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ONCE

En aquel momento la UBN, o United Broadcasting Network, estaba

en el ojo del huracán, incluso más de lo habitual. En el vestíbulo

había siete policías enojados fuera de servicio procedentes de

todas las comisarías de la ciudad de Nueva York. A la cabeza iban

Leon Jackson y Tommy Cullen, que todavía vestían de luto. El

vestíbulo estaba que ardía. Un par de guardas jurados que cobraban

el salario mínimo se encogieron de miedo ante la fuerza pública de

la ciudad.

Tras el mostrador de la recepción, Maggie, la productora de

Top Story, intentaba tranquilizarlos en vano. Su siempre agobiada

ayudante, que hoy lo parecía más de lo normal, pues había adoptado

una expresión de terror, gritaba por el teléfono.

-¡Hay un alboroto increíble en el vestíbulo! ¡Que los de

seguridad bajen de inmediato!

Maggie intentaba explicarle la situación a Leon Jackson.

-Se lo dije, no está en el edificio.

-Por tercera vez –dijo Leon, enfatizando cada palabra-, ¡vaya

a buscar la cinta y tráigala ahora mismo! –La ciudad tal vez lo

pillaría por los huevos por lo que estaba haciendo pero no le

importaba una mierda.

-Las solicitudes deben dirigirse a Bruce Cutler, el abogado de

Top Story –replicó Maggie-. Le daré el número encantada.

-Señora, si emite en la televisión el asesinato de Eddie

obtendré una orden judicial de arresto y se la meteré con tanta

fuerza por el culo que le saldrá por la boca.

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Maggie no se amilanó en absoluto y le gritó:

-¡Deme su número de placa!

En la habitación había varios televisores enormes colgados de

la pared.

-¡Se advierte que las imágenes pueden herir la sensibilidad de

los telespectadores! –anunció la voz de Robert Hawkins desde los

mismos.

-¿Quiere la cinta? –gritó Maggie mientras señalaba el

televisor que colgaba de la pared del despacho-. ¡Ahí la tiene!

Clavaron la vista en el aparato. El logotipo de Top Story

apareció en la pantalla con música de fondo. Robert Hawkins, con

expresión adusta, pero bien peinado, se sentaba tras la mesa.

-Lo que vamos a emitir contiene secuencias muy explícitas... –

informó Hawkins.

Todos los presentes observaban absortos el televisor. Jordy se

fijó en un vehículo que bajaba por la calle. Una camioneta de las

noticias se había detenido junto al bordillo y permanecía allí.

Robert Hawkins surgió de la oscuridad y entró en la camioneta. Era

obvio que el programa lo habían grabado antes esa misma tarde.

La camioneta se alejó por Amsterdam Avenue. Jordy entró en el

coche y les siguió.

En apenas unas horas Emil Slovak y Oleg Razgul habían pasado

de comer en el Hamburger Heaven a cenar a lo grande en el Planet

Hollywood, en la calle Cincuenta y Siete Oeste, una cadena que

atraía a muchos turistas y que pertenecía en parte a estrellas de

cine como Bruce Willis y Arnold Schwarzenegger. Se sentaron en una

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mesa de la esquina tras haberse pulido una copiosa comida.

Oleg grabó al camarero descorchando una botella de champán

Cristal, que costaría cien dólares en la tienda de vinos y licores

de cualquier barrio. En el Planet Hollywood había que pagar

doscientos dólares por la botella. El camarero les sirvió una

copa, luego asintió y se retiró. La típica mierda europea, pensó.

Emil levantó la copa, ya de buen humor, y dijo a la cámara:

-¡América! ¿Quién dice que no se puede triunfar en América?

Llegué aquí con nada, sin conocer a nadie. ¡Y mirad ahora! –se rió

como un loco-. ¡Soy el protagonista de todo un éxito!

Oleg bajó la cámara de vídeo y la apagó.

-¿Eres el protagonista de todo un éxito? –le preguntó a Emil

con recelo-. ¿Por qué dices “soy”? Deberías decir “somos”.

Emil señaló la enorme pantalla del televisor donde Robert

Hawkins realizaba la introducción de Top Story.

-Buenas noches –saludó con ese tono de fariseísmo que hacía

que la mitad de América le amase y la otra mitad quisiera romperle

los dientes de un puñetazo-. Bienvenidos a Top Story. Esta noche

les presentaré un material de un carácter violento y explícito

nunca visto en la televisión. Y lo hago acongojado. Presenciarán

el asesinato en directo de Eddie Flemming, el conocido agente de

homicidios de Nueva York. Lo más normal sería preguntar “¿por

qué?”. ¿Por qué emitimos algo tan perturbador? Y mi respuesta,

como periodista, es que debo hacerlo. Una democracia sobrevive

gracias a libertad de los medios de comunicación; si no podemos

ver lo que sucede entonces no nos merecemos la democracia ni la

libertad. Eddie Flemming era amigo mío. Lloré al ver estas

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imágenes y juré que, a partir de hoy, combatiría esta violencia

con todas mis fuerzas. Esperemos que les cause el mismo efecto.

Algo más: este material no deben verlo los niños.

-No te obsesiones –dijo Emil-. Conseguiste ciento cincuenta

mil dólares, ¿no? –Fiel a su palabra, Robert Hawkins había

desembolsado el dinero. Emil prosiguió-: Te di la mitad de lo que

me dieron.

Los turistas del Planet Hollywood comenzaron a agitarse. Emil

consultó la hora.

-En la película que hagan sobre nosotros, ¿quién crees que

debería interpretar mi papel? –inquirió Oleg.

-Al que sorprendieron en el cuarto de baño. George Michael –

replicó Emil con sorna.

-Hablo en serio –dijo Oleg.

-Cállate –ordenó Emil-. ¡Mira!

La escena dio paso a las secuencias de vídeo de Oleg. Eddie

estaba esposado y atado a la silla. La luz le iluminaba el rostro.

Emil tuvo que reconocer que Oleg había hecho un trabajo de lo más

profesional.

En el televisor se escuchó la voz de Oleg aunque la cámara

seguía enfocando a Eddie.

-¡Este es mi proyecto! Soy quien dice “acción”. ¡Soy el

director! –decía Oleg-. Tú eres el talento. Espera a que diga

“acción”. –Entonces añadía-: ¡Acción!

-Mal final. Lo quiero fuera –se oyó decir a Emil.

Emil miró a Oleg, furioso.

-¡Te dije que cortaras eso antes de entregar la cinta! –le

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espetó.

-Cállate –replicó Oleg-. Observa.

Mientras las imágenes de vídeo se sucedían en el enorme

televisor un silencio terrible se apoderó del Planet Hollywood.

Los clientes, los camareros, los ayudantes e incluso el personal

de cocina salieron para ver las increíbles escenas que se estaban

emitiendo.

Entonces sucedió. En la pantalla, Emil levantó la pistola

hasta la sien de Eddie, quien le empujó hacia el escritorio, luego

sujetó la silla y la dejó caer sobre Emil, que se cayó del

escritorio y luego fue a parar al suelo. Eddie siguió blandiendo

la silla para que Oleg no se le acercara; las imágenes se tornaron

un tanto mareantes porque Oleg intentaba esquivar los golpes y

mantener la cámara fija a la vez. Eddie y Emil fueron a por el

arma y Eddie la dejó fuera del alcance de Emil. Luego Eddie

comenzó a golpear a Emil con las patas de la silla y Emil rodó por

el suelo como una pelota. Entonces Oleg se acerco a Eddie, quien

le derribó sobre la mesa de centro y luego el sofá. Las persianas

y la pantalla de la lámpara quedaron destrozadas, lo cual hizo que

la habitación se iluminara más aún.

Entonces el mundo contempló a Emil apuñalando a Eddie en el

estómago en un primer plano de lo más explícito.

-¡Muere! ¡Muere! –gritaba Emil.

Oleg sonrió en señal de aprobación. Frank Capra estaría

orgulloso de aquello.

Trece manzanas al sur, en el corazón de Times Square, Jordy

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siguió la camioneta de la cadena que llevaba a Robert Hawkins y su

equipo. En la intersección de la calle Cuarenta y Cuatro y

Broadway, Jordy, junto con otros miles de personas, observaron

boquiabiertos el vídeo del asesinato de Eddie que aparecía en la

gigantesca pantalla JumboTron, la misma que se empleaba para la

cuenta atrás la noche de Fin de Año. Habitantes y turistas por

igual contemplaron asombrados el espectáculo de un asesinato en

directo, como si el último tabú de la televisión hubiera quedado

hecho añicos. Tanto si eran conscientes como si no, esa noche la

historia de la televisión marcaría un hito.

En el Planet Hollywood los cuchillos y los tenedores se habían

detenido mientras los presentes observaban el despiadado asesinato

de Eddie Flemming en la televisión nacional.

-¿Por qué dejaste todo eso sobre que eras director? –le

preguntó Emil a Oleg indignado.

-Porque soy el director –replicó Oleg-. ¿Es que eres tan tonto

como para no darte cuenta de que si no fuera por mi película, mi

talento, mi idea... ahora mismo no estaríamos sentados aquí?

-¿Tu idea? –preguntó Emil visiblemente irritado-. Creía que

era mi idea.

Aquello enfureció a Oleg, que se puso rojo como un tomate.

Emil contribuyó lo suyo al preguntarle, entre risas:

-¿Es que acaso no eras el cámara?

A Oleg el comentario no le divirtió lo más mínimo.

-¿No te das cuenta de que esto es la gran puta película

americana? –le dijo a Emil-. Observa la pantalla. Todos miran.

El efecto de la superproducción de Oleg era más que obvio:

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todos estaban pegados al televisor mientras Eddie Flemming luchaba

con todas sus fuerzas contra los dos brutales atacantes. Emil vio

a la gente observar cómo mataba al agente más conocido de Nueva

York.

-Eso es lo que América desea. Violencia y sexo... ¡y yo quiero

que se reconozca mi labor! –oyó decir a Oleg.

Emil se volvió hacia Oleg.

-¿Labor? –preguntó.

-Sí –dijo Oleg acaloradamente-. Antes de que entreguemos el

siguiente vídeo pienso ponerle los títulos de crédito, ¿lo captas?

Quiero que la gente lea: “Dirigido por Oleg Razgul”.

-Sólo hay un problema: quieres llevarte los honores pero no

pienso compartirlos –replicó Emil.

Oleg estaba que echaba chispas. Enojar a aquel enorme

bobalicón era realmente peligroso pero a Emil no parecía

importarle.

>>¿Lo entiendes? ¿Te crees un director de primera? ¡Pues no!

¡Tan sólo eres un insignificante ruso de mierda! ¡Y te odio! ¡Te

odio, cabrón!

Para que quedase claro quién mandaba allí, Emil le dio una

buena bofetada a Oleg en la cara. Oleg saltó de la silla y cogió

el cuchillo de la carne. Emil sacó la pistola, la pistola de

Eddie. En el mismo momento en que Emil apretaba el gatillo, Oleg

le clavaba el cuchillo a Emil en el brazo.

La bala acabó rebotando en algún elemento de la pared. En el

Planet Hollywood se desató el caos. Las mujeres comenzaron a

chillar, los camareros y los ayudantes buscaron refugio bajo las

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mesas y los clientes más listos salieron disparados por la puerta

más cercana. Oleg corría a toda velocidad por el restaurante como

si fuera un atleta olímpico participando en la carrera de los cien

metros lisos, con la cámara de vídeo bien sujeta. Chocó con un

camarero flaco, que fue a parar contra una vitrina de cristal que

mostraba una estatua de tamaño real de Silvester Stallone, uno de

los principales accionistas de Planet Hollywood, caracterizado

como Rocky Balboa. El estruendo del cristal roto no hizo más que

aumentar el caos y la gente bloqueó las salidas.

Robert Hawkins apareció abriéndose paso entre los clientes

histéricos, seguido como de costumbre por el equipo de filmación.

Tras ellos venía un hombre bajo y fornido de aspecto bravucón

ataviado con un caro traje italiano. Hawkins llegó dando zancadas

hasta donde estaba Emil.

-Bien. Aquí estoy –anunció. Tras mirar boquiabierto el

cuchillo clavado en el brazo de Emil, maldijo-: Oh, por Dios.

El horror que producía la herida del cuchillo explicaba el

pánico que se había apoderado de quienes estaban en el Planet

Hollywood.

Emil se arrancó el cuchillo sin pestañear. Lo tiró a un lado y

se apretó una servilleta contra la herida. Hawkins creyó

conveniente seguir adelante. Presentó al hombre bien vestido y con

mandíbula de buldog a Emil.

-Este es el hombre del que te hablé, Bruce Cutler.

Aquel nombre no le decía nada a Emil, que era de fuera. Sin

embargo, para los habitantes de Nueva York, Bruce Cutler era una

auténtica celebridad. Cutler, nacido en Brooklyn, era un abogado

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defensor tenaz, valiente e implacable que había defendido en dos

ocasiones, con éxito, a John Gotti, la joya de la corona de la

Mafia, de los cargos de asesinato y crimen organizado. Que Bruce

Cutler te interrogara en el estrado era como que te quemaran en la

hoguera; Bruce despotricaba y despotricaba, Bruce intimidaba e

intimidaba y Bruce machacaba y machacaba hasta que incluso el

soplón más duro cedía y se retractaba de su testimonio. El

histrionismo de Cutler se había ganado la ira de jueces y fiscales

pero sus clientes siempre quedaban impunes; Nueva York lo amaba

por eso, del mismo modo que había amado a Eddie Flemming.

Franco y directo, Emil saludó a Bruce Cutler.

-Hola. Soy Emil. Estoy loco. ¿Eres mi abogado? –La sangre

comenzó a empapar la servilleta.

-No seré tu abogado hasta que vea el dinero –manifestó Cutler.

Aunque John Gotti era uno de los peores criminales desde Lucky

Luciano y Frank Costello, al menos era sensato. Cutler no estaba

tan seguro sobre el estado mental del checo.

-Tengo el dinero –replicó Emil mientras cogía el maletín y se

lo pasaba a Cutler.

Bruce Cutler lo abrió y vio una enorme suma en metálico. De

repente, Emil comenzó a mirar a su alrededor y a apartar los

platos y la cubertería, buscando algo desesperadamente. Sin soltar

el arma, Emil se arrodilló y se agachó bajo la mesa, empujando las

sillas.

-¿Dónde está? –gritó Emil-. ¡Mierda! ¿Dónde está?

“Si intentara alegar demencia se saldría con la suya”, pensó

Cutler.

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-Tranquilo, Emil –dijo Cutler.- Quédate conmigo. Siéntate.

¿Qué necesitas? ¿Qué estás buscando?

-¡Tiene la cámara! ¡Tiene la película! –gritó Emil preso de la

desesperación.

Cutler intentó calmarle, al igual que había aplacado el

carácter explosivo de John Gotti.

-Sentémonos y hablemos de ello.

Emil continuó buscando la cámara aunque ya sabía que sería en

vano. Ni él ni Cutler ni Hawkins vieron a Jordy abrirse paso por

el restaurante, con la pistola levantada.

-¡No te muevas! ¡No te muevas! –le gritó a Emil-. ¡Las manos

en alto! ¡Suelta el arma!

Emil se incorporó, dejó caer la pistola y luego alzó las

manos.

-Me rindo –dijo.

-Está desarmado, agente. Se ha entregado –informó Cutler.

El dedo de Jordy vaciló en el gatillo, deseando que Emil

realizara algún movimiento amenazador. Había esperado acribillar a

aquel mierdecilla. Como premio de consolación Jordy le golpeó en

la cara y le tumbó.

-¿Puede saberse por qué le pegas? –inquirió Cutler, que de

repente parecía preocupado.

Jordy reconoció a Cutler pero no le hizo ningún caso ya que

quien le interesaba era el esposado, Emil.

-¡Apaga la cámara! –le gritó al cámara.

Emil se volvió hacia la cámara y fingió estar más dolido de lo

que en realidad estaba.

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-¡No! Sigue filmando –le gritó a Crimp.

Jordy se percató de que el asesino de Eddie era un entendido

de los medios de comunicación. En ese instante supo por qué motivo

Emil se había entregado sin vacilar lo más mínimo. Aunque la

cámara de Crimp continuaba filmando, Jordy tiró de las esposas de

Emil y le arrastró por el suelo del restaurante. Emil tropezó y se

golpeó en el tobillo sano más de lo necesario para llamar la

atención.

-¡No digas nada! –ordenó Cutler a su cliente.

-¿Dónde vamos? –preguntó Emil.

Cutler corrió junto a Emil.

-Te acompañaré.

-Sí, sí, acompáñame –rogó Emil, haciéndose la víctima.

Cutler correteó para darles alcance.

-Apelaré a sus derechos –le gritó a Jordy-. Te acompañaré,

Emil.

El equipo de filmación de Top Story rodeó a Emil, Jordy y

Cutler y grabó todo lo que sucedía. Cutler se quedó junto a Emil

para asegurarse de que saldría en las imágenes. Hawkins estaba

eufórico; la historia estaba saliendo mejor de lo que habían

esperado. El índice de audiencia se dispararía, ganaría varios

Emmys, galardones y montañas de dinero.

En el preciso instante en que Jordy llegaba a la calle

Cincuenta y Siete arrastrando a un renqueante Emil, la policía

apareció, con las sirenas activadas. Leon Jackson, acompañado de

Tommy Cullen y otro agente, Phil Murphy, salieron de un salto de

un coche camuflado mientras Jordy hacía entrar a Emil en el suyo.

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Leon corrió hasta allí y sujetó a Emil del brazo.

-Oh, no –dijo Leon-. Me lo llevaré yo.

-¡Ni hablar! –replicó Jordy, tirando de Emil-. ¡Es mío!

-Nosotros nos lo llevaremos –dijo Leon, sin soltar el brazo de

Emil, que se sentía como la espoleta de un pollo-. ¡No discutas

conmigo!

-¡Yo lo he cogido! –gritó Jordy.

-¡Mató a mi compañero! –le chilló Leon.

-Es tuyo pero yo le llevaré –Jordy informó a León-. Le llevaré

hasta la comisaría, te lo puedes quedar pero yo le meteré allí

dentro.

Leon miró a las cámaras de las noticias, que filmaban todas y

cada una de sus palabras. Jordy quería que se le viese en la

televisión deteniendo a Emil, eso era todo; le gustaba estar en

primer plano. Leon, que había trabajado con Eddie durante mucho

tiempo, lo vio reflejado en sus ojos.

-Vale, chico –le dijo Leon-. Tendrás tus quince minutos de

gloria. –Se volvió hacia Cullen-. Tommy, acompáñale.

Leon clavó una mirada de odio profundo en Emil; durante su

trayectoria como agente había visto a muchos criminales, algunos

de los peores ladrones, asesinos, violadores y corruptores de

menores, la lista era interminable, pero Emil se llevaba la palma.

Leon, Cullen y Jordy intentaron introducir a Emil en el asiento

trasero del coche, y no con mucha delicadeza. No se lo estaba

poniendo fácil; por un lado había pedido un abogado y por el otro

se hacía la víctima ante las cámaras.

-Te van a empapelar, hijo de puta, te van a empapelar. ¡Estaré

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allí, sonriendo, cuando te condenen! –le dijo Leon entre dientes.

-¡No digas nada! –repitió Cutler-. No repliques a sus

provocaciones. –Se volvió hacia Leon-. Está bien representado. ¡Si

quieres hablar con alguien, habla conmigo!

Tommy, dirigiéndose hacia la puerta del coche, empujó a

Cutler.

-Apártese, abogado.

-No me ponga las manos encima, agente –replicó Cutler en tono

desafiante. Conocía a la policía, tal vez mejor que nadie en la

ciudad.

Jordy hizo entrar a Emil en el asiento trasero de un empujón y

cerró dando un portazo. Leon se volvió hacia Hawkins, cuyo equipo

de filmación continuaba grabando.

-Y tú... ¡Pagarás por lo que hiciste!

-Estas imágenes te ayudarán –se defendió Hawkins en voz baja-.

Cuando el jurado las vea lo condenarán, da igual lo que Cutler

intente.

-Deberías avergonzarte, avergonzarte de ti mismo. –Leon miró a

Hawkins con desprecio; apenas hacía dos días habían sido amigos.

-Si no lo hubiera emitido lo habría hecho otro. ¡Era amigo de

Eddie! –dijo Hawkins en tono de superioridad moral.

-No me vengas con esa mierda –replicó Leon acaloradamente.

Murphy le dio un codazo suave a Leon al tiempo que miraba

hacia las cámaras.

-No, delante de la televisión no –le advirtió.

-Vale... larguémonos –gritó Leon.

Los otros policías se dirigieron hacia los coches patrulla. En

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medio de aquella locura, con Emil bien inmovilizado en el asiento

trasero, Jordy arrancó el coche, metió la marcha y salió disparado

hacia Columbus Avenue. Leon y Hawkins todavía se estaban gritando

pero al oír el chirrido de las ruedas Leon y los otros policías

corrieron hacia los coches camuflados. Leon sabía lo que Jordy

pensaba hacer y la idea no resultaba alentadora.

Jordy, con expresión adusta, bajó por la Novena Avenida y viró

con brusquedad en la calle Cincuenta y Siete Oeste, saltándose

todos los semáforos en rojo. Giró al norte en la West Side

Highway, dirigiéndose, como un poseído, hacia el distrito

residencial de la ciudad a ciento veinte kilómetros por hora,

esquivando taxis y monovolúmenes.

-¿Adónde vas, tío? –inquirió Tommy Cullen, nervioso-. ¡Vas a

acabar con todos!

Jordy no le hizo caso y miró por el retrovisor para observar a

Emil, quien le sonrió; no parecía preocupado ni asustado en

absoluto.

“Ya veremos”, pensó Jordy.

-Por aquí no se va a la comisaría –oyó decir a Tommy Cullen.

Jordy siguió sin hacerle caso, dirigiéndose a toda velocidad hacia

el norte por la West Side Highway.

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DOCE

Jordy salió de la West Side Highway y entró en la calle Ciento

Treinta, una manzana desierta rodeada de edificios, casuchas y

almacenes vacíos. No se veía a ser humano alguno.

Jordy aminoró la marcha, buscando el lugar más apartado.

Encontró uno perfecto, un almacén vacío y que se caía a pedazos.

Frenó en seco y detuvo el coche. Poco a poco, Tommy Cullen cayó en

la cuenta de lo que Jordy pensaba hacer. Si lo hacía, Tommy sería

un encubridor a los ojos de la ley.

Jordy salió del coche. Las luces resplandecientes del George

Washington Bridge brillaban a lo lejos, unos tres kilómetros al

norte.

-Jordy, ¿qué coño...? –comenzó a decir Cullen mientras salía

del coche.

-¿Qué pasa? –preguntó Emil, que ya no sonreía.

Jordy sacó de un tirón a Emil del asiento trasero.

-Jordy, un momento, espera. ¿Qué es lo que pasa contigo, tío?

–dijo Tommy Cullen.

Jordy no estaba dispuesto a quedarse sin venganza. Arrastró a

Emil al almacén. Tommy Cullen, sabiendo que no debía, le ayudó,

pero no dejó de protestar en ningún momento.

-Jordy... ¡no podemos hacer esto, tío! ¿Quieres hacerme caso,

por favor?

Jordy hizo caso omiso del joven Tommy Cullen. Arrojó a Emil

contra una pared.

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-¿Fuiste bombero? ¿Cómo supiste preparar lo del apartamento? –

le preguntó

-Mi padre fue bombero –replicó Emil-. Me enseñó cosas sobre el

fuego. Ahora es amigo mío.

Sin soltar a Emil, Jordy se volvió.

-Tommy, vete a dar una vuelta –le dijo a Cullen.

-¿Qué vas a hacer? –protestó Cullen.

-¿Es que no lo entiendes? Él sabía que le cogeríamos. Por eso

grabó el asesinato de Eddie. ¡Se cree que se saldrá con la suya! –

gritó Jordy.

-No te rebajes a su nivel –dijo Cullen.

Jordy agitó las llaves del coche.

-Coge el coche. Lárgate de aquí –ordenó.

-No puedes matarlo a sangre fría, Jordy –protestó Cullen.

Jordy le tiró las llaves.

-Entra en el coche y lárgate –espetó. Cullen vaciló, así que

Jordy bramó-: ¡Lárgate de aquí ahora mismo! ¡Métete en el coche y

esfúmate! ¡Haz lo que te digo o te mataré a ti también!

Cullen supo que era imposible hacerle entrar en razón. La

situación se le había escapado de las manos. Nervioso, retrocedió

hacia el coche, entró y se alejó, dejando tras de sí a Jordy y a

Emil solos en la oscuridad.

Jordy sacó la pistola de Eddie, la que Emil le había robado.

Abrió el tambor y vio dos balas. Cerró el tambor de un golpe y

colocó el arma en el cinturón de Emil. Sin dejar de apuntar a Emil

con su pistola, Jordy le rodeó para quedar cara a cara, como si

fueran dos forajidos en las calles polvorientas de una vieja

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película del oeste. Lo más justo sería un enfrentamiento y no una

mera ejecución. Le quitó las esposas a Emil y las arrojó a la

calle.

-¡Las manos en alto! –gritó Jordy-. ¡En alto!

Jordy se colocó la pistola en la pretina, en el mismo lugar en

que se la había puesto a Emil.

-¿Quieres ser un americano de verdad? Coge el arma.

Emil levantó los brazos, dejando bien claro que no pensaba

hacerlo.

-¡Saca la pistola! ¿Quieres ser famoso? ¡Dispárame! ¡Tendrás

más titulares y dinero! –gritó Jordy.

Emil sonrió maliciosamente.

-No puedes matarme. No eres policía. No eres más que un

bombero con una pistola. Apuesto lo que sea a que no has disparado

a nadie en toda tu vida –dijo.

-Serás el primero –convino Jordy al tiempo que sacaba su nueve

milímetros. Presionó el cañón entre los ojos de Emil.

-Aprieta el gatillo –dijo Emil-. Hazlo. Oh, vaya... estás

sudando. –Volvió a sonreír, lo cual enfureció a Jordy-. No tienes

huevos –dijo para provocarle.

Emil comenzó a cantar una canción infantil en checo,

burlándose de Jordy porque sabía que no apretaría el gatillo.

Jordy se le acercó aún más. “Ahora o nunca”, pensó mientras

oía las sirenas a lo lejos. Montó la pistola y la sostuvo contra

la sien de Emil. El astuto y pequeño checo ni tan siquiera

parpadeó. A Jordy cada vez le costaba más respirar y tenía el

rostro bañado en sudor. Apretar el gatillo era un crimen, simple y

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llanamente. Si lo hacía, pasaría por alto todas sus creeencias.

-¿Dónde está tu colega? –le preguntó Jordy.

-¡En el Sheraton! En Broadway –respondió Emil-. Habitación

doscientos diez. Ve a por Oleg. ¡Él sí que te matará!

Una docena de coches policiales, con las luces azules

brillando y las sirenas gimiendo, aparecieron en la calle Ciento

Treinta. El coche que iba en cabeza frenó en seco hasta detenerse.

Leon Jackson salió corriendo del mismo junto con Tommy Cullen, que

parecía aliviado de que Jordy no hubiera asesinado a Emil... al

menos no todavía.

-Dame el arma, Jordy –dijo Leon-. Todos queremos verle muerto,

pero no puedes hacerlo así.

Emil sonreía. Jordy había perdido; entonces golpeó a Emil en

la cara, y lo hizo caer al suelo. Se sentía mejor, pero no

bastaba. Entró en el coche de un salto y se alejó a toda

velocidad.

El camarero se llamaba Zokie Mokomu y llevaba en América menos

de seis meses. Llevaba trabajando en el servicio de habitaciones

del Sheraton tres noches exactamente, aunque ésa era la primera

vez que un blanco que parecía ido le apuntaba con una pistola en

la espalda mientras empujaba el carrito del servicio de

habitaciones por el pasillo. En el carrito había una cubitera con

una botella de champán Magnum y tres copas.

-¿De veras me necesita para esto? –le preguntó Zokie a Jordy.

Jordy le seguía a apenas cinco centímetros de distancia.

-Cierra el maldito pico y no la cagues –le ordenó.

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Llegaron a la habitación de Oleg. El camarero, siguiendo las

instrucciones de Jordy, llamó a la puerta mientras Jordy se pegaba

bien a la pared. Escucharon una voz femenina tras la puerta.

-¿Quién es? –preguntó.

-S-servicio de h-habitaciones –tartamudeó Zokie.

La puerta de abrió. Una puta bajita, rubia y guapa la abrió

apenas un poco. Se cubría el cuerpo sólo con una toalla.

-Pasa –dijo.

Jordy entró en acción. Apartó a Zokie de un empujón; el

asustado nigeriano se marchó corriendo por el pasillo. Jordy entró

en la habitación y empujó a la puta hasta el pasillo. Le hizo

señas para que desapareciera del mapa; Jordy no tuvo que insistir

demasiado.

Emil y Oleg se habían hecho con una suite, con salón y

dormitorio. Jordy se dirigió en silencio hacia el dormitorio y

escudriñó por la puerta, que estaba entreabierta. Oleg estaba

sentado al borde de la cama en calzoncillos. A su lado había dos

prostitutas desnudas. Oleg había colocado la cámara de vídeo sobre

el televisor y, no sin orgullo, les mostraba las imágenes del

incendio en el bloque de apartamentos de Daphne.

-¡Mirad eso! ¿Veis esa toma? Perfecta. Sin cortes –decía Oleg

henchido de orgullo. Estaba entusiasmado. Añadió-: Mirad... mirad

esa transición. ¡Eso sí que es hacer cine! ¿No es genial?

Jordy abrió la puerta de una patada, con el arma en alto.

-¡No te muevas! –ordenó.

El enorme ruso cogió su querida cámara de vídeo y luego,

rápidamente, rodeó con el brazo la cabeza de una de las

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prostitutas. Mientras gritaba de miedo, Oleg rodeó la cabeza de la

otra puta y cargó contra Jordy, como si las dos chicas fueran

arietes.

-¡Suéltalas! –gritó Jordy.

Oleg obedeció y arrojó a las putas contra Jordy, lo que le

hizo retroceder al salón, donde tropezó con el sofá y se cayó de

espaldas mientras Oleg, todavía en paños menores, salía disparado

de la suite y se marchaba corriendo por el pasillo.

Jordy se incorporó de un salto, hizo caso omiso de los gritos

histéricos de las putas y persiguió a Oleg por la salida de

incendios y luego por el hueco de la escalera. Oleg salió por una

puerta lateral y se vio a sí mismo en medio de Broadway, donde

tropezó con un grupo de turistas japoneses. Corrió por la calle,

derribando a su paso a los transeúntes desprevenidos. La visión de

un hombre medio desnudo corriendo por una acera atestada

resultaba, incluso en Nueva York, bastante anormal.

Pistola en mano, Jordy salió en su persecución. Los grupos de

turistas se apartaban como el Mar Rojo a medida que Jordy se abría

paso entre la multitud. Oleg llegó a la Séptima Avenida, corriendo

como un loco entre los coches. Un taxi frenó en seco para no

chocar con él, lo que provocó una reacción en cadena de coches

impactando por detrás. Jordy saltó por encima de un taxi amarillo

abollado, acortando la distancia que le separaba de Oleg, quien,

sorprendentemente, no estaba grabando su última aventura en Nueva

York.

-¡Detengan a ese hombre! –gritaba Jordy a la multitud.

Oleg chocó de frente con un policía uniformado, que acabó en

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el suelo. Mientras el policía intentaba incorporarse, Oleg le

propinó un revés y le arrebató el revólver. Disparó contra Jordy

pero falló por más de medio metro. Los turistas comenzaron a huir

en desbandada por toda la Séptima Avenida, intentado salir del

paso. El policía quiso detener a Oleg sujetándole por los tobillos

pero Oleg lo levantó de la acera como si fuera un saco de harina y

lo arrojó contra el parabrisas de un taxi.

Jordy, parapetado tras un buzón de correos, vio a Oleg

intentando refugiarse en el vestíbulo del cine Criterion, de siete

salas. Jordy entró corriendo y vio al portero completamente

inmóvil, aturdido por uno de los directos de Oleg.

-¿Dónde está? –le preguntó Jordy-. ¿Dónde ha ido?

El portero, que era de Oriente Medio, comenzó a balbucear en

egipcio.

-¡En inglés! Habla en inglés –espetó Jordy.

-Entró un hombre en calzoncillos con una pistola –respondió el

portero al tiempo que se frotaba la mandíbula-. Entró por ahí –

dijo señalando una puerta que daba a la sala tres, donde daban Two

Days in the Valley.

Jordy entró en la sala y se puso de cuclillas en el pasillo,

con la pistola preparada. En la pantalla había una secuencia

nocturna por lo que la sala estaba bien oscura. Jordy se abrió

paso por una hilera de asientos. Los espectadores vieron el arma y

se dispersaron.

Se oyeron dos disparos. Jordy se agachó y luego se percató de

que los disparos procedían de la pantalla.

-¡Eh! ¡Aquí! –oyó que le gritaba una voz.

21
Jordy se volvió rápidamente. Oleg estaba de pie y le

disparaba, al tiempo que intentaba grabar la muerte de Jordy con

la cámara de vídeo. Jordy volvió a agacharse, luego saltó e

intentó apuntar a Oleg. El ruso loco estaba cinco filas más allá,

saltando por encima de los asientos, aplastando los hombros y

cabezas del desventurado público que había pagado diez dólares por

tal privilegio. Se volvió y disparó a Jordy, pero falló y le dio a

un hombre en la garganta.

Jordy logró disparar con relativa facilidad pero erró el tiro.

En la pantalla el malo de la película también estaba disparando,

lo cual no hacía más que aumentar el caos que se había apoderado

del cine. Oleg saltó al escenario que había frente a la pantalla,

iluminado por la luz de la película. Se convirtió entonces en

parte del espectáculo. Sujetó a una puertorriqueña y la levantó en

peso. La sostuvo sobre la cabeza como si fuera una especie de King

Kong ruso medio desnudo.

-¡Soy el amo del mundo, mamá! –gritó, imitando a Jimmy Cagney

en Al rojo vivo-. ¡El amo del mundo!

Jordy vaciló ya que temía disparar y herir a la joven.

-¡Que alguien me ayude! –gritó aterrorizada.

-¡Con toda sinceridad, querida, me importa una mierda! –bramó

Oleg y luego arrojó a la mujer sobre la multitud de espectadores

despavoridos, derribándolos como si fueran bolos. Jordy volvió a

apuntar en el momento en que se encendían las luces del cine, pero

Oleg se había esfumado. Jordy subió a la plataforma y se dirigió

hacia los bastidores. Abrió la puerta contra incendios y salió a

Broadway.

22
Oleg había desaparecido.

-¡Mierda! –exclamó Jordy.

23
TRECE

“Y tras la peligrosa persecución por Times Square el

sospechoso, Oleg Razgul, logró escapar. El cuerpo de bomberos ha

identificado al jefe de bomberos, Jordan Warsaw, como al

perseguidor del sospechoso...”, anunciaban las noticias de última

de hora de Times Square.

Cambiaron a la CNN. Peter Arnett cubría la misma historia.

Eran noticias de primera.

“En un asunto afín, el abogado del señor Slovak, Bruce Cutler,

conocido por ocuparse de casos de gran repercusión, asegura que su

cliente está incapacitado para ir a juicio”, afirmó Arnett.

Daphne Handlova estaba sentada en una celda minúscula del

cuerpo de bomberos en el centro de Brooklyn. Veía la televisión

por entre los barrotes.

Peter Arnett prosiguió:

“De hecho, Cutler aseveró que el señor Slovak no fue el

supuesto cerebro de los asesinatos. Según Cutler, el señor Slovak

obedecía órdenes de su compañero, quien amenazó con matarle si no

le hacía caso. Cutler ha informado a los periodistas que, de

hecho, el señor Razgul apuñaló a su cliente”.

Se vieron entonces imágenes de Bruce Cutler en una rueda de

prensa.

-Mi cliente, el señor Slovak, es una víctima. Lo ocurrido no

es culpa suya. Emil se encontraba bajo la influencia de su

compañero. En el juicio verán a mi cliente vindicado.

24
Daphne negó con la cabeza, asombrada. ¿Bajo la influencia de

su compañero? Sólo en América.

“Le pondrán en libertad”, pensó Daphne. Y cuando lo hicieran,

vendría a buscarla. Para matarla, tal vez sólo porque le gustara

hacerlo. De hecho, Emil Slovak disfrutaba matando.

A Bruce Cutler le encantaba verse en la televisión, sobre todo

si se ocupaba de un caso prominente. Sin duda, el de Emil Slovak

lo era, puede que el más importante que Cutler había tenido desde

los gloriosos días de los crímenes familiares de Gotti y Gambino.

En aquellos momentos Cutler estaba sentado frente a una pequeña

mesa tras la cual se encontraba Emil Slovak, en una sala de

entrevistas en la unidad de observación mental del Bellevue

Hospital. En Nueva York enviaban a los locos al Bellevue. El Reino

Mágico. El loquero. El manicomio. Bellevue recibía esos y otros

nombres.

Emil estaba esposado. Tenía el tobillo vendado y llevaba el

uniforme del Bellevue: un mono verde, zapatillas y calcetines

blancos.

-Te he traído varias cartas –dijo Cutler-. De admiradores.

Sobre todo de mujeres. Una quiere comprarte la ropa. Otra te ha

enviado un cheque. Otra quiere un cheque.

Emil se rió disimuladamente. Los americanos aceptaban la

violencia de la misma manera que los cristianos al Papa.

-¿Me has traído cigarrillos? –le preguntó a Cutler.

-Claro –respondió Cutler. Sacó un Parliament del paquete, se

lo acercó a los labios y se lo encendió-. ¿Te tratan bien?

25
Emil no replicó y se limitó a mirarle con expresión ausente,

lo que hizo que Cutler se pusiera nervioso.

-Quiero que te quiten las esposas, pero no me lo ponen fácil –

le dijo a Emil-. Por ahí fuera las cosas están muy feas. Tenemos

que cambiarlas. La percepción es esencial. La percepción es la

realidad. Debo transmitir ese mensaje. Es la única defensa con la

que contamos en este caso.

Emil soltó el humo. Cuando la ceniza fue lo bastante larga

Cutler le quitó el cigarrillo a Emil, sacudió la ceniza y volvió a

colocar la colilla entre los labios de Emil.

-Tienes que centrarte en tres cosas –explicó Cutler a su

cliente-. Miedo, ideas delirantes y paranoia.

-He tenido de todo eso –dijo Emil.

-Pero, hasta ahora, nunca te habías dado cuenta de la gravedad

que revestían –dijo Cutler, como si estuviera preparando a un

alumno. La experiencia en cientos de salas de los tribunales le

había enseñado que había que comenzar lo antes posible-. No cabe

duda de ello –añadió.

Cutler sabía que aquel pequeño checo era astuto. Se le veía en

los ojos, negros y apagados; aquellos ojos ocultaban una

inteligencia desaforada.

-¿Qué hay de Oleg? –preguntó Emil.

-Están buscándole por todas partes –replicó Cutler-. No le han

encontrado. Tal vez regresara a Checoslovaquia.

-No –dijo Emil con total naturalidad-. Está aquí.

-No te preocupes por él –le aconsejó Cutler-. Piensa en ti.

-Vale –dijo Emil plácidamente para, acto seguido, preguntar-:

26
¿Qué hay de los derechos de la película que me corresponden? ¿Los

derechos del libro?

-Lo cierto es que no me he centrado demasiado en ese asunto –

replicó Cutler. Resultaba obvio que Emil Slovak comprendía a la

perfección el culto a las celebridades que se profesaba en EE.UU.

-¿Cuál es tu tajada? ¿Cuánto te llevas? –preguntó Emil.

-Diría que... la mitad –replicó Cutler-. La mitad me parece

justo.

-Treinta por ciento –dijo Emil cansinamente-. Nada más. O

llamo a otro abogado. Es el mejor caso de tu vida. No intentes

negociar; treinta por ciento. ¿Sí o no?

-El dinero no es lo único que importa, Emil –respondió

Cutler-. Necesito que confíes en mí.

-Vale. ¿Qué más necesitas? –A Emil aquello parecía gustarle.

-Necesito conocer tu pasado, tu educación. Por qué estás aquí.

-Dame otro cigarrillo, por favor.

Cutler le acercó otro cigarrillo a los labios y se lo

encendió.

-Háblame de ti. Qué hacías de pequeño... cómo eran tus padres

–dijo Cutler.

-Mi padre siempre me degradaba... acababa con mi amor propio –

replicó Emil con desaliento-. Y mi madre era ciega.

-¿Tu madre era ciega?

-Se quedó ciega al darme a luz –dijo Emil-. Acudió a un médico

clandestino para que le ayudara.

-¿En la República Checa? –inquirió Cutler.

-Sí –respondió Emil-. Era un médico malo que le dio medicinas

27
malas y por eso se quedó ciega. Y mi padre siempre me culpó de la

ceguera de mi madre.

-¿Tu padre te culpó por la ceguera de tu madre?

-Sí. –Emil se encogió de hombros-. Me odió desde el día que

nací. ¿Puedes apagar el cigarro?

Cutler le quitó el cigarrillo de los labios y lo apagó.

-Eso es lo que me hacía –dijo Emil con toda tranquilidad-.

Apagaba los cigarrillos sobre mí.

Cutler, el más duro de Brooklyn, se quedó mudo de asombro.

-¿Tu padre apagaba los cigarrillos sobre ti?

-En la espalda –dijo Emil-. Cuando era pequeño.

Cutler había dado con un auténtico filón.

-¿Me dejas verte la espalda?

-Toda tuya –dijo Emil cordialmente.

Cutler se incorporó, se colocó detrás de Emil y le subió la

camisa. Se quedó boquiabierto al ver aquello: la espalda de Emil

estaba cubierta de horribles verdugones púrpuras a consecuencia de

incontables quemaduras de cigarrillos. Cutler había representado a

unos cuantos cabrones bien curtidos con anterioridad pero no

estaba preparado para aquello. Retrocedió, horrorizado. Al mismo

tiempo, calculó rápidamente que cada una de las quemaduras, y

había docenas, valdría unos 100.000 dólares, más o menos.

-Dios santo –dijo en voz baja.

-Han abusado de mí –dijo Emil-. ¿No crees?

-Esto no es un abuso, es una tortura –replicó Cutler.

El subdirector del cuerpo de bomberos, Declan Duffy, sentado

28
tras el escritorio de su despacho en el Parque de Bomberos 91,

miró enojado a Jordy, aunque no exento de pena y compasión. Duffy

sostenía en la mano la citación. Su tez rubicunda rayaba en el

púrpura.

-El público no tiene ni idea de lo que hacemos y ahora te da

por definir nuestra imagen. ¡Se convertirá en nuestro Rodney King

particular! –gritó.

-¿Qué se supone que debía hacer? ¡Fue a por mí! Pensaba enviar

a un poli... pero me olvidé –arguyó Jordy.

-¿Te olvidaste? –preguntó Duffy-. ¡Esposaste a un civil a un

puto árbol en Central Park!

-Jefe, sé que la cagué, ¿vale? –dijo Jordy-. Pero, bueno, no

puede decirse que ese tío fuera precisamente inocente...

Dos bomberos atisbaban por las persianas mientras el jefe

reprendía a Jordy.

-Bueno, ese tío acabará con tu carrera... y, seguramente,

también con la mía –gritó Duffy.

-¿Acabar con mi carrera? –preguntó Jordy sin terminar de

creérselo.

-¿Cómo piensas salirte de ésta? Si Oleg no se hubiera esfumado

y tú estuvieses en las primeras planas, como un puto héroe, te

sería más fácil. Se podría sopesar lo bueno y lo malo. Por

desgracia, tengo que tomar decisiones basadas en tu cobertura

periodística, no me queda otra. Dame tu placa –rezongó Duffy.

-Pero, jefe... ¿no hay nada que hacer? –suplicó Jordy.

-Nada de nada –afirmó Duffy-. Búscate un buen abogado. Quedas

suspendido del servicio hasta que se celebre el juicio.

29
Jordy suspiró, contrariado, consumiéndose por dentro. Dejó la

placa, las esposas, el busca y la pistola sobre el escritorio de

Duffy.

-Sé que tienes refuerzos en casa. Déjalos aquí –dijo Duffy

mientras cogía el arma de Jordy.

30
CATORCE

La saga de Emil Slovak, Oleg Razgul y el asesinato de Eddie

Flemming no parecía querer llegar a su fin. Las historias de

seguimiento inundaron las primeras planas de los tres periódicos y

monopolizaron los canales locales. Los periodistas estaban más que

eufóricos: un querido agente del distrito policial de Nueva York

había sido asesinado, por no mencionar la prostituta muerta, el

tiroteo en el cine y varias persecuciones a pie por Times Square.

El New York Post, incondicional de derechas, quería ver a Emil y a

Oleg en la silla eléctrica; el Daily News, moderado y ligeramente

de izquierdas, había decidido esperar antes de decantarse. El New

York Times consultó a un ejército de especialistas en Derecho de

distintas universidades y pensadores y, como de costumbre,

describió a Emil Slovak como a una víctima de una sociedad

represiva que necesitaba compasión y comprensión.

Eso no era todo. El caso caldeó todo tipo de temas candentes,

desde el refuerzo de las medidas destinadas a los inmigrantes

hasta la proliferación de programas basura perniciosos; la mayoría

sensacionalistas como Top Story y similares.

En el Departamento de Naturalización e Inmigración, en el sur

de Manhattan, Jordy hablaba con Bill Stern, un agente especial del

DNI. En el despacho contiguo Daphne conversaba con un par de

jóvenes abogados.

-¿Qué es lo que no entiendes? –le estaba preguntaba Bill Stern

a Jordy-. Nos llevamos bien con los checos... el Departamento de

31
Estado no quiere provocar un incidente.

-¡Pero el fiscal del distrito la necesita como testigo ocular!

–insistió Jordy.

-Tienen su testimonio en la cinta de vídeo –explicó Stern-. Y

aunque fuera al tribunal, inmediatamente después la extraditarían.

Los checos la quieren allí. ¡Disparó a un policía! Es decir, santo

Dios, ¿y si Emil Slovak y Oleg Razgul huyeran a la República

Checa? ¿Cómo te sentirías si los checos no quisieran

devolvérnoslos?

Stern miró a Daphne a través de la mampara de cristal. Se

volvió hacia Jordy y bajó la voz.

-Que quede entre nosotros: me casé con una pelirroja. Traen

mala suerte. Las pelirrojas son como los curas bizcos. Mantente

bien lejos de todos ellos.

Jordy le clavó la mirada. Stern se percató de que,

probablemente, se había pasado de la raya.

-¿Quieres verla? Adelante –dijo.

Jordy entró en el despacho en el que Daphne había estado

hablando con los jóvenes abogados, que ya se marchaban. Jordy se

sentó a su lado.

-Vamos a intentar evitar la extradición –le dijo.

Daphne observó la mano vendada de Jordy entre las suyas.

-Olvídame. Ya tienes bastantes problemas –dijo.

-¿De verdad quieres que te olvide? –preguntó Jordy.

-No quiero arrastrarte conmigo –replicó Daphne.

-Daphne, yo... –comenzó a decir. Daphne le colocó un dedo en

los labios.

32
-Shhh –le dijo. Se inclinó y le besó. Le miró en el interior

de los ojos, intentando encontrar una sonrisa, pero no lo logró.

Frente al juzgado federal, en el centro de Manhattan,

Nicolette Karas intentaba hacer su trabajo, pero todo parecía ir

en su contra. Apenas habían pasado dos semanas desde el asesinato

de Eddie; su productor le suplicaba que se tomara unas vacaciones

pero ella se negaba. A pesar de los esfuerzos del maquillador

parecía que estaba extenuada y rendida. Había perdido peso y tenía

los ojos hundidos, sobre todo por dar las noticias locales cada

tarde. Intentó un simulacro antes de que la cámara comenzase a

grabar.

-... Y hoy, junto con su compañero, a quien culpó de los

crímenes, Emil Slovak comparecerá ante los tribunales. Su abogado

alegará que se encuentra mentalmente incapacitado para ir a

juicio. Eyewitness News también ha sabido que a finales de este

mes Jordy Warsaw se presentará en los tribunales. Comparecerá por

haber violado los derechos civiles de Zwangen... Zwangen...

-Zwangenbada –le susurró Mike, el cámara.

-¡Mira que hay gilipollas por todas partes! –espetó-.

Zwangenbobby... Zwangenbanda. ¡Lo tengo! Lo haré. Mierda.

Empecemos de nuevo.

En aquel preciso momento Jordy Warsaw estaba sentado en el

gastado sofá de su apartamento, bebiendo bourbon solo mientras

veía la televisión. Se frotó un poco de bálsamo en la mano

quemada; estaba cicatrizando de maravilla. Estaba borracho y con

33
cara de sueño por el sencillo motivo de que no tenía trabajo ni a

Daphne y le había demandado un matón de tres al cuarto cuyo nombre

nadie sabía pronunciar. Daphne todavía estaba en la celda del

Departamento de Inmigración, en espera de la extradición para

regresar a Checoslovaquia. Las perspectivas de que se quedara en

EE.UU. no eran muy alentadoras.

Nicolette Karas informaba desde el ayuntamiento. A medida que

hablaba, a Jordy le consumía la ira.

-El señor Zwangenbanda asegura ser un descendiente directo del

rey africano de quien ha tomado el nombre...

Entonces, en el preciso instante en que el teléfono sonaba, en

la pantalla se vio una imagen de Jordy. Jordy descolgó.

-¿Sí? –Escuchó durante un momento y dijo-: Sin comentarios.

Colgó pero el teléfono volvió a sonar.

-Sin comentarios –repitió de manera cortante y colgó de nuevo.

Indignado, cambió de canal justo a tiempo para ver el rostro

de Robert Hawkins. Estaba entrevistando al señor Zwangenbanda en

Central Park.

Alguien le había arreglado. Llevaba traje y corbata, iba

recién afeitado y le acababan de cortar el pelo. Estaba en el

mismo lugar en el que Jordy le había esposado a un árbol. El viejo

cabroncete de Robert Hawkins. Jordy se dijo a sí mismo que le

rompería la nariz en cuanto se le presentara la oportunidad.

-¿Te robó? –le preguntó Hawkins.

Obie Zwangenbanda habló con aire de gravedad a la cámara.

-... Exacto, me topé con él justo aquí. Sólo le pedí cambio y

va y saca una pistola enorme y me empuja contra el árbol, tras lo

34
cual me roba el dinero y me esposa al árbol, dejándome allí

completamente desprotegido...

¿“Tras lo cual”? Jordy se sirvió otro trago de bourbon.

Alguien, seguramente Hawkins, o el abogado de Obie, le había

preparado bien para aquello.

-...me empuja contra el árbol, ya sabe, y me esposa –prosiguió

Zwangenbanda.

El teléfono volvió a sonar. Jordy no se molestó en responder.

En un ataque de furia, lo arrancó de la pared y lo arrojó con

todas sus fuerzas por la ventana abierta y cayó al patio que había

tras el bloque de apartamentos, donde quedó hecho añicos.

Al fin y al cabo, los teléfonos no eran más que un auténtico

coñazo.

Asqueado, Jordy volvió a cambiar de canal. Vio a un periodista

frente a la cárcel del centro de la ciudad. En el ángulo derecho

superior de la pantalla se apreciaba una imagen de Emil. Sonreía,

iba engalanado con una camisa blanca y corbata.

-... Y la WBAI ha averiguado que el señor Slovak no tendrá que

preocuparse por los gastos de la defensa. Ha recibido ofertas para

realizar películas y ha hablado con numerosas editoriales sobre

los derechos relativos a la historia de su vida... –informó el

periodista.

* * *

En un pub irlandés repleto de humo en la Tercera Avenida y la

calle Cuarenta y Nueve la televisión también ofrecía Top Story.

35
Los clientes habituales del Clancy’s Bar comenzaron a abuchear.

Eran trabajadores de Queens y Brooklyn amantes de la cerveza y el

fútbol y que creían que tanto Robert Hawkins como Obie

Zwangenbanda eran unos mentirosos de mierda.

Al final del bar Oleg Razgul sostenía una cerveza en la mano y

miraba la televisión. Llevaba un disfraz un tanto ridículo: una

gorra de los New York Yankees, una peluca barata y un bigote negro

hecho pedazos que se le había caído dos veces en la cerveza.

Oleg tenía la vista clavada en el televisor y apretaba con

fuerza el vaso de cerveza. El odio y la envidia le carcomían. Emil

siempre había sido el más listo y ahora se haría con todo el

dinero y la fama que Oleg tanto quería.

O puede que, después de todo, no fuera tan listo, pensó Oleg.

“Yo también soy listo”, se dijo.

Jordy Warsaw no volvería a ver la televisión durante unos

días.

La noche anterior había destrozado la pantalla con una botella

de Jack Daniels durante las noticias de las once. Estaba cansado

de ver su cara en la tele. Antes de los deportes le había

propinado una patada al Magnavox de veinticinco pulgadas y así fue

como acabó con la bestia de una vez por todas. Jordy había llegado

a la conclusión de que personas como Rosie O’Donnell y Oprah y

Jerry Springer y Robert Hawkins eran las que corrompían la pequeña

pantalla con sus estupideces farisaicas.

Eran las ocho de la mañana. Jordy se contempló en el espejo

del baño. Tenía cara de sueño y necesitaba un afeitado urgente.

36
Sin embargo, estaba preparado para lo que sabía que debía hacerse.

Deslizó un cargador en su 38 personal, la que Duffy le había dicho

que dejara en el parque de bomberos.

Tenía la cabeza repleta de ideas siniestras. Había tomado la

decisión la noche anterior: si los tribunales y las leyes

liberales del país se proponían denegar la justicia que Eddie

Flemming y Daphne se merecían sobradamente, entonces Jordan Warsaw

pondría las cosas en su lugar.

Terminó de vestirse. Se puso unas gafas de sol para completar

la indumentaria. Luego bajó a la calle y detuvo un taxi.

-¿A dónde? –le preguntó el taxista con un acento de Brooklyn

muy marcado.

-A Battery Park –le dijo Jordy.

37
QUINCE

El trayecto hasta Battery Park desde el apartamento de Jordy

en el Upper West Side fue de veinte minutos y costó cuarenta y dos

dólares según el taxímetro, pues en la periferia del centro de la

ciudad habían encontrado mucho tráfico. Jordy llevaba las gafas de

sol puestas. Extrajo la 38 de la pistolera del tobillo y la

introdujo en el bolsillo del abrigo.

El taxista, que había visto el cambio, dijo:

-No puedo creerme que ese tío se escapara. ¡Increíble!

Jordy le dio los últimos cincuenta dólares que le quedaban.

-Quédate con el cambio –dijo.

Era un gran día. Trasladarían a Emil Slovak del calabozo del

centro a la isla de Rikers en un ferry de la policía. Una docena

de coches policiales, con las sirenas gimiendo, se detuvieron

frente a Battery Park. Cerrando la marcha iba una furgoneta

blanquiazul de la policía en la que, sin duda, se encontraba el

sospechoso. Los medios de comunicación también habían acudido en

masa y rodearon a Emil y a Cutler a pesar de que la policía

intentó contenerlos por todos los medios.

Jordy salió del taxi de un salto; incluso desde lejos vio que

Emil Slovak sonreía a las cámaras. Tal era la ira de Jordy que

estaba a punto de estallar; “ahora o nunca”, pensó.

Vio a Leon Jackson sentado en un banco del parque, con

expresión triste, frustrada y cabreada. Sus miradas se

encontraron. Leon le llamó pero Jordy no le hizo caso y siguió

38
caminando sin soltar la 38 que llevaba en el bolsillo.

No muy lejos, todavía con aspecto de estar extenuada,

Nicolette Karas y su cámara, Spiros, observaban a Hawkins y a su

equipo de filmación. Nicolette le miró con desprecio y asco pero

Hawkins, que la había visto, hizo caso omiso de ello.

-Dijo que estaría aquí –explicó Hawkins al equipo-. Captadle

en cuanto salga de la multitud. ¿Me oís? ¡Por Dios, no me falléis!

Varios metros más allá la furgoneta de la policía se detuvo.

Sacaron a Emil, esposado. Bruce Cutler emergió de su coche de un

salto y, diligentemente, se colocó junto a Emil y los policías. El

enjambre de periodistas y reporteros les siguieron sin dejar de

hacerles preguntas.

-Mi cliente sufría una enfermedad grave de carácter

esquizofrénico por lo que en los momentos de estrés acusado, como

resultado de delirios psicóticos y paranoicos, su capacidad para

apreciar el mal quedaba mermada –anunció a la prensa impaciente-.

¡Es una victoria para los enfermos mentales!

La multitud avanzaba y Jordy la seguía a una distancia

prudente. No apartó la mirada de Emil y seguía apretando con

fuerza la 38. Vio a Nicolette Karas y al cámara abriéndose paso a

empujones para hacerse un hueco entre la muchedumbre.

>>Antes de que Emil suba al barco de la policía y se dirija a

la isla de Rikers, donde será internado en el psiquiátrico, deseo

añadir algo más –prosiguió Cutler-. Como sabéis, Oleg Razgul

coaccionó a Emil para que cometiese esos asesinatos y, sin

embargo, Oleg sigue libre, filmando asesinatos espeluznantes. Mi

cliente y yo esperamos que pague por sus crímenes en un futuro

39
cercano.

Jordy pasó junto a Robert Hawkins.

Jordy estaba lo bastante cerca como para fulminar con la

mirada a Emil. A pesar de los denodados esfuerzos por parte de la

prensa para captar su atención, Emil miró a Jordy y sonrió

victoriosamente, como si se estuviera regodeando y le dijera:

“Gané. Vencí al sistema... a tu sistema”.

Jordy perdió los estribos en aquel momento.

-¿Qué coño estás mirando, so mierda? –le gritó.

La multitud se volvió hacia Jordy.

-Agentes, ¡deben vigilarle! Ha atacado a mi cliente en otras

ocasiones –prorrumpió Cutler al tiempo que señalaba a Jordy.

Un par de policías impidieron que Jordy se acercara más a

Emil. Hawkins, Nicolette y los cámaras lo estaban grabando todo.

-¿Así que esto es lo que hay? –gritó Jordy-. Ese cerdo mata a

Eddie Flemming y pasará el resto de sus días en un loquero de

campo. ¿Qué hay de las víctimas? ¿Y de las familias? ¿Y de sus

derechos?

-Señor Warsaw –replicó Cutler-, comprendo que no esté de

acuerdo pero ése es el sistema y así es la ley.

Jordy intentó zafarse de los policías. Estaba bastante cerca

de Emil y oyó que el muy cabrón murmuraba:

-Ten cuidado. Puedo matarte. Estoy loco.

Los periodistas comenzaron a asediar a preguntas a Cutler. Se

esforzó cuanto pudo por responderlas en orden. Mientras Hawkins

ordenaba a los cámaras que grabaran el ferry sintió que alguien le

daba un golpecito en el hombro. Se volvió. Oleg, disfrazado y

40
cámara en mano, estaba allí. Hawkins le reconoció de inmediato,

pero no así los otros periodistas.

-Emil sabía perfectamente lo que hacía. Mira esto –le dijo

Oleg a Hawkins.

-Vale –replicó Hawkins. Aquello sería un bombazo.

Hawkins miró la pantalla de cristal líquido de la cámara. Vio

la cinta en la que Emil explicaba a Eddie Flemming, justo antes de

asesinarle, “... en el hospital digo que no estoy loco... y tal y

como establece la ley no se nos puede juzgar dos veces por el

mismo crimen. ¡Seremos ricos, libres y famosos!

Hawkins supo que era auténtico nada más verlo.

-¿Podemos llegar a un trato? –le preguntó a Oleg preso del

entusiasmo.

Oleg extrajo la cinta de la cámara de vídeo y se la entregó a

Hawkins.

-Te la regalo.

Mientras Cutler respondía pregunta tras pregunta la voz de

Robert Hawkins se elevó por encima del estruendo de la multitud.

-¡Bruce! ¿Qué dirías si existieran pruebas que demostraran que

tu cliente no está loco? –Sostuvo en alto la cinta de vídeo-. ¡Top

Story posee la verdad... de la mano del mismísimo Oleg Razgul!

-Emil, sabías muy bien lo que hacías –le dijo Oleg en tono

acusador-. ¡En la película está todo!

-Agentes, ¡ese es el asesino! Cumplan con su obligación...

¡deténganle! –gritó Cutler.

Una docena de policías intentó atrapar a Oleg pero una

marabunta de periodistas, que se había vuelto con las cámaras y

41
los micrófonos, le impidieron el paso.

-¡No soy un asesino! ¡Soy el director! ¡Acción! –gritó Oleg.

Entonces Oleg sacó un arma y apuntó a Emil, quien agarró a

Cutler del brazo y lo utilizó de escudo. Oleg disparó y le dio a

Cutler en el estómago. Cutler se lo apretó mientras caía de

rodillas.

Media docena de equipos periodísticos grabarían cuanto sucedió

a continuación pero en aquel momento todo parecía desarrollarse a

cámara lenta. Mientras Cutler se desmoronaba Emil le quitó la

pistola a uno de los policías, se volvió y disparó rápidamente a

Oleg, que recibió dos impactos en el pecho y comenzó a sangrar

profusamente. Oleg perdió el equilibrio, se cayó y desapareció.

Todos comenzaron a gritar; aquello parecía una réplica de

Times Square y el caos se desató. Como una serpiente enroscada,

Emil se abalanzó sobre la persona más cercana, que resultó ser

Nicolette Karas. Emil le rodeó el cuello con el brazo esposado y

le apuntó en la cabeza con la pistola.

-¡Suéltala! –gritó Jordy-. ¡Suéltala!

Jordy, junto con otros diez policías, apuntaron a Emil. El

capitán de la comisaría local, un hombre que se llamaba McManus,

era un experto en la negociación de rehenes.

-¡Tira el arma! ¡No dispares! –gritó.

-¡Dile que deje la pistola en el suelo! –chilló Emil, que

temía más a Jordy que a todos los policías juntos.

-No disparéis –ordenó McManus-. ¡No abráis fuego! –Se volvió

hacia Emil y le dijo con toda tranquilidad-: Nadie disparará,

¿vale?

42
Era el clásico enfrentamiento mexicano. McManus intentaba que

todos se tranquilizaran y se serenaran, algo nada fácil dada la

situación.

-¡Cubridme! –gritó a sus hombres.

-¡Dile que deje la pistola en el suelo! –repitió Emil. Tenía

los ojos de un hombre ido e iracundo por temor a perder el control

del juego; parecía probable que matara a Nicolette.

-De acuerdo, de acuerdo –dijo McManus con tranquilidad,

intentando que la situación, que podría convertirse en un baño de

sangre, no se le escapara de las manos. No sería la primera vez.

-¡Dispárale! –gimió Nicolette-. ¡Dispara, Jordy!

-Nadie disparará –gritó McManus.

-¡No te acerques! –dijo Emil.

-Nadie disparará, ¿vale? –le aseguró McManus. Le dijo a los

policías-: Retroceded. No disparéis. Bajad las armas.

Nicolette siguió caldeando la situación con sus gritos.

-¡Dispárale!

McManus deseaba dispararle a ella. Sin embargo, ordenó a sus

hombres:

-¡Bajad las armas, ya! ¡Bajadlas!

Los policías así lo hicieron, aunque de mala gana. Todos

querían cargarse al cabrón que había matado a Eddie Flemming. Sin

embargo, Jordy no bajó la 38. Era bombero y, por lo tanto, no

tenía por qué obedecer al capitán de la comisaría.

-¡Si no baja el arma me cargaré a esta hija de puta! –gritó

Emil a McManus.

Jordy se mantuvo en sus trece, sin dejar de apuntar a Emil a

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la cabeza. Emil intentaba retroceder con Nicolette. Los

reporteros, la mayoría de los cuales se había puesto a cubierto

apresuradamente, continuaban grabando cuanto sucedía.

Mientras Emil arrastraba a Nicolette por la multitud de

policías que se apartaba, Jordy le gritó:

-¡Suéltala!

-¡Dispara! –gimió Nicolette, a quien no parecía importarle

morir-. ¡Dispárale!

-¡Cállate! –ordenó Emil-. Me entregaré si baja el arma.

-¡No, no! ¡No permitas que este mierda se entregue! –exhortó

Nicolette a Jordy.

-Si no dejas que me entregue me la cargaré ahora –replicó

Emil.

-Me da igual –dijo Nicolette-. ¡No dejes que se entregue!

Hawkins empujó a su cámara hasta donde se producía la acción

para captar así las mejores imágenes. Los otros equipos nuevos

estaban más que contentos de ceder tal privilegio. El resto de los

policías había bajado las armas, pero Jordy se mantenía firme.

Tenía la intención de acabar con aquello, fuera como fuera.

-Agente Warsaw, por última vez, baje la puta pistola –ordenó

McManus a Jordy.

Jordy no le hizo caso; intentaba disparar a Emil limpiamente

para que Nicolette no resultara herida. Con la adrenalina subida y

el corazón latiéndole con fuerza, no lograba concentrarse lo

suficiente. De repente, bajó la 38 y se volvió. McManus se relajó

pero entonces Emil comenzó a reírse, lo que le enfureció.

-¡No, no! Dispara, Jordy –volvió a suplicar Nicolette.

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-Vale, va a bajar el arma –le dijo McManus a Emil-. No tienes

que dispararle.

Emil levantó los brazos para liberar a Nicolette. Cuando Jordy

estuvo seguro de que ella no corría peligro se volvió, apuntó,

disparó e hirió a Emil en la pierna, tal y como Eddie Flemming

había hecho mientras Emil huía por Central Park. Nicolette cayó en

brazos del capitán McManus. Emil miró boquiabierto a Jordy,

sorprendido de que aquel bombero hubiera tenido los huevos de

dispararle. Levantó el arma y apuntó a Jordy, pero antes de que

apretara el gatillo Jordy volvió a dispararle y le hirió en el

hombro. Emil no se cayó; el cabroncete era un tipo duro.

Jordy aprovechó la oportunidad y vació el cargador en el pecho

y estómago de Emil, quien salió despedido hacia atrás, moviendo

los pies en el aire de manera más bien cómica antes de desplomarse

en el suelo, muerto.

“Chúpate esa, cerdo”, pensó Jordy. No volvería a cargarse ni a

policías ni a putas.

Nicolette se puso histérica.

-Tranquila, tranquila, no le mires –le dijo McManus

apretándola contra su pecho.

Hawkins, quien, con gran valentía, se había agazapado tras el

cámara, logró hablar:

-¡Joder! ¿Lo has grabado?

El cámara asintió. Se oyó otro disparo.

-Eh, jefe... ¡todavía vive! –gritó un policía.

Oleg, despatarrado en el suelo y cámara en mano, aún

respiraba. Seguía rodando su película y, después de todo, había

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logrado el final que necesitaba.

Hawkins fue el primero en acercársele. Se inclinó sobre Oleg,

que le dio la cámara de vídeo. Hawkins, dicho sea en su honor,

comprendió de inmediato. Enfocó a Oleg con la cámara y comenzó a

grabar.

-Una película de... Oleg Razgul –dijo Oleg no sin esfuerzo.

Oleg parpadeó varias veces y luego dejó de respirar.

“Hermoso”, pensó Hawkins.

Oleg, agonizando, abrió tanto los ojos que parecía que le

fueran a salir de órbita. Hawkins, junto con los demás, retrocedió

horrorizado. Oleg sonrió y tosió de dolor.

-¿Qué tal ha salido? –le preguntó a Hawkins.

-Genial –replicó Hawkins, maravillado.

Oleg giró la cabeza hacia un lado y, al poco, expiró, esta vez

de verdad. Para que luego hablen de las tomas caras. Lo único que

faltaba eran los títulos de crédito finales y la filarmónica de

Londres sonando de fondo.

Nicolette, contenta de que los asesinos de Eddie hubieran

pasado a la historia, se acercó corriendo a Jordy y le dio las

gracias. Jordy le puso algo en la mano.

-Pensé que tal vez lo querrías –le dijo.

Era la placa de Eddie, la que había cogido del baño en llamas

de Daphne.

Se volvió y se alejó atravesando la multitud. Hawkins, con

gran destreza, escondió la cámara de vídeo de Oleg en su americana

y corrió tras Jordy, seguido de los cámaras.

-Jordy, ¿te apetece hacer alguna declaración? –inquirió

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Hawkins.

Jordy pensó si valdría la pena o no romperle los dientes a

Hawkins; ningún jurado le condenaría por ello. Sin embargo, se

limitó a decir:

-No.

-Vale, olvidadlo. Nada de declaraciones. Apagad la cámara –

espetó al equipo. Bajó la voz y le dijo a Jordy-: Oye, puedo

ayudarte. Aprende de Eddie. Los medios de comunicación pueden

llegar a ser un poderoso aliado.

Jordy no le hizo caso y siguió caminando.

-¡Eh! Eddie era amigo mío. Me gustaría que tú también lo

fueras –oyó gritar a Hawkins.

Jordy se volvió y se plantó frente a Hawkins, tomándose un

minuto para asimilar lo que le acababa de decir. Jordy se detuvo

para serenarse y luego, rápidamente, golpeó a Hawkins en la

mandíbula con todas sus fuerzas. Hawkins se cayó de culo. La

multitud observó boquiabierta aquel espectáculo. A algunos no les

pareció bien pero la mayoría contempló a Jordy con admiración y en

silencio.

Hawkins, un tanto aturdido, alzó la mirada mientras la sangre

le manaba del labio roto. Jordy le miró con desprecio y luego

desvió la mirada hacia uno de los policías del grupo de seguridad.

El policía asintió con una sonrisa imperceptible, comprendiendo a

la perfección lo sucedido. Ni él ni ningún otro policía intentó

detener a Jordy.

Jordy se alejó caminando hacia la ciudad.

El cámara de Hawkins le ayudó a incorporarse.

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-¿Te encuentras bien?

-Sí, sí –replicó Hawkins mientras se limpiaba la sangre de la

boca con la camisa del cámara-. Vale, graba una toma de él

alejándose y luego enfócame.

El cámara obedeció y grabó a Jordy alejándose. Aunque a Jordy

no le interesaba llamar la atención de los medios de comunicación

Hawkins había tomado esa decisión por él. Como siempre, los medios

salen ganando.

El cámara enfocó a Hawkins mientras éste se aclaraba la

garganta y miraba con seriedad a la cámara.

-Acabamos de hablar con el bombero Jordan Warsaw. Está

comprensiblemente abrumado por lo sucedido aquí, el trágico final

de un psicópata sanguinario, un hombre que intentó manipular los

medios de difusión para satisfacer su codicia.

Hawkins se calló y miró a la cámara de manera significativa.

Gradualmente, el ángulo de la cámara se amplió. Para cualquiera

que viera la emisión en Broadway y la calle Cuarenta y Dos, el

rostro de Hawkins parecía llenar por completo la pantalla del

JumboTron de Times Square.

Mientras cientos de neoyorquinos miraban, Hawkins prosiguió:

>>En Top Story jamás permitiremos que nos utilicen de ese

modo. Nuestra meta es ofrecerles las noticias en toda su

complejidad. El verdadero héroe de hoy ha sido la verdad y nos

sentimos orgullosos de habérsela ofrecido en exclusiva en Top

Story. Les ha informado Robert Hawkins. Buenas noches.

Robert cerró la transmisión, logrando así que los medios

dijeran la última palabra. Tanto si quería como si no, Jordy ahora

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era famoso.

Tan famoso como Eddie Flemming.

FIN

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