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Era un día frío, mucho más frío que de costumbre desde Puerto Madryn.

Todavía era de
madrugada y faltaba poco más de media hora para que empezaran a salir los primeros
rayos de sol. La ciudad presenciaba una nueva pandemia, pero el gobierno local tomó la
ventaja de aislarnos antes de que ocurra algún desastre (como sucedió con China durante
la pandemia del 2020). La peste se originó a partir de un turista que planeaba visitar la
ciudad desde un crucero de origen brasilero. Según los medios, estaba medicado con una
gran lista de medicamentos con distintos horarios para ingerir cada uno, el sujeto tomó tres
medicamentos durante un periodo que no le correspondía, esto hizo que la reacción
química mutara como un hongo que afectó principalmente a los sistemas circulatorio y
respiratorio, y rápidamente se transmitió al degustar durante un buffet “tenedor libre” y tocar
con su tenedor (que previamente tenía su saliva) varios de los alimentos que se
encontraban sobre la mesa. Se presentó nuevamente el protocolo de cuarentena que se
había establecido con la pandemia del Covid-19. Es decir, no salir de tu casa a menos de
que sea una urgencia.

Esto de estar nuevamente encerrada me tenía de los pelos.

Salí por la ventana y me encaminé hacia los techos de las casas vecinas. Mi habitación
quedaba en un segundo piso, y justo la ventana daba hacia el techo de la rotisería. Había
mucha humedad, cada vez que soltaba aire para respirar veía mi aliento salir de mi boca
como si fuera un dragón de fantasía. Los gatos de la rotisería estaban encimados sobre una
bolsa de papas vacía para mantener el calor.

No era la primera vez que me escapaba de la cuarentena, y tampoco iba a ser la última.
Esto me tomó por sorpresa y me estaba aburriendo de armar el mismo cubo de rubik una y
otra vez. Iba hacia la biblioteca abandonada para tomar nuevas provisiones de lectura.
Últimamente había estado explorando distintos universos literarios, hasta había leído un
libro de medicina natural y me acordaba de un par de plantas para tratar enfermedades
comunes.

En los techos claramente no había nadie, menos a estas horas. Pero igualmente tenía que
mantenerme en silencio y tener cuidado por si me tropezaba con algún cable. Las calles se
mantenian vacías, a excepción de los policías que pasaban cada tanto para patrullar la
zona. Había llegado el momento de cruzar la calle, siempre era un momento tenso y apenas
podía controlar el pánico. Bajé por un callejón antes de cruzar para estar segura. Parecía
que el mundo entero estaba dormido, no pasaba ni una mosca. Un par de policías
rompieron el silencio, pasaron riendo y balanceándose de un lado a otro por la vereda, uno
de ellos llevaba una botella de cerveza media vacía. No pasó mucho tiempo hasta que
cruzaron la esquina y sus risas se perdieron entre las otras casas. En ese momento decidí
cruzar y trepar la pared de la casa de la siguiente cuadra. Tenía que repetir esto repetidas
veces hasta llegar a mi destino, y no me tomó mucho tiempo hacerlo.

La biblioteca sorpresivamente se mantenía en buen estado, solo que no había un personal


de limpieza, y como consecuencia, los libros y muebles tenían una gruesa capa de polvo.
La puerta estaba bajo llave, pero había un ventiluz que daba al sótano que siempre estaba
abierto y podía pasar una persona sin problemas. Este espacio no tenía gran cosa, nada
más que unos cuantos archivos y documentos viejos. La biblioteca parecía un laberinto a
primera vista, pero yo ya conocía el lugar de principio a fin. Conmigo siempre llevaba una
lista con los títulos de los libros que me había leído, que no eran pocos. La vez pasada
había encontrado uno en especial que me llamó la atención al ser uno de los libros que
estaba fabricado con una técnica antigua. Como si alguien hubiera sacado tal reliquia desde
un museo. Este no tenía título ni alguna imagen en la tapa, solo contenía información sobre
universos paralelos, mundos interdimensionales, viajes en el tiempo, y demás cosas que
cualquiera lo consideraría algo típico de ficción. Entre ellas había una página separada por
una cinta roja y tenía como título "sueños y personas de otros siglos", y mencionaba como
es posible encontrarse con otras personas de distintas épocas mediante un sueño lúcido.
Para esto había que introducir una pertenencia de esa persona y un frasco de jugo de
pomelo dentro de una caja de cartón y dejarla bajo el resplandor de la luna llena, luego
beber el jugo al amanecer del día siguiente. La noche anterior había hecho todo el
procedimiento con un peluche de tigre que siempre le tuve afecto toda mi infancia y un
pequeño pedazo de la última hoja de un cuaderno que uso para guardar recuerdos y
anécdotas de los viajes que fui haciendo desde que tengo memoria.

Volví a la biblioteca para buscar otro libro para seguir con mi super pasatiempo anti-
aburrimiento y no tener que correr el riesgo de salir por un tiempo.

Conmigo llevaba una mochila con la caja y el frasco apartado por seguridad, y más que
nada me ahorraba explicaciones a mi madre si encontraba tal cosa en mi habitación.
Además, siempre traía un frasco aparte con café y le metía un sorbo cada tanto para
mantenerme despierta y no caer en la tentación de dormir.

Estaba en la zona de alquimia, había agarrado el primer frasco que sentí en mi mochila y
empecé a beberlo. Caminé delante de la estantería y vi la poca cantidad de libros que había
en la última división. Sorbo. Agarré un libro con tapa roja y empecé a leer la contratapa.
Sorbo. Leía palabras, y cada vez que intentaba centrarme en leer se me nublaba la vista.
Sorbo largo. Parecía que cada vez que parpadea llevaba un día sin dormir. La sala parecía
dar vueltas como una calesita. Hasta que caí rendida sobre el frío y polvoriento piso, y mi
vista se posó por última vez en la ventana que tenía una cortina vieja, hecha agujeros, se
veía el sol, estaba amaneciendo. Y parece que ingerí el otro frasco que no era, lo que yo
pensaba, mi preciado café.

Desperté en un espacio en blanco, literal. No veía nada más que una luz que parecía estar
en todos lados. No tenía sombra. Al no saber que hacer, empecé a caminar. El piso era
duro, como de concreto liso. No hacía frío, ni calor. No había viento. No había nada. Solo
me encontraba a mí, caminando hacia la nada misma. Después de un largo rato logré ver, a
lo lejos, una estructura parecida a una casa con un gran árbol verde. Cada vez que me
acercaba, el suelo se transformaba en un verde césped y pequeños brotes de dientes de
león. Y la estructura la identifiqué como un templete.

A todo esto, seguía teniendo el frasco en la mano, solo que se transformó en mi café, ese
que preparé antes de venir con una barra de chocolate derretido para agregarle sabor ¿Hay
algo mejor que un café con chocolate caliente?

Decidí sentarme, apoyando la espalda sobre el templete y seguir tomando el café, que
extrañamente no parecía tener fin.

— Es como el paraíso – dije en voz alta.

Al cabo de un rato, un auto se para en lo que se había formado una pequeña calle y de ahí
baja una niña de coletas, con un pequeño peluche de tigre entre sus brazos. El auto, al
dejar a la pasajera, se fue y desapareció a la lejanía.

Inmediatamente me reconocí con 7 años, todavía llevaba el delantal escolar de primaria.


Era blanco, mangas largas y se mantenía prolijamente planchado. Llevaba una mochila rosa
estilo carrito que tanto pedí porque se había puesto de moda en aquel entonces. Alcé mi
brazo para que notará mi presencia y no tardó en venir dando pequeños saltos y tirando de
la mochila como una valija.

— Hola – dijo con tono agudo. Apretaba al peluche, tímida.


— Vos debes de ser Mili – no tenía ni idea de que decirle a mi versión pequeña. Pensaba
que iba a aparecer mi versión de 11 años, que era más interesante – ¿Volves de la
escuela?

— No – me dió un folleto del ecocentro que traía en su mochila – fuimos a ver el mar con la
seño.

Recuerdo un fragmento de esa salida. Me había quedado viendo una pantalla en una sala
oscura cerca de la entrada, mientras que el resto del grado seguía con el recorrido. Al cabo
de repetir la misma grabación de ballenas y pingüinos varias veces, apareció la seño
corriendo y me agarró de la mano, llevándome con ella hacia donde estaban los demás.

— ¡Qué lindo! – en serio, no tenía idea de como tratar a una niña tan pequeña, y menos a
mi, que vivía llorando por la cantidad de traumas que se creaban cada verano.

De la nada, se escucharon pasos corriendo. Me tomó por sorpresa, y agradecí que rompa el
momento otra versión de mi. La ví y esa vez no supe reconocer que edad tenía, solo se que
era yo porque tenía el pelo rapado hacia un lado que tanto quise y llegaba tarde con un café
en la mano.

— ¡Qué tal! – dijo con entusiasmo, una tapa sobre la taza impedía que el café se derramara.
Vestía unos jeans negros con unas botas del mismo color, se notaba que estaban gastadas
por el uso, sospresivamente se veía bien. Tenía un bello sueter verde humo tejido a mano,
con un cuello estilo tortuga. Sobre este llevaba un saco negro medianamente largo, con un
par de pelos de gato incrustados entre los botones. También tenía unos anillos de joyería y
uno tatuado en su dedo anular de su mano izquierda. Tenía los agujeros de varios
piercings, pero estaban vacíos – ¿Es una reunión entre nuestros “yo” de distintas épocas?

— Así es – contesté.

— No me acordaba de que había planificado esto, tal vez guardé algo en el cofre de
recuerdos que tengo por ahí – dijo mi versión mayor – entre las fundas de almohadones.

—- ¿Tenes un cofre de recuerdos? – dijo mi versión pequeña.

— Así es mini-Ori – contestó, poniéndose en cuclillas..

— Yo no me llamó Ori, soy Milagros – respondió ella, cruzada de brazos.

— Cierto, me había olvidado del cambio de nombre que elegimos durante nuestra
adolescencia – dijo ella.

— Creo que hay un par de personas en Madryn que nos siguen llamando por el viejo
nombre – dije, hablando de mi presente.

-– Tal vez – miró hacia otro lado, intentando hacer memoria, al mismo tiempo que se
levantaba y se enderezaba – ¡Uy! mis piernas no soportan estar en esa posición durante
mucho tiempo – exclamó una vez arriba, lamentándose.

— Entonces… – empezó Mili – esto es un viaje en el tiempo.

— Algo así – respondí, con mi café todavía en mano – pero, más bien es como un sueño
con tus otras “yo” pero con otras edades.

— Podes interpretarlo como una revelación de lo que vas a ser en el futuro.

— Pero ¿Me falta mucho para ser grande? – de pequeña siempre añoraba crecer, a pesar
de que mis familiares adultos me recordaban constantemente que disfruté mi infancia.
— Para llegar a la edad que tengo yo ahora, si – dijo mi otra versión – Yo tengo 28 años
recién cumplidos.

— ¡Significa que cumplimos años al mismo tiempo! – mencionó dando un pequeño salto en
su lugar – Ayer cumplí 8 años — y mostró siete de sus dedos.

— Ok, entonces estamos en la misma fecha pero en diferentes épocas – esto no estaba
aclarado en el libro, pero es bueno saberlo – Ayer también cumplí los 18.

— En conclusión, entre la mayor y la menor nos llevamos 20 años de diferencia – le dió un


sorbo a su café antes de sentarse al lado mio – y vos te llevas 10 años con cada una – me
dijo, señalándome con el dedo de la misma mano que sostenía el café.

— Genial – dijo mis 8 años, imitando la acción de su mayor más mayor – Ahora ¿Qué
hacemos?

— Podemos jugar al ajedrez, que todas sabemos jugarlo – en mi primer año durante la
primaria ya había aprendido a jugar gracias a un chico de otro curso que me vió intentar
jugarlo sola, el hecho de pasar los recreos sola era aburrido y necesitaba algo con lo que
pasar el rato. Desde esos pequeños recreos de 10 minutos nació mi gusto por los juegos de
lógica y estrategia.

— Pero es un juego de dos personas – señaló mis 27 años – Deberíamos jugar algo que
podamos hacer todas, como el ludo.

— Eso no lo sabía jugar a los siete…

— Ocho – me corrigió Mili antes de que terminara la oración.

— Ocho años, y nos tomaría un montón de tiempo explicar las reglas – continúe – Tal vez
un libro para pintar.

— Que yo recuerde, no nos gustaba eso.

— Si – confirmó antes de seguir – Mamá me compra libros para pintar y yo se lo cambió a


una compañera de mi grado por unas figuritas.

— O a la casita.

— Odiamos los juegos de rol – dijo mi mayor, mirándome con extrañeza.

— No, me refiero a hacer casitas. Con almohadones, mantas y sillas.

— No tenemos nada de eso.

— Creo que como es un sueño, podemos imaginarlo. Pero no creo que podamos.

— Sopa de letras

— Me pone nerviosa ver tantas letras juntas.

— Ver dibujos animados de Disney

— ¡No! – dijimos a la vez

— Ver una película.

— No tenemos una tele.


— ¿Por Netflix?

Mi mayor sacó su celular de su bolsillo y miró la pantalla.

— Descartemos la idea, no tengo wifi ni señal.

— ¿Al elástico?

— No se como jugarlo

— Y al crecer tampoco nos enseñaron

— Entonces a que

— No se

— ¿Mamá no nos compraba esos libros que tenían de todo un poco? Como crucigramas y
cosas como esas

— Ay si, tengo uno en el fondo de la mochila – dijo la pequeña de guardapolvo blanco,


sacando, de su mochila, un libro arrugado por cuadernos forrados y una cartuchera de
pisos.

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