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El sueño del pongo


Un hombrecito se encaminó a la casa-
hacienda de su patrón. Como era siervo, así, otros lo compadecían. “Huérfano de
iba a cumplir el turno de pongo huérfanos; hijo del viento, de la luna debe
de sirviente en la gran residencia. ser el frío de sus ojos, el corazón pura
Era pequeño, de cuerpo miserable, tristeza”, había dicho la mestiza cocinera
de ánimo débil, todo lamentable; viéndolo.
sus ropas viejas. El hombrecito no hablaba con nadie;
El gran señor, patrón de la hacienda, trabajaba callado; comía en silencio. Todo
no pudo contener la risa cuando cuanto le ordenaban cumplía. “Sí, papacito;
el hombrecito saludó en el corredor sí, mamacita”, cuanto solía decir.
de la residencia. Quizá a causa de tener una cierta expresión
—¿Eres gente u otra cosa? —le preguntó de espanto, y por sus harapos y acaso
delante de todos los hombres y mujeres también porque no quería hablar, el
que estaban de servicio. patrón sintió un especial desprecio por
el hombrecito. Al anochecer, cuando los
Humillándose, el pongo no siervos se reunían para rezar el Ave María,
contestó. Atemorizado, con sus en el corredor de la casa-hacienda, a esa
ojos helados, se quedó de pie. hora, el patrón martirizaba siempre al
pongo delante de toda la servidumbre; lo
—¡A ver! —dijo el patrón—, por lo menos
sacudía como a un trozo de pellejo.
sabrá lavar ollas, siquiera sabrá manejar
una escoba, con esas sus manos que parece Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba
que no son nada. ¡Llévate esta inmundicia! a que se arrodillara y, así hincado, le daba
—ordenó al mandón de la hacienda. golpes suaves en la cara.
Arrodillándose, el pongo le besó las manos —Creo que eres perro. ¡Ladra! —le decía.
al patrón y, todo agachado, siguió El hombrecito no podía ladrar.
al mandón hasta la cocina.
—Ponte en cuatro patas —le ordenaba
El hombrecito tenía entonces.
el cuerpo
pequeño, sus El pongo obedecía, y daba unos pasos
fuerzas eran, en cuatro pies.
sin embargo, —Trota de costado, como perro —seguía
como las de un ordenándole el hacendado.
hombre común.
Todo cuanto le El patrón reía de muy buena gana; la risa
ordenaban hacer le sacudía todo el cuerpo.
lo hacía bien. Pero —¡Regresa! —le gritaba cuando el sirviente
había un poco alcanzaba trotando el extremo del gran
como de espanto corredor.
en su rostro;
algunos El pongo volvía, corriendo de costadito.
siervos se Llegaba fatigado.
reían de
verlo

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Algunos de sus
semejantes, siervos,
rezaban mientras tanto el Ave María,
despacio, como viento interior en el
corazón.
—¡Alza las orejas ahora, vizcacha! —Gran
¡Vizcacha eres! —mandaba el señor señor,
al cansado hombrecito. Siéntate en dos dame tu
patas; empalma las manos. licencia;
padrecito
Como si en el vientre de su madre hubiera mío,quiero
sufrido la influencia modelante de alguna hablarte —
vizcacha, el pongo imitaba exactamente dijo. El patrón
la figura de uno de estos animalitos, no oyó lo que oía.
cuando permanecen quietos, como orando
sobre —¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u
las rocas. Pero no podía alzar las orejas. otro? –preguntó.
Golpeándolo con la bota, sin patearlo —Tu licencia, padrecito, para hablarte.
fuerte, el patrón derribaba al hombrecito Es a ti a quien quiero hablarte —repitió
sobre el piso de ladrillo del corredor. el pongo.
—Recemos el Padrenuestro —decía luego —Habla… si puedes —contestó
el patrón a sus indios que esperaban en el hacendado.
fila.
—Padre mío, señor mío, corazón mío —
El pongo se levantaba a poco y no podía empezó a hablar el hombrecito—.
rezar porque no estaba en el lugar que Soñé anoche que habíamos muerto los dos,
le correspondía; ni ese lugar correspondía juntos; juntos habíamos muerto.
a nadie.
—¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio
En el oscurecer, los siervos bajaban —le dijo el gran patrón.
del corredor al patio y se dirigían al
—Como éramos hombres muertos, señor
caserío de la hacienda.
mío, aparecimos desnudos, los dos, juntos;
—¡Vete, pancita! —solía ordenar, después, desnudos ante nuestro gran Padre San
el patrón al pongo. Francisco.
Y así todos los días, el patrón hacía —¿Y después? ¡Habla! —ordenó el patrón,
revolcarse a su nuevo pongo, delante entre enojado e inquieto por la curiosidad.
de la servidumbre. Lo obligaba a reírse,
—Viéndonos muertos, desnudos, juntos,
a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus
nuestro gran Padre San Francisco nos
iguales, los colonos
examinó con sus ojos que alcanzan
Pero… una tarde, a la hora del Ave María, y miden no sabemos hasta qué distancia.
cuando el corredor estaba colmado de
toda la gente de la hacienda, cuando el
patrón empezó a mirar al pongo con sus
densos ojos, ese, ese hombrecito, habló
muy claramente. Su rostro seguía un poco
espantado.
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A ti y a mí nos examinaba, pesando, creo,


el corazón de cada uno y lo que éramos
y lo que somos. Como hombre rico y
grande, tú enfrentabas esos ojos, padre
mío.
—¿Y tú?
—No puedo saber como estuve, gran señor.
Ya no puedo saber lo que valgo. —¿Y entonces? —repitió el patrón.
—Bueno. Sigue contando. —“Ángel mayor: cubre a este
caballero con la miel que está en la copa
—Entonces, después nuestro Padre dijo
de oro; que tus manos sean como plumas
con su boca: “De todos los ángeles, el
cuando pasen sobre el cuerpo del
más hermoso, que venga. A ese
hombre”, ordenó nuestro gran Padre. Y
incomparable que lo acompañe otro ángel
así, el ángel excelso, levantando la miel
pequeño, que sea también el más
con sus manos,
hermoso. Que el ángel pequeño traiga
enlució tu cuerpecito, todo, desde la cabeza
una copa de oro llena
hasta las uñas de los pies. Y te erguiste,
de la miel de chancaca más transparente”.
solo; en el resplandor del cielo la luz de tu
—¿Y entonces? –preguntó el patrón. cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho
de oro, transparente.
Los indios siervos oían, oían al pongo, con
atención sin cuenta, pero temerosos. —Así tenía que ser —dijo el patrón, y luego
preguntó:
—Dueño mío: apenas nuestro gran Padre
San Francisco dio la orden, apareció un —¿Y a ti?
ángel, brillando, alto como el sol; vino
—Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro
hasta llegar delante de nuestro Padre,
gran Padre San Francisco volvió a ordenar:
caminando despacio. Detrás del ángel
“Que de todos los ángeles del cielo venga
mayor marchaba otro pequeño,
el de menos valer, el más ordinario. Que
bello, de luz suave como
ese ángel traiga en un tarro de gasolina
resplandor de las flores.
excremento humano”.
Traía en las manos una
copa de oro. —¿Y entonces?
—Un ángel que ya no valía, viejo, de patas
escamosas, al que no le alcanzaban las
fuerzas para mantener las alas en su sitio,
llegó ante nuestro gran Padre; llegó bien
cansado, con las alas chorreadas, trayendo
en las manos un tarro grande. “Oye, viejo
—ordenó nuestro gran Padre a ese pobre
ángel—, embadurna el cuerpo de este
hombrecito con el excremento que hay
en esa lata que has traído; todo el cuerpo,
de cualquier manera; cúbrelo como
puedas. ¡Rápido!” Entonces, con sus
manos nudosas, el ángel viejo sacando el
excremento de la lata, me cubrió, desigual,
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el cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa ordinaria,


sin cuidado. Y aparecí avergonzado, en la luz del cielo, apestando…
—Así mismo tenía que ser —afirmó el patrón—.
¡Continúa! ¿O todo concluye allí?
—No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque
ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro
gran Padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también
nuevamente, ya a ti, ya a mí, largo rato. Con sus ojos que
colmaban el cielo, no sé hasta qué honduras nos alcanzó,
juntando la noche con el día, el olvido con la memoria. Y
luego dijo: “Todo cuanto los ángeles debían hacer con
ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro!
Despacio, por mucho tiempo”. El viejo ángel rejuveneció a
esa misma
hora; sus alas recuperaron el color negro, su gran
fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su
voluntad se cumpliera.
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