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Enseñar Historia. Elementos para una teoría práctica de la práctica de la


enseñanza de la historia

Book · June 2019

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Ana Zavala
Centro Latinoamericano de Economía Humana
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Enseñar Historia
Elementos para una teoría práctica
de la práctica de la enseñanza de la historia

BANDA ORIENTAL
Para todos los profesores de Historia
están allí dando clase porque les gusta.
índice

Prólogo „„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„.11

Introducción:
Para pensar cómo es el otro lado de la Luna „„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„.15

Retóricas y ficciones: los modos de conocer y construir

discursivamente al otro .......................................................................................17

Enseñar humanum est............................................................................................ 2 4

¿Cómo entender eso que yo enseño en mi clase de historia? ..........................30

Saber que algo existe, no es necesariamente conocerlo....................................35

1. Un mundo de palabras y pensamientos„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„41

a) Pensar en lo que hago, decir lo que hago ......................................................43

b) Quiero que lo sepan, que lo entiendan, que lo hagan, porque...................51

c) Lo viejo y lo nuevo„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„„.„„„59

d) Interpretar ..................................................................................................65

2. Yo enseño... historia .............................................................................................75

a) Historia, historiografía, histórica.................................................................77

b) Entre saber historia y enseñar historia .........................................................88

c) Analizar, comprender, historizar un presente y un pasado .........................99

3. La didáctica como modo teorizador de las prácticas de la enseñanza.......... 109

a) Como quiera que se llame........................................................................... 112


b) Una teoría de la historia enseñada por uno mismo.................................. 122

c) Hoy, ayer, mañana........................................................................................ 131

d) Una teoría en primera persona del singular.............................................. 140

4. Dialécticas identitarias: hacer, teorizar, formarse........................................... 153

a) El poder de formar [más allá de las teorías prácticas].............................. 155

b) Mediaciones de formación, acompañamiento, experiencia...................... 159

c) Formar-se: la identidad profesional, narrativa, personal......................... 168

Conclusión: Con los pies en la tierra................................................................... 177

Bibliografía citada.................................................................................................. 189


Introducción:
Para pensar cómo es el otro lado de la Luna
H a y más cosas entre el cielo y la tierra, Horacio, que las que tu filosofía sueña
W . SHAKESPEARE, Hamlet

Desde hace posiblemente más de medio siglo, la cuestión de conocer, com-


prender — y eventualmente cambiar— los modos en los cuales las prácticas de
enseñanza se llevan a cabo tiene garantizado un lugar de privilegio en el mundo
de la investigación educativa europea y americana. A mi modo de ver, el papel que
los Estados nacionales han asignado históricamente a la educación así como lo que
esperan de ella tanto en materia cívica y política como económica y social es con se-
guridad un factor central en esa garantía de permanencia en el interés por el tema.
Lo es también de un debate en torno a la naturaleza de las prácticas de enseñanza
que ha tenido desde siempre aspectos controversiales.

En cierta forma podría decirse que todavía hoy somos herederos de la ver-
sión de este debate que a partir de los años setenta y ochenta del siglo pasado
nos permite trazar grosso modo un mapa de estos estudios dividido en dos gran-
des regiones: la tecnocrática, acusada de hacer de los profesores meramente unos
técnicos obedientes de prescripciones externas consistentes con el logro de unos
fines que ellos mismos no han ni establecido ni están en condiciones de cambiar
o al menos de mirar críticamente; y la crítica, su versión en negativo, haciendo
de los profesores unos profesionales críticos y agentes de cambio, teóricos de sus
prácticas e investigadores de los problemas que estas les plantean, todo esto bajo el
atractivo rótulo de la emancipación personal y profesional. La primera sigue siendo
el norte que guía a muchísimas autoridades políticas y administrativas, siempre
preocupadas por la eficiencia de los servicios prestados, mientras que la segunda
alimenta sin cesar las producciones universitarias, incluyendo desde tesis y artí-
culos de revista o incluso libros, hasta ponencias y conferencias en simposios de
pequeño o gran porte. Sin embargo, más allá de las diferencias sustanciales entre
ambos planteos, hay algo que permanece invariable: los fines a los que hemos de
adherir los profesores, así como los medios para alcanzarlos han sido propuestos
y fijados desde fuera del ámbito de la práctica profesional docente, tanto si se trata
de la eficiencia o del cambio y la emancipación. Desde mi punto de vista esta es una
consideración ampliamente relevante a los efectos de tener la posibilidad de abrir la
mente a otro tipo de planteos en relación con los modos de conocer —podríamos
decir de teorizar— y llegado el caso cambiar la práctica de la enseñanza, que es la
de todos, pero también y muy especialmente la de cada uno.

De alguna manera —vista desde fuera— la práctica de la enseñanza es


como el lado oculto de la Luna. Sabemos que existe, pero desde la Tierra no se lo
puede ver. Hay que ir hasta la Luna para poder verlo y caminar por ahí, si se tienen
los medios. Para la inmensa mayoría de los mortales, una empresa imposible. Tam-
bién se puede mandar una nave espacial y tomar fotografías, lo cual en cierta forma
desarticula lo esencial de la metáfora porque cualquiera puede ver las imágenes en
internet a cualquier hora en su casa o en su teléfono, donde quiera que esté. De
todas formas, como todavía no tenemos ningún dispositivo tecnológico o metodo-
lógico que logre ver —en el sentido de comprender— la práctica de la enseñanza
desde fuera como se la ve y se la entiende desde dentro es posible que la metáfora
siga siendo apropiada.

Este libro tiene la particularidad, precisamente, de estar escrito habiendo


conocido el otro lado de la Luna durante casi medio siglo, porque durante ese
tiempo he sido yo misma profesora de historia. Pero como cada profesor es en sí
mismo una luna, no puedo decir que conociendo una, alguien pueda conocerlas a
todas. Lo que sí puedo hacer es, con un pie en cada lado —uno en la Luna y otro en
la Tierra— ofrecer una mirada crítica respecto de los instrumentos con los cuales
se produce algún tipo de conocimiento respecto del mundo de las prácticas de la
enseñanza. Está sin duda claro que es en el terreno de pruebas de la práctica de un
sujeto singular y particular que las producciones teóricas, las conceptualizaciones e
incluso la racionalidad argumental de las prescripciones acaban siendo legitimadas
o descartadas. Dicho de otra manera, y metafóricamente: es difícil pensar que sea
la forma natural de los profesores la de estar con la mente en blanco esperando que
alguien de la Tierra mande insumos para entender si uno camina o salta o se sienta
a descansar, incluidas las razones por las que lo hace o deja de hacerlo. Cada luna es
un lugar donde se teoriza y donde se investiga para resolver problemas prácticos, de
maneras diversas, singulares y también bastante difícil de generalizar. Es por esta
razón que me limitaré expresamente a argumentar acerca de la existencia de esta
dimensión teorizadora que acompaña la práctica de la enseñanza, sin pretender
—por imposibilidad notoria— hacerme cargo del contenido o de los resultados de
esas prácticas teóricas que como veremos son siempre singulares, idiosincrásicas y
potencialmente inestables. Este es sin lugar a dudas el desafío mayor de este libro.

Esta introducción pasará entonces una breve revista a las posturas en torno
al debate relativo a la naturaleza de las prácticas docentes para luego abocarse al
señalamiento de posturas teóricas que permiten organizar —siempre desde fue-
r a — otro tipo de conceptualizaciones para el mismo asunto. Me interesa parti-
cularmente señalar el hecho de que estas herramientas tienen la virtud de estar a
disposición de todos, es decir que lo están tanto de aquellos que desean conocer la
práctica de la enseñanza de otros (como podrían ser los profesores de didáctica o
los profesores adscriptores, y naturalmente muchos investigadores) así como de los
propios profesores al embarcarse en una tarea de análisis de su trabajo profesional.
Al mismo tiempo y en un intento por desvincularme de la idea de que la enseñanza
de la historia es un caso particular de cualquier enseñanza, haré algunas considera-
ciones relativas a los modos en los cuales la historia en tanto saber enseñado aparece
conceptualizada en una amplia bibliografía. Retomaré para el caso el contraste con
herramientas de análisis que permiten no adicionar práctica de la enseñanza y saber
enseñado, sino más bien conservar la unidad del gesto de enseñar... historia.

Sin hacer énfasis en la cuestión de los modos en los cuales lo que sea que
se considere la teoría se relaciona con un hacer profesional que llamaríamos la prác-
tica, la presencia de este asunto será remarcada en los apartados que siguen. Esto
servirá de apoyo a la tesis principal del libro que apunta a fundamentar la idea de
la existencia de una dimensión teorizante en las prácticas [de enseñanza] cuyo
contenido preciso es siempre menos relevante en la argumentación que el hecho
de —simplemente— poder dar cuenta de su existencia.

Retóricas y ficciones: los modos de conocer y construir


discursivamente al otro

Siempre me ha parecido interesante pensar que mientras que la herme-


néutica del siglo x x ha descartado — n o sin esfuerzo— aquella singular idea de
Schleiermacher de entender al autor mejor que lo que lo hubiera hecho él mismo
(1987, p. 120), 1 deshacernos de la idea de entender a los profesores mejor que lo
que ellos mismos lo hacen no parece estar todavía en un horizonte cercano. Este
apartado trata precisamente de eso, de las formas en que por distintas vías los pro-
fesores han sido entendidos y discursivamente construidos como el otro de los que
investigan el hacer profesional docente.2

Para ese mundo en que las prácticas de enseñanza son objeto de estudio
decir entender su práctica mejor de lo que ellos mismos lo hacen tiene a mi manera de
ver más de una lectura posible. La primera y la menos prestigiosa es sin duda la
de un esquema de superioridad-inferioridad en el cual las herramientas intelec-
tuales y metodológicas de la investigación permiten decir algo importante acerca
de lo que yo profesora hago que yo misma no soy capaz de decir. Que eso deviene
en una prescripción acerca de cómo mejorar — o de cómo entender— mi trabajo
profesional es un corolario que casi nunca se hace esperar. Una segunda lectura
posible es la que —sustituyendo la prescripción por el acompañamiento en el aná-
lisis— apunta a una transformación de las prácticas con un cierto nivel de parti-
cipación e involucramiento de los propios profesores. En este punto no es posible
abarcar todas las posibilidades de esta modalidad en un solo gesto caracterizador.
Todos sabemos que existen formas del acompañamiento/guía en relación con las
prácticas de la enseñanza en las cuales la legitimación de problemáticas y modos
de análisis o investigación no dependen de los profesores involucrados sino de los
representantes del mundo académico que los asisten y acompañan. De hecho siem-
pre hay alguien que finalmente los entiende mejor que ellos mismos, o al menos
asume tener la capacidad de ayudarlos a entenderse mejor de lo que lo harían por
sí mismos, gracias a lo cual podrán cambiar y mejorar. No incluyo en esta categoría
los grupos autoconvocados de acompañamiento entre pares, ya sea que cuenten o
no con la presencia de referentes externos eventuales o permanentes. Estos grupos
se mueven en las catacumbas de las instituciones y es muy difícil tener noticia de su

1 « L a expresión según la cual d e b e m o s t o m a r conciencia del d o m i n i o lingüístico p o r


contraste c o n las otras partes orgánicas contiene t a m b i é n esta idea de que c o m p r e n d a m o s al au-
t o r m e j o r que él mismo, puesto que hay en él mismo en un estado inconsciente muchas más cosas de
este tipo que se tienen que hacer conscientes en nosotros, en parte para el c o n j u n t o ya desde el p r i m e r
acercamiento, y en parte en el detalle, cuando sobrevienen las dificultades» (Schleiermacher, 1 9 8 7 ,
p. 1 2 0 , cursivas m í a s ) .
2. L a h i r e ( 1 9 9 8 , p . 2 8 ) o p o n e radicalmente las posiciones del miserabilismo científico
— q u e confisca la palabra a los actores, en particular los a c a d é m i c o s — y el populismo científico —
que parte de la b a s e de que nadie m e j o r que los actores sociales para decir lo que p i e n s a n y lo que
h a c e n — . D e s d e m i p u n t o de vista es u n a falsa oposición, en la medida en que p o r el h e c h o de que
las cosas desde fuera se vean diferente que desde dentro, esto no quiere decir que no existan ambas
y que ambas tengan sentido para sus autores, que p o r otra parte son agentes de u n a acción.
existencia. Sería sin embargo un contrasentido suponer que pretenden conocerse
mejor que ellos mismos.

Estoy consciente de que las anteriores precisiones podrían dar lugar a la


idea de que la comprensión que los profesores —en tanto prácticos— tienen de
su hacer es absolutamente autónoma y sobre todo inaccesible a los otros por de-
finición,3 lo que es consistente con la metáfora del lado oculto de la Luna. Sin
embargo, poner las cosas en este punto es lo que me permite abrir las puertas a un
debate contemporáneo que tiene lugar en el escenario de las ciencias que se ocupan
de conocer, analizar, conceptualizar el hacer humano en el presente y en el pasado.
Es en el campo de la filosofía, de la antropología, de la sociología, y también de la
historia que circulan actualmente distintas miradas en torno a los límites de las
posibilidades de conocer lo que otros sujetos hacen y han hecho, 4 en el sentido de
comprender no solo cómo sino por qué y para qué lo han hecho. Esto incluye sin
duda el sentido que esos actos han tenido para ellos, lo que podría abarcar desde los
profesores entrevistados u observados recientemente hasta los romanos antiguos
así como una lista interminable de posibles.

Es por esta razón que me interesa particularmente hacer foco en las con-
sideraciones respecto de los modos discursivos a través de los cuales la escritura es
capaz de crear realidades (Barthes, 1987b) acerca del hacer humano de sujetos que
son otros en relación con el autor del texto (De Certeau, 1993, pp. 54 ss). Esto no
quiere decir, por supuesto, que de esta manera quede determinado que existe una
categoría de textos relativos al hacer docente que deban necesariamente ser descar-
tados en tanto falsos o erróneos porque en algún lugar existen algunos que son en
efecto auténticos y verdaderos. Por el contrario, esta observación apunta en una pri-
mera instancia en dirección a apoyarse en la relación entre el autor del texto (y de
todos los dispositivos que anteceden a su creación, como un proyecto de investiga-
ción, unos procedimientos de recogida de información, etc.), el contenido del texto y

3. Y estoy p e n s a n d o p o r u n lado en la Spivak que habla de la irreductibilidad de la


conciencia del subalterno ( 2 0 0 8 , p. 4 2 ) y p o r el otro en las heterologías (es decir, discursos sobre el
otro) de M i c h e l de C e r t e a u que « n a c e n [ . . . ] de la separación entre u n sujeto que se s u p o n e sabe leer
y un objeto que se supone escrito en una lengua que no se conoce, pero que debe ser descifrada. [ . . . ] se
construyen en f u n c i ó n de u n a separación entre el saber que provoca el discurso y el cuerpo m u d o
que lo s u p o n e » ( 1 9 9 3 , p . 17, cursivas m í a s ) .
4. E s t r i c t a m e n t e hablando, siempre analizamos algo que ha pasado, p o r q u e de otra
f o r m a no p o d r í a m o s hacerlo. L o interesante — y más en el caso de la e n s e ñ a n z a — es el uso del
t i e m p o presente para referirse a las cosas que e n t e n d e m o s que h a n sucedido ( H e m o s visto que los
profesores son, hacen, actúan, piensan...). D e esta f o r m a parece darse p o r descontado que así c o m o
sucedieron antes de esa manera, suceden actualmente y continuarán haciéndolo en el futuro.
el sentido que tiene para él y para quienes legitiman su existencia y se sirven de sus
conclusiones y conceptualizaciones. En segunda instancia y en el mismo gesto esto
implica aceptar que existe un universo de lectores —que a pesar de ser el objeto te-
mático de estos no parecen ser sus destinatarios principales— que muchas veces se
sienten ajenos al contenido de los resultados de estas investigaciones, ignorando tal
vez hasta su propia existencia. También es cierto que es posible que se sorprendan
de coincidir con el resultado de investigaciones que descubren lo que ellos —como
M . Jourdain— 5 han sabido desde siempre. Igualmente es necesario aceptar que
aun la escritura de uno mismo sobre su propio hacer tiene la capacidad de crear
una realidad que entrelaza la experiencia, el pensamiento y la configuración de un
texto —como todos— dirigido a un destinatario real o imaginario.

Por otra parte, así como la historiografía —informándonos acerca de even-


tos que presumiblemente acontecieron en el pasado— no puede más que decirnos
lo que el historiador considera que es el eje de la trama, de lo que nos informan
los discursos acerca del hacer profesional docente es con toda seguridad del pensa-
miento de su autor en el sentido de la manera en que ha conceptualizado aquello
que ha visto, oído o sabido a través de aparatos testimoniales como videocintas,
fotografías, programas oficiales o producciones estudiantiles relacionadas con la
práctica de los profesores.6 Reclamar entonces para estos últimos la calidad de
artefactos literarios —como se puede hacer con el discurso historiográfico— nos
ayuda a posicionarnos de otra manera en relación con lo que los estudios sobre el
pensamiento del profesor o las características de la enseñanza dicen acerca de la
práctica de la enseñanza, de la historia si es el caso. La idea de priorizar la relación
autor-texto-situación/sentido implica sin duda un giro radical en el entendimiento
de la cuestión, dejando para un segundo momento el análisis de la capacidad refe-
rencial de un texto que remite a las formas en que los profesores de un país enseñan
en general o abordan una determinada temática, o utilizan el manual en sus clases.

5. I m p o s i b l e no traer a la m e m o r i a las palabras que M . J o u r d a i n dirige a su profesor de


filosofía: « P a r m a foi! Il y a plus de quarante ans queje dis de la prose sans que j'en susse rien, et j e vous
suis le plus obligé du m o n d e de m'avoir appris cela» [¡Por vida de D i o s ! /Más de cuarenta años que
hablo en prosa sin saberlo! N o sé c ó m o pagaros esta lección], (Molière, L e bourgeois g e n t i l h o m m e .
A c t o II, escena 4, cursiva mía), p o r q u e a veces los profesores nos s e n t i m o s u n p o c o c o m o el p o b r e
M.Jourdain.
6. Y p o r supuesto, u n profesor no dará c u e n t a en su clase de lo que pasó — e s t r i c t a -
m e n t e hablando y c o m o si hubiera estado a l l í — , sino que al hacerlo se referirá p r i n c i p a l m e n t e a lo
que ha leído en los libros de historia, escuchado en conferencias o recuerda de cuando era a l u m n o .
N o es este el m o m e n t o para abordar las cuestiones referenciales entre el discurso del aula (profesor,
alumnos, manuales, otros t e x t o s . . . ) y los eventos referidos en él. M e ocuparé de este asunto más
adelante.
En este sentido, la hermenéutica contemporánea —heredera del no hay
hechos sino interpretaciones nietzscheano— dirige cada vez más nuestras miradas
al lector del texto como creador de sentido para aquello que el autor le dice, sien-
do a su vez él mismo un lector/intérprete de aquello acerca de lo que ha escrito.
Especulaciones literarias, semióticas y lingüísticas en un primer momento, este
tipo de posicionamientos han pasado (filosóficamente hablando) las fronteras de
muchas disciplinas humanísticas, como por ejemplo la historia. Las reflexiones de
Michel de Certeau, de Cario Ginzburg, de Hayden White, de Reinhart Koselleck
o de Quentin Skinner, entre muchos otros, dan cuenta de las formas en que las
cuestiones relativas a la autoría y a las potencialidades referenciales de un texto (del
documento a la historiografía) atraviesan las miradas filosóficas relacionadas con la
producción historiográfica. Desde mi punto de vista no existe ninguna razón por la
cual —con los mismos argumentos y las mismas herramientas conceptuales— no
podamos pensar en abordar los textos que refieren a las prácticas profesionales do-
centes. No veo por qué el profesorado no puede ser visto —como el proletariado,
la nobleza o los campesinos— como un quasi personaje7 de una historia que no por
remitir a lo real deja de ser la creación de un autor —en el sentido de mimesis II
(Ricoeur, 2004, p. 125 ss)—.

De aquí a las alusiones a la ficción —esa que no necesita de las certezas


para existir— hay solo un pequeño paso. Hablar de la participación creativa
del autor en la elaboración del conocimiento histórico ha tenido siempre la
virtud de convertir este asunto en algo espinoso y complejo de abordar tanto
para los historiadores como para los profesores de historia. La mayor o menor
falta de certeza en relación con los asuntos referidos en el texto y el énfasis en
la dimensión interpretativa que atraviesa desde la lectura de los textos antiguos
hasta la configuración de un relato coherente e interesante para los lectores del
presente, hacen que para algunos autores como Hayden W h i t e ( 1 9 9 2 , p. 7 2 ) la
historia y la literatura (en tanto ficción) se acerquen peligrosamente. Barthes

7. Ricoeur ( 1 9 8 3 , pp. 3 4 6 ss) entiende que si existen quasi personajes, c o m o el E s t a d o ,


la sociedad, la burguesía, etc., t a m b i é n existen — y en c o n s e c u e n c i a — quasi tramas, que hacen que
los quasi personajes actúen, tengan sentimientos, reaccionen, se o p o n g a n o c o m p l o t e n contra otros
quasi personajes. E s en este sentido que el profesorado y los investigadores o la academia p u e d e n ser
entendidos c o m o quasi personajes ricoeurianos, siendo unos guiados p o r los otros, enfrentándose,
siendo hostiles a las sugerencias, etc. Q u e d a sin e m b a r g o p o r despejar la f o r m a en que el quasi per-
sonaje profesorado h a sido conceptualizado más allá de la idea obvia que lo hace remitir al c o n j u n t o
de los profesores. T a l vez lo ha sido a partir de u n o s p r o c e d i m i e n t o s estadísticos o deductivos que
p u e d e n ser o no similares a los que p e r m i t e n a u n historiador hablar de las características del c a m -
pesinado de u n a región en u n a época d e t e r m i n a d a .
(1987a, p. 176) llega al extremo de hablar de una ilusión referencial para los
textos historiográficos en el sentido de que lo que pasó está configurado por el
texto, y no a la inversa como podría pensarse desde un encuadre cientificista
de la investigación histórica. Ricoeur ( 2 0 0 3 , p. 3 1 5 ) va un paso más adelante
y habla de pulsión referencial, asumiendo que tendemos a dar por descontado
que todo lo que se dice en un libro de historia tiene algún correlato de realidad
en el pasado. Argumentar que muchos textos referidos a los profesores o a sus
modos de hacer profesionales pueden ser vistos como portadores de aristas
ficcionales puede ser algo sencillo o algo extremadamente complejo. Correrá
seguramente los mismos riesgos que cuando se argumenta a favor de la presen-
cia de dimensiones ficcionales en el relato histórico. Desde mi punto de vista
las utopías liberadoras y emancipadoras de los docentes, así como buena parte
de la literatura relativa a la investigación-acción educativa son portadores de
una innegable veta ficcional —ideológicamente ficcional— en la cual los sen-
timientos, los deseos y las intenciones de los profesores involucrados remiten
con seguridad más a lo ideal que a un cotejo con lo real. En todo caso, hasta
podría pensarse que son precisamente su opuesto en el sentido de lo que hay
que dejar de ser para encaminarse hacia la mejora. Posiblemente sea por este
motivo que ha dejado de parecerme relevante el debate entre los tecnológicos y
los críticos en busca de lo que un profesor es o hace —o debería ser o hacer—
cuando enseña a otros en una clase. En fin de cuentas es como leer distintas
miradas sobre la Revolución francesa o sobre el descubrimiento de América,
frente a las cuales uno está más o menos dispuesto a dejarse convencer por una
retórica que puede ser más o menos persuasiva. Sin embargo, la pregunta siem-
pre es la misma: ¿podemos saber más sobre un cierto asunto leyendo a unos en
lugar de a otros, o simplemente buscamos lo que queremos, lo que necesitamos
o lo que nos interesa saberl&

Desde otro punto de vista es precisamente la dimensión otra —ya sea del
pasado, ya sea del objeto de estudio sujeto humano— la que establece una condición
de creación de ese otro compatible y funcional con ese lugar de producción del sa-
ber que de otra forma no tendría acceso al mundo de ese otro. El límite del esfuerzo
de descentración del investigador está a menudo en la denotación de la diferencia
con el otro, diferencia cultural, de valores, de nivel de logros, de expectativas, o
simplemente de ser lo que precisamente ese otro no es. Es con seguridad el campo
de los estudios de la subalternidad — a la par con el de los estudios poscoloniales—

8. E n el sentido wittgensteiniano de creer: ' L o que yo sé, yo lo creo' ( W i t t g e n s t e i n ,


1 9 7 2 , p. 1 7 7 ) .
el que ha puesto en escena buena parte de las herramientas de análisis necesarias
para deconstruir la fabricación discursiva del otro, devenido en subalterno. La idea
de que los profesores son el otro de quienes se interesan en investigar sus prácticas
puede leerse en los pliegues del discurso, tanto si este tiende a hacer énfasis en la
descalificación9 de las prácticas como si propone que la mejora consiste, precisa-
mente, en convertirse — a su imagen y semejanza— en teóricos e investigadores de
la práctica de la enseñanza, tal vez hasta en técnicos...

Finalmente me parece importante destacar el entrelazamiento de com-


ponentes descriptivos-explicativos y componentes prescriptivos como lo que
hace que la literatura en torno al hacer profesional docente tenga siempre un
pie en lo científico y otro en lo político, que es por supuesto también ideológi-
co. De alguna manera este ha sido también el escenario de los estudios histó-
ricos durante muchísimos años. Aunque definitivamente estudiar cómo son,
qué piensan y cómo actúan los profesores no es lo mismo que querer saber
cómo eran, qué pensaban y cómo vivían los romanos, podríamos pensar en la
existencia de aristas comunes. De forma más o menos explícita —académica y
políticamente hablando— la investigación en torno a las prácticas de enseñan-
za tiene sentido si las conclusiones del trabajo suponen contribuir a entender
los males del presente y por extensión, a tratar de producir un cambio benefi-
cioso y deseado en el mundo de las aulas. También hubo un tiempo en que la
investigación histórica tenía sentido como contribución a la formación de la
nación, para aprender de los errores del pasado o para poder tomar ejemplo
de sus grandes logros. De hecho, el debate contemporáneo acerca de los fines
de la enseñanza de la historia no se ha alejado tanto de estas miradas como lo
han hecho la historiografía y la filosofía de la historia de las últimas décadas.

La idea de tomar distancia de las producciones académicas en relación con


las prácticas de la enseñanza, independientemente de su posicionamiento político,
filosófico o ideológico deja abierta una puerta para transitar — d e otra manera—
por los modos de entender su propia práctica de la enseñanza, la de cada profesor
singularmente considerado. Esto podría hacerse sin duda extensivo a otras prác-
ticas, la de la investigación en torno a las prácticas de la enseñanza incluida. Nun-
ca me abandona la idea de que si esto ocurriera, si la investigación pudiera verse
habitualmente como una práctica llevada a cabo por uno mismo, las conclusiones
relativas a las prácticas de otros serían tal vez diferentes y eventualmente menos
ajenas e invisibles para los profesores. Para eso sería necesario que las conclusiones

9. Rutinarias, simples, ineficientes, conservadoras, a l i e n a n t e s . . . .


del análisis de ese texto que es la clase observada se vieran como provenientes de
otra acción-texto [de otra autoría] que es la del investigador en lugar de verse como
que ha sido el discurso de aula el que ha producido un discurso de investigación.
El discurso de la investigación educativa —como el de la historiografía— 10 es un
discurso que se dice a sí mismo 11 diciendo su objeto.

De todas formas, tomar distancia es una cosa y buscar nuevos caminos es


otra. En lo que sigue intentaré marchar —con herramientas bastante inusuales en
el campo de las conceptualizaciones en torno a las prácticas de la enseñanza— ha-
cia formas de entender este asunto que tengan la posibilidad de esquivar las tram-
pas mortales de la generalización, la predicción y, por supuesto, la descalificación
que crece a la sombra de estándares y normalidades, utópicos de una manera o de
otra.

Enseñar humanum est

Pensar la práctica de la enseñanza es antes que nada pensar en una acción


humana. Naturalmente, acciones humanas hay muchas y todas diferentes de for-
ma que no es lo mismo pensar en un sujeto que enseña a otros su saber que pensar
en uno que fabrica prendas de vestir o en alguien que se ocupa de dirigir el tránsito
o conducir un tren de alta velocidad. Pero aun si todas estas acciones son diferentes
existe un lugar desde el que se las puede pensar en sus grandes trazos, en lo que
hace de cada una de ellas precisamente una acción. Es desde este punto de vista que
me parece interesante y fructífero el acercamiento a las miradas contemporáneas
relativas a la filosofía de la acción. Para el caso de la práctica de la enseñanza me
parece todavía más relevante en la medida en que, siendo una acción mucho más
que lo que un tercero es capaz de observar, los aspectos relativos al lenguaje apare-
cen como canales privilegiados de acceso a la relación entre el sujeto de la acción y

10. A l m e n o s en el sentido en que M i c h e l de C e r t e a u ( 2 0 0 3 , p. 5 9 ) la entiende: « L a


historia no es u n a crítica epistemológica. S i e m p r e quedará c o m o u n relato. Nos cuenta su propio
trabajo y, al m i s m o t i e m p o , el trabajo que p u e d e leerse en un pasado. [ . . . ] la historia se comprende a
sí misma en el c o n j u n t o y en la sucesión de producciones, de las cuales es un efecto» (cursivas m í a s ) .
11. R e t o m o en este p u n t o la conclusión a la que arriba B a r t h e s ( 1 9 7 7 , pp. 1 0 0 - 1 0 1 ) al
final de « I n t r o d u c t i o n . . . » : «El relato no hace ver, no imita; la pasión que p u e d e inflamarnos al leer
u n a novela no es la de u n a visión (de hecho, nada vemos), es la del sentido, es decir, de u n orden
superior de la relación, el cual t a m b i é n posee sus e m o c i o n e s , sus esperanzas, sus amenazas, sus
triunfos: «lo que sucede» en el relato no es, desde el punto de vista referencial (real), literalmente, nada;
«lo que pasa» es sólo el lenguaje, la aventura del lenguaje, cuyo advenimiento n u n c a deja de ser fes-
tejado (cursivas m í a s ) .
su hacer, profesional o cotidiano. Creo que no quedan dudas acerca del hecho de
que la investigación acerca de las prácticas de enseñanza se vería muy dificultada
si se le impidiera tener acceso a las formas en que los profesores dicen tanto lo que
han hecho como las razones o propósitos que entienden que respaldan su trabajo
ese día o durante ese curso, en situaciones como esa, etc. Volveré sin embargo sobre
este asunto recién al final de este apartado porque me parece importante repasar
previamente algunas posturas relativas a la singularidad de la acción y a lo que hace
de ella un oficio cuando es el caso.

En una lectura rápida, hablar de la singularidad de la acción podría sugerir


la negación de toda posibilidad de generalización, cosa que se llevaría bastante mal
con nuestros modos de comprensión del funcionamiento del mundo. Nuestro len-
guaje —ya sea cotidiano o técnico/científico— está poblado de una inmensidad de
términos que designan no objetos o situaciones singulares sino precisamente clases
de objetos, de situaciones, de sentimientos, etc. Esto es con seguridad lo que per-
mite, entre otras cosas, entendernos con otras personas. Sin embargo está claro que
ninguna situación o acción humana es en sí misma general y nada más. Paradojal-
mente, todas las acciones humanas son a la vez generales y singulares. Al sostener
que es necesario partir de la idea de que una acción radicalmente singular no sería
reconocible, ni analizable L. Quéré (2000, p. 148) 12 le da una especial profundidad
a esta cuestión. Enfrentarnos a una acción totalmente singular nos causaría estu-
por y desasosiego y de hecho es lo que nos sucede cuando no podemos identificar
rápidamente el tipo de situación en el que nos encontramos. Es decir que para
nuestro caso lo primero es darnos cuenta que se trata de una clase y no de una
conferencia, de un examen o de una charla entre amigos. Sin embargo, y al mismo
tiempo, esa clase —que es indudablemente una clase porque tiene algo en común
con muchas otras— es diferente en algunos detalles de aquella otra clase y en cierto
modo de todas las demás que he visto o he dictado. De hecho lo que la hace singular
es precisamente la presencia de una combinación inédita de actividades, que son a su
vez regularidades reconocibles (Barbier, 2011, p. 26; Quéré, 2000, p. 153). Estoy
pensando en asuntos tales como dirigirme a mis alumnos, en dialogar con ellos, en
escribir en el pizarrón, en indicar tareas, en compartir un texto, en aclarar dudas si
es necesario, y por supuesto también en pasar la lista, preguntar por alguien que ha
venido faltando a clase hace varios días, y en otro tipo de actividades que pueden
ser consideradas como la normalidad de una clase. Es cierto por otra parte que no
siempre pasaré la lista, no siempre escribiré en el pizarrón, ni escribiré las mismas

12. T a m b i é n para él, precisamente, la historia es casi el ejemplo paradigmático de u n a


ciencia de lo singular.
cosas, que no siempre tendré que reclamar silencio a los alumnos del fondo del
salón, ni siempre la clase tratará de los viajes interoceánicos del siglo x v i . Desde
este punto de vista la pertinencia de un enfoque clínico para todo lo referente al
acercamiento a las prácticas de la enseñanza no se hará esperar en ningún momen-
to a lo largo de este libro. Como veremos será en buena medida el organizador de
los aportes de los diferentes campos teóricos en relación con situaciones y sujetos
que no dejarán por ninguna razón de ser singulares, aun en la adscripción a modos
de hacer y de pensar que puedan ser ampliamente compartidos por otros y que
desde ese punto de vista den cuenta de la existencia de un oficio o de una manera
de hacer compartida.

Para Quéré (2006, pp. 186-188) cada acontecimiento tiene en sí mismo


un poder hermenéutico en la medida en que es fuente de sentido, no solo porque
es comprendido sino porque finalmente para él hay cosas que se comprenden se-
gún los acontecimientos. A su manera de ver es el modo en que alguien articula el
peso de los componentes de regularidad con los de singularidad —atribuyendo
por ejemplo una pertenencia o reconociendo una similitud— lo que deviene en
el modo en que una situación, por ejemplo de enseñanza, es comprendida (y en
algún momento diremos teorizada).13 Desde este punto de vista podemos volver la
mirada sobre los modos de analizar la práctica de la enseñanza que ven o no ven el
conocimiento enseñado como un componente del análisis, o que atienden o no a
las dinámicas interpersonales, o que les interesa o no la forma en que el poder o el
afecto circulan entre las cuatro paredes del aula. Para las formas de comprensión
desde uno mismo esta dinámica paradojal cuenta también porque entronca con
las razones que llevan a alguien a sentir la necesidad de analizar algo que ha hecho
en un pasado más o menos reciente. De todas formas no debemos olvidar que la
actividad de análisis es una actividad diferente a aquella que es el objeto del análisis
—como la clase de ayer en primer a ñ o — y por lo tanto tiene en sí misma la misma
dinámica paradojal (Quéré, 2000, p. 155) que la clase analizada: es una actividad
de análisis... como tantas, anodina como otras, interesante como algunas... pero
de todas formas en esta habrá necesariamente una combinación inédita de regula-
ridades reconocidas y atribuidas que la harán única y singular.

Lo anterior nos lleva casi naturalmente a hacer algunas consideraciones en


relación con la noción de acción situada. En cercanía con algunos planteamientos de

13. A u n q u e no sea explícita en los trabajos de Q u é r é , p o d r í a pensarse que hay u n aire


heideggeriano en sus planteos. « C o m p r e n d e r no significa aceptar sin más el c o n o c i m i e n t o estable-
cido, sino repetir: repetir originariamente lo que es c o m p r e n d i d o en t é r m i n o s de la situación más
propia y desde el prisma de esa situación» (Heidegger, 2 0 0 2 , p. 3 3 , cursivas m í a s ) .
L. Quéré, autores como Lucy Suchman (1987) o Jacques Theureau (2004) insisten
en poner más el énfasis en las coordenadas de la situación que en los aspectos inte-
lectualizantes provenientes por ejemplo de las planificaciones o de las prescripcio-
nes laborales. Si bien es cierto que se mueven en un universo laboral harto diferen-
te al de la enseñanza 14 y que por lo tanto hay que hacer siempre un esfuerzo extra
para encontrar la pertinencia de sus aportes para un campo de prácticas que es un
oficio de lo humano, la idea de que los planes son más bien recursos para la acción
que propiamente sus organizadores ayuda a refrescar el punto de mira de estas
cuestiones. Quéré (2000, p. 154) argumenta por su parte que «las reglas y las ins-
tituciones no ejercen poder causal sobre los agentes [puesto que] seguir las reglas
no es de orden causal, sino práctico». Estas consideraciones nos invitan a repensar
profundamente muchas de las conceptualizaciones que estamos acostumbrados a
manejar en relación con teorías implícitas, creencias, pensamiento del profesor, etc.
en las que se puede apreciar un perfil causal muy marcado: si un profesor tiene una
teoría implícita t, actuará de distinta manera que si su teoría fuera t (o, dicho de
otra manera, si se desea que el profesor cambie su modo de dar clase, deberá des-
cubrir su teoría t y tratar de cambiarla por otra, t por ejemplo). Podemos al mismo
tiempo extender este modo de ver las cosas a las formas de relacionar el contenido
de programas oficiales — e incluso de manuales— con la práctica de la enseñanza
y sobre todo con sus resultados (es decir, con lo que se entiende que los alumnos
casi forzosamente han de aprender a partir de la vigencia de un cierto programa o
de la utilización de un cierto manual como referencia para una hipotética acción
de estudiar para la clase). Ver entonces la raíz práctica y no causal de la acción de
enseñar en el análisis de los modos de relacionamiento con las teorías, las reglas o
los programas podría abrir una vía de comprensión alternativa e interesante.

Por su parte Yves Clot (2002, 2007) nos ofrece un abordaje también com-
plejo de la práctica profesional a través de su manera de definir un oficio, como po-
dría ser el de enseñar historia. Desde su punto de vista cualquier actividad laboral
está atravesada por cuatro ejes: existe antes que nada una dimensión impersonal
que está representada por las prescripciones —como por ejemplo el programa ofi-
cial, el horario de la clase o la configuración del grupo de alumnos con los cuales
estoy trabajando—, existe luego una dimensión personal, que da cuenta de cómo
cada uno interpreta o gestiona aquello que ha de hacer. A esto se agregan otras dos
dimensiones: la interpersonal, puesto que trabajamos con otros colegas, e inclu-
so con nuestros alumnos y esto da forma en buena medida a lo que hacemos, y

14. D e hecho, el trabajo fundador de S u c h m a n refiere al análisis del trabajo de u n a j o v e n


que m a n e j a u n a m á q u i n a fotocopiadora.
finalmente existe también una dimensión transpersonal, que da cuenta de lo que
hemos aprendido de otros, con otros, ya sea que representen modelos a seguir o a
esquivar. Para el caso de la enseñanza, esta dimensión incluye no solo las formas
de hacer profesionales sino también y muy especialmente los modos de relaciona-
miento con el saber enseñado, abarcando en muchos casos, su propio contenido
específico. Contribuye además y en un segundo gesto a permitirnos mirar la acción
de enseñar historia desde el entrelazamiento de múltiples aspectos, ninguno más
importante que el otro.

Finalmente interesa recordar que J . - M . Barbier y O. Galatanu (2000) se


acercan a la cuestión de la singularidad de la acción desde otro ángulo. Desde su
punto de vista es el abordaje de las distintas funciones de la acción lo que permite
destrabar el juego singular de la relación entre un sujeto y su acción. Es así que el
análisis de las funciones de fundación —es decir, aquella combinación de medios,
recursos, etc. que hace que una clase sea una clase y no una charla entre amigos—,
las de puesta en representación —es decir las que permiten pensar/decir en esa
acción, tanto si ya aconteció o si está por hacerlo— y las de performación —que
implican básicamente el acontecimiento de una transformación material, simbólica
o mental tanto del profesor como de sus alumnos— nos proporcionan valiosas
herramientas conceptuales para comprender —tal vez mejor— las formas en que
el entorno, el sujeto de la acción y las actividades propiamente dichas configuran
un todo. Desde este punto de vista nos damos cuenta que entender lo que está
sucediendo o ha sucedido en una clase —la nuestra o la de o t r o — es bastante más
que simplemente observar y registrar, o esperar a que el profesor dé su punto de
vista, teniendo en cuenta o no el proyecto que dio forma a esa clase antes de que
existiera realmente. La cuestión de las herramientas de análisis se muestra más que
nunca como un factor crucial en la tarea de disponerse a comprender la acción de
enseñar. Por el momento no hacemos más que pensar en que necesitamos una caja
más grande para guardarlas a todas.

Como lo he planteado al comenzar este apartado, la tendencia a integrar


la comprensión del hacer humano con los parámetros del lenguaje cotidiano tiene
una trayectoria ya casi centenaria. La relación entre las teorías de la acción y el
lenguaje ha atravesado el siglo xx, unas veces desde la sociología, otras desde la
psicología —incluido el psicoanálisis—, pero es con toda probabilidad la filosofía
(la analítica, pero también la de corte fenomenológico) la que ha producido las
herramientas de análisis más contundentes para acercarse a esta cuestión.15 La re-
lación entre el decir y el hacer ha marcado de varias maneras el entendimiento de
la producción de sentido para la acción, habilitando a la vez una relación entre el
agente y el sentido que para él tiene lo hecho y una relación para quien — a través
de la observación y con mediación del lenguaje— puede también asignar un sen-
tido para los acontecimientos. En este sentido podemos recordar que la filosofía
de la acción de Paul Ricoeur recorre un camino que la lleva a la búsqueda de una
integración entre la tradición fenomenológica husserliana a la que era muy cerca-
no y las novedades de la filosofía analítica anglosajona,16 heredera de los desafíos
planteados por Wittgenstein, no tanto en el Tractatus, sino más bien en las Inves-
tigaciones filosóficas.

Han sido los trabajos fundacionales de Ricoeur en torno a la semántica de la


acción los que han abierto un campo enormemente fértil para articular la cuestión
de las mediaciones del lenguaje en relación tanto a la acción como a las formas en
que es posible comprenderla, desde dentro y desde fuera. Los trabajos de J . - M .
Barbier (2000) representan un paso más en el sentido en que discriminan entre
semántica de la acción propiamente dicha —es decir, los modos en los cuales el
agente de la acción se la dice a sí mismo, la pone en palabras, la comprende...— y
la semántica de la inteligibilidad de la acción —refiriéndose a las herramientas con-
ceptuales con las cuales una acción se vuelve, precisamente, inteligible tanto para
el actor como para terceros—. En trabajos posteriores, Barbier y Galatanu (2004)
han preferido hablar de léxico de la acción y léxico de la inteligibilidad de las ac-
ciones, entendiendo que este ajuste en los términos refleja más apropiadamente el
objeto de estudio.

Por su parte, las reflexiones y consideraciones en torno a la cuestión de las


causas y los motivos de una acción, así como a las relativas a los vínculos existentes
entre motivos e intenciones, se entrelazan de una y otra manera con los correlatos
lingüísticos de la acción... como la de hablar a otros en una clase por ejemplo. Los
aportes de los trabajos de Searle y Austin, nos permiten distinguir entre un nivel
básicamente informativo del uso del lenguaje, uno que captura la intención del
hablante sobre sus interlocutores (que pueden ser sus lectores) y uno que tiene

15. L a filosofía de la historia no escapa a esta cuestión, sino que más bien se ha involu-
crado p r o f u n d a m e n t e . M e refiero p o r ejemplo a los p l a n t e a m i e n t o s de la historia conceptual, de la
historia intelectual y a otras miradas c o m o la de A r t h u r D a n t o o incluso M i c h e l de C e r t e a u .
16. P a r a u n a mirada crítica respecto de este p l a n t e a m i e n t o p u e d e consultarse Petit
( 2 0 1 4 ) . S u análisis recorre los planteos de Ricoeur en este asunto entre la Filosofía de la voluntad, de
1 9 5 0 , y obras posteriores, en particular La sémantique de l'action, de 1 9 7 7 .
la virtud de cambiar la situación y por lo tanto se le reconoce valor performativo.
Podría también avanzar un paso, y poner un pie en las teorías del texto y las de
la intertextualidad, probablemente una característica común a todos los textos 17
y darme cuenta de que casi existen más herramientas de análisis que las que uno
puede razonablemente utilizar para enfocarse tanto en ese momento ineludible-
mente discursivo que es una clase (de historia, pero no solamente), porque la his-
toria es también un discurso que puede ser intertextual, intencional, ilocutorio,
conceptual, singular, autobiográfico, etc.

La idea de que existe un horizonte poco explorado de herramientas poten-


tes para acercarse desde dentro o desde fuera a la acción de enseñar historia es per-
sistente y tiende a aumentar en forma exponencial en la medida en que se pueden
seguir las pistas que van dejando las herramientas que cada uno tiene en su propio
haber. Acción singular reconocible desde la generalidad, atrapada siempre en el
tiempo de su ejecución y de su propia comprensión que la precede, la acompaña y
la vuelve perdurable en el tiempo, la práctica de la enseñanza [de la historia] mere-
ce y convoca la presencia de un cortejo de herramientas de análisis cuya pertinencia
es mucho más hija de la situación [la de su acontecer y la de su puesta en análisis]
que de una prescripción metodológica normalizadora.

¿Cómo entender eso que yo enseño en mi clase de historia?

Por extraño que parezca, existe una abundante producción bibliográfica


referida a la enseñanza para la cual el conocimiento enseñado es lo que convierte a
la enseñanza en enseñanza, pero —paradojalmente— no parece merecer ninguna
consideración específica más allá de enseñar historia o física, sin más. En algunos
casos esta situación deviene de un enfoque que es por ejemplo específicamente
relacional o que poniendo el acento en las dimensiones interpersonales unas veces
se centra en la circulación del poder, y otras avanza hacia dimensiones abstractas
que conducen a la formación de personas o ciudadanos, la transmisión de valores
y otros asuntos. También es cierto que para el caso específico de la enseñanza de la
historia, muchas veces la historia es solo eso, el conocimiento histórico. Es como
una gran caja negra en la que entran todos los acontecimientos del pasado y todas
las historiografías, aun en el sentido de filosofías de la historia. Esto podría ser
en todo caso si se incluyera en el enfoque la referencia al concepto de histórica de

17. S i g u i e n d o a B a k h t i n , Kristeva ( 1 9 8 1 , p . 1 4 6 ) sostiene que t o d o «texto está construi-


do c o m o u n mosaico de citas antiguas» y que «es absorción y t r a n s f o r m a c i ó n de otro t e x t o » .
Droysen 18 en tanto condición de posibilidad de todas las historias, incluyendo por
extensión todas las filosofías de la historia. La falta de especificación de este punto
de vista no me permite sostener esta hipótesis, prevaleciendo por el contrario la de
una generalización extrema en la que alcanza con especificar la referencia a eventos
del pasado.

Existe sin embargo una línea de análisis de esta cuestión que haciendo
foco en la historia enseñada se interesa particularmente en la relación entre alguna
historiografía y los modos en que la historia es presentada en programas oficiales,
manuales y clases observadas y analizadas. Dos cuestiones han de destacarse en re-
lación con estos trabajos: en primer lugar que muchos de ellos apuntan a denunciar
la presencia de una historiografía ya superada o en contradicción con los fines de la
enseñanza de la historia, como por ejemplo la historiografía de corte nacionalista.
Es sin duda el caso de los trabajos pioneros de Suzanne Citrón (1989) en relación
con los manuales de historia, y de muchos de sus seguidores, como por ejemplo
Pilar Maestro ( 1 9 9 3 , 1 9 9 7 ) . En segundo lugar está la cuestión de la distorsión entre
los aportes de una cierta historiografía y determinada propuesta de enseñanza, ya
sea la que se la perciba en la propia clase o que esté presente en los libros de estudio.
En este sentido la simplificación de conceptos o de relaciones causales, el énfasis en
lo fáctico o la conversión del tiempo histórico en un tiempo simplemente crono-
lógico figuran entre las comprobaciones más recurrentes en las miradas que hacen
foco en la distancia existente entre la historia enseñada y la historia investigada.19
No se trata en general de una bibliografía que alabe o reconozca virtudes en la
enseñanza de la historia mirada de cerca, y esto incluye tanto a profesores como a
libros de texto. Aunque por momentos tenga aristas propositivas en relación con

18. E l t é r m i n o Historik ha sido desde siempre u n desafío para los traductores. A f o r -


t u n a d a m e n t e en español, y j u g a n d o con la sonoridad del t é r m i n o alemán, se utiliza histórica, y
aun así m u y escasamente. L o s traductores franceses optan p o r u n a de las f o r m a s en que se p u e d e
entender y lo traducen c o m o théorie de l'histoire. L o s traductores ingleses p o r su parte han o p t a d o
p o r principies of history. E s t o y utilizando aquí este t é r m i n o en el sentido recogido p o r K o s e l l e c k
en — p r e c i s a m e n t e — Historia y hermenéutica: « A diferencia de la historia (Historie) empírica, la
H i s t ó r i c a c o m o ciencia teórica no se o c u p a de las historias (Geschichten) mismas, cuyas realidades
pasadas, presentes y quizá futuras son tematizadas y estudiadas p o r las ciencias históricas (Ges-
chichtswissenschaften). L a H i s t ó r i c a es más bien la d o c t r i n a de las condiciones de posibilidad de
historias (Geschichten)» ( 1 9 9 7 , p. 7 0 ) . R e s p e c t o de la tradición de este t é r m i n o en la filosofía de la
historia alemana p u e d e consultarse, B l a n k e et al ( 1 9 8 4 ) , W h i t e ( 1 9 8 0 ) .
19. E n realidad, esta es u n a p r e o c u p a c i ó n p r e d o m i n a n t e m e n t e francófona. S o n los que
h a n acuñado el t é r m i n o histoire enseignée, que se c o n t r a p o n e a veces a histoire historienne y a veces a
historie savante. E n español es siempre historia investigada. E n el ámbito anglòfono j u e g a n con school
history y scholar history.
cómo hacer bien las cosas, es más bien una fuente de descrédito en la cual quedan
en evidencia distintos modos de hacer las cosas inapropiadamente ya sea que se
haya estado enseñando la historia equivocada o que no se haya alcanzado a hacer
una buena transposición de la historiografía que de alguna manera se entiende que
respalda ese curso o esa clase. Me ocuparé más detenidamente de este asunto en el
correr del capítulo 2.

En este punto algunos autores han defendido la existencia de una categoría


epistemológica distinta de la de la historia investigada (o sea, la historiografía) que
se rige por sus propias normas y tiene en sí misma un sentido propio y específico en
la medida en que está orientado a unos fines distintos de los de la investigación his-
tórica. Esta idea, a veces difícil de captar por fuera del cotejo en menos respecto de
la historiografía, constituye sin embargo una manera de centrarse específicamente
sobre lo enseñado en sí mismo. En el estado actual de la cuestión son muchos los
trabajos que apuntan a una definición general de las características que ha de tener
el conocimiento a enseñar, que ya no es exactamente el de la historiografía (Cuesta,
2002; Lee y Shemilt, 2003; Tutiaux-Guillon, 2008; Monteiro, 2007).

Lo que uno extraña en este panorama es algún referente de tipo filosófico


en relación con el análisis tanto sea de la historia que ha de enseñarse como de la
que se considera efectivamente enseñada. Si algo ha aportado la filosofía de la his-
toria en la segunda mitad del siglo x x ha sido un modo de análisis que entrelaza
la producción historiográfica —en tanto texto y en tanto práctica— con dimen-
siones teóricas que hacen a lo fundamental de las consideraciones en torno a la
cuestión de lo que la historia es. Los debates en relación con la naturaleza textual
de la producción historiográfica, a la localización temporal y al punto de vista del
historiador, a la relación en términos de certeza o incertidumbre con eso a lo que el
producto historiográfico refiere, etc. nos permiten acercarnos a pensar el fondo del
contenido historiográfico de muchas maneras diferentes. Incluyo por supuesto en
este panorama a los aportes provenientes tanto de los estudios de la subalternidad
como de las varias miradas poscoloniales que están disponibles desde hace ya va-
rias décadas. Desde mi punto de vista, lo interesante es que en tanto herramientas
de análisis no suponen una especificidad frente a una manera de enseñar historia y
no otra por ejemplo, o a la presencia de unas temáticas específicas, o unos enfoques
como podrían ser la historia cultural, la historia conceptual, el marxismo, la escuela
de los Annales, la mirada subalterna o poscolonial. Quiero decir con esto que es
posible por ejemplo con las herramientas de la historia conceptual — o del mar-
xismo, o d e . . . — acercarme al contenido de una clase o de un curso dictado por un
profesor y desplegar desde allí una tarea de análisis que obviamente podrá contar
con el concurso de otras herramientas provenientes de la lingüística, la filosofía de
la acción o el psicoanálisis. Tendremos mil veces ocasión de ver sus vericuetos a lo
largo de este libro.

Sin embargo, desde mi punto de vista el detalle esencial está en desreifi-


car al conocimiento histórico alejándonos de la idea de que como tal es una cosa
que existe y que pasa en forma intacta o deformada a través del profesor hacia
sus alumnos que en el mejor de los casos la tomarán del profesor sin operar en
ella mayores modificaciones. Está claro que la evidencia de esas modificaciones es
tomada sin lugar a dudas por la evidencia de un error y por lo tanto se convierte
en fuente de descalificación tanto para alumnos como para profesores. Cuando se
trata de cuestiones informativas, de esas que no varían de un historiador a otro y
que además de informarnos su tarea es la de dar pie a interpretaciones, la noción
de error (de nombre, de fecha, de lugar, de acontecimiento) es absolutamente com-
prensible. Sin embargo, si nos atenemos a los aspectos conceptuales del discurso
historiográfico o incluso a la organización causal de la trama las cosas pueden ser
bastante diferentes y sobre todo difíciles de configurar en el eje de aciertos-errores
en un esquema de fidelidad al pensamiento de un historiador.

Podríamos partir de la base de que en ninguna clase de historia, un profe-


sor que ha leído solamente un autor —por ejemplo Hobsbawm— para respaldar
lo que enseñará ese día a los alumnos ha de repetir textualmente lo que dice La era
de las revoluciones entre la página tal y cual. Una clase es un discurso de segundo gra-
do (Genette, 1982) basado en la existencia de otro(s) discurso(s) que le precede(n).
Casi no hay forma de pensar las cosas de otra manera. Entonces, lo importante
para el análisis son los modos en los cuales ciertos tramos del discurso historio-
gráfico —que el profesor conoce y considera pertinentes para esa clase— pasan
a formar parte de la estructura conceptual de esa clase o conjunto de clases que
abarcará el abordaje de una determinada temática, por ejemplo, las revoluciones
independentistas americanas a comienzos del siglo x i x .

Ahora bien, así como no hay forma de organizar el discurso de un curso o


de una clase más allá de alguna historiografía —incluido el propio manual del cur-
s o — no hay tampoco forma de encaminarse a una tarea de análisis sin herramien-
tas explícitamente señaladas. Una clase puede ser pesadamente informativa —
como lo son algunos tramos de cualquier libro de historia— y no por eso reclamar
la adhesión al positivismo o al nacionalismo. Lo importante es que cualquiera sea
la forma en que esté estructurado el discurso de una clase o de un conjunto de ellas
podemos acercarnos a él —entre otras posturas— desde la historia conceptual o
desde una mirada poscolonial para analizarlo. Podemos también reconocerlo como
la reconfiguración discursiva de otro discurso y más allá de la dimensión ineludi-
blemente intertextual de este, verlo como la puesta en intriga (en el sentido de con-
figuración de una trama o de lo que Ricoeur llama mimesis n) del saber del profesor
sobre el tema, en ese momento, en ese lugar y en ese contexto de interlocución. En
el fondo una clase de historia no cuenta directamente lo que pasó, sino que cuenta
todo o parte de lo que el profesor sabe que pasó, porque lo ha leído en algunos
libros escritos por historiadores — o se lo ha escuchado decir a un profesor— que
habían leído a otros historiadores o escuchado a otros profesores, además de haber
consultado diversos textos, imágenes u objetos de distinta naturaleza.

En este sentido, la filosofía de la historia del siglo x x —estrechamente


vinculada en muchos momentos a la hermenéutica y a la semiótica— nos invita a
considerar a los modos discursivos que circulan en un contexto de enseñanza de
la historia con las mismas herramientas con que se puede analizar la propia his-
toriografía. Surge así la posibilidad de ver de una manera mucho más sofisticada
la relación entre el saber de un historiador que se ha expresado en las páginas de
un libro y que, convertido en saber del profesor, ha dado lugar a un planteamiento
contingente en relación con un programa oficial, unas intenciones específicas para
ese tema, ese día o ese grupo —que le permitirá o no hacer tal cual ha previsto— y
que no es necesariamente el mismo que obrará en la próxima ocasión en que deba
producirse.

Finalmente si consideramos como hemos visto más arriba que hay algo
que tiene que ver con la forma en que cada sujeto construye un sentido para su ac-
ción, la relación de cada uno de nosotros con un tema o una postura historiográfica
respecto de este se constituye no solo en una clave para la comprensión del modo
en que la historiografía ha pasado a configurar el discurso de la clase, sino en una
herramienta de análisis de primer orden. La categoría historia enseñada, en su in-
finita e inabarcable diversidad, incluye todos los «me interesa [o no]», «lo domino
[o no]», «le encuentro [o no] sentido en este curso», «ya no me queda [me sobra]
tiempo para abordarlo», «esta vez quiero darlo de otra manera» o «no veo por qué
cambiar de enfoque», etc. De todas formas, no es lo mismo construir sentido para
la acción que darlo a conocer. Todos sabemos dos cosas: que es difícil exponerse
fuera de un círculo de confianza, y que quien quiera que sea que escucha a alguien
hablando de su hacer profesional —que puede ser un investigador, un colega de
toda la vida o una autoridad administrativa— no puede no ser un intérprete con
un punto de vista establecido para recibir un mensaje del otro. No esperemos pues
verdades o certezas respecto de lo que un profesor piensa o entiende que ha sucedi-
do en su clase o relativas a las razones por las cuales las cosas han sucedido como
lo han hecho.

Saber que algo existe, no es necesariamente conocerlo

No fue hasta que alguien observó que siempre se veía el mismo lado de la
Luna que las especulaciones acerca de lo que habría del otro lado comenzaron a
tener sentido, porque evidentemente del otro lado había algo. De alguna manera
con las prácticas, y en especial con las de la enseñanza, pasa algo parecido. Fue en
efecto a mitad de los años setenta del siglo pasado que la investigación sobre [el
misterio] del pensamiento del profesor comenzó a tener sentido.

De hecho, durante mucho tiempo la idea de que con las prescripciones era
suficiente para determinar el rumbo de la actuación profesional docente no había
encontrado escollos importantes. Sin embargo, llegó el día en que se hizo evidente
que había que contar con más elementos para poder prescribir apropiadamente
las tareas de los profesores.20 En su versión menos prestigiosa esta comprobación
orientó líneas de investigación que apuntaban a conocer cómo pensaban los pro-
fesores para así poder neutralizar sus aspectos adversos y poder llevar a la práctica
un modelo de enseñanza que de algún modo pudiera garantizar un cierto nivel de
eficiencia. Que esto afectó profundamente el campo de la formación profesional
docente no hay ni que decirlo, porque en definitiva de lo que se trataba era de afinar
la dimensión prescriptiva de la tarea a la espera de una mayor eficiencia en el logro
de unos ciertos fines. Paralelamente gestos teóricos como el de la investigación-ac-
ción o el de los profesores como investigadores desembocaron por su lado en es-
tudios acerca del pensamiento del profesor, de sus creencias o de sus teorías im-
plícitas, intentando llegar al corazón de la cuestión pero por otro camino. La idea
sin embargo no era otra que la de poner en cuestión ese arsenal teórico implícito
y poco racional del que eran portadores los profesores para finalmente sustituirlo
por otro innegablemente mejor y más funcional al logro de unos ciertos objetivos
de cambio político y social.

20. E n 1 9 7 5 , el panel n.° 6 de la C o n f e r e n c e o n S t u d i e s in T e a c h i n g (organizada p o r el


N a t i o n a l Institute o f E d u c a t i o n , EUA) titulado Teaching as Clinical Information Processing, concluía
« A u n q u e es posible y aun frecuente hablar acerca de la c o n d u c t a del profesor, es obvio que lo que
los profesores hacen está regido no en pequeña medida por lo que ellos piensan. M á s aún, para cualquier
tipo de innovaciones en el contexto, las prácticas o la tecnología de la e n s e ñ a n z a será necesario
pasar a través de las mentes y los motivos de los profesores» (Gage, 1 9 7 5 , p. 1, cursivas m í a s ) .
Con el paso de los años lo que ha quedado en evidencia —un poco por
defecto— ha sido que de hecho sí existe una forma en que los profesores piensan
y construyen sentido para su acción y que de alguna manera eso tiene algo que
ver con cómo hacen las cosas. Ha quedado también en evidencia —tal vez invo-
luntariamente— la esterilidad del esfuerzo, si es que este apuntaba a conocer con
exactitud cómo es que los profesores piensan, en el sentido de conocer eso que hace
andar la máquina de la forma en que anda. Es sin embargo la percepción de esta
situación la que —precisamente— nos permite continuar avanzando tratando de
no tropezar una vez más con la misma piedra. Dicho de otra manera: podemos
sentirnos cómodos y respaldados teóricamente en la idea de que existe una relación
singular, idiosincrásica, particular entre el sujeto de la acción y la propia acción que
puede cifrarse tanto en los motivos como en las intenciones, en la percepción de la
situación, en el modo de gestión de las normas y prescripciones, en las dimensiones
interpersonales que comporta un oficio de lo humano como lo es enseñar, en su
relación con el saber a enseñar, en las apuestas identitarias y autobiográficas que
ese momento comporta, así como en el papel que juegan otros saberes —de todo
tipo— en la configuración mental discursiva y no tanto de lo que hará o está ha-
ciendo en ese momento. Esta larga frase podría haberlo sido aún más, y en la mente
de muchos lectores aparecerá reconfigurada, completada, retocada, sin llegar nun-
ca a poner en cuestión la idea de que para entender la práctica de la enseñanza
debemos concentrarnos en el sujeto de la acción.

Sin embargo, sigue habiendo una zona de naufragios, que por otra parte es
más que comprensible porque conocer lo que todos hacen difícilmente permite co-
nocer con propiedad lo que cada uno hace. Está claro que si hemos observado 40 o
4 0 0 clases y encontramos trazos en común entre muchas de ellas, eso quiere decir
que habrá 800 u 8 0 0 0 que con bastante seguridad compartirán esas características.
El problema sigue siendo —inevitablemente— no la luz que hay sobre algunas
conclusiones sino las sombras que hay sobre todas las demás. Como ya lo hemos
visto anteriormente, es posible que lo que se dice acerca de las formas en que los
profesores enseñamos o de las razones por las cuales lo hacemos como lo hacemos
haga pensar a un lector que se trata de un estudio realizado en otro planeta, o en
una región muy lejana y muy diferente a la comunidad de prácticas que comparte.
Ese es el problema, pero también es parte de la solución.

La pregunta crucial sigue siendo quién quiere saber qué, que se desdobla
naturalmente en por qué quiere saberlo y para qué, en el sentido de qué hará con
ese saber cuándo lo posea. Quien puede ser el Estado, el departamento de inves-
tigaciones de la universidad o el tesista que necesita un proyecto de investigación
aceptable. Cuando ese quien es un profesor o un grupo autoconvocado de docentes
que se reúne porque siente que debe hacerlo, las cosas son muy diferentes. Podría-
mos establecer una comparación entre los distintos por qué y los para qué, que nos
remitirían una vez más al sujeto de la acción, aun si consideramos al Estado como
un sujeto encarnado en personas con nombre y apellido.

Lo importante en este punto me parece que es poder asumir que el conoci-


miento del otro está signado por la cuestión de los límites y la incertidumbre. Esto
es así para la historia, para la sociología y para la psicología y para todos los asun-
tos en que el objeto de conocimiento es un sujeto de acción, como por ejemplo un
profesor. Avanzar un paso y entender que ese sujeto en tanto tal tiene una forma
de entender lo que hace y que eso es importante para poder entender sus acciones
solo deja planteada la cuestión, pero no la resuelve en el sentido de asumir que de
esa consideración deviene naturalmente la posibilidad de tener acceso a esa forma
de entendimiento. Las formas discursivas y comunicacionales que la evidencian
nos dicen mucho más que sí existe que realmente cómo es... vista por alguien que
forzosamente es un intérprete de un texto, de una acción, de un pensamiento que
le es por definición ajeno.

En el fondo, la comprensión que cada uno tiene de sí mismo persona, agen-


te o autor de una acción es también una interpretación, que es tan acción como lo
es aquello que le es dado interpretar. Y esto vale tanto para saber cómo piensa un
profesor y qué relación tiene eso con la forma en que da sus clases como para saber
qué piensa un investigador de su acción, de su objeto de estudio y de la forma en
que se desempeña profesionalmente como investigador educativo, social, histórico
o físico. Posiblemente sea entonces recuperando la calidad de sujetos tanto de los
profesores como de sus investigadores que avancemos un paso en la difícil tarea de
desenredar esta madeja que tiene aristas tan complicadas. El problema no son los
profesores o sus investigadores, es que son sujetos de acción.

Desde mi punto de vista es precisamente la existencia de un enorme arse-


nal teórico lo que nos permite pensar de mil maneras la relación entre un sujeto y
su acción. Nos permitirá también pisar suelo firme en esta cuestión. Está claro que
estas herramientas, pensadas y utilizadas desde fuera nos permiten entender mu-
cho más el cómo que el qué de la cuestión y esto no es poca cosa. Podemos hablar de
motivos, de razones de actuar, de intenciones, de expectativas, de movilización de
trazos identitarios, de construcción identitaria, de transferencias y contra transfe-
rencias, de relación con el saber... pero es solamente en manos del autor de acción
que estas herramientas tienen la posibilidad de producir un qué preciso y definido.
Tenemos que contar, como siempre, no solo con qué herramientas fueron movi-
lizadas sino con cómo lo han sido, es decir, por qué razón, con qué intención, etc.
Todos sabemos que en otra ocasión, con otras herramientas, o con otros motivos,
el qué producto del relato y del análisis puede resultar tal vez un poco diferente al
de la vez anterior. Tal vez aquella clase maravillosa deje de serlo en todo su esplen-
dor y, vista con otros ojos, resulte un poco menos ejemplar.

Lo que me interesa destacar en este punto es entonces que con las mismas
herramientas de análisis podemos mirar las acciones de enseñanza desde dentro
y desde fuera, lo que no hace que unas miradas sean más teóricas que otras como
tendremos ocasión de comprobar a poco de andar en el primer capítulo del libro.
La mirada desde fuera es siempre más fructífera cuanto más abstracta y generali-
z a d o s , cuanto más ilumina los modos en los cuales comprender los resortes de la
acción en lugar de aventurarse a tomar la voz de los agentes hablando por ellos. La
mirada desde dentro, para cualquier acción, tiene muchos modos de ser compar-
tida y dejarse ver, pero siempre es una mirada de autor leída, interpretada e inter-
pelada por un lector/intérprete y, a veces, juez o evaluador al mismo tiempo. Una
larga experiencia en este terreno me dice que las escrituras acerca de las prácticas
que hacen sus propios autores tienen unos lectores en los colegas que las leen desde
un lugar que podría haber sido el suyo, y otra, bastante diferente, de aquellos cuyo
lugar ha sido desde siempre el de fuera. Aunque este libro está pensado y dirigido
muy especialmente a los profesores de historia, la ilusión de un diálogo potencial y
fructífero con quienes se han dedicado a investigarlos está también en el horizonte
de mis expectativas. El debate siempre abierto de qué es una teoría en relación con
una práctica, y sobre todo de quién es el teórico y en qué sentido lo es, no quedará
de ninguna manera zanjado en este libro. La idea es más bien la de tener elementos
para pensarlo y repensarlo, y aportar aun desde el desacuerdo y el cuestionamiento.

* * *

Este libro se compone de cuatro capítulos. En el primero me ocuparé de


bucear en las profundidades de un océano compuesto de palabras y pensamientos
porque de lo que se trata precisamente es de pensar en cómo la historia, es decir su
discurso, es mostrado a otros a través de la palabra hablada o escrita —presentada
en distintos soportes que no son solo palabras para ver con los ojos— sin olvidar-
nos de las formas en que da pie a diálogos, reconfiguraciones discursivas, pregun-
tas, etc. Ricoeur dice que «la historia es totalmente escritura: desde los archivos a
los textos de historiadores, escritos, publicados, dados para leer» (2003, p. 311) y,
diciendo esto, no va aparentemente más allá del trabajo de los historiadores. Po-
dría, sin embargo, con las mismas herramientas, haber pensado en los profesores
y en los alumnos de las clases de historia y su afirmación no cambiaría en lo esen-
cial. Serán pues las herramientas de todas las ciencias del texto las que atraerán
mi atención en este capítulo, desde la hermenéutica y la semiótica hasta algunas
miradas de la lingüística, sin dejar de tener en cuenta los aportes de la filosofía de
la acción en sus diferentes abordajes de la cuestión. 21 La idea principal es precisa-
mente la de crear un gran basamento en materia de herramientas de análisis de la
práctica de la enseñanza de la historia que me permita en lo que sigue avanzar ha-
cia la idea de que es posible dar cuenta de una dimensión teórica en el contexto de
los modos explicativos, comprensivos o simplemente descriptivos que un profesor
elabora respecto de su propia acción de enseñar historia.

Casi sin transición este capítulo conducirá a un segundo dedicado a los


modos en que se puede pensar la dimensión singular del j o enseño... historia, en
primera persona, precisamente, del singular. En este capítulo las herramientas pro-
venientes de otros campos del saber se conjugarán con las que provienen de la
filosofía de la historia, en particular la contemporánea. Partiendo de la base de que
es imposible comprender ninguna acción de enseñar, desde dentro o desde fuera,
sin incluir en el análisis la especificidad del conocimiento enseñado, iré en busca de
los modos en los cuales pensar acerca de la historia que enseño. Esto requerirá la
opción por unas u otras herramientas de análisis, lo que definirá en última instan-
cia el fruto del trabajo analítico. Aunque no serán la línea principal del enfoque, no
podré evitar el recurso a otras herramientas que sean de buen recibo en el análisis,
por ejemplo las provenientes del psicoanálisis o de otros campos del saber.

El tercer capítulo —impensable sin los dos anteriores— cerrará la línea


argumental del libro en el sentido de constituir a la didáctica de la historia en un
producto del pensamiento singular de cada profesor en relación con su acción de
enseñar historia. En la misma línea, presentaré argumentos para encuadrar a este
pensamiento como una producción teórica en el sentido de una teoría práctica y no
de una teoría formal. Quedará sin embargo en el mismo lugar en el que quedan
todas las teorías, en el de un aparato discursivo con pretensiones descriptivas, ex-
plicativas o predictivas respecto de lo real que es teorizado, en el cual la marca de
autor, la dimensión ilocutoria y las razones para existir serán siempre inevitable-
mente rastreables. Desde este punto de vista está claro que esta dimensión teórica
tiene más bien la potestad de configurar lo real y, aunque no sea de su aplicación,

21. Q u e d o definitivamente en deuda con t o d o lo referente a análisis de la imagen, fija


o en movimiento, a la espera de trabajos que lo m u e s t r e n c o m o herramientas de análisis para esos
t r a m o s o esos aspectos de u n a clase de historia que no se atiene s o l a m e n t e a los textos escritos y a
los f o r m a t o s discursivos que atraen h a b i t u a l m e n t e nuestra atención.
que deviene un cierto modo de hacer las cosas, lo cierto es que no se puede separar
la acción futura de la acción presente teorizada por su propio agente. Aprovecha-
ré este capítulo para revisar algunos posicionamientos anteriores respecto de este
asunto en los que no he delimitado adecuadamente el lugar presuntamente teórico
de lo que se puede entender que guía la acción y la acción de teorizar propiamente
dicha, que es una acción en sí misma (diferente de la que es teorizada).

Un cuarto y último capítulo cerrará el planteo de este libro. De alguna ma-


nera entrelazará distintos componentes en uno que me parece central y que no le
he dedicado mayor atención hasta el momento: la cuestión identitaria como confi-
guración singular del sujeto. Conjugando distintas miradas sobre lo identitario que
abren un abanico de pertenencias sociales, profesionales, políticas, ideológicas, de
género, etc., serán la cuestión del hacer profesional y de la teorización práctica las
que me llevarán a rematar este asunto en la cuestión de la formación profesional
docente. En consonancia con los planteos anteriores no arribaré en ningún mo-
mento a decir cómo creo que se forman los profesores, sino que esbozaré algunos
lineamientos en relación con el lugar que tienen en esa formación profesional el
hacer y la teorización del hacer, ambas en tanto acciones emprendidas por el pro-
pio sujeto de la acción. Una breve conclusión, en el estilo de resumen y perspectivas
dará por culminado este trabajo.

Antes de comenzar propiamente la lectura del libro propiamente dicho, los


lectores han de saber que no tendría su forma actual sin las incontables observa-
ciones y sugerencias que han aportado generosamente al manuscrito original tres
lectoras que de alguna forma han acompañado y compartido la formación teórica
de la que da cuenta este libro. Vaya pues el agradecimiento y el reconocimiento me-
recido a las colegas y compañeras de ruta de muchos años: Ana Buela, Magdalena
de Torres y Virginia Gazzano.
Conclusión: Con los pies en la tierra

Eppur si muove
GALILEO GALILEI

Hace ya más de un cuarto de siglo que Donald Schon aludió metafórica-


mente a las diferencias existentes entre el mundo de los que teorizaban las prác-
ticas (high hard ground) y el de los que las llevaban a cabo efectivamente (swampy
lowlands). Esta forma de designación tenía la virtud de marcar a la vez una relación
de jerarquía y de prestigio entre ambas partes y una forma de configurarlos como
mundos ajenos y distantes uno del otro. Si me atengo a esta metáfora, entonces
esta conclusión debería llamarse con los pies en el barro o bajo el agua —un agua
todo menos limpia y clara—. Hay que tener en cuenta además que en general los
pantanos no son ni saludables ni confortables, al menos para los humanos. Sin
embargo hay una vegetación y una fauna que vive y prospera allí y que no podría
hacerlo en la tierra firme sin pérdida de su calidad de vida. De todas formas no hay
que perder de vista que los prácticos en los que pensaba Schon no eran profesores
o maestros —al menos en un principio— sino más bien arquitectos, diseñadores,
músicos —clásicos o de jazz—, deportistas de desempeño destacado y otros profe-
sionales, lo cual limita un poco el alcance despectivo de la metáfora. Si me atuviera
en cambio a la metáfora del lado oscuro de la Luna que utilicé en la introducción,
tendría que decir con los pies en la Luna y no en la Tierra. En ese caso resultaría que
la Luna sería el suelo firme de las teorías prácticas de la práctica de la enseñanza y
la Tierra el lugar donde se generan discursos ajenos, extraños y no siempre atina-
dos en relación con lo que los profesores hacemos en nuestras clases.

En realidad la profesión docente no nació subalterna —en el sentido de


sin voz propia y discursivamente configurada como el o lo otro— porque al menos
hasta el siglo x i x cuando una persona era llamada maestro — y por esto se lo con-
vocaba para enseñar su saber a otros— implicaba un enorme reconocimiento a sus
capacidades y sobre todo a sus desempeños profesionales. Hoy en día ese término
está relacionado en muchas partes del mundo con funcionarios de la educación
cuya tarea está ampliamente prescrita y en muchos casos —reflejando su relativo
nivel de prestigio social y profesional— su salario es muy discreto en relación con
el que perciben otros profesionales. Desde el punto de vista académico, y esto lo
hemos visto, ni sus saberes formales —esos que enseñan a otros— ni sus saberes
prácticos pueden considerarse notables. La amplia mayoría de los estudios realiza-
dos en torno a los profesores, al menos los de historia, concluyen que o enseñan la
historia equivocada, o adoptan el enfoque equivocado, o enseñan un conocimiento
escolar que es, como en la caverna de Platón, tan solo una sombra de los verdaderos
conocimientos. A la luz de las formas en que ese hacer profesional es analizado,
teorizado y prescrito — a partir en muchos casos de estudios con amplia base em-
pírica— se puede pensar que los profesores y maestros hemos ganado una notoria
condición subalterna, discursivamente construida desde las tierras altas de las que
habla Schon. El hecho de tratarse de profesores de historia me parece que vuelve
esta cuestión todavía más evidente en tanto la enseñanza de la historia — y tal vez
la de su hermana la geografía— ha nacido de un compromiso con la afirmación de
los valores nacionales, y en algunos casos también cívicos y democráticos.

No debemos tampoco olvidar que en sí mismas la investigación y la es-


critura de la historia son unas prácticas complejas, no tanto en el sentido técnico
como en el político e ideológico. Si los historiadores están todo el tiempo en la mira
de los defensores de la nación y otros valores, los profesores de historia lo estamos
el doble. En el fondo a veces parece que lo importante no es ni que los profesores
enseñemos historia propiamente hablando, ni que los estudiantes la aprendan. El
peso de los fines políticos, cívicos e ideológicos es tan grande —aún h o y — que a
veces nos hace dudar del interés específico que puede haber en la enseñanza de
ciertos contenidos que tal vez ni funden la nación, ni estimulen la tolerancia, ni
acompañen la entrada en el ejercicio responsable de la ciudadanía.

Lo que sucede es que en general, cuando alguien elige ser profesor de his-
toria piensa que le gusta la historia, tal vez no tanto enseñarla, pero difícilmente la
cuestión de la nación, la ciudadanía y los otros valores estén en el eje de una deci-
sión que alimentará el sentido del estudio de muchos saberes así como de un ejerci-
cio profesional que posiblemente lo acompañe durante décadas. Lo hemos visto, y
a veces en forma muy explícita, lo mismo sucede con los historiadores. A veces uno
tiene la impresión de que más que contribuir a fundar la nación lo que expresan
en sus trabajos son sus convicciones políticas, cívicas, nacionales, ideológicas o re-
ligiosas. También, igual que los profesores de historia, los historiadores muestran
de una manera o de otra su gusto y su interés no tanto por la histórica, sino por
algún tipo de historia en concreto: antigua, nacional, económica, cultural, micro...
Es como si no se pudiera entender ninguna de las dos profesiones sin un versículo
inicial que dijera «me gusta la historia». Está claro sin embargo que esto no quiere
decir que a todos nos guste ni lo mismo de la historia ni de la misma manera. Se
necesitaría entonces un segundo versículo, o algunos más, para dar cuenta de ese
rapport —con qué de la historia— que hace de uno un historiador o un profesor
de historia, o ambas cosas porque también es posible.

De alguna manera, al colocar en un lugar de primer orden la relación del


profesor con el saber que sabe —seguramente mucho más que otros de igual o de
diferente naturaleza— este libro ha pretendido dar algunos elementos para reor-
ganizar los caminos de acceso y entendimiento a la práctica profesional de la ense-
ñanza de la historia, desde donde se la mire. Desde mi punto de vista, tanto para
entender el trabajo de un profesor de historia como seguramente para hacerlo con
el de un historiador, en lo primero que hay que pensar es en la historia. Si tengo
que decirlo, no he conocido profesores de historia que no organizaran el entendi-
miento de sus prácticas entrando por otra puerta, lo que no significa que todos sus
análisis hayan estado regidos por alguna especie de patrón metodológico. Esto nos
abre como hemos visto, un abanico de opciones inmenso y tan difícilmente abor-
dable como conciliable en su totalidad. De todas formas, no se trata nunca de tener
todas las herramientas de análisis movilizadas, e incluso de tenerlas a disposición.
Alcanza con tenerlas, y usarlas.

Lo que esto significa antes que nada es que hay que ir a buscar herramien-
tas de análisis que nos hablen de la historia, de la historiografía, de las formas de
vincularse con el otro del pasado, de los modos de entender el juego de temporali-
dades entre ellos y nosotros, entre allá y aquí mismo, ahora. Será siempre el lugar de
la mirada el que organice la comprensión de lo que se ha enseñado, o se enseñará si
lo que está en juego es un proyecto de clase o de curso. En este sentido, la opción
por herramientas provenientes del marxismo, de los Anuales, del estructuralismo,
del psicoanálisis o de la historia conceptual o la historia intelectual, etc. será la que
organice la comprensión de un trabajo relativo a cualquier cosa que haya sucedido
en un mundo que no necesariamente es el europeo o ha de entenderse europea-
mente, De esta manera la firma del sujeto de la acción aparece doblemente: en su
rapport con el tema de la clase y con una determinada orientación historiográfica y
filosófica, y en las herramientas de análisis movilizadas, que no necesariamente son
las únicas que tiene a la mano. Debo decir que he visto análisis extraordinarios por
ejemplo en clave poscolonial de clases cuya orientación ha sido en grandes líneas
organizada sobre la base de una bibliografía de orientación marxista o claramente
nacionalista. Siempre quedó claro que si el análisis hubiera tenido en cuenta los
trabajos de Braudel o de Koselleck, o del propio Marx, la cosa hubiera pintado
distinta.

Esto quiere decir entonces que después de146 o además de posar la mirada
en la historia que se enseña en esa clase o en ese curso —más allá de su uniformi-
dad o diversidad historiográfica— hay que empezar a pensar en las herramientas
de análisis con las cuales esa historia enseñada será o ha sido pensada, entendida,
defendida o atacada. La experiencia me dice que la apropiación de este tipo de he-
rramientas de análisis en el contexto de la formación profesional docente —inicial
o continua— es una tarea bastante ardua. En principio se trata de saberes no en-
señables a los futuros alumnos, y por lo tanto de una practicidad discutible en un
contexto en el cual aprender sobre Roma implica la posibilidad de enseñar sobre
Roma. Su lectura y su comprensión movilizan en cada uno procesos y reacciones
notoriamente diferentes a los que advienen frente a la lectura de trabajos historio-
gráficos. A veces uno tiene la sensación de que piensan que autores como Barbier
o Clot —como diría Romeo a Mercucio— de nada real están hablando [y segu-
ramente algunos apuestan a que en efecto son vastagos de una mente ociosa]. Y sin
embargo, usándolos se aprende a usarlos. De todas formas, como son saberes for-
males, primero hay que saberlos —de la misma manera que hay que saber historia
para enseñar historia— y esto sin concesiones ni relativismos. Sin embargo, lo
interesante es que muchas veces es la situación de análisis la que los demanda y los
vuelve con algún sentido en la medida en que tienden a satisfacer una necesidad. Es
de esta manera, es decir convertida en instrumento de análisis, que la filosofía de la
historia contemporánea se vuelve en muchos casos una herramienta imprescindi-
ble y altamente fructífera, de la misma manera que lo hacen la filosofía analítica, las
teorías del texto, las de la acción y de la práctica, la hermenéutica, el psicoanálisis,
los cognitivistas, y muchos otros lugares de saber que a veces no imaginábamos
pertinentes en el análisis de una simple clase sobre el segundo sitio de Montevideo.

Ha quedado claro por otra parte que despejar la cuestión del rapport de
un sujeto de acción con un determinado saber demanda otro tipo de herramientas

146. D e hecho, estos procesos se dan en general de f o r m a simultánea y conviven m á s o


m e n o s a r m o n i o s a m e n t e . L a s reglas del lenguaje no p e r m i t e n otra f o r m a de presentación que no sea
la de u n o detrás de otro.
de análisis, como lo demanda su relación con la situación en la que actúa o con la
configuración de unas líneas identitarias. No podemos quedarnos en mirar solo la
historia, la historiografía y la filosofía, porque aunque tal vez tengan un lugar de
prioridad en el análisis —son como un ancla, impiden que el análisis se disperse
y se generalice o se vuelva abstracto— no tienen la posibilidad de cubrir todos los
aspectos a analizar en la tarea de dar clase de historia a unos alumnos, un día.
Los elementos provenientes de la filosofía de la acción, y de la del lenguaje de la
acción —algunos llegando desde el campo de la psicología, otros de la sociología
y otros de la lingüística— nos permiten mirar esa clase de historia con otros ojos
conceptuales.

La idea de analizar una práctica de enseñanza, es decir una clase o un tra-


mo de un curso, es mucho más compleja de lo que podría parecer en un principio.
A veces tendemos a darle una especie de giro mecanicista reificando una cuestión
en la cual hay un objeto de análisis, y luego unos resultados para el análisis. Está
claro que el objeto de análisis es casi principalmente un sujeto que actúa, humana-
mente hablando, y en especial lo hace interactuando con otros. Por otra parte, si el
sujeto de la acción es el mismo que el sujeto del análisis —porque debe habernos
quedado claro que son dos acciones distintas aunque profundamente interrelacio-
nadas— ya no nos queda tan clara la relación del sujeto con el objeto como sería
en el caso de otros trabajos de análisis y teorización. Esta situación ha tratado
de ser objetivada desde distintos puntos de vista: algunos han teorizado sobre la
reflexión, e incluso han llegado a hablar de una práctica reflexiva,147 otros tienden
a descalificar lo que uno dice acerca de lo que hizo por contaminación subjetiva,
y otros más entienden que eso necesariamente implica un trabajo con otros en un
ejercicio de estilo más o menos mayéutico. Algunos incluso combinan la observa-
ción y la entrevista como modo de lograr un análisis en profundidad de la práctica
de la enseñanza. Este libro no ha tratado de ninguno de estos casos. Nos hemos
quedado en el análisis que cada uno es capaz de hacer, con las herramientas que

147. Y no en el sentido de la práctica de la reflexión, sino de ser profesionales reflexivos


y p o r lo t a n t o ejercer sus profesiones de u n m o d o reflexivo. I n t e n t a n d o ser coherente con lo que
he planteado a lo largo del libro, la reflexión, c o m o el análisis es u n a acción específica, y el asunto
s o b r e el cual trata ese análisis o esa reflexión es otra acción. A d o s a r la reflexión a la práctica de la
e n s e ñ a n z a para ser u n profesor reflexivo da lugar a recorrer distintos c a m i n o s en el uso de la lengua:
p o r u n lado, reflexionar p o d r í a implicar u n a característica del profesor, y p o r lo tanto d e n o m i n a r í a
a aquellos que hacen las dos cosas, e n s e ñ a n y reflexionan s o b r e sus clases. L a cosa se vuelve más
oscura cuando se habla de reflexión en la a c c i ó n . . . de e n s e ñ a r . . .
tiene y con el sentido que puede concederle en ese momento a la acción de analizar
una clase ya pasada, y otras veces la que vendrá o el curso que empieza en marzo...

Creo que nunca habré señalado con suficiente énfasis lo relativo que pue-
de ser contar con la voz de un profesor para saber qué piensa acerca de lo que ha
hecho. Es como si pensáramos que tenemos que tomar por expresión del pensa-
miento de Galileo lo que le dijo al tribunal de la inquisición. Muchos relatos de
profesores también dependen de manera similar del contexto de la enunciación, y
con seguridad hay gente que después de ser entrevistada en relación con su pen-
samiento sobre su propia acción dice bajito eppur si mouve, y me hago cargo de lo
metodológicamente inquietante que es poner este asunto en palabras. De hecho
implicaría algo así como decir «no veo por qué razón he de decir lo que pienso,
sospechando que esto acarreará unas ciertas consecuencias desfavorables para mi
persona».

A estas alturas tendría que haber quedado claro que esta plasticidad en re-
lación con el discurso sobre uno mismo tiene muchas raíces y funciona de maneras
muy diversas, y a veces también perversas. Con esto quiero decir que todos sabe-
mos que hay personas que detestan hablar de sí mismas a otros, y más si no existe
una relación de confianza entre ellos. De la misma manera hay personas que se
animan a hablar mucho más con desconocidos que con conocidos. También están
los que aprovechan el momento de lucimiento que implica ser objeto de la atención
de colegas o de investigadores, así como están los que no pueden con el efecto de
desnudez que esto implica. Lo único que tenemos claro es que nadie es inocente
en relación con tener una idea, valorativa o simplemente descriptiva, respecto de la
clase que acaba de dar que pudo haber sido horrenda, del montón o extraordinaria.
Esto también condiciona el análisis que un profesor hace de lo que ha hecho.

Es innegable por otra parte que la práctica del análisis de su propia prác-
tica tiene muchas veces sentido si es acompañada, como lo es también la forma-
ción profesional (que de una manera u otra incluye también el acompañamiento
en el aprendizaje de la teorización práctica). De ahí a que se pueda considerar que
la única reflexión que vale es la grupalmente compartida, hay una gran distancia
y aplican especialmente las restricciones de confiabilidad que he enunciado en el
párrafo anterior. Esto no quiere decir que un sujeto sea una fortaleza amurallada,
no influenciado, no influenciable, y para el cual no cuente de ninguna manera la
interacción con los otros. En el fondo es la imagen de los otros la que nos hace
uno mismo, con lo que hemos tomado de otros, pedido prestado y rechazado. Y
sin abstracciones, no seríamos profesores de historia si no hubiéramos aprendido
la historia que otros investigaron y escribieron, si no hubiéramos aprendido de
nuestros maestros y profesores, y de tantos otros con los cuales hemos compartido
la historia de nuestra propia vida. Lo que sucede es que no hay una fórmula para
esto, cada uno lo hace a su manera.

Como hemos visto a lo largo de este libro, teorizar la práctica —la de la


enseñanza y seguramente cualquier otra— es más que nada una acción discursiva
que empieza por un relato de lo acontecido que lo que lo convierte en objeto de
análisis. De hecho, nunca analizamos lo que hicimos, todo el tiempo analizamos a
partir de lo que decimos que hicimos, y eso puede ser siempre más detallado y explí-
cito a medida que las demandas del análisis se van haciendo notar. En tanto teoría,
y sobre todo en su dimensión interpretativa, este primer relato que muchos quisie-
ran que se atuviera a los hechos y nada más —pero todos sabemos que eso no es
posible— ya tiene un pie en una teoría de la práctica. Puede ser que sea un esbozo,
que sea muy simple y que por supuesto dé pie para trabajar durante días y días en
ese asunto, pero eso no impide que empecemos, precisamente, por las dimensiones
interpretativas que contiene ese primer relato. En lo que sigue, lo importante una
vez más, son las herramientas de análisis que uno esté dispuesto a movilizar para
la ocasión.

Como el análisis de una clase acontecida no es un trámite, sino que siem-


pre hay alguna razón por la cual existe, es allí donde aparecen las herramientas
apropiadas y se dejan de lado otras que en otra ocasión podrían haber sido muy
potentes. Puede que uno esté preocupado por el enfoque historiográfico de la cla-
se, o puede que el punto sea la organización del relato, el encadenamiento de los
eventos, el trabajo con los documentos o textos, o la significación especialmente
personal que tiene ese tema, ese día, en ese grupo... Es por esto que no es posible
hacer un manual de análisis de la práctica de la enseñanza de la historia, ni siquiera
dictar un curso que no consista, precisamente, en analizar prácticas de los asisten-
tes. Y aun así, lo que allí se diga no deja de ser un análisis público y compartido,
cuyo eco en la intimidad del sujeto autor y agente del trabajo que fue analizado y
compartido puede estar bastante lejos del acceso de terceros, así sea exactamente
idéntico o totalmente opuesto a lo que allí se ha dicho.

Tengo absolutamente claro que insistir en el hecho de que para que una
teoría práctica de la práctica de la enseñanza exista no es necesario que sea comu-
nicada a nadie tiende a implicar que eso es tan vago que es imposible que tenga
algún valor. Va naturalmente a contrapelo de cualquier noción de teoría a la que
estemos acostumbrados, pero lo que sucede es que — a diferencia de las teorías
formales que refieren a asuntos ajenos al sujeto de la acción de investigar— las
teorías prácticas no tienen por finalidad establecer un conocimiento acerca de la
práctica sino construir un sentido para ella. De hecho no dicen exactamente cómo
es esa práctica, sino más bien qué sentido tiene para quien la ha llevado a cabo. Y
ese sentido tiene que ver con la orientación historiográfica, con el uso de mapas,
textos, videos o fichas de trabajo, con el dominio del grupo, con la gestión de cues-
tiones interpersonales, y con muchas otras cosas más que tienen lugar a lo largo
de una clase. Una teoría práctica no es una evaluación de una clase o de un curso,
ni de un estilo de hacer las cosas o de una orientación historiográfica, pero incluye
sin duda la satisfacción (plena o relativa), el disgusto o el cuestionamiento respecto
de lo que uno ha hecho en ese momento. Hemos visto cómo, siendo el análisis una
acción que acontece en un momento dado, por motivos específicos y con intencio-
nes igualmente claras, su resultado se relaciona con la acción analizada pero no la
cambia ni la mejora ni la empeora. Lo que sí puede cambiar con el tiempo es el sen-
tido que se le dio a esa acción, cosa que tal vez tenga que ver con las herramientas
de análisis movilizadas pero también con otros eventos que tuvieron lugar entre el
momento de la clase analizada y el del análisis. En la memoria de cada lector habrá
seguramente más de un ejemplo que ilustraría a la perfección esta condición de la
teorización práctica de la práctica de la enseñanza.

Finalmente, ¿para qué puede existir o tener necesidad de hacerse algo que
se puede considerar como una teoría práctica de la práctica de la enseñanza? La
respuesta, obviamente, depende de quién haga la pregunta. Si es desde fuera, por
ejemplo en el contexto de una investigación que desea saber por qué los profesores
actúan como actúan, o qué es lo que piensan acerca de lo que hacen o harán, la pre-
gunta se transforma en otra aún antes de haber sido planteada: ¿cómo es que aún
contando con poderosos instrumentos de acercamiento a la realidad, esta persiste
en darnos señas inequívocas de su incorruptible opacidad? Desde mi punto de vis-
ta esto no es más que la expresión de asuntos que refieren al uso y la circulación del
poder en una sociedad. Tengo además la sensación de que este tipo de investigacio-
nes no obedece a una sana y simple curiosidad científica, que podría serlo en el caso
de investigaciones necesarias en el contexto de una tesis de maestría o de doctorado,
incluso en la fundamentación de un proyecto de investigación en el ámbito de un
departamento de investigación en educación, en didácticas, en formación profe-
sional. De todas formas, la ilusión de que esto tiene al final del camino un sentido
político que incidirá en la configuración de instituciones educativas o de formación
profesional no parece estar en duda.
Si por el contrario la pregunta se la plantea un profesor, o un grupo de
profesores que comparten intereses y puntos de vista similares en relación con sus
prácticas, la cuestión es un poco diferente. Sin duda la curiosidad y el deseo de
superar la ignorancia están descartados como motivos. Mientras que un profesor
puede asistir a un congreso, a un curso o leer un libro porque desea saber más en
relación con un determinado tema, y eso podríamos encuadrarlo en un eje de cu-
riosidad-deseo de saber, el trabajo en un grupo de colegas o ese rato que pasa pen-
sando en la clase de ayer o este curso que acaba de empezar o que está terminando
no remite de ninguna manera a una actitud curiosa o relacionada con un deseo de
saber más acerca de lo que sabe poco o nada. La acción de teorizar una práctica de
enseñanza cuyo sujeto es quien la teoriza tiene sentido no como la creación/po-
sesión de un nuevo saber sino como un entendimiento de la acción analizada que
se entrelaza con el recuento de otras acciones así como con posturas respecto de
muchas cosas como por ejemplo la imagen de sí para distintos tipos de otros, la op-
ción por una postura historiográfica, el tono ideal de las relaciones pedagógicas, así
como la forma en que ese pasado reciente recoge trozos de uno más antiguo y mira
hacia un futuro que puede ser la clase que viene, el tema siguiente o el año próximo.

En tanto una teoría práctica de la práctica de la enseñanza es antes que


nada una producción de sentido para eso de lo que se está ocupando en ese mo-
mento, tiene que haber un sentido para que se haga, y en esto no estamos lejos
de cualquier otra actividad teorizante ya sea respecto de la práctica de otros o del
funcionamiento del universo. Y volvemos así a la pregunta inicial. De hecho po-
demos pensar que cualquier acción —de transformación del mundo o de las re-
presentaciones que un sujeto o una sociedad tiene respecto de este— está siempre
acompañada de una dimensión representacional que la hace comprensible para el
sujeto de la acción, ya sea la de enseñar o la de teorizar la práctica de la enseñanza.
Lo que sucede es que en una práctica compleja como es la de la enseñanza de la
historia, el trabajo de construir un sentido para su acontecer siempre tiene posibi-
lidades de expandirse en tanto los puntos de mira pueden ser muy diferentes entre
sí. A veces se piensa que la acción teorizante de una práctica tiene que ver con los
hiatos o con momentos difíciles (breakdown), de lo cual no hay ninguna duda. Pero
lo cotidiano, lo banal, lo simple también puede ser teorizado y comprendido en
profundidad, y ni que hablar de esos momentos mágicos en los cuales todo parece
haber salido de la mejor manera posible. Está claro que hay clases en las cuales lo
que importa analizar es la orientación historiográfica, en otras lo es lo referente a
la ejercitación o el trabajo con una novela o unos fragmentos de una película. A
veces lo que interesa teorizar es el abordaje de lo interpersonal o incluso el manejo
del tiempo real, no del histórico, en relación con una previsión programática oficial
o personal. Es esto lo que da sentido a un trabajo de teorización práctica, y no la
puesta en marcha de un dispositivo metodológicamente pautado a través de una
grilla de actividades o de un cuestionario estandarizado. Lo mejor es que siempre
es un relato, y a veces un diálogo (presencial, con otro o con un grupo, o con ausen-
tes, incluso fantasmas).

Este es un libro de didáctica de historia, y sin embargo no dice ni cómo


se enseña ni cómo ha de enseñarse la historia. Tampoco dice cómo ha de anali-
zarse esa práctica, ni mucho menos cuáles son los resultados de un cierto análisis
que estaría contenido en las páginas de un libro. De todo lo anterior se desprende
que semejante libro sería imposible, además de inútil por todo concepto. Ya hay
suficientes páginas escritas en modo descriptivo-prescriptivo y en modo subalter-
nizador como para agregar unas más que me harían, bien mirado, sentir que es-
cribo con la mano para después borrar con el codo. En realidad, los únicos libros
de didáctica de historia que pueden ser tenidos como tales son los que contienen
escrituras de los profesores dando a conocer sus teorías... tal como eran el día que
cerraron el artículo y lo mandaron a la imprenta o a la revista para su publicación.
Posiblemente se pueda aprender más didáctica de historia en esos trabajos que en
este libro que en el fondo ha estado dedicado a la cuestión de las herramientas de
análisis y no propiamente a teorizar ninguna situación de enseñanza de la historia
relacionada con mi propia experiencia de aula. Siento sin embargo que ir a lo pro-
fundo en esta cuestión nunca es tiempo perdido porque es con las herramientas de
análisis que el análisis funciona, por más simples que sean. Que todo lo que aquí se
dice pueda ser replicado, contestado o enriquecido, está en las reglas del juego y es
mejor, mucho mejor, que así sea.

La enseñanza de la historia navega actualmente por mares muy turbulen-


tos. Muchos profesores no pueden reconocerse en los alumnos a los cuales están
tratando de enseñarles lo que saben de historia. La historiografía que es la base del
trabajo con los contenidos dentro de una clase viene sufriendo cambios radicales
que obligan a veces a repensar cada palabra y cada gesto. Microhistoria, subalterni-
dad, poscolonialidad, historia conceptual... todo nos lleva a tener que cuestionar-
nos el orden de los cursos, la evaluación de los conocimientos, la ejercitación, los
materiales que llevamos a clase, en fin, más de lo que podemos abarcar con una sola
mirada. Posiblemente sea este conjunto de situaciones novedosas y a veces adversas
lo que nos lleve a una buena renovación de las aulas de historia, con alumnos que
no son los de antes, en escenarios locamente desafiantes y con una historiografía
y una filosofía de la historia cada día más provocadoras. Teorizar la práctica de la
enseñanza en este escenario es más que un reto, es una necesidad profunda para la
cual hay que estar preparado y dispuesto a enfrentar.

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