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DOMINGO

No sé quien diablos informó al señor Flom que yo estaba desempleado.

– ¡Me encanta su combinación de formaciones: psicoanalista y autor de literatura

fantástica! Usted podrá ayudarme.

Narró el recuento estremecedor de desgracias que, tras algunos años, terminaron por

matar a su mujer de tristeza. Su hijo tenía un padecimiento inusual conocido como el

síndrome de Prometeo. No entendí bien en qué consistía, tan sólo que era crónico y

degenerativo.

-Esto es un error. Yo estudié Psicoanálisis –puntualicé juntando los dedos-,

PSICOANÁLISIS. Ustedes necesitan a una psicóloga infantil o a un especialista.

De cualquier manera me citó ese lunes a las cuatro de la mañana.

La casa era grande, con varios empleados. De inmediato me intrigó que en la planta

alta había siete habitaciones con el nombre del día de la semana en la puerta. En la primera,

junto al cunero, sentado en el piso, jugaba un niño como de dos años.

-Saluda al doctor, Jean.

Se levantó y dijo con su vocecita: Hola.

Lo examiné con detenimiento; después, Flom me pidió que saliéramos. Yo no veía

nada extraordinario, pero él negaba con la cabeza: Por favor, regrese mañana.

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En el cuarto del martes, a las seis, vi a un muchacho: Hola, soy Jean. Reproché al

padre no haberme informado de un segundo hijo.

-No. Es el mismo.

Jean envejecía un año por cada dos horas. Para el final del viernes sería un hombre

de sesenta, desagradable y frustrado.

- ¡Venga el domingo antes de la media noche! –suplicó-.

Adentro, postrado en la cama, encontré a un anciano agonizante, demente, lanzando

vituperios contra nosotros, la vida, el tiempo, Dios. Sus lamentos eran por algo que lo

desgarraba en el interior de su vientre: su hígado. Dieron las doce. Flom tomó un escalpelo

para abrirlo y extraer al recién nacido.

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