los nobles de la corte disfrutaban la suprema caricia del ambiente, de oro, de luz, de ritmo y de fragancias que ofrecía la fiesta y esplendor de galas. Ilusiones, amores y deseos como invisibles átomos flotaban. Un grupo de servibles cortesanos en torno al rey solícitos giraban, como gira un satélite buscando luz en los astros para reflejarla. No lejos veíase un hidalgo de buen aspecto, de gentiles trazas, ataviado a la clásica manera de un noble de la corte castellana. Era su gesto altivo y su persona de fina distinción, pero su talla, no quiso Dios que fuese desmedida, y resultó pequeña y desmedrada Quizá por divertir al soberano, un caballero de los que allí estaban, comentó con donaire de mal gusto, la estatura, en verdad harto menguada del hidalgo español y, deseando de su ingenio ante todos hacer gala, se puso a contemplar una rosa colorada en medio de otras flores que tejían sobre un viejo tapiz una guirnalda, y después, con gesto de ironía, se volvió al español y en son de chanza, le dijo así: "Mirad aquella rosa; si pudiera, con gusto la cortara para obsequiar a la mujer más linda de cuantas hoy en el palacio se hallan: pero como el adorno está muy alto, ni vos ni yo podemos alcanzarla". Comprendió el castellano la indirecta, y mirando al francés con mucha calma, desenvainó el acero, y con la punta de su limpia tizona toledana, cortó la rosa y, con respeto luego, poniéndose delante de la dama le dijo: "permitidme que os ofrezca esta linda flor que, por estar muy alta, creyeron que jamás alcanzaría, sin pensar que los hombres de mi raza, llegan a lo más alto cuando quieren, porque aprendieron todos en España que donde no se llega con la mano, se llega con la punta de la espada.