hongos, micro organismos— y yo, fuimos arrastradas a esta extraña isla por fuertes corrientes marinas conocidas como giros subtropicales. Hemos sobrevivido, a duras penas, siete lunas. Además de desorientadas, nos sentimos bastante afectadas, pues nuestras limitaciones naturales nos hacen frágiles. La situación relativa de esta ínsula, con respecto a la Luna, el Sol y la bóveda celeste, nos ha parecido un tanto disparatada, parece que se moviera o girara sobre sí misma. A esta conclusión llegamos al tratar de orientarnos; en las noches con las estrellas, en el día con el poniente. La astronomía, siempre sentida y vivida por nosotras, aquí no la percibimos; las órbitas solar y lunar no se ciñen a la imaginaria línea eclíptica alrededor de nuestra Tierra. El ángulo y la incidencia solar tampoco nos ayudan, pues lo cierto es que nuestra sensible e iluminada existencia y equilibrio vital, siempre han dependido de él, del astro rey. Así mismo, notamos que la vida alrededor, según nuestra concepción, es prácticamente nula. No observamos movimientos autónomos ni respiración alguna. Nos sentimos tal cual en un planeta extraño y habitado por entes en apariencia inanimados. Oímos que les llaman desechos, redes, botellas, artes de pesca... Esperamos, no obstante, que nunca superen en número y masa a la necesaria y equilibrada población viva del océano. De mañana en adelante trataremos de acomodarnos a estas perturbadas circunstancias, es decir, si el Sol no nos ilumina ni calienta ni acaricia, de la manera en que vivimos acostumbradas y como lo necesitamos, lo buscaremos a como de lugar o moriremos. Esperamos que la información genética que cargamos, producto de la evolución misma, nos ayude a adaptarnos. Ya detectamos que aquellos seres vecinos, algunos circulares y exánimes (los que flotan, pues la mayoría se encuentra sumergida), giran involuntariamente sobre sí. Aprovecharemos ese fenómeno y nos adheriremos a ellos para recibir mejor la tan anhelada radiación solar. Han pasado otras dos lunas y la situación se agrava. A pesar de que el océano es el mayor regulador del clima en el planeta, los fuertes cambios de temperatura diurna versus nocturna, sobre la isla, nos afectan tanto como ciertos gases mal olientes que emanan desde la superficie. Extrañamos nuestra mar tropical, nuestra casa y sobre todo, su piso térmico. Mientras tanto, y día a día, aumenta el tamaño de la isla tanto como su misma población carente de vida. Hoy pudimos observar a unos seres vivos flotando sobre unas grandes hojas cóncavas, después nos dirían que se hacen llamar seres humanos pescadores. Ellos mismos abandonaron en la orilla una descarga de habitantes inanimados, rebosantes de sustancias en apariencia aceitosa y mineral; nada natural, nada orgánico. Después se fueron haciendo mucho ruido. Y aunque similar, mucho menor a la fuerte contaminación acústica que contribuyó con el obligado abandono de nuestra casa… Poco a poco vamos conociendo nuevos y naturales vecinos. Acabamos de tener una interesante conversación con alguien muy longevo que se hace llamar coco. Nos cuenta que llevaba un largo tiempo flotando en la mar buscando una apacible playa donde crecer y reproducirse, hasta que las corrientes lo arrojaron aquí, que no ha encontrado la manera de escapar ni de germinar. Que tiene miedo de perder la información contenida en él mismo. Que ya perdió su exocarpio y ahora teme perder el endocarpio. Ayer compartimos con alguien que se presentó como un cangrejo ermitaño, nos dice que temporalmente está viviendo dentro de un habitante inanimado, pues no ha encontrado por aquí conchas de caracol como las que él acostumbra habitar temporalmente. A aquel ser sin vida que por ahora lo aloja, lo llama una tapa rosca, nos explica que está constituida de material plástico (¿): nosotras no sabemos qué es. Solo nos dijo que su componente principal es extraído del centro de la Tierra. Parece que como tal, estos llamados plásticos existen hace poco tiempo pero, que dadas sus nuevas características fisicoquímicas, pueden vivir hasta 600 soles, mientras se subdividen y degradan. Concluimos entonces que pueden vivir mucho más que las tortugas que arrimaban a la casa, a la isla, antes del éxodo. Hoy conocimos otro ser marino muy especial; nos dijo que su nombre era Kraken. Más tarde supimos que en realidad es un pulpo, un ser con muchas extremidades para abrazar, y un poseedor de sobrada sapiencia que tampoco ha podido escapar de la isla. Con él, sí que pudimos saber de nuestra real situación: nos explicó dónde y sobre qué estamos viviendo. Según él, nos hallamos en una isla flotante y artificial, una de las más grandes de las cinco existentes y conocidas sobre el planeta. Que están compuestas principalmente por material plástico y basura no biodegradable, una muestra más de la inconsciencia del ser humano, Homo sapiens, como se hacen llamar ellos mismos; quienes precisamente la producen y la tiran a la mar. Nos encontrábamos en todas estas elucubraciones hasta que uno de nuestros nuevos amigos nos preguntó: — Bueno, ¿y ustedes quiénes son y de dónde vienen? — Respondimos orgullosas en coro: somos una muestra amplia de seres que felizmente mantenemos la vida y hasta su evolución, en condiciones de equilibrio ecológico. Permanecíamos asentadas sobre una isla real; nuestra casa. Oíamos que la llamaban un ecosistema. Somos, al igual que ustedes mismas, consecuencia natural y sabia de la evolución de millones de años. Producto de nuestra esencia y de esta diáspora, nosotras mismas nos hemos llamado simplemente biodiversidad, biodiversidad en diáspora. — Qué bien, ¿y dónde habitaban? — Vivíamos relativamente cerca, en una pequeña isla, la que para nosotras es todo un continente y el centro de nuestro universo; ubicada, en palabras y convenciones humanas, al oeste de la costa del Pacífico suramericano, en medio del Chocó biogeográfico. Un reducto natural con un elevado valor biológico; un espacio natural rebosante de vida y ciencia. Estación de aves marinas y espacio predilecto para el apareamiento y la continuidad de la vida y la crianza temporal de grandes especies como las ballenas jorobadas o las tortugas marinas. Hermosos seres que tampoco volvieron al sentirse amenazados. — ¿Y cuál es el nombre de esa isla donde ustedes, con ese nombre tan bello que las identifica —biodiversidad—, habitaban? — Sabemos que la llamaban la isla ciencia... — Dicen que le llamaban. ¿Qué le pasó?, y ahora, ¿cómo le llaman? — No sabemos con exactitud lo que ocurrió. Llegaron nuevos habitantes; todos muy parecidos y a quienes reconocimos como seres humanos. Arribaron en grandes transportes, ejecutando movimientos idénticos, pisando muy fuerte con sus pesadas botas y sus grandes morrales llenos de inconsciencia. Haciendo mucho ruido y alterando una armonía, que con mucho esfuerzo, se estaba recuperando después de otro absurdo y sombrío episodio con actores similares. Creemos que entre ellos deben tenerle un nuevo nombre, un nombre cifrado. — Pero eso es una vergüenza. — Sí, eso es, una vergüenza…
Autoría, Carlos Alberto Muñoz Cortés: educador
ambiental, instructor de buceo, ex docente universitario, ingeniero industrial especializado en ingeniería bioclimática y escritor en diáspora urbana…