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Crítica de la Razón Jurídica

Alejandro Nieto

E D I T O R I A L T R O T T A
COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS
Serie Derecho

© Editorial Trotta, S.A., 2007, 2009


Ferraz, 55. 28008 Madrid
Teléfono: 91 543 03 61
Fax: 91 543 14 88
E-mail: editorial@trotta.es
http://www.trotta.es

© Alejandro Nieto García, 2007

ISBN (edición digital pdf ): 978-84-9879-109-9


CONTENIDO

1.  Introducción: La Razón Jurídica................................................... 9


2.  El Derecho como instrumento...................................................... 41
3.  Ámbito: lo jurídico y lo no jurídico............................................... 65
4.  Contenido: Derecho normado y Derecho practicado.................... 81
5.  Normas jurídicas........................................................................... 105
6.  El Derecho secuestrado................................................................. 127
7.  Derecho Judicial........................................................................... 153
8.  Otros Derechos no normativos..................................................... 179
9.  El Derecho volátil......................................................................... 201
10.  Final............................................................................................. 231

Índice general........................................................................................ 239


1

Introducción: LA RAZÓN JURÍDICA

Tu cogitabis.
Piensa por tu cuenta.
(Cinus da Pistoia, 1270-1333)

Advertencia previa

Aunque ni el título ni el contenido de este libro son rigurosamente ori-


ginales, se apartan lo suficiente de la literatura jurídica hoy habitual
como para justificar unas páginas preliminares en las que van a adelan-
tarse sus intenciones y su desarrollo así como el alcance preciso de los
conceptos fundamentales —el Derecho y la Razón Jurídica— que en él
se manejan. De esta manera podrá el lector percibir por adelantado lo
que aquí hay de viejo y de nuevo, de útil y de inútil, de admisible y de
inadmisible, y en último extremo decidir si va a seguir leyendo hasta el
final.
Antes de empezar a escribir un libro sobre Derecho conviene em-
pezar precisando —para que el lector sepa a qué atenerse— de qué De-
recho va a hablarse, dado que conocidamente hay tantas concepciones
de Derecho como autores: desde la mayoría que lo concibe como un
conjunto de normas hasta quienes sólo aceptan el Derecho que realmen-
te se practica pasando por quienes se atienen exclusivamente al Derecho
declarado por los jueces.
Vaya por adelantado a este propósito que en este libro se da por
sentado que el Derecho está constituido ciertamente por normas jurí-


CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

dicas, aunque con la advertencia inmediata de que éstas no agotan su


contenido, ya que junto a ellas también hay que contar las resoluciones
judiciales, las opiniones doctrinales y ciertas decisiones de las adminis-
traciones públicas y de los particulares. Esta visión tan amplia se deduce
de la realidad, donde es fácil percibir que todos estos elementos apa-
recen inseparablemente unidos y ninguno tiene sentido por sí mismo
aisladamente considerado. Las sentencias y los actos jurídicos de los
particulares necesitan del referente de la ley de la misma manera que las
leyes cobran vida a través de ellos; mientras que las opiniones doctrina-
les racionalizan todas las manifestaciones del universo jurídico.
La unidad inextricable de estos elementos nos demuestra que es-
tamos lejos de la tosca imagen piramidal del Derecho, antes bien nos
encontramos con un sistema en el que los elementos dependen entre sí
relacionándose en forma de red e interactuándose mutuamente. Esta
concepción —que no es original, desde luego— supone uno de los pi-
lares del libro. Siendo el segundo que, sin ignorar la importancia de
los textos normativos, se dedica especial atención al Derecho que en la
realidad se practica y que es el que da el valor y la medida exacta de las
normas formales.
Este segundo eje estructurador (la distinción entre Derecho nor-
mado y Derecho practicado) está inspirado, al igual que el primero (la
concepción sistémica e interactiva de los elementos del Derecho), en la
observación de la realidad. Se trata, por tanto, de una obra realista o
que, al menos, ha pretendido serlo desde el principio hasta el final. Un
realismo que en muchos aspectos choca con el dogmatismo caracterís-
tico de la ciencia del Derecho. Y hasta tal punto son abundantes estos
contrastes que bien podría considerarse este libro como antidogmático,
aunque sólo fuese por su empeño en airear las polvorientas estancias
de un Derecho que presume de moderno. Porque si los dogmas son los
«principios primeros» que se admiten sin discutir como premisas de las
argumentaciones posteriores, aquí nada se admite a priori y todo ha de
pasar por la implacable aduana de la experiencia, en su caso de la lógica
y, en último extremo, del sentido común.
Este mismo realismo sirve también para tomar conciencia del rela-
tivismo histórico (como también, en otro orden de consideraciones, del
relativismo axiológico que luce en muchas páginas): lo que hoy existe
es distinto del pasado y no permanecerá indefinidamente en el futuro.
Relativismo cultural, en fin, puesto que lo que vale para la cultura occi-
dental contemporánea no vale para las demás.
La incidencia de los impulsos que acaban de indicarse explica la
eventual novedad del libro, que no consiste tanto en los datos que

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INTRODUCCIÓN: LA RAZÓN JURÍDICA

maneja —que cualquier jurista medianamente informado conoce de


sobra— como en la ordenación que de ellos se hace y, sobre todo, en
el énfasis que coloca en algunos. Es tiempo de reflexión y toma de
conciencia, de abrir ventanas para que entre la luz y, por descontado,
de derribar los ídolos (en este caso los dogmas, rutinas e ideologías)
que nos dominan; de ver las cosas, en definitiva, de otra manera. Sin
ignorar, naturalmente, que tarde o temprano volverán la noche y la
oscuridad y que otros dioses, quién sabe si peores, volverán a instalarse
en los altares de la rutina.
Conste, sin embargo, que lo anterior no debe ser entendido como
una declaración de cruzada del bien contra el mal, de la verdad con-
tra el error, dado que la opción que aquí se presenta es, desde cierto
punto de vista, tan válida como la contraria. La visión que hoy circula
sobre el Derecho ha cumplido una función eficaz durante dos siglos
y puede seguir cumpliéndola. Se trata en el fondo de dos opciones en
competencia de las que cada jurista escogerá la que más le convenga
o mejor se adapte a su temperamento y formación. Yo defiendo la que
considero más útil por responder mejor a los intereses de la sociedad
actual y la que incurre en menos contradicciones lógicas y funcionales;
pero respeto las demás que hasta hoy se han seguido y las que pueden
ir apareciendo. Esta actitud no es una mera cortesía académica sino
que responde a una concepción metodológica de deliberada modestia
que impide la descalificación de las opiniones contrarias. En este punto
estamos, por fortuna, muy lejos de la ofensiva arrogancia del glosador
Pillius en el siglo xii y que sigue siendo habitual hasta nuestros días:
qui leges supradictas aliter intelligit, se ipsum imperitus ostendit (el
que entienda de otra manera las leyes anteriores, está reconociendo su
propia ignorancia).
Ni la Sociedad ni la Ciencia evolucionan a saltos sino de forma pro-
gresiva más o menos pausada. Y esto es así incluso cuando tienen lugar
acontecimientos excepciones que parecen un cambio brusco de página
en el libro de la Historia o un cambio de paradigma en la Ciencia. La
Revolución francesa hubiera sido imposible sin la Ilustración anterior y
la teoría de la relatividad sin los trabajos de Poincaré y de los físicos teó-
ricos de la generación que precedió a Einstein. Por lo mismo, el presente
libro no es otra cosa que un paso más en el camino trazado por otros
juristas —extranjeros pero también españoles— que me han precedido,
algunos de los cuales todavía siguen enseñando. Quienes conozcan la
obra de Luis Díez-Picazo o de Luis Martín Rebollo, Esteve Pardo y
Muñoz Machado, por ejemplo, no se asombrarán de lo que aquí se dice
ni tacharán la mía de heterodoxa o demagógica.

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CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Como última y muy importante advertencia debe quedar bien cla-


ro el carácter meramente explicativo —y no preceptivo— del presente
libro. Porque en él lo único que se pretende, después de haber obser-
vado cuidadosamente la realidad, es contribuir a su mejor inteligencia
indagando cómo funciona. No espere el lector, por tanto, recetas para
su corrección, ya que está dirigido fundamentalmente a los juristas y no
está al alcance de éstos modificar directamente la realidad jurídica. Más
todavía: a lo largo de sus páginas se irá comprobando, en efecto, que ni
los juristas (jueces, abogados, profesores) ni los políticos (legisladores,
administradores) ni los ciudadanos pueden alterar unilateralmente el fun-
cionamiento del Derecho y de las instituciones jurídicas. Las cosas evo-
lucionan por la presión combinada de todos ellos. En su consecuencia,
la eventual repercusión social de libros como éste sólo puede ser opera-
tiva de forma modesta, indirecta y escalonada, a saber: clarificando en el
mejor de los casos la Razón Jurídica de algunos juristas, quienes luego,
desde su reformada mentalidad, influirán, más o menos colateralmente,
en la elaboración de las leyes y en la práctica del Derecho a la hora de
la ejecución, aplicación y cumplimiento de aquéllas.

De la política legislativa a la Razón Jurídica

Para entender la Razón Jurídica a la que se dedica este libro (o más


precisamente: para saber qué es lo que en este libro se denomina Razón
Jurídica) resulta necesario inscribir este concepto en un horizonte siste-
mático que puede describirse así:
Tenemos en primer término unos fenómenos reales llamados leyes
que se enderezan a unos objetivos concretos (la regulación de las tele-
comunicaciones y el matrimonio, la organización del aparato adminis-
trativo público, la tipificación de comportamientos ilícitos, etc.). Estos
objetivos no son fijados por las leyes sino por el Poder público —que,
entre otros instrumentos, se sirve de las leyes para alcanzarlos— y su
estudio conjunto supone una historia externa del Derecho que, en rigor,
es un análisis no del Derecho en sí sino de la política legislativa y de sus
manifestaciones concretas. Éste es el campo de acción de los estrategas
de la política y del Derecho.
En un segundo nivel puede llevarse a cabo un análisis formal de las
normas jurídicas, es decir, con independencia de su contenido y objeti-
vos. Los analíticos operan con las leyes como los armeros con las armas
de fuego: las estudian y procuran que sean eficaces sin preocuparse de

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INTRODUCCIÓN: LA RAZÓN JURÍDICA

para qué y contra quién van a dirigirse. Se trata, en suma, de una técnica
normativa.
En un tercer nivel se encuentran quienes, conociendo los objetivos
generales de la política legislativa y dominando la técnica normativa,
se encargan de operar con las leyes (y con el Derecho en general) para
alcanzar unos objetivos concretos: la resolución de un conflicto, si son
jueces; la satisfacción de los intereses de un cliente, si son abogados. Así
es como aparece el Derecho practicado.
En cuarto lugar están quienes, más allá de los textos singulares (y
por supuesto sin preocuparse de las intenciones prácticas) se dedican al
análisis metanormativo del Derecho, es decir, a indagar su concepto y
funciones. Estamos aquí, por tanto, en la filosofía del Derecho.
Pues bien, lo que en este libro importa es el último nivel, la Razón
Jurídica, que, como se pormenorizará inmediatamente, es el aparato
intelectual que permite comprender el Derecho, mejorar sus normas y
orientar su práctica.

El Derecho y sus referentes

Sabido es que las definiciones del Derecho son innumerables: tantas


que resultaría imposible —y lo que es peor: inútil— hacer un repertorio
de ellas. Valga de ejemplo el admirable friso histórico que ha trazado
C. J. Friedrich en su Filosofía del Derecho, donde van apareciendo las
distintas versiones del Derecho en la cultura occidental: como voluntad
de Dios (Antiguo Testamento y su herencia), como participación en la
idea de Justicia (Platón), como expresión de las leyes de la naturaleza
humana (los estoicos), como orden y paz (san Agustín), como espejo del
orden divino del mundo (escolásticos), como hecho histórico (humanis-
tas), como normas positivas (a partir de Bodino), como derecho común
(common law inglés), como mandato del soberano (a partir de Hob-
bes), como fundamento de la Constitución (Locke), como expresión
de la razón pura (a partir de Spinoza), como expresión de la voluntad
general (a partir de Rousseau), como expresión del espíritu (Hegel y los
historicistas), como ideología de clase (marxistas)... Y conste que la lista
podría alargarse mucho más.
Habrá que aceptar entonces que cada época tiene su propia idea del
Derecho, que todas son compatibles entre sí y que todas valen dentro de
su matriz cultural. Más todavía: cada autor elabora una cierta concep-
ción del Derecho montada sobre los materiales que ha seleccionado a
su gusto. Pensemos a este propósito en la desconcertante descripción de

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CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Placentino en el siglo xii: Ius dicitur locus in quo iura redduntur. Ius quo-
que vocatur sanguinis necessitudo. Ius quoque dicitur instrumentum vel
forma petendi ut actio ius est. Item ius dicitur rigor iuris. Ius est ars boni
et aequi (Se llama derecho al lugar en que se reconocen los derechos.
Se llama también derecho al vínculo de la sangre y se llama igualmente
derecho a la forma o instrumento de pedirlo, y así la acción es derecho.
También se llama derecho a la severidad del derecho. El derecho es el
arte de lo bueno y lo equitativo).
Para entender esta pluralidad de opiniones —y, sobre todo, la plau-
sible corrección de todas y cada una de ellas— basta pensar que un con-
cepto es una construcción intelectual que su autor realiza con materiales
distintos que ha elegido libremente bajo su propia responsabilidad. En
definitiva, por tanto, toda definición depende de los referentes utilizados.
Unos referentes que, como acabamos de ver, ciertos pensadores encuen-
tran en la Justicia y otros en la voluntad del soberano o en la utilidad
pública, sin que sea posible demostrar qué referente es el más correcto
ya que todos lo son desde el punto de vista subjetivo de cada autor. Y
si luego son desarrollados con coherencia y lógica, ¿quién se atreverá a
afirmar que el concepto de Rousseau es el correcto y no el de Hobbes?
En estas condiciones parece inexcusable empezar señalando los re-
ferentes que condicionan el concepto de Derecho que en este libro se
maneja y que son de dos tipos: por un lado los de índole real, es decir,
fenómenos que se manifiestan en la naturaleza (social), que se identifi-
can sumariamente a continuación y que marcan ya el entorno externo
o formal en que vamos o movernos; y por otro lado ciertos referentes
no reales sino de índole ética, religiosa y en todo caso intelectual que en
el capítulo siguiente nos servirán para ponderar el valor intrínseco del
concepto de ellos inferido.

Referentes reales del Derecho

En el mundo real aparecen varios tipos de fenómenos que atraen es-


pecialmente la atención de los juristas, ya que son los presupuestos de
su reflexión y actividad: en primer lugar normas jurídicas generales y
abstractas (leyes en sentido amplio); en segundo lugar resoluciones hu-
manas singulares y concretas (actos jurídicos en sentido amplio); y, en
fin, ciertos comportamientos humanos y determinados acontecimientos
naturales (hechos jurídicos en sentido amplio).
Llamamos leyes —de las que nos ocuparemos más adelante con de-
tenimiento— a las disposiciones dictadas por el Poder público con ca-

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INTRODUCCIÓN: LA RAZÓN JURÍDICA

rácter general y abstracto. En la actualidad son meros, aunque esencia-


les, elementos de alguna política pública material cuya determinación
corresponde exclusivamente al Poder Legislativo: su creación no es, por
tanto, obra de juristas sino del Estado. Ahora bien, además de estas leyes
expresas y precisas existen también —como veremos— otras normas
de contenido difuso y creación anónima que la Sociedad y el Estado
aceptan como jurídicas y que por ende no pueden ser pasadas por alto.
Actos jurídicos son decisiones o resoluciones singulares y concretas
que se manifiestan en diversas variantes: unos provienen de órganos pú-
blicos (actos administrativos) que no se imputan a sus autores directos
sino a un órgano del Poder Ejecutivo; otros son obra de particulares
(actos privados, como un contrato o testamento) que se imputan a sus
autores directos; otros (sentencias) provienen de unos juristas especí-
ficos, los jueces, pero que no se imputan personalmente a ellos sino a
algún órgano del Poder Judicial; y otros, en fin, que también provienen
de juristas específicos (notarios, registradores) integrados de alguna ma-
nera en el Poder Ejecutivo, pero que se imputan directamente a sus
autores materiales.
Ciertos comportamientos humanos y algunos acontecimientos del
mundo natural que producen efectos jurídicos son llamados, consecuen-
temente, hechos jurídicos.
Estos tres tipos de fenómenos reales son sin duda distintos pero se
encuentran tan íntimamente relacionados que no pueden entenderse los
unos sin los otros. Las leyes no son nada por sí mismas, dado que por su
carácter general y abstracto se limitan a regular hechos hipotéticos fu-
turos que quizás no sucedan nunca. Para ser operativas necesitan, pues,
concretarse en el tiempo a través de alguna fase de ejecución, aplicación
y cumplimiento. Y precisamente los demás referentes aludidos son ma-
nifestación de tal fase. De aquí la unidad inextricable que explica la
necesidad de estudiar y trabar conjunta y simultáneamente a estos tres
tipos de referentes aparentemente tan heterogéneos: los actos adminis-
trativos son ejecución de una ley como las sentencias son su aplicación.
Ni unos ni otras tienen sentido jurídico si se les desconecta del referente
normativo. Distinta, aunque no menos intensa, es la relación de los ac-
tos privados y de los hechos jurídicos con la ley, tal como se desarrollará
en su lugar oportuno.
Insisto de nuevo, por lo demás, en que no pretendo defender que
esta concepción sea la correcta —ya que sería un error lógico afirmar que
una construcción intelectual (como es una definición del Derecho) es la
(única) correcta— sino explicar, hacer comprensible cuanto luego se irá
diciendo. A una definición únicamente se le puede exigir plausibilidad y

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CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

coherencia interna, valorándose luego su claridad y su funcionalidad, es


decir, que será tanto mejor cuantos más fenómenos explique y en menos
contradicciones incurra a la hora de irse desarrollando. Tal es el único
correctivo que puede aplicarse al relativismo conceptual inicial. Quizás
valga todo intelectualmente, pero en razón a su claridad y utilidad unas
definiciones del Derecho son preferibles a otras.

Ars iuris

El jurista aborda los datos exteriores y estos referentes desde varias


perspectivas y utilizando instrumentos diversos que no son de ordina-
rio exclusivos de él. Si pensamos en las leyes cabe en primer término
un análisis político-sociológico, para indagar las causas y circunstancias
concretas de su aparición; o económico, para calcular los costos de su
imposición y de sus resultados; o gramatical, para precisar su intención
precisa; o lógico, que es el más habitual; o ético, incluido el valor Justi-
cia; o de racionalidad, etc. Como se ve, todas estas perspectivas y técni-
cas no son jurídicas en sentido propio y, por ende, pueden ser utilizadas
—y de hecho lo son y lo han sido siempre— por otros especialistas,
aunque también están, naturalmente, a disposición de los juristas.
En cualquier caso, lo que se propone el jurista respecto de estos re-
ferentes es su aclaración (cómo pueden entenderse), su crítica (cómo se
pueden mejorar) y su operatividad (cómo se pueden ejecutar y aplicar):
lo que realiza apoyándose en sentencias y doctrinas (y por supuesto
también con su experiencia e ideología).
Una vez repasado este elenco de técnicas no jurídicas, ¿cuál será,
entonces, la técnica jurídica propiamente dicha, es decir, la que permite
separar lo jurídico de lo lógico o de lo sociológico? A mi entender,
dos notas. La primera, de carácter operativo, consiste en el manejo de
«materiales jurídicos» (sentencias, doctrinas) que los demás especialistas
no están en condiciones de dominar con soltura (igual que le sucede al
jurista cuando se mete a gramático o a lógico).
La segunda y más importante es de carácter finalista. Lo que el jurista
actualmente pretende es amalgamar en una unidad superior (que hoy
se llama «Ordenamiento Jurídico») los distintos referentes normativos
(leyes, Constitución, reglamentos, jurisprudencia, costumbres), a los que
añade otros creados o elaborados por su propia cuenta. El jurista no traba-
ja directamente con la ley sino con el Ordenamiento Jurídico —en el que
naturalmente aquélla está incluida— que su estamento ha elaborado. Y en
esto se distingue cabalmente el jurista del lego, puesto que éste, por bien

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INTRODUCCIÓN: LA RAZÓN JURÍDICA

que conozca el texto de la ley, ignora el Ordenamiento Jurídico, ya que


no ha estudiado la ciencia jurídica ni se ha formado en la Razón Jurídica.
En esta primera aproximación llamamos, entonces, Ciencia jurídica
al conjunto de saberes, sistematizados por los juristas, que les permite
elaborar y hacer operativo ese concepto metafísico que llamamos Or-
denamiento Jurídico.

Derecho

Una vez enumerados los referentes del Derecho, justificado el criterio


de su selección y explicado el arte de su manejo, queda ahora por iden-
tificar lo que es el Derecho (o, más propiamente, lo que en este libro se
entiende por Derecho) habida cuenta de que únicamente los seres reales
tienen una sustancia ontológica propia («sólo los seres son»), mientras
que los conceptos, en cuanto construcciones intelectuales, sólo existen
en la medida en que los ha elaborado su autor: no «son», por tanto, sino
simplemente «se los tiene» por tales y así se los denomina subjetiva y
convencionalmente.
Aquí se llama Derecho al conjunto de los fenómenos reales que se
han identificado antes como sus referentes. Sus elementos nos son, pues,
ya conocidos. En primer lugar, las normas jurídicas en sus variadas mani-
festaciones (leyes y reglamentos de creación estatal o, al menos, pública)
junto con las adicciones de los principios generales (de creación estatal,
jurisprudencial o doctrinal) y doctrina (tanto jurisprudencial como pro-
fesoral); todas ellas vertebradas en el bloque teórico del Ordenamiento
Jurídico. En segundo lugar, los actos jurídicos singulares y concretos,
sean de procedencia administrativa judicial o privada y que forman parte
del Derecho aunque no del Ordenamiento Jurídico. Y en tercer lugar, los
hechos jurídicos (comportamientos humanos, acontecimientos natura-
les, organizaciones sociales y hasta instituciones de creación legal), que
son atraídos a la esfera del Derecho por la fuerza de la gravedad de sus
consecuencias jurídicas.
De todos estos elementos la inclusión más problemática —y por
muchos negada— es la de los actos singulares de los particulares, a dife-
rencia de los actos administrativos y de los singulares de los jueces (sen-
tencias), que se admiten sin dificultad. Y, sin embargo, los primeros tienen
unos efectos jurídicos similares a los de la ley en cuanto que, al igual que
ésta, regulan comportamientos y prevén las consecuencias de los mismos.
La conocida afirmación de que un contrato es «ley entre las partes» no es
una metáfora sino una descripción de la realidad. Mientras que en otros

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CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

casos sus efectos equivalen a los de una sentencia, como sucede con los
acuerdos privados de resolución de un conflicto pendiente.
Por otro lado, además de los efectos singulares deseados y directos
se imputan a las resoluciones efectos indirectos de carácter general y abs-
tracto como si de disposiciones generales se tratara. Esto es lo que sucede,
en concreto, con la doctrina jurisprudencial inducida de varias sentencias
repetidas, que se convierte en fuente de Derecho. Y lo mismo sucede con
la costumbre inducida de comportamientos individuales reiterados.
En definitiva, por debajo de la aparente diversidad de los distintos
fenómenos jurídicos late una nota común que impide separar radical-
mente sus naturalezas y permite —e incluso exige— su agrupación en el
concepto globalizador del Derecho.
Soy perfectamente consciente de la novedad —por lo demás, re-
lativa— de este concepto, que se separa de otros más usuales por las
siguientes notas: a) rompe la equiparación tradicional entre Derecho y
norma: aquí el Ordenamiento es sólo una parte del Derecho; b) rompe
el monopolio estatal de creación de normas: aquí el Derecho es obra
de una pluralidad de agentes: de los tres Poderes constitucionales del
Estado, pero también de los particulares, sean organizaciones o perso-
nas físicas; y, por lo mismo, el Derecho no se refiere sólo a normas y a
su creación sino también a las operaciones de su ejecución, aplicación,
cumplimiento y, por supuesto, de su control; c) se magnifica la impor-
tancia de los juristas no sólo como intérpretes y aplicadores de normas
sino como colaboradores en la formación del Ordenamiento Jurídico;
d) el Derecho como conjunto no debe confundirse con sus elementos ni
tampoco con la suma de ellos: aquí el valor funcional de los elementos
sólo alcanza sentido dentro del sistema; e) todos estos elementos operan
interactuados y se conexionan en un sistema de red.
Las consecuencias concretas, teóricas y prácticas, de este esquema
son tan numerosas como intensas y constituyen el eje de este libro, en
cuyas páginas se irán desarrollando con pormenor tanto las notas esen-
ciales indicadas como sus corolarios y consecuencias.

Necesidad del Derecho

Resulta sorprendente la devoción que siente la sociedad española —como


todas las occidentales— por el Derecho, siendo así que en sus dos mil
años de historia no hay ni una sola época, por corta que sea, en la que
el Derecho haya cumplido mínimamente sus funciones sociales. Esta tre-

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INTRODUCCIÓN: LA RAZÓN JURÍDICA

menda afirmación parece irrebatible a la vista de los constantes y reite-


rados testimonios de los autores de cada momento.
La verdad es que no podía ser de otra manera. Basta leer los textos
normativos medievales para comprender que con ellos no podía orde-
narse una sociedad estamental. Una comunidad puede regularse por sus
costumbres o por el autoritarismo del Soberano —de la misma manera
que puede resolver sus conflictos por la prudencia de los jueces, el duelo
o las ordalías—, pero nunca y en ningún caso de acuerdo con unas
leyes ininteligibles, confusas y revueltas que nadie —ni el pueblo, ni
los letrados, ni los jueces— estaba en condiciones de comprender o
manejar. Las quejas políticas fueron constantes y se reprochaba al Rey
la falta de justicia; mientras que las críticas literarias eran demoledo-
ras sin excepciones. Ésta era la realidad descarnada y manifiesta; y, sin
embargo, ideológicamente se seguía insistiendo en el dogma de iustitia
fundamenta regnorum. ¡Cómo si la Justicia y el Derecho tuvieran algo
que ver con los pleitos y litigantes que describían López de Ayala o los
poetas goliardos y de los cancioneros!
En la Edad Moderna quizás algunos puedan pensar otra cosa a la
vista de la notable bibliografía jurídica del Siglo de Oro con teóricos
eminentes como los de la Escuela de Salamanca y prácticos de cultura
asombrosa como Gregorio López, Covarrubias, Barbosa y Fontanella.
El mérito de estos autores es indudable, desde luego; pero no puede
decirse lo mismo de la legislación —desde las leyes de Toro a la Novísi-
ma Recopilación—, y lo que es peor: cuando se repasan las obras de los
prácticos se comprueba que el grado de su sutileza sólo podía servir para
los «grandes pleitos» y los ricos clientes y que, en definitiva, se movían
en un mundo aislado propio únicamente de la nobleza, de los clérigos
y de lo que hoy llamaríamos alta burguesía. Un Derecho, por tanto,
que en el mejor de los casos sólo servía para el tres por ciento de la
población. Impresión que se confirma en los libros del siglo xviii y más
todavía en los archivos. Cuando se trabaja con la documentación de un
juzgado concreto de la jurisdicción menor (como es el caso de Carmen
y Alejandro Nieto en su libro Tariego de Ríopisuerga: 1759-1799, 2005)
es fácil comprobar que sus pleitos y procesos nada tenían que ver con
las leyes que sólo se invocaban en los pleitos mayores. Una situación que
se mantuvo durante los siglos xix y xx y que ha llegado a la actualidad.
Pues si el pasado y el presente son así, ¿cómo explicar entonces la
vocación al Derecho como fenómeno universal? Aquí podría hacerse
una alusión psicoanalítica. El ser humano «tiene miedo»: un terror cós-
mico ante el reconocimiento de su debilidad e indefensión. En su con-
secuencia se busca refugios metafísicos que complementen sus refugios

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CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

físicos, ideológicos y sociales, puesto que la familia natural no le basta.


El primero de estos refugios es la religión. Aparentemente la religión no
le vale para nada, puesto que no le evita el desvalimiento, la enferme-
dad y la muerte; pero, en cambio, le proporciona refugio y consuelo y,
además, esperanza de una vida mejor. Ante tantas ventajas se pasan por
alto fácilmente sus inconvenientes, empezando por el precio material
del sostenimiento del aparato eclesiástico.
Pues bien, el papel del Derecho es el mismo. El hombre tiene con-
ciencia de su vejación individual y social y acude al Derecho, que le
ofrece también refugio, consuelo y esperanza de una vida mejor y más
justa. Cierto es que las prestaciones materiales no se realizarán nunca
en este mundo; pero también sucede así en la religión y casi nadie se
da nunca por engañado ya que la esperaza, el consuelo y el refugio —a
diferencia de las prestaciones prometidas y no percibidas— se cobran
al contado.
La psicosociología moderna —insistiendo en la tradición de los et-
nógrafos ilustrados y sobre todo en las investigaciones sectoriales de
Marx y Freud— ha puesto de relieve cómo la cultura occidental llamada
moderna vive presa de fetichismos ancestrales que desafían la Razón. El
culto fetichista significa, como es sabido, la creencia de que existen ob-
jetos naturales o artificiales, en los que se encarnan fuerzas metafísicas
o sobrenaturales, de tal manera que quien rinde culto a un fetiche —sea
un collar, un muñeco o un conjuro— queda protegido de la agresión
de tales fuerzas, que, además, puede poner a su servicio. Pues bien, el
Derecho es conocidamente uno de los fetiches más tradicionales, puesto
que la sociedad cree que gracias a él se garantiza la convivencia social y
el castigo de los transgresores. A estos efectos la eficacia real del fetiche
no cuenta, puesto que se trata de una creencia que está por encima de
cualquier verificación empírica. La fe en el Derecho es invulnerable a
su evidente fracaso social, como la que se tiene en la herradura clavada
en la puerta de la vivienda o en la protección de santa Bárbara en las
tormentas.
La vocación por el Derecho —que, como acaba de verse, es innata—
se refuerza con mecanismos externos, algunos inequívocamente egoís-
tas. El primero de ellos —probablemente el más fuerte— procede del
estamento de los juristas, para quienes el Derecho no supone una mera
esperanza de futuro sino un bienestar material inmediato. Conocidos
son los privilegios económicos y sociales de los sacerdotes de casi todas
las religiones: entre los egipcios, mayas, incas y, por supuesto, en el cato-
licismo la casta sacerdotal ha estado siempre en la cabeza de la sociedad,
como un poder paralelo a la Nobleza y el Ejército. Pues exactamente

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INTRODUCCIÓN: LA RAZÓN JURÍDICA

igual sucede con la corporación de juristas: noblesse de robe y casta para-


sitaria en todos los estratos sociales. Para los juristas es literalmente una
cuestión de vida o muerte la existencia del Derecho, unido como está a
su propia existencia. Por lo tanto, si el Derecho no existiera habría que
inventarlo. Y si esto no lo han hecho del todo, al menos se las arreglan
para convencer de sus ventajas y necesidad. Si desapareciera el Derecho,
¿qué hacer con un millón de profesionales que actualmente viven de él?
Conste, por lo demás, que en esta maniobra ideológica colaboran
también con entusiasmo otros sectores sociales: los titulares del Poder
político en primer término. Éstos no necesitan, en rigor, del Derecho,
puesto que pueden imponer por la fuerza sus intereses; pero la legitima-
ción jurídica les es muy útil, dado que gracias a ella pueden prescindir de
la violencia y en caso extremo justificarla. Con lo cual viene a ser cierto
el manido argumento de que el Derecho contribuye a la paz social. La
dominación se impone de todas formas —por las buenas o por las ma-
las—; pero es mejor para todos convencer previamente a los dominados
de las ventajas —o de la inevitabilidad al menos— de la dominación. En
este punto, como en tantos otros, Religión y Derecho van de la mano y
se enseñan recíprocamente. La indiscutible realidad de esta situación no
autoriza a ignorar, sin embargo, la ambigüedad de su función. Mosca
—el primer teorizador moderno de la clase política y de sus técnicas
de dominación— ha explicado cómo dicha clase no se contenta casi
nunca con la posesión de su dominio sino que pretende legitimarse con
doctrinas y principios de reconocimiento social (Patria, Estado, demo-
cracia, Derecho). Éstas que él denominaba «fórmulas políticas» son con
toda evidencia ilusiones, fuegos artificiales; mas no siempre se trata de
engaños perversos, puesto que en ocasiones sirven para cohesionar a
un pueblo dentro de una misma cultura y de ordinario contribuyen al
afianzamiento de la estabilidad social. Gracias al Estado (por opresor
que resulte), al Derecho (no obstante su notoria parcialidad) y a la ad-
ministración oficial de Justicia (pese a su ineficacia), la sociedad se man-
tiene dentro de un Orden. Pero entonces no debemos sorprendernos de
las intermitentes explosiones revolucionarias que, de golpe, pretenden
derribar esos armoniosos edificios apoyados en cimientos carcomidos.
La eficacia legitimadora del Derecho no se refiere solamente a los
titulares del Poder político, ya que todos aquellos que tienen un poder
fáctico tienden a cubrirlo con alguna ley. Pero nótese que primero es el
poder fáctico y luego la cobertura jurídica. Las leyes nobiliarias medie-
vales y del Antiguo Régimen no atribuían derecho alguno a la Nobleza
sino que se limitaban a reconocer y legitimar los privilegios que ya te-
nían por haberlos conquistado de hecho y por la fuerza. Quienes no

21
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

tienen previamente un poder fáctico no se benefician con declaraciones


legales. Así se entiende igualmente que cuando hay discordancia entre
la realidad y la ley, es ésta la que cede porque es posible el Poder sin el
Derecho, pero el Derecho sin el Poder no es nada.
En lo más interior del Derecho late la Razón Jurídica, que no es
un simple método sino una actitud cultural: algo así como un código
genético que permite la comprensión de aquél y que, además, programa
su desarrollo y condiciona su operatividad. Pero ¿qué es, entonces, esa
Razón Jurídica que articula y da sentido a todo el libro? En las páginas
siguientes se pretende dar una respuesta clara y breve a esta pregunta.

La Razón Jurídica

La expresión Razón Jurídica, hasta hace poco desconocida y desde lue-


go nunca usada con generalidad, empieza a ponerse de moda tanto en
los ambientes académicos como en los populares hasta el punto de que
ya no sorprende verla aparecer en los discursos políticos o en los me-
dios de comunicación. De ella se ocupa el presente libro, mas no tanto
de su naturaleza como de su crítica, puesto que, como deliberadamente
precisa su título, no se trata de elaborar una teoría de la Razón Jurídica
sino de realizar una crítica de la misma en el sentido kantiano, es de-
cir, un análisis de sus posibilidades, funcionalidad y sobre todo de sus
límites.
La historia del pensamiento humano está jalonada por «críticas»
sucesivas de algún tipo de Razón con las que siempre se ha pretendido
rectificar alguna carencia metodológica o epistemológica heredada. Las
críticas de Kant a la Razón pura y a la Razón práctica supusieron —en
el sentido indicado— un cambio de la filosofía europea, como luego la
Razón Histórica de Dilthey y en España la Razón Vital de Ortega. Los
mismos objetivos —aunque desde luego con menores frutos— han teni-
do más modernamente la crítica de la Razón Histórica de Alois Demp
(1957), la crítica de la Razón Dialéctica de Sastre (1960), la crítica de
la Razón Instrumental de Horkheimer (1967), la crítica de la Razón
Cínica de Sloterdijk (1983), la crítica de la Razón Indolente de Sousa
Santos (2000), la crítica de la Razón Lúdica de Cristóbal Holzapfel y,
en fin, la crítica de la Razón Jurídica de Arnaud (1981 y 2003) y antes
García San Miguel.
Con estos antecedentes, si queremos entendernos con el lector
resulta imprescindible adelantar una idea, sumaria pero suficiente, de
esa Razón Jurídica de la que vamos a hablar por extenso porque es de

22
INTRODUCCIÓN: LA RAZÓN JURÍDICA

momento un concepto ambiguo y polisémico, una res communis a la


que cada autor atribuye el contenido que le parece.
En su sentido más ordinario y popular tiene un alcance causal: la
Razón de una acción o comportamiento es la causa o motivo que lo
produce, explica y justifica. Equivale, por tanto, a la Razón práctica de
Kant y a lo que ahora suele llamarse «causa o razones para la acción
o decisión». Así es como puede leerse en los periódicos, por ejemplo,
que el Estado debe actuar movido por la Razón Jurídica y no por la
Razón Política; con lo cual el analista está dando preferencia al Derecho
—encarnación de la Justicia y de la previsibilidad— sobre la Política,
entendida como arbitrariedad y parcialidad.
Dejando a un lado esta intuitiva y sensata acepción vulgar, los es-
pecialistas —fundamentalmente los sociólogos, filósofos y teóricos del
Derecho— manejan este sintagma desde perspectivas muy distintas.
Entre nosotros Luis García San Miguel publicó hace muchos años,
en 1969, una excelente Teoría del Derecho con el título de Notas para
una crítica de la razón jurídica. Y si el título resultaba en aquellas fechas
sorprendente, más aún la circunstancia de que en el libro no se explicara
lo que era la Razón Jurídica, que ni siquiera aparecía aludida en el texto.
Sin llegar a estos extremos, el francés A.-J. Arnaud ha dado también
este título a una monumental y dilatada obra (primer volumen en 1981,
segundo en 2003) que en realidad es un estudio de sociología en el que
se dedica a la Razón Jurídica una importancia cuantitativa y sistemática
marginal, casi mínima, aunque desde luego inequívoca. Para este au-
tor la Razón Jurídica es un referente: un dato externo que proporciona
unidad y coherencia a un sistema jurídico y que explica la racionalidad
del mismo, de tal manera que un sistema jurídico no racional es el que
carece de razón (jurídica) o no es congruente con ella. Insertada en un
sistema jurídico, una y otro son inseparables e interdependientes, con la
consecuencia de que cuando el sistema cambia, ha de cambiar también
la Razón, y cuando ésta cambia por causas externas, ha de cambiar
consecuentemente el sistema jurídico como se transforman los frutos
de la parra cuando se introduce en ella un injerto nuevo (la imagen es
mía, no de Arnaud). En definitiva, por tanto, la Razón Jurídica de este
autor es rigurosamente objetiva, como un elemento más del sistema en
que se integra.
El parentesco semántico de los dos términos nos revela que la Ra-
zón Jurídica es para muchos la expresión concreta de la racionalidad
del Derecho. El Derecho debe ser racional y se manifiesta en la Razón
Jurídica tal como ha desarrollado Giuseppe Carraci en una selección
convencional de sus escritos (Razón jurídica e interpretación, 2000). Para

23
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

este autor la Razón Jurídica tiene un sentido más bien metodológico: es


una forma de entender y aplicar el Derecho; por lo que en consecuen-
cia, una vez superado históricamente el positivismo como pensamiento
único, existe hoy una pluralidad inevitable de Razones Jurídicas.
Dejando a un lado estos eruditos antecedentes y contextos, en el pre-
sente libro tiene la Razón Jurídica una naturaleza subjetiva. Inicialmente
no forma parte del sistema sino que es una «reflexión» sobre el sistema,
siguiendo así de cerca el modelo kantiano de la Razón y aproximándose
a lo que en términos modernos se llama también «pensamiento» o «dis-
curso». La Razón Jurídica, en cuanto toma de conciencia o reflexión,
suele ser racional ciertamente, pero no excluye elementos más o menos
importantes de intuición y desde luego no prejuzga la racionalidad del
sistema, ya que ni siquiera influye directamente sobre el mismo.
La Razón Jurídica —como la Vernunft originaria— es una facultad
humana que capacita para entender las cosas o fenómenos, para darles
sentido y para formar y ordenar los sistemas. Opera, por tanto, como
una luz que facilita la comprensión del mundo exterior. Pero facilitar
no significa necesariamente comprender. Más todavía, cuando la Razón
Jurídica se desvía, termina dificultando y aun impidiendo la compren-
sión. De aquí la importancia de la crítica de la Razón Jurídica, que
viene a ser, según se ha dicho antes, como una tarea de limpieza de
los anteojos que impiden la visión clara o, si se quiere, como un ajuste
de la lente de observación. Tal es, en sustancia, el contenido del pre-
sente libro que estudia las desviaciones de la Razón Jurídica actual.
En su sentido originario propio Razón es Inteligencia: una facultad
mental atribuida tradicionalmente al ser humano («animal racional») y
contrapuesta al instinto característico de los animales. Dejando aquí a
un lado la plausibilidad de esta posición —hoy seriamente cuestionada
puesto que cree percibirse inteligencia en los animales y es evidente la
presencia de instinto en los hombres—, lo importante a nuestros efectos
es que el hombre observa el mundo a través de su razón con la pretensión
de entenderlo y en último extremo de ordenarlo. Aceptado esto, con ob-
jeto de desarrollar su estudio se ha procedido a una fragmentación, rigu-
rosamente convencional, de la Razón humana identificando una Razón
científica, económica, teológica, política, jurídica, etc., según se trate de
la comprensión y ordenación de la ciencia, la economía, el derecho, etc.
En resumidas cuentas, tenemos que el ser humano se encuentra
delante de un mundo aparentemente caótico que le desconcierta: en
el nivel natural tan pronto hace frío como calor, luz como oscuridad
y en lo alto se divisan objetos que crecen, decrecen, desaparecen y
retornan; en el nivel social hay hombres y grupos que se comportan

24
INTRODUCCIÓN: LA RAZÓN JURÍDICA

de acuerdo con relaciones sorprendentes de paz y lucha, cooperación


y antagonismo. Colocados en esta tesitura los hombres empiezan a
pensar y a comprender con objeto de ordenar el caos: separan los días
de las noches al ritmo del sol, el invierno del verano según la duración
de la claridad; y de esta forma no sólo terminan entendiendo sino que
pueden prever lo que va a pasar gracias al trascendental descubrimiento
de la existencia de leyes naturales. Pues bien, en las relaciones sociales
sucede lo mismo: la convivencia pacífica se explica por la jerarquía y,
más en general, por ciertas figuras jurídicas; mientras que la violencia
se explica por el delito y, en general, por la trasgresión.
Porque si antes se ha dicho que la Razón Jurídica no forma parte
inicialmente del sistema, puesto que es una reflexión sobre el mismo
realizada desde el exterior por cada sujeto individual, ahora nos en-
contramos con que con el transcurso del tiempo las distintas Razones
Jurídicas personales, rigurosamente individuales, terminan confluyen-
do y cosificándose en una Razón Jurídica colectiva dominante.
De esta forma el proceso de sustantivación de la Razón humana
ha terminado objetivizándose, separándose del hombre. En una mani-
festación de idealismo radical ya no es el ser humano quien piensa y el
resultado de su reflexión es la Razón (en su caso jurídica), sino que la
Razón alcanza naturaleza propia, objetiva, que se impone desde fuera
al hombre y de la que, todo lo más, éste participa.
Este proceso hipostático es válido en la medida en que, por reduc-
cionista, tiene unos claros efectos didácticos, pero no es lícito perder
nunca de vista que se trata de una figura retórica, ya que la Razón,
según se ha dicho, es una cualidad psicológica personal.
Dicho de una manera más sencilla: cuando se habla de la Razón
Jurídica se está aludiendo a alguna de sus dos acepciones (acción y
efecto en la terminología tradicional): o bien la subjetiva, que es la
facultad y la acción personal de pensar; o bien la objetiva, que es el
resultado o efecto de esa acción personal o, mejor todavía, el conjunto
de todos ellos, el pensamiento colectivo dominante, al que se atribuye
vida y desarrollo propios como si de un organismo real se tratara. Esto
último no deja de ser una onomatopeya, pero su uso se ha extendido
porque resulta didáctico y facilita la comprensión del discurso.

Funciones

En cualquiera de sus dos acepciones la Razón Jurídica facilita a los


juristas, de un lado, la comprensión del Derecho y la sistematización

25
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

del Ordenamiento Jurídico: un objetivo científico, por tanto, ya que


así es como va progresando la ciencia jurídica; y, por otro lado, no
menos importante, facilita el manejo del Derecho, es decir, la ejecu-
ción, aplicación y cumplimiento de las normas. Dos procesos que, acu-
mulándose, terminan incidiendo en la existencia y operatividad del
Derecho. La Razón Jurídica, que inicialmente nace como una facultad
individual y subjetiva, tiende inevitablemente a objetivizarse mediante
la acumulación y homogeneización de sus resultados en un bloque co-
lectivo dominante y termina trascendiendo de sí misma para incidir en
la vida real del Ordenamiento Jurídico.
La Razón Jurídica controla el Derecho que ella ha contribuido a crear,
verifica si cumple los objetivos previstos, si está adaptado a las circuns-
tancias existentes en el momento de su nacimiento y si evoluciona en la
misma dirección y con el mismo ritmo que ellas. En su más puro sentido
hegeliano es un motor de funcionamiento constante pero al tiempo inteli-
gente y autorreflexivo. Porque no sólo examina el Derecho tal como está
operando en la vida social sino que examina también cómo ella misma
está operando sobre el Derecho. Tal es su peculiaridad más notable, como
un piloto que se autorregula y autoajusta: una actividad tanto más nece-
saria cuanto que, como humana que es, adolece de graves deficiencias.
Las fuerzas sociales y el Poder político crean ciertamente el Derecho;
pero el funcionamiento de éste está condicionado y controlado por la
Razón Jurídica, que le orienta de varios modos.
En primer lugar con unas reglas técnicas convencionales, que jerar-
quizan y articulan las diferentes clases de normas, que establecen los
criterios de su interpretación y aplicación y fijan las consecuencias reales
de su cumplimiento e incumplimiento. Por cierto que lo sorprendente
aquí es que el núcleo originario de la Razón Jurídica no es jurídico, puesto
que, como ya se ha dicho más atrás, se sirve de la gramática, la lógica, la
eficacia, la razonabilidad y, sobre todo, la experiencia.
La Razón Jurídica es el horno donde se fusionan todos estos ele-
mentos para convertirlos en una herramienta jurídica trabados por la
experiencia y con el marchamo final de la Justicia.
Actualmente lo que anida predominantemente en la Razón Jurídica
son dogmas técnicos de índole jurídica, recibidos en parte del Derecho
romano posclásico y reelaborados en el siglo xix por los exégetas fran-
ceses y, más refinadamente, por la pandectística alemana: un lugar extra-
terrestre poblado por conceptos fantasmales como terminó confesando
Ihering. Y junto a ellos dogmas ideológicos que, en cuanto «creencias»
orteguianas, no necesitan justificación ni aceptan la crítica.
Muchos de ellos son principios ideológicos en estado puro («más vale

26
INTRODUCCIÓN: LA RAZÓN JURÍDICA

absolver a cien culpables que condenar a un inocente»: que suelen alegar


los abogados de moda y que vale tanto como su contrario esgrimido por
Dolores Ibarruri para sostener la legalidad de los procesos del POUM de
1938: «Más vale condenar a cien inocentes que absolver a un culpable»),
otros culturales (criminalización de los actos contra natura o tolerancia de
los homicidios por motivo de adulterio), otros económicos (en defensa de
la libertad de mercado), otros jurídicos (sacralización de las formas) bien
sea por invocaciones abstractas de Justicia («dar a cada uno lo suyo») o
por trascripción de viejos aforismos romanos descontextualizados (quod
ab initio vitiosum est non potest tracto temporis convalescere). Lo asom-
broso, en definitiva, es que el Derecho se oriente, interprete y aplique o
bien con técnicas no jurídicas (según acaba de apuntarse más arriba) o
por impulso de unas creencias no racionales —cabalmente porque son
creencias no sometidas a juicio ni a duda— y ordinariamente no jurídicas.
Apurando las cosas, a la Razón Jurídica corresponde no sólo orien-
tar el Ordenamiento Jurídico vigente (según se está diciendo) sino en
último extremo indagar el sentido que tiene —o debiera tener— en cada
momento histórico, que no puede ser siempre el mismo. Las leyes cam-
bian con rapidez y con ellas el contenido concreto del Derecho; pero
también cambia, aunque sea a distinto ritmo, la función del Derecho, es
decir, lo que la Sociedad espera de él.
Pues bien, si las construcciones jurídicas reflejo de la voluntad es-
tatal no consiguen modificar la realidad y si queremos que unas y otra
dejen de correr paralelas sin juntarse nunca, no hay otro camino que el
de adaptar el sistema jurídico a la realidad y no a la inversa, como había
intentado el iuspositivismo. La recuperación de la unidad perdida exige,
por tanto, una rectificación del sistema: una nueva idea del Derecho,
elaborada desde la realidad. Si la montaña no quiere ir hasta el profeta,
tendrá éste que abandonar su orgullo y olvidarse de muchos dogmas
para poder así desplazarse —sin cargas inútiles y con los ojos bien abier-
tos— hasta la montaña.
Lo más interesante, con todo, de la Razón Jurídica es que, además
de la función orientativa, realiza una segunda función capital —la críti-
ca— cuyo desarrollo bien merece un epígrafe aparte.

La Razón Jurídica crítica

La Razón Jurídica ha de ser, ante todo, crítica, puesto que es ésta la cua-
lidad que da sentido a la autorreflexión. El ser humano, según apuntó
ya Kant, es un «animal crítico», ya que sin la crítica —y la autocríti-

27
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

ca— estaría a merced de las fuerzas naturales y de sus propios impulsos.


La crítica de la Razón Jurídica se realiza —y no es un juego de pala-
bras— por una Razón Jurídica crítica que se manifiesta en dos vertien-
tes: una externa que se refiere al Derecho, y otra interna o autocrítica,
cuyo objeto es ella misma.
La crítica del Derecho es una actividad esencial porque la condición
instrumental de éste —su sumisión al Poder político— le hace singular-
mente vulnerable, cómplice podría decirse, de toda clase de desvaríos
y obliga, por tanto, a una atención permanente, que no siempre se da.
La «maldad» humana no suele actuar al descubierto sino que gusta de
enmascararse con protecciones religiosas o jurídicas. Cuando un pueblo
conquista a otro, termina legitimándose de alguna manera; cuando una
clase domina a otra, tiende a justificarse en razones de Justicia y en todo
caso adormeciendo su conciencia con las «fórmulas políticas» que ya
conocemos. Las religiones y las morales más estrictas han admitido con
toda naturalidad la esclavitud, la expoliación de los pueblos, las guerras
de conquista y la miseria de los conciudadanos. El Derecho ha cubierto
siempre —y seguirá haciéndolo— todos los horrores imaginables. El en-
juiciamiento de los crímenes de guerra es una potestad que corresponde
exclusivamente a los vencedores, ya que los únicos que los cometen son
los vencidos.
Cuando la Razón Jurídica cierra los ojos ante estos fenómenos y
calla, es infiel a sí misma porque si las servidumbres del Derecho son
inevitables, y hasta conformes con su naturaleza, la Razón Jurídica debe
ser libre, crítica y, por ende, autocrítica, vigilante de sus carencias. Ha
de estar muy atenta porque, de no ser así, tiende a ser conformista en
lo sustancial y autocomplaciente con sus técnicas. La Razón Jurídica
dogmática e indiferente, a gusto consigo misma, no tolera que se ponga
en duda la feliz armonía que reina entre el Derecho y el Poder que tanto
beneficia a los juristas y a los políticos.
Todas las críticas, en fin, resultan incómodas. La crítica de la Razón
Jurídica actúa como la espada de Pizarro trazando una raya en la arena y
forzando a los hombres a colocarse en un lado o en otro de ella: o hacia
la aventura o a continuar descansando. La crítica de la Razón Jurídica
obliga al jurista a tomar partido sobre ciertas cuestiones que ya no pue-
de seguir ignorando como, entre otras muchas, las que se denuncian y
analizan en estas páginas. El mejor ejemplo histórico de noble ejercicio
de la Razón crítica es el conocido caso de sir Edward Coke cuando en
1612 se opuso a las pretensiones judiciales del monarca con las siguien-
tes palabras: «Las causas concernientes a la vida, la herencia, los bienes
y la fortuna de los vasallos no se deciden según la ley natural sino por la

28
INTRODUCCIÓN: LA RAZÓN JURÍDICA

Razón y la lógica convencional de las leyes, que es un arte que requiere


muchos estudios y mucha experiencia antes de que un hombre pueda
decir que le conoce».
Tal como reza su título conviene adelantar que en la presente obra
lo que se desarrolla con detalle es la vertiente autocrítica de la Razón
Jurídica, no la crítica que hace ésta del Derecho o, por decirlo con otras
palabras, la crítica que hace la Razón Jurídica recta a la Razón Jurídica
desviada. Se trata, en definitiva, de continuar un género literario que
viene de muy lejos, puesto que se remonta al Antitribonianus (1567) de
Francesco Holtman y que encontró su mejor expresión en Dei defetti
della giurisprudenza (1742) de Muratori.
Sin olvidar, desde luego, que el ejercicio de una actividad crítica
provoca indefectiblemente reacciones de rechazo que no suelen ser
agradables para los autores (recuérdese que a Holtman le contestó de
inmediato Alberico Gentile, y a Muratori, Francesco Rapolla). Por lo
pronto se tiende a imputarles el error absoluto y, cuando se trata de
hechos inconcusos y verificables, se les imputa error en su valoración o,
al menos, unilateralidad exagerada y generalización indebida de fenó-
menos marginales y excepcionales de un sistema que puede autocorre-
girse por sí mismo. En el mejor de los casos el crítico es tenido como un
provocador, y si es inevitable tener que escucharle porque se ha ganado
una autoridad reconocida en otras facetas de la disciplina, se le concede
una desdeñosa «libertad de bufón» («cosas de Fulano»: Narrenfreiheit)
con la que se le deslegitima aunque diga verdades como puños. Lo más
llamativo, con todo, es que a los críticos no se les contesta ni se discute
con ellos (quizás porque de ordinario no hay argumentos concretos que
oponerles) y la respuesta habitual es la condena genérica por hetero-
doxia o, más eficazmente todavía, el silencio total y, por supuesto, el
impedirles en lo posible el acceso a los medios de comunicación para
que su voz no llegue muy lejos. De aquí que el jurista crítico precise de
la energía del autor anónimo de las Exceptiones Petri cuando a princi-
pios del siglo xii declaraba, no sin cierta arrogancia, que si quid inutile,
ruptum equitative contrarium in legibus reperitur, nostris pedibus sub-
calcamus (estamos dispuestos a pisotear lo que encontremos en las leyes
que sea inútil, corruptor y contrario a la equidad).

La Razón Jurídica recta y la desviada

Hay Razones Jurídicas de la más variada índole. Razón Jurídica mansa


que sigue fielmente las instrucciones del Poder y Razón Jurídica crítica

29
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

que es la más genuina. Ahora bien, la mansedumbre (o conformismo)


y la crítica no se refieren sólo al Poder político sino también (y qui-
zás más todavía) al peso de la tradición o de la opinión de la mayoría
dominante. Con el número y con los años la Razón Jurídica disidente
termina consolidándose, haciéndose dominante, y arrastra a los juristas
gregarios, que gustan de caminar en bandadas. En palabras de Castillo
de Bovadilla, «la costumbre ordinaria de los doctores, que como ovejas
y grullas siguen a los delanteros».
En estas páginas se emplea con frecuencia la dicotomía Razón Jurí-
dica recta versus Razón Jurídica desviada, sosteniendo que la más alta y
más difícil tarea del jurista es la de reconducir al camino recto las desvia-
ciones que padece actualmente la Razón Jurídica: y tal es cabalmente lo
que se pretende en el libro. Forzoso es reconocer, no obstante, el valor
relativo de estas calificaciones, pues todos creemos estar en el camino
recto y llamamos desviados a los que de él se apartan; pero los «otros»,
a su vez, nos ven a nosotros como desviados. Soy consciente, por tanto,
del subjetivismo de mis valoraciones, aunque procuro adoptar —como
se irá comprobando— los criterios críticos más objetivos posibles.
La Razón Jurídica tiende a ser autocomplaciente consigo misma y
tolerante —o resignada— con los fenómenos exteriores que está contro-
lando. Al cabo de un milenio de subordinación al Poder, ha sido adiestra-
da para aceptar sin crítica el Derecho que éste crea y aplica, tendiendo a
considerarle efectivamente algo ajeno e irremediable, como si del régi-
men de mareas marinas se tratara. De aquí que en el mejor de los casos
sólo aspire a lograr que las cosas funcionen de la mejor manera posible.
Ésta es la Razón Jurídica desviada que cultiva la mayoría de los juristas.
Pero también existe la Razón Jurídica recta, la que se autocritica y
critica a la Razón Jurídica desviada, que se caracteriza, entre otras cosas,
por su indiferencia ante la realidad y ante la historia. La Razón Jurídica
desviada vive, en efecto, fuera de la realidad como consecuencia de dos
cualidades que la caracterizan: el normativismo y la dogmática. Tal como
ha de verse con detalle más adelante, para esta Razón Jurídica única-
mente existen las normas, aunque luego sean clasificadas, sistematizadas
y reelaboradas por la dogmática. En definitiva para ella el Derecho está
formado, pues, por las normas jurídicas estatales generales y abstractas
debidamente tratadas por la dogmática. La realidad no cuenta y lo único
que importan son las leyes y los sistemas normativos.
Los juristas han de ocuparse exclusivamente, por tanto, de las nor-
mas sin preocuparse de lo que suceda fuera de ellas. Estudian, por ejem-
plo, las reglas del proceso, su coherencia interna y sus eventuales con-
tradicciones sin asomarse nunca a la realidad para comprobar si tales

30
INTRODUCCIÓN: LA RAZÓN JURÍDICA

reglas se cumplen o no y pasan por alto el hecho de que las sentencias


tarden en dictarse seis años y no los seis meses que determinan las leyes;
analizan cuidadosamente la legislación fiscal y no comprueban quiénes
pagan y quiénes no pagan los impuestos. La realidad, en suma, es para
ellos cosa de sociólogos o de historiadores, no de juristas.
A lo largo del libro, capítulo tras capítulo, se ha de ir viendo la
condición autista de la Razón Jurídica desviada, que vive con absoluta
indiferencia por lo que sucede en el mundo. El autismo de la Razón
Jurídica se coronó con el método jurídico, exaltación de un Derecho
«puro» en el que no tienen cabida esos elementos reales que podrían
servir de puente de contacto con la realidad. La Razón Jurídica prefiere
vivir cómodamente en su aislamiento para no tener que padecer así con-
trastes o verificaciones externas. Opera con reglas abstractas como las
del ajedrez sin tener que explicar ni justificar por qué los alfiles corren
oblicuamente y los caballos a saltos: lo importante es atenerse a las re-
glas existentes. Por eso los juristas, al igual que los ajedrecistas, rechazan
con displicencia las críticas que proceden de la realidad. Nada importa,
en efecto, que los cuadrúpedos no caminen por el campo dando saltos
imposibles en ángulo recto: eso es la realidad, no el ajedrez. Nada im-
porta que los procesos se arrastren durante cinco o diez años: eso es la
realidad, no el Derecho, cuyas leyes de enjuiciamiento miden los plazos
por breves semanas o días.
El Derecho es, por otra parte, un fenómeno histórico: el comporta-
miento de una sociedad determinada en un tiempo determinado. Esto lo
saben bien los juristas por su experiencia personal y por la información
documentada que proporcionan los historiadores. Lo curioso del caso,
sin embargo, es que un dato tan evidente no suele ser tenido en cuenta
por una Razón Jurídica desviada que tiende a comprender el Derecho
como algo fuera del tiempo. En las sociedades primitivas por la convic-
ción de que el Derecho era lo heredado, lo practicado por los antepasa-
dos, que no tenía otra justificación que su propia existencia. En la actua-
lidad —y ya desde la baja Edad Media— por la formalización dogmática
de lo jurídico. El dogmatismo es la negación deliberada de la historicidad
habida cuenta de que los dogmas están por encima del tiempo (y de la
realidad) como el teorema de Pitágoras es válido en cualquier galaxia e
incluso independiente de la aparición del mundo y de los seres inteli-
gentes. El concepto de la propiedad o de la permuta debe valer conse-
cuentemente en todos los tiempos, lugares y pueblos, como soñaban los
ilustrados, los revolucionarios franceses y los iusnaturalistas en general.
Cuando la Razón Jurídica toma conciencia histórica pierde su arro-
gancia y se percata de la fugacidad del Derecho que está analizando, es

31
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

decir, del Derecho propio de la cultura llamada occidental surgida en


un breve «parpadeo secular». ¿Qué tiene que ver este Derecho con el
islámico, el chino o el hindú? El europeocentrismo es intelectualmente
explicable desde luego, pero sus consecuencias resultan a veces grotes-
cas cuando desembocan en el océano universal del tiempo y del planeta.
No parece, por tanto, que el nuestro sea el Derecho por antonomasia, el
único quizás, ni es seguro que superviva al paso de varias generaciones.
Conste, por lo demás, que la desviación de la Razón Jurídica no
implica necesariamente deshonestidad personal alguna por parte de los
miembros de la corporación de juristas, dado que —como ya apuntó el
propio Hegel— la Razón es «astuta» y su secreto consiste en cegar a los
interesados para que así no puedan percibir las enormidades que están
cometiendo o provocando. En este caso la ceguera supone una ade-
cuada de-formación. El jurista debidamente de-formado en la Facultad
y por la práctica es incapaz de tomar conciencia de sus desviaciones.
Piénsese que los monasterios más virtuosos poseían esclavos, que los
santos más eminentes aprobaban las torturas procesales, que los pre-
dicadores más célebres hacían apología de las guerras de exterminio y
que los confesores más rígidos perdonaban sin penitencia los adulterios
y prevaricaciones de sus dirigidos cuando eran nobles o reyes. Nadie
puede saltar más allá de su sombra ni ver más allá de lo que alcanza su
vista. El jurista vive cómodo dentro de una Razón Jurídica desviada y
no siente amenazada su honestidad profesional, ya que es incapaz de
conocer la Razón Jurídica recta.

Un sistema desviado y no desviaciones de un sistema

No puede pasarse por alto, en fin, una última cuestión importante por
sí misma, pero más todavía por la recurrencia con que aparece en todas
las denuncias y polémicas. Me refiero con ella al hecho de que cuando
se constata la presencia de un fenómeno desviado e incluso perverso,
unos afirman que se trata de alguna excepción del sistema que no empa-
ña la bondad de éste, mientras que otros entienden que la aparición, y
más si es frecuente, de la anomalía afecta al propio sistema y no es algo
«colateral», y mucho menos ajeno a él.
La indiferencia ante la realidad no significa, ni mucho menos, igno-
rancia de la misma. Los juristas son de ordinario prácticos experimen-
tados que saben de sobra lo que pasa en el mundo: entre otras cosas,
que la defraudación fiscal es ingente, que buena parte de los delitos y
la mayor parte de las infracciones quedan impunes, que el urbanismo

32
INTRODUCCIÓN: LA RAZÓN JURÍDICA

se desarrolla a espaldas de la ley, que los procesos se alargan desme-


suradamente. Ahora bien, para ellos estos hechos no tienen relevancia
jurídica de peso, puesto que los consideran como simples anomalías o
desviaciones de carácter excepcional que no afectan al sistema, ya que
todos han de padecer inevitablemente excepciones y a lo que hay que
atenerse es al sistema, no a la excepción, al modelo, y no a sus eventua-
les desviaciones, en cuyo estudio no vale la pena perder el tiempo. De
aquí que sin negar su existencia real (pues ello significaría ignorancia
imperdonable) las pasan por alto entendiendo que, en cuanto meras dis-
funciones ocasionales e inevitables del sistema, no son importantes y
mucho menos trascendentes.
La Razón Jurídica recta afirma, por el contrario, que se trata de
algo mucho más grave porque no son simples desviaciones ocasionales e
inevitables de un sistema más o menos perfecto sino que forman parte
de él en cuanto que éste las tiene previstas y no hace nada por evitarlas;
o peor aún: que es él quien las provoca. Lo que significa que son conse-
cuencias naturales de un sistema desviado que las genera. Para hacer una
afirmación tan rotunda me apoyo yo en la siguiente elemental reflexión:
si se tratara de desviaciones ocasionales e imprevistas, el sistema tendría
que reaccionar contra ellas para eliminarlas en la medida de lo posi-
ble; y únicamente si tal hiciera, podría creerse en su honestidad. Ahora
bien, éste no es nuestro caso, puesto que las anomalías son conocidas y
denunciadas y nada se hace para evitarlas, y a lo más que se llega es a
intentar disimularlas o, todo lo más, a sancionar alguna con intenciones
meramente testimoniales y ejemplificantes: con lo cual el sistema es, en
mi opinión, el autor, sea por acción o por omisión, ya que tiene prevista
su aparición, sabe que son consecuencias del modelo y no hace nada
por evitarlas.
Por otro lado, la tesis de la excepción no resiste una prueba de orden
cuantitativo. Porque si las desviaciones fueran raras, ocasionales, podría
hablarse ciertamente de excepciones. Pero si son habituales, si de hecho
son las reglas, no es de recibo la tesis. No se puede hablar de excepciones
del régimen urbanístico cuando cuesta trabajo encontrar un municipio
en el que se cumplan sus disposiciones legales; no se puede hablar de
excepciones del régimen judicial, cuando pueden contarse con los de-
dos de una mano los procesos en que se cumplen fielmente los trámites
legales y las sentencias se dictan y ejecutan dentro de plazo. Aquí no es
posible hablar de anomalías ni de disfunciones porque es el sistema el
que está desviado.
La tesis de la excepción tampoco supera la prueba cualitativa. Por-
que hay reglas y leyes que no admiten excepciones. El día en que las

33
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

piedras vuelen habrá que revisar la ley de la gravedad y no encogerse


de hombros ante tan formidable acontecimiento. El dato de la pasivi-
dad ante la exigencia de corrección (antes apuntado) es significativo al
respecto. Si se constata que las sentencias (políticamente contaminadas)
pueden ser previstas y anunciadas antes de que se conozca su conteni-
do, ello prueba por sí mismo que los jueces no son independientes. Y
bastaría que sucediera una sola vez —y no como ahora, que es un hecho
habitual— para que el sistema tuviera que ser corregido.
Por estas razones en el libro se habla de sistemas desviados y se llama
Razón Jurídica desviada a la que los justifica y no de meras excepciones
o desviaciones fácilmente corregibles sin otro trabajo que encajarlas en
la horma del modelo. Por eso es tan grave la situación del Derecho espa-
ñol: porque se niega a reconocer dónde están las causas.
En este punto me estoy apartando deliberadamente de la postura
de Luis Martín Rebollo (en su «Introducción General» a las Leyes Ad-
ministrativas), para quien «el estudio del Derecho es un poco como en
Medicina el estudio de la fisiología que se dedica a conocer y a estudiar
las funciones orgánicas, cómo debe funcionar —se podría decir— el
cuerpo humano sano [...] Pero así como a nadie se le ocurre denostar
a la Medicina —a la anatomía y a la fisiología— porque su estudio no
evita las enfermedades, así también es pueril renegar del Derecho y de-
cir que no sirve para nada porque no sea un instrumento mágico capaz
de erradicar por sí solo todas las patologías y corruptelas sociales [...] El
estudiante, como el ciudadano, no puede desconocer las disfunciones
e insuficiencias del Derecho. Pero tampoco puede o debe escudarse en
ellas para desconocer el fenómeno social y cultural que es el Derecho».
Esto es correcto, desde luego, en lo que se refiere a los objetivos
del estudiante (que es ciertamente a quien se dedican las líneas citadas),
pero no puede pasarse por alto una diferencia esencial: la anatomía y la
fisiología son ciencias de la naturaleza que únicamente pretenden enten-
der y describir cómo funciona ésta mas no interfieren en ella; mientras
que el Derecho es una ciencia social dirigida no sólo a entender sino,
además y fundamentalmente, a intervenir en las relaciones sociales.
Y aquí está el nudo de la cuestión. Porque la anatomía y la fisiología
podrán ser correctas o incorrectas pero difícilmente perjudiciales, ya
que el organismo humano nunca intenta adaptarse a las reglas que en
ellas se exponen. Con el Derecho, sin embargo, las consecuencias de
una ley o de un sistema perversos pueden ser deletéreas, ya que defor-
man los comportamientos humanos. Un sistema tributario riguroso e
implacable fomenta por sí mismo la defraudación fiscal; un sistema
rígido de control de productos provoca inevitablemente la aparición

34
INTRODUCCIÓN: LA RAZÓN JURÍDICA

de mercados negros; el dirigismo y el intervencionismo oficiales van


siempre acompañados por la corrupción; los sueldos insuficientes de
los funcionarios explican los cohechos generalizados de la misma ma-
nera que la impunidad explica, sin más, la prevaricación. El serrín, en
una palabra, no es una anomalía del aserradero sino una consecuencia
necesaria del serrar y cuanto peor sean las sierras mayor cantidad de
serrín se producirá.
La trascendencia de este dilema salta a la vista. Porque quienes
entienden que las disfunciones son meras anomalías excepcionales de
un sistema correcto no podrán aceptar, lógicamente, la crítica que en
este libro se realiza contra el sistema y, mucho menos, la descalificación
global de éste. Aunque hay otras consecuencias aún más importantes, a
saber: para ellos la reforma es posible sin otro esfuerzo que el de atacar
las deficiencias ocasionales del sistema, remediando una por una sus dis-
funciones; mientras que los que opinen como yo, habrán de considerar
que estas reformas son insuficientes y colocarán el sistema en su pun-
to de mira, sin contentarse con podas superficiales ni paños calientes.

Parábola de la Secretaria de Estado

Para ilustrar el alcance de la Razón Jurídica desviada puede servirnos la


siguiente parábola que se basa en un hecho real.
Hace no muchos años a lo largo de una conferencia tuvo ocasión el
autor de este libro de demostrar la dependencia política del Tribunal de
Cuentas apoyándose en el sistema de designación de sus miembros, en
las negociaciones y compromisos de los partidos en las propuestas de
sus nombramientos y en una estadística de sus acuerdos en la que apare-
cía que en los asuntos importantes las votaciones reflejaban la existencia
de bloques políticos, habida cuenta de que en los asuntos importantes
siempre tenían igual opinión quienes habían sido propuestos por el mis-
mo partido.
Esto es un hecho notorio que nadie se atreve a negar, hasta tal punto
que en la prensa se anuncia con antelación —y nunca se equivoca—
quiénes van a votar en un sentido o en otro; y por ello en el coloquio
no se discutió este punto sino el de si se trataba de una mera anomalía
excepcional de un sistema bueno, como afirmaban algunos asistentes, o
si, por el contrario, se trataba de una característica estructural (intrasis-
témica), como sostenía el conferenciante, habida cuenta de que lo de-
nunciado era consecuencia previsible, e incluso inevitable, del régimen
legal de nombramientos.

35
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Pero en estos momentos lo que interesa es otra cosa: la intervención


de una asistente ilustre (a la sazón Secretaria de Estado, luego Ministra
y actualmente Consejera de una Comunidad Autónoma), es decir, re-
presentante del pensamiento oficial. Pues bien, dicha señora reprochó
al conferenciante el pecado de no haberse leído siquiera («a pesar de
ser catedrático de Derecho Administrativo») el artículo 30.2 de la ley
del Tribunal de Cuentas en el que bien claro se dice que «los consejeros
de cuentas del Tribunal son independientes». «Pues si esto dice la ley
—argumentó la interpelante—, ¿a quién vamos a creer: a una ley demo-
crática y constitucional o a los comentarios de un profesor resentido?
Nótese que la ley dice que son independientes; no que deben serlo o que
procurarán serlo. Luego si así lo dice la ley es que lo son y no hay más
que discutir, salvo que queramos nosotros salirnos de la ley: lo que no
nos corresponde. Y más todavía —concluyó—: en el hipotético caso de
que un consejero no obrara de acuerdo con las reglas de la técnica sino
con las instrucciones del partido, sería un prevaricador y un delincuente
al que los tribunales se encargarían de despojar del cargo: algo que no
ha sucedido nunca».
Éste es el mejor y más sencillo ejemplo de la Razón Jurídica desvia-
da: el Derecho empieza y termina en la ley, lo que puede haber detrás
de ella no interesa y la realidad que la contradiga no debe ser tomada en
cuenta. ¡Peor para la realidad!

La situación en España: una herencia agobiante

Mirando el pasado a vista de pájaro se tiene la sensación de que las ideas


se van sucediendo las unas a las otras, de tal manera que las posteriores
desplazan a las anteriores: a la escolástica siguió el humanismo, a éste
el racionalismo, que dio paso, a su vez, al iuspositivismo y más tarde al
realismo. De hecho, sin embargo, la evolución jurídica no es tan sim-
ple, puesto que las ideas no desaparecen con el advenimiento de otras
nuevas sino que sobreviven y, por ende, terminan conviviendo en una
acumulación que tanto desconcierta. A todo lo más puede hablarse de
ideas dominantes: lo que en cada momento histórico puede considerar-
se la Razón Jurídica.
Los juristas españoles de hoy viven agobiados por el peso de una
herencia maldita —el positivismo legalista— que todavía se mantiene en
una época de leyes devaluadas y de superación absoluta del positivismo
metodológico en todas las demás ciencias. En una sociedad de evolu-

36
INTRODUCCIÓN: LA RAZÓN JURÍDICA

ción vertiginosa sólo la Teología y el Derecho se han enrocado en una


posición inmovilista.
A lo largo de este libro hemos de ir viendo el deterioro de las le-
yes, la transformación de todas las normas jurídicas y descubriendo al
tiempo las falacias y contradicciones de la teoría dominante: la de los
cánones hermenéuticos, la del contenido imperativo de las leyes, la de
la jerarquía normativa, la del Legislador sabio y omnicomprensivo, la
de la eficacia de las leyes, la de la dependencia del juez de la ley, la de la
solución correcta única, la de la seguridad jurídica, la de la igualdad y
tantas otras. Hemos de ver también cómo las cosas no funcionan real-
mente en el surco literal de las normas según saben todos los juristas y
percibe, aunque sea confusamente, el hombre de la calle. Una Razón
Jurídica, en suma, desgarrada, incongruente, anacrónica, inútil cuando
no perjudicial, en la que se acumulan sin orden ni concierto conceptos
heterogéneos provenientes de diversos naufragios culturales, incapaz de
explicar la realidad de hoy que se empeña en desconocer, e inviable en
un futuro próximo; una veleta ideológica y técnicamente un juego de
palabras y conceptos.
Ante una incongruencia tan evidente cabe preguntarse por las ra-
zones que mueven a los juristas a apretarse la venda y a cerrar los ojos
negándose a ver lo que está sucediendo. Una actitud aparentemente irra-
cional, cierto, pero que tiene «su propia razón» como todas las cosas.
Los árboles mueren de pie y en algunos bosques los troncos secos no
dejan sitio para que crezcan los nuevos.
Hay que aceptar, pues, la supervivencia de las teorías arruinadas
aunque sí conviene reflexionar sobre las causas de que no se abandonen.
Barnes lo ha denunciado: las teorías más inútiles se mantienen mientras
existan y tengan fuerza los intereses individuales y grupales que las han
creado. Una opinión aún más pesimista que la de Max Planck cuando
señaló como condición previa para el progreso un cambio generacional
mínimo: «Una nueva verdad científica no triunfa por medio del conven-
cimiento de sus oponentes, haciéndoles ver la ley, sino más bien porque
dichos oponentes llegan a morir y aparece una nueva generación que
se familiariza con ella». Parece, pues, que es iluso esperar el «triunfo de
la razón» porque los hombres —al menos los intelectuales— no están
dispuestos a dejarse convencer por nada ni por nadie (salvo, natural-
mente, que la conversión a una nueva fe les beneficie personalmente)
y mueren con las mismas creencias que les hicieron respirar durante su
formación. Sobre este punto y en términos acusatorios muy precisos
ha escrito Arthur Koestler (Los sonámbulos, 1959) que «la inercia del
espíritu humano y su resistencia a la innovación se muestran de modo

37
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

más claro no, como pudiera esperarse, en las masas ignorantes —ya que
éstas se arrebatan fácilmente una vez conquistada su imaginación— sino
en los profesionales que tienen intereses creados en la tradición y en el
monopolio de la cultura».
Así es como se explica que, de hecho, en la cultura jurídica espa-
ñola, y pese a la renovación de varias generaciones, aún sigue viva —a
veces enmascarada y a veces con arrogancia descubierta— la teoría del
positivismo legalista con todas sus perversas consecuencias. Hay libros,
en consecuencia, que no pueden ser aceptados por los contemporáneos
del autor y únicamente encuentran lectores receptivos en las generacio-
nes siguientes.
Sea como fuere, esta situación ha provocado una inequívoca es-
quizofrenia a muchos juristas que, dicho sea en términos prosaicos, les
permite «jugar con dos barajas» o, si se quiere, a vivir bajo el signo de
una doble verdad (que en el fondo refleja una doble moral): la que pro-
claman en público, que es a la que ajustan su conducta oficial, y la que
reconocen en privado. Los juristas, como los políticos, se comportan
como actores que dicen unas cosas en el escenario, de las que luego se
distancian —y aun de ellas se burlan— cuando bajan de él.
Pensemos en los profesores. Son de ordinario personas cultas que se
han asomado a la literatura extranjera y que, por lo tanto, saben de so-
bra la obsolescencia universal del positivismo legalista. Más todavía: en
el ejercicio habitual de la abogacía conocen las prácticas de un Derecho
no positivista. Y, sin embargo, en sus lecciones magistrales defienden
rutinariamente esta actitud como si aún vivieran en los tiempos de Man-
resa o Alonso Martínez.
La posición más dramática es, con todo, la de los jueces. Los jueces
para hacer las oposiciones han tenido que memorizar la teoría tradi-
cional del Derecho; pero a la hora de dictar sentencia siguen dos líneas
de actuación absolutamente incompatibles. En unos casos reconocen la
justicia que abona a una de las partes mas no le dan la razón, «porque la
ley es la ley» y hay que respetarla aunque sancione posiciones material-
mente injustas. Ahora bien, en otros casos no vacilan en salirse de ella
—sin llegar a contradecirla desde luego— para, al margen de su letra y
de su espíritu, decidir basándose en argumentos metalegales como son
los de Justicia, razonabilidad, racionalidad o arbitrariedad.
¿Habrá, entonces, alguna posibilidad de liberarse de esta herencia
maldita y, en su caso, de esa manifestación esquizofrénica? La gran lec-
ción de los tiempos posmodernos es la de la convivencia de los dispares.
El jurista actual tiene que aprender a convivir con quienes piensan de
otra manera. Una convivencia no indiferente —ni mucho menos sin-

38
INTRODUCCIÓN: LA RAZÓN JURÍDICA

crética— sino beligerante. El que asume una idea por convicción ha de


defenderla, e incluso tratar de imponerla, pero siempre de forma pon-
derada, puesto que ha de tener conciencia de que ni él ni quienes con
él disputan están en posesión de la verdad absoluta. Esto es así tanto en
Derecho como en todos los ámbitos, hasta en el de las ciencias naturales
tenidas por más «duras».

39
2

EL DERECHO COMO INSTRUMENTO

Cum longobarda non est lex nec ratio, sed est


quoddam ius quod faciebant reges per se.

En la legislación longobarda no hay ni ley ni


Razón; es sencillamente una especie de Derecho
que hacían los reyes de por sí.

(Odofredus, siglo xiii)

El Derecho como instrumento

Cualquiera que sea la perspectiva desde la que se mire y cualquiera que


sea el concepto que de él se tenga, el Derecho desarrolla una función ins-
trumental. A partir de este dato indiscutido puede empezar, pues, a edifi-
carse una teoría plausible del Derecho y a dar sentido a la Razón Jurídica.
El Derecho es un instrumento, un medio, pero ¿al servicio de qué
o de quién? A este propósito la Historia nos ofrece varias respuestas,
aunque en el fondo no demasiadas, ya que todas giran sólo sobre dos
polos y sus innumerables variantes: o bien un valor o bien el Poder.
La fórmula teóricamente más extendida es la axiológica: el Derecho
está al servicio de algún valor superior, como la Justicia, el Orden o el
Bien común. En el extremo opuesto se le coloca al servicio del Poder:
la voluntad del Soberano o la de los representantes del pueblo. Entre
estos dos polos extremos discurre un hilo continuo en el que pueden
irse colocando las demás soluciones que se han ido sucediendo en el
tiempo y en el espacio.

41
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Valores instrumentales de otros superiores

Con la modestia propia e inevitable de una primera aproximación de


mínimos puede afirmarse que el Derecho es, al menos y en todo caso,
un sistema de declaraciones de reconocimiento de valores instrumentales
—un «camino» en su significación etimológica originaria— enderezado
a la consecución de otros valores superiores como Justicia, Orden, Paz,
Progreso y semejantes asumidos por el Poder político o por la sociedad
en cada momento histórico y en cada situación concreta. Detrás de cada
ley —e incluso detrás de cada uno de sus artículos— hay un valor que
se reconoce y protege o un desvalor que se rechaza. Y lo mismo sucede
en cada sentencia y en cada acto jurídico, donde puede comprobar-
se, además, que no siempre coinciden los valores proclamados en las
normas con los que se siguen en sus actos concretos de aplicación y
cumplimiento.
Desde un punto de vista finalista todos los valores están vinculados
entre sí en una relación jerárquica que, en uno o varios escalones, va de
lo más concreto a lo más general. El comprador debe pagar al vendedor
el precio de la cosa vendida (art. 1.500 código civil) para compensarle
de lo que ha entregado, para facilitar el tráfico económico y para, en
último extremo, garantizar la justicia de las relaciones sociales. Las leyes
administrativas prohíben fumar en determinados lugares en beneficio
de la salud pública y en otras normas se regula la concesión de subven-
ciones a empresas que creen empleo para así robustecer la economía y
mejorar las condiciones del mercado de trabajo. En definitiva, Justicia,
Salud Pública, Economía y Empleo son, entre otros, valores superiores
a cuyo servicio está el Derecho con sus normas jurídicas.
Vistas así las cosas, aparece la ley como una norma que regula las
relaciones sociales inspirándose en unos valores subordinados a otros
superiores a cuya realización pretende contribuir. Una afirmación apa-
rentemente obvia —puesto que se repite machaconamente por legis-
ladores y jueces— y que, de ser cierta, resultaría trascendental tanto
teórica como prácticamente, puesto que nos permitiría deducir que una
norma que no es fiel a los valores superiores que proclama servir, no
es admisible, y en consecuencia debiera establecerse un mecanismo que
permitiese controlar desde fuera esa discordancia con los valores supe-
riores y así declararlo invalidando la norma infiel.
He aquí, en suma, que en el primer paso del análisis ya nos hemos
encontrado con un dato (un sistema de valores eslabonados) que legiti-
ma a las normas jurídicas pero que, al tiempo, sirve para controlarlas:
una norma no legitimada por un valor superior es vulnerable y quizás

42
EL DERECHO COMO I N S T RU M E N TO

inválida. Por decirlo con las viejas palabras (siglo xiv) de Luca de Penna,
cum voluntas principis ab aequitate, justitia aut ratione, non est lex
(cuando la voluntad del príncipe se aparta de la equidad, de la justicia
o de la razón, no es ley).
Por otra parte, la constatación de este dato nos ha introducido con
cierta brusquedad en uno de los problemas capitales del libro: con el
Derecho se ordena y controla la sociedad; pero el Derecho debe ser con-
trolado, a su vez, desde los valores superiores a cuyo servicio está. Las
normas jurídicas (el Legislativo estatal, digamos en trazos gruesos) orde-
nan y controlan la sociedad mientras que ellas son controladas, a su vez,
por los jueces y juristas. Lo cual significa que dentro del Derecho operan,
entre otros, varios elementos: las normas, los valores, los actos de con-
trol de aquéllas sobre éstos y, en fin, los órganos y personas que realizan
tal control. Por tanto, a la hora de analizar un sistema jurídico, resulta
imprescindible examinar si estos elementos diferenciados cumplen ho-
nestamente su papel de control o si, por el contrario, debidamente mani-
pulados por el Poder político o por otras fuerzas, se abstienen de hacerlo
para aceptar acríticamente las leyes sin preocuparse de su contenido.
En definitiva, de una verificación empírica indiscutida (la instrumen-
tación normativa de valores) hemos inferido lógicamente una consecuen-
cia teórica (el valor superior sirve para controlar la validez de la norma
instrumental). Ahora bien, este principio lógicamente impecable ¿se
traduce necesariamente en la realidad? De esto ya no podemos estar tan
seguros porque en ocasiones no existe garantía alguna de que ese control
axiológico material pueda hacerse efectivo; y, además, porque tampoco
es siempre factible identificar sin dudas el valor superior potencialmente
controlante. No todas las leyes son explícitas sobre todo cuando se trata
de valores muy generales —como la Justicia, el Orden, el Progreso—,
pues entonces lo que se gana en amplitud se pierde en precisión.

El relativismo axiológico

La dificultad estriba fundamentalmente en la circunstancia de que la


existencia, contenido y jerarquía de esos llamados valores superiores
sólo es perceptible de una manera personal e intuitiva, dado que cada
uno tiene su propia idea sobre ellos, cuya exactitud no puede demostrar
a los demás observadores (lo que se llama «relativismo de valores» o
«relativismo axiológico»). Nadie sabe de cierto lo que es la Justicia y, en
consecuencia, las opiniones se dividen a la hora de establecer si es más o
menos justo tasar el importe de los arrendamientos de viviendas o dejar

43
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

que sea el mercado el que los fije libremente. ¿Es justo tratar igual a los
hombres y a las mujeres?, ¿deben ser los impuestos proporcionales a la
riqueza o progresivos?, ¿puede haber diferencia entre las prestaciones
sanitarias de los catalanes y de los gallegos? La importancia que cada
uno da a un valor es cosa personal suya y no puede pretender imponer
su criterio a los demás. Estamos, pues, en el corazón del relativismo
axiológico que inevitablemente abre la posibilidad de que con el tiempo
cambien los valores socialmente admitidos y se provoque la pérdida
de sentido de las leyes que protegían a los que se han vuelto obsoletos.
¿Qué valor superior se protegía con la tipificación del delito de sodo-
mía? Lo que ayer estaba rigurosamente prohibido hoy está permitido
o, mejor aún, es legalmente irrelevante. La sociedad mantiene valores
muy viejos al tiempo que abandona otros que parecían inconmovibles.
Aceptando que los valores son imprescindibles en la Sociedad y en el
Derecho, forzoso es reconocer que —por causa de su inevitable subje-
tividad— constituyen una fuente constante de conflictos. Piénsese en el
distinto valor que tiene la propiedad para un rico o para un mendigo; o
la religión para un agnóstico o para un fundamentalista. No se discute
el valor de la igualdad; pero conviene tener siempre presente la amarga
ironía de A. France cuando hablaba de «la majestuosa igualdad de las
leyes que prohíben tanto al rico como al pobre dormir bajo los puentes,
mendigar en las calles y robar pan». Y no se trata sólo de eso: es que
individualmente y en el fuero interno pueden rechazarse valores oficia-
les recogidos externamente en la política y en las leyes, como el medio
ambiente, la planificación urbanística, la monarquía y la democracia.
Ante esta pluralidad de sentimientos y de opiniones, el Derecho,
dando por supuesta —o reconociendo de forma expresa— la existencia
y primacía de algunos de ellos, establece mecanismos para su imposi-
ción y realización. En este sentido podría decirse que el Derecho es el
desarrollo técnico concreto de valores políticamente asumidos (nótese
que no se dice «socialmente asumidos»). Una afirmación teoréticamente
esencial pero que habrá que manejar con sumo cuidado, ya que, hablan-
do de valores, toda precaución es poca.
Insistiendo en lo que ya se ha apuntado, ninguna duda ofrece que los
valores están vinculados entre sí en una relación finalista o de subordi-
nación. La prohibición de fumar está al servicio del valor superior de la
salud. Pero la articulación de la escala ofrece, al menos, dos dificultades.
La primera de ellas es la eventual contradicción de valores superiores
entre sí; porque la conservación forzosa de la salud puede ser incompa-
tible con la libertad de disposición sobre el cuerpo propio y no sabemos
cuál de ellos ha de prevalecer. La contradicción de dos valores simultá-

44
EL DERECHO COMO I N S T RU M E N TO

neamente válidos es habitual y no hay modo de superarla en términos


generales. Ante una publicación escandalosa, ¿qué ha de prevalecer: el
valor de la intimidad o el de la libre expresión? La segunda dificultad es
todavía más complicada al referirse al valor último, dado que no es se-
guro ni mucho menos que existan valores últimos, universales, incontes-
tables que inicien la escala. Así suele tenerse a la vida, por ejemplo. Pero
entonces ¿cómo explicar el aborto, la eutanasia o la pena de muerte?
He aquí, entonces, que el primer enunciado que nos hemos atrevi-
do a hacer (el Derecho es un instrumento de valores), aparentemente
tan sencillo en cuanto que fácilmente verificable en la realidad, nos ha
obligado a asomarnos a un campo —el de la axiología— singularmente
confuso en el que no hay certidumbre posible.
En efecto, el grandioso monumento de la axiología resulta ser peli-
grosamente frágil en razón a su subjetivismo: si cada uno puede apreciar,
y de hecho aprecia, de manera distinta los valores —unos se inclinan
por la Justicia y otros por el Orden, unos se inclinan por la conservación
y otros por el progreso—, ¿cuáles son los valores que deben inspirar al
Derecho? En otras palabras, ¿quién los determina e impone? Una pre-
gunta que a lo largo de la historia ha ido teniendo diferentes respuestas
según el gusto y la ideología de cada autor, sin que en este punto nadie
haya conseguido nunca «convencer» a alguien. En palabras de Holmes
en 1918, «es imposible argumentar sobre preferencias profundamente
arraigadas —es imposible convencer a nadie con argumentos para que
le guste la cerveza— y, cuando las divergencias son lo suficientemente
grandes, solemos preferir matar al otro antes que dejarle con su volun-
tad, [y eso que] según todas las apariencias los argumentos del otro son
tan buenos como los nuestros».
Ahora bien, si la bondad de los valores no puede ser argumentada
convincentemente, sí puede ser impuesta por quien tiene fuerza para
ello: quia nominor leo. De esta forma se ha resuelto el nudo gordiano
milenario porque siempre aparece el titular de un poder dispuesto a
advertir a sus dominados que es él —y solamente él— quien sabe cuáles
son los valores supremos. Un poder, como se habrá notado, exquisi-
tamente hipócrita, dado que no afirma que el Derecho es su voluntad
sino, mucho más modestamente, que es su inteligencia la única capaz de
descubrir los valores que orientan al Derecho.
Parece que hoy todo vale y que la cuestión no está, pues, en la
existencia de valores sino en el reconocimiento de la autoridad que pue-
da definirlos e imponerlos. Por decirlo rudamente, igual da un valor
que otro, y lo que importa es la autoridad que los define e impone.
Es indiferente ya el matrimonio heterosexual que el homosexual, pues

45
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

uno y otro están en manos de un Legislador voluble que no tiene que


rendir cuentas ni a la Biblia ni al Corpus justinianeo por más que estos
dos libros hayan orientado hasta aquí el Ordenamiento Jurídico español.
Hace más de diez años demostré en otro trabajo («La Administración
sirve con objetividad los intereses generales», en Estudios sobre la Cons-
titución española en homenaje al profesor Eduardo García de Enterría,
1991) que el interés general es lo que el Poder político dice que es. Pues
bien, lo mismo sucede con los demás valores, puesto que todos están
en manos del Legislador y, en consecuencia, el Derecho se convierte
en instrumento de una política libre de cualquier limitación axiológica
por más que las leyes aseguren que están al servicio de algún valor. El
Derecho, en suma, está ciertamente al servicio de valores superiores, pero
la determinación de cuáles sean estos valores corresponde al Poder. De
esta manera tan sencilla se nos ha hundido bajo los pies lo que conside-
rábamos la roca firme desde la que podía iniciarse un análisis impecable:
los valores que parecían inspirar el Derecho —y que hasta pretendían
controlarlo— han resultado cañas huecas sujetas a la incertidumbre del
relativismo axiológico y sometidas a las decisiones arbitrarias del Poder.
Al menos así es formalmente, porque la realidad es algo distinta. El
Poder, en efecto, determina en la ley los intereses (y valores) prevalentes
y, además, impone a los órganos del Estado y a los ciudadanos el deber
de atenerse a ellos. Sucede, no obstante, que los jueces en primer térmi-
no, los juristas y los particulares en general no se resignan de ordinario
a acatar tal deber y, sin necesidad de adoptar actitudes frontalmente
rebeldes, se las arreglan para, aprovechando las posibilidades que les
ofrece el sistema jurídico, limitar los efectos de las disposiciones legales
y matizarlas de acuerdo con su propia voluntad e intereses cuando no
coinciden con los del Legislador. En último extremo resulta, por tanto,
que la declaración e imposición de intereses no es obra exclusiva del
Estado —como parece a primera vista— sino fruto de una colabora-
ción con los agentes sociales. Baste ahora con lo dicho en esta primera
aproximación, porque siendo esta idea (la «estructura reticular e inte-
ractiva del Derecho») uno de los ejes fundamentales del libro, sobre ella
se insistirá con detalle más adelante.

Objetivización de los valores: los intereses

Sin perjuicio de lo anterior, existe una posibilidad de eliminar —o, al


menos, de reducir sensiblemente— el subjetivismo, que consiste en des-
plazar el centro de gravedad del problema desde los valores a los inte-

46
EL DERECHO COMO I N S T RU M E N TO

reses. Porque, en el fondo, ni el individuo ni la Sociedad se guían por


valores sino por intereses, aunque con frecuencia se enmascaren con el
nombre sonoro de un valor; y los intereses, si son concretos, se identi-
fican sin duda alguna, puesto que todos creemos lo que nos conviene.
Las cosas, sin embargo, no son tan fáciles y las percepciones más
claras pueden resultar falsas de la misma manera que nuestros sentidos
ven que la Tierra es plana y en realidad es esférica. Los trabajadores
están convencidos de que les conviene un aumento de salarios y luego
vienen los economistas, que les «demuestran» que lo que de veras les
interesa es la contención retributiva porque es el único modo de asegu-
rarles el trabajo.
Además, la incertidumbre aumenta en la medida en que los intereses
se van haciendo más abstractos. El interés de la defensa de la vida se
percibe de manera intuitiva directa; mas ¿qué sucede cuando está en
riesgo el interés de la patria? Dulce et gloriosum est pro patria mori. Por
la independencia de la patria o por su honor (dos conceptos abstractos
refinadamente culturales que nadie puede percibir directamente con sus
sentidos ni por medio de su razón) los ciudadanos sacrifican orgullosos
sus propias vidas. Las posibilidades de adoctrinamiento engañosos no
tienen límites y en la Guerra Europea los pacifistas socialistas de ambos
lados terminaron destrozándose mutuamente con auténtico entusiasmo.
Como se ve, y frente a lo que parecía al principio, también existe un
fuerte relativismo de intereses favorecido por la intoxicación propagan-
dística y el engaño generalizado.
El Derecho liberal derribó los privilegios de la nobleza invocando
los excelsos valores de la igualdad y la libertad, cuando de hecho era
un instrumento de la burguesía, a cuyo servicio descaradamente estaba.
Los códigos civiles decimonónicos prohibieron la investigación de la
paternidad alegando que así defendían la unidad de la familia. Lo cual
era cierto siempre y cuando se entendiese que la familia defendida era la
burguesa, que podría resultar dañada con las pretensiones económicas y
sociales de los hijos del padre (y de una concubina no burguesa) nacidos
fuera del matrimonio. El Derecho urbanístico actual habla de los valo-
res de la ordenación del territorio y del medio ambiente y de hecho está
al servicio de la especulación y de los operadores urbanísticos.
Esto no significa, naturalmente, la negación de la existencia de valo-
res, pero sí una llamada de atención ante el riesgo de manipulaciones. El
analista ha de estar muy atento para precisar cuándo el Derecho es since-
ro y cuándo se deja manipular por unos intereses disfrazados de valores.
Resulta ya obligado, por tanto, rectificar la proposición inicial para,
insistiendo ciertamente en el carácter instrumental del Derecho, matizar

47
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

ahora que puede estar al servicio de valores mas también de intereses


más o menos ocultos a veces dignos y honestos y a veces egoístas y hasta
criminales.
En último extremo nos encontramos, por tanto, en una situación si-
milar a la que veíamos al hablar de los valores: la verdadera cuestión no
estriba ni en la existencia de intereses, ni siquiera en su identificación,
sino en la determinación de quiénes pueden establecer las preferencias:
el interés del soldado o el de la patria, el de los arrendadores o el de los
arrendatarios, el del capital o el del trabajo, el de los hombres o el de
los animales. Y ya sabemos cuál es la respuesta: el Poder político decide,
pues es el que puede establecer las preferencias y, además, el que tiene
mayores facilidades para convencer de que se asuman intereses que no
son propios directamente; aunque por las mismas razones —y tal como
se ha visto antes— los agentes sociales pueden tener convicciones dis-
tintas y defenderlas desde la posición en que se encuentran, poniendo
en entredicho así la fuerza declarativa e imperativa del aparente mono-
polio estatal.

De la axiología a la Razón Política

Lo grave del relativismo axiológico —y de su corolario de la atribución


de la potestad de establecer los valores válidos en una sociedad concre-
ta— no es que conviertan esta cuestión tan capital para la inteligencia
del Derecho en un auténtico laberinto carente de indicaciones válidas
sino que su única salida está ya fuera del Derecho, en el ámbito de la
Razón Política. Porque resulta que el Poder que establece los valores
es tan libre jurídicamente que no tiene que rendir ante nadie cuentas
razonadas en Derecho, habida cuenta de que su único tribunal es de
naturaleza política.
Las Cortes que autorizan el matrimonio homosexual o establecen
una prórroga forzosa de arrendamientos rústicos no pueden fundamen-
tar jurídicamente su decisión. A lo único a que pueden acudir es a razo-
nes sociales o económicas que aquí sonarán, sin embargo, a pretextos y
no a causas. No hay, pues, otra Razón que la política y con esto ya nos
hemos salido del Derecho, al que de esta forma se le niega capacidad
para disponer sobre sus propios fines, y la Razón Jurídica desviada se
encarga de aconsejarle que ni siquiera se pare a reflexionar.
Apurando el discurso podría pensarse, con todo, que la indudable
supremacía del Poder se encuentra atemperada por una autolimitación
que se impone de forma voluntaria, que es cabalmente el Derecho. Una

48
EL DERECHO COMO I N S T RU M E N TO

interpretación plausible que podría formularse así: el Derecho está al


servicio de los valores que le señala libremente el Poder; pero una vez
que éste ha fijado sus reglas, pierde la libertad porque queda limitado
por ellas. A lo largo del libro iremos comprobando, no obstante, hasta
qué punto es admisible esta postura y al tiempo concretando lo que
puede haber detrás de esa ambigua palabra de «Poder».
El Poder no está, pues, controlado por el Derecho —en la medida
en que éste es criatura suya modificable en cualquier momento— sino,
al contrario, es el Derecho quien está controlado por el Poder, cuya
única limitación proviene de la fuerza y acción de los agentes sociales.
Si queremos ser sinceros debemos abandonar el discurso retórico de
las invocaciones al Derecho (y a la Ética, a la Religión y semejantes) y
extender nuestras reflexiones críticas a otros campos. La situación no
puede ser, por tanto, más desasosegadora desde el momento en que
se comprueba que cuando se levantan los velos del Derecho y de los
valores aparece la terrible faz de la Gorgona del Poder.

Regreso de los valores en la Constitución

La tímida reacción iusnaturalista de la posguerra no consiguió cierta-


mente revitalizar los valores jurídicos, confirmando así la impresión de
que estaban definitivamente superados. Y, sin embargo, para conster-
nación de muchos no han tardado en reaparecer, cuestionando así la
radical postura que acaba de ser expuesta.
Por lo pronto conviene no olvidar que no habían desaparecido del
todo, puesto que algunos jueces se habían encargado de conservarlos
piadosamente como una débil llama. Porque los jueces, si son fieles a su
función institucional, al resolver los conflictos concretos pueden apo-
yarse —y ocasionalmente nunca han dejado de hacerlo— en valores que
ellos invocan con la autoridad de ser los que dicen la última palabra. Y
conste que no estoy hablando de los Estados Unidos de Norteamérica
sino también de algunos jueces europeos (empezando por Magnaud)
que a veces se olvidan del positivismo legalista y deciden por valores
subjetivos con los que «retuercen» las leyes y hasta las dejan a un lado
pura y simplemente. En definitiva, al voluntarismo del Príncipe sucede
(ocasionalmente) el voluntarismo, no menos libérrimo, del tribunal de
última instancia que, cuando quiere, impone sin trabas «sus» valores.
Pero conste que ahora no estoy hablando de una mera conservación
casi testimonial sino de un retorno solemne y triunfal de mano de las
constituciones de la posguerra.

49
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

El sistema constitucional ha establecido, en efecto, un criterio de


control material axiológico de las leyes (y de todas las decisiones públi-
cas) basado en los valores y principios positivizados, explícita o implí-
citamente, en la Constitución. Dicho con otras palabras: si necesitamos
un catálogo de valores superiores fijos y hemos desechado el decálogo
bíblico o los repertorios ilustrados de Mably y Filangieri, ahora los te-
nemos en la Constitución, que es a la que las leyes deben rendir cuen-
tas, a cuyo fin se ha arbitrado al tiempo un mecanismo específico, el
Tribunal Constitucional. Sin llegar a poner en duda la validez abstracta
del relativismo axiológico, es el caso que, una vez que la Constitución
se ha pronunciado a favor de unos valores concretos, se disipan las
dudas e imprecisiones, puesto que todos, empezando por los Poderes
públicos, tenemos que atenernos a la lista expresa que aparece en la
Constitución.
En lo que aquí interesa la Constitución ha propiciado, pues, el regre-
so de los valores al Derecho y, además, al positivizar algunos de ellos ha
dado una estabilidad al repertorio axiológico básico que no se conocía
desde el Decálogo bíblico y la consecuencia ha sido un mecanismo de
control de las leyes a las que de nuevo se inserta en una escala de valores
como peldaños intermedios.
He aquí, en suma, que los valores, cómodamente instalados en el
Ordenamiento Jurídico durante siglos, fueron expulsados un día de él,
barridos por la voluntad del Soberano expresada en sus leyes, mas no
para siempre, puesto que ahora algunos han regresado de la mano de
la Constitución y tales valores han arrebatado al Legislador su anterior
soberanía. Hoy el Derecho únicamente está sometido al Poder —o es
instrumento de él— en la medida en que éste obra o decide de acuerdo
con los valores constitucionales superiores.
Éste es el Estado de Derecho, orgullo de la civilización occidental,
cifra de una sociedad moderna y justa. Sucede, sin embargo, que este
modelo aparentemente perfecto (o, al menos y con toda seguridad, el
menos malo de los conocidos) no está en condiciones de resistir una ve-
rificación empírica sincera y ha terminado revelándose como un simple
«tipo ideal», como una construcción intelectual imaginaria, como una
«fórmula política», como una pirueta semántica incluso, según se irá
desarrollando más adelante con todo cuidado.
Cierto es, desde luego, que las constituciones modernas han intenta-
do ordenar el caos y eliminar la arbitrariedad mediante el establecimien-
to de unas reglas de juego, es decir, determinando objetivamente los
valores superiores y delimitando las variantes ideológicas lícitas (todas
las viables en la democracia, pero sólo ellas). Pero era previsible su fra-

50
EL DERECHO COMO I N S T RU M E N TO

caso en lo que se refiere a los valores, habida cuenta de la circunstancia,


ya conocida, de que no son objetivos sino susceptibles de las interpre-
taciones más subjetivas. Y lo mismo sucede con las ideologías, ya que,
tratándose de fórmulas abiertas, caben, si no todas, casi todas. Más aún:
tal como fue denunciado ya en el siglo xix las constituciones no son
más que un papel redactado por un grupo o clase con intenciones des-
caradamente ideológicas y egoístas. Y lo siguen siendo. Comprobarlo es
muy sencillo: basta abrir los ojos y mirar la realidad. Pero para hacerlo
hay que tener sentido crítico y entereza para asumir las consecuencias.
Pues bien, en la realidad —y esto es incuestionable— nos encontramos
con que los países en donde se pisotean con mayor violencia los valores
constitucionales y los derechos individuales y colectivos y se viven coti-
dianamente horrores físicos y morales, cuentan con constituciones téc-
nicamente impecables. Luego es claro que la Constitución, por sí sola,
no garantiza nada y que de nada valen los valores en ella declarados.
Una constatación que puede extenderse a los países a los que se reconoce
generalmente una calidad democrática y constitucional ejemplar, como
pueden ser los Estados Unidos, Francia y, por supuesto, España. Decir
que las constituciones no son suficientes parece, en suma, una obviedad.
Las constituciones, en efecto, no son por sí mismas más que un texto
lingüístico por más que en él se prometan las maravillas de un «Estado de
Derecho que asegura el imperio de la ley» y que reconoce como valores
superiores «la justicia y la igualdad», a cuyo servicio se encuentra el gran
aparato estatal, dado que «la Constitución garantiza el principio de la
legalidad, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de
arbitrariedad de los Poderes públicos» y, sobre todo, porque «los Poderes
públicos están sometidos a la Constitución y el resto del Ordenamiento
Jurídico» (textos tomados de la Constitución española de 1978, cuya va-
guedad e incontinencia retórica son bien conocidas).
Lo que convierte a la Constitución en un elemento capital del De-
recho no son esas pomposas declaraciones, ni todo el solemne texto lin-
güístico (que no faltan en países que carecen por completo de auténtico
Derecho), sino la voluntad del Estado, de los partidos y de los ciudada-
nos en hacerla operativa. Son ellos con el esfuerzo de cada día —y no
las Cortes constituyentes de una vez por todas— los que hacen de veras
la Constitución.
A tal propósito el mecanismo más eficaz que se conoce es el Tribunal
Constitucional, que tiene sobre el texto de la Constitución la enorme
ventaja de ser un órgano de funcionamiento constante y con capacidad
para materializar las declaraciones abstractas en resoluciones concretas.
Este tribunal convierte a la Constitución en algo vivo y real; aunque

51
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

ofrece un inconveniente que resulta letal (en España, desde luego), a sa-
ber: su vulnerabilidad política, que también le convierte de hecho en un
instrumento del Poder. El Gobierno no puede actualmente manipular de
forma directa los valores constitucionales, mas puede hacerlo a través del
Tribunal Constitucional cuando se apodera de él, y esto ya lo ha hecho.
La farsa continúa, pues, aunque sea con otro escenario más complejo y
disimulado.
Lo que ha sucedido, por otra parte, es que el relativismo axiológico
no ha desaparecido y se ha refugiado en el Tribunal Constitucional. Pién-
sese, por ejemplo, que la Constitución (en su art. 14) ha consagrado el
principio de la igualdad, colocándolo al parecer por encima de cualquier
subjetivismo. Pero ¿qué igualdad es ésa? Todos los españoles somos cons-
titucionalmente iguales ante la ley y en la aplicación de la ley; mas eso no
impide que con el mismo patrimonio unos paguen más impuestos que
otros o reciban mejores servicios y prestaciones públicas que otros según
sea la Comunidad Autónoma en la que están domiciliados. Y es cabal-
mente el Tribunal Constitucional el que lo ha ratificado y proclamado.
En definitiva, la Igualdad (como la Justicia, el Orden y los demás valores
superiores) es hoy lo que dicen los doce magistrados que componen este
tribunal. Con lo cual volvemos a tener ante los ojos la advertencia bíblica
del mane-tecel-fares con la que el juez Hughes amargó hace ya muchos
años las apresuradas alegrías del festín del Estado constitucional: We
are under a constitution, but the constitution is what the judges say it.
Dicho sea con otras palabras, el relativismo axiológico se ha despe-
jado en la fase de determinación de los valores superiores, que ahora
ya están enumerados en una lista fijada en la Constitución; pero aún se
conserva en la fase de determinación del contenido de tales valores fijos,
tal como hemos visto en el ejemplo de la igualdad. De nada nos vale,
en efecto, la garantía de la igualdad constitucionalmente declarada si
no sabemos hasta dónde llega en el caso concreto, si luego resulta que
a cualquier ley —y en último extremo el en Tribunal Constitucional—
pueden darle el contenido más inesperado de acuerdo con los intereses,
caprichos, ideologías e influencias de un puñado de magistrados. Los
valores superiores han regresado ciertamente al Derecho pero con ellos
ha vuelto también el voluntarismo jurídico: antes era un colegio de teó-
logos —que admitía sin reparos la esclavitud— el que se pronunciaba
sobre el contenido de la igualdad y del bien común, mientras que hoy
desarrolla esa tarea un colegio de magistrados designados por el Poder
político. ¿Podemos creer, entonces, que tanto ha cambiado la situación?
En esta confusión han terminado imponiéndose, en mi opinión, las
«apariencias», es decir, la publicidad de ciertos valores en los que no cree

52
EL DERECHO COMO I N S T RU M E N TO

el que los proclama y a sabiendas de que los ciudadanos están al tanto


de su hipocresía. La invocación de valores se ha convertido en un mero
ritual, un fetiche quizás, un juego de cortesía político-social, cuyas reglas
todos conocen y a nadie importan. La perversión está tocando, pues,
fondo, ya que es mucho peor jugar frívolamente con los valores, como
se está haciendo ahora, que atender seriamente valores perversos.
El mal ejemplo empieza en la propia Constitución, cuyo Preám-
bulo declara: «la Nación española, deseando establecer la justicia, la
libertad y la seguridad y promover el bien común». ¿Qué significa esta
retórica? ¿Es que resulta imaginable una Constitución que se pronuncie
en contra de la justicia, la libertad, la seguridad y el bien común? Los
campos del Derecho están invadidos por la retórica. La Razón Jurídica
recta rechaza con energía la brillante literatura —sólo literatura— de
los valores, pues tiene hambre de Derecho efectivo. ¿De qué nos valen
las invocaciones abstractas de la Justicia que proclama la Constitución?
Desde las viejas Ordenanzas Reales de Castilla estamos desengañados
de las cínicas invocaciones de los soberanos —tanto más abundantes
cuanto más dura es la tiranía— a los valores más elevados. Como reza
su Proemio: «Porque la Justicia es muy alta virtud e por ella se sostienen
todas las cosas en el estado que deben y es perfecta más que todas las
virtudes porque comunica y participa con todas y distribuye a todos y a
cada uno su derecho [...] E ayunta en igualdad de derechos a los sobe-
ranos con los bajos [...] E los reyes como ministros de ella son tenudos
de la guardar y mantener». Santo y bueno, pero de esta verborrea no
vivimos, sino del pan concreto y modesto de cada día.
Algunos autores —mitad ingenuos, mitad cínicos— predican la se-
paración de ciencia e ideología. «Como ideología —ha escrito Bobbio—
una teoría tiende a afirmar ciertos valores ideales y a promover ciertas
acciones; como doctrina científica su fin no es otro que el de comprender
una cierta realidad y explicarla». Sorprende en verdad que un filósofo de
progresismo tan publicitado pretenda hacer creer en una distinción de
conocida falacia, puesto que la ideología se introduce siempre, aunque
sea de forma subrepticia, en cualquier teoría y desde luego en las con-
ceptualizaciones del Derecho.
El análisis histórico no deja a este respecto lugar a dudas. Detrás
de la Verdad revelada estaban los intereses del Estado romano y de la
gigantesca organización de la Iglesia cristiana; detrás del racionalismo
de la Ilustración estaban los intereses del Tercer estado; detrás de las
constituciones liberales, los intereses de la contrarrevolución, y detrás
del positivismo legalista, los intereses de la clase dominante, sea capita-
lista, trabajadora o burocrática.

53
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Un sistema abierto de valores

A lo anterior hay que añadir el inquietante dato de que el sistema de


valores establecido tan enfáticamente por la Constitución es abierto en
un doble sentido: por un lado la lista de ellos puede aumentarse inde-
finidamente; y por otro, el alcance y contenido de cada uno puede ser
alterado constantemente en un momento dado.
La Constitución no contiene —ni deriva de— un repertorio pre-
constituido y fijo de valores que suponga un sistema cerrado aunque sea
susceptible de alteraciones (en más o en menos) formales. Es más bien
un sistema abierto y flexible hasta tal punto que los agentes que en él
intervienen no están vinculados ciegamente a los valores reconocidos,
ya que pueden matizarlos, suprimirlos, añadir otros y alterar todos. Ésta
es la vieja, y bien conocida desde Ihering, lucha por el Derecho.
Los creadores de normas jurídicas reunidos en un Parlamento in-
tentan cubrir sus intereses preferenciales, más o menos sinceramente,
con el velo de un valor respetable; y a veces el valor que en definitiva
se proclama es el resultado de un pacto político en el que —en el mejor
de los casos, para dar respuesta a los distintos intereses políticos que
presenta la comunidad— se mercadean las leyes como en una feria. El
resultado de esta lucha es un equilibrio inestable, porque si la tensión se
mantiene, en cualquier momento posterior puede afirmarse claramente
el dominio de una de las partes y ésta se apresurará a superar la ambi-
güedad originaria de los textos para imponer, quizás sin cambiar una
letra, su propia ideología y valores.
En definitiva, pues, lo que del Parlamento sale no es un repertorio
estable, ya que el propio Gobierno se cuida de manipular los valores
proclamados y, además, los jueces y los particulares se encargan de mo-
dificar su sustancia. Y no es sólo que cambien; es que cada día se van
produciendo corrientes contradictorias que conviven según sea el agen-
te que domine la situación.
Parece que el Poder está sometido a los valores; pero la realidad nos
demuestra que tiene capacidad de convertirlos en simples nombres de
contenido variable o, en rigor, vacíos de él a los que se rinde un culto
meramente ritual. ¿De qué vale, entonces, la entronización de la Justicia
y del Orden si no sabemos lo que significan una y otro en un momento
concreto? Y, además, puesto que tienen los dos el mismo rango, ¿cómo
sabremos cuál de ellos va a prevalecer en caso de conflicto entre ambos?
¿Qué orientación puede facilitar la estrella polar si los dioses del Poder
político pueden cambiarla de sitio cada noche y hasta borrarla?

54
EL DERECHO COMO I N S T RU M E N TO

El Derecho como instrumento del Poder político

A estas alturas cabe preguntarse si las reflexiones anteriores no han sido


una pérdida de tiempo porque después de haber seguido con tanto cui-
dado la senda de los valores —y luego de los intereses— nos hemos
encontrado con que, tanto si se trata de unos como de otros, lo que
parece indudable es que al final de las cadenas instrumentales está el Po-
der político a cuyo servicio, en definitiva, está el Derecho. Esto ya se ha
dicho más atrás y no vale la pena insistir en ello porque nadie se atreve
a ponerlo en duda. El Derecho, en suma, es ciertamente un instrumento
al servicio directo del Poder político y es éste quien se encarga de definir
a su gusto los valores e intereses que coloca como decorativo mascarón
de proa al frente de las leyes.
Aceptado lo anterior por el peso de la evidencia y de la experiencia,
lo que seguidamente hay que preguntarse es si de veras hemos llegado
al final de la escala, porque existe la vehemente sospecha de que detrás
del Poder político —y a través de él— operan valores e intereses de las
clases y grupos económicos y sociales que le apoyan y, al tiempo, instru-
mentalizan. En el pasado las leyes de la monarquía estaban al servicio de
la Corona, pero también al de la Iglesia y la Nobleza. Hoy los partidos
no pueden llegar al Poder ni mantenerse en él sin la colaboración de
grupos determinados y las leyes forman parte del precio del acuerdo.
Los grupos cobran por la ayuda que prestan a los políticos y éstos pa-
gan, entre otras cosas, con leyes que les benefician.
En definitiva, la cadena servicial se alarga, aparecen cada vez más
protagonistas y beneficiarios y, conforme se va profundizando en el aná-
lisis, las relaciones se tornan más opacas: las cumbres del Poder, como
las de las altas cordilleras, suelen estar envueltas en nieblas impenetra-
bles para quienes las observan desde lejos y desde abajo. ¿Qué puede
saber un juez de los últimos secretos de las leyes que está manejando? En
cualquier caso hemos llegado a un punto en el que resulta ya muy fácil
perder el norte. Pero al menos estamos en condiciones de comprobar la
falacia de la ingenua (o quizás no tanto) afirmación ilustrada de que la ley
era la expresión de la voluntad del pueblo, como anteriormente se decía
que era la expresión de la voluntad del soberano; y en uno y otro caso se
daba por supuesto que todas estas voluntades estaban al servicio de de-
terminados y nobles valores. Desde Alfonso X los reyes —como hoy los
titulares democráticos del Poder político— para justificar su condición
de «fazedores de leyes» nunca han confesado su ambición de mando y
prefieren colocarse con absoluto cinismo en la humilde condición de
servidores de la cosa pública: servus reipublicae y hasta servus servorum.

55
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

El Derecho como técnica legitimadora

Sin desconocer la importancia de las anteriores consideraciones, no pue-


de pasarse por alto que la última pirueta intelectual de la ciencia política
y de la jurídica consiste en el descubrimiento de la función legitimadora
del Derecho. Según esto, el Estado actúa con subordinación a —y en
ejecución de— unas normas y gracias a ello queda legitimado (aunque
sea él mismo quien las ha preestablecido). La actuación fuera del Dere-
cho no es legítima. En un sistema democrático el Gobierno se legitima
a través de unas elecciones populares y el Estado se legitima gracias al
Derecho por el que actúa. Lo que no se canaliza a través del Derecho
es una mera fuerza arbitraria.
Tal es la ideología del llamado Estado de Derecho que, como puede
suponerse, acelera aún más la progresiva degradación de éste. Porque
ya estamos muy lejos de la noble servidumbre originaria respecto de
los valores superiores y también se ha perdido, por descontado, el aura
divina que iluminaba su servidumbre respecto del monarca absoluto.
Ahora se ha descubierto que por debajo de mantos tan augustos medran
los intereses más sórdidos y al final se ha caído en un mero servicio
que tiene algo de celestinesco, ya que gracias al Derecho pueden legiti-
marse las acciones más perversas de los regímenes más sangrientos. El
Derecho lo cubre todo con un pedazo de papel y en una hueca declara-
ción solemne. Antes se fusilaba en una cuneta a los enemigos políticos
y era un asesinato. Hoy los tiranos han aprendido y asesinan después
de un proceso formalmente impecable desarrollado por jueces inicuos
—pero oficialmente jueces— de acuerdo con leyes inicuas, pero leyes.
La historia está llena de sentencias monstruosas —desde las de Hus y
Juana de Arco a la de Puig Antich— dictadas en procesos formalmente
legales, incluidos los de las purgas estalinistas de Moscú, las republica-
nas del POUM en Barcelona o las de las represión franquista de la pos-
guerra: para esto sirve también el Derecho y así lo acepta mansamente
la Razón Jurídica desviada a la que es fácil engañar sin más trabajo
que el de tapar los excesos más intolerables con el telón pintado de
un Estado de Derecho con el que hoy todos se apresuran a cubrirse.
Los dictadores que han llegado al Poder con las armas en la mano
se apresuran a legitimarse con una nueva Constitución y con las leyes
correspondientes. Mientras se entienda que el Derecho es una forma,
todo vale porque todo puede legitimarse en la formalidad de una Cons-
titución, de una ley o de un proceso regular.
La experiencia nos ha enseñado, en efecto, a desconfiar de los re-
gímenes y gobiernos que basan su legitimidad en obrar de acuerdo con

56
EL DERECHO COMO I N S T RU M E N TO

sus leyes, ya que se trata de una declaración dogmática contra la que


no cabe discutir. Porque cuando se busca la legitimidad en la Justicia,
por ejemplo, o en el bien común, el interés público o el fomento del
turismo, es posible analizar racionalmente si esto es verdaderamente
así o se trata de un pretexto que puede desenmascararse mediante
argumentación. En cambio, la legitimidad avalada por una ley formal,
sin tener en cuenta su contenido, es un hecho que no puede ponerse en
duda aunque haya constancia de que debajo de la toga esté operando un
criminal: dura lex sed lex.

Significado ritual del Derecho

La sociedad se vertebra y funciona a todos los niveles en torno a una


serie de ritos que van desde la cortesía de estrecharse la mano hasta
la monarquía constitucional. Son fórmulas que quizás un día tuvieran
sentido, que luego se perdió y del que ya no queda ni el recuerdo aun-
que sigan respetándose y practicándose por inercia. En el Parlamento
se habla y discute largamente aunque los resultados de las votaciones
se saben de antemano y jamás han fallado los pronósticos. En los plei-
tos judiciales cada abogado ha de cumplir su papel, demostrando con
argumentos legales —que valen tanto como los de su contrario— la
razón de su cliente; y el juez ha de escucharlos a todos con paciencia
sin perjuicio de tener ya tomada su decisión. Los pleiteantes y los pro-
cesados escogen con cuidado al magistrado que ha de juzgarlos porque
saben de cierto quién va a serles favorable (y no necesariamente por
venalidad sino por ideología o por la experiencia de sentencias ante-
riores repetidas). Los partidos políticos sostienen luchas interminables
para colocar a un juez afín en los puestos claves de la Magistratura.
Todo esto se sabe de sobra y de ello hablan los medios de comuni-
cación con absoluta naturalidad. Y, sin embargo, el rito se conserva
rígidamente en beneficio directo de casi un millón de españoles que
viven del Derecho, como sucede en los demás países de Occidente.
Los ciudadanos mantienen a los sacerdotes de la ley con la misma
convicción que a los de la Iglesia, aunque en su mayoría sólo la pisen
—de acuerdo con las estadísticas— en bodas y entierros, como una
ceremonia social más.
El significado ritual del Derecho ya fue denunciado en 1935 por
Thurman Arnold cuando puso de relieve que se trata de «un símbolo
de gobierno», es decir, de un gesto con el que se intenta satisfacer la
tendencia humana hacia la racionalidad o, en otras palabras, «un ins-

57
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

trumento de integración y de estabilidad social que no pretende dirigir


la sociedad sino aplacarla». Una metáfora que, en mi opinión, no está
muy lejos de la «fetichista» de que se ha hablado páginas atrás y que
reproduce, sin conocerlas por cierto, las teorías de Mosca.
Los ritos tardan mucho en abandonarse, sin perjuicio de que a ve-
ces se rompan bruscamente y la vida social siga su curso. En los países
socialistas, después de la revolución, se cerraron de golpe iglesias y
tribunales y, al cabo de más de medio siglo, han vuelto a abrirse como
si nada hubiera pasado. No se puede vivir sin rituales, pero se pueden
sustituir fácilmente unos por otros.
Por lo demás, nadie engaña a nadie porque todos (salvo los muy inge-
nuos) saben de sobra que están cumpliendo un simple rito que encarece
la vida pero suaviza y ordena las relaciones sociales. Más vale estrechar
la mano del antagonista que cerrar el puño y emprenderla a golpes. Lo
más aconsejable, por tanto, es aparentar que creemos en los ritos jurídi-
cos: en las leyes que no se cumplen, en los jueces que no sentencian, en
las administraciones públicas que no atienden, en las letras que no van a
pagarse y en los fiscales que investigan con los ojos cerrados.

Las dos caras del Derecho

Si todo fuera como se ha descrito en las últimas páginas no valdría la


pena seguir reflexionando sobre el Derecho y bastaría con enterrar pia-
dosamente sus gloriosos restos en un sepulcro cerrado.
Lo que sucede es que se trata de una media verdad. Porque el Dere-
cho es ciertamente lo que se ha dicho mas no sólo eso. Resulta demasiado
simplificador reducir todo el Derecho a unos Boletines Oficiales editados
por un Poder de hecho absoluto que, para mayor escarnio, pretende
legitimarse en los papeles que él mismo ha fabricado. Con estas forma-
lidades no se agota el Derecho, que es mucho más complejo que lo que
sostiene el positivismo legalista.
Además, y en otro orden de consideraciones, la casuística es tan
rica que abre toda clase de posibilidades. Decir que el Derecho es servil
y egoísta es igualmente una verdad a medias porque también es cierto
que en ocasiones es un instrumento de Justicia y garantiza la paz social.
Lo equivocado es empeñarse en negar —o simplemente silenciar— la
existencia de la otra cara de la luna. El presente libro es parcial en el
sentido de que magnifica la vertiente miserable del Derecho; mas no
ignora, desde luego, su vertiente noble. Lo que sucede es que la da
por sabida y no quiere molestar al lector con repeticiones inútiles. En

58
EL DERECHO COMO I N S T RU M E N TO

su consecuencia aquí se insiste en la parte más desconocida, e incluso


negada, con la intención de introducir un contrapeso equilibrador a
una teoría desequilibrada. La capacidad interventora y manipuladora
del Poder político no implica, por tanto, su ejercicio constante y sin
excepciones. Lo que se ha querido decir es que el Poder político puede
inmiscuirse siempre en el desarrollo normal del Derecho, no que lo
haga en todos los casos, y el grado concreto de esta interferencia en
cada momento histórico es cabalmente un buen criterio para valorar la
honestidad de un régimen.

El jurista ante el relativismo axiológico: neutralidad o compromiso

El observador crítico que no está dispuesto a dejarse ahogar por la re-


tórica sin orillas de los valores y los intereses no acaba de entender la
fuerza de aquéllos, minada como está por el relativismo axiológico, ni
puede creer en el peso absoluto de éstos en una sociedad tan fácilmente
manipulable.
Así se explica que buena parte de los juristas —resignados ante el
subjetivismo y ambigüedad de los valores que constantemente están
manejando— hayan optado por retirarse a los campos seguros y más
neutrales de la «técnica» (recuérdese que éste era uno de los reproches
que se hacía en el capítulo introductorio a la Razón Jurídica desviada).
Los juristas han tomado conciencia de que nada pueden hacer con los
valores que les impone, más o menos arbitrariamente, el Legislador y
sólo encuentran un ámbito adecuado para su trabajo en las operacio-
nes técnicas. El jurista se esteriliza deliberadamente para asegurarse
un nicho de independencia y, en último extremo, para poder ser útil
y creativo. Ésta es la actitud que en la actualidad predomina: jueces
técnicos que no se preguntan por la justicia material de las sentencias
que dictan y que se contentan con la aplicación sabiamente argumen-
tada de las leyes; abogados que defienden a sus clientes sin otra ayuda
que la del ordenador; profesores que han vuelto a los tiempos de las
glosas medievales y, en el mejor de los casos, a las exégesis decimonó-
nicas. Las invocaciones a la Justicia, al Progreso, al Orden social son
meramente retóricas, puesto que todos saben de sobra que se trata de
conceptos huecos, de cajas vacías en las que cada uno mete lo que le
conviene. En suma, un Derecho sin vida propia atendido por juristas
esterilizados mas no imparciales como alardean. Porque la técnica no es
aséptica, neutral, antes al contrario, herramienta que utiliza a su gusto
quien la maneja o paga.

59
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

La situación es desesperada porque los juristas no sólo están encade-


nados a una técnica venal sin apenas libertad para escoger sus objetivos
sino que, por otro lado, cuando pretenden librarse de esta presión caen
en el abismo de la ideología. Lo que significa que cuando quieren obrar
con sinceridad y honestidad (imparcialidad) se convierten, sin saberlo,
en marionetas que se manejan desde muy lejos.
La constatación inicialmente afirmada de que el Derecho está inser-
to en un mundo de valores, que a primera vista parecía obvia y trivial,
nos desvela ahora un destino trágico del que no pueden escaparse ni él
ni los juristas. El Derecho no puede ser nunca neutral y ha de pronun-
ciarse cada día a favor de un determinado sistema de valores —y sobre
todo de un valor supremo— cuya existencia no puede demostrarse y
cuya utilidad (que también es un valor) sólo puede verificarse, y nunca
con seguridad, a posteriori. El Derecho está comprometido e implicado
sin remisión y ha de asumir los riesgos consecuentes, de los que el error
es el más leve y el más grave la dictadura.
Y lo mismo sucede con los juristas. Es comprensible entonces que,
asustados por la responsabilidad de su empresa, tiendan a refugiarse,
como se ha dicho, en la técnica. Vano empeño porque ellos también es-
tán irremediablemente implicados. Aquí no vale la «ciencia sin valores»
que predicaba Max Weber. Quizás sea posible la neutralidad técnica del
físico nuclear o del biólogo genético; mas para el jurista no hay escapa-
toria desde el momento en que la más intrascendente de sus decisiones,
de sus posturas, de sus interpretaciones, supone un pronunciamiento
sobre algún valor; de la misma manera que el más mínimo gesto de
un pianista, por muy mecánico que parezca, es una toma de postura
artística. El Derecho no es una ciencia neutral y el jurista (si vale la ex-
presión) no puede nadar y guardar la ropa, y si se mete en el río saldrá
inevitablemente mojado.
Cuanto acaba de decirse sobre los juristas vale también para la Ra-
zón Jurídica, puesto que unos y otra forman un círculo dialéctico sin
principio ni fin. Los juristas se mueven al ritmo y en la dirección que les
señala la Razón Jurídica que han aprendido y desean practicar fielmen-
te: son sus manos, en definitiva. Pero sucede que la Razón Jurídica es,
a su vez —y en esto consiste el círculo dialéctico—, obra de los juristas.
En otras palabras —y como sucede en todas las religiones—, los sacer-
dotes sirven y obedecen a un ídolo que ellos mismos han fabricado.
La Razón Jurídica, por tanto, no es neutral aunque pretenda o
aparente serlo, puesto que vive presa —en ocasiones sin percatarse de
ello— de los valores e intereses que dominan el Derecho y administra
el Poder político. Éste es su punto vulnerable que la crítica debe poner

60
EL DERECHO COMO I N S T RU M E N TO

de manifiesto aun a conciencia de que no por ello podrá recobrarse su


neutralidad. La Razón Jurídica puede ser depurada de las taras concretas
de una determinada ideología, pero al precio de caer en manos de otra,
dado que la neutralidad es un sueño de realización imposible, puesto
que el condicionamiento ideológico, como el genético, es inevitable y a
lo más a que puede aspirarse es a controlar y corregir sus desviaciones
más perversas, para lo cual es imprescindible empezar con una toma de
conciencia de la situación.
El jurista premoderno se consideraba —otra cosa es que lo fuera
realmente— servidor de la Justicia. El jurista moderno se considera ser-
vidor de las leyes. El jurista actual presume de técnico: alardea de no
servir a nadie ni a nada y considera que únicamente gracias a su técnica
pueden manejarse las leyes y funcionar el Derecho. Lo mismo le da de-
fender al demandante que al demandado, al acusador que al imputado,
a las leyes franquistas que a las democráticas.
Nadie puede tomarse en serio la pretensión de neutralidad de su
oficio que algunos juristas —entre la ingenuidad y el cinismo— exhiben
en un reflejo subconsciente de elusión de responsabilidad. En 1927 la
Asociación de profesores alemanes de Derecho Público —posiblemente
el colectivo académico más respetado del mundo, al menos en aquellas
fechas— tuvo que soportar sin reacción ni protesta alguna la brutal
acusación de Eric Kaufmann: Die bloss technische Rechtswissenschaft ist
eine Hure die für alle und zu allem zu haben ist (La ciencia jurídica me-
ramente técnica es una prostituta a disposición de todos y para todos).

El Derecho intrascendente

La acumulación de dudas —si el Derecho está al servicio de intereses o


de valores y, en su caso, de cuáles— produce inevitablemente un cansan-
cio escéptico que desemboca en una actitud pragmática: el jurista deja a
un lado preocupaciones metafísicas que no llevan a ninguna parte y se
atiene a lo que toca con sus manos: unas leyes que puede leer, un cliente
cuyos intereses conoce y un juez al que acudir. Este cómodo pragma-
tismo invita al positivismo legalista, que es una religión sin dudas ni
problemas o, si se quiere rizar la paradoja, un agnosticismo radical: el
Derecho son las leyes positivas que se tocan y se leen y detrás de ellas no
hay nada y, si algo hubiere, ni lo conocemos ni lo podemos conocer. Así
que no vale la pena quebrarse la cabeza y mucho menos la conciencia.
Se trata, en definitiva, de un Derecho intrascendente, encerrado en sí
mismo, puesto que no trasciende —ni es trascendido por— intereses o

61
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

valores metafísicos. Y si es importante, o no, para el Poder político, aún


hay menos motivo para preocuparse, puesto que ésta sería una de las
muchas cosas que hay que pagar como precio de la convivencia social.
El jurista pragmático no tiene madera de rebelde ni mucho menos
de apóstol. Y, además, no se considera castrado axiológicamente, puesto
que sabe que sus inquietudes personales de Justicia —y de todos sus
corolarios— pueden satisfacerse en su profesión sin ir más allá de las
leyes, dado que, por lo común, aceptando dócilmente la letra de la ley,
puede interpretarla y aplicarla, dentro de los diversos sentidos posibles,
en el que más se acerca a la Justicia y, por descontado, en lo que bene-
ficia al cliente. El jurista pragmático no será nunca un estratega de las
grandes ideas abstractas, pero puede ser un guerrillero de las pequeñas
y efectivas emboscadas concretas.
Desde tal perspectiva el Derecho es técnicamente un juego, y las
leyes, sus reglas. Las reglas de juego son rigurosamente intrascendentes
porque no tienen el menor contacto con la realidad ni están inspiradas
por —o persiguen— objetivos metafísicos. En el ajedrez el caballo se
mueve en saltos angulares cuando es notorio que los cuadrúpedos no se
desplazan así por el campo. El ajedrez vive encerrado en sí mismo y el
que quiere jugar ha de aceptar sus reglas. El jurista ha de aceptar leyes
tan irreales como las que establecen los órdenes jurisdiccionales, las
formas de prueba o los plazos de prescripción. Quien no las acepta no
podrá practicar el Derecho incluso aunque pretenda realizar la Justicia:
será entonces un justiciero, no un jurista, ya que el Derecho no persigue
la Justicia, y lo único exigible es el respeto a las reglas formales.
Las leyes —como todas las reglas de juego— no van más allá del ga-
nar o del perder, no trascienden a otros fines. Por ello el jurista se siente
cómodo con ellas, ya que sabe que el único secreto del triunfo es la
habilidad. Con las mismas reglas gana el más hábil: un auténtico desafío
intelectual e incluso vital. Porque el buen jurista sabe que, ateniéndose
en todo a las reglas, puede satisfacer los intereses de su cliente y, en su
caso, coronar la Justicia de su pretensión. Vistas así las cosas, nada tiene
de particular la general aceptación del Derecho intrascendente, es decir,
del Derecho como juego.
Esta actitud es tan explicable como la contraria, es decir, la de aque-
llos a quienes no basta el pragmatismo indiferente, sencillamente por-
que no les sacia su hambre y sed de Justicia material y, por consecuencia,
«piden algo más» al Derecho. Por otra parte, el pragmatismo pasa deli-
beradamente por alto un dato que salta a la vista en la práctica, a saber,
que en el Derecho son habituales las trampas y no se juega limpio sin
que haya árbitros suficientes para corregir tales desviaciones. Y lo que es

62
EL DERECHO COMO I N S T RU M E N TO

más grave: quien establece las reglas (el Estado) participa también en el
juego y no tiene empacho en establecer reglas parciales a su favor. Mas
lo peor es, en fin, que este jugador-árbitro tiene la facultad de cambiar
las reglas a mitad de la partida cuando le va mal.
Todo esto va en contra de la naturaleza de un juego y demuestra
que el Derecho es inexorablemente trascendente, dado que las irregu-
laridades indicadas son consecuencia indiscutible de la intervención de
intereses que influyen tanto en las reglas como en la partida.

63
3

ÁMBITO: LO JURÍDICO Y LO NO JURÍDICO

Qui igitur hanc nostram constitutionem fregerit sit excommunicatus et a


consortio sanctorum segregatus, et perpetua dampnatione cum diabolo
et angelis eius dampnatus.

Por tanto, quien quebrante esta Constitución nuestra sea excomulgado


y separado de la comunidad de los santos y condenado en perpetua
condenación con el diablo y sus ángeles.

(Constitución del rey Fernando I de Castilla sancionando


los Decretos del concilio de Coyanza, 1088)

El Derecho es, como sabemos, instrumento o camino que pretende la


consecución de ciertos valores superiores (Justicia, Orden, Progreso,
Paz, etc.) o intereses (sean ocultos o manifiestos); pero no es, desde lue-
go, el único, puesto que hay otros, como la religión o la Moral, que
persiguen con frecuencia los mismos fines y se manifiestan en mandatos
y prohibiciones del mismo contenido. El precepto mosaico de «no ma-
tarás» ha sido asumido en la cultura y la moral de Occidente y se refleja
casi literalmente en todos los códigos penales.
Esta superfluencia ha dado lugar a una bibliografía tediosa, aunque
inevitable, empeñada en separar lo jurídico de lo no jurídico, a la que es
forzoso dedicar unas palabras, si bien desde una perspectiva que no es
habitual. Porque lo que aquí interesa no es tanto separar el Derecho de
lo que no lo es como comprender mejor el Derecho al percatarnos de
los elementos aparentemente no jurídicos que en él hay insertos.
En el presente capítulo va a intentarse, en efecto, desdramatizar esta

65
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

cuestión para limitarnos a indagar las relaciones que median entre los
campos indicados. Porque no existe un ámbito de Derecho puro sepa-
rado nítidamente de otro ámbito también puro de Moral (o de religión,
cultura, etc.) sino que la frontera, cuando la hay, es imprecisa, y sobre
todo porque dentro del Derecho operan elementos morales y culturales
que son inseparables de él. De donde resulta cabalmente la inutilidad (y
en su caso imposibilidad) de su diferenciación rigurosa salvo acudiendo
a criterios formales de los que aquí queremos deliberadamente distan-
ciarnos.
La Razón Jurídica desviada es en este punto escrupulosa. Autojusti-
ficándose en un pragmatismo riguroso y con la herramienta del llamado
método jurídico pretende ser «pura», es decir, rechaza cuantos elementos
no sean estrictamente jurídicos. La consecuencia de este afán de pureza
es la necesidad de precisar con rigor lo que no es Derecho para luego
desentenderse de ello. Pero de esta forma se olvida que en la naturaleza
nada hay puro y que el agua destilada no es potable ni quita la sed.
Antes, sin embargo, las cosas no se veían así y los jueces y los abo-
gados no tenían empacho alguno en argumentar con razones religiosas
o morales dando por supuesto que formaban parte del Derecho. Había
en el fondo una alianza implícita entre Religión, Moral y Derecho que
se potenciaban sinérgicamente, puesto que las tres fuerzas tenían el ob-
jetivo común de mantener el orden constituido. Más tarde, aunque se
han separado los sacerdotes de los jueces, no ha logrado evitarse que
haya una conexión material entre estos sistemas y que el Derecho puro
sea una entelequia.
En cualquier caso, la cuestión de que se trata no puede abordarse
desde una perspectiva dogmática y atemporal sino histórica. Porque de
la misma manera que cada época tiene su propio concepto del Derecho,
que no es lícito transpolar ni a las anteriores ni a las posteriores, así
sucede también con el ámbito de lo jurídico y con la delimitación de la
Religión y la Moral o, mejor aún, con la cuestión de sus interdependen-
cias e influencias recíprocas. La situación en el cesaropapismo o en el
Estado confesional ha de ser a todas luces completamente distinta que
la del actual Estado laico. Ahora bien, esta evidente diferencia no nos
autoriza a pasar por alto los rasgos comunes que aún se conservan como
herencia de un pasado que no se ha borrado del todo y que nos ayudan
a entender mejor lo que hoy estamos viviendo.
En los manuales de Teoría del Derecho al igual que en los de Filo-
sofía —partiendo por descontado de una concepción normativista— se
separa el Derecho de lo que no lo es utilizando de ordinario el criterio
de la juridicidad de las normas. Dicho sea con mayor precisión: si el

66
Á M B I TO : L O JURÍDICO Y LO NO JURÍDICO

Derecho está formado por normas jurídicas, la pregunta ¿dónde está el


Derecho? sólo tiene una respuesta: donde aparezcan normas jurídicas.
En último extremo el nudo de la cuestión estará, por tanto, en la identi-
ficación de éstas y en su estricta separación de aquellas otras que por su
formulación y objetivos parecen estar próximas. Con lo cual, según salta
a la vista, no se resuelve el problema sino que simplemente se desplaza.
Pero como no es el caso de ahondar en un análisis en el que parece
haberse ya dicho todo y con poco éxito, a continuación va a abrirse un
nuevo camino que ofrece más posibilidades heurísticas: el examen de
las constantes interrelaciones entre las normas jurídicas y las que no
lo son. Interrelaciones que explican por qué resulta imposible separar
una materia de otra: ya que en la realidad no viven separadas o, mejor
aún, porque sus uniones y separaciones aun siendo constantes no son
siempre las mismas. En este punto no contamos con el agudo cuchillo
de Ockam capaz de separar nítidamente unos fenómenos de otros. En
el agua no se puede separar el hidrógeno del oxígeno, y si así se hace
intelectualmente o en un laboratorio, deja de ser agua.

Elementos no estrictamente jurídicos del Derecho

A lo largo de este libro se hacen constantes alusiones a factores que


no son en rigor jurídicos y que horrorizarían a cuantos profesaban el
método jurídico a ultranza. No se trata aquí, sin embargo, de una conta-
minación inadmisible, ya que en el mundo real nada hay puro: todos los
seres vivos —y el Derecho lo es— están empapados de impurezas ajenas
que circulan por el organismo posibilitando su existencia. En esto nos
distinguimos los seres humanos reales del hombre de Frankenstein crea-
do artificialmente en un taller.
Las leyes no siempre lo son en sentido estricto sino que en ellas se
introducen, como de contrabando, elementos originariamente no nor-
mativos sino doctrinales, de simple alcance didáctico, al estilo de las
Instituciones insertas con toda naturalidad en el Corpus justinianeo, o
de las clasificaciones, aclaraciones y glosemas que esmaltan inevitable-
mente las leyes modernas. Recuérdese que el formidable monumento de
las Siete Partidas fue pensado como un siempre instrumento pedagógico
que sólo aspiraba a ilustrar a los vasallos y a los jueces sobre la mane-
ra de comportarse respecto a Dios, al Soberano terrenal y entre ellos.
Mientras que, a partir de la Ilustración, muchos textos legislativos no
fueron sino pretendidas transcripciones de la razón natural como siglos
antes habían pretendido serlo de la razón divina.

67
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Mayor importancia tiene, con todo, la influencia de lo no jurídico


en el tratamiento de las normas. Porque la interpretación ha de hacerse
desde fuera del Derecho con arreglo a criterios históricos, sociales o
económicos y, desde luego, con mecanismos lógicos.
En estas condiciones, y a fuerza de escrúpulos, parece que el Dere-
cho se nos escapa de las manos. Y así sería ciertamente si nos empeñára-
mos en insistir en el purismo. El secreto está, entonces, en comprender
que no se trata de un bloque hermético sino de algo que se comunica
abierta y fluidamente con su entorno. El Derecho absorbe indefectible-
mente los valores de su entorno hasta tal punto que con frecuencia los
comparte con la Moral y la Religión: no hay Derecho puro totalmente
laico y amoral aunque pueda serlo. Pues si esto es así, ¿qué sentido tiene
esforzarnos en separar con tanto cuidado lo que pertenece únicamente
al Derecho o a la Moral o a la Religión?

Religión

Las normas religiosas son probablemente más viejas que las jurídicas,
puesto que la religión es el medio más antiguo (y más efectivo) de dar
coherencia a un grupo social a través de un orden determinado. Ade-
más, cuando el Poder eclesiástico y el Poder civil se unen —bien sea en
las mismas personas o en forma de alianza— las sinergias resultantes,
que van del cesaropapismo al nacionalcatolicismo, aseguran un control
social extremo, que se potencia todavía más cuando median remisiones
recíprocas: la Iglesia obliga a sus fieles a que obedezcan a las autoridades
del Estado y las leyes civiles protegen a las autoridades eclesiásticas e
imponen coactivamente sus decisiones.
En las sociedades primitivas los sacerdotes eran los encargados de
relacionar a la comunidad con las divinidades e imponían a aquélla man-
datos y prohibiciones que afirmaban proceder de éstas (tabúes, fetiches,
formalidades, sacrificios, ceremonias). Con el tiempo, sin embargo, se
inició un proceso de diferenciación que en Roma se manifestó en el
desdoblamiento de dos ámbitos —uno sagrado (fas) y otro profano
(ius)— cuya distinción era muy sencilla, puesto que su declaración es-
taba encomendada a órganos distintos (sacerdotes en un caso, pretores
y jueces en el otro).
El cristianismo irrumpió en el Derecho romano imperial a partir de
Constantino, y en los reinos germánicos y durante toda la Edad Media
estuvo en el cenit la confusión entre Religión y Derecho como conse-
cuencia fundamentalmente de la interpenetración de las capas sociales

68
Á M B I TO : L O JURÍDICO Y LO NO JURÍDICO

dominantes del Alto Clero y de la Alta Nobleza que formaban un grupo,


más que homogéneo, prácticamente único. Los historiadores insisten
en que desde Constantino hasta la Edad Moderna, Religión y Derecho
vivieron unidos, y basta leer los textos de la época para percatarse de la
imposibilidad de separarlos materialmente incluso en el desdoblamiento
convencional entre Derecho romano-justinianeo y Derecho canónico. A
Graciano, en el siglo xii, se atribuye el haber dado conscientemente
el salto cualitativo diferenciador mediante la separación entre el fuero
interno, que corresponde a la Religión, y el fuero externo, que corres-
ponde al Derecho.
Todavía en las Partidas resulta imposible distinguir siempre lo que
hay de Derecho y de Religión, ya que si en ese cuerpo actúa en ocasio-
nes la Iglesia como brazo ejecutor de las decisiones civiles («ha poder el
marido en el cuerpo de la mujer e ella en el de su marido y si alguno se
querellase del otro que no quiere yacer con él, debe la Iglesia apremiar
que lo haga», dice la ley 7, título 2 de la Segunda Partida). Y en la Edad
Moderna el Poder civil asumió sin vacilar funciones de ejecución de las
decisiones eclesiásticas: desde las condenas de la Inquisición hasta la
detención gubernativa de quienes no respetasen el descanso dominical
(como todavía ha llegado a vivir personalmente el autor de este libro).
Cierto es que en el siglo xix se aceleró el proceso de diferenciación,
pero la confusión se ha adentrado en el siglo xx, especialmente de la
mano del nacionalcatolicismo franquista y del Concordato de 1953. Así,
por ejemplo, en la ley de 24 de abril de 1958 se declaraba expresamente
que es el Derecho natural divino el que determina los fines morales y
sociales que los cónyuges están obligados a realizar.
En la España constitucional del siglo que corre la diferenciación
entre normas religiosas (matrimonios católicos, ayunos musulmanes o
transfusiones clínicas de los testigos de Jehová) ya no ofrece problemas
sustanciales. Ahora bien, no debemos engañarnos porque la sombra de
la Iglesia católica es alargada. Ya no estamos ciertamente en 1812, cuan-
do la Constitución proclamaba que «la religión de la Nación española es
y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera»
(art. 12); pero el actual Estado laico sigue todavía coloreado de hecho
por algunas influencias religiosas como se refleja en la Constitución vi-
gente: «Los Poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas
de la sociedad española» (art. 16). De hecho aún no han desaparecido
por completo de la legislación los últimos restos de esta influencia. Pero,
además y sobre todo, no puede olvidarse que para casi la mitad de la
Humanidad las normas religiosas y el aparato eclesiástico priman sobre
el Derecho estatal entendido en sentido estricto.

69
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Prescindir de los Derechos religiosos parece una aberración euro-


peocentrista. Lo que hay que retener es la conciencia del pasado común
y profundizar en el conocimiento de la herencia conservada para facilitar
la solución desapasionada de unos conflictos que, en lugar de desapare-
cer como podría esperarse, aumentan cada día: crucifijos en las escuelas,
velo musulmán, poligamia, etc. Porque si el Estado puede declararse
laico en un inciso constitucional, la Sociedad, pese a quien pese, todavía
dista mucho de serlo. El evidente retroceso del catolicismo no implica
la pérdida de sentimientos religiosos en una sociedad cada vez más he-
terogénea étnica y culturalmente.

Moral

Ríos de tinta han corrido intentando elucidar la separación ontológica


entre Moral y Derecho: una cuestión sin respuesta posible en razón
al subjetivismo que aureola los dos conceptos; o lo que es lo mismo:
cualquier respuesta vale según los presupuestos dogmáticos que quiera
aceptar el analista.
Admitiendo que la Moral es un repertorio de valores (lo que es bue-
no y lo que es malo) del que se deduce un código de comportamiento
(hay que seguir lo bueno y abstenerse de hacer lo malo), la situación se
complica por el hecho de que tanto la Religión como el Derecho tienen
su propia Moral, puesto que Dios es infinitamente bueno y justo y el
Derecho persigue la Justicia y el bien común. Resulta imprescindible,
por tanto, distinguir entre la Moral religiosa, la jurídica y la social, por
citar las tres más conocidas.
Lo peculiar de la Moral social y lo que le distingue manifiestamente
de la Religión y el Derecho es que su creador —y en su caso sanciona-
dor de los contraventores— es un grupo difuso que impone valores y
reglas no escritas de comportamiento, que se transmiten en entornos
familiares y grupales y cuyas violaciones no tienen tampoco una sanción
precisa predeterminada. A falta de «definidores» oficiales (la jerarquía
eclesiástica, la legislativa o la judicial) nada hay tan evanescente y tan
mutante como la Moral social; sin perjuicio, paradójicamente, de que
sea la más efectiva, puesto que de ordinario no se aprende sino que se
interioriza y asume como una creencia.
Los casos de superposición de morales son harto frecuentes y no tie-
nen demasiada importancia, puesto que se trata de un simple mecanis-
mo de refuerzo. Los casos de contradicción, ordinarios aunque menos
frecuentes, ofrecen una problemática mucho más rica. Por lo común, en

70
Á M B I TO : L O JURÍDICO Y LO NO JURÍDICO

la tensión de los contrarios quien suele ceder es el Derecho si no quiere


vivir indefinidamente apartado de las «normas culturales» de contenido
moral. El Derecho español ha estado asumiendo la norma moral social
de prohibición de adulterio (y también, aunque en menor medida, del
amancebamiento): normas igualmente asumidas por la sociedad. Pues
bien, cuando la evolución cultural de la sociedad española ha abando-
nado esas reglas, ha sido el Derecho quien ha terminado cediendo y
suprimido de sus códigos (civil y sobre todo penal) las sanciones a los
contraventores.
Y lo mismo ha sucedido en el caso —no menos delicado desde el
punto de vista moral—, de la homosexualidad. Superada la viejísima
legislación penal contra el delito de sodomía —aunque subsumible pe-
nalmente en los vagos tipos de orden público y escándalo—, todavía a
mediados del siglo xx estaba vigente la condena moral y religiosa de
estas conductas que habían acogido sin reparo alguno los tribunales
penales, hasta tal punto que el Tribunal Supremo seguía calificando la
homosexualidad de «repugnante vicio» (1956), «porquería» (1967) y
«vicio nefando» (1970). Pues bien, es el caso que muy pocos años más
tarde cambió en este punto la mentalidad social, desapareció (al menos
parcialmente) el reproche, las prácticas abandonaron la clandestinidad
(«salieron del armario») y en 2005 la ley llegó hasta el extremo de re-
conocer el matrimonio de los homosexuales conciliando así el Ordena-
miento Jurídico con la realidad para, volviendo la hoja de una historia
milenaria, aprobar «una regulación que dé cabida a las nuevas formas
de relación afectiva». Como se ve, entre lo jurídico y lo no jurídico me-
dia un puente comunicante de doble dirección que impide que las dos
orillas puedan vivir separadas. El juez moldea las relaciones sociales de
índole moral o religiosa, pero éstas, a su vez, influyen en el juez cuando
termina asumiéndolas. Y si esto sucede con el juez, lo mismo puede de-
cirse —y aun con mayor razón— del Legislador.
Dejando a un lado los casos en los que el Legislador cede ante las
presiones de la Moral, la postura oficial es la de la rigurosa separación:
Derecho y Moral constituyen, en suma, esferas separadas. Consecuente-
mente hoy tenemos en España un Derecho formalmente ajeno a la Mo-
ral y una Moral (tanto individual como religiosa y social) que no cuenta
con el aparato coactivo característico del Derecho. En ciertas sentencias
se percibe, no obstante, un suspiro de insatisfacción de algunos jueces
que se confiesan apesadumbrados por no poder invalidar —o, lo que
es más grave, por no poder sancionar— actos formalmente correctos
aunque supongan una lesión de la Moral. Esto sucede, por ejemplo, en
los casos de prescripción de delitos y de ello se lamentan algunos jueces.

71
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

La Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, en una reciente sentencia de


julio de 2006, absolvió a un poderoso banquero, aunque haciendo notar
en un obiter dicta que el código penal le obligaba a hacerlo así pero que
no podía desconocerse que se trataba de una conducta que inequívoca-
mente merecía un «reproche social».
Las interrelaciones sustanciales entre Moral y Derecho —que han
logrado filtrarse a despecho de la barrera de la separación formal— re-
sultan, como se ve, indudables, pero su enjuiciamiento es controvertido.
A primera vista parece claro que un Derecho amoral, o sea, promulgado
y aplicado al margen de los principios morales, corre el riesgo de conver-
tirse en un instrumento arbitrario de la voluntad del Poder, puesto que
las leyes así concebidas no tienen que rendir cuentas a nadie, y pretender
sujetar el Poder al Derecho, cuando éste es obra de aquél, resulta una
farsa. En cambio, si el Derecho está sometido, a su vez, a la Moral, la si-
tuación es distinta, dado que ésta es algo ajeno e incluso previo al Poder.
El razonamiento anterior parece impecable y es el usado tradicio-
nalmente; pero —tal como se ha dicho antes— pasa por alto una cir-
cunstancia esencial que trastoca el planteamiento, a saber, que no hay
una sola Moral sino varias y que la Moral que, en su caso, asume el
Poder y recoge en sus leyes no coincide necesariamente con la de todos
los ciudadanos sino con la de un grupo de ellos: cabalmente el que está
en el Poder. Lo que significa que la Moral, exactamente igual que el
Derecho, es instrumentalizada y subordinada a los intereses del Poder o
utilizada como moneda de cambio para comprar el apoyo de las insti-
tuciones que han asumido la Moral que recogen las leyes. La Moral, en
suma, no legitima al Derecho sino que simplemente le refuerza aunque
se trate de leyes opresivas. Para ilustrar lo que acaba de decirse basta
pensar en lo sucedido durante el franquismo, en el que las leyes se au-
toproclamaban portadoras de la Moral católica. Una identificación que
desde luego no legitimaba al Derecho franquista a los ojos de quienes
no estaban a favor del Régimen ni aceptaban los principios morales de
la Religión católica.
Un análisis distinto merecen los supuestos en los que el Derecho no
se limita a asumir —por remisión— una moral externa y difusa sino en
los que el Estado crea sus propios principios morales, que naturalmente
intenta imponer a través de sus leyes. Éste fue conocidamente el caso
de los países socialistas autoritarios cuando el Estado de Partido único
se sujetaba a las reglas morales establecidas por éste, y que, además,
pretendía imponer a los ciudadanos.

72
Á M B I TO : L O JURÍDICO Y LO NO JURÍDICO

Matriz cultural del Derecho

Cuando a fines del siglo xix se derrumbó en Occidente el dogma de la


única religión verdadera y se desvaneció el sueño de la moral universal,
pudo constatarse sin dificultades —y sin riesgo de caer en la heterodo-
xia— que se trataba de elementos individualizables en el tiempo y en el
espacio que integraban un fenómeno superior plural: la cultura. Así fue
como pudo considerarse al Derecho como dato cultural propio de cada
pueblo y de cada momento, según había anunciado ya, aunque desde
una perspectiva diferente, la Escuela histórica del Derecho.
Moral, Religión y Derecho son manifestaciones específicas de la
cultura de cada pueblo. Un dato que —además de confirmar la interpe-
netración material de sus principios— explica el fracaso de los intentos
de un Derecho en un país de distinta área cultural, como sucedió con el
código alemán en Turquía o, a distinta escala, con el Derecho llamado
indiano en las Indias que, pese a su nombre, era un Derecho exótico
en el Nuevo Mundo. Por lo mismo, mientras subsistan especialidades
culturales dentro de la Unión Europea serán inevitables las peculiari-
dades en la aplicación nacional de un Ordenamiento Jurídico formal-
mente único. Aunque tampoco puede pasarse por alto la tendencia a
una cultura globalizadora universal y los frenos culturales (religiosos y
tradicionales fundamentalmente) que a ella se oponen.
Un Parlamento puede aprobar una ley en una semana; pero si esta
ley no concuerda con las normas culturales del pueblo (en la conocida
terminología de M. E. Mayer) encontrará una enorme resistencia a la
hora de su aplicación práctica. En la actualidad el peor enemigo del De-
recho —y más aún del Derecho justo— es la consolidación progresiva,
y al parecer irrefrenable (en España y fuera de ella), de la cultura de la
insolidaridad y de la corrupción. Porque desde Duguit sabemos que el
Estado (y el Derecho) son inviables sin una cierta solidaridad social;
mientras que, por otro lado, la experiencia nos ha enseñado que la co-
rrupción desvía, cuando no paraliza, la aplicación del Derecho.
Tomando nota de estas circunstancias la Razón Jurídica crítica es
consciente de sus propias limitaciones, y si sabe que son escasas sus posi-
bilidades de enderezar el Derecho no tiene ninguna esperanza de sanear
el sistema político en que se apoya, y aun menos la cultura matriz de
todo ello.
En cualquier caso así es como se explica la existencia de Derechos
que viven clandestinamente pero con enorme fuerza en las islas cultu-
rales que dentro de una sociedad aparentemente homogénea se forman
por razones étnicas (gitanos), religiosas (musulmanes, mormones) y hasta

73
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

criminales (mafias), cada una de las cuales se rige por sus códigos propios.
Y si es cierto que los autores se niegan a admitir la naturaleza jurídica
de estos códigos, habrá que reconocer al menos que tienen una evidente
efectividad, superior incluso a la del Ordenamiento estatal.
Además y por otra parte, yo creo en la supervivencia y efectividad
de las normas culturales en sentido estricto, ya que no en una sociedad
tan compleja, plural y heterogénea como la actual, sí desde luego en
ciertas subculturas más homogéneas y sencillas como son las de grupos
corporativos formados por afinidades técnicas y profesionales. Piénse-
se, por ejemplo, en las corporaciones de abogados o en los grupos de
entradores y subasteros, en cuyo seno se forman indefectiblemente sub-
culturas propias que pueden plasmarse incluso en códigos deontológi-
cos. Pero en cualquier caso saben sus miembros con precisión —aunque
nada se haya escrito ni prohibido de forma expresa— lo que desde su
perspectiva pueden o no pueden hacer.

Lo no normado y lo no jurídico

La difícil cuestión de las demarcaciones entre lo jurídico y lo no jurídico


se manifiesta con características muy singulares —y en cierto sentido
también se concreta— en el campo de lo no normado y lo no jurídico. Si
lo no normado (lo no regulado por normas estatales) coincidiera con lo
no jurídico, ya quedaría resuelto el problema de base (el Derecho llega
hasta donde llegan las leyes); pero no es así.
Desde la perspectiva del positivismo legalista lo no normado abre
paso, en efecto, al ámbito de lo no jurídico, que tiene —paradójicamen-
te— un régimen jurídico propio. Tratándose de particulares, el ámbito
de lo no normado es el ámbito de la libertad, puesto que el ciudadano
puede hacer cuanto no está prohibido por la ley y no está obligado a ha-
cer lo que no aparece mandado en ésta: en definitiva, una sociedad sin
leyes sería desde esta perspectiva una sociedad sin derechos ni deberes.
Este esquema —que todavía sigue exponiéndose en algunos manuales
académicos como una rutina nacida del liberalismo decimonónico— es
demasiado simplista y dista mucho de ser correcto.
Por lo pronto parte de una concepción parcial de la norma jurídica
contemplando sólo la variante prohibitiva e imperativa. En este caso la
situación parece evidente, ya que si no hay prohibición o mandato, hay
libertad. En otras palabras, se entiende que las relaciones sociales son
libres por sí mismas, de tal manera que las leyes van acotando áreas a
donde, por excepción, no llega la libertad propia de la sociedad natural

74
Á M B I TO : L O JURÍDICO Y LO NO JURÍDICO

originaria. Ahora bien, ni siquiera Rousseau llegó a tanto. Ni tampoco


en los países del common law, en los que la ausencia de ley no es siem-
pre una consagración de la libertad, ya que lo no regulado por ley lo
está cabalmente por el common law, que puede ser de signo prohibiti-
vo. Pero, además y por otro lado, no hay que olvidar que ciertamente
existen normas legales prohibitivas e imperativas (imperativos positivos
y negativos) mas también hay otras permisivas, autorizantes y habilitan-
tes. Lo que significa que la carencia de ley implica en estos supuestos
carencia de autorización o habilitación y, por ende, falta de libertad.
Basándonos ahora en un planteamiento más afinado, hay que em-
pezar recordando que las relaciones sociales son anteriores y exteriores
al Estado y a la ley y con ellas los individuos han estado colocados —al
menos desde que se formaron organizaciones sociales— en una situa-
ción de derechos y deberes correlativos. Así han funcionado siempre, y
siguen funcionando hoy, las sociedades. La aparición de la ley lo único
que hace es desplazar —o al menos orientar— las regulaciones que con
anterioridad a ellas se imponían los individuos a sí mismos. El ámbito
de lo no normado puede entenderse, si se quiere, como un ámbito de
libertad, mas no en el sentido de que cada individuo es libre de actuar
a su antojo sino en el de que el Estado renuncia a intervenir y de que,
por ende, los miembros de la sociedad —o los titulares de las relaciones
sociales— son libres a la hora de regularse jurídicamente ellos mismos
tales relaciones mediante convenios o costumbres. A diferencia de lo
que sucede cuando hay leyes, puesto que en tal caso las regulaciones
jurídicas establecidas por la sociedad o sus miembros han de atenerse a
las directrices de la norma objetiva. Salvo, claro está, cuando los parti-
culares, aun habiendo leyes estatales, prefieren regularse por sus propias
convenciones y aquéllas lo permiten, como aparece ya en uno de los
primeros textos jurídicos medievales, el llamado Edicto de Liutprando
(727), en el que se advertía sin lugar a dudas que si quicumque de lege
sua subdiscendere voluerit et pactiones inter se facerent, et ambae partes
consenserent, is non imputetur contra legem (si alguien quisiere renun-
ciar a su ley y celebrare pactos con otros y las dos partes estuvieren de
acuerdo con ello, no se considere que obran contra la ley).
Por lo demás, vivimos en una época en la que en algunos sectores
se está reduciendo de forma tan acelerada como inesperada el ámbito
de lo no normado. Con ley o sin ley el Derecho se está introduciendo
en zonas que hasta hace poco se tenían por privadas, es decir, sujetas a
regulaciones o convenciones establecidas por los propios individuos. Ya
casi no existe el llamado fuero privado jurídicamente inmune. El Dere-
cho no se detiene en las puertas de la familia, puesto que se entromete

75
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

en las relaciones conyugales más íntimas o en las paternofiliales o en


las de convivencia callejera y ni siquiera se inhibe ante las convicciones
religiosas. Hoy hay que hacer verdaderos esfuerzos de imaginación para
encontrar rincones a los que no intenta llegar el Derecho. Los que están
en la cola de una taquilla de cine esgrimen sus derechos de preferencia
temporal para evitar que alguno «se cuele» y los establecimientos se ven
obligados a establecer autorregulaciones (jurídicas) sobre estos aspectos
por nimios que parezcan. Las discusiones entre vecinos o el uso de las
cisternas por la noche dan lugar a pleitos confusos y ya no se deja a las
madres que riñan a sus hijos por haberse ensuciado la ropa jugando en
el parque. ¿Más todavía? ¿Qué decir de los derechos de los animales,
regulados o no?
En suma, lo no normado (con reglas estatales) no equivale a lo no
jurídico (es decir, al ámbito de la libertad individual) sino que abre el
campo a otras normativas —sean tradicionales, corporativas o conven-
cionales— privadas que traen de ordinario consecuencias jurídicas (al
menos desde perspectivas realistas y no meramente iuspositivistas). Y
esto es así porque la esfera de la libertad individual no sólo se encuentra
limitada por las leyes estatales sino también por las libertades y los de-
rechos de los demás aunque nada diga el Derecho normado sobre ello.
El ámbito de lo normado crece y decrece de forma irregular e in-
termitente. Hace un momento se aludía a un impulso normativo avasa-
llador que estaba penetrando hasta en los rincones más íntimos de las
relaciones humanas. Pero simultáneamente están apareciendo también
autorregulaciones privadas de enorme densidad en los espacios respeta-
dos por las normas estatales. El turista que se mueve dentro del recinto
de un parque temático está sujeto a una reglamentación estricta de sus
derechos y obligaciones que ningún establecimiento público se atrevería
a imponer. Y nada digamos de lo que sucede en y con una empresa pri-
vada de la envergadura de El Corte Inglés o de IKEA, o con las ventas
por internet o con un club de golf.
En estos supuestos, que cada día son más numerosos hasta llegar
a la habitualidad, la inhibición —o retirada— de las normas estatales
no ha dejado un espacio vacío de Derecho, puesto que esos huecos son
llenados por reglas o bien convencionales o bien impuestas de forma uni-
lateral desde el momento en que el usuario decide participar, dado que
tal participación implica una adhesión a las reglas privadas. Las regla-
mentaciones internas de un resort hotelero son mucho más detalladas e
implacables que las antiguas reglamentaciones de los servicios públicos,
sin perjuicio de que unas tengan carácter privado y otras público. Pero
todas son reglas jurídicas aunque unas sean estatales y otros privadas.

76
Á M B I TO : L O JURÍDICO Y LO NO JURÍDICO

La ideología liberal que inspira nuestro código civil explica el am-


plio marco que se deja a los particulares a la hora de establecer por
sí mismos sus derechos y obligaciones, que sólo encuentran sus límites
elementales tal como hace, en cuanto al fondo, el artículo 1.255: «Los
contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que
tengan por conveniente, siempre que no sean contrarios a las leyes, a
la moral y al orden público»; en cuanto al objeto, en el artículo 1.271:
«Podrán ser objeto de contrato todas las cosas que no estén fuera del co-
mercio de los hombres [...] y todos los servicios que no sean contrarios
a la ley o a las buenas costumbres»; y en cuanto a la forma, en el 1.279:
«Los contratos serán obligatorios cualquiera que sea la forma en que se
hayan celebrado».

Final: In ius vocare (acudir a juicio)

Soy perfectamente consciente de que cuanto se ha dicho en el presen-


te capítulo no da una respuesta convencional y contundente a la vieja
cuestión de la separación entre normas jurídicas y normas religiosas y
morales y, en términos más amplios, a la diferenciación de lo jurídico
y de lo no jurídico. Tampoco lo he pretendido, ya que en mi opinión
tal separación —aunque sea formalmente factible si se tienen en cuenta
su origen y efectos— no ofrece demasiada importancia vista su interpe-
netración recíproca: porque cualquiera que sea su naturaleza es un he-
cho que las normas jurídicas se encuentran, por un lado, empapadas de
ideas, creencias y valores religiosos, morales, tradicionales y culturales;
y, a la inversa, interfieren y en ocasiones regulan materias aparentemente
no jurídicas.
En los códigos penal y civil decimonónicos —que han llegado in-
tactos casi hasta nuestros días— se recogían prácticamente todos los
«mandamientos de Dios y de la Iglesia» que enumeraba el catecismo del
padre Ripalda; lo que se completaba con una legislación administrativa
y municipal que se preocupaba de castigar las blasfemias, los quebran-
tamientos del descanso dominical e infracciones semejantes. La ley esta-
tal, en suma, ha sido el brazo ejecutivo de la ley canónica —sin perjuicio
de recordar que un mismo hecho puede producir efectos distintos en
la esfera civil y en la religiosa— y sólo muy lentamente, en la segunda
mitad del siglo xx y en la estela del inexorable proceso de secularización
del Estado, ha empezado a depurarse el Ordenamiento Jurídico civil
de sus ingredientes religioso-canónicos. Y lo mismo cabe decir de los
sentimientos morales (en la medida en que en España pudiera hablarse

77
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

de una moral social distinta de la religiosa): la muerte del adúltero reali-


zada por el cónyuge ofendido, la homosexualidad, la inferioridad y hasta
servidumbre de la mujer y, sobre todo, las cláusulas abiertas al estilo de
«moral y buenas costumbres» o del «buen padre de familia».
Si se tienen presentes estas interrelaciones pierde su filo la cuestión
de la separación de la naturaleza de las normas, que se difumina aún más
cuando se analizan los comportamientos reales, habida cuenta de que
las relaciones eclesiásticas, familiares y sociales tenían —y todavía tienen
aunque ya muy transformadas— mayor importancia que las civiles y las
penales. El párroco condenaba desde el púlpito a los que quebrantaban
en privado el ayuno cuaresmal, la sociedad toleraba benévolamente a
los clientes de la prostitución al tiempo que estigmatizaba a las profe-
sionales que la ejercían, y el padre deshonrado para siempre expulsaba
del hogar a la hija soltera embarazada. El Derecho es un fenómeno tan
complejo, tan enraizado en la vida misma, que no puede ser abordado
útilmente con planteamientos meramente formales y que hace impo-
sible cualquier distinción radical, que además sería inútil, entre unas
normas y otras.
Así las cosas —y si es que se considera necesario contar con un cri-
terio partidor de naturalezas— yo me sumo al más antiguo y respetable,
que es el utilizado en el Derecho romano clásico. Entonces (como hoy)
Derecho era lo que se podía llevar a un juez público (in ius ducere, in
ius vocare), puesto que el juez siempre ha sido un rey Midas cuya vara
convierte en Derecho todo lo que toca. Una afirmación, por cierto, de-
liberadamente circular —y por tanto vulnerable en lógica—, ya que se
está diciendo que Derecho es lo que puede llevarse al juez y que todo lo
que decide el juez es Derecho.
Con este planteamiento el ámbito de lo no jurídico queda reduci-
do a un mínimo que disminuye progresivamente, sin perjuicio de que
algún día pueda iniciarse un proceso evolutivo de signo contrario. En
el Derecho público los jueces contenciosos (y nada digamos los cons-
titucionales) han reducido conocidamente lo que antes era un bloque
amplio de lo discrecional y de lo político, del que sólo quedan supuestos
testimoniales, amenazados siempre de algún nuevo embate del volun-
tarismo judicial. Y lo mismo sucede en el Derecho privado, en el que
muy pocos jueces se atreven a abstenerse de resolver alegando que se
trata de un caso propio del ámbito de lo no jurídico. La verdad es que la
prohibición del non liquet hace muy difícil este tipo de resoluciones.
Las reglas de comportamiento cuando son jurídicas generan una pre-
tensión, es decir, la facultad de exigir su cumplimiento ante un órgano
estatal obligado a dar una respuesta. Ahora bien, cuando no existe tal

78
Á M B I TO : L O JURÍDICO Y LO NO JURÍDICO

pretensión ni órgano estatal al que dirigirse (por ejemplo, por falta de


legitimación), la regla no es Derecho aunque se encuentre en una norma
jurídica. Por lo mismo no son Derecho las normas religiosas y morales.
Nótese, pues, que desde esta perspectiva se confirma de nuevo la
incorrección de equiparar los conceptos de lo no normado y lo no ju-
rídico, habida cuenta de que hay fenómenos y relaciones normadas y,
sin embargo, no jurídicas desde el momento en que no pueden llevarse
al juez. Pero desde luego se mantiene la diferenciación de los ámbitos
jurídico y no jurídico, si bien con una peculiaridad (relativamente) nue-
va: la frontera delimitadora no es constante ni rígida y, además, varía de
acuerdo con los criterios, a veces subjetivos, de los jueces que deciden
conocer o no conocer las cuestiones que se les plantean.
Nótese igualmente que el criterio de acceso al juez amplía prodigio-
samente las fronteras del Derecho, puesto que, como acaba de indicarse,
aparentemente pueden llevarse a un tribunal —y de hecho se están lle-
vando cada día— conflictos que hasta hace muy poco nadie consideraba
jurídicos. Pero no es menos cierto, por otro lado, que también puede
suponer una limitación efectiva.
La inhibición de los jueces tímidos (o acobardados) reduce, en efec-
to, el ámbito de lo no jurídico. Esto puede ser grave; mas no lo es menos
la imprudente veracidad de los jueces hiperactivos que no reconocen
límites a su propia competencia, intervienen en todos los conflictos ima-
ginables y terminan convirtiendo al Derecho en un mar sin orillas que
tanto perjudica al ordinario funcionamiento social. El juez tiene que
aprender a autolimitarse y no empeñarse en judicializar a ultranza todas
las relaciones humanas. El imperialismo judicial y el panjuridicismo son
insensatos hasta la peligrosidad y no por ello mejora el Estado de De-
recho —como ahora tan frívolamente se afirma—, antes al contrario lo
deteriora.
La invocación in extremis del in ius vocare como criterio identifica-
dor del Derecho parece útil, desde luego, ya que resultaría un sarcasmo
hablar de derechos que no pudiesen ser garantizados en última instancia
por un juez. Para los derechos tradicionales inter cives la solución no
ofrece, por tanto, dudas, puesto que el juez siempre estará dispuesto
a decidir sobre la existencia, o no, del derecho subjetivo y buscará en
el Ordenamiento Jurídico la ley concreta en que pueda fundarse. La
solución no es tan clara, sin embargo, en el mundo actual con una Cons-
titución enormemente generosa que ha reconocido una larga serie de de-
rechos públicos, sociales y económicos con efectos a terceros (la llamada
Drittwirkung) y de tercera y cuarta generación, cuya existencia no puede
ciertamente discutirse pero cuya efectividad en sede judicial resulta en

79
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

casos problemática en cuanto que exigen una previa actividad del Estado
tanto en vía legislativa como administrativa (organizativa y prestacio-
nal). Derechos, en suma, que precisan de una inevitable colaboración
administrativa que ya no está al alcance del juez.
En estas condiciones el esquema de estatus (de derechos y libertades,
positivo y negativo) de Jellinek ha quedado desbordado y con frecuencia
no sabemos exactamente a qué atenernos. Si pensamos, por ejemplo,
en el «derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado» del artículo
45.1 de la Constitución nos encontramos o bien ante un modestísimo
palo de escoba que no vale realmente para nada o bien ante un instru-
mento milagroso que en manos de un brujo puede mantener limpio todo
el territorio nacional. De hecho ambas posibilidades se están dando cada
día y casi siempre de manera impredecible. Así las cosas, parece muy
fuerte tener que aceptar que en la mano del juez está dejar el citado
artículo 45 en estado latente, como un papel retórico, o por el contrario
convertirlo en una palanca rigurosamente jurídica capaz de mejorar la
calidad de vida de todos los españoles. Una vez más podemos comprobar,
por tanto, que el Derecho es una figura social de confines imprecisos, a la
manera del horizonte marítimo en el que no resulta fácil determinar en
la bruma lo que es agua o cielo.

80
4

CONTENIDO: DERECHO NORMADO


Y DERECHO PRACTICADO

Leges instituuntur cum promulgantur, cum moribus


utientium approbantur. Sicut enim moribus utientium
in contrario nonnullae leges hodie abrogatae sunt, ita
moribus utientium leges confirmantur.

Las leyes se establecen cuando se promulgan y se con-


firman cuando se aprueban por las costumbres de los
destinatarios. Y así como las costumbres en contrario
de las leyes terminan derogándolas, del mismo modo
por las costumbres de los que las practican se confir-
man aquéllas.

(Decreto de Graciano, siglo xii)

En este capítulo se aborda, entre otras cuestiones, el dilema fundamental


de si el Derecho está constituido por normas generales y abstractas o si,
por el contrario, está integrado por los actos singulares que realizan los
jueces y los individuos. La primera concepción —llamada normativis-
ta— es hoy la más extendida y en su versión más flexible y moderna
comprende no sólo las leyes sino también las demás normas (y por ex-
tensión los principios) expresamente aceptados por aquéllas. Se trata, en
suma, de un sistema rigurosamente estatal.
Para la concepción opuesta —llamada ordinariamente sociológi-
ca— lo importante no es tanto lo que debe hacerse como lo que verda-
deramente se hace. Lo que vale no es, pues, el Derecho normado sino el
Derecho practicado, no son las reglas generales y abstractas sino los actos
singulares. Dentro de esta línea siempre ha gozado de gran predicamento

81
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

la variante judicialista, que entiende que el Derecho se integra por las


resoluciones judiciales, habida cuenta de que son los jueces quienes en
último extremo deciden y aclaran lo que es, y lo que no es, Derecho.
En el presente libro se sostiene una concepción realista basada en la
atención a todos los elementos que actúan como referentes del Derecho.
Lo que significa que aquí se incluyen tanto los actos singulares como las
normas generales y abstractas, distinguiéndose al efecto entre Derecho
normado (esté, o no, practicado) y practicado (esté, o no, normado);
aunque naturalmente no sea igual el peso y valor de estos dos bloques y
de cada uno de sus elementos. En cualquier caso, y tal como se irá desa-
rrollando con pormenor más adelante, la summa divisio no se encuentra,
como se venía insistiendo tradicionalmente, en la distinción entre lo es-
crito y lo no escrito, cuya relevancia teórica y práctica es más bien escasa,
sino entre lo normado y lo practicado.

Datos referenciales

En coherencia con la metodología realista deliberadamente adoptada,


el análisis va a iniciarse con el recordatorio de los elementos del mundo
real —tal como ya se indicó en las primeras páginas del capítulo intro-
ductorio—, que pueden servir para indagar a través de ellos el contenido
de Derecho: los factores perceptibles en que éste se encarna o manifiesta
y que consecuentemente operan como referentes de él.
El Derecho, en todas y cada una de sus manifestaciones, se encarna
indefectiblemente —pues de otra suerte no podría ser conocido— en
los fenómenos reales típicos que a continuación se enumeran sin jerar-
quización alguna y que en todo caso han de servir de presupuesto o
punto de partida de cuantos análisis quieran luego realizarse.
Primero. Decisiones, que son de varias clases: a) generales y abs-
tractas de diferente procedencia y naturaleza, sean políticas (leyes), ad-
ministrativas (reglamentos) o estamentales (estatutos, convenciones); b)
singulares, entre las que destacan las procedentes de órganos judiciales
(sentencias), órganos administrativos (actos administrativos) y particu-
lares (actos unilaterales y convenciones plurilaterales).
Por decirlo en términos de Ysay, existen, como se ve, dos variantes
de manifestaciones jurídicas decisionales: a) una previa (llamada norma
por antonomasia) que no contempla un caso individual sino un grupo
de ellos, todos hipotéticos o imaginados, y que, además, trabaja con
conceptos; los tipos que en ella aparecen son, en consecuencia, más o
menos abstractos y desde luego incompletos; y b) otra posterior (llama-

82
CONTENIDO: DERECHO NORMADO Y DERECHO PRACTICADO

da ordinariamente resolución) que se refiere a un hecho real histórico


(no hipotético) en el que concurren datos innumerables más o menos
relevantes. En la actualidad las disposiciones generales abstractas tam-
bién suelen llamarse «regulativas», y las singulares concretas, «adjudi-
cativas».
Segundo. Opiniones (de contenido jurídico) emitidas por órganos
o personas individuales y a ellas directamente imputables: lo que sue-
le llamarse doctrina y en ocasiones, un tanto impropiamente, doctrina
científica. De ordinario se acepta implícitamente y sin discusión que
estas opiniones son un elemento del Derecho aunque no tengan formal-
mente la categoría de «fuentes» de él.
Tercero. Comportamientos, sean individuales o sociales, esporádi-
cos o constantes, a los que se denomina, según su naturaleza, costum-
bres y prácticas si son generales y hechos jurídicos si son singulares.
Esta variante es, desde luego, la más conflictiva, puesto que no suele
ser considerada como un elemento constitutivo del Derecho sin per-
juicio de que no pueda dudarse de la naturaleza jurídica de algunos de
sus efectos y, sobre todo (lo que para mí es más importante), porque
tales comportamientos operan como referentes indudables del Derecho
cuando, y en la medida en que, son consecuencia de algún otro elemento
de éste (por ejemplo, el pago de la cosa vendida es consecuencia de un
contrato de compraventa, como el pago de un impuesto lo es de una
ley tributaria). Los comportamientos adquieren un perfil más interesante
desde el momento en que son o causa o efecto de una relación (inequí-
vocamente) jurídica.
Cuarto. Organizaciones. Se trata de una figura próxima a la de los
comportamientos, pero caracterizada por suponer una situación objetiva
creada por una decisión jurídica y tendencialmente estable.
Según se ve, y tal como se había anunciado, se trata en todo caso
de fenómenos reales, es decir, propios del mundo natural, que pueden
percibirse sin dificultad alguna, aunque los problemas vengan luego a la
hora de calificarlos, o no, como constitutivos del Derecho.

Estática y dinámica del Derecho

En una comunidad de miembros absolutamente racionales y altruistas no


habría en principio necesidad de normas (aunque no podría prescindirse
del todo de ellas, puesto que hasta en una comunidad celestial conven-
dría indicar a los ángeles si deben volar por la derecha o por la izquierda
así como organizar sus jerarquías para coordinar la acción de los serafines

83
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

y los arcángeles). Sociedad jurídicamente perfecta no es la que tiene leyes


mejores sino la que tiene pocas porque no necesita más. Cuanto más
egoístas son los individuos y más complejas las relaciones sociales, más
necesarias resultan las normas jurídicas entendidas como directrices o re-
glas de comportamiento, advertencias de las consecuencias de su incum-
plimiento y pautas para la resolución de eventuales conflictos. Lo que
con ellas se pretende es que los comportamientos humanos —que es en
último extremo lo que de veras interesa— sean ordenados y previsibles
para que los individuos puedan convivir en paz. Desde esta perspectiva
se reafirma, pues, la función instrumental del Derecho, al menos y en
todo caso en lo que atañe al bloque de las normas generales y abstractas.
Las normas jurídicas son, por tanto, la primera referencia del De-
recho, pero su importancia no autoriza a olvidar su objetivo final: los
comportamientos humanos. El Derecho es un fenómeno gradual que,
cristalizado inicialmente en una norma, se va desarrollando luego en
procesos de distinta naturaleza y se corona en un comportamiento hu-
mano. Limitar el Derecho a su acto de nacimiento, a un dato estático,
olvidando su proceso posterior y su efecto final, es una actitud intelec-
tual plausible pero poco útil.
El sentido común —y más todavía el sentido jurídico— obliga a dis-
tinguir entre lo vivo y lo pintado, entre lo deseado y lo realizado, entre
lo ordenado y lo cumplido. Un Legislador incontinente aprueba cada día
leyes y reglamentos sin número. Es el «Derecho normado» o «Derecho
de papel» que se imprime en los Boletines Oficiales. Ahora bien, sólo
una parte muy reducida de esta enorme masa se aplica realmente para
constituir el «Derecho practicado», el «Derecho vivido». El contraste es
tan evidente que no puede darse a estos bloques el mismo tratamiento.
Además y en cualquier caso hay que distinguir el Derecho normado que
no se ha practicado por no haber tenido oportunidad (es decir, por no
haberse producido el supuesto de hecho desencadenante) y el que no lo
ha sido por ignorancia o por resistencia de los destinatarios a quienes
correspondía ejecutarlo, aplicarlo o cumplirlo, o también por imposibi-
lidad material, ya que hay, en efecto, normas de realización imposible
(leyes, por ejemplo, que regulan subvenciones sin cobertura financiera
o imponen inspecciones sin contar con los funcionarios adecuados).
Desde el punto de vista técnico es fácil constatar las conexiones
que median entre los que antes se han llamado elementos o manifesta-
ciones del Derecho y que les hacen inseparables. La jurisprudencia está
inmediatamente condicionada por las leyes; pero las leyes lo están, a su
vez y en no menor medida, por la jurisprudencia, ya que es ésta la que
determina el alcance de aquéllas y moraliza su contenido. La doctrina

84
CONTENIDO: DERECHO NORMADO Y DERECHO PRACTICADO

y las leyes parecen a primera vista elementos separados; mas a poco


que nos fijemos descubrimos que la doctrina gira indefectiblemente en
torno a las normas positivas; y éstas, a su vez, reflejan en su contenido
el saber de aquéllas, puesto que todos y cada uno de los conceptos que
manejan están tomados de la doctrina hasta tal punto que la lectura de
una ley realizada por quien no conoce la doctrina es de hecho ininteli-
gible: la ley, en una palabra, está escrita por y para juristas. Y lo mismo
debe decirse de las relaciones entre doctrina y jurisprudencia. Si se me
permite la expresión —que obviamente nada tiene de irrespetuosa— le-
yes, jurisprudencia y doctrina son las tres personas (manifestaciones)
de un solo y verdadero Derecho: una trinidad que integra con absoluta
naturalidad y sin jerarquía alguna el Derecho estático y el dinámico.
Apurando las consecuencias de este modo de pensar yo veo el Dere-
cho como un proceso en el que ya no tiene sentido hablar de lo estático
y lo dinámico porque, según acaba de decirse, se trata de elementos
inseparables que se interaccionan recíprocamente en un movimiento
constante y, por ende, siempre inacabado. La ley es de ordinario un pun-
to de partida, mas no siempre, y sobre todo, cuando entra en el proceso
de concreción y aplicación, se transforma en dinamismo. Aquí no hay
surcos fijos ni caminos trazados: «se hace camino al andar». (Pero sobre
todo esto se insistirá más adelante al hablar con detalle de la estructura
reticular del Derecho.)

Eficacia aleatoria de las normas jurídicas

La norma jurídica sigue, por así decirlo, una trayectoria camino de su


destinatario en la que padece distintas incidencias conforme a unas re-
glas comunes a todas las emisiones de información que alteran, en ma-
yor o menor medida, su rumbo y efectos.
El desarrollo efectivo de este proceso depende fundamentalmente
de los siguientes factores:
a) La autoridad del emisor, pues no es igual la energía de una ley
que la de una ordenanza municipal, ni la de un decreto de un Gobierno
en víspera de elecciones de incierta salida que la de un Gobierno en el
cenit de su poder. En este punto saben muy bien los ciudadanos a qué
atenerse y pueden prever la intensidad de la exigencia de cumplimiento.
b) El interés del receptor, quien, antes de decidir si cumple o no cum-
ple, pondera cuidadosamente las consecuencias de su decisión. Cumplirá
sin dudas si le beneficia; mas si le perjudica calculará los riesgos de su
negativa. El que desobedece una orden o prohibición sabe que tiene po-

85
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

sibilidades de no ser sorprendido ni sancionado (piénsese en una infrac-


ción de tráfico, en una defraudación fiscal) y que, aun siéndolo, a veces
la sanción es inferior a las desventajas del cumplimiento. El arrendatario
debe pagar el precio del arrendamiento, pero sabe de cierto que el arren-
dador no se lo exigirá judicialmente mientras el importe de la deuda no
sea lo suficientemente alto como para compensar los gastos del pleito.
c) El contexto, pues en ocasiones la decisión de incumplimiento no
depende tanto del destinatario como del contexto social. La práctica
generalizada de no respetar el medio ambiente, de aparcar los vehículos
de forma indebida, de proceder a redondeos ilícitos en el señalamien-
to de precios es, de hecho, una invitación formal a seguir el ejemplo.
Mientras que, a la inversa pero por las mismas razones, la aceptación y
cumplimiento generalizado de una norma desestimula a los tendenciales
infractores.
La contundencia de una norma jurídica no es, en suma, constante
ni mucho menos sino que se debilita en determinadas circunstancias y
personas. ¿Qué juez se atreverá a condenar a Botín o a Farruquito sal-
vo que medien presiones excepcionales, políticas o mediáticas, capaces
de bloquear las influencias externas ordinarias? ¿Quién puede ser tan
temerario como para reclamar una deuda a un insolvente? Las normas
jurídicas —al igual que las balas y los rayos de luz— se desvían o des-
aceleran al atravesar el espacio y el tiempo e incluso pueden encontrar
barreras infranqueables.
Debiendo notarse en cualquier caso el carácter personal humano
de la mayor parte de estas incidencias. La norma jurídica al pasar de lo
general y abstracto a lo singular y concreto es manipulada por seres hu-
manos, unos operadores jurídicos que tienen poder para adaptar aqué-
lla a las circunstancias concretas de acuerdo con su talante personal. La
partitura musical «indica» al intérprete lo que tiene que hacer, pero no
hay dos conciertos iguales ya que cada maestro interpreta de acuerdo
con su gusto y personalidad y hasta llega a torcer la melodía y el ritmo
si él lo siente de distinta manera que el compositor o está dispuesto a
ceder a los caprichos del público. El carácter humano, y no mecánico,
del Derecho es uno de los hilos recurrentes del presente libro.
En cualquier caso el Derecho en acción, el Derecho vivo, se realiza
fundamentalmente a través de un proceso de ejecución, aplicación y
cumplimiento de las normas abstractas, según se desarrollará pormeno-
rizadamente más adelante en otros capítulos.

86
CONTENIDO: DERECHO NORMADO Y DERECHO PRACTICADO

El Derecho practicado

El Derecho practicado —que es el que aceptan y al que ajustan sus con-


ductas los agentes sociales— no coincide exactamente con el Derecho
normado, puesto que, por lo pronto, hay muchos textos de éste que no
se practican en absoluto por no haberlos aceptado el cuerpo social o
por referirse a supuestos socialmente irreales. En segundo lugar, porque
cuando se acepta el referente de un texto legal, no se recibe en su tenor
literal sino que se convierte previamente en una norma, que da la medi-
da exacta o alcance del texto. La norma jurídica no es, por tanto, obra
exclusiva de su autor formal sino fruto de la colaboración del Estado
(o de la comunidad) autor del texto y del agente estatal o social que lo
utiliza. Y en tercer lugar, existen normas de Derecho practicado que son
creación directa y exclusiva de los agentes sin conexión con un texto
previo de Derecho normado.
Dentro del Derecho practicado hay que distinguir las siguientes va-
riedades fundamentales:
a) El practicado por los jueces (Derecho Judicial) —a través de la
aplicación de las normas— resuelve los conflictos singulares planteados
(opera, por tanto, como un Derecho acabado, definitivo: ita ius esto)
y, a través de los fundamentos jurídicos, valida los textos de Derecho
normado que aplica, les fija su medida y alcance y, en definitiva (como
veremos más adelante), crea normas jurídicas a partir de los textos le-
gislativos.
b) El practicado por las administraciones públicas —a través de la
ejecución de las normas— cumple las mismas funciones. Entre éste y el
anterior media, no obstante, una diferencia capital: el Derecho aplicado
por los jueces es formalmente definitivo, mientras que las resoluciones
administrativas nacen bajo el signo de la provisionalidad hasta que ter-
minan consolidándose por la aquiescencia expresa o implícita de sus
destinatarios o por una posterior decisión judicial que les valide o, por
el contrario, anule.
c) El practicado por la comunidad social —a través del cumplimien-
to de las normas— es cuantitativamente el más extenso pero el más im-
preciso y también el más débil, al estar condicionado por las eventuales
intervenciones de una Administración de control y por las invalidaciones
de una resolución judicial.
Si el Derecho normado es un esquema seco, un dibujo estilizado
de una realidad que se pretende ordenar, el Derecho practicado es el
resultado de un compromiso entre las exigencias (y resistencias) de la
sociedad y los deseos del Legislador. Compromiso inestable porque es-

87
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

tas exigencias y estos deseos cambian continuamente y, además, porque


lo que llamamos sociedad y Legislador son rudas simplificaciones de
realidades heterogéneas. En esta vertiginosa dinámica el juez cumple
una función modesta y al tiempo grandiosa: la de declarar lo que es
Derecho en un determinado momento, en un determinado conflic-
to y con unos sujetos determinados; una constelación, por tanto, de
circunstancias irrepetibles que hacen irrepetible la misma decisión. El
verdadero Derecho es el microderecho, el Derecho del caso concreto,
como la verdadera medicina es el tratamiento de un enfermo concreto
en un determinado día. Al menos en las épocas arcaicas la situación era
muy clara, dado que se desconocía el concepto abstracto del Derecho:
la palabra sumeria di y la babilónica dinu se referían exclusivamente al
caso conflictivo singular, a su proceso y resolución, también singulares.
Aquí empezaba y terminaba el Derecho sin alusión alguna a las normas
generales y abstractas. Y sin necesidad de acudir a ejemplos tan remotos
sabido es que el Derecho altomedieval de los reinos españoles era, espe-
cialmente en Castilla, un Derecho sin normas generales y abstractas. El
fundamento de la soberanía regia se encontraba ciertamente en la potes-
tad de hacer justicia mas no a través del dictado de leyes (como empeza-
ría más tarde a practicarse en la baja Edad Media y hasta hoy) sino en la
de resolver conflictos singulares, que era hasta donde llegaba el Derecho.

Dos círculos secantes

Derecho normado y Derecho practicado pueden figurarse, en suma,


como dos círculos secantes que sólo en parte se superponen.
Buena parte del Derecho practicado coincide con el Derecho nor-
mado en la medida en que éste se realiza efectivamente en aquél. Pero
hay otra parte que no coincide, dado que existe un segmento del Dere-
cho normado que no se practica y, en el extremo opuesto, un segmento
de Derecho practicado que no procede del normado. Porque es el caso
que determinadas prácticas jurídicas no son de ejecución, aplicación ni
cumplimiento de normas jurídicas preexistentes sino que, careciendo
de tal apoyo, se legitiman por sí mismas. Como ya advirtió Salmond
hace más de cien años, las normas jurídicas no son imprescindibles,
puesto que sin ellas es perfectamente posible administrar Justicia, y, en
términos aún más contundentes, llegó a proclamar sir William Markby
también por aquel tiempo que «los tribunales pueden actuar perfecta-
mente sin Derecho». Además, y en último extremo, inmediatamente
hemos de ver que ciertas prácticas jurídicas —fundamentalmente las

88
CONTENIDO: DERECHO NORMADO Y DERECHO PRACTICADO

resoluciones judiciales— terminan creando Derecho al convertirse en


normas jurídicas generales y abstractas.
Este fenómeno es bien conocido en lo que se refiere a la costumbre y
a la jurisprudencia, ya que, de acuerdo con el artículo primero del código
civil, la costumbre es «fuente» del Ordenamiento Jurídico que «regirá
en defecto de ley aplicable siempre que no sea contraria a la moral o al
orden público». La jurisprudencia, por su parte, no es declarada fuente
del Derecho pero «completará el Ordenamiento Jurídico en la doctrina
que, de modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo al interpretar y
aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del Derecho».
Con estas declaraciones el Derecho español actual se distancia de
forma expresa del positivismo legalista y acepta la composición hete-
rogénea y un tanto difusa del Ordenamiento Jurídico; aunque ignora
deliberadamente la sustancia jurídica de los actos singulares practicados.
Nótese, empero, que el código civil no excluye a tales actos del Derecho
sino solamente del Ordenamiento Jurídico. Ahora bien, Ordenamiento
Jurídico y Derecho no son equivalentes, dado que aquél es sólo una parte
de éste: cabalmente la que recoge el Derecho normado.

Chatarra legal

Tal como estamos viendo, la práctica social no sólo enriquece con am-
pliaciones y precisiones el Ordenamiento Jurídico originario sino que
también lo empobrece al no usar alguno de sus elementos. Pero ¿qué
hacer de esa parte del Derecho normado que los jueces no validan ni
aplican, las administraciones públicas no ejecutan y los demás agentes
sociales no cumplen ni observan y que, por su inutilidad, aquí se está
llamando gráficamente chatarra legal?
En la chatarra legal se van acumulando textos quiescentes, aletar-
gados aunque vivos, puesto que en cualquier momento pueden volver a
ser operativos, de manera esporádica o general, al cabo de años de no
serlo. Para la teoría del Derecho practicado los textos quiescentes no
ofrecen dificultad alguna de comprensión, dado que no se mira tanto a
su naturaleza como a sus efectos. Todos los textos normativos origina-
rios cumplen su papel de referencia y, en cuanto tales, han de ser tenidos
a la vista por los agentes sociales, incluso aunque éstos —ponderando
sus ventajas y desventajas— no los utilicen y los dejen abandonados en
el almacén de la chatarra.
La duda está en si esto ha de ser siempre así, en si la disponibilidad
referencial ha de ser indefinida. El viejo artículo 5 del código civil de-

89
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

claraba con la ingenuidad propia de la mentalidad codificadora decimo-


nónica que «las leyes sólo se derogan por otras leyes posteriores y no
prevalecerán contra su observancia el desuso ni la costumbre o práctica
en contrario» (la versión actual es algo más comedida, aunque conserve
su vieja arrogancia). En la realidad, sin embargo, esto no es así y no
hay juez que sea capaz de aplicar textos socialmente abandonados por
completo, aunque nadie pueda asegurar con precisión en qué momento,
cuántos años son necesarios, para que empiece la obsolescencia efectiva
o, si se quiere (diga lo que diga el código), cuándo se ha producido el
«desenganche definitivo» entre un texto fijo y la cambiante evolución
social, que ha ido tan lejos que ya resulta imposible conectar con aquél
incluso en una interpretación flexible adaptada a las circunstancias del
momento (art. 3.1 del código civil). Para la teoría del Derecho practica-
do esta cuestión no necesita una regla general, ya que, como la ley actúa
de simple referente —una información o una oferta— para el juez, éste
está facultado para aplicarla o no, según las circunstancias del caso y su
propio criterio, tanto al día siguiente como a los cien años de desuso. Es
improbable, en otras palabras, que el juez acuda al almacén de la chata-
rra legal para recuperar un texto olvidado y resolver con él el conflicto
planteado, pero nada le impide hacerlo.
Al hilo de la chatarra legal conviene decir también unas palabras
sobre la «chatarra jurisprudencial», que también existe y con dos va-
riantes al menos. En algunos casos dictan los jueces una resolución ab-
solutamente inútil o de ejecución imposible (cambio de destino de un
funcionario ya fallecido, legalización de uso de un edificio que ya ha
sido derribado), que forzosamente no ha de ejecutarse. Pero en otros
casos la inejecución es fruto de la resistencia de los destinatarios: un
supuesto asombrosamente frecuente que revela la indiferencia de los
jueces ante el destino de sus propias resoluciones.
No existen estadísticas (ni podrá haberlas nunca) sobre los precep-
tos jurídicos que viven, los que nacen ya muertos y los que se mantienen
unos años antes de terminar en el montón de la chatarra. La verdad es
que el tiempo es el peor enemigo de las leyes, que la sociedad es a veces
impenetrable a las innovaciones legislativas y que en ocasiones son los
jueces quienes hacen inviables algunos preceptos jurídicos a los que no
dan oportunidad alguna de ser eficaces. Sea por una causa o por otra, el
hecho es que algunos textos lingüísticos normativos se quedan dormi-
dos, antes o después, en el papel de los Boletines Oficiales.

90
CONTENIDO: DERECHO NORMADO Y DERECHO PRACTICADO

Del Derecho judicialmente practicado al Derecho normado

El proceso que va de la ley a la sentencia es en principio linear y uni-


direccional, ya que ésta se deduce de aquélla (en combinación, bien es
verdad, con otros datos). Ahora bien, ésta es sólo la primera fase porque
luego el proceso continúa en un segundo tramo de regreso (o inverso)
que va de la sentencia a la norma, habida cuenta de que, partiendo de la
resolución singular, se forma una nueva norma general y abstracta. En
definitiva, un círculo dialéctico de progresión indefinida —tal como ya
se anunció en el capítulo introductorio—, puesto que el Derecho no se
acaba o perfecciona nunca sino que es un constante devenir en direccio-
nes a veces imprevisibles.
Una sentencia judicial es una decisión singular por la que se re-
suelve un conflicto jurídico, también singular e histórico, es decir, ya
sucedido. Las relaciones entre la sentencia y la norma jurídica preexis-
tente son evidentes y a primera vista unidireccionales, ya que aquélla se
apoya en ésta y, en suma, la aplica. Ahora bien, examinando las cosas
con más atención pronto se descubre que las relaciones son más bien
recíprocas o bidireccionales en el sentido de que la sentencia regresa
(rebota, por así decirlo) sobre la norma precisando en todo caso —y a
veces alterando— su alcance y contenido. Las decisiones judiciales, en
definitiva, tienen como Jano un rostro doble: por un lado miran al pa-
sado y desde una perspectiva singular resuelven un conflicto histórico
concreto; pero, cuando se las generaliza, también miran hacia delante
en previsión de hechos futuros hipotéticos, a la manera de normas ge-
nerales y abstractas.
En principio, la declaración judicial es ciertamente un acto referi-
do inamovible pero únicamente para el caso concreto resuelto por ella;
para otros casos sigue siendo un mero referente, una opinión —todo lo
cualificada que se quiera— que ha de tenerse en cuenta, pero que no
ha de ser necesariamente seguida en las opiniones doctrinales ni en las
declaraciones judiciales posteriores.
A los individuos y a los agentes sociales no les interesan lo más míni-
mo las reglas generales, que de ordinario ni siquiera desean conocer. Lo
que únicamente les importa es su caso concreto: cómo ha de resolverse
el conflicto que ya está planteado o cómo hay que actuar para conseguir
un determinado fin sin conflictos (o sin conflictos innecesarios). A tal
propósito se dirigen a un experto (y llegado el caso a un juez) pidiendo
una respuesta, como se dirigen al médico o al taller de reparaciones;
y juristas, médicos y mecánicos procurarán resolver el caso sin necesi-
dad de explicar al afectado las reglas generales de la ingeniería o de la

91
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

medicina. Y ello por la sencilla razón de que tales reglas son un presu-
puesto de la acción —un referente— y se aplicarán por los especialistas
competentes, debidamente adaptadas, al caso concreto. La ley (salvo
las retroactivas, que dejamos a un lado para no complicar el discurso)
ignora los casos concretos singulares, que son posteriores a ella y que
sólo conocen los operadores jurídicos cuya opinión —o declaración,
tratándose de un juez— se reclama.
Si la regla general no puede resolver el caso singular futuro (aunque
pueda colaborar eficazmente a su solución en su condición de referen-
te) tampoco, y por las mismas razones, puede hacerlo la declaración
judicial singular en cuanto tal, sin perjuicio de su eventual importancia
también como referente.
Piénsese, por lo pronto, que dos casos son siempre fenómenos
distintos, ya que de otra suerte serían un solo caso. Otra cosa es que
sean iguales o diferentes. En rigor, casos exactamente iguales no exis-
ten. Podrán serlo tendencial o dominantemente, pero siempre habrá
algún signo que los diferencie, como una oveja respecto de otra oveja,
incluso gemelas y hasta clonadas. Cuanto menores sean las diferencias,
tantas más probabilidades habrá de que la solución sea la misma, pero
sólo serán probabilidades y, además, la solución posterior nunca vendrá
dada automáticamente porque siempre ha de intervenir un operador
jurídico que valore la trascendencia de las diferencias y, sobre todo,
que ha de decidir si le parece adecuada la solución dada al primer caso,
ya que puede considerarla incorrecta o, aun siendo correcta para el
primer caso, inadecuada para el segundo. De no ser así, ¿cómo explicar
el extendido fenómeno de las llamadas sentencias contradictorias? La
refinada técnica norteamericana del distinguishing ha precisado y desa-
rrollado suficientemente lo que acaba de decirse.
En definitiva, frente al mito de la certidumbre legal la experiencia
enseña que nada hay tan movible e inseguro como el Derecho, que es
un río de fluir continuo en el que no hay reposo ni caben descansos, ya
que, resuelto un conflicto, aparece inmediatamente otro. A una decisión
sigue otra, que puede reproducir la anterior o ser distinta, ya que, aun
en la hipótesis de que la ley aplicable siga siendo la misma, cambian las
circunstancias como cambian las actitudes intelectuales y vitales modi-
ficando implacablemente los criterios anteriores. De la misma manera
que la aparición de la norma (el llamado Derecho objetivo o Derecho
normado) no expresa —como antes ingenuamente se creía— la reve-
lación de la razón o la paz social sino un nuevo acto en la permanente
lucha de los intereses sociales, igual sucede con el Derecho practicado,
que también es flor de un día y cada día cambia.

92
CONTENIDO: DERECHO NORMADO Y DERECHO PRACTICADO

El Derecho aplicado, en otras palabras, no es una estación terminus


del trayecto que se inicia con el referente legal sino el fin de una etapa
que es, a su vez, el principio de otra nueva, de progresión indefinida. Para
el futuro, para las decisiones posteriores el Derecho aplicado se convierte
en un nuevo referente y opera como tal. En esta proposición se refleja
con fidelidad el carácter dialéctico de esta teoría en la que en ningún
momento se alcanza estabilidad y nada es definitivo. El pensamiento se
desliza incesantemente en un movimiento circular de espiral. Partiendo
del texto legal, el juez (el operador jurídico, el agente social) elabora la
norma jurídica aplicable al caso concreto, al tiempo que lo resuelve; y
esta norma ingresa, por regreso, en el Ordenamiento Jurídico, aunque
ya no exactamente como en el texto originario sino a otra altura, y de
allí vuelve a ser utilizada para otro caso concreto; y así indefinidamente
en un movimiento incesante donde todo, partiendo de lo anterior, no
es nunca exactamente igual a él.
El Derecho es un fenómeno vital de movimiento constante e irre-
petible, del que sólo convencionalmente pueden aislarse algunos mo-
mentos fijos. Nadie puede poner puertas al campo ni predeterminar
con precisión los comportamientos humanos; pero la estabilidad social
aconseja colocar algunos indicadores aceptablemente fijos. La Ley es
uno de ellos, aun a sabiendas de que antes de que se seque la tinta del
Boletín Oficial ya habrán variado las relaciones que se quiere regular. En
cualquier caso, puede ser considerada como el principio de un proceso
que acaba en una sentencia y demás actos jurídicos.
Conviene advertir, no obstante, que en los últimos años se está im-
poniendo una corriente legislativa que en los recursos extraordinarios
pretende dar a las decisiones anteriores la calidad no de referentes sino
de determinantes de las posteriores, desde el momento en que impiden
que éstas se produzcan cuando ya hay consolidada una doctrina juris-
prudencial precisa. La reforma de 1988 de la Ley Orgánica del Tribu-
nal Constitucional introdujo, en efecto, una novedad, para muchos
escandalosa, en el régimen de amparo constitucional al establecer en
el artículo 50.1.d) que «la Sección, por unanimidad de sus miembros,
podrá acordar mediante providencia la inadmisión del recurso cuando
[...] el Tribunal Constitucional hubiera ya desestimado en el fondo un
recurso o cuestión de inconstitucionalidad o un recurso de amparo en
supuesto sustancialmente igual». Régimen recogido en la reforma de
1998 de la Ley reguladora de la jurisdicción contencioso-administra-
tiva cuando en su artículo 93.2 impone la inadmisión del recurso de
casación «si se hubieren desestimado en el fondo otros recursos sus-
tancialmente iguales». A la vista salta la diferencia de este régimen con

93
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

el del código civil, dado que en éste la jurisprudencia es una doctrina


que, al haberse incorporado al Ordenamiento Jurídico, incide en la
resolución del fondo de los conflictos; mientras que en las leyes nuevas
se le trata como un precedente que puede bloquear procesalmente la
decisión sobre el fondo.
Con estas precauciones se pretende aliviar al Tribunal Constitucio-
nal y a la Sala tercera del Tribunal Supremo de la asfixia que les está
provocando el elevado número de recursos que ante ellos se presentan.
Pero el remedio es peor que la enfermedad, ya que puede provocar el
más grave de los males de un sistema jurídico: la congelación del Dere-
cho. Porque el precedente consolidado bloquea la actuación posterior
del Tribunal y parece ser que ya no caben cambios de criterio ni, lo que
es peor, adaptación del Derecho a las nuevas circunstancias.
El artículo 483.2 de la vigente Ley de Enjuiciamiento Civil ha im-
puesto un mecanismo aparentemente similar, pero sólo aparentemen-
te, al establecer la inadmisión del recurso de casación cuando «el Tri-
bunal Superior de Justicia correspondiente considere que ha sentado
doctrina sobre la norma discutida o sobre otra anterior de contenido
igual o similar». El efecto de bloqueo es el mismo, pero nótese que este
precepto no se refiere a la resolución concreta de un caso singular sino
a «la doctrina» interpretativa. Lo evidente en cualquier caso es que en
todos estos supuestos las últimas leyes han desbordado por completo
el alcance del código civil y que, por razones coyunturales, han altera-
do sustancialmente el funcionamiento del Ordenamiento Jurídico.

En especial, el Derecho practicado por los particulares

En el principio fue el acuerdo entre particulares; la norma general vino


mucho después cuando ya llevaban siglos los individuos comprando,
vendiendo, arrendando y adoptando sin necesidad de leyes. Apurando
las cosas no son las leyes sino islas que emergen en el mar sin límites de los
acuerdos establecidos entre voluntades privadas: y esto vale tanto para
el common law como para el Derecho continental. Vistas así las cosas,
las leyes —al menos y en todo caso las primitivas— son el resultado de la
generalización y abstracción de los negocios jurídicos concretos realiza-
dos por los particulares: una fórmula intelectual para mayor comodidad
de todos y para fortalecer la seguridad jurídica. Por así decirlo, desde
que existe el código civil basta con que las partes afirmen que quieren ce-
lebrar una compraventa para que, sin necesidad de especificaciones ex-
presas, queden sometidas a las minuciosas disposiciones del código civil.

94
CONTENIDO: DERECHO NORMADO Y DERECHO PRACTICADO

Desde Georg Jellinek se admite pacíficamente la «fuerza normativa


de los hechos». Pues bien, la teoría del Derecho practicado se limita
a insistir y a dar un paso más en esta dirección: los hechos no sólo
tienen fuerza normativa creadora de normas sino que sirven también
—y quizás en primer término— para validarlas, para sacarlas del papel
y convertirlas en realidad social. Admitido esto, ¿cómo puede negar-
se entonces que todos los actos jurídicos (o sea, con efectos jurídicos)
forman parte del Derecho? La energía expansiva del principio de la
«fuerza normativa de los hechos» empieza a borrar las diferencias entre
lo jurídico y lo no jurídico, lo legal y lo ilegal, que de ordinario se tienen
por claras y precisas.
La teoría del Derecho practicado recoge las proposiciones del «Dere-
cho aplicado» por los jueces y del «Derecho ejecutado» por la Adminis-
tración, mas no se detiene en ellas sino que las extiende a las decisiones
jurídicas practicadas por otros sujetos, los agentes sociales privados. En
definitiva y volviendo a los orígenes de la tan denostada Escuela Histó-
rica, se llama Derecho a lo que se practica en calidad de tal. El centro de
gravedad del Derecho, por tanto, no está en el punto de partida (la Ley,
el Ordenamiento Jurídico) sino en lo que parece ser el punto de llegada
(el comportamiento social concreto). Por decirlo con palabras de Aqui-
lino Iglesias, «la regla jurídica establecida por el Estado por medio de la
ley es derecho, pero sólo y en la medida en que se observe realmente en
la sociedad»; «el Derecho se identifica con la forma concreta de vivir los
miembros de una determinada sociedad»; «la ley es una regla jurídica
[que] sólo se convertirá en norma jurídica si logra enraizarse en las
conductas diarias de los hombres en sociedad».
Una mención especial merece el Derecho practicado por grupos
corporativos o sectoriales que ellos mismos han creado con indepen-
dencia de la ley, como un ordenamiento que corre paralelo al estatal.
Estas autorregulaciones económicas son, por tanto, Derecho normado y
al tiempo Derecho practicado. Y aquí no suele haber normas desechadas
porque los grupos no dilapidan inútilmente su energía normativa y se
limitan a regular lo que les puede ser útil y saben de antemano que van
a aplicar.

Estructura abierta, interactiva y reticular del Derecho

Las observaciones que acaban de hacerse sobre la dialéctica de las reso-


luciones judiciales y sobre la incidencia de la práctica jurídica sobre las
normas nos han abierto el camino hacia una visión interactiva reticular

95
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

del Derecho, que es la clave de bóveda del presente libro y a la que se


ha venido apuntando reiteradamente en las páginas anteriores. Porque
los distintos elementos del Derecho, que ya conocemos, se organizan de
acuerdo con una estructura de red y, además, se conexionan interacti-
vamente.
Lo verdaderamente característico del Derecho —tal como en este
libro se entiende— no es sólo que se trata de un conjunto de referentes
sino la forma interactiva en que todos ellos se relacionan como conse-
cuencia de su dependencia mutua.
En el Derecho clásico (lo mismo que en la física y la biología clási-
cas) se creía que las relaciones jurídicas eran lineares y unidireccionales,
es decir, un fenómeno era causa del siguiente y así sucesivamente. En
nuestro campo se suponía que la ley determinaba los actos jurídicos y,
en su caso, las sentencias, de la misma manera que éstas daban lugar, a
su vez, a los hechos jurídicos de su ejecución.
La mejor formulación de este sistema se debe al austriaco Merkl,
quien ideó hace casi un siglo una ingeniosa teoría para explicar el fun-
cionamiento del Derecho que él concebía en forma de cadena, cuyo
primer eslabón era la ley (y en su caso la Constitución), con el que se
enlazaba el segundo formado por reglamentos o disposiciones adminis-
trativas de desarrollo; y a continuación aparecían los actos administrati-
vos singulares de ejecución que se cerraban con los actos particulares de
cumplimiento voluntario o forzoso. Dejando a un lado algunas variantes
marginales, lo importante para este autor era que en cualquier caso el
paso de la norma a la acción se realizaba de forma gradual y eslabona-
da en un proceso lineal unidireccional que llevaba de lo abstracto a lo
concreto, de lo general a lo particular, de lo normado a lo practicado.
En un cierto momento apareció, no obstante, el pensamiento dia-
léctico (como en la física el cibernético), que se percató de que en una
misma relación linear corrían impulsos en las dos direcciones contra-
rias, de tal manera que el fenómeno causado influía a su vez sobre el
causante. Una observación agudísima por sí misma, pero que además
abrió paso a otras constataciones posteriores no menos fértiles, porque
lo que parece indudable es que hoy no es admisible ver en el Derecho
un simple proceso lineal y unidireccional; pero tampoco se observa un
simple movimiento dialéctico de regreso y de retroalimentación; y la
situación se complica aún más por la presencia de otras líneas de fuerza
que complican la relación sociedad-Derecho (y su inversión dialéctica
Derecho-Estado).
Para explicar esta situación —superando las anteriores y sucesivas
figuraciones de la línea recta, el círculo, la espiral o el triángulo— la

96
CONTENIDO: DERECHO NORMADO Y DERECHO PRACTICADO

sociología actual (y a su remolque una parte de la Teoría del Derecho)


acude a la figura, hoy tan de moda en todos los campos científicos, del
sistema en red, que significa que todos los nódulos se relacionan entre sí
directamente en una pluralidad de líneas y direcciones. Una figura cier-
tamente compleja pero esclarecedora de lo que sucede en el Derecho,
tal como se irá viendo con reiteración a lo largo de este libro.
El Derecho se nuclea en torno a cuatro elementos procedentes cada
uno de ellos de un agente social distinto: el Legislador, los jueces, los
autores y los particulares (el pueblo, podría decirse). Estos elementos se
relacionan entre sí todos con todos directamente y de forma interactiva,
es decir, que no sólo influye cada uno sobre los otros sino que resulta
influido, además, por todos ellos en un proceso en movimiento cons-
tante. Sistema reticular e interactivo y también abierto por cuanto todos
estos elementos, además de relacionarse entre ellos, influyen sobre y
son influidos por el contexto exterior. La metáfora de la red refleja, en
definitiva, que el Derecho está organizado en una estructura reticular
interactiva y abierta.
Veamos el caso de la ley. La ley influye sobre el contexto exterior
desde el momento en que determina con mayor o menor eficacia los
comportamientos sociales; pero es influida, a su vez, por las presiones
sociales, los partidos políticos, las fuerzas económicas organizadas o
no y los intereses e ideologías personales de los parlamentarios. Así
se visualiza la nota de «abierta» que tiene la ley. En cuanto a la nota
«reticular», piénsese que la ley influye sobre los jueces y sus sentencias,
sobre los particulares a los que da reglas de comportamiento y sobre los
autores, quienes elaboran sus doctrinas partiendo de la ley. Respecto de
la nota de «interactiva» es fácil comprobar que los jueces, sin perjuicio
de recibir la influencia de la ley, influyen por su parte sobre ella desde
el momento en que fijan su alcance normativo (precisando su conteni-
do) y operatividad (ya que la aplican totalmente o sólo en parte o en
absoluto).
Pues bien, lo mismo sucede con los demás elementos. La apertura de
la jurisprudencia o comunicación con el contesto exterior se manifiesta
en una dirección por la influencia que ejerce sobre las relaciones sociales
y en la otra dirección por la influencia que ella recibe de la sociedad,
de los partidos políticos, de los gobiernos y de las ideologías e intereses
personales de los jueces. Colocados ya dentro del sistema jurídico, las
sentencias influyen sobre las leyes (en el proceso dialéctico de retroali-
mentación de que se ha hablado antes), sobre los autores (que elaboran
su doctrina partiendo también de las resoluciones judiciales) y sobre los
particulares (a los que resuelven sus conflictos) e impone determinadas

97
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

conductas. Pero aquí opera también la interactuación desde el momento


en que las leyes, las doctrinas y las prácticas jurídicas de los particulares
influyen sobre las sentencias.
Por lo que se refiere a los autores su apertura es aún más mani-
fiesta, puesto que son permeables a alguna ideología, a su formación
académica y a los intereses de sus clientes mientras que, a la inversa, su
actividad personal modifica las prácticas sociales. Dentro del sistema
dependen de las leyes y de la jurisprudencia al tiempo que sobre ellas
inciden con singular intensidad incluso aunque en ocasiones ni siquie-
ra se percaten de ello los influidos.
Las influencias de las leyes, jurisprudencia y doctrina sobre los
particulares, son harto conocidas, pero, en cambio, no se reflexiona lo
suficiente sobre el reflejo dialéctico, que también tiene gran importan-
cia. Los particulares con su aquiescencia convalidan las leyes y con su
resistencia pueden paralizar sus efectos. En su consecuencia el Legisla-
dor siempre está atento a la respuesta ciudadana y, a tenor de ella, con
frecuencia deroga sus leyes y desde luego las reforma. El caso de los
ilícitos es singularmente significativo a este propósito. Los actos ilícitos
de los particulares retroactúan de inmediato sobre la Administración y,
en su caso, sobre los jueces, que han de reaccionar sancionando, con-
denando o anulando, pero no de manera automática y previsible sino
desigual y de ordinario imprevisible. Una retroacción que puede llegar
hasta la ley, dado que el Legislador, a la vista de los efectos reales que
ha producido la norma, suele rectificarla para ajustarla a la realidad.
En definitiva, una ley es un experimento social que realiza el Estado y
que le sirve para ir «afinando la puntería» a través de un procedimiento
constante de ensayo y error.
Huelga decir que, aun cuando esta idea no se haya todavía desa-
rrollado mínimamente entre nosotros, es perfectamente conocida por
la doctrina española y Santiago Muñoz Machado, por ejemplo, la ha
formulado con precisión al hablar de la «pérdida de centralidad en la
generación del Derecho y la transformación de los sistemas jurídicos
actuales en policéntricos, donde el Derecho se genera con una dinámi-
ca multipunto, actuando en la formulación de reglas que cuentan con
muy diversas fuentes de legitimación, que extienden su poder sobre
espacios territoriales de muy diversas dimensiones y que actúan con
normativas que a veces son obligatorias y vinculantes, otras vinculan
de facto y otras requieren la adhesión voluntaria de los operadores o de
las organizaciones en que participan. Este Derecho preventivo de nues-
tros días, multipolar, es generado en una red en la que no hay un vér-
tice que asuma la responsabilidad de todas las decisiones normativas».

98
CONTENIDO: DERECHO NORMADO Y DERECHO PRACTICADO

La estructura reticular del Derecho no supone, como estamos vien-


do y ha de repetirse, una idea original, pues, en última instancia, no
es más que una aplicación al Derecho de la teoría de los sistemas de
Luhman; y por otro lado ha sido asumida con entusiasmo expreso
por la filosofía posmodernista francesa, prolongada en este punto por
Teubner. Recuérdese, por ejemplo, que para Foucault el Poder no tiene
una sede institucional firme sino que «funciona en organizaciones re-
ticulares». Ahora bien, desde mi punto de vista sería un error imputar
exclusivamente esta idea a la teoría de los sistemas y al posmodernis-
mo, puesto que ello supondría unir su destino a unas corrientes de
pensamiento que, demasiado influidas por la moda, no tienen viso de
durar mucho.

Una red inestable

Las redes sociales e institucionales, en cuanto abiertas e interactivas, son


dinámicas pero tienden a ser estables, habida cuenta de que sus ener-
gías suelen contrapesarse. Existen, no obstante, algunos factores que
introducen desequilibrios transitorios de mayor o menor intensidad y
duración pero que terminan siempre estabilizándose en un nuevo ciclo
evolutivo. Aquí voy a hablar brevemente de las relaciones informales y
de los derechos emergentes.
Las relaciones informales, infinitamente más complejas aún que las
formales que acaban de describirse, resultan con frecuencia difíciles de
detectar debido a que en buena parte son ocultas. Pensemos en las rela-
ciones informales que median entre en el Gobierno y los tribunales cana-
lizadas por las presiones que ejerce sobre los jueces el Consejo General
del Poder judicial, presionado a su vez por el Gobierno. Pensemos en las
relaciones ocultas e ilícitas entre los administrados y la Administración
canalizadas por la corrupción. Pensemos, además, en ciertos agentes
sociales, de los que deliberadamente estamos aquí prescindiendo: los
sindicatos, los medios de información, los grupos económicos.
Cuando se pretende tomar en cuenta todos estos datos el pano-
rama, que acabamos de tachar de complejo, se vuelve opaco y resulta
impenetrable a cualquier análisis jurídico. El análisis únicamente puede
intentarse entonces con técnicas e instrumentos de la ciencia política
y de la sociología, mas con resultados inevitablemente modestos, ya
que la gran fuerza del Estado y de su sistema jurídico es su capacidad
de ocultación. El Poder para ser efectivo ha de ser lejano y arcano. Su
imagen es un laberinto que ha de ser recorrido de noche y con niebla.

99
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Las explicaciones intelectuales —incluso las más geniales, como las de


Max Weber— son fugaces relámpagos que permiten avanzar pero sin
poder nunca reconocer ni el camino ni el destino. El Poder no entrega
tan fácilmente su vellocino de oro a los argonautas.
En otro orden de consideraciones la interacción de los elementos
de la red puede ser positiva cuando todos colaboran en los mismos
fines y con intereses similares, es decir, cuando todos perciben que las
sinergias resultantes les benefician; pero también aparecen en ocasio-
nes tensiones que provocan un debilitamiento de las fuerzas y en todo
caso matizaciones y rectificaciones permanentes. Si los jueces asumen los
objetivos de la ley, los efectos de ésta se conservan y potencian. Ahora
bien, si la ideología de los jueces es distinta y hasta se contrapone a la
del Legislador, entonces surgen frenos y posibles bloqueos. Durante el
tardofranquismo, por ejemplo, los jueces no gustaban de aplicar la Ley
de Orden Público, en contra de cuyo tenor absolvían o imponían penas
muy suaves, de la misma manera que en la actualidad se resisten a ma-
nejar los baremos cuasiexpoliatarios de las expropiaciones urbanísticas.
Mientras que los ciudadanos esquivan sistemáticamente las leyes fisca-
les, de tráfico y tantas otras. Con el resultado final de que entre unas
cosas y otras la realidad social termina siendo sensiblemente distinta de
la prevista por el Legislador.
En cuanto a la participación de los ciudadanos en los juegos de
la red, hay que tener presente que un considerable número de ellos
ha permanecido tradicionalmente al margen: los grupos denominados
cabalmente «marginados», como hasta hace poco los braceros agrarios,
el Lumpen urbano y, por supuesto, los gitanos. Con la democracia y
el desarrollo industrial los antiguos marginados se han ido integrando
progresivamente en la red sin perjuicio de su sustitución parcial por el
«ejército de reserva» procedente de la inmigración clandestina.
Dejando a un lado estos casos extremos —aunque en modo alguno
excepcionales— cada grupo, desde el nódulo reticular que le corres-
ponde, intenta desviar en su provecho las intenciones de la ley y en
su consecuencia va evolucionando el Derecho en un progreso cons-
tante. La evolución jurídica propiciada desde dentro de la red es una
alternativa tanto al inmovilismo como a la revolución. Gracias a ella
adquirieron los siervos hace siglos su libertad con más eficacia que en
las explosiones incendiarias de la jacquerie o de las guerras campesi-
nas y la burguesía consiguió afirmarse pacíficamente como estamento
social y como grupo económico. Y es que, aun cuando el Derecho sea
obra de la clase dominante, nunca es tan compacto que no ofrezca
fisuras que puedan servir de agarradero para otras clases y grupos. Los

100
CONTENIDO: DERECHO NORMADO Y DERECHO PRACTICADO

actuales derechos políticos y sociales de los españoles no nacieron de


la noche a la mañana con la muerte del dictador sino que habían ido
afirmándose paulatinamente en los resquicios que ofrecía la legislación
franquista. Las leyes son inevitablemente porosas y con más o menos
sacrificios terminan siendo ablandadas o neutralizadas por sus adver-
sarios oficiales.
De hecho, los impulsos revolucionarios cristalizan en una transfor-
mación legal incruenta ya que no pacífica. El Derecho insurgente, re-
volucionario, es un fenómeno histórico más bien raro: un Derecho im-
puesto desde fuera por una clase o grupo que ha triunfado ya en la calle.
En estos supuestos los nuevos grupos no van apoderándose de parcelas
concretas de un Ordenamiento Jurídico que mantienen en su conjunto
sino que sustituyen bruscamente todo lo antiguo. Precisamente el Dere-
cho en red es lo que permite las transformaciones evolutivas sin necesi-
dad de acudir a las rupturas globales, que por esta razón son tan escasas.

Un sistema permeable

En las páginas anteriores ya se ha aludido al carácter abierto de la es-


tructura reticular del Derecho: una cuestión de tan singular importancia
que bien merece que sigamos insistiendo en ella.
Un sistema abierto supone la existencia —si se quiere apurar la me-
táfora— de una red permeable, es decir, receptiva de influencias exter-
nas y capaz de influir recíprocamente sobre el exterior: un proceso de
doble dirección, pues, tan peligroso como fértil. Porque la recepción
de influencias externas provoca inevitables distorsiones desequilibrantes
que generan de forma inmediata reacciones interiores de adaptación
tendentes a recuperar el equilibrio aunque, por descontado, éste no ten-
drá lugar en el punto en que se encontraba antes del choque sino en otro
nuevo en el que se revelará el grado de adaptación al entorno.
En este sentido la permeabilidad garantiza la supervivencia del sis-
tema, puesto que sin ella se cae en la rutina y hasta en la muerte por
entropía: un riesgo notorio para la Razón Jurídica, que desde siempre
ha tendido al conservadurismo, a la rigidez, a encerrarse sobre sí misma
en impulsos autistas. La permeabilidad, en cambio, es signo de buena
salud, sobre todo si los desvaríos provocados desde el exterior se supe-
ran con reacciones adaptativas rápidas. Y tampoco hay que asustarse
por las mutaciones experimentadas, ya que con frecuencia son positivas
y de ordinario epidérmicas. Las repercusiones de la evolución política,
económica y social sobre el Derecho son conocidas y han provocado la

101
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

aparición de Derechos democráticos, autoritarios, liberales o interven-


cionistas. Aunque bien es verdad que abundan demasiado las adaptacio-
nes hipócritas, o sea, aquellas en que se aparenta cambiar todo pero las
cosas siguen igual en el fondo. No es fácil ciertamente despertar de sus
rutinas a la Razón Jurídica desviada.
En la actualidad están operando dos presiones externas especial-
mente intensas: la globalización económica y la tecnología. De la prime-
ra me ocuparé en el capítulo siguiente para ceñirme ahora a la segunda.
El impacto tecnológico siempre ha existido aunque con intensidad
baja. Ciertamente fue importante la imprenta a efectos de la difusión
y conocimiento de las leyes; pero, sin desdeñar el significado a efectos
procesales de la máquina de escribir o el teléfono, lo verdaderamente
importante ha venido con la informática y no sólo por los cambios que
ha introducido en el almacenamiento y acceso de conocimiento sino
por las repercusiones que ha tenido sobre la actividad judicial (y sobre
todos los operadores jurídicos en general).
Gracias a los ordenadores, además de redactarse con mayor facili-
dad los escritos procesales, se ha permitido la reiteración de los mismos
sin más trabajo que cambiar los datos de identificación de las partes.
Lo cual ya había sucedido, aunque en otra escala, con la aparición de
la máquina de escribir. Pero lo de ahora es cualitativamente diferente,
puesto que esto ha supuesto una descarga sensible de la intervención
personal del juez. A lo largo del libro se irá poniendo de relieve cómo la
aplicación del Derecho es una actividad esencialmente humana desde el
momento en que es inexcusable la presencia de un intermediario huma-
no que conecte individualmente la norma general con el caso concreto.
Pues bien, con la utilización de los ordenadores la participación huma-
na se reduce al mínimo en los procedimientos, procesos y actos-masa.
Con un programa informático adecuado (obra humana) se despachan
automáticamente millones de actos jurídicos y se integran docenas de
miles de recursos administrativos que se resuelven de la misma manera.
No es exagerado afirmar que los ordenadores disputan entre ellos con
una mano humana en el fondo. Y en lo que se refiere a la actividad
judicial también sucede lo mismo al menos en parte, puesto que los
jueces utilizan formularios informatizados para resolver conflictos que
pueden considerarse típicos y, en todo caso, para repetir literalmente
fundamentos jurídicos.
De momento se trata de meras desviaciones del sistema, pero es
claro que desde aquí, conforme se ha dicho antes, tiene que iniciarse
un proceso de adaptación de consecuencias incalculables, puesto que
puede terminar desmontando el milenario Derecho humanizado para

102
CONTENIDO: DERECHO NORMADO Y DERECHO PRACTICADO

sustituirlo —no en todos los casos, claro está— por el Derecho automa-
tizado de la edad tecnológica. Y esto sí que puede ser extremadamente
grave, porque si no se realiza una adaptación feliz se corre el riesgo de
que el Derecho desaparezca en un acontecimiento mucho más trascen-
dente que el de la invasión de los bárbaros. Porque ésta —vista hoy con
la suficiente perspectiva histórica— supuso una simple sustitución de
un Derecho por otro (o, más precisamente todavía, la fusión de dos De-
rechos), mientras que la tecnología informática puede implicar, como
acaba de decirse, la extinción del Derecho en un próximo mundo de
futuro-ficción.

103
5

NORMAS JURÍDICAS

Erubescimus sine lege loquentes.


Nos avergonzaríamos si no invocáramos
alguna ley.
(Glossa Ordinaria, siglo xii)

A la hora de desarrollar el análisis particularizado de los distintos ele-


mentos del Derecho, en este libro, siguiendo una tradición arraigada, se
comienza por las normas jurídicas, aunque hubiera podido igualmente
iniciarse por las sentencias y los usos, que son cronológicamente ante-
riores a las leyes. La elección es, pues, convencional, dado que todos es-
tos elementos no están vinculados por una relación causal sino circular,
o sea, sin principio ni fin.
Las leyes nos llevan directamente al corazón del Derecho. El sueño
de la Ilustración fue sustituir el «gobierno de los hombres» (entendiendo
por tales a los que formaban el séquito de la monarquía absoluta, es
decir, a los nobles y altos eclesiásticos) por el «gobierno de las leyes»
(entendiendo por tales las normas sabias e imparciales dictadas por la
Razón natural). Ideal que la Burguesía convirtió pronto en ideología
enmascaradora de su poder cuando logró apoderarse de la máquina
parlamentaria de hacer leyes. Además, los juristas se apresuraron a ar-
mar una justificación técnica adecuada a esta ideología (el positivismo
legalista) que en la práctica resultó muy útil para los beneficiarios del
poder económico.
El estudio de las normas constituye, salvo raras excepciones, el
núcleo central y más extenso de la literatura jurídica de los últimos

105
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

doscientos años. O dicho sea con mayor precisión: si los autores del
Antiguo Régimen se preocupaban sustancialmente de la Justicia, a par-
tir del siglo xix el iuspositivismo centró su atención en las leyes y
luego, ya en el siglo xx, en las normas jurídicas en general. Una actitud
fácilmente explicable si se piensa que para la doctrina dominante du-
rante los dos pasados siglos el Derecho ha sido en esencia un conjunto
de normas jurídicas (de las que se derivan los demás fenómenos jurí-
dicos). Habida cuenta de la indicada abundancia bibliográfica, en este
lugar no se van a tratar muchas cuestiones, particularmente de índole
formal y analítica, que se dan por sabidas, mientras que aparecerán
otras nuevas que de ordinario suelen ser pasadas por alto y, sobre todo,
se pondrán de relieve las abundantes falacias de un sistema construido
en gran parte sobre la irrealidad más escandalosa.
Estas falacias de las leyes y su debilidad efectiva explican el afán que
siempre han puesto en defenderlas sus autores oficiales y los juristas a
sus órdenes. Valga de ejemplo, por todas, la bella retórica del Breviario
de Alarico: lex est aemula divinitatis, antestis religionis, fons discipli-
narum, artifex iuris, boni mores inveniens atque componens, guberna-
culum civitatis, iustitiae nuntia, magistra vitae, anima totius corporis
popularis (la ley es rival de la divinidad, oráculo de la religión, fuente
de las disciplinas, creadora del Derecho, guardiana y promotora de las
buenas costumbres, gobernadora de la ciudad, embajadora de la justicia,
maestra de la vida y alma de la corporación popular).
En estos momentos nada hay quizás más urgente que la renova-
ción de una «teoría de las normas» pesadamente obsoleta. Porque sin
menospreciar los notables avances introducidos en la primera mitad
del siglo pasado por los ensayos analíticos, forzoso es confesar que tal
no es el camino que se necesita para romper la inercia arrastrada. La
teoría analítica dio un gran paso para mejorar el conocimiento de las
normas y las reglas de su manejo, cuando lo más imprescindible era
—y es— la asignación de un lugar adecuado a las normas en el complejo
mundo del Derecho así como la identificación de sus verdaderas funcio-
nes propias. Una obra que hay que empezar con la paciente y agresiva
tarea de derribo y desescombro, tal como se pretende hacer aquí con
determinadas precisiones y con la denuncia de una larga batería de fala-
cias que la Razón Jurídica recta no puede seguir aceptando acríticamente.
El jurista occidental debe contentarse —y ya es bastante— con esta
labor de limpieza o desescombro; pero conste que en otras culturas se
ha llegado a mucho más al negarse la idoneidad de las leyes como forma
de expresión del Derecho y de regla de comportamiento. Tal es el caso,
concretamente, de China, a cuyo efecto sirva por todas —y para no

106
NORMAS JURÍDICAS

entrar en erudiciones de tercera mano— una cita de René David: «La


promulgación de leyes no es para los chinos el procedimiento normal
para asegurar el buen funcionamiento de la sociedad y la armonía de las
relaciones sociales. Debido a su carácter abstracto, las leyes no podrían
tomar en cuenta la variedad infinita de las situaciones posibles y su apli-
cación estricta pondría en peligro el sentimiento de justicia innato en
el hombre. La doctrina tradicional china considera la promulgación de
leyes como algo malo en sí mismo. [...] Existe, ciertamente, un Derecho
chino, pero el buen funcionamiento de su sociedad y de su gobierno no
descansa esencialmente sobre las normas jurídicas».
Yo no puedo ni quiero llegar a estos extremos tan radicales, puesto
que creo que en la cultura occidental moderna las leyes (y por extensión
todas las normas generales y abstractas) constituyen un elemento im-
prescindible del Derecho; pero la cita ilustra bien el carácter coyuntural,
y no esencial, de las leyes, cuyo valor es variable y depende de cada
momento histórico y cultural. A este propósito debe tenerse en cuen-
ta que si el radicalismo chino a que acaba de aludirse está demasiado
alejado de nosotros, no hace falta irse tan lejos para encontrar otros
ejemplos contundentes, como el del Derecho romano clásico, el sistema
del common law y las amplias áreas del Derecho islámico. Tan es así que
desde una perspectiva histórica y planetaria se tiene la impresión de que
el pretendido gobierno de las leyes estatales es un fenómeno propio de
una pequeña isla en el tiempo y en el espacio: la ocupada por la llamada
cultura occidental.

Norma jurídica, ley jurídica y ley no jurídica

Norma jurídica y ley jurídica suelen emplearse por comodidad como


sinónimos aunque en rigor no lo sean, puesto que norma se refiere pro-
piamente al contenido y ley a la forma, y consecuentemente pueden no
coincidir estos conceptos, dado que hay leyes que no contienen norma
alguna y normas que no aparecen dentro de una ley. Norma jurídica es
una proposición general y abstracta referida a condiciones y relaciones
humanas y sociales y puede ser establecida por el Legislador, por la Ad-
ministración Pública, por el juez y hasta por los particulares. La ley jurí-
dica hace referencia a su origen formal: es una regulación que procede
del Legislador. Valga de momento esta primera aproximación.
La palabra ley es polisémica, ya que se aplica a fenómenos distintos.
Su origen es inequívocamente romano y de alcance jurídico —norma
emanada de una autoridad pública— que se fue extendiendo a toda clase

107
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

de normas con independencia de su procedencia y, desde allí, por ana-


logía, pasó al mundo de lo no jurídico; de tal manera que hoy se habla
de leyes de la naturaleza (de la gravedad, por ejemplo), económicas (del
mercado, por ejemplo), sociales, aquí incluidas las religiosas (los manda-
mientos de Dios y de la Iglesia) y jurídicas.
Las leyes jurídicas difieren esencialmente de las leyes de la naturaleza,
tanto que la equiparación semántica —que es una metáfora— no trae
más que confusiones. Las leyes de la naturaleza son consecuencia de la
observación de ésta y no pretenden influir sobre ella sino únicamente
entenderla y, de paso, prever acontecimientos futuros necesarios. Obser-
vando el movimiento de los astros se ha constatado que giran de acuerdo
con ciertas «reglas» o leyes que pueden formularse geométrica y matemá-
ticamente, de tal manera que se puede predecir con absoluta seguridad
cuándo se va a interponer la tierra entre el sol y la luna y producirse un
eclipse. Pero a nadie se le ocurre intentar interferir en el curso de los
cuerpos celestes con las leyes de Kepler.
Las leyes jurídicas, por el contrario, no se limitan a explicar lo que
existe sino que pretenden influir sobre los comportamientos humanos
futuros. La prohibición de matar no se deduce de la observación de la
realidad sino que tiende a impedir que los hombres se maten los unos
a los otros. Su efectividad es, por tanto, de mera posibilidad (o a todo
lo más de probabilidad) mas no de necesidad, puesto que, pese a la ley,
continuarán produciéndose muertes. De aquí que si un día no se produce
un eclipse previsto, habrá que modificar la ley astronómica, mientras que
los asesinatos que se perpetren no afectarán a la validez del código penal.

Contenido: la norma como información

Actualmente se considera que el contenido básico de la ley es una infor-


mación con la eventual precisión de una orden y la advertencia de las
consecuencias de su incumplimiento.
La información se refiere a la determinación de lo que es lícito o
ilícito, de lo prohibido, de lo permitido y lo obligatorio y de los re-
quisitos necesarios para alcanzar determinados fines; mientras que las
órdenes pueden ser de imposición positiva (mandatos) o negativa (pro-
hibiciones). Las consecuencias del eventual incumplimiento pueden
ser también variadas: sanción, cumplimiento coactivo o sustitutivo,
indemnizaciones, no obtención del fin perseguido o invalidez. Enten-
dida la ley como información se explica la diversidad de su contenido:
tanta que entre ellas sólo guardan esta nota común, olvidadas ya las

108
NORMAS JURÍDICAS

señas de identidad de antaño, como eran la generalidad, la abstracción


y la obligatoriedad.
Ordinariamente el contenido material de una norma jurídica es
una declaración de valores, intereses o voluntades de carácter instru-
mental o finalista que se manifiestan de forma expresa o se traslucen
implícitamente. Nótese, sin embargo, que no siempre se procede así,
puesto que, marginando en parte los valores o intereses, las reglas
tienen cada vez con mayor frecuencia una función finalista específica.
El particular determina el fin y la norma establece la conducta que ha
de seguirse para alcanzarlo. El particular quiere construir un edificio o
viajar por el extranjero y para ello se le dice que tiene que obtener una
licencia urbanística o un pasaporte y se le indican los requisitos que ha
de cumplir y los pasos que ha de seguir para obtenerlo.
Técnicamente —y según las modas dominantes— hay tiempos en
que el Legislador resulta prolijo y hasta abrumador; recuérdese que el
código general prusiano del siglo xviii llegó a reunir casi cuarenta mil
preceptos. Pero por aquellos mismos años Pothier había reaccionado
con energía sosteniendo que «el oficio de la ley consiste en fijar desde
grandes visiones las máximas generales del Derecho y establecer prin-
cipios fecundos en consecuencias sin descender a los detalles».
El Legislador actual es hiperactivo si se tiene en cuenta tanto el nú-
mero de leyes como la extensión de cada una de ellas y, por supuesto,
la heterogeneidad de la naturaleza y el contenido de sus preceptos con-
cretos, cada vez más alejados de las viejas notas de abstracción y ge-
neralidad que antes, como acaba de decirse, caracterizaban a las leyes.
Ni que decir tiene que esta situación no ha sido provocada por
modas o deficiencias técnicas del Legislador (que también las hay) sino
que responde a un desbordamiento de la naturaleza y fines del Estado
actual a quien se ha quedado estrecho el cauce normativo de expresión
de la ley en el sentido tradicional. A nuevos tiempos, nuevas leyes, y
los teóricos que siguen empeñados en manejar el concepto de ley de
Rousseau (o, si se quiere, del parlamentarismo decimonónico) no pue-
den hacer encajar en la realidad sus esquemas.
En definitiva, la concepción de la ley como una oferta o directriz,
cuya información se brinda a los destinatarios, quienes la aceptarán o no
y con el alcance que ellos decidan, trastoca seriamente el pensamiento
jurídico en uso y obliga —junto con los demás elementos que se desa-
rrollan en los sucesivos capítulos del libro— a una profunda revisión del
Derecho y de la Razón Jurídica. Pero antes de entrar en ello conviene
precisar la funcionalidad de las leyes, o sea, indagar los fines que persi-
guen en su formulación.

109
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Funcionalidad

El primer objetivo de las normas jurídicas es establecer reglas de com-


portamiento para sus destinatarios bien sean particulares o administra-
ciones públicas.
Conectada con lo anterior está la advertencia de las consecuencias
del cumplimiento e incumplimiento de tales reglas, que ordinariamen-
te suelen ser expresas: celebrada la compraventa, el comprador está
obligado a pagar el precio pactado. Ordinario es también que las con-
secuencias del incumplimiento vayan apareciendo en cascada —aunque
no en una ley específica sino por la intervención conjunta del Ordena-
miento Jurídico— si se dan incumplimientos sucesivos. El vendedor está
obligado a entregar la cosa vendida y a ello puede condenarle el juez a
petición del comprador. Y si incumple la sentencia puede ser condenado
de nuevo a indemnizar al comprador. Y si no indemniza, el juez trabará
y subastará sus bienes para realizar la indemnización incumplida. En al-
gunos casos el incumplimiento de una regla de comportamiento lleva
aparejada una sanción, sea administrativa (multa al infractor) o civil
(devolución del doble de las arras recibidas).
Las reglas de comportamiento precisan cuál es el que debe seguirse
de entre todos los físicamente posibles. Son de ordinario reglas «re-
gulativas», en el sentido de que son conscientes de la posibilidad de
conductas alternativas, que cabalmente rechazan: el comprador puede
pagar —o no— el precio de la cosa vendida, pero el código civil le
indica que debe seguir la primera opción. Excepcionalmente, sin em-
bargo, puede tratarse de reglas «constitutivas», de tal manera que —al
igual que si se tratara de una regla de juego— aquí no hay alternativa
posible: el que recibe un crédito con garantía real de una finca pero no
lo formaliza en escritura pública y en el Registro de la Propiedad, que-
dará obligado a su devolución, pero no habrá constituido una hipoteca.
Por otro lado las reglas de comportamiento no pueden incidir en las
relaciones naturales, que son independientes de la voluntad humana.
La ley puede ordenar la conducta del padre respecto del hijo, mas no
puede hacer que alguien sea su padre biológico. Aunque naturalmente
caben las ficciones asimilativas y presunciones: la ley obliga al cónyuge
de la madre con la que convivía nueve meses antes del nacimiento del
hijo a comportarse como padre y le impone el régimen jurídico de tal
con independencia de que biológicamente lo sea o no.
Las reglas de comportamiento facilitan las relaciones sociales, ha-
bida cuenta de la previsibilidad de su cumplimiento. Los propieta-
rios venden por la confianza que tienen en recibir el precio de los

110
NORMAS JURÍDICAS

compradores. Ahora bien, se trata de una mera expectativa, ya que


la regla puede también no ser cumplida. Si tal sucede, entra en juego
una segunda función de la norma jurídica, a saber, la de pauta para la
resolución de conflictos, dirigida ahora al juez al que se ha encomen-
dado genéricamente la potestad de hacer cumplir las demás reglas de
comportamiento, indicándole en caso de duda el criterio que debe
seguir a la hora de la aplicación.
A primera vista, regla de comportamiento y pauta para la reso-
lución de conflictos son dos caras de la misma moneda, que operan
secuencialmente. Mas no siempre sucede así, ya que existen reglas de
comportamiento que no valen de pautas porque no las reconoce el
juez o no se le han dirigido a él; y pautas que no van precedidas de una
regla de comportamiento. En resumidas cuentas, no todas las normas
desarrollan la doble función de reglas de comportamiento y de pautas
para la resolución de conflictos.
Nótese, además, que pautas y reglas no sólo son abstractas por
operar con conceptos sino que también son hipotéticas, o sea, que se
refieren a supuestos que aún no han sucedido. La resolución judicial,
en cambio, es concreta, puesto que se refiere a un vendedor de carne
y hueso con nombre y apellidos y enjuicia una actuación que ya ha
tenido lugar: es un enjuiciamiento histórico.

Las leyes de contenido meramente simbólico

Las funciones típicas que acaban de describirse resultan gravemente


distorsionadas en un caso, no tan excepcional como pudiera creerse,
que se examina a continuación.
Los criminalistas han detectado la existencia de lo que acertadamen-
te llaman «Derecho Penal simbólico» con el que denuncian la práctica
—cada vez más extendida— de incorporar al código penal determina-
dos preceptos con el único fin de dar la sensación de que el Gobierno
está haciendo algo para afrontar ciertos comportamientos asociales de
rabiosa actualidad y bien aireados por los medios de comunicación.
En su consecuencia se criminalizan algunas conductas o se agravan
las penas de las ya tipificadas creando con ello una falsa apariencia de
efectividad y de atención a la opinión pública.
Pues bien, lo dicho para el Derecho Penal vale para todas las leyes
públicas y privadas, y así se explica la exacerbación actual de los or-
denamientos sectoriales de medio ambiente, protección a los animales

111
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

y tantos otros. Un Derecho simbólico que yo me he atrevido a llamar


ornamental porque tal es su auténtica función.

Plasticidad

La norma es un fenómeno de gran plasticidad —enormemente mol-


deable— como se manifiesta por la posibilidad de interpretaciones
diversas (correctas o incorrectas, lícitas o ilícitas), de aplicaciones di-
versas (pluralidad de soluciones legales), de maquillajes y ortopedias,
y, en fin, de alteraciones textuales realizadas por el propio Legislador
(desde las continuas revisiones del Liber iudiciorum a las no menos
frecuentes que en la actualidad experimenta el código civil) o por
quienes la aplican, ejecutan o cumplen.
La plasticidad de las leyes —es decir, su capacidad de adaptarse
a situaciones personales y sociales distintas— es tan asombrosa que
permite su vigencia durante siglos y milenios. Son como barriles de
buen vino que nunca se gastan porque se van rellenando con caldo
joven, bien sea por el Legislador, que de forma expresa altera el texto
originario, o por los distintos operadores jurídicos, que precisan o mo-
difican incesantemente su alcance y contenido a la hora de la aplica-
ción, ejecución y cumplimiento. La ley es el barril —una forma— y el
contenido lo van poniendo los operadores jurídicos en cada momento
histórico. Los códigos civiles decimonónicos, nacidos con velas, han
llegado a regular el gas y la electricidad entonces desconocidos. En
rigor, las leyes nunca terminan obsoletas si se quieren interpretar ade-
cuadamente. Los cambios legislativos son con frecuencia operaciones
traumáticas realizadas por ideólogos ambiciosos o por juristas incom-
petentes, ya que ni los jueces ni los abogados hábiles las necesitan.
Corresponde a cada operador jurídico manejar a su arbitrio el po-
tencial de plasticidad de las leyes, mas sólo dentro del ámbito de su
competencia. Por ello, cuando no se respeta esta cautela, surgen inevita-
blemente problemas muy graves. Piénsese, por ejemplo, en los casos en
los que el Poder político se empeña en dar instrucciones a los jueces para
que éstos apliquen la ley en un sentido determinado (lo que se estuvo
haciendo sistemáticamente durante 2006 a propósito de los procesos en
curso contra individuos de ETA y de Batasuna, sin que, por cierto, nadie
se atreviera a denunciar que tales instrucciones podían estar incursas en
el delito del artículo 508.2 del código penal).

112
NORMAS JURÍDICAS

Criba de las leyes

Una vez aprobada una ley, queda sometida inexorablemente a diver-


sos tests, controles o enjuiciamientos, y fundamentalmente a dos: de
validez y de eficacia.
En primer lugar a un control de validez por razones formales.
Si la norma no ha sido tramitada y aprobada regularmente, es decir,
siguiendo el procedimiento y ateniéndose a los requisitos previstos,
resultará inválida.
En segundo lugar a un control de validez por razones materiales.
Si el contenido de la norma entra en contradicción con el de otras
normas de mayor rango (un reglamento respecto de una ley) o con
valores superiores (como los recogidos en la Constitución), también
será inválida.
En tercer lugar a un control de eficacia. Porque es el caso que si
la ley no produce efectos en el sentido de que sus destinatarios no se
atienen a ella —ni la Administración la ejecuta, ni los particulares la
cumplen, ni los jueces la aplican—, entonces queda excluida material-
mente del Ordenamiento Jurídico.
Este último control es, desde luego, muy discutido, puesto que
para muchos la existencia de una norma es independiente de su efi-
cacia real. Mientras que otros, por el contrario, damos una singular
importancia a este dato porque, en palabras de Aquilino Iglesias, es la
ley una regla que sólo alcanza a convertirse en norma jurídica cuando
se observa realmente en la conducta diaria.

Falacia de la jerarquía normativa

En las páginas precedentes se han ido puntualizando resumidamente


algunos extremos en unos términos que no suelen ser habituales en
la bibliografía tradicional. Lo que a mí me interesa, sin embargo, no
son estas cuestiones —por muy graves que sean— sino las falacias que
en torno a ellas ha elaborado la Razón Jurídica desviada. Falacias de
singular trascendencia, puesto que sobre ellas se ha montado el actual
Estado de Derecho. El repertorio de ellas es muy amplio y vamos a
empezar con la de la jerarquía normativa.
De acuerdo con la doctrina oficial las normas jurídicas —Consti-
tución, leyes parlamentarias, reglamentos administrativos y corpora-
tivos— se encuentran en una relación jerárquica consecuente con su

113
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

procedencia y en definitiva con la división de Poderes del Estado, que


da lugar a situaciones muy diferentes.
Dejando a un lado las peculiaridades de la supremacía constitu-
cional, lo que en estos momentos importa analizar es la subordinación
de los reglamentos a la ley, que es rígida en cuanto que el texto legal
predetermina el contenido de los reglamentos de desarrollo, que han
de limitarse —bajo pena de nulidad (y éste es cabalmente el principal
efecto de la jerarquía administrativa)— a la precisión o pormenoriza-
ción o concreción de lo que la ley ha dicho ya en términos más gene-
rales. Precaución que se adopta como consecuencia necesaria de un
dogma político previo: la ley es obra del pueblo y la voluntad de éste
es la única fuente legítima del Derecho; lo que no es el caso de los
reglamentos políticos y administrativos. Ahora bien, ¿en qué medida
es esto cierto? ¿Hasta qué punto puede seguir afirmándose que la je-
rarquía normativa es pilar esencial del Estado democrático de Derecho
habida cuenta de que es en las leyes aprobadas por los representantes
del pueblo donde reposa todo el Ordenamiento Jurídico?
Porque es el caso que en el régimen franquista también sucedía
así según se declaraba solemnemente en las Leyes Fundamentales. No
obstante, a partir de la transición democrática, los juristas han negado
la efectividad del principio en el período anterior alegando, con toda
razón, que las pretendidas leyes no lo eran en verdad, puesto que no
procedían de los representantes del pueblo y, además, porque si el Jefe
del Estado acumulaba en sus manos la potestad legislativa y la regla-
mentaria, era libre de dar a una norma un rango u otro: voluntarismo
incompatible con la diferencia sustancial que, como acaba de verse, se-
para a las leyes de los reglamentos.
La falacia del sistema franquista quedaba así al descubierto y los ju-
ristas actuales están muy satisfechos de su denuncia y de haber marca-
do con precisión las diferencias que separan un régimen autoritario de
otro democrático constitucional. Ahora bien, a partir de ese momento
se producía una paradoja en la que nadie quiso entrar. Porque, acep-
tada ciegamente la jerarquía normativa, nadie se preocupó de explicar
el plus de legitimación que la ley de entonces tenía sobre el decreto y
el decreto sobre la orden y todos sobre la resolución singular. Para el
positivismo dominante la ley era la ley y su valor venía del simple he-
cho de que la voluntad política se había autolimitado por ella. Lo que
había detrás de los textos no tenía importancia, ya que no pertenecía
al Derecho, eran impurezas sociológicas que un buen jurista debía des-
deñar. Una firma de Francisco Franco, Jefe del Estado, o de Eduardo
Aunós, presidente de las Cortes, bastaba para borrar todos los pecados

114
NORMAS JURÍDICAS

originales de una ley o las miserias de un Decreto. Según el dogma,


la ley había de prevalecer sobre todos las normas inferiores. Tal fue el
templo elevado por el positivismo legalista del franquismo declinante
para el culto de un Dios bienintencionado que se llamaba principio de
la jerarquía normativa. Lo malo del caso —y esto sigue siendo silen-
ciado cuidadosamente por la Razón Jurídica desviada y perezosa— es
que en la actualidad lo mismo sucede en un régimen democrático de
mayoría gubernamental parlamentaria, puesto que el Presidente del
Gobierno puede en tales casos —lo mismo que antes Franco— hacer
tramitar un proyecto normativo como ley o como decreto rompiendo
así la jerarquía normativa.
Hoy puede el Gobierno contrariar las leyes —que es lo que preten-
de evitar el principio de jerarquía normativa— sin más trabajo que el
de formalizar su voluntad a través de una ley opuesta a la que le moles-
ta. Y de hecho esto sucede cada día demostrando la falacia del dogma.
Los casos son tan frecuentes que no vale la pena ejemplificarlos: un
Real Decreto, anulado por el Tribunal Supremo por contravenir una
ley, es aprobado tres meses más tarde como ley y así se burla su infe-
rioridad jerárquica superior.

Falacia de los cánones hermenéuticos

Las falacias que enturbian la teoría convencional de las normas no sólo


se refieren a la naturaleza y función de éstas sino que llegan a afectar in-
cluso a sus técnicas instrumentales, como es el caso de la interpretación.
Según es sabido, los métodos tradicionales de interpretación fueron
canonizados por Savigny a principios del siglo xix en unos términos
que todavía siguen siendo válidos, distinguiendo al efecto el literal,
contextual, histórico y teleológico; y con el transcurso del tiempo este
repertorio se ha ido ampliando con el añadido de algunas variantes y
subvariantes. La técnica del manejo de tales criterios está ya muy afina-
da, pero lo importante no es la hábil utilización de un método sino la
justificación de por qué en un asunto determinado se utiliza precisamen-
te ese método y no otro que hubiera conducido a un resultado distinto.
Ésta es la gran cuestión de la hermenéutica tradicional que la doctrina
no ha acertado nunca a resolver. Sea como fuere, en cuanto se analiza
este punto se descubre que es una mera falacia.
El razonamiento tradicional que sigue una sentencia es muy senci-
llo: empieza rechazando, por ejemplo, el método literal por conside-
rarlo «absurdo», luego pasa al método histórico, que termina también

115
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

rechazando por entender que no es el adecuado a las necesidades del


momento actual, y a continuación pasa al método contextual, que tam-
poco acepta por considerar que resulta incoherente. Tres métodos que,
por cierto, llevaban a la consecuencia de que era prevalente el derecho
del demandante. El juez continúa su análisis y llega al método teleológi-
co conforme al cual el precepto «quiere decir» lo que él personalmente
considera correcto y, en consecuencia, se da la razón al demandado.
Ni que decir tiene que esta forma de operar resulta sospechosa y
la pregunta que se formulan los autores es la siguiente: si el método
A conduce inevitablemente al resultado A (se estima la demanda) y el
método B conduce con igual fuerza al resultado B (se desestima la de-
manda) y no hay ninguna jerarquía de orden de prevalencia entre los
distintos métodos, ¿por qué se ha escogido precisamente el A y no el B?
La explicación salta a la vista: porque se quería llegar al resultado A. Si
el juez tiene libertad para escoger entre los distintos métodos disponi-
bles, ello significa que es libre también de elegir el fallo, dado que los
razonamientos hermenéuticos no le condicionan, teniendo en cuenta
que siempre habrá un método exquisitamente legal, desde luego, que
justifique la solución que previamente ha escogido. Lo verdaderamente
importante no es, pues, desarrollar el camino hermenéutico que lleva al
fallo sino justificar por qué se ha seguido precisamente este método y no
el otro que nos llevaría al resultado contrario.
La cuestión, entonces, puede formularse así: el juez ha adoptado
primero la solución A y luego para justificarla ha escogido el método
interpretativo A porque sabía que le servía para razonar su objetivo. De
esta manera el llamado método de interpretación no sirve tanto para
obtener un resultado desconocido e impredecible como para justificar
un resultado decidido de antemano.
Cuanto acaba de decirse expresa la crítica más radical de la inter-
pretación. Conste, no obstante, que existe otra línea que, aun denun-
ciando también la misma falacia, puede considerarse menos dura. Si
nos remontamos al siglo xiii, el reputado canonista llamado Hostiense
(como arzobispo de Ostia) sostuvo que la interpretación jurídica de-
bía estar inspirada siempre por los principios éticos de la Teología, da
tal manera que las autoridades eclesiásticas estaban en condiciones de
revisar las interpretaciones jurídicas al objeto de rechazar las que no
fueran conformes a ellos. Una posición calcada muchos años después,
aun sin saberlo, por la doctrina marxista, que únicamente admitía in-
terpretaciones concordantes con el marxismo-leninismo y que en los
países occidentales se encarnó en la efímera corriente del llamado «uso
alternativo del Derecho». Línea teórica que todavía sostienen algunos

116
NORMAS JURÍDICAS

juristas para quienes debe siempre seguir la interpretación que ofrezca


resultados más «progresistas».
En la actualidad cuando los juristas se atascan suelen acudir a la
fórmula mágica que les ofrece el artículo 3.1 del código civil («las nor-
mas se interpretarán [...] según la realidad social del tiempo en que han
de ser aplicadas»): un poderoso deus ex machina que les permite ajustar
las leyes a sus intereses como el guante a la mano. Porque no debemos
dejarnos engañar: no es la mano la que se ajusta el guante, sino el
guante a los dedos, o, lo que es lo mismo, no es la solución la que se
deriva de las leyes sino que son éstas las que tienen que amoldarse —de
grado o de fuerza, con lógica natural o con retorcimientos sutiles— a
la solución.

Falacia del determinismo legal: la norma como oferta o directriz

Sea regla de comportamiento o pauta para la resolución de conflictos,


lo que en todo caso importa determinar es la operatividad real de la
norma jurídica. A cuyo propósito —y enlazando con lo que antes se
decía sobre la información como contenido esencial de las normas ju-
rídicas— ha ido madurando con el tiempo la idea de que la ley es una
oferta que brinda el Legislador a sus destinatarios. He aquí, pues, que
el papel de la norma se ha transformado sustancialmente cambiando el
protagonismo exclusivo del Legislador por una coparticipación con los
destinatarios a la hora de precisar su alcance y efectos. El Derecho ter-
mina siendo no el resultado de una imposición unilateral sino «cosa de
dos» (y aun de varios), como, desde otra perspectiva, vienen señalando
con tanto énfasis los partidarios de la teoría de la «aceptación social de
las normas» y que en este libro se corona con la metáfora de la red, que
ya se ha explicado.
La nueva idea viene de muy lejos, aunque ha tardado mucho en
ser admitida por la generalidad de los juristas o, al menos, en alcanzar
una expresión teórica precisa, puesto que de una manera difusa ya se
estaba percibiendo desde antaño. Para comprobarlo basta recordar que
a principios del siglo xix escribió Hugo que «una ley es en cierto modo
sólo la iniciativa de lo que luego se pronunciará realmente». Una oferta
que, por otra parte, se manifiesta en forma de directriz, como tan acer-
tadamente se ha puesto de relieve en los últimos años por la doctrina del
«Derecho como comunicación». La ley es, en definitiva, una flecha que
indica el rumbo a seguir. El rumbo, es decir, la dirección que conduce
al destino deseado por el Legislador. Por lo mismo, aunque el particular

117
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

admita esta indicación no está obligado a seguir un camino preciso (al


estilo de una autopista) y mucho menos rígido (al estilo de una vía de
ferrocarril).
Suele imputarse a von Bülow su primera formulación precisa en
1855 cuando afirmó que «la ley expresa una simple directriz, o sea,
un intento o ensayo para la realización de un orden jurídico [...] El
abstracto y mudo mandato de la ley no logra dominar el variado y
variable movimiento de la vida colectiva. Esto únicamente puede lo-
grarlo en colaboración con la fuerza de una voluntad que pueda incidir
directamente en la vida. El Legislador no expresa totalmente sus man-
datos sino que es el juez quien ha de llevarlos hasta el final [...] Lo que
consigue el Legislador por sí mismo no es todavía válido sino un plan
o proyecto futuro deseado [...] Las leyes son simples límites dentro de
los cuales el juez tiene libertad de movimiento». En definitiva, para él
quien da al pueblo sus derechos no es la ley sino la ley junto con el
Poder Judicial.
Fue en Norteamérica, sin embargo, donde la semilla había de
arraigar con más fuerza y el decano Pound incluyó esta idea de forma
expresa en el programa oficial de la jurisprudencia sociológica: «Los
preceptos legales deben ser considerados más como guía para obtener
resultados socialmente que como moldes inflexibles». De aquí la sensa-
ta observación de Frank de que si el Derecho careciera de ambigüedad
y admitiera un vaticinio indudable, entonces no podría alegar excusa el
abogado que perdiera un caso. Por último vale la pena transcribir una
larga cita de Llewelyn: «La teoría de que las leyes generales resuelven
los casos particulares ha conseguido engañar no sólo a los ratones de
biblioteca (library ridden recluses) sino a los mismos jueces y aun a los
prácticos». Fenómeno tan insólito le parece desconcertante, tanto por
estar en contradicción con el más elemental buen sentido como por no
ajustarse a lo que resulta de la vida profesional: «Si las reglas genera-
les decidieran verdaderamente los casos particulares no habría motivo
para hablar de jueces mejores o peores, pues bastaría con el mínimo
esfuerzo para aplicar maquinalmente tales reglas cuando fuesen alega-
das [...] y el Derecho sólo se alteraría en virtud de la promulgación de
leyes generales, lo cual no es precisamente lo que ha sucedido [...] y las
personas auténticamente competentes en Derecho no podrían estar en
desacuerdo, ni cabrían votos particulares en la decisión de una contro-
versia, ni podría soportar que le revocaran una sentencia ningún juez
honrado y documentado».
Sin necesidad de seguir insistiendo en citas harto conocidas, baste
recordar que en la doctrina española ha sido Recasens Siches quien ha

118
NORMAS JURÍDICAS

formulado esta idea con mayor contundencia al escribir que «la norma
general suministra las directrices para que el órgano jurisdiccional ela-
bore la norma jurídica individualizada (ya que) las leyes y reglamentos
son sencillamente materiales básicos para que pueda haber auténticas
normas jurídicas completas, las cuales son solamente aquellas que se
dan en las sentencias judiciales y en las resoluciones administrativas».
La inexistencia del determinismo legal —o, si se quiere, la concep-
ción de la ley como una oferta o directriz— es una pieza de la teoría
del Derecho entendido como un sistema reticular interactivo. Porque
aquí vemos confirmada en la práctica la tesis de que la ley se dirige al
juez pero no en forma de mandato de inexcusable aplicación sino más
bien como una directriz que se ofrece a su arbitrio. Por ello el juez, una
vez que tiene noticia de la ley, a la hora de aplicarla al caso concreto
puede hacer alguna de estas cosas: o bien aplicarla de forma automática
y literal; o bien aplicarla pero no de forma automática sino tras una
reflexión en la que precisa el alcance de la ley más allá de su texto liberal
(variante perfecta de interacción, ya que las matizaciones introducidas
por la jurisprudencia terminan incorporándose al texto y se toman de
referencia en otros conflictos posteriores); o bien no aplicarla ni poco
ni mucho, si el juez no está de acuerdo con ella (las llamadas sentencias
contraley).
Esta última variedad es formalmente ilegal, pero realmente posible,
eficaz y perfectamente válida si la sentencia llega a ser firme por muy
ilegal que parezca. De hecho se trata de algo que recuerda un «golpe
de estado», y puesto que el juez realiza lo que no le compete: criticar la
ley, sobre todo, sustituir la voluntad del Legislador por la suya propia.
Como, a pesar de su trascendencia, no quiero detenerme en este punto
ya que existe una abundante bibliografía sobre el mismo y yo ya he
expuesto detenidamente mi opinión en otro lugar (El arbitrio judicial),
baste aquí con el recordatorio de un ejemplo cotidiano sobre todo en
el área del Tribunal Superior de Justicia de Barcelona. Según es sabi-
do, el código penal considera delito la venta callejera no autorizada de
productos falsificados (singularmente vídeos, DVD y CD: los populares
«top manta»): una actividad que da ocupación a miles de trabajadores
«sin papeles» y que mueve centenares de millones de euros. Pues bien,
los jueces de lo Penal y la Audiencia de Barcelona han decidido no casti-
gar estas conductos por entender que, diga lo que diga el código penal,
«la venta callejera es el último eslabón del comercio ilegal y no tiene en-
tidad suficiente para justificar la aplicación del Derecho penal»; siendo
injusto por consiguiente tratar con tanta dureza a quienes «sólo buscan
una manera de ganarse la vida ante la imposibilidad de otros medios

119
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

más adecuados». Como se ve, los jueces están corrigiendo la página de


una Ley Orgánica y sostienen que estos supuestos no tienen cabida en el
Derecho penal «regido por los principios de intervención mínima» sino
en la legislación y Administración de Orden Público.
La falacia del determinismo legal se ha puesto también de manifiesto
desde que la filosofía política de los últimos años ha sustituido la «racio-
nalidad sustantiva» por la «racionalidad instrumental o procedimental».
Tradicionalmente se venía operando con la primera variante, es decir,
desde la convicción —de origen inequívocamente religioso— de que
tanto en la naturaleza como en la sociedad existen verdades universales,
leyes exactas de la realidad que podemos descubrir por medio de la
razón y luego aplicar sin vacilaciones puesto que sus resultados han de
ser siempre previsibles y ciertos. Ahora bien, cuando la experiencia nos
permite constatar que las cosas no son así, que la racionalidad sustantiva
es un sueño que nunca se realiza porque a partir de una misma causa se
llega a resultados diferentes, el ser humano se ha tornado más modesto
y más cauto, por lo que ya no se atreve a afirmar que la presencia de
una ley ha de producir inexorablemente determinados efectos previstos;
sino que se limita a afirmar que «tiende» a producir tales efectos, pero
que la emergencia real de éstos dependerá de la concurrencia de otros
factores sociales (como la aceptación de los jueces y de los ciudadanos
destinatarios) que escapan de la influencia del Legislador. La ley, en
suma, es una pieza de la razón instrumental que sirve para propiciar la
aparición de un efecto deseado y previsible, pero que no lo garantiza:
reduce la incertidumbre pero no la elimina.

El Ordenamiento Jurídico

Cuando la ciencia jurídica llegó al convencimiento de la incomplitud e


insuficiencia de las leyes, incluso contando con los reglamentos, tuvo
que buscar otro concepto más amplio que el de las normas escritas. A
este propósito se está utilizando desde hace algún tiempo el término
«normativa», que puede comprender también las normas no escritas (y
no oficiales), y el de «Derecho» (que aparece en la Constitución separado
de la ley: «Ley y Derecho» se dice); pero el que ha terminado impo-
niéndose es el de Ordenamiento Jurídico, que engloba todas las normas
existentes de cualquier clase que sean y que integra, además, automáti-
camente las que van produciéndose.
El Ordenamiento Jurídico es autosuficiente y completo —como an-
tes se decía de la ley, aunque ahora con mayor propiedad—, puesto que

120
NORMAS JURÍDICAS

está en condiciones de cerrar por sí mismo las lagunas que van apare-
ciendo y, lo que es más importante, puede progresar adaptándose a los
tiempos, es decir, desprendiéndose de las reglas formalmente obsoletas,
generando otras nuevas y alterando el sentido de las vigentes. Es, en
suma, un organismo vivo de existencia real (aunque no física) como lo
es el Estado.
La gran ventaja técnica del Ordenamiento Jurídico es que permite
reunir en un solo concepto y bajo un único término una pluralidad de
elementos heterogéneos imposibles de equiparar de otra suerte aunque
todos cumplan la misma función. Constitución, leyes, reglamentos, cos-
tumbres, principios y jurisprudencia tienen una naturaleza distinta y se
subdividen cada uno en múltiples variedades y subvariedades dificultando
su manejo útil. En estas condiciones el hallazgo de esta nueva expresión
clarifica la referencia al Derecho objetivo, crea más sinergias, supera no
pocas contradicciones y, sobre todo, convierte una norma inicialmente
inerte en un conjunto vivo que evoluciona por sí mismo de acuerdo con
reglas internas propias favoreciendo en último extremo la plasticidad de
las normas, que es el factor más seguro de evitar, o al menos atenuar, la
obsolescencia. Además, el Ordenamiento Jurídico ha contribuido eficaz-
mente a facilitar la integración de las normas que han ido apareciendo
procedentes del Derecho comunitario europeo y de la globalización.
El Ordenamiento Jurídico, en definitiva, no es una simple figura lin-
güística —un término— sino que se ha cosificado en un concepto, en un
ente real técnicamente muy útil pero cuyo contenido debe ser precisado
para evitar el error, hoy tan extendido, de identificarlo con el Derecho:
porque forma parte del Derecho ciertamente, mas no lo agota, ya que
no coincide exactamente con él. El Ordenamiento Jurídico es una parte
del Derecho, la que reúne los elementos normativos y sólo ellos, puesto
que deja fuera los no directamente normativos, es decir, los singulares
y concretos, que, de acuerdo con la tesis que aquí se sostiene, también
forman parte de él.

El Ordenamiento Jurídico, factor de indefensión y desigualdad

Los particulares están obligados a cumplir las leyes; mas para poder ha-
cerlo se encuentran a veces con la insuperable dificultad de su descono-
cimiento. Porque es el caso que la plétora de las leyes hace físicamente
imposible el dominio de los cientos de miles, posiblemente millones, de
preceptos que hemos de cumplir. Con lo cual se llega a la incongruente
situación de tener que cumplir obligaciones ignoradas: una aberración

121
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

cotidiana, la negación de la esencia de la Justicia y del Derecho, que


Kafka ha sabido expresar en términos literarios estremecedores. En de-
finitiva, sospechamos que estamos incumpliendo algo, mas no sabemos
exactamente qué; somos culpables, mas no sabemos de qué ni por qué.
Cuando un policía de tráfico detiene a un automovilista en la carretera
y empieza a revisar la documentación y el vehículo, más vale aceptar de
antemano la existencia de una infracción, porque ¿quién puede estar
seguro de que lleva en la guantera las gafas de repuesto y de que todas
las ruedas están con la presión reglamentaria? Y nada digamos de lo
que puede encontrar un inspector de Hacienda celoso e implacable.
Los filósofos de la Ilustración, al percatarse de que esto era lo que su-
cedía entonces, creyeron que se debía a la arbitrariedad del déspota e
imaginaron que la tiranía podía remediarse imponiendo el imperio de
unas leyes preestablecidas y fijas que, en cuanto tales, eran conocidas
directamente por los ciudadanos y garantizaban su seguridad si ajusta-
ban a ellas su conducta. Hoy sin embargo la arbitrariedad del Legislador
democrático es mucho más grave que la del déspota de antes y, como
la desbordada plétora de las leyes imposibilita su conocimiento real, la
inseguridad ha aumentado.
El mundo siempre ha guardado un cúmulo de amenazas y riesgos
inescrutables. Pero el hombre primitivo, con ayuda de la experiencia de
sus mayores, terminaba conociendo los riesgos de la selva: la mordedura
de las serpientes, las frutas espinosas, la crecida de los ríos. Y para lo que
desconocía, o ante lo que se sentía impotente, acudía a la sabiduría má-
gica de los hechiceros. El hombre moderno, en cambio, se desenvuelve
muy mal con sus propias fuerzas en la selva legal que ha creado el Esta-
do y necesita constantemente la ayuda —no gratuita precisamente— de
esos brujos actuales que llamamos abogados, notarios y gestores sin los
cuales no puede sobrevivir ni encontrar caminos seguros para nada.
Las leyes, en definitiva, no defienden al individuo, antes al con-
trario le asfixian provocando una situación en la que sus posibilidades
de defensa dependen de su capacidad económica; introduciéndose con
ello una desigualdad irritante. La Justicia no es igual para todos ya que
hay una ley para ricos y otra para pobres. El que tiene dinero puede
contar con asesores que le ayudan a pagar menos impuestos, a evitar
infracciones y sanciones y, llegado el caso, le defienden eficazmente en
los tribunales. El que no tiene dinero ha de caminar solo en la peligrosa
selva de la ley y se convierte en presa fácil de agresores privados y de
inspectores públicos, comete infracciones sin saberlo, nada puede hacer
contra la potencia administrativa y, si va a juicio, nadie le defenderá
debidamente.

122
NORMAS JURÍDICAS

El Ordenamiento Jurídico, cobertura de fraudes legales

Ordinariamente los individuos se comportan de acuerdo con sus inte-


reses y con el sentimiento, un tanto impreciso, de que puede obrarse
así, sin preocuparse demasiado de lo que diga la ley, entre otras razones
porque no la conocen. Luego, si encuentran oposición, es cuando acu-
den al abogado para decirle que les defienda ante los tribunales; y aquél
aceptará el encargo sin poner en duda el derecho de su cliente, puesto
que su función consiste en buscar los argumentos legales de lo que ya
se ha hecho —pocos o muchos, sólidos o forzados— y esgrimirlos ante
el juez.
El Derecho no es, pues, el norte que inspire el comportamiento de
los individuos sino con frecuenta la cobertura que se monta después.
El cliente nunca pregunta al abogado si es legal, o no, lo que hizo sino
que le encarga que busque las normas legales de justificación de lo que
ya ha tenido lugar.
Cierto es también que los individuos poderosos y las empresas sue-
len ahora consultar a los juristas (abogados y notarios) antes de actuar.
Mas no les preguntan «si es legal» lo que van a hacer sino que les piden
información sobre el mejor modo de conseguir sus objetivos sin que-
brantar gravemente la ley. La experiencia enseña que en el campo legal,
si no hay caminos directos, siempre hay sendas que con más o menos
rodeos, a mayor o menor coste, permiten hacer prácticamente todo sin
llegar a incurrir en delitos manifiestos. Para eso están las que han dado
en llamarse «ingenierías»: sutiles artificios con los que se disimulan las
operaciones ilícitas con la seguridad de que, si están bien hechas, podrá
engañarse al juez que disponga de poco tiempo, y menos ganas, para
desmontar tal aparato.
Los abogados, después de escarbar bien en el Ordenamiento Jurí-
dico y de revisar las prácticas más sospechosas, crean sociedades inter-
puestas, conciertan negocios simulados, afloran capitales inexistentes
y reservas ficticias hasta que pueden ofrecer al cliente un protocolo de
actuación materialmente ilegal pero formalmente impecable. En una
palabra, la ley termina sirviendo de celestina para violar a la Justicia.
Luego, cuando el asunto llega a los tribunales, el juez, aun teniendo
conciencia del fraude o abuso de Derecho que se ha cometido, reconoce
su impotencia frente a la habilidad del infractor o delincuente que ha
preparado bien las cosas. El abogado habilidoso es un domador que
domestica a las leyes más peligrosas y las hace inofensivas —y hasta
útiles— para sus clientes.

123
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

El Ordenamiento Jurídico, generador de conflictos formales

Por si lo anterior fuera poco, también el Ordenamiento Jurídico ope-


ra como factor generador de conflictos. Las leyes sirven —o debieran
servir— para resolver conflictos, dado que, como repetidas veces se ha
dicho ya, proporcionan a los jueces pautas para hacerlo. Esto es cierto,
desde luego, pero tampoco se puede pasar por alto que las leyes son al
tiempo una fuente generadora de conflictos: un resultado inesperado y
contradictorio con lo que parece ser su objetivo natural.
Conflictos entre particulares siempre ha habido y habrá, puesto que
son inevitables los choques de intereses y, por ello, tenemos noticia de
pleitos y de jueces mucho antes de que los pueblos primitivos se dieran
sus primeras leyes.
La aparición de las leyes contribuye a facilitar estas soluciones pa-
cíficas desde el momento en que su texto proporciona mayor seguri-
dad en el tráfico y en las expectativas de las resoluciones judiciales.
Para esto cabalmente se empezaron a crear las leyes. Lo que sucede,
sin embargo, es que cuando el Ordenamiento Jurídico se complica se
produce un efecto sorprendente, a saber: que las leyes, cuanto más mi-
nuciosas pretenden ser y cuanto menos dudas quieren dejar, de hecho
abren otras nuevas. Ésta es la «ley de la saturación normativa»: cuando
las normas alcanzan una determinada densidad, ya no pueden cubrir
los supuestos fácticos conflictivos, puesto que por cada laguna que cie-
rran, destapan media docena antes inexistentes. Y consecuentemente
—huelga decirlo— conforme va aumentando la densidad normativa,
en lugar de disminuir el arbitrio judicial, aumenta con objeto de poder
resolver los conflictos que las normas van abriendo por sí mismas.
La experiencia no puede ser más elocuente: a nuevas leyes, nuevos
pleitos.
En suma, hoy nos encontramos ante un panorama insólito en el
que con frecuencia las partes no discuten sobre la preferencia de sus
intereses contrapuestos —o, si se quiere, sobre la cuestión de fondo o
justicia material— sino sobre las dudas planteadas por las propias leyes,
es decir, sobre cuestiones meramente formales.
Pensemos en una cuestión inicialmente fáctica: un agricultor, auto-
rizado por la Delegación autonómica de Agricultura perfora un pozo
en su finca y resulta que el agua que extrae perjudica o disminuye los
caudales de un pozo próximo. El conflicto parece sencillo, puesto que
con el nuevo pozo ha chocado el interés del primer regante con el del
posterior. Si no hubiera leyes, el juez local de aguas resolvería de in-
mediato decidiendo, según su arbitrio o las costumbres del país, alguna

124
NORMAS JURÍDICAS

de estas tres cosas: cierre del pozo nuevo, su mantenimiento o, en fin,


reparto equitativo entre los dos del caudal de aguas. Pero habiendo
como hay tantas leyes y tan minuciosas reguladoras de la materia, el
propietario del pozo primero pide el cierre del segundo invocando un
sinnúmero de cuestiones formales: por lo pronto, la falta de competen-
cia del organismo otorgante de la licencia, ya que no debería haber sido
la Delegación provincial sino la Confederación hidrográfica; en segun-
do lugar, infracción de la jerarquía normativa, ya que el reglamento
administrativo ordenador de los aprovechamientos contradice lo dis-
puesto en la ley de aguas; en tercer lugar, defecto de procedimiento, ya
que no se calculó el aforo de los caudales existentes ni se dio audiencia
a los posibles interesados; en cuarto lugar, defectuosa interpretación
del precepto legal aplicable; en quinto lugar, caducidad del expediente
de tramitación de la licencia; en sexto lugar, deficiente realización de la
prueba de afectación de caudales. Y así hasta diez o doce cuestiones for-
males provocadas por las propias leyes. A lo que contestará el deman-
dado con iguales sutilezas formales y, al final, cualquier cosa se discutirá
menos los derechos e intereses que están realmente en juego. Y esto es
así sobre todo cuando una de las partes es consciente de que no tiene
derecho alguno. Pero el abogado hábil sabe que puede pleitear indefi-
nidamente —hasta agotar al adversario— sin necesidad de contar con
un derecho, puesto que le basta aferrarse a los intersticios y pretextos
que le ofrece una ley formalista y prolija. Y nada digamos en el Derecho
penal, ya que en él las formalidades y sutilezas son aún mayores, hasta
tal punto que a veces el imputado no se molesta en negar los hechos
delictivos sino que monta su defensa —con probabilidades de éxito si
su abogado es hábil— sobre enigmáticas cuestiones de prejudicialidad y
competencia, prescripción, legitimación, idoneidad del juez instructor
y del resolutor, inconstitucionalidad de la prueba practicada y otras
mil trampas que pone a su disposición una ley garantista de impronta
decimonónica.
El Ordenamiento Jurídico, en conclusión, al formalizar las relacio-
nes sociales con reglas procedimentales y materiales prescinde de la rea-
lidad y sustituye los conflictos reales de intereses por conflictos formales
normativos. El abogado y el juez asumen entonces el protagonismo y
de la escena desaparecen los agricultores y regantes de carne y hueso;
el conflicto no es ya un conflicto de intereses y de aguas sino de papeles
y de normas. Por decirlo con otras palabras: no se discute sobre hechos
sino sobre las palabras reguladoras de tales hechos y, aunque éstos sean
claros, las palabras del Derecho son por naturaleza ambiguas y suscep-
tibles de interpretaciones para todos los gustos.

125
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

La última perversión: el Ordenamiento Jurídico como negocio

Los pleitos (y las leyes en general) han sido siempre una calamidad so-
cial pero al tiempo una fuente de riqueza individual. Para realizar el
principio de que una organización social debe ordenarse y resolver sus
conflictos de forma pacífica y de acuerdo con el Derecho es imprescin-
dible la colaboración de una serie de profesionales jurídicos —notarios,
registradores, abogados, procuradores, jueces, fiscales— que sirven a
la ley y de ella deben vivir y cuya existencia y actividades son lícitas
y aun recomendables, puesto que los beneficios de la paz social, en la
que tan eficazmente colaboran, son sencillamente incalculables. Aunque
también existe otro aspecto inequívocamente parasitario. Porque es in-
dudable que de los conflictos —lleguen o no a un estadio forense— vi-
ven profesionales. Tales son algunos de los «efectos colaterales» de los
conflictos que estamos obligados a aceptar sobre todo si son moderados
e inevitables. El presente epígrafe no va a referirse, por tanto, a ellos
sino a los supuestos en que tales efectos son previstos y admitidos —e
incluso buscados— por la ley.
El colmo de la perversión normativa tiene lugar cuando la ley pro-
voca deliberadamente una distorsión económica y social en beneficio de
ciertos grupos o personas. Aquí la ley manifiesta con absoluto cinismo
su condición de instrumento del Poder, mas no de un poder abstracto
que puede ser bienintencionado y altruista sino del Poder entendido
como aparato de extorsión en beneficio de sus titulares políticos y de
sus aliados sociales.
Aunque comprendo que esta proposición puede ser tachada de pro-
vocadora, o al menos de desmesurada, quiero ratificarla sin reservas ni
paliativos, puesto que he constatado que el caso es más frecuente de lo
que parece y, sobre todo, porque considero que ya es hora de que la
Razón Jurídica recta denuncie a gritos lo que la Razón Jurídica desviada
con tanto cuidado silencia. El secreto de Arlequín —que todos conocen
y del que nadie quiere hablar— debe ser aireado sin miramientos. Y
para ilustrar lo que estoy diciendo nada mejor que acudir a un ejemplo
singular (pormenorizada con detalle en un libro anterior titulado Bala-
da de la Justicia y la Ley) bien conocido de juristas y legales: el urbanis-
mo. Porque es muy fácil demostrar que la legislación urbanística no es
más que un mecanismo para que ciertos políticos y empresarios hagan
estupendos negocios bajo la capa de una técnica jurídica sofisticada y
de una desvergonzada invocación a intereses generales, que de hecho
se pisotean.

126
6

EL DERECHO SECUESTRADO

Leges nec ignorare nec dissimulare permittimus.


Prohibimos que las leyes sean ignoradas o tergiversadas.

(Código de Teodosio, siglo v)

Para una teoría realista del Derecho el análisis de las normas jurídicas
no es más que el comienzo —convencional e incompleto— del estudio
del Derecho, ya que aquéllas, por sí solas, no tienen valor ni senti-
do, que sólo adquirirán a medida que se vayan ejecutando, aplicando y
cumpliendo. En este capítulo y en el siguiente va a continuarse, pues, la
indagación siguiendo el hilo de la vida de las normas y de los actores en
cuyas manos está, es decir, de los Poderes Legislativo y Ejecutivo, de los
jueces, de los juristas y del pueblo.

Un universo jurídico originariamente abierto

Hasta el siglo xix el Derecho constituía un universo «abierto» que ofre-


cía un escenario a la disposición de cuantos quisieran (y pudieran) ac-
tuar en él. Allí convivían el pueblo con sus normas consuetudinarias, las
ciudades y corporaciones con sus estatutos particulares, la Iglesia con
sus cánones, los jueces con su jurisprudencia, los juristas con sus doctri-
nas y, por supuesto, el monarca con su Derecho regio. La apertura del
sistema no implicaba, sin embargo, libertad de actuación para los sujetos
individuales, dado que cada uno se integraba en la esfera concreta que
le correspondía. En esta convivencia pacífica de órdenes yuxtapuestos,

127
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

no contrapuestos, únicamente resultaba agresivo el Derecho regio, que


pretendía desplazar a los demás y, al menos y en todo caso, les colocaba
en una relación subordinada.
Esta situación —que a los ojos de un observador moderno puede
parecer caótica— se consideraba entonces perfectamente ordenada,
puesto que reflejaba el «orden natural» inevitablemente complejo en sus
elementos heterogéneos, pero cuya unidad y armonía estaba garantiza-
da por el Dios que lo había creado. En el nivel de la Sociedad la uni-
dad normativa se aseguraba, por su parte, a través de dos instituciones
—una de fe y otra axiológica— de origen divino: el libro concreto de
la palabra de Dios (la Biblia) y la Justicia, que era el parámetro de todo
buen Derecho. En el nivel del intelecto humano el sistema se servía del
instrumento técnico de la ratio scripta encarnada en el Corpus justi-
nianeo que, aunque formalmente (salvo excepciones muy contadas) no
era Derecho vigente, orientaba la inteligencia de todas las normas y las
condiciones de su aplicación.
Este equilibrio idílico empezó a desmoronarse cuando el Humanis-
mo renacentista fue desmontando una a una las piezas estabilizadoras
mediante el rechazo de la influencia del Derecho divino, la neutraliza-
ción de la Justicia por el relativismo axiológico y el descubrimiento de
que el Corpus no era una razón escrita sino una mera solución histórica.
En estas condiciones, con objeto de apuntalar un edificio que parecía
venirse irremediablemente abajo y para mantener la naturaleza racional
del Derecho, los juristas ilustrados acudieron al artificio de inventarse
un Derecho natural no divino sino racionalmente humano como nue-
vo parámetro referencial de todo el Derecho positivo: un intento que
fracasó por completo tanto por su irrealismo como por su falta de ope-
ratividad.
Así las cosas, el verdadero puntal de un Derecho que había perdido
todos sus apoyos anteriores fue el redescubrimiento de la voluntad del
Príncipe, cuyo prestigio y eficacia no se deducía de una fe religiosa, de
un valor relativo, de una historia falsa o de una técnica ilusoria sino de
la constatación de una realidad que estaba por encima de cualquier dis-
cusión, a saber, que el Príncipe tenía, al parecer, fuerza suficiente para
imponer a todos, y en su caso contra todos, sus decisiones soberanas:
quia nominor leo. Cuando el león invoca el filo de sus garras y de su
quijada no necesita de otros instrumentos para imponerse a los demás
animales ni éstos pueden oponerse a él con razones.
Con unos cimientos tan sólidos parecía que el Derecho iba a quedar
definitivamente consolidado. Sin embargo no fue así porque en el siglo
xix se derrumbaron las monarquías absolutas y la figura del Príncipe

128
EL DERECHO SECUESTRADO

terminó siendo desplazada por la del Estado, obligando así a reconstruir


de nuevo el Orden jurídico. Pues bien, lo primero que hizo el liberalis-
mo constitucional decimonónico fue recoger la herencia absolutista del
Príncipe pero agravando su alcance en el sentido de que, amparándose
también en la fuerza, prohibió (luego veremos con qué éxito) a los de-
más agentes sociales su tradicional participación en el universo jurídico,
que reservó totalmente para sí mismo. El Derecho, a partir de entonces,
iba a ser obra exclusiva del Estado. De esta forma el sistema, antes
abierto, se cerraba rigurosamente y perdía su antigua espontaneidad.

El monopolio estatal del Derecho

En el siglo xix el constitucionalismo liberal —culminando una tendencia


que la Ilustración, aunque por otras razones, venía defendiendo desde
mucho antes— entregó al Estado el monopolio de la creación, ejecución
y aplicación del Derecho. Esto es lo que Wieacker ha denominado el
secuestro del Derecho por el Estado.
Y lo es ciertamente, habida cuenta de la exclusividad que se atribuye
en su manejo y la subordinación que le impone respecto de sus fines.
El Derecho se convierte así en un instrumento declarado del Estado y
sólo de él. Esta política se expresa en la codificación y singularmente
en el título preliminar del código civil, donde se establece en términos
inequívocos, al regular las «fuentes», que el Derecho está constituido
únicamente por las leyes y por los demás elementos que éstas de forma
expresa autoricen.
El afán excluyente del Estado no es, por lo demás, un fenómeno
rigurosamente moderno, puesto que siempre han tendido los soberanos
absolutos a afirmar su superioridad jurídica y el Estado actual —incluso
en sus variedades más «liberales»— acumula más potestades institucio-
nales que las que tenían a título personal los monarcas absolutos del pa-
sado. Sin perjuicio, claro está, de las singularidades de hoy, que consisten
fundamentalmente en dos datos: el primero, en la circunstancia de que
la tecnología actual proporciona al Estado más medios de imposición
fáctica que los que tuvieron los mayores déspotas de la historia; y el
segundo, en la importancia que se da a la cobertura ideológica del ejer-
cicio de la fuerza material, que se ha traducido —por lo que aquí impor-
ta— en la utilización del Derecho como un rehén a través de la fórmula
sutil del Estado de Derecho. Porque si bien es cierto que todos los go-
biernos se apoyan en la fuerza, Ramsés II y Felipe II se autolegitimaban
por una delegación divina, mientras que el Estado actual se sirve a tales
efectos del Derecho, de tal manera que sólo ateniéndose a él es legítimo.

129
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

El monopolio jurídico estatal ha sido una teoría asfixiante duran-


te casi tres siglos, glorificada por juristas severamente ideologizados y
practicada por jueces que tenían más de funcionarios que de juristas.
En este contexto hoy parecen heroicos los esfuerzos de algunos juristas
—encabezados desde la pasión por Ihering y desde el rigor metódico
por Gény— empeñados tiempo ha en romper tal monopolio mediante
el reconocimiento de la energía jurídica de ciertas fuerzas tradicionales
(desde el mítico y venerable «espíritu popular» hasta el organicismo
comunitario de Gierke), otras científicas elaboradas por los juristas y
otras, en fin, de «creación libre» como propugnaba la Escuela alemana
de ese nombre. Unas ideas que fueron, no obstante, implacablemente
reprimidas por la ideología del Estado nacional europeo y de su corre-
lativo Derecho de exacerbados estatalismo, nacionalismo y centralismo.
En la fórmula que recogió —reprobatoriamente— el Syllabus y que
se aceptaba dogmáticamente desde la Revolución francesa, «el estado,
como quiera que es fuerte y origen de todos los derechos, goza de un
derecho no circunscrito por límite alguno».

El Derecho como rehén: el Estado de Derecho

La consecuencia más notable del monopolio del Derecho por el Es-


tado es que terminó formándose una unión hipostática de ambos: el
Derecho, si quiere serlo, ha de ser estatal; y el Estado por su parte, ha
de ser jurídico en el sentido de que ha de actuar siempre con arreglo a
Derecho. En otras palabras, ambos se legitiman mutuamente: el Estado
legitima al Derecho, como éste legitima a aquél, cerrándose así un círcu-
lo hermético que se denomina Estado de Derecho. En último extremo
el Estado está utilizando al Derecho como un rehén que le presta respe-
tabilidad y le protege de eventuales agresiones ideológicas porque no se
puede poner en duda la autoridad de un Poder basado en la ley.
Ahora bien, una unión formada en estas condiciones no puede durar
durante mucho tiempo, dado que el secuestrador tiende inevitablemen-
te a abusar de su posición, como el rehén a escapar a la primera oportu-
nidad. Y efectivamente así ha sucedido y el Estado de Derecho, por muy
pregonado que sea política y jurídicamente, no pasa de ser una quimera.
¿Quién puede creer hoy honradamente en la existencia de un auténtico
Estado de Derecho? Yo no creo que haya existido nunca; pero, admi-
tiendo que alguna vez haya sido una realidad, en la actualidad no pasa
de ser un montón de ruinas que yacen detrás de una elegante fachada
retórica de cartón-piedra.

130
EL DERECHO SECUESTRADO

En la época de la transición, cuando se trataba de un concepto aca-


démicamente casi desconocido en España, escribió Elías Díaz un libro
fundamental sobre este tema en el que denunció implacablemente su
ausencia entre nosotros y anunció que había de ser el mejor trofeo de
la Tierra prometida de la democracia que se avecinaba. Desde entonces,
en efecto, sobre el Estado de Derecho se han centrado el discurso políti-
co, el esfuerzo constitucional y la estructura del sistema jurídico. Lo que
ha sucedido realmente, no obstante, es que, apenas tocado y gustado
tan hermoso fruto, se ha secado a ojos vistas y nos hemos quedado los
españoles con una cáscara vacía entre las manos.
Aunque también es verdad que había nacido mal como consecuen-
cia de una sacralización infantil de la Constitución cuando se pensaba
que bastaba consignar en ella ciertas palabras para que se convirtiesen
en realidad. Mas ¿quién puede creer en el valor de las palabras de la
Constitución? Únicamente los que confunden la realidad con la realidad
virtual y con ésta se dan por satisfechos los que se contentan con las
palabras sin preocuparse de su significado y sustancia, como vimos en la
parábola de la Secretaria de Estado narrada al final del capítulo primero.
Según fue denunciado ya en el siglo xix, las constituciones no son
más que un papel redactado por un grupo o clase con intenciones des-
caradamente ideológicas. Y lo siguen siendo. Comprobarlo es muy
sencillo: basta abrir los ojos porque en la realidad —y esto es incuestio-
nable— nos encontramos con que los países en donde se pisotean con
mayor violencia los derechos y se viven cotidianamente horrores físicos
y morales cuentan con constituciones formalmente impecables. Luego
está claro que la Constitución, por sí misma, no garantiza nada y que de
nada valen los valores en ella declarados. Decir que las constituciones
no son suficientes parece, en suma, una obviedad.
Las constituciones no son al fin y al cabo más que un texto lingüístico
por más que en ellas se prometan las maravillas de un «Estado de Dere-
cho que asegura el imperio de la ley». Lo que convierte la Constitución
en un elemento capital del Derecho no son esas pomposas declaraciones
sino la voluntad del Estado, de los partidos y de los ciudadanos en hacerla
operativa. Son ellos con el esfuerzo de cada día —y no las Cortes consti-
tuyentes de una vez por todas— los que hacen de veras la Constitución.
El Estado de Derecho garantiza —según acabamos de ver— el im-
perio de la ley. Ahora bien, aun suponiendo que esto fuera cierto, tal
imperio no satisface a los ciudadanos y mucho menos a los juristas,
porque a estas alturas ya sabemos que se trata de un imperio falaz, de
una expresión retórica compuesta por lugares comunes que, si un día
tuvieron una indudable importancia, hoy no son más que recuerdos

131
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

apolillados, artificios verbales sin consistencia real alguna, según ha ido


viéndose con detenimiento en otros lugares. El principio de legalidad
es un sueño, una sombra el de la jerarquía normativa y un espejismo
el de los cánones hermenéuticos. Las leyes no son lo que nos dicen
sus ideólogos ni operan técnicamente como cantan sus trovadores con
melodías pretendidamente jurídicas, ya que ni la ley está en condicio-
nes de resolver por sí misma los conflictos ni existe una única solución
correcta, por lo que la pregonada mecánica del determinismo legal no
ha funcionada nunca más que en los libros.
Decididamente el imperio de esta ley no nos sirve para mucho y
por lo mismo podemos entender que las culturas que todavía no han
recibido la figura no la echen de menos. ¿Qué pueden decir los misio-
neros del Estado de Derecho cuando tienen en sus espaldas las prácti-
cas de Guantánamo, las arrogancias mediáticas italianas, los cotidianos
escándalos franceses y la corrupción institucionalizada de España? Los
chinos y los musulmanes no se dejan engañar tan fácilmente como los
estudiantes occidentales.
En una época de liquidación del Estado del Bienestar y de la glo-
balización económica dominada por grandes corporaciones privadas,
al Estado de Derecho se le han reventado (por así decirlo) las costuras
y ya no está en condiciones de seguir soldando Estado y Derecho. En
su consecuencia, yo no creo en la pregonada equiparación de ambas
figuras, antes el contrario afirmo rotundamente que, digan lo que di-
gan las constituciones y los autores, en la realidad no es así: no lo ha
sido nunca ni lo será tampoco en el futuro. El armonioso sistema que
imaginó Kelsen del emparejamiento sustancial de Estado y Derecho
es sencillamente un sueño que no puede sustituirse con la ingeniosa
pirueta verbal del Estado de Derecho.
Todas estas falacias —a las que podría añadirse la condición plásti-
ca de las leyes— son impedimentos técnicos que no suponen, ni mucho
menos, la negación del Estado de Derecho, pero que exigen una refor-
mulación del mismo para concordarlo con las exigencias de la realidad
actual. O dicho con otras palabras: lo que no puede seguir aceptán-
dose es la versión corriente del Estado de Derecho, que es puramente
retórica e ideológica. Los verdaderos enemigos del Estado de Derecho
no son, por tanto, estas circunstancias técnicas, que pueden rectificarse
sin excesivas dificultades, sino unas prácticas políticas perversas que
efectivamente lo han quebrado. Con ello me estoy refiriendo, entre
otros puntos, a la tolerancia generalizada de los incumplimientos y,
más aún, a la impunidad seleccionada de los incumplidores, a la inde-
fensión de los perjudicados y a las desviaciones legislativas propiciadas
por las leyes de autorregulación y de las singulares ad hoc.

132
EL DERECHO SECUESTRADO

El imperio de la ley, que ya ha perdido por completo sus atractivos


originarios, podría ciertamente ser restaurado; mas a nadie interesa hoy
acometer tal tarea. No, desde luego, a los profesionales del Derecho,
que tan buenas rentas obtienen de tan malas cosechas; y mucho me-
nos al Poder político, que vive más cómodo manipulando las leyes que
obedeciéndolas. Por lo demás, esta alusión al Poder político nos lleva
directamente al corazón del problema, que no es tanto la fragilidad
de la ley como la insuficiencia de su garantía. Y en mi opinión, si los
individuos padecen tal insuficiencia y algunos juristas se benefician de
ella, no parece temerario sospechar que es el Poder político quien deli-
beradamente la provoca.
Porque, de acuerdo con el sistema oficial, el garante del imperio de
la ley no es el Gobierno ni los inspectores administrativos ni la Policía
ni el Defensor del Pueblo sino el Poder Judicial; y resulta que este Poder
ha sido, más que arrasado, triturado por el Poder político. ¿Quién de-
fenderá entonces al Estado de Derecho cuando sus guardianes duermen
a la sombra y es el lobo quien les echa de comer?
Una vez paralizado el Poder Judicial, el Estado de Derecho se eva-
pora, el Gobierno se desmanda, la Administración abusa y los pode-
rosos (aunque no sólo ellos) a su ejemplo incumplen la ley. Para estos
supuestos tiene prevista el Derecho la garantía de los tribunales. Y los
perjudicados pueden en efecto acudir a ellos, pero encuentran unos
jueces que tardan seis u ocho años en dictar sentencia: un tiempo que
es la negación de la garantía. Mas no menos grave es el hecho de que
quienes tienen que controlar el Poder son nombrados por éste a través
del Consejo General del Poder Judicial, convirtiendo el control en una
farsa bien conocida. Por la misma razón ciertos delincuentes realizan sus
crímenes sin disimulo a la vista del juez y del fiscal, y uno y otro cierran
los ojos o, si se quiere, nada ven, puesto que tienen envuelta la cabeza
por la caperuza del propio cargo y el agradecimiento hacia aquel que
se lo dio. De la misma manera que cuando el poder levanta al juez la
caperuza y le señala una presa, entonces el ave rapaz se lanza implacable
sobre ella hasta destrozarla y el halconero declara cínicamente que no
ha sido él el victimario sino que la Justicia ha cumplido su deber. No
hay que temer, en definitiva, ni a la ley ni al juez sino al dueño de uno y
otro. Ésta es la garantía del Estado de Derecho.
Parafraseando y modernizando la vieja frase de que «donde no hay
jueces eficaces no hay Justicia», hoy puede afirmarse con rotundidad
que «donde no hay tribunales eficaces no hay Estado de Derecho». La
Razón Jurídica crítica ha de empezar, pues, por aquí.

133
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Fracaso del intento de secuestro

El derrumbamiento del Estado de Derecho es una prueba palmaria


del fracaso de la unión hipostática del Estado y del Derecho así como
de la ineficacia de la toma estatal de rehenes. Mas no se trata sólo de
eso, porque lo fundamental es el fracaso de la operación de fondo, o
sea, del secuestro del Derecho por el Estado. Una maniobra que yo
rechazo no tanto por estar ideológicamente en contra de ella como
por el hecho, perfectamente verificable, de que tal secuestro no se ha
consumado nunca por completo, no ha pasado de ser un intento —sal-
vo, quizás, algunos casos extremos y esporádicos de ciertas dictaduras
socialistas— y, si alguna vez fue realmente así, pronto terminó liberan-
do la Sociedad al Derecho del monopolio del Estado.
El monopolio jurídico estatal ha fracasado porque, además de no
haber logrado hacer realidad la quimera del Estado de Derecho, no ha
conseguido tampoco evitar la aparición de otras fuentes de Derecho
independientes de la ley, no ha impedido la actuación interactiva de
otros agentes sociales en los procesos de aplicación, ejecución y cum-
plimiento de la ley y, en fin, no ha logrado introducir, ya que no la
Justicia, al menos un Orden (sea justo o injusto), ni la Administración
ni los jueces, como órganos estatales, han conseguido garantizar o im-
poner ese intento de Orden.
En cualquier caso lo esencial es percatarse de que en Derecho son
inseparables los elementos institucionales y los humanos porque las le-
yes dependen de los legisladores que las aprueban como las sentencias
de los jueces que las dictan. No se puede, por tanto, hablar de normas
o resoluciones o actos prescindiendo de sus autores. La cuestión de
las fuentes del Derecho se refiere, por tanto, a sus autores, a quienes
disponen de ellas: a sus dueños en una palabra.
A la vista de lo que antecede se nos abren dos líneas de análisis: de-
terminar primero quiénes son esos agentes sociales que han disputado
al Estado la facultad de crear y manejar el Derecho y, luego, analizar
lo que hacen con el Derecho y, en su caso, con los elementos de él que
ellos mismos han creado.

Domini iuris

La pregunta de quiénes sean los dueños del Derecho —o sea, los agentes
sociales que están en condiciones de crearlo y manejarlo— admite varias
respuestas según sea la perspectiva desde la que se aborde. La solución

134
EL DERECHO SECUESTRADO

normativista monista es actualmente la más generalizada y, conforme


a ella, según sabemos, el autor de la ley es el Estado, actualmente los
órganos de su Poder Legislativo —en definitiva, los representantes del
pueblo— habida cuenta de que la ley es la norma jurídica de referencia,
a la que todas las demás están subordinadas.
Por el contrario, desde el punto de vista realista las conclusiones
son mucho más complejas, puesto que la realidad así lo es también.
Por lo pronto, tanto en la creación del Derecho como en su funciona-
miento intervienen varios sujetos, pero no jerárquicamente ordenados
sino cada uno con autoridad propia. Utilizando una imagen tradicional,
el Derecho no es un hilo continuo unidireccional sino un tejido for-
mado por hilos diversos —leyes, sentencias, actos jurídicos— que se
entrecruzan en una trama sin costuras y cuyos elementos operan (según
se ha explicado ya) en forma de red. En esta concepción pluralista y
compleja huelga recordar la importancia esencial (al menos hoy) del
protagonista legislador; pero ello no autoriza a desconocer el papel que
juegan los otros agentes: jueces, juristas y particulares. Parafraseando
un dicho muy antiguo, «allá van leyes do jueces quieren y hasta donde
el pueblo lo tolere». La verdad es que el Derecho no se crea en un acto
definitivo o acabado sino que se va formando en un proceso continuo
a lo largo de las fases de ejecución, aplicación y cumplimiento de las
normas jurídicas: no es un ser sino un devenir, como sucede con todos
los seres vivos.
De notar es aquí el reflejo cosmogónico —ciertamente no busca-
do— de esta teoría, que se enfrenta radicalmente con la tradicional.
Durante muchos siglos Europa ha vivido en la concepción bíblica de
que Dios (es decir, un Poder supremo y único) creó el mundo en siete
días y luego descansó (es decir, se trataba de una obra acabada definiti-
vamente). Para la cosmogonía moderna, sin embargo, el mundo no es
hechura de una sola persona y, además, no es una obra acabada sino que
se está rehaciendo constantemente. De la Razón de la Fe se ha pasado
a la Razón de la Conjetura no demostrada, aunque basada en indicios
empíricamente obtenidos.

Los protagonistas: ¿antagonistas o colaboradores?

La historia del Derecho suele escribirse desde la perspectiva del mono-


polio estatal de una fuente de producción del Derecho (la ley). Y, sin
embargo, las situaciones reales no son tan radicales, ya que, diga lo que

135
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

diga nuestro código civil, hay otras fuerzas sociales que también inter-
vienen y que, además, acostumbran a llegar a un acuerdo entre ellas, de
tal manera que no actúan como antagonistas sino como colaboradoras
más o menos voluntarias, dado que el Derecho que vive y se aplica no
es un texto legal sino una norma jurídica elaborada conjuntamente, a
partir de ese texto, por los jueces, los autores y el pueblo y que, además,
son estos últimos quienes la aplican y cumplen con una autonomía que
escapa de los controles del Legislador. Recuérdese cómo corregía el De-
creto de Graciano la aparente rotundidad del principio de la soberanía
de la ley: Leges instituuntur cum promulgantur, cum moribus utentium
approbantur. Sicut enim moribus utentium in contrario nonnullae leges
hodie abrogatae sunt, ita moribus utentium leges confirmantur (Las le-
yes se establecen cuando se promulgan y se confirman cuando se aprue-
ban por las costumbres de los destinatarios. Y así como las costumbres
en contrario de las leyes terminan derogándolas, del mismo modo por
las costumbres de los que las usan se confirman aquéllas). Declaración
que se ejemplificaba a renglón seguido en términos contundentes que
explican muy bien la trascendencia de tales interacciones y la inutilidad
de estudiar el Derecho desde las normas sin tener en cuenta las prác-
ticas: Unde illus Telesphori Papae (qui decrevit, ut clerici generaliter a
quinquagesima a carnibus et deliciis ieiunent) quia moribus utentium
approbatum non est, aliter agentes transgressionis reos non arguit (Por lo
cual la ley del papa Telesforo —que decretó que los clérigos en general
ayunasen de carne y se privasen de placeres desde quincuagésima—,
como se da el caso de que no fuese confirmada por las prácticas de sus
destinatarios, no es lícito ya inculpar como reos de trasgresión a los que
obran de otra manera).
Como se ve, incluso cuando y donde el poder público de forma ex-
presa reconoce y declara la soberanía de las leyes, no por ello se rinden
necesariamente las demás fuerzas sociales, que en ocasiones continúan
manteniendo una resistencia tenaz frente a ellas, de ordinario eficaz,
puesto que consiguen inevitablemente deteriorarlas, hacerse un sitio de
convivencia y a veces hasta desplazarlas, según acaba de verse en la
lección de las leyes del papa Telesforo.
En efecto, admitido el monopolio oficial del Soberano (antes la Co-
rona, hoy el Parlamento) en la creación del Derecho, distinta es su ope-
ratividad real entre otras cosas por la imperfección y rigidez de las leyes
que se sesga y desfigura inevitablemente por la presencia de otros auto-
res con aclaraciones y comentarios de ordinario imprescindibles que de
él emanan. Desde el Breviario de Alarico hasta hoy, cada línea —y aun
cada palabra— de una ley va acompañada de un inacabable rosario de

136
EL DERECHO SECUESTRADO

comentarios doctrinales y jurisprudenciales: muletas de unos textos nor-


mativos que son incapaces de funcionar por sí mismos sin tales ayudas.
Y no se diga que no es éste el caso de la actualidad , puesto que hoy
el número, confusión y contradicciones del Ordenamiento Jurídico es
tal que los textos limpios, como cualquiera sabe, resultan por sí solos
sencillamente inmanejables. De aquí la aparición de los comentaristas
empeñados en aclararlos. En definitiva, a los textos oficiales se añaden
pronto los comentarios doctrinales que, con la intención de interpretar-
los, los distorsionan. Sabido es que, a partir del siglo xii, nadie mane-
jaba directamente el Corpus justinianeo, absolutamente incomprensible
salvo para muy pocos juristas, de tal manera que jueces y prácticos se
atenían a las glosas y sumas de los autores aunque en ellas se desfigurase
sustancialmente los textos originales. Y nada digamos de la influencia
concurrente que a este respecto ejercen los jueces. A la experiencia me
remito: hoy nadie maneja los textos legislativos literales sino anotados
con la jurisprudencia. Las proposiciones legales no son las que aparecen
en los Boletines Oficiales sino las que los jueces (y en menor medida la
doctrina) van formando. Si hay un conflicto entre el texto desnudo del
Boletín Oficial y el texto anotado, aclarado e interpretado por la juris-
prudencia, es notorio que predominará este último. Como ya confesó
con sinceridad el comentarista Rafael Fulgosio a principios del siglo xv,
volo enim potius pro me glossatorem quam textum (prefiero tener a mi
favor la opinión de la doctrina que el texto de la ley).
He aquí, por tanto, que el monopolio legal se ha roto de facto y que
al Legislador le han salido —quizás a su pesar, pero inevitablemente—
dos colaboradores: los jueces y los autores. Más aún no hemos acabado,
ya que hasta el momento sólo se ha hablado de la creación del Derecho
y todavía falta examinar lo que sucede en la fase de su aplicación, en
la que la intervención de otras fuerzas sociales no es menos intensa;
porque es a éstas —y no al Legislador— a quienes corresponde dar el
salto desde el Derecho normado al practicado.
Las leyes se aplican por los jueces, cuyos criterios no coinciden
siempre con los del Legislador. Además, a través del estamento de jue-
ces habla también el de los abogados y más en el fondo los intereses
económicos de las partes y de los grupos sociales que, si no lograron
influir originariamente sobre el Legislador, pueden ahora intervenir en
la aplicación de las leyes.
En fin, todavía hay que tener en cuenta a los destinatarios particu-
lares, que ciertamente no pueden intervenir como los jueces en la fase
de aplicación de las leyes, pero que conservan una potestad residual de
enorme importancia: la de inobservar e incumplir las leyes e imponer

137
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

su actitud de resistencia al propio Estado, que en la mayor de los casos


no puede impedirlo.
En definitiva tenemos un escenario con varios personajes en el que
todos hablan y actúan. Nada más lejos, pues, de un monopolio del
Estado. El Legislador habla ciertamente —y su voz es la ley— pero se
trata de una participación en un diálogo vivo en el que los contertulios,
además, interactúan. Repitámoslo: el papel del Legislador es esencial,
pero ha de compartir el escenario con los otros protagonistas. Y más
todavía: su autenticidad se ve empañada por la circunstancia de que su
palabra (la ley) no es de ordinario expresión directa de su voluntad sino
resultado de un compromiso y con frecuencia reflejo de unos intereses
ajenos que son quienes legislan desde la sombra. Detrás de la superficie
de la letra legal —a primera vista abstracta y limpia— es fácil percibir
hilos manejados por fuerzas ocultas.

El monopolio del Legislativo y la independencia de los legisladores

Aunque el Estado no tenga el monopolio del Derecho sí conserva, desde


luego, el de las leyes tanto en su creación (que corresponde al Poder Le-
gislativo) como en su desarrollo y ejecución (que corresponde al Poder
Ejecutivo). Contando con esta drástica reducción, veamos seguidamen-
te qué es lo que hay realmente detrás de este pomposo rótulo constitu-
cional de Poder Legislativo, que en el fondo es un cúmulo de ficciones
manifiestas.
Por lo pronto sólo es una verdad a medias el dogma de que los
legisladores representan al pueblo, puesto que, en el mejor de los casos,
sólo representan a una parte de él, a los electores. La afirmación de que
representan a todo el pueblo no es más que retórica y voluntarismo.
Ahora bien, sobre este punto no vale la pena insistir porque nos perde-
ríamos en los laberintos de la Teoría constitucional.
Todos saben —ya que nadie se preocupa de mantenerlo en secre-
to— que las leyes, y aun las constituciones, son el resultado de negocia-
ciones personales llevadas a cabo en un restaurante o en un despacho
por media docena (ordinariamente menos) de políticos, que luego se
llevan a las Cortes para ser allí ritualmente aprobadas por una mayoría
conocida de antemano, a la que sólo corresponde votar lo que le indican.
En este proceso no hay la menor intervención popular —sobre todo si
el contenido de la ley no se había anunciado siquiera en los programas
electorales—, pero reconocer esta realidad supondría negar la sustancia
democrática del Estado: y a tal sinceridad no están dispuestos a llegar

138
EL DERECHO SECUESTRADO

ni los políticos ni los ideólogos. Y lo mismo sucede con la manipulación


posterior de la ley, sobre la que se seguirá insistiendo más adelante. En
suma, la clave del sistema político actual es que la realidad se conoce
mas nunca se reconoce.
El Estado democrático liberal desarrolló un discurso ideológico re-
finado —la voluntad del pueblo expresada por los representantes de la
mayoría— para intentar ocultar lo que un análisis somero evidencia, a
saber, que las leyes están al servicio de los intereses de los partidos po-
líticos dominantes: tanto intereses propios como los que han asumido
de los grupos de presión.
Una afirmación que no es lícito entender hoy, sin embargo, en el
sentido rudo y sin matices del marxismo originario o de Robert Michels.
Cierto es, desde luego, que la sociedad ha estado siempre dividida entre
dominantes y dominados; pero en la actualidad la situación es mucho
más compleja. En un sistema parlamentario de mayorías sería ingenuo
negar que las leyes son obra del partido; pero no sería menos ingenuo
creer que el partido refleja exclusivamente la voluntad de sus miembros
o de su aparato, porque para poder gobernar hay que contar con la
alianza de otros partidos, con el apoyo de ciertos grupos (económicos,
culturales, sindicales) y con el respaldo de ciudadanos cuyo voto pasado
hay que recompensar y cuyo voto futuro hay que atraer. Un entramado
de intereses que, antes de llegar a la ley, ha de ser reelaborado y con-
trapesado por el partido en un proceso sutil que es uno de los secretos
de la buena política. Tal es el funcionamiento real del gobierno de los
dominantes, que con frecuencia han de favorecer intereses que no son
los «suyos» provocando así situaciones no sólo contradictorias, sino en
movilidad constante.
La ley —después de haber intentado con mayor o menor fortuna
armonizar a los antagonistas— toma postura, en definitiva, a favor de
alguna de las partes que se enfrentan en las tensiones de intereses: de los
arrendatarios frente a los propietarios, de los productores frente a los
consumidores, de la industria frente a la agricultura. No es imparcial,
por tanto, y reconoce que lo que uno gana lo pierde el otro. Ésta es la
raíz política del Estado y de la ley. Además, en cada cambio político, o
cuando se altera la constelación de las fuerzas en juego, gira el timón, y
vuelta a empezar.
Al cabo de todas estas consideraciones nos hemos perdido dentro
de un juguete de muñecas rusas: detrás de la voluntad del pueblo nos
hemos encontrado con la de sus representantes; detrás de éstos, con
los representantes de la mayoría; detrás de éstos, con el partido gober-
nante; y detrás de él, con los poderes fácticos. En tales condiciones —y

139
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

más a la vista de las combinaciones que resultan de todos estos elemen-


tos— parece imposible determinar con precisión quién es el verdadero
señor de la ley. Hemos de resignarnos, por tanto, a esta incertidumbre
global y dejar a los politólogos la difícil tarea de identificar los intereses
que se imponen en cada ley singular y, en su caso, inducir las tendencias
dominantes generales. Desde el punto de vista jurídico lo único seguro
es que los parlamentarios actúan como instrumentos de otras fuerzas, no
siempre conocidas, que manejan los hilos desde fuera del Derecho y con
frecuencia desde fuera del Estado. Decir que la ley es obra del Legislador
no es más que una simplificación formalista, y quien crea en ella no
podrá entender nunca lo que son la Ley y el Derecho. El Legislador, en
suma, se nos ha escapado entre los dedos y nos hemos quedado con las
manos vacías. ¿Dónde está ese mítico Legislador, puntal del Derecho y
de la democracia?
En la época del franquismo los sociólogos calificaron irónicamente
a las Cortes con el nombre de «Poder resonador», ya que su papel se
reducía a aprobar con entusiasmo, publicidad y ruido lo que el Gobier-
no les presentaba. Pues en ello estamos otra vez. En la actualidad las
leyes se hacen o pactan extraparlamentariamente y los textos se pasan
a las Cámaras en un trámite de mera cortesía constitucional, ya que la
mayoría hace inútil cualquier debate. La ley vuelve a ser la voluntad
de un partido y de sus alíados: el Derecho no está en manos de los
representantes del pueblo sino en las del Gobierno y partido dominantes
o, apurando más las cosas, en las de sus aparatos y en las de los grupos
de intereses que con ellos pactan. El Parlamento sólo sirve de coartada
democrática formal.
Para la sociología y la politología estas afirmaciones son tan evi-
dentes que, una vez contrastadas en la práctica, están por encima de
cualquier discusión. Lo asombroso es entonces que la Razón Jurídica,
cautiva o comprada por el Poder, siga insistiendo en el siglo xxi en los
mitos ingenuos de la Ilustración del siglo xviii y, peor todavía, que sobre
esta ficción eleve el majestuoso bulto del Estado de Derecho.
¿Y qué decir del Legislador justo? El Parlamento, en el mejor de
los casos, impone «su» justicia, que es la del partido mayoritario. Y
con frecuencia suma las justicias, a veces contrarias, de los partidos de
una coalición. La justicia y los intereses del vencido nunca cuentan. El
Legislador no es escudo de todos los ciudadanos sino martillo de la
oposición. El enemigo más peligroso de la liberad y del Derecho es la
ley, y no sólo la ley dictatorial sino también la democrática, como ya
denunció hace más de medio siglo un magistrado del Tribunal constitu-
cional federal alemán, Gebhardt Leibholz.

140
EL DERECHO SECUESTRADO

A este propósito suele aludirse convencionalmente a la última ga-


rantía protectora que reside en la Constitución y en el Tribunal Cons-
titucional. Mas no debemos engañarnos: nuestra Constitución es tan
«abierta» que admite toda clase de posibilidades y al permitir todas ter-
mina no garantizando a ninguna. Como hábilmente razona la Exposi-
ción de motivos de la Ley 13/2005, «será la ley que desarrolle este dere-
cho (el de contraer matrimonio), dentro del margen de opciones abierto
por la Constitución, la que en cada momento histórico y de acuerdo con
sus valores dominantes, determinará la capacidad exigida para contraer
matrimonio». La cuestión estriba entonces en determinar cuáles son
esos valores dominantes. El Legislador de 2005 —sin necesidad de en-
cuesta ni referéndum— lo ha sabido y declarado: «La convivencia como
pareja entre personas del mismo sexo basada en la efectividad ha sido
objeto de reconocimiento y aceptación social creciente y ha superado
arraigados prejuicios y estigmatizaciones». Ésta es la sabiduría y la justi-
cia del Legislador que unos cuantos años antes (1958) —y ciertamente
en el contexto nada democrático de las Leyes Fundamentales del Movi-
miento Nacional— había sabido y declarado (también sin encuestas ni
referéndum) que «la Nación española considera como timbre de honor
el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia
Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la
conciencia nacional, que inspirará su legislación». ¿Qué seguridad, qué
garantía ofrece una Constitución cuyo texto permite leyes tan encon-
tradas e incompatibles como la de interdicción y la de permisión del
matrimonio homosexual?
A la vista de lo que antecede, ¿qué nos va quedando del monopolio es-
tatal del Derecho? Primero hemos visto que no existe tal monopolio glo-
bal y que su exclusividad creadora se limita únicamente a la ley; y luego
hemos comprobado que esta potestad se encuentra gravemente condi-
cionada por la interferencia de otras fuerzas económicas y sociales que,
formalmente ajenas al Legislador, influyen sobre él de manera grave. Y
no se trata solamente de esto. Porque es el caso que, una vez aprobada
una ley, cuando empieza a operar y a vivir, es decir, cuando tiene que ser
ejecutada, aplicada y cumplida, aparecen nuevos agentes sociales que
distorsionan sus intenciones originarias reduciendo aún más el alcance
de su pregonado imperio. En las páginas siguientes vamos a ver la inci-
dencia de la Administración Pública en la ejecución de la ley y en el ca-
pítulo inmediato comprobaremos la fuerza de los jueces, de los autores
y de los ciudadanos en las fases de su aplicación y práctica. Pues bien,
sólo teniendo en cuenta todos estos factores lograremos una idea cabal
y precisa del lugar que corresponde a la ley en el escenario del Derecho.

141
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Ejecución de las leyes por la Administración:


Derecho administrativo

En el apartado anterior se ha expuesto el alcance efectivo —mucho más


reducido lo que se esperaba— del poder monopolístico del Estado sobre
las leyes. Pero como se recordará, ésta es sólo una vertiente del monopo-
lio y ahora nos corresponde examinar la segunda, o sea, las funciones
de la Administración Pública con relación a la ley.
La actividad jurídica de las administraciones públicas se desarrolla
en dos manifestaciones: o bien a través de la producción de normas
jurídicas generales y abstractas que con subordinación a la ley regulan
hechos hipotéticos futuros (reglamentos) o bien a través de decisiones
singulares (actos administrativos en sentido amplio).
Todo el Derecho administrativo del Estado de Derecho se basa en
el pilar del principio de la legalidad de la Administración. La Adminis-
tración Pública —el Poder Ejecutivo en general— está sometida a la ley.
Ésta es la regla de oro del Estado de Derecho y lo que se pregona como
gran conquista del liberalismo constitucional del siglo xix. Afirmacio-
nes que sólo pueden aceptarse, no obstante, con ciertas reservas, ya
que se trata de medias verdades, habida cuenta de que, por un lado, el
Soberano absolutista también estaba de ordinario sometido a la ley (el
principio de princeps legibus solutus era la excepción) y, por otro lado,
tampoco es cierto que el Poder Ejecutivo esté hoy sometido en todo
caso a la ley.
En el Antiguo Régimen eran frecuentes los conflictos judiciales en-
tre la Corona y sus súbditos, si bien con excepciones para casos extraor-
dinarios (equivalentes a los que actualmente llamamos actos políticos)
en los que el monarca resolvía con una decisión unilateral soberana al
margen de los tribunales. En el régimen liberal constitucional se procla-
mó la sumisión de la Administración a la ley aunque con un alcance más
retórico que real, puesto que se mantuvieron algunas excepciones y, lo
que es más grave, se liberó a la Administración del control de los jueces
ordinarios para someterla a unos tribunales especiales que en rigor no
eran jurisdiccionales sino administrativos. En su consecuencia —y por
mucho que los autores se empeñen en silenciar este hecho— el libera-
lismo supuso en cierto sentido un paso atrás respecto de las garantías
de la situación anterior. Reserva que no impide, claro está, reconocer la
importancia del gran paso que se había dado con el constitucionalismo,
a saber: que la Corona (la Administración) quedaba ahora sometida a
una ley que, a diferencia de antes, no había dictado ella sino otro poder:
el parlamentario. En realidad se trataba de una fórmula de compromiso:

142
EL DERECHO SECUESTRADO

la Administración aceptaba someterse a las leyes parlamentarias pero,


como contrapartida y para atenuar el golpe, conseguía una jurisdicción
especial menos rigurosa y formalmente menos independiente que la or-
dinaria a la que estaba sometida antes.
La sumisión efectiva de la Administración a la ley, garantizada por
auténticos jueces, ha ido imponiéndose de forma paulatina en un proce-
so larguísimo que todavía no se ha consumado, puesto que aún se con-
servan algunas excepciones y sobre todo porque el Poder político se las
ha arreglado para, a costa de la independencia judicial, controlar a los
jueces. Y sabido es —dicho sea en un amargo juego de palabras— que
cuando el sujeto controlador (los jueces) es controlado a su vez por el
sujeto controlado (la Administración Pública) el control nunca puede
ser efectivo del todo.

Funciones de la Administración respecto de la ley

Las relaciones entre la ley y la Administración Pública son complejas,


dado que ésta realiza funciones diversas y heterogéneas respecto de
aquélla. En unos casos se limita ciertamente a cumplirla (o incumplirla)
al igual que los ciudadanos. Mas de ordinario su papel es relevante y
singular, ya que le corresponde vigilar —y en su caso imponer— que los
demás la cumplan y observen; además, tiene la potestad de desarrollarla
a través de normas subordinadas; y, en fin, su función más específica es
la de ejecutarla.

Cumplimiento de la ley

Las leyes, en cuanto normas generales, se dirigen, salvo excepciones, a


todos, incluidos los funcionarios y administraciones públicas, y éstas y
aquéllos deben cumplirlas igual que los particulares. Lo cual no signifi-
ca, sin embargo, que en caso de incumplimiento sean tratados como los
demás ciudadanos, ya que, también salvo excepciones, están sometidos
a la jurisdicción contencioso-administrativa y gozan —o padecen, puesto
que pueden ser de contenido gravoso— de privilegios extraordinarios.
Por mucho que esto pueda sorprender a los no iniciados, es el caso
que para el Legislador —y no le falta cierta razón— la Administración
Pública es una organización sospechosa y trapacera, potencialmente re-
belde al Derecho, a la que hay que atar corto y vigilar de cerca toman-
do con ella precauciones que no se adoptan con los ciudadanos. En
su consecuencia se la somete a un régimen presupuestario y contable

143
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

rigurosísimo; mientras que, por otra parte, para evitar nepotismos la


selección de sus servidores o funcionarios está regulada hasta en sus
detalles más mínimos y más aún la contratación, con objeto de eludir
las tentaciones de la corrupción. En definitiva, el régimen jurídico de
cumplimiento de la ley por la Administración no es exactamente el
mismo que el que se impone a los ciudadanos. Una actitud que parece
loable en principio aunque hay que añadir a renglón seguido que con
tanta cautela la consecuencia necesaria, además del aumento del buro-
cratismo, es la ineficacia.
Para salir, entonces, de esta cruz entre la corrupción y la inefi-
cacia se han ideado diferentes remedios: el más antiguo es el de la
llamada «huida del Derecho Administrativo», es decir, la renuncia a
los privilegios propios de los entes públicos para operar en las mismas
condiciones que los particulares; en definitiva liberarse de las cautelas
que frenan la eficacia aun a riesgo de exponerse a los embates de la
corrupción.
De hecho, sin embargo, lo que indefectiblemente se practica es lo
siguiente: por un lado se exacerban los rigores normativos (y así se
tranquiliza la conciencia de quienes están empeñados en vigilar estre-
chamente a la Administración) y, por otro, se establecen mecanismos
que permiten escapar de los rigores legales (y así se permite la efica-
cia y al tiempo la corrupción). Un inocente juego del ratón y el gato.
Lo que en otro lugar he llamado «medidas de contraorganización»: la
misma ley que monta una organización severa pone en manos de los
directores medidas para escapar de sus rigores. Por ejemplo, existen
interventores que han de inspeccionar las cuentas y presupuestos has-
ta el último céntimo, pero se organiza su trabajo de manera tal que
no puedan físicamente hacerlo; se establece un régimen minucioso de
contabilidad pública, pero se dejan varias puertas abiertas para que
escapen los fraudes; se regulan con cuidado las relaciones funcionaria-
les, pero se tolera la contratación de servidores sometidos al régimen
laboral o de otros que viven al margen de todo derecho. Nunca mejor
dicho que quien hizo la ley hizo la trampa y que de ésta se hace un uso
habitual que no llama la atención de nadie. La Administración tiene
una existencia esquizofrénica, padece de una doble personalidad. A
veces lleva un comportamiento impecable, disciplinado, rígido incluso,
modelo de legalidad: es el admirable Dr. Jekill. Mas al tiempo lleva otra
vida siniestra y como míster Hyde comete en la oscuridad toda clase de
horrores. Aunque lo más curioso es que sus maldades no suponen nece-
sariamente una infracción de la ley sino que —como ya se ha indicado
y esto es lo más perverso del sistema— es la propia ley la que facilita la

144
EL DERECHO SECUESTRADO

trampa e invita a practicarla. En verdad que es difícil imaginar peores


ejemplos de la «perversión normativa», de una hipocresía mayor, de
una diferencia más notoria entre lo que se regula y lo que se tolera, de
una indignidad mayor del Derecho.

Desarrollo de la ley

En relación con el Derecho la Administración Pública —según se ha


dicho ya— realiza algunas funciones distintas de las que corresponden
a los particulares y que, por lo tanto, no se agotan en el simple cumpli-
miento de las leyes. La primera de ellas es el desarrollo normativo. La
ley general y abstracta necesita de ordinario ser completada por otras
normas más precisas que la hagan más clara y, sobre todo, más concreta.
Ni que decir tiene que teóricamente esta tarea podría llevarla a cabo
el propio Legislador; pero esto es imposible en la realidad debido a
que ello le exigiría demasiado tiempo; de aquí que se encomiende a la
Administración, que cuenta con miles de expertos que pueden hacerlo
mejor y, sobre todo, más rápidamente. En la práctica española cada ley
va seguida por varias disposiciones de origen administrativo que multi-
plican por diez y hasta por cien la extensión del texto originario. Esto
es lo que de hecho contienen las gruesas colecciones legislativas y las
amplias bases informáticas que cada día hay que ir rectificando para in-
cluir las nuevas disposiciones que incesantemente van saliendo. Al hilo
de esta función lo que la Administración hace propiamente con la ley es
desarrollarla. Ahora bien, ¿cómo legitimar estos reglamentos de origen
no parlamentario siendo así que la división constitucional de poderes ha
atribuido las competencias legislativas al Parlamento?
Una pregunta de gran calado porque de hecho con lo que se funcio-
na es con los reglamentos que dicta la Administración sin legitimación
democrática alguna. Aunque esto es, en último extremo, lo de menos
—un simple escrúpulo teórico intrascendente— si se piensa que en el
fondo quienes dictan las leyes son los mismos que quienes dictan los
reglamentos: la clase política con sus asesores técnicos, que impone su
voluntad sin limitación alguna, ya que en el régimen de mayorías abso-
lutas las discusiones parlamentarias se han convertido en una fórmula
ritual sin eficacia alguna. En la actualidad resulta ya indiferente tramitar
un proyecto como ley o como reglamento, puesto que el éxito final está
en ambos casos igualmente garantizado.

145
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Ejecución de la ley

La nota más característica de las relaciones entre la Administración y la


ley es, con todo, que a aquélla corresponde ordinariamente ejecutarla.
La ley anuncia y prevé, la Administración ejecuta lo previsto y anuncia-
do. La ley es el timón, la Administración, el motor de la nave del Estado.
Entre las potestades administrativas de ejecución de la ley se en-
cuentra la facultad de velar por que los particulares la cumplan y, en
su caso, imponerles forzosamente tal cumplimiento. Ahora bien, en el
ejercicio de tal potestad la Administración no suele actuar de manera
regular sino desigual hasta tal punto, que desde luego no debe llegar
al cinco por ciento el número de los incumplidores o inobservantes a
los que se obliga a atenerse a la ley. Esto es grave, pero más es lo es el
mecanismo de selección de aquellos sobre los que va a caer el peso de la
ley. Porque o bien es el azar; y entonces se convierte el Derecho en una
lotería que toca o no toca (el paso casual de un policía por la calle o de
un inspector por la empresa) o en ocasiones el resultado de una política
discriminatoria: se practica una tolerancia permisiva para premiar a los
amigos mientras que se exige el cumplimiento inexorable de la ley a
unos pocos, bien sea para aviso de todos o por una represalia política;
con lo cual se convierte la ley en un instrumento de coerción o de botín,
según los casos. A tales extremos hemos llegado.
Por su parte, las reacciones del ciudadano son, por notorias y ha-
bituales, perfectamente conocidas. Para defenderse de las eventuales
«agresiones» de la Administración hay que ponerse en manos de ase-
sores fiscales, laborales, gestores y abogados. El rico, el poderoso y el
amigo son inmunes y los inspectores pasan de largo sin mirar sus des-
caradas operaciones. Sin olvidar, claro está, la eficacia de la corrupción
que suaviza milagrosamente el rigor de inspectores y sancionadores.
Por otro lado, si tenemos en cuenta que se trata de una facultad-
deber de ejercicio inexcusable, resulta que los problemas más delicados
empiezan cuando como consecuencia de una tolerancia ilícita se produ-
cen daños a terceros y hay que buscar al responsable que haga frente a la
indemnización exigible. Si las normas establecen determinadas medidas
de seguridad (incluido el aforo límite) para las salas de fiesta y la Ad-
ministración no se cuida de vigilar su cumplimiento y luego se produce
una desgracia que hubiera podido evitarse con las medidas previstas
(salidas de emergencia, mecanismos contra incendios), he aquí que la
inactividad de la Administración la convierte en sujeto responsable de
los daños producidos. Una circunstancia que se refleja en los presupues-
tos públicos con cifras escalofriantes de condenas por indemnización de
daños. La tolerancia puede en ocasiones resultar muy cara.

146
EL DERECHO SECUESTRADO

A este propósito —y por una vez sin culpa específica de la Admi-


nistración— la situación se está complicando aún más por la confusión
provocada por la actual fragmentación del Estado: pase lo que pase,
cuando la negligencia de un particular provoca un accidente incluso
catastrófico —sea la ruina de un embalse contaminado en Huelva, un
incendio forestal en Guadalajara o las estafas multimillonarias filatéli-
cas— las distintas administraciones públicas se endosan recíprocamente
el deber de vigilancia y garantía para eludir la responsabilidad conse-
cuente a su incumplimiento. Porque de hecho o se superponen varias
intervenciones que marean al ciudadano —la estatal, la autonómica y
la municipal— o entre los unos y los otros la casa se queda sin barrer.
El proceso normal de ejecución administrativa de las leyes puede
verse alterado —y así sucede cada vez con mayor frecuencia— por la
aparición de unas incidencias de origen y alcance muy distintos. El caso
más llamativo es el de la insuficiencia de la actividad administrativa que,
bien sea por desidia o por incapacidad técnica, no llega a ejecutar la ley
y provoca un bloqueo, total o parcial, de su eficacia. El Legislador es
ambicioso y se deja llevar por su retórica política hasta unos extremos
en los que pierde por completo el sentido de la realidad y dispone co-
sas imposibles. Piénsese en sectores como los de la seguridad técnica,
medioambiente, ordenación territorial y tantos otros en los que las le-
yes disponen la aprobación de unos instrumentos administrativos de
ejecución tan numerosos y detallistas que la Administración no puede
realizarlos: con lo cual se produce un vacío jurídico; y lo mismo suce-
de, paradójicamente, cuando cumple puntualmente el encargo, porque
entonces puede suceder que el régimen sea tan complejo que resulte de
cumplimiento imposible por muy buenas que sean las intenciones de la
Administración.

Actos legislativos que se interfieren en la actuación administrativa

En los actos administrativos de ejecución de una ley parece evidente


que ésta ha de preceder lógica y cronológicamente a aquéllos. Y, sin
embargo, las cosas no suceden siempre así, ya que en ocasiones se co-
loca al caballo detrás del carro y a la ley detrás del acto administrativo:
la Administración dicta un acto perfectamente legal en su origen pero
que no gusta al Legislador y, en consecuencia, dicta una ley que lo con-
vierte en ilegal a posteriori; o a la inversa: la Administración dicta un
acto inequívocamente ilegal y el Parlamento dicta después una ley que
lo convalida. La cuestión es entonces la de determinar cuál es la ley que

147
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

vincula a la Administración y luego a los tribunales: si la vigente en el


momento en que se producen los hechos, o en el momento de adoptar
la decisión, o, en fin, la aparecida con posterioridad.
La primera opción es la que mejor respeta los derechos y expectati-
vas de los ciudadanos, pero permite la consolidación de situaciones que
luego son contrarias a la ley (se edifica una vivienda en una zona que
en el momento de realizar la construcción era edificable pero que luego
fue destinada a parque). La segunda opción impide la aparición de actos
ilegales pero aniquila la confianza legítima de los particulares y desva-
nece la seguridad jurídica: ¿cómo puede programar un empresario las
actividades de su negocio cuando está sujeto a un cambio inesperado de
la ley? La tercera opción convierte lo legal en ilegal o lo ilegal en legal
y convulsiona el tráfico económico, aunque permite la flexibilidad y el
progreso normativo. Una vez más estamos ante un conflicto de valores:
las irrenunciables potestades de cambio legislativo para adaptarse a los
cambios económicos y sociales y el deseable respeto a los derechos de
los particulares.
En este conflicto de valores la solución no está en la imposición
del uno sobre el otro sino —tal como viene repitiéndose a lo largo
del libro— en su composición ponderada, que puede formularse así:
prevalecerá el interés general representado por la ley nueva pero se
compensará al particular con una indemnización.
La idea es impecable, pero su concreción no suele ser satisfacto-
ria. Porque si quien realiza la ponderación es el propio Legislador es-
tableciendo regímenes de retroactividad, indefectiblemente establece las
eventuales indemnizaciones con su acostumbrada cicatería. Y cuando
la ponderación la realizan los jueces, suelen ser más justos por cuanto
están más próximos al caso concreto, mas la desigualdad de su arbitrio
coloca a los perjudicados en una situación de incertidumbre total. La
confusión de esta cuestión tan capital es una de las manchas más llama-
tivas del Estado de Derecho.

Parábola del Jardín

Al otro lado de la radiante cara del régimen constitucional formal se


encuentra la cara oscura de la realidad que no aparece en los libros y se
silencia en el discurso político, pero que resulta fácilmente accesible al
observador que quiere saber cómo funciona de veras el sistema. Porque
no se trata sólo de las dificultades, ya aludidas, de la correcta ejecución
de las leyes ni de las interferencias del Legislativo sobre la acción del

148
EL DERECHO SECUESTRADO

Ejecutivo, que acaban de verse, sino que es también el Ejecutivo quien,


por su parte, desvía las intenciones de las leyes. Las contradicciones
resultantes no son meros frutos de una descoordinación técnica sino
deliberadas consecuencias de la mala fe. El Estado hace trampas, por
así decirlo, a las reglas de juego que él mismo ha puesto y con la mano
del Ejecutivo estropea lo que hace la mano del Legislativo, y a la in-
versa. El Estado de Derecho termina así burlado, el Derecho violado
y los ciudadanos víctimas. En los epígrafes anteriores se ha realizado
una crítica realista suficientemente expresiva; pero para describir la
sordidez de la situación —y concretamente de las maniobras torticeras
de la Administración al ejecutar la Ley— nada mejor que acudir de
nuevo a una parábola.
En el centro de una ciudad levantina existía un inmenso convento
que los jesuitas vendieron a dos socios que dividieron luego el solar
en dos parcelas. Uno de ellos dedicó la suya a viviendas y, obtenida la
correspondiente licencia, edificó unos bloques que vendió con rapidez
y ganancia. El otro socio no tuvo, empero, tanta fortuna con un hotel
que pensaba construir y explotar, ya que, por razones que no son del
caso, encontró una oposición oficial atizada por ciertas asociaciones
vecinales.
El caso es que, cuando solicitó la licencia, se opuso la Generalidad
exigiendo que el solar debía dedicarse exclusivamente a usos escolares.
Oposición que le costó un pleito en el que felizmente pudo demostrar
que las necesidades escolares de la zona estaban ya más que cubiertas;
y así se lo reconoció el Tribunal Superior de Justicia al cabo de tres
años y al cabo de otros seis más el Tribunal Supremo.
Superado este obstáculo la Generalidad no cesó, sin embargo, en
su empeño y acudió a un nuevo pretexto aún más peregrino. Sucedió
que un funcionario tropezó en el archivo con un expediente de decla-
ración del casco de la ciudad como conjunto histórico-artístico que
se había iniciado quince años antes y que desde entonces nadie había
tocado. El Consejo de Gobierno consideró que aquello podía valer
como pretexto y, reiniciado el expediente, en unas semanas aprobó
una declaración en la que naturalmente se prohibía de forma termi-
nante la construcción de un hotel precisamente en el solar conflictivo.
Nuevo pleito en el que el propietario volvió a demostrar que el hotel
en cuestión no afectaba para nada a los intereses histórico-artísticos
del entorno. Así lo declaró el Tribunal territorial y luego el Tribunal
Supremo en el nada breve plazo de otros siete años: y ya llevamos die-
ciséis. Más todavía: el Tribunal inferior, exasperado ante la resistencia
del Gobierno autonómico, no se limitó esta vez a reconocer el derecho

149
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

del propietario a obtener la licencia sino que se la concedió directamen-


te en su sentencia.
No se crea, sin embargo, que ahí acabó la historia, porque cuando
el empresario pidió la ejecución de la sentencia y ya tenía su proyecto
preparado, se llevó una nueva sorpresa. Porque en los archivos había
aparecido otro antiguo proyecto de declaración de bien de interés cultu-
ral de un Jardín Botánico próximo y, aunque nadie se había preocupado
de tramitarlo en diez años, ahora se desempolvó especificando natural-
mente que la construcción del hotel sería letal para las flores del jardín.
Y como la ley de patrimonio cultural advierte que la simple incoación de
un expediente de este tipo paraliza fulminantemente el otorgamiento de
cualquier licencia que parezca afectarle, el propietario se quedó sin ella
y los recursos, incluido el de reclamación de indemnización, se fueron
tramitando pausadamente a lo largo del siglo xxi.
Es posible, desde luego, que los lectores piensen que esta parábola
es exagerada porque nadie es capaz de imaginar un Gobierno capaz
de utilizar la ley para montar tan burdos pretextos de oposición y mu-
cho menos de resistirse a varias sentencias judiciales. En otras palabras,
nadie puede creerse que en España pueda existir hoy un Consejo de
Gobierno capaz de burlarse tan cínicamente de un propietario, de los
tribunales y, en suma, del Estado de Derecho.
La parábola es ciertamente desmesurada, pero ahora tengo que con-
fesar que se basa en un fenómeno real. Los hechos descritos han sucedi-
do en Valencia. La licencia se solicitó en 1990; el expediente de declara-
ción de conjunto histórico-artístico se había iniciado en 1978 y se puso
en marcha en 1993; el expediente del Jardín Botánico se había iniciado
en 1983 y se puso en marcha en 2005; el propietario tiene a su favor las
sentencias del Tribunal Superior de Justicia de Valencia de 24 de febrero
de 1993, 7 de julio de 1993, 22 de diciembre de 1993, 7 de febrero de
2000, 15 de junio de 2002 y 9 de diciembre de 2002 (posteriormente
confirmadas por el Tribunal Supremo). El año 2007 (cuando se van a
cumplir veinte años desde la petición de la licencia) el expediente está
paralizado y el solar del conflicto —que los valencianos, por más señas,
conocen como «la manzana de los jesuitas»— sólo está edificado en la
parte de las viviendas porque la parcela que quiere dedicarse a hotel está
limpia como la palma de la mano. Ésta es la realidad y así es como la
Administración ejecuta las leyes en un Estado constitucional de Derecho
con tribunales, prensa libre y Defensor del Pueblo.
La moraleja que de aquí se deduce es clara: la Administración, a la
hora de ejecutar la ley, puede desviar su sentido originario o convertir-
la en instrumento de opresión a los ciudadanos. La maniobra tiene el

150
EL DERECHO SECUESTRADO

nombre técnico de «abuso de ley» o «fraude de ley» y su uso puede ser


corregido por los tribunales en defensa de los afectados y del Estado de
Derecho. Hasta aquí llega sin dificultades la Razón Jurídica; pero, aun
así, no quiere conectar el dogma con la realidad porque ello le obligaría
a admitir que ésta rompe aquél y, en parte por pereza y en parte por
disciplina ideológica, no está dispuesta a reconocerlo.
Independientemente de las maniobras torticeras que utiliza la Ad-
ministración para, amparándose en un fraude de ley, no ejecutar otra
o desobedecer una sentencia, al lector de la parábola no se le habrá
escapado un aspecto aún más grave y escandaloso, a saber: que si la
Administración se niega frontalmente a ejecutar o incumplir una ley, el
remedio constitucional previsto —o sea, el control de los jueces— no
funciona en la realidad, ya que no puede tomarse en serio una sentencia
dictada con varios años de retraso —es la imagen del médico recetando
a un difunto— y las estadísticas demuestran que el Tribunal Supremo,
salvo excepciones, no dicta sentencias firmes antes de haber transcurri-
do ocho años desde que sucedieron los hechos enjuiciados, a los que
hay que añadir otros cuatro si interviene el Tribunal Constitucional. La
Razón Jurídica desviada considera que se trata de meras anomalías que
no afectan al Derecho sino a la sociología. La Razón Jurídica recta, sin
embargo, denuncia esta situación como ausencia de Derecho.
En resumidas cuentas, el sueño ilustrado de Locke y Montesquieu se
ha convertido en una pesadilla desde el momento en que —como acaba
de verse en este epígrafe y en el anterior— los poderes constitucionales
ya no son solidarios y obran por su cuenta tirando (como suele decirse)
cada uno por su lado: el Legislativo deshace por la noche lo que el
Ejecutivo ha hecho por el día y éste ignora o contradice lo que aquél ha
previsto; mientras que el Judicial frena a todos con sus demoras.

151
7

DERECHO JUDICIAL

Non licebit iudici de ipsis (legibus) iudicare, sed


secundum ipsas.
No corresponde al juez juzgar a las leyes sino se-
gún ellas.

(Decreto de Graciano, siglo xii)

Tal como acaba de verse, el secuestro estatal del Derecho, tan pregona-
do, terminó fracasando. El único que sigue en manos del Estado es el
Derecho normativo porque de nada sirvió la toma de rehenes del falso
Estado de Derecho y, sobre todo, porque la Sociedad no lo admitió y los
agentes sociales han mantenido su protagonismo en los términos que
seguidamente van a pormenorizarse según los sectores y estamentos.
La lista de los Derechos no normativos directamente debe empezar
con el Derecho Judicial, dado que los jueces, aun siendo orgánicamente
funcionarios del Estado, dictan sus resoluciones a título rigurosamente
personal, en lo que se distinguen a ojos vistas de los legisladores y auto-
ridades que crean las normas legales y reglamentarias.

El Derecho en manos de los jueces

La concepción normativista del Derecho (de la que tanto se viene ha-


blando) es relativamente reciente. En los Derechos primitivos, incluidos
los germánicos y el romano clásico, el protagonista de la vida jurídica

153
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

no era desde luego el Legislador sino el juez, puesto que aquél o no


existía u ocupaba un lugar secundario. En los países del área europea
continental, sin embargo, a partir de la Ilustración los jueces cayeron
en descrédito al considerárselos meros instrumentos del príncipe. Lo
cual no era del todo cierto, puesto que algunos tribunales, sin esperar
a la consagración constitucional de la separación de poderes, actuaban
como un contrapeso eficaz del poder personal del monarca.
Ahora bien, la Burguesía emergente —dejando a un lado a los jueces,
de los que desconfiaba— escogió como instrumento propio al Legisla-
dor y fue éste el que tomó en sus manos el Derecho. Esta constatación
histórica no autoriza, con todo, a afirmar que ha habido una evolución
rectilínea, ya que ésta ha sido más bien circular: del Derecho Judicial se
pasó al Derecho legislativo; pero luego se ha vuelto en cierta medida al
Derecho Judicial, que hoy ha recuperado posiciones perdidas.
Las normas jurídicas, al realizarse, se concretan. La aplicación del
Derecho supone un enlace entre la norma general y abstracta y el caso
singular. Por ello el que decide es un ser humano, que es el único que co-
noce las circunstancias del caso. A la hora de la verdad no valen leyes ni
máquinas. El torero conoce perfectamente las reglas de la lidia, los com-
portamientos previstos del animal y la técnica de los instrumentos que
tiene a su disposición; pero en la plaza está solo ante el toro y es él quien
debe decidir y actuar. Las leyes no pueden realizarse sin intermediarios
humanos: un juez en el campo en el que ahora nos encontramos.
La enorme importancia que tiene hoy el Derecho Judicial se debe en
buena parte a la notoria y creciente judicialización de la vida moderna
provocada fundamentalmente por las siguientes circunstancias:
a) La judicialización es, al fin y al cabo, consecuencia necesaria del
imparable aumento de la juridificación de las relaciones sociales y po-
líticas. El ciudadano ha tomado conciencia de que puede defender sus
derechos y en los países occidentales su desahogo económico le permite
hacerlo hasta la exacerbación. Los niveles de pleitomanía que escanda-
lizaban en el siglo xix hoy nos hacen sonreír cuando se los compara con
la situación actual. La Justicia se ha convertido en un bien de consumo
de la opulenta sociedad moderna, y eso que en España aún no se ha
tocado techo si se piensa en los índices de litigiosidad de Norteamérica,
a los que se intenta alcanzar.
b) En cuanto a las relaciones políticas, su inesperada y sospechosa
judicialización es consecuencia de la lucha de partidos. Quienes pierden
o saben de antemano que no pueden ganar en la arena política se bus-
can una nueva oportunidad en el Foro judicial llevando a él cuestiones
inequívocamente políticas que no deberían salir nunca de este ámbito.

154
DERECHO JUDICIAL

c) Los jueces son, en fin, quienes dicen la última palabra, los que
ofrecen seguridad y certidumbre. Hasta que ellos se pronuncian todo
son dudas, cavilaciones y esperanzas que luego con la sentencia se acla-
rarán, confirmarán o frustrarán. De aquí el empeño por salir de la pro-
visionalidad y por entrar en una situación cierta.
Sea por las razones que fueren, el hecho es que la progresiva judicia-
lización de las relaciones sociales y políticas ha traído consigo un corre-
lativo aumento del peso político y social de los jueces. El Estado legal se
está convirtiendo a ojos vistas en un Estado judicial, como anunció hace
ya muchos años el austriaco René Marcic.

Ejecución de las leyes por la Administración


y su aplicación por los jueces

Si las administraciones públicas (el Poder Ejecutivo) ejecutan las leyes,


los jueces (el Poder Judicial) enjuician y resuelven los conflictos concre-
tos mediante su aplicación. En uno y otro caso la ley, para ser efectiva,
necesita, por tanto, un intermediario humano oficialmente legitimado
para realizar estas funciones específicas de ejecución y aplicación. A este
propósito es la misma ley la que determina quiénes pueden manipularla
así como los efectos de tal manipulación.
La característica más notable de estos procesos es la de que se en-
cuentran rigurosamente formalizados respecto de las personas que pue-
den intervenir en ellos, los órganos o entes a quienes se imputan sus
actuaciones, trámites que han de seguirse, competencias materiales y
orgánicas y naturalmente sus efectos. Todo está, pues, minuciosamente
predeterminado y en esto consiste cabalmente la subordinación de la
Administración (Pública y de Justicia) a la ley, de la que ya se ha hablado.
Estas actuaciones formalizadas se traducen en una decisión singular,
en unas palabras que tienen un poder lingüístico mágico en el sentido de
que con ellas los funcionarios y los jueces hacen cosas con las palabras
(según la conocida explicación de Wright). Cuando dos particulares
declaran que son cónyuges están jugando con palabras o, todo lo más,
manifestando un deseo; en cambio, cuando así lo declara un funciona-
rio legitimado, con las mismas palabras los convierte en cónyuges, pro-
duciendo un hecho a través de aquéllas. Más todavía, cuando un juez
condena a un acusado como autor de un delito, le convierte legalmente
en su autor aunque realmente no lo haya sido. Tales son las realidades
jurídicas que no coinciden necesariamente con las realidades del mundo
físico o histórico.

155
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Lo anterior no significa que las decisiones administrativas o judicia-


les puedan alterar fenómenos de la naturaleza (conforme al dicho inglés
de que el Parlamento puede hacer todo menos convertir a un hombre
en mujer), aunque sí pueden alterar la consideración y régimen que da
el Derecho a los fenómenos declarados. Si un acto administrativo o una
sentencia declaran que un hombre es mujer, no por ello cambiarán sus
condiciones biológicas, pero sí las jurídicas, puesto que a partir de ese
momento su régimen legal será el propio de los seres humanos feme-
ninos.
Las decisiones judiciales —elemento esencial del Derecho, como sa-
bemos— han sido objeto de una amplísima bibliografía recogida como
una rama académica del Derecho (el Derecho procesal), que como su
nombre indica únicamente se refiere a sus aspectos formales. Los ám-
bitos sustanciales, en cambio —que deberían componer un auténtico
Derecho Judicial—, se encuentran notoriamente desatendidos. En el
presente capítulo se va a poner un énfasis especial en un aspecto capital
de la aplicación de las normas, a saber: que las sentencias no se encuen-
tran rígidamente predeterminadas por la ley, dado que ésta no está en
condiciones de resolver por sí misma el conflicto y por ello permite
varias soluciones igualmente correctas. Lo cual nos abre dos campos de
análisis —el verdadero papel de la ley en la toma de decisiones judiciales
y los caminos de elaboración de las sentencias—, que serán desarrolla-
dos inmediatamente en unos términos, si no heterodoxos, desde luego
(todavía) desacostumbrados en la doctrina española actual.
A este propósito quiere hacer el autor una confesión que, al no
poder ser probada, debe ser admitida —o no admitida— por el lector
según el crédito que quiera dar a su palabra. Como llevo sosteniendo
estas ideas desde hace varios años (con detalle en El arbitrio judicial)
y en múltiples intervenciones orales tanto en España como en el ex-
tranjero, es el caso que me he encontrado innumerables veces en una
situación desconcertante: en público (por escrito o en los coloquios que
de ordinario siguen a las conferencias) los protagonistas —es decir, los
jueces— rechazan vehementemente mis afirmaciones, mientras que en
privado las reconocen como algo obvio y de sentido común que cual-
quiera que tenga experiencia sabe perfectamente.
Este comportamiento pone muy bien de relieve la doblez e hipo-
cresía de la Razón Jurídica desviada, que aquí no ignora su propia des-
viación aunque la oculta deliberadamente, «porque hay verdades que
no deben ser conocidas por el vulgo». O lo que es lo mismo: no vale la
pena hablar de ciertas cosas porque para los entendidos son innecesarias
mientras que los no entendidos deben ignorarlas, ya que, si las conocie-

156
DERECHO JUDICIAL

ran, perderían la fe en las instituciones del Estado de Derecho e incluso


en el Estado y en el Derecho: felix ignorantia. El hombre para ser feliz
precisa desconocer los riesgos que para su salud significan los alimentos
que toma, para su vida los potenciales armamentísticos y nucleares y,
para su convivencia y tranquilidad, la mentira de las instituciones po-
líticas y sociales, en este caso el Derecho. Nadie, salvo sus sacerdotes,
debe tener acceso a los arcanos del Arca de la Alianza, del Poder y del
Derecho. Comer de la fruta del árbol prohibido de la ciencia lleva consi-
go la expulsión del Paraíso. ¿Habrá que considerar, entonces, temerario
el afán desmitificador de la Razón Jurídica recta?
Desde el punto de vista constitucional son distintas las relaciones
entre la ley por un lado y la Administración y los jueces por otro. Según
el artículo 103.1 de la Constitución, la Administración Pública actúa
«con sometimiento pleno a la ley y al Derecho», pero también «sirve
con objetividad los intereses generales». Mientras que, según el artículo
117.1, los jueces están «sometidos únicamente al imperio de la ley», sin
hacer alusión a los intereses generales, precisando así que el juez, a di-
ferencia de la Administración, no está a su servicio sino exclusivamente
al de la legalidad.
La trascendencia de la asimetría de estas formulaciones salta a la
vista: literalmente se está diciendo que el objetivo de la Administración
es el servicio de los intereses generales (aunque sea dentro de la legali-
dad), de tal forma que, respetando ésta, es libre en la determinación de
tales fines y en la elección de los medios apropiados para su realización.
La Administración Pública no está para ejecutar las leyes, aunque así
tenga que hacerlo si es que éstas se lo encargan: está para construir las
carreteras que sean útiles a los intereses generales, no para ejecutar la
ley de carreteras, salvo que en ésta se especifique las que deba hacer. Lo
que no está claro, en cambio, es la función que ha asignado la Constitu-
ción a los jueces. El silencio de su texto es entendido por algunos como
un mandato de indiferencia hacia lo que no sea la ley: fiat lex, pereat
mundus. Una opinión que yo no comparto porque considero que el juez
está para resolver conflictos jurídicos, y si en tal tarea está sometido
ciertamente al imperio de la ley, ello no significa desatención de los
otros valores e intereses que están en juego.

Falacia de que la norma jurídica resuelve por sí misma los conflictos

La enfática declaración constitucional de que los jueces están sometidos


únicamente al imperio de la ley ha contribuido a la confirmación de

157
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

otras dos falacias, generalmente admitidas, que importa denunciar: la


de que la norma jurídica resuelve por sí misma los conflictos y la de que
sólo existe una solución correcta para cada conflicto.
La afirmación de que el conflicto singular está resuelto en la norma
general fue una metáfora inventada por los ilustrados del siglo xviii. La
solución se encuentra en la ley ciertamente, pero sólo como la estatua
en el bloque de mármol de donde procede, del que puede surgir la
figura de David o un obelisco, si es que no se le ha destrozado en el
taller de cantería. El artista depende de la piedra, que en cierto modo le
condiciona, mas no llega a determinar su obra, que es el resultado de su
habilidad personal y, por supuesto, del encargo.
En 1899 Ehrlich se preocupó de ejemplificar contundentemente la
tesis de que la norma general no puede resolver el caso cabalmente
por su generalidad. A partir de aquí, entrando ya en siglo xx tenemos
cuantos testimonios queramos, incluso repetitivos, en el mismo sentido.
Ni que decir tiene que en Francia fue Gény quien se hizo paladín de la
idea. «Aun suponiéndola completa y perfecta —escribió— no puede la
ley por sí sola contener todos los mandatos para satisfacer las concretas
necesidades de la vida jurídica. Entre estas necesidades —tan complejas,
tan variadas, tan movibles— y la fórmula rígida del texto legal hace falta
un intermediario que pueda y sepa adaptar esta fórmula a las situacio-
nes y circunstancias para las cuales está escrita. Este intermediario es el
intérprete del Derecho y, particularmente en los litigios individuales,
el juez [...] Es decir, que frecuentemente el Legislador no puede sino
determinar las líneas generales de un cuadro jurídico dado».
En definitiva, entre la ley y la sentencia no media una relación estric-
ta de causalidad, ya que para que ésta se dé es preciso que al fenómeno
A siga siempre y solamente el fenómeno B. O sea, que operando la ley A
ha de producirse siempre la sentencia B y solamente ella. Sucede, sin
embargo, que en ocasiones aparece B sin estar precedido del fenómeno
A (se dicta la misma sentencia cuando no se aplica la ley A). Esto signifi-
ca, por tanto, que A no es causa necesaria de B, puesto que el fenómeno
B puede ser resultado de otras causas distintas de A. Y también sucede
a veces que al fenómeno A no sigue el B sino otro distinto, el C o el D
(una misma ley sirve de apoyo a sentencias distintas). Estos episodios,
muy frecuentes, de causa no suficiente pueden explicarse entendiendo
que A sólo es eficaz para producir B dentro de un contexto determina-
do o integrado en un proceso determinado. O lo que es lo mismo: en
otro contexto o en otro proceso puede seguirse C o D. Pensemos en
las consecuencias de la presencia primaveral de un polen de acacia. De
ordinario no habrá consecuencia sanitaria perceptible alguna; pero en

158
DERECHO JUDICIAL

algunas ocasiones aparecen dificultades respiratorias de tipo alérgico.


Una misma causa con distintas consecuencias que se explican porque
el polen sólo produce las dificultades respiratorias cuando se inserta en
un contexto (sequedad de la atmósfera) o se integra en un proceso (las
condiciones fisiológicas del paciente) determinado. Por lo mismo, para
que la ley A llegue a la sentencia B ha de insertarse o combinarse con
otros factores. Para entender el fallo hay que mirar, pues, tanto a la ley
como a las características peculiares de los hechos, de las partes, del
proceso y a la persona individual del juez.

Falacia de la única solución correcta

A los juristas inexperimentados ha de sorprender, y aun escandalizar,


un corolario de lo anterior, a saber, la simple posibilidad de poner en
duda la tesis de que sólo hay —y sólo puede haber— una única solución
correcta a cada conflicto. Porque para la mentalidad tradicional el De-
recho ha recogido un sistema binario —o correcto o incorrecto— de tal
manera que lo que no es correcto es incorrecto y no hay más que una
solución correcta (veritas una). La fundamentación social e ideológica
de esta tesis parece muy sencilla, ya que, de no ser así, sobrarían los
pleitos, abogados y jueces y el Estado defraudaría a los ciudadanos,
puesto que éstos exigen que se les garantice una seguridad jurídica que
sólo puede lograrse dentro del postulado de una solución correcta única
y previsible. Los positivistas han elevado esta tesis al rango de creencia
indiscutible.
Sin embargo, esto no siempre se ha entendido así. En la cultura
hebraica el Talmud admite la existencia de varias soluciones correctas
y cabalmente sobre esta misma posibilidad se basa la justicia árabe del
cadí; mientras que en el Derecho romano clásico ni siquiera se plantea-
ba la solución única.
En la actualidad —y salvo contadas excepciones como la de Dwor-
kin— ya nadie discute la existencia real de varias soluciones jurídicamen-
te correctas, puesto que la pluralidad es un dato que puede constatarse
empíricamente cada día. Ésta es, por otra parte, la única explicación
plausible al hecho habitual de las sentencias contradictorias. La expe-
riencia enseña que, con las mismas normas, los jueces dictan senten-
cias diferentes para supuestos de hecho aparentemente idénticos. En
consecuencia, quienes mantienen la tesis de la solución correcta única
han de admitir que la mitad de las sentencia firmes son incorrectas y
que, en último extremo, o vivimos en la ilegalidad generalizada de la

159
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

jurisprudencia o hay que resignarse a tener por válidas las sentencias


incorrectas.
Cabe imaginar, desde luego, supuestos con una solución correcta
única cuando se trata de conflictos sencillos en los que tanto los hechos
como la ley aplicable son fáciles de determinar. Si las partes están de
acuerdo en que se ha realizado una compraventa, así como en el objeto
y en su precio, el artículo 1.500 del código civil nos da una respuesta
precisa e inequívoca: «El comprador está obligado a pagar el precio de
la cosa vendida». Ahora bien, no siempre las cosas resultan tan sencillas
y aquí es donde falla la tesis de la solución correcta única y donde se
abren las puertas a la incertidumbre de la decisión.
La conciencia de la posibilidad de varias sentencias distintas es una
constante histórica bien conocida aunque tercamente disimulada. No
faltan, sin embargo, ejemplos de sinceridad legislativa como el de la
Pragmática de promulgación de las leyes de Toro de 1505, en la que se
recordaba que en las Cortes de Toledo de 1502 se habían quejado los
procuradores «del gran daño y gasto que recibían mis súbditos y natura-
les a causa de la gran diferencia y variedad que había en el entendimien-
to de algunas leyes (con la consecuencia) de que se determinaba y sen-
tenciaba en un mismo caso unas veces de una manera y otras de otra».
La confusión legal derivada de la imperfección de los textos, de sus
lagunas y contradicciones es la causa más visible de la incertidumbre y
de la pluralidad de soluciones posibles; pero aún es más grave la confu-
sión doctrinal, que siempre ha llenado de pasmo a los estudiosos. Val-
gan aquí de ejemplo las lamentaciones de J. Eichel en el siglo xvii sobre
la abundancia de consiliorum, responsorum, definitionum, decisionum,
observatorum, conclusionum, recitationum, repetitionum, summarum,
regularum, conciliationum, disputationum, controversiarum, commen-
tatiorum, practicarum et procesuum, llegando a la resignada constata-
ción de que no bastaba una larga vida para enterarse de las doctrinas
jurídicas.
Y nada digamos de la confusión jurisprudencial, puesto que siem-
pre ha habido, cuando menos, dos soluciones plausibles para cada con-
troversia: de ordinario las defendidas por el demandante y el deman-
dado, prescindiendo de posturas temerarias. Circunstancia hábilmente
aprovechada por autores «prácticos» que han publicado repertorios de
cuestiones en los que para cada una de ellas desarrollan y fundamen-
tan las dos posiciones contrarias, facilitando así a los abogados que
escogieran la que más conviniese a su cliente, y en verdad que tanto
el demandante como el demandado podían redactar sus escritos con
acopio de doctrina y jurisprudencia sin más trabajo que buscar en el

160
DERECHO JUDICIAL

índice de estos libros. De estos tratados prácticos uno de los más fa-
mosos y manejados se debe al abogado toledano Jerónimo de Cevallos,
quien en 1599 recopiló nada menos que ochocientas cuestiones en un
libro célebre titulado Speculum aureum practicarum et variarum quaes-
tionum opinionum communium contra communes, que todavía seguía
siendo popular en 1834 y en cuya introducción se justificaba con estas
palabras su propósito: «Para que todos se admiren de la confusión y
oscuridad en que se encuentra todo el derecho y de cómo no hay una
opinión cierta y verdadera que no pueda ser refutada por opiniones y
fundamentos contrarios; y así todos los asuntos se resuelven más por el
arbitrio judicial que por disposiciones jurídicas ciertas, de tal modo que
en asuntos iguales se dicta sentencia a veces a favor del demandante
y a veces a favor del demandado sin que se haya alterado el derecho
sino solamente porque unos jueces prefieren una opinión y otros la
contraria». Un género muy de moda entonces. Poco después apareció
en Italia una obra similar de Paolo Francesco Perremuto: Conflictus
iureconsultorum inter se discrepantium.
Nos encontramos, en suma, ante un hecho que nadie se ha atre-
vido nunca a negar: el mismo conflicto es objeto siempre de varias
opiniones doctrinales y es resuelto por los jueces de diferente manera.
A partir de aquí algunos sostienen que la solución correcta es una sola
y que las demás son incorrectas y están equivocadas; mientras que otros
entendemos que de ordinario caben varias soluciones legalmente co-
rrectas y que esta circunstancia es una nota característica de la función
judicial. La tesis sostenida en una sentencia no puede demostrarse (en
el sentido lógico del término) sino únicamente argumentarse y en esta
argumentación caben infinidad de opiniones contrarias, cuyo poder de
convicción depende de la habilidad del expositor y de la receptividad
del auditorio.

Papel de la ley en la elaboración de la sentencia

Una vez precisada la relación que conecta a la sentencia con la ley, pro-
cede examinar el papel que ésta juega en la elaboración de aquélla y que
en principio es doble. Por lo pronto antes de que el juez haya tomado
su decisión ha de contar con la ley, puesto que de ordinario será en ella
donde encuentre las pautas o criterios orientadores de su tarea. Pero en
esta fase no hay que olvidar que la ley es un dato más entre otros posi-
bles. En ocasiones podrá ser el único criterio manejable, pero hay que
tener presente que de ordinario el juez cuenta con otros complemen-

161
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

tarios o alternativos como los precedentes judiciales, las circunstancias


atípicas del supuesto de hecho, la operatividad de principios metalega-
les y hasta su sentimiento personal de justicia. Todo es válido y excluye
la causalidad única de la ley sobre la sentencia.
Si a lo anterior añadimos que la ley suele ofrecer al juez varias op-
ciones posibles para permitir que en la sentencia se siga la más adecuada
a las circunstancias concretas del caso, vemos confirmada la tesis de que
el papel de la ley es meramente informativo y orientativo, no rigurosa-
mente determinante: es una indicación que hace el Legislador al juez y
que éste tendrá en cuenta junto, aunque ciertamente a la cabeza, de las
demás indicaciones propias del caso. La ley, en definitiva, no predeter-
mina la sentencia porque no puede (ya que al ser anterior al conflicto
ignora las circunstancias de éste) y también porque no quiere, ya que
prefiere dar un margen de arbitrio al juez por ser éste quien conoce tales
circunstancias y quien mejor puede proceder al encaje entre las previsio-
nes hipotéticas de la norma y las realidades históricas del caso.
La Razón Jurídica desviada afirma que el juez está en manos del
Legislador. La Razón jurídica recta afirma, por el contrario, que es la ley
quien está en manos del juez, dado que, como ya formuló Binding en
términos irrebatibles, «para un juez sólo es ley la interpretación que él
mismo hace de ella». No conviene, sin embargo, magnificar este conflic-
to como un dilema de opciones incompatibles, puesto que no se trata de
una oposición sino de una colaboración. Una sentencia es inimaginable
sin la colaboración de la ley y del juez, de tal manera que el secreto de
una buena sentencia es, una vez más, la «prudencia» judicial a la hora de
valorar y ponderar los distintos elementos —y de tan distinta naturale-
za— que están en juego.
Ahora bien, en esta causalidad —o cocausalidad— no se agotan los
efectos de la ley, que pueden aparecer en un segundo momento, esta
vez a posteriori. Porque el juez que está facultado para tomar la deci-
sión utilizando materiales distintos a la ley no es totalmente libre y por
ello está obligado a revisar su decisión provisional para comprobar que,
aunque esté fuera de la ley, no va contra ella. La ley, en otras palabras,
no impone necesariamente al juez el contenido de la sentencia, pero
le impone un límite infranqueable: dentro de ella o fuera de ella, mas
nunca contra ella.
El método judicial es predominantemente binario: el juez se enfren-
ta a un dilema —las pretensiones contrarias de las partes— y ha de incli-
narse por una de ellas (dejando a un lado la variante de una estimación
parcial). Este carácter binario no está de acuerdo con la realidad, ya que
en ésta no caben siempre respuestas tajantes, no hay de ordinario blanco

162
DERECHO JUDICIAL

o negro sino grises. El profesor puede permitirse el lujo de vacilar y


de admitir que existen varias posibilidades, mientras que el juez está
obligado a dar siempre una respuesta contundente.

El método judicial: los caminos de la sentencia

Una vez probados los hechos relevantes y establecida la norma que re-
gula sus consecuencias jurídicas aparece la gran cuestión de encajar una
y otros en una operación intelectual: lógica como muchos entienden
o quizás intuitiva como sostienen algunos, e incluso de experiencia en
la conocida opinión del juez Holmes, mas desde luego y en todo caso
voluntarista. Circunstancias concurrentes de singular complejidad que
explican por qué no pueden tomarse decisiones informáticas y por qué
se han levantado tantas discusiones sobre el particular.
La verdad es que la cuestión sería más sencilla si los jueces nos ex-
plicasen cómo proceden para llegar al fallo; pero —salvo excepciones
tan notables como la de Cardozo— no se atreven a hacerlo y es muy
probable que ni siquiera lo sepan, puesto que no están acostumbrados
al análisis introspectivo. A ellos lo único que se les ha enseñado —y
legalmente obligado a hacer— es a desarrollar una justificación de lógi-
ca legal. A través de ella el juez actúa como un abogado defensor de su
fallo, por lo que siempre es parcial a favor de éste y casi nunca puede
convencer a quien esté en su contra.
De hecho —y contra lo que de ordinario se afirma— no hay un
solo camino para llegar al fallo sino muchos y muy distintos. De entre
ellos los más practicados son el del silogismo de subsunción y el de la
ponderación de intereses, de cuyo análisis va a prescindirse aquí cabal-
mente por ser muy conocidos, dirigiendo la atención, en cambio, a otras
variantes que, a pesar de su frecuente uso, suelen ser silenciadas por la
doctrina y hasta tachadas de heterodoxas o inadmisibles.

A)  El método inverso

A diferencia de lo que sucede con el método silogístico de subsunción,


en muchos casos el juez procede a la inversa, es decir, primero toma
la decisión y luego la justifica con argumentos legales. Afirmación que
todavía sigue produciendo sorpresa en determinados ambientes pero
que no puede rebatirse, ya que es indudable que así sucede en cier-
tas ocasiones, como sabe cualquiera que tenga experiencia forense y
como han reconocido públicamente algunos jueces sinceros.

163
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Los testimonios que a tal propósito nos han dejado algunos de esos
jueces sinceros son incontables. En Alemania Vierhans contaba que el
presidente de su Sala refería sin avergonzarse que se fiaba primero de
su intuición y que luego eran los magistrados quienes le proporciona-
ban los argumentos para apoyarla; y Düringer ha escrito que tomaba
las decisiones de acuerdo con su sentimiento jurídico, para las que pos-
teriormente buscaba una fundamentación. Con las mismas palabras se
ha pronunciado el austriaco Unger; y como no tiene sentido alargar un
repertorio de citas interminable, basta recordar un último testimonio
del norteamericano Holmes, para quien «en el common law primero
se decide el caso y luego se precisa la regla jurídica correspondiente», y
por ello reconocía que a él lo que más le costaba era decidir y que, una
vez adoptada la decisión, la argumentación posterior le resultaba muy
sencilla, puesto que «siempre puede darse forma lógica a cualquier
conclusión». En un reciente libro del abogado Rolf Bossi (Halbgoetter
im Schwartz, 2006) el autor ha examinado un repertorio de senten-
cias demostrando cumplidamente que sus pretendidos fundamentos
jurídicos no son otra cosa que argumentaciones convencionalmente
traídas en apoyo de un fallo previamente tomado por los jueces. No se
busque, sin embargo, esta sinceridad pública en los jueces españoles.
El método inverso no significa, por otra parte, desconocimiento
de las reglas jurídicas positivas. Lo que aquí sucede es que realizan una
función distinta. En el método silogístico son un prius, una premisa
del razonamiento; mientras que en el método inverso —tal como ya
se ha explicado antes— operan a posteriori y sirven para comprobar (y
controlar) que la decisión intuitiva está de acuerdo con el Derecho y,
por ende, es lícita. Lo que significa que si el juez no logra dar un funda-
mento racional leal a su primera decisión impulsiva irracional, se verá
obligado a rectificarla. Lo que sucede, no obstante, es que para un juez
técnicamente bien formado siempre resulta fácil buscar argumentos
convincentes, o al menos plausibles, en apoyo de su decisión.

B)  La interpretación humana del «buen juez Magnaud»

A finales del siglo xix se hizo muy popular en toda Europa la figura del
«buen juez Magnaud», presidente del tribunal correccional de Château-
Thierry, cuyas sentencias pretendían interpretar y aplicar las leyes de
acuerdo con la mentalidad y los sentimientos de un «buen ciudadano»,
desde cuya posición no vacilaba en dar a los textos un sentido que po-
día no coincidir con el originario del Legislador. Tal como se dice en su
sentencia de 4 de marzo de 1898 (por la que se absolvía a una madre

164
DERECHO JUDICIAL

de familia indigente por haber hurtado un pan), «cuando se presenta


una situación semejante a la de L. M. el juez puede y debe interpretar
humanamente los inflexibles preceptos de la ley».
Las decisiones de este juez llegaron a ser discutidas tanto en la
prensa popular como en las revistas jurídicas y en general se tendía
a rechazarlas por entender que con ellas se cuarteaba todo el sistema
legal burgués y más cuando empezaron a aparecer seguidores y émulos.
El fenómeno del «buen juez Magnaud» puede considerarse ya cerrado,
pero la cuestión sigue estando viva, como también lo está la violenta
reacción de los juristas pretendidamente «técnicos y neutrales», incluso
de algunos tan mesurados como Karl Larenz.

C)  Argumento autorreferencial de autoridad

Sin perjuicio de cuanto acaba de decirse, es un hecho verificable que la


inmensa mayoría de las sentencias apoyan su decisión en argumentos
de su propia autoridad, es decir, justifican el fallo basándose en el dato
de que se han pronunciado ya en asuntos semejantes y no quieren apar-
tarse de su criterio anterior. Este camino ofrece dos variedades —la
doctrina jurisprudencial y el precedente— que con harta frecuencia
son confundidas tanto por los autores como por los propios jueces.
a) La doctrina jurisprudencial aparece en el artículo 1.6 del códi-
go civil (dentro del capítulo dedicado a las «fuentes del Derecho») en
los siguientes términos: «La jurisprudencia complementará el Orde-
namiento Jurídico con la doctrina que, de modo reiterado, establezca
el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los
principios generales del Derecho». Cuando una sentencia «se oponga
a doctrina jurisprudencial del Tribunal Supremo» podrá ser recurrida
en casación.
Esta doctrina jurisprudencial supone una versión que el Tribunal
Supremo ha dado de una ley en el curso de su interpretación y apli-
cación. Una vez más comprobamos aquí que lo que prevalece no es
el texto de la ley sino la norma que a partir de él haya elaborado un
tribunal. De ordinario, la sentencia que sienta la doctrina lo hace mo-
tivándola con argumentos; mientras que la sentencia que la invoca se
limita a apoyarse en la autoridad del tribunal sin necesidad de someter
a prueba los argumentos que en su día se manejan. De esta manera un
error inicial puede petrificarse y mantenerse indefinidamente.
b) La segunda variante también es autorreferencial, pero no res-
pecto a una teoría (una tesis, una doctrina) sino a un dato escueto: el
hecho de que un tribunal haya resuelvo en un determinado sentido

165
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

un recurso similar. En los términos del artículo 885.2 de la Ley de


Enjuiciamiento Criminal, no procede el recurso de casación «cuando
el Tribunal Supremo hubiese ya desestimado en el fondo otros recur-
sos sustancialmente iguales». Y para el Tribunal Constitucional la regla
es más rigurosa todavía, puesto que para la inadmisión basta con que
haya un solo precedente. En ambos casos el precedente opera por la
simple razón de su existencia sin necesidad de entrar en consideraciones
sobre la corrección de los argumentos en su día desarrollados. En estas
condiciones nos encontramos ciertamente ante algo muy próximo a
una decisión mecánicamente tomada que podría ser realizada por un
ordenador dotado de un programa informático elemental.
Tanto el precedente como la doctrina jurisprudencial están inspira-
dos por los valores superiores de la igualdad y de la seguridad jurídica
cristalizados como principios en la Constitución. Si casos semejantes
no se resolvieran en el mismo sentido se rompería la igualdad de los
ciudadanos y se defraudarían las expectativas de lo que los jueces posi-
blemente han de resolver, padeciendo con ello la seguridad jurídica. A
lo que se añade una explicación mucho más pragmática: para los jueces
es muy cómodo apoyarse en su propia autoridad porque así se ahorran
el analizar el caso que están examinando y que les permite despacharlo
con unas citas de precedentes y doctrinas estandarizadas ya en su orde-
nador. Estadísticamente así se resuelven más de la mitad de los conflictos.
Estas invocaciones de autoridad garantizan ciertamente (tal como
acaba de decirse) los valiosos principios de igualdad y seguridad jurí-
dica; pero no hay que pasar por alto que producen efectos de grave
desvalor, empezando por la petrificación, que también ha sido aludida
ya, con el riesgo de un mantenimiento del error y, sobre todo, la difi-
cultad de adaptarse al cambio social o a las nuevas necesidades y aun
sentimientos de justicia.
Tal es la razón que explica —aunque sea contradiciendo frontal-
mente cuanto acaba de decirse— los cambios de criterios admitidos ya
con absoluta naturalidad por el Tribunal Constitucional incluso con
un alcance peligrosamente laxo. Porque es el caso que, según aquél, el
Tribunal Supremo puede cambiar su doctrina y cualquier juez olvidar-
se de los precedentes sin otro requisito que el de motivar, aunque sea
sumariamente, dicho cambio de criterio. Nótese, pues, que basta con
motivarlo de forma expresa y que, por tanto, no se exige que dicha mo-
tivación sea correcta y ni siquiera fundada: lo único que importa es que
el Tribunal manifieste que no se ha apartado por ignorancia o descuido
sino de forma deliberada. De esta manera las pregonadas igualdad y
seguridad jurídica se desvanecen por completo.

166
DERECHO JUDICIAL

Ni que decir tiene que la frívola invocación del precedente es con


frecuencia una corruptela, ya que lo correcto e imprescindible sería ana-
lizar si efectivamente existe la semejanza y comprobar que no median
circunstancias de disparidad que permitan no ya apartarse del prece-
dente sino prescindir de él por completo, dado que en rigor, mediando
una disparidad relevante, no hay precedente. Técnicas de análisis que
están muy desarrollados en los países anglosajones y que sólo muy len-
tamente y como con cuentagotas se empiezan a utilizar en España, ya
que entre nosotros los jueces se limitan a afirmar axiomáticamente que
existe un precedente para a renglón seguido reproducir la decisión de
forma mecánica.
Las opciones indicadas pueden dar lugar, en fin —y el caso es muy
frecuente—, a contradicciones arbitrarias. La exigencia de razonar los
motivos por los que no se sigue un precedente o se abandona una doc-
trina consolidada tiende precisamente a alejar la tentación de la arbitra-
riedad, puesto que la mejor prevención contra ella es el razonamiento
explícito. Ahora bien, el arbitrio —ya que no la arbitrariedad— resulta
inevitable a la hora de escoger una de las dos opciones porque, aunque
luego se expresen las razones de la decisión, siempre se tratará de una
justificación a posteriori exactamente igual que sucede con la elección
de uno de los métodos hermenéuticos de cada día. En los repertorios
jurisprudenciales es habitual encontrar la siguiente contradicción: en
un caso el tribunal sigue el texto literal de la ley lamentándose patética-
mente de que haya de hacerlo así no obstante la evidente injusticia del
resultado; mientras que al día siguiente, argumentando la misma evi-
dente injusticia, decide abandonar la interpretación literal y apartarse
de la doctrina anterior para dictar ahora la decisión que cree justa al
margen de la letra del texto.

Los actos válidos como decisiones jurídicamente plausibles

La evolución histórica del valor y significado de la sentencia se en-


cuentra jalonada por una serie de hitos que marcan saltos cualitativos
o cambios radicales de inspiración: del voluntarismo decisional a la
búsqueda de una solución preestablecida en un Ordenamiento exte-
rior al juez; del ideal de una solución justa al de una solución legal; y
ahora, el paso desde la manifestación de una decisión verdadera a la
formulación de una decisión plausible.
A Chaïm Perelman debemos la primera y mejor exposición de la
teoría de la plausibilidad. Para llegar a esta conclusión parte de la co-

167
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

nocida distinción aristotélica entre razonamientos analíticos y razona-


miento retóricos o dialécticos. Los primeros, encarrilados en silogismos
lógicos formales, conducen necesariamente a la solución verdadera, que
es única, y por otra parte son razonamientos comunicables, de tal ma-
nera que cualquiera que conozca las técnicas de la lógica formal puede
verificar que son correctos y consecuentemente tendrá que admitir el
resultado final. La argumentación retórica, por el contrario, es flexible,
no discurre sobre raíles rígidos y no desemboca ineluctablemente en una
conclusión verdadera sino que se abre en un delta de varias soluciones
posibles. Quien decide no intenta demostrar la verdad del resultado
sino que se limita a argumentar su verosimilitud, a hacer creíble que se
encuentra en ese abanico de soluciones posibles.
Pues bien, así es el pensamiento jurídico. En el mundo del Derecho
no se puede demostrar nada. Salvo excepciones, no hay separación en-
tre lo verdadero y lo falso, ya que las decisiones no son ni verdaderas ni
falsas, ni tampoco correctas o incorrectas, sino plausibles o no plausi-
bles o más o menos plausibles, más o menos fiables, más o menos con-
vincentes. En el Derecho, a diferencia de lo que sucede en las ciencias
naturales, no cabe repetir los experimentos ni verificar por contraste
con la realidad la limpieza de los razonamientos: simplemente se asume,
o no, por convicción personal un argumento y sus conclusiones.
La motivación perfecta consiste en una demostración, sea empí-
rica o lógica; ahora bien, lo que no puede ser demostrado puede ser
argumentado de tal manera que, aunque no se pueda afirmar que el
resultado sea verdadero, puede llegarse al convencimiento de que es
plausible (o asumible). La aplicación del Derecho —donde por lo co-
mún no caben las demostraciones— se convierte así en el arte de la
argumentación.
Las teorías jurídicas comparten con las científicas la provisionali-
dad derivada de su vulnerabilidad ante una posición crítica o falsación.
Pero, además de su inverificabilidad empírica, hay otra nota diferen-
ciadora que no puede pasarse por alto: las teorías científico-naturales
son extratemporales y absolutas, de tal manera que, por ejemplo, el
principio de Arquímedes, si es verdadero, lo es siempre, y si alguna
vez se produjera su falsación habría que retrotraer, por así decirlo, su
falsedad hasta su primera formulación en el siglo iii a.C. Por el contra-
rio la falsación actual de una tesis jurídica no significa necesariamente
su incorrección en el pasado o la imposibilidad de su reaparición en
el futuro, habida cuenta de que todas son temporales y relativas. El
hecho de que hoy sea correcto afirmar que no es lícito al propietario
dividir a su gusto las fincas rústicas no significa, ni mucho menos,

168
DERECHO JUDICIAL

que la misma proposición fuese también incorrecta hace cien años.


Las proposiciones jurídicas han de entenderse siempre contextualiza-
das, es decir, dentro de una cultura y de un Ordenamiento Jurídico
concretos que evolucionan cada día. Así se explican igualmente los
vaivenes de una jurisprudencia evolutiva. Cuando el Tribunal Supremo
cambia de criterio no está diciendo necesariamente que antes estaba
equivocado sino una de estas dos cosas: o bien que el caso nuevo no es
exactamente igual al anterior, o bien que el mismo conflicto tiene hoy
una solución diferente a la de ayer.
La teoría de la plausibilidad —que, como es obvio, no se apli-
ca sólo a las sentencias sino a todos los actos jurídicos— reintroduce
en la práctica del Derecho un elemento subjetivista de preocupante
incertidumbre. Porque aquí no hay blancos y negros sino que la mis-
ma decisión puede ser blanca para uno y negra para otro según su
juicio personal de plausibilidad. El jurista debe, sin embargo, aceptar
las cosas como son y asumir esta postura intelectual (y vital). Porque,
de no hacerlo, se encontraría en una situación todavía peor, a saber,
tener que declarar que uno de cada dos abogados y buena parte de los
jueces (aquellos a quienes se revoca una sentencia) o son ignorantes
o perversos. Con la teoría de la plausibilidad, en cambio, se abre un
margen más amplio para la argumentación y la discusión, liberando a
los juristas de la carga imposible de «demostrar la verdad».

El Derecho Judicial, Derecho humano

La práctica del Derecho precisa de dos puntos de referencia: la norma


y un ser humano al que imputar las consecuencias previstas en aquélla.
Esta imputación es realizada en caso de discordia por otro ser humano
de intermediación: el juez. La intermediación humana es imprescindible
—al menos hasta ahora— en la vida del Derecho, puesto que las leyes
son trozos de papel (o textos lingüísticos si se quiere) que necesitan de un
impulso exterior para ser operativas. En un pasado remoto tal impulso
provenía en ocasiones directamente de la mano de Dios (ordalías, duelo)
y también es imaginable un impulso automático, mecanicista, que en al-
gunos ámbitos será realizado fácilmente, y a no tardar, por ordenadores.
Pero de momento la tarea de intermediación judicial está encomendada
a seres humanos individuales o en actuación colegiada. Por eso puede
afirmarse con énfasis que el Derecho Judicial es un Derecho humano que
descansa en la persona del juez que obra de intermediario entre la norma
jurídica y la realidad concreta y que, como resultado de la conexión de

169
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

estos dos elementos, produce un acto jurídico nuevo —la sentencia— de


la que es autor individualizado aunque formalmente se atribuya a un
órgano del Poder Judicial.
Estas circunstancias magnifican la relevancia de la persona singular
de cada juez, que siempre es distinta y, por ende, imprevisible y que ca-
balmente le distingue de una máquina.

Tecnicismo y profesionalidad

Las razones que avalan la formación técnica de los jueces saltan a la vista:
el manejo del Derecho es una técnica, nada sencilla por cierto, que exige
una formación profunda, varios años de carrera universitaria general,
luego (aunque no siempre) una especialización en la Escuela Judicial y, en
fin, la experiencia de la práctica. Para llegar a la sentencia hay que seguir
unos trámites enrevesados y superar las trampas y minas procesales que
van colocando las partes; mientras que las resoluciones judiciales, en fin,
deben armarse sobre textos legales y jurisprudenciales que resultan in-
comprensibles al lego. Además, el juez arbitra sobre alegatos de abogados
expertos y profesionalizados. En tales condiciones parece hoy inimagina-
ble la existencia de un juez lego.
Ahora bien, si todo esto es cierto en algunos conflictos, no lo es
en todos. En los asuntos penales el meollo de la condena o absolución
se encuentra en la convicción —o en la simple impresión—de que el
acusado fue el autor del hecho, de si fue él quien disparó el arma o se
apropió de los dineros. Para esto no hace falta conocer Derecho ni los en-
tresijos de las leyes sino claridad de juicio y sentido común, que pueden
darse tanto o más en un agente de publicidad o en un carpintero que
en un letrado. Tomada la decisión con las luces comunes de un hombre
honesto, luego es fácil encomendar su redacción a cualquier experto en
Derecho, como sucede en algunas variantes de los procesos con jurado
popular; y así ha sucedido durante varios siglos con jueces legos a los
que asistía, a tales efectos, un asesor letrado.
En otro orden de consideraciones debe pensarse que en muchos su-
puestos se exige una técnica, desde luego, mas no la jurídica, ya que el juez
tiene que recabar informes técnicos ajenos que condicionan su decisión.
En asuntos penales, informes de balística o de medicina legal que prede-
terminan la sentencia. En los asuntos mercantiles e industriales el juez se
enfrenta a una realidad que no puede entender (el sistema hidráulico de
explotación de una mina, de elaboración de un producto, de contami-
nación química de las aguas) o ante una documentación contable literal-

170
DERECHO JUDICIAL

mente críptica. En estos casos de muy poco vale la técnica jurídica y el


juez ha de fiarse de técnicas extrañas y, lo que es peor, de inclinarse por
uno de los informes contrarios que se le han presentado, los dos igual-
mente enrevesados. Algo que puede hacer exactamente igual un lego.
La tecnificación —y correlativa profesionalización en su caso— de
los jueces es, pues, una decisión política en la que se ventila no tanto la
calidad en la toma de decisiones como el poder concedido a un estamento
y, más todavía, el control de su ejercicio. En cualquier caso lo que es
indudable es que constituyen un estamento, entendido como un grupo
corporativo que ha patrimonializado el ejercicio de un poder, y esto es
cabalmente lo que resulta indiscutible.

Independencia y responsabilidad

El lado oscuro de la estamentalización profesional, el punto más vulnera-


ble del Poder Judicial, es el riesgo de la dependencia: lo cual no deja de ser
paradójico, puesto que la técnica y la formación de un grupo socialmente
homogéneo y trabado con vínculos corporativos parecen ser garantía de
independencia. Y, sin embargo, no es así ni lo ha sido nunca. El juez es
un técnico, cierto, pero también funcionario y en cuanto tal su nombra-
miento, retribución y ascenso dependen de la protección o benevolencia
de un político. En último extremo, «quien paga manda». Un riesgo muy
real, puesto que en la historia de España no hay un solo periodo, ni un
año siquiera, en el que los jueces hayan sido independientes.
Verdad es que hipotéticamente puede imaginase un corporativismo
que funcione como contrapeso eficaz de la influencia política. Pero este
supuesto no se ha dado nunca salvo excepciones muy contadas y de he-
cho el corporativismo judicial ha permitido emerger influencias internas
que se suman a las políticas, económicas y mediáticas procedentes del
exterior. Todavía hoy es perceptible una tendencia común que se sobre-
pone a las diferencias de las familias políticas en que se ha fragmentado
el estamento: la autoprotección ante agresiones externas. Una mano
lava la otra y todos los jueces comprenden y toleran las debilidades de
sus compañeros haciendo una piña defensiva cuando alguno de ellos,
aunque sea el peor de los infractores, se siente amenazado. Mas dejando
a un lado este factor estamental, cuyo peso decrece cada día, lo que debe
retenerse es que actualmente la Constitución acepta y declara la inde-
pendencia formal de los jueces, pero los gobiernos y partidos políticos se
encargan de anularla ejerciendo sobre ellos presiones muy eficaces.
Respecto del Poder político, el Poder Judicial es constitucionalmen-

171
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

te independiente, aunque de hecho no lo sea tanto, según he desarro-


llado pormenorizadamente en El desgobierno judicial. La influencia
política se ejerce de la siguiente manera: el gobierno de los jueces está
encomendado a un organismo separado del Ministerio de Justicia que
se denomina Consejo General del Poder Judicial, el cual determina los
ascensos, destinos, premios y castigos de los jueces. El sistema podría
funcionar bien si se actuase honestamente. Pero todo el mundo sabe
—aunque sólo sea porque la prensa se hace eco diario de tal situación—
que para manipular la Administración de Justicia basta con ocupar este
Consejo, puesto que quien lo domina tiene en sus manos el destino
personal de cada juez y la orientación política del Poder Judicial como
institución. En su consecuencia los políticos acuden a todos los medios
lícitos e ilícitos de que disponen para ocuparlo y, una vez allí, manejan
todo a sus anchas y, con la hipócrita cobertura de que el Consejo es
formalmente independiente, convierten la independencia en una farsa
muy mal disimulada.
Irresponsabilidad e independencia son conceptos complementarios
inseparables: se concede al juez el exorbitante privilegio de la impuni-
dad porque se sabe que sólo es independiente el que no tiene que dar
cuentas a nadie. Aquí se abre un dilema de hierro: o jueces independien-
tes e irresponsables o jueces responsables sin independencia. Hasta aho-
ra no se ha encontrado entre nosotros una fórmula en que se integren
y compatibilicen honesta y eficazmente estos dos valores. La fórmula
española se ha inclinado por la solución que ha parecido menos mala:
garantizar la independencia aceptando el precio de la irresponsabilidad.
El equilibrio teórico se busca, pues, en la circunstancia de que se respeta
la inmunidad personal de los jueces pero no se sacrifica la legalidad de
su obra desde el momento en que sus sentencias son controladas por los
jueces superiores.
Lo triste del caso, sin embargo, es que se ha sacrificado la responsa-
bilidad en aras de la independencia y luego resulta que ésta, como acaba
de verse, se atropella burdamente por el Poder político. Los jueces, en
suma, no son ni responsables ni independientes.

Personalidad del juez

Dejando a un lado las presiones externas, y por tanto las más visibles, el
juez es, como todos los humanos, un ser estrechamente «condicionado»
aunque no llegue a ser un autómata «determinado». Todos nos sentimos
libres y nos creemos responsables de nuestras decisiones y comporta-

172
DERECHO JUDICIAL

mientos. Vana ilusión. Porque en gran parte —sin llegar al determinis-


mo absoluto— no hacemos sino responder a unos condicionamientos
internos de los que no somos conscientes. De ordinario, aunque no
siempre, conocemos las presiones políticas, mediáticas o económicas a
las que estamos sometidos; pero ignoramos la existencia de otras mu-
cho más importantes que laten en nuestro interior. Somos el resultado
de varios procesos concurrentes: unos biológicos, que parecen los más
significativos, y otros sociales y culturales. Creemos actuar, en otras pa-
labras, guiados por la razón y de hecho son los genes, la educación
familiar, la cultura y el contexto social los que nos mueven.
Aunque sólo fuera por esto, así se explicaría que si las leyes son las
mismas, las sentencias sean diferentes porque diferentes son sus autores.
Para entender la actividad judicial no basta con el análisis de las leyes
ni de las presiones políticas: hay que estudiar la personalidad del juez,
que es a donde conducen y desde donde se reelaboran todas las infor-
maciones y presiones, externas e internas, que terminan en los actos de
aplicación del Derecho. Esto es algo que nunca aceptarán los juristas,
pero llegará un tiempo en que se dedicará más atención a la psicología,
a la sociología y a la economía que al estudio de las normas jurídicas; y
de hecho así lo están haciendo ya muchos abogados pragmáticos.
Los jueces íntegros saben rechazar con facilidad las presiones expre-
sas que sobre ellos pretenden ejercer las partes. Mas ya no resulta tan
sencillo escapar de las presiones subliminales, sobre todo para quienes
se empeñan, contra toda evidencia, en negar su existencia. El juez, como
los demás seres humanos, está condicionado por su nacimiento, edad,
religión, clase y cultura. Quiera o no quiera reconocerlo, está inmerso
en un mundo de pre-juicios. Hasta hace muy poco los jueces procedían
sin excepción de la clase burguesa (de ordinario pequeño-burguesa) y,
sin saberlo, no actuaban imparcialmente cuando una de las partes era de
su misma clase. Y nada digamos de los prejuicios religiosos y culturales.
Hoy se tiene perfecta conciencia de ello y en el extranjero —ya que
no en España— se han realizado estudios empíricos de jurisprudencia
demostrando la parcialidad involuntaria de jueces reconocidamente ho-
nestos. En verdad que no puede exigirse a un católico fundamentalista
que sea imparcial en un caso de aborto o a una feminista que lo sea en
un caso de violencia doméstica.
A principios del siglo xix ya se había tomado conciencia de la im-
portancia de la personalidad individual del juez, considerándole como
el protagonista más activo de la vida del Derecho. Así se ha entendido
siempre en Inglaterra, cuya historia ha reservado un lugar a sus grandes
jueces con la misma dignidad que a los literatos, científicos, almirantes

173
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

y políticos; y lo mismo sucede en los Estados Unidos. Pero ¿qué español


culto puede citar un solo magistrado del Tribunal Supremo conocido
por su calidad profesional y no por estar mezclado en asuntos políticos
o económicos escandalosos? El juez español ha vivido siempre en el
anonimato porque se le consideraba como un funcionario fungible y
tanto daba uno como otro, ya que lo único importante era la ley.
La comprobación cotidiana de que cada juez resuelve los mismos
casos de manera distinta tiende a atribuir tales diferencias, cuando
no a la venalidad o a la ignorancia, a causas impredecibles e inevi-
tables —como los dolores de cabeza, las preocupaciones familiares,
tal como ya había denunciado hace doscientos cincuenta años el gran
Muratori—; pero cuando una determinada tendencia se mantiene per-
manentemente —dureza (o benevolencia) ante el aborto, pongamos
por caso—, cabe pensar que no se trata ya de un trastorno valorati-
vo transitorio sino de una actitud, una predisposición que sugiere la
identificación de una tipología caracteriológica: jueces conservadores,
liberales, progresistas, por acudir a unos términos tan popularizados
como rudimentarios.
Apoyándose simplemente en su intuición artística, Pérez Galdós
describe en Miau a un funcionario que hace profesión de fidelidad esta-
tal y confiesa que en su larga vida profesional jamás ha informado —ni
piensa informar nunca— en contra de la Hacienda Pública, a la que
sirve y de la que vive, por fundados que sean los derechos que alegue
el contribuyente. En la carrera judicial real no son infrecuentes los in-
dividuos que responden a un estereotipo semejante: en las Salas de lo
Contencioso-Administrativo hay magistrados que indefectiblemente
se inclinan a favor de la Administración; en las Salas de lo Penal hay
maníacos que castigan con rigor los delitos sexuales, como hay otros
singularmente benévolos con los de drogas; existen jueces civiles que
están siempre a favor de los arrendatarios y magistrados de trabajo que
jamás dictan una sentencia en contra de los empleados. Y nada diga-
mos de los que miran siempre con buenos ojos las causas de un partido
político concreto. Sin olvidar a los que indefectiblemente están del
lado del Poder, cualquiera que sea éste. De no aceptarlo así, ¿cómo
explicar los esfuerzos de los procesados y de los litigantes para escapar
de (o para acogerse a) la jurisdicción de un juez determinado?

174
DERECHO JUDICIAL

Autoridad del juez

En nuestra cultura llamada occidental la autoridad del juez es inmen-


sa, con un aura escatológica que marca su destino, que es el del más
allá. En el momento de la muerte un ángel coloca en una balanza las
obras buenas y las malas y resuelve en consecuencia. Y luego viene el
día del Juicio Final en el valle de Josafat con sus sentencias inapelables
para toda la eternidad. Dios tiene figura de juez, juez terrible que se
refleja en los magistrados de la tierra. El juez dispone de la vida y de
la libertad; castiga, nunca premia. No es padre ni árbitro, su atributo
es la espada. Aunque, eso sí —y el ejemplo ha sido devastador—, los
jueces celestiales son corruptibles, ya que se dejan convencer por in-
termediarios —los santos y la Virgen en primer término— y comprar
por bulas que se adquieren por dinero en las sacristías. Éste es el juez
de la cultura cristiana que se impuso al juez romano. Los germanos
tenían, en cambio, una visión muy distinta: pacífica y popular. Sus jue-
ces juzgaban en presencia del pueblo —de cuya comunidad formaban
parte— y asistidos por él.
Ni que decir tiene que en España se impuso la imagen del impla-
cable juez cristiano: un funcionario del Rey o del Señor al servicio de
éstos para la opresión del pueblo. Más todavía: un oficio entendido
como una fuente de ingresos —un impuesto más— por cuya titularidad
disputaban los poderosos y luego vendían el cargo al mejor postor, quien
se resarcía posteriormente del precio pagado con lo que obtenía de los
enjuiciados y justiciables. Todavía a finales del siglo xviii he podido
documentar prolijamente en un libro (con Carmen Nieto) la existencia
de este juez terrible (por sus potestades) y opresor (por su capacidad
para obtener dinero). Es significativo que la literatura, siglo tras siglo,
nos haya dejado siempre esta imagen negativa del juez, que sólo en ra-
rísimas ocasiones (como en la dramática clásica castellana) se salva del
reproche. Con el mal juez, en definitiva, de nada sirven las buenas leyes.
Si nos fijamos bien podemos comprobar que, tanto en el pasado
como en el presente, el juez no goza de auctoritas sino de la simple
potestas que le confiere el Estado. No es el administrador de la Justicia
sino el que malbarata cotidianamente el Derecho y la ley. Sus juicios
de absolución y condena no son aceptados de ordinario por la socie-
dad y con frecuencia sus sentencias no son ejecutadas ni cumplidas. El
artículo 117.1 de la Constitución vigente es significativo al respecto
porque al declarar que «la justicia emana del pueblo y se administra en
nombre del Rey por Jueces y Magistrados» ha escrito justicia y pueblo
con minúscula y Rey y Jueces con mayúscula.

175
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Prudencia y arbitrio

Para entender la actuación del juez es imprescindible tener en cuenta


su potestad de arbitrio. El arbitrio es un criterio personal de la toma de
decisión. El juez adopta sus resoluciones siguiendo o bien un criterio
de legalidad estricta o bien un criterio de su propio arbitrio personal o
bien —como es lo más frecuente— combinando ambos de tal manera
que la decisión es tomada con su arbitrio pero dentro de las posibi-
lidades que le ofrece la legalidad. El arbitrio, en definitiva, no es una
alternativa a la legalidad sino su complemento.
El Derecho positivo no se configura como un cuerpo macizo, como
un poliedro rígido de caras planas e impenetrables. Se trata más bien
de un cuerpo amorfo, flexible, con huecos y canales interiores: un
cuerpo esponjoso por el que circula permanentemente el plasma del
arbitrio. Con estas palabras se pretende expresar gráficamente tanto la
naturalidad del arbitrio como su inseparabilidad de la legalidad. Por
ello podría también acudirse a la conocida imagen fisiológica de que
el arbitrio es la sangre vivificadora que recorre todo el cuerpo de la
legalidad: dos elementos que no pueden vivir independientemente.
Lo que más sorprende del arbitrio judicial es que siendo indiscuti-
ble tanto su práctica cotidiana como su aceptación legal, todavía haya
un amplio sector de la doctrina empeñado en negar su existencia y,
sobre todo, su legalidad. Algo que quizás pueda explicarse por la in-
dudable confusión de términos semánticamente parecidos: el arbitrio
(lícito) y la arbitrariedad (o ejercicio ilícito, por exceso o desborda-
miento, del arbitrio). El juez autómata —el juez fonógrafo, que decía
Holmes—, una extraña supervivencia del positivismo legalista más
cerril, no puede ciertamente ejercer arbitrio alguno, puesto que éste
es de naturaleza insobornablemente humana, no mecánica. La norma
abstracta se hace carne en la persona del juez —en término clásico: lex
viva— que humaniza a la ley aproximándola a la vida.
Por otra parte, el progresivo deterioro de la ley está provocando
un correlativo énfasis del juez, que ya no puede escudarse en las im-
perfecciones ni frivolidades del Ordenamiento Jurídico. Las leyes han
perdido su calidad técnica, se han hecho parciales y hasta sectarias y en
definitiva carecen de autoridad: una brecha que ha propiciado el pro-
tagonismo de los jueces. Mas, por desgracia, los jueces no han podido
aprovechar esta oportunidad histórica porque el sistema judicial se ha
venido abajo al no poder soportar las presiones políticas y mediáticas
ni el exceso de trabajo. El Poder Judicial está tan desacreditado como
el Legislativo. El pueblo percibe que los jueces superiores están con-

176
DERECHO JUDICIAL

taminados políticamente y que los demás no administran justicia sino


que se limitan a quitarse los papeles del medio.

Parábola del Portal de Belén

El comportamiento de los jueces puede ilustrarse con la siguiente pa-


rábola, que vale la pone contrastar con los mitos elaborados por la
bibliografía del discurso ideológico tradicional.
En los primeros días del año 1 de nuestra era acudió al juez de
Belén el propietario de un portal o establo denunciando que había
sido ocupado por una pareja de forasteros, llamados José y María,
quienes se habían instalado en él sin pagar renta con el pretexto de
que les había nacido un niño y no estaban en condiciones de reanudar
el viaje; solicitaba en consecuencia una resolución de desahucio de los
intrusos.
La situación era clara y el juez se disponía a pronunciar sentencia
estimando la demanda con el apoyo de textos legales contundentes,
cuando fue detenido por los ruegos de su esposa, también parturienta
y de la misma tribu que los viajeros. Era explicable que el juez se iden-
tificase, a través de su esposa, con la situación de los intrusos, aunque
tampoco resultaba sencillo dejar de aplicar una ley tan inequívoca,
y más tratándose de un vecino pudiente con el que siempre se había
relacionado bien, sin olvidar el malestar que inevitablemente habría
de provocarse entre las clases propietarias de Belén, que terminarían
acusándole de falta de celo y con el riesgo consecuente de no volver
a elegirle.
El caso se complicó más al poco tiempo con la aparición de los
Reyes Magos, que también intercedieron a favor de los ocupantes y
hasta puede que hicieran un espléndido regalo al juez para mover su
tolerancia. Decididamente, el asunto parecía perdido para el propie-
tario; máxime cuando el magistrado no tenía problema alguno de
conciencia, puesto que, independientemente del obsequio y de la in-
fluencia conyugal, entendía que su decisión era justa, pues sería cruel
ponerles en la calle en lo más crudo del invierno, y que podía justifi-
carla razonando que los demandados no producían perjuicio alguno al
actor. Pero sucedió que en vísperas de pronunciar sentencia llegó a sus
oídos la noticia de la política antiinfantil de Herodes, que se extendía
no sólo a los niños sino también a los que los protegieran. Vemos,
entonces, a un juez en apuros porque si absolvía se enemistaba con los
propietarios de Belén (entre los que él mismo se encontraba) y, lo que

177
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

es más grave, corría el riesgo de perder la carrera y hasta la vida por


la cólera de Herodes; pero si ordenaba el desahucio padecerían sus
sentimientos humanitarios, sería regañado por su mujer y tendría que
devolver el regalo de los príncipes orientales. Planteadas así las cosas,
hojeó afanoso sus libros, que no le sacaron de dudas porque en ellos
se deducía que la ley podía ser interpretada de diversas maneras y que
había precedentes para todos los gustos.
En estas circunstancias concretas, nadie puede predecir lo que va a
decidir nuestro atribulado juez. No sabemos si se dejará llevar por las
presiones de su esposa o por las ventajas resultantes de su cálculo es-
tratégico respecto de Herodes y de sus vecinos. Lo único que sabemos
es que una vez decidido el pronunciamiento —que es rigurosamente
personal y bajo su exclusiva responsabilidad— a la hora de redactar
la sentencia silenciará rigurosamente las causas reales que han estado
interfiriendo en su mente y, en su lugar, fundamentará al resultado
—cualquiera que sea— con algún precedente que seguro ha de encon-
trar en la jurisprudencia del tribunal de Jerusalén.
La moraleja de esta parábola es terminante. Las funciones del Poder
Judicial se han mitificado hasta basar en él todo el Estado de Derecho,
como garantía del equilibrio de Poderes, de la legalidad de la actividad
administrativa y de la eficacia de los derechos individuales. La salud
del Derecho —en una palabra— está en manos de los jueces. Quizás
sea esto cierto; pero —si queremos ser consecuentes con la premi-
sa— habrá que admitir que cuando los jueces son meros instrumentos
de la Política y cuando institucionalmente están tan limitados que no
pueden aplicar libremente la ley y que, en cambio, son impunes e irres-
ponsables en sus conductas y resoluciones, entonces se quiebra el pilar
y se derrumba todo el sistema que en él se apoya. Esto es precisamente
lo que sucede en España (tal como he desarrollado prolijamente en mi
libro El desgobierno judicial), y siempre, salvo excepciones, ha sido así
en todas partes.

178
8

OTROS DERECHOS NO NORMATIVOS

Sicut antiqui adorabant idola pro Deis, ita advocati


adorant glossatores pro evangelistis.
De la misma manera que los antiguos adoraban a los
ídolos en lugar de a los dioses, ahora los abogados
adoran a los glosadores en lugar de a los evangelistas.
(Cinus da Pistoia, 1270-1336)

En el capítulo sexto hemos visto la manifestación normativa del Dere-


cho por antonomasia, es decir, la ley, así como los actos administrativos
de su ejecución; y en el séptimo el Derecho Judicial integrado directa-
mente por resoluciones singulares y concretas de los jueces e indirec-
tamente por las normas generales y abstractas elaboradas teóricamente
a partir de ellas y asumidas como tales por la comunidad jurídica. A
continuación van a examinarse otras dos manifestaciones no norma-
tivas del Derecho —el doctrinal y el usual— que nos confirmarán de
nuevo el fracaso del intento de secuestro del Derecho por el Estado y
nos ilustrarán, además, la estructura y funcionamiento del Derecho que
hemos llamado reticular.

Derecho doctrinal o de juristas

Es el creado por los juristas y su denominación más propia sería la de «ju-


risprudencia», que en España, sin embargo, no puede utilizarse porque
aquí se ha identificado indebidamente con la «jurisprudencia judicial».

179
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

El Legislador no es jurista, los jurados tampoco y el juez, aunque


lo sea por formación, no actúa en calidad de tal sino desde su singular
posición funcional y constitucional. Los juristas por antonomasia son
los autores, es decir, los que publican o hablan en público, que en su
inmensa mayoría son profesores; mas también son juristas los abogados
que dictaminan, asesoran y actúan en el foro y aunque sus escritos no
terminen en la imprenta, su importancia real es mayor incluso que la de
los profesores. Más todavía: muchos entienden —como el historiador
William Seagle— que son los abogados, y no los jueces (ni, por supues-
to, los profesores), los verdaderos creadores y defensores del Derecho.
Lo que en cualquier caso en este momento conviene es determinar
hasta qué punto los juristas han creado —o contribuido a crear— un
Derecho que suele llamarse «derecho de juristas». Como ha escrito Kos-
chaker —el trovador más apasionado de esta variante— «el Derecho
romano y el Derecho común construido sobre el romano, los derechos
inglés y francés (este último por lo menos en el Ancien Régime) ofrecen
las peculiaridades específicas del Derecho de juristas; también podría
ser considerado como tal el Derecho islámico y el talmúdico». El lector
podrá comprobar pronto la singular relevancia que en este libro se da
al Derecho elaborado por los juristas, habida cuenta de que es en ellos
donde reside fundamentalmente la Razón Jurídica. A estas alturas ya
hemos visto que el Legislador no se mueve por la Razón Jurídica sino
por la Razón Política y que la Razón Jurídica de los jueces se desvía con
frecuencia por las influencias del Poder. Circunstancias que en principio
no parecen darse en el Derecho de los juristas; aunque inmediatamente
verificaremos en qué medida se confirma esta impresión inicial.
Al llegar a este punto podría recordarse la distinción que algunos
hacen entre Derecho de juristas (práctico) y Derecho profesoral, más
bien de carácter teórico; pero a los efectos de este libro no vale la pena
entrar en su análisis, ya que complicaría sin demasiada utilidad los plan-
teamientos esenciales de la cuestión.

Los juristas como técnicos profesionales del Derecho

A lo largo del tiempo —e incluso en un mismo momento histórico— se


han escrito sobre los juristas las opiniones más diversas, que se mueven
entre dos polos opuestos: por un lado la alabanza mitificadora que los
sacraliza como servidores excelsos del Derecho y, por otro, el insulto
como violadores materiales de tal Justicia y explotadores implacables
de los litigantes.

180
OT RO S DERECHOS NO N O R M AT I V O S

Para lo primero valga el conocido texto de Ulpiano con el que se


encabezan las Pandectas: nos sacerdotes appellet; iustitiam namque co-
limus, et boni et aequi notitiam profitemur, aequum ab inicuo separan-
tes, licitum ab illicito discernientes, bonos non solum metu poenarum,
verum etiam premiorum quoque exhortatione efficere cupientes (nos lla-
man sacerdotes, pues cultivamos la justicia, profesamos el conocimiento
de lo bueno y equitativo, separando lo justo de lo injusto, lo lícito de
lo ilícito, y deseamos hacer que los hombres sean buenos no sólo por el
miedo de las penas sino por el atractivo de los premios y de las exhor-
taciones).
Unas alabanzas que hoy no pueden tomarse en serio, en unos tiempos
en los que van desapareciendo los últimos profesionales individuales,
que en algunos casos podían estar antes sentimentalmente vinculados a
la Justicia, para ser sustituidos por empresas de asesoramiento y gestión
cerradas a cualquier sentimiento personal que no esté relacionado con
el lucro. Hoy no cabe plantearse siquiera la hipótesis de una incompa-
tibilidad entre la Justicia y el interés del cliente, que cualquier abogado
rechazaría por una razón elemental: no hay conflicto posible porque su
objetivo profesional es el interés del cliente, no la Justicia. En el mundo
forense no hay sitio para la Justicia y el verdadero dilema no está entre
lo legal y lo ilegal sino entre ganar y perder. El cliente pide resultados y
por ello paga. Suele decirse que los abogados son «servidores» del Dere-
cho: una frase retórica que no logra disimular que es el Derecho el que
está al servicio del abogado o, si se quiere, que éste le pone al servicio de
los intereses de su cliente para legalizar —o al menos dar visos de lega-
lidad— a los comportamientos más torticeros. Lo anterior no significa,
con todo, que la Justicia deje indiferentes a los abogados sino que debe
entenderse con mayor precisión en los siguientes términos: el oficio
de abogado no tiene como objetivo la realización de la Justicia sino la
defensa de los intereses del cliente utilizando los criterios y fórmulas
que ofrecen la ley y el Derecho; ahora bien, un abogado —y de hecho
así sucede con conocida frecuencia— puede ser personalmente sensible
a la Justicia e incluso inspirar en ella sus actuaciones; lo mismo que, por
otra parte, sucede con los jueces.
Sin desconocer la abundancia, y poco peso, de los elogios rituales
dirigidos a los juristas en los actos oficiales, todos en estilo ampuloso
y vacío propio de juegos florales, es indudable que la actitud social ha
sido siempre decididamente contraria a los juristas, sean abogados o
profesores, por parte tanto del pueblo como de las clases cultas, según
se acredita en los centones, algunos muy voluminosos, en que se han
recogido innumerables testimonios —algunos muy crueles— históricos

181
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

y literarios. Esto siempre ha sido así: desde la antigüedad hasta hoy. Por
recoger dos perlas eruditas poco conocidas, valgan las palabras de san
Bernardo, quien imputaba con razón a los juristas que scire volunt ut
scientiam suam vendant pro pecunia aut honoribus (que quieren apren-
der para luego vender su ciencia por dinero y honras); o las de su coetá-
neo Mauricio de San Víctor, quien insistiendo en la nota de venalidad
introdujo la injuria prostibular que todavía sigue siendo corriente casi
diez siglos después: los juristas sapientiam quaerunt non propter sapien-
tiam sed ut venalem prostituant vel pro laude humana vel pro pecunia
(los juristas buscan la sabiduría no por ella misma sino para prostiturla
venalmente por dinero o por alabanzas humanas). Una escalada que se
coronó en la famosa imprecación de Lutero: «Me cago (sic: ich scheisse)
en el Derecho y en los abogados).
Pero, dejando a un lado elogios retóricos y vilipendios apasionados,
la mejor manera de acercarse a los juristas es considerando que en su
esencia no son ni más ni menos que unos técnicos profesionales del
Derecho.
Aunque todas las ciencias y las artes —matemáticas, física, ingenie-
ría, medicina, ebanistería, fútbol— están en manos de unos especialistas
profesionales y a nadie se le ocurre (ni le dejarían) construir un puente
sin ser ingeniero, parece como si cualquiera pudiera intervenir en los
asuntos más intrincados del Derecho: los vecinos se manifiestan contra
una sentencia que no les ha gustado y en los periódicos se critica la
redacción de una ley, mientras que un farmacéutico, director general
de algo, da instrucciones a los juristas que tiene a sus órdenes sobre el
modo de resolver los expedientes que están tramitando.
Parece, en efecto, que el Derecho no es cosa de especialistas; mas a
poco que se reflexione puede comprenderse que no es así, puesto que
los manifestantes no están tratando de Derecho sino de un valor supe-
rior —la Justicia aparentemente agredida por la sentencia— que puede
ser percibido o sentido por todo el mundo; de la misma manera que el
director general lego que impone su criterio a los funcionarios no está
orientado por la ley sino por la política.
Otra cosa es que siempre hayan estado los juristas a la altura de sus
funciones. Porque, como es obvio, ha habido épocas de esplendor pero
también de decadencia tal que ni siquiera estaban en condiciones de
entender las leyes que estaban manejando. Véase de ejemplo el patético
lamento de Teodosio II recogido en su Codex de 438: tam pauci raroque
extiterit quia plena iuris civilis scientia dictaretur, et in tanto lucubratio-
num triste pallore vix unus aut alter receperit soliditatem perfectae doc-
trinae (son muy pocos los que dominan la ciencia del Derecho civil; y

182
OT RO S DERECHOS NO N O R M AT I V O S

entre tantas mediocres explicaciones como circulan apenas se encuentra


alguno que dispone sólidamente de una doctrina impecable). Pesimismo
que se mantiene en la Constitución justinianea Tanta, de 533, en la que
se alude a los abogados, que no podían invocar ley alguna en los pleitos
que llevaban «por escasear los libros que era imposible comprar o por
su propia ignorancia» (vel propter inopiam librorum, quos comparare eis
impossibile erat, vel propter ipsam inscientiam).

Servus legum, faber legum, conditor iuris

A primera vista el oficio de jurista es bien modesto, ya que se limita a


servir a las leyes a las que «limpia, fija y da esplendor». Los textos legales
son con frecuencia armatostes literarios de redacción confusa e inten-
ciones contradictorias hasta tal punto que su inteligencia directa resulta
difícil, por lo que precisan de un intermediario que les aclare. Para eso
están cabalmente los juristas como servi legum.
Los juristas, en efecto, siempre han dedicado una atención preferen-
te al comentario de las leyes. Para medir su alcance basta con repasar los
catálogos bibliográficos que hoy circulan, en los que cada ley va acom-
pañada de varios volúmenes de comentarios en los que se desentraña
prolijamente el sentido de cada artículo, de cada párrafo, de cada pa-
labra y de cada coma, constituyendo por su utilidad el pasto favorito
de los abogados y prácticos en general. Con esta tendencia estamos
volviendo al siglo xix, la gran época de los comentarios que en España
—a la sombra de las Escuela francesa de la exégesis— nos dejó obras
tan voluminosas como las de Manresa sobre el código civil y la ley de
enjuiciamiento, sin contar las estanterías ocupadas por los Dicciona-
rios de Alcubilla o Seix.
Los siglos xii y xiii fueron, no obstante, la verdadera edad de oro
de la glosa. En aquel tiempo las Universidades y tribunales estaban do-
minados por los «glosadores»: juristas encargados de hacer accesibles
a los abogados las recónditas leyes de la antigüedad romana: quidquid
non agnoscit glossa nec agnoscit curia (quien no conoce la glosa no
conoce el Derecho). Sin esta meritoria labor poco o nada hubieran
entendido de ellas. Luego, las glosas de los distintos autores se fueron
acumulando y ordenando por juristas de primera categoría y de ma-
nejo inexcusable como la Gran Glosa de Azzo, tan imprescindible en
la práctica que dio lugar a la conocida frase de chi non ha Azzo, no
vada in Palazzo, o, sobre todo, la Glosa Ordinaria de Accursio, en la
que se tuvieron en cuenta doscientas mil glosas anteriores de las que

183
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

se seleccionaron treinta mil (y en el Derecho canónico las correlativas


summae, coronadas en la Summa aurea del Hostiense).
La importancia de la glosa no se detuvo, sin embargo, en la aclara-
ción de los textos. Porque lo que sucedió fue que en la práctica la glosa
de los juristas desplazó a los propios textos, ya que el comentario era
más claro y ofrecía menos contradicciones que la ley. De esta manera
el servus se convirtió de hecho en un dominus subrepticio pero eficaz.
Este fenómeno de desplazamientos del Legislador estricto no era,
por otra parte, nada nuevo, puesto que las llamadas «leyes» no lo eran
en sentido estricto. La parte más sustanciosa (el Digesto) del Corpus
iuris justinianeo —un libro de «leyes» aplicado en Europa durante más
de once siglos— es en realidad una obra de juristas, ya que de las tres
partes que lo componen una es de didáctica académica (las «Institu-
ciones») y la segunda una colección de opiniones de juristas nominal-
mente identificados. Mas no sólo esto: en los países y momentos que
no estaban capacitados para manejar por completo el enorme volumen
de los textos romanos, los jueces y los particulares acudían a seleccio-
nes realizadas por juristas de prestigio (como los llamados códigos
gregoriano y hermogeniano) en los que los recopiladores añadían de
su cosecha cuanto les parecía, y todo —lo original oficial y lo añadi-
do privadamente— tenía el mismo valor. En definitiva, las opiniones
privadas de los autores o se incrustaban con fuerza de ley en los textos
legales oficiales o, pura y simplemente, los desplazaban y se colocaban
en su lugar.
Sin que deba creerse, por otra parte, que esta magnificación —au-
téntica «legalización»— del Derecho de los juristas fue una peculiaridad
exclusiva del Derecho romano o romanizado provocada por la super-
abundancia de textos, ya que el fenómeno ha estado absolutamente ge-
neralizado en todas las culturas, en las que siempre se las han arreglado
los juristas para ocupar el puesto que, en rigor, sólo corresponde a los
legisladores.
Los bárbaros invasores del Imperio se regían por un Derecho pro-
pio, no escrito, conservado consuetudinariamente. Ahora bien, cuando
con el transcurso del tiempo empezaron a borrarse tales costumbres y
se sintió la necesidad de recogerlas por escrito, aparecieron unos ju-
ristas que, a título rigurosamente privado (por no hablar de los que
trabajaban por encargo oficial del rey o señor), las recopilaron en tér-
minos comprensibles. Y tal fue su éxito que, por comodidad de todos,
se convirtieron de inmediato en cuerpos legales que regían paralelos al
Corpus justinianeo y que incluso le precedían en lo que hoy llamaríamos
jerarquía normativa. Así surgieron las recopilaciones consuetudinarias

184
OT RO S DERECHOS NO N O R M AT I V O S

inglesas de Granville, Bracton y Littleton, las francesas de Beaumanoir


y Dumoulin, la sajona de Eric von Repkow y tantas otras.
Pues bien, ni que decir tiene que los recopiladores seleccionaban las
costumbres a su gusto y añadían lo que les parecía bien; hasta tal punto
que todavían están los historiadores y los filólogos intentando separar
lo que hay de auténticamente consuetudinario en el Sachsenspiegel y lo
que se debe a la pluma de von Repkow; y lo mismo con todos los demás.
Más todavía: algunos de los monumentos estrictamente «legislativos»
(es decir, que no contenían nuevas recopilaciones consuetudinarias) que
en su día supusieron un hito incuestionado en la evolución del Dere-
cho, fueron obra privada de juristas con una finalidad exclusivamente
didáctica. Tal es el caso, entre otros, del llamado Decreto de Graciano
—cuna medieval del Derecho canónico— o de las Partidas castellanas,
que sólo mucho más tarde adquirirían oficialmente carácter de leyes
al ser declaradas así por el Papa y el rey respectivamente. Quizás el
ejemplo más significativo sea el del Derecho feudal —la tercera columna
junto con el romano y el canónico del ius commune medieval—, que
nació en una carta privada que a fines del siglo xi escribió a su hijo el
juez lombardo Ubertus ab Orto en la que le explicaba el funcionamiento
de tal Derecho y que a partir de entonces se consideró como el primer y
auténtico Liber feudorum. De esta manera el viejo servidor de las leyes
se convirtió en su auténtico creador (faber).
Cuando se contempla el Derecho desde una perspectiva histórica se
difumina de inmediato la nota, hoy considerada esencial, de que la ley
expresa la voluntad del soberano. Esto sólo ha sido ocasionalmente cier-
to, puesto que, como estamos viendo, tenían la misma fuerza los textos
que efectivamente procedían del soberano (constituciones imperiales,
capitulares carolingias, ordenanzas reales) que los que eran obra de un
autor privado. Como igualmente se equipararon los textos que nacían
con vocación normativa (leyes en sentido estricto) y los que tenían fines
meramente didácticos, como las Instituciones de corte romano o las Par-
tidas castellanas. Y es que, a mi modo de ver, la normatividad procedía de
la sacralización que durante muchos siglos se ha reconocido a lo escrito.
La escritura era una manifestación sobrenatural que confería por sí sola
veracidad a los relatos históricos y normatividad a los textos jurídicos.
La magia sacral de la escritura ha convertido a los juristas durante
algunas épocas en pseudolegisladores o, dicho sea sin eufemismos, en
contrabandistas de leyes y, en definitiva, en creadores de Derecho (con-
ditores iuris). Hasta muy avanzada la Edad Media —hasta que empezó
a desarrollarse la crítica de textos— todo lo que aparecía en un ma-
nuscrito a título de ley, por ley se tenía cualquiera que fuera su origen

185
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

y autenticidad. Fue entonces la edad de oro de las falsificaciones, y no


sólo en el Derecho. Hoy sabemos que casi un tercio de los textos ca-
nónicos medievales son falsificaciones: decisiones y decretales que un
jurista o copista atribuía a un papa o concilio y que por tal se aceptaba
sin más, empezando por la fabulada «Donación de Constantino», que
fue el soporte legal del Papado militante durante varios siglos.
Ni que decir tiene que este enorme poder legislativo fáctico de los
juristas sólo era posible contando con la colaboración de las autorida-
des que avalaban su autenticidad; es más, por seguro se tiene que las
falsificaciones se hacían al dictado de quienes luego iban a aprovecharse
de ellas. Aunque tampoco hay que descartar una interpretación más
benévola en los casos en que los papas, reyes y señores (y sus juristas)
consideraban que un nuevo precepto era justo y bueno sin que a ellos les
favoreciera necesariamente. Pues bien, entonces lo ponían en circula-
ción por escrito, mas no a su propio nombre sino al de alguna autoridad
pretérita, ya que entonces la fuerza de los textos se robustecía con su
mera antigüedad.
El Derecho de los juristas sufrió un (relativo) eclipse en beneficio de
la ley durante la Ilustración (es significativo que los grandes analistas y
reformadores de la época no fueran juristas de profesión, como Mably
y Filangieri). Marginación que se intensificó aún más en la época de las
grandes codificaciones del siglo xix hasta coronarse en la actualidad
donde la ley no le deja lugar alguno entre las fuentes del Derecho. Mas
no por ello debemos desconocer su importancia, puesto que sigue in-
fluyendo en la creación de leyes y de jurisprudencia penetrando en los
intersticios del aparato legislativo y judicial y más claramente todavía
en las operaciones jurídicas de la práctica. Por ello en 1742 invitaba
Muratori a «leer a los juristas habida cuenta de que sus opiniones son
las que informan el Foro y a su tenor se dictan las sentencias». Pero
tampoco hay que pasar por alto el riesgo de una devoción excesiva a
ellos del que prevenía, exactamente en las mismas fechas, el valenciano
Berní al advertir que «van errados los abogados en España que sólo se
guían por Autores, llenando de ellos grandes librerías, sin hacer caso de
las leyes reales».

Labor e importancia de los juristas: spiritus legum

Las anteriores consideraciones no deben entenderse, sin embargo, como


la formulación de un rígido dilema: o servus o faber. La realidad es que
el papel de los juristas es polivalente, de tal manera que al tiempo que

186
OT RO S DERECHOS NO N O R M AT I V O S

están al servicio de las leyes en sus tareas de glosa y comentario, las


están creando por sustitución clandestina o por recopilación y, lo que
es más grave y constante, son creadores de las leyes en una doble vía: o
bien al hilo de una relación dialéctica o bien en cuanto que proporcio-
nan el espíritu de su contenido material.
Por lo que se refiere a lo primero —y tal como ya se ha explicado
al hablar del sistema de red— se forma un permanente proceso circular
de retroalimentación, dado que las normas van a los juristas para que
las aclaren, y luego lo que hacen éstos regresa inmediatamente a las
normas, que terminan asumiendo e integrando en el texto buena parte
de la interpretación que se les ha dado.
En cuanto a lo segundo, es fácil constatar que los textos son enuncia-
dos lingüísticos vacíos de contenido que sólo adquieren sentido cuando
los juristas se lo prestan. Los jueces y funcionarios creen estar aplicando
y ejecutando directamente las leyes y en realidad lo que están haciendo,
deliberada o inconscientemente, es operar con los conceptos y sistemas
que han construido los juristas.
Los textos normativos constituyen, todo lo más, el esqueleto del
Derecho, cuya musculatura es obra de los juristas con la que recubren y
dan forma a aquél. Desde la baja Edad Media el Derecho está formado
por las llamadas «construcciones jurídicas» elaboradas por los juristas
con el apoyo de los textos. A los juristas se debe, en efecto, la creación
de los conceptos, sistemas e instituciones con las que se funciona en la
práctica. Los juristas hacen inteligibles y coherentes las leyes mediante
la interpretación de ellas y hacen previsible con sus razonamientos la
resolución de los conflictos singulares. La ley es moldeada por el juez
con los elementos que le proporciona la doctrina. E incluso hay jueces
que, al tiempo que resuelven, adoptan en sus sentencias ademanes doc-
trinales. En suma y como se ha repetido, en el Derecho continental no
se estudian directamente las leyes ni las sentencias sino las versiones que
de ellas proporcionan los autores.
Cuando un lego se asoma al artículo 348 del código civil —que
es uno de los pilares fundamentales del Derecho y de la sociedad de
España— se encuentra con una cáscara que nada dice por sí misma:
«La propiedad es el derecho de gozar y disponer de una cosa, sin más
limitaciones que las establecidas en las leyes». Ahora bien, este precep-
to, técnicamente, no es más que un entramado de remisiones hasta tal
punto, que hasta que no las hayamos seguido todas e integrado en el
artículo remitente, no nos habremos enterado de lo que dice el código.
A tal efecto hemos de indagar lo que es «derecho», lo que es «goce», lo
que es «disposición» y lo que es «cosa»; luego tenemos que averiguar

187
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

lo que son «limitaciones» para distinguirlas de los límites, y lo que son


«leyes» para distinguirlas de reglamentos. Pues bien, todo esto es lo que
hacen los juristas y lo que convierte el manejo del Derecho en un arte
sutil lleno de dificultades.
No obstante lo anterior, la influencia de los juristas suele ser silen-
ciada y el Legislador desde luego no la admite; mas para los sociólogos e
historiadores es un fenómeno familiar e indiscutido consagrado ya en la
frase de Pomponio de que el ius civile es un ius a prudentibus compositum.
Ahora bien, la labor fundamental de los juristas no es la elaboración
de un cuerpo doctrinal complementario del legislativo o del judicial sino
la resolución de conflictos concretos tanto en su calidad de jueces deci-
sores como de abogados colaboradores en la toma de decisión; así como
la evitación de controversias como asesores cautelares o preventivos
(abogados, notarios) de los particulares en la redacción de documentos,
dirección de procedimientos y fijación de estrategias de actuación. El
jurista es, en suma, un colaborador de los agentes sociales que aporta
sus conocimientos jurídicos como en otros ámbitos y con otras técnicas
lo hace el ingeniero o el químico.
La obra doctrinal o teórica es un mero presupuesto de la labor prin-
cipal a la que acaba de aludirse; de la misma manera que a nadie se le
ocurriría decir que la función de los médicos es escribir libros de ana-
tomía y fisiología y no tratar a los enfermos o asesorar en la prevención
de enfermedades. Lo que sucede es que la atención se fija más en el
magisterio y en la producción bibliográfica por ser una fuente abierta
de información y una guía permanente de comportamientos. Por así de-
cirlo, la obra escrita queda, mientras que lo principal —la curación de
los enfermos o la dirección de pleitos— pronto se olvida. Hoy nadie se
acuerda de Marañón o Jiménez Díaz por las curaciones que hicieron
sino por los libros que publicaron; ni de Sánchez Román por su activi-
dad política ni por sus pleitos sino por su Tratado de Derecho civil; y la
memoria de unos y otros durará lo que duren sus páginas impresas, que
por lo demás tan rápidamente van empalideciendo.

Los juristas y el pueblo

De notar es, con todo, un importante rasgo diferenciador: en la Edad


Media en las áreas de dominio de Derecho popular los juristas estaban
al servicio del Derecho —que coleccionaban con esmero y mejoraban
en lo posible— y de los intereses inmediatos de la comunidad; mientras
que en las áreas de dominio del Derecho romano se distanciaban deli-

188
OT RO S DERECHOS NO N O R M AT I V O S

beradamente del pueblo para formar con sus construcciones una técnica
oscura que sólo ellos podían manejar y que a quien más beneficiaba era
a ellos mismos, dado que quien sirve a la ley, de ella vive, formándose
en consecuencia una casta lejana, cerrada y parásita.
Así se explica la resistencia que encontró la recepción del Derecho
romano durante la baja Edad Media con episodios violentos en toda
Europa y testimonios literarios constantes exacerbados en España desde
Alfono X y que en Alemania se potenciaron todavía más durante la
Reforma protestante, enemiga natural de cuanto venía directa o indi-
rectamente de Roma. Basta recordar las diatribas de Sebastian Brant,
Thomas Murner, Abraham a Santa Clara y del propio Lutero, a quien
ya se ha citado antes literalmente.
El Derecho no volvió a aproximarse al pueblo (o al menos es cuan-
do empezó a intentarse) hasta Thomasius, bien avanzado el siglo xviii;
y es significativo también que éste fuera el primer autor importante que
se decidiera a abandonar el latín, que funcionaba como la barrera más
eficaz de distanciación entre el pueblo y los juristas. El Derecho popular
vivía refugiado —aunque los historiadores no se hayan percatado bien
de ello— en las jurisdicciones inferiores servidas indefectiblemente por
jueces legos; aunque también es verdad que como los abogados no po-
dían dejar que se perdiesen los beneficios de tales huertos, se encargasen
de que estos jueces legos precisaran necesariamente del asesoramiento
de un Letrado bien retribuido.
En la actualidad los juristas se apartan deliberadamente del pueblo
para formar un estamento privilegiado y cerrado, que es lo que permite
que sus actividades sean económica y socialmente rentables. Hace tiem-
po, desde luego y como ya se ha indicado, que abandonaron el latín y
escriben en las lenguas nacionales. Mas no por ello se dejan entender,
dado que han creado una jerga inaccesible al lego si no se la traduce
adecuadamente. Es evidente que los juristas podrían expresarse en un
lenguaje llano; mas si tal hicieran perderían su aureola mágica y, sobre
todo, su dominio absoluto sobre el ciudadano, que sin ellos está indefen-
so y perdido. Hoy hace falta un abogado para todo: de su mano hay que
acercarse al juez y sin su lectura de la sentencia el justiciable no sabría
siquiera si ha ganado o perdido el pleito. Es significativo que Moisés
recibiera las tablas de la ley en las alturas de un monte, lejos del pueblo.

Celos del Legislador

La enorme importancia que los juristas tienen en el Derecho no suele


serles reconocida, y menos por el Legislador; pero es evidente que éste

189
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

no lo ignora y que incluso tiene celos de ellos hasta tal punto que a ve-
ces se ha sentido obligado a adoptar una posición defensiva frente a la
«doctrina», amenazando con penas severas a los comentaristas que pu-
sieran sus manos en las leyes, como es el caso de la Constitución Tanta
que encabeza el Digesto: ut nemo neque eorum, qui in praesentis iuris
peritiam habent, nec qui postea fuerint, audeat commentarios iisdem
legibus adnectere [...] Alias autem legum interpretationes, immo magis
perversiones eos iactare non concedimus, ne verbositas eorum aliquid le-
gibus nostris adferat ex confusiones dedecus (que nadie, ni de los que al
presente poseen la pericia del Derecho ni de los que la tengan después,
se atreva a agregar comentarios a estas leyes [...] Pero otras interpreta-
ciones de las leyes, que más son perversiones, no les concedemos que
hagan, para que su verbosidad no cause a nuestras leyes, por su confu-
sión, desdoro). Una prohibición de la que hicieron escarnio los juristas
que en los siglos posteriores escribieron montañas de glosas sobre tal
corpus.
Además, no faltan ejemplos de expresas prohibiciones legales de
invocación de doctrinas ante los tribunales, para evitar así que los jueces
acudan a ellas y no directamente a las leyes. Esto es lo que sucede tam-
bién con las llamadas «leyes de citas» que, si bien inútilmente, intentaban
frenar —o al menos jerarquizar— el aluvión de citas que los abogados
invocaban en sus alegaciones. Así, en la Interpretatio a la ley de Teodo-
sio y Valentino de 438 se admite únicamente la autoridad de Papiniano,
Paulo, Gayo, Ulpiano, Modestino, Scaevola, Sabino, Julio y Marcelo,
precisando que «si se presentasen varias sentencias, venza aquella en la
que coincidieron un mayor número; y si acaso hubiere un número igual
en cada parte, prevalezca la autoridad de aquella en la que milita Papi-
niano». En verdad que es difícil encontrar un criterio más rudimentario
ni un desconocimiento mayor del valor intrínseco de los argumentos,
que aquí se sustituyen por el peso cuantitativo de las citas acumuladas.
Actitud que, pese a su reconocida inutilidad, se encuentra reprodu-
cida hasta avanzada la Edad Moderna en múltiples tiempos y lugares.
Valga, por todos, el recordatorio de la Pragmática de Juan II de 8 de
febrero de 1427: «Los abogados no sean osados de alegar [...] opinión,
ni determinación, ni dicho, decisión, ni autoridad ni glosa de cualquier
doctor ni de otro alguno, así legistas como canonistas, que han sido
hasta aquí después de Juan Andrés y de Bartolo ni tampoco de los que
fuesen de aquí en adelante». Reticencias que se agravaron en las modé-
licas constituciones del reino de Cerdeña, en las que se prohibía a los
abogados alegar en sus escritos doctrinas de los doctores y lo mismo a
los jueces en sus sentencias so pena, nada menos, de perder el cargo.

190
OT RO S DERECHOS NO N O R M AT I V O S

Cierto es, desde luego, que el Legislador puede impedir —o al me-


nos intentarlo, ya que este tipo de prohibiciones no suelen durar mucho
tiempo— la cita de autores ante los tribunales, pero en modo alguno
pueden evitar la influencia de su autoridad ni en ese ni en otros ámbitos.
Una autoridad que, por otra parte, depende de la actitud de los propios
juristas. Porque hay épocas en las que los autores adoptan posiciones
muy modestas y se consideran efectivamente meros siervos de la ley;
mientras que en otros demuestran tener mayor confianza en sí mismos
y valoran su opinión más que el texto de la ley: la ley dice lo que ellos
entienden y, por lo mismo, Derecho es lo que ellos dicen. Valga a este
propósito la opinión de Zasius en el siglo xvi: contestatum ante om-
nia volo, ex solis me textibus iuris, verisque et fundatis rationibus, qui
vel lege natura firmantur, pendere velle (quiero advertir ante todo que
únicamente hago depender mi opinión de los textos jurídicos y de las
razones verdaderas y fundadas que se apoyan en la ley de la naturaleza).

Parcialidad e imparcialidad de los juristas

Una vertiente de esta cuestión ya se ha examinado en el capítulo segun-


do al hablar de la neutralidad axiológica; pero éste es lugar para seguir
insistiendo sobre este punto.
En la obra de los juristas suele distinguirse entre lo que se escribe
por encargo de un cliente (abogados), lo que se enuncia como pura crea-
ción intelectual (profesores) y lo que se pronuncia desde una posición
oficial (jueces).
Por lo que se refiere a lo primero, su autoridad queda rebajada por
una tara servicial, ya que su trabajo y su consejo se enderezan siempre
en el sentido que le indica su patrón, sea el político o el cliente. Es sen-
cillamente inimaginable que un jurista pretenda imponer sus opiniones
personales en contra de los intereses del asesorado, ya que no sería
seguido su consejo y, además, no se le retribuiría. En dos mil trescientos
años de historia sólo se conoce un caso de jurista mártir, víctima de
sus convicciones. Esto sucedió con Papiniano, mandado ejecutar por
Caracalla por haberse negado a redactar un dictamen justificativo del
asesinato de Geta.
Queda, con todo, su actividad «científica». Se supone que la ciencia
es neutral y si nadie espera de un letrado un dictamen imparcial, todos
dan por sentado que el profesor lo es. Y sin embargo tampoco es así.
Nada menos que del siglo xii procede la cruel observación de Nigellus
Wireker de que «a los juristas se les encuentra allí donde hay dinero y

191
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

poder, en las cortes reales, en las residencias papales, en las ciudades y


en los monasterios».
El episodio de los cuatro doctores es muy antiguo y su lección sigue
siendo válida. Cabalgaba el emperador acompañado de cuatro asesores,
profesores de Bolonia, a los que consultó un asunto delicado ofrecien-
do como pago el corcel en que montaba. Pues bien, Jacobo expuso su
opinión sincera mientras que Martino informó en el sentido que sabía
interesaba al emperador, y naturalmente fue él quien recibió el caballo:
Jacobus dicit aequum, sed Martinus habuit equum (Jacobo dijo lo que
era justo, mas Martino cobró el caballo). La venalidad de los juristas
es algo tan conocido que no merece la pena insistir mucho en ello. Yo
me atengo a la expresión puesta en labios de Federico el Grande: «Mis
asesores jurídicos bailan, al igual que las danzarinas, al son de la música
que yo toco».
Esto siempre ha sido así —y no debe ser reprochado por escrúpulos
ilusorios—, puesto que forma parte de la profesión: allá van pareceres
do los pagadores quieren. Con la consecuencia de que esta actitud venal
nunca ha escandalizado a la comunidad de juristas, dado que casi to-
dos la siguen. Baldo de Ubaldis, uno de los más grandes juristas de todos
los tiempos, llegó a hacerse tan famoso por su versatilidad —o sea, por
su capacidad de sostener en dos dictámenes doctrinas rigurosamente
contrarias y ni que decir tiene que siempre a gusto del cliente— que a
sus escritos terminó imputándose una praesumptio falsitatis: lo que no
redundaba curiosamente en su desprestigio sino que se tenía más bien
como una muestra de habilidad técnica.
No se trata —esto debe quedar claro— de abogados corrompidos,
ya que no estoy hablando de ellos, sino de «autores científicos» que han
dejado su huella en la evolución del Derecho. Y es que la parcialidad
no es patrimonio exclusivo de los abogados —mercenarios de profe-
sión— sino que alcanza hasta a los profesores más solemnes.
Pensemos en Grocio, cuya obra dio un giro completo al Derecho
Internacional moderno y que además fue un hombre profundamente
religioso y políticamente tan íntegro que pasó más de la mitad de su
vida en prisiones y destierros. Ciertamente que un hombre de su temple
no hubiera movido la pluma por un puñado de monedas; pero era un
nacionalista convencido y —lo que son las cosas— la obra que impuso
la libertad de los mares fue redactada por encargo del Gobierno de
Batavia al que tanto perjudicaba la doctrina papal del reparto de los
océanos entre España y Portugal. Por seguir con juristas excepcionales,
tampoco el gran Francisco Suárez cobraba sus opiniones, pero debe te-
nerse presente que su tesis sobre la limitación del poder legislativo de

192
OT RO S DERECHOS NO N O R M AT I V O S

los soberanos fue también encargada, esta vez por el cardenal Bellarmi-
no, para reforzar la oposición de Roma a la política de Enrique VIII.
Y por terminar con una referencia a la vida cotidiana de hoy, tal
como ha explicado la profesora Puigpelat en un alarde poco frecuen-
te de sinceridad, nada hay tan sospechoso como la formación de una
«doctrina dominante», cuyo proceso genético habitual es el siguiente:
primero un autor manifiesta en una revista científica su criterio personal
elaborado casualmente como defensor de parte en un proceso judicial
(circunstancia que, además, suele silenciarse para no perder el halo cien-
tífico) y luego otros autores que no se esfuerzan en estudiar este punto a
la hora de desarrollarlo se limitan a suscribir el criterio primero, y así se
inicia y termina consolidándose una cadena que, como la de la nobleza,
cuantos más eslabones puede lucir, mayor peso parece tener.
Cuanto se está diciendo a propósito de la parcialidad de los ju-
ristas no debe entenderse, sin embargo, en un sentido necesariamente
peyorativo, ya que refleja el carácter servicial del Derecho que en este
libro se está sosteniendo desde sus primeras páginas. Si el Derecho está
confesadamente al servicio de ciertos valores o intereses, es lógico e
inevitable que los juristas también estén al servicio de ciertos intereses:
cabalmente los de sus clientes.
Reconocer esta situación no empaña, pues, en modo alguno la ho-
norabilidad de los abogados. Lo único intolerable son las exhibiciones
hipócritas, o sea, cuando se proclama de labios afuera que se está al ser-
vicio de la Razón o de la Justicia. Porque el abogado, por profesión, no
está al servicio de tales valores sino al de los intereses de su cliente, de
tal manera que mal abogado sería el que sacrificase éstos en beneficio de
aquéllos. Los abogados se limitan a desear que todo coincida y, cuando
así sucede, se convierten en eficaces colaboradores en la realización de
la Justicia, aunque tal no sea el objetivo directo de su profesión.
La venalidad de los juristas —notoria aunque no necesariamente re-
prochable— es curiosamente una de las causas más eficaces del progreso
del Derecho y de la legislación. En unos casos porque, apremiados por
los intereses del cliente, han de buscar imaginativamente argumentos
peregrinos para defender sus posiciones, a cuyo propósito construyen
nuevos conceptos, instituciones y principios que terminan generalizán-
dose y consolidándose en la ciencia jurídica. En otros casos porque su
cliente se encuentra en una situación no prevista en las leyes al tratarse
de una relación social inédita aparecida originalmente en el tiempo.
Pues bien, en estas circunstancias el jurista —también imaginativamen-
te— impulsa que las normas antiguas vayan adaptándose a las relaciones
sociales presentes. El jurista mercenario y parcial contribuye eficazmen-

193
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

te, en suma, al progreso de la ciencia del Derecho y de la evolución


legislativa y jurisprudencial.
Otra cosa es que estén de hecho a la altura de los tiempos. Porque
a veces los abanderados del progreso no son ellos sino los jueces; como
tampoco hay que desconocer que en ocasiones es el Legislador quien
va delante de jueces y juristas en esta arriesgada tarea de adaptar el
Derecho a las nuevas necesidades sociales.

Derecho usual

Si en el capítulo anterior nos hemos ocupado de la variante judicial del


Derecho practicado, las páginas siguientes se dedican a la otra variante,
es decir, al Derecho practicado por los particulares. Aquí se llama De-
recho usual al practicado por los particulares, que no coincide siempre
con el Derecho normado ni tampoco con el practicado por los jueces.
Está constituido por los actos privados —decisiones singulares— que
realizan efectivamente los ciudadanos y su objetivo fundamental es la
satisfacción de sus propios intereses aunque tenga como referentes a las
normas jurídicas y con frecuencia están inspirados, e incluso redacta-
dos, por algún jurista.
En el capítulo cuarto ya se ha hablado largamente de una variante
específica del Derecho practicado —la desarrollada por los ciudada-
nos— que ahora se retoma con el nombre propio de Derecho usual, he-
redero real de aquel «Derecho vulgar» que se popularizó durante la épo-
ca de la decadencia del Imperio romano y la de las invasiones bárbaras.
La existencia y la importancia del Derecho practicado han sido
siempre tenidas en cuenta por los autores de talante sociológico y
realista; pero el ejemplo histórico más significativo sigue siendo el del
«Derecho romano vulgar». Como es sabido, a partir de Diocleciano
se relajó la autoridad del Imperio hasta tal punto que, en lo que aquí
interesa, las leyes de Roma dejaron de aplicarse en las provincias (sobre
todo en las occidentales): en parte porque el descenso de la cultura de
los operadores jurídicos les incapacitaba técnicamente para manejarlas
y aun entenderlas; y en parte también porque la creciente debilidad de
la burocracia imperial ya no le permitía imponer su cumplimiento rigu-
roso y hubo que tolerar la emergencia o recuperación de las costumbres
provinciales que no estaban de acuerdo con el estricto Derecho roma-
no clásico. Así fue como se produjo la gran escisión entre el Derecho
normado que venía de Roma y el Derecho —incomparablemente más
sencillo y, sobre todo, más arraigado en el pueblo— practicado en las

194
OT RO S DERECHOS NO N O R M AT I V O S

provincias y que desde Brunner empezó a llamarse «vulgar», y que hoy


nos es aceptablemente conocido a partir de las asombrosas investigacio-
nes de Ernst Levy. Los historiadores, en suma, han llegado a la conclu-
sión de que el Derecho formalmente vigente dejó en aquella época de
producir efectos —y hasta con el tiempo acabó olvidándose— para ser
sustituido por «otro Derecho», el realmente practicado, que llamaron
vulgar, cuyos preceptos fueron a veces recogidos por los emperadores
en nuevas constituciones que sustituían a las antiguas, pero que en la
mayoría de los casos fueron oficialmente ignorados produciéndose con
ello una escisión radical entre lo normado y lo practicado. En estas con-
diciones, ¿dónde está el Derecho: en el bloque normado aunque no se
aplique o en el bloque practicado aunque no esté recogido en ley alguna?
Si la Ley es una oferta que hace el Estado a sus destinatarios, tal
como se ha expuesto en el capítulo quinto, ¿qué hacen éstos con aqué-
lla?, ¿en qué medida ajustan a ella su conducta? Los individuos cumplen
la ley, o no, o la cumplen con el alcance que ellos le dan; los órganos
públicos la ejecutan, o no, o la ejecutan con el alcance que ellos le dan;
los jueces, en fin, la aplican, o no, o la aplican con el alcance que quie-
ren darle. De hecho sólo se hacen realidad algunos de sus preceptos y
los otros se archivan o envían a los museos universitarios para ser allí
admirados y estudiados por profesores y alumnos.
La teoría del Derecho practicado es resultado de la observación de
la realidad, una fruta del árbol de la experiencia que hunde sus raíces
en el suelo del antiestatalismo jurídico (es decir, en la negación de que
el Estado tiene el monopolio de la creación y aplicación de las normas
jurídicas) y se despliega en el mundo del pluralismo jurídico.
En su consecuencia, quienes sostenemos la trascendencia del Dere-
cho practicado no nos atenemos solamente a las leyes estatales sino que
llamamos también y acumulativamente Derecho a las reglas generales
que aparecen, y con el alcance que aparecen, en las actuaciones de los
demás agentes sociales, públicos y privados, independientemente de que
figuren, o no, entre las fuentes formales del Derecho reconocidas en el
código civil.
La Razón Jurídica desviada —apoyándose en el artículo 1 del có-
digo civil, que es un modelo incomparable de ambigüedad— reconoce,
con mayores o menores reticencias, el Derecho Judicial, pero en modo
alguno acepta la idea, más amplia, del Derecho practicado. Porque, en
efecto, desde su punto de vista lo que realmente se practica (de no ser
costumbre, en cuyo caso se trataría de una «fuente» de Derecho) es un
simple hecho jurídico; mientras que la Razón Jurídica recta que aquí
se defiende afirma que también es Derecho, al tiempo que, a la inversa

195
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

y para mayor gravedad, se degrada la ley no validada, ni aplicada ni


practicada, a la condición de hecho. El sistema se ha puesto, en suma,
cabeza abajo. Esta aparente enormidad hace plausible la tesis de que lo
practicado por agentes sociales distintos a los jueces sea también Dere-
cho y la de que lo normado y no practicado —aunque lo sea sin duda
formalmente— no es Derecho en sentido propio o fuerte.
Con el recordatorio, además, de que el Derecho usual ilegal o dis-
cordante con el Derecho normado no queda encapsulado y estéril como
una excepción meramente tolerada sino que al incorporarse al torrente
general del Derecho interactúa con los otros elementos —según sabe-
mos por el sistema de comunicación reticular— demostrando su ferti-
lidad operativa. Si el Derecho normado intenta controlar las prácticas
jurídicas privadas para evitar desviaciones, su fracaso puede volverse
contra él, ya que aquéllas pueden producir un efecto de regreso que
termine modificando las normas jurídicas originarias: lo que suele con-
siderarse como un «progreso», ya que trasluce una adaptación de las
normas estatales a la realidad social. Piénsese en actividades hasta hace
poco ilícitas, como el juego o el aborto, que, no obstante su prohibición
y criminalización, eran practicadas habitualmente sin que la Adminis-
tración ni los jueces pusieran especial empeño en reprimirlas, con la
consecuencia de que terminaban convalidadas por prescripción. Pues
bien, en esta lucha entre el Derecho normado y el usual practicado ha
terminado venciendo éste, puesto que, al final, se han modificado las
leyes para adaptarlas a la práctica.
Dejando ya estas cuestiones, las páginas siguientes van a girar fun-
damentalmente en torno al cumplimiento (o incumplimiento) de las
leyes como manifestación genuina del Derecho usual. En términos con-
vencionales se entiende por cumplimiento en sentido estricto una con-
ducta positiva de obediencia a un mandato y por observancia el respeto
a una prohibición. Aunque bien es verdad que estas expresiones pueden
entenderse también en sentido amplio como sinónimas.
En las páginas anteriores hemos podido comprobar cómo el Derecho
no sólo está en manos de los representantes del pueblo, de los jueces y
de los juristas, sino también en manos de los particulares, quienes, para
empezar, tienen la posibilidad de cumplirlo o incumplirlo.
Sería interesante contar con estadísticas sobre niveles de incumpli-
miento; aunque sin necesidad de ellas cualquiera puede hacerse una idea
por su propia percepción. Basta encender la televisión para comprobar
que ante millones de espectadores se desatienden las normas sobre publi-
cidad, horas y contenidos. Basta salir a la carretera para comprobar que
casi nadie respeta los límites de velocidad y los adelantamientos. Basta

196
OT RO S DERECHOS NO N O R M AT I V O S

entrar en una oficina pública para comprobar la generalizada desatención


de los funcionarios a los deberes de su cargo. Las calles están llenas de
mendigos, prostitutas y vendedores que infringen delante de la policía las
ordenanzas municipales. La contaminación en todas sus variantes desafía
cotidianamente todas las leyes protectoras del medio ambiente. Y para
cerrar este brevísimo apunte podría aludirse a las innumerables defrauda-
ciones fiscales y a los delitos que, no cada hora, cada minuto se cometen
en España.
Ante unos datos tan indudables las preguntas que inevitablemente se
abren son las siguientes: ¿Tiene todo esto algo que ver con el Derecho
o es un mero efecto sociológico externo al mismo? ¿Debe esta realidad
interesar a los juristas? ¿El cumplimiento o incumplimiento de las leyes
afecta a su naturaleza y en último extremo es relevante para el Derecho?
Como es sabido, existen respuestas contundentemente negativas,
pues no falta quien opina que el primer mandamiento del Decálogo
no pierde su naturaleza normativa aunque no haya nadie en el pueblo
escogido ni en el mundo entero que «ame a Dios sobre todas las cosas».
El Derecho empieza —pero también acaba— en una serie de proposi-
ciones lingüísticas y las reglas del polo existirán incluso en los países
donde no haya caballos, mazas ni pelotas.
Estas opiniones son correctas cuando se admite —desde la perspec-
tiva normativista que tantas veces nos hemos ido encontrando a lo largo
del libro— la identificación entre Derecho y texto normativo. Pero de-
jan de serlo cuando se entiende, como aquí se sostiene, que el Derecho
es algo más que un conjunto de leyes positivas, pues en tal supuesto
es evidente que el cumplimiento o incumplimiento de las normas, en
cuanto comportamientos humanos de relevancia jurídica, forman parte
del Derecho e interesan al jurista. Lo que da sentido al Derecho no es
la creación de leyes reguladoras de conductas hipotéticas futuras sino
el control efectivo de tales conductas cuando ya han sido realizadas, así
como la resolución de los conflictos concretos eventualmente suscita-
dos; de la misma manera que lo que da sentido a la Medicina son las
enfermedades y los enfermos, no los manuales académicos.
Más todavía: incluso sin salirse de la Teoría de las normas es mani-
fiesto que entre ellas y sus destinatarios media una relación dialéctica o
circular de la que tanto se está hablando en el presente libro: la norma
influye, aunque no determine, los comportamientos humanos y éstos
influyen en un proceso de retroalimentación sobre el contenido y al-
cance de la norma. Puede llegar, según sabemos, hasta convertirlo en
mera chatarra legal o, sin llegar a tanto, modaliza siempre su forma de
aplicación, ya que se forman acuerdos implícitos entre los particulares

197
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

y los agentes estatales (funcionarios y jueces) en los que se determina


el alcance preciso de la norma, de tal manera que termina aplicándose
y cumpliendo en los términos de tales acuerdos y no de su letra o de la
voluntad originaria del Legislador. Y así es también como se entiende la
concepción de la ley como oferta o directriz y no como mandato estric-
to. En estas condiciones, ¿cómo negar que tales circunstancias han de
interesar al jurista y que incluso forman parte del Derecho con el mismo
título que las normas jurídicas propiamente dichas?

Incumplimiento tolerado

Una de las modalidades más graves de incumplimiento es el tolerado.


Con ello me refiero a supuestos en los que los Poderes públicos encar-
gados de forzar el cumplimiento de las leyes (Administración y jueces)
no lo imponen bien sea porque no se han percatado del incumplimiento
o porque, aun teniendo noticia de él, nada hacen para remediarlo por
incapacidad material, desidia o dolo.
Es frecuente afirmar que la Administración y los jueces no persiguen
los incumplimientos porque no los conocen o no pueden probarlos ha-
bida cuenta de la habilidad de los infractores. Así es evidentemente en
muchos casos, pero no siempre, y de ordinario se trata de un burdo
pretexto, un intento de justificación de su pasividad, pues hay incum-
plimientos tan notorios —piénsese en la publicidad ilícita realizada en
televisión— que hay que cerrar literalmente los ojos para no verlos. Y
nada digamos de los ilícitos denunciados diariamente en los medios de
comunicación, que todo el mundo conoce menos inspectores y fiscales,
que, al parecer, ni siquiera leen la prensa.
También suele decirse que no se exige el cumplimiento por carecer
de medios materiales suficientes. Una verdad parcial porque si bien es
cierto que, por ejemplo, los Ayuntamientos no están en condiciones de
sancionar a los cientos de miles de automovilistas que aparcan mal, hay
que tener en cuenta que son ellos los que han provocado esta situación.
La mejor prueba de ello es la de que en los municipios donde no hay
tolerancia hay menos incumplimientos y son fácilmente reprimidos.
En definitiva, se trata de un círculo vicioso: la tolerancia fomenta los
incumplimientos y el aumento de éstos provoca inevitablemente una
mayor tolerancia.
La peor variante de la tolerancia es la dolosa: cuando la Administra-
ción, la Magistratura y el Ministerio Fiscal se ponen de acuerdo explí-
cita o implícitamente para no reprimir a los incumplidores bien sea por

198
OT RO S DERECHOS NO N O R M AT I V O S

corrupción directa (venalidad: do ut des) o indirecta (do in spe ut des: en


la confianza de que alguna vez me correspondas). En estas condiciones
—por desgracia cotidianas entre nosotros— se disuelve el Estado en lo
que san Agustín denominaba una cuadrilla de malhechores, se rompe
el pacto social y los ciudadanos se encuentran a merced de unos domi-
nantes insaciables.
Ahora bien, si no se quiere llegar a juicios tan extremados, lo que
resulta forzoso es reconocer, al menos, que el Estado de Derecho queda
herido, ya que se rompe el principio de la igualdad de trato y se pierde
la confianza en las leyes y en los Poderes públicos. Habrá Estado, quizás,
pero no Estado de Derecho ni, por supuesto, Derecho, salvo que se
admita que hay un Derecho para ciertos ciudadanos a los que todo se
tolera, y otro Derecho distinto para los demás, a los que se exige impla-
cablemente el cumplimiento exacto de sus obligaciones.

Incumplimiento y resistencia

Dejando ya a un lado los incumplimientos producidos por la ignorancia


de los obligados, la imposibilidad de exigirlo por parte de los agentes
estatales y la impunidad (sea ésta por prepotencia o por insolvencia),
una de las modalidades sociológicamente más interesantes del incumpli-
miento es la resistencia deliberada. En estos casos el interesado conoce
su obligaciones mas no disimula el incumplimiento y desafía abierta-
mente a quien puede, o debe, exigir el cumplimiento. La casuística de
este fenómeno es variadísima:
a) En obligaciones interprivatos el deudor sabe que los costes judi-
ciales de exigencia de cumplimiento son superiores a la deuda propia-
mente dicha y que, por tanto, el acreedor no va a demandarle.
b) En incumplimientos de Derecho público (administrativos o pena-
les) el infractor sabe que la Administración carece de aparato represivo
adecuado (caso de los rateros o de la publicidad engañosa) o cuenta
con influencias políticas o de corrupción para frenar los intentos de
exigencia.
c) En el incumplimiento-provocación el obligado incumple para, a
cambio de una sanción más o menos dura, dar testimonio público de la
injusticia de un régimen o de su incapacidad de coerción.
d) El incumplimiento masivo, como sucede en las infracciones de
tráfico o de aparcamiento indebido en la vía pública o en manifesta-
ciones callejeras no autorizadas. Lo que el individuo no se atreve, o no
puede, hacer por sí solo, puede hacerlo la masa con impunidad. Ésta

199
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

es una manifestación más de la «rebelión de las masas» anunciada por


Ortega y Gasset. La Administración Pública se encuentra indefensa de
ordinario ante una resistencia masiva. Circunstancia que aprovechan
algunos incumplidores individuales para provocarla artificialmente y así
poder diluir su responsabilidad en un incumplimiento masivo.
e) El incumplimiento de los privilegiados. Las leyes no obligan siem-
pre a los poderosos. Esto es cosa sabida, empíricamente verificable, que
ninguna persona sincera se ha atrevido a negar y que los clásicos expre-
saron en la conocida imagen de la tela de araña: las leyes, como ésta,
son útiles con las presas pequeñas, no con las grandes. Efectivamente
siempre ha sido así. Y no se trata sólo de incumplimientos. Porque la
mejor ventaja de los poderosos no es tanto el incumplimiento de las
leyes generales como la obtención en su beneficio de leyes privilegiadas.
f) El incumplimiento revolucionario es la variedad más interesante
y la que mayores quebraderos de cabeza ha producido siempre a los
autores. La Segunda República española nació y murió al margen del
Derecho: en 1931 bajo el manto de unas elecciones municipales en las
que no se había planteado siquiera la forma de Estado y de Gobierno;
en 1936 con un acto de fuerza de parte del Ejército secundado por
una parte de la población. En ambos casos el triunfo del Antiderecho
desplazó al Derecho y de la noche a la mañana lo ilegal se convirtió en
legal sin justificación jurídica alguna.
La validez del Derecho revolucionario no puede explicarse desde
la Razón Jurídica desviada, y todas las explicaciones que al efecto se
han dado resultan insatisfactorias. En cambio, desde la perspectiva del
Derecho reticular que en este libro se mantiene la explicación no puede
ser más sencilla, puesto que si se ha roto uno de los nudos de la red (la
Constitución y la ley), siguen operando los demás (el pueblo, los auto-
res, los jueces) que remiendan automáticamente el agujero producido.

200
9

EL DERECHO VOLÁTIL

Si quicumque de lege sua subdiscendere voluerit et pac-


tiones aut convenientias inter se facerent et ambae partes
consenserent, isto non imputetur contra legem.
Si alguien quisiere renunciar a su ley propia y celebrare
pactos con otros y las dos partes estuvieren de acuerdo
con ello, no se considere que obran contra la ley.
(Edicto de Liutprando, 727)

Una evolución pendular

La historia del Derecho es la historia de una evolución pendular que se


repite cíclicamente. Partiendo de un momento cronológico en el que el
Ordenamiento Jurídico es un conjunto amorfo de elementos heterogé-
neos desarticulados de conocimiento difícil, de interpretación dudosa
y de imposible aplicación coherente (pensemos en el Imperio romano
del siglo v, en el apogeo del feudalismo o en la Europa de la Ilustra-
ción), se desarrolla una lenta y tortuosa marcha hacia la unificación y
sistematización de los textos, hacia la centralización jerarquizada de las
normas y hacia su aplicación sencilla, en una palabra, hacia la codifica-
ción, o sea, hacia un Derecho petrificado pero cierto, que sosiega a los
juristas amantes de la clara geometría simétrica (pensemos en el Corpus
justinianeo, en el Derecho general prusiano o en el Code de Napoléon
y en sus correlativos españoles). Ahora bien, llegados a este punto, el
movimiento cambia indefectiblemente de sentido para regresar pendu-
larmente a su extremo opuesto, para aproximarse a la vida, aceptando

201
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

el desorden en la medida en que la vida es para los geómetras un des-


orden ininteligible.
Como en los comienzos del siglo xxi estamos acercándonos ya al
polo extremo de la regresión pendular, resulta necesario analizar este
proceso en el que se va pasando de la solidez de los códigos y leyes
generales a lo que me atrevo a llamar volatilización del Derecho, pues
su fluidez y potencia de expansión admite el parangón de las gasifica-
ciones físicas. A este resultado se ha llegado por la confluencia de varias
corrientes aparentemente separadas aunque internamente coherentes
que se irán examinando a lo largo del capítulo. Se trata, en suma, de un
perceptible abandono de la firme legalidad positiva y de la atención a
referencias imprecisas y movibles, gaseosas por así decirlo.
Las consecuencias inmediatas de este proceso han sido, entre otras,
la pérdida de la certidumbre y previsibilidad jurídica —que es, sin duda,
la nota más característica del Derecho tradicional— como resultado de la
transformación del contenido de las normas y de su disolución estruc-
tural, así como de la superación de la legalidad y de la aparición de los
fenómenos de la deshumanización, autorregulación y globalización; sin
olvidar, no obstante, que este Derecho volatilizado convive de hecho
con las manifestaciones más antiguas, y hasta rancias, del Derecho an-
terior, dando lugar con ello a una estructura jurídica estratificada.
En cualquier caso, es importante tener presente que estas «trans-
formaciones del Derecho» —por recordar la famosa expresión de
Duguit— no se producen nunca saltuariamente sino a lo largo de un
proceso gradual más o menos lento en el que ciertos elementos an-
teriores van afirmándose paulatinamente hasta pasar a primer plano.
Esto lo vamos a comprobar inmediatamente al constatar que las notas
características del Derecho evaporado ya existían antes y que lo único
que ha sucedido es que en los últimos años han intensificado su fuerza y
se han combinado sinérgicamente.

Derecho rígido, Derecho flexible,


Derecho licuado, Derecho evaporado

La línea evolutiva a que acaba de aludirse puede visualizarse con ayuda


de unas imágenes físicas elementales que van desde la rigidez del estado
sólido a la volatilización gaseosa pasando por el derramamiento líqui-
do. Y con ello dejo aparte deliberadamente otros adjetivos —como el
de Derecho «flexible»— también de moda y también útiles, pero que no
hacen tan directamente al caso.

202
EL DERECHO VOLÁTIL

Las ventajas de la rigidez de los códigos y leyes generales —cifra


ideal de toda una época— son bien conocidas, puesto que fueron, desde
el deseo, incansablemente expuestas en la Ilustración y, después de su
realización, cantadas sin reservas por sus panegiristas y exégetas: frente
al despotismo, la ley objetiva; frente a la inseguridad, la certidumbre;
frente a la arbitrariedad judicial, la aplicación mecánica de la ley; frente
a la tradición, la razón; frente al desorden, el sistema. Éste es, por así
decirlo, el polo frío del Derecho que rechaza el calor de las intervencio-
nes humanas y la energía de la vida social para encerrarse en el silencio
de los papeles y en la impasibilidad de la razón y del sistema.
La experiencia demostró pronto, sin embargo, que no todo lo dicho
eran ventajas y, sobre todo, que en el otro platillo de la balanza pesaban
unos inconvenientes que no podían dejarse a un lado. Los códigos son
de piedra, cuando no de hielo, que no pueden adaptarse a las curvas de
la vida y, además, hay que contar con otros materiales para el edificio
del Derecho. Siguiendo con la imagen física se pasó entonces del De-
recho rígido al «dúctil» (Carbonnier), o al «flexible» (Zagrebelsky), es
decir, moldeable: una materia de consistencia plástica, adaptable a las
formas nada geométricas de la sociedad. De esta manera, y dando un
paso más, saltó el Derecho del estado sólido —todo lo moldeable que
se quiera, pero sólido— al líquido, puesto que no sólo roza la vida sino
que penetra en ella y la «empapa» hasta tal punto que Derecho y vida
se hacen inseparables: ésta sin aquél se seca y aquél sin ésta se derrama
sin utilidad alguna.
Vale, pues, la imagen, pero es el caso que en estos tiempos de trans-
formaciones aceleradas se ha dado un nuevo salto y ya no es exagerado
hablar de una auténtica evaporación del Derecho, que ha pasado al
estado natural gaseoso. Hoy el Derecho —como las nubes— no tiene
forma ni volumen, se expande en todas direcciones y a veces desaparece
sin dejar rastro; no se sabe de dónde viene ni a dónde va y, lo que es más
grave, cambia constantemente: igual que sucede con el vapor. Estamos,
por tanto, en la última fase de una evolución de recalentamiento social
progresivo y de ebullición económica y tecnológica. Ahora bien, como
no se trata de revoluciones en el sentido tradicional del término, no
nos damos cuenta cabal de lo que está sucediendo porque ahora nada
se rompe sino que los valores y las instituciones se nos escapan —como
volátiles que son— de entre los dedos y no encontramos nada en su
sitio. ¿Quién habla hoy de razón y de certidumbre? Nadie sabe a dónde
se dirige el mundo y hasta es lícito sospechar que no va a ninguna parte,
de la misma manera que en nada se apoya. Hemos saltado de la tierra
plana y mensurable a las inmensidades galácticas, donde ya no rigen

203
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

las leyes tradicionales de Newton. Es una insensatez pensar que en un


universo en movimiento acelerado el Derecho puede mantenerse inmu-
table. Aunque también hay que aceptar, con perspectiva histórica, que
algún día cambie el signo y se inicie un ciclo regresivo, una vuelta a la
era glaciar de las cosas sólidas, estables y ciertas.
Sería ingenuo, no obstante, y desde luego inútil alabar o criticar esta
situación objetiva. Lo que de veras importa es constatar su existencia,
meditar su alcance y sobre todo tomar conciencia de ella, que es lo
que más falta hace a los juristas. Porque resulta inadmisible pretender
manejar un Derecho volátil con la mentalidad de un Derecho rígido y
seguir aplicando técnicas e invocar valores que ya han desaparecido. A
lo que hay que añadir un dato aún más importante, a saber: que si cada
estructura social tiene un Derecho propio, las últimas transformaciones
han provocado inevitablemente nuevas formas de Derecho; por lo que
sería inútil —mejor: imposible— pretender mantener hoy el Derecho
de ayer (y huelga decir que con esta expresión no me estoy refiriendo
exclusivamente a las leyes).
Como tantas veces se ha repetido, la codificación fue consecuencia
de la toma del Parlamento por la Burguesía que hizo un Derecho a su
medida pero cuyo plazo de caducidad expiró ya en el siglo xx con las
dictaduras de entreguerras, los regímenes socialistas y el capitalismo
nacional. Así se formó el Derecho de ayer que sustituyó al de anteayer.
Mas es el caso que hoy ha llegado el momento del capitalismo transna-
cional que ha reventado las costuras del Derecho vigente y de nuevo ha
creado otro a su propia medida. Veamos a continuación algunas de sus
notas características.

Pérdida del carácter general y abstracto de las leyes

En el proceso de transformación radical del Derecho la primera víctima


ha sido la ley —la ley en sentido tradicional, se entiende—, hoy irreco-
nocible desde el momento en que está perdiendo su carácter general y
abstracto.
Suele entenderse, en efecto —tal como se ha visto en el capítulo
quinto—, que la generalidad y la abstracción son caracteres esenciales
de las normas jurídicas. Al menos así ha sido en Europa durante una
buena parte de los siglos xix y xx. Conste, no obstante, que se trata de
un fenómeno histórico contingente que cristalizó en un sentido deter-
minado cuando a fines del siglo xix tuvo lugar en Alemania una áspera
discusión política cuya solución ha contribuido a poner de relieve la

204
EL DERECHO VOLÁTIL

importancia del perfil más importante de esta problemática, a saber, la


de si lo que caracterizaba a la ley era su contenido (necesariamente gene-
ral y abstracto) o bien su forma, es decir, su procedencia parlamentaria.
Esta polémica se saldó con el triunfo del sentido formal de las leyes
de tal manera que se decidió que, si emanaban del Parlamento, merecían
esta calificación cualquiera que fuera su contenido: general o particular,
abstracto o concreto. Lo que no obstaba, sin embargo, al riguroso predo-
minio cuantitativo de las leyes generales y abstractas de tal manera que,
si aparecía una singular, la doctrina se apresuraba a advertir que se trata-
ba de una ley meramente en sentido formal mas no por su contenido.
La situación empezó a cambiar en la segunda mitad del siglo xx con
la aparición de las llamadas leyes medida (Massnahmegesetze) y leyes
de plan. Las primeras —identificadas tempranamente por Carl Schmitt
y luego por Forsthoff— abandonaban deliberadamente su intención de
establecer regulaciones universales para limitarse a resolver cuestiones
concretas y actuales; lo que significaba que desaparecía inmediatamente
su sentido una vez alcanzados los objetivos previstos. Las segundas (las
leyes de plan) materializaban las intenciones socioeconómicas del Go-
bierno durante la época en que estuvieran de moda los planes, fueran
vinculantes o indicativos: una variante temprana de las leyes-directivas
que a partir de entonces han ido en aumento creciente.
En la actualidad se constata una sospechosa proliferación de leyes
singulares. Hasta hace muy poco el Parlamento se limitaba a establecer,
salvo excepciones y tal como acaba de decirse, regulaciones generales y
abstractas, dejando al Poder Ejecutivo la resolución de los conflictos y
situaciones singulares. Ahora bien, la exacerbación del principio consti-
tucional de la legalidad ha aconsejado —y ocasionalmente obligado— al
Legislativo a asumir esta función, que naturalmente se traduce en leyes
correlativamente singulares, con escasos destinatarios y plazos breves de
obsolescencia que recuerdan las antiguas leyes medida y de plan.
Parece evidente que en estos casos las Cortes no están legislando en
sentido estricto —dictando normas generales y abstractas— sino admi-
nistrando y sus intenciones a veces no pueden ser más torticeras, puesto
que con tales medidas materialmente administrativas lo que de veras
pretenden es escapar al control de los tribunales ordinarios amparándo-
se en la inmunidad —salvada la intervención excepcional del Tribunal
Constitucional— que les ofrece su condición de leyes formales. Un dato
que en España tiene una enorme trascendencia si se piensa que contamos
con dieciocho órganos legislativos. Así es como se ha establecido el «des-
potismo legislativo» que había anunciado Carl Schmitt hace cincuenta
años y se ha creado una situación descrita así por Muñoz Machado:

205
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

«El legislador de nuestros días no es, desde hace tiempo, el discreto y


templado elaborador de reglas generales que atienden a ordenar pro-
blemas esenciales, sino un incontinente y desordenado fabricante de
recetas normativas, casi siempre efímeras, que pretende aplicar a todos
y cada uno de los problemas que ofrece la convivencia en las sociedades
económicamente avanzadas».
La variante más perversa de esta desnaturalización de las leyes es la
creación de normas ad hoc, de un solo supuesto. Sucede cada día que el
Estado desea destruir una situación jurídica irreprochable legalmente y
para ello se abre un camino mediante la aprobación de una ley posterior,
a la que se presta un falso carácter general y abstracto, con la que coloca
fuera de la legalidad a la situación conflictiva y permite su liquidación.
Cierto es que frente a tales corruptelas existe el mecanismo técnico de la
responsabilidad por actos legislativos, pero conocidamente tal mecanis-
mo no ha funcionado nunca entre nosotros ni lleva trazas de que opere
alguna vez. Piénsese en la famosa OPA de Gas Natural sobre ENDESA
que la intervención de E.ON estuvo a punto de frustrar. La conducta
de la empresa alemana era impecable desde la legalidad vigente. Pero
el Gobierno se apresuró a dictar unos decretos-leyes que facilitaran su
veto: unas normas ad hoc a posteriori y para un caso singular que se
disfrazaron de leyes generales y abstractas aplicables teóricamente para
toda clase de situaciones, siendo así que estaban dirigidas a una irrepeti-
ble. Piénsese igualmente en una conocida ley modificadora del régimen
jurídico de las Cajas de Ahorro dictada con la exclusiva intención de que
cesase un presidente concreto; pero que también se disfrazó con una
disposición en la que se imponía el cese de todos los presidentes que
llevasen en el cargo un determinado número de años.
En estas condiciones es difícil seguir manteniendo que el Poder tie-
ne que ajustarse a la ley cuando realmente es ésta la que se ajusta a la vo-
luntad del Poder. Es constitucionalmente inadmisible por expoliadora
una expropiación sin indemnización; pero si a la expropiación precede
una ley que fija la indemnización en un euro, entonces se convierte en
constitucional y legal como pasó en el caso RUMASA o está sucediendo
cada día con las expropiaciones urbanísticas. De la misma manera que
se habla de ficciones jurídicas hay que hablar también de farsas jurídicas.
A lo que hay que añadir otra consecuencia agravante, a saber, que la
presencia de la ley cierra a los interesados el acceso a la jurisdicción
ordinaria de los tribunales contencioso-administrativos o, lo que es lo
mismo, se le niega el pomposo derecho constitucional a la tutela judicial
efectiva.

206
EL DERECHO VOLÁTIL

Quien hizo la ley hizo la trampa

El antiguo refrán castellano de que «quien hizo la ley hizo la trampa» se


está viendo en la actualidad revitalizado por una práctica legislativa de
las que más poderosamente están contribuyendo a la evaporación del
Derecho y, lo que es más grave, al aumento exponencial de muchas fór-
mulas jurídicas y organizativas. Con ello me refiero al hecho, cada vez
más frecuente, de que una ley, después de haber establecido un régimen
jurídico severo, abra a continuación un portillo para que ciertos intere-
sados —los que cuentan con asesores cualificados sobresalientes— pue-
dan escapar de la severidad común y acogerse sin cometer ilegalidad
alguna a un régimen privilegiado.
Las leyes fiscales, por ejemplo, están dirigidas en principio a con-
tribuyentes pobres y legos, que son los únicos sobre los que recae el
peso íntegro del tributo. Los contribuyentes ricos y bien asesorados,
sin necesidad de defraudar la ley, siempre encuentran en ellas resqui-
cios formalmente impecables que les permiten una defraudación ma-
terial pero formalmente impecable, aunque para lograrlo tengan que
acudir a la realización de actividades rocambolescas y a la constitución
de sociedades interpuestas. Hay, en suma, un Derecho Fiscal para con-
tribuyentes, otro para defraudadores arriesgados y otro, en fin, para
defraudadores materiales cubiertos por la ley. En esta última variedad
el Derecho está tan distorsionado que ha dado en llamarse «ingeniería
legal» o «ingeniería organizativa» —ambición suprema de los mejores
despachos de abogados—, que es el arte de defraudar sin delincuencia,
de realizar lícitamente lo prohibido y, en fin, de burlar el Derecho en la
tolerancia de éste.
La lección del principio de la estabilidad presupuestaria —impuesto
por la Unión Europea y recibido de forma expresa en España— no pue-
de ser a estos efectos más significativa. De acuerdo con este principio,
los Estados nacionales y todas sus administraciones públicas, tienen un
límite riguroso de endeudamiento que se considera garantía impres-
cindible de la estabilidad —o desarrollo sostenido, si se quiere— de la
economía. Pues bien, al día siguiente de entrar en vigor tal principio,
ha aparecido en España (y también fuera de ella) una frondosa e in-
continente bibliografía que ha descubierto fórmulas organizativas y de
funcionamiento insospechadas que permiten superar limpiamente los
topes de endeudamiento. La ley rigurosa se ha evaporado literalmente
y los Derechos Administrativo, Mercantil y Presupuestario han tenido
que ampliarse en un nuevo capítulo para acoger estos extraños fenó-
menos.

207
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

El Ordenamiento Jurídico como metáfora

Los distintos elementos que componen el Ordenamiento Jurídico for-


man una unidad superior que no es una mera suma de todos ellos, dado
que se encuentran articulados de una manera tal que el conjunto es algo
distinto de cada una de las partes y de su suma. La clave de un Orde-
namiento Jurídico es, por tanto, su fórmula vertebradora que convierte
en unidad las partes componentes aun respetando la individualidad de
todas ellas.
El núcleo normativo del Ordenamiento Jurídico es la Constitución,
con la que se encuentra vinculada hasta la última y más mínima dis-
posición general. La Constitución —se dice— garantiza la unidad del
sistema, homogeneiza sus elementos, evita las contradicciones y, sobre
todo, inspira sus manifestaciones. Es la abeja reina de una colmena, el
sol de un sistema planetario que impide su desintegración. En las leyes,
vinculadas directamente a la Constitución, se encuentran las cabeceras
de los distintos ordenamientos sectoriales que, gracias a la flexibilidad
de su vínculo con la Norma Fundamental, permiten un desarrollo no
mecánico del Ordenamiento y un progreso social adaptado a las cir-
cunstancias de cada momento.
En la actualidad, no obstante, las cosas no son así debido, entre
otras razones, a que una descentración constitucional desequilibrada
está desarticulando gravemente el Ordenamiento Jurídico contribuyen-
do con ello a la volatilización del mismo. Bien es verdad que un Estado
no tiene que ser necesariamente unitario ni centralista; pero si quiere ser
Estado ha de contar con un centro de referencia. Los átomos están frac-
cionados pero sus elementos giran, a mayor o menor distancia, en torno
de un núcleo que impide que los demás elementos se dispersen. Pues
bien, el sistema constitucional español —y correlativamente el norma-
tivo— ha sido desprovisto deliberadamente de ese centro de referencia.
Con la consecuencia de que ya no hay equiparación posible ni con la
República Federal alemana (cultural y lingüísticamente homogénea) ni
con la Confederación helvética (lingüísticamente plural) pero en ambos
casos bien trabadas; el único parentesco que yo veo es con el Sacro Im-
perio Romano Germánico, de curiosa memoria y larga vida que nadie
consiguió entender nunca y que se extinguió de pura inanidad sin pena
ni gloria.
Los distintos elementos que componen lo que sólo con mucho op-
timismo se sigue llamando Ordenamiento Jurídico español forman un
conglomerado ni jerarquizado ni articulado, sin otra referencia que una
Constitución ambigua (técnicamente calificada de «flexible» con bas-

208
EL DERECHO VOLÁTIL

tante benevolencia) en la que todo cabe si se cuenta con una adecuada


fuerza política, económica o mediática. La Constitución de 1978 fue un
big bang que ha creado un cosmos en dispersión constante y progresiva
que no parece sometido a regla alguna.
En estas condiciones el Ordenamiento se ha convertido en una me-
táfora que se mantiene únicamente por inercia y que se va distanciando
deliberadamente de lo que sucede con el Ordenamiento Jurídico co-
munitario europeo, rigurosamente articulado con los nacionales, de tal
manera que todos se integran en una unidad funcional sin perderse por
ello la identidad del conjunto y de cada una de las partes.

Disolución estructural y funcional de las normas:


los principios generales

Existe otro factor de volatilización de índole estructural (con su inevita-


ble corolario funcional), provocado por el uso y abuso de los principios
generales.
Desde siempre se ha sabido que las normas jurídicas, aunque com-
puestas fundamentalmente por reglas imperativas, también acogían prin-
cipios generales de origen doctrinal aunque en ocasiones positivizados.
Las reglas son proposiciones indicadoras de comportamientos concre-
tos. La regla jurídica es abstracta en sí misma pero el comportamiento
que ordena es concreto. La regla que ordena el pago del precio de la
cosa vendida es abstracta y general porque se refiere a toda clase de
compraventas, pero el comportamiento que exige es muy concreto: el
pago a un vendedor determinado del precio derivado de una compra-
venta determinada.
Ahora bien, sin perjuicio de este núcleo normativo sustancial, la
doctrina fue elaborando por quintaesencia ciertos principios jurídicos:
construcciones teóricas, por tanto, aunque ocasionalmente terminaran
positivizándose al ser recogidas en alguna ley. Nótese, pues, que los
principios generales de este tipo tienen la misma naturaleza que las
reglas jurídicas y consecuentemente su función no es otra que la de
complementar el Ordenamiento como mecanismos para el rellenado
de lagunas, es decir, para suplir las carencias y silencios de las normas.
En los últimos años, sin embargo, se ha multiplicado en las leyes
el uso de unos principios generales de alcance muy distinto, ya que no
configuran obligaciones ni derechos sino que moralizan los establecidos
en las reglas precisando las condiciones de su ejercicio. El depositario ha
de actuar como un «buen padre de familia» y la Administración no debe
defraudar «la confianza legítima» que en ella se ha puesto.

209
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Las diferencias entre estos principios y las reglas jurídicas saltan a


la vista: el principio se remite a estándares extranormativos y su alcance
no queda, por tanto, fijado en una norma sino que lo será por el juez en
cada caso concreto. La trascendencia de esta nueva técnica normativa
es enorme porque supone una delegación implícita del Legislador en el
juez, de tal manera que sin la colaboración de éste la ley resulta inapli-
cable en los casos concretos. De nada valen por sí solas las reglas del
código civil, dado que la responsabilidad del depositario sólo es exigible
después de que el juez se haya pronunciado sobre si su comportamiento
es conforme al de un buen padre de familia y sólo el juez sabe —o al
menos ha de declararlo— cuál es en cada supuesto conflictivo el alcance
de esta mítica figura del Derecho romano.
Desde que las leyes han acogido con naturalidad y profusión a los
principios generales necesitan más que nunca de la colaboración del juez
para realizar las remisiones que en ellos aparecen (al igual que sucede en
las variantes de los llamados conceptos jurídicos indeterminados).
He aquí, entonces, que la ley —cifra y baluarte tradicional de la
seguridad jurídica— es la primera en contribuir a su destrucción, re-
bajándose desde dentro, por así decirlo, ya que nada hay más incierto,
imprevisible y desigual que las resoluciones judiciales a que se está re-
mitiendo constantemente. Es la propia ley, en suma, la que está fomen-
tando el proceso de una disolución que ha de terminar necesariamente
en la volatilización absoluta. Proceso fomentado, por cierto, desde la
misma Constitución, que es un auténtico mosaico de principios.
Reconocido es sin discusión que los principios generales del De-
recho han supuesto —y suponen— uno de los instrumentos más for-
midables del progreso del Derecho y de la Justicia material, así como
también uno de los remedios más eficaces contra la inercia aplicativa y
el formalismo que conllevan las normas positivas, hasta tal punto que
sólo gracias a ellos pueden con facilidad los jueces mantener vivo el
Derecho y conectarlo con la realidad social. Pero paradójicamente tam-
bién constituyen una de las figuras más confusas de la Ciencia jurídica,
sobre la que no existe un mínimo acuerdo entre los autores, no obstante
los meritorios esfuerzos del artículo 1.4 del código civil. El mayor in-
conveniente, con todo, de tales principios no reside en su ambigüedad
sino en el abuso y arbitrariedad de su empleo, que está terminando por
disolver en ellos las normas positivas. En la actualidad el Ordenamien-
to Jurídico está formado no tanto por reglas concretas como por una
red de principios generales que actúan como un deus ex machina para
simplificar la aplicación de las leyes. El resultado final puede parecer
sorprendente y provocar, quizás, la repulsa de honestos juristas; mas

210
EL DERECHO VOLÁTIL

no es lícito desconocerlo: el Derecho progresa cuando renuncia a sus


caracteres aparentemente esenciales de claridad y previsibilidad y cuan-
do debilita la garantía de la seguridad jurídica que ofrecen sus normas
positivas, para lanzarse a las turbulencias vitales y arriesgadas de los
principios generales del Derecho.
La ciencia jurídica española ha acogido en los últimos años los
principios generales con un entusiasmo no exento de frivolidad. Los
tribunales ya no deciden con frecuencia por normas sino por principios
cuya generalidad y flexibilidad hacen comodísima la redacción de las
sentencias, de la misma forma que los autores tejen sus obras con ramos
de principios tan ambiciosos como evanescentes.
La Constitución se elaboró en momentos de euforia principialista.
Los principios constitucionales —que en casos son autónomos y a veces
parecen principios generales del Derecho simplemente constitucionali-
zados— empedran en número literalmente incontable el articulado de
la Constitución: sólo en el apartado primero del artículo 103 se enun-
cian seis, y siete están garantizados de forma expresa en el artículo 9.
La expansión que actualmente están experimentando los principios
generales terminará haciendo explotar literalmente a todos los elemen-
tos que componen el Ordenamiento Jurídico, habida cuenta de que,
por un lado, esta calidad se reconoce a los derechos fundamentales y,
por otro, también se identifica a los valores (por más que teóricamente
pueda hacerse una diferenciación analítica, como ha intentado Alexy).
Aunque los autores no suelan dejar debida constancia de ello, es
indudable que la aparición de los llamados principios generales hizo ya
imposible la aplicación del Derecho desde las coordenadas del positivis-
mo legal. Los principios, en efecto, no son una simple «apertura» (en el
sentido de Hart) de los textos normativos sino que suponen un cambio
cualitativo de las normas que va mucho más allá de los viejos concep-
tos jurídicos indeterminados, ya que éstos se refieren exclusivamente a
supuestos de hecho mientras que aquéllos se insertan en la norma y le
dan un sentido propio.

Más allá de la legalidad: razonabilidad,


racionalidad y no arbitrariedad

Sin minusvalorar la importancia de las consideraciones anteriores con-


viene advertir que el factor que probablemente más ha contribuido a la
volatilización del Derecho es el haber saltado de la legalidad para ope-
rar con criterios metalegales, sean lógicos o políticos. Es sorprendente

211
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

que los juristas, después de haber expulsado a la Justicia del Derecho y de


haber intentado depurar a éste de cuantos elementos se consideraban no
jurídicos (de acuerdo con la aplicación estricta del positivismo jurídico
y del llamado método jurídico, respectivamente), ahora hayan aceptado
sin resistencia ni crítica alguna el empleo de criterios de racionalidad,
razonabilidad y no arbitrariedad para valorar la legalidad de las normas
generales y de los actos singulares. En verdad que no se entiende bien
cómo puede enjuiciarse un fenómeno legal con criterios ajenos a la lega-
lidad. Éste fue, en efecto, el argumento que se empleó para expulsar a la
Justicia del mundo del Derecho y que ahora se olvida cuando se valora
una sentencia, un acto administrativo y hasta una norma invocando, por
ejemplo, que no es racional o razonable, siendo así que estos valores per-
tenecen al mundo de la lógica, de la psicología o de la política. Apurando
esta línea hasta lo grotesco podría terminarse tachando una sentencia
por criterios de corrección gramatical o de estilo literario. Sin que valga,
como argumento contrario ad hoc, la cómoda y gratuita afirmación de
que la razonabilidad et alia forman parte de la legalidad, pues lo mismo
podría haberse dicho antes de la Justicia.
Téngase presente, por lo demás, que cuanto se está diciendo no debe
entenderse como una repulsa a una práctica absolutamente asentada en la
doctrina y en la jurisprudencia sino como una constatación de lo que está
sucediendo y que incluso puede ser útil. Bueno es que el Derecho, aunque
no tenga necesariamente que ser justo, sea al menos racional, sin perjuicio
de que con ello se acelere aún más el proceso de su evaporación.
Para que un acto jurídico sea válido no basta con que se atenga a la
legalidad, ya que ésta es una condición necesaria mas no suficiente en
el sentido de que la ley tiene que aplicarse de una determinada manera
y no de otra. Esto siempre se ha entendido así; pero en la actualidad se
ha extendido entre nosotros la exigencia de que los actos emanados de
los órganos públicos, incluso las leyes de las Cortes, apliquen además la
legalidad de una manera racional, razonable y sin arbitrariedad.
En definitiva, al estado gaseoso se ha llegado de veras cuando el
Derecho —de la mano de la jurisprudencia y de una doctrina de in-
equívoca influencia anglosajona— se ha atrevido a saltar más allá de las
leyes para volver cargado con el extraño botín de la razonabilidad (y
racionalidad) que se ha integrado en el Ordenamiento Jurídico como
control no ya sólo de las normas sino de todas las decisiones, sean ge-
nerales o singulares.
La explicación es que como los juristas no suelen resignarse a vivir
encerrados entre las cuatro paredes de la ley, siempre han buscado al-
gunos criterios materiales que oxigenen la profesión, y el aceptar uno y

212
EL DERECHO VOLÁTIL

rechazar otro es cuestión de moda o de ideología. Hoy parecen rancios


y vagos los conceptos de Moral y de Justicia, pero en cambio se aceptan
fervorosamente los de racionalidad y razonabilidad, aunque nadie haya
logrado definirlos con un mínimo de precisión.
En cuanto a los jueces, resulta fácil comprender su receptividad a
estas modas. Redactar una sentencia ad pedem legis es a menudo tarea
ardua. Hay que repasarse varias veces la colección legislativa para es-
pumar los textos aplicables, que no raramente son contradictorios; hay
que analizar las alegaciones de las partes, a primera vista todas bien
razonadas aunque sean incompatibles entre sí; hay que filtrar centenares
de sentencias, de precedentes, etc. Los argumentos de irracionalidad
e irrazonabilidad son, en cambio, cómodos, brillantes, contundentes e
irrebatibles en su subjetividad, dado que basta con afirmar en términos
apodícticos que el acto administrativo o la sentencia impugnada son
irrazonables, irracionales o arbitrarios para concluir declarando su in-
validez.
Conviene recordar, sin embargo, a este propósito que el Derecho no
ha sido siempre racional, ya que esta exigencia apareció en una fase que
sólo representa un momento fugaz a lo largo de su historia. Originaria-
mente el juez era un oráculo religioso al que no se pedían explicaciones,
y mucho menos racionales, puesto que cabalmente su poder y sus pro-
cedimientos eran mágicos, la antítesis de la razón. Y tampoco fueron
racionales sus sucesores: el juez popular que decidía por costumbre o
albedrío o el juez servidor personal del Príncipe que decidía de acuerdo
con la voluntad de éste; y nada digamos de los procesos que se resolvían
por ordalía o duelo. Apurando las cosas, nunca se ha exigido al juez una
decisión racional sino en el mejor de los casos una decisión legal, y es
notorio que la ley no coincide necesariamente con la razón. Sea como
fuere, el gran problema de la situación a que se ha terminado llegando
es el de la imprecisión de las referencias.

Deshumanización

El Derecho se va desentendiendo cada día más de las personas huma-


nas singulares para centrarse en las personas jurídicas y en valores so-
ciales colectivos o abstractos, como el medio ambiente, la ordenación
del territorio, la bioesfera o el tráfico de armas. El Tribunal Europeo
de Derechos Humanos es reliquia de un pretérito irrecuperable. Los
tribunales internacionales se dirigen a Estados, a crímenes de masa y,
sobre todo, a grandes empresas. Lo mismo sucede con la legislación.

213
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Las relaciones económicas se establecen entre empresas que tienden a la


opacidad y en las que los seres humanos han terminado siendo inapren-
sibles cuando no invisibles. Quienes contratan, infringen la ley o delin-
quen son personas jurídicas que desaparecen a la menor señal de alarma
y los jueces —sobre todo los penales y mercantiles— se las ven y se las
desean para identificar detrás de ellas a un ser humano responsable. En
casos de conflicto los sujetos de Derecho desaparecen con facilidad. Las
grandes propiedades, tanto materiales como inmateriales, pertenecen a
empresas enracimadas en grupos inextricables.
Apurando las cosas, lo que sucede es que el objeto del Derecho se
va trasladando de los hombres al capital. Hasta la Edad Moderna los
hombres o eran propietarios o eran propiedades. Marx denunció que
eran una mercancía para los empresarios y carne de cañón para los
Estados. Ahora son o clientes o un elemento de la empresa, y para el
Estado, contribuyentes. La explicación de este deslizamiento es senci-
lla. Los derechos frustrados se transforman en una pretensión indem-
nizatoria, que es una forma habitual de su realización. Todo termina
midiéndose, entonces, por el valor fungible y universal de referencia,
que es el dinero, y el hombre ha dejado de ser la medida de todas cosas;
como también se está perdiendo la sabia advertencia de Bartolo de que
las leyes surgen siempre hominum causa y que, por ende, el objeto del
Derecho es el ser humano.
El Derecho de familia y el penal son el refugio de los seres humanos.
Pero el primero se deshace al mismo ritmo que está sucediendo con la
propia familia y el penal está reconociendo su impotencia para luchar
con el delito de masas y con el de los grandes empresarios. Sin olvidar la
deriva tecnológica denunciada en las últimas páginas del capítulo cuar-
to, es notorio que hoy estamos en el umbral de la época del Derecho
deshumanizado.

Autorregulación

El moderno fenómeno de la autorregulación es una de las manifesta-


ciones más ejemplares de la volatilización del Derecho y, por otro lado,
el que mejor contribuye a la confirmación de la tesis reticular que en
este libro se mantiene. El excelente análisis que de él ha realizado entre
nosotros Esteve Pardo ha puesto de relieve, en efecto, cómo determina-
dos sectores sociales —los más complejos técnica y éticamente— no se
limitan ya a ser los destinatarios de la normativa estatal y de la interven-
ción administrativa sino que han terminado por regularse a sí mismos y,

214
EL DERECHO VOLÁTIL

lo que es más importante a nuestro propósito, influyen sobre el Estado


hasta tal punto que éste norma y actúa asumiendo los impulsos que ha
recibido de ellos. La interdependencia e interacción de dos nudos de la
red no puede ser, por tanto, más evidente ni más intensa. La Sociedad y
el Estado han olvidado su tradicional contraposición desde el momento
en que ambos se han integrado en el mismo sistema y tejido en la misma
red.
Aquí se ve bien claro cómo desaparece el viejo Derecho de imposi-
ción vertical unidireccional y autoritario para ceder el paso a otro cuya
forma es pública —en cuanto asumido por el Poder público— pero cuyo
contenido es privado, en cuanto que elaborado directamente por los
agentes sociales. Sin necesidad de seguir insistiendo en otros aspectos
de la autorregulación que nos distraerían del discurso, con lo apuntado
basta para comprender lo paradigmático del ejemplo y para asomarnos
a los problemas de la dialéctica: porque si bien son conocidos los efectos
perniciosos de una indebida presión del Derecho sobre la economía
(y la sociedad en general), ahora podemos ya comprobar las fatales
consecuencias de algunas presiones de ciertas organizaciones y sectores
sociales sobre el Derecho. Porque es el caso que —de modo similar a
como antes se vio en relación con el Estado— igual está sucediendo
con las fuerzas económicas, que primero empezaron a colaborar con el
Estado a la hora de crear y aplicar el Derecho, luego lo desviaron y han
terminado secuestrando tanto al Derecho como al Estado.

Pérdida de la seguridad jurídica

Si hasta ahora se ha venido hablando de las causas de la volatilización


del Derecho, en el presente epígrafe va a examinarse su consecuencia
más notoria: la correlativa pérdida de la seguridad jurídica.
Tal como se ha repetido, al cabo de un largo período de vacilaciones
en el siglo xix abandonó el Derecho el abrigo familiar de la Justicia y se
pasó al campo de la ley positiva por considerar que era la única forma
de garantizar la seguridad o certidumbre y que ésta era el valor jurídico
supremo. Ahora bien, como la evolución posterior ha terminado ha-
ciendo imposible este objetivo, al final nos hemos quedado sin Justicia
y sin certidumbre.
El Derecho pretende con arrogancia desalojar el azar de las rela-
ciones sociales, ya que —así se entiende— gracias a él todo ha de estar
previsto: cada uno sabe en cada momento lo que debe hacer, lo que
puede esperar del comportamiento de los demás y, sobre todo, las con-

215
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

secuencias de estos deberes y expectativas y de su incumplimiento; las


leyes trazan previsoramente las sendas por las que han de caminar los
ciudadanos y los tribunales se encargan de encauzar a los descarriados;
todo está regulado en las abultadas colecciones legislativas y en las Uni-
versidades se forman especialistas capaces de desentrañar el sentido de
la última coma de los textos; y por si hubiera dudas, en cada calle moran
sagaces abogados dispuestos a disiparlas. Ante tantas seguridades los
ilícitos sólo pueden ser obra excepcional de asociales de mala fe.
Y, sin embargo, las cosas no son como se está diciendo. A despecho
de tantas leyes y de su séquito de exégetas y operadores nunca se sabe
con exactitud cuál es la conducta correcta: ni lo que debemos hacer
nosotros ni lo que podemos esperar de los demás. Cada profesor y cada
abogado tienen una opinión distinta. No nos podemos fiar de las leyes,
porque son entendidas y aplicadas de modo diferente, ni de los libros,
porque acaban refutados por el siguiente, ni de los notarios y registra-
dores, ya que siempre hay alguno que denuncia la falsedad de las ope-
raciones de los otros, ni, por supuesto, de los funcionarios que nunca
aconsejan ni obran bien en el caso de que se hayan decidido a aconsejar
o actuar. De aquí la importancia del juez, pues es a él a quien corres-
ponde en último extremo aclarar las leyes, disipar las dudas, precisar las
obligaciones y dar a cada uno lo suyo. Los tribunales son, en suma, la
suprema garantía de que funcione un mecanismo estatal garantizador.
Al menos esto es lo que afirma frívolamente la Razón Jurídica des-
viada, aunque de hecho nada hay más alejado de la realidad. Porque,
para empezar, las opiniones de los jueces son tan dispares como las de
los abogados y profesores. En las colecciones de jurisprudencia pueden
encontrarse opiniones para todos los gustos. No hay pretensión alguna,
por disparatada que parezca, que no venga apoyada en alguna sentencia
y rechazada en otra. Todo vale y, por lo mismo, nada vale. Todo es posi-
ble y, al tiempo, nada seguro. Iniciar un pleito es interrogar a un adivino
que, después de consultar unas cartas confusamente barajadas, nos dará
la respuesta más inesperada. En este laberinto de inseguridad nada tiene
de extraño que cada uno haga lo que le parezca (es decir, lo que le be-
neficie) y que pueda defender su pretendido derecho en un tribunal con
posibilidades de éxito. Porque si se supiera con certeza lo que dicen las
leyes y si las sentencias fueran razonables y previsibles, no se pleitearía
y en todo caso uno de los abogados intervinientes sería o ignorante o
deshonesto. ¿Cómo explicar, si no, la abundancia de litigios, la variedad
de opiniones y las contradicciones de las sentencias?
La aporía de las sentencias contradictorias no puede ser al respecto
más instructiva. Nadie puede poner en duda el hecho de que existen

216
EL DERECHO VOLÁTIL

sentencias de este tipo respecto de asuntos absolutamente idénticos.


Algo que está sucediendo cada día y que los abogados bien conocen
sin que pueda decirse nada en contra, puesto que tal práctica ha sido
bendecida nada menos que por el Tribunal Constitucional.
Para comprender el alcance de la seguridad jurídica —y de su actual
pérdida— conviene salirse del cerrado mundo intelectual de los juristas
y de su patológico conservadurismo. Nadie puede negar, en efecto, la
existencia de fórmulas y soluciones jurídicas contradictorias, pero a
tal propósito opera la férrea consigna de que hay que unificarlas (tal
como se expresa en el recurso casacional significativamente llamado
de «unificación de la doctrina»). Pues bien, tal es el método escolástico
del sic et non impuesto por Pedro Abelardo en el siglo xii: a los autores
y a los jueces corresponde, consecuentemente, ponderar las ventajas
e inconvenientes (sic et non) de las opiniones contrapuestas para es-
tablecer la vera doctrina única (veritas una). Método que desarrolló
sistemáticamente el Decreto de Graciano titulado originariamente, de
manera también muy significativa, Concordia discordantium canonum,
en el que se compilaron, debidamente armonizados, más de cuatro mil
textos normativos; mientras que, por otra parte, a partir del siglo xi los
glosadores y luego los comentaristas canonizaron el género literario
de las Dissensiones dominorum, coleccionando opiniones doctrinales
contrarias sobre los puntos más diversos con objeto de facilitar a los
lectores el acceso a la que más les convenciere o mejor les conviniere.
Una de las más extendidas, la de Hugolinus de 1216, contiene nada
menos que 476 controversias. Pues bien, el Derecho, al cabo de nueve
siglos, todavía no ha conseguido despertarse del sueño escolástico de
la seguridad.
Tradicionalmente la seguridad jurídica venía basándose en la previ-
sión y certeza de las normas aplicables. Es decir, que se daba por supues-
to que cuando el Ordenamiento Jurídico alcanzaba un nivel técnico su-
ficiente —encarnado a ser posible en un código— esto bastaba para que
los particulares supieran a qué atenerse, dado que el Derecho eran las
normas. De tal manera que, cuando las previsiones fallaban, se entendía
que simplemente se había producido una anomalía, una excepción o, si
se quiere, un «fallo humano».
Ahora, en cambio, cuando se ha llegado a la convicción de que el
Ordenamiento Jurídico sólo es un factor del Derecho, puesto que en su
aplicación intervienen tanto las leyes como los hombres, la imprevisión
de los resultados deja de ser una anomalía, un fallo humano, para con-
vertirse en una consecuencia natural e inevitable de la imprevisibilidad
de los comportamientos humanos, por mucho que quieran orientarse

217
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

con medios objetivos. Y esto es cabalmente lo que convierte al Derecho


en una ciencia humana y no natural.

Zonas jurídicamente exentas

Tal como quedó apuntado en el capítulo tercero, entre lo jurídico y lo


no jurídico no media una delimitación tajante. En los confines del De-
recho existen unas parcelas en las que su eficacia se va empalideciendo
gradualmente hasta llegar a unas zonas total o parcialmente exentas,
aunque no libres de su influencia, que suponen una exacerbación del
viejo y conocido fenómeno de la «huida del Derecho Administrativo»
y que aparecen en organizaciones y actividades que no están sujetas al
Derecho español ni a ningún otro nacional, supranacional o interna-
cional. No se trata, por tanto, de huida alguna, ya que no han estado
nunca sometidas al Derecho sino que nacen exentas de él e imponen a
todos sus propias reglas. Piénsese en las organizaciones que realizan los
Juegos Olímpicos, la Copa de América y tantas otras. Nacen por inicia-
tiva privada, se rigen por las reglas que ellas mismas crean y, una vez
que logran acreditarse con sus éxitos, se dirigen a todos los países del
mundo ofreciendo una localización mediante una contratación exclu-
siva cuyo clausulado, formas de solución de conflictos y sanciones por
incumplimiento imponen unilateralmente.
La difusión internacional de estas competiciones deportivas (aun-
que no sólo de ellas: piénsese en la organización para las elecciones
de Miss Universo) hacen tan sumamente atractivas estas ofertas que
los países combaten ferozmente —y no dudan en invertir caudales pú-
blicos— para ganar unos concursos en los que se manejan cantidades
inmensas gracias a la publicidad y a la televisión. Lo curioso del caso
—y lo que más desconcierta a los juristas— es que estas organizaciones
funcionan mejor y resultan menos conflictivas que las que están some-
tidas a Derecho. ¿No será el Derecho —cabe preguntarse entonces y así
lo están haciendo ya los ideólogos del neoliberalismo— un sucedáneo de
las convenciones privadas extrajurídicas?
A partir de esta figura radical se van desplegando otras zonas de
exenciones parciales. La más extendida es la de los convenios, que se
celebran dentro de una ley ciertamente, pero desplazando su aplicación
directa. Un ejemplo significativo es el de los convenios urbanísticos que
son consecuencia de una legislación rigurosa cuyo cumplimiento no
interesa ni a los ayuntamientos ni a los empresarios. Pues bien, para
escapar de sus rigores unos y otros acuden al atajo de suscribir volunta-

218
EL DERECHO VOLÁTIL

riamente un convenio que les permite actuar en una isla o zona (cuasi)
exenta de legalidad. Una vez más se funciona mejor al margen del De-
recho —en este caso de la legislación urbanística— que de acuerdo con
él. Y ni que decir tiene que esta legalidad difuminada favorece con sus
nieblas la comisión de toda clase de ilícitos y delitos que no podrían
realizarse con tanta impunidad a la luz del sol de la ley.
La aparición de zonas jurídicamente exentas es una consecuencia
perversa, pero explicable, de la rigidez del Derecho, de su incapacidad
para adaptarse a la realidad y de su fibra autista que le impiden dialogar y
buscar soluciones sensatas. La ley se empeña en imponer unilateralmen-
te sus preceptos generales y abstractos sin importarle los costes sociales
que ello representa: fiat lex, pereat vita. Con estas condiciones puede
entenderse la reacción social de escaparse, o sea, la llamada «huida del
Derecho» (del rígido y asfixiantes, claro está), que —huelga decirlo— es
tenida por los juristas como la más escandalosa de las perversiones.
Aunque no faltan analistas que, lamentando desde luego este pro-
ceso, lo entienden como resultado, al menos en parte, de la soberbia
estatal y de la terquedad de los propios juristas. Tal como ha dicho Prats
Catalá, «un fantasma de desazón recorre el Derecho [administrativo,
en el contexto en que está escribiendo] de todas las democracias occi-
dentales. Los hechos se escapan y su negación conduce a un aislamien-
to creciente. Desde el paradigma antidiscrecional [...] se denuncia tan
irritada como infundadamente la huida incesante e incontenible de los
hechos, sin conseguir por lo demás convencer a nadie». Añadiendo que
«algunas de las innovaciones, especialmente las orientadas a una mayor
aplicación del Derecho privado y a la apertura de mayores márgenes de
discrecionalidad para los gestores, han sido brutalmente interpretadas
como orientadas a facilitar la irresponsabilidad y hasta la corrupción».

La última salida

La solución jurídica por antonomasia —la sentencia judicial— siempre


ha sido tenida como la última salida cuando ninguna otra parecía viable,
según señala el dicho popular de que «más vale un mal arreglo que una
buena sentencia» o la conocida maldición de «pleitos tengas y los ga-
nes». De hecho, al juez sólo acude quien se ve obligado a ello, quien no
tiene otra posibilidad de defensa. Los particulares siempre que pueden
actúan de espaldas a la ley y no necesariamente con la torticera inten-
ción de quebrantarla sino porque el ajustarse a ella complica las cosas
sin beneficio de nadie. Acudir a la ley y a la burocracia estatal en caso

219
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

de conflicto es echar gasolina al fuego. Bastante tienen los ciudadanos


con soportar el Derecho penal como para meterse de forma voluntaria
en las trampas del Derecho civil y mercantil.
La ley está para quien no puede esquivarla, y la esquivan con facili-
dad los de abajo —porque no tienen nada que perder— y los de arriba
—cabalmente porque están encima de ella— y los asociales, porque la
única ley que aplican es la del silencio.
En el año 2006 se celebró en la Facultad de Derecho de la Univer-
sidad Complutense de Madrid un interesante seminario dirigido por
Carmen Chinchilla sobre la OPA de ENDESA, en la que catedráticos
bien curtidos en la práctica del Derecho comunitario europeo debatie-
ron agudamente y con conocimiento de causa los aspectos mercantiles
y constitucionales del conflicto, analizando con agudeza el detalle de
la legislación de las OPA y del último decreto-ley dictado a propósito
de ella. No obstante, observadas las cosas con perspectiva no puede
evitarse una cierta sensación de ridículo ante la arrogancia de suponer
que se estaba ante una cuestión jurídica por la circunstancia de mediar
varias leyes, decretos, órdenes ministeriales nacionales y alguna direc-
tiva comunitaria. Porque ¿qué había realmente detrás de aquel aluvión
de textos normativos?
Por un lado estaba la empresa agresora (y las correspondientes en-
tidades financieras) que cautelarmente se habían buscado el apoyo del
Gobierno mediante la condonación de una elevada deuda que tenía el
Partido Socialista así como también el de la Agencia «independiente»
que había de intervenir, a cuyo efecto habían colocado en su presidencia
(de nombramiento político) a una empleada suya. Esto que se sepa, y
que produjo de inmediato los efectos esperados y previamente pagados:
informes favorables de la Agencia y, por parte del Gobierno, un decreto-
ley descaradamente favorable a la operación, ya que, entre otras cosas,
dificultaba la presencia de un tercero en discordia (la empresa alemana
E.ON) que pretendía alzarse con la OPA.
Esta sociedad alemana sabía de sobra, por su parte, lo que tenía que
hacer, pues contaba con el respaldo incondicional del Gobierno alemán
ganado años antes y no precisamente de forma gratuita. En el último
Gobierno de Schröder éste había nombrado ministro de Economía a
Werner Müller, alto ejecutivo de VEBA-Konzern; y el equipo Schröder-
Müller autorizó, en contra de todos los informes técnicos oficiales, la
fusión de los gigantes E.ON y RUHRGAS A.G., y luego, ya sin disimulo
alguno, firmó días antes de las elecciones el contrato interestatal ruso-
alemán sobre el gaseoducto del Báltico (por el que el ex presidente
cobró su retribución, pocos meses más tarde, con el nombramiento de

220
EL DERECHO VOLÁTIL

asesor extraordinario, por mucho que indignase a la opinión pública del


país). Cubiertas así las espaldas, E.ON, antes de intervenir en España,
se buscó las buenas gestiones de un ex ministro socialista que suavizase
el choque. Y en cuanto a la postura de la Comisión de la UE, conocidas
eran ya de antemano las proclividades de la Comisaría de Energía. En
estas condiciones, ¿qué podían significar los exquisitos debates jurídicos
del seminario académico? No nos engañemos: por muy bien vestida que
esté la farsa, en farsa se queda.

Breve apunte sobre la globalización

Este libro no podía cerrarse sin aludir al menos a la globalización: un fe-


nómeno notorio aunque todavía mal comprendido, en parte por su no-
vedad y en parte también por la bibliografía que está produciendo, cuya
superabundancia basta por sí sola para enturbiar lo más claro. Como los
tiempos no están maduros todavía para hablar con autoridad sobre este
tema —al menos en lo que a mí se refiere—, lo prudente es la sobriedad,
máxime cuando lo que hay que decir es muy sencillo.
Para los juristas la globalización plantea un dilema teórico funda-
mental, dado que puede entenderse o bien como un cambio de paradig-
ma o, mucho más simplemente, como un paso más de una evolución en
marcha. Yo suscribo esta segunda tendencia advirtiendo, además, que de
acuerdo con el principio de la evolución pendular del Derecho, la fase
de la globalización implica en muchos aspectos una regresión al pasado.
Nada sustancialmente nuevo es de apreciar aquí, en suma: simplemente
una aceleración cuantitativa de factores y elementos que ya nos eran
perfectamente conocidos aunque el período de la exacerbación del po-
sitivismo legalista, unido a la indiferencia del conocimiento histórico,
los hubiera estado ocultando parcialmente, dando lugar a esa sensación
revolucionaria —no evolucionista— de cambio de paradigma.
En las páginas siguientes se hará una brevísima alusión a los hechos
económico-políticos que caracterizan el fenómeno, para detenerme lue-
go en los que afectan al Derecho.
En términos generales lo que está sucediendo se resume en el dato
de que se ha roto la coincidencia o simetría, hasta ahora dominante, de
los ámbitos territoriales: tanto en lo político como en lo económico y
en lo normativo.
En el ámbito económico se ha producido una superación de los
límites territoriales del Estado-nación como consecuencia de la apari-
ción de un mercado de bienes y servicios sin fronteras, de un mercado

221
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

financiero único y de un mercado de trabajo (casi) mundializado. Lo


cual supone un paso más en los procesos, recientes aunque ya consolida-
dos, de las integraciones regionales supraestatales. Sin olvidar, en fin, la
presencia abrumadora de las «Grandes Corporaciones Apátridas», que
han multiplicado su número, actividades y poder.
Las transformaciones políticas no son menos importantes, puesto
que el Estado ha tenido que adaptarse —en su estructura, actividades
y forma de realizarlas— a la evolución económica indicada: cada vez
disminuye su condición de gestor para aumentar la de regulador y
garante, sus potestades soberanas se van reduciendo perceptiblemente
sobre todo en sus relaciones con las Grandes Corporaciones Apátridas
con las que se ve forzado a pactar y, por otra parte, desbordado por la
complejidad de la tecnología tiene que ponerse en manos de expertos,
cuyos informes y decisiones ha de hacer suyas con los ojos cerrados.
En definitiva, la gran víctima ha sido la «soberanía westfaliana» tradi-
cional para convertirse en un agente político y social más, siquiera siga
siendo privilegiado. En otro orden de consideraciones, el Estado social
de Derecho —referente oficial de las democracias actuales— no ha po-
dido resistir estos impactos, puesto que el pueblo ya no está en condi-
ciones de protagonizar nada importante, y ni siquiera de enterarse de
lo que está sucediendo, hasta tal punto que su papel se ha reducido al
de cumplir los trámites —puramente rituales ya— del fetiche electoral
y de participar con entusiasmo adolescente en festejos y manifesta-
ciones de índole protodemocrática, con frecuencia descaradamente
manipuladas. Sin que, en fin, haya aparecido todavía una ideología
de recambio, puesto que la incipiente «democracia organizacional» es
tan frágil y confusa que no tiene visos de prosperar. La nueva posición
del Estado ha sido resumida en los siguientes términos por las Naciones
Unidas (2001): «La globalización no ha debilitado a los Estados, pero
ha cambiado sus roles. Los Estados han dejado de ser los proveedores
universales para convertirse en catalizadores, habilitadores, protectores,
orientadores, negociadores, mediadores y constructores de consensos.
La globalización está produciendo un nuevo orden de roles, asociacio-
nes, partenariados entre los gobiernos, los ciudadanos y las empresas,
fortaleciendo la influencia del público en las instituciones y los gobier-
nos [...] Para eso no sirven las viejas estructuras burocráticas decisionales
jerárquicas. Las estructuras monocráticas compactas, piramidales, que
constituyen el legado del racionalismo del siglo xviii ya no representan
la realidad de las administraciones públicas contemporáneas».
Los fenómenos aludidos —seleccionados entre otros muchos no
menos importantes— son ciertamente significativos, pero hay que re-

222
EL DERECHO VOLÁTIL

conocer que nada tienen de novedosos ni de desconocidos. La llamada


soberanía nacional absoluta o westfaliana ha sido siempre meramen-
te formal y de hecho sólo la han disfrutado las «Grandes Potencias»
y con salvedades. España, concretamente, nunca pudo contratar en
condiciones de igualdad con los banqueros ni con las grandes empre-
sas extranjeras que concedían préstamos o realizaban inversiones para
infraestructuras ferroviarias y telefónicas o pactaban suministros como
el de petróleo. Nada de lo que hoy sucede en este campo puede, pues,
sorprendernos hoy.
Por lo que se refiere al Derecho, el fenómeno más llamativo es el
de su externalización estatal, como si al Estado se le hubiera escapado
de las manos. En la actualidad, en efecto, existen organizaciones no es-
tatales ni nacionales (apátridas) que, además de contratar directamente
con los Estados en los ámbitos económicos que dominan, dictan reglas
que se imponen incluso a terceros. Pero tampoco debe sorprendernos
esto, puesto que siempre ha sido así, según se ha visto en las páginas
anteriores. Lo único nuevo es su magnitud cuantitativa.
El Ordenamiento Jurídico, por su parte, también ha cambiado de
aspecto, empezando por haber perdido su tendencia a la sistematicidad,
dado que las nuevas regulaciones responden al mecanismo estímulo-res-
puesta, aspiran a resolver cuestiones concretas y no se preocupan de más.
Esto es cierto y la situación nos recuerda la del Derecho administrativo
de la primera mitad del siglo xix. Una lección histórica que nos sirve,
además, para conjeturar que a no tardar mucho ha de aparecer una «nue-
va teoría general» adaptada a estas circunstancias, que probablemente
alcance la calidad del ius commune bajomedieval y de la Edad Moderna.
De notar es también que la globalización ha venido acompañada de
una fragmentación normativa infraestatal tanto en el orden territorial
como en el personal, exacerbada entre nosotros por la presión centrífu-
ga de las Comunidades Autónomas. Lo que todavía no está claro es de si
se trata de fenómenos de conexión necesaria o meramente coyuntural.
En cuanto al contenido del Derecho estamos atravesando una fase
de regreso a lo convencional en una evolución circular que sorprendería
a S. Maine. La intensidad creciente del soft-law tampoco es una nove-
dad, como sabemos. Y, en fin, el peso de las Grandes Corporaciones
Apátridas encaja perfectamente en la visión del Derecho como fórmula
de composición de intereses; y lo único que ahora sucede es que ac-
tualmente hay que tenerlas en cuenta con más atención que antes los
correspondientes a ellas.
En este panorama de cambios la nota común que indefectiblemente
señalan los autores es la de que se ha roto el monopolio estatal. Lo cual

223
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

es cierto, desde luego; mas esto sólo puede sorprender a quienes, des-
lumbrados por el iuspositivismo decimonónico, creían a pies juntillas en
él. Una afirmación que en este libro ha sido desmentida cuidadosamente
tanto para el pasado como para la actualidad.
Por todas estas razones yo estoy convencido de que la globalización
jurídica no ha supuesto una revolución, un cambio de paradigma, sino
que implica simplemente la entrada en una nueva fase de una evolución
milenaria en la que, sin producirse nada nuevo, pasan a primer plano
factores que antes estaban marginados y al tiempo se marginan otros que
antes estaban en primer plano.
La globalización forma hoy parte del contexto del sistema jurídico,
con el que mantiene unas relaciones constantes habida cuenta del carác-
ter abierto de la red. De dentro hacia afuera —por así decirlo— el Orde-
namiento Jurídico nacional intenta ordenar, si bien con poco éxito, los
movimientos globalizadores. La influencia es muy intensa, en cambio,
desde fuera hacia dentro, puesto que buena parte de la legislación inte-
rior ha tenido que modificarse para adaptarse a la nueva situación. Pero
lo más interesante es que la globalización está confirmando cada día el
carácter reticular del Derecho, la debilitación de la ley y la magnificación
de la importancia de los interlocutores no oficiales. El Derecho se está
escapando a ojos vistas de la mano de los Poderes constitucionales esta-
tales —del Legislador y de los Jueces— mientras que la Administración
Pública capea como puede los embates que proceden del exterior. En
este cruce de presiones el Derecho practicado se está distanciando cada
vez más del Derecho normado y sus relaciones tienden a flexibilizarse
todavía más. ¿Qué queda ya del pasado monopolio estatal del Derecho?
Con la advertencia, en fin, de que esta globalización —valga la re-
dundancia— no es tan global como se pretende, puesto que es parcial,
ya que con ella se ha producido una fractura económica y cultural de la
sociedad. Lo que en el ámbito del Derecho se traduce en la formación
de compartimentos casi estancos, como se explica a continuación.

Compartimentalización estanca del Derecho practicado

Cuanto acaba de decirse sobre las transformaciones de los últimos años


no autoriza a afirmar que el Derecho de hoy haya sustituido por com-
pleto al de ayer, puesto que se ha limitado a desplazarlo parcialmente.
No ha habido, en otras palabras, una ruptura total, una sucesión brusca
y universal de sistemas, dado que esto no sucede en las relaciones so-
ciales salvo situaciones radicalmente revolucionarias. Lo que ha tenido

224
EL DERECHO VOLÁTIL

—o está teniendo— lugar es una fractura social que ha producido una


correspondiente fractura jurídica y los elementos separados se han or-
ganizado en compartimentos casi estancos.
Desde ciertos observatorios se contempla una sociedad global tanto
en política como en economía y correlativamente se maneja un Derecho
también globalizado. Mas no todo es así, porque también existe otra
sociedad de diferente escala que vive de espaldas a la globalización:
herederos que riñen por un testamento, vecinos que pleitean por una
pared medianera, corrupciones políticas, hurtos callejeros, defraudacio-
nes millonarias, comunidades de vecinos, fundaciones locales. Cierto
es, desde luego, que hoy nada ni nadie escapa a los efectos de la globa-
lización; pero aun así es innegable la estratificación social: dos mundos
separados de hecho y cada uno con su Derecho propio.
Algunas Universidades —y más todavía algunos despachos de abo-
gados— se han concentrado en el Derecho trasnacional o supranacional
y todas sus actividades están orientadas por el Derecho europeo y el
globalizado: lo que estudian son las directivas europeas y la jurispruden-
cia de Luxemburgo, además de las prácticas comerciales universales; y
desde esta perspectiva interpretan y manejan el Derecho español. Otras
Universidades y otros juristas, en cambio, ignoran lo que no sea el De-
recho tradicional; y profesionalmente les va perfectamente sin que se
noten sus carencias o limitación de miras. Noventa y nueve de cada cien
sentencias se atienen exclusivamente al Derecho español, manteniendo
íntegramente hoy lo que viene de ayer.
Pese a sus conexiones, aparentemente esenciales, es perceptible la
autonomía de estos dos estratos sociales y la correlativa autonomía de
sus derechos. Habida cuenta del enorme peso de la tradición, ¿cuánto
tiempo necesitarán, entonces, para emulsionarse el aceite y el vinagre?
Esta compartimentalización, por muy artificial que parezca, ha evi-
tado la esquizofrenia de los juristas (incluidos los jueces), que, de no ser
así, hubiera resultado inevitable. Porque un jurista «integral» no podría
sobrevivir fácilmente en dos mundos tan desgarrados. Un problema que
se ha solucionado (hasta ahora, al menos) con la especialización profe-
sional y cada uno ha plantado sus tiendas en el lugar que le ha conve-
nido y a la hora del rezo unos se inclinan hacia la Meca de Bruselas y
otros se inclinan mirando al juzgado de primera instancia vecino o, todo
lo más, hacia los tribunales de Madrid.
Las sociedades nacionales se han fracturado, en suma, en bloques
estratificados con diferencias económicas y sociales muy claras. Arriba
está el mundo de los poderosos, que hablan inglés, estudian y negocian
en países extranjeros, participan en política tratando directamente con

225
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

las autoridades superiores encargadas de la economía y cuando acuden


al Derecho, se atienen al comunitario europeo y al internacional que se
gestiona en los Grandes Despachos Transnacionales. Abajo está el mun-
do de los que trabajan con horario fijo, conocen el extranjero a través
de las oficinas de turismo, aprenden y practican la lengua vernácula,
participan en política en las elecciones y en manifestaciones callejeras,
creen en los derechos humanos y cuando acuden al Derecho, se atienen
al de su Comunidad Autónoma y al del Estado español del que les infor-
ma un abogado de barrio. En definitiva se trata de dos culturas distintas,
de las que el Derecho es una simple manifestación, y no precisamente
la más importante.
No se crea, con todo, que la fractura jurídica —y, en el fondo, so-
cial— a que se está aludiendo se refiere solamente a los dos bloques
provocados por la globalización, ya que el fenómeno es mucho más
amplio y puede generalizarse en unos términos que hasta hace poco pa-
recían inimaginables. En definitiva se trata de que ha cambiado el signo
de una evolución milenaria que desde la baja Edad Media iba de la per-
sonalización a la territorialidad de los derechos y de los particularismos
a la igualdad; de tal manera que hoy estamos viviendo la gran paradoja
de compatibilizar la universalización globalizada y la supranacionalidad
europea con la fragmentación y aun pulverización frenética dentro de
nuestras fronteras.
Hemos vuelto, por tanto, a una época de diferenciaciones persona-
les: como cuando uno era el Derecho de los ciudadanos romanos y otro
el de los federados, provinciales y peregrinos; el de los godos invasores
y el de los hispanorromanos invadidos; el de los musulmanes y el de los
cristianos; el de los indios y el de los españoles; el de los eclesiásticos
y el de los mercaderes; el de los gallegos y el de los castellanos. Los
bloques culturales superiores —o, más exactamente, los que poseen la
fuerza que les presta su poder y su cultura— tienden a buscarse su pro-
pio Derecho, que les sirve luego como seña de identidad.
La metáfora de los compartimentos estancos nos devuelve a las
épocas de los derechos personales que se creían ya definitivamente su-
peradas desde la generalización del Derecho territorial aplicable a todos
por igual sin distinción de grupos. La verdad es, no obstante, que el
Derecho único resulta un sueño que nunca ha sido realidad. En la actua-
lidad, además de las peculiaridades constitucionalmente previstas para
las Comunidades Autónomas y municipios, son aún más perceptibles las
adoptadas ratione personae.
Sabido es que siempre ha habido un Derecho civil para pobres y otro
para ricos; y lo mismo sucede con el Derecho penal. Ahora bien, los que

226
EL DERECHO VOLÁTIL

modernamente han tenido mayor importancia han sido los Derechos (o


no-Derechos) de los colectivos marginados étnicos y religiosos (gitanos,
indios, judíos). Además, la diferenciación normativa fiscal, segregadora
de nobles y plebeyos, eclesiásticos y legos, es una constante histórica
que todavía se mantiene hoy —apenas disimulada— entre grandes y
pequeños contribuyentes. Sin olvidar, en fin, la discriminación, tanto
positiva como negativa, de hombres y mujeres. La igualdad jurídica por
la que tanto luchó la Ilustración, y consagró la Revolución francesa, es,
en suma, una antigualla que todavía se exhibe por inercia en el museo
de las constituciones vigentes.
Con la obvia precisión de que no se trata de un Ordenamiento Jurí-
dico único con disposiciones particulares para ciertas personas o grupos
sino de auténticos ordenamientos separados dirigidos a colectividades
concretas. Por sorprendente que parezca, en la era de la globalización el
Derecho, al volatilizarse, regresa a la Edad Media y hoy se ha enterrado
con doble llave el Derecho igualitario liberal. A la edad de los derechos
universales del hombre y del ciudadano ha sucedido la de los derechos
de los residentes en cada Comunidad Autónoma y la de los vecinos de
cada municipio. Cada nuevo estatuto autonómico o local consigna su
propio repertorio de derechos individuales públicos y privados, y cada
ley sectorial, una lista diferente de lícitos e ilícitos.
Los particularismos estamentales recogidos formalmente en Orde-
namientos singulares se exacerban todavía más en el plano formal. El
Derecho, como las demás relaciones humanas, se desarrolla, al menos,
en dos niveles: el formal y el informal, el manifiesto y el oculto. De
la misma manera que hoy se acepta sin vacilaciones la existencia de
una «economía sumergida», también existe un «Derecho sumergido»
que en algunos casos tiene mayor importancia que el oficial. Piénsese,
por ejemplo, en el Derecho urbanístico, cuya minuciosísima regulación
da trabajo a docenas de miles de abogados que asfixian a propietarios
y promotores de poca monta; sin perjuicio de que subterráneamente
corra el urbanismo de grandes proporciones al margen por completo
de la legislación del suelo, que es el que domina de hecho el mercado y
al que ni las inspecciones ni los procesos penales han conseguido nunca
reconducir a los cauces oficiales.
Son compartimentos separados tolerados por la Administración y
que sólo se fusionan ocasionalmente cuando se regularizan, a modo de
indulto, las situaciones ilegales. ¿Y qué decir del doble nivel jurídico de
las telecomunicaciones o de la energía? ¿O de la enorme masa de los
«sin papeles», de los mercados negros y de tantas figuran que viven al
margen del Derecho oficial pero que disponen de reglas de comporta-

227
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

miento eficaces no sólo entre las partes sino también frente a terceros e
incluso frente a la propia Administración?

Supervivencia de los juristas

La Biología nos ha enseñado que el nivel de supervivencia de las espe-


cies (y de los individuos también, naturalmente) se corresponde a su
capacidad de adaptación a los cambios del entorno. Cuando las lluvias
crecen o decrecen, cuando la temperatura ambiental disminuye o au-
menta, perecen miles de variedades vegetales y desaparecen incontables
especies animales: todas las que no saben adaptarse a las nuevas condi-
ciones climáticas y de alimentación.
El jurista es una especie profesional con una vocación de supervi-
vencia tal que le ha permitido superar las crisis históricas más terribles.
Yo sólo conozco un caso de hundimiento generalizado: el que tuvo
lugar con la aparición de los Estados socialistas, porque entonces los
juristas no reaccionaron a tiempo y no supieron adaptarse al cambio
experimentado por el Derecho y su función, con la consecuencias de
que terminaron relegados en un rincón social sin prestigio y sin rentas.
Fuera de esta excepción han medrado siempre: en los Estados absolutos
y en los democráticos, en las economías dirigidas y en las liberales. A lo
largo de este libro se han recordado momentos históricos singularmente
duros para el Derecho y para los juristas, pero éstos siempre se las han
arreglado para salir a flote.
En las páginas anteriores hemos visto igualmente que los tiempos
no son favorables al Derecho ni a sus servidores. Aquél se ha visto des-
plazado por la política y la corrupción; mientras que éstos padecen la
competencia de profesionales potencialmente peligrosos, incluidos los
corredores de influencias y gestores de corrupción. La profesión jurídica,
no obstante, se mantiene y hasta es probable que haya mejorado gracias
a su aludida capacidad de adaptación.
El abogado tradicional está, desde luego, a punto de desaparecer y
sólo se mantiene en algunos barrios y pequeñas poblaciones mientras se
van jubilando sus últimos representantes. Hoy dominan el mercado los
despachos colectivos, que empezaron a introducirse tímidamente hace
cincuenta años. La gran novedad posterior han sido los Grandes Despa-
chos Transnacionales de tipo norteamericano —severamente criticados
en Norteamérica por el novelista Grisham y aguda e irónicamente des-
critos entre nosotros por Díez-Picazo— que, con sus superiores técnicas
de marketing, se están apoderando de las asesorías interdisciplinarias, ya

228
EL DERECHO VOLÁTIL

que no de los asuntos forenses, que son conocidamente menos rentables


y en los que, a decir verdad, no brillan demasiado. Otra novedad, todavía
incipiente, es la de los despachos que contratan «seguros legales», cuyo
porvenir parece todavía incierto.
Las profesiones jurídicas tradicionales —del tipo de notarios y re-
gistradores— se mantienen florecientes aunque sobre algunas de ellas
pende la amenaza de una eventual liberalización —o, en el extremo
contrario, de una funcionarización auténtica— que acabaría con los
privilegios en que se apoyan.
La demanda de juristas para las administraciones públicas ha au-
mentado prodigiosamente como consecuencia de una sorprendente ma-
nía (la «informemanía») que se ha extendido hasta el paroxismo y que se
traduce en una guerra de papeles tan incruenta como inútil. Porque es el
caso que en la actualidad nada se mueve en la Administración —desde
las declaraciones periodísticas de un subdelegado hasta la intervención
parlamentaria de un ministro o un anteproyecto de ley— sin que cir-
culen borradores por todos y cada uno de los ministerios, secretarías y
subsecretarías, donde bandadas de llamados asesores redactan detalla-
dos informes con los que se pelotean mutuamente; sin olvidar que el
ámbito se extiende a las Administraciones de las Comunidades Autó-
nomas y ayuntamientos grandes, medianos y pequeños. La situación es
singularmente grotesca porque así se producen con el menor pretexto
miles (sic) de folios que pasan de unos gabinetes a otros, donde se hacen
contrainformes y resúmenes que jamás llegan a ser tomados en conside-
ración por el político responsable aunque sólo sea por la circunstancia
de que carece de tiempo para enterarse del contenido (si es que lo tiene)
de esos metros cúbicos de papel. La Burocracia y la Política tienen sus
modas, y ésta es una de las más curiosas y menos perjudiciales, aunque,
desde luego, la más inútil para el interés público, pero una de las que
mejor apuntalan la supervivencia de los juristas de hoy. Evocando, en
fin, la temprana llamada de atención de Juan Ramón Capella sobre la
abolición del Derecho y la extinción de los juristas, creo que la impor-
tancia efectiva de aquél no ha disminuido pese a su creciente evapora-
ción, ni los juristas han pasado a ser una especie en peligro de extinción,
antes al contrario.

229
10

FINAL

Dixerunt doctores et glossa; etiam si mille hoc dixissent,


omnes erraverunt [...] post revoluta scripta multorum,
doctrinam meam praedicavi.

Así lo decían los doctores y la glosa, pero aunque fueran


mil los que así opinaren, todos se equivocaban [...] Yo,
después de haber estudiado los escritos de muchos, he
expuesto mi propia opinión.

(Cinus da Pistoia, 1270-1333)

1. La crítica de una Razón, cualquiera que sea, supone un esfuerzo


renovador de un pensamiento que ha dejado de ser útil. El Derecho
positivo —en su normatividad y en su práctica— es un fenómeno del
mundo real y, en tal sentido, exterior a los juristas que desde fuera le
observan. Lo que sucede, no obstante, es que, conforme ha enseñado la
epistemología, el conocimiento es el resultado de la colaboración entre
lo observado y el observador activo. Con la consecuencia de que cuan-
do el observador, en este caso el jurista, no tiene bien ajustada la lente
adquiere una visión distorsionada de la realidad y no llega a compren-
derla. Si la Razón Jurídica —según se ha explicado en el libro— es una
lente que permite observar, valorando y criticando, el sistema jurídico
existente, es fácil comprender la conveniencia de tenerla siempre bien
ajustada: la Razón Jurídica «recta» (frente a la «desviada»).
Cada época tiene su Razón Jurídica propia que de ordinario es en
sus comienzos lúcida y útil, aunque luego inevitablemente vaya perdien-
do energía, envejezca y termine anquilosándose hasta que se produce

231
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

un nuevo cambio renovador, que en el fondo no es otra cosa que un


aparato metódico de adaptación a necesidades que van apareciendo. Lo
que empezó como un progreso revolucionario termina en conservación
a ultranza que exige una muda de la piel, la formación de un nuevo
paradigma, para volver a iniciar otro ciclo histórico.
Corren tiempos de cambio acelerado y ritmo irregular. Ya no se
trata de comparar el mundo pretérito con el actual sino el mundo de
hoy con el de anteayer y el de ayer. Las aguas del río heraclitano en que
nos bañamos se deslizan con velocidad inédita. Ahora bien, el cambio
y su aceleración exponencial han sido analizados y divulgados hasta
en sus más pequeños detalles. Lo que no llama tanto la atención, sin
embargo, es la irregularidad del ritmo de tales cambios. La tecnología
se mueve vertiginosamente, pero las Universidades no avanzan e inclu-
so se hunden en su ensimismamiento; las multinacionales se extienden
por el planeta pero la multinacional más antigua, la Iglesia católica,
sigue anclada en Roma; en una sociedad que vive literalmente on-line la
Administración de Justicia no cuenta el tiempo y la política evoluciona
hacia atrás redescubriendo la Edad Media.
El presente libro no se ha dedicado al análisis del Derecho, sino más
bien al de la facultad humana de comprenderlo, explicarlo y aplicarlo,
esa Razón Jurídica que en la actualidad ha perdido su sintonía con el
objeto observado, hasta tal punto que en buena parte ha perdido conse-
cuentemente su capacidad de entenderlo y, para salir de su desconcierto,
ha acudido a la creación de una realidad virtual que ignora la experien-
cia y contradice el sentido común. Aislada del mundo real, la Razón
Jurídica lleva mucho tiempo atascada. Hoy estamos al tanto de las mu-
taciones de la economía, de la sociedad y de la técnica. Conocemos tam-
bién las correlativas transformaciones del Estado y del Derecho positivo
en sus esfuerzos para adaptarse al ritmo de los tiempos. Pero nadie, o
casi nadie, se preocupa de ese factor inmóvil del Derecho, de esa Razón
Jurídica reflexiva que sigue donde estaba hace doscientos años. ¿Cómo
explicar esta parálisis evolutiva intelectual que tanto contrasta con la
hiperactividad bibliográfica de letra pequeña y gran rutina?
Los seres humanos, como vertebrados que somos, tendemos a mirar
el mundo con los ojos de nuestra especie, que se desarrolla linealmente
de tal manera que la anatomía evoluciona apenas sin saltos, sin otras
excepciones notables que la dentadura y la pubertad. Por consecuencia
no nos fijamos en los cambios saltuarios de los insectos —huevo, larva,
crisálida, mariposa— ni en la rigidez anatómica parcial de los reptiles,
cuya piel concretamente tiene un límite de adaptación y crecimiento
hasta tal punto que llega un momento en que el animal queda preso

232
FINAL

de su propia piel y tiene que desprenderse traumáticamente de ella si


quiere seguir creciendo.
Si se me permite utilizar ahora estas imágenes zoomórficas, diré
entonces que la historia nos ha familiarizado con los sucesivos cambios
de paradigmas jurídicos que conocemos; pero que la Razón Jurídica
sigue donde estaba, y así se explica que el Derecho no consiga mantener
el ritmo global del cambio del mundo y se haya quedado rezagado,
casi como una pieza separada, como un cuerpo fuera de órbita. Si se
pretende sintonizar el ritmo evolutivo del Derecho con los propios de
la sociedad, la economía y el Estado, habrá que empezar desatascando
a la Razón Jurídica o, en otras palabras, mudar la piel de la serpiente
liberando a ésta de las rigideces rutinarias que le impiden desarrollarse.
Así ha sucedido varias veces en el pasado y gracias a esta operación de
reajuste de la Razón Jurídica a la realidad jurídica ha podido superar el
Derecho algunos momentos críticos que parecían no tener salida.
En la modesta medida de mis fuerzas me he limitado aquí a argu-
mentar que ya no es utilizable el paradigma constitucional liberal en
uso, que para sobrevivir como juristas hay que olvidar lo aprendido,
puesto que casi todo se ha vuelto obsoleto y no es más que un puñado
de ficciones y que, en definitiva, hay que empezar de nuevo. Un esti-
mulante desafío histórico que puede abordarse en términos a primera
vista sencillos: se trata simplemente de depurar la Razón Jurídica, de
reajustarla a nuevos contextos para facilitar su comprensión. No se
trata, por tanto, de cambiar la realidad (como está pretendiendo sin
éxito realizar el moderno pensamiento político-administrativo de la
gobernanza, aunque parta de los mismos presupuestos metodológicos
que inspiran el presente libro) sino de cambiar la forma de mirar las
cosas.

2. Confío que al presente libro le sea aplicable una oportuna cita de


Luis Martín Rebollo: «El Derecho es sólo un marco, un instrumento,
que como todo instrumento sirve para un fin, en este caso un fin colec-
tivo. Pero como a todo instrumento se le debe cuidar, limpiar de vez
en cuando, conocer, afinar, aprender a utilizarlo, preocuparse por él y
después, si es preciso, criticarlo, decir que ya no sirve y, si es así, hacer
lo posible por cambiarlo, por que lo cambie quien tiene poder para
hacerlo. La crítica global y generalizada, sin más, por su epidermis, por
sus disfunciones, sin tener en cuenta otros datos, es pura y simplemente
demagogia. El conocimiento aséptico, sin preocuparse para qué sirve,
de dónde trae causa, cuál es su funcionalidad, su eficacia, su operativi-
dad, es mero leguleyismo».

233
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Conviene recordar, por otra parte, que no he tenido la más mínima


intención de dirigirme «a quien tiene poder para cambiarlo». Yo soy
escéptico en lo que se refiere a la voluntad de cambio del Poder, puesto
que éste se mueve más bien por la Razón Política que por la Jurídica.
Pero mi concepción del Derecho como obra no sólo del Legislador sino
de varios agentes sociales me permite creer que los jueces, los autores
y el pueblo son capaces del mover el Derecho a impulsos de la Razón
Jurídica aunque los políticos sean insensibles a ella. El libro, por tanto,
está dirigido a los primeros y no a los últimos y, porque tiene confianza
en la Razón Jurídica, es optimista. En estas páginas las actividades ci-
tadas por Martín Rebollo —«cuidar, limpiar, conocer, afinar, utilizar y
criticar»— deben entenderse referidas, pues, a la Razón Jurídica y no al
Ordenamiento Jurídico.
La Razón Jurídica que aquí se ha defendido se aparta visiblemente
del modelo normativo textual y dogmático dominante para adaptarse a
las condiciones de un sistema jurídico «abierto» que permite la percep-
ción de la realidad contextual y el alivio del dogmatismo. Mientras que
el carácter dialogante de los protagonistas —la «interactuación»— da
paso a una rebaja del Poder estatal, a la potenciación de la fuerza de los
agentes sociales y, en definitiva, al optimismo de que se hablaba hace un
momento.
El relativismo epistemológico —y sobre todo el axiológico— confir-
ma la actitud realista global de mi pensamiento y facilita concretamente
el análisis y la crítica de los valores que el Poder Político pretende impo-
ner unilateralmente, y sin contraste alguno, a través del Ordenamiento
Jurídico. Ni los ciudadanos ni los autores ni los jueces están obligados
a aceptar los valores que intenta imponerles el Estado como si fueran
auténticos e inmutables. El sistema jurídico es más democrático que el
sistema político por una razón elemental: la democracia política es un
ideal que no siempre se realiza puesto que o se niega o se manipula;
mientras que la democracia jurídica es una realidad desde el momento
en que se practica espontáneamente y no hay fuerza política capaz de
evitarlo. Como el burgués de Molière que hablaba en prosa sin saberlo,
los agentes sociales participan, también sin saberlo, en la formación y
evolución del Derecho, y así ha habido ocasión de comprobarlo con
reiteración de la primera a la última página del libro.
De lo que se trata, entonces, es de ir eliminando los obstáculos que
se oponen al desarrollo de esta espontaneidad social, como son la ig-
norancia, la opresión estatal y el peso de la rutina dogmática, que son
consecuentemente los peores enemigos de la Razón Jurídica recta. El
presente libro es una modesta —pero terca— invitación a escapar de

234
FINAL

la tiranía intelectual de la Razón Jurídica perversa, es decir, mansa y


rutinaria.

3. El lector de este libro habrá percibido sin duda que desde la pri-
mera a la última página está orientado por el realismo y el relativismo.
Realismo, porque sus observaciones, acertadas o desacertadas, se
conectan —o, al menos, pretenden conectarse— inmediatamente con
la realidad, sea la actual o la histórica, dejando a un lado de forma
deliberada las teorías corrientes y los dogmas heredados, que han sido
contrastados implacablemente con la piedra de toque de la realidad y
desechados sin contemplaciones cuando no han superado tal prueba.
Igualmente se ha prescindido de la erudición, aunque ello haya sido pe-
cando de desagradecido, puesto que buena parte de lo que aquí se dice
no es fruto de mi cosecha personal sino herencia de viejos maestros,
algunos tan antiguos como los que aparecen en los lemas que adornan
el principio de cada capítulo. Pero es que tengo especial empeño en
que mis tesis se acepten (o rechacen) por su peso propio y no por el
valor prestado por plumas y autoridades ajenas. Lo cual no significa
desconocer —y mucho menos pretender ocultar— las deudas debidas a
quienes me han precedido y tanto me han enseñado. Por decirlo con las
palabras de Vincencius Hispanus en la primera mitad del siglo xiii, este
libro ha sido escrito partim a Graciano suscipimus, partim de scriptis
in hac scientia peritorum accepimus, partim a patribus nostris audivi-
mus, partim immo ex nostra officina producimus (en parte con lo que
tomamos de Graciano —en nuestro caso de la Constitución y de las
leyes— y de los escritos de las autoridades jurídicas, en parte con lo que
aprendimos de nuestros maestros y en parte, en fin, con lo que hemos
puesto de nuestra cosecha).
Por razones parecidas el libro es breve: porque no corren tiempos de
lectores que puedan dedicar muchas horas al estudio y también porque
son pocas las cosas que, por complejas que sean, no puedan expresarse
con claridad en escasas páginas aunque ello cueste más esfuerzo al autor
que cuando se extiende en prolijidades.
El realismo lleva consigo —y por ello casi no hace falta recordarlo
de forma expresa— el relativismo. Porque la primera y mejor lección
que se aprende con la experiencia personal es la de que nada hay inmó-
vil, que todo depende y se explica por su contexto y que los contextos
son distintos en el tiempo y en el lugar. Esta proposición formulada
en términos generales parece incontestable, pero sé de sobra que mu-
chos lectores —cabalmente por no ser realistas convencidos— habrán
rechazado el relativismo axiológico que aquí se profesa; y mucho más

235
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

el escepticismo con que se abordan los grandes tabúes del momento:


desde el principio de legalidad al Estado de Derecho pasando por la
independencia del Poder Judicial. Ahora bien, los realistas y relativistas
somos insensibles a estas críticas porque nuestra experiencia nos enseña
que tanto valen nuestras opiniones como las contrarias y en consecuen-
cia aceptamos la existencia de las demás, sin perjuicio de que razone-
mos nuestra discordancia. Los relativistas no pueden, por definición,
ser inquisidores y mucho menos martillo de herejes, sino, todo lo más,
críticos apasionados.

4. El presente libro está armado sobre un eje inequívoco, a saber,


que la estructura del Derecho es reticular: una red, en suma, integrada
por diferentes nudos (la ley, la jurisprudencia, la doctrina y la práctica),
todos ellos interdependientes e interactuantes. La metáfora reticular no
es, desde luego, original ni desconocida en la ciencia jurídica aunque no
se haya desarrollado nunca con detalle; en cambio está absolutamente
generalizada en las ciencias sociales, herederas entusiastas en este pun-
to de la filosofía estructuralista. En las ciencias administrativas (si es
que puede utilizarse esta expresión) la figura reticular es la base de la
gobernanza que inspira la teoría y pretende dirigir su práctica. No sa-
bemos ciertamente cuánto durará esta moda; pero es innegable que los
sistemas reticulares componen de momento la cifra de la modernidad y
actúan como motores de la modernización.
Ciñéndonos al Derecho, esta nueva visión implica un rechazo total
de las viejas teorías normativas y de la rancia —por muy venerable que
fuera su origen— equiparación entre Derecho y Ley. Este empeño ilus-
trado fue acogido y sacralizado por el liberalismo decimonónico en tér-
minos radicales de sabor jacobino: el Derecho era la ley y nada más que
ella, a la que estaban subordinadas todas las demás actividades políticas
y sociales; al Poder Ejecutivo correspondía ejecutarla, al Poder Judicial
aplicarla y a los ciudadanos cumplirla.
Cerrándose ya el siglo xix logró Gény superar este esquema con
la observación —contundentemente verificada, por lo demás— de que
ni los jueces ni los particulares se limitan a aplicar y a cumplir la ley,
puesto que en el Derecho, además de ella (e incluso en contra de ella),
operaban otros elementos tan variados como heterogéneos y en todo
casi efectivos, como los reglamentos, las costumbres y las convenciones
públicas y privadas.
Aunque no de una manera tan sistemática y demoledora, unos años
antes ya Ihering había puesto en duda el monopolio de la ley desde una
perspectiva distinta: magnificando la participación de los ciudadanos

236
FINAL

en la vida del Derecho acudiendo cabalmente a la consigna de «la lucha


por el Derecho». E inmediatamente después, también en Alemania, la
«jurisprudencia de intereses» y la Escuela del Derecho libre continuaron
esta labor de zapa, no de la ley naturalmente, sino de su pretendido
monopolio.
A lo largo del siglo xx y al calor de un recíproco descubrimiento
del Derecho europeo continental y del common law pudo superarse sin
dificultad la tradicional e irreconciliable antinomia de que el Derecho
era o bien lo que decía la ley o bien lo que decían los jueces. Dejando
atrás este maniqueísmo simplista se llegó al convencimiento de que el
Derecho era un diálogo desarrollado entre varios actores sustituyendo
el viejo monólogo de la ley estatal con la que ahora todos estaban en
condiciones de discutir.
En los últimos años la teoría de los sistemas ha reformulado la ima-
gen del diálogo en términos más precisos y modernos. Según esto, los
distintos elementos se articulan en forma de red constituyendo, además,
un sistema abierto, permeable a las influencias externas y capaz también
de influir sobre ellas.
El aparato teórico que avala esta (relativamente) nueva idea del De-
recho no puede ser, pues, más sólido y se utiliza en las disciplinas más
diversas: desde la biología a la gobernanza pasando por la etología.
Aunque debo confesar que para mí personalmente este aparato teóri-
co únicamente me sirve de cobertura o respaldo de lo que considero
fundamental y que es el verdadero origen de este libro, concretamente
la observación de la realidad. Porque es ésta la que nos enseña que el
Derecho es obra de todos y no sólo de la ley estatal (o de los pronuncia-
mientos judiciales). Hay que estar ciego y sordo para no ver el escenario
ni oír el diálogo de los protagonistas. Esto es lo importante y lo que yo
empecé a percibir cuando, con ayuda de los años y de la experiencia,
conseguí desprenderme de las anteojeras dogmáticas tradicionales que
me lo venían impidiendo. A partir de aquí ya resultaba muy fácil desa-
rrollar esta idea con ayuda del aparato teórico disponible a que acaba
de aludirse.

5. También se habrá notado que el libro admite una lectura distinta,


no sistemática sino vertical o histórica, dado que aquí se hace una rela-
ción cronológica del Derecho conforme a las etapas por las que ha ido
atravesando: primero como fenómeno social abierto y luego secuestra-
do por el Estado, que quiso monopolizarlo. Secuestro que, no obstante,
resultó frustrado, puesto que las fuerzas sociales no se resignaron a per-
der su participación y terminaron pronto recuperando su protagonismo

237
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

para llegar a la fase, en que hoy nos encontramos, en la que el Derecho


recibido se está evaporando a ojos vistas. Lo cual no significa natural-
mente su desaparición sino la adopción de otras formas de manifestarse
aparentemente sorprendentes pero fácilmente reconocibles cuando se
estudia el pasado. Y es que, en último término, nihil novum sub sole,
o el eterno retorno del pasado profetizado por Nietzsche. En cualquier
caso un desafío para la Razón Jurídica, que ahora menos que nunca
puede dejarse llevar por la rutina.
La conciencia de la historicidad del Derecho parece singularmente
útil a la hora de constatar el actual fenómeno de su volatilización (es-
tudiada en el capítulo 9), ya que podría también interpretarse como un
«final del Derecho» siguiendo la línea apocalíptica de «finales» iniciada
por Fukuyama con la historia y que luego ha pretendido extenderse a
casi todas las ciencias y saberes. En mi opinión, sin embargo, éste no
es nuestro caso sino que simplemente nos encontramos ante una crisis
más de las muchas que hemos llegado a conocer y quizás no la más
profunda. Sencillamente, la realidad cambia y con ella el Ordenamiento
Jurídico que pretende regularla. El Derecho al evaporarse cambia de
«estado físico», pero sigue siendo Derecho al igual que sucede con el
agua evaporada, sin que desde nuestros conocimientos —y continuando
con la metáfora— parezca que haya riesgo de desertización definitiva
del Planeta jurídico. No hay razón para el castastrofismo, sino invita-
ción a un cambio del pensamiento jurídico.

6. Permítaseme, por último, que me remita a otras publicaciones


mías más extensas en las que el lector interesado podrá encontrar una
exposición más desarrollada de algunas cuestiones que aquí han tenido
que someterse a la implacable brevedad del discurso y a la deliberada
sobriedad de las citas: El pensamiento burocrático (Comares, 22002), La
nueva organización del desgobierno (Ariel, 42006), Balada de la Justicia
y la Ley (Trotta, 2002), El arbitrio judicial (Ariel, 2001), El desgobierno
judicial (Trotta, 32005); y, además, El Derecho y el revés (con Tomás-
Ramón Fernández, Ariel, 32005) y Las limitaciones del conocimiento
jurídico (con Agustín Gordillo, Trotta, 2003).

238
índice general

Contenido............................................................................................. 7

1.  Introducción: La Razón Jurídica.............................................. 9


Advertencia previa........................................................................... 9
De la política legislativa a la Razón Jurídica..................................... 12
El Derecho y sus referentes.............................................................. 13
Referentes reales del Derecho ......................................................... 14
Ars iuris............................................................................................ 16
Derecho........................................................................................... 17
Necesidad del Derecho.................................................................... 18
La Razón Jurídica............................................................................ 22
Funciones......................................................................................... 25
La Razón Jurídica crítica.................................................................. 27
La Razón Jurídica recta y la desviada............................................... 29
Un sistema desviado y no desviaciones de un sistema....................... 32
Parábola de la Secretaria de Estado.................................................. 35
La situación en España: una herencia agobiante............................... 36

2.  El Derecho como instrumento. ............................................... 41


El Derecho como instrumento......................................................... 41
Valores instrumentales de otros superiores....................................... 42
El relativismo axiológico.................................................................. 43
Objetivización de los valores: los intereses....................................... 46
De la axiología a la Razón Política................................................... 48
Regreso de los valores en la Constitución......................................... 49
Un sistema abierto de valores........................................................... 54
El Derecho como instrumento del Poder político............................. 55
El Derecho como técnica legitimadora............................................. 56
Significado ritual del Derecho.......................................................... 57

239
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Las dos caras del Derecho................................................................ 58


El jurista ante el relativismo axiológico: neutralidad o compromiso 59
El Derecho intrascendente............................................................... 61

3.  Ámbito: Lo jurídico y lo no jurídico......................................... 65


Elementos no estrictamente jurídicos del Derecho............................ 67
Religión........................................................................................... 68
Moral.............................................................................................. 70
Matriz cultural del Derecho............................................................. 73
Lo no normado y lo no jurídico....................................................... 74
Final: In ius vocare (acudir a juicio).................................................. 77

4.  Contenido: Derecho normado y Derecho practicado.......... 81


Datos referenciales........................................................................... 82
Estática y dinámica del Derecho....................................................... 83
Eficacia aleatoria de las normas jurídicas.......................................... 85
El Derecho practicado...................................................................... 87
Dos círculos secantes........................................................................ 88
Chatarra legal.................................................................................. 89
Del Derecho judicialmente practicado al Derecho normado............. 91
En especial, el Derecho practicado por los particulares.................... 94
Estructura abierta, interactiva y reticular del Derecho...................... 95
Una red inestable............................................................................. 99
Un sistema permeable...................................................................... 101

5.  Normas jurídicas......................................................................... 105


Norma jurídica, ley jurídica y ley no jurídica.................................... 107
Contenido: la norma como información.......................................... 108
Funcionalidad.................................................................................. 110
Las leyes de contenido meramente simbólico................................... 111
Plasticidad........................................................................................ 112
Criba de las leyes............................................................................. 113
Falacia de la jerarquía normativa...................................................... 113
Falacia de los cánones hermenéuticos............................................... 115
Falacia del determinismo legal: la norma como oferta o directriz..... 117
El Ordenamiento Jurídico................................................................ 120
El Ordenamiento Jurídico, factor de indefensión y desigualdad....... 121
El Ordenamiento Jurídico, cobertura de fraudes legales................... 123
El Ordenamiento Jurídico, generador de conflictos formales............ 124
La última perversión: el Ordenamiento Jurídico como negocio........ 126

6.  El Derecho secuestrado............................................................. 127


Un universo jurídico originariamente abierto................................... 127
El monopolio estatal del Derecho.................................................... 129

240
ÍNDICE GENERAL

El Derecho como rehén: el Estado de Derecho................................ 130


Fracaso del intento de secuestro....................................................... 134
Domini iuris..................................................................................... 134
Los protagonistas: ¿antagonistas o colaboradores?........................... 135
El monopolio del Legislativo y la independencia de los legisladores 138
Ejecución de las leyes por la Administración: Derecho administra-
tivo............................................................................................ 142
Funciones de la Administración respecto de la ley............................ 143
Cumplimiento de la ley.............................................................. 143
Desarrollo de la ley.................................................................... 145
Ejecución de la ley..................................................................... 146
Actos legislativos que se interfieren en la actuación administrativa.... 147
Parábola del Jardín........................................................................... 148

7.  Derecho Judicial......................................................................... 153


El Derecho en manos de los jueces................................................... 153
Ejecución de las leyes por la Administración y su aplicación por los
jueces......................................................................................... 155
Falacia de que la norma jurídica resuelve por sí misma los conflictos 157
Falacia de la única solución correcta................................................ 159
Papel de la ley en la elaboración de la sentencia............................... 161
El método judicial: los caminos de la sentencia................................ 163
Los actos válidos como decisiones jurídicamente plausibles.............. 167
El Derecho Judicial, Derecho humano............................................. 169
Tecnicismo y profesionalidad........................................................... 170
Independencia y responsabilidad...................................................... 171
Personalidad del juez........................................................................ 172
Autoridad del juez............................................................................ 175
Prudencia y arbitrio......................................................................... 176
Parábola del Portal de Belén............................................................. 177

8.  Otros Derechos no normativos............................................... 179


Derecho doctrinal o de juristas......................................................... 179
Los juristas como técnicos profesionales del Derecho....................... 180
Servus legum, faber legum, conditor iuris.......................................... 183
Labor e importancia de los juristas: spiritus legum........................... 186
Los juristas y el pueblo..................................................................... 188
Celos del Legislador......................................................................... 189
Parcialidad e imparcialidad de los juristas......................................... 191
Derecho usual.................................................................................. 194
Incumplimiento tolerado.................................................................. 198
Incumplimiento y resistencia............................................................ 199

9. el Derecho volátil..................................................................... 201


Una evolución pendular................................................................... 201

241
CRÍTICA DE LA RAZÓN JURÍDICA

Derecho rígido, Derecho flexible, Derecho licuado, Derecho evapo-


rado........................................................................................... 202
Pérdida del carácter general y abstracto de las leyes......................... 204
Quien hizo la ley hizo la trampa....................................................... 207
El Ordenamiento Jurídico como metáfora........................................ 208
Disolución estructural y funcional de las normas: los principios ge-
nerales....................................................................................... 209
Más allá de la legalidad: razonabilidad, racionalidad y no arbitra-
riedad........................................................................................ 211
Deshumanización............................................................................. 213
Autorregulación............................................................................... 214
Pérdida de la seguridad jurídica........................................................ 215
Zonas jurídicamente exentas............................................................ 218
La última salida................................................................................ 219
Breve apunte sobre la globalización.................................................. 221
Compartimentalización estanca del Derecho practicado................... 224
Supervivencia de los juristas............................................................. 228

10.  Final............................................................................................ 231

Índice general........................................................................................ 239

242

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