- ¡Corran al monte! ¡Escóndanse todos! ¡Vienen los terrucos! Eran los gritos de alerta del vecino Filemón, el solterón del pueblo, que mientras trabajaba en su chacra había visto bajar del cerro a una columna de senderistas. En todo el barrio se había escuchado hablar de lo sanguinario que eran los subversivos. Decían que se llevaban a los jóvenes y a los niños para adoctrinarlos e integrarlos a sus filas. Los padres vivían atemorizados, algunos ya habían enviado a sus hijos a la ciudad para protegerlos del peligro de ser secuestrados por los terrucos. Aquella tarde, algunas personas salieron corriendo de sus casas para esconderse entre los pastizales cerca al rio Miniaro. Dicho y hecho, como lo anunció el vecino Filemón, llegaron un grupo de personas, tal vez 30 o 40, entre hombres y mujeres. Los hombres vestían pantalón Jeans azul, polo negro y botas de jebe. Portaban armas como usan los del ejército. Las mujeres sostenían en sus manos escopetas hechizas y las que cargaban entre sus hombros a sus pequeños, tenían lanzas y machetes. Uno de ellos, el que se parecía a rambo, llevaba una bandera roja con una rara insignia, una hoz y un martillo. Este hombre, con un megáfono a pilas en mano, ordenó a que todos los vecinos se congreguen en el centro de la plaza para llevar a cabo, según se le escuchaba decir, una reunión con el partido. - Reunión señores, todos a la plaza, ahora. Vamos camaradas, a la reunión del partido, decía. La gente se apresuró a obedecer las órdenes. Todos corrían hacía la plaza. También las señoras, los ancianos y los niños. - Bueno, camaradas – Inició el discurso el hombre rambo – si estamos aquí, es porque queremos un país con igualdad, sin ricos ni pobres. Un país libre, que no depende de los yanquis. Para hacer realidad este proyecto, tenemos que unirnos todos. Sin cobardía ni traiciones. Es ahora o nunca, cuando tenemos que luchar sin temor a perder la vida. Métanse a la cabeza, camaradas, que más que la vida, es una patria donde exista igualdad. Al cabo de aproximadamente dos horas se retiraron dejando una bandera senderista sobre el mástil de la plaza donde todos los domingos, en un acto de civismo, las autoridades realizaban el izamiento del pabellón nacional. -Vecinos, ¿Qué haremos? Los tíos van a regresar – Dijo con voz entrecortada y lleno de pánico el agente municipal del pueblo. - Nos tenemos que ir, por el bien de nuestras familias, por nuestros hijos. – decían todos. - Señores, antes que nada, quememos esa horrorosa bandera de los terrucos – Dijo Antenor, el hombre que de joven había servido a la patria en el cuartel de los Cabitos de Ayacucho. - Pero vecino, el terruco dijo que aquel que saque o toque la bandera moriría – dijo la esposa del agente. Además, ellos dicen que tienen mil ojos y mil oídos. - Si vecina, eso es verdad, respondió Antenor. - Seamos prudentes, no hagamos cosas apresuradamente – Dijo el agente municipal. El pánico se había apoderado de la gente, Esa noche nadie quería regresar a casa, por eso acordaron que todos dormirían en las aulas de la escuela. Acordaron también que los hombres, por precaución, permanecerían despiertos mientras las mujeres y los niños descansen. Al día siguiente, muy de mañana, una patrulla de los sinchis arribó al pueblo para ayudar a la gente a mudarse a la capital del distrito. Sin embargo, lo primero que hicieron fue quemar la bandera que habían dejado los terroristas. - Señores, dijo el jefe de la patrulla, no pueden quedarse en este lugar de mucho peligro. Hoy mismo, después del mediodía, partiremos a San Martin, con todas sus cosas y animales. –Pero jefe, allá no tenemos familiares ¿Dónde viviremos? - Preguntó el agente municipal --No se preocupen de eso, ya el alcalde tiene preparado un lugar para Ustedes, respondió el uniformado. Desde ese momento, todos empezaron a empacar sus cosas en costales y costalillos, las mujeres en sus mantas. Las gallinas eran llenadas en mallas y canastas. Para el traslado de las cosas las autoridades coordinaron con el dueño del único camión del lugar, el vecino Armando. Las personas viajarían a pie, tenían que caminar aproximadamente 5 horas hasta llegar a la capital del distrito. Los hombres cargaban sobre sus hombros a los más pequeños, las mujeres llevaban a sus mascotas y sus aves. Los niños corríamos detrás de nuestros padres. Sabíamos de dónde veníamos; pero desconocíamos nuestro destino. El dolor de abandonar nuestras chacras, nuestras casas, nuestros animales, nos había quitado el habla. Era un viaje con un silencio sepulcral. Los rostros cansados de los ancianos no podían ocultar sus mejillas humedecidas por sus lágrimas; pero para animar a los más jóvenes, de rato en rato repetían que “la vida era más importante que toda cosa” Es así como dejamos el campo para volver a empezar de cero viviendo en la ciudad.