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A decir verdad, y desde la década de los cincuenta hasta la fecha, se han ido poniendo los

cimientos no sólo para el control de la energía nuclear con fines bélicos, sino para abrigar la
firme esperanza de un mañana sin la bomba atómica. A este respecto, y de manera sucinta,
reseñar que el 29 de julio de 1957 empezó a funcionar en Viena el Organismo Internacional de
Energía Atómica, perteneciente a las organizaciones internacionales vinculadas con la ONU y
cuyo fin último sería el fomento de la energía nuclear para fines de paz, salud y prosperidad en
el mundo. El origen de este organismo internacional estuvo inspirado en el discurso que el
presidente estadounidense Dwight D. Eisenhower pronunció en la Asamblea General de la
ONU aquel 8 de diciembre de 1953 bajo el prominente título de “Átomos para la paz”. 134 El
tema no fue menor, y por su contribución a la causa del desarme nuclear, su director general
—Mohamed el-Baradei— fue merecedor en 2005 del premio Nobel de la Paz. El 5 de agosto de
1963, y tras la crisis de los misiles cubanos, Estados Unidos, el Reino Unido y la Unión Soviética
firmaron el Tratado de Prohibición Parcial de Ensayos Nucleares que, entre otros
requerimientos, prohibía los ensayos nucleares en la atmósfera, bajo el agua y en el espacio. Si
bien Francia y China, ambas potencias nucleares, se negaron a firmarlo, aquel compromiso fue
verdaderamente promisorio, puesto que, tan sólo unos años después, en el marco de la
Guerra Fría, tuvo lugar la firma —primero de julio de 1968, con entrada en vigor desde el 5 de
marzo de 1970—, del Tratado de No Proliferación Nuclear, a través del cual se prohibía a los
“Estados no nucleares” la posesión, manufactura o adquisición de armas nucleares, mientras
que los “Estados nucleares” —los Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Rusia y China— se
comprometían a evitar toda transferencia tecnológica sobre armas nucleares a los países no
nucleares. La aspiración última de este tratado no era otra que el desarme nuclear total y
definitivo.

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