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Antagonismo, disolución y silencio en Zarabanda de Miguel Manríquez

Si bien, Miguel Manríquez Durán (Guaymas, 1957), es Licenciado en


Letras por parte de la Universidad de Sonora, maestro en ciencias sociales
con especialidad en historia regional por parte de El Colegio de Sonora, y
doctor en literatura por parte de la Universidad de Guadalajara, y su
trayectoria académica lo ha llevado a ser uno de los primeros
investigadores en trabajar la cultura (Meridiana. Notas para la cultura
regional, 1999), o el primer crítico literario en publicar un análisis
sistemático sobre la obra de nuestro máximo delirante (Abigael Bohórquez.
Pasión, cicatriz y relámpago, 1999), Miguel, cabe decirlo y resaltarlo,
Miguel Manríquez, es, ante todo, poeta. Pero uno distinto a los que se
generan en el norte de México, porque como poeta, ha hecho el esfuerzo de
pactar con la filosofía, regalándole así, al campo literario sonorense, la
posibilidad de entender la poesía como conocimiento. Es por eso es que al
escucharlo hablar, ahora en su época de madurez, nos permitimos que el
velo de la realidad desteja sus ilusiones temporales, para que el mundo se
transforme en revelación, y a través de una visión mítica, y mística, recobre
sus más antiguos poderes, sus más benignas plegarias, sus más imposibles
invocaciones.
De ahí que Miguel Manríquez se distinga como integrante de una de
las generaciones literarias más nutridas del estado, donde puede decirse que
se da un pequeño boom durante la década de los años 70, dentro del que los
autores autodidactas comienzan a cohabitar con autores que han tenido
estudios universitarios, donde el lenguaje lúdico y coloquial se hace
presente en el cuento y la novela, así como el verso libre se establece como
forma básica de la poesía, y la poesía misma como el género literario más
practicado por los escritores de la región.
Ahora, si después de este breve comentario contextual, nos
ubicaremos en la producción más reciente de Manríquez, es por dos
motivos fundamentales. El primero de ellos responde a las necesidades de
la presente edición, en la que ya, nuestro colega Alejandro Ramírez ofrece
en el texto introductorio una magnífica revisión general de la obra,
haciendo hincapié en El aroma de la tribu, libro clave en cuanto a los
alcances líricos de la poética manriqueana. Mientras que el segundo
motivo, tiene que ver con la época de madurez del poeta, donde los
intereses y visiones han cambiado, y la voz lírica, sin desprenderse del todo
de sus raíces vivenciales, da paso a una reflexión algo más metafísica,
donde las ideas, yendo más allá de los significantes en los que se
encadenan, tienen un peso en sí mismas, como lo trataremos de hacer ver
en nuestra exploración de Zarabanda, obra ganadora del Libro Sonorense
2009.

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De entrada, vale decir que en Zarabanda nos encontramos con un
poemario construido a partir de las notas de viaje de un diario que toma dos
rumbos determinantes. Por una parte, se desarrolla la visión mística de la
experiencia vital y el enamoramiento, expresados en el poema de largo
aliento que abre el libro y le da nombre al primer apartado: “Baraka”, cuyo
significado implica para el autor, un encuentro consigo mismo a partir de la
filosofía, la tradición oral y las leyendas antiguas.
El segundo rumbo de Zarabanda es el territorial, el geográfico,
donde ciudad vista como cuerpo de mujer, abre los muros de sus piernas
ante el abandono del poeta, que, hecho uno con lo otro, se vacía de sí para
entregarse, para dejar de pertenecerse y ser capaz de regalarse a la vida, a la
poesía, al mundo y al amor. Así, los siguientes apartados que completan el
libro, “Occitania” y “Zoco”, retoman ese movimiento general que inicia
con la ascensión luminosa de la voz poética, a la que le sigue el vértigo de
saberse postrado a los pies de la amada, para culminar en ese estado de
autoconciencia desde el que es posible contemplar tanto la finitud como la
impureza de la existencia humana.
De ahí que Zarabanda inicie su viaje con la pregunta: “¿qué luz
resuena en el ascenso?”. Para nosotros, preguntar por esa luz nos permite
visualizar la verticalidad del fuego como un primer elemento de ignición
propia, como una primera respuesta dirigida desde la gravedad de la
materia hacia los estados más liberadores de la energía. Y en ese sentido, si
el fuego es uno de los símbolos que mejor han representado el camino
ascendente del espíritu, del conocimiento y la sabiduría, la luz que ese
camino desprende no es menos significativa, pues en ella, el fuego
desdobla su aliento vivificador para que las tinieblas del caos se disipen, y
emerja como totalidad, la irresolución de nuestro cosmos.
El poeta Rumi, nos dice en uno de los epígrafes que abren el libro:
“al centro fui y en el centro ardí”. Partiendo de ese centro como de una
hoguera que respira a mitad de la noche, es posible hallar el origen de todo
enigma, de todo resplandor en las profundidades de nuestro corazón
pensante, que es, además, según Manríquez, un claro “abismo”. Así, la luz
de nuestro corazón abismal, resulta un pozo sin fondo que en su
profundidad nos precipita hacia el vacío, pues lo que hay en ese corazón de
abismo es una caída que no acaba nunca, y que por lo mismo, más que un
vuelo controlado, es una flotación sin asideros en medio de nuestra
oscuridad que resplandece.
Así se vislumbra el siguiente paso que dejará su huella sobre este
paradójico sendero que es el andar de la poesía: la unión de antagonismos,
la reconciliación de los opuestos, la correspondencia de los contrarios.
Pues, ¿qué somos sin aquello que nos niega? Es por ello que la poesía
avanza negándose, y su naturaleza es la contradicción dialéctica, desde la
que el poeta puede decirse: “esperaré el naufragio y la resurrección de

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saberme sombra y fuego / luz y agua viva”, ya que se reconoce un “animal
iluminado”, que, en su doble naturaleza, impide que se disocien las
polaridades. Es así que el poeta, a partir de ser luz emanada del abismo,
puede separarse de la identidad que le ha sido impuesta, y por lo tanto,
distanciarse de la farsa en la que se ha convertido el teatro humano, para
asumir sus propios dramas.
Otro movimiento importante en Zarabanda, es el de la
fragmentación y el desprendimiento. Tópicos que encarnan la idea de una
poética de la disolución, y que trata, aún dentro de su misma imposibilidad,
de agregar algo a la ausencia, o al menos, proyectar sobre sí, las líneas
fugaces del desvanecimiento. Sin duda, un estado de auto-revelación desde
el que la voz poética puede afirmar: “fluyo sin forma en la diestra claridad
vacía”, para después confesar: “quiero dejar la herida que hoy se abre / para
ser fragmento disperso, presencia destrozada, / arena entre las arenas / aquí
mismo / en la tarde primera de mi desprendimiento”.
Esta voluntad de disolución, además de recordarnos la finitud de los
cuerpos, nos permite dar un breve salto hacia las primeras publicaciones
del autor que aquí nos reúne. Y es que ya en Rosita contra los dinosaurios
(1980) pueden atestiguarse momentos de negación y desprendimiento
como el siguiente: “se habrá sabido / por ahí / que los espejos / no
devuelven la imagen / porque si la reflejaran / podrían devorarnos / (las
imágenes no los espejos) / al saber que estamos de más”. Defendiendo la
misma tendencia, en Tetabiate en el exilio (1985), Miguel escribe:
“abandonarse alguna vez / es tan saludable / como morir sin dejar huellas /
para darnos cuenta / de que somos / niebla menguante dura / y solitaria”.
Así mismo, en Cuando conocí el mar (1987), que forma parte del libro
integrado a cuatro voces Mientras llega la claridad, Manríquez vuelve a
dejar rastros de esta idea: “él / se deshizo lentamente / a gotas / hasta
quedar / un charco de agua / se evaporó / y cuando fue nube/ comprendió
que era diferente a otros hombres”.
Motivos de la renuncia y la revelación, que nos recuerdan, además de
la audacia con la que los místicos religiosos han encarnado su fe en lo
divino, el estado poético desde el que un poeta puede decirse sin olvidar el
desapego: “otra vez comienzo a ser amándome a mí mismo”, ya que su
amor no es otro que el de la palabra que se presenta como un “germinante
aliento”, o acaso como un “tiempo dulce naciendo interminable entre las
voces”. Así, también, en otra imagen, el poeta vuelve a autoafirmarse en su
disolución y nos dice: “como un eco / me inclino sediento, necio, impuro /
para desaparecer incierto en el silencio”.
Pero ¿por qué un eco?, pudiera uno preguntarse. Tal vez por la
tendencia a la reiteración de las invisibilidades significativas. Y, ¿por qué
necio y sediento? Tal vez por lo voluntarioso y lo vulnerable de nuestro
cuerpo, por lo evaporable de nuestra sangre. ¿Por qué impuro? Tal vez

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porque la pureza no puede pertenecernos, como no pueden ser nuestras las
formas ideales. ¿Y por qué incierto? Tal vez porque no hay mucho de lo
que estemos realmente seguros, y a veces ni siquiera de la memoriosa carne
que somos. Finalmente, ¿por qué en silencio? Tal vez porque el silencio es
un origen y un destino para todos. Tal vez porque de él venimos antes de
llegar a la vida, y a él iremos después de pasar por la muerte. Tal vez
porque en el silencio encontramos esa nada en la que todo está dicho e
irrealizado. O tal vez, simplemente, porque en él todo transcurre y finaliza
empatado a cero.

Iván Camarena

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