habitamos; un solo Caos ha producido a todos los mortales. M eleag ro de G ad a ra ¿Tener humanidad qué es lo que supone exactamente? ¿La posesión de una virtud, la propensión a cierto sentimiento, el de recho a reivindicar frente a otros determinado estatuto? ¿Con siste la humanidad en la esencia que caracteriza a los pertene cientes a la clase o conjunto de los humanos? ¿Acaso se trata de un proyecto político o de una reivindicación moral? En todas es tas acepciones se ha utilizado el término y sin duda en otras pró ximas y aquí no mencionadas. Antes de haberla definido por completo, saboreamos ya la humanidad: la admiramos como vir tud, la elogiamos como sentimiento, la reclamamos como dere cho, la proponemos como meta... Por otro lado, es voz que suena a retórica manida, a trascendente intrascendencia. No es fácil to mar del todo en serio algo con rasgos de obligación, de privilegio y de carácter específico.
En cuanto a aventurar una definición, más vale de entrada
renunciar a ello, acogiéndonos al dictamen nietzscheano de que lo que tiene historia no puede tener definición. Así pues, no da remos una definición, sino muchas: a partir de su secuencia, ire mos quizá logrando un retrato impresionista (más que un retrato- robot para policías psicohistóricos) de este don que encierra una fatalidad y una demanda. En la antigüedad precristiana, la huma nidad se perfila a contraluz con los dioses: sombra frente a reful gencia, pero que cuando los ojos se acostumbran a la tiniebla vuelve luego —al principio débilmente y cada vez con más firme za—a brillar. Este es el paso desde la constatación desolada de la muerte inevitable en la saga del héroe Gilgamesh (que transcurre entre la autofundación de las hazañas y el desfondamiento en la certeza de perecer) hasta la fragilidad potente, atemorizada y te mible, del hombre griego, tal como se expresa por ejemplo en el célebre coro de Antígona, que parte de la certeza mortal para autofundarse en piadoso y profanador desafío. Más adelante, el cristianismo comprometió al dios con el hombre, haciéndolo en carnar y por tanto morir, pero sólo para mejor convencer al creyente de su comprometedora pertenencia a un reino que no es de este mundo. El hombre muere y por tanto no puede ser dios, el hombre muere y por tanto puede ser hombre, el dios muere y por tanto el hombre debe ser (transmundano) como dios.
Pero humanidad es también contraste con la disposición de
los animales y, en general, de los monstruos cuya naturaleza ha sido alterada por mutilación o locura. Esta disposición brutal, cuya rareza es comparable entre los hombres al carácter divino, Aristóteles la supone por lo común como una propensión de los bárbaros o de ciertos enfermos. Caen de este modo en la antro pofagia, la crueldad extrema, determinadas perversiones sexuales o incluso diversas fobias. Lo esencial, sin embargo, no es la perti nencia de la enumeración aristotélica de excesos sino la constata ción de que estos desvarios inhumanos escapan a las categorías morales propiamente dichas. Ni entre los dioses, ni entre los ani males, ni entre los monstruos semidivinos o semibrutales cabe hablar de virtud ni de vicio. Tampoco entre aquellos bárbaros cuyas instituciones públicas no permiten el desarrollo de una pai- deia ni de un auténtico consenso ético como el de la polis. La propia humanidad es ya una posición es to mesón, en el medio, equidistante de fieras y divinidades así como vigilada por la misma equidistancia política de sus miembros (isonomia). La hu manidad es el ámbito en donde el juicio de razón práctica tiene cabida. Supone un cierto nivel de integridad tanto fisiológica como psicológica y política. El límite de la humanidad es la fron tera misma de lo que podemos inteligiblemente encomiar o re chazar: transgredirlo es caer en el frenesí de lo sagrado o en la torpeza animal, en cualquier caso en lo inestimable. Eco de esta convicción es la respuesta justificatoria dada por Macbeth a su es posa cuando ésta le tacha de cobarde por no decidirse a llevar a cabo el crimen contra Duncan: «Me atrevo a lo que se atreva un hombre; quien se atreve a más, ya no lo es.»
La humanidad no sólo es la condición más íntegra de los
hombres, sino que también necesita el marco humano para con seguir manifestarse: los hombres se hacen humanos unos a otros y nadie puede darse la humanidad a sí mismo en la soledad, o, mejor, en el aislamiento. Se trata del don político por excelencia pues exige la existencia de un espacio público y a la vez revierte sobre él, posibilitándolo. Es Hannah Arendt quien más ha insis tido sobre este aspecto de la cuestión: «Este espacio es espiritual; en él aparece lo que los romanos llamaban la humanitas, com prendiendo con este término algo de supremamente humano en el sentido de que se impone sin ser objetivo. Se trata de lo mismo que Kant y en su traza Jaspers entienden por humanidad: ese ele mento personal que se impone y que ya no abandona al hombre que lo ha adquirido, incluso si todos sus restantes dones físicos y espirituales sucumben a los estragos del tiempo. La humanidad nunca se adquiere en la soledad; jamás resulta tampoco de una obra entregada al público. Sólo puede alcanzarla quien expone su vida y su persona a los riesgos de la vida pública, lo que le lleva a aceptar el riesgo de mostrar algo que no es subjetivo y que, por esta misma razón, no es reconocible ni controlable por él. De este modo los riesgos de la vida pública, en los que la humanitas es adquirida, se convierten en un don a la humanidad» (Vidas po líticas: Karl Jaspers). Hay una circularidad que anuda la humani tas sobre sí misma, porque en cierto modo la convierte en exi gencia previa de lo que nace a partir de ella: a este respecto, su condición es íntimamente semejante a la del lenguaje, la institu ción más objetiva e indomable de la subjetividad. De hecho, es en el lenguaje y los elementos de comprensión y expresión que allí se vehiculan donde brota la raíz de la formación de lo humano, en cuanto apertura hacia los demás. No humaniza la posibilidad de la palabra, ni siquiera la palabra en sí misma, sino la palabra dicha, intercambiada, aceptada. «Pues el mundo no es humano por haber sido hecho por hombres, y no se vuelve humano por que en él resuene la voz humana, sino solamente cuando llega a ser objeto de diálogo. Por muy intensamente que las cosas del mundo nos afecten, por muy profundamente que puedan emocionarnos y estimularnos, no se hacen humanas para noso tros más que en el momento en que podemos debatirlas con nuestros semejantes. Todo lo que no puede llegar a ser objeto de diálogo puede muy bien ser sublime, horrible o misterioso, in cluso encontrar voz humana a través de la cual resonar en el mundo, pero no es verdaderamente humano. Humanizamos lo que pasa en el mundo y en nosotros al hablar y, con ese hablar, aprendemos a ser humanos» (Hannah Arendt, Vidas políticas: De la humanidad en tiempos sombríos). Y de aquí depende también la esencial diferencia conceptual entre ser hombre y tener humani dad. Lo primero es una categoría que no proviene sino de la espe cie biológica y de una noción funcionalista de cultura naturalizada hasta el punto de no presentarse más que como nicho ecológico, por complejo que sea, de la especie; lo segundo implica la asun ción de un valor comunicacional centrado no en un hecho sino en una vocación. Y , como toda vocación, es una llamada, una disposi ción a entender y un propósito de hacerse entender. Lo humana mente importante del hombre no es que entiende (y por tanto uti liza y domina) el mundo, sino que se entiende con los demás hombres (y por tanto, en cierta medida, renuncia a utilizarlos y do minarlos). «Se distingue una filosofía de la humanidad de una filo sofía del hombre en que aquélla insiste en el hecho de que no es el hombre hablándose a sí mismo en un diálogo solitario sino los hombres hablando y comunicándose unos con otros quien habita la tierra» (Hannah Arendt, Vidas políticas: Karl Jaspers).
Queda establecida la vinculación esencial entre ese espacio
público —substrato de toda política— en donde el hombre se ex pone ante los otros (es decir, se muestra y se arriesga, más allá de la pura objetividad reproductora familiar y de la subjetividad que enumera en voz baja para sí misma la letanía controlada de sus dones) con el sentido más fuerte de lo que llamamos «humani dad». También va ya dicha la ligadura intrínseca entre la huma nidad y la vocación dialogante soportada por el lenguaje, como institución básica de la objetividad subjetiva. El núcleo de todo ello es: a diferencia de la condición divina o de la brutalización animalesca, que son formas de aislamiento por excepcionalidad, la humanidad en tanto condición íntegra del hombre reúne cuanto de significativo nos llega por la compañía de los demás y de ningún otro modo. Y ahora es preciso señalar el rasgo más ca racterístico con el que se identifica el uso normativo de la voz «humanidad»: nos referimos a su identificación con la actitud compasiva, de tal modo que el término se convierte en sinónimo de piedad ante el sufrimiento humano. Muestra humanidad quien compadece al doliente, quien se apiada ante el sufrimiento o el esfuerzo ajenos, procurando remediarlos o al menos no agra varlos. La humanidad es así la disposición de comprender el do lor, de darle toda su importancia en el contexto vital, de identifi carse con el dolor ajeno por rememoración del propio. La referencia principal es el dolor humano, pero podría extenderse a todos los restantes seres vivos, de acuerdo con una doctrina que tiene más peso en la tradición de oriente que en la occidental. Así fue suscrita, destacadamente, por Schopenhauer, introductor también de la relevancia del tema del dolor en la filosofía euro pea. Es Schopenhauer quien denuncia primero en nuestra tradi ción la crueldad, es decir la complacencia en causar dolor, como auténtico reverso de la humanidad. Llama la atención el escaso número y entidad de trabajos —hablando en términos relativos— que ha merecido la cuestión del sufrimiento en los estudios filo sóficos. Como el sexo y como la propia muerte, los teólogos han concedido más importancia al tema que los pensadores laicos, quizá porque los filósofos procuran no comprometerse dema siado con los problemas que carecen de solución satisfactoria. Y aún más cuando se refieren tan directamente a la carne humana: es sin duda en el sexo y en el dolor, así como en el espectáculo de la muerte, donde adquirimos más inequívoca conciencia de nuestra carne. Quizá en ello precisamente estribe esta dimensión compasiva de lo que llamamos humanidad: no sólo en concien cia de la carne, sino también conciencia de que la carne tiene conciencia... La tradición filosófica occidental ha tratado el dolor con un apresuramiento superficial y desconfiado, testimoniado por la ca rencia de un lenguaje específico del dolor, de una terminología precisa y que no remita exclusivamente a símiles groseramente objetivistas. Sobre este y otros aspectos pertinentes de la cuestión ha insistido Elaine Scarry en su The Body in Pain (Oxford Uni- versity Press, 1985), uno de los pocos ensayos filosóficos que se plantean abiertamente la cuestión del dolor, en tanto que posible destructor -tortura, guerra...- del mundo que el hombre -cada hombre—edifica y reclama para existir humanamente. Y por ello resulta tanto más significativo que el dolor, que en cuanto pade cimiento del sujeto funciona como el paradigma mismo de la cer teza y la vía de integración menos discutible en la realidad (nos pellizcamos o pinchamos para saber que estamos despiertos), venga a transformarse cuando nos llega «de oídas» en algo some tido a todo tipo de dudas, de incomprensiones y de equívocos, cuando no antonomasia preferente de fingimientos. Occidente tiene frente al dolor una actitud dominante, impositiva: es algo a atajar técnicamente, a soportar con desdén por los males de la carne, o a utilizar como instrumento excelente para dominar a los adversarios. Aguantar el dolor es un mérito, infligirlo suele ser una forma de heroísmo. No parece exagerado decir que se trata de una perspectiva denodadamente masculina del asunto, determinada por un modelo esencialmente militar de la función viril. En esta línea, es probable que la palabra arete venga de Ares, dios de la matanza bélica, y es cierto que virtus proviene de vir, el varón ejecutivo por excelencia, y alude ante todo a la exce lencia enérgica demostrada en combate. No cabe duda de que las pautas normativas occidentales serían muy diferentes si se hu biera elegido para designar la cualidad de bueno un término como el chino hao, formado con los signos pictográficos de la mujer y el niño, referido por tanto más que a nada a la felicidad doméstica. Se trata de un modelo de excelencia de índole más bien femenina, protector, nutricio y tierno.
«Hao», cualidad de bueno en chino, se escribe como queda
dicho con los signos de la mujer y el niño, o de la madre y el hijo; y precisamente a la madre con el hijo martirizado en su re gazo se le llama también en occidente «piedad», en referencia a uno de los aspectos más conmovedores y profundos de nuestra simbología sacra. La piedad viene así en nuestro contexto cultu ral como correctivo de la virtud, como su contrapeso humanita rio y en numerosos casos como el remedio a su rigor. La virtud desprecia el dolor, tanto a la hora de padecerlo como en el mo mento de infligirlo en nombre de la buena causa; la piedad acude al dolor, comprende la conciencia de la carne que en él se revela y responde a la urgencia hospitalaria que suscita. En este sentido, tener el don de la humanidad es simpatizar activamente con la casi inefable realidad del sufrimiento, en memoria de la certeza de haberlo experimentado o en intuición de nuestra condena a padecerlo. El patrón de esta noción piadosa de la humanidad es el joven Neptólemo, conmoviéndose y solidarizándose ante la queja atrozmente desvalida de Filoctetes. Porque también hay una piedad trágica, además de la compasión cristiana o budis ta. Una piedad de corte más activo, más masculino, que se des pierta no simplemente ante la debilidad, sino ante el limite de toda fuerza, ante el desarraigo y el abandono que frustran, acom pañan o coronan la empresa sin concesiones de los fuertes. Esta piedad trágica no consiste ante todo en afán de protección o en oferta de hospitalidad, sino en la expresión espontánea de una solidaridad desolada pero vinculante. El explorador escocés Mungo Park la halló entre los caníbales africanos cuando logró hacerles entender lo lejos que se hallaba de su hogar y que no contaba en las cercanías con ningún pariente ni conocido para caso de apuro. Y tampoco le faltó a A lvar Núñez Cabeza de Vaca por parte de los temibles dakotas o sioux que asediaban sus an danzas por la auroral norteamérica. Tras uno de los desastrosos y frecuentes naufragios que dan nombre al admirable relato de sus aventuras, A lvar y sus compañeros se encontraron rodeados de indios, que lógicamente podrían haberles sido implacables. Pero no fue así: «Los indios, de ver el desastre que nos había venido, y el desastre en que estábamos con tanta desventura y miseria, se sentaron entre nosotros, y con el gran dolor y lástima que hubie ron de vernos en tanta fortuna, comenzaron todos a llorar recio, y tan de verdad, que lejos de allí se podía oír, y esto les duró más de media hora; y cierto ver que estos hombres tan sin razón y tan crudos, a manera de brutos, se dolían tanto de nosotros, hizo que en mí y en los otros creciese más la pasión y la consideración de nuestra desdicha» (Naufragios y comentarios). La mimesis del do lor, que no es simple reflejo de imitación sino reconocimiento y confirmación de lo sufrido, funciona como puede verse en ambas direcciones entre los dignos de piedad y los piadosamente dig nos. Reconocimiento, pues, de lo humano por lo más humano.
Para Rousseau, la piedad -entendida como repugnancia in
nata a ver sufrir a un semejante— es el correctivo más humana mente natural de los excesos del artificioso amor propio. En su planteamiento, «amor propio» y «piedad» se hallan en la relación antes establecida entre «virtud» y «compasión», es decir, que la segunda es un principio correctivo y en tal sentido humanizador del primero. La piedad es «el puro movimiento de la Naturaleza, anterior a toda reflexión». Por el contrario, el amor propio es un apego secundario, deliberado y por tanto artificiosamente dañino: «Es la razón la que engendra el amor propio y es la reflexión la que lo fortifica; ella es la que repliega al hombre sobre sí mismo; es ella la que lo separa de todo lo que le incomoda y aflige» (Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad). En cierta me dida, esta contraposición aparecerá luego en el otro sustentador de la ética de la compasión, Schopenhauer, para quien ésta también tiene un carácter fundamentalmente inmediato, intuitivo (brota más del carácter que de los razonamientos, por lo que personas su persticiosas o nada lúcidas pueden ser muy compasivas, mientras que algunos grandes sabios no lo son), frente a la condición más instrumental y egoísta del proceso ración alizador (aunque es cierto que, en su más alto nivel, éste puede sabotearse a sí mismo). Tanto en Rousseau como luego en Schopenhauer, la base intuitiva de la piedad o compasión estriba en la identificación con el doliente: «La conmiseración será tanto más enérgica cuanto más íntima mente se identifique el animal espectador con el animal que su fre.» Esta identificación consiste, a fin de cuentas, en declarar ilu soria la diferencia entre los individuos, en levantar el velo de Maya que oculta la amalgama básica de todo lo existente. Es decir: para compadecerme de quien sufre debo verle como una variedad simplemente aparente, en realidad otra manifestación de lo que yo soy. Funciona aquí a fin de cuentas el colmo del amor propio mal entendido, que empieza y acaba en uno mismo: si el otro fuese re almente otro, no habría piedad para él.’ Sin embargo, Rousseau sostiene que «es muy cierto que la piedad es un sentimiento na
1. Que esta piedad por reconocimiento en el otro no es un movimiento opuesto
al egoísmo, sino la máxima ampliación de éste es algo que ve muy bien Brotteaux, un personaje ilustrado que sirve a Anatole France de a lte r ego en Les dieux ont soif. «(Ese gesto de auxilio) no lo hago por amor a la humanidad, porque no soy tan sim ple como para creer que la humanidad tiene derechos. Lo hago por egoísmo, ese egoísmo que inspira al hombre todos los actos de generosidad y de devoción, hacién dole reconocerse en todos los miserables, disponiéndole a compadecer su propio in fortunio en el infortunio de otro y excitándole a prestar ayuda a un mortal semejante a él por la naturaleza y por el destino, hasta el punto de que se cree socorrerse a sí mismo al socorrerle» (Anatole France, Les dieux ont soif, cap. XXI). tural, que moderando en cada individuo la actividad del amor de sí mismo, concurre a la conservación mutua, de toda la especie». V a mos, que la piedad es algo así como el egoísmo de la especie, como el amor a sí mismo de la especie toda (este reproche, ciertamente, no se le podría hacer a la formulación de Schopenhauer). Y en cualquier caso, de la sola piedad derivan todas esas virtudes socia les que pensadores más o menos cínicos del egoísmo racional -tip o M andeville- niegan (según la discutible opinión de Rous seau) a la especie humana: «En efecto, ¿qué es la generosidad, la clemencia, la humanidad, más que la piedad aplicada a los débiles, a los culpables, o a la especie humana en general?» (ibidem). Sin embargo, cuando le llega la hora de afrontar la cuestión de la edu cación moral, Rousseau tiene que hacer un giro y tomar el camino opuesto al antes indicado. No adopta la ambigüedad schopenhaue- riana (por un lado la verdadera ética, contraria al amor propio y por tanto enemiga abierta de la vida individual o específica; por otro, una moral de circunstancias, un simple y alicorto arte de vi vir o más bien arte de marear... la perdiz de la vida), sino que adopta el punto de vista antes descartado. La ética de Emilio no será confiada a su pura intuición compasiva natural, sino que bro tará de la reflexión racional. Pero ¿no se nos había dicho que lo engendrado por la razón y reforzado por la reflexión es precisa mente el amor propio? Cierto: y será precisamente el amor propio la fuente de la virtud moral, una vez conveniente y razonable mente extendido: «Extendamos el amor propio sobre los otros se res, así lo transformaremos en virtud, y no hay corazón humano en el que esta virtud no tenga su raíz» (Entile). Pero ¿no nos dis tancia el amor propio de los demás, en lugar de propiciar nuestra identificación anuladora de diferencias individuales con ellos? Cierto, y en ello estribará precisamente la garantía de imparciali dad, que no proviene del desinterés propio sino de su universaliza ción: «Cuanto menos el objeto de nuestros cuidados se atiene in mediatamente a nosotros mismos, menos hay que temer la ilusión del interés particular, más se generaliza ese interés y más equita tivo resulta...» (Emile). La piedad en cuanto virtud ética brotará del amor propio y del distanciamiento reflexivo, en lugar de la in tuición antiamor propio y de la identificación espontánea. El des vío de la naturaleza se corregirá acentuándolo. Como dice Jean Starobinsky en su penetrante ensayo significativamente titulado Rousseau: Le remede dans le mal: «Emilio experimentará piedad, no por identificación espontánea a los seres dolientes, como lo ha cía el hombre de la naturaleza, sino más bien tomando sus distan cias, contemplando desde lo alto y de lejos el espectáculo de la existencia humana.» La piedad natural por identificación inme diata con el dolor ajeno corresponde a ese estado «que nunca ha existido, que no existe y que ciertamente jamás existirá»; las virtu des sociales de los hombres no provienen de ahí sino de la genera lización racional del amor propio, que el educador debe intentar suscitar en su pupilo. De este modo, los dos pensadores contrarios a la moral del amor propio —Rousseau y Schopenhauer— se con vierten pese a ellos mismos en el mejor argumento a favor de éste (sobre el tema, ver mi Etica como amor propio, Mondadori, 1988).
La idea que subyace a la fundamentación intuitiva de la vir
tud de humanidad en el sentimiento de piedad es la de que la moral tiene más que ver con compartir el dolor que con compar tir o propiciar la alegría. Entre los modernos, sólo Spinoza y en cierta medida Nietzsche se opusieron a este punto de vista de ín dole cristiana, rara vez tan explícito como en las palabras de Marcuse moribundo a Habermas: «¿Ves? Ahora ya sé en qué se fundan nuestros juicios valorativos más elementales: en la com pasión, en nuestro sentimiento de dolor por los otros» (recogidas por Habermas en sus Perfiles filosófico-políticos. Agradezco a mi amigo Agapito Maestre haber llamado mi atención sobre ese pasaje significativo y conmovedor). Se da por supuesto que el dolor nos en trega en manos de los otros, frente a la autosuficiencia del placer, que nos autonomiza y nos permite no necesitar nada de nadie. En efecto, cuando alguien padece requiere intervención ajena: el que sufre se ofrece a las bienintencionadas (al menos a nivel cons ciente, pues Freud nos ha enseñado algo a este respecto) manipu laciones de los demás, es un vasallo potencial y agradecido de la buena voluntad. Quien sufre, con tal de que no se aumente su do lor, con tal de que se le alivie o se le remedie, no tiene derecho a pedir más. El dolor lo primero que quita es el derecho a elegir, nos convierte en rehenes tanto de nuestros auxiliares como de nues tros verdugos. Se pone a la compasión como el momento clave de apertura al otro —piedra de toque, como ya queda dicho, del senti miento y la virtud de la humanidad—de la misma forma que se da por supuesto que el mejor momento para opinar sobre religión es el trance de muerte: es decir, sólo la convulsa afrenta a la vida en seña la verdad de ésta y su momento más propio de estima. Aquí es donde plantea su discrepancia Hannah Arendt, recuperando así el aliento clásico que también animó a Spinoza y al mejor Nietzs- che: «Parece evidente que compartir la alegría es absolutamente superior desde este punto de vista a compartir el sufrimiento. Pues es la alegría la que es locuaz, no el sufrimiento, y el verdadero diá logo humano difiere de la simple discusión en que está entera mente penetrado del placer que procuran el otro y lo que dice; la alegría, por decirlo así, marca el tono. Lo que hace esta alegría im posible es la envidia, que en el mundo del sentimiento de humani dad es el peor de los vicios» (Vidas políticas: De la humanidad en tiempos sombríos). La presencia latente de la envidia es lo que nos hace más soportable moralmente la proximidad de los humillados y ofendidos que la de los jubilosamente autosuficientes. Cuando la envidia ha sido dominada - lo más probable es que sea psicológica mente imposible extirparla del todo, porque brota del temor básico a perder nuestra primacía ontológica infantil—queda espacio para el verdadero registro anímico de lo político, que no es desde luego la compasión ni tampoco la fraternidad, sino la filia , la amistad. Porque ni la moral ni la sociabilidad vienen primariamente a reme diar una serie de males, sino a organizar una serie de bienes. La fra ternidad se agota en el movimiento hacia una total unión sin fisuras que acune los dolores y repare los ultrajes, pero a costa de hacer de saparecer la incertidumbre y la elección, es decir, la libertad y lo propio de la vida en cuanto previsión humana. Por eso señala Han- nah Arendt: «La humanidad de los humillados y ofendidos nunca ha sobrevivido a la hora de la liberación, ni siquiera un minuto. Lo cual no quiere decir que no sea nada, pues efectivamente convierte la humillación en soportable; pero lo que quiere decir es que, políti camente, resulta no pertinente en absoluto» (ibidem). La amistad, en cambio, busca compañeros de excelencia y no pacientes de bene ficencia; no prescinde del auxilio ni menosprecia la solidaridad, pero no se define por estos menesteres asistenciales sino por la vo cación de encontrar alegría en los otros y por los otros. En el fondo de la piedad bien puede haber una preferencia por el dolor del otro en cuanto me libera de la vocación de abrirme realmente a él: me ocupo del dolor del otro para no ocuparme del otro, porque lo que más amansa al prójimo es el sufrimiento. Quizá ello explique por qué los grandes ególatras de la historia del pensamiento —como Rousseau o Schopenhauer—han hecho hincapié en el tema de la compasión pero se han mantenido cerrados a la amistad, tanto en su filosofía como en su cotidianidad. Quizá en algunos casos sólo el su frimiento ajeno confirme el desprecio sentido por la caterva de los otros y serene el íntimo temor de no dar la talla al sentirse asediado por su autoafirmación igualitaria. Y de aquí podemos enlazar con la crítica a otro postulado de corte también rousseauniano, el que insiste en la raíz esencial mente naturalista, es decir antiartificialista, de la virtud humani taria. La humanidad es el don que nos permite comprender y convivir (sobre todo, como ya se ha dicho, compadecer) más allá y transversalmente a los artificios de la cultura, a la cristalización histórica de las clases, a los mecanismos elaborados por la polí tica y sus instituciones. En efecto, si por «naturalidad» se en tiende no poner nunca ninguna categoría de lo humano por de lante del individuo humana y corporalmente concreto que la ocupa, no cabe duda de que la humanidad está íntimamente vin culada a tal disposición. Pero ello no supone desdén alguno por el artificio en cuanto procedimiento distanciador y mediador res pecto a lo natural, sino todo lo contrario. Distante de la esponta neidad inmediata del animal (basada en la necesidad y la no elec ción) y también de la espontaneidad inmediata de los dioses (cuya libertad es juego sobrenatural, porque son invulnerables a las consecuencias de sus opciones), ser humano consiste en saber cómo manejar del mejor modo posible la mediación que nos constituye y nos resguarda. De tal modo que la humanidad tiene más que ver con una habilidad artística que con un don natural, porque toma en cuenta las renuncias civilizadoras, las formas de la disciplina y el coraje constructivo de las normas. Refiriéndose a personajes míticos, en concreto a la contraposición entre el rec tilíneo Aquiles y el sinuoso Ulises, señala pertinentemente Jean Starobinski: «La plena humanidad pertenece al que sabe usar oportunamente de todos los medios: golpear, decir, guardar si lencio. La sabiduría (sagesse), en cada ocasión, consiste en rete ner el impulso irrazonable, en no dejar salir la palabra o el gesto que produciría el desastre, dando ventaja al enemigo exterior. La civilización se edifica con este artificio» (Le remede dans le mal). Hay una dimensión estratégica en la humanidad, incluso -colm o de la oposición con los pensadores de la piedad—una dimensión despiadada (aunque nunca cruel, si puede seguir siendo llamada humanitaria) que no retrocede ante los sacrificios del autocontrol y del aplazamiento calculante del deseo, tanto en el propio sujeto como en la relación interpersonal instituida. La humanidad es, en este aspecto, una familiaridad o soltura ante el sentido del ar tificio civilizador, nunca su abolición o superación naturalista.
En su Diccionario filosófico anota Voltaire: <rSensus communis
significaba entre los romanos no solamente sentido común, sino humanidad, sensibilidad.» Quizá sea esta detección de la humani dad en el sentido de lo común entre los hombres la acepción que puede resultar más próxima a la sensibilidad contemporánea. Te ner humanidad es sentir lo común en lo diferente; aceptar lo dis tinto sin ceder a la repulsión de lo extraño. Enlaza así nuestro tema con la cuestión de la universalidad de los valores, compren dida como esa «reciprocidad generalizada y consecuente» de la que habla K.O. Apel, cuyo código más explícito pretenden ser los derechos humanos, es decir, los derechos fundamentales de la persona. Este universalismo pide algo más que la buena voluntad universal: pide instituciones universales, es decir, la instituciona- lización efectiva en lo jurídico y en lo político de la humanidad como valor. La humanidad se instituye en el mundo institucio nalmente compartido. Este proyecto no sólo ha de tropezar con dificultades emanadas de las estructuras estatalistas, nacidas para el antagonismo, sino también de la propia constitución moral y psíquica de los individuos, cuyas complacencias holísticas quizá no hallen satisfacción inmediata en este aumento de escala. De ahí la pertinencia de la prevención adelantada por Hannah Arendt contra un objetivo con el que no simpatizaba: «La solida ridad de la humanidad puede muy bien revelarse una carga inso portable y no es sorprendente que las reacciones comunes frente a ella sean la apatía política, el nacionalismo aislacionista o la re belión ciega contra todo poder, en lugar del entusiasmo o el de seo de un renacimiento del humanismo» (Vidas políticas: Karl Jaspers). Sin embargo, la hostilidad de Arendt contra cualquier proyecto de control supranacional (en donde encarnasen los va lores universales de lo humano) no parece legítimamente soste- nible: no hay un solo argumento contra una autoridad mundial mente efectiva que no sea válido contra cualquier autoridad efectiva estatal de menor rango, mientras que la proposición in versa dista mucho de ser cierta. Urge pues repensar y quizá re educar al individuo, polo imprescindible de la vocación univer salista, de acuerdo con la potenciación de su capacidad de participación frente a su necesidad de pertenencia (he tratado más extensamente el tema en Etica como amor propio, cap. «La sociedad individualizante»). El problema que plantea el otro, el extranjero (nunca con mayúsculas, como quisiera Levinas, sino con la más inmanente de las minúsculas, en donde precisamente reside la trascendencia de su rango), es el tema básico de la refle xión ética del último tercio del siglo xx. Y la vía correcta de afrontarlo no es partir para comprender la peculiaridad cultural o incluso étnica del otro de la pertenencia propia a nuestra cultura o nuestra etnia, sino precisamente de lo opuesto: de la extrañeza que cada cual siente respecto a sus propias referencias de todo tipo, incluso respecto a sí mismo en cuanto entidad sólo parcial mente consciente. El otro debe ser comprendido siendo quien es no porque yo también soy quien soy, sino porque debe ser tan extraño a lo que es como yo mismo resulto a lo que soy. Para en tender al extranjero lo justo no es decirme que yo también soy extranjero para él, sino que yo soy extranjero incluso para mí, como él ha de serlo para sí mismo. En tal distanciamiento res pecto a la propia identidad se reconcilian y hacen compatibles, incluso dentro del mayor conflicto, las identidades. Así lo ha visto con especial agudeza Julia Kristeva en su libro Estrangers á nous-mémes, cuyo título ya propone un programa: «¿Cómo po dríamos tolerar a un extranjero si no nos supiéramos extranjeros respecto a nosotros mismos? ¡Y pensar que ha hecho falta tanto tiempo para que esta pequeña verdad transversal, léase rebelde al uniformismo religioso, ilumine a los hombres de nuestro tiempo!» En cuanto al proyecto político mismo que de aquí pro viene, quizá nadie lo haya expresado mejor que Victor Hugo en su novela Quatrevingt-treize, tan digna de ser citada este año1 en que conmemoramos el inicio de la revolución europea más im portante de la época moderna:
«—Nada de abstracción. La república es dos y dos son cua
tro. Cuando hayamos dado a cada cual lo que le corres ponde... —Entonces os quedará dar a cada uno lo que no le corres ponde... —Y ¿qué entiendes tú por eso? —Entiendo la inmensa concesión recíproca que cada uno debe a todos y que todos deben a cada uno, y que es toda la vida social.»
La inmensa concesión recíproca de cada uno para los otros y
de todos para cada uno, lo que a nadie corresponde y todos me recen, el don siempre cuestionado e imprescindible de la huma nidad.