciona-
ban los argumentos para apoyarla; y Düringer ha escrito que tomaba
las decisiones de acuerdo con su sentimiento jurídico, para las que pos-
teriormente buscaba una fundamentación. Con las mismas palabras se
ha pronunciado el austriaco Unger; y como no tiene sentido alargar un
repertorio de citas interminable, basta recordar un último testimonio
del norteamericano Holmes, para quien «en el common law primero
se decide el caso y luego se precisa la regla jurídica correspondiente», y
por ello reconocía que a él lo que más le costaba era decidir y que, una
vez adoptada la decisión, la argumentación posterior le resultaba muy
sencilla, puesto que «siempre puede darse forma lógica a cualquier
conclusión». En un reciente libro del abogado Rolf Bossi (Halbgoetter
im Schwartz, 2006) el autor ha examinado un repertorio de senten-
cias demostrando cumplidamente que sus pretendidos fundamentos
jurídicos no son otra cosa que argumentaciones convencionalmente
traídas en apoyo de un fallo previamente tomado por los jueces. No se
busque, sin embargo, esta sinceridad pública en los jueces españoles.
El método inverso no significa, por otra parte, desconocimiento
de las reglas jurídicas positivas. Lo que aquí sucede es que realizan una
función distinta. En el método silogístico son un prius, una premisa
del razonamiento; mientras que en el método inverso —tal como ya
se ha explicado antes— operan a posteriori y sirven para comprobar (y
controlar) que la decisión intuitiva está de acuerdo con el Derecho y,
por ende, es lícita. Lo que significa que si el juez no logra dar un funda-
mento racional leal a su primera decisión impulsiva irracional, se verá
obligado a rectificarla. Lo que sucede, no obstante, es que para un juez
técnicamente bien formado siempre resulta fácil buscar argumentos
convincentes, o al menos plausibles, en apoyo de su decisión.
A finales del siglo xix se hizo muy popular en toda Europa la figura del
«buen juez Magnaud», presidente del tribunal correccional de Château-
Thierry, cuyas sentencias pretendían interpretar y aplicar las leyes de
acuerdo con la mentalidad y los sentimientos de un «buen ciudadano»,
desde cuya posición no vacilaba en dar a los textos un sentido que po-
día no coincidir con el originario del Legislador. Tal como se dice en su
sentencia de 4 de marzo de 1898 (por la que se absolvía a una madre
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Tecnicismo y profesionalidad
Las razones que avalan la formación técnica de los jueces saltan a la vista:
el manejo del Derecho es una técnica, nada sencilla por cierto, que exige
una formación profunda, varios años de carrera universitaria general,
luego (aunque no siempre) una especialización en la Escuela Judicial y, en
fin, la experiencia de la práctica. Para llegar a la sentencia hay que seguir
unos trámites enrevesados y superar las trampas y minas procesales que
van colocando las partes; mientras que las resoluciones judiciales, en fin,
deben armarse sobre textos legales y jurisprudenciales que resultan in-
comprensibles al lego. Además, el juez arbitra sobre alegatos de abogados
expertos y profesionalizados. En tales condiciones parece hoy inimagina-
ble la existencia de un juez lego.
Ahora bien, si todo esto es cierto en algunos conflictos, no lo es
en todos. En los asuntos penales el meollo de la condena o absolución
se encuentra en la convicción —o en la simple impresión—de que el
acusado fue el autor del hecho, de si fue él quien disparó el arma o se
apropió de los dineros. Para esto no hace falta conocer Derecho ni los en-
tresijos de las leyes sino claridad de juicio y sentido común, que pueden
darse tanto o más en un agente de publicidad o en un carpintero que
en un letrado. Tomada la decisión con las luces comunes de un hombre
honesto, luego es fácil encomendar su redacción a cualquier experto en
Derecho, como sucede en algunas variantes de los procesos con jurado
popular; y así ha sucedido durante varios siglos con jueces legos a los
que asistía, a tales efectos, un asesor letrado.
En otro orden de consideraciones debe pensarse que en muchos su-
puestos se exige una técnica, desde luego, mas no la jurídica, ya que el juez
tiene que recabar informes técnicos ajenos que condicionan su decisión.
En asuntos penales, informes de balística o de medicina legal que prede-
terminan la sentencia. En los asuntos mercantiles e industriales el juez se
enfrenta a una realidad que no puede entender (el sistema hidráulico de
explotación de una mina, de elaboración de un producto, de contami-
nación química de las aguas) o ante una documentación contable literal-
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Independencia y responsabilidad
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Dejando a un lado las presiones externas, y por tanto las más visibles, el
juez es, como todos los humanos, un ser estrechamente «condicionado»
aunque no llegue a ser un autómata «determinado». Todos nos sentimos
libres y nos creemos responsables de nuestras decisiones y comporta-
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Prudencia y arbitrio
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y literarios. Esto siempre ha sido así: desde la antigüedad hasta hoy. Por
recoger dos perlas eruditas poco conocidas, valgan las palabras de san
Bernardo, quien imputaba con razón a los juristas que scire volunt ut
scientiam suam vendant pro pecunia aut honoribus (que quieren apren-
der para luego vender su ciencia por dinero y honras); o las de su coetá-
neo Mauricio de San Víctor, quien insistiendo en la nota de venalidad
introdujo la injuria prostibular que todavía sigue siendo corriente casi
diez siglos después: los juristas sapientiam quaerunt non propter sapien-
tiam sed ut venalem prostituant vel pro laude humana vel pro pecunia
(los juristas buscan la sabiduría no por ella misma sino para prostiturla
venalmente por dinero o por alabanzas humanas). Una escalada que se
coronó en la famosa imprecación de Lutero: «Me cago (sic: ich scheisse)
en el Derecho y en los abogados).
Pero, dejando a un lado elogios retóricos y vilipendios apasionados,
la mejor manera de acercarse a los juristas es considerando que en su
esencia no son ni más ni menos que unos técnicos profesionales del
Derecho.
Aunque todas las ciencias y las artes —matemáticas, física, ingenie-
ría, medicina, ebanistería, fútbol— están en manos de unos especialistas
profesionales y a nadie se le ocurre (ni le dejarían) construir un puente
sin ser ingeniero, parece como si cualquiera pudiera intervenir en los
asuntos más intrincados del Derecho: los vecinos se manifiestan contra
una sentencia que no les ha gustado y en los periódicos se critica la
redacción de una ley, mientras que un farmacéutico, director general
de algo, da instrucciones a los juristas que tiene a sus órdenes sobre el
modo de resolver los expedientes que están tramitando.
Parece, en efecto, que el Derecho no es cosa de especialistas; mas a
poco que se reflexione puede comprenderse que no es así, puesto que
los manifestantes no están tratando de Derecho sino de un valor supe-
rior —la Justicia aparentemente agredida por la sentencia— que puede
ser percibido o sentido por todo el mundo; de la misma manera que el
director general lego que impone su criterio a los funcionarios no está
orientado por la ley sino por la política.
Otra cosa es que siempre hayan estado los juristas a la altura de sus
funciones. Porque, como es obvio, ha habido épocas de esplendor pero
también de decadencia tal que ni siquiera estaban en condiciones de
entender las leyes que estaban manejando. Véase de ejemplo el patético
lamento de Teodosio II recogido en su Codex de 438: tam pauci raroque
extiterit quia plena iuris civilis scientia dictaretur, et in tanto lucubratio-
num triste pallore vix unus aut alter receperit soliditatem perfectae doc-
trinae (son muy pocos los que dominan la ciencia del Derecho civil; y
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beradamente del pueblo para formar con sus construcciones una técnica
oscura que sólo ellos podían manejar y que a quien más beneficiaba era
a ellos mismos, dado que quien sirve a la ley, de ella vive, formándose
en consecuencia una casta lejana, cerrada y parásita.
Así se explica la resistencia que encontró la recepción del Derecho
romano durante la baja Edad Media con episodios violentos en toda
Europa y testimonios literarios constantes exacerbados en España desde
Alfono X y que en Alemania se potenciaron todavía más durante la
Reforma protestante, enemiga natural de cuanto venía directa o indi-
rectamente de Roma. Basta recordar las diatribas de Sebastian Brant,
Thomas Murner, Abraham a Santa Clara y del propio Lutero, a quien
ya se ha citado antes literalmente.
El Derecho no volvió a aproximarse al pueblo (o al menos es cuan-
do empezó a intentarse) hasta Thomasius, bien avanzado el siglo xviii;
y es significativo también que éste fuera el primer autor importante que
se decidiera a abandonar el latín, que funcionaba como la barrera más
eficaz de distanciación entre el pueblo y los juristas. El Derecho popular
vivía refugiado —aunque los historiadores no se hayan percatado bien
de ello— en las jurisdicciones inferiores servidas indefectiblemente por
jueces legos; aunque también es verdad que como los abogados no po-
dían dejar que se perdiesen los beneficios de tales huertos, se encargasen
de que estos jueces legos precisaran necesariamente del asesoramiento
de un Letrado bien retribuido.
En la actualidad los juristas se apartan deliberadamente del pueblo
para formar un estamento privilegiado y cerrado, que es lo que permite
que sus actividades sean económica y socialmente rentables. Hace tiem-
po, desde luego y como ya se ha indicado, que abandonaron el latín y
escriben en las lenguas nacionales. Mas no por ello se dejan entender,
dado que han creado una jerga inaccesible al lego si no se la traduce
adecuadamente. Es evidente que los juristas podrían expresarse en un
lenguaje llano; mas si tal hicieran perderían su aureola mágica y, sobre
todo, su dominio absoluto sobre el ciudadano, que sin ellos está indefen-
so y perdido. Hoy hace falta un abogado para todo: de su mano hay que
acercarse al juez y sin su lectura de la sentencia el justiciable no sabría
siquiera si ha ganado o perdido el pleito. Es significativo que Moisés
recibiera las tablas de la ley en las alturas de un monte, lejos del pueblo.
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no lo ignora y que incluso tiene celos de ellos hasta tal punto que a ve-
ces se ha sentido obligado a adoptar una posición defensiva frente a la
«doctrina», amenazando con penas severas a los comentaristas que pu-
sieran sus manos en las leyes, como es el caso de la Constitución Tanta
que encabeza el Digesto: ut nemo neque eorum, qui in praesentis iuris
peritiam habent, nec qui postea fuerint, audeat commentarios iisdem
legibus adnectere [...] Alias autem legum interpretationes, immo magis
perversiones eos iactare non concedimus, ne verbositas eorum aliquid le-
gibus nostris adferat ex confusiones dedecus (que nadie, ni de los que al
presente poseen la pericia del Derecho ni de los que la tengan después,
se atreva a agregar comentarios a estas leyes [...] Pero otras interpreta-
ciones de las leyes, que más son perversiones, no les concedemos que
hagan, para que su verbosidad no cause a nuestras leyes, por su confu-
sión, desdoro). Una prohibición de la que hicieron escarnio los juristas
que en los siglos posteriores escribieron montañas de glosas sobre tal
corpus.
Además, no faltan ejemplos de expresas prohibiciones legales de
invocación de doctrinas ante los tribunales, para evitar así que los jueces
acudan a ellas y no directamente a las leyes. Esto es lo que sucede tam-
bién con las llamadas «leyes de citas» que, si bien inútilmente, intentaban
frenar —o al menos jerarquizar— el aluvión de citas que los abogados
invocaban en sus alegaciones. Así, en la Interpretatio a la ley de Teodo-
sio y Valentino de 438 se admite únicamente la autoridad de Papiniano,
Paulo, Gayo, Ulpiano, Modestino, Scaevola, Sabino, Julio y Marcelo,
precisando que «si se presentasen varias sentencias, venza aquella en la
que coincidieron un mayor número; y si acaso hubiere un número igual
en cada parte, prevalezca la autoridad de aquella en la que milita Papi-
niano». En verdad que es difícil encontrar un criterio más rudimentario
ni un desconocimiento mayor del valor intrínseco de los argumentos,
que aquí se sustituyen por el peso cuantitativo de las citas acumuladas.
Actitud que, pese a su reconocida inutilidad, se encuentra reprodu-
cida hasta avanzada la Edad Moderna en múltiples tiempos y lugares.
Valga, por todos, el recordatorio de la Pragmática de Juan II de 8 de
febrero de 1427: «Los abogados no sean osados de alegar [...] opinión,
ni determinación, ni dicho, decisión, ni autoridad ni glosa de cualquier
doctor ni de otro alguno, así legistas como canonistas, que han sido
hasta aquí después de Juan Andrés y de Bartolo ni tampoco de los que
fuesen de aquí en adelante». Reticencias que se agravaron en las modé-
licas constituciones del reino de Cerdeña, en las que se prohibía a los
abogados alegar en sus escritos doctrinas de los doctores y lo mismo a
los jueces en sus sentencias so pena, nada menos, de perder el cargo.
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los soberanos fue también encargada, esta vez por el cardenal Bellarmi-
no, para reforzar la oposición de Roma a la política de Enrique VIII.
Y por terminar con una referencia a la vida cotidiana de hoy, tal
como ha explicado la profesora Puigpelat en un alarde poco frecuen-
te de sinceridad, nada hay tan sospechoso como la formación de una
«doctrina dominante», cuyo proceso genético habitual es el siguiente:
primero un autor manifiesta en una revista científica su criterio personal
elaborado casualmente como defensor de parte en un proceso judicial
(circunstancia que, además, suele silenciarse para no perder el halo cien-
tífico) y luego otros autores que no se esfuerzan en estudiar este punto a
la hora de desarrollarlo se limitan a suscribir el criterio primero, y así se
inicia y termina consolidándose una cadena que, como la de la nobleza,
cuantos más eslabones puede lucir, mayor peso parece tener.
Cuanto se está diciendo a propósito de la parcialidad de los ju-
ristas no debe entenderse, sin embargo, en un sentido necesariamente
peyorativo, ya que refleja el carácter servicial del Derecho que en este
libro se está sosteniendo desde sus primeras páginas. Si el Derecho está
confesadamente al servicio de ciertos valores o intereses, es lógico e
inevitable que los juristas también estén al servicio de ciertos intereses:
cabalmente los de sus clientes.
Reconocer esta situación no empaña, pues, en modo alguno la ho-
norabilidad de los abogados. Lo único intolerable son las exhibiciones
hipócritas, o sea, cuando se proclama de labios afuera que se está al ser-
vicio de la Razón o de la Justicia. Porque el abogado, por profesión, no
está al servicio de tales valores sino al de los intereses de su cliente, de
tal manera que mal abogado sería el que sacrificase éstos en beneficio de
aquéllos. Los abogados se limitan a desear que todo coincida y, cuando
así sucede, se convierten en eficaces colaboradores en la realización de
la Justicia, aunque tal no sea el objetivo directo de su profesión.
La venalidad de los juristas —notoria aunque no necesariamente re-
prochable— es curiosamente una de las causas más eficaces del progreso
del Derecho y de la legislación. En unos casos porque, apremiados por
los intereses del cliente, han de buscar imaginativamente argumentos
peregrinos para defender sus posiciones, a cuyo propósito construyen
nuevos conceptos, instituciones y principios que terminan generalizán-
dose y consolidándose en la ciencia jurídica. En otros casos porque su
cliente se encuentra en una situación no prevista en las leyes al tratarse
de una relación social inédita aparecida originalmente en el tiempo.
Pues bien, en estas circunstancias el jurista —también imaginativamen-
te— impulsa que las normas antiguas vayan adaptándose a las relaciones
sociales presentes. El jurista mercenario y parcial contribuye eficazmen-
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Derecho usual
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Incumplimiento tolerado
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Incumplimiento y resistencia
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riamente un convenio que les permite actuar en una isla o zona (cuasi)
exenta de legalidad. Una vez más se funciona mejor al margen del De-
recho —en este caso de la legislación urbanística— que de acuerdo con
él. Y ni que decir tiene que esta legalidad difuminada favorece con sus
nieblas la comisión de toda clase de ilícitos y delitos que no podrían
realizarse con tanta impunidad a la luz del sol de la ley.
La aparición de zonas jurídicamente exentas es una consecuencia
perversa, pero explicable, de la rigidez del Derecho, de su incapacidad
para adaptarse a la realidad y de su fibra autista que le impiden dialogar y
buscar soluciones sensatas. La ley se empeña en imponer unilateralmen-
te sus preceptos generales y abstractos sin importarle los costes sociales
que ello representa: fiat lex, pereat vita. Con estas condiciones puede
entenderse la reacción social de escaparse, o sea, la llamada «huida del
Derecho» (del rígido y asfixiantes, claro está), que —huelga decirlo— es
tenida por los juristas como la más escandalosa de las perversiones.
Aunque no faltan analistas que, lamentando desde luego este pro-
ceso, lo entienden como resultado, al menos en parte, de la soberbia
estatal y de la terquedad de los propios juristas. Tal como ha dicho Prats
Catalá, «un fantasma de desazón recorre el Derecho [administrativo,
en el contexto en que está escribiendo] de todas las democracias occi-
dentales. Los hechos se escapan y su negación conduce a un aislamien-
to creciente. Desde el paradigma antidiscrecional [...] se denuncia tan
irritada como infundadamente la huida incesante e incontenible de los
hechos, sin conseguir por lo demás convencer a nadie». Añadiendo que
«algunas de las innovaciones, especialmente las orientadas a una mayor
aplicación del Derecho privado y a la apertura de mayores márgenes de
discrecionalidad para los gestores, han sido brutalmente interpretadas
como orientadas a facilitar la irresponsabilidad y hasta la corrupción».
La última salida
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es cierto, desde luego; mas esto sólo puede sorprender a quienes, des-
lumbrados por el iuspositivismo decimonónico, creían a pies juntillas en
él. Una afirmación que en este libro ha sido desmentida cuidadosamente
tanto para el pasado como para la actualidad.
Por todas estas razones yo estoy convencido de que la globalización
jurídica no ha supuesto una revolución, un cambio de paradigma, sino
que implica simplemente la entrada en una nueva fase de una evolución
milenaria en la que, sin producirse nada nuevo, pasan a primer plano
factores que antes estaban marginados y al tiempo se marginan otros que
antes estaban en primer plano.
La globalización forma hoy parte del contexto del sistema jurídico,
con el que mantiene unas relaciones constantes habida cuenta del carác-
ter abierto de la red. De dentro hacia afuera —por así decirlo— el Orde-
namiento Jurídico nacional intenta ordenar, si bien con poco éxito, los
movimientos globalizadores. La influencia es muy intensa, en cambio,
desde fuera hacia dentro, puesto que buena parte de la legislación inte-
rior ha tenido que modificarse para adaptarse a la nueva situación. Pero
lo más interesante es que la globalización está confirmando cada día el
carácter reticular del Derecho, la debilitación de la ley y la magnificación
de la importancia de los interlocutores no oficiales. El Derecho se está
escapando a ojos vistas de la mano de los Poderes constitucionales esta-
tales —del Legislador y de los Jueces— mientras que la Administración
Pública capea como puede los embates que proceden del exterior. En
este cruce de presiones el Derecho practicado se está distanciando cada
vez más del Derecho normado y sus relaciones tienden a flexibilizarse
todavía más. ¿Qué queda ya del pasado monopolio estatal del Derecho?
Con la advertencia, en fin, de que esta globalización —valga la re-
dundancia— no es tan global como se pretende, puesto que es parcial,
ya que con ella se ha producido una fractura económica y cultural de la
sociedad. Lo que en el ámbito del Derecho se traduce en la formación
de compartimentos casi estancos, como se explica a continuación.
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miento eficaces no sólo entre las partes sino también frente a terceros e
incluso frente a la propia Administración?
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FINAL
3. El lector de este libro habrá percibido sin duda que desde la pri-
mera a la última página está orientado por el realismo y el relativismo.
Realismo, porque sus observaciones, acertadas o desacertadas, se
conectan —o, al menos, pretenden conectarse— inmediatamente con
la realidad, sea la actual o la histórica, dejando a un lado de forma
deliberada las teorías corrientes y los dogmas heredados, que han sido
contrastados implacablemente con la piedra de toque de la realidad y
desechados sin contemplaciones cuando no han superado tal prueba.
Igualmente se ha prescindido de la erudición, aunque ello haya sido pe-
cando de desagradecido, puesto que buena parte de lo que aquí se dice
no es fruto de mi cosecha personal sino herencia de viejos maestros,
algunos tan antiguos como los que aparecen en los lemas que adornan
el principio de cada capítulo. Pero es que tengo especial empeño en
que mis tesis se acepten (o rechacen) por su peso propio y no por el
valor prestado por plumas y autoridades ajenas. Lo cual no significa
desconocer —y mucho menos pretender ocultar— las deudas debidas a
quienes me han precedido y tanto me han enseñado. Por decirlo con las
palabras de Vincencius Hispanus en la primera mitad del siglo xiii, este
libro ha sido escrito partim a Graciano suscipimus, partim de scriptis
in hac scientia peritorum accepimus, partim a patribus nostris audivi-
mus, partim immo ex nostra officina producimus (en parte con lo que
tomamos de Graciano —en nuestro caso de la Constitución y de las
leyes— y de los escritos de las autoridades jurídicas, en parte con lo que
aprendimos de nuestros maestros y en parte, en fin, con lo que hemos
puesto de nuestra cosecha).
Por razones parecidas el libro es breve: porque no corren tiempos de
lectores que puedan dedicar muchas horas al estudio y también porque
son pocas las cosas que, por complejas que sean, no puedan expresarse
con claridad en escasas páginas aunque ello cueste más esfuerzo al autor
que cuando se extiende en prolijidades.
El realismo lleva consigo —y por ello casi no hace falta recordarlo
de forma expresa— el relativismo. Porque la primera y mejor lección
que se aprende con la experiencia personal es la de que nada hay inmó-
vil, que todo depende y se explica por su contexto y que los contextos
son distintos en el tiempo y en el lugar. Esta proposición formulada
en términos generales parece incontestable, pero sé de sobra que mu-
chos lectores —cabalmente por no ser realistas convencidos— habrán
rechazado el relativismo axiológico que aquí se profesa; y mucho más
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