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Un

apasionante debut inspirado en la leyenda de Chang’e, la diosa china de la


luna, donde la cruzada de una joven por liberar a su madre la llevará a medir
sus fuerzas con el inmortal más poderoso del reino. Al crecer en la luna,
Xingyin está acostumbrada a la soledad, sin saber que se la está ocultando del
temido Emperador Celestial, que exilió a su madre por robar el elixir de la
inmortalidad. Pero cuando la magia de Xingyin se manifiesta y su existencia
es descubierta, se ve obligada a abandonar su hogar y dejar atrás a su madre.
Sola, indefensa y asustada, se abre camino hasta el Reino Celestial, una tierra
de ensueño llena de secretos. Tras ocultar su identidad, aprovecha la
oportunidad de entrenar junto al hijo del Emperador, exhibiendo dotes
maestras para la arquería y la magia, incluso cuando la llama de la pasión se
enciende entre el príncipe y ella. Para salvar a su madre, Xingyin se embarca
en una peligrosa misión, enfrentándose a criaturas legendarias y enemigos
despiadados. Sin embargo, cuando la traición asoma y la magia prohibida
amenaza al reino, deberá desafiar al despiadado Emperador Celestial
mediante un peligroso acuerdo, debatiéndose entre perder lo único que ama y
desatar el caos en el reino.
La hija de la diosa de la luna es el inicio de una fascinante y romántica bilogía
donde la antigua mitología china se entreteje con una historia impresionante
llena de magia y seres inmortales, de pérdida y sacrificio, en la que el amor y
el honor rivalizan, los sueños se encuentran plagados de engaños y la
esperanza se alza triunfante.

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Sue Linn Tan

La Hija de la Diosa de la Luna


Reino Celestial: 01

ePub r1.0
Titivillus 01.03.2023

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Título original: Daughter of the Moon Goddess
Sue Linn Tan, 2022
Traducción: Patricia Sebastian

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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A mi marido, Toby,
mi primer lector y compañero de vida.
Sin ti esto no habría sido posible.

Y a mis hijos, Lukas y Philip,


por dejarme trabajar de vez en cuando.

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PaRte
I

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E xisten numerosas leyendas sobre mi madre. Algunas cuentan que


traicionó a su marido, un formidable guerrero mortal, y le robó el
Elixir de la Inmortalidad para convertirse en una diosa. Otras la presentan
como una víctima inocente que se bebió el elixir para evitar que unos ladrones
se lo arrebataran. Al margen de la historia que decidas creer, mi madre,
Chang’e, se convirtió en inmortal. Igual que yo.
Recuerdo la tranquilidad de mi hogar. Solo nosotras, junto con una leal
ayudante llamada Ping’er, residíamos en la luna. Vivíamos en un palacio de
piedra blanca y brillante que tenía columnas de nácar y un amplio tejado de
plata pura. Un bosque de olivo dulce, con un único laurel en medio, nos
rodeaba y producía unas luminosas semillas de un brillo etéreo. Ni el viento,
ni los pájaros, ni siquiera mis manos, eran capaces de apoderarse de ellas,
pues se asían a las ramas con la misma firmeza que las estrellas se aferran al
cielo.
Mi madre era amable y cariñosa, aunque un poco distante, como si un
enorme dolor le hubiera adormecido el corazón. Todas las noches, tras
encender los farolillos para iluminar la luna, se asomaba al balcón y
contemplaba el mundo de los mortales que se encontraba debajo. A veces me
despertaba justo antes del amanecer y me la encontraba todavía allí, con la
mirada nublada por los recuerdos. Yo la abrazaba, incapaz de soportar la
tristeza que reflejaba su rostro, mientras mi cabeza apenas le llegaba a la
cintura. Al tocarla, se estremecía como si acabara de despertarse de un sueño,
y acto seguido me acariciaba el pelo y me llevaba de vuelta a mi habitación.
Su silencio me alarmaba: temía haberla importunado, a pesar de que rara vez
perdía los estribos. Fue Ping’er la que finalmente me explicó que a mi madre
no le gustaba que se la molestara durante esos momentos.
—¿Por qué? —pregunté.
—Tu madre sufrió una pérdida inmensa. —Alzó la mano para interrumpir
mi siguiente pregunta—. No me corresponde a mí contarte nada más.
El mero hecho de imaginar su dolor me perforó.
—Han pasado muchos años. ¿Se recuperará madre algún día?
Ping’er guardó silencio durante un momento.
—Algunas cicatrices permanecen grabadas en nuestros huesos… son
parte de lo que somos, y dan forma a aquello en lo que nos convertimos. —Al

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ver mi expresión cabizbaja, me acunó en sus suaves brazos—. Pero es más
fuerte de lo que crees, estrellita. Igual que tú.
A pesar de aquellas sombras fugaces, yo era feliz allí, aunque la sensación
de que a nuestra vida le faltaba algo nunca desaparecía. ¿Me sentía sola? Tal
vez, pero apenas tenía tiempo para preocuparme por mi soledad. Todas las
mañanas mi madre me daba clases de escritura y lectura. Yo molía la tinta
contra la piedra hasta que se formaba una pasta negra brillante, y ella me
enseñaba a componer cada carácter con los trazos fluidos de su pincel.
Aunque apreciaba aquellos momentos con mi madre, eran las clases con
Ping’er las que más disfrutaba. Mis pinturas eran pasables y mis bordados,
pésimos, pero nada de eso tenía importancia, pues era la música lo que me
cautivaba. La manera en que las melodías tomaban forma, ya fuera punteando
las cuerdas con los dedos o moldeando las notas con los labios, despertaba de
algún modo unas emociones en mi interior que aún no comprendía. Al no
contar con compañeros que se disputaran mi tiempo, no tardé en dominar la
flauta y el qin —la cítara de siete cuerdas—, sobrepasando las habilidades de
Ping’er en apenas unos pocos años. El día que cumplí quince años, mi madre
me regaló una pequeña flauta de jade blanco que me acompañaba siempre en
una bolsa de seda colgada a mi cintura. Era mi instrumento favorito; su
sonido era tan puro que hasta los pájaros volaban a la luna para escucharla,
aunque una parte de mí creía que también venían a contemplar a mi madre.
En ocasiones me sorprendía mirándola fijamente, embelesada por la
perfección de sus rasgos. Su rostro tenía la forma de una semilla de melón y
su piel resplandecía con el lustre de una perla. Unas delicadas cejas se
arqueaban sobre sus esbeltos ojos de color negro azabache, que adquirían
forma de medialuna cuando sonreía. Unos alfileres de oro destellaban en los
oscuros rizos de su cabello, que alojaba una peonía roja en un costado. El
color de su vestimenta interior era del azul del cielo al mediodía, prenda que
combinaba con una túnica blanca y plateada que le llegaba hasta los tobillos.
En la cintura llevaba un cinto bermellón adornado con borlas de seda y jade.
Algunas noches, mientras yo estaba en la cama, oía su suave tintineo, y el
sueño se apoderaba rápidamente de mí al saber que ella andaba cerca.
Ping’er me aseguraba que me parecía a mi madre, pero era como
comparar una flor de ciruelo con una de loto. Mi piel era más oscura; mis
ojos, más redondos; y tenía la mandíbula más angulosa y con un hoyuelo en el
centro. ¿Tal vez me parecía a mi padre? Lo ignoraba: no había llegado a
conocerlo.

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Pasaron años antes de que descubriera que mi madre, la que me secaba las
lágrimas cuando me caía y enderezaba mi pincel al escribir, era la Diosa de la
Luna. Los mortales la adoraban y le llevaban ofrendas todos los años durante
el festival de mediados de otoño —el decimoquinto día del octavo mes lunar
—, cuando el brillo de la luna alcanzaba su máxima expresión. Ese día,
encendían varillas de incienso en oración y preparaban pasteles de luna, cuyas
tiernas cortezas recubrían un abundante relleno de pasta dulce de semillas de
loto y huevos de pato en salazón. Los niños llevaban farolillos con forma de
conejos, pájaros o peces, que simbolizaban la luz de la luna. Ese día, yo salía
al balcón, contemplaba el mundo que había debajo e inhalaba el aromático
incienso que se elevaba hacia el cielo en honor a mi madre.
Los mortales me despertaban curiosidad, pues mi madre observaba su
mundo con suma añoranza. Sus historias, plagadas de conflictos que versaban
sobre el amor, el poder y la supervivencia, me fascinaban, aunque yo
permanecía ajena a tales intrigas al abrigo de mi hogar. Leía todo lo que caía
en mis manos, pero mis favoritos eran los cuentos protagonizados por
valientes guerreros que se enfrentaban a temibles enemigos para proteger a
sus seres queridos.
Un día, mientras hurgaba entre un montón de pergaminos de nuestra
biblioteca, un brillo captó mi atención. Saqué el objeto, y el corazón se me
aceleró al descubrir un libro que no había leído. Por su tosca encuadernación
cosida, parecía ser un texto mortal. Tenía la portada tan descolorida que
apenas era capaz de distinguir la ilustración que la decoraba: un arquero que
apuntaba con un arco de plata a diez soles en el cielo. Tracé los sutiles
detalles de una pluma en el interior de los orbes. No, no eran soles, sino
pájaros envueltos en bolas de fuego. Me llevé el libro a mi habitación y noté
un hormigueo en los dedos al estrechar el frágil papel contra el pecho. Me
senté en una silla y pasé las páginas con avidez, devorando las palabras.
Comenzaba del mismo modo que muchos otros relatos heroicos: con el
mundo de los mortales sumido en una terrible desgracia. Diez aves del sol
habían surcado los cielos, abrasando la tierra y provocando un enorme
sufrimiento. Ningún cultivo era capaz de crecer en el suelo calcinado y de los
ríos resecos no manaba ni una gota de agua. Corría el rumor de que estas aves
eran las favoritas de los dioses celestiales, por lo que nadie se atrevía a
desafiar a tan poderosas criaturas. Pero cuando toda esperanza parecía
perdida, un intrépido guerrero llamado Houyi tomó su arco mágico de hielo.
Disparó sus flechas al cielo y mató a nueve aves, dejando a una sola para que
iluminase la tierra…

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El libro me fue arrebatado. Mi madre se encontraba frente a mí, con las
mejillas encendidas y la respiración acelerada. Sus uñas se me clavaron en la
carne cuando me agarró del brazo.
—¿Lo has leído? —exclamó.
Mi madre rara vez levantaba la voz. La miré, desconcertada, y finalmente
asentí con la cabeza.
Me soltó y se dejó caer en una silla mientras se apretaba la sien con los
dedos. Alargué el brazo hacia ella, temerosa de que se fuera a apartar hecha
una furia, pero me rodeó la mano con las suyas, y noté su piel, tan fría como
el hielo.
—¿He hecho algo mal? ¿Por qué no puedo leer este libro? —pregunté de
forma entrecortada. La historia no parecía relatar nada fuera de lo común.
Guardó silencio durante tanto tiempo que pensé que no había oído mi
pregunta. Cuando por fin se volvió hacia mí, sus ojos brillaban más que las
estrellas.
—No has hecho nada malo. El arquero, Houyi… es tu padre.
Algo destelló en mi mente, y sus palabras resonaron en mis oídos. De
pequeña le había preguntado a menudo por mi padre. Sin embargo, siempre
había guardado silencio, con el rostro nublado, hasta que mis preguntas
cesaban por fin. Mi madre guardaba numerosos secretos que jamás compartía
conmigo. Hasta ahora.
—¿Mi padre? —Noté una opresión en el pecho al pronunciar las palabras.
Cerró el libro y se quedó contemplando la portada. Con temor de que se
marchara, levanté la tetera de porcelana y le serví una taza. El té estaba frío,
pero ella se lo bebió sin rechistar.
—Nos enamoramos en el mundo de los mortales —empezó, en voz baja y
suave—. También te quería a ti, incluso antes de que nacieras. Y ahora. —Se
interrumpió mientras parpadeaba con furia.
Le apreté la mano para reconfortarla y recordarle suavemente que seguía
allí.
—Y ahora pasaremos la eternidad separados.
Las ideas que se me amontonaban en la cabeza y los numerosos
sentimientos que surgían en mi interior apenas me dejaban pensar.
Desde que tenía memoria, mi padre no había sido más que una presencia
sombría en mi mente. Cuántas veces había soñado que estaba sentado frente a
mí mientras comíamos, que paseaba conmigo a la sombra de los árboles en
flor. Cada vez que me despertaba, la calidez de mi pecho se disolvía y se

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transformaba en un dolor hueco. Hoy, por fin había descubierto el nombre de
mi padre, así como su amor por mí.
No era de extrañar que mi madre siempre pareciera atormentada, sumida
en sus recuerdos. ¿Qué le había pasado a mi padre? ¿Seguía en el reino de los
mortales? ¿Cómo habíamos acabado aquí? No obstante, me tragué mis
preguntas mientras mi madre se secaba las lágrimas. Ansiaba
desesperadamente saber las respuestas, pero me negaba a lastimarla para
satisfacer mi curiosidad egoísta.

El tiempo tenía el mismo efecto en un inmortal que la lluvia en un océano


inmenso. La nuestra era una vida tranquila y agradable, y los años
transcurrían como si fueran semanas. Desconozco cuántas décadas habrían
pasado de la misma manera si el caos no se hubiera adueñado de mi vida,
como una hoja al ser arrancada de su rama por el viento.
El día había amanecido despejado y la luz del sol entraba por mi ventana.
Dejé a un lado mi qin lacado y cerré los ojos para reposar. Como muchas
otras veces, unas motas de luz plateada irrumpieron en mi mente, burlándose
y tirando de mí, del mismo modo en que el aroma del olivo dulce me
arrastraba hasta el bosque cada mañana.
Deseaba llegar hasta ellas, pero recordé la severa advertencia de mi
madre.
—Ignóralas, Xingyin —me había suplicado con la piel lívida—. Es
demasiado peligroso. Confía en mí, se desvanecerán.
Balbuceé mi respuesta y prometí obedecerla. Y a lo largo de los años,
mantuve mi palabra de forma diligente. Cada vez que un destello plateado
captaba mi atención, pensaba con todas mis fuerzas en otra cosa —en una
canción o en el libro que estuviese leyendo—, hasta que la cabeza se me
despejaba y los destellos desaparecían.
Su brillo era hoy inmenso, como si sintieran flaquear mi determinación,
como si sintieran la agitación constante de mi sangre. En los últimos tiempos,
cierta sensación se había apoderado de mí cada vez más a menudo: una parte
de mi ser anhelaba algo… cuyo nombre desconocía. Tal vez un cambio. Pero
allí nunca ocurría nada. Nunca cambiaba nada.
Las luces no parecían peligrosas. ¿Se equivocaba mi madre? Me había
prevenido contra innumerables cosas, algunas tan inofensivas como trepar a

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un árbol o correr por los pasillos, tal vez movida por los recuerdos de tales
peligros durante su infancia mortal. Me acerqué al resplandor de mi mente.
Más de lo que jamás me había acercado. Algo me refrenaba y me alejaba del
fulgor, ¿era miedo o culpa? Pero presa de mi imprudencia, atravesé el
sentimiento como si se tratara de telarañas. Me encontraba a un suspiro de
distancia, tambaleándome en el borde. Una corriente se agolpaba en mis
venas, y unos murmullos se acurrucaron entre mis oídos. Me incliné hacia
delante y alargué la mano, pero entonces el brillo plateado se desvaneció
como la luz de las estrellas al alba.
Abrí los ojos, notando un hormigueo. No tenía ni idea de cuánto tiempo
había pasado sentada allí, aturdida. Al otro lado de la ventana, el sol
vespertino adornaba el cielo con hebras rosadas y doradas. La adrenalina se
había disipado, y el remordimiento se asentaba como una losa en mi pecho.
Había roto la promesa que le había hecho a mi madre. Y lo peor de todo,
quería volver a hacerlo.
Aquellas luces no eran peligrosas, sino que formaban parte de mí: de
pronto fui consciente con una certeza asombrosa. ¿Por qué me había
advertido mi madre que las ignorase? Se lo preguntaré, decidí, poniéndome
en pie. Ya tengo edad suficiente para saberlo.
En cuanto llegué a la entrada, una extraña energía atravesó el aire e hizo
que se me erizara el vello de la nuca. Unas auras inmortales —que me eran
desconocidas— se desplazaron y entremezclaron como las nubes del cielo.
No sabría decir cuántas eran, aunque una parecía brillar con más intensidad
que el resto, con un poder mayor que la de mi madre o la de Ping’er.
¿Quién había venido?
En cuanto abrí las puertas, mi madre entró volando en mi habitación.
Trastabillé hacia atrás y me tropecé con una silla. ¿Se había dado cuenta de lo
que había hecho? ¿Había venido a regañarme?
Bajé la cabeza.
—Lo siento, madre. Las luces…
Ella me agarró de los hombros.
—Ahora eso da igual, Xingyin. Tenemos visita. No debe saber que estás
aquí, ni que eres mi hija.
El pulso se me aceleró ante la idea de conocer a alguien. Y entonces,
reparé en sus palabras —así como en el tono de su voz— y mi entusiasmo
quedó tan arrugado como una hoja de papel.
—¿No quieres que conozca a tu amiga?

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Dejó caer las manos y la expresión de su rostro se endureció hasta parecer
tallada en mármol.
—No es una amiga, sino la emperatriz del Reino Celestial. Ignora tu
existencia, como todos los demás. ¡No podemos dejar que te encuentren!
Sus palabras —que brotaron de sus labios a trompicones— me
sobresaltaron, a pesar de la emoción que se desató en mi interior. Había leído
que el Reino Celestial era el más poderoso de los ocho territorios inmortales
que existían, enclavado como una preciosa lágrima en el corazón de la tierra.
El emperador y la emperatriz residían en un palacio que flotaba sobre un
banco de nubes, desde donde gobernaban a los celestiales y a los mortales y
velaban por el sol, la luna y las estrellas. En todo el tiempo que llevábamos
aquí, jamás se habían dignado a visitar nuestro remoto hogar, de modo que
¿por qué aparecían ahora?
¿Y por qué tenía que esconderme?
Noté un extraño revoloteo en la boca del estómago que se extendió en
forma de tentáculos gélidos por mi interior.
—¿Ocurre algo? —pregunté, con la esperanza de que me dijera que no.
Me acarició la mejilla con suavidad.
—Te lo explicaré luego. De momento, quédate en tu habitación y no
hagas ruido.
Asentí con la cabeza y ella se fue, cerrando las puertas tras de sí. Solo
entonces me di cuenta de que mi madre no había respondido a mi pregunta.
Abrí un libro y lo dejé caer después de leer la misma línea tres veces. Toqué
una de las cuerdas del qin, pero la inmovilicé de inmediato para amortiguar el
sonido de la nota. Mientras observaba las puertas cerradas, una ardiente
curiosidad se apoderó de mí, ahogando mi miedo. Me dirigí lentamente hacia
ellas y abrí una rendija. Le echaría un vistazo a la Emperatriz Celestial y
volvería a mi habitación. ¿Cuándo se me presentaría otra oportunidad para ver
a uno de los seres inmortales más poderosos del reino? Y puede que incluso
llevara puesta la Corona del Fénix, de la que se decía que estaba hecha de
plumas de oro puro y adornada con un centenar de perlas brillantes.
Silenciosa como una sombra, recorrí de puntillas el largo pasillo que
conducía desde mi habitación hasta el Salón de la Armonía Plateada —la
estancia más grande del Palacio de la Luz Inmaculada, donde vivíamos—,
con sus suelos de mármol, sus lámparas de jade y tapices de seda. Las
columnas de madera situadas en peanas de plata ornamentadas añadían un
toque de calidez a su prístina elegancia. Era el lugar donde siempre había

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imaginado que entretendríamos a nuestros invitados, aunque hasta ahora
nunca habíamos contado con ninguno.
Oí una voz suave a la vuelta de la esquina. Agucé el oído para escuchar lo
que decía.
—Chang’e, ¿qué tal estás? —La cordialidad de la Emperatriz Celestial me
sorprendió. No parecía tan temible.
—Bien, Majestad Celestial. Os agradezco el interés. —La voz de mi
madre sonaba inusualmente animada.
Un breve silencio siguió a aquel intercambio de cortesías. Agachada junto
a la pared, estiré el cuello para echar un vistazo a la estancia. Mi madre estaba
arrodillada en el suelo con la cabeza inclinada hacia abajo, mientras que la
que debía de ser la Emperatriz Celestial se encontraba frente a ella, sentada en
el trono de mi madre.
No llevaba corona, sino un elaborado tocado hecho a mano con hojas y
flores enjoyadas que tintineaban cuando movía la cabeza. Mientras la
contemplaba, embelesada, uno de los brotes floreció hasta convertirse en una
orquídea amatista. Unas puntiagudas y brillantes fundas de oro, curvadas
como las garras de un halcón, le recubrían las yemas de los dedos. El bordado
plateado de su túnica violeta captaba la luz que entraba por las ventanas. A
diferencia del aura delicada y tranquila de mi madre, la suya era poderosa y
ardiente. Era una mujer deslumbrante, pero el brillo de sus labios en
contraposición con su piel blanca me hizo pensar en la sangre recién
derramada sobre la nieve.
Acorde con su excelsa posición, la emperatriz había venido acompañada.
Seis asistentes permanecían tras ella, junto con un alto inmortal de tez más
oscura que el resto. Unos trozos planos de ámbar adornaban su sombrero
negro, una faja de bronce aseguraba su oscura vestimenta y unos guantes
blancos le cubrían las manos. No sabía nada de la Corte Celestial, pero su
forma de comportarse parecía indicar que su rango era superior al de los
demás. Sin embargo, había algo que no acababa de gustarme, y cuando sus
ojos de color marrón claro recorrieron la estancia, yo retrocedí y pegué la
espalda a la pared.
Tras una breve pausa, la emperatriz volvió a hablar, pero su voz adoptó un
tono más frío que un colgante de jade sin estrenar.
—Chang’e, hemos advertido un cambio peculiar en la energía de este
lugar. ¿Estás desarrollando un poder secreto o es que alojas a algún huésped
indebido, violando así las condiciones de tu encarcelamiento?

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Me puse rígida, apretando los omóplatos al oír la manera en que hablaba.
Cada una de sus palabras parecía estar impregnada de avidez, como si se
deleitara con la idea de que mi madre hubiera cometido una falta. Fuera o no
la emperatriz, ¿cómo se atrevía a hablar de aquel modo? Mi madre era la
Diosa de la Luna, alguien que gozaba del amor y la veneración de
innumerables mortales. ¿Cómo iba a estar prisionera? El lugar donde
vivíamos no era solo nuestro hogar, sino también sus dominios. ¿Quién
encendía los farolillos todas las noches? ¿Por quién se mecían y suspiraban
los árboles cuando ella pasaba? Estaba en su derecho de obrar como quisiera.
—Majestad Celestial, debe de tratarse de un malentendido. Como sabéis,
mis poderes están debilitados. Y aquí no hay nadie más. ¿Quién iba a
atreverse a venir? —respondió mi madre con firmeza.
—Ministro Wu, compartid lo que habéis descubierto —ordenó la
emperatriz.
Se oyeron unos pasos.
—Hace un rato se ha detectado un cambio significativo en el aura de la
luna. Algo sin precedentes en todos mis años de estudio. No puede tratarse de
una coincidencia.
Percibí un dejo de diversión en su suave voz. ¿Acaso disfrutaba con las
dificultades de mi madre, como parecía hacer la emperatriz? A pesar de mi
inquietud, un estallido de rabia me recorrió al considerar aquella idea. La
agitación que había sentido antes por mis venas al tocar las luces, el murmullo
que había atravesado el aire… ¿los había atraído hasta aquí de algún modo?
—Confío en que nuestra indulgencia no te haya vuelto audaz —siseó la
emperatriz—. Tuviste suerte de que te encarcelásemos aquí, rodeada de
comodidades, por haberle robado a tu marido el Elixir de la Inmortalidad. Te
libraste del látigo fulgurante y de la vara ardiente. Pero eso cambiará si
descubrimos que has incurrido en más transgresiones. Si confiesas ahora
puede que tengamos clemencia —arremetió, haciendo añicos la tranquilidad
de nuestro hogar.
Mi puño voló hasta mi boca y sofocó mi grito de asombro. Nunca le había
preguntado a mi madre cómo había conseguido la inmortalidad, pues era
consciente de que eso la hacía sufrir. Sin embargo, desde que había leído el
cuento de las aves del sol, una pregunta me rondaba la cabeza: ¿dónde estaba
mi padre? Al oír que se le había concedido el elixir y que habían acusado a mi
madre de haberlo robado… se me retorcieron las entrañas. La emperatriz se
equivocaba, me dije con fiereza, suprimiendo una traicionera punzada de
duda.

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Mi madre no vaciló ni negó esas viles acusaciones. ¿Estaba acostumbrada
a que la emperatriz la tratara de ese modo? Al asomarme de nuevo a la
habitación, vi que se doblaba sobre sí misma hasta apoyar la frente y las
palmas en el suelo.
—Majestad Celestial. Ministro Wu. Puede que este fenómeno se haya
debido a la reciente alineación de las estrellas. La constelación del Dragón
Azul se ha cruzado en la trayectoria de la luna, lo que puede haber
distorsionado nuestras auras. Cuando pase, todo volverá a la normalidad. —
Hablaba como una erudita que estudiaba los cielos, pero yo sabía que tales
asuntos no le interesaban en absoluto.
Se produjo un largo silencio, alterado solamente por un golpeteo rítmico:
la emperatriz tamborileaba con sus puntiagudas fundas de oro sobre la suave
madera del reposabrazos. Finalmente, se puso en pie, y sus ayudantes se
situaron tras ella.
—Puede que sea así, pero volveremos. Te hemos dejado sola demasiado
tiempo.
Me alegré de que se marcharan, a pesar de la amenaza que desprendía la
voz de la emperatriz, igual que un cordón de seda en tensión. Incapaz de
seguir escuchando sus palabras, volví a mi habitación, me tumbé en la cama y
me puse a mirar por la ventana. El cielo se había oscurecido y había adoptado
el escurridizo tono gris violáceo del crepúsculo, cuando los últimos vestigios
del día dan paso a la noche. La mente se me había embotado, pero aun así
percibí el momento en que aquellas auras desconocidas se desvanecieron. Al
cabo de unos instantes mi madre abrió las puertas, con el rostro más blanco
que las paredes de piedra.
Mis dudas se disiparon. No creía a la Emperatriz Celestial. Mi madre
nunca habría traicionado a mi padre. Ni siquiera para conseguir la
inmortalidad.
Me levanté de la cama y me puse a su lado. Ya era casi tan alta como ella.
—Madre, he oído lo que ha dicho la emperatriz.
Me rodeó con los brazos y me estrechó con fuerza. Enterré la cabeza en su
hombro, aliviada al ver que no estaba enfadada, aunque tenía el cuerpo rígido
por la tensión.
—No tenemos demasiado tiempo. La emperatriz podría volver en
cualquier momento con sus soldados —susurró.
—¿Y qué van a hacer? No hemos hecho nada malo. —Se me revolvió el
estómago; era una sensación desagradable—. ¿Estamos prisioneras? ¿Qué ha
querido decir la emperatriz con lo del elixir?

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Se echó hacia atrás y me miró a la cara.
—Xingyin, tú no estás prisionera. Pero yo sí. El emperador Celestial le
otorgó a tu padre el Elixir de la Inmortalidad por haber eliminado a las aves
del sol. Pero Houyi no se lo tomó. Solo había suficiente elixir para uno y él no
deseaba ascender a los cielos sin mí. Estaba embarazada, nuestra felicidad
parecía ser plena. Así que escondió el elixir, y solo yo sabía dónde.
La voz se le quebró entonces.
—Pero mi cuerpo era demasiado débil para llevarte en mi interior. Los
médicos nos dijeron que tú… que no sobreviviríamos al parto. Houyi se
negaba a creerles, a rendirse y me llevó de un lado a otro en busca de un
diagnóstico diferente. Sin embargo, en el fondo, yo sabía que le habían dicho
la verdad. —Hizo una pausa; una expresión de tensión apareció alrededor de
sus ojos, como si se hubiera sumido en sus recuerdos más dolorosos—.
Cuando lo llamaron a filas, me quedé sola. Los dolores dieron comienzo
entonces, demasiado pronto y en plena noche. Una agonía tan inmensa
desgarró mi cuerpo que apenas fui capaz de gritar. Me aterrorizaba morir, y
perderte.
Al guardar silencio, una pregunta emergió de mis labios.
—¿Qué pasó?
—Saqué el elixir de su escondite, descorché el tapón y me lo bebí.
Lo único que podía oír en la quietud de la habitación eran los latidos de
mi propio corazón. Mis manos ya no calentaban las de mi madre, sino que se
habían tornado tan frías como las suyas.
—¿Me odias, Xingyin? —preguntó con voz temblorosa—. ¿Por haber
traicionado a tu padre?
Las palabras de la emperatriz eran ciertas. Durante un momento fui
incapaz de moverme; mis entrañas se retorcieron ante aquella revelación. Si
mi madre no hubiera tomado el elixir, tal vez habríamos sobrevivido; mi
familia permanecería intacta. Sin embargo, yo sabía lo mucho que amaba a mi
padre, lo mucho que lloraba su pérdida. Y al margen de lo que había pasado,
me alegraba de estar viva.
Me tragué la última de mis dudas.
—No, madre. Nos salvaste a ambas.
Tenía la mirada perdida, velada por los recuerdos.
—Abandonar a tu padre… me desgarró. Aunque debo confesar que no
quería morir. Ni tampoco podía dejarte morir. No fue hasta después cuando
descubrí que los regalos del Emperador Celestial venían acompañados de
cadenas invisibles. Que tales decisiones no pertenecían a los mortales. Al

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emperador le enfureció que fuera yo la que se convirtiera en inmortal en lugar
de tu ilustre padre. La emperatriz me acusó de haber recurrido a artimañas
para conseguir una inmortalidad que no merecía.
—¿Explicaste la situación? —pregunté—. Seguro que de haber sabido
que lo hiciste para salvarnos.
—No me atreví. La actitud de la emperatriz era hostil, como si le guardase
rencor a tu padre. Incluso lo acusó de ingratitud por haber rechazado el regalo
del emperador. Entonces supe que lo que ella había pretendido era castigarlo
en vez de recompensarlo por haber matado a las aves del sol. No dudaría en
hacerte daño. ¿Cómo iba a revelarles tu existencia? Para protegerte de su ira,
mantuve tu nacimiento en secreto. Confesé el robo, y como castigo me
exiliaron a la luna; un hechizo me ata aquí por toda la eternidad. Por mucho
que lo desee, no puedo abandonar este lugar. —En voz baja, añadió—: Un
palacio del que no puedes escapar sigue siendo una prisión.
Me costaba respirar, mi pecho se agitaba como un pez fuera del agua.
Había creído que nuestra vida era pacífica, totalmente ajena a los peligros que
se describían en mis libros. Descubrir que habíamos provocado la ira de los
inmortales más poderosos del reino me conmocionó profundamente.
—¿Pero por qué se ha presentado la emperatriz hoy, después de todo este
tiempo?
—Nuestra aura emana de la energía vital, el núcleo de nuestra magia; esas
luces que ves en tu mente. Desde que naciste, hemos hecho todo lo posible
por ocultar tu poder. A pesar de nuestros esfuerzos, la emperatriz ha percibido
tu energía hoy.
Noté que la garganta se me cerraba.
—No lo sabía. Todo esto es culpa mía. —¡Qué estúpida e imprudente
había sido! Había ignorado la advertencia de mi madre por mero
aburrimiento; había roto mi promesa y nos había expuesto al más grave de los
peligros.
—Yo también tengo la culpa. Te dije que no despertaras tu magia, pero
debería haberte explicado el motivo: que podría alertar de tu presencia al
Reino Celestial. —Suspiró—. Con el tiempo, habría sucedido de todos
modos, pues cada año te vuelves más poderosa. Si te encuentran, nuestro
castigo será severo… no albergo ninguna duda de ello. No temo tanto por mí,
sino por lo que te harían a ti, una niña inmortal que no debería haberlo sido.
—¿Qué vamos a hacer?
—Lo único que se puede hacer. Debes marcharte de aquí.

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El miedo me congeló la piel como el hielo al formarse sobre la superficie
de un lago. No volvería a ver a mi madre… De pronto, tuve miedo de
separarme de ella.
—¿No puedo quedarme contigo? Me esconderé. Si me entrenas, podré
ayudarte.
—No puedo. Ya has oído a la emperatriz. A partir de ahora nos vigilarán
aún más. Es demasiado tarde.
—Puede que los hayas convencido, tal vez no vuelvan. —Se trataba de
una súplica desesperada, un deseo infantil.
—Puede que haya ganado algo de tiempo, pero la emperatriz no se habría
presentado así como así. Volverán. Y pronto. —Su voz se espesó, teñida de
emoción—. No podemos protegerte. No somos lo bastante fuertes.
—Pero ¿a dónde iré? ¿Cuándo volveré a verte? —Cada palabra era un
golpe que moldeaba aquella inminente pesadilla.
—Ping’er te llevará con su familia al Mar del Sur. —Ahora hablaba con
viveza, como si intentara convencernos a ambas—. Me han contado que el
océano es precioso. Allí tendrás una buena vida, alejada de las nubes que se
ciernen sobre nosotras.
Ping’er había compartido conmigo todo lo que sabía de aquellas tierras
remotas, y había despertado mi imaginación, hambrienta de aventuras. El
inmenso mar estaba dividido en cuatro territorios que se extendían desde la
costa oriental hasta el océano meridional, desde los acantilados del oeste hasta
las aguas del norte. Me habían cautivado sus relatos sobre las criaturas que
vivían en las resplandecientes ciudades bajo el agua o en las costas doradas.
Había soñado con explorarlas innumerables veces.
Sin embargo, nunca había pensado en huir de mi casa para convertir mi
sueño en realidad. ¿Qué sentido tenía vivir aventuras si no había nadie para
compartirlas?
Mi madre cerró la mano alrededor de la mía, devolviéndome de nuevo al
presente.
—Jamás le cuentes a nadie quién eres. El Emperador Celestial tiene espías
en todas partes. Se tomaría tu existencia como un insulto imperdonable. —
Habló con urgencia, clavando sus ojos en los míos hasta que pronuncié una
promesa estrangulada.
Acto seguido, se inclinó hacia mí y me ató algo al cuello. Una cadena de
oro con un pequeño disco de jade. Era del color de las hojas de primavera,
con un dragón tallado en la superficie. Al acariciar la fría piedra noté una fina
grieta en el borde.

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—Era de tu padre. —Sus ojos eran tan oscuros como una noche sin luna
—. Nunca le digas a nadie quién eres. Pero tampoco lo olvides.
Me abrazó y me acarició el pelo. Yo permanecí cabizbaja —como una
cobarde—, negándome a verla partir, deseando que aquel momento durara
para siempre. Me rozó la mejilla con los nudillos una vez y luego no sentí
nada más, salvo un doloroso vacío.
Me hundí en el suelo y me rodeé las rodillas con los brazos. Oh, me moría
de ganas de ponerme a gritar y a aullar, de golpear el suelo con los puños. Me
llevé la mano a la boca para amortiguar mis enronquecidos llantos, pero en lo
referente a mis lágrimas…, dejé que cayeran, silenciosas, por mi rostro.
Durante la única noche en la que la flor de la luna florecía y se marchitaba, mi
vida había quedado patas arriba. Mi camino, que había sido un trayecto en
línea recta, había tomado un desvío hacia el desierto, y yo me encontraba
perdida.
La habitación estaba a oscuras; ya se había hecho de noche. La luna
todavía se hallaba cubierta de sombras, pues todavía no se habían encendido
los faroles. Esta noche la luna tardaría en salir.
La urgencia me impulsó a ponerme en marcha. No quería que me
descubrieran y que madre y Ping’er acabaran siendo castigadas. Aunque a los
inmortales rara vez se les infligía la muerte, las amenazas de relámpagos y
llamas de la emperatriz provocaban que me estremeciera de terror.
Ping’er me ayudó a envolver mis pertenencias en un amplio trozo de tela.
—No te lleves demasiadas cosas, ni nada demasiado valioso para evitar
levantar sospechas. —Tenía los ojos enrojecidos, pero al ver mi expresión
compungida, añadió—. Estarás a salvo en el Mar del Sur, tan escondida como
una estrella en el firmamento. Mi familia cuidará de ti y te enseñará todo lo
que debes saber.
Ató los extremos de la tela para formar un morral y me lo colgó al
hombro.
—¿Nos vamos?
No quería marcharme. Y sin embargo, asentí, aturdida. ¿Qué más podía
hacer? Ni siquiera podía echarles la culpa a los caprichos del destino cuando
había sido yo la causante de todo.
Mientras Ping’er y yo atravesábamos la entrada a toda prisa y nos
dirigíamos al este, hacia el bosque de olivo dulce, eché la vista atrás una
última vez. Mi hogar jamás me había parecido más hermoso que en aquel
momento, mientras memorizaba cada curva y cada piedra. Mil faroles
iluminaban el suelo, las tejas plateadas reflejaban las estrellas. Y en el balcón

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desde el que había contemplado el mundo inferior, había una figura esbelta
vestida de blanco.
Mi madre no tenía la mirada clavada en los Dominios Mortales, sino en
mí, y levantaba los dedos en señal de despedida. Ignorando el urgente tirón
que me dio Ping’er en la manga, me arrodillé, inclinándome hasta apoyar la
frente sobre la suave tierra. Moví los labios, formando una silenciosa
promesa: volvería y liberaría a mi madre. No sabía cómo, pero lo intentaría
por todos los medios a mi alcance. Nuestra historia no acabaría así. Mientras
seguía a Ping’er hacia la nube en la que abandonaríamos aquel lugar, un dolor
agudo y manifiesto me partió el corazón; lo único que mantuvo los
fragmentos unidos fue un diminuto rayo de esperanza.

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I nhalé una estimulante bocanada de aire; completamente pura y a la vez


hueca, sin rastro alguno de especias. La nube atravesó el cielo a toda
prisa, provocando que me tambalease y tuviera que agarrarme del brazo de
Ping’er. Sin el brillo de los faroles, la noche resultaba espeluznante. Apenas
aquella mañana, el miedo había sido una emoción ajena, y ahora este me
ahogaba. Por suerte, los húmedos pliegues de la nube no cedían bajo mis pies,
sino que su firmeza era idéntica a la del suelo, salvo por el viento, que soplaba
con fuerza a mi alrededor.
Nos esperaba un largo trayecto hasta el Mar del Sur, al otro lado del Reino
Celestial, más allá de los exuberantes bosques del reino del Fénix. Más allá,
incluso, del Desierto Dorado, la vasta medialuna de arena estéril que limitaba
con el temido Reino de los Demonios. ¿Cómo encontraría el camino de vuelta
a casa? Me di cuenta entonces de que tal vez habían creído que nunca
volvería.
Un océano de luces resplandeció a lo lejos, distrayéndome de mis
sombríos pensamientos.
—El Reino Celestial —susurró Ping’er.
De pronto se levantó una ráfaga de viento; ella miró por encima del
hombro, y el color abandonó su rostro. Me giré y escudriñé la noche con la
mirada. Una nube enorme se acercaba a nosotras, con las siluetas de seis
inmortales alzándose sobre ella. Sus armaduras desprendían un brillo blanco y
dorado, aunque la oscuridad ocultaba sus rasgos.
—¡Soldados! —resolló Ping’er.
El corazón me martilleó en el pecho.
—¿Vienen a por nosotras?
Me colocó tras ella.
—Llevan armadura celestial. Ha debido de enviarlos la emperatriz.
¡Agáchate! Que no te vean, intentaré darles esquinazo.
Me agaché tanto como pude, hundiéndome en las frías ondulaciones de la
nube. Una parte de mí se alegraba de no ver a los soldados y, aun así, el temor
a lo desconocido hizo que se me erizara la piel. Ping’er cerró los ojos al
tiempo que un delgado chorro de luz emergía de la palma de su mano. Era la
primera vez que la veía usar la magia; puede que nunca antes hubiese sido

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necesaria. Nuestra nube se precipitó hacia delante, pero ella no tardó en
reducir la velocidad de nuevo.
Ping’er tenía la piel empapada de sudor.
—No puedo hacer que vaya más deprisa; no soy lo bastante poderosa. Si
nos atrapan… descubrirán quiénes somos.
—¿Están muy cerca? —Me volví para echar un vistazo, y deseé no
haberlo hecho.
El acero resplandecía en las manos de los soldados, que se acercaban cada
vez más. No tardarían en alcanzarnos. Puede que alguno reconociera a Ping’er
y eso diera lugar a un interrogatorio. A mí se me daba fatal mentir, pues
nunca había tenido la necesidad de practicar: una mirada severa de mi madre
bastaba para sonsacarme la verdad. Unas imágenes monstruosas afloraron en
mi mente: unos soldados irrumpiendo en mi casa y llevándose a mi madre
encadenada. El crepitante látigo fulgurante azotándole la espalda,
cuarteándole la piel mientras la sangre salpicaba la seda blanca de su túnica.
Sentí náuseas y la bilis, ardiente, me trepó por la garganta.
Hundí las uñas en la carne de mi palma. No podía dejar que nos dieran
caza. No podía permitir que mi madre y Ping’er salieran heridas. Pero era
débil, y solo se me ocurrió una idea, que bien podría ser lo último que hiciera.
Apreté los dientes hasta que me dolieron y me obligué a decir:
—Ping’er, déjame aquí.
Me miró como si hubiera perdido la cabeza.
—¡No, estamos en el Reino Celestial! Debemos llegar al Mar del Sur.
Debemos…
Mi sosiego se vino abajo. La agarré del brazo con desesperación y tiré de
ella hacia abajo.
—No conseguiremos darles esquinazo. En cuanto nos capturen nos
castigarán a todas. Creo que deberíamos dividirnos. Quédate tú en la nube, yo
no soy capaz de controlarla. Al menos de esta manera tendremos una
posibilidad de escapar.
¿Qué alternativa teníamos? Ninguna que nos ofreciera a ambas una
oportunidad de huir. Sin embargo, por más que lo intentara, no podía dejar de
temblar.
Ella negó con la cabeza, pero yo insistí:
—Estaré a salvo en el Reino Celestial mientras no descubran quién soy.
Le prometí a madre que no se lo contaría a nadie, y no lo haré. Buscaré un
lugar donde esconderme. Tal vez sin mí logres dejar atrás a los soldados. —

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Pronuncié las palabras de forma apresurada. Dentro de un instante sería
demasiado tarde, y la decisión nos sería arrebatada.
El fuego iluminó la noche, abriéndose paso hacia nosotras. Nos golpeó y
la nube se sacudió al girar bruscamente. El calor resplandeció en mi piel al
tiempo que Ping’er alzaba la mano, bañada por una brillante luz que apagó las
llamas. Cayó a mi lado con un grito.
—Nos atacan —dijo con incredulidad, y apoyó sus palmas iluminadas en
la nube, acelerándola.
El terror se apoderó de mí, pero no podía sucumbir. No en aquel
momento, cuando cada segundo era crucial.
—Ping’er, es la única manera. No podemos dejar que nos atrapen. —
Hablé con firmeza, con urgencia. Ya no era una niña que suplicaba para que
le dieran voz—. También es mi decisión.
Su rostro se endureció entonces, y una sombría determinación cruzó su
expresión. Señaló un grueso banco de nubes que había a lo lejos.
—Allí… Voy a descender tanto como pueda. Te protegeré durante la
caída.
A pesar de sus palabras tranquilizadoras, había algo que me inquietaba.
Respiraba de forma acelerada y áspera, y tenía la piel húmeda. ¿Estaba
enferma? Imposible. Los inmortales no sufrían tales dolencias.
—Ping’er, ¿estás herida? ¿Acaso el fuego?
—Solo estoy un poco cansada. Nada que deba preocuparte.
Me puse de lado y miré por encima del borde mientras la nube seguía
adelante a toda velocidad. Pensé de inmediato en los peligros que me
aguardaban: no en el vacío de abajo, sino en las luces brillantes que se
entrelazaban en la oscuridad. Preciosas. Aterradoras. Me levanté y abracé a
Ping’er, estrechándola con fuerza. Deseando no tener que soltarla. Deseando
muchísimas cosas, aunque ninguna se haría realidad.
Se aferró a mí con absoluta desesperación mientras nos sumergíamos en el
banco de nubes. Las gotas de agua helada me rozaban la piel y la humedad se
me pegaba a la ropa. A medida que descendíamos, el frío se adueñaba de mí,
calándome hasta los huesos. Me temblaron las piernas al extenderlas para
ponerme en pie. Ping’er me rodeó el hombro con el brazo; su piel era como la
ceniza al enfriarse. El aire destelló al tiempo que un ligero cosquilleo me
recorría.
—El escudo amortiguará tu caída. Aun así, puede que te hagas daño y
debes tener cuidado en todo momento. —Le temblaron las manos al colgarme
el pequeño morral del brazo.

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—¿Intentarás venir a buscarme cuando pase el peligro? —Me aferré a
aquella frágil esperanza, intentando hacer acopio de los últimos vestigios de
valor que me quedaban.
Las lágrimas anegaron sus ojos.
—Pues claro. Pero si no puedo…
—Hallaré el camino de vuelta. Un día, cuando pase el peligro —dije con
rapidez, para prometérnoslo a las dos.
—Lo sé. Debes hacerlo por tu madre. —Tomó una profunda bocanada de
aire—. ¿Estás preparada?
Estaba tan tensa que creí que iba a estallar. No, jamás estaría preparada
para saltar a lo desconocido, para cercenar el último vínculo con mi hogar.
Pero si no me marchaba ahora, si cedía al pánico, si me abandonaba a la
oscuridad de la duda la poca determinación que me quedaba se desvanecería.
Mirándola, obligué a mis rígidas piernas a retroceder hacia el borde. Prefería,
con mucho, contemplarla a ella en vez del enorme vacío que había debajo.
—¡Ya! —gritó ella en un repentino estallido de fuerza, con la mirada
encendida.
Me tambaleé hacia atrás, justo cuando la cabeza de Ping’er caía hacia un
lado y ella se desplomaba, hecha un ovillo, sobre la nube. Pero yo también me
precipitaba a través del oscuro vacío del cielo. El viento me arrebató todo
pensamiento, ahogando el grito que brotó de mi garganta y azotándome el
rostro y las extremidades hasta dejarlos en carne viva. Mis ropas ondearon en
una nube de seda. El aire me azotaba, impidiéndome respirar, y los pulmones
me ardían. Un estruendo en mis oídos lo enmudeció todo salvo los latidos de
mi corazón.
Sin embargo, frente a mí, convirtiéndose en una mera mancha, estaba la
nube de Ping’er, inmóvil. Ella seguía acurrucada en el mismo lugar. ¿Se
habría desmayado? ¡Vete!, exclamé en un grito mudo mientras los soldados se
dirigían hacia ella a toda velocidad. Una oleada de terror me encogió las
entrañas; alargué las manos —un gesto inútil—, aferrándome de forma
frenética a… algo en mi interior. Sentí un hormigueo en la piel, ardiente
primero y luego frío, al tiempo que un resplandeciente torbellino de aire
atravesaba el vacío dirigiéndose hacia Ping’er. Este brilló intensamente antes
de cambiar el rumbo y desaparecer a lo lejos.
Me estrellé contra el suelo y el dolor me recorrió el cuerpo. El aire
abandonó mis pulmones y lo único que pude hacer fue quedarme tumbada
mientras mis lágrimas se mezclaban con el sudor que me recubría la piel. El
cansancio se apoderó de mí. Me aferré a la suave hierba bajo mis dedos, tomé

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una temblorosa bocanada de aire y el aroma de las flores me inundó las fosas
nasales. Era dulce, y aun así me resultaba indiferente. Apoyé las palmas en el
suelo y me levanté, dolorida y entumecida, pero por lo demás ilesa. El
encantamiento de Ping’er había amortiguado la peor parte de la caída.
Creía que estaba protegiéndola, pero ella me había ayudado a escapar sin
preocuparse por su seguridad. ¿Habría conseguido escapar? ¿Estaría mi
madre a salvo? ¿Y yo? Mi respiración se había vuelto irregular; me faltaba el
aliento, estaba ahogándome. Los inmortales no enfermábamos ni éramos
víctimas de la vejez, pero las armas, las criaturas y la magia de nuestro reino
podían herirnos igualmente. Estúpida de mí, nunca había imaginado que tales
peligros fueran a afectarnos. Y ahora… me hice un ovillo, rodeando las
rodillas con los brazos, y dejé escapar un frágil y agudo lamento, como el de
un animal herido. Idiota, me maldije una y otra vez por haber provocado
aquello, hasta que por fin cerré los labios para amortiguar los sonidos.
No sé cuánto tiempo permanecí allí, con la garganta en carne viva
ahogando mi dolor. Y sí, también temía por mi seguridad, ya que las
imágenes de soldados crueles y bestias salvajes se agolpaban en mi mente.
¿Quién sabía lo que acechaba en la oscuridad? Me estaba desmoronando,
hecha polvo, pero entonces un rayo de luz me iluminó. Levanté la cabeza y
contemplé la luna; era la primera vez que la veía de lejos. Era radiante y
preciosa, y también me ofrecía consuelo. Mi respiración se apaciguó un poco,
hallando alivio en la creencia de que mientras la luna saliera cada noche,
sabría que mi madre había encendido los faroles y estaba bien. Un recuerdo
afloró en mi mente: el de ella atravesando el bosque, y su túnica blanca
brillando en la oscuridad. Una oleada de anhelo sacudió mi magullado
corazón, pero me armé de coraje para no volver a hundirme en el abismo de la
autocompasión.
Unos destellos captaron mi atención desde abajo, unas luces brillantes que
danzaban en el interior de sus oscuras profundidades. ¿Eran las mismas que
había vislumbrado desde arriba? Fue entonces cuando me di cuenta de que el
suelo era como un espejo, un reflejo del entramado de estrellas que urdía la
noche. Su belleza desconocida se me quedó grabada, un duro recordatorio de
que ya no estaba en casa. Volví a desplomarme, envolviéndome el cuerpo con
los brazos. Contemplé la luna hasta que se me pasó el dolor y finalmente me
sumí en un reposo sin sueños sobre el duro y frío suelo.

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Alguien me estaba dando golpecitos en el brazo. ¿Era mi madre? ¿Acaso todo
había sido una pesadilla? Un rayo de esperanza se abrió paso en mi interior,
disolviendo la neblina de mi letargo. Abrí los ojos y parpadeé ante el brillo de
la mañana. El remolino de luces había desaparecido y en su lugar se
asomaban las nubes rosadas del amanecer.
Una mujer se arrodilló junto a mí, con una cesta al lado. Su mano,
apoyada en mi codo, era tan cálida y estaba tan seca como la superficie de los
faroles de papel.
—¿Por qué estás durmiendo aquí? —Frunció el ceño—. ¿Estás bien?
Me incorporé de golpe, ahogando un grito por el dolor que me recorrió la
espalda. Apenas pude responder a su pregunta con un asentimiento de cabeza,
pues los recuerdos que me invadían me habían dejado entumecida.
—Ve con cuidado. Deberías marcharte a casa, he oído que anoche hubo
algunos disturbios y los soldados están patrullando la zona.
Recogió su cesta y se puso en pie.
Noté un nudo en el estómago. ¿Disturbios? ¿Soldados?
—¡Esperad! —exclamé, sin saber qué decir, pero no queriendo quedarme
sola—. ¿Qué ocurrió?
—Alguna criatura se coló a través de las guardas. Los soldados le dieron
caza. —Se estremeció—. En los últimos años han aparecido espíritus de
zorros. Aunque se dice que esta vez podría haberse tratado de un demonio que
intentaba secuestrar niños celestiales para sus artes malignas.
¿Uno de los monstruos del Reino de los Demonios? Me di cuenta
entonces de que era a mí a quien buscaban los soldados. Yo era el presunto
demonio. Me habría echado a reír si no hubiera estado muerta de miedo.
Ping’er debía de ignorar la existencia de las guardas.
—¿Han detenido a alguien? —Mi voz sonó frágil y lánguida.
—Aún no, pero no te preocupes. Nuestros soldados son los mejores del
reino. Atraparán al intruso en un periquete. —Me dirigió una sonrisa
tranquilizadora, antes de preguntarme—: ¿Qué haces por aquí a estas horas?
Me encorvé de alivio. ¡Ping’er había escapado! Sin embargo, debía de
llevar horas allí y ella no había vuelto. El vendaval que había atravesado el
cielo violentamente y se la había llevado por los aires… ¿la habría alejado
demasiado?
Un pensamiento afloró en mi mente. ¿Acaso aquel poder, de alguna
manera, había salido de mí? ¿Podría volver a hacer algo así? No, era ridículo
planteármelo siquiera. Además, hasta ahora mi magia no me había traído nada
bueno y no podía arriesgarme a llamar la atención. Me puse de pie,

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advirtiendo que la mujer se me había quedado mirando, pues su pregunta
había quedado sin respuesta. No sospechaba de mí porque en su mente el
intruso era una bestia temible o un demonio, pero no me atreví a darle
ninguna razón para dudar ahora.
—No tengo a dónde ir. Me… me despidieron de la casa en la que
trabajaba. Me caí y me desmayé. —Mis palabras eran torpes y mi tono,
vacilante. No estaba acostumbrada a mentir de forma tan descarada.
La expresión de su rostro se suavizó. Tal vez percibiera mi desdicha,
derramándose de mi interior como un río desbordado por la lluvia.
—Por los Cuatro Mares, algunos de estos nobles son de lo más
cascarrabias y egoístas. Bueno, no te preocupes. Seguro que no tardarás en
encontrar otra cosa. —Ladeó la cabeza—. Trabajo en la Mansión del Loto
Dorado. Si te interesa, he oído que la señorita está buscando otra criada.
Su amabilidad era como una corriente de calidez en el invierno de mi
desdicha. Pensé con rapidez. Lo más seguro era que vagar por mi cuenta
levantara sospechas. No sabía cómo podían ocurrírseme cosas tan mundanas
en aquel momento, pero algo se endureció en mi interior. La pena era un lujo
que no podía permitirme después de haberme regodeado en ella durante la
mitad de la noche. Si me derrumbaba ahora, todo habría sido en vano. Me
quedaría allí con alguien y, de algún modo, hallaría la manera de volver a
casa; aunque me llevara un año, una década o un siglo.
—Gracias. Aprecio vuestra amabilidad.
Me incliné desde la cintura, ofreciéndole una torpe reverencia, ya que en
casa no dábamos importancia a tales ceremonias. Pareció complacerla, pues
me dirigió una sonrisa y me indicó que la siguiera.
Recorrimos el resto del camino en silencio, atravesando una arboleada de
bambúes y un puente de piedra gris que se arqueaba sobre un río, antes de
llegar a las puertas de una extensa propiedad. Bajo la marquesina de la
entrada, había una placa lacada en negro que rezaba en caracteres dorados:

MANSIÓN DEL LOTO DORADO

Era una hacienda inmensa, un conjunto de recintos interconectados y amplios


patios. Unas columnas rojas sustentaban los tejados curvados de tejas de color
azul noche. Las flores de loto flotaban en los estanques y colmaban el aire con
su fragancia embriagadora y dulce. Seguí a la mujer a través de largos pasajes
iluminados con farolillos de palisandro hasta llegar a un enorme edificio. Tras
dejarme en el umbral de la puerta, se acercó a un hombre de rostro rubicundo

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y le dirigió unas palabras. Él respondió con un asentimiento de cabeza antes
de aproximarse a mí. Yo me erguí todavía más y me alisé de manera instintiva
las arrugas de la túnica.
—Ah, ¡qué oportuno! —exclamó—. La señorita, Lady Meiling, me
regañó anoche por no haber encontrado a una sustituta. Aunque uno se
pregunta por qué necesita más de tres criadas —murmuró, evaluándome con
la mirada—. ¿Has servido alguna vez en una hacienda de estas dimensiones?
¿Qué habilidades posees? —Mis habilidades no eran, ni mucho menos,
sobresalientes, pero mi respuesta pareció satisfacerle.
Pasé los siguientes días aprendiendo mis tareas, desde cómo elaborar los
pasteles de almendra favoritos de Lady Meiling o cómo preparar el té a su
gusto, hasta ocuparme del cuidado de sus prendas; algunas adornadas con
bordados tan exquisitos que parecían estremecerse ante mi roce. Otros
deberes incluían pulir los muebles, lavar la ropa de cama y mantener los
jardines. Trabajaba de sol a sol, quizá porque no tenía poderes que pudieran
aliviar mi carga.
Eran las reglas, no las tareas, lo que más me molestaba: dictaban la
inclinación de mis reverencias, me obligaban a guardar silencio a menos que
se me dirigiera la palabra, me prohibían sentarme en presencia de mi ama, me
forzaban a obedecer todas sus órdenes sin vacilar. Cada regla golpeaba mi
orgullo un poco más que la anterior, dilatando el abismo entre patrona y
criada, un recordatorio constante de la inferioridad de mi posición y del hecho
de que ya no me encontraba en casa.
Estas podrían haberme apesadumbrado más, pero la pena ya inundaba mi
corazón y mis pensamientos se hallaban invadidos con preocupaciones mucho
mayores que tener los pies doloridos o las palmas de las manos en carne viva.
Y en cierto modo, agradecía que mi día a día fuera tan ajetreado, pues apenas
me dejaba tiempo para pensar en mi desdicha.
Cuando el jefe de personal consideró por fin que mi rendimiento era
satisfactorio, me pusieron al servicio de Lady Meiling, junto con otras criadas
con las que compartiría habitación. Al parecer era una patrona exigente, pero
yo tenía la esperanza de que las cuatro nos bastáramos para atenderla. Cuando
llegué con mi morral, las demás se estaban vistiendo con unas túnicas de
color verde sauce sobre su ropa interior blanca. Una de las chicas ayudaba a
otra a atarse una faja amarilla alrededor de la cintura. Una chica preciosa con
hoyuelos se puso en el pelo una horquilla de latón en forma de flor de loto, un
accesorio que todas debíamos llevar. Eran un trío animado, y charlaban entre
ellas con familiaridad. A pesar de la tristeza que me afligía, una chispa cobró

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vida en mi interior. Puede que por fin tuviera la oportunidad de hacer amigas,
algo que había deseado con todo mi ser.
La chica de los hoyuelos se volvió hacia mí.
—¿Eres la nueva? ¿De dónde eres?
—De… De… —La historia que Ping’er y yo habíamos inventado se había
desvanecido de mi mente. La intensidad de sus miradas hizo que el rubor se
apoderase de mis mejillas.
Las otras soltaron una risita; sus ojos brillaban tanto como los guijarros
bañados de lluvia.
—Jiayi —le dijo una de ellas a la chica de la horquilla—. Parece haberse
quedado muda.
Jiayi me recorrió con la mirada, curvando los labios como si estuviera
viendo algo que le disgustara. ¿Era mi sencillo peinado o la falta de abalorios
en mi cintura, muñecas y cuello? ¿O era que carecía de su aplomo, de la
confianza que le otorgaba conocer el lugar que ocupaba en aquel mundo?
Pues todo aquello ponía de manifiesto una verdad muy simple: que era una
forastera, que no pertenecía a aquel lugar.
—¿A qué se dedican tus padres? Mi padre es el jefe de la guardia de esta
casa —afirmó con un claro aire de superioridad.
Mi padre dio muerte a los soles. Mi madre alumbra la luna.
Eso hubiera borrado la expresión de suficiencia de su rostro, pero aun así
reprimí aquel imprudente impulso. Un instante de regocijo no compensaba el
ser considerada una mentirosa o arrojada a una celda. Por no mencionar los
peligros a los que expondría a mi madre y a Ping’er si me creían.
—No tengo familia —respondí en cambio. Una respuesta prudente, a
pesar de que me granjearía su desprecio aún más; podía advertirlo en las
miradas que intercambiaron, ahora sabían que no tenía a nadie que me
protegiera.
—Qué tedio. ¿Dónde te encontró el jefe de personal? ¿En la calle? —
resopló Jiayi dándose la vuelta. Las otras siguieron su ejemplo y reanudaron
su charla de forma tan alegre como una bandada de pájaros.
Se me heló la boca del estómago. Ignoraba lo que esperaban de mí; solo
sabía que, de alguna manera, no había estado a la altura. No me consideraron
digna. Caminé con dificultad hasta el rincón más alejado y dejé mi bolsa
sobre la cama vacía. Las chicas se echaron a reír, intercambiando bromas, y
su alegría intensificó el desconsuelo de mi soledad. Noté un nudo en la
garganta y me apresuré a abandonar la habitación para recuperar la
compostura. Detestaba huir, pero hubiera aborrecido llorar delante de ellas.

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No desperdicies las lágrimas en cuestiones insignificantes, me dije con
fiereza antes de regresar a la habitación. Las tres se volvieron hacia mí a la
vez; su repentino silencio resultó estremecedor. Entonces me di cuenta de que
mi bolsa de tela estaba abierta y su contenido, esparcido por el suelo.
Noté el ambiente cargado de hostilidad mientras me agachaba para
recoger mis cosas. Una de ellas se rio disimuladamente, y el sonido hizo que
me ardieran las orejas. Niñatas inmaduras, pensé, bullendo de rabia. Pero el
dolor de la humillación era inmenso. Hasta ahora, había tenido el privilegio
de conocer únicamente el afecto y el amor. De pequeña me habían
aterrorizado los despiadados monstruos que moraban en mis libros. Sin
embargo, acababa de aprender que las sonrisas afiladas como guadañas y las
palabras crueles eran igualmente sobrecogedoras. Nunca habría imaginado
que existieran personas así: personas que se enorgullecieran de pisotear la
dignidad de los demás, que se alimentaran de la miseria de aquellos que las
rodeaban.
Una vocecilla en mi interior me susurró que, efectivamente, me habían
recogido de la calle, sin habilidades ni conexión alguna. Tal vez si me mordía
la lengua y agachaba la cabeza acabaran aceptándome como a una más.
Estaba agotada y prefería dejar las cosas tal y como estaban. ¿Qué más daba
si se salían con la suya? ¿Qué importancia tenían la dignidad o el honor? No
era nada comparado con lo que había perdido. Pero un grito de protesta se
alzó en mi interior. No, no permitiría que me avergonzaran. No las adularía ni
las complacería para ganarme su amistad. Prefería estar sola que tener amigas
como aquellas. Y aunque en aquel momento me sentía tan insignificante
como un insecto, alcé la barbilla y les sostuve la mirada.
El desprecio se reflejaba en las bonitas facciones de Jiayi, pero la forma
en que desvió los ojos también revelaba un atisbo de inquietud. ¿Esperaba que
me quitara de en medio y me ocultara en las sombras? Me alegré de haberla
decepcionado. Me habían herido, pero no les daría la satisfacción de hacérselo
saber. Su crueldad solo tendría sobre mí el poder que yo le otorgara, y
recuperaría mi orgullo herido de debajo de sus pies porque… era lo único que
me quedaba.

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E l templete daba a un patio de glicinas, cuyas ramas se hallaban


cubiertas con racimos de lilas. Yo permanecía detrás de mi señora,
Lady Meiling, que llevaba un vestido rosa de brocado con las anchas mangas
y la falda adornadas con brillantes flores. Era exquisito; los pétalos bordados
ardían de un rojo intenso antes de volverse plateados de nuevo. Abrí los ojos
de par en par. Lady Meiling poseía innumerables prendas, pero aquella era
muy peculiar. Solo las costureras más hábiles eran capaces de encantar sus
creaciones para que reaccionaran a los poderes de su portadora.
Además de servir a Lady Meiling y mantener inmaculados sus aposentos
y el patio, se me encomendó el cuidado de sus ropas: sus túnicas, mantos y
fajas de seda, satén y brocado. Al principio se me antojó una tarea agradable,
si bien algo tediosa. Pero no tardé en descubrir que era yo la que pagaba los
platos rotos cada vez que algún objeto se extraviaba o aparecía el más mínimo
rasguño o mota de polvo. Y para colmo, Jiayi elegía el atuendo de nuestra
señora todos los días, incrementando mi volumen de trabajo con su
interminable retahíla de quejas y exigencias.
Lady Meiling frunció los labios al desviar la mirada hacia mí, tal vez
percibiendo mis devaneos.
—Té —dijo secamente.
Me apresuré a rellenarle la taza, al tiempo que el aromático vapor se
enroscaba en el aire.
Una fuerte ráfaga de viento se levantó en el patio y salpicó la hierba con
pétalos. Lady Meiling se alisó las mangas y frunció el ceño, como si el viento
hubiera osado interrumpir su mañana.
—Xingyin, tráeme la capa —exigió—. La de seda color melocotón con el
dobladillo dorado.
Me incliné, conteniendo el impulso de rechinar los dientes. Lady Meiling
era joven, pero tenía el temperamento autoritario de una matriarca de mil
años.
Apenas habían pasado unos meses desde mi llegada a la casa, pero la
cálida sensación de estar entre seres queridos ya se había desvanecido y
convertido en el eco de un recuerdo. Tal y como prometí, mantuve mi
identidad en secreto, aunque esta nunca abandonaba del todo mis
pensamientos. Por las noches, esperaba a oír la respiración profunda y

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constante de mis compañeras de habitación antes de dejar vagar la mente
hasta los resplandecientes pasillos de mi casa. Fue entonces cuando las
pesadillas dieron comienzo; pesadillas en las que los soldados capturaban a
mi madre y a Ping’er. En las que volvía a casa y me la encontraba desierta y
en ruinas. No era de extrañar que a menudo me despertara jadeando,
empapada en sudor y con un nudo en el pecho.
Las otras criadas me desdeñaban, pues consideraban mi posición por
debajo de la suya. Su desprecio no hizo más que fortalecer mi determinación,
aunque me hacían la vida imposible de innumerables maneras: echando a
perder todo lo que estaba a mi cargo, burlándose de cada una de mis palabras,
contándole mentiras sobre mí a nuestra señora. Me ordenó arrodillarme en el
patio tantas veces que me sentí como uno de los leones de piedra tallada que
guardaban la entrada. No debía quejarme; prefería aquello a acabar
encarcelada o a que me azotaran con látigos en llamas. Aun así, más que el
disgusto, era la humillación lo que me dolía. Reprimía las lágrimas cada una
de las veces, tragándomelas hasta que casi podía saborear la diferencia entre
el amargo sabor de la humillación y la salobridad de la pena.
Me dirigí rápidamente a la habitación de Lady Meiling y busqué su capa a
toda prisa. Tenía muy poca paciencia y su carácter era tan incendiario como
los petardos que los mortales lanzaban durante las fiestas. Por fin, la localicé
tirada sobre una silla, pero mi alivio se desvaneció al tomarla y ver la mancha
oscura que se extendía por la tela; la tinta todavía brillaba. Sin pensarlo
siquiera, la dejé caer antes de que me manchara la piel.
—¿Qué ocurre? —Jiayi entró con una sonrisa en los labios mientras
contemplaba la prenda estropeada—. La culpa es tuya por no encargarte
debidamente de las ropas de la señora.
Sacudió la mano con un gesto desdeñoso y me quedé rígida al ver una
mancha oscura en uno de sus dedos.
—Fuiste tú —dije con rotundidad. No debería haberme sorprendido.
Se le encendieron las mejillas mientras echaba la cabeza hacia atrás.
—De todas formas, nadie te creerá.
La paciencia, que había ido desgastándoseme poco a poco tras aquellos
meses de humillaciones, se me acabó de golpe.
—Estas jugarretas no te hacen quedar por encima de nadie, sino a la altura
del betún —siseé.
Jiayi retrocedió. ¿Tenía miedo de que la golpeara? Lo único que quería
era que se disculpara, que admitiera su culpabilidad en lugar de esconderse
tras sus sonrisas burlonas y sus compinches.

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Pero incluso eso me fue negado, pues Lady Meiling irrumpió en la
habitación.
—¿Por qué tardas tanto? ¡Me estoy congelando con el viento!
Desvió la mirada hacia la capa, tirada en el suelo, y abrió la boca.
Jiayi fue la primera en recobrar la compostura: recogió la prenda con una
mirada cándida en los ojos y la sacudió para que la mancha se viera mejor.
—Señora, Xingyin ha derramado tinta encima. Me rogó que no os lo
contara porque tenía miedo.
Tomé aire profundamente, esforzándome para no perder los estribos. Lady
Meiling jamás se pondría de mi parte estando involucrada su criada favorita.
No sin pruebas; pero esta vez las tenía.
—Jiayi se equivoca; no he hecho tal cosa. Estaba manchada antes de que
yo llegara. Os invito a que nos examinéis en busca de manchas.
Jiayi palideció y enterró las manos en los pliegues de seda de la capa. No
tenía de qué preocuparse, ya que Lady Meiling entrecerró los ojos como un
gato al que hubieran acariciado a contrapelo. No le caía bien, puede que
influenciada por las historias que le contaban las demás.
—El rango de Jiayi es superior al tuyo. Discúlpate con ella de inmediato,
y luego limpia la capa y asegúrate de que quede impecable.
Airada, tomó la capa de la discordia y me la lanzó. Esta me golpeó la
mejilla y se deslizó hasta caer a mis pies.
Era incapaz de articular palabra y las entrañas se me retorcieron ante
aquella injusticia. Dejé los brazos inmóviles a los lados, haciendo caso omiso
de sus órdenes. Un fiero impulso se apoderó de mí: el de arrojarle la capa de
nuevo. El de verter tinta recién molida sobre la túnica de Jiayi. Y salir de allí
hecha una furia…, pero la fantasía terminaba justo ahí. ¿A dónde iría
después?
Los labios de Lady Meiling se redujeron a dos finas líneas; yo agaché la
cabeza y me obligué a pronunciar una disculpa. Tras recoger la capa,
abandoné la estancia a toda prisa, sin saber cuánto tiempo más podría
contenerme.
Quería estar sola, lejos del parloteo de las demás criadas. Empezaba a
entender por qué mi madre prefería la soledad en los momentos de
pesadumbre. Me encaminé al río cercano con un cubo y una pastilla de jabón.
Las varas de bambú, de un exuberante verde esmeralda, crecían alrededor,
extendiéndose de manera soberbia hacia el cielo. Me senté junto a la orilla y
me puse a frotar la capa, con una opresión tan inmensa en el pecho que
apenas era capaz de respirar. ¡Cómo echaba de menos mi casa! La promesa

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que me había hecho a mí misma me golpeó con su absoluta inanidad. ¿Cómo
iba a ayudarla si carecía de poder? Mi futuro se extendía ante mí, solitario y
sombrío: una vida de servidumbre sin esperanzas de progresar. Una lágrima
involuntaria me brotó en el rabillo del ojo. Había aprendido a contenerlas,
tomando profundas bocanadas de aire o parpadeando. Pero al encontrarme
sola, dejé que se deslizara por mi mejilla.
—¿Por qué lloras? —dijo una voz clara, sobresaltándome.
Me di la vuelta y vi a un joven en el que no había reparado hasta ese
momento; estaba sentado en una roca a poca distancia, con la rodilla
levantada y un codo apoyado en ella. ¿Cómo había podido pasar por alto su
aura, que vibraba en el aire? Era poderosa y cálida, y tan brillante como un
cielo despejado a mediodía. Sus ojos oscuros resplandecían bajo sus cejas y
tenía la piel radiante, como bañada por el sol. Llevaba el largo cabello negro
recogido en una cola de caballo que caía sobre su túnica de brocado azul; un
cinturón de seda le ceñía la prenda. De su faja pendía un adorno de jade
amarillo, cuya borla le rozó las rodillas al bajar de un salto y dirigirse hacia
mí. Mientras me devolvía la mirada sin reserva alguna, noté cómo el calor me
subía por el cuello.
—Tampoco será tan difícil limpiar la ropa —comentó, mirando el bulto
que yo tenía en las manos.
—¿Y tú qué sabes? Es mucho más difícil de lo que parece —repliqué—.
Y nunca lloraría por una cosa así. Es que… echo de menos a mi familia.
En el momento en que las palabras abandonaron mis labios, me mordí la
lengua. Era la verdad, pero ¿qué me había empujado a contarle tales cosas a
un desconocido?
—Si echas de menos a tu familia, vuelve con ella. ¿Por qué te fuiste de
casa? Y más con un trabajo como este. —Señaló la prenda empapada con
desdén, mientras curvaba hacia arriba las comisuras de los labios.
¿Se estaba burlando de mí? Ya había aguantado suficientes tonterías aquel
día. Su arrogancia y su manera despreocupada de hablar me crisparon los
nervios. ¿Qué sabía él de mis problemas? ¿Quién era para juzgarme?
Lancé una mirada mordaz a su elegantísima vestimenta.
—No todo es tan sencillo. No todo el mundo tiene la suerte de poder hacer
lo que le plazca. Y no pienso aceptar consejos de alguien que no ha movido
un dedo en su vida.
Su sonrisa se desvaneció.
—Eres bastante atrevida para ser una criada. —Sonaba más curioso que
ofendido.

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—Que sea una criada no significa que carezca de orgullo. Mi trabajo no es
un reflejo de lo que soy.
Le di la espalda y me puse a restregar la capa con más vehemencia. Ya
había perdido demasiado tiempo; Lady Meiling se pondría hecha una furia si
tardaba demasiado, lo que acarrearía pasar otra noche de rodillas en el frío y
duro suelo.
No hubo respuesta y supuse que se había marchado, cansado de tomarme
el pelo. Sin embargo, al volverme lo encontré todavía allí.
—¿Me buscabas? —rio él. Al tiempo que una acalorada negativa trepaba
por mi garganta, añadió rápidamente—: ¿Trabajas en la Mansión del Loto
Dorado?
—¿Cómo lo sabes? —Me puse de pie, preguntándome si era algún
conocido de Lady Meiling.
Acto seguido se inclinó hacia delante y me rozó el costado de la cabeza
con su mano extendida. Retrocedí, apartándolo de un manotazo, y desprendí
sin querer el alfiler en forma de flor de loto que llevaba en el pelo. Antes de
que tuviera ocasión de moverme, él se agachó y lo recogió de la hierba. Sin
decir una palabra, limpió el alfiler con la manga y me lo volvió a colocar en el
pelo. Se había manchado la túnica, pero no pareció molestarle lo más mínimo.
—Gracias —dije, recuperando la voz. No, no podía ser amigo de mi
señora. Ninguno de ellos ayudaría a una criada.
—Tu alfiler —explicó él—. ¿No llevan todas las criadas de allí el mismo?
Asentí mientras me sentaba, sumergiendo de nuevo la capa en el arroyo y
maldiciendo para mis adentros la terquedad de la tinta. En lugar de marcharse
como cabría esperar, se acomodó a mi lado, con las piernas colgando por el
borde de la orilla.
—¿Por qué estás tan disgustada?
Hacía mucho tiempo que no tenía a alguien con quien hablar, a alguien
dispuesto a escucharme. La prudencia con la que habitualmente procedía —y
que tan cuidadosamente había cultivado en aquel lugar— se fundió ante el
fogonazo de su calidez.
—Al despertarme por las mañanas, nunca quiero abrir los ojos —empecé
con vacilación, pues no estaba acostumbrada a desahogarme.
—Si estás tan cansada, tal vez deberías dormir más.
Él me dedicó una sonrisa, pero yo fruncí el ceño. No estaba de humor para
bromas. Había sido una idiota al pensar que podría importarle mi desazón.
Recogí la capa y el cubo, dispuesta a marcharme, mientras él se ponía en pie.

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—Lo siento —dijo con rigidez, como si no estuviera acostumbrado a
disculparse—. No debería haberme burlado cuando estabas intentando
contarme algo importante.
—No, desde luego. —Sin embargo, mi voz no desprendía rencor; su
disculpa había atenuado mi resentimiento. Había sido sincera y amable, algo
que apenas había experimentado desde que dejé mi casa.
—Si todavía estás dispuesta a contármelo, será un honor escucharte. —
Inclinó la cabeza con una formalidad inesperada.
Yo resoplé.
—Me parece un poco exagerado calificar esto como honor, pero
agradezco tu torpe intento zalamero.
—¿Cómo que torpe? —Ahora fue él el que frunció el ceño—. ¿Ha
funcionado?
No pude reprimir una sonrisa.
—Por desgracia.
Mientras un incómodo silencio se apoderaba de nosotros, arranqué una
larga brizna de hierba y la enrollé entre mis dedos.
—Bueno, ¿y qué es lo que te angustia tanto cada mañana? —indagó.
Hice un nudo en la hierba, y luego otro. Era más fácil centrar mi atención
en ella que mirarlo a él.
—Que carezco de esperanza. Soy un fracaso, y sin importar lo que haga,
por mucho que me esfuerce… todo seguirá igual. ¿Alguna vez te has sentido
así? ¿Impotente? —Me regañé de inmediato por ser tan idiota. Alguien como
él jamás lo entendería.
—Sí —dijo sin más.
—¿En serio? —No era que dudara de él, pero parecía uno de esos
extraordinarios individuos a los que la suerte les ha sonreído en más de una
ocasión. No sabía nada de él, salvo lo que podía deducir por su apariencia y
su elegante vestimenta, pero la seguridad con la que se conducía ponía de
manifiesto su existencia privilegiada más que cualquier linaje o título.
Él se inclinó hacia atrás y apoyó las palmas de las manos en la hierba.
—Todos tenemos nuestros problemas; algunas personas son como un
libro abierto mientras que otras ocultan mejor sus sentimientos. En cuanto a
mí, hago lo que puedo por desprenderme de las limitaciones que me
constriñen, aunque sea poco a poco. Nunca se sabe cuándo un cambio, aunque
sea mínimo, marcará la diferencia.
Lo que dijo me removió por dentro. Me había flagelado por mi debilidad,
pero ¿había sido aquello una excusa para quedarme de brazos cruzados?

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Aquellos últimos meses había sido una sombra de mí misma, la pena y la
autocompasión me habían dejado hueca. Era cierto que carecía de poderes,
que no contaba con familia ni amigos que me ayudasen. Pero no era un
monigote desvalido, ni siquiera lo había sido cuando aquellos soldados nos
persiguieron a Ping’er y a mí. Yo había decidido arriesgarme, a pesar de lo
complicado de la situación, en vez de esperar a que me capturasen. Así que,
¿por qué no hacer lo mismo aquí, donde mi seguridad tenía como precio mi
dignidad y mis sueños? Puede que ahora no encontrase una salida, pero si
avanzaba poco a poco, pasito a pasito… tal vez pudiera abrirme camino y
regresar a casa.
Me invadió una vertiginosa oleada de alivio; una sensación inesperada y
aun así satisfactoria. Sentí gratitud por él, por aquel joven de modales
extraños: ofensivo en ocasiones, aunque cortés y amable al mismo tiempo.
Mis circunstancias seguían siendo complicadas, pero mi espíritu, aunque
magullado, permanecía intacto. Tal vez lo único que había hecho falta era que
alguien me tratase como a una persona de nuevo. Que me viese tal y como
era. Que me recordase que había vida más allá de la Mansión del Loto Dorado
y que lo que necesitaba era poner fin al círculo vicioso de miseria en el que
me había encerrado a mí misma, creyendo que era el único camino
disponible.
—Si por mí fuera, me marcharía mañana, pero no tengo a dónde ir —
murmuré con vehemencia.
—¿Y qué hay de tu familia? ¿Tus amigos? ¿No pueden echarte una
mano?
El rostro se me descompuso. Había perdido a mi madre y a Ping’er.
—No tengo a nadie.
—¿Acaso tus padres han… fallecido? —preguntó con vacilación.
Me estremecí tan solo de pensarlo, deseando no haber mencionado a mi
madre. Los mortales creían que daba mala suerte incluso hablar de esas cosas
en voz alta. Demasiados temores me abrumaban todavía, había demasiadas
cosas que podían salir mal.
La expresión de él se suavizó.
—Lo siento —dijo él con delicadeza, tomando mi silencio como
respuesta.
El sentimiento de culpa me agarrotó la lengua. No quería mentirle, aunque
tampoco podía contarle la verdad. Sin embargo, resultaba todavía peor
aprovecharme de su compasión cuando no tenía ningún derecho a hacerlo.
Abrí la boca para sacarlo de su error, para pronunciar las palabras que

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disiparían la lástima que pudiera haberle despertado y le devolverían su
actitud indiferente, pero el sonido de unas pisadas me interrumpió.
Era Lady Meiling, que se acercaba a mí envuelta en el frufrú de sus
brocados. Me puse en pie de golpe, reprimiendo el conocido sentimiento de
temor que se extendía por mi interior. El aire se agitó con el ardor de su aura,
pues la ira emanaba con fiereza de cada uno de sus poros. Conocía bien las
diferentes facetas de su temperamento, y por el color escarlata que habían
adquirido sus mejillas, supe que estaba realmente furiosa.
—¡Xingyin! ¿Por qué tardas tanto en limpiar una mancha de nada?
Me encogí ante la aspereza de su tono, pese a que noté un endurecimiento
a lo largo de la columna vertebral. De mis labios no brotó disculpa alguna, y
tampoco bajé la mirada.
Mi silencio pareció enfurecerla todavía más.
—¿Cómo te atreves a quedarte ahí sentada, holgazaneando y parloteando
con desconocidos?
Le lanzó una mirada despectiva a mi nuevo amigo, pero entonces ocurrió
algo extraño y maravilloso. El color abandonó su rostro y ella dejó escapar un
grito ahogado. Cayó de rodillas y unió las manos; las extendió hacia delante
para llevar a cabo una reverencia formal, inclinándose ante el joven que ahora
estaba de pie a mi lado.
—Lady Meiling os da la bienvenida, príncipe heredero Liwei. —Su voz se
volvió dulce como la miel—. Alteza, de saber que ibais a honrarnos con
vuestra presencia, habríamos preparado un recibimiento adecuado.
Yo habría seguido su ejemplo y me habría arrodillado también, pero lo
único que pude hacer fue mirarlo con incredulidad. ¿Por qué no me había
contado quién era? Tampoco me ha mentido, me dije. El chico amable en el
que había confiado había desaparecido; en su lugar se encontraba un señor
noble, que contaba con la protección que el poder le otorgaba. Tenía las
manos unidas a la espalda y su expresión era distante. Si hubiera visto antes
aquella faceta, probablemente habría huido.
Él le dirigió un asentimiento de cabeza con fría formalidad.
—Lady Meiling, ¿qué ha hecho esta criada para ganarse tal reprimenda?
Un suave suspiro abandonó los labios de Lady Meiling al tiempo que
dejaba caer los hombros. Su aspecto ahora era frágil y encantador, como el de
una rosa despojada de sus espinas.
—Alteza, siempre he tratado a aquellos que me sirven como a miembros
de mi familia. Lo que acabáis de presenciar no ha sido más que un arrebato
pasajero, fruto de los repetidos descuidos de esta criada.

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Tuve que ahogar los sonidos estrangulados que emergieron de mi
garganta. La expresión del príncipe Liwei era inescrutable. ¿Acaso le había
creído? ¿Y por qué se me había caído el alma a los pies al considerar aquella
idea?
—¿A qué descuidos os referís? —Su tono era agradable, pero aun así no
le dio permiso para levantarse.
—Ha estropeado mi prenda favorita y luego lo ha negado mintiendo.
—¡No era mentira! —grité, dejando de lado el decoro.
El príncipe Liwei tensó un poco la espalda. ¿Lamentaba haberse visto
envuelto en una disputa tan trivial como aquella? Así era como pasaba los
días en la Mansión del Loto Dorado, sumida en una continua sucesión de
frivolidades que me desgastaban y consumían. Pero eso se había acabado,
decidí. Mi encuentro con el príncipe —por más inexplicable que fuera— me
había ayudado a recordar que no tenía por qué recorrer de forma sumisa la
senda que se había desplegado ante mí. Aprovecharía todas las ventajas que
se me presentaran, sirviéndome incluso de su elevada posición.
—¿La visteis estropear la prenda? —preguntó a Lady Meiling.
Ella vaciló.
—No, me lo contó…
El príncipe alzó la mano, interrumpiéndola.
—Lady Meiling, no parece temblaros el pulso a la hora de buscar
culpables sin llevar a cabo una investigación adecuada.
Agarró la capa y miró la mancha, que hasta el momento no había
disminuido a pesar de todos mis esfuerzos. El aire se calentó a medida que
una luz dorada brotaba desde su palma y se extendía sobre la seda. La mancha
desapareció y la capa volvió a quedar seca, como si no hubiera llegado a
mojarse.
¡Qué magia tan poderosa poseía! Y había aflorado con una facilidad
asombrosa de su interior. Deseaba con todas mis fuerzas poder hacer lo
mismo. El vendaval que había socorrido a Ping’er se me antojaba un sueño
lejano. Si había sido cosa mía, ignoraba cómo volver a hacerlo. Cuando
cerraba los ojos, todavía vislumbraba las luces de mi interior, pero estas se
desvanecían en cuanto trataba de llegar hasta ellas. Mis intentos eran, en el
mejor de los casos, poco entusiastas, pues su mera visión me aterrorizaba y
me inundaba de remordimiento. De no haber llamado la atención de la
emperatriz, todavía seguiría en casa. Puede que, con el tiempo, Ping’er me
hubiera enseñado a usar mis poderes. ¿Qué utilidad tenía la magia si no sabía

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controlarla?, pensé amargamente. Y mientras permaneciese en aquel lugar no
tendría ocasión de mejorar mis habilidades.
En la Mansión del Loto Dorado solo a los criados favoritos se les
enseñaba a canalizar su magia para llevar a cabo tareas rudimentarias y
facilitarles sus quehaceres. A los guardias se les instruía sobre encantamientos
de ataque y defensa, cómo levantar escudos de protección o lanzar descargas
de fuego y hielo. Mientras tanto, del resto se esperaba que trabajásemos como
los mortales. Aunque lo cierto era que la fuerza vital de la mayoría de los
otros criados era muy débil y era poco probable que llegara a fortalecerse lo
suficiente como para ascender en el orden jerárquico de los inmortales.
Puede que ese fuera también mi caso, pero en el fondo no lo creía. Habían
sido mis poderes los que habían captado la atención del Reino Celestial. Estos
habían sido mi ruina, pero tal vez pudiera sacar provecho… si encontraba a
alguien dispuesto a enseñarme.
El príncipe Liwei le devolvió la ya impoluta capa a Lady Meiling.
—Confío en que no habrá necesidad de seguir con la reprimenda. —Su
tono se endureció—. Cualquier criado con experiencia, o incluso vos misma,
podríais haber solucionado el asunto sin recurrir a estas maniobras. Exhibir
semejante comportamiento desde una posición privilegiada empaña vuestra
imagen.
Dos manchas rojas tiñeron las mejillas de Lady Meiling. Una mezquina
parte de mí disfrutó al presenciar la regañina, pero ¿qué ocurriría cuando el
príncipe se marchara? Mi ansiedad se disparó al oír otra voz, la del padre de
Lady Meiling.
—Alteza. —Se acercó apresuradamente hasta nosotros: lo más probable
era que algún guardia le hubiese avisado de la presencia del príncipe
heredero. Se arrodilló e hizo una reverencia, tocando el suelo con la frente—.
Si mi hija o esta criada os han ofendido, os pido disculpas.
—Me ha decepcionado ver el modo en que Lady Meiling trata a quienes
están a su servicio —dijo el príncipe—. Semejante comportamiento no tiene
cabida en mi corte. Cuando regrese, pienso revocar la invitación que os
concedí para participar en la selección de mi acompañante.
Ahogué un grito. Lady Meiling apenas había hablado de otra cosa que no
fuera aquello desde que la eligieron como candidata. El príncipe heredero
había organizado una competición para elegir a un compañero de estudios que
tomara clases junto a él. ¿Era aquello a lo que se refería cuando hablaba de
desprenderse de las limitaciones que lo constreñían? ¿Se había cansado de sus
amistades de palacio? Corría el rumor de que el príncipe pretendía brindar la

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oportunidad a todo el reino, pero se lo desautorizó. Ahora los candidatos
debían contar con el patrocinio de una casa noble, y estas se habían dedicado
a proponer únicamente a sus parientes.
El padre de Lady Meiling palideció. Sería toda una humillación que se los
eliminase de la lista y habría un sinfín de especulaciones sobre el motivo por
el que su hija había quedado descartada.
—Por favor, Alteza, perdonadla —imploró—. Mi hija embellecería
vuestra corte como la más auténtica de las flores, si fuera lo bastante
afortunada como para unirse a ella.
Una idea atrevida afloró en mi mente. Incluso podría decirse que audaz,
pero tal vez nunca más dispusiera de otra oportunidad como aquella. Dejaría
de estar a merced de un ama caprichosa, estudiaría con el príncipe Liwei,
aprendería a controlar mis poderes… Se me secó la boca de solo pensarlo.
Puede que entonces fuera capaz de ayudar a mi madre.
Me arrodillé, ejecutando una torpe reverencia.
—Por favor, Alteza, no dejéis a Lady Meiling sin su invitación. Pero. —
Las palabras se me atascaron en la garganta como una espina de pescado bien
incrustada.
Esperó a que siguiera, y su paciencia me hizo recuperar la calma.
Me pasé la lengua por los labios mientras reunía el valor para decir:
—Yo también deseo participar.
Lady Meiling y su padre me miraron con los ojos desorbitados. Yo era
insignificante para ellos, no merecía tal honor. Me dieron ganas de que me
tragara la tierra, pues no estaba acostumbrada a actuar con tanto descaro, pero
la única opinión que importaba era la del príncipe Liwei.
Parpadeó; parecía haberlo pillado desprevenido por primera vez desde que
nos habíamos conocido.
—¿Por qué? —preguntó.
La intención del padre de Lady Meiling había sido tejer un lazo más
estrecho con la familia real. Incluso se habló de que ella pudiera llegar a
ganarse el afecto del príncipe. A mí todo eso me daba igual. Se me pasó por la
cabeza adularlo, pero decidí hablar desde el corazón. Era lo que había hecho
antes de saber quién era él.
—Alteza, sería un honor disfrutar de vuestra compañía, pero esa no es la
razón por la que quiero…
Se dio un golpecito en la barbilla, curvando los labios.
—¿No quieres disfrutar de mi compañía?

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—No, Alteza. Es decir, ¡sí! Sí, quiero disfrutar de vuestra compañía —
tartamudeé—. Pero lo que más deseo es aprender con vos de los mejores
maestros del reino.
Maldije mis torpes palabras mentalmente. Se va a negar, pensé
desesperada. Aunque hubiera sido peor no intentarlo.
Él permaneció inmóvil, como si estuviera sopesando mi respuesta.
Finalmente, le dijo al padre de Lady Meiling:
—Permitiré que vuestra hija conserve su invitación con una condición:
que patrocinéis la participación de esta criada también.
Un sentimiento de esperanza se elevó en mi interior como una cometa a la
que se la lleva el viento.
—Alteza, no es más que una sirviente —protestó el padre de Lady
Meiling.
—Nuestra ocupación no es un reflejo de lo que somos.
El príncipe Liwei se hizo eco de mis palabras de antes, dirigiéndole una
mirada más férrea de lo que correspondía a su edad.
—O las patrocináis a ambas o no aceptaremos a ninguna.
—Sí, Alteza.
El padre de Lady Meiling hizo una reverencia mientras el príncipe se
alejaba y se adentraba en el bosque de bambú.
Su partida dio paso a un tenso silencio. Recogí mis cosas con la intención
de marcharme de allí, cuando el padre de Lady Meiling me dirigió un gesto
para que me acercara.
—¿De qué conoces al príncipe heredero? —exigió saber.
—Acabo de conocerlo —respondí con sinceridad.
Me miró con los ojos entornados y acariciándose la barba.
—¿Por qué le importa tanto tu bienestar? —se preguntó en voz alta, sin
observar nada sobresaliente en mí que pudiera explicar el hecho de que el
príncipe heredero me defendiese.
Atisbé el rostro de Lady Meiling por el rabillo del ojo; seguía roja por la
furia y la humillación. Como era reacia a echar más leña al fuego, escogí mis
palabras con cuidado:
—Me vio llorar y creo que se compadeció de mí. —Me di cuenta entonces
de que eso era, probablemente, lo que había pasado.
Hizo un gesto de asentimiento y me despidió con un movimiento de la
mano. Albergar un sentimiento de compasión por alguien como yo era algo
que sí podía entender.

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Hice una reverencia y me retiré, alejándome con pasos más ligeros que
una pluma. No era ninguna ilusa: sabía que me haría falta un milagro para
ganar. Pero me satisfacía enormemente que se me brindara la oportunidad.
Aunque perdiera. Aunque me echaran de la Mansión del Loto Dorado. Aquel
atisbo de esperanza era un soplo de aire fresco para mi existencia estática.
Con un regenerado sentimiento de determinación, volví a la casa con la
cabeza un poco más alta. Ya no era ninguna niña dispuesta a dejarme llevar
por la marea: si era necesario nadaría contra corriente. Y si por algún
milagroso golpe del destino ganaba, ya no volvería a sentirme impotente.

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N o hallé reposo al dormir, pues innumerables imágenes de mi posible


fracaso plagaron mi mente. Eché las sábanas a un lado y me levanté
para prepararme. Todos los candidatos habíamos recibido un conjunto de
prendas y una tablilla de sándalo con nuestro nombre. Me puse la túnica de
seda de color albaricoque y me até el fajín de brocado amarillo a la cintura.
Acto seguido, me enfundé una vaporosa capa con los tonos cambiantes del
amanecer. Las holgadas mangas me rozaban las muñecas y la falda me
llegaba a los tobillos. Recorrí con los dedos el material ligero y suave, que
desprendía un brillo sutil. No había llevado una prenda tan elegante desde que
abandoné mi casa. Como carecía de la habilidad necesaria para hacerme un
peinado más elaborado, me recogí el pelo en una cola de caballo que me cayó
por la espalda.
Recogí la tablilla de madera y me la ajusté a la cintura antes de trazar los
caracteres de mi nombre grabados en ella:
Estrella plateada, la fiel compañera de la luna. Madre, pensé, hoy te
sentirás orgullosa de mí. Me encaminé hacia las puertas, deseosa de escapar
de las pétreas miradas de las demás chicas, que se estaban levantando de la
cama en ese momento.
—No te acostumbres demasiado al Palacio de Jade. Volverás aquí en
menos de lo que canta un gallo —dijo Jiayi con sorna.
Me detuve junto a la puerta, sin darme la vuelta.
—Te agradezco tus amables deseos, Jiayi —dije con el tono más
agradable que pude emplear—. Cuando vuelva, será para recoger mis cosas.
Mientras tanto, cuida mejor las ropas de Lady Meiling. Por tu bien, más vale
que no las acerques demasiado al tintero.
Me alejé con la espalda erguida, aunque aliviada de que no pudiera verme
la cara. A pesar de mis audaces palabras, una parte de mí estaba segura de que
su malévola predicción se haría realidad. Sin embargo, desde aquel día junto
al río, ya no me limitaba a fingir indiferencia ni a callarme frente a sus
insultos.
Al salir de la mansión, me di cuenta de que no conocía el camino hasta el
Palacio de Jade. Aunque me atreviera a preguntarle a Lady Meiling, esta
nunca me ayudaría. Alcé la cabeza para examinar el cielo. El Palacio de Jade

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flotaba sobre un banco de nubes por encima del reino. No sería difícil dar con
él.
Siempre que me había aventurado al exterior, no había tenido tiempo para
entretenerme. Las magníficas propiedades de los inmortales más poderosos
del reino se encontraban por todas partes. Algunas estaban construidas con
maderas poco comunes, con tejados de varias vertientes de tejas esmaltadas,
mientras que otras estaban hechas de piedra pulida y sus techos se curvaban
hacia arriba de forma elegante. Abundaban los árboles y los arbustos en tonos
carmesí y amatista, esmeralda y bermellón. El Reino Celestial era como un
jardín en perpetua primavera; las flores no se marchitaban y las hojas
conservaban sus colores. Aquel día, el suelo resplandecía de un azul radiante,
reflejando el cielo despejado que se extendía por encima, como si la tierra y el
firmamento fueran una única cosa.
La escalera de mármol completamente blanco que conducía al palacio
desaparecía entre las nubes. Mientras subía los escalones agarrada a la
barandilla, me fijé en las elaboradas tallas en forma de fénix de sus balaustres.
Al llegar a lo alto, las vistas me dejaron paralizada. Unas columnas ambarinas
sustentaban un magnífico tejado de triple vertiente, de jade de color verde
hierba. Unos dragones dorados descansaban de forma majestuosa en cada
esquina, con perlas luminosas alojadas entre sus fauces; parecían tan reales
que casi podía advertir el viento ondeando en sus crines. Los muros de piedra
blanca estaban salpicados de cristales que brillaban como si fueran estrellas
sobre un mar de nubes. Flanqueando la entrada había unos incensarios de
bronce adornados con piedras preciosas de los que salían volutas de humo
dulce.
En la entrada colgaba una enorme placa de lapislázuli, en la que habían
grabado unos caracteres dorados:

PALACIO DE JADE DEL CIELO INMORTAL

Un empleado me dirigió un gesto y yo lo seguí a través de las puertas lacadas


en rojo, intentando no quedarme boquiabierta al contemplar los techos
pintados con flores de color cobalto, escarlata y caqui. Atravesamos pasillos
sinuosos y enormes jardines, pabellones dorados y estanques repletos de loto,
antes de salir a un patio atestado de inmortales. Estiré el cuello para leer la
placa de madera en la que estaba pintado el nombre del lugar:

PATIO DE LA ETERNA TRANQUILIDAD

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Aunque, aquel día, la residencia del príncipe heredero era de todo menos
tranquila. A pesar de que el sol todavía no coronaba el cielo, el ambiente
vibraba con auras inmortales. Los demás candidatos ya estaban allí reunidos:
cultivados y recogidos de las familias más ilustres del reino. Todos deseosos
de ser sembrados en el jardín del príncipe; al igual que yo, reconocí. Aunque
me sentía tan fuera de lugar como una mala hierba rodeada de orquídeas,
igual que cuando me comparaba con mi madre.
Al margen de su linaje, los otros candidatos eran sin duda brillantes,
cultos y hábiles. Poderosos. Aunque todos íbamos vestidos de forma similar,
el jade y el oro brillaban en sus cabellos y las joyas colgaban de sus cinturas.
Sus sandalias estaban bordadas con hilo de seda, y algunas llevaban
incrustaciones de perlas relucientes. Muchos de ellos me contemplaron con
curiosidad, y cuando mi mirada se encontró con la de Lady Meiling, esta
frunció los labios como si acabara de llevarse a la boca una ciruela ácida. Se
dio la vuelta forzando una risa y sus palabras llegaron hasta mí, ya que no
hizo amago alguno por bajar la voz.
—Esa chica de allí, la que parece una campesina mortal, solía ser mi
criada. —Lady Meiling hizo una pausa, dejando que los gritos ahogados
cesaran antes de continuar—. La peor de todas las que he tenido, tan idiota
como aburrida.
—¿Cómo es que la han seleccionado? —preguntó un hombre delgado,
mirándome.
Ella arrugó la nariz.
—Le suplicó al príncipe Liwei que le diera una oportunidad y a él le dio
pena. Seguro que solo le dijo que sí porque sabía que no iba a ganar.
Hundí los dedos en la falda de la túnica, arrugando la delicada seda.
Quería hacerme daño, o tal vez socavar la seguridad en mí misma. No se
imaginaba lo mucho que me afectaban sus pullas. Pero no iba a darle la
satisfacción de descubrirlo, pues mi deseo de ganar se fortaleció aún más. No
sentiría remordimiento alguno por mi supuesta temeridad al ascender por
encima de mi posición para alcanzar el premio. ¿Qué más me daban a mí esas
reglas, de todas formas? No me habían educado para postrarme ante sus
títulos o su posición social, y ciertamente no pensaba empezar a hacerlo
ahora; sobre todo porque mi vida daría un vuelco si ganaba, en vez de
solamente aderezar un futuro ya prometedor.
El sonido de un gong reverberó con fuerza antes de que el silencio se
extendiera a su paso. Los criados se apresuraron a entrar en el patio y
despejaron el camino hasta la tarima que se alzaba frente al templete, en la

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que habían dispuesto trece pupitres. Como era un número impar, supuse que
la mía había sido una incorporación de última hora. Los susurros se
dispersaron entre la multitud mientras los inmortales se arrodillaban y tocaban
el suelo con la frente. Yo me apresuré a hacer lo mismo al tiempo que entraba
el príncipe heredero, acompañado por su madre y sus criadas.
—Podéis levantaros.
El familiar sonido de su voz me tranquilizó. Mientras me ponía en pie,
miré con nervosismo hacia la tarima. ¿Era aquel el mismo chico que me había
quitado la suciedad de la horquilla y escuchado mis problemas? Un
sobrecuello dorado resplandecía en su garganta, bajo una túnica de brocado
azul bordada con dragones amarillos. Un brillo plateado emanaba de sus
fauces, como si su aliento estuviera compuesto de niebla y nubes. Unos
eslabones planos de jade blanco le ceñían la túnica a la cintura. Llevaba el
pelo recogido en un moño inmaculado e introducido en una corona de oro
engastada con un zafiro oblongo enorme. Su aspecto era grandioso.
Imponente, incluso. Y sin embargo, también era tal y como lo recordaba, con
su expresión pensativa y sus ojos oscuros e inteligentes.
Dirigí la mirada a la brillante túnica bermellón de su madre, que estaba a
su lado. Los fénix color escarlata de sus ropas alzaban su elegante cabeza, y
sus crestas casi se enredaban en el largo collar de cuentas de jade que llevaba
alrededor de la garganta. Al levantar la vista hacia su rostro, se me heló la
sangre.
La Emperatriz Celestial.
La misma que había amenazado y aterrorizado a mi madre, obligándome a
huir de casa. Un sentimiento de furia cobró vida en mi interior y enterró mi
miedo; mis emociones enfrentadas. Cerré los puños mientras me obligaba a
esbozar una sonrisa afable. ¡Qué idiota había sido al obviar el vínculo entre
ambos! ¿Acaso el dolor y todos aquellos meses repletos de noches en vela me
habían embotado la mente? Mi instinto me urgía a que me marchase de allí,
pero ahora no podía llamar la atención. Además, la emperatriz desconocía mi
identidad por completo. Y lo que era más importante: la necesidad superaba
con creces a mi miedo; necesitaba esa oportunidad para poder tomar las
riendas de mi propia vida. Aunque me acercara a aquellos a los que temía. A
aquellos a quienes despreciaba. Abrí los puños poco a poco, y dejé que las
manos me colgaran sin fuerza a los lados.
En cuanto el príncipe Liwei hizo un gesto de asentimiento con la cabeza,
el encargado de los sirvientes exclamó:

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—Todos los candidatos participarán en los dos primeros desafíos, pero
únicamente los ganadores pasarán a la tercera y última ronda. Su Alteza ha
decidido que el uso de la magia no está permitido; en estas pruebas se
demostrará la destreza, el aprendizaje y la habilidad, que es lo que él más
valora. —Hizo una pausa—. El primer desafío se centrará en el arte de
preparar el té.
Dejé escapar el aire, sintiendo que mi nerviosismo disminuía. Una parte
de mí había temido tener que enfrentarse a una tarea imposible que me dejaría
fuera de juego antes de empezar. Pero mi alivio duró poco al ver que los
candidatos se apresuraban a entrar en el templete, formando un remolino de
seda y brocado. Me dirigí hacia la mesa que se me había asignado sin perder
ni un instante, intentando apaciguar los acelerados latidos de mi corazón.
Podía preparar el té, ya lo había hecho innumerables veces: para mí, para mi
madre. Incluso para Lady Meiling.
Pero ¿qué era todo aquello que cubría la mesa que estaba frente a mí? La
cabeza empezó a palpitarme al contemplar la desconcertante variedad de
artículos. Había más de una decena de teteras de distintos tamaños, de arcilla,
porcelana y jade. Una bandeja enorme repleta de frascos con hojas de té:
espirales negras de té oolong, perlas de jazmín y hojas de color marrón
dorado y verde. En un rincón había una pila de pastillas de pu-erh prensado, y
unos cuenquitos diminutos de porcelana llenos de flores secas. Tomé unas
cuantas cosas y me las llevé a la nariz; los aromas eran terrosos y
embriagadores, florales y dulces, y me confundían aún más. Apenas pude
identificar unos cuantos: entre ellos, el del té longjin, el jazmín y el
crisantemo silvestre.
Se me cayó el alma a los pies al mirar a mi alrededor. Los demás
candidatos olfateaban los numerosos tés de forma experta antes de tomar su
decisión. Unos cuantos escogieron más de un tipo, tal vez considerando poca
cosa una única combinación. Los más rápidos ya estaban sirviendo sus tés,
mientras que yo ni siquiera había escogido todavía. Agarré una fragante
pastilla de pu-erh, arranqué un trozo con una aguja de plata y lo dejé caer en
una tetera de porcelana. No tenía demasiada experiencia preparando aquel té,
pero me habían contado que las mejores hojas se prensaban de esa forma y se
dejaban envejecer durante años, décadas incluso. Mientras esperaba a que el
agua hirviese, volví a echar un vistazo a mi alrededor, solo que esta vez me di
cuenta de que los que habían elegido el pu-erh estaban usando teteras de
arcilla, y algunos habían tirado la primera infusión. Las dudas me asaltaron de
forma repentina, así que descarté mi primera opción y decidí quedarme con el

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que mejor conocía: el favorito de mi madre, el longjin, el té de la fuente del
dragón. El vapor salió de la marmita de bronce y, rápidamente, vertí el líquido
hirviendo en otro juego de té para templarlo y mejorar el sabor de las hojas.
Sin perder ni un instante, eché un puñado de aquellas hojas de color verde
intenso a la tetera y la llené de agua caliente. Puse de nuevo la tapa y esperé
impacientemente a que se empaparan. Veinte segundos. Ni uno más, pues ya
casi se me había acabado el tiempo.
Vertí el té en una taza de porcelana, obteniendo un brebaje turbio de color
marrón. Se me retorcieron las tripas al levantar la tapa para inspeccionar los
posos. Qué atolondrada, me maldije. Con las prisas, había metido el longjin
en la misma tetera que el pu-erh. Al enseñarme a mezclar los tés, me habían
advertido que tuviera cuidado con la temperatura del agua y las cantidades
para equilibrar los sabores, ya fueran delicados o intensos. Por el fuerte y
torpe aroma que emanaba del té, advertí que aquello era un fiasco.
Alguien se aclaró la garganta: el mayordomo encargado, que me dirigía
señas, impaciente. Era la única que no había servido el té y ya no tenía tiempo
de preparar otro. Le llevé la bandeja al príncipe Liwei con las manos rígidas.
Con cada paso que daba, mi ambicioso sueño de destacar en aquella
competición se desvanecía cada vez más. Y aún peor, ¿y si Su Alteza escupía
mi té? La emperatriz se pondría furiosa, y puede que me expulsaran de allí de
inmediato al considerarme tan poco digna e incompetente como pensaba todo
el mundo.
Coloqué la bandeja frente al príncipe Liwei y la expresión de sus ojos se
iluminó al reconocerme, antes de bajar la vista a la tablilla de madera de
sándalo que llevaba a la cintura. Se llevó la taza a los labios sin vacilar y tomó
un largo sorbo. Me encontraba frente a él, así que solo yo vi la ligera arruga
que asomó a su ceño y el espasmo de su boca. El gesto no duró más que un
instante, pero el alma se me cayó a los pies. Era imposible que se tratara de
una expresión de placer. Sin embargo, para mi sorpresa, el príncipe Liwei
alzó mi taza en el aire.
—Jamás había probado una mezcla tan original como esta. —Le dirigió
un asentimiento de cabeza a un criado, que anotó mi nombre.
La Emperatriz Celestial dio un paso al frente.
—¿Estás seguro, Liwei? Tiene un color muy extraño; deja que lo pruebe.
Un escalofrío me recorrió la columna vertebral. Recordaba su voz con
todo detalle, melodiosa y aun así cortante.
Mientras el príncipe Liwei le alcanzaba la taza, esta se le escurrió de los
dedos y cayó al suelo con un estrépito. La porcelana se hizo añicos y el

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líquido oscuro, lo que quedaba de mi desafortunado brebaje, se extendió por
el suelo de piedra. Un puñado de criados se apresuraron a limpiar el desastre,
pero la emperatriz no les hizo ningún caso y en cambio me fulminó con la
mirada, como si hubiera sido yo quien la hubiera dejado caer.
Cuando el criado a cargo me nombró ganadora de la competición, me
hundí de alivio, sin que los susurros de sorpresa que recorrieron la multitud
me molestaran. Pues, a pesar de las palabras del príncipe, dudaba de que mi té
fuera merecedor de tal honor. Pero, de alguna manera, me había situado a la
cabeza y eso era lo único que importaba.
Frente al templete, la pintura de un olivo dulce en flor fue presentada para
el segundo desafío. Mientras el público suspiraba con admiración, a los
participantes se nos pidió que compusiéramos un pareado inspirándonos en la
escena. Yo reprimí un gruñido. Hacía mucho tiempo que no sujetaba un
pincel y menos para componer algo. Intenté evocar palabras elegantes y frases
floridas, pero mi mente permanecía tan en blanco como el papel intacto que
había frente a mí. Cerré los ojos; el aroma de la tinta resultaba más intenso a
oscuras: pesado y con un leve matiz medicinal. Casi podía imaginarme de
nuevo en casa, mientras la brisa fresca entraba por las ventanas y movía las
delgadas hojas de mi escritorio de madera.
Retrocedí algunos años, a cuando mi madre había empezado a enseñarme
a escribir. Recordaba el modo en que sus suspiros resonaban en mis oídos.
Aunque había sido paciente, yo era una alumna difícil, sobre todo con las
materias que no me interesaban.
—Xingyin, sujeta el pincel con más firmeza —me había amonestado por
décima vez—. Pon el pulgar a un lado y los dedos índice y corazón al otro.
Mantenlo recto, no dejes que se incline hacia abajo.
Hasta que no quedó satisfecha, no me permitió sumergir la rígida brocha
del pincel de marfil en la resplandeciente tinta. Mientras la hacía girar con
fuerza sobre la piedra para entintar, me advirtió:
—No te pases. Tus trazos resultarán torpes y la tinta sangrará.
Me había imaginado esbozando caracteres elegantes, pero mi entusiasmo
no tardó en desvanecerse tras llevar a cabo una y otra vez el mismo trazo
inestable.
—¿Qué sentido tiene aprender esto? —pregunté con impaciencia—. No
voy a convertirme en escriba ni en erudita.
Mi madre me quitó el pincel entonces y trazó el carácter con movimientos
firmes y precisos. Eterno, una palabra constituida por las ocho pinceladas con
las que se formaban todos los caracteres.

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—Nunca progresarás si te limitas a hacer lo que se te da bien —había
dicho ella—. Las cosas más difíciles son a menudo las que más valen la pena.
Abrí los ojos lentamente, reacia a abandonar el refugio que constituían
mis recuerdos. Los demás participantes escribían con una calma frenética, con
la cabeza agachada y concentrados. Yo permanecí contemplando el cuadro,
sin pensar ya en lo que podría complacer a los jueces, sino en lo mucho que
echaba de menos a mi madre; tanto que dolía. Levanté el pincel y escribí lo
siguiente:

,,,.
Al caer las flores, su dulce fragancia se desvanece.
Otrora avivadas por el sol, ahora la escarcha las adormece.

Cuando mi pareado fue leído en voz alta, hubo algunos asentimientos de


cabeza y murmullos de apreciación. El mío no había sido, ni mucho menos, el
mejor, pero me alegraba de no haber quedado en ridículo. Después de que la
emperatriz seleccionara como ganador el pareado de Lady Lianbao, me uní al
aplauso del público.
Mientras se llevaban el cuadro, varios criados entraron con grandes
bandejas repletas de comida para el almuerzo. Perdí la cuenta de la asombrosa
cantidad de platos a medida que las mesas se sacudían bajo las fuentes de
gambas cocidas en mantequilla dorada, cerdo asado, pollo guisado con
hierbas, suaves sopas y verduras dispuestas artísticamente en forma de flores.
Olía de maravilla, pero apenas pude dar unos pocos bocados antes de que el
estómago se me revolviera en señal de protesta. Dejé los palillos en la mesa, y
al levantar la mirada, advertí que Lady Lianbao removía su comida con tan
poco entusiasmo como yo. La gente parloteaba sin cesar a nuestro alrededor,
pero yo solo podía pensar en lo que nos esperaba a continuación: el último
reto, en el que solo nosotras participaríamos. Nuestros ojos se cruzaron y yo
le lancé una tímida sonrisa, la cual me devolvió tras un momento de
vacilación.
Después de que los platos y la comida sobrante hubieran sido recogidos,
el gong se oyó una vez más. El criado a cargo anunció en voz alta:
—Para el último desafío, Lady Lianbao y la acompañante Xingyin
escogerán cada una un instrumento e interpretarán la canción que deseen. Su
Majestad Celestial y Su Alteza serán los encargados de elegir a la ganadora.
El corazón me dio un vuelco. ¡Por fin un ejercicio para el que tenía cierta
habilidad! Se habían apartado los escritorios y dispuesto en su lugar un vasto

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surtido de instrumentos. Lady Lianbao hizo una reverencia en dirección a la
tarima antes de escoger el qin y tomar asiento. Tocó una melodía preciosa —
un clásico que simbolizaba la transformación de las hojas del mundo mortal
de un un tono jade a otro rojizo—, rasgando las cuerdas con maestría.
Mientras contemplaba admirada su habilidad, mi confianza fue disminuyendo
con cada nota tocada de manera perfecta.
Llegó mi turno. En cuanto todos se volvieron hacia mí, empezaron a
sudarme las manos. Me las sequé en la falda, intentando tranquilizarme. Solo
había tocado delante de mi madre y de Ping’er. Un público de lo más amable,
de lo más indulgente. Me dirigí al centro del templete con pasos rígidos.
Ignoré las cítaras y los laúdes y observé los carillones y los tambores… pero
no vi flauta alguna. Me detuve frente al qin, el único instrumento que me
resultaba familiar. Sin embargo, no era el que mejor se me daba y Lady
Lianbao lo había tocado mucho mejor de lo que yo podría hacerlo. Escogerlo
sería como optar por la derrota, y ni siquiera una vida entera en la Mansión
del Loto Dorado me llevaría más cerca de cumplir mi sueño.
Dirigí una inclinación a la tarima, agradecida de que mi larga falda
ocultara el temblor de mis piernas.
—Majestad Celestial, Alteza. No veo ninguna flauta. ¿Podría usar un
instrumento propio?
La emperatriz apretó los labios.
—No está permitido incumplir las reglas. —Su tono estaba teñido de
desaprobación.
Permanecí cabizbaja para que no pudiera ver el miedo reprimido ni el
resentimiento reflejados en mis facciones.
—Majestad Celestial, las reglas establecían únicamente la elección de un
instrumento para tocar una melodía. No especificaban la procedencia de dicho
instrumento.
Alguien soltó un grito ahogado. Alcé la mirada y vi que el jefe de personal
daba un apresurado paso atrás.
La emperatriz me miró con desprecio mientras echaba la cabeza hacia
atrás; las cuentas de jade que llevaba alrededor del cuello chasquearon con
furia.
—Chiquilla insolente, ¿cómo te atreves a discutir conmigo?
—Excelentísima madre, el error ha sido nuestro por no haber facilitado
una flauta —intervino el príncipe Liwei—. No veo qué tiene de malo que use
la suya. ¿Acaso no son nuestros instrumentos iguales que otros?

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La emperatriz se inclinó hacia delante y se dirigió a mí con un tono
escalofriante.
—Examinaremos tu flauta. Si descubrimos algún encantamiento, te
azotaremos hasta que no puedas tenerte en pie por haber intentado hacer
trampa.
—Hoy no se azotará a nadie —dijo el príncipe con firmeza. Tenía una de
sus manos cerrada con fuerza sobre su regazo.
Ella no respondió, sino que le hizo un gesto a alguien a su espalda.
—Ministro Wu, llevad a cabo el examen.
Un inmortal con ojos de color marrón claro salió de entre la multitud; el
ámbar de su sombrero resplandecía como si fueran gotas de oro. Era él: el
ministro que había detectado el cambio de energía en la luna, el que había
avisado a la emperatriz y la había llevado a mi casa. Puede que solo fuera un
vigilante, pero las tripas se me retorcieron al verlo. Me había conmocionado
tanto encontrarme con la emperatriz, así como el tumulto de aquel día, que no
me había fijado en que él también estaba allí.
Sentía la mirada de la emperatriz clavada en mí; todos me contemplaban
mientras yo desataba con torpeza los lazos de mi bolsa. Ignoraba si achacaban
aquello a los nervios, pero prefería que fuera así: mejor eso a que advirtieran
la furia contenida que amenazaba con estallar. ¿Cómo se atrevía a acusarme
de hacer trampa? Puede que para ella alguien como yo careciera de
escrúpulos. Tal vez, pensé con maldad, sospechaba de mí porque ella misma
no tendría ningún escrúpulo en hacer aquello de lo que me acusaba.
Hice una reverencia y extendí la flauta. Un criado se apresuró a tomarla y
se la llevó al ministro Wu. Su expresión era de total desinterés, muy diferente
a la que había mostrado durante la enrevesada situación con mi madre.
¿Acaso las actividades de hoy le resultaban tediosas? ¿Le molestaba que la
emperatriz le diera órdenes? Pese a todo, desempeñó su papel de forma
admirable, examinando la flauta con meticuloso cuidado. Detestaba con todas
mis fuerzas ver mi preciado instrumento —el regalo que me había hecho mi
madre— entre sus dedos enguantados.
Por fin, se volvió hacia la emperatriz.
—No está encantada.
Su descontento quedó evidenciado con el breve asentimiento que me
dirigió.
—Procede —ordenó.
El ayudante de la emperatriz me devolvió la flauta y yo cerré los dedos
con fuerza a su alrededor. Tomé una profunda bocanada de aire, intentando

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relajar la opresión que sentía en el pecho, que todavía ardía por la humillación
que había supuesto su acusación. Cerré los ojos tratando de ignorar a los
desconocidos que me rodeaban, y evoqué la melodía que tenía en mente: la de
un pájaro buscando desesperadamente a sus hijos, que le habían sido
arrebatados, hasta morir congelado con la llegada del invierno. Una melodía
repleta de dolor y pérdida para canalizar las emociones que se arremolinaban
en mi interior. Al tiempo que una oleada de calma se apoderaba de mí,
levanté la flauta y me deleité al notar el familiar roce del frío jade contra mis
labios. Cómo había echado de menos aquello. La canción comenzaba de
forma jovial, con una serie de alegres notas que se esparcían por el aire,
elevándose de manera clara y natural. Pero poco a poco se transformaba en
una melodía plagada de incertidumbre y terror, antes de sumergirse en el
abismo de la desesperación.
Toqué la última nota y bajé mis manos temblorosas. Ping’er había alabado
mi forma de tocar, pero ¿considerarían aquellas personas que no estaba a la
altura? Alcé la vista y vi que la emperatriz tenía el rostro blanco y rebosante
de furia; no cabía duda de que se trataba de una buena señal, aunque era
incapaz de leer la expresión del ministro Wu. Se oyó un aplauso, y otros se le
unieron, y el sonido restalló con la intensidad de un trueno. Una profunda
alegría me recorrió el pecho: fuera cual fuere el resultado, había dado lo
mejor de mí.
El príncipe Liwei y la emperatriz deliberaron durante un buen rato. Al ser
la última participante de la jornada, permanecí sentada frente a ellos y pude
captar fragmentos de su conversación.
La emperatriz hizo todo lo posible por convencer a su hijo.
—El linaje de Lady Lianbao es impecable. Tiene una educación exquisita,
es inteligente, elegante y posee gusto musical. ¿Cómo puedes preferir a una
mera criada antes que a ella? Su aspecto no es nada del otro mundo y esa
marca que tiene en la barbilla en un signo inequívoco de malhumor.
Entrelacé las manos sobre mi regazo, apretando los dedos.
—Excelentísima madre, si tomásemos la decisión basándonos solo en el
linaje, no habría necesidad de celebrar este evento. —Su tono era respetuoso
pero firme.
El silencio se cernió sobre ambos mientras se contemplaban fijamente. Vi
poco parecido entre ellos, cosa que agradecía; el rostro del príncipe Liwei
reflejaba calidez, al contrario que los fríos y descarnados rasgos de la
emperatriz.
Finalmente, ella dejó escapar un suspiro exasperado.

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—No voy a malgastar el tiempo en una cuestión tan insignificante como
esta. Espero que cuando se trate de asuntos más importantes no hagas caso
omiso de lo que te digamos. —Sin una palabra más, la emperatriz se puso en
pie y abandonó el patio; sus ayudantes se apresuraron a ir tras ella.
Cuando se anunció mi nombre, no oí vítores ni exclamaciones de buenos
deseos. Mi corazón rebosaba de alivio, pero yo seguía temiendo que aquello
fuera solo un sueño. Al otro lado del público, mi mirada inquieta buscó la del
príncipe Liwei. Solo después de ver la sonrisa que me dirigió en respuesta, me
atreví a albergar esperanza, la cual se abrió paso en mi interior como la
primera floración tras un largo invierno.

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E l sol se estaba poniendo para cuando recogí mis cosas en la Mansión


del Loto Dorado. Podría haberme marchado al día siguiente, pero no
tenía ningún motivo para retrasar mi salida: no tenía que despedirme de nadie
ni iba a echar de menos a ninguna persona de allí. Durante los días posteriores
a la competición, Lady Meiling y sus otras criadas ocuparon mi tiempo
dándome un sinfín de tareas humillantes y desagradables. Me hubiera gustado
decir que tales comportamientos maliciosos me habían resultado indiferentes,
que la alegría que anidaba en mi corazón no había dejado lugar a que brotase
la amargura. Pero yo no era tan magnánima ni tan indulgente. Ya había
aprendido que nada irritaba tanto a quienes me atormentaban como la
indiferencia, de modo que respondí a sus órdenes con una sonrisa y una
reverencia y llevé a cabo mis tareas, mientras me imaginaba su consternación
el día que me marchara al palacio y ya nunca jamás volviera.
Mientras subía las escaleras de mármol blanco que conducían al Palacio
de Jade, noté los pies más ligeros que las nubes que flotaban por encima de
mi cabeza. Para mi asombro, descubrí al jefe de personal esperándome en la
entrada. Al verme, apretó los labios con desaprobación, o puede que lo que no
le hiciera gracia fuera lo tarde que era.
—Su Majestad Celestial me ha pedido que te indicase tus tareas.
Sin esperar mi respuesta, atravesó las puertas laqueadas en rojo,
obligándome a ir tras él apresuradamente.
Durante mi visita anterior había estado tan ansiosa que lo único que
recordaba era una amalgama borrosa de colores vivos y exquisita belleza.
Hoy, más calmada, examiné el entorno y descubrí que el Palacio de Jade tenía
el tamaño de una pequeña ciudad y que había sido diseñado con una precisión
metódica. Los soldados se alojaban en el perímetro exterior a lo largo de los
muros del palacio, mientras que un poco más al interior se encontraban las
habitaciones de los ayudantes y el personal de palacio. Rodeada de floridos
jardines y estanques repletos de carpas, estaba la Corte Exterior, donde se
alojaban los invitados de honor y distinguidos cortesanos que no contaban con
hacienda propia. La familia real residía en la Corte Interior, con sus extensos
patios agrupados alrededor del corazón del palacio: el Tesoro Imperial, la
Cámara de Reflexión y el Salón de la Luz Oriental.

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Absorta en aquel laberinto de senderos sinuosos, donde cada uno de los
salones y cámaras tenía su propio nombre, recordé la sencillez de mi hogar
con una punzada de dolor. Aunque los terrenos del Palacio de la Luz
Inmaculada eran vastos, nuestras necesidades eran innegablemente más
modestas; carecíamos de cortesanos que nos entretuviesen, nos preparábamos
nosotras mismas las comidas, que nunca requerían demasiada elaboración, y
teníamos un bosque silvestre en el patio trasero.
Mientras avanzábamos, el jefe de personal me explicó las normas de
protocolo:
—Debes arrodillarte cuando saludes a Su Alteza y cada vez que te dé una
orden. El resto del tiempo, haz una reverencia cuando hable contigo. Dirígete
siempre a Su Alteza usando su título y nunca su nombre. Si tienes la suerte de
encontrarte con Sus Majestades Celestiales, deberás arrodillarte y apoyar la
frente contra el suelo hasta que te den permiso para levantarte. Si pasas junto
a alguien de mayor rango, detente y haz una reverencia. Usa un tono suave
para hablar, vístete acorde con tu posición…
Al principio escuché sus palabras detenidamente, pero los techos y
columnas ricamente esculpidos del pasillo no tardaron en captar mi atención.
Unos fénix dorados se entrelazaban con peonías carmesíes y hojas verde
esmeralda. El pasillo atravesaba un jardín que anhelaba explorar, donde los
magnolios y los manzanos silvestres brindaban sombra.
Me detuve al percatarme de que había perdido de vista al jefe de personal.
Me di la vuelta y lo vi plantado a poca distancia, con los brazos cruzados y
dedicándome una mirada de intenso desagrado.
Le dediqué una profunda reverencia. Aunque no estaba familiarizada del
todo con el orden jerárquico de palacio, era evidente que el jefe de personal
creía ser mi superior.
—Os agradezco vuestra orientación —entoné de forma tan respetuosa
como pude mientras me preguntaba cuántas normas me había perdido y si
estas serían importantes.
Para mi alivio, dejó caer los brazos y siguió andando.
—En caso de que un noble hubiera resultado ganador, este no residiría en
palacio, sino que se presentaría cada mañana para acompañar a Su Alteza y
volvería a su casa por la noche. Sin embargo, dada tu situación, hemos tenido
que hacer algunos ajustes. —El ayudante suspiró como si aquella concesión
hubiera sido cosa suya—. Teniendo en cuenta estos servicios adicionales,
además de tus deberes como compañera de estudio del príncipe Liwei, Su
Majestad Celestial ha ordenado que te encargases también de servirle.

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Desvié los ojos para ocultar mi confusión, consciente de su atenta mirada.
¿Era yo una criada ensalzada o una compañera de estudios sin prestigio
alguno? Aquel no era el premio que se me había prometido, y dudaba de que
se hubiera tratado a cualquier otra persona de ese modo… sobre todo, si la
ganadora hubiese sido Lady Lianbao. ¿Esperaba la emperatriz que me sintiera
ofendida y me marchase? No tenía un carácter tan débil como para hacer
aquello. A pesar de haber conseguido agriar mi victoria, no pensaba
abandonar en un arrebato de furia. Tras servir a Lady Meiling, aquello sería
coser y cantar. Además, prefería ganarme el pan en vez de sentirme en deuda
con Sus Majestades Celestiales. Tal vez el asunto de mi ninguneo debería
haberme molestado más, pero a cambio de aquella oportunidad, fregaría el
suelo todos los días si hacía falta.
—Será un honor servir a Su Alteza —dije.
El ayudante frunció los labios.
—Desde luego que es un honor, que no se te olvide. Tienes que estar en
pie cada mañana antes de que Su Alteza se levante y ayudarlo a prepararse.
Le servirás el té y serás la encargada de organizar sus comidas. Aunque
puedes acompañar a Su Alteza durante las comidas, deberás servirle primero.
No comas hasta que él tome el primer bocado. Te unirás a sus clases y a su
entrenamiento, y estudiarás junto a él, anteponiendo sus necesidades de
aprendizaje a las tuyas, por supuesto.
—Por supuesto —repetí, tensa, tragándome los improperios que me
venían a la cabeza.
Por suerte, poco después llegamos al Patio de la Eterna Tranquilidad.
Resultaba de lo más apacible sin la muchedumbre de espectadores del otro día
y la ansiedad que me retorcía las entrañas. Los jazmines, las glicinas y los
melocotoneros florecían en el jardín y propagaban su fragancia delicada y
dulce. Una cascada se precipitaba en un estanque repleto de carpas amarillas y
naranjas. Enfrente se encontraba el templete donde se había celebrado la
competición, aunque ahora habían dispuesto una mesa redonda de mármol y
varios taburetes en el interior.
—Esta es tu habitación. —El jefe de personal se detuvo frente a las
puertas cerradas de un pequeño edificio—. Una cosa más, te pido que
mantengas una actitud atenta y respetuosa en todo momento para crear un
ambiente armonioso para Su Alteza. Durante su baño…
Inhalé bruscamente, y el aire siseó entre mis labios.
—¿Tengo que ayudar a Su Alteza con su baño?
Se irguió, lanzándome una mirada de censura.

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—Cuando Su Alteza vaya a tomar un baño, aprovecha para organizar sus
libros y materiales para el día siguiente. —Pronunció cada palabra con
claridad meridiana, pensando, sin duda, que era idiota.
Le di las gracias con un murmullo, alegrándome de que se marchara.
Deslicé las puertas para abrirlas y entre en la habitación. Era espaciosa y
estaba magníficamente amueblada, con una cama enorme de madera cubierta
con cortinas de color azul claro. De las paredes colgaban varias pinturas en
pergaminos de seda, que mostraban paisajes montañosos de color violeta y
gris con cipreses, faisanes y peonías. Había una gran ventana que daba al
patio y junto a esta, un pupitre provisto con papel, un juego de pinceles de
caligrafía y una piedra para entintar de porcelana. Un farol de seda ya
encendido arrojaba su resplandor ante la luz menguante. Me senté, incrédula,
en la cama y me pellizqué el brazo. Sentí el dolor; aquello era real. Me dieron
ganas de reír a carcajadas mientras me dejaba caer sobre el suave colchón. El
sosiego de aquel lugar, que solo era interrumpido por la rítmica corriente de
agua y el viento que susurraba entre los árboles, me recordaba a mi hogar. Y
después de convivir con personas a las que cada una de mis palabras y cada
gesto les habían parecido insuficientes, era un alivio volver a estar sola.

Sin que mis pesadillas pasadas me atormentasen, dormí del tirón hasta que la
luz del sol se coló por la ventana. Las cortinas ondeaban con la brisa de la
mañana, impregnada con el aroma de las flores. Sentí cierta ligereza de
espíritu que me resultaba desconocida, y me di cuenta de que se trataba de la
ausencia de miedo. No había sido consciente de la tensión que se había
acumulado en mi interior hasta que desapareció. El armario estaba repleto de
prendas de seda y brocado; saqué una túnica blanca y me la ceñí a la cintura
con un trozo de raso verde. La falda estaba bordada con mariposas y al pasar
el nudillo por los suaves hilos de una de las alas, esta revoloteó. Un vestido
encantado. ¿Significaba aquello que mi fuerza vital era poderosa?
¿Aprendería a usarla dentro de poco? Sentí un cosquilleo al pensarlo.
Salí de mi habitación y crucé el patio hasta los aposentos del príncipe
Liwei, el gran edificio que había frente al mío. Las puertas de madera estaban
lacadas de un rojo intenso y contaban con una celosía con un patrón de
círculos intercalados con camelias doradas. Levanté la mano y llamé con
suavidad. Al no obtener respuesta, golpeé con más fuerza. Tras esperar unos

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instantes, abrí la puerta, nerviosa por si llegaba tarde. El interior estaba en
penumbra; un grueso brocado tapaba las ventanas y rodeaba la cama de
palisandro que se encontraba al fondo. El príncipe Liwei debía de seguir
dormido. El corazón se me aceleró al tiempo que entraba en la habitación,
haciendo crujir una de las tablas del suelo.
—Alteza, me han ordenado que os despertase a esta hora. —Mi voz sonó
débil e incierta; su título me dejaba la lengua rígida. Recordé el sermón que
me había dado el jefe de personal, me arrodillé y apoyé la frente con torpeza
contra el duro suelo.
La única respuesta que obtuve fue el silencio. Me removí, preguntándome
cómo podría despertar «respetuosamente» al príncipe. Las cortinas de la cama
se sacudieron antes de abrirse. Levanté la cabeza y nuestras miradas se
toparon. Una oleada de calor me invadió las mejillas al darme cuenta de que
solo llevaba puesta su túnica interior blanca.
—Té —solté de pronto—. ¿Os apetece un té, Alteza?
Se incorporó sobre un codo y bostezó, mientras el pelo suelto le caía sobre
los hombros.
—¿Qué haces en el suelo? Levántate, no hace falta que te arrodilles.
Cuando nos conocimos no fuiste tan educada…
—Porque no sabía quién erais. Si vais a acercaros a los demás al menos
deberíais avisar o llevar a vuestra comitiva o lo que sea que hagáis
normalmente. Es de lo más desconsiderado e injusto que… —Cerré la boca
demasiado tarde. Él tenía un don para hacer que me fuera de la lengua.
Sonrió, con una expresión sorprendentemente satisfecha.
—Me alegro de que la persona a la que conocí en el río siga aquí. Parecías
alguien diferente hace un momento. Muy respetuosa.
Dejé al descubierto los dientes, que tenía apretados con fuerza,
dirigiéndole más una mueca que una sonrisa.
—¿Té, Alteza?
—Ah. Sí, gracias. —Pero entonces una extraña expresión le cruzó el
rostro—. ¿Podrías pedirle a alguien de la cocina que lo preparase? No creo
que pueda soportar otra taza de ese brebaje tuyo tan «único».
Debatiéndome entre las carcajadas y la vergüenza más absoluta, me dirigí
apresuradamente a la cocina, volviendo sobre mis pasos del día anterior. Un
aroma delicioso e intenso salía de las ollas repletas de gachas que se
cocinaban a fuego lento, y las sartenes chisporroteaban con empanadillas en
forma de medialuna. Estaba tan distraída que a punto estuve de chocar con un
criado que llevaba un cuenco de sopa humeante. El hombre me lanzó una

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mirada feroz y abrió la boca con la intención de regañarme, pero alguien me
agarró del brazo y me apartó a tiempo.
Era una chica vestida con una de las túnicas púrpuras que llevaba el
personal de la cocina. Sus mejillas tenían el mismo contorno curvado de las
manzanas, y llevaba el cabello negro recogido en un moño.
—Es mejor no cruzarse en su camino. Se cree superior al resto porque
sirve a la emperatriz. —Dirigió sus ojos castaños a mí—. Soy Minyi. ¿Eres
nueva? ¿Qué tarea te han asignado? ¿A quién sirves?
Guardé silencio durante un momento, sorprendida por el interrogatorio.
Pero no descubrí malicia alguna en ella, tan solo curiosidad y una franqueza
que me recordaba a la de Ping’er.
—Al príncipe Liwei.
—Ah, así que eres la que ha hecho torcer el morro a su Majestad
Celestial.
Se me secó la boca y el olor de la comida me revolvió el estómago. Qué
rápido se había propagado la noticia.
Me dio unas palmaditas en la mano.
—Tranquila. Censura a casi todo el mundo. Dime. ¿Su Alteza o tú
necesitáis algo?
—Solo el desayuno y el té para Su Alteza —dije, recuperando la
compostura.
—¿Y tú quieres algo? —preguntó.
Al desviar la mirada hacia las empanadillas, me guiñó un ojo.
—Me aseguraré de llenarte el plato hasta arriba.
—Gracias. —Hice una reverencia, pero ella me incorporó.
—No hace falta que hagas eso. Eres la compañera del príncipe Liwei. —
Se frotó la barbilla, pensativa—. Tal vez debería ser yo la que se inclinase
ante ti.
—No, por favor —dije con vehemencia, antes de volver a darle las gracias
y marcharme.
Al regresar a la habitación, ayudé al príncipe Liwei a prepararse,
sujetando una túnica de brocado azul claro mientras se la ponía. Le anudé una
faja negra alrededor de la cintura, a la que él abrochó un adorno de jade
amarillo y seda.
El pelo oscuro le cayó suelto por la espalda mientras se sentaba ante el
espejo, sosteniendo un peine de plata.
—¿Me ayudas?

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Vacilé un instante antes de alargar la mano y tomar el peine. Solo tenía
experiencia peinándome a mí misma, con un estilo sencillo que no requería
habilidad alguna. En la Mansión del Loto Dorado era Jiayi la encargada de
llevar a cabo la íntima tarea de vestir a Lady Meiling. Cepillé el cabello del
príncipe Liwei con movimientos rítmicos mientras me devanaba los sesos
intentando recordar los peinados masculinos de la Mansión del Loto Dorado.
Su sedoso y lustroso cabello pesaba más que el mío y caía por su espalda
como ébano pulido. Al toparme con un enredo, hundí más el peine y le
arranqué sin querer algunas hebras de pelo.
Tomó una profunda bocanada de aire y se volvió hacia mí con una
expresión de dolor.
—Xingyin, ¿acaso he hecho algo para ofenderte?
El peine se me cayó de la mano y golpeó el suelo con estrépito. Puede que
hubiera manipulado su cabello con más vigor de lo deseado.
—Lo siento, Alteza.
De manera diestra, se recogió el pelo en un moño liso, que introdujo en un
tocado de plata y aseguró con un alfiler de jade. Captó mi mirada en el espejo
y arqueó una ceja.
—¿En serio? ¿Lo sientes lo bastante como para ayudarme a peinarme
cada mañana hasta que lo hagas bien?
¿Acaso era una orden? Acordándome del protocolo, me arrodillé en señal
de reconocimiento, pero él alargó los brazos y me tomó de los codos para que
me incorporase.
—Xingyin, vamos a estar juntos todos los días. No hace falta tanta
formalidad cuando estemos los dos solos. No tienes que arrodillarte ni
inclinarte cada vez que diga algo, porque de ese modo te pasarás la mayor
parte del día con la cabeza en el suelo. Y llámame Liwei. Cuando nos
conocimos, sentí que no había muros entre nosotros, que eras alguien con
quien podía hablar libremente. Si tú también quieres, me gustaría que
fuésemos amigos —dijo con suavidad.
Mi mirada chocó con la suya. Su cálida sonrisa traspasó la soledad de mi
alma como un rayo de sol. No era en absoluto como había imaginado a un
príncipe, sino que había superado todas mis expectativas. Me preguntaba qué
pensaría de aquello el jefe de personal. Aunque me traía sin cuidado.
—Me encantaría —respondí.
Después de desayunar, nos dirigimos a nuestra primera clase. Seguí a
Liwei por los pasillos, que parecían interminables, hasta un jardín enorme.
Unos elegantes sauces bordeaban un lago, donde un puente de madera roja se

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curvaba sobre el agua y conducía hasta una pequeña isla. Allí había un único
templete, con un tejado curvo de tejas esmaltadas verdes que se fusionaba a la
perfección con el entorno verdoso. Tomé una profunda bocanada de aire,
tentada a detenerme durante un momento, pero Liwei siguió adelante y
atravesó una puerta circular de piedra blanca adornada con una placa lacada
que rezaba:

CÁMARA DE REFLEXIÓN

Un nombre de lo más apropiado para un lugar de estudio, en el que esperaba


estar a la altura. Observé la estancia mientras nos sentábamos a una larga
mesa y sacábamos nuestros libros. El suelo de mármol gris, las vigas de
madera y el escaso mobiliario contrastaban con el resto del opulento palacio.
Las estanterías estaban repletas de pergaminos y las mesas, que habían sido
colocadas junto a las paredes, se encontraban recubiertas de libros. Las altas
ventanas con celosías daban al jardín, desde donde se filtraba el aire fresco
del exterior.
Un inmortal anciano entró en la sala. Liwei me contó entre susurros que
se trataba del Guardián de los Destinos Mortales, que sería el encargado de
enseñarnos la historia de los reinos. La barba blanca le llegaba hasta debajo
de la cintura y su arrugada mano descansaba sobre un bastón de jade.
Había visto las mismas arrugas en el rostro de Ping’er cuando me llevaba
a la cama aquellas noches en que mi madre permanecía demasiado tiempo en
el balcón. Había rozado con el dedo las líneas que se extendían por los
contornos de sus ojos.
—Ping’er, ¿qué es esto?
—Una marca del transcurso de los años —había respondido ella.
—¿Eres mayor que mi madre? —Me sorprendió, ya que el aspecto de mi
madre era muy serio y solemne.
—Por lo menos cien años más. Hasta la edad adulta, nuestra vida sigue un
patrón similar al de los mortales. Después, nuestra edad deja de importar. Un
inmortal de mil años puede tener el mismo aspecto que uno de treinta. El
poder de nuestra fuerza vital determina nuestra juventud.
Me apoyé sobre un codo, rebosante de curiosidad.
—¿Fuerza vital?
—El núcleo de nuestros poderes, lo que determina cuánta energía
podemos canalizar en forma de magia. Yo tengo estas arrugas debido a las
limitaciones de mi fuerza vital.

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—¿A madre le saldrán también esas líneas? ¿Y a mí? —pregunté.
—El tiempo lo dirá. —Antes de que le pudiera preguntar nada más,
Ping’er se apresuró a salir de la habitación y cerró la puerta tras de sí.
El recuerdo me sacudió el corazón. Antes de la visita de la emperatriz,
aquella había sido la primera y la última vez que Ping’er me había hablado de
la magia. Ahora era consciente del secreto que se había guardado para sí esa
noche, el de mis poderes sellados. Puede que aquel descubrimiento me
hubiese afectado más de haberlo averiguado antes de que la emperatriz se
presentase en mi casa. Pero me di cuenta de que no importaba; ahora ya no,
después de haberse desatado la tormenta y haberme arrastrado lejos. A pesar
de todo, no podía sino desear haber conocido la existencia de mis poderes,
pues tal vez habría podido hacer algo para evitar lo que ocurrió.
El Guardián de los Destinos Mortales tomó un libro y hojeó sus páginas.
—¿Cuántos años tiene? —le pregunté a Liwei mientras contemplaba su
pelo blanco como la nieve.
El Guardián levantó la vista con una expresión dolida.
—No hagas comentarios acerca de la edad de otra persona. No es de
buena educación en ningún sitio, y menos en los Dominios Mortales. —Su
actitud era severa pero no desagradable, como advirtiéndome para que tuviera
cuidado, pues otras personas podrían ofenderse más fácilmente.
Me apresuré a murmurar una disculpa. Pero en cuanto el Guardián se dio
la vuelta, Liwei se acercó a mí y me susurró:
—Algunos inmortales eligen no conservar su juventud.
—Porque preferimos conservar el sentido común —espetó el Guardián—.
Alteza, os ruego que deis a vuestra compañera de estudios un mejor ejemplo.
Asentí de forma sombría, ignorando a Liwei, que me fulminó con la
mirada; aunque tenía que reconocer que la regañina era en parte por mi culpa.
Me reconfortaba ver que no solo a mí se me reprendía por mi conducta.
Después de que el Guardián de los Destinos Mortales se marchó, apareció
un maestro para hablarnos de las constelaciones, y luego otro, que nos enseñó
herbología. Me costó quedarme quieta durante la interminable clase, que era
impartida por un inmortal de rostro malhumorado, barbilla puntiaguda y
expresión pedante. Mientras deslizaba la mirada por las ilustraciones de las
flores, que empezaban a parecerme idénticas, me llevé la mano a la boca para
reprimir un bostezo.
El maestro, tal vez advirtiendo que no estaba prestando atención, se dio la
vuelta.

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—Xingyin, ¿cuáles son las propiedades de esta planta? —preguntó con
tono mordaz mientras golpeaba la página frente a mí con una delgada caña de
bambú.
Me incorporé a toda prisa, y contemplé fijamente la ilustración de una
anodina flor de color azul claro con pétalos puntiagudos. Lirios estrellados,
rezaba el título. Por desgracia, no había más información.
—Ehmm… —Miré a Liwei desesperada. Él abrió los ojos de par en par
antes de cerrarlos de golpe y dejar caer la cabeza hacia un lado.
—¡Induce el sueño! —exclamé, comprendiendo el significado.
El maestro frunció los labios.
—Correcto. A pesar de su amargo sabor, esta flor silvestre sirve como
potente somnífero al consumirla con vino.
—Gracias —le susurré a Liwei.
—De nada. —Una leve sonrisa se dibujó en sus labios.
Acababa de guardar los libros de la clase anterior cuando un inmortal de
aspecto sombrío se dirigió a nosotros, haciendo resonar sus botas contra el
suelo de mármol. Su delgado rostro carecía de arrugas salvo por el profundo
surco que le cruzaba la frente; y llevaba el oscuro cabello recogido en un
moño. Su armadura estaba hecha con piezas planas de un resplandeciente
metal blanco con bordes dorados; las piezas, unidas firmemente como si
fueran escamas, le cubrían los hombros y el pecho y le llegaban hasta las
rodillas. Llevaba los brazos envueltos en una tela roja rematada con unas
gruesas muñequeras doradas. Una amplia tira de cuero negro engastada con
un disco de jade amarillo le rodeaba la cintura, y a un costado portaba una
funda grande de plata, de la que sobresalía una empuñadura de ébano. El aura
que emanaba de él era tan firme y poderosa como la de un roble longevo y
robusto.
Era un soldado celestial, como aquellos de los que Ping’er y yo habíamos
huido la noche en que me marché de casa. Un escalofrío me recorrió y los
dedos se me encogieron sobre la mesa.
—¿Qué hace aquí? ¿Ocurre algo?
—El general Jianyun es el comandante de rango más alto del Ejército
Celestial. Su tarea es instruirnos en combate.
—Alteza. —Saludó a Liwei con una reverencia. Cuando desvió su mirada
hacia mí, el surco de su frente se hizo aún más pronunciado.
—General Jianyun, esta es Xingyin. —Liwei me señaló con un gesto.
Me incliné ante el general, pero él permaneció inmóvil. Su penetrante
mirada hizo que me removiera de forma nerviosa, turbada por los recuerdos

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que su presencia evocaba en mí.
—¿Os interesa la guerra?
Tensé el cuerpo al oír su tono cortante, mientras me devanaba los sesos
para darle una respuesta. Los enfrentamientos entre los diferentes reinos por
el control de los territorios, en busca de poder y gloria, apenas habían
ocupado mis pensamientos. Mis deseos eran más modestos y humildes. Lo
único que me interesaba era aprender a defenderme y a proteger a mis seres
queridos.
—Aún no lo sé. Esta es mi primera clase —respondí. Su rostro se
ensombreció con una expresión de desaprobación, y una chispa de rebeldía
cobró vida en mí—. Estoy dispuesta a aprender. Pero el interés del alumno
depende también de la habilidad del maestro.
Abrió los ojos de par en par y yo contuve la respiración. ¿Iba a echarme
de la clase? Mi impertinencia bien lo hubiera merecido.
Para mi sorpresa, el general Jianyun esbozó una sonrisa.
—¿Seguro que vuestra Majestad Celestial aprueba a vuestra compañera?
—le preguntó a Liwei con falsa incredulidad.
—Mi madre no interfiere en tales asuntos —fue lo único que dijo Liwei al
tiempo que abría su libro.
A pesar de que el rostro del general expresaba incredulidad, no dijo nada
más al respecto.
Al mediodía, la cabeza me palpitaba por toda la información recibida y la
mano me dolía de tanto escribir. Cuando nos dieron permiso para almorzar,
me alegré de poder huir a la cocina. Tomé una bandeja repleta de comida y
me dirigí al templete que había frente a la Cámara de Reflexión. Tenía un
cartelito colgado, donde estaban pintados con amplios trazos negros los
caracteres:

TEMPLETE DE LA MELODÍA DE LOS SAUCES

—Qué nombre tan bonito. —Dejé el pescado al vapor, los tiernos tirabeques y
el tradicional pollo «ocho tesoros» sobre la mesa de mármol.
—Y además le pega mucho —respondió Liwei llevándose un dedo a los
labios.
No entendí su respuesta, pero seguí su ejemplo y guardé silencio. Al
soplar la brisa, los sauces se mecieron y sumergieron sus ramas en las
cristalinas aguas. Cuando sus delicadas hojas se agitaron, unos susurros
colmaron el aire formando una exquisita aunque melancólica melodía. Me

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recordó al viento que soplaba entre los olivos dulces, al tintineo de las joyas
de jade de mi madre.
—¿Te han gustado las clases? —preguntó Liwei sacándome de mi
ensoñación. Me sirvió un poco de cada uno de los platos, ignorando por
completo el protocolo.
—Algunas más que otras —respondí, acordándome de la aburrida charla
sobre plantas y hierbas—. Sobre todo la del general Jianyun.
—Pensé que en esa te quedarías dormida.
—¿Por qué? ¿Acaso las chicas solo deben dibujar, cantar y coser? —
pregunté, pensando en las lecciones de Lady Meiling y en las mías con
Ping’er.
—Pues claro que no. —Adoptó un tono serio mientras se inclinaba hacia
delante como si fuera a impartirme su sabiduría—. También deben tener
hijos. —Sus ojos reflejaban un brillo burlón.
Me atraganté con un trozo de pollo y tuve que soportar la vergüenza de
que Liwei me diera una palmada en la espalda para expulsarlo. Deseosa por
cambiar de tema, dije:
—Bueno, dibujar se me da fatal, y es mejor que no me escuches cantar.
—¿Y me coserás la ropa?
—No, a menos que quieras que acabe llena de agujeros.
Golpeó la mesa con los dedos con aire pensativo.
—Así que no sabes dibujar, ni cantar ni coser. ¿Y qué me dices de…?
—¡No! —exclamé en voz más alta de lo que pretendía; intenté contener el
rubor que se extendía por mi piel.
Él parpadeó y me lanzó una mirada inocente.
—Lo único que iba a preguntarte es si tocarías la flauta para mí.
¿La flauta? Maldije mi imaginación desbocada.
—¿A qué crees que me refería? —Sacudió la cabeza en señal de fingido
desagrado.
—A eso. Nada más —mentí.
—¿Cómo, si no, podrías compensar tus carencias? Parece que tienes unas
cuantas. —Al ver que se le contraían los labios, me percaté de que estaba
disfrutando demasiado de aquello.
—Del mismo modo en que tú compenses las tuyas —repliqué.
—¿Las mías? —Parecía ofendido. Una parte de mí se preguntaba si
alguna vez alguien se habría dirigido a él de esa manera—. A ver, dime una.
—¿Tus modales? —sugerí—. ¿Tus aires de superioridad? ¿Esa costumbre
que tienes de interrumpir a los maestros? ¿La forma en que sueltas

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barbaridades por la boca para entretenerte? ¿Tú?
Liwei alzó una mano con una expresión dolida.
—Te he dicho una.
Intenté mantener un semblante serio a pesar de la alegría que burbujeaba
en mí. Me sentía muy a gusto, y más animada de lo que había estado en
meses.
—Además, no creía que tocar música formara parte de mis obligaciones
—añadí.
Tomó un reluciente trozo de pescado blanco y lo examinó en busca de
espinas antes de dejarlo en mi plato.
—No eres muy complaciente.
Le dediqué mi sonrisa más dulce.
—Depende de cómo me lo pidas.
Se echó a reír, pero acto seguido se aclaró la garganta.
—Siento que mi madre haya ordenado que debas servirme también. No
tienes que hacerlo. Cuando quiero, soy perfectamente capaz de cuidar de mí
mismo.
—En realidad no me importa —le dije—. Me alegra poder ganarme el
pan. Y si no obedezco, puede que alguien se lo diga a Su Majestad Imperial.
Utilizaría la mínima excusa para echarme, estaba segura de ello. A una
parte de mí le aliviaba el hecho de que la emperatriz no mostrase generosidad,
pues eso significaba que no le debía anda. Y Liwei no me hacía sentir que lo
servía, sino que lo ayudaba. La distinción era ínfima, pero suponía una
diferencia enorme para mi orgullo.
—Gracias —dijo poniéndose en pie—. Venga, tenemos que darnos prisa.
Nos espera una tarde larguísima de entrenamiento.
Sus palabras picaron mi curiosidad.
—¿Entrenamiento en qué?
—Lucha con espadas, tiro con arco y artes marciales. Si no te apetece
venir, puedo inventarme una excusa para justificar tu ausencia —ofreció,
haciendo un gesto magnánimo con la mano.
Me obligué a tomar una profunda bocanada de aire para reprimir la
euforia que me recorría por dentro, igual que el agua corriendo por una
montaña tras un chaparrón. Se me había abierto el apetito tras la clase del
general Jianyun y estaba ansiosa por aprender nuevas habilidades que me
ayudaran a ser más fuerte. Lo bastante como para resistir los vientos de
cambio o para desviar su rumbo, en lugar de ceder ante la más leve brisa. Mi
imaginación echó a volar, sin limitaciones, mientras fantaseaba con que

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volvía a casa y rompía el encantamiento que encadenaba a mi madre a la
luna…
La voz me tembló de emoción:
—Liwei, tocaré la flauta siempre que quieras… con tal de que no te
inventes ninguna excusa para que me salte el entrenamiento.

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L os alcanforeros rodeaban un inmenso campo de hierba y nos brindaban


la sombra de sus hojas. Había soldados por todas partes, ataviados con
brillantes armaduras blancas y doradas; los comandantes daban órdenes a sus
tropas a viva voz: algunos luchaban con espadas, mientras que otros
empleaban lanzas con borlas rojas. Sobre una tarima de madera, varias hileras
de soldados seguían los pasos de un instructor. Sus movimientos eran tan
elegantes y estaban tan bien sincronizados como los de un baile, aunque
resultaban mucho más letales, pensé, al tiempo que una mujer lanzaba al
suelo a un corpulento soldado. Había varias dianas colocadas en un extremo
del campo, donde los soldados practicaban el tiro con arco.
Mientras los observaba, un soldado disparó una flecha que atravesó el aire
y se precipitó al centro de la diana. Totalmente impresionada, aplaudí hasta
que me dolieron las palmas.
—No hace falta mucho para impresionarte —dijo Liwei.
—¿Podrías hacerlo mejor? —le pregunté.
—Claro.
La seguridad de su voz me pilló por sorpresa, pero entonces el general
Jianyun apareció y se acercó a nosotros.
—Alteza, ¿qué deseáis practicar primero?
—Tiro con arco —respondió Liwei sin vacilar.
A la orden del general, los soldados abandonaron las dianas; estas tenían
cada una cuatro anillos pintados que culminaban en un núcleo rojo. Liwei
escogió un arco largo y curvo del estante de las armas, y casi sin esfuerzo, o
al menos esa fue la impresión que me dio, sacó una flecha y disparó. En un
abrir y cerrar de ojos, otra flecha pasó zumbando junto a mí. Ambas
atravesaron el centro con un golpe sordo.
Me quedé mirando la diana, asombrada por su precisión y rapidez.
—No exagerabas.
—Nunca lo hago —dijo él—. ¿Quieres probar?
Alargué las manos, pero volví a retirarlas con una mirada furtiva a los
soldados que nos rodeaban. Nunca antes había empuñado un arma, y menos
una que pareciese requerir tanta precisión.
Liwei le dijo algo en voz baja al general Jianyun, que se marchó con el
resto. Al quedarnos a solas, me tranquilicé. Me tendió un arco, más pequeño

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que el que había utilizado él.
—Madera de morera. Es una buena opción para empezar porque es más
ligero —explicó.
Noté un hormigueo al tocar la madera lacada, y cerré los dedos alrededor
de la funda de seda del agarre. El arco no me resultaba ajeno, sino que me
parecía haberlo empuñado ya un centenar de veces. ¿Le habría ocurrido lo
mismo a mi padre, el mejor arquero de la historia? Si mi madre no hubiera
bebido el elixir, si hubiésemos permanecido en el mundo inferior, tal vez me
habría enseñado a manejar el arco… Aunque dudaba de que hubiese podido
derribar un sol, y mucho menos nueve. El corazón se me encogía; mi
sufrimiento era en vano, pues no tenía remedio. Por mucho que lo deseara, mi
familia no volvería a recomponerse.
—Xingyin, ¿estás lista? —exclamó Liwei.
Yo asentí y me alejé de la diana, como lo había hecho él. Liwei
permaneció detrás de mí, guiando mis manos mientras yo alzaba el arco.
—Respira profundamente. Al tensar la cuerda, utiliza la fuerza de todo el
cuerpo, no solo de los brazos. —Me dio un golpecito en los hombros y me
levantó el codo derecho—. Que el brazo permanezca en línea recta.
Me esforcé por mantener la posición mientras la cuerda se me clavaba en
el pulgar y en los demás dedos.
Una vez que quedó satisfecho, se retiró.
—Acomoda la flecha hasta que la punta se alinee con el objetivo. Al
soltarla, solo debes mover esa mano. Mantén la otra inmóvil sobre la
empuñadura. Y si fallas no te desanimes; es la primera vez que lo haces.
Sentí un ardor en la boca del estómago. El deseo de que me saliera bien,
de hacer honor al nombre de mi padre. Aunque nadie más que yo fuera a
saberlo nunca. Entorné los ojos y fijé la mirada en el blanco. Todo lo demás
se desdibujó, la diana brillaba tanto como un faro en la oscuridad. Mantuve la
respiración y, permaneciendo tan quieta como pude, disparé la flecha. Esta
atravesó el aire y se hundió en el anillo exterior de la diana con un golpe
sordo.
—¡Le he dado! —Una profunda emoción corrió por mis venas.
Liwei aplaudió, curvando la boca.
—Tienes un buen maestro.
—¡Ja! Dentro de nada seré mejor que tú —me jacté sin vergüenza alguna.
—¿Quieres apostar? Dentro de tres meses mediremos nuestra habilidad
con el arco. El perdedor tendrá que obedecer al ganador durante un día.

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—¿Acaso no tengo que obedecerte todos los días? —De algún modo,
logré decir eso sin sonreír.
—Sin rechistar —añadió, tras pensarlo durante un instante.
—Pero nada de peticiones raras —repliqué; el peso del arco en mi mano
me otorgaba una nueva seguridad en mí misma. Y ya no podía echarme atrás,
pues no oiría el fin de sus burlas.
—Trato hecho. —Su sonrisa se hizo más ancha—. ¿Tienes miedo de lo
que pueda ordenarte?
—Ni mucho menos —le dije con una sonrisa igualmente amplia—.
Disfrutaré mangoneando a Su Alteza.
—Aún no has ganado —me recordó antes de dirigirse hacia los soldados
que practicaban con las espadas.
—Ni tú tampoco —murmuré para mis adentros.
Decidí quedarme en la zona de las dianas. Me moría por sujetar un arco de
nuevo, por sentir la euforia que me había recorrido al disparar la flecha, la
satisfacción al golpear el blanco. Saqué otra flecha y la coloqué en el arco,
intentando recordar las instrucciones de Liwei.
—No deberías haber aceptado la apuesta. Su Alteza es un tirador
excelente —comentó alguien detrás de mí.
Perdí la concentración y el cuerpo se me sacudió bruscamente. La flecha
pasó volando sin acercarse a la diana.
Al darme la vuelta vi a una soldado celestial observándome. Era preciosa,
con la tez de color oliva, un puñado de pecas salpicándole la nariz y los ojos
ligeramente rasgados. Sus labios se contrajeron en una mueca al examinar mi
flecha, que había quedado enterrada sin gracia alguna en la tierra.
—Sí, desde luego no deberías haber aceptado la apuesta —repitió.
¿Se trataba de otra Jiayi, que ocultaba su malicia bajo una capa de
civismo? Le dirigí un asentimiento de cabeza frío, incluso despectivo.
—Gracias por tu preocupación. Me irá bien.
Creí que se marcharía, pero en cambio se cruzó de brazos. ¿Pensaba
quedarse a mirar? ¿Tal vez con la esperanza de que hiciera el ridículo?
Le di la espalda, deseando que se marchara. Saqué otra flecha y disparé.
Esta golpeó la diana, sacudiéndose en el anillo más cercano al centro. Lo más
probable era que aquel resultado fuera fruto de la suerte más que de mis
inexpertas habilidades, pero no pude evitar decir:
—Tal vez sea Su Alteza quien no haya debido aceptar la apuesta.
—Nada mal para tratarse de tu tercer intento. —Su cumplido me pilló
desprevenida. Y aún más cuando se envolvió el puño con una mano y se

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inclinó hacia mí—. Me llamo Shuxiao.
Me quedé en blanco; no estaba acostumbrada a ser tratada con tanta
educación. En la Mansión del Loto Dorado jamás había recibido tales
cortesías, mientras que aquí todas las atenciones recaían en Liwei.
Ladeó la cabeza, tal vez preguntándose por el motivo de mi silencio. Le
devolví el saludo de forma apresurada. Mientras me enderezaba, me devané
los sesos en busca de algo que decir. Hablar del tiempo resultaría demasiado
aburrido. No teníamos amigos en común, o más bien, yo no tenía ningún
amigo del que hablar. Y no podía preguntarle por su familia cuando era
incapaz de hablar de la mía.
—¿Te gusta ser soldado celestial? —conseguí decir por fin.
—¿A quién no le gustaría? —dijo con una expresión seria—. Me encanta
que me den ordenes casi todo el rato, que se espere que obedezca sin vacilar,
acabar hecha polvo durante los entrenamientos y sentirme la persona con más
suerte del mundo cuando logro concluir las misiones sin haber perdido la
vida.
Reculé.
—Parece… espantoso.
—Y todavía no te he contado la mejor parte. Mira lo que tenemos que
llevar puesto. —Le dio un golpecito a su armadura—. Es aún más pesada de
lo que parece, si cabe. Y al andar tintineamos igual que las ollas y las sartenes
de la cocina. Menos mal que nos enseñan a movernos con discreción.
—¿Y por qué eres soldado? —No pude evitar preguntárselo.
Se encogió de hombros.
—¿Quién rechazaría la oportunidad de servir al Emperador Celestial y al
reino?
¿Lo que captaba en su voz era sinceridad o sarcasmo? No fui capaz de
distinguirlo, por lo que decidí que lo más prudente sería permanecer en
silencio mientras ella escogía un arco del estante.
—He oído que estudias con Su Alteza. ¿Tus padres sirven en la corte?
Negué con la cabeza, haciéndome a un lado para dejarle sitio, con la
esperanza de que me preguntara otra cosa. Cualquier otra cosa.
Levantó el arco y apuntó al objetivo. Su flecha silbó en el aire y golpeó la
diana cerca del centro.
—Buen tiro.
Ella hizo una mueca.
—El tiro con arco es mi punto débil. No dejo de entrenar y aun así sigo
sin poder darle al centro de la diana. Prefiero las espadas. O las lanzas. —Me

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miró, negándose a dejar pasar el tema—: ¿Eres una celestial? ¿Tu familia es
de aquí?
Miré al frente con fingida concentración.
—Ya no tengo familia. —La mentira dejó mis labios con más facilidad
aquella vez, pero el sentimiento de vergüenza afloró en mí con la misma
intensidad. No me quedaba más remedio que seguir fingiendo, ya que Liwei
pensaba que mis padres habían muerto.
Ella guardó silencio durante un momento antes de alargar la mano para
darme una palmadita en el hombro.
—Lo siento. Estoy segura de que estarían orgullosos de ti.
Noté una opresión en el pecho. Me sentí mal al buscar su compasión bajo
falsos pretextos. Y, sin embargo, deseaba con todas mis fuerzas que sus
palabras fuesen ciertas. No pude evitar preguntarme cómo se sentiría mi
madre ahora que estaba sirviendo en la casa del emperador que la había
encarcelado.
—A los cortesanos no les hizo gracia que una «don nadie» hubiera ganado
la competición para estudiar con el príncipe Liwei —añadió—. Un cumplido
fabuloso, en mi opinión. ¿Cómo lo lograste?
—Suerte —dije con una ligereza que no sentía, e irritada al mismo
tiempo. No sería siempre una don nadie. Y un día la gente conocería mi
nombre, así como el de mis padres.
—¿Y tu familia? —intenté que la conversación dejara de centrarse en mí.
—Somos celestiales, pero mis padres no sirven en la corte. Mi padre cree
que es demasiado peligroso y turbulento, con todo el mundo luchando por
ganarse el favor de la familia real. Prefiere una vida tranquila. —Arrugó la
nariz y añadió—. Aunque con seis hijos, nuestra casa es de todo menos
tranquila.
—¡Seis! —jadeé.
—No es tan horrible ni tan maravilloso como podrías pensar. Cuando
estamos de buenas, mis hermanos y hermanas son los mejores amigos que
podría tener en el mundo. Pero cuando peleamos… —Se estremeció, y sus
rasgos adoptaron una expresión de horror.
—Quizá tu padre debería haber huido a la Corte Celestial después de todo
—le dije.
Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro.
—Mi madre no se lo permitió.
Entrenamos juntas durante el resto de la tarde. Shuxiao era la más joven
de su numerosa familia, y había estado acompañada desde su nacimiento.

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Poseía una vitalidad y una facilidad de trato que atraía a los demás. Muchos
soldados la saludaron al pasar; algunos me extendieron su saludo, creyendo
que Shuxiao y yo éramos amigas.
Y lo cierto es que, después de aquel día, lo éramos.
Al acabar la jornada, tenía los dedos llenos de ampollas. Los brazos me
ardían y me dolía la espalda. No había empuñado espada alguna ni aprendido
ningún hechizo. Sin embargo, me moría de ganas por volver al campo de
entrenamiento.
Al llegar a la habitación de Liwei, preparé los libros para nuestras clases
del día siguiente. Cuando volvió tras tomar un baño, vi que solamente llevaba
una túnica corta y blanca y unos pantalones sueltos. La larga cabellera le caía,
todavía húmeda, por la espalda. Supuse que me daría permiso para retirarme,
pero se sentó a la mesa y me miró expectante.
—¿Qué canción vas a tocar?
Había olvidado por completo su petición. Estaba cansada, y mis
extremidades doloridas anhelaban meterse en la cama, pero me senté a su lado
y saqué la flauta. Una melodiosa tonada se abrió camino por el aire;
representaba el despertar de la primavera, el deshielo de los ríos al volver a
fluir repletos de vida.
Al terminar, dejé la flauta en la mesa.
—Es increíble que un instrumento tan pequeño sea capaz de originar una
melodía como esa. —Tras vacilar un momento, añadió—: Es una canción más
alegre que la que tocaste la última vez. ¿Tiene que ver con tu estado de
ánimo?
—Sí. Este ha sido uno de los mejores días de mi vida, y te lo debo a ti. —
Mis palabras carecían de artificio, pero se hallaban llenas de sentimiento.
Todavía echaba de menos mi hogar, a mi madre y a Ping’er, pero ya no sentía
que estuviera sola en el mundo, ni desprovista de todo vínculo.
Liwei se aclaró la garganta; las puntas de las orejas se le estaban
enrojeciendo. Se puso en pie y se acercó a su escritorio. Un pergamino con la
ilustración de una chica colgaba al lado. Los ojos oscuros de la joven
brillaban en el óvalo perfecto de su rostro. Estaba sentada bajo un racimo de
glicinas en flor y sujetaba un bastidor de bambú.
—¿Quién es? —pregunté.
Él contempló la pintura en silencio durante un momento.
—Vivía al lado de mi casa. De pequeño, la visitaba a menudo. Tenía
mucha paciencia conmigo, incluso cuando enredaba los hilos que tejía en sus
bordados.

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Me imaginé a un joven Liwei, rebosante de picardía.
—Hablas en pasado. ¿Dónde está ahora?
Su rostro se ensombreció.
—Un día, fui a su patio y lo encontré vacío. Los criados me dijeron que se
había mudado, pero nadie quiso revelar a dónde.
Deseaba poder aliviar su tristeza. Se sentó a su escritorio, en el que había
una bandeja con material de dibujo: unas cuantas hojas de papel, una piedra
para entintar de jade púrpura y un soporte de sándalo del que colgaban
pinceles de bambú y madera lacada. Observé con curiosidad cómo escogía un
pincel, lo sumergía en la brillante tinta y dibujaba en el papel con trazos
hábiles. Tras unos minutos, me lo tendió.
—Es para ti —dijo, cuando no hice amago alguno para tomarlo.
Contemplé el papel. Mi propio rostro me devolvió la mirada, con ojos
contemplativos, mientras mis dedos descansaban sobre la flauta; el parecido
era asombroso. Las manos me temblaron al tomar el dibujo.
—Dibujas muy bien —dije con suavidad—. Pero no hace falta que me
regales una pintura cada vez que toque para ti. Puede que no forme parte de
mi deber, pero tampoco espero nada a cambio.
—¿De qué otra forma podría compensar mis carencias? —me preguntó
con el semblante serio—. Después de todo, tengo muchas.
Me eché a reír al recordar nuestra conversación anterior.
—Entonces solo esta.
Él sonrió.
—Buenas noches, Xingyin.
Me puse en pie y le di las buenas noches. Mientras cerraba las puertas de
su habitación, vi a Liwei inclinado todavía sobre su escritorio con el pincel en
la mano. Una calidez inexplicable invadió mi corazón al desviar la vista hacia
el cielo.
En aquella noche clara y sin nubes, la luna resplandecía y proyectaba su
luz sin obstáculos. Mientras atravesaba el patio hacia mis aposentos, su
resplandor iluminó mi camino con más intensidad que la de una guirnalda de
farolillos.

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M e acostumbré a mi nueva vida, y los días se transformaron en


semanas. Cada mañana, dábamos clase en la Cámara de Reflexión, y
por las tardes, entrenábamos con el Ejército Celestial. Mi mente se abrió a
mundos y conocimientos nuevos, pero era el entrenamiento lo que más
disfrutaba. Aprendí a manejar la espada con destreza, a dar estoques, a
bloquear y desviar ataques, aunque mis habilidades todavía no llegaban al
nivel de las de Liwei. Ansiosa por ponerme al día, estudiaba las técnicas de
combate hasta altas horas de la noche, repitiendo los movimientos en la
tranquilidad de mi habitación hasta que me resultaban tan sencillos como
agarrar los palillos o tocar una nota con mi flauta.
A veces me preguntaba por qué sentía tanta alegría cuando una flecha
daba en la diana. O cuando derribaba a un oponente de un golpe. ¿Era porque
en el pasado había sido tan débil que ahora mi recién descubierta fuerza me
maravillaba? ¿O ese ímpetu —ese deseo de ganar— había corrido siempre
por mis venas?
La posibilidad de ejercitar mis poderes me provocaba tanta emoción como
miedo. De niña había fantaseado con conjurar bolas de fuego y atravesar los
cielos volando. Pero tras las desastrosas consecuencias de mi primer flirteo
con la magia, no me habría importado no volver a saber nada más del asunto.
Liwei habría puesto una excusa por mí, pero un inmortal sin magia era como
un tigre sin garras. Puede que fuéramos físicamente fuertes, pero también
podíamos morir. Si quería ayudar a mi madre, debía abrazar mis poderes. Y
aunque me daba miedo, una parte de mí también lo ansiaba.
Nuestra instructora, la maestra Daoming, era la guardiana del Tesoro
Imperial y su acervo de artefactos encantados. Las únicas prendas que parecía
llevar siempre eran de un tono gris apagado, y se recogía el cabello negro en
un moño prieto del que sobresalían unos prendedores de plata igual que la
cola de un abanico. Sus enormes ojos eran del color de las almendras y su piel
pálida no mostraba línea de expresión alguna.
Yo jamás había tenido adiestramiento mágico, mientras que Liwei ya
manejaba encantamientos avanzados. Durante las primeras semanas, lo único
que la maestra Daoming me permitió hacer fue meditar, y se limitó a
indicarme que cerrase los ojos, dejase la mente en blanco y mantuviese los
ánimos «tan en calma como un amanecer sin viento». Al principio abordé

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dichos ejercicios con entusiasmo, esperando descubrir algún poder oculto o
elucidación, pero el hecho de tener que permanecer horas sentada con las
piernas cruzadas en el suelo no tardó en aburrirme. Siempre que la maestra
Daoming veía aparecer la más leve arruga en mi ceño o advertía el mínimo
temblor de mi pierna, me golpeaba con el abanico y me soltaba algún
comentario ambiguo como:
—¡Elimina las distracciones de tu mente!
—¡Concéntrate en la percepción de tu energía!
—¡Busca la luz en la oscuridad!
Yo apretaba los dientes, cada vez más frustrada, y reprimía la furia al
imaginar a Liwei lanzando torrentes de fuego mientras yo permanecía sentada
recibiendo porrazos con un abanico.
Meditar me resultaba particularmente exasperante. En el tiro con arco el
objetivo era evidente y los resultados, instantáneos. Sabía qué hacer para
mejorar y cómo conseguirlo. Pero la meditación era un ejercicio nebuloso y
enigmático. Una senda con interminables caminos sinuosos, por la que podías
pasar horas deambulando y terminar justo donde habías empezado.
Un día, mientras estaba sentada tan inmóvil como podía e intentaba no
quedarme dormida, una sombra cayó sobre mí. Levanté los párpados un poco
y descubrí a la maestra Daoming plantada enfrente de mí.
—Si te preocupa estar haciéndolo bien o no, entonces la respuesta es que
no —suspiró.
Abrí los ojos de golpe.
—No se me da demasiado bien —admití—. Además, ¿de qué me va a
servir meditar? Lo único que consigo es quedarme dormida.
La maestra Daoming sacudió la cabeza mientras se arrodillaba junto a mí.
—Ah, Xingyin. Calmar la mente es una habilidad crucial que no se limita
solo a la magia. Eres impaciente, imprudente y apasionada en tu proceder. Tú,
más que nadie, debes aprender a desligar la mente de tus sentimientos. A
refrenar tus pensamientos y a observar antes de actuar. Cuando las emociones
nos nublan el juicio, el caos no tarda en hacer acto de presencia.
Se alisó la túnica a la altura de las rodillas.
—La meditación carece de objetivo. Y de resoluciones. La clave es la
sensación de paz, la conexión y la unidad con uno mismo. —Hizo una pausa
—. Percibo el gran poder de tu fuerza vital. Sin embargo, lleva amordazada
desde tu infancia, y por eso te resulta tan difícil manejar tu magia. El amarre
se llevó a cabo de forma burda y jamás habría funcionado de haber sido
mayor y haber recibido un adiestramiento adecuado. La meditación te ayudará

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a romper el sello que somete a tu fuerza vital, a liberar tus habilidades. Pero
solo si se lo permites.
Me quedé mirando a la maestra Daoming mientras los pensamientos se
arremolinaban en mi interior. Mi madre no había querido que mi magia se
fortaleciera. Ping’er y ella debieron de hacer todo lo posible por ocultar mis
poderes y mi existencia. Me mordí el labio con fuerza. Mi madre deseaba que
tuviera una vida tranquila y feliz. Después de haber pasado décadas
conviviendo con el dolor y el terror, debió de pensar que el mejor regalo que
podía darme era una existencia pacífica. Puede que yo también hubiese
querido lo mismo… hasta que un fuego se despertó en mi interior, el anhelo
de ser algo más, de exprimir mi máximo potencial.
La maestra Daoming continuó hablando:
—Tienes un gran potencial. Sin embargo, para poder utilizar tus poderes,
primero debes entenderlos. Antes de poder liberar tu energía, debes aprender
a empuñarla. He oído que el tiro con arco se te da muy bien. ¿Podrías disparar
del modo en que lo haces sin fusionarte con el arco? —Me tocó un lado de la
cabeza con suavidad—. Ciertos conocimientos laten en nuestro corazón,
mientras que otros se aprenden con el cuerpo y la mente.
Sus palabras coincidían con las de mi madre, una lección que ya debería
tener aprendida. Como ciertas cosas me resultaban fáciles, perdía la paciencia
con aquellas que no se me daban bien.
Una oleada de emociones se apoderó de mí: vergüenza por mi conducta, y
gratitud por su paciencia. Me puse de rodillas, alargué y uní las manos e hice
una profunda reverencia.
—Maestra Daoming, os imploro perdón. He sido una impaciente y una
resentida. Y una arrogante al pensar que sabía más que nadie. Desde ahora,
prometo seguir vuestras indicaciones de la mejor forma posible.
La sonrisa infundió a su rostro una calidez repentina. Me di cuenta en ese
momento de que era preciosa, aunque de un modo diferente a mi madre.
Había que mirar con más detenimiento para hallar la gracia de sus
movimientos, la fuerza de su porte y la delicadeza de sus rasgos. La suya era
una belleza más sutil, aunque no menos luminosa una vez que se la descubría.
—Me alegra oír eso. Se me está rompiendo el abanico. —Se levantó y se
alejó, sin decir nada más.
Ahogué una carcajada, a pesar de que me estaba frotando el brazo de
forma instintiva. Tal vez la maestra Daoming no fuera tan intimidante como
había pensado. Y tal vez yo no fuera una alumna tan terrible como había
temido.

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En cuanto dejé de resistirme a las clases, mis avances fueron notables. Aun
así, tardé unas semanas en adquirir la destreza suficiente al meditar antes de
empezar a usar mis poderes, los cuales había anhelado y temido desde que me
marché de casa.
Según la maestra Daoming, las lucecitas que había vislumbrado en mi
interior era mi energía espiritual. Al lanzar encantamientos, esta se iba
agotando como el agua al gotear desde un cubo, pero era posible reponerla a
través del reposo y la meditación. Sin aquello, nuestro cuerpo sería idéntico al
de un mortal y nuestra vida, tan frágil como la de ellos.
—Nunca agotes tu energía, Xingyin —me advirtió.
—¿Por qué?
—Si utilizas más energía de la que posees, serás incapaz de mantener tu
fuerza vital, que es el núcleo de tus poderes, la fuente de tu energía —habló
despacio, sosteniéndome la mirada para asegurarse de que estuviera
prestándole atención—. Supone la muerte para un inmortal.
Un sudor frío me recorrió las palmas de las manos. Siempre había
pensado que en cuanto aprendiese a usar mis poderes me volvería fuerte. Que
el miedo sería cosa del pasado. No se me había ocurrido que su uso
conllevaría también peligro.
—¿Cuándo ocurre eso? —pregunté.
—Al intentar lanzar un encantamiento demasiado poderoso, mantener un
hechizo durante demasiado tiempo o tratar de deshacer algo que no es posible
deshacer.
Pensé en mi madre y en el hechizo que la mantenía presa.
—¿Existen encantamientos indestructibles?
—Todo encantamiento puede deshacerse si sabes cómo, si eres lo bastante
fuerte. Si eres la persona adecuada para ello —explicó—. Más vale que no
acabes empleando tu poder en vano y te veas incapaz de detenerte.
Dejé escapar un aliento contenido. Era posible. Eso era lo único que
importaba. Ya averiguaría cómo en su momento.

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Al principio no era capaz de lanzar ni el más sencillo de los encantamientos,
pues las luces seguían fuera de mi alcance. Sin embargo, a medida que las
semanas iban transcurriendo, me acerqué más y más a ellas hasta que sentí
una agitación en lo más profundo de mi ser, como un acorde inacabado en la
cúspide de la armonía.
Una noche, mientras Liwei se daba su baño, me fijé en que el té se le
había enfriado. Aunque a él le hubiera dado igual, era una noche fría, ideal
para tomar una bebida caliente. Cerré los ojos y busqué mi energía en mi
interior: era luminosa y plateada, tan brillante como el polvo de estrellas.
Destelló al intentar alcanzarla, mientras luchaba contra esa fuerza invisible
que tiraba de mí y me inmovilizaba. El sudor me recubrió la frente y los
puños se me cerraron por la tensión, pero conseguí abrirme paso, liberándome
del misterioso obstáculo hasta rozar las luces. Durante un instante se agitaron
bajo mi control, igual que las resbaladizas escamas de un pez que no quiere
ser atrapado; pero entonces algo cobró vida en lo más profundo de mi ser,
dotándome de un sentimiento de unidad desconocido, como si hubiera
conectado por fin con una parte vital de mi ser. La piel me hormigueaba como
si hubiera quedado empapada en agua helada. Aquello no era ninguna
casualidad. Las luces se quedaron inmóviles, rindiéndose a mi voluntad al
tiempo que un chorro de energía brillante surgía de las puntas de mis dedos y
se precipitaba hacia la tetera. El vapor brotó de la boquilla y el agua empezó a
hervir. Me eché a reír, aturdida por el éxito de mi primer encantamiento.
Con la ayuda de la maestra Daoming, aprendí a formar una brisa de aire, a
congelar las gotas de lluvia hasta formar hielo, a levantar escudos protectores
y, sí, incluso a conjurar las bolas de fuego con las que tanto había soñado.
Muchos inmortales preferían no emplear sus poderes en tareas mundanas que
podían llevarse a cabo sin ellos. Aun así, durante aquellos primeros días,
practiqué siempre que pude, ya se tratara de tareas insignificantes o más
laboriosas. En una ocasión, encanté sin querer una de las horquillas, que se
hundió en el moño de Liwei con más fuerza de la que pretendía. Él echó la
cabeza hacia atrás, dejando escapar un ruidito ahogado, pero esbozó una
sonrisa al desviar la mirada hacia mí. Ya no sondeaba la oscuridad a tientas en
busca de un atisbo de luz; la energía venía a mi encuentro rauda, y mi magia
fluía libremente.
Al cabo de unos meses, la maestra Daoming me llevó al exuberante jardín
que había tras la Cámara de Reflexión. El viento no soplaba aquella mañana y
el lago se hallaba tan inmóvil como un espejo. Levantó la mano y cinco
esferas luminosas aparecieron en el aire. Las llamas brotaron de una de ellas y

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una corriente de agua translúcida manó de otra. La tercera encerraba un trozo
de tierra cobriza y una neblina difusa se arremolinaba alrededor de la cuarta.
Fuego, agua, tierra y aire. Los cuatro Dones elementales de la magia que
habíamos tratado en sus clases anteriores. Eché un vistazo a la última esfera,
que brillaba con una intensidad carmesí.
—¿Esa cuál es?
—La magia vital, que sirve para curar las heridas y dolencias del cuerpo.
Uno de los Dones intrínsecos. —Se puso rígida y apretó los labios hasta
convertirlos en dos finas líneas.
—¿Hay más de uno? ¿Cuáles son los demás?
Me miró fijamente, ignorando mis preguntas.
—Xingyin, ¿qué Don elemental es el más poderoso?
Recorrí las esferas con la palma de la mano; el calor se mezclaba con la
frescura de las diferentes energías. Algunos fragmentos de las clases me
vinieron a la mente: La tierra podía apagar el fuego, pero el fuego era capaz
de abrasar la tierra. El aire podía avivar una llama o extinguirla. Los
pensamientos se me enredaron en un laberinto de contradicciones.
—Depende de la fuerza de los Dones que se estén enfrentando —respondí
por fin.
Frunció el ceño.
—Esa es solo parte de la respuesta.
Bajé la cabeza, deseando haber prestado más atención en clase.
Ella prosiguió:
—Cada uno de los Dones tiene sus puntos fuertes y débiles. Los cuatro
pueden ser igual de poderosos. Lo más importante es la fuerza de quien los
emplea; su fuerza vital determina la energía de la que disponen y la habilidad
con la que blandirla. —Al pasar la mano por las dos primeras esferas, el fuego
se enardeció y engulló la esfera de agua. Al cabo de un instante, el agua
creció y ahogó las llamas.
—Los que son lo bastante poderosos para especializarse deben descubrir
primero su Don. La mayoría de los inmortales se sienten atraídos por uno, o
quizá por dos. La magia de fuego así como la vital son el punto fuerte del
príncipe Liwei, mientras que nuestro emperador es una de las pocas personas
diestras en todos los Dones, incluso capaz de canalizar el Fuego Celestial.
—¿El Fuego Celestial? —repetí. Era la primera vez que oía la expresión.
—El rayo que esgrimen los inmortales. Una magia poco frecuente y
poderosa. No se trata de un elemento en sí, sino que es la confluencia única de
la magia de uno mismo.

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Reavivó las llamas con un movimiento del dedo.
—Para algunos, el Don es innato. Pero para la mayoría de nosotros
proviene de nuestro entorno natural, tal vez porque inconscientemente
absorbemos la energía de nuestro ambiente. Aquellos que viven en los
bosques y las montañas demuestran mayor destreza en las artes de la Tierra y
el Aire. La especialidad de los inmortales del Reino del Fénix es la magia de
fuego y los inmortales del mar lanzan los encantamientos más poderosos de
agua. Los Dones de los inmortales varían en función de los elementos. —Se
volvió hacia mí con una expresión seria—. ¿Cuál es el tuyo?
Una oleada de emoción me recorrió. ¡La maestra Daoming creía que yo
era lo bastante poderosa como para seguir progresando! La mayoría de los
inmortales poseían la magia suficiente como para lanzar un repertorio de
encantamientos menores: encender un fuego, curar heridas leves y conjurar la
lluvia. Sin embargo, el auténtico poder residía en dominar un Don y, para eso,
se necesitaba una fuerza vital potente. Se decía que algunos encantamientos
avanzados eran tan poderosos que podían agotar la energía de los inmortales
más débiles al lanzarlos una única vez.
Siguiendo sus indicaciones, me acerqué a los orbes brillantes y liberé mi
energía formando una resplandeciente nube plateada. Las esferas de la tierra,
el aire y la vida se apagaron de inmediato. La de fuego ardió con más
intensidad, pero una ráfaga de viento se alzó de la esfera translúcida y
extinguió las llamas antes de alejarse por el jardín. Los sauces se inclinaron
abruptamente y azotaron el lago, que se llenó de ondulaciones.
Con un movimiento de la mano, la maestra Daoming extinguió el viento.
Curvó los labios, formando una inusual sonrisa mientras el corazón me latía
como un tambor. El viento había causado estragos en el hasta entonces
apacible jardín: las hojas dispersas cubrían el suelo, los árboles oscilaban de
manera salvaje y las ramas rotas de los sauces flotaban en el agua. ¿Había
sido yo la causante de aquello?
—Tu Don es el del aire, aunque tienes cierta afinidad con el fuego —
observó la maestra Daoming.
Un pensamiento se abrió paso a través de mi euforia, captando mi
atención; un comentario que se le había escapado antes. Dirigí un gesto a las
esferas brillantes.
—¿Son estos todos los Dones?
Una sombra cruzó su rostro.
—Es tarde. Puedes marcharte —dijo de forma abrupta.

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Mi curiosidad y mis buenos modales rivalizaron. Hice una reverencia,
agradeciéndole la clase, pero entonces la pregunta escapó de mis labios:
—Si el de la vida es uno de los Dones intrínsecos, ¿cuáles son los demás?
—Está prohibido. —Y se alejó sin una palabra más.
Su extraño comportamiento no hizo más que avivar mi curiosidad, que me
persiguió durante el resto del día. Abordé la cena con poco entusiasmo, y
apenas probé las gambas fritas con granos de pimienta roja.
—¿No tienes hambre? —preguntó Liwei, apoyando los palillos encima
del cuenco.
Vacilé un instante. La maestra Daoming había dicho que estaba prohibido,
pero él era el único que tal vez pudiera contármelo.
—Además del de la vida, ¿cuáles son los demás Dones intrínsecos?
Se quedó callado durante tanto tiempo que pensé que también me dejaría
con la duda.
—¿Es que no podemos siquiera hablar de ello? —Sacudí la cabeza—. No
me hagas caso. No quiero tirarte de la lengua.
Dejó los palillos y tamborileó sobre la mesa con los dedos de manera
inquieta.
—Solo hay otro más: el de la Mente, que solía ser uno de los Dones más
poderosos. Sin embargo, hace siglos, mi padre y sus aliados censuraron este
tipo de magia y la prohibieron en todo el reino.
Volví a llenar la tetera con agua caliente, dejando que el té se concentrase
antes de verterlo en nuestras tazas.
—¿Por qué?
—Surgieron historias aterradoras acerca de quienes practicaban el Don de
la Mente: que bebían la sangre de los mortales y se alimentaban de niños para
conservar su magia; que sus poderes habían desvirtuado su forma auténtica
por completo, hasta que fue irreconocible. —Frunció el ceño—. Puede que
tan solo fueran rumores. Al fin y al cabo, son inmortales como nosotros. La
única diferencia que conocemos con seguridad es que sus ojos brillan como
gemas.
—¿De verdad sus poderes eran malignos? —pregunté.
—Algunos de ellos eran capaces de doblegar la voluntad de los demás. Un
acto atroz. ¿Te imaginas que te obligasen a atacar a alguien, a quienes amas?
Me estremecí al pensarlo.
—¿Cómo es eso posible siquiera?
—Por suerte, no muchos son capaces de conseguirlo. Cuanto más
poderosa es la fuerza vital de un individuo, más difícil es doblegarlos, pues

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hace falta más energía. Un auténtico Encantador de la Mente solo podría
controlar a un inmortal poderoso durante un periodo muy breve. —Una
sombra cruzó su rostro—. Aunque solo ocurriese una vez, sería catastrófico.
Incluso si se ejerciera el dominio durante un instante, el individuo dominado
podría perder la vida. Encarcelar la mente es mucho peor que confinar el
cuerpo.
—¿Existen muchos inmortales que detenten ese poder? ¿Por qué no se nos
advierte sobre ello?
—A mi padre no le gusta que se hable del tema. Además, es una habilidad
muy poco habitual, ni siquiera la tiene mi padre.
Una parte de mí no pudo evitar preguntarse si aquel era el motivo por el
que el emperador odiaba ese tipo de magia. Porque no podía entenderla,
porque era el único Don que se le resistía. Sin embargo, enterré aquellos
pensamientos, negándome a verbalizarlos. Por muy bien que nos llevásemos
Liwei y yo, no podía olvidar que era el hijo del Emperador Celestial.
Él siguió hablando:
—La mayor parte provenía del Muro Nuboso, que en el pasado fue un
territorio de nuestro reino que limitaba con el Desierto Dorado. Cuando se
anunció la prohibición, unos cuantos se ofrecieron a confinar sus poderes para
poder volver a nuestras tierras. Sin embargo, la mayoría se negó.
—Es muy duro tener que sacrificar años de estudio y adiestramiento —
aventuré a decir, pensando en el esfuerzo que yo llevaba a cabo para dominar
unas pocas habilidades.
—A los que aceptaron se les compensó generosamente. Los inmortales
del Muro fueron incitados a la rebelión por un ambicioso recién llegado, en
un intento por adueñarse del poder y proclamarse rey. Tras anunciar la
división con nuestro reino, mi padre quemó los antiguos pergaminos de su
magia y enterró las cenizas en el fondo de los Cuatro Mares.
Una respuesta contundente.
—¿Fue ese el final de todo? —pregunté.
—Por desgracia, el rey del Muro Nuboso recuperó las cenizas y
reconstruyó los pergaminos. Había quedado debilitado, pero aprendió algún
tipo de artes oscuras, y sus antiguos poderes se vieron sobrepasados por los
nuevos. Tras forjar una alianza con los Mares del Norte y del Oeste, nos
declaró la guerra. Las pérdidas fueron catastróficas, y miles de inmortales
murieron, hasta que, por fin, se acordó una tregua. Sin embargo, mi padre juró
que ningún inmortal del Muro podría volver al Reino Celestial.

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Hurgué en mi memoria y reflexioné sobre todo lo que Ping’er me había
contado acerca de los ocho reinos de los Dominios Inmortales. Nunca había
mencionado el Muro Nuboso.
—¿Se anexionó con algún otro reino?
Liwei se quedó callado un momento.
—Ahora se lo conoce como el Reino de los Demonios.
Me atraganté con el té y tosí el contenido de mi boca, mientras Liwei me
pasaba un pañuelo para que me limpiase la barbilla. Se decía que el Reino de
los Demonios era una región plagada de niebla y bruma, el hogar de bestias
temibles, de monstruos y hechiceros malvados. De algún modo, me había
resultado más sencillo despreciarlos antes de darme cuenta —tal y como
Liwei había dicho— que eran como nosotros.
Los pensamientos se me arremolinaron con toda aquella información y no
pude evitar preguntarle:
—¿Te parece bien lo que hizo tu padre?
Él hizo una mueca.
—Según mi padre, el temor es necesario para que se te respete. Si se
quiere ser un líder poderoso, hay que gobernar con mano de hierro, y aplastar
a los disidentes con una fuerza aún mayor. Se avergüenza de mí; me echa en
cara que sea demasiado blando. Pero por mucho que se esfuerce, no puedo
cambiar quién soy.
—¿Qué es lo que hace? —Se me formó un nudo en el estómago. Jamás
había visto a Liwei tan turbado.
Cerró el puño sobre la mesa. Al hablar, lo hizo en voz baja.
—Solo quiere lo mejor para mí. Pero cuando me toque ocupar el trono, no
gobernaré como él.
Alargué la mano y le toqué los nudillos para reconfortarlo. Lo único que
sabía sobre esos asuntos era lo que había aprendido durante nuestras clases y
lo que había leído en los libros de texto; las historias de grandes reyes y
reinas, tanto mortales como inmortales. Pero estaba segura de algo: de que el
Reino Celestial —cualquier reino, en realidad— se beneficiaría al tener un
gobernante que escuchase a sus súbditos con la mente abierta, en vez de uno
que exigiese obediencia ciega.
La Emperatriz Celestial no me despertaba ningún cariño, y aún menos el
emperador que había encerrado a mi madre, aunque no lo conocía. Por lo que
había deducido de los cotilleos y descubierto yo misma, Liwei no se parecía
en nada a sus padres. A diferencia de otras personas que ocupaban puestos de
poder, no le causaba ningún placer imponer su voluntad o rebajar a los demás.

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Y nunca era condescendiente conmigo, al contrario que muchos otros con los
que me había topado. Pasaba de ser un amigo divertido a un mentor paciente,
y fuera cual fuere el papel que asumiera, su cuidado y su consideración hacia
mí me colmaban de calidez. Cada vez que comentábamos las clases o
entrenábamos, me impulsaba a mejorar, sin cederme ninguna ventaja que no
me hubiese ganado. Cada noche me iba a la cama dolorida y exhausta, pero
con el corazón pletórico al ser tratada como su igual.
En la práctica de tiro con arco era donde yo destacaba, tanto con el arco
corto, que era más dinámico y ligero, como con el largo, que me
proporcionaba una mayor precisión. Algunos comandantes no tardaron en
indicar a sus tropas que estuvieran presentes mientras entrenaba. Su presencia
me desconcertaba; me preocupaba quedar en ridículo dejando caer las flechas
o fallando el blanco. Sin embargo, en cuanto agarraba el arco, una oleada de
calma me recorría. Puede que las enseñanzas de la maestra Daoming me
hubiesen ayudado a controlar mejor mis emociones, aunque todavía me
quedaba mucho por aprender.
Una tarde llegué a la zona de tiro con arco y la encontré dispuesta de
forma diferente, con solo dos dianas colocadas a lo lejos. Liwei, allí plantado,
sujetaba un arco en cada mano. Algo más retirado estaba el general Jianyun
junto a un grupito de soldados, entre los que se encontraba Shuxiao.
—Ya han pasado tres meses. ¿Se te había olvidado? —exclamó Liwei.
El alma se me cayó a los pies al recordar mi imprudente apuesta. Aun así,
esbocé una sonrisa radiante al tiempo que tomaba uno de los arcos.
—Pues claro que no. ¿Qué tienes pensado?
—¿Tres flechas cada uno? —propuso—. Gana quien consiga más puntos.
Asentí en señal de aceptación y me coloqué tras la línea. Su flecha silbó al
salir disparada hacia la diana, pero yo desvié la vista. No podía distraerme.
Me concentré en mi diana y disparé la primera flecha, que se hundió en el
centro del objetivo. La segunda siguió su rastro hasta el círculo carmesí de la
diana. Mi última flecha partió en dos la anterior, justo por el medio. Mi
confianza aumentó tras haber conseguido tres disparos perfectos… hasta que
vi la diana de Liwei, que era un espejo de la mía.
El general Jianyun frunció el ceño, incapaz de decidir el vencedor. Se
dirigió al estante de las armas y sacó un disco de arcilla, no más grande que
mi puño.
—Nuestros arqueros más aventajados utilizan esto para practicar. En
cuanto lance el disco, este saldrá disparado. El primero que lo derribe será el
vencedor.

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Gemí para mis adentros. No tenía demasiada experiencia con blancos en
movimiento.
—Tal vez sea un ejercicio demasiado complicado para Xingyin —dijo
Liwei.
El orgullo me jugó una mala pasada.
—No pasa nada —dije secamente, y coloqué una flecha en mi arco.
El general Jianyun lanzó el disco por los aires. Este salió volando con más
rapidez de lo que había previsto. Parpadeé, vacilando apenas un instante, y mi
flecha se precipitó a lo lejos en dirección al disco… mientras la flecha con
plumas doradas de Liwei hacía añicos la arcilla.
Reprimí mi decepción. Había sido un encuentro justo.
—Has ganado —concedí.
—Me cobraré la apuesta mañana. —Me dedicó una sonrisa que me
exasperó—. Dentro de un mes o dos, no habría sido capaz de ganarte. ¡La
próxima vez planifica mejor tus batallas!
Mientras se alejaba lo fulminé con la mirada, sin preocuparme ya por dar
una imagen de digna perdedora.
Shuxiao me dio una palmada en el hombro.
—Has estado a punto de ganar. Por un momento creí que ya lo tenías,
pero esos discos voladores son de lo más peliagudos. Yo fallo la mitad de las
veces.
—Estar a punto de ganar no me sirve.
Ella hizo una mueca.
—Te exiges demasiado. Hoy te ha ganado, pero solo llevas entrenando
unos pocos meses.
Me volví hacia el general Jianyun, algo más animada por las palabras de
mi amiga. El general tenía la cabeza ladeada y contemplaba las dianas con
una mirada evaluadora.
—General Jianyun, ¿podría practicar de nuevo con el disco?
No pensaba perder una segunda vez.

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M e despertaron unos fuertes golpes en la puerta.


—Xingyin, ¿te has levantado ya? —me dijo Liwei desde fuera.
Gruñí, las extremidades y los párpados aún me pesaban de sueño.
—¡Vuelve cuando haya salido el sol!
—No. —Él sonaba irritantemente alegre—. ¿Debo recordarte nuestra
apuesta?
Lancé una mirada asesina en su dirección, un esfuerzo en vano ya que él
no podía verme. Me entraron ganas de dejarlo esperando fuera, mientras yo
me quedaba en la cama ignorándolo; aunque eso no solo sería una
fanfarronería, sino también un sinsentido. Más que el hecho de que fuera el
príncipe heredero, yo le había dado mi palabra. Aparté las mantas de una
patada, me levanté de la cama y me lavé la cara con agua fría —estaba
demasiado cansada como para calentarla— antes de enfundarme en una
túnica de seda y recogerme el pelo en un moño bajo. Al salir, me encontré a
Liwei apoyado en la pared y dando golpecitos impacientes con el pie. Se
había vestido de manera sencilla, con una túnica de brocado gris, y se había
sujetado el pelo con una cinta negra.
Fuera estaba oscuro, y la única luz provenía de los farolillos de
palisandro. Ni siquiera el personal de la cocina se había levantado todavía
para preparar el desayuno.
—¿A dónde vamos? —pregunté mientras atravesábamos el patio
apresuradamente.
—Fuera de palacio. Hoy por la mañana no tenemos clase porque nuestros
maestros asistirán a la corte para una audiencia con mi padre. Incluso el
general Jianyun nos ha dado el día libre debido a la vuelta del capitán Wenzhi
del campo de batalla.
Agucé el oído. El capitán Wenzhi era uno de los guerreros más jóvenes y
célebres del Reino Celestial. Los soldados hablaban de sus logros y de su
habilidad con la espada y el arco con tanta reverencia, que había despertado
mi curiosidad. Por desgracia y para consternación de sus muchos
admiradores, pasaba mucho tiempo fuera debido a las misiones que se le
asignaban, y cuando volvía nunca permanecía demasiado en palacio. Había
albergado la esperanza de encontrarme con él en el campo de entrenamiento y

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una parte de mí se había quedado algo decepcionada por haber perdido la
oportunidad de conocerlo.
Aun así, la idea de salir de palacio me provocó un estremecimiento de
emoción al seguir a Liwei hasta un patio desierto rodeado por un grueso muro
de piedra. Noté una oleada de su energía deslizándose sobre mi piel, tan
cálida como una brisa de verano.
—Estoy camuflando nuestras auras —explicó él—. De lo contrario, los
guardias percibirán que me voy.
Por el comportamiento furtivo de Liwei, no se trataba de una excursión
oficial. No era de extrañar que no nos dirigiéramos a la entrada principal, ya
que no se le permitía salir sin el acostumbrado séquito de guardias y criados.
Solo tras asumir sus funciones en la corte, podría entrar y salir a su antojo.
Sin poder reprimir la curiosidad, le pregunté:
—¿Cómo es mi aura? Percibo la tuya y la de aquellos a mi alrededor, pero
no la mía.
Él se me quedó mirando fijamente mientras el cuerpo se me tensaba de
ansiedad.
—Como la lluvia —dijo finalmente.
—¿Como la lluvia? —repetí, sintiendo una punzada de desilusión. Parecía
de lo más deprimente y sosa, carente de todo interés.
—Una tormenta plateada: feroz, implacable e indomable.
Sus palabras me provocaron una calidez inesperada.
Él esbozó una sonrisa.
—¿Te gusta esa descripción?
Mi alegría quedó sofocada abruptamente.
—Solo si lo dices en serio.
—Siempre hablo en serio. Tal vez por eso a mi padre le desagrado tanto.
—Su tono era sombrío ahora, y su actitud bromista había desaparecido.
Intentando levantarle el ánimo de nuevo, le pregunté:
—¿Y eso que estás haciendo nos ayudará también a atravesar el muro?
—Claro que no. Un poco de paciencia.
Entornó los ojos, concentrado, mientras el aire que nos rodeaba
resplandecía de nuevo. Una ráfaga de viento se levantó y nos arrastró con ella.
Noté que el corazón me daba un vuelco y el estómago se me revolvía
mientras el viento nos alzaba sobre el muro y nos dejaba en la linde de un
bosque enorme.
Trastabillé y me agarré a un árbol. Se me había acelerado la respiración.
La sensación de vacío, de caída libre, me trajo recuerdos desagradables. El

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terror que me había invadido al saltar de la nube de Ping’er.
Liwei me miró fijamente.
—Estás temblando. ¿Qué te pasa?
Me acuclillé en el suelo, incapaz de hablar, y apoyé la frente en los
brazos.
Había estado metiéndome prisa toda la mañana, pero en ese momento se
sentó a mi lado, acompañándome con su silencio. Me rodeó los hombros con
el brazo y me acercó a él. Inhalé profundamente y percibí su aroma: olía
como la hierba en primavera, fresca y con un toque dulzón.
Poco a poco, su calor se extendió por mi cuerpo hasta que recobré la
compostura de nuevo. Consciente de su cercanía, me aparté y uní las manos
alrededor de las rodillas, intentando no pensar en el frío que sentía sin su
contacto.
—Estoy bien. No hace falta que nos quedemos sentados —dije.
—¿Qué ha pasado? —preguntó él con suavidad.
—No… no me gusta la sensación de estar cayendo. —Un ápice de la
verdad, que apenas había asomado.
Unos pasos resonaron, oyéndose cada vez más fuertes. ¿Guardias,
patrullando la zona? Liwei me agarró la mano y me ayudó a ponerme en pie,
y ambos echamos a correr hacia el bosque.
—¿Fue así como saliste de palacio cuando nos conocimos? —pregunté
mientras corríamos. Tras llevar varios meses entrenando, me resultaba
sencillo seguirle el ritmo.
—Sí. Quería conocer a mi compañero o compañera de estudios. Iba a
pasar mucho tiempo con esa persona y quería asegurarme de que no fuera
irritante, horrible o aburrida. Ya había visitado seis casas antes de
presentarme en la Mansión del Loto Dorado.
—¿Por qué organizaste la competición? —Tenía curiosidad por saberlo.
—Resulta muy complicado hacer amigos de verdad en el Palacio de Jade.
Su contundente confesión me tomó por sorpresa. Numerosos cortesanos y
nobles competían por su atención. Una parte de mis tareas consistía en filtrar
los regalos y las invitaciones que llegaban al Patio de la Eterna Tranquilidad
cada día. Liwei ignoraba la mayoría de las peticiones, y prefería pintar o leer
en su habitación antes que asistir a cualquier banquete.
—A veces me pregunto —prosiguió él en voz baja—, ¿cuántos querrían
ser amigos míos si no fuera el hijo del emperador? Una posición que no me he
ganado.
Yo sí querría.

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Las palabras afloraron a mis labios, pero aun así no fui capaz de
pronunciarlas en voz alta. Daría la impresión de ser halagos huecos cuando no
eran más que la verdad. ¿Cuántas veces había deseado que no fuera el hijo del
Emperador Celestial? Así como no tener que mentir sobre quién era yo para
mantener a mis seres queridos a salvo.
—Al organizar la competición, mi esperanza era conocer a alguien nuevo,
a quien la ambición o la codicia no lo hubiesen contaminado. Las condiciones
que puso mi madre frustraron mis planes, pero, por suerte, te conocí a ti.
Era la primera vez que me contaba por qué me había ayudado a entrar en
la competición.
—Pensé que me habías ayudado porque te apiadaste de mí —confesé con
una punzada de vergüenza. No había merecido su compasión; no cuando lo
había engañado haciéndole creer que mi familia estaba muerta. Pero ¿cómo
podría haberlo sacado de su error sin contarle más mentiras?
Una sonrisa iluminó su rostro.
—Te ayudé porque me caíste bien. Dices lo que piensas y te enorgulleces
de ti misma. Sabes lo que quieres y no te da miedo ir a por ello. No finges ser
otra persona cuando estás conmigo. Y aunque entonces no sabías quién era
yo, eso sigue siendo cierto ahora.
El sentimiento de culpa sofocó la exaltación de mi interior. Era incapaz de
aguantarle la mirada. Sí que estaba fingiendo, había fingido desde el
principio. Era yo misma y, sin embargo, no era quien él creía que era.
Él continuó hablando, ajeno a mi malestar.
—Cuando estoy contigo, siento que me ves tal y como soy en realidad, sin
que la corona o el reino te condicionen. Sin pensar en los favores que puedo
conceder o negar. —Suspiró de forma exagerada—. No me imaginaba la que
se me venía encima. Todas las noches me voy a dormir exhausto por culpa de
tus ataques, con tus insultos resonando en mi cabeza…
—¡Nada que no merezcas! —repliqué—. ¿Debo recordarte que eres tú el
que insiste en hacerme rabiar día y noche?
Ignoré la mano que me tendió, fulminándolo con la mirada en su lugar.
Liwei se aclaró la garganta de forma significativa.
—¿Y debo recordarte que ahora mismo no estás cumpliendo lo que me
habías prometido cuando hicimos la apuesta?
Reprimí unos cuantos de mis insultos favoritos y le tomé la mano. Cerró
sus fuertes dedos alrededor de los míos, y yo intenté sofocar el inesperado
vuelco que me dio el corazón.

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Paseamos por el bosque, deteniéndonos únicamente al oír voces. El aire
vibraba, como si hubiera cobrado vida, plagado con las auras entremezcladas
de numerosos inmortales.
—Ya hemos llegado. —Me condujo a través de los árboles, hasta un gran
claro.
Había un montón de casetas dispuestas unas al lado de otras formando una
enorme espiral, igual que la de una caracola. Estaban construidas con madera
lacada en rojo y negro, azul y amarillo, y tenían unos letreros pintados en la
parte superior. Los apetitosos aromas de manjares desconocidos impregnaban
el ambiente, y una oleada de emoción recorría a la multitud, que ya se
encontraba explorando el lugar a esas horas del alba.
—¿Dónde estamos? —suspiré, asombrada.
Él pareció satisfecho con mi reacción.
—Este mercado se organiza una vez cada cinco años. Abre al alba y cierra
a mediodía. Los inmortales llegan de todas partes para intercambiar bienes,
objetos mágicos o manjares raros.
A medida que nos adentrábamos en el claro, la gente volvía la cabeza en
dirección a Liwei como las flores buscando el sol. Incluso sin sus majestuosas
vestimentas, su porte y su mirada llamaban la atención. Al no hacerles ningún
caso, todas las miradas recayeron en mí: algunas, entornadas con curiosidad;
otras, abiertas de par en par y sorprendidas. Éramos una pareja de lo más
discordante, pero ¿qué me importaban sus opiniones, exhibidas de forma tan
abierta como los adornos que llevaban en el pelo? Nada podría empañar mi
entusiasmo aquel día, la alegría que sentía por estar allí con él.
Mientras recorríamos los puestos, los comerciantes alzaban la voz para
atraer a posibles clientes:
—¡Amuletos encantados!
—¡Lichis de los Dominios Mortales!
—¡Rubíes del Valle de Fuego!
Los compradores adquirían los productos intercambiándolos con sus
propios bienes: desde gemas y perlas brillantes del tamaño de mi pulgar hasta
bolsitas de hierbas aromáticas y anillos de metales preciosos. Habría querido
detenerme en cada uno de los puestos, pero Liwei me urgió a seguir adelante.
—Solo tenemos un par de horas hasta que el mercado cierre. Los artículos
más raros se encuentran más adelante, cerca del centro —explicó.
—¡Té de la montaña Kunlun! —exclamó una joven, que ofrecía una taza a
todo el que pasaba por al lado. El aroma del té era tan intenso que no tardó en
atraer a una larga cola de clientes, entre los que estábamos Liwei y yo.

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Kunlun era una cordillera de gran energía mística situada en el mundo
inferior. Era el único lugar de los Dominios Mortales donde a los inmortales
se les permitía residir, siempre y cuando ocultaran su presencia. Allí crecían
las plantas y las flores más extrañas, cultivadas con la armonía única de las
energías mortal e inmortal. Le di un sorbo al té y me pareció maravilloso:
intenso y aromático, con un toque amargo que realzaba su sabor. Liwei sacó
un anillo de jade y lo intercambió por varias bolsas de seda que contenían el
té.
—¿Por qué le has dado el anillo? —pregunté—. ¿A qué viene lo de las
joyas, las hierbas y demás?
—Algunos son de adorno, mientras que el resto posee propiedades o
poderes especiales. Estos anillos —levantó la bolsa— contienen un fragmento
de energía que puede ayudar cuando se lanzan los encantamientos.
Uno de los puestos captó mi atención; estaba repleto de caracolas.
Algunas eran tan grandes como mi puño y otras, del tamaño de una uña. Sus
colores variaban desde el blanco inmaculado al azul, y unas cuantas
presentaban el rubor de un pétalo de loto.
—Estas caracolas están hechizadas para encerrar el sonido o la melodía
que más os guste, o incluso la voz de un ser querido. Provienen de las aguas
profundas del Mar del Sur —explicó el mercader orgulloso.
El Mar del Sur, el hogar de Ping’er. Tomé una preciosa caracola blanca y
recorrí su contorno con el dedo. Sin embargo, no llevaba nada con lo que
poder hacer un trueque, de modo que volví a dejarla en su sitio. A mi lado,
Liwei sacó un anillo de jade rojo y se lo ofreció al mercader. Yo tiré de su
brazo, negándome a que me lo comprase.
—¿Me cambiaríais la caracola por una canción? —pregunté al mercader
—. Podría tocaros una canción para que la guardaseis en estas caracolas y que
así aumentase su valor.
—¿Cuán bien tocáis? —Desvió la mirada y recorrió la multitud en busca
de clientes menos problemáticos.
Antes de que dejara de prestarme atención por completo, saqué la flauta y
toqué una animada melodía. Una de las favoritas de mi madre, que
representaba la lluvia deslizándose sobre un bosque de bambú. Al acabar, me
sorprendió encontrar a un grupo de personas reunidas a mi alrededor; unas
cuantas me ofrecían gemas de color o anillos de plata. Antes de poder
rechazar los ofrecimientos, el mercader se adelantó y tomó todos los objetos.
Envolvió habilidosamente la caracola blanca que yo deseaba y me la dejó en

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la palma de la mano, junto con la mitad de los objetos que me habían
ofrecido. Se guardó el resto en su bolsa.
—Un placer hacer negocios con vos —dijo el mercader guiñándome un
ojo.
Me quedé boquiabierta mientras Liwei me daba una palmadita en la
espalda.
—La próxima vez deberías montar tú un puesto —sugirió con tono
divertido.
Yo sonreí.
—¿Y qué harías tú? ¿Sentarte a mi lado y vender tus pinturas?
Ladeó la cabeza con la mirada brillante.
—Tal vez. Podríamos recorrer el reino; nos detendríamos donde
quisiéramos y nos marcharíamos cuando nos aburriésemos. Sería una vida
estupenda.
—Sí que lo sería.
Las palabras abandonaron mis labios antes de poder reprimirlas. Es
imposible, me susurró una voz en mi interior, sin descubrirme nada que no
supiera ya. El príncipe heredero celestial no estaba destinado para ese tipo de
vida, sin responsabilidades ni deberes. ¿Y cómo ayudaría yo a mi madre si me
dedicaba a vagar sin rumbo? ¿Cómo podría abandonarla a su suerte, sola y
encerrada, mientras yo daba rienda suelta a mis impulsos egoístas?
El silencio se instaló entre ambos, y una repentina tensión invadió el
ambiente. Para distraerlo, levanté la palma de la mano y le enseñé mis
ganancias: un par de anillos de plata, dos gotas de ámbar y una piedrecita
azul.
—Vamos a desayunar —dijo, fingiendo haber olvidado nuestras palabras
anteriores.
Compramos lichis frescos, crujientes empanadillas de cebolleta y pasteles
de almendra, y nos los comimos mientras paseábamos por el mercado. Nos
pusimos a pelar la piel roja de los lichis con los dedos pegajosos de aceite,
azúcar y migas; el sabor de su pulpa translúcida era más dulce que la miel.
Liwei comparó su delicado sabor a los melocotones inmortales, que tardaban
más de tres siglos en madurar, aunque, por desgracia, los lichis no poseían
ninguna de sus propiedades mágicas.
Era casi mediodía cuando llegamos al final del mercado, en el mismo
centro de la espiral de puestos. El último estaba construido con madera lacada
en negro y tenía un cartelito que rezaba: Ornamentos Preciosos. La dueña
estaba sentada tranquilamente entre su mercancía, sin llamar ni saludar a los

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clientes. Su escaparate estaba repleto de piezas talladas de jaspe y jade, de
cornalina y turquesa, que podían colgarse a la cintura. Liwei tomó dos
adornos exquisitos de jade blanco tallados en forma de nudo infinito, el
símbolo de la longevidad y la suerte. En la parte superior destellaba una gema
transparente con forma de lágrima, y de su base colgaba una borla de seda
azul.
Al advertir su interés, la mercader se acercó a él.
—Joven, tenéis un gusto excelente. Estas son Borlas de Lágrima Celestial.
Pedidle a algún ser querido o amigo que introduzca una pizca de su energía en
su interior. Mientras la gema permanezca transparente, sabréis que esa
persona se encuentra a salvo; pero si se vuelve roja, significa que corre grave
peligro y podréis usar la borla para dar con su paradero.
—Me las llevo. —Liwei sacó diez anillos de jade de color verde césped y
se los entregó. Ella le dio las gracias mientras se guardaba los anillos en la
manga.
Liwei rozó con el pulgar una de las gemas. Su magia se arremolinó en el
interior de esta, que resplandeció con motas doradas de luz.
Me la ofreció, pero no la tomé.
—¿Y esto por qué?
—¿No puedo hacerle un regalo a una amiga? —Pensé que iba a
recordarme de nuevo la apuesta, pero al abrir la boca lo único que dijo fue—:
Me gustaría mucho que lo aceptaras. —Había algo en su mirada que me
impedía apartar la vista.
Yo asentí, incapaz de pronunciar palabra. Él me sonrió, antes de
agacharse para atarme la borla a la cintura. El jade resplandeció contra la
pálida seda de mi túnica. Deseaba tener algo que darle a cambio.
—Gracias. Lo atesoraré siempre —le dije.
—Más te vale —dijo con seriedad—. Así sabrás cuándo estoy en peligro y
no tendrás ninguna excusa para no acudir en mi ayuda.
Me eché a reír. Me resultaba inconcebible que el príncipe heredero del
Reino Celestial fuese a necesitar alguna vez mi ayuda.
Me dio la otra borla.
—Te toca. Canaliza tu energía al interior de la piedra.
Guardé silencio un instante.
—¿Estás seguro?
—Los amigos están para cuidarse las espaldas. Si quieres, claro. —La
leve vacilación de su voz me conmovió. ¿Creía que iba a negarme? Eso era lo

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que me gustaba de él: que a pesar de su posición, nunca exigía nada, siempre
me daba a elegir.
Apoyé los dedos en la gema e introduje mi energía en ella. Resplandeció
igual que la que llevaba atada a la cintura, pero unas luces plateadas
destellaron en su interior. Liwei se la ató a su fajín negro con una sonrisa.
—El sol y la luna. Un conjunto inseparable —comentó la mercader
mientras recogía el tenderete. La miré, sin saber qué había querido decir, pero
otro cliente se acercó a ella y nosotros nos marchamos.
A mediodía, la multitud se dispersó, y el mercado quedó envuelto en un
mar de nubes blanco y gris. Los mercaderes recogieron sus puestos, subieron
a sus nubes y se alejaron rápidamente. Al cabo de unos instantes, todo
vestigio del mercado desapareció, como si nunca hubiese existido, salvo por
el adorno de jade que colgaba de mi cintura, el sabor dulzón y persistente de
los lichis y la sensación cálida que anidaba en lo más profundo de mi corazón.

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E n el Reino Celestial no había estaciones que marcaran el transcurso del


tiempo. Los siguientes dos años pasaron de forma tan rápida que
apenas me habría percatado de no haber sido por las diferentes fases de la
luna. La tranquilidad de aquel lugar me recordaba a mi hogar, salvo por el
dolor persistente que sentía en el pecho cada vez que pensaba en mi madre.
Anhelaba con todas mis fuerzas verla de nuevo y no solo como un orbe
distante en el cielo. Me consolaba el hecho de que al menos en aquel lugar
había encontrado un propósito hasta entonces desconocido para mí: el de
esforzarme por mejorar, por hallar el camino de vuelta a casa.
Liwei y yo pasábamos juntos desde el alba hasta el atardecer, estudiando o
entrenando. Las horas de la comida eran mis momentos favoritos, cuando
hablábamos de todo lo que se nos antojaba, ya fuera en serio o entre bromas.
En una ocasión, Liwei me preguntó por mi hogar y por cómo habían muerto
mis padres. Yo me mordí la lengua con fuerza, deseando poder contarle la
verdad. Por la tensión de sus labios, supe que mi reticencia a compartir con él
aquel tema lo había decepcionado. Aquello me sacudió por dentro; la culpa
me carcomía por tener que engañarlo. Nuestra amistad significaba para mí
más que cualquier cosa que poseyese.
Al día siguiente era su cumpleaños. Habían planeado una gran
celebración, ya que se trataba de un año especial, pues marcaba el inicio de
sus deberes en la corte como príncipe heredero. Me había invitado a asistir,
pero yo había rechazado la invitación, ya que no me interesaba pasar la tarde
con Sus Majestades Celestiales y su corte. No obstante, yo había estado
devanándome los sesos sobre qué regalarle, pues apenas poseía nada de valor,
por lo que finalmente decidí componerle una canción. Tenía gran aprecio por
la música, a pesar de que él mismo no tocaba ningún instrumento. Sin
embargo, tardé más de lo previsto porque solo podía ponerme a ello a última
hora de la noche o a primera de la mañana; tuve que levantar un escudo de
aislamiento alrededor de mi habitación para evitar que la música se filtrase al
patio.
Rebusqué entre los cajones y saqué la caracola blanca que había
comprado en el mercado hacía años. Brillaba en la palma de mi mano y sus
espirales terminaban en una elegante aguja. La dejé sobre la mesa y le lancé
una ráfaga de viento para despertar su magia. A continuación, me llevé la

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flauta a la boca y permití que mi aliento se deslizara al interior del
instrumento. La caracola resplandeció al tiempo que sonaba la melodía, y su
luz se desvaneció cuando toqué la última nota. La envolví apresuradamente
con un trozo de seda. Me había entretenido demasiado; ya estaba llegando
tarde.
Atravesé el patio a toda velocidad y me detuve frente a sus aposentos. Un
aura poderosa vibraba en el interior —áspera, afilada y enérgica—; una que
me había esforzado por evitar hasta entonces. El sudor me humedeció las
palmas de las manos al abrir las puertas y entrar en la estancia. La Emperatriz
Celestial estaba sentada junto a Liwei. Su túnica verde se desplegaba por el
suelo, como una alfombra de musgo, y unos pasadores de oro con forma de
hoja destellaban en su cabello. Nunca antes me había encontrado a tan poca
distancia de la emperatriz. Los recuerdos de la despedida con mi madre
invadieron mi mente, provocándome el mismo pesar que si lo hubiese vivido
el día anterior.
Me arrodillé para saludarla, tal y como exigía el protocolo, inclinando el
cuerpo hasta tocar el suelo con la frente y las palmas de las manos.
La emperatriz no permitió que me incorporara.
—¿Es este el comportamiento que debería tener la compañera de estudios
del príncipe heredero? ¿Levantarse tarde y dejar que mi hijo se las apañe
solo? —Su voz se encontraba plagada de censura.
Debería haberme disculpado o suplicado perdón, pero aunque tenía el
cuerpo rígido por la tensión, mis labios permanecieron sellados. Ya no era
una chiquilla muerta de miedo y asustada hasta de su propia sombra.
—Levántate —dijo Liwei.
Alcé la cabeza del suelo, pero seguí arrodillada. No pensaba darle a la
emperatriz ninguna razón para que me despachase.
—Honorable madre, Xingyin ha llegado tarde esta mañana por culpa de la
tarea que le he asignado. —Liwei me miró—. ¿Has encontrado el ginseng
blanco?
—Sí. —Agradecí su rapidez mental.
—¿Podrías llevarlo a la cocina para que preparasen un tónico? Pídeles que
se lo envíen a Sus Majestades Celestiales con el almuerzo.
Consciente de los atentos criados, apoyé la frente en el suelo en señal de
reconocimiento. Me puse en pie y me apresuré a salir de la habitación,
deseosa de escapar.
La voz de la emperatriz llegó hasta a mí, con un tono más agradable ahora
que yo me había marchado.

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—Liwei, qué buen hijo eres —lo elogió—. El banquete de mañana será un
acontecimiento grandioso. Los inmortales de las Flores y el Bosque se unirán
a nosotros, así como los monarcas del mar; será una oportunidad única para
reafirmar nuestra buena voluntad hacia los Cuatro Mares. La reina Fengjin y
su hija también nos honrarán con su presencia.
—¿La princesa Fengmei? —preguntó Liwei con un dejo peculiar en su
voz.
—Claro. El Reino del Fénix es nuestro mayor aliado, y más con la
amenaza del condenado Reino de los Demonios pendiendo sobre nosotros. —
Y añadió en un tono cargado de significado—: Espero que seas un buen
anfitrión. Y que seas consciente de lo que se espera de ti.
Miré a Liwei con compasión desde el otro lado de la puerta. No disfrutaba
de aquellas ocasiones, y evitaba todas las que podía. Pero le sería imposible
escapar de su propia celebración de cumpleaños, y más teniendo en cuenta a
su madre, que estaría vigilándolo con atención.
Liwei y yo habíamos plantado un jardincito en un rincón del patio. Agarré
una pala y desenterré una raíz de ginseng blanca que habíamos cultivado a
partir de una semilla hacía apenas un mes. Mientras que por lo general el
ginseng tardaba años en brotar, el encantamiento de Liwei ayudaba a que las
plantas crecieran más rápido. Admiré la raíz perfectamente formada, cuya
pulpa era tan blanca que casi parecía translúcida, y consideré que valía la
pena sacrificarla para salvar el pellejo.
En la bulliciosa cocina me topé con Minyi, a quien había llegado a
conocer bien. Tras entregarle el ginseng, decidí esperar allí mientras
preparaba la comida.
Ella me examinó, arrugando la nariz.
—Xingyin, estás muy pálida. ¿Estás comiendo bien?
—Esta mañana he llegado tarde y Su Majestad Celestial me ha regañado
—le conté.
Ella suspiró en señal de solidaridad. La emperatriz era temida debido a su
carácter —feroz, malicioso y malhumorado— y pocos se libraban de él.
—Nuestra emperatriz tiene demasiado fuego en las entrañas. La gente del
Reino del Fénix posee un temperamento muy fuerte —comentó.
—¿El Reino del Fénix? ¿Es que no es una celestial?
Ella negó con la cabeza, lanzando una mirada furtiva a su alrededor.
Minyi estaba al tanto de los cotilleos gracias a los numerosos criados que
visitaban la cocina. Ofrecer un tentempié a cambio de las noticias más
recientes era de lo más sencillo; y por las noches, una copa de vino les soltaba

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la lengua hasta a los más discretos. Además, si había algo que le gustaba aún
más que enterarse de los cotilleos de palacio, era compartirlos con sus
amigos.
—Antes de casarse con el emperador, Su Majestad Celestial era una
princesa del Reino del Fénix. Al principio no estaba tan malhumorada, pero
su actitud empeoró tras la muerte de su familia.
Era la primera vez que oía hablar de ello. No creí que fuera posible, pero
un sentimiento de compasión afloró en mi interior al conocer su pérdida.
—¿Qué les sucedió?
La expresión de Minyi se nubló.
—Fue una historia trágica. La emperatriz es pariente de Lady Xihe, la
Diosa del Sol que habita en la aromática arboleda de moreras del cielo
oriental. Lady Xihe tuvo diez hijos a los que solía llevar a pasear por los
cielos en su carruaje tirado por fénix. Sus hijos eran poderosas criaturas de luz
y calor absolutos, tan venerados como el sol en el mundo mortal.
Me quedé fría por dentro.
—¿Diez hijos? ¿Diez soles? ¿Parientes de la Emperatriz Celestial?
Minyi estaba removiendo una olla con fideos, por suerte, ajena a mi
creciente angustia.
—Los fénix son parientes de las aves del sol de tres patas.
Ave del sol. Las palabras me atravesaron.
—¿Qué ocurrió? —pregunté, sofocada.
—Hace muchos años, Lady Xihe acabó gravemente herida. Para ayudarla,
la emperatriz envió a un general de confianza a la Aromática Arboleda de
Moreras para que condujese el carruaje en su nombre. Solo permitieron que
una de las aves del sol se uniese a él, pero las diez desobedecieron, saltaron
todas al carro de inmediato y echaron a volar antes de que el general pudiese
detenerlas. Las aves no quisieron regresar, y recorrieron los cielos día y
noche. —Minyi hizo una pausa—. Fue una época terrible, de luz cegadora y
calor abrasador. Los mortales fueron los que más sufrieron, y su frágil mundo
ardió hasta quedar al borde de la destrucción.
»El Emperador Celestial envió mensajeros que censurasen a las aves, pero
ellas hicieron caso omiso. Eran tan rápidas que nadie pudo alcanzarlas. El
emperador podría haberlas derribado, pero la emperatriz las protegió de los
ataques. Bajo su protección, las aves del sol habrían reducido el mundo a
cenizas…, pero al final fueron abatidas por un valiente mortal.
Mi padre. Me temblaron las piernas. Me agarré a un costado de la mesa y
golpeé con el codo un cuenco de ciruelas amarillas, que acabó rodando por el

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suelo. Evitando la mirada fulminante de uno de los cocineros, me agaché a
recoger la fruta, alegrándome de tener una excusa para ocultar el rostro.
Hurgué en mi memoria en busca de los recuerdos borrosos del libro que una
vez leí: la historia de mi padre narrada por los mortales. Se decía que las aves
del sol eran las favoritas de los dioses y contaban con su protección, ¿pero
que fueran parientes de la Emperatriz Celestial? No era de extrañar que
hubiera querido castigar a mi padre por haber acabado con ellas.
Tragué saliva para humedecerme la garganta.
—El mortal, ¿qué pasó con él?
Minyi roció dos cuencos de fideos con trocitos de cebolleta antes de
colocarlos en una bandeja de madera pulida. Acto seguido, añadió un platito
de verduras y otro con empanadillas. Yo reprimí el impulso de agarrarla del
brazo y sacudirla hasta sonsacarle el resto de la historia.
—Ah. El emperador elogió las hazañas del mortal y lo recompensó con el
Elixir de la Inmortalidad.
—¿No se enfadó con él por haber liquidado a los parientes de la
emperatriz? —No era capaz de disimular la urgencia de mi voz.
Minyi se acercó a mí y me dijo en voz baja:
—Se dijo que el emperador pudo haber estado involucrado en la caída de
los pájaros de fuego. El mortal los derribó con un arco encantado de hielo y
llevaba un amuleto que lo protegía de sus llamas. ¿Cómo se explica, si no,
que un simple mortal encontrase dichos tesoros y, aún más, que los utilizase
sin la bendición de Su Majestad Celestial?
Noté una sacudida en mi interior. ¿Por qué el emperador haría tal cosa?
¿Por qué no detuvo él mismo a los pájaros? ¿Para evitar un enfrentamiento
con la emperatriz?
—¿Qué ocurrió después? —pregunté, aunque también temía su respuesta.
Ella levantó la mirada, sorprendida. Tal vez creía que ese había sido el
final de la historia. El mundo a salvo de la destrucción. El mortal
recompensado por su servicio al Emperador Celestial.
—Lady Xihe se enfureció con la muerte de sus hijos y cortó todos los
lazos con la emperatriz. Como pariente de la Diosa del Sol, la reina fénix
también se puso furiosa. Previamente se había hablado en múltiples ocasiones
de un compromiso entre su hija y Su Alteza, pero según cuentan quedó
anulado. Fue una pena, ya que hubiese sido una unión idónea. Algunos se
quejan de que la princesa Fengmei sea cien años mayor que Su Alteza,
aunque es un número insignificante para alguien como nosotros.

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Liwei nunca me había mencionado nada sobre un compromiso, aunque
ahora entendía su extraña reacción al oír el nombre de la princesa aquella
mañana. Corrían tantos rumores sobre él que yo había llegado a darles la
misma importancia que a los pétalos que se llevaba el viento: quedaban
olvidados en cuanto tocaban el suelo. Pero aquello no era lo que ahora me
interesaba.
—¿Y qué fue del mortal? ¿Después de recibir el elixir? —sondeé,
esperando que no se diera cuenta de lo interesada que estaba. Tal vez podría
descubrir alguna pista sobre el paradero de mi padre.
Minyi frunció el ceño mientras dejaba una tetera de porcelana en la
bandeja. El fragante aroma del jazmín me inundó las fosas nasales.
—El mortal no llegó a ascender a los cielos como inmortal. Nadie sabe lo
que fue de él. —Su voz se apagó y ella se dio la vuelta de manera abrupta.
No la interrogué más. No me sorprendía la reticencia de Minyi a hablar de
la ascensión de mi madre. El castigo otorgado a la Diosa de la Luna no era un
cuento que se compartiese abiertamente. A Sus Majestades Celestiales no les
gustaba que se les recordara a aquellos que los habían disgustado.
Le di las gracias a Minyi, tomé la bandeja con la comida y salí de la
cocina, aturdida. La emperatriz no me tragaba, y no me consideraba digna
compañera de su hijo. Me estremecí, imaginando el rencor que sentiría hacia
mí si llegaba a descubrir que mi padre había acabado con las aves del sol.
Respiré profundamente e intenté calmar la agitación que notaba en el
estómago. A mi madre no le había fallado la intuición: la emperatriz le
guardaba rencor a mi padre. No nos mostraría ninguna piedad, aprovecharía
cualquier oportunidad para destruirnos. Decidí que no se lo permitiría.
Aunque ahora no podía hacer nada, salvo esforzarme tanto como pudiera para
perfeccionar mis habilidades mientras buscaba el modo de mantenernos a
salvo.
Al volver a la habitación de Liwei sentí alivio al ver que la emperatriz se
había marchado, pues no estaba de humor para fingir respeto y obediencia.
Comimos en silencio; a ninguno de los dos nos apetecía charlar de
trivialidades. Las empanadillas de Minyi eran magníficas: rellenas de cerdo y
puerro y doradas y crujientes por fuera; pero aun así me supieron a papel.
—Xingyin, pareces cansada —observó Liwei.
Me llevé las manos a las mejillas y me las pellizqué discretamente para
recuperar el color. Era la segunda persona que comentaba mi palidez aquella
mañana.

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—No he dormido bien. —Ni siquiera a mí se me antojó una excusa
creíble.
—No te tomes a pecho lo que ha dicho mi madre. Parece muy fiera, pero
solo es demasiado protectora conmigo.
Asentí de forma rígida, sin atreverme a hablar. Recogí nuestros libros de
la mesa y lo esperé junto a la puerta.
Él me quitó el pesado montón de las manos.
—Ya te he dicho que no tienes que llevarme las cosas.
—¿Y qué le parecería a tu madre? —pregunté.
—No se lo digas —respondió, lanzándome una sonrisa cómplice.
Yo le devolví la sonrisa, aunque fui incapaz de suprimir mi malestar.
Estuve inquieta toda la mañana y apenas presté atención a las clases, lo que
me cosechó una mirada censuradora del general Jianyun y una reprimenda de
la maestra Daoming. Más tarde, mientras entrenaba con Shuxiao en la zona de
tiro con arco, no di pie con bola.
Ella hizo una mueca al presenciar un disparo particularmente torpe, que
acabó con mi flecha enterrada en la hierba a un metro de la diana.
—Xingyin, ¿se te ha metido tierra en los ojos?
Antes de poder responder, el general Jianyun se acercó a mí con la
mandíbula tensa.
—Xingyin, ¿tan fácil te parece el entrenamiento que ya ni te molestas en
esforzarte?
Bajé la cabeza mientras una oleada de vergüenza me recorría. El general
Jianyun era un mentor diligente tanto para mí como para Liwei. Aunque
muchos de nuestros maestros centraban sus esfuerzos en el príncipe heredero,
el general nos prestaba a ambos la misma atención.
Al oír el tono elevado de voz, Liwei, que estaba entrenando con un
soldado, desvió la vista hacia nosotros. Se lanzó hacia delante con la espada
extendida, y con unas pocas y hábiles estocadas, ganó el enfrentamiento. No
perdió el tiempo en acercarse a mí, y aunque yo agradecía su apoyo, no quería
que presenciase mi humillación.
El general Jianyun sacó una bolsa de cuero del estante de las armas.
—Probemos hoy algo más complicado. Si fallas alguno de los tiros, esta
noche te quedarás una hora más entrenando.
Dicho aquello, lanzó el contenido de la bolsa por los aires. Diez discos
pequeños de arcilla salieron disparados; ninguno era más grande que un
níspero.
—¡Dales a todos! —ladró.

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Antes de que terminase la frase, yo ya había abatido dos. Menos de un
instante después, coloqué la siguiente flecha en el arco y derribé, uno tras
otro, tres más. Hinqué una rodilla en el suelo, y dos flechas más surcaron el
aire. Los últimos tres discos apenas eran ya visibles. Apunté con cuidado, y le
di primero a uno y luego a otro. Perdí de vista el último disco. Cerré los ojos,
intentando localizarlo a través del silencio. Despejé la mente, vaciándola de
todo pensamiento. Capté un tenue revoloteo, el susurro del viento. Disparé mi
flecha, que dejó a su paso un sonido vibrante, y el disco se hizo añicos.
Me quedé inmóvil, desconcertada por el repentino silencio y la multitud
que se había reunido a nuestro alrededor. Entonces, un soldado alto y delgado
al que nunca había visto se puso a aplaudir, y el sonido sacó a todo el mundo
de su aturdimiento. Shuxiao vitoreó al tiempo que Liwei se acercó a mí, me
levantó de la cintura y me hizo girar.
—Liwei, bájame —siseé, consciente de las atentas miradas. Por alguna
razón, me costó recuperar el aliento, y el corazón empezó a latirme a un ritmo
errático.
Se echó a reír mientras me dejaba en el suelo y, con una sonrisa de
despedida, volvió a la zona de entrenamiento con espadas.
Los soldados se dispersaron, pero el general Jianyun permaneció junto a
mí, estudiándome durante un momento.
—¿Has pensado en el futuro? ¿Cuándo ya no seas la compañera de
estudios del príncipe heredero? —preguntó por fin.
Me sorprendió que preguntase de forma tan directa. No se me había
ocurrido que mi posición fuera a cambiar, pero Liwei no tardaría en asumir
sus funciones en la corte. Sus clases disminuirían y entonces, ¿qué sería de
mí? ¿Me convertiría en su criada y le serviría la comida y el té?
La idea me atormentó, abrasándome como un trozo de carbón ardiendo.
El general Jianyun siguió hablando, ajeno a mi malestar.
—Tu destreza con el arco es inigualable. Y según la maestra Daoming,
posees poderosas dotes mágicas. Creo que te iría muy bien en el ejército;
podrías labrarte un futuro brillante.
Las posibilidades se arremolinaron en mi mente. Mi padre había sido
soldado; aquel camino le había llevado al éxito, a acabar con las aves del sol y
a salvar el mundo. Un gran honor y una terrible carga. Su recompensa había
sido el elixir que nos había convertido a mi madre y a mí en inmortales, y que
también había separado nuestros caminos.
Tras reponerme de mi estupor, le pregunté:
—General Jianyun, ¿cómo se asciende en el ejército?

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—Combatiendo por nuestro reino. Llevando a cabo cada tarea lo mejor
posible en la medida de nuestras habilidades. Protegiendo a tus compañeros.
Con esfuerzo, obediencia y lealtad a lo largo de los años. ¿Hay honor mayor
que servir al reino de Sus Majestades Celestiales? —Su voz estaba teñida de
orgullo.
Una corta negativa se asomó a mis labios, y aunque la reprimí por respeto
al general, no pude evitar torcer el gesto.
Él no pareció darse cuenta, y añadió de pasada:
—Algunos sueñan también con ganar el Talismán del León Carmesí,
aunque no es algo habitual.
—¿El Talismán del León Carmesí? —Nunca había oído hablar de ello.
—Es la máxima distinción del Ejército Celestial, y la otorga el mismísimo
emperador. A su portador se le concede un favor real.
Un indómito rayo de esperanza se abrió paso en mi interior.
—¿Cómo se gana el talismán? —Maldije el temblor que desprendió mi
voz, esperando que no notase mi afán por descubrirlo.
—Llevando a cabo actos excepcionales de valor, coraje y sacrificio al
servicio del Reino Celestial. —Arrugó el ceño—. Sin embargo, no deberías
depositar tus esperanzas en ello. A lo largo de mi vida, el talismán ha sido
concedido apenas unas pocas veces.
El general Jianyun debía de tener cientos de años. ¿Mil, tal vez? ¿Cómo
podría superar a los poderosos guerreros de aquel lugar cuando apenas hacía
un par de años que había empezado a usar mis poderes? No, no podía
permitirme pensar así, no podía rendirme antes de haberlo intentado. Entre
todos los mortales que habían vivido a lo largo de todos aquellos siglos, había
sido mi padre el que había llamado la atención del emperador y había
conseguido el Elixir de la Inmortalidad. Yo no me esforzaría por menos.
Sin embargo, algo refrenó mi creciente emoción. Si me unía al Ejército
Celestial, tendría que dejar el Patio de la Eterna Tranquilidad. Allí estaba a
salvo. Y tan feliz como me permitía el hecho de estar alejada de mi madre.
Ah, había perdido la perspectiva. No podía olvidar el motivo por el que estaba
allí; había sido despojada de mi hogar, y había llegado al Palacio de Jade para
encontrar el camino de vuelta. El discurso del general Jianyun sobre el honor
y la entrega no me conmovió. Aquel no era mi hogar, no le guardaba lealtad
alguna. Incluso sentía rencor por Sus Majestades Celestiales, algo que estaba
dispuesta a tragarme por mi propio beneficio. Sin embargo, aquella oferta me
brindó una visión de futuro en la que progresaba por mis propios méritos, una
oportunidad de liberar a mi madre. Era mucho más realista que mi disparatada

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fantasía de volar a la luna y romper el encantamiento que la ataba allí. ¿Qué
vida nos esperaría después? Una eternidad en la que seríamos perseguidas y el
miedo dominaría nuestra vida.
El general Jianyun se aclaró la garganta, tal vez preguntándose el motivo
de mi prolongado silencio.
Uní las manos mientras me inclinaba ante él.
—Gracias por la confianza depositada en mí, general Jianyun. Prometo
considerar la oferta.
Su propuesta me parecía más atractiva de lo que quería admitir. Casi
estaba dispuesta a aceptar, aunque no podía hacerlo sin antes hablar con
Liwei.
Durante la cena, Liwei me preguntó:
—¿De qué habéis hablado el general Jianyun y tú? Parecía una
conversación seria.
Sorprendida de que se hubiera dado cuenta, me llevé los palillos a la boca
y me metí un montoncito de arroz. Por alguna razón, era reacia a contarle la
oferta que me había hecho el general. Se me ocurrieron varias excusas, pero
hasta entonces solo le había mentido una vez y había sido por necesidad.
—El general Jianyun me ha sugerido que me una al ejército después de
que mi función aquí llegue a su fin.
—¿Llegue a su fin? —Parecía confundido—. ¿Y quién te ha dicho que
vaya a terminar?
Dejé los palillos en la mesa y le lancé una mirada sombría.
—Liwei, ¿cuánto tiempo seguirán así las cosas? En cuanto asumas tus
responsabilidades, dispondrás de menos tiempo para las clases. No te hará
falta acompañante.
Por una vez, dio la impresión de no estar seguro.
—Pero… eres mi amiga.
El remordimiento me desgarró por dentro al oír aquellas palabras, pero no
podía pensar solo en mí.
—Claro que soy tu amiga. Aquí y allá donde vaya.
—¿Quieres dejarme? ¿Para unirte al ejército? —Debajo del tono de
incredulidad que desprendía su voz, había un rastro de dolor.
—Hay cosas que deseo de las que no sabes nada. Tengo mis propios
sueños. —Mi voz sonó ronca de emoción. Los años que había pasado allí
entrenando y estudiando habían sido felices. Y aun así, no eran más que un
par de peldaños en la escalera de mis ambiciones.

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Tal vez Liwei percibiera mi distanciamiento, el fortalecimiento de mi
determinación. Se inclinó hacia mí y me preguntó:
—¿Cuáles son tus sueños? Déjame ayudarte.
Las palabras revolotearon en la punta de mi lengua. Dispuesta a confiar en
él. A contarle la verdad. Era el príncipe celestial; poderoso y lleno de
privilegios. Pero reprimí el impulso. No sabía si las cosas entre nosotros
cambiarían si descubría mi identidad. Que le había mentido. Que era la hija de
la diosa caída en desgracia que había desafiado los deseos de su padre y del
mortal que había acabado con las apreciadas aves del sol de su madre.
—No puedes ayudarme —dije con suavidad—. Pero gracias por ofrecerte.
Cubrió mi mano con la suya, y un cosquilleo inesperado me recorrió el
brazo.
—No pienso retirar mi oferta. Puedes acudir a mí cuando quieras y
pedirme lo que necesites. Piénsatelo y no tomes ninguna decisión precipitada.
Creí que ya tenía una decisión tomada. Sin embargo, la intensidad de su
mirada me dejó inmóvil, y no pude hacer otra cosa más que asentir en
respuesta. Mañana, me dije a mí misma, lo decidiré mañana.

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M e incorporé de golpe y mi grito atravesó la noche. Recorrí la oscura


habitación con la mirada mientras me aferraba a las mantas,
arrugándolas entre los dedos. No estaba en casa. Todavía tenía tiempo. Mi
madre y Ping’er no estaban muertas.
Aquellas pesadillas ya me habían atormentado, pero nunca las había
sufrido en el Patio de la Eterna Tranquilidad… hasta ahora. Puede que mi
encuentro con la Emperatriz Celestial o las dudas acerca de mi futuro
hubieran provocado la reaparición de los miedos que me afligían en el pasado.
Unos pasos resonaron por el patio. Las puertas se abrieron de par en par y
el frío aire de la noche se filtró en el interior mientras Liwei permanecía de
pie en el umbral. Cruzó la estancia y se sentó en mi cama; entrelazó sus dedos
con los míos en un apretón cálido y firme.
—Estabas gritando. ¿Estás bien?
—Una pesadilla. —Tomé aire de forma temblorosa e irregular. La
sensación de terror me había parecido demasiado real. La imagen del cuerpo
sin vida de mi madre destelló en mi mente; mis miedos se entremezclaban con
una desgarradora añoranza por mi hogar. Las lágrimas me anegaron los ojos
de forma repentina.
Me acunó el rostro con la otra mano y me acarició la mejilla con el pulgar.
Solo me había visto llorar una vez, el día que nos conocimos junto al río. Me
atrajo hacia sí sin dudar ni un instante y me abrazó con fuerza. Yo me aferré a
él a su vez, y su abrazo despertó en mí un anhelo desconocido y feroz. Bajé la
guardia y dejé que su firmeza me consolara; mi cuerpo se hundió contra el
suyo al tiempo que el dique que reprimía mis emociones se resquebrajaba.
Mis lágrimas aterrizaron en su ropa, y al apartar la cabeza vi la seda
blanca humedecida. Fue entonces cuando me di cuenta de que solo llevaba
puesta su túnica interior: debía de haberse levantado de la cama a toda prisa.
El corazón se me aceleró a pesar de haberlo visto vestido de esa manera mil
veces. Utilicé una de las esquinas de mi manga para secar la fina tela. Noté
los latidos acelerados de su corazón contra la palma de mi mano mientras me
estrechaba con más fuerza, encendiendo unas llamas que recorrieron todo mi
ser.
Los meses de compañerismo entre ambos se desvanecieron: era como si
nos estuviésemos viendo por primera vez. Él ya no era el joven del que me

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había hecho amiga, el chico que me tomaba el pelo. Sus caricias enardecieron
mis sentidos y su mirada me robó el aliento. Alargué la mano y le atusé la
larga cabellera, que había quedado despeinada por culpa de la almohada; el
oscuro brillo de su pelo contrastaba con la blancura de su túnica.
Separé los labios y él desvió la mirada hacia mi boca; sus ojos poseían la
profundidad de un estanque a medianoche. Se inclinó y posó sus labios sobre
los míos, resuelto, pero con una ternura dolorosa. Inhalé profundamente y su
cálido aroma a limpio se entremezcló con la fragancia de las flores del patio.
Me apoyó una mano en la nuca mientras me rodeaba la cintura con la otra.
Mis brazos le envolvían el cuello con firmeza; ignoraba cómo habían llegado
hasta allí. Nos abrazamos de forma tan estrecha que su aliento, cálido y dulce,
se entremezcló con el mío. Profundizó el beso, separándome los labios, y
nuestras lenguas se enredaron y exploraron la del otro. Una oleada de calor se
extendió desde el centro de mi ser hasta llegar a los dedos de los pies. Sentí
las extremidades débiles, como si se hubieran vuelto líquidas, mientras
caíamos entrelazados sobre mi cama.
Una ráfaga de viento atravesó las puertas abiertas. Las cortinas de color
azul claro que rodeaban mi cama se agitaron, tan vaporosas como las nubes.
Los paneles de las ventanas se sacudieron y yo me levanté de golpe, sintiendo
un escalofrío tras perder el calor de Liwei. Dirigí la mirada al patio.
Cualquiera que pasara por allí podría haber visto lo que estábamos haciendo.
Por suerte, todavía estaba oscuro. La luna era nuestro único testigo.
Se incorporó junto a mí y se pasó las manos por el pelo.
—Xingyin, lo siento.
Sus palabras fueron como un jarro de agua fría, el golpe que pulverizó mi
aturdimiento. Pues claro que lo sentía. Sumidos en la oscuridad de la noche,
movido por la compasión y la efusividad de mis emociones… no era de
extrañar que se hubiera sentido obligado a seguirme la corriente. Y yo había
estado demasiado dispuesta a aprovecharme de su amabilidad.
—No hay nada que sentir. —Mi voz cobró un tono despreocupado
mientras me volvía y dejaba que el pelo me tapara el rostro. Me tomé su
silencio como una señal de que estaba de acuerdo—. Ambos hemos cometido
un error. Mañana por la mañana habremos olvidado este momento de locura.
—Mis palabras fueron un torpe intento por salvaguardar mi orgullo.
Me agarró la mano con fuerza y se la llevó al pecho.
—¿Un momento de locura? Jamás me había sentido tan cuerdo. ¿Quieres
olvidar lo que ha pasado? Yo no puedo.

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El corazón me latió de forma salvaje, como las alas de un pájaro al
golpear los barrotes de su jaula. Aun así, el miedo y la razón, siempre al
acecho, se alzaron en mi interior.
—No deberíamos hacer esto.
Él inclinó la cabeza hacia mí.
—¿Por qué?
Era una pregunta sorprendente por su sencillez. Pero no era tan sencillo
como él creía: había demasiadas razones en contra, razones que él ignoraba,
ya que yo se las había ocultado.
Bajó la voz, como haciéndome una confesión:
—Hacía mucho tiempo que quería besarte.
Volvió a invadirme otra oleada de calor, que se deslizó por mi piel igual
que si me hubiera tumbado al sol. Sus palabras ahuyentaron mis dudas; lo
acerqué a mí y él inclinó la cabeza hacia la mía una vez más. Abrí los ojos de
par en par antes de cerrarlos de golpe, inmersa en una lánguida neblina de
deseo, perdida en una sensación similar a la de estar flotando en un río de
estrellas. Cuando por fin nos separamos, permanecimos enredados bajo la luz
de la luna, con la respiración agitada e irregular, hasta que una alteración en la
quietud del ambiente anunció la llegada del alba.
Al recordar qué día era, me puse en pie y hurgué en un cajón en busca de
mi regalo. Tras entregarle el paquete envuelto en seda, sentí el impulso de
arrebatárselo de nuevo. ¿Qué era una sencilla concha en comparación con los
valiosísimos tesoros que poseía?
Abrió el envoltorio de seda y contempló la caracola del interior. La tomé
y soplé con suavidad; la caracola resplandeció mientras mi melodía llenaba la
habitación. Una melodía alegre, repleta de promesas, esperanza… y anhelo,
tal y como me di cuenta en ese momento. La canción que albergaba mi
corazón, antes de que fuera consciente de lo que era.
Él permaneció quieto hasta que terminó.
—Es preciosa. ¿Cómo se llama?
Sonreí a pesar del repentino nudo que se me formó en la garganta.
—Ponle tú el nombre. La compuse para ti.
Me la quitó y la levantó de nuevo, pero le agarré el brazo.
—Escúchala cuando me haya ido.
Tensó el cuerpo y se volvió para mirarme a la cara.
—¿Te vas?
—No lo decía en ese sentido. Es tu regalo de cumpleaños, no uno de
despedida. —La conciencia me remordió al obviar su pregunta.

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Volvió a entrelazar sus dedos con los míos, y su tensión se disipó.
—Gracias. Es el regalo más maravilloso que me han hecho nunca. —Y
añadió con una sonrisa burlona—. Ahora ya no tendré que suplicarte que me
toques canciones.
Me aparté, lanzándole una mirada de rabia fingida.
—¿Tan fácil soy de reemplazar?
—No quiero tener que comprobarlo nunca. —Tras lanzar un suspiro
arrepentido, me soltó y se levantó de la cama—. Debo marcharme antes de
que los criados se despierten.
Me armé de valor y le dije:
—Liwei, mañana no tenemos clase. ¿Quieres que pasemos el día juntos?
Él se detuvo junto a la entrada y asintió una vez, curvando los labios
mientras cerraba la puerta tras él.
Sola de nuevo, desperté del hechizo en el que estaba sumida. Me invadió
un sentimiento de culpa, feroz e implacable. El Emperador Celestial no le
había mostrado a mi madre piedad alguna, y la había condenado a una
eternidad de reclusión. Recordé el miedo de mi madre a la emperatriz, y su
terror me provocó una oleada de remordimiento. ¿Cómo podía albergar
sentimientos por su hijo? ¿Tan débil era yo que la traicionaba a la primera de
cambio?
Me llevé los dedos a las sienes y los enterré en mi cabellera. Pero no
estaba traicionando a mi madre. Incluso estando inmersa en la más profunda
desdicha, jamás había pronunciado ninguna palabra en contra del emperador
ni de la emperatriz. No me echaría mis sentimientos en cara; lo único que
deseaba era mi felicidad. Yo era una persona al margen de mis padres… al
igual que Liwei. Y él no se parecía en nada a los suyos. Después de todo el
tiempo que habíamos pasado juntos, lo sabía mejor que nadie. Era mi mejor
amigo, antes de convertirse en lo que fuera para mí ahora. Y no pensaba
pedirle cuentas por algo sucedido hacía tanto tiempo y en lo que él no tenía
nada que ver.
Deseaba poder compartir con él todo lo que afligía mi corazón, revelarle
cada parte de mí misma. Liwei no haría nada para herirme, pero no estaba
segura de querer mezclarlo en mis asuntos, de enfrentarlo a sus padres
sabiendo la tensa relación que tenía con ellos. Y mi parte cobarde quería
escudarse de la decepción que sentiría al descubrirlo: los engaños de una
amante dolían más que los de una amiga.
Detestaba todas aquellas mentiras, el miedo y las dudas. Pero todo ello
palidecía ante la amenaza de ser descubierta. El Palacio de Jade no era el

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lugar donde compartir tales secretos. Y aquí, ni la dureza del emperador ni el
rencor de la emperatriz nos brindarían piedad alguna a mi madre y a mí. Y
más después de haber descubierto el vínculo entre ambas familias. No, no
incumpliría la promesa que le había hecho a mi madre; no hasta estar segura
de que no correría peligro.
Permanecí tumbada en la cama hasta que los rayos del sol se deslizaron
por la ventana. Con la luz de la mañana, el deseo de la noche anterior se
desvaneció hasta quedar reducido a los vestigios de un sueño; salvo que el
recuerdo de sus labios se me había quedado grabado en lo más profundo del
alma.

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C ontemplé mi reflejo en el espejo. La cabellera negra me llegaba a la


cintura y mi piel había adoptado un tono radiante tras pasar las tardes
al sol. Aunque mis rasgos no fueran demasiado llamativos, me complacía lo
que veía; incluso el hoyuelo de la barbilla al que la emperatriz se había
referido como una marca de malhumor.
Me dispuse a tomar uno de mis atuendos habituales, pero en cambio
escogí un vestido de seda de color azul claro con pájaros de colores bordados.
Al enfundármelo, un estornino cosido con hilo verde desplegó las alas y voló
una vez alrededor de la falda. Mi fuerza vital se había fortalecido. Minyi le
había pedido a una amiga, una experta costurera, que me lo confeccionara,
después de haberse quejado de que mis ropas eran demasiado sencillas y poco
favorecedoras. Lo cierto era que mi armario estaba repleto de prendas
blancas. A mí no me había importado, pues me recordaban a mi madre.
Pero, ahora, la vida resplandecía con colores vívidos.
Aquel día se apoderó de mí un insólito interés por cuidar mi apariencia:
pocas veces me había vestido con tanto esmero. Atravesé el patio con paso
alegre, pero al llegar a los aposentos de Liwei, las dudas me invadieron.
¿Había sido un sueño? ¿Y si él no se acordaba? O peor aún: ¿y si se
arrepentía de lo ocurrido? Me armé de valor, empujé las puertas y entré.
Él se había levantado ya y estaba sentado a la mesa; iba ataviado con una
túnica de brocado anudada a la cintura con un trozo de seda negra. Un aro de
plata le recogía el cabello, que le caía por la espalda como un río de tinta. Sus
ojos eran tan oscuros como siempre, pero ahora me parecían cien veces más
hermosos.
Se me quedó mirando mientras se ponía en pie.
—No te sorprendas tanto. Puedo vestirme sin ayuda. —Una sonrisa se
dibujó en sus labios mientras añadía—: Aunque me encanta cuando eres tú la
que me asiste.
Mi mente traicionera evocó las imágenes de todas las veces que le había
cubierto los hombros con seda y brocado. Del modo en que le había rozado el
hueco del cuello con los dedos cada vez que le ajustaba los pliegues de la
túnica; de mis manos rodeándole la cintura para atarle el cinto. No había
pensado en ello entonces, pero ahora se me aceleró el corazón y se me secó la
garganta.

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—Xingyin.
Oír mi nombre en sus labios me sacó de mi ensoñación. Lo miré, y me fijé
en la delgada caja que me tendía.
—Es tu cumpleaños, no el mío.
—Intercambiar regalos trae buena suerte —dijo a modo de explicación.
Al no hacer ningún amago para tomar la caja, abrió la tapa y sacó una
horquilla. Estaba confeccionada en madera lacada en ricos tonos azules y
tachonada con piedrecitas transparentes que capturaban la luz.
Me quedé sin aliento. Las horquillas se regalaban tradicionalmente como
muestra de amor, pero reprimí la esperanza que afloró en mi interior. No nos
habíamos hecho tales promesas. Y en cuanto a la noche anterior… a la luz del
día, seguía sin saber lo que significaba.
—La hice hace tiempo, acorde con el significado de tu nombre. Tardé un
poco en conseguir el color adecuado.
¿Me había fabricado una horquilla? ¿A mí? Su habilidad para captar los
diferentes tonos del cielo era exquisita. Y aunque no hubiera sido así, aunque
se hubiera tratado de un trozo de madera sin barnizar, me habría conmovido
del mismo modo.
Se inclinó hacia delante y me puso la horquilla en el pelo. Tal y como
había hecho el día que nos conocimos.
—Gracias —conseguí decir, y levanté la mirada hacia la suya.
—Solo tenemos la mañana. Mi padre quiere hablar conmigo antes del
banquete. —Tomó una cesta de la mesa antes de agarrarme de la mano—. ¿Te
lo pensarás mejor y vendrás esta noche? Significaría mucho para mí que
acudieras. No me aburriría tanto. —Curvó los labios en una sonrisa
persuasiva.
Se me retorcieron las entrañas ante la idea de ver a Sus Majestades
Celestiales. Pero aquella era la celebración de cumpleaños de Liwei y una
parte de mí tenía curiosidad por contemplar esa faceta suya que tan pocas
veces presenciaba: la del heredero al trono. Ahora había descubierto que
anhelaba pasar cada momento con él y sentía una punzada desconocida
cuando no estábamos juntos.
—Sí —le dije—. Iré.
Liwei invocó una nube en el patio. Me sorprendió que ahora pudiese
abandonar el palacio cuando se le antojara, lo que quería decir que no tardaría
en asumir sus funciones en la corte. Reprimí una punzada de ansiedad; no
pensaba enturbiar el presente con las dudas sobre el futuro o los temores del
pasado. Aunque al contemplar la nube, no pude evitar pensar en la última vez

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que había montado en una con Ping’er. Liwei subió a la nube y tiró de mí tras
él. Era suave y fría, pero también firme bajo mis pies. Al levantar el vuelo, me
tambaleé, pero Liwei me agarró la mano para que no perdiese el equilibrio y
ya no me la soltó.
Al cabo de unos momentos, empecé a relajarme. La nube surcó los cielos
con tanta suavidad que no tardé en olvidar mis temores. Volar a la luz del día
era infinitamente más placentero que huir en plena noche. Las imponentes
montañas, los resplandecientes lagos y los exuberantes bosques de color
esmeralda se desplegaron a nuestros pies como una pintura sobre un
pergamino. Al atravesar un ligero chaparrón, las gotas de lluvia me resultaron
tan refrescantes como el rocío de la mañana. Podría haber sentido frío debido
a las oscuras nubes que tapaban el sol, pero Liwei posó las manos sobre las
mías y me infundió calor.
Aterrizamos en medio de un bosque como nunca antes había visto. Ni en
el Reino Celestial ni en mis sueños. Los melocotoneros florecían por todas
partes y sus ramas se encontraban repletas de flores rosas y blancas que
impregnaban el aire con una dulzura embriagadora. Cada vez que soplaba el
viento, un reguero de pétalos salpicaba el suelo.
Atrapé uno en la palma de mi mano; era tan suave como el terciopelo y
más ligero que el aire.
—¿Dónde estamos?
—En algún lugar de los Dominios Mortales.
—¿De los Dominios Mortales? —alcé la voz, alarmada.
Los inmortales tenían prohibido descender a los Dominios Mortales sin el
permiso del Emperador Celestial. Antaño habían recorrido aquellas tierras a
su antojo. Tal vez disfrutaban de la sensación de poder que les proporcionaba
caminar entre aquellos que eran más débiles, escuchar sus alabanzas o sus
súplicas aterrorizadas. Los mortales no solo los consideraban seres
inmortales, sino también dioses. Sin embargo, aquello provocó el caos. A los
mortales les aterrorizaba la magia. Y los destinos de demasiadas personas
quedaron alterados por tales intromisiones, causando la muerte prematura de
algunas y salvando a otras de un destino fatal. El Guardián de los Destinos
Mortales persuadió al Emperador Celestial para que emitiera un edicto,
prohibiendo a todos los inmortales aventurarse en aquel lugar libremente.
Aunque muchos lamentaron este desenlace, nadie se atrevió a desafiar la
orden del emperador. Desde entonces, nuestro reino permaneció oculto para
los mortales y, con el paso de los años, sus recuerdos de nosotros se fueron

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desvaneciendo hasta considerarlos simples mitos y leyendas. Lo único que
veían ahora al contemplar el cielo eran el sol, la luna y las estrellas.
—¿Se nos permite estar aquí? —Lancé una mirada furtiva al cielo, casi
esperando que el Guardián de los Destinos Mortales descendiera hasta donde
nos encontráramos y nos llevara a rastras para castigarnos.
Liwei levantó la pieza rectangular de jade que le colgaba de la cintura, la
cual tenía grabada la intrincada figura de un dragón. Un sello imperial.
—Con esto podemos ir adonde nos plazca —me aseguró, dejándolo caer
sobre la Lágrima Celestial—. Una de las pocas ventajas de asistir a esas
larguísimas reuniones en la corte.
Nos adentramos un poco más en el bosque y tomamos asiento junto a un
sonoro arroyo. La suave hierba se encontraba cubierta de pétalos claros,
aunque los bordes de algunos de ellos ya estaban oscureciéndose: un
recordatorio de que en aquel lugar nada permanecía igual, de que todas las
criaturas se acercaban a su inevitable final con cada momento que pasaba. No
pude evitar pensar en mi padre, envejeciendo día a día. El anhelo de ir en su
busca, si es que aún vivía, se apoderó de mí. Pero Liwei no sabía nada de mis
padres, así que ¿cómo iba a decírselo ahora?
Me alegré de que no pudiera verme la cara mientras abría la cesta. Sacó
una jarra de vino de porcelana, peras doradas y un surtido de bollos cocinados
al vapor, algunos rellenos de pasta de judías dulces y otros de carne. Al
alargar el brazo para tomar uno, mi mano chocó con la suya.
Él alejó el plato.
—¿Y si nos los jugamos?
Gruñí para mis adentros. Sin mi arco, lo más probable era que él me
ganara con cualquier otra arma. Y aunque el premio me daba bastante igual,
perder no me hacía ninguna gracia. Ajeno a mi descontento, Liwei buscó por
el suelo hasta encontrar dos palos robustos, y me lanzó uno.
Lo agarré en el aire.
—¿No crees que llevas ventaja? Eres mejor espadachín que yo. Al menos
de momento —murmuré en voz baja.
Él se acercó con la elegancia de un depredador.
—¿Ya te estás dando por vencida?
Me puse en pie de inmediato y cerré los dedos alrededor de la áspera
corteza.
Un trozo de seda blanca apareció en la palma de su mano.
—Me taparé un ojo, aunque ganaré de todas formas.

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—Desde luego —dije con dulzura, intentando no rechinar los dientes.
Podría haber rechazado su arrogante ofrecimiento, pero pensaba aprovechar
cualquier ventaja que tuviera a mi alcance para que se tragara el orgullo.
La brisa sopló entre los árboles y nos lanzó una lluvia de flores mientras
ambos estábamos de pie frente al otro. Me abalancé hacia el lado del ojo
vendado, intentando pillarlo por sorpresa. Liwei levantó la rama para
bloquear mi embestida y se retiró rápidamente, antes de golpearme la
pantorrilla. Siseé, dándome la vuelta, y le di en el pecho. Un suspiro
abandonó sus labios mientras me alejaba de su alcance, y un instante después,
ambos volvimos a arremeter contra el otro. La quietud del bosque se
desvaneció con los chasquidos de nuestros pies sobre las piedras y las hojas
secas y el ruido de nuestras ramas al chocar. No pude reprimir el arrebato de
admiración que sentí al contemplar su destreza: sus fieras embestidas y, a la
vez, ágiles retiradas; controlando cada uno de sus movimientos y
ejecutándolos, al mismo tiempo, sin ningún esfuerzo. Nuestro enfrentamiento
se estaba desarrollando de forma más reñida de lo esperada, y pensé que con
un golpe de suerte tal vez pudiera ganar. Aproveché una oportunidad y me
arrojé hacia delante, pero él se inclinó hacia atrás, y mi rama atravesó el aire.
Antes de poder retirarme, me atestó un duro golpe y me quitó el palo de la
mano.
Ahogué un grito, intentando disimular mi frustración.
—Si hubiéramos utilizado los arcos, te habría ganado con ambos ojos
cerrados.
Tomé un bollo de la cesta y se lo lancé.
Él lo atrapó, pero me lo ofreció de inmediato.
—Toma, cómetelo.
—Has ganado tú.
Agarré una pera e hinqué los dientes en su pulpa madura; su jugo dulce y
fragante me inundó la boca.
Cuando intentó tenderme el bollo de nuevo, negué con la cabeza.
—¿Quieres retarme a un duelo por mi derecho a no comérmelo? —
pregunté con mofa.
Me lanzó una mirada gélida antes de darle un bocado al tierno panecillo.
Olía de maravilla, y su intenso aroma a cerdo asado flotó hacia mí.
—Cuidado, no vayas a atragantarte —le dije con una sonrisa sincera.
Merecía la pena pasar hambre para poder ver la expresión airada que
cruzó su rostro. Había perdido el combate, pero de algún modo llevaba
ventaja. Contemplé, maravillada, el cielo encapotado; desde allí todo parecía

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más hermoso. Incluso las nubes de lluvia ya no se me antojaban lúgubres y
amenazantes, sino impregnadas de oscura majestuosidad.
Después de comer, me sirvió una copa de vino. Mientras la deliciosa
fragancia de los olivos dulces imbuía el aire, yo me quedé inmóvil,
recordando un bosque repleto de flores blancas como la luna.
Rodeé la copa con los dedos y la alcé en un brindis.
—Que siempre seas feliz.
Posó la mirada en mí.
—Si el resto de mi vida siento la misma felicidad que estoy
experimentando ahora, me daré por satisfecho.
El vino se deslizó por mi garganta con una calidez embriagadora. Tras
vaciar las copas, él volvió a llenarlas y levantó la suya por su parte:
—Que todos tus sueños se hagan realidad.
Me pregunté qué pensaría si conociera mis sueños.
Durante mucho tiempo, mis sueños consistieron en recuperar lo que había
perdido en el pasado. Sin embargo, desde la noche anterior, o puede que
incluso antes, una esperanza de cara al futuro había echado raíces en mi
corazón.
—¿Cuáles son tus sueños? —preguntó, igual que el día anterior, como si
me hubiera leído el pensamiento.
—Estar con mis seres queridos —dije, después de una pausa. Era cierto,
pero se trataba de una de esas verdades huecas bañadas en engaños.
La mirada se le oscureció al tiempo que se inclinaba hacia mí, y a mí se
me aceleró la respiración.
—Pero de momento me conformaré con ganarte. —Solté lo primero que
se me pasó por la cabeza, y me maldije cuando se apartó de mí.
Unió las manos por detrás de la cabeza y se tumbó en la hierba.
—¿Es que quieres honrar tu fanfarronada de antes?
—¿Y por qué no? No pienso ponértelo fácil solo porque sea tu
cumpleaños. —No estaba tan segura de mí misma como parecía: nunca había
disparado con los ojos vendados.
Un arco dorado se materializó en el suelo ante nosotros; tenía plumas
exquisitamente grabadas alrededor de sus extremidades.
—Quería enseñártelo —dijo Liwei mientras se ponía en pie—. Es una de
las armas más poderosas de nuestro erario. Esta puede ser una buena
oportunidad para probarlo.
Lo agarré, y noté un hormigueo en los dedos al tocar el metal.
—¿Y las flechas?

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Liwei se colocó detrás de mí, nuestros cuerpos a escasos centímetros de
distancia. Extendió los brazos a mis lados y me ayudó a levantar el arco y a
tensar su cuerda plateada. El pulso se me aceleró y la cabeza me dio vueltas.
En esa posición, erraría cualquier blanco, aunque se encontrase a cinco pasos
de distancia.
Una flecha en llamas apareció en mi mano, crepitando como si estuviera
viva. Estuve a punto de dejar caer el arco del susto, pero Liwei me agarró las
manos con más fuerza. Cuando por fin soltamos la cuerda, la flecha
desapareció.
—Existen pocas armas tan poderosas como esta. Cada una de las flechas
del Arco de las Llamas del Fénix puede causar heridas graves con un solo
golpe. Pero solo aquellos con una fuerza vital poderosa son capaces de blandir
un arma semejante con eficacia —advirtió.
Contemplé el arco y recordé la portada descolorida del libro mortal. ¿Era
cierto que mi padre había utilizado un arco de hielo para derribar a las aves
del sol? ¿Un arma encantada de los Dominios Inmortales?
—¿Podría alguien con una fuerza vital más débil, como por ejemplo un
mortal, blandir un arma como esa? —pregunté.
Él consideró la pregunta.
—Los objetos mágicos cuentan con poder propio. La mayoría pueden ser
utilizados por cualquiera, incluso aunque se trate de alguien mortal. Sin
embargo, cuanto más poderoso sea quien lo maneje, más poderoso será el
objeto, ya que se sirve de la energía de la persona para aumentar y restituir la
suya. Si este arco lo manejara alguien con una fuerza vital débil, no solo le
resultaría muy difícil de controlar, sino que su poder se vería muy mermado.
—¿Cómo se sirve el arco de nuestra energía? No noto nada diferente al
agarrarlo.
Él se inclinó hacia mí y su aliento invadió mi oreja.
—Un arma como el Arco de las Llamas del Fénix crea una conexión con
la persona que lo empuña y absorbe su energía sin problemas. Esto lo
convierte en un objeto poderoso, pero también peligroso.
—¿Peligroso? —repetí, intentando pensar en cualquier cosa que no fuera
el calor de su cuerpo mezclándose con el mío.
—Sí, porque en el fragor de la batalla, puede que no te des cuenta de la
cantidad de energía que has gastado hasta que ya sea demasiado tarde —dijo
con gravedad.
Tragué saliva con fuerza, recordando la severa advertencia de la maestra
Daoming para que nunca drenase mi energía por completo. Me aparté de él y

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le pasé el arco.
—Tú primero.
—¿Qué tenías en mente? —preguntó.
—¿Y si esta vez tenemos en cuenta las habilidades de cada uno, en vez de
la velocidad? —sugerí, pensando en mi derrota anterior.
Se agachó y recogió dos flores de melocotón marchitas. Su magia se
arremolinó en torno a ellas y su color volvió a cobrar vida; los pétalos
brillaban como si estuvieran esculpidos en cuarzo rosa.
—Gana quien los derribe a mayor distancia.
Tomé una de las flores de la palma de su mano; ahora estaba tan dura
como la piedra.
Su actitud bromista desapareció en cuanto levantó el arco, miró al frente
con los ojos entornados y tensó la cuerda. Me dirigió un asentimiento de
cabeza, y yo solté la primera flor. Esta salió disparada, alejándose más rápido
que un colibrí y dando vueltas en el aire. Pasaron varios segundos y la flor se
convirtió en una mancha en el horizonte. La flecha de Liwei salió zumbando e
hizo añicos el pétalo en medio de una explosión de chispas.
Había sido un disparo excelente. No estaba segura de poder superarlo con
los ojos vendados. Estuve a punto de echarme atrás y exigir un
enfrentamiento en igualdad de condiciones… pero reprimí el impulso en
cuanto tomé el arco. Recorrí la resplandeciente cuerda con los dedos, deseosa
por probar el poder del arma; era una cuerda más rígida que las
confeccionadas con seda.
Mientras Liwei me vendaba los ojos, sus nudillos me rozaron las mejillas.
Era una distracción que no podía permitirme, así que inhalé con profundidad
para despejar la mente.
En cuanto estuve lista, asentí. Una vibración quebró el silencio, un leve
zumbido que fue desvaneciéndose con cada segundo que pasaba. Se convirtió
en algo imperceptible, pero seguí a la espera, aguzando el oído. En cuanto
dejé de oírlo, mi flecha salió disparada, silbando por el aire hasta alcanzar el
blanco con un tintineo. Algo se hizo añicos, y las llamas cobraron vida con un
ruido siseante.
Levanté la mano para quitarme la venda, pero unos fuertes brazos me
rodearon; el aroma de la hierba caldeada por el sol inundó mis sentidos. Liwei
estampó sus labios contra los míos, separándomelos; el persistente dulzor del
vino impregnaba su cálido aliento. Temblé, pero no de frío, sino por el calor
que se extendía por mis venas. Me agarré a sus hombros y lo acerqué más a
mí. Hizo descender su boca, recorriéndome el cuello con un hambre

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abrasadora que me dejó sin aliento. Me aparté la venda con la mano que tenía
libre, y parpadeé ante la repentina luminosidad. Caímos al suelo, y la estera
de pétalos me pareció más blanda que cualquier cama; mi cuerpo ardía con un
millar de sensaciones fulgurantes.
Las primeras gotas de lluvia resultaron suaves y frágiles, casi
imperceptibles. Pero no tardaron en convertirse en un torrente imposible de
ignorar. Permanecimos en el suelo y dejamos que la lluvia nos bañase, hasta
quedar tan empapados como si hubiésemos nadado en el río.
Ambos respirábamos de manera irregular y pesada, con nuestros dedos
enredados en la hierba húmeda.
—¿Quién ha ganado? —pregunté, volviendo al presente.
Él me lanzó una mirada incrédula.
—¿Eso es lo que te preocupa en un momento como este?
—He ganado yo —me respondí a mí misma con un suspiro satisfecho.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Si hubieras ganado tú, no me habrías distraído. Me lo habrías
restregado por la cara. Sin contemplaciones.
Se apoyó sobre un codo y me miró fijamente.
—¿Eso es lo que crees? —preguntó, molesto—. De acuerdo. El beso no
ha tenido que ver con el aspecto que tenías al tensar el arco y dar en el blanco
a pesar de haber desaparecido ya.
Sacudió la cabeza.
—¿Por qué me he enamorado de alguien a quien le gusta tanto dejarme
por los suelos?
Separé los labios con incredulidad.
—¿Me… quieres?
—Después de todo el tiempo que hemos pasado juntos, ¿qué otra opción
tenía?
Apoyé la palma de la mano en su pecho; no estaba de humor para bromas.
—¿Hablas en serio?
El brillo de sus ojos se abrió camino hasta mi corazón mientras me
tomaba la mano.
—Sí.
De pequeña, mi madre me había advertido que no mirase directamente al
sol, ya que su resplandor podía cegarme. Tal vez fuera algo que le había dicho
su propia madre. Aunque aquello podía ser cierto en el caso de los mortales,
ahora dudaba de que algo así fuera capaz de lastimar la vista de un inmortal.
Aun así, no olvidaba su advertencia: cada vez que atisbaba la ardiente esfera

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en el cielo, me volvía o me protegía los ojos de forma instintiva. Hoy, por fin,
me había atrevido a mirar el sol, dejando que su resplandor me atravesara
libremente, derramándose por mis venas hasta hacerme refulgir. Nunca
imaginé que fuera posible sentir una dicha tan extraordinaria, y no pensaba
permanecer en las sombras de nuevo.
Tras el chaparrón, el cielo volvió a despejarse. Liwei invocó una nube
para que nos llevase a casa y, por el camino, secamos nuestras ropas. De
haber regresado empapados, habríamos suscitado preguntas indiscretas y un
sinfín de cotilleos. Mientras volábamos rumbo al Palacio de Jade, me sentí
más ligera que las nubes que atravesábamos.
De vuelta en mi habitación, me hundí en la cama en un estado de ensueño.
No se me pasó por la cabeza irme a dormir, pues la euforia que me recorría
sofocaba toda esperanza de conciliar el sueño. Alguien llamó a la puerta, y al
abrir, me encontré a un criado que me tendía un rollo de papel atado con un
cordón de seda.
—Su Alteza me ha pedido que te entregase esto.
Tras tomar el papel y darle las gracias, él añadió:
—Hay alguien fuera esperando a Su Alteza.
Preguntándome quién podría ser, salí al patio y vi a una chica sentada en
el templete. Su aura era cálida y ligera, aunque también vibraba con fuerza.
Era preciosa, de rasgos delicados y con unos ojos rasgados que embellecían
su rostro en forma de corazón. Una túnica de seda rosa envolvía su alta figura,
y llevaba el pelo recogido con unas horquillas de oro de las que caían tiras de
rubíes que brillaban con una llama interior. La saludé con una reverencia.
¿Era hija de algún cortesano o una de las damas favoritas de la emperatriz?
—¿Está el príncipe Liwei? —Su voz era dulce y suave.
Una punzada de inquietud me atravesó, pero le dirigí una sonrisa
agradable.
—Su Alteza se encuentra con Sus Majestades Celestiales. —Al ver que
dejaba caer los hombros, añadí—: ¿Puedo hacer algo por vos?
—Le he traído un regalo a Su Alteza, pero puedo dárselo más tarde.
La muchacha contempló la pintura a medio terminar de un melocotonero
en flor que estaba sobre la mesa. Al lado, había unos cuantos pinceles en
remojo en una jarra con agua y una bandeja de porcelana, con pintura todavía
húmeda. Liwei debía de haber estado pintando hacía poco.
—¿Ha hecho esto el príncipe Liwei? —Trazó el contorno de las ramas—.
Es precioso.
—Su Alteza posee muchas habilidades —respondí.

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Al ponerse en pie para marcharse, golpeó un pincel con el codo. La
pintura de color verde oscuro salpicó la obra.
Soltó un grito ahogado antes de sacar un pañuelo de seda y restregar el
papel de forma frenética. Me apresuré a ayudarla, volcando la jarra. El agua
se derramó por la mesa, empapando la ilustración en apenas unos segundos.
El árbol, que había estado exquisitamente pintado, se convirtió en un revoltijo
empapado de manchas de color verde oscuro.
Retorció el pañuelo entre sus dedos, tragando saliva y palabras que no
había llegado a pronunciar.
—Habrá sido el viento —dije solemnemente.
Me miró y parpadeó.
—O un pájaro —convino enseguida.
Nuestras miradas se toparon en un momento de profunda comprensión.
Poco después se marchó, dándose la vuelta una vez para contemplar el patio.
De vuelta en mi habitación, desenrollé el trozo de papel de Liwei. Era una
ilustración mía, plantada bajo un árbol en flor y con el arco tensado, durante
el momento previo a disparar la flecha. Tenía la mirada fija en el blanco, la
boca fruncida en una expresión decidida y la espalda erguida. Se me aceleró
el pulso al pensar que ese era el modo en que él me veía: fuerte y, de alguna
manera, hermosa.
En la parte inferior del papel, había un mensaje escrito con sus enérgicas
pinceladas:
Habrás ganado la partida, pero no el trofeo.
Una sonrisa se extendió lentamente por mi rostro al recordar nuestro
abrazo. Tomé un trozo de papel, mojé un pincel en la tinta y escribí mi
respuesta:
El juego de corazones carece de trofeos.
Mi madre habría quedado satisfecha: mi caligrafía había mejorado. Doblé
la nota y la dejé caer en mi bolsa. Ya encontraría el momento adecuado para
dársela aquella noche.

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12

E l Salón de la Luz Oriental no tenía techo y se abría al techo estrellado.


Sus paredes de piedra blanca estaban salpicadas de vetas de oro puro
mientras que el suelo se hallaba pavimentado con baldosas de jade talladas en
forma de flores. Unas resplandecientes columnas de cristal iluminaban la
estancia, al igual que los centenares de farolillos de seda colgados entre ellas
en tonos carmesí y bermellón. La fragancia de flores poco comunes
perfumaba el aire y se mezclaba con los deliciosos aromas de los manjares
dispuestos en las mesas de palisandro. Había bandejas de plata repletas de
preciados melocotones inmortales, que iban a repartirse a aquellos que la
emperatriz eligiese. Uno solo de aquellos melocotones, de color marfil y con
un rubor divino, poseía el poder de robustecer la fuerza vital de un inmortal o
prolongar la vida de un mortal.
Semejante indulgencia resultaba insólita incluso en el Reino Celestial. Los
invitados, elegantemente vestidos, se saludaban de forma efusiva, sonrojados
por la emoción y el vino. Yo acababa de llegar y ya estaba perdida en un
océano de desconocidos.
Alguien me dio unos golpecitos en el hombro. Era el general Jianyun, que
por una vez se había quitado la armadura, y llevaba una capa larga y plateada
de brocado sobre su túnica gris. Me tomé las manos y le hice una reverencia,
aliviada por ver una cara conocida.
—¿Es tu primer banquete? —preguntó.
—Sí, me ha invitado Su Alteza.
Se produjo un breve silencio.
—¿Y bien? ¿Has pensado en mi oferta? —preguntó sin rodeos.
Fijé la vista en una baldosa de jade mientras buscaba una respuesta. En el
pasado, no habría dudado en aprovechar aquella oportunidad. Pero ahora, un
miedo desconocido me invadió al pensar en separarme de Liwei durante
semanas o puede que incluso por varios meses. No era que hubiera sustituido
a mi madre, sino que mi corazón se encontraba dividido en dos, cuando antes
estaba íntegro. Aceptaría la oferta, estaba segura… pero, egoístamente, quería
pasar un poco más de tiempo allí. Nuestro amor era demasiado reciente,
demasiado preciado para arriesgarlo a la primera de cambio.
Decidí que hablaría con Liwei esa noche. Tras la celebración, le contaría
lo que pudiera sin revelar el nombre de mi madre. Lo entendería y no

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insistiría para que le diese más detalles. Y puede que juntos encontrásemos
nuestro camino.
—General Jianyun, tal vez no deberíamos hablar de ese tema durante el
cumpleaños de Su Alteza. —Esperaba que me diera un poco más de margen.
Frunció las cejas, disgustado, pero asintió mientras echaba un vistazo al
salón abarrotado.
—¿Conoces a alguno de estos pavos reales?
Una risa estrangulada brotó de mi garganta, pero intenté disimularla con
una tos.
—Llevo demasiado tiempo en el ejército. No acostumbro a hacer la pelota
ni a decir cosas que no pienso. Créeme, esta panda de cortesanos solo sirve
para emperifollarse y soltar cumplidos vacíos.
El general curvó los labios con desagrado mientras señalaba con la cabeza
a un hombre que estaba frente a nosotros.
—Sin embargo, ese de ahí es un zorro astuto. Es el consejero leal del
emperador, pero los consejos que le brinda son a menudo en beneficio propio.
No era habitual que el general Jianyun hablase de manera despectiva de
otra persona, y me pregunté quién era el hombre que se había ganado su
desprecio. No le veía la cara, solo la elegante túnica púrpura y los guantes
claros que le cubrían las manos, un accesorio que captó mi atención de
inmediato. Era el ministro Wu, que se volvió hacia nosotros como si hubiera
advertido nuestras miradas sobre él. Me ignoró y apretó los labios mientras se
inclinaba ante el general. Ver al ministro me revolvió el estómago y despertó
de nuevo mis antiguos sentimientos de tristeza y terror.
Estaba tan absorta en mis pensamientos que estuve a punto de chocar con
el alto inmortal que se detuvo frente a nosotros. Las hojas de bambú de su
túnica estaban bordadas en seda de color esmeralda; llevaba una faja gris
atada alrededor de la cintura y el pelo recogido en un brillante moño y sujeto
con una horquilla de ébano. Su aura me invadió: fría y pura, y a la vez densa y
poderosa. Como un viento otoñal cargado de hojas machacadas y lluvia. Sus
ojos negros me recorrieron con poco interés antes de saludar al general,
uniendo las manos y extendiéndolas hacia delante mientras se inclinaba.
El desconocido se llevó al general a un lado, lo que me dio la oportunidad
de examinarlo a fondo. Se comportaba con la seguridad que otorgaba el
contar con autoridad, pero no parecía mucho mayor que yo… a no ser que se
tratara de uno de esos poderosos inmortales que ocultaban sus mil años de
edad gracias a su fuerza vital. Tenía un rostro llamativo: pómulos marcados,
una fuerte mandíbula y un semblante bien formado aunque un tanto severo.

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No recordaba haberlo visto en el campo de entrenamiento, pero dudaba de
que fuera cortesano por la forma en que sus ojos recorrían impacientemente la
estancia, como si la alegría del ambiente le aburriera.
Di un paso adelante, con la intención de excusarme. No hallaba placer
alguno en ser excluida y relegada a un mero mueble, a pesar de que la idea de
navegar aquella multitud a solas también me amilanaba.
El general Jianyun comentó, como si hubiera olvidado mi presencia:
—Ah, Xingyin. ¿Conoces al capitán Wenzhi?
¿El célebre comandante? ¿Uno de los mejores guerreros del reino, a pesar
de ser solo cien años mayor que yo? No obstante, antes de que tuviera la
ocasión de saludarlo, él se volvió abruptamente, como si estuviese deseoso de
que me marchara. Era insufrible, decidí, mordiéndome la lengua. Intenté que
su falta de cortesía no me afectase, aunque me enfurecí conmigo misma por
haber querido conocerlo.
—Xingyin es la compañera de estudios del príncipe heredero —añadió el
general Jianyun.
El arrogante y joven capitán se volvió entonces hacia mí, con una
expresión de repentino interés iluminándole el rostro.
—¿La que entrena con Su Alteza? ¿La arquera?
—Sí —repliqué secamente, aún molesta por su descortesía anterior.
—Volví hace unos días. Te vi ayer en el campo de entrenamiento cuando
disparaste a los discos. Nunca había visto una puntería tan fina. —Una sonrisa
asomó a sus labios.
Parpadeé, reconociéndolo por fin. Era el soldado alto que había empezado
a aplaudir.
Deslizó la mirada sobre la seda azul de mi vestido y las cremosas
magnolias con núcleos dorados bordadas en la falda. Llevaba un cinturón de
brocado verde y salpicado de plata atado alrededor del talle. Enterrada en mi
cabello se encontraba la horquilla que me había regalado Liwei.
—Lamento no haberte reconocido. Con ese vestido pareces… —Se
interrumpió y las puntas de las orejas se le enrojecieron.
—¿Un inservible pavo real? —Terminé la frase por él y le lancé una
sonrisa al general Jianyun.
El capitán Wenzhi no se rio.
—Me refería a que con este vestido no pareces la guerrera que eres.
Su cumplido me produjo un placer inesperado. Tal vez no fuera tan
insufrible como había pensado.
—¿Te gustaría sentarte con nosotros? —ofreció.

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Acepté de buena gana. Acababa de ver al padre de Lady Meiling y tenía
tantas ganas de mantener las distancias con él como él conmigo.
Desde nuestra mesa, que estaba situada en la parte delantera, se veía la
tarima perfectamente. En esta última había una mesa de palisandro frente a
los tronos de jade blanco, acompañados a ambos lados por unos tronos más
pequeños. Aquella noche, la realeza extranjera tendría el honor de sentarse
junto a Sus Majestades Celestiales, aunque todavía no habían hecho acto de
presencia.
De pronto, el silencio se apoderó de la sala. El aire vibró de poder en
cuanto entró la familia real, y todos se apresuraron a arrodillarse. Alcé la
cabeza un centímetro para echar un vistazo al emperador que había
encarcelado a mi madre. A pesar de estar rodeado de los inmortales más
poderosos del reino, el Emperador Celestial resultaba deslumbrante. Su aura
resplandecía con un poderío impenetrable, como el de una montaña de piedra
o un glaciar interminable. Llevaba bordados en sus brillantes ropas amarillas
unos dragones escarlatas y azules que atravesaban cúmulos de nubes. El
ornamentado armazón de su corona de oro se encontraba engarzado en una
base con joyas incrustadas de las que caían cascadas de perlas
resplandecientes que se balanceaban sobre su frente, captando la luz con cada
uno de sus movimientos. Su rostro era atemporal, incluso para un inmortal, y
su piel no mostraba la vitalidad de la juventud ni el desgaste del tiempo. Hallé
un atisbo de parecido con su hijo en la oscuridad de sus pupilas, aunque sus
opacas profundidades estaban desprovistas de calidez. Su aspecto no era
especialmente aterrador, pero tenía algo que me helaba la sangre.
Liwei se acercó a mí e inclinó la cabeza en señal de saludo. No obstante,
exhibía una sonrisa circunspecta y sus ojos se mostraban apagados. ¿Desearía
volver a su habitación? Quería preguntárselo, pero no en aquel lugar. No en
aquel momento.
Al reconocer mi presencia, se había saltado el protocolo que lo obligaba a
saludar primero a los invitados de honor. Se alejó, y mientras me lo quedaba
mirando, el corazón se me aceleró como a una tonta enamorada. Aquella
noche lucía un aspecto magnífico: iba ataviado con un manto de brocado azul
oscuro que revelaba por debajo una túnica de color blanco plata, tan brillante
como si hubiera sido confeccionada con la luz de las estrellas. Llevaba el
cabello recogido en una corona de oro y zafiros, sujeto con un alfiler
ornamentado.
—Los monarcas de los Cuatro Mares. —El general Jianyun señaló la
tarima con la cabeza, confundiendo mi profundo interés—. No es habitual

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verlos juntos. Las relaciones entre ellos han estado tensas desde que los mares
del Norte y del Oeste manifestaron su apoyo al Reino de los Demonios. Sin
embargo, eso ha quedado en el pasado; tal vez esta aparición augure un nuevo
comienzo.
Cada uno de ellos lucía una túnica con mucho vuelo en diferentes tonos de
azul y de verde, pero ahí terminaba el parecido. La larga cabellera del rey del
Mar del Este resplandecía como la plata en contraste con el tono oscuro de su
piel, mientras que los ojos verdes de la reina del Mar del Sur destellaban en su
pálido rostro. Los dos monarcas restantes se encontraban sentados
rígidamente en sus tronos; uno con una corona de coral y el otro de turquesa y
perlas.
—¿Quién es la que está sentada a su lado? —contemplé a la
impresionante inmortal con flores de pedrería tejidas entre los bucles de su
cabello.
—La Inmortal de las Flores. Nuestros exquisitos jardines son obra suya.
He sido testigo de cómo revivía un jardín marchito con un movimiento de
muñeca, aunque no es tan poderosa como su predecesora —comentó el
general Jianyun.
—¿Qué ocurrió con su predecesora? —No era habitual que un inmortal
renunciase a su cargo.
—Lady Hualing decidió abandonar el Reino Celestial y vivir en el Bosque
de la Eterna Primavera. Un lugar que cultivó a su gusto.
Esperé a que continuase, deseosa de saber más de aquella inmortal, pero
él guardó silencio y se puso a tamborilear con los dedos sobre la mesa.
El capitán Wenzhi añadió entonces:
—A los celestiales no les gusta hablar de ella. Quizá les recuerde lo que
puede pasarles incluso a los más poderosos si pierden el favor del emperador.
El general Jianyun frunció el ceño.
—A los que provenís de los Cuatro Mares tampoco os gustaría enfurecer
al emperador.
Me disponía a preguntarle al capitán Wenzhi de cuál de los Cuatro Mares
era él, cuando añadió:
—Se decía que Lady Hualing se distrajo y estuvo descuidando sus deberes
durante décadas hasta que la corte le pidió a Su Majestad Celestial que la
cesara de su cargo. No se la ha visto desde entonces. Y han pasado siglos.
Me pregunté por qué el emperador no había cesado a Lady Hualing antes,
cuando parecía no tolerar la más mínima desobediencia en los demás. Pero
entonces todos los presentes volvieron la cabeza hacia la entrada, y una serie

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de murmullos ansiosos recorrió la multitud. Me giré y vi a dos inmortales
acercándose a la tarima.
—La reina Fengjin y su hija, la princesa Fengmei, del Reino del Fénix —
me contó el capitán Wenzhi.
Su nombre me golpeó como un mazazo. ¿La princesa que, según los
rumores, había estado prometida a Liwei? Llevaban unas resplandecientes
capas de plumas doradas sobre unas largas túnicas de brocado carmesí
repletas de perlas. Una corona de rubíes de fuego destellaba en el cabello de
la reina. Cuando la princesa levantó la cabeza, el pecho se me contrajo. Era la
chica a la que había conocido ese mismo día en el patio, mi compañera en el
destrozo involuntario de la pintura de Liwei. La emperatriz las saludó de
manera calurosa, poniéndose en pie mientras les señalaba sus asientos. Sentí
una opresión en el corazón cuando la princesa tomó asiento junto a Liwei, que
estaba sentado con el rostro inexpresivo.
Respiré profundamente, decidida a seguir de buen humor. Por suerte, el
general Jianyun conocía muchos datos interesantes sobre los invitados y no
dudó en compartirlos. En su mayor parte, el capitán Wenzhi se mostró
silencioso aunque solícito con mis necesidades, asegurándose de que mi copa
estuviera siempre llena y dejando los más selectos manjares en mi plato.
Cada vez que levantaba la mirada, veía a Liwei observándome. A medida
que avanzó la noche, su expresión se volvió más oscura que una noche sin
luna, más atronadora que una tormenta primaveral. En aquel momento parecía
más temible que la Emperatriz Celestial.
El capitán Wenzhi se inclinó hacia mí.
—¿Por qué Su Alteza te observa con el ceño fruncido?
—Debéis de estar confundido —dije rápidamente, intentando disimular
mi incomodidad.
Me lanzó una mirada de incredulidad. Pero acto seguido se encogió de
hombros.
—En ese caso, debe de estar mirándome a mí.
Quizá haya sido el vino lo que me soltó la lengua o la manera informal en
la que hablaba, porque respondí:
—¿Tan atractivo os consideráis? No todo el mundo se queda pasmado al
veros.
—Me gustaría saber qué es lo que opinas tú. —Arqueó las cejas a modo
de aparente desafío.
—¿Aunque la respuesta no os complazca?
—Sobre todo si es así —dijo, adoptando un tono de voz más grave.

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Me eché a reír, y mi carcajada sonó hueca; era incapaz de desterrar
aquella sensación de malestar, de que algo no iba bien. ¿Por qué Liwei me
miraba ceñudo? No había otra forma de describir el mohín de sus labios y la
expresión de sus ojos, que ardían como dos carbones.
Por desgracia, la emperatriz también se dio cuenta. Me señaló con el dedo,
y la puntiaguda vaina de oro destelló bajo la luz. Solo entonces me di cuenta
de que no se trataba de meros adornos, sino de garras de fénix, de las que se
decía que poseían un potente veneno.
Me puse en pie, caminé hasta la tarima y me arrodillé, a la espera de su
orden.
Su mirada penetrante me recordó a la de un halcón que se abalanza sobre
su presa.
—Qué horquilla tan encantadora, es ciertamente excepcional. ¿De dónde
la has sacado? —La suavidad de su tono ocultaba la ferocidad de sus
palabras.
El rubor se apoderó de mis mejillas al tiempo que buscaba una respuesta.
Una réplica educada, un comentario ingenioso, cualquier cosa menos el
penetrante silencio que daba a entender una culpabilidad que no era tal.
Liwei se puso en pie, unió las manos e hizo una reverencia.
—Honorable madre, se la he regalado yo.
—Tienes suerte de que mi hijo sea tan generoso. ¿Cómo piensas
devolverle tal amabilidad? —Sus labios rojos esbozaron una sonrisa taciturna
—. Hoy es el cumpleaños de mi hijo. ¿Le has traído un regalo? Solo espero
que sea del mismo valor.
Liwei levantó la voz.
—Honorable madre, esto es innecesario. Si la cuestión te disgusta de
algún modo, te ruego que hables conmigo a solas.
La emperatriz no le hizo ningún caso; las fundas de sus uñas
resplandecieron al tamborilear sobre el reposabrazos. Pretendía humillarme,
declarando ante todo el mundo que no pertenecía a aquel lugar. Pero yo no
estaba avergonzada, sino furiosa. No solo por mí; también por las amenazas
vertidas sobre mi madre, su intento fallido de acabar con mi padre y su
egoísmo al no haber puesto freno a las aves del sol hasta que fue demasiado
tarde.
No, no pensaba acobardarme ante su mirada. Ni amilanarme ante su
condescendencia. Levanté la cabeza esbozando una amplia sonrisa.
—Ya le he dado a Su Alteza mi regalo. No obstante, si deseáis que lo
comparta, estaré encantada de complaceros.

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Me miró como si fuera el más insignificante de los insectos. Me indicó
que procediera con un imperioso asentimiento de cabeza.
Saqué la flauta de mi bolsa; tenía los dedos tan fríos como el jade que
sostenía en las manos. Me pasé la lengua por los labios resecos y eché una
mirada a la multitud, empezando a arrepentirme de mis imprudentes palabras.
Algunos de los invitados parecían aburridos mientras que otros aguardaban
con ganas la humillación que se avecinaba. ¿Cómo iba a tocar ante un público
semejante? Apenas podía respirar, y notaba las costillas como si estuviesen
apelotonadas en mi interior. Oí unos pasos a mi espalda que se aproximaban.
Era el capitán Wenzhi, con un taburete que situó ante mí.
Inclinándose, me susurró al oído:
—Cuando el frente de batalla queda trazado, debes proceder sin miedo.
Tragué saliva con fuerza y asentí en señal de agradecimiento. Sus palabras
resultaban reconfortantes ante mi temor incapacitante. Echarse atrás ahora
sería, sin duda, peor que el fracaso. Prefería que la emperatriz pensara que mi
actuación era deficiente a que creyera que era una cobarde o una mentirosa.
Me hundí en el taburete, agradecida de poder sentarme y disimular el temblor
de mis piernas. Tomé aire profundamente y me llevé la flauta a la boca. La
emperatriz, el emperador y los invitados desaparecieron de mi vista: lo único
que veía era a Liwei mirándome a los ojos. Aquella era su canción, y la toqué
solo para él. Las notas se elevaron claras, enérgicas y genuinas, y reflejaron
las emociones que él había evocado en mí.
En cuanto terminé hice una reverencia y volví a mi asiento. Deseé poder
desaparecer en medio del silencio que siguió a mi actuación, y que quedó
interrumpido únicamente por los aplausos de aquellos que todavía no se
habían dado cuenta de que la expresión que cruzaba el rostro de la emperatriz
no era de admiración, sino de rabia… Una rabia tan ardiente como una
cacerola que se ha dejado demasiado tiempo al fuego. Mi rabia se había
enfriado y me angustió pensar en cómo se desquitaría conmigo. No en aquel
momento, sino luego; no olvidaría aquella ofensa.
No había hecho nada más que lo que me había pedido y, aun así, ambas
sabíamos que mi rebeldía radicaba en el hecho de que me había negado a
dejar que se burlara de mí. No solo era la Emperatriz Celestial, sino también
la madre de Liwei. Por culpa de mi imprudencia y mi orgullo, había
entorpecido todavía más la relación entre nosotras.
Intenté captar la atención de Liwei, pero entonces sacaron los dulces y los
invitados murmuraron con deleite. Eran confituras exquisitas: pasteles de
almendra en forma de flores, cuadrados dorados de gelatina de olivo dulce,

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crujientes bolas de sésamo y un surtido de pudines de todos los colores; pero
se me había quitado el apetito.
La emperatriz susurró a su marido, que asintió una vez. Su voz grave
retumbó en el súbito silencio del salón.
—Esta noche, nos hemos reunido para celebrar el cumpleaños de nuestro
hijo, el príncipe heredero Liwei. Da la casualidad de que se trata de una
celebración doble, pues nos complace anunciar su compromiso con la
princesa Fengmei, del Reino del Fénix. Ojalá no haya nunca desavenencias
entre ambos y encuentren la felicidad eterna juntos.
Como sumida en un trance, mi mano se movió por voluntad propia,
uniéndose a las de los demás, que se llevaron las copas a los labios. No noté
el sabor de lo que bebí, si es que bebí algo. La noticia del emperador me
atravesó como un cuchillo, retorciéndose cruelmente al hundirse en mi
interior. No oía nada más que el rugido que invadía mi mente: ni los vítores
de los invitados que se ponían en pie, ni los aplausos que resonaban por toda
la estancia. Curvé los dedos sobre la mesa y arañé la madera pulida. Los ojos
me ardían, pero conseguí contener las lágrimas, mordiéndome el interior de la
mejilla hasta que el sabor cálido del metal y la sal me inundaron la boca.
Las bodas eran motivo de alegría, y se creía que traían suerte. Mientras los
invitados intentaban superarse unos a otros colmando de alabanzas a la pareja,
yo tomé asiento entumecida, sin fuerzas siquiera para salir huyendo.
—¡Qué armoniosa combinación de perlas y jade!
—¡La princesa fénix y el príncipe dragón: una pareja de lo más
prometedora!
—Contemplad su belleza, lo cierto es que son tal para cual.
Cada palabra emponzoñaba más mi herida supurante. Miré a Liwei
incrédula, casi esperando que se pusiera en pie y negase la noticia. Que me
dijera que no era más que una broma de mal gusto. Pero no volvió la mirada
hacia mí, y sus ojos exhibieron una expresión gélida y desprovista de luz. Y
lo que era aún peor: aceptó las felicitaciones de los invitados con un escueto
movimiento de cabeza. La princesa Fengmei se ruborizó ante las atenciones
recibidas, y cuando ella le tocó el brazo a Liwei, las entrañas se me arrugaron
como una hoja seca al ser arrojada a las llamas.
No era ninguna broma: estaba comprometido con otra. El impulso
desesperado de marcharme se apoderó de mí. Quería estar sola, y dejar fluir
mi dolor como un río al desembocar en el océano. Pero reprimí aquel impulso
cobarde. No huiría ni me escondería. Justo cuando pensaba que iba a
derrumbarme presa del dolor, noté que una mano firme y fuerte cubría la mía,

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y la fría caricia se abrió paso a través de mi aturdimiento. Al levantar la
cabeza, mi mirada chocó con la del capitán Wenzhi, que rebosaba
comprensión. Era alguien a quien había conocido esa misma tarde, pero ahora
mismo era lo único que me anclaba en medio de aquella furiosa tempestad.
Acepté su silencioso consuelo y me aferré a sus dedos, sintiéndome tan vacía
como una jarra de vino tirada de cualquier manera, con todo su contenido
derramado sobre el indiferente suelo.

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13

E ra una noche clara y con un toque de escarcha, pero yo ya estaba


congelada por dentro. Me senté en el patio y contemplé la solitaria
luna en el cielo. ¿Podría verme mi madre? Por primera vez, esperaba que no.
No quería que sintiera mi dolor, que supiera lo tonta que había sido.
Una sombra se cernió sobre mí, pero no levanté la vista. Ni siquiera
cuando se sentó a mi lado.
—Xingyin, deja que te lo explique.
Cerré los puños sobre mi regazo y las venas se me tensaron contra la piel.
Había jugado de la manera más insensible con el amor que sentía por él, como
una flor al ser arrancada y arrojada al suelo hasta marchitarse. Merecía más
que aquello. Pensaba preservar el orgullo que me quedaba, pues ya había
perdido demasiado.
—Alteza, ¿requerís mi ayuda? Si no, me retiraré por hoy.
—¿Dejarás que te lo explique? —La luz de su mirada se había
desvanecido, sumida en un abismo.
Me puse en pie con las piernas rígidas. Él intentó agarrarme el brazo, pero
yo retrocedí, pues no quería que nadie me tocara, y mucho menos él.
—Muy bien —dijo con voz tensa—. Esta noche requeriré tu asistencia.
Lo seguí en silencio hasta su habitación. Encendí los candiles, calenté el
carbón del brasero, templé una jarra de vino y le llevé un juego de ropa
limpia. Coloqué sobre la mesa los libros y materiales para el día siguiente.
Había llevado a cabo esas tareas en innumerables ocasiones, pero nunca con
una precisión tan fría ni tan poco dispuesta.
Él permaneció mirándome con esos ojos oscuros e insondables. Alzó los
brazos y le quité el manto azul oscuro y la túnica blanca y plateada, antes de
colgarla en una percha de madera. Le retiré la horquilla de oro y la corona de
la cabeza. El cabello le cayó sobre los hombros y yo se lo peiné con cuidado,
asegurándome de que ningún mechón me rozara.
Al acabar, hice una reverencia y me di la vuelta, dispuesta a marcharme.
—No te he dado permiso para que te fueses —dijo en voz baja.
—He cumplido con todas mis tareas. ¿Con qué otra cosa necesitáis que os
asista? —dije con voz monótona y el corazón encogido. No podría seguir
fingiendo mucho más tiempo.
—Siéntate. Escúchame. —Y añadió—: Por favor.

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Aunque mi orgullo me instaba a marcharme, tomé asiento. Contemplé la
trémula vela que había sobre la mesa, y decidí que me quedaría hasta que se
apagase. No le daría nada más.
Liwei se sentó a mi lado y se pasó las manos por el pelo. Advertí,
indiferente, que mis esfuerzos con el peine habían sido en vano.
—Mi madre siempre ha querido reforzar nuestros lazos con el Reino del
Fénix. No solo es un territorio poderoso y un aliado idóneo, sino que su linaje
procede de allí; aunque la reina Fengjin es pariente lejana. Cuando las aves
del sol fueron asesinadas, abatidas mientras estábamos al mando, el vínculo
entre ambos reinos se resintió.
Tomó aire de forma entrecortada.
—Fue entonces cuando su insistencia para que la princesa Fengmei y yo
nos comprometiésemos se volvió más vehemente. Yo nunca estuve de
acuerdo, aunque sabía que era mi deber, lo que se esperaba de mí. No
albergaba ningún deseo de casarme con alguien a quien no amaba. Los años
pasaron y creí que el asunto había quedado olvidado. Cuando me marché
ayer, fui a ver a mis padres con la intención de contarles lo nuestro. Me
dijeron entonces que ese mismo día el compromiso entre la princesa Fengmei
y yo había quedado decidido. Yo me negué, desde luego, pero ellos me
explicaron lo urgente de la situación. Nuestra unión no solo se iba a llevar a
cabo por una cuestión de prestigio, sino para asegurar nuestra supervivencia.
La reina fénix se halla en un estado de enorme agitación. Según han
descubierto los espías del reino, nuestros enemigos han intentado negociar
con ella para que se uniera contra nosotros. Ahora no podemos permitirnos
perder la amistad del Reino Fénix, y mucho menos tenerlos como enemigos.
No tras la guerra con el Reino de los Demonios, que nos ha dejado
debilitados. No cuando seguimos estando amenazados. La tregua entre ambos
reinos pende del más tenue de los hilos, el cual puede acabar quebrándose si
ellos ganan ventaja… y tenemos la certeza de que, incluso ahora, conspiran
contra nosotros.
Prosiguió con el mismo tono apagado y plano:
—Debo proteger a mi familia y a mi reino como sea. No pienso hacer
nada que pueda ponerlos en peligro. Por mucho que lo desee, no puedo actuar
de forma egoísta.
El silencio se instaló entre ambos, tan profundo como un abismo.
Sus palabras pretendían consolarme, pero yo me sentía rota por dentro.
Tal vez habría soportado mejor la situación si lo hubieran obligado a

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comprometerse. Pero saber que había aceptado aquella unión por voluntad
propia era lo que más me dolía.
Aun así, la lógica y la razón se mostraban implacables, ambas ajenas a mi
corazón herido. ¿Habría actuado yo de forma diferente? ¿Acaso no me habría
sacrificado por el bien de mi familia y de mi hogar?
No fue suficiente. No bastó para aliviar el dolor de mi pecho, el nudo en
mi garganta, el malestar que sentía en la boca del estómago. Me había dicho
que me amaba y luego se había prometido con otra. Aquellas emociones se
agitaban y retorcían en mi interior; crecían y me abrasaban por dentro. Pero
Liwei no conocería mi desesperación, no manifestaría mi dolor ante él. El
motivo no era ahorrarle el sufrimiento, sino ahorrármelo a mí. No podría
soportar llorar frente a él, rogarle o suplicar… Pasara lo que pasare,
mantendría la cabeza alta. El orgullo era a lo que me había aferrado en los
peores momentos, y lo único que me quedaba ahora.
Aunque no era tarea sencilla. Clavé la mirada en la vacilante luz de las
velas, esforzándome por mantener la calma. ¿Por qué en los momentos que
requerían más fortaleza era cuando más débiles nos encontrábamos? Aparté la
mirada de él, no por despecho, sino para ocultar las lágrimas.
Me acordé de la nota que llevaba en la bolsa y la saqué con los dedos
temblorosos. Qué cruelmente profética había sido mi broma: el juego de
corazones carecía ciertamente de trofeos. Me aferré al papel con más fuerza,
arrugándolo. Había sido una ingenua al pensar que todo saldría bien, como en
los libros que había leído, en los que el niño perdido se reencontraba con su
madre, el valiente guerrero derrotaba al monstruo y el príncipe salvaba a la
princesa. Pero yo no era ninguna princesa y los cuentos de hadas no estaban
hechos para aquellos como yo, ni siquiera en el cielo.
De algún modo, hallé la fuerza para pronunciar las palabras que era
necesario decir. Las palabras que a él lo liberarían y a mí me partirían el
corazón:
—Lo entiendo. De verdad que sí, pero debo marcharme.
—No tienes por qué. Aquí siempre habrá lugar para ti.
Alargó la mano, pero la retiró en el último momento y cerró el puño.
No quería seguir estando en deuda con él, aunque algunos pudieran pensar
que era lo que me correspondía, ahora que había faltado a su palabra. Pero no
intercambiaría los fragmentos de nuestro amor por favores. Reuní la poca
dignidad que me quedaba y me envolví con una cubierta de indiferencia.
—¿Qué lugar vas a ofrecerme? ¿El de una de tus doncellas? ¿Alguien que
juegue con tus futuros hijos? ¿Una acompañante para tu esposa? —Mi risa

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brotó mordaz y dura—. Aspiro a mucho más.
Ahora fue él quien desvió la mirada.
—¿A dónde irás? Te ayudaré a encontrar otra ocupación. Donde quieras.
—No —dije con rapidez; con demasiada rapidez. Aceptar su oferta, dejar
que me facilitara el camino, habría sido sencillo. Un feroz regocijo se apoderó
de mí al no verme obligada a aceptar su amabilidad. Al saber que había
encontrado un puesto por mérito propio, no por sus favores. No estaría en
deuda con nadie. El camino a seguir estaba claro, no había ninguna razón para
retrasar mi marcha. Tal vez mi estancia en el ejército me ayudara a olvidar lo
ocurrido aquí. Puede que un nuevo comienzo me diera la oportunidad de
sanar.
Me quité la horquilla del pelo y se la tendí; las piedras transparentes
brillaron al captar la luz. Al no tomarla, la dejé sobre la mesa. Dirigí los dedos
con rigidez a la Lágrima Celestial que colgaba de mi cintura, pero me detuve.
Guardaría aquello como recuerdo. Era un regalo que simbolizaba nuestra
amistad y, al margen de lo ocurrido, seguía siendo mi amigo.
Me invadió una desazón abrumadora que socavó la fuerza de mis
extremidades. Puede que fuera la certeza de que, en cuanto saliera de aquella
habitación, ya nunca volvería. Que el tiempo que habíamos pasado juntos
estaba llegando a su fin. Pensé amargamente que ya debería estar
acostumbrada a separarme de aquellos a los que amaba.
Me puse en pie, uní las manos y le dirigí una profunda reverencia:
—Alteza, ha sido un honor serviros.
Los recuerdos de nuestros momentos juntos desfilaron por mi mente: los
años de amistad, los pocos días robados de amor. La llama de la vela titiló
entonces, aferrándose a sus últimos instantes de vida antes de convertirse en
una voluta de humo… y dejar la habitación sumida en la oscuridad.

Página 141
PaRte
II

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14

L as llamas crepitaron y las chispas atravesaron el aire.


Permanecí sentada en el suelo, puliendo el asta de las flechas para
hacerlas más ligeras. Más rápidas. No era un esfuerzo necesario, pero me
permitía tener las manos ocupadas y la mente en silencio. Torcí la boca en
una sonrisa burlona. Hacía apenas unos meses me encontraba estudiando en la
Cámara de Reflexión, y ahora estaba perfeccionando mis flechas para matar a
un monstruo.
Xiangliu, la serpiente de nueve cabezas, había abandonado los Dominios
Inmortales con rumbo al mundo inferior. Había asolado las aldeas cercanas,
inundando sus ríos y raptando víctimas para satisfacer su insaciable apetito.
Aunque los guerreros mortales habían intentado durante mucho tiempo acabar
con aquella criatura, no eran rivales para su poderío y astucia. Me preguntaba
por qué el emperador celestial había esperado tanto para movilizar sus
fuerzas, igual que había dejado que las aves del sol vagaran sin control
durante muchísimo tiempo. No creía que se tratara de un acto de crueldad
consciente, sino más bien del mismo desapego con el que un mortal podría
contemplar la vida de un insecto, incapaz de comprender su sufrimiento. No
era solo el emperador; muchos inmortales compartían aquella visión. Tal vez
yo habría sentido lo mismo si por mis venas no corriera sangre mortal. Si mis
pensamientos acerca de mis padres no estuvieran entrelazados con aquel
lugar.
Contemplé la montaña que se alzaba desde el suelo. Se llamaba Monte
Sombrío. En la penumbra, la piedra oscura brillaba como si estuviera
recubierta de una capa de grasa. Aquel lugar no se parecía en nada a cómo me
imaginaba los Dominios Mortales cuando lo contemplaba desde arriba. No
había faroles encendidos, ni niños riendo ni un solo árbol que adornara la
tierra estéril. Solo una tensión en el ambiente similar al momento en que se
desata una tormenta.
Cambié de posición y noté el metal presionándome los hombros y las
costillas. Shuxiao no había exagerado su peso. Se me antojó una broma de
mal gusto estar vestida ahora con la misma armadura que en el pasado me
había provocado tanto miedo. Pero había sido decisión mía.
Pensé en la noche que había dejado el Patio de la Eterna Tranquilidad.
Decidida a no perder ni un segundo más, había ido en busca del general

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Jianyun y había aceptado su oferta de unirme al Ejército Celestial.
—Excelente. —Había esbozado una sonrisa, algo poco frecuente en él—.
¿Has informado a Su Alteza? Debe…
—Ya lo sabe. —Había estado demasiado exaltada para entretenerme con
cortesías. Volví a inclinarme ante él, con la esperanza de que el gesto
suavizase mis siguientes palabras—: General Jianyun, os agradezco esta
oportunidad, pero tengo algunas condiciones.
—Vaya. —Esa única palabra transmitía, de algún modo, tanto indignación
como diversión por mi temeridad.
—No necesito rango oficial ni remuneración. Lo que quiero es tener la
libertad de elegir mis propias campañas y que se me reconozca por mis
logros. —Tensé el cuerpo, preparándome para su disconformidad.
Frunció los labios. ¿Le disgustaría mi audacia? Pero había descubierto mi
propia valía y ya no pensaba limitarme a agradecer el hecho de que se me
concedieran oportunidades. No ascendería de rango en busca de un título
insignificante o de un poder que no codiciaba. Ni tampoco depositaría mi
futuro en manos de otro. Las personas en las que más confiabas también
podían defraudarte, incluso sin pretenderlo; era algo que había aprendido con
Liwei, y se me había quedado grabado a fuego.
El general Jianyun cruzó los brazos y se me quedó mirando.
—No es así como se hacen las cosas. Los comandantes eligen a sus
combatientes para cada misión teniendo en cuenta la experiencia y las
habilidades de cada soldado. Todos servimos a los intereses del Reino
Celestial.
—Y así lo haré yo. —Eran palabras vacías. No hacía aquello por lealtad al
reino; mi único objetivo era el Talismán del León Carmesí, aunque no sería
fácil destacar por encima de otros guerreros. Por lo tanto, en aquella noche
repleta de estrellas trazaría mi propio camino para poder resplandecer en el
cielo. Escogería las misiones que más posibilidades tuvieran de captar la
atención del Emperador Celestial. Me granjearía el talismán, la llave para
conseguir la libertad de mi madre: la única de mis ambiciones que había
permanecido inmutable a lo largo de los años, y a la que mi débil corazón ya
no podía poner trabas. Las dudas que había albergado en el pasado me
avergonzaban. Nunca habría olvidado a mi madre, habría hecho todo lo
posible para ayudarla…, pero la felicidad tenía la capacidad de suavizar los
contornos más ásperos de una persona, de atenuar la urgencia. Nunca más, me
juré.

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Finalmente, el general dio su brazo a torcer. Se me concedió el rango
ambiguo de «arquera» y me uní a las tropas del capitán Wenzhi: el único
comandante al que conocía y, sobre todo, un soldado célebre al que se le
asignaban las misiones más importantes.
No obstante, maldije aquella decisión durante las semanas que siguieron:
tuve que disparar el arco hasta que se me magullaron los dedos, combatir
hasta ya no poder tenerme en pie y lanzar encantamientos hasta quedar
totalmente exhausta. El capitán Wenzhi entrenaba a sus subordinados hasta la
extenuación y todas las noches me desplomaba en la cama desfallecida y con
los músculos ardiendo, deseosa de sumirme en el olvido que proporcionaba el
descanso.
El entrenamiento tampoco estaba exento de riesgos. Poco después de
haberme unido al ejército, el capitán Wenzhi me llevó a una cámara
subterránea iluminada por antorchas titilantes. Unos leones de piedra gris y
ojos prominentes cubrían las paredes; sus fauces abiertas simulaban sonrisas
temibles, como si estuvieran burlándose de nosotros. Al verlos, se me había
erizado la piel. En cuanto el capitán se marchó, con la puerta cerrándose de un
golpe tras él, unos dardos salieron disparados de la boca de los leones,
abalanzándose hacia mí con más rapidez que la lluvia durante una tormenta.
Me dejé caer al suelo y rodé hasta situarme debajo de una cornisa. Pero fui
demasiado lenta y el dolor me atravesó la pierna. Me estremecí mientras me
arrancaba los dardos de la carne, y acto seguido saqué una flecha y disparé en
la dirección desde donde venían. Casi por casualidad, alcancé la boca del
león. Cerró la mandíbula de golpe, cesando así sus ataques. Tras dispararles a
todos —mis flechas sobresalían de sus fauces—, el aluvión de dardos llegó a
su fin y la puerta se abrió de nuevo.
La sangre me hirvió al ver al capitán Wenzhi junto a la puerta. ¿Había
sido una prueba?
—¿Por qué no me has avisado? —exigí saber.
—En una batalla de verdad, ¿te avisaría el enemigo antes de atacarte?
—Tú no eres mi enemigo.
Ladeó la cabeza y me miró fijamente.
—Me alegro de que pienses eso. Pero, arquera Xingyin, tu desempeño ha
sido funesto.
Alcé la barbilla, con el orgullo herido.
—He dado a todos los leones. He conseguido salir.
Posó la mirada en las marcas rojas de mi pantorrilla, donde la sangre
goteaba en delgadas hileras.

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—Este ha sido el primer nivel de la Cámara de los Leones y aun así has
salido herida. Si los dardos hubieran estado recubiertos de veneno, ahora
estarías muerta.
Sacudió la cabeza, entró en la sala y arrancó mis flechas de la boca de los
leones. Los dardos salieron disparados hacia nosotros una vez más. Quise
agacharme y guarecerme en un lugar seguro, pero al ver que él mantenía su
posición, me obligué a permanecer a su lado, con el corazón martilleándome a
medida que los extremos afilados se acercaban cada vez más. Justo cuando
me disponía a tirarme al suelo, él agitó la mano casi con desgana. Un
resplandeciente muro de hielo apareció frente a nosotros y los dardos
chocaron contra él.
Mi orgullo se desvaneció como el vapor. Una ráfaga de viento, un muro
de llamas… cualquiera de las dos habría funcionado. Aunque había aprendido
a invocar la magia sin esfuerzo, su uso no era algo instintivo para mí. Tal vez
me las había arreglado sin ella durante demasiado tiempo. Cuando me
atacaban, mi primer instinto era contratacar con las manos y los pies. Como
un mortal, pensé en silencio. Fiel a mis raíces.
Su voz se endureció:
—Los mejores guerreros dominan tanto el combate físico como la magia.
No sobrevivirías demasiado tiempo apoyándote únicamente en tus habilidades
de lucha, pero tampoco puedes confiar solo en la magia. De lo contrario, tu
energía no tardaría en agotarse. Una circunstancia de lo más peligrosa. Al
margen de lo que suceda, ten la lucidez suficiente como para juzgar en qué
momento usar tu poder para lograr los mejores resultados posibles. Pero no
dudes en recurrir a él cuando sea necesario.
Sus palabras me impresionaron. Deseosa por demostrar mi valía, había
regresado a aquella cámara por mi cuenta. Los niveles habían sido cada vez
un poco más duros; a veces salían pinchos del suelo o el fuego brotaba de las
paredes. Terminaba los entrenamientos dolorida y magullada, y con la sangre
goteando de las heridas. Fue solo más tarde cuando descubrí que la Cámara
de los Leones estaba reservada a los mejores guerreros del ejército. Mientras
que la mayoría había tardado meses, o incluso un año, en dominar cada nivel,
a mí me había llevado unas pocas semanas.
Era más fuerte, más rápida y más poderosa de lo que nunca había sido.
¿Pero estaba preparada para lo que se avecinaba? Contemplé la oscura
montaña, intentando sofocar el malestar que sentía, preguntándome si habría
tomado la decisión correcta al ir allí: a enfrentarme a un monstruo tan temible
que su propio nombre dejaba mudos a los inmortales.

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Oí los pasos de alguien acercándose. Agradecí la distracción de mis
sombríos pensamientos.
—Arquera Xingyin, te estaba buscando. —El capitán Wenzhi se sentó
junto a mí—. Hay algo que deberías saber sobre Xiangliu.
Me dispuse a levantarme para saludarlo, pero él me hizo un gesto para que
me quedara sentada. Cuando estábamos a solas, a menudo mostraba un
comportamiento informal; algo poco habitual en el Ejército Celestial, regido
por el rango y la jerarquía. ¿Era porque durante el banquete habíamos
estrechado lazos, cuando él me había prestado su apoyo en el momento en el
que más lo necesitaba? ¿O era que se sentía a gusto conmigo porque yo no
ostentaba cargo oficial alguno, y por lo tanto no buscaba su favor ni su
aprobación?
—Solo puedes atacar a una de las nueve cabezas de Xiangliu —dijo de
pronto.
Me quedé inmóvil, con los dedos enroscados en torno a la flecha.
—¿A qué te refieres?
—El centro de su poder se encuentra en la quinta cabeza, la del medio. —
Miró fijamente las llamas—. Si estuviéramos en otra parte, podríamos atacar
con magia. Sin embargo, en esta montaña, nuestros poderes están
constreñidos.
Me habían advertido de aquello. Cuando intentaba conectar con mi
energía, esta se alejaba igual que antes de empezar mi entrenamiento.
—¿Se trata de algún encantamiento?
Él cambió de postura, y las llamas proyectaron sombras sobre su rostro.
—Nadie lo sabe. Descubrimos la existencia de este lugar al seguir a
Xiangliu para darle caza. La serpiente es tan longeva como astuta: tal vez
supiera que aquí estaría a salvo.
—¿No puedo disparar a todas las cabezas hasta dar con la correcta? —La
frivolidad de mis palabras disimulaba mi malestar. La idea de tener nueve
pares de mandíbulas lanzando dentelladas en mi dirección me provocaba
escalofríos.
—Si eso fuera posible, habríamos traído a un puñado de arqueros y la
habríamos cubierto de flechas. Xiangliu llevaría muerta mucho tiempo y no
nos haría falta tu ayuda.
—¿Y entonces por qué no lo intentáis? —repliqué, irritada por sus
palabras.
—Sus otras cabezas son invulnerables. Arremeter contra ellas solo
enfurece a Xiangliu; levanta sus sospechas y nos complica la tarea. La última

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vez, nos vimos obligados a retirarnos cuando nuestro arquero quedó
incapacitado. Pero con cada batalla aprendemos más cosas sobre nuestro
enemigo.
Lo miré, sorprendida. No sabía que ya habían intentado acabar con ella.
Puede que solo se hiciera alarde de las victorias, y las derrotas quedaran
rápidamente enterradas.
—¿Su quinta cabeza es diferente al resto? —pregunté.
—No está cubierta de escamas, al contrario que las demás, y su piel es
casi como la nuestra. Para acabar con Xiangliu, debes disparar a los ojos y
atravesarle el cráneo. —Hizo una pausa—. Por desgracia, ningún arma es
capaz de perforarle los párpados. Al menos, ninguna que conozcamos.
—¿Solo podré dispararle a los ojos cuando los tenga abiertos? —repetí
entumecida.
Me dirigió un seco asentimiento de cabeza.
—Xiangliu sabe cubrirse las espaldas. Por lo que descubrimos la última
vez, solo abre los ojos cuando lanza ácido, su ataque más poderoso. E incluso
entonces, solo permanecen abiertos un instante.
Tomó un palo y lo arrojó al fuego. Este crepitó y las chispas saltaron por
los aires, reflejando mi creciente tensión.
La flecha se me cayó al suelo.
—¿Eso es todo? —Esperaba que así fuera.
Él asintió, como si se tratara simplemente de dar a un objetivo a diez
pasos de distancia.
—¿Por qué no me lo has contado antes? —Me maldije por dentro por no
haber indagado más. Antes me había dado igual. Sin embargo, aquella
noche… descubrí que mi propia supervivencia no me era tan indiferente.
—Ten fe en ti misma. Esta vez Xiangliu no escapará. Tenemos todo lo
necesario para acabar con ella —dijo con convicción.
—¿Y qué es? —pregunté con desconfianza.
—Dos arqueros —bromeó.
—Dentro de poco solo quedará uno —le dije en tono sombrío.
Él se echó a reír.
—Y velocidad. La tuya, para ser exactos. Nunca he visto a nadie disparar
con tanta precisión y rapidez como tú. Eso será crucial —pronunció la última
parte de forma sombría.
—Podría haber entrenado de forma diferente si hubiera sabido a qué nos
enfrentábamos.

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—¿Cómo ibas a esforzarte más de lo que ya lo has hecho? —replicó,
antes de suavizar el tono—. ¿No crees estar preparada?
Hice una mueca. Más que el temor que me despertaba la serpiente, no me
gustaba aquella sensación: la de ser una pieza de ajedrez que él movía a su
antojo. Que me contara lo que él creía que debía saber, que me situase donde
él quería. Aquella era la jerarquía de mando de la que se había quejado
Shuxiao, pero yo no era una guerrera impotente.
—La próxima vez, prefiero ser yo la que considere si estoy preparada o
no.
Curvó los labios mientras se ponía en pie.
—Buenas noches, arquera Xingyin. Es tarde y todos los demás ya
duermen.
Esperaba que se dirigiera a su tienda, pero en lugar de eso se encaminó
hacia la montaña y desapareció entre las sombras. ¿A dónde estaría yendo a
estas horas?
Mi curiosidad rivalizó con mi reticencia a meterme donde no me
llamaban, y mi deseo de respetar su privacidad se impuso al final. Todos
necesitábamos tiempo a solas. Las llamas se estremecieron antes de reducirse
a un montón de cenizas. Sin los ruidos crepitantes de la hoguera, el silencio
solo se veía interrumpido por la respiración acompasada de los demás
soldados. No supe cuánto tiempo permanecí sentada allí, sumida en mis
pensamientos. Cuando el capitán Wenzhi reapareció por fin, me vio sentada
sola en la oscuridad.
—¿Qué haces levantada todavía? —preguntó, acercándose a mí.
—No estoy cansada. —Dirigí la vista a sus manos, manchadas de tierra—.
¿Y qué haces tú levantado todavía? —le devolví la pregunta.
—Tenía que examinar la ruta de acceso de mañana. Asegurarme de que
no vayamos a toparnos con ninguna sorpresa —suspiró—. Duerme un poco.
Mañana nos espera una cuesta empinada y una ardua batalla.
Me marché y me acomodé en el suelo. Las noches eran la parte más dura.
Cuando me quedaba a solas en la oscuridad, los recuerdos que ahuyentaba a
la luz del día afloraban en mi mente. Recuerdos de unos ojos cálidos y
oscuros y una sonrisa burlona, que erosionaban la dura coraza en torno a mi
corazón hasta que yo misma me rodeaba con los brazos, intentando tomar aire
pese a la opresión que sentía en el pecho. Puede que aquella noche me
resultara más duro porque me encontraba en los Dominios Mortales: el lugar
donde mis padres se habían conocido, se habían enamorado y habían sido
felices. Hasta que las aves del sol aparecieron. Hasta mi llegada.

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En cierta ocasión, me había armado de valor y le había preguntado a mi
madre cómo se habían conocido. De no haber leído el libro, jamás habría sido
tan audaz. Pero lo mismo pasaba con todo: catar apenas una pizca te deja con
ganas de más. Y descubrí que no le importaba hablar de su pasado mortal.
Eran los recuerdos que asomaban los que rehuía después. A veces me daba la
sensación de que estaba dividida en dos, por un lado se encontraba su parte
mortal y por el otro, la inmortal; la primera pertenecía a mi padre y la
segunda, a mí.
Su expresión se había iluminado al oír mi pregunta y el rubor había
trepado hasta sus mejillas.
—Crecimos juntos en un pueblo junto al mar —me había contado—. Era
el más listo, el más veloz y el mejor con el arco. No fue ninguna sorpresa que
los soldados vinieran a buscarlo justo después de cumplir los diecisiete y lo
reclutaran. Él no protestó, simplemente abrazó a su madre mientras ella
lloraba. Yo intenté no llorar, aunque ambos nos queríamos. Antes de
marcharse, me prometió que volvería a por mí. Esperé durante cinco años. A
veces pensaba que en su camino a la grandeza se había olvidado de mí. Pero
no fue así.
La expresión de su rostro se había nublado entonces mientras apretaba los
labios, que habían empezado a temblar. No hacía falta que verbalizase lo que
ambas sabíamos: que su separación no tenía ya vuelta atrás y era peor que si
mi padre hubiera cambiado de opinión y no hubiera regresado nunca… pues
ahora la totalidad del cielo se interponía entre los dos.
Me tumbé en el frío suelo con un suspiro. Tal y como había dicho el
capitán Wenzhi, los demás estaban dormidos. Yo todavía sufría, pero no solo
por mi pérdida. Mis padres habían acabado divididos, como un melocotón
partido por la mitad. El amor que se profesaban permanecía intacto, y sin
embargo no podían estar juntos. ¿Era aquello peor que la irrevocabilidad de la
muerte? Lo ignoraba.
Pensé con amargura que, a diferencia de mí, por lo menos mi madre se
había casado con el hombre al que amaba. Él le había sido leal. Y ella a él,
hasta el fatídico día en que había tomado el elixir. ¿Era ahí adonde conducían
todos los caminos del amor? ¿Al sufrimiento, ya fuera debido a la separación,
la traición o la muerte?
¿La alegría efímera del amor compensaría el dolor posterior? Imaginaba
que dependía de la fuerza del amor, de los recuerdos forjados, que parecieron
bastar para que mi madre siguiera adelante durante las sucesivas décadas de
solitaria vigilia. Sin embargo, en mis peores momentos una oscuridad se había

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adueñado de mí y me había susurrado cosas abominables: que era una criatura
necia y endeble, que resultaba muy fácil sustituirme.
Mi dolor se habría visto aliviado de haberme rendido al odio, dejando que
el resentimiento sofocara mi pena, culpando a Liwei por el sufrimiento que
me había provocado. Pero no habría sido más que una breve tregua, pues lo
que más lloraba no era mi orgullo herido, sino el amor que habíamos perdido,
el futuro que ya no era nuestro.
El doloroso vacío de mi pecho se acrecentó. De forma instintiva,
escudriñé la noche en busca de la luna, y dejé que su suave luz me rozara el
rostro, como un bálsamo para mi dolor. Cerré los ojos, y casi pude imaginar
que se trataba de las caricias de mi madre. Me clavé las uñas en las palmas de
las manos. Mi identidad no se reducía a aquel desventurado romance; no
dejaría que este me definiera. Tenía que pensar en mi familia, en los sueños
que deseaba cumplir… y en la serpiente de nueve cabezas a la que debía
aniquilar por la mañana.

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L os rayos del sol iluminaron la montaña con un brillo siniestro.


Apreté los dientes mientras subía la ladera, justo detrás del capitán
Wenzhi. El sudor me resbalaba por la frente, el cuello y la espalda al tiempo
que hundía los dedos en la fría roca para agarrarme a la superficie resbaladiza.
Miré haca abajo; el suelo se encontraba tan lejos que la cabeza me dio vueltas.
Me dije por enésima vez que no era probable que una caída en los Dominios
Mortales nos matase, aunque en aquel momento deseaba poder invocar una
nube.
—Ya hemos llegado. —El capitán Wenzhi se subió a un saliente.
El resto nos apresuramos a seguirlo, y el arquero Feimao fue el último en
aparecer: acalorado y con la brillante armadura raspada en algunas partes. ¿Se
habría caído? Por suerte, parecía ileso. Al final del saliente se vislumbraba
una entrada oscura, lo bastante grande como para que pudiéramos atravesarla
erguidos. Xiangliu había escogido bien su morada. No solo estaba protegida
contra la magia, sino que aquel terreno rocoso, repleto de caminos y aberturas
estrechas hacía imposible el asalto con tropas.
El capitán Wenzhi esperó a que estuviésemos todos antes de dirigirse a
nosotros en un tono firme:
—Manteneos alerta. Xiangliu es poderosa y veloz, sus colmillos son más
afilados que las cuchillas y unas escamas impenetrables protegen su piel. Al
contar con nueve cabezas, no hay demasiadas cosas que se le escapen. Pero,
sin importar lo que pase, no la miréis a los ojos.
—¿Por qué? —pregunté, temiendo ya la respuesta.
—Porque puede paralizaros.
Un tenso silencio se instaló entre nosotros, interrumpido únicamente por
el movimiento de nuestros pies. No era de extrañar que aquella criatura
hubiera evadido la muerte durante tanto tiempo, incluso después de haber
desatado la ira del Emperador Celestial.
Continuó hablando, aunque ahora más despacio:
—Concentrad vuestros ataques en el vientre, su parte más vulnerable. No
acabarán con ella, pero le causarán dolor. Nuestro objetivo es distraerla y
amenazarla hasta que escupa su ácido. Será entonces cuando el objetivo
quedará expuesto y los arqueros podrán disparar. A mi señal, atacaremos
formando dos grupos, flanqueándola y conduciéndola hacia la entrada, donde

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estarán los arqueros. —Dirigió la mirada al arquero Feimao y a mí—. No os
enfrentéis a ella a menos que sea necesario. Tened las flechas preparadas para
el momento del ataque. No dispondremos de demasiadas oportunidades.
Manteneos firmes, apuntad al objetivo con precisión y ayudaos el uno al otro.
Como uno solo, ambos hicimos una reverencia, envolviéndonos el puño
con la palma de la mano. Tras incorporarnos, adoptamos una posición aún
más erguida. Noté el cuerpo rígido por la tensión mientras contemplaba los
rostros sombríos que me rodeaban. Aquella no era una sesión de
entrenamiento que pudiera repetir cuando quisiera. El más mínimo error
inclinaría la balanza entre la vida y la muerte, y no solo para mí.
Dejamos la seguridad del saliente bañado por el sol y nos adentramos en
la cueva. Era enorme y se extendía verticalmente de tal manera que no era
capaz de ver el techo en la oscuridad. Me coloqué de espaldas a la luz, al
igual que el arquero Feimao, que se situó un poco más lejos. Inhalé
profundamente y casi sentí arcadas cuando el aire húmedo me inundó los
pulmones: aprecié la sal, la tierra y el hedor de la carne podrida. Justo
enfrente, el capitán Wenzhi levantó la mano en señal de advertencia.
Señaló el centro de la cueva, sumergida en agua turbia. Los soldados
captaron el mensaje y se situaron a un lado, pasando por encima de los
montones de huesos desperdigados casi de cualquier manera.
Entorné los ojos y distinguí una silueta enorme acurrucada en el agua, tan
quieta que apenas había ondulaciones alrededor. ¿Estaría dormida la criatura?
Me sequé las palmas de las manos, recubiertas de sudor, antes de sacar una
flecha. Había disparado a innumerables objetivos de metal, madera y piedra,
pero nunca a una criatura de carne y hueso. Tragué saliva, y mi mirada se
encontró con la del capitán. Hice un gesto con la cabeza, al igual que el
arquero Feimao, indicando que estábamos preparados. Cuando el suave
silbido del capitán atravesó el silencio, los soldados cargaron hacia delante,
pisoteando el suelo con fuerza.
Unas luces rojas cobraron vida, como luciérnagas danzando sobre el agua,
salvo por que se encontraban incrustadas en las cabezas de Xiangliu, que se
elevó hasta alcanzar su altura máxima, semejante a la de un ciprés joven.
Nueve cabezas surgieron de un cuerpo en forma de barril, cada una con
aspecto pesadillesco y vida propia. Ocho de ellas estaban cubiertas de
escamas negras y exhibían una mirada flamígera; sus colmillos, tan blancos
como el hueso, resplandecían con un líquido espumoso. Una tenía la piel de
un inmortal de tez clara, salvo por las líneas oscuras que se extendían como
las grietas de la porcelana resquebrajada. Sus labios entreabiertos dejaban al

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descubierto unos dientes grises, y donde deberían haber estado sus ojos se
veían dos huecos llanos, como un par de agujeros en el suelo a medio llenar.
Me resultó espeluznante contemplarla; era como si a un inmortal le hubiesen
arrancado el rostro y hubiesen cubierto con él a la serpiente, como si fuera un
guante.
Un escalofrío me recorrió la columna mientras agarraba el arco con más
fuerza. Los soldados se lanzaron al agua, levantando sus espadas. La criatura
chasqueó ferozmente la mandíbula y envolvió con su cola cubierta de púas a
aquellos que estaban más cerca, antes de arrojarlos contra la pared. Los
soldados chocaron contra la roca con un estruendo, y sus gritos resonaron en
mis oídos.
Xiangliu hizo descender una de sus cabezas y hundió los colmillos en el
cuello de un soldado. Este gritó de dolor y golpeó con su espada el rostro
escamoso de la serpiente.
—¡No! —gritó el Capitán Wenzhi.
Era demasiado tarde: Xiangliu aglutinó las cabezas para formar un escudo
alrededor de su núcleo, como los pétalos de una flor al cerrarse. La serpiente
salió de su trinchera con sorprendente habilidad, salpicando agua por todas
partes. Fría y apestando a muerte.
Los soldados siguieron atacando. Uno le clavó la espada en el estómago.
Xiangliu aulló con un sonido feroz, mientras se deslizaba hasta la entrada; se
elevó más y más hasta alzarse por encima del arquero Feimao y de mí. Sus
escamas brillaban como el ónix bajo la luz del sol que se filtraba.
El miedo me atravesó el corazón; no se trataba del insidioso
estremecimiento que uno sentía frente a lo desconocido, sino de un terror
punzante fruto del ansia por la supervivencia. Un instinto primitivo se
apoderó de mí; haciendo oídos sordos a las advertencias del capitán Wenzhi,
solté la cuerda del arco y la flecha salió disparada. Incluso tras alcanzar a la
criatura, me maldije por no haber permanecido oculta tal y como se me había
ordenado. Por haber llamado la atención de la serpiente en lugar de haber
salido en el momento oportuno para dar el golpe de gracia.
Una de las cabezas de Xiangliu se arrancó la flecha y la arrojó a un lado
casi con desprecio. Las demás se abrieron en abanico a mi alrededor,
perforándome con aquellos ojos brillantes. Me quedé paralizada, atisbando en
aquel momento las diminutas escamas nacaradas que cubrían las cuencas
oculares de su cabeza central y que apenas eran perceptibles en la oscuridad.
—¡No la mires! —gritó el arquero Feimao, gesticulando como un loco.

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Retrocedí al tiempo que una soldado arrojaba su lanza al estómago de la
serpiente. El grito de Xiangliu atravesó el aire mientras que su cabeza central
se alzaba; al abrir los párpados, dos carbones ardientes quedaron al
descubierto. ¡El núcleo! Xiangliu abrió sus ocho pares de mandíbulas y
escupió un líquido verdoso y espumoso por toda la caverna que desprendía un
olor acre y agrio.
Aquellos a los que golpeó gritaron de dolor y se desplomaron en el suelo,
retorciéndose de agonía. El ácido me salpicó los brazos y su espuma devoró la
tela de mis vestiduras; las ampollas se extendieron sobre mi piel como
amapolas. Habría gritado hasta quedarme ronca, pero el dolor abrasador —el
que sentí al desprendérseme la piel— me dejó sin aliento.
Apretando la mandíbula hasta casi rompérmela, busqué a tientas otra
flecha y la coloqué en el arco. El arquero Feimao me miró fijamente y me
indicó que disparara, pero el temblor que me provocaban el miedo y el dolor
era demasiado intenso. Las dudas se apoderaron de mí y pensé que no lograría
darle, que fracasaría y defraudaría a todos los que dependían de mí. El
arquero Feimao disparó una flecha justo cuando aquellos orbes brillantes
desaparecían, y el asta golpeó los párpados de la serpiente y se rompió en
pedazos.
La criatura esbozó nueve escalofriantes sonrisas y sus ojos rojos brillaron
con malicia al clavar la mirada en nosotros. Los soldados salieron disparados
y Xiangliu los apartó de un golpe con la cola. El arquero Feimao y yo
retrocedimos, pero dos de las cabezas de la criatura se abalanzaron sobre
nosotros y le hundieron los colmillos en los hombros. Él lanzó un chillido y se
encogió de dolor, mientras la sangre brotaba de sus heridas.
Quise doblarme sobre mí misma y vaciar el contenido de mi estómago.
Llorar por su sufrimiento y el de los demás, a los que aquella criatura viciosa
había vapuleado. Pero el terror me cerró la garganta; ni siquiera podía gemir.
Xiangliu se acercó aún más, y una de sus cabezas se arqueó hacia mí con una
elegancia lánguida. Estaba tan cerca que pude verme reflejada en esos orbes
carmesíes. Me inundó un extraño cansancio. Los dedos se me aflojaron y el
arco se me escapó. Un destello apareció en los ojos de la serpiente al tiempo
que abría la boca. De los colmillos, totalmente blancos, goteaba un líquido
espumoso. Su asqueroso aliento me sacó de mi aturdimiento y retrocedí,
parpadeando confundida. Volví a ser consciente de todo mientras me
abalanzaba para recuperar el arco.
Alguien gritó —el capitán Wenzhi— mientras corría hacia nosotros con la
espada en alto. Propinó una estocada al vientre de la serpiente mientras ella

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gritaba de rabia y volvía las cabezas hacia él.
—¡El objetivo! —gritó, levantando el escudo para bloquear las
dentelladas de la criatura.
Los párpados nacarados se desplazaron. Dos carbones al rojo vivo
destellaron de nuevo, como brasas en la oscuridad. El monstruo abrió la
mandíbula y expulsó su ácido, que me salpicó las manos y levemente la
mejilla; la piel me ardió con la viveza del fuego y el hielo. Unas oscuras
oleadas de agonía asolaron mi conciencia, con la intención de arrastrarme
hacia las tinieblas, pero la imagen del capitán Wenzhi enfrentándose al
monstruo prendió un sentimiento de feroz determinación por no defraudarlo
de nuevo.
Los músculos de las piernas se me tensaron mientras me esforzaba por
mantener la compostura, reprimiendo las arcadas que me provocaba el hedor
de la carne calcinada. Saqué dos flechas del carcaj y las coloqué en el arco.
Xiangliu volvió la cabeza, y un temblor me recorrió los brazos mientras
intentaba lanzar un disparo certero; clavé la mirada en aquellos ojos ígneos
mientras todo lo demás se difuminaba. Mis flechas atravesaron el aire y
produjeron un chapoteo repugnante al golpear a la criatura.
La serpiente se quedó inmóvil, y ocho pares de ojos de color rubí
parpadearon con rapidez. Justo cuando pensaba que había fallado el tiro, que
no le había dado… un escalofrío recorrió el cuerpo de la criatura y las cabezas
cayeron hacia atrás, mientras los cuellos se aglutinaban y se desplomaban en
el suelo. El polvo se elevó en el aire.
El repentino silencio resultaba sorprendente, carente de los gritos, los
jadeos y el ruido de la carne al desgarrarse. Intercambiamos miradas atónitas,
sin poder creer que el horror hubiera acabado. Que estuviésemos vivos.
Feimao me dio una palmada en la espalda, pero su sonrisa se transformó en
una mueca al tiempo que se agarraba el hombro. Alguien se echó a reír, y otro
vitoreó. Esbocé una sonrisa incómoda a pesar de que no tenía ganas de
celebrar la victoria. Tenía los brazos en carne viva, pero las entrañas se me
retorcieron al contemplar al capitán Wenzhi. Las partes de su cuerpo que
alcanzaba a ver estaban repletas de heridas mucho peores que las mías.
—Lo siento. —Mi voz sonó ronca al mirar a Feimao y a los otros
soldados heridos—. Fallé la primera vez, perdí los nervios. De no haber sido
así, de no haber sido…
—Arquera Xingyin, deja de disculparte. —El capitán se mostraba severo,
pero no carente de amabilidad—. Ninguna batalla es perfecta, y pocas cosas

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salen tal y como se planean. Lo que importa es que Xiangliu está muerta y
todos vamos a salir de aquí con vida.
Examinó mis heridas y apretó los labios en un gesto que me pareció de
desaprobación. En lugar de reprenderme, sacó un frasquito de jaspe y repartió
varias gotas de un líquido amarillento por mis brazos. El suave aroma de la
menta y de las hierbas impregnó el aire viciado; una sensación de frescor se
extendió por mi piel al tiempo que el dolor disminuía y se convertía en una
pulsación sorda.
—Esto solo lo adormece. —Me pasó el frasco—. No intentes curarte. El
ácido de Xiangliu contiene un veneno que debe ser tratado de forma
adecuada. Cuando volvamos, te enviaré a un sanador.
—Asegúrate de que otro te vea también a ti. Has acabado peor que yo. —
Señalé sus heridas con la cabeza.
El temblor de mis piernas contradijo mis palabras, y me desplomé en el
suelo. Me invadió una sensación de mareo y apoyé la frente en los brazos;
habíamos ganado, pero ¿dónde quedaba la exultación por haber derribado al
monstruo? Me recorría una innegable sensación de alivio, sí, pero la
acompañaba una intensa opresión en el pecho. ¿Era compasión? ¿Por la
criatura a la que le había quitado la vida? Aún peor, enterrada en lo más
profundo de mi ser, notaba cierta… ¿vergüenza? Por haber sido capaz de
matar con tanta facilidad. Y porque volvería a hacerlo.
El capitán Wenzhi se acuclilló a mi lado.
—Con el tiempo se volverá más fácil —dijo, como si me hubiera leído el
pensamiento.
—Eso es lo que me da miedo —confesé de forma entrecortada.
—Xiangliu ha devorado a innumerables mortales. Si no lo hubiéramos
detenido, habría matado a más gente.
Sus palabras me reconfortaron. Al menos lo bastante como para aliviar la
tensión y que mi respiración se ralentizase. Me puse en pie con dificultad y
contemplé el cuerpo de la serpiente. La sangre goteaba de sus ojos y se
filtraba en el suelo. Sí que era un monstruo: no por su aspecto, sino por lo que
había hecho. Aferrándome a aquello, algo se endureció en mi interior. No me
lamentaría por un acto que volvería a llevar a cabo.
Justo entonces me sobrevino una extraña sensación. Me di la vuelta y
vislumbré algo brillante en las profundidades de la cueva, que solo era visible
ahora que el sol vespertino se filtraba desde aquel ángulo.
—Capitán Wenzhi, ¿qué es eso del fondo?
Siguió mi mirada.

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—¿Será el resplandor de la luz?
—No lo creo. ¿No sientes algo que proviene de allí? —pregunté.
Negó con la cabeza, y yo me mordí el labio, preguntándome si me habría
equivocado. Sin embargo, todavía notaba la misma sensación. Esa tenue y
elusiva percepción.
—Iré a comprobarlo y volveré después —decidí.
—Te acompaño. ¿Y si resulta que Xiangliu tiene alguna hermana? —Se le
escapó una sonrisa.
Me estremecí.
—Mientras no coma mortales, la dejaremos en paz.
Nos deslizamos por un estrecho pasadizo al fondo de la cueva y cruzamos
un arroyo poco profundo antes de emerger a una caverna. Un hueco en la
parte superior permitía que la luz del sol pasara sin obstáculos y bañara un
montón de tesoros resplandecientes. Sartas de perlas, adornos de jade y gemas
del tamaño de un puño cubrían el suelo de cualquier manera, como si fueran
ramitas, hojas y piedras.
—¿Qué es esto? —pregunté al recuperar la voz.
—¿Las posesiones de las víctimas de Xiangliu? —El capitán se agachó y
examinó alguno de los objetos—. No, algunas de estas cosas son de nuestro
reino. Xiangliu debió de haberlos traído aquí.
Tomé un cofrecito y abrí la tapa. Dentro había un collar de oro salpicado
con trozos de ámbar.
Él lo levantó.
—Un amuleto de magia terrestre.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté con curiosidad.
—El ámbar es el tesoro sagrado de los árboles —explicó, dejándolo caer
de nuevo en la caja—. Se lo llevaré a Su Majestad Celestial.
Abrimos unos cuantos cofres más, dejando a un lado un magnífico collar
de rubíes, un orbe liso de lapislázuli recubierto con gruesas vetas de oro y un
adorno de plata para el pelo con forma de carillón. Al pasar los dedos por
encima, un tintineo se extendió por la caverna.
Señalé el reluciente arsenal de objetos.
—¿Qué haremos con todo esto?
Los bienes materiales carecían de importancia en el mundo inmortal salvo
por cuestiones de ornamentación o vanidad. La magia, el rango y los linajes
eran en realidad los elementos determinantes de poder en el Reino Celestial.
El capitán se encogió de hombros.

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—Les llevaré algunas piezas a Sus Majestades Celestiales para su
colección, y no hay ningún problema en que cada soldado se guarde algún
objeto como recuerdo de la batalla. En cuanto al resto, dispón de ellos como
te plazca.
Fue entonces cuando vi una caja grande de madera en un rincón de la
cueva; su sencillez contrastaba con los tesoros de valor incalculable que había
a su alrededor. A medida que me acercaba, la sensación desconocida de mi
interior se acrecentó, como si estuviera percibiendo el aura de un inmortal, un
aura que estaba dirigida únicamente a mí. Me agaché y quité la tapa, y el
pulso se me aceleró al contemplar lo que guardaba el interior: un arco
encordado con una brillante cuerda de oro y tallado en jade verde. Un dragón,
cuya magnífica cabeza conformaba el extremo superior, arqueándose hasta
llegar a la cola, situada en la extremidad inferior. Al tocar la fría piedra, una
corriente de poder me recorrió, como si hubiera metido el brazo en una
embravecida cascada. Todo cobró sentido en mi interior, como si hubiera
encontrado algo que ignoraba haber perdido. Levanté el arco y tensé la
cuerda, pero estuve a punto de soltarla cuando un tenue rayo de luz se formó
entre mis dedos. No me hizo daño, sino que chasqueó, produciéndome un
agradable cosquilleo antes de desvanecerse.
—Fuego Celestial —dijo el capitán Wenzhi sin aliento.
El arco se me cayó de las manos. Se decía que era un poder formidable —
uno de los que poseía el Emperador Celestial— del cual un único rayo era
capaz de herirnos con gravedad; podía llegar incluso a quitarnos la vida.
Se le iluminaron los ojos mientras se agachaba para recogerlo.
—El arco del Dragón de Jade —murmuró, acariciando la ornamentación.
El dejo de reconocimiento en su voz me sorprendió.
—¿Cómo lo sabes? ¿Ya lo habías visto?
Él se encogió de hombros.
—Existen muy pocas armas de Fuego Celestial, y solo un arco.
—¿Por qué ha desaparecido el rayo? —Me extrañaba, ya que no había
soltado la cuerda.
Una expresión pensativa cruzó su rostro.
—Puede que todavía no seas lo bastante poderosa como para manejarlo.
Parecía tranquilo, aunque la respiración se le aceleró. Levantó el arco y
agarró la cuerda dorada. Vi cómo los músculos del brazo se le tensaban, pero
la cuerda permaneció en su sitio, al contrario que conmigo, que había cedido
como si fuera un hilo de seda. En cuanto lo dejó en el suelo, el arco saltó a
mis brazos como si yo hubiera tirado de él.

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Levantó la cabeza y me miró fijamente. Inquieta, coloqué el arco en la
caja y se la pasé. Se oyó un fuerte traqueteo proveniente de su interior.
El capitán frunció el ceño y me devolvió la caja.
El ruido cesó.
—Quédatelo hasta que decidamos qué hacer. Parece haber formado una
conexión contigo y es un arma demasiado poderosa como para dejarla tirada
por ahí.
Un escalofrío me recorrió al oír sus palabras. Por alguna razón era reacia a
separarme del arco, pero me obligué a preguntar:
—¿Debemos devolverlo al Reino Celestial?
—El arco no pertenece al Reino Celestial. He oído que su dueño
desapareció hace mucho. Mantenlo a salvo y ocúltalo hasta que sepamos a
quién devolvérselo. —Clavó los ojos en los míos con súbita intensidad
mientras añadía—: No le menciones esto a nadie.
Asentí, a pesar de la inquietud que me atenazaba el estómago. ¿Acaso
temía que el emperador reclamara el arco para sí? Aun así lo correcto era
devolverle el arco a su dueño.
Mientras contemplaba el resto del tesoro, se me ocurrió una idea.
—Podemos repartir los objetos en las aldeas que arrasó Xiangliu. Aunque
no hay nada que compense la pérdida de sus seres queridos, al menos sus
vidas serán más sencillas.
Asintió con la cabeza.
—Elige lo que quieras; yo iré a llamar a los demás.
Me agaché y recogí un brazalete de oro adornado con coral; sus intensos
colores me recordaron a Shuxiao. Me lo metí en la cinturilla del pantalón.
—A mi amiga le gustará el brazalete.
—¿Tú no quieres nada? —preguntó.
Vacilé, antes de tomar un collar de zafiros; el fuego azul de las gemas era
como el de la corona de Liwei. Acto seguido, lo dejé caer, y este tintineó al
golpear el suelo.
—No tengo banquetes ni grandes eventos a los que asistir. Y aunque los
tuviera, no me hace falta nada. —Pensé en el colgante que llevaba y que
nunca me quitaba. El hecho de saber que era de mi padre, y que mi madre me
lo había colocado alrededor del cuello, me proporcionaba una sensación de
pertenencia.
El capitán Wenzhi guardó silencio durante un instante antes de dirigirse a
la entrada de la caverna y llamar a los demás. Tras unirse a nosotros,
contemplaron el interior con los ojos abiertos de par en par. Aquel no era un

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tesoro cualquiera, ni siquiera para alguien inmortal. Mientras recogían
horquillas con pedrería, collares de perlas y ámbar y brazaletes de jade, el
capitán escogió diversos artículos para el Tesoro Imperial y los soldados que
habían partido antes.
Aquellos a los que sus heridas se lo permitían se pasaron la noche
recogiendo el oro y las joyas. Cuando por fin salimos de la cueva, posé la
mirada una vez más en la figura inmóvil acurrucada en el suelo. Contuve la
respiración, intentando bloquear el olor metálico de la tierra empapada en
sangre.
Para cuando entregamos los últimos vestigios del tesoro a las aldeas, el
cielo se había aclarado hasta adoptar un tono grisáceo. Yo permanecí detrás
de los demás, observando, cuando una puerta se abrió y una anciana salió de
su interior: la primera mortal que veía de cerca. Tenía la piel llena de arrugas
y los ojos amarillentos caídos. Los harapientos ropajes que envolvían su
cuerpo ofrecían escasa protección contra el frío. Mientras que en las manos
llevaba una pala llena de tierra. ¿Acaso salía a trabajar a aquellas horas de la
mañana? Tropezó con la caja frente a su entrada y se agachó para recogerla.
Se quedó boquiabierta y abrió los ojos como platos al ver la fortuna que
contenía. Un grito agudo escapó de sus labios, y el sonido me perforó hasta lo
más profundo de mi ser. Se llevó la caja al pecho y recorrió las calles con
energías renovadas, llamando a sus vecinos para que se despertaran.
Numerosas puertas se abrieron de golpe y los gritos emergieron a medida que
la gente descubría las riquezas. Algunos de los aldeanos cayeron de rodillas y
murmuraron oraciones de agradecimiento, mientras que otros lloraron y se
abrazaron a los demás. El ambiente vibraba con su alegría y alivio, pues tal
vez aquel invierno no fuera a ser tan amargo después de todo.
Nos consideré magnánimos al desprendernos de aquella fortuna, pero el
cálido sentimiento que inundó mi corazón me pareció aún más valioso.
Alguien se colocó a mi lado y yo tragué saliva para despojarme del nudo en
mi garganta. Al echar un vistazo al capitán Wenzhi, vi que una sonrisa
cruzaba su rostro impasible. Sus ojos negros reflejaron el brillo dorado del sol
mientras sus rayos se extendían sobre nosotros, dando lugar a un nuevo día.

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N o había estanques plateados ni jardines repletos de flores que me


alegraran la vista, pues mi pequeña habitación se encontraba
orientada a los muros del palacio. Pero me la había ganado por mérito propio
y no por cortesía ajena. Durante las noches en que mi mente inquieta rehuía el
sueño, subía hasta la azotea para contemplar las estrellas del firmamento y las
brillantes luces del reino inferior. A veces me quedaba dormida sobre las frías
tejas de jade, arrullada por el resplandor plateado de la luna. Me recordaba a
los farolillos de mi casa, cuya luz se filtraba por mi ventana mientras yo yacía
en mi cama de madera de canelo.
En la intimidad de mi habitación, me despojé de mis ropas, deseosa por
lavarme la sangre y el sudor del cuerpo. El bálsamo del capitán Wenzhi
estaba perdiendo su efecto, y al sumergirme en el agua caliente del baño, los
brazos me ardieron. Apretando los dientes, me froté por todas partes. A
continuación, me enfundé en una túnica interior blanca y me hundí en la
cama, con la esperanza de poder descansar un poco antes de que llegara el
sanador.
El sueño se apoderó de mí. Al despertar, el sol se había oscurecido,
adoptando un tono ámbar. Me incorporé y estiré los brazos —preparándome
para las inevitables oleadas de dolor—, pero no sentí nada, ni siquiera la más
mínima punzada. Y tampoco había rastro de rojez alguna. El sanador debía de
haber venido mientras yo dormía.
—¿Has descansado?
La voz, que conocía tan bien como la mía, me sobresaltó. Se me aceleró el
pulso mientras me daba la vuelta lentamente.
Liwei estaba sentado tranquilamente junto a la mesa, como si nos
hubiésemos visto por última vez el día anterior y no meses antes, como si las
últimas palabras que habíamos intercambiado no hubieran estado anegadas
por el dolor y los remordimientos. Llevaba una túnica gris sujeta alrededor de
la cintura con una cadena de eslabones de ónix y se había recogido la larga
melena con un aro de plata. Estaba tal y como lo recordaba, aunque tenía el
rostro más delgado y los ojos más oscuros que antes… o puede que la luz de
su mirada se hubiese apagado.
Adopté una expresión indiferente, aunque una maraña de emociones
encontradas se arremolinaba en mi interior. Me levanté de la cama y me

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incliné con rígida formalidad.
—No hace falta que hagas eso.
—No tendría que hacerlo si no te hubieras presentado aquí sin invitación.
—Me cerré la túnica interior aún más—. Liwei, este encuentro está fuera de
lugar. Estoy sin vestir. Estos son los cuarteles de los soldados y tú no deberías
estar aquí.
Como no parecía dispuesto a marcharse, me acerqué al armario y saqué la
primera prenda que encontré: una túnica verde que me deslicé por los brazos
y me até a la cintura. Al no querer ocupar el taburete junto a él, volví a
sentarme en la cama.
—¿A qué habéis venido, Alteza?
—Hace un momento me has llamado Liwei —señaló.
—Un desliz —dije—. Sois el príncipe heredero. Yo, una soldado. Debo
dirigirme a vos como «Alteza».
Sus delgados dedos juguetearon con la copa que había sobre la mesa.
—He oído que habías vuelto. Quería verte, comprobar que estuvieras sana
y salva. —Frunció el ceño—. Sufriste heridas graves. ¿Por qué no te curaste
antes?
—Mis habilidades son, en el mejor de los casos, rudimentarias. Y debido
al veneno de la serpiente, el capitán Wenzhi consideró que las heridas debía
tratarlas un sanador.
Rehuí su mirada. Su mera visión resquebrajaba la coraza que rodeaba mi
corazón y reavivaba el dolor que había intentado reprimir durante tanto
tiempo.
Se aclaró la garganta.
—Me parece que debo darte la enhorabuena. Me han contado que
derribaste a Xiangliu lanzando un único ataque con dos flechas. —Sonaba
satisfecho. Orgulloso, incluso.
—No solo a mí. De no haber sido por los demás, no lo habría contado —
dije conmovida.
El color abandonó su rostro, pero no me permití tomarme demasiado en
serio su preocupación.
—Alteza, os agradezco la visita, pero me gustaría descansar. Por favor,
marchaos. —Extendí la mano hacia las puertas, atemperando mi actitud
descortés con una breve reverencia.
No hizo amago de ponerse en pie, ni dijo nada. ¿Lo habría ofendido? El
jefe de personal habría sufrido una apoplejía ante mi falta de respeto. Pero

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entonces caí en la cuenta: era imposible que hubiese visto mis heridas a
menos que…
—¿Me has curado tú?
—Sí. —Me miró fijamente.
Mi mente traidora evocó la imagen de él sentado en mi cama, deslizando
las manos por mis brazos mientras guiaba su energía hasta mi interior.
—No era necesario, pero gracias.
—No hace falta que me des las gracias —respondió—. ¿Qué tal has
estado?
Recordé las innumerables noches que había pasado en vela tras haberme
separado de él, cuando la pena me arañaba el corazón. Las lágrimas que había
tenido que tragarme hasta que por fin se secaron. Aquellos eran mis secretos,
y los escondía tras una sonrisa.
—Bien —mentí sin rodeos—. Los entrenamientos me mantienen ocupada.
El capitán Wenzhi es un maestro exigente.
Tensó la mandíbula al tiempo que un dejo amargo y desconocido
inundaba su voz.
—Sí, el capitán Wenzhi muestra una actitud de lo más solícita contigo.
Me pregunto por qué dedica tanto tiempo y esfuerzo a una única recluta.
La sangre me hirvió ante su insinuación. Si estaba celoso, no tenía ningún
derecho.
—¿A qué has venido? —pregunté de nuevo, de forma más brusca que
antes.
Cerró el puño sobre la mesa.
—No debería estar aquí. Me mantuve alejado todo el tiempo que pude.
Pero cuando te marchaste a los Dominios Mortales, no pude evitar temer por
tu seguridad. Creí que tal vez no volverías.
Su confesión atravesó las defensas que había construido con tanto esmero.
Odiaba la debilidad que se agitaba en mi interior, aquel vano anhelo por lo
que había perdido. Qué fácil me resultaría admitir el dolor que sentía en el
pecho, alargar la mano y tocarlo, tal y como había soñado. Pero estaba
prometido con otra, y yo no pensaba conformarme con menos de lo que
estaba dispuesta a dar.
En su lugar, me eché a reír, lanzando una breve y áspera carcajada: la
indiferencia y la burla conformarían mi armadura en aquella pugna.
—¿Tan poco valoras mis habilidades?
Me miró sin inmutarse.
—Xingyin, eso no es justo. Ya sabes lo mucho que te admiro.

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—Parece que no lo bastante. No me vengas con lo que es justo o no,
Liwei. —Me maldije porque se me escapara de nuevo su nombre, por el
repentino brillo que iluminó sus ojos—. Tomaste una decisión la noche que te
prometiste con otra. Y yo la tomé al marcharme. Lo que no es justo es que te
presentes aquí ahora, cuando debes de ser consciente de lo mucho que me
altera.
Debí detenerme en aquel instante, pero el resentimiento y la ira
desbordaron de mi interior.
—Me dijiste que me amabas. Me rompiste el corazón. Ni siquiera fuiste
capaz de contarme lo de tu compromiso. ¿Fue eso justo? —Mis palabras eran
amargas y, sin embargo, resultaba un alivio pronunciarlas en voz alta.
—No. —Su voz sonó ronca—. Tienes todo el derecho a despreciarme.
Pero debes saber que, si pudiera elegir, te elegiría a ti.
Se pasó una mano por el pelo, como hacía cuando algo lo angustiaba.
Deseaba con toda mi alma no saber esas cosas y que su presencia no me
afectase tanto.
—Iba a contártelo. Los esponsales no debían anunciarse aquella noche,
pero mi madre convenció a mi padre para que lo hiciera.
Inhalé de forma entrecortada. Me había equivocado: la emperatriz no
había aguardado para tomar represalias y su golpe había sido más certero de
lo que podría haber esperado. Daba igual; nada habría cambiado. Liwei era el
príncipe heredero. Casarse formaba parte de su deber y yo debería haberme
dado cuenta desde el principio.
Un pesado silencio se instaló entre ambos. Una parte de mí deseaba que se
marchara para poder meterme de nuevo en la cama y sumirme en el olvido de
los sueños. Y sin embargo, otra parte, la más débil, aún florecía con su
presencia; se nutría de su rostro y del sonido de su voz, y anhelaba sus
caricias, a pesar de ser consciente del dolor que afloraría después.
Me armé de valor y le pregunté:
—¿Habéis fijado la fecha de la boda? —Ya lo había dicho, había
arrancado la venda de cuajo. ¿Acaso no era mejor enfrentarse al monstruo a
plena vista, en vez de dejarlo acechar entre las sombras, sin saber cuándo
podría atacar?
La luz de sus ojos se desvaneció.
—Hemos intercambiado los regalos de compromiso, pero la ceremonia no
se celebrará hasta dentro de unos años. La princesa Fengmei y yo todavía
somos jóvenes, y he solicitado tiempo para dedicarme a mis deberes. Puede
que entonces las cosas cambien.

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No parecía impaciente por casarse. Pero tampoco entendía que postergara
la boda cuando el intercambio de regalos constituía un compromiso tan
vinculante como la firma del contrato de matrimonio.
¿Quién se atrevería a boicotear la alianza entre las dos familias más
poderosas del reino? Yo era la que había preguntado, dejando vía libre para
que el dolor campara a sus anchas y sofocara el último vestigio de esperanza.
Y, sin embargo, cuánto me pesaban en aquel momento la pena, que me
atravesaba como un puñal, y los celos, que me azotaron sin compasión
alguna.
Alguien llamó a la puerta. ¿Sería Shuxiao, avisándome para que fuera a
cenar? Cualquier distracción sería bienvenida. Me acerqué a las puertas y las
abrí esbozando una cálida sonrisa…
Pero era el capitán Wenzhi quien estaba en el umbral, sin su armadura y
vistiendo una túnica negra.
—La sanadora me ha dicho que la despacharon antes de poder atenderte.
—Al ver a Liwei, tensó el cuerpo antes de dirigirle una reverencia a modo de
saludo—. Alteza, no esperaba encontraros en los cuarteles de los soldados.
La expresión de Liwei se volvió fría y él adoptó la fachada imperial que
tan poco esfuerzo le llevaba ponerse.
—Capitán Wenzhi, sois de lo más solícito con vuestros soldados. Incluso
los visitáis a estas horas de la noche.
—Lo cierto es que sí, Alteza. Sobre todo con los que están heridos.
Entró en la habitación, impasible ante la hostilidad de Liwei.
Se contemplaron sin parpadear, y a mí empezó a palpitarme la cabeza.
Finalmente, Liwei se volvió hacia mí.
—Me tranquiliza saber que has vuelto. —Dirigió un escueto asentimiento
de cabeza al capitán Wenzhi, que respondió con otra breve reverencia. Por la
postura de sus hombros al marcharse, supe que estaba disgustado.
—¿Por qué tu regreso ocupa los pensamientos del príncipe Liwei? —
preguntó el capitán, sentándose en el taburete que acababa de quedar libre.
Calentó el agua de la tetera con ayuda de su magia, preparó un té de jazmín y
me sirvió una taza.
Tomé un sorbo, recreándome en su delicada fragancia y su relajante calor.
—Somos amigos. Estudiamos juntos.
—Su actitud no parecía demasiado amistosa. Y la tuya tampoco.
Mantuve el semblante inexpresivo y dejé la taza en la mesa.
—Capitán Wenzhi, ¿has venido por alguna razón en particular o solo para
armar un jaleo donde no lo hay?

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—He venido a revisar tus heridas. ¿Cómo están?
—Curadas. —Extendí los brazos y le mostré la piel renovada, aliviada al
ver que sus heridas también habían desaparecido.
Una expresión extraña cruzó su rostro.
—Qué suerte que te hayan atendido tan bien.
Replegué los brazos. Sabía que no era la sanadora quien se había ocupado
de mí.
—¿Qué tal ha ido la audiencia con Su Majestad Celestial? —dije, en un
torpe intento por desviar su atención.
—El emperador se mostró satisfecho. No tardarías en conseguir un
ascenso si decidieras seguir tu trayectoria en el ejército. —Empleó un tono
más agudo, como si formulara una pregunta.
Aquello me traía sin cuidado, pero otorgaba un comienzo prometedor al
viaje que, con suerte, me llevaría de vuelta a casa.
—No pienso marcharme a ningún lado. Aunque si quieren darme un cargo
nuevo, no le haría ascos al tuyo —le dije con ligereza.
—Me aseguraré de hacérselo saber a Sus Majestades Celestiales. —Y
añadió, casi de pasada—: El Arco del Dragón de Jade… ¿lo has guardado a
buen recaudo?
Asentí, pensando en la caja de debajo de mi cama, protegida con un
encantamiento para ocultarla de miradas indiscretas.
—Pronto partiré a uno de los Reinos del Mar. Si nos acompañas, tal vez
allí descubramos algo acerca del arco. Aunque podría ser peligroso. El hecho
de que su rey solicitase nuestra ayuda no es poca cosa, y todos los favores del
Emperador Celestial tienen un precio.
Una expresión que no supe identificar del todo cruzó momentáneamente
su rostro. ¿Era desagrado? ¿O preocupación por los peligros que se
avecinaban?
—Me lo pensaré —dije lentamente.
Acto seguido, se puso en pie.
—Nos vemos mañana en el entrenamiento. Al amanecer.
Reprimí el impulso de protestar. No serviría de nada.
Casi chocó con Shuxiao en la puerta. Intentando mantener en equilibrio la
pesada bandeja que llevaba, la joven le dirigió una torpe reverencia. Él le
devolvió un leve asentimiento de cabeza, y se marchó con una expresión
distante.
Shuxiao dejó la bandeja sobre la mesa.
—Te he traído la cena. Me han contado que estabas herida.

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—Gracias. —Agradecí su compañía. Su habitación estaba cerca de la mía
y ambas comíamos juntas siempre que podíamos. El estómago me rugió al
contemplar el cerdo estofado, las judías verdes y los nísperos maduros,
recordándome que llevaba todo el día sin comer. Levanté la tapa de la
vaporera de bambú, tomé una bolita de pan y metí unas rebanadas de la tierna
carne entre sus pliegues.
—¿Te ha atendido algún sanador? —preguntó.
—Sí. —No quise darle más detalles.
Inclinó la cabeza hacia atrás y me miró.
—Tienes buen aspecto. Casi diría que resplandeces. Tal vez deberías
haberme traído la cena tú a mí. —Echó hacia atrás el taburete, se levantó el
dobladillo de la túnica y me mostró dos hileras de hendiduras rojas en la
pantorrilla.
—¿Son marcas de dientes? ¿Qué ha pasado?
—Unos cuantos espíritus de zorro se colaron en el reino. —Hizo una
mueca—. Cuando se les agota la magia, muerden. Ya no me duelen, pero
pican como mil demonios y el sanador dijo que las marcas tardarán semanas
en desaparecer. Si es que desaparecen.
—¿Cómo consiguieron colarse? —Me sorprendía, ya que el Reino
Celestial contaba con poderosas guardas para protegerse de sus enemigos.
Todas las noches, los soldados de guardia levantaban escudos en las fronteras
del reino que los alertaban de cualquier intrusión.
—Uno de ellos tomó la forma de celestial y se coló sin que nadie se diera
cuenta. Una vez dentro, anuló las guardas. No debería haber ocurrido. Incluso
tras haber camuflado su apariencia, las guardas deberían haber detectado su
aura. El general Jianyun está investigando el asunto.
Hurgué en mi bolsa y saqué el frasco de jaspe que me había dado el
capitán Wenzhi. Tiré del tapón y vertí las últimas gotas sobre su pierna.
Cuando el enrojecimiento de sus heridas disminuyó, suspiró aliviada.
—¿Qué es eso?
—Una pócima que me dio el capitán Wenzhi para mis heridas.
—Vaya. ¿Suele el capitán proporcionarles pociones poco comunes a los
soldados de bajo rango? —Me perforó con la mirada.
—Solo esta vez.
—O solo a esta soldado.
No respondí; en su lugar, tomé un níspero y me puse a pelarlo con
parsimonia.

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Ella se encogió de hombros entonces; como yo no respondía a sus
provocaciones, quizá había optado por dejar de tomarme el pelo.
—¿Qué tal Xiangliu? —preguntó, como si estuviésemos hablando de una
amiga en común.
—Muerta. Le clavé una flecha en el ojo. —Me resultaba más sencillo
hablar con displicencia. De algún modo, hacía que fuera menos real: el
peligro que había sufrido, la vida que había arrebatado.
—Qué sanguinaria —comentó—. ¿Fue un combate duro?
Le describí el enfrentamiento, sabiendo que le interesaría cada detalle. Al
acabar, desvié la mirada y admití:
—Perdí los nervios. Algunos soldados acabaron heridos… por mi culpa.
—Cualquiera habría tenido miedo. ¿A quién se le ocurre irse a cazar a
Xiangliu durante su primera misión? Normalmente, a los nuevos les mandan
tareas rutinarias como inspeccionar las fronteras o buscar artefactos perdidos.
Precisamente me había presentado voluntaria por la peligrosidad de la
misión.
Las tareas rutinarias no me interesaban lo más mínimo. Con ellas no
lograría que mi nombre llegara a oídos del emperador, ni me harían ganar el
Talismán del León Carmesí.
Shuxiao añadió:
—Al menos recobraste la compostura a tiempo y nadie murió. Bueno,
menos Xiangliu. No olvides que fuiste tú quien la mató.
Asentí, sintiéndome un poco mejor.
—No todo fue horrible. Encontramos una cueva repleta de tesoros.
Se inclinó sobre la mesa.
—¿Te llevaste algo?
Pensé en el Arco del Dragón de Jade, que era, con creces, más valioso que
cualquier joya. Pero no era mío, y el capitán Wenzhi me había pedido que lo
guardase y lo mantuviese en secreto. Busqué el brazalete en la bolsa y se lo
dejé en la palma de la mano.
—Es precioso.
—No es más que una baratija. —Me alegré de que pareciera gustarle—.
Deberías haber visto lo que se llevó el capitán Wenzhi para el erario del reino.
Su expresión se tornó curiosa.
—¿Qué hacía el capitán aquí? No es que me queje, y más sabiendo que
seríamos la envidia de muchos.
—¿A qué te refieres?

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—¿No te has fijado en toda la gente que acude al campo cada vez que él
entrena? Tanto hombres como mujeres. Es alto, de hombros anchos, y tiene
los ojos claros, la boca firme y la nariz recta —recitó, enumerando cada
característica con los dedos—. Si sonriera de vez en cuando, aprovecharía
mucho más su belleza.
—¿Su belleza? —Me había parecido llamativo, pero ¿bello?
Me lanzó una mirada de reproche.
—¿Cómo es que no te has dado cuenta? Después de todos los meses que
has pasado entrenando con él, caminando a su lado, durmiendo bajo las
estrellas, a la luz de una hoguera…
Tomé un bollo y se lo lancé, pero ella lo atrapó con facilidad.
—No te lo tomes tan a pecho. —Sonrió—. O tal vez me dé por pensar que
los rumores son ciertos.
¿Eran los mismos rumores que le habían llegado a Liwei? ¿Por eso había
venido a verme en cuanto había vuelto? ¿Para que se los confirmara o
desmintiera?
—Esos rumores de los que hablas son ridículos hasta decir basta —dije,
con más fervor del que pretendía.
—¿He metido el dedo en la llaga?
Cerré la boca de golpe.
Shuxiao tomó un níspero del cuenco y me lo tendió. Una ofrenda de paz.
—Hay pocas personas que gocen de tanto prestigio como el capitán
Wenzhi. Es famoso por sus habilidades de combate y su magia es
inusualmente poderosa para tratarse de alguien que no desciende de ningún
linaje insigne.
La miré.
—¿De dónde es?
—Dicen que proviene de un linaje humilde de los Cuatro Mares. Fue toda
una proeza que un extranjero como él ascendiera en las filas y se convirtiera
en el capitán más joven del Ejército Celestial.
Sentí una oleada de camaradería por el capitán al descubrir que ambos nos
estábamos forjando una vida nueva en aquel lugar. A pesar de que él era
mucho más capaz que yo, el hecho de que alguien desconocido fuera capaz de
destacar en el Reino Celestial, hizo que consiguiese albergar esperanzas para
mis propias ambiciones.
Aunque no pude evitar pensar que ni siquiera él había conseguido ganar el
Talismán del León Carmesí.

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Después de cenar, ayudé a Shuxiao a recoger los platos. Cuando intenté
quitarle la bandeja de las manos, se apartó.
—No todos los días mata una a un monstruo legendario. Y no creo que el
capitán Wenzhi te lo vaya a poner fácil mañana tampoco.
Y sin decir nada más, salió de la habitación.
Esa noche no pude dormir. Con un suspiro de impaciencia, eché las
sábanas a un lado y abandoné el cuarto. Subí a la azotea y me acomodé sobre
las frías tejas de jade. La soledad de la noche me recordaba a mi hogar. Por
debajo, resplandecían las luces del Reino Celestial, cuyas fronteras defendía
ahora con mi vida. ¿Se sentiría mi madre traicionada por mi obediencia al
reino? ¿Creería que me había olvidado de ella en aras del poder? La mera idea
me provocó una opresión en el pecho. Ojalá supiera la verdad: que todos mis
actos estaban orientados a conseguir su libertad para que pudiéramos volver a
estar juntas.

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17

M e encontraba frente al escritorio del general Jianyun, preguntándome


por qué me había mandado llamar. Apenas lo veía ya desde que
había empezado a entrenar con el capitán Wenzhi y sus tropas. Clavé la
mirada en la mesa, que estaba elaborada con madera de palisandro y tenía
incrustaciones de nácar con diseños de bambúes, lotos y grullas. No esperaba
hallar una pieza tan delicada en el despacho de un soldado tan pragmático.
Aunque me recordé que, a pesar de su imponente exterior, el general me había
mostrado una amabilidad que no merecía. Había visto algo en mí antes de que
yo misma me diera cuenta.
Me removí, insegura, bajo el peso de su mirada, y las escamas doradas de
mi armadura tintinearon. El general arrugó el ceño, dirigiéndome una
reprimenda muda: un buen soldado mantenía la calma.
Me erguí y obligué a mis piernas a permanecer inmóviles. ¿Me habría
llamado para amonestarme por alguna ofensa? ¿Para sermonearme por mi
actitud descuidada al enfrentarme a Xiangliu?
El atisbo de una sonrisa asomó a sus labios.
—Te has desenvuelto bien en tu primera misión.
Dejé escapar el aire de golpe.
—Gracias, general.
—Tal y como acordamos, podrás decidir tu próximo destino. Hay dos
misiones que requieren a otro recluta. Una es en el Desierto Dorado, para
cosechar las hierbas raras que crecen allí. Aunque limita con el Reino de los
Demonios, no se esperan mayores altercados, pues el tratado de paz sigue
intacto.
Asentí, intentando parecer entusiasmada. Nunca había estado en el
Desierto Dorado, pero la recolección de plantas me resultaba muy poco
atractiva. Tal vez debería agradecer la opción de formar parte de una misión
más sencilla después de lo acontecido con Xiangliu, pero así no llamaría la
atención del emperador.
—¿O prefieres acompañar de nuevo al capitán Wenzhi? —ofreció el
general Jianyun—. Aunque él así lo desearía, la decisión es tuya. Conducirá
una tropa al Mar del Este, pues su rey ha solicitado nuestra ayuda para lidiar
con los disturbios recientes.

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A mi mente acudió el fragmento de una historia que mi madre solía
contarme. Su voz, suave y melodiosa, mientras hablaba del Mar del Este y…
—Los dragones —susurré, tan perdida en el recuerdo de su fría mano
acariciándome la mejilla que tomé aire de forma instintiva: un intento en vano
de captar el olor a madera de canelo. Una aflicción sorda me atenazó con
fuerza, distinta al dolor punzante del desamor, aunque ambos despertaron en
mí un sentimiento de nostalgia fruto de la pérdida.
El general Jianyun tensó el cuerpo, un raro desliz frente a su habitual
aplomo.
—¿Dragones?
Me reí para disimular mi descuido, pero fue una carcajada demasiado
estridente, demasiado aguda.
—No es más que una antigua fábula que oí una vez: que los dragones
provenían del Mar del Este. ¿Han sido ellos los causantes de tales disturbios?
Habló lentamente, escogiendo sus palabras con cuidado.
—Ya no hay dragones en el Mar del Este. Ni en los Dominios Inmortales.
Un sinfín de preguntas se arremolinaron en mi mente. Lo único que sabía
de los dragones era la historia que me habían contado. Hasta ahora, había
creído simplemente que eran un mito, un símbolo de fuerza por el que el
emperador parecía tener predilección.
Antes de que tuviera la ocasión de responder, el general siguió hablando,
con el ceño fruncido:
—Son los tritones, los habitantes de las profundidades. Han montado una
revuelta por primera vez en la historia. Y aunque por ahora no son más que
pequeñas escaramuzas, el capitán Wenzhi está preparado para lidiar con
cualquier eventualidad.
¿La calmada exploración del Desierto Dorado o los peligros del Mar del
Este? El hedor de la cueva de Xiangliu afloró en mis pensamientos, y el
recuerdo del tenebroso chasquido de sus escamas hizo que un escalofrío me
recorriera la columna. Pero ese era el precio del camino que había elegido
seguir. Y tal como había dicho el capitán Wenzhi, tal vez hallásemos más
información sobre el Arco del Dragón de Jade en el Mar del Este.

Durante las semanas previas a nuestra partida, entrené más intensamente que
nunca. Mientras que los demás me alababan por haber eliminado a Xiangliu,

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en el fondo sentía que era una farsante y que tales elogios eran inmerecidos.
Mi miedo e inexperiencia nos habían puesto a todos en peligro. Había sido
una arrogante al considerar que estaba preparada, que podría zambullirme en
las profundidades del océano y aprender a nadar de forma milagrosa. Qué
imprudente, al pensar que podría replicar las hazañas que había llevado a cabo
durante los entrenamientos en un enfrentamiento de verdad, cuando la sangre
espesaba el aire, y el dolor y el terror invadían mi cuerpo y mi mente. No, no
volvería a cometer el mismo error. Cada noche me desplomaba en la cama tan
agotada que ya no temía quedarme a solas con mis pensamientos en la
oscuridad. Ya no buscaba la soledad del tejado. ¿Por qué iba a hacerlo, si me
quedaba dormida en cuanto tocaba la almohada con la cabeza?
Las nubes que habíamos invocado para dirigirnos al Mar del Este cubrían
el cielo. A cualquier mortal que hubiese levantado la vista le habrían
sobresaltado los enormes bancos de nubes atravesando la atmósfera a toda
velocidad. Yo había superado por fin mi miedo a dominar aquella habilidad, y
ya no dependía de nadie para desplazarme. Mi energía fluyó en una oleada
brillante, llamando a la nube más cercana. Unas motas plateadas se
introdujeron en sus voluminosos pliegues y la impregnaron con mi magia
mientras me elevaba al cielo.
La belleza del Mar del Este me dejó sin aliento. Flores y plantas de vivos
colores recubrían la orilla y brillaban con un resplandor interior. Alargué la
mano para tocar un pétalo y me sorprendió encontrarlo tan firme y frío como
la porcelana. Un frondoso bosque crecía al fondo, lejos de la playa, mientras
que unas casas de madera de cedro y piedra salpicaban la arena. Sus tejados
inclinados estaban recubiertos con turquesa y nácar, y refulgían como las olas
del mar con la luz de la mañana. Una pasarela de cristal conducía desde la
playa hasta el palacio, que se alzaba en medio del océano.
Contemplé el interminable horizonte mientras me acercaba a la costa, con
mis botas hundiéndose en la suave arena. Dejando de lado cualquier
pensamiento relacionado con la misión, me agaché y metí las manos en el
agua fría, sobresaltando a los pececillos plateados que nadaban en la orilla.
Una sombra se cernió sobre mí y me di la vuelta, entornando los ojos debido a
la brillante luz del sol.
El capitán Wenzhi se alzaba frente a mí con una sonrisa divertida en los
labios.
—¿Nunca habías estado en el mar?
Me enderecé y me sacudí las gotas de las manos. Unas cuantas lo
salpicaron, pero no pareció importarle.

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—Lo he visto mientras lo sobrevolaba o en pinturas. Y… alguien me
contó que era precioso. —Las melancólicas palabras de mi madre resonaban
en mi mente, sus esperanzas por la vida que había imaginado para mí.
Unos pasos hicieron crujir la arena al tiempo que varios soldados se
acercaban. Consciente de sus atentas miradas, envolví el puño con la palma
de la mano e hice una reverencia.
—A sus órdenes, capitán Wenzhi.
—Ocúpate de tus tareas antes de ponerte a examinar el entorno. —Su tono
era severo, pero su sonrisa permaneció inamovible mientras se daba la vuelta
y se encaminaba hacia los soldados.
Mantuve la cabeza gacha, ocultando el rostro. Cualquiera que pasara por
allí podría pensar que estaba avergonzada por la reprimenda, pero
contemplaba las inestables aguas con el ánimo tan ligero como la brisa que
soplaba. Y por primera vez en meses, percibí una sensación de anticipación
en mi interior.
Después de haber montado el campamento, crucé el puente de cristal
junto al capitán Wenzhi para su audiencia con el rey. El palacio destacaba
frente al mar y el cielo: era un edificio resplandeciente de cuarzo, turquesa y
nácar, con un tejado de doble vertiente compuesto por tejas doradas. Las
enormes puertas de la entrada estaban hechas de madera de fresno con
incrustaciones de oro, y sobre estas colgaba un letrero que rezaba lo siguiente:

PALACIO DE CORAL PERFUMADO

El lugar se encontraba repleto de flores y plantas tan exquisitas como las que
había visto en la playa: había ramas de color bermellón, flores verdes en
forma de abanico, cañas rosadas y piedras cubiertas de musgo rojo. Un jardín
encantado proveniente del corazón del océano.
Al atravesar las puertas, un criado nos condujo por un largo tramo de
escaleras. Los niveles inferiores del palacio habían sido construidos bajo el
agua y estaban hechos con la misma piedra transparente que el puente. Era
como si estuviésemos caminando por el fondo del océano, rodeados de agua
fluctuante y arrecifes de coral por todas partes. Al entrar en un salón
abarrotado de techos altos, el silencio se hizo entre los inmortales allí
reunidos. Fue entonces cuando advertí el melodioso tintineo de las hileras de
caracolas de marfil que oscilaban tras los tronos de ágata. Solo había visto al
rey Yanzheng del Mar del Este en una ocasión, durante el banquete de Liwei.
Una melena plateada enmarcaba su rostro terso y carente de arrugas, y su

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deslumbrante mirada contrastaba con su piel oscura. Llevaba una túnica azul
marino bordada con olas ribeteadas con relucientes curvas de hilo blanco.
Una corona dorada con forma de abanico y salpicada de perlas descansaba
sobre su cabello.
El capitán Wenzhi y yo nos arrodillamos y extendimos las manos,
entrelazadas, mientras nos inclinábamos.
—El Reino Celestial ha respondido a la petición de ayuda del Mar del
Este —entonó formalmente—. Nuestras espadas y nuestros arcos se
encuentran ahora a vuestra disposición.
—En pie —ordenó el rey, que parecía complacido—. Agradecemos la
ayuda del Reino Celestial en tiempos de agitación. Los ataques de los tritones
nos han tomado por sorpresa, pues siempre han vivido entre nosotros de
forma pacífica. Capitán Wenzhi, vuestra reputación os precede incluso en el
Mar del Este y le agradecemos al Emperador Celestial que nos haya enviado a
su mejor guerrero.
El capitán Wenzhi volvió a inclinarse.
—Os agradezco vuestras amables palabras, Majestad, pero no merezco
tales elogios. Para mí es un honor serviros y lo haré lo mejor que sepa.
El rey Yanzheng se acarició la barba.
—No es habitual ver semejante talento acompañado de una actitud
humilde. —Hizo un gesto en mi dirección—. ¿Es esta dama vuestra esposa?
Un ruido estrangulado abandonó mis labios al tiempo que al capitán se le
enrojecían las orejas.
—No, Majestad. Esta es… Xingyin, arquera primera del Ejército
Celestial.
Agucé el oído al oír el título con el que me había presentado. ¿Arquera
primera?
El rey observó mi armadura.
—Ah. —Asintió con una sonrisa estupefacta—. Aquí no tenemos mujeres
guerreras.
Varios cortesanos reaccionaron divertidos, disimulando sus risitas detrás
de sus mangas. Las entrañas se me revolvieron ante el escrutinio de los allí
presentes, a pesar de que su actitud despectiva me hizo curvar los dedos.
El capitán Wenzhi recorrió la estancia con una escalofriante mirada que
acalló sus risas de forma más certera que una espada.
—La arquera primera Xingyin es la arquera de mayor rango entre nuestras
filas. Será de gran ayuda durante este enfrentamiento. —Hablaba con tono

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amenazante—. Majestad, ¿podríais informarnos sobre la situación con los
tritones?
El rey señaló al joven que estaba a su lado.
—Mi hijo mayor, el príncipe Yanxi, os pondrá al día.
Un inmortal alto vestido con una brillante túnica de color azul cielo dio un
paso al frente. Unos pececillos diminutos bordados en carmesí y plata se
deslizaban entre los pliegues de su ropa. Llevaba el cabello castaño oscuro
recogido en un moño y sujeto con una horquilla turquesa. Al acercarse,
percibí que su fría y calmada aura vibraba de poder.
—Capitán Wenzhi, arquera primera Xingyin. Siempre hemos convivido
en armonía con los tritones. Mientras que nosotros, los inmortales del mar,
permanecemos tanto en tierra como en agua, los tritones prefirieron vivir en
las profundidades del mar, saliendo a la superficie solo en contadas ocasiones.
Veneraban a los dragones que en el pasado moraban allí y deseaban estar
cerca de ellos. Los dragones eran criaturas sabias y gentiles y nos ayudaban a
preservar la armonía en nuestras aguas.
Entonces su tono se volvió tenso:
—Cuando el Emperador Celestial desterró a los dragones de nuestro
reino, los tritones comenzaron a inquietarse. Con el tiempo, su aversión por la
tierra se acrecentó, por lo que optaron por permanecer únicamente en las
profundidades del océano. Hace años, mi padre les dio permiso para que
eligieran a un gobernador que los representase en la corte. Por desgracia, el
gobernador Renyu es peligroso y sus ambiciones no se limitan a las funciones
que se le han asignado. Llegó a nuestros oídos que había reclutado a un gran
ejército de tritones y los había entrenado en el manejo de las armas y la
magia. Cuando mi padre solicitó su presencia en la corte para responder a
estas acusaciones, se negó a comparecer.
Pensé para mis adentros que entrenar a un ejército sin una orden real
constituía ciertamente una traición. Y la transgresión del gobernador Renyu
había sido aún mayor al negarse a reunirse con el rey.
El príncipe Yanxi se frotó la frente al tiempo que su expresión se
ensombrecía.
—Desde entonces, la actitud de los tritones se ha vuelto abiertamente
hostil. Los inmortales del mar que se han adentrado demasiado en el agua han
sufrido ataques. Las casas más cercanas a la orilla han sido asaltadas. En
todas las ocasiones, los autores han huido antes de que nuestros soldados
pudieran detenerlos.

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—Es poco probable que lo único que pretenda el gobernador sea llevar a
cabo pequeños episodios de vandalismo. ¿Tenéis alguna idea de cuáles son
sus planes? —preguntó el capitán Wenzhi.
—Hace poco emitió su propio edicto y prohibió a todos los inmortales del
mar la entrada en las profundidades del océano. Un grave insulto para
nosotros. Creemos que quiere derrocar a mi padre y quedarse con el trono. El
ejército de tritones se ha vuelto cada vez más fuerte y numeroso, pero me
temo que del nuestro podría decirse lo contrario. Somos una nación pacífica,
poco acostumbrada a la guerra, y por eso solicitamos la ayuda del Reino
Celestial.
¿Tendríamos que luchar contra los tritones bajo el agua? El estómago se
me encogió de solo pensarlo. Como muchos otros celestiales, yo no había
aprendido a nadar; ¿para qué, si podíamos volar? Una vez, cuando era
pequeña, me había caído a un río que estaba cerca de casa. El agua fría me
había envuelto, inundándome la nariz y la boca. Yo me había puesto a
patalear y a sacudirme, pero mis movimientos frenéticos no habían hecho otra
cosa que arrastrarme a más profundidad. Fue mi madre la que se zambulló en
el agua y me sacó de allí. Me regañó con la voz temblorosa, incluso mientras
me estrechaba con fuerza entre sus brazos, y los reconfortantes latidos de su
corazón silenciaron los últimos vestigios del pavor que me había sobrevenido.
El recuerdo del terror que sentí en aquel momento me atravesaba
profundamente ahora, pero lo aparté de mi mente y dije:
—Los soldados celestiales no estamos acostumbrados al agua. Si se desata
una batalla, tendremos que intentar atraer a los tritones a tierra.
Una expresión parecida a la sorpresa cruzó el rostro del príncipe Yanxi.
—Desde luego. Nuestra situación bajo el agua sería muy desventajosa.
Los tritones son excelentes nadadores y están acostumbrados a la oscuridad.
No obstante, se mostrarán reacios a enfrentarse a nosotros en tierra.
Necesitaremos un plan.
El rey Yanzheng se inclinó hacia delante.
—El capitán y sus tropas acaban de llegar. Estamos siendo poco
hospitalarios entreteniéndolos de este modo cuando todavía tienen que
instalarse. —Esbozó una sonrisa amable y cálida—. Capitán Wenzhi, esta
noche celebraremos un banquete en vuestro honor. Espero que la arquera
primera Xingyin y vos nos honréis con vuestra presencia.
—Será un honor. —El capitán vaciló, tragando saliva—. Majestad, la
biblioteca del Palacio de Coral Perfumado es célebre en cada aldea y ciudad

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de los Dominios Inmortales. ¿Me dais vuestro permiso para visitarla? Espero
poder recopilar información sobre los tritones que nos sea de ayuda.
El rey inclinó la cabeza.
—Un criado os guiará hasta allí cuando gustéis.
Cuando el capitán Wenzhi y yo abandonamos la estancia, le lancé una
sonrisa burlona.
—¿Arquera primera? ¿La arquera de mayor rango del ejército? —repetí
sus palabras—. ¿Significa eso que estoy alcanzándote a nivel de jerarquía?
Me lanzó una mirada exasperada.
—Es un título sin carácter formal ya que no te has unido a las tropas de
manera oficial. ¿Y desde cuándo te preocupa la jerarquía del ejército?
Me eché a reír y no me molesté en rebatir su afirmación. Nunca le había
faltado el respeto, pero tampoco lo había tratado con la deferencia que su
posición exigía.
Sin aminorar el paso, siguió diciendo:
—Sí que eres la arquera de mayor rango. Aunque si te despistas y acabo
degradándote, tendrás que conformarte con el título de arquera segunda o
arquera tercera, y eso no llama tanto la atención.
—¡Ja! —Su insinuación me tocó la fibra—. ¿Quieres batirte conmigo? —
Era conocido por su habilidad con el arco, pero en el momento en el que las
palabras abandonaron mis labios quise recular. Evocaron en mí demasiados
recuerdos dolorosos… recuerdos de un bosque repleto de melocotoneros en
flor, de alguien a quien quería olvidar desesperadamente.
Una sonrisa asomó en sus labios.
—No con el arco. Pero no me importa emplear cualquier otra arma.
No respondí, sino que me obligué a seguir adelante, dando un paso tras
otro, mientras el silencio nos envolvía.
Él se detuvo frente a las puertas de la entrada y me examinó ladeando la
cabeza.
—Estás pálida. Y cansada. Has estado entrenando demasiado. ¿Por qué no
vuelves al campamento y descansas? Yo iré a la biblioteca para ver si
encuentro algo que nos sea de utilidad.
Dirigió un gesto al criado que esperaba junto a la puerta, que se acercó
apresuradamente.
—Estoy bien —protesté, deseando ir también a la biblioteca. Pero él se
me quedó mirando hasta que por fin asentí. No podía desafiar sus órdenes
frente a los criados.

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—Si encuentro algo, te aviso —dijo, al ver mi expresión alicaída—.
Descansa mientras puedas. Nos espera una noche larga.

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18

E n criado del Palacio de Coral Perfumado me trajo una cesta de ropa


para el banquete. Agradecida por su hospitalidad, me enfundé en un
vestido de satén amarillo con cuentas turquesas cosidas en el dobladillo y los
puños. Un fajín de color verde mar me envolvía la cintura, y sus borlas de
seda me rozaban las rodillas. El estilo de aquella prenda era diferente al de los
ropajes del Reino Celestial y dejaba al descubierto mi colgante de jade bajo el
hueco del cuello. El único otro adorno que llevaba era una peineta de perlas
que reposaba en mi coronilla mientras la melena oscura me caía suelta por la
espalda.
El capitán Wenzhi me esperaba fuera. El pulso se me aceleró de forma
inesperada al aproximarme a él. Aquella noche tenía un aspecto
extraordinario, ataviado con una túnica de color verde bosque y una
resplandeciente banda de seda negra anudada a la cintura. El cabello, recogido
en un aro de jade tallado, le caía sobre el hombro como olas nocturnas.
Parecía como si se me hubiese caído el velo que me cubría los ojos y viera
por fin con sorprendente claridad los elegantes rasgos que Shuxiao me había
descrito.
El viento soplaba con suavidad aquella noche. Tomé una bocanada de aire
fresco y dejé que la fragancia del mar inundara mis sentidos: una mezcla
embriagadora de sol y sal, salpicada con un toque de emoción. Los rayos del
sol poniente teñían las aguas de color escarlata y bermellón mientras que el
Palacio de Coral Perfumado resplandecía como una joya en el horizonte.
Cientos de farolillos luminosos y brillantes colgaban del techo del salón
del banquete. Dispuestas alrededor de las paredes y dejando el centro de la
estancia despejado, había mesas bajas de madera y sillas acolchadas de
brocado. Sentada en un rincón, una elegante dama tocaba una pipa, un
instrumento de madera de cuatro cuerdas con forma de pera alargada. A
medida que pulsaba las cuerdas, los melancólicos acordes de su canción iban
colmando el aire. Su ejecución era magistral: con el tañido de una sola cuerda,
evocaba un río de dolor y un océano de pena.
El rey y la reina estaban sentados en una tarima situada al fondo de la
sala. Una magnífica flor dorada con una perla del tamaño de la palma de mi
mano adornaba el cabello de la reina. Los pétalos revoloteaban alrededor de la
perla, que tan pronto resplandecía de color blanco como adoptaba un tono

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completamente negro al instante siguiente. Un niño pequeño permanecía a su
lado y le tomaba la mano. Su cabeza apenas llegaba al reposabrazos del trono,
y tenía unos ojos oscuros, grandes y solemnes. Junto a él se encontraba una
elegante dama vestida con seda de color albaricoque y varias hileras de perlas
rosadas adornándole el cuello. Escudriñaba la estancia con la barbilla
levantada y una expresión de indiferencia típica de la realeza.
—¿Es la hija de Su Majestad? —le pregunté al capitán, mientras nos
acercábamos a saludar a nuestros anfitriones.
—Su Majestad solo tiene dos hijos: el príncipe Yanxi, a quien ya conoces,
y el príncipe Yanming. —Al seguir la dirección de mi mirada, añadió—: La
dama que está junto al príncipe Yanming es Lady Anmei, su institutriz. Es
hija de un poderoso noble y su familia ejerce gran influencia en esta corte.
Después de haber presentado nuestros respetos a la familia real, un criado
nos condujo a nuestra mesa. El capitán Wenzhi llenó nuestras copas, yo tomé
un sorbo de vino y la suave dulzura de los granos fermentados permaneció en
mi lengua. Las fuentes de plata que teníamos delante estaban repletas de
manjares exóticos, la mayoría de los cuales nunca había visto: crustáceos de
color rojo, medusas doradas y esferas negras con pinchos. Estas me
parecieron particularmente poco apetitosas, aunque los demás invitados se las
comían con deleite.
El capitán Wenzhi tomó una esfera y la partió por la mitad, antes de
ofrecerme uno de los trozos. Saqué la pulpa y me la llevé a la boca,
degustando su sabor cremoso y salado.
—¿Os gusta? —preguntó el príncipe Yanxi, que apareció ante nosotros de
forma inesperada.
Yo me atraganté y tosí con fuerza. Agarré mi copa y tomé un generoso
sorbo de vino antes de ponerme en pie para saludarlo.
Él inclinó la cabeza en señal de reconocimiento y dijo:
—Capitán Wenzhi, mi padre desea hablar con vos. Solicita que os unáis a
él en su mesa. Yo permaneceré con la arquera primera Xingyin hasta vuestro
regreso.
El capitán frunció el ceño, pero el gesto desapareció al cabo de un
instante. Le dirigió una reverencia al príncipe y se encaminó hacia la tarima.
No pude evitar fijarme en el modo en que a Lady Anmei se le iluminó el
rostro cuando él ocupó el asiento vacío.
El príncipe Yanxi se acomodó en la silla mientras me miraba fijamente.
Por algún motivo, su interés en mí no me resultó ofensivo.

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Puede que fuera debido a su expresión de franca curiosidad o a su
aparente buen humor mientras le devolvía la mirada, decidida a no ser la
primera en romper el silencio.
—Arquera primera, ¿dónde aprendisteis vuestras habilidades? —Su forma
cándida de hablar me recordó a la del general Jianyun.
—Entrené junto al príncipe Liwei cuando era su compañera de estudios —
respondí de forma similar, con la esperanza de que no captara el temblor de
mi voz.
Una chispa de reconocimiento asomó en su mirada.
—Por supuesto. Os recuerdo del banquete. Tocasteis la flauta con gusto.
¿Todavía tocáis?
—No. —Aparté la mirada. No había tocado desde aquella noche.
Tal vez notando mi malestar, preguntó:
—¿Por qué os unisteis al Ejército Celestial? ¿Para complacer a vuestra
familia?
—El general que se encargó de mi formación inicial me ofreció un puesto.
Las yemas de sus dedos danzaron sobre el borde de su copa.
—Seguro que había muchas otras oportunidades disponibles para alguien
que había servido al príncipe heredero.
—Ninguna que me ofreciera la libertad de forjar mi propio camino. Al no
tener familia que me ayude, solo dispongo de mis propias habilidades. —Me
llevé la copa a los labios y di un largo sorbo—. Pero ha sido decisión mía, no
me interesa seguir ningún otro rumbo —añadí, pensando en el Talismán del
León Carmesí.
En sus labios se dibujó una sonrisa y unas arrugas rodearon sus ojos. No
eran negros, tal y como había imaginado, sino que poseían el azul intenso y
opaco de los zafiros sin cortar. Tomó la jarra de porcelana y rellenó mi copa.
—Vuestra franqueza resulta refrescante.
El vino se me había subido a la cabeza, soltándome la lengua.
—¿Por qué siente Su Alteza semejante curiosidad por alguien como yo?
—Porque no hay muchas personas como vos. El capitán Wenzhi os tiene
en alta estima. Vuestras habilidades deben de ser excepcionales para que os
hayan nombrado arquera primera y, sin embargo, no os parecéis a ningún
guerrero con el que me haya topado.
Le devolví la sonrisa.
—No me extraña, ya que no hay mujeres en vuestro ejército.
Echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.
—Os pido disculpas. No suelo ser tan inepto con los cumplidos.

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¿Lo habría escuchado bien? Advertí la repentina pausa en la conversación
y miré a mi alrededor. Muchos de los inmortales del mar nos miraban
fijamente y susurraban entre ellos.
—Vuestra deferencia por mí está causando un enorme revuelo. Tal vez
deberíais atender a vuestros otros invitados, Alteza —sugerí, dándome cuenta
demasiado tarde de que no podía despachar sin más al príncipe del reino.
Por suerte, él pareció divertido en lugar de indignado.
—¿Os he molestado? No era mi intención. Solo quería conoceros mejor.
La gente me despierta tanto interés como los libros, la música o el arte le
suscitan a otros.
Retorcí los dedos sobre la suave tela de mi falda mientras buscaba en vano
una respuesta apropiada.
Su mirada destelló al contemplar mi garganta.
—Vuestro colgante… es un amuleto de lo más peculiar. ¿Podríais
hablarme de su origen?
Se me secó la garganta. Me habían preguntado tantas veces por mi familia
que siempre tenía la respuesta lista en los labios. Sin embargo, nadie se había
fijado nunca en el colgante de mi padre, que se encontraba normalmente
oculto bajo mi túnica. Para mí se trataba de una joya normal y corriente, cuyo
único valor residía en su procedencia.
—Lo hallé en un mercado. El que aparece cada cinco años en el Reino
Celestial —añadí con rapidez.
—Un afortunado hallazgo. —Alargó cada palabra.
Me removí en el asiento, preguntándome si sabría que estaba mintiendo.
Me dieron ganas de cambiar de tema, de aventurarme en terrenos menos
pantanosos, pero su interés despertó el mío propio. Tal vez sabría algo del
colgante de mi padre.
—¿Por qué habéis dicho que es un amuleto?
—Porque lo es. Y uno muy poderoso, debo añadir. Un amuleto protector.
Alcé las manos y acaricié el jade. ¿Habría llevado mi padre aquel colgante
cuando se había enfrentado a las aves del sol? ¿Lo habría protegido de sus
letales llamas?
El príncipe Yanxi se acercó para examinar la piedra.
—Por desgracia, parece dañado.
La grieta en el borde.
—¿Se puede reparar? —pregunté, con demasiada avidez.
Hundió las comisuras de la boca.

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—Por su grabado, diría que el talismán pertenece a los dragones. Si es así,
solo ellos son capaces de arreglarlo.
El alma se me cayó a los pies al tiempo que soltaba el colgante. Los
dragones ya no poblaban los Dominios Inmortales. El príncipe Yanxi había
dicho que los habían desterrado, haciéndose eco de la historia que me habían
contado de pequeña.
—Sabes muchas cosas sobre los dragones. En el Reino Celestial, apenas
hay información sobre ellos —comenté.
—Los Venerables Dragones, como se los llamaba, nacieron en el Mar del
Este y vivieron aquí hasta ser desterrados. Aunque nunca estuvieron bajo
nuestro gobierno, los historiadores, eruditos y escribas recopilaron toda la
información que pudieron sobre ellos. A pesar de su temible aspecto, los
dragones eran criaturas sabias y benévolas, y utilizaban su poder para ayudar
a los más necesitados y preservar la paz en nuestras aguas. Muchos los
veneraban: los tritones, los inmortales del mar e incluso los mortales. Y
muchos lloran todavía su pérdida. Si os interesa conocer más cosas sobre
ellos, os invito a que visitéis nuestra biblioteca.
—Gracias. —Agradecía su generosa oferta. Según el capitán Wenzhi, no
era un ofrecimiento que se hiciera a la ligera. Tenía mucha curiosidad, sobre
todo después de haber perdido la oportunidad anterior de conocer la
biblioteca, y de haber dispuesto de tiempo libre, me habría gustado
sumergirme entre sus libros.
—Alteza, ¿habéis oído hablar del Arco del Dragón de Jade? —pregunté,
intentando sonar desenfadada.
El príncipe tensó el cuerpo, casi de forma imperceptible.
—¿Por qué lo preguntáis?
—Oí que alguien lo mencionaba y me preguntaba quién podría blandir un
arma tan poderosa.
—Nadie —dijo con gravedad—. Desapareció junto a su dueño, antes
incluso de que los dragones fueran desterrados, y probablemente nunca se
volverá a dar con él.
Estuve a punto de confiarle que el arco no estaba perdido, sino que
permanecía bajo mi custodia. Pero apenas conocía al príncipe y le había
prometido al capitán que no hablaría del asunto. Además, no parecía conocer
el paradero de su dueño.
El tañido metálico y sonoro de unas campanas captó mi atención. Unas
bailarinas hicieron su entrada, y se deslizaron hasta el centro de la sala en un
remolino de seda azul y verde. De sus cinturas colgaba una hilera de

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campanas doradas y sus elaborados tocados estaban salpicados con piedras
preciosas. Cada artista llevaba un bastón de jade pulido adornado con una
amplia cinta roja. Cuando la intérprete de la pipa se puso a tocar una nueva
canción, una melodía más animada y repleta de notas ondulantes, las
bailarinas alzaron los bastones y comenzaron la danza. Sus gráciles cuerpos
se retorcían, se encogían y giraban mientras las cintas oscilaban tras ellas, tan
brillantes como llamas. Unos susurros de admiración se extendieron entre el
público, incluidos los míos.
Dos bailarinas se elevaron en el aire, y sus cintas formaron una elegante
espiral en torno a su cuerpo. Al descender, otra brincó y se arqueó en
dirección a los tronos en una notable muestra de agilidad. Mientras la seguía
con la mirada, rebosante de admiración, algo brillante se deslizó desde la base
de su bastón. La suavidad de sus rasgos se transformó en la expresión cruel de
un depredador.
El estómago se me cerró de miedo. De forma instintiva, salí disparada en
busca de un arma. Al no encontrar ninguna, tomé una fuente de plata y se la
lancé a la bailarina. La golpeé en la sien e hice caer su tocado. Esta profirió
un grito mientras caía al suelo convertida en una maraña de seda y cintas.
Los invitados se pusieron en pie y comenzaron a chillar alarmados. Unos
cuantos me miraron como si hubiese perdido la cabeza, interrumpiendo el
espectáculo con mi conducta poco cívica.
—Tiene un arma —advertí al príncipe Yanxi.
Él se levantó de inmediato y ordenó a los guardias que detuvieran a la
bailarina.
Tras unos momentos de tensión, uno de los guardias se acercó corriendo a
nosotros. En su rostro asomaba una expresión sombría mientras sujetaba un
puñado de agujas afiladas que resplandecían con los restos viscosos de un
líquido verde.
—Veneno de escorpión marino —siseó el príncipe Yanxi—. Se extiende
con rapidez y paraliza todo el cuerpo. Una cantidad considerable resulta letal.
La música había cesado cuando la bailarina cayó al suelo, dejando la sala
sumida en un siniestro silencio. Los invitados intercambiaron miradas
confundidas; sus murmullos ya no sonaban indignados, sino ansiosos y
urgentes. El ambiente se transformó, repleto de tensión. Algo golpeó la pared.
Se oyó el ruido del metal al chocar y un grito espeluznante atravesó la
estancia. A mi lado, el príncipe Yanxi desenvainó la espada. Las puertas se
abrieron de golpe y un guardia apareció en el umbral, con la armadura azul y
plateada manchada de sangre.

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—¡Los tritones! ¡Nos atacan!
Una lanza le atravesó el pecho produciendo un crujido húmedo, y la punta
quedó empapada de sangre. El soldado abrió los ojos de par en par y se
tambaleó hacia delante antes de caer de rodillas y desplomarse en el suelo.
Los invitados se levantaron de forma frenética; volcaron las mesas y las
sillas mientras echaban a correr hacia el fondo del salón. El capitán Wenzhi
bajó de la tarima de un salto con la espada ya desenvainada. Lancé un
juramento al encontrarme con las manos vacías, pero el príncipe le arrebató el
arco y el carcaj a un guardia cercano y me los lanzó. Saqué una flecha y la
coloqué en la cuerda, notando el asta roja del arco tan fría y dura como la
piedra.
—Coral de fuego. Es nocivo para los tritones —dijo el príncipe con
firmeza; la fuerza con la que sujetaba la empuñadura de la espada le había
tornado blancos los nudillos.
Los atacantes irrumpieron en el salón. Las pequeñas escamas con las que
estaban fabricadas sus armaduras brillaban tanto como el nácar. Se
abalanzaron hacia nosotros, con las pupilas de color turquesa encendidas y el
cabello trenzado ondeando tras ellos. Un brillo iridiscente bañaba su pálida
tez, como si estuviera contemplándolos a través de unos cristales de colores.
La piel se me erizó al ver sus espadas curvas recubiertas con el mismo veneno
que las agujas. Aquellos a los que golpeaban se quedaban paralizados en el
sitio, sacudiendo las extremidades de forma frenética y con los ojos
rebosantes de terror.
Mientras el príncipe Yanxi se unía a la batalla, un tritón se arrojó sobre él.
No perdí ni un instante en lanzar una flecha, que alcanzó al atacante en el
hombro. Este cayó al suelo, agarrándose a la flecha hundida en su carne. Me
blindé ante aquella visión, ante sus gritos ahogados. No podía permitirme el
lujo de sentir remordimiento, y disparé una flecha tras otra a nuestros
enemigos, aunque apuntaba a sus extremidades siempre que me era posible.
El capitán Wenzhi me habría amonestado de haberse dado cuenta. Para él, los
enemigos no eran más que eso, y mostrar piedad durante una batalla
significaba quedar expuesto. Sin embargo, no podía evitar preguntarme por
qué los tritones se habían alzado contra los inmortales del mar. Había
descubierto que los reyes no eran siempre tan justos como narraban los
cuentos, y la misericordia de los dioses distaba de ser perfecta.
La sangre embadurnaba el suelo y el sudor recorría las palmas de mis
manos. Las flechas salían disparadas de mi arco sin descanso, y los gritos
agonizantes de aquellos a los que alcanzaban sacudían mi conciencia. Me

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obligué a concentrarme en las armas que portaban los tritones, en el daño que
habían infligido. Pero por más que cayeran bajo nuestras flechas y espadas,
muchos otros seguían asaltando las puertas. Nuestras propias tropas
disminuyeron al tiempo que formábamos un círculo de protección en torno a
la familia real y los invitados.
Los ojos de los tritones destellaron con anticipación al aproximarse a
nosotros. Tenían ventaja: nos superaban en número. Levantaron las manos y
el olor a salitre impregnó el aire mientras un torrente de agua inundó el salón.
El capitán Wenzhi contratacó sirviéndose de su poder, y unos fragmentos de
hielo salieron disparados hacia los tritones. Unos cuantos cayeron, pero el
agua se arremolinó más y más, empapándonos los zapatos y las túnicas,
intensificándose hasta que una ola se asomó por encima. El rey Yanzheng
hizo brotar de su interior un torrente de energía y dispersó la ola, pero otras
surgieron en su lugar. Siguieron originándose más y más olas, hasta que nos
vimos rodeados por temblorosos muros de agua a punto de romper y llevarnos
por delante. Un suave sollozo a mi espalda me atravesó; era un niño,
amortiguando su temor. ¿Se trataba del príncipe Yanming?
Blandí mi poder e invoqué una ráfaga de viento que se extendió por el
salón, formando sobre nosotros una cúpula translúcida; unas esquirlas de
hielo la atravesaron al tiempo que el capitán Wenzhi unía su energía a la mía.
Justo entonces las olas rompieron y chocaron contra nuestra barrera. Me
tambaleé bajo el peso aplastante de la arremetida; las extremidades me ardían
mientras intentaba combatir el agotamiento. Justo cuando creí que iba a
desplomarme, el poder del príncipe Yanxi emergió, barriendo el agua y
arrojándola sobre los tritones.
Se oyeron unos pasos a lo lejos. Yo tensé el cuerpo, preparándome para
un nuevo ataque; levanté el arco, y a pesar de tener las manos doloridas, no
vacilé ni un instante en sacar una flecha. Un grupo de soldados entró en el
salón, pero esta vez ataviados con la armadura azul y plateada del Mar del
Este. Suspiré aliviada y bajé el arma. Los tritones arremetieron contra los
soldados, luchando con valentía, pero no tardaron en verse sobrepasados.
El líder fue capturado y arrastrado al frente. La sangre goteaba de un
amplio corte en su mejilla y sus pupilas destellaban con un resplandor
azulado.
—Asesinas haciéndose pasar por bailarinas y portando alfileres
envenenados para eliminar a nuestro rey. ¿Qué otras maniobras despreciables
ha puesto en práctica el gobernador Renyu? —preguntó el príncipe Yanxi de
forma mordaz.

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—Toda maniobra es honorable frente a un asesino de dragones —espetó
el tritón.
—¿A qué te refieres? Explícate —exigió saber el rey Yanzheng con la voz
rebosante de indignación.
Una expresión de intenso odio emanaba de la mirada del tritón.
—El gobernador Renyu nos contó que envidiabais el poder de los
dragones y les guardabais rencor por haberse negado a someterse a vuestro
mandato. ¡Conspirasteis con el Emperador Celestial para capturarlos y
sacrificarlos!
El príncipe Yanxi se estremeció, como si la idea le repugnara.
—¡Una vil sarta de mentiras! Venerábamos a los dragones. Todavía los
honramos. Jamás pretendimos gobernarlos, nos conformábamos con que nos
ofrecieran su presencia. —Su tono se endureció—. Acusar a mi padre de
semejante infamia resulta ofensivo e incongruente con vuestra inteligencia.
El tritón gruñó:
—Mentís tan bien como vuestro padre.
El príncipe Yanxi se abalanzó sobre él, pero el capitán Wenzhi lo agarró
del brazo y lo obligó a retroceder.
—Aparte de las afirmaciones de vuestro gobernador, ¿dispones de
pruebas que demuestren que los dragones fueron asesinados? —quiso saber el
capitán Wenzhi.
Una expresión confundida cruzó el rostro del tritón, aunque este
permaneció obstinadamente en silencio.
El rey Yanzheng se dirigió a él con calma.
—Vuestro gobernador no os ha mostrado ninguna prueba porque no
existen. Sus afirmaciones son infundadas y sus acusaciones, falsas. Nada más
que palabras vacías para incitaros a cumplir sus órdenes.
El tritón enseñó los dientes.
—El gobernador Renyu jura que vengará la muerte de los dragones. En
cuanto destronemos al rey infame, el gobernador nos devolverá la gloria de
antaño, nos… —Cerró la boca y se dio la vuelta. ¿Le preocupaba que se le
escapara algo o acaso un encantamiento le impedía seguir hablando?
El capitán Wenzhi no pareció darse cuenta y lanzó una carcajada
desprovista de toda alegría.
—¿Acaso el gobernador pretende adueñarse de la corona tras asesinar a
vuestro legítimo gobernante? Muy noble por su parte: ascender al trono con la
excusa de vengar a los dragones.
El tritón sacudió la cabeza con vehemencia.

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—¡No, el gobernador Renyu es un hombre de honor! Solo desea. —Se
interrumpió de nuevo.
El rey Yanzheng suspiró.
—Ojalá hubiéramos podido hacer más para ayudar a los dragones. Le
rogamos al Emperador Celestial que suprimiese su castigo y los liberase, pero
se negó. Lo cierto es que desafiaron su autoridad, y nosotros quedamos atados
de manos. Los dragones no habrían querido que entrásemos en guerra con el
Reino Celestial. Valoraban la paz por encima de todo.
—¡Hace siglos que no se ha visto a ningún dragón! —gritó el tritón.
—Eso no significa que estén muertos —replicó el príncipe Yanxi—. Si su
luz se hubiera desvanecido del mundo, lo habríamos percibido.
Mientras el tritón le dedicaba una mueca de desprecio, yo me mordí el
labio, mirándolo fijamente. Había algo que no encajaba. Sus ojos brillaban
con convicción y hablaba de forma apasionada, pero ¿por qué se jugaba la
vida y el honor basándose solo en afirmaciones vacías?
La voz calmada del capitán Wenzhi quebró el silencio.
—¿Qué pretendías? ¿Asesinar al rey y a su heredero? Pero sabes que los
aliados del Mar del Este jamás habrían aceptado que el gobernador Renyu
subiera al trono. ¿Cuál era el plan del gobernador?
El tritón alzó la barbilla en señal de desafío.
—Haced lo que queráis. No os diré nada.
—Oh, ya lo creo que sí —dijo el capitán Wenzhi, pronunciando cada
palabra con tono acerado—. He descubierto que existen formas de sonsacar
hasta los más valiosos secretos. No hablo solo del fuego y el hielo, sino de los
métodos que se emplean en el mundo mortal. Despellejar al sujeto, amputarle
alguna que otra extremidad. Hervir su carne en aceite.
Un escalofrío me recorrió, aunque mantuve el semblante impasible.
El tritón se estremeció al tiempo que el capitán Wenzhi se inclinaba hacia
él.
—Si tú no me cuentas nada, tal vez pueda persuadir a alguno de tus
amigos. Y si se niegan, tu pueblo sufrirá la irá del Reino Celestial. Se os
expulsará del Mar del Este, se os exiliará al Desierto Dorado. No os quedará
otra opción más que vagar y marchitaros bajo el calor del sol, anclados
durante toda la eternidad en sus abrasadoras dunas.
El príncipe Yanxi inhaló entrecortadamente y su padre palideció. Para un
inmortal del mar, semejante destino debía de ser peor que la muerte. Habían
mantenido la compostura mientras el capitán enumeraba de forma sombría las
distintas torturas, pero no creía que tuvieran el estómago para ejecutar aquel

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castigo tan cruel. Lo importante era que el tritón se lo creyera. Había oído que
el capitán era experto en sonsacar respuestas a los prisioneros más obstinados
sin tener que recurrir a castigos físicos. Los rumores no habían sido
exagerados. El tritón ya mostraba signos de estar derrumbándose; la
respiración se le había acelerado y no dejaba de mirar a todas partes, aunque
sus ojos siempre volvían al capitán.
Yo había sido testigo de la inquebrantable determinación del capitán
Wenzhi en combate, de su intrepidez a la hora de ocupar la primera línea de
batalla. Los soldados admiraban su honor y valentía, pero aquello… era una
nueva faceta de su personalidad. Tal vez fueran dos caras de una misma
moneda: nadie podía lograr todo lo que había conseguido él sin exhibir cierto
carácter despiadado.
El tritón se acobardó. No obstante, el capitán le sostuvo la mirada, y sus
pupilas asomaron tan oscuras como la obsidiana.
Finalmente, el tritón se vino abajo, temblando de forma incontrolada.
—Basta —suplicó con voz rasposa—. Dejad a mi pueblo en paz. No les
hagáis daño —jadeó, como si estuvieran arrancándole las palabras—. El
príncipe Yanming… aunque no lográsemos matar al rey, debíamos capturar a
su hijo.
El rey Yanzheng se puso en pie. Escudriñó la estancia en busca del joven
príncipe, que estaba acurrucado junto a la reina en un rincón, y con la cabeza
apoyada en su hombro. Ajeno a la amenaza que se cernía sobre su vida y su
familia.
El príncipe Yanxi se aferró a la empuñadura de su espada, intentando
mantener la compostura.
—Un plan despreciable. La intención del gobernador Renyu debe de ser
coronar a mi hermano mientras él maneja los hilos por detrás. Después de
deshacerse del resto de nosotros, desde luego. —Les dirigió un seco
asentimiento de cabeza a los guardias, que se llevaron al prisionero. El tritón
había perdido su actitud combativa y se desplomó como un alga marina a
punto de morir.
Apenas unos momentos antes, el alborozo y las risas habían colmado el
salón. Ahora los soldados ocupaban el lugar de los elegantes invitados que
habían huido, y los gemidos de los heridos constituían un pobre sucedáneo de
los relajantes acordes de la pipa.
—Me disculpo por el brusco final de la velada. No ha sido la bienvenida
que teníamos en mente —dijo el príncipe Yanxi, apesadumbrado.
El rostro del capitán Wenzhi reflejaba una expresión sombría.

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—Puede que no, pero hemos adquirido una información muy valiosa
sobre las intenciones del gobernador Renyu. Y ahora sabemos hasta dónde es
capaz de llegar para lograr sus objetivos.
El príncipe Yanxi asintió.
—Mañana planearemos qué rumbo tomar con nuestros comandantes.
Prometo que será una jornada menos atribulada que la de hoy, ahora que
estamos en alerta. No obstante, en palacio disponemos de un amplio
suministro de flechas. —Sus ojos destellaron al tiempo que añadía—:
También tenemos platos, en caso de que la arquera primera los prefiera.
Curvé los labios, esbozando una sonrisa hueca, aunque agradecí su intento
de relajar el ambiente.
El príncipe Yanxi inclinó la cabeza en dirección al capitán Wenzhi.
—Vuestra ayuda esta noche ha resultado inestimable, y mi padre se
asegurará de que los elogios lleguen a oídos del Reino Celestial.
Vuestra reputación es ciertamente bien merecida. —Miró en mi dirección
—. Así como la vuestra, arquera primera.
Me incliné en reconocimiento por sus alabanzas. Sin embargo, mi sonrisa
se desvaneció al contemplar el salón y ver la comida y los fragmentos de
porcelana esparcidos por el suelo, mezclándose con los rastros de sangre
escarlata.

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A quella noche no había conseguido conciliar el sueño. Durante el


ataque, un frío instinto de supervivencia se había adueñado de mi
cuerpo, y yo había derribado a nuestros atacantes sin inmutarme. Pero ahora
las acusaciones del tritón resonaban en mi cabeza, y las dudas se abrieron
paso hasta mi corazón. ¿Estarían los dragones en peligro? ¿Sería el rey
Yanzheng tan honrado como decía todo el mundo? ¿La admiración del
príncipe Yanxi por los dragones sería fingida? No, pensé, no parecía ser
alguien de naturaleza engañosa.
El capitán Wenzhi y yo habíamos tomado por costumbre comer juntos, y
por lo general, yo disfrutaba de aquellos momentos de apacible
compañerismo. Aun así, aquella mañana, revolví el desayuno con desgana.
—Anoche luchaste bien —me dijo.
Yo hice una mueca; no me sentía orgullosa en absoluto, y los gritos
agónicos de los heridos todavía resonaban en mi mente.
—¿Te crees lo que dijo el tritón? ¿Lo de que el rey Yanzheng traicionó a
los dragones?
—No —respondió con tanta seguridad que mi inquietud disminuyo un
poco—. La admiración que el rey sentía por ellos es un hecho de sobra
conocido. Además, los dragones no suponían ninguna amenaza para él.
—¿Por qué creen los tritones las palabras del gobernador? —pregunté.
—Es un misterio. El gobernador Renyu tiene madera de tirano y las
acciones despiadadas de anoche no han hecho más que reforzar esa sospecha.
Es posible que haya conseguido tanto apoyo porque los tritones llevan
aislados mucho tiempo. —Y añadió en tono sombrío—. Parecen creerse cada
una de sus palabras.
Me llevé una cucharada de arroz congee a la boca; los granos habían sido
cocidos hasta alcanzar la suavidad de la seda y su sabor estaba enriquecido
con hierbas y pollo. Mastiqué de forma metódica, mientras otra pregunta
sobrevolaba mi mente: una que no me atrevía a formular. Miré al capitán, y
descubrí que no había tocado su cuenco.
—¿Qué más te preocupa? —quiso saber—. Se nota que algo te ronda la
cabeza.
Dejé la cuchara de porcelana y me volví hacia él.

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—¿Realmente habrías sido capaz? De hacer todo eso que dijiste… incluso
lo de desterrar a los tritones al desierto.
—¿Me creerías capaz de algo así? —Una expresión preocupada cruzaba
su rostro y, por alguna razón, sentí que mi respuesta era importante para él.
No, quería decirle, pero insistí:
—Ayer hablaste de amputar extremidades y despellejar a gente con tanta
facilidad que parecía que lo decías en serio.
Ninguna batalla estaba exenta de crueldades, pero no me parecía bien
tratar de ese modo a un prisionero. Alguien que estaba indefenso.
—Hay partes de mi trabajo que no me gustan —dijo en voz baja—. Y lo
que viste ayer fue una de ellas. A veces no basta con amenazar a alguien a
punta de espada. No me enorgullezco de lo que dije, pero de no haberlo
hecho, podrían haber capturado al príncipe Yanming. Cientos de soldados
podrían haber muerto en combate. El rey Yanzheng podría haber sido
asesinado… igual que tu nuevo amigo, el príncipe Yanxi.
Me sobresalté, sorprendida por su tono mordaz. Sin embargo, me
identificaba con las otras palabras del capitán. Como bien sabía, a veces nos
encontrábamos envueltos en situaciones en las que, muy a nuestro pesar, nos
veíamos obligados a engañar a los demás.
Siguió hablando, como si para él fuera un alivio poder desahogarse.
—Al tritón le traía sin cuidado su propia seguridad; las amenazas de
muerte no habrían surtido efecto en él. Pero no estaba dispuesto a tratar con
tanta displicencia la vida de su familia y amigos. —Una sonrisa tensa se
dibujó en sus labios—. Y la reputación despiadada del Emperador Celestial
me ayudó en mi cometido.
Era perfectamente consciente de aquello. Me estremecí al recordar la
gélida mirada del emperador, el temor que me había invadido al verlo. No
albergaba ninguna duda de que eliminaría a cualquiera que considerase una
amenaza.
—Gracias por contármelo. —Lo decía en serio. No tenía por qué haberme
dado explicaciones, y que lo hiciera era una indicación de confianza.
—Gracias por escucharme —dijo en voz baja—. Espero que siempre
podamos hablar. Que compartas conmigo cualquier preocupación que tengas.
Tomó su cuenco, aunque el congee se le había enfriado. No dijimos nada
más durante el resto del desayuno, pero comí con un entusiasmo renovado,
pues había aliviado la carga de mi conciencia.
Cuando el capitán y yo llegamos al Palacio de Coral Perfumado, un criado
nos condujo hasta una habitación en el último piso. Las ventanas daban al mar

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azul, siempre cambiante e inconmensurable. Había unas sillas de palisandro
dispuestas alrededor de una mesa labrada en una sola pieza de madera. El
príncipe Yanxi y otros seis inmortales se encontraban reunidos a su alrededor,
enfrascados en una acalorada discusión.
Dejando de lado las cortesías, el príncipe nos presentó rápidamente a los
comandantes de la sala. Mostró una expresión sombría al tiempo que decía:
—Los tritones nunca antes se habían atrevido a asaltar el palacio. Si lo
han hecho ahora es porque creen que su ejército es lo bastante poderoso como
para enfrentarse a nosotros. Lo que significa que se nos está acabando el
tiempo.
El capitán Wenzhi tomó asiento y me indicó que hiciera lo mismo. Un
criado se apresuró a servirnos el té.
—Es posible que también intenten provocaros para que toméis represalias
de forma precipitada —advirtió.
El príncipe Yanxi asintió lacónicamente.
—Tendremos cuidado. Sin embargo, si permitimos que el gobernador nos
ataque sin que haya consecuencias, eso solo lo envalentonará aún más. —Me
miró desde el otro lado de la habitación—. La observación de la arquera
primera sobre enfrentarnos a ellos en tierra es vital. Los tritones, sin duda,
intentarán atraernos al agua, donde su poderío es mayor.
El capitán Wenzhi unió las manos sobre la mesa.
—Llevar a cabo una ofensiva nos permitirá elegir el campo de batalla.
Dijisteis que los tritones se aventuran a la costa para saquear. ¿Existe alguna
otra razón que los lleve a tierra?
—Ninguna que conozcamos —respondió el príncipe.
—Entonces tenemos que atraerlos hacia nosotros. ¿Qué podríamos usar
como cebo? —dijo con decisión el capitán Wenzhi.
Unos cuantos generales se removieron en sus sillas, como si su sugerencia
los desconcertase. Tomé un sorbo de té para suavizar la opresión que sentía
en la garganta.
—Tendría que ser algo que tentase al mismísimo gobernador a liderar el
ataque. Es una táctica que solo funcionará una vez —añadí apresuradamente,
antes de acobardarme.
—Estoy de acuerdo. ¿Ha liderado el gobernador algún ataque antes? —
preguntó el capitán Wenzhi.
—No. Es poderoso, pero muy cauto —repuso el príncipe Yanxi.
El capitán Wenzhi lanzó un suspiro.

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—¿Puedo hablar claro, Alteza? —Después de que el príncipe le dirigiera
un asentimiento de cabeza, prosiguió—: Los objetos mágicos o las riquezas
podrían no ser suficientes como para animarlo a arriesgar el pellejo. Sin
embargo, ahora sabemos que el príncipe Yanming es crucial para sus planes.
La silla del príncipe Yanxi arañó el suelo mientras él se ponía en pie.
—¿Queréis usar como cebo a mi hermano pequeño? —gritó.
El capitán Wenzhi ni siquiera se inmutó, aparentemente impasible a la ira
del príncipe.
—Vuestro hermano será trasladado a un lugar seguro ante el primer
indicio de peligro. Solo lo necesitamos para que el gobernador caiga en la
trampa.
El príncipe Yanxi lo fulminó con la mirada.
—¿Cómo vais a garantizar su seguridad?
Pensé en el joven príncipe que había visto la noche anterior, el que se
había aferrado con fuerza a la mano de su madre y había enterrado el rostro en
su hombro. Me recordaba a cómo me había agarrado yo a mi madre en los
momentos en los que más miedo había sentido: cuando había estado a punto
de ahogarme en el río y cuando supe que tenía que abandonar mi hogar.
Algo se endureció en mi interior y mi voz se elevó desde mi garganta:
—Yo cuidaré del príncipe Yanming.
Todos volvieron la cabeza hacia mí en ese momento, con la sorpresa y el
escepticismo plasmados claramente en el rostro. Yo tampoco podía dar
crédito: hasta hacía un momento, esa no había sido mi intención.
El único que sonrió fu el capitán Wenzhi.
—Custodiará a Su Alteza a la perfección. Yo también lo protegeré. No
pueden acompañarlo más guardias de lo habitual, o levantaremos sospechas.
Me hundí en la silla, aliviada de no ser ya el centro de atención. ¿O era
porque se había ofrecido a vigilarlo conmigo?
La gélida expresión del príncipe se suavizó un poco mientras volvía a
tomar asiento.
El capitán Wenzhi insistió de nuevo, cazando al vuelo el cambio de
actitud.
—El plan funcionará. Tras el ataque de anoche, el gobernador se habrá
dado cuenta de que secuestrar al príncipe desde aquí es casi imposible.
Podríamos correr la voz de que el príncipe Yanming va a marcharse al Reino
Celestial por su seguridad. Solo hará falta que acuda a la playa para
convencer al gobernador de su presencia. La arquera primera Xingyin y yo lo

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acompañaremos en todo momento. Si con esto el gobernador no aparece, ya
podremos olvidarnos.
Un corpulento general con el cabello castaño claro frunció el ceño.
—A Su Alteza solo lo acompaña su institutriz y un guardia. Además —
enrojeció mientras me lanzaba una mirada furtiva—, nuestro ejército no
cuenta con mujeres. ¿Acaso la presencia de la arquera primera no resultaría
sospechosa para el enemigo?
Su astuta observación fue recibida en silencio.
El capitán Wenzhi se apoyó los dedos en la barbilla mientras me recorría
con la mirada.
—La arquera primera Xingyin fingirá ser Lady Anmei, la institutriz del
príncipe.
Me quedé inmóvil, sofocando las palabras de protesta que surgieron en mi
interior de forma instintiva. ¿Cómo iba a hacer creer a nadie que era aquella
dama elegante del banquete? Al parecer, no era la única que pensaba aquello,
pues los generales intercambiaron miradas incrédulas, aunque parecían
demasiado educados como para expresar sus reservas en voz alta.
El capitán Wenzhi no era de la misma opinión.
—Sé que no se parece en nada a Lady Anmei, pero con la vestimenta y
los accesorios adecuados, y un poco de maquillaje…
—Capitán Wenzhi, os agradezco la confianza —intervine, reprimiendo
una punzada de irritación ante sus comentarios insensibles.
La expresión del príncipe Yanxi seguía siendo sombría.
—Mi hermano abandonará la playa antes de que comience la batalla. —
Era una orden, no una pregunta.
El capitán Wenzhi inclinó la cabeza.
—Por supuesto.
El príncipe se dirigió a mí.
—Será una situación aún más arriesgada que la de anoche. El gobernador
es peligroso e imprevisible. Seréis el blanco de los ataques del enemigo, pero
para no levantar sospechas, no podréis portar un arma ni usar la magia… por
lo menos hasta que el plan surta efecto. Aunque confío en que podemos
derrotarlos, nadie puede asegurar el resultado de ninguna confrontación.
Temo por vuestra seguridad en caso de que lleguen hasta vos y descubran que
mi hermano no se encuentra bajo vuestro cuidado.
Su franqueza y su preocupación me conmovieron.
—Alteza, cuidaré de vuestro hermano y de mí misma —le aseguré.
Tras aquello, asintió y paseó la mirada por la habitación.

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—Muy bien, procederemos con el plan. Aunque necesitaremos algo de
tiempo para llevar a cabo los preparativos y divulgar la información. Lo más
prudente sería que pasarais tiempo con mi hermano durante los próximos
días. Para que el plan salga bien, tendrá que encontrarse a gusto con vos.
El estómago se me revolvió. Aunque reconocía que se trataba de una
buena sugerencia, nunca había pasado demasiado tiempo con niños.
Tras la reunión, el capitán Wenzhi y yo seguimos al príncipe hasta los
aposentos de su hermano. Al vernos, Lady Anmei se puso en pie e hizo una
reverencia; su falda de brocado verde rozó el suelo. De cerca, era todavía más
hermosa de lo que recordaba. Las mejillas se le tiñeron de rosa al distinguir al
capitán Wenzhi, pero por alguna razón inexplicable, fue la reverencia cortés
de él lo que hizo que me mordiera la parte inferior del labio.
El príncipe Yanmei dio un paso adelante y ejecutó una impecable
reverencia ante su hermano. Me lo presentaron, pero él no pareció
reconocerme de la noche anterior. El príncipe Yanxi no perdió ni un instante
en llevarse a Lady Anmei a un lado y explicarle la situación entre susurros.
Sin decir nada más, abandonaron la habitación junto con el capitán Wenzhi.
—¿A dónde ha ido Lady Anmei? ¿Quién eres tú? —exigió saber el
príncipe Yanming. Tenía las mejillas suaves y redondas, aunque su barbilla
sobresalía de forma desafiante.
Me agaché para mirarlo a los ojos, que eran del mismo tono azul que los
de su hermano.
—Lady Anmei ha tenido que marcharse un momento, pero no tardará en
volver. Por ahora, me quedaré yo con vos.
Apretó los labios.
—¿Conoces algún juego?
—¿Qué tal si echamos una partida de weiqi? —sugerí, buscando con la
mirada el tablero con fichas negras y blancas.
Él se estremeció.
—¿Sabes cantar? ¿O dibujar? ¿O hacer animales de papel? —recitó.
Sacudí la cabeza, con el ánimo por los suelos.
—Eres la peor institutriz que he conocido. —Se cruzó de brazos,
enfurruñado.
Fruncí el ceño, irritada por sus palabras.
—Bueno, es que no soy vuestra institutriz y estáis siendo muy
maleducado. Tal vez, si fuerais un poco más amable, os enseñaría las cosas
asombrosas que sí sé hacer.

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Entornó los ojos y frunció la boca hasta que esta tomó el aspecto de una
pasa arrugada. Me preparé para presenciar una rabieta y un torrente de
lágrimas, pensando que Shuxiao, con su encanto natural, habría sido la
persona adecuada para aquel desafío. Pero entonces se enderezó y preguntó
con aplomo:
—A ver, ¿qué sabes hacer?
Me devané los sesos en busca de algo que pudiese captar su interés, algo
que estuviera a la altura de mi temerario alarde.
—Sé tocar la flauta —ofrecí con orgullo.
Resopló con impaciencia y puso los ojos en blanco, muy poco
impresionado por el que era uno de mis mayores talentos.
—He leído muchos libros —añadí con rapidez—. Puedo contaros una
historia.
Un interés repentino iluminó su rostro.
—¡Sobre los dragones!
—Os contaré la historia de cuando los Cuatro Dragones llevaron la lluvia
al Reino Mortal. —Por fin había captado su atención. Había sido uno de mis
cuentos favoritos de pequeña; uno más real de lo que había sospechado.
—¿Esa en la que el estirado del Emperador Celestial los castiga? ¡Es la
peor de todas!
Antes de poder contenerme, estallé en carcajadas al oír su irreverente
descripción del inmortal más poderoso del reino.
Las comisuras de sus labios se curvaron ligeramente.
—¿Qué más sabes hacer? —La hostilidad había desaparecido de su tono.
Le devolví la sonrisa.
—Disparar un arco. Y manejar la espada.
Se le iluminó la cara al tiempo que me agarraba del brazo y me arrastraba
hacia un enorme baúl repleto de espadas y escudos de madera.
—Mi hermano dice que soy demasiado pequeño para aprender a luchar,
pero tú me enseñarás, ¿a que sí? —preguntó con entusiasmo.
Desarmada ante semejante entusiasmo, asentí tímidamente, esperando que
el príncipe Yanxi pasara por alto mi transgresión.
Cuando Lady Anmei y el capitán Wenzhi regresaron por fin, nos
encontraron enfrascados en una batalla simulada, saltando sobre el coral del
jardín y haciendo chocar nuestras espadas. Al verlos, solté de inmediato la
espada y me alisé la parte posterior de mi despeinado cabello.
—Alteza, es hora de irse a la cama —dijo Lady Anmei con tono firme.
El príncipe Yanming dejó caer los hombros, pero le tomó la mano.

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—¿Volverás mañana? —me preguntó.
Algo floreció en mi interior al percibir su voz teñida de esperanza.
—Sí. Me encantaría.
Para cuando regresamos a la costa, el atardecer había oscurecido el cielo.
En vez de unirme al capitán Wenzhi en su tienda, cené con los demás
soldados. Por alguna razón, aquella noche no deseaba su compañía.
Me sentía al límite, a punto de estallar. Después de cenar, paseé por la
playa y me subí a una enorme roca. Ver cómo las olas se precipitaban contra
la orilla con imprudente abandono me tranquilizó. La piedra áspera se me
clavaba en la espalda mientras yo contemplaba el cielo, tumbada. Cuando la
luna brillaba con tanta intensidad como aquella noche, sabía que mi madre
había encendido los mil farolillos y el dolor constante de mi corazón
disminuía un poco. Me imaginé sus brazos rodeándome y su fría mejilla
contra la mía, y una sonrisa se extendió por mis labios.
Oí unos pasos que se acercaban, amortiguados por las olas al chocar.
—Te gusta mirar la luna —dijo el capitán Wenzhi a mi espalda.
—Es más bonita que muchas otras cosas.
No me molesté en levantarme. Era de mala educación, pero no estaba de
humor para cortesías.
Mientras trepaba para unirse a mí, me alcé sobre los codos y lo fulminé
con la mirada.
—Vete. —Me esforcé por mantener la voz firme.
—No.
—Pues me voy yo. —Apoyé las palmas de las manos en la piedra para
poder deslizarme hacia abajo, pero él cubrió mi mano con la suya. Su agarre
era tan inflexible como la piedra de debajo.
—¿Por qué estás tan enfadada? —Parecía confundido.
Aparté la mano y me rodeé las rodillas con los brazos. Lo cierto es que no
sabía por qué me sobrevenía aquella sensación punzante cada vez que lo
miraba.
—¿Es porque te he dicho que te hicieras pasar por Lady Anmei? —
preguntó.
El recuerdo de sus irreflexivas palabras me atravesó.
—No tuviste ningún miramiento conmigo al decir eso.
Arrugó la frente, sorprendido.
—¿Te da miedo? —preguntó, malinterpretando mis palabras—. Eres
capaz de hacerte cargo del joven príncipe y de ti misma, aun sin armas ni

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magia. Y si no hubiera tenido ningún miramiento, no me habría ofrecido a
montar guardia contigo.
—No me da miedo.
—Y entonces, ¿a qué viene esa cara tan larga? —Su voz era tan suave
como la brisa vespertina.
—Sé que admiras a Lady Anmei y que no soy tan guapa ni elegante como
ella. Pero… no ha sido agradable oírtelo decir en voz alta. —El calor trepó
por mi cuello al recordarlo.
—¿Que la admiro? Si he estado pendiente de ella ha sido solo porque
parecía molestarte. —Sonrió irónicamente, antes de volver a ponerse serio—.
¿Por qué quieres parecerte a ella? ¿Por qué querría un halcón parecerse a un
ruiseñor?
Se me aceleró el pulso. No sabía el motivo, pero de pronto me sentía
insegura. Quería marcharme y al mismo tiempo ansiaba quedarme.
—Capitán Wenzhi…
—Llámame Wenzhi, a secas. —Me sostuvo la mirada.
De algún modo, supe que aquel gesto encerraba una enorme importancia
para él, pues era una muestra de confianza que no otorgaba con facilidad.
Mi cobarde deseo de marcharme se desvaneció. A Shuxiao la llamaba por
su nombre, pero ambas éramos amigas íntimas. Iguales. Siempre me dirigía a
él como «capitán Wenzhi» y él me llamaba «arquera Xingyin»… Cualquier
otra forma de dirigirnos el uno al otro habría resultado impensable.
Habíamos bromeado, nos habíamos pinchado e incluso habíamos
discutido, pero aquello era entrar en terreno desconocido, echando abajo otra
barrera entre ambos. Una barrera de la que, me di cuenta, quería prescindir.
—Wenzhi —repetí lentamente, no estando acostumbrada a pronunciar su
nombre sin el título.
Una sonrisa apareció en sus labios, apenas perceptible en la oscuridad.
Los últimos vestigios de mi malestar se desvanecieron y fueron
sustituidos por un cálido revoloteo en el estómago. No dije nada más, y él
tampoco. Permanecimos el uno junto al otro, tumbados sobre la roca y
sumidos en un agradable silencio, dejando que el rumor de las olas fuera lo
único que se oyera en la oscuridad.
La luna se elevó aún más. Su resplandor reverberó en el agua, y los
fragmentos de un millar de esquirlas de plata se reflejaron en su superficie. La
brisa me acarició la piel al tiempo que la sensación cálida de mi pecho se
extendía hasta mis venas, como embriagada por el vino.

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L os días siguientes pasaron volando; los viví inmersa en un estado de


ansiedad constante, aunque esta vino acompañada también de una
sensación de felicidad. Enseñé al príncipe Yanming a sujetar una espada y lo
dejé ganar cada vez que nos enfrentábamos. Él me enseñó a hacer animales de
papel, y de vez en cuando nos poníamos a cantar canciones tontas que nos
inventábamos. Cuando descubrió que solo conocía una historia sobre sus
queridos dragones, tomó todos sus libros y juntos leímos cómo los dragones
habían salvado a los tritones de los monstruos marinos y habían purificado las
aguas cuando un enjambre de medusas venenosas contaminó el océano. No
era de extrañar que su ausencia hubiera dejado un vacío semejante en el Mar
del Este. Y cuando me abrazó, apretándome con suavidad, un sentimiento
cálido floreció en mi interior. Se deslizó a través del muro que rodeaba mi
corazón y se convirtió en el compañero de la infancia que nunca tuve, en el
hermano que no sabía que deseaba.
Sin embargo, el día en que íbamos a llevar a cabo nuestra treta llegó
demasiado pronto. Me encontraba sentada en una habitación con Wenzhi,
mientras dos doncellas de palacio se ocupaban de mí y me ayudaban con mi
transformación en Lady Anmei.
—¿Y si intentas actuar con recato y delicadeza? —sugirió Wenzhi—.
Camina con pasos más cortos y adopta una expresión más amable. Lady
Anmei es una flor delicada, así que procura no ser…
—¿Una espina? —espeté, perdiendo los nervios. Llevaba una hora
sermoneándome sobre el comportamiento que debía emular. Le lancé una
sonrisa engañosamente dulce—. Tal vez deberías ser tú el que se hiciera pasar
por Lady Anmei, ya que pareces conocer sus gestos a la perfección.
Una de las doncellas profirió un sonido ahogado, que reprimió de
inmediato.
Los ojos de Wenzhi se curvaron, divertidos, pero siguió con su diatriba
como si yo no lo hubiese interrumpido.
—Intenta aparentar algo de miedo o inquietud. No todo el mundo tiene la
confianza que tienes tú.
Me di la vuelta, echando por tierra el intento de una de las doncellas por
prenderme una flor dorada en el pelo.

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—Desde que te conozco, he pasado miedo más veces que en toda mi vida.
¿Cómo iba a ser de otro modo, si me han llovido dardos, he sido víctima del
fuego y me han atacado monstruos?
—Aunque hayas tenido miedo, mantuviste la compostura en todo
momento. La mayoría de las veces. —Se sentó y desenrolló un pergamino
hecho con tiras de bambú; cada una de las tiras estaba atada con seda y repleta
de caracteres diminutos. No tardó en enfrascarse en su lectura, como si se
hubiese olvidado de mi presencia.
Su indiferencia me molestaba más de lo que debería. Me contemplé en el
espejo y una extraña me devolvió la mirada. Las doncellas habían
transformado mis cejas en arcos delicados, me habían teñido las mejillas con
polvos rosados y me habían pintado los labios de un tono coral claro. Llevaba
el cabello peinado en suaves bucles y adornado con joyas en forma de flor, de
las que caían unas hileras repletas de cuentas de color turquesa. La seda lila
de mi vestido llevaba bordadas unas caracolas de colores y numerosas algas
marinas, y una faja escarlata me envolvía la cintura. Una capa de satén azul se
deslizaba hasta mis pies, que estaban enfundados en zapatillas de brocado
dorado.
Las doncellas me obsequiaron con sus cumplidos, diciéndome que estaba
preciosa, antes de abandonar la habitación.
—¿Estás lista? —Un dejo de impaciencia tiñó la voz de Wenzhi al tiempo
que se daba la vuelta hacia mí.
Se produjo un repentino silencio, y yo me descubrí conteniendo la
respiración.
—Estás diferente —dijo por fin—. Aunque alguien como tú no necesita
toda esta… parafernalia.
—¿Parafernalia? —Me debatí entre la risa y la vergüenza—. Te recuerdo
que esto fue idea tuya.
Se encogió de hombros.
—Y muy buena, aunque nunca dije que fuera de mi agrado.
No se trataba de ningún cumplido, pero la intensidad de su mirada me
provocó un cosquilleo, como un soplo de brisa acariciándome la piel. Antes
de poder contestarle, agarró el pergamino y retomó la lectura. Al levantarme
para ir también a por un libro, me tropecé con el dobladillo de la capa.
Wenzhi se levantó a toda prisa para atajarme, cerrando los dedos en torno
a mis brazos. La mirada se le iluminó y a mí se me aceleró el corazón como si
hubiera estado corriendo. Pero había aprendido que aquellos sentimientos

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encerraban peligro y que las heridas que podían infligir resultaban más
dolorosas que las de una espada.
Me aparté y desvié la mirada. Dejó caer las manos a los lados, y un
incómodo silencio se cernió sobre ambos.
Por suerte, el príncipe Yanming no tardó en aparecer. Al verme, estalló en
carcajadas, sofocando de un plumazo el breve sentimiento de orgullo que mi
aspecto me había suscitado.
—¡Llevas la ropa de Lady Anmei!
—Hoy será Lady Anmei —le recordó Wenzhi con severidad—. Recordad
lo que os ha contado vuestro hermano, Alteza.
La alegría abandonó el rostro del príncipe Yanming mientras asentía,
temblando un poco. Era evidente que tenía miedo, pues sabía que tanto él
como sus seres queridos estaban en peligro.
Me agaché y lo agarré del hombro.
—No os preocupéis —le dije—. No es una situación exenta de peligro,
pero estaréis a salvo. Vuestro hermano os estará esperando en el bosque con
sus guardias y nosotros no dejaremos que os pase nada malo.
Se mordió el labio.
—¿Y qué hay de ti? Tampoco quiero que te pase nada.
—No me pasará nada —prometí, y me sequé el sudor de la palma antes de
agarrarle la mano—. Tendré mucho cuidado.
Una extraña mirada asomó en su rostro.
—Pero… no se te da muy bien pelear. Siempre te gano y eso que todavía
estoy aprendiendo.
Wenzhi resopló mientras yo le lanzaba una mirada asesina.
—No os preocupéis —le dije al príncipe Yanming, que tenía todavía el
ceño fruncido—. Al arco lo manejo bien.
Nos encaminamos en silencio desde el palacio hasta la playa. Los
soldados habían montado una tienda para nosotros lejos de la orilla.
Un blanco visible para las fuerzas del gobernador Renyu y, con suerte,
también irresistible. En cuanto nos instalamos en su interior y bajamos la
solapa, me puse a ocultar las armas, los arcos y los carcajes por la tienda.
Más tarde, dimos un largo paseo por la playa bajo el sol del mediodía. Los
vecinos de la zona habían sido escoltados a un lugar seguro, dejando que un
grupo de soldados celestiales disfrazados ocupasen su lugar; el príncipe Yanxi
y su ejército permanecían escondidos en el bosque que bordeaba la playa. No
solté la mano del príncipe Yanming en ningún momento mientras escudriñaba

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nuestros alrededores en busca de cualquier señal de peligro. No obstante, no
vi nada fuera de lo común; el mar se encontraba claro y en calma.
Poco después de regresar a la tienda, el príncipe Yanming se quedó
dormido, tal vez agotado por la tensión de la jornada. Lo tapé con una manta
y observé el vaivén de su respiración; la serenidad de su rostro me impresionó
profundamente. Me prometí a mí misma que, al margen de lo que sucediera
aquel día, lo mantendría a salvo. Eché un vistazo a mi alrededor en busca de
algo con qué distraerme y descubrí unos cuantos libros y un tablero de weiqi
en un rincón, con sus fichas negras y blancas destellando de forma tentadora.
Pero no estaba de humor para ninguna de las dos cosas. Aguardar el ataque de
nuestros enemigos me había dejado los nervios a flor de piel, a diferencia de
Wenzhi, que estaba sentado en una silla leyendo su pergamino totalmente
impasible.
Sentí la urgente necesidad de sacarlo de su ensimismamiento.
—¿Cuándo llegaste al Reino Celestial? —pregunté.
—Hace tiempo.
Impasible ante su respuesta cortante, seguí interrogándolo.
—¿De cuál de los Cuatro Mares provienes?
Él levantó la cabeza y me miró fijamente.
—¿Y este repentino interés?
Suspiré.
—Aquí no tengo mucho más que hacer que charlar. Y por desgracia, no
dispongo de demasiadas opciones de compañía.
—¿Por qué no hablamos de ti? —sugirió—. ¿De dónde eres?
—Del Mar del Sur. —Al pillarme desprevenida, había respondido lo
primero que se me había ocurrido, lo que me habían instruido a decir.
—Del Mar del Sur —repitió lentamente, dejando el pergamino a un lado
—. ¿Y cómo es que no has visto nunca el océano?
El rostro se me encendió. Por suerte, estaba cubierto bajo una capa de
polvos.
—Me marché siendo una niña y no me acuerdo de nada. ¿Y qué hay de tu
familia? —ansiaba desviar la conversación y que esta no se centrase en mí.
Permaneció en silencio durante unos instantes.
—Tengo parientes en el Mar del Oeste, pero hace mucho que no los veo.
Mis responsabilidades no me lo permiten.
—¿Los echas de menos? —pregunté, pensando en mi madre.
—A algunos más que a otros —respondió con una sonrisa tensa.

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Levantó de nuevo el pergamino, señal de que la conversación había
acabado. Por fin había conocido a alguien tan reticente a abrirse como yo.
¿Acaso era reacio a hablar de su familia porque el Mar del Oeste había
apoyado al Reino de los Demonios durante la guerra? Tal vez fuera prudente
no recordárselo a los demás. Aunque el Reino Celestial estaba ahora en paz
con los Cuatro Mares, los inmortales tenían buena memoria. Abrí la boca,
dispuesta a hacerle otra pregunta, pero vacilé. No todo el mundo tenía un
pasado repleto de recuerdos alegres y radiantes. Ambos poseíamos rincones
en nuestra memoria que preferíamos dejar envueltos en sombras.
El sol descendió, pero los tritones seguían sin dar señales de vida. ¿Había
fracasado nuestro plan? ¿Era el gobernador Renyu demasiado astuto como
para caer en nuestra trampa?
—¿Cuánto tiempo tenemos que quedarnos? ¿No podemos irnos ya? A lo
mejor el gobernador no viene. —El príncipe Yanming llevaba inquieto desde
que se había despertado, pues no estaba acostumbrado a los confinamientos.
Miré a Wenzhi.
—¿Damos otro paseo para convencerlos de que seguimos aquí?
—Podrían estar esperando al anochecer para atacar. Los tritones pueden
ver en la oscuridad —dijo él.
—¿Y si hacemos correr la voz de que el príncipe Yanming no tardará en
partir? Los guardias y los criados fingirán estar llevando a cabo los últimos
preparativos mientras nosotros paseamos por la orilla. Después de eso, Su
Alteza deberá ser escoltada a un lugar seguro. —La situación se volvía más
peligrosa para nosotros con cada momento que pasaba. Sin embargo, era
mejor provocar al enemigo para que pasara a la acción en vez de permitir que
su plan se desarrollase como ellos querían.
Asintió y llamó a un guardia para que comunicara al resto sus
instrucciones. Antes de salir de la tienda, me entregó una pequeña daga con
una empuñadura de plata.
—Llévala siempre contigo.
La tomé y me la metí en el fajín, ocultándola debajo de la capa. Se trataba
más de un accesorio que de un arma, pero era lo único que tenía para
defenderme. No, me recordé. Seguía teniendo mis poderes y, aún con las
manos vacías, no estaba indefensa.
El mar estaba picado en ese momento, y sus aguas de color gris verdoso
se agitaban turbulentas. Las espumosas olas se elevaban a gran altura antes de
estrellarse contra la orilla. Soltándome la mano, el príncipe Yanming echó a

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correr por delante de mí. Lo perseguí hasta el agua, donde mi falda y mis
zapatillas quedaron empapadas.
Una sombra oscura se cernió sobre ambos, como si hubiera caído la
noche. Frente a nosotros, se alzaba un enorme pulpo que tapaba incluso el sol.
Unos tentáculos gigantescos, cuya longitud era dos veces la de un hombre
adulto, salieron disparados, salpicando agua por todas partes e inundando la
playa. Montado sobre la criatura había un guerrero con una armadura
nacarada que le llegaba a las rodillas y le dejaba los brazos al descubierto;
llevaba el cabello entretejido con una corona de ramas de coral rojo. Un
colgante de gran tamaño destellaba en su cuello: un disco de oro que envolvía
una gema amarilla. En una mano sostenía una lanza y en la otra, un escudo
repleto de feroces púas. El tono de sus ojos era tan claro como el de un glaciar
y, cuando me miró, me quedé paralizada.
El gobernador Renyu.
Wenzhi gritó en señal de advertencia y el gobernador esbozó una sonrisa
satisfecha. ¡El pulpo se encontraba a escasos metros del príncipe Yanming!
Me adentré en el agua y lo arrastré conmigo, agarrándolo con fuerza mientras
huíamos de la marea creciente. El pulpo extendió un tentáculo a mi espalda y
me hizo un corte en la pantorrilla. Ahogué un grito y me obligué a seguir
adelante, abriéndome paso a través de la corriente mientras el agua del mar se
llevaba la sangre de mi herida. En cuanto llegamos a la orilla, el agua se llenó
de miles de agitadas medusas, cuyos tentáculos translúcidos se hallaban
recubiertos de aguijones venenosos.
Los tritones se alzaban sobre las crestas de las olas, bramando mientras
asaltaban la playa. Profiriendo un grito como respuesta, los hombres del
príncipe Yanxi salieron del bosque. Los soldados celestiales se despojaron de
sus disfraces, y sus armaduras destellaron bajo la luz vespertina. Una súbita
tensión atravesó el aire, que resplandeció con la energía de los guerreros
mientras ambos ejércitos colisionaban.
Unas descargas de fuego y hielo salieron disparadas y fueron recibidas
con escudos levantados de forma apresurada. Las espadas chocaban
estruendosamente unas con otras y resonaban por la arena. El príncipe
Yanming temblaba en mis brazos mientras corríamos hacia la tienda. Pero al
oír unos gritos de dolor a mi espalda, me detuve y me di la vuelta. El alma se
me cayó a los pies ante el panorama. El pulpo había agarrado a unos cuantos
soldados celestiales y los había arrojado al océano, donde las medusas
venenosas los arrastraron bajo las olas. Wenzhi les gritó que ocuparan una
posición más elevada, pero sus palabras quedaron perdidas en medio del caos.

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Lanzó una llamarada de luz que se materializó en un imponente escudo a lo
largo de la costa.
Sin embargo, el área era demasiado amplia y su magia se quedaba corta.
El gobernador Renyu, que estaba flanqueado por varios guerreros, levantó la
mano y una luz azul se extendió por delante y chocó contra la barrera. Una
vez, y otra y otra más, hasta que finalmente el escudo de Wenzhi quedó hecho
añicos. Quería lanzarme a por un arma, pero si dejaba de lado la farsa, el
gobernador podría darse cuenta de que se trataba de una trampa.
Los tritones siguieron avanzando, impacientes, mientras nuestros soldados
se dispersaban como hojas arrastradas por el viento. Wenzhi estaba
temblando, nunca lo había visto tan alterado… tan ansioso, furioso y
frustrado.
—Ve —le insté—. No tienes que quedarte con nosotros. Yo cuidaré al
príncipe Yanming.
Se quedó inmóvil, con la mirada clavada en la carnicería que estaba
teniendo lugar.
—¿Y qué harás tú?
—Me quedaré en la tienda. Allí no correremos peligro.
Sin esperar su respuesta, me alejé con el príncipe Yanming. Varios
soldados aguardaban en el interior de la tienda para escoltarlo a un lugar
seguro. Sin embargo, cuando intentaron llevárselo, el príncipe se agarró a mí
con más fuerza.
—¿Tú no vienes? —Le temblaba la voz.
Le rocé la mejilla con el nudillo.
—Alteza, ahora debéis partir. Vuestro hermano os espera. Yo no tardaré.
—¿Lo prometes?
Vacilé durante un instante antes de asentir. Detestaba tener que mentirle,
pero si el gobernador encontraba el lugar desierto, tal vez se marchara antes
de que pudiésemos detenerlo. Cada segundo que ganaba con aquella farsa,
incrementaba nuestras posibilidades de capturarlo.
El corazón me martilleó el pecho mientras observaba al príncipe Yanming
y a los soldados salir por la parte trasera de la tienda y desaparecer en la
oscuridad. Solo entonces conseguí mitigar la tensión que sentía. Me senté a
esperar, hecha un manojo de nervios por no estar haciendo nada, mientras en
el exterior la sangre empapaba la arena. Habíamos pretendido tenderle una
trampa al gobernador, pero la ferocidad de su ataque, junto con los monstruos
marinos, nos habían tomado por sorpresa.

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Me quité la capa empapada, tomé un arco y un carcaj y los dejé sobre la
mesa, al alcance de mi mano. Una parte de mí quería taparse los oídos con las
manos para amortiguar el ruido del acero al chocar, los gritos y los gemidos.
¿Cuánto más podría soportar aquello? Un fuerte grito atravesó el aire y yo me
dirigí apresuradamente a la entrada, pero me detuve al ver la silueta de un
cuerpo inerte desplomándose contra las paredes de la tienda.
La solapa se alzó. Una figura apareció en el umbral. Retrocedí un paso,
con el cuerpo rígido por la tensión.
—Vos debéis de ser Lady Anmei. —El gobernador Renyu me saludó de
manera burlona con una profunda reverencia—. Los rumores sobre vuestra
belleza no eran exagerados.
Su aura impregnó el ambiente, rodeándome en aquel reducido espacio; era
poderosa, de eso no había ninguna duda, pero tan voluble como las
caprichosas mareas.
¿Acaso no dominaba del todo sus poderes? No tuve tiempo de sopesar
aquella idea, pues entró en la tienda y se plantó, imponente, frente a mí; por lo
que revelaban las partes de su cuerpo que estaban a la vista, poseía una
complexión musculosa. Su fría mirada me provocó un escalofrío, así como el
gesto cruel de su boca y la sangre que salpicaba su mejilla.
Me lancé a por el arco que había sobre la mesa, pero él lo alejó de mi
alcance y lo arrojó al exterior de la tienda con una carcajada.
—¿Es que sabéis usarlo?
Negué con la cabeza, retrocediendo mientras acercaba los dedos a la daga
que tenía escondida. De haber podido agarrar el arco, ya le habría atravesado
el pecho con una flecha. Pero como de momento tenía ventaja sobre mí,
decidí no revelarle mi identidad. Mientras creyera que era Lady Anmei, puede
que no me hiciera daño.
—¿Quién sois? —pregunté, intentando desviar su atención para que no se
fijara en mis manos.
—No tenéis nada que temer. Solo quiero al joven príncipe. Si me ayudáis,
os recompensaré. —Paseó la mirada por la tienda—. ¿Dónde está?
Tenía una voz profunda y melodiosa, la más hermosa que hubiera oído
nunca. Mi desconfianza hacia él se desvaneció, y una cálida admiración
ocupó su lugar. El gobernador Renyu parecía un hombre de honor y amable.
¿Por qué lo habían difamado de forma tan vil? El disco que colgaba de su
cuello brilló con más intensidad, como los ojos de una serpiente en la
oscuridad.

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Aquella imagen me sacudió, y en mi interior saltaron todas las alarmas.
Parpadeé, rechazando la tentadora promesa que encerraban sus palabras y
obligándome a escuchar los gritos del exterior. Descubrí al instante por qué
ejercía tanta influencia sobre los tritones. Su voz desprendía una magia que
obligaba a los demás a creer en sus palabras. ¿Era fruto del resplandeciente
colgante que llevaba al cuello? Fuera como fuere, había estado a punto de
funcionar conmigo, sobreponiéndose incluso a la hostilidad que sentía por él.
No era de extrañar que los tritones le guardaran una lealtad férrea y estuvieran
dispuestos a arriesgar su vida para protegerlo, a luchar en su nombre
basándose únicamente en sus promesas y su aparente honor. Sin embargo,
nunca antes me había topado con un poder semejante. ¿Era un demonio?
¿Uno de esos temidos expertos en el Don de la Mente?
No me atreví a mostrar mis temores. Él esperaba mi admiración y mi
obediencia. Que me sometiera a su voluntad como una brizna de hierba. Abrí
los ojos de par en par, aparentando ingenuidad, y señalé la cama donde el
príncipe Yanming había estado durmiendo previamente. Las mantas estaban
amontonadas por encima y daban la impresión de ocultar un cuerpecito
debajo.
—Está durmiendo —dije.
Curvó los labios en una sonrisa cruel.
—En cuanto me haga con el Mar del Este, me desharé del mocoso y
gobernaremos juntos. Los otros reinos se doblegarán también ante mí y vos
seréis la reina de los Cuatro Mares. —Extendió la mano, prometiéndome lo
que él creía que yo quería escuchar.
La ira afloró en mi interior al oírlo hablar de ese modo del príncipe
Yanming y descubrir sus despreciables planes, pero aun así agradecí sus
palabras, pues afianzaron mi vacilante determinación. Miré fijamente la gema
amarilla que colgaba frente a su pecho. Estando así de cerca, advertí que un
extraño poder emanaba de su interior; me puso los pelos de punta.
—¿Qué os hace pensar que venceréis?
—Los tritones obedecen todas mis órdenes, al igual que las criaturas
marinas. Conmigo a vuestro lado, no tenéis nada que temer.
Sus palabras se derramaron en mi interior como si fueran miel, a pesar del
horror que sentía. El impulso de darle la razón, de ganarme su aprobación, era
de lo más tentador. No, me negaba a sucumbir ante él; no podía acabar siendo
una de sus irracionales secuaces. Me clavé las uñas en las palmas de las
manos al tiempo que empleaba mi poder para sellarme los oídos. Las tripas se

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me retorcieron al pensar en luchar contra él de ese modo, pero me daba más
miedo acabar sometida a su control.
Clavé la mirada en él. No podría contar con que el crujido de una pisada o
el silbido de una espada me alertara. Pero era un riesgo que debía correr.
Mientras se acercaba a la cama, saqué la daga de la faja y se la lancé. Él se
apartó a un lado, pero la cuchilla le hizo un corte en la mejilla. Sin perder ni
un instante, se abalanzó hacia delante, agarró las sábanas con fiereza… y
profirió un gruñido al encontrar la cama vacía. Se volvió hacia mí de
inmediato, pero eché a correr hacia el arco más cercano y saqué y disparé una
flecha en lo que tardaba en abrir y cerrar los ojos. La desvió con un
movimiento de su escudo, y yo le disparé una flecha tras otra de forma
frenética, hasta que me ardieron los dedos. No obstante, eludió cada uno de
mis ataques con una velocidad asombrosa. Golpeé un estante con el codo
mientras intentaba alcanzar otra flecha. Los nudillos se le tornaron blancos
por la fuerza con la que sujetaba su lanza, y yo logré levantar un escudo a
tiempo para bloquear su ataque.
Mi última flecha se hundió en su hombro. Me lancé a por un nuevo carcaj,
tan concentrada en mi tarea que no percibí el cambio en el ambiente hasta que
algo me atravesó la pantorrilla y el dolor se extendió por mi cuerpo como un
fuego incontrolable. Dos agujas de plata sobresalían de mi pierna,
clavándome la seda del vestido a la piel; estaban recubiertas con el mismo
líquido verdoso que ya había visto en otra ocasión. Mi escudo se desvaneció,
dejándome tan indefensa como un conejo en una trampa mientras el cazador
se acercaba cada vez más.
Movió los labios, pero lo único que oí fue un débil zumbido. Relajé el
sello que taponaba mis oídos hasta que pude percibir un débil susurro. Lo
único que me quedaba para detenerlo eran las palabras.
—Cobarde —siseé, intentando retrasar mi inevitable final e incitarlo a
actuar con temeridad—. Enfréntate a mí sin emplear ningún truco.
—Los perdedores protestan y los ganadores… en fin los ganadores tienen
cosas mejores que hacer. —Hablaba con tal complacencia que un escalofrío
de miedo me recorrió la columna.
El influjo de su voz seguía presente, aunque de forma más tenue: ahora
apenas lo percibía. Invoqué mis poderes, intentando hacer frente al horrible
dolor del veneno.
La gema que le colgaba del cuello brillaba como el oro. Mientras la
contemplaba fijamente, le pregunté:

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—Ese colgante que llevas. ¿Es así como controlas a los tritones? —Mi
voz sonaba como si brotara desde muy lejos—. Qué magia tan despreciable.
—¿Despreciable, porque no eres capaz de manejarla? ¿Porque le temes?
—Ladeó la cabeza, aunque no creía que esperase una respuesta—. Los
tritones siempre habían albergado sospechas contra los Inmortales del Mar.
Yo simplemente me limité a encender la chispa de sus prejuicios, alineando
su voluntad con la mía. ¿En qué se diferencia eso de ponerle una espada en la
garganta al enemigo? ¿Por qué ciertas victorias se consideran honorables y
otras no?
—No es lo mismo —protesté—. Les has despojado de la libertad para
elegir, de juzgar por sí mismos. Para obligarlos a actos que de otro modo
morirían antes de cometer. —Le lancé una mirada desdeñosa, incluso
mientras me encogía en mi interior—. Pero ningún hechizo es inquebrantable.
Pagarás por tus pecados cuando recobren la libertad.
—La única liberación que conocen aquellos sometidos a mi control es la
muerte. —Un destello cruel iluminó su mirada—. Hubo unos cuantos que
provocaron mi ira con su incompetencia, y otros resultaron demasiado
difíciles de controlar. Justo antes de morir, en sus rostros asomaba una
expresión de profunda lucidez. Y también de rabia, por haberlos tomado por
necios. Eso convirtió su final en un acontecimiento aún más dulce. Igual que
ocurrirá con el tuyo.
Su lanza destelló. Reprimiendo el dolor, invoqué mis poderes, pero
entonces estrelló el puño contra mi sien. El dolor me inundó y mi energía se
desvaneció. De haber podido mover los pies, habría echado a correr, pero ni
siquiera fui capaz de proferir un grito en medio de la aplastante sensación de
entumecimiento que se adueñó de mí.
Aún tenía las flechas. Aunque mis piernas parecían haber echado raíces,
todavía era capaz de mover los brazos; al menos de momento, hasta que el
veneno se extendiera. Me eché la mano a la espalda y hurgué en el carcaj.
Tras tomar una de las flechas, el gobernador me la arrebató y la partió en dos;
me hundió la punta de metal en la palma hasta perforarme la carne. La agonía
me despojó de todo pensamiento. Era incapaz de gritar, apenas podía respirar.
Me arrebató el arco con una sonrisa maliciosa y lo arrojó a un lado. Recogió
su lanza del suelo y me la apoyó en el pecho, ejerciendo la suficiente presión
como para atravesarme la piel con su punta venenosa. La sangre afloró en la
seda igual que un hibisco escarlata desplegando sus pétalos. Proferí un grito
ahogado, y la parte superior de mi cuerpo convulsionó, antes de quedar

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paralizada. Por el modo en que alzó las comisuras de los labios, supe que
estaba disfrutando con mi sufrimiento.
Se me encogió el corazón, invadido por un sentimiento de culpa.
¿Volvería a ver a mi madre y a Ping’er? El rostro de Liwei me vino a la mente
y, extrañamente, el de Wenzhi también. Un dolor abrasador me recorrió las
venas y mi respiración se volvió entrecortada. Cerré los ojos para dominar el
horror que me provocaba encontrarme a su merced: desprovista de armas,
envenenada y atrapada. No, me dije a mí misma furiosamente. Aún disponía
de lo aprendido durante los entrenamientos. Aún disponía de mi ingenio.
Aún disponía de mi magia.
Me esforcé por mantener la calma, apretando la mandíbula hasta que me
dolió. Mis poderes cobraron fuerza en mi interior, y un vendaval azotó la
tienda y lo lanzó contra el suelo. Algo se le cayó de la cabeza: la corona de
coral, cuyas ramas quedaron hechas pedazos.
Sus ojos destellaron de sorpresa y luego de rabia. Levantó la mano, con la
piel iluminada por su propia magia, pero yo me mostré implacable,
imprudente incluso, y le lancé un torrente de hechizos, sin darle la
oportunidad de contraatacar. Unas salvajes ráfagas de viento lo azotaron,
inmovilizándolo, y un torrente de fuego le chamuscó la piel antes de
extinguirse. De no haberme encontrado petrificada, tal vez me habría
desplomado por el esfuerzo. Nunca antes había luchado de ese modo,
dependiendo únicamente de mi magia. Recordé las palabras de la maestra
Daoming, que me había advertido en contra de agotar mi energía, pero si me
detenía ahora, acabaría muerta. El gobernador no me mostraría piedad alguna,
ni dispondría de una segunda oportunidad. Arrinconado contra las paredes de
la tienda, el gobernador desvió todos los golpes hasta que el sudor le empapó
la frente y su respiración se volvió tan agitada como la mía. Me invadió un
feroz sentimiento de orgullo, pues ya no era su presa.
Alguien apareció en la entrada de la tienda. ¡Wenzhi! Estaba cubierto de
sangre, arena y mugre, y tenía el rostro tenso por el agotamiento… ¿O era
furia lo que reflejaba su semblante? El gobernador Renyu se puso en pie y
Wenzhi cargo contra él; las armas de ambos chocaron. El gobernador movió
la boca frenéticamente, pronunciando palabras que no fui capaz de entender.
¿Qué estaba diciendo? ¿Y si Wenzhi caía bajo su dominio?
—¡El colgante! —Mi grito se diluyó en un susurro áspero: no albergaba
fuerzas para nada más. El temor de que no fuera suficiente, de que Wenzhi no
me hubiera oído, se apoderó de mí. Mi arco se encontraba demasiado lejos y
la magia casi se me había agotado. La mano me palpitaba de dolor: una

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sensación que había estado presente todo el tiempo, aunque eclipsada por la
agonía que recorría mi cuerpo. Bajé la mirada y descubrí que todavía tenía el
trozo de flecha incrustado en la palma.
Oí un golpe sordo al tiempo que Wenzhi lanzaba al gobernador contra un
estante. Este volvió a levantarse de un salto, y su colgante resplandeció con
más intensidad. Un escalofrío me recorrió al pensar que podría liberar su
poder en cualquier momento. Era incapaz de moverme, ni siquiera podía
sacudir el dedo; el veneno me había dejado totalmente petrificada. Sin
embargo, no podía permitir que Wenzhi acabara sometido al gobernador.
Tomé aire y aproveché los rescoldos de mi energía para formar una corriente
de aire —enjuta, pero rápida y poderosa— que me arrancó la flecha de la
palma y la arrojó en dirección al gobernador. Esta golpeó su colgante, que se
estrelló contra el suelo. La gema amarilla se resquebrajó y la luz de su interior
se desvaneció.
El gobernador abrió la boca y profirió un grito lleno de rabia, aunque
llegó a mis oídos en forma de susurros. El dolor me atravesaba y sofocaba
cualquier otra sensación. Wenzhi se dio la vuelta con una elegancia letal e
hizo chocar su pie contra el costado del gobernador. Mientras este se
tambaleaba hacia atrás, Wenzhi le atravesó las costillas con la espada,
astillando las escamas nacaradas de su armadura. La boca del gobernador
formó una «o» y una extraña expresión cruzó su rostro. ¿Era asombro?
¿Incredulidad por que su encantamiento no surtiera efecto? Fuera lo que
fuere, me complació, y una perversa oleada de satisfacción surgió en mi
interior.
El gobernador Renyu jadeó y sus movimientos se volvieron cada vez más
frenéticos mientras eludía los brutales golpes de Wenzhi. Su proceder era
ahora descuidado, y desprendía desesperación. Wenzhi levantó el brazo y el
gobernador le arrojó la lanza, pero Wenzhi giró hacia el otro lado y hundió su
espada en la armadura del gobernador, atravesándole las costillas. Se inclinó
hacia él y enterró la espada hasta la empuñadura; y la punta asomó por la
espalda del hombre, empapada en sangre. Wenzhi retorció el gesto con
ferocidad mientras le arrancaba la espada. La sangre salpicó el aire y el
gobernador se sacudió, profiriendo un húmedo resuello mientras daba tumbos
hacia atrás. Se tocó la herida con la mano al tiempo que la abundante sangre
le corría por los dedos. Tras aquello, el gobernador Renyu se desplomó y se
golpeó la cabeza contra el suelo; la mirada se le nubló y sus extremidades
dieron una sacudida antes de quedar completamente inmóvil.

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Muerto. Estaba muerto. No sentí pena alguna, ni tampoco alegría. Tan
solo un profundo alivio de que todo hubiese acabado, de que estuviéramos
vivos.
Wenzhi dejó caer la espada y echó a correr hacia mí. Me agarró por los
hombros, abriendo los ojos con estupor al ver mis heridas. Movió los labios, y
me esforcé por captar sus palabras.
—¿Dónde te ha herido? ¿Por qué no te mueves?
A pesar del consuelo que me provocó su abrazo, el frío me recorrió, como
si estuviera enterrada bajo una capa de nieve. La vista se me nubló al levantar
la cabeza hacia él, y su rostro fue lo último que vi antes de sumirme en la
oscuridad.

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A brí los párpados y acto seguido entorné los ojos por el brillo de la luz.
Los rayos del sol se colaban por las ventanas acompañados de una
brisa salada. Notaba el cuerpo pesado, como al despertar de un largo sueño,
cuando cada movimiento constituía un esfuerzo. Temblé de frío, pero advertí
una sensación cálida que me envolvía la mano. Alguien me agarraba con
fuerza, pero ¿quién? Estaba sentado a mi lado; vi su rostro borroso, y
parpadeé para aclarar la visión. El contacto no me generaba rechazo.
Resultaba reconfortante frente a todos los recuerdos que se agolpaban en mi
mente: recuerdos de sangre, dolor y terror.
Me incorporé de golpe. Mi mirada se encontró con la de Wenzhi, cuya
expresión reflejaba un afecto que no había visto hasta entonces. La piel se me
encendió y yo aparté la mano. ¿Cuánto tiempo llevaba allí conmigo? ¿Cuánto
había dormido? Saqué las piernas de la cama, intentando no contorsionarme
de dolor.
Él frunció el ceño.
—Llevas días durmiendo. Tómatelo con calma.
—Me encuentro bien. —A pesar de mi fanfarronada, al levantarme me
balanceé, mareada. Solo el orgullo impidió que volviera a desplomarme de
nuevo en la cama, así que me agarré al marco de madera para no perder el
equilibrio.
Me rodeó con un brazo, agarrándome firmemente, pero sin apretar, y me
ayudó a tomar asiento en la silla más cercana.
—¿Está a salvo el príncipe Yanming? ¿Qué ha pasado? —pregunté de
manera frenética.
—Harías bien en preocuparte más por ti la próxima vez.
Alzó la tetera y vertió un chorro de té marrón rojizo en una taza de
porcelana antes de ofrecérmela. Pu-erh. Inhalé su intensa y terrosa fragancia
antes de tomar un largo sorbo; el líquido se deslizó por mi garganta con una
calidez revitalizante.
—El príncipe Yanming está bien y ha estado exigiendo venir a verte. —
Hizo una pausa y me rellenó la taza—. Tras la muerte del gobernador Renyu,
los tritones se rindieron. Su castigo está aún por determinarse.
Los recuerdos se arremolinaron en mi mente: el placer enfermizo con el
que el gobernador me había torturado, su expresión atormentada cuando

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Wenzhi le atravesó el pecho con la espada. La sangre escarlata agolpada
alrededor de su cuerpo, sumido en la terrible inmovilidad de la muerte. Me
dije que me alegraba de que hubiese sufrido tal destino, incluso mientras se
me revolvía el estómago. El gobernador habría acabado conmigo empleando
la mayor crueldad posible, pero aun así, no hallé triunfo en aquel momento. Y
aunque ya no se encontraba entre nosotros, las cicatrices de sus engaños
permanecían: las vidas que había arrebatado, aquellas que había truncado de
forma irremediable.
—Puede que no debamos culpar a los tritones. El gobernador poseía un
extraño poder que le sirvió para ganarse su confianza. Su voz, el colgante…
—Fruncí el ceño, tratando de dar sentido a mis recuerdos fragmentados—.
También lo usó conmigo.
Su rostro se ensombreció.
—¿Cómo te resististe a él?
—Bloqueé mis oídos. —Hice una mueca—. Tal vez fuera una estupidez.
Me resultó aún más difícil enfrentarme a él, pero no se me ocurrió nada más.
Cerró el puño con fuerza sobre la mesa, hasta que los nudillos se le
tornaron blancos.
—Por suerte, los poderes del gobernador demostraron ser insuficientes, ya
que provenían del colgante, como bien has dicho. Alguien que poseyera de
verdad el Don de la Mente habría sido capaz de doblegar tu voluntad en
cuestión de segundos. Y una vez sometida a su dominio, te habría controlado
hasta que uno de los dos hubiera muerto.
Sus palabras, un eco de los alardes del gobernador, volvieron a despertar
mis antiguos temores. Como si percibiera mi angustia, se inclinó sobre la
mesa y me tocó el brazo.
—No debería haberte dejado sola. Si me hubiera quedado contigo, no
habrías acabado así.
—Si te hubieses quedado, tal vez ahora mismo todos estaríamos
inclinándonos ante el gobernador —añadí con gravedad—. No es culpa tuya.
Mi seguridad depende de mí. Y desde luego no iba a permitir que me matase.
Al final, habría pagado por intentar acabar conmigo.
—No me cabe la menor duda. —Se inclinó y escudriñó mi rostro—. Si
estás lo bastante recuperada, deberíamos partir. Los demás ya han vuelto a
casa, pero el príncipe Yanxi quiere verte antes de que nos marchemos. Esta
mañana se encuentra en la sala de audiencias.
Me levanté, algo menos mareada, y me alisé la túnica de color verde
claro; hasta ese momento no me había molestado en comprobar si iba bien

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vestida. Tal vez ir ataviada con una prenda tan sencilla como aquella me
cosechara algunas miradas de censura en la elegante corte del Mar del Este,
pero después de haber estado a punto de morir, otras preocupaciones más
importantes ocupaban mi mente.
En cuanto entramos en el salón, un general del Mar del Este se llevó a
Wenzhi a un lado. Yo permanecí en un extremo de la estancia, buscando al
príncipe Yanxi con la mirada, hasta que por fin di con él: estaba enfrascado en
una conversación con otro inmortal. El desconocido estaba de espaldas a mí,
pero su disposición y el modo en que la túnica de brocado azul oscuro le caía
sobre los hombros, me resultó extrañamente familiar.
Tras percatarse de mi presencia, el príncipe Yanxi inclinó la cabeza en mi
dirección. Su acompañante se dio la vuelta y clavó sus ojos oscuros en los
míos.
Era Liwei, la última persona que esperaba encontrarme allí. Un
estremecimiento me recorrió el corazón, aunque no sabía si era de alegría o de
espanto, pues ya no era capaz de distinguir las emociones que él me
provocaba. Sin embargo, y por mucho que me fastidiase, seguía teniéndole
cariño.
Liwei se dirigió brevemente al príncipe Yanxi antes de acercarse a mí.
Consciente de las miradas, me incliné ante él con la debida ceremonia.
—Levántate —dijo con voz tensa.
Lo miré sin mostrar un ápice de emoción, agradecida de las enseñanzas de
la maestra Daoming, que me había explicado cómo adoptar una máscara de
indiferencia a pesar de la agitación que pudiera sentir en mi interior.
—¿Qué haces aquí? ¿Cuándo has llegado?
—Hace tres días. —Alzó la Lágrima Celestial que colgaba de su cintura.
La gema tenía un color claro, y las motas plateadas se arremolinaban en sus
profundidades—. Cuando se puso roja, acudí lo más rápido que pude.
Agarré la gema gemela que pendía de mi cintura. Me sobrevino el súbito
impulso de lanzarla a lo lejos, de enterrarla junto a nuestro pasado… idéntico
a la tentación de arrancarse una costra antes de que la herida hubiese
cicatrizado. ¿Por qué la llevaba conmigo? ¿Por qué me aferraba a aquel
recuerdo? Eres una idiota sensiblera, me reprendí, obligándome a soltar la
piedra.
—Cuando llegué, la batalla ya había terminado. Estabas inconsciente y la
sangre manaba de tus heridas mientras el capitán Wenzhi te sacaba de la
tienda. Me temí lo peor —se interrumpió, como si batallara consigo mismo—.
Estabas gravemente herida. El príncipe Yanxi tuvo que llevarte al palacio

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para que los sanadores reales te extrajeran el veneno del cuerpo. Una pizca
más te habría matado.
Se inclinó hacia mí y me agarró la mano; noté las puntas de sus dedos
contra mi piel al tiempo que nuestras palmas se rozaban. Sorprendida, me
quedé inmóvil. Una oleada de calor afloró en mí mientras su energía recorría
mi cuerpo. Aquello ayudó a calmar mi mente, y una fuerza revitalizante se
extendió en mi interior, pero me aparté. Aunque era sanador, experto en
magia de vida, la idea de que su energía se mezclase con la mía me
despertaba demasiada inquietud.
—Gracias. No hace falta que hagas eso. —Me devané los sesos en busca
de algo más que decir. Cualquier cosa que disolviera el incómodo silencio que
se instaló entre ambos—. ¿De qué hablabais el príncipe Yanxi y tú?
Su expresión se volvió sombría, bajando la mirada.
—De un asunto muy serio. El arquero Feimao, a quien ya conoces,
informó recientemente de una extraña aflicción. Había tenido dificultades
para manejar la magia desde que os enfrentasteis a Xiangliu. Creemos que un
fragmento de metal oscuro que encontramos incrustado en su armadura
suprimió sus poderes.
—¿Y cómo está? —pregunté preocupada.
—Se recuperó en cuanto se lo quitamos.
—¿Cuál es ese metal del que hablas? ¿Y cómo llegó allí?
—Nadie había visto nunca nada parecido. El arquero Feimao sospecha
que proviene del Monte Sombrío, de una grieta en la que se cayó. Nuestros
exploradores encontraron allí rastros del mineral, pero nada más que unos
pocos restos.
—¿Alguien se lo llevó? —Una idea escalofriante.
Él asintió escuetamente.
—Parece haber sido extraído. Un elemento semejante podría ser
catastrófico si cayera en las manos equivocadas. Le he pedido al príncipe
Yanxi que esté atento y que nos avise si descubre algo.
Tras aquello, no dijo nada más. En medio del repentino silencio, se me
agudizaron los sentidos. Estábamos muy cerca el uno del otro, hablando con
la misma facilidad de antes. El cordón invisible que envolvía el corazón de
ambos seguía allí: desgastado, aunque intacto, a pesar de mis intentos por
quebrarlo. Tal vez fuera un vínculo que nunca podría romperse, ya que estaba
arraigado en nuestra amistad antes que en nuestro malogrado amor. No era
aquello lo que quería: que mi estado de ánimo subiera hasta lo más alto y
cayera en picado en el mismo instante, ni volver a sentir aquel vacío en mi

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pecho. Pero mi experiencia cercana a la muerte había sido un contundente
recordatorio de lo valiosa que era la vida. De lo frágil, incluso para un
inmortal. Y ahora mismo, me sentía más viva de lo que me había sentido en
meses. Al inhalar su aroma, me asediaron los recuerdos de los días que
habíamos pasado en el Patio de la Eterna Tranquilidad… Casi podía oír el
murmullo de la cascada.
Encogí los dedos y me aparté de Liwei, retirándome a una distancia
segura mientras una corriente de aire fresco corría entre nosotros. Abrió la
boca para decirme algo, pero entonces levantó la mirada al percatarse de que
alguien se acercaba.
—Arquera primera.
Eran el príncipe Yanxi y Wenzhi, cuyo rostro parecía tallado en piedra
mientras se inclinaba ante Liwei.
Yo me dispuse a inclinarme también, pero el príncipe Yanxi alzó la mano
para declinar las formalidades.
—Me alegro de que os hayáis recuperado. Mi familia está en deuda con
vos por haber arriesgado la vida para proteger a mi hermano. Si alguna vez
necesitáis nuestra ayuda, será un honor asistiros.
Sus amables palabras me conmovieron.
—No existe deuda alguna, Alteza. Las ambiciones del gobernador Renyu
no se limitaban a los Cuatro Mares. De no haberlo detenido, nos habría
causado un enorme sufrimiento a todos.
El príncipe Yanxi sacudió la cabeza con incredulidad.
—Es una suerte que el capitán Wenzhi y vos pusierais fin a la situación.
—¿Y el colgante del gobernador? —preguntó Liwei.
—Lo destruimos. —Recordé la flecha que me había arrancado de la mano
y había usado para destruir la gema.
Liwei lanzó un suspiro.
—Es un alivio que un artefacto tan peligroso como ese sea ya historia, que
no pueda volver a utilizarse. Pero a pesar de todo, me habría gustado tener la
oportunidad de estudiarlo. Sabemos muy poco de este tipo de magia, y temo
que nos perjudique. Debemos averiguar a qué nos enfrentamos.
Entendía lo que quería decir y, sin embargo, me alegraba de no tener que
volver a ver el dichoso colgante.
—¿Y qué pasa con aquellos que servían al gobernador? ¿Los que nos
atacaron? —preguntó Wenzhi con un dejo de aspereza en la voz. ¿Estaba
acordándose de los celestiales que habían muerto durante la batalla? No podía
olvidar la angustia que vi reflejada en su rostro cuando los vio caer.

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—Se hará justicia según lo que decida el Mar del Este —repuso Liwei de
forma sombría—. Aunque parece que ambos bandos fueron víctimas de los
engaños del gobernador.
—Alteza, al margen de sus excusas, los tritones se rebelaron contra su
soberano. Vuestro propio padre cree que tales asuntos deben abordarse con
dureza para que nadie más vuelva a intentar nada parecido. —Wenzhi curvó
los labios en una sonrisa burlona. ¿Disfrutaba provocando a Liwei? Desde
luego, parecía importarle poco el favor del príncipe.
Me dirigí a Wenzhi:
—Yo sentí el poder del hechizo, y estuve a punto de caer presa de su
influencia. La situación de los tritones podría ser la mía propia.
No respondió, pero apretó la mandíbula, como si mis palabras le hubiesen
afectado.
—Muchos de los tritones parecían aturdidos, sin saber por qué se habían
revelado —explicó el príncipe Yanxi—. Investigaremos la situación a fondo
para determinar su inocencia. Liberaremos a aquellos que sean declarados
inocentes, aunque permanecerán bajo vigilancia al principio. Invitaremos a
algunos a unirse a la corte para que hagan de intermediarios entre nosotros y
los tritones. Si estrechamos lazos, evitaremos que esto se repita.
Los tritones no habrían salido tan bien parados de habérselas tenido que
ver con el Emperador Celestial.
—Tanto vos como vuestro padre rebosáis sabiduría y misericordia —dije,
sin intención de halagar.
Antes de que pudiera responder, unos pasos resonaron en el suelo y un par
de bracitos me rodearon la cintura. Me di la vuelta y alcé en el aire al príncipe
Yanming, ignorando las protestas de mi dolorido cuerpo mientras él gritaba
con deleite. Tras dejarlo en el suelo, adoptó una expresión solemne y dejó
caer las comisuras de los labios.
—No viniste con nosotros. Mentiste. —Su tono era acusador.
Un sentimiento de culpa me recorrió. Me agaché y lo miré a la cara.
—Lo siento. No podía acompañaros en ese momento, pero no debería
haberos dicho que lo haría.
—Me alegro de que no hayas muerto. Y… gracias. —Me tendió la mano.
En la palma tenía un dragoncito hecho de papel rojo.
Lo tomé y lo sostuve entre el pulgar y el dedo, procurando no arrugar el
delicado papel.
—Gracias. Lo guardaré siempre.
El labio inferior le tembló.

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—Que los dragones guarden tu viaje. —Se restregó los ojos con el dorso
de la mano y acto seguido se dio la vuelta y echó a correr.
—Dondequiera que vayáis, aquí siempre seréis bienvenida, ya sea
uniéndoos a nuestra corte o en calidad de amiga. —El príncipe Yanxi hablaba
en serio; un sentimiento de alivio se instaló en mi interior al saber que
contaba con otro hogar.
—Príncipe Yanxi, es hora de que nos marchemos —dijo Liwei en un tono
glacial.
—Gracias por vuestra hospitalidad, Alteza —Wenzhi se dirigió a él con
una formalidad igualmente fría.
El cambio palpable en su actitud era a la vez desconcertante e
injustificado. Y la mirada que estaban dedicándole al príncipe Yanxi era, sin
lugar a dudas, de clara antipatía. Sacudí la cabeza para desterrar aquellos
pensamientos, preguntándome si me lo habría imaginado.
Por suerte, el príncipe Yanxi parecía ajeno a aquella repentina hostilidad y
una sonrisa asomó a sus labios al decir:
—Damos las gracias al Reino Celestial por haber acudido en nuestra
ayuda.

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T ras lo sucedido en el Mar del Este, Wenzhi y yo nos embarcamos en


una misión tras otra; a veces, pasaban meses sin que pudiésemos
regresar al Reino Celestial. Nos enfrentamos a monstruos aterradores, a
bestias voraces y, más recientemente, a los temibles espíritus que plagaban la
frontera oriental, cerca de los bosques del Reino del Fénix. Cuando por fin
llegamos al Palacio de Jade, me encontraba exhausta y deseosa de retirarme a
mi habitación. Sin embargo, cuando las noticias de que habían ascendido a
Shuxiao llegaron a mis oídos, fui a buscarla de inmediato.
Llame a su habitación, esperando encontrarla de celebración con sus
amigos. Pero cuando abrió la puerta, su sonrisa carecía de la calidez habitual;
parecía una pálida copia de sí misma. Una única lámpara iluminaba la
oscuridad de la estancia y una jarra de vino de porcelana descansaba sobre la
mesa.
—¿Así lo celebras? ¿Bebiendo sola? —Sacudí la cabeza con incredulidad
fingida mientras entraba y me sentaba en un taburete—. ¿No te alegras de que
esté aquí?
—Más de lo que imaginas.
Quitó el tapón de tela roja de la jarra y me sirvió una copa.
La alcé y le dediqué un brindis.
—Teniente Shuxiao, que esto sea solo el principio.
Vació la copa de un trago. La contemplé, con la mano congelada en el
aire. Por lo general, Shuxiao bebía con moderación, pero tal vez aquella vez
quisiera hacer una excepción. Al rellenarle la copa, volvió a vaciarla de un
trago. Me encogí de hombros y decidí imitar su ejemplo. Bebimos envueltas
en un agradable silencio, hasta que el rubor tiñó nuestras mejillas, el dulce
aroma del olivo dulce nos impregnó el aliento y la lámpara adquirió un brillo
nebuloso. Sin embargo, los ojos de Shuxiao permanecieron inexpresivos,
como si su mente se encontrase muy lejos de allí, absorta en cuestiones no
demasiado agradables.
—¿Qué ocurre? —pregunté por fin, sin poder reprimirme—. ¿Se trata de
tu familia? ¿Malas noticias?
Apretó los dedos alrededor de la copa.
—Quiero irme a casa.

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Aquellas simples palabras me golpearon con fuerza, pues habían resonado
en mi cabeza día y noche. Sabía que Shuxiao echaba de menos a su familia;
siempre hablaba de ellos con mucha nostalgia. Pero era una celestial y yo
había pensado que era feliz en palacio, que había elegido aquel camino por
voluntad propia.
—¿No es esta tu casa? ¿No quieres quedarte aquí? —inquirí
dubitativamente, preguntándome si el vino me habría embotado la mente.
—No. Mi hogar está al sur, en el campo, rodeado de manzanos silvestres
y al lado de un río. —Una sonrisa se dibujó en sus labios—. Mi padre nunca
buscó un puesto en la corte ni el favor del rey. Aunque la posición de nuestra
familia no es precaria, tampoco disponemos de aliados. Habría dado igual de
no ser porque un poderoso noble se interesó por mi hermana menor. Se acercó
a mi padre y le contó su intención de convertirla en su concubina. Fue un
insulto. Y habría seguido siéndolo aunque no se tratara de un viejo libidinoso
con más de una decena de concubinas y tres esposas.
Aquello era habitual entre la nobleza, pero la idea me repelía. ¿Cómo
podía el amor prosperar en tan desiguales circunstancias?
—Mi hermana rechazó su oferta. Mi padre respetó su decisión, cosa que
no muchos hubieran hecho. Aquel viejo sátiro se enfureció por haber
despreciado tal honor —gruñó—. Amenazó con llevar a mi familia a la ruina.
Nos dijo que nos desacreditaría frente a la Corte Celestial. ¿Quién iba a
defendernos, si éramos unos desconocidos para todo el mundo?
—¿Por eso te uniste al ejército?
Ella asintió.
—Para poner fin a sus amenazas y su acoso. Para evitar que aquello
volviera a suceder. No muchos se atreverían a difamarnos sin pruebas ahora
que tengo la simpatía del general Jianyun. Pero esta no es la vida que quería,
rodeada de las multitudes del Palacio de Jade. Me gustaría estar en casa con
mi familia y amigos. Y tal vez enamorarme. Pero cuanto más elevada es mi
posición, más atada estoy a este lugar. Y más se juega mi familia. —Agarró la
jarra y vació lo que quedaba en su copa, derramando parte del vino sobre la
mesa.
No sabía qué decir. Tal vez mi continuo silencio fuera una prueba de mis
carencias como amiga, pero tampoco quería darle consejos equivocados.
Siempre había creído que Shuxiao era feliz en palacio, pues tanto los
comandantes como los soldados le tenían cariño. Puede que Liwei había
tenido razón: Todos tenemos nuestros problemas; algunas personas son como
un libro abierto mientras que otras ocultan mejor sus sentimientos.

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No podía decirle que siguiera los dictados de su corazón. Ni tampoco que
fuera egoísta. Aquella elección le correspondía tomarla a ella, aunque yo la
apoyaría al margen de lo que decidiera. Cada una soportaba su propia carga y
solo nosotras sabíamos el auténtico coste, y si estábamos dispuestas a pagarlo.
—Puede que encuentres a alguien aquí —la chinché, intentando animarla.
Arrugó la nariz.
—¡Ja! Tú te has quedado al mejor… al menos, de los hombres.
Rebuscó en el cofre que tenía a su espalda y sacó otra jarra de vino.
¿Se refería a Wenzhi? Una oleada de calor me recorrió el cuello, pero me
mordí la lengua, fingiendo indiferencia.
Tras una pausa, me dio un codazo en el brazo.
—Xingyin, hay algo que llevo queriendo preguntarte desde hace tiempo.
Le di un buen sorbo a la copa, dejando que el vino se abriera paso por el
repentino nudo que se me había formado en la garganta. ¿Sospechaba algo de
mi familia? ¿De mi identidad? Sabía que no traicionaría mi confianza, pero no
podía arriesgarme a una indiscreción fortuita.
—¿Qué es ese adorno que llevas en la cintura? El de la gema con forma
de lágrima. Se lo he visto también al príncipe Liwei.
Dejé escapar el aire que había estado conteniendo, aliviada de que el
secreto de mi madre siguiera a salvo, incluso si las tripas se me retorcieron
con una oleada nueva de ansiedad. Mi pasado con Liwei era otro secreto que
había estado guardando con celo, pero no pensaba mentir a Shuxiao. No en
aquel tema.
—Fue un regalo del príncipe Liwei. —Detesté el modo en que la voz me
tembló al pronunciar su nombre.
Curvó los labios en una sonrisa de complicidad y yo añadí
apresuradamente:
—No fue nada, solo una muestra de amistad. Está prometido. —Una
afirmación tan obvia como el color de mi cabello.
Ella entornó los ojos, como si intentara acordarse de algo en su estado
embriagado.
—El príncipe Liwei no se quita nunca la borla. Y sus criados dicen que tu
canción, la que tocaste en su cumpleaños, se oye a menudo desde su
habitación.
¿Todavía tenía la caracola? No significa nada, no cambia nada, siseó una
voz en mi interior.
Mis dedos juguetearon con la copa. En esa ocasión, fui yo quien se la
bebió de un trago.

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—No sabía que hicieras caso a los chismorreos —le dije.
—Solo cuando concierne a mis amigas —dijo con una sonrisa.
No volví a decir nada, y ella tampoco, así que bebimos en un amigable
silencio durante el resto de la noche, con el ambiente cargado de recuerdos
del pasado.
A la mañana siguiente, la cabeza me martilleaba sin piedad. Pensé que un
paseo me aliviaría, pero los pies me llevaron hasta un patio que conocía muy
bien. Vacilé, antes de entrar en el templete y sentarme en un banco. Las
carpas amarillas y anaranjadas danzaban alrededor de las flores de loto
mientras la cascada se precipitaba en el estanque con un murmullo relajante.
Cerré los ojos e inhalé la dulzura del aire. Mi antigua habitación se
encontraba a apenas unos pasos de distancia. ¿La habría ocupado otra
persona? Era la primera vez que entraba en el Patio de la Eterna Tranquilidad
desde que me marché. Era tal y como lo recordaba y, sin embargo, todo había
cambiado.
Una chica que pasaba por el patio se detuvo y me dirigió una reverencia.
En las manos llevaba una bandeja con pastelitos, de los que se desmenuzaban
al morderlos antes de llegar al relleno de judías dulces. La reconocí en cuanto
levantó la vista:
—¡Minyi, soy yo! —me reí—. ¿A qué viene toda esa formalidad?
Dos hoyuelos aparecieron en sus redondas mejillas.
—¿Acaso hay alguien que no haya oído hablar de las hazañas de la
arquera primera durante el último año? —dijo, y vino a sentarse a mi lado—.
¿En serio derribaste a veinte espíritus en tu última batalla?
Contraje los labios al recordar su afición por los cotilleos.
—A doce. Son muy rápidos.
—¿Y qué hay del demonio de hueso? ¿Qué aspecto tenía?
Me estremecí al recordar a la malévola criatura que había conseguido
escapar de la prisión celestial.
—Tenía el pelo y las pupilas muy claros, casi translúcidos. Y la fina piel
tan tirante como un tambor.
Me agarró de la manga.
—¿Cómo lo mataste?
Un recuerdo destelló en mi mente: el de la espada de Wenzhi volando por
los aires y hundiéndose en el cuello de la criatura. Esta había lanzado varias
dentelladas en su dirección, haciendo entrechocar con saña las hileras de
agujas de plata que tenía por dientes. Mientras Wenzhi eludía su ataque, las
garras del monstruo planearon por encima de su cuello, dolorosamente cerca

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de la palpitante arteria por la que fluía su fuerza vital. Presa del pánico, le
disparé una flecha que acabó ensartada en su cráneo. Un líquido blanco y
espeso rezumó de la herida, y un grito desgarrador atravesó el aire. La criatura
se había aferrado a la flecha una vez antes de desplomarse en el suelo. Atrás
quedaban los días en los que la compasión me azotaba el corazón, aunque sus
rostros aún me atormentaban.
—El capitán Wenzhi y yo lo derrotamos juntos —le dije.
Al oír su nombre, Minyi irguió más la espalda; un brillo apareció en sus
ojos, como cada vez que intuía encontrarse ante un nuevo cotilleo.
Para evitar su siguiente pregunta, le dije apresuradamente:
—Cuéntame las noticias de palacio. ¿Qué tal está Su Alteza? —Me mordí
la lengua, dándome cuenta de mi error demasiado tarde. El vino de la noche
anterior debía de haberme adormecido los sentidos para que se me hubiera
ocurrido hablar de él en voz alta.
Alguien se aproximó por detrás de mí. ¿Acaso el murmullo de la cascada
había amortiguado los pasos? Alguien se aclaró la garganta, y ese único
sonido me hizo adivinar de quién se trataba sin necesidad de darme la vuelta.
A mi lado, Minyi se puso en pie e hizo una reverencia. Sin mediar otra
palabra, recogió la bandeja y se alejó a toda prisa, dejándome a solas con el
intruso. Salvo por que no era ningún intruso: tenía todo el derecho a estar allí.
Era yo la que estaba donde no debía.
—Perdonad la intrusión, Alteza. Me iré de inmediato. —La actitud
ceremoniosa era un escudo al que me aferraba para combatir mi propia
debilidad.
—¿Por qué no me preguntas tú misma cómo estoy? —Su voz desprendía
una calidez que no había escuchado en mucho tiempo.
Me dispuse a marcharme, pero él se interpuso en mi camino. Al levantar
la mirada no pude negar que el dolor seguía allí, anidado en mi corazón; que
la herida se reabría cada vez que él estaba cerca… por mucho que deseara que
no fuera así. Una suave brisa recorrió el patio y desplazó un mechón de mi
pelo hasta su mejilla. Él lo atrapó entre sus dedos; sus ojos resultaban tan
inescrutables como dos estanques en mitad de la noche.
—¿Qué tal has estado?
—Bien.
—¿Qué te ha traído hasta aquí?
—La curiosidad. Quería conocer a mi reemplazo —dije con una ligereza
que no fue tal.
—¿Cómo iba nadie a ocupar tu lugar?

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Su tono, sus palabras, todavía me afectaban. Pero me aparté, dispuesta a
marcharme.
—¿Es que ya no somos amigos? Desde lo sucedido en el Mar del Este
apenas te he visto unas pocas veces, y cada vez que nos encontramos sales
huyendo. —Señaló los bancos con un gesto—. ¿Por qué no te sientas?
Podemos charlar como hacíamos antes. ¿A no ser que tengas miedo? —Un
dejo de desafío asomó en su voz.
Mi sentido común y mi orgullo se enzarzaron en una batalla. Este último
salió victorioso y yo me volví a sentar, provocada por sus mofas.
—No puedo quedarme mucho rato. Mi entrenamiento.
—Ah, sí, el entrenamiento de la arquera primera —intervino secamente
—. ¿Quién, si no, protegería al Reino Celestial? Aunque seguir llamándote así
después de todos tus logros… Un título honorable, pero desprovisto de rango
o poder alguno. ¿Por qué no comandas tus propias tropas en lugar de seguir a
la sombra del capitán Wenzhi?
Apreté los dientes.
—Porque no quiero. Prefiero tener la libertad de unirme a las misiones
que mejor me parezcan. No albergo deseo alguno de ascender solo por
ambición.
Me examinó como si estuviera buscando algo.
—¿O es que vuestra relación va más allá? Corren muchos rumores sobre
el joven capitán y su arquera favorita. Los dos astros más luminosos del
Ejército Celestial. Es una suerte que no ocupes un cargo oficial en el ejército,
o de lo contrario sería una relación de lo más inapropiada.
Sus acusaciones prendieron mi ira.
—¿Cómo te atreves a hablar de lo que es o no apropiado cuando eres tú el
que está prometido y aun así me provocas de esta manera? No tienes ningún
derecho a preguntarme esas cosas. No es asunto tuyo lo que hago o con quién
me relaciono. En cuanto a mí, en estos momentos no podrías serme más
indiferente.
Le arrojé aquellas imprudentes palabras, insensible a la tormenta que se
desató en su rostro. Pero no iba a permanecer allí para que me lo echase en
cara. Ya me había hartado de tales enredos y de la forma en que me afectaban.
Me puse en pie y me alejé, pero él me agarró de la muñeca.
—Me importas —dijo—. A pesar de mi sentido común, mi buen juicio y
mi honor, no puedo evitar preocuparme por ti.
En sus ojos se encendió una luz tan abrasadora como el sol. Yo era
incapaz de moverme, inmersa en su mirada, pero me di cuenta demasiado

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tarde, cuando Liwei ya estaba acercándome hacia él. Debería haberle dado un
empujón, pero mis brazos habían perdido su fuerza. Su confesión había
despertado unos sentimientos en mi interior que creía muertos desde hacía
tiempo. Nunca antes había visto aquella faceta suya, plagada de pasión y
celos, y una parte de mí, la más temeraria, se deleitó al presenciarla.
Inclinó la cabeza, poco a poco al principio, y cuando vio que no me
apartaba, me soltó la muñeca y me rodeó la cintura con las manos. Algo ardió
en las profundidades de sus ojos antes de que estrellase su boca contra la mía
con un anhelo voraz, con una urgencia que me agitó la sangre. Mi mente
quedó despojada de todo pensamiento: no sentí ira, ni vergüenza, ni miedo
por lo que el beso significaba. No sentía nada más que aquella embriagadora
ligereza, aquel fuego abrasador que me recorría las venas. Posé los dedos
sobre su cuello para acercarlo más a mí, mientras inclinaba la cabeza hacia
atrás, ahogándome en la sensación que me provocaban sus caricias y la
calidez de su cuerpo. Él me rodeó con los brazos, encerrándome en un abrazo
del que ya no quise escapar.
Aquel patio había sido mi refugio en el pasado. El relajante murmullo de
la cascada, el aroma de las flores de primavera colmando el aire, la dicha que
había sentido en aquel lugar. Sin embargo, aunque su dolorosa familiaridad
me traía dulces recuerdos, la imagen que tenía grabada a fuego era la de
cuando me había sentado allí, sola y congelada, la noche de su compromiso.
Me aparté de golpe y le di un fuerte empujón; él se tambaleó hacia atrás,
dejando caer los brazos. Exhalé de forma acelerada, intentando recobrar la
poca compostura que me quedaba.
—No, Liwei. Se acabó. Lo nuestro se ha acabado.
Se pasó una mano por el pelo al tiempo que su pecho subía y bajaba de
manera irregular.
—No nos mintamos, Xingyin. Lo nuestro no ha acabado. Tu corazón aún
late al mismo ritmo que el mío. Todavía sientes algo por mí, igual que yo por
ti —hablaba con calma, sin rastro de orgullo en la voz. Dejaba traslucir una
certeza que resultaba cien veces más irritante.
—¿Qué quieres de mí? —grité, furiosa tanto con él como conmigo misma
—. Estás prometido con otra, pero pareces empeñado en conseguir que admita
mis sentimientos. ¿Ya estás contento? ¿Saber que no ha sido fácil olvidarme
de ti aplaca tu orgullo de príncipe? ¿O es que pretendes seguir los pasos de tu
padre, con una concubina en cada rincón de palacio?
—Eso jamás. —Retrocedió como si se sintiera insultado.

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Yo misma no me creía las duras acusaciones que le había lanzado, pero
una parte de mí —una parte resentida y vengativa— quería ultrajarlo, herirlo
tanto como me había herido él. Nos miramos fijamente sin hablar. El corazón
me latía con tanta fuerza que recé para que no pudiese oírlo.
Finalmente, se dio la vuelta, con los puños apretados.
—Estoy perdiendo la cabeza —dijo en voz baja, como confesándose a
regañadientes—. La razón me dice que lo deje estar, que me olvide de ti…,
pero no soy capaz. Te veo allá donde voy, te tengo presente siempre: mientras
como, en mi habitación cuando me levanto. Oigo tu voz en el aire, me
imagino tu sonrisa. Por más que lo intente, no soy capaz de olvidarte.
Ninguno de los dos se movió, ninguno dijo nada. Era tan débil que me
quedé allí plantada, sin poder marcharme, profundamente conmovida por su
confesión. No sé cuánto tiempo habríamos permanecido allí, tan quietos como
los leones de piedra que custodiaban la entrada, si las puertas del patio no se
hubieran abierto. Me aparté de Liwei a tiempo, justo cuando un mensajero
apareció corriendo. Llevaba el sombrero negro torcido y su túnica ondeaba al
viento.
Hizo una reverencia, y jadeó un poco al dirigirse a Liwei:
—Alteza, Sus Majestades Celestiales solicitan vuestra presencia
inmediata en el Salón de la Luz Oriental. Un asunto urgente requiere vuestra
atención.
Liwei frunció el ceño.
—Iré de inmediato. —Me lanzó una mirada, como si quisiera decirme
algo más, pero luego se alejó.
Yo volví a mi habitación, intentando aplacar el torbellino de emociones en
mi interior. Sin embargo, este volvió a la carga al ver a Wenzhi sentado a la
mesa.
—¿No estabas esta mañana con el general Jianyun? —pregunté,
sentándome en el taburete de al lado.
—La reunión ha acabado pronto. —Sonaba tenso. Vacilante, algo que no
era propio de él—. Xingyin, debo contarte algo.
Uní las manos sobre mi regazo y un escalofrío me recorrió, temiendo que
trajera malas noticias.
Se inclinó hacia mí, con la voz tomada de emoción.
—He presentado mi dimisión. Esta semana será la última que sirva al
Ejército Celestial. Tengo unos asuntos familiares urgentes que atender lejos
de aquí, y no creo que vuelva. —Midió sus palabras de forma deliberada,
como si quisiera asegurarse de que entendía lo que quería decir.

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—¿Te marchas? ¿Al Mar del Oeste? —logré preguntar.
Asintió brevemente.
—Mi última misión será visitar a las tropas que están en la frontera del
Desierto Dorado. Últimamente han estado agitadas.
Notaba una opresión tan fuerte en el pecho que me costaba respirar. Desde
la misión en el Mar del Este, algo había cambiado entre ambos. El corazón se
me aceleraba al verlo y su sonrisa me provocaba una calidez parecida a la del
vino. A veces, me parecía captar una chispa encendida en sus ojos cuando me
miraba. Durante nuestras interacciones nos conducíamos con cautela, y nunca
nos dedicábamos caricias o palabras que estuviesen más allá de los límites del
decoro. Aun así, nos habíamos convertido en algo más que amigos, aferrados
a la cúspide de algo totalmente nuevo y emocionante. ¿O acaso había sido
víctima de mis propias ilusiones y me lo había imaginado todo? Dejé caer la
mirada al suelo, sintiéndome extrañamente consternada. Decepcionada.
Herida, incluso. Aunque no tenía derecho a estarlo, y un sentimiento de culpa
me atravesó al recordar los labios de Liwei sobre los míos.
Wenzhi me miraba fijamente, como si esperara mi respuesta a una
pregunta que no había escuchado; su voz se abrió paso por fin a través de mi
nebulosa miseria.
—¿Vendrás conmigo?
—¿A… la frontera del Desierto Dorado? —tartamudeé.
—Allí también, si así lo deseas —dijo con gravedad—. Me refiero a si
vendrás conmigo cuando me marche.
Me pasé la lengua sobre los labios resecos.
—¿A qué te refieres? —No quería malinterpretar sus intenciones.
Una sonrisa iluminó su rostro; iluminó, incluso, la habitación.
—¿Es que no sabes lo que siento por ti? —La voz le tembló; la primera
fisura en su férrea serenidad—. Antes no podía decírtelo, pero ahora tengo esa
libertad. Quiero que vengas conmigo: a mi casa, a conocer a mi familia.
Quiero que pasemos la vida juntos. —Bajó la cabeza hacia mí; su frente casi
tocaba la mía, notaba su aliento cálido en mi piel—. Tus sueños también serán
los míos.
La alegría me recorrió como las ondas de un estanque tras un chaparrón.
Creía no querer volver a saber nada del amor… de su impresionante belleza,
de su tumultuosa agonía. Había sido feliz en el pasado y creía que volvería a
serlo en cuanto pusiera rumbo a mi hogar: al verdadero, no a este, que estaba
construido sobre una red de mentiras. Ahora, la idea de compartir el futuro
con Wenzhi me atraía; podría vivir una vida plagada de cielos despejados, sin

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nubes oscuras en el horizonte. Un futuro en el que no habría corazones rotos
ni enredos del pasado. Uno en el que la sangre no se hubiera derramado entre
nuestras familias, y nuestros lazos no estuvieran manchados por el odio o
antiguos rencores. Un tiempo en el que pudiera ser yo misma, sin que la
culpa, los remordimientos o el dolor me devoraran.
Solo ahora me atrevía a admitir ante mí misma el miedo a haber
fracasado. Que, por culpa de mi arrogancia, hubiera sobrestimado mi valía,
así como la importancia de mis actos. Pues a pesar de mis servicios al Ejército
Celestial, la esperanza de liberar a mi madre se desvanecía cada vez más,
como una pintura dejada demasiado tiempo al sol. Obtener un perdón real por
parte del emperador era la forma más segura de garantizar su puesta en
libertad. Sin embargo, aunque mis logros me habían cosechado elogios y
regalos, que había rechazado, no había oído ni la más mínima mención del
Talismán del León Carmesí. Debería haber prestado atención a la advertencia
del general Jianyun, pero mi orgullo me había llevado a pensar que se
equivocaba. El emperador no era conocido por su generosidad a la hora de
dispensar tales favores. Ni tampoco se le había concedido nunca el perdón a
alguien a quien hubiesen condenado a permanecer encarcelado por toda la
eternidad. De modo que, tal vez, fuera el momento de buscar otra manera de
ayudar a mi madre. Quizá pudiera hallar el modo en la tierra natal de Wenzhi,
en el Mar del Oeste.
Wenzhi me sobresaltó al colocarme la mano en el brazo. Seguía
esperando una respuesta, y tal vez se estaría preguntando a qué se debía mi
prolongado silencio.
Mientras contemplaba su rostro fuerte y apuesto, noté una sensación
extraña en el pecho. Tenía sentimientos por él, de eso estaba segura. Mi
consternación por su partida era prueba de ello. ¿Y acaso no se decía que el
amor entre mentes bien avenidas acababa por florecer a lo largo de los meses
y los años? Nosotros disponíamos de una eternidad.
—¿Deseas esto también? —Su tono ya no era incierto, sino que rebosaba
de una recién descubierta confianza, como si ya intuyera mi respuesta.
Sí. La palabra se formó en mis labios y, sin embargo, no fui capaz de
pronunciarla. Noté un tirón en el corazón, una vocecilla en mi interior que me
instaba a reconsiderarlo. Le habría pedido más tiempo para pensarlo de no
haber sido por el crujido de la grava que nos sorprendió a ambos. Mientras
Wenzhi abría las puertas, advertimos que alguien se acercaba a mi habitación
con demasiada prisa.
Un joven criado se detuvo en la entrada.

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—Capitán Wenzhi —jadeó—. Os he estado buscando por todas partes.
Sus Majestades Celestiales han solicitado vuestra presencia inmediata en el
Salón de la Luz Oriental.
Qué extraño, pensé. Era el segundo mensajero que veía aquel día con
noticias urgentes.
Los ojos de Wenzhi destellaron con fastidio.
—Iré enseguida.
El mensajero se encogió, pero permaneció donde estaba. Su valor era
encomiable, sobre todo frente a la evidente expresión de disgusto de Wenzhi.
—Los demás comandantes ya están allí. Me… me ordenaron
acompañaros hasta allí en cuanto diera con vos.
Wenzhi suspiró mientras me apartaba a un lado.
—Hablaremos mañana.
Tal vez hubiera querido decirme algo más, pero el mensajero movió los
pies, lanzándonos una mirada nerviosa. Wenzhi se alejó, sacudiendo la cabeza
impacientemente.
En cuanto me quedé a solas, me senté a la mesa hasta que el fuego dorado
del sol se redujo a un resplandor. De no haber sido por mi desliz de aquella
mañana con Liwei, habría creído que mi corazón volvía a estar íntegro, que se
había librado de los lazos que en el pasado lo habían encadenado. Un futuro
glorioso se alzaba en el horizonte, y sin embargo, seguía aferrándome a un
fragmento de mi pasado, como un melocotonero en flor suspirando por sus
pétalos caídos.

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23

S huxiao tomó asiento frente a mí y dejó su bandeja con la comida sobre


la mesa de madera. Recorrió con la mirada el enorme comedor, que ya
estaba abarrotado de soldados que engullían su desayuno.
—Han secuestrado a la princesa Fengmei.
La cuchara se me cayó en el cuenco, y el congee salpicó en la mesa.
—¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Quién? —Las preguntas salieron, apresuradas, de
mis labios. Aquella debía de ser la razón por la que el día anterior Sus
Majestades Celestiales habían requerido la presencia de Liwei y de Wenzhi.
—Lo único que sé es que el príncipe Liwei dirigirá el rescate.
Me apreté la rodilla por debajo de la mesa. De no haber sido por lo
sucedido el día anterior, aquella noticia no me habría afectado tanto. Me había
besado como si su corazón me perteneciera solo a mí. Me había dedicado
palabras llenas de ternura… y ahora, ¿iba a arriesgar la vida para salvar a su
prometida? ¿A aquella con la que tenía un compromiso que, según él, no
deseaba? Una sensación fría y punzante se deslizó por mi pecho. Tomé una
profunda bocanada de aire, intentando despojarme de ella. Me estaba
comportando como una chiquilla egoísta. Era su prometida y aliada política,
¿quién, si no, iba a ir a buscarla?
—Espero que todo salga bien y que la traiga sana y salva. —Aunque mis
palabras sonaron algo vacías, al menos me alegré de que las decía en serio.
—Llevarse a una princesa no es tarea fácil. Me pregunto quién… —
Shuxiao se interrumpió bruscamente.
El general Jianyun estaba frente a nosotras con los brazos cruzados. Nos
levantamos de un salto para saludarlo.
—Teniente Shuxiao, no sé cómo te has enterado, pero quiero que pongas
fin a esta conversación o a cualquier otra relacionada con este asunto. ¿Está
claro? —ordenó.
Ella me lanzó una mirada asustada antes de responder con una docilidad
inusual.
—Sí, general Jianyun.
El general se volvió hacia mí entonces.
—Arquera primera Xingyin, acompáñame. Tengo que hablar contigo.
Lo miré sorprendida hasta que Shuxiao me dio una patada en la espinilla;
el dolor me sacó de mi aturdimiento y me apresuré a seguirlo.

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—La noticia es cierta —dijo sin preámbulos mientras se sentaba tras su
escritorio de palisandro—. La reina Fengjin está muy preocupada. El
secuestrador le comunicó sus intenciones: quiere que rompa su alianza con
nosotros. Le advirtió que no tendría piedad con la princesa si intentaba
rescatarla. Por eso nos corresponde a nosotros salvarla.
—¿Ha sido cosa del Reino de los Demonios? —pregunté.
—Eso creemos, aunque carecemos de pruebas. En cualquier caso, nuestra
prioridad es poner a salvo a la princesa Fengmei. Su Alteza dirigirá un equipo
para rescatarla, de no más de una decena de soldados para evitar ser
descubiertos. Dada la gravedad de la situación, la discreción es crucial para
no poner en peligro la seguridad de la princesa. —Tamborileó en la mesa—.
El príncipe Liwei ha solicitado que te unas al grupo de rescate.
No podría estar más sorprendida ni aunque un rayo me hubiera caído en
ese momento. Sin saber qué decir, batallé contra las emociones que se
agolpaban en mi interior: enrevesadas, ardientes, y a la vez frías. Pero tenía
una cosa clara: no quería formar parte de la misión.
Su expresión se ensombreció, tal vez leyendo la negativa que se reflejaba
en mi rostro.
—Aunque no puedo ordenarte que vayas, te pido encarecidamente que lo
hagas. Por el reino. Por la alianza. No hay nada más importante.
Su argumento no me convencía; yo no era tan noble ni tan valiente. No
era el peligro físico lo que me echaba para atrás, sino el daño que podían
sufrir mi corazón y mi orgullo. Aquello no compensaba las recompensas que
el Reino Celestial me ofrecía, unas recompensas que ya había rechazado.
—Hay soldados mucho más aptos, más hábiles que yo.
—¿Con el arco? —Fue Liwei el que habló, desde el umbral de la puerta.
No lo había oído llegar.
El general Jianyun se puso en pie para saludarlo, y yo seguí su ejemplo,
sofocando los nervios. No pensaba recrearme en lo que había pasado entre
ambos; no había sido más que un lapso momentáneo. Tal vez encontrarnos en
el Patio de la Eterna Tranquilidad nos había nublado la mente con recuerdos.
Y ahora, estábamos sumergidos en una nueva realidad, en la que Liwei y yo
nos separaríamos cada vez más, hasta llegar a un punto en que no pudiéramos
encontrar el camino de vuelta hasta el otro.
—Alteza, puesto que sois vos quien lideráis el rescate, seguro que
disponéis de todas las habilidades necesarias. —Aquello era lo que podría
haber dicho un cortesano con la esperanza de halagar al príncipe… si no fuera
por el tono incisivo que había imprimido en mi voz.

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Liwei cruzó la habitación y se plantó delante de mí.
—De todas, no. Como ambos sabemos, tu habilidad con el arco superó a
la mía hace mucho.
Como no respondí, tomó asiento en una de las sillas frente al general
Jianyun y me indicó que hiciera lo mismo. Me senté rígidamente junto a él,
deseando estar en cualquier otro lugar menos allí.
—Proseguid, general Jianyun.
—Creemos que la princesa Fengmei está retenida en el Bosque de la
Eterna Primavera, cerca de las montañas al sur del Reino del Fénix. Allí
perdimos su rastro.
El nombre me sonaba.
—¿No era ahí dónde vivía Lady Hualing, la anterior Inmortal de las
Flores? ¿Antes de que desapareciera?
Él asintió con gesto adusto.
—Desde entonces, una extraña magia oculta el bosque. Hace siglos que
nadie se ha aventurado a poner un pie allí. Ignoramos qué otros peligros
acechan además de las fuerzas hostiles que retienen a la princesa. La astucia y
el sigilo serán cruciales, al igual que tus habilidades.
El general Jianyun esperaba que aceptase con resignación. No lo haría.
Puede que algunos me tildaran de cruel, pero no podía dejar de lado mis
sentimientos con tanta facilidad. Mis propios deseos también importaban. Una
punzada de culpa me atravesó al pensar en el peligro que corría la princesa
Fengmei, pero no era tan arrogante como para creer que no había nadie más
que pudiese llevar a cabo la tarea.
Me puse en pie e hice una reverencia desde la cintura.
—General Jianyun, me prometisteis que podría elegir mis misiones. Me
niego a aceptar esta.
Frunció el ceño y abrió la boca para reprenderme, pero Liwei intervino.
—¿Podría hablar a solas con Xingyin?
El general me lanzó una mirada gélida antes de inclinarse frente a Liwei y
abandonar la habitación.
—¿Quieres sentarte? —preguntó Liwei, tras un momento de silencio.
—Prefiero quedarme de pie. —Deseaba marcharme cuanto antes, decidida
a evitar cualquier otra situación íntima con él.
Suspiró y se puso en pie como yo. Una parte de mí se avergonzó por lo
absurdo de nuestra situación. El día anterior me había estrechado entre sus
brazos con pasión, y ahora me pedía que rescatara a su prometida. Una oleada
de ira, ardiente y feroz, prendió en mi interior.

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—¿Tan poco te importan mis sentimientos? —No pude evitar
preguntárselo, aunque me odié por ello.
—Debo hacerlo —dijo—. Si fracasamos, si la princesa Fengmei sufre
algún daño… No solo sería una tragedia, sino que el Reino del Fénix
estrecharía lazos con el Reino de los Demonios, fortaleciéndolos a ellos y
debilitándonos a nosotros inmensamente. De este modo, el Reino de los
Demonios se vería tentado a romper la paz, a declararnos de nuevo la guerra.
—Lo entiendo. Pero ¿por qué tengo que ir contigo? Hay una infinidad de
guerreros excelentes que estarían encantados de acompañarte.
—Porque no hay nadie en quien confíe más que en ti. —Me sostuvo la
mirada—. Últimamente han sucedido demasiadas cosas. Varios espíritus de
zorro se han colado a través de nuestras guardas. La extraña aflicción del
arquero Feimao. Y ahora esto. La princesa fue raptada mientras venía al
Reino Celestial. Solo aquellos que forman parte de los círculos internos de
nuestras cortes estaban al tanto del viaje. Lo que significa que hay un traidor
aquí o en el Reino del Fénix —concluyó seriamente—. Decía en serio lo de tu
habilidad con el arco. Será una misión peligrosa y necesitaremos toda la
ayuda posible.
Al no responder, añadió en voz baja:
—Te he metido en un lío tremendo. Debes de odiarme.
La cabeza me palpitaba bajo el peso de mi indecisión. Que se me asignase
la misión de salvar a la prometida de Liwei me inquietaba y me dolía a partes
iguales. Quería que la rescataran, pero no formar parte de ello. Una vocecilla
en mi interior me susurró que si el Reino Celestial caía, tal vez mi madre
quedaría libre…
Me estremecí ante un pensamiento tan vil. Tenía amigos en aquel lugar
que me importaban, que sufrirían si se desataba una guerra. ¿Y qué pasaría si
el Reino de los Demonios salía victorioso? Aunque ya no los consideraba los
monstruos que había temido, tampoco confiaba en su rey, que parecía tan
despiadado como el Emperador Celestial, sobre todo si había secuestrado a la
princesa Fengmei para conseguir que la reina claudicara. ¿Me atrevería a
poner nuestro destino en sus manos? Si había aprendido algo durante todos
aquellos años era que en una guerra no había vencedores, ni siquiera aquellos
que creían haber vencido.
El rostro de la princesa Fengmei destelló en mi mente; no el de la regia
muchacha con un manto de plumas doradas que había visto desde lejos, sino
el de la chica a la que había conocido en el patio de Liwei. ¿Acaso no podía
tomarme aquella misión como cualquier otra que hubiera aceptado con

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anterioridad? De no haber sido por nuestro pasado compartido, habría
aprovechado la ocasión de ayudar al heredero celestial y a la princesa fénix.
Se trataba de una oportunidad insólita, y sin duda llamaría la atención del
Emperador Celestial; lo más probable era que me pusiera el Talismán del
León Carmesí al alcance de las manos y evitara una guerra desastrosa. Y más
allá de eso, ¿sería capaz realmente de negarle mi ayuda a Liwei? Al margen
de todo, seguía siendo mi amigo.
Un centenar de consideraciones se arremolinaron en mi interior,
empujándome en la misma dirección. Acompañaría a Liwei. No por un
sentido del deber ni por obligación, sino para protegerlo a él —mi amigo— y
a todas aquellas personas del Reino Celestial que me importaban. Para salvar
a la chica inocente con la que había conversado. Y si aquello no me procuraba
el favor de Su Majestad Celestial y el talismán que tanto anhelaba… nada lo
haría. Sería el último paso que diera en aquella dirección antes de emprender
un nuevo camino, y me iría con la conciencia tranquila.
Lo miré a los ojos.
—Te acompañaré.
—Gracias.
Dio un paso hacia mí, pero yo me aparté.
—Te acompañaré —repetí—. Sin embargo, te pido que te comportes con
decoro de ahora en adelante… como si no hubiera sucedido nada entre
nosotros en el pasado.
Aquellas frías palabras me pesaron también, pero no podía permitir que
otro momento de debilidad afectara mi determinación.
—¿Y si eres tú la que no se comporta con decoro? —La sombra de una
sonrisa asomó a sus labios. Pero no podía consentir ni siquiera eso.
—No podemos seguir así —dije en voz baja, intentando reprimir el deseo
que sentía ante su cercanía, el sentimiento de culpa y la vergüenza que me
perforaban el estómago—. Os ayudaré a ti y a la princesa Fengmei. Pero
ambos somos personas de honor. Y no hay honor alguno en lo que hicimos.
Ahora estás prometido, y tu corazón le pertenece a ella. —El recuerdo de
nuestro beso revoloteó en mi mente sin que lo esperase. Nuestro último beso,
me dije ferozmente, una puerta cerrada, un último adiós.
Su rostro tenía el aspecto de las sombras y las cenizas, y la luz había
abandonado sus ojos. Fue entonces cuando me di cuenta. Supe que había
cercenado la última hebra ajada de nuestro vínculo. Guardó silencio mientras
inclinaba la cabeza ante mí, y luego se marchó. No levanté la mirada, pues no
quería verlo marchar. Mis palabras lo habían alcanzado de lleno;

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constituyeron un golpe letal, un final raudo. Sin embargo, fue un triunfo
hueco, que me dejó un sabor amargo en la boca y un dolor insoportable en el
pecho.
Aquella noche no conseguí conciliar el sueño. Inquieta y angustiada, trepé
las columnas que había frente a mi habitación. Una brisa suave agitó el aire
mientras me sentaba en las frías tejas de jade y contemplaba el cielo. La luna
brillaba en la oscuridad con una luz suave y delicada.
Oí un crujido: Wenzhi, que se acercó a la cornisa. Se quitó la túnica
exterior y se sentó junto a mí.
—Hoy he estado esperándote.
—Lo siento. Hoy ha sido un día… atribulado. —Detestaba la forma en
que mis palabras trastabillaban, como si tuviera algo que ocultar. Y tanto que
sí, me susurró una voz en mi cabeza.
—No puedo ir contigo a la frontera —le dije.
Tensó la mandíbula, pero no mostró sorpresa. ¿Le había informado ya el
general Jianyun?
—No acompañes al príncipe Liwei. —Habló con repentina urgencia—. Es
demasiado peligroso. Los inmortales evitan el Bosque de la Eterna Primavera
por una buena razón. Desde que Lady Hualing desapareció, corren muchos
rumores sobre el lugar: que está plagado de encantamientos oscuros y
criaturas feroces, de miseria y muerte.
Me encogí de hombros con una indiferencia que no sentía.
—Ya me he enfrentado a monstruos, y nada menos que contigo.
Su suspiro formó una nube de vaho en el aire frío.
—¿Es que te da igual tu propia seguridad?
Fruncí el ceño, algo sorprendida por su insistencia.
—¿Por qué crees que corro más peligro que cuando me enfrenté a
Xiangliu? ¿O al gobernador Renyu? ¿O al demonio de hueso? —enumeré,
intentando apaciguar su preocupación.
—Porque no estaré allí. ¿Y si te pasa algo? —Hizo una pausa—. ¿Es que
te dan igual mis sentimientos?
Su preocupación me conmovió, pero no me dejé convencer.
—Claro que no. Pero puedo cuidar de mí misma. Además, ya está
decidido. Partiremos mañana.
—¿Por qué lo haces? —exigió saber—. Da igual que te lo haya ordenado
el general Jianyun; nos marcharemos dentro de poco. ¿Por qué arriesgarse
innecesariamente? Seguro que no es por lealtad al Reino Celestial.

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Erguí la espalda, molesta por sus palabras. Podía cuidar de mí misma. En
el pasado, había acudido en su ayuda tan a menudo como él había acudido en
la mía. Y la pulla de que no guardaba lealtad por el Reino Celestial… No
necesitaba que me recordasen aquello. Servía en el ejército porque había
creído poder liberar a mi madre de ese modo. El entrenamiento que había
recibido, la reputación que me había labrado, las vidas que había arrebatado
no eran más que un modo de alcanzar mi objetivo, al igual que el tiempo que
había pasado allí.
No obstante, percibía también la preocupación que le quebraba la voz.
Intenté explicarme:
—No lo hago porque me lo hayan ordenado. El príncipe Liwei me lo
pidió, y no podía negarme.
La expresión de Liwei se ensombreció.
—¿Sigues enamorada de él? ¿Por eso arriesgas tu vida por alguien que te
trae sin cuidado? ¿Has olvidado que te dejó por otra? —Sus duras palabras
me golpearon como un látigo.
Lo miré fijamente, mientras la rabia me abrasaba las venas. No sabía nada
de Liwei y de mí. Al margen de nuestro amor imposible, Liwei era mi amigo;
el único que había estado a mi lado cuando no tenía a nadie, y aquello
importaba más que la decepción o el dolor que pudiera sentir. Le debía una
por la amabilidad que me había mostrado, y pensaba pagar la deuda.
—¿Cómo puedes decirme eso? —Bullía de rabia—. No soy una marioneta
enferma de amor mendigando migajas de afecto. Me rijo por mis propios
sueños, por mis principios y mi honor. —No estaba de humor para darle más
explicaciones, así que me puse en pie, dispuesta a marcharme.
—Espera, Xingyin…
Su tono desprendía un dejo de desesperación. Me detuve, pero no me di la
vuelta.
Habló en voz tan baja que me costó oírlo.
—Lo siento. No debería haber dicho eso. Estaba decepcionado y celoso.
—Suspiró profundamente—. Creía que ayer habíamos llegado a un acuerdo.
¿Me equivocaba? ¿No entendiste lo quise decir? ¿Mis esperanzas con
respecto a nuestro futuro?
Me ablandé, a pesar de la rabia que todavía bullía en mí. Lo único que
Wenzhi había presenciado fue mi desesperación al conocer el compromiso de
Liwei, y no era de extrañar que ahora estuviese resentido. Confesar aquello
debía de haberle costado, aunque no le daba derecho a hablarme así.
Me di la vuelta y lo miré a los ojos.

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—Wenzhi, debes confiar en mi criterio, igual que yo confío en el tuyo. No
intentes humillarme ni hacerme sentir culpable para que haga lo que tú crees
que es lo mejor para mí. ¿Cómo vamos a tener futuro si no me ves como a
una igual?
—Eres mi igual. Mucho más que mi igual. —Wenzhi se levantó y me
apretó la mano con fuerza—. Es que no quiero que te hagan daño.
El viento sopló con más fuerza y me pegó el pelo a la mejilla. Me recorrió
un escalofrío y Wenzhi se quitó la capa, me la puso sobre los hombros y me
acercó a él con el brazo.
—Prométeme que tendrás cuidado. Que no harás nada… demasiado
imprudente —me susurró al oído.
El impulso de echarme a reír me recorrió, disipando mi ira. Me conocía
muy bien, y por eso lo había dicho. Y yo lo conocía lo suficiente como para
saber que había reprimido las ganas de insistir.
El fresco aroma de las agujas de pino flotó en el aire y prendió una luz en
mi corazón que alejó las insistentes sombras. Mis sentimientos por Wenzhi
eran fuertes, aunque diferentes a los que había experimentado anteriormente
por Liwei. Tal vez la pasión ardiente e insaciable que había sentido con Liwei
fuera propia de un primer amor, y había estado envuelta de la absurda
creencia inocente de que nada podría separarnos. Para los que venían después,
uno avanzaba un poco más despacio, con algo más de cautela, tras haberse
magullado el corazón y haber encontrado promesas vacías. Y puede que la
creciente calidez de mis sentimientos por Wenzhi fuera lo que todo amor
acababa siendo.
Apoyé la cabeza en sus hombros y los últimos vestigios de tensión se
evaporaron.
—Te lo prometo. Cuando vuelva, nos marcharemos juntos.
Permanecimos en silencio, y la única muestra de que había escuchado mi
respuesta fue su brazo estrechándome con más fuerza. Por primera vez en
todo el día, me encontraba en paz. Me sobrevino el impulso de contarle mi
secreto, pero no lo haría aquella noche, ni tampoco allí. En el Reino Celestial,
me mantenía siempre en guardia. Un día, cuando hubiéramos abandonado
aquel lugar, le hablaría de mi madre.
Cuán oscura era la noche que se extendía ante nosotros y, sin embargo,
con la luz de la luna y las estrellas iluminándola, daba la sensación de ser tan
brillante como el día.

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E l Bosque de la Eterna Primavera había sido el lugar más hermoso de


los Dominios Inmortales. Se decía que el propio Emperador Celestial
lo había plantado durante su juventud con las ramas del primer árbol del
mundo, y que había regado los tallos con el rocío de un loto encantado. Bajo
un elegante dosel de árboles altísimos había varios estanques de agua
cristalina y ríos plateados plagados de peces. Aquellos que se adentraban en el
corazón del bosque hablaban, embelesados, de la presencia de árboles en
perpetua flor, cuyas ramas se hallaban cubiertas de brotes de todos los
colores. Los frutos maduros, más dulces que el néctar, crecían de forma tan
abundante como las flores silvestres entre la suave hierba. La perfección
idílica del bosque había atraído a pájaros, bestias e inmortales. Incluso la
poderosa Lady Hualing, la primera Inmortal de las Flores, había quedado
prendada con el lugar, y había abandonado el Reino Celestial para
establecerse allí; las peonías, las camelias y las azaleas habían florecido con
su presencia.
Pero aquel paraíso no tardó en desvanecerse. Después de que el
emperador despojara a Lady Hualing de su posición, ella ya no plantó más
flores ni revivió las que se habían marchitado. Tras su desaparición, las
frondosas copas se oscurecieron, los relucientes estanques se convirtieron en
charcos de lodo y los árboles se marchitaron y no volvieron a florecer.
Me apeé de la nube, impresionada por el silencio absoluto que reinaba en
el lugar. No se oía piar a los pájaros, ni siquiera se advertía el aleteo de
ninguna libélula. Una bruma blanca envolvía el bosque, y la gelidez del
ambiente resultaba incómoda. Los árboles se alzaban rectos y erguidos, y sus
hojas marchitas se aferraban a las ramas, sumidas en una muerte eterna.
Esparcidos alrededor se hallaban los lóbregos estanques, pero nos aseguramos
de no acercarnos a ellos para evitar que sus interminables profundidades nos
succionaran. El aire estancado apestaba a podredumbre, en una triste mofa de
las promesas que ofrecía el nombre del bosque. Mientras nos abríamos paso
entre las sombras y la niebla, noté un hormigueo en la piel y me aferré con
más fuerza al Arco de las Llamas del Fénix. Deseaba haber podido llevarme
el Arco del Dragón de Jade, pues el Fuego Celestial era más poderoso que las
llamas. Pero no estaba segura de poder manejarlo, ya que nunca lo había

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probado. También me daba miedo usarlo ante los soldados celestiales por si lo
reclamaban para el emperador.
Dos soldados avanzaban por delante para inspeccionar el camino,
mientras que los ocho restantes permanecíamos en grupo.
—Aquí es inútil convocar a las nubes —explicó Liwei—. La niebla es
demasiado densa y permanece inamovible debido a algún encantamiento.
—¿No podemos disiparla?
—No es un hechizo sencillo. Además, por ahora la niebla oculta nuestro
rastro y es mejor que no alertemos a nadie de nuestra presencia.
—Aun con la ayuda de los exploradores, ¿cómo daremos con la princesa
Fengmei?
—Soy capaz de percibir su aura, aunque tengo que estar lo bastante cerca
—dijo.
Su revelación me desconcertó. ¿Tenía una relación más íntima con la
princesa de lo que había imaginado? Me recordé que no debía hablar con él,
para evitar que mi mente se sumergiera en tales profundidades.
No obstante, él no tenía esos reparos.
—El capitán Wenzhi abandonará el Reino Celestial dentro de poco. ¿Qué
piensas hacer tú?
Aunque su tono era informal, agradable incluso, la respuesta se me atascó
en la garganta.
Él prosiguió con el mismo tono calmado y sincero.
—Mis sentimientos por ti no han cambiado, pero no volveré a
mencionarlos. Lo que dijiste ayer, lo que me pediste… Tenías razón.
Asentí de forma rígida y pensé que, si aquello era cierto, ¿por qué me
invadía ahora una sofocante sensación de pesadez? Apreté los puños, furiosa
conmigo misma. ¿Cómo podía seguir sintiéndome atraída por Liwei, a pesar
de mis sentimientos por Wenzhi? ¿Tan voluble e inconstante era? Tenía un
futuro lleno de esperanza con Wenzhi, alejado de los remordimientos del
pasado, y no pensaba abandonar aquella oportunidad de ser feliz.
Se oyeron unos pasos cautelosos y suaves. Levanté la mirada y vi a uno de
los exploradores aproximándose.
—Alteza, hemos visto soldados a unos quinientos pasos. Van armados y
custodian una pagoda.
—Proceded con precaución. No deben averiguar que estamos aquí —
advirtió Liwei.
Desenfundamos las armas y avanzamos con sigilo. La pagoda se alzaba
tras el claro que había delante; tenía ocho pisos y era casi tan alta como los

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árboles que la rodeaban. La madera de la torre escalonada se veía deteriorada,
y las descoloridas celosías de las ventanas y los aleros ornamentales debían de
haber sido en el pasado de un rojo intenso. El edificio se integraba
perfectamente en el paisaje, que conformaba una desvencijada mezcla de
tonos grises y marrones. Tenía un aspecto de lo más desolado, a pesar del
puñado de soldados que lo rodeaban, ataviados con armaduras de bronce
bruñido.
—¿Reconoces la armadura? —pregunté.
—No. Pero se puede disimular fácilmente. —Liwei cerró los ojos un
momento y frunció el ceño—. La princesa Fengmei está dentro. Percibo su
presencia. Tenemos que eliminar a los guardias de manera discreta, para
evitar levantar la voz de alarma. —Se dirigió a todos en voz baja—:
Comenzad con los que están más cerca e id abriéndoos camino hacia la
pagoda. Hay que actuar con rapidez para que no griten o la princesa correrá
peligro.
A la señal de Liwei, disparé una flecha en llamas que se hundió en el
pecho del guardia más cercano. Mientras un gorgoteo ahogado brotaba de su
garganta, disparé al que estaba a su lado, que se desplomó en el suelo con la
mirada desencajada. Liwei y sus guerreros se desplazaron con rapidez y
rodearon a los soldados restantes; los derribaron en medio de un espeluznante
coro de jadeos estrangulados y gritos susurrados.
La escaramuza llegó a su fin. Tenía la frente perlada de sudor a pesar del
frío que envolvía mi piel. Había sido fácil… demasiado fácil. Liwei desvió la
mirada hacia mí, haciéndose eco de mis sospechas.
—La pagoda —dijo—. Puede que haya más guardias en…
Un bramido procedente del bosque ahogó el resto de sus palabras. Un
torrente de enemigos se abalanzó hacia nosotros; la luz del sol se reflejó en
sus armaduras de bronce al tiempo que irrumpían en el claro. Liwei derribó a
dos soldados con un golpe de su espada. Yo disparé a otro que corría hacia él,
justo cuando uno de nuestros enemigos caía inconsciente a mis pies. En
medio del tumulto, no lo había oído aproximarse. Podría haberme pillado
desprevenida si no lo hubiera atravesado aquella extraña flecha con una
pluma negra que le sobresalía del pecho.
Me di la vuelta, con la intención de buscar al arquero, pero Liwei gritó:
—¡Ve a por la princesa!
Levantó su espada, que ardía en llamas, y la blandió trazando un amplio
arco; los soldados que lo rodeaban retrocedieron. Sus armas relucían en oro y
plata, y algunos de ellos llevaban cadenas de metal oscuro en las manos.

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Contemplé la escena, enfurecida: estaban convencidos de poder tomarlo
prisionero. El resto de sus guerreros estaban a su alrededor, enzarzados en una
furiosa batalla; el enemigo los superaba en número, pero resistían. Aún
teníamos una oportunidad, al menos, de momento. Si encontraba a la princesa
a tiempo.
Quería quedarme y luchar, pero eché a correr hacia la pagoda, dejándoles
el enfrentamiento a Liwei y los demás celestiales. El miedo me afligía el
corazón, aún obligándome a recordar la habilidad de Liwei con la espada y su
poderosa magia. Podría mantenerlos a raya hasta que yo volviera. Cuanto
antes encontrara a la princesa Fengmei, antes podríamos marcharnos todos de
aquel condenado lugar.
Subí las escaleras de madera a toda prisa, casi esperando tropezarme con
guardias en cada rincón. Sin embargo, el lugar se hallaba extrañamente
desierto y llegué al último piso sin toparme con ningún enemigo. Di un tirón a
la gruesa puerta de madera de la planta superior, pero esta permaneció en su
sitio. Llena de impaciencia, invoqué una ráfaga de aire con la que rompí la
cerradura.
La princesa Fengmei se puso de pie de un salto entre los trozos de madera
y las astillas esparcidas por el suelo. Tenía el rostro en forma de corazón
pálido y me miraba fijamente con los ojos marrones abiertos de par en par,
como si no supiera si ponerse a gritar aterrorizada o llorar de alivio. Inclinó la
cabeza hacia un lado mientras me escudriñaba. Tal vez intentando recordar
dónde nos habíamos visto antes.
—Soy del Ejército Celestial. Hemos venido a rescataros. Rápido, el
príncipe Liwei está siendo atacado. —Mi voz vibraba de urgencia.
El rostro se le iluminó ante la mención del nombre de Liwei, y acto
seguido levantó las muñecas en mi dirección. Las tenía atadas con unos
grilletes de metal negro, unidos por una fina cadena.
—¿Podéis quitármelas?
Desenfundé la espada y golpeé la delicada cadena. La hoja rebotó y el
brazo se me sacudió por el esfuerzo, pero en el metal no apareció ni un
rasguño. Intenté serrar los eslabones, pero fue inútil, y los martillazos
tampoco hicieron mella alguna. Al mismo tiempo, mi mente bramaba con
imágenes de Liwei combatiendo en el exterior; imaginaba las flechas volando
hacia su espalda desprotegida y las espadas de nuestros enemigos clavadas en
su pecho.
—Quedaos quieta. —Invoqué una flecha y la disparé al grillete de la
mano derecha. Las llamas carmesíes se extendieron por el metal, y unas

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grietas aparecieron antes de que este se hiciera añicos. Sin perder ni un
instante, disparé otra flecha a su muñeca izquierda y el segundo grillete cayó
al suelo.
La princesa Fengmei curvó los labios en una sonrisa temblorosa.
—Dis… Disparáis muy bien —dijo en voz baja, apartándose las nubes de
cabello negro que le cubrían el rostro.
Su delicada belleza me provocó una punzada en el corazón. Tragué con
fuerza y me agaché para quitarle las cadenas de metal rotas de los pies. Al
tocarlas, me provocaron una sensación parecida al ardor del hielo sobre la
piel.
—¿Qué son estas cadenas?
Hundió los hombros.
—No tengo ni idea. Tras ponérmelas, fui incapaz de emplear mis poderes.
El estómago se me revolvió violentamente. Esas cadenas, había visto que
los soldados de abajo las llevaban. Y en el Mar del Este, Liwei había
mencionado aquel mineral del Monte Sombrío, que era capaz de someter los
poderes de los inmortales.
—¡Rápido! —La ayudé a levantarse—. ¡El príncipe Liwei corre peligro!
Algo silbó en el aire; el sonido que todo arquero conocía de memoria. Me
lancé al suelo, arrastrando a la princesa conmigo. El dolor me recorrió el
brazo, y contemplé con incredulidad la sangre que rezumaba del corte. Me
acerqué a la ventana, asomé la cabeza apenas un centímetro y vi un destello
afilado precipitándose hacia mí. Me agaché y me pegué al suelo mientras otra
flecha irrumpía en la habitación.
Lancé una descarga de fuego por la ventana. Al cabo de un instante, atisbé
dos flechas dirigiéndose hacía mí; a punto estuvieron de alcanzarme, pero
finalmente chocaron contra el suelo. Apreté los dientes. Aquel arquero era
formidable. No era de extrañar que no hubiera guardias en el interior, ya que
cualquiera que hubiera acudido a rescatar a la princesa habría acabado
ensartado hacía mucho. El penacho negro me resultaba familiar: era idéntico
al de la flecha que había derribado a mi atacante en el exterior. ¿Habría sido
yo el objetivo? ¿Acaso el arquero había fallado el tiro antes? No parecía
probable, dada la habilidad de aquella persona, aunque menos probable
todavía parecía la idea de que el arquero me hubiera salvado para asesinarme
al cabo de un rato.
Tomé aire, furiosa con mi agresor desconocido. El tiempo se nos acababa.
Si aquellas cadenas eran capaces de sellar la magia de un inmortal, Liwei no
tendría ninguna posibilidad de salir victorioso. Invoqué otra flecha y di un

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salto para poder ver a mi enemigo por primera vez. Una figura alta —un
hombre— estaba encaramada sobre la rama de un árbol con una flecha
preparada. Llevaba el rostro cubierto por un casco, pero sus ojos destellaron
con un brillo plateado al contemplarme. Sorprendida, aflojé sin querer la
cuerda del arco, y la llama se desvaneció. Me preparé, esperando que una
flecha me atravesara en cualquier momento…, pero el arquero bajó el arma.
Nos quedamos mirándonos durante un instante de silencio, antes de que
retrocediera hacia las sombras y desapareciera.
No tenía tiempo de reflexionar sobre lo que acababa de pasar. Tomé a la
princesa de la mano y bajamos corriendo las escaleras con la intención de
regresar a la feroz batalla; sin embargo, al salir de la pagoda, nos topamos con
el silencio sepulcral de un cementerio. Había cuerpos esparcidos por todas
partes, decenas de ellos ataviados con armaduras de bronce. El alma se me
cayó a los pies cuando conté diez soldados enfundados en armaduras blancas
y doradas: los celestiales caídos. Corrí de uno a otro, comprobando los
cuerpos en busca de alguna señal de vida. Pero sus ojos estaban vacíos y sus
auras se habían desvanecido por completo.
—¿Y el príncipe Liwei? —La voz de la princesa tembló mientras
observaba, horrorizada, la carnicería.
—No lo sé —susurré, insensible a todo salvo al sentimiento de terror que
me invadía, transformando mi carne en piedra.

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L a luz menguante se filtraba a través de la niebla y arrojaba un halo


espeluznante alrededor de los árboles. La princesa Fengmei y yo
vagamos por el bosque, buscando cualquier señal de Liwei. Con cada paso
que dábamos, me hundía más y más en la desesperación. El pánico apenas me
dejaba respirar, pero mi desesperada necesidad de dar con él me impulsaba a
seguir adelante.
Sus sollozos amortiguados me sacaron de mi aturdimiento.
—El príncipe Liwei es fuerte y poderoso. Tal vez haya escapado. O puede
que esté herido y no sea capaz de encontrarnos. —Mi voz sonó hueca y mis
palabras, falsas. Mientras quedara algún resquicio de vida en su interior,
jamás nos habría abandonado.
Asintió, hipando por la angustia mientras se aferraba a mis débiles
palabras de consuelo.
—Gracias por haberme rescatado. Pero no podría soportar que el príncipe
Liwei estuviera en peligro o… herido. —La voz se le quebró y las lágrimas
volvieron a brotar de sus ojos.
Sentí una punzada de irritación; había perdido los nervios por completo.
No tenía ganas de hacer de niñera, lo que quería era encontrarlo. ¿Cómo iba a
seguir el rastro de Liwei si no paraba de llorar? De haber habido alguien tras
nosotras, ya estaríamos muertas o nos habrían capturado.
No obstante, reprimí el impulso de contestarle bruscamente; en lugar de
eso, le pasé un brazo alrededor de los hombros y la acerqué hacia mí.
—Lo encontraremos. —Era una promesa que nos hacía a ambas.
Mis palabras parecieron tranquilizarla al tiempo que clavaba sus ojos
marrones en los míos.
—Ahora os reconozco. Erais la compañera de estudios del príncipe Liwei.
Nos conocimos el día de su banquete.
—Sí, en el templete. —Un sentimiento de nostalgia me invadió al pensar
en aquellos días y en la alegría que rezumaba mi corazón.
Ella suspiró.
—Fuisteis muy amable. Igual que ahora.
Guardé silencio mientras una oleada de vergüenza me afloraba desde la
boca del estómago y se extendía por mi rostro. No, no había sido amable: ni
ahora ni entonces. La primera vez que nos vimos no había sabido quién era. Y

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después, no había querido conocerla más, tal vez por miedo a descubrir lo que
ahora sabía: que la princesa Fengmei era un buen partido para Liwei. Todo
habría sido más fácil si hubiera podido odiarla.
—¿Su Alteza y vos sois buenos amigos? —preguntó.
Desvié la mirada, con el pretexto de examinar nuestro entorno.
—Sí, lo somos. —Una respuesta a medias, como la maestra Daoming me
habría echado en cara.
Se puso rígida, y yo hice lo mismo, preocupada por si me preguntaba algo
que me obligara a mentir. Levantó la cabeza de mi hombro y señaló el
cinturón que me rodeaba la cintura.
—¿Por qué brilla ese colgante?
La Lágrima Celestial. La gema, hasta ese momento transparente, brillaba
de color rojo intenso. Me obligué a tomar una profunda bocanada de aire, para
apaciguar el terror que volvía a apoderarse de mí. Liwei estaba en peligro,
pero eso significaba que ahora podría encontrarlo.
Llevé a la princesa hasta un tupido grupo de árboles.
—Esperad aquí y escondeos. Intentad no hacer ruido. Volveré lo antes
posible. Si no he regresado al amanecer, dirigíos al norte hasta salir del
bosque… por ahí. —Señalé, en caso de que no estuviera segura—. Volvéis a
disponer de vuestros poderes. Cread un escudo y atacad a cualquiera que
intente haceros daño. Una vez fuera, invocad una nube y marchaos a casa.
Hurgué en mi cinturón y le pasé una daga. La aceptó sin decir nada,
agarrándola con inseguridad.
—Rodead la empuñadura con fuerza —le indiqué—. Orientad la cuchilla
hacia el otro lado e inclinadla hacia arriba. Si os veis obligada a atacar, no
vaciléis.
Abrió los ojos con miedo y asintió. Un sentimiento de culpa me sacudió
por tener que dejarla sola. Mientras me marchaba, me giré una sola vez para
asegurarme de que estuviera escondida, y a continuación eché a correr hasta
que las piernas me ardieron como si estuvieran envueltas en llamas.
Me dejé guiar por el tirón de la Lágrima Celestial hasta llegar a una
estrecha abertura en la falda de una montaña. Sin preocuparme por los
peligros con los que pudiera tropezarme, me adentré en ella. Sumida en la
más absoluta oscuridad, la gema roja que resplandecía en mi cintura arrojaba
una luz amenazante sobre las paredes. El aire, húmedo y enrarecido, se
encontraba impregnado de moho y podredumbre, y al llenarme los pulmones,
no pude evitar las arcadas. Tras doblar una esquina, tropecé con un desnivel y
me raspé las manos al caer al suelo.

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Unas voces se filtraron a lo lejos. Me agaché y me arrastré por el estrecho
camino en dirección al sonido; cuando por fin divisé luz más adelante, apreté
la marcha. El pasaje se abrió a un amplio saliente al que trepé y desde donde
observé la enorme cámara de debajo.
El corazón me dio un vuelco. Liwei estaba encadenado a una silla con los
mismos grilletes que habían utilizado para inmovilizar a la princesa Fengmei.
La sangre manaba de su pelo enmarañado y le goteaba en el rostro. Un
profundo corte le atravesaba la frente y una de sus mejillas estaba cubierta de
moretones. Su aura se hallaba, en cierto modo, debilitada, y titilaba de manera
errática. Aun así, mantenía la cabeza alta, como si estuviera sentado en un
trono en vez de estar encadenado. Examiné a los guardias y sentí una oleada
de alivio al no encontrar rastro del extraño arquero: él solo habría sido un
oponente formidable. ¿Habían acabado con él los soldados celestiales antes de
perecer?
Un aura destacaba, mucho más poderosa que el resto: enérgica y terrosa,
ruidosa y discordante. Por lo que percibía, no provenía de los soldados, sino
que emanaba de la mujer que estaba frente a Liwei. Sus ojos rasgados
destellaban en un intenso tono broncíneo y, aunque la mitad inferior de su
rostro estaba cubierta por un velo, su piel era tan blanca como la nieve.
Llevaba un vestido bermellón bordado con peonías carmesíes, que al
desplegar sus pétalos de seda dejaban al descubierto brillantes estambres
dorados. Tenía un ramo de camelias metido en la faja. Me agaché y percibí
una fragancia floral y empalagosa, con un toque a descomposición.
—Atrapé a un dragón con un pajarito. —Su voz desprendía satisfacción
—. Después de todas las alabanzas a vuestra destreza, me decepciona la
facilidad con la que habéis caído en mi trampa, Alteza.
Liwei apretó la mandíbula, y los músculos se le tensaron como si
estuviera luchando contra un enemigo invisible.
—¿Qué son estas cadenas? —gruñó por fin.
—Un regalo del Reino de los Demonios. Forjadas con un metal
proveniente del Mundo Mortal, sirviéndose de las artes que prohibió vuestro
padre. —Mientras contemplaba sus esfuerzos por zafarse, añadió en un tono
aburrido—: Forcejead todo lo que queráis, pero mientras las llevéis puestas,
vuestra magia no servirá de nada.
—Lady Hualing, ¿por qué hacéis esto? ¿Por qué os habéis aliado con el
Reino de los Demonios? —exigió saber Liwei.
Lady Hualing, ¿la anterior Inmortal de las Flores? Creía que había
abandonado el bosque o había desaparecido mediante alguna jugarreta. Nunca

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la imaginé viviendo en aquellas oscuras cuevas.
—Erais una de las más grandes inmortales de nuestro reino hasta que
elegisteis vivir en reclusión. ¿De verdad deseáis traicionar a los Dominios
Inmortales? —continuó Liwei con voz calmada, a pesar del peligro. Tal vez
todavía tenía la esperanza de hacerla entrar en razón.
Tras aquello, ella se echó a reír con una carcajada amarga y carente de
alegría.
—¿Traicionarlos, yo? ¿Creéis que elegí llevar esta vida? Dejad que os
cuente la verdadera historia, joven príncipe. Hace mucho, vuestro padre y yo
nos conocimos en este bosque. Acababa de casarse con vuestra madre, aunque
eso no le impidió cortejarme.
Liwei se levantó de la silla, pero dos guardias volvieron a sentarlo,
agarrándolo de los hombros.
Ella no pareció darse cuenta, perdida en sus recuerdos.
—Cada vez que podía escaparse, venía aquí. Me ofreció un palacio en el
Reino Celestial. Lo rechacé. No era ninguna humilde cortesana agradecida
por su favor, sino una de las deidades más ilustres del reino. —Una expresión
de ternura se deslizó por su rostro—. Una tarde de primavera, cuando las
peonías habían florecido, me hizo una promesa. Que en cuanto fuera bastante
poderoso como para que le trajera sin cuidado enfadar al Reino del Fénix, se
casaría conmigo, dándome el mismo lugar que a la emperatriz.
Liwei negó con la cabeza, y la sangre de su herida corrió por su mejilla.
—Mi padre jamás habría hecho una promesa tan imprudente.
—A menudo, aquellos que están enamorados hacen promesas que no son
capaces de cumplir —gruñó ella—. Cuando la noticia llegó a oídos de tu
madre, ella me hizo una visita, profiriendo amenazas y escupiendo veneno.
Antes de partir, me dejó un regalo. —Las luces de la caverna titilaron cuando
Lady Hualing se levantó el velo.
Su rostro ovalado exhibía unos labios carnosos de un rojo intenso y una
nariz delicadamente arqueada. Dos finas y descoloridas cicatrices atravesaban
cada una de sus mejillas; la visión de aquellas marcas me desconcertó, aunque
eran tan leves que apenas se notaban.
Volvió a dejar caer el velo.
—Las cicatrices ocasionadas por las Garras de Fénix nunca llegan a
curarse. Tendré que vivir para siempre con estas horribles marcas.
Me estremecí al recordar las afiladas vainas doradas que cubrían los dedos
de la emperatriz y eran capaces de atravesar sin esfuerzo la carne y el hueso.

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Pero a pesar de lo que creyera Lady Hualing, seguía siendo hermosa. Fue la
crueldad de su expresión lo que me revolvió el estómago.
—Debe de haber una explicación. ¿Y si fue un espíritu, que tomó la
apariencia de mi madre? —protestó Liwei.
—Chiquillo ignorante. ¿Quién más posee las Garras de Fénix? ¿Qué otra
persona podía sentirse amenazada por mí, si me encontraba aislada? —se
mofó—. Y lo peor de todo: tu padre, ese cobarde desleal, me abandonó. De
un plumazo, me arrebataron mi belleza, mi enamorado me traicionó y fui
despojada de mi título. Perdí lo que más estimaba. Desde entonces, mi vida ha
estado regida por la miseria y plagada de desdicha y lamentaciones.
Alargó los dedos para acariciarle la mejilla a Liwei, pero este retrocedió
todo lo que sus captores le permitieron.
—De modo que es justo que les arrebate a mis verdugos lo único que
valoran por encima de todo. A vos, su hijo. La persona que más aman
aquellos a los que más desprecio.
—Lady Hualing, sopesad detenidamente lo que vais a hacer. No existe
traición mayor que esta. Se os considerará una paria en los Dominios
Inmortales y no solo os perseguirán los celestiales, sino también nuestros
aliados. Irrumpirán en este lugar y…
La risa de Lady Hualing resonó chirriante y atronadora. Y cuando se
detuvo, la sonrisa que esbozó fue la de un zorro saciado.
—No soy ninguna necia, Alteza. Para cuando vengan, ya no estaré aquí.
En cuanto le entregue al Rey Demonio vuestra fuerza vital, me ganaré su
eterna gratitud. Un regalo de bodas, si preferís llamarlo así. Tal vez así pueda
derrotar a vuestros miserables padres, y cuando se adueñe del trono celestial,
seré yo la que reine a su lado. La emperatriz, por fin —se regodeó, alzando un
anillo engastado con una amatista ovalada que resplandecía con una luz
malévola.
Su mera visión despertó en mí un profundo sentimiento de repulsión,
inexplicable y extraño. ¿Y a qué se refería con lo que había dicho sobre la
fuerza vital de Liwei?
Él no mostró ni un atisbo de miedo.
—Lady Hualing, se cometió una grave injusticia con vos. Liberadme y os
doy mi palabra de que investigaré el asunto. Cualquier agravio que se os haya
causado será reparado. No os creáis las promesas del Rey Demonio. Su
traición no conoce límites.
—Igual que la de vuestros padres —siseó ella, y le apoyó el anillo en la
frente.

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Las venas del cuello se le tensaron mientras el rostro se le contraía de
dolor. La amatista emitió un resplandor dorado justo antes de que a Liwei se
le cerraran los párpados, como las alas de una polilla atrapada.
Algo en mi interior se quebró. No me detuve a pensar. Consumida por la
rabia, mis manos se movieron por voluntad propia y dispararon una flecha
que acabó ensartada en el brazo de Lady Hualing. Esta gritó y apartó la mano
de Liwei mientras los guardias corrían en su ayuda. Apunté con una flecha a
los grilletes de Liwei, con la intención de quitárselos tal y como había hecho
con la princesa. Pero el temblor que me provocaba la rabia era demasiado
intenso y, en su lugar, golpeé la cadena entre sus muñecas. Estas se soltaron y
Liwei se desplomó en el suelo. Acto seguido se sacudió, y el corazón me dio
un vuelco cuando abrió los ojos y los clavó en mí, dedicándome una mirada
conmocionada y cargada de… una emoción que no fui capaz de identificar.
Antes de que pudiera moverse, los guardias lo rodearon a toda prisa, mientras
unos escudos resplandecían por encima. Una sensación gélida me envolvió, y
el miedo se mezcló con la ira mientras les disparaba una flecha tras otra hasta
atravesar sus barreras y derribarlos como si fueran tallos de arroz en época de
cosecha. Contratacaron lanzándome flechas y descargas de magia, pero yo me
arrojé al suelo de piedra y rodé hasta ponerme a salvo. Cada vez estaba más
cansada; tenía que conservar mi energía. Me devané los sesos, intentando
pensar en algún modo de distraer a Lady Hualing y a sus guardias para poder
rescatar a Liwei y marcharnos de allí. Pero entonces, el aire vibró con magia,
y un intenso aroma a tierra y metal me inundó las fosas nasales. Un musgo de
color verde brillante se deslizó por el saliente, extendiéndose como agua
derramada; sus raíces espinosas se hundieron en la piedra, agrietando su
superficie. Yo me puse en pie y retrocedí, protegiéndome, un instante antes de
que el saliente se hiciera añicos.
Atravesé el aire y caí al vacío. El grito de Liwei me perforó los oídos,
pronunciando mi nombre con una desesperación desgarradora. Desde abajo,
Lady Hualing hizo un gesto con la mano y disipó mi escudo. Despojada de
toda protección, mis pies se estrellaron contra el duro suelo de la caverna; mis
rodillas cedieron al tiempo que me desplomaba. Rodé hacia un lado y me
levanté de un salto mientras los soldados me rodeaban. Eran menos que antes,
pero los suficientes como para salir herida si me enfrentaba a ellos. Maldije
mi imprudencia, que me había llevado a ser descubierta. Habría sido mejor
permanecer escondida y tomarlos desprevenidos. Pero ¿qué otra cosa podía
hacer si Liwei corría peligro? Mientras los guardias me arrojaban sus lanzas,

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concentré mi poder y desencadené un vendaval que lanzó a Lady Hualing y a
sus soldados contra las paredes.
Me di la vuelta y eché a correr hacia Liwei, pero los soldados —los que
quedaban— se situaron en torno a él, y algunos lo agarraron con fuerza. Lady
Hualing se acercó a mí, con sus horquillas cubiertas de joyas colgando de su
cabello recogido. Se le había rasgado el velo, y ahora las cicatrices relucían en
contraste con la pálida furia de su piel.
—¿Quién eres? —dijo con tono amenazante.
Como respuesta, saqué el arco, apuntándola con una flecha de fuego.
—Detente o morirá —dijo secamente; le hizo un gesto al soldado que
estaba junto a ella y este apretó el cuello de Liwei con la punta de su lanza.
Me obligué a aflojar los dedos de inmediato y la flecha en llamas se
desvaneció.
Lady Hualing contempló el Arco de las Llamas de Fénix antes de desviar
la mirada hacia mi rostro.
—Ah… la arquera. La arquera primera, ¿no es así como te llaman? He
oído hablar de tus hazañas. —Parecía interesada. Intrigada, incluso—. Es una
pena que malgastes tus habilidades al servicio del Reino Celestial.
—¿Quién os ha hablado de mí? —No era lo bastante engreída como para
creer que mi fama se hubiese extendido hasta aquel remoto lugar.
No respondió, sino que se limitó a darse golpecitos en la barbilla,
aparentemente perdida en sus pensamientos.
—Tus esfuerzos por proteger al príncipe heredero son admirables,
aventurándote en un lugar donde solo te espera la muerte. Olvídalo. Únete a
nosotros contra el Reino Celestial. El Reino de los Demonios te recompensará
con creces. Podrás exigir cualquier posición que desees, cualquier honor.
—Jamás —solté, aunque me maldije de inmediato por haber revelado mis
cartas. Alguien más sabio habría fingido interés en su oferta y se hubiera
ganado su confianza para tener la oportunidad de escapar. Pero aquella había
sido siempre mi debilidad, la incapacidad para pensar con claridad cuando mi
corazón se encontraba empañado.
Una lenta sonrisa se dibujó en sus labios.
—Ah, se trata de algo más que de mera lealtad y sentido del deber, ¿no es
así? —dijo con aparente deleite—. ¿Una soldado enamorada de un miembro
de la realeza? ¿Qué podrías ofrecerle al príncipe celestial, excepto una vida a
su servicio?
—No sabes nada —espetó Liwei—. Xingyin, debes marcharte. Rápido. —
Pronunció las últimas palabras como una súplica, con la voz palpitándole de

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urgencia.
Pero si me marchaba, él moriría. Solo.
—Ah, Alteza. Parece que vuestra reputación no es tan honorable como
creíamos —se burló Lady Hualing—. Involucrándoos con una plebeya con la
que nunca os podréis casar. Ciertamente sois hijo de vuestro padre: arrancáis
las flores para vuestro propio deleite y una vez que se marchitan las
desecháis.
Se dirigió a mí con una mirada atenta y escrutadora.
—¿Sabes que está prometido? Con alguien de sangre real, una joven llena
de belleza, poder y encanto. Un trofeo por el que ha arriesgado la vida; igual
que tú estás arriesgando la tuya para salvarlo a él.
Cada palabra sobre la princesa Fengmei me atravesó, igual que la noche
en que se comprometió. Había creído estar por encima de tales sentimientos,
pero si estos eran tan fácilmente resucitados… ¿podría ser libre alguna vez?
Un horrible pensamiento afloró en mí: el de que sus despiadadas palabras
encerraban una pizca de verdad. Que había acudido a salvar a Liwei, pero no
iba a lograr nada más que mi muerte. Y si moría, ¿qué le ocurriría a mi
madre? Nunca conocería mi miserable destino, y pasaría la eternidad
aguardando inútilmente; primero a mi padre y luego a mí.
Fue el brillo de sus ojos lo que me hizo reflexionar. Me había azuzado a la
perfección, dando voz a mis pensamientos más crueles, aquellos que me
atormentaban en la oscuridad de la noche. Quería despertar mis celos,
hacerme dudar de mi valor. Que permitiera que el odio se deslizara en mi
interior y hundiera sus garras en mi corazón. Inhalé profundamente,
intentando recomponerme. Necesitaba que siguiera centrada en mí para ganar
tiempo o provocar que actuase con imprudencia. No podía dejar que desviara
su atención de nuevo hacia Liwei y los despiadados planes que tenía pensados
para él.
—Sí, estuvimos juntos en el pasado —admití de manera entrecortada—.
Pero ahora Su Alteza y yo hemos tomado caminos separados.
—¿Fue decisión tuya o de él? —Curvó los labios como si ya supiera la
respuesta.
Desvié la mirada; su pregunta me afectó más de lo que pensaba.
—La vida sería mejor sin amor —dijo Lady Hualing emocionada, como si
fuera una amiga íntima. Como si compartiéramos la misma opinión.
Sus palabras resonaron en mi interior. ¿Cerrarse al amor —a todos los
tipos de amor— era el único camino a la satisfacción? ¿Acaso no había
pensado yo lo mismo, durante todos aquellos meses que pasé hundida en la

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miseria? En efecto, los momentos más oscuros de mi vida habían tenido lugar
al separarme de mis seres queridos. Sin embargo… los momentos más felices
los había vivido también con ellos. Pero no iba a llevarle la contraria. Parecía
creer que había una conexión entre ambas. ¿Veía una parte de sí misma en
mí? Me estremecí ante la idea, pero ahora me conduciría con cuidado para
cultivar aquella ilusión y poder tomarla por sorpresa.
—Puede que tengáis razón —dije, dejando que la dureza tiñera mi voz—.
El amor no me ha tratado bien.
—Ni a mí. —Lady Hualing exhaló—. No pedí el amor del emperador,
pero él me sedujo con falsas promesas hasta que correspondí sus
sentimientos. Cuando estaba herida o asustada, anhelaba su consuelo. Pero
nunca regresó. Por su culpa, lo perdí todo, incluso mi felicidad anterior.
Habría preferido que hubiera muerto a que me hiciera tanto daño. Ahora lo
único que quiero es vengarme de los que me llevaron a la ruina.
Retrocedí interiormente ante la vehemencia de sus palabras. No había
dicho aquello movida por el fervor del momento, sino que se trataba de su
más ferviente deseo, que anidaba en las profundidades de su corazón.
—Nunca cambiarán de opinión —prosiguió en voz baja e íntima—. La
realeza celestial es orgullosa, fría e inflexible. Una vez perdido, es imposible
recuperar su amor. Pregúntate por qué haces esto. ¿Solo para que se acuerde
de ti con cariño tras casarse con su princesa? ¿Para que derrame unas cuantas
lágrimas sobre tu tumba? Un agradecimiento insignificante a cambio de un
sacrificio inmenso. No desperdicies tu vida.
Me di cuenta entonces de que creía que nuestras situaciones eran
similares. Que yo también me había visto enredada por un amor imposible;
que también se habían deshecho de mí… y el causante era nada menos que el
hijo de su despiadado amante. Y que mis acciones eran un intento
desesperado de recuperar lo que había perdido.
Me mordí el labio con fuerza, hasta que noté la calidez de la sal y el hierro
en la boca. Al igual que ella, no había buscado el amor. Había vivido una vida
plena sin experimentar tal sentimiento. Y aun así, me había tomado por
sorpresa, invadiendo mis sentidos como un sutil aroma, hasta que descubrí la
belleza de una flor caída y el placer de una tormenta. Sin embargo, devolví
con creces la dicha que me otorgó. Incluso cuando creí que mi corazón había
sanado, las cicatrices seguían ahí, reabriéndose con el mínimo toque de su
mano.
¿Por qué hacía aquello? Su pregunta resonó de nuevo en mi interior.
Había sido consciente del peligro al seguir el rastro de Liwei hasta allí, pero

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no vacilé ni una sola vez. Mi único pensamiento había sido el de acudir en su
ayuda. Y solo había temido por su seguridad. Pero estaba equivocada: yo no
intentaba recuperarlo. ¿Lo hacía por amistad, tal y como me había dicho a mí
misma? ¿O era una cuestión de honor, para devolverle la amabilidad que
había mostrado conmigo? La respuesta se escabulló mientras acechaba en los
márgenes de mi pensamiento.
Al levantar la vista, mi mirada chocó con la de Liwei, y entonces me
golpeó con la fuerza de un rayo. Lo que había intentado comprender. Aquello
contra lo que tanto había luchado con anterioridad. Lo que había temido
descubrir, pues la revelación podría suponer mi ruina. Le había echado en
cara palabras plagadas de orgullo, palabras que mencionaban el honor y el
deber. Mentira, todas eran mentira.
Seguía enamorada de Liwei.
Todo ese tiempo había continuado diciéndome que mis sentimientos no
eran más que meros vestigios del pasado, una atracción persistente. Mi
orgullo no me permitía aferrarme a él y, sin embargo, no quería dejarlo
marchar. Le había dicho que olvidase lo nuestro, cuando yo misma era
incapaz de hacerlo. Cada vez que venía a verme, una parte secreta de mí se
regocijaba al saber que todavía le importaba. Mi frialdad hacia él era una
simple máscara con la que ocultar lo que sentía, incluso a mí misma: que
seguía amándolo y que nunca había dejado de hacerlo.
Me acerqué a Liwei, casi temblando. Al fondo, los rostros de los soldados
se desdibujaron, él era lo único que veía. Destapé de golpe los secretos
enterrados en lo más profundo de mi corazón. Si no se lo decía ahora, puede
que nunca volviera a tener la oportunidad.
—Te quiero. —Los ojos se me llenaron de lágrimas. Pero no las ocultaría
ni me las secaría—. Te quise entonces. Te quiero ahora. Intenté olvidarte y
deshacerme de mis sentimientos. Pero no pude.
Una sensación de pesadez se debilitó en mi pecho y se desvaneció, una
carga que hasta ese momento no me había percatado que llevaba. Lo
contemplé y me perdí durante un instante en el pasado que ambos
compartíamos. A través del aire estancado de aquella pútrida caverna, casi
pude percibir el dulce aroma de las flores de melocotón.
Me obligué a volver al presente, al peligro. Liwei tenía los ojos clavados
en los míos y los labios entreabiertos, a punto de decirme algo; pero negué
con la cabeza en señal de advertencia. Lady Hualing parecía estar paralizada,
con el rostro encendido de expectación. ¿Acaso no me había acusado de
aquello? ¿Esperaba que Liwei me rechazara? ¿Que me uniera a ella, resentida

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y angustiada? Verme traicionar a Liwei satisfaría sus ansias de venganza,
validaría todo lo que había hecho, el monstruo en que se había convertido,
debido a su falso amor.
Pero no le daría ninguna satisfacción. No quería acabar como ella,
consumida por el rencor y anhelando algo que nunca podría tener… hasta que
me destruyera. Habría sido muy fácil sucumbir al resentimiento y al odio
aquellas noches en las que el dolor era más intenso. No obstante, por mucho
que amara a Liwei, me amaba más a mí misma. Y tal y como estaba
descubriendo, el amor no tenía fin: era algo que crecía y se renovaba sin
cesar, se expandía hasta abarcar cada nuevo horizonte. La familia. Los
amigos. Y también otros amantes; ninguno de ellos iguales, pero cada uno
precioso a su manera.
Me dirigí a Liwei, levantando la voz para que me oyera.
—No me arrepiento de nada. Siempre atesoraré lo que compartimos. Tu
felicidad con otra no me disgusta y jamás desearé tu muerte. —Había llegado
el momento, puede que no hubiera otro. Me sacudí por dentro al enfrentarme
a la mirada furiosa de Lady Hualing—. No soy como vos.
—Chiquilla estúpida y sentimental. —Unas manchas rojizas ardieron en
las mejillas de Lady Hualing mientras sus ojos se convertían en dos rendijas.
Se había puesto a temblar, ¿era debido a la decepción o a la rabia?
Saqué el arco, tan rápida como un relámpago, mientras las llamas
surcaban mis dedos. La golpeé en el pecho con una luz cegadora y ella se
tambaleó hacia atrás; el olor acre de la seda y la carne quemada inundaron el
aire. Pero acto seguido su magia brotó en un rutilante torrente, y extinguió el
fuego con un silbido. Los soldados se abalanzaron sobre mí, blandiendo sus
armas a la luz de las antorchas. Me agaché, giré hacia un costado y otra flecha
salió zumbando de mis dedos y se estrelló contra el escudo que Lady Hualing
alzó en torno a ella. Agitó los dedos y un olor terroso afloró, como el de las
hojas podridas de un bosque. Una gruesas vides salieron disparadas, se me
enroscaron alrededor de la cintura y me arrojaron al suelo. La sangre brotó de
mi sien y el arco me fue arrebatado. Tirada en el suelo, traté de recuperar el
aliento mientras la punta de una zapatilla de brocado me alzaba la cara. Lady
Hualing me contempló con una sonrisa de satisfacción; su túnica tenía un
desgarro carbonizado allí donde había impactado mi flecha, aunque la piel de
debajo ya se había regenerado y tenía un aspecto liso.
Era poderosa. Yo había fracasado, y ahora había desatado su furia.
—Qué actitud tan noble, albergando sentimientos de amor por él y aun así
entregándoselo a otra. Contemplando el pasado con cariño y perdonándolo

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por el dolor que te ha causado. ¿Tan abnegada eres como para arriesgar la
vida por alguien que ya no te ama? —dijo, burlándose de mi confesión—.
Veamos si tus principios son tan férreos cuando te ponga a prueba de verdad.
Un guardia me agarró del brazo y me puso en pie. Otros dos arrastraron a
Liwei hasta donde yo me encontraba. Las bandas de metal negro aún le
rodeaban las muñecas, sometiendo sus poderes, y yo me maldije aún más por
haber fallado mi primer disparo. Liwei no apartó la mirada de mí.
Aparentemente ajenos al peligro que nos rodeaba, sus ojos destellaban con
toda la calidez y la ternura que recordaba.
—Has arriesgado la vida por él, pero ¿hará él lo mismo por ti? —El tono
de Lady Hualing destilaba desprecio.
—Déjala marchar y no me resistiré —dijo Liwei sin vacilar ni un instante.
Una alegría salvaje me recorrió las venas, aun cuando temía las
represalias, preocupada de que su declaración solo la enfureciera más.
Sus labios esbozaron una sonrisa carente de alegría.
—Esta noche nos divertiremos. Llevaremos a cabo una pelea a muerte.
Entre vosotros dos. Si ganas, arquera primera, podrás marcharte. Incluso te
devolveré el arco. —La dulzura de su voz desentonaba con el abominable
significado de sus palabras.
No debía de haberla escuchado bien. No lo decía en serio; era imposible.
¿Pretendía que Liwei y yo… matásemos al otro para salvarnos? ¿Se trataba de
una broma retorcida con el propósito de asustarnos? Pero al mirarla a la cara
—tan encantadora y despiadada— un escalofrío me recorrió la columna.
Aquello no era ningún juego.

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26

L os ojos de Liwei destellaron.


—No me enfrentaré a ti, Xingyin. Por favor…, vete.
Negué con la cabeza. No lo abandonaría a una muerte segura, ni siquiera
para salvar la vida.
Lady Hualing suspiró.
—Si os negáis a luchar, os mataré a los dos. Un final de lo más romántico,
fieles a vuestros honorables principios, aunque un desperdicio imprudente.
Un sentimiento de desesperación se apoderó de mí al contemplar la
sombría aunque decidida mirada de Liwei. Los dos teníamos las manos a
ambos lados, en señal de desafío. Nos negábamos a ser sus peones en aquel
juego enfermizo. Tampoco pensaba marcharme con el rabo entre las piernas:
lucharía hasta que se me agotara la energía, hasta que exhaláramos nuestro
último aliento. Solo entonces podría arrancarnos su sangrienta victoria.
Lady Hualing chasqueó la lengua.
—Menuda decepción. Contaba con una velada mucho más animada. No
obstante, hay formas de garantizar vuestra cooperación. —Su escudo destelló
mientras se acercaba a Liwei y le agarraba la barbilla entre los dedos; sus
uñas le arañaron la piel.
Él retrocedió con una expresión de horror asomando en su rostro. Pero
ella lo sujetó con fuerza mientras los soldados le inmovilizaban los brazos a la
espalda.
—¡Liwei! —me lancé hacia él, intentando abrirme paso entre los guardias
que me agarraban y me empujaban hacia atrás.
Las pupilas de Lady Hualing brillaban como los fragmentos de un
topacio. Un recuerdo afloró en mi mente, algo que Liwei me había dicho una
vez sobre aquellos que dominaban los Dones de la Mente. Sus ojos brillan
como gemas.
El miedo me invadió, seguido por la duda. Me negaba a creerlo, no me
atrevía. Lady Hualing era del Reino Celestial, no del Reino de los Demonios,
ni del Muro Nuboso o dondequiera que estuviese ese lugar. En el pasado
había sido la Inmortal de las Flores, por lo que su Don tenía que ser el de la
Tierra, no el de la Mente. Yo misma había sido testigo de ello al ver aparecer
el musgo y aquellas monstruosas vides. Era imposible que conociera las artes
prohibidas. Y aunque fuera así, seguro que el emperador las habría

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subyugado. Pero ¿y si el emperador no estaba al corriente? ¿Y si había
desaparecido antes de que se prohibiera ese tipo de magia?
El sudor recubría la piel de Liwei. Sin embargo, Lady Hualing seguía
agarrándolo. No pude evitar recordar que era una de las inmortales más
poderosas del reino. Y aunque la magia de Liwei no se encontrara sometida,
la batalla y el anillo de amatista lo habían debilitado. Intenté convencerme de
que, aunque tratara de obligarlo a luchar conmigo, fracasaría. Liwei también
era poderoso. No se rendiría, resistiría…
Pero cuando Lady Hualing y los guardias lo soltaron, ya no era el mismo.
Había perdido algo vital. Las entrañas se me retorcieron al mirarlo a los ojos:
eran peores que los de un desconocido, resultaban tan fríos como los de su
padre. Permaneció inmóvil y con el semblante inexpresivo, incluso cuando
uno de los guardias le puso una espada en la mano. Alguien me entregó otra,
y los dedos se me cerraron por reflejo alrededor de la empuñadura.
Lady Hualing se inclinó hacia mí, y yo sentí arcadas cuando el olor a
flores en descomposición me invadió las fosas nasales.
—¿Te arrepientes de haber rechazado mi oferta? Una última advertencia:
no seas tan necia como para malgastar tu vida por él. A él le traerá sin
cuidado; los hombres de su familia poseen el corazón de piedra.
No vacilé: salté hacia delante con la intención de clavarle la espada. Al
chocar contra su escudo, el dolor me recorrió el brazo. Volví a levantar el
arma —prefería caer luchando—, pero un par de soldados me empujaron a un
lado y otro me dio una patada en la parte posterior de las rodillas mientras me
desplomaba en el suelo.
Lady Hualing se agachó y me pasó un dedo helado por la mejilla. Me
estremecí y me aparté.
—No olvides que aún tienes tus poderes. —Hablaba en un susurro íntimo
—. Si dejas que te mate… en fin, él está acabado de todas formas. Pero si
muere, tú vivirás.
Algo se quebró en mi interior. Era una elección imposible: morir y
sacrificarme de forma inútil o matar a Liwei para salvarme. Más que desear la
muerte de Liwei, lo que ella quería era que lo matara yo. ¿Experimentaba un
placer sádico al atormentar al hijo de sus enemigos? ¿Se deleitaba al
imaginarme sumida en una vida plagada de miseria y remordimientos, igual
que le había pasado a ella? ¿O simplemente quería demostrarme que me
equivocaba? Que a pesar de lo que había afirmado, ella y yo no éramos tan
distintas después de todo, que la misma crueldad que anegaba su corazón
acechaba en el mío.

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Oh, la había embaucado demasiado bien, y ahora ambas pagaríamos por
ello.
Lady Hualing dio una palmada, y el sonido hueco resonó en la caverna.
Como si se tratara de una señal, el cuerpo de Liwei se sacudió y acto seguido
se encaminó hacia mí. Me rodeó con la espada en la mano, en una cruel
parodia de las innumerables veces que me había desafiado de forma
juguetona.
No podía moverme, y era incapaz de apartar la vista de su mirada inerte.
Incluso ahora, no lo creía capaz de hacerme daño. Aunque yo misma había
estado a punto de sucumbir al dominio de otra persona durante mi estancia en
el Mar del Este y había sido testigo de lo que podía hacer una pizca de
semejante poder.
Se lanzó contra mí, rápido como un rayo. Aturdida, alcé la espada; aunque
un segundo demasiado tarde, pues su cuchilla me hizo un corte en la mejilla.
La sangre goteó de la herida, pero no era nada en comparación con la agonía
que sentía en mi interior. Lo que más me dolía era que no me miraba con
odio, sino con absoluta indiferencia.
La plata destelló, firme y brillante. Mi cuerpo se movió por propia
voluntad, lanzando el brazo hacia arriba, y nuestras espadas chocaron. Él
siguió atacando de forma implacable mientras yo me tambaleaba bajo la
fuerza de sus estocadas, clavando los talones en el suelo. Liwei giró hacia un
lado con una brusca finta. Me tambaleé hacia delante mientras él recorría las
escamas de mi armadura con la espada y me la clavaba profundamente en el
hombro. El frío hierro se hundió en mi carne y me raspó el hueso. Dio un
suave tirón y la espada se deslizó de mi interior produciendo un ruido de
succión. Dejé escapar un grito y me cubrí la herida con la palma de la mano
mientras la sangre manaba entre mis dedos. Sentí una oleada de furia —por
muy fuera de lugar que estuviera aquello— y me abalancé sobre él; atravesé
su armadura con la espada y le perforé el costado. Saqué el arma antes de
hundirla demasiado, y la vergüenza y los remordimientos me invadieron…
junto con un sentimiento de horror al ver que ni siquiera se inmutaba.
Nuestras espadas volvieron a chocar. Una y otra vez. Dominé mis
estocadas, aunque él no mostró tal contención. Aun así, era un enfrentamiento
más igualado de lo que esperaba. Él había sido mejor espadachín, aunque yo
me había beneficiado del entrenamiento militar. Yo era rápida y él, fuerte.
Mis golpes eran hábiles y los suyos, despiadados. La magia habría inclinado
la balanza, salvo que él no disponía de sus poderes. Y yo me negué a emplear
los míos contra él. La diferencia era mínima, pero si hubiera hecho uso de mis

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poderes para enfrentarme a él me habría dado la sensación de estar llevando a
cabo una ejecución. Casi habría sido injusto. Por dentro, una voz me
preguntaba, entre gritos, de qué me servía comportarme de manera tan
honorable en aquel momento, pero mi corazón me susurraba que no era Liwei
quien estaba atacándome de forma tan despiadada, sino su cuerpo, que
danzaba al son de otra persona. Era mi oponente, pero no mi enemigo. Y
aunque quería ganar, no podía matarlo. No era simplemente una cuestión de
honor lo que me frenaba, sino un sentido de autopreservación, pues sabía que
matar al hombre al que amaba acabaría también conmigo. Jamás podría
recuperarme. Ni aunque encontrara el camino de vuelta a casa.
Pisé sin querer una piedra suelta y tropecé. En un abrir y cerrar de ojos,
tuve la punta de su espada apoyada contra la garganta. Se detuvo, y un
músculo se le tensó en la mejilla. ¿Intentaba luchar contra el dominio que
Lady Hualing ejercía sobre él? Desvié la vista hacia ella: sus ojos emitían una
luz deslumbrante y tenía la frente cubierta de sudor. ¿Estaría cansándose? Un
rayo de esperanza se abrió paso en mí, solo para ser sofocado cuando la mano
de Liwei tembló, un momento antes de que su espada me atravesara el pecho.
Lancé un grito ahogado y me desplomé en el suelo de piedra, hundiéndome
en un charco de mi propia sangre, que todavía seguía caliente.
La oscuridad me envolvió, conformando un misericordioso vacío carente
del dolor que se había extendido por mi cuerpo: lo único que eclipsaba
aquella tregua era saber que él había sido el causante de aquello. Un recuerdo
olvidado iluminó mi mente. Mi madre levantándome del suelo tras haberme
caído, y secándome con el pulgar las lágrimas que rodaban por mis mejillas.
Lo mucho que me escoció el raspón —mi primera herida real— hasta que sus
frías caricias y sus murmullos me consolaron.
Aquel no sería el final.
Abrí los ojos. Invoqué un valioso fragmento de mis poderes y me cerré la
herida. Un sanador se habría encogido ante mi rudimentaria labor, al
imaginarse la cicatriz que quedaría después, pero el dolor disminuyó y la
hemorragia se detuvo. Volví en mí mientras me ponía en pie con dificultad y
escudriñaba el rostro de Liwei en busca del menor signo de reconocimiento.
Pero no hallé nada: ni un atisbo de amor, ni una pizca de remordimiento. Y en
ese momento, todo cobró sentido en mi interior; no pensaba malgastar mi
vida. No permitiría que nadie me derrotara, ni siquiera yo misma. Lucharía
por permanecer viva, y mientras viviera, habría esperanza. Por la oportunidad
de que ambos sobreviviéramos, lo arriesgaría todo. Incluso nuestra propia
vida.

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Mi energía estaba disminuyendo. Aproveché lo que pude, y el aire
destelló al proyectar mi magia hacia Liwei. Unas espirales de aire se
enroscaron en torno a su cuerpo y lo derribaron, antes de sellarle los oídos, la
nariz y la boca y cerrarle los párpados. Cubrí cada centímetro de su piel, hasta
que fue incapaz de hacer nada más que permanecer ahí tumbado,
retorciéndose como una bestia capturada. Si sus poderes no se hubieran
encontrado sometidos, jamás habría sido capaz de retenerlo de ese modo.
La risa satisfecha de Lady Hualing resonó en mis oídos. ¿Acaso no era ese
el espectáculo que nos había obligado a llevar a cabo? ¿Había soñado ella con
infligir semejante tormento a su desleal amado?
Atrapado en la burbuja de aire en la que lo había enterrado, Liwei se había
puesto más blanco que la nieve. Reprimí el impulso de liberarlo y levanté una
coraza a mi alrededor: no podía detenerme ahora. Mis poderes fluyeron y se
asentaron en cada poro de su cuerpo hasta que empezó a brillar con un sinfín
de luces plateadas, como si estuviera cubierto de polvo de estrellas. El
corazón no podía dolerme más; el dolor había perdido todo su significado.
Sus sacudidas disminuyeron hasta que su cuerpo quedó inerte, y la
vibración constante de su aura se desvaneció hasta que ya no fui capaz de
percibirla. Solo entonces me detuve. Tenía los ojos secos, aunque había
llorado un océano de lágrimas en mi interior. Me hallaba en la más absoluta
miseria, rota por dentro y desgarrada, pero aun así me negué a desmoronarme.
Me hundí en el suelo, busqué la mano fría de Liwei y apoyé la palma sobre la
suya.
—Lo siento. —Un susurro desgarrado—. Perdóname.
Un fuerte aplauso resonó en la caverna en medio de mi desesperación. Fue
entonces cuando me di cuenta de la vileza que acababa de cometer. Lady
Hualing había querido hacer daño a aquellos que la habían agraviado, pero yo
había abatido al hombre al que todavía amaba. A la fría luz de la victoria,
¿eran mis motivos hipócritas? ¿Habían enmascarado mi deseo egoísta de
vivir?
Perdí el control. Me alejé de él como si me hubiera abrasado; no merecía
tocarlo. No después de aquello, no después de lo que había hecho. Me rodeé
con los brazos y tuve arcadas hasta que el estómago se me cerró en señal de
protesta. Los sollozos brotaron de mi garganta, horrendos y crudos, y
resonaron a través del terrible silencio.
Pero aquello no había acabado. No podía dejar que todo hubiera sido en
vano. Recobré la compostura y me puse en pie con dificultad.
—Mi arco —le dije secamente a Lady Hualing.

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Ella inclinó la cabeza.
—Te di mi palabra, y mi oferta sigue en pie. El Rey Demonio estará
encantado de tenerte a su lado. Una mente incisiva, un poder y una voluntad
feroces. Alguien que hace lo que sea necesario cuando la situación lo
requiere.
Me estremecí ante sus elogios, con la esperanza de que tomara mi gesto
como una señal de agotamiento, en lugar de repulsión. Nunca me hubiera
considerado sedienta de sangre, pero de haberla matado en aquel momento,
me habría regocijado. A pesar de todo, no había dicho ninguna mentira. Tenía
las manos manchadas con la sangre de Liwei; hacerle daño había sido mi
decisión.
—Tenías razón —le dije, intentando sumirla en una sensación de falsa
seguridad—. No tiene sentido morir por mis principios. Y consideraré tu
oferta, pero solo porque el Reino Celestial me repudiará después de esto.
Lady Hualing asintió, y uno de los guardias me lanzó el Arco de las
Llamas de Fénix. Al atraparlo, un recuerdo destelló en mi mente, de la
primera vez que lo sostuve en el bosque de los melocotoneros. Hacía toda una
vida, cuando todavía era íntegra. Me volví y me acerqué a él una vez más.
Aun sin vida y encadenado, cada centímetro de él seguía siendo majestuoso.
Recé para que nuestro calvario estuviera a punto de concluir.
—Libéralo. —Señalé los grilletes. Su mera visión me enfurecía más de lo
que era capaz de soportar. Lo habría hecho yo misma, pero no quería
despertar sus sospechas.
—¿Por qué? —preguntó.
La miré a los ojos.
—He hecho lo que querías, a pesar del enorme dolor que me ha causado.
El príncipe Liwei debe ser enterrado con toda solemnidad. Le concederé un
último servicio y devolveré su cuerpo a sus padres, pero no pienso llevarlo
encadenado como un esclavo. Además, ¿pretendes que esto caiga en manos
del Reino Celestial? —Señalé el metal que le rodeaba las muñecas.
Frunció el ceño pero no me respondió.
—¿No querías que Sus Majestades Celestiales supieran lo que le has
hecho a su hijo?
—Dirás lo que tú le has hecho. —Se burló de mí con exquisita crueldad
—. Me vendrá de perlas que les entregues el cuerpo. Ojalá pudiera estar allí
para verlo.
Hizo un gesto con la cabeza a un soldado, que se apresuró a acercarse.
Apoyó algo en los grilletes de Liwei, y estos cayeron al suelo. De inmediato,

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me coloqué el brazo de Liwei alrededor de los hombros para llevármelo.
—Espera. —Lady Hualing se acercó, con el anillo de amatista brillando
en el dedo—. Debo recoger su fuerza vital, pues se está desvaneciendo
rápidamente. Sin las cadenas, no tardará en desaparecer.
Se me aceleró la respiración e intenté mantener la calma. No dejaría que
lo profanara más. Mientras se acercaba a él, invoqué mi energía, lista para
atacar, pero entonces el aire se calentó y una poderosa fuerza lanzó a Lady
Hualing por los aires. Se estrelló contra el muro de piedra y su escudo se
desvaneció al tiempo que unas lenguas de fuego la envolvían. Me di la vuelta
y encontré a Liwei tambaleándose, con la punta de la espalda apoyada en el
suelo. Tres soldados cargaron contra él; él blandió su espada, trazando un
amplio arco, y el golpe los arrojó por los aires. Un guardia echó a correr hacia
mí con su lanza extendida, aunque lo despaché de inmediato con una rápida
flecha en el pecho.
Estaba temblando, con el corazón en llamas. No había sido más que una
suposición alocada, ensamblada a partir de lo poco que sabía. En el Mar del
Este había sellado mis oídos para enfrentarme al dominio del gobernador
Renyu, aunque su encantamiento se limitaba a la voz y eso no habría
funcionado en esta ocasión. Sin embargo, el gobernador había dicho que la
muerte era lo único que podía liberar a los que se encontraban encadenados a
tal desdichado poder. De modo que, para detener el control que Lady Hualing
ejercía sobre Liwei, había sellado todos sus sentidos, llevándolo al borde de la
muerte. Aunque si hubiera fallado, él habría muerto o me habría matado. Y
habríamos perecido en vano.
Al agarrarlo de la mano después, había introducido mi energía en su
interior. Toda la que había podido reunir sin levantar sospechas. No era
sanadora y lo único que pude hacer fue rezar para que aquello bastara. No
podía arriesgar su vida solo para salvar el pellejo. Pero lo había hecho para
salvarnos a ambos.
Había tenido la esperanza de que, bajo el disfraz de la muerte, Lady
Hualing me permitiera llevármelo. Y casi había funcionado. Pero me había
precipitado; aún corríamos peligro. Percibí demasiado tarde cómo invocaba
su poder. Con un solo ataque, Lady Hualing se deshizo de sus ataduras
mientras las vides salían disparadas y se enroscaban en torno a Liwei y a mí,
dejándome sin aliento y entumeciéndome las extremidades. Antes de tener la
ocasión de perder los nervios, la magia de Liwei se extendió sobre ambos e
incineró las plantas.

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Lady Hualing volvió a levantar las manos. El húmedo olor terroso se
intensificó al tiempo que el aire destellaba con su magia. Levanté una barrera
mientras Liwei unía su poder al mío. No podía enfrentarme a ella sola, pero
los dos juntos teníamos una oportunidad. La energía de Lady Hualing crepitó
al estrellarse contra la barrera y se transformó en un sinfín de enredaderas que
resplandecieron con una luz siniestra al retorcerse contra nuestro escudo. El
sudor me recorrió mientras intentaba no imaginar el motivo de tanta
voracidad.
Mis esfuerzos no le pasaron inadvertidos. Lady Hualing dibujó una
sonrisa en sus rojos labios e intensificó la presión sobre nuestro escudo. Los
tallos se retorcieron con renovado vigor. El tiempo se nos agotaba; yo me
encontraba al borde de la extenuación y Liwei debía de estar fatigándose
también. No tardaríamos en caer, ya fuera por culpa del cansancio o de su
malévolo hechizo, o de los soldados que nos rodeaban, con el rostro
encendido de expectación.
No, no renunciaría a nuestra vida tan fácilmente. Se me ocurrió un plan,
alocado e imprudente, pero el más leve rayo de esperanza era preferible a una
muerte segura. Miré a Liwei a los ojos mientras articulaba en silencio una
indicación para que asegurara el escudo. Él asintió, haciendo un esfuerzo para
soportar todo el peso de nuestra barrera. Hice acopio de lo que me quedaba de
energía y creé un orbe brillante del tamaño de una canica; lo lancé y golpeé el
escudo de Liwei desde dentro. El escudo se resquebrajó, aunque las
enredaderas evitaron que se desmoronara. Apreté los dientes, y un siseo se me
escapó de los labios. La severa advertencia de la maestra Daoming sobre no
agotar mis poderes estalló en mi mente, pero no podía detenerme. La cabeza
me palpitó al tiempo que exprimía los últimos vestigios de luz de mi interior y
los arrojaba en forma de ráfaga de viento.
Nuestro escudo se hizo añicos, y la fuerza del impacto empujó las vides
de Lady Hualing sobre su cuerpo, los soldados que huían, las paredes y el
techo, donde se aferraron como si hubieran echado raíces. Las grietas se
extendieron por la caverna, y la piedra chirrió y tembló.
Me desplomé en el suelo, tan hueca como un farolillo de papel al ser
pisoteado sin miramientos. Estaba temblando, aunque no por el frío de la
caverna, sino por el hielo que se extendía a lo largo de mis extremidades. Me
pesaban los párpados, y anhelé cerrarlos y rendirme a la oscuridad que se
expandía por mi cuerpo. Todo adquirió un brillo nebuloso, hasta que fui
incapaz de distinguir si seguía viva o estaba atrapada en un sueño
interminable.

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Las luces se arremolinaban, doradas y brillantes: era la magia de Liwei,
que se filtraba en el interior de mi asolado cuerpo. Se sumergieron en la
negrura, pero no se desvanecieron, como los rayos del sol resplandeciendo
sobre el mar nocturno. Las luces se dirigieron al núcleo de mi fuerza vital,
enterrada en las profundidades de mi cabeza, e hicieron brotar un único
destello plateado, la última traza de mi energía. La sensación de frío se
desvaneció y recobré las fuerzas al despertarme y ver los dedos de Liwei
entrelazados con los míos mientras yacíamos en el suelo.
Lady Hualing tenía los ojos vidriosos y la boca abierta en un grito
silencioso. Su cuerpo se sacudía a medida que las vides la envolvían en un
asfixiante abrazo. La estrecharon más y más, desgarrando la seda de su
vestido y apretándole la carne, haciéndola rebosar, hasta que esta adquirió un
tono carmesí y púrpura. Reprimí la bilis que me trepaba por la garganta
mientras presenciaba sus intentos, cada vez más débiles, por zafarse; las
camelias de su cintura se marchitaron y dejaron caer sus pétalos, y las peonías
de seda de su vestido se oscurecieron y deshilacharon. La luz abandonó sus
pupilas y la amargura se desvaneció de su rostro… hasta que lo único que
quedó fue su fría belleza.
Podría haber permanecido allí tirada durante incontables lunas, incapaz de
reunir las fuerzas necesarias para levantarme, pero la caverna se sacudió con
más fuerza que antes. Las piedras empezaron a caer desde arriba y Liwei me
ayudó a ponerme en pie; los músculos se me tensaron mientras corríamos
hacia la entrada de la cueva. Una piedra me golpeó la espalda y me hizo caer.
Se formaron unas nubes de polvo al tiempo que el techo se fracturaba y se
desmoronaba; pero Liwei invocó un vendaval que nos proyectó a través de la
abertura, antes de que la cueva se derrumbara a nuestra espalda con un ruido
ensordecedor.
El duro suelo brindó escaso alivio a mi maltrecho cuerpo. Era incapaz de
moverme, yacía como si me hubieran inmovilizado. De mis pulmones escapó
un aliento entrecortado, y luego otro. Liwei tenía los ojos abiertos y me
contemplaba. A medida que el color volvía a su rostro, mi miedo se
desvanecía. Entonces alargó la mano y me posó la palma en la mejilla,
húmeda con las lágrimas que había derramado sin que me diera cuenta.
Sonreí, alegre por poder sentir su calor. Me había quedado sin palabras;
ya había dicho todo lo que albergaba mi corazón.
El luminoso resplandor de la luna transformaba el bosque de manera
encantadora. Bajo la pálida luz, los árboles secos brillaban como columnas

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pulidas de plata y jade. El viento nocturno disipó la niebla. ¿Acaso la había
creado Lady Hualing para ocultarse del mundo?
Las hojas se sacudieron y las ramas crujieron. Nos dimos la vuelta y
vimos que la princesa Fengmei emergía del bosque. Profirió un grito de
alegría antes de echar a correr hacia Liwei y abrazarlo. Él dirigió su mirada
hacia mí, y su mano vaciló antes de devolverle el abrazo.
Me esforcé por incorporarme y aparté la vista, aunque sus susurros me
perforaron los oídos. Finalmente, la princesa me tocó el brazo.
—Me escondí donde dijisteis hasta que oí un fuerte estruendo. —Me
examinó y se llevó el puño a la boca—. ¿Estáis bien?
Debía de tener un aspecto terrible, cubierta de sangre, moretones y
suciedad. Y aun así, su preocupación me conmovió.
—Lo estaré en cuanto Su Alteza nos lleve de vuelta al Reino Celestial.
La sonrisa de la princesa vaciló al mirar a Liwei. La expresión de él era
inescrutable, pero sus ojos conformaban dos profundos estanques que
amenazaban con ahogarme si los contemplaba durante demasiado tiempo. La
princesa posó la mirada en la Lágrima Celestial que le colgaba de la cintura.
Volvió la cabeza hacia su gemela, que pendía de mi cinturón; la gema volvía
a tener un color claro.
—Hacen juego. —Su voz era tan suave como la brisa de una pradera.
Una inexplicable necesidad de justificar aquello se apoderó de mí, a pesar
de que ella no había preguntado nada.
—Es un regalo que simboliza nuestra amistad —dije.
Ella no respondió, sino que guardó silencio mientras Liwei se ponía en pie
y me ofrecía la mano. Yo la acepté mientras me levantaba con dificultad,
reprimiendo el impulso de aferrarme más a él, de deleitarme con el tacto de su
piel contra la mía. Acto seguido, ayudó a levantarse a la princesa Fengmei y
yo me apresuré a adelantarme a ellos. No quería entrometerme, ni era lo
bastante fuerte como para presenciar el modo protector en que él le envolvía
los hombros con el brazo. No cuando seguía teniendo el corazón en carne
viva después de todo lo que habíamos pasado. Después de haber confesado
mis sentimientos, tanto a él como a mí misma.
Me dirigí al norte, abriéndome camino hacia la linde del bosque a través
de los árboles, siguiendo el aroma exuberante de la hierba y las flores
silvestres. Inhalé profundamente y saboreé la frescura del aire. La princesa
Fengmei invocó una amplia nube que descendió hacia nosotros. Me subí a
ella, deseosa de abandonar aquel cementerio de sueños rotos. Ahora que todo
había terminado, una chispa de compasión se encendió en mí al pensar en el

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destino que había sufrido Lady Hualing, un final trágico para tan ilustre
inmortal. También me acordé de mi madre, que languidecía por mi padre y
llevaba una vida a medias sumida en las sombras y sepultada por los
recuerdos y los remordimientos.
No, yo no actuaría como ellas. No me lamentaría por lo que había perdido
y era imposible recuperar. Me centraría en lo que estaba por venir, en la
felicidad que me aguardaba… si era lo bastante valiente y perseverante como
para alcanzarla.

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PaRte
III

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27

L a luz del sol atravesó los pilares de cristal y proyectó cientos de


diminutos arcoíris sobre los azulejos tallados. Una brisa fresca recorrió
el Salón de la Luz Oriental y sacudió las cortinas elaboradas con cuentas de
jade. La corte al completo se hallaba presente aquel día, y yo sentí el peso de
sus miradas al arrodillarme. Extendí los brazos, incliné el cuerpo y apoyé la
frente y las palmas de las manos en el suelo, dirigiéndoles una reverencia
formal al Emperador y la Emperatriz Celestiales.
—En pie —entonó el emperador.
Desplegué las piernas poco a poco y levanté la cabeza hacia los tronos.
Aquel día, Sus Majestades Celestiales estaban resplandecientes, ataviados con
prendas de brocado amarillo imperial. De la corona del emperador caían
lustrosas perlas, mientras que la emperatriz llevaba el cabello adornado con
un tocado de oro y rubí con forma de alas de fénix. A su lado, se encontraba
Liwei. Su túnica de cuello alto era de brocado azul oscuro y tenía bordadas
unas garzas doradas entre remolinos de nubes blancas. Llevaba un cinturón de
eslabones de jade y el moño en el que se había recogido el pelo estaba
envuelto en una corona de zafiros.
Estudié su rostro y sentí una oleada de alivio al no encontrar ningún rastro
de las heridas que había recibido en el Bosque de la Eterna Primavera. Había
estado demasiado nerviosa para ir en su busca. Asustada, incluso. Había
expuesto mi corazón en aquella caverna húmeda, donde la muerte nos había
cortejado a ambos. A pesar de sentir cada palabra, a la luz del día y sin que el
peligro se cerniera sobre nosotros, el recuerdo de mi atrevimiento me
abrumaba. Aunque no me arrepentía. Ahora entendía que antes de poder
abrazar mi futuro, debía librarme de las ataduras del pasado.
Desvié la mirada hacia Wenzhi, que estaba en un lado de la sala. Me
dirigió un tranquilizador asentimiento de cabeza mientras yo sonreía,
reconfortada al acordarme de lo mucho que se había preocupado por mí desde
mi regreso: ordenando a los sanadores que me atendieran y trayéndome
hierbas y medicamentos poco comunes para acelerar mi recuperación. Su
presencia constante hizo que los rumores que nos rodeaban alcanzaran su
punto álgido. Pero después de lo que había pasado, me traía sin cuidado lo
que dijeran los demás. Y tampoco podía afirmar ya que se tratara de meros
rumores.

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La Emperatriz Celestial tenía los labios fruncidos, igual que si le hubiera
dado un bocado a un kumquat verde. Por el contrario, los ojos de Liwei
brillaban tanto, que me resultaba difícil apartar la mirada. Detrás de mí, los
susurros flotaban en el aire y mi nombre se repetía en voz baja. No era la
única que me preguntaba por qué se había requerido mi presencia aquel día.
El Emperador Celestial se dirigió a mí entonces:
—Arquera primera, habéis prestado un gran servicio al reino. Nuestro hijo
habría perecido sin vuestra ayuda, y ha sido él quien nos ha contado con pelos
y señales vuestras hazañas. La princesa Fengmei también ha expresado su
gratitud por haberla rescatado.
Elogiamos vuestro coraje y valor, y os agradecemos que hayáis protegido
a nuestro hijo y a su prometida.
Esbocé una sonrisa tensa mientras me inclinaba en señal de
reconocimiento. El hecho de que el emperador dispensara unas alabanzas tan
gentiles era aún más inaudito que un eclipse solar. Sin embargo, a pesar de
sus palabras, su semblante permanecía frío y sin expresión. Si se alegraba de
que su hijo hubiera escapado o le afectaba la muerte de Lady Hualing, no vi
rastro de ello en su rostro.
—Arquera primera Xingyin, mis órdenes son las siguientes…
Qué extraño me resultaba oír mi nombre en los labios del emperador.
Tensé el cuerpo mientras el silencio caía sobre la corte como un manto de
nieve. Se oyó un tintineo y los gritos ahogados llenaron el aire. Al levantar la
vista, descubrí que el emperador me había tendido la mano; en su palma
descansaba una pieza oblonga de jade de color rojo sangre.
—Os concedo el Talisman del León Carmesí. —Hizo una pausa y dejó
que asimilara sus palabras—. Pedid un favor y os lo concederemos, siempre y
cuando esté en nuestra mano llevarlo a cabo.
Un criado se acercó a él apresuradamente con una bandeja lacada en
negro. El emperador colocó el talismán encima y, a continuación, el criado se
encaminó hacia mí con paso reposado; se detuvo y me ofreció la bandeja.
Tomé la pieza de jade con las manos rígidas y la contemplé, aturdida. Tenía
un león tallado en el centro; sus enormes ojos y la melena rizada habían sido
cincelados con exquisito detalle. De su base, colgaba una gruesa borla de seda
dorada.
La voz del emperador retumbó en la sala, pero solo fui capaz de captar
fragmentos de lo que dijo. El corazón me martilleó hasta que pensé que iba a
salírseme del pecho. ¿Lo había escuchado bien? ¿Era realmente el Talismán
del León Carmesí? Hablaba con la misma frialdad que si me estuviera

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ofreciendo una simple parcela de tierra o un cofre de oro. ¡Como si no
acabara de cumplir mi mayor deseo, el sueño al que había estado a punto de
renunciar!
Levanté la vista y me percaté de que el emperador me miraba expectante.
¿Había esperado que prorrumpiera en llanto o que proclamase mi eterna
gratitud? Era evidente que mi silencio le resultaba llamativo, pero mi súbita
inquietud me robaba la voz. Solo tenía un deseo… y no era uno que fuera a
complacerle.
—¿Necesitáis tiempo para pensarlo? —En su tono asomaba un dejo
áspero; impaciencia, tal vez. ¿O era una advertencia para que no me
excediera?
Me asaltó el temor de perder aquella oportunidad. Las palabras treparon
por mi garganta y emergieron en un jadeo estrangulado.
—¡Mi madre!
El silencio se hizo entre la multitud. Respiré de manera entrecortada,
intentando tranquilizarme.
—Deseo que Vuestras Majestades Celestiales liberéis a mi madre. —
Hablé más despacio en aquella ocasión, con tanta claridad como pude.
Los ojos de la emperatriz se curvaron como las garras de un depredador.
—¿Vuestra madre? ¿Y quién es?
La malicia de su voz me hizo reflexionar. Sin duda, mi deseo desataría su
furia. Sus Majestades Celestiales detestarían parecer estúpidos, que la
impotente Diosa de la Luna los hubiese tenido engañados durante todos
aquellos años. ¿Y si, tras contárselo todo, se negaban a concederme mi
petición y le infligían a mi madre un castigo mayor?
Me arrodillé de nuevo y agaché la cabeza.
—Majestad, mi madre no me pidió este favor. Todo esto es cosa mía. Os
pido humildemente que me aseguréis que no será castigada por mis acciones
o por cualquier información que os revele hoy.
—¡Cómo os atrevéis a exigirnos nada! —siseó la emperatriz.
Un frío repentino colmó el ambiente. De haber sido una solicitante normal
y corriente, el emperador podría haberme encarcelado —o algo peor— por mi
temeridad. Sin embargo, la pieza de jade que sujetaba en la mano me recordó
que con mi sangre, sudor y lágrimas me había ganado el derecho a hablar.
—Muy bien —dijo el emperador en un tono gélido—. Tenéis mi palabra
de que vuestra madre no sufrirá las represalias. No obstante, vos no
dispondréis de la misma protección si descubrimos que nos habéis agraviado
de algún modo. Responderéis por vuestros propios actos.

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Su amenaza minó mi valor. El impulso de escabullirme se adueñó de mí,
de esconderme en las sombras y caer en el olvido. A pesar de estar separadas,
por ahora mi madre y yo permanecíamos a salvo. Ilesas. ¿Era codiciosa, al
demandar más de lo que debía? Pero recordé lo que Wenzhi me había
susurrado en el pasado, la primera vez que me encontré, como hoy, frente a
los tronos de jade.
Cuando el frente de batalla queda trazado, debes proceder sin miedo.
De alguna manera, lo había logrado: había ganado el talismán. Nunca
volvería a tener una oportunidad como aquella. Y ahora no pensaba actuar
con cobardía, no después de todo lo que había hecho para llegar hasta allí.
Una oleada de emoción me recorrió al encontrar las palabras anidadas en las
profundidades de mi corazón, las que me susurraba cada noche antes de
dormir, y antes de despertarme al amanecer.
—Mi madre es Chang’e. Soy la hija de la Diosa de la Luna.
Los susurros recorrieron la multitud y se transformaron en gritos
ahogados y fervientes murmullos acompañados del nervioso sonido de los
pies al arrastrarse. Liwei abrió los ojos de par en par y tensó la mandíbula,
mientras que Whenzhi apretaba los labios. Aquellos que mejor me conocían,
quienes más confiaban en mí, a los que había mantenido al margen. No podía
ni imaginar lo traicionados que debieron de sentirse al oír mi confesión.
—¿La Diosa de la Luna? —La emperatriz escupió cada palabra—. Si
Chang’e es tu madre, ¿quién es tu padre?
El miedo me nubló el corazón, como la tinta de un pincel sumergido en el
agua. Mi padre había matado a las aves del sol, sus queridas parientes. Pero la
ira que sentí ante su burda insinuación me impulsó a levantar la barbilla y a
mirarla a los ojos, a dirigirme a ella con menos cuidado y más orgullo de los
que debería.
—Mi padre es el marido de mi madre, el arquero mortal Houyi.
Tras pronunciar aquellas palabras en voz alta, la tensión que había
albergado en mi interior durante todos aquellos años se desvaneció. Una
sensación de ligereza me invadió, un sentimiento de libertad al admitir la
identidad de mis padres. No me había percatado de lo pesada que había sido
aquella carga hasta ese momento. Sin embargo, al margen del orgullo y del
alivio que sentía, no podía vanagloriarme del hecho de haber desvelado mi
identidad. En el pasado, me habían compadecido por carecer de familia y
conexiones, pero bajo el criterio de aquella corte, era mucho peor verse
mancillado por relacionarse con aquellos que habían sido deshonrados.

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La furia tiñó la piel blanca de la emperatriz. Tenía los nudillos blancos y
las vainas de oro de sus dedos clavadas en los reposabrazos del trono.
El Emperador Celestial fue el primero en romper el silencio.
—Explicaos. —Su tono era sombrío y el modo en que me miraba me
recordó a cuando Liwei me clavó la espada en el pecho.
Todos conocían la historia de las diez aves del sol. Pero nadie conocía la
verdad acerca de la ascensión de la Diosa de la Luna a la inmortalidad. Narré,
ante aquel público hostil, que estaba pendiente de cada una de mis palabras, la
historia que me habían contado una vez. El peligro que habían corrido la vida
de mi madre y la mía. Su desgarradora decisión. El terror que la había llevado
a ocultar mi existencia. No pude evitar que las lágrimas me anegaran los ojos
al hablar del dolor que había atormentado a mi madre durante cada día de su
vida inmortal.
Al acabar, volví a apoyar la frente contra las baldosas de jade, tragándome
el orgullo y el resentimiento a cambio de la oportunidad de ser escuchada.
—Durante todos estos años, mi madre ha estado prisionera, viviendo en
soledad y sumida en la miseria. Tomó el elixir para salvarnos la vida a ambas.
Ignoraba que había incumplido las normas, ¿cómo iba una mortal a saber tal
cosa? Imploro la misericordia y la comprensión de Vuestras Majestades
Celestiales; ruego que perdonéis la transgresión de mi madre y le levantéis el
castigo. Este es el favor que os pido.
Me incorporé, y apoyé las temblorosas palmas de mis manos sobre las
rodillas. Mi mirada chocó con la del Emperador Celestial, que lucía impasible
ante mi ruego sincero.
La emperatriz me señaló con un dedo, casi convulsionando de rabia.
—Semejante engaño es intolerable. Los miembros de este linaje, desde
Chang’e y Houyi hasta esta… chica son de lo más traicioneros. Es una estirpe
en la que abundan las mentiras, la hipocresía y la ingratitud. Hay que acabar
con ella de inmediato.
La maravillosa esperanza que había sentido hacía un momento se
marchitó y se extinguió. No obstante, las palabras de la emperatriz fueron
acogidas con silencio. No hubo gritos entusiastas de apoyo, y solo unos pocos
asintieron, cosa que agradecí.
Alguien emergió de un costado y se hundió en el suelo para llevar a cabo
su reverencia. Un cortesano, según advertí por el sombrero ceremonial que
llevaba, la túnica negra y el adorno de jade amarillo que le colgaba de la
cintura. Debía de ser uno de alto rango para estar situado tan cerca de los
tronos, aunque desde mi posición era incapaz de verle la cara.

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—Majestad, ¿puedo brindaros mi opinión?
El tono sedoso de su voz y la parte de atrás de su figura me sonaban.
¿Dónde había visto a aquel inmortal?
El emperador se apoyó en su trono.
—Levantaos, ministro Wu, y decid lo que pensáis. Apreciamos vuestros
consejos.
El alma se me cayó a los pies. ¿El ministro Wu? No debería haberme
sorprendido; parecía estar siempre presente durante mis peores momentos. De
cerca, su aura vibraba a mi alrededor, tan densa y opaca como un lago sin
fondo.
El ministro volvió a inclinarse antes de ponerse en pie. Cuando se dio la
vuelta, me estremecí ante la hostilidad de su expresión.
—Majestad, ni Chang’e ni su hija merecen vuestra misericordia. Una se
apoderó de vuestro obsequio y la otra os ha engañado de esta manera tan
despreciable. ¡Con qué descaro mintió la Diosa de la Luna a Su Majestad
Celestial cuando fuimos a visitarla! En cuanto deis la orden, volveré allí de
inmediato y la detendré para que pueda ser juzgada junto a su hija por sus
agravios. Si permitís que queden impunes, sentará un peligroso precedente
para otros que pretendan aprovecharse de vuestra amabilidad.
Su malicia me dejó atónita. Durante mi breve encuentro con el ministro,
este apenas me había dedicado una mirada de aburrido desinterés. En aquel
momento ignoraba quién era yo, pero ¿qué importancia tenía? ¿Acaso
despreciaba mi ascendencia mortal? ¿Me consideraba indigna de aquella
corte? ¿Por qué había pronunciado aquellas palabras tan viles, las cuales
había escogido expresamente para avivar las sospechas y la ira del
emperador? ¿Amabilidad? ¿Misericordia?, pensé hecha una furia. ¿Cuándo
mi madre se había pasado todos aquellos años encarcelada solo por haber
bebido el elixir?
—Mi madre no supone ninguna amenaza para el Reino Celestial —
exclamé, echando por tierra la serenidad con la que me había conducido antes
—. No ha hecho daño a nadie, solo intentaba protegerme. No se merece tal…
—Suficiente. —El emperador habló con calma, pero la amenaza que
asomó de esa única palabra fue peor que cualquier bramido.
Me maldije por mi arrebato. Si me liquidaba en aquel momento, nadie lo
culparía por ello.
En medio del repentino silencio, Liwei bajó de la tarima, se echó la túnica
a un lado y se arrodilló junto a mí. Me lanzó una mirada de advertencia antes
de hablar, empleando un tono teñido de calma.

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—Honorables padre y madre. Debo mi vida a la arquera primera Xingyin.
Se arriesgó para acudir en mi ayuda, actuando más allá del deber y del honor.
De no haber sido por ella, estaría muerto. Y la princesa Fengmei seguiría
cautiva. Nuestro reino estaría sumido en el caos. Como hijo abnegado que
soy, debo recordaros que la arquera primera Xingyin ha obtenido el Talismán
del León Carmesí gracias a sus hazañas. Se trata de un favor real, no de una
condena.
Una sensación cálida afloró en mi pecho al saber que, a pesar de
encontrarme rodeada de hostilidad y rechazo, él seguía siendo mi amigo. Más
allá de que yo nunca hubiera podido hablar con tanta elocuencia, Liwei se
había arriesgado a desatar la ira de sus padres al recordarles su promesa, algo
que nadie más se había atrevido a hacer. Puede que no bastara para influir en
mi destino, pero el saber que había intervenido —a pesar de su incomodidad
ante mi revelación— me conmovió profundamente.
La emperatriz lo miró de una forma tan aterradora, que un hombre menos
valiente se habría escabullido. En cuanto a la expresión que asomaba en el
rostro de su padre… me estremecí y aparté la mirada. Sin embargo, Liwei se
mantuvo firme, y permaneció de rodillas ante ellos como cualquier
peticionario.
—No es un favor normal y corriente lo que está solicitando. La prisión
eterna no puede revocarse así como así. —Un dejo de astucia asomó en la voz
de la emperatriz al añadir—: Además, la petición de la arquera primera es en
beneficio de su madre. No de ella misma, que es lo que se otorga al portador
del talismán. Podrá dar las gracias si no la castigamos por hacerse pasar por
alguien que no es.
¿Cómo podía regatear con la vida de mi madre, como si fuera una mera
baratija del mercado? ¿Cómo se atrevía a arrebatarme la victoria, que tanto
esfuerzo me había costado, y convertirla en un triunfo vacío? La sangre que
había derramado, la agonía que había sufrido… Cerré los ojos, reprimiendo el
impulso de arremeter de nuevo, de lanzar mi rabia y mi desprecio a sus
arrogantes e indiferentes rostros.
—Su Majestad Celestial exuda sabiduría —convino el ministro Wu con
suavidad—. Si las intenciones de la arquera primera eran honorables, ¿por
qué ocultó su identidad? No sabemos qué artimañas le ha enseñado su
retorcida madre, qué complots oculta en su interior.
La rabia me recorrió las venas. Soportaba mejor los insultos a mi persona
que los dirigidos a mi madre. Me volví hacia el ministro, dispuesta a

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amonestarlo —algo poco aconsejable, estaba segura— cuando unos pasos
resonaron contra las baldosas de piedra.
Era Wenzhi, que se arrodilló a mi lado.
—Majestad, os ruego que consideréis el valioso servicio prestado por la
arquera primera. Ha servido con lealtad y valentía, ayudándonos a lograr
victorias que han fortalecido al Reino Celestial. Además, la arquera primera
Xingyin nunca ha engañado abiertamente a nadie. Nadie le ha preguntado
nunca si era hija de la diosa Chang’e y del mortal Houyi.
Algunos de los presentes asintieron. Era un argumento de lo más astuto, y
deseaba que se me hubiera ocurrido a mí.
Las ropas del emperador emitieron un murmullo mientras se removía en
su trono.
—General Jianyun, ¿qué opináis vos?
Contuve el aliento al tiempo que el general se abría paso hasta el frente.
Desde donde yo estaba, no podía verle el rostro. Como el comandante de
mayor rango del emperador, el general podría inclinar la balanza a mi favor,
si decidía hacerlo. Si mi confesión no había provocado su indignación.
—Majestad Celestial, el parentesco de la arquera primera Xingyin es…
desafortunado. Sin embargo, ha sido una soldado valiente y excepcional. Y lo
que es más importante, les ha salvado la vida a Su Alteza y a su prometida,
preservando nuestra alianza con el Reino del Fénix. Tal muestra de arrojo
debería ser recompensada, tal y como gentilmente habéis afirmado antes. —
Hizo una pausa, permitiendo que los presentes asimilaran sus palabras—.
Debemos apreciar la flor al margen de sus raíces.
Los murmullos de la sala se intensificaron. Agucé el oído para escuchar lo
que se decía. ¿Era posible que algunos estuvieran expresando su sorpresa por
el trato que estaba recibiendo? ¿Puede, incluso, que oyera susurros de
cautelosa desaprobación?
El emperador guardó silencio. El pulso se me aceleró al sentir su mirada
sobre mí, aunque no me atreví a moverme, y mi aliento empañó las baldosas
del suelo. ¿Tendrían más peso las palabras del general Jianyun que las
acusaciones del ministro Wu? Había hablado de manera acertada, ofreciendo
a Sus Majestades Celestiales una vía para perdonarme en nombre de la
magnanimidad y la gracia. Pero las entrañas se me retorcieron al recordar la
misericordia del emperador; la misma que le había dispensado tan
insensiblemente a mi madre, a Lady Hualing y a los dragones.
—Arquera primera Xingyin —dijo por fin el emperador.

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Incliné el cuerpo una vez más, preparándome para lo que iba a decirme.
Intentando no imaginar las torturas y los horrores que les aguardaban a
aquellos que lo habían agraviado.
—No se os debe culpar por los errores de vuestros padres. Vuestros
méritos deben considerarse independientemente. Se os ha otorgado el
Talismán del León Carmesí por vuestro servicio.
Levanté la cabeza, y fui incapaz de reprimir el sentimiento de esperanza
que vibró en mi interior mientras aguardaba ansiosamente las siguientes
palabras del emperador.
—Sin embargo, el favor que solicitáis, el de liberar a Chang’e, la Diosa de
la Luna, no os será concedido.
Apreté los dedos en torno al jade, arrugando la borla que colgaba de la
pieza. ¿De qué me servía aquello ahora? No deseaba otra cosa. Aunque el
hecho de que no se me castigase me alegraba, mi corazón no albergaba
respeto ni gratitud. No por aquella jugarreta que me habían gastado, la de
pagarme mi servicio con una moneda falsa.
—Concededme esto entonces, Majestad —dije, envalentonada por el
resentimiento—. Un favor para mí sola. El derecho a conseguir la libertad de
mi madre a través de una tarea de vuestra elección. —Una oferta imprudente
y, sin embargo, ¿qué tenía que perder? Esta vez, dejaría claros los términos
para que nadie volviera a dudar.
Mi comportamiento rozaba la insolencia. ¿Quién era yo para exigirle nada
al Emperador Celestial? Pero en lugar de la ira, una luz astuta iluminó
aquellos orbes insondables. Alzó un dedo y se acarició la barbilla.
—Muy bien, arquera primera. Os ordenamos que llevéis a cabo una
misión más en nombre de vuestra madre, para compensar sus ofensas.
—¿Cuál es la misión, Majestad?
Mis palabras brotaron apresuradas. Viajaría a los confines de la tierra,
hasta el mismísimo Reino de los Demonios, para liberar a mi madre.
El emperador no dijo nada, sino que extendió la mano: en su palma había
un bulto de color gris oscuro. Me incliné más y estiré el cuello. Era un sello,
elaborado a partir de un metal opaco y con un intrincado dragón grabado en la
parte superior.
Wenzhi inhaló suavemente en un gesto de asombro. Lo miré sorprendida.
—El Sello Divino de Hierro liberará a los cuatro dragones que fueron
encarcelados en el mundo mortal por sus graves crímenes. Cada uno posee
una perla única. Os ordeno que recuperéis las perlas de los dragones y me las
traigáis. —El tono del emperador se volvió más áspero—. Si se niegan a

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obedecer mis órdenes, tendréis que emplear los métodos necesarios para que
os las entreguen. Una vez en mi poder, perdonaré a vuestra madre y os
permitiré volver con ella.
Retrocedí involuntariamente. ¡Los Venerables Dragones! Tras haber
conocido su historia en el Mar del Este, no tenía ningún deseo de desafiar a
tan grandes y nobles criaturas. ¿Me entregarían sus perlas de buen grado? Y si
no, ¿sería capaz de mostrarme implacable y hacer lo que fuera necesario para
conseguirlas? ¿Lo que el emperador me había ordenado?
—¿Estamos de acuerdo? —Su voz destilaba impaciencia.
Me tragué mi malestar y dejé que se asentara en mi estómago como un
mejunje solidificado. Había sido petición mía, yo le había solicitado al
emperador aquella oportunidad. ¿Cómo podía vacilar ahora? Uní las manos
ante mí y me incliné en un gesto de aceptación. El trato había quedado
concertado, tan común como los que tenían lugar en el mercado, pero lo que
estaba en juego era algo mucho más valioso.
Un criado se acercó a mí y me dejó el sello en la palma de la mano. Noté
la frialdad del metal, y al metérmelo en la bolsa, la seda se hundió por el peso.
El emperador me hizo un gesto con la cabeza, dándome permiso para que
me retirase, cosa que acepté con gusto. Me levanté, me di la vuelta y obligué
a mis piernas a avanzar, cada paso más pesado que el anterior. Con la mirada
clavada al frente, ante el resto de la corte podría parecer indiferente; sin
embargo, un torbellino de emociones se arremolinaba dentro de mí y
amenazaba con destrozarme. Sentía alivio porque la verdad hubiera salido
finalmente a la luz, pero también furia porque se me hubiera arrebatado la
recompensa que tanto me había costado conseguir. La esperanza de que se me
concediera aquella segunda oportunidad ardía en mi interior, aunque se vio
atenuada por un profundo temor: que el precio de la libertad de mi madre me
resultara imposible de pagar.

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S alí del Salón de la Luz Oriental aturdida. Unos cuantos sirvientes de


palacio me observaron con curiosidad mientras pulían las balaustradas
de piedra y barrían los inmaculados terrenos. Shuxiao se acercó a mí como si
llevara todo ese tiempo esperándome. Le había contado que me habían hecho
llamar, sin imaginar que los acontecimientos de aquel día se desarrollarían de
la forma en que lo hicieron.
—¿Es cierto? —preguntó—. ¿Lo de tu madre?
Parpadeé, sorprendida. No había dado más de cinco pasos desde que había
salido del salón.
—¿Cómo te has enterado?
—Ah. La mayoría de las audiencias reales son terriblemente aburridas.
Cuando corrió la voz de que se estaban oyendo gritos… —Sonrió y miró a su
alrededor—. Te sorprendería saber cuántos dijeron que tenían que acercarse a
atender asuntos urgentes.
Su sonrisa se desvaneció mientras me llevaba a un lado, lejos de los
curiosos.
—¿De verdad tu madre es Chang’e, la Diosa de la Luna?
¿Había enfado en su voz? ¿Resentimiento? Todas aquellas veces en las
que me había hablado de su familia, yo había permanecido en silencio,
dejando que creyera que la mía había fallecido. No podría culparla si decidía
no volver a dirigirme la palabra. Puede que saliera ganando. Si a aquello
añadíamos el desagrado que Sus Majestades Celestiales sentían por mí, mi
amistad resultaba tanto indigna como peligrosa.
—Sí —dije, preparándome para sus reproches.
En lugar de eso, alargó los brazos y me abrazó.
—Siento lo de tu madre —dijo, y me soltó—. Pero también estoy
enfadada contigo. Nunca se lo habría contado a nadie.
Había otras cosas que le había contado en confidencia, cosas que adivinó
y que ella creía que se había guardado para sí misma.
—No podía decirte nada, no hasta saber con seguridad que estaría a salvo.
Asintió lentamente.
—Lo entiendo. Aunque dudo de que a Sus Majestades Celestiales les
hiciera gracia la noticia.

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—Tanta gracia como una cítara con una cuerda rota. —Fruncí el ceño,
acordándome de la furia de la emperatriz. En cuanto al emperador… no cabía
duda de que al principio se había enfadado; sin embargo, parecía
extrañamente satisfecho cuando por fin me marché. No era de extrañar, me
dije, esa última misión le estaba saliendo gratis.
—Y ahora, debo apañármelas para que cuatro dragones le entreguen sus
perlas al emperador si quiero tener la esperanza de volver a ver a mi madre.
En ese momento, no pude evitar preguntarme, si fracasaba, si dejaba de
serle útil al Reino Celestial, ¿seguiría manteniendo el emperador la promesa
que me había hecho? ¿Estaría mi madre a salvo de la maldad de la
emperatriz? ¿Y lo estaría yo, aunque me marchara lejos, al hogar de Wenzhi?
—¿Por qué quiere las perlas? —pregunté en voz alta—. ¿Acaso el Tesoro
Imperial no rebosa de joyas?
—Lo único que sé es que los dragones tienen las perlas a buen recaudo,
son muy valiosas para ellos, aunque las historias no cuentan el porqué. —
Shuxiao señaló los dragones dorados que brillaban sobre el tejado de jade: un
orbe luminoso descansaba firmemente en cada una de sus fauces.
Palidecí al imaginarme aquellos colmillos curvos hundiéndose en mi
carne. ¿Se trataba de un astuto plan para que acabase devorada, con el
talismán incluido? ¿No resolvería aquel desenlace el dilema del emperador de
un plumazo, ya que se libraría de mi molesta presencia y, aun así, honraría su
palabra? Las tripas se me retorcieron al pensarlo.
Shuxiao me dio un golpecito en el brazo.
—¿Estás bien?
—No lo sé. —Me notaba entumecida por dentro. En el lapso de una
mañana mi corazón se había visto repleto de esperanza, para luego quedar
invadido por el miedo y ahora se mecía en un mar de confusión.
—Bueno, procura que no te maten todavía. Siempre he querido visitar la
luna —me dijo riendo.
—No entraba en mis planes, aunque tal vez los dragones opinen otra cosa
—dije en tono sombrío.
—Pues tendremos que asegurarnos de que eso no ocurra.
—¿Tenemos?
Se cruzó de brazos.
—Yo voy contigo.
La esperanza se abrió paso dentro de mí antes de extinguirse bruscamente.
Shuxiao era celestial; su lealtad estaba anclada a aquel lugar. Servía al ejército

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para proteger a su familia. ¿Cómo iba yo a echar por tierra su sacrificio,
dejando que se expusiera a la ira del emperador?
—No, no puedes abandonar tu posición. —Cuando empezó a protestar,
seguí diciéndole—: Oye, mi padre acabó con los parientes de la emperatriz y
mi madre desafió al emperador. Y yo también he caído en desgracia. No
puedes involucrarte, tienes que proteger a tu familia. ¿Y si Sus Majestades
Celestiales deciden desquitarse con ellos?
Se le descompuso la cara.
—No podría soportarlo.
—Ni yo. Porque somos iguales —dije de forma sombría—. Estamos
dispuestas a hacer cosas por nuestra familia, por nuestros seres queridos, que
no haríamos por nosotras. Llegué a esa conclusión tras haber abandonado mi
hogar. Puede que algunos nos consideren necias. Aquellos que no lo
entienden nunca lo entenderán.
No dijo nada, aunque todavía parecía preocupada.
—No puedes ir sola. Es demasiado peligroso. ¿Y si te acompaño sin que
nadie lo sepa?
—Solo voy a pedirles las perlas a los dragones —dije con una seguridad
que no sentía—. Los habitantes del Mar del Este afirman que los dragones
son pacíficos. Lo peor que pueden hacer es decirme que no.
Mi aplomo vaciló al recordar las palabras del emperador: Tendréis que
emplear los métodos necesarios. No había sido una sugerencia, sino una
orden.
—Y no estarás sola —dijo Wenzhi, acercándose. ¿Cuánto tiempo llevaba
allí?—. Yo iré contigo.
No formaba parte de mi naturaleza depender de otra persona, pero una
oleada de alivio me recorrió al oír aquello. No se encontraba en una posición
vulnerable, como Shuxiao; no tardaría en abandonar el reino. Y al margen de
eso, habíamos luchado juntos tantas veces que me alegraba que fuera a
acompañarme también a aquella misión.
Shuxiao inhaló profundamente. Tras recobrar la compostura, le dedicó a
Wenzhi una apresurada reverencia.
—Teniente, ¿nos disculpas un momento? —preguntó—. Tengo que hablar
con Xingyin.
Volvió la cabeza hacia mí, dirigiéndome una pregunta silenciosa. Me
encantaba que fuera así, que siempre tuviera en cuenta mis necesidades. Y
precisamente por eso, no podía arriesgarme a que me acompañara, no podía

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arriesgarme a que enfadara a aquellos con el poder de tomar represalias y
perjudicarla.
—Shuxiao, estaré bien.
—Si cambias de opinión, puedo decirle al general Jianyun que estaré
indispuesta durante los próximos días. Le echaré la culpa a la mordedura del
espíritu de zorro y ya está —añadió con sinceridad.
Wenzhi frunció el ceño.
—Teniente, espero que no te acostumbres a poner en práctica un
comportamiento tan irresponsable.
—No, capitán. —Volvió a inclinarse—. Solo en ocasiones especiales.
Ahogué una carcajada mientras se marchaba, pero la situación dejó de
hacerme gracia al recordar lo que me esperaba. Wenzhi y yo caminamos en
silencio y entramos en un jardín que bordeaba un lago tranquilo. Sin previo
aviso, me tomó del brazo y me condujo por el puente de madera hasta el
Templete de la Melodía de los Sauces. Dejé a un lado los inoportunos
recuerdos de todas las veces que me había sentado en ese lugar con Liwei.
Una vez allí, me soltó y se volvió para contemplar la superficie espejada
del agua.
—¿Por qué no me lo contaste?
Cerré los ojos y pensé en la noche en la que había huido de casa, presa del
dolor y del terror. En la urgencia que desprendía la voz de mi madre cuando
me hizo jurar que no se lo contaría a nadie.
—Se lo prometí a mi madre.
—Después de todo lo que hemos pasado juntos, ¿aún no confías en mí?
—Pues claro que sí. Pero este no era un secreto que pudiera contarte así
como así. Nos habría puesto en peligro a todos. —Alargué la mano y le toqué
la muñeca—. ¿Acaso importa? Soy la misma de siempre.
Giró la mano para agarrar la mía.
—Tienes razón, no importa. Aunque me gustaría que me lo hubieses
contado antes. Tal vez hubiera podido ayudarte. Quizá todavía pueda.
Su inquebrantable aceptación de mi pasado me conmovió. Su apoyo
incondicional. Hasta aquel momento, no había estado segura de que fuera así.
Me acerqué y apoyé la cabeza en su pecho mientras él me rodeaba los
hombros con el brazo. Su piel desprendía un aroma fresco e imperecedero.
—Quería contártelo. Un día, cuando nos hubiésemos marchado de aquí.
Su corazón retumbó contra mi oreja con más rapidez que antes.
—¿Cambia esto las cosas? ¿Todavía vendrás conmigo?

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—Sí. —Ya no sentía dudas ni vacilación—. Pero antes debo ayudar a mi
madre. Tengo que cumplir la tarea que me ha encomendado el emperador.
¿Me esperarás un poco más?
Wenzhi me estrechó más todavía.
—Mientras seas mía y yo tuyo tenemos todo el tiempo del mundo.
Permanecimos allí plantados, sin movernos, hasta que un escalofrío en la
nuca me hizo recordar que nos encontrábamos a la vista de todo aquel que
pasara. Me aparté y me di la vuelta. Mi mirada se topó con la de Liwei, que
estaba en el puente, tan inmóvil como una de sus columnas de madera. Tenía
los ojos muy abiertos, y los puños apretados a cada lado. Algo en mi interior
se desgarró al contemplar la expresión de su rostro; no era culpa, sino tristeza
por el daño que le había infligido.
Liwei se acercó al templete con paso reposado.
—¿Podemos hablar? —Su actitud era fría y formal, como si yo fuera una
desconocida, uno de esos nobles que siempre trataba de evitar. Cuando hacía
apenas unos días habíamos arriesgado la vida por el otro. ¿Siempre iban a ser
así las cosas entre nosotros: un paso adelante y tres hacia atrás? No, me dije.
Ya no avanzábamos mano a mano; nuestros caminos se habían separado.
Asentí, a pesar de que se me revolvieron las entrañas. A él le debía una
explicación más que a nadie.
—Luego iré a verte.
Pensé que entonces se marcharía, pero volvió a tomarme la mano y
deslizó el pulgar por mi palma de forma deliberada. El pulso se me aceleró y,
a pesar de la vergüenza, no me aparté. Wenzhi curvó los labios en un asomo
de sonrisa al tiempo que me soltaba. Le hizo una reverencia a Liwei que fue
más bien una brusca inclinación de cabeza y se marchó.
—Lo siento —le dije a Liwei con dificultad. Aunque le debía más que
aquella burda disculpa. Por todo lo que éramos el uno para el otro, por nuestra
amistad, no se había merecido mi falta de sinceridad.
—Me mentiste desde el primer día. —La crudeza de su tono me atravesó
—. ¿Por qué me dijiste que tus padres habían muerto?
—¡No dije eso! Fuiste tú quien lo dio por hecho y yo… dejé que pensaras
de esa manera. No sabía cómo subsanar el error sin tener que contarte más
mentiras. Le prometí a mi madre que guardaría el secreto. Tenía que
protegerla. ¿Te imaginas su castigo si tus padres hubieran descubierto su
engaño? ¿Si hubieran averiguado que había ocultado mi existencia? La
habrían torturado o condenado a muerte, igual que podrían haber hecho hoy si
no hubiera ganado el talismán. Si no hubiera garantizado su seguridad ante la

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corte. —Mis palabras brotaron más duras de lo que pretendía. Lamentaba
haberlo engañado y, aun así, no me quedó más opción por culpa de su familia.
—¿Por qué no me lo contaste después de que nuestra relación se volviera
más estrecha? —Me sostuvo la mirada con esos ojos tan oscuros e inflexibles
—. No eres quien creía que eras.
Su acusación me dolió y despertó mi ira.
—Siempre te he contado la verdad sobre mí. Solo te oculté a mis padres, y
ya te he dicho por qué lo hice. Tuve que separarme de mi familia; los he
perdido. Contarte la verdad no habría cambiado nada, salvo que mi madre
habría corrido peligro. Así que, ¿qué más da? ¿Qué te molesta tanto? ¿Que
fueran mortales? ¿Que hayan caído en desgracia, tras desobedecer a tu padre?
—Mis palabras eran odiosas, y no tenían sentido. Lo conocía demasiado bien
como para pensar eso. Pero estaba molesta y hablé sin pensar, no solo
intentando explicarme sino también queriendo hacerle daño.
Él retrocedió y me fulminó con la mirada.
—Eso me da igual. Es que nunca pensé que fueras a mentirme. Tú
aceptaste la confianza que te brindé, pero nunca me ofreciste la tuya.
Mi furia se disipó. Aunque quería negarlo, sus palabras contenían cierta
verdad. Sí que había sido egoísta, encerrándome en mí misma y aceptando lo
que él me había ofrecido.
—Quise contártelo muchas veces, pero tuve miedo. Al principio, no sabía
cómo reaccionarías. Y después… no quise ser una carga.
—Xingyin, ¿cómo pudiste pensar que te habría hecho daño? Te habría
ayudado como hubiera podido. —Ahora habló con más suavidad.
—Liwei, no quería ocultártelo. Me daba miedo que tus padres lo
descubrieran, me asustaba lo que pudieran hacernos a mi madre, a mí e
incluso a ti, si los hacías enfadar. ¿Crees que Sus Majestades Celestiales se
habrían sentido inclinados a actuar con misericordia? —Curvé el labio con
desagrado.
Entornó los ojos.
—¿Y por qué viniste a palacio, si aquí se encontraban esos a los que
desprecias? ¿Buscabas venganza? ¿Era todo un plan para mejorar tu posición?
No aparté la mirada; no me avergonzaba de lo que había hecho.
—No buscaba venganza. Y no todo formaba parte de un plan. Sí, deseaba
la oportunidad que me ofreciste, quería mejorar mis habilidades. En el Reino
Celestial solo se valora a los poderosos, y solo entonces podría conseguir lo
que quería. ¿Puedes culparme por haber procurado labrarme un futuro nuevo
después de que me arrebataran el mío? No me detuve a pensar, hasta que

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entré en palacio, quiénes eran tus padres. Incluso entonces, nunca quise
enfrentarte a ellos. Pretendía liberar a mi madre, más que nada en el mundo,
pero solo por méritos propios, como he intentado hacer hoy. Mi intención
nunca fue perjudicaros a ti o a los tuyos.
—¿Más que nada en el mundo? —repitió con la voz tomada—. Resulta
que solo he sido un trampolín para tus ambiciones. Te ha venido de perlas que
hoy haya instado a mi padre a concederte su favor. —Inclinó su cabeza hacia
la mía, casi con ternura, y sin embargo sus palabras estaban impregnadas de
amargura—. La jugada te ha salido redonda. Ya tienes lo que querías, arquera
primera: fama, respeto y el Talismán del León Carmesí. La libertad de tu
madre, casi al alcance de tu mano.
—¡Lo único que quería era lo que se me había arrebatado! —gruñí—. No
tienes ni idea de lo que he pasado. ¡De lo mucho que ha sufrido mi madre! —
Perdí los nervios y mi mano salió disparada, dispuesta a golpearlo.
Él la atrapó en el aire, y sus dedos abrasaron la piel de mi muñeca.
Permanecimos inmóviles durante un instante, mirándonos. Ambos
respirábamos de forma entrecortada, y el corazón me palpitaba en los oídos.
—Todo lo he conseguido por mi cuenta, sirviendo al Reino Celestial, tu
reino, con mi sangre. Igual que conseguiré ganarme la libertad de mi madre
con esta última misión. —Me solté de un tirón y me alejé de él—. De verdad,
siento haberte engañado. Pero nunca tuve la intención de hacerte daño y no
merezco tus acusaciones.
Y añadí, casi temblando a causa de la rabia y la decepción que sentía:
—Al margen de lo que hubiéramos perdido, siempre creí que nos quedaría
nuestra amistad. Pero tal vez me equivoqué. —En aquel momento, no pude
evitar pensar en la aceptación sin reservas que Wenzhi y Shuxiao me habían
otorgado. Sin embargo, de los tres, era a Liwei a quien más había herido con
mis mentiras.
Desvió la vista hacia el lago y se puso las manos a la espalda. Cuando
habló, su tono volvió a ser calmado una vez más:
—Ay, Xingyin. La decepción me ha vuelto cruel. Soy un cretino celoso,
al veros a los dos ahora… —Sacudió la cabeza—. No era esto lo que quería
decirte cuando volviéramos a vernos. Lo tenía todo planeado: un discurso
sincero sobre lo mucho que te agradezco que no me dejaras morir en las
tiernas manos de Lady Hualing. Aunque puede que ahora te estés
arrepintiendo. —Una sonrisa triste se dibujó en sus labios.
—Puede —dije con rigidez, sin querer dejar de lado la ira, a pesar de que
sus palabras la estaban disipando.

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—En esa miserable cueva del Bosque de la Eterna Primavera me alegré de
verte, aunque me aterrorizaba que pudieras morir —dijo lentamente, como si
el recuerdo le doliera—. Te debo mi vida. Gracias por haberme salvado.
—No me debes nada —dije—. Fue decisión mía. Solo mía.
—Podrías haber salvado el pellejo, pero te quedaste. Y en cambio yo casi
te mato. —Se interrumpió: su pecho dio una sacudida—. Nunca olvidaré la
cara que pusiste cuando te di el primer golpe. Me perseguirá durante el resto
de mis días.
Una parte de mí —la parte más desleal— quiso acercarse a él. Y dejarnos
consolar mutuamente hasta haber arrancado el vil recuerdo de su espada al
derramar mi sangre. El recuerdo de mi magia drenándole la vida.
El pecho me ardió como si estuviera repleto de brasas, pero lo único que
dije fue:
—Sé que no eras tú. Y que no fue tu intención.
Guardó silencio un momento, aunque no apartó la mirada de la mía.
—¿Iba en serio lo que dijiste en la cueva? ¿Que me amabas? —dijo, en
voz tan baja que casi parecía un susurro.
—Sí. —Inhalé profundamente, intentando sofocar la punzada que sentía
en el corazón. Tal vez nunca desapareciera; me había dado cuenta de que el
amor no podía extinguirse a voluntad—. Pero también iba en serio lo que dije
después, que siempre te tendría cariño. Y que te deseo lo mejor en la vida,
aunque yo ya no forme parte de ella.
Se clavó las uñas en la palma de la mano, y una gota de sangre manchó el
ala dorada de una de las garzas.
—Pensé que si sobrevivíamos a Lady Hualing, todavía tendríamos una
oportunidad para encontrar el modo de volver el uno al otro. Pero me
equivoqué; fui un arrogante al creer que tu camino solo conducía a mí.
Sus palabras me sorprendieron. ¿Era posible…? ¿Creía que lo habría
pedido a él como recompensa por el talismán?
Prosiguió, con la voz colmada de arrepentimiento:
—Te deseo toda la felicidad del mundo. Aunque él no te merezca.
Aunque no pueda evitar desear que las cosas fueran diferentes entre nosotros.
—Gracias. —La palabra sonó torpe. Me crucé de brazos, pues estaba
helada a pesar del sol—. ¿Aún me odias por no habértelo contado?
—Nunca podría odiarte. Y fui yo el necio, al negarme a olvidarte cuando
no tenía ningún derecho a aferrarme a ti. —Tragó saliva, como si quisiera
decir algo más—. ¿Te marchas mañana? —preguntó por fin.
Asentí.

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—Te acompañaré.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros, y volvió a adoptar el tono de cortés indiferencia
que me pesaba más de lo que estaba dispuesta a admitir.
—Por la misma razón por la que viniste al bosque conmigo. Estemos
juntos o no, mi vida está entrelazada a la tuya. Te ayudaré porque así lo
deseo, no porque deba hacerlo. Y no hay necesidad de rendir cuentas; lo que
me debes, lo que te debo… tales deudas carecen de sentido entre nosotros.
Permanecí en el banco de mármol mucho después de que se hubiera
marchado. Una ráfaga de viento inclinó los sauces, y sus ramas sacudieron el
lago. Las hojas crujieron como si susurraran los secretos que acababa de
contarle al mundo. El hecho de poder reclamar mi identidad y liberarme de
los engaños del pasado me había parecido un sueño imposible. Y ahora estaba
un paso más cerca de liberar a mi madre y regresar a casa. Había creído que
aquella oportunidad me proporcionaría una alegría sin reservas, pero descubrí
que se encontraba mezclada con una amargura incomprensible.

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U nos farolillos rojos con flecos de seda amarilla colgaban sobre las
calles empedradas. Los árboles se movían y proyectaban su sombra
sobre las pálidas paredes de los edificios, las celosías de las puertas con
patrones de rombos y las desgastadas ventanas rojas y verdes. Las tejas grises
de los tejados se diluían con la oscuridad, una opción práctica para combatir
las inclemencias del cielo del mundo mortal. Aquel pueblo podría haber
parecido lúgubre en la opacidad de la noche, pero los luminosos farolillos le
daban un brillo encantador.
En el aire flotaban cientos de aromas procedentes de alimentos, perfumes
y mortales. La gente se agolpaba en las calles; la gran mayoría iban vestidos
con túnicas sencillas de algodón, mientras que los más acaudalados llevaban
elegantes prendas de brocado o seda. Los accesorios les colgaban de la
cintura, algunos adornados con cuentas de jade o discos de metales preciosos.
Unos estallidos me sobresaltaron, y acto seguido, unas chispas brillantes,
numerosos jirones de papel rojo y un humo espeso invadieron el aire. Fuegos
artificiales. ¿Se celebraba un festival aquella noche? Los aldeanos tenían el
rostro encendido por la emoción, como cuando los observaba desde la luna.
Liwei y Wenzhi se detuvieron frente a un gran edificio. Sobre la entrada
colgaba una robusta placa negra con caracteres pintados en blanco:

POSADA DEL LAGO OCCIDENTAL

Unos faroles con forma de calabaza caían a ambos lados de las puertas de
madera roja. Las ventanas estaban abiertas al aire fresco de la noche, y la
música y las risas se vertían en la calle. Un establecimiento muy animado,
aunque la cabeza empezaba a palpitarme por el incesante ruido.
Pasaríamos allí la noche antes de poner tumbo al Changjiang, el río donde
el Dragón Largo llevaba siglos atrapado debajo de una montaña. Cuando
Wenzhi nos propuso que hiciéramos una parada en aquel pueblo, yo acepté de
inmediato, deseosa por conocer cómo vivían los mortales. De no haber sido
por un desliz del destino, yo habría sido también una de ellos.
Al vernos, el posadero sacudió la cabeza para que nos fuéramos. ¿Estaba
llena la posada? El pueblo rebosaba de gente, desde luego. Wenzhi no dijo
nada, sino que se limitó a dejar un tael de plata sobre la mesa. Funcionó igual

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de bien que cualquier encantamiento, y al posadero se le iluminó el rostro
mientras se metía la moneda en la manga. Le dijo algo en voz baja a Wenzhi,
pero sus palabras quedaron ahogadas bajo las carcajadas de un cliente que
andaba por allí cerca.
Una muchacha joven que tal vez fuera su hija nos condujo hasta una mesa
de madera junto a la ventana. Se marchó, pero volvió al cabo de unos
instantes con una bandeja con varios platos de setas silvestres salteadas,
costillas de cerdo estofadas, un trozo de pescado frito y un gran cuenco de
sopa humeante.
—¿Quién actúa esta noche? —le preguntó Wenzhi a la chica, señalando
con la cabeza la plataforma elevada en el centro de la estancia.
Ella se inclinó hacia él, con el rubor tiñéndole las mejillas.
—Un cuentacuentos, joven señor. Uno de los mejores de la región.
¿Joven señor? Reprimí las carcajadas. Wenzhi debía de tener el doble de
la edad de su abuelo, a pesar de que su piel lisa y sus rasgos cincelados no
daban ninguna pista de ello.
A mitad de la cena, llegó el cuentacuentos. Una larga barba gris le cubría
el rostro y los ojos, llenos de bolsas, brillaban bajo unas gruesas cejas. Tras
acomodarse en una silla de bambú, dejó su nudoso bastón de madera en el
suelo. Un cliente le entregó una moneda y él se aclaró la garganta antes de
comenzar el trágico relato de un rey noble que se había visto traicionado por
su concubina favorita, una espía enviada por uno de los reinos enemigos.
Cuando la desafortunada pareja murió al final, el extasiado público suspiró y
aplaudió; y algunos de ellos se secaron las lágrimas con pañuelos o con la
manga. Yo reprimí un bostezo, sin sentir nada más que repulsión por el
engaño de la concubina e impaciencia por la insensatez del rey.
Con una sonrisa divertida, Wenzhi le lanzó una moneda de plata al
cuentacuentos, que la agarró con sorprendente destreza y se la metió en la
bolsa.
—Joven señor, ¿qué cuento deseáis escuchar? —le preguntó el
cuentacuentos con deferencia.
—El de los cuatro dragones —respondió Wenzhi.
Me erguí en la silla y agucé el oído.
—Ah, un clásico. Debéis de ser un erudito —lo halagó el cuentacuentos.
Algunos clientes de la posada refunfuñaron, pues probablemente
esperaban oír más historias salaces sobre reyes libidinosos y hermosas
doncellas. Pero cuando el cuentacuentos levantó la mano, todos guardaron

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silencio; el tono plateado de su barba brillaba con tanta intensidad como la
moneda que ahora tenía en la bolsa.
Comenzó su relato, con una voz tan suave como el mejor de los vinos.
—Antiguamente, en los albores del mundo, no había lagos ni ríos. Toda el
agua se encontraba en los Cuatro Mares, y la gente dependía de la lluvia para
cultivar sus tierras y saciar la sed. El Mar del Este era el hogar de los cuatro
dragones. El Dragón Largo era el más grande de todos, y sus escamas eran
rojas como el fuego, mientras que el Dragón Perla resplandecía como la
escarcha en invierno. El Dragón Amarillo brillaba con más luz que el sol y el
Dragón Negro era más oscuro que la noche. Dos veces al año, abandonaban el
mar y recorrían los cielos.
El cuentacuentos levantó la voz y sobresaltó al público:
—Un día, oyeron unos fuertes gritos y lamentos provenientes de nuestro
mundo. Intrigados, se acercaron volando y escucharon las desesperadas
plegarias de la gente, que rezaba para que lloviera tras una época de larga
sequía. La ropa les colgaba por todas partes de lo delgados que estaban y la
sed les había agrietado los labios. Angustiados por su sufrimiento, los
dragones le suplicaron al Emperador Celestial que enviara lluvia a los
mortales. El emperador accedió, pero debido a una calamidad divina, se le
olvidó y pasaron más semanas sin que lloviera.
Hizo una pausa, agarró su copa y se la llevó a los labios. Cuando
prosiguió, lo hizo en un susurro deliberado. Tuve que esforzarme por
escucharlo, aunque conocía bien aquella historia. Era la misma que me había
ofrecido a contarle al príncipe Yanming, la misma que él había rechazado con
un resoplido.
—Incapaces de soportar la miseria de la gente hambrienta, los dragones
volaron al Mar del Este. Se llenaron las fauces con agua salada y la rociaron
por el cielo. Con su magia, la transformaron en agua dulce que cayó en forma
de lluvia sobre la tierra reseca. El pueblo entero se arrodilló, regocijándose y
alabando a los dioses. Sin embargo, el Emperador Celestial se puso hecho una
furia porque los dragones se hubieran extralimitado y los encarceló a cada
uno bajo una montaña de hierro y piedra. No obstante, antes de quedar
privados de su libertad, los dragones sacrificaron su inmenso poder y crearon
cada uno un abundante río para asegurarse de que a nuestro mundo jamás
volviera a faltarle agua. Desde ese día, cuatro grandes ríos recorren nuestra
tierra de este a oeste y portan el nombre de los dragones en honor a su noble
sacrificio.

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El público aplaudió, aunque con menos entusiasmo que antes. Una mujer
se apresuró a lanzarle una moneda al cuentacuentos, comunicándole su
petición entre gritos.
No la oí, pues me había perdido en mis recuerdos. Ese cuento había sido
uno de mis favoritos cuando era niña y a menudo le había pedido a mi madre
que me lo narrara. Al cerrar los ojos, casi podía imaginarme a mí misma
acostada en mi cama de madera de canelo, mientras rozaba con los dedos las
suaves cortinas blancas que ondeaban con la brisa. No me hacía falta lámpara
alguna, pues las estrellas resplandecían en el cielo y los farolillos proyectaban
su brillo nacarado a través de mi ventana.
Me había encantado aquella historia, aunque su final me dejaba
descolocada. Una noche, le pregunté a mi madre:
—¿Por qué el emperador se olvidó de llevarles la lluvia a los mortales?
—El emperador tiene muchas preocupaciones y responsabilidades;
gobernar los reinos de arriba y de abajo no es tarea fácil. Cada día debe
atender innumerables peticiones y solicitudes.
—¿Pero por qué castigó a los dragones por ayudar a los mortales en lugar
de agradecérselo? —quise saber.
Me había acariciado la mejilla, y su piel fría había aliviado mi inquietud.
—Duerme, estrellita. No es más que un cuento —me había dicho,
evadiendo mi pregunta con tranquilidad.
Solo ahora me daba cuenta de que no existía una respuesta satisfactoria.
Al menos ninguna que no hiciera quedar mal al emperador.
La misión del emperador me generaba desasosiego, como una espina que
se me hubiera clavado en el talón. Y más al recordar la admiración que el
príncipe Yanxi sentía por los dragones y las historias que había escuchado
sobre su benevolencia. Si los dragones se negaban a colaborar, ¿podría
enfrentarme a ellos para arrebatarles las perlas? Es más, ¿sería capaz de
derrotar no solo a uno, sino a los cuatro? Era imposible, una tarea de lo más
infame, en la que el éxito significaría sacrificar el honor, y el fracaso
conllevaría la muerte.
—Xingyin, ¿qué pasa? —La pregunta de Wenzhi hizo que abandonara
mis pensamientos.
—Estoy cansada —respondí, aunque no tenía ninguna razón para estarlo.
—¿Por qué no duermes? —sugirió Liwei, sin levantar la vista del cuenco
—. Nos llevará un día entero llegar al Changjian a pie, aunque no nos
paremos a descansar.

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Desde que habíamos hablado en el Templete de la Melodía de los Sauces,
un manto de frialdad se había instalado entre nosotros. ¿Las palabras
intercambiadas habían cercenado el persistente vínculo entre ambos? ¿O era
la intimidad que había presenciado entre Wenzhi y yo? Fuera cual fuere la
causa, Liwei se mostraba infaliblemente cortés pero retraído. Y aunque
aquello era exactamente lo que le había pedido en el pasado, me dejaba un
vacío por dentro.
La hija del posadero vino a recoger la mesa. Mientras colocaba cada plato
en su bandeja con una lentitud meticulosa, les echó varias miradas furtivas a
Wenzhi y a Liwei. Sus ojos se deslizaban de un lado a otro, como si no
pudiera decidir quién le gustaba más. Lo cierto era que no había nadie en
aquel lugar que les hiciera sombra. Incluso vestidos con túnicas sencillas y
camuflando sus auras, Wenzhi y Liwei provocaban el mismo efecto en los
corazones mortales que en los inmortales.
Me puse en pie, deseando marcharme. El simple hecho de haber
compartido la cena con ellos me había puesto de los nervios.
—¿Y mi habitación?
Wenzhi hizo una mueca mientras señalaba el piso de arriba.
—La posada está llena. Los tres tendremos que compartir alcoba.
—Al ver mi expresión de horror, añadió:
—Puedes quedarte tú con la cama, por supuesto. Estoy seguro de que Su
Alteza podrá prescindir de ella por una noche. —Su voz desprendía un atisbo
de burla.
—Desde luego —dijo Liwei con frialdad—. Aunque tengo la intención de
quedarme en la habitación de todos modos.
¿Se trataba de una advertencia? ¿Estaba malinterpretando la hostilidad de
su tono? Daba igual. Aunque aquella posada tuviera las camas más blandas
del reino, un trozo de hierba húmeda sería preferible a tener que soportar una
noche como aquella.
—Ah, la verdad es que no estoy cansada después de todo. —Me alejé de
la mesa, como la cobarde que era—. Voy a dar un paseo para bajar la comida.
Es la primera vez que visito una ciudad mortal.
El taburete de Wenzhi arañó el suelo mientras él se levantaba.
—Te acompaño.
Sacudí la cabeza, esbozando una sonrisa para quitarle hierro a mi
negativa. Quería estar sola. Y, por alguna razón, no quería marcharme con
Wenzhi y dejar solo a Liwei.

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Me apresuré a cruzar la posada y me escabullí por la puerta trasera.
Aquella calle era más pequeña que la que habíamos recorrido hacía un rato,
pero estaba igual de animada. Varios lugareños observaban a los artistas
callejeros, que hacían girar los platillos o exhalaban lenguas de fuego. Me
detuve para escuchar tocar a un anciano el erhu, un violín de madera de dos
cuerdas. La melodía quejumbrosa se adecuaba a la perfección con mi lóbrego
estado de ánimo. Cuando terminó, dejé cae un tael de oro en su cuenco, donde
tintineó contra las monedas de cobre.
Incluso a aquellas horas de la noche, los niños correteaban de un lado a
otro, persiguiendo a los perros que ladraban o apelotonándose en los
puestecillos callejeros. Algunos llevaban insectos y mariposas tejidos con
hierba seca mientras que otros se aferraban a unos palos con unas relucientes
bolas de caramelo rojo en la parte superior. Intrigada, me compré uno; tras
atravesar con los dientes la crujiente cáscara confitada, alcancé las bayas de
espino del interior. Mientras me lamía los restos de azúcar de los dedos,
algunos lugareños se me quedaron mirando, tal vez intrigados por mi
entusiasmo por aquella ordinaria golosina. ¿Le habría gustado también a mi
madre? Levanté la cabeza hacia el cielo, deseando poder preguntárselo.
El orbe luminoso de la luna se veía más pequeño de lo que parecía en el
Reino Celestial, aunque igual de llamativo en contraste con la negra noche.
Me di cuenta de que si mi padre no hubiera obtenido el elixir, si mi madre no
se lo hubiera tomado… tal vez podríamos estar viviendo en un pueblecito
como aquel. En una casa de paredes blancas, con un desgastado tejado de
color verde musgo y las puertas de madera. Nuestra familia al completo.
Durante un instante me quedé sin aliento, inmersa en aquella ensoñación. O
tal vez estarías muerta, me susurró una vocecilla en mi mente.
¿Seguiría mi madre contemplando este lugar con anhelo? ¿Seguiría vivo
mi padre? ¿Acaso culpaba a mi madre por la decisión que había tomado? ¿O a
mí, por haber puesto en peligro su vida? Deseaba partir en su busca, pero no
tenía ni idea de por dónde empezar. Y no me atrevía a poner a prueba la
paciencia del emperador más de lo que ya había hecho.
Me adentré en una calle tranquila. Apenas había recorrido cincuenta
pasos, cuando noté que la piel se me erizaba, percibiendo una sensación de
peligro; igual que había ocurrido en el Bosque de la Eterna Primavera, cuando
el arquero me disparó. Era imposible que estuviera allí, en los Dominios
Mortales. Lo más probable era que los soldados de Liwei hubieran acabado
con él. Pero aquello no cambiaba el hecho de que estaba siendo observada.

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Fingiendo ignorancia, seguí avanzando. Aunque no creía que fuera a salir
lastimada en aquel lugar, me había escondido un par de dagas por si acaso.
Portaba el Arco del Dragón de Jade a la espalda, envuelto en un trozo de tela
para no llamar la atención. Wenzhi me había sugerido que me lo llevara, y a
mí me pareció una buena idea.
Había practicado con aquel arco en la tranquilidad de mi habitación. Al
principio, solo había podido sostener sus flechas durante un breve lapso, por
con el tiempo había aprendido a manejarlas con soltura. Había deseado probar
su poder, dejar volar el chisporroteante haz de luz, pero nunca me había
atrevido. ¿En qué lugar del reino iba a poder disparar una flecha de Fuego
Celestial sin que nadie se diera cuenta?
Mientras unos pasos resonaban detrás de mí, me recordé que los
inmortales tenían prohibido usar la magia en los Dominios Mortales a menos
que las circunstancias fueran de imperiosa necesidad. Enfrentarse a unos
dragones hostiles era, sin duda, una situación de lo más espinosa, pero de
momento tendría que apañármelas con mis habilidades físicas.
—¿A dónde vais con tanta prisa? —exclamó un hombre—. Seguro que
una dama tan hermosa disfrutaría de algo de compañía.
Tres hombres aparecieron y me rodearon. Llevaban ropas elegantes y
tocados de plata y jade, pero el penetrante hedor a vino que los envolvía
asaltó mis fosas nasales. Debían de estar muy borrachos para haberme
llamado «hermosa», pensé con sorna. Por las expresiones de sus rostros, no
era difícil adivinar sus intenciones.
Apreté los puños.
—No del tipo de compañía que tenéis en mente —repliqué secamente,
antes de darme la vuelta.
Una palma carnosa me agarró el hombro y me obligó a girar.
—No seáis tímida. Si no queréis que os molesten, ¿qué hacéis vagando
por aquí? —dijo con dificultad el más alto de ellos, a escasos centímetros de
mi rostro. Su aliento era agrio y apestaba a los restos de su última comida; a
continuación, tanteó con la mano el cuello de mi túnica—. ¿Sabéis quiénes
somos? Podemos permitirnos…
La rabia y el asco incendiaron mi interior. Le agarré la muñeca y lo tiré al
suelo. Gritó de dolor, sujetándose la mano. ¿Se la había roto? No había sido
mi intención, aunque una parte de mí esperaba que lo estuviera. Sus dos
amigos gruñeron y se abalanzaron sobre mí. Yo eludí sus manos, tomándolos
por el cuello, e hice chocar sus cabezas con un sonoro chasquido. Los lancé al

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suelo con dos patadas. Antes de que pudieran incorporarse, les puse a cada
uno una daga en la garganta.
Hundí las cuchillas hasta que rezumó un fino reguero de sangre y siseé:
—Supongo que no es la primera vez que hacéis algo así. Si a alguno de
vosotros se le ocurre siquiera volver a cometer un crimen tan vil, regresaré y
os atravesaré el corazón con mis dagas. —Les dediqué una mirada de
desprecio antes de pisarles la columna y lanzarlos rodando a cada uno de una
patada.
—¡Demonia! ¡Es una demonia! —jadeó uno de ellos con los ojos
desorbitados mientras se levantaba y salía huyendo.
No exactamente, pensé. Pero era una suposición más acertada de lo que él
se hubiera imaginado.
Todavía hecha una furia, lancé una oleada de fulgurante magia tras ellos.
Tal vez mi pequeña transgresión pasara inadvertida. Fue una imprudencia por
mi parte, pero sus intenciones me asquearon. Al igual que el modo en que
habían intentado echarme la culpa por su comportamiento despreciable.
Oí una carcajada. Al girarme, vi a Wenzhi apoyado contra una pared, con
una expresión divertida en el rostro.
—Buen trabajo —me felicitó—. Me habría unido a ti, pero he visto que
podías apañártelas sola.
—Me alegro de que te lo hayas pasado bien. —Limpié las dagas antes de
volver a envainarlas.
Un destello peligroso iluminó su mirada.
—Si no te hubieras ocupado tú, les habría dado su merecido con gusto.
Tras acabar con ellos, no habrían podido ni andar, y mucho menos correr. Has
sido demasiado blanda —me reprendió.
—No sabes qué más les he hecho. Sus heridas tardarán meses en curarse;
los moretones no dejarán de dolerles y la sangre seguirá goteando de sus
cortes. No olvidarán fácilmente esta noche: lo que han intentado hacer y lo
que yo les he hecho. No creo que sean capaces de volver a mirar a una joven
y mucho menos de volver a atacarla.
Wenzhi arqueó las cejas.
—Recuérdame que nunca te haga enfadar.
Se apartó de la pared, acortó la distancia entre ambos y deslizó las manos
alrededor de mi cintura. El pulso se me aceleró al levantar el rostro hacia el
suyo, con una oleada de anticipación recorriéndome la piel. Sus ojos brillaron
con una emoción insondable al inclinar la cabeza y posar los labios sobre los
míos. Unas luces destellaron en mi mente como una lluvia de estrellas.

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Durante un momento permanecimos allí plantados, totalmente inmóviles, con
el cuerpo acunado contra el del otro. Entonces me separó los labios con los
suyos, moviendo la boca con urgencia, y su aliento cálido y dulce se deslizó
en mi interior. Una oleada de calor ardiente me recorrió, prendiéndome las
entrañas. Hizo subir la palma por el arco de mi espalda y enredó los dedos en
mi cabello mientras me echaba la cabeza suavemente hacia atrás. Unos labios
fríos se deslizaron hasta la curva de mi cuello, dejando un rastro abrasador.
Estaba encendida en llamas. Abierta en canal. Todo pensamiento se
desvaneció de mi mente al tiempo que me aferraba más a él y lo estrechaba
hasta notar el latido de su corazón reverberando contra el mío.
Cuando por fin me soltó, no pude evitar proferir un suspiro. Me envolví
con los brazos, intentando paliar el vacío que sentía dentro de mí. Nuestra
respiración brotó entrecortada en medio del repentino silencio que nos
invadió.
—No te seguía para espiarte. Quería enseñarte algo —me dijo.
Caminamos hasta llegar a la orilla de un río cercano. Estaba repleto de
gente que encendía farolillos y los depositaba en el agua. A diferencia de los
farolillos de seda que había visto en el pueblo, aquellos estaban hechos de
papel encerado de colores y tenían forma de loto. Una vela brillaba en el
centro de cada flor, iluminando la oscuridad.
—He pensado que tal vez el Festival de los Farolillos Flotantes te gustaría
—dijo.
Los rostros de los lugareños lucían solemnes, y unos cuantos lloraban
abiertamente. La tristeza impregnaba el ambiente como el frío del invierno.
—¿Qué hacen? —pregunté.
—Rezan para que sus antepasados iluminen su camino. Honran y
recuerdan a sus seres queridos ya fallecidos. Los farolillos también tienen por
objeto guiar a los espíritus errantes de vuelta a su reino. —Se sacó un farolillo
diminuto de la manga y me lo ofreció.
Me lo quedé mirando.
—¿Por qué me lo das?
—Ir a hablar con un dragón no es poca cosa. Tal vez deberías pedirles a
tus ancestros que te iluminasen.
Lo miré y un sentimiento de ternura se desplegó en mi pecho.
Entregándome el farolillo, reconocía mis raíces mortales y mi lugar en aquel
mundo. Fue entonces cuando me di cuenta de lo mucho que le importaba. Y
él a mí.

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Tomé el farolillo y, tras encender su vela, me agaché para depositarlo en
el río. Se balanceó durante un instante, antes de enderezarse y alejarse
flotando. No pedí consejo ni iluminación, pues ¿a quién iba a pedírselo?
Ignoraba si mi padre seguía todavía en este mundo. Y ni siquiera conocía los
nombres de mis antepasados. Pero esperaba que, allá donde estuvieran,
pudieran ver el farolillo que había encendido en su honor y supieran que me
acordaba de ellos.
Permanecimos en silencio bajo el oscuro firmamento. El río resplandeció
con la luz de cientos de farolillos, una corriente de llamas vivientes que
discurrían hacia un horizonte desconocido.

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E l sol se había desvanecido hasta convertirse en una moribunda esfera


de luz carmesí. Bajo el resplandor menguante, las aguas del
Changjiang brillaban como una serpiente venenosa a lo largo del valle
esmeralda, extendiéndose más allá de lo que nuestra vista alcanzaba.
Entorné los ojos y escudriñé nuestro alrededor en busca del lugar donde se
decía que el Dragón Largo, el más poderoso de los dragones, se encontraba
encerrado. Liwei señaló una montaña de roca gris azulada con la cima
envuelta por la niebla. Unos campos de flores amarillas se extendían en la
base. En contraste con el cielo que se oscurecía, una luz pálida irradiaba de la
montaña, tan tenue que los ojos mortales eran incapaces de divisarla.
Desaté los cordones de mi bolsa y saqué el Sello Divino de Hierro. El
metal ya no estaba frío, sino que palpitaba de calor. El corazón se me aceleró
mientras lo alzaba hacia el imponente pico. ¿Se convertiría en polvo, antes de
que el dragón saliera volando, agradecido por haber sido liberado?
Sin embargo, no ocurrió nada. El valle permaneció en calma, alterado
únicamente por el sonido de los grillos al entonar su serenata nocturna.
—¿Cómo funciona? —le pregunté a Liwei.
Tomó el sello e inspeccionó sus marcas antes de devolvérmelo.
—Es una llave. Solo tenemos que encontrar la cerradura.
Me quedé mirando la enorme montaña, preguntándome cuánto tiempo
tardaríamos en encontrarla.
—¿Cuenta esto como «imperiosa necesidad»? —me aventuré a preguntar.
Una leve sonrisa se dibujó en sus labios.
—Mi padre no tendría nada que decir, ya que estás aquí por él.
Emplead los métodos necesarios. Las palabras del emperador volvieron a
resonar en mi cabeza. Dejando a un lado mi malestar, canalicé mi magia; un
rayo de luz emergió de mi palma y envolvió el opaco metal. El dragón
grabado empezó a arder, retorciéndose como si estuviera vivo. Una ráfaga de
viento caliente me azotó el rostro mientras el sello salía disparado; sobrevoló
la montaña como un faro ardiente, y luego cayó en picado y desapareció de la
vista. Antes de que tuviera ocasión de preocuparme, apareció de nuevo en el
horizonte y voló de regreso; se estrelló con tal fuerza en mi mano que estuve a
punto de caerme al suelo. Mientras lo contemplaba y el fuego se desvanecía,
el dragón volvió a transformarse en una pieza de hierro inerte.

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El suelo comenzó a temblar. Me tambaleé y casi dejé caer el sello, pero
conseguí meterlo en la bolsa. Un rugido atronador perforó el silencio. Volví la
cabeza y vi que el pico de la montaña se partía por la mitad con un enorme
crujido. Las piedras salieron disparadas por todas partes, y varias pasaron a
toda velocidad junto a mí mientras me agachaba y me ponía de cuclillas en el
suelo. Unas lenguas de fuego carmesí surgieron del corazón de la montaña y
se deslizaron por las grietas que se extendían por su superficie, como un
volcán a punto de entrar en erupción.
Profiriendo un grito desgarrador, una enorme criatura emergió y se
sacudió varios cúmulos de polvo cegador del cuerpo. Sus escamas de color
rojo rubí destellaron como el metal recién forjado. Unas garras doradas en
forma de guadaña remataban sus enormes patas, y la crin y la cola ondeaban
con unas exuberantes hebras de color bermellón.
Su rostro, con aquellos afilados colmillos y coronado por unos cuernos tan
blancos como el hueso, resultaba aterrador, pero sus ojos ambarinos brillaban
con sabiduría.
Nos quedamos allí de pie, paralizados, mientras el dragón arqueaba el
cuello hacia el cielo. Recorrió el valle con la mirada hasta fijarse en nosotros.
Sin perder ni un instante, voló hacia donde estábamos con su poderoso cuerpo
ondulando en el aire. ¡Qué elegante era su vuelo, sin tener que recurrir a unas
alas! Sin embargo, a medida que la gran criatura se fue acercando, mi corazón
se puso a latir con tanta fuerza que pensé que me perforaría las costillas.
Xiangliu, el pulpo gigante, el Demonio de Hueso… ninguno de esos
monstruos me había amedrentado tanto.
¿Quién me ha liberado de mi prisión? Dime tu nombre. El tono del
dragón estaba perfectamente equilibrado: no era bajo ni alto, ni agudo ni
suave.
Me fijé, asombrada, en que sus fauces permanecían cerradas mientras
hablaba; su voz reverberaba en mi mente como si fuéramos una única entidad.
Me volví y miré a Liwei y a Wenzhi; ambos se encontraban igualmente
aturdidos y desconcertados. No me lo había imaginado: el dragón también les
había hablado a ellos.
El Dragón Largo ladeó su magnífica cabeza. ¿Esperaba una respuesta a su
pregunta?
Me aclaré la garganta, intentando aflojar el repentino nudo que notaba.
—Venerable Dragón, soy Xingyng, hija de Chang’e y de Houyi. Os he
liberado a petición del Emperador Celestial, quien os solicita a cambio

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vuestra perla. —El orgullo que me provocaba pronunciar los nombres de mis
padres quedó sofocado por la vergonzosa naturaleza de mi tarea.
Un profundo gruñido resquebrajó el silencio. Entornó los ojos de forma
amenazadora y unas volutas de humo salieron de sus fosas nasales; no, no era
humo, sino niebla, tan nítida como un amanecer otoñal. Di un paso atrás,
sacudida por su hostilidad, y saqué el Arco del Dragón de Jade.
¿Con qué derecho exiges mi esencia espiritual?, tronó el dragón.
—Vuestra esencia, no —dije rápidamente, intentando apaciguarlo—. El
emperador solo desea vuestra perla. —Incluso mientras decía aquello, una
semilla de duda brotó en mí. En el Reino Celestial, las joyas eran tan
abundantes como las flores, así que ¿por qué codiciaba el emperador aquellas
perlas?
Unas chispas emergieron de las fosas nasales del dragón al tiempo que su
voz irrumpía en mi mente.
Las perlas contienen nuestra esencia espiritual. ¡Quien posea las perlas,
podrá controlarnos! ¿Esperas que intercambiemos de buena gana el
encarcelamiento por la esclavitud? ¿Para someternos al que nos encerró por
llevar la lluvia a los mortales? Podríamos habernos enfrentado a él entonces,
podríamos haber huido a los océanos que están más allá de su alcance, pero
eso habría desgarrado los cielos y puesto patas arriba la tierra; habría
enfrentado a la tierra y al mar. Y no podíamos soportar un desenlace
semejante.
El corazón se me encogió mientras me volvía hacia Liwei.
—¿Estabas al tanto de esto?
—No —respondió escuetamente—. Los dragones desaparecieron de los
Dominios Inmortales hace siglos. Ninguno de nuestros textos habla de ello.
Debería haberlo sabido: no me lo habría ocultado. Me di cuenta entonces
de que el emperador me había engañado. Me había pedido las perlas, sin
mencionar la esencia de los dragones. Yo no había accedido a aquello, y sin
embargo, era el acuerdo al que había llegado. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Cómo
iba a pedirles a los dragones que renunciasen a su libertad a cambio de la de
mi madre?
Y, aun así, ¿cómo no iba a pedírselo?
Pero no era lo mismo, me recordé, aunque me costaba admitirlo. El
encarcelamiento no era lo mismo que la esclavitud. Darle al emperador tal
poder sobre los dragones, obligarlos a someterse ante él… ¿Sería capaz de
hacer una cosa tan monstruosa?

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—Habéis servido bajo el Emperador Celestial con anterioridad. Debe de
tener una buena razón para solicitar de nuevo vuestro servicio. —Me esforcé
por encontrar una explicación pacífica, aferrándome a aquel clavo ardiente
para lavar mi conciencia, a pesar de que me odié por ello.
Los ojos del Dragón Largo centellearon y su cola azotó el aire.
—Nunca hemos servido al Emperador Celestial. En el pasado, fuimos
gobernados por un inmortal más digno. Le entregamos nuestra lealtad, hasta
que él nos devolvió las perlas.
Sus palabras extinguieron mi último rayo de esperanza. Al volverme hacia
Wenzhi y Liwei, atisbé en sus rostros una sombría expresión de
determinación.
Busqué con los dedos mi colgante de jade, me lo saqué de debajo de las
ropas y me aferré a él para que me proporcionara consuelo. Era incapaz de
mirar al dragón, y una opresión punzante se extendió por mi pecho.
—Lo siento, pero necesito vuestras perlas.
El Dragón Largo dejó sus colmillos al descubierto, más afilados que una
lanza. Abrió la mandíbula y me arrojó un chorro de niebla blanca. Unos rayos
de luz brotaron de Liwei y de Wenzhi, mientras yo alzaba mi propio escudo,
aunque demasiado tarde: la niebla me envolvió y se aferró a mi piel,
abrasándome con el frío lacerante del hielo. Pero el malestar se desvaneció de
pronto, dejando a su paso un agradable frescor en el cuello. ¿Mi colgante? Lo
levanté y contemplé el grabado. La grieta había desaparecido; el jade volvía
estar intacto una vez más. ¿Había sido cosa del aliento del dragón?
El Dragón Largo se echó hacia atrás, con los ojos desorbitados, mientras
la niebla emergía de sus fosas nasales una vez más. ¿Iba a atacarme otra vez?
El terror me atenazó al tiempo que sacaba el arco, con el Fuego Celestial
crepitando entre los dedos. El estómago se me revolvió al apuntar a la
criatura. Pensé en mi madre, intentando reunir la fuerza, la crueldad, para
poder llevar a cabo lo que debía hacer. Lo único que tenía que hacer era
disparar aquella flecha…
De forma espontánea, recordé el dragón de papel que me había regalado
Yanming. Que los dragones guarden tu viaje. Me vi abrumada por un
repentino estallido de angustia, de modo que levanté más el arco, alejándolo
del dragón, y lancé la flecha hacia el cielo. Unas venas blancas de luz
iluminaron el firmamento. Un aplastante sentimiento de decepción me
inundó, aunque entremezclado con un innegable alivio. No podía atacarlo, y
en el fondo, sabía que mi madre tampoco lo habría querido. Al margen de lo
que perdiéramos.

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A mi espalda, Liwei inhaló con fuerza. El Dragón Largo arqueó el cuello
hacia mí y contempló el arco. Su mirada dorada destelló con algo parecido al
reconocimiento.
El Arco del Dragón de Jade. ¿Cómo es posible? Su voz volvía a sonar
calmada.
Antes de poder contestar, Wenzhi dio un paso adelante. Debía de haber
oído también la pregunta del dragón.
—El arco la eligió. Ahora es ella quien lo empuña.
Es de lo más inesperado. El suspiro del Dragón Largo se asemejó a una
ráfaga de viento sacudiendo los árboles. ¿Puedes prestarme el Sello Divino de
Hierro? Quiero usarlo para liberar a mis hermanos, ya que debo consultar el
asunto con ellos. Te doy mi palabra de que volveremos y no os haremos
ningún daño.
Wenzhi me llevó a un lado y me dijo entre susurros:
—Pídele al dragón que primero te entregue la perla. Si le das el sello,
liberará a los demás y puede que no vuelvas a verlo. Hemos llegado muy
lejos; si pierdes el sello ahora, acabarás sin nada.
Su consejo era acertado. En cualquier confrontación, Wenzhi era
despiadado y siempre permanecía alerta, que era la razón por la que a menudo
salía victorioso.
Pero los dragones no eran mis enemigos.
Mientras desviaba la mirada, mis ojos se toparon con los de Liwei.
—Xingyin, la decisión es tuya —dijo en un tono más suave de lo que
esperaba.
Debería haber seguido el consejo de Wenzhi, pero mis instintos me
guiaron por un camino diferente. Confiaba en que el Dragón Largo no iba a
engañarme. ¿Cómo esperaba ganarme su confianza si vacilaba al entregar la
mía?
Poco a poco, alargué la mano, con el sello apoyado en la palma.
Una luz emergió de la pata del dragón y envolvió el sello, que flotó hasta
él. Cerró las garras alrededor y curvó la enorme mandíbula. Acto seguido, se
elevó hacia la noche de un salto.
Wenzhi contempló en silencio su silueta menguante. ¿Estaba molesto? Yo
carecía de su enorme experiencia, pero confiaba en mi intuición.
Alargué la mano y le toqué el brazo, apretando los dedos contra su manga.
—Volverá.
—¿Cómo lo sabes?

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—Porque soy muy sabia a pesar de mi edad —dije con frivolidad,
intentando disimular mis propias dudas.
Se rio con ganas.
—Ya lo creo. Aunque eres joven, para ser inmortal —añadió con énfasis.
—Pues dime, anciano —dije con una sonrisa—. ¿Qué has querido decir
con lo de que el arco me ha elegido? ¿Por qué no me lo habías comentado
antes?
Se acercó y me colocó un mechón de pelo suelto detrás de la oreja; dejó la
mano ahí posada durante un instante antes de retirarla.
—Es algo que leí en la biblioteca del Mar del Este. No creí que tuviera
importancia, ya que parecía obvio que el arco había tomado su decisión.
—A mí no me pareció obvio —admití—. Pensé que tal vez se trataba de
una coincidencia, al ser la primera que tocó el arco. Que simplemente era su
custodia.
—Debería habértelo contado, pero no me he acordado hasta ahora. Puede
que las palabras del dragón me hayan refrescado la memoria —dijo con
ironía.
—¿Descubriste algo más? —pregunté.
—Solo que el Arco del Dragón de Jade se somete a un único amo cada
vez. No estaba seguro de que esa parte fuera cierta. —Una mirada pensativa
cruzó su rostro—. Sin embargo, la reacción del Dragón Largo parece
confirmarlo.
—Nunca había oído hablar de esta arma —comentó Liwei, acercándose a
nosotros—. No es de extrañar, ya que no estudiamos a los dragones. ¿Puedo?
—preguntó, alargando la mano.
Antes de poder ofrecérsela, el arco tembló en mi palma, en aparente
protesta. Liwei retrocedió, negando con la cabeza.
—No seré lo bastante idiota como para intentar agarrarlo.
No sé cuánto tiempo esperamos allí, hasta que el cielo se oscureció y los
últimos vestigios de calor diurno abandonaron la tierra. Hasta que finalmente
me desplomé en el suelo, exhausta, y me rodeé las rodillas con las manos.
¿Me había equivocado al confiar en los dragones? ¿Había sobrestimado su
honor? No me atrevía a mirar a Wenzhi. Aunque no se regodeó ni me
reprochó nada, estaba segura de que lo había decepcionado. Y el terror se
apoderó de mí mientras me preguntaba qué haría el emperador cuando me
viera llegar con las manos vacías, sin las perlas ni el sello. Justo cuando me
disponía a admitir la derrota, la luna y las estrellas se desvanecieron como si

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se las hubiera tragado la noche, pues cuatro siluetas que sobrevolaban el cielo
las taparon.
Los dragones aterrizaron ante nosotros, y el suelo tembló por la fuerza de
su descenso. Levantaron una polvareda al hundir las garras doradas en la
tierra y agitaron la cola tras ellos mientras arqueaban los largos cuellos hacia
el cielo; sus cuernos brillaron de un color blanco plateado. Sus auras eran tan
poderosas que el mismo aire parecía sacudirse con su fuerza. Las otras tres
criaturas eran más pequeñas que el Dragón Largo, pero igual de magníficas.
Uno de ellos poseía el brillo de la luz de la luna, con una crin nevada. Otro era
tan deslumbrante como el sol, y su cresta de púas doradas se extendía a lo
largo de su lomo. Y el otro se fundía perfectamente en las sombras, salvo por
sus colmillos de marfil, que destellaban como dagas de hueso.
A orillas del río más extenso del reino, los Venerables Dragones se
congregaron una vez más. Me observaron sin pestañear, y sus ojos refulgieron
con sabiduría eterna. Sin saber por qué, me arrodillé e incliné el cuerpo hasta
que toqué la hierba con la frente.
La voz del Dragón Largo retumbó en mi mente.
Damos las gracias por haber sido liberados, por volver a notar el viento
en el rostro. La vida vuelve a ser maravillosa. Sus ojos refulgieron, y la
bruma emergió de sus fosas nasales. Sin embargo, no deseamos servir al
Emperador Celestial. No le entregaremos nuestras perlas.
Una sensación de pesadez me envolvió mientras me ponía en pie. Wenzhi
se acercó a mí, como queriéndome mostrar su apoyo. ¿Creía que me iba a
enfrentar a los dragones? No podía. No era el miedo lo que me frenaba —
aunque lo más probable era que pudieran hacerme pedazos si así lo deseaban
—, pero me negaba a luchar con ellos. Lo que significaba que había
fracasado. Mi madre seguiría estando prisionera. Y todos mis progresos en el
Reino Celestial habrían sido en vano.
La voz del Dragón Largo resonó de nuevo en mi interior.
Te las entregaremos a ti.
—¿Qué? ¿Por qué? —repetí con incredulidad, convencida de que no había
escuchado bien, a pesar de que Wenzhi y Liwei se giraron hacia mí.
El Dragón Largo levantó la cabeza y su crin onduló en el aire como una
llama de seda.
Hace mucho, cuando gozábamos de juventud, un poderoso hechicero nos
robó nuestra esencia espiritual. Habríamos muerto de no haber sido por el
valiente guerrero que nos salvó. Aun así, seguíamos estando demasiado
débiles para recuperar nuestra esencia, de modo que el guerrero la vinculó a

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las cuatro perlas. Fue a él a quien le juramos nuestra lealtad. Cuando
abandonó el Mar del Este, nos devolvió las perlas, aunque estamos
moralmente obligados a entregárselas de nuevo si nos las pide; a él o a quien
ocupe su lugar. Llegados a este punto, el Dragón Largo hizo una pausa. El
Arco del Dragón de Jade era su arma más preciada, esta respondía solo ante
él. Y ahora, te ha elegido a ti.
La cabeza empezó a darme vueltas. Sabía que el arco era poderoso, pero
no me imaginaba que ocupara un lugar tan venerado entre los dragones. Y
menos, que yo fuera su legítima dueña. Y que los dragones me reconocieran
como tal…
—Pero yo no soy el inmortal que os salvó —dije vacilante—. No sé nada
de él. El origen de mis padres es mortal.
Los títulos se heredan, el talento puede estar ligado a la sangre, pero la
auténtica grandeza se halla en el interior, dijo el Dragón Largo. El arco te
eligió por una razón. Una razón de la que tal vez no seas consciente todavía,
pero que quedará patente cuando las nubes se disipen. Debemos cumplir
nuestro juramento. Honraremos la elección del arco y te entregaremos
nuestras perlas, si ese es tu deseo.
El Dragón Largo clavó en mí su mirada dorada.
Sin embargo, hay algo más que debes saber. Si aceptas las perlas,
deberás jurar —igual que hizo nuestro gobernante— que nunca nos obligarás
a actuar en contra de nuestras inclinaciones, y que salvaguardarás nuestro
honor y libertad. Somos criaturas pacíficas. No podemos permitir que nuestro
poder sea utilizado para sembrar la muerte y la destrucción; de lo contrario,
nuestra fuerza se desvanecerá y nosotros pereceremos.
A pesar de la frescura de la noche, el sudor me recubría la piel. Una
oleada de horror me sacudió al imaginar lo que el emperador podría haberles
exigido a los dragones, y cuáles habrían sido las consecuencias. Lo que los
dragones me ofrecían era un inmenso honor y a la vez una carga aterradora. Y
no estaba segura de ser lo bastante digna como para asumirla ni lo bastante
fuerte para soportarla.
—Venerables Dragones, ¿podríais liberar a mi madre, La Diosa de la
Luna? —pregunté con un hilillo de voz. Si eran capaces, el perdón del
emperador no sería necesario. Y no tendría que elegir entre mi honor y la
libertad de mi madre.
Los orbes ambarinos del Dragón Largo se oscurecieron.
Incluso encarcelados, llegó a nuestros oídos la historia de Chang’e y
Houyi. El emperador vigila los cuerpos celestes del cielo, y Chang’e está

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atada a la luna. Su inmortalidad proviene del elixir, el obsequio de Houyi.
Por lo tanto, Chang’e es súbdita del emperador, que está en su derecho de
imponerle un castigo, por más duro que este sea. No podemos deshacer el
encantamiento. Si intentáramos liberarla, nuestras acciones serían
consideradas un desafío al Reino Celestial. Un acto de guerra. No podemos
enfrentarnos a ellos, pues eso nos destruiría.
El peso de mi indecisión amenazaba con aplastarme. No albergaba ningún
deseo de traicionar a los dragones, pero ¿y si mi madre se veía amenazada?
¿Podría resistir la terrible tentación de dejarlos en la estacada a cambio de su
seguridad? ¿Y si los dragones morían al servicio del emperador? ¿Podría vivir
con aquello pesándome sobre mi conciencia?
Una parte de mí me instaba a rechazar aquella carga, pero ¿cómo podía
dejar pasar la oportunidad? Si tan solo hubiera una manera de aprovechar el
poder de los dragones sin tener que ponerlos en peligro… Si hubiera una
manera de mantener a los dragones y a mi madre a salvo. No sabía si era
posible, pero solo había un modo de averiguarlo.
Uní las manos e hice una reverencia.
—Aceptaré las perlas.
Los dragones inclinaron la cabeza. ¿Era decepción lo que nublaba sus
rostros?
Sentí una punzada de culpa, brutal y profunda, y añadí de inmediato:
—A cambio, juro que nunca os obligaré a actuar en contra de vuestras
inclinaciones y que salvaguardaré vuestro honor y libertad. Y que os
devolveré las perlas. —La voz me tembló con la solemnidad de mi juramento.
Los dragones no me habían pedido aquello último, pero en el fondo sabía que
era lo correcto.
Era una noche tan tranquila que podía oírse el temblor de la hierba y el
chasquido de las hojas al desprenderse de su rama. Por fin, el Dragón Largo
se acercó a mí. Abrió sus enormes fauces, y su aliento empañó el aire. Entre
los brillantes colmillos blancos y sobre una lengua tan roja como la sangre,
descansaba una perla de llama carmesí. Bajó la cabeza y extendió la lengua
para posar la perla suavemente en mi palma. Uno a uno, los demás siguieron
su ejemplo, hasta que cuatro perlas resplandecieron en la palma de mi mano,
cada una del color de la criatura que me la había entregado. Vibraron,
rebosantes de poder, contra mi piel; incandescentes, como si hubieran sido
bañadas por la luz del sol.
Nuestro destino está en tus manos, hija de Chang’e y Houyi, entonó con
gravedad el Dragón Largo. Cuando desees invocarnos, solo tienes que

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agarrar las perlas y pronunciar nuestros nombres.
Cerré los dedos en torno a las perlas, el pago que me había exigido el
emperador.
—Os agradezco vuestra confianza —susurré.
Gracias por tu promesa. El Dragón Largo dejó escapar un suspiro de
anhelo. Ahora deseamos bañarnos en las frías aguas del Mar del Este, de las
que hemos sido privados durante demasiado tiempo. Sin una palabra más,
saltó al aire y surcó los cielos. El Dragón Perla y el Dragón Amarillo lo
siguieron de cerca.
Solo el Dragón Negro permaneció rezagado, con la mirada
desconcertantemente brillante. Cuando habló, su voz resonó como una
campana a la que hubieran golpeado con fuerza.
Hija de Chang’e y Houyi. Durante los años que pasé bajo la montaña, oí
a los mortales que se bañaban en mi río hablar del mejor arquero que jamás
haya existido.
—¿Sabéis algo de mi padre? —No me atreví a albergar esperanza, pero no
pude reprimir el vuelco que me dio el corazón.
El Dragón Negro vaciló.
Les oí decir que su tumba estaba cerca de las orillas de mi río. En el
punto en el que dos ríos confluyen, hay una colina cubierta de flores blancas.
Allí encontrarás su lugar de descanso.
Mi padre estaba… ¿muerto? En el fondo, siempre había abrigado la
esperanza secreta de que estuviera vivo. A pesar de lo corta que era la
esperanza de vida de los mortales, tal vez podría haberse encontrado en los
inicios del invierno de su vida. Consciente de que mi última esperanza se
había esfumado, lloré al padre que nunca conocí. En cuanto a mi madre, que
seguía esperándolo, aquello le partiría el corazón, destrozando el sueño al que
se había aferrado durante todo este tiempo. La fuerza abandonó mis
extremidades al tiempo que caía de rodillas sobre la hierba cubierta de rocío,
sumida en la desesperación.
Wenzhi se agachó a mi lado y me estrechó entre sus brazos. Por el rabillo
del ojo, vi que Liwei alargaba la mano hacia mí; curvó los dedos antes de
volver a relajarlos.
El Dragón Negro lanzó un suspiro.
Ojalá tuviera noticias más alegres. Lamento tu pérdida. Con un elegante
salto hacia la noche, se alejó volando.
Entonces, Wenzhi me estrechó con más fuerza. Lo miré y parpadeé
sorprendida. Sus pupilas ya no eran negras, sino de un gris plateado como la

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lluvia en invierno. Me eché hacia atrás y lo empujé, mientras una nube
aparecía y nos arrastraba hacia el cielo, a tanta velocidad que apenas pude
respirar por el aire azotándome la cara. Forcejeé contra Wenzhi, intentando
invocar mis poderes a pesar del frío entumecimiento que se extendía por mi
cuerpo como la escarcha al formarse sobre una hoja. No podía moverme, ni
siquiera para revelarme. El grito de Liwei atravesó mi estupor, seguido del
sonido del metal al chocar, que no tardó en desvanecerse hasta convertirse en
un eco sordo.
—Lo siento.
Un susurro que se desvaneció con el viento, tan tenue que podría
habérmelo imaginado. Contemplé sus ojos plateados, ensombrecidos por la
culpa… y luego todo se oscureció.

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31

U n profundo aroma inundó mis sentidos, dulce y opulento, como un


bosque áureo. Sándalo, me susurró mi mente, que volvió en sí tras
zafarse de la niebla que la envolvía. Abrí los ojos. Me incorporé y me llevé
los dedos a la cabeza, que cada vez me dolía más, antes de contemplar la
habitación, con sus muebles de caoba, suelos de mármol verde y tapices de
seda dorada. Unas volutas de humo aromático salían de un incensario de tres
patas. Algo frío me abrasaba las manos, y al bajar la mirada, me eché hacia
atrás. Unos brazaletes de metal oscuro me rodeaban las muñecas; estaban
hechos del mismo material que habían utilizado para someter a Liwei en el
Bosque de la Primavera Eterna. Intenté quitármelos, pero permanecieron
firmes en su sitio: dos círculos de metal inalterable sin cierre ni bisagra.
Invoqué mi energía, pero esta se escabulló de mi alcance, como cuando aún
era incapaz de controlar mis poderes. Igual que en el Monte Sombrío.
El miedo me desbordó al tiempo que trastabillaba hasta las puertas y
tiraba de ellas. Cerradas. Me dejé caer en un taburete con forma de barril, con
la ira arremolinándoseme en la boca del estómago. ¿Estaría presa? ¿Mi magia
habría sido sometida? ¿Dónde estaría Liwei? ¿Y Wenzhi? ¿Qué habría pasado
con las perlas? Abrí mi bolsa con las manos temblorosas y esparcí su
contenido sobre la mesa. Mi flauta de jade salió rodando, junto con el dragón
de papel del príncipe Yanming. Mi dirigí a la cama a toda prisa y eché las
mantas a un lado, miré debajo de los muebles y abrí cofres y cajones. Pero no
vi rastro de las perlas ni de mi arco.
Recordé el tono glacial de las pupilas de Wenzhi, el susurro en el viento
antes de perder el conocimiento. ¿Lo habría poseído algún espíritu malévolo?
¿Lo habrían suplantado? ¿Correría peligro él también? Noté una opresión en
el pecho, al tiempo que una terrible sospecha se deslizaba por los márgenes de
mi mente.
Las puertas se abrieron y yo levanté la cabeza. Entró una chica joven con
una bandeja. Desconcertada por la expresión sombría de mi rostro, vaciló
antes de inclinarse precipitadamente.
—Mi señora, estáis despierta. I-Informaré a Su Alteza de inmediato.
Dejó la bandeja sobre la mesa y se alejó a toda prisa, antes de cerrar las
puertas tras ella.

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—¡Espera! —Corrí hacia las puertas y tiré de ellas en vano, gritando—:
¿Dónde estoy? ¿Quién es «Su Alteza»?
No hubo respuesta, y sus pasos se desvanecieron hasta que todo quedó en
silencio.
Volví a sentarme en el taburete, conteniendo las ganas de golpear la mesa
a causa de la frustración. A falta de algo que hacer, levanté la tapa del cuenco
de porcelana y contemplé con desinterés el caldo claro salpicado con aceite de
sésamo dorado. Su cálido y delicioso aroma me llegó a las fosas nasales, pero
aparté el cuenco.
Una brisa se filtró en la habitación, abriéndose paso a través del
empalagoso incienso. Corrí hacia la ventana y tomé profundas bocanadas de
aire. El sol brillaba con fuerza, aunque el suelo estaba cubierto por unas nubes
violetas. Las tejas iridiscentes resplandecían desde un tejado con una pátina
con efecto de arcoíris. Observé con más detalle las paredes de obsidiana y
advertí unos surcos lo bastante profundos como para agarrarse a ellos. Me
arremangué la falda y pasé un pie por la ventana, pero me di de bruces contra
una barrera invisible tan dura como la piedra.
Rechinando los dientes, intenté concentrar mi energía con más
vehemencia que antes. Pero las motas de luz se alejaron como si se las
hubiera llevado el viento. Volví a inspeccionar la habitación: vacié el
contenido de los cajones y los armarios, dejando a mi paso un cúmulo de
prendas de seda y brocado y libros amontonados en el suelo. Si iba a salir de
allí usando la fuerza, tendría que armarme, aunque fuera arrancándole una
pata a la mesa de madera. Hurgué en una caja repleta de joyas y saqué todas
las horquillas; me coloqué dos en el pelo y me metí el resto en el cinto.
Las puertas crujieron a mi espalda. Me armé de valor y me di la vuelta,
con un alfiler de oro sujeto en la palma de la mano. Wenzhi entró en la
habitación, vestido con una túnica de brocado verde bordada con hojas
otoñales, cuyo tono cambiaba de carmesí a dorado. El pelo oscuro, que
llevaba recogido en un aro de jade, le caía sobre el hombro. La ira reverberó
en mis venas al ver sus ojos, que ya no eran negros, sino de aquel extraño
tono plateado. ¡Un impostor! Le lancé el alfiler a la cara y corrí hacia la
puerta. Él se echó a un lado y me agarró por la cintura mientras yo forcejeaba
y pataleaba. Mi pie chocó con fuerza contra su muslo y él tensó el cuerpo,
aunque me estrechó con más fuerza. Doblé la rodilla, dispuesta a hundírsela
en el estómago, pero él la bloqueó con facilidad. Desesperada, le aporreé el
pecho con las palmas de las manos, intentando apartarme de él, pero me

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golpeé la parte posterior de la cabeza contra la pared. Idiota, me dije a mí
misma, sumida en una oleada de dolor y viendo chispitas.
Parpadeé, aturdida, y dejé el cuerpo inerte como si me hubiera
desmayado. Deslizó uno de sus brazos alrededor de mis hombros, me colocó
el otro debajo de las rodillas, y me levantó, sujetándome con fuerza. Me llevó
hasta la cama y me tumbó. Con los ojos cerrados, noté con asombrosa
claridad cómo me acariciaba la piel con las yemas callosas de sus dedos,
apartándome el cabello del rostro con una ternura inesperada. Encogiéndome
para mis adentros, mantuve la expresión relajada, incluso mientras buscaba a
tientas una de las horquillas que me había guardado en el cinto. Al advertir
que una sombra se cernía sobre mí, tensé los músculos, poniéndome en alerta;
abrí los ojos, agarré una de las horquillas e intenté clavársela. Cerró los dedos
alrededor de mi muñeca y tomó el alfiler, que se encontraba a un suspiro de
distancia de su cuello.
Curvó los labios.
—Xingyin, te has levantado sedienta de sangre.
Un escalofrío me recorrió la columna. Su voz profunda resonó en mis
oídos con dolorosa familiaridad; sin embargo, ahora era un desconocido para
mí. Forcejeé con más ímpetu mientras me quitaba el alfiler de plata con la
otra mano.
Se apartó y su sonrisa se desvaneció.
—No tengas miedo.
—Tus ojos… —dije con la voz estrangulada, y retrocedí, pegándome las
rodillas al pecho. Refulgían intensamente, como los de Lady Hualing. Un
escalofrío me recorrió. Hasta que descubriera de lo que era capaz, tendría que
proceder con cautela.
Se encogió de hombros, como si no tuviera ninguna importancia.
—Un disfraz. Para evitar preguntas innecesarias.
—¿Quién eres? —exigí saber.
—La misma persona que has conocido todo este tiempo. La misma
persona que he sido siempre contigo.
Se me endureció la voz.
—Déjate de juegos de palabras. Dime quién eres.
Me examinó intensamente.
—¿Acaso no te acepté con los brazos abiertos cuando revelaste ser hija de
la Diosa de la Luna? Xingyin, ambos conocemos lo más importante del otro.
Me dio la sensación de haber sido un peón al que habían engañado. No
hacía más que darme excusas y evasivas con el propósito de aplacar mi ira y

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hacerme sentir culpable. Intentando hacerme creer que había un vínculo entre
nosotros, que éramos iguales. Fuera lo que fuere lo que hubiese hecho, debía
de ser ciertamente terrible.
—No te atrevas a compararnos —siseé—. Mi engaño no te afectó en
absoluto, mientras que tú… me has encerrado y me has robado mis
posesiones.
Apretó la mandíbula mientras se daba la vuelta, y se acercó a la ventana
dando zancadas.
—¿Dónde estamos? —pregunté, odiando el temor de mi voz. Aquella
nueva incertidumbre que sentía estando con él, aquel miedo.
—En mi hogar. El Muro Nuboso. —Una calidez invadió su tono, un
momento antes de volverse frío de nuevo—. Aunque otros prefieren llamarlo
El Reino de los Demonios. Una hábil estratagema por parte de los celestiales
para tildarnos como el enemigo, para que aquellos con los que nunca nos
hemos encontrado siquiera nos vilipendien y nos teman.
Imposible. Aquello no podía ser el Reino de los Demonios. Y él no era
ningún demonio: estos tenían prohibida la entrada en el Reino Celestial. De lo
contrario, alguien habría percibido su verdadera naturaleza durante todos los
años que sirvió en el ejército.
—¿Es una broma? —Me levanté de la cama de un salto y golpeé con el
codo un jarrón esmaltado. Se estrelló en el suelo y el estruendo reverberó en
la habitación.
Las puertas se abrieron y dos soldados vestidos con armaduras negras
ribeteadas en bronce entraron apresuradamente. Uno de ellos tenía la nariz
fina y la barbilla puntiaguda de un hurón y el otro, más alto que su
compañero, era de piel clara y tenía los ojos redondos. Unas borlas oscuras
colgaban de las relucientes lanzas que empuñaban. Al ver a Wenzhi, hicieron
una reverencia y las puntas de sus lanzas golpearon el suelo.
—Su Alteza, hemos oído un golpe —dijo el de piel clara.
Levanté la cabeza de golpe al reparar en el saludo del soldado, que había
usado las mismas palabras que la criada de antes. ¿De verdad era su padre el
Rey Demonio, el monarca confabulador al que todos los celestiales temían y
despreciaban? Quería desplomarme en la cama, cerrar los ojos, con la
esperanza de que todo aquello fuera una pesadilla de la que iba a despertar.
Pero recordé la voz del dragón resonando en mi mente, el cosquilleo que me
produjeron las perlas en la mano, el viento azotándome en la cara mientras la
nube me arrastraba…
Aquello no era ningún sueño.

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Los soldados se inclinaron de nuevo ante Wenzhi, respondiendo a una
orden que no había oído. Cuando se incorporaron, se me quedaron mirando
con evidente curiosidad.
—Dejadnos —dijo él con frialdad. Se retiraron de inmediato y cerraron
las puertas tras ellos.
Entrelacé las manos, deseando tener un arma a mi disposición.
—Alteza —exclamé—. ¿Cómo te atreves a traerme aquí en contra de mi
voluntad?
Se apoyó en el marco de la ventana, mirándome a la cara en aquella
ocasión.
—¿Contra tu voluntad? Accediste a venir conmigo.
—No hice nada parecido.
—Claro que sí. Dijiste que vendrías conmigo a mi casa.
Apenas podía pensar a través de la rabia que me embargaba. Su engaño
constituía una burla a todas las promesas que nos habíamos hecho. Había
creído que procedía del Mar del Oeste; ¡nunca se me pasó por la cabeza que el
Reino de los Demonios fuera su hogar! De haberlo sabido, jamás habría
accedido a irme con él. Cerré los puños, pero me obligué a aflojarlos; ahora
no era el momento de dar rienda suelta a mi ira. Era un mentiroso sin igual,
sin embargo, saber aquello solo redundaría en mi beneficio.
Debía indagar más.
—¿Cómo has podido hacerme esto? —mi voz sonaba ronca por la rabia
reprimida.
Cruzó la habitación y tomó uno de los taburetes junto a la mesa. Alzó la
tetera de porcelana, sirvió dos tazas y me ofreció una, como hacía en el
pasado. Lo miré fijamente hasta que se llevó la taza a los labios y dio un
sorbo.
Frunció el ceño.
—Bien hecho, está frío. —Proyectó una ligera oleada de poder sobre las
tazas, y la fragancia del jazmín impregnó el aire mientras el líquido, que tenía
un apagado tono marrón por culpa de haber dejado los posos demasiado
tiempo, adoptaba un intenso color dorado.
—Podría haber hecho eso yo misma, pero resulta que no puedo. ¿Qué me
has hecho? —Me levanté de la cama y le tendí las manos, con el metal de los
brazaletes brillando sobre mi piel.
—Solo es por precaución, para asegurarme de que no hagas ninguna
tontería.
El impulso de golpearle se apoderó de mí.

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—La única tontería que he hecho ha sido confiar en ti. ¿Cómo conseguiste
burlar las guardas del Reino Celestial? ¿Por qué llevaste a cabo la farsa de
unirte al ejército? ¿Por qué me has traído aquí?
—Cuántas preguntas, Xingyin. Responderé a lo que pueda, si te sientas.
—Señaló el taburete que tenía al lado.
Lo fulminé con la mirada mientras tomaba asiento, con la espalda más
rígida que una tabla de madera.
—Las guardas del Reino Celestial ya no son tan poderosas como antes.
Puede que porque ya no alberguen la capacidad de sondear los pensamientos
de sus enemigos. Debilitarlas aún más fue una tarea sencilla, así como
camuflarme con magia.
—Eres uno de ellos. Practicas las artes prohibidas. —No pude evitar un
escalofrío.
—Sí, aunque aquí no están prohibidas. Aquí son consideradas un don.
—Traidor —gruñí, recordando a los espíritus de zorro que habían burlado
las guardas y herido a Shuxiao—. ¿Acaso el daño que has infligido te es
indiferente?
—¿Y qué hay de aquellos a los que he salvado? ¿Los monstruos y
enemigos que derroté en nombre del Reino Celestial? —replicó—. Pero
estamos dándole vueltas a lo mismo; esta conversación no nos llevará a
ningún sitio. ¿Acaso no mantuviste tu identidad en secreto, Xingyin? Tú, más
que nadie, deberías entender la posición en la que me encontraba. —Su tono
se volvió burlón—: No te hagas la inocente. No es al Reino Celestial al que le
guardas lealtad.
Perdí el frágil control que ejercía sobre mis emociones.
—Al margen de lo que hiciera, no era ninguna espía. Tenía que proteger a
mi familia. Protegerme a mí. En ningún momento puse en peligro a nadie más
que a mí misma. —Y añadí mordazmente—: ¿Y a quién guardas lealtad tú?
Fingiste de maravilla preocuparte por los soldados celestiales mientras en tu
interior te regocijabas con sus heridas.
Su aura se espesó, agitándose como nubes de tormenta.
—Siempre me preocupé por aquellos que estaban bajo mi mando, lloré
con cada soldado caído. Pero hice lo que tenía que hacer. Al margen de si me
gustaba o no.
—Como hiciste conmigo.
—¿Qué? —dijo con brusquedad, aparentemente sorprendido—. No… ni
hablar. Eso jamás.

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—Y entonces, ¿por qué? —indagué, viendo que empezaba a perder la
compostura.
No creí que fuera a responderme e, incluso si lo hacía, no esperaba más
que mentiras. Sin embargo, cuando habló, su cuerpo encerraba tanta tensión,
que era evidente que, fuera lo que fuere lo que estuviera pensando, le afectaba
profundamente.
—En este lugar, el segundo hijo del rey cuenta con pocas oportunidades.
Todos los esfuerzos se volcaron en mi hermanastro, Wenshuang, a pesar de
estar menos capacitado que yo y poseer poderes inferiores a los míos. Carecía
de toda habilidad para esgrimir nuestra magia, el eje de nuestro poder. Aun
así, lo nombraron príncipe heredero por ser el primogénito. —Esbozó una
sonrisa amarga—. De modo que fui a hablar con mi padre y llegamos a un
acuerdo. No muy diferente del tuyo con el emperador.
—¿Todo esto, solo para ocupar el puesto de tu hermano? —dije con
incredulidad. Tal vez una parte de mí esperaba que se hubiera visto obligado a
hacer aquello en contra de su voluntad. Pero averiguar que se había movido
por la codicia y la ambición… No creía que tales cosas lo motivaran. No era
quien yo creía; carecía de honor. No obstante, ese destello de crueldad, ese
deseo de ganar a toda costa, había estado siempre ahí; y ojalá lo hubiera
reconocido por lo que era: una ambición sin límites.
Apretó los dedos en torno a la taza y se le pusieron los nudillos blancos.
—No sabes nada de mi hermanastro.
—Ni siquiera sabía que tuvieras un hermano.
—Más allá de la sangre que compartimos, es un extraño para mí. Desde
que éramos pequeños, no me ha mostrado más que crueldad y odio. Pasé un
infierno con él: palizas, castigos e insultos. Y no podía defenderme; no
porque fuera débil, sino por que él era el príncipe heredero. Me arrebató los
pocos criados leales y amigos que tuve durante mi juventud, así que aprendí a
no mostrar mi afecto por nadie. La única manera que tenía de protegerme a mí
mismo y a aquellos que me importaban era conseguir una posición más
elevada y reclamar el trono.
Reprimí una punzada de lástima, intentando ignorar la crudeza de su tono.
¿Quién me decía a mí que aquello no fueran más mentiras para despertar mi
simpatía? Clavé los ojos en los suyos al preguntarle:
—¿Qué tiene eso que ver con el Reino Celestial? ¿Y con las perlas? ¿Y
conmigo?
—El sueño de mi padre es derrocar al Reino Celestial. El odio que siente
hacia el emperador es inmenso. Por haber vilipendiado nuestra magia y haber

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puesto en nuestra contra a todas las regiones de los Dominios Inmortales. Por
los que perdimos en la guerra. Pero no podíamos romper la tregua; no éramos
lo bastante poderosos para derrotarlos a ellos y a sus aliados.
—Vuestra magia es despreciable —dije de inmediato, espoleada por el
recuerdo del sufrimiento de Liwei a manos de Lady Hualing. De mi propio
enfrentamiento contra el gobernador Renyu.
—No, no lo es. Nuestra magia es capaz de sanar las dolencias de la mente,
de aliviar el sufrimiento, destapar mentiras y detectar malas intenciones. Se
puede utilizar de formas despreciables, al igual que el Agua, el Fuego, la
Tierra y el Aire se han empleado para llevar a cabo actos deleznables de
muerte y destrucción. Es el menos comprendido de los Dones, así que resulta
sencillo denostarlo. Sobre todo porque los que están en el poder, el emperador
y sus aliados, lo temen.
—Controlar la mente de alguien, arrebatarle la voluntad, es un acto vil.
Su rostro se ensombreció.
—Ese tipo de magia apenas se empleaba antes de la guerra, ni siquiera se
toleraba entre nosotros… Hasta que tuvimos que usarla para defendernos. No
culpes al instrumento, sino a quien dirige la melodía. Tal vez esa fue la
excusa del emperador para afianzar su poder en los Dominios Inmortales. No
existe mayor unidad que enfrentarse a un peligro común. Si es así, ha creado
una profecía autocumplida, que será su perdición. Condenarnos al exilio solo
nos ha hecho más fuertes, nos ha proporcionado una causa. Y en la guerra, las
líneas entre el bien y el mal se difuminan.
Mis pensamientos se enredaron. No confiaba en él ni en el emperador. ¿O
sería simplemente la destreza de Wenzhi lo que me hacía sentir así, su
habilidad para retorcer las cosas hasta que ya no era capaz de distinguir la
cabeza de la cola?
Al permanecer callada, él prosiguió:
—Le prometí a mi padre que si me nombraba heredero, le ayudaría a
derrocar al Reino Celestial. Que le ayudaría a encontrar el arma más poderosa
contra el emperador; una que le daba tanto miedo, que había tenido que
encerrarla en los Dominios Mortales.
—Los dragones —dije en un susurro estrangulado—. Me arrebataste las
perlas. ¿Qué piensas hacer con ellas?
Se encogió de hombros.
—Puede que se alegren de vengarse de aquel que los encerró durante
tanto tiempo.

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—¡No! —grité—. Ya oíste lo que dijeron. Los dragones son amantes de la
paz. Permitieron que los encarcelasen para evitar el derramamiento de sangre.
Si los obligas a hacer tal cosa, morirán.
Mis palabras cayeron en saco roto. Su rostro mostraba una determinación
gélida, tallada en piedra. Ignorando el malestar que me invadía, seguí
indagando. Debía averiguar hasta dónde llegaba su traición.
—El mineral del Monte Sombrío. ¿Te lo llevaste para forjar estas cosas?
—Alcé los brazaletes.
—Necesitábamos defendernos como pudiéramos.
—¿Organizaste la rebelión de los tritones?
Apretó los labios.
—Una semilla que me dio más quebraderos de cabeza que otra cosa.
Llevaba tiempo queriendo visitar la biblioteca del Mar del Este, pero sus
gobernantes guardan con extremado celo sus conocimientos. Sobre todo
acerca de cualquier cosa que esté relacionada con los dragones. Nuestros
espías nos informaron sobre la complacencia de sus fuerzas y la ambición del
gobernador. Dispusimos que el colgante le fuera entregado al gobernador para
sembrar la discordia, con la certeza de que el Mar del Este solicitaría la ayuda
del Reino Celestial al primer indicio de inestabilidad. ¿Quién se negaría a
prestar su ayuda a un aliado? Pero los planes del gobernador iban más allá de
lo que habíamos previsto. No pretendíamos que usurpara el trono del Mar del
Este, para luego proyectar su ambición hacia los Cuatro Mares. Nuestra
enemistad es solo con el Reino Celestial.
Me obligué a escucharlo con una expresión de calmada indiferencia,
aunque me asqueó pensar que había fingido preocupación por los que fueron
abatidos aquel día. No me atreví a incidir demasiado en sus respuestas, pues
de lo contrario no sería capaz de contenerme. Levanté la vista, y encontré su
mirada posada en la mía; pálida, gris y brillante. Algo se sacudió en mi
interior, el eco esquivo de una sensación de reconocimiento. Era el arquero
del bosque, aquel de ojos plateados que me había disparado de forma tan
implacable.
—¡Fuiste tú quien me atacó! En la pagoda. —Estuve a punto de
encogerme por el dolor que me atravesaba el corazón—. Tú estuviste detrás
del secuestro de la princesa Fengmei.
Tras aquello, apartó la mirada. ¿Era vergüenza o remordimiento?
—Te dije que no fueras. Intentaba protegerte. Solo te disparé para
mantenerte a salvo; para que permanecieras en la pagoda, lejos de la
emboscada. Si te herían, tal vez huyeras para resguardarte.

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Ciertamente, su flecha de plumas negras había abatido a mi asaltante, pero
el hecho de darme cuenta no apaciguó mi rabia.
—¿Cómo pudiste? ¿Sabes lo mal que lo pasamos?
Inhaló de forma entrecortada.
—Le ordené a Lady Hualing que no te hiciera daño. Ella no puso ninguna
pega, pero tú, Xingyin, tienes la habilidad de despertar emociones muy
fuertes en aquellos que te conocen. Tanto para bien como para mal.
Me estremecí por la forma íntima en la que me habló.
—Un plan de lo más honorable —lo felicité con un profundo desprecio—.
Secuestrar a una chica inocente y aprovecharse del dolor de una inmortal
resentida para que te hiciera el trabajo sucio sin tener que mancharte las
manos. ¿Es que no tienes vergüenza?
Tensó el rostro al oír mi burla.
—Tras décadas sirviendo al ejército, formando parte del círculo íntimo de
los más poderosos del Reino Celestial, todavía no había conseguido acceso a
los dragones. Mi padre se estaba impacientando, así que decidí volver y
hacerle un regalo para compensárselo.
—Liwei. —Noté una punzada de dolor al pensar en él. ¿Habría vuelto al
Reino Celestial? ¿Se preguntaría dónde estaba yo?
Wenzhi suspiró.
—Cualquiera de las dos cosas hubiera bastado: la fuerza vital del príncipe
heredero o el fin de la alianza con el Reino del Fénix. Fue una pena que
destruyeras el anillo de Lady Hualing. Mi padre quedó muy disgustado.
Algo en mi interior se resquebrajó ante su falta de escrúpulos, los
últimos… resquicios de esperanza a los que aún me aferraba de que aquella
persona no fuera él, de que esto no fuera real. Todo lo que había hecho desde
que había abandonado mi hogar, todos mis logros, parecían estar
contaminados con su maldad.
La bilis me trepó por la garganta; caliente, amarga y agria. Me esforcé por
mantener la calma, pero fracasé estrepitosamente mientras una oleada de furia
estallaba en mi interior. Lo abofeteé con todas mis fuerzas, pero él
permaneció impasible, sin intentar detenerme al tiempo que su cabeza giraba
hacia un lado con un sonoro chasquido. La mano me ardía, pero la marca roja
que le dejé en la mejilla me produjo una enorme satisfacción.
—Xingyin, sé que estás enfadada. Pero no vuelvas a pegarme.
—¿Enfadada? No tengo palabras para describir lo que siento ahora
mismo. Lo mucho que te desprecio.
Se acercó más a mí, y su voz descendió a un susurro sinuoso:

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—Fue tu decisión. Aceptaste las perlas de los dragones. No niegues que
también codiciabas su poder.
Me estremecí ante aquella innegable verdad, aunque se equivocaba sobre
mí. Sí, codiciaba su poder, pero no por las mismas razones que él. Sin
embargo, noté una opresión en el pecho al darme cuenta de algo:
—¿Fingiste tus sentimientos por mí porque sabías a quién había
pertenecido el Arco del Dragón de Jade? ¿Porque sospechaste que podría
manejarlo… y, con él, a los dragones?
—No —dijo sin vacilar—. No negaré que tu conexión con el arco me
intrigó. Y lo que descubrí en el Mar del Este me dio una razón para tenerte
cerca. Al principio como aliada y después. —Un rubor se extendió por su
rostro—. Lo que hay entre nosotros comenzó antes de aquello. La primera vez
que te vi disparar el arco despertaste algo en mí. No esperaba sentir lo que
sentí. Fue en parte por lo que decidí renunciar a las perlas y volver a casa. No
quería que siguiera habiendo mentiras entre nosotros.
Incluso ahora, una parte de mí sufrió por su confesión, pero no pensaba
dejar que se me notara. Nunca descubriría cuánto me había herido.
Él continuó hablando:
—Casi habría deseado que el emperador no te hubiera encargado esta
misión. Nunca quise ponerme en tu contra. Sin embargo, el destino quiso que,
durante tu audiencia, el emperador te entregase lo que llevaba esperando
todos estos años. Una coincidencia fortuita que no pude ignorar.
—Para mí no fue tan fortuita. —Examiné su rostro, pero no encontré
ningún indicio de que hacerme aquello le hubiera dolido a él también—.
Sabías que necesitaba las perlas para salvar a mi madre. Viste lo que me costó
conseguirlas, y aun así me las arrebataste. —Me esforcé por mantener la
calma e insistir una última vez—: Si te preocupas tanto por mí como dices,
dame las perlas y deja que me vaya.
Con un paso, acortó la distancia que nos separaba y me estrechó entre sus
brazos. Sus manos eran como hielo sobre mi piel ardiente.
—Las perlas son fundamentales para el futuro de mi pueblo, para acabar
de una vez por todas con la amenaza perpetua que supone el Reino Celestial.
Con los dragones a nuestra disposición, no nos costará derrotarlos. En cuanto
eso ocurra, te juro que encontraré la manera de liberar a tu madre. Tendremos
todo lo que siempre soñamos y nunca creímos posible. Una familia, poder y el
uno al otro. Solo tienes que confiar en mí.
Me zafé de su abrazo. El contacto de su piel me provocó un escalofrío
cuando, apenas un día antes, había anhelado sus caricias. La imagen que se

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había formado sobre nuestro futuro me repelió.
—Les di mi palabra a los dragones. Aunque tus promesas te sean
indiferentes, las mías significan algo para mí. —Podría haberle dicho más
cosas, podría haber montado en cólera, haberle gritado e insultado, pero un
doloroso cansancio me abrumó de pronto, una pesadumbre en el corazón. Le
di la espalda, queriendo que se marchara, incapaz de soportar su presencia ni
un momento más.
Lanzó un profundo suspiro, envuelto en aflicción.
—Tómate el tiempo que necesites para pensar en ello. De cualquier
manera, no dejaré que te marches. —Se encaminó hacia las puertas y las abrió
—. Es inútil que intentes escapar. Si insistes en seguir portándote como una
necia, no me quedará más remedio que tratarte como tal.
Las puertas se cerraron tras él. Con la rabia a flor de piel, tomé su taza y la
lancé contra la pared. La delicada porcelana quedó hecha añicos, demasiado
numerosos como para poder recomponerla.

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A pesar de su advertencia, intenté escapar. Tenía que hacerlo.


Pero las ventanas estaban selladas y las puertas, cerradas a cal y
canto. Logré escabullirme en una ocasión, cuando un criado me trajo la
comida, pero me topé de bruces con los guardias de fuera. Por desgracia, eran
guerreros experimentados y no soldados novatos a los que poder pillar
desprevenidos. Luché contra ellos con todas mis fuerzas, pero me sometieron
con facilidad y volvieron a arrojarme en mi habitación.
Me dejé caer en el taburete y tamborileé con los dedos sobre la mesa a un
ritmo incesante. ¿Cómo podía salir de aquel horrible lugar? ¿Cómo iba a
recuperar las perlas? Y en cuanto a mi madre… la esperanza de liberarla se
había reducido a una fantasía desesperada, como cuando servía en la Mansión
del Loto Dorado. Wenzhi había hecho añicos mis sueños y mi corazón de un
plumazo. Clavé las uñas en la madera, llevándome conmigo finas astillas.
El dolor me atravesaba, agudo e implacable, cada vez que creía haberme
sobrepuesto a su traición. Mi mente divagó hasta los días que habíamos
pasado juntos; los recuerdos me atormentaban, y no pude evitar flagelarme.
Pensé en todo lo que me había dicho y hecho: su insistencia en que
mantuviéramos en secreto el hallazgo del Arco del Dragón de Jade, su paseo
en plena noche hasta el Monte Sombrío, el hecho de hacer caso omiso al
interés que yo había mostrado por la biblioteca del Mar del Este. Nada
llamativo en sí mismo; sin embargo, consideradas conjuntamente, todas esas
cuestiones formaban un cúmulo mucho más siniestro. Incluso su reticencia a
hablar de sí mismo debería haber servido como advertencia, y a mí más que a
nadie. Pero había estado tan inmersa en mis propios deseos, ambiciones y
emociones, que me había olvidado de todo lo demás. Mi vanidad también
tenía la culpa, pues no podía negar que había quedado deslumbrada por su
reputación y halagada por sus atenciones. Había querido considerarlo un
hombre honorable, alguien en quien poder confiar, de modo que había estado
predispuesta a ver todas sus acciones con buenos ojos. Me había engañado,
pero yo se lo había permitido. Ojalá me hubiera tomado en serio la
advertencia de la maestra Daoming sobre que una mente atribulada llevaba al
desastre. Pero ahora era demasiado tarde.
Las puertas se abrieron. Me puse de pie, escudriñando la habitación en
busca de cualquier cosa que pudiera utilizar como arma. Desde la última vez,

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Wenzhi había ordenado que retirasen todas las horquillas. Podría haber
sometido a los criados con las manos, pero tras mi intento de huida, ahora
eran los soldados los que me traían la comida.
Pero no se trataba de ningún soldado. Wenzhi entró dando zancadas, con
la túnica de brocado añil arremolinándose en torno a sus pies. Llevaba una
cinta de tela salpicada de ámbar anudada a la cintura. Sobre su cabello
descansaba una corona de jade blanco engastada con una resplandeciente
esmeralda. Entorné los ojos al verla; aquello era lo que valía su honor.
Volví a sentarme, negándome a reconocer su presencia. Arañé de forma
instintiva el metal que me rodeaba las muñecas. Por mucho que tirara de los
brazaletes o los golpeara contra las paredes, seguían intactos, aunque yo
estaba llena de moratones y raspones.
Clavó la mirada en mis brazos, y yo los oculté tras la espalda. Se acercó a
mí y me los agarró. Noté una reconfortante sensación de frescor filtrándose de
él, y las marcas de mi piel desaparecieron.
Me liberé de un tirón. Me negué a darle las gracias. Me negué a mirarlo.
Se sentó frente a mí.
—No vuelvas a hacerte daño. Mi paciencia no es ilimitada.
Me volví hacia él con la voz cargada de veneno.
—¿Qué más piensas hacerme? ¿Además de secuestrarme, someter mi
magia y robarme mis cosas?
La gema de su corona brilló con más intensidad, tal vez canalizando su
ira. Sin embargo, su expresión permaneció inescrutable mientras se inclinaba
hacia mí.
—¿Qué puedo hacer para que te sientas más a gusto? —preguntó, como si
fuera un amable anfitrión y yo su invitada de honor.
Alcé mis muñecas encadenadas.
Curvó la comisura de los labios.
—Me temo que no, al menos hasta que recuperes el sentido común.
—Ya he recuperado el sentido común —repliqué—. Ahora te veo tal y
como eres: un mentiroso y un ladrón.
Se apartó, con una expresión afligida. Si mis palabras le habían herido, me
alegraba por ello.
—He estado dándole vueltas a un asunto —dije—. Tú, un príncipe
demonio, embaucaste al Emperador Celestial. Te infiltraste en el Reino
Celestial, en el entorno más cercano de su corte, y los espiaste. ¿Acaso no
viola eso la tregua entre ambas naciones? Lo más probable es que los aliados
del Reino Celestial se enfrenten también a vosotros.

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Él se encogió de hombros, sin mostrar la menor preocupación.
—Podría decirse que les serví bien. Al menos mientras estuve a sus
órdenes.
Me mordí el interior de la mejilla al recordar que, en efecto, había sido el
guerrero más laureado del Ejército Celestial.
—Pero fuiste tú quien debilitó las guardas, instigó los disturbios en el Mar
del Este, planeó el secuestro de la princesa Fengmei…
—Xingyin, solo tú estás al tanto de eso —intervino en un tono
exasperantemente calmado—. Los celestiales no saben quién soy, al menos de
momento. Creen que soy un espía, como los que enviaron a nuestra corte sin
éxito. Además, el emperador no estará demasiado dispuesto a admitir que lo
he tenido engañado todos estos años; es demasiado orgulloso. Por ahora,
buscará el modo de salvaguardar su dignidad, en lugar de reunir a sus aliados
para comenzar una guerra que no desea. Al menos, mientras el equilibrio de
poder no esté claro. —Una sonrisa se dibujó en sus labios—. Aunque lo cierto
es que ahora se inclina a nuestro favor.
Las perlas, me dije, hecha una furia.
Ajeno, en apariencia, a mi enfado, tomó una mandarina del cuenco y se
puso a pelarla. Me la ofreció, pero hice caso omiso.
—¿Y qué hay de mí? —exigí saber—. Seguro que secuestrar a una
soldado celestial y robar las perlas que quería el emperador supone una
violación de tu querida tregua. —Mi voz resonó con triunfo; estaba segura de
que aquella vez había dado en el clavo—. Libérame, devuélveme mis cosas y
no les contaré lo que has hecho. —Negociar con él hacía mella en mi orgullo,
pero no estaba en posición de ponerme exquisita.
Se metió la mandarina en la boca, gajo a gajo, y masticó, concentrado.
¿Acaso no quería responderme? ¿No se había percatado antes de aquello? Era
poco probable, dada su astucia.
Por fin, apoyó los codos en la mesa y entrelazó los dedos.
—Hubiera preferido no contarte esto. —Un escalofrío me recorrió. No
creía que fuera a gustarme lo que iba a decir a continuación.
—La Corte Celestial cree que eres mi invitada de honor, mi futura esposa.
Una embaucadora que persuadió al emperador para que le entregase el sello, y
luego tomó las perlas y vino hasta aquí por voluntad propia. No pueden
echarme la culpa por permitir tu estancia; no es una violación de la tregua, ya
que yo desconocía tus crímenes.
—Monstruo —maldije en voz baja—. Todo esto ha sido cosa tuya. Nadie
creerá que yo… que hemos… —Las tripas se me retorcieron al recordar las

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habladurías que había habido sobre nosotros. A las que yo no había prestado
ninguna atención, creyendo que las especulaciones carecían de importancia.
Me había equivocado del todo. Las palabras albergaban poder. Convertían las
mentiras en realidad, labraban reputaciones o las destruían. Era el motivo por
el que había confiado en Wenzhi tan fácilmente. Y por eso mismo, muchos
otros creerían ahora mi supuesta traición, pues para ellos era una mentirosa
que había ocultado su identidad a todo el mundo. ¿Quién iba a confiar en mí,
ahora que mi reputación había quedado por los suelos?
—Liwei —dije—. Él me creerá. Estaba allí… —Mi tenue esperanza se
desmoronó al recordar de pronto aquellos últimos instantes antes de
desvanecerme sobre la nube. Había oído unos gritos y el sonido del metal al
chocar. ¿Habrían atacado a Liwei? ¿Estaría herido? Habría intentado
ayudarme. Habría intentado venir a buscarme. A menos que alguien se lo
hubiera impedido.
—¿Qué le hiciste? —exigí saber.
Cuando una expresión de ira apareció en el semblante de Wenzhi, suspiré
aliviada.
—Escapó —dije con seguridad.
—Aunque hablara a tu favor, muy pocos le creerían. Las pruebas contra ti
son irrefutables y es de sobra conocido que él tiene debilidad por su antigua
compañera de estudios. —Hizo una pausa, como sopesando sus siguientes
palabras—. Xingyin, siento si esto te aflige, pero es mejor cortar por lo sano.
Olvídate del Reino Celestial; allí no queda nada para ti.
Habló con delicadeza, y en ese momento, lo odié. La gravedad de lo que
había hecho me sacudió, y mi cuerpo se tensó de terror. ¿Qué le haría el
emperador a mi madre, si llegaba a creer que lo había traicionado? ¿Cumpliría
su promesa de no hacerle daño? Tenía que volver para dejar las cosas claras.
Abrió la boca para decir algo más, pero entonces un soldado entró en la
habitación. Hizo una profunda reverencia mientras decía con urgencia:
—Alteza, el Ejército Celestial.
—Ahora, no —espetó Wenzhi.
El soldado se quedó rígido antes de darse la vuelta y marcharse a toda
prisa, cerrando la puerta tras él.
—¿El Ejército Celestial? —Mi tono desprendía un interés moderado, pero
en realidad ardía por saberlo.
La única señal que dejó entrever su inquietud fue el instante de vacilación
antes de pronunciar sus siguientes palabras.
—Los problemas típicos del día a día en nuestras fronteras.

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Fingí indiferencia, pero empecé a dar vueltas en la cabeza a lo que
acababa de escuchar, intentando encontrarle algún sentido. El soldado había
llegado corriendo para comunicarle a Wenzhi algo urgente en relación con el
Ejército Celestial. Y la respuesta cortante de Wenzhi distaba mucho de la
habitual. No se trataba de una simple escaramuza sin importancia. Algo más
grave ocurría, y él quería ocultármelo.
Advertí la facilidad con la que mentía con una punzada de dolor en el
pecho. Pero no iba a dejarme engañar así como así.
En cuanto se marchó, me dirigí a toda prisa hacia las puertas. Estaban
hechas de ébano; la parte inferior contaba con un sólido panel de madera,
mientras que la superior ostentaba un enrejado de círculos interconectados y
estaba forrada de seda blanca. Me agaché para que los soldados del otro lado
no atisbaran mi silueta.
La voz amortiguada de Wenzhi me llegó a los oídos:
—Doblad la vigilancia. En caso de que ocurra algo inesperado o intente
escapar de nuevo, venid a informarme de inmediato.
Se oyó el tintineo de unas armaduras, producido tal vez por los soldados
al inclinarse. El hecho de tener que soportar más guardias apostados en la
puerta me enfureció. ¿Cómo iba a escapar ahora? Me arremangué la falda y
me hundí en el suelo. El mármol resultaba frío y duro, pero tal vez
descubriera algo de importancia.
Debí de permanecer allí sentada durante horas, con la espalda apoyada en
las puertas; el cuello me dolía y tenía las piernas acalambradas. Me había
levantado de un salto y alejado corriendo en dos ocasiones, al oír el crujido de
la madera. Mi habitación fue oscureciéndose cada vez más a medida que el
sol descendía. Pero no descubrí nada más que las comidas favoritas de los
guardias, sus antecedentes familiares y los nombres de las inmortales que les
gustaban. Con un suspiro, me levanté y me puse a deambular por la
habitación, intentando calmar el incesante revuelo de mi interior.
Me detuve junto a la ventana. Había más de un millar de soldados
reunidos allí abajo, con sus brillantes armaduras negras conformando un
océano nocturno. Wenzhi estaba subido en una tarima y se dirigía a las tropas
como hacía siempre antes de los enfrentamientos, aunque me repugnaba
pensar que ahora conspiraba contra aquellos que habían sido sus compañeros
en el pasado. Me esforcé por captar sus palabras, pero la barrera no filtraba
ningún sonido, ni siquiera el murmullo de la brisa. Golpeé el escudo hasta que
me dolieron los puños. Si pudiera oír lo que estaba diciendo, sería capaz de
dar respuesta a las preguntas que me atormentaban.

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Un grupo de soldados se adelantó. Wenzhi asintió, y ellos alzaron las
manos. La magia resplandeció en el aire mientras un tramo de nubes violetas
se transformaba en arena dorada.
¿Por qué? Me acerqué aún más a la barrera, pero los soldados se
dispersaron. Un sentimiento de inquietud me abrumó, como si estuviera
cruzando un puente desvencijado que pudiera desmoronarse en cualquier
momento. Se había hecho de noche, así que apagué la lámpara, dejando la
habitación sumida en la oscuridad. Puede que los soldados bajaran la guardia
si creían que me había ido a dormir.
Volví a ocupar mi lugar junto a las puertas y me rodeé las rodillas con los
brazos. Se avecinaba una batalla. Estaba convencida. ¿Pero cuándo? ¿De qué
manera estaría involucrado el Ejército Celestial? ¿Y por qué habían
transformado las nubes en arena?
Unos pasos resonaron fuera. Se oyó el tintineo de una armadura.
—Su Alteza solicita un informe de la situación. —Era una voz de mujer.
Hablaba en voz tan baja que tuve que cerrar los ojos y concentrarme en
captar sus palabras. Al igual que había hecho al disparar con los ojos
vendados en el bosque de melocotoneros.
—No ha habido incidentes. Hoy ha pasado el día sin montar ningún
escándalo y se ha acostado temprano. Puede que esté entrando en razón.
Alguien se echó a reír. Apreté la mandíbula al oír la mofa.
—Capitana Mengqi, nos hemos perdido las instrucciones de Su Alteza —
dijo otro soldado en tono respetuoso—. ¿Tenéis algo de lo que informarnos?
Agucé el oído. ¿Una capitana? Tal vez ella supiera algo más.
—Nuestras fuentes nos han comunicado que el príncipe celestial se unirá
mañana al ejército. Marcharán al día siguiente, al amanecer.
¿Liwei iba a venir? ¿Por qué? Mi esperanza se transformó en miedo
mientras me preguntaba cómo reaccionaría Wenzhi. De algún modo,
aprovecharía la situación en beneficio propio. Lo que significaba… que era
una trampa y yo, el cebo.
Alguien se aclaró la garganta.
—¿Va todo bien? —preguntó el soldado, algo nervioso.
—En cuanto crucen la frontera, la victoria será nuestra. —La voz de la
capitana vibró de satisfacción, y sus palabras fueron recibidas con unos
gruñidos de aprobación.
Poco después, la capitana Mengqi se marchó. Sus pasos se desvanecieron
y yo me desplomé contra la pared, reprimiendo un estallido de pánico. ¿Qué
hacía allí el Ejército Celestial? Yo no podía ser la causa: el emperador jamás

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movería un dedo en mi defensa, y menos después de las mentiras que Wenzhi
había difundido. Debían de estar aquí por las perlas. ¿Pero por qué se habían
presentado solos, sin reunir primero a sus aliados? Era imposible que
pretendieran poner fin a la tregua, y menos para librar una guerra que no
deseaban y para la que no estaban preparados. Más que por las palabras de
Wenzhi, me guiaba por mi propia intuición. El Ejército Celestial no parecía
demasiado dispuesto a tratar de nuevo con el Reino de los Demonios. Los
soldados no hablaban de su antigua confrontación con orgullo, sino entre
susurros, e invadidos por el temor. Habían marchado a la guerra esperando
una victoria aplastante, pero habían vuelto a casa magullados y con una frágil
tregua bajo el brazo.
No, los celestiales no cruzarían la frontera. Liwei nunca sería tan
imprudente, ni siquiera aunque hubiera sido el blanco de las provocaciones
enemigas. Había estudiado con él; lo conocía a la perfección. La pérdida sin
sentido de vidas era algo que jamás aceptaría. ¿Se trataría de un señuelo para
distraer al Reino de los Demonios mientras buscaban las perlas? Pero Wenzhi
debía de saber que el Ejército no tenía intención de invadirlos, él mismo lo
había dicho. ¿Qué estaría planeando? Con las perlas en su poder,
Wenzhi tenía el control de los dragones. Forzar una confrontación en ese
momento, cerca de su territorio, le beneficiaría. Sin embargo, si atacaban a los
celestiales sin ningún motivo, el resto de los Dominios Inmortales se alzaría
contra ellos.
Me palpitó la cabeza mientras intentaba unir mis pensamientos
fragmentados. El Muro Nuboso se encontraba junto al Desierto Dorado. Los
soldados habían transformado las nubes violetas en arena. ¿Estarían
intentando crear una nueva frontera? ¿Un espejismo? De pronto lo entendí
todo, y me quedé helada.
Sí que era una trampa, pero una mucho peor de la que me había
imaginado.
Los demonios pensaban atraer a los celestiales hasta su territorio creando
una frontera falsa. En cuanto cruzaran, estarían violando la tregua y se
podrían tomar represalias contra ellos. Ni siquiera sus aliados podrían echarle
en cara al Reino de los Demonios que se hubieran defendido. A los celestiales
les esperaba una emboscada, de eso estaba segura, nada iba a quedar en
manos del azar.
Me llevé el puño a la boca y ahogué un grito. ¡Ojalá no hubiera tomado
las perlas! Pero su poder me había tentado, pues había buscado
desesperadamente la manera de liberar a mi madre sin tener que pagar el

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precio del emperador. Había sido muy codiciosa, al no querer ceder en nada.
Qué arrogante había sido al pensar que podía custodiarlas cuando no podía ni
protegerme a mí misma. Y ahora, la devastación y la muerte de miles de
inmortales pesaría sobre mi conciencia.
La desesperación se apoderó de mí, arrebatándome mis últimas fuerzas.
Cerré los ojos, pero no pude evitar imaginar el suelo inundado de sangre,
salpicado con las armaduras de los celestiales caídos. La mirada inerte de
Liwei. El cuerpo sin vida de Shuxiao. Los rostros de aquellos con los que
había servido pasaron por mi mente, todos dirigiéndose hacia su perdición.
Me mordí con fuerza el nudillo hasta que atravesé la carne y el sabor cálido
del hierro y la sal me inundó la boca. Las lágrimas me nublaron la vista
mientras me desplomaba, hecha un ovillo y con los puños cerrados, unos
puños que no podían hacer otra cosa más que golpear el suelo de mármol.

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33

N
culpa.
o podía permitir que Liwei y el Ejército Celestial cayeran en la
trampa mortal que les aguardaba. No podía dejar que muriesen por mi

¿Pero qué podía hacer para evitarlo? Si tuviera el Arco del Dragón de Jade
a mi disposición y fuera capaz de emplear mis poderes, podría haberme
arriesgado a salir corriendo. Pero las esperanzas de escapar sin la ayuda de la
magia, las armas o algún aliado eran tan escasas como las de un ratón
atrapado entre las garras de un tigre. De momento, solo podía depender de mi
ingenio. Y me recordé que no todas las batallas se ganaban empleando la
fuerza bruta: a veces era el agua la que conseguía desgastar la piedra.
Había arremetido contra Wenzhi igual que una niña: dolida, enfadada y de
forma impulsiva. Mi rebeldía no había hecho más que despertar sus
sospechas, lo que me dificultaba la huida. Debía convencerlo de que había
cambiado de opinión para hacerle bajar la guardia. Solo entonces podría
recuperar las perlas y escapar. Pero engañarlo no sería tarea fácil. Las
lágrimas podían resultar útiles, pero Wenzhi me había visto matar monstruos
sin inmutarme. Las súplicas no funcionarían, pues su ambición era
implacable. Tampoco sería fácil mentirle, me conocía demasiado bien. Al
menos, eso pensaba él; la ira me recorrió al recordar sus arrogantes
suposiciones. ¿Cómo podía creer que accedería a formar parte de sus
despreciables planes?
Pero tal vez pudiera emplear lo que sabía de mí contra él, para que
pensara que había logrado convencerme. Había intentado usar la libertad de
mi madre para tentarme. Me creía capaz de cualquier cosa con tal de salvarla,
igual que había hecho él para asegurarse su posición. Se equivocaba, yo no
era como él. Valoraba demasiado mi sentido del honor, y sabía que para mi
madre también era importante.
Todavía era de noche, pero aparté las mantas y me dispuse a prepararme;
tenía el estómago revuelto, igual que me ocurría siempre antes de una batalla.
En esta ocasión, mis únicas armas eran las sonrisas y las palabras, y no era
experta en el manejo de ninguna de ellas. En lugar de ponerme la armadura,
me vestiría de seda. Rebusqué en el armario, que estaba atestado de prendas
exquisitas de colores vivos. El hecho de tener que preocuparme por mi
atuendo me provocaba una sensación de lo más desagradable. Sin embargo

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una apariencia pulcra lo distraería de las palabras huecas que planeaba
pronunciar. Decidida a seguir con aquel plan, saqué una túnica negra que
combinaba a la perfección con mi estado de ánimo actual. La prenda tenía
unas grullas bordadas en la falda, y al tocar una de las alas blancas, esta
revoloteó y el pájaro se puso a volar por la oscura seda. Ojalá pudiera hacer
yo lo mismo.
Pasaron las horas y el sol se elevó en lo alto del cielo, pero Wenzhi siguió
sin aparecer. Pensé con amargura que tal vez estuviera demasiado ocupado
planeando la matanza del día siguiente. Preparando las trampas, confabulando
y conspirando mientras lo único que había conseguido yo hasta ese momento
había sido hacerle un agujero a la mesa. No, no podía quedarme sentada a
esperar cuando aquellos que me importaban estaban en peligro. Si él no venía
a mí, yo iría a por él, antes de que fuera demasiado tarde.
Me dirigí a las puertas y las golpeé con fuerza. Unas voces amortiguadas
se colaron a través del panel forrado de seda.
—No respondas, es un truco —susurró uno de los guardias.
—¿Y si está herida o le ha pasado algo?
El otro resopló.
—¿Herida? Los que acabaremos heridos seremos nosotros como abramos
las puertas.
Fruncí el ceño al escuchar sus sospechas, aunque no les faltaba razón. En
mis intentos por escapar, los había arañado, golpeado y maldecido una y otra
vez. Impaciente, les dije:
—Quiero ver al príncipe Wenzhi. —Se me hacía raro pronunciar su título.
Mi petición fue recibida con silencio. Justo cuando creí que iban a
negarse, que tendría que derribar las puertas a golpes, estas se abrieron. Un
escudo resplandecía alrededor de los seis soldados, que me apuntaban con sus
lanzas.
A pesar de lo horrible de mi situación, tuve que reprimir las ganas de
echarme a reír. ¿Tanto miedo me tenían?
—¿Podríais llevarme ante el príncipe Wenzhi? —pregunté empleando mi
tono más dulce e intentando no ahogarme con las palabras.
Los guardias intercambiaron miradas nerviosas. Tras hablar entre ellos
durante un momento, uno de ellos se alejó a toda prisa. ¿Iría a buscar
refuerzos? Poco después apareció una soldado alta por el pasillo. Sus rasgos
eran impresionantes, a pesar de la sospecha que asomaba en sus ojos claros y
marrones. No se parecía en nada a los demonios que me había imaginado al
oír los cuentos de Ping’er. Ninguno de ellos, en realidad. Aunque detestaba

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admitirlo, la palabra «demonio» había alterado mi percepción, haciendo que
me imaginara seres grotescos cuando en realidad eran iguales al resto de
nosotros.
—Soy la capitana Mengqi, miembro de la guardia personal del príncipe
heredero Wenzhi. Su Alteza ha dado la orden de que hoy no se le moleste —
anunció tajantemente la recién llegada.
Pero no pensaba volver a mi habitación con el rabo entre las piernas; no
estaba de humor para tirar la toalla tan fácilmente.
—El príncipe Wenzhi me comunicó que podría verlo siempre que quisiera
—mentí sin inmutarme, sorprendida por mi propia labia.
Un soldado joven con la tez pálida intervino:
—Su Alteza está meditando antes de la bat… —Ante la feroz mirada de la
capitana Mengqi, cerró la boca y dio un paso atrás.
Lancé un suspiro, alisándome las inexistentes arrugas de la túnica.
—El príncipe Wenzhi quedará muy disgustado cuando le cuente esto. —
Fingí que se me acababa de ocurrir una idea—. ¿Por qué no me lleváis con él?
Si se niega a verme, podemos volver de inmediato. —Al ver que la capitana
entornaba los ojos con desconfianza, añadí—: ¿Acaso siete soldados armados
no son capaces de contener a una prisionera inerme? —dije, desafiante y con
un dejo de burla, al tiempo que levantaba las muñecas y les enseñaba los
grilletes.
La capitana me indicó que la siguiera con un gesto de la cabeza. Avanzó
con paso ligero, mientras los otros guardias caminaban tras de mí. Con cada
paso que daba, sentía sus miradas clavadas en el cráneo, y las lanzas
apuntándome a la espalda.
Me apresuré a seguir el ritmo de la capitana, estudiando el camino en
busca de alguna salida. El aroma embriagador del sándalo se enredaba en el
aire, procedente de los incensarios de bronce esparcidos por el pasillo. Unas
celosías de oro ornamentadas envolvían los pilares de ébano, mientras que el
suelo de mármol verde se encontraba salpicado con gruesas vetas plateadas.
A través de las puertas de madera que había al final del pasillo, salimos a
un exuberante jardín. Allí, la fragancia de las flores ahogaba el empalagoso
aroma del incienso. Me detuve y me di la vuelta, como si el entorno me
cautivara, al tiempo que buscaba cualquier cosa que pudiera serme de ayuda.
El jazmín a veces era usado como sedante, pero era demasiado suave.
Arranqué unas cuantas hojas de un ginkgo, del que se decía que causaba
malestar estomacal y mareos, aunque todavía no sabía cómo iba a proceder. A
pesar de la abundancia de plantas y hierbas, no encontré nada más de utilidad,

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ni siquiera una sola seta con propiedades alucinógenas. ¡Ojalá hubiera
prestado más atención durante mis clases! Pero entonces me detuve y
vislumbré unas flores azules de pétalos puntiagudos asomando a través de la
hierba. Ya las había visto en otra ocasión… durante mi primer día en la
Cámara de Reflexión. El recuerdo de nuestro iracundo maestro afloró en mi
mente, así como el de Liwei simulando quedarse dormido. Me agaché y
arranqué una, y aparenté contemplarla; aplasté los pétalos entre mis dedos
hasta que quedaron recubiertos del néctar de la flor. Al inhalar su aroma, me
sobrevino una sensación de somnolencia. Dejé caer los pétalos de inmediato y
me limpié las manos en la falda. Lirios estrellados. Mezclados con vino,
podían sumir a cualquiera en el más profundo de los sueños.
A mi espalda, un soldado carraspeó con impaciencia. Levanté la mirada y
me percaté de que la capitana Mengqi ya había abandonado el jardín. Me
alegré, ya que engañarla a ella parecía más complicado. Tras ponerme en pie,
fingí tropezarme; caí al suelo y me golpeé la palma de la mano contra una
roca hasta que la sangre se esparció por encima. Mientras los soldados
contemplaban la sangre consternados, mi otra mano serpenteó por detrás de
mi espalda y arrancó un puñado de flores.
—Qué torpe. —Les dediqué una sonrisa pesarosa. Resultaba difícil de
creer que hasta hacía apenas unos años, no hubiera contado nunca ninguna
mentira. Había detestado tener que mentirles a Liwei y Shuxiao, pero aquel
ardid hizo aflorar un sentimiento nuevo en mí. Experimenté una especie de
satisfacción inesperada, un regocijo interior al embaucar a mis captores, con
la intención de pagar a Wenzhi con su misma moneda.
Me sacudí la suciedad de la falda y me guardé las flores en la bolsa. Una
sombra se cernió sobre mí, y al levantar la vista, me encontré a un
desconocido frente a nosotros. Sus ropas eran magníficas, casi ostentosas, y
se hallaban salpicadas de piedras preciosas que destellaban sobre el brocado
púrpura. Me resultaba familiar, con esos pómulos altos, la fuerte mandíbula y
los finos labios. Aunque puede que algunas personas lo encontraran atractivo,
la expresión de astuto desagrado de su semblante me repelió.
—Alteza. —Los soldados lo saludaron con una reverencia.
¿Otro príncipe?, pensé para mis adentros. No era de extrañar, ya que el
Rey Demonio estaba soltero y tenía decenas de concubinas, muchas de las
cuales competían para tener hijos con el rey y así asegurar su influencia y su
posición.
El hombre ignoró a los demás y fijó su atención en mí.

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—¿Y quién eres tú? —Su tono era agradable, pero sus ojos amarillentos
me recordaban a los de una serpiente acechando a su presa.
No respondí, pues no sabía bien qué decir: estaba convencida de que no
encontraría ningún aliado en aquel lugar. Por suerte, la capitana Mengqi
apareció y se acercó a nosotros. Frunció el ceño al ver al desconocido, aunque
se inclinó hacia él respetuosamente.
—Capitana Mengqi, qué raro que no estéis con mi hermano pequeño.
¿Podéis decirme quién es? —Hizo un gesto en mi dirección.
¿Hermano pequeño?, me sorprendí, mirándolo con más detenimiento.
¿Era aquel el príncipe Wenshuang? ¿El hermano al que Wenzhi odiaba tanto?
—Es la invitada del príncipe heredero Wenzhi —replicó la capitana con
calma.
Una expresión amenazante asomó de pronto en el rostro del hombre. ¿Era
la mención del título de Wenzhi lo que lo había enfurecido tanto? ¿Y había
dicho aquello la capitana para fastidiarlo, para quitárnoslo de encima, o ambas
cosas?
El príncipe Wenzhuang me dirigió ahora una deslumbrante sonrisa; todo
rastro de su enfado había desaparecido.
—Me habían llegado noticias al respecto. ¿Provenís de verdad del Reino
Celestial?
Turbada por su mirada, asentí brevemente.
—Alteza, disculpadnos, pero debemos seguir nuestro camino. —La
capitana Mengqi le dirigió otra reverencia, y se incorporó con el cuerpo tenso.
El príncipe Wenshuang curvó los labios y nos dedicó un gesto con la
mano para despacharnos. Mientras nos alejábamos, pude notar su mirada
clavada en mi espalda.
Atravesamos una puerta circular de piedra que daba a un patio, y
avanzamos hacia un enorme edificio rodeado de pinos: inmensos y de hoja
perenne. El aire era fresco y dulce y el aroma de las agujas de pino se
entremezclaba con la brisa nocturna. Me recordaba al propio aroma de
Wenzhi, aunque reprimí aquel pensamiento intrusivo. Dos columnas de
mármol negro, talladas con un patrón de espirales con incrustaciones en oro,
flanqueaban la entrada. Las puertas cerradas estaban conformadas por sólidos
paneles de ébano que no daban ninguna pista sobre lo que había detrás.
La capitana Mengqi golpeó la madera con los nudillos.
Se produjo un breve silencio y a continuación unos pasos resonaron en el
suelo.

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—Di instrucciones muy claras acerca de que no se me molestara —dijo
Wenzhi con frialdad desde el interior.
La capitana me fulminó con la mirada.
—Me disculpo por la intromisión, Alteza. Nos marcharemos de
inmediato.
De eso, nada.
—Insistí en que la capitana Mengqi me trajera hasta aquí —exclamé.
Él no respondió. Contuve la respiración mientras la capitana Mengqi
suspiraba y los soldados intercambiaban miradas llenas de nerviosismo.
Las puertas se abrieron de pronto. Wenzhi permanecía en la entrada, con
su túnica verde oscuro casi barriendo el suelo. El cabello le caía suelto sobre
los hombros. Al verme, abrió mucho los ojos… antes de entrecerrarlos con lo
que me pareció que era sospecha. Sin embargo, se hizo a un lado y me dejó
pasar.
Entré en sus aposentos y oí que las puertas se cerraban tras de mí con un
golpe ominoso. Con la espalda erguida, eché un vistazo a la amplia estancia,
examinando las paredes de piedra, los altos techos y las ventanas. Unos
incensarios dorados flanqueaban la entrada; por suerte, estaban apagados,
pues prefería que el ambiente no estuviera perfumado. Una cama de caoba
situada sobre una plataforma elevada se encontraba en el centro de la
habitación; un dosel blanco caía desde su estructura de madera. Había libros y
pergaminos amontonados sobre un escritorio junto a la ventana, que, de no
haber sido porque estaba cerrada, habría ofrecido una agradable vista al patio.
Varias espadas se hallaban colgadas al fondo de la sala en vainas de oro y
plata, maderas exóticas y jade. Al verlas, me quedé quieta, intentando
reprimir una oleada de emoción.
Se acercó a mí, y su mirada me inmovilizó en el sitio. Los dedos se me
encogieron, pero me obligué a relajarlos contra mi falda. Si era capaz de
mantener la compostura, si lo convencía de que no sabía nada de sus intrigas,
tendría una oportunidad de salir victoriosa. Pero si revelaba mis verdaderas
intenciones, me encerraría de nuevo sin posibilidad de escapar. Y ese sería el
menor de mis problemas.
Deslizó los ojos desde mis zapatillas de brocado, recorriendo mi túnica
hasta posar la mirada en la peineta de jade que llevaba en el pelo.
—¿Por qué… te has puesto eso? Aunque el color te sienta bien.
Me encogí de hombros.
—Me aburría.
Una sonrisa se dibujó en sus labios.

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—¿Me has echado de menos hoy?
Reprimí el impulso de soltarle un gruñido. Los insultos no me cosecharían
nada más que un momento de satisfacción infantil, echando por tierra todos
mis esfuerzos para llegar hasta allí. En lugar de eso, alcé la barbilla y lo miré
fijamente.
—Aunque así fuera, jamás lo admitiría.
—¿A qué has venido, Xingyin? —preguntó sin rodeos.
—Quiero respuestas —repliqué del mismo modo—. Tienes las perlas y el
Arco del Dragón de Jade. Ya no te soy de utilidad. ¿Por qué sigo aquí?
Guardó silencio durante un momento, como si intentara decidir qué
responder.
—¿Acaso no es obvio? Mis sentimientos no han cambiado.
Creí que no sentiría más que odio por él. Sin embargo, su confesión
despertó algo en mí. Era débil, y me maldije por ello. A pesar de la ternura de
sus palabras, jamás olvidaría las cosas despreciables que había hecho. Había
afirmado tener sentimientos por mí, para luego arrebatarme todo lo que me
importaba. Si aquello era amor para él, yo no quería tener nada que ver.
Miré al suelo, intentando parecer confundida. Indecisa.
—Lo que dijiste hace unos días sobre nosotros. Y nuestro futuro. Sobre
mi madre. ¿Lo decías en serio?
Él se inclinó hacia mí, tan cerca que un mechón de su pelo me rozó la
mejilla.
—¿Ya no estás enfadada conmigo? —Aunque me hablaba de forma
suave, su mirada era atenta y evaluadora.
Inhalé profundamente, intentando calmarme.
—Antes estaba enfadada. Furiosa. ¿Cómo no iba a estarlo después de lo
que habías hecho? —Alcé la mirada y lo miré a los ojos—. Pero tenías razón.
Lo más importante es liberar a mi madre. Es la razón por la que me uní al
ejército y llevo esforzándome tantos años. Y hay otra razón que… —Dejé que
mi voz se desvaneciera, aunque esperaba que las implicaciones quedaran
claras. Y que confundiera el rubor que me teñía las mejillas por deseo, en vez
de tomarlo por vergüenza, que era lo que sentía en realidad.
—Dijiste que me ayudarías a liberarla. ¿Cómo? —pregunté con urgencia,
como si intentara poner a prueba su sinceridad en vez de convencerlo de la
mía. No esperaba que un oponente en desventaja se moviera para atacar en
lugar de defender. Sería una jugada imprudente, una necedad, incluso. Pero
¿qué importaba cuando no tenía nada más que perder?

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—Una vez que hayamos derrotado al Reino Celestial, y con la ayuda de
los dragones, no habrá nada fuera de nuestro alcance. —Su tono era
cauteloso, aunque sus ojos brillaban con intensidad.
Me obligué a asentir, aunque lo despreciaba por el hecho de que creyera
que los dragones estaban a su disposición. Incluso en contra de su voluntad,
incluso aunque pudieran morir por servirle de ese modo. Como si la batalla
del día siguiente fuera a ser un enfrentamiento justo, en lugar de una artimaña
retorcida para emboscar a los soldados que habían luchado a su lado en el
pasado.
Enterré mi repulsión en la cálida sonrisa que asomó a mis labios.
—¿Me das tu palabra? —Cómo me dolía dejar que jugara con lo que más
deseaba en el mundo. Sobre todo, porque seguía estando fuera de mi alcance.
Parpadeó lentamente, con aparente incredulidad. Sin embargo, nunca
dejaba que nada enturbiara su mente.
—¿Estás dispuesta a romper todos tus vínculos con el Reino Celestial? —
replicó, buscando la más mínima grieta en mi semblante.
¿Se refería a Liwei? Adopté una fachada de indiferencia.
—El Reino Celestial carece de importancia para mí. El emperador
encarceló a mi madre. La emperatriz me trató con rencor y desprecio. Y en
cuanto a su hijo… —Llegados a ese punto, dejé que un atisbo de burla tiñera
mi voz—. ¿Sigues celoso de él? Me hizo daño en el pasado, y tras aquello
solo lo ayudé porque esperaba que me ayudara con el asunto de mi madre. —
Era de lo que Liwei me había acusado. Y puede que Wenzhi se lo creyera
dada su propia falta de escrúpulos.
Me acerqué a él hasta que nuestras túnicas se rozaron.
—Iba a elegirte a ti, incluso antes de salir a buscar a los dragones. Mi
enfado de estos últimos días no tiene nada que ver con él, sino contigo. Me
enfureció que me mintieras y traicionaras mi confianza. —A continuación
suavicé el tono, dejando que cobrase un matiz prometedor mientras echaba la
cabeza hacia atrás—. Ah, no te creas que te he perdonado todavía, aún tardaré
un poco. Aunque todo depende.
—¿De qué? —quiso saber.
—De si eres capaz de recomponer lo nuestro.
Me contempló con los brazos cruzados. Conocía bien aquella expresión
suya, pensativa, sopesando cada palabra que había pronunciado con la
información de la que ya disponía. ¿Estaría acordándose de la actitud fría que
mantuvimos Liwei y yo en los Dominios Mortales? ¿De la promesa que le

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había hecho en el tejado? Ciertamente, las mejores mentiras eran las que
contenían una pizca de verdad.
Por fin, dejó caer los brazos y su expresión se suavizó.
—Si te quedas conmigo, te prometo que liberaré a tu madre en cuanto
derrotemos al Reino Celestial. Tu familia también será la mía.
Pronunció las palabras con la seriedad de un juramento, uno que me
hubiera colmado de dicha apenas unos días atrás, y que ahora me revolvía el
estómago. Sin embargo, la esperanza de que se hubiera creído mis mentiras
prendió también en mi interior. De que todavía tuviera una oportunidad.
—Te tomo la palabra —pronuncié cada palabra con suavidad.
Sus ojos brillaron como la plata fundida antes de alzar una mano para
acariciarme la mejilla. El abrazo que habíamos compartido en el pueblo de los
mortales, cuando había anhelado sus caricias y me había dejado con ganas de
más, destelló en mi mente. Sabía lo que él pretendía ahora, pero no pensaba
seguirle la corriente. No podía volver a besarlo: no era tan buena mentirosa.
—¿Tomamos una copa? ¿Para celebrarlo? —sugerí.
—Si quieres. —Dejó caer la mano y llamó a una criada, que entró y le
dirigió una reverencia deferente—. Vino de olivo dulce —dijo, acordándose
de mi bebida preferida.
Sin embargo, tales consideraciones eran ahora irrelevantes: necesitaba que
pidiera algo más fuerte para enmascarar la amargura de los lirios estrellados.
Le rocé la fría piel de la muñeca mientras intentaba no estremecerme.
—Me apetece otra cosa. ¿Vino de ciruela, tal vez?
Le dirigió un asentimiento de cabeza a la criada, que se inclinó en señal de
reconocimiento antes de retirarse. Mientras las puertas se cerraban tras ella,
Wenzhi dio un paso hacia mí, con los ojos oscurecidos de deseo. Recorrí la
habitación con la mirada, en busca de algo —cualquier cosa— que lo
distrajera. Un qin yacía sobre una mesa baja en un rincón; era un instrumento
muy hermoso, con la madera lacada en rojo e incrustaciones de nácar.
—¿Tocas? —le pregunté. Un duro recordatorio de que no sabía
demasiadas cosas sobre él.
—Un poco.
—Los que dicen eso suelen querer decir «un montón». ¿Se te da bien?
Curvó las comisuras de la boca.
—Un poco.
Se agachó frente al instrumento, con la frente arrugada por la
concentración. Su canción dio comienzo con un murmullo tentador, suave y
dulce. A medida que rasgaba las cuerdas, las notas se elevaban y caían con

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una belleza inquietante. Tocaba con tal intensidad, con tal pasión, que incluso
sabiendo todo lo que sabía de él, su música me conmovió profundamente.
Cuando la última nota se desvaneció, rocé las palmas de mis manos contra
mi falda. Los pétalos arrugados de lirios estrellados cayeron al suelo sin que
los viera; había exprimido su esencia en el vino que nos había traído la criada.
Levanté la jarra de porcelana, serví el vino en una copa y se la ofrecí con las
dos manos. Él la aceptó con una sonrisa, pero al llevársela a los labios, se
detuvo.
Alcé mi copa hacia él de inmediato.
—Por los días venideros.
Brindó conmigo y vació la copa. Una expresión sorprendida cruzaba su
rostro; perpleja, incluso. ¿Le había sorprendido el sabor?
—Tocas muy bien —le dije, con demasiada rapidez, con la esperanza de
desviar su atención.
—Tú tocas la flauta mejor.
La única vez que me había oído tocar fue en el banquete de Liwei, la
canción que le había regalado. Wenzhi nunca me había pedido que tocara para
él y me pregunté si sería por eso. Para ganar tiempo, saqué la flauta e incliné
la cabeza hacia él, dirigiéndole una pregunta tácita.
—Sería un honor —dijo en voz baja.
Hacía mucho que no tocaba. Toqué varias notas seguidas para
familiarizarme con el instrumento, intentando decidir qué canción interpretar.
Mi aliento se deslizó por la pieza de jade, medido y calmado, produciendo
una melodía tranquilizadora y lánguida. Mientras tocaba, pensé en la cascada
del Patio de la Eterna Tranquilidad, en el agua precipitándose sobre las rocas,
al tiempo que su murmullo me adormecía. En la luna que coronaba el oscuro
firmamento, cuyo resplandor reconfortaba a innumerables mortales antes de
que el sueño los reclamara. En el néctar de los lirios estrellados
entremezclado con el vino de Wenzhi; un líquido que constituía un somnífero
más potente que media docena de jarras de vino y que corría ahora por sus
venas.
Agarró la flauta y me la quitó de los labios. Se me aceleró el pulso
mientras le lanzaba una mirada inocente. Le arranqué el instrumento de las
manos, que empezaban a perder ya su fuerza, y lo dejé caer de nuevo en la
bolsa. Sin perder ni un instante, me acerqué el qin y toqué la primera canción
que se me ocurrió: una melodía animada y vibrante. Había perdido la práctica
y no era tan habilidosa como él, pero fue suficiente para ahogar su voz y que
los soldados que estaban fuera no se percatasen de nada.

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Parpadeó lentamente, como luchando contra la oleada de fatiga que yo
esperaba que se lo llevase pronto.
—Xingyin, ¿qué has hecho? —Arrastró las palabras, y su tono furioso
brotó entremezclado con pesar.
—No menos de lo que te merecías. —Deslicé los dedos sobre el qin,
produciendo ondulaciones que culminaron en un crescendo triunfal, una mofa
de la peliaguda situación en la que se encontraba.
Un jadeo estrangulado emergió de su garganta, como si intentara llamar a
los guardias; pero una nueva melodía fluyó de mis dedos, una canción lúgubre
repleta de notas inquietantes y prolongadas que amortiguaron sus gritos.
—¿Por qué? —preguntó con voz áspera.
Le lancé una mirada desdeñosa.
—¿De verdad creías que podría perdonarte por todo lo que hiciste? ¿Qué
sería capaz de romper tan fácilmente la promesa que les hice a los dragones?
¿Qué podría traicionar a todos mis amigos para satisfacer mis fines? Yo no
soy como tú.
Se pasó la mano por la cintura, pero no llevaba ningún arma. De nuevo,
intentó llamar a los guardias, pero su voz no era más que un ronco susurro.
—Esto no servirá de nada.
—Puede que no —siseé, y mis dedos se deslizaron sobre las cuerdas sin
detenerse—. Pero sé que pretendes tenderle una trampa al Ejército Celestial.
Tenía que hacer algo o nunca hubiera sido capaz de perdonármelo.
—Ya están aquí. Es demasiado tarde. —Movía la boca con dificultad y se
le cerraban los párpados—. Sabía que vendría. A buscarte a ti o a las perlas.
Eso daba igual, pero sabía que se presentaría aquí. —Su voz se redujo a un
tenso resoplido—. Igual que sospechaba que te marcharías con él si pudieras.
Había esperado que no fuera así, pero… —Se sacudió y pestañeó rápidamente
antes de que se le cerraran los párpados y se desplomara en el suelo.
Seguí tocando hasta acabar la canción; si me detenía, podría levantar
sospechas. La melancólica melodía era una despedida apropiada a todo lo que
habíamos perdido.
En cuanto la última nota se desvaneció, me puse de pie de un salto. No
sabía cuánto tiempo tenía hasta que el somnífero perdiera su efecto. Tomé una
de las espadas de su colección —una con la empuñadura de jade blanco
salpicada de rubíes— y desvié la mirada hacia la puerta; aunque me quité la
idea de la cabeza de inmediato. No podía huir antes de dar con las perlas, no
podía dejarlas en manos de Wenzhi. Eché una mirada a su forma inmóvil; sus
ropas de color verde oscuro estaban desparramadas por el suelo, y su negra

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cabellera se hallaba diseminada a su alrededor como un charco de tinta. El
desfallecimiento había relajado sus severos rasgos, provocándome un
sentimiento de culpa; una oleada de vergüenza me invadió en aquel momento.
Al igual que él, el engaño me resultaba ahora sumamente fácil.

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L as perlas se encontraban allí, estaba convencida de ello.


Seguro que Wenzhi mantenía unos objetos tan valiosos como
aquellos a mano, sobre todo en la víspera de la batalla. Abrí los cajones de su
escritorio, pero solo hallé unos cuantos sellos de jade y metal, una piedra para
entintar y unas hojas sueltas de papel. Los estantes no contenían más que
libros y pergaminos mientras que el armario estaba repleto de prendas que
quedaron esparcidas por el suelo tras mi frenética búsqueda.
El sol descendía y la estancia iba tornándose cada vez más oscura.
Encendí las lámparas con paneles de seda, que proyectaron su suave
resplandor sobre las paredes. La rítmica respiración de Wenzhi, que dormía
profundamente, rasgaba el silencio. ¿Hasta cuándo duraría el efecto del
somnífero? Había pedido que no se lo molestara, ¿pero durante cuánto
tiempo? ¿Y si alguien le traía algo de comer o un informe? Además, no pude
evitar preguntarme qué creían los guardias de fuera que estábamos haciendo
aquí metidos.
Me arañé las palmas de las manos. Me obligué a serenarme, a pensar con
calma. En la guarida de Xiangliu había percibido, de algún modo, la presencia
del Arco del Dragón de Jade. Cerré los ojos y me concentré en sofocar el
poderoso estruendo que emanaba del aura de Wenzhi, empleando mis
sentidos igual que hacía cuando debía llevar a cabo un disparo
particularmente difícil. Me apreté la sien con los dedos, intentando apaciguar
los latidos de mi corazón, intentando acallar el miedo, la frustración y
también la esperanza, tal y como la maestra Daoming me había enseñado. A
medida que el sosiego se apoderaba de mí, mi respiración se estabilizó y la
tensión abandonó mi cuerpo. Lo único que sentía era la relajante oscuridad
enhebrada con destellos de luz.
Abrí los ojos. Ahí estaba, esa escurridiza sensación que asomaba por los
márgenes de mi conciencia: un susurro, el roce del viento. Me llamaba, igual
que había hecho en la caverna del Monte Sombrío. Lo más seguro era que las
perlas estuvieran guardadas junto con el Arco del Dragón de Jade.
Era como andar a tientas por la noche, pero sirviéndome de un hilo de
seda de araña para guiarme. Paso a paso, seguí el tirón del arco hasta un
armarito lacado en un rincón de la habitación. Debía haberlo pasado por alto
durante mi frenética búsqueda… ¿o acaso un hechizo había ocultado su

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presencia? Me precipité sobre él y tiré de las asas, pero descubrí que estaba
cerrado con un pesado candado de latón. Habiendo perdido ya la paciencia,
tomé la espada y golpeé las bisagras con tanta fuerza como pude. La madera
era sólida y se resistía, y unas astillas me atravesaron la piel antes de que el
panel se desprendiera.
Alguien se aclaró la garganta detrás de mí; un sonido deliberado que
rebosaba advertencia. Me di la vuelta, temiendo encontrar a Wenzhi
despierto, pero me topé con los resplandecientes orbes amarillos del príncipe
Wenshuang.
Estaba tan concentrada en mi tarea que no lo había oído entrar. Solo
entonces percibí el cambio en el ambiente, que vibraba con el calor de su
aura. Cerró las puertas tras él mientras yo reprimía el impulso de gritar. Su
presencia me inundó de pavor, aunque me preocupaba más alertar a los
guardias. Si entraban, nada de lo que les dijera podría convencerlos de mi
inocencia. Pero él era solo un hombre y yo estaba ya muy cerca de mi
objetivo; tenía que librarme de él.
—¿Sabe mi hermano lo que estás haciendo? —dijo en un tono agradable y
una sonrisa en los labios.
No respondí, me había quedado en blanco. Se golpeó la barbilla con el
dedo mientras recorría la estancia con la mirada. Antes de que yo llegase,
había estado inmaculada, pero ahora parecía que un tornado hubiera pasado
por allí, dejando las posesiones de Wenzhi esparcidas por todos lados.
—Me parece que no. —Respondió a su propia pregunta.
El pulso se me aceleró mientras daba, como quien no quiere la cosa, un
paso hacia un lado, intentando que no viera la figura dormida de Wenzhi. Me
siguió con la mirada, y una luz espeluznante emanó de esta al posarse sobre
su hermano. Pensé, desesperada, que no tardaría ni un instante en dar la voz
de alarma. No me quedaría más remedio que atacarle, y los guardias
irrumpirían en la habitación ante el primer ruido de espadas. Me encarcelarían
o ejecutarían, con la consecuencia de que los dragones acabarían esclavizados
y mi madre, atrapada para siempre. Y Liwei y el Ejército Celestial perecerían.
Su magia atravesó el aire sin previo aviso y las paredes de la habitación
brillaron con una luz translúcida que se hundió en las grietas entre las
ventanas y las puertas. Noté una sensación gélida en el estómago, como si me
hubiera tragado un trozo de hielo. Conocía aquel encantamiento; yo lo había
empleado en una ocasión, para evitar que mi música se filtrara al Patio de la
Eterna Tranquilidad. Aunque gritara hasta quedarme ronca, los guardias de
fuera no oirían más que el murmullo del viento.

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La idea me resultó tan alentadora como terrorífica.
—¿Qué haces? —Me alegré de que mi confusión enmascarase mi miedo,
cosa que sucedió porque no era fingida. Aunque la habitación se encontraba
silenciada y mi arco estaba a escasos pasos de distancia, no podía arriesgarme
a que descubriera las perlas. No mientras su magia emanaba de su interior y la
mía seguía sometida.
—Te ofrezco mi más profundo agradecimiento. Llevo mucho tiempo
esperando este momento. No era suficiente con que mi hermano fuera alabado
y venerado por todos, sino que también tenía que arrebatarme lo que me
correspondía por nacimiento. —Cerró los puños a ambos lados.
Me aparté de él y me acerqué al armario lacado.
Inclinó la cabeza hacia mí.
—Estoy tan agradecido que incluso dejaré que te marches. Me ahorrará la
molestia de tener que deshacerme de ti y dará mayor credibilidad a mi
historia.
Me quedé paralizada.
—¿Qué historia?
—Todo el mundo llorará con la tragedia. Qué infortunio, cuando la espía
celestial, aquella de la que el idiota de mi hermanastro se enamoró, lo
traicionó y lo asesinó. —Curvó los labios en una sonrisa despreciable.
—¿Lo vas a… matar? ¿A tu hermano? ¿Y me vas a echar la culpa a mí?
—A pesar de lo enfadada que estaba con Wenzhi, el corazón se me encogió
ante la idea.
—Hermanastro —me corrigió fríamente, haciéndose eco del desprecio
que el propio Wenzhi sentía por su parentesco—. ¿Qué pasa? ¿No quieres
huir? ¿Acaso no lo odias? ¿No es por eso por lo que has hecho todo esto? —
Hizo un gesto de barrido con el brazo.
Sin esperar mi respuesta, desenvainó la espada y se encaminó hacia
Wenzhi.
El caos estalló en mi mente. Me recordé que detestaba a Wenzhi. Por todo
lo que había hecho, por todo lo que planeaba hacer. Lo odiaba y lo
despreciaba, y yo no quería otra cosa más que escapar. Sin embargo, ¿podía
dejar que lo asesinaran sin darle la oportunidad de defenderse? Era vulnerable
solo porque yo lo había engañado. Su muerte pesaría sobre mi conciencia;
sería como si le hubiera clavado la espada yo misma. Los recuerdos me
invadieron sin previo aviso: recuerdos de cuando me había defendido al
enfrentarnos al gobernador Renyu, de cuando se había llevado la peor parte
del ataque de Xiangliu, de las muchas veces que nos habíamos protegido el

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uno al otro. Me había mentido y engañado de manera despreciable; nunca
podríamos volver a ser lo que una vez fuimos. Pero tampoco podía fingir que
mis sentimientos por él hubieran desaparecido del todo. Ahora lo odiaba
porque lo había amado en el pasado.
Me coloqué frente al príncipe Wenshuang, cortándole el paso. Me aferré a
la empuñadura de mi espada con tanta fuerza que los rubíes se me clavaron en
la palma de la mano.
—No puedo dejar que lo hagas.
Sus pupilas eran dos rendijas de llamas amarillas.
—Puede que después de todo lo mejor sea que no salgas con vida.
Me abalancé sobre él con la espada en alto. Él la desvió de un golpe con
su espada antes de lanzarse hacia mí. Me eché a un lado y giré para darle una
patada. Él me esquivó y yo golpeé el aire. Blandí la espada hacia su pecho y
él se agachó, aunque demasiado tarde, por lo que acabó llevándose un corte
en la oreja. Mientras la sangre se deslizaba por su cuello, un gruñido brotó de
su garganta. Me lancé de nuevo hacia él, pero el aire se espesó con su energía
y un resplandeciente escudo lo envolvió. Mi espada chocó contra la barrera y
un calambre me recorrió el brazo mientras retrocedía tambaleándome. Antes
de poder recuperarme, me agarró la muñeca y me la retorció con fuerza hasta
que mi arma cayó al suelo.
Hundió el puño en mi sien y sus anillos me perforaron la carne. Solté un
grito ahogado cuando un estallido de dolor me recorrió la cabeza. La
oscuridad se cernió sobre mí mientras luchaba contra el inminente vacío. Si
me desmayaba, tanto Wenzhi como yo moriríamos. El príncipe Wenshuang
arremetió contra mí con tanta rapidez que me pilló desprevenida; me rodeó la
cintura con los brazos y me estrechó contra sí, sometiéndome a un abrazo
repulsivo. La furia de su expresión se transformó en algo más siniestro, que
me dio ganas de vomitar. Si fuera capaz de emplear mis poderes, lo habría
lanzado contra la pared, hasta triturar cada hueso de su cuerpo inmortal. Y
aun así, no sería suficiente.
En su lugar, mis piernas se abrieron paso y pude clavarle la rodilla en el
abdomen. Se estremeció, pero no me soltó. Mientras forcejeaba, él me
retorció los brazos hasta colocármelos a la espalda, me hizo girar y me
empujó contra el suelo con una fuerza cegadora. Golpeé el mármol con la
cabeza y mi sangre salpicó la madera. Se agachó sobre mí y me inmovilizó
sujetándome por los omóplatos mientras yo me retorcía.
—Ojalá pudiera contarle esto a mi hermano. Por desgracia para él, no se
va a despertar nunca. —Estaba tan cerca que su saliva me salpicó la mejilla.

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Me dieron arcadas e intenté alejarme de él. Se aferró a mí con violencia, y
noté su aliento caliente y espeso en el cuello. El miedo me atormentó mientras
un pensamiento se abría paso por mi mente: que tal vez la muerte fuera,
después de todo, una bendición.
No, desterré la idea de inmediato, tomando una profunda bocanada de aire
y profiriendo un grito tan fuerte como pude. Que vengan los guardias, pensé
desesperada, que vengan y me capturen. Prefería estar encerrada que
encontrarme a merced de aquel monstruo. Pero era inútil, el escudo de
aislamiento del príncipe ahogaba todos los sonidos. Sin embargo, no me
detuve: lo que había comenzado como grito de terror se transformó en un
bramido de rabia, que sofocó el temor y prendió en mi interior una llama, la
de la certeza de que lucharía con todas mis fuerzas.
El príncipe Wenshuang se apartó, tal vez desconcertado por la ferocidad
de mi voz. Solo un instante, pero fue suficiente. Entonces contrataqué,
golpeándole el rostro con todas mis fuerzas con la parte posterior de la
cabeza. Un crujido desgarró el aire. Me soltó, lanzando un juramento, y se
llevó la mano a la nariz para detener el chorro de sangre. Me puse de pie de
un salto, recogí la espada del suelo y la blandí contra él. Su tez se tornó
escarlata de la rabia y unas chispas salieron de la palma de su mano, una
descarga de fuego que se precipitó hacia mí. Levante la espada y bloqueé el
ataque; las llamas crepitaron a lo largo de la cuchilla, que se rompió en
pedazos. Sin perder ni un instante, me dejé caer y repté por el suelo de
mármol, dándole una patada en las piernas. Él cayó con fuerza y profirió un
gemido. Busqué, desesperada, otra arma, sin atreverme a quitarle el ojo de
encima, pero él ya estaba levantándose con una expresión de furia homicida.
La cuchilla de mi espada había quedado hecha añicos, pero la empuñadura de
jade que todavía tenía en la mano era pesada y estaba cubierta de gemas. La
alcé y lo golpeé en la sien con todas mis fuerzas. Y luego, otra vez. El golpe
emitió un crujido nauseabundo; y él abrió mucho los ojos, antes de cerrarlos.
Jadeé, reprimiendo las arcadas al tiempo que dejaba caer la empuñadura.
La sangre manó de su herida en la frente. Si fuera mortal, el golpe le habría
aplastado el cráneo como un huevo cocido. Aunque no me dio ninguna pena:
había planeado el asesinato de su hermano inconsciente y había intentado
hacerme algo monstruoso. Una parte de mí se preguntaba si debía matarlo.
Solo me haría falta disparar una única flecha.
Fui corriendo hacia el armario y arranqué los restos de la puerta sin hacer
ruido, ya que no podía bajar la guardia. Con el príncipe inconsciente, el
escudo de aislamiento había desaparecido. Cerré los dedos en torno a mi arco

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de jade y lo saqué sin perder ni un instante. Aparté los escombros y metí más
la mano hasta dar con una cajita de madera. Abrí la tapa y descubrí las perlas,
que resplandecieron luminosas. Estuve a punto de echarme a reír en voz alta
por el alivio que sentía. Saqué la que brillaba con llamas del color de la
medianoche, la sostuve en alto y susurré el nombre del Dragón Negro,
rogándole al viento que llevara mis palabras rápidamente al Mar del Este.
Un gruñido me llegó a los oídos. Me di la vuelta y vi a Wenzhi
agitándose; su cabeza oscilaba de un lado a otro, como si estuviera teniendo
una pesadilla. El somnífero estaba perdiendo su efecto. Aferré el arco con
más fuerza, incluso mientras controlaba la tentación de dispararle. No sería
mejor que su hermano si lo hacía. Y lo más probable era que los guardias
irrumpieran en la habitación tras oír el sonido del arco y me capturaran.
Armándome de valor, me lancé a través de las puertas y eché a correr por el
patio. A mi espalda, oí las exclamaciones de asombro de los soldados,
sorprendidos por mi repentina carrera. Y aún peor: una voz familiar profirió
mi nombre con un grito desesperado. Wenzhi. Se había espabilado del todo y
corría hacia mí, salvando la distancia que nos separaba con sus largas piernas.
El entorno resplandeció con su magia, y unos trozos de hielo refulgieron en el
aire.
Giré bruscamente y tomé otro sendero, esquivando su hechizo, pero un
muro se alzó ante mí; su piedra lisa hacía que fuera imposible de escalar. Los
pasos resonaron más de cerca; los tenía ya casi encima. Me encaramé a una de
las columnas de mármol y trepé por ella utilizando la celosía como punto de
apoyo. No era la primera vez que hacía algo así, había practicado muchas
veces en el Palacio de Jade.
Al llegar al tejado, saqué el Arco del Dragón de Jade, y casi me eché a
llorar al oír el familiar chisporroteo de su energía. Como mi magia seguía
sometida, me costó bastante tensar la cuerda, y advertí que el Fuego Celestial
apenas exhibía una parte minúscula de su antiguo poder. Solo me quedaba
rezar para que fuera suficiente, de modo que apunté hacia abajo y aguardé a
los enemigos que aparecerían en cualquier momento; el estómago se me tensó
ante la idea de tener que disparar.
Pero entonces, una ráfaga de viento sacudió los pinos e hizo caer
numerosas de sus fragantes agujas, que quedaron esparcidas por la hierba. La
luna menguante había desaparecido, oculta tras la oscura criatura que
descendía hacia mí, con sus ojos de color ámbar brillando como dos estrellas.
La inmensa figura ondulante del Dragón Negro se cernía sobre mí.

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Wenzhi apareció, trepando con agilidad. Se dirigió hacia mí, pero se
detuvo al ver la flecha ardiente con la que estaba apuntándole.
—Debería clavártela en tu podrido corazón.
Clavó su mirada en la mía mientras daba un paso más.
—¿Y por qué no lo haces?
Agarré el arco con más fuerza, manteniendo la cuerda tensa. Dispararle no
supondría ningún problema. Estaba consciente y provocándome, no sería un
acto de deshonor. ¿Pero entonces por qué vacilaba? Los gritos procedentes de
abajo captaron mi atención. Los soldados habían invocado sus nubes, que
descendían del cielo. No tardarían en darme caza.
La oscuridad impenetrable ya no dominaba el firmamento, que se
encontraba atravesado por diversos destellos de luz. Casi había amanecido.
En breve, el Ejército Celestial se pondría en marcha; se me acababa el tiempo.
Aflojé los dedos sobre la cuerda. La flecha desapareció. Me di la vuelta y
eché a correr por el tejado; al llegar al borde, di un salto y mis piernas se
arquearon en el aire. Me agarré de una de las garras doradas de la bestia,
esforzándome por que no se me resbalaran las manos mientras el dragón
enroscaba la cola alrededor de mi cintura y me subía a su lomo. Noté sus
escamas a través de la delicada tela de mi túnica, tan duras y frías como la
piedra.
El Dragón Negro se elevó hacia el cielo. Era más rápido que cualquier
pájaro, más rápido que el propio viento. Al bajar la mirada, vi por primera vez
el Reino de los Demonios: la ciudad descansaba sobre un banco inmenso de
nubes violetas. Unos farolillos de seda flotaban alrededor y proyectaban un
brillo etéreo sobre las casas de ébano y piedra. Los aleros de los tejados tenían
las esquinas curvadas hacia arriba y estaban esmaltados en tonos brillantes,
como joyas esparcidas en la oscuridad de la noche. Por encima se alzaba el
palacio del que acababa de huir, con sus tejas de piedra iridiscente reluciendo
con la escurridiza belleza de un arcoíris.
La ciudad estaba en calma, sumida en los últimos momentos de descanso
antes de que despuntara el alba. Sin embargo, por mucho que lo intentara, mi
mente era incapaz de sofocar los gritos de Wenzhi y la angustia con la que
había pronunciado mi nombre. El poderoso cuerpo del Dragón Negro recorría
en cuestión de minutos largas distancias. El Reino de los Demonios no tardó
en desaparecer en el horizonte, como si fuera una pesadilla de la que acababa
de despertar, salvo por los recuerdos anclados en lo más profundo de mi ser y
el dolor que ensombrecía mi corazón.

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E l aire retumbó con la fuerza de una tormenta. Bajé la mirada y un


escalofrío me recorrió de arriba abajo. Más de un millar de soldados
ataviados con armadura negra surcaban la atmósfera sobre nubes de color
violeta, como una sombra arrastrándose por el cielo. Guardaban un silencio
espeluznante, sin emitir el más mínimo ruido, y yo maldije la astucia con la
que ocultaban sus movimientos.
El dragón se adelantó hasta casi rebasarlos. Los soldados a la vanguardia
llevaban cascos de bronce con vetas de ónix. Alzaron los brazos y unas ondas
de luz emergieron de las palmas de sus manos. La energía que vibraba en el
aire se intensificó, formando una neblina opaca salpicada con destellos
carmesíes como si fueran gotas de sangre. Esta se arremolinó en el ambiente,
y sus finas volutas me rozaron la falda. Un aroma dulzón me inundó los
sentidos, entremezclado con el desagradable olor de la fruta podrida; los
pulmones se me obstruyeron como si estuvieran inundados de humo. Una
sensación de embotamiento se adueñó de mi mente. Me estremecí y me rodeé
con los brazos mientras volvía la cabeza de un lado a otro, intentando
orientarme.
¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Y qué eran esas luces
que surcaban el cielo como gotas de lluvia escarlata? Noté una tensión en el
estómago al ver a la criatura sobre la que iba montada: estaba recubierta de
escamas oscuras, tenía las garras doradas, y sus bigotes ondeaban como cintas
de seda. Era magnífica y aterradora, aunque me resultaba extrañamente
familiar. ¿Tal vez la había visto anteriormente en alguna pintura? ¿A dónde
me estaría llevando? Busqué a tientas el arco para defenderme, para exigirle
una respuesta, pero la criatura se elevó más, hasta una zona despejada de
niebla. Medio paralizada por el miedo, me aferré a ella instintivamente
mientras el viento me azotaba el rostro y yo inhalaba de forma entrecortada.
Qué puro resultaba el aire que me inundaba los pulmones en aquel momento y
expulsaba el empalagoso efluvio dulzón.
La mente se me aclaró, aunque seguía conmocionada.
—No… No te reconocía —le dije al dragón—. Creía que eras mi
enemigo. He estado a punto de dispararte.
Su voz plateada resonó en mi cabeza.

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La neblina aturdidora es un hechizo mental. Las víctimas son incapaces
de diferenciar a los aliados de los enemigos, y sus recuerdos quedan
difuminados mientras la inhalan. Aunque no es tan poderoso como el
encantamiento para controlar la voluntad, puede usarse a una escala mucho
mayor.
—Sobre un ejército. —Los celestiales no tendrían nada que hacer frente a
un hechizo como aquel, serían como mariposas atrapadas en una red—. ¿Hay
alguna forma de protegerse? ¿Con un escudo?
Solo el más poderoso de los escudos serviría de algo; la neblina es capaz
de abrirse camino a través de la más mínima grieta o hendidura. No es
posible eliminarla con facilidad, pero puedes esquivarla, dispersarla o
purificar el aire.
Por debajo, el desierto se desplegaba en un tono dorado bruñido; la vasta
extensión de tierra en forma de medialuna se situaba entre el Reino de los
Demonios y el resto de los Dominios Inmortales. Cientos de luces titilaron
frente a nosotros, las hogueras que se desvanecían con la llegada del alba.
Una oleada de alivio me recorrió al ver que no había llegado demasiado tarde,
el Ejército Celestial todavía no se había puesto en marcha. Mientras
descendíamos, los soldados volvieron la cabeza para mirar al Dragón Negro,
y al aterrizar sobre una de las dunas, advertí que en su rostro aparecía una
expresión de miedo mezclada con asombro. Me deslicé de su lomo y aterricé
en el suelo. Solo entonces algunos soldados se volvieron hacia mí, como si
acabaran de reparar en mi presencia.
Espera, me dijo el dragón. Abrió las fauces y su pálido aliento recubrió
con una capa de escarcha los grilletes que me encadenaban. El metal se
resquebrajó y cayó, hecho añicos, a la arena. Me froté las muñecas para
calentármelas. Volvía a sentirlas maravillosamente ligeras.
—Gracias por todo —dije, agradecida.
El Dragón Negro me respondió con una inclinación de cabeza. Dio un
elegante salto en el aire y emprendió el vuelo hacia el Mar del Este, mientras
sus escamas brillaban como ascuas a la luz del sol naciente.
Solo entonces me fijé en los soldados que me rodeaban. El saludo que
pensaba dirigirles murió en mis labios al ver la sospecha y el odio cruzando
sus rostros.
—Traidora —siseó alguien, un soldado que había servido con Wenzhi en
el Mar del Este—. ¿Planeabas tu deserción mientras comías junto al capitán
en su tienda?

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—¿Qué haces aquí? —exclamó otro—. ¡Vuelve con los demonios, adonde
perteneces!
Un coro de exclamaciones conformes siguió a aquello. No todos me eran
desconocidos; reconocía a algunos con los que había entrenado y a otros de
las tropas de Wenzhi. Habíamos luchado juntos, mis flechas se habían unido a
sus lanzas y a sus espadas. No sabía muy bien qué recibimiento me había
imaginado. Esperaba expresiones de sorpresa, desde luego. Y preguntas, por
supuesto. Pero una vez que explicara la situación, ¿no se alegrarían de que
hubiera conseguido escapar? Sin embargo, lo único que vi en ese momento
fueron sus miradas hostiles y sus armas listas para atacar. En medio del
tumulto, casi había olvidado los rumores que Wenzhi había hecho correr
sobre mí. Qué poco había hecho falta para convencerlos de sus mentiras.
—Seréis imbéciles —oí una voz que me resultó familiar. Era Shuxiao, que
se abría paso entre la multitud; llevaba la larga melena recogida en el casco
dorado.
Verla me levantó el ánimo, aunque no me atrevía a correr hacia ella, no
me atrevía a mancillarla con mi cercanía.
Sin embargo, ella no tuvo tales reparos y entrelazó su brazo con el mío.
—No os creáis todo lo que os cuenten, sobre todo si la información
proviene del Reino de los Demonios. El príncipe Liwei dijo que Xingyin
había sido secuestrada. Nunca habría ido allí por voluntad propia.
Y me dijo al oído:
—Más te vale que así sea. —Y añadió—: Deberías haber dejado que te
acompañara a buscar a los dragones. Te habrías ahorrado muchos quebraderos
de cabeza.
—Ojalá lo hubiera hecho —dije con sinceridad.
Me dio un apretón en el brazo antes de soltarme.
—¿Estás bien?
—Ahora sí. —Aún corríamos peligro, pero había escapado. Me di cuenta,
con repentina claridad, de lo valiosa que era la libertad. De la facilidad con la
que podían arrebatártela. De lo mucho que mi madre y los dragones habían
perdido durante su cautiverio.
Los soldados se dispersaron mientras Liwei se acercaba a mí. Su
armadura blanca y dorada relucía y una capa de brocado escarlata le caía por
los hombros. No se me ocurrió qué decirle, pero me conformé con poder verlo
frente a mí: a salvo, ileso y vivo. Poco a poco, como si despertara de un
sueño, Liwei acortó la distancia entre ambos y me estrechó en sus brazos. Su
armadura se me clavó en la piel, pero me aferré a él con una indulgencia

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egoísta; la calidez de su abrazo disipó la angustia y el terror que sentía,
poniendo fin a la frialdad que se había instalado entre nosotros en el pasado.
En aquel momento, ni el peligro que se avecinaba ni la ira del emperador
ocupaban mi mente. Hasta que una tos me sobresaltó; un recordatorio de las
miradas atentas que nos rodeaban. Liwei dejó caer los brazos y yo di un paso
atrás.
—¿Qué ha pasado? ¿Quién es Wenzhi? —quiso saber.
—El hijo del Rey Demonio. —Incluso ahora, la afirmación me resultaba
obscena.
Shuxiao lanzó un jadeo.
—¿El capitán Wenzhi? ¿Un demonio? ¿Pero acaso él y tú no estábais…?
—Le dirigió a Liwei una mirada furtiva.
—Es imposible. Un demonio jamás habría podido burlar las guardas —
dijo él.
—Me dijo que las guardas ya no son tan poderosas como antes. Y sus
poderes son extraordinarios. —Recordé sus pupilas, brillantes gemas
plateadas. No se había rebajado a controlarme a través de medios tan
despreciables, pero después de lo que había hecho yo, puede que ya no
volviera a mostrar reparos.
—¿Qué quería? —dijo Liwei de forma sombría—. Aunque me lo
imagino.
—Las perlas, para asegurarse su posición como heredero. —No le di más
detalles. Las otras cosas que había dicho… solo eran asunto nuestro.
Liwei apretó la mandíbula y tragó saliva, como si estuviera obligándose a
no hacer más preguntas.
—Espera, tengo que enseñarte algo. —Invoqué mi energía, y fue un alivio
comprobar que mis sentidos volvían a responderme; una oleada de poder
fluyó de mi interior y disipó el hechizo del Ejército de los Demonios. A solo
cien pasos de allí, la tierra se sacudió como un lago azotado por el viento. El
dorado se transformó en violeta y la arena se convirtió en nubes.
—Una frontera falsa —dijo Liwei con voz áspera y el tono invadido por el
terror.
—Una trampa. Para obligaros a romper la tregua.
—De haberlo hecho, podrían haber tomado represalias sin miedo a las
consecuencias. Nos habrían tomado por sorpresa. No estamos preparados para
combatir; nuestra presencia aquí pretendía ser una distracción mientras te
buscábamos.

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—¿A mí? —repetí, incrédula. El emperador jamás habría ordenado al
ejército que saliera a buscarme. A no ser que fuera para arrastrarme de vuelta
y descargar su ira sobre mí.
Alzó los labios en una sonrisa irónica.
—Para mi padre lo imperativo es recuperar las perlas, desde luego. Sin
embargo, para mí, no hay otra razón más que tú.
Un sentimiento de ternura floreció dentro de mí, tan precioso y frágil
como los primeros rayos de sol tras una nevada. Habíamos recorrido aquel
sendero muchas veces: justo cuando creía que la puerta estaba cerrada, esta
volvía a abrirse una vez más. Pero no pensaba sacar conclusiones
precipitadas; habría hecho lo mismo por la princesa Fengmei. Esta vez
llevaría más cuidado. Me había hartado de sufrir mal de amores.
—¿Cómo escapaste? —preguntó Liwei.
Le sonreí, era la primera sonrisa auténtica que esbozaba desde mi
secuestro.
—¿Te acuerdas de los lirios estrellados? ¿Los que estudiamos en clase,
cuando me chivaste la respuesta? —Parecía como si hubiera pasado una
eternidad desde aquella mañana en la Cámara de Reflexión—. Por suerte, eras
un alumno muy aplicado. Si no, hubiera ignorado su existencia.
Asintió, aunque algo inseguro.
—Los usé para dormir a Wenzhi.
Un tenso silencio se apoderó de nosotros. No me preguntó qué había
hecho, cómo había logrado que Wenzhi se bebiera la poción. No sabía si se lo
hubiera contado, de todas formas.
—Es una pena que no tuvieras acónito a mano para dormirlo para
siempre. —Sus ojos se iluminaron peligrosamente mientras me acariciaba el
chichón de la sien y los cortes de la mejilla y los labios con dolorosa ternura.
—¿Te ha hecho daño? —gruñó.
—¡No! Fue su hermano. —Sentí náuseas ante el recuerdo del cuerpo del
príncipe Wenshuang sobre el mío, de su aliento en mi nuca.
Shuxiao me rodeó con un brazo en silencio, tal vez percibiendo mi
angustia.
Liwei cerró los puños.
—Es culpa mía. Sus soldados me atacaron. No pude deshacerme de ellos
lo bastante rápido. Y al acabar, habías desaparecido. No descubrimos tu
localización hasta más tarde. Siento… no haber dado antes contigo.
—Pude escapar, estoy bien. Y tú también —dije, intentando disipar
nuestro malestar—. Y tengo las perlas. Eso es lo que importa.

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El aire se agitó y chisporroteó, soplando desde el oeste, donde se
encontraba el Reino de los Demonios.
El terror me envolvió mientras agarraba a Liwei del brazo. Aquello no
había terminado todavía.
—Tenemos que irnos ya. El ejército de Wenzhi se aproxima. Una vez
cruzada la frontera, planeaban lanzar una neblina mágica sobre nuestras
tropas con el fin de confundirnos. Tal vez pretenda seguir adelante con el
plan; hará lo que sea con tal de recuperar las perlas. Al estar en mitad de la
nada, nadie descubriría la verdad. Sin la presencia de testigos, Wenzhi puede
declarar lo que se le antoje. —Me maldije por no haber pensado en ello antes.
Liwei se dio la vuelta y llamó a sus comandantes, y los soldados se
dispersaron para ir en su busca. Tras unos momentos, tres generales se
acercaron apresuradamente hacia nosotros, mientras la luz del sol se reflejaba
en sus cascos adornados con gruesas borlas de seda roja. Eran mayores que
Liwei; uno de ellos, un inmortal de aspecto distinguido con vetas blancas en
el cabello, era el general Liutan, que a menudo había enviado a sus soldados a
observar mis prácticas de tiro con arco en el campo de entrenamiento. Todos
a una, se inclinaron ante Liwei, cubriéndose el puño con la palma de la mano.
—Es una emboscada. Reunid a las tropas y regresad a casa de inmediato.
—Habló con firme autoridad.
Los generales posaron la mirada en mí, entornando los ojos con sospecha.
Alcé la barbilla, intentando no estremecerme. No había hecho nada malo,
había arriesgado la vida para ponerlos sobre aviso.
El más bajito de los tres dio un paso adelante.
—Alteza, ¿dónde habéis oído eso? La orden de vuestro padre era que
permaneciéramos en la frontera hasta recuperar las perlas.
Liwei tensó la mandíbula de forma casi imperceptible.
—La arquera primera Xingyin nos ha comunicado la noticia.
Alguien resopló, no sabía quién. El general Liutan me lanzó una mirada
acusadora antes de decir:
—Alteza, os rogamos cautela. Es una espía del Reino de los Demonios.
—No soy ninguna espía —dije con toda la firmeza que pude reunir,
aunque su desprecio e incredulidad me hicieron bullir de rabia—. Esas
mentiras fueron difundidas para que no se culpara al Reino de los Demonios
del robo de las perlas.
Podría haberme quedado callada, pues mis palabras cayeron en saco roto.
El general Liutan siguió poniendo la misma cara mientras añadía:

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—Alteza, a los espías se les da de maravilla hacerse los inocentes.
Vuestro padre…
—Suficiente —intervino Liwei, con un tono tan afilado como una cuchilla
—. A la arquera primera Xingyin le confiaría mi vida, la cual me ha salvado
más de una vez. ¿Desafiáis mis órdenes, general Liutan?
La tez del general se tornó de un gris enfermizo. Los tres hombres se
arrodillaron a la vez.
—A la orden, Alteza.
Liwei les hizo un gesto para que se pusieran en pie.
—No hay tiempo que perder. Los demonios van a lanzar una neblina para
confundirnos. No ataquéis a no ser que sea necesario. Concentrad los
esfuerzos de vuestras tropas en huir y defenderos.
—Debéis levantar escudos poderosos y sin fisuras. —Ninguno de los
generales me miró mientras hablaba. La furia me atravesó, pero seguí con mi
explicación, ignorando su desprecio—. Lo más seguro es retirarse, aunque la
niebla puede ser disipada con el viento y la lluvia. No la inhaléis. Una sola
bocanada es suficiente para enturbiaros la mente. —Mi voz vaciló al recordar
mi desorientación, cuando había estado a punto de atacar al dragón.
El general Liutan vaciló.
—Las perlas, Alteza. ¿Qué hay de ellas? ¿Podría tratarse de un truco para
que nos fuéramos con las manos vacías?
—Las tengo yo —dije, impaciente por acallar sus dudas. Aunque me
arrepentí al ver el brillo en su mirada—. Aunque no por mucho tiempo si no
nos damos prisa.
—Corred la voz. No vayáis más de dos o tres por nube. La rapidez es
fundamental —ordenó Liwei.
Los generales hicieron una reverencia antes de darse la vuelta y alejarse
apresuradamente.
—Liwei, debemos irnos también —le insté.
—No hasta que el terreno haya quedado despejado. Pero tú… debes
marcharte con las perlas —me dijo seriamente.
Rocé mi bolsa de seda con los dedos. No quería dejar a Liwei solo ante el
peligro, pero tenía razón: no podía permitir que Wenzhi volviera a apoderarse
de las perlas. Había asumido aquella carga, y solo me correspondía a mí
soportarla.
—Ten cuidado. No tardes mucho o volveré a por ti —le dije con más
fiereza de la que pretendía.

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—¿Es una promesa o una amenaza? —La comisura de su labio se curvó
en una sonrisa torcida—. Confieso que mi orgullo acabará por los suelos si
vuelves a salvarme.
—Mejor por los suelos que herido de muerte. —Mi tono liviano
enmascaraba mi miedo, pero confiaba en que tuviera cuidado; había cosas
más importantes que nosotros en juego.
Las nubes descendieron desde el cielo. Mientras los soldados celestiales
saltaban sobre ellas y emprendían el vuelo, yo lancé un suspiro de alivio. Pero
entonces una dulzura almibarada me inundó las fosas nasales, y me di la
vuelta, con el cuerpo rígido de terror.
Se nos había acabado el tiempo.

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U n ejército sombrío marchaba hacia nosotros, liderado por Wenzhi,


cuyo rostro reflejaba una expresión pétrea y lúgubre. ¿Cómo
habíamos llegado a aquello? Hacía apenas unas semanas había luchado a mi
lado, y ahora era mi enemigo.
—¡Deprisa, Xingyin! —Shuxiao alzó la mano, envuelta en luz. Una nube
descendió y ella me arrastró en su dirección.
El viento me azotó la piel y el pelo ondeó a mi espalda. Mientras nos
alejábamos de la frontera, el desierto se onduló ante nosotras como un trozo
de seda. Estiré el cuello y busqué a Liwei entre los celestiales que huían, pero
el alma se me cayó a los pies al no ver rastro de él.
—Debo regresar —le dije—. Algo debe de ir mal.
Shuxiao echó un vistazo por encima de mi hombro y se quedó rígida.
—Xingyin, algo va mal.
Detrás de nosotras, y deslizándose entre los soldados, se encontraba la
neblina aturdidora, que centelleaba con estrellas ensangrentadas a medida que
surcaba los cielos. Cada vez se acercaba más, y sus tentáculos se aferraban a
todo aquello que estaba a su alcance. Por suerte, la nube de Shuxiao avanzaba
con rapidez, a la vanguardia de la bruma. Sin embargo, una oleada de
confusión me recorrió incluso a aquella distancia. Sin perder ni un instante,
levanté un escudo sobre nosotras, sellándolo completamente para que ni una
pizca de aquel despreciable encantamiento pudiera atravesarlo. Los celestiales
que estaban más cerca siguieron mi ejemplo, creando relucientes escudos en
forma de bóveda mientras se alejaban a toda velocidad. A pesar de ello,
contemplé con horror cómo el grueso del ejército que estaba a nuestra espalda
—donde la neblina se arremolinaba con más ímpetu— se detenía de golpe.
—¡Levantad escudos! —les grité, aunque mis palabras se perdieron en
medio del tumulto.
Sus miradas adquirieron un brillo vidrioso, y sus movimientos pasaron a
ser espasmódicos e inseguros. Se me heló la sangre al ver que algunos
empezaban a sacudir la cabeza en aparente confusión, arañándose la garganta.
Otros se desplomaron, retorciéndose mientras se quitaban los cascos y se
arrancaban el pelo. Una soldado se tambaleó hasta el borde de la nube y acto
seguido, sin vacilar, se precipitó al vacío. Mi grito atravesó el aire, incluso
mientras intentaba agarrarla con mi magia. Pero llegué demasiado tarde, pues

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su cuerpo desapareció de la vista, y poco después se oyó un golpe contra el
suelo.
Bajé la mano, que ahora me temblaba.
—Shuxiao, debemos…
Como si me hubiera leído el pensamiento, nuestra nube dio media vuelta y
se dirigió hacia la niebla.
Se estremeció y señaló hacia delante.
—¿Qué es?
—Magia mental. En una de sus más grotescas manifestaciones.
—No me extraña que esté prohibida —dijo con vehemencia.
A medida que nos acercábamos, el verdadero alcance del horror quedó al
descubierto. Reprimí el impulso de huir de aquella pesadilla. En el interior de
la neblina, algunos celestiales se lanzaban unos a otros descargas de hielo y
llamas, y otros luchaban con armas. Uno le clavó la lanza a su compañera en
el hombro, y la punta empapada en sangre asomó por el otro lado. No
obstante, su víctima no se inmutó, sino que se abalanzó hacia delante y placó
a su oponente, antes de rodar por la superficie de la nube y caer por el borde.
En otra de las nubes, tres celestiales se golpeaban con un abandono metódico;
aparentemente insensibles al dolor, sus rostros permanecían inexpresivos, a
pesar de que la nube se encontraba salpicada de sangre.
Aquellas imágenes me provocaron arcadas. Daba igual lo que Wenzhi
hubiera afirmado; se trataba de un tipo de magia mucho más perversa que
cualquier otra. Las heridas resultaban el doble de dolorosas cuando era una
mano amiga la que infligía el daño. Los que fueran lo bastante afortunados
como para sobrevivir a aquella pesadilla quedarían condenados a una vida
llena de dolor y remordimientos.
¿Por qué no se habían protegido? ¿Y sus escudos? ¿Por qué no intentaron
disipar la niebla? ¿Acaso había sucedido todo demasiado rápido, antes de que
tuvieran la oportunidad de resguardarse? ¿O era que los generales no les
habían transmitido mi advertencia? Sus expresiones de sospecha afloraron en
mi mente. Tal vez creyeran que era una traidora de verdad y Liwei, un idiota
confiado.
La niebla se hizo más espesa, expandiendo su malévolo brillo hasta que el
cielo pareció empapado en sangre. No tardaría en engullir a los que estaban
en los extremos; se infiltrarían a través de sus escudos y los sumirían en el
caos. Más gritos atravesaron el aire, junto con exclamaciones de terror. La
niebla no me había afectado y sin embargo, la impotencia que sentía me
sofocaba. Detestaba que no hubiera ningún monstruo con el que acabar,

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ningún objetivo al que disparar. ¿De qué me servía el arco contra aquel
miserable oponente? Una entidad nebulosa y cambiante con un apetito
insaciable.
Shuxiao me agarró y me clavó los dedos en los brazos.
—¡El general Liutan! —gritó, señalando al frente.
Me volví y descubrí al general de pelo blanco, el mismo que me había
acusado de ser una espía, rodeado de decenas de soldados desorientados.
Tenía un escudo levantado a su alrededor, pero los demás se acercaban cada
vez más, sin dejar ningún hueco por donde escapar.
Un celestial se elevó entonces hacia nosotras, con su capa escarlata
ondeando tras él. Liwei. Podría haberme echado a llorar de alivio al verlo.
—Yo ayudaré al general Liutan. Vosotras llevad a todos los que podáis a
un lugar seguro. —Hizo una pausa, y clavó la mirada en mí—. Ten cuidado.
Sin esperar una respuesta, se dirigió volando hacia los soldados, cuyas
armaduras de oro iluminaban el cielo. Sin embargo, el caos reinaba entre
ellos: los celestiales se retorcían, desorientados, y se atacaban unos a otros
con magia, armas y sus propios puños. Jamás hubiera imaginado una
calamidad semejante. Una violencia como aquella. Cuando yo misma había
sufrido los efectos de la niebla, lo único que había querido era defenderme a
mí misma, no herir a otro. Sin embargo, la sed de sangre de los soldados era
implacable. ¿Acaso el tumulto había agravado su confusión, sabiendo que se
encontraban en medio de una batalla, aunque incapaces de distinguir a sus
compañeros de sus contrincantes?
Están sufriendo por tu culpa, siseó una voz en mi interior. Jamás deberías
haber aceptado las perlas de los dragones. Mira lo que tu codicia y tu
arrogancia han engendrado. Los remordimientos me atravesaron como un
cuchillo, aunque no debía olvidar que había otros factores en juego: el ansia
de poder del emperador y la implacable ambición de Wenzhi. La
responsabilidad no caería solo sobre mi conciencia. Y no claudicaría ante mis
sentimientos de culpabilidad cuando todavía había una oportunidad de
ponerle fin a aquello.
Un pensamiento insidioso se coló en mi mente: el de que era capaz de
revertir la situación con facilidad. Los dragones… ¿Y si los llamaba para que
nos ayudasen? Había invocado al Dragón Negro con anterioridad, ¿por qué no
me servía de ellos ahora para sacar al ejército de allí? Salvaría al Ejército
Celestial y me vengaría de Wenzhi de un plumazo. Con su poder a mi
disposición, podría obligar al emperador a liberar a mi madre. En mi mente se
formó una nueva imagen: vi mi propia imagen con una corona en la cabeza,

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protegiendo a aquellos que me eran leales y derribando a todos los que me
habían hecho daño. Solo entonces, me desprendería de las perlas. Lo único
que tenía que hacer era pronunciar los nombres de los dragones.
Metí la mano en la bolsa. Luchando contra la tentación, volví a sacarla.
No, hacer algo así destruiría a los dragones, y me destruiría a mí. Les había
hecho una promesa, que estaba dispuesta a cumplir. No me atrevía a
aventurarme por un sendero del que tal vez nunca fuera capaz de salir; al
menos, no hasta que hubiera recorrido todos los demás caminos.
Me volví hacia Shuxiao.
—Hay que invocar al viento. La lluvia. Cualquier cosa que despeje los
cielos.
Ella asintió y cerró los ojos para concentrarse, con las venas del cuello
tensas por el esfuerzo. Yo reuní toda la energía de la que fui capaz, mientras
la magia recorría mi cuerpo.
—¡Ya! —grité.
Un chorro de magia brotó desde las palmas de nuestras manos. Una ráfaga
de viento atravesó las nubes, proveniente de una tormenta veraniega del
mundo mortal, mezclada con polvo y calor. Nuestra nube se sacudió y yo me
tambaleé antes de recuperar el equilibrio para seguir alimentando al voraz
viento. El aire revuelto se transformó en un huracán arrollador que disipó la
niebla que envolvía a los que estaban más cerca de nosotras.
Sin embargo, el alcance de nuestra magia no era suficiente; cientos de
soldados seguían todavía en peligro. Y lo que era aún peor: los demonios
comenzaron a contrarrestar nuestros esfuerzos, volviendo a dirigir la neblina
hacia nosotros. Esta se arremolinaba ahora con más fuerza, situada entre
ambos bandos. ¿Cuánto más podríamos aguantar aquello? Nuestros escudos
no soportarían indefinidamente, y cada vez estábamos más cansadas. Si no
conseguíamos disipar pronto la niebla, volvería con más fuerza y nos
engulliría a todos.
Justo enfrente, un grupo de demonios liderado por Wenzhi salió
disparado. Vacilé un instante antes de invocar una nube y subirme de un salto
para perseguirlos.
—¿Qué haces? —gritó Shuxiao.
—Ir tras ellos.
—¿Has perdido el juicio? —exclamó, señalando la horda de soldados
desorientados que había delante.
—No, por eso precisamente voy a buscarlos. —Señalé a Wenzhi—. Su
presencia no es ninguna coincidencia. Tal vez encuentre una manera de

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detener todo esto.
Seguí a Wenzhi a través de las nubes, serpenteando para no ser detectada,
aunque no era probable que percibiera mi aura en medio de aquella vasta
maraña de inmortales. Tomé el Arco del Dragón de Jade, que llevaba colgado
a la espalda, y me preparé para disparar. En aquel punto, la bruma era tan
densa que apenas era capaz de vislumbrar nada entre el resplandeciente
cúmulo de polvo carmesí. Tras llegarme una vaharada de su empalagosa
fragancia —a miel y podredumbre—, contuve el aliento de inmediato,
reforzando mi escudo. Ahora no podía perder el control, pues un solo instante
de confusión podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Entre
eliminar a un enemigo o a un ser querido.
Liwei se hallaba a poca distancia, desatando un furioso vendaval para
despejar el aire. Su maniobra funcionaba: los soldados habían comenzado a
volver en sí y se alejaban del general Liutan, pero entonces Wenzhi se
abalanzó hacia él como un halcón sobre su presa. ¿Habría sido Liwei su
objetivo desde el principio? No permitiría que le hiciese daño, decidí, y salí
volando tras él con el corazón martilleándome en el pecho.
Liwei levantó la cabeza de golpe, como si hubiera percibido la
aproximación de Wenzhi. Ambos se contemplaron durante un instante —con
la mirada encendida y peligrosamente entornada— y se me heló la sangre.
Desenvainaron las espadas y se abalanzaron sobre el otro con una ferocidad
desenfrenada. Las espadas chocaron, y las chispas saltaron en una lluvia de
fuego y hielo; las nubes se sacudieron por la fuerza de sus ataques. Durante
un momento fui incapaz de moverme, abrumada por el miedo y, a la vez,
maravillada por la elegancia salvaje con la que manejaban sus espadas; sus
movimientos conformaban una mancha borrosa en medio de aquella
despiadada batalla.
Tensé el arco con los dedos rígidos, y el Fuego Celestial chisporroteó en
mis manos. Me mentalicé para disparar, recordándome que Wenzhi era el
enemigo. Pero ambos se movían con demasiada rapidez, inmersos en un
torbellino de giros y destellos de espada. ¿Y si fallaba el tiro?
En aquel momento, Liwei se agachó y esquivó la espada de Wenzhi, que
atravesó el aire por encima de su cabeza; acto seguido, retrocedió y se lanzó
hacia él con la intención de clavarle la espada en el pecho. Wenzhi lo eludió,
trazando un amplio arco con su arma; su embate atravesó la armadura de
Liwei, cuya sangre salpicó el aire. Liwei profirió un grito ahogado y se llevó
la mano a la herida.

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Mientras Wenzhi se cernía sobre él y levantaba su espada, un estallido
reverberó en mi interior. Decidí no usar el arco, pues a aquella distancia el
Fuego Celestial podría herir también a Liwei. Unas espirales de aire brotaron
de las palmas de mis manos y golpearon a Wenzhi. Él se dobló sobre sí
mismo, como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago, y se tambaleó
hasta el borde de su nube. Recuperó el equilibrio y levantó un escudo a su
alrededor.
Se volvió hacia mí.
—Xingyin, has recuperado los poderes.
—No gracias a ti —gruñí.
—Pero llegas demasiado tarde. —En su tono asomó un dejo de
arrepentimiento mientras volvía a levantar la mano y le arrojaba unas dagas
de hielo a Liwei…
Yo salí disparada y me interpuse entre ambos, antes de levantar una
barrera en torno a Liwei y a mí. El ataque de Wenzhi chocó, sin
consecuencias, contra esta. Aquello hizo aflorar un recuerdo en mi mente, de
cuando Wenzhi y yo habíamos estado en la Cámara de los Leones y él me
había instado a emplear mis poderes. Creo que jamás imaginó que pondría en
práctica su lección de aquel modo.
Wenzhi endureció el rostro con una expresión que no supe identificar.
¿Era ira? ¿Decepción? Cuando retrocedió, el aire se agitó con su energía, que
chocó contra mi escudo. Me tambaleé mientras aguantaba su arremetida
firmemente, pero entonces sus soldados atacaron y desplegaron su magia
sobre nosotros. El escudo se resquebrajó, y las esquirlas de hielo, madera y
fuego cayeron sobre mí. Me mordí la lengua, ahogando un grito. Oí un silbido
a mi espalda y un estallido de fuego, producido por Liwei, embistió a los
demonios. Movió la mano hacia Wenzhi y las llamas de color bermellón se
precipitaron contra él, tan ardientes como si hubieran emergido directamente
del sol.
El escudo de Wenzhi se resquebrajó. Salió despedido hacia atrás y se
precipitó al vacío. El corazón me dio un vuelco. Salí disparada hacia el
extremo de la nube y me asomé por el borde mientras sus soldados se
lanzaban tras él, empleando su magia para ponerlo a salvo. Me invadió un
torbellino de emociones, y una de ellas era indudablemente alivio.
—Estás tomando por costumbre salvarme la vida —comentó Liwei.
—Creía que habíamos decidido no llevar la cuenta. —Volví a mirar hacia
abajo, preocupada por si Wenzhi aparecía de nuevo—. Esto aún no ha
acabado, Liwei. Tenemos que darnos prisa.

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A nuestro alrededor, la niebla se tornaba más espesa; los esfuerzos
anteriores de Liwei no habían servido para nada. Una vez más, el grupo de
soldados rodeó al general Liutan, que tenía el cabello empapado de sudor y
cuyo escudo comenzaba a vacilar.
Yo ya estaba dejando fluir mi magia para crear un vendaval; la energía de
Liwei se fusionó con la mía, formando un flujo ininterrumpido de luz. El
sudor me resbalaba por la cara, y notaba las rodillas a punto de cederme por el
esfuerzo. Aunque la niebla se disipó un poco, todavía se cernía sobre el grupo
de celestiales, que empezaron a dirigir su atención hacia nosotros. Las llamas
salieron disparadas desde las manos de uno de ellos. Yo me agaché,
esquivando el fuego a duras penas. Otro le arrojó una lanza a Liwei, pero él
desvió el golpe con facilidad. Mientras tanto, el general Liutan permanecía
agachado en su nube, llevándose la peor parte de los ataques.
Frente a nosotros divisé a los soldados del ejército de los demonios que
portaban los cascos salpicados de ónix. Eran los mismos a los que había
avistado mientras volaba a lomos del Dragón Negro; ahora eran visibles en el
corazón de la niebla. Se trataba de los Encantadores de la Mente que habían
creado la neblina; y sus ojos relucían mientras unas ondas de luz carmesí se
arremolinaban en las palmas de sus manos. Sin embargo, tenían el rostro
tenso y recubierto de sudor.
Estaban tan cansados como nosotros, lo que significaba que aún teníamos
una oportunidad de hacerlos claudicar.
Un sentimiento de esperanza prendió en mí al tiempo que los señalaba.
—Liwei, yo me encargo de los Encantadores de la Mente. Ocúpate de
mantener activo el hechizo.
Antes de que terminara la frase, había extendido su poder para compensar
la ausencia del mío. El viento atravesó el aire y una tormenta se desató sobre
los celestiales.
Disparé una flecha de Fuego Celestial, que se hundió en uno de los
soldados. Profirió un grito y su cuerpo se sacudió mientras su piel
chisporroteaba con destellos de luz. Tras desplomarse, la neblina que emergía
de sus manos se disipó. No me detuve, no había tiempo para celebraciones ni
lamentos, y mi nube se elevó en el aire mientras disparaba una segunda flecha
y, acto seguido, una tercera. Los soldados gritaron y desviaron sus torrentes
de magia hacia mí. Mi hechizo se sacudió antes de resquebrajarse, pero otro
surgió en su lugar, dorado y brillante.
—¡Xingyin, cuidado! —gritó Liwei.

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Le dirigí un gesto de agradecimiento antes de disparar otra flecha. La
demonia la esquivó, pero mi siguiente disparo le dio en el hombro. Mientras
apuntaba al quinto soldado, los Encantadores de la Mente rompieron filas y
huyeron.
La niebla siguió sus estelas. Sin embargo, más soldados celestiales
empezaron a salir de su aturdimiento y se unieron a nosotros. El aire deshizo
el último de mis moños y agitó con fiereza mi túnica negra a medida que el
vendaval se fortalecía, extendiéndose con un aullido clamoroso y barriendo
cada rincón del cielo. La niebla se diluyó y sus luces de color carmesí se
desvanecieron como las estrellas al alba. El cielo mostró la calma típica tras
una tormenta mientras nuestras nubes se deslizaban hacia la seguridad del
Reino Celestial.
Estábamos a salvo; los demonios se habían retirado. Sin embargo, seguía
teniendo el pulso acelerado y la respiración entrecortada, pues no podía evitar
pensar en la audiencia que me esperaba con el emperador. Mis opciones se
habían reducido drásticamente. Ahora que los generales sabían que tenía las
perlas, debía elegir entre entregárselas al emperador o desafiarlo abiertamente
y negarme. Una decisión atroz, si podía considerarse así. Cualquiera de las
dos opciones constituiría una traición y supondría la pérdida de algo
infinitamente más doloroso: la libertad de mi madre o la de los dragones. Y
todavía peor era el miedo que sentía a que el emperador castigase a mi madre
por culpa de mi rebeldía. O a que me arrebatara las perlas por la fuerza, del
mismo modo en que me había ordenado que fuese a buscarlas.
La cabeza me palpitaba. ¡Si tan solo pudiese salvaguardar ambas cosas!
Algo así era imposible, a menos que… hubiera un modo de cumplir el trato
sin dañar a los dragones. Una frágil idea afloró en mi mente. Desesperada e
indudablemente peligrosa.
—¡Xingyin! —exclamó Shuxiao mientras se detenía junto a mí—.
Vamos.
—No puedo —repliqué—. Aún no. —No dije nada más. No me atrevía a
revelar mi plan, si acaso podía llamarse así, pues no era más que una maraña
de ideas y conjeturas. Aquella información la pondría en peligro, colocándola
en una situación insostenible, la misma en la que yo me estaba sumergiendo,
dividida entre mis seres queridos y mi sentido del honor.
—¿Me haces un favor? —le dije de forma sombría.
—Lo que sea.
—No les digas que no he vuelto. Haz correr la voz de que me perdiste la
pista durante la batalla. —Tal vez aquello evitara durante un rato las

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sospechas del emperador.
—¿Eso es todo? Esperaba algo más complicado —resopló.
—Últimamente, todo lo que tiene que ver conmigo se complica. Pero si
las cosas no salen según lo planeado, ¿puedes inventarte algo para aplacar la
ira del emperador? —bromeé, tratando de disimular mi miedo oculto.
Ella guardó silencio un momento y examinó mi rostro.
—Ten cuidado. Haré lo que pueda —dijo por fin.
—Gracias. —Fue lo único que respondí, aunque quise decirle muchas más
cosas. Mientras se alejaba volando, se dio la vuelta una vez y me saludó con
la mano.
—Xingyin, mi padre te espera.
Me negué a mirar a Liwei, apartándome el pelo de la frente, mientras
reunía el valor para decirle:
—No puedo entregarle a tu padre las perlas de los dragones. Les di mi
palabra.
Se quedó callado un momento, con una expresión solemne asomando en
sus ojos oscuros.
—¿Y qué vas a hacer?
Vacilé. ¿Podía confiarle mis planes? ¿Anhelaría las perlas para su padre?
Y si era así, ¿intentaría detenerme? Sin embargo, al contemplar su rostro,
iluminado con la calidez que todavía me perseguía, supe que no tenía de qué
preocuparme. Tal vez discutiera conmigo, puede que intentara disuadirme,
pero nunca me traicionaría.
—Los dragones dijeron que un encantamiento unía su esencia espiritual a
las perlas. Según la maestra Daoming, todo encantamiento puede deshacerse.
¿Y si en este caso también es así? No sé si estoy en lo cierto, pero tengo la
intención de comprobarlo. —Y añadí, titubeante—: De este modo, no faltaré
a mi palabra con tu padre, pero solo cumpliré el acuerdo al que llegué con él.
Y nada más.
Una leve sonrisa asomó a sus labios.
—Te refieres a que le entregarás únicamente las perlas, ¿no?
Asentí, a pesar de que las dudas me corroían. El emperador pretendía
sacar de nuestro trato mucho más de lo acordado. Pero ahora obtendría
exactamente lo prometido, que no era ni mucho menos lo que él quería. Puede
que el plan no funcionase: había muchas cosas que podían salir mal. Tal vez
el encantamiento no pudiera deshacerse. Quizás el emperador no aceptara las
perlas sin la esencia; y desde luego, montaría en cólera. Pero ¿qué alternativa
me quedaba? Ninguna que pudiera soportar.

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La nube de Liwei se aproximó, y él se subió a la mía de un salto y me
tomó la mano.
—No tenemos mucho tiempo.
En aquel momento, me sentí más tranquila de lo que me había sentido en
años, desde que había abandonado el Patio de la Tranquilidad. No estaba sola,
y a pesar de lo que había ocurrido entre nosotros, seguía siendo mi amigo.
No obstante, no me complacía involucrarlo en mis planes, pues podrían
acabar enfrentando a Liwei con su padre, provocando su descontento y
desatando su furia. Pero no pensaba rechazar su ayuda, no cuando me hacía
tanta falta como la lluvia al suelo reseco. No cuando había tanto en juego.
—¿A dónde vamos? —preguntó.
—Al lugar de nacimiento de los dragones.

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E l Palacio de Coral Perfumado resplandecía como una perla rosada en


su valva. Aquel día, las inestables aguas exhibían un reluciente tono
cerúleo, y las olas se extendían repletas de espuma blanca. Mientras
cruzábamos el puente cristalino, una pesadumbre se apoderó de mi corazón, y
un sinfín de inoportunos recuerdos de la última vez que había estado allí
afloraron en mi mente.
Los guardias de palacio se inclinaron ante Liwei, reconociéndolo de
inmediato. Aunque también se acordaban de mí, su presencia nos facilitó una
pronta audiencia con la familia real, a pesar de nuestra falta de cortesía al
aparecer inesperadamente. Nos hicieron pasar a una espaciosa sala, mientras
un criado salía en busca del príncipe Yanxi.
Liwei contempló a través de la pared transparente un magnífico arrecife
de coral, que resplandecía en intensas tonalidades. Unos peces de colores
brillantes lo atravesaron a toda prisa, recelosos de las sombras más grandes
que pasaban por encima: las de los depredadores en busca de presas. Su
expresión era sombría, y tal vez estuviera reflexionando sobre la imposible
situación a la que lo había arrastrado.
—Sé que esto no es lo que habrías hecho tú. Pero gracias por venir
conmigo —le dije.
—Muchos se opondrán a lo que planeas hacer. —Desvió la mirada hacia
mí, tan opaca como las aguas al otro lado—. Pero siempre podrás contar con
mi apoyo.
Pronunció aquellas simples palabras con su característica actitud calmada,
pero me llegaron hasta lo más hondo del alma.
Las puertas se abrieron y el príncipe Yanxi apareció. Unas vetas doradas
adornaban su túnica de brocado gris perla, a la que acompañaba un fajín de
lapislázuli ceñido a la cintura. Posé las manos con disimulo sobre mi falda, en
un vano intento por alisar las arrugas. Al menos el color oscuro disimulaba las
manchas de suciedad, sudor y sangre.
Saludó a Liwei antes de volverse hacia mí con una sonrisa:
—Arquera primera, ¿habéis decidido abandonar el frío Reino Celestial
para instalaros en nuestras cálidas costas?
Sacudí la cabeza con pesar.

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—Por desgracia, las circunstancias que nos traen hasta aquí son menos
agradables, Alteza.
La urgencia de mi voz disipó su entusiasmo.
—Si hay algo que necesitéis, no tenéis más que pedirlo —me aseguró;
tomó asiento e hizo un gesto para que yo hiciera lo mismo.
Permanecí de pie, abrí mi bolsa y me volqué las perlas en la palma de la
mano. Estas tintinearon contra mi piel, vibrando con las llamas de su interior.
El príncipe Yanxi se acercó para examinarlas, antes de levantar la mirada
hacia mí.
—¿Son las perlas de los Venerables Dragones?
—Sí.
—¿Dónde las habéis encontrado? —preguntó, asombrado.
—Me fueron entregadas. —Las palabras abandonaron mis labios a
trompicones, vacilantes e inseguras. No estaba acostumbrada a desvelar mis
secretos con tanta facilidad. Incluso ahora, una parte de mí temía haber
cometido un error al presentarse allí, temía que el príncipe Yanxi se viera
obligado a entregarnos al Reino Celestial.
Se puso rígido, tal vez percibiendo mi inquietud, y se retiró.
—¿Quién os las entregó? ¿Quién posee ese derecho?
—Los propios dragones —respondí, algo molesta por el tono de duda de
su voz. Pero recordé lo mucho que le importaban los dragones. Y yo misma
seguía sin creer que me hubiesen confiado sus perlas.
—Mi padre le encargó a Xingyin que fuera a buscar las perlas. Los
liberamos de los Dominios Mortales con la ayuda de su sello —explicó Liwei.
El príncipe Yanxi se puso de pie de un salto con el semblante iluminado.
—¡Los dragones son libres! Debo informar a mi padre.
Me puse delante de él.
—Alteza, ya habrá tiempo para eso. De momento, hay un asunto más
urgente para el que necesitamos vuestra ayuda.
—¿Urgente?
—Debo preguntaros algo sobre estas perlas.
Me sondeó con la mirada, retomando su actitud cauta mientras volvía a
sentarse.
—No puedo evitar preguntarme por qué el Emperador Celestial desea
ahora las perlas. ¿Y por qué iban los dragones a renunciar a ellas?
—Desconozco las intenciones de Su Majestad Celestial. Cuando accedí a
buscarlas, no sabía la importancia que las perlas guardaban para los dragones.
Pero os aseguro que he prometido garantizar su libertad.

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No respondió; había inclinado la cabeza hacia un lado, como si aún no
supiera si confiar o no en nosotros.
Inhalé profundamente, y seguí hablando.
—El encantamiento que vincula la esencia espiritual de los dragones a las
perlas… ¿puede deshacerse? —Mi corazón latió con fuerza mientras
aguardaba su respuesta.
—¿Por qué lo preguntáis? —Me miraba como si fuera un rompecabezas
que estuviera intentando resolver.
—Quiero devolverles la esencia a los dragones. Para que nunca más
vuelvan a estar sometidos a nadie.
—¿Por qué queréis hacer eso? ¿Por qué no les devolvéis las perlas y ya
está? —preguntó, perspicaz.
Pensé en mi madre, cuya existencia puede que el príncipe Yanxi
desconociera.
—En realidad, actúo también movida por egoísmo. Si les devuelvo las
perlas a los dragones, habré fracasado en mi misión. Y no puedo permitirlo.
El emperador me ha prometido algo que deseo con todas mis fuerzas.
Él arqueó una ceja.
—Debe de ser muy importante, arquera primera.
—Nada importa más que la familia —dije en voz baja—. Como bien
sabéis, Alteza.
El príncipe Yanxi suavizó la expresión mientras se recostaba contra la
silla. ¿Estaría pensando en su hermano? ¿En sus padres?
—El encantamiento al que os referís es muy poderoso. —Se frotó la
barbilla, pensativo—. El sello fue creado mediante sangre y magia, y puede
deshacerse con esos mismos elementos. Pero deben pertenecer al legítimo
propietario de las perlas.
Era posible. Todavía había una posibilidad. Todo encantamiento requería
magia, aunque no pude evitar temblar ante la mención de la sangre.
Vaciló, mirando a Liwei.
—Hablad con libertad, Alteza. Os encontráis entre amigos, ninguno de los
dos se sentirá ofendido —dijo Liwei.
El príncipe Yanxi entrelazó los dedos, con los codos apoyados en la mesa.
—Arquera primera Xingyin, ¿fue solo a vos a quien los dragones
ofrecieron sus perlas?
Asentí, y él frunció aún más el ceño.
—No se sabe mucho de aquel que los gobernaba, el guerrero que los
salvó. Algunos creen que era pariente del Emperador Celestial. Si eso fuera

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cierto, ¿por qué los dragones no os ofrecen su lealtad a vos o a vuestro padre?
—le preguntó a Liwei.
Las esculturas de oro del tejado del Palacio de Jade, los bordados de las
túnicas imperiales… ¿Sería cierto el rumor o aquellos elementos tenían como
único propósito perpetuar una poderosa leyenda? ¿Habría codiciado el
emperador el poder de los dragones todo este tiempo? ¿Acaso su castigo
había estado relacionado con el hecho de que se habían negado a someterse a
él?
—El Reino Celestial no dispone de demasiada información acerca de los
dragones. Lo único que sé es que no albergan deseo alguno de servir a mi
padre. Así nos lo hicieron saber cuando los liberamos. —Liwei hizo una
pausa—. ¿Por qué lo preguntáis?
El príncipe Yanxi lanzó un suspiro.
—Liberar la esencia de los dragones no es tarea sencilla. Requiere un gran
sacrificio. Uno que el guerrero asumió para poder vincular las esencias a las
perlas. Hace falta la mitad de la fuerza vital del individuo para llevar a cabo el
encantamiento. —Se inclinó sobre la mesa en mi dirección—. Los dragones
os entregaron las perlas, lo que significa que os reconocen como su verdadera
dueña. Por lo tanto, el sacrificio os corresponde únicamente a vos.
Sus palabras me sacudieron. ¿La mitad de mi fuerza vital? A diferencia de
mi energía, la cual podía recobrar mediante el reposo y la curación, la fuerza
vital podía tardar décadas en restablecerse. Siglos, tal vez. Quedaría
inmensamente debilitada. Manejar el Arco del Dragón de Jade supondría un
reto. ¿Cómo protegería entonces a mis seres queridos? ¿Cómo me defendería?
Liwei me agarró la mano con fuerza.
—Xingyin, no lo hagas. Debe de haber otra manera.
Me zafé de su agarre, consciente de la penetrante mirada del príncipe
Yanxi. No me costaría nada alejarme, dejar que el destino siguiera su curso.
Permitir que alguien más tomara la decisión por mí, en lugar de enfrentarme a
ella. Pero ya había estado a punto de perder las perlas en una ocasión y no me
atrevía a arriesgarme de nuevo. No sabía cuánto tiempo me quedaba. Incluso
en aquel momento, las tropas de Wenzhi podrían estar acercándose. Y el
emperador debía de estar impacientándose por mi ausencia.
Me mordí la parte interior del labio hasta que atravesé la tierna carne y el
sabor cálido de la sangre me inundó la boca. Si el príncipe Yanxi se
equivocaba, o si el encantamiento no funcionaba, acabaría debilitada en balde.
Y si no le entregaba las perlas al emperador, me ganaría su enemistad eterna.
¿Haría honor a su promesa de no hacerle daño a mi madre? En cuanto a mí…

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Un escalofrío me recorrió.
Pero la magia no era la única fortaleza que poseía; había vivido sin ella en
el pasado. Había engañado a Wenzhi con mis palabras y un puñado de
pétalos, y derrotado a un príncipe demonio con mis poderes sometidos. Si el
hechizo funcionaba, podría liberar a los dragones y, además, volver a palacio
con las perlas, cumpliendo, en teoría, mi parte del trato. Todavía tendría una
oportunidad de liberar a mi madre.
—Lo haré. —Las manos me temblaron al dejar caer las perlas en la bolsa
y anudar el cordón con fuerza—. Alteza, os agradecería vuestra ayuda. —
Ahora que había tomado la decisión, estaba ansiosa por ponerme en marcha.
—Necesitaréis un arma. Una que sea poderosa —explicó—. La sangre
neutralizará el sello y vuestra fuerza vital propiciará el encantamiento, pero la
esencia de los dragones debe ser expulsada de las perlas. Si vuestra arma no
es suficientemente poderosa, os debilitaréis aún más. Una vez que el
encantamiento esté en marcha, no habrá forma de detenerlo. —Su advertencia
quedaba implícita: Porque, de lo contrario, moriréis.
El Arco del Dragón de Jade constituía un peso reconfortante en mi
espalda.
—¿Bastará este arco? —Me lo descolgué del hombro y lo dejé sobre la
mesa, ante él.
El príncipe Yanxi recorrió sus intrincados grabados con reverencia. El
arco se sacudió cuando lo tocó, y él se retiró de inmediato.
—¿Manejáis el Arco del Dragón de Jade? ¿Cómo es posible?
—No estoy segura —respondí con sinceridad—. Es el arco el que me
permite que lo maneje.
—Por eso los dragones os entregaron las perlas —dijo.
—No querían entregármelas —confesé, y el calor de mi vergüenza se
extendió por mi rostro—. Pero fui tentada por su poder, y una arrogante al
creer que podría mantenerlos a salvo. Me equivoqué.
Recogí el arco de la mesa.
—Alteza, me disculpo por nuestra premura, pero debemos marcharnos.
¿Hay algún lugar aislado por aquí cerca donde podamos convocar a los
dragones?
Se puso en pie.
—El extremo sur cuenta con una zona tranquila y apartada. Si no tenéis
inconveniente, os llevaré yo mismo hasta allí. —Una sonrisa melancólica se
dibujó en sus labios—. Confieso que llevo mucho tiempo deseando ver a los

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Venerables Dragones. Puede que formemos parte de las leyendas de los
mortales, pero los dragones constituyen una parte importante de las nuestras.

La nube del príncipe Yanxi nos llevó hasta la playa, que se encontraba a poca
distancia. Enclavada entre altísimos acantilados y rocas irregulares, no era de
extrañar que estuviera desierta a pesar de sus aguas prístinas. De pie sobre la
blanca arena, contemplé las perlas en mi mano. ¿Funcionaría el hechizo? No
tardaría en averiguarlo. Inhalé profundamente y susurré el nombre de los
dragones a las perlas, mientras las llamas ardían en sus lustrosas
profundidades.
Durante un instante, la calma se adueñó de todo; y el cielo y el mar se
fundieron en uno. Con un susurro, las aguas pasaron del cerúleo al verde y las
olas crecieron, recubiertas de espuma blanca, antes de precipitarse hacia la
orilla. En el horizonte avisté un enorme remolino, que fue extendiéndose cada
vez más y que amenazó con tragarse el océano por completo. Desde sus
profundidades, los cuatro dragones salieron disparados y se elevaron hacia el
cielo. El agua fría nos salpicó, y las gotas reflejaron la luz del sol. El aire
retumbó cuando las criaturas aterrizaron en la playa ante nosotros, hundiendo
sus garras doradas en la arena.
El príncipe Yanxi se tambaleó hacia atrás, boquiabierto. Su túnica había
quedado empapada y el cabello se le pegaba a la frente. Mientras me secaba el
agua de la cara, intenté no sonreír al ver al inmaculado príncipe con un
aspecto tan desaliñado.
La playa quedó ensombrecida bajo los inmensos cuerpos de los dragones;
sin embargo, al aproximarse a nosotros, avanzaron con pasos gráciles y
livianos.
El Dragón Largo clavó su mirada ambarina en mí, y su voz reverberó en
mi mente.
Xingyin, hija de Chang’e y de Houyi. ¿Por qué nos has convocado?
El príncipe Yanxi tomó una brusca bocanada de aire. ¿Se había dirigido el
dragón a todos nosotros? Le lancé una mirada de disculpa. Había sido una
invitada de lo más descortés, sin preocuparme por advertirle nada hasta ese
momento.
No me habría importado permanecer allí, contemplando a los dragones en
toda su gloria, pero no me atrevía a perder más tiempo.

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—Venerables Dragones, me gustaría extraer vuestra esencia espiritual de
las perlas y devolvérosla. ¿Es este vuestro deseo también? —Hablé sin
rodeos, yendo al meollo de la cuestión.
Alzaron la cabeza, y el aire chisporroteó de emoción. La voz del Dragón
Largo resonó en mis oídos.
No hay nada que deseemos más, ni nadar en el mar ni surcar los aires.
No hemos podido pedírtelo hasta ahora, pues el sacrificio debe hacerlo un
corazón dispuesto.
Noté una opresión en el pecho al ver que la esperanza asomaba en sus
ojos, que ardían con una intensidad dorada.
—Entonces lo intentaré.
Los dragones inclinaron el cuello en un elegante asentimiento,
contemplando las perlas de mi mano con una expresión hambrienta.
El príncipe Yanxi sacó una daga con una empuñadura de lapislázuli.
—¿Preparada?
Asentí y le tendí la palma de la mano. Pero Liwei se interpuso y me
agarró de la muñeca.
Estaba pálido, con el rostro surcado por la preocupación.
—Xingyin, ten cuidado. Si no te detienes a tiempo, tendré que…
—Debe hacer esto sola —advirtió el príncipe Yanxi—. En cuanto el
encantamiento esté en marcha, no podréis interferir. De lo contrario morirá.
Liwei hizo caso omiso y se dirigió solo a mí.
—¿Seguro que quieres hacerlo? No tienes que decidirlo ahora.
—Ya está decidido —le dije en voz baja—. La elección es mía.
Se quedó en silencio y finalmente tomó la daga del príncipe Yanxi.
Asentí, y los nudillos se le pusieron blancos al apretar la empuñadura
mientras arrastraba la cuchilla por la palma de mi mano. Un corte limpio, ni
demasiado superficial ni demasiado profundo. El frío metal adormeció el
escozor al atravesar mi piel, y la sangre, caliente, empezó a manar. Cerré el
puño y lo giré, dejando que la sangre goteara sobre las perlas como lluvia
carmesí.
El estómago se me encogió al pensar en lo que se avecinaba. Cerré los
ojos y seguí el rastro de las luces hasta llegar al brillante núcleo de mi fuerza
vital, escondido en las profundidades de mi cabeza. Lo dividí con una
sacudida, y el acto se me antojó perverso, como un atentado hacia mí misma,
pero no me detuve; dejé que mi fuerza vital surgiera, y corriera por mis venas
como un río sin presa. Poderosa. Indómita. Repleta de energía. Más brillante
que la infinidad de las estrellas, más luminosa que la luna. Sin embargo,

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cuando mi fuerza vital fluyó a través de mis manos hacia las perlas, una
repentina debilidad me sobrevino y me arrebató la fuerza de las extremidades.
Me tambaleé, a punto de desplomarme. Apreté la mandíbula hasta que me
dolió y afiancé las rodillas, reprimiendo el impulso instintivo de detener el
flujo. Mi fuerza vital se deslizó sobre las perlas, iluminando mi sangre
durante un instante, antes de ser absorbida como el agua en una esponja. Las
perlas se elevaron en el aire; el resplandor del interior fue haciéndose más y
más intenso hasta que todas ellas se convirtieron en una esfera de llama pura.
Solo entonces detuve el flujo de mi fuerza vital; me desplomé de rodillas
sobre la arena mientras unos jadeos estrangulados brotaban de mi garganta.
Tenía el rostro empapado en sudor y un profundo agotamiento me recorría los
brazos y las piernas. Pero el vacío que sentía en mi interior resultaba aún
peor; había perdido una parte intrínseca de mi ser. Solo esperaba que fuera
suficiente.
Liwei se agachó y me agarró las manos. Su energía penetró en mi interior
y me recorrió el cuerpo. No obstante, a diferencia de las otras veces que me
había curado, su calor resultaba hueco y su consuelo, débil. ¿Acaso no podía
ya canalizar el poder que me proporcionaba, y era como si derramara agua en
una copa ya desbordada?
No había tiempo para reflexionar sobre aquello, el hechizo todavía no
había finalizado. Le solté las manos y me puse de pie jadeando. Retrocedí
unos pasos trastabillando y levanté el Arco del Dragón de Jade. En el pasado
se había curvado como la seda bajo mi contacto, pero ahora la cuerda
permaneció rígida y se me clavó en los dedos, hasta que quedó empapada con
mi sangre. Los músculos me ardían, pero mantuve la posición hasta que,
finalmente, una delgada flecha de Fuego Celestial resplandeció. Sentí una
punzada al ver su escaso poder, pero no era el momento de regodearme en la
autocompasión. Apunté a la perla roja y disparé a su centro llameante. El rayo
golpeó con un destello cegador y una nube dorada emergió de la perla. El
Dragón Largo estiró el cuello y abrió las fauces para absorber las motas
brillantes. El pecho le brilló como si se hubiera tragado una estrella, antes de
apagarse.
La perla carmesí cayó sobre la arena. Intacta, aunque su fuego interior se
había desvanecido. Los otros dragones se volvieron hacia mí, con el rostro
surcado por el ansia. Blandí el arco tres veces más, y disparé a las perlas
restantes. Una nube dorada emergió cada vez, antes de flotar hacia las fauces
de un dragón expectante. Casi se me había agotado la energía y de los

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profundos cortes de mis dedos brotaban hilillos de sangre que salpicaban la
arena blanca como las flores de ciruelo sobre un manto de nieve.
Las cuatro perlas yacían en el suelo. Me agaché y las recogí. La primera
de ellas, radiante como el sol. La segunda, roja como el fuego. La tercera,
blanca como la escarcha. Y la última, negra como la noche. Eran preciosas y,
aun así, les había sido arrebatado algo vital. Tras ver la luna llena, la media
luna perdía su encanto.
Los ojos de los dragones brillaron con destellos dorados mientras sus
fauces se curvaban en una sonrisa. Sus voces reverberaron al unísono, y su
sonido resultó más exquisito que cualquier canción.
Tienes nuestra gratitud. Volvemos a estar intactos y a ser dueños de
nosotros mismos.
Honrada y demasiado exhausta para hablar, les dirigí una reverencia.
El Dragón Largo se arrancó una escama del cuerpo, tan perfecta como uno
de los pétalos de una rosa en flor. Me ofreció la escama mientras inclinaba la
cabeza.
Si nos necesitas, sumerge la escama en líquido y vendremos a ayudarte.
Tomé la escama y la agarré con fuerza. Sin decir nada más, se dieron la
vuelta y se sumergieron en el agua. Cuando la última ondulación de sus colas
se desvaneció, el mar volvió a quedar en calma, como un reflejo del cielo.
Liwei me tomó la mano y su magia me recorrió y sanó mis heridas. Sin
embargo, no había nada que pudiera hacer para aliviar el vacío de mi interior.
Me apoyé en él y contemplé el océano, sintiéndome extrañamente desolada.
El príncipe Yanxi se encontraba junto a nosotros, inmóvil como una estatua y
con la mirada fija en el horizonte.
—Alteza, gracias por vuestra ayuda —le dije.
Me dirigió una sonrisa radiante.
—Soy yo quien debo daros las gracias, hija de la Diosa de la Luna. Lo que
he presenciado hoy permanecerá conmigo durante toda la eternidad.
Me sonrojé, mientras el orgullo me invadía al oír la forma impávida en
que se había dirigido a mí. No obstante, mi madre seguía siendo una
prisionera y nuestro destino pendía de un precario hilo. No me arrepentía de
nada, me alegraba de haber liberado a los dragones; aunque mi hazaña
quedaba ensombrecida por el creciente temor que sentía ante la confrontación
que se cernía sobre mí. El Emperador Celestial no era conocido por su
misericordia y, tras lo ocurrido aquel día, le había dado sobradas razones para
que no me demostrara ninguna.

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N uestra nube se deslizó por el cielo, arrastrada por una suave brisa. El
día estaba despejado, y por debajo podía verse incluso el mundo
mortal, pero yo fijé la mirada al frente. A lo lejos, la luz del sol se reflejaba
sobre los dragones dorados que estaban posados en el tejado del Palacio de
Jade.
Unos soldados de armadura negra aparecieron en el horizonte, montados
sobre nubes de color violeta, y se situaron entre nosotros y el Reino Celestial.
Nos rodearon de inmediato, dejando apenas un hueco para permitirle el paso a
Wenzhi. Este avanzó hacia mí, con su túnica gris oscura ondeando alrededor
de sus tobillos. Aunque no portaba armadura, llevaba una espada colgada de
la cintura.
Liwei se puso tenso a mi lado, y una oleada de furia pareció manar de él.
—Traidor. ¿Has venido a confesar tus crímenes?
—No hay nada que confesar. Y tampoco he recibido acusación alguna del
Reino Celestial. —El tono aterciopelado de Wenzhi tenía como único
propósito enfurecernos.
—Sabes perfectamente lo que has hecho, igual que yo. Y pagarás por tus
afrentas —rugió Liwei.
—Quizá. Pero no será hoy. Y ciertamente no serás tú el que se cobre el
castigo —Wenzhi se volvió deliberadamente, y clavó su mirada en mí—. No
he venido a luchar contigo.
Le señalé las flechas y las lanzas con las que sus soldados nos apuntaban.
—No es eso lo que parece.
—No he dicho nada sobre él. —Señaló a Liwei con la cabeza sin apartar
su mirada de mí—. Dame las perlas —dijo, como si me estuviera pidiendo
una simple horquilla para el pelo.
No pensaba darle nada más, ni ahora ni nunca.
—Demasiado tarde. Las perlas ya no sirven para nada.
Él frunció el ceño y examinó mi rostro.
—¿A qué te refieres?
—Ya no contienen la esencia de los dragones. Se la he devuelto.
Se quedó sin respiración.
—No mientas, Xingyin. No es propio de ti.

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—No miento —dije con seriedad. Si no me creía y volvía a quitarme las
perlas… estaría arrebatándome la última esperanza de liberar a mi madre.
Saqué las perlas de la bolsa y caminé hasta el borde de la nube.
—Ya viste cómo eran antes. ¿Dirías que ahora están iguales?
Se me aceleró el pulso. Aunque quería que viera el aspecto apagado de las
perlas, eso mismo era lo que temía que el emperador descubriese, y por lo que
me castigaría.
Él las contempló, sin palabras.
—¿Por qué? —soltó, por fin.
Su voz desprendía una mezcla de conmoción, consternación y decepción;
era como música para mis oídos. No esperaba sentir esa intensa satisfacción
recorriéndome, el triunfo exultante al saber que, a pesar de todo lo que había
hecho, a pesar de haberme envuelto en la enmarañada telaraña de sus engaños
no había servido de nada.
—Por tu culpa —le dije.
—¿Qué?
—Quiero darte las gracias por haberme incitado a hacer lo que debía, por
haberme mostrado lo que pasaría si las perlas llegaran a las manos
equivocadas. No podía permitir que pasara de nuevo. —Dejé caer las perlas
dentro de la bolsa—. Ya no tenemos nada que sea de tu interés, así que
déjanos pasar.
En lugar de eso su nube se acercó a nosotros, y la ira se desvaneció de su
rostro. Me preparé para escuchar más mentiras.
—¿Y si te dijera que no estoy aquí solo por las perlas? —me preguntó.
—Me da igual a qué hayas venido —Liwei se acercó a mí, y se aferró a la
empuñadura de su espada con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron
blancos.
Lo agarré de la manga.
—Liwei, no le hagas nada.
—Después de todo lo que ha hecho, ¿sigues teniendo sentimientos por él?
—me preguntó sin poder creérselo.
—¿Cómo puedes pensar eso? —pregunté, furiosa, soltándole la manga—.
Estoy harta de tanto derramamiento de sangre, de tanta violencia y pérdida.
Lo mejor es convencerlo para que nos deje marchar. Si le atacas, sus soldados
nos atacarán también. Y si vuelve a hacerte daño… —Alcé la voz para que
Wenzhi pudiera escucharme—, me aseguraré de que un rayo le atraviese el
corazón.

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—Ya me has roto el corazón, Xingyin. ¿Qué más podrías hacerme? —
preguntó en voz baja.
Me reí de forma mordaz.
—Eso me gustaría averiguar.
Saqué mi arco de inmediato, y el Fuego Celestial resplandeció entre mis
dedos, aunque no con la misma potencia de antaño.
Wenzhi desvió la mirada a la sangre que se deslizó por mi mano, pues las
heridas se me habían vuelto a abrir.
—¿Qué te ha pasado? ¿Por qué estás tan debilitada? —dijo con urgencia.
Habíamos luchado juntos tantas veces que no me extrañaba que se hubiera
percatado de que mi fuerza había disminuido. No le respondí; en su lugar,
reprimí un quejido.
—No agotes tus fuerzas —me advirtió Liwei.
—Suelta la espada, príncipe de los demonios —le dije en el tono de voz
más amenazante del que fui capaz—. Ordena a tus soldados que se retiren y
déjanos marchar. A cambio no te clavaré esto en el pecho, aunque te lo
mereces con creces.
Durante un silencioso instante no se oyó palabra alguna, ni un suspiro.
Entonces los ojos plateados de Wenzhi destellaron.
—Xingyin, ¿te has vuelto loca? Si has despojado a las perlas de su poder,
¿cómo vas a volver al Palacio de Jade? ¿Tanto confías en la misericordia de
Sus Majestades Celestiales?
Su desdén me paralizó, pero por debajo percibí algo más… ¿Era
preocupación? ¿Por mi bienestar? Aunque daba igual: recordaba demasiado
bien sus engaños, de modo que alcé la barbilla, desafiante.
—Más que en la tuya. ¿De qué me sirvió haber confiado en ti? Lo único
que me brindaste fueron mentiras y una prisión. Me arrebataste la magia y las
armas.
No pude evitar temblar con furia ante el recuerdo.
Wenzhi me tendió una mano.
—No tienes por qué enfrentarte al Emperador Celestial. Ven conmigo y
cuidaré de ti. Esta vez no serás mi prisionera. Haré todo lo que esté en mi
mano para ayudaros a ti y a tu madre… sin pedir nada a cambio.
Su ofrecimiento me pilló desprevenida, así como su preocupación. Pero a
las palabras se las llevaba el viento. Lo importante eran las acciones, y jamás
podría volver a confiar en él. Agarré el arco con firmeza y lo perforé con la
mirada.
—No pienso marchame contigo. Y seré yo la que cuide de mí misma.

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Su rostro se oscureció.
—¿Te das cuenta de lo que te espera en la Corte Celestial? ¡Considérate
afortunada si lo único que hacen es encerrarte como hicieron con tu madre!
—Xingyin cuenta con mi apoyo. Y a diferencia de ti, yo jamás la
traicionaré —dijo Liwei con firmeza.
Antes de poder decir nada más, una lluvia de flechas atravesó silbando el
aire, y una se me clavó en el hombro. Una punzada de dolor me recorrió y
tuve que contener un grito al tiempo que dejaba caer el arco. ¿Era una
trampa? Liwei me arrancó la flecha y me curó la herida, y yo fulminé a
Wenzhi con la mirada. Pero, extrañamente, su expresión era de aflicción.
—Alto el fuego —gritó a sus soldados.
Sus pupilas adoptaron el color de un mar embravecido cuando se volvió
hacia mí.
—Sé lo que te dijo mi hermano. Se ofreció a matarme y a dejarte libre,
pero no aceptaste. ¿Por qué?
Advertí que Liwei se me quedaba mirando, sorprendido. No le había
contado aquello. Por alguna razón, no había querido hacerlo.
—No fue por ti —le dije con rabia—. No podía permitírselo, porque ni
siquiera mi peor enemigo merece morir así. No habría sido… honorable.
Esbozó una sonrisa desprovista de alegría.
—Te agradezco tu honor. Aquella noche me salvaste. En cierto modo. —
Tomó una profunda bocanada de aire, y al soltar el aire, lo hizo cargado de
remordimiento—. No volveré a retenerte en contra de tu voluntad. No deseo
tu odio ni tu resentimiento.
Se volvió para mirar a Liwei e hizo una mueca.
—Para saldar mi deuda con ella, te dejaré marchar. Pero la próxima vez
que nos veamos no serás tan afortunado.
—Ni tú tampoco —dijo Liwei, con la voz cargada de desprecio.
Me quedé mirando a Wenzhi sin poder creérmelo. ¿Era un truco, o
realmente iba a dejarnos marchar? ¿Dónde había quedado su ambición? ¿Qué
pasaría con el trato que había hecho con su padre? Mientras que una parte de
mí había abrigado la esperanza de que aquello pasara, lo cierto era que jamás
lo habría creído posible.
Me guardé aquellos pensamientos para mí mientras se alzaba una ráfaga
de viento destellando con la energía de Liwei, que alejó nuestra nube de allí.
Y aunque resistí el impulso de darme la vuelta, pude sentir la abrasadora
mirada de Wenzhi clavada en nosotros.

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Cuanto más nos acercábamos al Palacio de Jade, más intenso era mi
miedo. Tenía la piel helada, y el corazón se me aceleró al pensar en la furia
del emperador. No cabía ninguna duda de que advertiría el cambio en las
perlas, aunque esperaba poder usarlas para demostrar que había cumplido mi
parte del trato. ¿Me acusaría de haber querido engañarlo? ¿Nos castigaría?
Me llevé las manos a la cabeza, y comencé a respirar agitadamente.
Unos cálidos dedos me envolvieron las muñecas. Con la misma
delicadeza con la que sujetaría uno de sus pinceles, Liwei me apartó las
manos.
—Tienes las perlas, has cumplido con tu misión. Estaré allí contigo.
No me soltó hasta que aterrizamos en el Salón de la Luz Oriental. La luz
del sol se reflejaba sobre las paredes de piedra, que lucían luminosas y
brillantes. Una imagen que no encajaba en absoluto con el temor que
acechaba en mi interior. La necesidad de huir, de desaparecer hasta que
incluso mi nombre quedara olvidado, se instaló en mí. Pero como a todas las
dificultades que se me habían presentado en el pasado: Xiangliu, el
gobernador Renyu, el combate contra Liwei en el Bosque de la Eterna
Primavera… también haría frente a aquello.
En cuanto entré en el salón, todas las miradas recayeron sobre mí. Advertí
cómo los presentes se ponían tensos y sus miradas se endurecían. Pero eso no
era nada comparado con los susurros que me llegaron como el siseo de unas
serpientes. Escuché fragmentos de «traidora», «farsante» y «demonio». Para
Liwei solo hubo miradas de compasión, como si los presentes se preguntaran
cómo podía haberlo engatusado. Sentí que el estómago se me encogía ante la
hostilidad del ambiente, incluso mientras la furia me invadía por la
posibilidad de ser declarada culpable sin poder defenderme. También me
enfurecía la actitud que mostraban con Liwei, dado que deberían tener más fe
en su juicio.
Me erguí tanto como pude, y caminé hasta la tarima. No les dediqué ni
una mirada a los cortesanos, aunque no por arrogancia, sino para asegurarme
de que el peso de sus críticas no echara por tierra mi fingida valentía. Mi
única defensa era que no había hecho nada malo, así que no me atrevía a
mostrar ni un destello de duda.
Me situé frente a Sus Majestades Celestiales y me dejé caer de rodillas; y
acto seguido me doblé hasta tocar los azulejos de jade con la frente y las
palmas de las manos. El emperador no me invitó a incorporarme, y fui
recibida con silencio. Alcé la mirada hacia los tronos con cierta vacilación, y
observé sus zapatos con perlas incrustadas y el dobladillo de sus túnicas de

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brocado del color de la noche. En la túnica del emperador merodeaban unos
dragones de oro bordados, y unos fénix de plata bailaban sobre la de la
emperatriz. El Emperador Celestial escudriñó mi rostro inclinándose,
mientras las tiras de perlas de su corona tintineaban.
—Dicen que sois una traidora. Que llevasteis las perlas de los dragones al
Reino de los Demonios y se las entregasteis a vuestro amante. No es una
historia que resulte difícil de creer, aunque mi hijo os ha defendido con
fervor. Aun así, lo único que me hizo dudar de las acusaciones fue la manera
tan apasionada en que implorasteis por vuestra madre en el pasado.
Ciertamente no querríais condenarla a un destino incluso peor con vuestros
crímenes. Ciertamente, ningún hijo le haría algo así a su amado progenitor.
Ciertamente, no me equivoqué al haber depositado mi fe en vos.
Se dirigía a mí con suavidad, pero no era tan necia como para no percibir
la advertencia en su voz. Su amenaza contra mi madre me atravesó. Oh,
cuánto me alegraba de haber conseguido escapar del Reino de los Demonios,
de tener la oportunidad de exponerle mis argumentos. Mi instinto había sido
acertado: mi madre habría sufrido las represalias como castigo a mis crímenes
ficticios. Aunque también sabía que aquel calvario no había hecho más que
comenzar.
—La sabiduría de Su Majestad Celestial es extraordinaria. Jamás me
atrevería a hacer algo así.
Estuve a punto de atragantarme con el halago, pero no osaría contrariarlo
estando nuestra vida en juego.
El emperador volvió a reclinarse, y el ambiente se colmó de expectación.
—¿Y las perlas de los dragones?
Los dedos me temblaron al agarrarlas del interior de la bolsa. Pero me
obligué a tranquilizarme, mientras le tendía la mano para enseñárselas.
Un criado las tomó y se las llevó al emperador. Él las alzó entre su pulgar
y su índice una a una, colocándolas a la luz. Cuando volvió la mirada hacia
mí, con esos ojos gélidos y oscuros, y el ceño fruncido, se me heló la sangre:
fue como si el invierno acabara de descender en mi interior.
—¡Cómo os atrevéis a engañarme! —bramó.
Las piernas me temblaron bajo la túnica. Su ira resultaba ahora mucho
más terrorífica, ya que siempre había exhibido un enorme autocontrol. Pero si
me acobardaba y suplicaba piedad, sería como admitir la culpa. Y no podía
hacer eso.
—Su Majestad Celestial, no se trata de ningún truco. Estas son las perlas
de los dragones, las que me ordenasteis que buscara.

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—¡Por supuesto que no!
—Honorable padre, está diciendo la verdad. —Liwei seguía a mi lado, en
lugar de ocupar su posición sobre la tarima.
Una luz blanca surgió de la palma de la mano del emperador y rodeó los
brillantes orbes.
—¿Dónde está la esencia de los dragones? —dijo, alargando cada palabra
en un tono de voz más suave, aunque plagado de advertencia.
Debería estar aterrada, pero la ira se desató dentro de mí. Aquello no
había sido una coincidencia: el emperador había planeado usarme para
someter a los dragones. Lo miré a los ojos sin vacilar.
—Les ha sido devuelta, pues al fin y al cabo les pertenece solo a ellos.
Majestad, lo único que me pedisteis fue que os entregara las perlas. He
cumplido con mi parte del acuerdo.
El emperador estrelló el puño contra el reposabrazos de su trono.
—¡La voluntad de los dragones me pertenece! ¡Deberían someterse a mi
autoridad!
—Los dragones no están de acuerdo.
Me reprendí por tan duras palabras, aunque estas solo encerraban verdad.
Los cortesanos se alejaron de mí envueltos por el murmullo de la seda y el
brocado. Como si tuviera la peste, y ellos no fuesen inmortales.
—Honorable padre, los dragones no desean someterse a la autoridad de
nadie —dijo Liwei—. Era demasiado peligroso dejar las perlas tal y como
estaban. ¿Y si hubieran caído en las manos de nuestros enemigos de nuevo?
Xingyin las recuperó arriesgando su vida. ¡Imagina la destrucción que los
demonios habrían causado si los dragones hubieran acabado en su poder!
Los cortesanos dejaron escapar gritos ahogados, pero enmudecieron en
cuanto la Emperatriz Celestial me señaló con el dedo.
—Te has excedido de forma despreciable —soltó, y pude ver el contraste
entre sus dientes, blancos como el hueso, y sus labios de color carmesí—. No
sé cómo has engañado a mi hijo para que hablase a tu favor. Pero eres una
traidora y deberías sufrir un castigo ejemplar. ¿Has vuelto porque tu amante te
ha traicionado? ¿Esperabas regresar junto a mi hijo como un vil gusano?
Aquellas repugnantes palabras hicieron añicos los últimos vestigios de mi
autocontrol. Y resultaban el doble de crueles, dado que sí que había sido
engañada, solo que no de la forma en que ella imaginaba.
Estiré las piernas y me puse en pie. Era una violación grave del protocolo,
pero nada en comparación con las palabras que pronuncié a continuación.

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—No soy ninguna traidora. Cumplí con mi misión: conseguí las perlas, y
después arriesgué la vida para recuperarlas cuando me las arrebataron. Hice lo
que me ordenasteis, y lo único que pido a cambio es que liberéis a mi madre,
como prometisteis, y tal y como dicta el honor.
—¿Te atreves a hablar de honor? ¿No tienes ningún respeto por Su
Majestad Celestial? ¡Ponte de rodillas y suplica clemencia! —reprendió una
dura voz, y añadió—: Otros han muerto por mucho menos.
Me volví y vi al ministro Wu con el rostro desencajado de furia. Las tripas
se me retorcieron. Nunca había demostrado simpatía por mí, ni por mi madre,
y aquella no era la excepción.
El ministro se inclinó ante los tronos.
—Majestad, habéis sido más que cortés con esta mentirosa, y os ha
engañado una y otra vez. ¿Quién sabe si realmente les devolvió la esencia a
los dragones? Podría habérsela entregado al traidor del Reino de los
Demonios.
Durante un instante fui incapaz de responder, estupefacta ante una
acusación tan malintencionada.
—Eso no es cierto —dije por fin.
—¿Cómo vas a demostrarlo? —argumentó el ministro Wu.
Liwei lo fulminó con la mirada.
—¿Bastaría mi palabra? Porque yo estuve presente cuando Xingyin fue
secuestrada, y cuando luchó a nuestro lado contra el Ejército de los
Demonios. Estaba con ella cuando les devolvió la esencia a los dragones.
Ministro Wu, ¿cuestionáis mi honor también? —dijo, pronunciando cada
palabra como un desafío.
El ministro se inclinó ante Liwei, aunque su expresión era escéptica.
—Alteza, sois bondadoso y compasivo. Todos estamos al tanto de
vuestra… amistad especial con la arquera primera. ¿Qué no diríais para
protegerla?
Alguien soltó una risita ante la insinuación, y otros tantos se rieron
descaradamente. El ministro Wu había sabido escoger sus palabras para
enfadar aún más al emperador, recordándole lo que él llamaba
desdeñosamente las «debilidades» de Liwei, cuando en realidad eran sus
puntos fuertes. Anteriormente me había preguntado si su odio hacia mí se
debía a mi linaje, o tal vez a su menosprecio por los mortales. Pero por la
hostilidad que demostraba y la forma en que instigaba al emperador contra
nosotros… debía de haber algo más. ¿Lo habría ofendido sin darme cuenta?
¿Les guardaría rencor a mis padres por algo?

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El ambiente de la sala cambió, y unos fragmentos de hielo inundaron el
aire. Crucé los brazos para intentar entrar en calor. Los murmullos se
desvanecieron, y una quietud se instaló en el salón, como si de pronto hubiera
sido transportada al reino de los muertos. La expresión del emperador era tan
fría como el corazón de un glaciar. Alzó la mano, mientras unas chispas de
color blanco, más brillantes que la energía de mi arco, brotaban de las puntas
de sus dedos, y se precipitaban hacia mí a toda velocidad. Me embargó el
terror, inmersa en una tormenta de hielo y nieve. Fui incapaz de moverme, ni
siquiera pude apartar la mirada de la terrible belleza del Fuego Celestial antes
de que se estrellara contra mí con una precisión implacable.
Un dolor abrasador y sofocante estalló en mi interior, como si un millar de
agujas ardientes me atravesaran el pecho, una y otra vez, sumiéndome en una
agonía infinita. No advertí el momento en que me desplomé en el suelo; mis
lágrimas empaparon los azulejos de jade, en los que no se había derramado ni
una gota de sangre. Lo peor no eran los cortes o las perforaciones, sino sentir
aquel océano de luces que restallaban contra mi piel y me desgarraban los
nervios. Jamás había sentido un dolor semejante, ni con el ácido de Xiangliu,
ni con el veneno del escorpión marino, ni siquiera cuando Liwei me había
atravesado con su espada. Ni mis peores pesadillas ni mis temores más
oscuros podrían haberme preparado para aquel lacerante tormento que me
estaba despedazando entera.
Dejé escapar unos gritos ahogados, y mi cuerpo entero convulsionó con
mis arcadas. Me había presentado allí con la cabeza bien alta, pero en ese
momento me daba igual que hubiera una multitud presenciando mi
humillación.
Mis gritos emergieron por fin, rasgando el silencio. Me mordí la lengua
para intentar acallar mis quejidos demasiado tarde, y noté cómo la sangre me
inundaba la boca. Sin embargo, recibí su calidez de buena gana, pues me
servía como recordatorio de que aún estaba viva. Una voz se filtró a través de
mi estupor, la de Liwei, y su angustia hizo que se me encogiera el corazón
incluso mientras la agonía me invadía.
Vi los fogonazos de una vida que no había vivido, los caminos
inexplorados que se desplegaron en mi mente y despertaron innumerables
remordimientos y anhelos. Ojalá hubiera podido volver a casa con mi
madre… Ojalá Liwei y yo hubiéramos permanecido juntos… Ojalá Wenzhi
no me hubiera traicionado. Ojalá aquel no fuera el final.
Reprimí el deseo de cerrar los ojos y hundirme en el dulce olvido. ¿Sería
posible sobrevivir a aquello? Esperé a que un atisbo de ira asomara, a que mi

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voluntad se abriera paso en mi interior y me devolviera las fuerzas, pero no
me quedaba más que la fatiga que me caló hasta los huesos.
Iba a morir allí: lo sabía. La expresión del emperador no mostraba
compasión ni piedad, tan solo la cruel satisfacción de estar impartiendo su
justicia. Pero no partiría envuelta en la dulce ignorancia. Dejaría aquel mundo
con los ojos bien abiertos, y lo vería todo, desde el rostro de mi amado hasta
el de mi asesino.
Me sacudí al tiempo que apoyaba las palmas de las manos contra los
azulejos y alzaba la cabeza a solo unos centímetros del suelo.
Cada aliento que tomaba era un tormento. Mi colgante se deslizó de entre
los pliegues de mi túnica, y el disco de jade tintineó contra los azulejos.
¿Habían pasado solo unos segundos? A mí me había parecido toda una
vida de sufrimiento.
—¡Padre! —el grito de Liwei me atravesó de nuevo, así como un siniestro
chisporroteo en el aire.
Lo contemplé aturdida, y una brillante barrera de luz dorada me envolvió.
Igual que había ocurrido cuando me había protegido de los soldados del
ejército de los demonios, el Fuego Celestial del emperador se desvaneció
hasta apagarse cuando se estrelló contra la barrera. Me desplomé debido al
alivio, a pesar de que el escudo se hizo añicos un instante después. Liwei se
movió con rapidez, y se situó entre los tronos y yo, con el rostro pálido y el
sudor cayéndole por la frente. Había acudido en mi ayuda, tal y como siempre
supe que haría.
—Liwei, apártate. No mostraré piedad si me desafías de nuevo. —La voz
del emperador era tan hostil que parecía estar dirigiéndose a un enemigo, y no
a su hijo.
La emperatriz se apresuró a descender de la tarima, y trastabilló con las
prisas. Las flores doradas de su tocado se sacudieron como si las hubiera
azotado un vendaval.
—Liwei, esta farsante no se merece tu protección. Sus acciones nos han
puesto en peligro a todos —dijo, tirando de su brazo para tratar de apartarlo.
Él se soltó de un tirón, y el emperador les dirigió un gesto a sus guardias,
que corrieron hacia Liwei. Quería decirle que se marchara, pero aun así el
hecho de que quisiera quedarse a mi lado me embargó de alegría. Tenía tanto
frío que creí que jamás conseguiría volver a entrar en calor. Mientras veía
cómo se enfrentaba a los guardias, una chispa se prendió en mi interior, y
estiré el brazo sobre el suelo en un intento inútil de llegar hasta él.

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El emperador se giró hacia mí y volvió a alzar la mano. Mi maltrecho
cuerpo no sería capaz de soportar otro ataque, pero me obligué a dejar los ojos
abiertos incluso cuando sus dedos se iluminaron nuevamente.
El tiempo se congeló. El Fuego Celestial se precipitó hacia mí a una
velocidad deslumbrante, pero también con dolorosa lentitud. El grito de Liwei
me sacó de mi estupor. Sacudí la cabeza y dejé escapar un aullido mientras él
se zafaba de los guardias y se abalanzaba hacia delante para protegerme con
su cuerpo, incluso cuando traté de extender el brazo y empujarlo a un lado.
Incluso cuando supe que era demasiado tarde.
—No —dije en un susurro entrecortado al tiempo que él se aferraba a mis
manos.
Lo miré a los ojos, y en su mirada atisbé una calidez y un amor inmensos.
Me alegraba de que aquello fuera lo último que fuera a ver.
Una luz cegadora me deslumbró, y me preparé para la llegada de la
muerte.
Pero no sentí ningún dolor punzante atravesándome la piel, ninguna
agonía abrasadora asolando mi cuerpo. En su lugar, me encontré envuelta en
una burbuja luminosa, tan suave y delicada como una neblina al amanecer. Mi
mirada se topó con la de Liwei. Estaba a salvo, había sobrevivido… y yo
también. Fue en ese momento cuando noté algo frío contra el pecho. Le solté
la mano a Liwei y agarré el colgante de mi padre, que vibraba contra mi piel y
resplandecía con la misma luz que nos había protegido a ambos. Pero todo
acabó demasiado pronto, el jade se calentó entre mis manos y la piedra lisa se
resquebrajó. Igual que antes de que el Dragón Largo la reparase con su
aliento.
En ese momento apenas reconocí al emperador. Estaba pálido por la
sorpresa y rojo de furia. ¿No sentía remordimientos por haber estado a punto
de matar a su hijo? Sabía que por mí no los sentiría. Volvió a mirarme con
aquella pétrea expresión, y me obligué a sostenerle la mirada. Abrazaría su
odio, y le devolvería el mío.
Liwei apartó su túnica a un lado y se arrodilló.
—Honorable padre, le ordenaste recuperar las perlas de los dragones a
cambio de revocar la sentencia de la Diosa de la Luna. No hiciste mención
alguna a su esencia espiritual. Si nos hemos equivocado, te pido perdón en
nombre de los dos. Pero ante ti se encuentran las cuatro perlas, tal y como se
te prometió. Solo queda una parte del acuerdo por cumplir. La tuya.
Su voz llegó a cada esquina de la sala y sacó a la corte de su estupor.
Unos cuantos cortesanos, los más valientes, asintieron, mostrando su

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conformidad. Los presentes intercambiaron susurros tras sus mangas. Por
supuesto, ignoraban la importancia de las perlas y el gran poder que en el
pasado habían contenido. Ellos consideraban que había cumplido con mi
misión, solo para ser recompensada a continuación con un rayo
atravesándome el pecho.
El emperador se removió en su asiento. ¿Acaso las palabras de Liwei le
habían hecho acordarse de las muchas miradas especulativas que nos
observaban? Tal vez aquellas personas permanecieran en silencio y no
pronunciasen su opinión en la corte, pero no se refrenarían una vez que
volvieran a casa. ¿Estaría siendo juzgado como alguien justo y benevolente?
¿O caprichoso y cruel? En cuanto a mí, Liwei había unido irreversiblemente
los destinos de ambos. «Mis» elecciones se habían transformado en
«nuestras» elecciones; mi castigo también sería suyo. Había luchado por
Liwei en el Bosque de la Eterna Primavera, tal y como ahora estaba luchando
él por mí aquí. Sacudí la cabeza para apartar aquel pensamiento. Como me
había dicho, entre nosotros no había necesidad de llevar las cuentas. Daba
igual si nuestros caminos se separaban, porque nuestro vínculo seguiría
intacto.
—Majestad —el tono aterciopelado del ministro Wu se abrió paso de
nuevo—. Os aconsejo humildemente que detengáis de inmediato semejante
provocación. Esta chica y su madre dejarán en ridículo al Reino Celestial. No
olvidéis que Chang’e os ocultó la existencia de la niña, tal y como su hija
intenta engañaros ahora. ¿Y si otros piensan que pueden manipularos y salir
indemnes?
Liwei se volvió hacia él y me señaló; yo seguía tirada en el suelo.
—¿Indemnes? ¿Acaso seríais capaz de soportar el Fuego Celestial como
ella lo ha hecho? Ha pagado con creces cualquier ofensa que haya podido
cometer…
—¡Silencio! —bramó el emperador, agarrando los reposabrazos de su
trono.
El ambiente se había vuelto sofocante, cargado de tensión. Nadie se
atrevía a moverse, ni siquiera la emperatriz, que miraba a Liwei con los ojos
muy abiertos, sin poder creer sus palabras.
El emperador apretó los labios con fuerza. Las esquirlas de hielo
destellaron de nuevo en el aire, y yo encogí el cuerpo al recordar el tormento
anterior, preparándome para el abrazo de la muerte.
Unas botas resonaron contra los azulejos y quebraron el silencio. Un aura
firme, decidida y poderosa se acercó. La del general Jianyun. Se arrodilló ante

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la tarima.
—Majestad. Antes de pronunciaros, es el deber de vuestro leal sirviente
recordaros que la arquera primera ha salvado hoy al Ejército Celestial de la
cruel treta orquestada por el Reino de los Demonios. Los soldados aguardan
fuera y desean mostrarle su gratitud.
Alzó la cabeza, señalando la entrada de la sala.
Levanté la mirada sin poder creérmelo, y me puse en pie con dificultad,
ignorando el dolor que me atravesaba con cada movimiento. Lentamente me
di la vuelta y seguí el gesto de la mano del general Jianyun. Los cortesanos
que había ante mí se apartaron mientras susurraban entre ellos.
Shuxiao estaba junto a la entrada, y justo detrás de ella, al otro lado de las
puertas, un mar de soldados celestiales se extendía hasta donde me alcanzaba
la vista. Al unísono, como uno solo, hicieron una reverencia, con la luz del sol
reflejándose en sus armaduras y formando una ola de fuego dorado y blanco.
Noté un nudo en la garganta al tiempo que mi dolor disminuía. Las lágrimas
brotaron de mis ojos y, en respuesta, yo también me incliné hacia ellos.
No guardaba lealtad al Reino Celestial, pero sí era leal a mis amigos.
Aquellos junto a los que había luchado, junto a los que había sangrado. Al
incorporarme, mi mirada se cruzó con la de Shuxiao. Alcé una mano hacia
ella a modo de saludo. Sospechaba que debía de estarle muy agradecida.
¿Quién, si no, habría ido a buscar al general Jianyun y traído a todo el ejército
hasta aquí?
El ejército del Emperador Celestial.
Se me erizó la piel de la nuca. Recordando dónde me encontraba, me di la
vuelta y me arrodillé de nuevo. No imploraría ni suplicaría, ya que no serviría
de nada.
—Majestad, no soy ninguna traidora. Cumplí con los términos de nuestro
acuerdo, y aguardo vuestra sentencia.
Mis palabras eran torpes, y tenía la voz ronca de tanto gritar. Pero al
margen de lo que ocurriera a continuación, estaba en paz sabiendo que había
hecho todo lo que podía.
Los murmullos de la sala se incrementaron, y varios cortesanos negaron
con la cabeza. Los soldados no se dispersaron, sino que permanecieron en la
entrada de la sala.
El rostro del emperador era una máscara de elegancia regia, sin rastro
alguno del ímpetu o la ira que había exhibido hacía escasos momentos.
Cuando habló, lo hizo en un tono calmado y firme.

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—Arquera primera Xingyin. Para agradeceros vuestro noble servicio, os
concedemos vuestro deseo. Chang’e queda perdonada, y de ahora en adelante
podrá abandonar la luna si lo desea. Sin embargo, no deberá eludir sus
responsabilidades. Como Diosa de la Luna, todavía recae sobre ella el deber
de asegurarse de que la luna corone el firmamento cada noche. Sin excepción.
Hubo un instante de silencio. Entonces, la multitud de dentro y de fuera
del Salón de la Luz Oriental estalló en vítores. Si había alguien en
desacuerdo, como la emperatriz o el ministro Wu, sus protestas quedaron
acalladas. Me dejé caer de nuevo sobre los talones, sintiendo cómo la tensión
se desvanecía de mi cuerpo y los pensamientos se arremolinaban en mi mente.
El perdón del emperador era generoso y magnánimo. Y totalmente
inesperado. Sabía igual que él que no había cumplido realmente con mi
misión; no había hecho lo que él quería. Tenía derecho a negarse a cumplir
con su parte del trato, dado que él también era mi juez. Pero su actitud
indulgente había sido calculada al milímetro: había percibido el ambiente de
la corte y de sus soldados, y quería conservar su honor y su reputación.
Aunque también había percibido la amenaza que encerraban sus palabras. No
todo quedaba olvidado; y no mostraría piedad una segunda vez.
El emperador hizo un gesto con la mano y un sello apareció frente a mí,
tan brillante como una estrella. Lo tomé entre los dedos, e incliné el cuerpo
hasta apoyar la cabeza contra el frío suelo de piedra. No me quedaba ni una
pizca de humildad ni gratitud en los huesos, pero desempeñaría mi papel en
aquella farsa. El dolor inundaba cada centímetro de mi cuerpo, y era incapaz
de reprimir la punzada de temor que me decía que todo aquello podía ser un
truco. La confianza era algo que había aprendido a no entregar con facilidad.
Y, aun así, no pude refrenar el júbilo que sentí, brotando con libertad y
vertiéndose de mi interior como los rayos del sol desplegándose a través del
cielo infinito.
Iba a volver a casa.

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A pesar de haber recorrido ese camino una sola vez, mi mente había
vagado hasta allí en infinidad de ocasiones. Vislumbré primero el
bosque de olivo dulce de color blanco como la luna, y a lo lejos, el reluciente
laurel. Atisbé el amplio tejado plateado, y acto seguido, las brillantes paredes
de piedra del Palacio de la Luz Inmaculada. Mi hogar. Cerré los ojos e inhalé
el embriagador aroma de los canelos. Si aquello era un sueño, no quería
despertar por nada del mundo.
Detuve mi nube y me apeé de un salto al suelo, que se encontraba
iluminado por el brillo de las linternas. De un momento a otro, mi madre y
Ping’er advertirían la alarmante presencia de un visitante. Apenas había dado
unos pasos cuando las puertas se abrieron y emergió una delgada mujer,
vestida de blanco y con una peonía roja en el pelo. Tenía la piel pálida y los
labios apretados. Aquel lugar no recibía visitas muy a menudo, y cuando las
había, era, por lo general, una señal de infortunio o calamidad.
Ya no era la niña que había huido, aquella que se aferraba a Ping’er y
temía a lo desconocido. Y, aun así, allí el tiempo parecía haberse detenido.
Podría haberla reconocido en cualquier parte. Una sonrisa se instaló en mi
rostro al tiempo que echaba a correr por el camino de piedra. Nunca antes me
había sentido tan ligera. Y mi corazón… Mi corazón resplandecía, con más
intensidad que todas las estrellas del firmamento juntas.
—¡Madre! —Me lancé y la rodeé con los brazos. Ya era más alta que ella
—. He vuelto.
Noté que tensaba el cuerpo antes de retirarse para echar un vistazo a mi
rostro. ¿Acaso creería que era un espejismo concebido para pillarla
desprevenida? Me recorrió atentamente con la mirada, estudiando primero
mis ojos y descendiendo hasta llegar al hoyuelo de mi barbilla. Contuvo el
aliento, y un momento después alzó los dedos para acariciarme la mejilla, con
un brillo en la mirada semejante a la luz de la luna al reflejarse en el agua.
Entonces me rodeó por fin con los brazos, estrechándome con tanta fuerza
como había hecho en mis sueños.
—Xingyin, Xingyin —susurró. Una y otra vez, cada una más fuerte que la
anterior. Como si solo pronunciando mi nombre fuera capaz de creer que me
encontraba ante ella.

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Otra figura apareció en la entrada, tal vez atraída por el alboroto. Se quedó
de pie junto a una columna de nácar, y estiró el cuello.
—¿Estrellita? —dijo en un leve susurro.
Al escuchar el apodo de mi niñez, me sobrevino una dulzura tan repentina
que hizo que los años se desdibujaran; era como si jamás me hubiera
marchado. Y en realidad, mi corazón jamás había abandonado aquel lugar.
—¡Ping’er! ¡Soy yo! —grité.
Ella corrió hacia mí, y me abrazó tal y como hacía en el pasado.
—Todos estos años… ¡No sabes lo preocupada que he estado! —
Pronunció esas palabras como si hubiera estado guardándolas durante mucho
tiempo—. Aquel día. Aquel día te fallé. Fui demasiado lenta, lo siento.
—Ping’er, no. Jamás habría escapado de no haber sido por ti. —La abracé
más fuerte—. ¿Cómo lograste deshacerte de los soldados?
Lo último que había visto había sido su cuerpo inerte, mientras su nube se
alejaba volando.
—Estuve a punto de quedarme sin fuerzas, pensé que iba a morir… Por
suerte, se alzó un viento que fue mi salvación. Tuve que recuperar la energía
antes de poder volver. Regresé al Reino Celestial para buscarte, pero no sabía
dónde te habías metido. Y entonces, los soldados me detuvieron. —Tenía el
rostro pálido—. Les parecí sospechosa, y desde ese día no he podido
abandonar este lugar sin permiso.
—Sabía que habrías intentado encontrarme. —Noté una sensación
luminosa expandiéndose por mi pecho—. Y que, si no lo hiciste, fue porque
no podías.
Permanecimos fuera hasta que el brillo de la luna comenzó a
desvanecerse. Las tres reímos y lloramos, tomándonos firmemente de las
manos, sin que ninguna quisiese soltar a las otras dos. Hasta ese momento, no
había sido consciente de cuánto había echado de menos aquello, el
sentimiento de unidad familiar, de amor incondicional. No quería moverme ni
hacer nada que resquebrajara la perfección de ese encuentro, que
interrumpiera la sanación de mi alma. A pesar de gozar de una vida inmortal,
aquel constituía el más excepcional de los instantes. Los constantes
murmullos que me acechaban quedaron acallados al experimentar aquella
felicidad tan absoluta. Estar junto a mi madre y a Ping’er, sobre la tierra de mi
hogar, en ese momento no me hizo falta nada más. Notaba el corazón
pletórico, a punto de estallar.
Solo cuando la noche dio paso a la luz perlada del amanecer, atravesamos
finalmente las puertas plateadas de la entrada. Me quedé mirando las paredes

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blanquecinas, las lámparas de jade blancas, cada columna de madera tallada.
Nada de aquello podía compararse con los tesoros del Palacio de Jade, y aun
así era cien veces más valioso para mí. El silencio era aún más acusado de lo
que recordaba, así como la serenidad que impregnaba el aire. Pero tras todo lo
que había vivido, lo agradecía.
Me dejé caer en una silla, y recorrí con los dedos las vetas de la madera.
Estoy en casa, susurré para mis adentros mientras miraba fijamente a mi
madre, preocupada por si, al apartar la mirada, desaparecería. Por si todo
aquello se desvanecería y acabaría despertándome en mi cama del Reino
Celestial. Tal vez me habían atormentado demasiadas pesadillas o puede que
me hubiera acostumbrado a llevarme decepciones… pero mi pecho seguía
abrigando una diminuta semilla de miedo, que me decía que todo esto no era
más que una ilusión. Me pellizqué hasta que en mi piel aparecieron unas
marcas rojas en forma de medialuna, pero la sensación de dolor se me antojó
maravillosa, pues parecía asegurarme que aquello era real.
Ping’er me puso en las manos una taza caliente de un aromático té. Las
preguntas se arremolinaron entonces, una detrás de otra: «¿Cómo has estado?
¿Eres feliz? ¿Dónde estabas? ¿Qué has estado haciendo?».
Respondí a todo con tanto detalle como pude, tratando de satisfacer los
años de curiosidad y preocupación. Mientras que algunos recuerdos de los
días que pasé en la Mansión del Loto Dorado no eran más que un borrón,
otros afloraron más nítidos de lo que hubiera deseado. Cuando conté cómo
había entrado en el Palacio de Jade, mi madre me agarró de la manga y tiró.
—¿El Emperador Celestial descubrió tu identidad? —dijo mientras
echaba una mirada por encima del hombro, como si esperara que los soldados
armados irrumpieran por las puertas en ese preciso momento.
—En un principio, no —le aseguré. Antes de que pudiera hacerme más
preguntas, le describí rápidamente mi adiestramiento en combate y la forma
en que había desarrollado mis habilidades con la magia y el arco.
—¿Tiro con arco? —preguntó con la voz entrecortada—. Como tu padre
—dijo con orgullo.
Sentí un nudo en la garganta. Había vivido tanto tiempo ocultando quién
era, sin pronunciar el nombre de mis padres y fingiendo ante todos que no
existían… Como si no fuera más que una mala hierba que había brotado en el
campo. Ahora lo único que quería era gritar mi identidad ante el mundo.
En un momento dado, mi madre me interrumpió. Ahora, en la tranquilidad
de mi hogar, al mencionar el nombre de Liwei, mi voz se colmó de afecto.
—¿Qué relación tienes con el príncipe heredero? —me preguntó.

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No se me pasó por alto que tenía el entrecejo ligeramente fruncido.
—Somos amigos —balbuceé, y noté cómo me sonrojaba.
—Ese tal capitán Wenzhi… ¿también es tu amigo? —preguntó mi madre
en un fingido tono de calma.
—¡No! —grité, con más ímpetu del que había pretendido.
Hubo una pausa incómoda mientras mi madre y Ping’er intercambiaban
una mirada preocupada, y agradecí que no indagaran más sobre el tema.
Rápidamente comencé a describir las batallas en las que había participado, las
criaturas y los enemigos a los que me había enfrentado al servicio del Ejército
Celestial. Prefería con mucho a esos monstruos antes que a los que habitaban
en mi mente.
Ping’er se estremeció ante mi descripción de Xiangliu, y cruzó los brazos.
—¿No tenías miedo?
—Constantemente.
Algunos podrían pensar que era una cobarde, pero no me daba ninguna
vergüenza admitirlo. No era una de esas valientes heroínas que se lanzaban
hacia el peligro sin temor alguno. Había sentido un profundo terror al pensar
en la posibilidad de que me hicieran daño, de fracasar, pero, sobre todo, de
morir. De no volver a ver a mi madre o a mis seres queridos. De arrepentirme
de todas las cosas que no había dicho o hecho. De abandonar la vida… sin
haberla vivido. Se me había alabado por mi valentía, pero yo sabía la verdad:
que había hecho todas esas cosas a pesar de lo mucho que me asustaban.
Porque no hacerlas me aterraba aún más.
Se quedaron atónitas al escuchar cómo le había salvado la vida a Liwei.
No les conté las cosas despiadadas que Lady Hualing me había obligado a
hacer; no me entusiasmaba desenterrar esos dolorosos recuerdos, ni quería
afligirlas aún más. De todos modos, mi madre palideció cuando les conté
cómo había revelado mi identidad, y el acuerdo al que había llegado con el
emperador.
—¿Cómo pudiste hacer algo así? ¿Cómo se te ocurrió correr semejante
peligro? —Se levantó de repente y comenzó a recorrer la habitación,
intranquila, entrelazando las manos con tanta fuerza que los nudillos se le
pusieron blancos—. ¿Y si te hubieran encarcelado? ¿O torturado? ¿O
sentenciado a muerte?
—Todas eran posibilidades muy reales en aquel momento —me reí. Pero
mi alegría se desvaneció en cuanto vi la expresión seria de su rostro—.
Madre, había ganado el Talismán del León Carmesí. El favor del emperador.
No había un momento mejor para pedírselo. De no haberlo hecho, hoy no

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estaría aquí. Me encontraría lamentándome por la oportunidad perdida, y
deseando haberlo intentado. Y ese sería un destino aún peor.
Hice una pausa, y contemplé su rostro.
—Tú también corriste riesgos, madre… al beber el elixir. —Entonces se
quedó totalmente inmóvil y en silencio, y casi me arrepentí de haberlo dicho
—. En ese momento me salvaste, y te lo agradezco.
Mi madre sonrió levemente, incluso mientras las lágrimas se deslizaban
por sus mejillas.
—Ay, vale ya de tanta tristeza —dijo Ping’er, limpiándose los ojos con el
extremo de la manga—. Este es un día dichoso, el más dichoso de todos.
Basta de llorar.
—Y como podéis ver, estoy bien —les aseguré, levantándome y estirando
los brazos.
Me miraron hasta haberse quedado satisfechas y haber comprobado que
no sufría ninguna lesión evidente. Aunque no mencioné el entramado de
cicatrices blancas que se extendían por mi pecho. Eran las heridas que me
había dejado el Fuego Celestial del emperador. No pensaba que fueran a
desvanecerse nunca; estaba marcada de por vida. Pero ¿qué importancia tenía
eso?
Unas cuantas cicatrices no eran nada en comparación con lo que había
recuperado.
Cuando mi madre descubrió que el honorable capitán Wenzhi procedía
del Reino de los Demonios, se echó hacia atrás, horrorizada.
—Xingyin, ¿cómo te sentiste? —me preguntó con aguda perspicacia.
Negué con la cabeza, sin saber qué decir… Su engaño aún me resultaba
difícil de soportar. Ahora que me encontraba a salvo, había asimilado del todo
el peso de la traición de Wenzhi. Era un dolor diferente al que había sentido
cuando Liwei y yo nos separamos, aunque evidentemente no había pretendido
experimentar ninguna de esas dos cosas. Con Liwei, habían sido las
circunstancias las que nos habían separado. Él era el heredero al trono
celestial, tenía obligaciones para con su reino. Mientras que con Wenzhi
habían sido sus mentiras y sus decisiones las que me habían herido. Y mi
dolor estaba entremezclado con el remordimiento de haber sido tan
descuidada, tan imprudente, como para haber caído en sus embustes. Y
también sentía rencor por haber conseguido que dudara de mí misma. Por
haberme obligado a caer tan bajo, a las profundidades de su propio engaño, al
tener que fingir afecto por él para drogarle y poder escapar. No me arrepentía
de lo que había hecho, pero tampoco me enorgullecía de ello.

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Afortunadamente, Ping’er tenía preguntas más urgentes que hacer.
—¿Qué pasó con las perlas? ¿Y los dragones?
Intenté encontrar las palabras con las que hacer justicia a su belleza
sobrenatural, a su poder y a su gracia. Cuando les conté que les había
devuelto la esencia, mi madre me cubrió la mano con la suya. No atisbé
recriminación alguna por haber puesto mi vida y su libertad en peligro, tan
solo el orgullo iluminaba su rostro.
—Los dragones son libres —susurró Ping’er—. Pensaba que habían
desaparecido para siempre.
Seguí contando mi historia, respondiendo a sus preguntas lo mejor que
pude, y poniendo reparos solo cuando los recuerdos me dolían demasiado,
cuando era incapaz de esconder mis verdaderos sentimientos. Para cuando
acabé, el sol brillaba en lo alto, y el cielo tenía un color azul cerúleo.
Fue entonces cuando abrí mi bolsa y metí la mano dentro. Agarré el sello
que el Emperador Celestial me había dado. Estaba tan frío como un puñado
de nieve. El corazón me latía tan rápido que apenas pude respirar al
levantarme de la silla para arrodillarme frente a mi madre.
—Xingyin, ¿por qué te arrodillas? —Parecía confundida, y se inclinó
hacia delante, con los brazos extendidos como para ayudarme a ponerme en
pie…
Pero alcé las manos y le tendí el sello, tan resplandeciente como el hielo
bañado por la luz del sol. Temblaba con fuerza, y ni siquiera sabía por qué.
¿Sería miedo, emoción, esperanza, o un poco de todo? ¿Funcionaría? Oh,
cómo deseaba que saliese bien.
Ella tomó el sello de mi mano y lo alzó.
—¿Qué es esto?
Antes de poder responder, algo brilló en el metal. Unos rayos de luz
blanca y plateada brotaron de su interior y envolvieron a mi madre en un
fulgor cegador. Ping’er y yo nos tapamos los ojos, obnubiladas por el brillo
hasta que todo cesó de repente y el sello se oscureció, adoptando el tono de un
trozo de carbón apagado.
Mi madre se quedó quieta como una estatua. Cuando se giró hacia mí, su
mirada rebosaba sorpresa y brillaba con más intensidad que mil faroles
encendidos.
—El hechizo se ha desvanecido. Soy libre.
Mientras Ping’er se ponía en pie con dificultad y vitoreaba encantada, yo
me desplomé de alivio. Hasta ese momento, había temido que no fuera más
que un cruel truco del emperador. Pero había sido fiel a su palabra. Un

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torrente de emociones me invadió, deshizo los nudos que tenía enterrados en
lo más profundo de mi ser, dispersó las acechantes sombras y disipó mi dolor.
En ese momento, lo único que moraba en mi interior era una ligereza
abrasadora y centelleante.
Por fin, nuestra vida gozaría de un nuevo comienzo.

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D urante mi niñez, nuestro aislamiento no había supuesto una gran


carga. No tenía amigos ni compañeros, pero no sentía necesidad de
ellos; Ping’er y mi madre habían sido suficientes para mí. Pero ahora, tras
unas semanas inmersa en la serenidad de la luna, me di cuenta de que echaba
de menos la compañía de mis amigos del Reino Celestial y de más allá.
Mi deseo me fue concedido antes de lo que imaginaba. Al día siguiente,
antes de que saliera el sol, Ping’er anunció la llegada de Liwei. Aún me
pesaban los párpados del sueño, pero la idea de verlo de nuevo me provocó
palpitaciones. Me levanté de la cama de un salto, me lavé la cara con rapidez
y me puse una túnica azul; su color favorito, apostilló mi traicionera mente
antes de que pudiera mandarla callar. Me peiné, y me recogí parte de la
cabellera en un moño. Salí apresuradamente de mi habitación, y me dije que
era porque, tras pasar tanto tiempo sola, me alegraba de volver a ver a un
amigo… a cualquiera de ellos. Cuando entré en el Salón de la Armonía
Plateada, encontré a mi madre sentada junto a él, conversando con
familiaridad. Ping’er estaba junto a ellos, sirviendo el té. Dado que
normalmente nos servíamos nosotras mismas, sospechaba que su presencia
obedecía a su deseo de poder observar con más detalle al príncipe heredero.
Al verlo, me quedé sin respiración. Iba ataviado con una túnica de
brocado azul y un cinto de tela negra; y unas borlas de seda y jade le colgaban
de la cintura. La larga cabellera, que llevaba recogida con un aro de oro, le
caía por la espalda. Estaba sentado con las palmas sobre las rodillas, y su
porte desprendía una calma que no había visto en mucho tiempo. Al
levantarse para recibirme, me dedicó una sonrisa más radiante que el
mismísimo sol.
—Estás… estás aquí —balbuceé, pues me había abandonado cualquier
pensamiento racional que pudiera tener.
—Sin invitación. Aunque soy bienvenido, ¿o eso espero? —dijo, y alargó
la mano para tomar la mía.
Aquel gesto tan íntimo me pilló desprevenida, al igual que el afecto
sincero en su mirada.
—Por supuesto, eso siempre —dije por fin.
De inmediato, mi madre y Ping’er anunciaron que su presencia era
requerida en otro lado. Al dejarme a solas con él, mi madre estaba diciéndome

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básicamente que le daba el visto bueno a Liwei, a pesar de sus dudas
anteriores. Él tenía un don con la gente, una sinceridad que atrapaba a los
demás incluso antes de que supieran quién era. Tal y como cuando nos
habíamos conocido.
—¿Qué tal has estado? —preguntó.
—Mejor de lo que esperaba —le respondí con sinceridad. Había dormido
relajada, y sin pesadillas que me atormentaran. Llevaba una existencia
tranquila y sin responsabilidades. No había nadie que incendiara mi corazón o
lo ahogara en desesperación. Tal lujo obraba maravillas en el cuerpo. Desde
mi vuelta, mi fuerza vital se había visto vigorizada también. La luna poseía
una poderosa fuerza rejuvenecedora de la que antes no había sido consciente,
quizá porque mi magia estaba contenida. Me llevaría un tiempo recuperar
toda mi fuerza, pero tal vez ocurriera antes de lo que había previsto.
Aunque mi cuerpo estuviera sanando, mi espíritu revoloteaba inquieto. No
podía estar paseando todo el día por el bosque de olivo dulce, ni matar el
tiempo únicamente a través de la lectura o la música.
—¿Qué tal has estado tú? —le pregunté, repitiendo su anterior pregunta.
Sentí temor al recordar la forma en que había desafiado a su padre. Y
también me invadió la vergüenza por haber dejado que se llevase la peor parte
de la cólera de sus majestades. Lo único que me había consumido tras aquel
desgarrador conflicto había sido un anhelo desesperado por volver a casa, por
marcharme del Reino Celestial, pues había temido que el emperador cambiase
de opinión y exigiera que le devolviera el sello.
Liwei me apretó más, y sus oscuros ojos me dejaron paralizada.
—No he experimentado nada que no hubiera pasado antes.
Me mordí el labio, queriendo preguntarle más cosas. Y, aun así, la
intensidad de su mirada y su cercanía me detuvieron. Aquel día le envolvía un
halo diferente. Era casi como si hubiera vuelvo a ser el antiguo Liwei, antes
de… Reprimí aquel pensamiento enseguida. Estaba aquí, y me alegraba por
ello. Y tenía un favor que pedirle: que nos llevara a mi madre y a mí a los
Dominios Mortales. Que nos llevara junto a mi padre.
De manera egoísta, había esperado a darle la noticia a mi madre. Para
poder deleitarnos unos días más con aquella felicidad plena, para poder
disfrutar de nuestro reencuentro y de su recién estrenada libertad. Pero sabía
que estaría deseando volar hasta los Dominios Mortales para buscar a mi
padre. Una tarde, cuando ya no pude retrasarlo más, la tomé de la mano.
—Madre, tengo algo que decirte.

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Unas palabras premonitorias. ¿O había sido el temblor de mi voz lo que
hizo que su rostro se pusiera pálido?
Dejó escapar su helada mano de entre las mías.
—No quiero escucharlo.
Su petición casi infantil me provocó una punzada de dolor. Me pregunté si
debía dejar que las cosas continuaran como hasta ahora. Viviendo en un
estado intermedio entre la esperanza y el temor. Algo en mi interior
retrocedió. Era mejor destapar la herida de golpe que dejar que la venda se
fuera despegando hasta el inevitable resultado.
—Lo siento. El Dragón Negro me contó que… Padre está muerto.
La voz se me quebró al pronunciar aquellas palabras, y sentí un nudo en la
garganta.
En ese momento mi madre se desmoronó, sacudió el cuerpo y se dobló
por la cintura. La sujeté con fuerza, tratando de no encogerme ante su llanto.
Mis palabras habían puesto fin a toda esperanza, como un cuchillo al cortar
una planta enferma que aún se aferraba a la vida. Había perdido a un padre al
que jamás había llegado a conocer, pero mi madre había perdido al marido al
que aún amaba.
Los tres juntos volamos a los Dominios Mortales. Mi madre tenía el rostro
pálido y se tocaba las mangas con nerviosismo. Había pasado mucho tiempo
desde la última vez que había dejado la luna. Por fortuna, la nube de Liwei se
deslizó por el aire con la delicadeza de un pájaro.
El Dragón Negro había descrito correctamente aquel lugar. En el punto
donde confluían dos ríos, encontramos una pequeña colina cubierta de flores
blancas. En la zona más elevada se alzaba una gran tumba circular hecha de
mármol. Había unos caracteres grabados con su nombre:

HOUYI

Alrededor había pinturas con todos los logros de mi padre: las batallas que
había ganado, los enemigos a los que había derrotado. Era una tumba
magnífica, digna de un rey. Y, aun así, me apenaba que no hubiera mención
alguna a su familia o descendientes. ¿Había vivido solo hasta el final?
Mi madre se agarró a mi brazo cuando empezaron a flaquearle las piernas.
Se quedó mirando la tumba con el rostro descompuesto por la pena.
—Si prefieres podemos marcharnos —susurré, a pesar del dolor que
sentía.
—No —exclamó con convicción.

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Se arremangó, tomó la escoba, y comenzó a barrer en un arrebato de
energía. Por un momento me pregunté qué pensarían los mortales si vieran a
la venerada Diosa de la Luna barriendo tan laboriosamente como cualquier
aldeano. Pero entonces lo comprendí: ellos, más que nadie, entenderían que
mi madre quisiese presentar sus respetos ante su marido. Que quisiese
demostrarle, incluso habiendo fallecido, que aún lo honraba. Me arrodillé y
usé mi pañuelo para limpiar el polvo y la suciedad del mármol, y froté los
caracteres hasta dejarlos brillantes. Al principio, Liwei permaneció a un lado,
pero al cabo de un rato se agachó para apartar las hierbas.
En cuanto el lugar quedó impoluto, mi madre sacó las ofrendas de fruta y
pasteles que había preparado ella misma y que había dispuesto en platos de
porcelana. Encendí las varillas de incienso y le pasé tres, con las puntas
teñidas de color carmesí bajo la débil llama. Sosteniéndolas ante nosotras, nos
arrodillamos frente a la tumba y nos inclinamos tres veces. Una esposa y una
hija, lamentando su mayor pérdida. Tras la última reverencia, apreté las
varillas de incienso firmemente contra el pequeño incensario de latón. Unas
delgadas volutas de humo aromático se elevaron hacia el cielo.
Le toqué la mano, devolviéndola al presente.
—Madre, cuando paseas por el bosque de noche, ¿en qué piensas?
Había querido preguntarle aquello muchas veces.
Ella cerró los ojos con una sonrisa de ensueño en los labios.
—En ti, cuando eras pequeña. En tu padre. En nuestra vida juntos. En
cómo desearía que estuviera con nosotras y que no se hubiera quedado atrás.
—Agachó la cabeza y dejó escapar unos susurros entrecortados—. A veces
me pregunto… ¿Y si los médicos se hubieran equivocado? ¿Y si no me
hubiera bebido el elixir? Habríamos vivido todos estos años juntos, en el
mundo inferior. Mi cabello se habría vuelto gris, pero hubiéramos sido
felices.
Me apretó la mano.
—Mientras ascendía a los cielos, me giré una vez y lo vi en la ventana,
con la mano extendida y una expresión de angustia en el rostro. Había
regresado demasiado tarde. Algunas noches me martirizo, y me pregunto
cómo se sentiría al ver que me alejaba volando. ¿Habrá entendido por qué lo
hice? ¿Se habrá sentido traicionado? ¿Me… me habrá odiado? En esas
noches, yo también me odio.
Permaneció con la mirada fija al frente, y tragó saliva antes de continuar.
—Cuando me bebí el elixir, en lo único en lo que podía pensar era en ti y
en mí, y en lo mucho que deseaba que viviéramos. Cuando lo tomé, elegí la

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muerte de mi marido en lugar de la mía. Escogí una vida sin él. Nos escogí a
nosotras. —La voz le tembló con una emoción repentina—. Jamás me liberaré
de esa tristeza. Y, aun así, volvería a hacerlo, incluso sabiendo todo lo que
pasaría después. Porque significaría que te tendría a ti.
Las lágrimas cayeron por sus mejillas como la lluvia. Me maldije por
aquella pregunta tan desconsiderada, por haberla hecho a pesar de saber que
le causaría dolor. Pero no podíamos seguir escondiéndonos y reprimiendo
nuestro pesar, sobre todo frente a quienes amábamos. Había aprendido que
tras el dolor yacía el perdón, la superación, y también, el remedio para
nuestras heridas. Fui consciente entonces de que quizá mi madre y yo nos
pareciéramos más de lo que creía. Ambas habíamos aprovechado la
oportunidad que se nos había presentado, y ambas habíamos elegido vivir.
Lentamente, dejó caer sus dedos de entre los míos, como si hubiera
olvidado mi presencia. Tenía la mirada clavada en la lápida, en los
resplandecientes caracteres del nombre de mi padre, y movía los labios,
articulándolos en silencio. Su legado y sus logros estaban tallados en
inmutable piedra, incrustados para siempre en la memoria del mundo al que
había salvado. Mientras los libros y las canciones existiesen, jamás sería
olvidado. Aunque constituía un consuelo vacío para aquellos que lo
amábamos.
Me puse en pie y me uní a Liwei, que estaba en la orilla del río. Nos
quedamos en silencio, viendo cómo la luz del sol resplandecía en el agua, y
sintiendo la brisa, que jugueteaba con nuestro pelo. El aire del mundo mortal
estaba colmado de infinitos aromas: el de los brotes que florecían, las hojas
que se marchitaban, la terrosa agua del río que vibraba llena de vida.
Al cabo de un rato, se volvió para mirarme.
—Le pedí a la princesa Fengmei que me liberara de nuestro compromiso.
Me quedé mirándolo sin poder creérmelo y sin saber qué decir.
—¿Por qué? ¿Cuándo? —le pregunté por fin.
Me dedicó una sonrisa triste.
—¿Necesitas preguntar por qué? Después de que te marcharas, fui a
visitarla. Le conté la verdad, algo que debería haber hecho antes. Se merecía
más de lo que yo podía ofrecerle: un corazón que jamás sería suyo. Fue muy
comprensiva, y me pidió que te dijera que deseaba que encontrásemos la
felicidad juntos. Creo que lo supo desde el día en que la rescataste.
Recordé su mirada al descubrir las Lágrimas Celestiales, cuando se dio
cuenta de que estaban emparejadas. No deseaba hacerle daño… Pero fui
incapaz de negar la alegría que se extendió por mi interior en este momento.

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—¿Qué hay de la alianza?
—El Reino del Fénix ha ratificado su apoyo al Reino Celestial. Aunque el
vínculo no será tan fuerte como uno asegurado por matrimonio, seguirán
siendo nuestros amigos y aliados. Tanto la reina como la princesa agradecen
nuestra ayuda.
Él me tomó la mano y se la llevó al pecho, donde noté que su corazón
latía con tanta fuerza como el mío. Sus ojos tenían un brillo desenfrenado.
Cuando apoyó la otra mano en la curva de mi mejilla, me incliné
inconscientemente hacia él, atraída por la calidez que recordaba.
—Mi corazón te pertenece, y siempre te ha pertenecido —me dijo—. No
tienes que responderme ahora. Sé que necesitas pasar tiempo con tu madre y
pensar bien las cosas. En el pasado me equivoqué, no luché lo suficiente por
nosotros. Pero no volveré a fallarte.
Pronunció las últimas palabras como un juramento solemne.
Las emociones que me embargaban no me permitían hablar. Era como si
el sol hubiera salido de entre las nubes para iluminar el cielo. Puede que las
sombras volvieran en algún momento, pero por ahora, disfrutaría del
resplandor.
Volamos de vuelta a la luna mientras el crepúsculo comenzaba a acechar.
Antes de marcharse, Liwei me ayudó a colocar hechizos de protección. Los
mortales ya no tenían prohibida la entrada a nuestro hogar, y aunque
aceptábamos las visitas, debíamos andarnos con cuidado. Entrelazamos
nuestra magia y recubrimos el Palacio de la Luz Inmaculada con hebras de
poder. Cuando tuve que detenerme, agotada por el esfuerzo, Liwei se hizo
cargo. Cerró los ojos y su energía emergió con una explosión de luz,
envolviendo las protecciones que habíamos creado antes de desaparecer.
—He añadido otra capa de protección para detectar a aquellos capaces de
ocultar su forma, ya sean demonios, espíritus o celestiales. Aunque no puede
impedir que entren, confío en que dé el aviso con la suficiente antelación —
me explicó.
Noté que el color abandonaba mi rostro al percibir la seriedad de su voz.
—¿Celestiales? —repetí, balbuceando.
Creía que habíamos puesto fin a las intrigas, el peligro y el miedo.
La expresión de Liwei se ensombreció.
—No hay ningún complot, que yo sepa, pero a mis padres no les hizo
gracia que el ejército interviniese para apoyarte. Se rumorea que muchos ven
su rendición como un signo de debilidad. Algunos han empezado a
cuestionarse si las decisiones que tomaron en el pasado fueron acertadas:

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encerrar a los dragones, exiliar a la Diosa de la Luna, permitir que las aves del
sol deambulasen con libertad…
Noté un escalofrío.
—Lo único que quería era irme a casa y liberar a mi madre. Nunca
pretendí que mis acciones fueran tomadas como un desafío. Solo quiero vivir
aquí, en paz.
—No podemos controlar el miedo de los demás. Pero no estarás sola.
Mientras me lo permitas, yo permaneceré contigo. —Liwei tomó mis manos
heladas entre las suyas; se las llevó a los labios y las calentó con su tibio
aliento—. Solo estoy siendo cauteloso. No son más que rumores y murmullos,
nada que deba preocuparnos por ahora.
Asentí sin emoción alguna. A pesar de que fueran solo rumores, si
llegaban a los oídos equivocados las consecuencias podrían ser nefastas.
Aquella noche, después de que Liwei se marchara, me revolví en la cama
antes de conciliar el sueño. E incluso tras quedarme dormida, no conseguí
descansar; me sumí en un sueño vívido en el que me encontraba en un balcón
con la mirada puesta en el cielo.
Las nubes tenían un color extraño, casi violeta. Una figura alta se
acercaba hasta colocarse junto a mí, con su túnica verde ondeando con la
brisa.
Me miró con aquellos ojos plateados, como esperando a que yo hablara.
—Gracias por habernos dejado partir. Pero eso no borra todo lo que
hiciste —le dije con frialdad.
—Mantengo lo que dije. Jamás volveré a obligarte a nada. —Su voz
desprendía un tono melancólico, uno que nunca había escuchado—. No me di
cuenta de lo que teníamos hasta que lo perdí. Si pudiéramos empezar de
nuevo, haría las cosas de manera diferente.
No le respondí, dado que no sabía qué decir.
—Hay algo que me gustaría preguntarte.
—Pregunta si quieres, pero no te garantizo que vaya a responderte —
argumenté, ya que no estaba dispuesta a dejarme arrastrar aún más a una
conversación que me traía demasiados recuerdos inquietantes.
Aunque sonrió, un vacío asomaba en su mirada.
—¿Me harías el favor? He echado en falta tu compañía.
—Yo no he extrañado la tuya —dije, aunque era una verdad a medias. Me
recordé que lo que echaba de menos era el espejismo de nuestra amistad, no la
realidad de sus mentiras.
Su mirada destelló.

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—En el tejado, antes de que te marcharas con el dragón… ¿Me habrías
disparado?
Me había hecho la misma pregunta a mí misma incontables veces. Y
ahora, al fin conocía la respuesta.
—No.
Le debía honestidad, ya que él había sido sincero conmigo.
Con esa única palabra, dejó escapar una exhalación y relajó la tensión de
los hombros.
—¿Alguna vez podrías albergar por un demonio los mismos sentimientos
que albergaste por el celestial?
—El celestial nunca existió. Siempre fue un demonio.
De alguna forma conseguí contener la emoción de mi voz, ignorando la
punzada que sentí en el pecho.
Él inclinó la cabeza con seriedad.
—Tal vez. Al margen de cómo me veas, esperaré hasta que vuelvas a
hacerlo.
—¿Hacer el qué?
—Volver a amarme. —Me rozó la cabeza con los dedos, acariciándome el
pelo con suavidad—. O, al menos, hasta que ya no me odies.
Antes de poder apartarme y responderle con un comentario mordaz,
desapareció.
Me desperté a la mañana siguiente con los ojos enrojecidos y abatida.
Había sido un sueño tan vívido, y las emociones que había evocado en mí, tan
reales… Permanecí sumida en mis pensamientos durante un buen rato,
alternando entre la indignación de que hubiera podido colarse en mis sueños y
el resentimiento que me producía el hecho de que pensar en él todavía me
afectara tanto. Por fin, me levanté para vestirme. Al mirarme al espejo, me
quedé paralizada al descubrir una horquilla de plata con un grabado de nubes
en el pelo. Me arranqué el frío metal de la cabellera y lo lancé dentro de un
cajón.
Tomé el Arco del Dragón de Jade y me lo colgué del hombro antes de
abandonar la habitación. Mi estancia en el ejército me había enseñado a actuar
con prudencia y a llevar siempre un arma en la mano. En cuanto salí,
comprobé de nuevo las protecciones que Liwei y yo habíamos colocado. Las
hebras de oro y plata se desplegaban, entrelazadas, como una delicada
telaraña, pero más firmes aún que el hierro. Pensé, en un arrebato desafiante,
que si el enemigo acechaba en el horizonte, estaría lista para enfrentarme a él.

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Aquella noche no soñé con Wenzhi. Estaba nerviosa, y no sabía muy bien
cómo sentirme, aunque me daba la impresión de que nuestros caminos
volverían a cruzarse.

La rutina se apoderó de mi día a día. Desde que el emperador le había


levantado el castigo a mi madre, muchos inmortales venían a visitarnos.
Algunos deseaban presentar sus respetos; otros, satisfacer su curiosidad, más
interesados en el escándalo que rodeaba nuestra historia que en otra cosa.
Ansiaba mostrarles la salida tras la primera taza de té, pero la forma en que
mi madre me fulminaba con la mirada era suficiente para que reprimiera mis
actitudes más descorteses. Aun así, a pesar de aquellos leves contratiempos,
adoraba volver a estar en casa, y sentirme segura, libre y amada. Fiel a su
promesa, Shuxiao nos visitaba con frecuencia, a veces, incluso, presentándose
sin avisar. Siempre agradecía su compañía y las noticias que nos traía del
reino. Minyi también nos hizo alguna que otra visita, así como la maestra
Daoming y el general Jianyun. Aquellos momentos en los que podía disfrutar
de mi hogar en compañía de mis amigos, mientras sus voces y sus risas
resonaban en los pasillos, eran mis favoritos. Su presencia no mitigaba la
sensación de paz, sino que la acrecentaba.
Pero nadie nos visitaba tanto como Liwei. Dábamos largos paseos por el
bosque de olivo verde, zigzagueando entre los resplandecientes farolillos y
bajo el cielo repleto de estrellas. Cuando tocaba el qin o la flauta, se sentaba a
mi lado y se ponía a pintar o a dibujar. A veces alzaba la vista y encontraba
sus oscuros ojos clavados en mí, contemplándome con tal intensidad que a
mis dedos les costaba seguir la melodía. Pero ya no huía de sus caricias, ni
sentía una punzada de culpa cuando se me aceleraba el pulso al verle. De
nuevo, mi mente se atrevía a soñar con un futuro juntos.
Algunas noches, después de que Ping’er se retiraba a dormir, me unía a mi
madre en el balcón de nuestra casa. Permanecíamos una al lado de la otra,
cada una sumida en sus propios recuerdos. Los suyos, pertenecientes al reino
inferior, y los míos, al cielo sobre nosotras. Ahora entendía con alarmante
claridad por qué no había querido que la interrumpieran durante esos
momentos. Y aunque no hablábamos, encontrábamos una especie de consuelo
en la presencia de la otra, en nuestra pena compartida, un sentimiento que no
había comprendido en mi niñez. En ocasiones, notaba de pronto su ausencia,

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tan embebida en mis propios pensamientos, en intentar responder las
preguntas que se arremolinaban en mi mente, que no me percataba de su
marcha hasta un rato después.
¿Podríamos Liwei y yo olvidar realmente todo lo que había pasado al
separarnos? ¿Podrían recomponerse los vínculos que habían quedado
cercenados? En la serenidad de nuestro hogar, esperaba disponer del tiempo
suficiente para deshacer los complicados nudos de mi vida. Sin embargo,
aunque éramos inmortales, no podía seguir procediendo de ese modo para
siempre: huyendo del amor, temiendo tomar la decisión incorrecta, y
preocupada por si me hacían daño. No me consideraba alguien frívolo, pero lo
cierto era que ya no sabía lo que mi propio corazón albergaba.
Siempre había pensado en la vida como en un sendero sinuoso que viraba
al antojo del destino. La suerte y la oportunidad eran obsequios ajenos a
nuestra voluntad. Pero al observar la oscuridad infinita, me di cuenta de que a
nuestros caminos los forjan las decisiones que tomamos, tanto si
aprovechamos una oportunidad como si la dejamos escapar. Tanto si nos
dejamos llevar por los cambios como si permanecemos en el mismo lugar. En
teoría, mi vida había vuelto al punto de partida, y sin embargo ya no tenía que
esconderme en las sombras, enterrar mi pasado o temer mi futuro. Jamás
volvería a ocultar quién era, ni el nombre de mis padres. La noticia de que era
la hija de la Diosa de la Luna y del mortal que había derrotado a los soles se
había extendido por los ocho reinos que conformaban los Dominios
Inmortales.
Los mil farolillos cobraron vida en la oscuridad. El cielo estaba despejado.
Las estrellas lucían infinitas. La luz de la luna brillaba con intensidad
absoluta. En una noche como aquella, mi corazón rebosaba felicidad y
aguardaba la promesa del mañana.

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Agradecimientos

La hija de la Diosa de la Luna comenzó como un sueño enloquecido que no


habría sido posible sin el amor y el apoyo de mi familia y mis amigos, y de
aquellos que creyeron en mí y en el libro. Me siento muy afortunada por ser
capaz de incluirlos aquí.
A David Pomerico, mi excelente editor de Harper Voyager US, siempre
recordaré la primera vez que hablamos por teléfono. Aquella llamada me
cambió la vida, y supe ya entonces que mi libro había encontrado un hogar.
Es un honor trabajar contigo, y has sido un increíble defensor de La hija de la
Diosa de la Luna. Tu visión del libro y tus agudos apuntes (el humor también
fue bien recibido) me llevaron a convertirme en una mejor escritora, y la
historia es mucho más sólida gracias a ti.
A Vicky Leech, mi increíble editora de Harper Voyager UK, ¡estoy muy
agradecida por poder trabajar contigo! Gracias por ser tan fantástica
defensora, por tus ideas inspiradoras que nos llevaron por caminos por los que
jamás había pensado que pasaríamos, aunque me alegro de que así fuera.
Estoy eternamente agradecida a mi increíble agente, Naomi Davis, por
creer en una escritora desconocida que vivía al otro lado del mundo y con
muy poca experiencia en este oficio, y por trabajar conmigo para pulir mi
arte. Eres increíble y una fiera, mi guía y compañera a través de todo, con tu
conocimiento, experiencia y empatía.
Mi más profundo agradecimiento al equipo de Harper Voyager US con el
que he sido tan afortunada de trabajar: DJ DeSmyter, Sophie Normil, Ronnie
Kutys, y al equipo de ventas de HarperCollins, ¡ojalá pudiera nombraros a
todos! Me cuesta expresar mi gratitud en palabras, pero por favor sabed que
estoy muy agradecida por todo.
Kuri Huang, muchas gracias por ilustrar la exquisita obra de arte de la
cubierta de la edición de los Estados Unidos, y a Jeanne Reina, por tu tan
inspirada dirección. Además de ser una obra de arte, ¡es la cubierta de mis

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sueños! ¡Gracias en especial a Angela Boutin, Virginia Norey, Rachel
Weinick, Jane Herman y Mireya Chiriboga por vuestra incalculable ayuda! Y
a la increíblemente prodigiosa Natalie Naudus, gracias por ser la voz de
Xingyin y por darle vida.
También estoy muy agradecida al equipo de Harper Voyager en el Reino
Unido: Natasha Bardon, Maddy Marshall, Jaime Witcomb, Susanna Peden,
Robyn Watts y Marta Juncosa. Vuestro apoyo significa muchísimo para mí.
Gracias a Ellie Game, la maravillosa diseñadora de la cubierta, y a Jason
Chuang por crear la deslumbrante cubierta de la edición de Reino Unido, a la
cual no podía dejar de mirar, y que es totalmente perfecta para la historia.
A todos los demás de HarperCollins internacional, quienes apoyaron a La
hija de la Diosa de la Luna, quienes ayudaron a que llegara a los lectores, a
todos a los que no pude incluir aquí debido a las circunstancias… Por favor,
sabed que agradezco todo lo que habéis hecho.
Empecé en el mundo editorial sin conocer a nadie, y tenía mucho miedo
de que nadie leyera mi libro. Les estoy eternamente agradecida a los brillantes
autores que leyeron una versión temprana del manuscrito: Stephanie Garber,
Shelley Parker-Chan,
Andrea Stewart, Shannon Chakraborty, Ava Reid, Genevieve Gornichec,
Tasha Suri y Elizabeth Lim. No puedo expresar cuánto me emocionaron
vuestras amables y generosas palabras, y me siendo muy afortunada de haber
leído vuestros preciosos libros.
A Anissa de Gomery, estoy muy contenta de que conectáramos, y doy
gracias por la amistad que tenemos ahora. Trabajar contigo ha sido uno de los
mejores momentos de mi viaje de escritura, y os estoy agradecida a ti y a tu
increíble equipo.
A mi querido marido Toby: mi compañero de vida, mi primer lector, mi
crítico más feroz, y mi apoyo más intrépido. Te estoy eternamente agradecida
por animarme a perseguir mis sueños, y por aguantarme mientras hacía la
transición hacia esta nueva y sin duda exigente etapa de mi vida. Por cuidar
de nuestros hijos cuando tenía una fecha de entrega inminente (casi todo
2021), por escuchar mis temores cuando todo parecía imposible, por celebrar
cada meta. No podría haber hecho esto sin ti.
A Lukas y Philip, por vuestro entusiasmo por lo que empezó siendo la
«idea loca» de vuestra madre, por vuestras entusiastas fotos y garabatos,
vuestras preguntas sobre mi historia y, lo más importante, por dejarme
trabajar cuando tenía los auriculares puestos. Os quiero a ambos con todo mi
corazón.

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No estaría donde estoy sin mis padres. A mi madre, gracias por tu amor y
apoyo, por inculcarme de pequeña el gusto por los dramas fantásticos chinos,
y por dejar que me quedara en casa leyendo en lugar de obligarme a salir.
¡Las clases de flauta y guzheng al final sirvieron para algo! Y a mi padre, por
esforzarte tanto para darnos una vida mejor, por tu amor, tu humor, y tu
entusiasmo por todo lo que hacíamos, por darme los libros que despertaron mi
pasión por las historias. Te echo de menos, y desearía que aún estuvieras con
nosotras.
A mi hermana Ee Lynn, por tu amor y tus ánimos, por estar ahí a las duras
y a las maduras, y por leer mis primeras historias. A mi prima Swee Gaik, por
tus incalculables consejos y por animarme cuando expresé en voz alta por
primera vez que mi sueño era ser escritora. ¡Muchísimas gracias a ti y a Dan!
Sonali, siempre te estaré agradecida por leer mi horrible primer borrador y
por darme el valor de lanzarme al abrumador mundo de las propuestas. Tu fe
en mí fue la chispa que prendió todo esto. A Jacquie, por tu inquebrantable
apoyo y tu bondad, y por ser la voz de la razón. No sé cómo podría haber
hecho todo esto sin ti. Estoy muy agradecida de teneros a las dos en mi vida,
las mejores amigas que nadie podría desear; sois mi calma en el alboroto que
supone publicar, ser madre y afrontar la vida en general.
Lamentablemente no tengo tanto talento como para escribir un poema en
chino. Gracias en especial a Han Lihua por su bella interpretación del pareado
de Xingyin en la competición, y por ayudarme a acuñar los nombres perfectos
para cada localización. A Yangsze Choo, por sus generosos consejos a una
autora novata. Y a Lisa Deng, por su paciencia con mis preguntas aleatorias y
frecuentes, desde discutir nombres, mitos, o la cultura.
A mis queridos amigos en Hong Kong, a los que conocí en BA y en
HKIS. Os estoy muy agradecida por vuestro apoyo y ánimos, en especial
durante la locura de mi año debut. Vuestra amistad significa mucho para mí, y
habéis dejado una huella en mi vida de muchísimas formas.
A la profesora más inspiradora que he tenido nunca, Puan Vasantha
Menon. Gracias por inculcarme el amor por la literatura.
Es un privilegio formar parte del increíble y dotado #22Debuts, y tener a
dos maravillosos hermanos como agentes que me mantuvieron cuerda.
Además, a Kristen (@myfriendsarefiction), Mike Lasagna, Daniel Bassett,
Kelecto (@panediting), Ellie (@faerieontheshelf), CW, Kristin Dwyer,
Lauren (@fictiontea)… Sois todos increíbles, y estoy muy agradecida por
vuestro apoyo desde el principio.

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Finalmente, pero no menos importante, les estoy eternamente agradecida a
los lectores, los libreros, los bibliotecarios, los bloggers, los
bookstagrammers, y a la comunidad de libros por vuestro apoyo con La hija
de la Diosa de la Luna. Y si estás leyendo esto, te estoy muy agradecida por
darle una oportunidad a este libro, por dejarme compartir mi historia contigo.
He disfrutado con todo mi corazón escribiéndola, y espero que tú también
hayas encontrado algo que amar en ella.

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La escritora Sue Lynn Tan nació en Malasia y estudió en Londres y Francia
antes de asentarse en Hong Kong junto a su familia.
Tan escribe novelas de fantasía inspiradas por los mitos y leyendas que
aprendió a amar desde que era muy pequeña. Su afición nació gracias a un
regalo de su padre, una recopilación de cuentos de hadas de todo el mundo.
Fue así como descubrió la fantasía y comenzó a interesarse por el género.

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