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© 1989 Gerardo Canseco Herrera

D.R. © l990 Editorial Ger, S.A. de C.V.


Jesús Urquiaga Núm. 30 Col. Del Valle
Benito Juárez 03l00 México, D.F.
Tel. 56-82-75-00

ISBN: 968-5195-01-3

Prohibida la reproducción total o parcial,


Mediante cualquier sistema mecánico o electrónico,
sin la autorización por escrito del editor.

Impreso en México • Printed in Mexico


Índice

A manera de prólogo............................................................................ 6
Introducción.......................................................................................... 8
Un caso curioso de gestión paterna.................................................... 11
La autoridad: ¿un derecho o un deber?.............................................. 14
De la dependencia a la libertad........................................................... 17
Siete pecados capitales de la autoridad............................................. 20
1. La imposición y el autoritarismo............................................... 21
2. La posesividad......................................................................... 24
3. La manipulación........................................................................ 25
4. La sobreprotección.................................................................. 29
5. El atropello............................................................................... 31
6. La incongruencia e inconsistencia........................................... 34
7. La indiferencia y permisividad.................................................. 37
Siete principios de los padres educadores......................................... 44
1. Todo acto de autoridad tiene por fuente el amor
y el servicio................................................................................. 46
2. La responsabilidad y eficacia de los padres
depende de su autoridad moral............................................... 48
3. Procurar siempre persuadir: convencer.
Renunciando a vencer............................................................... 51
4. Prohibido prohibir por prohibir............................................. 53
5. El ejemplo es una orden silenciosa.................................... 55
6. Suave en el modo, firme en el fondo.................................. 57
7. La autoridad paterna debe favorecer
siempre la auténtica libertad..................................................... 60
Los diez mandamientos de los padres educadores............................ 62
A manera de prólogo

Estimado lector:

¡FELICITACIONES! Sí te felicito porque adquiriste este libro y porque


hoy inicias su lectura, así demuestras que te preocupa la educación de
tus hijos y que deseas ejercer con responsabilidad tu derecho de ser el
primer educador de ellos.
Te aseguro que has escogido un magnífico camino que te irá ca-
pacitando para ser cada día un mejor padre o una excelente madre.
Su lectura te será fácil y amena pues su autor, el Lic. Gerardo
Canseco Herrera es maestro y sabe escribir con sencillez, precisión
e interés estos temas tan comunes pero de trascendental importancia
y que son para el bien de tus hijos y de tu propia felicidad y satisfac-
ción personal. Además, el Lic. Canseco también es papá y tiene tus
mismas preocupaciones y tanto tú como él saben que educar un hijo
es la función mas sagrada y delicada que corresponde al que lo ha
engendrado.
Pronto llegarás a las páginas que tratan con objetividad las fallas
más comunes de los padres en el ejercicio de su autoridad; al leerlas
irás realizando tu autoevaluación. Recuerda que las fallas son propias
del ser humano, pero el reconocerlas y sobre todo corregirlas es sólo
propio del ser humano inteligente
En la lectura del capítulo titulado: “Los siete principios y los diez
mandamientos de los padres educadores”, dedicado a los padres de
familia de nuestra época y de nuestro México, encontraras indicacio-

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nes prácticas que te ayudarán a cumplir con responsabilidad el honor
de ser papá o de ser mamá.
Al terminar esta lectura seguramente tú también felicitarás al Lic.
Gerardo Canseco, por haber escrito este necesario libro dedicado a
los padres de familia preocupados por estudiar la “excelente profesión”
de ser padre educador .

Prof. Manuel Arróyave Ramírez


Presidente de la CNEP
México, 1989

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Introducción

Si tratásemos de concretar y definir el principal problema de los padres


de familia modernos con una sola palabra, tendríamos que escribir el
vocablo CONFUSIÓN. No es desamor, ni despreocupación, ni abdi-
cación, ni exceso de ayuda o sobreprotección... Si muchos niños y
jóvenes de hoy están desorientados o actúan equivocadamente, es
porque sus padres no han tenido mejores recursos para guiarlos de
una manera sana.
Y como siempre que se habla de los problemas de conducta ju-
venil, los psicólogos, los profesores, los sacerdotes y los gobernantes
siempre llegan al vértice de la familia, los padres nos sentimos seña-
lados con el dedo índice acusador, y vamos cada día ocupándonos
más de prepararnos para responder a las nuevas condiciones que el
mundo moderno nos impone, a fin de poder ver a cada uno de nues-
tros hijos salir adelante y triunfar en esta vida.
Por desgracia nuestro esfuerzo no siempre logra un fruto, porque
asistimos a conferencias, leemos libros o participamos en cursos que,
no pocas veces, nos dejan más confusos que antes respecto a la ma-
nera como estamos tratando de educar a nuestros hijos.
EXCELENCIA PERSONAL, quiere hoy aportar algo para contribuir
a que esta confusión se acabe. Lo que necesitamos como padres, son
criterios claros y alternativas prácticas para ir reso1viendo nuestras
dudas y mejorando nuestra gestión en el terreno más trascendente y
delicado de nuestro quehacer cotidiano: el de favorecer el desarrollo
integral de nuestros hijos.
Desde 1975, a lo largo de dos décadas de intenso contacto con los

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radioescuchas de diferentes programas de radio, consultado cotidia-
namente por padres y madres de familia en relación con los problemas
reales que están enfrentando en la educación de sus hijos, he compro-
bado que la mayor confusión se está dando en relación con el manejo
de la autoridad paterna.
La mayor carencia de niños y jóvenes en su conjunto, es la de una
sólida y eficaz AUTORIDAD MORAL que les muestre el camino hacia
la autosuficiencia y la verdadera libertad integral.
Y no es que los padres hayamos abdicado –aunque algunos po-
cos sí lo hayan hecho– de nuestro DEBER de ejercer la autoridad con
nuestros hijos, sino porque nos han confundido las protestas contra los
excesos y errores de la autoridad paterna, y muchas veces no tenemos
criterios claros para actuar, para dar o negar algún permiso, o para
equilibrar la exigencia y la tolerancia.
Es de extraordinaria urgencia que todos los padres tengamos clara
la idea de que lo que “trauma” o enferma psicológicamente a un hijo,
no es la autoridad misma, sino los excesos o defectos en el modo de
ejercerla. Permítame compartir con usted lo que cientos de padres de
familia me han enseñado en innumerables conferencias, mesas re-
dondas y programas radiofónicos, y que me ha permitido formular un
esquema que pretende incluir los mas frecuentes errores en el uso de
la autoridad paterna, y también guías prácticas para concebir nuestra
AUTORIDAD Y LA LIBERTAD de nuestros hijos, como un todo armó-
nico que contribuye a combatir el clima de CONFUSIÓN de nuestro
tiempo.
No se trata de fórmulas secretas infalibles ni de recetas simplistas
que pretendan resolver todas las interrogantes, reduciendo la compleja
y trascendente vocación de padres, a un cursillo o a un manual. Se tra-
ta, en cambio, de pequeños “tips” prácticos que en ocasiones han te-
nido efectos sorprendentes en el mejoramiento de las relaciones entre
las dos generaciones que integran a la familia actual, y que aplicadas

9
también por los profesores, les han permitido convertirse en Maestros
de sus alumnos, facilitando una notable mejoría en la comunicación.
El único requisito es que sean padres y profesores quienes deci-
dan por ellos mismos iniciar ciertos cambios en su estilo de mando y
en su forma de ejercer la autoridad, y de que perseveren en ellos con
paciencia y constancia, ya que los hijos y alumnos pueden tardar un
tiempo en adaptarse a nuevas condiciones o reglas del juego.
Una súplica acompañada de una advertencia: si usted es de las
personas que tienen por habito iniciar la lectura de muchos libros, pero
nunca terminarlos, no pase a la siguiente hoja... Abandone aquí esta
lectura, porque si la abandona a la mitad es muy probable que se
encuentre más confuso que antes de iniciarla, porque resulta necesa-
rio anotar primero los más frecuentes errores en que muchos padres
caemos, para luego poder entender con claridad las fórmulas del con-
tra-veneno, que ofrecemos en la parte final de este trabajo.
La mente es como un paracaídas: si no se abre, no sirve para
nada... Además debe abrirse en el momento preciso, no antes ni des-
pués. La responsabilidad y el esfuerzo de cambio, dependen entera-
mente de usted. La satisfacción de los resultados queremos compar-
tirla heredando a México mejores hijos.

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Un caso curioso de gestión paterna

“Aprender es descubrir lo que ya sabes.


Actuar es demostrar que lo sabes”.
Richard Bach

En las heladas playas de la Antártida, se registra un curioso fenómeno


de paternidad entre varias de las especies conocidas como pingüinos
antárticos: resulta que durante los dos meses que dura la incubación
del huevo de donde nacerá un crío, el macho lo sostiene sobre los pies
para evitar que toque el hielo, mientras lo calienta con su cuerpo, y son
casi sesenta días en los que el futuro padre no prueba bocado.
Cuando nace la cría, la madre –que obviamente no tuvo la de-
licadeza de convidar siquiera unos camarones al padre–, comienza
una tarea cotidiana que durará cerca de un mes: ir y venir al mar, para
traer en el buche peces y calamares pequeños con los que alimenta
al hijo, mientras el padre se toma unas vacaciones de treinta días, los
que dedicará principalmente a devorar su platillo favorito, camarones,
desquitándose de su larga dieta.
Entonces, el crío tiene ya el desarrollo suficiente para asistir al “jar-
dín de infancia” y convivir con otros pequeños pingüinos, aprendiendo
juntos a protegerse de las tempestades de nieve y de otros págalos
o pingüinos de mayor tamaño. Como generalmente cada pareja tiene
dos críos en esa comunidad de menores, ahora ambos, el padre y la
madre, llegan al jardín de niños juntos y con el buche lleno de alimento

11
para sus hijos; los buscan, los encuentran –a veces entre medio millar
de pequeños–, y sin darles de comer dan vuelta y corren en dirección
al mar glaciar.
Los polluelos corren frenéticos tras de sus padres, impulsados sin
duda por el apetito, basta que estos se detienen y dan de comer a sus
hijos, en un lugar cada vez mas alejando del “kínder” y más cercano
al mar. Este curioso juego, que a veces tiene apariencia de crueldad
cuando los pequeños picotean a los padres durante la carrera, como
protestando porque les niegan el deseado alimento, o cuando los pa-
dres arrollan con sus torpes patas a los críos que se les han cruzado
en el camino en su afán de comer, sin duda tiene una finalidad: ense-
ñar a los hijos el camino que los conduce al mar: su comedor natural.
La enseñanza dura nueve semanas, al cabo de las cuales los pa-
dres ya no convidan calamares ni camarones ni pescados a los hijos,
sino que 1os tragan ellos mismos al terminar la carrera en la playa a
pocos metros del mar. Entonces los hijos saben que su alimento está
justamente allí; en el agua. Pescan por sí mismos, son autosuficientes,
y sus padres jamás vuelven al jardín de niños: sus hijos se han gra-
duado ya.

Pero, podría suceder...

¿Qué tal si un día el pingüino macho, protestando por la “ingrati-


tud” de su pareja y movido por el hambre, abandona los huevos sobre
el hielo para irse a almorzar? ¿Quién pagaría las consecuencias...?
¿Y si la madre hubiera encontrado tan cómodo responsabilizar al
padre de la anidación, que ahora se desentendiera de la alimentación
de sus críos recién nacidos?
Bueno, pero, ¿qué pasaría si ambos, padre y madre, “quisieran”
tanto a sus hijos que optaran por no llevarlos con los demás críos de la
especie al jardín de infancia en donde correrían peligros graves que se
podrían ahorrar permaneciendo al lado de ellos?
También podría suceder que el padre o la madre, ante el riesgo de
perder el “cariño” de los hijos, decidieran darles pronto de comer, sin
enseñarles el camino al mar...

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La autoridad: ¿un derecho o un deber?

Pablo era un adolescente con una simpatía poco común, listo, inte-
ligente, sociable y destacaba entre sus compañeros de la Escuela
Orientación Para Varones, por proyectar casi siempre buen humor. Te-
nía 16 años y no perdía la esperanza de quedar en libertad antes de
los 18; de la contrario, pasaría a un reclusorio de la ciudad de México.
¿Por qué y como había perdido su libertad? Con tristeza, pero sin
rencores, me manifestó: “Si mis padres me hubieran exigido un poco,
me hubieran negado algunos permisos con firmeza y no me hubieran
protegido siempre coma a un ‘marica’, no estaría yo aquí...”
El motivo concreto por el que fue detenido por la policía, junto con
otros amigos de la preparatoria, en realidad no es la más importan-
te, sino la tarea de verdadero apostolado que Pablo hacía con sus
compañeros de desgracia, cuando estos se quejaban de tener padres
exigentes o estrictos.
Y coma su testimonio, son innumerables los juicios de adolescen-
tes que atribuyen su alcoholismo, su drogadicción, su sensación de
fracaso y sus fracasos mismos, al hecho de haber tenido padres “blan-
dengues”, permisivos, consentidores o despreocupados e indiferentes:
en una palabra, padres que abdicaron de ejercer su autoridad; lo que
parece indicar que, si el pecado mas frecuente de muchos padres en
épocas pasadas, fue EL AUTORITARISMO, el más común en la actua-
lidad es LA ABDICACIÓN.
Si el ABUSO de la autoridad es sin duda perjudicial, el NO-USO
de la autoridad tambien lo es, cuando menos en el mismo grado que la

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imposición, la arbitrariedad y una irracional intransigencia.

Aclaremos una confusión

Parte del problema radica en la generalización de un sofisma que pa-


rece habernos confundido a todos, padres e hijos, niños y adultos.
Vamos a tratar de aclararlo.
Se ha planteado que los hijos tienen el DEBER de obedecer a
sus padres, y los padres el DERECHO de mandar, y se ha olvidado
por completo que los hijos son los BENEFICIARIOS de la autoridad
paterna, porque tienen el DERECHO de ser conducidos, educados y
desarrollados por sus autores directos, sus procreadores, es decir, sus
padres. Estos tienen el deber de ejercer sanamente su autoridad sobre
ellos.
Ejercer la autoridad es una obligación, un deber. Cuando se ejer-
ce en forma equivocada, lejana, injusta o incompleta, se perjudica al
sujeto de esa autoridad y se lesionan, por tanto, los derechos de éste.
¿Qué sucede con un pueblo que tiene un gobernante lejano, indi-
ferente, dictador o simplemente AUSENTE: que no hace nada en rela-
ción con su deber de gobierno? ¿La autoridad de un gobernante esta
al servicio de sus propios intereses y beneficio personal, o esta en fun-
ción supuestamente de los intereses y bienestar de los gobernados...?
Mucha gente ignora el significado literal de “Primer Mandatario”;
cree que significa algo así como “el primero en mandar”. Es exacta-
mente al revés: significa “primer mandadero”, y su “mandante” es la
ciudadanía. No tiene que ser diferente la esencia y el sentido de la
autoridad y del mando en la familia.
La autoridad no está al servicio de los padres, como no debe estar
para servir a los gobernantes; por eso a estos se les llama “servidores
públicos”, y es tan urgente que se comprenda este concepto en el ám-
bito de la sociedad, como lo es en el de la familia.

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Cuando los padres ordenamos, mandamos, corregimos, exigimos,
prohibimos o damos cualquier cosa a nuestros hijos, si no estamos
buscando PRINCIPALMENTE su bienestar, hacemos un uso equivo-
cado y tal vez hasta ilegítimo y perjudicial de nuestra autoridad.
En este caso estaríamos propiciando una temporal sumisión que
desembocarla en una franca rebeldía de nuestros hijos, que recha-
zarían su derecho a ser protegidos y conducidos por la mano firme y
amorosa de sus padres.
Sucede lo que con el derecho a ir a la escuela. Equivocadamente
ponemos mas énfasis en plantearlo como UNA OBLIGACIÓN de los
hijos, que en darle el enfoque de que es una estupenda OPORTUNI-
DAD Y UN DERECHO que afortunadamente estamos en condiciones
de proporcionarles, mientras muchos otros no tienen posibilidades de
estudiar. Por lo general, algunos padres llegan a este argumento un
poco tarde, cuando ya sus hijos –en actitud defensiva– lo toman como
un recurso de manipulación, cuando lo oportuno hubiera sido “vender
el ideal y el entusiasmo desde antes de la primera experiencia escolar.

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De la dependencia a la libertad

A los pocos minutos de haber nacido, un potrillo intenta y logra poner-


se de pie. Se le doblan las patas, sobre todo traseras, pero en pocas
horas es capaz de caminar y trotar. A un niño, ¿cuántos MINUTOS le
toma el poder dar sus primeros pasos y caminar? Once o doce ME-
SES necesita, tornado de la mano y escuchando la voz que lo alienta,
lo conforta si ha caído y le brinda confianza para seguir adelante.
El simple desarrollo físico, neurológico y mental del niño, desde
que es un embrión, muestra una línea que va desde la TOTAL de-
pendencia, hacia una creciente INDEPENDENCIA. Durante cuarenta
semanas, la gestación avanza hacia el parto, y habrá que cortar el
cordón umbilical cuando el niño no necesite ya de él.
La madre proporciona durante el embarazo todo lo que el niño
requiere para su crecimiento y desarrollo. Al nacer dependerá menos,
pero seguirá siendo dependiente, y al crecer y desarrollarse, podrá ir
haciendo cada vez más cosas por sí mismo, hasta que llegue el mo-
mento del PARTO PSÍQUICO: cuando será por completo dueño de su
conciencia y de su conducta moral. Entonces ya servirá de poco que
los padres quieran predicar, ordenar, mandar, prohibir, guiar o corre-
gir... Si los padres abdicaron o malusaron su autoridad, no habrá parto
psíquico sino ABORTO, y el hijo llegará al mundo impreparado, malfor-
mado, débil, sin carácter, sin valores, sin capacidad para sobrevivir y
para hacer de su propia vida algo que valga la pena: una obra de arte.
Y del mismo modo en que un pequeño puede nacer malformado,
débil mental, anémico o descalcificado cuando tuvo carencias graves
en la gestación, o el ambiente intrauterino fue inadecuado, también el
hijo adolescente, el joven o ya adulto saldrá del seno familiar incapaci-
tado para la supervivencia moral.

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Así como llegado al termino el embarazo, se presentara el parto o
habrá que inducirlo, aún cuando el niño tuviera carencias, en un mo-
mento dado el hijo actuara por cuenta propia, tomará sus decisiones
y hará uso de su libertad, aún cuando no este maduro para hacerlo.

La “respons-habilidad”, habilidad para responder

Es obvio que los hijos necesitan de la autoridad de sus padres, y que


los padres necesitan ejercerla para poder responder –ser responsa-
bles– del bienestar y educación de sus hijos. Resultarla grotesco que
una madre permitiera a su pequeño de dos o tres años manipular un
filoso cuchillo o “jugar” con aparatos eléctricos o con pólvora y cerillos,
sin atreverse a impedirlo por temor a que el hijo “se traume”... Además
de estupidez, podríamos atribuirle negligencia criminal.
Es una RESPONSABILIDAD PATERNA decidir por el hijo, mientras
éste va adquiriendo habilidades y conocimientos para decidir y actuar
por él mismo, no sólo protegiéndolo en el orden de su integridad física,
sino en todos los aspectos, incluyendo muy principalmente el moral.
Pero también es parte de esa RESPONSABILIDAD PATERNA ir
dejando paulatinamente al hijo tomar sus propias decisiones y actuar
por sí mismo, en la medida en que va manifestando capacidad para
hacerlo con responsabilidad. Tal vez la principal función de la autori-
dad paterna es fomentar precisamente la libertad de los hijos de modo
que Autoridad-Libertad no son términos contradictorios e incompati-
bles, sino COMPLEMENTARIOS.
En ese binomio Autoridad-Libertad, desde el nacimiento de los
hijos hasta su adultez, los términos han de irse invirtiendo paulatina-
mente. Es decir que, mientras al momento del nacimiento, todo el peso
de la responsabilidad de los hijos recae en la autoridad de los padres,
conforme aquellos crecen y van madurando, al poder pensar, decidir
y actuar por sí mismos, cada vez debe ir disminuyendo, mientras au-

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menta en la misma proporción el peso de la libertad filial.

¿Por qué fracasamos al ejercer la autoridad?

Hay muchos motivos por los que los padres de familia podemos ver
frustrados nuestros mejores anhelos respecto a nuestros hijos. Pero,
como lo que necesitamos son respuestas prácticas que nos permi-
tan ejercer una AUTORIDAD SANA en beneficio de ellos, vamos a
concretar en SIETE MODELOS INEFICACES Y PERJUDICIALES las
muchas conductas y actitudes equivocadas en que solemos caer en
ocasiones, y que, sin damos cuenta, van minando nuestra autoridad
frente a los hijos, hasta llegar incluso a situaciones en las que estos
recurren a la franca rebeldía o la dolorosa decisión de abandonar el
hogar en forma prematura.

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Siete pecados capitales de la autoridad

Los llamaremos los SIETE PECADOS CAPITALES DE LA AUTORI-


DAD, y les opondremos otras tantas alternativas “SANAS Y EFICA-
CES DE AUTORIDAD”, para que podamos evaluar nuestra realidad
familiar, reforzar aquellas actitudes y conductas paternas que coinci-
den con un esquema de promoción de la salud moral, mental y emo-
cional, y en todo caso ir erradicando de nuestra vida, las actitudes y
conductas equivocadas. He aquí los SIETE PECADOS CAPITALES:

1. La Imposición y Autoritarismo
2. La Posesividad
3. La Manipulación
4. La Sobreprotección
5. El Atropello
6. La Incongruencia e Inconsistencia
7. La Indiferencia y Permisividad

La mayoría de los padres de familia poseemos en algún porcentaje


cada una de esas características negativas; todos hemos sido, algu-
nas veces, impositivos y autoritarios, o despectivos y nulificantes, o
sobreprotectores, o incongruentes y manipuladores, o hemos actuado
con indiferencia o permisividad, tal vez por cansancio, mal humor, o
por no saber de momento cómo actuar ante una mala conducta, una
contestación grosera o unas cuantas lágrimas sagazmente administra-
das por el hijo pequeño...

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Y también todos hemos tenido aciertos en nuestro papel como
padres, y hemos experimentado la satisfacción de compartir logros y
realizaciones de nuestros hijos, de verlos crecer y actuar positivamen-
te, y de comprobar cómo florece una buena relación familiar.
Pero a veces nos sentimos confusos y dudamos: no sabemos
cómo actuar, cuando conceder o negar un permiso, o cómo conseguir
un cambio de actitud en nuestros hijos: sobre todo cuando arriban a la
pubertad y cambian su conducta inesperadamente.
Aquí no están todas las respuestas, pero sí los fundamentos bási-
cos para facilitamos el logro de una SANA GESTIÓN DE AUTORIDAD
que nos acerque a la satisfacción de ver a nuestros hijos crecer en el
uso responsable de su libertad; tal vez la mejor herencia que les pode-
mos dejar: la Autonomía Moral, la Autosuficiencia emocional y afectiva
y la capacidad para sobrevivir por ellos mismos, sin dependencias in-
sanas.

1. La imposición y el autoritarismo

Empezamos por lo más complicado: es muy fácil confundir un ejercicio


vicioso de la autoridad –el AUTORITARISMO–, con una virtud indis-
pensable en el uso sano de ella: la FIRMEZA. Multitud de psicólogos
y educadores, testigos del daño que el abuso del poder paterno y las
imposiciones han provocado en los hijos, han levantado la voz contra
el autoritarismo, pero sin darse cuenta han arremetido contra el uso
mismo de la autoridad, llevando a los padres a una grave confusión
que los ha hecho renunciar a su responsabilidad. Sucede algo pareci-
do a la reacción que el abuso del poder del gobierno ha provocado mu-
chas veces: un total liberalismo que defiende la permisividad absoluta
y la no intervención del Estado en determinadas áreas, como sucedió
con los fisiócratas, cuyo lema era “dejar hacer, dejar pasar”. También

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en el campo de la familia hall aparecido los “fisiócratas de la educa-
ción”, como aquel psicólogo que, en una mesa redonda por televisión,
platicó que su hijo de catorce años de edad había empezado a fumar
a los cinco, porque él y su esposa estaban convencidos de que las
prohibiciones de nada sirven... ¡Parece mentira, pero, muchos padres
llegan a convertirse en esclavos de sus hijos, por el miedo de caer en
el autoritarismo! ¿Cómo reconocer cuando caemos los padres en el
pecado del autoritarismo? ¿Cómo distinguir ese ejercicio vicioso, de
una gestión sana de nuestra autoridad? No es tan difícil como parece,
aunque sí requiere reflexión personal profunda y un análisis sincero y
honesto de nuestra actitud.
El padre autoritario busca en el fondo dominar, imponerse: le
gusta sentir el placer de que “las puede”. Lo mueven en su conducta,
el poder y el prestigio, aunque este corresponda o no a lo que en rea-
lidad es. Bajo una apariencia de firmeza, oculta una insana rigidez, y
bajo el disfraz de una fortaleza virtuosa, pretende esconder una falta
de razonamiento y argumentación, que muy pronto lo hace verse ante
sus hijos, como una persona necia y despótica.
Es perfeccionista, no tolera fallas ni errores en los demás: a veces
porque él mismo ha logrado una notable superación personal, y a ve-
ces porque quiere ahorrarles a los hijos sufrimientos por los que el ha
pasado, pero en cualquier caso, ese perfeccionismo lo hace aparecer
como lejano, adusto o inalcanzable.
Recuerdo el testimonio de Mario, un joven de 20 años ex-droga-
dicto cuyos padres habían “venido a mas” a base de esfuerzo y sacrifi-
cio. Admiraba tanto a sus padres y los consideraba tan perfectos, que
cuando él sintió la inseguridad y tuvo los tropiezos de la adolescencia,
careció de la confianza para acercarse, se sintió deprimido, enfermo,
incapaz y, avergonzado, se alejó de ellos, refugiándose en las drogas.
El padre autoritario logra temporalmente un control sobre los hijos:
usa toda su fuerza moral o física para imponerse, y consigue que los

22
hijos hagan determinada cosa, pero no logra que ellos quieran hacerlo
por voluntad y convencimiento propio; vence, pero no convence; usa
toda su inteligencia y capacidad de razonamiento para agredir, ridi-
culizar o ironizar, pero no para persuadir. Prohíbe, a veces, sólo para
comprobar su poder. Ordena y manda, a veces, sólo para hacer sentir
su autoridad. No favorece el dialogo y lo tolera sólo para encontrar de-
fectos en su interlocutor, y poder más fácilmente imponer su propia so-
lución en un conflicto. Somos autoritarios cuando adoptamos “poses”,
actitudes acartonadas, ademanes impositivos, dedo índice levantado,
y cuando dictamos sentencia sin escuchar o sin dar oportunidad de
defensa. Somos autoritarios cuando rendimos culto al pasado tradicio-
nalista, no por fidelidad a los valores universales, sino por cobardía o
pereza en investigar y aprender nuevos y mas actualizados enfoques
para enfrentar la realidad objetiva. Cuando un padre o una madre ejer-
ce con frecuencia una autoridad impositiva, logra un control temporal
de sus hijos, pero el resultado final siempre será uno de estos tres:

1. Hijos sumisos, sin personalidad, copia “al carbón”, pero sin me-
rito propio ni auténtica libertad moral.
2. Hijos rebeldes, que rechazan violentamente los valores y estilo
de vida paterno.
3. Seres falsos, que aparentemente se someten pero hacen todo
lo contrario a lo que la familia les impone, cuidando sólo no ser
descubiertos...

Somos autoritarios cuando nos tomamos “demasiado en serio” y


nos mostramos incapaces de propiciar o permitir el buen humor en el
ambiente familiar cotidiano; cuando no toleramos la menor broma, opi-
nión o comentario. Es cierto que los hijos, por su edad e inexperiencia,
pueden equivocarse, expresar opiniones infundadas o hacer comenta-
rios imprudentes, pero pararlos en seco sin razonar, sin persuadir y sin

23
darles la oportunidad de rectificar por convencimiento, no resuelve el
error y si los aleja moral y afectivamente de nosotros.

2. La posesividad

Este pecado capital de la autoridad paterna, tambien ofrece cierta difi-


cultad para identificarlo, sobre todo porque suele disfrazarse de “bon-
dad” y “afecto”. Sin embargo, como su nombre lo indica, se caracteriza
por la sensación o sentimiento de que los hijos son una especie de
“propiedad privada”.
El “amor” posesivo resulta asfixiante y esclavizante para quien es
objeto de el. Precisamente el llamado “machismo” se caracteriza por
las actitudes posesivas del “macho” que trata a la mujer como un obje-
to de Su propiedad: la domina o trata de hacerlo por cualquier medio,
negandole dignidad e individualidad.
Somos padres posesivos cuando queremos pensar por el hijo, en
lugar de enseñarlo a pensar: cuando decidimos por él, en lugar de dar-
le los elementos de juicio y ayudarlo a decidir adecuadamente; cuando
lo queremos hacer sentir culpable de “estarnos defraudando” –como si
la principal misión de los hijos fuera dar gusto a los padres–, en lugar
de ayudarlo a entender que corre el riesgo de defraudarse a sí mismo
si no rectifica sus fallas o errores...
Somos posesivos cuando, consciente o inconscientemente, nega-
mos un permiso por el riesgo de ver disminuido el: afecto de los hijos
o la cantidad de tiempo que comparten con nosotros, cuando lamen-
tamos lo “rápido que crecen”, cuando sentimos celos o nos dejamos
llevar por ese sentimiento típicamente posesivo que tiene que ver con
“QUERER”, pero no con “AMAR”.
La autoridad posesiva agobia, “cosifica” –hace al otro sentirse tra-
tado como cosa y no como persona–, impide crecer, provoca desva-

24
limiento, limita o destruye la autoestima e incapacita para la autosufi-
ciencia moral y emocional cuando menos.
Las actitudes posesivas se fundan en el egocentrismo y repre-
sentan una actitud normal psicológica y social en los primeros años
del desarrollo, pero en forma natural deben ir disminuyendo y dando
cabida a las actitudes de amor.
Los celos, el egoísmo, la envidia y la avaricia son graves defectos
en el orden moral y severa deficiencia en el orden emocional, produ-
cidos por la posesividad. De allí que un psiquiatra canadiense, Eric
Beme, haya denominado a los padres que ejercen la autoridad en for-
ma posesiva, “bebes con mando”.
Es posesiva toda actitud de autoridad paterna que busque fun-
damentalmente el bienestar o comodidad de los padres, en lugar de
procurar la educación, el bien integral y la superación del hijo.
Es un pecado capital de la autoridad que casi siempre se comete
en combinación con otro: la manipulación.

3. La manipulación

El ateísmo práctico e incluso el odio antirreligioso confeso de muchos


jóvenes, tiene su origen psicológico en unos padres manipuladores.
“Te va a castigar Dios...” es una de tantas amenazas pronunciadas,
con la intención de convencer a un niño de que le conviene obedecer,
no pelear con su hermano o no decir mentiras.
“Te lo dije: fue castigo de Dios”, o “Dios ya no te va a querer”, son
frases pronunciadas sin que el padre o la madre se de cabalmente
cuenta de que está usando al mismísimo Dios como un recurso de
manipulación para lograr determinadas conductas o para apoyar los
sentimientos de temor y culpa con los que injustificadamente se pre-
tende “educar”.

25
No resulta ilógico que el joven, cuando comienza a hacer uso de
su razón, rechace la idea fija pre-consciente que acerca de Dios le han
inculcado sus padres. Un Dios “ogro”, malo, perverso, castigador, inca-
paz de soportar al ser humano en su debilidad, ni de perdonarlo en sus
tropiezos. Porque las ideas repetitivas, escuchadas durante los prime-
ros ocho años de vida, se graban fuertemente en la corteza cerebral,
cuando el niño no tiene aun capacidad para asimilar juiciosamente, y
esos prejuicios son aún más poderosos y difíciles de superar, cuando
son ideas sentidas y vividas, acompañadas de emociones y experien-
cias, y no meros conceptos teóricos.
Andrea era una niña de nueve años, transcurridos en forma muy
lastimosa en medio de una gran pobreza moral y material, al lado de
una madre experta en la manipulación. Apenas tenía unos diez días de
haber llegado a vivir en uno de los hogares del padre Alejandro García
Durán, cuando éste –más conocido como “Chinchachoma”–, empezó
a platicarle acerca de la Virgen María.
Cuando Andrea le preguntó al padre: “¿Quién es la Virgen?”, Chin-
chachoma le respondió: “Es tu Madre del Cielo”, a lo que ella respondió
con rostro de pánico y voz temblorosa: “¿otra madre?, ¡no!...”. Había
sufrido lo suficiente con una madre, como para tener que soportar otra
madre en el cielo.
Somos padres manipuladores cuando manejamos sentimientos de
temor y culpa en forma no racional ni justa, o cuando aumentamos en
los hijos estos sentimientos en lugar de darles posibilidad de salida
mediante actitudes de aliento, amor y confianza en el hijo.
Cuando el niño ha hecho algo que rebasa los limites razonables
puestos a su conducta, él sabe que actuó mal y si nos muestra arre-
pentimiento y conciencia del error o la falta, no es momento de aumen-
tar su sentimiento de culpa o su miedo a las consecuencias. En lugar
de “eres un niño malo” o cualquier otra sentencia similar, es el momen-
to de reforzar el autoconcepto positivo: “Tu eres bueno, y generalmente

26
actúas bien; ahora has tenido un tropiezo, pero puedes salir adelan-
te...”. En lugar de “Te va a castigar Dios”, por que no abrirle la puerta
del perdón y del propósito de enmienda, ayudándolo –según su edad y
capacidad– a decidir por él mismo lo que debe hacer para levantarse.
Los padres debemos comprender que la imagen pre-consciente
que los hijos se forman de Dios, depende en mucho de la forma en que
nosotros los tratemos y ejerzamos nuestra autoridad con ellos.
Pero no solo se manipula con una imagen torpe e irreverente de
Dios, sino con cualquier otra actitud de chantaje o extorsión, ya sea
moral, emocional o material.
La manipulación –pretender manejar “con las manos” a otra per-
sona– sólo se da cuando alguien está en situación ventajosa respecto
a otro. Sabe más, conoce más, es más fuerte o rico o poderoso: “tiene
la sartén por el mango” .
La sensación de “tener la sartén por el mango” es uno de los pla-
ceres predilectos del padre manipulador, y cuando le quitan el “man-
go”, su desesperación y angustia lo convierte en dictador y lo lleva a
cometer otro de los pecados capitales de la autoridad: el atropello.
La manipulación emocional y afectiva es una de las mas comunes:
“Ya no te quiero porque no me obedeces”... El padre manipulador re-
tira el afecto al hijo cuando este falla, porque carece de capacidad de
amar: sólo sabe “querer”, como el padre posesivo, y es capaz de ac-
titudes muy cariñosas, melosas y afectuosas hacia el hijo-cosa, pero
sólo en cuanto este es un espejo en el cual está “amando” y acarician-
do su propia imagen reflejada en el otro. No ama incondicionalmente,
porque deja de amar cuando es ofendido según sus propios para- me-
tros –siempre exagerados– de autoestima; se cree mucho, mientras
actúa como si los demás fueran poca cosa o no fueran nada.
Manipulamos a nuestros hijos cuando recurrimos a premios y cas-
tigos indiscriminadamente, para “salirnos con la nuestra” y no para
estimular la reflexión, la decisión o la conducta positiva en el niño en

27
beneficio de el mismo y de su propia formación integral.
Manipulamos cuando ofrecemos premios o castigos que no pode-
mos cumplir o sabemos que no seremos capaces de realizar, pero que
de momento resuelven un conflicto o una situación inmediata.
El padre manipulador es actor dramático con- sumado: puede ha-
cer el papel de héroe, de mártir, de santo o de lo que mejor convenga
para hacer sentir a los demás “ingratos”, culpables o malos... lo peor es
que el niño con frecuencia se lo cree, y tal vez “decidirá” irracionalmen-
te adoptar el mismo el papel o la pose de “malo”, “perverso”, “cretino”
o “estúpido”, según la dramatización que el padre le haya conferido al
usarlo como marioneta en el escenario del teatro familiar.
El padre manipulador siembra, sin darse cuenta, la discordia y el
odio irreconciliable entre los hermanos, porque pone a uno de ejemplo
del otro, culpabiliza, ridiculiza, acusa, humilla y persigue a uno delante
de los demás, tal vez creyendo que en esa forma “lo hará reaccionar”...
A veces caemos en el pecado de la manipulación en una forma
diferente a las descritas anteriormente: cuando usamos como único o
principal recurso los premios y castigos, incluso justos. Cuando su ma-
nejo es justo, funciona durante algunos años, pero anticipa una difícil
adolescencia y juventud para los hijos.
Conozco el caso de un padre que tenia suficientes recursos eco-
nómicos para obligar a sus hijos a observar determinada conducta me-
diante estímulos y sanciones. Los hijos, en cuanto pudieron, comen-
zaron a manipular a su padre; no en balde tenían tan buen maestro.
Castigados por sus malas calificaciones, no podían salir a pasear
en el auto deportivo durante una semana. El hermano menor llevó al
padre a la biblioteca de la enorme casa con algún pretexto, mientras
el mayor empujaba el auto fuera del garage ayudado por sus amigos,
hasta que estaba lo suficiente lejos para poner en marcha el motor sin
que el padre lo notara. ¡El pobre viejo pensaba que toda la vida podría
lograr lo que quisiera con sus hijos, manipulándolos con su mucho

28
dinero y poder! Ahora el manipulador se convertiría para siempre, en
manipulado.
La manipulación no forma, deforma; atenta contra el sentido de
dignidad del hijo y le dificulta seriamente la formación de virtudes hu-
manas y sobrenaturales. Propicia la superstición, el pensamiento má-
gico y la simulación, pero nunca la libertad de los hijos.

4. La sobreprotección

Otro pecado capital de la autoridad es el que fomenta el desvalimiento,


la dependencia y la incapacidad del hijo, sobreprotegiéndolo y mimán-
dolo en exceso. Se considera al hijo tan “apéndice” del padre, y no
una persona individual con sus propios retos, su propia vocación y su
personal misión en esta vida.
El niño sobreprotegido, encerrado siempre en un autentico “casti-
llo de la pureza”, de biberón esterilizado a los tres años y de organismo
saturado por analgésicos a los siete, es tal vez el “perverso polimorfo”
de Freud que ejerce un control tiránico sobre sus padres, y que si
un día, ya mayor, decide casarse, tendría que hacerlo con su mamá,
porque no encontrará mujer dispuesta a darle tal consentimiento y pro-
tección infantil.
La sobreprotección es uno de los pecados frecuentes de nuestro
tiempo. Enseña muy pronto al hijo, cómo “salirse con la suya “ adminis-
trándole unas cuantas lágrimas al padre o amenazándolo con retirarle
su cariño. Parece mentira, pero muchos padres son blandos, sobre-
protegen o ceden ante el riesgo de que el hijo les niegue su afecto.
Pero la sobreprotección no siempre tiene cara de mimos y supli-
cas; es cierto que a veces se caracteriza por ejercer la autoridad a
base de ruegos, con tono lastimoso y suplicante, sin firmeza alguna;
pero otras veces se toma agresiva, perseguidora y arbitraria: “Pobreci-

29
to de ti, pero, no te preocupes: como no sirves para nada, yo te voy a
resolver tu problema”...
En todos los casos, el pecado de sobreprotección evita al hijo, con
aparente amabilidad o con agresiva humillación, hacer frente a sus
responsabilidades, por lo que nunca aprende a responder con habili-
dad por sus propios actos y, por tanto, nunca desarrolla la habilidad de
ser libre.
El padre sobreprotector disfraza su conducta en el amor a los hi-
jos; “no quiero que pasen por lo que yo he pasado”, dicen con frecuen-
cia refiriéndose a sus luchas, a los riesgos y a los retos superados,
olvidándose de que gracias a estos precisamente llegaron a hacerse
cabalmente hombres y mujeres de bien.
El verdadero sentimiento y la auténtica motivación del padre so-
breprotector es siempre egoísta: evitarse problemas, proteger su pres-
tigio o incluso, generalmente a nivel pre-consciente, evitar la soledad.
Suele suceder que una madre viuda que fue magnífica educadora,
cae en este pecado cuando le queda solo un hijo o hija soltero ante el
temor no consciente de quedar sola...
Sobreprotegemos, cuando damos al hijo mas ayuda de la que re-
quiere, cuando le resolvemos problemas que el solo podría resolver,
cuando pensamos por el o decidimos en su lugar, cuando ridiculiza-
mos sus ideas negándole su capacidad de reflexionar o cuando hace-
mos su tarea o sus obligaciones, con tal de no discutir o de no recibir
de sus manos una mala calificación escolar.
Sobreprotegemos cuando no lo dejamos correr riesgos razona-
bles, e incluso cometer equivocaciones para experimentar en propia
cabeza; si el hijo es pequeño, sus errores serán pequeños y tal vez
aprenderá a evitarlos para cuando esté más grande.

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5. El atropello

Por muchas circunstancias, el pecado capital de la autoridad de los


padres de familia actuales, suele ser EL ATROPELLO, no conscien-
te, no voluntario, no por desamor ni mala voluntad hacia el hijo, pero
siempre de funestas consecuencias..., con frecuencia irremediables
para el resto de la vida.
El atropello admite múltiples variables, formas, modalidades y gra-
dos; a veces hasta se disfraza de FIRMEZA –como el autoritarismo– y
busca justificarse con alegatos contra la permisividad y la blandura,
pero se caracteriza siempre en el fondo, porque se inspira en un des-
ahogo emocional canalizado contra los hijos, a veces de manera cons-
ciente y otras, pre-consciente.
Atropellamos a alguien sujeto a nuestra autoridad, cuando vamos
tan de prisa por la vida, que no nos damos tiempo para captar el men-
saje oculto más allá de las palabras, cuando un hijo pasa por una eta-
pa difícil de inseguridad o depresión, y sin damos cuenta le negamos la
comprensión, el apoyo y el aliento que necesita para seguir adelante.
Atropellamos cuando levantamos la voz o incluso gritamos, pre-
tendiendo imponer nuestra opinión, nuestras decisiones o nuestras
ordenes, sin damos cuenta de que los gritos son la declaración de
fracaso y de impotencia de quien ejerce la autoridad, además de que
manifiestan un deficiente autocontrol emocional, que mina la imagen
de prestigio y madurez razonable, indispensable para mandar.
Atropellamos cuando pretendemos “corregir” con palabras humi-
llantes o insultos, cuando usamos una ironía que ridiculiza, cuando
agredimos con la razón haciendo sentir al hijo tonto o incapaz de pen-
sar por sí mismo; cuando ignoramos sus logros –tal vez modestos,
pero suyos–, cuando no participamos de sus triunfos, cuando descali-
ficamos sus sentimientos por “infantiles” –que tiene de extraño que un

31
niño o adolescente tenga sentimientos “infantiles”–, y cuando a alguno
le ponemos etiquetas negativas por algún error o conducta inadecua-
da.
La psicología clínica y los consultorios psiquiátricos están llenos
de pacientes que sufrieron diferentes atropellos por parte de sus pa-
dres o de otros adultos significativos –abuelos o profesores– cuando,
en las etapas de su infancia, estaban comenzando a formarse una
imagen de la vida y de si mismos como personas individuales.
Adultos que han alcanzado un razonable éxito en sus relaciones
interpersonales, en su trabajo y hasta en su vida conyugal y familiar,
pero que mantienen una actitud pre-consciente de profunda insegu-
ridad en ellos mismos o en su capacidad personal inexplicablemente
caen en profundas depresiones, debido a los atropellos de que fueron
víctimas hace treinta o cuarenta años, cuando alguien tan significativo
como su padre o su madre, les repitió con fuerte carga emocional:
“eres un tonto”, o “un bueno para nada” o “un fracasado” o “un imbécil”,
o...
Los insultos, las humillaciones, las ridiculizaciones y los gritos –so-
bre todo en público–, precisamente porque lastiman la dignidad huma-
na y personal del hijo, y porque vienen de padres o familiares queridos,
pueden marcar negativamente el destino y obstaculizar la libertad indi-
vidual de alguien que podrá presentir por el resto de su vida que es un
tonto, un fracasado o un perverso.
Un hijo moral y emocionalmente atropellado en repetidas ocasio-
nes por sus padres, seguramente podrá descubrir en algún momento
durante su adolescencia, que él no es “malo”, o “tonto” o un “flojo”...,
sobre todo si tiene la fortuna de toparse con un buen confesor, un
maestro o algún amigo que le ayude a descubrir sus cualidades y po-
tencialidades.
Sin embargo, aunque la vida le de argumentos para PENSAR
BIEN de él mismo, le será difícil SENTIR BIEN acerca de él mismo;

32
el concepto RAZONADO será distinto al concepto SENTIDO, y esta
contradicción, si ocurre durante la adolescencia, lo llevará a una cruel
rebeldía contra sus padres y tal vez contra todo símbolo de autoridad.
La causa de mucha frialdad o indiferencia ante el abandono o el
dolor de los padres ancianos, esta en la inmadurez de hijos que no han
sabido o lo han querido perdonar los atropellos de que fueron víctimas
en su niñez, ¡acaso ni ellos mismos son conscientes de que su ingrati-
tud hacia los viejos tiene una motivación pre-conscienre!
El problema grave es que los padres, cuando cometemos este pe-
cado, no nos damos cuenta. En nuestros días, cierta ideología anti-
natalista difundida a nivel mundial, hace a muchos “sentir” a los hijos
de algún modo como una carga o como un estorbo, y tal parece que
esta campaña –dirigida muy particularmente a la mujer en el intento
gubernamental de sumarla al aparato productivo–, esta contribuyendo
a desubicar en mayor grado a las madres que a los padres. Y eso su-
cede por igual en Oriente y en Occidente.
Se ha .levantado con justa indignación la voz contra los “machos”
golpeadores y dominantes, y se ha criticado la tradicional sumisión de
las “abnegadas” y “sacrificadas” mujeres que toleran a tales especime-
nes humanoides: pero no pocas esposas que tienen por compañero a
un hombre cabal, se han incorporado equivocada e injustamente a una
cruzada que devalúa y desconoce los sagrados méritos de la materni-
dad y, absurdamente, se sienten “frustradas” por no ser profesionales
destacadas y económicamente poderosas...
En México y en el resto de Hispanoamérica, este peculiar fenóme-
no se ha venido agravando durante la década de los ochenta, como
lo demuestra el hecho de que cada día más hombres acuden a con-
sulta conyugal, para solicitar orientación respecto a cómo tratar a su
cónyuge y cómo salvar su matrimonio, cuando anteriormente eran las
esposas las que no podían comprender al marido y buscaban respues-
tas y soluciones para inducir cambios favorables a una mas justa y

33
equilibrada relación conyugal.
Quienes nos dedicamos a este campo, desde la óptica de la psi-
cología clínica, la psicopedagogía o la orientación familiar vía grupos
o va medios de comunicación masiva, enfrentamos hoy con preocupa-
ción el hecho de que muchas madres –que antes hacían contrapeso
al atropello de padres “machos desubicados”–, atropellan, lastiman y
golpean física, moral y psicológicamente a sus hijos, en mayor grado
que los padres.
Claro que el atropello tiene mucho que ver también con el mal
manejo de las tensiones y del ritmo de vida urbano de hoy. El can-
sancio mental, el agotamiento emocional y el vacío espiritual y moral
producido por una sociedad donde priva una feroz competencia, una
absurda agresividad de “todos contra todos”, y un loco afán de tener y
poseer cada vez mas, genera una cadena de frustraciones que fácil-
mente encuentra en la indefensión de los hijos, un “chivo expiatorio” o
una víctima que permite un desahogo sin protestar.
¡Cuidado! Porque el castigo, el grito, la amenaza, el insulto, la hu-
millación y el regaño injusto, se ocultan siempre bajo la falsa inten-
ción de corregir o “educar” a los hijos. Y el pecado del atropello, como
los demás pecados capitales de la autoridad paterna, se comete casi
siempre junto con otra grave falta: la simulación... Aparentar que se ac-
túa por amor, cuando el verdadero motor es el egoísmo, la inmadurez
y el desamor.

6. La incongruencia e inconsistencia

Este pecado capital tiene dos modalidades: la incongruencia –cuan-


do exigimos a los demás lo que nosotros mismos no hacemos–, y la
inconsistencia –cuando los demás no saben a que atenerse, porque
nuestra exigencia o tolerancia depende de nuestro estado de ánimo y

34
de nuestro buen o mal humor.
Cuesta trabajo creerlo, pero hay países en el mundo de hoy, en
los que enfrentando severas crisis económicas y enormes deudas ex-
ternas, los gobernantes hacen a los pueblos, elocuentes llamados a
la confianza, al ahorro y a la austeridad, mientras ellos viven, viajan y
gastan con una opulencia que avergonzaría al mas poderoso de los
reyes absolutistas.
Ese es el pecado de la incongruencia de la autoridad, y quien paga
las consecuencias de manera permanente, no es quien comete ese
mal, sino quien, sometido a esa autoridad que predica una cosa pero
hace la contraria, es sujeto y víctima de un mal gobierno.
La naturaleza de la autoridad en el hogar tiene el mismo origen y
la misma finalidad que el poder que se ejerce en el orden social-co-
lectivo. Y los resultados desastrosos de un gobierno incongruente son
similares en el ámbito macrosocial de una nación y en el microsocial
de una familia.
Bajo un realismo moderado tenemos que aceptar, con honestidad,
que la necesidad de no caer en la incongruencia, no implica la obli-
gación –como padres– de ser absolutamente perfectos e infalibles, ni
mucho menos la de aparentar santidad y perfección. Lo que nos obliga
como padres que no queremos caer en la incongruencia, es un triple
deber cotidiano:

1° Esforzarnos por predicar con el ejemplo antes y más que con


las palabras, sabiendo que ser padres significa crecer junto con
los hijos tratando de ser mejores cada día.
2° Evitar ofrecernos a nosotros mismos como ejemplo a seguir ni
menos aun pretendernos perfectos ante nuestros hijos; ser ejem-
plo, sin decirlo y mostrarnos –eso sí– en lucha constante por ven-
cer nuestros defectos y superar nuestras fallas.
3° Reconocer oportuna y discretamente –sin aspavientos– nues-

35
tros errores y defectos, pidiendo perdón y ofreciendo disculpas
cuando proceda hacerlo, pero sin buscar pretextos ni “justificacio-
nes”.

La VIRTUD de la congruencia vivida cotidianamente con natura-


lidad por numerosos padres en el ambiente rural, es lo que explica la
subsistencia de muchos hombres y mujeres de bien en comunidades
marginadas de la civilización y tal vez sin escuela ni alfabeto, pero con
una clara salud mental, moral y emocional.
En cuanto a la inconsistencia –reglas y normas cambiantes según
el estado de ánimo o el humor de los padres– parece ser cada día más
común e incluso aceptada socialmente.
“Tu padre llegó de mal humor; mejor ni te le acerques...” o “¿qué
le paso a tu madre que está de malas...?”, son frases cada vez mas
frecuentes en el ambiente familiar. Y es que el hecho de ser padres,
no implica la obligación de ser frías computadoras sin sentimiento ni
emoción, ni tampoco quiere decir que no tenemos derecho a sentir
buen o mal humor.
Los padres somos humanos, y multitud de cosas –muchas veces
fuera de nuestro control– afectan nuestro estado de ánimo o nos pue-
den llevar a disminuir nuestro buen humor y tolerancia. Es obvio que
con dolor de cabeza, de muelas o con fiebre, no se tiene un gran deseo
de hacerla de “caballo” del hijo de dos años trotando sobre la alfombra,
ni se escucha melodioso el berrinche del de cinco...
Es razonable y realista aceptar que las circunstancias afectan la
capacidad de tolerancia y manejo de las mil circunstancias que consti-
tuyen la vida cotidiana de una familia. Pero es indispensable fomentar
en este ambiente, las actitudes de CONSIDERACIÓN RECÍPROCA sin
las cuales la intimidad es imposible.
Es legítimo expresar a nuestros prójimos más próximos, más cer-
canos, cuál es nuestro estado de ánimo, para pedir de frente y con

36
franqueza una tregua, tiempo para tranquilizarnos o incluso su com-
prensión y consuelo. Y desde luego, estar siempre dispuestos a otor-
gar esa tregua, ese tiempo o ese apoyo cuando nos lo soliciten.
Lo que no se vale, es cambiar las reglas del juego cuando estamos
de mejor o de peor humor; lo que no se permite es proyectar la imagen
de “padre-ogro” o de “madre-bruja” inconsistente, capaz de convertir a
los hijos en “príncipes” y “reyecitos” cuando estamos de buenas, para
luego transformarlos en “sapos” cuando nos domina la ira o el mal
humor.
Hay padres que “adoran” a los hijos, los colman de cariño y frases
amorosas, de calificativos halagüeños y hermosos, incluso cuando co-
meten alguna travesura impropia o irrespetuosa, pero que después
castigan e insultan al mismo hijo ante la misma circunstancia o trave-
sura, sólo porque ahora los encontró “de malas”.
El hijo no sabe a que atenerse con sus padres; ignora que espe-
ran de él, qué conductas están permitidas y cuáles no, y muy pronto
desarrolla una conducta parecida a la de un esquizofrénico, sin ser
precisamente un enfermo mental...
El padre inconsistente obliga al hijo al alejamiento moral, afectivo,
emocional y a veces físico; en el mejor de los casos, produce hijos
inseguros, en el peor, ¡parricidas...! El hijo se aleja, si puede; si no,
comienza temiendo a su padre y termina odiándolo.

7. La indiferencia y permisividad

Completa el cuadro de los errores mas frecuentes y peligrosos en el


manejo de la autoridad paterna, el problema de LA ABDICACIÓN, re-
presentado por aquellos padres que simplemente no ejercen su au-
toridad, por las causas que sean, o que la ejercen de una manera
absolutamente tolerante y permisiva.

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Un padre puede decir al hijo: “Haz lo que te de la gana”, porque
está cansado de intentarlo todo –según su punto de vista– y de no lo-
grar nada en cuanto a conducta positiva, estudios o hábitos virtuosos
en el hijo; o puede también decir una frase similar a esa, para quitarse
la molestia del hijo que lo consulta, le pide un permiso o le argumenta
en contra de una decisión paterna.
Un padre puede abdicar de su autoridad porque siente haber fra-
casado, porque no sabe como usarla, porque está confundido de tanto
escuchar conferencias o de tanto leer textos –como este– sobre edu-
cación de los hijos o incluso, porque tiene cosas “más importantes o
interesantes” de las cuales ocuparse, como ganar dinero, adquirir fama
y prestigio o llevar una intensa vida social, deportiva o profesional.
Hay padres que son permisivos como una radical reacción en con-
tra de sus propios progenitores, que fueron autoritarios e injustos, o
que los lastimaron seriamente con sus atropellos, sus incongruencias,
sus actitudes posesivas y asfixiantes o su sobreprotección castrante...
De hecho, el que llegó a ser, sin proponérselo, padre de la pedago-
gía permisiva –Juan Jacobo Rousseau–, se antoja como un personaje
herido que deambula por la vida, mitad huyendo y mitad odiando a
un padre autoritario e impositivo, sin comprenderlo y sin perdonarlo
nunca, como a alguien que a su vez sufrió en lugar de disfrutar a sus
propios padres posesivos o dictatoriales.
En la práctica, muchos padres que parecen indiferentes ante sus
hijos, no lo son en realidad: se preocupan, se angustian y sufren pro-
fundamente y en silencio al no saber como actuar para ayudar a sus
hijos a salir de la mediocridad, de la drogadicción o del fracaso... Pre-
fieren abstraerse, refugiarse en el intenso trabajo o incluso en obras de
servicio social, pero desentenderse de sus hijos, al no poder dar res-
puesta a un reto que la sociedad moderna ha hecho más complicado
y tal vez mas difícil que en otros tiempos.
Y si antes dijimos respecto al QUINTO PECADO CAPITAL de la

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autoridad –el atropello, que parece estar arrastrando a más madres
que padres en nuestros días–, en justicia debemos señalar que este
séptimo pecado –la abdicación, la indiferencia y la permisividad– pa-
rece ser una falla predilecta de los padres, que muchas veces dejamos
todo el peso de la educación de los hijos en las madres.
Por desgracia no todos los padres tienen la fortuna de contar con
un hijo tan audaz como aquel de la historia que resulta muy ilustrativa
acerca de los papas. Dicen que un día el hijo pequeño esperó des-
pierto a su padre, que siempre llegaba tarde del trabajo, y le preguntó
cuanto ganaba por hora; el papá se mostró desconcertado ante aque-
lla pregunta, y simplemente se le ocurrió responderle que le pagaban
mil pesos la hora.
El hijo saco sus ahorros, los contó delante del padre, y le pidió que
le regalara doscientos pesos; el padre se los dio y el niño, con una gran
cara de alegría, le dijo: “Papá: véndeme una hora de tu tiempo...”
Cometemos el pecado de indiferencia cuando no nos involucra-
mos en las pequeñas angustias infantiles o adolescentes de nuestros
hijos, cuando ignoramos sus retos, cuando cómodamente nos “hace-
mos de la vista gorda” en lugar de intervenir, cuando ocultamos la ca-
beza como el avestruz ante el peligro y cuando de antemano, les ne-
gamos a nuestros hijos la capacidad de llegar a adquirir mas y mejores
virtudes morales o intelectuales de las que nosotros mismos tenemos.
Caemos en la permisividad, cuando nos dejamos arrastrar por el
pesimismo de los que creen que la juventud actual “no tiene reme-
dio”, y pensamos que es mas cómodo “dejar hacer y dejar pasar”, en
lugar de hacer el esfuerzo de preparamos, pensar y diseñar nuevas y
creativas respuestas ante los retos y riesgos morales que la juventud
tiene que enfrentar en la sociedad actual, con su paraíso carnal y sus
promesas materialistas de falsa felicidad.
Cometemos el grave pecado de la permisividad, cuando cerramos
los ojos ante las lecturas degradantes y pornográficas, ante las “diver-

39
siones” enajenantes y embrutecedoras, ante los “amigos” corruptos y
corruptores entre los que nuestros hijos seguramente escogerán pare-
ja, y ante la estupidez y deshonestidad de una sociedad que ridiculiza
los valores trascendentes, en lugar de abrir bien los ojos frente a todas
esas realidades, y acompañar a nuestros hijos a su descubrimiento y
enjuiciamiento sano y de inducirlos al conocimiento de la existencia de
otras alternativas sanas, que ciertamente no están tan a la vista, ni son
noticia, pero representan lo que en verdad vale y permite progresar a
la humanidad.
Para el común de los padres, los primeros diez o veinte años de
matrimonio –precisamente cuando hay que guiar, orientar y educar a
los hijos, acercándolos a ambientes sanos y positivos, para que esco-
jan entre lo bueno y lo mejor–, representan también el periodo en el
que se busca la adquisición de una seguridad material y la consolida-
ción de un patrimonio familiar.
Sin embargo, la tensión de esta lucha por el patrimonio, lejos de
obstaculizar debe fortalecer el cumplimiento de la tarea educativa, pre-
cisamente porque permite a los hijos captar a los padres como per-
sonas que luchan, que se esfuerzan, que no se conforman con poco,
pero que trabajan incansablemente no sólo por su bienestar personal,
sino por el de ellos, los hijos, los cuales son suficientemente importan-
tes, como para que se les dedique tiempo.
Y cuidado con esa idea de que hay que sustituir cantidad por ca-
lidad de tiempo. Porque muchos niños de hoy a los que papá y mamá
les dedican “tiempo de calidad”, son hijos psicológicos de la televi-
sión, a la que dedican en promedio un tercio del tiempo en que están
despiertos, y los ratos “de calidad” en que conviven con los padres,
son del todo insuficientes para contrarrestar los modelos de comporta-
miento que les proporciona la fantasía televisiva y cinematográfica, así
como la publicidad.
El padre permisivo, que lo fue porque estaba dedicado a ganar

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dinero, con frecuencia verá que su fortuna no le es suficiente para
enderezar al hijo que se desvió debido a la indiferencia y al alejamien-
to en que fue mantenido durante los años clave de la formación... y
comprobará que ahora –cuando le quiere dedicar al hijo todo el tiempo
necesario para comunicarse con el y reorientarlo–, ya es tarde para in-
tentarlo, porque el hijo ya hizo –o deshizo– su propia vida. La carencia
humana más profunda y perniciosa es la falta de amor por uno mismo
provocada por padres que se desentendieron, mostraron desinterés, lo
permitieron todo sin exigir algo y sin involucrarse ni ocuparse del hijo,
hasta que éste presintió y prejuzgó: “no valgo nada...”. O acaso descu-
brió gracias a otros, que sí valía algo, pero con signo negativo, como
tantos hombres y mujeres desgraciados que lamentan haber tenido
padres permisivos o indiferentes.

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Los siete pecados de la Lo motiva Su actitud y conducta es
autoridad
Padre impositivo El Poder Impositivo. Inflexible
Perfeccionista
AUTORITARISMO El Prestigio Intolerante
Necia. Agresiva
Padre posesivo La Soberbia Posesiva
Dominante
EGOÍSMO El Egoísmo Celosa
Humillante
Padre domesticador La vanidad Chantajista. Sarcástica
MANIPULACIÓN Las apariencias Hiriente. Exagerada
Voluble
Padres devaluantes La comodidad Inconsistente: Desde
inculpadora hasta supli-
cante
SOBREPROTECTOR El miedo irracional Pseudo-salvadora
“Ayuda” más de lo nece-
sario
Padre nulificante La ira Agresiva. Represiva
ATROPELLO La inmadurez Crítica-irónica. Humillante
Perseguidora
Padres incongruentes El humor Inconsistente. Incon-
gruente
Variable y complicado.
INCONSISTENCIA Las circunstancias Puede cometer alterna-
dos, los 7 pecados de la
autoridad.
Padres permisivos El placer Indiferente, egoísta
La avaricia Extremadamente permi-
ABDICACIÓN La falta de valores siva
Debilidad Se refugia en el trabajo y
vida social intensa, activi-
dades extrafamiliares.

42
Su personalidad es Producen en los hijos Actitud o modelo opuesto
Lejana. Seria-fría. Rígida. Temor Autoridad
Déspota. Perseguidora. Sumisión extrema Persuasiva
Inaccesible Inseguridad
Rebeldía extrema
Simulación
Egoísta. Envidiosa Infantilismo Dependen- Vocación de servicio. “No
Obstinada cia paterna insana. Baja vine a ser servido sino a
Dominante-seductora autoestima servir”. (Cristo).
Débil voluntad
Autocomplacencia
Extremista desde: Melosa Fingimiento. Autoridad formativa
hasta cruel Mentira
Manipuladora. Dramática Personalidad manipula-
dora
Falta de valores sólidos.
Sobreprotectora Desvalimiento moral Autoridad protectora
“Blanda” psíquico. Dependencias
Voluble patológicas. Irresponsabi-
lidad. Ineptitud general
Dictatorial Profunda inseguridad Respeto (a la
Arbitraria Depresión. Rencor dignidad del hijo)
Nulificante Sensación de impotencia
Fracasos. Cruel rebeldía
y frialdad ante los padres.
Incomprensible Angustia. Aislamiento y Ejemplaridad
Inestable desconfianza. Odio. Mie- Valores universales
Inconstante do. Inseguridad. Psicopa-
Contradictoria tologías. Sociopatologías.
Maniaca: “no pasa nada” Autodesprecio Fortaleza y confianza
(pseudo-optimista). Autocompasión
Depresiva: “No hay Libertinaje
solución” (pesimista-de-
rrotista). Débil: Impotente
o lejana.

43
Siete principios de los padres educadores

Llegados a este punto, muchos de nosotros como padres de familia,


podemos tener la sensación de que se han agotado casi todos los
recursos para el ejercicio de la autoridad, al haber analizado los SIE-
TE PECADOS CAPITALES DE LOS PADRES DE FAMILIA, y tal vez
hasta nos hemos identificado con algunas de las actitudes señaladas
como negativas o perjudiciales, reconociendo que describen en parte
nuestra personalidad o nuestra conducta,
¿Cómo saber si hemos sido razonablemente tolerantes o perni-
ciosamente permisivos ante nuestros hijos? ¿Cómo distinguir entre las
actitudes impositivas y atropellantes, y la virtud de la firmeza, indispen-
sable en el ejercicio de la autoridad paterna?
Más aún: ¿que criterios nos pueden guiar para que premios y cas-
tigos, permisos y prohibiciones, proteger o dejar correr riesgos, exigir
o convencer, y muchas otras alternativas que cotidianamente se nos
presentan con nuestros hijos, sean aplicadas por nosotros en forma
benéfica, que fortalezca nuestra autoridad y favorezca al mismo tiem-
po la Libertad-Responsabilidad de ellos?
Existe una PEQUEÑA GRAN NORMA INFALIBLE, de la cual po-
demos derivar otros SEIS PRINCIPIOS BÁSICOS que nos orientarán
siempre para saber cómo actuar y resolver con sabiduría, cualquier
duda que se nos presente respecto al manejo de nuestra autoridad
como padres de familia; es un sencillo secreto que, si logramos apli-
carlo realmente y sin engañarnos a nosotros mismos, nos facilitará la
aplicación de los seis siguientes, y por tanto nos conducirá a la satis-

44
facción final de haber cumplido cabalmente con la trascendente misión
de la paternidad.
Entenderlos y aplicarlos SIN DECIRLO –son un secreto que no de-
bemos decir jamás a nuestros hijos, sino dejar que ellos los descubran
o se enteren por otro lado–, A PARTIR DE HOY, no quiere decir que
todo funcionará siempre de maravilla y que nunca volverá a presen-
tarse un problema, un acto de rebeldía o un conflicto: la educación de
los hijos requiere constancia y paciencia, que no excluye para siempre
tropiezos y errores, pero que si facilita un resultado final satisfactorio
y, sobre todo, la tranquilidad de conciencia de que hemos cumplido lo
mejor posible, como padres. Esos SIETE PRINCIPIOS BÁSICOS son:

1. Todo acto de autoridad tiene por fuente el AMOR y SERVICIO.


2. La respetabilidad y eficacia de los padres depende de su AU-
TORIDAD MORAL.
3. Los padres han de procurar siempre PERSUADIR: convencer
implica renunciar a vencer.
4. Los padres consideran que tienen PROHIBIDO PROHIBIR
POR PROHIBIR.
5. El ejemplo es una orden silenciosa.
6. La autoridad debe ser siempre SUAVE EN EL MODO Y FIRME
EN EL FONDO.
7. La autoridad paterna debe favorecer siempre la AUTÉNTICA
LIBERTAD.

Comprendidos estos siete principios básicos, de los cuales el pri-


mero es el principal y encierra implícitamente a los demás, podremos
aplicarlos con mas facilidad si concretamos los RECURSOS BÁSICOS
del ejercicio de la autoridad, en lo que hemos llamado LOS DIEZ MAN-
DAMIENTOS DE LOS PADRES EDUCADORES.
Pero estos los dejaremos para mas adelante. Aclaremos el signifi-

45
cado y alcances de los SIETE PRINCIPIOS BÁSICOS.

1. Todo acto de autoridad tiene por fuente el amor y el ser-


vicio

Toda relación entre todo tipo de personas debe tener como fuente y
como fin el AMOR, independientemente de la dignidad, categoría o
conocimientos de los seres invo1ucrados. Así, el primero y mas impor-
tante de los mandamientos es: “Amarás al Señor tu Dios con toda tu
inteligencia y toda tu voluntad... y a tu prójimo como a ti mismo”.
Si REALMENTE todo lo que pensamos, hacemos, decimos, de-
cidimos y ordenamos a nuestros hijos estuviera dictado por el AMOR
PURO –es decir, por PURO AMOR– a los hijos, sin interferencia de
egoísmo, vanidad, soberbia, comodidad o coraje, ellos sabrían obede-
cer y respetar por amor y no por miedo.
Una cosa es decir: “es por tu bien” o “te lo digo porque te quiero”,
y otra cosa muy diferente es que nuestra INTENCIÓN PURA Y ÚNICA
sea el amor, el BIEN, EL SERVICIO al sujeto de nuestra autoridad.
La primera y principal relación entre padres e hijos, es la relación
de autoridad, que nos obliga como padres a buscar siempre, PRINCI-
PALMENTE Y ANTE TODO, el bien de los hijos. Ya después se dan
otras relaciones de convivencia, de concurrencia, de beneficencia o de
conveniencia que no son exclusivas del lazo paterno-filial, sino comu-
nes a otros muchos nexos que se dan en la sociedad.
Por ejemplo: es bueno que los hijos cooperen en ciertas labores
domésticas por razones de corresponsabilidad dentro de la comunidad
hogareña; no sería razonable que todas las tareas de la casa tuviera
que cubrirlas la madre, o que está y el padre no tuvieran derecho a pe-
dir ayuda a los hijos, convirtiéndose en sus sirvientes. Es legítimo que
el padre y la madre soliciten ayuda a los hijos en la medida de las ca-

46
pacidades de estos, con el fin de aliviar la carga de trabajo de aquellos.
Sin embargo, mas importante y trascendente que el fin de “aliviar la
carga de los padres”, es el FIN FORMATIVO que la participación de los
hijos en las tareas domesticas tiene: la comprensión práctica del sen-
tido comunitario de la familia, en la cual no hay amos y sirvientes, sino
una comunidad de amor en la que todos ayudan y todos participan.
No se vale, pues, invocar la formación cuando se actúa por como-
didad, ni tampoco privar a los hijos –desde pequeños– de la adquisi-
ción del habito de ser cooperador, participativo, colaborador y corres-
ponsable, simplemente porque se cuenta en casa con trabajadoras
domésticas.
Lo esencial es, pues, revisar nuestra verdadera intención íntima
como padres, cada vez que ejercemos nuestra autoridad. Pensar, an-
tes de actuar, que debemos hacer o cómo debemos actuar para facili-
tar el bien del hijo.
SERVIRSE A SÍ MISMO para beneficio propio, es la gran tentación
de todo el que ejerce autoridad. Hace 23 siglos Aristóteles advirtió
de este peligro, y hace casi 1,700 años San Agustín previno contra el
“afán de dominio” que es producto de la naturaleza caída, y que impi-
de el “afán de servicio” de quien esta investido de autoridad... ¡Y hoy
parece que aun no hemos sido informados o no lo queremos entender!
El padre (o madre) que esta atento y pendiente de la tentación de
pretender dominar, y que logra –ANTES de mandar, ordenar, decidir
o sancionar– preguntarse seriamente que conviene para EL BIEN del
hijo, no caerá en alguno de los siete pecados capitales mencionados
en paginas anteriores.
Su firmeza nunca será arbitrariedad; su mandato nunca será impo-
sición; sus reconvenciones y regaños nunca serán atropello ni humilla-
ción; su tolerancia nunca significara abdicación, ni su ayuda producirá
hijos inútiles y sobreprotegidos, porque su brújula siempre será el bien-
ser y el bien-estar de sus hijos.

47
Primero el BIEN-SER y luego el BIEN-ESTAR, porque el deber
fundamental de la autoridad paterna es proteger el SER del hijo: su
derecho a vivir, a crecer y a desarrollarse como SER HUMANO, PARA
LLEGAR A SER CABALMENTE hombre o mujer... Y en ocasiones, por
el bien del ser, hay que tolerar incomodidades, esfuerzos y privaciones
que lastiman el ESTAR-BIEN de momento, pero rinden frutos sólidos.
Recuerde: nunca decida, ordene o sancione con el fin de DOMI-
NAR: hágalo siempre por amor y CON EL FIN DE SERVIR.

2. La responsabilidad y eficacia de los padres depende de


su autoridad moral

Todos sabemos lo que significa TENER AUTORIDAD MORAL. Atende-


mos sin dudar y sin discutir, a las indicaciones del medico honesto y de
prestigio, porque le reconocemos autoridad moral en sus prescripcio-
nes y diagnósticos; sabemos que lo mueve el deseo de curar y aliviar a
su paciente, y no otro tipo de afán. Pero desconfiamos del líder obrero
o campesino multimillonario y prepotente porque no le reconocemos
prestigio ni autoridad moral: dudamos que lo mueva la búsqueda del
bien de sus representados...
La autoridad moral y el prestigio van de la mano, y lamentamos
que muchos que ejercen hoy autoridad jurídica y que tienen poder de
hecho, carezcan del PRESTIGIO que les permitiría conseguir una sóli-
da obediencia racional.
El padre y la madre revestidos de autoridad moral, que tienen pres-
tigio merecido frente a sus hijos, podrán eventualmente ser desobede-
cidos, pero no porque los hijos les desconozcan autoridad, sino por la
debilidad de estos que pueden equivocar o fallar al ejercer su libre al-
bedrío; tropezaran, pero tendrán más posibilidades de levantarse, por-
que estará en su conciencia la presencia amable y respetable –digna

48
de ser amada y respetada– de sus padres.
¿Cómo ser PADRES PRESTIGIADOS y obtener y acrecentar cada
día nuestra AUTORIDAD MORAL ante los hijos?

I. Un padre se prestigia POR LO QUE ES, no por lo que DICE


QUE ES, ni por las posturas provisionales que adopta para cubrir apa-
riencias.

II. Un padre se prestigia por el trato que le da a su cónyuge, pero


también por lo que dice acerca de los demás y por lo que hace a los
demás; si trata con amor, dignidad y respeto a su cónyuge pase lo que
pase yen cualesquier circunstancias, crece su propia estatura moral
frente a los hijos. Si habla mal de su pareja, actúa indignamente y con
deslealtad hacia los demás, va adquiriendo ante sus hijos la fisonomía
de indigno, desleal y arbitrario.

III. Un padre se prestigia, también, por el trato que recibe de su


cónyuge. Es absurdo esperar que nuestros hijos reconozcan presti-
gio a nuestra pareja, si la hemos humillado o maltratado en nuestra
relación. Por el contrario, el trato afectuoso, siempre digno y respetuo-
so del padre hacia la madre y viceversa, acrecienta la estatura moral
de ambos. Al padre corresponde acrecentar siempre el prestigio de la
madre, y a esta el de aquel, disculpándolo incluso frente a los hijos,
cuando ha errado.
Cabe recordar aquí que, por lo común, la autoridad de la madre
suele sufrir mayor desgaste que la del padre, debido a que ella ordena
y corrige con mayor frecuencia que el, por el solo hecho de compar-
tir mayor cantidad de tiempo con los hijos. Por eso es especialmente
importante en este punto, el refuerzo que el padre tiene que aportar a
la autoridad moral y al prestigio de la madre, tratándola siempre con
especial cariño, respeto y caballerosidad, que permita a los hijos cap-

49
tar a su madre como al ser humano al que le deben el mayor respeto,
amor y cortesía.
Por su parte, la madre ha de renunciar a recibir siempre al esposo
como a un verdugo cuya misión principal es juzgar y castigar, restable-
ciendo el orden roto; estaría minando su propia autoridad y negando
su capacidad como madre para imponer el orden, además de atribuirle
al padre un papel de autoridad-por-miedo, incompatible con su verda-
dera misión.
Las consultas o las quejas, si las hay, deben ser analizadas y dis-
cutidas por los padres solos, sin la presencia de los hijos y, en su caso,
platicar con ellos después para ajustar lo que haya que ajustar y acor-
dar lo que haya que acordar.

IV. A los padres los prestigia la NATURAUDAD Y LA SERENIDAD


con la que actúan ante sus hijos y frente a la vida. Por el contrario,
les desprestigian las actitudes “dramáticas”, exageradas, fingidas y ar-
bitrarias. Cuando gritamos, perdemos la calma, amenazamos a nos
violentamos, tal vez logremos un control provisional y momentáneo de
la situación, pero perdemos prestigio y autoridad moral al mostrarnos
coma personas neuróticas, sin control mental y carentes de dominio
emocional. La SERENIDAD y la CALMA, en cambio, evidencian el
equilibrio de una personalidad madura, digna de confianza y respeto.

V. EL BUEN HUMOR y LA SIMPATÍA ayudan mucho a consolidar


la autoridad moral y el prestigio de los padres. La paternidad es cosa
seria, pero su ejercicio ha de renunciar al permanente ceño fruncido
y a la fría “mirada de control remoto”. La mayoría de los padres logra-
mos ensayar actitudes simpáticas con los hijos muy pequeños, incluso
a veces exagerando la modulación de la voz o el lenguaje corporal
y los gestos; pero luego abandonamos ese ensayo, en lugar de irlo
adaptando a la etapa del desarrollo en que se encuentra cada uno de

50
nuestros hijos.
Es importante preguntarse de vez en cuando, ¿cómo “le caigo” a
mis hijos? Si la respuesta es “bien”, la comunicación y la confianza po-
drán fluir mas fácilmente, si no... Urge revisar nuestro estado de ánimo
preferentemente cuando estamos en el hogar.
De aquí la vieja norma de nunca llevar los problemas y preocupa-
ciones del trabajo, del supermercado o de otras áreas, al ámbito de la
vida de relación paterno-filial. El hogar debe ser el refugio de intimidad
en el que siempre habrá cabida para el BUEN HUMOR, la convivencia,
la diversión y el buen rato compartido.

3. Procurar siempre persuadir: convencer. Renunciando a


vencer

Una cosa es lograr “que los hijos hagan...”, y otra muy diferente es
lograr “que los hijos QUIERAN HACER...” A veces, en contadas oca-
siones, es necesario lo primero, pero conforme los hijos crecen y ma-
duran, va siendo innecesario imponer, para buscar mejor convencer.
Es claro que, aunque el hijo pequeño no pueda comprender lo que
es el alto voltaje, los padres hemos de obligarlo a mantenerse alejado
de él, imponiendo una autoridad que no siempre tendrá que ser per-
suasiva ni prodigar explicaciones y razonamientos ante los hijos.
Pero no es menos claro el desastre que se provoca cuando los
hijos ⎯Acostumbrados toda su vida a “portarse bien” porque estaban
vigilados y se movían en ambientes sanos⎯, tienen que enfrentarse
por vez primera a una circunstancia de libre elección o de retos para
los que no están preparados, porque no se les ejercito en el razona-
miento y en la toma de decisiones.
Los defensores de los “controles estrictos” y la “disciplina ciega”
nos dirán que “ya es ganancia en estos días que los hijos se porten
bien”... y tendremos que responderles que no es ganancia sino pérdi-

51
da ⎯la irreparable pérdida de un tiempo precioso e irrecuperable⎯, la
que sufren los hijos cuando salen al mundo impreparados para pensar,
analizar y decidir, eligiendo entre lo bueno y lo mejor.
Recuerdo el caso de una joven comprometida en matrimonio, ob-
viamente muy “enamorada “ de su novio del que decía “nada” la podría
separar. Su padre descubrió que la conducta sexual del prometido, le
auguraba serios problemas a corto plazo en la vida conyugal. El padre
busco el momento oportuno, y con las pruebas en la mano, informo a
la hija en privado acerca del problema, pero sin expresar el mismo la
decisión de oponerse a la boda; pregunto a la hija que pensaba hacer,
anticipándose a ofrecerle el apoyo y la confianza paterna. Ella se sintió
segura y pudo fácilmente decidir por ella misma, disolver el compromi-
so y terminar con aquella relación.
Alguien nos dirá que la persuasión racional y el respeto al juicio
de los hijos, no siempre funciona igual, y que también podrá haber su-
cedido que la hija persistiera en su decisión de contraer matrimonio, a
pesar de todo. Y nosotros podemos contestarle, sin temor a equivocar-
nos, que esto sólo podría ocurrir cuando la hija no ha sido entrenada
en el uso de su juicio y de su libertad, por una autoridad persuasiva.
Los hijos toman este tipo de decisiones trascendentes equivoca-
das, cuando tienen motivos subconscientes para huir del hogar pater-
no, o cuando de improviso, por primera vez decidieron por ellos mis-
mos a cualquier precio,”y es la terquedad o la patológica rebeldía, lo
que los lleva a estar dispuestos a todo, con tal de “salirse con la suya”.
La adolescencia es “el último tribunal de apelaciones”, la última
oportunidad para acelerar un proceso según el cual los padres han de
ejercer cada vez menos, en menor grado, una autoridad impositiva,
para sustituirla por una autoridad persuasiva, que proporcione informa-
ción, que de razones y que oriente a tomar las decisiones adecuadas,
pero dando en ocasiones permiso a los hijos de cometer errores.
¡Cuantas veces los padres quemamos la pólvora de la autoridad,

52
en los infiernitos del intrascendente acontecer cotidiano y, por ganar
una batalla, perdemos la guerra contra las tendencias desordenadas
de la naturaleza humana caída de nuestros hijos!
Preferimos vencer, en lugar de convencer. Y no sólo en la relación
paterno-filial, sino en toda relación humana –incluyendo la de los espo-
sos–, es siempre preferible convencer para asegurar en mayor grado
la congruencia y la perseverancia, aunque para convencer es indispen-
sable renunciar a vencer; vencer implica un adversaria, alguien apues-
ta a quien hay que dominar a toda costa. Convencer implica ganar un
aliada hacia una meta que podrá ser común y compartida. Y que mejor
objetivo que compartir con nuestros hijos los valores trascendentes, la
fe y la práctica religiosa, los ideales profundos y las metas superiores,
aunque eso implique renunciar a la tentación de mirar a los hijos como
“otro-yo” por el cual nosotros tenemos que decidir...
Es mejor darle los elementos para que él juzgue y que él decida,
dejándolo a veces decidir equivocadamente en aquello que no es tras-
cendente, para que pueda mejorar su sistema por el método que no
falla cuando hay un buen guía vigilando discreta pero eficazmente a
distancia: el método de ensayo-error.

4. Prohibido prohibir por prohibir

Una de las dudas mas frecuentes entre los padres de hijos adolescen-
tes, consiste en no saber con exactitud cuando deben dar un permiso
o cuando negarlo, y en poder discernir con claridad si no están ca-
yendo en el exceso de la sobreprotección en ocasiones, para caer en
otras en el vicio de la prohibición exagerada.
Si se han tornado en cuenta los tres principios anteriores y nos
estamos esforzando en ponerlos cabalmente en práctica, entonces
podemos simplificar esta duda con un sencillo principio: procuremos

53
ser tolerantes y decir que sí a nuestros hijos, a menos que moralmente
debamos decir que no.
Un personaje de nuestro tiempo, prestigiado entre los yaquis de
Sonora por ser un “hombre de ciencia” y conocido como “el Indio Jua-
nito”, decía que unas cuantas “nalgadas no hacen daño: lo que trauma
a un niño es tener toda la vida sobre él, a alguien que le esté diciendo
que hacer y que no hacer...”
En ocasiones se abusa de las prohibiciones, encerrando al niño en
una especie de “campo de concentración” limitado a su “corral” –esa
agresiva cárcel que decimos haber inventado para bien del niño, cuan-
do muchas veces se usa para comodidad de los mayores–, olvidán-
donos de que hay paredes que protegen, pero que también hay muros
que encarcelan...
El método “educativo” de muchos padres parece concretarse a
la norma de decir siempre que no y prohibir, a menos que el hijo nos
convenza de lo contrario. La norma debe ser al revés: decir que sí y
otorgar el permiso, a menos que el riesgo, la circunstancia a el hecho
mismo sea inaceptable.
Si está en peligro la integridad moral a física, si se trata de una ac-
tividad que razonablemente sabemos, nuestro hijo no está preparado
para afrontar, o si se trata de un riesgo innecesario, entonces hay que
ser absolutos en el NO, pero sin olvidamos del principio anterior –es
mejor persuadir que imponer–, y procurando, siempre que se pueda,
sustituir lo que prohibimos, con algo mejor.
Se prohíbe, a veces por comodidad, por flojera, por miedos irracio-
nales o –tal vez la más grave– por desconfianza injustificada en el hijo,
proyectando sobre ellos peores expectativas imaginables, con lo que
se le hace creer que él no merece nuestra confianza, por lo que un día
se verá tentado a defraudar...
La norma, entonces, debe ser esforzarnos más por decir que sí; a
menos que encontremos una razón de peso para decir que no, funda-

54
da en el primer principio de los que hemos mencionado: la búsqueda
del bien-ser de nuestro hijo: nuestra obligación de ejercer la autoridad
por amor y para servir.
Por ejemplo: su hijo adolescente pide permiso de ir a cierta dis-
coteca en la que usted sabe, acuden con frecuencia algunos jóvenes
adictos a las drogas o el alcohol; usted sabe que su hijo esta entera-
do del peligro, y tiene usted un grado razonable de certeza moral en
relación con la madurez y conciencia libre de su hijo, que rechazaría
cualquier invitación y sobrellevaría presiones y amenazas tendientes a
llevarlo hacia algún estupefaciente.
A pesar de la absoluta confianza en la madurez de su hijo, usted
considera que el riesgo es elevado por razones obvias, y además para
usted y para su cónyuge representaría un serio inconveniente conce-
der tal permiso y manejar el estado de preocupación y tensión que
les ocasionaría saber el peligro que su hijo esta corriendo. Si usted
arguye sólo a esta preocupación, como razón para negar el permiso,
su hijo puede “entender” que el único problema o inconveniente, es la
preocupación que les provocaría a sus padres el saber que él está en
aquella discoteca, por lo que la tentación, desde este punto de vista,
puede ser: “voy sin pedir permiso y sin que se enteren”.
Es importante razonar con veracidad y con honestidad, explicando
las razones de una inconveniencia: las prohibiciones que el hijo se
impone a sí mismo por convencimiento, sí representan garantía de su
comportamiento no solo momentáneo, sino permanente: cuando nadie
le exija, ni lo vigile o aconseje.

5. El ejemplo es una orden silenciosa

De nada valen las mejores prédicas y enseñanzas verbales de los pa-


dres, si no están reforzadas con el mejor de los avales: EL EJEMPLO.

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Son muchas las situaciones en las que se recurre hoy a la mentira, a la
simulación, a la incongruencia. Hace poco se decía: “Haz el bien que
digo, y no el mal que hago”... En nuestros días y con la multiplicidad de
mensajes e invitaciones disparatadas que los niños y jóvenes de hoy
reciben, esa máxima no funciona.
Es cierto que los hijos deben comprender que los padres no so-
mos perfectos, y que el progreso real de la humanidad implica que
cada hijo se proponga ser mejor que su padre, y educar a sus hijos
para que sean mejores que él, pero de ésta postura honesta y humilde,
a las poses cínicas y cómodas de padres inconsistentes que no cum-
plen las normas básicas que exigen a sus hijos, hay mucha distancia.
Lo que más influye en la estructura moral y mental de los hijos, no
es lo que sus padres dicen, sino LO QUE SUS PADRES HACEN. El
ejemplo de los padres compromete, exige, arrastra y obliga, aunque de
momento –sobre todo en la adolescencia– los hijos puedan actuar en
contrario: siempre volverán sobre los pasos de sus padres, para bien
o para mal.
Las conductas y actitudes de los padres se graban neurológica-
mente en la corteza cerebral de los niños, constituyéndose en una
especie de “segunda naturaleza” que tarde o temprano aflora y se
convierte en columna vertebral de la conducta de los hijos. La ciencia
médica, por ejemplo, no ha podido comprobar hasta que punto existe
una tendencia genética –puramente biológica– hacia el alcoholismo, o
en que grado hay una percepción subconsciente del vicio y enferme-
dad del padre o de la madre, que puede aflorar muchos años después,
obstaculizando en ocasiones la decisión libre y consciente del hijo de
evitar la bebida.
El padre Lord, citado en un Curso de Educación editado por la Uni-
versidad de Otawa, Canada, nos da una idea clara de la importancia
que tiene el ejemplo en la formación de los hijos: “Mi padre me predicó
con el más elocuente de los ejemplos. Nunca me habló de honradez;

56
no era necesario, puesto que el era un hombre honrado a carta cabal.
Jamás me hizo un panegírico sobre la dignidad del trabajo, pero me
dio el ejemplo de una vida intensamente laboriosa... No necesitaba
hablarme sobre la pureza: el puro amor que profesaba a mi madre, su
devoción y cariño por ella, su propia conducta irreprochable y escrupu-
losamente correcta, resultaba más convincente que las palabras más
elocuentes”.
No es suficiente con protagonizar un determinado papel ante los
hijos, para evitar escandalizarlos o darles mal ejemplo: es indispensa-
ble actuar bien como cosa normal y espontánea, cotidiana.
Es obvio que el ser padres implica la obligación de procurar cada
día ser mejores; no aparentarlo, sino tratar de serlo. Los hijos saben
entender con discreción y benevolencia los errores y las fallas de los
padres que están luchando cada día por ser mejores y superarse, lo-
grando la plena congruencia, pero son crueles e implacables con los
padres que bordean la hipocresía de predicar la verdad mientras mien-
ten, o de confesarse cristianos cuando murmuran, condenan, odian,
defraudan o practican sin ambages la maledicencia, la avaricia o la
soberbia.
Congruencia: simplemente congruencia. Lucha cotidiana por la fi-
delidad y por la perseverancia en esa fidelidad... Tal vez el mayor reto
y el mas eficaz principio, sin duda, para merecer una AUTORIDAD
MORAL y un PRESTIGIO que arrastra a los hijos al bien y a la virtud...
Pero también, sin duda, un esfuerzo que ¡vale la pena!

6. Suave en el modo, firme en el fondo

El modo de vida contemporáneo ha hecho común el error de muchos


padres y maestros, de actuar “intransigente e impositivo en la forma,
pero blando y transigente de fondo”. Es decir, agresivos, gritones e

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impositivos en el modo, pero demasiado blandos en la esencia, cuan-
do la norma pedagógica indica exactamente lo contrario: con mano
suave, pero con rumbo firme.
“Si quieres hacer surcos derechos, ata tu arado a una estrella”,
reza el proverbio árabe, dando a entender la importancia inequívoca
de tener valores sólidos, metas irrenunciables en nuestra vida. En la
tarea educadora, este principio ha de escribirse con letras mayúsculas.
El buen ejemplo, que es “una orden silenciosa”, favorece la recta
formación, pero no la impone. Los hijos, en proceso de formación, no
han adquirido la fuerza de voluntad y la constancia que garantice su
rectitud: necesitan de la mano firme, vigorosa, de los padres educado-
res que supuestamente sí saben a dónde quieren llegar y llevar a los
hijos: basta la consecución del Bien, de la Verdad Trascendente y de
la Belleza Perfecta.
Pero esta firmeza irreductible, consistente y sólida debe estar mo-
dulada por la suavidad en la forma, en el modo de conducir, de orde-
nar, de guiar. Nunca con gritos, siempre Con serenidad; nunca con
atropellos, siempre Con la confianza en el Bien que se busca y en la
capacidad del hijo de alcanzarlo superando debilidades, fluctuaciones
e inestabilidades propias de la naturaleza humana.
La FIRMEZA que mantenga el rumbo, pero siempre moderada por
la CALMA, que –se dice– es la “majestad de la fuerza”, porque permite
ver con serenidad las circunstancias para manejarlas con tino hacia la
meta inabdicable; la calma que contagia de confianza al subordinado y
eleva la estatura del superior mucho más que el gesto descompuesto
o la expresión aturdida.
La CALMA que es moderación en el modo, suavidad en la forma
sin implicar claudicación o debilidad en los padres, y que hace tanta
falta a los educadores de boy, tan agitados y alterados por un estilo
de vida moderna, que hace fallar los nervios y propicia el atropello y
el enfrentamiento, destronando la autoridad moral de tantos padres y

58
profesores que sacrifican lo importante en aras de lo urgente.
Por salir de una emergencia, para lograr ser obedecidos, padres
y maestros recurrimos al grito descompuesto, la amenaza y el cas-
tigo arbitrario; logramos, de momento, el fin urgente: controlar, pero
perdemos para siempre lo importante: el derecho a ser considerados,
confiables, respetables, amables y dignos de ser escuchados y obe-
decidos.
La CALMA implica un especial dominio de nosotros mismos, de
nuestras emociones, de nuestra ira o frustración, de nuestra impacien-
cia. Por eso es sabio aquello que señala Gastón Courtois en su libro
“El arte de dirigir” , cuando afirma que para saber mandar, el primer
requisito es saber obedecer: si ejercemos primero autodominio, podre-
mos seguramente ayudar a los demás a conseguir ese mismo dominio
interior y, mientras lo alcanzan, podremos dominarlos con la radical
fuerza moral y espiritual que sólo tiene el que ha sabido convertirse en
jefe de él mismo.
El padre que tiene presente el primero de los principios aquí seña-
lado –ejercer su autoridad POR Y CON AMOR y PARA SERVIR con
ella a sus hijos–, sabe que será obedecido, porque tiene fuerza moral,
ha hecho de la persuasión una sana costumbre, evita las prohibiciones
absurdas y ha tenido cuidado de dar buen ejemplo a sus hijos.
Por eso puede, con relativa facilidad, mantenerse FIRME pero tran-
quilo: sabe que será obedecido, y proyecta en sus actitudes y palabras
la fuerza de sus convicciones sin alardes ni aspavientos: conserva la
calma y con ella, tranquiliza los ánimos y logra confianza.
La firmeza, sin la calma, es imposición y atropello, y conduce tarde
o temprano a la rebeldía y al rencor. La calma, sin firmeza, es claudica-
ción y conduce pronto al fracaso y al ridículo. Solo la firmeza, modera-
da por la calma, permite un ejercicio sano de la autoridad.

59
7. La autoridad paterna debe favorecer siempre la auténtica
libertad

La única verdadera autoridad legitima, educadora y benéfica de los pa-


dres, está encauzada a la adquisición y consolidación de la autentica
libertad de los hijos. Esta libertad implica:

1. Responsabilidad plena.
2. Autonomía y autogobierno en la conducta.
3. Independencia en el juicio y los valores.
4. Autosuficiencia integral para cumplir la personal misión en esta
vida.

Los padres debemos siempre preguntamos, ANTES DE JUZGAR,


DECIDIR, HABLAR O ACTUAR con nuestros hijos, que favorece mas
a la formación de la LIBERTAD de ellos, incluyendo los cuatro aspec-
tos arriba señalados.
Toda gestión o intervención de los padres que evite a los hijos el
hacer frente a sus responsabilidades (1), decidir y actuar en forma sana
y autónoma (2), incrementar su capacidad de juicio y pensamiento por
sí mismos (3), y depender cada vez menos de los demás y más de sus
propias energías morales, intelectuales, afectivas y aun económicas
(4); –toda gestión que lo obstaculice– debe ser evitada.
Sin duda, la mayor herencia del padre al hijo, es la capacidad real
para ejercer la libertad. Esta bien prever que sucedería en lo económi-
co o en lo educativo si yo faltara como padre, o si mi cónyuge faltara
para siempre... Pero lo que más nos debe interesar, es qué sucedería
integralmente con nuestros hijos si Dios nos llevara ahora mismo a la
otra vida. ¿Sobrevivirían espiritual y moralmente? ¿Sabrían manejar su
vida, sus valores y su libertad? ¿Qué tan aptos serian para alcanzar la

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autosuficiencia moral y material?
Abundan todavía los padres y madres que hacen lo posible –y a
veces más– por mantenerse imprescindibles ante los hijos, por impo-
ner su criterio –a veces incluso en temas como el futbol o los partidos
políticos–, negando a sus hijos la capacidad y la oportunidad de pen-
sar por ellos mismos y de tener su propio equipo favorito...
Muchos padres quisieran que el hijo saliera de un semiencierro
–casi un internado correccional– en el que ha estado sobreprotegido
y con muy es- caso margen de libertad, para entrar a una facultad
universitaria en la que ejercerá su responsabilidad sin estar preparado
para ella. Quieren que el hijo abandone el ambiente que lo ha manteni-
do protegido con calor de estufa, y que enfrente los helados vientos del
mundo exterior, dando un salto que es, por necesidad, mortal.
La libertad y la responsabilidad no se improvisan, ni se adquieren
por decreto gubernamental cuando se alcanza la mayoría de edad: se
forman día tras día, por los padres de familia generosos, no posesivos,
que disfrutan comprobando cada día la mayor capacidad del hijo para
ejercer su libertad.
Se impone pues, un serio y honesto análisis sobre nuestra actitud
como padres en relación con ese fomento de Libertad-Responsabilidad
de nuestros hijos, repasando incluso los SIETE PECADOS CAPITA-
LES mencionados antes, y los SEIS PRINCIPIOS DE LA AUTORIDAD
PATERNA que anteceden a este, para tomar decisiones concretas y
prácticas que nos permitan DESDE HOY hacer los ajustes pertinentes
para favorecer la capacidad de juicio y decisión de nuestros hijos, ejer-
citándoles en el USO de su libertad.
El siguiente Módulo de este Curso se dedicaba específicamente a
definir y diseñar las estrategias que nos faciliten la tarea de la forma-
ción integral, moral y de valores y virtudes en nuestros hijos. Por aho-
ra, concentrémonos en el análisis del ejercicio de nuestra autoridad.
Y para concluir, a manera de reflexiones finales, anotemos lo que

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hemos llamado:

Los diez mandamientos de los padres educadores

I. Corregir a nuestros hijos no es insultarlos, ni humillarlos.

II. Regañarlos no es gritarles, ni proyectar sobre ellos sentimien-


tos de temor y culpa exagerados o injustificados.

III. Ordenar no es suplicar con tono lastimero, ni sugerir; a veces


hay que sugerir respetando la autonomía, otras hay que ordenar, pero
con claridad y sin confusiones entre una y la otra.

IV. Mandar no significa atropellar; debe considerarse la capacidad


del hijo, sus propias limitaciones y las ocasiones en que, a pesar de
haber puesto todo su esfuerzo, el resultado no se obtuvo por causas
ajenas.

V. Saber escuchar a los hijos no significa discutir las decisiones o


las órdenes; dialogar no es discutir.

VI. Rectificar no es claudicar; si reconocemos como padres que


nos equivocamos, saber rectificar e incluso ofrecer una disculpa, no
significa una abdicación del deber de ejercer la autoridad.

VII. Mantener clara, en la práctica, la distinción entre un error y una


falta; un error no ha de ser nunca censurado ni castigado: solo analiza-
do para obtener el beneficio de la experiencia; una falta ha de ser, en
cambio, reprendida como una debilidad que deberá ser superada.

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VIII. Premiar y reprender con serenidad, nunca con alteración ni con
exceso.

IX. Premiar y reprender, siempre con oportunidad, no dejando pa-


sar demasiado tiempo, ni reviviendo jamás fallas ya antes señaladas.

X. Premiar siempre con medida y no necesariamente con bene-


ficios o ventajas materiales, sino con el merecido reconocimiento; re-
prender siempre con serenidad, justicia y brevedad, sin alargar inne-
cesariamente las escenas desagradables que convierten la corrección
en ineficaz recriminación.

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Los siete pecados capitales en la autoridad de los padres, Módulo 1 de
la Colección Excelencia Personal, con un tiraje de 2,000 ejemplares,
se terminó de imprimir en los talleres de Ciencia y Cultura Latinoamé-
rica, S. A. de C. V., Mariano Escobedo No. 180, Col. Anáhuac, México,
D.F.

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