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Narró el recuento estremecedor de desgracias que, tras algunos años, terminaron por
síndrome de Prometeo. No entendí bien en qué consistía, tan sólo que era crónico y
degenerativo.
La casa era grande, con varios empleados. De inmediato me intrigó que en la planta
alta había siete habitaciones con el nombre del día de la semana en la puerta. En la primera,
nada extraordinario, pero él negaba con la cabeza: Por favor, regrese mañana.
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En el cuarto del martes, a las seis, vi a un muchacho: Hola, soy Jean. Reproché al
-No. Es el mismo.
Jean envejecía un año por cada dos horas. Para el final del viernes sería un hombre
vituperios contra nosotros, la vida, el tiempo, Dios. Sus lamentos eran por algo que lo
desgarraba en el interior de su vientre: su hígado. Dieron las doce. Flom tomó un escalpelo